El problema del mal y el pecado original en san Agustín

San Agustín es un testigo privilegiado siempre que se hable del proble­ ma del mal desde cualquiera de sus vertientes. En sus escritos se reflejan y coordinan las diversas perspectivas desde las cuales, en los diversos ciclos culturales y a distintos niveles, se venían ofreciendo respuestas a la inevita­ ble pregunta: unde malum: ¿de dónde viene el mal? Se detectan en Agustín las huellas de los mitos ancestrales mediante los cuales la humanidad ha venido relatando sus experiencias con el mal, ha denunciado su malestar y se ha exhortado a la lucha por superarlo. Me refiero a los mitos tanto en sus formas pre y extra-cristianas, como a las narraciones míticas formuladas por los escritores de la Biblia y cultivadas por la tradición patrística anterior al propio Agustín. En segundo lugar, tenemos en él una presencia revelante de la reflexión filosófica al más alto nivel hasta entonces logrado. El pensamiento filosófico griego está representado por el neoplatonismo de Plotino, cuya forma de enfocar y resolver el problema del mal marca, visiblemente, el enfoque y la solución agustiniana. Por lo demás, en esta línea de influencias y a este nivel doctrinal, a penas será necesario mencionar al maniqueísmo. Su abiga­ rrada mezcla de mitos fantásticos, de reflexión filosófico-religiosa oriental, de gnosis de coloración cristiana dejaron huella indeleble en la vida y en el pensamiento de Agustín. Finalmente, la reflexión específicamente cristiana y teológica —basada en la lectura del Antiguo y Nuevo Testamento y en la Tradición eclesiásti­ ca—, llega en Agustín a su primera y, en ciertos aspectos, cimera manifes­ tación. La teoría agustiniana del pecado original, en cuanto intento de solución al problema del mal, recoge dentro de sí estas diversas perspectivas, las presupone y organiza en una síntesis superior. La crítica teológica actual podría proponer dificultades, incluso radicales, a esta teoría agustiniana. Pero, aunque llegase a rechazarla como tal teoría específica, siempre que­ dará por realizar una doble tarea complementaria: señalar y mantener las verdades cristianas basilares a las que debe su origen, y explicar luego el 236 ALEJANDRO VILLALMONTE hecho del enorme influjo que la enseñanza de Agustín ha tenido en el occidente cristiano hasta nuestros días. Incluso en la cultura civil occiden­ tal surgida al impulso del cristianismo. Durante siglos, y por algún tiempo todavía, las multitudes cristianas —acompañadas por sus teólogos y pasto­ res—, se proclaman a sí mismas como «los desterrados hijos de Eva», que marchan «gimiendo y llorando en este valle de lágrimas», por mor de aquel fatídico pecado cometido por nuestros primeros padres al comienzo de la historia.

1. Delimitación de nuestro tema

Claro es que no interesa estudiar aquí todo el tema del «pecado origi­ nal», con la amplia y dificultosa complicidad conceptual y argumentativa con que lo propone san Agustín l. Nos ceñimos a reflexionar sobre este aspecto concreto: hasta qué punto la teoría del pecado original constituye, en manos de san Agustín, la explicación al hecho de la presencia del mal en la historia humana. Porque, por una parte, el problema del mal es abordado por Agustín desde perspectivas que no se identifican con la más netamente teológica implicada en el tema del pecado original2. Por otra parte, la propia teoría del pecado original recibe cometidos que no son, directamente al menos, los de solucionar el problema del mal. Menciono estos diversos cometidos o funciones porque, si bien ahora no van a ser objeto de reflexión explícita y temática, pero interesa no perderlos de vista como contexto y horizonte mental dentro del cual se enmarca aquella función que va a ser objeto directo de nuestro trabajo.

1. La literatura sobre el pecado original en san Agustín es abundantísima. Mencionamos algunos de los escritos más recientes y significativos. J. GROSS, Entstehungsgeschichte des Erbsündendogmas. Bd. I: Von Bibel bis Augustinus, München 1960, 259-384; A. SAGE, Le péché originel dans la pensée de saint Augustin de 412 ä 430, en RevÉtAgustin. 15 (1969) 75-112; G. BONNER, Les origines africaines de la doctrine augustinienne sur la chute et le péché originel, en Augustinus 12 (1967) 97-116; W. SIMONIS, Heilsnotwendigkeit der Kirche und Erbsünde bei Augustinus, en TheolGlaube 43 (1968) 481-501; J. MORÁN F e r n á n d e z , Presu­ puestos filosóficos del pecado original en san Agustín, en EstudAgust 4 (1969) 117-130; P. F. BEATRICE, Traduxpecati alie fon ti della doctrina do t trina agostiniana del peccato originale, Milano 1978; A. TURRADO, Antropología de san Agustín en la polémica antipelagiana. Su lectu­ ra después del concilio Vaticano II, en Obras completas de san Agustín, Madrid 1984 (BAC, tomo 35) 3-162; A. VILLALMONTE, El pecado original en la polémica Agustín-]uliano de Eclana, en La Ciudad de Dios 200 (1987) 365-409; P. RlGBY, Original Sin in Augustinus Confessions, Ottawa 1987. 2. Sobre el problema general del mal en san Agustín ver dos obras recientes: H. HA RING, Die Macht des Bösen. Das Erbe Augustins, Zürich 1979. Sobre el pecado original espec. 181-265. G. R. E v a n s , Augustine on Evil, Cambridge 1982. También, como es obvio, con peculiar atención a la teoría del pecado original. EL PROBLEMA DEL MAL Y EL PECADO ORIGINAL EN SAN AGUSTIN 237

Además de otros —concomitantes y reductibles a estos— tres son, me parece, los cometidos que Agustín concede a su pluridimensional teoría del pecado original: — una función teológica: ilustrar y profundizar el misterio de Dios. Ante todo en su vertiente positiva de Gracia absolutamente gratuita para el hombre y omnidominadora de su destino y de su actividad saludable. Y luego en su vertiente negativo-apologética: en cuanto doctrina subsidia­ ria para ‘defender a Dios' (función de teodicea) del hecho —indudable para Agustín—, de que la mayoría de la humanidad venga a la existencia condenada a la muerte eterna; y de que todos los hombres, sin excepción, estén castigados a vivir en esta mísera condición que cada día lamentamos. — función cristológica\ el «dogma» del pecado original lo considera Agustín del todo indispensable para la ortodoxa inteligencia y vivencia del misterio de Cristo. En forma más destacada y constante para defender la fundamenta] verdad cristiana de la necesidad absoluta de la acción salvado­ ra de Cristo. Esta quedaría desvirtuada sino se admite que todo hombre nace en pecado original, correlato ineludible de la acción salvadora de Cristo. Más aún, la misma venida del Hijo de Dios al mundo en carne humana carecería, a su juicio, de razón de ser si Adán no hubiera pecado y constituido pecadores a todos sus descendientes. — función antropológica, en cuanto que la incursión en el pecado origi­ nal era considerada como indispensable para explicar el misterio del hom­ bre frente a la Gracia. Y también aquí desde una doble vertiente: a) en cuanto que el pecado original se consideró indispensable para garantizar la impotencia soteriológica del hombre. Impotencia que le coloca en radical necesidad de la gracia de Cristo; b) en cuanto que le existencia del pecado original en la raza humana «justifica» el hecho de la mísera condición en que se desarrolla su vivir en este destierro. Este último aspecto va a ser el tema explícito de nuestra reflexión: por qué caminos y con qué alcance utiliza Agustín su doctrina del pecado original como teoría subsidiaria para explicar la existencia del pecado y demás males en el mundo3.

3. En san Agustín no ocurre la distinción neta entre pecado original originante', el come­ tido personalmente por Adán, y el pecado original originado: «aquel en que todos nacemos heredado de nuestro primer padre». Pero, dentro de cada contexto, no será difícil distinguir el sentido concreto de la fórmula «pecado original». 238 ALEJANDRO VILLALMONTE

2. Cómo accede san Agustín al problema del mal Ante la pregunta de su interlocutor Evodio: por qué hacemos el mal, Agustín reconoce paladinamente: «Suscitas precisamente aquella pregunta que tanto me atormentó en mi adolescencia y que, después de haberme fatigado inútilmente, me empujó hasta hacerme caer en la herejía mani- quea»4. Todavía al finalizar su juventud no había encontrado una solución aquietadora, si bien la solución maniquea estaba ya virtualmente superada5. Pero entre las diversas perspectivas desde las cuales la inmensa proble­ mática del mal puede ser abordada, Agustín se centra en esta pregunta: por qué hacemos el mal\ inseparable de esta otra: por qué padecemos el male. Agustín trabaja siempre con la convicción de que el mal que hacemos es el origen único del mal que padecemos. Los males que sufrimos delatan la existencia antecedente del mal comportamiento humano que los ha dado origen. Y a la inversa, el mal que el hombre hace tiene la secuela inevitable del sufrimiento. Nos encontramos, pues, con un enfoque y solución del todo antropocéntricos del problema del mal. Para un hombre intensamente religioso como san Agustín, es fácil com­ prender que la pregunta «por qué hacemos el mal», se quede un poco vaga y genérica. Connaturalmente se transformó para él en otra más incisiva, com­ prometedora y personalísima: por qué pecamos1. Para encontrar respuesta a esta pregunta no tuvo inconveniente en adherirse, de joven, a las intrinca­ das elucubraciones maniqueas sobre la esencia del mal, sobre su origen, sobre el invencible poder que ejerce en el mundo. Posteriormente miró con simpatía las enseñanzas plotinianas sobre la metafísica del mal. En ambos casos, el impulso hacia tan elevadas teorías venía dado por la vivencia perso­ nal del mal que él mismo ponía en marcha al perpetrar el pecado8.

4. De Lib. Arb., I, 2, 4: PL 32, 1224; Con/., III, 7, 12: PL 32, 688. 5. «Buscaba yo el origen del mal, pero buscábale mal y no veía el mal en mi mismo modo de buscar el mal» (Con/., VII, 5, 7; Ib. 3, 4; 7, 11). 6. «Dime por qué hacemos el mal» {De Lib Arb., I, 2, 4. 6); «Lo que más me es saber por qué padecemos nosotros tan acerbísimas penas» (O. c., I, 12, 24). Existen dos clases de males: el que hacemos y el que padecemos (Ibid., I, 1, 1). Existen dos clases de males, el pecado y el castigo del pecado (Cont. Fortunatum, 15: PL 42, 117s); «a esto se reduce todo el mal; en parte a una obra injusta y en parte a un castigo justo» {Cont. Secund M a n iq 19: PL 42, 935). 7. «Quizá diga alguien aquí: de dónde proceden el mismo pecado y, en última instancia, el mal» [De duab anim., 10: PL 42, 63). Si no hay pecado tampoco hay mal alguno», decían también los maniqueos [Ibid., nr. 17; Cont. Fortun. Man., 21: PL 42, 122s). También el pelagiano Juliano de Eclana pensaba que no hay mal propiamente dicho sino el pecado (C. Jul. Op. Imp., III, 203; PL 44, 1333s; V, 26. 27. 43). 8. Es la interpretación, sin duda acertada, de J. MORÁN, El por qué del Agustín mani­ quea, en RelyCult 4 (1959) 248-261; 412-429. «El eludir la responsabilidad personal, principal EL PROBLEMA DEL MAL Y EL PECADO ORIGINAL EN SAN AGUSTIN 239

Hablando de la satisfacción que en algún momento le produjo el trato con los maniqueos dice Agustín: «Todavía entonces me parecía a mí que no éramos nosotros los que pecábamos, sino que era no sé que naturaleza extraña la que pecaba en nosotros, por lo que se deleitaba mi soberbia en considerarme exento de culpa y no tener que confe­ sar, cuando había obrado mal, mi pecado, para que tu sanases mi alma, porque contra ti era contra quien yo pecaba. Antes gustaba de excusarme y acusar a no sé qué ser extraño que estaba conmigo, pero que no era yo. Mas, a la verdad, yo era todo aquello, y mi impiedad me había dividido contra mí mismo. Y lo más execrable de mi pecado era que no me tenía por pecador... Y ésta la razón por la que alternaba con los electos de los maniqueos»9.

3. La voluntad humana fuente del mal/pecado

Superada la soberbia fabulación maniquea de que algo/alguien peca en nosotros sin nosotros, Agustín reasume el problema partiendo, una vez más, de una experiencia personal: la experiencia de su conversión. Lo dice expresamente en discusión con el maniqueo Félix. Cristo vino a salvar a los pecadores que se arrepienten. «Mas nadie se arrepiente del pecado de otro; al contrario, si el arrepentimiento es justo y veraz... el mismo arrepen­ timiento indica que no brota de otra naturaleza, sino de nuestra voluntad, si es que tal vez hemos pecado. Porque arrepentirse uno del pecado de otro, no es de sabios sino de necios... Ahora bien, si hay arrepentimiento, hay también culpa; si hay culpa, hay también voluntad, si hay voluntad al pecar, no hay naturaleza que coaccione... En cambio, los soberbios... afir­ mando que no son ellos los que pecan, sino que algo distinto peca en ellos y que otra naturaleza se sirve de ellos para pecar, se vuelven incurables» 10. La tesis de que la voluntad libre es el origen del pecado y por tanto de todo mal, fue objeto de reflexión explícita y prolongada en el libro sobre el Libre Albedrío, escrito en 388/395 con intención antimaniquea de fondo. Agustín es reiterativo y firme en afirmar que el pecado procede únicamente de la voluntad libre: «la pregunta que hicimos sobre el origen del mal, pienso que ya queda respondida: lo hacemos por libre decisión de la volun-

objeto de la conciencia de pecado en Agustín fue, a nuestro juicio, el motivo que realmente indujo a Agustín a entrar en el maniqueísmo. Todo lo demás son consecuencias de esta primera decisión» (pág. 422). 9. Conf. V, 10, 18. «El problema del origen del mal tiene en Agustín una génesis muy concreta y definida, en su propio pecado» (J. MORÁN, o. c., 427). 10. Cont. Fel. Maniq., II, 8: PL 42, 541. 240 ALEJANDRO VILLALMONTE tad »11. La raíz de todos los males no hay que buscarla en la naturaleza (maniqueos) sino en la voluntad. En los escritos más explícita y temática­ mente antimaniqueos, era de esperar que se intensificase la afirmación de que la libertad del hombre es la causa única del pecado/mal que en el mundo existe. Y llegados aquí, a la voluntad libre como causa del mal/ pecado, ya hemos llegado al final del proceso, no hay más que preguntar: no es razonable buscar la causa de la causa, ni la raíz de la raíz12. Esta concentración antropológica y voluntarista del origen del mal/pecado no la abandona san Agustín ni en los momentos más apurados de la polémica antipelagiana13. Pero tanto el concepto de voluntariedad como el de peca­ do hubieron de sufrir una reformulación importante.

4. Revisión y cambio de perspectiva

Bajo el impulso de su personal experiencia religiosa y de la concomitan­ te reflexión teológica había llegado a concentrar Agustín en torno a la libertad humana el origen del mal/pecado que hacemos y del mal que padecemos. Nuevas experiencias personales y pastorales y la correlativa reflexión teológica le obligan a buscar la solución por otros senderos. Los teólogos pelagianos, nominalmente el obispo Juliano de Eclana, compartía con Agustín esta concentración antropológica del origen del pecado/mal. Luego, las discrepancias se hicieron radicales. Juliano razona­ ba: ya que el hombre tiene la posibilidad expedita para hacer el mal y lo hace con plena voluntariedad y responsabilidad, lo mismo habría que decir respecto del bien. Frente al bien y al mal la voluntad se encuentra en el fiel de la balanza. Tiene un poder equilibrado y perfectamente alternativo tan­ to para el mal como para el bien. No obstante el pecado, sea de Adán o el personal, el hombre conserva siempre la posibilidad real de cumplir los mandamientos de Dios, si quiere sinceramente, superando las dificultades

11. De Lib. Arb.} I, 16: 34. PL 32, 1221-1310. El libro fue escrito los años 388/395. De duab. a n itn nrs. 5, 12. 14. 15. 17; Cont. Adiman., 26; Acta c. Fort., 15. 17. 21; Cont Secund., 11. 12. Todos ellos en PL 42, 93-112; 129-172; 111-130; 577-602 respectivamente. 12. De Lib. Arb.y I, 12, 26; III, 3, 8; III, 17, 47-49; Cont Fortun., 21. 13. En un primer momento san Agustín no tiene inconveniente en admitir el concepto de libertad propuesto por los pelagianos y la plena voluntariedad del pecado: La libertad es un movimiento del alma que brota de ella sin ninguna coacción (C. Jul. Op. Imp., V, 40: PL 45, 1476). «El hombre pecó porque quiso; tuvo mala voluntad porque quiso. Esto es muy verdad», reconoce también Agustín {Ib., nr. 60). A lo largo de la polémica da marcha a atrás y se refugia en su «teología de Adán» para decir que sólo en éste la voluntad humana estaba sana, íntegra, en perfecta disponibilidad inmediata para el bien y para el mal. Consumado el pecado de Adán, por castigo de Dios, la voluntad humana está radicalmente corrupta, viciada, sin posibilidad para el bien, pero «vendida» a El Pecado. EL PROBLEMA DEL MAL Y EL PECADO ORIGINAL EN SAN AGUSTIN 241 externas y sobrevenientes que sin duda tiene. Pero san Agustín vio al fondo el peligro: si se mantiene tal posibilidad real de cumplir los mandamientos, entonces la gracia de Cristo se hace innecesaria. Vuelve a reflexionar sobre las posibilidades reales que la voluntad humana posee para el bien y en­ cuentra: que aquel suficiente poder para el bien es propio y exclusivo de la voluntad íntegra y sana del primer hombre. En los demás la voluntad es ya una voluntad esclava, donde el vicio se ha tornado naturaleza, sujeta a la «dura necesidad de pecar». En este contexto y para este menester entra en acción la teología de Adán que Agustín llevaba en la mente desde tiem­ po atrás. Al no admitir la influencia destacada de Adán en la historia humana, los pelagianos tampoco le concedían importancia especial como causante de los males que sufre la humanidad. Estos, coyunturalmente pueden de­ berse a los pecados personales que los hombres cometen cada día, pero, por principio, hay que declararlos connaturales a la condición humana terrenal. Tanto los males externos, como el mal interno de verse acometido por la concupiscencia, fenómeno de suyo connatural y moralmente neutro en el hombre14. A las reflexiones teológicas de los pelagianos se unen las protestas espontáneas de los justos, de los inocentes que no aceptan que se las haga responsables de los males que ocurren en el mundo y que, en consecuen­ cia, se les castigue por algún secreto, inconfesado pecado. No se ve claro cómo las catástrofes naturales como terremotos, pestes y otras puedan cali­ ficarse, con justicia, como castigo por los pecados de los hombres. Por otra parte, varias tradiciones religioso-culturales hablan de las quejas y protestas del «justo sufriente», a semejanza del Job bíblico; el mecanismo del chivo expiatorio, corriente en varias religiones, muestra que persiste la convicción de que hay víctimas inocentes. Los castigos impuestos por la justicia humana no siempre responden a la realidad del delito o de su gravedad.

14. Juliano de Eclana, aunque habla de Adán como de un personaje perfectamente histórico, pero entiende los textos bíblicos en forma más sobria, alejada de la idealización y ontologización realizada por Agustín. Para el obispo Juliano Adán fue un hombre rudo, ignorante, incauto, sin temor ni justicia, débil ante su mujer. Su pecado no fue tan grave como otros que se narran en la Escritura y, añade con mordacidad, no tan grave como el que cometen Agustín y los maniqueos admitiendo un pecado original, un pecado ínsito en la naturaleza (C.Jul.Op.Imp., VI, 23: PL 45, 1554s). Ver un estudio más concreto sobre el tema en M. LAMBERIGTS, Julián d’Éclane et Augustin d’Hipone: deux conceptions d’Adam, en Augus- tiniana 40 (1990) 373-410. «Nada en la historia justifica tamaña vanidad», dice Juliano sobre la «teología de Adán» propuesta por Agustín. 242 ALEJANDRO VILLALMONTE

Frente a estas reclamaciones de los «inocentes», siguiendo una ances­ tral tradición mítica e incluso bíblica, Agustín replica que ¡no hay nadie que sea inocente\ Todos han pecado, todos están manchados: por sus ocul­ tos pecados personales, por los pecados de sus antepasados, por «el anti­ guo pecado» que contagió a toda la raza humana. A fin de que la miseria que sufrimos, en todas sus manifestaciones, aparezca como justo castigo por el pecado, Agustín desvela la misteriosa radicalidad y universalidad absoluta del mismo. También Agustín encuentra ahora una solución recu­ rriendo a su inagotable «teología de Adán». Ella es la clave para leer y entender la teoría agustiniana del pecado original como origen de todos los males que aflijen a la humanidad.

5. La «teología de Adán y el origen del mal/pecado

Al hablar aquí de la «teología de Adán» nos referimos al conjunto sistematizado de reflexions que, sobre la figura mítico-simbólica de Adán —intensamente historificada—, han realizado los teólogos cristianos en orden a explicar ciertos «misterios» de los comienzos de la actual historia de salvación15. Dentro de esta reflexión teológica era usual el descargar sobre el primer hombre, llamado «Adán», la máxima responsabilidad —desquitando la parte alícuota que le tocaba al diablo—, de la fuerza de pecado y miserias de toda índole que aquejan a la humanidad. En realidad, bajo importantes aspectos, no se trataba de una explicación cristiana, caída perpendicularmente del cielo. De tiempo inmemorial en diversos círculos culturales se narraba el mito de la caída originaria de la tribu, de la huma­ nidad: una desgracia, castigo, culpa acaecida en los prestigiosos y divinales orígenes de la historia, que habría determinado la situación de miseria en que ahora se nace y se vive. Esta caída originaria se puso a veces en la pre-existencia anterior a esta terrena: así Platón, muchos gnósticos, incluso cristianos, como Orígenes. Partiendo del judaismo y luego en la gnosis, tanto heterodoxa como ortodoxa, se había impuesto una historificación densa, fantástica y casi burda, de la elemental figura del Adán genesíaco. Los Padres Orientales

15. Sobre la «teología de Adán», ver A. VILLALMONTE, Adán nunca fue inocente. Refle­ xión inocente. Reflexión teológica sobre el estado de justicia original, en NaturGrac 19 (1972) 60-71 y literatura allí citada. Para san Agustín el resumen de G. BONNER, «Adam», en Agus- tinuslexikon I, 63-87; A. VILLALMONTE, El nuevo Testamento ¿conoce el pecado original?, en EstudFrancis 81 (1980) 326-346. En la edad media sigue vigente, por ej., en un agustiniano tan destacado como san Buenaventura: A. VILLALMONTE, La teología de Adán en san Buena­ ventura, en VerVida 33 (1975) 253-301. EL PROBLEMA DEL MAL Y EL PECADO ORIGINAL EN SAN AGUSTIN 243 también ponían en relación con el comportamiento de Adán el hecho de la situación de corrupción(-hhorá) en que se encuentra la humanidad. Pero tal corrupción no se entendía en forma individualista y moralista, como si el pecado afectase individualmente a cada recién llegado a la existencia. Se entendía como una situación o estado universal histórico-salvífico de signo negativo. Resultaba del hecho de que la humanidad, sintetizada en Adán, había sido despojada del don de la «inmortalidad = athanasía» que le confería el ser imagen de Dios. Como consecuencia, el hombre había que­ dado reducido a los límites de la finitud y «mortalidad» que le es propia: sujeto al círculo de la generación, de la corrupción, muerte y sufrimiento, a la presión de las pasiones inferiores. Sin embargo —y es importante subrayarlo en este momento—, no parece que los Orientales viesen los mencionados hechos como una castigo positivamente impuesto por Dios a la humanidad descendiente de Adán. Si no que, despojado el hombre de la «inmortalidad = athanasía», connaturalmente quedaba reducido a lo que es inseparable de su condición terrenal16. El aporte de san Agustín consiste en haber ofrecido abundante material para la elaboración de una auténtica «adamología»: un verdadero tratado teológico sobre Adán. Y luego en haber puesto esta ‘teología de Adán’ al servicio de su teo-logía, su cristología y antropología teológicas. La figura del Adán genesíaco y de su comportamiento, además de la ya tradicional historificación, recibe en Agustín una ostensible sublimación e idealización y hasta una ontologización. Sin duda alguna bajo el influjo de la tipología Adán-Cristo de que habla san Pablo. Pero secretamente ayudado —como también el propio Pablo— por la fuerza de los mitos y de las especulacio­ nes gnósticas y del judaismo intertestamentario. Para nuestro propósito tiene peculiar importancia el recordar la incon­ mensurable gravedad que Agustín concede al pecado de Adán, el Hombre primordial, cabeza y síntesis de la humanidad entera17. Esta gravedad se mide por la grandeza del castigo que Dios impuso: muerte, sufrimientos todos provenientes de la naturaleza, o de la violencia humana. Por motivos polémicos Agustín concede especial relieve a los sufrimientos de los niños: para poder decir que también ellos pecaron en Adán18. Como buscador

16. Cfr. J. GROSS, o. c.y en nota 1, pp. 125-216; P. F. BEATRICE, o. c., en nota 1, pp. 30s, 191-242. 17. Agustín habla del «sumo y máximo pecado del primer hombre» (C. Jul. Op. Imp., VI, 59). Cfr. Ibid., III, 202; VI, 5. 7. 9, 22s, 27. 18. La miseria de los niños es el argumento aquiles de Agustín para demostrar que todos los males viene del pecado original: «Toda vuestra herejía la veis naufragar en esta miseria de los párvulos» {Loe. cit., III, 109). Ver comentario de F. REFOULE, Misére des enfants et péché originel d’après saint Augustin, en RevThom 63 (1963) 341-362. Por lo demás, 244 ALEJANDRO VILLALMONTE de profundidades y preocupado por desvelar, en todos sus secretos, el misterio del ser humano, encuentra Agustín que la máxima miseria huma­ na, derivada como castigo del pecado adánico, es el fuerte desgarro interior y la «dura necesidad de pecar» en que el hombre se encuentra actualmente, impuesta por la Libido desenfrenada19. Con el recurso a la ‘teología de Adán' Agustín superaba la solución maniquea al problema del mal/pecado. El mal no entra en el mundo por imposición de un Principio malo opuesto al Dios creador bueno; ni opera en el hombre por necesidad fatal; ni, sobre todo, hay que declarar irredimi­ ble al hombre que lo sufre. Respecto al clamor y protesta de los inocentes, Agustín lo declara vano, ilusorio, ya que no hay nadie inocente, ni siquiera el niño en el seno de su madre. Todos han pecado y, por cierto, voluntaria­ mente, en la voluntad del primer hombre: todos eran un solo hombre pecador y una única voluntad pecadora en la persona y en la voluntad de Adán. Agustín ni pudo ni quiso abandonar su tesis inicial de que todo mal/pecado existente en el mundo proviene de la voluntad libre del hom­ bre y es castigo divino por su mal comportamiento voluntario20.

La propuesta agustiniana de explicar el origen y contenido del mal recurriendo a la libre decisión de Adán encuentra aquí su calvario. El intento de meter en la voluntad de UNO solo la voluntad de todos se ha valorado por muchos como una tarea de Sísifo. Justificar la voluntariedad del pecado original-originado ha sido calificado como rigurosa «crux theologorum». En ella siguen crucificados los teólogos cristianos después de 15 siglos. Es difícil evitar de que, el ponderar la miseria del hombre al nacer era un tópico entre los escritores paganos y cristianos de entonces, A. GOULON, Le malbeur de l’homme á la naissance. Un théme antique chez quelques Péres de l’Eglise, en RevEtAugust 18 (1972) 3-26. 19. «Afirmo que la concupiscencia de la carne llamada libido, la que hace que la carne luche contra espíritu, es mala» (O. c., III, 167 y ss). Se apoya siempre en Rm 7. Su experiencia personal al respecto la relata en Con/., VII, 3, 5: VII, 5, lOs, VIII, ss. De perf.iust.hom., IV, 9: PL 44, 296. C.Jul.Op.Imp., I, 107; V, 47, 52: II, 15; III, 110, 112; I, 52, 59, 62. 20. En las Retractaciones (426/427) en medio de la controversia pelagiana, precisa la voluntariedad verdadera, pero peculiar del pecado original: «Dije también: el pecado no reside en otro lugar sino en la voluntad. Los pelagianos pueden pensar que tal afirmación favorece su punto de vista, pensando en los niños. Niegan ellos que los niños tengan pecado original... pues no han usado aún de la libertad personal. Como si el pecado que afirmamos que contraen en Adán ya al nacer, y que les implica en la culpa de él, y que les hace reos de castigo, pudiera haber existido alguna vez sino por la voluntad. Fue cometido voluntariamen­ te cuando tuvo lugar la trasgresión del precepto divino (en el paraíso)... Por eso, el dicho ‘el pecado que no reside sino en la voluntad’ ha de entenderse, ante todo, de aquel pecado por castigo del cual entró el pecado en el mundo... En conclusión, es totalmente verdadero que no puede haber pecado sin voluntad... Ya en el momento de la obra, ya en su origen» (Retract., I, 15, 2: PL 32, 608, ib. 5, 610). Porque hay diversos grados de voluntariedad (C.Jul.Op.Imp., V, 40). «Todos pecaron por la mala voluntad de aquel hombre, porque todos éramos uno, del cual todos traen el pecado original, del cual él fue voluntariamente culpable» {De nupt et conc.y 2, 5, 15: PL 44, 444. C.Jul.Op.ImpIV, 90). EL PROBLEMA DEL MAL Y EL PECADO ORIGINAL EN SAN AGUSTIN 245

con esta inclusión de todos en el pecado de UNO, no se esté haciendo una auténtica injuria a la bondad de Dios y a la dignidad del hombre libre, al mismo tiempo. Puede cubrirse todo ello con el sufrido velo del «misterio». Pero tam­ bién podría hablarse de enigma, de paradoja, de contradicción y hasta de absur­ do. De hecho el dicho tertulianeo del «credo quia absurdum» ocurre con fre­ cuencia en los expositores de la doctrina agustiniana/clásica del pecado original como raíz de todos los males que en el mundo han sido.

6. Los fundamentos de la teoría agustiniana

Sólo podemos tratarlos en forma fragmentaria y sucinta. Pero no es razonable omitirlos del todo. Su teoría de que todos los males del hombre le vienen como consecuen­ cia y castigo del pecado de Adán la fundamenta san Agustín en «autorida­ des» de la Escritura y de la Tradición, y en «razones» teológicas. Tan entreveradas unas en otras que no resulta fácil definir si las «razones» vienen a roborar una doctrina aprendida en la la Escritura/Tradición, o, más bien, descubierta la enseñanza por «razonamiento» teológico, luego se le buscan textos bíblicos que la prestigien y acreditan21. En cualquier caso, nosotros nos fijamos en las «razones» teológicas que sostienen la teoría agustiniana. En se percibe mejor el aporte personal de Agustín a la solución del viejo problema. Pasamos a analizarlas en concreto.

a) Dios castiga los pecados de los padres en los hijos Este texto de la Escritura es citado numerosas veces como base para argumentar a favor de la propuesta agustiniana: es perfectamente normal el que digamos que Dios castiga en sus hijos los pecados del primer padre. Es ley de la «misteriosa», pero irreprensible justicia divina el castigar los pecados de los padres en los hijos22.

21. Agustín encuentra el pecado original (sin distinguir mucho entre originante y origi­ nado) en el Antiguo Testamento: Gn 1-3; Sal 50, 7; Jb 14, 4; Sab 12, 10-11; e indirectamente en Gn 17, 14; Lev 12, 6; Eccl 40, 40, 1. En el Nuevo Testamento: Rm 5, 12-21; Rm 7, 7-25; Jn 3, 5; Rm 9, 20-24; Ef 2, 3. Juliano de Eclana negaba que la doctrina del pecado original se contenga en la escritura, y la exégesis moderna le da plenamente la razón. La Tradición sí favorece a Agustín en parte, pero no en todo, según hemos indicado. 22. El texto bíblico completo tiene otro sentido: «no te postrarás ante ellos, ni les darás culto: porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso: castigo la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos, cuando me aborrecen; pero actúo con lealtad por mil generaciones cuando me aman y guardan mis preceptos». Ex 20, 5, Deut 5, 9. Agustín lo cita y comenta en repetidas ocasiones, en polémica contra Juliano Op. Imperf, III, 15, 16, 30, 39, 50, 54, 61, 83; V, 9. Corroborado por Sab 12, 10: Ibid., III, 12. 14ls; IV, 124, 128s. 246 ALEJANDRO VILLALMONTE

La fuerza probativa de estos textos a favor de su tesis la ve Agustín tan clara y segura que las certeras objeciones de Juliano no hacen sino reafir­ marle más en su convicción y darle oportunidad para explicarse mejor. Las objeciones del obispo Juliano de Eclana se sintetizan en estos motivos: — La exégesis que Agustín hace de Ex 20, J>par., y de otros similares, como, Sab 12, lOs (en que llama a los cananeos «mala cepa-de malicia congénita-raza maldita desde su origen») es un modo de hablar, un género literario de la Escritura, para ponderar la dureza de su corazón en el mal, pero por razón de los pecados personales que los cananeos han cometido, imitando a sus antepasados. El auténtico pensamiento bíblico al respecto lo proponen Ez 18, 1-30 y Jer 31, 29s. Allí se rechaza como falso el refrán que corre por Israel «los padres comieron el agraz y los hijos sufren la dentera». Cada uno es responsable de sus actos personales y sólo conforme a ellos será castigado23. — Esta lectura literalista de los mencionados textos bíblicos peligra de ser, en la pluma de Agustín, un atentado directo y brutal contra el concep­ to cristiano de Dios, contra su justicia. En este momento Juliano se torna agresivo, tajante y durísimo: no se puede creer en el Dios cristiano y afirmar el pecado original, que implica el que Dios castigue a todo el género huma­ no y lo declare incurso en pecado por la desobediencia de Adán24.

23. Ez 18, 1-30 es objeto de explícita discusión en todo el lib. III del C.Jul.Op.Imperf'. PL 45, 1247-1337. La exégesis moderna descarta interpretación agustiniana y marcha en la línea indicada, siquiera en forma imperfecta, por Juliano. Ver J. ALONSO DÍAZ, ¿Ezequiel en contra del «pecado original»?, en StudOvetense 13 (1985) 129-147. Dios mismo en Ez 18 rechaza la antigua mentalidad tribal en la que se apoya el dicho de que «Dios castiga en los hijos los pecados de los padres». No, cada hombre es responsable es responsable de su comportamiento personal, no del de los antepasados. Esto sería una manifiesta barbaridad = «probata barbaries», como lo califica el obispo Juliano de Eclana. La indicación de san Agustín de que tal ley estaba en vigor en el Antiguo Testamento, pero que ya fue abolida en el Nuevo, no deja de ser una «curiosa evasiva» del doctor de Hipona. 24. «Discrepas de los católicos (Agustín) no sólo en esta cuestión, sino sobre Dios. No das culto al mismo Dios a quien nosotros veneramos como justísimo, omnipotente, inviolable en Trinidad» (C.Jul.Op.ImpV, 63). «Pon en claro quien este condenador de inocentes. Respon­ des: Dios. Has herido mi corazón y como apenas se puede creer tal sacrilegio, necesito que aclares tus palabras (pues hay muchos que son llamados dioses)... ¿A qué Dios imputas tal crimen? (El mismo que entregó a su Hijo para salvarnos) es el mismo que juzga, que persigue a los recién nacidos, que los entrega al fuego eterno sin haber hecho nada malo ni bueno. Ahora, después de esta doctrina tan bárbara, tan sacrilega, tan funesta, si nuestros jueces fuesen imparciales, no deberían sino maldecirte y execrarte. Sería una vileza discutir contigo, ya que eres extraño a toda religión, a todo saber, a todo buen sentido común, e imaginas lo que ningún bárbaro imaginó nunca: que tu Dios es criminal» (C.Jul.Op.Imperf, I, 48). ¿Cómo cargar sobre un inocente un crimen ajeno? ¿Quién hay tan necio, tan bárbaro, tan cruel, tan olvidado de Dios y de su justicia que juzgue a los niños culpables? Ib. «Cesa en tus insensatos ataques contra Dios». Y no aduzcas la autoridad del Apóstol, «para que nadie piense que son EL PROBLEMA DEL MAL Y EL PECADO ORIGINAL EN SAN AGUSTIN 247

— Agustín cae en la herejía traducionista, al afirmar que existe un pecado que se hereda y que se trasmite por generación25. — Es inadmisible que el hombre, noble imagen de Dios, sea castigado, por culpa ajena, a incurrir en un «pecado natural»; puesto bajo la esclavi­ tud del demonio, sin intervención de su voluntad personal26. Las objeciones de Juliano venían envueltas en ampulosidad, reiteracio­ nes y desorden propios de los discursos retóricos de la época. Similares características presenta la respuesta de Agustín. Damos en esquema la valo­ ración que Agustín hace de tales objeciones. — Se reafirma el obispo de Hipona en la interpretación literal rigurosa del dicho veterotestamentario, «Dios castiga en los hijos los pecados de los padres». Y no es sólo el dicho, son los hechos: el exterminio, decretado por Dios, de los cananeos, incluso de los niños. O bien de los niños he­ breos no circuncindados. Señal de que estaban en pecado. Y ¿qué otro pecado sino el cometido en Adán?27. Respecto a Ez 18, 1-30 en que se dice que Dios no castiga los pecados de los padres en los hijos, es un preanuncio de lo que sucederá en el Nuevo Testamento, en que la regeneración rompe esas ataduras entre padres e hijos28. — El concepto que Agustín tiene de la «Justicia de Dios» es diferente del que utiliza Juliano. Este no piensa en la gratuidad y libertad absoluta con que Dios concede sus dones o los deniega. Recuerda los textos pauli­ nos sobre la profundidad abismal de los caminos que sigue Dios en admi­ nistrar su justicia (Rm 9, 11, 33-36). A esta insondable misteriosidad de la justicia divina se debe el que Dios prohíba tajantemente que un juez

doctrinas suyas las bárbaras doctrinas (= probata barbaries!) que tu enseñas» (Ibid., II, 46). Cf. Ibid., III, 12-27; V, 63. 25. La acusación ocurre a cada paso: Ibid., I, 6, 76; II, 14, 102, 236; III, 7, 10, v, 2. El tema de las conexiones «traducianistas» y «encratitas» es tratado expresamente por P. F. BEATRICE, o . c.y en nota 1: «Tradux peccati». Alie fon ti della doctrina agostiniana... 26. Sólo por sus pecados personales puede ser castigada la imagen de Dios, insiste Julia­ no: Ibid., III, 44, 45, 48; VI, 36; III, 124; V, 56. 27. Acude Agustín a Lev 12, 8 y, sobre todo, a Gn 17, 14: O. c., I, 4. II, 73, 119, 125, 151, 161, 201, 219. 28. En el primer pacto «los pecados de los padres son castigados en los hijos; en el segundo... no se dice ya: los padres comieron el agraz y los hijos padecen la dentera, porque cada uno morirá por su pecado, no por el de su padre... Siempre existirá oposición entre estas dos sentencias; a no ser cada una se la refiera a cada uno de los Testamentos, como lo demuestra con toda evidencia el profeta Jeremías» {Ibid., III, 84). Es extraño que no se cite en la discusión Jn 9, 2s, donde Jesús parece rechazar el atavismo de la culpa y la correspon­ dencia sufrimiento-pecado. 248 ALEJANDRO VILLALMONTE humano castigue en los hijos los delitos de los padres. Y El es perfecta­ mente justo cuando, según la Escritura, castiga los pecados del padre Adán en sus descendientes. Finalmente, hay que tener en cuenta que, incluso en este caso, Dios no toma una decisión pura y netamente voluntarista y como «arbitraria». Agustín intenta entender lo que cree y señala un fundamento objetivo e inmanente en los hijos, en el niño, que le hacen merecedor del castigo divino: a) el hecho de que la voluntad de todos estaba en la volun­ tad de Adán pecador; b) en el hecho de que todos estaban seminalmente contenidos en el primer progenitor29. — Por otra parte, como buen retórico, eleva un argumento ad homi- nem contra Juliano, retuerce la argumentación y le reprocha: Si te parece que Dios sería injusto castigando a los hijos por los padres, incomparable­ mente más injusto sería en tu propuesta, al castigar a los niños con tanta miseria, sin tener pecado alguno30. — También la dignidad del hombre imagen de Dios, resulta más ultra­ jada en la propuesta julianea. Porque si no tiene pecado ¿cómo explicar que Dios, al nacer, le castigue de esa manera?31. En conclusión, podemos admitir como legítimas las reclamaciones de la justicia humana frente a la norma de castigar a los hijos por los pecados de los padres. Pero la justicia de Dios por una parte se revela como Gracia perdonando los delitos. Mas si castiga a los hijos por los pecados de los padres también hay que adorarla como misteriosamente santa. Incluso aun­ que expresamente prohíba que los jueces humanos sigan estos procedi-

29. El problema de armonizar justicia divina con pecado original vuelve en cada página de la polémica de Agustín con Juliano de Eclana, v. gr. lib. III, 12-27, 33, 37, 82. Ver los comentarios de F. J. THONNARD, Justice de Dieu et justice humaine selon saint Augustin, en Augustinus 12 (1967) 387-402; A. E. MACGRATH, Divine Justice and divine Equity in the controversy between Augustine and Julián ofEclanum, en The DowReview 101 (1983) 312-319. «Para no acusar a Dios de injusticia, confiesa la existencia del pecado original», afirma tajante Agustín en o. c.y III, 2. La idea se repite de continuo: Ibid., II, 139, III, 4, 5, 7, 8; V, I; I, 120, 122; II, 13, 74. El tema de la inclusión de todos en Uno-Adán, en su voluntad e incluso «en sus lomos» es recurrente, en orden a explicar que todos son individualmente pecadores. Ver A. VlLLAL- MONTE, cit. en nota 1, pp. 90-94, 376s. 30. «Veis que vuestra herejía naufraga en las aguas de esta miseria infantil, que no existiría en modo alguno bajo un Dios justo, si no fueran fruto de aquel gran pecado por el que la naturaleza humana quedó viciada y condenada» (O. c., III, 109). Argumento de prime­ ra importancia que vuelve «casi en cada página» de la polémica contra Juliano, O. c.} I, 39; III, 61, III, 3, 8, 202-4. Cfr. F. R e f o u l e , Misére des enfants et péché originel d’aprés saint Augustin, en RevThom 63 (1963) 341-362. 31. «¿Quien puede dudar que sería injusto castigar a una imagen de Dios, si no lo ha merecido por alguna culpa?» (O. c., VI, 36). Cfr. II, 117; III, 116, 44; I, 49; VI, 17; Contra Jul., III, 10; V, 4; VI, 32: PL 44, 641-487. EL PROBLEMA DEL MAL Y EL PECADO ORIGINAL EN SAN AGUSTIN 249 mientos. Por eso, nada hay que objetar a la afirmación de que Dios casti­ gue a todos los hombres por el pecado del primer hombre.

b) El pecado, castigo del pecado

El proceso argumentativo desplegado por Agustín en torno a la figura de Adán termina cuando se llega a decir que el pecado —original origina­ do—, es «castigo» impuesto por Dios a la humanidad entera por motivo del pecado originante cometido por Adán. De este modo la tesis agustinia- na de que todo mal/sufrimiento existente en el mundo proviene del pecado del propio hombre, se individualiza e interioriza en cada ser humano. Se ofrece la prueba definitiva, aunque amarga e inquietante, de que todo mal proviene del hombre. Con las debidas matizaciones, parece podría admitirse lo que en la tradición cristiana anterior a san Agustín, ya se admitía: que las miserias de la vida son castigo de Dios por el pecado del protoparente de la huma­ nidad. Por otra parte, refleja la convicción, común entre los hebreos, de que el sufrimiento es pena impuesta a los hombres por sus pecados. No precisamente por el pecado de Adán solamente, sino por el pecado huma­ no en general. También hay que recordar las protestas del «justo sufriente» recogidas en el libro de Job. Agustín da un paso más y propone la ‘novedo­ sa’ afirmación de que la miseria en que todo hombre nace no es sólo y mero «castigo/pena» impuesta por el pecado de Adán, sino que ella misma es «pecado»: un nuevo tipo de pecado denominado pecado-castigo, o casti­ go-pecado. Esta nueva figura del «pecado-castigo» la presenta Agustín como la clave para entender su pensamiento sobre el origen de la miseria humana.

«Si estas tres cosas distingues y sabes que una cosa es el pecado, otra el castigo del pecado y la tercera ambas cosas, es decir, pecado y castigo del pecado al mismo tiempo, comprenderás cuál de estas tres cosas pertenece a la mencionada definición, en la que existe voluntad de hacer lo que la justicia prohíbe y hay libertad de abstenerse. Definí (con esas palabras) lo que es pecado, no la pena del pecado, ni ambas cosas a la vez». Ejemplo claro del primer caso lo tenemos en el pecado de Adán. «Un ejemplo del segundo género, de sólo castigo del pecado, tiene lugar cuando uno no hace nada, sino que padece, v.gr., la pena de muerte»... «El pecado original tampoco pertenece al primer género antes mencionado, donde existe voluntad de hacer un mal del que tiene libertad de abstenerse. De lo contrario no existiría en los niños, que todavía no tienen libre albedrío... Pertenece el pecado original al tercer género, donde el pecado es también castigo del pecado; y existe en los niños al nacer, pero sólo aparece 250 ALEJANDRO VILLALMONTE

cuando empiezan a crecer... El origen de este pecado viene de la voluntad de un pecador: existió Adán, y en él todos existimos; pecó Adán y en él todos perecimos32.

En qué pueda consistir ese enigmático «castigo-pecado» Agustín lo dejó sumergido en la honda y oscura sima del misterio y ahí sigue después de 15 siglos33. Aunque no ofrezca una definición en el sentido técnico, pero sí ofrece algunas frases descriptivas de la naturaleza —del ser y del operar—, de este pecado-castigo. Se le califica de «herida-morbo-defecto- desorden-vicio en la naturaleza humana». Señal de su presencia ahí es la libido-concupiscencia— ley de la carne, que crea en el hombre la dura necesidad de pecar. Pero, ¿cómo sabe Agustín que existe este tipo de pecado en cada hombre que entra en la existencia y precisamente como castigo por un pecado anteriormente cometido? Se apoya en el hecho que describe la Escritura en varios pasajes, en que Dios entrega a ciertos pecadores a sus propios pecados. Así lo afirma san Pablo en Rm 1, 18-32; y en el caso del Faraón y de otros destacados impíos a quienes Dios endurece el corazón. En estos casos Agustín ve claro que el pecado es castigo divino por el pecado anteriormente cometi­ do. Juliano de Eclana niega la paridad de este hecho —ya de suyo bien misterioso y nada fácil—, con el de los niños que nacen culpabilizados por el pecado de otro lejano antepasado. Faraón es castigado con el abandono de Dios a cometar más pecados por decisión de su propia libertad. No es homologable este hecho con el caso de los niños, donde el pecado-castigo se les impone sin concurso alguno de su libertad personal. San Agustín no se arredra ante la dificultad. Reconoce la índole miste­ riosa de tal hecho, pero lo encuentra reiteradamente afirmado en la Escri­ tura donde dice que todos pecaron en Adán (Rm 5, 12-21), y que como todos han sido vivificados en Cristo, todos han muerto previamente en Adán (I Co 15, 22). Pero fiel a su programa de entender lo creído, busca razones que hagan comprensible el hecho. Parte, en primer término, de reconocido por la tración cristiana: que los sufrimientos de la vida son castigo del pecado de Adán. Esto se ve con la máxima claridad en la miseria

32. C.Jul.Op.Imp., I, 47. C ./«/., V, 9, 35s; VI, 1, 2: PL 44, 641-874. 33. El misterio del pecado original, en su vertiente teo-lógica, lo centra Agustín en la insondable «Justicia de Dios», en la línea de Rm 9, 20-29 y 11, 32. Desde la vertiente antropo­ lógica, en el misterio del «Hombre Primordial-Adán», en su voluntad y en sus lomos. El escepticismo del teólogo actual frente al «misterio» del pecado original lo expresaba con fina ironía el P. Valensin escribiendo confidencialmente a Teilhard de Chardin. El dogma del pecado original era para él «una arqueta cerrada en cuyo interior creo que hay algo, porque la Iglesia me lo dice, pero estaría dispuesto a esperar trescientos años antes de saber lo que es». Citado por E. COLOMER, El hombre y Dios al encuentro, Barcelona 1974, 272. EL PROBLEMA DEL MAL Y EL PECADO ORIGINAL EN SAN AGUSTIN 251 que sufren los niños. Ahora bien, Dios no sería justo si les castigase con tan duro yugo, si ellos no fuesen también individual y realmente pecadores. Y ¿qué otro pecado podríamos atribuir al niño, sino el pecado original?34. A la misma conclusión llegamos si miramos la miseria humana desde la perspectiva del concepto cristiano de hombre: el hombre ha sido creado a imagen de Dios, pero ¿cómo podría Dios sujetar a su noble imagen a tanta miseria si no lo hubiese merecido por su condición pecadora35. Agustín podría haber acusado a la tradición teológica anterior de inconsecuente con sus propios principios: si denominamos castigo de Dios a las miserias de la vida, hay que ser lógicos y llegar a decir con claridad y explícitamente: todo hombre nace pecador, y por ello Dios justamente le impone el yugo de tan pesada, mísera condición. Podría evadirse la lógica de esta argumentación recu­ rriendo a una idea muy firme en Agustín: ¡no hay pecado sin voluntad! El obispo de Hipona recoge con tranquilidad la objeción y la satisface, desde su punto de vista, con una respuesta que se ha hecho célebre: la voluntad de los niños «ino­ centes» pecó voluntarimente en la voluntad de Adán: todo hombre es Adán-pe­ cador. La inclusión de todo en Uno, en su voluntad, se corrobora con esta afirmación: todo hombre tiene vinculación incluso física con Adán, al estar incluido en él según las razones seminales, según hemos señalado.

Así, pues, la tesis agustiniana de que el hombre sufre las miserias de esta vida por ser pecador, no podría ser acusada, sin más, de ser excesiva­ mente abstracta y evasiva, como si descargase sobre el lejanísimo Adán originario la culpabilidad. No, cada ser humano, en su inalienable indivi­ dualidad, es realmente pecador y como tal es justamente castigado por Dios con las miserias de la vida presente. Es conocido el dicho agustiniano: no vayas fuera, en ti mismo habita la Verdad. Podría aplicarse un dicho similar cuando se investiga la causa de los males que afligen a cada hom­ bre: no vayas fuera, en ti mismo vive el pecado causante de todos los males que te aflijen.

7. Tres observaciones metodológicas A distancia de 15 siglos no pueden menos de resultarnos notablemente extrañas las razones que Agustín aduce a favor de su convicción de que todos los males del mundo proviene del pecado original. Pero es obligado valorarlas desde el horizonte mental en que él se movía y desde las preocu­ paciones/intereses teológicos de fondo que intentaba salvaguardar. En esta

34. Cf. A. VlLLALMONTE, o. c., en nota 1, 376-382. Cfr. también nota 26. 35. C.]ul.Op.Imp., I, 136; III, 44, 61; IV, 123, 39s; VI, 17. 252 ALEJANDRO VILLALMONTE misma línea hacemos algunas observaciones que ayudarán a desvelar los presupuestos culturales desde los cuales trabaja espontáneamente el doctor de la Gracia. Seguramente después de estas observaciones, la teoría agusti- niana nos parecerá más débil e inaceptable; pero aparecerá más «explica­ ble» dentro de la circunstancia vital toda entera en que fue elaborada.

a) Los males del mundo como «castigo de Dios» Para iniciar una reflexión ‘por sus últimas causas’ sobre el problema del mal, parece obligado partir de la experiencia del mal que padecemos o del mal que hacemos, como lo hace san Agustín. Sin embargo, nos pare­ ce un apriorismo injustificado el que inmediatamente y ya de entrada, a este mal que hacemos, o miseria que sufrimos, se les dé un calificativo teológico tan denso de contenido y comprometedor como el de «castigo de Dios». En los escritos de Agustín aparecen estas tres interpretaciones de la experiencia del mal/sufrimientos que ocurren en la vida: pueden calificarse de «connaturales» a la naturaleza humana. Así los interpretaban con realis­ mo sobrio y serenidad mental los filósofos de orientación aristotélica y estoica. En esta dirección se encuentra el humanismo hondamente cristiano —en este aspecto—, del obispo Juliano de Eclana. Otros teólogos cristia­ nos orientales pudieran estar en esa línea. La tradición cristiana anterior a Agustín y tal vez círculos culturales no cristianos —veína en las miserias de la vida un castigo de Dios por el pecado originario de Adán. Como sabemos es una novedad agustiniana el llamar castigo-pecado a esta miseria. Agustín no podía admitir que las miserias de la vida fuesen connaturales al hombre. Por motivos teológicos profundos y decisivos a su modo de ver. Decir que los sufrimientos de la vida son naturales al hombre es ir abiertamente contra la Escritura que dice, según lee la tradición, que Dios hizo al hombre feliz y perfecto en el paraíso. Por tanto, la miseria que ahora le esclaviza no puede decirse «natural»: es castigo del Dios justo por el pecado del hombre. Por otra parte, si se dice que son «naturales» al hombre, es atribuirle al Creador el mal inherente al ser humano. Con lo cual, aunque sea de malgrado, se favorece la tesis maniquea. Como se ve el calificativo teológico de las miserias de la vida como castigo de Dios, carece de sentido, es puro apriorismo si no es para creyentes cristianos que, además de historificarla, añadan una lectura idealizante y sublimadora de la narración de Gn 2-3 sobre el estatuto teológico y privilegiado de la humanidad originaria. Calificadas las miserias de la vida como castigo de Dios, ya conocemos el mecanismo argumentativo para señalar en el pecado original la fuente de todos esos males. EL PROBLEMA DEL MAL Y EL PECADO ORIGINAL EN SAN AGUSTIN 253

b) Persistencia de la mentalidad tribal

La afirmación «Dios castiga en los hijos los pecados de los padres» no puede proponerse sino es bajo la presencia e influencia de lo que se llama mentalidad tribal. Que este sea el caso de Agustín en toda la discusión sobre el pecado original a penas será necesario subrayarlo36. Más aún, su floreciente teología de Adán no fue posible sin una ontologización y densi­ ficación casi-metafísica de lo que en sus inicios fue una expresión popular, mítico-simbólica de determinadas vivencias culturales y sociales. Según esta mentalidad se ve como obvio, connatural, que los hijos paguen por el pecado de los padres; o bien que reciban premio por su buen comporta­ miento. Ya que, como la bellota es germen de una encina, el patriarca es el germen biológico, moral y hasta óntico de la tribu. Esta mentalidad tribal colectivista está presente en el estado primero de todas las culturas, incluso las que llegaron a gran desarrollo, como la de Grecia y Roma37. La presencia de esta mentalidad en los hombres que escribieron los libros del Antiguo Testamento es por demás patente y reco­ nocida38. De todas formas Agustín estaba bien apoyado a tergo por esta forma de pensar mítico-simbólica. En Rm 5, 12-21 y en 1 Co 15, 22, 45-49, encontró texto y pretexto para una ontologización de la figura del primer patriarca de la tribu humana, cayendo en el peligro de que el símbolo bíblico de Adán reventase por exceso de carga, según frase de P. Ricoeur. Una vez que el progreso de la cultura en el campo del derecho, de la moral y de la religión ha superado aquella ancestral mentalidad de clan, la afirmación agustiniana de que la pluriforme miseria que sufren los hijos de Adán sea castigo por el pecado del padre carece de sentido. Resulta de interés el advertir que el contrincante de Agustín en la polémica sobre el pecado original, el obispo Juliano de Eclana, parece menos afectado por esta mentalidad tribal. Cierto, sigue una interpretación histórica del relato de Gn 2-3 sobre Adán y su estatuto paradisíaco. Pero, su mentalidad aris- totélica-estoica, más realista, empírica y sobria no le toleran las elevaciones

36. Trata explícitamente el tema, y con referencia a la enseñanza agustiniana sobre el pecado original, A. TURRADO, Antropología de san Agustín en la polémica antipelagiana. Su lectura del Vaticano II, en Obras Completas de san Agustín, BAC, Vol. XXXV, 3-162, Madrid 1984. 37. Puede verse R. ThÉRY, La responsabilité colective: Étude juridique, en P. G uilluy (dir.), La culpabilité fondamentale. Pécbé originel et antbropologie moderne. Édude interdisci­ plin ary G em bloux 1975, 130-152. 38. Con motivo de las discusiones modernas sobre el pecado original volvió a ser estu­ diado el tema, bajo la fórmula de reciente acuñación de la «personalidad corporativa». Ver A. VlLLALMONTE, El pecado original. Veinticinco años de controversia, 1950-1975, Salamanca 1978, 111-127, 249-291, con la literatura correspondiente. 254 ALEJANDRO VTLLALMONTE idealizantes del neoplatónico Agustín. Su formación refinada dentro de la cultura greco-romana, le alejan del primitivismo residual, jurídico/moral que todavía se puede percibir en el «púnico» obispo de Hipona. Al menos en su impulsiva defensa del pecado de Adán como fuente de todos los males. Por lo demás, la afirmación de la responsabilidad y valor del indivi­ duo, de la persona sobre la tribu y la colectividad, pertenece a la originali­ dad y a la sustancia del mensaje del Nuevo Testamento sobre el hombre.

c) Secreto influjo del 'mito de la pena’ Señalamos aquí otro de los presupuesto culturales que, desde el sub­ consciente colectivo, operan en san Agustín al querer dar razón de por qué existe tanta miseria en la historia humana. Nos referimos a lo que se ha llamado el mito de la pena39. Esta vaga y pluriforme figura de la historia de la cultura: de las religiones, del derecho, de la moral —podría describirse como la convicción—, arraigada en el estadio primitivo de tantas culturas de una correlación rigurosa entre el pecado y el castigo, la culpa y la pena. Ambos miembros de la correlación marchan en irrompible simbiosis, se acompañan como el viajero y su sombra. El «pecado» y la «culpa» admiten diversos grados de desarrollo: transgresión de tabúes familiares, sociales; de prohibiciones mágicas y religiosas; por quebrantamiento de normas rituales, morales, hasta llegar al concepto de ‘pecado’ como transgresión de la ley de Dios. En cualquier caso, según los profesantes del mito de la pena, existe una especie de trascendental 'ley del talión\ en virtud de la cual el que quebrante el orden, debe ser reducido al orden por medio del castigo. Esta seguridad sobre la correlación culpa-pena y, a la inversa, del sufrimiento con la culpa, tiene todas las señales de ser un residuo de experiencias y recuer­ dos infantiles, en los grupos humanos y sociedades primitivos. En efecto, el niño no dispone de una conciencia moral interiorizada, objetiva y diferenciada que le permita discernir personalmente entre el bien y el mal. Para él, es malo aquel comportamiento que observa es «castigado», de cualquier modo, con el desamor de sus padres o tutores. Es buena la conducta que es premiada con amor y estima. Cuando la figura paternal es sustituida y sublimada con la idea de la divinidad, surge la convicción de que el buen Dios no puede afligir a los hom­ bres con cualquier tipo de sufrimientos, sino es por que el hombre ha incurrido en alguna culpa: voluntaria-involuntaria; ritual-moral; en la existencia o en la preexistencia. Incluso «el delito de haber nacido», como expresa bella y poética­ mente Calderón de la Barca40.

39. Ver informes y comentarios en E. CASTELLI (edit.), Le mythe de la peine, París 1967. 40. Sobre este tema, tan ocurrente en los mitos, puede verse el estudio de U. BlANCHl, Peché originel et péché «antécédant», en RevHistRel 169/179 (1966) 117-126; Id., Sul parala EL PROBLEMA DEL MAL Y EL PECADO ORIGINAL EN SAN AGUSTIN 255

A esta correlación pena-culpa acude Agustín para justificar su paso lógico desde la miseria humana —sobre todo la de los niños—, a la existen­ cia de una culpa originante universal de la misma: «Si confesáis la pena, decid la culpa; confesado el suplicio, decid cómo ha merecido» Al. Cierto es que san Agustín podría sentirse bien acompañado por numerosos textos del Antiguo Testamento, donde la correspondencia culpa-pena y castigo- pecado es manifiesta. Pero también lo es que los escritores del Antiguo Testamento son tributarios de la mentalidad mítica, infantil y primitiva a la que hemos aludido. Por lo demás, desde el momento en que Agustín concede a las miserias de la vida el calificativo teológico moral de castigo de Dios, el más elemental respeto a la justicia divina le impulsa a buscar y encontrar el misterioso pecado universal que justifique tales penas, al me­ nos ante el piadoso creyente cristiano: aquel que, a imitación de Agustín, hace sobre determinados textos de la Escritura la lectura literal e historicis- ta, idealista y ontologizante arriba señalada.

8. que Agustín nos legó

San Agustín pensó que defendía un precioso legado tradicional cuando proponía su teoría de que todas las miserias de la vida proceden del peca­ do original. Cierto, Agustí recibía y enriquecía notablemente una arraigada tradición cultural-religiosa. Que tal tradición tuviese el origen divinal que él le concedía pienso que no podría admitirlo la teología. Cierto es también el éxito total e inmenso que la teoría agustiniana ha obtenido en la cristian­ dad occidental. Hasta fecha reciente ha gozado del estatuto de verdad indiscutible: a nivel de la ciencia teológica, de la administración pastoral del Mensaje, del creer y sentir de los fieles. origínale in prospettiva stonco-religiosa, en RevBiblltal 15 (1967) 131-149; Id., Prometeo, Orfeo, Adamo. Tematiche religiose sul destino, il male, la salvezza, Roma 1976; A. VlLLAL- MONTE, o. c., en nota 1, pp. 187-190. Reminiscencias poéticas de esta ancestral creencia pueden percibirse en estos versos que Calderón pone en boca de Segismundo encarcelado: ¡Ay, mísero de mí, ay infelice! pues el delito mayor Apurar cielos, pretendo, del hombre es haber nacido. ya que me tratáis así, Sólo quisiera saber qué delito cometí, para apurar mis desvelos contra vosotros naciendo: (dejando a una parte, cielos aunque si nací, ya entiendo el delito de nacer) qué delito he cometido: ¿qué más os pude ofender, bastante causa ha tenido para castigarme más? vuestra justicia y rigor {La vida es sueño, Jorn. I).

41. Cont.Jul., III, 12, 25: PL 44, 715; C.Jul.Op.Imp., D, 66: PL 45, 1170. Cfr. Ibid., VI, 27 («ideo convincuntur rei esse quoniam miseri»); Cont.Jul., III, 6, 13; De Lib. Arb., III, 15, 43-44; Enar in Psal., 58, 13: PL 36, 701. 256 ALEJANDRO VILLALMONTE

Los últimos decenios la teoría del pecado original ha entrado en una crisis radical e irreversible que afecta a la totalidad de las vertientes que la integraban. No podía menos de afectar también a este aspecto concreto: a la función que a la teoría se la asignaba de ser una explicación, desde la fe, a la pregunta por el origen de la mísera condición en que vive la huma­ nidad histórica. Es, sin duda, arriesgado enjuiciar en pocas líneas un teoría conceptualmente complicada y tan enraizada en el pensamiento y en el vida de los cristianos. Sin embargo, daremos algunas pistas de reflexión que ayuden a justipreciar el legado doctrinal que el doctor de la Gracia nos legó en el problema que nos ocupa.

a) Para una valoración global de la solución agustiniana Desde el horizonte mental: cultural general, religioso, teológico en que nos movemos, parece inevitable decir que la teoría elaborada con tanto ingenio y vigor por san Agustín, se asemeja a un secular edificio que, edificado sobre arena, ahora se ha desintegrado y se ofrece como un mon­ tón de ruinas. De entre ellas una reflexión teológica constructiva puede/ debe rescatar piezas sueltas de valor permanente. Pero sin intentar remode- lar el edificio en su conjunto, perdido de forma irrecuperable. Dicho esto sobre las ruinas del edificio siempre quedará en pie un llamativo tema de estudio en el campo de la historia, psicología, sociología religiosa, espe­ cialmente de la cristiana: dar razón cumplida del hecho enorme de la vigorosa vitalidad de que gozó la teoría durante más de 15 siglos. Me parece que no es viable buscar un apoyo demostrable en la Palabra de Dios. Su verdadera fuente hay buscarla en la fuerza del espíritu humano, individual y colectivo que creó los mitos, símbolos y narraciones populares sobre los orígenes de todos los fenómenos e instituciones humanas. Ante la experiencia de la miseria existencial a que el hombre se siente «sometido», surgen las quejas, protestas, anhelos de liberación que se plasman en los relatos míticos y en las reflexiones sapienciales. Nominalmente el mito, tan extendido y casi universal, de la caída antecedente/ originaria. La Escritura del Antiguo Testamento recoge, reelabora y «transcultu- raliza», según sus propios esquemas mentales, estos mitos ancestrales. Sobre todo los encuadra dentro de su peculiar concepción de Dios, del hombre y de sus relaciones mutuas. Según propia confesión Agustín, antes de ser cristiano y manejar a fondo las Escrituras, ya conocía el hecho del «antiguo pecado» y de la miseria por él provocada. En sus discusiones con los pelagianos necesitó ahondar en el hecho de la caída originaria y en sus consecuencias, para que ante la grandeza de la ruina, se viese mejor la necesidad del Salvador. Esta correlación indisoluble entre radical miseria humana y la acción salvadora de Cristo la percibió Agustín en la experiencia de su conversión. EL PROBLEMA DEL MAL Y EL PECADO ORIGINAL EN SAN AGUSTIN 257

b) Concentración antropológica del problema

Elemento muy valioso en la explicación agustiniana sobre el origen del mal, es la importancia primera que concede a la referencia antropológica de la pregunta y de la respuesta. Ante la experiencia del mal que sufre, es bueno que el hombre no divague y ya de inmediato concrete la pregunta: ¿por qué hacemos el mal? Con esta pregunta se le urge al hombre a que asuma la parte que le corresponde en la cantidad y calidad del mal que en el mundo se produce. Las ventajas de esta advertencia son claras e impor­ tantes. — Con la pregunta dirigida al hombre mismo que se queja, se corta el camino a la insinceridad. El hombre intenta siempre de nuevo evadir su responsabilidad en la ‘producción’ del mal en el mundo, apelando a la fuerza invencible del destino, de la fatalidad, al influjo de una sustancia mala y ajena que lo domina; al diablo, a otras fuerzas sobrehumanas incon­ trolables; a las estructuras de maldad existentes en el entorno vital. Agustín le advierte: no vayas fuera, en tí mismo brota el mal, en la profundidad de tu corazón, como dice el Evangelio. — Esta referencia antropocéntrica puede también servir de adverten­ cia tanto a los «piadosos» como a los «impíos». Ante la experiencia del mal, de sus excesos, ambos grupos se apresuran a quejarse ante Dios y culpabilizarle por el mal que acontece: ¿por qué Dios consiente esto? ¿por qué me castiga así? Cierto, ante la experiencia global de la miseria humana, llega un momento en que hay que dirigirle a Dios diversas preguntas, pero con sinceridad de corazón y en el momento oportuno: después que el hombre ha eximinado la profundidad de su corazón y se ha aceptado sapiencialmente a sí mismo en su condición de ser finito y caedizo a todos los niveles. Sin embargo, la legítima referencia al hombre, llega a tornarse «reduc­ ción antropológica» abusiva cuando Agustín propone a Adán, elevado a la categoría de «Hombre Primordial», cometiendo el pecado originante de los incontables males que afligen a la humanidad hasta el final de la histo­ ria. Desde un humanismo cristiano más realista, menos idealizante, más respetuoso con la dignidad de cada persona humana, surgen siempre las protestas: — No es aceptable señalar al propio pecado como la causa universal de toda la miseria que angustia al género humano. No es universalmente verdadero el dicho: sufrimos el mal, porque hacemos el mal/pecado. Sub­ íate aquí una «reducción teológica» de todo el inmenso y plurifacético 258 ALEJANDRO VILLALMONTE problema del mal. Son muchos los males que sobrevienen por deficiencias en el comportamiento humano. Pero tales defectos y fallos no siempre merecen el calificativo teológico de «pecado». Se deben a la condición humana, vana y finita tanto a nivel óntico como operativo. Actualmente la reflexión teológica, ya más ilustrada, adulta y legítimamente secularizada, tacharía de pietismo impertinente la atribución al pecado humano de todos los males del mundo. — El rechazo crece cuando se llega a afirmar que un solo acto de un solo hombre desencadena todos estos efectos. Sólo en el lenguaje del sím­ bolo, del «mito de los orígenes», tiene significado concentrar en un solo momento, en un solo espacio, en un solo agente lo que, en realidad, acon­ tece siempre y en todo momento de la historia. Por otra parte, la historia se le carga de un radical pesimismo si en ella aparece el pecado como una especie de «padre de todas las cosas».

c) El origen adánico del mal y el problema de la teodicea Ya indicábamos antes que no se puede sentir ni reflexionar sobre el problema del mal sin llegar, en última instancia, a plantearse —en forma explícita o equivalente—, el problema de la teodicea: si Dios es omnipo­ tente y bueno ¿por qué existe el mal? La preocupación por defender al Dios cristiano de cualquier contacto con el Principio Malo de los maniqueos, fue uno de los motivos que le llevó a Agustín a defender que todo el mal del mundo les sobreviene a los hombres como castigo de su propio pecado, impuesto por el Dios justo. Más aún, en polémica con Juliano de Eclana es reiterativo en afirmar que, o bien se admite la explicación que él ofrece, o se cae inevitablemente en el maniqueísmo42. Agustín pensaba que sólo él lo superaba. Pero sus opo­ nentes pelagianos —y muchos otros de siglos posteriores— le acusaban de maniqueísmo residual al presentar a cada hombre heredando una «naturale­ za viciada», como castigo por el pecado de Adán43. Conocemos las frases del obispo Juliano: a ese Dios castigador injusto, cruel y bárbaro de hom-

42. «Vosotros, negando que los males sean males, negando que tengan su origen en el pecado del primer hombre, no lográis que no sean males. Lo que hacéis con eso es atribuirlos a una naturaleza mala coeterna al Dios bueno. Con detestable ceguera favorecéis a los mani­ queos: en vano los acusáis cuando estáis ayudándoles de manera miserable» (Cont.Jul.Op.lmp., VI, 41: PL 45, 1608). Abundan en esa obra los textos del mismo tenor. Hoy diríamos que acusarle a Juliano de maniqueo es poco serio, mera argucia retórico-polémica. 43. Agustín sigue bajo influjo de los misterios maniqueos (O. c., IV, 75). Nacido del seno de Manés (VI, 16; III, 29). «Tu lengua está todavía sucia de los misterios de Manés» (III, 53; II, 147). EL PROBLEMA DEL MAL Y EL PECADO ORIGINAL EN SAN AGUSTIN 259

bres inocentes, no podemos adorarle los cristianos44. Se comprende que haya que quitarle a las palabras de Juliano el pathos polémico que le impul­ só a pronunciarlas. Pero pienso que todavía puede quedar en pie la pre­ gunta serena y firme: ¿es posible armonizar el concepto evangélico de Dios con la tesis de que toda la miseria humana es «castigo de Dios» por el pecado de un primer hombre? Sobre todo cuando se añade que el castigo consiste, especialmente, en poner al hombre en la dura necesidad de pecar. Como si, a quien delinquió un día, se le condenase a ser delinquente irre­ versible. Comparación insinuada por Juliano45. En los Manuales neoesco- lásticos es frecuente tratar, como punto especialmente delicado, el tema de «el pecado original y la teodicea».

Al lado de la teodicea = defensa de Dios, y si esta ha de ser convincente, hay que colocar la antropo-dicea la defensa del hombre. La defensa de la visión cristiana del hombre estaba representada en la época por los pelagianos, si bien cometieron excesos en la tarea. Juliano de Eclana considera que la teoría agusti- niana del pecado adánico como origen de la miseria humana moral y física, nominalmente el poner a cada hombre en estado de pecado como castigo de una falta que él no ha cometido, es la máxima injuria que puede hacerse a esta noble imagen de Dios que es el hombre. San Agustín acude a la cita y emprende una vigorosa defensa de la noble imagen de Dios ‘retorciendo el argumento’ con la habilidad propia de un buen retórico: mayor injuria haces tú a la imagen de Dios cuando afirmas que, sin pecado alguno, es sometida por Dios a tamaño castigo. Alta deshonra para la justicia de Dios y afrenta para la dignidad del hombre, tratado por su Creador como una cosa despreciable. De momento pare­ ce que lleva la razón Juliano de Eclana. Pero Agustín posee recursos doctrinales que le permiten evitar el absurdo en que le había encerrado la vigorosa argumen­ tación julianea, tan cargada de exquisito humanismo cristiano. Nos referimos al constante recurso que Agustín hace a Cristo, el Salvador, que recrea la imagen de Dios, cualesquiera que sea los abismos de perdición en que el anterior castigo divino justamente la había sumergido.

44. Ver nota 24. Y otros muchos semejantes: Ibid., I, 72, 135; V, 64; IV, 76; III, 68, 77. Más textos y comentario en M. LAMBERIGTS, Julián of Aeclanum: A Plea for a Good Creator, en Augustiniana 38 (1988) 5-24. 45. Los cristianos actuales están muy sensibilizados contra la idea de un Dios castigador del pecado de los hombres, siguiendo el mecanismo que vimos al hablar del mito de la pena: la rígida correlación culpa-pena, pena-culpa. Ver la obra de F. VARONE, El dios «sádico» ¿Ama Dios el sufrimiento?, Santander 1988. Para la cita de Juliano ver A. VlLLALMONTE, El pecado original, cit. en nota 1, pp. 406s. 260 ALEJANDRO VILLALMONTE

9. El problema del mal desde la perspectiva de la Salvación

La intención soteriológica de fondo, es decir, el deseo/necesidad vital de encontrar una liberación/salvación del mal, es lo que ha impulsado siempre la reflexión que cristaliza en los textos de la mitología, la religión, la filosofía, la teología, En cualquier caso, la referencia a la Salvación es esencial para interpretar todas las teorías sobre el origen y naturaleza de la pluriforme miseria que el hombre padece. En última instancia, la mejor respuesta a la eterna pregunta del unde malum? (el mal que hacemos y el mal que padecemos) sería aquella que aporte una Salvación más completa y radical del mal que nos angustia.

a) Vara no desvirtuar la Cruz de Cristo (¡ne evacuetur Crux christi!). Si Agustín propone con tanta energía al pecado original (originante y originado) como raíz de toda la miseria hu­ mana, es porque la negación de este hecho —en el horizonte teológico en que lo hacían los pelagianos—, implicaba la negación de la necesidad del Salvador. En el caso de la miseria-pecado, si los niños nacen inocentes ¿por qué habrían de necesitar de Salvador? Y en el pecado de los adultos, estos tienen la posibilidad real de superarlo si lo deciden con energía. Las otras miserias son connaturales, no castigo que necesite perdón de Dios. A juicio, pues, de Agustín, si no se admite la doctrina del pecado original se hace innecesario el Salvador, se arruina el cristianismo por la base46. Pero, aunque por otro camino, también los maniqueos llegaban a hacer innecesario al Redentor, arruinando a su vez el cristianismo. Aquí logra su culmen el pathos antimaniqueo de Agustín. En efecto, cuando Agustín cul­ tiva la teoría del pecado original como explicación del mal que existe en el mundo, lo hace con intención preferencial de que aparezca clara la eficacia de la acción salvadora de Cristo. Los maniqueos afirmaban, según expone de continuo san Agustín, que una sustancia mala impone en el hombre la necesidad de pecar. Ya en sí misma, incluso circunscrita a su propio tenor, tal afirmación es muy comprometedora para el honor del Dios Creador

46. «Si confesamos que tanto los párvulos como los mayores, es decir, que desde los vagidos de la infancia hasta la canicie de la vejez tenemos necesidad de este Salvador y de su medicina... se ha acabado toda discusión entre nosotros» (De Nat.Gra., 52, 60: PL 44, 280). Para que no quede desvirtuada la Cruz de Cristo (Ibid., 7, 7; 19, 21; 40, 47). Por razón de esta referencia al misterio de Cristo puede decir Agustín, «la materia que ahora tratamos pertenece a los fundamentos de nuestra fe» (Cont.Jul. I, 6, 22: PL 44, 655). «Si niegas, si impugnas estas verdades, si tratas de echarlas por tierra, socavas los fundamentos de la fe católica, destrozas la nevadura de la religión cristiana» {Ibid., V, 83). EL PROBLEMA DEL MAL Y EL PECADO ORIGINAL EN SAN AGUSTIN 261

y del propio hombre creado. Pero Agustín la ve en una referencia cristo- céntrica-soteriológica que revela toda su peligrosidad: si el hombre es sus­ tancialmente malo es, por ello, irredimible, se hace inútil la Cruz de Cris­ to47. En cambio, si decimos que la necesidad de pecar es castigo del Dios justo por el pecado de Adán, abrimos la posibilidad de que el mismo justo Juez que impuso el castigo lo condene, como de hecho lo hace en Cristo Salvador. En este momento, y sólo entonces, puede Agustín sentirse triun­ fador perfecto del maniqueísmo. Cuando propone la teoría del pecado original, Juliano de Eclana le acusa de conservar todavía «la primera mano del tinte maniqueo» recibido en la juventud. También el teólogo moderno descubre impregnación y adherencias residuales en tal teoría. Pero san Agustín habla de que la acción salvadora de Cristo hace del hombre caído —cualquiera que sea la profundidad del abismo en que ha caído—, un ser nuevo, una nueva criatura. El problema del mal queda solucionado en la salvación realizada por Cristo. Pero, con ello mismo, la teoría agustiniana sobre el origen del mal, queda básicamente relativizada en su importancia, siguiendo indicaciones del propio Agustín.

b) Cuna y sepulcro en la Cruz ha hallado Con este poético epígrafe iniciamos la explicación del hecho de que la Cruz de Cristo, por una parte impulsó la investigación sobre la honda miseria humana y a señalar su origen en el propio hombre: en este sentido la teoría agustiniana tiene su cuna en la Cruz. Pero desde la Cruz misma se llega, por obra del propio Agustín, a relativizar la importancia de la solución, y se abre la puerta para su posible eliminación, para buscarle el sepulcro, después de haber vivido siglos... El primer paso en esta dirección lo damos recordando el apólogo del hombre que cayó en el pozo:

«Hay una frase elegante que viene aquí muy oportuna. Un sujeto cayó en un pozo, donde estaba a punto de ahogarse. Se acercó un pasajero y al verle allá abajo le dijo sorprendido ¿cómo es que te has caído? “Por favor, dijo el caído: mira a ver cómo me sacas de aquí y no te preocupes de averiguar cómo me car. Así, según la fe católica confesamos que toda alma, incluso la de un niño, debe ser librada del pozo del pecado. “Basta saber cómo ha de ser salvada, aunque

47. Los católicos dicen que el hombre, creado bueno, cayó en pecado y por ello puede ser redimido y necesita redención; los pelagianos dicen que, como el hombre nace sano, no necesita de médico; los maniqueos dicen que siendo sustancialmente malo, no puede ser redimido. Ver De nupt. et concup., II, 3, 9: PL 44, 441; C. duas epist. pelag., II, 2: PL 44, 572; C. Félix man., II, 8; PL 42, 837. 262 ALEJANDRO VILLALMONTE

no sepamos nunca cómo cayó en el infortunio” 48. Es aplicable aquí lo Agustín dice sobre el origen del alma, cuestión que le quedó sin resolver hasta el final de su vida. Pero aunque el origen del alma se ignore no hay peligro “mientras quede clara la redención. No creemos en Cristo para nacer, sino para renacer, sea cual sea la forma en que hemos nacido”» 49.

Por tanto, lo que debe quedar claro en cualquier explicación es que Cristo es el único Salvador de la miseria humana. Correlativamente debe quedar clara la necesidad absoluta que el hombre tiene del Salvador: el género humano se encuentra en de su absoluta imposibilidad soteriológica. Agustín piensa que tal imposibilidad de salvarse le viene al hombre como castigo por el pecado originario de la propia humanidad. Pero, ¿no podría aceptarse que la imposibilidad soteriológica del hombre proviniese de otra fuente? O simplemente acomodarse a decir que el tema es irrelevante, mientras se afirme la necesidad absoluta de Redentor, inclu­ so para los niños recién llegados a la existencia. Pienso que es el propio san Agustín el que nos abre el camino para hablar de la relatividad e índole circunstancial de su teoría sobre el origen de la imposibilidad sote­ riológica del hombre y de la correlativa necesidad absoluta del Redentor. La doctrina del pecado original, no fue desarrollada por sí misma, sino en función subsidiaria y auxiliar, con intención de esclarecer y salvaguardar verdades más valiosas y realmente basilares de la fe cristiana. Dado este carácter subsidiario y ancilar de la doctrina del pecado original, en sus diversas implicaciones, surge legítima la pregunta de si este modo tan agus- tiniano de explicar la imposibilidad soteriológica del hombre no podría ser declarado circunstancial y episódico y, por tanto, destinado a ser superado. En tal caso habría tenido la teoría agustiniana una función similar a la que otorgamos al armazón levantado para construir un monumento. Concluido éste, el armazón puede/debe ser retirado para que el monumento pueda ser mejor contemplado. Pienso que el monumento elevado por Agustín a la Gracia de Dios que se nos da en Cristo, resplandece en su mejor gran-

48. Epist. 167, 1, 2: PL 33, 720. 49. Epist. 190, 1, 3: PL 33, 857. EL PROBLEMA DEL MAL Y EL PECADO ORIGINAL EN SAN AGUSTIN 263

deza si retiramos de su lado la estructura de hierro del «pecado original» que otrora sirvió de ayuda para construirlo y defenderlo50.

Alejandro VlLLALMONTE Salamanca, junio 1991

50. Es el gran reto que debe asumir hoy día la teoría del pecado original, sea como intento de explicación sobre el origen del mal en el mundo, sea en su generalidad. La elaboró san Agustín y la conservó durante siglos la Iglesia, en cuanto que siempre fue considerada necesaria para salvaguardar la eficacia de la Cruz de Cristo. La teología católica actual me parece puede demostrar que la Cruz de Cristo no necesita de este apoyo para ser debidamente entendida y vivida. Por ello, la teoría del pecado original en toda su globalidad, resulta no sólo meramente ancilar y subsidiaria, sino irrelevante e innecesaria. El tema lo hemos estudia­ do en otras ocasiones, A. VlLLALMONTE, El pecado original, cit. en nota 1, pp. 407-409; Id., Universalidad de la redención de Cristo y pecado original, en EstudFranc. 75 (1974) 5-45; Id., ¿Pecado original o santidad originaria?, en EstudFranc. 82 (1982) 269-381; Id., Voluntad salvi- fica universal y pecado original, en EstudFranc. 92 (1991) 1-24.