El Experimento Dominicano
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El experimento dominicano Propósitos La República Dominicana ha ocasionado en los últimos años una copiosa bibliografía — especialmente en los Estados Unidos— por buenos motivos. Pese a la pequeñez y pobreza del país, su proceso histórico contiene rasgos singulares. Entre ellos, haber sido, alternativamente y en forma reiterada a veces, colonia española, colonia francesa, país independiente, protectorado colombiano y territorio de ocupación militar norteamericana; haber sufrido, además, el ensayo de sangrienta autocracia y modernización forzada representado por la dictadura treintenaria de Rafael Leónidas Trujillo Molina; incluir el más reciente ejemplo de intervención militar abierta de los Estados Unidos en la América Latina; poseer, hoy, el curioso funcionamiento de una sociedad partidaria rabiosa de la libre empresa en un país donde el 67% de la producción y los servicios están nacionalizados. Por su índole, este breve trabajo no pretende desarrollar esos temas, sino contribuir, con el testimonio de algunos hechos verificados por el autor, a documentar una situación que otros más autorizados podrán analizar en profundidad: la elección de este infortunado país antillano, por la política exterior de los Estados Unidos, para establecer un experimento de destrucción nacional y contralor económico que representa el modelo político y de desarrollo propuesto finalmente a la América Latina por el neocolonialismo de Washington; los aspectos dominicanos de la represión, la corrupción del sistema político y el avasallamiento económico-administrativo, que representan (además de la escuálida imagen de aquel “modelo”) una advertencia —lanzada por intermedio de lo que Juan Bosch llamó “el pentagonismo”— a todo intento de liberación nacional en lo que Washington considera sus últimas líneas de defensa; el útil ejemplo de los límites que el imperialismo norteamericano —acosado por el creciente deterioro de su influencia mundial y por su histórica derrota en Vietnam— ha fijado en la América Latina al demoliberalismo y a las burguesías nacionales; cómo, también, ha planeado y ejecuta el exterminio de su más inquietante enemigo actual: la violencia revolucionaria. En su mayoría, los capítulos siguientes están tomados de crónicas escritas durante mi visita a la República Dominicana, entre abril y mayo de 1971. Para algunos, en consecuencia, reflejará la superficialidad inevitable de los procedimientos periodísticos. Aspiro a que reflejen, en compensación, la insustituible cualidad testimonial y viva de ese género, también. La intención de transmitir verazmente una situación sociopolítica que va modificándose semana a semana impuso no ampliar ni mejorar demasiado esos textos periodísticos. He procurado, tan solo, suplir sus carencias con algunas notas,1 cuando ello me pareció estrictamente necesario. Añadí los capítulos 10 y 11 al material de origen; allí se procura ordenar algunas conclusiones generales. Entre los Apéndices, se incluye una Cronología, que facilitará la orientación del lector en detalles implícitos de los hechos informados en el libro. Santo Domingo/Madrid; mayo/diciembre de 1971 La Habana; enero/junio de 1972 Parte I Las imágenes 1. La primera imagen Del Benefactor y Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo Molina, aparentemente, solo queda hoy en la República Dominicana una ruinosa plataforma de cemento invadida por las malezas en San Cristóbal, solitario paisaje marítimo de la autopista a Río Haina. En ese sitio, entre los árboles quemados por el salitre y la costa rocosa que la autopista bordea —quizás oyendo los mismos graznidos de las aves marinas que hoy se espantan de los camiones—, el Benefactor, ya declarado inservible por la Casa Blanca, fue muerto a tiros el 30 de mayo de 1961. Los asesinos fueron algunos de sus propios cortesanos, asesorados directamente por la CIA. Ramfis, el hijo, pasó a ser el inmediato y fugaz heredero del trujillismo. Entonces hizo levantar en esa plataforma una estatua de su padre, que seis meses después sería arrancada por el pueblo. Cuando cayó la estatua, el Consejo de Estado sucesor del tirano erigió a su vez, en la orilla opuesta de la carretera, un monumental triángulo de cemento armado, con una gran placa de bronce: “Honor a los héroes del 30 de mayo”. Pero cuando visité el lugar, en mayo de este año, solo restaba del homenaje la base, aparentemente volada en parte con dinamita. En el frontispicio de cemento, el trujillismo renacido la sustituyó con una frase garrapateada en pintura negra: “¡Así les pasará, comunistas!”. Hoy en Santo Domingo, los “héroes” sobrevivientes del 30 de mayo —Antonio Imbert, Luis Amiama Tió y otros—, pese a que sirvieron fielmente a sus contratantes norteamericanos, viven escondidos en residencias suburbanas. “Solo sale hasta el supermercado para comprar los periódicos. Y eso, con guardaespaldas”, me dijo de Amiama Tió una vecina de la calle Mejía Ricart. La sentencia de muerte que los fieles de Trujillo dictaron en 1961 podría cumplirse hoy, sin duda. Porque a diez años del ajusticiamiento del Benefactor, con cincuenta y cinco miembros de la dinastía en el destierro y casi todas las propiedades familiares repartidas entre el Estado1a y una reciente y rapaz oligarquía, el trujillismo sobrevive y recupera terreno en la República Dominicana. Ha cambiado el nombre de casi todos sus beneficiarios personales, pero la concepción de Trujillo permanece como idea política, como sistema de explotación popular y como instrumento de una dominación norteamericana que no se recata de mostrar su presencia. Simplemente, esa concepción ha pasado a manos de otro grupo de poder. Símbolo de tal continuidad es el pálido y enteco anciano solterón que, con breves interrupciones, viene gobernando en la República Dominicana desde antes de la desaparición del dictador; por lo menos, nominalmente. Joaquín Balaguer fue el presidente títere designado por Trujillo cuando la presión del Departamento de Estado obligó a este a interrumpir su autocracia directa. En 1961, al producirse la acefalía del régimen, se lo confirmó provisoriamente en la presidencia por la CIA y el embajador norteamericano. Luego, se lo eligió presidente en 1966, bajo un régimen electoral coaccionado por el terror de la policía, el fraude y las maniobras diplomáticas de la Organización de Estados Americanos. Y en 1970 se hizo reelegir por otros cuatro años. (“Aquí no hay elecciones sino mascaradas”, me aseguró Juan Bosch, el presidente constitucional derrocado en 1963 por Imbert y el general Elías Wessin y Wessin, quienes obedecían a una decisión de los “halcones” norteamericanos. Para confirmarlo, en las elecciones del año pasado se hizo una experiencia, ante observadores extranjeros: una afiliada del Partido Revolucionario Dominicano, de Bosch, votó 21 veces en Santo Domingo, sin que nadie lo advirtiera.) Desde 1965, en que la revolución constitucionalista del coronel Francisco Caamaño intentó reponer a Bosch en el gobierno y fue aplastada, el neotrujillismo ha ido consolidando su sistema. Cifras prudentes estiman en más de 2.000 los asesinatos políticos cometidos por las fuerzas armadas dominicanas en esos cinco años posteriores a la llamada “Acta de Reconciliación”, que puso fin al enfrentamiento de 1965. Todos esos crímenes permanecen impunes. Se ha masacrado a las guerrillas rurales luego que estas se rindieran a exhortación del gobierno; se ha decapitado, mediante la eliminación física, a dos o tres grupos de la izquierda marxista que aparecían como más intransigentes y, en todo el país, la Policía Nacional dirigida por el general Enrique Pérez y Pérez pero controlada por la CIA, ha implantado un terror blanco. Para Washington, en la República Dominicana —enclave estratégico de su política en el Caribe— nunca más debe surgir la posibilidad de un movimiento social revolucionario. Este terror funciona, además, con la eficiencia que la tecnología de la represión perfeccionada por los norteamericanos presta a los países no desarrollados, hasta en aspectos secundarios, como las aduanas. A mi llegada al aeropuerto de Santo Domingo, fui detenido durante una hora y media e interrogado por el oficial a cargo del Departamento de Investigaciones en el edificio. El hombre me mostró copias fotostáticas de cables y documentos bancarios, que me habían sido dirigidos a Santo Domingo y que estaban allí antes de mi arribo. Mis papeles y pasaporte fueron fotografiados a la entrada y a la salida por una admirable máquina disimulada en los mismos mostradores de Inmigración. Y no faltó el toque humano, en medio de tanta automatización a mi salida, mientras esperaba el vuelo de Iberia hacia Madrid y reclamé porque al fotografiar mi pasaporte habían robado otros papeles que contenía, un joven rubio en mangas de camisa, que circulaba entre los pasajeros, se aproximó amenazante: “¿Con qué derecho usted quiere insinuar que aquí fotografiamos los pasaportes?”. Era de la peor especie de policías autóctonos: la que imita vestimenta y físico de los turistas norteamericanos. El país ha sido entregado a las grandes compañías mineras y plantadoras de los Estados Unidos. El Central Romana, de la South Porto Rico Sugar Co., es el mayor de la isla y produce más del 30% de las casi 700.000 toneladas de azúcar que los Estados Unidos compran en el país. La Falconbridge Nickel Mines y la ALCOA explotan vastas concesiones extractivas de cobre, níquel y bauxita, convertidas en estados interiores autónomos, con policía, administración, leyes y puertos propios. El sindicalismo dominicano, aunque plagado de denominaciones y siglas, es inexistente en