Los Once De La Tribu
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LOS ONCE DE LA TRIBU Juan Villoro © Juan Villoro Octubre 2017 Descarga gratis éste y otros libros en formato digital en: www.brigadaparaleerenlibertad.com Cuidado de la edición: Alicia Rodríguez. Diseño de interiores y portada: Daniela Campero. @BRIGADACULTURAL ESCRIBIR AL SOL n 1979 era guionista del programa de radio El lado oscu- Ero de la luna y fui invitado por Huberto Batís y Fernan- do Benítez a escribir crítica de rock en el suplemento sábado, de unomásuno. Con célebre indulgencia, Batís y Benítez fin- gieron no advertir que su presunto crítico se apartaba del tema y, en muchas ocasiones, de la realidad. Así se inició mi trayectoria por las aguas de la crónica. El principal beneficio fue compensar la soledad de escribir fic- ción. Uno de los misterios de lo “real” es que ocurre lejos: hay que atravesar la selva en autobús en pos de un líder guerrillero o ir a un hotel de cinco estrellas para conocer a la luminaria escapada de la pantalla. En sus llamadas, los jefes de redacción prometen mucha posteridad y poco di- nero. Ignoran su mejor argumento: salir al sol. Este libro es una selección de las crónicas que he escrito en los últimos ocho años. Comienza con un texto sobre el descubrimiento de la vocación por la lectura, los demás, aspiran a poner en práctica esa pasión. A tres décadas de que Tom Wolfe asaltó el cielo de las im- prentas con sus quíntuples signos de admiración, la mez- cla de recursos del periodismo y la literatura es ya asunto canónico; a nadie asombra la combinación de datos docu- mentales con el punto de vista subjetivo del narrador; el criterio de veracidad, sin embargo, es un ingrediente miste- rioso: una de las crónicas más testimoniales (“Extraterres- tres en amplitud modulada”) tiene un tono enrarecido, y la más delirante (“Monterroso, libretista de ópera”) merecería ser cierta. Truman Capote recomendaba trabajar sin grabadora para mantener despiertos los reflejos literarios. Seguí el consejo en “La vida en cuadritos”, entrevista que transcribí sin mis preguntas. El recurso resulta esencial ante personas cuyo lenguaje se ignora —los giros, las muletillas, las vacilacio- nes se convierten en normas de carácter—. En las conversa- ciones más “literarias”(con William Golding, Sergio Pitol y Günter Grass) buscaba constatar o refutar un diálogo sos- tenido con sus obras; la entrevista era, en sí misma, un eco de conversaciones previas, y la grabadora no resultó un es- torbo. En lo que toca a Jane Fonda, hubiera sido imposible llegar sin aparatos a su isla de promoción. Debo confesar mi parcialidad por la entrevista con Ángel Fernández. De niño, sus narraciones de fútbol me revela- ron la existencia de un lenguaje de fábula, en el que todo podía decirse de otro modo. Fue mi primer contacto con las palabras como símbolos mágicos. Cuando llegué a su casa, coincidí en la puerta con el jardinero, que llevaba una larga guadaña. La entrevista transcurrió durante horas en varias habitaciones y en el jardín. Mientras tanto, el jardine- ro segaba el pasto. Salimos juntos. En la puerta, Ángel me detuvo: “Deja pasar a Excalibur”, dijo la voz que llenó mi infancia de personajes épicos. A siete años de aquel diálogo, Ángel Fernández sigue fuera de la televisión; como Gabriel Vargas, el numeroso autor de La Familia Burrón, aún aguarda su reconocimiento como renovador del lenguaje popular. En 1990 El Nacional me envió a Italia a cubrir el Mundial. Después de dos meses de conocer en detallé las dolencias de Maradona, regresé a México y me enteré de un extraño torneo de pelota prehispánica. ¿No se trataba de un depor- te extinguido? Fui a Sinaloa y con la vergüenza de quien tiene la mente saturada de goles en canchas extranjeras, me enteré de que la milenaria pelota de los olmecas seguía bo- tando en los desiertos del norte. El resultado fue “El patio del mundo”. Algunas crónicas abordan un mismo tema en dos tiempos (“Los once de la tribu” indaga las condiciones del fútbol e “Infancia en la Tierra” su repercusión en el público), otras se compensan o refutan (“Una Sudáfrica para niños” es una defensa de la libertad creativa y “La Academia de Inhibi- ción”, una sátira de sus excesos). Ciertos entusiasmos surgen de una decepción previa. Vi a los Rolling Stones en Berlín, en 1982, y me parecieron unos cuarentones dignos de mejor retiro. No pensé que se con- vertirían en los fascinantes carcamales escénicos que visi- taron México en 1995. Con frecuencia, el cronista escribe contra sí mismo; la exaltación de “Las piedras tienen la edad del fuego” se deriva, en buena medida, de la correc- ción de un prejuicio. Pero el tiempo ha sido inclemente con otros protagonistas de este libro: Julio César Chávez se ha vuelto un campeón rutinario; William Golding murió en 1993; Gorbachov, We- bster y Negroponte ya no mueven piezas en el juego de espionaje intuido en “Rusos en Gigante”. En cuanto a Marcos, es difícil anticipar su suerte. El gobier- no inició 1995 con una guerra de imágenes; al revelar el nombre y el rostro del líder guerrillero, busco quitarle fuer- za mítica. La crónica “El guerrillero inexistente” aborda esta pugna de máscaras e identidades. La revista Viceversa presentó mi crónica “Los convidados de agosto”, sobre la Convención Nacional Democrática, en la selva de Chiapas, como el relato de un testigo incómodo. La descripción me parece certera: no pretendo obedecer más que a una mirada oblicua, personal. Desde aquel lejano contacto con el binomio B & B que revo- lucionaba el periodismo en el unomásuno, numerosos edito- res me han convencido de escribir de asuntos para los que me creo incapaz (muchas veces con el sereno argumento de “necesitamos a alguien que no sepa nada y se sorprenda”). Ramón Márquez, maestro del periodismo deportivo y de la nota roja, llegó al extremo de subirme a un helicóptero para describir la ciudad desde las alturas. Mi crónica me gustó tan poco como estar bajo las aspas. La generosidad de Ra- món lo hizo reincidir llevándome al ring-side de Julio César Chávez: “La tempestad superligera” salió mejor porque es un texto a dos voces. Además de los ya mencionados, vaya mi agradecimiento para quienes me invitaron a salir al sol: José Carreño Carlón, Sergio Chejfec, Mihály Dés, José María Espinasa, Fernando Fernández, Francisco Hinojosa, César Antonio Molina, Ma- ría Nadotti, Fernando Orgambides, Roberto Diego Ortega, Braulio Peralta, Juan José Reyes, Víctor Roura, Fernando So- lana Olivares y Eduardo Vázquez Martín. México, D.F., a 28 de febrero de 1995 ENTRADA ¡Hombre en la inicial! asta hace unos años los libros fueron custodios de la fe y la ciencia. El cine y la televisión ya se ha- Hbían apoderado del gran público pero la reserva del saber seguía en las bibliotecas (las computadoras aún eran aparatos imprácticos, del tamaño de un Aula Magna). Ahora, la cibernética se ha apoderado del último bastión de la letra impresa. Es cierto que cada comunidad religiosa conserva un Libro, pero en calidad de talismán: la escri- tura del Dios se alza como él negro basalto del Código de Hammurabi, establece un contacto con un tiempo distante, perdido en los primeros desiertos, donde el hombre tenía que leer para actuar. La infancia debería ser el terreno del encuentro con la lectura; sin embargo, al ver a Chepo y Yeyo, eminentes yuppies de ocho años, jugar a las tortugas ninja, cuesta tra- bajo concebir la alteración mental para que lleguen, ya no digamos al a El Quijote, sino a Asterix el Galo. ¿Qué prodigio hará que esos ávidos succionadores de Pepsilindros apa- guen el Nintendo y abran un libro? Mi itinerario no fue menos arduo. Pasé una infancia sin otras ambiciones que ser centro delantero del Necaxa o requinto de un grupo de rock. Los libros me resultaban tan amenazantes como la Biblia, la Constitución y otros tratados de castigos y recompensas que esperaba no conocer nunca. En sexto de primaria tuve que debutar ante la litera- tura. La señorita Muñiz decidió que ya estábamos en edad de merecer un clásico. Casi todos eligieron El lazarillo de Tormes, por ser el más breve, y el matado de la clase volvió a caernos en el hígado al escoger un tedio de muchas pági- nas y título insondable: La Eneida. Unos días antes de este rito de iniciación, había visto El Cid, la película con Charl- ton Heston y Sophia Loren. Las hazañas del Campeador me entusiasmaron tanto que le pedí a mi abuela que me hiciera un traje de cruzado. En esa época los niños de Mix- coac mostraban su vocación épica disfrazándose de indios o vaqueros; a veces, algún desesperado se vestía de Super- mán. No necesito decir que mi aparición en la calle de San- tander fue atroz: la cruz destinada a amedrentar moros y la cota de malla hecha con un mosquitero me dejaron en ridículo. Aun así, Rodrigo Díaz de Vivar siguió siendo mi héroe secreto y ante la oferta de la señorita Muñiz no vacilé en escoger El cantar del Mío Cid. El encontronazo con los clásicos me dejó pasmado: era increíble que una película excelente se hubiera hecho con un guión tan malo. Como tantos maestros, la señorita Muñiz pensaba que debíamos ingresar a la literatura por la puerta góti- ca. Hubiera sido más sensato empezar por Mark Twain, J. D. Salinger o algún crimen apropiadamente sangriento, y avanzar poco a poco hasta descubrir que también El cantar del Mío Cid era materia viva. Como esto no ocurrió, pasé los siguientes años evitando todo contacto con la literatura. Salí de la secundaria con un récord de dos libros en mi haber, uno en contra, otro a favor.