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La creación literaria como búsqueda de identidad en la novela hispanoamericana. Aproximaciones críticas al escritor como personaje a partir de , Josefina Vicens, Roberto Bolaño y Enrique Vila–Matas

A dissertation submitted to the Graduate School of the University of Cincinnati in partial fulfillment of the degree of

Doctor of Philosophy

in the Department of Romance Languages and Literatures of the College of Arts and Sciences

by

Manuel Iván Ramos Montes

M.A. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

March 2016

Committee Chair: Nicasio Urbina, Ph.D. ! ABSTRACT

El propósito nodal de esta disertación es el de analizar procesos de creación literaria representados, principalmente, en cuatro novelas en lengua española que reformulan un arquetipo específico de personaje a partir de la segunda mitad del siglo XX. Dicho arquetipo es el del individuo que protagoniza una búsqueda incansable con miras a reafirmar su identidad como escritor, mediante la práctica conflictiva de la vocación, y logrando concretar, hacia el desenlace de una ardua pesquisa, no más que un estado de ambigua indefinición o desencantada renuncia. Pues la identidad anhelada, merced a un escarceo vehemente con la imposibilidad, la postergación y el tedio, no desembocará sino en una solitaria disolución, cuando no en la emisión impersonal de un discurso literario amorfo y evanescente. Derivada de la problemática anterior, la hipótesis a sustentar es como sigue: la identidad escritural de los protagonistas de El libro vacío, La vida breve, Los detectives salvajes y Bartleby y compañía se malogra, esencialmente, luego de la adopción, actualización, subversión y renuncia a ciertos valores teórico–filosóficos que vertebraron el pensamiento romanticista y la crítica al pensamiento romanticista. Para demostrar tal hipótesis, esta investigación reconoce, desde la anécdota, dos vías de acercamiento: I) indagar en los mecanismos de elaboración subjetiva, hipotética, de un texto literario insinuándose al interior del personaje, y accediendo a aquél al tamiz de los valores teórico–filosóficos antedichos a fin de aventurar una poética de lectura de la no– escritura; II) someter el «texto» literario resultante, acentuando su ambigua corroboración en la trama, a un minucioso escrutinio desde específicas perspectivas de crítica ensayística de principios y segunda mitad del siglo XX. Previo a las aproximaciones críticas a los cuatro objetos de estudio principales, se registra el surgimiento, presencia, desarrollo, reconfiguración y variación del escritor como personaje en la tradición de la novelística hispanoamericana, en un extenso y selectivo espectro de revisión cronológica que comienza con El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha (1605) y sus más inmediatos precedentes, y concluye con Adán Buenosayres (1948). Este peregrinaje temático riguroso, con todo y sus intermitencias, transita por significativos episodios de la novela picaresca (XVI–XVII), la novela neoclásica (XVIII), la novela realista, romántica, naturalista y modernista (XIX–XX), desembocando en la novela híbrida del posmodernismo de inicios del XXI, proponiendo una ruta panorámica que delinea la evolución de una de las tendencias más atractivas y desconcertantes de la novela en lengua española: la creciente afición a recurrir al escritor como a un héroe que se pierde a sí mismo en los trasfondos desencantados de su tentativa verbal, siendo eximido de concretar la actividad que lo distingue y por tanto situándose en una preeminencia que le es paulatinamente dispensada no por lo que hace ni por lo que es, sino por lo que aparenta.

! [ii]

! [iii] AGRADECIMIENTOS

Para la escritura de una tesis doctoral son indispensables estos valiosísimos distractores: I) solos de guitarra eléctrica ejecutados por las manos mágicas y veloces de un gigante de nueve años, e interrumpidos por sus preguntas filosóficas, sus adivinanzas irresolubles y sus pormenorizadas descripciones de capítulos de caricaturas ominosas; II) el crujido de los materiales reciclables con que una niña detectivesca, de siete, moldea esculturas fisonómicamente simétricas y pavorosas, o bien la telegráfica entrega, que también la niña puntualmente prepara, de búhos trazados en gis pastel y los cuales eclipsan, invasores, el monitor de la computadora; III) la voz autoritaria de una fiel guerrera que reprende, apacigua y luego explica con resignación a nuestras dos criaturas que pueden aturdir a su padre cuanto deseen, pero en absoluto silencio; IV) las peticiones periódicas, desde un país en vilo, de una madre imprevisible que todo lo hizo siempre posible y que súbitamente requiere asistencia técnica, o académica o psicológica, o a veces hasta psíquica, que nadie sino su hijo encorvado entre cita y cita puede y debe, en pago simbólico por sus heorísmos, proporcionarle. A mi axis mundi, Evan, Lisboa, Diana, y a mi Thélis ejemplar, debo pues el paisajismo vital que más allá de la página iluminó con interferencias irrepetibles cada escala de mi itinerario académico.

! [iv] ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 6

CAPÍTULO I. EL HALLAZGO DEL ESCRIBA 21

CAPÍTULO II. LA VIDA BREVE. EXTIRPACIÓN, METHEXIS, IMAGINACIÓN Y VOLUNTAD COMO PREÁMBULOS A LA (NO ) ESCRITURA 188 1. Estado de la cuestión. Contrastes preliminares 1.2 Marco teórico 2. Escritor in fabula

CAPÍTULO III. EL LIBRO VACÍO. CONFESIÓN, IDEALIZACIÓN, VOLUNTAD Y EXPEDICIÓN NARRATIVA COMO PREÁMBULOS A LA (NO) ESCRITURA 291 1. Estado de la cuestión. Contrastes preliminares 1.2 Marco teórico 2. Escritor in fabula APÉNDICE (AUREA MEDIOCRITAS)

CAPÍTULO IV. LOS DETECTIVES SALVAJES. ASOCIACIÓN, OBRA Y PALABRA ERRANTES, IMPULSO DE JUEGO, INGENIO, VINDICACIÓN DEL ENGAÑO Y DIALÉCTICA DE LO INTERIOR COMO PREÁMBULOS A LA (NO) ESCRITURA 407 1. Estado de la cuestión. Contrastes preliminares 1.2 Marco teórico 2. Escritor in fabula

CAPÍTULO V. BARTLEBY Y COMPAÑÍA. DESINTERÉS, DERECHO A NO SER, FAIT Y ÉTANT, AGONÍA DE LA VERDAD Y DE LA SABIDURÍA E IMPOSIBILIDAD EXPLÍCITA COMO PREÁMBULOS A LA (NO) ESCRITURA 532 1. Estado de la cuestión. Contrastes preliminares 1.2 Marco teórico 2. Escritor in fabula

CONCLUSIONES 611

BIBLIOGRAFÍA 618

AUREA MEDIOCRITAS (CONARTE, 2015) APÉNDICE AL «CAPÍTULO III» 635 !

! [v] INTRODUCCIÓN

¡Oh inteligencia, soledad en llamas, que todo lo concibes sin crearlo!

José Gorostiza, Muerte sin fin

El propósito nodal de esta disertación es el de analizar procesos de creación literaria representados, principalmente, en cuatro novelas en lengua española que reformulan un

1 arquetipo específico de personaje a partir de la segunda mitad del siglo XX : La vida breve (1950), de Juan Carlos Onetti; El libro vacío (1958), de Josefina Vicens; Los detectives salvajes (1998), de Roberto Bolaño; y Bartleby y compañía (2000), de Enrique

Vila–Matas.

La selección de las obras que constituyen el corpus obedece a que comparten un rasgo que llamativamente las unifica, aparte del acto de invención, encubierto o manifiesto, que adoptan como tema y anécdota principales. Si bien desde poéticas disímiles, se trata de textos que recrean diversas etapas de crisis, relacionadas con la fragua, la evasión o el enmudecimiento conscientes de un discurso literario que espolea el imaginario de quienes

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 1 La tesis de María Alejandra Gutiérrez Tovar, El enigma del personaje escritor en la narrativa hispánica posmoderna (University of Virginia, 2011), aun teniendo en común con la presente investigación a dos de los autores seleccionados como objeto de estudio, enfoca sin embargo un proceso distinto al que aquí se propone. Gutiérrez Tovar analiza la puesta en crisis de la figura de autor enfatizando la reconfiguración y el paulatino cuestionamiento que la afectan a partir de su sacralización durante el periodo del romanticismo hasta su disolución conceptual, abanderada por pensadores afines al escepticismo posmoderno. La autora se centra entonces en la fase que va de «la figura del autor como ser extraordinario y autoridad del texto literario» a «los ataques a la celebración del autor que ofrecía el romanticismo». El enigma del personaje escritor sustenta sus observaciones en algunos planteamientos de T.S. Elliot («Tradition and the Individual Talent», 1919); W.K. Wimsatt y Monroe Beardsley («The Intentional Fallacy», 1946); Roland Barthes («The Death of the Author»); Jorge Luis Borges («Borges y yo», 1960); y Michel Foucault («What is an Author?», 1969).

! [6] han de producirlo, en la mayoría de los casos, condescendiendo a un pacto anticipado con el fracaso. Dichas crisis, por lo demás, en las tramas en que se las expone, son padecidas por individuos que protagonizan una búsqueda incansable con miras a reafirmar su identidad como escritores, mediante la práctica conflictiva de la vocación, y logrando concretar, hacia el desenlace de una ardua pesquisa, no más que un estado de ambigua indefinición o desencantada renuncia. Pues la identidad anhelada, merced a un escarceo vehemente con la imposibilidad, la postergación y el tedio, no desembocará sino en una solitaria disolución, cuando no en la emisión impersonal de un discurso literario amorfo y evanescente.

Derivada de la problemática anterior, la hipótesis a sustentar es como sigue: la identidad escritural de los protagonistas de El libro vacío, La vida breve, Los detectives salvajes y Bartleby y compañía se malogra, esencialmente, luego de la adopción, actualización, subversión y renuncia a ciertos valores teórico–filosóficos que vertebraron el pensamiento romanticista y la crítica al pensamiento romanticista.

Para demostrar tal hipótesis, mi lectura reconoce, desde la anécdota, dos vías de acercamiento: I) indagar en los mecanismos de elaboración subjetiva, hipotética, de un texto literario insinuándose al interior del personaje, y accediendo a aquél al tamiz de los valores teórico–filosóficos antedichos a fin de aventurar una poética de lectura de la no– escritura; II) someter el «texto» literario resultante, acentuando su ambigua corroboración en la trama, a un minucioso escrutinio desde específicas perspectivas de crítica ensayística de principios y segunda mitad del siglo XX. Es menester adelantar que la línea divisoria entre la pre–concepción de un no–texto y su por lo demás incierta existencia ficcional, es constantemente defenestrada, por lo que ambas pre–concepción e incierta

! [7] existencia se interpenetran; de ahí que no sea mi propósito, ni mucho menos, el de parcelar tales campos de representación creativa sino el de precisamente explorar sus recíprocas intermisiones, con el objetivo, reitero, de apreciar aquellas identidades escriturales difuminándose al franquearlos, respondiendo asimismo a esta interrogante:

¿cómo (no) escriben frente al lector el publicista Juan María Brausen, el contador José

García, los jóvenes poetas realvisceralistas Juan García Madero, Arturo Belano y Ulises

Lima, y el «rastreador» de bartlebys «Marcelo» o «CasiWatt»?

Esta disertación, por ende, escudriña las particularidades del escritor como personaje principal de la novelística contemporánea en lengua española; e inquiere, por añadidura, cuatro variaciones significativas––y con marcada excepción de El libro vacío, hoy canónicas––que exhiben a ese personaje afrontando una tentativa de consumación que las más de las veces deviene, según sus propias estimaciones y hacia el desenlace de las obras, infructuosa o ambivalente.

Más allá del análisis interpretativo, crítico y contextual a que se someterá a los títulos ya citados en tanto objetos de estudio, ¿cuál es el aporte a que aspira el recorrido bibliográfico que motiva estas páginas? La meta es tanto delinear el origen de un arquetipo y explorar algunos puntos cardinales de su presencia y desarrollo en la tradición novelística en lengua española, como profundizar en cuatro ejemplos de madurez temática que se proponen aquí como claros antecedentes que influyen en el estado actual de recurrencia y predilección que la figura del escritor, en trance de ser, ostenta como héroe o anti–héroe.

! [8] Antes de describir las unidades que componen la disertación, expongo las líneas interpretativas generales que sustentarán tanto su enfoque como su metodología.

Los valores teórico–filosóficos del romanticismo y de crítica del romanticismo, así como la crítica ensayística a que aludo arriba—y que más adelante, a su vez, puntualizo—, me fueron de inevitable pertinencia dado que mis aproximaciones comulgan de entrada, no como impedimento sino como principio de flexibilidad y apertura, con las peculiares dificultades relativas al estudio de la novela que refiere Mijaíl

Bajtín en «The Dialogic Imagination: Four Essays», incluido en su Problems of

Literature and Esthetics (1975), y luego en la vasta compilación norteamericana Theory of the Novel (2000), a partir de la que cito. Ya que me incumben cuatro títulos pertenecientes al único género, en palabras del pensador ruso, «that continues to develop, that is yet uncompleted» (321), emplear una sola vertiente crítica para comentarlos supondría un menoscabo para sus propiedades de metamorfosis. Bajtín repara, además, en la «utter inadequacy of literary theory» (324), la cual se torna aún más patente cuando se la fuerza para que lidie con la novela:

In the case of other genres literary theory works confidently and precisely, since there is a

finished and already formed object, definite and clear (…) But the existence of novelized

genres already leads theory into a blind alley. Faced with the problem of the novel, genre

theory must submit to a radical re–structuring (324).

Aun con sus insalvables limitaciones, mi disertación apuesta por esa reestructuración radical de la teoría del género, a la cual obliga, por cierto, una lectura atenta de las obras como las que aquí se confrontan—especialmente Bartleby y compañía—, en tanto sus

! [9] contrastados niveles de experimentación y dinamismo imposibilitan la eficacia de auscultarlas bajo una óptica de rigidez estricta.

La variedad de perspectivas que confluyen, como se verá, en los marcos teóricos de los capítulos II, III, IV y V, secundan la convicción de Bajtín respecto de que la novela, después de todo, carece de su propio canon: «It is, by its very nature, not canonic. It is plasticity itself. It is a genre that is ever questing, ever examining itself and subjecting its established forms to review» (330).

Onetti y Vicens, me permito anticipar, desacralizan la novela dentro de la novela;

Bolaño y Vila–Matas, con un remarcable acento metaliterario y una sensibilidad autocrítica distintiva, erigieron un canon que a su vez rebaten, participando con ello de la plasticidad novelística que para Bajtín determina una virtud renovadora, adversa a las expiraciones subsecuentes de una teoría que pretendiera abarcarla.

La vida breve, El libro vacío, Los detectives salvajes y Bartleby y compañía descenderían de una genealogía novelística que, parafraseo a Bajtín, lucha por la renovación de un lenguaje literario anticuado (337). A esta renovación, en una muy modesta medida, trato de corresponder críticamente, otra vez, con un ejercicio adepto a la aludida radical restructuración, la cual, en mi tesis, se cifra en un concierto de referencias hermenéuticas que no por su heterogeneidad un tanto extemporánea atenúan, creo, su validez ni su equilibrio.

Si la teoría literaria es, en suma, inadecuada para habérselas con la indefinición inherente a novelas visionarias que continúan desarrollando un género siempre indeterminado, el camino por el que optan mis comentarios, completo ahora, es el de una reestructuración radical que apela ante todo, y como punto de partida, al empleo de una

! [10] crítica temática, denominada así por Georges Poulet al heredarla de Marcel Proust para luego, hacia la segunda mitad del siglo XX, encabezar el movimiento intelectual nouvelle critique.

Abrevio los planteamientos de Poulet consultando el volumen colectivo que coordinara en 1967: Los caminos actuales de la crítica. En éste, Poulet sintetiza en su propia colaboración, «Una crítica de identificación», los puntos medulares del definitivo

«Fenomenología de la conciencia crítica», incluido posteriormente en La conciencia crítica (1969):

…la crítica nueva (no digo la «nueva crítica») es ante todo una crítica de participación,

mejor aún, de identificación. No existe una verdadera crítica sin la coincidencia de dos

modos de concebir. Esta voluntad de hacer coincidir el concepto propio con el de otro es

lo que querría yo destacar de cierto número de críticos que han sido nuestros

predecesores inmediatos: Thibaudet, Du Bos, Rivière, Fernandez, a quienes he de añadir

Marcel Proust (27).

Mi disertación, muy acorde a estos lineamientos, participa y aun se identifica con el modo de concebir textos literarios representado en las novelas elegidas. Participo y me identifico con los personajes no sólo desde mi circunstancia actual de joven novelista sino más deliberadamente desde una voluntad alerta de crítico. Los conceptos propios que hago coincidir con el corpus analizado son por lo demás derivados de una revisión exhaustiva tanto de obras literarias como de diversos artículos y ensayos académicos; revisión que aquí también podrá seguirse con detenimiento desde el capítulo inicial, como explico más abajo al pormenorizar el índice.

! [11] Poulet despliega con cierta amplitud las aportaciones de sus cinco predecesores, no sin reprocharles, excepto a Proust, algunas inflexiones de criterio de las que prescindirá la

«crítica nueva»; ésta añade, a la participación e identificación, a la voluntad de hacer coincidir el concepto propio, algunas otras condiciones para cumplimentarse, y las cuales cito asimismo como principios con los que, en parte, congenia mi escrutinio: «el acto crítico comienza por una adhesión inmediata, entera y sin reserva, al pensamiento de otro» (27), en tanto «el fondo y la substancia de toda verdadera crítica» son «la toma de conciencia del espíritu creador ajeno» (28).

Tanto la adhesión como la toma de conciencia implican, en oposición a una

«excentricidad» que distanciaría la mirada del crítico del texto, una «concentricidad» que no ceda «al deseo de dispersarse en las zonas externas del pensamiento escrito» (28). Es decir, la nouvelle critique aboga por compenetrarse con el espíritu creador ajeno sin trasponer las demarcaciones del «acto literario», «actividad creadora extraña que se prosigue en su propio reino» (28). La «concentricidad» es inversa por tanto al análisis

«informativo, discriminatorio, biográfico o impresionista» (29).

Indudablemente, mi acercamiento a los actos literarios concebidos por Onetti,

Vicens, Bolaño y Vila–Matas es hasta cierto punto irreductible y concéntrico; lo que sin embargo no me libra y aun me compromete a incorporar en mis anotaciones varios elementos que desde la nouvelle critique se considerarían zonas externas del pensamiento escrito. He procedido de esta manera para enriquecer mi disertación en tanto documento académico, y apartándome, cuando así lo ameritaba, de un ejercicio de crítica purista como el que prefiriera Poulet, uno en el que ocurriera «la transposición integral de un universo del espíritu al interior de otro espíritu» (29). Aurea mediocritas (2015), mi

! [12] extenso ensayo sobre El libro vacío—que adjunto como apéndice al capítulo III por las razones que se argumentan en ese mismo capítulo—, es sin duda una fase crítica de mi disertación que más fielmente secundaría las postulaciones de Poulet.

El paradigma epicentral de la nouvelle critique, como se ha transcrito, es Proust, valorado inicialmente como crítico antes que como novelista, si bien ambas facetas comportan un todo indisociable en el cual «la actividad mental» se revela como

«esencialmente reflexiva». Para Poulet, la crítica proustiana a la que aspira dar continuidad es «una reflexión del novelista sobre su propia empresa»; reflexión que, por supuesto, es una «reflexión crítica» (35) que por su excepcional dualidad entraña una actividad literaria total (36).

Después de reivindicar, cuestionándolos a un tiempo, a Thibaudet, Du Bos, Rivière y

Fernández como pilares de la «crítica identificadora» y precursores de la nouvelle critique, «Una crítica de identificación» aborda, ya en clave de preceptiva, el inconcluso volumen de ensayística proustiana Countre Sainte–Beuve (1895–1900), cuyo tema «es la toma de conciencia, para un futuro crítico, de lo que sería para él el mejor método crítico» (36).

Para Poulet, Proust es un ejemplo contundente de participación, identificación, voluntad, adhesión y toma de conciencia. Countre Sainte–Beuve es, de tal modo, el manifiesto de un lector «tan enteramente entregado a lo que se apodera de él, que le es difícil, no sólo salir de su absorción, sino impedir el continuar viviendo por su cuenta según el ritmo del autor que ejerce su imperio sobre él» (37). Poulet fundamenta la transposición integral que adopta la nouvelle critique a partir de una decisiva experiencia proustiana en torno al aprendizaje iniciático:

! [13]

«Cuando se acaba de leer un libro, señala Proust, nuestra voz interior que se ha sometido

durante toda la lectura, a la disciplina de seguir el ritmo de un Balzac, de un Flaubert,

querría continuar hablando como ellos». Esta voluntad de prolongar en sí el ritmo del

pensamiento de otro, es el acto inicial del pensamiento crítico (…) Ajustarse uno mismo

al tempo del autor que se lee, es más que acercarse a él, es adherirse a su manera más

íntima, más secreta de pensar, de sentir, de vivir (37).

En lo que atañe a mi investigación, debo subrayar otra divergencia metodológica, acorde quizá con la radicalidad aconsejada por Bajtín: antes que ajustar mi lectura crítica al tempo de los cuatro autores reunidos, me atuve más bien al tempo de sus personajes, privilegiando, de entre las pocas o muchas anécdotas que los circundan, aquellos instantes en los que sus afanes escriturales me permitían acercarme a ellos, adherirme a su intimidad, a sus secretos y a sus sentimientos, asistiendo al despliegue de artificios y estratagemas verbales con los que consignaban o no su transformación equívoca en creadores.

Pese a mi claro y académicamente práctico distanciamiento de la transposición integral que pondera la nouvelle critique, creo haber asumido los riesgos, germinales para aquélla, del «acto de lectura total» que Poulet encomia en Proust. Este «acto de lectura total» es eminentemente crítico, y «por el cual aparece en la obra criticada, gracias a las semejanzas que en ella se afirman, una unidad tardía pero iluminadora, “unidad ulterior entre partes que se reúnen”» (41).

La unidad ulterior entre partes que se reúnen, y que va apareciendo conforme procedo a los análisis de mis objetos de estudio, hace por lo tanto de mi disertación una

! [14] suerte de réplica parcial a la convocatoria que se externara, para un futuro crítico, en el inacabado Countre Sainte–Beuve; convocatoria que había implicado el surgimiento, en palabras de Poulet, de una crítica temática fundada por Proust, y de la que a su vez derivan los yacimientos de la nouvelle critique.

Son las anteriores, pues, las aristas de abordaje crítico–temático que rigen en gran medida el temperamento de mi análisis, que delimita una concentricidad ficcional dentro de la que un personaje de novela escribe, proyecta que escribe, lo oculta, lo pospone o se niega a hacerlo ante el azoro de un lector que presencia, no pocas veces, la urdimbre de un discurso literario ilusorio, el cual además diluye la identidad de quien presume articularlo.

Dicho lo anterior, procedo a desglosar los apartados de mi disertación, optando asimismo por la inserción de sucintos resúmenes que justifican su pertinencia:

«CAPÍTULO 1. EL HALLAZGO DEL ESCRIBA».

Previo a los comentarios críticos a La vida breve, El libro vacío, Los detectives salvajes y

Bartleby y compañía, juzgué de capital importancia registrar, primero, el surgimiento, presencia, desarrollo, reconfiguración y variación del escritor como personaje en la tradición de la novelística hispanoamericana. Este capítulo de naturaleza más bien introductoria consiste, por tanto, en un extenso y selectivo espectro de revisión cronológica que comienza con El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha (1605) y concluye con Adán Buenosayres (1948), obra ésta última que antecede la publicación del parteaguas onettiano. A lo largo de esta expedición, por cierto, podrá constatarse la influencia en la novela de las corrientes de pensamiento en boga correspondientes en

! [15] cada periodo, y por lo tanto la interacción de aquéllas con el trazado del arquetipo que aquí se documenta.

Sin que me comprometa únicamente la mera localización o clasificación superficial de las propiedades del escritor como personaje, examino y me adentro además en las maneras en las que variados procesos de escritura son representados, aconteciendo, postergándose u ocultándose, frente al lector. De ello se desprenden algunas expresiones emblemáticas que remiten al enfrentamiento ante la página en blanco como símbolo de imposibilidad creativa; expresiones en las que profundizo al transcurso de mi recorrido y que luego me son de utilidad retrospectiva al cotejarlas con aquéllas pergeñadas por

Onetti, Vicens, Bolaño y Vila–Matas.

Respecto de los capítulos II, III, IV y V, éstos respetan exactamente la misma estructura

(con la salvedad del III, que encarta hacia el final mi Aurea mediocritas como

«Apéndice»). Tal estructura es la siguiente:

1. CONTRASTES PRELIMINARES. ESTADO DE LA CUESTIÓN.

Procedo, al principio, de manera análoga al «Capítulo I». A saber: actualizo, sirviéndome de una lista rigurosamente cronológica, las percepciones críticas que se han ocupado de cada novela en particular, y extendiéndome, si las afirmaciones posteriores de mi análisis así lo requieren, a observaciones difundidas sobre otros títulos del mismo autor.

Una vez he dialogado con una nutrida colectividad de críticos, elijo de algunos aquellos conceptos que, junto con ciertas expresiones previamente recolectadas en el

«Capítulo I», retomaré para complementar el análisis sucesivo.

! [16] Confecciono, con lo anterior, un mapa de diálogo alterno al marco teórico, en el que incido, en lo posible, en una suerte de crítica de la crítica, en un afán de no excluir algunos precedentes que se irán entreverando a su vez durante el análisis, en una apuesta por la continuidad y la fluidez de mi lectura, que rescata de novelistas, ensayistas y académicos con intereses en común una cantidad importante de señalamientos que merecen ser sometidos a una discusión dinámica sin que sólo se los archive.

1.2 MARCO TEÓRICO.

Este punto, por principio de cuentas, establece una disociación comparativa. Como preámbulo a la mención de las fuentes que habrán de orientar mi lectura crítica, explico brevemente cuáles son en particular los rasgos de cada novela que me ocupan, en caso de que sean distintos a los comentados por otros críticos e investigadores; en el caso de que sean los mismos rasgos, entonces enfatizo las divergencias en cuanto a mi modo de interpretarlos.

Cada capítulo (II, III, IV y V) consta de un marco teórico autónomo y responde, en consecuencia, a sus propias proposiciones derivadas de la hipótesis primaria; proposiciones paralelamente formuladas en torno a la peculiar dificultad—otra vez

Bajtín—del fenómeno de la escritura sucediendo no más que ilusoria o presuntamente ante el lector de La vida breve, El libro vacío, Los detectives salvajes y Bartleby y compañía. Si bien he acudido en más de una ocasión a las mismas fuentes, los fragmentos que cito en los cuatro apartados, y de los que me sirvo como herramientas hermenéuticas, no se repiten por supuesto innecesariamente.

Los conceptos medulares a través de los cuales he participado del proceso de creación literaria como búsqueda de identidad en las ficciones de Onetti, Vicens, Bolaño y Vila–

! [17] Matas, serán pues detallados en el punto 1.2 de cada subsiguiente apartado, que los entremezcla y taxonómicamente los adopta como bitácoras interpretativas.

2. ESCRITOR IN FABULA.

Se trata, sin más, de mi lectura hasta cierto punto crítico–temática, una vez comentados, cuestionados y ocasionalmente rebatidos los puntos de vista y los fragmentos que se hubieron recabado en el «Capítulo I. El hallazgo del escriba», así como en los contrastes preliminares y estados de la cuestión respectivos.

A partir de aquí me interno escrupulosamente en los matices de la escritura que producen o malogran los narradores de las novelas agrupadas. Para decirlo con Gérard

Genette («Razones de la crítica pura»), entro como crítico en un terreno que, como novelista, también he frecuentado: «en lo que hay que llamar el vértigo, o si se prefiere, el juego, cautivante y mortal, de la escritura» (Los caminos actuales de la crítica 172).

Es patente la inversión intertextual que hago del estudio semiológico de

Lector in fabula. La cooperación interpretativa en el texto narrativo (1979); inversión sólo superficial que no rebasa un mero aditamento nominativo que creí sin embargo harto conveniente. No me sirvo del título de Eco, repito, más allá de la expresión con que el italiano subraya la presencia interactiva de quien lee; en mi caso, lo que me incumbe es amplificar la presencia de un personaje escritor, que resulta sugestiva y enigmática en los textos ficcionales que examino. En vez de hallar al lector in fabula, me propongo hallar en todo caso al escritor in fabula, dilucidando el modus en que se desempeña como tal en la historia que protagoniza.

! [18]

Finalizados los cuatro capítulos de análisis, en «Conclusiones» cubro tres incisos: I) enumero aquellas novelas hispanoamericanas, también representativas, que deliberadamente omití comentar—siéndome por lo demás imposible debido a cuestiones de espacio—, y las cuales ostentan a un escritor como personaje principal o secundario y contribuyen a diversificar las representaciones de procesos de creación literaria que progresivamente se apropian de la trama. Ya que la secuencia de rastreo que propuse atender desde el Quijote se interrumpe al abordar con más detenimiento La vida breve, y aunque se retoma después con saltos temporales intermedios al analizar las otras tres novelas elegidas, lo que me propongo en este inciso es apuntar a una conjetural continuidad, mencionando siquiera de paso aquellas obras con las que una serie todavía más profusa de estudios similares o no al mío pudiera completarse. Aludiendo a las novelas no incluidas que intermedian La vida breve y Bartleby y compañía, así como a algunas que las suceden, albergo la esperanza de convidar a otros investigadores a que emprendan la lectura crítica de un tópico que ha fructificado en afortunadas variaciones, enriqueciendo la novelística hispanoamericana contemporánea; II) en estrecha relación con el inciso anterior, reflexiono sucintamente respecto de la evolución del escritor como personaje a partir de La historia literaria: sus tareas y sus problemas (1942), de Félix

Vodička, habida cuenta de que mi disertación habrá para entonces atisbado un peregrinaje temático riguroso, con todo y sus intermitencias, que transita, a partir de

Miguel de Cervantes Saavedra, por significativos episodios de la novela picaresca (XVI–

XVII), la novela neoclásica (XVIII), la novela realista, romántica, naturalista y modernista

(XIX–XX), desembocando en la novela híbrida del posmodernismo de inicios del XXI; III)

! [19] por último, recurro a «La muerte del autor» (1968), de Barthes, a The Book to Come

(1959), de Blanchot, para sustentar mis codas finales respecto de una de las tendencias más atractivas y desconcertantes de la novela en lengua española: la creciente afición a recurrir al escritor como a un héroe que, como esta tesis demuestra, se pierde a sí mismo en los trasfondos desencantados de su tentativa verbal, siendo eximido de concretar la actividad que lo distingue y por tanto situándose en una preeminencia que le es dispensada no por lo que hace ni por lo que es, sino por lo que aparenta.

! [20] CAPÍTULO I EL HALLAZGO DEL ESCRIBA

A fin de delinear el origen de un arquetipo y rastrear algunos puntos cardinales de su presencia y desarrollo en la tradición de la novela en lengua española, este apartado emprende una revisión cronológica sucinta que ofrece un panorama introductorio lo suficientemente amplio para responder a las siguientes cuestiones: ¿cómo ha sido representado el escritor como personaje?; ¿en qué medida y forma la escritura, ocurriendo, se ha desplegado frente al lector antes de La vida breve, y sobre todo como una labor que asume el protagonista de una historia con el fin de reafirmarse a sí mismo?; y, finalmente, ¿en qué casos la tentativa de auto–descubrimiento, vía el ejercicio de la ficción, desemboca en la certeza adversa de que se ha malogrado tal identidad ambicionada?

Al transcurso de la lectura del presente capítulo irá resultando notorio un atributo paradójico que interesa, también, enfatizar como su contribución específica. Como tópico paulatinamente inserto con cada vez más repercusión en el ámbito literario reciente, una de las características más desconcertantes del escritor que protagoniza novelas es la de que no escribe. El posicionamiento anecdótico con que se lo privilegia va siendo inversamente proporcional a las evidencias convencionales que patentizaran su oficio ante el escrutinio del lector. A saber: Juan María Brausen en La vida breve, José García en El libro vacío, Juan García Madero, Arturo Belano y Ulises Lima en Los detectives salvajes, así como el «rastreador» de los bartleby de cepa melvilleana, en el libro homónimo de Vila–Matas, encarnan progresivamente una ontología estética que

! [21] prescinde de «lo factual» para reconocerse y ser reconocida en términos de elaboración de una obra de arte.

Circunscrita, pues, a la temática de penetrar en los afanes intelectuales y emotivos de un individuo que asume las incertidumbres de un quehacer anómalo, esta tendencia de aparente novedad se remonta ineludiblemente a El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la

Macha (1605)––que ya la prefigura y aun explícitamente la insinúa––, así como a algunos presupuestos de la novela picaresca en general, y, en particular, a tres capítulos fundacionales que harían de El libro de entretenimiento de la Pícara Justina (1605) el ancestro más discernible.

El surgimiento del escritor como personaje principal al que se representa, presencialmente, creando o no, y buscándose con virulencia a sí mismo mediante las palabras, remite a la inagotable aventura imaginada por Miguel de Cervantes y a la caleidoscópica parodia de Francisco López de Úbeda, ambas escalas obligatorias de las que han de partir estas aproximaciones críticas.

* * *

Sin el afán, por supuesto, de abarcar los abundantes espejismos de autoría en que incide y bajo los cuales se encubre Cervantes a lo largo de su clásico esencial2, conviene colegir al menos tres instancias del Quijote en que la mano del que lo urde se torna un tanto más !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 2 El minucioso artículo «On the “Autores” of Don Quijote» (1996), de John G. Weiger, así como otro no menos puntual que lo precede y complementa, «Sobre el plan primitivo del “Quijote”» (1964), de Geofrey Stagg, dirimen con suficiencia y detalle muchas de las perplejidades del lector respecto de los múltiples interventores que redactan la odisea del manchego. A ambos trabajos de investigación se suman los posteriormente imprescindibles «El narrador en Don Quijote: de la pregunta por su historia al descubrimiento de su función» (2005), de Julio Quintero; y «Narrador, autor y personaje: facetas de la autorrepresentación literaria en Góngora, Lope, Cervantes y Quevedo» (2005), de Carlos M. Gutiérrez.

! [22] evidente, congeniando por ello con los usos anecdóticos que posteriormente se le darán a la problemática revelación de la escritura mientras se la concibe:

I) La primera instancia corresponde al agudísimo «Prólogo», acuñado por una voz indecisa que a punto está de desmandarse y que se encuentra paralizada––como se verá en su momento que le sucede al amanuense de la mexicana Josefina Vicens––debido a un prejuicio autocrítico de minusvalía.

El atribulado prologuista transmite así su anhelo de perfección, al que amenaza una cosecha contraproducente: «quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido contravenir al orden de la naturaleza, que en ella cada cosa engendra su semejante»

(Quijote I, 7). Si bien el fragmento todavía no muestra del todo a quien lo enuncia, preludia, inaugurándolo, el género novelístico desde un reconocimiento preliminar de la derrota y desde las parciales resignaciones a la concepción maltrecha de un proyecto inasequible.

Líneas más adelante, aunque petrificado por los dilemas que lo bloquean, el emisor cobra una visibilidad menos abstracta: «Muchas veces tomé la pluma para escribille, y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y estando una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío» (8). El alcalaíno, al margen del fugaz, lúdico autorretrato que modela en esta breve descripción, participa con ella del arquetipo que cientos de años después hará coincidir las invenciones de varios de sus deudores: el de un individuo captado en el instante en que una imperceptible metamorfosis lo torna novelista, irónicamente, frente a una cuartilla todavía en blanco.

! [23] De la conversación con el enigmático «amigo mío»––a quien Cervantes adjudica los incentivos tutoriales que posibilitan un volumen al que casi frustra el pesimismo––me interesa destacar el tono de acerba autocensura con que finge maltratarse el prologuista; tono que, amén de supeditarse con toda probidad al recurso imprescindible de la captatio benevolentiae3, predetermina el carácter implacable, reprobatorio de algunos de los personajes que focaliza este trabajo. Anota Cervantes en su prefacio, dirigiéndose al espontáneo interlocutor:

…yo determino que el señor don Quijote se quede sepultado en sus archivos de la

Mancha, hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan, porque

yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia y pocas letras, y porque

naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo

me sé decir sin ellos. De aquí nace la suspensión y elevamiento, amigo, en que me

hallastes (9).

Suspensión y elevamiento son los dos magníficos sustantivos que preanuncian y condensan, sin más, el estado en que el Juan María Brausen de Onetti y el José García de

Vicens, por ejemplo, escriben o están a un ápice de hacerlo, mientras el lector, como aquí el «tan necesitado consejero» (14) de Cervantes, los halla en el entrecruce de una tortuosa meditación, imaginando proezas verbales. La especialista Anna Bognolo, a propósito de tales ensimismamientos, ha razonado sobre la relevancia que conllevan los prólogos, a los que define como «importantes elementos del paratexto donde el autor presenta el texto al público y propone determinadas lecciones de lectura», y en los cuales, !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 3 Recurso sobre cuyos antecedentes, normas de utilización y cariz evolutivo me ocuparé con más amplitud en el capítulo III.

! [24] sobre todo, «se recogen ideas literarias, asomos de teorías o de actitudes estéticas» («El prólogo del Amadís de Montalvo. Entre retórica, poética e historiografía» 275). La

«actitud estética» con que Cervantes escarnece y entroniza su dubitación al abrirse los telones del Quijote, condice precisamente con esa, por llamarla de algún modo, pose de suspensión y elevamiento que será imitada, obsesivamente atendida y puesta en crisis por numerosos novelistas.

II) La segunda instancia en que el gesto de autorreferencialidad recrudece el trazo de un escritor comprometido con la norma de desacreditarse, ocupa el «Capítulo III» de la

«Segunda parte». El pérfido bachiller Sansón Carrasco le comunica al de la Triste Figura la enorme popularidad que favorece su saga, vertida en un tomo de tal éxito que

el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal historia: si no dígalo

Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso, y aun hay fama que se está

imprimiendo en Amberes; y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua

donde no se traduzga (Quijote II, 567).

Quijano queda intrigado por saber si la versión aquélla de sus andanzas ha obtenido el aplauso unánime. Carrasco le confiesa que «una de las tachas que ponen a la tal historia

(…) es que su autor puso en ella una novela intitulada El curioso impertinente» (571). A lo que el ofendido adalid, inconforme con la primicia, responde: «Ahora digo (…) que no ha sido sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante hablador, que a tiento y sin algún discurso se puso a escribirla, salga lo que saliere» (571), declaración que resarce el arcano dictamen del mismo caballero, quien había dado por hecho, en el «Capítulo II»

! [25] previo: «Yo te aseguro, Sancho (…) que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia, que a los tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir» (565).

Cervantes, por conducto de Carrasco y Quijano––sirviéndose de éstos como refracciones de su pretendida insatisfacción y descrédito––está releyéndose frente al lector e intercala una severa crítica indirecta, en tercera persona, mediante la que se increpa otra vez a sí mismo, como en el «Prólogo», juzgándose incapaz de cumplimentar una pieza literaria más acabada.

III) Es la tercera instancia del Quijote la que devela con mayor transparencia la representación de un prosista escribiendo, y compete por ende a la omnisciencia y potestad del apócrifo Cide Hamete Benengeli, el más conspicuo e irregular entre «los

4 autores que de este caso escriben» (Quijote I, 28). De discordante materia de estudio han sido las ocasiones en las cuales el ente «mahomético» interfiere o es convocado bajo las ondulaciones de la historia a manera de una truculenta y tardía fe de erratas, y si es que las junturas episódicas del Quijote parecen requerir enmendaduras o esclarecimientos ulteriores. Por razones prácticas y de rigurosa implicación con estas apreciaciones introductorias, se consigna solamente una de las más emblemáticas apariciones del sarraceno.

El escritor como personaje, exhibido literalmente por Cervantes, no es ya la proyección implícita de sí mismo en el accidente pretérito, fortuito, en que un visitante conjurara la incierta redacción de su Quijote, como se lee en el «Prólogo». Tampoco se

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 4 Como una muestra mínima, y apenas aproximativa, en el ya mencionado artículo de G. Weiger éste debate la siguiente recapitulación esquemática del también aludido Stagg: «Cide Hamete aparece por primera vez al comienzo de la primitiva segunda parte (en el capítulo noveno), y desde este punto en adelante el relato se ofrece como obra de un solo autor. Antes…, Cervantes ha hecho vagas alusiones a los anales o autores de la Mancha, sin concretar, corrigiéndose al final del capítulo octavo para hablar del “autor de esta historia”» («On the “Autores”» 263).

! [26] trata de un receptor fingidamente distante que pondera las estimaciones que, a través de sus criaturas ficticias, esgrime a propósito de la gesta en que las reanima; estimaciones que hacen las veces de exámenes periódicos que a sí mismo se inflige Cervantes, sin dar por cristalizada una cota de calidad perpetuamente bajo sospecha. En los enunciados de apertura del «Capítulo XLIV» de la «Segunda parte», lo que acontece es una inserción tan abrupta como incontrovertible de un escritor ficticio a quien su propia novela halla, y justo cuando sortea las desavenencias que al entramarla lo mortifican:

Dicen que en el propio original de esta historia se lee que llegando Cide Hamete a

escribir este capítulo no le tradujo su intérprete como él le había escrito, que fue un modo

de queja que tuvo el moro de sí mismo por haber tomado entre manos una historia tan

seca y tan limitada como esta de don Quijote (…) Y, así, en esta segunda parte no quiso

injerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de

los mismos sucesos que la verdad ofrece, y aun éstos limitadamente y con solas las

palabras que bastan a declararlos; y pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la

narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo,

pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo

que ha dejado de escribir (Quijote II, 878).

En la cita consta la audacia visionaria con que Cervantes procede a la filtración de los pensamientos de un escritor periférico y fantasmal, Benengeli, respecto de la novela siempre escurridiza y dúctil que los acuartela a ambos, persuadiendo además a su audiencia a que se compadezca de los yerros cometidos por ya no se sabe cuál de los dos cómplices que perpetran el Quijote. Aunado a ello, son de capital importancia las últimas

! [27] cuatro oraciones del pasaje que se transcriben en itálica, ya que contienen, premonitoria y en fase germinal, la poética a la que se adscribirán los autores que pergeñan a Brausen,

García, García Madero, Belano y Lima, y a la que a su vez es adepta la hermandad atrabiliaria de los bartleby; una poética que se distingue por la concesión honoraria del epíteto de escritor a un ser abstinente u obtuso a quien es admisible considerar no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir.

Cervantes estrecha aún más la distancia desde la que Benengeli, de ser una referencia externa, misteriosamente parafraseada, se ha ido instalando dentro del contexto metaficcional que lo reclama como artífice, hasta ocuparlo momentáneamente por completo. En el mismo «Capítulo XLIV», que transcurre en el castillo de los duques, don

Quijote se despide de Sancho Panza, quien se encamina hacia la prometida ínsula

Barataria, ocasionando en su amo un decaimiento que mueve a la anfitriona a confortarlo.

Luego del diálogo emotivo que aquélla entabla con el afligido hidalgo, a éste, apenas al encerrarse dentro de su habitación para conciliar el sueño, se le desprenden «dos docenas de puntos de una media» (881). El incidente, acaso fútil y mucho menos infausto que cualquiera otra de las pendencias a las que sobrevive Quijano, basta para que Cide

Hamete emerja y se apropie, efusivo, de su narración, abandonando la sombra, pluma en ristre, para pronunciarse contra la inopia inmerecida que abate al de la Mancha:

Aquí exclamó Benengeli, y escribiendo, dijo: «¡Oh pobreza, pobreza! ¡No sé yo con qué

razón se movió aquel gran poeta cordobés a llamarte “dádiva santa desagradecida”! Yo,

aunque moro, bien sé, por la comunicación que he tenido con cristianos, que la santidad

consiste en la caridad, humildad, fe, obediencia y pobreza; pero, con todo eso, digo que

ha de tener mucho de Dios el que se viniere a contentar con ser pobre, si no es de aquel

! [28] modo de pobreza de quien dice uno de sus mayores santos: “Tened todas las cosas como

si no las tuviésedes”; y a esto llaman pobreza de espíritu» (882).

Cervantes apostilla discretamente la intervención de su apasionado sosias, y vuelve a cederle la plana: «Y prosiguió: “¡Miserable del bien nacido que va dando pistos a su honra, comiendo mal y a puerta cerrada, haciendo hipócrita al palillo de dientes con que sale a la calle después de no haber comido cosa que le obligase a limpiárselos!”» (882).

Tras la segunda, enardecida maledicencia, Benengeli es reincorporado a los claroscuros de una autoría sobreentendida y remota. Nunca antes ni después, como sí en las máximas vociferantes que se copiaron, su colaboración en el Quijote trasciende a una «actitud estética» tan ostensible y tan semejante a la tipología de escritor in progress que su indignación estrena.

El Quijote, así, adelanta entre muchísimas otras una modalidad representativa que fija un presente escritural experimentado por un narrador en activo, nítido y perceptible para quien lee las transiciones durante las cuales produce y brega por sobreponerse al temor y a la convicción de que todos sus empeños son inocuos. Ya sea rememorando y burlándose de sus pretendidas parálisis e ineptitudes primigenias («Prólogo»), ya sea emitiendo un reclamo de defectos imperdonables en boca de su elenco (Capítulos «II» y

«III»), o exhumando de la subjetividad al íncubo que todo lo ha dicho antes y quizá mejor que él («Capítulo XLIV»), Cervantes le otorga fuero de personaje principal al escritor, le confiere algunas de las taras de desesperanza que lo acompañarán en lo sucesivo y lo coloca escasa, pero certeramente, en al menos tres puntos nucleares de una historia que como personaje genera y mediante la cual, a su vez y cíclicamente, existe.

! [29] El totalizante Quijote va opacando, en irreversible medida, la producción prosística de tintes picarescos que lo antecede, que le es contemporánea y de la que además abreva5.

La picaresca, sin embargo, se perpetúa intensamente por décadas, incluso en el mismo siglo en que el Quijote comienza a consolidarse en tanto catedral del género. Ampliando el arco de su preeminencia, la repercusión tardía de la proeza cervantina como paradigma y canon en el Nuevo Mundo, aplaza por otro lado un florecimiento paralelo de epígonos que convinieran a un rastreo ininterrumpido de derivación en torno al arquetipo ficcional que aquí se ausculta. Fernando Alegría, en su Historia de la novela hispanoamericana

(1974), repara con estupor en las dimensiones intermedias que prolongan una ya de por sí aleatoria consistencia:

Hispanoamérica que, en los albores del siglo XVI, se incorpora a la literatura de la lengua

española con una rica poesía épica y prosa histórica, no produjo novelas antes de la

segunda mitad del siglo XIX. Es éste un problema de historia literaria que ha intrigado a

los críticos y sobre el cual se han vertido diferentes opiniones, ninguna de definitiva.

¿Por qué no aparece la novela hispanoamericana sino tres siglos después de la Conquista?

(7)

Antes de debatir esta equívoca afirmación, concurriendo I) al caso del extraordinario

Infortunios de Alonso Ramírez, pieza de don Carlos de Sigüenza y Góngora que data de

1690, y II) a la excepción ostensible de El Periquillo Sarniento, mural folletinesco del

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 5 Como señala J.A.G Ardila en «Trayectorias críticas recientes sobre la novela picaresca»: «La utilización por parte de Cervantes de materiales picarescos, con el propósito de construir su novela, constituye una de las líneas de investigación futuras de mayor interés y provecho para la filología española. El camino queda abierto, en gran medida, por el revelador libro de Friedman Cervantes in the Middle, donde se explica con elocuencia y autoridad inapelable cómo Cervantes observó en la picaresca elementos novelescos esenciales para la construcción del Quijote» (37).

! [30] mexicano Joaquín Fernández de Lizardi dado a la prensa en cuatro tomos póstumos en

1830; antes, pues, de acometer el salto temporal formulado provocativamente por

Alegría, huelga detenerse, aparte de en los insoslayables El lazarillo de Tormes (1554) y

Guzmán de Alfarache (1599–1604), en algunas de las obras cumbre del XVII y XVIII que permitan––aun sin ser consideradas dentro de una catalogación estrictamente hispanoamericana––no perder del todo de vista el eslabón difractado con tácita malicia por el Cervantes que prologa y por el Cervantes transcriptor que, de súbito, desenmascara a Cide Hamete, hallándolo cuando éste redacta los arrebatos con que execra la inopia de

Quijano.

¿Cuáles son, entonces, de haberlas, las más remarcables señas particulares del escritor como personaje principal en la tradición picaresca española?

Por lo que toca al Lazarillo, y sin aventurar razonamientos siquiera tangenciales al hasta ahora indescifrable y sempiternamente concurrido acertijo de su(s) autoría(s)6, se acude para efectos de probada fidelidad a las versiones que anota Francisco Rico

(Cátedra, 2006; RAE, 2011).

Esta obra desternillante o conmovedora se aviene a uno de los más ingeniosos artificios que le son propios a la picaresca, es decir, compone una falsa autobiografía, rasgo que de entrada la descalifica como predecesora del arquetipo que la disertación indaga, pues las fortunas, peligros y adversidades que pormenoriza el pregonero de

Toledo, lo invisten de inmediato como supuesto autor de sus propias desdichas, de manera que su enunciación en primera persona impide que los lectores––y en particular

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 6 Diatriba entre generaciones de investigadores que, a la caza de una escurridiza que ha narrado, se antoja harto significativa para este capítulo, pero que rebasa proverbialmente sus objetivos. Baste referir, como uno de los puntos de partida contextuales a la inclusión de El Lazarillo en estas páginas, al ilustrativo artículo de David González Ramírez «Lazarillo de Tormes, condenado al anonimato» (2015).

! [31] el «Vuestra Merced» a quien se dirige––lo hallen redactando, merced a un develamiento que tendría que provenir, para ser más contundente, de la perspectiva externa de quien o quienes relatan sus derroteros.

Lázaro de Tormes no alude a ningún personaje escritor dentro del Lazarillo, si bien el obvio pacto de ficción al que conmina su testimonio epistolar consiste en admitir que cada pasaje infortunado ha sido suscrito por su pulso. Se lee pues el Lazarillo pero no se lee a Lázaro––o a quien o quienes lo inventaran––escribiéndolo; factor que no desestima la complejidad del emisor narrativo ni sus interacciones, que las hay, con el tópico que inquieta estos párrafos. Y es que el tal Lázaro es asimismo, y por descontado, una insondable máscara tras la que se oculta el que cuenta su historia. Francisco Rico ha detectado la sugerente atomización que nubla las facciones del narrador:

De ahí que al verdadero autor no se le pasara por la cabeza revelarnos su nombre, que

sigue ocultándose, y es de temer que sin remedio. Porque, en rigor, el Lazarillo no es

tanto un libro anónimo, de pluma ignorada, como, más propiamente, un libro apócrifo,

atribuido a un falso autor, el propio protagonista, Lázaro de Tormes. El Lazarillo es

auténtico como un billete falso (Siete siglos de autores españoles 97).

Así pues, «Lázaro», o a quien el lector reconoce como tal, es tanto el protagonista de la proto–novela7 como el mismo que la crea al hilo, sí, un tanto como lo serán Brausen y

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 7 El mismo Rico atribuye un carácter de hibridez genérica al texto, si bien éste propende a corresponder, por ingredientes varios, con el género novelístico, sin que por supuesto se deslinde de su naturaleza heterogénea. Ya desde su irrupción en los ámbitos de la literatura, «tampoco circulaba ninguna otra narración en prosa con las singulares características, con el insólito y ambiguo modo de ser del Lazarillo de Tormes» (Rico 2011). El perfil novelístico de la obra es profundizado también en el ya aludido artículo «Trayectorias críticas recientes sobre la novela picaresca», de J.A.G. Ardila, para quien el Lazarillo «se atiene a parámetros que, según Frye y Bajtín, caracterizan la novela como género literario: la estructura diegética causal y el proceso de novelización» (37).

! [32] García, lo que sin embargo no deriva en su flagrante desenmascaramiento por parte del anónimo, o apócrifo, que lo ha(n) puesto a escribirla. A saber: el tipo de acotaciones como las cervantinas que ya se glosaron («Aquí exclamó Benengeli, y escribiendo, dijo»;

«Y prosiguió»), no las percibe con expresa claridad el lector del Lazarillo. Lo que sí entrevé, pese a ello, son las fases internas de autocrítica e inseguridad que lo preludian, como al Quijote, a la manera de un previsto conformismo ante lo que será evaluado, por cuenta propia, como una escritura defectiva. En los fragmentos que la crítica denomina

«Prólogo» (Cátedra, 2006), Lázaro pone sobre aviso a su remitente respecto de la calidad inferior aunque bien intencionada de sus atormentadas memorias:

Y todo va de esta manera; que, confesando yo no ser más sancto que mis vecinos, desta

nonada, que en este grosero estilo escribo, no me pesará que hayan parte y se huelguen

con ello todos los que en ella algún gusto hallaren, y vean que vive un hombre con tantas

fortunas, peligros y adversidades.

Suplico a Vuestra Merced reciba el pobre servicio de mano de quien lo hiciera más

rico si su poder y deseo se conformaran (8–9).

La importancia que revisten estas exhortaciones es toral: el Lazarillo, aun mucho antes que el Quijote, arriesga captar la benevolencia de quien lea mediante una desacreditación hacia sí con las menos concesiones, rasgo que, se insiste, prevalecerá intacto, específicamente, en la obra de Vicens. El poder y el deseo no conformados, que también darán a luz al «hijo feo y sin gracia alguna» (Quijote 7) de Cervantes, pretextaron la presumible mala hechura mediante la que se relatan las infelicidades consecutivas del

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

! [33] pícaro. Tal incompatibilidad entre poder y deseo escarnecerá, incurable, al verdadero novelista de todas las épocas, y es precisamente la que el Lazarillo hereda, en apenas un par de frases, para una poética narrativa que cuando se la represente se decantará por el inevitable recurso del desprestigio. El escritor como personaje principal, aún sin un acabado óptimo, asoma desde sus albores externando un descontento tanto por el mundo al que reta con una suplantación imaginaria, como por ésta misma, que lo decepciona doblemente al verbalizarla.

Con acritud análoga, Guzmán de Alfarache (1599–1604) sería evocado por Mateo

Alemán con el demostrativo «este mi pobre libro» (Guzmán 7), y en el segundo de los brevísimos prefacios con que lo restriega al «enemigo vulgo» (91), el sevillano se asumirá como portador de un «rudo ingenio» al que poco socorren unos «cortos estudios»

(93); deficiencias que no malogran, empero, que finiquite un voluminoso conjunto de viñetas morales «digno del perdón del tal atrevimiento» (93), a saber, el de dificultosamente consumarlo.

Guzmán diverge del Lazarillo, por principio de cuentas, debido a que personaje y autor de los hechos que se narran están patentemente escindidos, además de que intersectan uno con el otro, trastocando el plano secuencial de la historia, lo que los dota de una incuestionable autonomía: «la narración de la vida pasada del pícaro no es seguida ni lineal, sino se interrumpe a cada paso con las meditaciones y prédicas del escritor», con todo y que «Mateo tiene clara conciencia de que el lector a quien se dirige prefiere las divertidas aventuras picarescas a la reflexión que con ellas ilustra» (7), según interpreta Francisco Rico.

! [34] El pícaro Guzmán, por ende, y pese a la primera persona que va apoderándose de sus enunciaciones8, no escribe su historia como sí, pretendidamente, Lázaro, en tanto las intermisiones dogmáticas del demiurgo Alemán no competen al proceso escritural con que interna al héroe en un extenso peregrinaje al que colman desavenencias y trapacerías.

Hay sin embargo en el célebre vademécum de la picaresca un diáfano vislumbre del arquetipo que aquí se inquiere, justo en la prosa introductoria «Del mismo al discreto lector», que da continuidad «Al vulgo» firmado por Mateo como primer prologuillo:

Mucho te digo que deseo decirte, y mucho dejé de escribir, que te escribo. Haz como leas

lo que leyeres y no te rías de la conseja y se te pase el consejo; recibe los que te doy con

el ánimo con que te los ofrezco: no los eches como barreduras al muladar del olvido (94).

El hermético mucho te digo que deseo decirte, y mucho dejé de escribir, que te escribo, cobrará un carácter de indudable precedente a la que será la realización, de asombrosa imposibilidad, que permea todo El libro vacío de Josefina Vicens, cuyo protagonista brega por escribir para demostrar que no puede: para dar cuenta, narrando, de que no lo hace. Pese a la clara derivación anterior, la solicitud voluntariosa que externa Alemán–– abogando por que los minuciosos contrastes humanos con que alecciona su Guzmán no se abonen al muladar del olvido––, es una suerte de llamado de deferencia a una rememoración literaria que entrará en desuso. Semejante «actitud estética», que acrisola una particular manera de enunciar harto preciada en el Siglo de Oro, es a la que, por el contrario, los cuatro narradores que la disertación convoca irán gradualmente

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 8 Francisco Rico llama a esta gradación de voz narrativa un «lento resolverse de la dualidad autor–actor» en el que «no todas las etapas intermedias poseen idéntico significado ni alcanzan igual categoría estética» (Guzmán 21).

! [35] renunciando. La indulgencia o las agudezas mnemotécnicas de quien lea, no serán ya supuestos que aflijan a los protagonistas de obras que no buscan sino mostrar un armazón narrativo elaborándose, no importándoles si sus relatos se olvidan o no.

El libro de entretenimiento de la Pícara Justina (1605) 9 , sucesiva parodia de la configuración retórica de Guzmán de Alfarache, ofrece dos peculiaridades de relevancia capital y de suma validez para esta investigación:

I) Al tenor de lo ya subrayado en torno al Quijote, el Lazarillo y Guzmán, El libro de entretenimiento connota, oculto en el sesgo preceptivo del prefacio, a Francisco López de

Úbeda mientras presenta «este libro, el cual he compuesto solo a fin de que con su lectura, que es varia y de entretenimiento mucho, y no sin flores que, gustadas y tocadas de tan preciosa abeja, darán miel de gusto y aprovechamiento» (171). La cita corresponde a la dedicatoria a Don Rodrigo Calderón y Sandelín; dedicatoria que sintetiza el texto y avisa del escarceo que con la inocultable práctica de la autocrítica sostendrá, después, el

«Prólogo al lector, en el cual declara el autor el intento de todos los tomos y libros de La pícara Justina» (175). La impugnación de la propia novela es tácita. Como Cervantes,

Alemán y el anónimo u anónimos que fraguan el Lazarillo, Úbeda ensaya un intento que no ha de frisar su concreción ideal.

En clave hermenéutica, Úbeda deslindará su obra de la más elemental característica nominativa, pues el de La pícara Justina no es ni siquiera eso, un libro: «Y que no es justo que el nombre de libro, que se dio a la historia de la genealogía y predicación

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 9 Cuya autoría, convencionalmente atribuida a Francisco López de Úbeda, no prescinde de los laberínticos escollos de la especulación, que a partir de unos versos de Miguel de Cervantes incluidos en el Viaje al Parnaso (1614) es acometida por el especialista David Mañero Lozano en el comentario introductorio a la edición de Cátedra (2012) que aquí se consulta.

! [36] evangélica de Cristo, se aplique a los que contienen cosas tan ajenas de lo que Cristo edificó con su doctrina y pretendió en su venida» (175). Como responsable de tan alarmante distinción, execra luego, sarcástico, aquellos mal tenidos como libros que, aparte de no serlo, integran un repertorio de contenidos «profanos tan inútiles como lascivos, tan gustosos para el sentido cuan dañosos para el alma» (175). Pese a la divergencia entre el volumen que ha concebido y aquéllos otros pergeñados por

«hombres doctísimos, santos y calificados» (175), quienes de las Santas Escrituras extraen sus enseñanzas y las predican, Úbeda pretexta su Justina con perspicacia,

atendiendo a que no hay rincón que no esté lleno de romances impresos, inútiles,

lascivos, picantes, audaces, impropios, mentirosos, ni pueblo donde no se represente

amores en hábitos y trajes y con ademanes que incentivan el amor carnal; y, por otra

parte, no hay quien arrastre a leer un libro de devoción, ni una historia de un sancto, me

he determinado a sacar a luz este juguete, que hice siendo estudiante en Alcalá (178).

Úbeda indica, líneas más adelante, que ha procedido a narrar «leyendo en ejercicio toda el arte poética con raras y nunca vistas maneras de composición» (179). Leyendo en ejercicio trasluce un presente progresivo, escritural, que subyace a la factura de los capítulos de su Justina, con lo cual se comparte además el pormenor de un proceso cifrado en las adecuaciones formativas que lo orientaron.

«Finalmente, pienso (debajo de mejor parecer) ser muy lícito mi intento; y si no, condénense las historias gravísimas que refieren insignes bellaquerías de hombres facinerosos, lascivos y insolentes» (186). De haberlo atraído con la propia infravaloración del producto materializado, se transfiere ahora al lector vulgar la obligación subordinada

! [37] de que aprecie sin ambages un libro superior––al menos en lo ético––a las anomalías de su estructura. O se lo conmina a rechazarlo contundentemente. Maniqueísmo vocativo del que asimismo prescindirán, como salvoconducto de apreciación, las cuatro obras cardinales que analiza esta tesis.

II) La segunda y más significativa de las peculiaridades de El libro de entretenimiento de la Pícara Justina es la que la distingue, incontestablemente, como la novela que instaura, en la tradición de la narrativa en español, al personaje que escribe tal y como aquí se ha procurado caracterizarlo: hallado en el instante de creación literaria en que acomete una búsqueda para reafirmarse a sí mismo.

O a sí misma, como con toda exactitud debe diferenciarse. Pues a quien Úbeda total, plenamente suministra voz y sagacidad protagónicas, no es al duplo solemne de los prólogos y las dedicatorias doctrinales, sino a una celestinesca heroína: «mujer de raro ingenio, feliz memoria, amorosa y risueña, de buen cuerpo, talle y brío; ojos zarcos, pelinegra, nariz aguileña y color moreno» (189). Pero, por sobre todos los abundantes atributos con que Úbeda la condecora en más de una página sucesiva, se trata de una

«melindrosa escribana»10 (191). Justina, franqueando dimensiones librescas, saluda con descaro y jocosidad, desde los folios de su falaz autobiografía, a Guzmán de Guzmán de

Alfarache, en una maniobra de prestidigitación metatextual estupendamente innovadora, si bien en la prosa de salutación dedicada al homólogo de Mateo Alemán la pícara se califica, cáusticamente, de «vergonzosa a lo nuevo» (193). Melindrosa es apenas uno

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 10 Epíteto femenino (melindrosa) que, según la nota al pie de Daniel Mañero Lozano, es «objeto de frecuentes sátiras en la época, de lo que tenemos reflejo tanto en el refranero como en los textos literarios» (El libro de entretenimiento 191). No obsta incurrir aquí en la definición de «melindre» que registra la RAE, y de la cual se copian en itálica las propiedades del vocablo que conciernen a este apartado: «delicadeza afectada y excesiva en palabras, acciones y ademanes».

! [38] solo de entre la interminable retahíla de alias que alardea y que abarcan casi en su totalidad el «Prólogo sumario de ambos los tomos de La pícara Justina», éste subsecuente al ya mencionado «Prólogo al lector, en el cual declara el autor el intento de todos los tomos y libros de La pícara Justina».

El «Prólogo sumario» incluye, entonces, decenas de sobrenombres que «son cifra de los más graciosos cuentos, aunque no de todos los números, porque son muchos más»

(196), y hace las veces de preludio a otra sección conjunta, a la cual componen indicios ya capitales que predestinan el modelo que aquí se inquiere. Úbeda compendiará con maestría las evoluciones escalonadas, dentro de su ficción, de una estrategia narrativa seminal. El escritor que protagoniza una novela en la que es expuesta su búsqueda de reafirmarse como tal, despunta íntegramente en la «Introducción general para todos los tomos y libros, escrita de mano de Justina, intitulada La melindrosa escribana».

Así como oblicuamente hiciera Cervantes al conferirle a Benengeli una efímera omnisciencia enunciativa, su contemporáneo Úbeda procede a una develación similar aunque de adjudicaciones inequívocas, explícita y de mucha mayor extensión. Dividida en tres «Números»––«Del melindre al pelo de la pluma», «Del melindre a la mancha»,

«Del melindre a la culebrilla»––, rematados a su vez por el respectivo

«Aprovechamiento» que reseña la moraleja con que aquéllos aleccionan, la «Introducción general» recrea con virtuosismo los entresijos de un ars poetica generándose a medio camino entre la sorna y la sabiduría. Estos «Números» amplifican, con sobrada complejidad y soltura, los reparos, digresiones, temeridades y retraimientos que asaltan a

Justina cuando se apresta a verter las crónicas de sus descalabros.

! [39] Las Redondillas con que abre el «Número primero» acometen a la pícara en tercera persona y sin perífrasis al oficio que cristalinamente la expone:

Cuando comenzó Justina a escribir su historia en suma, se pegó un pelo a su pluma, y al alma y lengua mohína Y, con aquesta ocasión, dice símbolos del pelo, y mil gracias muy a pelo, para hacer su introducción (197).

Octosílabos éstos tras los que se lee, escucha, presencia y asiste a pasajes en que la pícara misma escribe, clara y rotundamente hallada, los «Números», que ameritarían una transcripción entera por predeterminar el arquetipo que tanto interesa a esta tesis, pero de los cuales se extraen sólo los lapsus en que irradia más nítido un personaje inmerso en el proceso de configurarse.

«Del melindre al pelo de la pluma» consigna la aparición de un obstáculo minúsculo que no sólo no atrofia la redacción, sino que sorpresivamente se torna en el indicio que la incentiva, entrelaza y vuelca sobre sí misma:

Un pelo tiene ésta mi negra pluma. ¡Ay, pluma mía, cuán mala sois para amiga, pues

mientras más os trato, más a pique estáis de prender en un pelo y borrarlo todo! (…) En

fin, señor pelo, no me dejáis escribir. No sé si dé rienda suelta al enojo, o si saboree el

freno a la gana de reírme, viendo que se ha empatado la corriente de mi historia, y que

todo prende en la pluma de un pato […] Mirad, pues, ¡oh pelos de mi pluma!, cuánto me

honráis y cuánto os debo, pues, para decir mis yerros, mis tachas y mis manchas, hacéis

! [40] lengua de vuestros pelos (…) Así que, de haberse atravesado este pelo, y de lo que yo

alcanzo, por la judiciaria picaral, colijo para conmigo que mi pluma ha tomado lengua,

aunque de borra, para hablarme […] Al arma, señora pluma. Aquí estoy, y resumo

finalmente lo que me decís, porque en pago escribáis con fidelidad lo que yo os dijere

[…] No quiero, pluma mía, que vuestras manchas cubran las de mi vida, que (si es que mi

historia ha de ser retrato verdadero, sin tener que retratar de lo mentido), siendo pícara, es

forzoso pintarme con manchas y mechas […] Confiésoos de plano, señora pluma, que,

con solo un pelo que se os ha pegado a los puntos, me lleváis conocida ventaja […] Sor

pelo, sepa que, si en el discurso de la matraca de la pelona lo que quisiéramos meter a

voces, no nos faltara cómo echarlo por la venta de la zarzaparrilla […] Llamome pobre y

pícara mi pluma. ¡Gran cosa!, ¡como si los pobres no tuvieran la piamáter en su sitio!

[…] [«dirigiéndose» al pelo] Pero antes que le dé yo vaya y se vaya, le quiero hacer una

fanega de mercedes, y son: que le doy licencia para que se alabe de que, sin saber lo que

ha hecho, me ha hecho sacar del arca un celemín de retórica, porque, con atravesárseme

en la pluma y discurrir los símbolos, del pelo y de los pelones, he tenido buena ocasión

para pintar mi persona y cualidades (198–221).

El fragmento evoca con esplendidez concienzuda una instancia creativa en que la pasividad de la procrastinación—infundida por el pelo lenguaraz—, así como los ímpetus de capitalizar una mera distracción fortuita, abonan paralelamente a la fluidez sintáctica; fluidez que al paralizarse a un tiempo es impulsada, merced a aquello que la colapsaría, y empatando, de tal modo, la corriente de la historia.

Una Quintilla precede al «Número segundo», que ofrece otro latente impedimento– incentivo a la labor escritural de Justina, quien sigue devanándose, asiendo la pluma suspendida e irrefrenable con miras a embarcarse de una vez por todas en su relato:

! [41]

Por soplar, manchó Justina saya, tocas, dedos, palma y por el mal que adivina, aunque no era tinta fina le llegó la mancha al alma (223).

El «Número segundo. Del melindre a la mancha», devela lo mismo la diáspora mundana, instrumental, desde la que la voz narrativa, por lo regular inapreciable, supera las más variadas contingencias, en tanto quien lee atestigua simultáneas la escritura y sus azarosos preparativos:

¡Ay, que me entinté palma, lengua, toca y dedo por quitar un pelo! Ya yo sabía, señora

tinta, que vivo en cuaresma y con velaciones cerradas, sin que ella viniera muy aguda a

echar sobre el retablo de mis dedos otro de duelos, con el guardapolvo de su luto […]

¡Cómo si en la palma no se vieran las rayas! Ahora bien, pasé de la raya y saliéronme

muchas rayas. No importa, que el alma tiene muchos agujeros y, si huye de la cara, acude

a la lengua […] ¿Qué puede haber sido el haberme manchado, lo primero los dedos y lo

segundo el vestido, sino un pronóstico y figura de lo que me ha de suceder acerca de mi

libro, si ya no me ha sucedido? Los dedos, ¿no son con quien escribo mi historia? Pues

¿quién duda sino que el haber caído en ellos mancha pronostica las muchas que han de

poner o imponer a mis escritos? (243)

El «Número tercero. Del melindre a la culebrilla», es antecedido por un Soneto de pies agudos al medio y al fin en que Justina ya concreta la fijación textual de sus soliloquios;

! [42] fijación ilusoriamente inhibida, antes, por el pelo y por la mancha interceptando el flujo narrativo:

Púsose a escribir Justina, y vio pintada una culebra en el papel. Espantose y llamó al ángel San Miguel, diciendo: ¡Ay, que es culebra, y me mordió! ¿Mas si es pintada? Sí es, más bien sé yo que la culebra es símbolo cruel (245).

La escritura ya materialmente rubricada, vívida, se torna un depredador que ataca a quien la invoca: metafórica ilustración ideográfica que atrae hacia sí, rechazándolos, a los polos activo e inactivo que se afectan, hiriéndose recíprocamente, dentro del emisor que los equilibra en el folio:

Mas, si va a decir verdad, por mal pronóstico tengo ver pintada culebra en el papel en

quien estampo mis conceptos, y especialmente me da pena el haberla visto al tiempo que

tomé la pluma en la mano.

¡No fuera este papel de la mano! Ya siquiera; con serlo, persuadiérame a que después

de escrito tuviera mano para hacerme mercedes y me acarreara honra y provecho,

dándome a maravedí el palmo (…) Pero, siendo de culebrilla, entenderé que es amenaza

de la envidia, cuyas armas fueron una sierpe o culebra que va engullendo mi corazón.

¡Ay, mi Dios! Papel mío, ya que no sois de la mano, ¿por qué no fuistes del corazón,

para que en la historia donde hago alarde de algunos empleos del mío fuérades tan felice

pronóstico como yo deseo? […] Por cierto, si bien lo miro, antes tengo por anuncio de

gran consuelo que el papel en quien deposito mis conceptos y mi sabiduría sea de

! [43] culebrillas. Lo primero, porque quien viere que mis escritos tienen por arma y blasón una

culebra, pensarán que soy otra diosa Sofía, reina de la elocuencia (…) Y, en parte, no se

engañará quien pensare de mí aquesto, porque yo, en el discurso de este mi libro, no

quiero engañar como sirena, ni adormecer como Cándida, ni transformar como Circe o

Medea, ni entontecer como Cécrope, ni deslumbrar como Silvia, que si esto pretendiera,

no pusiera las redes en la plaza del mundo ni las marañas por escrito y de molde (…) la

culebrilla me promete, y yo me prometo, que con mis escritos he de curar y desengañar

muchos ciegos (…) Dícenme que esta muy bueno el librito picarero, y que se holgarán

con él. Vayáis en enhorabuena, librito mío, que más cuestan los naipes y valen menos

[…] Culebra tenéis, papel mío; defendeos (…) Ahora bien, mal o bien preparado, ya

tengo papel sin temor, dedo sin mancha y pluma sin pelos. Puesta estoy a figura para

escribir. No me faltaba sino que vos, señor tintero, os entonásades y hubiésemos menester

otros tantos conjuros (247–262).

El poder y el deseo no conformados por el indiscernible compositor del Lazarillo; la

«actitud estética» del prologuista hallado en suspensión y elevamiento del Quijote; el misterioso mucho dejé de escribir que te escribo de Guzmán… abstracciones todas aureolando el temperamento creativo y que parecen condensarse, decididamente llevadas a los límites de la sobreexposición a través de un personaje, en el Puesta estoy a figura para escribir con que La pícara Justina acapara el proscenio de una novelística autorreferencial, predeterminado la nitidez con que serán luego puestos para escribir, o puestos para no hacerlo, las obsesivas figuras de Onetti, Vicens, Bolaño y Vila–Matas.

! [44] La vida del buscón llamado don Pablos (1626)11 despliega un mecanismo paralelo, en términos de identidad del emisor, que el Lazarillo: Clemente Pablo, natural de Segovia como Lázaro de Toledo, es quien confecciona ficticiamente su autobiografía. No hay pues ángulo de posicionamiento interpretativo que condescendiera a hallarlo escribiéndola, pues el texto, de nuevo, ya lo es a priori, aun enunciándose dentro de un supuesto presente por el pícaro.

La «Carta dedicatoria» con que abre uno de los más ácidos y deleitables arpones de la manufactura quevediana, también apela, como hiciera el pícaro de Tormes, a la confidencia de un «v.m.» (La vida del buscón 11). «Carta» en la que, si bien difuso, el escritor como personaje admite se lo columbre, aunque aludiendo a la obra ya hecha, y exento por supuesto del plano superado de su previa manufactura:

Habiendo sabido el deseo que v.m. tiene de entender los varios discursos de mi vida, por

no dar lugar a que otro (como en ajenos casos) mienta, he querido enviarle esta relación,

que no le será pequeño alivio para los ratos libres. Y porque pienso ser largo en contar

cuán corto he sido de ventura, dejaré de serlo ahora (11).

La intentio operis que ocupara a Umberto Eco en Los límites de la interpretación (1992), se lee aquí fugazmente infiltrada por un autor al que impacientan menos las explicaciones del porqué y cómo narra su protagonista, que proceder de inmediato a desmentir hipotéticas versiones que amenacen o tergiversen la de su sarcásticamente bautizado

Clemente. La intentio operis, entonces, que sustentará con cierta preeminencia las !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 11 Por cuanto atañe a las entretelas editoriales de la problemática fecha que certifica la puesta en circulación de la novela––tema que inevitablemente se soslaya en este apartado, optándose por la página legal de la edición aquí consultada––, sirva como guía esclarecedora el «Estudio preliminar» de Fernando Lázaro Carreter a la cuidada versión que fija la Universidad de Salamanca en 1964.

! [45] representaciones posteriores, protagónicas, de escritores plasmados en activo, no siempre frisa lo explícito en la edad de la picaresca más allá de las reconvenciones morales y de enseñanza a las que––no sin tintes de perversión––supedita su discurso.

El buscón permite reparar, sin embargo, en ciertos escrúpulos de autocrítica que incontroladamente afloran para evaluar la eficacia del que lo urde, y que se antojan involuntarias ranuras a través de las cuales espiar, siquiera por un instante, las antesalas desde las que cavila el narrador. En el «Capítulo X» con el que concluye la obra, Don

Pablos Príncipe de la Vida Buscona se desenmascara un tanto a la manera de Mateo

Alemán, mostrando y no, e insinuándolas con humor, algunas raciones elididas de su prosa:

Dejo de referir otras muchas flores, porque, a decirlas todas, me tuvieran más por

ramillete que por hombre; y también, porque antes fuera dar que imitar, que referir vicios

de que huyan los hombres. Mas quizá declarando yo algunas chanzas y modos de hablar,

estarán más avisados los ignorantes, y los que leyeren mi libro serán engañados por su

culpa (273).

En este prurito de estipular que algo, mucho o poco, no se anotó a final de cuentas o sólo se anotó parcialmente; en este guiño autorreferencial, mimético, late inconfundible una desazón, por ahora primigenia, que evolucionará hasta devenir en argumento, nudo y desenlace de la novela, apropiándoselos y orientándose a satisfacer un todo que se baste anecdóticamente refiriendo no el suceso novelesco, sino el infernal alumbramiento de la sintaxis que, con suerte, lo transmita.

! [46] La picaresca incide de suyo en esa propulsión hacia fuera que a cierta altura de la historia proyecta, hacia la superficie, a quien está detrás de las palabras y tiende a evidenciar el funcionamiento imperfecto de un proceso cada vez menos ininteligible.

Retomando el desacuerdo con el aserto de Alegría, Infortunios de Alonso Ramírez (1690), de Carlos de Sigüenza y Góngora, es considerada por el investigador Lucrecio Pérez

Blanco como la «Primera Novela Hispanoamericana» («La literatura hispanoamericana del siglo XVII entre el compromiso con la retórica clásica y el ofrecimiento de una poética propia» 33).

Del artículo de Pérez Blanco me incumbe por cierto la definición con que delimita

Hispanoamérica en términos de concepto relacionado con la novela; se trata de una zona de pensamiento, dice, «identificada en el Siglo XVII por la vivencia real de un mestizaje, por la presencia palpitante de la lengua española, y por el vínculo del Catolicismo como vínculo común religioso» (33). Dentro de tal heterogeneidad, y en tanto «testimonio del valor de utilidad frente al egocentrismo» (33), Infortunios abreva del método de

Descartes para inclinarse hacia las ciencias experimentales, siendo así que «la utilidad del hombre es el espejo donde se mira la obra de Sigüenza y Góngora» (34).

Siguiendo un poco más a Pérez Blanco, «el sabio mexicano está por cumplir con la misión que tiene como creador literario y que le enseña el poeta latino Horacio:

“Adquiere todos los votos (de buen escritor) quien, para deleitar y al mismo tiempo enseñar al lector, mezcla lo dulce con lo útil”» (35). Adscrito a la máxima horaciana,

Sigüenza cumplirá con el impuesto poético «que en el siglo XVII se manifiesta en la

América Española», y el cual hace evidente, «según el análisis de los textos de este siglo,

! [47] la búsqueda por parte del creador hispanohablante de su propia identidad vital y creadora» (53). Sigüenza perfilaría, pues, su herencia escritural imbuido en una corriente que

lleva a la Literatura a moverse en servicio de la fe y a aplicar en el futuro los modos––

apropiados para sí––de conceptos, ideas y mensajes, para con ellos formular las doctrinas

propias, EL PRIMER CONCEPTO DE LITERATURA dentro de la Historia de la

Literatura Hispanoamericana (53).

Infortunios bosqueja pues un precedente de autonomía estética que sin embargo cohabita y se debe, como señala Pérez Blanco, a las lecturas concienzudas del Compendio apologético en alabanza de la poesía (1604), de Bernardo de Balbuena, del Discurso en loor de la poesía (1608), de la poetisa peruana Clarinda y de la Miscelánea austral

(1602), de Diego Dávalos y Figueroa.

Concebida en los albores de un desprendimiento progresivo que secundará los valores vigentes en España, y abonando a su vez a una producción que se irá reconociendo poco a poco como predominantemente americana, Infortunios incide aún en los remanentes de la picaresca y de la novela de caballerías redimensionada por Cervantes.

El tono de solicitud de indulgencia en la dedicatoria al «Excmo. señor D. Gaspar de

Sandoval Cerda Silva y Mendoza», no rehúye la consideración de la propia obra como distante de lo inicialmente perseguido. Sigüenza incluso ruega se lo exima de no haberse sabido arrogar la culpa de un texto a su vez menor, que por lo demás no es el que prologa, sino uno previo:

! [48] Si suele ser consecuencia de la temeridad la dicha, y es raro el error a que le falta

disculpa, sóbranme, para presumir acogerme al sagrado de vuestra excelencia, estos

motivos, a no contrapesar en mí (para que mi yerro sea inculpable) cuantos aprecios le ha

merecido a su comprensión delicada sobre discreta la «Libra astronómica y filosófica»,

que a la sombra del patrocinio de V. E. en este mismo año entregué a los moldes

(Infortunios 25).

La odisea de Alonso Ramírez, «apresado de ingleses piratas en Filipinas, varando en las costas de Yucatán en esta América», y quien «dio la vuelta al mundo» (26), ha sido escrita por encargo del treceavo virrey de Nueva España. La distinción con que a

Sigüenza enorgullece tal encomienda se aúna a la correspondiente tónica de apelar a la tolerancia ante posibles deslices, y para que mi yerro sea inculpable.

Alonso Ramírez redacta, pues, una pretendida autobiografía a la manera de Lázaro,

Guzmán, Justina y Clemente. Pero a diferencia, por ejemplo, de la «sora cronicona» (La pícara Justina 268), no será hallado escribiendo o a punto de hacerlo. El primer capítulo de los Infortunios parte de la voz testimonial de un aventurero que confía al lector, mostrándose aunque no mostrando su escritura, un propósito cuando mucho típico:

«Quiero que se entretenga el curioso que esto leyere por algunas horas con las noticias de lo que a mí me causó tribulaciones de muerte por muchos años» (30). El testimonio, si bien dando por hecho su escritura ya finiquitada, no desestima del todo las aflicciones experimentadas al narrarlo, así como la necesidad y a un tiempo la dificultad manifiesta por parte de su pseudo–autor, al haberse comprometido a fraguarlo:

! [49] No por esto estoy tan de parte de mi dolor que quiera incurrir en la fea nota de pusilánime

y así omitiendo menudencias que a otros menos atribulados que yo lo estuve pudieran dar

asunto de muchas quejas, diré lo primero que me ocurriere por ser en la serie de mis

sucesos lo más notable (30).

Alonso, a la manera de algunos de sus antecesores aquí compilados, incurre de igual modo en la mención de aquello que descartara, sin revelarlo por completo y omitiendo menudencias. Esta omisión es otro de los vértices desde el que crean, se insiste, los personajes de Onetti, Vicens, Bolaño y Vila–Matas; personajes a través de los que la trama de una novela—parafraseo a Pérez Blanco—se mirará a sí misma desde la refracción y el vértigo de argumentaciones experimentales.

Por último, en el «Capítulo V» de Infortunios, Alonso se reprende y deja entrever un poco, por añadidura, la intimidad como narrador desde la que labra su historia: «Basta de estos trabajos, que aun para leídos son muchos, por pasar a otros de diversa especie» (65).

A continuación se sintetiza un artículo fundamental para concluir este brevísimo recuento de algunas de las obras de mayor resonancia crítica de la picaresca; recuento que ha incluido además, en lo que compete al siglo XVII, la novela de Carlos de Sigüenza y

Góngora, que inauguraría, aunque desde una legitimidad quizá restringida, el género en

Hispanoamérica.

El artículo responde a la autoría del ya citado David Mañero Lozano, quien anota La

Pícara Justina editada por Cátedra en 2012. «La mirada del pícaro. Sobre la influencia de la novela picaresca en la narrativa moderna y contemporánea» (2011), sirve claramente al

! [50] preámbulo contextual que anticipa ciertas características que detentan como herencia

Onetti, Vicens, Bolaño y Vila–Matas.

No se subrayan aquí otras influencias que también ocupan a Mañero Lozano en el artículo, referentes a las correspondencias de la picaresca con los géneros ejemplar y de la epopeya, emparentados con aquélla a la luz del Agudeza y arte de ingenio de Baltazar de Gracián (1642). Conviene solamente referir los atributos trascendentales de la picaresca que el especialista ve reproducirse en obras que la siguen temática y arquetípicamente, y que en este apartado se valúan como cualidades que se extenderán, permaneciendo emblemáticas, hasta La vida breve: I) «la concesión del protagonismo a un “sujeto humilde”, como lo denomina Gracián, con todos los estigmas morales derivados en la época de la condición social del pícaro»; II) «la asunción de una perspectiva ejemplarizante por parte del narrador» que «desencadena la necesidad de mostrar durante el transcurso narrativo la evolución psicológica o moral del personaje», rasgo «a todas luces novedoso, en el que quizá se cifre como en ningún otro el surgimiento de la novela moderna»; III)

Ciertamente, la novela picaresca empieza y termina en el Lazarillo y los Guzmanes, pero

dejará sembrado, junto al Quijote, uno de los más fecundos gérmenes que alentarán la

renovación de la prosa contemporánea. Me refiero a personajes con mayor verosimilitud,

capaces de evolucionar en la relación de su entorno, frente al estatismo del resto de los

tipos literarios de la narrativa picaresca (39).

Uno de los «fecundos gérmenes» antedichos sería, como se ha propuesto, el de la representación del escritor en su proceso creativo, moldeado éste a la perfección en La

! [51] 12 Pícara Justina; IV) «Tras la publicación de los Guzmanes , contamos con varias novelas protagonizadas por pícaros, pero en ninguna de ellas se privilegia la perspectiva del protagonista (…), sino que, de un modo u otro, se impone la voz de un narrador implícito». Este cuarto inciso es elemental, ya que, a excepción de Justina, la picaresca deja ver sólo muy esporádicamente al emisor ficcional de la autobiografía escribiéndola, pues se desenvuelve siempre supervisado por el autor que desea narrar la historia y dar cauce a la máxima horaciana, mezclando «aprovechamientos» con vulgaridades, y una vez cumplidos ciertos factores de verosimilitud que permitan al lector aceptar los contrastados cambios de voz narrativa; V) «Un último paso, con el que se desechan eventualmente los recursos del Lazarillo y el Guzmán, consistió en el abandono del esquema autobiográfico». En suma, «esta visión del personaje desde fuera es la proyectada en la mayoría de las obras modernas y contemporáneas asociadas con el género que nos ocupa» (40).

Las obras que Mañero Lozano inscribe como descendientes de la picaresca son La ciudad de los prodigios (1986), de Eduardo Mendoza, y la más directamente emparentada

Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes (1944), de Camilo José Cela.

Ambas cumplen con los requisitos ya señalados («forma autobiográfica, origen vil y dedicación a ocupaciones y oficios» [41]), aunque no se centran en el escritor, como personaje, escribiendo.

Mañero Lozano, por lo demás, no ve una influencia demasiado extendida de las novelas picarescas, que, «en general, no tuvieron un excesiva trascendencia sobre la narrativa posterior. Pese a su incuestionable originalidad, la propuesta de Alemán quedó !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 12 Se alude, por supuesto, no sólo al de Mateo Alemán, sino al de «Juan Martí»: Segunda parte del Guzmán de Alfarache (1603), apócrifo; y al de Félix Machado de Silva y Castro: Tercera parte de Guzmán de Alfarache (1650).

! [52] tal vez eclipsada por la incomparable capacidad de absorción y difusión literaria del

Quijote cervantino» (41).

Esta lapidación documental de la picaresca, debida a sus comparativamente menores repercusiones después del Quijote, debe matizarse siquiera en lo que corresponde a mi objeto de estudio, ya que El libro de entretenimiento de la Pícara Justina—junto con la hazaña de Cervantes y como demostrarán los capítulos subsecuentes—comporta un catalizador angular de las temáticas autorreferenciales que obsesionarán la novelística en español de mediados del siglo XX hasta su declive.

* * *

Inapropiado sería sortear el XVIII sin atender lo ocurrido en uno de los entreactos que movió a Alegría13 a anteponer un vacío de producción novelística que no retomaría su cause sino hasta la segunda mitad del XIX. Legítimo es cuestionarse, por lo tanto, si remontando el Siglo de las Luces pueden exhumarse vestigios del escritor como personaje al que su autor expone afanándose por concebir una plana, ya reprobándola de antemano o ya disculpándose para captar la benevolencia de quien la lea.

Cedomil Goic, en Historia de la novela hispanoamericana (1972), dedica el segundo

Capítulo, «Generación de 1792», a rastrear los inicios «de la novela hispanoamericana moderna», que «comienza con la primera generación neoclásica, formada por los nacidos de 1755 a 1769» (25):

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 13 El señalamiento de Alegría pretende aquí enfatizarse sólo como metonimia de una convención generalizada que permea las historias de literatura que se consultaron, y que se enlistan en la «Bibliografía»; convención que admite sin más el ocaso de la novela en el siglo XVIII, incardinado entre dos épocas––Siglo de Oro y romanticismo––en las que el género descuella y consolida, si bien intermitentemente, sus rasgos distintivos y fundacionales.

! [53] Durante el periodo de gestación, entre 1785 y 1799, aparecen las primeras novelas

modernas escritas por hispanoamericanos a modo de traducciones de novelas francesas.

Estas traducciones representan connatos de asunción de la novela moderna y uno de los

modos conocidos de incorporar una tradición literaria. El hecho es significativo porque la

elección de las obras constituía una viva afirmación del nuevo carácter utilitario que la

novela traía y un despego por la novela de simple entretenimiento, y, por lo mismo, una

aceptación de la literatura imaginaria y de la novelística dentro de las formas dignas de

regeneración social y de la revolución que los hombres de esa generación emprendían

(25).

El catálogo de traducciones al que Goic adjudica los brotes de la novelística hispanoamericana contemporánea es evidentemente restringido: no más de un puñado de títulos14; se comenta aquí al menos uno: Crítica de París y aventuras del infeliz Damón

(1788), del neogranadino Manuel del Campo y Rivas, quien vertiera del francés «una obra no identificada exactamente, pero vinculada a la narrativa de Restif de la Bretonne»

(25).

En lo que corresponde concretamente a la novelística española dieciochesca, se sumarán a este repaso, por ahora, dos prosas de indisputable relevancia: Fray Gerundio de Campazas (1758), de José Francisco de Isla; y Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras (1799), de Diego Torres Villarroel.

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 14 Del modesto índice que prepara el historiador chileno conviene referir: Memorias para la Historia de la Virtud (1792), del dominicano Jacobo de Villaurrutia, quien tradujo del francés la versión que el abate Prévost hiciera de la novela de Frances Sheridan Memoirs of Miss Sidney Bidulph (1761); Villaurrutia, por lo demás, sería autor de otra obra marcadamente narrativa: La Escuela de la Felicidad (1786).

! [54] Crítica de París no prescinde de la formalidad de convidar a un Excelentísimo Señor Don

Antonio Porlier, en una lacónica nota de dedicatoria, a que lea «esta pequeña traducción, primicia del excercisio, á que me ha estimulado mi situacion, y deseo de algun honesto y util entretenimiento» (Crítica de París sin número de folio). El desangelado párrafo de

Del Campo y Rivas comportaría el único asomo, apenas perceptible y en un estilo asaz rudimentario, a un proceso de escritura develado.

Las páginas sucesivas de Crítica discurren ya por los derroteros, relatados en primera persona, del «Infeliz Damón»; éste prologa sus lances, en un apunte con el que encara sin ambages al lector y en el que a muy menor escala reflexiona sobre la tarea literaria que lo imbuye:

Mis Lectores nombren como quieran lo que voy á decir, tomenlo por un Prefacio, un

Prologo, un Preambulo, un Aviso al Lector; todo como gustaren (…) Yo escribo por

entretenimiento; tomo la pluma quando me divierte; la dexo cuando me cansa; vierto

sobre el papel mis ideas sin orden ni conexión para mi y para mis amigos. No he tenido la

menor intención de hacer un libro; si algun dia mis hojas acumuladas lo formaren, y si se

diere al publico será anónimo: asi su suerte me interesa poco (…) Si mi trabajo produce

algun fruto no lo sabré; nadie me lo dirá, y yo moriré antes de saberlo [sin número de

folio].

La dejadez y manifiesta indolencia sobre lo que se ha de relatar contrasta de entrada, poderosamente, con los exordios picarescos al lector para que abrace, mediante ejemplos, una noble enseñanza moral; exordios a los que Del Campo y Rivas aún apela en su tímida inscripción, en tanto la voz original que traduce comienza declarando pretensiones de

! [55] autocrítica lapidaria que excluyen, con deliberado sarcasmo, al público. Se lee aquí primigeniamente injertada y por vía de importación, en la narrativa de Hispanoamérica, una anárquica desaprensión respecto de la obra propia y sus repercusiones, lo cual prefigura una conducta escritural que poseerán luego los caracteres, por ejemplo, de

Onetti y Bolaño.

Tratándose por lo demás, el pseudo–prólogo de Crítica, de un texto agenérico––mis lectores nombren como quieran lo que voy a decir––tiene en él lugar una denegación del libro que remite al desdén de Úbeda por su Pícara Justina, a la cual apartara, como se citó, de aquellos volúmenes escritos por santos y doctos. El prologuista de Crítica de

París recrudece el veredicto de insuficiencia e inadaptación, pues no contrapone su texto a modelos superiores de cariz religioso, sino que llanamente lo desmarca de su más lata categoría: no he tenido la menor intención de hacer un libro; si algun dia mis hojas acumuladas lo formaren, y si se diere al publico será anónimo. E incluso si el reconocimiento por lo escrito es póstumo, ello parece no impacientar al que lo mereciera: no lo sabré; nadie me lo dirá, y yo moriré antes de saberlo. Una vez finiquitado el testimonio, su suerte me interesa poco.

De tal desprendimiento perentorio se pasa, más enérgicamente, a una animadversión fundada en lo que otros escriben:

Aborrezco las plumas sediciosas que quisieran anonadar todas las potestades temporales;

esas plumas impías que quisieran trastornar todos los fundamentos de la Religión; esas

plumas licenciosas que quisieran corromper todas las sociedades; esas plumas mordaces

que quisieran despedazar a todos los individuos. Detesto la mala fe de todos los escritores

[sin número de folio].

! [56] ¿Por qué se recurre a éste, así como al previo extracto de Crítica de París? Primero, porque ambos columbran, colateralmente, el instante seminal en que una obra se desencadena: yo escribo por entretenimiento, tomo la pluma, vierto sobre el papel; y, segundo, porque el autor incómodo renuncia a la figura que su obra, quizá remotamente, le conferirá, reconociéndose con reservas a sí mismo desde un aparte que lo excluye del gremio que lo exaspera. Detesto la mala fe de todos los escritores externa la renuncia implícita a una identidad escritural, colocando a los demás, a los otros autores que no nombra, de por medio, con la finalidad de despojarse de una homologación que lo pudiera relacionar con esas plumas impías, licenciosas, mordaces.

Crítica de París contribuiría a enriquecer el arquetipo que aquí se bosqueja al evidenciar a un individuo impetuoso, ambiguo, que se esforzará por promover, casi como en una retadora advertencia, un inmediato de la extraña hermandad artística a la que pertenece––ostracismo del que Vicens abusará por cierto en el retrato de su José

García––. El lector tendrá que admitir que a quien escribe no le importan la trascendencia ni los efectos benevolentes, ilustrativos, de su prosa, y que si la ha escrito, desentendido de sí, fue inicialmente por entretenimiento15, a saber, sin pretensiones de consumar una meta didáctica o de fatua consagración:

No llego todavia á persuadirme que un hombre piense sinceramente todo el mal que suele

permitirse escribiendo de otro […] Yo he escrito libremente sobre los abusos, los vicios,

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 15 Y es que no es sino hasta el capítulo––o «Número»––XV, cuando «nace» el protagonista de la historia, Damón, cuyos avatares ocuparán menos de la tercera parte del libro. Pese al terminante distanciamiento establecido al inicio, entre la utilidad de la obra y su pretensión por aspirar a inculcarla, el autor de Crítica de París, de súbito y tardíamente, aclara en una nota introductoria a dicho «Número» que ha escrito movido por las siguientes razones: «Mi intencion á sido dar a los jóvenes que entran en el mundo, el retablo de las copiosas viscisitudes á que están expuestos en este peligroso torbellino, y preservarlos de los escollos que se encuentran en este mar tormentoso» [sin número de folio].

! [57] los defectos y las ridiculeces que me han chocado, porque deseo sinceramente, que

nuestro Rey sea el más glorioso [sin número de folio].

Narrar «libremente» pero con el propósito de complacer al Rey entraña una contradictoria peculiaridad: se condesciende a un juego insostenible de escribir sin amarras aunque alabando la fuerza tutelar que rige y apadrina las aspiraciones del talento.

No es pertinente internarse en los subsiguientes capítulos de Crítica de París, mezcla de acendrado nacionalismo y afilada caricaturización de lo local. Baste aventurar que, pese a tratarse de una traducción, brinda algunos precedentes en la genealogía hispanoamericana, relativos a la «actitud estética» de quienes son ficticiamente representados acometiendo una empresa narrativa.

Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas alias Zotes (1758), de José

Francisco de Isla, fue concebida, a decir del especialista José Jurado, para divulgar una

«preocupación por el estado lamentable de la predicación hispánica en su tiempo»

(Historia del famoso predicador 31). Esta novela, además, se habría ideado bajo el influjo del P. Luis de Losada,

de quien consta detestaba el tipo de sermón barroco de época, declamaba contra él en

púlpito y aun se proponía escribir un satírico Quijote de predicadores para ridiculizar y

desterrar definitivamente, si ello fuera posible, los abusos y la falta de decoro comunes de

aquella oratoria sagrada (31).

! [58] La Historia del famoso predicador––abreviada Fray Gerundio por la crítica––se alinea así con uno de los preceptos del XVIII europeo en cuanto a la relectura parricida y la dimisión de ciertos parámetros del barroco, al que se lo tilda de desmesuradamente retórico. El deslinde de Fray Gerundio, empero, no ha de renunciar a la apelación prologal dirigida al lector, con la excepción de que De la Isla interpelará a una colectividad dotada de un autoritarismo superlativo: «Al Público. Poderosísimo señor»

(75).

¿Quién trastornó toda la faz de de modo que, a vuelta de pocas generaciones,

apenas la conocería la madre que la parió? Usted. ¿Quién fundó las monarquías y los

imperios? Usted. ¿Quién los arruinó después o los trasladó adonde le dio la gana? Usted.

¿Quién introdujo en el mundo la distinción de clases y jerarquías? Usted. ¿Quién las

conserva donde le parece y las confunde donde se le antoja? Usted. Malo es que a usted

se le ponga una cosa en la cabeza, que solamente el Todopoderoso la podrá embarazar

(75).

«Al público» innova la estructura del prefacio en tanto intercala críticas y alabanzas al propio Fray Gerundio, por medio de discusiones epistolares entre calificadores, secretarios y capellanes que la hubieron de valorar antes y después de que aprobaran imprimirla. De la Isla insta al «poderosísimo señor» a tolerar una narración que, «valga lo que valiere, yo a ella me acojo, de usted me amparo, en sólo usted solicito el patrocinio.

Bien puede ser que la obrilla no le merezca, pero no lo desmerece la intención» (78).

! [59] Sigue «Al público» un «Prólogo con morrión» exponiendo a De la Isla reconociéndose autor de su Fray Gerundio, y revelando, aunque con desenfadados apresuramientos, el proceso tras el cual lo inventara:

Aunque el héroe de ella se supone que fue predicador y de misa, desengáñate, lector mío,

que dijo tantas como sermones predicó. Yo le concebí, yo le parí, yo le ordené, yo le

despaché el título de predicador, para todo lo cual tengo la misma autoridad y el mismo

poder que para hacerle obispo y papa (…) Pues, ¿qué hice yo? No más que lo que hacen

los artífices de novelas útiles y de poemas épicos instructivos. Propónense un héroe, o

verdadero o fingido, para hacerle un perfecto modelo, o de las armas, o de las letras, o de

la política, o de las virtudes morales, que de las evangélicas hartos tenemos, si los

queremos imitar (131).

De la Isla discute después, con lujo de humor y fluidez expresiva, con un lector imaginario, incisivo y difícil de convencer, y a quien responde por anticipado el cuestionario que le suministraría dada la truculenta hechura de su fraile. Se copia el fragmento con el objetivo de que sea notoria la personificación de un autor debatiendo con los escrúpulos de varia índole que lo asaltan al momento de medirse ante una plana.

De la Isla no hace aquí sino enmascarar acusaciones autocríticas tras un recurso de objeciones indirectas, y adereza con un tono hilarante las duras réplicas que se destina, pretendiendo que le importan poco aunque aclarando con falsa erudición por qué ha escrito como ha escrito:

! [60] Pero si todavía te mantienes reaz, o reacio (que no sé a fe cómo se debe decir), en que mi

pobre fray Gerundio no merece sentarse en el banco elevado y aforrado en terciopelo

carmesí de los poemas épicos; ya porque está escrito en prosa lisa y llana y harto ratera

[…] Digo que si por estas y otras muchas razones te estás erre que erre en que ésta no es

composición épica ni calabaza, por mí que no lo sea, que no es negocio de romper lanzas

por esta bagatela […] Un poco más serio te pones para hacerme otra pregunta. Supuesto

que hay tantos predicadores Gerundios, por desgracia de nuestros tiempos, con fray y sin

él, con don y sin don, de capilla y de bonete, como yo mismo confieso, ¿qué motivo he

tenido para pegar a mi Gerundio el fray más que el padre a secas o su don, sin otro

turuleque? Es pregunta sustancial y pide seria satisfacción; vóytela a dar y óyeme con

indiferencia, pero, antes de entrar en materia, escúchame este cuento (132–136).

De la Isla sostiene sus digresiones argumentativas sin permitirle al ilusorio interlocutor la mínima distracción: «Y ya que te vas suavizando un poquitico, hablemos en confianza»;

«Y ves aquí, lector mío (ahora vuelvo a acariciarte y a pasarte la mano por el cerro)»

(140). Tal desfachatez amigable se amalgama con la imposición de los vocativos óyeme, escúchame, que a su vez orillan al destinatario del prologuista a, de algún modo, aproximársele mientras se esfuerza por transmitir los atavismos ni siquiera superados que le ocasionara la redacción de su libro, del que más adelante lamenta, ya conciliador:

…porque al fin, amigo, el espíritu del Señor inspira donde quiere, cuando quiere y en

quien quiere. Que lo haría mucho mejor que yo cualquiera otro, no te lo puedo negar; mas

como oigo que infinitos se lastiman y que ninguno lo emprende, excusándose los

hombres grandes con estas, con aquellas y con las otras razones, yo, que ni me mato por

ser más, ni tampoco puedo ser menos, escupí las manos, refreguélas y púselas a la obra

! [61] con este tal cual caudalejo que el Señor me dio. Si acerté en algo, a Él sea la gloria; si lo

erré en todo, agradéceme la buena voluntad. Y, con esto, adiós, que a fe estoy ya cansado

de tanta parladuría (179–180).

El escupitajo en las manos, el agotamiento explicativo, son símil de los ademanes de

Justina, al habérselas con manchas de tinta y pelos de pluma mientras redacta; ademanes que son aquí puntualizados por un narrador autorreferencial que intenta, otra vez, hacer parte de su duelo con las palabras a quien ya las presencia y las lee integradas, surgidas desde un esfuerzo que le ha sido vedado o que muy escuetamente se le detalla. De la Isla no se desmarca de sus contemporáneos al presentar el acto de escritura ya consumado, y alude a él solamente como anécdota pretérita a través de evocaciones que no ameritan más elementos que una sucesión de gestos rápidos, decididos y momentáneos frente al escritorio. En Fray Gerundio su autor, como en casos precedentes, transitoriamente muda en protagonista de la historia, pero sin abandonar o apenas abandonando las dimensiones del prólogo.

Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras (1799), autobiografía de Diego

Torres Villarroel a la que Dámaso Chicharro despoja del distintivo de

«preexistencialismo literario»16, coincide con Fray Gerundio en cuanto a la manera en que el prologuista se representa incordiado por la curiosidad expectante, extemporánea, de quien habrá de leerlo y cuestionar sus inocultables deficiencias. !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 16 La espléndida «Introducción» de Chicharro cuestiona, aunque sin descartarla tajantemente, la ininterrumpida vigencia de la obra de Villarroel, en tanto ésta dialoga, por salvoconducto de diversas similitudes y rasgos en común, con la novelística española del XX, concretamente con la de Unamuno: «No en vano se dice que en el siglo XVIII nace el hombre moderno. Por eso no es raro que se haya insinuado la relación, no sólo de Torres, sino de bastantes otros autores de aquel siglo, con el angustiado devenir de nuestro tiempo» (Vida y ascendencia 62).!

! [62] En el «Prólogo al lector», Torres Villarroel presupone los desperfectos que le serán imputados por quien refute los móviles que lo incentivaron a reconstruir sus periplos como mortal:

Tú dirás (como si lo oyera), luego de que agarres en tu mano este papel, que en Torres no

es virtud, humildad ni entretenimiento escribir sobre su vida, sino desvergüenza pura […]

Prorrumpirás también, después de haberlo leído (si te coge de mal humor), en decir que

no tiene doctrina deleitable, novedad sensible, ni locución graciosa […] Puede ser que

digas (por meterte a doctor como acostumbras) que porque se me han acabado las ideas,

los apodos y las sátiras, he querido pegar con mis huesos, con los de mis difuntos y con

los de mi padre y madre, para que no quede en este mundo ni en el otro vivo ni muerto

que no haya baboseado la grosera boca de mi pluma […] Dirás, últimamente, que porque

no se me olvide ganar dinero, he salido con la invención de venderme la vida […] Mira,

hombre, yo te digo la verdad […] Yo sé que cada día te bruman otros escritores con

estilos y voces, unas tan malas y otras tan malditas como las que yo te vendo, y te las

engulles sin dar una arcada (Vida, ascendencia 92).

Torres Villarroel teme, entonces, el momento en que su lector cuestione lo expectorado por la grosera boca de mi pluma. En ello no contrasta demasiado respecto de otros narradores, pues admite sus carencias y su afinidad por las vulgaridades; el matiz estriba en que culpa explícitamente al lector––por meterte a doctor como acostumbras––por su pretenciosa formación y por sus gustos a veces ordinarios, los cuales menoscabarían la suficiencia con que––como si lo oyera––dicho lector arremeterá injustamente contra la autobiografía.

! [63] A diferencia del código picaresco––ocultación del autor tras la pluma del infame que narra sus devenires, sirviéndose de una primera persona adulterada––, la Vida es enteramente relatada por el personaje real, de manera que se trataría, en su totalidad, de una muestra de escritura siempre ocurriendo, lo que sin embargo no implica que siempre se reflexione sobre su propio proceso. A decir verdad, son apenas un par las ocasiones en que Torres Villarroel enfoca, muy al sesgo, las particularidades del oficio mediante el cual extiende sus testimonios a lo largo de cientos de páginas.

En «Trozo segundo de la vida de Don Diego de Torres. Empieza desde los diez años hasta los veinte», hay un comentario efímero sobre cuáles fundamentos son los que articulan la capacidad narrativa de quien valora sus estrategias como mera consecuencia de un empirismo rebelde:

Las novelas, las comedias y los autores romancistas me entretuvieron la ociosidad y el

retiro forzado; y éstos me dejaron descuidadamente en la memoria tal cual estilo y

expresión castellana con que me bandeo para darme a entender en las conversaciones, los

libros y las correspondencias […] Finalmente, yo olvidé la gramática, las súmulas, los

miserables elementos de la lógica que aprendí a trompicones, mucho de la doctrina

cristiana y todo el pudor y encogimiento de mi crianza, pero salí gran danzante, buen

toreador, mediano músico y refinado y atrevido truhán (127–131).

El segundo pasaje que remite a la escritura como aliciente de reflexión ocupa un párrafo del «Prólogo» adicional, inserto al inicio del «Quinto trozo de la vida de Don Diego de

Torres. Empieza desde los cuarenta hasta los cincuenta años, va interrumpido con su dedicatoria y prólogo, porque así lo pidió el tiempo y la estación». Porque así lo pidió el

! [64] tiempo y la estación condice factores externos que propician una pausa y un distanciamiento de la labor escritural por parte de quien ha venido narrando, en tono de pesimismo elegíaco, sus altibajos existenciales. Torres Villarroel medita, entonces, sobre las contingencias terrenales que lo rodean, en un ahora que lo frena súbitamente y que le concede que ahonde en las alteraciones sensoriales que permean su relato:

Ahora que tengo más oreada la imaginación de las lluvias y terremotos, y los sesos más

sacudidos de las apoplejías y letargos; y ahora que está el discurso menos abotagado y

aturdido de la algazara y el aguacero de los coplones, las acertujas y las demás

tempestades que se levantan del cenagal de mi fantasía a corromper mis reportorios; y

ahora, pues, que el del año que viene estará ya, a buena cuenta, trocando, por reales

verdaderos los falsos chanflones que le puse en las alforjas de sus lunas, para que

comercie con los carirredondos del mundo (…) y ahora, últimamente, que me da la gana

y que sospecho que me ha de ser más útil y menos impertinente esta idea que otra alguna

de las que andan zumbando mis oídos y arremetiendo a mis ociosidades, quiero escribir

el quinto trozo de mi Vida, sin pedir licencia a ninguno, porque cada pobre puede hacer

con su vida un sayo, y más cuando la diligencia puede acabar en hacer un sayo para su

vida (223–224).

Oreada la imaginación de las lluvias, el cenagal de la fantasía, las ociosidades arremetidas, entre otras alusiones a un sacudimiento interior que impulsa la prosa, traslucen un tanto la intimidad subjetiva que afecta al autor y que de pronto emerge a la superficie para mostrarse y tornar explícito, por ende, un deseo de escribir sin pedir licencia a ninguno, y echando mano de aquel tal cual estilo y expresión castellana,

! [65] producto de una deserción académica, si bien suficientemente útil para bandearse en los libros y correspondencias.

Una vez comentadas las obras de Villarroel y De la Isla, y para reencauzar estos apuntes al análisis cronológico de Goic, éste señala que en Hispanoamérica, de 1800 a 1814,

«sólo se dio otra traducción, sin que apareciera todavía una obra novelística definitivamente original»17 (Historia de la novela 26). La traducción referida es Atala

(1801), «romancito o poema de la americana Atala» (26), de François–René

Chateaubriand, traducida entre otros por el mexicano Fray Servando Teresa de Mier, quien pergeñara una versión que «tenía el mérito de representar la naturaleza americana cuyas peculiaridades se esmera en traducir o castellanizar» (26).

Marta Giné Janer, en el artículo «“Atala”, de Chateaubriand, en la traducción de

Pascual Genaro Ródenas (1803)», anota a propósito del no poco valor de la obra en el

ámbito literario de España: «En definitiva, como indica Montesinos (Introducción a una historia de la novela en el siglo XIX…), Atala constituyó “sin disputa uno de los libros de más éxito del siglo”, y fue una pieza clave en la difusión de las ideas románticas en la

Península».

El mismo Giné Janer brinda una sinopsis de Atala que facilita en gran medida su contextualización anecdótica, previo al comentario relacionado con los lineamientos de este apartado:

…relato que el viejo indio Chactas, de la tribu de los Natchez, hace a René, exiliado en

América. La acción se sitúa en Luisiana, en el siglo XVIII. Chactas se había enamorado, a !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 17 Afirmación que como es evidente soslaya, como Alegría, la ya comentada prosa de Sigüenza y Góngora.

! [66] los 19 años, de una india cristiana, Atala, perteneciente a una tribu enemiga de los

Natchez. Ella salva a Chactas, prisionero, de la muerte. El amor entre ambos es imposible

a pesar de la intervención de un misionero, el padre Aubry, que quiere casarlos. Atala se

envenena y revela su negativa al matrimonio antes de morir: su madre, india cristiana, al

nacer ella casi moribunda, juró a la Virgen que su hija no se casaría nunca si lograba

sobrevivir. El padre Aubry y Chactas la entierran.

El especialista Pedro Grases («La primera versión castellana de Atala», 1956), recorre minuciosamente los avatares editoriales de las sucesivas reimpresiones internacionales de un libelo que gozó de un éxito inmediato, debido éste a las razones que distingue Louis–

Martin Chauffier en «Le romancier», texto incluido en Chateaubriand, le livre du

Centenaire (1949): «Atala, en 1801, reveló al siglo naciente la aparición de un nuevo genio y la fulguración, no solamente de una nueva expresión de la sensibilidad poética, sino de un nuevo modo de sentir» («La primera versión» 10). Grases a su vez enfatiza el consabido precedente que dota Atala de una remarcable interrelación con la narrativa por venir:

Quizá la más importante de las influencias de Atala en Hispanoamérica sea en María, del

colombiano Jorge Isaacs (1837–1895), como lo han subrayado todos los historiadores y

críticos de la literatura. Transcribimos unas palabras de Enrique Anderson Imbert: «En

Paul et Virginie Saint–Pierre había creado el idilio de dos criaturas inocentes que, en

medio de una naturaleza también inocente, se aman con un amor al que la muerte viene a

sellar con una pureza definitiva. Años después Chateaubriand, en esa misma tendencia

sentimental, de idealización del amor y de descubrimiento de una nueva geografía,

! [67] escribió su Atala: otra vez la pureza del primer amor, ahora en las soledades de los

bosques de América, entre dos jóvenes a los que la muerte consagra vírgenes» (41).

El «Prefacio» de Atala, en lo que concierne a esta disertación, perfila muy al sesgo al autor de la obra, que aunque será transmutado en el personaje que transcribe la historia, no volverá a adquirir una visibilidad predominante:

Tracé algunos fragmentos de esta obra en el papel, pero descubrí bien pronto que carecía

de los verdaderos colores, y que si quería hacer una imagen que se pareciese al original,

necesitaba, a ejemplo de Homero, visitar los pueblos que quería pintar. […] Atala ha sido

escrita en el desierto y bajo las chozas de los salvajes.

Así pues, el narrador René, cuyo nombre propio es también el de Chateaubriand, es depositario presencial de la fábula que le pormenoriza Chactas en una de las conversaciones que entablan al hacer escala la expedición de la que ambos forman parte, en algún punto entre «los magníficos desiertos de Kentucky». No hay inflexiones por parte de René que detallen los trabajos de su transcripción, excepto las mínimas alusiones que se citan en el «Prefacio» y que pertenecen más bien al propio Chateaubriand, quien confiere a la voz de Chactas el discurrir de la novela.

En lo que respecta al «Epílogo», éste alude sin más al proceso de preservación oral de la anécdota, sin que se señalen otras vicisitudes de naturaleza estrictamente literaria que la hayan propiciado: «Chactas, hijo de Utalisi él natche, narró esta historia al europeo

René. Los padres la han contado a sus hijos, y yo, viajero en lejanas regiones, he referido fielmente lo que me han contado los indios».

! [68] Cedomil Goic apreciaría, finalmente, el XVIII hispanoamericano de la siguiente manera:

…no hay más que traducción, es decir, sólo una manera de difundir nuevas formas de la

narrativa que pudieran ser sentidas como correspondientes con el nuevo espíritu de

renovación total que animaba en la generación de la Independencia el utopismo

iluminista muy definido (26).

Al margen, entonces, de la incidencia prologal en que más acusadamente se muestra a quien escribe, y variando en términos de forma algunas reminiscencias picarescas, la novelística del XVIII no explora la escritura como representación primaria ni como acto trascendental, emblemático, del protagonista; y, pese a que a éste se le atribuya la elaboración de su testimonio, escasamente toca a quien lee presenciarlo en el advenimiento de narrar(se).

Con todo y el excepcional caso de José Francisco de la Isla, quien experimenta con una suerte de diálogo cervantino, amonestándose mediante las sobreentendidas reprimendas que le haría un lector hipotético, el escritor, como personaje, sigue guarnecido I) o en una proyección introductoria en primera persona, o II) en una apenas patente capa del héroe al que, si bien supuestamente contando una historia, no se lo ve pergeñarla.

Para dilatar todavía un tanto más la lista de obras narrativas pertenecientes al XVIII, se resumen las apreciaciones de Óscar Pérez Barrero en «Los imitadores y continuadores del

Quijote en la novela española del siglo XVIII» (1986). En acuerdo a lo que precisa Goic en cuanto a la importación de obras extranjeras y su improcedente catalogación dentro de

! [69] lo estrictamente hispanoamericano, Pérez Barrero sostiene que el concepto «novela es, para el creador del XVIII, voz ajena a su sentir» (104). Ello quizá apuntaría a una clave, otra, que explicara la escasez del género, tan inquietante para Alegría; escasez que por lo tanto frustraría, por tratarse de textos vertidos de otra lengua, la profundización en el acto de escribir que un autor hispanoamericano representara mediante alguno de sus personajes.

Pese a lo anterior, y gracias a una bibliografía española que amplía las referencias a

De la Isla y Villarroel, el itinerario aquí trazado no se deslíe por entero.

Pérez Barrero, aunque con reservas, y para establecer una línea de continuidad de matriz cervantina, cita entre otros18 un texto de 1728, para él quizá inclasificable, que sin embargo posee características que lo acercarían al género novelístico: Querella que Don

Quixote de la Mancha da en el Tribunal de la Muerte contra D. Francisco de Quevedo, sobre la primera y segundas versiones de las Visiones y visitas de D. Diego de Torres, texto atribuido sin demasiado convencimiento a un Nicolás de Molani Nogui19. La

Querella, enmarcada dentro de la narrativa acumulativa de uso corriente en el XVI, plantea una disputa de carácter onírico entre un personaje (Quijano) y el ya incluido en este apartado, Torres de Villarroel, con el objetivo de acusar a Quevedo de una usurpación poética. Pese a tales presupuestos metatextuales, en el desarrollo de la breve e irresuelta discordia––27 páginas––no se disciernen espejismos escriturales representando proceso creativo alguno.

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 18 Consejos amigables a don Diego de Torres (1728), de Juan Antonio Mariscal y Cruz; Vida y empressas literarias del ingeniosíssimo caballero don Quixote de la Manchuela (1767), de Christoval Anzarena; Hijos de Sevilla ilustres en santidad, letras, armas, artes o dignidad (1791), de Arana de Varflora; Quixote de los literatos (1777), de Donato de Aranzana. Los autores aquí enlistados, por cierto, detentan una identidad sobre la que el articulista extrapola más de una sospecha verosímil. 19 Seudónimo, se ha conjeturado, del autor de la ya comentada Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras.

! [70] Pérez Barrero, más adelante, exenta de dudas en cuanto al género a una obra que ya denomina novela: Vida, hechos y aventuras de Juan Mayorazgo, alusivos a la buena y mala crianza del señorito en su pueblo y cadete en la milicia (1779), de Félix Antonio

Ponce de León y Ponce de León, «a la que reprocharíamos, más que el exceso de moralización (pecado del que toda nuestra narrativa dieciochesca tendría que confesarse), la utilización de una sola palabra, aventuras, que el lector actual muy difícilmente vincula con los sucesos descritos en el relato» (106); sucesos entre los cuales no figura, sea dicho de paso, la escritura como empeño puesto en crisis, definitorio.

Pérez Barrero alude también a Aventuras de Juan Luis. Historia divertida, que puede ser útil (1781), de Diego Ventura Rejón y Lucas, «una de esas novelas dieciochescas que aún se puede leer con cierto agrado» (106).

La acción de gracias a doña Paudesia (1800), de Juan Beltrán y Colón, ostenta un

«mínimo (en longitud y en inventiva) componente narrativo», que termina sin embargo convirtiéndose en un documento en que «el inicial asomo novelístico desparece por completo» (106).

Pérez Barrero sintetiza más tarde otros epígonos que se adscriben a una tipología amorfa,

dando por finalizado el repaso de las continuaciones o imitaciones sobre la base del

Quijote y el planteamiento de un cierto esquema narrativo (todo lo narrativo que puede

permitirse ser un libro del siglo XVIII), a no ser por la existencia de otros textos que quizá

convenga desempolvar si de hacer una exposición histórica se trata (115).

! [71] Propósito éste que, obviamente, no atrae las preocupaciones de este capítulo, sobre todo porque Pérez Barrero se permite, tratándolas de piezas narrativas, continuar su estudio centrándose en «esos prólogos de pronósticos y almanaques que incorporan algún elemento ficcional» (115).

Posterior al de Pérez Barrero, el artículo «La novela española el siglo XVIII: estado de la cuestión (1985–1995)», del poeta español Guillermo Carnero, dota de indiscutible preeminencia a Vida y a Fray Gerundio como epicentros de la narrativa más destacados, gracias a un «goteo de estudios» (35) alusivos. Carnero externa, empero, una muy pertinente objeción:

El hecho de que sólo podamos considerar clásicos, y por lo tanto regularmente presentes

en las colecciones académicas de textos, el Fray Gerundio de Isla y la Vida de Torres es

el mejor indicio de la tradicional desatención a nuestra novela del XVIII en la

investigación y en la enseñanza; y no es tampoco feliz la circunstancia de que ambos

«clásicos» sean dos intentos imperfectos de novela (12).

Carnero ha consagrado gran parte de su trayectoria a esclarecer novelística del

XVIII ibérico, y el artículo que aquí se abrevia, más allá de desacreditar a Torres Villarroel y De la Isla, aboga por considerar otros textos que han sido objeto de inmerecida desatención: El Valdemaro (1792), de Vicente Martínez Colomer; Obras narrativas desconocidas (publicado póstumamente en 1971), de Pablo de Olavide (1725–1803); La voz de la naturaleza (1787–1792), de Ignacio García Malo, entre los más prominentes y

! [72] de mayor circulación de la época20. La correspondencia con algunos de los tópicos que interesa subrayar en esta disertación impide tomar en cuenta otros de los autores reivindicados por Carnero21. De manera que se prosigue al comentario de las cuatro obras antedichas.

El Valdemaro es una novela pionera que entremezcla los mundos onírico y real y en que el héroe homónimo desanda toda suerte de peripecias––algunas de angustiante halo dantesco––y desafiando sin empacho su integridad espiritual. Carnero la describe como una «lección» que consiste en «predicar la solidez de la religión y la moral frente a la extravagancia e incoherencia de filósofos y librepensadores» (El Valdemaro 31).

Comienza con un «Prólogo» y una «Advertencia», más allá de los cuales la figura del escritor no incide en la del personaje, con todo y que la novela intercala numerosas historias dentro de historias, a la manera de episodios quijotescos que sin embargo no son motivo de reflexión en cuanto a su hechura por parte de ninguna de las voces que los estructuran.

Del «Prólogo» conviene destacar su adhesión al principio rector ya perpetuado por obras antecesoras: «Por eso da Horacio la palma al que con ingeniosa sagacidad sabe mezclar lo útil con lo dulce» (51). Martínez Colomer no se cuenta a sí mismo, pese a !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 20 Debido a las inconsistencias cronológicas entre los años de las primeras ediciones y posteriores reimpresiones compendiadas de estos títulos, se opta por un orden que torna más fructífera su lectura crítica sucesiva. 21 En el apartado «Novelistas originales españoles», incluye a Luis Gutiérrez, autor de la novela epistolar Cornelia Boroquia. Historia verdadera de la Judith española (fecha de primera edición desconocida), y también impresa con el título La víctima de la inquisición, obra que se pronuncia a favor de la derogación del Tribunal del Santo Oficio; al ya mencionado Diego Ventura Rejón y Lucas, autor de Aventuras de Juan Luis. Historia divertida que puede ser útil (1781); a Pedro Montengón, autor de Eusebio (1786)–– considerada el Emilio español por su adhesión a las ideas de Rosseau––, El antenor (1788), y El Mirtilo (1795); a Alonso Robeiro y Larrea, autor de Quijote de la Cantabria (1786); a Antonio Valladares de Sotomayor, autor de La leandra (1797); a José Mor Fuentes, autor de La serafina (1798); y a Fernando Gutiérrez de Vegas, autor de la satírica y de tintes costumbristas Los enredos de un lugar, ó historia de los prodigios y hazañas del célebre abogado de Conchuela, el Lic. Tarugo (1800).

! [73] reconocer su adeudo con la potestad horaciana, entre el directorio de aquellos agraciados por el artilugio secreto de las Musas, «y cualquiera que no tenga la fortuna de contarse en este número no podrá gloriarse jamás de producir obras marcadas con tan bellos caracteres. ¿Qué podré yo, pues, prometerme de esta que ofrezco al público?» (51).

Amén de las consabidas incidencias en la autocrítica y en el ostracismo estéticos,

Martínez Colomer varía un tanto la usanza del prefacio al preguntarse sobre los efectos de la obra no tanto en el receptor sino en sí mismo, en base a una promesa que necesariamente habrá de incumplirse, dado que se dispone a narrar «sin la amable libertad del genio, sin espectáculo de mundo, sin modelos sobre que formarme y sin ninguno de aquellos auxilios que, al paso que contribuyen a encender la imaginación, ponen en movimiento la noble emulación de un estudioso» (51). Como se verá en el capítulo correspondiente, esta denegación de virtudes literarias prevalece, apenas modificado en lo esencial, en los lapsus de inanidad y escepticismo febril que impiden al

José García de Josefina Vicens comenzar a escribir su volumen imposible. Pues uno de los infinitos escrúpulos que paralizan al parco oficinista de El libro vacío es aquel que proviene de la resistencia a adaptar su prosa a modelos, desconociendo, como Martínez

Colomer, el espectáculo del mundo y sin paladear el mínimo resabio de una libertad ya sepultada bajo las obligaciones burocráticas y familiares.

Otro paralelismo que aquí se anticipa, y de nueva cuenta relacionado con El

Valdemaro como indiscutible ancestro de José García, es el de la carencia de estímulos que hacina los despuntes de una obra que, pese a cualesquiera impedimentos, termina produciéndose: «El silencio del claustro, el retiro de la celda, una meditación lenta y fría no pueden excitar ideas para formar una fábula maravillosa y verosímilmente sostenida»

! [74] (51). Y tal como se quejará sempiternamente José García de la falta de cohesión de sus invenciones, Martínez Colomer reprueba su insolvencia para que los episodios que imagina «sean oportunos, bien pintados los caracteres de las personas, vivas y graciosas las descripciones, animadas las narraciones, afectuosas y patéticas las escenas» (51).

El prologuista, aun conociendo «la dificultad de la empresa» (52), ha concluido su obra confiando en que, si mala, «a lo menos he procurado que no sea del todo inútil»

(52). Esta esperanza fincada en un aspecto extraliterario––de propensiones, otra vez, horacianas––ya no será el acicate de José García, quien por descontado asume que su quehacer sintáctico, concluido o no, carecerá de todo beneficio, propio o ajeno. Con lo que la novela dieciochesca española––si bien recelando de su validez como la del siglo

XX––aspira al menos a un valor de transformación ética en los lectores. Especie de reivindicación que a Brausen y sucesores tendrá sin cuidado, originándose su escritura no sólo desde un consciente devalúo estético sino desde una noción premeditada de su inutilidad para quien la lea. Si el grueso de los novelistas de la Ilustración escribían para instruir deleitando, los novelistas del futuro escribirán para la confusión y el desconcierto.

La escritura, para ocurrir, no fincará sus pretensiones en la creencia en el hombre, y el personaje que la lleve a cabo dentro de una novela no escribirá sino para y por sí mismo, aislándose. Martínez Colomer, por el contrario, juzga de «ingenuamente expuestas» (52) sus impresiones sobre lo que entrega al lector y confía en él a fin de que sepa «disimular los defectos de este ligero ensayo que me atrevo a presentar al público» (52).

Por cuanto toca a la «Advertencia», es de notar cómo el éxito editorial de la novela antes defenestrada deviene un aliciente para modificar un juicio primariamente aprensivo:

! [75] Estaba yo bien lejos de pensar que esta novela hubiera hallado tan favorable acogida en el

público (…) Pero por fortuna ha sucedido todo lo contrario: el público la ha leído sin

fastidio, la ha buscado y la busca actualmente; y he aquí lo que me ha dado motivo para

esta [cuarta] impresión y me lo dará tal vez para la de otras obrillas de esta misma clase,

que fueron mis primeros bosquejos y que no me atreví a publicar sino bajo un nombre

supuesto (53).

El distanciamiento íntimo, por ejemplo, entre Onetti y su Brausen, impide que parecidas

«advertencias» poblaran las reediciones de la obra del uruguayo, pues el ámbito ficticio desde el que concibe a su héroe––así como sus inciertos y ulteriores éxitos––no es algo que modificara su actitud pública ni sus valoraciones respecto de lo escrito. No habiendo un interlocutor de por medio ni una moraleja con la cual disciplinar, La vida breve–– título por lo demás «dieciochesco»––no basaría sus propias redefiniciones o apreciaciones en la perspectiva del autor y por ende los propósitos de éste no dependieron, como sí los de El Valdemaro, de su azarosa acogida pública.

Obras narrativas desconocidas, de Pablo de Olavide, en la versión anotada por Estuardo

Núñez (Biblioteca Nacional del Perú, 1971), indexa en total «7 novelas cabales editadas en primorosa edición en 16.º––m tamaño pequeño––todas en la misma casa editora y el mismo año de 1828»: El incógnito o el fruto de la ambición; Marcelo (subtitulada Los peligros de la Corte); Paulina; Laura o el Sol de Sevilla; Lucía o la aldeana virtuosa;

Sabina (subtitulada Los grandes sin disfraz), y El estudiante o el fruto de la honradez.

Se comentan aquí algunos pasajes de las obras enlistadas, concernientes por supuesto a la escritura y sus estados de representación.

! [76] En el «Prologo» a El incógnito, metafóricamente se alude a la verbalización dogmática que regirá los entramados de la novela: «¡Qué hermoso es el lenguaje del arrepentimiento! Si hay en la naturaleza alguna cosa que pueda consolarnos de nuestras flaquezas, es este santo sentimiento en el que el hombre tiene una cierta especie de satisfacción en renovar el dolor que le causan sus faltas».

La escena de la que parte El incógnito muestra a un «anciano respetable» que «llora refiriendo las amargas consecuencias de haberse dejado seducir por la ambicion; y al mismo tiempo pinta con un dulce é irresistible interés virtudes sublimes y sencillas».

Nuevamente se constata que la voz narrativa principal habrá de discurrir en una primera persona que dice, llora la historia sin explícitamente escribirla. Acaso la única dificultad escritural a la que alude Olavide en un par de frases deviene sólo exultación evocativa, respecto de un impedimento ante lo inexpresable; impedimento que por lo demás no condice una crisis de enunciación ni es materia de un escrutinio a profundidad: «Seria imposible, señor , que yo os contase todas las historias de este género»; o:

«Jamas podré esplicaros el entusiasmo, el amor y el interes con que todos nuestros vecinos bendecian á nuestros amables niños».

En Paulina o el amor desinteresado, a cierta altura de la historia el Marqués tenuemente encarna a un personaje incapacitado ante las desavenencias estilísticas que enmudecen su pluma: «¿Cómo tendré valor para escribirte? ¿Cómo podré anunciarte mi partida, los motivos de ella, y la necesidad de una separacion eterna entre nosotros? Sí, adorable Paulina, es menester separarnos, y que yo me despida de tí para siempre».

En Marcelo o los peligros de la corte, y con mucha menos vaguedad, la Marquesa

Doña Cipriana, viuda de un militar y prendada secretamente del protagonista, participa

! [77] con solvencia de un episodio en que la escritura y sus arduos preparativos adquieren positiva preeminencia, reapareciendo en la prosa de Olavide aquellos ademanes introspectivos que acentuaran Úbeda y, en menor medida, De la Isla:

Una noche que fué á verla solo, la encontró con la pluma en la mano. Cipriana al instante

que le ve se turba, toma el papel que escribia en la mano, y le hace pedazos. La accion

fué tan viva, y la turbacion tan visible, que Marcelo no pudo dejar de estrañarla. Ella

como que se recobra de un movimiento indeliberado le dice: vos estrañareis mi

atolondramiento, pero mas os sorprenderéis cuando sepais que sois vos á quien escribia

este papel que acabo de romper. ¿A mí señora? dijo Marcelo. A vos mismo, respondió

ella. En verdad que mi accion era un poco ligera, y puede ser tambien que os hubiera

parecido ménos decente. Yo doy gracias á Dios de que os ha traido para interrumpirme, y

hacérmela reflexionar. Siempre es tiempo de corregirse, y ya habeis visto con qué

prontitud me he corregido; pero en verdad que no me conozco. Yo me hallo tal, que ni

siquiera sé lo que hago. ¡Ay, señor Don Marcelo! yo no soy digna mas que de lástima.

Doña Cipriana es de tal modo hallada, que en el acto execra de una práctica que se asocia con el atolondramiento, la ligereza y la carestía de decencia. Es por otro lado llamativa la circunstancia de inconsciente letargo que gobierna la prosa de la enamorada quien al escribir—como Cervantes—se halla tal, que ni siquiera sabe lo que hace. Otro punto de contraste respecto de los demás ejemplos anteriores, es el de la interrupción y posterior corrección estimadas en el fragmento no como una vía de resarcimiento para lo escrito, sino como una providencial coincidencia que suscita la reivindicación de un carácter

! [78] disciplinado, y riguroso, que vuelve a su cauce previa destrucción de una evidencia manuscrita que lo mancilla.

El «Prologo» a Sabina o los grandes del disfraz interpela al lector en una somera tentativa que promete lo imprevisible: «Prepárate pues (…) para horrores en cuyo cotejo son casi nada los de los salteadores de camino. Y sí debes al cielo un corazon sensible, cierra el libro: quizas tu buena suerte te dejará vivir léjos de estos monstruos».

En la segunda parte de la misma novela, la protagonista responde a una carta del afligido Félix, su esposo, de quien se ha separado por órdenes de su padre, el Duque, quien cree al yerno indigno de la hija por razones que atañen, entre otros asuntos de incompatibilidad idiosincrática, a la pureza de la sangre. Así evoca el narrador la postración escritural de la afrentada: «Es imposible concebir el estado en que puso al alma de Sabina la lectura de esta triste carta. Sus congojas y sollozos la sofocaban. Al instante toma la pluma, y sus lágrimas borran lo que escribe».

Tanto el instante indubitable, decidido, en que Sabina toma la pluma, como las lágrimas fatalistas que borran los caracteres de su escritura, son elementos que reproducirá la novela romántica del XIX con casi indefectible uniformidad. Olavide provee aquí de una muestra escritural dentro de la ficción cuyo eje será recurrente: un personaje, poseído por una emoción incontenible, se mostrará ante el lector elucubrando esquelas atormentadas con una fluidez y un arrebato expeditos, en escenas que sintetizan los mecanismos de enunciación sintáctica en apenas un par de oraciones simples y de utilidad meramente transitiva.

En resumidas cuentas, y como también se colige en las novelas que a continuación se compendian, el arquetipo del escritor en activo, que se apodera momentáneamente de

! [79] algunos de los personajes en su urgencia por comunicarse con seres amados, de inmediato se diluye apenas tiene lugar el develamiento de una clandestinidad epistolar que incrimina lo pecaminoso.

La voz de la naturaleza. Memorias o anécdotas curiosas e instructivas. Obra inteligible, divertida y útil a toda clase de personas para instruirse en los nobles sentimientos del honor, despreciar varias preocupaciones injuriosas a la humanidad, amar la virtud y aborrecer el vicio a la vista de los ejemplos que contiene (1787–17892), de Ignacio

García Malo, abarca seis volúmenes, de los que aquí se toman únicamente algunos pasajes del último, pues conciernen con más proximidad a una documentación con claros pespuntes narrativos.

Son seis novelas a su vez las que integran el volumen, y se registran aquí en el mismo orden en que Carnero las edita y enumera: Lisandro y Rosaura, Teodoro y Flora; La desventurada Margarita, Amadeo y Rosalía; Flavio e Irene, Federico y Beatriz; El zeloso indiscreto, El marido descuidado; Estanislao y Leonor; Anselmo y Elisia, El vice– mariscal y Carlota. Para efectos prácticos y por no perjudicar demasiado la de por sí extensa longitud de este apartado, se comentan aspectos de las primeras tres.

Cada novela, dividida como se lee en dos subtítulos, consta de un par «anécdotas», que el crítico y especialista Carnero ya inscribe dentro de la novelística, tratándose cuando mucho de cuadros o viñetas a un punto idénticos, y precedidos, consabidamente, por una «Advertencia al lector» de tintes horacianos. García Malo se sabe deudor de la luenga tradición que legitima sus lances de prosa: «No he sido yo el inventor de este modo de escribir [el de deleitar enseñando]: otros me han precedido con fruto, y yo

! [80] deseo, igualmente sacarlo en beneficio de la humanidad, de la Religión y del honor» (La voz de la naturaleza 136).

El arquetipo del escritor escribiendo, en la profusa bibliografía de García Malo y contemporáneos, se muestra en gran medida y únicamente para externar cierta autocomplacencia en cumplimentar las reglas vigentes, pronunciamiento del que se desprenderán poco a poco los novelistas posteriores. La captatio benevolentiae, si se la mira bien, encubre una relativa confianza en que, pese a la escasez supuesta de talento del autor, se está haciendo––y se escribe––lo moral, lo religiosa y lo políticamente correcto.

De tal certidumbre, aun bordeada por la intransigente censura y otras desavenencias que más adelante se comentarán, carecerá la novela de la segunda mitad del siglo XX. La autosuficiencia ética simulada bajo la tara de la mediocridad prosística es un artificio al que paulatinamente irá renunciándose. Avisa García Malo: «No se hallarán en esta obrita rasgos de elocuencia y erudición, sino sentimientos [expresados] naturalmente y sin artificio. La voz de la razón es la que únicamente persuade; y ésta es la que habla en toda mi obra» (136).

La voz de la naturaleza contiene una sobreabundancia de referencias a textos primordialmente epistolares, sin que se repare en los detalles de su composición. En la

«anécdota» Lisandro y Rosaura se lee: «Varias fueron las cartas que se escribieron en el espacio de cuatro meses, siempre ratificándose más y más en su constante amor, declarándose las penas que recíprocamente padecían en tan amarga ausencia y consolándose con la esperanza de lograr el día feliz que deseaban» (148). La escritura incesante dentro de las dimensiones diegéticas da la impresión de generarse espontáneamente. Ninguno de los personajes aquí es escritor, y, si accidentalmente

! [81] alguno escribe, su incursión en el oficio es, como en Olavide, un elemento tangencial, ya dado, casi natural y casi análogo a cualquier otro, ejecutado con instintiva espontaneidad.

García Malo bifurca soliloquios, monólogos, confesiones y diálogos en que el bien y el mal disputan la decisión de los amantes, asediados por intervenciones de personajes que los conminan a actuar de una u otra manera, abanderando símbolos religiosos de reivindicación o decadencia.

Por lo que toca a Teodoro y Flora, ¿cómo ocurre en dicha «anécdota» la escritura?:

En estas y otras semejantes consideraciones estaba Teodoro cuando un hombre

desconocido lo llama, y con mucha reserva y precaución le entrega una carta. Reconoce

que es la letra de su amada Flora, y con el mayor temblor y confusión la abre y halla que

decía así […] Estuvo Teodoro un largo espacio reflexionando entre sí; pero como las

bellas máximas que aprendió en su educación habían radicado en su corazón la más pura

virtud, tomó la pluma y en respuesta a la carta de Flora escribió lo siguiente… (185).

El largo espacio reflexionando entre sí que precede a la redacción de la carta de respuesta––redacción que se abrevia, nuevamente, en apenas un ademán transitivo––es en realidad un espacio brevísimo, que la novela de cepa horaciana transige con inmediatez, temeridad y pragmatismo. Teodoro, aun sin ser escritor, personifica un momento de la novelística autorreferencial que representa a un personaje creando, aunque sin abismarse en ese largo espacio que devendrá el terreno neurálgico de la narrativa. El lenguaje como herramienta inasequible, además, no es aquí el fin sino el medio, de fácil dominio, de una escritura representada con celeridad y automatismo. Cualquier personaje de Olavide y

García Malo da la impresión de poder escribir con eficacia, sólo gracias a su formación

! [82] moral y religiosa y a sus nobles intenciones de purgar los bajos instintos, sin que lo abrumen seriamente los dilemas de composición, a los que de todos modos contundentemente se sobrepone. Las novelas de Onetti y Vicens abrirán, en específico, un paréntesis extenso para abismarse dentro de la incógnita que ha capturado a aquellos que se han quedado insertos en ese largo espacio de reflexión ya formulado en este sentido por García Malo.

Prestidigitaciones parecidas tienen lugar en la «anécdota» La desventurada Margarita:

Agitada de tan extraños movimientos [Margarita] escribió esta carta a Don Juan:

«Acaban de darme la noticia de que con poco temor de Dios, despreciando vuestros

repetidos juramentos y no escuchando la voz de la razón ni de vuestra misma

consciencia, tenéis tratado casamiento con esa corte» […] Recibió esta carta Don Juan, y

en vez de reconocer su maldad tuvo la osadía de escribir a Margarita en respuesta lo

siguiente (201).

Otros indicios relativos al proceso escritural son evidentes en esta escena de la

«anécdota» Amadeo y Rosalía:

El afligido Amadeo, cercado de mil afanes y pesares, se retiró a su gabinete, mandando a

sus domésticos que no dejasen entrar a nadie. Luego que se vio allí solo, principió a

desahogar la opresión de su corazón derramando tiernas lágrimas, exhalando los más

íntimos suspiros, haciendo extremos como loco; y figurándose ya ausente de su bien,

escribió estos versos, agitado de los movimientos más sensibles y naturales […] Dejó la

pluma Amadeo, y olvidado de su propio decoro fue al cuarto de Rosalía resuelto a hacer

la última prueba de su virtud (224).

! [83] García Malo, al verse en la necesidad de representar a un personaje escribiendo, recurre a un encabalgamiento de síntesis adjetivales. ¿Qué es lo que le ocurre a su personaje antes, durante y después de habérselas con la blancura sugestiva de una plana? Le sobrevienen mil afanes y pesares, opresión de corazón, movimientos más sensibles y naturales. Hay una evidente, aunque secundaria, intención de transmitir el desasosiego que conlleva el acto de la escritura, que si bien muy rudimentariamente, abandona en esta «anécdota» el automatismo del que escribe versos a llanto abierto para siquiera dotar el ánimo de la enunciación de las sensaciones convulsas que la propician.

Flavio e Irene ofrece un modelo equivalente:

No tenía un momento de tranquilidad, y por si podía tomar algunas noticias de los

funestos sucesos de Irene abrió las cartas y leyó primero la que escribía al duque su

padre, que decía así: «Tan miserable y laboriosa vida me ha reducido a la mayor

flaqueza. Ya escribo ésta en los últimos alientos, únicamente para que sepáis mis

desventuras e implorar de vuestra piedad el perdón de mi inobedencia (…) Ya no puedo

más, padre mío; a esta voz me siento morir». Acabada esta carta leyó Flavio, anegado en

lágrimas, la que le escribía Irene, que así decía (254).

García Malo, cuando hace por robustecer la inminencia del acto escritural, recurre en

Flavio, como antes en Margarita, a la expresión «extraños movimientos» (255), que es una calca de la frase los movimientos más sensibles y naturales de Amadeo y Rosalía.

Tales movimientos que originan la escritura, apenas aludidos por la narrativa del XVIII, serán por el contrario, en el futuro, el tema nodal, la trágica variación y el obsesivo némesis.

! [84]

Para concluir este apartado necesariamente sintético sobre la producción novelística del

XVIII––y en concordancia con la cuestión que aborda, referente a Hispanoamérica,

Alegría––, Carnero apuntala un párrafo que clarifica un delicado asunto que no puede aquí dejar de mencionarse, siquiera por responsabilidad contextual:

22 Sobre el tema de la falta de novela en España del XVIII, Domergue 1985 arguye la

hostilidad en términos morales, la persecución inquisitorial de obras impresas en el país

(Gerundio, Eusebio) e importadas, la prohibición en censura previa de muchas que

hubieron de quedar manuscritas, y la general de 1799. Su conclusión––es innecesario

decir que no la comparto––es que no puede hablarse de despegue en los últimos decenios

23 del siglo, debiendo para ello esperarse a la cuarta década del siglo XIX. Rodríguez 1985

calcula en unos 250 títulos la producción española entre 1700 y 1833, y la subdivide en

tres apartados: supervivencia de la picaresca e imitación del Quijote, restrictivamente

entendido como sátira; relatos morales y didácticos; introducción de la corriente

sentimental sobre modelos ingleses y franceses. Poco después (…) argumenta que las

razones tradicionales para explicar el subdesarrollo novelístico español no son

convincentes, habiendo aquéllas de ser buscadas en la predilección por la lectura en voz

alta, hábito y rutina en ambientes cultos y necesidades en los iletrados. Así se explicaría

la supuesta predilección por la novela corta y compendiada, y el hecho de que las formas

innovadoras (con descripciones lentas, desarrollo lento y análisis psicológico en el ámbito

sentimental), al requerir de lectura individual y solitaria, fueran mal recibidas (19).

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 22 Se refiere al artículo de Lucienne Domergue «Ilustración y la novela en la España de Carlos IV», incluido en Homenaje a José Antonio Maravall (1985). 23 Se refiere al artículo de Manuel Rodríguez Pazos «El P. Isla y Fray Gerundio» (1985).

! [85] Por último, Carnero cita la tesis de Iris Zavala (Lecturas y lectores del discurso narrativo dieciochesco, 1987), que complementa parcialmente lo ya transcrito en la cita anterior:

…la Inquisición, en cuanto receptor privilegiado, creó una ruptura en el sistema

comunicativo, en el código, e impuso el discurso dominante, interceptando así a menudo

el circuito comunicativo (al menos en la superficie). Mucho de cuanto circuló hubo de

adaptarse a la norma y a la convención, cuando no circular clandestinamente (20).

* * *

En Breve historia de la novela hispanoamericana (1974), el crítico venezolano Arturo

Uslar Pietri, como ya se ha mencionado en las páginas iniciales de este trayecto, afirma en franca diatriba respecto de lo sostenido por Alegría24:

La primera novela propiamente dicha que se escribe en Hispanoamérica es El Periquillo

Sarniento, del mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi (1776–1827), y,

significativamente, surge de un modo accidental, como una evolución o un subterfugio

del periodismo político impuesto por las circunstancias (42).

Jefferson Rea Spell, quien comenta El Periquillo en la edición a cargo de Porrúa que data de 1974, secunda la percepción de Usar Pietri con apenas matizaciones: «José Joaquín !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 24 Quien, a pesar de lo aquí tan reiterativamente cuestionado, abre su Historia precisamente con el novelista «accidental» Fernández de Lizardi, a quien Uslar Pietri, por cierto, otorga el mismo epíteto, coincidiendo con la mayoría de los especialistas en el carácter fortuito de su legado. Aquí el retrato que Alegría bosqueja de Fernández de Lizardi: «Su carácter de predicador y misionero político formado en la escuela del enciclopedismo francés, su alta conciencia de los deberes intelectuales y, en especial, de su función de educador, le hacen concebir la novela como el arte de reproducir lo verídico que, para él, es sinónimo del bien» (15).

! [86] Fernández de Lizardi goza de la fama de ser el primer escritor que ensayó con éxito la novela en la América española; pero lo fue, no por sus propias inclinaciones, sino por ciertas circunstancias del periodo en que le tocó vivir» (El Periquillo VII).

Debida entonces, imprevistamente, a las eventualidades de un siglo naciente y de las concusiones políticas, en una nación en la que incomodó a la clase privilegiada debido a su acerba crítica de las iniquidades de la autoridad española––ya en decadencia y tránsito de derrocamiento––la obra de Fernández de Lizardi, hija mayor de la picaresca, obedece a su vez a «la exaltación que le causaran en 1812 las libertades concedidas por la

Constitución de Cádiz» (VII), las cuales infunden la vehemencia y el tono de los dos periódicos puestos en rotativa por el narrador, uno al que titula con su seudónimo: El

Pensador Mexicano, y Alacena de frioleras.

Los aportes sustanciales de Fernández de Lizardi a la configuración del concepto de identidad latinoamericana––desde la literatura, la crítica periodística, la denuncia pública y el debate independentista––nutren un abundante índice de trabajos especializados25 que aquí se obvian. Su inclusión en este apartado explora únicamente la figura del escritor dentro de ciertos pasajes del incendiario Periquillo26, sin que se eluda al menos esbozar la heterogeneidad que subyace a la obra, catalogada por Emanuel Carballo dentro del !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 25 Un ejemplo relativamente reciente es el de Javier Sánchez Zapatero. Su artículo «Heterogeneidad y fuentes literarias de El Periquillo Sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi» (2006), rastrea los ascendentes estrictamente literarios de la obra aunque no restringe las reflexiones a una disciplina sino que aborda, por obvia necesidad, otros aspectos de la producción del mexicano, relativos al trasfondo histórico– filosófico que afecta su obra, la cual «resulta un texto heterogéneo y ecléctico que, a pesar de sus concomitancias con la narrativa picaresca, dista mucho de ser un típico elemento genérico. Los problemas de clasificación de la obra del mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi se ven acrecentados por el hecho de ser un texto fundacional, que nace sin una tradición literaria nacional anterior en la que incluirse y sin antecedentes claros en los que el autor haya podido inspirarse. Aunque son muchas las huellas que las lecturas de Lizardi van dejando en El Periquillo Sarniento, tanto la estructura como la filosofía de la obra nacen, más que de influencias literarias, de la propia ideología del escritor y de la particular situación social en la que se gestó la novela». 26 El cual más o menos opaca, quizá injustamente, las otras incursiones de Fernández de Lizardi en el género, lo mismo logradas en más de un aspecto, por mucho que se las tilde de «involuntarias»: Noches tristes (1818); La Quijotita y su prima; Don Catrín de la Fachenda (1819).

! [87] capítulo «El nacimiento de la novela» en su Historia de las letras mexicanas en el siglo

XIX (1991). Así la vertebra el crítico jalisciense:

Al sutil aliño de la forma, a la restringida selección de temas del neoclasicismo, Lizardi

opone su tumultuoso «mal gusto». Sus personajes carecen de pulcritud tanto por la

procedencia social como por la manera de comportarse: hablan con desenfado, a base de

palabras y giros cotidianos. Los escenarios en que transcurren sus existencias no son los

que usan los árcades como telones de fondo (la naturaleza pura y perfecta, anterior al

pecado original), ni tienen la suntuosidad de los textos culteranos en los que la naturaleza,

de tan emperifollada, se torna irreconocible: son simplemente trozos reales de ciudad,

campo en los días alegres (48).

El «Prólogo, dedicatoria y advertencias a los lectores»27, varía el predominante modelo cervantino del amigo a quien se acude para confesar los tropiezos de un proyecto en ciernes, y ante quien en este caso Fernández de Lizardi reflexiona con respecto a «las obras abultadas» que «retraen a muchos de emprenderlas, considerando lo expuestos que están no sólo tal vez a perder hasta su dinero, quedándose inéditas muchas preciosidades que darían provecho y honor a sus autores» (El Periquillo 2).

Sentenciando, no sin desencantada acidez, que «los pobres no debemos ser escritores, ni emprender ninguna tarea que cuesta dinero» (2), Fernández de Lizardi, autoproyectándose con algo más de claridad, trasluce brevemente los diversos avatares que ha sorteado su escritura:

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 27 Cuyo carácter explícitamente adepto a la figura patentada por Quintiliano sigue siendo tutelar: «Pero no me toca acordaros de nada de esto, cuando trato de captar vuestra benevolencia y afición a la obra que os dedico» (El Periquillo 4).

! [88] …ya verás que esto ha multiplicado mis afanes; y será buen dolor que después de

desvelarme, de andar buscando un libro prestado por allí y otro por acullá, después de

tener que consultar esto, que indagar aquello, que escribir, que borrar algo, etc., cuando

yo esperaba socorrer de algún modo mis pobrerías con esta obrita, se me quede en el

cuerpo por falta de protección (3).

Se leen aquí, fugaces, las previsiones para la redacción del Periquillo, en un telegráfico sucederse de prácticas aludidas que parecieron solventarse, aunque no sin un buen dolor, sí con eventual rapidez y sin demasiados infortunios: el desvelo, el acopio de fuentes, la investigación y la labor de corrector que El Pensador de inmediato despacha con un

«etc.». Fernández de Lizardi consigna las escalas de su trayecto hacia el manuscrito que más lo convenciera, aunque sin dar cuenta con más detenimiento de las fases que intermediaron la madurez del documento.

Mudando de voz narrativa, «El prólogo de Periquillo Sarniento» es en cambio enunciado como un acto escritural presente, a diferencia del anterior preámbulo que testificara la novela como una faena dolorosa ya saldada. La conjugación por la que opta el falaz autobiógrafo––«Cuando escribo mi vida» (5)––no permite sin embargo la auscultación del proceso mediante el cual escribe esa vida.

Fernández de Lizardi, a través del extenso, magistral monólogo de su pícaro, instala un ahora enunciativo equivalente al que propendiera Villarroel; un ahora en que la pluma dice pero no es captada diciendo, pese a que incluso se pormenoricen algunas preferencias técnicas: «El método y el estilo que observo en lo que escribo es el mío natural y el que menos trabajo me ha costado, satisfecho de que la mejor elocuencia es la

! [89] que más persuade, y la que se conforma más naturalmente con la clase de la obra que se trabaja» (6).

El estilo que observo en lo que escribo es una frase premonitoriamente especular.

Mediante la ingeniosa sinonimia insinuada por el verbo «observar»––no sólo «ver», sino

«procurar»––, El Pensador avisa sobre la penetración de la mirada puntillosa del que crea mientras evalúa lo que crea, una mirada de simultaneidades ético–estilísticas que curiosamente desvía la del lector de los mecanismos que espolean el discurso que enhebra.

No sin acudir al artilugio de denostarse a través de su héroe––«No dudo que así por mi escaso talento, como por haber escrito casi currente cálamo28, abundará la presente en mil defectos» (6)––, el autor del Periquillo acomete, como muchos de sus antecesores, un acto escritural anchuroso, dilatado, que se narra con profusión y dentro del cual se enfatiza que se narra, pero que al ser narrado, también, oculta su manufactura.

Paradójicamente tal comportamiento, por lo demás «natural» en casi toda la prosa narrativa, causa en el lector una peculiar ceguera: éste ya no lee lo escrito sino que lo escrito sólo es un vehículo de comunicación que lo remite a una dimensión evocada, imaginaria, sin que los ensambles escriturales que la posibilitan se refieran a sí mismos dentro de tal dimensión. Como en las novelas del siglo XVIII que se han aquí interpretado,

El Periquillo sucede merced a fenómenos de escritura explícitamente aludidos que el autor no desmonta, si bien mencionando, acaso, aquellos afanes multiplicados que la provocaron.

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 28 Este hipérbaton, por lo demás, es de alta relevancia estilística. Fernández de Lizardi, si es que devela la conformación de las oraciones del Periquillo, lo hace aquí con desenfado, irresponsabilidad y cierto vanguardismo: consigna que escribe currente cálamo, cuando la expresión formal es cálamo currente: «sin reflexión previa, con presteza y de improviso» (RAE). Son justamente dichas rapidez, improvisación e inconsciencia, las que vedarían al lector desentrañar aquello que técnicamente las insufla.

! [90] La narración está, pues, dada desde el «Capítulo I», en que «Comienza Periquillo escribiendo el motivo que tuvo para dejar a sus hijos estos cuadernos…»: «queridos hijos míos, he pensado dejaros escrito los nada raros sucesos de mi vida…» (11). Pese a la indicación del subtítulo del episodio, y pese al énfasis del protagonista, consignando que escribe, Fernández de Lizardi no desarrolla ese instante del comienzo, sino que sólo presenta al pícaro ya desgranando la vasta relatoría de sucesos a sus descendientes, en tanto los «interiores» (12) de los cuadernos que les hereda ya han sido «retratados por mi pluma» (12), es decir, sin que sea parte del juego ficticio explorar el cómo es que los ha

«retratado». Se asienta en el «Capítulo I», pues, que Periquillo está escribiendo pero la historia que cuenta no permite que se lo vea escribir. Todo lo que se aprecia es la plana ya configurada, no el pulso tenaz o acobardado que la va entretejiendo «casi cálamo currente». La declaración del acto que aparentemente efectúa el protagonista no permite visualizar dicho acto, sino sólo su consecuencia.

Lo contrario ocurre en el «Capítulo II», que nuevamente se equipara con la Vida de

Villarroel en cuanto a que rememora una formación académica fallida. El capítulo, que caricaturiza la ignorancia de un preceptor de Periquillo, plasma con mayor profundidad y nitidez el desenvolvimiento de un personaje escribiendo. Fernández de Lizardi, en el pasaje que a continuación se cita amplia si bien fragmentariamente, otorga a un anónimo profesor ciertos atributos que aportan sustanciales elementos al arquetipo aquí examinado:

Ya se ve, era de los que deletreaban c, a, ca; c, e, que; c, i, qui; etc., ¿qué se podía

esperar? […] Es verdad que tenía su tintura en aquella parte de la escritura que se llama

caligrafía, porque sabía lo que eran trazos, finales, perfiles, distancias, proporciones, etc.;

! [91] en una palabra, pintaba muy bonitas letras; pero en esto de ortografía no había nada. Él

adornaba sus escritos con puntos, comas, interrogaciones y demás señales de éstas, mas

sin orden, método, ni instrucción; con esto salían algunas cosas suyas tan ridículas, que

mejor le hubiera sido no haberlas puesto ni una coma […] y no hubiera sido lo peor que

sólo hubieran resultado disparates ridículos de su maldita puntuación, pero algunas veces

salían unas blasfemias escandalosas […] Tenía una hermosa imagen de la Concepción, y

él puso al pie una redondilla que desde luego debía de ser así:

Pues del Padre celestial

fue María la hija querida.

¿No habría de ser concebida sin pecado original?

Pero el infeliz hombre erró de medio a medio la colocación de los caracteres ortográficos

(…) y escribió un desatino endemoniado, porque puso:

¿Pues del padre celestial

fue María la hija querida?

No, había de ser concebida

sin pecado original.

[…]

Fue el caso, que un día entró un padre clérigo con un niño a encomendarle a su dirección

(…) Al despedirse observó el versito que os he dicho, lo miró atentamente, sacó un

anteojito, lo volvió a leer con él, procuró limpiar las interrogaciones y la coma que tenía

! [92] el no, creyendo fuesen suciedades de moscas; y cuando se hubo satisfecho de que eran

caracteres muy bien pintados, preguntó:

––¿Quién escribió esto?

A lo que mi buen maestro respondió diciendo que él mismo lo había escrito y que

aquélla era su letra. Indignóse el eclesiástico, y le dijo:

––¿Y usted, qué quiso decir con esto que ha escrito?

––Yo, padre –respondió tartamudeando–, lo que quise decir es: que María

Santísima fue concebida en gracia original, porque fue la hija querida de Dios Padre.

––Pues amigo –repuso el clérigo–, usted eso querrá decir; mas aquí lo que se lee es un

disparate escandaloso; pero pues sólo es efecto de su mala ortografía, tome usted el palo

del tintero o todos sus algodones juntos, y borre ahora mismo y antes que me vaya este

verso perversamente escrito, y si no sabe usar de los caracteres ortográficos, no los pinte

jamás, pues menos malo será que sus cartas y todo lo que escriba lo fíe a la discreción de

los lectores, sin gota de puntuación, que no que, por hacer lo que no sabe, escriba injurias

o blasfemias como la presente.

El pobre de mi maestro, todo corrido y lleno de vergüenza, borró el verso fatal,

delante del padre y de nosotros. […] Consideren ustedes cómo quedaría mi maestro con

semejante panegírico. Luego que se fue el padre clérigo, se sentó y reclinó la cabeza

sobre sus brazos, lleno de confusión y guardando un profundo silencio.

Ese día no hubo planas, ni lección, ni rezo, ni doctrina, ni cosa que lo valiera (19–23).

Huelga entresacar varios elementos significativos de lo transcrito: I) la representación de un proceso escritural que se modifica en la misma plana de la novela, con un antes, un durante y un después que difieren por intercesión de un personaje censor que violenta dicho proceso, todo en presencia del lector que nota con claridad las gradaciones de un

! [93] mensaje reconfigurándose; II) la expresión de la tentativa de lo que pretendía ser articulado y el fracaso ante su inalcanzable fijación en las oraciones precisas: trance que remite al poder y al deseo no conformados en el Lazarillo; III) los comentarios que tanto el narrador como el personaje del clérigo hacen en torno a los versos mal redactados, centrándolos momentáneamente como el suceso de mayor relevancia para la trama; IV) la descripción del estado anímico del maestro, herido a tal grado su amor propio que borra lo escrito para sumirse en la consecuente melancolía, antes de que lo despidan «al cabo de cinco días» (23); V) las reflexiones y la recreación en torno al ejercicio escritural obedecen únicamente a un propósito didáctico, pues Fernández de Lizardi, «un escritor de tesis, realista y neoclásico» (Alegría 19), satiriza la incapacidad del maestro a fin de transmitir una máxima: «Ya ven ustedes qué expuesto está a escribir mil desatinos el que carece de instrucción en la ortografía, y cuán necesario es que en este punto no os descuidéis con vuestros hijos (Periquillo 20).

Los incisos anteriores, con apenas pocas diferencias, contienen ya rasgos primordiales que distinguirán, al exacerbarse como puntales autónomos de ficción, los procesos escriturales de las novelas de Onetti, Vicens, Bolaño y Vila–Matas; rasgos que para

Fernández de Lizardi no representaron fines en sí mismos, más allá de una enseñanza pedagógica. Por último, y a propósito de tales rasgos, que vaticinan ciertas modulaciones estéticas del porvenir, en su Historia Alegría se ocupa de los contextos de trascendencia que amparan y se hallan ausentes en El Periquillo, en el cual

romanticismo y realismo se aúnan más o menos armónicamente (…) este hecho puede

considerarse un signo señero de lo que va a ser la novela hispanoamericana a través de

todo el siglo XIX y parte del XX. Pero el romanticismo alemán, francés e inglés, introdujo

! [94] otros elementos en la novela europea, elementos que escaparon a Lizardi y que, en

cambio, brotaron en abundante floración en la obra de otros novelistas mexicanos y

sudamericanos (23).

Teresa (1839), del narrador cubano Cirilo Villaverde29, es una novela adscrita a la corriente folletinesca de tintes romanticistas que no expondría, sin embargo, la

«imprecisión», entendida ésta como forma de sentir propia del romanticismo, en tanto la actitud de Villaverde «hacia la conducta humana es clínica», y por tanto «está lejos de celebrar lo indecible, lo ambiguo» (Tres novelas 41), como bien lo aprecia Diana Álvarez

Amell en el estudio introductorio. Pese a lo anterior, Teresa no deja de ofrecer abundantes recreaciones de desgarres sentimentales, de los cuales dependen, como en la mayoría de los títulos que a partir de aquí se comentan, las representaciones escriturales del periodo romántico; representaciones que obedecen invariablemente a una suerte de automatismo epistolar del que ya se han señalado síntomas en Olavide, y cuyos muy leves matices podrán estimarse al transcurso de las siguientes páginas.

Antes de proceder, sin embargo, al análisis fragmentario no sólo de Teresa sino de varias obras afines, ¿qué se entiende aquí por automatismo epistolar? Se aventura el término en base a la casi uniformizada presteza––similar a la currente cálamo que simulara Fernández de Lizardi, aunque harto más solemne y afectada––, con que los

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 29 Fundador de la novela cubana, a la que además lega su máximo exponente novelístico en el XIX––Cecilia Valdés (1839)––, en la escritura de Cirilo Villaverde, a decir de la especialista Diana Álvarez Amell, «persiste el elogio implícito al trabajo, intelectual y físico, y al comercio (recordemos que tanto en Teresa como en Cecilia Valdés se menciona al músico decimonónico Brindis de Salas). En muchos de sus relatos sus personajes no son los grandes comerciantes que llegaron a financiar las deudas de los grandes hacendados, sino los tenderos, los que se dedicaban al comercio de minoristas, los que son o descienden de los emigrantes que empezaron a congregarse en la ciudad» (Tres novelas 27).

! [95] personajes de las novelas románticas ejercen la escritura para comunicarse entre ellos, a punto del desahucio amoroso.

Ergo: en uno de los nudos más dramáticos de la obra de Villaverde, el padre de Teresa le participa que su amigo, el acomodado don Matías, se la ha pedido para esposa, pese a que el corazón de la hija le pertenezca secretamente a otro hombre:

¡Júzguese cuál no sería el asombro, la tribulación, el dolor de Teresa! Al momento tomó

un lápiz y papel e hízole dos letras a Amadeo. Cerró el billete, pagó generosamente un

portador, y dándole cuantas señas creyó necesarias para que le fuera entregado a su dueño

en aquella misma tarde, echose en su cama como muerta (83).

El lector debe aquí calcular la pesadumbre de la heroína en proporción a la necesidad que

ésta experimenta de escribir de inmediato, tarea que efectúa sin dilación, aun por reflejo y con habilidad expedita para, una vez concluidas las dos letras, desplomarse agotada en su lecho. Contrasta evidentemente este formato de catarsis con el de la novela didáctica dieciochesca, que censurara, como en el caso contemplado del Marcelo de Olavide, la exposición de una mujer que agrava su decencia escribiendo.

El «billete» que Teresa cierra, por lo demás, le es trágicamente arrebatado al destinatario Amadeo apenas éste lo recibe: «Nada se respetó; de todo se hizo burla y escarnio; todas las palabras se interpretaron, se comentaron de mil maneras… ¡hasta se escupió donde Teresa lloró!» (85). Prescindiendo de la nota prologal y de los acostumbrados comentarios incisivos que en ella, por norma, se incluyen, Villaverde traspola, como Fernández de Lizardi hiciera con el clérigo, la crítica a la escritura al

! [96] plano de la diégesis, y la somete en su novela al desprecio de una chusma iletrada, banal y farisea.

En Teresa, si bien con lacónica precipitación y tremendismo, destaca un aspecto de la escritura y su representación evolutiva en la novela que no merece desatenderse: un personaje se desahoga en la plana como consecuencia de una impotencia sentimental, apremiante, y también como escapatoria de todos modos incierta a un destino infausto que se niega a aceptar, obteniendo por el atrevimiento de rechazarlo no más que deméritos de carácter moral que condenan su exhibición.

La gaviota (1849), de «Fernán Caballero» (seudónimo de la sueca nacionalizada española

Cecilia Böhl de Faber y Larrea) se desmarca en el «Prólogo» del género novelístico, así como La Pícara Justina se desmarcara de su cualidad cristianamente libresca: «Apenas puede aspirar esta obrilla a los honores de la novela. La sencillez de su y la verdad de sus pormenores no han costado grandes esfuerzos a la imaginación. Para escribirla, no ha sido precisado más que recopilar y copiar» (La gaviota 1). Se lee, así, sintetizado el proceso de aparente facilidad que originara el texto: los esfuerzos por concebirlo no fueron grandes, y «Fernán Caballero» no hizo sino recopilar y copiar. No se comparten con el lector más pormenores respecto de dichos esfuerzos y ni la recopilación ni la copia son alternativamente perceptibles.

La conjugación que sigue al anterior formalismo autocrítico es harto interesante: «no nos hemos propuesto componer una novela (…) Escribimos un ensayo sobre la vida

íntima del pueblo español (…) sólo hemos procurado dar a conocer lo natural y lo exacto,

! [97] que son, a nuestro parecer, las condiciones más esenciales de una novela de costumbres

(1).

A partir de una sencillez despojada de honores, se habla de una exactitud y de una naturalidad que han podido materializarse merced a una escritura que no requirió, descartándolos, los ya mencionados grandes esfuerzos. Las fases e intersticios subjetivos de creación que se le enumeran al lector no le serán quizá del todo discernibles, además de que se lo priva de posteriores hallazgos con una peculiar advertencia: «Así es que en vano se buscarán en estas páginas caracteres perfectos, ni malvados de primer orden, como los que se ven en los melodramas» (25).

Líneas más adelante, queda claro al menos el propósito ilustrativo, extraliterario de La gaviota: reivindicar la perspectiva que el extranjero tiene sobre el pueblo español, y reivindicarlo con perspicacia:

Finalmente, háse dicho que los personajes de las novelas que escribimos son retratos (…)

no es cierto que sean retratos, al menos de personas vivas (…) Protestamos, pues, contra

aquel aserto, que tendría no sólo el inconveniente de constituirnos en un escritor atrevido

e indiscreto, sino también el de hacer desconfiados para con nosotros en el trato hasta a

nuestros propios amigos; y si lo primero está tan lejos de nuestro ánimo, con lo segundo

no podría conformarse nunca nuestro corazón.

Primero dejaríamos de escribir (3–4).

Establecida la preceptiva que concierne a la autora y establecidas las expectativas a que debe supeditarse el lector, «Fernán Caballero» no aludirá de manera directa a la

! [98] fisonomía ideológica, intencional de su narrativa, y sin embargo en la novela incluirá un pasaje en que la protagonista María escribe, si bien de una muy peculiar manera.

La Gaviota representa el acto escritural como moderador de dos amantes mediante una variación que convoca el símbolo de la fugacidad y la desintegración verbales. En la escena, el cirujano alemán Fritz Stein, que se ha enamorado de la joven española María, a quien ha instruido a su llegada a Madrid y con la que se casará más tarde, pasea con ella en una bahía:

Habían llegado a la playa (…) María, aburrida, había tomado una varita y dibujaba con

ellas figuras en la arena.

––¡Cómo habla la naturaleza al corazón del hombre! –dijo al fin Stein (…) nuestra

felicidad será inalterable como el cielo de mayo; porque tú me querrás siempre, ¿no es

verdad, María?

María no tenía ganas de responder; pero como tampoco podía dejar de hacerlo,

escribió en la arena con la varita, con que distraía su ocio, la palabra ¡Siempre!

Stein tomó el fastidio por modestia, y prosiguió conmovido:

[…]

Pero tú, María, no atraes con tu dulce voz, para pagar con ingratitud; no: tú serás la

sirena en la atracción, pero no en al perfidia. ¿No es verdad, María, que nunca serás

ingrata?

––¡Nunca! –escribió María en la arena; y las olas se divertían en borrar las palabras

que escribía María, como para parodiar el poder de los días, olas del tiempo, que van

borrando en el corazón, cual ellas en la arena, lo que se asegura tener grabado en él para

siempre (67–68).

! [99] Trasladado a un contexto de unión y promesa más que de didactismo y de lección académico–religiosa (como ocurriera en el episodio citado del Periquillo) el lector vuelve aquí a asistir a la elaboración expuesta, gradual, de un mensaje que, si bien breve, define el sino del personaje que lo emite. Asimismo, la trascendencia del mensaje y las implicaciones vitales que contiene terminan siendo desvanecidas, sin que por ello se borren de la memoria de quienes por tal mensaje van a ser distintos y a comprometerse con sus ideales en lo sucesivo. El maestro de latín de Periquillo se sume en una sombría tristeza y María, La Gaviota, entrega su juventud, su virginidad y sus aspiraciones al deseo de su mentor, no sin propender a una cierta ambigüedad enunciativa.

La popular novela folletinesca que se publicara por entregas en La Semana de

Montevideo, Amalia (1851–1855)30, del argentino José Mármol, una vez compilada fue precedida por un prólogo que no filtra los dilemas del autor elucubrando sobre su obra ni anticipando aquellas irregularidades e imperfecciones que lo demeritarán ante su público.

Mármol «asoma» después, y transparenta un tanto su escritura. Experimentado continuista, intercala apostillas dentro de la narración que lo develan en activo:

«pestañeando rápidamente para enjugar con los párpados una lágrima que, al ver las de su amigo, había brotado de la exquisita sensibilidad de este joven, que más tarde haremos conocer mejor a nuestros lectores» (Amalia 17).

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 30 Cuya heterogeneidad es así resumida por el especialista Juan Carlos Ghiano: «Diversas modalidades de la tradición inmediata de la novela se anudan en la composición de Amalia, certificando su condición de relato romántico. Los expedientes del folletín sostienen el desarrollo de la acción, con rasgos en la novela sentimental en el planteo del romance (…) El narrador, testigo omnipresente, se muestra fácilmente propenso a las intervenciones directas, como si temiera olvidos y ambigüedades en la trama» (Amalia XLI). Este último recurso de las intervenciones directas, amén de si filtra o no los mecanismos con que Mármol escribe, deja de por sí entrever una arista autocrítica, con todo y que sólo se trate de paréntesis que tienen el cometido de reordenar ciertas desavenencias secuenciales (recurso que, por lo demás, se remonta lo mismo a las entradas y salidas quiméricas de Hamete y secuaces).

! [100] Mediante prolepsis imprescindibles que abogan por un suspenso de pronta resolución,

Amalia trasluce las planificaciones anecdóticas de su autor, encubierto tras un yo colectivo, clarividente, que pronostica y oculta conscientemente los lances de los personajes, recurriendo a muletillas efectistas de aplazamiento, por motivos que más tarde trataremos de conocer.

Mármol proyecta su proceso escritural en la novela en una muy menor aunque primordial e intermitente medida, intercalando notificaciones que tranquilizan o exaltan, participando de que aquello que intriga será eventualmente esclarecido. En cuanto a los procesos escriturales de algunos de sus personajes, el mecanismo no difiere demasiado del automatismo señalado en Teresa, si bien en Amalia es plausible otra preocupación, también característica del romanticismo, por ambientar la opulencia en que un discurso

íntimo cimbra la historia.

Así, en el «Capítulo III» de la primera parte, «Las cartas», el enamorado de Amalia

alzó el picaporte de una puerta que daba al patio, y entró en un vasto aposento alumbrado

por una lámpara de bronce; y tomándola, pasó a un gabinete inmediato, cuyas paredes

estaban casi cubiertas por los estantes de una riquísima librería: eran el aposento y el

gabinete de estudio de Daniel Bello […] después de entrar a su gabinete, y colocar la

lámpara sobre un escritorio, se dejó caer en un sillón volteriano, echó atrás su cabeza, y

quedó sumergido en una profunda meditación por espacio de un cuarto de hora […] Y,

sin precipitación, pero como ajeno a la mínima duda, ni hesitación, sentóse a su escritorio

y escribió las siguientes cartas, que leía con atención después de concluir cada una […] Y

Daniel cerró la puerta de su aposento que daba al patio, a las tres y cuarto de la mañana,

! [101] de esa noche en que su espíritu y su cuerpo habían trabajado más que algunos otros

hombres, de gran nombre, en el espacio de algunos años (25–26).

Aunque Daniel Bello no experimente parálisis, dificultad o aprensión algunas para expresarse, y aunque su redacción epistolar sea referida con cierta celeridad superficial, es pertinente subrayar dos momentos en los que Mármol se interesa por captar el presente de una escritura sucediendo dentro de la ficción; un presente que, si bien reconocido a plenitud por algunos novelistas decimonónicos, todavía no es satisfactoriamente dilatado.

El primer momento es el de la profunda meditación por espacio de un cuarto de hora, condensado en una línea que le veda al lector la constatación de las combinaciones sintácticas, las adjetivaciones, la elección de palabras enfebreciendo versiones preliminares e irreales. El segundo momento tiene lugar cuando el letargo aminora hasta diluirse y entonces Daniel Bello, luego de mentalmente redactar lo que a continuación será fácticamente escrito, procede a la redacción de las epístolas como ajeno a la mínima duda. De la profunda meditación, entonces, a la mínima duda, se nos persuade de un trayecto de realización instantáneo que Mármol hace culminar sin aquellos detenimientos que abrumarán a Brausen y a García.

Sin que se afirme que la escritura es una labor hasta cierto punto imposible o hasta cierto punto sencilla, Mármol evoca su automática hechura sin abundar en las contingencias que la generan, valiéndose de la romántica grandilocuencia para dotar a

Daniel Bello de una habilidad no menos extraordinaria por espontánea: su espíritu y su cuerpo habían trabajado más que algunos otros hombres.

Mármol varía, o renombra sólo, el largo espacio reflexionando entre sí del que surgieran algunas muestras epistolares en La vida de García Malo; y su vez varía, como

! [102] se verá a continuación, el estilo que observo en lo que escribo de Fernández de Lizardi, en un pasaje en que Daniel Bello se relee a sí mismo una de las cuatro cartas que manuscribiera, y, al dirigirse imaginariamente a uno de sus remitentes, cavila sobre los detalles del contenido:

––¡Ah, mi buen Don Felipe!, exclamó Daniel riéndose como un niño después de la

lectura de esta carta, ¡quién te diría alguna vez que, ni en chanza, te hablarían de

actividad y de talento! Pero no hay nadie inútil en este mundo, y tú me has de servir para

grandes cosas todavía. Vamos a la otra (27).

Recapitulando algunas otras de las más atractivas propiedades de creación verbal representadas en Amalia, es emblemática también la aproximación a veces meramente decorativa a la escritura––el aposento, el gabinete inmediato, la lámpara de bronce, el sillón volteriano––que adorna más que penetra en los misterios que producen el brote, aquí automatizado, de declaraciones sentimentales, ahondándose más en la arquitectura de las locaciones que en el proceso mental de quien escribe y se relee luego con satisfacción y sin el menor atisbo de agotamiento.

Es lo mismo peculiar el hecho de que en el «Capítulo III» de la tercera parte aparezca un Florencio Varela, «hermano del poeta clásico de ese nombre», además de «primer literato del numeroso e ilustrado partido que se llamó unitario» (176), a quien el lector ha de atribuirle el oficio de escritor apenas por una caracterización de deferencia honoraria.

En el episodio en que Mármol lo presenta, Varela y otros personajes, Daniel Bello entre los concurridos, intercambian comunicados y partes relacionados con diversas problemáticas del partido, los cuales dan cuenta de algunos combates que originan ciertas

! [103] sospechas, impugnaciones e incluso juicios de guerra. Varela, «en cuya alma no había sino sinceridad y franqueza» (182), entabla una diatriba ideológica sobre el concepto

«individualismo». Mármol no lo muestra, empero, afanado en la práctica que lo distingue y que despierta en Daniel Bello una admiración casi filial.

En el «Capítulo IV» de la cuarta parte aparece el secretario Don Cándido Rodríguez, quien, al servicio del Gobernador Don Felipe, encarna la figura del escritor con parecidas rapidez, suficiencia y laxitud que Daniel Bello, si bien investido de un profesionalismo burlesco. En una de las escenas del capítulo, Cándido Rodríguez encara al eclesiástico

Gaete, y, al sentirse vivamente impresionado por su rictus, teme que venga a exigir medidas de arresto contra las injusticias que han cometido varios de los hombres a la orden de su superior:

La cabeza de Medusa, o la aparición del alma de su padre, no habrían producido en

nuestro Don Cándido Rodríguez la impresión que la cara del cura Gaete […] Pero entre

el caos de ideas que surgió en su cabeza, de aquella malhadada aparición, adoptó por fin

la de bajar la frente hasta tocar con el papel, y escribir con una rapidez asombrosa;

aunque, en obsequio de la verdad, es necesario decir que no escribía, sino que rasgueaba

sobre el papel (266).

El secretario31 es de por sí un personaje novelesco acentuadamente arquetípico. Amalia las más de las veces lo muestra solícito, ingenuo y voluntarioso, por no decir llanamente

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 31 Baste por lo pronto aducir algunas coordenadas crítico–bibliográficas. El artículo «La figura del secretario en la obra dramática de Lope de Vega» (1999), de Elena del Río Parra, rastrea los antecedentes axiales en cuanto a las propiedades que detenta dicho personaje, destacando la «lealtad» y el «secreto» como inviolables juramentos de obediencia y condición de permanencia en un puesto que lo dota de una honorabilidad siempre secundaria y las más de las veces cómica. «Sancho Panza y su secretario» (1976), de

! [104] risible. La escritura, como un oficio burocrático de rango menor en el contexto de la narrativa romántica, es una diligencia que mayoritariamente sus detentadores ejecutan por órdenes escritas de su jefe, de una manera impersonal, a veces chusca, careciendo de personalidad y albedrío y accediendo con orgullo a fungir como medios a través de los que la voluntad del mandatario a quien asisten incondicionalmente es expresada, que no la suya propia.

Así, por ejemplo, en el «Capítulo II» de la cuarta parte de Amalia, el lector halla a Don

Cándido Rodríguez atendiendo su responsabilidad: «en la pequeña mesa copiaba un largo oficio» (254). Y en el «Capítulo III» se lo reencuentra desatendiéndola, distracción que le vale un insulto homofóbico: «––¿Qué novedades hay, señor Victorica? preguntó Arana al jefe de policía después de haberse ambos cambiado los cumplimientos de estilo, y de haber hecho señas a Don Cándido para que continuase escribiendo; pues nuestro amigo había dejado pluma y silla y se deshacía en cortesías a Victorica» (261). Más adelante, en el mismo «Capítulo III», Don Cándido se cuadra con deferencia risible: «––A ver, señor

Don Cándido, ¿sacó usted copia del diario de marchas? ––Ya está lista, Excelentísimo

Señor Gobernador delegado, contestó el secretario haciendo una profunda reverencia»

(262).

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! Joseph H. Silverman, ahonda por cierto en el carácter humorístico que desde el Quijote se le dispensa a tal asistente. Silverman desmadeja una burla indirecta que Cervantes gasta a los vizcaínos, contenida en el «Capítulo XLVII» de la «Segunda parte», cuando entra el repartidor de correo al castillo de los duques para entregarle al escudero, en calidad de mandamás de Barataria, una carta membretada como sigue: A don Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria, en su propia mano o en las de su secretario (Quijote II, 903). Sancho pregunta sobre el dicho secretario, con el que no sabía que contaba. Uno de los presentes invitados, participando del escarnio propiciado por los duques, se identifica como tal, y precisa su procedencia vizcaína, ante lo que Sancho replica, sarcásticamente según el análisis de Silverman: «––Con esa añadidura (…) bien podéis ser secretario del mismo emperador. Abrid ese pliego y mirad lo que dice» (903). Además, es pertinente recordar aquí, y sólo en aras de aludir a un paralelismo, las novelas latinoamericanas «de dictador», en las cuales el arquetipo del secretario es magistralmente reinventado: Padilla en La muerte de Artemio Cruz (1962); el doctor Peralta en El recurso del método (1974), de Alejo Carpentier; Patiño en Yo el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos; Natalicio Ruiz, de El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez).

! [105] El secretario redacta o copia con rapidez, eficiencia y humildad. El José García de

Vicens, también considerado por su superior un «buen amigo», dotará de imprevisiones psicológicas a este agente ficticio de oficinesca grisura, en tanto Vila–Matas, emulando a

Melville, lo invertirá en tanto paradigma de un hombre ininteligible que se niega, irreductible, a hacer lo que su jefe le ordena.

Ampliando a partir de las novelas que aquí se reseñan los distintivos que afectan la representación ficcional de la escritura en el periodo del romanticismo, en María (1867), del colombiano Jorge Isaacs, y según los razonamientos preliminares de E. Anderson

Imbert para la editorial Porrúa en 1951,

son patentes los rasgos románticos: el yo de llaga viva que se crispa de dolor al menor

roce con el mundo huye en busca de soledad, desespera de la vida y paso a paso se acerca

al suicidio; la melancolía como blasón heráldico de una nueva aristocracia, y su ejercicio

caballeresco por las casas abandonadas y los sepulcros crepusculares; lo exótico, que

desde la lejanía manda su luz misteriosa (…) la simpatía para lo popular y lo lugareño y

la nostalgia por cuanto había sido olvidado o desdeñado por los racionalistas; una prosa

de violines; los tópicos de la mujer–ángel, el amor–conocimiento de la realidad y la

fatalidad–signo de lo absoluto (María XIX).

Los personajes que se ven impelidos a una escritura enmarcada en las condiciones emotivas y sociológicas enumeradas, han necesariamente de reproducir, crispándose de dolor, melancolía y exotismo, una tan certeramente adjetivada por Imbert «prosa de violines», ya fragmentariamente ilustrada por las citas de Teresa y Amalia.

! [106] María, conducentemente, reproduce ciertos furores enunciativos en un formato epistolar que albergará confesiones al borde de la crisis.

En el prefacio «Leyendo María», Isaacs reflexiona sobre su obra desde una conmocionada preclaridad: «¡Páginas queridas, demasiado queridas quizá! Mis ojos han vuelto a llorar sobre ellas. Las altas horas de la noche me han sorprendido muchas veces con la frente apoyada sobre estas últimas, desalentado, para trazar algunos renglones más» (3). Se lee aquí rubricado casi al carbón––aunque con un aura de doliente solemnidad––, el daguerrotipo del escritor cervantino, prologal, a quien halla sorpresivamente el amigo apoyando su frente, meditabundo, al resguardo de unas manos temporalmente inánimes. Derrochando lirismo, Isaacs es quien, emergiendo de una voluptuosa congoja, se halla a sí mismo tras los sacudimientos evocativos de la relectura.

A diferencia del proceso análogo que analiza esta disertación––el del descubrimiento, sí, pero paulatino, ralentizado y expuesto en tiempo real––, el prologuista de María reconstruye su identidad autoral a partir de la relectura de una prosa ya ultimada. El autodescubrimiento, en Isaacs, posee una suficiencia y contundencia tales que le permiten revivir aquellos sentimientos a los que aspiraba mientras escribía los folios sobre los que se acoda y llora una vez más. En contraste con los novelistas de orientación horaciana, la relectura constituye aquí un aliciente para no vituperar(se) sino acceder a un estado de sublime tristeza mediante la contemplación de un manuscrito con el que no se guarda sino al que se ama incondicionalmente, sin amonestaciones fincadas en la autocrítica incisiva.

De las páginas en que se vio transitoriamente secuestrada, merced a la emoción originada cuando las repasara, el alma del prologuista huye, y, en un rapto digresivo,

! [107] Isaacs pierde de vista los legajos que lo impelen a no penetrar en los detalles de confección sino, a partir de éstos, liberar más bien, simbólicamente, el espíritu. Se deslinda de lo escrito y enfoca el paisaje exterior que lo atrae, sus pupilas anegadas en lágrimas de resuello: «Vuela tú, entristecida alma mía: cruza las pampas, salva las cumbres (…) ¡No tardes en volver, alma mía! Ven pronto a interrumpir mi sueño, bella visionaria, adoradora compañera de mis dolores» (4). La prosa es aquí un vehículo de estimulación sentimental para quien desea sólo apelar a ella con el fin de evadirse y evadirla, que no para enclaustrarse más dentro de sus laberínticas urdimbres.

Comportamiento antagónico a los de Brausen y García, cuyas evasiones de lo inmediato, de lo terrenal, espoleadas por la escritura, hacia ésta los irá magnetizando hasta absorberlos por entero.

La nota de prefacio, «A los hermanos de Efraín», revierte las previas valoraciones de la obra, externando que las páginas con las que Isaacs llorara, y una vez al compartirlas con lectores específicos, «me han parecido pálidas e indignas de ser ofrecidas como un testimonio de mi gratitud y afecto» (5). La transcripción ficticia que de los cuadernos del protagonista hace el narrador colombiano, se cifra en un documento que contendría, precisadas por el propio Efraín, sus propias instrucciones abiertas a la subjetividad: «Lo que ahí falta tú lo sabes: podrás leer hasta lo que mis lágrimas han borrado» (5).

La imagen al parecer obligatoria––recurrente también en Teresa––de las páginas literalmente humedeciéndose, desleídas, denotan a un emisor abatido cuyo sufrimiento anula la escritura que lo conmoviera y mediante la cual manifestara su dolor. Pues la consecuencia de dicha escritura es la liberación instintiva de un paroxismo que la desintegra. Llorar para los que escriben o leen en María es sinónimo a su vez de

! [108] depuración escritural. El grado más elevado, sentimentalmente hablando, al que se aspira en la novela de Isaacs, es la desaparición de un discurso debida a las emociones desmandadas que origina. Las páginas que tan intensamente se prepararon producirán el llanto que, si su efecto es triunfal, las borrará como una suerte de sacralización y a su vez de nulidad: «Leedlas, pues [enfatiza el prologuista luego de citar la voluntad de Efraín], y si suspendéis la lectura para llorar, ese llanto me probará que he cumplido fielmente» (5).

El autor, en este sentido, busca la desaparición causal de su escritura mediante la máxima prueba de su identidad y talento prosísticos: las lágrimas que arrasen su discurso, borrándolo, probarán la cumplimentación exacerbada del juramento por el cual ha escrito. Aquel vínculo indivisible entre poesía y sentimientos lacrimógenos que Madame de Staël se propusiera argüir en De la littrérature considérée dans les rapports avec les institutions sociales (1800), es asumido por Isaacs—y por la mayoría de sus contemporáneos—como un axioma inviolable, el cual dirime la necesidad de develar, en este caso, las concatenaciones lógicas escriturales, en franca oposición al racionalismo retórico del programa horaciano que ha de subvertirse.

María, «escrita» por el narrador Efraín y «retocada» por Isaacs, jamás muestra a aquél escribiendo, a excepción quizá de cuando atiende las solicitudes de su padre y lleva a efecto quehaceres de secretario. Heredero de un judío converso32, dedica gran parte de sus días a asistirlo, sin que sin embargo su tarea sintáctica le sea compartida al lector.

Efraín relata, así, en el «Capítulo XXIX»:

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 32 A propósito de las taras de paternidad en María, que bordean el acto escritural que simbólicamente intermedia al narrador de la historia y a su padre, el artículo de Gustavo Faberón Patriau, «Judaísmo y desarraigo en María de Jorge Isaacs» (2004), clarifica este carácter genealógico de la novela.

! [109] La llegada de los correos y la visita de los señores de M… habían aglomerado los

quehaceres en el escritorio de mi padre. Trabajamos todo el día siguiente, casi sin

interrupción; pero en los momentos en que nos reuníamos con en el comedor,

las sonrisas de María me hacían dulces promesas para la hora del descanso: a ellas les era

dable hasta el más penoso trabajo.

A las ocho de la noche acompañé a mi padre hasta su alcoba, y respondiendo a mi

despedida de costumbre, añadió:

––Hemos hecho algo, pero nos falta mucho. Conque hasta mañana temprano (109).

Y en el capítulo consecutivo:

En la mañana siguiente, mi padre dictaba y yo escribía, mientras él se afeitaba, operación

que nunca interrumpía los trabajos empezados, no obstante el esmero que en ella gastaba

siempre […] Mientras él acababa de firmar, la mirada de María se paseaba por las

láminas del cuarto, después de haberse encontrado furtivamente con la mía […] Comenzó

a dictar hablando con María mientras yo escribía […] Yo leí el final de la frase escrita, y

él, dictada otra, continuó su diálogo con María (113).

Una alusión más, en el «Capítulo XXXI»:

Serían las once. Terminado el trabajo, estaba yo acodado en la ventana de mi cuarto.

Aquellos momentos de olvido de mí mismo, en que mi pensamiento se cernía en

regiones que casi me eran desconocidas (…) en que la voz de María, arrullo más dulce

aún, llegaba a mis oídos, tenían un encanto inefable (114).

! [110] La escritura que se recrea en María queda, así, oculta, cuando no hace de fondo genésico al anarquismo de los sentimientos. Y, en el caso de la última transcripción, se la relaciona con el colmo del cansancio e invita a ahuyentarla con la búsqueda de otras rutas subjetivas. Efraín, olvidado de sí mismo, no penetrará al espabilarse en las regiones de la imposibilidad literaria, en oposición a lo que ocurriera con el largo espacio reflexionando que antecediera la redacción de las esquelas de Teodoro en la novela homónima de

García Malo. Tal como el propio Issacs lee su novela en el párrafo liminar, desviando su atención hacia otras latitudes mentales, Efraín deserta de reformular una sintaxis encomendada por su padre, escapando de sí al concluirla.

Ni Efraín ni Isaacs refieren los entramados narrativos de su historia porque el sentimiento amoroso, predominante, hacia el personaje protagónico, atrae en su totalidad cualquier otro quehacer expositivo. La escritura, en María, no tiene importancia como tema frente a la inminencia de los sentimientos que la inspiran y a los que se subyuga.

Martín Rivas. Novela de costumbres político–sociales (1869), del argentino Alberto Blest

Gana, y como título representativo de «la gran literatura latinoamericana del siglo XIX», es una novela, según apreciaciones del crítico Jaime Concha, «marcadamente burguesa», logrando en ella su autor un minucioso «cuadro de los representantes intelectuales», rasgo que acentúa la «correspondencia de literatura hispanoamericana» con «la instalación de las condiciones económicas del capitalismo, con la lucha entre liberales y conservadores (…) y con el despliegue de la ideología también liberal, que se hará dominante en el nivel de la cultura de las regiones del arte y de la producción literaria»

(IX).

! [111] Los comentarios de Concha, que plantean un equilibrio ideológico de afinidades entre la convicción política y la expresión artística, sirven para texturizar el basamento sobre el que la escritura, en la novela de Blest Gana, es representada. Los procesos fraudulentos de creación son expuestos, como se lee en el siguiente fragmento transcrito, para desenmascarar la insensibilidad de dos personajes que se confrontan públicamente a fin de adjudicarse la preferencia de la mujer a la que ambos pretenden. «Capítulo VI»:

––Mira Leonor –le dijo su hermano– ya te ha aportao tu álbum, que me dijiste habías

prestado.

––¿No le tenía usted? –preguntó Leonor con indiferencia a Emilio Mendoza.

––Lo he traído esta noche, señorita, como había prometido a usted.

––¿Lo llevó usted para ponerle versos? –preguntó Celemente Valencia a su rival–. Yo

nunca he podido aguantar los versos –añadió el capitalista haciendo sonar la cadena de su

reloj.

––Ni moi tampoco –dijo el elegante Agustín.

––A ver el álbum –dijo Francisca abriendo el libro.

––Tía, si son morsoes literarios –exclamó Agustín–, mejor sería que hiciesen un poco

de música […] Doña Francisca abrió en una página.

––Aquí hay unos versos –dijo–, y son del señor Mendoza.

––¡Tú haces versos querido! –le dijo Agustín–, ¿qué estás enamorado?

Emilio se puso colorado, y lanzó una mirada a Leonor, que pareció no haberla visto.

––Es una composición corta –dijo doña Francisca, que ardía en deseos de que la

oyesen leer.

––Parta pues tía –le dijo Agustín.

! [112] Doña Francisca, con voz afectada y acento sentimental, leyó: […] Al concluir esta

lectura Emilio Mendoza dirigió una lánguida mirada a Leonor como diciéndola: «Usted

es la diosa de mi inspiración».

––¿Y en cuánto tiempo ha hecho usted estos versos? –le dijo Francisca.

––Esta mañana los he concluido –contestó Mendoza con afectada modestia,

cuidándose muy bien de decir que sólo había tenido el trabajo de copiarlos de una

composición del poeta español Campoamor, entonces poco conocido en .

––Aquí hay algo de prosa –dijo doña Francisca. […] Continuó por algún tiempo doña

Francisca hojeando el libro, en cuyas páginas, llenas de frases vacías o de estrofas que

concluían pidiendo un poco de amor a la dueña del álbum, ella se detenía con entusiasmo.

––Si dejan a mi tía con el libro, es capaz de trasnochar –replicó Clemente Valencia.

Don Fidel dio la señal de retirada tomando su sombrero (30–32).

En concordancia con lo que subraya Concha en su nota introductoria, respecto de la representación intelectual de una época, se lee aquí el nulo interés por parte de la oligarquía en cuanto a la importancia de las disciplinas artísticas. La curiosidad de doña

Francisca es escarnecida, y al «autor» de los versos, cuando refiere su proceso creativo, no se lo describe sino simulando con desfachatez un plagio que remite, por la duración con que presume haberlo cometido, al automatismo que ya se observara en observaciones anteriores.

Como en varias de las novelas románticas que aquí se compendian, en Martín Rivas la circulación de correspondencia es habitual y decisiva para la trama, además de que la enmarcan diálogos imperiosos entre emisores, recaderos y destinatarios, sin que se pase por focalizar con detenimiento su redacción, tan abundante y tan sesgadamente aludida.

! [113] Esta peculiar economía de no mostrar, o de mostrar en ínfima medida, a los interlocutores trabajando con las palabras de las que irremisiblemente dependen, se perpetúa como un rasgo preestablecido del género romántico. Una de las pautas canónicas, acaso inconscientemente adoptada por los novelistas de este periodo, consiste en no ocuparse con minuciosidad de los entresijos de una poética con apariencias repentistas, en tanto lo importante para la narración estriba en otorgarle al lector el placer invasivo de escudriñar cartas privadas sin aburrirlo con los preámbulos y maneras en que fueron concebidas.

El automatismo y facilidad con que los personajes redactan parece no equivaler a los contenidos, si no siempre poéticos, sobrecargados de sentimentalismo, precipitación y drama. Inquieta la instantaneidad con que se alcanzan ciertos niveles de expresión y de fluidez pese a que al personaje que escribe lo devaste la zozobra o el infortunio. En lo que respecta a dicha premura, ésta es sobresaliente en el «Capítulo XLII»:

El criado del zaguán llevó la carta a Martín, que se encontraba en el escritorio de

Dámaso.

Martín abrió la carta y leyó lo que sigue, después de la fecha […] Martín leyó dos

veces esta carta, sin adivinar que la sencilla naturalidad de sus frases, escritas con

intenciones que encontrarán más tarde su explicación, encerraba un mundo de tímidas

esperanzas.

Llamó al criado después de la segunda lectura.

––¿Quién trajo esta carta? –le preguntó.

––Una niña que dijo que volvería por la contesta –respondió el sirviente.

[…]

––Bueno, ahora te adré la contestación –dijo Martín.

! [114] El criado salió de la pieza y Rivas escribió lo siguiente […] Cerró Martín esta carta y

la dio al criado, con encargo de entregarla a la persona que debía venir por ella (243).

Del polifónico novelista español Benito Pérez Galdós se consignan dos ejemplos, el primero acorde a la cronología estricta que respeta este apartado, y el segundo inevitablemente extemporáneo (después del cual se retornará sin embargo a la ruta hasta ahora un tanto desarticulada).

I) La fontana de oro (1872) es la opera prima galdosiana cuya ambigüedad genérica es indicada por el autor en los párrafos introductorios, que advierten que el texto por venir relata «hechos históricos o novelescos». El tratamiento escritural, por lo demás, no dista en esencia de los ya clasificados, pues su representación ficticia se ciñe al formalismo de una rápida correspondencia, como queda demostrado en el «Capítulo VII», sugerentemente intitulado «La voz interior»:

El abuelo consultó con el ex–abate la resolución de Lázaro, y este opinó que se debía

escribir al tío. El viejo tomó la pluma y con vacilante mano trazó esta carta, que recibió el

realista pocos días después […] Pasaron tres meses sin que don Elías contestara. Al fin

contestó, advirtiendo que esperara un poco; que avisaría si podía venir o no. Un mes

después escribió de nuevo, llamando a Lázaro a su lado, y añadiendo que de su

comportamiento y disposiciones dependía el que hiciera fortuna (69–70).

II) El segundo de los ejemplos galdosianos acontece en el «Capítulo XVI» de Tristana

(1892), en el cual la heroína, temporalmente separada de Horacio Díaz––con quien a fin

! [115] de cuentas terminará no casándose––repasa las misivas que su amor platónico le ha hecho llegar:

La primera carta le consoló en su soledad; no podían faltar en ella ausencias dulcísimas ni

aquello tan sobado de nessun maggior dolore... ni los términos del vocabulario formado

en las continuas charlas de amor. Habían convenido en escribirse dos cartitas por semana,

y resultaba carta todos los días diariamente, según decía Tristana. Si las de él ardían, las

de ella quemaban. Véase la clase:

De él a ella:

[…]

De ella a él:

[…]

¡Y cuando el tren traía y llevaba todo este cargamento de sentimentalismo, no se

inflamaban los ejes del coche–correo ni se disparaba la locomotora, como corcel en cuyos

ijares aplicaran espuelas calentadas al rojo! Tantos ardores permanecían latentes en el

papelito en que estaban escritos (136–139).

De nueva cuenta se superponen al proceso escritural, a su detallada elaboración, los hipotéticos efectos que dicho proceso ocasionaría, y que son en Tristana semejantes al del llanto inducido en los lectores de María. Pérez Galdós, para transmitir, desfasándola, la exaltación y la viveza con que fueran escritas las esquelas entre Horacio y su amada, insinúa la probable ignición de los ejes del coche–correo que las transporta, o la velocidad anormal de una locomotora azuzada por el ardor incontenible que ha impreso la tinta en el papel luego de un procedimiento de composición que no es anecdóticamente discutido.

! [116] Más adelante, en el «Capítulo XVII», una línea intenta evocar las transformaciones anímicas que operan en Tristana mientras compone sus cartas; transformaciones de las que no se habla debido a que el entrecomillado previsible, que devele cuanto antes lo que se escribe, resulta mucho más sustancial para la trama:

Tan voluble y extremosa era en sus impresiones la señorita de Reluz, que fácilmente

pasaba del júbilo desenfrenado y epiléptico a una desesperación lúgubre. He aquí la

muestra:

«Caro bene, mio diletto, ¿es verdad que me quieres tanto y que en tanto me estimas?

Pues a mí me da por dudar que sea verdad tanta belleza. Dime: ¿existes tú, o no eres más

que un fantasma vano, obra de la fiebre, de esta ilusión de lo hermoso y de lo grande que

me trastorna? Hazme el favor de echar para acá una carta fuera de abono, o un telegrama

que diga: Existo. Firmado, señó Juan... Soy tan feliz, que a veces paréceme que vivo

suspendida en el aire, que mis pies no tocan la tierra, que huelo la eternidad y respiro el

airecillo que sopla más allá del sol. No duermo. ¡Ni qué falta me hace dormir!... más

quiero pasarme toda la noche pensando que te gusto, y contando los minutos que faltan

para ver tu jeta preciosa» (139–140).

La expresión alambicada fácilmente pasaba del júbilo desenfrenado y epiléptico a una desesperación lúgubre alude a complejos matices temperamentales y progresivos que el lector debe inferir, afectando profundamente a la protagonista, sólo a partir de una muestra de lo que Tristana vierte en el papel. Pérez Galdós apela, entonces, a la transmisión de las emociones que influenciaron a Tristana mientras escribía, ello mediante la demostración fragmentaria de su discurso, desde el que casi pudieran

! [117] entreverse los desasosiegos que la atribularon al redactarlo. Detrás de lo grande que me trastorna obra una fuerza de ímpetu enunciativo que no se le depara al lector.

Memorias de un impostor, Don Guillén de Lampart, rey de México (1872) es la última de las novelas del polígrafo mexicano Vicente Riva Palacio, quien a decir de Emmanuel

Carballo es el «creador de la novela de ambiente colonial» y

se documenta primero escrupulosamente para escribir sus novelas y, después, supedita la

historia a la literatura, lo certificado a lo verosímil. De este entrecruzamiento de verdad y

ficción surge un tipo de obra en que se entrelazan y confunden la novela histórica y la

novela de aventuras (Historia de las letras mexicanas en el siglo XIX 69–70).

Castro Leal, en el exordio a la novela que antecede la edición de Porrúa en 1976, elogia la selección de un «personaje real, tan curioso e interesante», al que

agrega Riva Palacio algunos rasgos (su fatal «donjuanismo») que enriquecen la

psicología del impostor; pero a partir del momento en que éste es aprehendido, la realidad

se impone a la ficción y la novela se apega tan fielmente al proceso inquisitorial que el

autor reproduce íntegramente uno de los «pasquines» y la sentencia final dictada contra el

33 irlandés (Memorias de un impostor X).

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 33 Personaje inasible a cualquier definición simplificada que intentara resumir cabalmente su biografía, pletórica de alteridades, se transcriben de la síntesis de Leal algunos rasgos medulares de la personalidad del quimérico Guillén de Lampart: «Se hacía descender de nobles irlandeses, cuando no sugería ser hijo bastardo del rey Felipe III de España; muy joven había tenido que salir de Londres amenazado de muerte por el rey Carlos I de Inglaterra, contra quien había escrito; antes de llegar a Francia lo apresaron piratas, y a poco fue electo por ellos como capitán de sus cuatro navíos (…) En México se dio bien pronto cuenta de que el poder del rey de España sobre la Colonia descansaba en bases muy endebles […] Los planes para levantarse con la tierra (…) los comunicó Guillén de Lampart al capitán Felipe Méndez y éste los denunció

! [118] Si bien una de las cualidades más sobresalientes y sugestivas de Lampart es su destreza indiscutible con la palabra tanto oral como escrita, al grado de haberse desempeñado en

México como maestro de lecciones de gramática latina de los hijos del Escribano del

Cabildo, las Memorias de Riva Palacio no muestran a su héroe redactándolas, y son aquéllas más bien un regular seguimiento novelesco al calce de la vida insólita de

Guillén, configurado en tercera persona.

El «Prólogo del autor» expone precisamente las razones que interesaron a Riva

Palacio en Lampart como ente de ficción; razones entre las que destaca por supuesto su acceso al proceso inquisitorial con que el Santo Oficio condenó al irlandés a la hoguera:

Buscaba yo no sé qué, porque yo mismo no me lo explico nunca, algo de nuevo, algo de

maravilloso, sin conocer quizá las cosas más comunes, y expuesto como el astrónomo

que por mirar al cielo cayó a un pozo, cuando encontré un muy voluminoso proceso

seguido contra «don Guillén de Lampart», por astrólogo, sedicioso, hereje, etc. Devoré

sus páginas con ansiedad, porque aquella era la historia que yo buscaba hacía tanto

tiempo (XIV).

En el «Libro tercero. Diez y siete años en la Inquisición», particularmente en el capítulo

«IV. La historia de don Guillén contada por él mismo», Riva Palacio apronta una apostilla entre paréntesis en que fugazmente se muestra como autor del relato que a punto está de parafrasear, fragmentario, basándose en las declaraciones que Diego Pinto hizo a los

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! al Santo Oficio el 16 de octubre de 1642 (…) Ocho años pasa en la prisión y al fin logra escapar el 25 de diciembre de 1650; días después es capturado, vuelve a las cárceles de la Inquisición y es quemado vivo en el famoso auto del 19 de noviembre de 1659» (Memorias de un impostor IX–X).

! [119] inquisidores en calidad de compañero de celda y cómplice de confianza de Lampart, previo a su escape de las mazmorras:

(Cualquiera creerá que la historia de Don Guillén que vamos á poner en su boca, sea una

ficción novelesca, porque así parece según lo fantástico de ella; pero podemos asegurar

que aunque con distinta redacción, es en los hechos la misma que él refirió á Diego Pinto,

y que consta en la declaración de éste, en el proceso de Don Guillén.

Opinaron los inquisidores que toda esa historia era un tejido de mentiras y falsedades

inventadas por Don Guillén; pero como nada prueba que la historia fuera lo que pensaban

los inquisidores, y verdad como sostenía Don Guillén, el autor de este libro no se atreve á

inclinarse ni á una ni á otra opinion, y pone aquí la historia de Don Guillén como él la

refirió.) (360–361)

Y más adelante, Riva Palacio aclara: «Por no fastidiar más á los lectores, he procurado compendiar, hasta hacerla sobrado diminuta, la historia que de su vida refirió Don

Guillén, y que consta pormenorizada en su proceso» (401).

Los itinerarios escriturales en que se sustenta la novela de Riva Palacio oscilan entre la síntesis y la fabulación lacónica, sin que los intermedios de creación que las interconectan sean develados. Por otro lado, varios aspectos de la vida de Guillén son recreados con una hiperbolizada preferencia en mostrarlo como un conquistador de mujeres antes que como un filósofo, anarquista, y, sobre todo, como el polémico autor de los 918 Salmos en latín que a su vez controvertiblemente se le atribuyen. El personaje escritor que Riva Palacio ha elegido para su obra, deja de inmediato de serlo para

únicamente cumplir con los presupuestos del arquetipo romántico y desempeñarse

! [120] siguiendo el guión convencional del fatal donjuanismo aplaudido—o deplorado—por

Castro Leal. El intercambio de recados y esquelas entre los pretendientes Guillén y

Malcampo, rival éste último del héroe que también ama a Doña Juana, se lleva a efecto de manera lo mismo automatizada.

Hay por lo tanto una sujeción del proceso escritural al desarrollo de la trama, para no entorpecerla o fastidiar al lector con pormenores de menor relevancia. Así por ejemplo, desde el capítulo «VII. Preparativos para la fuga», hasta el «IX. Continuación del anterior», lo que importa es recrear los artificios de Lampart y Diego Pinto para consumar la escapatoria, sin que se interpongan a la anécdota los detalles de lo que mientras tanto escribía Lampart:

Su amor propio le aconsejaba que no perdiese aquella ocasión para probar que él había

tenido bastante inteligencia y bastante audacia para huir de la Inquisición, cosa que en

aquellos tiempos pasaba por casi fabulosa.

La fuga sin aquel aliciente, no llenaba completamente el ánimo de Don Guillén.

Fijo en ese pensamiento, se puso á escribir unos grandes carteles que pensaba fijar la

misma noche de su salida de la cárcel en los principales lugares de la población.

En ellos desafiaba á los inquisidores, y les insultaba terriblemente.

Además, escribió una larga carta al virey, denunciándole cuanto pasaba en la

Inquisición.

En estos escritos se nota algo del pensamiento extraviado de un hombre próximo á

perder el juicio (425).

! [121] Nada más que frases transitivas muestran el presente escritural, de por sí dramático, de

Lampart; presente que Riva Palacio despacha con inmediatez: fijo en ese pensamiento se puso á escribir, escribió una larga carta. Una oración que a punto está de develar el proceso creativo del irlandés, deviene sin embargo su propio ocultamiento: en estos escritos se nota algo del pensamiento extraviado. Riva Palacio, que accede a los profusos archivos procesales mientras urde su novela, intuye requiebros mentales que al lector, por lo pronto, se le vedan.

El capítulo «XI. En libertad», vuelve a remitirse a la escritura de Lampart:

…sacando de la bolsa dos papeles de los que había escrito en el calabozo, fijó el uno en

la puerta de la Catedral y el otro en la esquina de Palacio, que se llamó por tanto tiempo

Esquina de Provincia.

Hay en estos carteles, que fueron arrancados de allí y entregados a la Inquisición, y

que se conservan originales en el proceso, mucho que indica que la razon de Don Guillén

vacilaba, pues hay en esos escritos, sumamente largos por cierto, una mezcla de sabiduría

y de puerilidad, de verdad y de impostura, que asombra.

Son, sin embargo, documentos terribles, y no podemos menos que copiar aunque sea

el siguiente (442–443).

Sigue a este fragmento una larga transcripción que evidencia un prurito llamativo: Riva

Palacio no muestra escribiendo a Lampart, o lo muestra escrbiendo sólo en frases transitivas, indirectas; lo que sí muestra es el material que su héroe redactara, juzgándolo por lo demás una obra demencial: «Como este papel y poco más ó menos extensos fueron

! [122] los otros que Don Guillén fijó en las esquinas de algunas calles, y el que envió al virey; y como se ve, el cerebro de aquel hombre comenzaba ya trastornarse» (449).

Es mínima la muestra de los papeles lampartianos. El lector sólo coteja aquellos que medianamente comprueben la hipótesis de Riva Palacio de que Guillén enloquecía. Es casi suprimida la caracterización de Lampart como escritor. Los carteles en que exponía, execrándolas, las corruptelas y herejías del clero, enardecen a los implicados y una vez puesto tras las rejas de nueva cuenta, una segunda escapatoria le será imposible.

Riva Palacio renuncia a la exploración de los procesos escriturales de Guillén y hacia el «Apéndice», que sigue al episodio de la quema de aquél en la hoguera, opta nuevamente por una extensa transcripción íntegra, ahora de la «Sentencia y ejecución de

Don Guillén de Lampart, copiadas del proceso original».

La Regenta (1885), de Leopoldo Alas Clarín, es una «muestra feliz del Naturalismo restaurado, reintegrado en la calidad y ser de su origen», según palabras de Benito Pérez

34 Galdós (La Regenta VI). La novela no carece, después de todo, de otros atributos de modelos precedentes. «Picaresca en cierto modo»––la categorización también es de Pérez

Galdós––, su incidencia en la representación de la escritura es casi imperceptible. Aquí uno de los pasajes finales de la novela que lo prueban, en un par de frases transitivas que se copian en cursiva, y que no dan pie a exceder un énfasis innecesario: !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 34 Respecto de las particularidades genéricas de transición y homogeneidad que caracterizan La Regenta, el artículo de Vladimir Karanović es harto ilustrativo: «La Regenta de Leopoldo Alas Clarín entre el realismo y el naturalismo» (2011). En él, el autor húngaro asevera: «Teniendo en cuenta la existencia de tres términos relevantes en cuanto a la realidad y la novela española del siglo XIX, podemos señalar la división entre el costumbrismo tradicionalista (lo típico), el realismo (generación de Alarcón, Valera y Pereda), y el naturalismo español. El realismo y el naturalismo se diferencian especialmente en el concepto de “realidad”. Como destaca Martínez Torrón [se refiere al artículo «El naturalismo en La Regenta», 1982] “para el realismo se trata de una realidad idealizada, matizada por el autor; se trata de una apariencia de la realidad. Para el naturalismo se trata de una realidad que se pretende objetiva, que debe mostrarse en toda su exactitud científica e impersonal, sin amañarla hacia un desenlace prefijado» (3).!!

! [123] Mientras hablaba el canónigo, revolvía yo en el magín los medios de echar la vista

encima a aquella carta, presa bajo su brazo. Al fin me ocurrió un expediente.

––Señor don Vicente –le dije–, ¿quiere usted hacerme el favor de permitirme que

copie ese suelto para mandarlo a mis padres? Deme usted un retacillo cualquiera de

papel.

El canónigo alzó el codo... pero fue para asir la carta, partirla en dos mitades, darme la

blanca y guardar bonitamente la escrita en el balde de cuero que ante sí tenía. Nada pude

pescar; copié el suelto, y después de otro rato de plática con don Vicente, en que

hablamos de política, comentando las noticias de sensación que en aquella agitada época

abundaban, me despedí.

Pascual López: autobiografía de un estudiante de medicina (1879), y Memorias de un solterón (1896), de la también española Emilia Pardo Bazán35, presentan en el «Prólogo» otra variación a la captatio benevolentiae, tan cara a los novelistas aquí antologados:

Un riesgo corre asimismo, en mi entender, quien decora con fachada opulenta pobre

choza; y es que la proporción y gallardía de aquélla pongan de manifiesto la mezquindad

y miseria de ésta. ¡Cuántas veces ocurre comprar un libro, y leído con deleite el prólogo,

arrojar con enfado el resto, que por comparación resulta insufrible! […] En vista de todo

lo ya apuntado, consideré que no teniendo Pascual López mayores ínfulas que de novela

sencilla y más o menos entretenida.

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 35 Quien junto con el ya mencionado Leopoldo Alas Clarín y Armando Palacio Valdés––de cuya novela se habla en el siguiente bloque––forma parte de la llamada «segunda generación de realistas españoles».

! [124] La obra de Pardo Bazán remite al recurso de manuscrito recobrado y de deuda saldada con satisfacción explícita que caracterizan a su vez el íncipit de María: «Agradome la tarea de pergeñar y dar forma a las sueltas hojas del diario de Pascual López».

Por lo que toca a la representación escritural, en el «Capítulo V» el protagonista y presunto autobiógrafo hace una pausa de recapitulación para muy sucintamente reparar en algunos aspectos que han intervenido en el discurso que hilvana:

Tan vulgar va siendo mi odisea, y tan insignificante su argumento, que omitiera

escribirla, si no lo creyese indispensable para mejor inteligencia de los acontecimientos

que seguirán, y si a la vez no experimentase yo cierto deleite en recordar escenas triviales

y comunes, pero muy gratas para mi corazón y muy presentes a mi memoria. Desde ahora

empieza el relato de hechos que al principio eran solamente singulares, mas después se

tiñeron de color fantástico muy subido, hasta rematar en increíbles. Procuraré narrarlos

como si nada de extraño hubiese en ellos, y manifestando el menor asombro posible: por

este medio, acaso el lector les dará más fácilmente asenso y no me motejará de embustero

ni de exagerado.

Nuevamente, las referencias más directas a la escritura son aquí suplantadas por el acento del narrador no en lo que ha escrito o escribe sino en lo que recuerda que le ocurrió mientras escribía, como aquel cierto deleite que le provocara la rememoración de pretéritos sucesos. Asimismo, se establece una suerte de juramento respecto de cómo habrá de narrar Pascual en lo sucesivo, respetando la regla de expresarse desde el menor asombro posible para merecer por parte de su receptor un asenso gracias al que no se lo juzgará embustero ni exagerado. Su crónica, sin embargo, dificultará que la

! [125] cumplimentación de tales propuestas sea plenamente visible al lector, pues si bien

Pascual procurará, como anota, narrar como si nada hubiese de extraño, las oraciones que vaya ensamblando ocultarán las oscilaciones que equilibren tal actitud pretendidamente impertérrita.

Tanto en los fragmentos de Pardo Bazán como en los de Pérez Galdós aquí anotados, ocurre una colocación repentina del escritor o autobiógrafo en un punto en que cavila fugazmente sobre lo que desde la primera palabra ha venido haciendo frente al lector, a saber, escribir, aunque sin mostrarse abierta, indirectamente haciéndolo, desde una perspectiva que permita a ese lector hallarlo. La escritura, representada como un acto dado, como cualquiera otro dentro de los ámbitos de la ficción, se origina en una pulsión así explicada por el artículo de Ignacio–Javier López «Representación y escritura diferente en La desheredada de Galdós» (1988): «La idea del arte como una disciplina autoperpetuadora ya fue enunciada por Ortega y Gasset quien, considerando en Adán en el Paraíso las diferencias que existen entre los distintos géneros literarios, destaca la autoperpetuación como elemento singularizador» (459). Otra paradoja que esta tesis y los ejemplos adelantados intentan destacar consiste en que dicha «autoperpetuación», al ocurrir dentro de la literatura, invisibiliza la escritura desde la que se conforma y desde la que es identificada como disciplina. López arguye, quizá con mayor eficacia, este punto:

…mientras que el autor realista afirma acercarse a la realidad, el realismo en tanto que

escuela literaria resulta de un incremento de la distancia, aspecto que ilustra el mismo

estudio de Levin36 al considerar la novela realista en su oposición a lo que en inglés se

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 36 Se refiere a la teoría del empirismo que vincula la palabra literaria con el hecho objetivo, y uno de cuyos máximos exponentes es el crítico estadounidense Harry Levin. López parafrasea, en concreto, el texto El

! [126] denomina romance (…) y que aquí llamaremos novela idealista a falta de mejor término

(460).

Es decir: los personajes descritos escribiendo, y descritos con una intención de parecer reales mientras lo hacen, lo que transmiten es un distanciamiento con la realidad pretendida y por lo tanto sus actos, entre ellos la escritura, escapan involuntariamente a una satisfactoria representación que esté de acuerdo a los códigos del género que los predeterminan. Los motivos que abonarían al aumento de dicha distancia serían, en el caso del romanticismo, los elementos de sentimentalismo exacerbado aquí interpretados, los cuales más que robustecer la escritura, tornándola más real, desaparecen su rastro e, irónicamente, la subjetivizan.

La calandria (1890), de Rafael Delgado, a decir del sabio mexicano Salvador Cruz y de acuerdo con el juicio de Mariano Azuela, «resultó (…) la primera novela moderna de

México» (La calandria XVI), y está permeada de romanticismo en un sentido de derivación formal, siendo antes concebida como un texto de poesía: «Delgado disponía

[demuestra Cruz en su estudio introductorio] sus primitivas impresiones poéticas como elementos para futuras construcciones en prosa; repetimos: del boceto al cuento y de ahí a la novela, en afortunada sucesión» (XVIII).

La progresión implicada en esta evolución interdisciplinaria presupone un proceso de quehacer escritural que a continuación se verá qué tanto regula las incidencias de la primera novela de Delgado en el tópico de la representación de un personaje creando. De

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! realismo francés (1974), a fin de abundar en la problemática de la representación en la literatura como tema nodal de su artículo.

! [127] entrada, dicha progresión estilística parecería escurridiza, en tanto lo que Cruz llama

«lisura del lenguaje» en Delgado no dejaría entrever sus intersticios primigenios, o no de manera tan directa, en tanto su prosa «no es labor de taracea, de marquetería, sino espontaneidad» (XXVI).

Espontaneidad que se traduciría en todo caso, y ya en el terreno anecdótico de La

Calandria, en referencias en que Delgado proyecta un acto escritural instantáneo que no difiere del consabido automatismo entre remitente y destinatario, cautivados uno por el otro. Se acopian a continuación algunas evidencias.

En el «Capítulo XXXVI», Carmen, luego de recibir una vez más los piropos de Alberto, a quien no ama, decide que confesará a Gabriel, el ebanista, sus verdaderos sentimientos:

Esta noche, cuando todos estén recogidos, le escribiré a Gabriel una carta. Si yo supiera

escribir y redactar como Malenita. No importa: le diré lo que siento y eso basta. Él no

verá más que el cariño que le tengo. ¡Vale que tampoco él escribe bien!

Efectivamente. Esa noche, al volver de la iglesia, fue a la recámara del cura, sacó del

cajón de la mesa un pliego de papel, le pidió al monaguillo tintero y pluma, y con el

mayor cuidado escribió una carta.

¡Pobre Carmen! Puso en aquella carta su alma, su vida. No sólo decía al ebanista que

le amaba, que le adoraba, sino que después de recordarle que sólo a su lado había vivido

dichosa, le contaba, una vez más, y del modo más sencillo y conmovedor, la triste

historia de su vida […] Le pedía perdón, evocando el dulce recuerdo de mejores días, de

aquel tiempo en que Gabriel, tierno y enamorado––así, a la letra lo decía––, gustaba de

verse en los ojos de su amada como en un espejo. Y para concluir, con todo el de

una pasión profunda, con toda la expresión de un alma enamorada hasta el delirio, con la

ternura dolorida de los desheredados de la suerte, de los desgraciados y de los infelices

! [128] (…) con la elocuencia admirable y sencilla de los pobres (…) le pedía perdón […] La

carta estaba empapada en lágrimas, si así puede decirse de la que ha sido escrita por una

joven tan dolorida como Carmen, la cual puso en ella la suprema y última esperanza de

su vida (133–134).

Por principio de cuentas, todo el fragmento encumbra en general la sencillez y el desafuero sentimental como valores estéticos infalibles merced a los cuales los defectos no correrán el riesgo de serle incriminados al amante que se declara. Fernández de

Lizardi, en El Periquillo, había hecho sentenciar a su protagonista que «la mejor elocuencia es la que más persuade». En el caso de La calandria, tal elocuencia reside en la naturalidad y la transparencia de las intenciones. Así, el estremecimiento amoroso debe otra vez prevalecer por sobre las asumidas deficiencias––que no se detallan por cierto, mientras se las concibe––de lo textual.

El fragmento citado, además, es toda una perífrasis emocional que remite al acto escritural y que lo desnuda indirectamente. Hay vagas nociones intuitivas que atañen al estilo, primero por parte Carmen––el cariño borrará los errores ante los ojos de un lector tampoco muy diestro al momento de escribir––, y luego por parte del narrador, quien intenta traslucir, con hipérboles, el trasfondo del que provienen los párrafos de Carmen que interviene: fuego de pasión profunda, alma enamorada hasta el delirio, ternura dolorida de los desheredados de la suerte. De todo lo que las anteriores exaltaciones produjeron ofrece apenas, original, una línea, indicando al lector que la está copiando textual, o «a la letra»: gustaba de verse en los ojos de su amada como en un espejo; línea después de la cual el narrador nuevamente se superpone a la sintaxis de Carmen para

! [129] insistir en que, como era de esperarse, a la carta terminada se la unge con las lágrimas que intensificarán todavía más su cuantía y su fatalismo.

Los malentendidos entre Carmen y Gabriel, así como de varios de los personajes secundarios, se fundamentan, de nueva cuenta, en una constante reciprocidad epistolar que muy pocas veces es desentrañada más allá de su inclusión superficial. Carmen y el ebanista Gabriel infatigablemente se leen y se responden. Delgado recurre a la enumeración de emociones límite para aproximar al lector a los procesos escriturales que a pesar de estar relacionados con sentimientos desaforados se plasman sin mayores dificultades técnicas.

En consonancia con lo anterior, el ebanista, en el «Capítulo XXXVII», responde una carta con acidez sorpresiva. No se lo ve escribirla, sino que sólo externa su voluntad de hacerlo, comunicando a su madre: «Contestaré esta noche, y en la carta le diré lo que la otra vez no quise decir… ¡Lo que debo decir! –Y dio la vuelta, y se fue derecho al cuarto de Salomé» (135). En el siguiente capítulo los fragmentos de la carta, íntegros, los aprecia el lector a través de la lectura de Carmen, y es así como algunos de los detalles de la composición, a posteriori, son filtrados:

Me duele el corazón al escribir todo esto; me da pena que creas que quiero ofenderte,

porque al fin te he querido mucho (el ebanista estuvo a punto de poner aquí: te quiero) te

he amado con toditita mi alma, pero eso te mereces ahoy […] La primera impresión que

recibió la joven al leer aquella carta, dura, cruel, dictada por la cólera, inspirada por los

celos, a la vez que delatora de un amor inmenso, fue de profunda pena, de terrible dolor

(140).

! [130] Se leen hasta después, trastocadas ya por la prosa y las murmuraciones de la amante, las emociones escarmentadas por el autor de la carta, y así se asiste medianamente a las fases que la originaron. Delgado propone, muy acorde a la sensibilidad finisecular, sentimientos opresivos como raíz escritural, sin que se lea el mecanismo paulatino, el transcurso que muta tales sentimientos incontenibles en palabras. Con todo, semejante alquimia es aquí al menos brevemente atisbada, en un paréntesis notable que la narrativa del futuro, ya un tanto más próxima a este ejemplo, abrirá hasta longitudes impensadas:

«(el ebanista estuvo a punto de poner aquí: te quiero)».

La monumental Los bandidos del Río Frío (1891), del «Ingenio de la Corte» Manuel

Payno, es juzgada por éste en el «Prólogo» como «un ensayo de novela naturalista, que no pasará de los límites de la decencia, de la moral y de las conveniencias sociales, y que sin temor podrá ser leída aun por las personas más medidas y timoratas» (Los bandidos

10).

Emmanuel Carballo, en su Historia ya previamente consultada, la clasifica como

una obra sencilla para lectores sencillos, que aspiran a entretenerse dentro del marco

estrecho de sus hábitos y prejuicios (…) Basada en una causa penal célebre, pinta el

México de mediados del siglo XIX (…) Típica novela de folletín, apela a los trucos más

efectistas (robos, asesinatos, amores, corrupción, sucesos imprevistos y prodigiosos) para

conseguir que el lector no abandone la lectura: y cuando lo consigue, Payno aprovecha la

coyuntura para dar clases de historia, de geografía, de economía, de política, de

gastronomía, de música y de otras disciplinas (53).

! [131] Críticamente inagotable por la ramificada cantidad de cuadros costumbristas que abarca y por la vastedad de matices de la sociedad mexicana emergente, primogénita de los movimientos independentistas, Los bandidos presenta en su «Capítulo XLII. Poesías del licenciado Lamparilla», a uno de los más entrañables personajes de la novela y a su enamorada Cecilia conversando sobre la secreta afición de aquél. El episodio, cuyo halo romántico no malogran la desmesura o la cursilería, remite un poco a lo que ocurre en

Martín Rivas cuando el personaje y poeta falaz Emilio Mendoza confiesa la procedencia de sus versos. La manera en que Lamparilla se decidirá por escribir, sirve además para dotarlo de una profundidad psicológica impredecible, de la que carece la mayoría de aquellos personajes que lo anteceden, al menos en su siglo, y a los cuales ya sólo se asemeja por ironizarlos:

Continuemos nuestra conversación y déjame contarte que es tan cierto que nada más

pienso en ti, que hasta te he hecho unos versos.

––¿Seguidillas, peteneras ó de jarabe, Sr. Licenciado? –le preguntó Cecilia con

ingenuidad.

––Nada de eso; versos para tí, de lo que nos pasó á los dos y de la traición de ese

lépero de San Justo.

––Eso sí que estará bueno –dijo Cecilia con mucha alegría arrimando su silla y

acercando su cara junto á Lamparilla, que sacaba de su bolsillo un papel.

––Figúrate que en mi vida he podido hacer un verso, ni de muchacho cuando estaba en

el colegio; casi todos los muchachos hacen versos y se vuelven poetas en vez de médicos

o abogados; pero yo ni por ese ejemplo, sólo un condiscípulo mío, el juez Bedolla, era

más bruto que yo. Como te iba diciendo, quería hacerte un verso, pero como no podía, me

fuí á ver a un amigo, que es un poeta que se llama Rodríguez, para que me hiciera un

! [132] verso dándole un asunto; pero, además de que su tío Galván, que no tiene más gracia que

publicar el calendario que le hacen cada año, me recibió con una cara de herrero mal

pagado, estaba ocupado en su comedia de Muñoz.

[…]

––Pues, como te decía, Rodríguez no me quiso hacer el verso, entonces busqué a

Guillermo; ya lo conoces tú, te suele comprar fruta y te ha de haber echado tus

requiebros, pues es zalamero y enamorado hasta no más.

[…]

––Sí, antes de almorzar quiero leerte mis versos; pero te acabaré de contar. Guillermo,

que es como mi hermano y nos tratamos de hermanos (…) me dijo que iba á hacer un

romance, y que sin decir nuestros nombres verdaderos nos sacaría á tí y á mí (…) En

cuanto le dije que quería un verso para tí, encendió su cigarro, se metió á su escritorio, y

no habían pasado quince minutos cuando salió con un papel con un verso escrito.

[…]

––¡Caramba! –dije–, esto no comienza mal; pero luego seguí y eran unos versos para

una muchacha á quien le da un horroroso mal de nervios. Guillermo se equivocó, y como

tiene tan revuelta su mesa, me dio esos versos en lugar de los que le rogué que me

hiciera. Volví a buscarlo (…) No tuvo remedio, me resolví yo mismo á hacerte los versos,

me he desvelado dos noches enteras y aquí los tienes; tendrán más mérito hechos por mí

y me lo agradecerás […] si te gustan, veré á un amigo, á Ocadis, que les componga una

música y la canción se llamara La Cecilia. Escucha (627–631).

Los quince minutos que tarda Guillermo en escribir, así como las dos noches enteras de la vigilia poética del licenciado Lamparilla, no ameritan profundizarse. Además de la ingeniosa dilatación que torna el surgimiento de la escritura un elemento de curiosidad

! [133] que habrá de exponerse a cuenta gotas, Payno confabula a una cierta colectividad azarosa circundando el suceso literario, y confronta éste con elementos mundanos en que otros agentes intervienen, como le ocurrirá al Brausen de Onetti al comenzar la invención de

Santa María a partir del encargo meramente laboral que le hace Stein, su jefe e incondicional cómplice de farra. El proceso escritural es aquí descrito como un trámite del que se huye con recelo y que al final de cuentas, aunque exitosamente, no puede sino ser emprendido por quien lo requiera, sin ser necesariamente escritor.

Las Rulfo y otros chismes del barrio, de Ángel Del Campo, serie de viñetas publicadas por el autor para El Liceo Mexicano y El Mundo Ilustrado entre 1890 y 1897, presenta al menos, y pese a su divergencia de género, una correlación de tratamiento temático que aquí se cita como cierre a las reflexiones sobre el XIX hispanoamericano. «En clase» es una pieza monologal en que el narrador divaga reposando en el recibidor de la casa de un antiguo notario. En espera de encontrarse con Lilí, y luego de memorizado un discurso con que intentará declarársele, se presenta a sí mismo como «un estudiante de dieciocho años, enamorado, algo poeta» quien «no podía encontrar sino frases pronunciadas con el acento tímido del dilettante platónico» (Las Rulfo 68).

En un abrupto cambio de plano espacio–temporal, el lector sabe que en realidad el enamorado de Lilí está en clase de gramática soñando con esperarla en la sala ya descrita.

Todo lo que se ha leído hasta esta trasposición no es sino la escritura clandestina, a escondidas, de un muchacho que no presta atención en el aula, abismado al elucubrar narraciones ficticias:

! [134] Apoyé mi frente en la papelera después de trazar las anteriores líneas, mi lápiz no tenía

punta y empecé a tajarlo; pero el chirrido de la navaja producía un detestable efecto en el

sistema nervioso, horriblemente excitable de mi maestro de latín, que a la sazón

explicaba los pretéritos y los supinos (71).

Como en las novelas del XVIII que recrearan la formación académica del protagonista con los menos afortunados resultados, el colegial de «En la clase», abstraído en su tarea de perfeccionar el discurso que dirá a Lilí––y que casi pronuncia en la escena imaginaria donde la espera––; el colegial, pues, es sorprendido por el catedrático, quien casualmente se topa con los enunciados en que se mofa de él, y que el lector también ha entrevisto:

Mi maestro, alto, flaco, seco, con palidez de misántropo, recorría con sus ojillos verdes, a

través de sus anteojos, las líneas de mi manuscrito, dejando vagar en sus labios una

sonrisa cáustica: ––¿Con que, me preguntó, con un tono burlesco y enseñándome sus

dientes incisivos, con que soy un viejo estúpido, eh? (…) yo le aseguro a Ud., hijito, que

la literatura no le dará de comer: pierda Ud., pierda el tiempo miserablemente, hace usted

bien (71).

La escritura, veta subjetiva, evade aquí al autor de un texto, como en María. Aunque luego, devuelto a la crudeza terrenal, se lo culpa ante los demás de propender a un sino de miseria inevitable, como en El Periquillo. El estudiante, tras abandonar el «calabozo» en que lo confinan como castigo por su atrevimiento, vuelve a evocar la sala del notario en que Lilí lo esperará, renunciando ya a la vocación literaria por la consecuencia punitiva que desatara su atrevimiento: «Entonces, como un fantasma, como la sombra de

! [135] Macbeth, evoqué un recuerdo, ¡el examen!, era el mes de Septiembre…, sentí el frío de la muerte. ¡Ah, el examen! El examen quita las ganas de escribir… punto final» (73).

Estas interrupciones––la aspiración idílica, la reconvención intrusa, la obligación escolar––son fundamentales para entender el posterior desenvolvimiento de García,

Brausen y de los realvisceralistas en conjunto, y sientan un precedente en que además las fronteras de la ficción urdiéndose en la mente del creador y aquello que lo rodea se funden de manera indisociable y complementaria. Como se verá que ocurre en ciertos capítulos de La vida breve, el héroe de Onetti pasa de las reflexiones anodinas sobre lo que lo circunda en su departamento de Buenos Aires, a aquello que comienza a ocurrir, imperceptible casi, en la Santa María que su imaginación acaso distraídamente funda, a cada rapto de evasión como el representado aquí por el narrador mexicano.

Para cerrar con más contundencia el módulo relativo a la novela de la segunda mitad del

XIX, sirva esta sumaria apreciación de Goic: «El romanticismo en la novela hispanoamericana se extiende por tres generaciones entre 1845 y 1889. Los cuarenta y cinco años de su vigencia constituyen un sector de la historia del género caracterizado por una concepción de la literatura como expresión de la sociedad» (Historia 47).

* * *

Giuseppe Bellini, en su artículo «La narrativa hispanoamericana: un balance hacia el nuevo siglo» (1999), asevera:

! [136] El siglo XX es el siglo en el cual la literatura de la América hispana presenta su máximo

florecimiento, encontrando por fin el reconocimiento internacional como entidad original,

sin rechazar, antes precisando más lo que debe a las otras literaturas, sobre todo europeas,

en primer lugar, y no podía ser de otra manera, a la literatura española, y en medida más

limitada, pero no menos determinante, a la literatura italiana, a la francesa, a la

anglosajona e Europa y Norteamérica (111).

Por su parte, John S. Brushwood, hacia el primer apartado de La novela hispanoamericana del siglo XX. Una vista panorámica (1984), titulado «La herencia

(1900–1915)», puntualiza:

Un repaso de principios de siglo puede crear la impresión falsa de serenidad si dejamos

que las generalizaciones oscurezcan los matices clarificadores. En el campo político, por

ejemplo, es engañosamente fácil fijarse en la estabilidad particular de ciertos regímenes

dictatoriales sin tomar en cuenta el estado general de fragilidad. En la literatura, el

periodo parece encontrar su expresión a través de dos modos: uno, modernismo,

soñadoramente idealista, ese arte por el arte, y el otro, las revelaciones prosaicas del

realismo y el naturalismo. En realidad estos dos tipos de escritura se relacionan más

estrechamente de lo que parece sugerir sus definiciones.

El realismo y el naturalismo corren paralelos y aun se unen en la novelística

hispanoamericana (17).

El último de los fragmentos indica que, en lo que concierne a los enfoques de este capítulo, las variaciones de configuración narrativa no serán demasiadas al menos en los albores inmediatos del periodo. A saber: a un personaje momentáneamente encarnando la

! [137] figura de escritor se lo representaría, en el naciente siglo, siguiendo más o menos los mismos mecanismos que en la fase inmediatamente anterior. Uniformidad que sin embargo verá trastocados sus más arraigados valores, como a continuación ilustra la bibliografía que se compendia.

Santa (1903)37, del mexicano Federico Gamboa, daría cuenta de una casi imperceptible alteración de tránsito entre los formalismos arrostrados de la novela decimonónica y la hibridez miscelánea que caracterizará, como anota Bellini párrafos arriba, los marcados contrastes que potencian hasta exploraciones insospechadas la narrativa del XX.

Brushwood abre precisamente con Santa su recuento retrospectivo y la estima, por tanto, «básicamente naturalista», aunque «las influencias modernistas le dan cierta cualidad––mejor dicho, cierta “dimensión”––que atrae a lectores que rechazarían o quedarían aburridos con Nana, por ejemplo. Asociaciones sugestivas trascienden las palabras» (23).

Otros comentarios a propósito de la estilística de Gamboa, externados por Brushwood, sirven aquí de preámbulo a la inclusión de un fragmento de su relato canónico:

Gamboa se vale frecuentemente de verbos y derivaciones de verbos para poner en

movimiento oraciones largas; las repeticiones o casi repeticiones de los mismos motivos,

palabra o familias de palabras crea un efecto rítmico; los símiles y las metáforas

contribuyen tanto al sonido lírico de la prosa como al sentido mismo (23). !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 37 Cuyas características más notorias coincidirían con «el propósito abiertamente maniqueísta (…) de las novelas de Gamboa, ese afán de parábola que en momentos se manifiesta en sus relatos con fines “constructivos” o “moralistas”»; afán que «quiere parecer la puesta en el texto del libro de principios naturalistas a lo Goncourt o a lo Zolá. Por desgracia, la realidad de México de aquel entonces era muy otra con respecto a Francia» (fragmento de la nota introductoria, anónima, de la edición de Grijalbo a partir de la que aquí se cita, y que data de 1979).

! [138] Si bien la dedicatoria a Jesús F. Contreras afirma que la historia es contada por la protagonista, Gamboa la narra completamente, en tercera persona, lo que proporciona no más que un vislumbre apenas tenue de un personaje que connota, sin asumirlo explícitamente dentro de la ficción, el oficio escritural.

Reaparece en esta novela la figura inoperante del secretario, a manera de un sucedáneo del inspector al que el torero Jarameño busca en el «Capítulo V» para aclarar ciertos sucesos que implican la salud de Santa y para conocer, sin admitirla por dolorosa, la verdad del ingreso de la joven en el hospital Morelos. Gamboa, si bien traza eficazmente a este personaje y la atmósfera lúgubre de la habitación privada a la que ingresa tras reconocer, por ser aficionado a la tauromaquia, al Jarameño, no lo muestra escribiendo:

…un sujeto pasablemente altanero y soñoliento, de edad inapreciable, barba sin afeitar,

bufanda de estambres al cuello, y adherida a la frente, para librarse del reflejo de las

ampolletas eléctricas, una de esa viseras de cartón que se sujetan con alambre y que usan

los relojeros, los grabadores y los enfermos de la vista. Leía un impreso […] La

habitación, mezquina; polvosa y sin alfombra; con una papelera en los medios, un

almanaque exfoliador en una de las paredes enjalbegadas, y, en otra, un mapa de las

demarcaciones en que la ciudad se encuentra seccionada por la policía. Encima de un

sofá austriaco, un Cura Hidalgo, de litografía, dentro de marco lamentable; en un rincón,

una especie de armario suspendido, con el registro telefónico en su interior, cuyas

brillanteces metálicas, diminutas ruedas dentadas, alambres y rótulos microscópicos:

«Inspección general», «Bomberos», «Gobierno del Distrito», dan al aparato apariencias

de reloj en compostura, sus timbres niquelados, destacándose, y la bocina enhiesta

! [139] simulando un gancho de percha que por olvido no se ha clavado en su lugar (Santa 157–

158).

Gamboa inserta a un secretario en la trama como un eslabón ni siquiera funcional, en términos de lo que sus apuntes pudieran proveer a la anécdota, en tanto el arribo de un herido de muerte a la inspección interrumpe la conversación que sostiene con el torero, obligándolo así a abandonar su despacho, lo que lo distancia por completo de los ámbitos en que pudiera ejercer su profesión, y desvaneciéndose acto seguido de la historia.

El Cabito (1909), del venezolano Pío Gil, satiriza lo que el autor califica en una nota preliminar, sin título, como «el último cesarismo de » (El Cabito 3). En la misma nota de prefacio se le da, sólo alusivamente, un valor de activismo a la prosa literaria, y se encomia a los autores que con el uso de su talento desafiaran el poder:

«Juvenal, Víctor Hugo, Montalvo, Vargas Vila, han rayado con sus plumas el rostro de los déspotas (…) ¡Hay que tener el valor de exhibir la vileza de los aduladores, aunque se produzca la náusea» (3).

Al tirano Cipriano Castro, «El Cabito», en el capítulo «XIII» se le atribuye públicamente una destreza narrativa que no se lo ve efectuar, y que tampoco lleva a cabo su anónimo secretario, cuya aparición es efímera––apenas un par de episodios––, y quien, a diferencia de algunos de los personajes análogos que aquí se han enlistado, deja de ser por cierto un asistente bufonesco para ir influenciando con mayor hondura en el arbitrio del déspota:

! [140] Los cortesanos entonces, precipitadamente, llenos de ansiedad, se levantaron de sus

asientos y rodearon la mesa, haciendo con sus cuerpos los mismos nerviosos

movimientos del jefe. Fueron seis carambolas seguidas, al fin de las cuales el Cabito

descansó con gran ruído el taco sobre el pavimento, mirándolos á todos con facultad. Los

cortesanos dejaron oir un marmullo de aprobación.

––Maneja el taco como maneja la pluma y como maneja la espada –dijo López Baralt,

el Metternich zuliano, con una voz profundamente diplomática, una voz un poco baja,

como para que no fuera oída por el Cabito, pero no tan baja que el Cabito no la oyera.

––¡Es genio en todo! –exclamó Efraín Rendiles.

––¡En todo! –apoyó el coro de los asalariados (275).

Otro personaje secundario, Florez, sobresale en el capítulo «XV». Gil lo sitúa «en lo que podríamos llamar la región lumbar de la Gobernación». (298). Florez, una más de las grotescas caricaturizaciones de la novela, semeja por momentos la figura del personaje que se dispone a escribir, si bien en el episodio que se citará fragmentariamente su

«actitud estética» no rebasa el atavismo de una pose:

Aquel señor estaba transformado, y practicaba con una gran gravedad el arte á que son

tan afectos todos nuestros funcionarios públicos: el de darse importancia.

Una veces se le veía absorto, en actitud oracular, delante del pliego de papel, sobre el

cual parecía que garrapateaba los augurios de la política; otras se levantaba para ir en

ademán de consulta á algunos de los escritorios de arriba; de cuando en cuando

atravesaba el salón, acomodándose el lápiz rojo sobre la oreja, trepaba el estrado, desierto

todavía, porque no había llegado el Gobernador ni el Secretario, hurgaba las gavetas, y

! [141] luego volvía á su asiento, trayendo en las manos algún pliego que leía cuidadosamente

mientras andaba, pues no dejaba de trabajar ni aun caminando. No tenía vagar (298–299).

La capacidad verdadera para escribir, ausente, sólo es asumida a manera de presunción y es motivo de crítica por parte de Gil, quien además recrudece la impostura y la pantomima de un tinterillo que parecía que garrapateaba. No poco del patetismo que irradian estos personajes––el Lamparilla de Payno, el secretario sombrío de Gamboa, y ahora Florez––prevalece, si bien ya circunscrito a un contexto de vanguardia literaria en emergencia, en El libro vacío. José García es la suma hiperbólica de los secretarios o aspirantes a escritores aquí antologados.

Grandeza (1910), de Tomás Carrasquilla, va dirigida a un «lector amable» en la nota prologal «Varias palabras», que reincide en los formulismos de la perenne captación de benevolencia:

…de tiempo atrás se me viene solicitando, ya de un modo, ya de otro, una novela (…)

Demasiado remiso me he mostrado a tales reclamaciones, no sólo por mi mucha y

cultivada pereza, y por el poco producto de estas labores (…) Adrede lo he escrito en

estilo llano, sencillo, casero, bastante pedestre, porque aspiro a ser entendido por lectores

ajenos a los enredos y tiquismiquis literarios (…) No tiene esta obra tesis ni tendencia

alguna; ni siquiera lo que se llama un concepto estético (Grandeza 5–6).

Llama inmediatamente la atención que la novela abra en el «Capítulo I» con el extracto de una carta de complicada elaboración, ajena por supuesto a la llaneza estipulada en el

! [142] prólogo. Luego, transcrita parcialmente la esquela, se alude en el párrafo que la sigue a los pormenores de su redacción, si bien se le ha ofrecido al lector ya preconcebida y su proceso de sintaxis no rebasa lo subrepticio:

«Es por varios títulos ilustre y por muchísimos gallarda. Sin que ella lo sospeche ni yo lo

procurase, se me ha mostrado siempre la veterana en las lides del suponer, heróica para

fingir grandes riquezas, tramoyista aguerrida en la escena elegante y lagarta sutilísima e

invencionera, lo mismo en las tablas que en la orquesta, lo mismo en la platea que en los

palcos».

Tál la dibuja, en carta íntima, alguien que la conoció como a sus manos (7).

Es de notar que pese a la conjugación por la que opta Carrasquilla––tal la dibuja––la carta pertenece ya a un pasado de construcción verbal inaccesible. El lector tramita el mensaje ya emitido desde un pretérito difuso. En cambio, el novelista otorga a ese pretérito un presente anecdótico––el de la escritura que dibuja, no que dibujó––; un presente hacia el que han ido encaminándose estos apuntes. La barroquizante descripción arriba transcrita de «María de la Cruz Samudio (alia Tutú) Marqueza de Grandeza», está a todas luces inserta en un presente al que se alude como finiquitado. Esta tesis, he de reiterar, focaliza un presente similar, de escritura fragmentariamente exhibida, y en el que el autor, el personaje principal escribiendo y el lector mismo asisten a la concepción de un discurso que simultáneamente los entrevera.

Carrasquilla, como se lee en el prólogo, hace guiños inmisericordes al gremio literario, y, a cierta altura de la historia, se mofa de la incipiente formación de los

! [143] escritores jóvenes de su país, aunque no los devele produciendo, en una pirueta metonímica emparentada con el humor coral de Los detectives salvajes:

Santiago ha entrado, al fin, en literatura, su tema favorito. Es un amateur consumado. Y

eso que ni el porte ni la forma se compadecen demasiado con estas elegancias del arte. Es

un zaporro aindiado, de piel aceitosa, constelada de espinillas, y una narices romas y

rubicundas; con mucha grasa en el cuello de la levita, muchísima en el pelo del sombrero,

no poco pringue en el resto del vestido y ni señal de lustre en el calzado […] Esa noche,

al menos, está recién afeitado, con cuello y puños limpios; pero horrible en eso de zurcir

sus anodinas retahílas. Disertando sin tón ni són sobre D’Annunzio, Trigo y Valle–Inclán

(231).

Este amateur consumado, contrario a los grafómanos de Onetti y Vicens, es tal por mera caracterización indumentaria, de raza y de temperamento, más que por cualquier otra evidencia estrictamente vinculada a sus afanes literarios.

La maestra normal (1914), del argentino Manuel Gálvez, quien para Alegría «es el nombre señero en la transición novelística hispanoamericana del siglo XIX al siglo XX»

(Historia 103), es considerada por el crítico chileno la cima del costumbrismo hispanoamericano. Myron I. Litchtblau, quien presenta la versión de Ediciones Universal y quien leyó a Gálvez influenciado por el ya citado Alegría, constata que la obra de aquél

«es la máxima expresión de la novela realista en la , partiendo de un concepto que exige la fiel reproducción de una realidad dentro de la visión objetiva del novelista»

( normal 7). Lichtblau aclara que ninguna otra novela argentina

! [144] fue causa de tantas disputas sostenidas entre grupos de diferentes ideologías sociales o

políticas. Con temas tan candentes como el normalismo, el sistema universitario, el

secularismo y el atraso de provincias (…) provocó los más hondos odios y las más

apasionadas simpatías (14).

Entre los convocados al fuego cruzado de posturas se hallaba Miguel de Unamuno, quien alabó en su momento la obra de Gálvez en un artículo que imprime La Nación el 3 de diciembre de 1914, año precisamente de la publicación de Niebla, de la que se comentarán más adelante algunas propiedades esenciales para este rastreo. «La plaga del normalismo» titula Unamuno su reseña, la cual muestra un asombro satisfactorio ante lo que Litchblau parafrasea, refiriéndose a La maestra normal, como «realismo intrépido, que contrastaba marcadamente con lo fríamente estético e intelectual de muchas obras de ficción española de aquella época» (18).

Respecto de los segmentos que interesan aquí: en el capítulo I de la «Segunda Parte», el docente de primaria Julio Solís, protagonista de la historia, recibe al fin respuesta de uno de sus destinatarios, a quienes enviara desde La Rioja, a donde lo han destacado para enseñar, varias solicitudes. El propósito de Solís es atraer a sus colegas hasta su locación para que impartan clases. Tal necesidad es apremiante, pues las condiciones del plantel en que labora son más bien administrativa y académicamente deplorables, tanto, que había ido allá «en busca de quietud moral y física; y he aquí que las inquietudes, como canales hambrientos, se apoderaban de su ser y amenazaban destrozarlo» (152). Su creciente angustia se debe sobre todo a proyectos fallidos que, debido a desavenencias como la que se cita, modifican su percepción idealista del magisterio y el aprendizaje exportado a las zonas inefables de la provincia latinoamericana:

! [145] No le contestaban. Una vez, sin embargo, recibió una carta de Alberto Reina, el prosista

exquisito: un pliego de letra y firma nerviosa. El literato le refería, en prosa ,

pegoteada de palabras francesas y de galicismos, sus proyectos literarios, el reciente

triunfo de su libro El Dolor Implacable. Hablaba con desprecio de sus colegas, y parecía

encantado de su persona y de sus obras. «El año próximo, decía, me editan en París mi

Alfredo Cano, libro doloroso y humano que será––j’en suis sûr––el éxito del año». Al

final, en una fría posdata, le anunciaba, con motivo de la cátedra que Solís pedía, una

inminente conferencia con el subsecretario. Solís estimaba a Reina y le admiraba

literariamente. Por ello la carta sólo le hizo sonreír (129).

Se alude a una prosa atormentada y se parafrasea, citándolo brevemente, el contenido, sin que se le participe al lector de los dolores librescos que aquejan a Reina, un personaje indiciado como escritor en la trama pero cuya lejanía con Solís, quien funge como centro de la historia, impide se lo perciba con más nitidez, lo mismo que a sus tratos conflictivos, nerviosos y de asimilación extranjera, con la palabra.

El influjo de la escritura, cuya práctica nos es velada, le llega a Solís a manera de intermitentes correspondencias, cuya hechura Gálvez apenas describe, por ejemplo, en el capítulo I de la «Tercera parte»: «Pérez, instalado ya en Buenos Aires definitivamente, escribía a Solís largas cartas. Era feliz, y, salvo los recuerdos amistosos, no sentía nostalgia ninguna de sus horas riojanas. Vivía dedicado al arte y al amor» (230).

Niebla (1914), de Miguel de Unamuno, precedente directo y toral de La vida breve y El libro vacío, muestra quizá por primera vez y definitivamente al escritor como personaje confrontando, de manera radicalizada, inminente y dramática, no sólo su obra sino al

! [146] protagonista imaginario que la insufla. El tempo paralelo de contigüidades entre creador y ente narrativo deviene aquí esencial y oscuramente trágico: Augusto Pérez progresa desde los episodios que paulatinamente lo abisman en conjeturas existenciales, hasta una autonomía vengativa con la que reta el autoritarismo del propio Unamuno, quien a su vez ha ido introduciéndose indirectamente en la trama hasta apersonarse, tácito, entre sus páginas, para disolver toda frontera textual y debatir las demandas inculpatorias de su héroe.

M.J. Valdés, en la prolija presentación que hace de la novela para Cátedra en 1983, recorre Niebla en cinco círculos de análisis escrupuloso que con esplendidez y agudeza crítica desentrañan el mecanismo de subjetividad in extremis que rige las espirales inquietantes de un texto que a su vez comporta «un juego de espejos, un laberinto de apariencias y simulacros» (22).

Se integran aquí únicamente algunas escenas en que la referencia a la escritura es irrecusable o se implica en la narración de una manera que permita columbrar el pulso del orfebre; a éste Niebla lo desnuda al grado de representar––junto con La Pícara Justina–– el reencauce de un punto de partida a propósito de la inserción del escritor como epicentro de la novelística en lengua española.

El «Prólogo» atribuido a Víctor Goti, amigo de Augusto Pérez, amén de un ejercicio de reivindicación y ataque simultáneos a varias de las convicciones e inquietudes filosóficas de Unamuno––quien supuestamente solicita al mismo Goti el prefacio––, no incide en la develación en acto del que lo redacta. Se leen en él, sin concesiones, la penetración y la autocrítica implacables en la voz de Goti, mediante la que Unamuno debate consigo mismo, pero el discurso no surge concibiéndose ante los ojos del lector.

! [147] Goti, imbuido en la cumplimentación de la tarea confiada, y Unamuno excediendo su experimento de ventriloquía, de pronto distienden el nudo dialéctico que los enemista y el lector advierte una postura de desenfado y escasa implicación recíproca con lo dicho.

Goti compone unos párrafos en que cuestiona a Unamuno y casi al concluirlos pausa y se deslinda: «Y si todo esto no es así como digo, no se me negará al menos que es ingenioso, y basta» (105).

Goti es luego confrontado en el «Post–Prólogo» por Unamuno, a quien preocupan menos las intervenciones estrictamente escriturales de lo anotado por Goti que ciertas inconsistencias de éste que lo molestan:

…como fui yo quien le rogué que me lo escribiese [el «Prólogo»], comprometiéndome de

antemano––o sea a priori––a aceptarlo tal y como me lo diera, no es cosa ni de que lo

rechace, ni siquiera de que me ponga a corregirlo y rectificarlo ahora a trasmano––o sea a

posteriori––. Pero otra cosa es que deje pasar ciertas apreciaciones suyas (107).

El fragmento ubica desfachatada e ingeniosamente a Unamuno a un ápice de mostrarse a sí mismo escribiendo, y de mostrarse haciéndolo aun mucho antes del desenlace como pocos insólito de la novela, en que lo hallamos culpable de las tribulaciones de su «rico y solo» Augusto, aquéllas por las que se le exige responder. No es de menor importancia el hecho peculiar de que el primer comentario que externa en el «Post–Prólogo» refiera una negación consciente––ya premeditada––a emerger desde los trasfondos en que crea hacia la superficie de la página que, de haber sido otra su decisión tras los apuntes de Goti, lo evidenciaría plenamente, corrigiendo. De haber contravenido Unamuno el acuerdo establecido con Goti––posibilidad que pese a descartarla, está implicada en el segundo

! [148] prefacio––, entonces su traidora corrección lo develaría reescribiendo. El significativo ahora a trasmano del que se evade Unamuno, antes de cualquiera otra aclaración, representa un movimiento nítido, perceptible, detrás de la página leída por él y por su lector: una especie de contracción de silueta de autor a punto de manifestarse, completamente delineada, para retocar ciertas expresiones que lo incomodan y que sin embargo ha jurado, en un pretérito desconocido, no vulnerar. Unamuno decide, pues, no infiltrarse todavía dentro de los ámbitos ficticios de Niebla, un tanto a la manera picaresca de aquéllos cuyas voces no franquearan las fronteras liminares del prefacio. La intervención directa sobre la escritura de Goti representa entonces una abertura metatextual por la que todavía no se inmiscuye del todo en la imprevisibilidad de sus personajes.

Frontera que, como se sabe, habrá de ser fisurada.

Augusto es, por lo demás y en cierta medida, reminiscencia de otros personajes captados escribiendo automáticamente, aunque, como se notará luego de la primera omisión de cita entre corchetes, sus autorreflexiones a partir de la carta que redacta a

Eugenia es ya literal:

––Puedes irte –le dijo al criado.

Se levantó de la mecedora, fue al gabinete, tomó la pluma y se puso a escribir:

«Señorita…» […] Me habían llevado allí sus ojos, sus ojos que son refulgentes estrellas

mellizas en la nebulosa de mi mundo. Perdóneme, Eugenia, y deje que le dé

familiarmente este dulce nombre; perdóneme la lírica. Yo vivo en perpetua lírica

infinitesimal […] Sumido en la niebla de su vida espera su respuesta

Augusto Pérez.

! [149] Y rubricó diciéndose: «Me gusta esta costumbre de la rúbrica por lo inútil».

Cerró la carta y volvió a echarse a la calle (116–117).

La existencia sensible de Augusto––en perpetua lírica infinitesimal––está ligada a una prerrogativa poética, y sin ser necesariamente escritor, redefine sus aproximaciones a la escritura más allá de lo meramente funcional, comunicativo y urgente de las correspondencias decimonónicas. A su vez, el tono sarcástico con que al mismo tiempo que rubrica la carta especula sobre la inutilidad de ello, superpone paradójicamente dos formalismos: el de identificarse y el de anular su identidad, intenciones éstas indisociables de un arquetipo de personaje que al pronunciarse, se deniega.

En el capítulo «XVII», que recoge una conversación entre el apócrifo prologuista

Víctor Goti y Augusto, hay referencias directas a la novela en que ambos interactúan y por ende a la escritura que la sostiene, y la cual sucede precisamente merced al parlamento de los amigos; parlamento detrás del cual el espionaje del demiurgo

Unamuno es intuido por Augusto, a la manera cervantina en que Quijano, en el capítulo en que le hacen saber que alguien inmortaliza sus aventuras, juzga primero con complacencia y luego con contrariedad la manera en que un posible encantador está configurándolos a él y a su escudero. No obsta enfatizar que Unamuno introduce justamente en este diálogo una mención al de Lepanto para enrarecer aún más los ecos y bifurcaciones metatextuales que el diálogo implica:

––Pero ¡qué cosas, Dios mío!

––Cosas que no se inventan, que no es posible inventar. Ahora estoy recojiendo más

datos de esta tragicomedia, de esta farsa fúnebre. Pensé primero hacer de ellos un sainete;

! [150] pero considerándolo mejor he decidido meterlo de cualquier manera, como Cervantes

metió en su Quijote aquellas novelas que en él figuran, en una novela que estoy

escribiendo para desquitarme de los quebraderos de cabeza que me da el embarazo de mi

mujer.

––Pero, ¿te has metido a escribir una novela?

––¿Y qué quieres que hiciese?

––¿Y cuál es su argumento, si se puede saber?

––Mi novela no tiene argumento, o mejor dicho, será el que vaya saliendo. El

argumento se hace él sólo.

––¿Y cómo es eso? (199)

Goti explica entonces, un poco a la manera del licenciado Lamparilla en Los bandidos del

Río Frío, las fases de su realización de una obra, y en la relatoría de sus previsiones muestra, si bien superficialmente, el proceso que lo define como personaje: «me dije: voy a escribir una novela, pero voy a escribirla como se vive, sin saber lo que vendrá. Me senté, cojí unas cuartillas y empecé lo primero que se me ocurrió, sin saber lo que seguiría, sin paso alguno» (199). Siguiendo tales preceptivas, también debidas a un automatismo aunque de carácter experimental, y ante la curiosidad de Augusto respecto de qué tipo de novelas Víctor escribiría, éste articula el epíteto por el que Unamuno ganará posteridad, redefiniendo un tipo de narrativa que partiría de los mecanismos impulsivos aludidos: la de Goti, entonces, no ha de ser una novela, sino una nivola:

Invento el género e inventar un género no es más que darle un nombre nuevo, y le doy las

leyes que me place. ¡Y mucho diálogo!

––¿Y cuando el personaje se queda solo?

! [151] ––Entonces… un monólogo. Y para que parezca algo así como un diálogo invento un

perro a quien el personaje se dirige.

––¿Sabes, Víctor, que se me antoja que me están inventando?

––¡Puede ser! (200–201).

Pese a la evidente mención de la novela ocurriendo en acto, su demostración escritural en el presente en que se la lee no alcanza todavía los niveles de develamiento que traspola, por ejemplo, Vicens. Es decir: Goti, personaje escritor, habla de su proyecto de llevar a cabo una novela idéntica a la que Unamuno escribe, y dentro de la cual el mismo Goti alardea con desenfado del vanguardismo que caracterizará su texto, que es el de

Unamuno. Unamuno entonces está, sí, simultáneamente materializando las ambiciones de

Goti, pero ni a éste ni a Unamuno se los lee escribiendo Niebla en el ahora a trasmano, sino que se asiste a la planificación idealizada de un género nuevo y a su inmediata concreción, sin que se amplíe o profundice en los intermedios creativos que las tensa y provee de vertiginosos espejismos, pues cojí unas cuartillas y escribí lo primero que se me ocurrió son indicadores que no se estacionan con mayor diligencia en el instante en que la prosa comienza a sobrevenir. Goti planea la escritura de una nivola que, siendo la que Unamuno redacta, no contiene sin embargo las gradaciones explícitas de su hacerse.

Pese a lo anterior, en el capítulo «XXV» Unamuno reconfigura nuevamente las leyes de verosimilitud que imperan en su ficción, pronunciándose sobre su manuscrito y sobre lo que ha ido ocurriendo durante otras conversaciones entre Víctor y Augusto, las cuales aluden, por cierto, a su escritura con cierta deferencia no exenta de aprensiones y extrañeza:

! [152] Mientras Augusto y Víctor sostenían esta conversación nivolesca, yo, el autor de esta

nivola, que tienes, lector, en la mano, y estás leyendo, me sonreía enigmáticamente al ver

que mis nivolescos personajes estaban abogando por mí y justificando mis

procedimientos, y me decía a mí mismo: «¡Cuán lejos estarán estos infelices de pensar

que no están haciendo otra cosa que tratar de justificar lo que yo estoy haciendo con

ellos! Así, cuando uno busca razones para justificarse no hace en rigor otra cosa que

justificar a Dios. Y yo soy el Dios de estos dos pobres diablos nivolescos» (252).

Con este último pronunciamiento, el rastreo del arquetipo del escritor representado escribiendo dentro de una novela alcanza hasta el momento su más alta definición, y es entrevisto por primera vez por el lector sin atavismos heteronímicos, separándose por completo y abruptamente de la mayoría de las figuras precedentes que, incidiendo sólo por casualidad en la escritura, y para cubrir un requerimiento de carácter anecdótico, no habían sido aún halladas con esta contundencia. Yo soy el Dios de estos pobres diablos es por lo demás la psicología inventiva que regirá las elucubraciones mesiánicas de Brausen, alabado a su vez como progenitor ya deífico en Dejemos hablar al viento (1979), una vez instaurada Santa María por Onetti en La vida breve.

Unamuno fusionado con Goti concibe Niebla, y, como en el párrafo de acotación en cursivas que se citó, se le manifiesta al lector creando, sin que por ello sea esta manifestación el punto nodal de la historia ni su temática predominante. Si bien con

Unamuno la presencia del autor como personaje es ya incontrovertible, no lo es todavía constante y mucho menos se erige como principal hilo del relato, sino que, obedeciendo a ese impulso repentista de escribir sin saber lo que vendrá, paulatinamente Unamuno va

! [153] desplazando a Goti o viceversa, mientras Augusto padece dilemas de identidad debidos–– pero no sólo––a su condición espectral de individuo nivolesco.

Otra diferencia fundamental entre el Unamuno autoproyectado en Niebla y su alter ego Goti, respecto de los protagonistas de las historias que aquí más detenidamente se analizarán, es que ambos, en la trama, se asumen y son escritores de facto, ya formados, y no es el proceso creativo que parcialmente la novela filtra aquél mediante el cual descubren su identidad paralela, ni el que les depara el sinsabor inevitable de que su inmersión en la prosa va a devenir una contraproducente .

Dado entonces el parteaguas formal y temático que consolida Unamuno, y por no extender quizá innecesariamente una lista con novelas en lengua española en las que sólo de manera indirecta38 serían detectables aproximaciones limitadas a arquetipos similares al que la disertación indaga––y el cual encuentra en Niebla su más patente definición––, a partir de aquí se comentarán por descarte algunas de las obras que preceden La vida breve cuyos protagonistas o anécdotas se vinculan consciente y directamente con la representación escritural como preocupación narrativa primordial. Se analizará entonces, para disociarlos o relacionarlos más estrechamente con la bibliografía de Onetti, Vicens,

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 38 A saber, se obvian algunas de las obras más representativas para la tradición de lengua española escritas durante este periodo, debido a que sus protagonistas o personajes secundarios o no son escritores o no participan de la escritura sino de manera tangencial o simplemente, pese a una cierta noción literaria como parte de sus caracterizaciones, no escriben. Se omiten, por lo tanto, entre los títulos más destacados que se publican después de 1914 y hasta 1950: Los de abajo (1916), de Mariano Azuela; El juguete rabioso (1926), de Roberto Arlt; El águila y la serpiente (1928), de Martín Luis Guzmán; Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos; El tungusteno (1931), de César Vallejo; Don Goyo (1933), de Demetrio Aguilera Mata; Caliogstro (1934), de Vicente Huidobro; La última niebla (1935), de María Luisa Bombal; La vida inútil de Pito Pérez (1938), de José Rubén Romero; Todo verdor perecerá (1941), de Eduardo Mallea; El mundo es ancho y ajeno (1941), de Ciro Alegría; El señor presidente (1945), de Miguel Ángel Asturias; El túnel (1948), de Ernesto Sabato; El reino de este mundo (1949), de Alejo Carpentier.

! [154] Bolaño y Vila–Matas, si los procesos escriturales representados atañen a la búsqueda de identidad, por parte de los protagonistas, mediante la escritura.

La novela de un novelista. Escenas de la infancia y la adolescencia (1921), del español

Armando Palacio Valdés, comporta en palabras de Francisco Trinidad unas «memorias en vida» («Introducción» a La novela de un novelista 12), las cuales reconstruyen «un mundo paradisíaco» y «unas vivencias tocadas del halo mágico de la nostalgia»; memorias escritas, retrospectivamente, «desde la atalaya de sus sesenta y cinco años»

(12).

Es de notar cómo, respecto de la cualidad autobiográfica del narrador antes disfrazado en la picaresca, se trata ahora de un documento ya no escrito bajo la apariencia ficticia de un personaje que recorre su periplo vital dentro de un presente relativamente cercano sino que se trata del propio personaje indiciado directamente como escritor redactando sus memorias a partir de la diáspora de la vejez. Otra correspondencia con la picaresca es el lindero humorístico que bordea Palacio Valdés, y el cual se infiltra de entre los pliegues de una rememoración en que «silencio y melancolía» (14), como apunta también

Trinidad, rigen las atmósferas del texto.

Pese al título directamente correlacionado con un proceso creativo que sería eventualmente descrito por el autor al avance de su testimonio, Palacio Valdés opta más bien por la mesura o la alusión indirecta a su crianza estrictamente literaria, al lado de la cual parece irradiar con mayor intensidad la cotidiana. Valdés detalla con exaltación sus días de niñez, privando de recreaciones grandilocuentes sus experiencias formativas como novelista. Trinidad adelanta––y celebra––este giro en su «Introducción»:

! [155] el lector esperaría encontrarse con una serie de reflexiones literarias o de confesiones

personales a través de las cuales se le diera a entender algunos pormenores de los secretos

creativos del novelista cuya «novela» se desarrolla en estas páginas. Sin embargo, Palacio

Valdés, huye en estas páginas de la empingorotada pose del creador que desvela

intimidades a través de sucesivos velos y recurre preferentemente al humorismo.

«Prefiero confesarte que en mi niñez me agradaba correr y saltar con mis compañeros de

escuela, cazar grillos, jugar a los botones y cambiar de vez en cuando algunos

puñetazos», dice en los comienzos del capítulo XVIII, titulado precisamente «Primeras

lecturas», donde confiesa en un divertido escorzo que le entusiasmaban las novelas de

Pérez Escrich, María del Pilar Sinués, Alejandro Dumas y Manuel Fernández González,

autores todos ellos más o menos ligados al género del folletín, tendencia que algunos

críticos han pretendido achacar a nuestro Palacio Valdés (20).

Las claves de su incursión en el género de la memoria como telón de fondo a su hasta cierto punto falaz autobiografía como novelista, son claves que detecta explícitas

Trinidad en otra obra, Testamento literario (1929), donde Palacio Valdés parece zanjar aquella notoria omisión de detalles más directos a sus mecanismos de creación: «Por regla general, lo que pude hacer con más facilidad, es lo que el hombre está llamado a hacer. Para mí ha sido tan fácil escribir novelas, como a un tenedor de libros efectuar sus operaciones aritméticas» (22).

¿Cómo incide entonces La novela de un novelista en la representación de un creador escribiendo y definiéndose a partir de tal práctica incierta? Por lo transcrito párrafos arriba, el primer efecto de variación en que Palacio Valdés incurre es en el de referirse a sí mismo como novelista y luego, en una suerte de inasistencia oblicua a su propia tesis,

! [156] ofrecer al lector una serie de despejadas panorámicas que le permitan no ver directamente los procesos de creación que lo definieron sino sólo intuirlos sugeridos, adyacentes a la condición de un hombre que en las escenas que resumen su vida no alude a la identidad que lo definirá sino apenas de una forma inconsciente y distanciadamente alusiva, germinal. El lector debe desentrañar sin que se le ofrezca, literal, la esencia verbalizante de un individuo de quien se despliegan «su espíritu, su ingenio, sus aficiones, sus odios, sus mores, sus opiniones y sus manías» (26), que no los desafíos rigurosamente sintácticos que le permitieran restaurar sus reminiscencias.

Luego de una dedicatoria en que se lee una ligera variante a la recurrencia de los presupuestos horacianos: «Quisiera terminar mi vida haciendo meditar un poco a los grandes y divirtiendo a los pequeños» (39), es de llamar la atención que la identidad escritural de Palacio Valdés ya ha sido alcanzada y sirve para configurar, recordándola, una identidad pretérita, en la que latía precisamente la literaria, sí, aunque sin sellar aún sus enclaves de autoreconocimiento. El narrador, enteramente asumido novelista, emplea la escritura no para reafirmarse como tal sino para retrotraerse a los comienzos de su inteligencia creativa. La identidad buscada mediante la escritura no ha sido difuminada por el fracaso, la dejadez acerba o la autocrítica, sino que ha podido replegarse hacia sus orígenes, y desde ahí volverse a reafirmar, revigorizada por el influjo de las palabras:

«Por eso escribo la historia de mi infancia, porque sólo entonces me encuentro original y sincero» (42).

El capítulo «XXXIII. El Ateneo», muestra casi en activo al narrador, una vez traba contacto en el bachillerato con un grupo de jóvenes intelectuales con quienes entabla querellas ideológicas encarnizadas, a través de las cuales asoma lo que hubo de madurar

! [157] como un carácter de autocrítica severa, de la que Palacio Valdés distancia por cierto su novela, sin que lo perturben las prejuicios que siendo más joven se le imponían como cuota de aceptación en un grupúsculo:

Fui, pues, convertido por obra y gracia de aquellos buenos amigos de contumaz gladiador

en literato. Pero nuestra literatura se cifraba entonces, principalmente, en hablar de los

autores y en disputar acerca de las reglas gramaticales.

Pasamos la vida disputando. Si uno soltaba alguna palabra impropiamente aplicada al

discurso; si otro se equivocaba de régimen; si otro escribiendo no había puesto las comas

en su sitio. Todo era materia para disputas acaloradas que duraban indefinidamente, pues

ninguno quería quedar convicto de ignorancia y defendíamos nuestro régimen y nuestra

ortografía como una leona podía defender a sus cachorros. Nos acechábamos

constantemente, espiábamos con intensa atención las palabras que cada cual vertía y

caíamos sobre algún vocablo impuro como buitres hambrientos sobre la carne podrida.

En estas minucias lingüísticas casi siempre salía vencedor Alas, porque las concedía aún

mayor importancia que los otros y ponía toda su alma en ellas […] Además, yo en

aquella época tenía la cabeza llena de las bellezas de El diablo mundo, La Jerusalén

libertada y el Orlando furioso, y me parecía que la literatura era esto o no era nada. Por

seguir el humor a mis amigos, fingía admirar los dimes y diretes del Gil Blas, pero mi

corazón estaba con Espronceda y el Tasso. Y como me sentía impotente para esta alta

literatura y no era de mi gusto la pequeña, me resolví interiormente, como ya he indicado

en el capítulo anterior, a ser un hombre de ciencia (314–316).

Esta novela de un novelista, como precisara Trinidad, no es un despliegue monomaníaco, monológico, de un duelo sin concesiones con la escritura; es más bien una apuesta por

! [158] salvar de los años que la precedieron, tanto su surgimiento como aquellas genealogías personales que fecundaron una voz. Palacio Valdés no decide mostrarse escribiendo sino redescubriéndose, como un lector de sí mismo previo al individuo que decidiera, accidentalmente, abocarse a una profesión que de entrada no le fue la más predilecta. Con lo anterior, procede a dar fe de bautizo––Palacio Valdés imbuye, por cierto, su prosa de catolicismo––a su vocación, remitiéndose a ella no como a una evolución de confrontaciones con la página sino más bien como a una evolución de vivencias, lecturas fraternales, enseñanzas indirectas e indelebles, adquiridas de parte de quienes iba reconociendo como sus maestros.

Palacio Valdés remonta el trazo de su identidad literaria e intenta discernirla entre las imágenes que lo asaltan desde el pasado y no sin cierta estupefacción descubre que su vena narrativa no puede ser fácilmente ubicada, invisible como se halla debido a los elementos de goce y plenitud infantiles que, aunque delineándola, la tornan inasible para las palabras:

¿Salidas ingeniosas? Dios las diera. Por más que busco y rebusco en mi memoria algún

donaire prematuro, alguno de esos rasgos oportunos que anuncian un natural privilegiado,

nada encuentro digno de mencionarse. ¡Cuán feliz sería si pudiera ostentar ante tus ojos

como marca de Dios alguna frase memorable de las que tanto abundan en la infancia de

ciertos escritores! Al leer en sus memorias tales agudezas e ingeniosidades me

entusiasmo, les admiro, con todo mi corazón, aunque no puedo menos de pensar que

acaso les hubiera convenido no salir jamás de la infancia. Despechado de no hallar en los

archivos de la memoria ningún documento que acreditase mi nobleza intelectual, acudí

antes de escribir este libro a una vieja servidora de mi casa, escribí a un hermano de mi

! [159] padre, único tío que aun conservo. Nada pude obtener más que simplezas, inepcias,

vulgaridades indignas de ser comunicadas (182).

Dos momentos más aluden a la escritura en el fresco personal de Palacio Valdés, quien curiosamente no se desmarca del automatismo escritural señalado en los periodos romántico y aun naturalista del XIX. Capítulo «XXX. Caballería infantil»:

Cuando llegué a casa, por la noche, iba determinado a realizar un acto trascendental. Me

encerré en mi cuarto, tomé la pluma y escribí la carta más disparatada que se haya escrito

en la segunda mitad del siglo XIX. Era una mezcla de Chactas y de Abelardo con ciertos

recuerdos del tronco infeliz de mi tía y del Lago, de Lamartine, rociado todo ello con

algunas gotas de El estudiante de Salamanca, de Espronceda (287).

Capítulo «XXXVII. Poeta y cazador»:

Mas de todas las obras que entonces leí, la que me dio más golpe y logró cautivarme fue

la Historia de la civilización europea, de Guizot. Estas lecciones, profesadas en la

Sorbona, fueron para mí una revelación y me iniciaron en lo que llamamos filosofía de la

historia. A tal punto me impresionaron que después de haberlas leído varias veces resolví

aprenderlas de memoria. Y así lo puse por obra: leía una lección repetidas veces y luego

cerraba el libro y la escribía, resultando transcrita casi al pie de la letra. ¡Ay!, a causa de

estas grandes síntesis padecí después en mi juventud no pocas indigestiones (297–298).

! [160] El novelista (1923) de Ramón Gómez de la Serna39, a la que Noël M. Valis considera «un ejemplo magistral de la metanovela», representa al mismo tiempo «––y en una paradoja aparente––la negación misma del género novelesco» («“El novelista”, por Ramón Gómez de la Serna» 420).

El propósito del asombroso artilugio narrativo de Gómez de la Serna, dice luego M.

Valis, es el de «demostrar la imposibilidad de definir la naturaleza de una forma que nace y prolifera practicando el canibalismo verbal» (420); imposibilidad ésta que guarda estrechos vínculos con las peculiares dificultades advertidas ya por Bajtín como ineludibles al momento de teorizar, y por lo tanto estudiar taxativamente, el género novelístico.

Conviene subrayar, de la cita de M. Valis, un infinitivo que luego implicará una categórica relevancia para el análisis de El libro vacío de Josefina Vicens: demostrar.

José García extralimitará este verbo mediante una praxis, como la pasión de Augusto

Pérez, infinitesimal: demostrará que no puede escribir, y que por lo tanto no es un escritor, y logrará tal demostración nada menos que escribiendo la tentativa de una novela espectral, a fin de cuentas no habida, que irónicamente lo reivindica. M. Valis sugiere, por lo demás, que el afán de demostración alineado a los detritos del naturalismo, es llevado a efecto en el texto de Gómez de la Serna no para corroborar hipótesis que implican a los personajes sino para corroborar aquéllas de las que se deriva, autorefiriéndose, la escritura. Es decir: si la novela del naturalismo pugnaba por

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 39 Entre cuya vastísima obra completa figura también, como destacada aportación a la vanguardia novelística en letras hispanas, la colección Seis falsas novelas (1945), que insinúa en su «Prólogo» una de las más ingeniosas aboliciones de la influencia, tras decantarse por la perpetración de un singular parricidio literario: «Han muerto todas las novelas rusas, aunque algunas hayan entrado en la inmortalidad. Ya no podrá una novela inédita con príncipes, condes, avaros y toda aquella anquilosada y extraña vida de antaño. Nostálgico de aquellas novelas, voy a escribir la última novela rusa inédita del pasado, como homenaje a las novelas fallecidas» (Seis falsas novelas 11).

! [161] esclarecer algunas pulsiones en el hombre, adjudicándolas a elementos de predeterminismo y factores socioeconómicos e idiosincráticos, la metanovela pugna por esclarecer sus propios mecanismos escriturales demostrando su imposibilidad como expresión artística. Y en ello radicaría, en todo caso, su peculiar hipótesis, que para M.

Valis no se trata, en El novelista, de una mera corroboración, como sí de un ejercicio paródico:

Cabe preguntar, desde luego, en qué consiste la relación entre parodia y marginalidad en

la novela ramoniana. En primer lugar, muchos de los patrones literarios parodiados en El

novelista––la novela galante o la novela detectivesca, por ejemplo––son formas

marginales de escribir que por lo general utilizan temas sacados de mundillos inciertos y

sospechosos (…) Y he aquí, a mi ver, la relación más convincente y seductora entre la

parodia y la marginalidad; porque al aprovecharse en plan irónico de las formas literarias

ya banalizadas y tipificadas, la parodia llega a contagiarse de la misma banalidad de que

se está burlando […] Cuando Ramón crea en El novelista la novela de todas las novelas

(…) es decir, la novela amasada de la pasta de otras, la convierte en el género paródico

por antonomasia (422).

Aún más expuesto que Unamuno en su Niebla, y reformulando el palimpsesto que redacta menos a través de sus personajes que desde su propia subjetividad transparentada y efervescente, Gómez de la Serna desmantela su cajón de sastre e intima con el lector con una cercanía inusitada, tanto que lo hace partícipe, por ejemplo, de los errores sintácticos cometidos, que no sufren modificaciones para que los contemplemos resarcirse, como en El Periquillo, sino que nos adentran en el presente en que la ficción

! [162] se desbalaga. Así, en las «Notas a la edición» del tomo X de las Obras completas, dadas a la prensa por Galaxia Gutenberg en 1977, Gómez de la Serna precisa, respecto de las reimpresiones de 1923 y la posterior de 1925, que en ambas

…el escritor sigue empecinado en ciertas «tropelías» léxicas y gramaticales anunciadas

ya desde sus albores en la revista Prometeo como particularidades de su escritura. En este

sentido, el lector encontrará en la descripción de «La casa de don Daniel y doña

Pepedigna» del capítulo 20, dos párrafos de sintaxis difícil de entender, pero por razones

obvias, imposibles de corregir (Obras completas 973).

El artículo de M. Valis aduce a su vez la presencia funcional y dinámica del que corrige como uno de los recursos que le permiten a Gómez de la Serna multiplicar el truco de las amalgamas con retazos de manuscritos produciéndose. La representación de sí en El novelista es esgrimida por Gómez de la Serna, entonces, desde una autocrítica que difiere de la precedente––Cervantes, neoclasicismo, picaresca, romanticismo y naturalismo––en cuanto a que se desacredita frente al lector pero no desde la obra ya irremisiblemente terminada sino desde las contracciones de una obra emergiendo desde la indecisión, el intertexto, la calculada broma y el alto sentido de lo indefinido como válvulas de escape para la autenticidad y la fuerza expresivas.

Si de las novelas que no ha podido escribir el José García de Vicens apenas se le revelarán al lector, con indecible vergüenza, fragmentarios detritos, Gómez de la Serna en cambio despliega sin pudor sus tentativas contrahechas, en un mural de inconcreción que trasluce los secretos que lo fueron erigiendo.

! [163] Es así que el héroe de Gómez de la Serna, Andrés Castilla, es presentado sin mayor dilación abocado a la tarea de criba sobre un borrador de «La apasionada», y abstraído de pronto en el tic tac de dos relojes desacompasados, el del despacho en que trabaja y el que guarda en el bolsillo:

«Realmente, escribo menos cuartillas en el tiempo que señala este reloj de bolsillo, que

en el que señala el otro… Solo que del otro me olvido, y eso hace que me emperece; y

con este delante, corro, me precipito, veo que hace un rato eran dos horas más temprano

que ahora», acabó por dictaminar, dentro de sí, el novelista (209).

El fragmento establece el tipo de interacción y la estructura con que Gómez de la Serna intervendrá las faenas de su escribiente. A saber: introspección del personaje entrecomillada, seguida de una precisión por parte del narrador que acote las reflexiones de Castilla, de quien luego se citarán extensos párrafos y se diferirán los plazos meditabundos en los que los comience, corrija, elimine, reescriba o sustituya por otros.

Prácticamente cada línea de la novela representa en acto la labor del escritor como personaje, en tanto la trama principal que protagoniza es justamente la de batirse con distractores, cambios de humor y de opinión propia respecto de desenlaces, anécdotas, caracterizaciones de personajes. Sería por tanto una desmesura de fotocopista citar todos los casos en que Castilla reflexiona sobre lo que escribe y pausa luego su pluma para rehacer, descartar, emprender de nuevo una subordinada, un paréntesis, un punto y seguido. La sola lectura de muchos de los apartados que conforman el índice de la novela bastaría para reconsiderar el tentador despropósito de transcribirla íntegra: «1. Corrige pruebas de “La apasionada”»; «9. Cocimiento de la novela»; «10. En busca de

! [164] personajes»; «16. El enemigo de las novelas»; «17. Otro capítulo final»; «18. Vuelta a la nebulosa»; «19. La visita de la admiradora»; «25. Perseverancia»; «31. Rasgando originales»; «32. Fiebre del novelador»; «33. En la ciudad novelística»; «46. Las obras completas»; «47. En el retiro».

Del mismo modo, expresiones alusivas al proceso de creación a veces padecido por

Castilla son innumerables: «El novelista añadió: (…) El novelista se contuvo. Iba a estropear la novela» (211); «El novelista añadió este párrafo» (213); «El novelista estaba en ese momento en que, siendo el más claro y verdadero de la novela, anega en su propia realidad y hace pararse a ver lo que pasa, aprovechando la intensidad de las miradas, con ruin egoísmo de transeúnte, olvidando la pluma» (217); «El novelista para justificar el título añadió unas cuartillas a las que llevaba hechas» (221)…

Un muestrario justo de las múltiples inconsistencias que asaltan a Castilla mientras escribe pecaría, como se ha mencionado, de inmoderado. Si lo que interesa a este capítulo es cómo la representación del escritor evoluciona desde sus primigenias irrupciones, válido es destacar aquí que El novelista es, por ende, un posicionamiento absoluto del escritor y su obra como generadores de la trama. La manera en que Gómez de la Serna sincroniza su pulso narrativo con el de Andrés Castilla, además de lo que comenta M.

Valis, nos participa de la labor de un individuo asumido completamente como escritor y sobrellevando, en el plano anecdótico, su vocación con incesantes reveses. Con lo cual, su búsqueda de identidad escritural pertenece a un pretérito quizá inscrito en la época en que redactara la primera versión de «La apasionada», novela terminada «hacía cinco años, en momentos de entusiasmo por una mujer, que después había descubierto que no era apasionada ni leal» (210). «La apasionada» indigna ahora Andrés Castilla, e incluso

! [165] lo asquea: «el novelista tenía toda la repugnancia de su obra pasada» (214). De manera, entonces, que se ha transitado ya por ese proceso de definición mediante la escritura que mostrarán posteriormente Onetti, Vicens, Bolaño y Vila–Matas. Gómez de la Serna amplifica, en suma, las urdimbres escriturales––regidas por la parodia, el metatexto y la discontinuidad fragmentaria––de un individuo cuya búsqueda de identidad como creador ha sido ya rebasada y quien se afana en el presente de la trama que protagoniza en la confección de un texto que se va convirtiendo en muchísimos otros. A diferencia de

Brausen y García, Castilla va anotando prolijamente sus versiones preliminares y sigue con fervor el desarrollo de sus ocho proto–novelas, intermediadas según la puesta en abismo de Gómez de la Serna por episodios en los que concurre a eventos de varia

índole, metafísicos y meramente mundanos, que al final terminarán imbricándose en uno u otro manuscrito. La realidad que rodea a Castilla es abrumadoramente literaria, ficcional, por lo que sus experiencias, por muy cotidianas, no hacen sino reflejar su identidad íntima de creador, exponencialmente proyectada al exterior y permeándolo todo.

Es así que, lo que parecía un evento de la más inquietante anormalidad en Niebla, cuando ésta casi finaliza, en El novelista no pasa de ser un suceso natural cualquiera, que por su integración a una atmósfera completamente imaginaria, pierde un tanto su carácter disruptivo y es asimilado por el lector como parte de las metodologías extralimitadas en que incurre Castilla para fustigar sus obras. En «El protagonista de “La resina”», por ejemplo, se lee una variación paródica de la visita de Augusto a Unamuno:

Tanto insistía aquel hombre a la puerta del novelista, que Andrés salió para saber quién se

podía creer con tanto derecho a verle. Tenía el caso la urgencia del señor de la vecindad

! [166] que busca al médico que vive abajo, para que acuda a un caso grave, y el médico no

quiere recibirle.

––¿Qué deseaba? –le preguntó el novelista.

––Yo soy…

––Pase, pase… –Y le señaló la puerta de su despacho (…) sabía que aquel hombre

podía estar unido a él por vínculos profundos, aunque insospechables (…) Se le quedó

mirando, y el hombre aquel dijo por fin:

––No me conoce aún, aunque me debería reconocer… Yo soy Alfredo, el personaje de

su novela La resina…

––¿Alfredo?

––Sí, Alfredo, aunque no me llame así; por más que también estoy en la A, pues yo

soy Alberto…

––¿Y qué quiere usted, Alberto?

––No… no me llame Alberto… Usted me puede llamar Alfredo… Yo se lo consiento

a usted (225).

Lo que muestra el encuentro, no exento de cierto halo terrorífico e hilarante, es un punto de fuga más allá del manuscrito en que Andrés Castilla se afana: su lector puede incluso acceder a las zonas de su imaginación en que los personajes encarnan en la fisonomía de aquellos con quienes interactúa y en quienes se fija, con ahínco, para reproducirlos en sus folios.

El lector de El novelista participa de la configuración, desde una totalidad de ángulos terrenales y subjetivos, de un individuo fusionado a nivel tal con la escritura que su identidad autoral deja por supuesto de ser una fase atendida por Gómez de la Serna, concentrado más bien en extrapolar esa identidad hasta los límites más imprevisibles del

! [167] proceso en que Andrés crea, compartimentándolo dentro y fuera de la realidad, la cual para Castilla ya no es del todo indisociable de las ficciones dinámicas que inventa.

Tal es uno de los atrevimientos estéticos más desasosegantes de la obra, en el apartado que irónicamente se titula «El enemigo de las novelas»:

Siempre se había discutido la novela y se la había querido hacer gran obra de

construcción como un puente que fuese al mismo tiempo escala de los cielos. Él no

entendía de eso. Él se dejaba llevar por el más sigiloso de los guías y no se proponía ni se

decía nada.

Caminaba por la realidad supuesta como por una novela de magia en que hablan los

cuadros y un plumero se convierte en un ramo de flores, hasta con la gola de los grandes

ramos […] El índice de sus novelas podía desplegarse hasta lo infinito. Por lo menos se

presentía en él esa posibilidad varia, siempre apasionada, sin otro ideal. Allá los otros

para los otros ideales (311).

Castilla, narrador desatento a la intelectualización del oficio por cuyas esporas inmensurables respira, establece otra disociación con los autores precedentes que al representarse propendían a la emisión de una conseja moralizante. En El novelista, el ideal es la escritura misma, una latente promesa aún incumplida o cumplida fragmentariamente, siempre inacabable. El pasaje citado suscribe entonces el parámetro al que se ciñe el anti–héroe arquetípico sobre el que esta disertación discurre: un individuo sin otra intención escritural—de haberla—más allá de la escritura, carente de afanes de catequización, ensimismado en el perfeccionamiento o en la ruina de planas incontables, diametralmente oponiéndose a la teorización de su talento. Andrés Castilla,

! [168] escritor, encarna esa soledad a la que Brausen y García y los realvisceralistas, no escritores éstos o escritores en ciernes, quedan confinados para poder ejercer el derecho o la locura de imaginar lo que una pulsión incontenible les dicta, muy al margen de lo que alrededor suyo se desata a partir de lo que hacen. Allá los otros para los otros ideales es la sentencia que Gómez de la Serna hereda para la novela por venir, deslindándola de responsabilidades que no se avengan a la preocupación esencial: escribir por escribir o dejar de hacerlo por dejar de hacerlo, sin máximas ni parábolas, sin preceptiva dogmática o lectiva.

«En el retiro» avisa también sobre estas premoniciones:

Había encontrado la luz final, el clima constante y el colirio divino para los ojos

cansados.

Y en este último momento es cuando puede preguntarse: ¿Qué clase de novelista ha

sido éste? ¿Es el tipo de novelista ideal? Hay preguntas que no se pueden ni se deben

contestar.

Este novelador realista, un poco atrabiliario, aunque él nunca quiera serlo, ha sido el

desarrollo de un alma pintoresca antisocial, desolada, como la del último hombre y la del

primero.

Él ha dejado en circulación novelas para la farmacopea del tedio interminable, mucho

mayor y más ancho que el tiempo.

Ha cumplido un deber, ha hecho todo el destrozo posible en la hipocresía del mundo y

ha evidenciado a su manera la intrascendencia del hombre (495–496).

! [169] Museo de la Novela de la Eterna (1940), del argentino Macedonio Fernández, desconcierta por principio de cuentas debido a la vertiginosa expansión del recurso prologal sobre la que erige su casi siempre pretérita trama: decenas de prefacios demoran el inicio de una novela sólo promisoria y cuya eternidad se cifra en un comienzo inaprehensible. Fernández disloca aquel órgano de sentido de la novela al que sus antecesores recurrían la mayoría de las veces movidos por un escrúpulo estético de previa clarificación, nota contextual adelantada, confesión autocrítica o solicitud retórica de indulgencia. Elementos todos a los que también se ciñe Fernández, superponiéndolos sin embargo en preludios consecutivos que a un tiempo desacralizan la captatio benevolentiae, en un ejercicio de desafío estilístico que respeta y a su vez subvierte los códigos de la tradición que venían perpetuando aquel rictus del prolegómeno como requisito indispensable de confesión presuntuosa.

En el «Estudio preliminar» a la edición de Archivos, que rescata póstumamente, hasta

1993, una de las obras más significativas, anormales y ambiciosas de la herencia de

Fernández, Ana María Camblong cree desentrañar

el «juego» que Macedonio está dispuesto a sostener con el contexto: por un lado, el tono

de socarrona humildad para solicitar «un poquito de propaganda» (…) irónica

ambigüedad que hamaca sus significaciones entre el «pobre intelectual» (…) que pide la

mínima limosna, y el escritor legitimado que redunda en la publicidad de un proyecto ya

re–conocido (Museo XXXV).

El atentado a las convenciones es palmario: Fernández ensaya diversas maneras de convencer al lector respecto de la lectura de una novela que finalmente aquél no verá

! [170] comenzar o cuyo comienzo será postergado tenazmente a través de filtros lúdicos de mordaz escepticismo. En esta dilatación experimental es justamente donde con claridad los movimientos sintácticos de quien escribe son delegados a la atención del lector y traídos al presente creativo en que van acumulándose.

De ahí su persistente obstinación [sigue Camblong] en el ejercicio de la escritura: de ahí

su inquebrantable apego al principio de lo inconcluso, que modeló constelaciones

estilísticas en toda su producción: no hay logro en la conclusión––no, al placer finalista––

sino en la posibilidad de permanecer en el regodeo de la escritura misma. La escritura

materializó, de mil maneras distintas, este quehacer del nunca acabar de nítido sello más–

hedónico (LIV).

Entre Niebla, El novelista y Museo es palpable, así, la paulatina desintegración de un discurso que puntillosa, obsesivamente se malogra y finca sus propuestas novelísticas y su enunciación en el entrópico amoldamiento de partes concebidas para no concatenar. El escritor autosuficiente, dictatorial e inflexible, oráculo de la muerte irreversible del

Augusto unamuniano, modifica sus interacciones con lo subjetivo y aun se supedita en creciente medida al albedrío de sus creaciones sublevadas, como ocurre al Andrés de

Gómez de la Serna, hasta ceder casi por completo, mediante un sentido del humor anómalo, a caprichos de la imaginación, reproduciendo prototipos para el conjunto de una obra que tiende a su desvanecimiento, en una continua profusión de

! [171] inicios bifurcándose, como ocurre en Museo, que Fernández40 dedica, dicho sea al cabo,

«al Lector Salteado» (3).

¿Cómo se representa el proceso escritural en Museo de la Novela de la Eterna, obra a la que cada tantos «apartados» Macedonio incluso renombra, imbuido hasta en el mínimo detalle en un procedimiento narrativo que debe reconstruirse desde sus encabezados, una y otra vez? Tal representación obedecerá, de entrada, a un reto y a una interacción obligatoria por parte del lector, a quien se le advierte: «Este será un libro de eminente frangollo, es decir de la máxima descortesía en que puede incurrirse con un lector» (9).

Museo filtrará entonces su organización y sus conatos de comienzo no para mostrarle al lector la realización de una obra sino para ofrecerle recurrentes entradas fallidas, de las cuales las menos amables conjugan en un futuro escéptico la escritura que se presencia

únicamente desfasada: «Esta será la novela que más veces habrá sido arrojada con violencia al suelo, y otras tantas recogida con avidez. ¿Qué otro autor podría gloriarse de ello?» (9).

Se le atribuyen al lector actitudes receptivas que reafirmarán o refutarán los instructivos imprácticos que Fernández le dispensa, colocándolo en una situación asaz ridícula o desafiante, a sabiendas de que aquello que haga, diga, piense o calle respecto de la novela que se le promete jamás compondrá un gesto definitivo pues la novela no habrá de ser, con lo que se lo despoja, además, de la oportunidad de rebatir o secundar los arrebatos de gusto o de repulsión que Fernández le predice. !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 40 Mónica Bueno (Macedonio Fernández, un escritor de fin de siglo. Genealogía de un vanguardista, 2000) lo retrata con llanto acierto como «una figura siempre seductora» que «apuesta a dar vuelta a las superficies de las cosas» (35). (La tesis de Bueno, valga aquí el paréntesis, ahonda con precisión en el contexto socioliterario en que Macedonio Fernández irrumpe y luego permanece por décadas como una especie de mentor oblicuo cuya obra disuasoria, subrepticia y de una influencia inversamente proporcional a su laxitud pública, contribuye a una reformulación de la literatura nacional y abre brechas inéditas hacia la originalidad para quienes, como Borges principalmente, se hallaban durante los años de producción incansable de Fernández en un proceso de búsqueda y madurez estética.)

! [172] En Museo el lector no está siéndolo aún: los prólogos y fragmentos aleatorios lo preparan para un acto en el que ya participa pero en el que, al final, aquello que lo motiva no existe. Fernández nos instruye a leer su novela o sus novelas ofreciéndonos, al final, ninguna, o apenas la duda de que acaso hayamos esbozado sus hipotéticos prototipos. La escritura narrativa representada en Museo tampoco lo es todavía, o no de una manera formulacia, sino que va a ser. Fernández confía en la capacidad creativa del lector para reinventarse a sí como tal, incluso no habiendo referente a partir del que integrar su condición apreciativa.

Macedonio muestra la escritura, asimismo, no sólo en estado pretérito, ya concluida y por tanto motivo de arrepentimiento o resignación, como en el caso de sus predecesores, sino que la muestra también en estado conjetural, futuro, y la ofrece desmembrada, aunque no sin cierta robustez que la dota de la capacidad de producir el ilusionismo de una novela existiendo, inmaterial pero latente en los prejuicios, adelantos, coordenadas y supersticiones que se le despliegan al lector: «Novela cuyas incoherencias de relato están zurcidas con cortes horizontales que muestran lo que a cada instante hacen todos los personajes de la novela» (9); «Novela de lectura de irritación» (9).

Novela en que todo se sabe o al menos se ha averiguado mucho, para que ningún

personaje tenga que mostrar a la vista del público que no sabe lo que le sucede, que el

autor ignora todo lo que le sucede o lo mantiene a aquél en la ignorancia por falta de

confianza (14).

Fernández, autor lo mismo salteado, no se circunscribe a una linealidad ni espacial ni temporal ni anecdótica y su búsqueda de identidad mediante la prosa no atañe a la

! [173] reafirmación de un individuo sino a la de un concepto de ficción apriorísticamente rebasándose y desencantando las expectativas a que dicha búsqueda, a su vez permutando, tiende. En «A los críticos», por ejemplo, se lee primero una suerte de inmolación idealizada del autor y luego el desdén hacia aquellos que esperarían una obra magistral, reproduciendo con ello vicios de mezquindad intelectualizada:

Soy el uno que os comprendió, el primero que aferró vuestra definición esencial: sois los

eternos esperadores de la Perfección, y los cotidianamente reducidos a elogiadores de la

encuadernación, obligados por la frustración uno tras otro, día a día, de algún poema, la

novela, el libro; sois los únicos que amáis y concebís la perfección; los escritores nada de

esto, publicadores de borradores, libros de apuro, de oportunismo, de rumbeo; la

Perfección vendrá algún día en un libro, tal como con razón la esperabais y concebíais:

hasta ahora no se ha visto perfección sino en la gracia y poder moral de algunos hombres

y mujeres que todos llegamos a conocer alguna vez y que nunca arribarán a la publicidad

histórica ni cotidiana (17–18).

La identidad hacia la que tienden los párrafos de Museo comportan una compleja dispersión: apartarse, desde las vicisitudes escriturales, hacia una ordinariez perfecta de hombres como luego lo será el José García de Vicens. Las aspiraciones literarias de

Fernández en cuanto a la cristalización de un héroe han de desembocar en el hallazgo de un individuo anónimo, aliterario, distante incluso de las nociones asequibles no sólo al arte sino a los ecos de la mera cotidianidad. En «Hogar de la no existencia», en consecuencia, anota:

! [174] El anhelo que me animó en la construcción de mi novela fue crear un hogar, hacerla un

hogar para la no–existencia, para la no–existencia en que necesita hallarse Deunamor, el

No–Existente Caballero, para tener un estado de efectividad, ser real en su espera,

situándolo en alguna región o morada digna de la sutilidad de su ser y exquisitez de su

aspiración para ser encontrado en alguna parte (22).

Apreciar un no–libro en que iría tornándose «real» un no–existente personaje que a su vez espera ser contado. Las escoceduras gramaticales macedonianas dispersan incluso, como se lee dentro de los mismos fragmentos, sus centros de gravitación, que irritan y asombran por su constante movilidad y su mudanza sintáctica, ajenas a cualquier noción de armonía consecutiva. Y es que uno de los más notables (d)efectos de Museo es que pese a su constante alusión a la novela que vendrá, ninguna de las líneas que conforman el texto es predecible ni cumplimenta sus vaticinios.

Estos juegos de augurio providente tocan un punto álgido aunque no definitivo cuando, en una suerte de segunda parte, Museo vuelca el espejo de sus múltiples desintegraciones y adjudica al lector la responsabilidad de clasificar lo que páginas adelante habrá de encontrar:

ESTOS ¿FUERON PRÓLOGOS? Y ESTA ¿SERÁ NOVELA?

Esta página es para que en ella se ande el lector de antes de leer en su muy digna

indecisión y gravedad (126).

Los párrafos que siguen dilatan la resolución del acertijo, sin que por ello dejen de introducirse oraciones que autorreflejan el proceso escritural del que derivan:

! [175] Despierta.

Comienza el Tiempo de Novela,

Muévese.

Primer Minuto: Evocación del Rostro de la Eterna

Los besos que me niegas muerden tus labios

Por eso con labios uno en otro encarnizados

Mordiéndose

Escribes el manuscrito de ésta tu novela en

que te doy mi espíritu como el tuyo me diste (127).

Localizar el proceso de búsqueda de sí mismo mediante la escritura resulta, para el caso de Museo, una intención académica que verá necesariamente burlada su pesquisa ante la constante modificación de emisores y por lo tanto de cambios de voces narrativas que componen la exhibición inclasificable con la que Macedonio colma el género. El arquetipo del novelista que aquí se ha ido escrutando es notable en Museo, sí, pero su dispersión anecdótica lo excluye intermitentemente de su condición lata de mero personaje. Como en el pasaje transcrito, ahora el que escribe no es yo sino tú, como si el diseño que Fernández funde ante la vista del lector perteneciera de pronto a otro. De ahí, pues, que la descortesía que irrita condicione, en alguno de sus propósitos alcanzados, a no vulnerar la constante perplejidad del lector, a mantenerlo siempre en la digna indecisión y gravedad necesarias para la asimilación de una obra lo mismo atomizada que sólida.

! [176] Dulce–Persona, Quizagenio, el Presidente, el Hombre que Fingía Vivir, Deunamor y

Eterna son algunos de los «personajes» que no parecen existir más que para importunar, descarrilándola, la pluma del autor que los ensaya y al que felizmente desquician.

Macedonio Fernández, así como reconcentra un concepto de novela, deconstruyéndola sin aquiescencia, traza «personajes» al borrarlos, como en el «capítulo» semi–biográfico

«El hombre que fingía vivir», incluido en el «Apéndice» de la cuidadosa selección de

Archivos:

(Único personaje que necesita explicación. Y la tiene doble: le faltó existencia pero

abundó de aclaraciones.)

En esta novela el hombre que fingía vivir no es visto ni aludido, no figura. Es un

personaje «así», idiosincrático; «él es así», y tan característicamente, que no se nota que

no figura. Quisiera hacerlo, si cabe aún, más prominente en la novela; acrecerle

importancia condigna a un no–existente; decir por ejemplo que él ejecuta la Ausencia

realizada por un fin en Arte, lograda en símbolos y aun ocupando un lugar (277).

Museo, como toda fascinante interrogación, no apuesta por la réplica sino que, hacia su

«desenlace», sintetiza su carácter libidinalmente profético, y, encomendada ya al lector una cantidad abrumadora de combinaciones narrativas de toda índole––formales, temáticas, filosóficas, preceptivas––, Fernández le insinúa que sea él quien se erija creador de la novela que tanto y tan impertinentemente ha estado prometiéndosele:

AL QUE QUIERA ESCRIBIR ESTA NOVELA

(Prólogo final)

! [177] La dejo libro abierto; será el primer «libro abierto» en la historia literaria, es decir que el

autor, deseando que fuera mejor o siquiera bueno y convencido de que por su destrozada

estructura es una temeraria torpeza con el lector, pero también de que es rico en

sugestiones, deja autorizado a todo escritor futuro de buen gusto e impulso y

circunstancias que favorezcan su intenso trabajo, para corregirlo lo más acertadamente

que pueda y editarlo libremente, con o sin mención de mi obra y nombre (253).

La representación escritural en Museo es entonces un camino no hacia el desvanecimiento impersonal y a la certeza de lo inalcanzable, sino un atajo espléndido para cederle a un relevo ulterior las virtudes de la imposibilidad. Museo derroca la figura de autor con este último gesto de desaprensión y convencimiento de que la literatura es de quien la enuncia y articula no desde la escritura sino desde la lectura. Así como en oposición a los prologuistas de otras épocas asume los errores e imperfecciones de la obra no para solicitar la indulgencia del lector sino para delegarle completar de la mejor manera que le sea posible aquello que juzgara malogrado––transgrediendo con ello la pasividad implícita en el recurso de la captatio benevolentiae––, así también Fernández invierte la recalcitrante y vengativa clausura cervantina que prohíbe la variación, la hibridez y las sucesivas corruptelas de un volumen intransferible, si bien insatisfactorio de todos modos:

Y el prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma: «Aquí quedarás colgada de esta

espetera, y de este hilo de alambre, ni sé si bien cortada o tajada péñola mía, adonde

vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para

! [178] profanarte. Pero antes que a ti lleguen, les puedes advertir y decirles en el mejor modo

que pudieres:

––¡Tate, tate, folloncicos!

De ninguno sea tocada,

porque esta empresa, buen rey,

para mí estaba guardada» (Quijote II, 1105).

Para finalizar el breve trayecto de ubicación del escritor como personaje y de las representaciones de éste en la novela en lengua española hasta antes de la publicación de

La vida breve, incluyo Adán Buenosayres (1948), de Leopoldo Marechal. Obra que

Brushwood indexa en el apartado significativamente titulado «Los años de reafirmación de la novela (1946–1949)», se inscribe por tanto en un estado de la cuestión que queda

«lejos de los relatos pintorescos de situaciones típicamente hispanoamericanas» (La novela hispanoamericana 177).

Fernando Colla, quien presenta la novela para Archivos, la clasifica como un «“objeto literario” desconcertante», ya que «Adán Buenosayres sobrecoge a los lectores y a la crítica de entonces por las innumerables rupturas que impone al discurso novelístico imperante» (XIX). Ricardo Piglia, en «Liminar» de la misma edición, comprueba que

Adán Buenosayres es el hijo ilegítimo de Adriana Buenosayres de Macedonio Fernández

(última novela mala). O mejor, el hijo secreto (el bastardo por fin reconocido) de los

proyectos novelísticos, las teorías y las formas que circulan en el Museo de la novela

! [179] (argentina) de Macedonio Fernández. «Cuando empecé a planear Adán Buenosayres el

modus y la forma se me impusieron como necesarios (dice Marechal). Tendría que ser

una novela, no quedaba otro género posible. Bien pero ¿cómo se definiría el género de la

novela? En los tormentosos y alegres días de Martín Fierro estudiando este problema con

Macedonio Fernández me había dicho él: Novela es la historia de un destino completo».

El destino del héroe es narrado por sí mismo en clave mística: en el centro de Adán

Buenosayres está el «Cuaderno de tapas azules», la autobiografía de Adán con su coda en

joda, el Infierno paródico del «Viaje a Cacodelphia». (Como en todas las grandes novelas

se cuenta la historia de una conversión.) (XVII)

La correlación directa entre Museo y Adán, amén de ciertas peripecias técnicas que una debe a la otra, deviene harto relevante para estos exordios a la disertación, en tanto que ambas novelas representan, al lado de Niebla y El novelista, una preocupación proverbial por desnudar al escritor como personaje mientras crea. Marechal y Macedonio, por otra parte, ya no sólo lo reformulan como centro y tema de la anécdota sino como el punto de fuga que la disloca, incursionando a partir de sus desplazamientos imaginativos en terrenos de experimentación cada vez más aventurados.

Julio Cortázar, en el artículo publicado en la revista Realidad (1949), celebra la aparición de la novela de Marechal entre las no pocas voces que, también aludidas por

Colla, la defenestraron:

Hacer buena prosa de un buen relato es empresa no infrecuente entre nosotros; hacer

ciertos relatos con su prosa era prueba mayor, y en ella alcanza Adán Buenosayres su más

alto logro. Aludo a la noche de Saavedra, a la cocina donde se topan los malevos, al

encuentro de los exploradores con el linyera; eso, sumándose al diálogo de Adán y sus

! [180] amigos en la glorieta de Ciro, y muchos momentos del libro final, son para mí avances

memorables en la novelística argentina. Estamos haciendo un idioma, mal que les pese a

los necrófagos y a los profesores normales en letras que creen en su título.

Partiendo del recurso de bibliografía ficticia, similar entre otros al que emplea Isaacs al atribuir a Efraín sus transcripciones de María, Marechal explica en el «Prólogo indispensable» que su novela se nutre de «dos manuscritos que Adán Buenosayres me había confiado en la hora de su muerte, a saber: el Cuaderno de Tapas Azules y el Viaje a la Oscura Ciudad de Cacodelphia» (Adán 5). Antes de transcribirlos, y por lo tanto permitir al lector adentrarse en las enunciaciones del poeta Adán en primera persona,

Marechal narrará en faceta omnisciente los avatares del protagonista, «desde su despertar metafísico en el número 303 de la calle Monte Egmont, hasta la medianoche del siguiente día, en que ángeles y demonios pelearon por su alma en Villa Crespo, frente a la iglesia de San Bernardo, ante la figura inmóvil del Cristo de la Mano Rota» (6). No son pocas, por lo demás, las consabidas sospechas y recelos al dar a conocer el material tan celosamente heredado a través de la versión parafraseada de una novela:

La publico ahora, vacilando aún entre mis temores y mis esperanzas. Antes de acabar este

prólogo, debo advertir a mi lector que todos los recursos novelescos de la obra, por

extraños que tal vez le resulten algunos, se ordenan rigurosamente a la presentación de un

Adán Buenosayres exacto, y no a vanidosos intentos de originalidad literaria (5).

La escritura aquí representada pretexta entonces su estructuración en base a dos legajos que el lector notará irse transcribiendo por quien los edita para lograr con ello ya no la

! [181] Perfección denostada por Macedonio e inalcanzable para novelistas previos, sino la exactitud. Es por ello que las ideas en las que el lector ve operar el talento del protagonista son meras transcripciones, que sin embargo traslucen la alquimia de la escritura. En el «Libro Quinto», por ejemplo:

«Que a tan doloroso extremo lo conducía.» «Que solía conducirlo a extremo tan

doloroso.» «Que a extremo tan doloroso…»

Adán Buenosayres despierta con aquel jirón de frase que lo ha perseguido, como a un

tábano imbécil, en toda la extensión de su sueño. Y al abrir los ojos ve a su lado la figura

de Irma, cuyas manos industriosas van y vienen sobre la bandeja del desayuno.

––¿Qué hora es? –le pregunta con infinito desaliento.

––Las diez y media –responde Irma.

«Que a tan doloroso extremo…»

––¿Llueve?

––Garúa.

«Y le dijo a Irma que sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas, o quizá…» ¡Basta!

Se incorpora violentamente, y sus ojos desorientados recorren la habitación desierta.

¿Irma se ha escurrido ya? Tanto mejor (279).

Entreverados como en El novelista, el esbozo fragmentario de una obra literaria y el halo de cotidianidad altamente permeada de superposiciones imaginarias, una y otra vez atentan, de nuevo, contra la exactitud buscada por el Marechal prologuista. El autor está transcribiendo los cuadernos de Adán que contienen a su vez proyecciones de éste hacia instancias de enunciación apenas hipotéticas que son interrumpidas por episodios, como la presencia ambigua de Irma en la habitación, que colocan al lector en un ángulo de

! [182] apreciación que le muestra la escritura recreándose al menos en tres capas: una en que todavía no se realiza, y nacida desde el sueño de Adán para pertenecer a un borrador que no será el cuaderno del que se sirve la novela; otra en la que Marechal copia los apuntes de Adán, que narran la circunstancia mundana que sigue a su sueño y a su vez narran lo que se le ocurrió que podría escribir; y una tercera en que la escritura de Adán y su transcriptor conforman una sola y compactada circunstancia narrativa en que el lector va perdiendo noción de los manuscritos intervenidos y puede seguir perfectamente su desarrollo como si a aquéllos se los hubiera dejado intactos.

Este despertar luego de un sueño, con frases deshilvanándose desde el subconsciente del personaje, será recurrente en las elucubraciones de Brausen al escuchar del otro lado de la pared de su apartamento la voz y el desorden de hospedaje provenientes del departamento de la Queca. Marechal funde la proyección subjetiva de un texto con las intermisiones terrenales que o lo malogran o, como en la escena, permiten que continúe fluyendo, dejando de pronto en paz al personaje al que dicha proyección persigue a la manera de un tábano imbécil.

Otro ejemplo similar de interconexión de planos merced al impulso de reinventarlos verbalmente, o de haber sido ya retocados mediante la escritura, ocurre a cierta altura del

«Libro segundo»:

Retrocediendo en la conocida pendiente de sus imaginaciones, Adán cayó en una duda

final que interesaba igualmente a su naturaleza de enamorado y a su índole de artista:

después de tan largo distanciamiento y de la poética de transubstanciación que había

realizado con una leve figura de muchacha, ¿reconocería él a la Solveig ideal de su

! [183] cuaderno en la Solveig de carne y hueso que lo había llamado y a la que se aproximaba

en aquel instante? La confrontación de ambas criaturas era terrible (50).

Adán Buenosayres multiplica sus capas al variar el modelo de roman a cleff, en tanto varios de sus personajes ocultan lúdicamente sus generales: a Jorge Luis Borges y Xul

Solar, acendrados martinfierristas, se los disfraza al primero como Pereda y al segundo como Schultze. Marechal sumerge también las atmósferas de su anécdota en campos referenciales altamente literaturizados: Adán es una obra que parodia el Infierno dantesco, adaptándolo al arrabal bonaerense. Empero, pese al aura literaria que lo determina todo, Adán contiene pocas alusiones a la escritura recreándose, no devela a ninguno de los integrantes de su elenco trabajando, sino más bien entablando discusiones en que erudición y bohemia se interpenetran. Dado que toda la obra en general es un palimpsesto en que se participa de varios géneros alterados y alternándose, es la dramaturgia uno de los más destacados y hace las veces de foro recurrente a las discusiones filosóficas de los protagonistas, quienes a decir de Cortázar forcejean con fluidez abanderando convicciones de pensamiento que gracias a la maestría de Marechal no pecan de sobrecargadas, así como no las arruina el peligro siempre latente del aburrimiento. Más allá de los versos una y otra vez diseminados a lo largo de toda la novela antes de la transcripción de los dos manuscritos––fragmentos de letras de tango, coplas, poemas improvisados, refranes––, la representación escritural, en una historia que organiza sus capítulos en base a lo que acontece a escritores, es más bien reducida, aunque no por ello de menor efecto evocativo, justo cuando Marechal incide en lo que la crítica también ha juzgado como impostaciones propiamente autobiográficas de sus vivencias, proyectadas en la complexión sensitiva de Adán. En el «Libro Sexto (El

! [184] Cuaderno de Tapas Azules)» el lector asiste, como en la novela de Palacio Valdés, a las antesalas nostálgicas de lo que será años más tarde una página literaria:

Y era cosa de salir a la huerta y quedarse allí como deslumbrado ante una locura de

glicinas que resucitaban.

Al mismo tiempo aquellas emociones iban despertando en mi ser un ansia viva de

expresión, un deseo incontenible de hablar el mismo lenguaje con que me enamoraban las

criaturas. Ya en el jardín y huerta de Maipú había comenzado a observar los dos tiempos

de la inspiración que se daban en mí ante la hermosura de las cosas: una embriaguez

fundida en lágrimas, y el nacimiento de una idea musical que se debatía en mi ser y

buscaba su manifestación. Como no dispusiera yo, en mis comienzos, de arte ninguno,

me valía de palabras incoherentes o voces en libertad, no por lo que significaban en ellas

mismas, naturalmente, sino por el valor intencional que yo les asignaba según el caso.

Así una misma frase, con el solo prestigio de su música y el de mi exaltación, era capaz

de traducir las más encontradas emociones de mi espíritu: como aquella de «la rosa, la

pura rosa, la descarnada rosa», que yo sabía pronunciar en todos los matices de la

desolación o el júbilo. Y no voy a enumerar ahora las fatigas y desvelos en que me puso

el ejercicio del canto. Sólo recordaré que una mañana, leyendo mi composición en clase,

don Bruno exclamó, dirigiéndose a los chicuelos: «Adán Buenosayres es un poeta». Y los

alumnos me miraron sin entender, pero bien conocía yo la grave significación de aquellas

palabras, y enrojecí de vergüenza, como si me hubiesen desnudado en público. Tenía

catorce años (321).

Se leen aquí varios motivos ya abordados por novelistas previos: la dualidad temporal que afecta la aprensión inminente del creador––dualidad representada por los dos relojes

! [185] acrónicos en El novelista de Gómez de la Serna––; las lágrimas como alicientes a la enunciación de un sentimiento a fin de cuentas incontenible; la presencia inaugural, honorífica y de oficialización del talento literario, encarnada por el maestro en una atmósfera escolar––motivo del que se sirven El Lazarillo y Las Rulfo y otros chismes del barrio, por sólo mencionar dos casos––… Hay sin embargo un detalle que destaca y que establece los principios de intimidad y de secrecía que prefiere no violentar Adán, quien obvia referir las fatigas y desvelos del ejercicio del canto. Se apunta, pues, a un proceso tortuoso, difícil, incierto y definitivo, sin que se lo desarrolle como parte de la trama que

Marechal transcribe. Esas fatigas y desvelos tan claramente ahondados en la prosa de

Gómez de la Serna no los filtra Marechal, no tienen el suficiente peso psicológico como para consignarlos en su cuaderno. Nuevamente, se prohíbe al lector el ingreso a esa zona en muda ebullición que Brausen y todavía más García personifican, éste último hasta la agotamiento. Marechal explica, enigmático, el hermetismo: «Las anécdotas de uso corriente no abundarán en este Cuaderno, ya que, al escribirlo, no me propuse trazar la historia de un hombre, sino la de su alma» (321).

En una comparativamente mayor proporción a las reflexiones antes anotadas, en Adán

Buenosayres el lector halla conversando a los personajes más que escribiendo. La escritura aquí sirve como el implícito motor de ideas que transita entre los tertulianos que parodian, encarnan y vitalizan el periodo de vanguardia argentina de los años 20. La escritura es asimismo tema de extensas diatribas entabladas por lo regular en las periferias físicas e ideológicas del canon, y es diseccionada como un epicentro de interpretaciones bibliográficas al que los personajes concurren. A parecido dandismo serán afectos los poetas del realvisceralismo en que se cifran los destinos de los

! [186] personajes de Los detectives salvajes, definidos por una escritura que el lector no ve, tampoco, producirse, y que sin embargo los enardece, comprometiendo hasta el equívoco de un crimen su transitoria fidelidad.

! [187] CAPÍTULO II LA VIDA BREVE. EXTIRPACIÓN, METHEXIS, IMAGINACIÓN Y VOLUNTAD COMO PREÁMBULOS A LA (NO) ESCRITURA

1. ESTADO DE LA CUESTIÓN. CONTRASTES PRELIMINARES

La bibliografía crítica que ha suscitado a lo largo de poco más de siete décadas la obra inconfundible del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909–Madrid,

1994), goza en ciertos casos afortunados de una consecuente profundidad, y por sí misma constituye un registro imprescindible para la historia de la literatura de Hispanoamérica.

El panorama de comentarios alusivos a la novelística onettiana, si bien escasamente diverso en sus planteamientos, es cuando menos constante y da cuenta, además, de interpretaciones que han apostado por enriquecerse, siempre asombradas, al emprender el desciframiento y la divulgación de los muchos enigmas que anidan en una prosa impregnada de subterfugios.

Resulta entonces obligatorio, previo al análisis de La vida breve (1950), reunir algunas de las más destacadas instancias valorativas respecto de una trayectoria que progresivamente fue consolidándose, merced a la singularidad estilística de un autor al que se le adjudica, con entusiasmo unánime, el ingreso indeleble de la novela latinoamericana a una fase de asimilación estética plena que asume las inquietudes esenciales de la era moderna, entre las que destaca, con preeminencia, la crisis de identidad como insalvable disolución del individuo.

Al transcurso selectivo de las apreciaciones que sintetizo, en apego por supuesto a un rigor cronológico, iré subrayando, cuando así lo amerite, aquellos señalamientos y omisiones que más tarde habrán de ser discutidos y confrontados con mayor amplitud,

! [188] una vez concluya el resumen del estado de la cuestión y me ocupe de aspectos específicos de La vida breve.

* * *

Novelas cortas, edición crítica que publicara Archivos en 2009, convoca un entrecruce de firmas autorizadas que, pese a no enfocar la producción de más largo aliento de Onetti, inciden intermitente e inevitablemente en alusiones a La vida breve y a otros títulos ya canónicos, «derivados» de aquélla, como las consecutivas El astillero (1961) y

Juntacadáveres (1964). El tomo, de ambiciosa cobertura, articula a fin de cuentas un consenso más o menos heterogéneo a propósito de las novedosas características que distinguen e integran, de manera general y entreverándose, el orbe ficcional del Premio

Miguel de Cervantes 1980.

De indispensable consulta para el rastreo de la consolidación referencial de Onetti,

Novelas cortas antologa, en suma, las contribuciones periódicas con que varios críticos fueron asimilando los rasgos de una particular maestría, que se reproduce con eficacia no sólo en las narraciones de menor extensión, sino en la totalidad de un corpus que comporta un flujo consistente de cualidades que tornan válida, aquí, la inserción de observaciones que son harto útiles pese a escudriñar otros trabajos, El pozo (1939) principalmente.

Del bloque «Recepción», que corresponde a «Dossier de la obra», cito algunas líneas de la reseña que Francisco Espínola dedicó a la primera novela de Onetti. «Un artista de raza», publicada originalmente en el diario El País de Montevideo el 18 de septiembre de

! [189] 1940, encomia el «tono dominante de confesión desesperada», el «ensueño» que «se manifiesta (…) la mayoría de las veces, por un acto de voluntad» en el que «los hechos son acallados por decisión irrevocable, mediante el desvarío» (657–658). Espínola reconoce con temprano acierto la madurez y la inflexión inédita que tales develamientos implican para el ámbito de las letras rioplatenses: «de tendencias tan importantes como las que representa no se ha hecho ahora entre nosotros más que ensayos» (659).

El concierto de desventuras contra el que Onetti se impacta y debate, no sólo al debutar con El pozo sino también desde la trinchera periodística, en calidad de testigo incómodo y acerbo41, es de por sí infausto y sobrepasa, envilecido, las fronteras. Ángel

Rama lo disecciona y pormenoriza en la nota introductoria a una reimpresión de la novela de marras que data de 1965. En «Origen de un novelista y de una generación literaria»,

Rama detalla que de «1938 a 1940 se registra una fractura en la cultura uruguaya» que

«coincide con el ascenso de una generación de escritores cuyas edades oscilan entre los veinte y los treinta años, quienes en parte la provocan» (662). La crisis se tipifica— parafraseo a Rama—en una lucha mundial contra el fascismo, en apariencia el indiscutible triunfador de la hora; en la derrota de la España republicana; en la ocupación de Austria y de los sudetes checoslovacos; en las transacciones en Múnich; en el pacto germano–soviético que deteriora la unidad de la izquierda antifascista… preámbulos

éstos de una guerra que desemboca en la victoria del nazismo, en las incertidumbres económicas y dictaduras derechistas en América Latina––el «terrismo» en Uruguay––, en el general intento de agrupación de las fuerzas «progresistas» y en los esfuerzos del

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 41 En 1939 Carlos Quijano delega en Onetti el cargo de secretario de redacción del semanario Marcha, que comienza a aparecer el 23 de junio y en el que, al incorporar sus textos a la sección literaria, desmantela cuanta mala prosa le cae en las manos. Emir Rodríguez Monegal («Prólogo» a las Obras completas de Aguilar, 1970) destaca también este nombramiento en un medio de difusión adscrito, primero, al conservador Partido Blanco que luego simpatiza, aunque tardíamente, con el socialismo.

! [190] Ateneo por una nueva Constitución y leyes democráticas, aunado, lo anterior, a la ostensible debilidad de éstas dos últimas fases de resistencia. «Un cuadro que condujo al escepticismo a muchos y que sólo superó una minoría psicológica y sociológicamente formada» (662). Onetti se decantaría, pese a su probada formación, hacia el polo de los escépticos, circunscrito a una «generación, que podría llamarse de 1939, o de Marcha», que «impondrá sus orientaciones (…) hasta 1955, fecha en que una nueva aportación juvenil y una nueva problemática histórica señalan fuertes transformaciones de su cosmovisión. De ese primer periodo quizás no haya––en prosa––escritor más representativo que Juan Carlos Onetti» (664).

La serie de infortunios coyunturales y sus réplicas nocivas a escala global explican, según Rama, que una de las claves que predominen en El pozo sea, como «primera insignia», el arcano de la soledad, que justamente dichos infortunios y réplicas exacerban y moldean, condenándola: «El relato lo escribe un hombre, solo (…) un hombre que cumple cuarenta años y hace el resumen de una existencia de fracasado, de resentido incluso, hombre encerrado en una pieza calurosa (…) un hombre que escribe» (664–666).

Rama acentúa las facetas de grafómano y misántropo, complementarias y en conflicto, que solventan la desaprensión del protagonista Eladio Linacero, quien se entrega, pasivamente, «a la totalidad del mundo oscuro e impenetrable, inescrutable, que acarrea»

(666), recluido en ese reducto de ostracismo en el que «a tal punto ha sido aislado (…) de toda comunicación (…) que justamente es la soledad la que genera la imperiosa necesidad de escribir. Se es escritor––parece decírsenos por debajo de las letras––cuando se está en soledad absoluta» (666).

! [191] El hacinamiento de Eladio Linacero sería consecuencia del influjo del mal que disemina el totalitarismo, al desencadenar en su entorno, indirecta pero severamente damnificado, amargas repercusiones. La languidez anímica del héroe, sumergido en la soledad absoluta que desazona la lectura de Rama, es la acusación a partir de la cual

Onetti instaura un salvamento desencantado, y desde la que avisa, con crudeza, sobre

«una pugna donde entra en peligro la vida espiritual del creador», en tanto, por mediación de la escritura, «se ata con nudo fuerte la vida y las letras» y «se afirma que la vocación literaria es asunto fatalizado» (667). Este peculiar, incierto salvamento––huelga adelantarlo––será intuido, vislumbrado y luego revertido exponencialmente en La vida breve por Juan María Brausen, un ser ubicuo e indistinto que emparenta con Eladio

Linacero en lo que toca a los intrincados escarceos de ambos con la elucubración de proezas ficcionales; sus equivalencias, a las que por el momento sólo apunto muy superficialmente, se agravan en torno a un atributo axial de El pozo que lo mismo inquieta a Rama:

…la ubicación del relato que se cuenta en el mismo presente en que está el lector, de

modo que éste asiste al proceso de composición, lo ve construirse dentro de sí, presencia

sus dificultades contemporáneamente a su suceder en la vida del personaje y por lo tanto

establece con él una relación muy próxima (670).

No es la tentativa de Rama desmontar los procedimientos de ilusionismo narrativo mediante los cuales el lector presencia la composición gráfica, gerundial, de lo que

Eladio Linacero se cuenta a sí mismo. Aventura, sin embargo, algunas taras estilísticas, en todo caso debidas al pulso de Onetti más que al solitario pesimista que supuestamente

! [192] las pergeñara: «no escabulle la referencia grosera, tampoco se complace en ella y, en general, revela una contención pudorosa» (670); de manera que, si bien transmite una clara preferencia por lo abyecto—siempre Onetti, que no Linacero—, «es cauteloso, ajeno a todo afán de escándalo, siempre serio y vigilante en las formas expresivas» (670).

El ilustrativo prefacio de Rama se complementa con las puntualizaciones del dramaturgo y periodista Carlos Maggi, quien expone a propósito de las estratagemas estructurales que imperan en El pozo y la posterior Tierra de nadie (1941):

…estas novelas reducen voluntariamente el campo de la peripecia y prefieren la

concentración sobre vivencias de algunos seres en forma desarticulada (…) de tal modo

que las escenas se presentan unas tras otras débilmente motivadas (…) como imágenes

estáticas, frecuentemente incoherentes (675).

La interpretación de Maggi, quien no comprueba la presunta incoherencia de las escenas a las que alude, descarta de inmediato su acercamiento a los trasfondos del ensamblaje formal para ver traslucidas, en el pesimismo de Onetti, las secuelas de una conmoción incurable, aquella esquematizada por Rama:

Si bien El pozo está sostenido por una fuerte convicción antifascista, también responde de

modo muy directo a la gran decepción del pacto germano–ruso, más aún que a la anterior

decepción de los procesos de la era estaliniana, lo cual condiciona la conducta del

personaje y del autor respecto a la acción social […] En Onetti, como en otros escritores

de la época, la quiebra de las ideologías es más grave porque establece un vacío absoluto

para las motivaciones de la conducta (677–678).

! [193] El nudo de las letras con la vida, metáfora con la que Rama reivindica el poder y la inutilidad de las fantasías que sostienen a Eladio Linacero, acaso como núcleo del que partir o al que aferrarse para una posible reconquista de su afectiva humanidad, es un salvoconducto inviable, aun inocuo, en la perspectiva de Maggi, quien del primer Onetti admira, más bien, el acierto con que perfila «la inseguridad escéptica en que se mueve un latinoamericano» (679), «el desamparo nacional (…) reconociendo la desconexión con los “gigantes padres” que hicieron la independencia y de los que afirma Larví [en Tierra de nadie] que “nada tienen que ver con la gente que vive hoy aquí, argentina”» (679).

Maggi adiciona al ensimismamiento de soñador febril, ya comentado a su vez por

Rama, otra conducta psicológica de Eladio Linacero que será de clara relevancia para mi estudio, además de La vida breve, de la novela mexicana que le es deudora, El libro vacío: «se mueve (…) sobre una conciencia culposa» (679), anegándose en las opresiones de «la censura exterior y la íntima» (680). Maggi abunda:

…la experiencia que se nos cuenta no radica en que un hombre tenga «sueños diurnos»

que son motivo de desconfiado rechazo por los demás, sino que él los afirme una y otra

vez de modo casi agresivo, como buscando la reprobación, y que este alarde de su vida

interior trate de afirmarse contra los demás (680).

Juan María Brausen magnifica esta afirmación de sus sueños diurnos, al grado de diluir en ellos el mundo real que lo hastía y del que podrá independizarse no tanto para provocar la reprobación de los demás sino para literal y figurativamente anularlos, reinventándolos en las antecámaras complejas de sus alucinaciones, y para luego escabullírseles entre aquéllas, triunfal y omnisciente. A diferencia de Juan María

! [194] Brausen––de quien es un prototipo al fin y al cabo, a todas luces germinal––, Eladio

Linacero no renuncia a su identidad cuando se obsequia, en secreto, heroísmos hiperbólicos para cuya elaboración minuciosa se postra en el camastro, abstraído. Cito una vez más a Maggi: «Este intelectual––que en definitiva lo es E.L.––se sueña hombre de acción cazador de Alaska, contrabandista en Holanda, marinero en la bahía de Arrak, siempre hombre entre los hombres, rudo, fuerte, seguro, sobre todo seguro, bastándose a sí mismo» (681).

«Onetti. En busca del origen perdido», es uno de los primeros atisbos críticos que

Jorge Rufinelli elabora con La vida breve como epicentro de sus reflexiones. Publicado en la revista mexicana La Vida Literaria en 1974, el ensayo bordea la potestad teológica de Juan María Brausen al diseñar la legendaria Santa María; destreza ésta que, hasta la fecha, intriga a cualquier lector cuando atestigua lo abrupto, y a un tiempo sutil, de una edificación al comienzo nebulosa, fantasmagórica, y que terminará convirtiéndose en una metaficción autónoma que suplanta y enrarece el espacio textual dentro de la que unas obsesivas divagaciones la produjeran. Rufinelli abrevia la evolución divina del artífice onettiano, a quien eventualmente se lo invocará, en otras latitudes narrativas, como a un ente genésico:

Brausen imaginó una ciudad con sus plazas, sus calles, su iglesia, sus habitantes (…)

aquella Santa María que desde entonces se convertiría en la ciudad–ónfalo de una extensa

producción literaria (…) Brausen, llamado el Fundador en las novelas que siguieron a La

vida breve (…) ya ha sustituido a Dios, ya ha alcanzado la estatura de Padre mítico (el

que funda y da origen, el que protege). Díaz Grey dice «Brausen mío», y Onetti imagina

! [195] a Goerdel [en La muerte y la niña, de 1973] rezando: «Padre Brausen que estás en la

nada» (745).

La nada como hábitat del demiurgo, desde la que emerge un súbito microcosmos y la cual es presentida por seres encomendados a una fuerza tutelar que remotamente los abastece, es una nada que por cierto interactúa con, y se nutre de, un anhelo escritural correlativo que no la trasciende, ni mucho menos, mediante enunciaciones convencionales, como se constatará en páginas ulteriores. Para Rufinelli, Juan María

Brausen, el alabado Padre mítico, es a su vez un «Jugador Supremo (así lo llamaría

Faulkner)» (745), que urbaniza, coincidiendo este juicio con el de Maggi, un «lugar narrativo donde el espacio y el tiempo se congelan y donde el autor puede, cada vez que lo desee, licuar y utilizar cada uno de sus pedazos» (745).

Abro un paréntesis—el primero de varios, en un afán de no alterar esta cronología––a la exploración de Novelas cortas, e intercalo el «Prólogo» de Emir Rodríguez Monegal a las

Obras completas de Juan Carlos Onetti que imprime la editorial Aguilar en 1970.

«Prólogo» que se indexará, sin apenas variaciones aunque con otro título («Onetti o el descubrimiento de la ciudad»), en Narradores de esta América, compilación del mismo crítico que data de 1974.

Rodríguez Monegal vincula los yacimientos subjetivos que apuntalan Santa María a la estancia de Onetti en Buenos Aires durante quince años, en el curso de los cuales publica cinco novelas y afina, sin duda, su originalidad narrativa. La capital de Argentina es el basamento que precede a sus locaciones novelescas, el Río de la Plata simbolizando, sugiere el prologuista, una suerte de tránsito no sólo geográfico sino literario. Con Onetti,

! [196] «el nuevo hombre latinoamericano, el hombre que se ve obligado a ingresar casi de golpe en una modernidad caótica, angustiosa, pasa a asumir el primer plano en la ficción» (10).

Anuncia Rodríguez Monegal que sólo a partir de la desconcertante farsa santamariana y de sus decodificados espectros «son posibles los nuevos novelistas» (11).

Lamentando que «La vida breve no mereció más que algunas tibias reseñas críticas», y que su tiraje «estaba aún sin agotarse quince años después» (14), Rodríguez Monegal distingue como fundamentales, por otra parte, ciertos tabúes borgesianos permeando La vida breve: «ficción dentro de la ficción», «pluralidad de perspectivas del narrador»,

«inserción de un mundo imaginario dentro de otro» (15)42. El parte de una eventual y difícil consagración, y de las etapas de un tardío abandono del anonimato, ocupa extensamente esta radiografía introductoria, que pondera una y otra vez la relevancia incontrovertible que representa Onetti para la literatura del porvenir: «peca de anacronismo por ser un adelantado de la nueva novela (…) su anacronismo es del todo precursor (…) Descolocado, desplazadísimo (…) no está nunca en el escalafón literario.

Está, sí, en la literatura» (18).

Rodríguez Monegal califica, luego, La vida breve como la «más ambiciosa y compleja» de las fábulas onettianas: «no sólo marca la culminación de un cierto realismo

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 42 En una entrevista que, por criterio cronológico, transcribo fragmentariamente más adelante, se vuelve a mencionar la figura de Borges y su presumible influencia en Onetti, quien le recuerda a Rodríguez Monegal: «yo opiné sobre los cuentos de Borges, con gran indignación de tu amiga A.B., que parecían una traducción de Bartleby, aquel cuento de Melville, ¿te acordás? […] Ahora, a mí, personalmente, me importa un cono de dónde haya sacado Borges sus cuentos: si los ha sacado de Melville, o de Marx. A mí lo que me importa es el talento literario de Borges» (Onetti 260). ¿Qué tanto habrá hecho mella «Bartleby the Scrivener» (1853), vía Borges, en Onetti al crear a sus Eladio Linacero y Juan María Brausen? Un estudio comparativo entablaría, bajo esta fortuita evidencia, lo que mi disertación ambiciona en sentido inverso: ver a Juan María Brausen como el precursor que Rodríguez Monegal indicia, no del Bartleby melvilliano, por supuesto, sino del bartleby como concepto arquetípico reformulado años más tarde por Vila–Matas.

! [197] exasperado sino que abre toda una nueva perspectiva» (19); e insiste: se trata de «uno de los modelos de la nueva narrativa latinoamericana» (19).

Estas otras impresiones de Rodríguez Monegal, también sobre La vida breve, son fundamentales para mi estudio:

En vez de considerar la novela (como hasta ahora se ha hecho) desde el punto de vista

documental, como testimonio sobre un mundo desvalorizado, el lector puede seguir a

Brausen únicamente en su aventura anterior (…) Se trata de crear otra realidad entera,

competir con la creación misma (…) Brausen libera dentro de sí las fuerzas de la

imaginación (…) explora las provincias ilimitadas de la creación (…) [La vida breve]

analiza la creación mientras la crea (…) para establecer el deslinde entre los varios

mundos imaginarios (20–26).

Como he propuesto tanto en «Introducción» como en «El hallazgo del escriba», mi lectura crítica concuerda con el seguimiento puntual de eso que Rodríguez Monegal denomina aventura interior, en este caso la de Juan María Brausen mientras presuntamente narra. Por ello, me distancio en lo posible, aunque ocasionalmente lo documente, de aquel testimonio sesgado de contemporaneidad al que pudiera apelarse estableciendo subrepticias analogías. He de discrepar, sin embargo, con la idea de que la notable pieza onettiana analiza la creación mientras la crea.

El dictamen de Rodríguez Monegal—con quien estará de acuerdo la mayoría de los críticos que lo suceden—es tajante: La vida breve es «la obra de la que arrancan (lo sepan o no) casi todas las demás» (27). Convendría por cierto que enlistara con exactitud a las herederas que contempla como sucesoras del punto de partida, éste sí clarísimo,

! [198] instaurado por Onetti, para quien «la ambigüedad es la clave» (30). En lo que concierne a los límites de esta disertación, y hacia las «Conclusiones», se demostrará que al menos El libro vacío, Los detectives salvajes y Bartleby y compañía son, indudablemente, destacadas descendientes.

Compulso ahora Onetti (1973), conjunto de ensayos de autoría miscelánea que coordinó el ya citado Jorge Rufinelli.

Mario Benedetti colabora en este volumen con «La aventura del hombre». Lo llamativo, a su juicio, «es que la actitud de Onetti—como dice Orwell acerca de

Dickens—“ni siquiera es destructiva. No hay ningún indicio de que desee destruir el orden existente, o de que crea que las cosas serían muy diferentes si aquél lo fuera”» (28).

De tal modo, el juego faulkneriano que retoca Juan María Brausen y al que se aludió cuartillas arriba, no estribaría, según Benedetti, en «modificar las condiciones—por deplorables que resulten—de la realidad, sino expresarlas con elaborado rigor, con una fidelidad que no sea demasiado servil» (28). La permutación de Juan María Brausen en

«Arce» y Díaz Grey, así como las proyecciones y los acabados de su Santa María, expresarían más elaboradamente, más rigurosamente, en vez de eclipsarla, la realidad opresiva que rezuman los capítulos de La vida breve, y que es, a decir de Rodríguez

Monegal, trasunto de la urgencia de un Buenos Aires rezagado, en vías de modernizarse.

El libro monográfico de Rufinelli reproduce, justamente, una «Conversación con Juan

Carlos Onetti» en la que Rodríguez Monegal hace las veces de entrevistador. De la charla, me incumben las precisiones que por lo demás no se concretan sobre La vida breve:

! [199] JCO: […] En primer lugar, en todo el comienzo de la novela Brausen hace algo muy

corriente: se imagina a sí mismo en otra vida. Todo el mundo que yo conozco practica,

consciente o inconscientemente, lo que se llama el «bovarismo» desde hace mucho

tiempo. La vida imaginada. Hay gente ahora, por ejemplo, que quisiera ser Leonardo

Favio, o ese animal que canta por la radio…

ERM: ¿Qué animal?

JCO: Ese, Palito Ortega. Te das cuenta que lo que le pasa a Brausen al principio es lo

que le pasa a todo el mundo. Cuando empieza a imaginarse Santa María, y se pone a

componer mentalmente un folletón, o un guión de cine, para ganarse la vida, el único

deseo de él, es salirse de su vida, ser otro. Ni siquiera busca ser otro mejor, más

importante, más rico, o más inteligente. No: lo que él quiere es ser otro, simplemente.

Como la Bovary […] Bueno, Brausen simplemente se imagina a Santa María (…)

Cuando él se imagina Santa María, cuando él descubrió que era un mundo posible, ya

pudo entrar. En fin, lo que yo te quería decir es esto: el individuo ése, Brausen, no tiene

ningún tipo de aspiración. Y de pronto se encuentra con el milagro ese de que escribir es

como ser Dios (…) puede tener la sensación de ser como una espada, y la espada es la

palabra de Dios. Y todo lo que escribe es fácil y mentirosamente definitorio. O dicho de

una manera más simple: el individuo ése tiene un poder. Tiene el poder de decir una

palabra, modificar un destino (260).

La ambigüedad como la clave dominante que el mismo Rodríguez Monegal asignara a la bibliografía onettiana, es en el pasaje transcrito de la entrevista una premisa innegable, a la vez que motiva e inquieta las cuestiones nodales de mi disertación. Recapitulo: para

Onetti la truculencia inventiva de Juan María Brausen no es más que un gesto corriente de «bovarismo» en el que cualquiera puede solazarse; hasta aquí el humor ácido de la

! [200] autocrítica no toca las fibras problemáticas de la novela. Las expresiones que siguen, empero, acendran la perplejidad inherente a La vida breve y son como la continuación de sus confines irresueltos, y es que tanto los críticos como el propio Onetti dan por hecho, aunque sin convicción o sólo temporalmente, que el personaje Juan María Brausen escribe (sobre) Santa María, sin que sea ello un acto terminante o de unívoca corroboración tras la lectura del libro. Onetti despacha el que para mí es un dilema laberíntico con desenfadadas contradicciones: declara que Juan María Brausen se pone a componer mentalmente un folletón, o un guión de cine, y que simplemente se imagina a

Santa María; de la composición mental y imaginario, revira diciendo que su agente de publicidad se encuentra con el milagro ese de que escribir es como ser Dios, y entonces puede tener la sensación de ser como una espada, y la espada es la palabra de

Dios; agraciado por esta suerte de soberanía sobrenatural, Juan María Brausen, en efecto, no sólo compone mentalmente o imagina sino que, intercedido por un milagro, escribe, y todo lo que escribe es fácil y mentirosamente definitorio. Esta simplificación no es del todo verdadera, pues La vida breve no siempre o casi nunca garantiza, sino más bien difumina, la certidumbre de que Juan María Brausen está escribiendo. La vida breve lo que muestra, como lo planteo más tarde, es lo contrario: una privación expresiva, paradojal, que crea, sí, pero conteniéndose, pues el folletón o el guión de cine no se finiquita y en su lugar una divagación meticulosa, ágrafa, puebla una serie de páginas, por añadidura, no habidas.

El ensayo experimental Onetti: obra y calculado infortunio (1980), de Fernando Curiel, procura un fragmentario periplo digresivo por la «ambigua, helada, cruel escritura

! [201] onettiana» (15). Entrecruce de impresiones propias que dialogan en dinámica tensión con el acervo interpretativo de comentaristas previos, Onetti no desatiende la taras de ambigüedad prosística e inacabada realización personal que prevalecen, a veces intercaladas, en la obra completa del uruguayo. Curiel nos provee, por ejemplo, de este apunte de Arturo Sergio Visca («Trayectoria narrativa de Onetti», en Recopilación de textos sobre Juan Carlos Onetti, 1969):

En su conjunto la obra de Onetti constituye una muy personal diagnosis de la situación

que vive el hombre de nuestro tiempo. Esa diagnosis diseña una imagen cruel,

desoladora, negativa, casi cruel. Esa imagen nos muestra a un ser solitario, en el que todo

ademán de comunión parece frustrarse y quedar inacabado; esa imagen nos muestra a un

ser despojado interiormente de toda fe y de toda fuerza creadora (salvo la tan discutible

constituida por la hipertrofia imaginativa, por la devoradora capacidad de soñar)» (23).

La así llamada hipetrofia imaginativa, para esta disertación y en el caso de la padecida por Juan María Brausen, comportará una fuente siempre impredecible y fecunda para el análisis, y, a su vez, colinda con estas otras apostillas que Luis Harss aventura respecto de la estética de Onetti: (Los nuestros, 1966): «Si algo puede decirse de su trabajo es que su perspectiva resulta hipotética, más sombras que substancias. Está hecha de pensamientos inacabados, de gestos truncos, de afirmaciones vacilantemente propuestas» (25).

Curiel, cuya lectura exaltada y perifrástica vagabundea con delectación por ciertos títulos onettianos, la mayoría de las veces esquiva sin embargo la crítica frontal y más pormenorizada de aquéllos, incidiendo en una práctica similar a la previamente denostada

! [202] por él mismo y que según sus impresiones otros lectores de Onetti han llevado, para mal, a efecto.

Con todo, y aunadas a la hipertrofia imaginativa señalada por Visca, por mi parte rescataría las claificadas por Curiel como «herejías de la imaginación» (28), que consisten en el peculiar ejercicio de una escritura que, «desplegándose, se pliega» (36).

Así, en La vida breve y «no obstante su barroquismo técnico», el texto «se (des) hilvana a sí mismo» (44), asimilándose con ejemplar maestría a «eso que el peruano Vargas Llosa bautizó Novela de creación (opuesta a la otra: primitiva)» (45).

En suma, del exultante y arriesgado repaso de Curiel me convienen aquí las correspondencias que mi análisis sostendrá entre la no–escritura y la hipertrofia imaginativa, la herejía de la imaginación, y, por último, entre la no–escritura y aquello que el crítico, refiriéndose a la totalidad de la bibliografía onettiana, considera un valor recurrente, a saber, «un doble fondo, un trastexto» (71). Huelga anotar que Curiel se aviene, por cierto, a la más o menos consenusada aceptación de que Juan María Brausen, en a novela de marras, nunca escribe: «no consigue llevar al papel las escenas imaginadas» (210).

Onetti: el ritual de la impostura (1981), es la versión extendida de la tesis doctoral que

Hugo Verani presentara en la Universidad de Wisconsin, Estados Unidos, hacia el año

1973. «La novela como búsqueda» y «Teoría y creación de la novela: La vida breve», son los capítulos que más obvias consonancias establecen con mis directrices. Me sirvo a continuación de algunas consideraciones de Verani que creo pertinente aprovechar, en

! [203] tanto clarifican uno de los ejes y catalizadores que subyacen a todo ejercicio de escritura literaria:

La concepción de la literatura como búsqueda, con todas sus variaciones y

transformaciones, es uno de los esquemas narrativos más antiguos que con mayor

frecuencia se repite en la literatura occidental. Desde la antigua épica hasta los libros de

viaje y las novela de aventuras del siglo XIX, el descubrimiento de vastos mundos

maravillosos está siempre presente en la imaginación del hombre. La novelística

contemporánea posee ese mismo espíritu de búsqueda, pero en nuestra época se

intensifica la tendencia de explorar las profundidades del ser, una búsqueda interior que

ofrece un marcado contraste con la de la literatura precedente (…) una transformación

que se inicia con À la recherche du temps perdu. Como observara R.M. Albérès, en

Proust (…) la novela se convierte en búsqueda o enigma; no se trata de una búsqueda

única y bien definida dentro de un mundo coherente, a semejanza de la realidad de la

novela clásica decimonónica, sino una búsqueda polifacética en la que se interponen y

alternan imágenes a menudo indescifrables y episodios incongruentes, en un mundo

contradictorio (20).

La búsqueda que mi disertación encuadra es la de una identidad latente de escritor, mediante la práctica obsesiva, fehaciente o no para quien lee una novela, de ciertos personajes que aspiran o se rehúsan a escribir para, en última instancia, no obtener a cambio sino su disolución como individuos. La vida breve participa de esta búsqueda inmemorial que, como acertadamente abrevia Verani, encamina la narrativa contemporánea hacia las profundidades del ser, confrontando imágenes a menudo incongruentes dentro de un mundo contradictorio.

! [204] Juan María Brausen emprende accidental, desinteresadamente, esta búsqueda proustiana, que Verani no relaciona con el suceso también fortuito de una escritura fallida o ambigua, si bien coincide en los resultados que tal fracaso, tal irresolución potencializan: «su búsqueda (…) lleva a descubrir un mundo cerrado a la esperanza y a avanzar un paso más por el camino de la autoaniquilación» (21–22).

Verani concuerda con Maggi y Rufinelli en el aspecto de la autonomía textual y la parálisis de atmósferas que ofuscan y hacen tan atractiva la prosa de Onetti, quien como todo autor moderno «intentará, en efecto, aprehender y perpetuar dentro del ámbito de la ficción un breve instante regido por el orden (o la ilusión de un orden), para así detener el fluir temporal» (22–23).

Verani afirma: «Onetti concibe la literatura como la única manifestación liberadora»

(23). Pero no es así, o al menos en lo que a mi opinión respecta, para el caso de Juan

María Brausen; a éste lo que lo libera no es la manifestación de la literatura sino su postergación, su nulidad incompatible y su alienación degenerativa; no escribiendo o sólo fingiendo que escribe es como justamente Juan María Brausen entreabre los extraños portales que lo evaden, simplemente imaginando y asistido por un milagro, por lo demás, corriente, mentirosamente definitorio.

En las siguientes aseveraciones de Verani hacen eco las palabras de Benedetti a propósito de la relación entre la literatura onettiana y el mundo tangible: «no es una evasión de la realidad, sino una forma de expresarla más hondamente e indicar su disconformidad con el orden vigente (…) una imagen autorreflexiva, paralela a la vida, que exige ser comprendida por sí misma» (25–26).

! [205] Una matización relevante que distingue a Verani de otros críticos es su acierto al señalar—acaso con más pertinencia que Maggi––la voluntad de creación de la obra onettiana; voluntad que se transmite a Juan María Brausen, conminándolo «a participar en mayor o menor grado en una búsqueda epistemológica de su propia definición y de su propia expresión», lo que delata, por lo demás, un divorcio de los presupuestos decimonónicos, pues desecha «la omnisciencia tradicional ilimitada como único método narrativo» (39).

En Juan María Brausen es palmaria la tendencia a la que es afecto un tipo innovador de personaje que «debe crear su propio mundo, crearse sus propios valores y aún su propia imagen, persistir en la búsqueda de una más precisa definición de sí mismo» (40).

Definición que le será dable al héroe onettiano sólo al desintegrarse, desleído en sus heteronimias que son, como él, impredecibles y autodestructivas.

Asimilada la poética proustiana del periplo a la sinuosidad individual en que se precipita el narrador, Verani lee además, en la estela que van dejando los derroteros de

Juan María Brausen, una indubitable huella de escritura. Como en la entrevista lo concediera, más o menos, Onetti, Verani da por hecho el argumento de cine que para mí sólo transversalmente genera, en La vida breve, la existencia quimérica de Santa María y sus residentes: «Brausen (…) prepara un guión cinematográfico en el cual inventa al Dr.

Díaz Grey y a la ciudad de Santa María, los cuales, a su vez, se independizarán de su creador y figurarán como personaje y escenario de casi todas las obras de Onetti posteriores a 1950» (42). Pero Juan María Brausen no prepara el guión, o al menos no de manera indiscutible, sino que sólo formula esbozos para un borrador que de cualquier

! [206] manera no ultima o no podemos garantizar, como lectores, que nos esté siendo compartido.

Para el momento en que Verani contribuye a la consolidación del fenómeno onettiano, aquella expectativa internacional de reconocimiento adelantada y aun exigida por

Rodríguez Monegal ha superado las especulaciones: «También en España se la considera la obra maestra no superada de Onetti, y para la crítica venezolana, La vida breve “es una lección del arte de escribir” (93)».

De la meticulosa taxidermia que Verani hace de La vida breve, destaco finalmente dos declaraciones que se libran de ser una mera enumeración de características evidentes: estamos, anota, ante «una novela que está en proceso de escribirse, donde la ficción se expande ante el lector» (95), conjetura ésta que suscribo; es el siguiente reparo el que me parece erróneo o escasamente atendido, y el cual discutiré luego, pues focaliza un detalle de la novela en que se cifra, nada menos, el valor más hermético y más provocativo de su anécdota:

Brausen recurre a una imagen corporal, la amputación del seno de Gertrudis—

representación metafórica de la relatividad humana—para sugerir el deterioro inevitable

de todo lo existente (…) Transforma entonces el sufrimiento físico y la fealdad, en

símbolo de una experiencia subjetiva, inexpresable directamente: la muerte del amor, y

más que nada, la muerte de la fe en sí mismo […] el hecho de que Gertrudis perdiera un

seno hace tambalear el mundo de Brausen y su relación con ella cambia definitivamente.

Esta aversión por las deformaciones es el primer motivo que obsesiona al narrador y

ayuda al lector a interpretar su peculiar visión del mundo y de la vida (98–108).

! [207] Espero poder rebatir las glosas de Verani al episodio de la contemplación del seno amputado de Gertrudis por parte de Juan María Brausen. A mi entender, son menos gratuitas las ramificaciones y las correlaciones––belleza/fealdad, muerte de la fe/muerte del amor––que aquel estrago de la enfermedad detona para que la originalidad onettiana, a un punto inasible, despliegue y colapse las realidades representadas en su historia.

«El narrador ingresa al baile de máscaras de la modernidad», actualizada lectura crítica de Ángel Rama, es una colaboración que se incluye en la revista Studi di

Letteratura Ispano–americana hacia 1983. Hugo Verani la compendiaría luego en Juan

Carlos Onetti (1987). Como ya se han dado a conocer varios de los razonamientos de

Rama que competen a la decisiva relevancia, dentro y fuera de Uruguay, de Onetti como figura de transición histórico–literaria, agrupo aquí los comentarios que reivindican su

índole moderna, puesto que de ésta se desprenden algunas particularidades más de su ficción con las que mi análisis dialoga.

En tanto la experiencia de la modernidad es, para Rama, «la de la disolución de la cultura más tradicional», a causa de la cual se desencadena un «combate que pone a los seres humanos en carne viva», dicha experiencia «constituye el centro animador de la literatura de Juan Carlos Onetti» (809).

Ya recogida en el tramo conclusivo de «El hallazgo del escriba», la consigna estética a la que se ciñe Onetti estipula, entonces, «dos vías diferentes y paralelas del proceso de modernización»:

Esa consigna fue definida por Julio Cortázar cuando comentó admirativamente la

publicación de la novela de Leopoldo Marechal Adán Buenosayres (1948): «Muy pocas

veces entre nosotros se había sido tan valerosamente leal a lo circundante, a las cosas que

! [208] están ahí mientras escribo estas palabras». La consigna de lealtad a lo circundante (…)

implica preservar la relación dialogante con el lector perteneciente a la misma

circunstancia viva, incorporándola a la obra como el otro término de la ecuación creativa,

partícipe al fin del proceso de la creación (810–811).

Que la escritura sea leal, desde la perspectiva de un personaje, a lo circundante que asedia el acto de creación literaria, es un elemento que, como indica Rama, exige al lector una cuota de correspondencia más exhaustiva; y es esta lealtad a lo circundante, por cierto, la que desvía a Juan María Brausen de la realización de su guión cinematográfico, la que lo va extraviando en las inmediaciones de aquello que, más exigente, más peligroso, más seductor y más vivo, envuelve las palabras que casi enhebra.

Rama, junto con los críticos a los que antes he recurrido, aprueba «el afán de unificación artística del conjunto, la modernización que estatuye la autonomía del texto literario». Diverge, por otra parte, de la especulación de Rodríguez Monegal de que la metrópolis argentina es el modelo de Santa María, siendo ésta «su recuperación nostálgica del Montevideo abandonado durante el periodo en que vivió en Buenos Aires»

(815).

El signo de la soledad que marca a Eladio Linacero, advertido por el mismo Rama en su apunte anterior, es la síntesis de la degradación de una época en declive y se reformula en La vida breve, aunque proviniendo de un desencanto paralelo, como un padecimiento atroz que aqueja a Juan María Brausen, quien «deviene una oquedad (…) trasponiéndose todo él en palabra narrativa, en literatura» (817). Rama no penetra en esta trasposición, que espolea, sin embargo, otra de mis incertidumbres: si Juan María Brausen debe su encumbramiento como Dios al milagro de las palabras que le depararon, después, un

! [209] asilo irreductible, ¿a qué grado de insolvencia ha proyectado su negativa identidad, debido a que esas palabras, musitadas en el claustro de la psique, no fueron más que dudosamente redactadas por él, que no las adueñó nunca, siendo Onetti el único que, para los lectores, las rescatara en fragmentos?

En 1985 se publica Reading Onetti, de Mark Millington. Uno de sus más sugerentes apartados, «La vida breve (1950): Formal Continuity/Subjective Discontinuity», amplía la ya indicada propiedad de lo ambiguo como clave concéntrica a la que se retrotraen todas las ficciones del uruguayo. Millington priva al lector, o más bien lo deslinda, del rol que Verani querría imputarle como agente capaz de desentrañar los intrincados planos de factura onettiana.

Onetti’s emphasis on concrete particulars is one of the hallmarks of his writing, and it is

also characteristic for there to be an apparent absence of lucid meaning waiting to be read

off: that particular part of the conventional, realistic contract with the reader is frustrated.

So, an appearance or an action is often named but no more—the detail is precise, but not

categorized (136).

Por ende, la disyuntiva que me compromete dilucidar, de si Juan María Brausen escribe o no, y bajo qué matizaciones, su argumento de cine, o mejor: de si su escritura es o no una pantomima visible para el lector; tal disyuntiva, según Millington, se invalidaría apenas caer en la trampa de querer afirmar lo uno o lo otro, y sin otro fundamento más que las indefinidas insinuaciones de Onetti respecto no sólo de lo que Juan María Brausen hace o no con su «borrador», sino respecto de cualesquiera de sus otros incidentes:

! [210] To recognize that in Onetti there are many passages which frustrate easy recuperation,

and to posit the posible general understanding that this action or that object simply

denotes the «real»—this is one step. It is, however, necessary to take into account those

moments when the writing seems positively to undermine the conventionally

verosimilitudinous (140).

El viaje a la ficción (2008), de Mario Vargas Llosa, peca de triste uniformidad y decepciona la conducente resonancia mediática y las expectativas que su publicación despertara, tratándose del saldo de una deuda largamente contraída por el peruano con el escritor a quien siempre elogió como a su incomparable maestro. El libro, que recorre la novelística completa de Onetti, no es más que una retahíla de lugares comunes para la crítica, una remodelación de las circunstancias histórico–políticas de Uruguay hacia la década de los cuarenta y una redundancia sobre dos tópicos por lo demás fácilmente reconocibles para todo lector: I) la proclividad hacia la podredumbre; II) la imaginación como vehículo de escape para una serie, en constante redefinición, de unos personajes atormentados. Lo dicho: «El tema obsesivo y recurrente (…) desarrollado, analizado, profundizado y repetido sin descanso, aparece precozmente perfilado en El pozo: el viaje de los seres humanos a un mundo inventado para liberarse de una realidad que los asquea» (36). El origen más remoto de esta línea temática Vargas Llosa lo ubica en la lectura de El Eclesiastés, «libro que dejó fuerte impronta» en la memoria de Onetti, «y que en su edad adulta recitaría a veces para justificar su pesimismo y su visión nihilista de la vida» (38).

El viaje a la ficción reitera el posicionamiento de Onetti como adelantado gremial de las letras latinoamericanas en la constelación de la literatura de todos los países y

! [211] diagrama el temperamento de los anti–héroes que protagonizan sus historias, en quienes el autor desahoga «la diatriba contra el ser inauténtico, el que “representa” un papel–– social, cultural o político––, lo que ha hecho de él alguien ridículo o despreciable, un traidor de sí mismo» (72)

En cuanto a La vida breve, Vargas Llosa transmite su incondicional admiración por la singularidad inopinada de la anécdota, e insinúa una hipótesis sobre el título:

Se han dado muchas interpretaciones (…) desde que fue inspirado en la ópera de Manuel

de Falla que así se llama, hasta que viene de la canción francesa que aparece en el libro

(…) pero no debe descontarse que aluda también a esa breve vida de sueño y fantasía a la

que los seres humanos escapan cuando la existencia les resulta insuficiente o, como a los

héroes de Onetti, intolerable (97).

Juan María Brausen, por lo tanto, encarnaría la convicción de que «en este mundo, sólo triunfa el que se pudre moralmente» (99). La insistencia en el halo abyecto que despide la obra onettiana en cuanto a sus contenidos impregna asimismo la argumentada impureza estilística que previamente insinuara Rama: «El estilo no es incorrecto, pero sí es inusitado, infrecuente, intrincado a veces hasta la tiniebla, a menudo neblinoso y vago»

(115). El Nobel de literatura ¿desaprueba? el estilo onettiano de un plumazo francamente lamentable: «Las características más saltantes de este estilo con casi todas negativas»

(116).

Como hiciera Maggi al interpretar los despuntes, en la psicología latinoamericana, de un desasosiego sin precedentes que a partir de Onetti cobra una dimensión y una hondura

! [212] alegóricas, Vargas Llosa parafrasea Underdevelopment is a State of Mind. The Latin

American Case (1985), de Lawrence E. Harrison:

…el subdesarrollo es también ese estado de ánimo que, sin saber sus causas ni

extrapolarlo a la situación económica, política o cultural, es compartido por millones de

latinoamericanos, de todas las clases sociales: la sensación de la inutilidad de los

esfuerzos, del trabajo emprendido, de los anhelos y ambiciones, por un mecanismo

invisible pero poderosísimo que interrumpe, anula, cercena o corrompe casi todo lo que

se intenta y deja a sus autores con el sabor amargo de la derrota (164).

La voluntad de creación deducida por Verani, así como los estímulos suprimidos por el seísmo de las ideologías, detectados por Maggi, cabrían dentro de la radiografía que E.

Harrison practica a los intersticios beligerantes del ser latinoamericano. Tanto Eladio

Linacero como Juan María Brausen simbolizarían escalas individuales de una multitud continental empantanada, presa de una indefinición que no logra, además, extirparse de sí los distintivos acres de la derrota. La prosa de Onetti contendría, según Vargas Llosa, esta confluencia de predeterminaciones infortunadas, en las que fluctúa, metafórico, el desmoronamiento de América Latina:

Al crear todo un mundo literario uno de cuyos rasgos centrales es el rechazo de la

realidad real––concreta e histórica––por una realidad ficticia––subjetiva, imaginaria,

literaria–– (…) Onetti construyó un poderoso símbolo, de gran belleza artística, de

América Latina. Mejor dicho, de su fracaso histórico y social, de su subdesarrollo político

y económico, de su lentísima incorporación a la modernidad (166).

! [213] Un año después de la manifiesta redundancia de Mario Vargas Llosa, Archivos da a la imprenta la inicialmente referida Novelas cortas, que coordina Daniel Balderston.

Retorno aquí a su consulta, atendiendo ahora a aquellos textos que antes de su incorporación en el volumen eran estrictamente inéditos, y que, como los ya extraídos del

«Dossier de la obra», proveen un acervo de novedosas directrices en torno a la lectura del inagotable Onetti.

Juan José Saer abre el tomo, en el apartado «Liminar», con el texto «Onetti y la novela breve», valiosísimo recordatorio que sitúa algunos de los parámetros que disloca y optimiza el parteaguas onettiano: «[hacia 1960] el modelo de toda perfección narrativa, no era ni la novela ni el cuento, sino la novela breve», por «permitir cierto desarrollo narrativo al mismo tiempo que parecía surgir de una concepción intuitiva y repentina»; este modelo desparece con el surgimiento de la llamada «gran novela de América»,

«patética superposición de estereotipos latinoamericanos destinada a conquistar el mercado anglosajón, plegándose en el contenido y en el formato a sus normas comerciales»; para el novelista argentino, en suma, las novelas breves se propondrían, a contracorriente, «reducir al máximo la tiranía del género» (XIV).

De las propiedades enumeradas por Saer, en La vida breve prevalece la de la concepción intuitiva y repentina, al menos en lo que toca a las descripciones que modulan y enrarecen la pericia mitomaníaca de Juan María Brausen, que parece ocurrir, tal cual, intuitiva y repentinamente, aunque ajustándose al mismo tiempo a un claro principio de contención, indispensable para la novela corta. Saer recalca otras de las virtudes de los relatos onettianos, que «por debajo de la monocorde elegía» orquestan

«una abundante variedad formal» (XV):

! [214] El narrador, por ejemplo, en casi todos sus textos (…) siempre tiene una posición, una

distancia, una capacidad de percibir y de comprender respecto de lo narrado que es

diferente cada vez y únicamente válida para el relato al que se aplica […] Esta

característica es tal vez lo más personal de su literatura: un distanciamiento no solamente

irónico o escéptico sino sobre todo formal respecto del universo trágico que es su materia

narrativa (XVI–XVII).

El distanciamiento, no solamente irónico o escéptico sino sobre todo formal, es también el que antepone Juan María Brausen a la tragedia de la cirugía, de connotaciones monstruosas, que apoca a Gertrudis, así como al menoscabo de su matrimonio y a su creciente anhelo por ufanarse de proxenetismo seduciendo a su vecina la Queca; distanciamiento, además, que lo inhibe o desalienta cuando rehúsa acometer linealmente la escritura del guión cinematográfico que Stein le urge consumar para que así revierta su inminente despido de la agencia de Macleod y esquive la penuria económica que se cierne sobre su futuro. Si Juan María Brausen escribe, como juzgan y convienen algunos críticos, lo hace en todo caso fincado en este distanciamiento entre su imaginario efervescente y su nebuloso manuscrito, y sin acuartelarse, decididamente, en ninguno de los dos, sino sólo desentendiéndose, lejos de ellos, creándolos y variándolos desde una zona que, como revela Saer, lo exime de recaídas en lo dramático.

En cuanto a Santa María como máxima materialización de lo inexistente—provincia obrada lo mismo desde un distanciamiento que es dinámico e inaprehensible para el lector—, Saer propone que no se trata ni de una maqueta nostálgica de Montevideo, como arguyera Rama, ni de una restauración de Buenos Aires, como propusiera Rodríguez

Monegal, sino de un «lugar imaginario de Onetti, intercalado en un impreciso punto

! [215] geográfico entre Montevideo y Buenos Aires» (XVIII). No es pues Santa María la superposición trastocada de las dos capitales sudamericanas sino un purgatorio indeterminado con que Onetti, en su narrativa, las divide. Arquitectura sin moldes claramente discernibles, Santa María nace además de una planeación sintáctica que se traza sobre un manuscrito dúctil, inmaterial, y que no por imperceptible obstruye su crecimiento urbano ni deja de irradiar el ilusionismo de un montaje imperecedero.

Otra de las acotaciones de Saer que merece atenderse y que dota de continuidad presencial al arquetipo que en el apartado anterior he intentado perfilar: la primicia onettiana se debe menos a un destello de autenticidad aislado que a una reactualización de ciertos recursos ya plenamente distintivos de la tradición novelística en español:

[Onetti] reintroduce a través de la estructura misma de sus relatos (…) un repertorio de

situaciones y de paradojas que habían desaparecido del campo de interés de la ficción

desde finales del Siglo de Oro, a causa probablemente de las lentas y laboriosas

conquistas del realismo que culminaron en la obra de los grandes narradores de los siglos

XVIII y XIX (…) Onetti participa en el vasto desmantelamiento de ese realismo triunfante

al que se abocó la ficción del siglo XX. Para este tipo de problemas, en idioma español,

sólo parece tener un inesperado precursor, Macedonio Fernández, aunque a causa de la

aparición póstuma, a mediados de los años sesenta, del Museo de la Novela de la Eterna,

se produce una curiosa inversión en la cronología y Onetti sigue siendo el precursor

solitario de estos embates contra el sistema realista de representación (…) es Onetti en La

vida breve, a principios de la década del cincuenta, quien lo introduce no como mero

concepto, sino en el plano formal de la novela (XIX).

! [216] Un simbólico muestrario del repertorio de paradojas características del Siglo de Oro se ha discutido, con algún detenimiento, en «El hallazgo del escriba», así como se comentaron, en esas mismas páginas, las extraordinarias progresiones de Fernández, a quien, a diferencia de Saer, he concedido una novedad que, según discierno, la contingencia de la publicación no debería escamotearle, en tanto un hecho es incontrovertible: Fernández introdujo con antelación en los horizontes de la novela una serie de dispositivos que sólo por haber permanecido inéditos no debían desplazarlo como pionero.

De «Liminar», Novelas cortas prosigue a una «Introducción» a cargo del compilador

Daniel Balderston, cuyas apostillas apelan a la oportuna vigencia de lecturas críticas que no debieran restringir su alcance a las obras que se ordenan en el volumen, puesto que las cualidades de Onetti se prolongan tocando en conjunto cada una de las aristas que conforman su polis narrativa: «la escritura de Onetti presenta una unidad poética que excede consideraciones circunscriptas a obras o géneros específicos» (XXIV).

Adosando un «Estudio filológico preliminar» a El pozo (1939), Los adioses (1954),

Para una tumba sin nombre (1959), Jacob y el otro (1961), La cara de la desgracia

(1960), Tan triste como ella (1963), La muerte y la niña (1973), Cuando entonces (1987), y Cuando ya no importe (1993), Balderston propone estas piezas magistrales como «el meollo» (XXII) de la bibliografía onettiana, y concluye, tras la revisión y cuidado de los textos, que en ellos hay «una búsqueda incesante de la epifanía, pero ese momento se posterga indefinidamente y casi nunca se concreta» (XXII). La búsqueda de sí mismo— por lo demás infructuosa—que Verani postulara en su trabajo académico, extendería sus aspiraciones más allá del individuo, y a la sombra de relevaciones inconclusas.

! [217] Balderston, consecuente a su visión de la obra de Onetti como un todo inseparable, ha de mencionar, en retrospectiva, al Fundador que propicia sus más acabadas latitudes:

Juan María Brausen, comenta, es el filtro con el que Onetti, como sabemos, proyecta su efigie fundacional en Santa María, pero resignándose poco a poco al desgaste de una decadencia irrefrenable que reducirá su milagro a una mera nulidad referencial:

…Onetti busca la independencia de la creación, que Santa María siga sin él. Por eso

Brausen, como figura de autor, deviene una estatua habitada por las palomas y es

lacónicamente olvidado por los habitantes de Santa María, quienes sólo lo recuerdan en

sus momentos de rabia o desesperación cuando invocan su nombre en vano (XXXIV).

Balderston trae a cuento un ejemplo de cómo se corroen los engranajes interconectados de la dimensión santamariana, participándole al lector del deterioro espiral, espejístico y contraproducente, de sus bifurcaciones: «El momento del no reconocimiento de Díaz

Grey por parte de Brausen en el penúltimo capítulo de La vida breve (…) se retoma en el penúltimo capítulo de Juntacadáveres, cuando nos damos cuenta de que Brausen no supo reconocer a sus propias creaciones» (XXXVI).

La polifacética búsqueda de la identidad y de la epifanía por parte de Juan María

Brausen, inmerso en los escenarios movedizos, aparentemente petrificados de la gran trama onettiana, deviene «una incomunicación profunda que va más allá de la voluntad de crear nexos fuertes», y que por ello hará persistir, constantemente, «la negación de las certezas» (XXXVI).

A modo de cierre del presente estado de la cuestión, me sirvo del apéndice de Novelas cortas titulado «Lecturas del texto». Los dos ensayos que decididamente me conciernen

! [218] aquí son «La otra cara de la derrota: rebeldía romántica en El pozo de Juan Carlos

Onetti», de Maarten Steenmeijer, y «Del yo al nosotros. El desdoblamiento de la identidad en las novelas cortas de Juan Carlos Onetti», de Fernando Aínsa.

Como lo he establecido en la «Introducción», y como lo iré desglosando al transcurso de esta tesis, las convenciones cardinales de los más sobresalientes pensadores que predeterminaron el auge del romanticismo, amparan en considerable medida mis aproximaciones críticas a la búsqueda de sí mismos, mediante la escritura, por la que abogan los protagonistas de Onetti, Vicens, Bolaño y Vila–Matas.

El artículo de Steenmeijer, de entrada y al ocuparse de El pozo, antecede y bosqueja brevemente mi pesquisa, cuestionando, sin más, la para él automática vinculación de dicha novela con el existencialismo: «…no se trata, al juicio de los críticos, de influencias sino de afinidades coetáneas, como ya sugiere el mero hecho de que Onetti ya haya terminado El pozo cuando Sartre publicó La náusea en 1938» (503). Steenmeijer recela, también, de los estudios extraliterarios que inspirara El pozo, y parte de los cuales aquí se han releído: «Tampoco han faltado las contextualizaciones históricas, que relacionan el asco, el profundo pesimismo y la falta de decisión de Eladio Linacero con la asfixia del clima político vigente en el Uruguay de aquel entonces (504).

Como contraste a las opiniones anteriores, Steenmeijer percibe en el desenvolvimiento de Eladio Linacero—admitido en estos párrafos como ancestro de Juan Mara Brausen––, más de un acento romántico. El soñador que rumia, recluido, gestas novelescas en El pozo, manifiesta una «tenacidad» inusual al defender «su (auto)marginación»,

«negándose a resignarse al “vacío de los hechos reales”» y desbordando perseverancia en sus empeños «de trascender la existencia soez y miserable en que se arrastra» (504).

! [219] «Se trata», continúa Steenmeijer, «de la otra cara», pues «las memorias de Eladio

Linacero no desembocan en una derrota total ni en un nihilismo irremediable» (504), como lo implicara Verani al hablar de autoaniquilación, así como Rama, al asignarle a todo impulso literario un hado fatalista.

Eladio Linacero no se ha dado por vencido y no se ha, como Juan María Brausen, desmembrado en otros tan radicalmente, si bien El pozo—en otra de las inflexiones que los equipara a ambos––«sugiere que, para el personaje, la realidad interior, individual y subjetiva es más importante que la realidad exterior, social y objetiva» (505).

Si Linacero es tenaz, persistente e imbatible a su manera, Juan María Brausen se resigna, o se desmarca quizá, más que oponerse, de la realidad que lo circunda, lo que no lo exculpa de recaer en ciertas virulencias románticas. Lo que a continuación resalta

Steenmeijer del temperamento de Linacero es compatible con las filias de Juan María

Brausen:

Comprobando que sus deseos de trascender la propia existencia no pueden efectuarse en

la realidad exterior y con otra persona, acude a la realidad interior de los ensueños (…)

Vuelve a manifestarse en el texto de Onetti, pues, la paradoja romántica del individuo

libre y, a la vez, supeditado a fuerzas metafísicas (507).

El paralelismo, hasta aquí, es casi nítido. Sin embargo, y en oposición a lo que acontece con Juan María Brausen, Steenmeijer puntualiza lo que de estas actitudes románticas se desprende, a favor y en contra, de Eladio Linacero, quien a diferencia del empleado de

Macleod irrebatiblemente escribe, y, al escribir, intenta siquiera captar la hondura de los abismos que lo fraccionan:

! [220] Sólo el hecho de que se ha puesto a escribir sus memorias indica que no ha abandonado

todas las ilusiones (…) le queda la posibilidad de que entre los lectores haya alguien que

le comprenda, aun a sabiendas de que no es posible decir (o sea, representar y transmitir)

lo más importante: lo que siente durante las aventuras (…) Por mucho que haya tenido

que reconocer la imposibilidad de su tarea, no deja de empeñarse en ella. La resignación

no le es propia (508).

Steenmeijer ha enfocado, sin ser profuso, los reductos del romanticismo que presiden, vigentes, la obstinación de Eladio Linacero, obviando una más detallada explicación del papel que, como en Juan María Brausen, juega el imaginario como valor angular de aquel movimiento. Pues es justamente una de las bondades de tal imaginario, calamitosas las más de las veces, el que prodigue al soñador elevadas idealizaciones de difícil cumplimentación, y las cuales en el proceso del individuo que las persigue, lo van desintegrando. Fernando Aínsa, en «Del yo al nosotros. El desdoblamiento de la identidad en las novelas cortas de Juan Carlos Onetti», entronca con esta problemática, una más de las que se apropiara, obsesivamente, el uruguayo.

«El desdoblamiento del yo protagónico en El pozo», uno de los subtemas del artículo, además de volver a estimar las injerencias onettianas en los claroscuros de la modernidad, presenta interesantes concordancias, aunque sin agotarlas, con mis apreciaciones sobre La vida breve:

…aunque proyectado metafísicamente, el yo protagónico de Onetti no deja de reflejar la

crisis de la identidad de la sociedad moderna: frágil, quebradiza y dividida, cuya borrosa

y conflictiva condición ha sido la obsesiva temática de la novelística del siglo XX (…) Su

! [221] consuelo es la relación conflictiva que alimenta compulsivamente con el mundo exterior,

sea a través de la proyección agresiva de su yo profundo en el mundo exterior, visión que

tiñe la realidad a la que recrea según su perspectiva, o desdoblando su identidad, para

ajustar sus fragmentos a esa realidad; o sea a través del recurso de fabricarse otras

identidades, inventándose seudónimos, mintiéndose a sí mismo, imaginando otros seres a

través de los cuales se pueda escapar de la realidad (651).

Para Aínsa, quien lo declara tácitamente, es Eladio Linacero el que «funda la tradición onettiana del yo desdoblado en otro» en tanto «se propone ser otro al término de su reflexión» (651). Este tránsito progresivo, que se perpetuará en personajes análogos, no se libra de sustanciales disociaciones: «A diferencia de Linacero, a quien le bastó “contar un sueño” con el suceso que lo precedía, Brausen emprende una doble fuga simultánea»

(653): fuga que mi análisis, al desentrañarla, no se conformará con arrogar únicamente a un leit motiv.

Aínsa delimita, por lo demás, un censo que refleja las propensiones lúdicas a lo fractal que duplican, drásticamente, no nada más a Juan María Brausen sino a otros integrantes del elenco de Onetti: «El juego de sustitución de identidades puede asumir el dramatismo de Jorge Malabia aceptando representar a su hermano muerto Federico frente a su cuñada

Julia en Juntacadáveres, o desdoblarse, como la prostituta Rita en Higuina, en Para una tumba sin nombre» (653).

1.2 MARCO TEÓRICO

¿En qué fundamentos, entonces, propongo que se cifra el fenómeno siempre relativo de creación verbal, cercano a la escritura pero no definitivo, representado por Juan Carlos

! [222] Onetti en La vida breve? Pese a su probada superación y rebase de ciertas taras decimonónicas, inherentes al romanticismo43, la novela definitiva de la modernidad latinoamericana conserva y refleja—a través de las segmentaciones y los revuelos subjetivos que afectan al protagonista—muchos de los principios filosófico–estéticos que hacia finales del siglo XVIII y a lo largo de prácticamente todo el XIX permearon los condicionamientos para apreciar, y producir, una obra de arte. Si bien dichos principios predominan en mi ruta de análisis, a éstos he sumado unos pocos más, que les son extemporáneos pero correspondientes, con lo cual he establecido dos ejes principales de lectura, por supuesto interrelacionados, que me dispensan la siguiente ruta crítica:

I) el guión cinematográfico no escrito de Juan María Brausen es una extensión sentimental, hiperbólica del vacío dejado en el cuerpo de su esposa, Gertrudis, al serle amputado un seno. El texto inconcluso, amorfo, que por añadidura va (de)generándose entrelíneas en La vida breve, atenta desde la trama y desde la forma contra la noción platónica (Fedro) que también Aristóteles adopta (Poética): la del argumento trágico como un ser vivo cuyas extremidades armonizan, equilibrándolo; proporción de la que el romanticismo alemán hereda una influencia categórica, incluso más allá del ámbito literario, ostensiblemente en Goethe (La metamorfosis de las plantas, 1790)44. En La vida breve, el libreto hipotético que abstrae a Juan María Brausen deriva de su pacto con la sombra que el paso de una enfermedad mortal ha dejado en el pecho de su mujer. Este tránsito de connivencia con la finitud y sus implicaciones en un discurso poético será !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 43 De las cuales, en lo que respecta a cómo las asimiló la literatura hispanoamericana, ya he ofrecido una significativa panorámica en «El hallazgo del escriba». 44 Consulto el artículo «El genio romántico y la búsqueda de unidad» (1997), de Teresa Aizpún: «…habla Goethe de la obra de arte como de un organismo que surge del interior al exterior y del todo a las partes y no como un constructo. La obra de arte no puede entenderse como yuxtaposición mecánica de partes, puesto que responde, en su desarrollo, a leyes internas del movimiento más íntimo de su propia vitalidad» » (21). !

! [223] confrontado con el deslumbrante Illness as Metaphor (1978), de la ensayista estadounidense Susan Sontag, quien a propósito documenta cómo en el romanticismo la presencia de una enfermedad terminal activa un código retórico merced al cual lidiar y exacerbar el miedo que potencian sus estragos; II) ya que Juan María Brausen constantemente se rebela, franqueándolos, ante los linderos y limítrofes entre lo que es y lo que idealiza, se torna indispensable ahondar en las maquinaciones que le permiten desplazarse de uno a otro plano, participando en ambos mediante la propensión incontenible con que reformula el concepto—nuevamente Platón—de la methexis. Onetti ha configurado un personaje múltiple, deliberadamente indefinido, que trastoca su(s) identidad(es) y se entrega a un egoísmo onírico pleno de suposiciones y alteridades, y que a veces se aviene al paradigma del genio, agente superior, medular del romanticismo por el que un poder privilegiado intercede, brindándole capacidades asombrosas. Este poder es el de la imaginación, cuyas prerrogativas desatan el enfrentamiento incansable con la realidad y las aspiraciones volubles de Juan María Brausen, y el cual será por tanto descifrado al tamiz de la selección bibliográfica que se indica: Biographia Literaria

(1817), de Samuel Taylor Coleridge, del que se discute el tópico de la imaginación secundaria; On the Aesthetic Education of Man (1794), de Friedrich Schiller, del que se discuten los tópicos Condición y Persona, los impulsos sensitivo (Stofftrieb), y formal

(Formtrieb), y el Estado de Apariencia Estética (State of Aesthetic Semblance);

Fundamentos de la teoría de la ciencia (1794), de Johann Gottlieb Fichte, del que se discuten los tópicos oscilación (Schweben) imagen (Bild) y Espíritu (Geist); The World as Will and Representation (1818), de Arthur Schopenhauer; Fragments (1797–1798), de

Friedrich von Schlegel, del que se discute el tópico sentido poético (poetical sense); y

! [224] Will to Power (1901), de Friedrich Nietzsche, del que se discute el tópico de la alegría primitiva.

2. ESCRITOR IN FABULA

Así como habré de procurar en capítulos subsiguientes, es oportuno que abrevie— inmediatamente después de haber anotado el estado de la cuestión y de fijar el marco teórico—el contenido estrictamente anecdótico de La vida breve, cubriendo así un reparo que me libre de tener que actualizar la trama de la novela más de lo necesario, de manera que al iniciar mis comentarios ésta se halle diagramada con claridad, permitiéndome prescindir de acotaciones redundantes sobre los hechos que narra Onetti. Salvo entonces esta modalidad referencial repasando el artículo «Aspectos formales de La vida breve de

Juan Carlos Onetti» (1968), de James E. Irby, quien, no sin haber externado la perplejidad renovada que lo conmociona a cada relectura de la obra, se decide a presentar un resumen sucinto, que reconcilia y sintetiza muchos de los cabos de la historia, lo que torna su sinopsis más que satisfactoria en cuanto a su practicidad:

El protagonista de La vida breve es Juan María Brausen, empleado de una agencia de

publicidad en Buenos Aires. Su mujer, Gertrudis, aunque joven, es operada de un cáncer

de pecho (…) La misma noche de la operación, solo en su departamento, Brausen

descubre que una prostituta, la Queca, acaba de mudarse al lado. En días sucesivos,

escucha voces y movimientos a través de la pared, se hace una imagen de la Queca casi

sin verla. Por fin, resuelve introducirse en su vida disoluta bajo el nombre de Juan María

Arce, hacerse «macró», desprenderse poco a poco de su mujer y de su correcta existencia

burocrática. Al mismo tiempo, para ganar más dinero, intenta escribir un argumento de

! [225] cine en torno a un imaginario doctor Díaz Grey, médico de la pequeña ciudad de Santa

María, que en su consultorio se dispone a examinar los pechos de una mujer llamada

Elena Sala. Movido en un principio por el deseo de una satisfacción vicaria, y más tarde

por un extraño ímpetu creador, Brausen va elaborando la historia de Díaz Grey, cuyos

detallados y fantásticos episodios, contados en tercera persona, alternan con los de su

propia vida doble, narrados en primera. Mientras Brausen prepara con todo cuidado el

asesinato de la Queca, con el cual piensa transformarse definitivamente en Arce y vengar

todos los agravios que ha sufrido en su vida, Díaz Grey se deja involucrar en un turbio

negocio de narcóticos organizado por Elena Sala y su marido, Lagos. Tímidamente

deseoso de poseerla, el médico sale con Elena en busca de un joven gigoló, Oscar Owen,

cuyo recuerdo la obsesiona. Al ir a asesinar a la Queca, Brausen descubre que ya la ha

matado un ex amante, Ernesto, a quien decide proteger. Juntos se escapan a Santa María,

donde los alcanza la policía. Después del misterioso suicidio de Elena, Díaz Grey va a

Buenos Aires con Lagos, con Oscar y con una joven violinista encontrada en sus

andanzas con Elena. También huyendo de la policía, se disfrazan durante el último día de

carnaval. Al amanecer, cercados todos por detectives en una plaza, Díaz Grey y la

muchacha se alejan tranquilamente, inmunes tal vez por un vago comienzo de amor

(454).

El articulista, respecto de las tentativas escriturales de Juan María Brausen, más que una consumación admite un intento, que, inspirado por un extraño ímpetu creador, le depara ir esculpiendo a Díaz Grey. No hay aquí diferencias capitales en lo que toca al consenso de si Juan María Brausen escribe o no, cómo, y cuándo claramente: la admisión, sin

! [226] mayor detenimiento, de tan sugerente ambigüedad prevalece como moneda de cambio aún en el abstract de E. Irby.

Apegándome, pues, a los dos ejes teóricos que puntualicé antes, profundizo en las contraposiciones de tal supuesta escritura, y doy comienzo a mi análisis de los episodios de La vida breve que más acusadamente la matizan.

El capítulo «I. Santa Rosa», íncipit de la «Primera parte» de la novela, es en sí mismo, apenas desde el título, una alusión de santoral que no carece de ingenio y de sugestivas implicaciones. La vida breve inicia un día en que los creyentes bonaerenses celebran a una mártir que reunió a algunas de sus fieles, hacia 1615, en la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, en Lima, Perú, en rechazo a la invasión de los holandeses, quienes luego de que la mística terciaria hiciera un acto de contrición ante la imagen de Cristo, se retiraron del país, habiendo muerto el capitán de las fuerzas invasoras por razones ininteligibles.

No deja de ser significativo que por mediación de Santa Rosa se haya originado el éxodo de los conquistadores repelidos por un fenómeno inexplicable. La recurrencia de Onetti a esta determinada simbología católica no es gratuita, pues encomia la intercesión de una agente con poderes sobrenaturales que fustiga el exilio de los usurpadores. Juan María

Brausen descubrirá a su vez una capacidad interior desmedida, demiúrgica, y aventurará—aquí el giro a la leyenda hagiográfica—su propio exilio y luego el de Díaz

Grey, quien hacia el final del libro huirá de Santa María para extraviarse, disfrazado, en el carnaval de Buenos Aires. Contrario, entonces, al desenlace de la hazaña de la mártir,

Juan María Brausen hará que sean personajes de dudosa reputación quienes se internen en su radio de realidad, atrayéndolos, en vez de emplear sus enigmáticas astucias para expulsarlos.

! [227] En lo que concierne directamente a los vértices de esta disertación, ¿cómo y cuándo es que Juan María Brausen invoca la escritura? Su celoso trabajo de escritor es plausible aún sin haber ideado a ningún habitante de Santa María. Trasplantando a sus milimétricas suposiciones los acicates eróticos con que su vecina la Queca, desde el departamento contiguo, lo persuade a inmiscuirse, es como va desperezando sus tendencias intrusivas a la creación:

…su voz, sus pasos, la bata de entrecasa y los brazos gruesos que yo le suponía pasaban

de la cocina al dormitorio (…) El hombre debía de estar en mangas de camisa, corpulento

y jetudo (…) [la Queca] Debía de estar en la cocina, agachada frente a la heladera,

rebuscando, refrescándose la cara y el pecho con el aire helado donde se endurecían

olores vegetales, aceitosos (…) Tenían que estar en la cocina, porque escuché golpear el

hielo en la pileta (Obras completas 435–436).

Juan María Brausen no presencia, sino que—se compadecería Onetti—simplemente imagina a la vez que reconstruye a partir de ruidos y silencios provocativos, un mundo para él deseable, cercano y vedado, lo que no lo priva de participar en la ficción que a sí mismo se suministra, entretejiéndola como una idea simultánea a las morbosas suposiciones que lo intrigan. Juan María Brausen, desde aquí, y sin que exista todavía

Santa María, está entrando, por la vía de sus elucubraciones, a la intimidad de una prostituta. Con esta maniobra que funde dos estadios de un hecho en uno solo que los intermedia, subjetivo, Onetti varía, por primera vez en su novela y de una manera acaso premonitoria, la noción platónica de la methexis (µέθεξις) o, como subrayo líneas arriba, traduciéndola, de la participación, vocablo en castellano que según las fuentes

! [228] consultadas se aproximaría más a dicho término griego. La methexis45, concepto por lo demás irresuelto, se discute con profusión en los diálogos «Hipias Mayor», «Fedón», así como en La República, y alude, en los términos generales que aquí me ocupan, a una de las formas de relación entre las ideas platónicas y el mundo sensible, o entre las ideas mismas. Donde se analiza más detenidamente el sustantivo es en «Parménides», diálogo en el que se propone que las cosas son en la medida en que participan de las ideas, preguntándose si una cosa participa de toda la idea que le sirve de modelo o si participa solamente de una parte de ella. «Parménides» no establece concluyentemente el nivel proporcional de participación de la cosa con la idea de la que deriva, señalando las diversas dificultades que supone la relación entre las ideas y el mundo sensible.

Es así como Juan María Brausen va siendo—un macró, un asesino, un otro y nadie, eventualmente—gracias a su «bovarismo» hiperactivo, y en la medida cada vez más agravada en que, otra vez, participa de las ideas que moldearán, en la realidad, la concreción heteronímica de sus ensoñaciones. Más tarde se verá que la methexis onettiana acrecienta el nivel de su complejidad, cuando las ideas participen entre sí mismas—Díaz Grey, Santa María y Elena Sala entreverándose, autónomos, sin la intervención directa de quien los ha concebido—. El principio de participación platónica, empleado en mi comentario con un sentido apenas muy básico, será trastocado por Onetti al otorgarle a su protagonista el derecho, por lo pronto impune, a interactuar de una manera gradualmente inseparable, a un punto física, real, con sus ideas, las cuales son primordialmente descriptivas y a través de las que Juan María Brausen ase una proximidad que lo funde con lo desconocido, expandido éste por una imaginación que

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 45 Parafraseo aquí la definición desglosada en la Encylopædia Herder: https://encyclopaedia.herdereditorial.com.

! [229] dota de un significado nuevo y secreto los estímulos de los que emana. La invención, en las antípodas contiguas de su apartamento, le permite asomar a un cosmos virgen para él, distinto del que ya carece de novedad al lado de su esposa Gertrudis, «sabida de memoria» (436), cuyo seno le ha sido cercenado para contrarrestar las ramificaciones del cáncer que la aquejara.

Escuchando lo que pasa en el reverso de su muro, y recreándolo, Juan María Brausen vuelve a ser consciente de que alberga un talento promisorio que había sido postergado:

«recordé mi esperanza de un milagro impreciso que haría para mí la primavera» (437).

Este milagro impreciso, al que aludiera sarcásticamente Onetti en su conversación con

Rodríguez Monegal, no será otro que la planificación de una escritura, por ende, imprecisa, no delineada y evanescente. El insight con que reconsidera el milagro––uno que lo inquieta justo en la celebración de una santa con capacidades sibilinas––es amalgamado con un prospecto de escritura fallida que devendrá también una suerte de epifanía, para decirlo con Balderston, que no ocurrirá, debido en gran parte a la inhibición que le produce cavilar sobre la herida fresca de Gertrudis: «No me sería posible escribir el argumento para cine de que me había hablado Stein mientras no lograba olvidar aquel pecho cortado, sin forma ahora, aplastándose sobre la mesa de operaciones como una medusa, ofreciéndose como una copa» (437).

Juan María Brausen, al serle propuesta la escritura del guión cinematográfico, superpone a esta invitación y a sus posibilidades de desencadenar un milagro, la imagen de insuperable desamparo que postró a Gertrudis durante la cirugía. La referencia y la promesa de la escritura se agitan bajo la evocación de una simetría dolorosamente vulnerada: el seno faltante de Gertrudis le participa, desde un cuerpo al que antes veneró,

! [230] de lo inconcluso de sí mismo, de una parte de su vida que también le ha sido arrebatada.

La hondura simbólica de la cicatriz––y aquí es donde me distancio de Verani, que la relaciona con el obvio acecho de la muerte––es el núcleo de la novela: un vacío dispuesto para ser llenado, sustituido, si no con un acto dispensado por el milagro impreciso, al menos con lo que dicho milagro, nebuloso, contagiado por esa oquedad en Gertrudis, será capaz de brindarle a Juan María Brausen, no sólo para que lo suplante, sino aun para que lo amplíe dentro de sí mismo, trazando nada menos que Santa María, sitio en el que la dualidad Gertrudis–Juan María Brausen, escindida por el escalpelo de la desgracia, podrá intentar la restauración de su simetría en Elena Sala–Díaz Grey.

En Illness as a Metaphor, Susan Sontag secciona el mundo entre el reino de la sanidad y el reino de las afecciones: «Illness is the night–side of life, a more onerous citizenship.

Everyone who is born holds dual citizenship, in the kingdom of the well and in the kingdom of the sick» (3). El reino al que pertenece Juan María Brausen se ve contaminado por el augurio, en la intimidad, de una huella mortífera. Acaso solidarizándose con Gertrudis, o escapando de las indirectas predicciones que ésta encarna, optará por adecuarse a otra ciudadanía, onerosa como la que deteriora a su compañera, y que podrá ser acreditada en un nuevo reino del que será él, además, el omnisciente orfebre.

La cohabitación con Gertrudis, mutilada, reaviva entonces la certeza de la escritura incompleta, inalcanzable del guión cinematográfico, y al mismo tiempo exacerba el encarecimiento del milagro en desfase, así como de la urgencia de que ocurra. De tales angustia y desesperanza, y como si maridara ambos campos de vaciedad en tensión, brota un reino análogo, meramente intuido e imperfecto, sí, pero que puede prescindir de

! [231] aquello que el libreto exigiera: una sintaxis convencional, una corroboración definitiva y perceptible. Fatalmente incentivada por la «ablación de mama» (Obras completas 438), la obra dúctil y, otra vez, imprecisa de Juan María Brausen, germina en lo desgarrado.

El tipo de imaginación que Onetti dispensa en Juan María Brausen hasta este trecho de la novela, se parangona con la categoría secundaria que Samuel Taylor Coleridge pormenoriza en su canónica Biographia Literaria. En el capítulo 13 de uno de los textos pilares para el romanticismo inglés, «On the Imagination, or esemplastic power»,

Coleridge anota:

The IMAGINATION then I consider either as primary, or secondary. The primary

IMAGINATION I hold to be the living Power and prime Agent of all human Perception,

and as a repetition in the infinite mind of the eternal act of creation in the infinite I AM.

The secondary I consider as an echo of the former, co–existing with the conscious will,

yet still as identical with the primary in the kind of its agency, and differing only in

degree, and in the mode of its operation. It dissolves, diffuses, dissipates, in order to

recreate; or where this process is rendered impossible, yet still at all events it struggles to

idealize and to unify. It is essentially vital, even as all objects (as objects) are essentially

fixed and dead (206).

Juan María Brausen, adentrándose en la promiscuidad ilícita de la Queca, proyectándose hasta los puntos más distantes a los que su imaginación propende a transportarlo, reacciona al vacío alegorizado por la sutura de Gertrudis, y, reabriendo esa sutura con el filo de sus meditaciones, la disuelve, la difumina y la disipa, con el cometido de recrear pero también de reinventarse, agudizando aquella facultad primaria que para Coleridge

! [232] hace permisible una repetition in the infinite mind of the eternal act of creation in the infinite I AM. Juan María Brausen está invocando, al insubordinarse contra lo esencialmente fijo y muerto—el amor por Gertrudis, el milagro reminiscente, el guión cinematográfico—su Yo infinito. Más adelante, y ya cuando este ejercicio de multiplicidad se torne álgido y contraproducente, luchará de todos modos por unificar y continuar idealizando sus entelequias, obedeciendo así a las irrefrenables predisposiciones del imaginario que advirtiera Coleridge. Debido a esta tenacidad es que transferirá a sus criaturas, condicionadas por él en Santa María, parte de ese poder vital de percepción que las mantendrá en activo y que les dispendiará poco a poco su independencia psicológica.

La imaginación secundaria que disuelve, difumina y disipa, otra vez, con el cometido de recrear, es traída al primer plano de la historia en un fragmento en que leemos, primero, un monólogo de Juan María Brausen y luego, entre comillas, una delineación en futuro de lo que habría de acontecer una vez que dicha imaginación intercediera por él, en un intento de tornar menos atroz su intimidad compartida con Gertrudis:

Habría llegado entonces el momento de mi mano derecha, la hora de la farsa de apretar

en el aire, exactamente, una forma y una resistencia que no estaban y que no habían sido

olvidadas aún por mis dedos. «Mi palma tendrá miedo de ahuecarse exageradamente, mis

yemas tendrán que rozar la superficie áspera y resbaladiza, desconocida y sin promesa de

intimidad de la cicatriz redonda» (Obras completas 438).

Descuella aquí el contacto carnal con lo ficticio para el que Juan María Brausen se va adiestrando desde las primeras páginas de La vida breve. Eso inexistente que palpa lo

! [233] incita a su vez a ensayar comportamientos imitativos que le serán imprescindibles una vez que lo ficticio sea, por fin, aquel panel mágico a través del cual desaparecerá, erigida ya Santa María. El entrecomillado del fragmento, por otra parte, sugiere una especie de auto–narración en que Juan María Brausen ya emula las contorsiones de un ser familiarizado con el horror, o la gracia, de fundirse con lo etéreo.

La mustia y catalítica repulsión que sobrecoge al protagonista onettiano condice con estas impresiones de Sontag a propósito de las farsas temerosas que proliferan alrededor de un enfermo: «Cancer patients are lied to, not just because the disease is (or is ought to be) a death sentence, but because it is felt to be obscene—in the original meaning of that word: ill–omened, abominable, repugnant to the senses» (Illness 9). Y es que las anormales caricias de Juan María Brausen, las presentes y las futuras, son y serán propiamente mentiras gesticulares con las que finge no reparar, soslayándolo, en aquello que abomina (mentira táctil que no es del todo ajena a la que Gertrudis ni siquiera intuye, ocultándosela su esposo al no revelarle que se deleita espiando los cotilleos de una ramera a la que desea poseer y explotar sexualmente).

En el capítulo «II. Díaz Grey, la ciudad y el río», ocurre, abrupta y crítica, otra vicisitud. De las invocaciones a lo ficticio, acuciadas a partir de contemplar el busto amputado de Gertrudis, se pasa a la inminente aparición de un correlato exponencial de lo que se ha imaginado. Surge, sin más, el doctor Díaz Grey, personaje que se le presenta, con inminencia, a Brausen mientras consuela a Gertrudis, presa de un decaimiento post operatorio. No extraña, tal vez, que tras la metamorfosis ejercida por un médico sobre el cuerpo de su esposa, Juan María Brausen cree a otro, que será además su alter ego y a partir del cual fundará su civilización (a)literaria. La figura del profesionista que sana—

! [234] pero también del que permuta fisonomías, del que cercena—, es reclamada con la conciencia de incurrir en una personificación que irradiará dos extremos antitéticos e indisolubles: la esperanza y la pérdida:

Había sentido crecer contra mi mano la humedad de su frente, mientras pensaba en el

argumento para cine de que me había hablado Julio Stein, evocaba a Julio sonriéndome y

golpeándome un brazo, asegurándome que muy pronto me alejaría de la pobreza como de

una amante envejecida, convenciéndome de que yo deseaba hacerlo. «No llores––

pensaba––, no estés triste. Para mí todo es lo mismo, nada cambió. No estoy seguro

todavía, pero creo que lo tengo, una idea apenas, pero a Julio le va a gustar. Hay un viejo,

un médico, que vende morfina. Todo tiene que partir de ahí, de él. Tal vez no sea viejo,

pero está cansado, seco. Cuando estés mejor, me pondré a escribir. Una semana o dos, no

más. No llores, no estés triste. Veo una mujer que aparece de golpe en el consultorio

médico. El médico vive en Santa María, junto al río. Sólo una vez estuve allí, un día

apenas, en verano; pero recuerdo el aire, los árboles frente al hotel, la placidez con que

llegaba la balsa por el río. Sé que hay junto a la ciudad una colonia suiza. El médico vive

allí, y de golpe entra una mujer en el consultorio. Como entraste tú y fuiste detrás de un

biombo para quitarte la blusa y mostrar la cruz de oro que oscilaba colgando de la

cadena, la mancha azul, el bulto en el pecho. Trece mil pesos, por lo menos, por el primer

argumento. Dejo la agencia, nos vamos a vivir afuera, donde quieras, tal vez se pueda

tener un hijo. No llores, no estés triste» (Obras completas 441–442).

La imaginación que disuelve, difumina y disipa, evoluciona y semeja en este punto a la que describiera Friedrich Schiller en su tratado On the Aesthetic Education of Man. El pensador alemán, uno de los más representativos miembros del Círculo de Jena,

! [235] reconocerá en la imaginación aquellas fuerzas interiores del ser humano que lo asisten para conducirlo al equilibrio entre la razón y la sensibilidad, forjando además sus habilidades contemplativas y así no le sean indiferentes las manifestaciones de la Belleza.

En la cuarta misiva, de las veintisiete que componen el amplísimo y polémico estudio de Schiller, se declara:

Every individual human being, one may say, carries within him, potentially and

prescriptively, an ideal man, the archetype of a human being, and it is his life’s task to be,

through all his changing manifestations, in harmony with the unchanging unity of this

ideal (18).

Y más adelante, en la onceava carta:

When abstraction roses to the highest level it can possibly attain, it arrives at two ultimate

concepts before which it must halt and recognize that here it has reached its limits. It

distinguishes in man something that endures and something that constantly changes. That

which endures it calls his Person, that with changes, his Condition (74).

Onetti desata en Juan María Brausen los poderes, antes sólo potenciales, con que frisa ahora el ideal arquetípico de ser un creador al que no sólo no limitan, sino que los pospone indefinidamente, aquellos requisitos sintácticos que malograron el guión cinematográfico, en la plana, pero que a su vez lo articulan, lo prometen y lo muestran desde un ámbito alterno, superior a la escritura. Juan María Brausen libera dentro de sí a un hombre ideal que se emancipa y accede a un estado en que la invención de su relato

! [236] contrarresta, bajo el pulso de Onetti, esa fidelidad servil a lo real que Benedetti juzga transgredida. Dentro de La vida breve, y sin escribir, aunque engañándose con el proyecto de que lo hará, Juan María Brausen concibe a un galeno que vende dosis de morfina, las cuales sin embargo no le podrán ser suministradas a Gertrudis para paliar sus fiebres inenarrables. Las fluctuaciones entre lo que ocurre en Buenos Aires y lo que ocurre en Santa María se van acendrando. Schiller alude al más alto nivel de abstracción al que puede conducir el imaginario, y en el cual el hombre experimenta dos conceptos en los que dicha abstracción debe detenerse, para reconocerlos como su límite: uno que cambia, y que es la Condición, y uno que persiste, y que es la Persona. Juan María

Brausen, hasta aquí, sigue siendo Juan María Brausen, aunque ya ha cambiado sustancialmente, y con ello, ha modificado su Condición—ya no sólo es un entrometido que divaga sobre el universo paralelo de la Queca, sino que ha fincado, a la manera de un ente divino, un universo propio, del que será Padre mítico––. En tanto, su Persona persiste, exteriormente intacta: todavía no es «Arce», el alias en que se camuflará para seducir a la Queca.

Las anteriores gradaciones de sí mismo se suceden, insisto, mientras Juan María

Brausen especula sobre la escritura, recordando que Stein le había insinuado el guión cinematográfico, convenciéndolo de que yo deseaba hacerlo. Luego él mismo trata de convencerse a sí mismo, cuando le asegura, inconvincente, a Gertrudis: cuando estés mejor, me pondré a escribir, aprestándose no más que a partir de tan inconsistentes progresos a que se le expidan, tarde o temprano, los trece mil pesos, por lo menos.

Cuando Juan María Brausen se reanima, condicionando su proyecto a que todo tiene que partir de ahí, ese todo se reduce más bien a nada, a un reverso escritural como límite

! [237] de la abstracción imaginativa en que su identidad interna titubea. La intuición del doctor

Díaz Grey y de la provincia en que se ubica su consultorio no quedan inscritas en documento alguno, lo que no trunca en su totalidad la progresión del texto que, dentro de una semana o dos, será puesto en tinta, pero que ya está preconscientemente desplegándose en el ahora del lector de La vida breve. Y es así como Juan María

Brausen, revitalizando el milagro impreciso de la escritura, está no escribiendo, inerme ante los daños colaterales, de naturaleza verbal, que desmandó la calamidad cancerígena que mancillara a Gertrudis. Lo que su no–libreto cuenta es una historia, pues, que tiene poco y mucho que ver con la situación médica que tanto lo fustiga como lo silencia.

Juan María Brausen, a propósito de lo anterior, es un narrador en quien se invierte la secuencia romántica del amante cautivado, sufriente, que sublima el desahucio del ser al que adora. La extirpación del tumor a Gertrudis salva a ésta de la muerte, prolonga su sobrevivencia y la trae de vuelta al reino de la sanidad, donde Juan María Brausen le da la bienvenida con remordimientos asexuados y amabilidades distantes que van marchitando la relación. La secuencia romántica a la que me refiero, y que Onetti invierte, es explicada por Sontag a propósito de la representación de la tuberculosis, antecesora del cáncer en la narrativa occidental: «Many of the literary and erotic attitudes known as

“romantic agony” derive from tuberculosis and its transformations through metaphor.

Agony became romantic in a stylized account of the disease’s preliminary symptoms»

(Illness 29). Es decir: el relato estilizado de los síntomas que dotaría de erotismo el proceso agónico de Gertrudis, en La vida breve debe forzosamente revertirse y ser un relato de dicho proceso, sí, pero interrumpido por la injerencia quirúrgica—un milagro,

éste sí, preciso, y que dispensa una mejoría––. En vez de narrar la idealización metafórica

! [238] de Gertrudis a punto de morir, Juan María Brausen deplora el apocamiento y la extinción de su resistencia, por lo que concibe la ultimación de un script que la excluye como referencia explícita, y que a fin de cuentas la sustituye con otra mujer: Elena Sala. Sortea la vergüenza de no incluirla en el manuscrito pospuesto diciéndose que gracias al dinero que reciba ambos podrán, incluso, plantearse la posibilidad de tener un hijo. Pero lo cierto es que Gertrudis no hace más que detonar en su marido desafortunados prejuicios relativos a un padecimiento inmisericorde:

…many people believe that cancer is a disease of insufficient passion, afflicting those

who are sexually repressed, inhibited, unspontaneous, incapable of expressing anger.

These seemingly opposite diagnoses are actually not so different versions of the same

view (and deserve, in my opinion, the same amount of credence). For both psychological

accounts of a disease stress the insufficiency of the balking of vital energies (Illness 21).

Juan María Brausen se percata, pues, de que languidecen en Gertrudis aquellas pulsiones libidinales de las que rebosa y alardea, del otro lado de la pared, la Queca.

Vuelvo a Schiller, a la doceava carta de On Aesthetic:

…we are impelled by two opposing forces which, since they drive us to the realization of

their object, may aptly be termed drives. The first of these, which I will call the sensuous

drive [Stofftrieb], proceeds from the physical existence of man, or his sensuous nature. Its

business is to set him within the limits of time, and to turn him into matter […] The

sensuous drive does indeed demand change; but it does not demand the extension to this

to the Person and its domain, does not demand a change of principles. The formal drive

! [239] [Formtrieb] insists on unity and persistence—but it does not require the Condition to be

stabilized as well as the Person, does not require identity of sensation (70–86).

En Juan María Brausen estas dos fuerzas opuestas—Stofftrieb, Formtrieb—, contribuyen, bregando cada una por reafirmarse, al objetivo anómalo de fraccionarlo, antes que depararle un balance. Su tendencia sensible, natural, que lo instaura dentro de los límites del tiempo y que lo convierte en materia, está demandándole un cambio, pero sin que éste se extienda a su Persona y a sus dominios, y sin que modifique sus principios como Juan

María Brausen. En cambio, la tendencia contraria, la formal, lo llama a conservar la unidad y la persistencia, es decir descarta el cambio del primer impulso. Para efectos de dichas unidad y persistencia, por cierto, no se requiere una identidad de sensación, ni tampoco una estabilidad entre Condición y Persona. Me explico: la tendencia natural, como se verá más adelante en la historia, se cumple con el cambio que Juan María

Brausen maquina para sí mismo, haciéndose pasar por «Arce», con lo que no modificará sino que ocultará su Persona, y tampoco perturbará los principios que lo siguen definiendo como Juan María Brausen, pues éste continúa, si bien disfrazado de «Arce», construyendo obsesivamente la Santa María que lo empodera en su condición de creador, mientras se repone de las conmociones ocasionadas por la flaqueza de Gertrudis. La tendencia formal de Juan María Brausen se satisface, de acuerdo con Schiller, sin requerirle una limitación material dentro del tiempo, prescindiendo de una identidad de sensación y sin que sea indispensable una estabilidad entre su Condición y su Persona; ergo: la tendencia formal alcanza sus objetivos en el anti–héroe onettiano al ir poco a poco unificándose y persistiendo en el mundo alterno que inventa, como Díaz Grey.

! [240] Estas rarefacciones, introspectivas, profundas, que transfiguran a Juan María Brausen, son el complejo castigo, o la recompensa, de su procrastinación, y más todavía: por no haber todavía escrito el guión cinematográfico y por haber empleado sus poderes de creación en otras tareas no redituables, es como malogra su anhelo terrenal: el de un escritor que cobraría, ufano, un cheque de trece mil pesos, obsequiando una oportunidad menos adversa de recuperación a su mujer convaleciente. Juan María Brausen—con lo que espero adquieran una pertinencia más elemental mis alusiones al pensamiento de

Schiller—lidia con dos encarnizadas propensiones, derivadas de la imaginación: la del cambio y la de la forma unificada, persistente. Al batirse contra la realidad, dentro y fuera de sí mismo, está desesperadamente canalizándolas en un esfuerzo por trascender su entorno miserable. Erigiendo Santa María, ahueca su mano sobre una mancha azul que antes fue el seno de Gertrudis, en un movimiento de arquitectura emocional, no exento de consonancias espirituales, con el que aspira a restituir una Belleza que sea duradera.

Juan María Brausen no renuncia un solo instante a su condición de lúcido intermediario entre las alteridades que incita y lo disocian. Como observara Rodríguez

Monegal, en La vida breve se analiza la novela—aunque muy indirectamente, desde mi punto de vista—mientras se la crea. En el siguiente fragmento, por ejemplo, Juan María

Brausen cavila respecto del mundo en que Gertrudis resiste, agotándosele en materia amorosa, y en el otro que despunta, incontenible y etéreo, no escrito, dentro de su imaginario, conformando los dos uno solo indivisible en el que debe dejar de reflexionar en tanto recrudece los indicadores de su finitud:

Ahora mi mano volcaba y volvía a volcar la ampolla de morfina, junto al cuerpo y la

respiración de Gertrudis dormida, sabiendo que una cosa había terminado y otra cosa

! [241] comenzaba, inevitable; sabiendo que era necesario que yo no pensara en ninguna de las

dos y que ambas eran una sola cosa, como el fin de la vida y la pudrición (Obras

completas 442).

En aquella cosa que comienza, inevitable, su identidad está ya entreverándose con la del galeno santamariano, si bien con una desconcertante salvedad: los dos se dejarán distinguir, inconfundiles y distintos, a los ojos del lector, en una recíproca y escurridiza aleación. Juan María Brausen en Buenos Aires, Díaz Grey en Santa María, intercambian sus voces narrativas y se diluyen en esta escena que ha descrito que una mano, ¿de quién?, vuelca la morfina. Para excederme: Díaz Grey es ahora el que, traspuesto en Juan

María Brausen, suministra el sedante a Gertrudis.

Pero es quizá muy precipitado asentar una simbiosis, pues Díaz Grey no goza aún de una presencia nítida; para reforzarla, Juan María Brausen, así como suele recrear las andanzas de la Queca que acaecen en el apartamento contiguo, escudriña ahora con más ahínco el muro de la realidad para retocar al incipiente mellizo que va configurándose en el reverso santamariano:

Este médico debía poseer un pasado tal vez decisivo y explicatorio, que a mí no me

interesaba; la resolución fanática, no basada en moral ni dogma, de cortarse una mano

antes de provocar un aborto; debía usar anteojos gruesos, tener un cuerpo pequeño como

el mío, el pelo escaso y de un rubio que confundía las canas; este médico debía moverse

en un consultorio donde las vitrinas, los instrumentos y los frascos opacos ocupaban un

lugar subalterno (442).

! [242] Un cuerpo como el mío. El pasaje anterior aboga por ir cristalizando la inminencia de una ficción que, por lo demás, es constantemente retrotraída a su carácter de mera posibilidad, de vaticinio insuficiente: «No tenía más que el médico, al que llamé Díaz Grey, y la idea de la mujer que entraba una mañana, cerca del mediodía, en el consultorio y se deslizaba detrás del biombo para desnudarse el torso» (443). A saber: lo que se informa en fragmentos precedentes––y en aquellos otros que delinean a manera de postal el puerto de Santa María––, no ha valido para Juan María Brausen como inicio para el argumento cinematográfico, sino que sólo es una especie de mero ensayo, ni siquiera borrador, inasible. Santa María y Díaz Grey no son todavía, no los ha escrito Juan María Brausen, a pesar de que Onetti los calque a través de los cada vez más extensos entrecomillados por los que se columbra la lenta murmuración, atáctica, de un orbe.

El retrato de Díaz Grey, en quien Juan María Brausen encarna para supervisar más de cerca el guión cinematográfico que gesta, deberá cumplir con ciertos parámetros para ser reinventado:

Y como el médico triste y amable que miró a Gertrudis, con sus repentinas, destiladas

sonrisas que morían rápidamente, como vibraciones en el agua, entre la blandura colgante

de la cara, Díaz Grey debería tener los ojos cansados, con una pequeña llama inmóvil,

fría, que rememoraba la desaparición de la fe en la sorpresas (446).

Ese médico triste que palpó a Gertrudis ha servido de molde, junto con un cuerpo como el de Juan María Brausen, para esculpir al facultativo de Santa María, en quien el narrador perfecciona, también, una contemplación heteronímica: «Y tal y como yo estaba mirando

! [243] la noche de lento viento fresco, podía él estar apoyado en una ventana de su consultorio, frente a la plaza y las luces del muelle» (445–446).

El guión cinematográfico va resultando, luego, innecesario, y su escritura prescindible, pues aun sin existir entrega a Juan María Brausen una posesión que lo ufana con aprensiva vehemencia; posesión ficticia que al agudizarse lo irá despojando, irónicamente, de su identidad:

Ahora la ciudad es mía, junto con el río y la balsa que atraca en la siesta. Ahí está el

médico con la frente apoyada en la ventana (…) mira un mediodía que nunca podrá tener

fecha, sin sospechar que en un momento cualquiera yo pondré contra la borda de la balsa

a una mujer que lleva ya, inquieta entre su piel y la tela del vestido, una cadenilla que

sostiene un medallón de oro (447).

Los sucesos a ocurrir en Santa María dependen ahora de su absoluto y omnipotente capricho. Con el uso indiscriminado, divino, de la espada de la palabra, Juan María

Brausen, en cualquier momento, decidirá el destino de Díaz Grey y de la mujer que, sin saberlo éste, arribará muy pronto a Santa María para obsesionarlos a ambos.

De la imaginación secundaria de Coleridge y de las dos tendencias opuestas a las que se vuelve a referir Schiller, ampliándolas, en la carta decimonovena de su tratado: «two different states of determinability, the one passive, the other active, and—corresponding to these—two states of passive and active determination» (On Aesthetic 135)—; de dichas instancias teóricas paso ahora a interpretar los alcances de la recreación imaginativa de Juan María Brausen aludiendo a aquello que el filósofo alemán Johann

Gottlieb Fichte denominó oscilación (Schweben).

! [244] El término lo explica con suficiencia el artículo «Imagination and Time in Fitche’s

Grundlage» (2001), de C. Jeffrey Kinlaw, quien comenta, justamente, Grundlage der gesamten Wissenschaftslehre (o Fundamentos de la teoría de la ciencia, 1794). Aclaro que el estudio de Kinlaw echa mano, suplementariamente, de Early Philosophical

Writings (1794–1799), volumen en el cual Fichte definiera así al Espíritu (Geist): «what is otherwise called productive imagination» (134). Transcribo a Kinlaw para contextualizar esta definición:

The imagination, as Fichte himself insists, is that «wondrous capacity… without which

nothing in the human spirit can be explained—and on which the entire mechanism of the

human spirit can easily ground itself» (…) In fact, as Fichte stated in a public lecture in

Jena, the imagination is a synonym for spirit (Geist), meaning, as is evident within the

Grundlage, that the imagination is the movement of thought itself («Imagination and

Time» 122).

Ángel Rama, huelga recordarlo, interpretó la escritura en soledad de los personajes de

Onetti como una puesta en peligro de la vida espiritual del creador, la cual, siguiendo entonces a Fichte, es por consiguiente una puesta en peligro de la imaginación, entendida como la maravillosa capacidad sin la cual los mecanismos del alma humana no pueden ser comprendidos. La imaginación, para el pensador germano, permite llevar a cabo un desplazamiento que en La vida breve Juan María Brausen asume a plenitud, al fundirse a sí mismo con Díaz Grey o «Arce», a Gertrudis con Elena Sala, a Buenos Aires con Santa

María:

! [245] The task of the imagination is to think opposites and to think them as simultaneously

opposed and united. But it can do so only by oscillating [subrayado mío] between them,

and in its very oscillation, its own Schweben, imagination fashions an image (Bild) that

momentarily reconciles mutual opposition. The image or intuition is initially inchoate and

amorphous, since it is largely still indeterminate. The imagination’s continued oscillation

between the opposites it unites in the intuition clarifies the intuition and makes it more

precise and determinate. In this way, one not only sees an unspecified object, but one

begins to assign certain properties (and exclude others) to the object. The movement of

the imagination is a reflective and self–assertive enterprise. It exhibits, as Fichte notes in

the practical part of the Wissenschaftslehre [o ciencia del conocimiento], a centripetal and

centrifugal oscillation that moves between the self’s determining and being determined

and that attempts to preserve, within that context of opposition, the unity of the self (124).

Tenemos aquí, pues, a la imaginación oscilando entre opuestos que, simultáneamente, se unifican. Se trata de un maridaje de antítesis que sólo dicho ir y venir de la imaginación hace posible, fabricando una imagen (Bild) que las reconcilia momentáneamente. Esta imagen, por principio de cuentas, es amorfa, indeterminada, y luego se va clarificando, otra vez, gracias a la oscilación entre contrarios, que la moldea y determina. De manera, entonces, que aquel que imagina no ve sólo un objeto inespecífico, sino que le va asignando ciertas propiedades, excluyendo otras que lo completan. Tal oscilación, como la explica Kinlaw, es una empresa autorreflexiva, centrípeta y centrífuga, que aspira a preservar, en el ámbito de oposiciones en que sucede, la unidad verdadera del ser. Esta unidad verdadera, en el caso de Juan María Brausen, y de nueva cuenta, antes que

! [246] preservarlo lo disuelve, lo difumina y lo disipa—si se me permite abusar de los infinitivos de Coleridge—, en aras de recrear(se).

¿Es notoria la oscilación fichteana en La vida breve? ¿Concurren a la novela oposiciones que la Schweben unifica temporalmente, mediante la fabricación de imágenes momentáneas que, por cierto, no se escriben? Absolutamente. Exempli causa: luego de haber convalecido en compañía de Juan María Brausen en Buenos Aires,

Gertrudis se traslada a Temperley para visitar a su madre. Los pasajes en que leímos que aquél la consolaba, y que se citaron antes, son reminiscencias de esa convalecencia, previa al viaje. Cuando Juan María Brausen espía, en ausencia de Gertrudis, a la Queca, es cuando más intensamente retoca a Díaz Grey, quien en cualquier momento, en el muelle de Santa María, verá atracar una balsa de la que descenderá una tripulante atractiva. Onetti bosqueja una simetría o cinta de Moebius en que entroncan dos expectativas: en Buenos Aires, Juan María Brausen aguarda, pronto, el arribo de

Gertrudis desde Temperley, en tanto el galeno santamariano aguarda, pronto, el arribo de

Elena Sala desde las abstracciones de Juan María Brausen: espera espejística que reconcilia, en la imagen suspensiva del muelle, el juego de oposiciones y participaciones entre lo real y lo ideal que enfebrecen la imaginación del protagonista: «La mujer llegaría por la madrugada, con cualquiera o sola; Gertrudis volvería de Temperley por la mañana»

(Obras completas 456). La oscilación entre las escenas contrapuestas, de súbito, alcanza un grado de compenetración cuando menos excesivo: la imagen concebida subjetiva, momentáneamente, será luego entreabierta desde la realidad por Juan María Brausen, quien así entremezcla otro desconcertante paralelismo:

! [247] En cualquier momento de la noche, Gertrudis tendría que saltar del marco plateado del

retrato para aguardar su turno en la antesala de Díaz Grey, entrar en el consultorio, hacer

temblar el medallón entre los dos pechos, demasiado grandes para su reconquistado

cuerpo de muchacha (…) Ella, la remota Gertrudis de Montevideo, terminaría por entrar

en el consultorio de Díaz Grey (457).

Y es en la suspensión de este salto cuando Juan María Brausen piensa en la escritura como en un obstáculo para truncarlo, pues dicho salto apuraría quizá el advenimiento de la cosa inevitable, a saber: la expansiva arquitectura de Santa María, en la que van a disuadirse él y Gertrudis, remodelados. Si fija en una plana su guión cinematográfico, las esclusas entre los mundos análogos van a ocluirse, inhabilitando los impredecibles perjuicios de la oscilación al prolongarse:

…me convencí de que sólo disponía, para salvarme, de aquella noche que estaba

empezando más allá del balcón, excitante, con sus espaciadas ráfagas de viento cálido.

Mantenía la cabeza inclinada sobre la luz de la mesa; a veces la echaba hacia atrás y

miraba en el techo el reflejo de la pantalla de la lámpara, un dibujo incomprensible que

prometía una rosa cuadrada. Tenía bajo mis manos el papel necesario para salvarme, un

secante y la pluma fuente; a un lado, sobre la mesa, el plato con el hueso donde la grasa

se estaba endureciendo; enfrente, el balcón, la noche extensa, casi sin ruidos; del otro

lado, el silencio inflexible, tenebroso, del departamento vecino (456).

La ficción que hasta este momento ha ido sólo preconcibiendo podría trasponer, al fin manuscrita, la línea roja, peligrosa de lo imaginario, para internarse en lo textual. Pero

! [248] Juan María Brausen, como se lee, demora la letra inaugural. Tras inventariar los utensilios disponibles y la atmósfera idónea para que redacte, dilata su sintaxis en una pausa que también afecta las inmediaciones de Santa María, donde Díaz Grey acecha el fluir del río, en tanto al propio Juan María Brausen inquieta la vuelta de Gertrudis. En este punto de la historia, Elena Sala—o el reconquistado cuerpo de muchacha de

Gertrudis—, llegaría a Santa María, sin que llegue aún; lo mismo que la Gertrudis avejentada, rota, retornaría, sin que retorne aún, a Buenos Aires. Onetti ralentiza el surgimiento tácito de la escritura de su agente de publicidad con condicionales simples: conjugación, por cierto, sobre la que Juan María Brausen instrumenta su historia no narrada y que me permito subrayar:

Pero yo tenía entera, para salvarme, esta noche de sábado; estaría salvado si empezaba a

escribir el argumento para Stein, si terminaba dos páginas, o una, siquiera, si lograba que

la mujer entrara en el consultorio de Díaz Grey y se escondiera detrás del biombo; si

escribía una sola frase (…) Cualquier cosa repentina y simple iba a suceder y yo podría

salvarme escribiendo (456).

Juan María Brausen esgrime la palabra como el de Dios, pero no lo blande: si lograba, si escribía, podría salvarme… condicionales, repito, que al mismo tiempo que la procuran, insinuándose, deniegan la evidencia de una escritura en constante rehacer. Juan

María Brausen prefiere, tensando el arco de la prosa, la interrelación—la oscilación—del mundo de su apartamento con el mundo de Santa María, sin que las dos páginas, o una, de su script, estanquen las imágenes consecutivas y momentáneas que su movilidad expectante, imaginaria, va forjando. Aunque una quizá simplificación sintáctica de sus

! [249] ideas pudiera salvarlo y conjurar el milagro impreciso, el precio por tal medida sería proporcional a la renuncia de su refinado morbo, que consiste en explorar los extrarradios, sobrevolando la página en blanco, de una escritura siempre futura. !

Reanudando mi paráfrasis a las indagaciones de Kinlaw sobre la Schweben de Fichte, y a propósito de este paréntesis entre el proyecto de una escritura y su no–realización,

Juan María Brausen, valga redundarlo, sale y entra de Buenos Aires y Santa María sin que pueda un solo instante aquietar su imaginación, la cual

must reconcile the irreconcilable, unite what cannot be united, and give representation to

what cannot otherwise be represented but what nonetheless demands representation. And

in its oscillation between incapacity and requirement, the imagination produces an image

that allows opposites to be joined if only for a fragile moment («Imagination and Time»

127).

Compulso esta serie de pautas de la imaginación con las que hasta aquí Onetti ha variado en La vida breve: reconcilia lo irreconciliable y une lo que no puede unirse: el cuerpo de

Gertrudis devuelto, rejuvenecido y completo, ficcionalmente, a un reino de sanidad; representa lo que de otra manera no puede ser representado, pero demanda de cualquier manera serlo: la propia Santa María, que no puede, por indisposición o calculada dejadez, ser transcrita por Juan María Brausen y que sin embargo va cimentándose sobre varias imágenes unificadas, como un mundo impetuoso que profiere sus dilataciones; derivado de lo anterior, la imaginación, que oscila entre la incapacidad y el requerimiento de representaciones, ensambla estas dos propensiones antitéticas

! [250] justamente en la representación, momentánea y frágil, de Santa María y de lo que dentro de tal provincia (no) leemos aconteciendo.

La imaginación queda, en tanto, exonerada de escritura. El salto de Gertrudis al consultorio de Díaz Grey, un salto que no será gráficamente representado en aquellas dos páginas, o una, devendrá por ende un tránsito imposible que el narrador ya está previendo:

Cuando terminara la noche, cuando yo me pusiera de pie y aceptara, sin rencor, que había

perdido, que no podía salvarme inventando una piel para el médico de Santa María y

metiéndome en ella; en un momento cualquiera del fin de la noche, cuando sólo fuera

posible mantenerla cerrando ventanas y balcones, murmurando y cumpliendo palabras y

actos nocturnos, la Queca, Enriqueta, iba a volver de la calle, sola o escoltada [es decir

como Elena Sala: otro fractal] por los pasos y el silencio de un hombre (Obras completas

459).

Nótese aquí la denominación a la que se ha decantado la no escritura: en vez del milagro impreciso del capítulo «I», Juan María Brausen alude ahora a la murmuración y a la cumplimentación de palabras y actos nocturnos. Onetti se resiste a mostrárnoslo, sencilla, literalmente, escribiendo. La clave ambigua de que hablara Rodríguez Monegal vuelve a enrarecer la novela. ¿O es que cumplir, inclusive murmurar palabras, son verbos que nos garantizan que un personaje las redacta? La historia de Santa María de que intermitentemente se nos participa sucede, pues, sólo cuando Juan María Brausen murmura y cumple palabras. Que prescinda de signos, de materiales visibles que las contengan, no es una afirmación clara, pero tampoco lo es que tales murmullos y

! [251] cumplimentaciones toquen una hoja, es decir, que se concreten. El guión cinematográfico, con o , se basta por lo pronto a sí mismo no más que imaginariamente, oscilando en la mente de Juan María Brausen entre la imposibilidad y la demandante representación. Empuñar una pluma, reclinarse en una mesa para no escribir, sino solamente para cerciorarse de que la salvación de los trece mil pesos quedará dilapidada, es un ejercicio incontenible de no creación desaforada: «tal vez no podría nunca salvarme con el dibujo de la larga frase inicial que bastaría para devolverme nuevamente la vida» (460). ¿Dónde está ese dibujo, dónde la larga frase inicial gracias a los cuales renacería? Están, tanto el uno como la otra, en cada línea de La vida breve en que Juan María Brausen evoca, sin escribir, Santa María; es decir, están en numerosos fragmentos, si no es que en todos, y en ninguno.

Lo dicho: el capítulo «V. Elena Sala», comienza sin la intermisión explícita de Juan

María Brausen, sin la de Onetti avisándonos de que lo que estamos leyendo es parte del texto delegado por Stein. No hay certidumbre. El agente de publicidad puede o no estarlo escribiendo. El capítulo anterior finaliza informando de las simultáneas llegadas de la

Queca al departamento vecino y de Gertrudis al de Juan María Brausen; ésta última

«avanzó hasta la mitad de la alfombra, se detuvo y comenzó a mover la cabeza para observar calmosa mis muebles, mi instrumental, mis libros» (461). Llamativo es que el capítulo «IV. La salvación», como se constata, cierre con la curiosidad esporádica que

Gertrudis muestra por aquellos empastados de su esposo, y que de inmediato Onetti nos sumerja, mise en abyme, en la ficción de un texto presumiblemente no habido y en el cual, como acaban de hacer la Queca y Gertrudis en Buenos Aires, Elena Sala está llegando al consultorio de Díaz Grey en Santa María, con el cometido de obtener,

! [252] ilícitamente, una receta de morfina. Y mientras Juan María Brausen murmura, cumple, piensa en o describe, en tinta, unos pechos demasiado grandes, Elena Sala comunica su estado civil (casada) y su intención de hacerse de una vivienda en Santa María antes de que se reencuentre ahí con su cónyuge, pormenores que desalientan e intrigan al médico.

Eventos que, como la totalidad del capítulo V, pertenecen a la ficción que sólo conjeturalmente plasma el narrador.

Escrito entonces, quizá, por Juan María Brausen a la manera omnisciente, destaca que sea en este episodio en el que sorpresivamente se represente a sí mismo con más detalle:

…símbolo bípedo de un puritanismo barato hecho de negativas––no al alcohol, no al

tabaco, un no equivalente para las mujeres––, nadie, en realidad; un hombre, tres

palabras, una diminuta idea construida mecánicamente por mi padre, sin oposiciones,

para que sus también heredadas negativas continuaran sacudiendo las engreídas cabecitas

aun después de su muerte (477).

Esta declinación de sí en tercera persona, siguiendo a Kinlaw, es lo mismo consecuente con las disquisiciones sobre la imaginación que ocuparan a Fichte: «Ultimately, as Fichte suggests, only the imagination is a genuine Faktum of consciousness» («Imagination and

Time» 133). Juan María Brausen está, abstraído en su mundo imaginario, siendo ahora genuinamente consciente de quién es. Santa María es el punto de fuga retrospectivo desde el que se va y desde el que retorna a sí mismo, autodefiniéndose con paradójica transparencia mediante un espejo distante y superpuesto a, repito, una escritura que se cumple o se murmura, que participa de la idea que la originó, pero que no podríamos admitir que exista.

! [253] Luego, cuando Juan María Brausen retome el uso de la primera persona, leeremos dispuestos en la novela la suspensión y el elevamiento cervantinos a que aludo en «El hallazgo del escriba». En cuanto a la suspensión, y en lo que toca a mi lectura, la relaciono aquí con una voluntad—como la calificara por cierto Verani––eminentemente creativa. Y agrego: en Juan María Brausen la suspensión cervantina coarta su voluntad escritural, lo que no frustra la enunciación de un mundo ficticio autosuficiente; voluntad, por cierto, que analizaré ahora al trasluz de ciertos postulados de la teoría schopenhaueriana.

El gran ateísta Arthur Schopenhauer, en The World as Will and Representation, argumenta—simplifico a muy grandes rasgos—que cualquier acto humano no es más que la potente manifestación de una fuerza ciega, carnal, proclive a saciarse, que lleva al individuo a representarse el mundo de tal manera que éste se corresponda con—y satisfaga eventualmente sus—incontrolados apetitos. El filósofo alemán decreta el incisivo y célebre «“the world is my representation”» (23), para profundizar luego en los engaños que la voluntad, omnipotente, perpetra una vez erigida su quimera, dentro de la que el cuerpo querrá, sin reposo, colmarse: «Every action of my body, then, is the appearance of an act of will: and this act is just my will itself, in general and in its entirety (and therefore also my character) expressing itself again in the presence of certain motives» (132).

Juan María Brausen, presumiblemente, había inhibido la voluntad impositiva que formula Schopenhauer como la directriz dictatorial que manipula las apetencias del cuerpo. Recordemos las líneas de su presuntuosa renuncia en La vida breve: no al alcohol, no al tabaco, un no equivalente para las mujeres. Tal supuesto abstencionismo

! [254] se correlaciona en la obra onettiana con la suspensión de otro deseo, harto demandante también: el de la escritura, ésta un acto que es una apariencia de la voluntad, también enteramente fisiológica de Juan María Brausen, y la cual se satisfaría cuando reciba el pago de trece mil pesos, salde sus débitos y cumpla el nebuloso sueño de embarazar a

Gertrudis: dejo la agencia, nos vamos a vivir afuera, donde quieras, tal vez se pueda tener un hijo.

La escritura en La vida breve es pues la distorsionada, difusa apariencia de un acto de voluntad nocturno, que murmura y cumple, pero sin que las presenciemos, aquellas palabras que animan el universo de Santa María. La voluntad, como precisa

Schopenhauer, se expresa a sí misma in the presence of certain motives. ¿Y cuáles son estos ciertos motivos detonantes? Juan María Brausen los experimenta, otra vez, cuando murmura, o quizá hipotéticamente borronea, su guión cinematográfico, absorto en sus roces hipersensibles con lo real, de vuelta del mundo imaginario y oscilante desde el cual se ha contemplado y redescubierto—: «Calmándome y excitándome cada vez que mis pies tocaban el suelo, creyendo avanzar en el clima de una vida breve en la que el tiempo no podría bastar para comprometerme, arrepentirme o envejecer» (Obras completas 479).

Calmándose y excitándose—alarmas corporales opuestas, caóticas—, y mientras deambula por su apartamento divagando sobre Santa María, Juan María Brausen escapa, mediante las oscilaciones de la imaginación, hacia su provincia etérea, desde la que, como se dijo, invierte el ángulo de su autorreflexión no sólo para redescubrirse, sino para saberse también detenido, creyendo avanzar en el clima de una vida breve en la que el tiempo no podría bastar para comprometerme, arrepentirme o envejecer. La ralentización onettiana que subrayara Maggi es aquí de una espesura implacable. A la

! [255] voluntad escritural fallida de Juan María Brausen la cerca, entonces, un tiempo ya casi extinto, insuficiente como aquélla: un tiempo que a su vez no dista de una mera representación. Pues Schopenhauer, tras adherirse a la premisa kantiana46 del tiempo y el espacio como elaboradas abstracciones, añade que éstas pueden ser intuidas inmediatamente, aun sin haberlas experimentado antes, y, lo más importante, rememora:

«in my essay On the Principle of Sufficient Reason47, I considered space and time as a special autonomous group of representations, in so far as they are pure intuitions without content» (27). El tiempo, pues, carece de sustancia y contenido y se reduce a una intuición inmediata, especial y autónoma. Onetti lo representará, además, como una cuenta regresiva exigua, breve, tanto, que no bastará siquiera para que su Juan María

Brausen envejezca. Calmándose y excitándose, escribiendo y no, el agente publicitario suspende, dentro de los márgenes estrechos de una temporalidad densa, mínima e ilusoria, la larga frase inicial, el dibujo del guión cinematográfico. Y en esa misma suspensión de voluntad, dentro de la que la escritura será siempre incierta o quedará desfasada, es en donde va imposiblemente emplazándose la espectral Santa María.

En el capítulo «VIII. El marido», Juan María Brausen se percata de una certeza extraña: mientras él se halla suspendido, (no) asentando el libreto, en Santa María ocurren cosas sin que él las instigue ni controle, mientras cree que avanza por un trecho cronológico reducido en que poco a poco se resigna. Antes se enorgulleció de sus

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 46 Transcribo el fragmento que explica esta noción a fin de complementar mi abreviatura filosófica: «[Kant] discovered that time and space can not only be conceived abstractly, on their own and independently of their content, but they can also be intuited immediately. This intuition is not some phantasm derived from repeated experience; rather, it is something independent of experience, and to such an extent that experience must in fact be conceived as dependent on it, since the properties of time and space, as they are known a priori in intuition, apply to all possible experience as laws that it must always come out in accordance with» (The World 27). 47 On the Fourfold Root of the Principle of Sufficient Reason, tesis doctoral presentada en 1831 que se publicará, reeditada, en 1847.

! [256] prebendas de demiurgo, de su dominio de una facultad mediante la cual hizo por ejemplo aparecer, en el momento cualquiera que le dictó su capricho, una balsa que atracó en las oscilaciones del río de Santa María y en las de sus mundos real y onírico, centrifugándose. Ahora, esa facultad se le subleva: la ficción santamariana madura por sí sola, transcurriendo a pesar suyo: la voluntad, suspendida, al no escribir el guión cinematográfico en Buenos Aires, ha sido a su vez replicada en Santa María pero con secuelas disímiles: no inmoviliza sino que pone en marcha sucesos narrativos. Allá en

Santa María, esa voluntad reproducida a su vez extrae sus ímpetus de las necesidades netamente corporales que asedian a Juan María Brausen. Es como si éste se hubiera ausentado intermitentemente de Santa María, sin que por ello, al retornar a ella mediante su imaginación, dejaran de acontecer hechos de importancia a los que asiste ya no como orquestador sino sólo como un intruso, volviéndose un habitante más, indistinto, extraviándose entre una ciudadanía deletérea.

Mientras bebió con Stein, espió a la Queca y se aproximó con remordimientos compasivos al cuerpo de Gertrudis—todos ellos preámbulos a la necesidad fisiológica respectiva—, en Santa María su voluntad replicada fue confabulando, sin avisarle, flirteos inéditos:

Entretanto, y sin que yo necesitara dirigir lo que estaba sucediendo, o prestarle atención

––mientras pensaba en dinero, Gertrudis, propaganda, o me empecinaba en colocar entre

la mujer [Elena Sala] y Díaz Grey la materia inflexible del marido, tantas veces

esfumado, tantas veces solo un paso, un detalle, una expiración del instante de su

nacimiento––, entretanto Díaz Grey había seguido recibiendo las visitas de Elena Sala,

! [257] había repetido cientos de veces el primer encuentro, esforzándose por no mirarle a los

ojos (Obras completas 482).

Este acabado autónomo, cíclico, merced al que las ideas germinales de Santa María fagocitan, remite a la definición que en el medular Fragments propusiera para aquéllas

Friedrich von Schlegel, uno de los embajadores del romanticismo alemán influenciado por cierto por cierto por Fichte: «10. Ideas are infinite, independent, unceasingly moving, godlike thoughts» (242). Juan María Brausen, sin que dirija o preste atención a lo que sucede en Santa María, afina la esencia de lo que el mismo Schlegel aventura denominar sentido poético: «433. The essence of the poetical sense, it may be, consists in being impressionable to the point of losing self–awarness, in getting emotionally wrought up about nothing and moved to daydreaming for no reason at all» (237).

Reincidir en el problema que motiva esta disertación obliga a cuestiones inexcusables:

¿cómo comprueba Juan María Brausen, para sí mismo, lo que ha ocurrido en Santa

María, y con tan meticuloso acierto de continuidad?, o ¿cómo distingue o vuelve a distinguir en aquellos eventos que se acumulan en su provincia ficticia, ya sin pertenecerle, a los que él mismo previamente elucubrara, sigue murmurando o cumple, pero sin que los dibuje? ¿Cómo, si no hay texto? Vuelta a Rodríguez Monegal y a la clave ambigua, y, más acusadamente, a las observaciones de Millington: the writing seems positively to undermine the conventionally verosimilitudinous. La novela onettiana sortea interpretaciones superficiales, inequívocas, y por lo tanto no responde a mis inquietudes frontalmente, sino sólo a través, como intento, de los valores capitales del romanticismo que adopta, recrudece y fulmina la imaginación prodigiosa de Juan María Brausen.

! [258] La que aquí he propuesto como una voluntad duplicada es, por lo demás, de tales alcances, que apenas un efímero distanciamiento de Santa María bastó para que Díaz

Grey, sin Juan María Brausen, haya repetido cientos de veces el primer encuentro.

¿Cómo es esto posible? Propongo lo siguiente: incluso no estando Juan María Brausen dirigiendo el génesis de Santa María, es Díaz Grey, al repetir cientos de veces el primer encuentro, quien por su parte hace uso de las atribuciones que le ha conferido su hacedor.

Díaz Grey, de fisonomía expresamente equivalente a la de Juan María Brausen, es una prolongación cada vez menos co–dependiente y cada vez más idéntica a su pervertido

Adán, pues conserva de éste la malicia narrativa y el procaz imaginario, con los que barrunta, por ejemplo, el historial secreto de Elena Sala. Díaz Grey perpetúa, pues, por su propio albedrío, la labor de no escritura de Juan María Brausen en Santa María, proveyéndola de un contenido inmaterial, todavía quimérico, mientras receta morfina y suministra ampolletas.

Así, sin variantes [subrayo], una o dos veces por día, sin que yo tuviera que intervenir ni

pudiera evitarlo. Porque yo necesitaba encontrar al marido exacto, insustituible, para

escribir de un tirón, en una sola noche, el argumento de cine y colocar dinero entre mí y

mis preocupaciones. Y eran estas mismas preocupaciones las que me impedían escribir,

las que me desanimaban y me distraían, las que me hacían extraer del sueño, de las

noches en blanco y de las repentinas inspiraciones de la jornada, fatalmente, al marido

equivocado, inutilizable. Era muy difícil encontrarlo, porque aquel hombre, fuera como

fuese, sólo podía ser encontrado en la intimidad (Obras completas 483).

! [259] Díaz Grey en tanto idea infinita, independiente e incesantemente móvil como en esencia lo son todas para Schlegel, reprodujo una y otra vez––¿dónde?––la escena de sus coqueteos con Elena Sala. Mientras, Juan María Brausen, asediado por desavenencias que malogran el guión cinematográfico, se debate interiormente al no precisar la identidad del marido de aquélla: personaje central que le falta para por fin poder, sin más, escribir. Por lo demás, y sin consignarlos en prosa, Díaz Grey, Elena Sala, la balsa y el río de Santa

María que la mecieran hubieron fluido como un todo, acompasadamente, y son pese a la pausa y toque de queda del escritor a quien aguardan para que los reavive, llevando a cabo entretanto una espiral coreográfica de viñetas, e instalándola en las periferias ilusorias de un boceto.

En el capítulo «X. Los mediodías verdaderos», corroboramos una de las condiciones capitales que debe cumplir el acto de representación schopenhaueriano para que no cesen las proyecciones con que dicho acto obedece y se forja desde los ímpetus de la voluntad.

Es decir: para que los personajes de Juan María Brausen sigan existiendo, si bien así ocurre ya, aun ausentándose el demiurgo, éste debe en algún momento vigorizarlos, evitar que se desvanezcan en el desgaste iterativo de una misma contingencia circular.

Dotarlos de una longevidad que se cifra en el engaño de un guión cinematográfico sólo supuesto, resulta sin embargo contraproducente. Deduce Schopenhauer: «All dissimulation is the work of reflection; but it cannot be consistently maintained in the long run: “no one can wear a mask for long”, as Seneca claims in his book On Mercy: so it is also likely to be recognized and therefore lose its effectiveness» (The World 68). La escritura de Juan María Brausen, enmascarada e invisible detrás de la obra de su reflexión que ha sido hasta aquí la saga de Santa María, puede poco a poco develar su

! [260] anverso. ¿Y cuál es la verdadera faz que se esconde detrás del velo del guión cinematográfico, pudiendo ser éste reconocido como falso y perder por tanto su aplazada efectividad? Lo que dormita bajo la careta escritural de Juan María Brausen es el rostro desnudo, irreversible, de la ruina, anunciada por cierto al dificultársele la captación de otro rostro, el del marido fantasmal de Elena Sala, que de no aparecer cortará los delgados hilos de su mitología, y empeorando de paso su existencia:

Yo estaba resignado a la desaparición de la cara del marido de Elena Sala, a la

desaparición de Gertrudis, a la pérdida de mi empleo, anunciada confusamente por Stein.

Sin embargo, trataba de conservar todo esto, empeñándome en impedir que Díaz Grey se

desvaneciera (Obras completas 487).

Entremezcladas, las viscisitudes que la voluntad creativa de Juan María Brausen, en suspenso, se empeña en conservar, son un cúmulo de interconexiones entre el mundo bonaerense (terrenal), y el santamariano (onírico), emanados ambos de una misma ilusión, desentrañada una vez más por Schopenhauer:

Life and dreams are the pages of one and the same book. In real life we read the pages in

coherent order. But when the hour appointed for reading (i.e. the day) is done, and the

time for the rest has come, then we often leaf idly through the book, turning now to this

page and to another, in no particular order or sequence (The World as Will 39).

En la vida real, Juan María Brausen lee con preocupación, en orden coherente, las representaciones que ha erigido su voluntad para que se apreste a saciarla revirtiendo la

! [261] inminencia de su despido, la cercanía de un plazo incierto para concretar el script, la presumible desaparición—por muerte o abandono—de Gertrudis; cuando descansa y duerme, o, sencillamente, cuando se abstrae en sus ideas providentes sobre Santa María, lee las representaciones de su voluntad—duplicada—en un orden incoherente: un marido sin facciones, un doctor que es él y no es él y que se desvanece, una mujer que es su esposa y Elena Sala y es ninguna de las dos, calmándolo y excitándolo, todo lo anterior, a veces como un distendido y a veces como un acezante pasatiempo.

Sus personajes, infinitos e incesantemente móviles, se hastían en la reiteración de un mismo patrón histriónico, y son ellos mismos los que ahora especulan e imitan gestos pretéritos de Juan María Brausen, mientras éste no los escribe y mientras fabrica, además, la máscara de Santa María, que oculta sus bancarrotas y disimula la vaciedad que hasta este momento han sido las largas frases iniciales, los dibujos presuntos de un guión cinematográfico—y de su autorretrato como artista––:

Me resolví a tolerar y casi provoqué la repetida llegada de la mujer al consultorio,

exactamente al mediodía, cuando la sala de espera estaba vacía y ella podía anunciarse y

ser recibida con solo golpear la puerta con los nudillos, arrastrar las uñas sobre la placa

de vidrio rugoso y dejarse sorprender por el médico con una sonrisa nostálgica y

maliciosa; como si ella adivinara que yo, en Montevideo, había reiterado incontables

veces el mismo ademán, el mismo breve, desesperanzado sonido, años atrás en zaguanes

de prostíbulos, donde mi mano avanzaba lívida bajo la luz alta en el techo (Obras

completas 487).

! [262] La rarefacción—otra—es abismal: Elena Sala es un personaje no escrito reescribiendo, con sus desplazamientos, las andanzas clandestinas, ya remotas en el tiempo, del ser que la ha imaginado. Mediante tal contraespejismo en desfase, por llamarlo de algún modo,

Juan María Brausen se deja remedar por los protagonistas de su pieza de cine indómita, y permite y solapa que, inconclusos, lo constituyan, verbalmente, en la novela de Onetti, cerciorándose a la vez de que las reincidencias afectivas que les deparó no han violentado sus parámetros: «Me alegraba comprobar que se mantenían fieles a los ritos tácitos de sus relaciones platónicas, insinceras, comerciales» (488).

Aun sin escribir, no habido el guión cinematográfico, a Juan María Brausen envanece la ficción que ha ido atormentándolo, cegándolo como una luz que irradia el umbral por el que cruzaría hacia una salvación no exenta de heroísmo, pero inasequible. La escritura lo provee de un patrimonio tasado en riquezas que no necesariamente deben recurrir a su enunciación gráfica para ser valoradas, para medianamente consolarlo con la certidumbre de adueñar algo que, sin embargo, es justamente lo que lo adueñará a él, demandándole su continuación y su persistencia. Pues Juan María Brausen es, de a poco, la pertenencia de una trama que no ha sabido, no ha podido o se niega a ultimar en cifras alfabéticas:

Siempre en el mediodía, porque me era imposible ver la cara del marido; repitiendo sin

variantes el estilo de la visita para que yo no lo perdiera del todo al desprenderme de lo

que ya poseía; el médico pequeño y envejecido; la mujer rubia y alta que esperaba

mirándose las uñas en el vestíbulo sombrío, examinando con disgusto el perchero, la

mayólica manchada y vacía, el pasamanos de la escalera. Tantas cosas, definitivamente

mías, y que empezaban a ser lo más importante y verdadero (490).

! [263] El capítulo «XII» abre con la temida desaparición de Gertrudis, quien vuelve con su madre («Sé que después de unos días en Temperley estaré contenta y todo volverá a ser como antes», 490). Juan María Brausen, en esa soledad secretamente suplicada, hace un primer movimiento de compenetración con sus ensoñaciones, y participa en ellas física, tácitamente. Todo lo que hasta este momento le ha sido comunicado en retazos ensordecidos por el trajín contiguo de la Queca, podrá ratificarse o desmentirse. Juan

María Brausen se internará en el paralelismo que sus propensiones a lo ficticio habían intentado completar. Este primer movimiento en que se fusiona con lo que ha urdido en su imaginario, es hasta ahora la más arriesgada precipitación a lo irreal; una precipitación asaz menor si se la compara con la que hacia el final de la novela lo conducirá a internarse en Santa María.

Juan María Brausen llama a la puerta de su vecina, cuya intimidad tantas veces lo había sugestionado en episodios previos. Se presenta como «Arce», haciéndose pasar por conocido de uno de los amantes de Enriqueta: «Sí, un amigo de Ricardo. Arce… Tal vez

él le haya hablado. ¿Usted es Queca, verdad? No quiero decir que Ricardo me haya mandado» (500). El nombre del amante, tantas veces oído al otro lado del muro, le sirve ahora para certificar su mezquino pasaporte. Luego de un tenso escarceo en que poco a poco la Queca permite que «Arce» explore el apartamento, éste apura un ademán decisivo y experimenta con dramática voluptuosidad y cierto dejo de triunfalismo la sensación de introducirse—sin salir todavía de la propia, común de Buenos Aires—en otra dimensión. «Arce» desgarra los velos de su imaginario para evadirse de sí mismo e interactuar con la Beatriz invertida que lo enfebrecía:

! [264] La apreté, seguro de que nada estaba sucediendo, de que todo era nada más que una de

esas historias que yo me contaba cada noche para ayudarme a dormir; seguro de que no

era yo, sino Díaz Grey, el que apretaba el cuerpo de una mujer, los brazos, la espalda y

los pechos de Elena Sala, en el consultorio y en un mediodía, por fin (505).

Amén de la methexis platónica aquí extralimitada, la oscilación imaginativa de Juan

María Brausen asciende a un clímax de resonancias fichteanas que me apremian a citar nuevamente a Kinlaw:

As it hovers above opposites, the imagination, as Fichte describes it, «touches them, and

driven back from them, touches them again, and thereby gives them in relation to itself

(Fichte’s emphasis) a certain content and extension which will be shown in due course of

the manifold in space and time («Imagination and Time» 127).

La mezcla de contrarios que se tocan, intermediados por los desafueros de la imaginación––«Arce»/Díaz Grey, Queca/Elena Sala––, adquiere un contenido vibrante en el espacio y en el tiempo en que dicha imaginación los convoca, los aliena y los varía. La metamorfosis Juan María Brausen/«Arce» obra por lo demás una subversión, a propósito de lo que se citara, que deriva de esta última apostilla que transcribo de Kinlaw: «For

Fichte, the natural world itself is not fundamentally real, but serves simply as the inescapable theatre for moral self–development» (133). He dicho subversión porque, como escenario, el mundo real de la Queca, aunque no fundamentalmente real, fungirá sólo para «Arce» como un teatro inexorable—y aquí van el acento y el contraste onettianos—para su autodestrucción amoral, antítesis ésta del moral self–development.

! [265] En cuanto a estos elementos de simbología dramatúrgica que Fichte metaforiza, entablo otra pertinente correspondencia: Schopenhauer, en las notas liminares a su libro telúrico, había amparado parte de su tesis filosófica citando el Ajax, de Sófocles: «I see we the living are nothing more than phantoms and ephemeral chimera», declarándose a su vez afín a la relevancia temática que inspirara una de las obras teatrales imperecederas del barroco español en el Siglo de Oro: «Lastly, Calderón was so deeply gripped by this view that he sought to express it in a kind of metaphysical drama called Life is a Dream»

(The World 39).

Retomo el fragmento de La vida breve.

«Arce» se ha entrometido, vulnerándola, en la ficción presidida por la Queca, vuelta realidad ahora pero sólo parcialmente, ya que en dicha ficción su identidad es por lo demás falsificada, con lo que se agudiza un ingrediente, ahora, de fabulación dentro de la fabulación que irá posibilitando un anhelo de proxenetismo. (Detrás de toda esta serie de representaciones y simulacros, valga recordarlo, operan siempre los mandatos de la voluntad schopenhaueriana, extrapolados por Onetti y ligados siempre a una destreza inherente a la escritura.) ¿Para qué llamó «Arce», además de dar rienda suelta a su calculada degeneración, a la puerta del recinto burdo y fascinante de la prostituta? La respuesta es, narrativamente, un giro paradójico que va intrincando la lectura de La vida breve: «Arce» importuna a la Queca no más que para intentar fugarse por primera vez a

Santa María y ser, por fin, Díaz Grey en el mediodía cientos de veces restañado en el que el galeno palpa el cuerpo rejuvenecido de Gertrudis desde la epidermis de Elena Sala. Y es que «Arce»––otro vuelco anecdótico, crucial para esta disertación––es la identidad falsa, la máscara primaria que le sirve a Juan María Brausen para más cabalmente

! [266] integrarse a sí mismo en aquella otra identidad a la que ha aspirado mediante su escritura de humo. Juan María Brausen ha tenido que ser «Arce» para poder ser Díaz Grey, héroe o villano de su pseudo libreto. Ha tenido que entrar al departamento de la Queca para poder entrar a Santa María y quizá, eventualmente, entrar en el cuerpo de Gertrudis reinventada, una vez «Arce» fornique con su vecina. Caleidoscopio, éste, de representaciones dentro de representaciones que no sería más que el funcionamiento distintivo de un mecanismo e la especie humana que para Schopenhauer es el telón habitual que antecede la develación de lo verdadero—la voluntad—que nos subyuga: «The truth almost always emerges through a back door, the accidental result of some peripheral fact» (96). Esta puerta trasera no es otra, en la novela de Onetti, que la que separaba a Juan María Brausen de una escandalosa meretriz, y la cual franquea trayendo acto seguido al primer plano de sus elaboradas ficciones, ya en Buenos Aires, ya en Santa María, la verdad encubierta que ahora emerge: irresponsable y lascivamente lo que ha deseado el publicista es desfogarse con una Gertrudis lozana y radiante, pues no era yo, sino Díaz Grey, el que apretaba el cuerpo de una mujer.

En el capítulo «XIII. El señor Lagos», sin traza «autoral» de Juan María Brausen, se configura ya el marido antes inaprehensible de Elena Sala, personaje aquél que estancara hasta estas páginas el guión cinematográfico, sin que por lo demás lo propicie todavía con claridad.

En el capítulo «XIV. Ellos y Ernesto», Onetti da seguimiento a la escena en que la

Queca y «Arce» sombríamente flirtean. Leeremos aquí la brutal expulsión de Juan María

Brausen de su antípoda cercana, antes imaginaria, por cuenta de un amante llamado, como el título adelanta, Ernesto. Apenas satisfecho por haber experimentado una efímera

! [267] culminación de realidad santamariana, producida por la visita al departamento de la

Queca, Ernesto resquebraja el portal dimensional que trasladó a Juan María Brausen al consultorio, y con ello lo exorciza del cuerpo, como el suyo, del médico Díaz Grey:

Entonces, cuando me acerqué para besarla, ella oyó antes que yo el ruido de la llave que

tropezaba y removían en la cerradura.

[…]

––Ernesto –susurró ella sin insinuar nada.

[…]

conocí, para olvidarlo en seguida, el sentido de lo que estaba sucediendo. De pie,

estiré un brazo y golpeé con el otro el pecho de Ernesto. Volví a sentir el dolor en el

costado derecho de la mandíbula, choqué nuevamente contra un mueble. Un dolor

enfurecido se extendía circularmente desde mi estómago cuando, solitario y de cara al

techo, supe que el mundo estaba formado por mi boca abierta y mi desesperada necesidad

de respirar, que no había otra cosa en el mundo que la ropa trepando entre mi espalda y el

suelo, el desliz contra el piso, la frescura de las baldosas del corredor (517–519).

La golpiza desgarra el disfraz. «Arce» es deportado del departamento de la Queca y proscrito como Juan María Brausen a la realidad bonaerense. Ernesto lo exilia de Santa

María, arruinando sus incipientes estratagemas de explotación de la Queca, y refrenando que sacie con ella los designios de la voluntad, cuyas representaciones también son proporcionalmente damnificadas.

En el apartado «The objectivation of the will», Schopenhauer amplía algunos elementos críticos de la voluntad que me auxilian al traducir los deseos de Juan María

! [268] Brausen por la Queca y Gertrudis/Elena Sala como los márgenes cardinales desde los que despunta su escritura negativa:

An action of the body is nothing but an objectified act of will, i.e. an act of will that has

entered intuition (…) indeed, that the entire body is nothing but objectified will, i.e. will

that has become representation (…) That is why I will now call the body the objecthood

of the will (125).

Juan María Brausen ha objetivizado las mociones de su voluntad—intermitentemente suspendida, de guionista y de macró—, primero en su propio cuerpo (travestido en las representaciones «Arce» y Díaz Grey), y más tarde en el de Gertrudis (representada como

Elena Sala e, indirectamente, como la Queca, ya que es tocando a ésta como puede tocar, desde Santa María, el cuerpo de su esposa, reconstruido). Schopenhauer, como se lee, dice del cuerpo que es una voluntad objetivizada que se ha tornado representación.

Enfatizo: los caracteres de Onetti han objetualizado una voluntad atrofiada, de escritura y poligamia improcedentes, representándose por medio de la imaginación de Juan María

Brausen en los cuerpos, aparte del suyo, de las mujeres que lo calman y lo excitan.

Los catalizadores de la casi escritura de Juan María Brausen son, asimismo, cuerpos femeninos: el de la Queca, moralmente enfermo; el marchito de Gertrudis; el de Elena

Sala, platónico; los tres, a fin de cuentas, son una misma fisonomía pero con diferentes representaciones, que la voluntad del protagonista de La vida breve intercambia, entrando y saliendo de mundos imaginarios, en un intento desesperado, febril, de abastecer su multifacética voracidad en ellos.

! [269] Los puñetazos de Ernesto, pese a que colapsan el equilibrio más o menos controlado, siempre en riesgo, que Juan María Brausen ejerce sobre sus invenciones, no lo han herido frontalmente, pues a quien Ernesto derriba y destierra luego del departamento de la

Queca es a «Arce», no a Juan María Brausen, lo que deja indemne, por añadidura, al galeno santamariano: «Estuve después sonriendo, en abandono, con el sombrero en la mano, como un mendigo en un portal, sonriendo mientras sentía que lo más importante estaba a salvo si yo me seguía llamando Arce» (Obras completas 520). La voluntad entraña aquí una laberíntica heteronimia que le otorga a Juan María Brausen la supervivencia: el alias «Arce»––con el que penetró y ha vuelto ya mundano uno de los reductos de su ficción––protege al alias «Díaz Grey».

Juan María Brausen sustenta, ahora, dos identidades, es decir, dos representaciones oblicuas de su voluntad: como «Arce» saldará principalmente los impuestos carnales que dicha voluntad le exige; como Díaz Grey, y mientras éste no se le desvanezca por completo, contentará, por mucho que las suspenda, sus proclividades a escribir, acto éste por el que la voluntad lo influye para que obtenga dinero, embarace a Gertrudis y, llanamente, no muera de hambre.

Díaz Grey nace, como se ha visto, como una representación a la que la voluntad de

Juan María Brausen no puede renunciar. Y es la escritura, como el acto por lo demás ambiguo de dicha voluntad, la que le da vida al facultativo. La voluntad—otro matiz— forzó a Juan María Brausen, por sugerencia de Stein, a que imaginara a Díaz Grey para que no pereciera, para que se salvara, no importando que en las desavenencias de esa salvación su identidad, antes que reafirmarse, se disolviera: no será guionista, no será proxeneta y ya ni siquiera será él mismo, sino apenas transitoriamente.

! [270] La voluntad, como la explicó Schopenhauer, es incansable, y si bien puede apaciguarse por momentos, no remite del todo, nunca. A cierta altura del capítulo de La vida breve que aquí se glosa, «Arce» recuerda el compromiso eternamente pospuesto del guión cinematográfico. Ello ocurre durante su segunda visita a la Queca—Ernesto lo había humillado de la peor manera pero la voluntad, insistiría Schopenhauer, no retrocede––:

Volví la cabeza en dirección a la pared que separaba su habitación de la mía, pensé que la

mujer que había estado canturreando en la lejana víspera de la primavera nada tenía que

ver con ésta, inmóvil, adherida a la puerta como una figura pintada con colores apagados,

la imagen de un cartel de propaganda correspondiente al texto pornográfico que yo había

pensado escribir (533).

La Queca nada tiene que ver, aquí, con la Queca, ahora pintada—dibujada—con colores apagados: la imaginación de Juan María Brausen, como hiciera el escalpelo infortunado del oncólogo con el pecho de Gertrudis, la ha afeado, desproporcionada. Tal desencanto es el que había también impresionado a Adán Buenosayres: la Solveig ideal de su cuaderno difirió, de súbito, de la de carne y hueso, componiendo ambas al unirse una confrontación terrible. «Arce», el mellizo del publicista ágrafo, parece solidarizarse con la reluctancia narrativa de éste último, como si celebrara dentro de sí, sardónico, que el texto pornográfico no haya sido redactado y por lo tanto no pertenezca a las dimensiones de lo impreso, que lo repelen: «yo miraba sonriendo las encuadernaciones rojizas de las novelas que protegían finales dichosos» (536).

! [271] En el capítulo «XVIII. Una separación», de la mueca triunfal o melancólica que «Arce» ha dedicado a las encuadernaciones rojizas—otra mise en abyme con libros de por medio—, Juan María Brausen regresa al epicentro de su ofuscación creativa, y declara:

Yo ya había aceptado la muerte del argumento de cine, me burlaba de la posibilidad de

conseguir dinero escribiéndolo; estaba seguro de que las vicisitudes que había proyectado

con precisión y frialdad para Elena Sala, Díaz Grey y el marido no se cumplirían nunca.

Nunca llegaríamos ya los cuatro a aquel final del proyecto de argumento que nos

esperaba escondido en el cajón de mi escritorio, a veces junto al revólver, otras a un lado

de la caja de balas, entre vidrios verdosos y tornillos inútiles (539).

El libreto ha muerto como proyecto, y, por tanto, como un manuscrito dudoso que Juan

María Brausen confinara en diferentes sitios, según le informa Onetti al lector, quien pudiera repasar las páginas hasta aquí transcurridas de la novela e intentar ubicar, sin

éxito, los pasajes que pudieran atribuírsele, inequívocos, a aquel no–texto. El humor negro con que el uruguayo dispone de este artificio es punzante: su protagonista es propietario de un documento pornográfico que nadie puede, sino sólo el propio Onetti, jactarse de haber leído.

El guión cinematográfico murió, pero no sus personajes ni las atmósferas dinámicas que lo incentivaron, y que por el modo en que se los ha insertado en La vida breve camufla su género; con lo cual, aquello que Juan María Brausen no ha escrito es menos un libreto que un relato extenso, es decir una novela, es decir—otra cinta de Moebius—

La vida breve misma.

! [272] La no escritura de Juan María Brausen, pues, continúa sucediéndose, ya que la voluntad y sus ardides—reclamaría Schopenhauer—no flaquean:

Pero, a pesar del fracaso, no me era posible desinteresarme de Elena Sala y el médico;

mil veces hubiera pagado cualquier precio para poder abandonarme, sin interrupciones, al

hechizo, a la absorta atención con que seguía sus movimientos absurdos, sus mentiras, las

situaciones que repetían y modificaban sin causa; para poder verlos ir y venir, girar sobre

una tarde, un deseo, un desánimo, una y otra vez; para poder convertir sus andanzas en

torbellino, apiadarme, dejar de quererlos, comprobar, mirando sus ojos y escuchándolos,

que empezaban a saber que estaban afanándose por nada (539–540).

El hechizo, la absorta atención, son los sinónimos onettianos de la suspensión y el elevamiento de Cervantes, y a su vez, aunque el guión cinematográfico haya perecido, coinciden con la actitud del narrador de El novelista de Gómez de la Serna, quien, a la manera de Juan María Brausen en el pasaje anterior, es consciente de ese momento en que, siendo el más claro y verdadero de la novela, anega en su propia realidad y hace pararse a ver lo que pasa.

En el capítulo «XIX. La tertulia», Juan María Brausen charla con Stein sobre la cada vez más inminente destitución que de los dos signará McLeod, el jefe de la agencia para la que trabajan, frustrando con ello las satisfacciones de una voluntad escindida: «trataba de valorar la posible amenaza que la noticia de mi despido contenía para aquellas necesidades secretas: seguir siendo Arce en el departamento de la Queca y seguir siendo

Díaz Grey en la ciudad al borde del río» (551). Onetti ahonda aquí, a propósito de lo anterior, en la dualidad de su anti–héroe:

! [273] …subsistía en la doble vida secreta de Arce y del médico de provincias. Resucitaba

diariamente al penetrar en el departamento de la Queca (…) Yo era Brausen cuando

aprovechábamos una pausa para mirarnos y la convertíamos en un particular silencio que

se remataba con el ruido de la respiración de la Queca, con una afirmación y una palabra

sucia. Y volvía a vivir cuando, alejado de las pequeñas muertas cotidianas, del ajetreo de

la muchedumbre en las calles, de las entrevistas y la nunca dominada cordialidad

profesional, sentía crecer un poco de pelo rubio, como un pulmón, en mi cráneo,

atravesaba con los ojos los vidrios de las gafas y de la ventana del consultorio de Santa

María para dejarme acariciar el lomo por las olas de un pasado desconocido, mirar la

plaza y el muelle, la luz del sol o el mal tiempo (551).

Juan María Brausen sigue imaginando binomios, tras el obituario de su libreto, entre dos utopías análogas que lo vivifican a un tiempo que lo desahucian: es el macró de la Queca, es el proveedor ilícito de morfina de Elena Sala; es «Arce» y Díaz Grey, y poco a poco es menos Juan María Brausen; el tránsito por la búsqueda de sus personalidades a través de la práctica fallida de la escritura no le ha retribuido los trece mil pesos, sino dos espejos confrontados por los que deambula arbitrariamente. Juan María Brausen es la identidad agónica a la cual reaniman sus visiones. Pero tanto «Arce» como Díaz Grey, las idolatradas polaridades, son meras entelequias, de manera que Juan María Brausen, como tal y fundiéndose con ellas, va dejando de ser un hombre, tres palabras, una diminuta idea, para convertirse en una oquedad habitada por sus siameses patibularios, en riesgo también de extinguirse. Juan María Brausen—aquí otro guiño certero de metaficción onettiana—se va equiparando al fantasma de los que él mismo se burla en una de las conversaciones etílicas con Stein:

! [274] ––Fíjese que las historias de fantasmas son todas iguales, una sola historia (…) Uno las

cuenta como si fueran distintas, como si no hubiera oído diez veces la misma cosa. Fíjese

en la importancia que damos a los detalles; si el fantasma es un caballero o una señorita,

si empezó a ser fantasma viejo o joven, si tiene cara de angustia o de felicidad

sobrehumana (549).

Pues, ¿no son éstas las del propio Juan María Brausen fantasmagórico: la de

«Arce» de angustia, la de Díaz Grey de felicidad, ambas por lo demás intercambiables?

¿No es la superposición detrás de la que enmascara su escritura yerta la que paulatinamente eclipsa su identidad?

El «bovarismo» agravado, por lo demás común y corriente según Onetti, no sólo es una cualidad exclusiva de Juan María Brausen. Aflora también, como un inesperado talento, en la Queca:

…la estuve compadeciendo por su servidumbre a la falsedad y al engaño, admiré su

capacidad de ser dios para cada intrascendente, sucio momento de su vida; envidié aquel

don que la condenaba a crear y dirigir cada circunstancia mediante seres míticos,

recuerdos fabulosos, personajes que se convertirían en polvo ante el amago de cualquier

mirada (556).

Que Juan María Brausen deplore en la Queca, con envidia, aquellas aptitudes que a él lo distinguen y que han posibilitado la fabricación y el derrumbe aleatorios de sus representaciones, pone de relieve otro revés onettiano, otro deslinde conceptual. La vida breve, a pesar de recrearla, se compadece de la condena que para el pensamiento idealista

! [275] decimonónico en general, y schopenhaueriano en particular, es el baluarte de la especie humana y su más acabada cúspide evolutiva: me refiero, por supuesto, a la imaginación, que en grado óptimo le es adjudicada por Schopenhauer—lo mismo que por Schlegel y

Schiller—al non plus ultra del romanticismo: «Imagination has been recognized as an essential feature of genius» (The World 210). Juan María Brausen, al apreciar la imaginación operando exteriormente a sí mismo, y en una persona desde su punto de vista abyecta y tentadora como la Queca, ve empañado en ésta el halo de grandeza que debiera atribuírsele, lamentándose y admirando, por el contrario, la servidumbre a la falsedad y al engaño que la desangelan.

En el capítulo «XXI. La cuenta equivocada», Juan María Brausen ha perfeccionado ya la mentira de ser «Arce» ante los ojos y sentimientos volátiles de la Queca, mientras, en

Santa María, su galeno adánico comienza a columbrarlo. Juan María Brausen, desde los parapetos de su mundo ficticio, desde su preciada posesión, será entrevisto por la criatura.

Al no haber escrito, al no bloquear la línea roja divisoria entre realidad y ficción con una más definitiva muralla sintáctica, tales realidad y ficción han permanecido abiertas: hendeduras por las cuales el acecho de Díaz Grey, ahora recíproco y correlativamente posesivo, es además incontenible:

Abandonado en el aire libre al cansancio, al frío, a las olas de sueño que a veces lo

arrastraban para devolverlo en seguida, contemplaba la mancha negra del pequeño

fondeadero, trataba de distraerse evocando las formas y los colores de las pequeñas

embarcaciones, llegaba a intuir mi existencia, a murmurar «Brausen mío» con fastidio;

seleccionaba las desapasionadas preguntas que habría de plantearme si llegara a

! [276] encontrarme un día. Acaso sospechara que yo lo estaba viendo (…) No pensaba en la

mujer, invocaba mi nombre en vano (Obras completas 559).

Esta compleja oscilación subvertida—uno de los opuestos imaginarios de Juan María

Brausen imaginándolo, ahora, a él—, es un recurso por lo demás antiguo, que ya se comentara en «El hallazgo del escriba». Onetti está variando aquí, entre otros, I) el episodio de El Quijote en que el caballero presiente la intromisión, en la suya y en la vida de su escudero, de un sabio encantador que gusta de insinuárseles y a quien no se le encubre nada de lo que quiere escribir; y II) la ilusión metatextual que asume Miguel de

Unamuno en Niebla, proclamándose Dios de un par de pobres diablos. La variación de

Onetti, amén de obvia, consistiría lo mismo en que Díaz Grey intuye a su encantador y a su Dios no desde un texto sino sólo desde un cadáver escritural, desde una quimera narrativa incorpórea.

Juan María Brausen confiere a Díaz Grey, su profeta corrupto, la pronunciación de una suerte de plegaria religiosa a la que no responderá, pues, como dios embrionario y como identidad perpetuamente dislocada, preferirá una existencia indeterminada, tal como lo fue la escritura de la que proviniera el doctor, en tanto preámbulo no sintáctico a una manifestación divina, de suyo, incierta. Díaz Grey, a imagen y semejanza de Juan

María Brausen, lo murmura y lo cumple, aunque sólo indefinidamente reconociéndolo.

Los monólogos del médico, así, responsabilizan a Juan María Brausen de sus interacciones fundacionales con la atmósfera santamariana: «Ir moviéndome como un animal o como Brausen en su huerto para examinar y nombrar cada tono del verde, cada falsa transparencia del follaje (…) cada reflejo en el río» (562). Ya que los candiles escriturales, panorámicos de Juan María Brausen lo iluminan con insuficiencia, Díaz

! [277] Grey rescata, de los jirones de un borrador escondido, los añicos de una conciencia menos imperfecta que la suya, con la que, imitándola, aspira a interpretar y a describirse para sí mismo aquello virginal, todavía sin elementales referentes, que lo rodea.

En el capítulo «XXII. La vie est brève», lo que se nos ha notificado sobre la muerte del guión cinematográfico renueva las alianzas con la ambigüedad a las que se atiene, con lealtad, la ficción onettiana:

Chupando su pipa vacía, el viejo Macleod había susurrado a Stein que me echaría a la

calle a fin de mes; había transado con un cheque de cinco mil. Entretanto, yo casi no

trabajaba y existía apenas: era Arce en las regulares borracheras con la Queca, en el

creciente placer de golpearla, en el asombro de que me fuera fácil y necesario hacerlo; era

Díaz Grey, escribiéndolo o pensándolo, asombrado aquí de mi poder y de la riqueza de la

vida (563).

Autoconciencia de la escisión, de la no total entrega a ninguna de las representaciones que lo mantienen paradójicamente lúcido, Juan María Brausen deja de serlo—existía apenas—al encariñarse con el infame «Arce» y al dejarse invocar por su testaferro Díaz

Grey, a quien, remarco, piensa o escribe… ¿dónde, si es que el libreto es ya ceniza?

A partir de la «Segunda parte», y contagiado por el cuerpo convaleciente de un texto al que, como a Gertrudis el oncólogo, él mismo amputara, Juan María Brausen declarará patentemente su propia defunción. En el capítulo «II. El nuevo principio», nuestro narrador se refiere a sí mismo como «el muerto Brausen» (591). Su identidad no es, ya, más que un confuso muladar de despojos escriturales. Y es que cuando se rencuentra con

! [278] Gertrudis en Temperley, se considera residuo de aquellas personalidades cada vez más definidas y consistentes de «Arce» y Díaz Grey. Tal es la certeza que subyace a la confesión que le oye decir su esposa:

Para mí todo estuvo mal; pero recién ahora, cuando nada tengo que ver contigo, con

nadie, tampoco conmigo. El hombre llamado Juanicho te quiso, fue feliz y sufrió. Pero

está muerto. En cuanto al hombre llamado Brausen, podemos afirmar que su vida está

perdida; lo digo así, como si diera mi nombre a la policía o declarara el equipaje en la

aduana […] No se trata de hombre concluido––dije––. No se trata de decadencia. Es otra

cosa, es que la gente cree que está condenada a una vida, hasta la muerte. Y sólo está

condenada a un alma, a una manera de ser. Se puede vivir muchas veces, muchas vidas

más o menos largas (592–593).

Tras la confesión de su deceso simbólico, Juan María Brausen insinúa, sin declarárselo explícitamente a Gertrudis, que no vivirá sino como una mera extensión de sí mismo en aquellas representaciones en las que ha decidido purgar las consecuencias de un fracaso.

En el capítulo «III. La negativa», la cada vez más envilecida relación con la Queca va perfilando no el acto de salvación que se anhelara al principio de la novela, sino lo contario: Juan María Brausen está preparado para condenarse, siendo criminalmente

«Arce»:

…la obligaba a emborracharse y a ofenderme, la golpeaba por sorpresa, siempre después

de una frase amistosa o de una caricia, cada vez con más gozo, repitiendo con paciencia

de aprendiz ángulos y velocidades, sofocando vigorosamente la tentación de la obra

! [279] maestra, resistiéndome a la promesa de contento definitivo e invariable que me anticipaba

la idea de matarla y verla muerta (600).

La «desconocida mujerzuela» (437), personaje antes semi–ficticio que lo sedujera, ululando al otro lado del muro, al ser puesto a su alcance gracias a la falsificación mezquina de su identidad, le inspira a Juan María Brausen la inversión de un desenlace promisorio, cifrado en la escritura, encaminándolo ahora a la realización de una obra maestra que no es un texto—pensado o escrito—, sino una plana real, incriminatoria, de homicidio, el cual además, como leímos en el resumen de E. Irby, no es perpetrado por él sino por Ernesto.

Redundante sería enumerar, a partir de aquí, el resto de los diversos instantes en que

Onetti deforma la identidad vacilante de Juan María Brausen en la de «Arce» y Díaz

Grey. Del mismo modo, creo ya innecesaria una lista de todas las alusiones consecutivas, en La vida breve, a una escritura de corroboración cuando menos inverosímil. Repasaré sin embargo y con cierta rapidez algunos ejemplos más, porque son harto significativos y para no traicionar el seguimiento a las antedichas propiedades narrativas de la novela.

Después de lo anterior, concluiré este capítulo interpretando la fundación de Santa María como el culmen de una voluntad ya no tanto generadora de actos ilusorios que demandan saciarse—como la consideró Schopenhauer—, sino como una voluntad primitiva, esencialmente proclive a imponerse, alentando con ello un ejercicio de mando y dominación, según algunas anotaciones de Friedrich Nietzsche en Will to Power.

Respecto de la identidad camaleónica, retroalimentándose, de Juan María

Brausen/«Arce»/Díaz Grey:

! [280] * capítulo «V. Primera parte de la espera»: «Yo, el puente entre Brausen y Arce, necesitaba estar solo» (604); «me disolvía para permitir el nacimiento de Arce» (605); y en este mismo capítulo, tras inaugurar su propia agencia, a la que llama «Brausen

Publicidad»48, se lee: «ya había algo de Arce en mí» (606);

* capítulo «VI. Tres días de otoño»: en un restaurante, mientras come con Gertrudis en

Temperley: «Pienso en el doctor Díaz Grey, inmóvil en esta mesa, contra un lado de la noche de otoño tormentosa (…) un hombre, cualquiera, éste, designable con la palabra cuadragenario, arrastrado ya por la necesidad de proteger, de protegerse (612).

Respecto de las infructuosas desambiguaciones del acto escritural:

* capítulo «V. Primera parte de la espera»: «A veces escribía y otras imaginaba las aventuras de Díaz Grey (…) extrañado de la creciente tendencia del médico (…) a la necesidad––que me contagiaba––de suprimir palabras y situaciones» (607);

* capítulo «VII. Los desesperados»: «Nunca fue escrita aquella parte de la historia de

Díaz Grey en la cual, acompañado de la mujer o siguiendo sus pasos, llegó a La Sierra, fue recibido en el palacio del obispo, vio y escuchó cosas que tal vez no haya comprendido hasta hoy» (612);

* capítulo «XI. Paría Plaisir»: «Como definitivamente fuera del argumento y de Santa

María, Díaz Grey estaba padeciendo a la muchacha» (650);

* capítulo «XII. Macbeth», en que Juan María Brausen parlamenta con Stein: «La palabra––asentí––; la palabra todo lo puede. La palabra no huele. Transforme el querido cadáver en una palabra discreta y poética. Los mejores necrólogos…» (653);

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 48 Episodio, por cierto, en el que el uruguayo excede sus imprevisiones metatextuales, participándose a sí mismo: «el hombre que me había alquilado la mitad de la oficina––se llamaba Onetti, no sonreía, usaba anteojos, dejaba adivinar que sólo podía ser simpático a mujeres fantasiosas o amigos íntimos» (607). !

! [281] * capítulo «XIII. Principio de una amistad»:

Empecé a dibujar el nombre de Díaz Grey, a copiarlo con letras de imprenta y precedido

por las palabras calle, avenida, parque, paseo; levanté el plano de la ciudad que había

construido alrededor del médico, alimentado con su pequeño cuerpo inmóvil junto a la

ventana del consultorio (…) tracé las manzanas, los contornos arbolados, las calles que

declinaban para morir en el muelle viejo o se perdían detrás de Díaz Grey (…) Luché por

la perspectiva a vuelo de pájaro de la estatua ecuestre que se alzaba en el centro de la

plaza principal (…) la estatua levantada por la contribución y la memoria agradecida de

sus conciudadanos al general Díaz Grey (…) veía los hombres salir de la confitería Díaz

Grey, con fingida pereza, los sombreros inclinados, un cigarrillo recién encendido entre

los dedos […] Firmé el plano y lo rompí lentamente, hasta que mis dedos no pudieron

manejar los pedacitos de papel, pensando en la ciudad de Díaz Grey, en el río y la colonia

[…] Empujé los restos del plano de Santa María hasta que cayeron en el cesto de los

papeles (661–664).

* capítulo «XIV. Carta a Stein»:

Me anima la idea de que podrás dejar de leerme cuando quieras, pero que nadie puede

impedir que escriba. Releo esto y lo encuentro perfecto: puedo estar seguro de que no

creerás que te escribo en serio (…) Tal vez esto––y las mentiras que terminé por

resolverme a no escribir––sea lo más importante de esta carta, venga lo que venga en las

páginas siguientes. Es Brausen quien escribe, no podría simular la letra durante tantas

frases (668).

! [282] El mapa de Santa María—último intento de exhumar, o de diagramar el guión cinematográfico—se ha roto y se lo arroja a la basura, pero la ciudad ya existe y es antigua, tanto, que ostenta una estatua ecuestre para honrar la valentía de un ancestro inmemorial de Díaz Grey. Pero atención: Santa María ya existía incluso antes de que

Juan María Brausen la concibiera. Existía, sí, pero siendo apenas una Santa María sin

Díaz Grey, y que sólo sirvió de molde para aquella que trazara y que ahora despedaza

Juan María Brausen. En el capítulo «II. Díaz Grey, la ciudad y el río», el publicista había recordado: «Sólo una vez estuve allí, un día apenas, en verano; pero recuerdo el aire, los

árboles frente al hotel, la placidez con que llegaba la balsa por el río» (441). Y aquí, a esta altura de la historia, en el capítulo «XVI. Thalassa», ya cuando Juan María Brausen está en su Santa María, leeremos: «El hotel estaba en la esquina de la plaza y la edificación de la manzana coincidía con mis recuerdos y con los cambios que yo había impuesto al imaginar la historia del médico» (685).

Los cambios, entonces, han sido impuestos. ¿Por qué razón, u originados a partir de qué otros catalizadores, correlativos a la ficcionalización de la realidad? La imposición de cambios por parte de Juan María Brausen a la Santa María que visitó antes de sus metamorfosis, se ha originado principalmente—como indiqué al inicio—a partir de la contemplación de un cuerpo sufriente, el cuerpo vulnerado de Gertrudis, del cual—sigo aquí a Rama—derivó la urbanización de una provincia en un contexto que quizá metaforiza la putrefacción política del mundo y, en particular, del Montevideo de la década de los cuarenta. En suma: la crisálida de la Santa María alterna fue una fisonomía amenazada por una enfermedad mortal, y por lo tanto los basamentos de ese feudo cuyo epicentro es, significativamente, un galeno, han sido inoculados.

! [283] La Santa María onettiana es una suerte de paliativo superpuesto al cáncer de

Gertrudis, y por tanto es una ciudad infectada. Pero Santa María también es, paradójicamente, la geografía promisoria a la que huye Juan María Brausen desde

Buenos Aires, capital que, como toda orbe moderna, se asocia en el pensamiento occidental a lo nocivo y a lo pernicioso. Acudo—retorno—a Sontag:

The metaphor of cancer expands the theme of the rejection of the city. Before it was

understood as, literally, a cancer–causing (carcinogenic) environment, the city was itself

a cancer—a place of abnormal, unnatural growth and extravagant, devouring, armored

passions. In The Living City (1958), Frank Lloyd Wright compared the city of earlier

times, a healthy organism («The city then was not malignant»), with the modern city. To

look at the cross–section of any plan of a big city is to look at the section of a fibrous

tumor (Illness as Metaphor 73–74).

Juan María Brausen ha colocado sobre el fibroso tumor bonaerense, urbano, la planificación de Santa María, desasosegado por su contacto con el organismo frágil de

Gertrudis apenas ésta sorteara, malherida, un envite atroz, quirúrgico, en su duelo con la muerte. La mirada que enfoca los puntos de cruce, aludidos por Sontag, es aquí la de

Juan María Brausen cuando planea con Ernesto los atajos sobre un mapa—no aquél que hiciera trizas, sino uno verdadero—al que, desde su perspectiva y sus aficiones al montaje, subyacen la descomposición tanto de su esposa como la de Buenos Aires; una descomposición que le ha deparado el brote, antes verbal e imaginario, y ahora útil, de una senda transitable:

! [284] Tracé una cruz sobre el círculo que señalaba a Santa María, en el mapa; estuve cavilando

acerca de la forma más conveniente de llegar a la ciudad, examiné las variantes posibles,

las ventajas de avanzar desde el oeste y las de hacer un rodeo y entrar en Santa María por

el norte (Obras completas 680).

Lo que Juan María Brausen ha podido instaurar, con lo anterior, es su propio Estado, que a su vez es uno de los modelos idealizados, a gran escala según el pensamiento romántico, del Espíritu (Geist), el cual, para Fichte, no podía ser equiparable a otra facultad humana que a la imaginación, piedra ésta de toque para cada episodio de La vida breve. Derivadas de tal certeza, cito de nuevo, completándolas, estas líneas de Schiller alusivas, que fragmentariamente transcribí hacia el inicio del análisis:

Every individual human being, one may say, carries within him, potentially and

prescriptively, an ideal man, the archetype of a human being, and it is his life’s task to be,

through all his changing manifestations, in harmony with the unchanging unity of this

ideal. This archetype, which is to be discerned more or less clearly in every individual, is

represented by the State, the objective and, as it were, canonical form in which all the

diversity of individual subjects strive to unite (On Aesthetic 18–19).

El Estado de Juan María Brausen es uno intrínsecamente virulento, lo que no obsta para que ejerza sobre él un poder de dominio inevitable que tiene, además, que ejercerse mediante un filtro escritural—me disculpo por el enésimo énfasis—con mucho imprecisable. Además del mapa destruido al que se hizo referencia en el pasaje que cito

! [285] párrafos arriba, Juan María Brausen había comprado, cuando supo de la misteriosa muerte de Elena Sala en un cuarto de hotel,

…cuaderno y lápices: durante la última semana había sentido la necesidad de hacer por

Díaz Grey algo más que pensarlo. Muchas veces lo vi avanzar a tientas y creer en los

presentimientos, palpar, en el hotel de La Sierra, un brazo de Elena Sala y retroceder,

cortarse un pie con las ampollas vaciadas […] Quería escribir lo que era el médico en la

penumbra del cuadro del hotel, en los corredores del hospital, en la sala del médico de

guardia, donde tomaría café, iniciaría la contestación a cada una de las frases previstas

(…) Pero no fue Díaz Grey ni su reacción y dificultades ante la mujer muerta lo que me

hizo comprar el cuaderno y los lápices; en los últimos días sólo me interesaba pensar en

la pieza del hospital, quería describir, minuciosamente, hasta habitarla, la diminuta sala

del médico de guardia, sus paredes blancas, el escritorio con el teléfono y las ordenadas

pilas de papeles (…) Quería estar allí, oírlos murmurantes y respetuosos de las pausas, ser

yo mismo Díaz Grey, encogido y titubeante frente al escritorio, ser el joven médico de

guardia con las tranquilizadoras manos largas, la sonrisa animadora y fría; ser la

habitación y estar fuera de ella (…) adivinar lo que cada uno de ellos estaba suponiendo y

temía (680).

Juan María Brausen, repito, ejerce su poder y su dominio de creador sobre el médico de guardia y sobre Díaz Grey, al tiempo en que paladea, una y otra vez, la sensación de ser ellos y experimentar, propiciándolo, lo que sienten. Quiere escribir, minuciosamente, pero Onetti vuelve a denegarnos la certidumbre de que lo hace. Su voluntad de creación, suspendida, que desplegara representaciones para colmarse, ha encarnado aquí en la materialización de un Estado en el que a esa voluntad schopenhaueriana se suma la

! [286] voluntad de poder elucubrada por Nietzsche. Y es que Juan María Brausen proclama, refiriéndose a los ciudadanos de Santa María: «Todos eran míos, nacidos de mí, y les tuve lástima y amor; amé también, en los canteros de la plaza, cada paisaje desconocido de la tierra» (685). En el apartado «4. Biology of the Drive to Knowledge.

Perspectivism», perteneciente a Will to Power, el sabio alemán había reflexionado, hacia el parágrafo 495:

Likewise our love to the beautiful: it also is our shaping will. The two senses stand side–

by–side; the sense for the real is the means of acquiring the power to shape things

according to our wish. The joy in shaping and reshaping—a primeval joy! We can

comprehend only a world that we ourselves have made (272).

El sentido de lo real sólo le ha sido descubierto a Juan María Brausen al devenir aquél en la materia gracias a la cual ha liberado un poder, ahora sí, milagroso: el de dar forma a sus representaciones pre–sintácticas. Su alegría al formar y reformar aquello que acontece en Santa María es, por lo demás, un goce primitivo: les tuve lástima y amor, amé también cada paisaje desconocido de la tierra.

La búsqueda de identidad en la escritura, en este nivel de ascensión mística onettiana, concuerda con las caracterizaciones que Verani apuntara respecto del héroe proustiano, quien, copio de nuevo la línea del crítico, debe crear su propio mundo, crearse sus propios valores y aún su propia imagen, persistir en la búsqueda de una más precisa definición de sí mismo.

La declaración autosuficiente de Juan María Brausen, Jugador supremo que se regocija admirando con amor y lástima el cosmos que concibiera, es un éxtasis, pues,

! [287] primigenio, autoconsciente de que la voluntad ha reafirmado la esencia de sus actos; una esencia que a fin de cuentas inflige apetitos perpetuamente insatisfechos, si bien no eximidos de goce. Parágrafo 661 de «The Will to Power in Nature»: «Ultimately, it is not only the feeling of power, but the pleasure in creating and in the thing created; for all activity enters our consciousness as consciousness of a “work”» (349). Y, en el parágrafo siguiente: «662 (1883–1888). Creation––as selection and finishing of the thing selected.

(This is the essential thing in every act of will.)» (349).

Al no haber ultimado el guión cinematográfico, Juan María Brausen fraccionó, perdiéndola, su identidad, alcanzando sin embargo una primitiva, aunque no menos contundente, Condición de artista. Recurro, como soporte suplementario a esta frase concluyente, a Schlegel: «13. Only someone who has his own religion, his own original way of looking at infinity, can be an artist» (Fragments 242).

El publicista accede a su infinitud, a la existencia autónoma—aunque suya—de las ideas constantemente móviles que prescindieron de la letra, anárquicas, para constituirse.

En una sola oración de Onetti asistimos a la victoria anómala de su no escritor, a su disolución bifurcada en tanto individuo sin identidad y a su libertad subrepticiamente mórbida de anti–héroe: «Encendían las luces de la plaza cuando llegamos a Santa María»

(682)

El Estado de Apariencia Estética que imaginó Juan María Brausen, y al que se interna, tránsfuga, por el norte, sintetiza y revalida, aunque proverbialmente tergiversados, los encomios con que Schiller instruyera una formación plena:

But does such a State of Aesthetic Semblance really exist? And if so, where is to be

found? As a need, it exists in every finely attuned soul; as a realized fact, we are likely to

! [288] find it, like the pure Church and the pure Republic, only in some few chosen circles,

where conduct is governed, not by the some soulless imitation of the manners and morals

of others, but by the aesthetic nature we have made our own (On Aesthetic 219).

La espiritualidad estética a la que se consagrara Juan María Brausen para encontrar Santa

María, por último, comportó un proceso de dilatación que fue haciendo de su no texto un facsímil amorfo cuyo paradigma y detonante fue el cuerpo supliciado de Gertrudis. Con ello, La vida breve bordea, aunque felizmente desacraliza, el precepto romántico, de ascendencia platónico–aristotélica, de la obra de arte como un ser vivo de proporciones perfectas.

Remitámonos a «Fedro», en Platón:

SÓCRATES

Por lo menos me concederás, que todo discurso debe, como un ser vivo, tener un cuerpo

que le sea propio, cabeza y pies y medio y extremos exactamente proporcionados entre sí

y en exacta relación con el conjunto.

FEDRO

Eso es evidente (Obras completas 321).

Y, a la Poética de Aristóteles (capítulo VIII, «Sobre la unidad del argumento en la

Tragedia»):

Por ello mismo, y al igual que todas las artes imitativas, la unidad de la imitación

coincide con la unidad del objeto. De esta forma, la unión estructural de las partes del

! [289] argumento, siendo la imitación de una acción completa y entera, debe resultar tal que si

alguna de esas partes es traspuesta o suprimida, el todo que compone se verá perturbado o

distorsionado. Y así, todo aquello que por su ausencia o presencia no suscite alguna

diferencia sensible, entontes no constituirá una parte de ese todo (67).

Onetti, en La vida breve, ha preferido reinventar, escudriñándolo, un cuerpo mancillado para que inspirara un no argumento de los más extraordinarios, sacudiendo la imaginación hipertrofiada de su Juan María Brausen, y comprometiendo al lector a asumir e inquietante desafío lo mismo padecido que sabiamente dilucidado por

Sontag: «Diseases—and patients—become subjects for decipherment» (Illness as

Metaphor 45).

! [290] CAPÍTULO III EL LIBRO VACÍO. CONFESIÓN, IDEALIZACIÓN, VOLUNTAD Y EXPEDICIÓN NARRATIVA COMO PREÁMBULOS A LA (NO) ESCRITURA

1. ESTADO DE LA CUESTIÓN. CONTRASTES PRELIMINARES

La bibliografía crítica que acompaña la producción literaria de la mexicana Josefina

Vicens (Villahermosa, 1911–DF, 1988) es menos exigua de lo que aparenta y de lo que algunos de sus comentaristas suponen, si bien es incomparablemente menor, por cierto, a lo que se ha escrito en torno a los otros tres autores principales que esta disertación reúne.

Las razones por las cuales las dos únicas novelas de Vicens (El libro vacío, 1958; Los años falsos, 1982) no han generado una cantidad más profusa de repercusiones críticas debe, por principio de cuentas, dejar de atribuírsele a la brevedad de la que es, a fin de cuentas, su obra completa. Pues El libro vacío, por ejemplo, no es cualitativamente inferior al caso más emblemático de la novelística mexicana que consagró a un ya clásico de las letras hispanoamericanas con una sola obra: Pedro Páramo (1955), única novela— hasta esta fecha, leyendas y especulaciones aparte—del inexpugnable Juan Rulfo. No atañe, sin embargo, a este capítulo indagar en los motivos de lo que da trazas de ser una flagrante omisión crítica y no es más que una intermitente, aunque continua y a veces justa, valoración de la narrativa vicenciana. Por el contrario, y bajo los mismos lineamientos del apartado precedente, me limito en este punto a enlistar, sintetizadas y en apego a un rigor cronológico, las consideraciones respecto de la trascendencia de la figura de Vicens en general, para la historia literaria y cultural de México, y como

! [291] novelista en particular, con necesario énfasis en los comentarios a que ha sido acreedora su inusitada El libro vacío.

Me permito aclarar que muchos, si no es que la mayoría de los aspectos metaficcionales de El libro vacío abordados por los articulistas, reseñistas, prologuistas y ensayistas consultados, ya me han ocupado minuciosamente en mi libro Aurea mediocritas (2015), que anexo como indispensable apéndice a este análisis. En Aurea mediocritas, he de añadir, no sigo por supuesto la línea interpretativa que me ocupará más adelante, y la cual deja de tener un carácter de mera continuación, adaptación académica o paráfrasis de lo expuesto en aquél. A esta circunstancia se debe una particularidad que todo investigador suspicaz podría reprochar: la ausencia en estas páginas de una toma de postura menos superficial con respecto a los desdoblamientos de

José García, el carácter equidistante y simbólico de los dos cuadernos en los que se cifra su historia, además de su alcoholismo y su infidelidad como telones de fondo y catalizadores de su pretendida ineptitud prosística. En Aurea mediocritas desentraño estos rasgos medulares, entre otros; rasgos de los que también se ha nutrido, para bien y para mal, el debate por lo demás monocorde entre las fuentes que reproduzco a continuación, aunque no sin antes tomarme la libertad de otra coda explicativa: ¿para qué entonces un capítulo de disertación sobre El libro vacío, habiendo sido ya interrogada la novela, página a página, en otro texto de naturaleza estrictamente literaria? Precisamente, lo que me he propuesto es llevar a término una de las tentativas iniciales que motivaron mi elección de objeto de estudio, y, por añadidura, mi ingreso a la University of

Cincinnati: complementar dos ángulos de crítica paralelos como aporte a la vigencia autoral de Vicens desde fuera y desde dentro de la academia; en lo que concierne a ésta

! [292] última, aspiro a que la tabasqueña forme parte activa de un contexto de más amplitud, dadas sus correlaciones con los autores canónicos entre quienes la incluyo como eje de una tendencia temática hoy fundamental. Con Aurea mediocritas, la inmensa deuda como novelista y ensayista que contraje con Vicens queda, espero, saldada. Me corresponde ahora hacer lo propio como estudiante de doctorado en el extranjero, explorando El libro vacío desde ciertas coordenadas que los críticos han soslayado o apenas tomado en cuenta, y que detallaré a su momento en 1.2 MARCO TEÓRICO.

* * *

Casi por unanimidad, se otorga más atención a El libro vacío que a Los años falsos. Un estudio comparativo de los contenidos de ambas novelas y de las prevalencias críticas afines pudiera conducirnos a descubrir las razones que legitiman esta preferencia. Aquí sencillamente consigno la estadística: sobre Los años falsos49 se ha debatido menos, y en no pocos casos se la ha querido adosar a El libro vacío como una suerte de tardía secuela, lo que ocasiona, como se leerá, que haya artículos que las abordan como si se tratara de dos proyecciones análogas de una misma recurrencia por parte de Vicens, a quien se le atribuye—subrayo por lo pronto, como narradora—un frontal y revolucionario activismo feminista. Por lo que toca a la efímera, aunque no ignorada, incursión de la tabasqueña en poesía, basta para abarcarla con suficiencia el artículo «Semiosis del feminismo en dos !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 49 Ello no demerita, ni muchos menos, la calidad de sustanciales ejercicios críticos. Registro algunos de los más destacados: «Los años falsos––espacio de una soledad» (1991), de Bárbara B. Aponte, quien lee la novela, con la figura paterna como punto de partida, al trasluz de algunos postulados teóricos derivados de Jung; «La falsa moral en Los años falsos» (2006), de Adriana Sáenz Valadez, quien efectúa un análisis de carácter estructuralista–freudiano, con cierta proximidad a lo que anota B. Aponte; «Un acercamiento a Los años falsos de Josefina Vicens» (2003), de Bladimir Reyes Córdoba, adepto a los estudios de género y que incide, como es el consenso a veces uniforme de la crítica vicenciana, en el desdoblamiento de la autora en narradores masculinos.

! [293] poemas de Josefina Vicens» (1990), de Peter G. Broad, quien informa: «En su número para junio del año pasado la revista mexicana Vuelta publicó dos poemas juveniles suyos enviados por Eduardo Lizalde, dando así a conocer esta faceta de su obra» (257).

Si bien albergo la intención de dedicar un ensayo extenso a Los años falsos en el futuro, para disociarla de El libro vacío y así compensar el curioso desbalance que uniformiza las dos novelas de Vicens, esta disertación únicamente precisa, por ahora, de su opera prima.

En el mismo año de su publicación, a El libro vacío—vertida luego al francés en 1963, cuando también la imprime la casa editorial Julliard—se le otorga el Premio Nacional

Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores50, lo que da acceso a Vicens a una nómina en la que figuran los autores que irán conformando el panorama epicentral de la tradición literaria mexicana del siglo XX. A manera de prefacio, la primera edición de la novela—así como su reedición, junto con Los años falsos, que prepara la UNAM en 1987 y a partir de la cual cito—contiene una esquela redactada por , destinatario al que se le hiciera llegar como manuscrito el libro que se desmarcaría temática y formalmente de lo hasta entonces propuesto en la narrativa del país. El entusiasmado apunte inaugura pues la crítica vicenciana con las siguientes reflexiones sobre la innovadora obra—una «verdadera novela»––de la tabasqueña: «Simple y concentrada, a

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 50 La cronología del galardón es, sin embargo, asaz contradictoria. El libo vacío figura como obra premiada en el sitio de Internet del Instituto Nacional de Bellas Artes en el año 1957, es decir, cuando aún no la publicaba por primera vez la Compañía General de Ediciones, S.A de C.V, en 1958. Tratándose de un reconocimiento que se otorga, desde su fundación, a un trabajo impreso, aquél debía corresponderle a Vicens, en todo caso, en 1958 y no en 1957. Se trata, al parecer, de un premio concedido a la versión inédita de la que tuvo conocimiento Paz, a manera de primicia. Lo antedicho puede corroborarse en esta liga: http://www.literatura.bellasartes.gob.mx/index.php?option=com_content&view=article&id=138&Itemid= 98

! [294] un tiempo llena de secreta piedad e inflexible y rigurosa» («Carta prefacio de Octavio

Paz» 9).

Paz encomia que

con un tema como el de la «nada»—que últimamente se ha prestado a tantos ensayos,

buenos y malos, de carácter filosófico—hayas podido escribir un libro tan vivo y tierno.

También lo es que logres crear, desde la intimidad «vacía» de tu personaje, todo un

mundo—el mundo nuestro, el de la pequeña burguesía—(9).

La pertinencia del más temprano—y acaso también más lúcido, pese a su brevedad— juicio a El libro vacío, adelanta su carácter lábil, de inasible categorización, aunque aboga por soslayar la irrelevancia de su aparente carencia de trama, acentuando las otras virtudes que lo tornan un texto de atrevida profundidad:

¿Naturalismo? No, porque las reflexiones de tu héroe, siempre frente a la pared de la

nada, frente al muro del hecho bruto y sin significación, traspasan toda reproducción de la

realidad aparente y nos muestran la conciencia del hombre y sus límites, sus últimas

imposibilidades (9).

Se trata, entonces, de una historia que es reconocida de inmediato por precipitarse a una ruta introspectiva de riesgos esenciales, en tanto el protagonista se compromete a concientizar con agudeza, por albedrío y condena, la oscura tarea de finiquitar un libro monumental que no escribirá, que sabe que no escribirá y al que sin embargo consagra devotamente su existencia. Para Paz, la de Vicens es una «literatura de gente

! [295] insignificante—un empleado, un ser cualquiera—», una «filosofía que se enfrenta a la no–significación radical del mundo y situación de los hombres modernos ante una sociedad que da vueltas en torno a sí misma y que ha perdido la noción de sentido y fin de sus actos». Más aún, El libro vacío es menos, o no sólo, una ruptura con la tradición novelística mexicana sino una síntesis a tono con las crisis de la humanidad a mediados del siglo XX: «¿no son éstos los rasgos más significativos del pensamiento y el arte de nuestro tiempo? ¿No es esto lo que se llama el “espíritu de la época”?» (9)

Paz lee en El libro vacío un indicio ejemplar de redención más que de renuncia.

Vicens habría delegado en José García, empleado y ser cualquiera, una meta mucho más elevada a la de poder terminar un libro inalcanzable, pues, al despeñarse a las últimas imposibilidades de su conciencia como burócrata, padre de familia, alcohólico y escritor fallido, rescata sin embargo «el sentido de la historia (personal o social, vida íntima o colectiva)», enfrentando «la creación a la muerte, la ruina, el parloteo y la violencia», con lo que abraza y lleva a buen puerto la misión de todo artista. Paz, hacia la despedida de la misiva y tras decantarse por los elogios, entrevera el reconocimiento del mérito con una muy sutil objeción, de la que astutamente se deslinda: «Eso es lo que tú has realizado en

El libro vacío (más allá de las imperfecciones o debilidades que los diligentes críticos encuentren en tu obra)» ( 9–10).

¿Cuáles son esas imperfecciones o debilidades que el poeta solidaria o maliciosamente se guardó de señalar, aunque no sin dejar de pronosticarle a Vicens que le serían imputadas eventualmente a El libro vacío por parte de diligentes críticos? Hasta donde mi censo bibliográfico registra, tal advertencia, o, mejor dicho, tal implícita invitación de

Paz para destacar los yerros en la novela, no se ha cumplido como el poeta deseó o quiso

! [296] anticipadamente reprobar, animando quizá a Vicens para que, de ocurrir, la desatendiera.

Acaso mi Aurea mediocritas responde, en alguna medida, a esta convocatoria para el recuento de defectos. Con todo, lo que trasluce la crítica a El libro vacío posterior a Paz, en términos de aceptación, es más bien perplejidad y culto antes que cualquier meticuloso reparo.

Al exordio pazeano, de cualquier manera, no se le da un relevante seguimiento sino hasta, según mis investigaciones, el año de 1987, cuando se publica «Sentido e interpretación en El libro vacío», de Florencia Castillo. De enfoque semiótico– psicoliterario, el artículo enfatiza, primero, aquello que se comentará con insistencia en lo sucesivo, y que ya anticipé líneas arriba como tópico nodal para los críticos:

…la relación entre fábula e intriga nos permite ver que, a pesar de que en el nivel

diegético las acciones son mínimas, en el nivel discursivo se da la mayor riqueza textual;

la descripción de la intriga nos muestra que, en este texto, la acción dominante es «el

continuar escribiendo» (149).

Señalamiento que será recurrente: El libro vacío es una novela que carece de lineamientos convencionales y que despliega por tanto capas subyacentes, susceptibles de un desciframiento no supeditado a la trama.

Castillo lleva a cabo un tipo específico de examen de corte generativista: «se hace una descripción tanto narrativa como discursiva para llegar a las estructuras profundas y descubrir el sentido del texto» (149). No es este sentido, por lo demás, uno de carácter exclusivamente literario. Castillo explica: «es posible introducir un elemento de

! [297] interpretación psicoanalítica en términos de las diferentes instancias del aparato psíquico tal y como se manifiestan en el personaje José García» (191).

La detallada esquematización de la novela, entonces, ha de ilustrar la escisión en el protagonista, la cual, por lo demás, una lectura desde un nivel meramente anecdótico ya aclara y visibiliza: «este sujeto vive en una constante confrontación interna en relación con su actividad de escritor» (191). A los apodados, respectivamente, subterráneo y mediocre por José García como los entes en conflicto que se disputan la hegemonía de su pulso cuando intenta narrar, Castillo los denomina S1, «sujeto manipulador positivo que modaliza a S3 [el mismo José García] en un querer–hacer», y S2, «que fungiría como manipulador negativo sobre S3, llevándolo a un no deber hacer» (192). Esta dualidad antitética desemboca eventualmente en lo que Castillo califica como instancia crítica:

«“ideal del yo” que lo paraliza, “ideal del yo” que aparece como el S2 destacado y que lo lleva a ese “no poder escribir artísticamente”»; este no poder condice, según se argumenta hacia las conclusiones, una censura pulsional en la que predomina una

«atadura del deseo, atadura que había imposibilitado el conocimiento del deseo mismo y de su póstrema [sic] sublimación» (192).

También de 1987, Señas particulares: ensayos sobre escritoras mexicanas del siglo

XX, de Fabbiene Bardu, se ocupa de la obra de Vicens a partir del siguiente pronunciamiento: «José García ¡soy yo!» La hipótesis simplifica los entresijos de la dualidad antes diseccionada por Castillo y se sustenta en una asociación biográfica directa: José García, en tanto personaje, no es más que un velo ficticio detrás del cual, deliberadamente, se ha ocultado su autora. El método que implementa Bardu para demostrarlo es el de comparar el temperamento de José García en la novela respecto de

! [298] sus fobias escriturales, con aquellas opiniones relativas a esa misma problemática, y expresadas por Vicens en algunos de sus encuentros con la prensa.

El libro vacío no sería más que la tramitación indirecta de los dilemas que padeciera

Vicens al escribir:

En una entrevista con del Río, hecha poco tiempo después de la publicación de

El libro vacío, Josefina Vicens declara: «De esa ausencia de temas, surgió mi libro pero

no el de mi personaje…» (el subrayado es mío). Está claro: Josefina Vicens enmarca su

confesión en la lógica ficticia de El libro vacío: José García, el escritor–protagonista de

su libro ha hecho con su derrota el triunfo de la otra escritora, aquella a quien

corresponde la verdadera autoría del mismo libro (50).

Las impresiones de Bardu, como se lee, parten indiscriminadamente de una valoración de

El libro vacío como si se tratara del mismo que no escribió José García desde dentro de la atmósfera ficticia de aquél. Lo que parece soslayar la autora es que José García y Vicens se baten contra o por la escritura desde planos que, para una lectura menos limitada de la obra, debieran quedar claramente diferenciados. Esta deficiencia interpretativa se salva sin embargo con la atinada vinculación de Bardu respecto de que el papel de Vicens, como autora, más que el de duplicarse es el de aceptar a su personaje como un verdadero escritor, considerándolo como tal pese a que éste, en la novela, siempre se niegue a consentir esa identidad, o buscando asimilarse a ella pero sólo infructuosamente; este gesto de reconocimiento implícito, inadmisible para José García, a fin de cuentas es el que posibilita su empecinamiento intuitivo, pletórico de dudas, comportando además el elemento capital que origina El libro vacío:

! [299] …la aparente naturalidad de la primera persona que lleva el relato, se explica un poco en

esta otra declaración de Josefina Vicens: «José García no tiene conciencia de que es un

escritor y padece la vida de un hombre común, mediocre, y al hablar del otro yo, lo

califica como si se tratara de algo ajeno. García tiene una agudeza instintiva, suficiente

para saber lo que es un hombre, lo que es un artista, pero al no darse cuenta que él lo es,

esa conciencia no lo puede acompañar, ni consolar». Es decir, lo que añade Josefina

Vicens a la escritura solitaria y casi ostracista de José García, es la conciencia de ser

escritor, esa misma que, si bien le hace falta al personaje para dar nacimiento a su libro,

vuelve factible la existencia de El libro vacío (51).

Para Bardu, la conciencia que Vicens autobiográficamente trasplanta en la escritura de

José García es discernible cuando se manifiesta en la novela lo que la ensayista llama voz magíster. No se pone aquí en duda que José García (siempre) escribe, dando por hecho, como ocurriera también con la mayoría de los lectores de La vida breve, un acto al que mi disertación intenta devolver su carácter de ambigüedad sugerente. De manera, pues, que la voz magíster se propone como la propiciadora de todos los enunciados en El libro vacío en los cuales la primera persona se elude para ceder su espacio a expresiones impersonales, en las que, aventura Bardu, anida esa conciencia de Vicens impactando en la dubitación enfebrecida de su protagonista: «Es el diálogo de la conciencia que acompaña a José García en su carencia; es la voz discreta de Josefina Vicens que, desde su cercanía, reconforta a quien se debate como un ahogado en la marea de la escritura»

(55). Esta lectura, que no carece un ápice de un bienintencionado ingenio, se vuelve inconvincente en tanto que separa y aísla una serie de oraciones de El libro vacío que, desde mi punto de vista, no se puede corroborar que no pertenezcan enteramente a José

! [300] García, dado que sus enunciaciones de cualquier sentencia en las planas de su borrador, son una y otra devueltas al terreno de lo indefinido, y no se ciñen por lo demás a un parámetro de ninguna clase que nos avise que José García sólo conjuga en primera persona.

«La voz magíster interviene con relativa frecuencia en la novela. Sólo cuatro capítulos—los centrales: 17, 18, 19, 20—parecen carecer de su presencia o, al menos, son los que con mayor naturalidad reproducen la fluidez de la voz del personaje» (55), afirma

Bardu. Antes de transcribir laboriosamente las inserciones de la voz magíster, más o menos distante de la de José García, la autora no aclara, por cierto, por qué ha señalado que los capítulos enumerados son los centrales, apartándolos de los restantes. Se trata, así, de dividir lo que el título de su ensayo proponía como unidad entre autora y personaje. Bardu cita en adelante frases que presuntamente debemos asociar a la pluma— real—de Vicens y no a la pluma—escurridiza—de José García:

…la voz magíster se manifiesta en una forma u otra, dependiendo del efecto perseguido

en cada caso. Por ejemplo: «Las esposas de los hombres pobres son un poco mágicas»

(…) «La obligación, la pobreza, se enredan en el cuello como una soga» (…) Son las

pequeñas verdades de la vida cuya concisión no exime el tono categórico y

universalizante (55).

Complemento mi resumen de los criterios en que Bardu se basa para clasificar las intermitencias, por lo demás heterogéneas, de la voz magíster: ésta irrumpe con

«imágenes o metáforas» que reproducen el tono categórico y universalizante «en una sola frase» (55); también se la puede apreciar en «el uso de la interrogación como una

! [301] ruptura suspendida en el tiempo: preguntas lanzadas al lector, sin afán de recoger inmediatamente una respuesta» (56). Los ejemplos de metáforas e interrogaciones que compila Bardu, desde un ángulo vagamente horaciano, son abundantes, y, como resultado de la selección transcrita, la ensayista propone un par de estándares narrativos: «La voz magíster en su expresión más depurada y rotunda se divide entre dos clases de observaciones: las primeras, acerca de la escritura, del deber ser de la literatura; las segundas, acerca de la vida, del amor y de la comunicación entre los seres humanos»

(60).

Si Vicens es José García, al final, deja de ser una hipótesis exclamativa de primer orden, o una correspondencia desprendida de un muestrario de entrevistas, y se convierte en una sospecha que el ensayo apuesta por hacer evidente, tras entresacar de El libro vacío innumerables citas que no fueron emitidas en primera persona—a veces incluso en cuarta—y que por lo tanto disfrazan la sabiduría omnipresente de la tabasqueña. Ergo: el desdoblamiento del contador neurótico que protagoniza la novela «se objetiva en una materialización: de imágenes, de escritura; posiblemente también en la voz magíster que, aunque ajena a la suya, lo acompaña siempre como otra presencia» (55–62). Dicha materialización de escritura—insistiré irremisiblemente, tanto como sea necesario—no lo es de manera indiscutible.

Bardu concluye su meticuloso breviario con algunas valoraciones y divergencias a propósito de la subrepticia, aunque decisiva, fama de Vicens, la cual «se debe, además de su mérito individual, a sus antecedentes o falta de antecedentes en la narrativa mexicana»

(67). El contexto de tradición literaria al que alude será gradualmente esclarecido y ampliado gracias a otras de las referencias compiladas al transcurso de estos párrafos.

! [302] Bardu destaca, a propósito de la obra vicenciana, la «paradoja de poder entrar, en última instancia, en una clasificación como la de la “novela social”, manteniendo siempre un tono intimista, subjetivo por excelencia» (67), y cierra su ensayo con este desacuerdo al vuelo:

Sergio Fernández ha propuesto como antecedentes a las novelas de Josefina Vicens a dos

de los Contemporáneos: a Xavier Villaurrutia con Dama de corazones [1928] y a

Gilberto Owen con Novela como nube [1928]. Sólo se podría ver en esos antecedentes la

afirmación a ultranza de un «yo» poco frecuentado por la literatura mexicana de ese

entonces. Pero la absoluta subjetividad sostenida por esos escritores poco tiene que ver

con la subjetividad utilizada por Josefina Vicens en su expresión de realidad social y

política (67).

En 1990, María Lozano Ortega completa la tesis «El libro vacío, de Josefina Vicens.

Literatura y existencialismo». Uno de sus capítulos: «Josefina Vicens. Una existencialista olvidada», adjudica a la obra de marras una tónica que la suma a una «variedad de novelas no felices que examinan prolijamente los síntomas de la confusión espiritual de estas épocas» (140). La infelicidad a que se refiere Lozano Ortega es apreciada desde el conocido paradigma de distinción de Ernesto Sabato respecto de dos especies de novelistas: el que «escribe por entretenimiento propio y de los lectores», y el que «escribe para analizar la naturaleza humana, empresa que ni es juego, ni es agradable» (141).

Categoría ésta última a la que se adscribiría, indudablemente, la tabasqueña.

El apartado de tesis acopia, como el ensayo de Bardu, relevantes declaraciones de

Vicens a la prensa, lo cual es indispensable en tanto informa sobre una incurable obsesión

! [303] por las imposibilidades del oficio escritural, siendo éste el punto de encuentro autobiográfico entre la novelista y su obra que no ignorarán—y del que aun abusan— futuros comentaristas. Lozano Ortega cita, pues, la colaboración de Rafael Delgado para el periódico Excélsior (1985), titulada «La literatura es un infierno blanco»; en ella, leemos que Vicens confiesa: «…para mí, estar frente a una página en blanco implica un sinnúmero de sufrimientos […] escribo con mucho dolor y esfuerzo» (142). Estas palabras son traídas a cuento por la investigadora en tanto arrojan luz sobre el trasfondo de las motivaciones que apartaron a Vicens de la escritura literaria por casi tres décadas, pues entre El libro vacío y Los años falsos median veinticuatro años—otro dato que infundirá en los críticos toda suerte de conjeturas—. Lozano Ortega considera este lapso de «silencio» e «infecundidad» un síntoma del miedo que a Vicens «le produce escribir, no obstante su gran necesidad de hacerlo» (142). Como se constata, la homologación

Vicens/José García volverá a insinuarse, aunque no de manera explícita sino desde un enfoque transversal, de premisas existencialistas: «En El libro vacío, efectivamente, se encarnan varias ideas de Jean Paul Sartre, Martin Heidegger, Karl Jaspers y otros filósofos. Pero ante todo, el existencialismo se manifiesta como un modo de ser en la obra, una disposición ante la vida» (144).

La lectura de Lozano Ortega se remonta a san Agustín, cuyas reflexiones, anticipándose a uno de los movimientos sustanciales del siglo XX, «tienen como punto de partida la experiencia íntima del hombre concreto, habitado por voliciones y apetitos opuestos; para el que nada en la vida es definido ni estable porque todo en ella está en perpetuo movimiento» (144). La experiencia existencialista–agustiniana de José García es nodal para mi análisis ulterior a El libro vacío, aunque desde una perspectiva distinta,

! [304] que a su momento expondré. Lozano Ortega aclara, entretanto, que el existencialismo vicenciano tanto se asemeja como difiere de su prototipo, inscribiéndose así en la vertiente moderna pues finca su infelicidad pesimista en el ateísmo: «para san Agustín y

Pascal, Dios es la posibilidad de salvación; Heidegger y Sartre ni siquiera plantean esa posibilidad porque Dios no existe (…) queda el hombre irremediablemente solo. De aquí se origina esa soledad profunda de José García, tema omnipresente en su cuaderno»

(145).

La infecundidad, el miedo, la soledad y la orfandad espiritual que capta Vicens la orillan a condensar un silencio desde el cual el protagonista de su novela, para intentar comprenderse a sí mismo de acuerdo a la veta existencialista, va también a redescubrirse y a cuestionarse: «y al cuestionarse él, un hombre igual a tantos otros, está cuestionado a todos […] José García es un hombre en la búsqueda infructuosa de sí mismo a lo largo de doscientas treinta páginas» (144). Lozano Ortega no parece sin embargo relacionar, al menos no directamente, ni esta búsqueda ni este fracaso con la problemática representación de la escritura en El libro vacío, sino que interpreta aquéllos como desencadenantes que sólo anteceden, padecidos por Vicens, el tono de su ficción. Aun admitiendo que el tema omnipresente en su cuaderno—es decir, en su escritura—agudiza en José García el estigma de abandono que acentúa el existencialismo, dicho cuaderno pierde importancia y sólo se lo inventaría como aditamento. Acertadamente, Lozano

Ortega percibe en José García una «pasión de conocerse», de retraerse «dentro del horizonte de su propia existencia» (144), sin que se implique que dichas introspecciones se cifran en el anhelo improcedente de narrar, el cual, interpreto, no es para la tesista sino una mera contingencia, quizá como el fortuito contacto con el guijarro, en la playa, que

! [305] produjo en el Roquentin de Sartre la revulsión insoportable de saberse vivo (La náusea,

1938).

En suma: lo que Lozano Ortega indaga es la condición humana del José García contador, burócrata y padre abnegado, no del José García idealista, ni mucho menos del

José García escritor o no escritor, atribuciones éstas intrascendentes que no abarcan la complejidad de un individuo presa de una crisis más honda, que supera la literaria:

El hombre, según Heidegger, está instalado en la impersonalidad, en la mediocridad, en

la nivelación con la masa. «La presunción que tiene el uno de alimentar y dirigir la plena

y auténtica “vida”, aporta al “ser–ahí” un aquietamiento para el que todo es “de la mejor

manera” y al que le están francas todas las puertas» [...] Ocupado como está en resolver

los problemas cotidianos, adormecido por las rutinas de su trabajo como oficinista y la de

su vida familiar, García se hunde en esa muchedumbre que se conduce por el «se

acostumbra así», «se piensa así» (146).

Escriba o no, José García está buscándose infructuosamente, y ello lo condena a una disolución progresiva, irrefrenable, por mucho que ejercite su talento y aspire, sirviéndose de él, a distinguirse de entre la masa heideggeriana, que todo lo uniformiza y que va a anularlo: «Surgir como existencia, devenir “un singular”, conlleva el peligro de hacer uso de la libertad, de enfrentarse a la nada y caer en la angustia» (147).

¿Qué hace devenir un singular a José García? Según él mismo, poder escribir, pero escribir mal, o ser capaz de demostrar que no puede, aunque escribiendo indefectible e inevitablemente, para demostrarlo. La libertad hasta cierto punto inútil que se arroga para surgir como existencia, es antes que una caída estrepitosa en la angustia una más dilatada

! [306] paradoja, una paradoja irresuelta de por sí, y que tanto lo redime como lo castiga, y que incesantemente lo compromete a una tentativa de creación, particularidad ésta que obvia el análisis de Lozano Ortega, para quien, antes que ser narrador, fallido o no, José García es ante todo un existencialista, a saber, «un hombre que se evade frente a la opresión de la sociedad y acepta con solemnidad y decoro su solitario destino». El libro vacío, por ende, escenifica «la despersonalización y la soledad de manera análoga» (148).

Pero el solitario destino de José García, o si se quiere, el símbolo más nítido de su capitulación, no puede dejar de remitir a sus erosiones verbales, a las apostillas que hace de sí mismo en el cuaderno uno, que contiene, determinándolas, las aristas cruciales de su derrumbe. No basta, acaso, interrogar en José García el cariz filosófico, universal que encarna sin aludir a su espiral trágica, a sus ambiciones poéticas, aquéllas que, como cualesquiera otras, no sirven sino para exacerbar le certeza de un desenlace irrevocable, tal como parafrasea Lozano Ortega: «Heidegger explica que somos para la muerte, pues en cuanto nacemos ya podemos morirnos. Por eso, todo lo que elegimos, todo proyecto está amenazado de una muerte posible a cada instante» (151). Y todos los instantes que le preanuncian el fin a José García le son revelados con mayor patetismo en la agonía fragmentaria de su manuscrito, en la lucha en desventaja que traba con el lenguaje, antes que en los descalabros mundanos que lo ahogan en la grisura y la paridad rasa que lo iguala con el prójimo.

Ya que la adhesión de Vicens al existencialismo será una constante, si bien con variaciones en cuanto a ciertos rasgos atribuidos a su obra, registro aquí los motivos por los cuales Lozano Ortega le asigna a El libro vacío esa militancia filosófica:

! [307] …dos elementos más que acreditan al protagonista como personaje de novela

existencialista: la edad y la derrota. Los personajes de Sartre oscilan entre los treinta y

cinco y los treinta y ocho años, los de Camus pasan de los cuarenta, Onetti los sitúa en

una etapa en la que ya la juventud quedó atrás. Y todos están, desde el inicio, condenados

al fracaso. Nos asomamos a sus vidas para presenciar el hundimiento final, relatado con

morboso detalle (154).

También de 1990, «Josefina Vicens: ritos de la aspiración humana», de Alice Ruth

Reckley, apuesta por una lectura que se alinea más a los móviles ontológicos que influyen en la caracterización de los personajes vicencianos que a un énfasis en la relación directa de aquéllos, para el caso de El libro vacío, con una práctica escritural. Lo que interesa a Reckley es formular el pathos de las conductas cíclicas, fustigadas por una meta ideal, que la ficción de la novelista mexicana nos muestra:

La aspiración humana se reconoce y se anuda en el para qué (en la pregunta que exige e

inicia la búsqueda del ser) a la vez que se desune y se desata en el cómo (en la respuesta

que crea el encuentro de uno mismo con su ser). En la obra de Josefina Vicens, ese cómo

se desarrolla en la ritualización del intento en sí. Sus protagonistas quieren ser agentes

creadores a la vez que lo perciben (el acto de ser agentes creadores) improbable o

imposible frente a las limitaciones de ser hombre: la creación (fuente de lo intemporal,

manejadora de la omnisciencia) se presenta esquiva frente a la temporalidad y al

incompleto entendimiento del ser humano (99).

Harto válida, e innovadora, es esta apreciación de Reckley: un anudarse (un para qué) en preguntas para luego desanudarse (un cómo) en respuestas que devienen un rito del

! [308] intento, de la tentativa, mediante el cual a su vez el individuo se rescata, se reinventa y se halla a sí mismo: es el caso del contador de cincuenta y seis años que ritualiza la creación infinita, e improbable, de su obra maestra. Reckley añade que esta ritualización de la tentativa––que parte de un anhelo inasequible––es asumida por el protagonista vicenciano que lucha por contravenir «la angustia que siente al intentar influir en las circunstancias repetibles de su vida», trabajando «dentro de los límites de lo que Víctor

Turner en “Social Dramas and Stories About Them” ha llamado la “ceremonia”—el reino del indicativo—lo que sirve para apoyar la realidad sociocultural ya vigente» (99).

José García—aunque Reckley no lo señala explícitamente—abre su par de cuadernos noche a noche para desautomatizar la repetición habitual a la que las obligaciones laborales y familiares lo confinan; pero al desautomatizar dicha repetición, lo que opera en él es también un paradójico afán de renacimiento autodestructivo; cuando corrige sus planas defectuosas,

experimenta una serie de fracasos hasta que se da cuenta del poder creador dentro de los

intentos en sí y empieza a destruir la ceremonia (y así destruirse a sí mismo como parte

del existente orden sociocultural) para entrar en el mundo subjuntivo del rito (y así

crearse de nuevo según su propia conciencia ya transformada) (99).

La acertada interpretación de Reckley hace además sentido, aquí, con los parabienes de

Paz, sobre todo porque el poeta considerara el debut de Vicens como un cuestionamiento profundo de las tribulaciones que incomodan la estabilidad incipiente de la pequeña burguesía.

! [309] Retomo, de la cita anterior, el poder creador dentro de los intentos en sí; dicho poder es ya la escritura: un calculado fracaso que transforma, temporalmente, a quien lo propicia; y es esta transformación la que, por lo demás, le será vigente hasta que de nueva cuenta acceda al reino imperativo y deba por tanto dinamitarlo y volver, mediante el rito, a asimilarse con aquella singularidad existencialista señalada por Lorenzo Ortega. No importa que la escritura se supere como intento, es más: Reckley insinúa que es precisamente malográndola como puede reincidirse en el rito y de tal manera minar los

órdenes del predicamento social.

La ceremonia que lee Reckley, a partir de Turner, es por supuesto exacerbada dentro del contexto sociológico que subyace a las dos novelas de Vicens. Ceremonia o modo indicativo de las estructuras sociales que, conviene añadir, se diferencia del modo subjuntivo, además, en tanto éste permanece «ligado con los modos liminales de conciencias individuales donde entra ––tabúes, por ejemplo––» (100). Amén del carácter de rito que adquiere su dedicación a la prosa, y de su destrucción de la ceremonia social que lo anuda, José García, por cierto, cree que al intentar escribir incurre en un yerro indecoroso, inculpándose, como si el aspirar a ser novelista le estuviera vedado, o como si ello fuera—sigo a Reckley—un tabú. Esta inclinación punitiva hacia sí mismo es en la que profundiza, me permito adelantar, mi análisis de El libro vacío.

La obra de Vicens, para Reckley, «gira en torno al reconocimiento de la angustia y al acto del hombre, el ritualizar, que le permite definirse» (100). Otro atributo de esta ritualización, plenamente relacionada con la pesquisa de una identidad propia, tiene que ver con lo que la articulista denomina «tradición metaficcional de México», que consiste

! [310] en la «ritualización del intento en sí para resolver los límites de la creación humana»

(100). La tabasqueña, en este sentido, habría impreso en el terreno de la literatura, de una manera por lo demás subrepticia, una estela de continuación de costumbres inmemoriales en México, adaptándola a los intereses meramente poéticos de un sujeto solitario que las reproduce para buscarse dentro del enigma irresoluto de una creación textual.

Reckley suma al aludido texto de Turner otro más, de Tzvetan Todorov (La Poétique de la Prose, 1971), para dar cuenta de «los estados iniciales y finales, decisivos

(representados por adjetivos)», con los que cumplen formalmente las tres obras de

Vicens—a El libro vacío y Los años falsos, la articulista añade el guión cinematográfico

Los perros de Dios, 1973—: en todas ellas se refleja «una angustia existencial» y ocurre lo siguiente: «aunque el estado final se asemeja al original, se ve que los protagonistas llegan a manejar de una u otra manera la angustia penetrante» (101).

¿Cómo es que lidia, entonces, José García con semejante angustia, cómo es que la llega a manejar? Reckley acude a su brillante argumento central para ir perfilando las conclusiones de su indagatoria:

El estar consciente del intento le lleva a la repetición de tentativas ya probadas, y

fracasadas. Pero el fracaso en sí se está redefiniendo. Es precisamente al seguir

aferradamente el camino del fracaso que José empieza a manejar las circunstancias de su

propia vida. El fracaso llega a formar parte íntegra de la tentativa en sí y, entonces, parte

de un nuevo rito para José (106).

Por último, me interesa transcribir estas agudas observaciones de Reckley sobre el malhadado escriba que en El libro vacío anuda y desanuda, también a nivel estrictamente

! [311] estilístico, los para qué y los cómo de cada frase que acuña, o no, en su cuaderno uno:

«José llega a entender el ritmo consolador del intento. Redefine su conciencia frente al intento (…) tiene impulsos creadores (…) él no ha deseado provocar la espontaneidad de

ésos, escogiendo al contrario, mantener un ritmo ya establecido» (107).

Del mismo año 1990 data el volumen Mujer y literatura mexicana y chicana, coordinado por Aralia López Gonzáles y Elena Urrutia. En la «Primera parte. Las escritoras en la capital mexicana: apropiación consistente de la herencia cultural en la práctica literaria, mientras se anuncia discretamente una diferencia», se incluye el ensayo de Ana Rosa Domenella «Josefina Vicens y El libro vacío: sexo biográfico y femenino y género masculino».

Es éste uno de los primeros textos en que la fusión ya formulada Vicens/José García trasciende la mera elección de un personaje para una novela y se inscribe, siguiendo pautas específicas, dentro de los Gender Studies. Sintetizo su contenido: «las distinciones basadas en el sexo del autor han influido no sólo en la lectura sino también en la escritura y persisten en los análisis prejuicios androcéntricos para los cuales lo femenino—como afirma Antonieta Verwey—significa “menos que ignorante o aficionado”» (75); «en el caso de El libro vacío y Los años falsos, los narradores son hombres: el oscuro aspirante a escritor, José García, y el atormentado y esquizoide huérfano, Luis Alfonso Fernández»

(75).

La razón por la cual Vicens ha elegido a hombres y no a mujeres como anti–héroes de sus novelas, inquietará por décadas a algunos de sus fieles lectores, si bien fue aclarada por la misma autora en una entrevista—que refiero a vuelta de página—en la que se descartan las presumibles intenciones de proselitismo feminista para haber procedido de

! [312] tal modo. La perspectiva de Domenella, mientras tanto, apunta hacia una cohabitación de interrelaciones genéricas, gracias a las que la tabasqueña ha dispensado actitudes en sus personajes que no se ciñen a un determinismo de carácter sexual, lo que dotaría a El libro vacío, en particular, de una apertura que trastoca convencionalismos rígidos: «…en este caso literario, como ocurre con los sujetos reales, los rasgos masculinos y femeninos están presentes en hombres y mujeres» (80).

Indexado también en Mujer y literatura mexicana y chicana, destaca «El libro vacío: un relato de la escritura», de Joanne Saltz, quien debate ya frontalmente la cuestión de la bisexualidad literaria de Vicens: «¿Por qué escoge Vicens a un hombre como narrador y protagonista central de El libro vacío? ¿Por qué deja de lado la estrategia narrativa de la propia voz femenina dentro de la literatura?» (81). He aquí la respuesta de Vicens al poeta Marco Antonio Campos, quien la entrevistara para Vuelta en 1985:

Esa pregunta me disgusta cuando me la hacen. Yo considero que no hay literatura

masculina o femenina: hay buena o mala literatura. Para lo que yo quería escribir era

mejor que los personajes fueran hombres… Podría añadir—toda proporción guardada––

¿por qué Flaubert escribió Madame Bovary (que es su mejor obra) y Tolstoi Anna

Karenina? (81)

Esta declaración no disipa sin embargo el escepticismo de la articulista, quien opta por la pertinencia crítica de una cuestión ya saldada, al menos en parte, por las propias opiniones de Vicens, cuya postura es refutada, o puesta en duda y contexto, por Saltz:

! [313] …el tema central de El libro vacío, además del tema secundario del adulterio, es el de la

escritura. Como el adulterio, la escritura es también una práctica regida por el privilegio

patriarcal. En relación con la condición de autora en el sentido generalizado, Sandra

Gilbert y Susan Gubar han discutido que en la cultura patriarcal, la autoría teológica,

política y estética se conecta con el hombre, así que la creatividad se asocia

profundamente con la masculinidad. La escritora se experimenta como una contradicción,

de modo que confronta un trayecto doble: o escribe como hombre o no es nada más que

una escritora, femenina e «inferior» (80).

Es decir, Vicens escribió como hombre—lo que sea que ello quiera decir—para superar su condición inferior impuesta por prejuicios falocéntricos. Si no lo hubiera hecho así,

Vicens no trascendería su condición de nada más que una escritora, femenina e

«inferior». Estas apreciaciones podrían rebatirse. Pues Vicens no mutó en José García para obtener aceptación, dado que Vicens, la autora, y José García, su personaje, no son una misma persona inevitablemente superpuesta, ni en la novela ni fuera de ella, como también lo sugería el artículo «José García ¡soy yo!» O en todo caso no son la misma persona desde los planteamientos que Saltz defiende, sino desde una recreación estética cuyo carácter ficcional sirve únicamente para fines de verosimilitud novelística. En todo momento Vicens se asumió y firmó sus obras como novelista mujer y la inferioridad que a ello correspondería adjudicarle no le fue afortunadamente recriminada, debido al reconocimiento que se hizo y se hace todavía de su obra, independientemente de su género y orientación sexuales—su lesbianismo también es uno de los tópicos que se discutirán en lo sucesivo—. Adelanto que otro de los trabajos críticos aquí reunidos aborda la ficción cinematográfica de Vicens, demostrando que los personajes femeninos

! [314] en sus guiones abundan y no son por cierto minimizados, es decir, no se los concibe desde una preeminencia masculina, injusta y obligatoria, que aquí Saltz atribuye como maniobra condicional indispensable para que Vicens pudiera ser, por cierto, no escritora sino escritor. Saltz discrepa: «Lo que Vicens nos presenta en voz masculina son varios indicios de las zonas disidentes de la experiencia femenina delineadas por Gilbert y

Gubar, quienes ven el texto de la mujer como palimpsesto, con una superficie decorosa que frecuentemente esconde un texto subversivo y codificado» (82).

¿Por qué es El libro vacío una obra bajo la cual clama por rebelarse un espíritu femenino inficionado? Antes de que el ensayo de Saltz responda a ello, recordemos que para Vicens hay buena o mala literatura, y que ésta es esencialmente asexuada, lo que quiere decir: no hay sino sólo de manera asaz forzada lo que Saltz designa, juramentando las premisas de los Gender Studies, como texto de la mujer. La crítica, empero, propone esta hipótesis:

Una de las imágenes más fuertes que se desprenden de El libro vacío, ya señalada por

Gilbert y Gubar y Sefchovich como elemento principal en la escritura femenina, es la del

encierro en un ámbito limitado (…) el libro de Vicens se diferencia porque no excluye ni

lo político ni lo social como determinante del encierro del personaje que, a pesar de ser

hombre, sugiere también la imagen del encierro femenino (83).

Si el claustro emocional y físico de José García no es más que la proyección de las fuerzas opresoras que aislaron a Vicens como mujer, entonces esta perspectiva, creo, le resta injustamente méritos a la obra como tal y no admite que Vicens haya, por el contrario, configurado con maestría a un personaje entrañable, pues Saltz lo valora como

! [315] un mero emisor de cierta protesta encriptada. Curiosamente, y si secundáramos a Saltz, debido a este gratuito enmascaramiento Vicens sería, entonces sí, una escritora inferior, pues su novela se reduciría no más que a un mensaje panfletario. La evidente obviedad de que Vicens no es tal escritora inferior, insistiríamos, reside en otras destrezas narrativas que superan la urdimbre victimizada de un arquetipo en clave. Solidarizarse con Vicens como icono del feminismo, escudriñándola a través de su José García, paradójicamente es demeritar su calidad novelística.

El encierro de José García, para Saltz, develaría la femineidad del texto pese a que

Vicens haya escrito como hombre. Aparte del encierro, ¿en qué otro detalle dicha femineidad es discernible?: «Un rasgo más dentro de la tradición literaria femenina, indicado por Gilbert y Gubar y que se aprecia en la obra de Vicens, es la lucha contra el silencio» (85).

El encierro y el silencio, dentro de la ficción, serían entonces codificaciones derivadas de una imposición machista, juicio éste que no es tampoco justo reprobar de buenas a primeras, pues profundiza en una de las posibles virtudes de la novela, que, sin embargo, no es la única ni mucho menos la más distintiva de El libro vacío. Pero Saltz no limita su interpretación del silencio vicenciano a la trama de la novela, sino que para ella ese silencio autoritario se corrobora en un factor biográfico: «hay una laguna de veinticuatro años entre la producción de éste [El libro vacío] y la de Los años falsos, la segunda novela de Vicens que se publicó en 1982» (85). Tal laguna podría matizarse como síntoma de un silencio carcelario, revisando por ejemplo las colaboraciones periodísticas, cinematográficas y taurinas prácticamente ininterrumpidas que Vicens, con disciplina ejemplar, escribió entre una novela y otra. La tabasqueña no guardó silencio, sino sólo

! [316] dejó de escribir novelas por un tiempo que además no tiene por qué alarmar a nadie, pues

¿a qué reglamento de calendarización debe ceñirse un novelista?

Encierro y silencio, continúo con Saltz, son dos elementos femeninos a los que se adiciona, en la prosa «transgresora» que nos ocupa, un tercero: el empoderamiento:

Vicens directamente confronta la problemática del silencio a la manera que las feministas

designan como «empowerment», lo cual se relaciona con la acción personal de José

García. Después de decirnos que no vale su tema, pero enseñarnos su vida en la escritura,

el protagonista se autoriza y valida su propia vida pidiendo con éxito un aumento de

sueldo. Este rompimiento del silencio dentro del ambiente de la vida del personaje se ve

como un primer paso. Dicho paso vincula la toma de poder en la escritura con el alivio de

problemas económicos en el plano de su vida concreta (85).

Hay un detalle harto discutible en esta perspectiva: a José García la escritura, más que representarle una toma de poder, lo debilita y merma, y es un continuo fracaso fragmentario que lo oprime, más que encumbrarlo. El episodio a que hace referencia

Saltz ocurre después de una borrachera medieval, tras la que José García, con resaca, se decide a tirarlo todo por la borda, presentándose ante su jefe para pedirle un aumento de sueldo, en efecto, pero no envanecido por su afición escritural, sino presa de un hartazgo que lo apura a esa exigencia para él descabellada, pues el jefe, previsiblemente, no hará sino reconvenirlo, y despedirlo incluso. José García prevé que el aumento de sueldo le será negado sin que ello le importe, pues quiere aproximarse al precipicio: el hecho de que obtenga dicho aumento es un giro anecdótico con que Vicens sorprende al lector y echa por tierra, momentáneamente, el anhelo de José García de hundirse definitivamente.

! [317] Saltz dictamina luego las consecuencias a las que, pese a su encubrimiento en José

García, Vicens no pudo sustraerse:

Aunque Vicens escribe con la voz de un protagonista hombre no ha podido evitar los

siguientes problemas: 1) En El libro vacío la voz masculina no le ayuda a sintetizar la

51 forma idealizada de la novela naturalista del siglo XIX que comenta Jameson debido a

su situación nacional y temporal distinta. 2) Tampoco previene la voz masculina que la

escritora incorpore reacciones e imágenes que marcan la escritura de mujeres, como son

el encierro, la indecisión, los dobles y el silencio. Puesto que hemos notado varias

imágenes que se destacan en la obra literaria escrita por mujeres, Vicens no se equivoca

cuando dice que no hay literatura masculina o femenina. Esto se puede explicar en

términos del deseo rebelde que demuestran las mujeres que escriben, quienes se

comprometen con un oficio tradicionalmente prohibido: la rebeldía que comparten

algunos escritores hombres y mujeres, que se obligan a luchar contra el encierro literario

y social tras la redefinición del yo, del arte y de la sociedad (85–86).

Para Saltz, en primer lugar, El libro vacío es una novela de rebeldía subliminal, idealmente naturalista pero fallida, debido este demérito a la época y al país en que fue escrita. Hacen eco aquí la pregunta de Paz—¿naturalismo?—y el que me parece un más acertado e inmediato deslinde: no, ya que El libro vacío, vuelvo a citar al poeta, traspasa toda reproducción de la realidad aparente. En segundo lugar, la ensayista despacha los criterios estéticos de Vicens relacionándolos, sin más, con el común denominador de actitud que prevalece en autores inadaptados al sistema, con lo cual, de nuevo, atenúa el !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 51 Alude Saltz a «The Concept of Second World Culture», discurso que el crítico marxista Fredric Jameson dictara en sesión especial el 17 de marzo de 1987 en New Orleans, Estados Unidos, con motivo del International Symposium of the Latin American Studies Association.

! [318] valor estrictamente literario de la obra para desentrañar, entre líneas, algunas verdades extraliterarias cuya aceptación exige pasar por alto no pocos equívocos.

En 1991, Adriana Gutiérrez esboza el contexto de las letras mexicanas en la época en que la primera novela de Vicens irrumpe como un significativo parteaguas. «Dualidad de la escritura y en la escritura: El libro vacío, de Josefina Vicens», no varía demasiado las conclusiones interpretativas a las que arriban los críticos precedentes, aunque traza una necesaria línea de lectura que apela a la herencia vicenciana para sus coetáneos en el futuro inmediato: «El libro vacío es el primer ejemplo en la narrativa mexicana de reflexión sobre la escritura en la escritura (…) inaugura y adelanta en la narrativa mexicana una preocupación que sólo había de florecer unos diez años más tarde» (49).

Gutiérrez considera con justeza a las siguientes como deudoras de El libro vacío:

Farabeuf o la crónica de un instante (1965)52, y El Hipogeo secreto (1967), de Salvador

Elizondo [autor del que yo incluiría, además y sobre todo, El Grafógrafo, de 1972];

Morirás lejos (1967), de José Emilio Pacheco; Cambio de piel (1967), de Carlos Fuentes;

El garabato (1967) de Vicente Leñero.

En cuanto a la recepción inicial de El libro vacío, se trata de una obra que «no pasó del todo desapercibida, pero tampoco creó realmente un interés especial por los problemas que se derivan de dicha aportación» (49). Gutiérrez subraya además un dato

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 52 El decisivo legado de la primera novela de Josefina Vicens a la literatura llamada eventualmente posmoderna en México no debe dejar de comentarse, siquiera, de soslayo, si bien esta disertación no da seguimiento a su línea de influencia y a sus muchos puntos de contacto con la relevante reformulación del canon que El libro vacío significativamente precede. Apenas unos años después de El libro vacío, en México se da una de las más decisivas constataciones de apropiación estética por parte de ciertos novelistas: los llamados movimientos de «La Onda» y «La Escritura», plenamente reconocidos como las tendencias en México de la novela rupturista. La última de estas dos marcadamente opuestas inflexiones es en la que Josefina Vicens ha de ser estimada como precursora. Tres estudios, el primero de ellos canónico, corroborarían entonces las afirmaciones de la articulista Gutiérrez: Onda y escritura: jóvenes de 20 a 33 (1971), de Margo Glantz; La novela mexicana contemporánea. 1960–1980 (1990), de M. Isela Chiu– Olivares; y La narrativa posmoderna en México (2002), de los coautores Raymond L. Williams y Blanca Rodríguez.

! [319] desconcertante: «después de su primera edición, en 1958, no se la reeditó hasta 1978»

(50).

El artículo se perfila luego hacia una clasificación temática con miras a abarcar la compleja sencillez de El libro vacío, propósito que asimismo otros críticos emprendieran sin convencerse: «John Brushwood, al no poder ubicar fácilmente a El libro vacío dentro de una corriente bien definida, habla de ella como de una “excepción notable, rara avis de las letras mexicanas». Gutiérrez aventura con cierta vaguedad, por su parte, «que la obra es fruto de las propias experiencias de la autora» (50). La impotencia de Brushwood y la especulación de Gutiérrez merecen la atención que sin embargo mi repaso no puede dedicarles.

Del artículo me incumben los siguientes señalamientos, por lo demás clarísimos en la novela, que esgrime la articulista: «reflexión crítica como una necesidad para poder indagar acerca de la escritura, de la vida y del indisoluble vínculo que las une a ambas»

(51); «es la reflexión sobre sí misma lo que otorga una dimensión poética a la escritura, siempre planteada en forma hipotética» (57); «escritura rechazada, “intrascendente”»

(52); «la manifestación más importante del conflicto que se da en torno al deseo contradictorio de escribir y no escribir (…) es el desdoblamiento crítico que escinde a

José García» (52). Ésta última observación de Gutiérrez se desprende de los discernimientos de la ya incluida en este resumen Ana Rosa Domenella, para quien una denominada dualidad «alcanza a “los demás personajes”: dos hermanas y dos novias gemelas, dos mujeres a quienes [José García] ama y necesita (la esposa y la amante), dos hijos varones» (52). (Aclaro: dichas hermanas jamás aparecen en la novela, y de las gemelas, Gerda y Elsa, sólo ésta última estuvo a punto de ser su novia.)

! [320] Gutiérrez subraya, entonces, una simetría cuya relevancia, desde su punto de vista, supera la mera reproducción de una constante numérica y entraña una característica más llamativa:

…la transformación de lo cotidiano en arte obedece también, en parte, al desdoblamiento

psíquico del personaje: si la escritura es una actividad que lleva a la fractura del yo

monolítico, esta división permite la distancia y la crítica renueva nuestra percepción de

una vida aparentemente intrascendente (59).

José García, vértice de múltiples subdivisiones, puede gracias a sus fracturas internas y a las que lo rodean, alejarse de sí mismo y dotar de significados nuevos la monotonía que lo apesadumbra; significados éstos que son reformulados desde su autocrítica escritural, que para Gutiérrez tiene una función predominantemente espejística: «La dualidad aparece en El libro vacío como una propiedad inherente al acto de escribir (…) de dicha dualidad nace la especificidad de la obra y la de sus logros artísticos» (62).

El libro vacío, entonces, sería una consecución de desdoblamientos originados en el dilema escritural, conflictivo de José García, quien se evade y duplica la realidad, renovándola desde los detritos de su identidad, puliendo las cuartillas de un cuaderno interminable al que varan las interrupciones con que se recrimina, en tanto «la crítica, al interior de esas interrupciones, es lo que transforma la vida de José García y la convierte en literatura» (63).

Hasta esta instancia bibliográfica se hallan, pues, bien diferenciadas las líneas de arranque críticas que han abordado El libro vacío y Los años falsos; dichas líneas, por lo demás, coinciden con escasas variaciones sustanciales en más de un artículo cuando se

! [321] las interpela: I) incertidumbre o reprobación por elegir protagonistas hombres, de las que se originan especulaciones feministas, socioculturales y lingüísticas en base al tópico también recurrente del desdoblamiento; II) la empatía con el existencialismo; III) la innovación temática y formal, inédita en México, como acicate de análisis en torno a la reflexión autocrítica sobre la escritura desde la misma novela. Para no prolongar innecesariamente las transcripciones de textos que redundan estas fijaciones, citaré a partir de aquí sólo los fragmentos de dichos textos que contribuyan a enriquecer el escaso contraste interpretativo que los diferencia.

Precisamente en 1991, Eliana Albala admitía respecto de Vicens: «Hablar una vez más de su “libro vacío” es arriesgarse a tropezar con el lugar común, es exponerse a caer en el despeñadero de las reincidencias» («El libro vacío: un libro lleno de palabras», 86).

Albala, para sortear tautologías, aboga «entonces, porque la obra de Josefina Vicens sea un diario de vida que confiesa la frustración total de José García» (87). Difícil simplificación, puesto que El libro vacío carece por completo de asideros temporales y deroga el formato de diario. El lector desconoce qué día, a qué hora, dónde escribió o intentó escribir José García, de quien, a propósito de sus fragmentaciones, Albala anota:

la verdadera dualidad del libro no está precisamente en esa abstracta esquizofrenia de

persona escindida, sino en la duda alternativa—ante el concreto oficio de escritor—de

este tan especial José García: un ser humano pleno de indecisión desde pequeño, cuando

no logra elegir y decidirse (87).

Para Albala, pues, El libro vacío constituiría primordialmente el diario de un escritor indeciso que registra en él su fracaso.

! [322] En 1992 se publica en inglés The Empty Book, incluida la carta de Paz como prefacio, con una introducción y nota de traductor por parte de David Lauer, quien discurre con agudeza sucinta sobre la heteronimia biobibliográfica de Vicens:

Probably no other writer since the Portuguese poet Fernando Pessoa has consciously

developed such a complex system of pseudonyms (...) Each alter ego had a separate

territory: Pepe Faroles wrote the bullfighting chronicles; Diógenes García authored

political commentary; in the 1930s, Alejandro Doncel expressed the anguish of

Vicens’ sexuality in some fine, still–unpublished poems53; and the frustrared writer,

José García, Vicens’ last and most famous pseudonym, is a composite of Pepe Faroles

and Diógenes García. As «farol» means «lamp» in Spanish and Diógenes is the bearer

of light/truth, Vicens stripped the light from these alter egos in creating a clandestine

novelist and author of The Empty Book, the gray, anonymous José García (XI).

Lauer, refiriéndose concretamente a El libro vacío, contextualiza el trasfondo de querella histórica que moldea el cariz combativo de su protagonista, quien

had recently emerged from the first popular revolution of the twentieth century

(1910–1917), the Cristero War (1926–1929), and the consolidation of the Institutional

Revolutionary Party (PRI), all of which cost the country more than a million dead,

massive social upheaval, and enormous material destruction (XIX).

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 53 El conocimiento de estos poemas inéditos por parte de Lauer, a buen seguro, ha de deberse a la relación amistosa que éste entablara con la novelista, a quien alude en sus liminares con el afectivo «Peque», sobrenombre que sólo sus muy cercanos amigos empleaban para dirigirse a Vicens. De «Alejandro Doncel», por lo tanto, me es imposible incluir aquí con mayor certidumbre aquellos fine poems. Hasta la fecha, de la tabasqueña sólo se tiene cabal noticia de los dos poemas juveniles ya indiciados que ocupan el estudio de Board, quien, justo es admitirlo, incluso los «rescata».

! [323] El traductor norteamericano, por último, no se sustrae en lo esencial de las convicciones anteriormente asumidas por la crítica: «Enhanced by the text’s dialogue with itself and with its author, The Empty Book incarnates three interwoven searches: the author’s personal quest, the literary quest, and the quest to find meaning in society.

From the first page, Josefina and José García became indivisible» (XIII).

En el mismo año de 1992 se celebra en Tabasco, México, el encuentro «Estudios de Literatura Mexicana. Segundas Jornadas Internacionales “Carlos Pellicer” sobre

Literatura Tabasqueña». La memoria gracias a la que accedemos a algunas de las ponencias presentadas es responsabilidad de Samuel Gordon, quien coordina el apartado «En torno a Vicens».

La ensayista María del Rosario García Estrada, en «Josefina Vicens o la primera posibilidad», lee El libro vacío desde la poética kafkiana, y especula en torno a la demagogia gregaria, la pequeñez, la posibilidad (¿imposibilidad?) de escribir (178).

El encierro de José García, que para Saltz ponía al descubierto la femineidad subrogada de la novela, es para García Estrada un paralelismo anecdótico con El proceso (1925) que agudiza una disputa descarnada en contra de un establishment burocratizado tanto en la esfera pública como en la privada: «el horror de estar encarcelado en la convivencia feliz, la obligación social de establecer el diálogo intrascendente, de sobrellevar sus salomónicos impuestos—superpuestos—por el

“Tribunal”. A esa trampa rehúye José García igual que Josef K.» (178).

Otro de los referentes intertextuales de García Estrada es el relato «Josefina la cantora o el pueblo de los ratones» (Un artista del hambre, 1922): «José García trata

! [324] de “comunicar algo incomunicable”, retorciendo el detalle, deslindando con avidez los defectos de la medianía» (183).

Relacionada directamente con la tesitura de mi análisis, esta otra comparación merece también copiarse como uno de sus antecedentes: «El acto de escribir es para

Josefina Vicens y Franz Kafka expiación y redención. “Me es cada día más doloroso escribir”, expresa el escritor judío, aunque “sucede, quieras o no quieras…”» (183).

García Estrada niega el parentesco, sin demasiados argumentos por lo demás, de El libro vacío con el existencialismo: «no es una novela que pueda aceptar la etiqueta del pesimismo o los lamparones existencialistas a la moda de Heidegger o Sartre.

Kierkegaard anda muy lejos» (184), dejando en claro que el lente kafkiano con el que ha interpretado la obra no la clarifica ni la nivela del todo, pues Vicens «no es tampoco Kafka, a pesar de que nos remite a ese hombre–profeta de nuestros días»

(184). Finalmente, la ensayista traza correspondencias genealógicas de El libro vacío que no se limitan al ámbito mexicano, y entre cuyos antecesores descuellan el nombre de Melville y de su célebre personaje, aquél que recordara Onetti en su entrevista con

Rodríguez Monegal y que adquirirá una importancia insoslayable en el capítulo de cierre de esta disertación. Así pues, José García evoca

a los mediocres y domésticos personajes de Gogol sentados frente a un plato de

avena; nos recuerda las angustias cotidianas de Iván Illich con su familia; a Bartleby,

el escribiente de Melville, confinado ante su muro de su «preferiría no hacerlo». Y de

nuevo, sin mimetismos, proyecta la sombra del judío praguense en un subterráneo

concierto de cuadernos… Gregor Samsa recogiendo el almuerzo de todos los días

como limosna de sus parientes (184).

! [325] «Josefina Vicens. Las dos caras de la escritura», es la ponencia de Armando Pereira que se centra en la obsesión vicenciana y la juzga ocurriendo no sólo en El libro vacío, sino también en Los años falsos. Para Pereira, la escritura, en el primer caso, «trata de cifrar signos estériles sobre un papel hasta que el propio movimiento de la escritura termina dotando de sentido a esos signos», y, en el segundo, tampoco se «deja de escribir, aunque ahora se trate de una escritura distinta, aquella que graba su estigma sobre un cuerpo hasta volverlo estéril» (186). Se refiere Pereira a que en el joven protagonista de Los años falsos fue escrita la esencia vital, fatídica, del padre fallecido: «virginal superficie de un cuerpo adolescente [que] quedó recubierta por signos ajenos y decrépitos» (191); esta mímesis genética, para el ensayista, «es la misma operación de investimento que consiste en llenar de palabras un cuaderno vacío, sólo que aquí, en lugar de palabras, se trata de comportamientos, actitudes, deseos, emociones» (191).

«Novela de una novela. La búsqueda de un lenguaje», de Álvaro Ruiz Abreu, forma parte también de la memoria preparada por Gordon. Según Ruiz Abreu, quien de nueva cuenta hace una crónica del sorpresivo debut de Vicens, El libro vacío «tuvo que haber sido una especie de herejía en un medio literario más o menos saturado de novela realista o testimonial, de color local o de contenido social» (194). Opone a la estética vicenciana, que se deslinda de ellos, a los autores Luis Spota (Murieron a mitad del río, 1948), y a José Mancisidor (Frontera junto al mar, 1953), y suma a los ya referidos en otro artículo como continuadores (Elizondo, Pacheco, Fuentes, Leñero) a Rosario Castellanos e incluso a José Revueltas.

! [326] De Ruiz Abreu me parece pertinente atender, en primer lugar, esta aseveración, aunque apenas demostrada: «El libro vacío apareció en nuestro escenario como obra del absurdo, producto típico de la posguerra y del México moderno» (194); en segundo lugar—y de una mayor conveniencia para mi enfoque—, cito estas otras analogías: El libro vacío

es como afirmación de que el artista es un ser distinto, vulnerable, asombrado, «herido

de nacimiento y por vida, difícilmente incorporable a la realidad diaria». Promueve

una tesis que ya los románticos defendían: el arte, por su naturaleza, vive divorciado

de la sociedad, y el artista es un elegido de los dioses pero debe sufrir […] El artista

romántico parece marcado por la fatalidad: «El poeta, ave sagrada, desgarra su propio

pecho en una de las Noches [1835] de Musset… El poeta es un Prometeo que

desafiando a los dioses, arrebata el fuego de sus manos, para alumbrar el camino de

los hombres». García cae en la nada porque su misión no es de este mundo; quiere ser

el poeta vidente que ayude a los demás a salir de su mediocridad y de la realidad

ingrata en que sufren (197).

Más adelante recurriré, para incorporarlos a mi análisis, a algunos asertos clave que complejizan la volubilidad de José García: afirmación de artista como ser distinto y marcado por la fatalidad, caída en la nada (ésta última agudizada por una consciencia insatisfecha a la que afecta con severidad una especie de misión oscuramente filantrópica). Para Ruiz Abreu, José García, aspirando inútilmente a una redención de sí y de los demás mediante el sacrificio al que lo impele su don narrativo, es aquél que

! [327] «debe sufrir para escalar los peldaños de la gloria, pero de una gloria contradictoria, vacía» (198).

En 1996, Pamela Bacarisse inquiere también el tratamiento de la nada en «The

Realm of Silence: The Two Novels Of Josefina Vicens», lamentando, un poco como hiciera Albala, el «facile manichaesim» (92) al que sucumbe la mayoría de críticos en sus afanes de asir un sentido inequívoco de la ficción de la tabasqueña.

Refiriéndose a Vicens como a una post feminista natural, señala que al margen de los obvios distractores contextuales de su obra la relevancia de ésta es debida a elementos de mayor calado: «it is my contention that the (in this case) false of socio–economic and sociocultural hierarchies pale into insignificance when compared with Vicens’ ontological preoccupations» (92).

Para Bacarisse, lo que la novelística vicenciana revela «is a profounder level of understanding of a far from consoling circumstance: that suffering, humiliation and ontological insecurity are not the exclusive domain of women, however difficult and unjust our socio–economic situation may be» (92). Esta valoración, apenas diferente de la sostenida por otras articulistas, es sin embargo indiscutiblemente menos tendenciosa, pues se formula desde los incidentes psicológicos que ocurren en el nivel ficcional, y no extraliterario, de El libro vacío y Los años falsos: «I feel that ontological insecurity is the principal thematic element in these two novels, and the two most striking manifestations of this are first, a reiterated, though usually implicit, sense of “foreign–ness” (or otherness), and second, constant depiction of the power and effects of human desire»

(93). Este extranjerismo (u otredad), a los que aqueja un escenario en que se manifiestan el poder y los efectos del deseo humano, es asimismo contenido en otro de los núcleos

! [328] narrativos de Vicens que subraya Bacarisse: el silencio. El extranjerismo u otredad

(evidentemente no literales), el deseo y el silencio, al margen de la identidad sexual de los narradores, son los puntales que les otorgan una más concreta suficiencia como personajes, en tanto encarnan una crisis ontológica generalizada. Crisis que, si bien no supera sus inmersiones cíclicas, autodestructivas en la nada, son gracias a la escritura, en el caso al menos de José García, una paradójica reafirmación individual ante los demás y ante sí mismo, a la mera de una truculenta victoria de supervivencia:

…that the book stays empty (non–writing) points to the nothingness that Paz was

referring to in his letter (...) But to an extent this negativity is deceptive, because in fact

the non–writer does produce a text [cuya ambigüedad escapa al escrutinio de Bacarisse]

(…) this text represents a struggle which does not end because its basis is desire, the

predicate of which, if it has one at all, is survival (102–103).

En 1997 se publica «La bitextualidad en las novelas de Josefina Vicens», artículo de

Alessandra Luiselli que reincide en la mayoría de los señalamientos ya resumidos, comenzando por describir, con algunas adendas, el contexto nacional en que irrumpió

El libro vacío, con el beneplácito, de afiliación existencialista, de Ramón Xirau,

Rodolfo Usigli, Carlos Pellicer, Emmanuel Carballo y Sergio Fernández, quienes

«hablaban del gran acierto de Josefina Vicens en mostrar en su novela los desajustes emocionales y psicológicos del hombre urbano, del burócrata atribulado por el vacío de una vida transcurrida sin aparente significación» (21).

Luiselli se desmarca de los críticos mencionados para destacar, no por primera vez, el que considera el quid de la voz narrativa vicenciana: «la utilización de ese yo masculino

! [329] (…) recurso que hoy la teoría feminista reconoce como una de las tácticas fundamentales de la mujer que escribe: la apropiación del lenguaje denominado patriarcal» (21).

¿Fue la novela de Vicens escrita, otra vez, con un lenguaje patriarcal? ¿Es el uso de la primera voz masculina novedoso, más allá de que fuera adoptado por una narradora mexicana? ¿Por qué? Me parece que son éstas preguntas—a las que no responde Luiselli, aunque las plantee—más relevantes que la que verdaderamente intriga a la articulista:

«¿por qué el empeño de la Vicens en minimizar a grados extremos no sólo el papel de esposa sino también el de la amante? ¿Debe considerarse, al ser analizado el importante punto de vista autoral de El libro vacío, el lesbianismo asumido de Josefina Vicens?»

(23).

¿Josefina Vicens minimiza el papel de la mujer en su novelas porque fue lesbiana?

¿Cómo demostrar la conexión entre ambos factores apelando a la apropiación—que no se detalla pormenorizadamente—de un lenguaje patriarcal? ¿Dicho lenguaje descarta, asumido presuntamente por Vicens y debido, de nuevo, a su lesbianismo, las reivindicaciones de un género sexual? Luiselli inflige numerosas dudas que no es responsabilidad de esta síntesis clarificar, amén de que sus aserciones dificultan establecer cuál es el en realidad el interés de su ensayo:

Los tormentos y fracasos que la voz narrativa de El libro vacío atraviesa frente a su

imposibilitado deseo de escribir son tribulaciones perfectamente reconocidas por las

ensayistas (tanto estadounidenses como europeas) que han postulado la teoría del género

en la escritura. Es así como Mary Daly en su obra Gyn/Ecology afirma: «It is necessary to

break the spell of the “I” of phallocratic language, the Evil “I” who spooks the writer

each times she writes». Este maligno «Yo» del lenguaje masculino en efecto atemoriza la

! [330] voz narrativa de Josefina Vicens, impidiéndole escribir. En consecuencia la última frase

que se proyecta en la consciencia del atormentado protagonista de El libro vacío es la

siguiente: «Tengo que encontrar esa primera frase. Tengo que encontrarla». Y ante las

feroces críticas del principio masculino termina la primera novela de Josefina Vicens […]

Esta escritora nacida en Tabasco, buscaría posteriormente la primera frase de una

subsecuente novela por casi un cuarto de siglo, pero sólo hasta 1982 Josefina Vicens

daría a conocer su segunda y última novela Los años falsos. Para que este libro pudiera

ser escrito transcurrieron veinticuatro años, veinticuatro años de represión y silencio (30).

¿No pudo entonces Vicens, pese a heredar a la literatura una indiscutible obra maestra, derrotar el «Mal» masculino, y sólo porque al final el personaje de El libro vacío insinúa que no ha escrito ni una sola frase? ¿Y no es este fracaso humillante, padecido por un hombre, la invectiva frontal, el atentado contra una figura falsamente encumbrada como invulnerable? En cuanto al silencio—sólo novelístico, insisto—de Vicens, éste no lo fue, por fortuna, en lo que a otros géneros de escritura toca. Quede pues para otro tipo de aproximaciones teóricas contestar a estas peculiaridades, a las cuales exhorta veladamente el artículo Luiselli.

En 1998 Leticia Margarita Lemus–Fortoul defiende la tesis doctoral «El poder, el cuerpo y el deseo femeninos: El libro vacío de Josefina Vicens, Los recuerdos del porvenir de Elena Garro, y Arráncame la vida de Ángeles Mastretta». Lemus–Fortoul reitera, con apenas diferencia, la confluencia en Vicens del «espacio de lo femenino y el espacio de lo masculino», «participación simultánea» que «crea una sobreconciencia identificable con un nivel o registro andrógino sobre el cual se apoya la dinámica de las oposiciones» (38); «ambigüedad, además, observable en la mujer que, públicamente,

! [331] desempeñó labores concernientes a los hombres en la sociedad mexicana de mediados de siglo» (43). Dichas labores las detallo luego en este mismo punto. Conviene sin embargo respetar aquí el énfasis de Lemus–Fortoul: «Además de su participación dentro del círculo del poder (…) también se preocupaba y le dedicada gran parte de su tiempo al espacio marginal de las mujeres» (44).

A propósito del desdoblamiento, además de las consabidas interpretaciones al respecto, Lemus–Fortoul sustenta otra hipótesis a partir de un fragmento de entrevista que, como muchas otras, hacen valiosísima su tesis para efectos de consulta; Vicens había explicado así sus heteronimias: «Mi pseudónimo para escribir de toros era Pepe

Faroles. Era un nombre muy sugestivo… Para escribir de política, mi pseudónimo era

Diógenes García»; de lo anterior, concluye Lemus–Fortoul:

José García es la personificación literaria de un sujeto ficticio que anteriormente (antes de

la novela) había ocupado el espacio público—el periodístico y el político (…) José

García es la máscara de las máscaras de un sujeto ideal, de un sujeto masculino o espacio

patriarcal reconocido como la autoridad (…) Y así como se observa la duplicidad en la

grafía (significante: García), así también se la observa en la construcción del sujeto del

discurso o entidad pensante (significado) de la historia (68).

«Josefina Vicens y José Ortega y Gasset o la imposibilidad de diálogo sobre género»

(2002), de Oscar Barrau, se sirve de la obra vicenciana—Los años falsos principalmente—para increpar la misoginia de que hace gala uno de los volúmenes del filósofo español, El hombre y la gente (1957). De entre la veintena de lecciones universitarias compiladas en este libro gassetiano, Arrau cuestiona el capítulo «VI. Más

! [332] sobre los otros y yo. Breve excursión hacia ella», el cual «resume no sólo la óptica social de un célebre filósofo machista español de la época sino, curiosamente, el discurso novelado de Josefina Vicens (1911–1988), autora mexicana desconocida en España».

Arrau comunica sobre los generales de la prosista mexicana y sobre las anécdotas de su novelística, no sin antes recapitular el que considera un desbalance interpretativo: «Un grupo de estudiosas de Vicens se ha inspirado en Erik Erikson, Sartre, Kierkegaard,

Heidegger, además de la obra de Julia Kristeva, para desestimar la preocupación feminista de la autora y subrayar unas inquietudes supuestamente más universalistas».

Lo que Arrau llama a no pasar desapercibido es que «la fría inversión de signo sexual que practica Vicens ofrece no sólo un ataque feroz al monumental patriarcado hispánico, sino una seria alternativa al feminismo clásico», lo que concuerda con el post feminismo por naturaleza señalado por Bacarisse. El cometido del minucioso artículo de Arrau, por ende, es minar, desde la ficción vicenciana, la ideología que prima el tono de la cátedra de Ortega y Gasset:

Con el respaldo de una teoría social (cínica y) eficazmente gemela a la de Ortega y

Gasset, y superando la inocencia reconciliadora y el idealismo europeos (desde

Husserl en los años 30 hasta Derrida en los 80), la obra de Vicens sigue actualizando

un asunto aún hoy en día tenebroso: el proceso de auto–conocimiento del hombre

social por soledad, y oposición, sexual.

Habría que ahondar más en la soledad sexual—de José García por ejemplo—a la que se refiere el audaz artículo de Arrau. ¿En qué partes del texto se manifiesta? Los héroes vicencianos no contrarrestan sin embargo, sino que más bien describen con

! [333] nitidez, el programa del feminismo clásico, pues «se niegan a equipararse con la mujer, “por no rajarse”, y para mantener así su puesto inequívoco como hombres».

Arrau deplora, añadiéndole un giro interesante al lugar común del desdoblamiento, que éste, de manifestarse de manera maniquea en El libro vacío, únicamente refrendaría los postulados de la misoginia, que «ha encontrado sus argumentos más poderosos en la negación de la legitimidad de la inteligencia femenina». Es decir, Arrau está en completo desacuerdo, debido a lo anterior, en adjudicar a Vicens una debilidad encubierta e intelectualmente promovida por no pocos críticos:

Una hipotética lectura combinada de la obra de Vicens a manos de Freud, Nietzsche, u

Ortega y Gasset, asignaría posiblemente el papel de impostora a la novelista mexicana

quien, por de lo que no ha tenido (falo, o pluma legítima), finge una voz que no le

pertenece y logra, con ello, lo que anhela y envidia del hombre.

Del mismo autor, en 2003 se publica «El caso de la misoginia y la inversión en las novelas de Josefina Vicens; ¿feminismos locales frente a un machismo global?», artículo que sintetiza el anterior, reafirmando las irónicas oposición y equivalencia entre Ortega y

Gasset y Vicens:

Concebida en los años 30, la teoría social aparece en El hombre y la gente de Ortega y

Gasset, refutaba el concepto de alter–ego de Edmund Husserl aplicado a la comunicación

intersexual, alegando con lógica aplastante que ambos alter (allí) y ego (aquí) eran

mutuamente exclusivos, y que no era posible estar en dos lugares al mismo tiempo, a no

ser que pudiera uno mirarse desde fuera […] Es así como un famoso pensador misógino

! [334] español, Ortega, y una escritora mexicana apenas conocida, Vicens, coinciden

paradójicamente en la imposibilidad de la comunicación entre los géneros (27–28).

Esta imposibilidad generaría, a fin de cuentas, que el «orden binario (sexual) prestablecido» no pueda deconstruirse ni desde la filosofía ni desde la novela. Vicens no representa, por lo tanto, una tentativa frontal para semejante disección, pues «lejos de ese foco céntrico–occidental que teoriza mundo preferibles, se limita a señalar lo que hay, con pausada y comprensiva aflicción» (28).

A propósito de las repercusiones de la ficción de Vicens en un contexto viciado de prejuicios, Ignacio M. Sánchez Prado entrega en 2006 «La destrucción de la escritura viril y el ingreso de la mujer al discurso literario: El libro vacío y Los recuerdos del

Porvenir». Contrario a lo que sostiene Arrau, la tabasqueña, para Sánchez Prado, sí provoca una fisura sustancial en el orden binario (sexual) prestablecido, al menos en lo que toca al México de los años en que Vicens desarrolla a plenitud sus múltiples facetas creativas y cívicas. La evidencia de tal fisura trasciende, por lo demás, a nuestros días, y no es otra que la proliferación consecuente de autoras mexicanas relevantes, que conforman un centro de atención académica que el investigador incluso llama un «boom en torno a la literatura mexicana», suscitado «por la emergencia de los estudios de género y, de manera particular, por el brillante libro Plotting Women de Jean Franco» (149). La llamada literatura viril, preponderante a mitad del siglo XX mexicano, es sinónimo de un lastre ideológico ya superado, en gran parte gracias a las innovaciones de Vicens, si se toma en cuenta el éxito «comercial y crítico» de autoras como Carmen Boullosa, Ángeles

Mastretta, Elena Poniatowska y Cristina Rivera Garza, quienes representan «el punto más alto de un proceso complejo de consagración» (149). Para reforzar la tesis de Sánchez M.

! [335] Prado basta una sumaria actualización de los numerosos premios y becas que las cuatro novelistas enlistadas han recibido de 2006 al día de hoy, no sin soslayar su presencia pública y mediática, que son por decir lo menos constantes.

Sánchez M. Prado da un seguimiento meticuloso, entonces, a este proceso de consagración, parafraseando las ideas centrales de los críticos aquí reunidos y revisitando los episodios socio–literarios más relevantes que preceden a la publicación de El libro vacío, así como estableciendo los puentes sobre los que transita su decisiva influencia ulterior, en tanto «ejemplifica un periodo transicional donde se articula una intervención de la escritura femenina en el espacio masculino de la literatura» (152).

En el mismo 2006 se publica, circunscrito primero a una tendencia psicoliteraria y luego existencialista, el artículo «La infertilidad del deseo. El libro vacío de Josefina

Vicens», de Roberto García Bonilla. Explora de nueva cuenta el desdoblamiento, en este caso introspectivo, de José García, en base a los conflictos entre el «Ello» y el «Yo» freudianos que su escritura no reconcilia.

En 2007, el Diccionario de Escritores Mexicanos editado por la UNAM—referencia ineludible para la historia de la literatura mexicana—incluye seis páginas de bibliografía crítica en torno a la tabasqueña, colocando entre paréntesis, seguidos de su nombre, los dos seudónimos que escoltan su canonjía, «Pepe Faroles» y «Diógenes García». A dicha bibliografía pertenece más de un artículo y reseña incluidos en este trayecto referencial.

Me sirvo del Diccionario para salvar de una vez el requisito monográfico, hasta ahora sólo inconcluso, de que han adolecido mis resúmenes:

…ocupó simultáneamente la jefatura de la Secretaría de Acción Femenil, de la

Confederación Nacional Campesina (CNC) y en la Secretaría de Acción Agraria del

! [336] Partido de la Revolución Mexicana (PRM), en 1938, situación que le permitió colaborar

con las ligas femeniles de los ejidos de diversos estados de la República y conocer las

necesidades e inquietudes de las campesinas, así como promover la igualdad económica

de las mujeres en el campo cuando éstas desempeñaban labores en sus comunidades, ya

fuera de tipo artesanal o en las cooperativas […] Publicó crónicas taurinas en las revistas

Sol y Sombra y Torerías, y artículos de contenido político en varios periódicos» (233).

Un dato complementario: Vicens escribió una pieza de teatro: «Un gran amor» (1962). Y, además de los dos poemas juveniles que se imprimieran en Vuelta y los fine poems de

«Alejandro Doncel» a que Lauer alude, el Diccionario indicia «Dos décimas», publicadas en la revista Hojas sueltas en 1984.

También en 2007, Norma Lojero Vega publica «“Era yo mismo, pero al mismo tiempo otro”. Una aproximación ricoeuriana a El libro vacío de Josefina Vicens». Esta muy atenta revisión de la novela parte de las tres fases aristotélicas, reformuladas por

Paul Ricouer, que la componen: la mimesis I o preconfiguración, la mimesis II o configuración, y la mimesis III o reconfiguración (48).

Cito a Lojero Vega:

La preconfiguración se refiere al momento previo a la realización de la obra en sí, y se

conforma de la precomprensión del mundo de la acción entendida en tres direcciones: lo

inteligible, lo simbólico y el carácter temporal […] La segunda fase se refiere a la obra en

sí, es decir, a su configuración o mimesis II y finalmente la reconfiguración de la obra, el

momento en que le corresponde al otro, al receptor que dialogará con el objeto artístico,

esto es la mimesis III (48).

! [337] Los tránsitos de mímesis que José García experimenta, desentrañados por la articulista, no interrogan sin embargo la paradoja escritural por la que me intereso específicamente: es decir, admiten la escritura del protagonista vicenciano sin apenas ponerla en duda como fuente confiable.

Lojero Vega recalca, por otro lado y de manera menos gratuita, dos aspectos para mí fundamentales: «la identidad del sujeto» y «la culpabilidad». Respecto de la identidad,

ésta es interpretada a partir de las disecciones de Paul Ricoeur, quien le niega un carácter unitario, anteponiendo a esta concepción de origen clásico los términos idem e ipse: «el idem será lo que permanece en el tiempo y el ipse corresponderá al aspecto cambiante»

(49). En José García, por tanto, confluyen «un principio de permanencia» y otro de

«variación en el tiempo» que se amalgaman en un «alguien». Dicha confluencia—he aquí lo esencial—se materializa «mediante la función narrativa» (49). Respecto de la culpabilidad, Lojero Vega la dilucida a través de las ideas sobre la confesión propias, también, de Ricouer; para éste, la confesión es una «posibilidad de expiación de la falta»

(51). No una expiación per se—me permito reiterar—sino su posibilidad. ¿De qué es culpable José García?: «de muchas cosas, del engaño, de la indiferencia, de su

“desamor”» (52). La articulista no incluye taxativamente la otra y más acusada culpabilidad en la que centraré mi análisis: la de estar o no escribiendo. Ello es curioso dado que el ensayo afirma que «a José García lo conocemos porque se narra, se cuenta su propia historia» (54). El cómo se la cuenta, o se la narra, es decir el ritual ceremonioso de que hablaba Reckley, es el elemento que a mí directamente me atañe.

En el mismo 2007 se divulga «La escritura cinematográfica de Josefina Vicens», de

Maricruz Castro Ricalde, el cual incluyo aquí para redondear ciertos desagravios

! [338] prometidos en páginas precedentes, en un afán de revertir la inercia de tres falacias:

Vicens dejó de escribir entre la veintena de años que intermedian El libro vacío y Los años falsos; Vicens dejó de hacerlo por represión sexista; la visión de Vicens de una mujer como personaje ficticio parte de una manifiesta y deliberada discriminación enraizada en remanentes ideológicos de rancio patriarcalismo.

Castro Ricalde esclarece:

Entre una y otra novela, Josefina no mantuvo las manos quietas: se dedicó a preparar

decenas de guiones cinematográficos54, de los cuales fueron filmados más de veinte y se

quedaron en el cajón de los proyectos muchísimos más en forma de argumentos, guiones

literarios e, incluso, otros prácticamente listos para ser llevados a la pantalla [sin número

de folio].

La articulista reflexiona, por cierto, sobre las no pocas similitudes entre la obra literaria y los guiones de cine de Vicens, luego de lo cual provee de una evidencia que algunos comentaristas han obviado para mejor conveniencia de algunas de sus argumentaciones:

Mientras que las mujeres de sus novelas son seres colocados en un segundo plano y

estructurados como sujetos oprimidos por las convenciones sociales y las actitudes

machistas de sus maridos, sus amantes y sus hijos, muchas de las diseñadas para el

celuloide son todo lo contrario [sin número de folio].

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 54 Aquí los enumero en orden cronológico: La rival (1954); Pensión de artistas (1956); La sombra de otro (1957); Las señoritas Vivanco (1958); Un chico (1958); Los problemas de mamá (1959); El proceso de las señoritas Vivanco (1959); Rumbo a Brasilia (1960); Pecado juvenil (1961); Atrás de las nubes (1961); Los novios de mis hijas (1964); Una mujer sin precio (1965); Seguiré tus pasos (1966); Vuelo 701 (1968); Los perros de Dios (1973); Renuncia por motivos de salud (1975). !

! [339] Castro Ricalde intenta volver a refutar un malentendido insobornable, valiéndose de una declaración de la propia Vicens, parcialmente ya transcrita en este resumen: «Me han dicho que doy escasa importancia a las mujeres en mis libros. No estoy de acuerdo […]

Para lo que yo quería escribir era mejor que los personajes fueran hombres» [sin número de folio].

En suma, e incontestablemente, «Josefina Vicens aprovechó el margen brindado por la escritura cinematográfica para contribuir a los cambios que se venían gestando en

México, en relación con los roles posibles de desempeñar por las mujeres» [sin número de folio].

También de 2007 data Más allá del umbral: autoras hispanoamericanas y el oficio de la escritura, coordinado por Silvana Serafin e Irina Bajini. El volumen incluye «Josefina

Vicens: la escritura femenina en el espacio masculino de la literatura», de Ana María

González Luna, que da continuidad a lo ya explicado por Domenella, Barrau, Sánchez M.

Prado y Bradu.

González Luna propone, tras la revisión consecutiva de los investigadores enlistados,

«una lectura conjunta que permita entender la escritura de Josefina Vicens como un compromiso constante y determinante que va más allá de una lectura reductivamente feminista o meramente política, para darle su justa dimensión literaria» (152).

La justa dimensión literaria a la que apela González Luna, cuando hace por abordarla en su ensayo, no es quizá más que una reformulación de la voz magíster con la que Bardu había ya fragmentado El libro vacío:

La voz narrante en primera persona, además del desdoblamiento en dos «yo», esconde

una voz plural, superior, impersonal, generalizadora que se insinúa en el discurso de José

! [340] García de forma subrepticia, y que sólo un análisis que inevitablemente corta el fluir del

discurso permite identificar (162).

De indudable relevancia debía ser el «Prólogo» de Aline Petterson a la cuarta reimpresión, en 2011, de El libro vacío. Los años falsos, por parte del FCE. Pues se trata de un esperado volumen que congrega—como hiciera el de la UNAM en coedición con el

Instituto de Cultura del Estado de Tabasco en 1987—las dos novelas de Vicens; volumen que prescinde, inexplicablemente, de la «Carta prefacio» de Paz y que, por desgracia, no hace sino resumir en su nota introductoria lo ya tantas veces reiterado a propósito de la trayectoria de la tabasqueña. Se trata de una presentación, pues, de carácter comercial, apenas descriptivo, que no aventura una sola novedad interpretativa y sugiere algunas rutas alternas de acercamiento que no superan, sin embargo, lo anecdótico:

El libro puede abordarse desde dos ángulos que, al complementarse uno con el otro, le

otorgan enorme fuerza […] Se puede hablar del personaje (…) quien no ceja en su

intento por alcanzar la palabra, el cómo, la historia que quisiera narrar […] Entonces, si

se lee desde la propuesta de la autora, la novela se transforma, además, en una

meditación––que rebasa al protagonista––: el oscuro acto de escribir, la escritura como

personaje central, sin que por ello se descuiden los hilos de la trama sobre los ires y

venires de García (10–11).

Se puede hablar, se puede leer o se puede abordar, pero la prologuista no cumple con estos infinitivos; o, si acaso, lo hace muy someramente. Ello no obsta para que Petterson desacredite, con flagrancia, al personaje, quien, «acosado por la fatalidad», está

! [341] «conminado a escribir», soporta una «vida insignificante de empleado» y persiste en una búsqueda metaforizada como «piedra de Sísifo» (10), tras lo cual, concluye la prologuista: «detrás de la pluma torpe de José García se perfila la pluma espléndida de

Josefina Vicens» (10).

Torpeza y esplendidez tampoco comprobadas.

El artículo «Josefina Vicens ante el proceso creativo de El libro vacío y Los años falsos», de Isabel Reséndiz Strange Lincoln, es asimismo publicado en 2011 y su aportación sustancial es de carácter periodístico, pues recoge entrevistas efectuadas a la autora. Strange Lincoln conjetura por qué Vicens dejó de escribir tantos años entre una novela y otra, así como indaga en las dificultades previas también a El libro vacío, por lo que alude a una «etapa pre–textual» (34).

Sabremos, pues, que Vicens tardó cinco años en escribir El libro vacío, según una de sus declaraciones, que más tarde otra refuta, pues a Marco Antonio Campos le había dicho en 1985: «Ocho años. Como estaba tan insegura escribía un capítulo, unas hojas, las guardaba en un cajón, las volvía a ver a los tres meses, las leía y me decía, pero qué cosa tan horrible. Y rompía las hojas y empezaba de nuevo» (35).

La articulista colige, previsiblemente, que El libro vacío refleja lo que Vicens expresa en las anteriores y en estas otras declaraciones, que recojo íntegras pues cobrarán cierta relevancia en mi análisis:

Si alguien me preguntara: ¿para ti qué es escribir?, yo contestaría de inmediato, porque lo

tengo sentido, para mí escribir es entrar al infierno blanco; esa página blanca es el

infierno, es el infierno donde mis personajes, que los tengo tan pensados, que sé lo que

van a decir, que sé lo que van a hacer—según yo—, empiezan a tomar vida, a quitarme la

! [342] mía, a obrar como ellos quieren y yo tengo que obligarme a obedecerlos o a cortar. Pero,

es un infierno en el que me debato con una serie de cosas que yo he inventado, pero que

ellos a su vez inventan para mí (38).

1.2 MARCO TEÓRICO

Es el infierno blanco del que hablara Vicens, poblado de sus personajes, desde donde leo

El libro vacío para distanciarme diametralmente de mi Aurea mediocritas y de los críticos convocados. Se trata, en la novela, de un infierno al acecho en el que José García se cree ya confinado o al que apela y aun exige que se lo expulse, pues la anáfora anecdótica que rige sus anotaciones no es otra que la de una solicitud implacable de perdón. Así como sus apuntes son una antesala incierta de realización de una obra maestra, el ánimo que permea los renglones de su cuaderno uno es el de un individuo a la espera, también irresoluble, de ser castigado por escribir o por no escribir, por demostrar que no escribe o por haber escrito de una manera y no de otra. Mi análisis, entonces, amplifica esta característica primaria de El libro vacío: la dilatación prologal y expiatoria en que el protagonista se busca a sí mismo a través de un acto de escritura que no lo exonera. Revisaré aquellas declaraciones de José García en las que ruega ser eximido de una culpa siempre ambigua, y que está íntimamente relacionada con las manías narrativas que emprende y que agudizan en él una necesidad esencial, autocrítica de redimirse, sin que pueda del todo convencerse de su inocencia, lo que, por lo tanto, trunca su afirmación de identidad como escritor, varándolo en un limbo de silencio en el que aguarda dos sentencias: la que no es capaz de redactar en su cuaderno dos, y con la cual daría inicio su libro monumental, y aquélla que sus jueces imaginarios no le dictan.

! [343] Para inquirir los razonamientos en que se funda la culpa literaria de José García, he de llevar a efecto el siguiente recorrido teórico: I) alusión sucinta al concepto de la captatio benevolentiae, recurso de ascendencia cervantina que se exacerba en El libro vacío, dotando la novela de la preeminencia prologal arriba mencionada. Para ello, consultaré el artículo «Los prólogos del Quijote: la consagración de un género» (1993), de Francisco J.

Martín; II) lectura de diversos fragmentos de El libro vacío a partir de La Confesión.

Género literario (1943), de María Zambrano; III) complementan el inciso anterior ciertas consideraciones sobre la culpa implicada en la planificación de una obra narrativa, en base a estas fuentes: «Ego Scriptor» (Cuadernos 1894–1945), de Paul Valéry; The

Preparation of the Novel. Notes for a Lecture Course at the Collège de France (1979–

1980), de Roland Barthes; The Book to Come (1959) y The Writing of the Disaster

(1980), de Maurice Blanchot; IV) en cuanto a los parámetros filosóficos en que se enmarcan la necesidad de confesión y la necesidad escritural, en tanto dinámicas de pensamiento que representan un arduo proceso de creación pre–escritural, retomo los conceptos belleza dependiente o condicionada (pulchitrudo adhaerens), belleza libre o autosuficiente (pulchitrudo vaga) y lo sublime de Critique of Judgement (1790), de

Immauel Kant; así como ciertos cuestionamientos a los conceptos de mejora, perfección y elevación expuestos en Will to Power (1901), de Friedrich Nietzsche; refuerzan este inciso mis apreciaciones sobre la condena cíclica de la expiación cumplimentada, luego de haber escrito, y la cual reinicia una vez que se vuelve a escribir, poniendo en crisis el fenómeno de la escritura como un acto de voluntad, en base a The World as Will and

55 Representation (1818), de Arthur Schopenhauer ; V) perfilándome hacia las

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 55 Si bien he recurrido a más de un autor ya consultado en mi análisis sobre La vida breve, podrá constatarse aquí, como ocurre en los dos capítulos subsecuentes, que mi perspectiva a partir de la misma

! [344] conclusiones, reflexiono sobre las debacles estéticas de José García en tanto héroe fallido y escala individual del fracaso del hombre como especie ante los retos que acomete, reproduciendo el principio de energía (energeia) aristotélico, intermediado por la confesión como vaso comunicante que tanto espolea como trunca el purgatorio escritural—moral—dentro del que brega por resarcirse; lo anterior a partir de los textos

«El autor y el héroe en la actividad estética» (1994), de Mijaíl Bajtín; Selected Writings on Aesthetics (2006)—compilación preparada a partir de Sämtliche Werke (1877–1913), y Werke (1985–2000)—, de J.W. Herder; y Aesthetic Theory (1970), de Theodor W.

Adorno.

2. ESCRITOR IN FABULA

Previo al análisis, es necesario aludir al conducente informe sobre la trama de la obra vicenciana. Dejando de lado los múltiples sentidos que engloba—y que los críticos han descifrado desde distintas ópticas—aventuro aquí una síntesis harto simple, pero práctica, de lo que El libo vacío narra: José García, un hombre casado de cincuenta y seis años, alcohólico, padre de dos hijos y de profesión contable, intenta escribir un libro que por veinte años ha pospuesto y que, hacia el inicio de la novela, planea llevar a término en obediencia a un impulso vehemente que el paso del tiempo no ha disipado. Para cumplir de una vez por todas con esta demorada tarea, adquiere dos cuadernos, uno en el que anota sucesos, reflexiones, descripciones, bocetos que hipotéticamente ocuparían el segundo, en el que, por lo demás, jamás inscribe una sola letra. En Aurea mediocritas he puesto ya en duda que José García escriba todo lo que el lector presencia sintácticamente en cada página, aun atribuyéndoselo Josefina Vicens, pues ésta violenta de maneras !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! bibliografía no es ni mucho menos una reiteración inocua de lo ya comentado.

! [345] inusitadas el método adoptado por su protagonista, sin que haya una garantía de apreciación convencional de un borrador ocurriendo. Pese a haberla, pues, ya agotado en el documento que anexo como «Apéndice», destacaré, cuando mi análisis lo amerite, esta propiedad a veces holográmica, inasible, respecto de lo que José García—quizá—esté escribiendo.

Lo que me concierne ahora es profundizar, como he dicho, en el carácter confesional de El libro vacío. Primero, es menester que delimite este carácter desde la propuesta formal de la novela, que si bien es caótica, fragmentaria, temporalmente interrumpida, retorna una y otra vez a criterios prologales, los cuales parten antes que nada de un distintivo de apelación a la solidaridad y a la indulgencia—como se ha profusamente demostrado en «El hallazgo del escriba»––. ¿En qué sentido es, entonces, El libro vacío una novela–prólogo? Lo es al menos desde dos vértices que saltan a la vista, y al segundo de los cuales adjudico aquí mayor notoriedad: I) El libro vacío anuncia—sin jamás, explícitamente, cumplimentarlo—el advenimiento de un texto; y II) el tono que permea sus promisorias enunciaciones es concebido de tal manera que capte la benevolencia de quien lea la obra.

De inmediato arribamos a una sugerente paradoja: en la historia, nadie tiene acceso y a nadie importa el manuscrito o manuscritos de José García, por lo tanto su solicitud es improcedente, o, quizá, sus argumentaciones tienden más bien a una argucia retórica mediante la que disimula la urgencia de perdonarse a sí mismo. Si José García, aunque siguiendo las reglas formulaicas del prólogo, no se dirige a nadie; y si por lo demás el texto utópico que vaticina no sería defectuoso sino indefectible, entonces la condición prologal de la novela, por éstas como por muchas otras razones, no traiciona las premisas

! [346] de ambigüedad a que se aviene la narrativa vicenciana. José García, en soledad, quiere ser perdonado tanto por un lector inexistente como por sí mismo: he aquí, si cabe, la significativa variación al prólogo como género por la cual apuesta El libro vacío.

Pero para advertir, de manera más objetiva, esta propiedad indiscutible de la novela, es pertinente argüir los elementos axiales que distinguen el talante de todo prefacista. En

«Los prólogos del Quijote: la consagración de un género», Francisco J. Martín comienza por reconocer en Cervantes, amén de su potestad como el novelista moderno por excelencia, a uno de los escritores «con los que el prólogo alcanza sus más altas cimas en la historia de nuestras letras» (79), lo que significa que el alcalaíno llevó a un grado de estilización definitiva las pautas bien establecidas que a partir del Siglo de Oro debían respetar las notas preliminares. El antecedente de este requisito literario se remonta a la tragedia griega: su «humilde valor originario» era «puramente expositivo y aclarativo», aunque «pronto pasó a ser en etapas sucesivas declarativo, apologético, doctrinal, preceptivo, y decorativo, para convertirse en los tiempos modernos casi exclusivamente en propagandístico» (79).

J. Martín explica que el prólogo, ya en la etapa evolucionada en que Cervantes lo redimensiona, se ha tornado un «derecho» del que lo pergeña, ejercido «siempre, por cualquier medio», para obtener «la simpatía del lector: la “captatio benevolentiae” a que aludía Quintiliano» (79). Del puntual seguimiento a la historia del prólogo en las letras españolas que sustenta el articulista, me interesa enfocar sólo estas otras huellas imperecederas:

* a partir del XVII, el prólogo es, en tanto «una condición indispensable a la hora de sacar a la luz un libro», al mismo tiempo «una carga tan agobiante como ineludible» (80);

! [347] carga ésta expresada con pesadumbre por Cervantes: «Porque te sé decir que, aunque me costó algún trabajo componerla [la historia del Manchego], ninguno tuve por mayor que hacer esta prefación que vas leyendo» (Quijote I, 8);

* J. Marín, por tanto, aduce que Cervantes «comprende resignadamente que tiene que hacerlo», es decir, «redactar un prólogo digno y apropiado, en conformidad y consonancia con la obra que va a introducir» («Los prólogos» 80);

* el resultado de tal interpelación al lector es que «nos hace sentir por primera vez— en esto consiste la esencia de la novela moderna––“la inevitable presencia (son palabras de Don Américo Castro) de la intimidad del personaje en cuanto habla o hace, dicho o hecho precisamente por él”»; cercanía, pues, entre autor y lector que otorga a Cervantes la primicia de haber acuñado un “prólogo novelístico”» (80);

* la incidencia en la captatio benevolentiae asume un tono de «afectada modestia» y se articula mediante un «tratamiento confidencial de “tú”», enunciado por un

«pensieroso», es decir, por un narrador «suspendido en el tiempo» (80);

* finalmente, subraya J. Marín, «la meta clásica y tradicional de un prólogo queda así difuminada», puesto que ya los propios prólogos entrañan «sendas historias o “fábulas”» por sí mismos (84).

Todas estas particularidades, de la más primigenia a la más acabada, como se irá constatando, caracterizan el discurso apelativo, siempre liminar, de José García en El libro vacío: la humildad y la afectada modestia que, fluctuando, subyacen a sus incertidumbres; el derecho a presentar, aunque sepa que nunca podrá terminarla, la obra ideal que introduce; la aceptación de la carga tan agobiante como ineludible de explicarse y la resignación a no poder sortearla; el tratamiento confidencial mediante el cual el

! [348] lector se adentra en la intimidad de cuanto José García dice o hace—intimidad expuesta y formulada por él, y que desemboca en una secreta piedad e inflexible y rigurosa, como la que llamara la atención de Paz; por último, la dificultad tremenda, aun sin haber iniciado la obra prometida, de escribir sólo su prefación, la cual, junto con José García, vamos leyendo junto con él, o leyendo en ejercicio, a la manera que presumía La Pícara Justina cuando corregía sus dicterios.

El libro vacío, por lo tanto, es formalmente un oscuro prólogo a una obra cúspide, pero no habida, y presume de tal independencia de aquélla que ya en sí mismo comporta—cito por última vez a J. Marín—una senda historia o fábula. Sin que aguarde al final esa parte complementaria que convencionalmente lo justificaría, El libro vacío discurrirá dentro de un ámbito de obsesivo pronóstico, y abre con una urgencia expositiva en la que el narrador, desde las primeras líneas, nos anticipa su tentativa de captar la benevolencia:

No he querido hacerlo. Me he resistido durante veinte años. Veinte años de oír: «tienes

que hacerlo…, tienes que hacerlo». De oírlo de mí mismo. Pero no de ese yo que lo

entiende y lo padece y lo rechaza. No; del otro, del subterráneo, de ese que fermenta en

mí con extraño hervor (El libro vacío 25).

La imprescindible María Zambrano, en La Confesión. Género literario, anota que la inercia de desnudamiento moral, para quien ha decidido desencadenarla, «tiene también un comienzo desesperado. Se confiesa el cansado de ser hombre, de sí mismo. Es una huida que al mismo tiempo quiere perpetuar lo que fue, aquello de que se huye» (35).

José García ha huido por veinte años y sabe que seguirá huyendo, sin renunciar a ella, de

! [349] la escritura; pero implica, en su no he querido hacerlo—frase anotada quizá en su cuaderno uno—que ha llegado el momento de sí querer hacerlo y de revertir el maleficio que lo persigue, pues la confesión de su reprobable apatía lo compromete a enfrentar, de nuevo, una desesperación latente que no lo ha abandonado. Esta desesperación se origina, renovándose, en su gesto de atender al fin el llamado del subterráneo que fermentara en

él. José García, pese a que lo padece, lo entiende y lo rechaza, se compenetra de nueva cuenta, siéndolo, con ese homúnculo que súbitamente ha emergido y demandado el cumplimiento de una misión ahora impostergable. Hay a propósito un apartado de La

Confesión, titulado justamente «Los hombres subterráneos», en que Zambrano reflexiona sobre las taras que oprimen a esa clase de individuos a la que habría de pertenecer irremisiblemente José García:

…los hay poetas, filósofos, y, sobre todo, desconocidos, seres sin nombre que murieron

sin lograr ser aún; son esos conatos de ser, que han poblado más de lo creíble la vida

europea desde la segunda mitad del diecinueve muy especialmente. Larvas, conatos, seres

muertos en su crecimiento, como incapaces de soportar una de las transformaciones que

la vida exige para llegar a su fin (99).

José García empataría, al confesarse y de manera muy particular, con estas propensiones a lo inconcluso, a lo larvario, que Zambrano detecta convulsionándose detrás de las obras, por ejemplo, de Baudelaire, Lautréamont y Rimbaud. Como estos poetas, el protagonista vicenciano será incapaz de soportar su transformación y dará voz a un tipo de individuo que morirá sin lograr ser, aún—añadiríamos—escritor, a saber: sin ultimar una identidad, gracias a sus fascinaciones verbales, que lo defina.

! [350] Si en el primer párrafo de El libro vacío la confesión de las dos décadas supuestas de abstencionismo se presumió un tanto con razones indirectas, más adelante José García, ya insalvable penitente, espeta:

Lo digo sinceramente. Créanme. Es verdad. Además, lo diré con sencillez. Es la única

forma de hacérmelo perdonar […] Al decir «hacérmelo perdonar», me refiero al

resultado, pero no al tránsito, no al recorrido. Hay algo independiente y poderoso que

actúa dentro de mí, vigilado por mí, pero nunca vencido (25).

José García, sinceramente, querría disculparse a sí mismo, aunque su créanme remite a un jurado plural, esquizoide, que (no) lo procesa y que se enquista en su monólogo.

Anhela hacerse perdonar un resultado, es decir, una obra terminada que no tendrá lugar, pues el cuaderno dos que la contendría permanecerá para siempre impoluto. Este narrador que pide—¿pero a quiénes, aparte de él?––clemencia por el resultado, pero no por el tránsito, no por el recorrido, hace eco al poder y al deseo no conformados que el autor del Lazarillo, como aquí José García, adelanta en su prefacio como la incompatible sinergia que predeterminará su fracaso. Aquello que no se conforma con el deseo, en El libro vacío, es ese algo independiente y poderoso que compele a su protagonista, en

última instancia, a una tentativa de poder ser, de llegar a su fin.

Zambrano, hacia las primeras páginas de su breve y luminoso tratado, se pregunta:

«¿Qué es una confesión y qué nos muestra?» (25), y luego de aclarar que como género es distinta a la Poesía, la Historia y la Novela, concede que a ésta última, sin embargo, es a la que más se le asemeja, pues lo que muestra, al fin y al cabo, es eso, un relato, si bien

! [351] hay una diferencia «en orden al sujeto y en orden al tiempo», y otra más, fundamental,

«entre lo que pretende el novelista y lo que pretende el que hace una confesión» (25).

Intentemos dilucidar estas apreciaciones, ciñéndonos al testimonio que nos participa

José García: éste no es novelista, sino sólo alguien que hace una confesión a propósito de una novela que no puede o finge que no puede escribir. ¿Qué pretende entonces este administrativo venido a menos, al relatar su confesión? A diferencia del novelista, por supuesto, lo que lo preocupa no es la culminación narrativa del proyecto sobre el que tan melancólicamente monologa, sino más bien captar, narrando impulsivamente, la empatía y el perdón suyo y de los jueces íntimos, imprecisables, que lo calumnian.

Notamos que en el Juan María Brausen onettiano no había el mínimo reparo en cuanto a la perfección o la forja defectuosa de su distopía santamariana, pues existiendo ésta, los pruritos de autocrítica pasaban a segundo término o no eran siquiera un impedimento para erigirla. José García, por el contrario, interrumpirá constantemente su crónica confesional al serle recordada, tras relecturas autocríticas de lo que pergeña, la no conformación entre poder y deseo, de manera que el tránsito, el recorrido que debía serle perdonado, una y otra vez congelará su cauce y por lo tanto prolongará la obtención del indulto. El subterráneo larvario, el artista incompleto que José García sufre por permitir que se manifieste, es constantemente repelido, e invocada su derrota mediante la aspiración a, sencillamente, enmudecer: «Bastaría con no escribir una palabra más, ni una más… y yo habría vencido. Bueno, no yo, no totalmente (…) No escribir. Ésa es la fórmula (…) Que sea un dejar de hacerlo, no un no hacerlo» (26-27).

¿Cuál es la diferencia entre dejar de hacerlo y no hacerlo? Ninguna. Pero José García no hace por declarar, terminante, sus divorcios oscilatorios de la palabra, pues teme

! [352] volver a la afasia de veinte años, para bien o para mal, ahora trascendida. En su angustiante, timorata amenaza de que guardará silencio, descubrimos operando aquel laberinto paradojal elucidado por Maurice Blanchot en The Writing of the Disaster:

Keep silence. Silence cannot be kept; it is indifferent with respect to the work of art

which would claim to respect it—it demands a wait which has nothing to await, a

language which, presupposing itself as the totality of discourse, would spend itself all at

once, disjoin and fragment endlessly (29).

Un dejar de hacerlo en vez de un no hacerlo son ambiciones, entonces, ya imposibles; son consignas que vulneran de hecho el silencio al que quieren tardíamente sustraerse, un silencio que no se puede mantener, como reflexiona Blanchot, por ser indiferente a la obra de arte que lo respetaría. ¿Y no es éste, también, otro de los propósitos fallidos del relato confesional de El libro vacío: respetar el silencio, mantenerlo inmaculado dentro de un cuaderno dos al que no envenena una sola grafía? El silencio, en la novela de

Vicens, condice por lo demás con las observaciones de Blanchot en tanto demanda una espera que no tiene nada que esperar: José García ha esperado veinte años en silencio, nada más que para seguir esperando infinitamente un impulso escritural que nunca revertirá su mutismo narrativo. A su vez, el silencio demanda en El libro vacío un lenguaje que presuponiendo una totalidad—la obra maestra literaria, inaprehensible—no hace más que agotarse a sí mismo de inmediato, desuniéndose sin fin, fragmentado.

Un dejar de hacerlo en vez de un no hacerlo. Si evitáramos uniformizar ambas consignas en una sola postura de negación, aquéllas parecerían entonces los matices de la sutil poética con la que simpatiza José García, quien quizá haya renunciado desde el

! [353] inicio a redimirse completando el cuaderno dos, y admitiéndose, como Paul Valéry en

«Ego Scriptor» (Cuadernos), un «autor», otra vez, de tránsitos y recorridos más que de resultados:

El hacerlo como lo principal, y la cosa hecha como accesoria: ésa es mi idea.

No vale la pena escribir sino para alcanzar la cima del ser, y no la del arte; pero

también es la cima del arte.

La indisolubilidad de la forma y del fondo (102).

A la cima del ser a que alude Valéry, y la cual prescinde de la cosa hecha, volveré más adelante. Por ahora retomemos este (dejar de) hacerlo de José García como una más de las prioridades paradójicas de su confesión: no está escribiendo la gran novela que tiene que escribir, pero para ello escribe—cuando así nos lo indica su relato—el cuaderno uno, el borrador. Así lo explicaría el ingenio prologal de Mateo Alemán en el Guzmán de

Alfarache: José García profiere enmudeciendo, en un afán de ser digno de perdón.

La diferencia de los móviles del anti–héroe vicenciano con respecto a la idea matriz, bartlebyana de la renuncia, es que el dejar de hacerlo entraña una disputa—con el subterráneo, con la escritura, consigo mismo—que no podrá eludirse, en tanto el no hacerlo «es una victoria demasiado grande, sin lucha, sin heridas» (27).

José García es, como se lee, un penitente que asume la ruta del castigo, que se confiesa para herirse luchando, para desgarrarse hasta quedar por entero al descubierto:

«¡Ahí está otra vez! Es lo que pasa siempre. Después de escrita una cosa, o hasta cuando la estoy escribiendo, se empieza a transformar y me va dejando desnudo (subrayado mío)» (27). Después y durante la escritura, la inercia por desnudarse es incontenible.

! [354] Vemos operar aquí las oposiciones ricouerianas del ídem y el ipse que estudiara Lojero

Vega, es decir el conflicto entre lo que permanece y lo que se modifica: la cosa escrita empezando ya a transformarse hasta cuando la estoy escribiendo. Este después y durante permiten a José García ir siendo, poco a poco, alguien, pese a que el impuesto por esta configuración lo haga sentir inerme, desnudo. Según Zambrano, en tanto relator confeso,

José García «no ha descubierto todavía su interioridad, sino únicamente su existencia desnuda en el dolor, en la angustia y en la injusticia» (La confesión 33).

Para descubrir esa interioridad José García había defendido su opción de dejar de escribir para batirse, para ser condecorado con heridas; sin embargo, apenas unas pocas líneas después revira, reticente a la propia confesión que ha desatado y que lo desnuda:

«Para qué voy a emprender una batalla que quiero ganar, si de antemano sé que no emprendiéndola es como la gano?» (28).

¿Para qué dejar de hacerlo si no haciéndolo, es decir no escribiendo, es como José

García vencería, saliendo de la larva de la culpa y de la escritura, completándose, escalando quizá hacia la cima del ser valeryana, que se ubica y no en las latitudes del arte? ¿Por qué no se puede, terminantemente, no escribir? Maurice Blanchot, antes que referir un ascenso vertical a la plenitud, describe un tránsito, un recorrido similares a los que Vicens pone delante, al ras de su protagonista. Blanchot implica que la no escritura es ante todo una meta difícil, un largo trayecto que abunda en sinuosidades y contradicciones:

Not to write—what a long way there is to go before arriving at that point, and it is never

sure; it is never either a recompense or a punishment. One must just write, in uncertainty

! [355] and in necessity. Not writing is among the effects of writing; it is something like a sign of

passivity, a means of expression at grief’s disposal (The Writing of the Disaster 11).

De acuerdo a Blanchot, José García emprende el tránsito, el recorrido de una lucha perdida de antemano porque, fatídicamente, uno debe sólo escribir, en la incertidumbre y en la necesidad. José García, por lo demás, no puede no escribir, ya que si deja de hacerlo, ese no escribir no será más que otro de los efectos de la escritura, con lo que— otra paradoja—José García estaría de todos modos escribiendo, siendo su prosa no habida un medio pasivo a disposición del dolor que le ocasiona el imperativo verbal que lo confunde. Según Blanchot, en cierto sentido José García escribirá siempre, aun si no escribe. Por ello es que tal vez el transitivo dejar de hacerlo conviene más a sus solicitudes de recompensa o de castigo, pues es a través de este punto intermedio que se confiesa, ello al margen de las ambigüedades innumerables que dicho dejar de hacerlo implica para quien lee El libro vacío, que no da claros indicios que nos permitan demostrar si José García está siéndole fiel a ese por lo demás abstruso mandamiento.

Han pasado veinte años y José García no quiere o no puede decididamente no luchar por escribir. Rendirse lo confinaría, otra vez, en ese ignominioso paréntesis de infértil esperanza. José García aspira a sacudirse de la pasividad que así definiera

Blanchot: «To fail without fail» (11), pues prefiere lo contrario, prefiere fracasar fracasando, con esta exasperante alienación: sólo dejará de escribir escribiendo.

«Empezaré confesando que ya he escrito algo. Algo igual a esto, explicando lo mismo.

Perdonen. Tengo dos cuadernos» (El libro vacío 28). Releemos aquí, implícita, la animadversión hacia sí que externara Fernando de Rojas al inicio de La Celestina: «El autor, excusándose de su yerro en esta obra que escribió, contra sí arguye y compara»

! [356] (43). Empezaré confesando. Perdonen. La gramática de la captatio benevolentiae se va recrudeciendo, pues, en El libro vacío. José García coloca sus dos cuadernos, sus pruebas incriminatorias, a la vista de todos y de nadie, acatando la orden del subterráneo e intentando superar el anquilosamiento de dos décadas, con miras a reinventarse. Serían

éstas, entre otras, sus intenciones al sobreexponerse a sí mismo, de acuerdo a Zambrano:

El entrar en la luz, el mostrarse abiertamente de la confesión, es lo que verifica la

conversión, lo que hace que nos sintamos desprendidos de aquel que éramos, del traje

usado y gastado. Cuando tal se hace, es decir, cuando propiamente se emprende el relato

de nuestro ayer que constituye la confesión, en realidad ya la confesión ha logrado su fin

(La Confesión 45).

Así como no es la cosa hecha lo principal, sino el hacerla (Valéry), tampoco es el perdón, la recompensa o el castigo lo relevante de la confesión, sino el relato mismo con que se la emprende. El José García de los dos cuadernos ya se ha desprendido del José

García de los veinte años de silencio, puesto que ha declarado la culpa de haber comprado aquéllos. Lo que resulte de tal adquisición es, asimismo, inocua, pues la confesión y la escritura–no escritura ya están justificando sus ilusionismos literarios, que son los que a fin de cuentas validan su derecho. José García ha comprado dos cuadernos y se disculpa por ello, puesto que dichos cuadernos suponen que llevará a cabo un acto para el que no se siente apto. Blanchot lo exonera: «Writing is evidently without importance, it is not important to write. It is from this point that the relation to writing is decided» (The Writing 13).

! [357] La obtención de los dos cuadernos, empero, es para José García no una condicionante delimitada, estimulante, para que escriba en cada una sus planas, sino que representa un abismo material del que no está dispuesto a salir: «Así no podré terminar nunca» (El libro vacío 29). El libro vacío presenta, entonces, el instrumental de flagelación del que dispone su anti–héroe para azuzar su confidencia: el cuaderno número uno, «especie de pozo tolerante» (29), en que redactará—o no––sus exhortaciones de perdón, y en el cual se irá acumulando «lo que después, si considero que puede interesar, pasaré al número dos, ya cernido y definitivo» (29); el cuaderno dos corresponde a una dudosa absolución: en él no habrá nada escrito de qué arrepentirse, ningún remordimiento explícito. Mientras tanto, el cuaderno uno perpetuará, otra vez, la lucha perdida de antemano, el continuo fracasar fracasando que hará cada vez más lejana e indeseable la frivolidad de acabar un texto que, por lo demás, de finiquitarlo, sería «uno más entre los millones que nadie comenta y nadie recuerda» (30).

En The Preparation of the Novel. Notes for a Lecture Course at the Collège de France

(1979–1980), Roland Barthes plantea otra enigmática respuesta al porqué de esta asumida negación, o impotencia, de no poder concluir un proyecto novelístico. ¿Por qué una novela no quiere ser escrita?: «What I call a Novel is therefore—for the moment—a fantasmatic object that doesn’t want to be absorbed by a metalanguage (scientific, historical, sociological)» (11). José García, como parte de los pretextos que esgrime para demostrar que no pudo ni podrá escribir, aducirá precisamente la inevitable absorción de los metalenguajes que enumera Barthes:

Mi propósito, al principio, era escribir una novela. Crear personajes, ponerles nombre y

edad, antepasados, profesión, aficiones. Conectarlos, trazarlos (…) Pero mi pretensión de

! [358] crear, no de relatar o aprovecharme de tipos ya creados, me impedía esa concesión que

juzgaba una deshonestidad. No se trataba de usar la experiencia y el conocimiento, sino la

imaginación; una imaginación de la que carezco en absoluto (…) Yo me daba cuenta que

era indispensable crear un ambiente adecuado y amueblarlo correctamente (…) Pero yo

no sé nada de estilos, de épocas (…) Por eso, al tratar de crear el ambiente, aparecía el

obstáculo (…) Mover exclusivamente a personajes de mi clase social y mis recursos

económicos para que me resultara más fácil y exacto, era una ilegalidad, era tomar el

camino trillado y conocido. Y ponerme a consultar libros especialistas para copiar fechas,

dinastías, regiones industriales y otros datos, me parecía artificioso y deshonesto. De ese

modo, en ningún ambiente lograba nada real (El libro vacío 46).

El momento referido por Barthes en que la novela es un objeto fantasmal, se prolonga en la obra de Vicens a lo largo de todos sus dislocados episodios. José García no quiere que lo absorban los metalenguajes de los que debía echar mano para dar verosimilitud a sus historias; la consulta de fuentes históricas le parece un recurso artificioso y deshonesto, en tanto la reproducción de lo que lo rodea de manera más directa deviene una salida fácil que no por exacta deja de involucrarlo en una ilegalidad, consecuencias todas ellas temáticas, formales, de irremediable necesidad que sin embargo son altamente contraproducentes para quien intenta dejar de sentirse culpable por escribir en dos cuadernos intermediados por un anhelo de concreción narrativa. En los términos de

Blanchot aquí aludidos, dichos cuadernos implicarían los puertos de salida y de llegada de un camino laberíntico, inconsecuente, que se sobrelleva en la incertidumbre y en la necesidad, y mediante el cual eventualmente se invoca, idealizándolo, un silencio que por lo demás no se podrá mantener. A su vez, los dos cuadernos dilatan el momento

! [359] fantasmal de una obra que no quiere ser absorbida, según apuntara Barthes, por ciertos metalenguajes.

¿Qué otros paralelismos pueden serle atribuidos al par de soportes en que José García reformula sus peticiones de benevolencia, temeroso de mancillarlos con impostaciones y truculencias? ¿Qué razonamiento selectivo los divide, definiendo claramente lo que uno y otro deben y no contener? El protagonista de Vicens sustenta su método, amén de en los accidentes intuitivos antedichos, en una deliberación epistemológica que condice con las nociones de belleza libre y belleza dependiente—o adherente—que Immanuel Kant teoriza en uno de los apartados de su inmortal Critique of Judgement, titulado «A judgement of taste by which an object is described as beautiful under the condition of a determinate concept is not pure».

A propósito del subtítulo kantiano, ese libro ya cernido y definitivo del anti–héroe de

Vicens, que sería inscrito en el cuaderno dos, no podría ser sin embargo considerado bello puesto que aquellos determinados conceptos que lo describirían—cernido, definitivo—le restarían pureza, misma que José García intenta salvar no dejando que su escritura sea absorbida ni por las referencias presentes, auténticas, ni por las remotas, enciclopédicas.

José García está incansablemente juzgando su escritura y su escritura venidera así como juzgándose a sí mismo—insisto—para engarzar una suerte de credo ambiguo que lo redima. Lo que puede que sirva, según su criterio, es y será anotado en el cuaderno uno, en tanto en el cuaderno dos, luego de una criba meticulosa, se leerán en un futuro inefable pasajes incontestables. Estas disposiciones de autocrítica dan la impresión de no estar bien fundadas, de ser inconstantes a lo largo de El libro vacío; pues José García no

! [360] se las formula con rigidez ni mucho menos las respeta con preceptiva alguna, pese a que dentro suyo se esfuerce por hacerlas coincidir, inflexibles, con los respectivos cuadernos.

Pero, y aunque su propietario dé trazas de titubear y desdecirse mientras escribe o lo intenta, ambos cuadernos se ciñen a los dos principios de belleza kantianos mencionados en la página anterior. Aquí su definición:

There are two kinds of beauty: free beauty (pulchitrudo vaga), or beauty which is merely

dependent (pulchitrudo adhaerens). The first presupposes no concept of what the object

should be; the second does presuppose such a concept and, with it, an answering

perfection of the object. Those of the first kind are said to be (self–subsisting) beauties of

this thing or that thing; the other kind of beauty, being attached to concept (conditioned

beauty), is ascribed to objects which come under the concept of a particular end (Critique

60).

Propongo aquí que al cuaderno uno lo rija un principio de belleza libre, puesto que, depositario de apuntes espontáneos, no obedece a un concepto de deber ser—como sí el cuaderno dos—y por lo tanto irradia una belleza autosuficiente (José García dirá hacia el final de la novela que por sí solo constituye, este cuaderno, con todo y sus defectos, su síntesis como individuo, y que no cambiaría ninguno de sus entrópicos elementos puesto que éstos dotan de un sentido menos fatídico su existencia). Al cuaderno dos, por el contrario, lo rige un principio de belleza dependiente, dado que sí amerita cumplir, para ser escrito, con un concepto de lo que debe ser, teniendo además un fin determinado: contener nada menos que la novela magistral de José García, una novela que, como a su

! [361] vez especifica la cita, responda al concepto antedicho de deber ser, y el cual no es otro que el de ser perfecta.

La novela hipotética—el cuaderno dos—, en tanto objeto bello y perfecto en El libro vacío, se atiene pues a una realización literaria imposible puesto que los razonamientos que la predeterminan apelan a una pureza, cuando menos, equívoca. Complementa Kant:

«In respect of an object with a determinate internal end, a judgement of taste would only be pure where the person judging either has no concept of his end, or else makes abstraction from it in his judgement» (60). José García procede a enjuiciar estéticamente su obra no habida desde las premisas de una pureza fincada en abstracciones, sin tener un concepto claro del fin por el que se ha propuesto dejar de escribir aquello que debiera atesorar el cuaderno dos: para qué voy a emprender una batalla que quiero ganar, si de antemano sé que no emprendiéndola es como la gano. En no emprenderla es un instintivo escrúpulo de preservación de la pureza de su juicio sobre lo que, a todas luces menor, escribiría, y es también una amplificación del momento fantasmal de que habla

Blanchot, permitiéndole que mientras tanto vaya alterando la menos comprometedora autosuficiencia con la que lo obsequia el cuaderno uno al retocarlo.

¿Qué es lo que ve, lo que se promete a sí mismo José García al comprar un segundo cuaderno? Indudablemente, lo que el cuaderno dos habrá de encarnar, a escala literaria, es lo que Kant denomina «the ideal of beauty», a saber, «the highest model, the archetype of taste», el cual, por cierto, es una «mere idea, which each person must produce on his own consciousness, and according to which he must form his judgement of everything that is an object of taste itself» (63). El cuaderno dos de José García, por lo tanto, contendría el arquetipo, el más acabado modelo—el concepto del deber ser de perfección,

! [362] correspondido—de una novela. Vicens, sin embargo, no nos deja distinguir cuál es con claridad el modelo de belleza que ambiciona verbalizar su protagonista, habida cuenta de que, de entrada, ni lo próximo vivencial, ni lo libresco lejano lo han satisfecho como acicates referenciales que concuerden con sus prototipos incipientes de una narrativa perfecta. Es decir: el ideal kantiano de lo que debe ser su cuaderno dos no ha sido aún producido por la conciencia de José García y éste, por ende, carece de una convicción que lo haga separar la cizaña de la mies de su cuaderno uno y trazar, luego, la primera gran frase de su libro para la posteridad. Advierte Kant: «While not having this ideal in our possession, we still strive to produce it within us» (63). Y es ésta otra de las instancias del proceso de (no) escritura de José García: el esfuerzo, la lucha, el dejar de hacerlo para producir dentro de sí mismo el ideal de belleza que lo guíe, ya sin incertidumbre ni necesidad, hacia la cúspide del cuaderno dos, que por ahora depende y se adhiere, existiendo apenas conjeturalmente, a dicho ideal de belleza que José García brega por producir. Para efectos de tal producción, emborrona o planifica emborronar el cuaderno uno, auxiliado, sin que él jamás lo admita ni sepa, de la conciencia de escritor de la que lo provee su autora, como propusiera el artículo de Bardu.

José García lucha—sabiendo de antemano la derrota—por generar ese ideal, flanqueado por los dos cuadernos que confesó haber adquirido como quien confiesa una transacción ilícita. En tanto el ideal se reformula, las codas del penitente vuelven a impregnar su discurso, disolviéndolo, internándolo en esa foreign–ness que apunta

Bacarisse. José García, extranjero para sí mismo, se interna en un confesor imaginario; en aras de volver a reconocerse, sisea: «¿Quién es ese José García que quiere escribir, que necesita escribir, que todas las noches se sienta esperanzado ante un cuaderno en blanco y

! [363] se levanta jadeante, exhausto, después de haber escrito cuatro o cinco páginas? (El libro vacío 30)». ¿Quién es José García? He aquí la cuestión, la inquietud esencial de su escritura y de la lucha por afianzar una identidad inconfundible: «¡Ah, quisiera que alguien me contestara! ¿Por qué entonces esta obsesión? ¿Por qué este dolor desajustado?

¿Por qué un libro no puede tener la misma alta medida que la necesidad de escribirlo?

(31). Un libro no puede tener esa alta medida—contestaríamos, una vez más consultando a Kant—puesto que el modelo y el arquetipo, también altos, del ideal de belleza a que aspira José García, no han sido aún producidos, y este impasse origina además—no habiendo una escritura cernida, definitiva—que José García no sepa quién es José García ni para qué se obsesiona; de nuevo: the person judging either has no concept of his end, or else makes abstraction from it in his judgement.

No es un novelista, ni tampoco es un no–novelista. La empatía con san Agustín que analizara Lojero Ortega, desde el existencialismo, tiene más bien un carácter, aquí, de disolución del yo antes que de una consolidada actitud pesimista. Ya que José García es, quizá, no más que una voz en añicos que se confiesa para acusarse como individuo inconcluso. Vuelvo a Zambrano:

La Confesión es el lenguaje de alguien que no ha borrado su condición de sujeto; es el

lenguaje del sujeto en cuanto tal. No son sus sentimientos, ni sus anhelos siquiera, ni aun

sus esperanzas; son sencillamente sus connatos de ser. Es un acto en el que el sujeto se

revela a sí mismo, por horror de su ser a medias y en confusión (La Confesión 29).

Conato de ser, a medias y en confusión, José García, por cierto, no únicamente propende a merecer una indulgencia dentro de los propios textos que planea, enmienda o descarta.

! [364] José García externa, más allá de sus planas, tan amorfas como él, sus solicitudes de un veredicto severo, y las hace patentes en el ámbito familiar que lo rodea y que lo distrae de la necesidad en pos de la alta medida de su obra inalcanzable. Cuando los ruidos en la cocina y los afanes domésticos de su esposa, por ejemplo, le sirven de pretexto para contenerse, les atribuye además a éstos el motivo de su deficiencia narrativa. Reacciona iracundo y le hace saber a su mujer que se siente humillado, actitudes todas deliberadas mediante las cuales abastece la sintaxis de su relato confesional:

Y después las explicaciones, las excusas, la vigilancia sobre mí mismo para no dejarme

caer en la necesidad de ser consolado […] ¡Y pedirle perdón! [a su esposa; el subrayado

es mío] Esto es lo que temo, porque entonces afirma sus ideas, que son justas, pero que

no lo son. Esto lo entiendo yo. No puedo explicarlo (El libro vacío 39–40).

Las muletillas inculpatorias que se despliegan en muchas de las páginas de El libro vacío, así como la ausencia de un castigo tajante que las nulifique, además de entorpecer la fluidez de su narrativa en ciernes, se remontan también a un episodio del pasado que la novela recrea con acritud: su abuela le hacía cariños, en la infancia, que lo avergonzaban tanto que José García decide reprochárselos, tras lo cual experimenta, contraproducentemente, una vergüenza intensificada: «Mi abuela me pidió perdón un día; un perdón tierno y altivo que no olvidaré nunca» (39). Ese perdón tierno y altivo— piadoso e inflexible, diría Paz—es el que El libro vacío reproduce como herencia infortunada hasta la neurosis. Las oraciones que lo conmemoran en el cuaderno uno son profusas e discontinuas, afectando las dinámicas hogareñas en que la escritura interviene como un ente anómalo y disruptivo. La esposa de José García lleva a cabo actividades de

! [365] una funcionalidad cuya evidencia y utilidad está fuera de toda duda, no así su empecinada ilación, sobre una hoja escasa, de predicados torturantes e inservibles. Frente a su mujer, va siendo obligatoria la aceptación degradante de que no ha escrito, o escrito muy poco, además de que José García debe incurrir en la incómoda justificación de sus palabras, que

«tienen que explicarse, que matizarse, que contestarse» (39).

El ideal de belleza, entretanto, parece ir progresando. ¿Cómo debe escribir José García para trascender del padecimiento de una belleza libre a la ejecución ceñida, definitiva, de una belleza adherente? He aquí uno de los enigmáticos, temporales condicionamientos de su prosa: «Que no sea un ir poniendo, rellenando, dejando caer, sino un transformar, hasta que sin tema, sin materia, el vacío desaparezca» (43). Leo en esta sibilina preceptiva no más que una fabricación primigenia de las muchas a que es afecto José

García mientras prepara su novela; fabricación que es, en el sentido en que la describe la siguiente reflexión de Barthes, un sitio desde el cual pudiera, probablemente, narrarse una historia:

When someone who wants to write (…) «fantasizes» a work to be written, where does he

take pleasure in situating himself? What’s the scenario of his imagined action? It seems

to me—for here I don’t have much more than my own experience to go on—that what I

fantasize is the fabrication of an object; in my , I’m making that object, planning

the stages of its fabrication in the manner of an artisan (The Preparation 177).

Hay pues la fantasía, la acción imaginaria de José García fabricando un objeto, un libro en este caso, con el cual el vacío desaparezca. Pero este objeto, atención, contendrá no más que una mera transformación sin tema y sin materia. El cuaderno dos, casi objeto y

! [366] casi libro en estado embrionario, es una obra magnífica fabricándose «in view of a final object, envisaged in its material totality» (177). ¿Lo qué produce José García, entonces, es ya ese libro, ese objeto ulterior, previsto en su totalidad material? Barthes responde:

«Yes, in a sense, but since I’ll be needing to oppose that word to another written form,

I’ll say more generally: the Volume: pure surface of writing, formally structured, though not as yet by the content» (177). De acuerdo a estas gradaciones, no sería pues un libro lo que haga desaparecer el vacío a que alude José García, sino un volumen—pura superficie escritural—estructurado formalmente pero todavía no determinado por su contenido; en palabras de José García, otra vez, una transformación sin tema y sin materia.

La fantasía de José García, lo confiesa éste en retrospectiva, tuvo al menos en su comienzo un cometido menos abstruso: «Mi propósito, al principio, era escribir una novela» (El libro vacío 43); cometido que se fue pervirtiendo apenas puesta en funcionamiento la autocrítica, otra vez, punitiva:

¡Fue espantoso! Lo recuerdo como una pesadilla. Estaba obsesionado. Apuntaba frases

que se me ocurrían de pronto y quedarían muy bien […] Y eso me parecía original. ¡Eso,

tan recargado y tan absurdo! […] Incurría en el terrible defecto de subrayar, de extremar,

creyendo que con ello daba rigor al rasgo (44–45).

Una vez renunciando a los moldes que le proveyeran la familia o la imputable investigación bibliográfica para urdir sus ficciones, declara, exculpándose con un dejo de insatisfacción: «Por todo eso no pude, claro está, lograr personajes vivos, ni argumentos interesantes, ni ambientes adecuados. Ahora lo digo así, con facilidad, libertado ya de la

! [367] preocupación de conseguirlos» (47). De manera que a veces, como se lee, José García se alivia a sí mismo, siquiera parcialmente, de las dictaduras a que lo someten sus antecedentes fallidos.

Sin éxito al calcar el perímetro de su realidad y sin poder tampoco recrear eventos históricamente fidedignos, José García, liberándose de transitorias metodologías, no abandonó sin embargo la prosecución de su fantasía, aventurando ciertos atrevimientos experimentales, y afanándose, «en interminables noches de esfuerzo continuo», «en poner en situaciones absurdas a unos seres absurdos también, que no sentían, ni hablaban, ni gesticulaban como lo hacen los seres humanos» (47).

Esas noches interminables son rememoradas—confesadas—con aversión y pudor, y se separan anímicamente del actual dejar de hacerlo desafiante que las tornaría, incluso, entrañables. Es decir, el dejar de hacerlo de José García tendría que contentarse con dar continuidad a aquella práctica cíclica y aparentemente insustancial que cautivara a

Valéry:

Me ha gustado trabajar una “página” –– como un pintor un cuadro

indefinidamente ––

Sin límite (Cuadernos 106).

Pero a José García el incurable sentido de la culpa por escribir le impedirá demorarse demasiado en el trabajo de una sola plana, o le impedirá comenzar siquiera a fabricarla de antemano para espolear, con ella, el primer pálpito del libro turbiamente perfecto que hará desaparecer el vacío. ¿Qué otros crímenes inherentes al de la escritura agravan la confesión de José García? Uno de ellos es el del latrocinio:

! [368] Entro a este pequeño cuarto en el que escribo y tomo los cuadernos y la pluma con

movimientos recelosos, mirando hacia todas partes, como si fuera yo un ladrón sin

experiencia, un principiante.

En el fondo hay algo de eso. Soy un poco eso. Sólo un poco porque allí también me

divido. Me robo a mí mismo. Como un ladrón, le robo una gota a mi seca convicción de

no escribir (El libro vacío 49).

José García pagó por dos cuadernos, y al entreabrirlos siente que roba, que se estafa a sí mismo. El inventario de las pruebas inculpatorias de su relato, hasta aquí, es simbólico y atroz. Y la dimensión de una de esas pruebas es, por lo demás, ínfima, aunque su peso es inmensurable. El monto ilícito, pues, por el que José García quiere ser absuelto o condenado, asciende a una gota, minúscula y valiosísima, extraída de una convicción ya de por sí seca. Si hurta los cuadernos—como si no se los hubiera costeado—para escribir en ellos, está asaltándose con alevosía, privándose de esa sola gota que puede bastar para que no lo haga. Encerrado, receloso y espiado por nadie, plumas en ristre, de pronto lo admite, in fraganti: «Es bien claro; son sólo dos frases. Una: tengo que escribir porque lo necesito y aun cuando sea para confesar que no sé hacerlo. Y otra: como no sé hacerlo tengo que no escribir» (50). Vuelta a la incertidumbre y a la necesidad, al tiránico just to write sobre el que meditara Blanchot: predicamento que, desde los polos del subterráneo y del mediocre que diseccionan a José García, imprimen de todos modos, en la cuartilla, un pecado insuficiente: «Lo terrible es que uno y otro saben lo mal que hacen al escribir sólo esto, sólo esto que no es nada» (52).

Los cuadernos, la gota son suficientes y no para que el lector dimensione la falta. Esto que no es nada es una afirmación escrita que traiciona el carácter de evidencia por el que

! [369] aboga José García, quien está continuamente colocando frente a sí las débiles comprobaciones no de un libro que progresa, sino las galeras corregidas o no, fantasmales, de su felonía. El ojo del lector ha de tramitar una complicada yuxtaposición cuando José García escribe esto que no es nada, frase que siendo algo—una oración, una cláusula sintáctica en el cuaderno uno––, tiene que no ser leída como tal. ¿Cómo culpar, entonces, a José García por incurrir en una escritura que él mismo defiende que no lo es, y que no lo será? El administrativo razona más o menos en estos términos: perdónenme por algo que no he hecho, constructo sinonímico, a fin de cuentas, del to fail without fail blanchontiano.

El libro vacío compendia una escritura que se quiere invisible, que es borrada por el mismo penitente que la ofrece en el estrado de su pequeño cuarto como alegato en su propia contra, clamando, además, que se lo escarmiente por algo que no ha hecho ni podrá hacer. Su captación de benevolencia es más bien una moción para que se lo castigue por lo que no logra, antes que por lo que se empecina en afirmar como inexistente, teniéndolo ahí, frente así, frente a nosotros, lectores, malográndose.

Esta suerte de escritura no–escrita es a su vez la no–materia y el no–tema con los que

José García propende, moldeándolos, a hacer desaparecer un vacío que es el espacio inevitable por el que puede transitar quien ha decidido narrar, tal como lo aprecia

Maurice Blanchot en The Book to Come:

The narrative can travel this space, and what moves it is transformation, which the empty

fullness of this space demands, a transformation that, acting in every direction, of course

powerfully transforms the one who writes, but transforms the narrative itself no less, and

! [370] all that is in play in the narrative, where in one sense nothing happens except this very

transition (9).

No despunta pues la escritura en El libro vacío sino sólo las transformaciones que José

García le dispensa dejando caer en su cuaderno uno el no–tema, la no–materia, los cuales a su vez lo van transformando a él y cifrando su transición, aquella que, como señalara

Zambrano, le será insoportable. Para Blanchot, lo que ocurre modificándose en ese espacio transitable por la escritura es ya el fin de ésta, así como la confesión de José

García de sus infundadas infracciones ya le depara, si no un perdón, sí la razón de ser a su relato, y verifica, parafraseando las palabras de la filósofa española, la travesía de la conversión.

José García prolonga el juego de exponer, con amaños, el corpus etéreo de su delito, de esto que no es nada. En uno de los episodios de El libro vacío, su primogénito entra al pequeño cuarto y se muestra interesado por los avances de su padre, quien amargamente se mofa de su ignorancia: «cree que cada nuevo renglón es un adelanto» (53); luego de lo cual, aturdido, manipula la evidencia: «¡Adelantado! Me quedo pensando. ¿Cómo puedo adelantar en un libro rígidamente contenido para ocultar esta impotencia de escribir y

ésta, mayor aún, de no escribir? Lo he despedido violentamente» (53–54). Es decir, si un testigo fuera capaz de percatarse de que aquello por lo que José García pide perdón en efecto lo merece, entonces José García no hará sino privar a ese testigo de tal constatación, negándose con violencia a ser aprehendido. La retórica de su plegaria va tornándose harto más contradictoria: incúlpenme por algo que no existe, pero si se atreven a atestiguar eso que no he hecho, me negaré a ser inculpado.

! [371] A José García, por ende, lo seduce más la idea de la negación del perdón ambiguo que suplica, puesto que, de brindárselo su familia, o de ésta condenarlo, tanto la redención como la sentencia que lo definiría como escritor le parecen proporcionalmente ignominiosas. Cuando el primogénito, en el episodio aludido, lo deja a solas, José García recapacita:

Confío en que no le habré hecho daño. Confío––¡qué vergüenza escribirlo!––en que

deducirá con su joven imaginación generosa: «¡Los escritores son tan raros, tan distintos

a los demás!» Y yo quedaré ante él no como un padre injusto, sino original, a quien hay

que tolerar porque es un escritor […] Y de allí nace la trampa (…) dejo vivir en mis hijos,

en mi mujer, en mí mismo a veces, cerrando cobardemente los ojos, esa equivocación,

esa mentira y me irrito cuando no me tratan con la tolerancia que los demás destinan para

aquellos de quienes esperan algo importante y distinto (54–55).

Dentro de esa cobardía y con los ojos cerrados, es donde José García va al encuentro, cargado de vergüenza, con la primera línea de su historia. Esa ceguera intuitiva, cobarde, es la que lo guía en su tránsito por la vaciedad llena que coloca Blanchot entre quien narra y su punto de arribo, ¿a dónde?: a la certeza de que aquello que se buscaba al navegar no es sino justamente la nada, esa misma nada que José García lee en su cuaderno pese a pergeñar renglones nuevos que nadie tiene el derecho de adjudicarle,

«solapándome actitudes violentas y arbitrariedades que intento explicarme como propias de quien considera que tiene una más alta misión que la común y corriente de estar al cuidado y al servicio de su familia» (55).

! [372] José García incide de nuevo en el falso recordatorio de que su cuaderno uno lo encamina en la senda de un periplo que desembocará, quizá, no en la nada iterativa, sino en la cúspide de su alta misión, como si creyera que va a apoderarse, al fin, de una idea de la belleza aún no producida a la que sin embargo vuelve a decantarse, haya o no libro en proceso: «Thus, instead of the object, it is rather the disposition of the mind in estimating it that we have to judge as sublime» (Critique 86).

Aventuro aquí establecer un paralelismo entre lo sublime kantiano—no como atributo de un objeto sino como aquella disposición de la mente humana para juzgarlo como tal— y el resultado, no más que subjetivo de José García, de la alta misión de algún día poder poblar el cuaderno dos con su novela excelsa. Dicho cuaderno dos entraña una entidad sublime no porque lo sea, ni siquiera porque José García lo escriba o no lo escriba, sino sólo porque, aun sin existir, así se lo pre–juzga durante El libro vacío. Retorno a Kant:

«Sublimity, therefore, does not reside in any of the things of nature, but only in our own mind, in so far as way become conscious of our superiority over nature within, and thus also over nature without us» (94). Lo sublime residiría, en el caso de El libro vacío, en la psique del protagonista José García, desde el instante en que se intuye superior a su naturaleza intrínseca y considera que tiene, otra vez, una más alta misión que la común y corriente de estar al cuidado y al servicio de su familia. Lo común y corriente de proveer a los que de él dependen es la naturaleza suya, individual, social, paterna, que la interferencia de una noción de lo sublime atenúa en comparación a sus anhelos escriturales. Más adelante, en otra instancia de la novela, esta superioridad del protagonista vicenciano, inoculada por las anomalías de la escritura, será explícitamente manifestada:

! [373] ¿Por qué no tengo la modestia de limitarme a relatar esas cosas sin importancia que nos

distraen y nos ayudan a olvidar nuestra medianía? A mí me agrada leer; a los que son

como yo también les gusta leer. Pero, sinceramente, no creo que ni a mí ni a ellos nos

interesara leer ese libro que yo sueño escribir para decir a los demás algo distinto y

trascendente. Tal vez ni lo entenderíamos (El libro vacío 172).

¿Qué otra conexión, ahora, entablar entre la alta misión y la fabricación sublime de un volumen incomprensible, en que una escritura nebulosa entrevera el relato confesional de un hombre desesperado, común y corriente y a la vez superior? ¿Por qué José García lucha por producir, fijándolo en el cuaderno uno, el ideal de belleza que le permitiría esclarecer su ministerio narrativo y luego perdonarse? La ligadura ineluctable entre confesión y belleza, mediadas por la escritura y que se insinúa en la obra de Vicens, lo establezco a partir de otra reflexión kantiana, expuesta en el apartado «Beauty as the

Symbol of Morality»:

Now, I say, the beautiful is the symbol of the morally good, and only in this light (a point

of view natural to everyone, and one which everyone demands from others as a duty)

does it give us pleasure with an attendant claim to the agreement of everyone else,

whereupon the mind becomes conscious of a certain ennoblement and elevation above

mere sensibility to pleasure from impressions of the senses (180).

Lo bello es lo moralmente bueno. Y eso bello tendría que plasmarse en el cuaderno dos para que éste representara, como se ha dicho, la exoneración narrativa, largamente soñada por José García, quien pasaría de una inconclusa culpa a la cumplimentación cabal de un

! [374] proyecto que lo enorgullecería y que todos podrían reconocer, en suma, como bello, y que la familia celebraría triunfalmente con él, perdonándole los desplantes de ira, los regaños, la ausencia presencial, en tanto valdría también como el perdón hacia sí mismo por los errores, los robos, las ilegalidades y deshonestidades que se atribuye en el cuaderno uno, el cual, por evidenciar tales faltas, no es moralmente bueno ni sublime sino todo lo contrario, y a cuya fealdad constantemente se refiere José García, lamentándola.

La bondad moral a la que José García aspira, confesándose, está pues simbolizada en la belleza premonitoria del cuaderno dos, en los párrafos, a su vez, sublimes de los que carece pero que José García pre–lee inscritos en él. Esta belleza—escritural—que unánimemente sería juzgada como moralmente buena, es la que José García se demanda a sí mismo desencadenar, exigiendo por lo demás en otros que a ella se atengan mientras la formula, reprobando por añadidura la aparente incomprensión de la esposa, de su hijo mayor, e irritándose cuando no me tratan con la tolerancia que los demás destinan para aquellos de quienes esperan algo importante y distinto.

La consecuente transformación que interesara a Blanchot en The book to Come, y la cual afecta a todo aquél que haya emprendido el viaje de riesgo hacia el encuentro con la voz que impele a narrar, es experimentada aun físicamente por José García, cuya

«discapacidad», «ésta de no poder dejar de escribir» (58), es parangonable, según su diagnóstico, a una «serie de achaques» (58) que le nacen desde esa obligación que instiga, además, un «temblor permanente» (58). La transformación es incontenible, pese a que dañe a José García, en tanto otro de sus efectos colaterales es el de eviscerar, de nueva cuenta, el extranjerismo estudiado por Bacarisse: «a pesar de que desde hace tantos años soy el mismo y hago lo mismo, no sé por qué me siento ajeno a mí (…) Como si

! [375] hubiera un grave desajuste entre lo que soy y lo que me representa» (57). También

Blanchot, en The Writing of the Disaster, había discurrido tanto sobre la inevitable inercia de la escritura como sobre las consecuencias en torno al exilio de sí mismo que traba el individuo que la mistifica: «A writer in spite of himself: it is not a matter of writing despite or against oneself in a relation of contradiction (…) it is a matter of writing in another relation, from which the other dismisses himself and has always dismissed us, even in the movement of attraction» (38). José García, entonces—para matizar su apunte y el del prosista francés—no sólo escribe en contra ni a pesar de sí mismo, desgastándose en la transformación; escribe trabando una complicidad con el subterráneo, ese otro que lo desestima a él tanto como se desestima a sí mismo, pues incluso en el movimiento narrativo—en el viaje, en el tránsito—que a ambos los atrae,

José García se percibe ajeno a eso que lo representa, a eso en lo cual los dos confluyen y que no es otra cosa que la superficie fantasmagórica del cuaderno uno en tanto volumen.

La escritura no es un paliativo sino que agrava el temblor permanente, el Sturm und

Drang que antes que generarlo, en un arrebato de inspiración, cimbra el alumbramiento del ideal de belleza de José García. ¿A qué remanso de alivio se precipita entonces, para apaciguar su angustia, «ésta de no poder dejar de escribir» (El libro vacío 58)? José

García se refugia en el alcohol, «tan tierno, tan caluroso, tan compañero» (58), gracias al cual «me voy de mi temblor» (59). Cuando José García bebe, «me sigue interesando todo, pero sin importarme (…) la embriaguez no me quita mi condición de hombre que sufre» (59):

…hay hasta un fenómeno auditivo, créanme. Yo lo he escuchado muchas veces: el ruido

que produce una cadena al caer. Es entonces, en ese momento, cuando el hombre se

! [376] yergue y empieza a moverse con un sentido distinto (…) se camina con la misma

dirección que el deseo (60–61).

El vocativo créanme incardina de nueva cuenta el relato en la intimidad confesional de

José García, quien justifica su dipsomanía en tanto ésta lo exenta, temporalmente, de la alta misión que se ha impuesto. Concuerdan estas dimisiones con otra frase, precautoria, de Valéry: «Escribir encadena. Debes conservar tu libertad» (Cuadernos 99). Para conservarla, el contador vicenciano apura el vaso, sintiendo que se desplaza en la misma dirección que el deseo. Ya embrutecido, frisa la instancia crítica analizada por Castillo; instancia que, recordemos, surge cuando el conocimiento del deseo—que en esta parte de la novela parece colmarse por medio de la bebida—queda de cualquier modo imposibilitado. Y es que José García, tarde o temprano, habrá de toparse otra vez con la inquebrantable barrera de silencio de la que se había librado, cuando ya sobrio intente infructuosamente seguir la misma dirección del deseo, no desde las honduras abismales de una botella sino desde las honduras abismales de su borrador sempiterno, ahí donde tal deseo se estanca y vuelve a tornarse una compulsión hermética. Emborracharse le abre a

José García el portal a un allá donde ser es ser y donde no se encuentra, como acá––en la casa, en la oficina, o escribiendo––rodeado de interrogaciones. La embriaguez «es un hecho claro, sin el escollo del porqué» (60). El conocimiento del deseo parece colmarse y responderse, repito, cuando José García es tironeado por el alcohol en la misma dirección: «me siento bien, sencillamente» (61); pero aquella plenitud de apariencia tan próxima va a imposibilitarse, «porque el conocimiento de esa condición empieza cuando ya no la percibo; cuando ya estoy acá, temblando nuevamente, con la cabeza baja; oyendo los reproches de mi mujer y los discretos consejos de mis amigos» (61–62).

! [377] José García es un obseso arrepentido que recapitula sus pifias imprecisas de manera interminable: «¡Cuánto he escrito esta noche! ¡Todo para decir que aquel miércoles pude no hacerlo! […] ¿Y qué hice hoy? Contar deshilvanadamente que llevé a mi mujer a oír música y que mi hijo ya tiene una amante. ¿Para decir sólo eso, Dios mío?» (69). Al créanme se lo sustituye ahora por un requerimiento de ostensible religiosidad. Dios mío es menos una interjección que un claro apelativo a un poder superior que demerite y rechace sólo eso que ha escrito. La invocación a Dios deja en segundo plano, momentáneamente, el ideal de belleza—lo moralmente bueno en tanto cima de su alta misión escritural—, para poner de manifiesto una necesidad estrictamente mundana de realizarse, o bien un reclamo ante el hecho de que toda las expectativas que ha abrazado, por mucho que se esfuerce, no son ni mucho menos alcanzadas. En este nivel, el poderoso móvil de la confesión de José García obedece a una perturbadora e inútil apuesta por la reivindicación individual; reivindicación harto arraigada en el pensamiento de Occidente y que Friedrich Nietzsche, en Will to Power, cuestiona y deplora. ¿Por qué tiene José García que ser, primero, escritor y, segundo, un escritor extraordinario? ¿Por qué se atormenta en vano, prosiguiendo cristalizar aquella belleza adherente, a cuyas exigencias de perfección respondería, si es que lo terminara, el cuaderno dos? En el apartado «Critique of Morality», y más específicamente en «Critique of the Words:

Improvement, Perfecting, Elevation», Nietzsche anota:

To what extent is it desirable that man should become more virtuous? or cleverer? or

happier? Provided we do not really know the «wherefore» of mankind, such an outlook

has no meaning; and if one desires one of these things, who knows, perhaps one is

precluded from desiring the others. Is an increase of virtuousness compatible with an

! [378] increase in cleverness and insight? (…) Has virtuousness as a goal not hitherto been in

the most rigorous sense incompatible with being happy? (211).

¿Para decir sólo esto, Dios mío? es, de acuerdo a la oposición nietzscheana, una preocupación y un reclamo absurdos. José García no tiene que decir más así como no tendría que ser más virtuoso, ni más inteligente ni más feliz; por lo tanto, confesar los tropiezos escriturales que le impiden sus propósitos de mejora, perfección y elevación, están vedándole desear los otros, los opuestos, los que paradójicamente ya satisface: empeoramiento, imperfección y hundimiento, de la mano del subterráneo, en las oscuridades de una tarea malsana. José García implora la respuesta de un ser al que el filósofo alemán, simbólicamente, asesinara luego de constatar su palmaria ausencia en el derrotero de una humanidad sin rumbo. El virtuosismo al que desea allegarse inútilmente

José García, endilgando sus créanme, sus perdónenme, es una meta de redención que le impide la dicha. No es, por último, deseable que José García atienda los imperativos de las palabras que Nietzsche execra. Las antedichas mejora, perfección y elevación, de por sí prescindibles, son pretensiones que difícilmente pueden rebasar el contexto terrenal que las trunca, pues José García languidece bajo el yugo de los tribunales kafkianos comentados por García Estrada. El «Tribunal», pues, ya divino ya esquizoide, que no le dicta la sentencia que exige por su clandestina labor literaria, lo ha confinado sin embargo a la cadena perpetua de los trabajos burocráticos, al «esfuerzo gris, anónimo, liso» (72) que lo hermana con sus semejantes y que podría, si lo deseara, complacerlo, renunciando así al agobiante peso de sus hazañas poéticas. Ese bienestar en el hacinamiento, de hecho, no le está del todo vedada. José García llega incluso a alabar el esfuerzo gris, anónimo y liso que tanto a él como a sus homólogos les «permite vivir

! [379] juntos, con nuestros calores juntos, con nuestro amor junto» (72). Pero este alejamiento de los anhelos que la escritura inculca, esta satisfacción efímera, colectiva, es de inmediato subvertida: «Cuántos deseos no realizados sobreviven tenuemente en mí y aparecen de pronto, aunque amortiguados por la larga y espesa distancia» (73). El sino de

José García es irreversible: antes que la Perfección ética macedoniana, antes que la gracia y poder moral de algunos hombres y mujeres que la historia no enaltece, es la

Perfección escritural a la que su periplo vuelve una y otra vez a magnetizarlo.

Lo anterior no significa que, a su vez recurrentemente, y amortiguado de pronto por la larga y espesa distancia de veinte años, el deseo de escribir se supedite al de seguir desempeñándose en un despacho contable. José García se resigna a esta última faceta con lucidez y pesimismo contradictorios, puesto que, si bien hay «una especie de ritmo, útil; un esfuerzo dedicado a alguien, a nuestra mujer, a nuestros hijos, que nos hace sentirnos satisfechos y hasta importantes» (71), al mismo tiempo hay «como un odio al cuerpo por tener que alimentarlo y vestirlo; hay un deseo violento––lo diré con la cruda palabra exacta––de que reviente de una vez» (71).

Este deseo violento de satisfacer una necesidad primaria, corpórea, y de satisfacerla al grado de que un hartazgo autodestructivo la extinga, entronca con el concepto de voluntad schopenhaueriano que ya se abordó, bajo otras directrices, en mi análisis de La vida breve. En lo que toca a El libro vacío, no es la escritura el acto con que la voluntad engaña a José García para que, afanándose éste en su cuaderno uno, la agasaje y desee incluso, como leímos, que reviente. La novela de Vicens, más bien, muestra cómo dicha voluntad está ligada a un apremio laboral de subsistencia que, una vez consentido con amargura por José García, coarta el otro, es decir, el apremio poético amortiguado debajo

! [380] de ponderaciones tales como «la obligación, la pobreza», que «se enredan al cuello como una soga» (71).

José García, en episodios precedentes, había extremado la desnudez de su relato confesional al grado de participárnosla con un disgusto anatómico: «No me gusta mi cuerpo; es débil, blando, insignificante. No, no me gusta. Tal vez por eso nunca me ha importado y lo descuido» (57). Pero este cuerpo débil, blando e insignificante es el receptáculo invencible que lo gobierna y da preeminencia, para su infortunio, a los actos grises, anónimos, lisos que lo mantienen con vida y mediante los cuales su voluntad se alimenta, postergando los otros actos importantes y distintos que lo ennoblecerían: escritura, corrección, transcripción en limpio del primer cuaderno al segundo, publicación de un título trascendente, capital, que tal vez ni entenderíamos.

La voluntad carnal, voraz de José García, a diferencia de lo que ocurre con el Juan

María Brausen onettiano, no lo propulsa a un acto creativo sino que inhibe, amortigua su deseo de narrar. La soga en el cuello es el apuntalamiento crítico, urgente de esa voluntad que representa actos oficinescos, carentes de belleza libre o adherente, anteponiéndolos como los verdaderamente ineludibles para sosegarse, apresando la vocación de José

García, en quien percibimos encarnados, tan ciertos como irremediables, estos pronunciamientos schopenhauerianos:

All willing springs from need, and thus from lack, and thus from suffering. Fulfillment

brings this to an end; but for every wish that is fulfilled, at least ten are left denied:

moreover, desire lasts a long time and demands go on forever; fulfillment is a brief and

sparsely meted out. But even final satisfaction itself is only illusory: the fulfilled wish

quickly gives way to a new one: the former is known to be a mistake, the latter is not yet

! [381] known to be one. No achieved object of willing gives lasting, unwavering satisfaction;

rather, it is only like the alms thrown a beggar that spares his life today so that his agony

can be prolonged until tomorrow (The World as Will and Representation 219–220).

Es decir, el deseo amortiguado de la escritura irrumpirá de pronto, cuando se satisfaga temporalmente el otro, el odioso, violento deseo de alimentar el cuerpo, si es posible, hasta que reviente. Y luego, cuando el deseo de escribir, o de dejar de hacerlo, se desvanezca, la soga apretará con la misma tiesura de antes y el cuerpo débil, blando e insignificante se rebelará indiferente a propensiones verbales, hasta que José García de nueva cuenta lo satisfaga y nutra, siendo él mismo el alma caritativa y el mendigo, propinándose la limosna para prolongar su agonía y cumpliendo la órbita schopenhaueriana: desire lasts a long time and demands go on forever.

Dilatemos un poco más este momento fantasmal—Barthes—en que el deseo de escribir de José García ha aparecido de pronto, emergiendo, como cualquiera otro, de la carencia y el sufrimiento. Detengámonos en esta fase, cuando dicho deseo es el que prima y cuando no lo están amortiguando otros distractores, otras responsabilidades vitales.

Pausemos el instante, en suma, en que el deseo anterior, ya satisfecho, de cumplir con su agenda de contable, es considerado un error, siendo el de la escritura, por lo pronto, un error asimismo, aunque todavía no reconocido como tal—not yet known to be one—.

¿Cómo podremos leer, pues, desde Schopenhauer, la idea de belleza que José García lucha por producir enfrentándose al cuaderno uno, en tanto aquellas otras apetencias corporales desanudan, siquiera un poco, la soga que va a volver a estrangularlo?

! [382] Precisely because the Idea is and remains intuitive, the artist is not conscious of the intent

and purpose of his work abstractly; an Idea rather than a concept hovers before him: this

is why he cannot give an account of what he does: he is driven merely by feelings, as

people like to say, and works unconsciously, even instinctively (261).

Tenemos, entonces, que la Idea—la novela insuperable de José García—no es el concepto fijo de belleza dependiente que demanda ser respondido, como apuntaba Kant, sino precisamente eso, una Idea intuitiva y aún instintiva que por serlo impide que José García sea consciente del intento y del propósito de su—fantasmal—obra en términos abstractos.

Es decir: el protagonista de El libro vacío se reclina en la mesa de su pequeño cuarto cada noche sin saber lo que hace, narrando inconscientemente—Vicens es quien lo dota, huelga recordar, de la conciencia de escritor de la que carece—e influenciado no más que por sentimientos permeados de culpa. Cito de nueva cuenta su desavenencia con la esposa, causada por la ofensiva hoja en blanco a que se redujera uno de sus avances: después las explicaciones, las excusas, la vigilancia sobre mí mismo para no dejarme caer en la necesidad de ser consolado, ¡y pedirle perdón!, esto lo entiendo yo, no puedo explicarlo.

La Idea intuitiva, instintiva, sentimental a la que intenta dar cauce en el borrador, paulatinamente se ve obstruida debido a su difícil formulación abstracta; y su complejidad es tal que, aun si José García lograra plasmarla lingüísticamente, devendría un libro, repito, que tal vez ni entenderíamos. El cuaderno uno, decepcionándolo, termina por volver a arrastrar a José García a los vertederos cotidianos en los que se apoca su talento y el de miles de hombres como él. El instante en que el deseo de la escritura fue predominante ha pasado y el contador de cincuenta y seis años vuelve a su «Tribunal»

! [383] kafkiano, donde lo atacarán las más nítidas señales con que la voluntad lo somete; señales que le indican con acritud que la razón de su existencia dista de ser sólo un camino hacia la satisfacción poética:

Now the essence of the human being consists in the fact that his will strives, is satisfied,

and strives anew, and son on and on, and in fact his happiness and well–being are nothing

more than the rapid progress of this transition from desire to satisfaction and from this to

a new desire, since the absence of satisfaction is suffering and the absence of a new

desire is empty longing, languor, boredom (287).

La esencia de José García consiste, pues, en atenerse a los caprichos de su voluntad, satisfecha e insatisfecha periódicamente, arrastrándolo de sus obligaciones como padre a su empecinamiento estéril como novelista, es decir de la vida rutinaria entre asalariados a la procesión confesional de su no–escritura. José García transita, recorre rápidamente, de ida y de vuelta, sus deseos, yendo del narrativo amortiguado al de supervivencia, anudando y desanudando la soga de la pobreza, o, para decirlo otra vez con Reckley, anudando y desanudando los por qué y los cómo de su tentativa prosística, al cual se recrudece en torno a una ritualización de su fracaso, huyendo del reino indicativo del despacho en que trabaja al reino subjuntivo de la ceremonia verbal, imaginaria, en que su identidad de creador momentáneamente se reafirma, satisfaciendo su voluntad pero sólo para dar paso al deseo consecutivo, ya sea el de la procuración del sustento o el de la borrachera. Así, José García contrarresta su ausencia de satisfacción, evitando en la medida de lo posible el sufrimiento, y evitando también—durante los instantes en que el deseo de la escritura permanece amortiguado—enquistarse en el aburrimiento, en la

! [384] inapetencia y en la languidez que lo acechan, ávidos, en el hogar, en la oficina o en la taberna.

Las anteriores elucidaciones a propósito de una voluntad escritural a veces indomable, se sintetizan y se eslabonan, otra vez, en el que este capítulo de disertación considera el rasgo predominante de El libro vacío: la confesión. Llegamos al episodio doce, en el que el amado hijo menor, Lorenzo, convalece, y en el que José García se repliega a su centro enunciativo primordial, y redacta mientras cuida de su niño una línea que como todas las de la novela vicenciana concreta, recomenzándola, la totalidad espiral de la obra: «Me avergüenza estar escribiendo, tener ganas de escribir, pero así es. No podría hacer otra cosa» (El libro vacío 88). Se reanuda, entonces, el artificio de la captación de benevolencia, que le fue caro asimismo a Fernando de Rojas al prologar su Celestina, de la que cito un último exordio: «Suplico, pues, suplan discretos mi falta» (44). José García vuelve a variar su anafórico yo, pecador: «Escribo falsedades. Todo lo equivoco, todo resulta inadecuado y, lo que es peor, todo tiene un fondo de interés y soberbia» (El libro vacío 89); y más adelante: «no quiero inspirar lástima a nadie; ya es suficiente con la que yo me tengo» (91).

Dentro de su relato confesional se entreveran, como en cualquier discurso de tal jaez, descripciones de deseos prohibidos, aparte del escritural, por los que debía ser convicto.

Revela por ejemplo una relación extramarital, azuzada por deseos que como la Idea intuitiva, instintiva de narrar, entiende apenas vagamente y apuntan lo mismo a una no conformación, a una imposibilidad irremediable. Además de que combate consigo mismo en su faceta de narrador, dejando de hacerlo,

! [385] lucho para no ir a tocar una puerta (…) cuando no puedo más, marco temblorosamente un

número en el teléfono, escucho una voz y me muerdo los labios para no gritar un nombre

(...) sufro de celos, ese dolor ácido que quema al hombre en su centro (…) a pesar de eso,

mi deseo sigue inmóvil, posado en un solo cuerpo (…) por eso, el concepto de imposible

ha llegado a ser el único que entiendo y el único que no entiendo (92).

José García hubo, por lo demás, de confesar que quiso hacer las veces de confesor, sorpresiva vuelta de tuerca en El libro vacío que no reporta más que otro fracaso. Charla con un desconocido en un parque cuando éste de inmediato reprueba la retahíla con que lo importuna: «––¡No estoy para sermones!» (84) Las consecuencias de este rechazo por la ayuda que quiso prestarle a un hombre en aparente necesidad de consuelo, desembocan en la reavivada convicción de su medianía, de la nimiedad que es para sí mismo y para el mundo. Al recrear la escena en el cuaderno uno, el despectivo interlocutor al que se aproximara le oye decir a José García no una ristra de expresiones comprensivas, sino una soberbia nota necrológica:

––Soy José García, ¿sabe usted?, el muy honorable y oscuro José García; el destinado a

la esquela de 15 x 7 centímetros en un solo periódico: «Ayer tantos de tantos, falleció el

señor José García. Su inconsolable esposa, sus hijos y hermanas lo participan con

profundo dolor». […] Se murió José García. Se morirán todos y siempre habrá nuevos

José García que los reemplacen y ocupen su mínimo sitio en la vida» (93–94).

José García, el muy honorable y oscuro, el sustituible por cualquiera, no está pues en la posición de quien puede perdonar sino en la posición de quien precisa ser perdonado. La

! [386] breve conversación con el hombre del parque ha sido el recordatorio de tal certeza, por lo demás irrefutable. Por ello, vuelve a su relato, a la preparación de la novela perfecta que lo absolverá cuando la termine y que, mientras tanto, no hace sino acercarlo al misterioso despeñadero de la creación que lo imanta: «Sólo cuando he cerrado la puerta y saco de mi lugar secreto la llave del escritorio y abro mi cuaderno y tomo la pluma, vuelve a aparecer esa angustiosa atracción que se experimenta al borde de un profundo abismo»

(98). En el apartado «Lenguaje» de sus Cuadernos, Valéry, a propósito, advierte: «En la mayoría de nuestros pensamientos verbales — y, por tanto, de nuestras escrituras — hay una enorme porción de vacío» (124). Dicho vacío se ha expandido luego de la interacción de José García con el individuo a quien no pudo socorrer; interacción a la que se ha referido con estos agradecimientos: «––¡Qué lección, Dios mío, qué lección! Le bastó una sola palabra» (79). Y esa palabra, sermones, es la que acidula su doloroso desencuentro, su caída. «Precisamente cuando el hombre ha sido demasiado humillado, cuando se ha cerrado en el rencor, cuando sólo siente sobre sí “el peso de la existencia”, necesita entonces que su propia vida se le revele» (32), anota Zambrano en La Confesión.

¿Cómo, dónde le será revelada la vida a José García?

Mi mano no termina en los dedos: la vida, la circulación, la sangre, se prolongan hasta el

punto de mi pluma (…) Me pertenezco todo, me uso todo; no hay un átomo de mí que no

esté conmigo, sabiendo, sintiendo la inminencia de la primera palabra […] Pienso

entonces que algo, algo físico, falta […] Allí empieza lo que unas horas después me

habrá dejado exhausto (99).

! [387] La vida de José García, manifestándosele plena y luego larvaria a través de la escritura, se va agotando en el ápice de una frase inminente que no arriba, y que será una y otra vez sustituida por la confesión de no haberla podido pergeñar, siéndole impronunciable más allá incluso de sus parálisis gramaticales: «siento como una espiral que rápidamente gira tratando de encontrar algo, ese algo que exprese algo» (99).

Achaques, carencia de algo físico, espirales que giran; síntomas todos ellos que, siguiendo una fugaz clasificación que hace Barthes del escritor, hacen de José García, de pronto, un «comical character to observe: “he itches with desire” (il a le désir aux fesses”)». Para Barthes, hay de por sí algo grotesco en esta urticaria, en este deseo maníaco de escribir, «but, if you look below the surface (…) there’s something grand about the ridiculous, in that it’s an exclusion, a solitude» (The Preparation 138).

Carencias, espirales, vacío: asideros endebles sobre los que se postra José García, en soledad, mientras le relata a nadie, y a todos, sus transgresiones, aguardando y no el perdón, luchando por sobreponerse además a «la espera más difícil, la más dolorosa: la de uno mismo» (El libro vacío 100); espera que le avisa del desfase de su identidad creativa.

Aguardándose con la misma impaciencia con que aguarda ese algo que exprese algo,

José García vuelve a interpelar al ser divino bajo el que los hombres deben mostrarse lo más brillantes, lo más virtuosos, en apego a una cuestionable reglamentación moral que despertaría su misericordia: «¡Por Dios, por Dios! ¿Por qué me empeño en escribir?

¡Debo hablar, hablar y nada más! (…) mi única expresión auténtica es la hablada de todos los días, la que no preparo, la que me sale naturalmente» (113). Pero no se cifra en este cambio de registro, cercano a la oralidad, el salvoconducto que propiciaría la fluidez de la obra inconclusa, tal como lo remarcara Valéry, pues «las palabras corrientes —

! [388] precisamente porque son corrientes, no representan nunca fenómenos claros — ni símbolos puros» (Cuadernos 125). Y con lo que José García sueña es con una obra impoluta, con un símbolo literario inmaculado que rebase los apuntes que para él son sólo esto que no es nada. José García se decide y no a emplear un registro distinto, o a continuar con el que cree insatisfactorio para trasladar sus párrafos al cuaderno dos; esta deliberación, por lo demás, lleva ya más de un centenar de páginas prorrogándose, pese a lo cual José García considera, paradójicamente, que su relato no lo ha desnudado ya desde un principio, tanto moral como literariamente: «no quiero exponerme; ya que voy a hacer el sacrificio, quiero que todo salga exacto. Me da pena escribirlo, pero para mí constituye un terrible esfuerzo tomar cualquier decisión» (El libro vacío 119).

¿Cómo concretar algo exacto, cómo sacrificarse por ello, pero sin decidirse a comenzarlo? Así como no se decide a empezar, o a terminar la novela, tampoco puede decidirse a deshacerse de los cuadernos, que no suscitan en él más que la intensificación de sus vacilaciones. Y si los quemara, por ejemplo, ¿no menguaría su angustia incriminatoria? José García, de todas maneras, quemadas hipotéticamente sus muestras inculpatorias, las sustituiría con otras y lo primero que anotaría en una plana nueva no sería otra cosa que una cláusula de clemencia: «Y volvería a pedir perdón, a todos y a nadie, por esta recaída, asegurando que sólo iba a escribir, como recuerdo, la sensación que experimenté al romper, por fin, definitivamente, para siempre, mis cuadernos inútiles, pero tan míos y tan queridos» (117).

Descartada la incineración—sacrificio, también, apenas conjetural—considera otra modalidad de nulificación de su talento y de su identidad como creador: escribirá no en los cuadernos tan queridos el borrador de la obra exacta, si no, en «una libretita

! [389] corriente», escribirá solamente los comportamientos calendarizados de su incuria: «anotar

(…) con sinceridad, si mi tentación [de escribir] (…) ha sido muy fuerte ese día, si ha sido soportable, o si no la he sentido» (118). Esta inconsecuente táctica de desviarse, sarcástico, del camino de su deseo narrativo, coincide con otra de las poéticas que formula Valéry en «Ego Scriptor»:

Así, no concibo nunca obras. La obra no me importa profundamente. Es el poder hacer

las obras lo que me intriga, me emociona, me atormenta.

No admiro la posibilidad, sino lo que multiplica las posibilidades (Cuadernos 100).

Intrigado, emocionado, José García multiplica las posibilidades de dejar de hacerlo: «si no la anoto, no sabré con precisión si en tal fecha tuve o no deseos de escribir, y en el resumen quedarán flotando muchos días» (El libro vacío 119). Vuelvo a otras dos ambiciones de Valéry afines a la diagnosis de lo no hecho de que se jacta José García:

«Literatura –– Mi sueño literario hubiera sido construir una obra a partir de condiciones a priori» (102); «Cuanto tiempo ha hecho –– hace y seguirá haciendo falta para comprender que el poder de la mente ––– consiste en limitarse, restringirse a ella misma»

(Cuadernos 113). Los provocativos aforismos del gran poeta francés hacen lícita otra lectura de El libro vacío, un tanto contraria a muchas de las argumentaciones anteriores, pues la obra de Vicens sería menos el relato del fracaso de un artista que una subvertida culminación poética, un vasto prefacio plagado de condiciones a priori y una demostración no de lo imposible que entiende y no entiende José García, sino de su verdadero poder mental, que lo limita y restringe. Las oposiciones entre el subterráneo y el mediocre que anidan en el administrativo, sin embargo, desacreditan esta tregua con lo

! [390] apriorístico y lo desmandan una vez más, situándolo de regreso en la senda de su perenne transformación:

De pronto sentí algo, no sé exactamente qué. Era una especie de desdoblamiento; como si

otro hombre se irguiera dentro de mí, se calzara unas botas duras, con clavos en la suela,

y empezara a caminar a grandes pasos […] Pasó un rato, pero seguía sintiendo

exactamente lo mismo: alguien dentro de mí quería decir algo, decía algo. Como no podía

dejar de oírlo, traté de oírlo. Pero no entendí nada.

Sé que todo está muy mal explicado; sé, además, que podría simplificarlo y decir

sencillamente: sentía yo una gran inquietud (El libro vacío 125).

José García encarna, como mi análisis ha hecho patente, un compromiso escritural voluble, merced a una voluntad férrea de manutención y a impulsos verbales cuya frecuencia y duración imprevistas, como se lee en el fragmento, frustran su odisea novelística, distorsionando sin ambages su identidad. Al héroe vicenciano podría también adecuársele esta otra declaración de Valéry:

Por eso soy ciertamente el menos «novelista» de los seres, y siento siempre entre el libro

y yo, –– entre la obra y el tiempo verdadero, un «cambio de estado».

De ahí esa imposibilidad o al menos esa repugnancia a mezclar lo que siento, lo que

hago, lo que soy, lo que quiero –– –– «Pureza» –– si se quiere.

Es la razón por la que siempre he pensado en una «literatura pura», es decir, basada en

el mínimo de incitaciones directas de la persona y en el máximo de recursos relacionados

con las propiedades intrínsecas del lenguaje. Agudo espíritu apolíneo (Cuadernos 105).

! [391] José García también se reconoce, me permito redundar, como el menos novelista de los seres, en continuo cambio de estado y en espera de la Idea que le obsequie el acceso al cuaderno dos, cernido, definitivo, exacto y puro, con un mínimo de incitaciones directas:

«aunque mi vida es muy monótona, puede sucederme algo que absorba por completo mi atención y me impida pensar en otra cosa» (119). Este cambio de estado al que alude

Valéry, y que se suscita entre la obra y el tiempo verdadero, remite por segunda ocasión al ídem e ipse ricoueranos mediante los que Lojero Vega explica las inercias de permanencia y cambio que atribulan a José García en el transcurso de la novela, y que confluyen críticamente para que pueda ser alguien en tanto ejerza una función narrativa, mediante la que además está enunciando una confesión, considerada por Ricoeur como mera posibilidad y no como garantía de que todos y nadie lo perdonarán.

Esta posibilidad es y será, sin embargo, improcedente, aunque José García siga fatigándola. Escribe, o piensa, cuando recuerda a la amante que lo enloqueciera y a la que no ha podido olvidar: «Me avergüenza confesarlo, comprendo que es cobarde e infantil, pero lo que deseaba con todas mis fuerzas era que me atacara una pulmonía y que esa misma noche Pepe [su mejor amigo] fuera a avisarle [a Lupe Robles, aquella amante] que yo había muerto» (158).

José García escribe o no, confesándose, ignorando que ya por su relato, de antemano, toda indulgencia a la que aspire le será denegada. Ocurre algo similar en The Master of

Petersburg (1994), de J.M. Coetzee, obra en la que el narrador—trasunto conmemorativo de Dostoievsky—ha profanado la muerte de un muchacho al convertirlo en personaje de una de sus novelas:

! [392] It is an act for which he can expect no forgiveness. With it he has crossed the threshold.

(…) The device he has made arches and springs shut like a trap, a trap to catch God.

He knows what he is doing. At the same time, in this contest of cunning between

himself and God, he is outside himself, perhaps outside his soul. Somewhere he stands

and watches while he and God circle each other. And time stands still and watches too.

This is suspended, everything is suspended before the fall (249).

La escritura, también en El libro vacío, ha sido como una trampa para atrapar a Dios y atraer, con pusilánimes ruegos, su indulgencia; hemos atestiguado cómo José García lo invoca: ¡Dios mío, sólo esto que no es nada!, ¡qué lección, Dios mío! El contador sabe lo que hace al escribir, o al dejar de hacerlo, estando dentro y fuera de sí mismo, desdoblándose, sintiendo dentro de él respirar, de súbito, a un hombre que calza botas, aquél al que oye dentro suyo, sin entender lo que dice y sin poder explicarlo. Todo lo anterior ha ocurrido en una suspensión prologal que antecede la caída—la condena—de

José García, quien no ceja en sus conjeturas autocríticas: «Quien leyera esto (…) podría pensar que soy un hombre modesto y sincero» (El libro vacío 172). Atendamos esta suposición, este subliminal chantaje: ¿es José García ese hombre sincero, modesto, mientras prepara infinitamente su obra maestra? Para fundamentar nuestra respuesta de una manera un tanto menos maniquea, retomemos otra particularidad que distingue al escritor, según Barthes:

For the writer, writing is first (first and continually) an absolute position of value:

introjection of the Other in the form of an essential language. Whatever becomes of this

! [393] sentiment (…) the writer possess, is constituted by an initial narcissistic belief––I write,

therefore I’m worth something, absolutely, whatever happens (161).

Escribe y por lo tanto vale, por lo tanto es digno de perdón, importando menos que del cuaderno dos no pueda presumir sino de su exactitud incompleta. José García va concordando, siempre con cierta inconstancia, con una convicción que admite la inherente propiedad a la que ninguna obra de arte puede sustraerse: es decir, a la propiedad de lo inconcluso. En Open Work (1989), de Umberto Eco, dicha propiedad es sucintamente ¿denostada? por el italiano, en el apartado «3. Openness, Information,

Communication»: «Let us first examine how art in general depends on deliberately provoking incomplete experiences—that is, how art deliberately frustrates our expectations in order to arouse our natural craving for completion» (74).

El libro vacío, deliberadamente, jamás nos mostrará una línea íntegra de la novela cumbre de José García, provocando con ello que deseemos apreciarla al pase de las páginas y no más que para adentrarnos en una experiencia incompleta que frustra nuestras expectaciones. Con ello podemos conformarnos, o no, como lectores. Por otra parte José García, dentro de la ficción vicenciana, intuirá sólo esporádicamente— mediante sus especulaciones de que es bueno y modesto—que su cuaderno uno es ya, de algún modo, una obra de arte, pese a que recurrentemente renuncie a él: «No sé, no sé nada ya. Estoy terriblemente cansado. Lo mejor es abandonarlo, olvidarlo todo» (El libro vacío 176).

El libro vacío ha distendido hasta el límite el tránsito, el recorrido, entre el libro exacto y el tiempo verdadero en que José García se ha parcialmente transformado para escribirlo, pasando, en su breviario de fugacidades, del júbilo a la desesperación

! [394] galdosianos (Tristana). Con lo cual Vicens ha puesto en crisis, a lo largo de su novela espectral, el valor aristotélico de la ἐνέργεια o energeia—acto, encarnación del

Espíritu—sobre el que el idealista alemán J.W. Herder reflexionara en Selected Writings on Aesthetics, explicándolo en los términos que conciernen estrictamente a una obra de arte: «If the agency of an art is energy, then the perfection of such an art can be perceived only while it endures; if it is a work, then perfection will be visible not during the energy that produces it but only afterward» (156). La paradoja de El libro vacío, mientras se aproxima a su término, es en este sentido doble y problemática: si el cuaderno uno fuera perfecto, su perfección artística pasaría desapercibida, o se la percibiría insuficientemente, pues la energía mediante la cual José García lo redacta no dura, no prevalece, interrumpida siempre por las muletillas del perdón. Y si dicho cuaderno uno fuera ya una obra, no podría, tampoco, ser ésta exacta, perfecta, puesto que como tal obra sólo tendría lugar después y fuera de sí, es decir, dentro del cuaderno dos, en donde no habrá de escribir José García un solo predicado, y en el cual, por ende, la perfección que la energía ha deficientemente propiciado no será contemplada por nadie.

Los impedimentos anteriores, quiérase o no, debilitan la energeia, el pulso de José

García, y lo limitan a referir, en el cuaderno uno imperfecto, situaciones que no merecerán que las testimonie en el cuaderno dos, perfecto, sí, pero de apreciación siempre ulterior e imposible. El administrativo vuelve a reprimirse y a reprenderse, imponiéndose por sí mismo la penitencia que no le depararan ni Dios ni el ustedes quimérico a los que se dirigiera:

En rigor, es de tu realidad de lo único que puedes hablar. Y si de ella no te es posible

extraer lo que requieres para un libro distinto y trascendente, renuncia a tu sueño. Y si no

! [395] puedes dejar de escribir, continúa haciéndolo en este cuaderno y luego en otro, y en otro,

siempre secretamente, hasta el día de tu muerte (El libro vacío 179).

Estos veredictos cumplen a cabalidad con las cualidades u objetivos narrativos que más asombraran a Blanchot en The Book to Come:

…that is one of the strange qualities or should we say one of the aims, of narration. It

«relates» only itself, and at the same time as this relation occurs, it produces what it

recounts, what is possible as an account only if it actualizes what happens in this account,

for then it possesses the point of the framework where the reality that the narrative

«describes» can endlessly join with its reality as narrative, can guarantee it and find in it

its guarantee (7).

José García no hará más que actualizar, secretamente y hasta que muera, la única realidad de la que puede escribir, y que no es otra que la que él mismo articula, es decir, una realidad narrativa, espiral, dentro de la que a su vez José García vertiginosamente no hace más que monologar sobre sí mismo y escribiendo, pozo de círculos concéntricos, que escribe o que deja de hacerlo, en uno y otro cuaderno y otro más todavía, ad infinitum.

Nada de lo que anote José García trascenderá el cuarto pequeño, la noche solitaria en los que se interna para desvanecer su existencia entre los sueños de libros distintos y trascendentes que nunca podrá urdir, y que lo inscriben, como personaje que relata sus yerros, en la tradición del romanticismo, en el cual para Zambrano «la secreta vida del corazón se ofrece para ser bebida, consumida por una avidez cada vez mayor» (La

! [396] Confesión 88). Para la filósofa española el romanticismo es, por cierto, una «forma de confesión» que mientras «no sea substituida por otra», perpetuará en la literatura la tendencia a «la búsqueda, cada vez más exasperada, de un paraíso artificial» (88). José

García conoce de ese paraíso, lo ha ingerido en lupanares y exasperadamente lo ha supuesto asequible a través del lenguaje. La vida secreta de su corazón no será por lo demás eterna y por ello interpondrá entre su muerte y él mismo—otro camino escritural—enésimos cuadernos, hasta que oficie su rito de fracaso en uno terminal, ya

último, una vez el cese de su vida le prohíba continuar revisándolo. Sólo hasta después de su fallecimiento sería develado el purgatorio en que ha vivido confesándose, narrándose infractor en la clandestinidad. Lorenzo, el hijo con el que más afinidad guardan sus inclinaciones a lo imaginario, sería en este caso el heredero idóneo de sus pecaminosos archivos:

…es la única persona que podría acompañarme en esta particular soledad. Si me

muero antes de que él pueda entenderlos, le dejaré mis cuadernos. Cuando llegue

a estas líneas sabrá que pudo haber sido el único testigo de esta parte secreta de

mi vida (187).

Pero esta decisión, como se habrá supuesto, no es definitiva. José García la aplaza, la reconsidera, termina por deplorarla. De manera que aquello que en el futuro habría de pertenecerle a Lorenzo será ignorado para siempre. Jamás leído. El hijo menor de pronto ya no lo acompaña en la particular soledad del confesionario, sino que a José García lo invaden otros hombres, no sólo el subterráneo y aquel otro, susurrante, que calzara botas, sino muchos más, «escondidos, superpuestos, sumergidos, adyacentes, provisionales»

! [397] (188), que en el cuaderno uno se descarrían como una multitud que todo lo subdivide.

Zambrano precisa:

Mas también se manifiesta en la Confesión el carácter fragmentario de toda vida, el que

todo hombre se sienta a sí mismo como trozo incompleto, esbozo nada más; trozo de sí

mismo, fragmento. Y al salir, busca abrir sus límites, trasponerlos y encontrar, más allá

de ellos, su unidad acabada (La Confesión 37).

¿Y a dónde sale José García para hallar esa unidad? Previsiblemente, los únicos límites que es capaz de abrir para franquearlos son, otra vez, las cubiertas del cuaderno uno, que pese a su naturaleza atomizada es lo único que para José García lo define humana y escrituralmente:

…deshilvanado, torpe y hasta contradictorio muchas veces, contiene mis ideas, mis

acontecimientos, mis emociones. Puede no interesar a los demás, pero a mí, en su

totalidad, me expresa (…) desmembrado, no sólo no me expresa, sino que me desvirtúa y

me traiciona, porque cada una de mis verdades deja de serlo si se la priva de su relación

con las otras (El libro vacío 189).

Es decir, la identidad escritural de José García termina siendo un cúmulo de partículas inconexas, desmembradas, amalgamándose gracias a las suturas suspendidas, paralizadas que se practica sobre las heridas de su lucha, de la confesión que lo ha ido separadamente uniendo. «Parece que siempre estoy justificándome por escribir lo que unas cuantas páginas más adelante tengo que negar. Es cierto, pero, ¿qué puedo hacer?» (189). ¿A

! [398] quién le hace José García esta pregunta, ahora? ¿A dónde se fue la miríada de sujetos invisibles que lo escoltaba? José García reconoce que siempre está justificándose, que no perdonándose, y es que le resulta cada vez menos llevadera la «desesperada sensación de encontrarme siempre en el mismo sitio» (194).

La confesión en El libro vacío ha precedido, para decirlo con Zambrano, «los momentos de crisis, en que el hombre, el hombre concreto, aparece al descubierto en su fracaso» (La Confesión 39). José García es ese hombre cuyo fracaso consiste en desvivirse por una literatura que no trasciende las espesuras de su soledad, y a la que sin embargo la palabra poética reinventa, confrontándola: «Yo escribo y yo me leo,

únicamente yo, pero al hacerlo me siento desdoblado, acompañado» (El libro vacío 190).

Zambrano explicaría, por cierto, el reflejo de sí mismo, escritural, por el que se ha salido

José García para reencontrar, a su manera, sus cualidades unitarias: «No es un punto de identidad, sino un centro que confiere la unidad de otra manera» (La Confesión 63).

Pero este centro es removido, sin concesiones y abruptamente, por Vicens. Atención:

José García había quizá escrito lo siguiente: yo escribo y yo me leo. Y de repente, acaso intercedido por esas otras compañías y desdoblamientos que desde sus ángulos de perspectivas trasponiéndose no ven lo que, sospechosamente, ha visto el lector; de repente, pues, y quizá escribiendo él o quien sea que lo habite, se pregunta: «¿pero es posible que no pueda escribir nada, absolutamente nada?» (196). Si conjuntáramos las contradicciones de José García en un enunciado, el deseo maníaco de que hablaba

Barthes nos asombraría: ¿yo escribo y yo me leo, pero es posible que no pueda escribir nada, absolutamente nada? En Aurea mediocritas hurgué en esta suerte de palíndromos de verosimilitud en los que nos interna la prosa vicenciana, y los cuales, como se ha

! [399] insistido en este capítulo, no son más que dilataciones del sufrimiento moral que los bifurca: «siento igual que cuando no he podido pagar a tiempo una deuda y vienen a cobrarme insistentemente (…) Pero en esto de escribir, ¿quién me obliga, a quién tengo que rendir cuentas, con quién me he comprometido?» (197) Como muchas de las cuestiones ya planteadas, ésta puede también ser perfectamente respondida con el avalúo que hace Blanchot respecto del don que altera el silencio de José García:

The gift of writing is precisely what writing refuses. He who no longer knows how to

write, who renounces the gift which he has received, whose language is unrecognizable,

is closer to the untried inexperience, closer to the absence of «proper» which, even

without being, gives place to the advent (The Writing of the Disaster 99).

José García no sabe ya cómo escribir, renuncia al don que le ha sido deparado y se acerca a una vivencia inédita, carente de un propósito adecuado, y que todavía sin ocurrir da lugar al advenimiento. ¿Y cuál es esa experiencia? Justamente, la misma que ahora perpetúa, es decir, la de escribir, más cercana al allá al que lo transporta, por ejemplo, el alcohol: una escritura sin los escollos del porqué, fluida y dinámica: el currente cálamo denostado, con befa, en El Periquillo. José García frisa, entonces, el ápice de esta vivencia en El libro vacío, pero estando a punto de gozarla, se detiene y vuelve fatalmente sobre sus renglones, apocando sin más la energeia: «Todo me resulta deshilvanado y anárquico» (El libro vacío 206). Viraje que lo hunde aún más en los recodos incoherentes del relato con que se flagela:

! [400] Todo lo que la Confesión nos muestra es contradictorio y paradójico: la desesperación de

sí mismo, la fuga del que quiere al mismo tiempo que desprenderse de lo que es,

realizarlo, en una cierta objetividad. La vida del hombre muestra que en la Confesión, no

teniendo unidad la necesita y la supone; muestra en su dispersión temporal que debe

existir algún tiempo sin la angustia del tiempo presente (La Confesión 38).

José García concuerda con las agitaciones que aborda el párrafo de Zambrano. Al especular en el cuaderno uno con su reencuentro con Lupe Robles—reencuentro que sería, emocionalmente, casi un suicidio—anota: «Esta falta de orientación, esta imposibilidad de deslindar y escoger los elementos que funcionarían en la escena del regreso; este no poder inclinarme ni al franco dramatismo, ni a la ahogada emoción, ni a la abierta frivolidad» (El libro vacío 208).

Hacia el final de la novela, y pese a la continua inadaptación a su entorno y a su vocación subrepticia, José García se resigna insospechadamente a ambos: «Mi vida se desliza tranquila. Yo la agito a veces, ¿artificialmente?, con esta lucha entre el escribir y el no escribir (…) y no sé si para consolarme, siento que el mediocre puede ser también un triunfador, si por triunfo entendemos (…) la paz íntima» (210). Esta reconciliación existencial satisface la instancia nietzscheana del rechazo al virtuosismo, y coincide a su vez con la sabiduría de Blanchot respecto del acto de crear con que José García ha secundado sus culpas:

There can be this point, at least, to writing: to wear our errors. Speaking propagates,

disseminates them by fostering belief in some truth.

[…]

! [401] To write: to refuse to write—to write by way of this refusal. So it is that when he is

asked for a few words, this alone suffices for a kind of exclusion to be decreted, as

though he were being obligated to survive, to lend himself to life in order to continue

dying.

To write—for lack of the wherewithal to do so (The Writing of the Disaster 10).

Entregándose a sí mismo a la vida para continuar muriendo, cuaderno a cuaderno, José

García admite ser «lo que se llama, sin atenuantes, ser un mediocre […] Y bien, lo acepto» (El libro vacío 209). Y así, pese a la asumida e inevitable racha de bancarrotas, pretéritas y por venir, retocará sus planas «con ánimo heroico» (211), continuará dejando de hacerlo como si hubiera en efecto sabido hacerlo en algún momento: for lack of the wherewithal to do so.

Declararse mediocre sólo a sí mismo no basta. La mediocridad, para José García, es universal. A aquellos de quienes antes demandara atención y clemencia, sin que lo tomaran en cuenta, ahora les imputa la condición que acaso a punto está de redimirlo:

«Somos unos mediocres. No pudimos evitarlo o no tuvimos con qué evitarlo. No fuimos dotados con los elementos o los talentos que no pueden frustrarse» (217).

Sin atenuantes, José García se juzga inevitablemente mediocre, agitando a veces con sus planas su paz íntima, victoriosa. Ha encontrado dentro de sí mismo no al escritor que lo definiera idealmente como excepcional, cuando terminara el cuaderno dos, sino al escritor anónimo, escindido, que lo suma a una colectividad de narradores fantasma entre la que puede reconocerse menos dramáticamente. Así nos lo ha hecho saber desde las

últimas líneas de su confesión, la cual

! [402] parece ser así un método para encontrar ese quien, sujeto a quien le pasan las cosas, y en

tanto que sujeto, alguien que queda por encima, libre de lo que le pase. Nada de lo que le

suceda puede anularle, aniquilarle, pues este género de realidad, una vez conseguida,

parece invulnerable. Y el logro de este punto de invulnerabilidad tiene que ver no sólo

con esa unidad pura, con el centro interior, sino también con este misterioso mundo que

es preciso unificar, adentrándose en él, venciéndolo a fuerza de intimidad, sirviéndole en

una esclavitud que va a dar la libertad (La Confesión 107).

La esclavitud de corregir un cuaderno y sus innumerables elongaciones, y la cual se ha impuesto como penitencia por sus faltas, es con la que servirá al misterioso mundo, dándole libertad. La escritura será otro eslabón de la cadena que sólo caerá temporalmente cuando el alcohol la desanude, equiparándose por lo tanto a la tirantez anónima, gris, lisa de las sogas de la pobreza, de la burocracia y de la familia.

Emprendiendo el derrotero de la escritura y retornando desde sus simas, herido, solo y subdividido, José García ha integrado su condición humana, mas no su condición de novelista, dado que no supera el estado larvario, el no ser aún que permeara su tono confesional. A todo lo que ha llegado es a decretarse un mediocre. Lo anterior, sin embargo, no le resta mérito al ánimo heroico con el que dará seguimiento a sus impulsos de prosa, con lo que Vicens, como personaje, le condona la inexistencia de aquella obra distinta y trascendente, en tanto El libro vacío se solventa, pese al ánimo de su protagonista, como una peculiar obra sin héroe, categoría que establezco a partir de las siguientes impresiones de Mijaíl Bajtín:

! [403] El hombre es una condición de la posibilidad de cualquier visión estética, da lo mismo si

ésta halla una determinada encarnación en una obra artística acabada o no (…) Es posible

también una obra artística sin un héroe expresado de manera definida: la descripción de la

naturaleza, la lírica filosófica, el aforismo estetizado, el fragmento en los románticos, etc.

Particularmente frecuentes son las obras sin héroe en otras artes: casi toda la música, el

ornamento, el arabesco, el paisaje, la nature morte, toda la arquitectura, etc.

[…]

Es verdad que la frontera entre el hombre—la condición de la visión—y el héroe—el

objeto de la visión—a menudo se vuelve movediza: el asunto está en que la

contemplación estética como tal tiende a aislar a un determinado héroe, en este sentido

cada visión encierra una tendencia al héroe, una potencia de héroe; es como si en cada

percepción estética del objeto dormitara una determinada imagen humana, como en el

bloque de mármol para el escultor (Theory of the Novel 19).

Vicens ha logrado componer su imagen de hombre inventando a José García, percibiéndolo, suspendiéndolo estéticamente desde El libro vacío sólo como un héroe en potencia—la energeia de que hablaba Herder, varada—; un héroe no expresado de manera definida, encarnando además la esencia de su novela en tanto obra artística no acabada.

Este héroe en potencia volverá a atizar sus ímpetus escriturales, como se citara, indefinidamente, pese a que aquéllos amenacen con extinguirse. Hacia el «desenlace» de

El libro vacío, por lo tanto, y mientras la energeia no se atenúe del todo, la captación de benevolencia por la que tan intensamente ha rogado José García volverá a conjugar el discurso vicenciano:

! [404] Quiero seguir escribiendo. Mejor dicho, empezar a escribir, porque esta noche el tiempo

se me ha ido en fantasías, en divagaciones, en recuerdos. No es así, lo sé perfectamente.

Si encontrara una primera frase, fuerte, precisa, impresionante, tal vez la segunda me

sería más fácil y la tercera vendría por sí misma. El verdadero problema está en el

arranque, en el punto de partida.

Esa luz, ¡qué fastidio! En fin, voy a acostarme y a seguir pensando. Tengo que

encontrar esa primera frase. Tengo que encontrarla (219).

Da la impresión, al leer estas últimas líneas de la novela, que todo lo dicho, es decir el relato confesional minuciosa y caleidoscópicamente explayado, no ha ocurrido y que en realidad el narrador, que sigue tratando de comenzar a escribir, no se ha declarado culpable, si no que ni siquiera se ha confesado ante nadie, ante nada. La alusión a la luz que lo fastidia e interrumpe sus divagaciones remite a una salida, virtual, del confesionario dentro del que estuvo sólo esporádicamente encomendándose a Dios, al vacío, transitando hacia la nada de su libro por ocurrir.

Fuera de la penumbra en que declaraba la ignominia de estar dejando de hacerlo, renace, desconcertante y fortalecido, en la probabilidad todavía inexplorada de una página en blanco promisoria que lo aliviará, el día de mañana, de todo sufrimiento. José

García se ha prometido y se ha extinto como autor, regresando a un principio en el que ni siquiera su aspiración más remota se ha vertido aún en el papel. El libro vacío es el pretendido catafalco de un hombre libre que ha emergido de la oscuridad del sacrificio a la luz vital, urgente, que lo va a comprometer con igual fatalismo y que iluminará las siempre imprevistas cuartillas de su obra no habida, que lo define, lo condena y lo libera al tiempo en que lo difumina. Es éste el desastre verbal, blanchontiano, en el que

! [405] confluyen la preparación de su novela, la concreción de sus ideales de belleza y la saciedad latente de sus deseos opresivos. Desastre a partir del cual José García, en la

última noche de El libro vacío, emerge por lo pronto robustecido y participa, platónicamente, en lo que Theodor W. Adorno llamó lo oscuro del arte y que remite, por cierto, a los escarceos con lo imaginario de Juan María Brausen que se analizaron en La vida breve:

The tension that art mantains in relation to the perpetual catastrophe presupposes

negativity, which in turn is the methexis of art in the obscure (…) Art is promissory

despite its negativity, indeed total negation (…) Aesthetic experience is the experience of

something which spirit per se does not provide, either in the world or in itself. It is the

possible, as promised by its impossibility. Art is the promise of happiness, a promise that

is constantly being broken (195).

! [406] CAPÍTULO IV LOS DETECTIVES SALVAJES. ASOCIACIÓN, OBRA Y PALABRA ERRANTES, IMPULSO DE JUEGO, INGENIO Y DIALÉCTICA DE LO INTERIOR COMO PREÁMBULOS A LA (NO ) ESCRITURA

1. CONTRASTES PRELIMINARES. ESTADO DE LA CUESTIÓN

Luego de una minuciosa inmersión apenas en parte de la bibliografía crítica en torno a

Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953–Barcelona, 2003), no es una hipérbole concluir arguyendo aquello que el mismo narrador y poeta chileno, hacia las primeras páginas de

2666 (2004), anota respecto del desaliento de los críticos Pelletier y Espinoza cuando perciben dilatarse sobre sus aspiraciones académicas la sombra del mítico Beno von

Archimboldi: «…su obra, a medida que uno se internaba en ella, devoraba a sus exploradores» (47). La estatura incontrovertible de Roberto Bolaño como figura totémica y, para muchos, paradigma de la novela latinoamericana del siglo XXI, fue, está siendo y augura ser un epicentro de por sí caudaloso a partir del cual proliferan, multiplicándolo, estudios especializados y aproximaciones de cualquier índole, principalmente en el

ámbito universitario estadounidense, español y mexicano, aunque también en la esfera editorial mediática de toda capital hispanoparlante. Ello no es ni mucho menos una novedad, sino más bien el tautológico corolario que sigue a la enunciación del nombre y apellido que cimbran, ya desde la cerebral divergencia, ya desde la fiel idolatría, el campo actual y quizá por venir del canon de la novela en lengua castellana. Aludo con rapidez a estas obviedades como mero preámbulo contextual a la sensata delimitación a que aspiran mi resumen y comentario de textos críticos; éstos abordan, en primer plano, el título del que me ocupo fragmentariamente, y el cual colocara a Bolaño en el sitial de la tradición a la que encara, reinventa y dinamita: Los detectives salvajes (1998),

! [407] merecedora, por mencionar sólo dos galardones que la embarcan en la trascendencia de las letras de Hispanoamérica, del Premio Herralde de Novela en el mismo año de su aparición, y acto seguido del Premio Rómulo Gallegos, en 1999.

Aclaro de inmediato, para distinguir mi enfoque del de los investigadores que me preceden, que sólo me conciernen aquí, en específico, aquellos episodios de Los detectives salvajes en los que un personaje escribe o alude a lo que escribe, con el lector como testigo de un proceso que fluctúa entre la presunción poética y el anhelo de asimilarse presa de una vocación lo mismo ingrata que ineludible. No es otro el tópico de mi disertación y sin embargo no me parece inoportuna esta redundancia, pues como habrá de corroborarse, más de un artículo centra sus observaciones en la práctica de la escritura en la emblemática novela de Bolaño pero ninguno, hasta donde me fue dable verificar, profundiza en las estratagemas de su exhibición, ocultamiento y ambigüedad, o, al menos, no siguiendo los parámetros que yo propongo, y que planteo a su momento en 1.2

MARCO TEÓRICO. En suma: he aislado e interpretado elementos clave de las escenas en las que los protagonistas de Los detectives salvajes muestran, velan o insinúan sus manuscritos, en instantes en los que se confrontan al esencial oficio que los desvive durante las etapas iniciáticas de su búsqueda de identidad como creadores56.

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 56 Soy consciente y suscribo, reconociéndola, la inevitable omisión en que debo necesariamente basar mi lectura crítica. Es decir, como es de todos conocido y como ya decenas de especialistas lo han recalcado: la profusa bibliografía de Bolaño, narrativa, poética y aun ensayística, es una inagotable obsesión por el escritor no sólo como personaje de ficción sino como individuo, ente histórico en el que confluyen los indicios críticos indispensables para descifrar los claroscuros de la humanidad contemporánea. La monumental, y ya citada, 2666, es en este sentido la culminación de tales preferencia e hipótesis, que ya prefiguraban también magistralmente, bifurcándose, La literatura nazi en América y Estrella distante (ambas novelas de 1996). Las numerosas matizaciones que ofrece Bolaño al respecto son tan extraordinarias como vastas y por lo tanto exceden las capacidades formales y metodológicas a que se ciñe mi análisis, que, como se demostrará, encuentra más afinidades entre Los detectives salvajes y las otras tres obras centrales de mi disertación. Pues Los detectives salvajes enriquece y otorga continuidad y preeminencia insoslayables a las paradojas que como investigador me incumben, a propósito de una escritura fotosintética e incierta, en trance de suscitarse.

! [408] Antes de proceder a la clasificación cronológica y a las apostillas de las fuentes consultadas, me parece justo establecer un panorama previo de aproximaciones generales a Los detectives salvajes. Procedo a enlistar los recurrentes, e interrelacionados, enfoques de los críticos en tanto corresponden a aquellos en los que he prescindido ahondar, en un afán de sucinta practicidad y eficiencia, y pese a lo cual fueron tomados en cuenta como pautas de gran aportación durante los preparativos de este capítulo: el desdoblamiento autobiográfico, amplia e infatigablemente discutido, Roberto Bolaño/Arturo Belano y la consecuente heteronimia colectiva, ligada al infrarrealismo, que de tal binomio metaficcional se deriva; análisis estilístico, psicoanalítico y filosófico de la obra de

Bolaño, e inexistente casi uno que examinara la «obra» de sus personajes; la estructura polifónica; las conexiones e implicaciones recíprocas entre los movimientos del estrindentismo y el infrarrealismo—así como de los movimientos de vanguardia europeos que influyeron en éstos—y el realvisceralismo; mapeo histórico–socioliterario a partir del recorrido de Arturo Belano y Ulises Lima por diversas latitudes del planeta; la intertextualidad, a su vez autobiográfica, entre Los perros románticos (2008) y Los detectives salvajes; la abierta heterogeneidad de orientaciones y roles sexuales representados; consenso y discrepancia en torno a Roberto Bolaño considerado, a partir de Los detectives salvajes, como «el último escritor latinoamericano»; desafío, marginalidad y crítica acerba del establishment literario, político, social e histórico hispanoamericano; reformulación, asimilación y parodia del género de la novela negra.

* * *

! [409] En el año 2002 se publica Roberto Bolaño. La escritura como tauromaquia, antología miscelánea de reseñas breves y más o menos redundantes cuyo prólogo y compilación corren a cargo de Celina Manzoni. De los textos incluidos me ocupo, por principio de cuentas, de «Espectros mexicanos», de Juan Antonio Masoliver Ródenas, quien advierte las siguientes virtudes en el prosista chileno, desplegadas en Los detectives salvajes:

«especial talento para unir lo divertido con lo dramático, para integrar las aventuras literarias en las sórdidas aventuras de la vida, para reconstruir con eficacia la dinámica de espacios geográficos que le son familiares» (65); el carácter tragicómico como atributo del estilo bolañiano, he de adelantar, es de importancia capital para mi análisis y lo relaciono íntimamente con una aventura literaria, sí, pero de un carácter subjetivo que la nota de Masoliver Ródenas no considera; el énfasis de «Espectros mexicanos» es ofrecer un atisbo a los territorios varios que abarca la novela, teniendo como más acusado telón de fondo México, donde se registra «la búsqueda de una generación (…) que ha estado buscando en el vacío y que, en un país sin futuro, sólo parece encontrar respuesta en un pasado ya perdido. Un vacío que no es solamente literario» (68). Esta apreciación del tema de la búsqueda y del vacío que la cerca, un vacío con implicaciones literarias esenciales, concuerda más con el itinerario de trashumancia de los realvisceralistas tras la pista de Cesárea Tinajero que con el ejercicio primigenio de la escritura al que éstos presuntamente se consagran y en el cual, otra vez, me compete indagar.

«Sobre la juventud y otras estafas», de Ignacio Echevarría, albacea y amigo íntimo de

Bolaño, parafrasea sumariamente los sucesos que se narran en Los detectives salvajes, destacando el carácter desposeído que la distingue:

! [410] …en definitiva, «una historia de poetas perdidos y de revistas perdidas y de obras cuya

existencia nadie conocía una palabra»; la historia de toda una generación envejecida, de

sus esfuerzos y de sus sueños, «todos confundidos en un mismo fracaso» que conserva

sin embargo el resplandor de la alegría (72).

Extraigo del párrafo citado la singularidad, en la que Echevarría no profundiza, de las obras de cuya existencia nadie conocía una palabra, y que, como en gran parte de los críticos que la obvian por ser el estado de cosas convencionalmente asumido de la historia, no es objeto de una más detenida reflexión.

«El copiloto del Impala», de Juan Villoro, hace un conteo—con un asombro que resulta llamativo, y en el que inevitablemente recaen muchos de los miembros de la canonjía bolañiana—de la extensión de Los detectives salvajes: «Esta saga inconmensurable dura 609 páginas pero podría abarcar una biblioteca concéntrica; en rigor, no termina: se disipa tras una última ventana» (77). Que la novela se prolongue aún más allá de un foliado que a no pocos admira, es un acuerdo y una perplejidad compartidos entre los críticos, debido al trazo enigmático con que «concluye» la novela y que algunos artículos glosados a continuación se han aventurado a desentrañar. Por lo pronto, Villoro subraya un elemento central de Los detectives salvajes que afecta por supuesto el nivel de interpretación en el que me situaré más tarde y que en alguna medida se relaciona con ese umbral desconcertante como desenlace: la del realvisceralismo es una singladura que se asienta en un «un paisaje preciso y enrarecido» en el cual se articula «la descolocada veracidad de la ficción» (78).

«Perdidos en Bolaño», de Roberto Brodsky, contempla también ese marco punteado con inquietud y extrañeza y propone a su vez una hipótesis no exenta de suspicacia, al

! [411] menos en lo que toca a la metástasis de fascinación e interés detonada por el novelista chileno:

¿Qué hay detrás de la ventana?, pregunta García Madero, y uno tiene ganas de ponerse a

inventar respuestas […] Detrás de la ventana de García Madero lo que hay, a fin de

cuentas, es un vastísimo territorio llamado Bolaño, donde un mexicano y un chileno se

pierden de nuestra vista, aunque nosotros no tengamos la culpa de nada (89).

«Bolaño en la distancia», de Enrique Vila–Matas—como no podía ser de otra manera— incluye a los paladines del realvisceralismo en una genealogía de artistas cuya clandestinidad y costumbres estrambóticas los decantan hacia los hábitos del absurdo y la clandestinidad, agudizando en ellos el desasosiego y la melancolía propios de una identidad endeble. Para Vila–Matas, Los detectives salvajes son «…seres que a mí me parece que vagan en lugares extraños, en unas afueras que no posen un interior, como astillas a la deriva supervivientes de un todo que nunca ha existido» (99). Dentro de este todo que nunca ha existido mi lectura, como insinúa por lo demás el catalán, concederá relevancia a los hitos que azuzan la pre–producción poética de los realvisceralistas, una pre–producción hiperconsciente de los cánones de los que deriva y bajo los que sin embargo queda eclipsada, si bien Belano y compañía los asumen o los riñen con vehemencia. Ese todo que nunca ha existido, cifrado por lo demás en el único poema de

Cesárea Tinajero, es por lo que, irónicamente, han sobrevivido los realvisceralistas, pero sin que queden luego reflejos claros, escriturales, de que se haya retribuido la herencia, o de que se haya estéticamente aprendido del paradigma; el todo que nunca ha existido se interpola y extiende, en Los detectives salvajes, hacia un todo que nunca existirá, es decir

! [412] hacia una promisión de obras, otra vez, de las que nadie conoceremos una sola palabra sino apenas una última ventana, como afirma Villoro. El propio Vila–Matas, contundente, así lo sugiere: «¿Y por qué no pensar que Los detectives salvajes tiene algo de la literatura por venir?» (104)

En la compilación que coordina Manzoni también se indexa «Carmen Boullosa entrevista a Roberto Bolaño». Cito las expresiones del propio novelista chileno respecto del oficio y Los detectives salvajes; expresiones en las que su palmaria imparcialidad e ingenio resultan, para mi análisis, gestos primordiales que luego repercuten en la manera de ser escritural de sus personajes, y que perfilan la faceta de un escritor al que Vila–

Matas dedicó el apelativo de «artista de la multiplicidad» (100):

La verdad es que no creo demasiado en la escritura. Empezando por la mía (…) Uso la

palabra escribir como antónimo de esperar. No hay espera, hay escritura. En fin, es muy

probable que me equivoque y la escritura también sea otra forma de espera, de dilación.

Me gustaría creer que no. Pero, ya te digo, es muy probable que esté equivocado (109).

Estas líneas rezuman una patente ambigüedad, que, amén de recrearse en las incisivas indefiniciones a las que era asiduo Bolaño en sus conversaciones, yo leo transferida a los comportamientos creativos que rigen a los realvisceralistas. Bolaño define la escritura como antónimo de espera pero luego admite que puede ser lo contrario, y que la escritura puede que sea, como se lee, otra forma de espera, de dilación. Con esta última sospecha, como se irá constatando, congenia mi análisis.

Por otra parte, ¿es Arturo Belano lo que tantos entusiastas aseveran, a saber, una superposición autobiográfica de Roberto Bolaño? El menos indicado para zanjar la

! [413] cuestión, debido a la manifiesta malicia con que confundía a sus entrevistadores, es el propio Bolaño, quien así se deslinda, o no, de su héroe:

De autorretrato, muy poco. Un autorretrato exige una cierta voluntad, un ego que se mira

y remira, un interés manifiesto por lo que uno es o ha sido (…) ¿Si mi obra es

autobiográfica? En cierto sentido, ¿cómo podría no serlo? Toda obra, incluida la épica, en

algún momento es autobiográfica (111).

«Una lectura conjetural. Roberto Bolaño y el relato policial», de Ezequiel de Rosso, es uno de los textos que más enriquece la selección de Manzoni. De Rosso aparta para sí, de entre el maremágnum de elogios desmedidos y apreciaciones impresionistas que entronizan Los detectives salvajes, una laguna fundamental: «la pregunta que organiza el relato, pero que temáticamente la novela no propone, es con quién dialogan los narradores que cuentan la mayor parte de la novela, qué organización se esconde detrás de un texto aparentemente caótico» (138).

De Rosso toca un punto medular del que se ramifica, de hecho, una de las problemáticas de mi análisis, que interroga no la identidad concreta del señor al que accidentalmente se dirige Madero a cierta altura de la novela, ni las otras identidades, aun más difusas, de quienes sea que recogen de primera mano el testimonio mural que explaya el coro bolañiano. Lo que me concierne en todo caso interpretar es la estrategia, enmarcada en los códigos de la narrativa policiaca, empleada por algunos de los emisores, o en su caso por algunos de los interrogados, y que está íntimamente ligada con una obra poética que acaso se oculta deliberadamente como evidencia inculpatoria.

! [414] Por ahora, creo pertinente seguir atendiendo las oportunas reflexiones de De Rosso en torno al misterio, irresoluble como el de la ventana, de a quién interpelan, en Los detectives salvajes, los integrantes de un elenco calificado por Vila–Matas como «magma lingüístico de una gran variedad» (98):

Entre otras cosas, las hipótesis formulables sobre los hechos son fragmentarias, operan en

diferentes niveles y no son reductibles a un solo factor, un solo secreto, sino que más bien

se trata de varios secretos, o de ninguno: de meros «descuidos del texto». Así, el texto

nos presenta lugares que no serán actualizables por la falta de pruebas que el texto

presenta, y que sin embargo, ahí están, son inevitables: ¿qué hacer con ellas? Sólo dos

opciones. O se las evita o se las intenta integrar, reformulando todo el relato en pos de un

sentido oculto, intentando que el «núcleo delirante» pueda actualizarse, entrar en caja

(139).

Sin que mi análisis necesariamente las evite, las pruebas inevitables de que habla De

Rosso tampoco serán, por lo demás, integradas en pos de un sentido oculto, sino que serán valoradas justamente como «descuidos del texto» cuando trasluzcan, de una manera más acusada o más enigmática, los instantes durante los cuales la escritura da la impresión de estar ocurriendo frente al lector.

«Roberto Bolaño, entre la historia y la melancolía», de Gonzalo Aguilar, acentúa el temperamento y las costumbres de los individuos sobre los que el chileno cimentara su ficción, aunque poco dice, en concreto, de la naturaleza o de los claroscuros del oficio que los equipara:

! [415] Algo une a los personajes de Bolaño: todos son escritores o aspiran a serlo. Para lograr la

fama o el reconocimiento, viven como se supone que viven los escritores: transitan por la

bohemia y por el alcohol, dan su vida por un poema, procuran el placer y el desafío, y

arman revistas y salen a la caza de premios y concursos (…) Pero el tema de las novelas

de Bolaño es, más que la literatura, sus bordes perversos y espantosos (146).

Aguilar sugiere como tema capital, hacia el final del párrafo, la inminencia de esos bordes perversos y espantosos que circunvalan la literatura; bordes perversos y espantosos en los que de mi parte inscribiría, antes que excluirla, la ejecución misma de la literatura, en tanto un afán que se supedita a las consecuencias límite de la desaparición, el riesgo y la incertidumbre.

Al término de las colaboraciones de algunos de los autores que se han vuelto ya heraldos de referencia obligatorios para contextualizar la efervescente consagración de

Bolaño, la compilación de Manzoni anexa un apéndice titulado «Documentos». Consulto aquí dos de ellos: «Bolaño por Bolaño», en el que el autor chileno declara: «En Los detectives salvajes (1998), hablo de la aventura, que siempre es inesperada» (201); y

«Roberto Bolaño: acerca de Los detectives salvajes», en el que admite, en tres líneas que holgadamente concentran la constelación totalizante de la obra: «Creo que mi novela tiene tantas lecturas como voces hay en ella. Se puede leer como una agonía. También se puede leer como un juego» (204), declaración que posteriormente leeremos reproducida en Entre paréntesis (2004), volumen que reúne numerosos apuntes de Bolaño en su faceta de crítico literario, y que intermedian la publicación de Los detectives salvajes y su deceso. Dejo en el tintero, para mi ulterior análisis, la oposición agonía–juego como una de las coordenadas hermenéuticas que facilitan internarse en los procesos escriturales que

! [416] se imbrican en Los detectives salvajes. A propósito del tono hilarante ya señalado por

Masoliver Ródenas, en «Documentos» se reproducen estas razones del jurado que otorgó a Bolaño el Premio Rómulo Gallegos: «incursiona en un tipo de humor poco frecuente en la literatura escrita en español» (206). A su vez, el siguiente párrafo del dictamen secunda las impresiones de Vila–Matas: «Es precisamente su polifonía, que se expresa en los diversos aspectos de la novela, junto con un funcionamiento supranacional, lo que habilita a considerar Los detectives salvajes como una obra que abre caminos hacia el próximo siglo» (206).

En 2003 aparece uno de los volúmenes ancilares para la cátedra bolañiana: Territorios en fuga. Estudios críticos sobre la obra de Roberto Bolaño, coordinado por Patricia

Espinosa H., quien abre con estos enfebrecidos encomios en el «Estudio preliminar»:

«Roberto Bolaño (1953) irrumpe en la literatura chilena como un enajenado. Una bestia que produce y produce textos notables, que se mueve entre la poesía y la narrativa, una máquina de ficciones» (13). El propósito de Territorios en fuga es solventarse recuperando «la función crítica» de perspectivas cuyos «paradigmas, recurrencias, desvíos y contradicciones nos permitan advertir cómo se articula hoy la crítica y desde dónde y cómo se lee a Bolaño» (16).

La propia Espinosa H. da pie a la serie de aproximaciones que coordina incorporando la escritura de Bolaño en «la llamada metaficción que manipula una y otra vez la perspectiva narrativa», además de que pone «en cuestión la identidad subjetiva, unificada», mediante una «fractalización» de voces y una «infinitización» (sic) de discursos» (20–22).

! [417] Reviso sucintamente los planteamientos relativos a mi objeto de estudio que se conciertan en Territorios en fuga.

«Poética de Roberto Bolaño», de José Promis, discute la adhesión de nacionalidad que la propia biografía del chileno, cuando menos volátil, tornó siempre polémica, lo mismo que sus posiciones ideológicas al respecto57; Promis aborda luego, admitiéndolo como verdadero, el palimpsesto Bolaño/Belano, a partir de argumentaciones de entre las que hallo pertinente, en lo que toca a mi enfoque, citar lo siguiente:

Este juego autorreferencial es una consecuencia entre otras de la manera como Bolaño ha

asumido la responsabilidad de la práctica literaria. Su escritura posee dos direcciones

encontradas: nace en un ámbito próximo a su experiencia vivida para ingresar desde allí

en el territorio de lo imaginario y desde éste regresa a subvertir sus propios fundamentos

en una especie de círculo borgeano que Ángel Ros define como ser «espectador del

espectador» (49–51).

Es decir, Bolaño se contemplaría como Belano, y visceversa, a través de Los detectives salvajes; el vehículo para tales refracciones es, por supuesto, la escritura nítida del chileno, que las exacerba, se divierte y se horroriza con ellas. El círculo borgeano que delinea Promis, a mi entender, llega sin embargo a colapsarse cuando la proporción

Bolaño/Belano se desequilibra ostensiblemente, debido a que la escritura del realvisceralista, contraria a la de su artífice, no es legible y se difumina, intercalada entre las atropelladas voces que la dilatan, para decirlo con un término del propio narrador

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 57 En el mismo ensayo se incluye la—también ambigua—postura de Bolaño al respecto: «Siempre me ha parecido absurdo dividir a los escritores españoles y a los latinoamericanos (…) Y ese estar en medio, no ser latinoamericano ni español, a mí me pone en un territorio bastante cómodo, en donde puedo fácilmente sentirme tanto de un lado como de otro» (47).

! [418] santiaguino. Bolaño sí es espectador pero no así Belano, o no al menos desde un artificio autorreferencial explícito: no se lee un solo poema o verso del realvisceralista en que sea perceptible la presencia del creador, al otro lado de la página, a quien imita.

El juego autorreferencial rastreado por Promis, cuando se lo interpela desde el binomio infrarrealismo/realvisceralismo, devela por lo demás una notoria preceptiva:

Miguel Donoso Pareja, el presentador de la antología de los poetas infrarrealistas

publicada por Roberto Bolaño en 1979 [Muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego],

recuerda que el término ya existe en el vocabulario de Mariátegui para referirse a

Philippe Soupault. Según Donoso, no hay que buscar los rasgos característicos del

infrarrealismo en manifiestos teóricos sino en el modo como los infrarrealistas practican

la literatura. La aceleración es su ritmo preferido. Su interés se dirige al movimiento de

las cosas, no a su desenlace; de aquí que el acontecer puede adquirir un sentido confuso,

sin metas, que tiende a agotarse en sí mismo. Todo esto produce una visión

desesperanzada de la realidad circundante que encuentra en los motivos del amor y del

crimen sus mejores caminos de expresión, y que a la vez genera discursos líricos de

carácter narrativo y narraciones fuertemente indiciales (53).

La cita anterior disecciona sin más los atributos primarios de la escritura sobre la que me interesa profundizar en Los detectives salvajes: aceleración, movimiento y no desenlace, narraciones fuertemente indiciales. Tales fueron los mandamientos implícitos de la poética infrarrealista y tal es el pulso que subyace, por añadidura, a los escarceos y subterfugios de los realvisceralistas cuando esgrimen o no la pluma en la ficción bolañiana. Promis actualiza las inflexiones del prefacio de Donoso, extendiéndolas a

! [419] manera de comunes denominadores que templan la narrativa de Bolaño, «donde la casualidad lógica es sustituida fuertemente por el azar o el absurdo», generando a su vez

«situaciones narrativas abiertas en que participan personajes de conducta enigmática o paradójica» (54). ¿En qué radica eso enigmático y paradójico, digamos en el caso de

García Madero, el perseverante diarista? En lo que a mí respecta, dichas taras arquetípicas son discernibles nada menos que en el modo en que el mismo García Madero escribe o se burla ya de sí mismo, ya de quien lo interroga, fingiendo que lo hace, que lo hizo o que, eventualmente, en el futuro que avistaron Vila–Matas y los jurados del

Rómulo Gallegos, lo hará.

Resurge aquí el tópico irresuelto del interlocutor de cepa detectivesca al que se le cuentan los cientos de anécdotas de Los detectives salvajes; ello debido a que Promis complementa sus comentarios celebrando la reformulación, justamente, de la novela negra en que incurre Bolaño; reformulación que por cierto refrenda la «cercanía» de éste

«con la sensibilidad vanguardista»:

No debemos olvidar que el llamado hard–boiled americano, traducido después como

«novela negra» en castellano, constituyó la otra cara, el reverso popular––pero no menos

agresivo, rupturista, revolucionario y novedoso––de la renovación narrativa que significó

la novela de James Joyce, Ernst Hemingway, William Faulkner, John Dos Passos y

Virgina Woolf. En los mismos años cuando estos narradores rompían con las formas de

ver, interpretar y escribir impuestas por la tradición positivista, los fundadores del hard–

boiled reaccionaban paralelamente contra la práctica de la novela policial de «cuarto

cerrado» heredera del racionalismo decimonónico […] Es en la utilización de

determinados aspectos del modelo que ofrece la novela negra donde Bolaño ha

! [420] encontrado la forma narrativa que le ha permitido configurar un mundo imaginario cuyas

raíces más lejanas se encuentran en los principios vanguardistas de la década de los

veinte, adquieren vigor en los años mexicanos del «infrarrealismo» y se consolidan a

través de una práctica literaria personalísima que lo ha convertido, sin duda, en uno de los

narradores hispanohablantes más notables de este nuevo periodo finisecular (62–63).

El cuarto cerrado, pues, como condicional de estructura, es consecuentemente adoptado y lo violenta Bolaño al instalar, no sólo al final sino prácticamente a cada párrafo de Los detectives salvajes, indicios como esa línea punteada que sugiere una ventana, pudiendo ser lo mismo una azotea, una caja, el antedicho cuarto cerrado—parodiado—o hasta una página en blanco, si es que, como en todos los juegos de destreza mental, García Madero ha anotado ventana en su pregunta sarcástica únicamente para distraer, ¿a quién?, de la contemplación de la forma obvia o misteriosa que ha dibujado para la posteridad.

Entonces: no sólo al final, sino a cada párrafo de la novela se desperdigan rastros de información sugerente que conformarían, o integrarían de ser posible, como barruntaba

De Ross, el sentido oculto de la novela, que, volviendo a las declaraciones de Bolaño, no sería tal, puesto que su obra ostenta más de uno. A fin de cuentas, de entre los arcanos que se filtran hacia fuera y hacia dentro del cuarto cerrado desde el que Belano, Lima o

García Madero escriben, se nos condena a rebuscar eso que falta, estando a la vez desconcertantemente ahí, como una carta robada que legitimaría o traicionaría al realvisceralismo; eso que pudiera ser, quizá, un verso, con mucha suerte un poema completo, de factura irrefutable y no meramente especulativa.

«Sobre Los detectives salvajes», de Grínor Rojo, analiza desde «el centro de la cronología profunda de la novela de Bolaño» (68), el viaje de la primera a la segunda de

! [421] las siguientes cuatro fases de formación poética propuestas por el crítico Harold Bloom en A Map of Misreading (1975):

…el joven poeta, el «efebo» para Bloom, se sumerge al principio de su carrera, arguye él,

en el «mar de la poesía» y avanza después de eso hacia la identificación con un

«precursor». En una tercera etapa, se saca de encima a su precursor para llegar a ser él

mismo. Finalmente, ya en posesión de su persona, de sus aptitudes y recursos, y a la vista

de una obra de consideración ya realizada, se instala en el lugar que le corresponde dentro

del que Eliot pensó como el museo ideal de los poetas (67–68).

Los detectives salvajes trata, entonces, de descubrir «al precursor bloomiano (…) seguirlo y por fin matarlo» (72). Rojo, adaptando a las anteriores premisas el periplo que los realvisceralistas emprenden a Sonora en la búsqueda de Cesárea Tinajero, concluye que el encuentro con ésta constituye «el establecimiento de una tradición y fijación de un destino», por lo que «más que causa de una muerte, al balazo que le quita la vida tenemos que interpretarlo nosotros como el dispositivo eficaz de un ritual exorcístico (sic).

Lima/Belano/Bolaño quedan desde ahora en adelante libres para realizar su propia obra»

(72). Esta hipótesis, que no carece de sagacidad, refuerza además el consenso respecto de

Los detectives salvajes como un desmesurado preámbulo, de tintes iniciáticos, a una escritura venidera que, según la propuesta de Rojo, no pudo llevarse a cabo en el transcurso de la novela en tanto la existencia y tutoría espectral de Cesárea Tinajero apenas hacia el final es literal y literariamente eliminada. La muerte de la poeta vanguardista es la tabula rasa, necesaria y trágica, a partir de la que los realvisceralistas,

! [422] dejando ya paradójicamente de serlo al asesinarla, podrán, independizados, comenzar a escribir.

«Todos somos monstruos», de Álvaro Bisama, suma a lo bestial, a lo enajenado y a lo incontenible vociferados por Espinosa H. los epítetos sublime y siniestro para glorificar a

Bolaño. El texto de Bisama, un desafuero de parabienes, reitera la sensación de premeditada perplejidad como una de las consecuencias de la lectura genéricamente policiaca de Los detectives salvajes: «Advertencia No 1: léase a Bolaño como una especie de agujero negro que de cuando en cuando, deja salir alguna luz o da alguna pista. Advertencia No 2: léase a Bolaño como uno de esos autores donde el lector debe hacer la mayor parte del trabajo» (81). Cuestión rebatible: la prosa bolañiana es por lo demás tan clara y comprensible, a veces incluso amena, que el trabajo que refiere el ensayista tendría más bien un carácter de complemento imaginativo promedio que no excede las altas cuotas de reconstrucción exigidas por otras novelas. Es decir, los cabos sueltos aludidos hasta aquí, y a los que con probabilidad se refiere Bisama, no deben imprescindiblemente resolverse para que la novela cumpla, hacia el desenlace, con un ciclo anecdóticamente redondo.

El segundo apartado de Territorios en fuga se titula «La identidad, ¿posible?», y en él se incluye «Roberto Bolaño, escritor para leer», de Javier Edwards, quien reconoce en el narrador chileno «un dominio excepcional de las diversas técnicas literarias, como asimismo, una muy saludable libertad al momento de utilizarlas o dejarlas de lado» (120).

A propósito de Los detectives salvajes, Edwards apunta: «Trama que avanza, retrocede, gira circularmente en torno a la perspectiva de los personajes, desplegando sus hablas particulares, sus circunstancias como en un caleidoscopio que, si por momentos

! [423] tiene la morosidad del detalle, jamás deja de seducir» (120). En esta morosidad del detalle no figura sin embargo, para desconcierto de quienes lo intentamos aislar, un indicador preciso de la escritura que los realvisceralistas pergeñan. Y en cuanto a la perspectiva de los personajes, ésta es en muchos casos hermética, pues, si bien aquéllos son conscientes de los contenidos de los poemas que se intercambian o se recitan unos a otros, el cónclave oral que los agrupa no toca las páginas de Bolaño, quien maliciosamente reúne rumores indirectos, paráfrasis a las obras de los realvisceralistas que el lector no puede captar sino a medias. A saber: García Madero habla de o aun describe textos de Belano y Lima de los que no se nos proporciona sino una fotocopia dúctil e indiscreta; lo anterior pese a que, como resume Edwards, Bolaño erige «un universo de personajes, de mundos ligados a la literatura americana y mundial; una verdadera exploración sobre la posibilidad de articular lenguajes diversos que retratan a sus hablantes» (121).

Para Camilo Marks, en «Roberto Bolaño, el esplendor narrativo finisecular», Los detectives salvajes es «una explosión narrativa», «resultado de haber escrito durante muchos años, pero que en ningún momento se traduce en una prosa afectada, sibarítica, efectista, sobreactuada, sino en la milagrosa naturalidad de una conversación». En esta

«eclosión de historias, llevadas al papel como una exhalación» (135), la propiedad oral, indicada líneas arriba, podría ser considerada una más que válida estratagema de verosimilitud que explicara por qué no se lee la poesía de los realvisceralistas en la novela. Me explico: la poesía de los realvisceralistas se atendría a cierto carácter repentista, inspirada en el instante de una irrepetible epifanía y declamada una única vez; por lo tanto nadie la escribe, Bolaño incluido, sino sólo se la transmite, tergiversada y ya

! [424] tenue, entre pares. Pese a no ver el lector, entonces, esa poesía sino apenas de soslayo, o mediante trucos patentemente lúdicos, Marks considera que Los detectives salvajes entraña, entre otras cosas, «una reflexión sobre el arte de escribir» (135). No leemos, empero, a ninguno de los personajes atormentarse con las pasajeras y múltiples desavenencias que acompañan el instante de la creación literaria, no los hallamos o apenas muy forzadamente los intuimos cavilar en la suspensión y elevamiento cervantinos. Acaso el carácter reflexivo al que remite Marks secunda el juicio de Aguilar, para quien la novela ocurre no en la literatura sino en sus bordes perversos. La siguiente cita nos lo aclara:

Como reflexión literaria y abundando en la sugerencia que hicimos antes, Los detectives

salvajes ofrece una lectura aún más sorprendente que como relato de acción. Mientras se

enamoran, enloquecen, viajan, se encierran entre cuatro paredes o protagonizan toda clase

de hazañas, los personajes dedican la savia de su mortalidad a escribir o a pensar en

escribir—solo poesía—y hablan sin cesar de lo que escriben otros. Empero, no

conocemos sus poemas. La novela es, en consecuencia, una historia de la poesía que no

se publica, no se escribe o no se lee, aun cuando se practica a diario por miles de seres

humanos […] Así, la mejor novela de la década pasada en nuestro idioma, deviene un

registro de los ideales frustrados, pero es incuestionablemente también, una apuesta

literaria y estética por el futuro (140).

Marks ha sustituido, infortunadamente, reflexión sobre el arte de escribir por el término más amplio reflexión literaria, lo que no lo exime de ser, de entre los muchos críticos reunidos en este resumen, uno de los pocos que enfatiza como valor intrínseco de la obra

! [425] la ausencia u omisión de la escritura realvisceralista, que es a su vez interpretada por el propio Marks como el símbolo colectivo de un advenimiento poético que rebasa las dimensiones de la ficción bolañiana y que quizá no pocos creadores habrían de tomar al pie de la letra como una invitación ineludible para comulgar con esa apuesta estética por el futuro que, de nueva cuenta, Vila–Matas y los jurados del Rómulo Gallegos adjudicaran a Los detectives salvajes.

Territorios en fuga presenta también el segmento «Sentido y fragmentación», que reúne ensayos marcadamente teóricos en torno a la bibliografía bolañiana.

Comento «Más allá de la última ventana. Los “marcos” de Los detectives salvajes desde la poética cognitiva», de Ricardo Martínez. El reto—el juego—de las tentativas por explicar el misterio tipográfico con el que termina la novela, recomienza. Martínez, como antes Villoro, cae pues en la trampa visual del chileno:

La historia de Los detectives salvajes se cierra allí, con este dibujo, y ni Bolaño ni

Madero dan pista alguna de qué quiere significar. La pregunta queda abierta para el lector

o lectora, como uno más, acaso el mayor, de los enigmas que nos propone esta singular

obra (187).

Este especialista se aventura entonces con la teoría literaria cognitiva como salvoconducto para descifrar de la línea punteada, no sin antes aclarar el carácter proporcionalmente confuso—y aun rudimentario—del método:

…no hay a la fecha algo que se pueda denominar con propiedad teoría literaria cognitiva,

o mejor: poética cognitiva. Ello no quiere decir que desde distintos frentes, varias

! [426] autoridades en ciencia cognitiva realicen esfuerzos por levantar una orientación de este

tipo. Los trabajos de Margaret Freeman, Mark Turner, e incluso los avances lejanos de un

Jerome Brunner o un Teun Van Dijk, apuntan sistemáticamente a ello. Sin embargo, la

poética cognitiva está aún en pañales (189).

Martínez, por fortuna, no se arredra, y lee con minucia, con la ventana de Juan García

Madero en mente, Women, Fire & Dangerous Things (1990), de George Lakoff, texto clave para la comprensión del «Modelo Cognitivo Idealizado», así como Foundations of

Cognitive Grammar (1999), de Roland Langacker. Complementa luego su pesquisa con la noción de marco desarrollada por M. Minsky en «Framework for Representing

Knowledge (The Psychology of Computer Vision, 1975). Aclaro: Martínez clasifica, a lo largo de su pormenorizado estudio, no sólo la ominosa «ventana» sino los otros dibujos que ilustran Los detectives salvajes, tanto aquéllos mexicanamente vulgares—y luego inocentes—de los rancheros en posturas impredecibles, hasta «Sión», único «poema» de

Cesárea Tinajero que a su momento comentaré con algún detalle. Me ha parecido harto interesante no omitir una sola de las deducciones de Martínez:

La conclusión a la que llego luego de la revisión de las imágenes y sus interpretaciones es

que, la poesía real visceralista es:

a) Una poesía que prescinde de las palabras, pero, que compete a un procesamiento

metafórico (márquico) de la cognición visual;

b) Una poesía que debe ser «completada» por el receptor de acuerdo con sus propios

conocimientos y marcos estereotipados previamente aprendidos.

c) Una poesía que invita a la flexibilización de los marcos previos y con ello al

aprendizaje, internalización de marcos nuevos.

! [427] d) Una poesía que efectivamente «debe ser hecha por todos» (199).

Mi lectura crítica concuerda, si bien a partir de otros fundamentos metodológicos, con estas llamativas paradojas descubiertas con agudeza y valentía por Martínez en Los detectives salvajes, novela que representa y no la ejecución de una poesía—de una escritura—que prescinde de las palabras, que debe ser completada por el receptor y que debe ser hecha por todos.

Otra vuelta de tuerca: Martínez le solicitó directamente a Bolaño por correo electrónico que le explicara, de una vez por todas, el significado de aquella «ventana» por la que se precipitarán los críticos y los lectores eternamente; he aquí la—incisiva y predecible—réplica del autor: «Por supuesto que existe una respuesta y no es fácil ni sencilla, pero tampoco, como le dijo el conejo a Alicia, es difícil o complicada. Por supuesto, también, que yo no puedo decírtela» (200).

Manuel Jofré colabora con «Bolaño, romantiqueando perros, como un detective salvaje», ensayo que padece la inercia de rispidez efusiva de la que pocos críticos bolañianos se libran. Jofré radiografía Los detectives salvajes así: «novela sin duda no domesticada, laberíntica, barroca, detectivesca, formidable en su estructura y creciente en su lectura. Los temas sexuales, literarios, policíacos, culturales, políticos, financieros,

étnicos, son parte constante de la trama» (233). Alud de etiquetas en asíndeton que dan la impresión de garantizar la eminencia de un texto que habla de todo y de nada simultáneamente. Jofré pronto especifica una de las más generosas virtudes de Los detectives salvajes: «Contiene el mayor panorama de la sexualidad humana que yo haya leído. Ni las lesbianas ni los homosexuales ni los transexuales son detenidos por la

! [428] palabra» (234). A continuación, Jofré vincula la novela con el poemario Los perros románticos, principalmente desde perspectivas que atañen a los Gender Studies.

En 2006 el escritor Alan Pauls, «desde un modestísimo segundo plano de narrador», dicta en el Encuentro Internacional sobre Roberto Bolaño efectuado en la UNAM, DF, la hilarante conferencia «La solución Bolaño», texto luego incluido en su libro de ensayos misceláneos Temas lentos (2012). Pauls, ante la invisibilidad de un corpus poético apenas profetizado, latente, pondera su significativo reverso, descubriéndose deseando, del mundo de los poetas, no «una Obra (…) sino algo tan discutible, tan ideológico, tan juvenil, como una mitología existencial; es decir: eso que a falta de una palabra mejor seguimos llamando una Vida».

Secundando a Marks en su estupefacción respecto de lo que también mi enfoque reitera, Pauls cuestiona o celebra:

…ni Belano, ni Ulises Lima, ni el joven García Madero, ni prácticamente ninguno de los

poetas que se multiplican en las páginas de Los detectives salvajes escribe nada—nada,

en todo caso, que nos sea dado leer. Un libro inflamado, henchido, rebosante de poetas—

y no hay Obra. No hay obra (…) sólo banda; es decir manada, muta, enjambre, célula,

gang o como quiera llamarse la estructura corporativo–nómade en que se mueven sus

poetas héroes.

El artificio mediante el cual Bolaño «hace brillar a la Obra por su ausencia» es una

«operación extraña» en que la poesía «queda afuera, del lado de lo real, de lo real– histórico», mientras que, vuelve a remarcar Pauls, «lo que entra, lo que se infiltra en la ficción y ocupa el sistema circulatorio de la literatura, es algo que sólo creíamos conocer

! [429] (y despreciábamos) bajo la forma del peor de los estereotipos: la Vida misma, la Vida

Poética».

En 2008 se publica Bolaño salvaje, antología de notable resonancia que coordinaran

Gustavo Faverón Patriau y Edmundo Paz Soldán, y que reúne ensayos heterogéneos además de incluir un documental en formato DVD en el que se discurre detalladamente sobre la biografía del autor chileno. Del tomo, incluyo tres textos. El primero de ellos corresponde al apartado «Bolaño: su política», y se titula «Un epitafio en el desierto: poesía y revolución en Los detectives salvajes», a cargo de Andrea Cobas Corral.

La investigadora asoma a la truculenta «ventana» y la interpreta como símbolo de la

«compleja disposición del relato» que para muchos ha ocultado «uno de los sentidos esenciales: el modo en que la novela historiza el recorrido por diferentes concepciones poéticas» (163). Recorrido que Cobas Corral, con la poesía y la revolución como ejes cartesianos, delinea con precisión, siguiendo no nada más la estela sino las genealogías precedentes al calor de las cuales fueron fundidos los poetas «invisibles o consagrados, poetas revolucionarios o que escriben para el Estado, poetas desesperados o que hacen de la desesperación un lamento vendible» (163).

Esta radiografía de la novela no prescinde del obligatorio resumen anecdótico y de su más acusado tropo: la búsqueda. Me incumben menos los itinerarios relativos a las diversas corrientes poéticas representadas en ciertas instancias de Los detectives salvajes que las reflexiones de Cabos Corral sobre García Madero, el único realvisceralista que escribe—un diario y no poemas, ironía ésta en la que a su momento me detengo—; el estudiante universitario que a punto está de desertar de su carrera de derecho, encarna

! [430] una mirada marginal por la que se cuelan oblicuamente ciertas pistas en torno al

realvisceralismo. Desde su posición dislocada, el diario obliga al lector a una labor

detectivesca (…) La dificultad se acentúa a su vez porque todas las afirmaciones respecto

de las posturas del grupo se encuentran doblemente mediatizadas: se filtran en la

narración de García Madero a través de las voces de otros personajes (168).

Tenemos, entonces, que la escritura narrativa, que no de poesía de Juan García Madero, y la cual el lector puede corroborar, es de todos modos equívoca, y hace por lo tanto incierta la pesquisa en la que Cabos Corral se embarca hasta el instante en que los realvisceralistas dan con el paradero de Cesárea Tinajero, clímax éste que para la ensayista «frustra nuevamente las expectativas de lectura: sus palabras se borran, sus cuadernos permanecen en Sonora y de su escritura sólo queda un epitafio olvidado en el desierto» (172). El lector, de esta manera, va tras los pasos de Cesárea Tinajero a través de la escritura de Juan García Madero y desemboca en un evento impredecible que anulará la pertinencia de dicha escritura, o que echará por tierra el proyecto que entraña, registrando con crudeza el homicidio del centro generador que indirecta y atemporalmente la había impulsado: «La muerte de la madre del primer realvisceralismo es el origen del fin del segundo movimiento» (172):

La novela explora el proyecto modernizador de la vanguardia de los 20 para comprender

las raíces del proyecto revolucionario de los 70. El primer realvisceralismo muestra el

modo en que la revolución, al institucionalizarse y coincidir con el programa estatal, deja

de ser eficaz, y la manera en que la literatura es uno de los agentes de ese pasaje,

perdiendo así su posible carácter subversivo. Los jóvenes del segundo realismo visceral

! [431] caminan, durante su aventura en el desierto, sobre los residuos de la revolución

institucionalizada: pobreza, marginalidad, violencia son las marcas de la derrota del

proyecto estatal […] «¿Qué hay detrás de la ventana?»: si sólo tenemos en cuenta la

dimensión temporal, la respuesta parece sencilla: remite a otro interrogante que se abre

más allá del texto: cuál es el lugar de la literatura después de Los detectives salvajes,

después del fin de las utopías de los 70. Si tomamos, en cambio, su dimensión espacial, la

novela propone al lector un abordaje más complejo: el «detrás» envía nuevamente hacia

las páginas del libro (186).

En el apartado «Bolaño: su estética», se incluye «El samurái romántico», de Rodrigo

Fresán, quien entresaca de una declaración del chileno a la prensa la perceptiva sugerente con que titula su colaboración, y que remite a un duelo—como el sobrellevado contra la escritura del que ya se habló páginas atrás—del cual se saldrá irremisiblemente mal herido: «La literatura se parece mucho a la pelea de los samuráis, pero un samurái no pelea contra otro samurái: pelea contra un monstruo (…) Tener el valor, sabiendo que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura» (239).

La obra de Bolaño, para Fresán, es

una de las que más y mejor obliga (…) a una casi irrefrenable necesidad de leer y de

escribir y de entender el oficio como un combate postrero, un viaje definitivo, una

aventura de la que no hay regreso porque sólo concluye cuando se exhala el último

aliento y se registra la última palabra (295).

! [432] El carácter romántico del samurái atribuido por Fresán a Bolaño se basa sobre todo en su resistencia física, mermada por el shock hepático que lo previó de su temprano fallecimiento diez décadas antes de que éste ocurriera y que sin embargo no fue un augurio letal que frustrara «una de las obras más enérgicas de las que se tenga memoria dentro de la literatura en castellano» (296). El romanticismo que nimba la figura del chileno, «aunque de un cariz distinto», es luego verificada en los medios publicitarios que lo promocionan; tal es el caso de una edición norteamericana de Los detectives salvajes que «decide arturobelanizar a Bolaño prefiriendo, en la solapa, una foto juvenil de un inédito a una del autor maduro reconocido y reconocible, prefiriendo vender por el personaje antes que por la persona» (297).

El tercer texto de Bolaño salvaje al que me remito es «Hacia la literatura híbrida:

Roberto Bolaño y la narrativa española contemporánea», de Luis Martín–Estudillo y Luis

Bagué Quílez, que forma parte de la sección «Bolaño: sus genealogías». La hibridez en torno a la que se construye este estudio en coautoría—y que apenas difiere, como se verá, de la que se le adjudicará a Vila–Matas—, concierne a la convencionalmente admitida impureza y al mestizaje, a los que además se los ha clasificado como ficción ensayística, narrativa ensayística, literatura autorreferencial o metaerudición narrativa (447). Los ejemplos primarios de tales variaciones genéricas los proporcionan los novelistas Claudio

Magris y W.G. Sebald,

dos germanistas que desde finales de la década del ochenta del pasado siglo han ofrecido

espacios narrativos que muestran una estrecha conexión entre la trama del relato, la

historiografía de la modernidad europea y la propia historiografía del escritor, en

ocasiones presentada a través de un alter ego novelesco (448).

! [433] Este ejercicio comparativo, entreverando las anteriores premisas, contrapone a una novela de Bolaño la novela de otro autor: por ejemplo, Soldados de Salamina (2001) de Javier

Cercas con La literatura nazi en América. En lo que toca a las disquisiciones sobre Los detectives salvajes, ésta entrecruza un diálogo con El mal de Montano (2002) de Enrique

Vila–Matas. Martín–Estudillo y Bagué Quílez comienzan por parafrasear las impresiones que el catalán asentara en «Bolaño en la distancia», las cuales ya he recogido aquí al abreviar Roberto Bolaño. La escritura como tauromaquia. En el párrafo concreto del análisis, y luego de la conducente sinopsis, argumentan que «Los detectives salvajes es ante todo una novela sobre la literatura, un texto metarreferencial que se pregunta sobre el sentido último de la creación literaria tras los fuegos fatuos del sesentayochismo y las neurosis milenaristas de final de siglo» (459).

Mi óptica diferirá en cuanto a que no escudriña el sentido último sino germinal, presente en el libro, de la muy particular manera en que la creación literaria es subvertida por los realvisceralistas. Martín–Estudillo y Bagué Quílez, por su parte, indagan sobre los escarceos de Belano y compañía con los remanentes de la tradición poética de la que descienden, un poco a la manera de Rojo al rastrear el tránsito de la primera a la segunda etapa de los efebos así denominados por Bloom, si bien con un

énfasis predominante, de nueva cuenta, en la retroalimentación Bolaño/Belano, merced a la injerencia en «un roman à cleff que abunda en referencias verídicas, espejismos y trampantojos autobiográficos, a manera de un juego de muñecas rusas» (461).

En suma, se opta por la interposición de la historia literaria real y la de ficción en cuanto a contexto bibliográfico externo y no por el estudio de los procesos intersubjetivos en que se cifra la escritura o la profecía de escritura de los protagonistas de Los detectives

! [434] salvajes: «con la novela híbrida se alcanza un alto grado de libertad creativa (…) A este noble linaje literario podría adscribirse Roberto Bolaño, quien supo concertar en una obra atractiva y desafiante los principales discursos literarios de nuestros días» (466).

Jorge Volpi es el autor—conmocionado—del ensayo, que también se publica en 2008,

«Bolaño, epidemia», del cual selecciono únicamente un fragmento, nada más que para registrar un palmo más de la escalada de sacralización mediática de la que goza—o padece—Bolaño:

…antes de morir, Bolaño alcanzó a entrever, con la ácida lucidez que lo caracterizaba,

que estaba a punto, a casi nada, de convertirse en un escritor famoso pero, aunque era

consciente de su genio––tan consciente como para despreciarlo––, quizá no llegó a

imaginar que muy poco después de su muerte, que también entreveía, no sólo iba a ser

definido como «uno de los escritores más relevantes de su tiempo», como «un autor

imprescindible», como «un gigante de las letras», sino también como «una epidemia» y

como «el último escritor latinoamericano» (…) murió Bolaño y murieron con él, a veces

sin darse cuenta––aún hay varios zombis que deambulan de aquí para allá––, todos los

escritores latinoamericanos. Lo digo clara y contundentemente: todos, sin excepción […]

El paraguayo admira a Bolaño, los argentinos admiran a Bolaño, los mexicanos

admiramos a Bolaño, los colombianos admiran a Bolaño, la dominicana y la

puertorriqueña admiran a Bolaño, el boliviano admira a Bolaño, los cubanos admiran a

Bolaño, los venezolanos admiran a Bolaño, el ecuatoriano admira a Bolaño, vaya, hasta

los chilenos admiran a Bolaño (80).

Me permito un único, humilde comentario ante tan esperpéntica y quizá bien intencionada propaganda: Bolaño no es el último escritor latinoamericano, sino que acaso

! [435] sea, y para un futuro por lo demás incierto, uno de los primeros; pero no el último.

Gracias a él no se acaba todo, sino que algo, aún indefinido pero poderoso, recomienza.

No podría remitirme de manera más oportuna, como contraste al arrobamiento de

Volpi, al ensayo de recapitulación que también en 2008 publica Diana Eguía Armenteros:

«Un necesario cambio de términos: la recepción española ante la obra de Roberto

Bolaño». El texto establece puntualmente, a una década de la irrupción de Los detectives salvajes, no sólo las recurrencias críticas de los seguidores de Bolaño en España sino los que propiamente pueden llamarse ya los «lugares comunes más señalados de la escritura de Bolaño» (98). La diferencia del censo de Eguía Armenteros y las aclamaciones de

Volpi es que aquélla aboga, antes que por el aplauso estridente, por atender a quienes

«con mejor tino, encarnan la recepción del autor de Los detectives salvajes». Eguía

Armenteros, ante todo, deplora «los innumerables ríos de tinta que empezaron a derramarse con enorme fuerza sobre la figura del poeta, máxime tras su fallecimiento»

(98). Sin demeritar la calidad de la obra que ha devenido una presencia de cifras avasallantes, la crítica se muestra escéptica en cuanto a las excesivas avalanchas provocadas por un desacierto que, por lo demás, el propio Bolaño supuestamente execró:

«Decía el narrador con motivo de la muerte de otro célebre polemista, Camilo José Cela,

“ningún escritor de verdad se merece algo así”» (98).

La cuestión de tal merecimiento queda, a esta alturas, rebasada. El ensayo de Eguía

Armenteros así lo documenta, y procede a enumerar los lugares comunes ya advertidos, y de entre los cuales retomo sólo dos que competen a mi análisis, y pese a provenir de autores que ya previamente consulté: «el fragmentarismo» y el «juego detectivesco» propiciado por las estructuras abiertas y la mezcla de géneros (108), características éstas

! [436] atribuidas por Masoliver Ródenas; el «laconismo enumerativo, herencia de Perec, que ayudaría a crear el ambiente de irresoluble misterio» y «la extraterritorialidad de la narrativa de Bolaño» (109–110), rasgos advertidos por Ignacio Echevarría.

Eguía Armenteros reconoce, más adelante, que «algunos de los tópicos más comunes sobre el autor» son aquellos que lo invisten mesiánicamente como «detractor del boom» y como «marginado poeta latinoamericano» (112). A propósito de tales condecoraciones,

Javier Cercas refuta:

Lo que quiero decir es que Bolaño no fue en modo alguno (salvo en alguna zumbona

intemperancia de última hora) un detractor del boom, sino precisamente su continuador

más disciplinado: su obra no es sólo inimaginable sin una lectura a brazo partido de

Borges, sino también sin la transparencia coloquial de la prosa de Cortázar o sin las

astucias narrativas y las arquitecturas novelescas de Vargas Llosa, sin duda el novelista

vivo en español a quien más admiró Bolaño, y uno de los que con más cuidado asimiló

(…) Los dos rasgos más visibles de la obra de Bolaño son los dos rasgos más visibles

(…) de una cierta corriente dominante en la narrativa escrita en castellano en los últimos

años: la legibilidad y la narratividad (112–113).

Legilibilidad y narratividad que por lo demás, insisto, se subvierten más allá incluso del enigma de la «ventana», es decir cuando Bolaño las emplea como instrumentales novelescos para tornar indescifrables, o ambiguas, las planas que trafican entre sí los miembros del realvisceralismo.

Del mismo año 2008 data «Roberto Bolaño: Portrait of the Writer As Noble Savage», de Will H. Corral, quien explica de antemano el título de su ensayo: «Why Bolaño as

! [437] “noble savage”? Testimonials want us to believe he was difficult, and he was certainly provocative when speaking about critics, canonical writers, fellow Chileans, life in general, and progressives who care only about their own advancement» (51).

El texto de H. Corral, al apartarse de la tesitura biográfica, otorga notoriedad a Los detectives salvajes por lo siguiente:

Like him, some recent Latin American novelists (César Aira, Santiago Gamboa, Héctor

Abad Faciolince, Eduardo Berti, and Daniel Sada, for example) show interest in adding

new hybrids to the «metafiction» subgenre. Other than a shared commitment to humor,

literariness, and wit, these authors do not go as far as Bolaño, and most of them have

stated as much (52).

He transcrito este párrafo breve de H. Corral pues en él figura un sustantivo para mí toral de la poética bolañiana: el wit (ingenio), en el cual complementariamente se enfocará mi análisis, junto con las nociones detectivescas de un misterio pletórico de piezas no concatenadas que rodean el acto escritural de los realvisceralistas.

En 2010 se imprime un volumen de orientaciones teóricas diversas que se asume imprescindible para las lecturas ulteriores del chileno dentro de la academia: Roberto

Bolaño: ruptura y violencia en la literatura finisecular. Se trata de un incluyente conciliábulo de especialistas coordinado por Felipe A. Ríos Baeza, cuyo «Prólogo», consabidamente apasionado y vehemente, asevera:

Por efectos de la sombra sociocultural paralizante del boom o por una falta de rigor

estético ostensible, en los albores del siglo XXI han sido pocos los escritores

! [438] latinoamericanos capaces de igualar o superar la propuesta literaria de sus

contemporáneos europeos, estadounidenses, o incluso asiáticos y africanos. Los tristes

epígonos de García Márquez, las cajas de resonancia de Bioy Casares y de Cortázar o las

imitadoras insufribles de Luisa Valenzuela y Elena Garro han gastado tinta y papel

haciendo pastiche de los aportes que otrora fueron fundamentales para el movimiento

artístico y cultural de los años 60 y 70. Hoy, más que la reverencia, piden una profunda

revisión crítica (15).

Bolaño, por supuesto, sobrevuela beatificado por encima de aquellos escritores—que no se mencionan explícitamente—faltos de rigor estético ostensible, así como de los tristes epígonos, de las imitadoras insufribles y de las cajas de resonancia. Para demostrarlo, la compilación de Ríos Baeza prodiga—me permito parafrasearlo—tanto la reverencia como la revisión crítica de su objeto de estudio, el cual «ha permitido el ingreso a la academia de una fresca lectura postestructural y comparatista, y la franca retirada de vetustos modelos estructuralistas y vagamente narratológicos» (19). El «propósito efectivo» del libro, pues, y a contracorriente de lo hasta entonces planteado, es sustentar una serie de aproximaciones a Bolaño

desde modelos propios del análisis de la plástica (…) desde la física cuántica (…) desde

el post–feminismo (…) desde el más reciente estudio hipertextual (…) desde un análisis

trans–retórico de su poesía (…) desde un coqueteo provechoso con la estética de la

recepción para analizar el fenómeno de la «bolañomanía» en el mundo anglosajón (…)

sólo por nombrar algunos (19).

! [439] Dicho esto, el «Prólogo» convida abiertamente a la discusión y al debate, así como a la exploración, en la obra de Bolaño, de las «múltiples capas epistemológicas y conexiones culturales», incentivando el atrevimiento de «puntos de vista todavía más audaces» (20).

Del primer apartado del volumen, «Recepción y crítica», sintetizo aquí «Un año en la recepción anglosajona de 2666», del ya citado Will H. Corral, quien reporta el efecto boomerang que la novela total de Bolaño, unánimemente bienvenida en Estados Unidos, ha tenido en los ámbitos locales del continente: «No ha habido una celebración tan sostenida o similar de un autor hispanoamericano y su obra en los últimos treinta años»

(23). El artículo enumera el tránsito progresivo de la figura de Bolaño por The New

Yorker, The New York Times, New York Magazine, The Washington Post, Time y

Newsweek, medios de difusión global en los que además de 2666, Los detectives salvajes ha sido materia de curiosidad absoluta.

En el mismo apartado se incluye un artículo de notable originalidad, que encuentro por cierto más afín a mis pesquisas y es, de hecho y por restricciones obvias, el último que reviso de Roberto Bolaño: ruptura y violencia en la literatura finisecular. Me refiero a «La última ronda de la modernidad: Los detectives salvajes y el mezcal “Los

Suicidas”», de Oswaldo Zavala, quien comienza por equiparar a Bolaño con Malcolm

Lowry a partir de la «embriaguez lúcida» con que dialogan, atentando contra lineamientos estéticos precedentes, Bajo el volcán (1947) y la novela del chileno. Zavala fundamenta sus interpretaciones en el «principio metodológico de una muy peculiar visión de la modernidad literaria», la cual «nos permite observar el desarrollo de una corriente literaria—en el sentido que Pedro Henríquez Ureña concedía al término—que avanza en sentido contrario del modernism que admiraba Lowry y cuyas técnicas

! [440] narrativas algunos han querido constatar en Bajo el volcán» (203).

El académico puntualiza:

Mientras que escritores como Joyce, Eliot y Pound, arguye Spender, intentaban articular

una literatura donde la experiencia del lenguaje sometiera y disolviera las limitaciones del

sujeto, Lowry se propuso una novela «autobiográfica, personal y subjetiva» […] En esa

extraña versión de una modernidad embriagada para recobrar la experiencia del sujeto,

Bajo el volcán lleva el lenguaje literario hacia el extremo opuesto del high modernism: la

modernidad no excluye al sujeto, sino que nace de él. A esa genealogía—heredera a la

vez del romanticismo y la vanguardia—, pertenece Los detectives salvajes (201–202).

Un término de la cita, en particular, me será más que útil: la experiencia del sujeto recobrada como herencia del romanticismo y la vanguardia, más que como consecución del high–modernism; experiencia que Zavala relaciona hábilmente con la ingesta gregaria de alcohol entre el personaje Amadeo Salvatierra, Belano y Lima, y que yo me limito a interpretar desde la puesta en funcionamiento del wit como valor romántico esencial y como vértice catalizador de una escritura anunciada.

Zavala, entonces, especula en torno al «mezcal que toman los protagonistas de la novela durante la noche en que conocerán la historia del realvisceralismo y sus orígenes vanguardistas» (203). El punto medular de esta exposición es la prolífica e intermitente retahíla del entrañable y mísero Amadeo Salvatierra, que puede leerse como un recorrido entre nostálgico y desencantado, retrospectivo, por las venas negras del fracaso contemporáneo:

! [441] Los detectives salvajes expande deliberadamente sus referencias para abarcar el gesto

fallido de todos los proyectos de la modernidad, que el propio Paz rastrea desde el

romanticismo hasta el fin de las vanguardias. Entendido así, el Simposio [el articulista

está continuamente superponiendo la borrachera de Salvatierra, con Lima y Belano

haciendo de aprendices o interlocutores, con el diálogo socrático que así se titula] que

celebra Amadeo tiene el objetivo de reproducir la fallida modernidad que renace en un

nuevo horizonte de expectativas—el punto de convergencia en la poesía—y que vuelve a

morir con Belano y Lima en su intento romántico por reproducir a la vanguardia en la

praxis de una sociedad que después abandonarán (215).

Desde luego, estas apreciaciones involucran, y de cierto modo anticipan, mi perspectiva y mi acercamiento a los textos no habidos de los realvisceralistas, pues Zavala implica, dentro de la praxis de una sociedad a la que abandonarán, precisamente aquella praxis netamente escritural que para Belano, Lima y aun García Madero, no rebasará la cualidad de mero intento romántico por reproducir a la vanguardia, lo cual originará en parte que los dos paladines bolañianos encarnen el derrumbe moderno. Es decir, aquello que le oyen desplegar los muchachos a Salvatierra mientras bebe, relatándolo como un pretérito derruido, vestigial, es lo que los mismos realvisceralistas, por medio de la escritura, se habrían propuesto vivificar, consignándolo sobradamente, sí, en sus derroteros marginales, en su irredento vandalismo, en sus fugas internacionales pero no en la plana, que es precisamente donde aquel esplendoroso y terrible, minúsculo paraíso gremial evocado por Salvatierra, vuelve irremisiblemente a morir, ahora sin siquiera dejar una evidencia mínima e inútil, como la que les heredara—apenas un gráfico piadoso y burlesco—Cesárea Tinajero.

! [442] El brillante ejercicio comparativo de Zavala—escuetamente resumido aquí—cierra con un paralelismo acertado que juzgo ilícito no transcribir completo, pues comporta un rasgo de Los detectives salvajes en el que posteriormente habré de reincidir:

«Sócrates», se cuenta al final del Simposio, «habiendo puesto a los dos poetas a dormir,

se levantó y se fue […] Pasó el día como cualquier otro, y hacia el atardecer […] se fue a

casa a descansar» (…) Siglos después, Amadeo Salvatierra deja también dormir a los

poetas y da por acabado el simposio de la modernidad:

Entonces yo me levanté (me crujieron los huesos) y fui hasta la ventana que está junto a

la mesa del comedor y la abrí y luego fui hasta la ventana de la sala propiamente dicha y

la abrí y luego me arrastré hasta el interruptor y apagué la luz (216–217).

También en 2010, Juan Miguel López Merino publica «Ética y estética del fracaso en

Roberto Bolaño», que retoma el viejo tropo de la superposición Bolaño/Belano, que en

Los detectives salvajes viene a fusionarse en un «ser desilusionado y sin rumbo visible, superviviente a la muerte de las utopías; o un exiliado; o un huérfano; o todo esto junto».

Para López Merino el precursor de los realvisceralistas, trasunto del novelista chileno, pertenece «a la categoría de lo que nuestras sociedades llaman “perdedores” o

“fracasados”». Hasta aquí no hay mayor contraste respecto de opiniones previas, sin embargo, y conforme avanza el artículo, López Merino caracteriza con más profundidad la constitución ficticia del elenco bolañiano:

A lo que más se parecen las criaturas de Bolaño es a los detectives de la novela negra

norteamericana, a esos fracasados sociales a los que sólo les queda la búsqueda y el

! [443] impulso moral. Los personajes de Bolaño son, efectivamente, «detectives salvajes» o

«perros románticos», como rezan los títulos de dos de sus obras, o como dice uno de sus

poemas: «sabuesos de nuestra propia memoria».

Para López Merino, dichas búsqueda e impulso moral desgarrando la psique de los personajes de Bolaño no son sino proyecciones directas, traslúcidas, de los ímpetus del santiaguino. Ello tampoco es una aserción novedosa, y sin embargo se formula con suficiencia desde algunas declaraciones a la prensa y desde fragmentos ensayísticos del propio Bolaño. A saber: la ética y la estética del fracaso que impregnan sus novelas serían en gran medida el derivado literario de la pedacería testimonial que reúne López Merino, y que por aludir en términos concretos a la escritura me interesa sobremanera.

Por ejemplo, en una entrevista de 2002 con Gabriel Agosin O., titulada «Roberto

Bolaño publicará dos libros este año», y que sería luego indexada en Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas (2006), leemos:

La única experiencia necesaria para escribir (…) es la experiencia del fenómeno estético.

Pero no me refiero a una cierta educación más o menos correcta, sino a un compromiso o,

mejor dicho, a una apuesta, en donde el artista pone sobre la mesa su vida, sabiendo de

antemano, además, que va a salir derrotado. Esto último es importante: saber que vas a

perder.

La escritura como apuesta, como premeditada derrota, son principios desesperanzados todavía no aprendidos por los realvisceralistas en Los detectives salvajes; son una consecuencia fatídica pero lejana que se ahuyenta y mistifica mediante la postergación de

! [444] textos germinales. A Belano, Lima y García Madero los hechiza la tentación de darlo todo por fraguar una escritura en la que creen a ultranza pero la que aún no los desilusiona puesto que no los ha traicionado, no les recauda todavía el inconsecuente paso del tiempo, ni existe siquiera sino sólo como una extensión idealizada de sí mismos.

¿Y quiénes, o cómo son en esencia estos individuos temerarios que se desplazan, defendiendo su literatura volcánica, entre «las fronteras del valor y el miedo, las fronteras doradas de la ética», como las llamara Bolaño en Entre paréntesis (2004)? Vuelvo a la recolección fragmentaria de López Merino: los «poetas verdaderos» bolañianos, según las propias palabras de su artífice, son seres «a medio hacer […], ni cocidos ni crudos, perdidos en la grandeza de este basural interminable […] detectives latinoamericanos perdidos en un laberinto de cristal y barro, viajando bajo la ».

De manera que a los atributos encomiados por Donoso Pareja respecto de la escritura realvisceralista—aceleración, movimiento y no desenlace, narraciones fuertemente indiciales—, convendría sumar los que aquí Bolaño identifica como rasgos capitales de sus personajes; rasgos que creo permean, en Los detectives salvajes, los procesos de creación indefinidos en los que late la certeza ya referida de una pérdida incurable.

Al mismo año 2010 se remonta el artículo «El motivo de la búsqueda y el código hermenéutico en Los detectives salvajes y 2666 de Roberto Bolaño», de Myrna

Solotorevsky. El artículo es por lo demás ilustrativo y condensa las claras intenciones de la autora: el «peculiar funcionamiento» del código hermenéutico dominante en ambas novelas analizadas parte, repito, del «motivo de la búsqueda», en tanto «el objeto buscado se integra a una isotopía literaria: se trata de una poeta, Cesárea Tinajero, en LDS y de un novelista, Benno von Archimboldi en 2666». Este texto analizará ciertos elementos de

! [445] una búsqueda hacia el exterior que, si bien está fundada estrictamente en inquietudes literarias y sirve para el autoconocimiento como escritores, no profundiza en el espectro inverso, es decir en el interior dubitativo, clandestino y al fin y al cabo derrotado de la escritura de los realvisceralistas:

El encuentro del objeto buscado por los detectives salvajes (…) o por los lectores (2666)

resulta diferido en virtud de procedimientos estructurales (…) En LDS se hace sentir

como principal el enigma, al que ya he apuntado, concerniente al paradero de Belano y

Lima, al cual pareciera supeditarse el de Cesárea Tinajero. Belano y Lima en vez de

aparecer como los detectives que primordialmente son a la luz de la totalidad del texto,

son configurados así como el objeto de la búsqueda, salvo en los monólogos de Amadeo

Salvatierra durante la narración enmarcada y en la parte final del marco a cargo de García

Madero.

Solotorevsky entronca en otro punto sugerente—además del de la clave ya tratado por otros críticos y que yo a mi vez aparto para el análisis—, al destacar el dinamismo y la continua variación de la trama de la novela, dado que aquellos que buscan se convierten en objeto de búsqueda, con lo que el código hermenéutico elude una resolución predecible. Una vez revertidas las premisas de dicho código y puesto en funcionamiento a la inversa, no se renunciará sin embargo a otras estrategias que ralenticen su cualidad de suspenso: «se trata de la presencia de momentos parentéticos o catálisis, frecuentemente al servicio del código cultural, que a menudo llegan a suscitar un ethos humorístico y a provocar el efecto que he denominado “anti–legibilidad”». A saber: dicha anti– legibilidad, opuesta por cierto a la legibilidad encomiada anteriormente por Cercas,

! [446] dificulta y aun entorpece, con resultados afortunados en lo que toca a la anécdota, la fluidez, de nuevo, del código hermenéutico de la búsqueda, tornándolo, con ciertas intermitencias, ilegible. El ethos humorístico que menciona Solotorevsky como uno de los momentos parentéticos o catálisis impregna por cierto, y sustancialmente, los procesos de escritura en que se afana García Madero para convencerse de que es no sólo un poeta sino un poeta realvisceralista.

En 2010 se publica La obsesión del yo: La auto(r)ficción en la literatura española y latinoamericana, uno de cuyos capítulos aquí se recoge: «Bolaño y yo. Las dos caras de la autoficción en la obra de Roberto Bolaño», de Matei Chihaia.

Se trata de un ensayo que abona a la polémica Bolaño/Belano e intenta reconducirla en base a las últimas entrevistas del chileno, en las que éste rechaza «toda forma de autobiografía real y realista», constándole que «la relación de obra y vida es meramente

“casual”» (142). Así como el truco de la «ventana», el de las capciosas afirmaciones públicas parece ser otro callejón sin salida de la crítica bolañiana que se empecina en superponer mediante frases entrecortadas al autor y al personaje. Si Bolaño es o no y en qué medida Belano es un dilema por lo demás diáfano que la propia lectura de Los detectives salvajes, según la altura del lector, responderá satisfactoriamente. Una observación de Chihaia a propósito de las preguntas que se le hicieron al santiaguino acentúa otro factor más trascendental en lo que a este capítulo respecta, pues alude a lo que Bolaño calcaría de sí mismo en sus moldes narrativos:

Pienso que mientras que la visión borgeana de la autoficción precisa el apellido del autor

para construir su identidad [se refiere Chihaia, comparativamente, al cuento «Borges y

! [447] yo» (1960)], los heterónimos o abreviaciones de su nombre [de Bolaño] pertenecen a la

«experiencia interior» tal como la entiende Bataille (144).

Chihaia sitúa difusamente al chileno, dentro de Los detectives salvajes y aun en aquéllas otras piezas en que aparece Belano, «en el reino de las sombras, del sueño, de la imaginación», oscilando «entre el autorretrato del artista comprometido y la experiencia interior» atribuida a Bataille, y la cual el ensayo no relaciona directamente con la práctica de la escritura, a pesar de tratarse de «una experiencia de alineación» que consiste, interpreta Chihaia, en «el cambio de nombre, la creación del personaje heterónimo Arturo

Belano», personaje que «añade otra faceta al espejo, transforma el binomio “Bolaño y yo” en el triángulo “Bolaño, Belano, y yo”» (147).

Colocándose en el punto intermedio de tal binomio, y flanqueado por la bibliografía de Bolaño y por éste, Chihaia aduce, finalmente, que «el nombre del autor evoca una forma de compromiso artístico o político; el heterónimo, al contrario, subvierte la identidad de la obra» (149). La escisión es sugestiva y hasta cierto punto verdadera:

Bolaño ha escrito Los detectives salvajes, comprometido artística y políticamente, y

Belano, subvirtiendo la identidad de la obra—artística, política—–no ha escrito, aún, nada que pudiera serle unívocamente adjudicado. Otro envés de la experiencia interior de

Bolaño trasladada a Los detectives salvajes consistiría, entonces, en la constatación por parte del lector de un discurso poético situado no más allá del reino de las sombras, del sueño y de la imaginación, a partir de una narración en primera persona que, como con agudeza sugiere Chihaia, «muestra aquellas dos caras del autorretrato: construir una forma individual de sentir y un compromiso del autor o perderse en una experiencia interior, una experiencia de alteridad y transgresión» (151).

! [448] En el mismo año 2010 se publica Espejos y prismas: tradición y renovación en la narrativa breve moderna de España e Hispanoamérica. El volumen contiene «Espejos y prismas: la identidad que se refleja y se fragmenta en Roberto Bolaño», de Chiara

Bolognese. Sin relacionarla con el anhelo escritural que decididamente los configura,

Bolognese describe así la identidad de los personajes de Bolaño: «confusa, tambaleante y desdibujada (…) muy a menudo en la encrucijada entre realidad y ficción tanto que, a veces, no es posible discernir si el autor está hablando de personajes reales o inventados»

(39). La razón de tales fluctuaciones reside, según la crítica, en la propiedad autorreferencial sobre la que se organizan las novelas de Bolaño, interconectadas unas con otras, conformando «una literatura “fractal”»––aspecto ya dilucidado por Espinosa

H.––, en la cual «cada historia forma parte, enriquece, aclara y completa algún aspecto de la historia mayor que la engloba, como los distintos fragmentos que componen la superficie de un prisma, todos iguales y todos diferentes» (39). Tal rompecabezas bibliográfico, si bien orgánico y autosuficiente, ocasiona que la identidad confusa, tambaleante y desdibujada de los personajes se pueda reducir «a su desaparición», con lo cual «los individuos se transforman en entidades en continuo movimiento, cuyos rastros resulta difícil seguir porque son casi inexistentes», produciéndose ya propiamente, y en resumidas cuentas, «la disolución de la identidad» (39–40), fundamentada ésta en la lectura que Bolognese hace del tratado de Gilles Lipovetsky La era del vacío (1986).

Pero la disolución de la identidad no está, según mis apreciaciones, en el desfase padecido por los personajes al entrar y salir de una obra a otra, sino en otras formas, producidas por ellos, que se desdibujan: aquéllas que en Los detectives salvajes, por ejemplo, no son sino especulaciones de los borradores que presumen acuñar, y que, a la

! [449] larga, no serán indicios fehacientes de que existieron como escritores, sino meras especulaciones de durabilidad efímera. Lo anterior no rebate, sino que contribuye a la fragmentación que aprecia Bolognese, «causada por el sentimiento de pérdida debido al derrumbe de los sueños, utopías y oportunidades, lo que impide cualquier forma de unidad» (40), incluida, si se me permite añadir, la literaria.

En el volumen Realismo y decadentismo en la literatura hispánica, que sale a la luz en 2012, se indexa «El oficio de escritor en la narrativa de Roberto Bolaño», de Ma.

Victoria García–Serrano. La investigadora, más que hablar propiamente del oficio de escritor, habla de los oficiantes, del desfile variopinto de autores apócrifos y mortales que atraviesa a todo lo largo y ancho la obra completa del chileno, y se pregunta: «¿No constituirá esta omnipresencia textual de “lo literario” un reverso de su retroceso en la vida real? ¿O acaso una indicación, por parte de Bolaño, de que el ámbito de las letras está amenazado o, si no, a punto de perder su relevancia social?» (114). García–Serrano conjetura que quizá la innumerable pléyade de escritores convocada por Bolaño es un gesto de solidaridad colectiva «conducente a revalorar y otorgar preeminencia al mundo letrado» (114).

El artículo no se ocupa de las novelas sino que sólo se limita, en parte, a

«desenmascarar» a los autores reales que Bolaño disfrazara en cuatro de sus relatos, el primero de ellos más célebre que los restantes: «Sensini», «Henri Simon Leprince»

(Llamadas telefónicas, 1997), «El viaje de Álvaro Rousselot» (El gaucho insufrible,

2003) y «Dentista» (Putas asesinas, 2001). García–Serrano procede entonces al recuento de afinidades entre modelos verídicos y entes de ficción: «Sensini», como se sabe, es

Antonio Di Benedetto, aunque algunos de sus rasgos «nos devuelven de forma especular

! [450] la imagen del propio Bolaño debido a las numerosas coincidencias entre los dos autores»

(114); Rousselot probablemente sea un sosias de Juan Rulfo. La hipótesis: «No está muy claro cuál sería la intención de Bolaño al incluir algunos de los argumentos de las novelas de Rousselot, como aquella titulada Soledad en la que todos los personajes están muertos» (116). Más allá de la relevancia que para mi estudio tienen estas correlaciones, encuentro muy oportunas estas dos reflexiones de García–Serrano, la primera de ellas en torno a «Dentista»: «Bolaño no pregona el fin de la vocación literaria en la época contemporánea, pero sí que la difusión y venta de un texto se deba siempre a su calidad artística. Muchos buenos textos nunca serán publicados ni reconocidos» (118); y la segunda, más ligada a los parámetros de mi análisis:

…¿cómo explicar su obsesión con los escritores y el mundo literario? Si nos fijamos en la

desigual apreciación que reciben unos escritores y otros en su narrativa, lo que

descubrimos es un deseo de establecer una clara distinción entre ellos. Como hemos visto

en el examen de los cuentos seleccionados, los escritores pobres, desgraciados o

ninguneados son sus predilectos […] Por el contrario, los escritores burgueses o

aburguesados representan para Bolaño lo peor que ha podido ocurrirle a la literatura en

los últimos tiempos, pues entre otras razones han renunciado a ser una voz crítica dentro

de sus sociedades […] Así pues, cabe interpretar el proyecto literario de Bolaño como un

homenaje a todos esos autores que nunca alcanzaron el reconocimiento que se merecían

(119).

Con las reservas a que ello obliga, es legítimo adscribir a los realvisceralistas algunos de estos distintivos, en todo caso los más esenciales: escritores pobres, desgraciados o

! [451] ninguneados, seres predilectos a los que Bolaño sin embargo no otorga la redención o la condena a través de la palabra escrita, aquella que acaso, de poderla dominar, de poder apropiársela, los institucionalizaría, tornándolos eventualmente burgueses, y sin que por ello, momentáneamente, les impida en su novela explorar una vocación literaria auténtica que se descabala por otros medios alternativos, más procaces, delirantes y antitéticos.

También de 2012, «El “Boom” de Roberto Bolaño: literatura mundial en un español nuevo», de Antonio Gómez, se inscribe en la línea de las impresiones de H. Corral en torno a 2666 y su inédita recepción crítica en diversos medios de divulgación norteamericanos; una recepción que, en lo tocante a Los detectives salvajes y su influencia en la academia también estadounidense, Gómez califica de «cada vez más prominente, decisiva y absorbente» (34).

¿Cuáles son otras de las repercusiones que Los detectives salvajes desata en este

ámbito, en concreto para el idioma español y su promoción escolarizada?: «renovado interés por redefinir teóricamente el fenómeno literario como un proceso de conexiones e intercambios más que como la serie de evoluciones paralelas constituidas por las literaturas de diversas lenguas, e incluso por cada literatura nacional» (34).

Gómez se distancia de la mayoría de los críticos aquí atendidos en tanto se pregunta, con imparcialidad, sobre aquello que la legión bolañiana da por sentado, es decir, cuestiona la calidad literaria del chileno, para casi todos indiscutible, o al menos su creciente y pasmosa popularidad:

…no es realmente posible determinar si el lugar prominente que ocupa hoy la obra de

Bolaño responde a la combinación entre el legítimo descubrimiento de su talento por

parte del público y la particular sensibilidad con que estos textos son expresión de l’air

! [452] du temps, o más bien una hábil operación de empresas editoras que supieron conjugar con

precisión las presiones de la oferta y la demanda (34).

No sería tanto el genio de Bolaño como la implícita exigencia de una retroalimentación mercantilista la que lo posiciona en el proscenio de la fama, y no tanto por aquello que escribió sino por aquello que representa: «el escritor de la derrota política que, muerto a los cincuenta años, parece seguir produciendo textos», a diferencia del patriarca García

Márquez, quien aún estaba vivo «a los casi noventa años» aunque sin poder ya escribir, elementos éstos que, aventura el articulista, operaron quizá como los indicadores culturales que encumbraran a Bolaño, desembocando en «la expresión de la ansiedad de ciertos sectores del negocio literario en torno a la posición de la literatura latinoamericana en el mercado global» (35).

Incluyo estas valoraciones ya que se formulan en torno a lo que Gómez llama «la emergencia de una nueva lengua en la prosa de Bolaño» (36); una emergencia que, si bien en el artículo se la simplifica como el hiato que impacta en los cánones mercadotécnicos, en Los detectives salvajes deviene una emergencia anárquicamente desatendida, o indefinidamente prorrogada, por los realvisceralistas. El español nuevo que su movimiento de vanguardia promete y que atraería, por situaciones coyunturales, a los lectores «de los centros metropolitanos» (37) a que alude Gómez no es más que una reivindicación incumplida.

El último trabajo de investigación que consulto es una tesis defendida en 2013 por

Francisco Carrillo Martin, titulada «La escritura como supervivencia: César Aira y

Roberto Bolaño».

Carrillo Martin parte de la siguiente certeza:

! [453] Las novelas de Bolaño cuentan el camino que recorre su narrador hasta componer el

relato: su acceso a la escritura, en ocasiones por medio de una detallada autobiografía de

la creación literaria, como sucede en Los detectives salvajes (…) otras veces mediante la

inclusión de un explícito manual de la composición en curso, como ocurre en 2666 (13).

El análisis de Carrillo Martin, minucioso, se sustenta en el concepto de escritura de

Roland Barthes (El grado cero de la escritura, 1953), proponiendo el término «como el que marca la realización final, la materialización de una actividad que, hasta entonces, se desarrollaba como un proceso intangible entre los pliegues de la lengua (es decir, del lenguaje en uso) y la traducción que de ella hace el autor mediante su “estilo”» (19).

Para Carrillo Martin, a diferencia de lo que mi análisis propone, Los detectives salvajes evidencia, a manera de autobiografía literaturizada, el proceso de creación y el acceso de su narrador al relato en que la refiere; exhibiendo, por tanto, su realización final. Las páginas que siguen, por el contrario, formulan esta discrepancia: dicho proceso escritural no se realiza sino que sólo se diluye, se promete, humorísticamente se oculta, inconcluso y ambiguo. A saber: Bolaño termina en efecto su novela y reproduce en ella episodios de su trayecto autobiográfico hacia esa conclusión, sin que sin embargo haga explícito, repito, el proceso, debido a que no leemos a ninguno de los realvisceralistas, convincentemente, escribiendo.

Carrillo Martin se ampara en la «fisicidad» del texto elucidada por Barthes, la cual

«inscribe sobre el papel y sin ambigüedad lo que leemos»:

«La escritura a la que me confío es la institución; descubre mi pasado y mi elección, me

da una historia, muestra mi situación, me compromete sin que tenga que decirlo» (…) En

! [454] esa apelación al yo de la frase de Barthes: «descubre mi pasado», «me da una historia»,

«me compromete», se afirma ese plano en el que insistía la cita de Bolaño al inicio de

este ensayo, la unión de vida y obra por medio de una escritura que fija su atención en

aquello que en los géneros clásicos debía permanecer oculto: el proceso de elaboración,

la materialización de un lenguaje que se plasma en la página a través de rutinas de

trabajo, como si se tratara de una peculiar artesanía de la que ahora también se ocupa el

texto (19).

Según Martin Carrillo, entonces, el proceso, la materialización, las rutinas, la artesanía escriturales son traídos por Bolaño, según él, al primer plano de la ficción de manera inequívoca, y contravienen el ocultamiento al que se los confinara en los géneros clásicos. En lo que compete al proceso estoy relativamente de acuerdo; éste queda, más o menos, develado. Aunque, desde mi punto de vista, el investigador no separa con demasiada claridad la escritura de Bolaño como tal, al exterior de sus escalas ficticias, heteronímicas, en Los detectives salvajes por ejemplo, de la otra escritura, es decir, la que los propios realvisceralistas emprenden o uno presupondría que emprenden, sin definirla;

ésta última, a mi parecer, y por lo que trataré de demostrar a continuación, es cuando menos una escritura inmaterial, no una artesanía que contemplemos elaborarse, plasmarse en una página ni sujeta a rutinas, y opuesta, por ende, a la fisicidad bartheana.

Más adelante me encuentro con estas otras líneas de Carrillo Martin que concuerdan, sólo en lo general, con mis anteriores reparos:

El peculiar modo en que Bolaño entendía la literatura implicaba ocupar una posición

marginal que le legitimaba para otorgar salvoconductos o señalar modelos de actuación,

! [455] siempre a partir de la idea de que lo literario sucede, sobre todo, antes de escribir o en los

alrededores del texto: la posibilidad de la literatura reside en la actitud rebelde, incómoda

al poder y entregada a la autodestrucción […] Para los realvisceralistas que lidera el

Belano adolescente la literatura es algo que sucede antes de ponerse a escribir, o al

suscitarse el deseo de la escritura sin que aún se haya escrito nada, o cuando se renuncia a

escribir. En todo caso, sólo en su consideración más insignificante y limitada la literatura

sería aquello que se pone en negro sobre blanco (48).

Creo entender que la escritura de los realvisceralistas a la que se refiere Carrillo Martin, dándola por finalmente realizada, es a fin de cuentas una escritura de otro talante, una escritura no–escrita sino ¿performática?: el palimpsesto vitalicio que exaltara Pauls—a quien por cierto recurre luego—; o sea: le da el carácter, en su tesis, de escritura a los desplantes y vicios de insubordinación de los realvisceralistas, con lo que prescinde de enfocar aquella escritura gramatical, estrictamente gráfica, que sin embargo aquéllos también producen más allá de sus comportamientos ingobernables y volátiles, y por mucho que Bolaño maliciosamente intente traspapelarla entre las cientos de páginas de su aventura multitudinaria. Considero lo anterior en base a lo que luego Carrillo Martin anota:

Parecería que en el continuo movimiento de los integrantes del grupo por las calles de

Ciudad de México estuvieran produciendo su particular «texto» en sustitución de la obra

convencional. Se trata de jóvenes que actúan en un terreno literario que no requiere de la

escritura, sino que, más bien, proponen un modo de recorrer el espacio. Como señala

Alan Pauls, los problemas a los que se enfrentan los poetas de Bolaño son «problemas de

vitalidad, nunca “poéticos”; problemas “pragmáticos”, nunca “de escritores” (…) los

! [456] realvisceralistas se aventuran por la literatura como un modo de estar en el mundo, una

postura vital que podría confundirse con una postura política pero que trasciende las

categorías políticas al uso (48).

No descarto que la subversión convencional sea en muchos sentidos poesía, verdadera poesía dentro y fuera de Los detectives salvajes y aun de muchas otras obras. Sin embargo, al considerar las acrobacias diletantes de los realvisceralistas como la única escritura que Bolaño exhuma de las arcas antes vedadas de la novelística, me parece insuficiente. Pues el texto que se sustituiría con actitudes irreverentes también asoma de entre las miríadas de anécdotas entreveradas. Hay, en conclusión, no un texto sino muchos textos, en el sentido más lato del vocablo, y que, sin ser físicos, son sometidos a una particular ambigüedad más que reemplazárselos por el escándalo y el gregarismo de quienes brumosamente los confeccionan.

Cito, finalmente, algunas otras consideraciones de Carrillo Martin que, si bien harto admisibles para la línea de interpretación que reincide sobre la metamorfosis análoga

Bolaño/Belano, difieren, como se verá, en varios aspectos de lo que mi estudio propone:

Vivir para contar, convertir la intervención artística en un rastro de vida, ese es el lema de

las narrativas más características de los años sesenta y setenta: los intelectuales militantes

(…) la postvanguardia, los beatniks, las víctimas convertidas en testigos (…) o el nuevo

periodismo y su vertiente comprometida (…) Todos ellos proclaman la legitimidad de su

obra por su explícito anclaje en lo real, bien mediante el recurso a una nueva escatología

que se regodea en lo visceral (…), bien mediante una experiencia personal capaz de

penetrar en la raíz de lo social. Se trata de propuestas, como señala Piglia, que giran en

! [457] torno a la incesante pregunta de «cómo salir de la biblioteca, cómo pasar a la vida, cómo

entrar en acción, cómo ir a la experiencia, cómo salir del mundo libresco, cómo cortar

con la lectura en tanto lugar de encierro» (…) Estas son las nuevas obsesiones de un

panorama artístico altamente politizado, en el que el cómo (el lugar que ocupa el escritor)

desplaza al qué (la escritura como producto autónomo) […] «La elección no deja terceras

vías: o se vive literariamente sin escribir o se escribe porque se ha renunciado a la vida,

como última resistencia del poeta que ha cesado el movimiento […] Este es el tránsito

que relata Los detectives salvajes: de cómo Belano se convierte en Bolaño, de cómo el

personaje abandona la vida militante y sin obra de sus años de juventud y se inserta en el

mercado editorial de los años noventa, con toda la carga simbólica (caída del muro de

Berlín, hegemonía del sistema de mercado) que contiene este tránsito […] Frente a la

progresiva desaparición de sus compañeros poetas, la evolución de Belano se ofrece

como la historia de su acceso a la escritura (52–57).

1.2 MARCO TEÓRICO

Antes de aludir en concreto a las fuentes teóricas en que se sustenta este capítulo, debo aclarar que limito el acto escritural en Los detectives salvajes como parte del objeto de mi estudio basándome sólo en algunos episodios en que, principalmente los personajes Juan

García Madero, Arturo Belano y Ulises Lima, o lo efectúan o aluden a él, refiriendo textos presumibles de los que serían autores ellos mismos u otros, y advirtiendo por tanto de la existencia no de una sino de varias obras en curso, simultáneas, pergeñadas dentro y fuera del realvisceralismo; obras que serían, subrayo, estrictamente de poesía. La única excepción de género es la pieza narrativa que Belano, durante su exilio barcelonés, le asegura a su ex novia Edith Oster estar preparando, y de la cual también se ofrecen apenas indicios imprecisos.

! [458] Ahora bien, mi análisis enfrentará, quizá, una inmediata invalidez debido a que, sin que mayores habilidades interpretativas sean imprescindibles para descubrirlo, es a todas luces obvio que Juan García Madero está escribiendo casi en todo momento, en tanto el lector lo que hojea en los trechos inicial y último de Los detectives salvajes no son sino las exultantes entradas de su diario. La mayoría de los críticos aquí convocados admite la no existencia convencional de la obra poética de los realvisceralistas y parte, paradójicamente, del relato de Juan García Madero para demostrar tan ostensible invisibilidad. Es decir: el hecho de que Juan García Madero haya en efecto escrito, tanto y tan detalladamente sobre el movimiento realvisceralista, parece llamar mucho menos la atención que la escasez en cuanto a las referencias fehacientes de la poesía sobre la que sus párrafos orbitan. Mi enfoque, sin embargo, reconoce la escritura en prosa de Juan

García Madero como una escritura—colateralmente—realvisceralista, que si bien es minuciosa, cristalina y aun amena, esconde, helas!, la otra escritura del propio Juan

García Madero y de sus pares, y la que me propongo, para volver al término del prólogo cervantino, hallar: aquella escritura, en suma, de poemas que se gestan tras el ocultamiento con que las líneas de Juan García Madero los eclipsan. Es ésta, pues, la escritura de poesía encubierta entre los pliegues de la escritura narrativa de diario, a partir de la cual le adjudico al ejercicio testimonial de Juan García Madero el carácter

ágrafo, de ambigüedad irresoluble, que antes me ocupó al revisitar los casos del Juan

María Brausen onettiano y del José García de Vicens. Palimpsesto que se construye en aras de un autodescubrimiento literario que desemboca, a su vez, en una disolución, antes que en una reafirmación, de la identidad creadora ambicionada; identidad que, aprovecho para enfatizar, no será leída al trasluz del espectro autobiográfico de Bolaño sino desde la

! [459] específica configuración ficticia de sus personajes, y sólo en tanto tales personajes.

Si el diario, entonces, de Juan García Madero es inobjetablemente una muestra escritural que ocurre frente al lector de Los detectives salvajes, y si su poesía, junto con la de aquellos a quienes admira y estima, es por el contrario tinta disuelta entre fechas discontinuas, lo que me corresponde ahora preguntarme es ¿cómo no escriben poesía los realvisceralistas? Ajustando aún más el lente de mi escrutinio, comenzaré por analizar cómo es que no la escriben según consta en el extenso diario de García Madero, que sigue lo más de cerca posible sus derroteros, tanto vitales como literariamente formativos.

Los conceptos que a mi parecer son adoptados y puestos en crisis por algunos personajes de Los detectives salvajes, en torno a la volatilidad y la disgregación de un muestrario de poesía latente pero inaprehensible, son los que planteo a continuación. Me serviré de ellos intermitentemente y conforme avance en mi lectura crítica de la obra, respetando por supuesto su cronología diegética, a manera de vías de acercamiento plausibles a los artilugios de opacidad verbal exacerbados por Bolaño, y de los cuales ya se han remarcado diversas propiedades en párrafos precedentes: I) vindicación del engaño

(redemption of illusion), y dialéctica de la interioridad (dialectic of interiority), condiciones a las que se sujeta en considerable medida el arte contemporáneo, según las inflexiones filosóficas expuestas por Theodor W. Adorno en el tratado Aesthtetic Theory

(1986); II) la relación del poeta con la obra terminada y con la obra no terminada, en seguimiento a las observaciones de Jan Mukařovský en World and Verbal Art (1977); III) la «producción» literaria de los realvisceralistas entrevista desde la idea de la obra y la palabra errantes, a partir de Maurice Blanchot (The Space of Literature, 1955); IV) breve alusión, otra vez, a la energeia, término ya empleado en el análisis de El libro vacío, en

! [460] concordancia con las pautas de Selected Writings on Aesthetics, de J.W. Herder, de cuyo

Philosophical Writings (1772) me remitiré a su vez al lenguaje de la sensación (Sprache der Empfindung); V) las aptitudes performáticas de inviolavibilidad, abstención, risa y aburrimiento estético que a partir de precedentes monográficos expone Jean Yves–

Jouannais en Artistas sin obra. «I would prefer not to» (2014); VI) de nueva cuenta, resultarán pertinentes aquí algunas otras consideraciones que Friedrich Nietzsche glosa en Will to Power (1901), sobre todo las de aquellos parágrafos que ahondan en el valor vitalista de las palabras, en su correlato de apasionamiento con quien las utiliza y en el carácter sugestivo de su prescindencia en la obra de arte; VII) el impulso del juego

(Spieltriebes) altamente apreciado por Friedrich Schiller en el ya consultado On the

Aesthetic Education of Man (1794); impulso que es un valor esencial y un truco literario recurrente gracias al cual Juan García Madero torna la escritura de poesía un aditamento lúdico de ocultación; VIII) estrechamente vinculado con el inciso anterior, el concepto de wit (ingenio), que el crítico H. Corral señalara como virtud fundamental en la obra de

Bolaño y que aquí se emplea como un inexcusable salvoconducto de interpretación desde los aforismos cáusticos de Friedrich von Schlegel que se compilan en Fragments (1797–

1800): volumen del que también se interpelan los tópicos auto–restricción, auto– creación y auto–destrucción (self–restriction, self–creation and self–destruction), así como el del estado esencial de la poesía como una inminencia por ocurrir y sus atributos de jeroglífico (hyerogliphic); IX) lo mismo en estrecha relación con el planteamiento anterior, se ausculta la poesía verdadera como una manifestación supeditada a una concreción absoluta sólo en el futuro, desde la ensayística de Ralph Waldo Emerson:

«Art» (First Series, 1841), y «The Poet» (Second Series, 1844).

! [461] 2. ESCRITOR IN FABULA

¿De qué trata Los detectives salvajes? Como hice al iniciar este mismo punto en el capítulo dedicado a La vida breve, me parece saludable remitirme a un trabajo de investigación previo para fijar una sinopsis, tratándose nuevamente de una obra mural cuyas centenas de historias eclosionan y por lo tanto no admiten, o atentan con desarticular, cualquier tentativa unívoca de resumen. Elijo para estos efectos, y con la deliberada intención, además, de darle un espacio aquí por su valor inestimable, la tesis

«El retrato del artista en Hispanoamérica: historia de un género a través de las novelas de

Roberto Bolaño» (2010), de Alberto del Pozo Martínez. El apartado «Los detectives salvajes: diario de un artista: testimonio, oral, retrato», contiene a mi juicio la recapitulación más completa y bibliográficamente mejor sustentada de la novela, a grado tal que transcribirla íntegra devendría una adición de más de veinte páginas al presente capítulo, por lo que me permito, no sin lamentarlo, reducirla como sigue, adelantando además que muchas de sus aparentes digresiones podrán ser reencausadas a la trama conforme así lo vayan disponiendo mis propias citas de Los detectives salvajes:

…primero tenemos que desplazarnos al México la década de los 20. En términos de

historia cultural, debemos movernos al surgimiento del estrindentismo, propagado a

través de Urbe [1924] y de los manifiestos del poeta mexicano Maples Arce. Este

movimiento de vanguardia poética, como tantos otros, se salía del marco literario para

internarse en el marco político, y acababa postulando la refundación de la ciudad como

espacio vital y expresión o signo del poder dominante, de la clase dominante […] Al

grupo de los estridentistas mexicanos, los poetas vanguardistas Maples Arce, Vela, y

Arzubide (…) entre otros, se unirá en los 20, y aquí empieza la ficción de Los detectives

! [462] salvajes, una tal Cesárea Tinajero. Ella practicaba, como practicaban ellos a imitación de

la poesía francesa, una suerte de poesía visual. Y ella, ya en la ficción de la novela,

formará su propia vía de poesía de vanguardia, el «realismo visceral», que funciona en

paralelo al estrindentismo, repitiendo sus gestos […] en la novela, Cesárea se separa

bruscamente del grupo de los estridentistas, a causa del maltrato que sufre su amiga

Encarnación Guzmán por parte de ellos. Y a continuación, bruscamente, abandona la

poesía, el arte, la ciudad de México, y se pierde en el norte del país, en los desiertos de

Sonora. Con ella, su proyecto poético paralelo se pierde también. Todo esto lo refiere

progresivamente en la novela el personaje de Amadeo Salvatierra, cuya voz se recupera

una y otra vez en cada capítulo numerado de la segunda parte (será él quien revele, en

1976, a Belano y Lima quién fue Cesárea, y donde podrían comenzar a buscarla) […]

Cesárea, tras abandonar a los estridentistas, no ha regresado a su natal Caborca, sino que

vive en Villaviciosa, pueblo de Sonora […] La poética de Cesárea, y no sólo su hábitat,

se ha transformado también ya en los años setenta. Ya no practica la poesía visual, cuyo

único documento Amadeo Salvatierra mostrará a Belano y Lima (…) sino que durante

sus largos años de ausencia ella ha estado diseñando, o más bien repensando, otra parte

de una ciudad atroz (Santa Teresa) que vendría a ser la relectura histórica e irónica del

proyecto de Estridentópolis, es decir, del espacio donde confluían armónicamente las

relaciones entre arte vanguardista, política revolucionaria, y vida antiburguesa […]

Hecho este aparte sobre el origen de Cesárea, y su pelea con el estrindentismo, se

entiende que la novela empiece (su narración) precisamente, cinco décadas más tarde

(1975) en el DF, justo cuando se debía cumplir la profecía de Estridentópolis. Lo que

encontramos en su lugar es una contrautopía vivida por los personajes en las calles de la

ciudad, y narrada por García Madero. Dos amigos, Arturo Belano, un refugiado del Chile

de Pinochet, y Ulises Lima, un poeta marginal mexicano, deciden refundar el «realismo

visceral» partiendo prácticamente de la nada, pues nada queda de la precaria y fugaz

! [463] imagen que se conserva en México DF de Cesárea, que es poco menos que un fantasma

[…] La función del «realismo visceral», en el contexto de los años 70, consistiría más

que nada en incordiar a las dos ramas de la poesía mexicana que se disputan el

reconocimiento social y estatal de ese momento: los así llamados «poetas campesinos»

cuya influencia mayor sería Neruda, y los seguidores de Octavio Paz, que propugnaban

una visión esteticista, purista, de la poesía […] El último en ingresar en el grupo poético,

el joven poeta Juan García Madero, sirve como figura iniciática para el lector, ya que la

novela se abre con su diario, escrito entre 1975 y 1976, iniciándose justo cuando entra a

formar parte de este grupo poético […] La novela se cerrará de nuevo recuperando el

diario de este joven poeta, narrando los dos primeros meses de 1976, es decir, con la

segunda parte del diario (que es a su vez la tercera parte de la novela, y también su

conclusión). Esta tercera parte narrará la búsqueda de Cesárea por parte de Belano, Lima,

el propio García Madero, y Lupe, una prostituta con nombre de virgen mexicana; el

nombre que recibe esta segunda parte del diario lleva por título «Los desiertos de

Sonora» […] Caminando así, con ellos, el joven García Madero, narrador de esta parte, se

verá, poco a poco, metido en un embrollo policial/sentimental/poético, que, en última

instancia, le empujará a emprender el viaje a Sonora con ellos dos, en busca de la

desaparecida Cesárea. Sin embargo, los tres personajes no van solos: les acompaña, como

ya hemos mencionado antes, una prostituta, Lupe, con la que tienen que cargar para que

Joaquim Font (arquitecto rico, consumidor de las drogas de Belano y Lima, amante de

Lupe, y editor de la revista «real visceralista», así como padre de dos miembros del

grupo, María y Angélica Font) les preste su coche, un Ford Impala, para que puedan

hacer su viaje al norte en busca de Cesárea. Font hace esto porque ha cometido el error de

meter en su propia casa a Lupe para defenderla de Alberto, el proxeneta que la explotaba,

sin saber que a Alberto le apoya la propia policía mexicana en su negocio […] Así, el

proxeneta y la policía vigilan la casa de los Font durante toda la Navidad, acosándolos, y

! [464] obligan al padre a buscar una salida desesperada: poner a Lupe en manos de Belano y

Lima, a lo que acceden a cambio de uno de los coches de Font. Cuando éstos escapan en

el Impala, Alberto y la policía les detienen, pero García Madero decide intervenir: agrede

a Alberto, y escapa con Belano, Lima y Lupe (…) Por supuesto, el proxeneta y el policía

les persiguen, y seguirán haciéndolo sin descanso hasta que los atrapen, en la tercera

parte de la novela, la segunda parte del diario de Madero. La historia, sin embargo, se

interrumpe justo en este punto en el que los cuatro escapan en el Impala, oscureciendo lo

que ha ocurrido durante la búsqueda de Cesárea (los meses de Enero y Febrero de 1976),

y que nos será revelado al final de la obra, cuando la narración retorne de nuevo al diario

de García Madero (…) Efectivamente, encontrarán a Cesárea, pero Alberto y la policía

también les encuentran a ellos en el pueblo de Villaviciosa. La pelea por Lupe se

resuelve, finalmente, en la muerte de la poeta (como mueren Alberto y el policía a manos

de Belano y Lima) y ella muere para salvarles de ellos (237–251).

No es casualidad que las últimas apreciaciones de Del Pozo Martínez comporten el punto de partida de mi análisis, el cual es justamente la primera entrada del diario de Juan

García Madero con la que da inicio Los detectives salvajes. En dicha entrada se predetermina, estructural y simbólicamente, el desenlace circular de la novela, pues la fecha en que se consigna evoca un desencadenante ritual, funerario, e implica celebraciones en tono festivo y al mismo tiempo de máximo respeto y cariño en recuerdo de los que se fueron. Así pues, la parte «I. Mexicanos perdidos en México (1975)», abre con una clara y sutilmente mordaz alusión al Día de Muertos:

! [465] 2 de noviembre.

He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he

aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así (Los detectives salvajes 13).

Los detectives salvajes comienza, entonces, inscribiéndose en un contexto de rememoración luctuosa, y terminará con el homicidio de Cesárea Tinajero, último reducto del primer realvisceralismo que los nuevos realvisceralistas contribuyen accidentalmente a extinguir, sucediéndola con similar intrascendencia, luego de una serie de acontecimientos ominosos no exentos del humor negro propio de cualquier ofrenda mexicana auténtica. Juan García Madero, en la jornada de los Santos Difuntos, es iniciado como realvisceralista sin la contraparte solemne que asimismo caracteriza los altares, las calaveras y las imperativas peregrinaciones. Cuando precisa que no hubo ceremonia, no es excesivo leer en semejante omisión un indicio seminal de las no pocas insubordinaciones a las que será proclive un diario que expondrá, una y otra vez y traveseando con ellas, ciertas renuencias a las nociones de tradición y de culto.

A cuentagotas, se le irá del mismo modo participando al lector de la agenda de los realvisceralistas, cuya explícita preceptiva, como su escritura poética, se sostendrá sólo sobre convicciones aleatorias. El 3 de noviembre Juan García Madero, luego de haber aceptado convertirse en realvisceralista, reconoce sin embargo que lo ignora todo sobre el movimiento: «No sé muy bien en qué consiste el realismo visceral» (13). Y antes que explicar sus endebles directrices estéticas; antes, sobre todo, que abundar en los formulismos literarios que lo convencieron para que pactara con un manifiesto literario por lo demás inexistente, Juan García Madero preferirá, como en general los narradores

! [466] de las novelas de Bolaño, decantarse por la digresión anecdótica en que se cifró su adhesión al grupo comandado por Arturo Belano y Ulises Lima:

Tengo diecisiete años (…) estoy en el primer semestre de la carrera de Derecho. Yo no

quería estudiar derecho sino Letras, pero mi tío insistió y al final acabé transigiendo (…)

Después, con aparente resignación, entré en la gloriosa Facultad de Derecho, pero al cabo

de un mes me inscribí en el taller de poesía de Julio César Álamo, en la Facultad de

Filosofía y Letras, y de esa manera conocí a los real visceralistas o viscerrealistas e

incluso vicerrealistas como a veces gustan llamarse. Hasta entonces yo había asistido

cuatro veces al taller y nunca había ocurrido nada (13).

Juan García Madero, antes de la irrupción de Belano y Lima en las sesiones anquilosadas de Álamo, es un sombrío e indistinto alumno de Leyes al que luego atrae, casi súbitamente, la poesía más allá de sus dimensiones estricta y doctrinalmente verbales. Si para él nunca había ocurrido nada en el taller al que con entusiasmo asistiera, significa que la lectura, crítica y corrección convencionales de versos comentados en conjunto son protocolos que antes que incentivar su vocación amenazan con empantanarla. Juan García

Madero cae en la cuenta, intuitiva pero irreductiblemente, de que para ser poeta lo elemental es sustraerse de ciertos lineamientos rígidos y establecidos dentro de los cuales la poesía se produce, se exhibe y es, diríamos, una materia susceptible de fijación. El joven diarista descubre que no desea reafirmar su identidad individual, de autor en ciernes, como un aspirante domesticado dentro del formato pétreo de un taller universitario, por lo que opta por afiliarse a un colectivo marginal, impetuoso e impredecible, y de nombre además permutante, en el que ocurrirá todo—menos, o casi

! [467] nada, la escritura—y en el que se van a disolver, si bien sólo aparentemente, aquellos atributos suyos que conforme avanzara el programa de Álamo lo harían distinguirse de los demás participantes.

Jan Mukařovský reflexiona sobre los matices de este comportamiento en su ensayo

«The Poet»:

The developmental relations among poets can also manifest themselves in the opposite

way: in their association in generations, schools, groups around artistic journals, and so

on. Association is seemingly the negation of individual uniqueness, but in reality it is an

expression and a consequence of it. Personalities joined on the basis of some common

features emphazise their difference from personalities outside the association which lack

these features. Within the group itself the individual differences of the members are, as a

rule, felt more intensely, for they are perceived against a background of similarities (The

World and Verbal Art 155).

La asociación entre poetas, entonces, no es el resultado de la negación propia de la singularidad individual, sino, en el fondo, la expresión y la consecuencia de tal singularidad individual, decantándose por propiciar su reconocimiento. Juan García

Madero no ingresaría a las filas del realvisceralismo sin el menor antecedente de los principios que rigen el movimiento de no ser porque anhela concretar, con impaciencia eufórica, su acreditación inmediata como poeta, que no le hubiera sido concedida por

Álamo, por ejemplo, sin antes haberse granjeado su aprecio o su desdén merced a los poemas que escribiera, criticara o favoreciera. Asumirse realvisceralista le ahorra el prescindible, primitivo requisito de escribir y le otorga, por afinidad espontánea, el

! [468] carácter de escritor, lo hace único y distinto entre una cofradía autónoma, compuesta a su vez por únicos y distintos que aparentan una coincidencia y una orientación comunes que no son tales, o no al menos en un sentido literario, siéndolo sobre todo en un sentido sociocultural. Pues, ¿cuál es el principio de solidaridad anárquica más discernible que da origen al movimiento? Una frase de Juan García Madero lo suscribe: «Octavio Paz

(nuestro gran enemigo)» (14). Mukařovský—sigo parafraseándolo—interpreta la asociación entre poetas como una alianza de personalidades que se unen en base a algunas características parecidas, de las que carecen por cierto aquellos otros individuos que no pertenecen al grupo que se pronuncia como tal. Y como regla, arguye el crítico checo, las personalidades supuestamente similares de los miembros hacen que sus diferencias sean presentidas con más intensidad, ya que se las puede así percibir al contraponerlas sobre el trasfondo de similitudes que comparten. El realvisceralismo permite a Juan García Madero involucrarse en la ilusión iniciática de que comparte intereses con otros, y asimismo creer que aporta, negándola, su individualidad como escritor a una causa colectiva, de una disidencia por lo demás inconsistente y un tanto laxa, que gravita en torno al odio a Octavio Paz como epicentro de un conciliábulo de seres harto disímiles, en busca de una realización personal y que camuflan su afán de protagonismo al asociarse. Todo lo anterior, en la teoría, con la escritura poética como máximo baluarte, y, en la práctica, con la escritura poética como ese trasfondo de similitudes de que habla Mukařovský, pero el cual deviene en Los detectives salvajes un trasfondo imprecisable, movedizo, construido más con vivencias que con una concienzuda elaboración de textos. La escritura poética de los realvisceralistas es, en suma, aquello enigmático, apenas en la inminencia de ocurrir, que los une y entrecruza

! [469] sus destinos, igualándolos aparentemente en tanto transgresores de la norma de la canonjía, eligiendo la aventura y la pose, que no la palabra factual, para pronunciar su hartazgo; aventura y pose que sustentarán las fortunas, los peligros y las adversidades—

El Lazarillo—con las que Juan García Madero pergeñará su saga autobiográfica.

Propongo que una de las motivaciones esenciales de Juan García Madero para incursionar en el realvisceralismo sea el carácter ágrafo, transitorio de la escritura que

Belano y Lima encarnan. No es la poesía un dogma métrico, no una consecución de acentos adecuados ni un fosilizado flagelo retórico lacerando el papel: «…la poesía (la verdadera poesía) es así: se deja presentir, se anuncia en el aire, como los terremotos que según dicen presienten algunos animales especialmente aptos para tal propósito» (Los detectives salvajes 15).

Animal clarividencia, terremoto. Los detectives salvajes invoca los estrépitos del

Sturm und Drang, con la salvedad de que Juan García Madero no se supedita a una enunciación versificada de sus efectos, sino que le basta, narrativamente, interiorizarlos.

El romanticismo es a propósito unos de los componentes dúctiles del trasfondo de afinidades que hermana a los realvisceralistas, transmutado además por Bolaño al grado de no filtrarlo explícitamente sino a través de insinuaciones, como la citada, que apelan a una exaltación sensorial espoleada por aquello que se deja presentir, que se anuncia en el aire; aquello que todavía no y que quizá nunca será escrito. Juan García Madero está remontándose a las fuentes inmemoriales del lenguaje, a las más antiguas pulsaciones de ese misterio que, sin serlo, ya era poesía. Esta cualidad atemporal, incluso aérea de la poesía conmoviendo el testimonio del diarista, es un eco toral en Los detectives salvajes de la perspectiva emersoniana:

! [470] For poetry was all written before time was, and whenever we are so finely organized that

we can penetrate into that region where the air is music, we hear those primal warblings,

and attempt to write them down, but we lose ever and anon a word, or a verse, and

substitute something of our own, and thus miswrite the poem («The Poet»).

La poesía (la verdadera poesía)—me aventuro a complementar la convicción del diarista a partir del extracto—no sólo es así, sino que ya ha sido. Juan García Madero comulga con esta certidumbre al devolverla a su estado pre–escritural, no sin identificar en su relato los inconfundibles estremecimientos que suscita, no sin adentrarse en esa región en que el aire que la anuncia es música, aunque sin incidir en la tentativa de reproducir ese aire, esos gorjeos primarios—primal warblings—con palabras, con versos que devendrán una inevitable pérdida y que serían sustituidos, con insuficiencia e irremediablemente, en el poema mal escrito o a–escrito que deplora Emerson.

A la luz de mi lectura, creo que la anterior, de ascendencia romántica, es una de las premisas centrales por las que Bolaño adjetivó así a sus detectives, que son salvajes tanto por sus flirteos con el crimen y el pandillerismo vandálico como por su reivindicación de que el lenguaje condice un mecanismo arcaico, irracional, previo a las gramáticas e instintivo, mediante el cual es también asequible una justa y enardecida transmisión del dolor, de la exaltación originada por la angustia, la pobreza, el abandono del que Belano y Lima provienen, y que los acecha. Emerson alude a una región donde el aire es música, y Juan García Madero conceptualiza ese aire como un anuncio de poesía equivalente al del terremoto que sólo algunos animales tienen el don o la desgracia de pronosticar. El que fuera uno de los pilares de la modernidad literaria norteamericana, por cierto, corroboraba ya este anuncio presentido por Juan García Madero, valorándolo como una

! [471] marca y una destreza exclusivas de los poetas: «The sign and credentials of the poet are, that he announces that which no man foretold» («The Poet»).

Habilidad prodigiosa, sobrehumana y a un tiempo bestial son indispensables para que el anuncio sea percibido gracias a la preeminencia de lo sensitivo sobre el raciocinio; preeminencia que se trasluce en la definición de Juan Marcía Madero y que remite a su vez a «Treatise On the Origin of Language», de J.W. Herder:

Already as an animal, the human being has language. All violent [heftigen] sensations of

his body, and the most violent of the violent, the painful ones, and all strong passions of

his soul immediately express themselves in cries, in sounds, in unarticulated noises (…)

Here is a sensitive being which can enclose none of its lively sensations within itself,

which in the first moment of surprise, even without volition and intention, has to express

each of them in sound… These groans, these sounds, are language. Hence there is a

language of sensation [Sprache der Empfindung] which is an immediate law of nature

(Philosophical Writings 65–66).

Estos quejidos—these groans—o, volviendo a Emerson, estos primal warblings, son los que subyacen a las primeras entradas del diario de Juan García Madero, los que expresan su modo de entender la poesía como un canto original, de ruidos desarticulados que se expelen con sorpresa o estupor, que desencadenan sensaciones violentas y que configuran el lenguaje sensitivo que plantea Herder, un lenguaje que en la novela el desertor del taller patibulario de Álamo—trasunto del poeta de Tuxtla Juan Bañuelos (1932)— vislumbra mientras recuenta los hechos de su contacto liberador con los realvisceralistas.

La escritura de poesía permanece así sólo anunciada y se la idealiza original,

! [472] desarticulada, quedando pospuesta bajo la escritura en prosa que impide al lector de Los detectives salvajes que la contemple concluida, que acuda no al anuncio sino a la concreción de su afluente, al en que desemboca, a su terremoto. Debido a este complejo y peculiar palimpsesto, Juan García Madero intercederá a favor de una poesía a–escrita para que el lector no la atestigüe y por lo tanto no acceda, sino apenas tangencialmente, a aquello que ningún otro hombre podría presagiar.

Por otro lado, si Juan García Madero sabe categóricamente cómo es la verdadera poesía, ¿por qué otros motivos, además de los arriba propuestos, no la escribe o si la escribe, por qué nos la ocultará a todo lo largo de la profusa novela que protagoniza? El aire armónico, el gorjeo, el quejido del hombre con miedo animal que olisquea la proximidad de un temblor que lo cimbrará todo, no son para Nietzsche—parágrafo 826 de Will to Power—más que las gestualidades de una «false “intensification”». Para el filósofo alemán, «in romanticism: this constant Espressivo is no sign of strength but of a feeling of deficiency» (436).

¿Es Juan García Madero un individuo deficiente que no es capaz de ascender, desde su prosa anecdótica, ingenua y de adolescencia, a las elevadas abstracciones de sensibilidad a las que su definición de poesía apunta? Sí y no: la novela de Bolaño no nos consiente discriminar la mediocridad o el virtuosismo de los realvisceralistas, puesto que sus hipotéticos poemas, subversivos y feroces, pertenecen a un perímetro de secrecía que el estudiante de derecho se cuida mucho de difundir. No se nos convida de la poesía realvisceralista, otra vez, sino a manera de un anuncio que hábilmente nos es dilatado, pese a ser una evidencia que, simultánea a nuestra lectura, muchos de los personajes de la novela constatan y que nosotros apenas adivinamos, estando intermitentemente cerca de

! [473] su enunciación pero siendo excluidos, sin ver ni escuchar una sola letra que provenga de los adalides de la enésima vanguardia mexicana.

Aún es 3 de noviembre en el diario de Juan García Madero, quien sigue narrando en retrospectiva su incorporación al vodevil trashumante de Belano y Lima. Cita ahora otro fragmento en el que es más que patente la ocultación de una poesía presunta bajo la fluidez de una prosa que abarca, fotográfica, todos los detalles variados que se quieran, a excepción del que más intriga: ¿cómo, qué escriben los intrusos que han venido a desmantelar un taller y con éste todos los talleres, editorial, novelesca e institucionalmente58?

Llegaron dos poetas real visceralistas y Álamo, a regañadientes, nos los presentó aunque

sólo a uno de ellos conocía personalmente (…) Los real visceralistas pusieron en

entredicho el sistema crítico que manejaba Álamo; éste, a su vez, trató a los real

visceralistas de surrealistas de pacotilla y de falsos marxistas, siendo apoyado en el

embate por cinco miembros del taller […] La discusión no acabó, contra lo que yo

esperaba, en una madriza general […] Álamo desafió a Ulises Lima a que leyera uno de

sus poemas. Éste no se hizo de rogar y sacó de un bolsillo de la chamarra unos papeles

sucios y arrugados (…) Oí el silencio (…) Y finalmente oí su voz que leía el mejor

poema que yo jamás había escuchado (15–16).

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 58 La inesperada invasión al espacio de adoctrinamiento de Álamo, en este episodio de Los detectives salvajes, puede fácilmente corresponderse, amén del sinfín de indirectas obvias y extraliterarias, con una ambición sugerida en la novela por parte de Bolaño: dinamitar el auge de los talleres que formaron a una mayoría emblemática de escritores mexicanos, exitosos y no, nacidos después de la segunda mitad del siglo XX; talleres que emulaban la gestión y diplomacia del propio Paz, el «enemigo nuestro» de los realvisceralistas, que los promovió dentro y fuera de la revista que fundara al regresar de España, titulada primero Taller Poético y luego Taller. Diana Ylizaliturri profundiza en los pormenores y la trascendencia de estas publicaciones en «Entrevista con Octavio Paz, editor de revistas», incluida en el número de julio de 1999 de Letras Libres.

! [474] Lima infunde un silencio expectativo antes de leer, y Juan García Madero, aunque asevere luego, transido: finalmente oí su voz, no hará sino prolongar, en su diario, aquel silencio, un silencio audible con el que imprime, en blanco, el mejor poema que yo jamás había escuchado pero que los lectores de Los detectives salvajes no percibiremos. Bolaño nos muestra, para repentinamente correr los velos y preservarla tras la sombra, la palabra errante que Blanchot así especifica en The Space of Literature: «it is always cast out of itself. It designates the infinitely distended outside which takes the place of the spoken word’s intimacy» (51). Me explico—e interpreto––: el poema de Lima contiene palabras que la evocación de Juan García Madero, en el diario, ha arrojado fuera de sí mismas, es decir las ha arrojado, desperdigándolas en, o aun reemplazándolas con, la frase el mejor poema que yo jamás había escuchado, una frase que Bolaño sitúa justo ahí donde debía ser transcrita la composición de Lima, ahí donde se la esperaba; el mejor poema que yo jamás había escuchado, en la novela, no es más que el afuera del poema mismo, un afuera, como escribe Blanchot, infinitamente distendido que toma el lugar de la intimidad de la palabra dicha. ¿Por qué infinitamente distendido? La respuesta compete a la astucia o a la resignación del lector, para quien el poema de Lima—tal como el poema visual de Tinajero y la «ventana» que clausura la novela—no será más que una sempiternamente renovada conjetura, un conjunto de combinaciones de grafías que se perderán, a–escritas, en la línea el mejor poema que yo jamás había escuchado; esta línea, además, toma el lugar de la intimidad suscitada por la recitación de Lima, quien ha dicho unos versos entre un puñado de talleristas, en tanto Juan García Madero, mediante una intermisión exaltada, en su diario, ha suplantado esa intimidad del poema, arrojándolo fuera de sí y confinándonos a los contornos de éste, al desconcertante y vago

! [475] y acaso embustero enunciado el mejor poema que yo jamás había escuchado, dentro del cual, finalmente, es inútil tratar de encontrar ninguna de las palabras errantes que antes, desprendiéndose de los labios de Lima, fueron el poema.

El hechizo poético y el daño infligido al taller de Álamo por cuenta de Lima se disipan, y Juan García Madero continúa su relación:

Después Arturo Belano se levantó y dijo que andaban buscando poetas que quisieran

participar en la revista que los real visceralistas pensaban sacar […] No dijeron «grupo» o

«movimiento», dijeron pandilla y eso me gustó. Por supuesto, dije que sí. Fue muy

sencillo. Uno de ellos, Belano, me estrechó la mano, dijo que ya era uno de los suyos y

después cantamos una canción ranchera (Los detectives salvajes 17).

Sin ceremonia, como ya se registrara, y durante un Día de Muertos en que inusualmente el taller de Álamo no ha suspendido sus sesiones, Juan García Madero se asocia al realvisceralismo, bastándole una promesa editorial al vuelo, un apretón de manos y unos histriónicos falsetes a capella como salidas triunfales loando la declamación defensiva y retadora de Lima. A las razones subrepticias, contradictorias, que explican la progresiva conformación de la pandilla desde la óptica de Mukařovský, conviene sumar otras más, no menos relevantes y de carácter funambulesco, como las que discurre Yves–Jouannais en su Artistas sin obra. «I would prefer not to», cuando aborda el caso del nómade André

Cadere (1934–1978), aquel polaco «improductor» que «no se dedica al trabajo» sino a enfatizar «su inviolabilidad» y «su función autoproclamada», la cual «no tiene efectos más que en lugares públicos». Amplío un poco más la ficha correspondiente al estrafalario Cadere:

! [476] …su arte, una actitud, consistirá en frecuentar las inauguraciones, la exposiciones o

galerías de museos, con el bastón al hombro, y en abandonarlo en un rincón. Su obra, que

no es más que una presencia, una parasitación más que una ocupación del espacio,

pretendía reivindicar una singularidad inasimilable e inimitable, la representación y

reactivación de una heráldica en primera persona (67).

Como Cadere, Belano y Lima interrumpen la circunspección del taller de Álamo, la desdeñan y oficializan públicamente su acuerdo y su proyecto como realvisceralistas al reclutar al deslumbrado Juan García Madero, quien a su vez, como el polaco en las galerías y antes del arribo de sus mentores, había más bien parasitado sin ocupar en realidad el espacio de la Facultad de Filosofía y Letras en el que supuestamente daría comienzo su aprendizaje formal como poeta y en el que sin embargo nunca había ocurrido nada. En vez del famosísimo bastón acebrado de Cadere—aquí la variación a la monografía de Yves–Jouannais que me atañe subrayar—, Lima se presenta, reivindicando su singularidad inadmisible, con unos papeles sucios y arrugados que contienen, o que Lima finge que contienen, el poema que cautiva a Juan García Madero, que desconcierta a los talleristas y que es, en cierto modo, la representación y la reactivación de una heráldica en primera persona. De manera, pues, que la reivindicación de una singularidad inadmisible—al menos, para Álamo—se cifra en la posesión incendiaria de una escritura sólo supuesta, recubierta del silencio del narrador que la ha oído y que celosamente se la reserva.

Esta apropiación de las palabras errantes y asaz performáticas, indolentes de Lima, seguida de su inmediato ocultamiento, es también una táctica que Juan García Madero emplea para no develar aquello que él mismo, incansable y secretamente, escribe. El

! [477] mismo 3 de noviembre en que nos encontramos, el diarista se jacta: «Hoy no fui a la universidad. He pasado todo el día encerrado en mi habitación escribiendo poemas» (17).

No ir a la universidad equivale, para un adolescente matriculado, a ser un improductor, a no trabajar, a rehuir las obligaciones parasitando, si bien estos gestos en la novela implican al mismo tiempo una obra, un discurso estético, alternativo, que acaso sucede.

Los poemas que Juan García Madero presume, como el que le escuchara a Lima, son apenas al mencionarlos arrojados fuera de nuestra lectura y se los reemplaza con las oraciones simples, íntimas, que los recuentan sin mostrarlos. Para mayor desconcierto, sabremos que la erudición poética del vocero del realvisceralismo no es desdeñable, meramente impresionista o improvisada, lo cual refutaría tanto su debilidad como el supuesto fingimiento de su intensidad romántica, como se contraargumentara antes a partir del parágrafo de Nietzsche. Juan García Madero, cuestionado por Álamo sobre lo que es un rispetto, contesta sin dilación: «un tipo de poesía lírica, amorosa para ser más exactos, semejante al strambotto, que tiene seis u ocho endecasílabos» (14). Bolaño hace que sus personajes, de súbito, profieran estos dejos de suficiencia y de arrogancia intelectual, acaso como rasgos indirectos que nos deban avisar de la sólida, o al menos conscientemente formada propuesta literaria que perpetran.

Tanto la alusión al poema magnífico de Lima como a los poemas propios, a su vez desconocidos de Juan García Madero, nos participan del tono de naturalidad conversacional de Los detectives salvajes señalado por el crítico Marks; éste, y a propósito de las entradas del diario que hasta ahora se han analizado, añadía que una significativa parte de la trama de la novela estriba, no sin las ambigüedades ya reconocidas, en escribir o pensar sólo en escribir, sin cesar, de lo que escriben otros. De

! [478] nuevo, notamos aquí la suspensión y el elevamiento cervantinos merodeando las cavilaciones de un contador de historias.

Unos papeles sucios y arrugados con un poema invisible y en sotto voce, un diario alborozado en el que se nos informa de la escritura de otros poemas, aunque obviándolos: perífrasis entre las cuales apenas difusamente puede el lector asistir al acto de creación, incesante como observara también Marks, que detona Los detectives salvajes. En lo que toca a Juan García Madero, termine o no sus poemas, ya el hecho de desertar de la universidad un día entero y de abandonar el taller de Álamo para sumirse en el misterio de la disciplina escritural por su cuenta, deviene una más esencial retribución. Sigo en ese sentido las reflexiones de Blanchot:

A work is finished, not when it is completed, but when he who labors at it from within

can just as well finish it from without. He is no longer retained inside by the work; rather,

he is retained there by a part of himself from which he feels he is free and from which the

work has contributed to freeing him (The Space of Literature 54).

El fragmento, a mi juicio, indica una sutil despersonalización y un interesante distanciamiento, patentes en las omisiones y las truculencias del diario del más joven de los realvisceralistas. Veamos: los poemas propios a los que alude Juan García Madero en su entrada del 3 de noviembre, los ha escrito desde dentro de la poesía lo mismo que desde afuera, es decir desde la prosa del diario mediante la cual no sólo anuncia que ha trabajado en esos poemas sino desde donde también los está completando, según

Blanchot, siendo el lector de Los detectives salvajes, sin embargo, sólo testigo de esta superficie externa, narrativa, que los recubre. Cuando Blanchot dice que el escritor no

! [479] queda sólo retenido dentro de la obra, para Juan García Madero esto significa que formalmente sus poemas salen desde su interior como poeta hacia su exterior como diarista. Con tal desplazamiento por los intersticios de lo que el francés llama el espacio literario, Juan García Madero se sustrae, pues, del interior de la poesía, y por lo tanto del interior de su obra, dentro de la cual, interpreto, ya no es retenido sino sólo desde esa otra parte de sí mismo—una parte narrativa, testimonial—que él considera libre porque la poesía misma, paradójicamente, la ha podido liberar, y en tanto el diario no es otra cosa que el primer pronunciamiento de una excitante aventura de emancipación riesgosa.

Bolaño nos convida entonces a la apreciación de esa parte narrativa de Juan García

Madero que simultáneamente lo saca de la poesía y dentro de ésta lo retiene, libertándolo e impulsándolo—de nuevo Marks—a escribir o pensar sólo en escribir.

La palabra errante, perdida en las escarpaduras del diario de Juan García Madero, se nos escabulle como lectores, pues no discernimos, no podemos fijar aquello que dicha palabra conformaría si la capturáramos, y por lo tanto, al no aprehenderla, irónicamente estamos ya leyendo, prófuga y exacta, el tipo de poesía preconizada por los realvisceralistas: una poesía, como dedujera el crítico Martínez desde la teoría cognitiva, sin palabras, y la cual debe ser completada, sin que desde mi punto de vista ello sea una responsabilidad sino una de las muchas e ingeniosas dead end que circunvalan Los detectives salvajes.

Hasta la entrada del 3 de noviembre, el escritor in progress Juan García Madero, apercibido del aire musical, inefable, primitivo de la poesía verdadera, ha desertado de un taller universitario para acudir al reclutamiento de los apóstoles del realvisceralismo, quienes representan para él, tanto por escritura que abanderan como por sus

! [480] gesticulaciones de rebeldía, la personificación disidente del arte colectivo. Para decirlo con Nietzsche—parágrafo 823 de Will to Power––, el realvisceralismo le predica también estas otras evasiones, acordes a su propensión romanticista: «Art as freedom from moral narrowness and corner–perspectives; or as a mockery of them. Flight into nature, where its beauty is coupled with frightfulness» (435).

En la consecutiva jornada del diario—4 de noviembre—la perífrasis narrativa que oculta las alquimias de la poesía adquiere cierto grado de especificidad temática. ¿Qué redactó Juan García Madero durante su fuga escolar?

…seis textos escritos a la manera de Ulises Lima (el primero sobre los sopes que olían a

ataúd, el segundo sobre la universidad: la veía destruida, el tercero sobre la universidad:

yo corría desnudo en medio de una multitud de zombis, el cuarto sobre la luna del DF, el

quinto sobre un cantante muerto, el sexto sobre una sociedad secreta que vivía bajo las

cloacas de Chapultepec (…) más exactamente a la manera del único poema que conozco

de Ulises Lima y que no leí sino que escuché (Los detectives salvajes 18).

Apenas dos días después de que lo prendara el mejor poema que yo jamás había escuchado, Juan García Madero ya produjo seis variaciones sobre aquello que presuntamente contenían los papeles sucios y arrugados de Lima. De dichas variaciones se nos detallan apuradamente los asuntos, que no pasan de ser un limitado, un inventario de ideas descabelladas, de a–poemas en cocción o de epifanías en los cuales anida una de las propiedades más contradictorias del lenguaje poético: su no decir diciendo. Vuelvo a

Blanchot:

! [481] All these features are negative in form. But this negation only masks the more essential

fact that in language at this point everything reverts to affirmation: in this language what

denies affirms. For this language speaks as absence. Wordless, it speaks already; when it

ceases, it persists. It is not silent, because in this language silence speaks. The defining

characteristic of ordinary language is that listening comprises part of its very nature. But

at this point of literature’s space language is not to be heard. Hence the risk of the poetic

function. The poet is he who hears a language which makes nothing heard (The Space of

Literature 51).

Así, en Los detectives salvajes, la escritura de poesía, revertida, se niega afirmándose desde la ductilidad del diario de Juan García Madero, cuyos poemas proceden de un lenguaje que habla como ausencia, un lenguaje de crónica o memoria que enumera por ejemplo las propiedades anecdóticas de unas composiciones en verso que no leeremos.

Como el que interroga con extraordinaria lucidez Blanchot, el lenguaje poético del realvisceralismo es un lenguaje—Martínez, otra vez—sin palabras pero que, vía el afuera del diario, e incluso prescindiendo de ilustraciones conceptuales, habla. Desde que

Juan García Madero tuvo delante de sí a Lima desenfundando sus retazos, desde entonces ha asumido el riesgo de la función poética, que consiste, para Blanchot, en oír un lenguaje que no permite que nada sea escuchado. De ahí la misteriosa rememoración, en el diario, del instante en que Lima, el imprevisto preceptor, leyó en voz alta, desagraviado: oí el silencio; y de ahí que, a partir de ese silencio, no nos sea permisible escuchar sino muy poco, casi nada, en la novela. Los detectives salvajes apelará, recurrente, a que sólo presintamos, en una suerte de autismo inducido, la poesía que sus personajes se escuchan recitar unos a otros, una poesía que habla sin escribirse;

! [482] condición que nos coloca, de curiosa manera y acompañando a dichos personajes, en los bordes espantosos y perversos de la literatura sobre los que reflexionara el crítico Aguilar y los cuales atraen con virulencia, como después la historia lo va comprobando, a los realvisceralistas.

Por otro lado, la confidencialidad en que incurre el diario de Juan García Madero es, desde una lectura gremial, un impedimento a que penetremos dentro del círculo en el que ha sido aceptado, asociándose. Como si las entradas de su diario—más bien umbrales estrechos, ocluyéndose—nos vetaran ingresar a la poesía o descubrirla en términos de apropiación, de plagio o de latrocinio, preservando el núcleo preciado, dogmático, que hermana a los realvisceralistas. El vínculo que pacta con los fundadores es tal, que Juan

García Madero ya ha reproducido seis textos escritos a la manera de Ulises Lima, o, como acto seguido corrige, más exactamente a la manera del único poema que conozco.

Esta imitación apologética refuerza el lazo suscitado por una preceptiva, por cierto, no articulada en manifiesto alguno, aunque asumida con resolución y lealtad tras el debut mesiánico de Lima en el taller de Álamo. Observa Mukařovský:

Association also contributes to the development of literary personalities in that one of the

poets in the group sometimes prevails over the others. His individual features become the

features of the entire association. The group then appears as a multiplication of a single

leading personality (The World and Verbal Art 155).

¿Qué tiene que ver esto con la inaccesibilidad, con la perífrasis diarística que nos excluye de la poesía de los realvisceralistas? Propongo esta lectura: Lima, el temperamento alfa, el insuperable guía y el admirado gurú, pesa desproporcionadamente sobre la figura

! [483] incipiente de Juan García Madero, quien prefiere, en su narración, no exhibir su quizá inferioridad estilística, que palidecería comparada con la de su icono paradigmático, del que tampoco profana, vertiéndolo, un solo verso.

Bolaño simula, describiéndolos, los seis poemas difusos de Juan García Madero, los cuales varían el poema angular de Lima, también velado, que los inspirara: intertexto de apócrifos en que se sustenta la identidad escritural, evanescente, de los implicados.

«Precisamente»—nos explica el diarista—«una de las premisas para escribir poesía preconizadas por el realismo visceral, si mal no recuerdo (aunque la verdad es que no pondría la mano en el fuego), era la desconexión con cierto tipo de realidad» (Los detectives salvajes 20). No es inoportuno admitir que la realidad de la que se desconectan los realvisceralistas, como un mandamiento por lo demás dudoso para la articulación de su poesía, es una realidad—también—convencionalmente verbal. Para escribirse, la poesía de los realvisceralistas se fundamentaría—empleo aquí el término de Villoro—en una descolocada veracidad de carácter, me permito añadir, literariamente genérico. Pues el diario de Juan García Madero descoloca, en prosa, la veracidad de sus seis poemas, así como la veracidad del único que le ha escuchado leer al andariego Lima.

Desconectarse de cierto tipo de realidad reivindica las reminiscencias románticas que a manera de membresía o requisito temperamental exigen los realvisceralistas entre sí para identificarse como un grupo incómodo, antisocial. Tal desconexión condice con estas otras dos elucidaciones de Nietzsche—parágrafos 844 y 845 de Will to Power—:

A romantic is an artist whose great dissatisfaction with himself makes him creative––who

looks away, looks back from himself and from his world; Is art a consequence of

! [484] dissatisfaction with reality? Or an expression of gratitude for happiness enjoyed? In the

former case, romanticism; in the latter, aurole and dithyramb (445).

En la entrada del 8 de noviembre Bolaño trama una tercera variante de no–escritura de poesía realvisceralista, siendo la primera el poema leído por Lima para distender los

ánimos en el taller de Álamo, y la segunda los seis poemas epigonales de Juan García

Madero, a la manera de aquél y parcialmente inexistentes para el lector.

Ahora, Juan García Madero templará su actitud realvisceralista transcribiendo fragmentos de «poetas mexicanos muertos, mis futuros colegas» (Los detectives salvajes

21). ¿Por qué exclusivamente poetas mexicanos muertos? Propongo estas dos posibilidades: I) Juan García Madero los transcribe en su diario porque se trata de aquellos que no se interpondrán, a diferencia del enemigo Paz, quien está vivo en la novela, en su camino ascendente de consagración, y por ser además autores que ni traicionan ni develan, si los copia, la afiliación realvisceralista de sus anotaciones; o II) los transcribe porque él se sabe en el fondo un poeta que al morir estará a la altura de aquellos a quienes cite. De acuerdo a esta segunda sospecha, la muerte, entrevista desde su presente poético inmaduro, no remite al pasado en que reposan, quizá olvidados, sus colegas, sino al porvenir en el que va a unírseles y en el que va a ser comparado con ellos, una vez que entregue al mundo eso que en la novela no son todavía sino balbuceos de obra indistintos. Juan García Madero, trascribiendo a otros—Marks de nuevo—piensa sólo en escribir aquello gracias a lo cual se les igualaría. Bolaño pone aquí en marcha un proceso de asimilación que ya está generando en Los detectives salvajes, acaso indirectamente, la literatura por venir a la que se refiere, y por la que aboga con tenacidad, Vila–Matas.

! [485] Juan García Madero se alinea con sus futuros colegas, en una proyección anhelante o desesperanzada a la que lo induce la poesía, y teme o vaticina, gracias al poder de clarividencia que lo asiste, que su nombre cohabitará con los de sus antecesores. Este atisbo garantiza o lamenta que la obra de Juan García Madero, de un modo o de otro, trascenderá, y que pertenece, como nos lo deja en claro en todo momento Los detectives salvajes, al futuro. Así, a la idea de la poesía verdadera como una frecuencia aérea, indescifrable, que sólo una intuición animal pudiera pronosticar; a esta idea, en la que se entremezclan las validaciones de Schiller y Emerson ya discutidas, se suma la del arte, también característica del pensamiento emersoniano, como una actividad auténtica no más allá de su realización ulterior e imposible. Harold Bloom, en The Anatomy of

Influence (2011), sucintamente advertirá sobre esta paradoja: «Emerson’s lifelong obsession was with poetry yet to be written, and which never could be written. That carries the perceptiveness to the border of madness» (217). La realvisceralista, a su vez, es una poesía aún por escribirse pero que de cualquier manera no podría ser escrita, pues traicionaría su cualidad de desconexión, por un lado, o al escribirse simplemente devendría un producto cultural que revertiría el anarquismo congénito del movimiento.

Cito desde el propio Emerson («Art»), el aserto de Bloom: «Yet we have said all our fine things about the arts, we must end with a frank confession that the arts, as we know them, are but initial. Our best praise is given to what they aimed and promised, not to the actual result» (Essays 362). Bloom vislumbra en esta preceptiva de lo pretendido y lo promisorio, de lo perennemente inicial, un atajo hacia la locura. Los detectives salvajes se recrea, con insolencia y melancolía, en ese impasse, bordeando, aunque todavía sin franquearlo a esta altura del diario, ese atajo o ese borde—Aguilar—de lo perverso y

! [486] espantoso de la literatura. La poesía realvisceralista, yet to be written, es asimismo una constatación in extremis de muchos de los principios románticos elucidados a continuación por Schlegel:

175. The romantic kind of poetry is still in the state of becoming; that, in fact, is its real

essence: that it should forever be becoming and never be perfected. It can be exhausted

by no theory and only a divinatory criticism would dare try to characterize its ideal. It

alone is infinite, just as alone is free; and it recognizes as its first commandment that the

will of the poet can tolerate no law above itself (Fragments 176).

La poesía del realvisceralismo en fase de ser, en esencia, para no ser jamás; y, por ende, no perfeccionada ni agotada por teoría alguna, de ideales asimismo irrefutables, infinita… así, tal la dibuja, invisiblemente—como en Grandeza el protagonista dibuja una carta enfebrecida—Juan García Madero, quien además no tolera ley superior a sí mismo: Paz es su enemigo; Belano y Lima, sus cómplices asociados, anárquicos; Álamo, su desavenido mentor.

El 10 de noviembre se nos dispensa una cuarta variación de no–escritura realvisceralista. Juan García Madero, aquí, ya no transcribe a sus futuros colegas; enlista los títulos que Lima y Belano distribuyen entre sus cofrades, en acato a una de las enmiendas sobreentendidas que rigen la cohesión del movimiento: «lo que lee un real visceralista es leído acto seguido por todos los demás» (30).

! [487] Los libros que llevaba Ulises Lima eran:

Manifeste electrique aux paupieres de jupes, de Michael Bulteau, Matthieu Messagier,

Jean–Jaques Faussot, Jean–Jaques N’Guyen That, Gyl Bert–Ram–Soutrenom F.M., entre

otros poetas del Movimiento Eléctrico, nuestros pares de Francia (supongo).

Sang de satin, de Michael Bulteau.

Nord d’eté naître opaque, de Matthieu Messagier.

Los libros que llevaba Arturo Belano eran:

Le parfait criminel, de Alain Jouffroy.

Le pays où tout est permis, de Shopie Podolski

Cent mille milliards de poèmes, de Raymond Queneau (Los detectives salvajes 28).

Escritura que lee, no escritura que escribe, tal es la de los realvisceralistas, quienes amplían su arco de afinidades a aquellos colectivos extranjeros que, supone Juan García

Madero, son sus pares, sus aliados involuntarios en la misión de parricidio que los convoca irrenunciablemente para cimentar su coupe d’état poético, ¿contra qué?:

«Coincidimos plenamente en que hay que cambiar la poesía mexicana. Nuestra situación

(según me pareció entender) es insostenible, entre el imperio de Octavio Paz y el de

Pablo Neruda. Es decir: entre la espada y la pared» (30).

El según me pareció entender con el cual Juan García Madero, desenfadado, abraza la causa realvisceralista, resta importancia, diluye o pospone aquellos parámetros escriturales con los que habría en efecto que cambiar la poesía mexicana. Lo de menos es asestar el atentado desde la obra, siendo más apremiante la localización—desde una empalizada de lectores confabulados—de las monumentales antítesis contra las que reacciona el realvisceralismo. Leyendo devotamente al Movimiento Eléctrico, en vez de

! [488] leer a Paz o a Neruda, es como se mina, de a poco, el establishment de la poesía latinoamericana y como se revoca su situación insostenible. En los preámbulos a la edición de una revista clandestina que lo desplomará todo, y sin que sea urgente escribir, basta con leer simultánea, devotamente a los camaradas de la diáspora, y con ser consciente de que se milita en el bando apropiado, en el bando que triunfará: «Según

Pancho [Rodríguez, también realvisceralista], uno de los dos mejores poetas mexicanos es él, el otro es Ulises Lima, de quien se declara su mejor amigo» (30).

La voz narrativa de Juan García Madero, mezcla de autocrítica, ironía y escepticismo, nos reporta a veces con misericordia las conmovedoras falacias y los patetismos de los realvisceralistas, con lo que Los detectives salvajes, consecuente con su repudio a las liturgias de la canonización, acierta en ridiculizar las prácticas de sus propios anti–héroes.

Juan García Madero supone, cree entender, no metería las manos al fuego. La mesura de su proselitismo nos provee de otra hipótesis: el hecho de que no haya transcrito el canto de sirena de Lima en su diario, o de que no haya dejado rastro en él de sus seis poemas imitativos, se debe en el fondo a que no cree a pie juntillas en la prédica de sus homólogos y en lo que éstos representan, sino que solamente les hace comparsa por interesarse en ellos como amigos—y, en especial, amigas: recordemos que entre los distinguidos condiscípulos figura María Font, quien lo atrae sobremanera y con quien por cierto perderá la virginidad––. Y es que el realvisceralismo, también, no es más que una asociación utópica, endeble, un chispazo de desencanto y buenas intenciones que aspira, con ingenuidad viral, a incendiar el marmóreo status quo de la poesía latinoamericana bajo cuya lápida se agita, sofocándose. En una conversación entre Juan García Madero y un amigo de Belano de otras épocas, Ernesto San Epifanio, oímos decir a éste último,

! [489] también poeta, cuando el diarista lo pone al tanto de las lecturas sincronizadas que enfebrecen los ideales de la cofradía:

––No me hagas reír. Pero si en ese grupo sólo leen Ulises y su amiguito chileno. Los

demás son una pandilla de analfabetos funcionales. Me parece que lo único que hacen en

las librerías es robar libros.

––Pero después los leerán, ¿no? –concluí un poco amoscado.

––No, te equivocas, después se los regalan a Ulises y a Belano. Éstos los leen, se los

cuentan y ellos van por ahí presumiendo que han leído a Queneau, por ejemplo, cuando la

verdad es que se han limitado a robar el libro de Queneau, no a leerlo (56).

Los detectives salvajes, como con profusión lo prueban las innumerables voces que la matizan, es una interferencia de contrastadas especulaciones, lo que torna delicado fijar la identidad, ya no sólo escritural, sino identidad a secas, de muchos de los realvisceralistas.

¿Quiénes son en realidad? En la entrada del 20 de noviembre—que por cierto remite a la máxima celebración revolucionaria de México, pues conmemora el levantamiento en armas de Francisco Villa—, Juan García Madero procede a consignar estos antecedentes:

Militancias políticas: Moctezuma Rodríguez es trotskista. Jacinto Requena y Arturo

Belano fueron trotskistas.

María Font, Angélica Font y Laura Jáuregui (la ex compañera de Belano)

pertenecieron a un movimiento feminista radical llamado Mexicanas al Grito de Guerra.

[…]

Ernesto San Epifanio fundó el primer Partido Comunista Homosexual de México y la

primera Comuna Proletaria Homosexual Mexicana.

! [490] Ulises Lima y Laura Damián planeaban fundar un grupo anarquista: queda el borrador

de un manifiesto fundacional. Antes, a los quince años, Ulises Lima intentó ingresar en lo

que quedaba del grupo guerrillero de Lucio Cabañas (78).

!

¿Por qué esta lista es relevante para los intereses que mi análisis enfoca? Amén del borrador de un manifiesto fundacional que queda, y que sin lugar a dudas es apócrifo, la lista en que se lo insinúa es relevante porque da cuenta de la formación marcadamente reaccionaria que precede a los realvisceralistas, cuyas identidades, en el presente de la novela, aún no se delinean del todo, trazado apenas un tenue contorno de semejanzas que los promete como la generación que cambiará la poesía mexicana en el futuro. Es decir, sus cartas de presentación política, permeadas de activismo insurrecto, los predisponían ya a un intento renovador que al no ser satisfactoriamente cumplimentado en el panfleto—o en el borrador de manifiesto que quedó—puede serlo en la página de un poema. Las ideologías atribuidas por Juan García Madero a sus homólogos son las raíces visionarias y obligatorias gracias a las cuales el realvisceralismo podrá empeñarse ahora en una empresa que rebasará, pero que se ha fundado en, los episodios más significativos de disidencia intelectual de Latinoamérica. Esta correspondencia entre ideología y poesía vuelve a incardinar la inmadurez de los realvisceralistas, creo, en un punto medular del pensamiento de Emerson: «Art has not yet to come to its maturity if it do not put itself abreast with the most potent influences of the world» (Essays 363).

Pero en Los detectives salvajes el influjo y la efervescencia de la izquierda ya menguaron, lo mismo que la vehemencia con que los realvisceralistas defienden y divulgan sus tendencias estéticas, razones por las cuales la madurez a que alude Emerson,

! [491] por lo demás inasequible, se torna aún más lejana en la novela de Bolaño. Juan García

Madero, por ejemplo, apunta el 25 de noviembre:

Hoy sólo he visto a Barrios y a Jacinto Requena (…) Me contaron que una vez Arturo

Belano dio una conferencia en la Casa del Lago y que cuando le tocó hablar se olvidó de

todo, creo que la conferencia era sobre poesía chilena y Belano improvisó una charla

sobre películas de terror. Otra vez, la conferencia la dio Ulises Lima y no fue nadie. Así

estuvimos hasta que cerraron (Los detectives salvajes 87).

Por la manera telegráfica en que los resume Juan García Madero, da la impresión, por

último, de que los compromisos iniciáticos que antes sufragaron los realvisceralistas no pasan de ser, en la novela, aquel todo que nunca ha existido y al que, según Vila–Matas, han sobrevivido en particular Lima y Belano. Por ello, su reivindicación como antagonistas al sistema, ahora enarbolada desde la poesía, sufre de estos deslices, de estos debilitamientos y estos raptos anónimos de heroísmo, como el no saber qué decir en medio de una conferencia o de decirlo todo frente a un recinto completamente vacío.

Entretanto, la escritura de poesía deja de ser, sin que lo fuera nunca, de hecho, una prioridad en Los detectives salvajes. La conformación de un grupo de jóvenes creadores con carnets revolucionarios que han expirado, daba trazas de contraatacar, de escudarse ante la espada y la pared del canon; sin embargo, y a poco de su fundación, el altisonante realvisceralismo se fisura de la misma manera como fuera puesto en marcha, es decir, mediante una informalidad palmaria, a causa de malentendidos y desapariciones:

! [492] ¿Y los expulsados qué dicen, por qué no forman un nuevo grupo? Requena se ríe. La

mayoría de los expulsados, dice, ¡ni siquiera saben que han sido expulsados! Y aquellos

que lo saben no les importa nada el real visceralismo. Se podría decir que Arturo Belano

les ha hecho un favor…

[…]

––Me parece muy poco democrático lo que está haciendo Belano –dije.

––Pues sí, la mera verdad es que no es muy democrático que digamos.

––Deberíamos ir a verlo y decírselo –dije.

––Nadie sabe dónde está. Él y Ulises han desaparecido (101).

La variopinta planilla del realvisceralismo, pese a las ya comentadas empatías que lo posibilitaron, termina por supeditarse a sus diferencias internas, lo que terminará disgregando el movimiento. Nuevamente Mukařovský: «Thus there is a differentiation of personalities within the association, and this can result in its dissolution» (The World and

Verbal Art 155).

La búsqueda de una voz poética, frustrada en el taller de Álamo y luego espoleada por el abrupto y luminoso contacto con Lima, discurre luego hacia una búsqueda para la cual la escritura no fue más que un suplementario preámbulo: «8 de diciembre. Ya que no tengo nada qué hacer he decidido buscar a Belano y a Ulises Lima por las librerías del

DF» (108). Juan García Madero no tiene, aparentemente, nada qué hacer—ni qué escribir—durante sus seis días de patrullaje; nada, en cualquier caso, relativo al realvisceralismo, excepto la continuación, en su diario, de la corta pesquisa que posteriormente da un resultado en el que Bolaño, superponiendo de nueva cuenta y retrospectivamente el relato al poema, nos participa otra vez de este camuflaje, pues Juan

! [493] García Madero, durante su nada qué hacer, en efecto estuvo haciendo—escribiendo, además del diario—poesía, siempre al margen de las anotaciones que leemos:

13 de diciembre

Volví caminando hasta Sullivan. Cuando cruzaba Reforma, a la altura de la estatua de

Cuauhtémoc, oí que me llamaban.

––Arriba las manos, poeta García Madero.

Al volverme vi a Arturo Belano y a Ulises Lima y me desmayé…

[…]

Durante un rato Belano y Ulises Lima me acompañaron (…) les di a leer mis poemas.

Dijeron que no estaban mal (Los detectives salvajes 111–112).

Los poemas, que ignoramos si son aquellos seis a la manera de Lima, u otros, se nos vedan. El no estaban mal con el que Belano y Lima elogian o menosprecian a Juan

García Madero, por cierto, advierte sobre otro talante del realvisceralismo—y quizá de todo colectivo de poesía—: la ambigua desaprobación por lo que producen los allegados y la indiscutible alabanza por lo que producen los distantes—por ejemplo los pares del

Movimiento Eléctrico—. Pero volvamos al recurso de prestidigitación narrativa–sobre– poesía que me ocupa. ¿Cómo son los poemas que Belano y Lima leyeron, aquellos que

Juan García Madero escribió subrepticiamente, a la par de su diario, mientras daba con el paradero de sus idolatrados tránsfugas, embajadores que portan la palabra errante que lo revitaliza? Imposible determinarlo: nos topamos, una vez más, con la particularidad indicial señalada por Donoso Pareja como el quid de la poesía representada por Bolaño, quien reabre la puerta secreta de lo no escrito de que hablaba Martínez, con la intención

! [494] de que las piezas faltantes sean aportadas por el lector; a éste, entretanto, se lo saca del cuarto cerrado aludido a su vez por Promis, sin que una sola clave decisiva le sea deparada ni lo conduzca a la auscultación de los versos del diarista, que no estaban mal y que son luego tema de conversación, pero un tema insignificante, eludido, en otro apunte:

«Por la noche (…) estuve con Jacinto Requena y Rafael Barrios en el café Quito. Les conté lo que me habían dicho Belano y Ulises. Deben de estar averiguando cosas de

Cesárea Tinajero, dijeron» (113).

La intermitente inserción de perífrasis y de alusiones oblicuas a la poesía de Juan

García Madero, desembocan por fin, en la entrada del 28 de diciembre, en el simulacro más patente e ingenioso del acto escritural puesto en crisis por Bolaño en Los detectives salvajes. El diarista, sin más, consigna en una fecha que abierta y contundentemente se burla con—o del—lector:

¿Cuántos poemas he escrito?

Desde que esto empezó: cincuentaicinco poemas.

Total de páginas: 76.

Total de versos: 2.453.

Ya podría hacer un libro. Mi obra completa (120).

Justo en el Día de los Santos Inocentes, y como si atendiera de una vez por todas la pregunta impaciente que inquieta a todo lector de cepa policiaca que se adentra en Los detectives salvajes, Juan García Madero especifica, cronometrándolos, sus portentosos avances: ha escrito 2.453 versos en aproximadamente dos meses. Aquel puñado de ejercicios a la manera de Lima, y aquellas otras piezas que éste y Belano dictaminaron

! [495] que estaban bien, palidecen a comparación de los 2.453 versos envidiables, espartanos, y que no son más que una broma proverbial, pues a semejante interpretación, acorde a la insolencia de la pluma bolañiana, nos orilla, insisto, la fecha en que Juan García Madero decide inventariar la proeza de su obra completa. O, en todo caso, y por la disposición tipográfica del recuento, «28 de diciembre» sería tal vez el único poema del nuevo realvisceralismo que leeremos. Mi lectura, por supuesto, ahonda sin embargo en la posibilidad—para muchos quizá obvia—de que tal obra completa no es más que una calculada patraña. Además: la alocución ya podría hacer un libro casi traiciona la pretendida existencia de los cincuentaicinco poemas, los cuales no sólo podrían, sino que ya son, o ya han empezado a ser, ese libro; un libro del que, como el prologuista de

Crítica de París, Juan García Madero parece deslindarse, sirviéndose de él no más que para dibujar su chiste, y sin la menor intención de concluirlo, con lo que las hojas acumuladas que sólo hipotéticamente lo formarían, no serán más que anónimas, no importándole a Juan García Madero, en suma, su suerte como autor y futuro hermanastro de poetas mexicanos muertos.

Obligatorio es que me detenga en la entrada del 28 de diciembre, que invisibiliza como ninguna otra en el diario, aunque remarcándola, una poesía lábil. ¿Por qué Juan

García Madero no encarta en sus anotaciones ni uno de los cincuentaicinco poemas, habiendo deslizado antes, siquiera, los temas de aquellos otros seis a la manera de Lima?

Remitiéndonos a una perspectiva genérica de formulaciones de novela negra, asistimos a una temporal reconfiguración respecto del título de la saga bolañiana: los detectives no serían—o no sólo—Belano y Lima inquiriendo el paradero de Tinajero, sino otros, u otro, cuya presencia fantasmal en la trama se antoja determinante para los escapismos

! [496] escriturales de Juan García Madero. A saber: «28 de diciembre» puede ser la ocurrencia o el improperio que desternilla o saca de quicio a quien sea que hojea el diario en busca, por ejemplo, de pistas claras que auxilien en el arresto de los asesinos de la célebre desertora del primer estridentismo. ¿Y es que quién o quiénes, aparte del lector de Los detectives salvajes, escrutan toda suerte de pormenores entre las líneas de este atlas lúdico e impredecible? ¿Algún enemigo del realvisceralismo o algún émulo ulterior que anhela perpetuarlo, fundándolo por tercera vez, así como hicieron Lima y Belano, antes, al consultar como a un oráculo el número único de la revista Caborca que publicara el

único poema de Tinajero? Sean quienes sean el interlocutor o interlocutores desconocidos, dentro y fuera de la trama Juan García Madero restriega, sarcástico, su obra completa, la cual en términos, otra vez, de narrativa policiaca, semeja un descuido del texto, una huella distractora de las que analizara el crítico De Rosso; una agudeza, en suma, que varía a su manera la retórica romántica del impulso del juego (play–drive o

Spieltriebes), y del ingenio (wit), desplegados con astucia por el diarista, quien entremezcla un motivo onomástico con un motivo de la hard–boiled, a manera de la finta de un culpable o de un cómplice de un crimen que echa mano de sus persuasiones leoninas, vanguardistas, para evadir la justicia.

Comento el primero de los tropos románticos antes mencionados, el impulso del juego. En la carta veintisiete de On the Aesthetic Education of Man, Friedrich Schiller expone así una de las propiedades de dicho impulso que asocio a la escritura bidimensional de Juan García Madero: «Like the bodily organs in man, his imagination, too, has its free movement and its material play, an activity in which, without any reference to form, it simply delights in its own absolute and unfettered power» (209).

! [497] «28 de diciembre» ejecuta ese movimiento libre—, para Emerson—que sin obedecer a una forma se deleita en su propio, irrestricto y absoluto poder. La poesía de

Juan García Madero, convencionalmente amorfa, y la cual subyace a su victoriosa numerología, es consecuencia del impulso lúdico que define Schiller y por lo tanto— retomo parcialmente a Blanchot—se libera dentro y fuera de sí misma, gracias a la permisibilidad imaginaria del diario que la refiere, sin restringir su emancipación volátil.

El otro criterio al que me remite la obra completa de Juan García Madero, como otro guiño afortunado a la tradición romántica, es el de la virtud denominada wit—o witz, como se la designa en algunas ediciones—a propósito de la cual Schlegel inmortalizó líneas incisivas en sus «Critical Fragments», correspondientes al homónimo Fragments.

¿Qué es el wit? Ante todo, una destreza mental poco común, un aditamento del que gozan sólo aquellas inteligencias capaces de fundir en una procaz analogía los conceptos más dispares, y de emitir juicios en que la sabia penetración se alía con el desparpajo para escandalizar a las conciencias aletargadas. En palabras de Schlegel: «9. Wit is absolute social feeling, or fragmentary genius» (144). «28 de diciembre» evidencia, sin duda, el genio fragmentario de Juan García Madero, aprendiz de poeta o poeta irrenunciable que por lo demás pertenece a una logia dispersa que bien puede caber en estas impresiones del polemista alemán, quien luego de definirlo, emplea él mismo el wit para exclamar esta diatriba: «4. There is so much poetry and yet there is nothing more rare than a poem!

This is due to the vast quantity of poetical sketches, studies, fragments, tendencies, ruins, and raw materials» (143).

«28 de diciembre» (y aun todo Los detectives salvajes) es mucha poesía—los 2.453 versos son apenas una metonimia—pero ningún poema: es un borrador, una ruina, un

! [498] material en crudo emitido por seres a medio hacer—según expresara su artífice—que hace las veces de una cáustica interrupción del código hermenéutico de la búsqueda al que se refiriera Solotorevsky. Es decir: tanto los lectores de la novela de Bolaño como los interlocutores que acaso han confiscado el diario de Juan García Madero, vemos truncada la enunciación de los signos precisos y concretos que nos intrigan, obteniendo, a cambio, un sketch de anti–legibildad, una obra completa que no es ni una cosa ni la otra y que nos estalla, como una carcajada o una bomba de tiempo de juguete, en el rostro.

Los 2.453 versos de Juan García Madero, también, avalan paradójicamente este otro aforismo de Schlegel: «14. In poetry too every whole can be a part and every part really a whole» (144). Sirviéndose de su genio fragmentario, el diarista (no) escribe poesía sino sólo presentándola en parte (aludiendo atropelladamente a una obra completa), si bien en tal parte ya está dicha poesía contenida como un todo—siempre oculta y equívoca—. ¿En qué radica, por lo demás, la subversión del wit efectuada por Bolaño? Para Schlegel, aquél no debería destinarse a finalidades mezquinas: «51. To use wit as an instrument for revenge is as shameful as using art as means for titillating the senses» (149). Y es esto justamente lo que incentiva, por inercia y mímesis, a Juan García Madero: hacer uso de sus capacidades de ingenio para, lo mismo con perspicacia, vengarse de Paz, de Neruda, o de quienes sea que profanan su diario para proveerse de las señales inculpatorias, literariamente vergonzosas, que quizá distingan aquella poesía en crudo que decide poner a resguardo.

Juan García Madero no ha escrito toda esa poesía de la que no nos pudiera caber duda de que es tal; lo que ha escrito es una coartada, una prestidigitación en que la legibilidad y la narratividad atribuidas por Cercas al estilo de Bolaño son, eso sí, indiscutibles. Pero

! [499] la obra completa, poética, no es más que un burdo sarcasmo intitulado, además, con el indicador fácilmente descifrable «28 de diciembre». De lo cual se colige que la transparencia de la prosa del diarista, al exhibirnos automáticamente sus propias truculencias, sus propios descuidos, no lo es al grado de exhibirnos esa otra escritura que encubre, y a la cual aun, podría decirse, vigila. El wit de Juan García Madero, quien ha emigrado del aséptico taller de Álamo a la inmensidad excitante, a la bohemia y a la crápula defeña de la mano de sus ángeles proletarios, es ya una facultad que se ha vuelto catártica en su entrada del 28 de diciembre. Anota Schlegel: «90. Wit is an explosion of confined spirit» (153). Los 2.453 versos son el libro que ya podría hacerse pero que no se finiquita, son la obra completa de Juan García Madero y son, como lo será su laberíntica

«ventana» en el desenlace de la novela, las piezas inverosímiles de una de las más eficaces adivinanzas de la novelística contemporánea. «96. A good riddle should be witty; otherwise nothing remains once the answer has been found» (154). Nada queda, nada persiste, advierte Schlegel, una vez que un acertijo sin ingenio es respondido. Juan

García Madero, al no develarnos los suyos, aboga por la permanencia de sus cincuentaicinco poemas, que de ser clarificados, o de convenir a una respuesta detectivesca dentro de un cuarto cerrado, disminuirían su valor nostálgico para devenir un rompecabezas de sucesos impersonales que al concatenar, se difuminarían, apenas satisfecha la gran curiosidad que incitan. En «28 de noviembre», Juan García Madero, como diarista, confiesa todo lo que (no) ha escrito como poeta, disposición suya en la que vacilan, intercambiándose, aquellas dos tendencias de todo escritor ingenioso que discerniera lo mismo Schlegel: «…either not to say a number of things that absolutely

! [500] need saying, or else to say a great many things that absolutely ought to be left unsaid»

(146).

Juan García Madero entabla una peculiar relación con su obra completa desde el diario. La juzga terminada, sí, pero no es aún el libro que podría hacer, el que lo admitirá en el cenáculo de sus futuros correligionarios. En «The Poet», Mukařovský observa:

There is a difference in a poet’s attitude toward a finished and an unfinished work. As

long as the work is not completed, its total and partial structure and meaning can always

be changed by further interventions. An unfinished work is therefore more closely

connected with the author than a finished work (The World and Verbal Art 147).

La estrecha conexión de Juan García Madero con su libro en proceso, y pese a sernos parcialmente compartido desde la intimidad del diario, es tal y tan irreductible que entre los dos entes que lo moldean—poesía y poeta—no es permisible que intervenga nadie más. El dispositivo que Bolaño antepone como una barrera para que no ingresemos a esa correspondencia secreta y acompasada es, como he demostrado, un desplante de sentido del humor con claros remanentes del wit schlegeliano, y que desde el contexto contemporáneo de Los detectives salvajes coincide además con los planteamientos que

Yves–Jouannais sintetiza en el apartado «5. La abstención del idiota», de Artistas sin obra:

La modernidad es ante todo la invención de una risa (…) la risa loca que saludó a la

Olympia de Manet; el malestar chistoso que generó el período couillard de Cézanne; la

! [501] elevación al grado de héroes de dos idiotas como Bouvard y Pécuchet; la confesión de

Rimbaud: «Me gustaban las pinturas idiotas» (93).

El 28 de diciembre es el Día de los Santos Inocentes en que Juan García Madero se asume, o declara ser, escritor, procediendo a ello con la incuestionable circunspección de la befa, riéndose de nosotros, de sí mismo y de la poesía moderna, considerándose o considerando idiotas a quienes leen o incautan, ¿para qué?, sus notas, entre las que revolotean, impetuosos e imperceptibles, sus poemas. El melindroso relator, a la usanza de La Pícara Justina, ha trastornado la delicadeza afectada y excesiva en palabras para prorrumpir en una sátira memorable.

Al diario le restan sólo tres entradas para que concluya la parte I de Los detectives salvajes, consumados los sucesos detonantes que ya resumiera Del Pozo Martínez: luego del festejo del año nuevo en casa de las hermanas Font, en los primeros minutos de 1976, ocurre lo que Juan García Madero apunta el 31 de diciembre: «A las doce y cuarto, todos nos trasladamos sigilosamente al garaje y empezaron las despedidas. Abracé a Belano y a

Lima y les pregunté qué iba a pasar con el real visceralismo. No me contestaron» (137).

A Juan García Madero, pese a las amenazas funestas que se ciernen sobre él y sus amigos, pues afuera, en la noche capitalina, los esperan el proxeneta de Lupe, Alberto, y sus sicarios dispuestos a exterminarlos a mansalva; a Juan García Madero, pues, lo que le preocupa esencialmente es el rumbo literario de la pandilla—Pauls: es decir manada, muta, enjambre, célula, gang—. Quiere saber cuál será el destino de los realvisceralistas.

De Belano y Lima escucha, como cuando irrumpieran en el taller de Álamo, no más que un silencio grandilocuente o de mal augurio: no me contestaron. Con este mutismo entristecido se cierra ante nosotros por primera vez, para abrirse a una digresión de

! [502] cientos de páginas, un diario en el que la urgencia narrativa deliberadamente demoró, hasta de pronto desahogarla en una broma sempiterna, una poesía providente y venidera, es decir, una poesía instaurada en un más allá insondable al que no se nos convida, o del que se nos rescata, desde Los detectives salvajes.

En la parte «II. Los detectives salvajes (1976–1996)», los claroscuros de los realvisceralistas, de quien nadie ha leído nada, son mistificados en base a una entretejida polifonía cuyos concurrentes, de distintas nacionalidades, se prestan, ¿ante quiénes, para qué?, a detallar cualquier suerte de interacción, por muy mínima o indirecta, que hubieran tenido con los fundadores de una promisoria, y luego frustrada, revolución literaria. Las identidades tornasoladas de Belano, Lima y de sus seguidores se van delineando a partir de un mandala de anécdotas en las que, por supuesto, se recae en ciertos tópicos de la escritura, a la cual se alude la mayoría de las veces en términos bibliográficos, o a veces demarcando el subjetivo terreno de disputa entre autores consagrados y emergentes. Si bien estas declaraciones son registradas a partir del año siguiente, así como en lustros posteriores a la escapatoria de los realvisceralistas al desierto de Sonora, con la que termina la parte I, no escasean analepsis que relatan eventos ocurridos en 1975.

La presencia de Belano y Lima, entonces, va siendo legendariamente ubicua; se los ve, aloja, riñe o ama en distintas comarcas del mundo y en años no consecutivos y dispares. En el inmediatamente posterior a su fuga, 1976, el ex–estridentista Amadeo

Salvatierra es ¿interrogado? sobre aquella noche en que recibió en su casa a un par de jóvenes que le solicitaron les informara sobre la mítica Caborca, revista en la que

Tinajero publicó un solo poema—el único de su singladura como autora—y a cuyo consejo editorial Salvatierra pertenecía. Al darles la bienvenida en su domicilio,

! [503] Salvatierra en efecto reproduce, al ser escuchado con expectación por Belano y Lima, el

Simposio socrático superpuesto por Zavala a Los detectives salvajes, en tanto la ingesta de mezcal Los Suicidas—retomo la hipótesis del crítico—suministra una vía de acceso narrativo al interior del anfitrión y de sus huéspedes: apertura etílica que los inscribe como personajes característicos de una modernidad novelística, por lo demás, ya relacionada con el filósofo de Atenas por la suspicacia schlegeliana: «26. Novels are the

Socratic dialogues of our time. And this free form has become the refuge of common sense in its flight from pedantry» (Fragments 145).

Las cálidas, nostálgicas exclamaciones de Salvatierra se avienen, en el tono conversacional que ya se destacara, a esa libertad, a ese sentido común y a esa emancipación de la pedantería, todos articulados, y si es que no habla con nadie y sólo monologa, interiormente: «Dios los bendiga, qué jovencitos eran, con el pelo hasta los hombros y cargados de libros, qué recuerdos me traían» (Los detectives salvajes 142).

Por otra parte, la segunda etapa bloomiana de los efebos en pos de su modelo, analizada por Rojo, ha dado también comienzo bajo las anteriores directrices: «Y entonces uno de ellos dijo señor Salvatierra, queríamos hablar de Cesárea Tinajero. Y el otro dijo: y de la revista Caborca. Pinches muchachos. Tenían las mentes y las lenguas intercomunicadas»

(142). Para no pocos, la otra escritura poética de Los detectives salvajes, más que la que concierne a su enunciación convencionalmente literaria, es justo la que, con la pregunta citada de los pinches muchachos, inicia en este episodio; una escritura vital intensificada a partir de un periplo a lo ignoto y de una búsqueda para definirse a sí mismos como poetas, y para—Rojo de nuevo—asesinar, simbólica y literalmente, a Tinajero. En la inquietud de los jovencitos cargados de libros, de los efebos, por aproximarse al núcleo

! [504] totémico que los incentiva; en esa sola inquietud la escritura de poesía en Los detectives salvajes anticipa ya otro matiz de su esencia inconclusa; un matiz que, interpreto, se corresponde con esta otra línea de Blanchot: «The central point of the work is the work as origin, the point which cannot be reached, yet the only one which is worth reaching» (The

Space of Literature 54).

¿Por qué no puede ser alcanzado ese punto de origen de la obra, el cual sin embargo es el único que amerita tan malhadada aproximación? No puede ser alcanzado porque, como insinúa estupefacto Salvatierra, ese punto—el poema de Tinajero—es un punto que por principio de cuentas puede que no exista:

Entonces uno de ellos me explicó que estaban haciendo un trabajo sobre los estridentistas

y que habían entrevistado a Germán, Arqueles y Maples Arce, y que habían leído todas

las revistas y libros de aquella época, y entre tantos nombres, nombres de hombres

cabales y nombres huecos que ya no significan nada y que no son ni siquiera un mal

recuerdo, encontraron el nombre de Cesárea. ¿Y?, les dije (…) ¿Una buena poetisa?, dije

yo, ¿dónde han leído algo de ella? No hemos leído nada de ella, dijeron, en ninguna parte,

y eso nos atrajo. ¿Los atrajo de qué manera, muchachos, a ver, explíquense? Todo el

mundo hablaba muy bien de ella o muy mal de ella, y sin embargo nadie la publicó (…)

todos la recuerdan, dijo el chileno, con mayor o menor claridad, pero nadie tiene textos

suyos para que los incluyamos en nuestro trabajo. ¿Y ese trabajo, jóvenes, en qué

consiste exactamente? (Los detectives salvajes 162).

Se nos participa de otra ocultación, del tipo narrativa–sobre–poesía previamente dilucidado. Bolaño varía aquí ese montaje intratextual y nos comunica que los dos

! [505] capitanes realvisceralistas preparan una obra supuesta en torno a Tinajero; obra que, como los 2.453 versos de Juan García Madero, no es más que un ardid. ¿O es que en realidad los realvisceralistas redactan lo que han denominado un «trabajo sobre el estrindentismo» (162)? De ser así, y como antes los poemas de Juan García Madero, dicho trabajo no emergerá de todos modos a la capa superficial de las páginas de Los detectives salvajes.

La identidad escritural de los pinches muchachos Belano y Lima se presta a otra mascarada, pues en el alegato de Salvatierra, al principio no se les adjudica, explícitamente, el distintivo poetas. Aseguran que han entrevistado a los estridentistas y que han leído copiosamente la hemerografía que los inmortaliza. Belano se finge periodista o investigador académico, si bien en otra instancia de la novela reivindica su inconfundible «profesión», precisamente cuando charla con Maples Arce, quien

«testifica» así el encuentro:

¿Cree usted que alguien se puede interesar actualmente por el estrindentismo?, le

pregunté. Por supuesto, maestro, dijo él, o algo parecido. Yo creo que el

estrindentismo ya es historia y como tal sólo puede interesar a los historiadores

de la literatura, le dije. A mí me interesa y no soy un historiador. Ah, bueno […]

Todos los poetas, incluso los más vanguardistas, necesitan un padre. Pero éstos

eran huérfanos de vocación. Nunca volvió (176–177).

No un historiador, un poeta, es lo que implica Belano, aunque Maples Arce tampoco admita por completo la segunda de las acepciones, pues en tanto poeta vanguardista, es en todo caso un huérfano de vocación, ¿y qué es un poeta sin vocación sino un individuo

! [506] cuya identidad escritural adolece de aquello que primariamente lo definiría? Belano, para

Maples Arce, ni es historiador ni es poeta—o quizá poeta pero en un estrato de penuria y desamparo más acentuado, incluso, que el de la orfandad—. Los detectives salvajes, entretanto, sigue sin mostrarnos uno solo de los textos de Belano, ni siquiera—como ocurriera con Lima en el taller de Álamo—un indicio más o menos verosímil de que ha escrito algo. Inmerso en una red sobreabundante de aristas literarias, Belano no escribe: acaso lee, acaso investiga; la escritura, de la que parte y a la que se precipita, está rodeándolo pero nos lo borra. Para Salvatierra, por lo pronto, Belano es alguien parecido a él en la juventud y quien presume trabajar sobre el estrindentismo, y quien recae temprano que tarde en aquella intrascendente ramificación que lo obsesiona, el «grupo de

Cesárea, el realismo visceral» (180).

Ni Salvatierra, ni Maples Arce, contribuyen a que columbremos, a través de sus evocaciones, la escritura de poesía de los realvisceralistas. Así como en la parte I ocurriera con el diario de Juan García Madero, en la II son los intrincados testimonios de personajes secundarios bajo que los que esa misma escritura de poesía se nos oculta, aunque por supuesto insinuándose, arterial. Joaquín Font, padre de Angélica y María, ejemplifica tales velos sutilmente fisurados, a los que tan afecto fuera Bolaño no sólo en

Los detectives salvajes sino en la mayoría de sus ficciones:

…hay una literatura para cuando estás desesperado. Esta última es la que quisieron hacer

Ulises Lima y Belano. Grave error […] En el fondo esa literatura amargada, llena de

armas blancas y de Mesías ahorcados, no consigue penetrarlo [al lector tranquilo] hasta el

corazón como sí lo consigue una página serena, una página meditada, una página

! [507] ¡técnicamente perfecta! Y yo se los dije. Se los advertí. Les señalé la página técnicamente

perfecta. Les avisé de los peligros (201).

Como antes aquella lista de motivos que virtualmente se reseñaran en los seis poemas o variaciones de Juan García Madero, ahora las armas blancas, los Mesías ahorcados, son apenas los dudosos añicos, los fragmentos ilusorios de lo que—tampoco se sabe quién— o Belano o Lima escribieron, desatendiendo los consejos admonitorios de Joaquín Font, quien a propósito y sugerentemente alude a esas imágenes punzocortantes desde una clínica de salud mental. ¿Habrán sido, en última instancia, los poemas imperfectos de los cabecillas del realvisceralismo los que casi lo enloquecen?

Joaquín Font confiesa haber advertido de los peligros de una literatura escrita para cuando estás desesperado; una literatura como la que quisieron hacer, no como la que hicieron, o Belano o Lima. Estas otras pistas son la evidencia otra vez indirecta de la poesía realvisceralista que tanto ayudan como impiden que la decantemos. Pero nos encaminan a un curioso develamiento: lo que quisieron escribir o Belano o Lima, por otro lado, parcialmente los desenmascara como artistas desvergonzadamente apasionados. Sigo, en estas apreciaciones, a Nietzsche:

…they lack any sense of shame before themselves (they observe themselves while they

live; they spy on themselves, they are too inquisitive) and they also lack any sense of

shame before great passion (they exploit it as artists) (…) their vampire, their talent,

grudges them as a rule that squandering of force which one calls passion. ––If one has

talent, one is also a victim: one lives under the vampirism of one’s talent (Will to Power

431).

! [508] Las armas blancas, los Mesías ahorcados, comportarían el pronunciamiento de la desesperación que desaprueba Joaquín Font; una desesperación que entraña, a su vez, una falta de vergüenza, un descabalarse desahogando una gran pasión por medio de versos terribles, concebidos para fracturar. El talento de Belano y Lima, pastores de una literatura amargada, es la maldición y el derroche, diría Nietzsche, de esa gran pasión.

Joaquín Font accedió de primera mano a la misteriosa poesía de los realvisceralistas, y fue persuadido de inmediato del vampirismo que los corroía, apurándolos, víctimas de su talento desesperanzado—o huérfano—a la fatal pesquisa que los condena para siempre, reduciéndolos a ser no más que sospechosos de un irresoluto asesinato como escala trágica y final de su irresoluta comunión con la poesía.

Ante Salvatierra, Belano es un jovencito que recolecta la frágil pedacería dejada en periódicos y suplementos por el estridentismo y el primer realvisceralismo; ante Maples

Arce, un vanguardista con pinta de historiador; ante Joaquín Font, un poeta abatido y en peligro. El testimonio del editor Lisandro Morales complementa, o diluye, estas grietas del retrato: «¿Y quién es ese Belano?, le pregunté. Escribe reseñas en nuestra revista, dijo

Vargas Pardo» (Los detectives salvajes 209). Belano, ahora, reseñista.

Y compilador. A partir de las rememoraciones de Morales se nos participa de que

Belano ha preparado—¿a la par que su trabajo sobre el estridentismo?—una antología de poesía latinoamericana de cuyo contenido se nos dispensan estos pormenores:

[Vargas Pardo] dijo que el libro era muy bueno, un libro que si no lo publicábamos

nosotros (…) lo publicaría cualquier otra editorial […] Dos días después apareció Belano

(…) Así que le dije: veamos, señor Belano, esa antología que usted ha hecho. Y él dijo:

ya se la he dado a Vargas Pardo […] Bueno, y le dije, ¿y le costó mucho hacer su

! [509] antología de poesía latinoamericana? No, dijo él, son todos amigos (…) y entonces, justo

entonces, tuve una suerte de iluminación. O de presentimiento. Supe que era mejor no

publicar esa antología. Supe que era mejor no publicar nada de ese poeta (209).

Sobra repetir que ni una sola página se nos muestra de la antología mencionada; una antología imprescindible, axial pero reprobable, que infunde iluminaciones y presentimientos en un editor al principio renuente y luego incómodamente dispuesto que la publica, traicionado por Vargas Pardo, apenas unos momentos antes de que Belano se exilie de México a Europa:

Belano firmó. Yo firmé. Ahora un apretón de manos y asunto concluido, dijo Vargas

Pardo (…) Comprendí que no había nada que hacer. El libro se publicaría.

Y yo que fui un editor valiente acepté esa señal de vergüenza en la mera frente (210).

Lima se ausenta de México, como Belano, en 1977, año en que se pacta la edición de la flamante Antología definitiva de la joven poesía latinoamericana. Antes de partir, Belano y Felipe Müller, realvisceralista y compatriota suyo, darán a la imprenta la revista aquélla de que se enterara Juan García Madero en las sesiones de Álamo. Los dos jóvenes chilenos incluyen en la publicación, por cierto, un desplegado en que suscriben su renuncia del movimiento. Müller aclara: «no abjurábamos de nada […] en realidad estábamos muy ocupados trabajando e intentando sobrevivir» (244). La célebre Antología definitiva, así como la revista, son para nosotros inasequibles antigüedades. Se difuminan sin más los rastros de la poesía del realvisceralismo en Los detectives salvajes. O no. Otro adepto, Rafael Barrios, pormenoriza:

! [510] Qué hicimos los real visceralistas cuando se marcharon Ulises Lima y Arturo Belano:

escritura automática, cadáveres exquisitos, performances de una sola persona y sin

espectadores, contraintes, escritura a dos manos, a tres manos, escritura masturbatoria

(con la derecha escribimos, con la izquierda nos masturbamos, o al revés si eres zurdo),

madrigales, poemas–novela, sonetos cuya última palabra siempre es la misma, mensajes

de sólo tres palabras escritos en las paredes («Laura te amo», etc.), diarios desmesurados,

mailpoetry, projective verse, poesía conversacional, antipoesía, poesía concreta brasileña

(escrita en portugués de diccionario), poemas en prosa policiacos (se cuenta con extrema

economía una historia policial, la última frase la dilucida o no), parábolas, fábulas, teatro

del absurdo, pop–art (…) Incluso sacamos un revista… Nos movimos… Nos movimos…

Hicimos todo lo que pudimos… Pero nada salió bien (214).

«Laura, te amo»––ignoremos, resignándonos, lo que sea que oculte el incómodo «etc»–– sería entonces el «verso» 2.454 del realvisceralismo, y el único que sí se nos confía en

Los detectives salvajes, pero sólo si aceptamos que los que escribió Juan García Madero, desde que esto empezó, no fueron como propuse una tomadura de pelo. Ya que: si la entrada del 28 de diciembre se ciñe en efecto a los usos del santoral y los cincuentaicinco poemas no fueron jamás tales, «Laura, te amo», es estrictamente toda la poesía realvisceralista que leemos en una novela de poco más de seiscientas páginas: sólo tres palabras escritas en una pared; palabras que, habida cuenta de la procedencia miserable de los realvisceralistas, grabaría en la novela, quizá honrándola, la ternura dolorida de los desheredados de la suerte, de los desgraciados y de los infelices, así como la elocuencia admirable y sencilla de los pobres a que se alude en La calandria, obra ésta

! [511] en la cual por cierto, y como aquí alardea Rafael Barrios, el ebanista estuvo a punto de poner, en su misiva, «te quiero».

Otro pliegue interpretativo, otro exceso gratificante: en la retahíla de vanguardismos que no salieron bien, espetada por Rafael Barrios, Bolaño no sólo esconde muestras específicas de tales vanguardismos sino que introduce alusiones autorreferenciales a una obra, la suya propia, detrás de la que al mismo tiempo nos está encubriendo aquéllos cadáveres exquisitos y madrigales, aquéllas parábolas y fábulas. He aquí el contraespejismo: Los detectives salvajes, infiltrada entre todo lo que pudieron hacer los realvisceralistas, es ese poema–novela, ese diario desmesurado, ese poema en prosa policiaco en el que se cuenta, aunque no con extrema economía sino muy al contrario, una historia policial que la última frase—«¿Qué hay detrás de la ventana?»––dilucida o no.

¿Por qué dispersar una y otra vez los poemas de los realvisceralistas? Yves–Jouannais, en el «El abstencionista», propone:

…la elección de no sacrificar en el altar del rendimiento exigido al artista, o de ser artista

para uno mismo, de ahorrarse la ambigua publicidad de cierto movimiento en primera

persona, sólo es posible experimentarla como apuesta por la felicidad. Para contradecir lo

que la mala fe de quienes tienen el arte por religión, la duplicidad de los marchantes–

gestores de stocks, o la crispación de los teóricos necesitados de materias sobre las que

escribir (Artistas sin obra 154–155).

(Mi tesis, irónica y deliberadamente, se sirve de todos modos de la no–materia realvisceralista con claras intenciones académicas de escribir sobre ella.) Respecto, pues,

! [512] de la cuestión del ocultamiento de poemas, y de acuerdo a Yves–Jouannais, Bolaño apostaría con ello por la felicidad adolescente, sin amarras, de sus efusivos abstencionistas, por lo tanto no los publicita con ambigüedad, no los sacrifica en el altar del rendimiento exigido, contradiciendo así la mala fe de quienes tienen el arte por religión. Pero esta hipótesis es lo mismo subvertida en la novela, pues la antología de poesía latinoamericana ya le ha sido entregada al editor Morales, uno de estos individuos que actúan con mala fe, dipsómano en retirada de las lides editoriales que anuncia con desamparada melancolía:

Cuando por fin apareció el libro de Arturo Belano, éste ya era un autor fantasma y yo

mismo estaba a punto de empezar a ser un editor fantasma […] La vida hay que vivirla,

en eso consiste todo, simplemente. Me lo dijo un teporocho que me encontré el otro día al

salir del bar La Mala Senda. La literatura no vale nada (Los detectives salvajes 301).

En el mundo metaficcional de Los detectives salvajes se ha impreso ya el parteaguas antologado por Belano que derrocará los imperios de Neruda y del enemigo Paz, asfaltando el sendero del efebo Juan García Madero hacia el Olimpo mexicano donde departirá con sus colegas muertos. Por fin apareció el libro del autor fantasma, notifica

Morales con tristeza y pesimismo. El lector de Los detectives salvajes, empero, no disfrutará de tal primicia. Bolaño prefiere colmarlo con más pinceladas de la existencia extraliteraria, tan efímera como incandescente, de los autores antologados; autores que, ya sea se los indexe en una compilación, o garrapateen paredes o escriban masturbándose, es decir, ya sean apócrifos, inéditos o marginales inclasificables, no pueden ser leídos, ni desde los libros tan largamente añorados que los asocian ni desde

! [513] las experiencias que los marcan. El libro que por fin aparece no consolidará, contraproducentemente, la identidad escritural, por ejemplo, de Lima. En Los detectives salvajes los realvisceralistas están condenados a dejar de ser, sin remedio, dentro o fuera del cenáculo del formulismo literario. Jacinto Requena declara en 1985:

Dos años después de desaparecer en Managua [a donde había viajado formando parte de

una delegación de poetas connacionales], Ulises Lima volvió a México. A partir de

entonces pocas personas lo vieron y quienes lo vieron casi siempre fue por casualidad.

Para la mayoría, había muerto como persona y como poeta (366).

Antes de perfilar el presente capítulo hacia su conclusión, he de recapitular las representaciones ambiguas del acto de escritura de poesía hasta aquí abordadas, para luego examinar detenidamente unas cuantas más, que incluyen por cierto «evidencias» novelísticas. Hasta ahora, la poesía escrita le fue vedada al lector por Bolaño detrás del diario—de la narrativa—de Juan García Madero, cuyos poemas, y los de Lima, han sido meras evocaciones impresionistas, datos involuntarios deslizados entre conversaciones estenográficas y transcritos ¿por quién?, así como récords presumiblemente humorísticos—los 2.453 versos—; el resto de los realvisceralistas, a decir de Rafael

Barrios, ha diversificado su más bien infortunada producción en disciplinas experimentales de las que «Laura, te amo», parece ser el único fragmento perdurable; en lo que toca a Belano, se sabe que éste ha logrado firmar un contrato importante por la

Antología definitiva luego de reseñar poemarios59, acopiar toda suerte de vestigios para

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 59 Faceta que de igual modo refuta el abogado, poeta y editor Xosé Lendorio, exquisita parodia de orador ciceroniano que en 1992 coteja: «…me hubiera encantado decirle que Belano jamás formó parte del equipo de reseñistas, algo que resultaba evidente con sólo revisar los últimos diez números de la revista» (442).

! [514] un trabajo sobre el estridentismo, editar junto con Müller una revista y, sorpresivamente, incursionar incluso en la narrativa, tal como lo revelará su ex novia Edith Oster, también escritora, en el testimonio recogido en 1990:

Él estaba escribiendo una novela […] No escribíamos para publicar sino […] para ver

hasta dónde éramos capaces de llegar […] No me sumergiré nunca más en el mar de

mierda de la literatura. En adelante escribiré mis poemas con humildad y trabajaré para

no morirme de hambre y no intentaré publicar (138).

Ni la novela que Belano escribía—¿otra vez Los detectives salvajes escondida dentro de sí misma?––ni los poemas límite, desencantados de Oster, sortearán por supuesto la frontera de lo críptico.

Quedan, por lo tanto, como evidencias de la escritura o de sus develamientos, en lo que a mi análisis concierne y en este orden: I) el poema visual de Tinajero; II) el último y penúltimo libros de narrativa de Belano que le valen una enemistad mortal con el crítico

Iñaki Echevarne; III) algunas entradas más del diario de Juan García Madero, al cual se retorna en la parte «III. Los desiertos de Sonora (1976)»; IV) extraídas de éste, menciones a un cuaderno de la propia Tinajero del que el diarista se apropia; y V) la dichosa

«ventana» con la que cierra, abriéndose—o con la que abre, cerrándose—Los detectives salvajes.

Volvamos pues a la escena socrática en que Amadeo les enseña a sus visitantes el ejemplar arcaico de Caborca tras haberse conmovido, ¿antes quiénes?, a mitad de su remembranza oceánica: «lo acuné entre los brazos, lo miré y cerré los ojos, señores

[subrayado mío], porque uno no es de piedra» (216)—:

! [515] Y entonces uno de los muchachos me dijo: ¿dónde están los poemas de Cesárea Tinajero?

(…) y les dije: en la última página, muchachos (…) y ellos entonces también me miraron

y dijeron ¿no nos estarás vacilando, Amadeo? (…) Y cuando hube vuelto a mi sillón les

volví a preguntar qué era lo que opinaban ahora que tenían ante sí un verdadero poema de

Cesárea Tinajero, ya sin ninguna lengua de por medio, el poema y nada más, y ellos me

miraron (…) y dijeron caray, Amadeo, ¿esto es lo único que tienes de ella?, ¿éste es su

único poema publicado?, y yo les dije o tal vez sólo susurré: pues sí, muchachos, no hay

más. Y añadí, como para medir lo que de verdad sentían: ¿decepcionante, no? Pero ellos

creo que ni me escucharon, tenían sus cabezas muy juntas y miraban el poema, y uno de

ellos, el chileno, parecía pensativo, mientras su compinche, el mexicano, se sonreía,

imposible desalentar a esos muchachos, reflexioné (375).

Como en la entrada del 28 de diciembre, el trasfondo irónico de la poesía que Bolaño

«expone» aquí es palpable: Belano y Lima sospechan de inmediato que Salvatierra los vacila, pese a que éste—para recrudecer el patetismo del episodio—describe con arrobo y enardecimiento el contenido de aquella última página: un verdadero poema ya sin ninguna lengua de por medio, el poema y nada más. Entre líneas, se nos propone otra definición en clave de la (no) poesía a la que aspiran los realvisceralistas, una poesía ya sin ninguna lengua de por medio—a saber: indicial (Donoso Pareja), sin palabras

(Martínez), anti–legible (Solotorovsky), aérea (Emerson)—. Salvatierra cree imposible desalentar a esos muchachos, quienes creen o desean percibir la presencia de algo que, pese a las décadas transcurridas, pese al olvido, les es transmitido todavía por el poema, el no–poema o el antipoema de Tinajero. Entre los realvisceralistas y el subterfugio literario que ahora contemplan y que los emociona, aleccionándolos y a su vez

! [516] mofándose de ellos, se establece, a mi ver, lo que Theodor W. Adorno, en su ensayo

«The Block», denominó la dialéctica de lo interior (dialectic of interiority):

Nothing that was ever said fades away completely, neither the good nor the bad (…) As

language gives expression to something, it enters a stream of future humanity; but it is the

helplessness of that something which makes language bestir itself in the first place

(Aesthetic Theory 171).

El experimento de Tinajero no se ha desvanecido por completo en tanto enunciación estética. Sea un buen o un mal poema—decepcionante, ¿no?, querría asegurarse

Salvatierra—, ha dado expresión a ese algo que los realvisceralistas buscaban. Mediante una subversión del lenguaje, el artilugio de Tinajero entró de suyo en la corriente de la humanidad futura—representada por Belano y Lima—, lo cual reactiva su potencial en sus ulteriores receptores y permite que no se desvanezca y que dialogue interiormente con ellos. Ese algo que ha persistido, como dice Adorno, es un algo de cualquier modo desesperanzado, pero gracias al cual el mismo lenguaje que lo emite se autoestimula

(bestir itself). Es decir: en el mensaje que Tinajero les ha enviado accidentalmente desde un pasado pletórico de vanguardias, están inscritos tanto la desesperanza como el estímulo que los realvisceralistas habrán de asimilar como condiciones esenciales de su quehacer poético.

Salvatierra no ha podido dialogar interiormente con su ajada reliquia durante cuatro décadas de escrutinio habitual y desacertado. Belano y Lima, por el contrario, de inmediato la comprenden no comprendiéndola en absoluto; es decir, la entienden desde

! [517] una reciprocidad y una afinidad atemporales con Tinajero de las que Salvatierra, pese a haberla conocido en persona, no goza:

¿Sabía lo que significaba? Porque debía de significar algo, ¿no? Y los muchachos me

miraron y me dijeron que no, Amadeo, un poema no necesariamente significaba algo,

excepto que era un poema, aunque éste, el de Cesárea, en principio ni eso. Así que les

dije déjenme verlo y extendí la mano como quien pide limosna y ellos pusieron el único

ejemplar de Caborca que quedaba en el mundo entre mis dedos acalambrados. Y vi el

poema que había visto tantas veces:

Y les pregunté a los muchachos, les dije, muchachos, ¿qué es lo que han sacado en limpio

de este poema?, les dije, muchachos, yo llevo más de cuarenta años mirándolo y nunca he

entendido una chingada. Ésa es la verdad. Para qué voy a mentirles. Y ellos dijeron: es

una broma, Amadeo, el poema es una broma que encubre algo muy serio. ¿Pero qué

significa?, dije. Déjanos pensar un poco, Amadeo, dijeron […] Bueno, pues, les dije,

¿cuál es el misterio? Entonces los muchachos me miraron y dijeron: no hay misterio,

Amadeo (366–367).

! [518] Otra variación escritural e interpretativa incisivamente desleída por Bolaño: el poema de

Tinajero no necesariamente significaba algo, excepto que era un poema, aunque en principio ni eso. Y más: una broma, pero que esconde algo muy serio, sin que, por lo demás, entrañe misterio alguno. En tanto más cerca está el lector de Los detectives salvajes de cualquier evidencia más o menos clara de poesía, más acertijos se le antepondrán para que no la discierna, para que la pierda de vista presenciándola.

Bolaño, entre muchas otras conjeturas que se deriven de sus fintas, recae, según mi lectura y de manera harto ilustrativa, en una reivindicación del engaño (redemption of illusion), expuesta en los siguientes términos por Adorno:

…no work of art has a content other than the one given to it by illusion, and, what is

more, given to it in the form of illusion. Central to aesthetics, therefore, is the redemption

of illusion. If its succeeds, art’s right to exist is established (157).

El único contenido estrictamente poético de Los detectives salvajes es aquel dado por el engaño y sólo bajo la forma del engaño—los papeles sucios y arrugados, los seis poemas a la manera de Lima, la entrada del 28 de diciembre, la Antología definitiva, la pinta callejera «Laura, te amo»––; con lo cual, estéticamente Bolaño reivindica dicho engaño

(illusion), estableciendo desde su novela y a su manera, el derecho a existir del arte. Tal maniobra, empero, con la que reivindicaría los cimientos estéticos del realvisceralismo, convierte—sigo las reflexiones de Adorno—al objeto de reivindicación—la poesía—en un objeto a su vez dominado, si no es que en un objeto hecho por el propio engaño:

«Thus the redemption through illusion is itself illusory and powerless, and therefore apt to compound the art work’s illusory quality» (157). La reivindicación del engaño a través

! [519] del poema y nada más de Tinajero es, en este sentido, en sí misma engañosa y carece de poder, como engañosa es también la calidad de la obra de arte—Los detectives salvajes— que la ha intentado llevar a efecto. Esto coincide, si cabe, con los atributos que Belano y

Lima le adjudican al quizá decepcionante legado de Tinajero: no necesariamente significaba algo, excepto que era un poema, aunque en principio ni eso; es decir—la redundancia es ineludible—, el de Tinajero es un poema que no es un poema, un objeto que reivindicaría el engaño pero cuya reivindicación es al mismo tiempo engañosa y, por ende, comporta una engañosa calidad.

Belano y Lima, tras una revisión microscópica de la última página, y luego de dialogar como receptores futuros con la osadía desfasada de su antecesora, dictaminan sin más frente a Salvatierra:

El poema es una broma, dijeron ellos. Pues la mera verdad es que no, muchachos, dije yo.

El poema es una broma, dijeron ellos, es muy fácil de entender, Amadeo, mira: añádele a

cada rectángulo de cada corte una vela, así:

(400)

! [520] Ha ocurrido en este pasaje otra sutil argucia, otro palimpsesto en movimiento: Belano y

Lima, a cuatro manos—lenguas y mentes intercomunicadas—han por primera y dudosa vez escrito frente al lector, al añadirle, así, una vela a cada rectángulo del poema de

Tinajero. Su escritura, si acaso discernible, se reduce pues a esto: una tercia de triángulos. Digo si acaso discernible porque I) no se nos garantiza que el resultado de las modificaciones al poema se lo esté imaginando el melancólicamente borracho

Salvatierra, quien sigue o no con perplejidad las instrucciones de los pinches muchachos;

II) tampoco es totalmente admisible que éstos son los que lo visualizan (dialogando interiormente con la remota sonorense); III) ¿o es que alguno de los tres conversadores se atrevió a rayonear la página sagrada de Caborca?

De la adjetivación geométrica o, más bien, del enrevesado turno de Ouija literaria se pasa, en una segunda fase de reescritura intergeneracional, al desciframiento del título:

¿Qué tenemos ahora? ¿Un barco?, dije yo. Exacto, Amadeo, un barco. Y el título, Sión,

en realidad esconde la palabra Navegación. Y eso es todo, Amadeo, sencillísimo, no hay

más misterio, dijeron los muchachos y yo hubiera querido decirles que me sacaban un

peso de encima, eso hubiera querido decirles, o que Sión podría esconder Simón, una

afirmación en caló lanzada desde el pasado [el subrayado es mío], pero lo único que hice

fue decir ah, caray, y buscar la botella de tequila y servirme una copa, otra más. Eso era

todo lo que quedaba de Cesárea, pensé, un barco en un mar en calma, un barco en un mar

movido y un barco en una tormenta (…) qué contentos estaban los pinches muchachos

(400–401).

! [521] Todo lo que quedaba de Cesárea es, en suma, un incomprensible gráfico cuyo supuesto arcano puede despacharse con la más candorosa definición, como la que precisamente apuran Belano y Lima. El mar en calma, el mar movido, son a su vez ambientaciones que reactualizan el tono marcadamente romántico de la escritura que (no) define a los realvisceralistas, proyectándose siempre al más allá del reino de las sombras, del sueño y la imaginación aducido por Chihaia. Navega–sión, por lo demás, es una salida fácil, gramaticalmente incorrecta, con la que Belano y Lima quizá ponen a prueba la ingenuidad de Salvatierra, esperando sin posibilidades objetivas a que ponga reparos de carácter ortográfico a la respuesta que le ofrecen, y con la cual le han quitado un peso de encima. Los realvisceralistas, con todo, han aliviado esta inquietud antediluviana de un viejo olvidado por la historia de la literatura faltándole al respeto con una broma tan educada como cruel. A la tercia de triángulos imaginados o trazados así––¿así cómo?–– por Belano y Lima, añadiríamos, entonces, el prefijo «navega–» a la obra completa, parecida a la de Juan García Madero, de la que también podemos preciarnos de haber leído en Los detectives salvajes: apenas media palabra y una misma figura ¿dibujada, imaginaria? tres veces.

La obra completa, terminada de Belano y Lima obedece, perpetúa los lineamientos desfachatadamente sugeridos por aquella otra obra completa, terminada de Tinajero, es decir: no traiciona sino sólo transforma su naturaleza, diríamos, de borrador definitivo.

Sigo en este sentido estas otras observaciones de Mukařovský:

This property of a sketch can also be exploited intentionally if the completed work is

presented in such a way that it produces the impression of a sketch. In contrast, a

completed work becomes common property, disengaged from a direct connection with

! [522] the author. The notion of «completeness» is, of course, quite relative, as is evident from

the fact that poets sometimes reshape and complete in succeding editions an already

published work (The Word and Verbal Art 147).

Belano y Lima reformulan estos principios: explotan intencionalmente una obra completa presentada como sketch, o que da la impresión de serlo. Asimismo, esta obra completa, con las adiciones de los triángulos y el prefijo, se ha vuelto un bien común, una propiedad compartida una vez explotada por los realvisceralistas, y desvinculada por ende de una conexión directa con Tinajero. La obra completa de la sonorense, por descontado, es más que relativa, no tanto por haber ella misma procedido a darle otra forma y volverla a completar en reediciones posteriores, por supuesto, sino porque, ya publicada, son los realvisceralistas quienes la ultiman y remodelan.

Para incidir una última vez más en el tópico de la atmósfera socrática en que Belano y Lima intervienen o reescriben el poema de Tinajero, me parece oportuno destacar que las rondas de mezcal Los Suicidas resultan también esenciales como estímulos para la configuración de la identidad de los realvisceralistas como poetas de linaje romántico.

Parto, para lo anterior, desde este otro ángulo de la óptica emersoniana:

For if in any manner we can stimulate this instinct, new passages are opened for us into

nature, the mind flows into and through things hardest and highest, and the

metamorphosis is posible […] This is the reason why bards love wine, mead, narcotics,

coffee, tea, opium, the fumes of sandal–wood and tobacco, or whatever other species of

animal exhilaration («The Poet»).

! [523] Paso ahora a otra de las alusiones accidentales, además de la de Oster, a la supuesta narrativa de Belano. En 1994, Guillem Piña, pintor y amigo del realvisceralista chileno, rememora:

Un día, poco antes de desaparecer por última vez, llegó a mi casa y me dijo: me van a

hacer una mala crítica […] A continuación me explicó que su penúltimo libro y su último

libro tenían unas semejanzas que entraban en el territorio de los juegos imposibles de

descifrar. Yo había leído su penúltimo libro y me había gustado y no tenía idea de qué iba

su último libro así que no le pude decir nada al respecto. Sólo preguntarle: qué clase de

semejanzas. Juegos, Guillem, dijo. Juegos (Los detectives salvajes 475).

Oster había referido anteriormente una novela, apostillando que ni ella ni Belano publicarían nada nunca más, escabulléndose del fango fétido de la literatura y de sus prácticas nefandas. Cuatro años después, Piña nos informa de un penúltimo y último libros de Belano que, apócrifos en toda regla, reforzarían la hipótesis de que la narrativa de Belano no es más que un escondite autorreferencial, descarado, de Los detectives salvajes dentro de Los detectives salvajes, habida cuenta de la dualidad Bolaño/Belano ambiguamente negada por el autor y tan traída y llevada por los críticos en casi todos los artículos que aquí se clasificaron. ¿Cómo se nos describe la bibliografía narrativa de

Belano, y por qué es ésta y a la vez no Los detectives salvajes? La respuesta es otra adivinanza: el penúltimo y último libros tenían unas semejanzas que entraban en el territorio de los juegos imposibles de descifrar. ¿Los detectives salvajes hurta dentro de sí misma Los detectives salvajes en prosa lisa y llana y harto ratera, como la que lamentara hilvanar Fray Gerundio?

! [524] La ilegibilidad de la narrativa de Belano, a su vez, radica en los paneos que se nos dosifican sobre su concepción, lo mismo hermética, durante sus temporadas en el exilio.

La fisicoculturista María Teresa Solsona Ribot, quien le rentara un cuarto de su Jordi’s

Gym, en Cataluña, declara:

Me pagó dos meses por adelantado y se encerró en su habitación (…) Cuando le pregunté

qué hacía me dijo que era escritor […] Esa noche supe que no trabajaba en ningún

periódico sino que escribía novelas […] En una de ésas, no sé por qué, entré en el cuarto

de Arturo. Sobre la mesa estaba su máquina de escribir y un montón de cuartillas

perfectamente ordenadas. Antes de hojearlas pensé en El resplandor y sentí un escalofrío.

Pero Arturo no estaba loco, eso yo lo sabía (…) y entonces vi las maletas hechas y supe

que él se iba a marchar […] Me regaló cuatro libros que aún no he leído (525).

Vemos las cuartillas perfectamente ordenadas—antítesis dismórfica de Los detectoives salvajes—, vemos la máquina de escribir, presenciamos a Solsona Ribot estremecerse y luego hojear el manuscrito, sin que la historia que contiene se nos lea en voz alta. A la anfitriona se le obsequian luego cuatro libros—¿del propio Belano?—de contenido confidencial.

Más tarde leemos el testimonio, ¿ante quién?, del «académico» Ernesto García

Grajales. Data de 1996—dos décadas después de la fundación del realvisceralismo—y vuelve a tergiversar, con supuesto conocimiento de causa, nuestros vacilantes antecedentes:

! [525] En mi humildad, señor [subrayado mío], le diré que soy el único estudioso de los real

visceralistas que existe en México y, si me apura, en el mundo (…) Muchos de ellos han

muerto (…) Ulises Lima sigue viviendo en el DF (…) De Arturo Belano no sé nada. No,

a Belano no lo conocí (…) Todos eran muy jóvenes (…) Yo tengo sus revistas, sus

panfletos, documentos inencontrables hoy por hoy. Hubo un chavito de diecisiete años,

pero no se llamaba García Madero. A ver… se llamaba Bustamante. Sólo publicó un

poema en una revista fotocopiada que se hizo en el DF, no más de veinte ejemplares el

primer número, además sólo salió ese primer número (550–551)

Así, Juan García Madero no era ni siquiera Juan García Madero y los cincuentaicinco poemas que escribió no fueron tales o jamás conformaron su libro para la posteridad. Al altar de los poetas mexicanos muertos ha ofrendado, según el estudioso, la fotocopia de un poema. García Grajales le enumera al señor los documentos inencontrables que posee pero, a diferencia de Salvatierra, no permite que los aprecie ni que los apreciemos nosotros—o sí se los muestra pero el señor, ¿quién?, los encarpeta, quizá, en un archivero ultra secreto, ¿para qué?—. Los escritores que acuñaran el renacimiento del realvisceralismo alcanzan su cenit mítico, y proyectan, ya distante, una identidad colectiva y mancillada de jóvenes que al buscarse a sí mismos como poetas a través de una escritura subrepticia, devinieron un recuerdo inexacto en la memoria de un profesor obtuso que imparte clases de literatura en la ciudad de Pachuca, México.

El testimonio de García Grajales, como el de cualquier otro personaje de Los detectives salvajes, es una indirecta invocación al acto escritural que una hermandad anónima perpetrara, y remueve otra vez los hilos del fresco bolañiano para convencernos de que la literatura es a veces invencible, de que, pese a sus vicisitudes, basta un casi

! [526] poema, uno solo, o una broma de mal gusto que lo simule para entreverar los destinos de cientos de seres humanos, dotándolos de un sentido en apariencia menos desolador.

¿Pero que ocurrió con Belano, el gran líder?, ¿cómo establecer un hilo conductor que nos depare la más nítida ruta literaria y biográfica de los realvisceralistas? García

Grajales, respondería: «Quién sabe. De todas formas, yo prefiero no perderme en esos laberintos. Me ciño a la materia tratada y que el lector y el estudioso [él también lo es] saquen sus conclusiones» (552). Luego de tan supina exhibición de ignorancia, García

Grajales, sin embargo, se ufana de preparar, como si no sobrara ya, flagrantemente faltándonos, tanta y a la vez tan poca información sobre la literatura realvisceralista; se ufana de preparar, el maestro, su propio estudio, a punto además de publicarse: «Yo creo que mi librito va a quedar bien» (551).

Comento ahora brevemente la parte «III. Los desiertos de Sonora (1976)», cierre de la caleidoscópica digresión que engrosara Los detectives salvajes y que reencausa nuestra lectura del diario de Juan García Madero, quien nos reinserta en sus malabares— agudizados—de prosista:

1 de enero

Hoy me di cuenta de que lo que escribí ayer en realidad lo escribí hoy: todo lo del

treintaiuno de diciembre lo escribí el uno de enero, es decir hoy, lo que escribí el treinta

de diciembre lo escribí el treintaiuno, es decir ayer. Lo que escribo hoy en realidad lo

escribo mañana, que para mí será hoy y ayer, y también de alguna manera mañana: un día

invisible. Pero sin exagerar (557).

! [527] ¿De qué nos enteran estos retruécanos, este carpe diem a lo Escher? La respuesta es más o menos clara: cualquier línea que leamos de Juan García Madero—o Bustamante—no está escrita, sino que fue o va a serlo. Siendo ésta la naturaleza extemporánea, acéfala de su texto, ¿cómo era posible que accediéramos, entre tales rendijas de relativismo temporal, a aquella poesía que quizá se escribía en los intersticios? Los días que narra el diarista son invisibles, y, por ende, invisibles son los intertextos poéticos que en ellos acontecieron. De lo que se deduce que la poesía realvisceralista, otra vez, no es en las notas de Juan García Madero, sino que ya fue o va a ser, en un instante que el lector no captaría.

A partir de la compleja, o apenas lúdica, explicación sobre los parámetros que rigen la plasticidad de su diario, Juan García Madero registra la apremiante búsqueda de la primer realvisceralista—o de sus generales—por distintos sitios de la ominosa Santa Teresa:

«Las pistas de Cesárea Tinajero aparecen y se pierden» (591).

No es necesario que repita los hechos que desencadenan el desenlace de la novela, ya resumidos por Del Pozo Martínez.

Prosigo, entonces, con un par de apuntes de Juan García Madero en que otra huella escritural nos es desconcertantemente dispersada:

4 de febrero

Ayer por la noche volvimos a Villaviciosa y dormimos en casa de Cesárea Tinajero.

Busqué sus cuadernos. Estaban en un lugar bien visible, en la misma habitación donde

dormí la primera vez que estuve aquí

[…]

8 de febrero

! [528] He leído los cuadernos de Cesárea. Cuando los encontré pensé que tarde o temprano

los remitiría por correo al DF, a casa de Lima o Belano. Ahora sé que no lo haré. No tiene

ningún sentido hacerlo. Toda la policía de Sonora debe de ir tras las huellas de mis

amigos (606–607).

Ese lugar bien visible—uno parecido a la mesa de trabajo que Solsona Ribot contemplara en el galpón de Belano, y parecido también al que el inspector de policía contemplara en la mansión de D*** en el cuento «La carta robada» de Edgar Allan Poe—; ese lugar bien visible está, pues, no lo olvidemos, localizado dentro de la invisibilidad de los días que como mantos de tinta blanca camuflan toda escritura que fluya debajo, entre, afuera de

Los detectives salvajes. Juan García Madero ha leído, frente a nosotros o de espaldas a nosotros, los cuadernos de Tinajero, sin deslizar el menor comentario alusivo a lo que contienen, pues, como el envío postal a Belano y Lima, no tendría sentido hacerlo. Sus palabras de diarista sepultan, en consecuencia, a Tinajero. Al fin y al cabo poeta de linaje romántico, aun desde su prosa se adscribe a ciertas extravagancias, inherentes a la que es, para Emerson, una vocación inconfundible:

…the poet is the Namer, or Language–maker, naming things sometimes after their

appearance, sometimes after their essence (…) The poets made all the words, and

therefore language is the archives of history, and, if we must say it, a sort of tomb of the

muses.

La invisibilidad termina por casi absorber la última entrada del diario de Juan García

Madero, quien arroja fuera de sí a la poesía desde la indescifrable «ventana» de la página

! [529] 609, con la cual Bolaño ocluye o abre, para regocijo e irritación de su legión de lectores y exégetas fanatizados, el maremoto textual de Los detectives salvajes:

15 de febrero

¿Qué hay detrás de la ventana?

¿Era éste otro aditamento visual necesario para lacrar la trascendencia o intrascendencia de la estilística realvisceralista? Schlegel respondería afirmativamente: «173. There’s nothing ornamental about the style of the real poet: everything is a necessary hieroglyph»

(184).

Finalizo con un par de especulaciones más respecto de por qué Juan García Madero y aun Belano y Lima incesantemente han preferido el hermetismo a la exhibición de aquello que los define, evaneciéndolos, como escritores; hermetismo (abierto) al que la

«ventana» o jeroglífico del 15 de febrero contribuye a exacerbar, reafirmándolo: I) porque asumen el principio del valor y la dignidad de la auto–restricción (self–restriction), demandado a su vez por Schlegel a todo artista y a todo hombre en general, en tanto su relevancia ética es indubitable, siendo

! [530] …the first and the last, the most necessary and the highest duty. Most necessary because

wherever one does not restrict oneself, one is restricted by the world; and that makes one

a slave. The highest because one can only restrict oneself at those powers and places

where possesses infinite power, self–creation, and self–destruction (Fragments 146–147).

II) porque los realvisceralistas propenderán fatalmente a reinventarse, para decirlo con

Yves–Jouannais, produciendo el vacío. Aludo aquí a las consideraciones del filósofo francés a propósito de la pintura de Robert Rauschenberg Erased de Kooning Drawing

(1953):

La ausencia no desempeña en este caso el papel principal, ni implica ningún juicio de

valor susceptible de constituir un modelo (…) La elección de la ausencia no designa aquí

tanto la región moral y estética de la obra por venir como la tabula rasa necesaria e

insuficiente del primer impulso y las intuiciones del joven artista (Artistas sin obra 130).

Coda: las prestidigitaciones dentro, fuera y más allá del texto, ejecutadas por los personajes de Bolaño en Los detectives salvajes, podrían, consecuentemente, ser compendiadas en una frase por otro de sus caracteres de otra de sus novelas, la incontestable 2666. Cito al profesor Kessler, aquel historidador que le participa a un joven en una cafetería de paso en Tucson, Arizona, sus impresiones sobre uno de los motivos que explicarían la casi nula consternación internacional ante los asesinatos inenarrables que asolan Santa Teresa: «…las palabras solían ejercitarse más en el arte de esconder que en el arte de develar. O tal vez develaban algo. ¿Qué?, le confieso que yo lo ignoro» (339).

! [531] CAPÍTULO V BARTLEBY Y COMPAÑÍA. DESINTERÉS, DERECHO A NO SER, FAIT Y ÉTANT, AGONÍA DE LA VERDAD Y DE LA SABIDURÍA E IMPOSIBILIDAD EXPLÍCITA COMO PREÁMBULOS A LA (NO) ESCRITURA

1. CONTRASTES PRELIMINARES. ESTADO DE LA CUESTIÓN

La creciente notoriedad de Enrique Vila–Matas60 (Barcelona, 1948) debe en amplia medida la jerarquía referencial que detenta a su singular Bartleby y compañía (2000), obra que sintetiza y a su vez extralimita—por las razones que se expondrán a lo largo de este capítulo—el tópico nodal del grueso de la bibliografía del autor barcelonés: la relación crítica, esencial, del hombre con la literatura. Relación que, en el caso de

Bartleby y compañía, se entabla mediante los exabruptos de una subjetividad rupturista que aboga por reinventar, entreverándolos, los actos de leer y de escribir como indisociables y aun imperiosos para la existencia de individuos acorralados por la soledad, la desesperanza y el fracaso. Que mi estudio de los claroscuros del escritor como personaje en la novela hispanoamericana concluya precisamente con Bartleby y compañía, se debe a que este revulsivo de ficción a su vez concentra y resume, y casi sólo para subvertirlos, muchos de los atributos ya predeterminados por el publicista

Brausen, el contador García y los realvisceralistas García Madero, Belano y Lima en tanto aspirantes a escritores que, siéndolo, a su vez nunca lo fueron. Se trata, entonces, de proponer un emblemático vértice de confluencia, por lo demás genéricamente escurridizo, y de enfocar uno de los estados límite más representativos de una tendencia

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 60 Previo a las últimas correcciones de este capítulo a finales de diciembre de 2015—y sólo por mencionar uno solo de los múltiples galardones que certifican su ascendente fama—, le fue otorgado el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances en la ciudad de Guadalajara, México, por el conjunto de su obra. Aludo a este reconocimiento puesto que de él se deriva el discurso de aceptación al que más adelante me refiero fragmentariamente, resultándome cardinal para el análisis.

! [532] temática que afecta, y explícitamente anhela redefinir, no sólo la narrativa sino, en términos de riesgo y de apertura, la escritura y aun la lectura literarias en lengua castellana.

A propósito de lo anterior, y antes de proceder al repaso obligatorio de los comentaristas que glosan—el propio Vila–Matas entre ellos—Bartleby y compañía, me parece oportuna la siguiente observación: no pocos de los autores consultados dedican sus reflexiones iniciales a intentar adosarle, como ocurre al aproximarse a otros títulos vilamatianos, una clasificación convincente, o bien cuestionan las que convencionalmente se le adjudiquen: ¿es un ensayo, es una novela, es ambas cosas o ninguna?... etcétera. El resultado de tales perplejidades nominales, creo, no elude un bien intencionado, aunque a estas alturas quizá ya obsoleto, desacierto: ni las categorías pragmáticas que se le conceden, ni aquellas con las que algunos reseñistas e investigadores lo rebautizan, abarcan o descifran por entero su flexibilidad plástica (el adjetivo no es gratuito, y su validez quedará solventada en páginas ulteriores). Es decir: prevalece, con excepciones, una muy legítima incertidumbre sobre qué es lo que escribe

Vila–Matas en Bartleby y compañía, lo cual, por ende, reactualiza los debates sobre qué son o qué están dejando de ser tanto la novela como el ensayo literario en español. Esta incertidumbre opaca o desvía, sin embargo, un escrutinio que admita y obvie de por sí el carácter inclasificable de un texto permeado de otras más sugerentes e igualmente pertinentes ambigüedades. La que a mí me incumbe no tiene que ver con el tipo de género al que pertenece o al que más aproximadamente se adscribiría Bartleby y compañía, sino con los distintivos del acto escritural que lleva a cabo su etéreo narrador, un supuesto novelista en retirada que ha leído devota, aunque no únicamente, a

! [533] novelistas, y que deviene epicentro de un relato amorfo desde el cual enuncia sus escarceos con la página en blanco.

Pese al difícil acuerdo respecto del género cabal de Bartleby y compañía y de muchos otros de sus libros, Vila–Matas ha dejado muy en claro—y en ello no ha habido discrepancia alguna—que la suya es una consciente y predeterminada literatura híbrida.

Resulta pues llamativo e irónico que, tratándose de un autor que evade simplificaciones, sea empero tan bien asimilado últimamente, y con relativo automatismo, por sus críticos, que si bien titubean en etiquetar con suficiencia sus trabajos, a fin de cuentas lo entienden y lo condecoran, lo que lo exime de ser, por muy paradójico que resulte, un autor oscuro, hermético, indispuesto a desciframientos factibles.

* * *

El detenido seguimiento a Bartleby y compañía principia justo en el mismo año en que se publica. En 2000, «Bartleby y compañía, de Enrique Vila–Matas», de Juan Antonio

Masoliver Ródenas, parte de una comparación y una correspondencia que se tornarán recurrentes al considerar mi objeto de análisis como la variación de los artificios ya explorados en Historia abreviada de la literatura portátil (1985), catálogo esperpéntico de shandys61 que funda la ruta y el distintivo poéticos, en adelante indelebles, del prosista barcelonés. Masoliver Ródenas, en retrospectiva, advierte en Historia, y en lo que toca a !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 61 Es ineludible una definición, siquiera sucinta, de esta hermandad o logia metaliteraria, que comporta el lugar común—también inevitable—de la crítica vilamatiana. El término shandy, como moneda corriente de cambio en más de un foro de discusión o suplemento literario de la actualidad, alude a la secta de los «también llamados portátiles, conjurados de los años veinte que adoptaron este nombre en referencia al dialecto de algunas zonas del condado de Yorkshire (donde Laurence Sterne, autor del Tristam Shandy, vivió gran parte de su vida), donde significa indistintamente “alegre”, “voluble”, “chiflado”» (Artistas sin obra 13).

! [534] sus anticipaciones a Bartleby y compañía, «una estética partiendo del ensayo, pero con un aliento narrativo», lo mismo que, en paralelo, «una narración con aliento ensayístico».

Por lo que toca a la fisonomía ficcional de los shandys—o shandy—, éstos proporcionalmente participan ya de los rasgos que caracterizarán al elenco ficcional de

Vila–Matas, a quien el crítico parafrasea: «espíritu innovador, sexualidad extrema, ausencia de grandes propósitos, nomadismo infatigable, tensa convivencia con la figura del doble, simpatía por la negritud, cultivar el arte de la insolencia». Tanto dentro de sí misma como en el extrarradio mundano, efímero, de las experiencias que connota—con el factor literario, por supuesto, siempre de por medio—, la obra de Vila–Matas se decanta por la heterogeneidad impura y sincrética, por las accidentadas felicidades o desgracias que impriman al texto, al recrearlas, una bifurcación activa, debido a la cual

«la frontera entre literatura y vida, entre realidad e invención se ha borrado, sin que ello quiera decir que la identidad de los distintos territorios haya desaparecido». Es decir, los planos literatura/devenir existencial que componen y se conciertan en la propuesta vilamatiana, si bien entremezclados, no atenúan al fundirse ni sus provocaciones ni su cariz evocativo, muy al contrario. Bartleby y compañía, obedeciendo entonces a una lo mismo indisociable que antitética incorporación, «ha sembrado un enorme desconcierto», en tanto «Vila–Matas ha llevado a sus últimas e inevitables consecuencias su identificación entre vida y escritura, la identificación definitiva entre personas y personajes».

¿A qué últimas e inevitables consecuencias remite la cita? Una de ellas, interpreto, es la mutua anulación de los polos confrontados, que se origina luego de un equilibrio textual que sólo ilusoriamente amalgama lo verdadero con lo falso. Bartleby y compañía

! [535] nulifica, por ende y por partida doble, las dimensiones de lo real y lo ficticio, sirviéndose por ejemplo, intermitentemente, de la monografía a manera de relato inventado, y visceversa: tal sería uno de los procedimientos al trasluz de los cuales los ochenta y seis incisos—o «notas al pie»—que conforman el texto, deslíen la frontera que Masoliver

Ródenas demarca y que comentaristas posteriores celebrarán demolida.

Respecto del género al que Bartleby y compañía, con toda reserva, se alinea,

Masoliver Ródenas propone un barroquismo no exento de agudeza—y por lo tanto de una verdad asaz compleja––: «novelesca no–novela sobre los escritores del No». Es llamativo, pese a su categórico deslinde de un formato al que su autor indirectamente acusa de arcaico, que la obra, apenas puesta en circulación, siga siendo discutida en mayor, menor o casi imperceptible medida como lo que se opone a ser: una novela.

Masoliver Ródenas—primer y significativo indicio de desarraigo interdisciplinario— adiciona al cariz no–novelesco de Bartleby la peculiaridad de ser, amén de un texto, una

«galería» que exhibe «personajes tocados por la gracia de la extravagancia y del silencio»; personajes que, como se sabe, prevaricaron del régimen de la escritura y a partir de cuyos silencios y rupturas—es la tesis de Masoliver Ródenas—Vila–Matas urde

«el tejido narrativo de Bartleby y compañía». Esta «galería», por cierto, ancla sus antecedentes prototípicos en las exploraciones prosísticas que ya excediera Macedonio

Fernández en su Museo (más adelante, otras empatías con el genio sudamericano serán remarcadas).

Me resta consignar la interpretación del crítico sobre la toma de postura de los

«escritores del No»: su abulia literaria «supone una actitud radical, una fatal vocación de escritor que en el silencio traza una visión del mundo y de la literatura». En y desde el

! [536] silencio, entonces, la literatura y el mundo, ya impronunciables, y sin ser reinventados sobre la superficie del manuscrito, no dejan sin embargo de ser los hemisferios, otra vez, contrapuestos para que el escritor, si bien desde otra modalidad imaginativa, ágrafa, despliegue su creatividad ahora revertida, privándose del código lingüístico que antes le fuera indispensable. La escritura no escrita desde el mutismo y la abstención, antologada por lo demás por una voz narrativa consecuentemente acallada, es el alucinante absurdo que presencia el lector en Bartleby y compañía, con lo cual es convidado al ejercicio— hiperbólico—de subjetividad rupturista al que me referí al comienzo de estos párrafos, presenciando un «recorrido o proceso textual que, a modo de viaje vertical, nos conduce al vacío, para revelarnos el sentido último de la literatura: “La conciencia moderna de que toda literatura es la negación de sí misma”».

En 2001, Silvia Adela Kohan publica «Entrevista con Enrique Vila–Matas». A modo de apertura al contexto de la charla, refiere que Bartleby y compañía acaba de obtener el

Premio Ciudad de Barcelona: «Años atrás, no llegaba a mucho público, a pesar de que siempre se lo consideró como uno de los escritores más originales, más precisos, más transgresores de su generación» (2). Esta precisión atribuye a Bartleby y compañía, como mis primeras reflexiones sostienen, un giro determinante, de más amplias repercusiones para la carrera de Vila–Matas, autor cuyo extranjerismo el propio contenido de Bartleby y compañía acentúa y que termina por abrir, en el terreno mediático, la brecha de exportación a la que propendiera desde siempre el barcelonés: «Dice estar más cerca de la libertad de los escritores latinoamericanos y de los centroeuropeos que de la tradición realista de los españoles» (2).

! [537] De las declaraciones de Vila–Matas en esta entrevista, es pertinente advertir aquellas dos que apenas con matizaciones van a reafirmarse, en lo sucesivo, cuando se le pregunte por su poética, no sólo aquella que proyectó en Bartleby y compañía sino en algunos otros de sus experimentos: I) la predicción—no exenta de curiosos tintes mesiánicos y de desencantos—de una literatura por venir; II) la ductilidad genérica. Cito:

…las editoriales siguen manteniendo el prestigio de la novela del siglo XIX, pero me he

dado cuenta de que hay un tipo de lector que pide que la novela se incorpore al

pensamiento, el ensayo, y esa es una vía de futuro […] mezclo ensayo con ficción y

busco un espacio abierto, de libertad, para dar a cada fragmento del libro el tratamiento

de género que creo más adecuado: el cuento, el ensayo, la ficción, la experiencia, los

recuerdos o la autobiografía ficticia (2).

Vila–Matas, exponiendo la genealogía que precede a Bartleby, destaca sus deliberadas correlaciones con Los anillos de Saturno (1995), de W.G. Sebald, El arte de la fuga

(1996), de Sergio Pitol, y Microcosmos (1999), de ; por cierto, todas ellas primariamente aprobadas por la crítica como novelas, y a partir de las cuales Vila–Matas formula otras sinonimias que definen su obra: «estructuras cada vez más mestizas»,

«tapices que se disparan en muchas direcciones» (2).

A pesar de su, diríamos, futilidad, a cierta altura de la conversación Vila–Matas revela una práctica cotidiana que resulta de proverbial relevancia para mi análisis. Se recluye en el cuarto de la casa que hace las veces de biblioteca personal, toma un ejemplar al azar de los miles que posee y lo hojea. «Allí fumo y pienso en la vida y en la muerte hasta que me llega la a veces engañosa sensación de que me encuentro ya definitivamente

! [538] preparado para la escritura» (2). La a veces engañosa sensación de encontrarse definitivamente preparado para la escritura es, sin más, el impasse anímico, la efímera o eterna pausa de dubitación dentro de la que me he internado para configurar mis hallazgos de personajes (casi) escribiendo en una novela. Tal expectativa previa, inconstante e incierta pero definitiva, Vila–Matas la extrapola, variándola, en Bartleby y compañía, lo mismo que la elogia o se compadece de ella, al documentarla en base a las desavenencias de otros escritores y de su propio protagonista, quien es él y no es él a consecuencia del artificio de identidad transitoria que denominara autobiografía ficticia.

Como aventuré en mi íncipit, una de las particularidades de la obra vilamatiana y de sus repercusiones mediáticas es el consenso y la homogeneización en torno a su claridad conceptual y lo que de ella, públicamente, se divulga. Es decir: tanto la obra como las respuestas a la prensa y aun las actitudes habituales de Vila–Matas coordinan un guión concienzudamente tipificado. El barcelonés sabe, sin la mínima falta de objetividad, sobre qué, cómo y para qué escribe, de manera que sus comentaristas, críticos y entrevistadores reproducen, hasta cierto punto inalterados, los juicios y descripciones que el propio Vila–Matas provee de su ficciones. Con lo anterior, la crítica se ha ceñido, para bien o para mal, a leer con aquiescente atención, literalmente, aquello que el autor, siempre explícito, le indica como los más discernibles atributos de su prosa:

…la impostura, el tema de la identidad y del doble, la muerte de la literatura, la locura y

el suicidio, las relaciones entre vida y literatura, la escritura comparada con el espionaje,

todo esto animado por mis queridos personajes: los suicidas ejemplares, los hijos sin

hijos, los shandys o portátiles, los viajeros verticales, los bartlebys (2).

! [539] En 2003, reincide, o intenta resolverlo, en el tópico del género indefinido. «Escribir, no escribir», es el ensayo en que consigna la positiva recepción en

Italia de un autor escasamente conocido en ese país, al menos antes de que apareciera

Bartleby y compañía.

Autofiction es la subcategoría nodal con la que Tabucchi apuesta por definir la producción vilamatiana; se trata de un término que «gozó no hace mucho de un cierto entusiasmo sobre todo por parte de la crítica francesa, por más que parezca haberse tratado de un entusiasmo efímero. Acaso porque la autofiction es más fácil de teorizar que de producir».

¿Qué es la autofiction?

Sustancialmente (…) no es cuatro cosas, o mejor dicho, cuatro categorías literarias

canónicas hasta hoy: no es autobiografía, ni novela, ni autobiografía novelada ni novela

autobiográfica. En su no ser todo eso, se sustrae por lo tanto a las categorías de Philippe

Lejeune.

Para definir la obra de Vila–Matas, y por tanto Bartleby y compañía, la negación sería entonces el recurso menos contraproducente. Bartleby y compañía, muy acorde a sus atrabiliarios exvotos por el silencio y la procrastinación, es primeramente aquello que no es. Y no siendo, por supuesto, ni autobiografía, ni novela, ni autobiografía novelada ni novela autobiográfica, Bartleby y compañía, según Tabucchi, sería una autofiction; pero esta autofiction semeja la autobiografía ficticia ya enunciada por Vila–Matas, además de que las cuatro categorías de Lejeune no son del todo ineficaces, pues Bartleby participa de ellas, las asume y las reconoce, si bien desde la parodia. Ergo: la claridad conceptual

! [540] y el pacto inequívoco entre autor y crítica que argumento arriba, como se lee, se ven a veces ligeramente mermados cuando se superponen, por parte de los comentaristas, clasificaciones sobre clasificaciones; pero este efecto acertijo es fácilmente revertido si se toma en cuenta, una vez más, la convicción de Vila–Matas a la que se avienen indefectiblemente sus libros: su literatura es, ante todo, mestizaje; a éste pueden adjudicársele, diseccionándolo, decenas de sobrenombres, pero ello no hará sino recalcarlo desde diversas perspectivas, sin que por ello, me atrevería a decir, se lo cuestione desde otras ópticas al margen de aquellas abiertamente perceptibles que lo caracterizan. (Mi análisis, en lo posible, aboga como he dicho por una lectura ya indiferente a estos rictus de catalogación.)

Vuelvo a los razonamientos taxonómicos de Tabucchi:

Relatarse a sí mismo en una autobiografía diligentemente verídica pertenece a lo

novelesco de la misma forma que relatarse a sí mismo en una novela autobiográfica (…)

Este preámbulo me era útil para llegar al uso que Vila–Matas hace de la biografía, y de la

autobiografía, en un procedimiento de autofiction que me parece que nos lleva, en el

corazón de sus obras, hacia una dimensión a fin de cuentas lejana del punto de arranque y

que significa sustancialmente «indagación acerca de la escritura».

La autofiction devendría de esta manera un catalizador eventualmente suplementario que conduciría a una inquietud más profunda: tras perseguir con pasión vidas ajenas que son la nuestra, la escritura quizá devele sus extraños y ocultos poderes. Al pase de páginas de

Bartleby y compañía, entonces, del morbo biobibliográfico descenderíamos a una cuestión medular, y acaso inefable: ¿qué significa escribir?

! [541] Las ochenta y seis respuestas que despliega Vila–Matas no agotan el enigma pero nos lo acercan, agudizándolo, mostrándonos trágica o patéticamente cómo no pudo ser resuelto, sino desatendido, por aquellos a quienes desviviera «desde las literaturas más conocidas a las más ignotas, desde las más difundidas a las más exiguas, desde las mayoritarias a las minoritarias».

Bartleby y compañía, en suma, constituye en palabras de Tabucchi una «dimensión

“paralela” donde el no escribir es una forma de vida», donde «el silencio puede ser no una renuncia sino una conquista o una afirmación (…) un silencio en una partitura musical que puede resultar más emocionante que una nota».

También en 2003, Ana Rodríguez Fischer aborda El mal de Montano (2002) en «La

(las) novelas peligrosas de Enrique Vila–Matas». Así como Historia abreviada es valorada como el antecedente ineludible de Bartleby y compañía, El mal de Montano— novela que paulatinamente irán refiriendo los críticos en mi resumen—es su secuela complementaria, en clave de antónimo: pues trata, como tampoco se ignora, de un individuo hiperliteraturizado al que su vocación condena a escribir sin tregua, incansable.

Las observaciones de Rodríguez Fischer, si bien se centran en una muestra que difiere de la que me ocupa, contribuyen sin embargo a este capítulo en tanto contrastan otras aficiones vilamatianas también relevantes para una lectura de Bartleby y compañía.

En la línea de Masoliver Ródenas, la autora se interesa por las interconexiones entre lo real y lo ficticio, que, al fundirse, devienen aquello que para el ensayista Ferrater Mora, en su libro homónimo de 1983, integraría El mundo del escritor, uno «fundado en el mundo real (…) pero que no resulta una derivación inmediata de éste sino de un

! [542] meditado proceso de construcción artística (…) una realidad autónoma e independiente»

(85).

Rodríguez Fischer abunda: tal «mundo» «no es reflejo o pintura hecha “a semejanza de”», sino que es «en sí mismo imagen», y, como tal, «un trabajo de la mirada» que

«surge de una peculiar perspectiva». Mirada y perspectiva únicas que son, me permito añadir, inherentes hábitos de todo lector suspicaz, uno que proyecta, dibujándolo— retomo aquí a Rodríguez Fischer—«un espacio mental, estético» (85). Así pues, los anti– héroes de Vila–Matas—y tal es una de sus estratagemas en Bartleby y compañía—trazan mentalmente, alterando con ello las restricciones de un soporte escritural fijo, perfiles apócrifos o de dato duro, con los que va componiéndose ante nosotros una «galería»––de nuevo Masoliver Ródenas—no de un «mundo de escritor» sino de «mundos de escritor», y, consecuentemente, de «mundos de lector». La invención introspectiva como no– escritura, torna la identidad del narrador de Bartleby y compañía apenas un punto de fuga, desde su «mundo de escritor», hacia referencias intertextuales entre las que su consistencia se desvanece. Dicha evaporación, por llamarla de algún modo, había sido ya el epicentro, como recuerda Rodríguez Fischer, de otra previa entrega vilamatiana, además de Historia abreviada: el cuento «El arte de desaparecer» (Suicidios ejemplares,

1991). Y en cuanto a lo que la ensayista llama «conflicto de la identidad y la impostura», lo mismo latente no sólo en El mal de Montano sino en varias instancias de Bartleby y compañía, aquél «ya lo había rastreado Vila–Matas en una novela breve (…) Impostura

(1982)», cuyo protagonista «vive en una especie de no–tiempo, de no–ser, entre desconocidos y desmemoriados»62, en tanto «Cyrano, el escritor de Extraña forma de

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 62 Significativamente—al menos para mi disertación—corroboramos que Impostura cristaliza, en parte, una de las tentativas narrativas que descartara con acrimonia el José García de Vicens, quien se había

! [543] vida (1997), decide romper con su trayectoria y ensaya ser otro» (87). Sirva este repaso de entrecruces anecdóticos como una evidencia más de lo que señalé: Bartleby y compañía como la coda más concentrada—que no la conclusión—de la simbología vilamatiana, que nos ofrece «personajes que viven la experiencia de la extrañeza, la impostura o la negación» (87).

Rodríguez Fischer no se sustrae a la inercia de renombrar, en este caso, las «notas a pie de página» que vertebran Bartleby y compañía: «a estas unidades narrativas que componen el libro yo prefiero llamarlas secuencias o momentos» (90). La diferencia radicaría—sin que desde mi punto de vista quede lo suficientemente clara—en «la disposición externa» del texto, cifrado en una «fragmentación y numeración que parecen anunciar un orden o una clasificación que no es tal». Las secuencias y momentos, en oposición a las «notas a pie de página», serían más adecuados, pues, para designar dicha no–clasificación, «deliberada y seriamente maltrecha» y la cual, aunque tampoco del todo, «parece más propia de los diccionarios, los alfabetos o las enciclopedias» (90).

Rodríguez Fischer, antes de extender su apuntes a El mal de Montano, concluye sobre

Bartleby y compañía: «habla del devenir del desvanecer: es una historia (…) que está hecha de tiempo, que se libera y se articula en el tiempo—hablo del tiempo de la escritura—pero corre hacia el silencio, hacia el eclipse, hacia el No» (91). Esta definición colinda, como se intuye, con mis intenciones interpretativas: aislar ciertos instantes de

Bartleby y compañía en que ese devenir del desvanecer, articulado en el tiempo de la escritura, afecta el proceso de autodescubrimiento del protagonista, quien se precipita

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! empeñado, no sin propender a cierta clarividencia, en colocar «en situaciones absurdas a unos seres absurdos también, que no sentían, ni hablaban, ni gesticulaban como lo hacen los seres humanos» (El libro vacío 47).

! [544] hacia el silencio, hacia el No, es decir hacia el opuesto de una certidumbre previamente anhelada.

En 2004, Rodrigo Fresán recoge en «La casa de la escritura. Conversación con

Enrique Vila–Matas», declaraciones que, como las ya incluidas aquí, amplían y complementan desde la palestra pública un programa literario cuya poética es altamente autorreflexiva, atenta hasta el mínimo detalle a las transgresiones que la componen y que apela, siempre, a la esperanza de un lector que capte cada uno de sus múltiples artilugios:

«Yo soy plenamente consciente de mi carrera de corredor de fondo, de haber ido no sólo construyéndome como escritor sino, también, de haber construido lentamente a mi lector ideal sin sacrificar la idea que yo tenía de lo que se supone es mi lector ideal».

Ese lector ideal es uno fundamentalmente libresco, y en quien convergen una curiosidad biobibliográfica inagotable, proclive menos a la sorpresa que a la falsa erudición, y un imaginario inserto––¿limitado a?––el mundo de escritor que reformula

Ferrater Mora. Vila–Matas escribe no tanto para escritores sino para lectores fascinados con escritores: «en todos mis libros hay escritores y hay libros (…) Es como si para mí la figura del escritor fuera el recipiente perfecto, el frasco que contiene toda mi visión de la vida y el sentido de las cosas. Ése es mi tema, todos mis temas».

Sustentada, por lo demás, en una obra cuya solidez monotemática no ha impedido su indiscutible posicionamiento, esta afirmación comporta uno de los desenlaces más llamativos del tránsito del escritor como personaje de novela, desde las apelaciones formulaicas del prefacio en el siglo XVII, los fervorosos desgarramientos epistolares y didácticos del XIX y la experimentación metaliteraria de la segunda mitad y finales del

XX, al núcleo por lo demás voluble, aún germinal, de la ficción en los albores del XXI. El

! [545] sitio preferencial que Vila–Matas, revindicando sus virtudes y sus bemoles, le ha otorgado al escritor dentro de la narrativa de Hispanoamérica, es la irreverente y aun imprevista suma de una serie de tentativas que, si bien no menos trascendentes, sólo parcial o marginalmente habían anticipado semejante preeminencia.

La paradoja que con insistencia he recalcado al transcurso de esta disertación—vuelvo quizá imperdonablemente a enfatizarla—, es que dicha preeminencia, en el acabado que le dispensa Vila–Matas, lo que a fin de cuentas revela es a un personaje que se extingue, diluido entre lecturas o entre procesos escriturales desavenidos, ajenos o propios, que lo abstraen. Alonso Quijano se había transmutado en caballero andante merced a sus vigilias, devorando cantares hasta enloquecer; los estereotipos demenciales de Vila–

Matas, antes que una metamorfosis en otro, por mediación de la literatura, propenden a desvanecerse interiormente: «la idea de la desaparición en abstracto es algo que está y seguramente estará en mis libros. El modo en que las cosas y las personas se disuelven o se hacen más sólidas».

En 2005, Diego Trelles Paz transcribe lo que se dijo en su encuentro con el barcelonés en «Las logias clandestinas de Vila–Matas». La razón por la que recurro a este otro diálogo es de naturaleza comparativa: el término autofiction, aventurado por Tabucchi para definir la preceptiva vilamatiana y que al parecer fue bien acogido en España, es puesto en duda por su supuesto practicante, cuya vuelta de tuerca, como era de esperarse, no podría faltar a sus predilecciones por lo ambiguo:

Hoy mismo he leído un artículo en el que nada menos me llaman «el padre de la

autoficción española». No sé... Bien, lo único seguro es que autobiografía ha habido

mucho en lo que he escrito hasta el día de hoy. Del mismo modo que, en mi opinión, toda

! [546] autobiografía es ficcional y toda ficción es autobiográfica. Como decía Boris Vian:

«Todo en mis novelas es verdad porque todo en ellas es inventado» (41).

En 2008, el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael reseña el compendio ensayístico a cargo de Margarita Heredia Vila–Matas portátil. Un escritor ante la crítica

(2007), y Dietario voluble (2008). La reseña se integrará luego con otro título, «La generación Vila–Matas», en el volumen colectivo a cargo de Felipe A. Ríos Baeza

Enrique Vila–Matas. Los espejos de la ficción (2012), que más adelante comento.

El dictamen con el que Domínguez Michael preludia su ensayo es una valoración certera a propósito de la claridad conceptual que hasta aquí he sentido la obligación de ir subrayando: «El sitio privilegiado que Enrique Vila–Matas ocupa en la narrativa mundial se debe, en no poca medida, a su presencia como el postulante de un canon». No es que se le conceda, o no sólo, un carácter canónico por la proliferación de imitadores y voluntariosos promotores, que por supuesto los hay y seguirá, por lo que parece, habiéndolos63. Más bien, y como indica Domínguez Michael, el fenómeno mediático

Vila–Matas va expandiéndose por ser él quien se postula: «Ningún otro escritor contemporáneo, al menos en español, ha resultado tan fértil en ese sentido». Por lo anterior, el ensayista no escatima un elogio de pertinencia, al menos, histórica: «Escritor canónico y hombre representativo del cambio de siglo, a Vila–Matas (…) se le puede halagar diciéndole que no es tanto el autor de una obra como el padre de una literatura».

Domínguez Michael, muy a tono con las profecías vilamatianas, está convencido de una !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 63 Me permito aquí la inclusión de apenas dos ejemplos representativos de tal influencia en el panorama de la narrativa y la crítica contemporáneas de Latinoamérica: I) la fundación en México de una revista electrónica bautizada Shandy a partir de la Historia de la literatura portátil; II) la publicación del epígono abiertamente vilamatiano Los ingrávidos (2011), novela de la autora mexicana Valeria Luiselli que ficcionaliza los preámbulos a la muerte imaginaria que el poeta Gilberto Owen consignara en una de sus cartas, y la cual tendría lugar en New York en 1928.

! [547] influencia determinante, patriarcal, que bosqueja ya los derroteros de la narrativa futura.

Por último, y respecto de los distintivos estilísticos del barcelonés, aprecia lo siguiente:

«ha domeñado las irregularidades sintácticas de su estilo, borrado la huella de los momentos de hastío y perfeccionado la trama que, contra sus declaraciones antirrealistas, necesita mucho más de lo que pudiera confesar». Queda por lo tanto un reminiscente anecdótico en las deconstrucciones de Vila–Matas, un reducto que, como se verá en mi análisis de Bartleby y compañía, se ciñe no más que a una aventura estrictamente intelectual.

En 2009, Christian Wentzlaff–Eggebert publica el artículo «El microrrelato como fragmento de un amplio conjunto narrativo en Bartleby y compañía de Enrique Vila–

Matas». La importancia de las aportaciones de Wentzlaff–Eggebert reside, creo, en desmentir o, si cabe, contextualizar más allá de la contemporaneidad crítica de Vila–

Matas la originalidad que varios de sus comentaristas le adjudican. Para Wentzlaff–

Eggebert, y como es por lo demás evidente en las páginas de Bartleby y compañía, la ficción vilamatiana recurre a piezas de prosa breve que un lector o escritor obsesivo pergeña, copia, antologa o sólo imagina, siguiendo un parámetro de clasificación más o menos riguroso. ¿Cuál es uno de los antecedentes más ilustrativos de esta praxis? «La autonomía de estos “microrrelatos” es parecida a la de los relatos orales que los autores/editores de los siglos XV y XVI reunían en antologías y colecciones de cuentos o libros de caballería y de pastores» (105).

El término oral es aquí una clave seminal para mi lectura crítica de Bartleby y compañía, en tanto su protagonista y emisor, quien aparentemente no escribe, a cierta altura de la obra se autodefine—parafraseo—como una mera voz incorpórea, anónima y,

! [548] a su manera, colectiva: halo de ecos bibliográficos entrechocando dentro de sus propios paneles erigidos con las palabras propias, muertas, y las de otros, inmortales.

Para Wentzlaff–Eggebert, en Bartleby y compañía como en otros volúmenes vilamatianos, se fomenta «una continua duda con respecto a la veracidad de lo referido debido a un juego sutil de alusiones a un sinnúmero de hipotextos y mistificaciones», herramienta lúdica mediante la cual se logra «una disposición artificiosa de los numerosos relatos breves o brevísimos» (106). Esta disposición artificiosa, habida cuenta de las colecciones narrativas de los siglos XV y XVI que la prefiguraron, proyecta no una literatura nueva sino «la utopía de una literatura nueva» (106), aquélla a la que convoca

Vila–Matas prácticamente en cualesquiera de sus intervenciones mediáticas.

Antes de ahondar en los vasos comunicantes que remontan la poética del barcelonés a los prototipos de microrrelato de los que inconscientemente abrevara, Wentzlaff–

Eggebert cita con gratitud a un «Ernesto Bark», «colaborador desconocido de la “revista independiente de contrainformación” Proscritos». «Bark», nos aclara Wentzlaff–

Eggebert, es un seudónimo detrás del cual un crítico competente «supo poner de relieve las cualidades de Bartleby y compañía con estas palabras: ensayo de una nueva forma de hacer novelas, barajando con maestría tres ingredientes:

en primer lugar, la tesis ensayística de lo que el autor llama la literatura del No—los

escritores que dejan de escribir—. (…) se añaden otras formas: el anecdotario, que en

ocasiones llega a crear relatos que funcionarían de forma autónoma; más la novela, a

través del hilván narrativo del triste protagonista, que da coherencia a todo el material y,

que en cierta forma, está escribiendo su autobiografía a partir de los retazos biográficos

de otros autores» (108–109).

! [549] Wentzlaff–Eggebert, citando al impostado «Bark»—los críticos de Vila–Matas, huelga precisarlo, en ocasiones secundan hasta estos niveles sus ardides ficcionales—, enlista la tesis ensayística, el anecdotario y la novela, de variación autobiográfica, como los ingredientes eje de Bartleby y compañía; ingredientes que, volviendo a las contribuciones del artículo, se engarzan sobre una estructura similar a aquéllas que se popularizaron en el XV y el XVI a la par de los «cancioneros, romanceros o refraneros», a saber,

«colecciones de cuentos, casos, anécdotas y novelas cortas como también libros de caballería y, más tarde de pastores, es decir, amplios conjuntos narrativos en prosa»

(109).

Wentzlaff–Eggebert determina, como una de las características primordiales de tales compilaciones, «la densidad del entretejido», propia de toda disposición antológica. Y, articulándose dentro de dicha densidad, son asimismo consistentes los «modelos cercanos a la tradición oral en la que el narrador interrumpe su relato para orientar a su público mediante intervenciones directas e intercalando resúmenes que cumplen el papel de los

“argumentos” que preceden los capítulos», lo cual determina «la relación de cada episodio con el relato principal cuyo título sirve de punto de referencia» (109–110).

Bartleby y compañía, como un modelo posmoderno de la tradición oral, ostenta, parodiándolas, las mencionadas orientaciones o intervenciones directas—que más que orientar, distraen—en tanto intercala resúmenes—o «notas a pie de página»—que cumplen el papel de los argumentos y que remiten arbitrariamente al relato principal cuyo título sirve de punto de referencia. Con ello, y según Wentzlaff–Eggebert, la densidad del entretejido de la obra de Vila–Matas proveería, a su manera, de una recreación del Amadís de Gaula (1508) de Garci Rodríguez de Montalvo, en el que, dado

! [550] que «las figuras principales se desplazan en el espacio», «hacen posible un sin número de encuentros y, por allí, de intrigas secundarias subordinadas» (110). Otra semejanza del seminal Amadís con los procedimientos vilamatianos estriba en que el narrador «asegura la cohesión de su obra manejando varios “hilos” narrativos que entreteje avisando explícitamente al lector cuando empieza a relatar las vivencias de otro personaje para que aquél tome nota y lo siga» (111).

Luego de revisar y compulsar, detenidamente y a partir de Vila–Matas, la herramienta antológica en El Decamerón (1351), de Boccaccio, y El Heptamerón (1533), de

Marguerite de Navarre, Wentzlaff–Eggebert extrae, como hiciera desde el Amadís, aquellos recursos ya implementados a su vez en Los siete libros de la Diana (1559), de

Jorge de Montemayor, que antecederían a Bartleby y compañía: «alternancia de estilos y géneros en prosa o verso y la diversidad de personajes, aventuras, espacios y ejes temporales en conjunto con los principios de paralelismo y simetría y nuevos artificios heredados de la novela bizantina» (110).

Wentzlaff–Eggebert establece que los rasgos anteriores propician un «proceso de mestizaje lento que nos lleva a la novela moderna»; mestizaje que, como se lee en previos testimonios, obsesiona la labor prosística de Vila–Matas y el cual desde el análisis del articulista queda demostrado en tanto «el narrador del plano principal se confunde de más en más con el protagonista, y con los personajes que actúan en los relatos “secundarios” o que los cuentan» (112). Una de estas disyunciones ocurre así en Bartleby y compañía: quien narra va confundiéndose de más en más con aquellos personajes—verídicos y no— que componen su «galería» de ochenta y seis incisos, ordenada por cierto en un manuscrito cuando menos intangible. Lo que los bartlebys, por intercesión suya,

! [551] esporádicamente relatan de sí mismos, exacerba esta simbiosis.

Del artículo de Wentzlaff–Eggebert me interesa, también, la homologación que propone del microrrelato, herencia de la densa oralidad del XV y el XVI, con la parataxis aristotélica, a manera de dos retículas inconfundibles sobre las que se bosquejan las antologías vilamatianas, Bartleby y compañía entre las más célebres. La definición de parataxis que Wentzlaff–Eggebert transcribe se la debemos, en primera instancia, a

Lauro Zavala:

…estrategia de construcción discursiva común a terrenos tan diversos (…) tendencia a la

fragmentación de una totalidad de sentido, de tal manera que cada uno de los fragmentos

tenga una autonomía formal y semántica que permite interpretarlo en combinación con

otros, independientemente de su lugar en una secuencia original (112).

En Bartleby y compañía, la mezcla y asimilación del microrrelato medieval y el fragmentarismo paratáctico suscitarán, ante todo, un efecto tan atractivo como exasperante en el lector; éste—y con ello concluyo mi consulta del ensayo de Wentzlaff–

Eggebert—«no sabe quién habla», sino que sólo atinará a conjeturarlo: «por el contexto es de suponer que se trata del mismo narrador ficticio cuya presencia y cuya voz son de los pocos elementos que confieren cierta coherencia a la totalidad de estas narraciones»

(113). Quién habla o quién escribe—si es que escribe—, en Bartleby y compañía, es uno de los cabos sueltos sobre el que a su momento extenderé mis interpretaciones.

Del mismo 2009 data «Bartleby y compañía de Enrique Vila–Matas: centralidad y ficcionalidad del discurso de escolta», de Ignacio Rodríguez de Arce, quien acaso deplora el afán de «explotar el filón temático–compositivo que el escritor catalán había

! [552] inaugurado en Historia abreviada de la literatura portátil (1985)», pues «se trataría, una vez más, de la elaboración de una personal e inventada historia de la literatura»; historia que «sería, a su vez, un ejercicio narrativo, un artefacto ficcional, híbrido que se ha querido definir como “ensayo narrado” o “narración–ensayo”». Notamos que, pese al cariz predecible de sus temáticas, Vila–Matas seduce con sus monocromías y reaviva con cada nuevo libro el problemático—e, insisto, prescindible—consenso en torno a adscripciones de género. Rodríguez de Arce aborda, apenas modificándolas, las matizaciones transfronterizas de lo real y lo ficticio, y redacta, previo a un análisis concienzudo, una sinopsis en la que asoma un postulado harto sugerente: la «finalidad

última» de Bartleby y compañía «parece ser la (re)creación de una memoria inventada de la literatura».

No una emisión engañosamente escritural, sintáctica; no un enmudecimiento ni una tergiversación enciclopédica, sino una memoria de la literatura. ¿Es Bartleby y compañía, entonces, una proyección nítida de las imperfecciones, palimpsestos, calcos y omisiones con que la literatura es recordada por alguien? ¿Leemos en Bartleby y compañía la memoria de un lector ignoto al que sólo mantienen con vida, como único paliativo para sobrellevar la realidad, los dibujos imprecisos, mentales—Rodríguez Fischer—en los que plasma la experiencia de haberse abismado en los caóticos estratos de la ficción?

Clasificación sobre clasificación, el ensayo de Rodríguez de Arce enumera las subespecies de bartleby a las que pertenecen los individuos acopiados en los ochenta y seis incisos del texto: aquellos pertenecientes a «la tradición del silencio» (con Rimbaud como Prototipo—así con altas—insuperable); aquellos que «se entregarán conscientemente al difícil arte de desaparecer (…) bajo el magisterio, en este caso, de

! [553] Robert Walser»; y aquellos, «los menos», que «se ejercitarán en la praxis escritural “en negativo” que trata de cancelar el mundo ficcional representado» (imitadores incurables de Franz Kafka o Samuel Beckett).

Al microrrelato medieval, la parataxis aristotélica y el hipotexto atribuidos por

Wentzlaff–Eggebert a la estilística de Vila–Matas, Rodríguez de Arce agregaría, asimismo incorporando a Genette, el peritexto, «del que las notas a pie de página son una manifestación más», determinando «la consecuencia más inmediata de la “invisibilidad del texto”» y ocasionando un ilusionismo móvil, pues las «notas a pie de página», que

«constituyen el corpus mismo», «abandonan el ámbito “extraterritorial” que caracteriza al “discurso de escolta”, tal y como lo concibe Genette, y se desplazan al centro». Para

Rodríguez de Arce, «en dicho movimiento centrípeto se halla la radical mutación conceptual que Vila–Matas enuncia: un peritexto, el de estas notas a pie de página, que se define por su intrínseca e insuperable “intraterritorialidad”».

Bartleby y compañía como una memoria recreada de la literatura que atrae hacia su núcleo lo adyacente, lo suplementario, y que al retransmitirlo como primordial, de cualquier manera atomiza la atención de quien lee, debido a que la esencia de lo poco o mucho que se relata se precipita siempre fuera de la página y de lo que compendia la página, pues las ochenta y seis «notas» remiten a algo distante que sin embargo se quiere preservar como íntimo, privado. Bartleby y compañía demanda por lo tanto—así lo propone Rodríguez de Arce—una «lectura derridiana, deconstructiva», que nos obliga a

«constituir el texto como polvareda de posibles»; un texto que, justamente y por las expansiones referenciales que potencia, es un «texto fantasma».

! [554] No es de mi incumbencia abreviar la minuciosa aplicación teórica del peritexto mediante la cual Rodríguez de Arce, obedeciendo el instructivo hermenéutico de Vila–

Matas, consulta a fondo dos de las ochenta y seis «notas a pie de página»; consigno, empero, su metodología como una harto válida actitud de solidario traveseo, y como un ejemplo de que no es ni mucho menos un despropósito explorar las vetas inusitadas a las que puede, de nueva cuenta, remitirnos la «galería» Bartleby y compañía. Con el fin, pues, de «penetrar en el espíritu de imitación y transformación lúdicas, en el sentido más puramente genettiano, que caracterizan al Vila–Matas de Bartleby y compañía»,

Rodríguez de Arce escrudiña, referidas en la obra, los apócrifos Le cafard, de «María

Lima Méndes», y El infierno perfumado, de «Marcel Maniere»; ocupado el investigador en semejantes menesteres, mis alusiones aquí lo despiden.

Registro ahora el ensayo, también de 2009, «Literatura y enfermedad en Bartleby y compañía, de Enrique Vila–Matas». Alexis Almeida, su autor, contrapone a la «negación de la literatura», así promulgada por el narrador de la obra, una traducción de equivalencia más dramática: writer’s block. Para Almeida, Bartleby y compañía «es una especie de explotación del momento más difícil para cada escritor: la hora de escribir, es decir, el momento en que se encarga de cristalizar lo previamente inefable, íntimo, infinito, lo que Borges llamaría “la página justificativa”». Tanto Almeida, como previamente hiciera Rodríguez de Arce en su estudio—y como harán muchos otros autores en lo sucesivo—, llaman la atención aquí sobre la paráfrasis borgesiana con que el propio Vila–Matas definiera la tendencia estética de Bartleby y compañía en el volumen de artículos reunidos Desde la ciudad nerviosa (2000): «Veo al libro como el cuento de nunca acabar, el libro de la creación inagotable, el nuevo libro de arena».

! [555] Del texto de Almeida, empero, me es más útil su puntualización—que antecede a grandes rasgos mi ruta de análisis—de que el quid de Bartleby y compañía es «este momento precario y poco estable» en que su protagonista se atiene a concretar aquello inefable, íntimo, infinito. Es decir, el instante en que, como el propio Vila–Matas ha confesado que le ocurre, es invadido por la a veces engañosa sensación de encontrarse definitivamente preparado para la escritura. Para el ensayista, dicho accidente verbal se correlaciona con la enfermedad, determinante en Bartleby y compañía y cuyo síntoma principal no es otro que la inspiración, «o más bien el proceso por el cual se siente inspiración para escribir». Confinado a ese reducto de vulnerabilidad en que se dispone a hacerlo, el emisor indistinto que traspapela las ochenta y seis notas a pie de página es atacado por «una combinación de pulsiones que quedan fuera de su control y bajo su control», eliminando, en contrapartida, «la posibilidad de que, ante la página en blanco

(…) sea regido puramente por su libre voluntad»; libre voluntad «ante la literatura» que el narrador de Bartleby y compañía «quiere afirmar (…) especialmente con su decisión de dejar de escribir». Esta afirmación es a todas luces improcedente, ya que, «tan pronto como él renuncia tan radicalmente a escribir, su interés en los bartlebys aumenta, hasta que finalmente termina escribiendo un libro sobre el tema». Derivado de lo anterior, y para concluir con mi inclusión de la entusiasta lectura de Almeida, éste detecta con sagacidad un equívoco en el que la mayoría de los comentaristas no había reparado:

...la identificación del narrador de Bartleby y compañía con el Bartleby del relato de Melville

y la referencia a otros escritores como seguidores de la libre voluntad pura y dura de Bartleby

es sumamente errónea. El narrador, por su atracción ferviente hacia los miembros de la

literatura del No, se acerca más al narrador de Bartleby el escribiente que a Bartleby mismo.

! [556] En el mismo 2009 se publica «“Un tapiz que se dispara en muchas direcciones”: estudio de algunos recursos discurso–narrativos en la obra de Enrique Vila–Matas», de Papa

Mamour Diop. La cita con que se titula el artículo—creo justo no soslayarlo—vuelve a compaginar crítica y poética vilamatianas a manera de una correspondencia ya acostumbrada; de ahí que lo que postule—Domínguez Michael—el barcelonés, es asumido como el patrón de lectura a seguir. Me permito esta fugaz digresión puesto que no creo haber atestiguado una simbiosis tan palmariamente amnistiada entre un autor y quienes lo glosan.

Mamour Diop, bajo tales pautas, deshilvana algunos de los muchos fractales del tapiz vilamatiano, uno de las cuales es «la búsqueda de la totalidad que sólo se consigue

“cuando el desorden del mundo se compone en un libro y se articula en categorías”»; el entrecomillado remite a la propuesta central tanto de Bartleby y compañía como de la ya referida Microcosmos, de Claudio Magris, novela de la que se extrae justamente la cita.

Magris y Vila–Matas coinciden, pues, en sus aspiraciones a urdir «un libro–mundo cuyos límites se extienden hasta abarcar las nociones de biblioteca o enciclopedia» (36).

Recurriendo más adelante a las reflexiones de Teresa Gómez Trueba («El mundo hecho pedazos: multiplicidad en la novela y el cine contemporáneos», 2008), Mamour

Diop enfatiza que el recurso fundamental en «toda la obra narrativa de Vila–Matas» es la apelación a una «escritura infinita concebida y definida como “escritura sin fin, escritura por la escritura, que se prolonga de manera obsesiva e irremediable lo que dura la vida del escritor”» (36).

! [557] El ensayista refuerza el concepto primario de «una novela interminable, denominada novela de la novela, o creación inagotable», recurriendo, de nuevo, a las postulaciones que el propio Vila–Matas confía en el ya mencionado Desde la ciudad nerviosa:

Busqué y encontré una estructura hecha de reglas rigurosas (inventadas por mí y por tanto

al mismo tiempo arbitrarias) que concedieron a mi diseño general una fuerza centrífuga

de gran libertad textual y con notable tendencia—no prevista por mí—al acto de creación

continuo, inagotable, infinito; infinito al quedar delegado el acto de creación en los

lectores pues, una vez terminado el libro, la estructura—diseño elegido para acoger la

trama—se me reveló pronto inacabable, es decir, descubrí que el libro no se había

acabado al acabarlo yo, sino que quedaba en manos de los lectores (36).

La retroalimentación mediante la que ciertos lectores perpetúan, con Bartleby y compañía como desencadenante, las encomiendas escriturales y de lectura delegadas por Vila–

Matas, es emblemática de la audiencia contemporánea, interactiva, para la cual escribe:

«se dedican a completarlo, a enviarme mensajes telefónicos o cartas con nuevos bartlebys» (36). La creación inagotable como recurso vilamatiano es eficiente, también y más allá del texto, debido a una inercia de reescritura que contagia a quienes le dan otros acabados, a la manera de fracciones interlocutoras lo mismo funcionales que imprescindibles para que el tapiz muestre, o insinúe, la totalidad que enfoca Mamour

Diop.

¿Cuáles son otros de los mecanismos que rigen la eficiencia estilística de Vila–Matas?

Mamour Diop acude de nueva cuenta a Gómez Trueba para plantear el más categórico:

«la recurrencia a sistemas combinatorios que se multiplican internamente evocando en el

! [558] lector la idea de la totalidad»; sistemas combinatorios que generarían, a su vez y según el ensayista, una hipernovela, término empleado por (Seis propuestas para el próximo milenio, 1985) para aquellos «libros modernos que nacen de la confluencia y el choque de una multiplicidad de métodos interpretativos, modos de pensar, estilos de expresión cuyo diseño general—aunque minuciosamente planeado—no se cierra en una figura armoniosa» (36).

En el año 2011 se publica el, a mi ver, obligatorio «La extraña figura literaria de

Enrique Vila–Matas: las claves de un autor en la frontera», de Purificación García–

Mascarell. Se trata de un panorama contextual de las letras españolas que delinea otra de las aristas críticas que caracterizan—y tornan sugestivo para muchos—el fenómeno Vila–

Matas: su abierto, explícito y decidido deslinde de la mayoría de sus coterráneos. García–

Mascarell comienza precisando:

Dentro de las fronteras hispánicas, la novela contemporánea discurre por dos cauces

antitéticos (…) Si atendemos al crítico Jorge Carrión [se refiere a La novela española: la

cursiva y su contexto, 2009], los autores que reafirman su fe en el género novela como

vehículo de transmisión de historias—e, incluso, de alguna forma de verdad—se oponen

a aquellos que apuestan por la disolución del género en otros, la ruptura de las unidades

tradicionales y las estrategias autoficcionales (203).

Vila–Matas, por supuesto, se alía al bando de la segunda avanzada de creadores, lo cual en términos generacionales y de ámbito territorial suscita los contrastes que García–

Mascarell esquematiza y que juzgo necesario transcribir con amplitud:

! [559] La tendencia realista triunfó en España entre los años 30 y 50 de una forma casi

totalitaria. A principios de los 60 y ante tal hegemonía, se inició una lucha por establecer

una nueva norma literaria. Ex realistas como Goytisolo o Castellet, novísimos como

Gimferrer o partidarios del gran estilo de Benet lograron crear un clima de sospecha en

torno a toda actitud realista (…) La victoria de la autosuficiencia del lenguaje poético

tuvo como consecuencia la expulsión de la modernidad de todos aquellos movimientos

no experimentalistas. Redefinidos como la tradición, constituyeron el enemigo de los

autores neomodernistas, como lo son actualmente de Vila–Matas. El catalán, sin

embargo, comenzará su andadura literaria cuando el formalismo toque fondo y se inicie

la recuperación de la narración clásica, el gusto más puro por contar historias. Vila–

Matas querrá enlazar con el panorama neovanguardista de los 70, pero el panorama

hispánico no está por la labor. De ahí que su obra encuentre más acogida en el extranjero

que dentro de las fronteras españolas (203).

Esta serie de desencuentros domésticos, de desfases valorativos y de inevitables postergaciones propician sin embargo que la tentativa vilamatiana de proyectar sus ambiciones temporal y literariamente fuera de lo inmediato se vea, como el presente de su crítica nos lo ilustra, recompensada con creces. La «animadversión hacia los amigos de Galdós» (203), así como la «opción de prescindir de la categoría literaria nacional»

(204) condicen, desde la dimensión histórica, el carácter excéntrico, fiel a sí mismo, que desde siempre distinguió la poética de Vila–Matas, cuyas novelas, por ende, «se sitúan de espaldas a la tradición hispánica tanto por su forma como por su contenido» (205).

García–Mascarell no escapa, en materia de aproximaciones interpretativas, a la trampa y al socorrido dilema: «¿Qué género son Bartleby y compañía (…) o Historia abreviada de la literatura portátil?» Su respuesta a la interrogante no es ni alentadora ni

! [560] impredecible: estamos ante textos que «no son fácilmente etiquetables» (205). Luego de sintetizar sin aportaciones esenciales el contenido de ambas «metanovelas», la investigadora, retornando a las directrices de naturaleza geográfica que en primera instancia incumben a su artículo, observa—la cifra no es desdeñable—que «los escritores que participan de ambos grupos o sectas [se refiere a los bartlebys y a los shandys] son en más del 90 % por ciento, no españoles» (206).

Son abundantes, así, los indicios bibliográficos voluntarios con que Vila–Matas consistentemente participa de una comprometida exportación que se corresponde con sus aficiones al hábito de desaparecer, las cuales exalta y ridiculiza en su obra, confirmándolas otro tanto desde una postura autoral descentralizada, que García–

Mascarell califica de «huida de la tradición española» (208). Huida, ¿hacia dónde? Los itinerarios empáticos de la fuga ya se han señalado: Claudio Magris, W.G. Sebald, Sergio

Pitol, maestros que entreveran «autoficción, fragmentarismo, relato especular, mezcla de géneros, cuestionamiento de ficción y realidad» (208). A las espesuras híbridas de dichos autores es hacia donde Vila–Matas ha querido evadirse, lo que no garantiza que su arribo a ellas comporte un incuestionable símil. Y es que, representando un caso aislado de desacuerdo crítico ante las postulaciones canónicas implicadas por Domínguez Michael,

García–Mascarell rebate: «Vila–Matas está lejos del lirismo descriptivo de Magris, de la cuidadosa elaboración de un Pitol o de los laberintos metafísicos de Sebald» (208).

En el mismo 2011, Siridia Fuertes Trigal da a conocer «La transgresión genérica, emblema de la obra de Javier Marías, Enrique Vila–Matas e Ignacio Padilla». La preocupación central del artículo queda de antemano anticipada: una vez más, explorar ciertos atributos de hibridez literaria en los periplos vilamatianos. De Fuertes Trigal me

! [561] es útil rescatar la delimitación que hace de los umbrales de tal mestizaje—aludido ya en estas páginas—al que le asigna, a diferencia de Wentzlaff–Eggebert, un origen más próximo, con la segunda mitad del XIX como la época en que registra su notorio apogeo,

«sin duda favorecido por el considerable aumento del público lector, que por el bajo costo de la imprenta recibe un número mayor de obras». Merced a los comportamientos consumistas de dicha oferta, es posible «la aparición de nuevos géneros: gótico o de terror, ciencia ficción, novela histórica», considerados al vuelo por la investigadora como

«más efímeros», como «transgresiones más rápidas» (96). Paralelo a una circulación dinámica y variada de bibliografías disponibles para su compra, Fuertes Trigal razona que otro de los motivos que alientan la hibridez obedece al impacto que ciertos avances científicos tuvieron en el campo de las artes:

…influenciado por la teoría evolucionista que había propuesto Charles Darwin, [el crítico

literario francés] Brunetière defiende bajo el mismo paradigma biológico las distintas

clases de relaciones mutuas que pueden mantener los géneros: inclusión, combinación,

inversión, contraste, jerarquía (96).

Fuertes Trigal, atenta a la hipótesis interdisciplinaria de Brunetière, lee en Marías, Vila–

Matas y Padilla, esas relaciones mutuas en que se cimienta la hibridación genérica: inclusión, combinación, inversión, contraste y jerarquía. La ensayista sugiere, entonces, que el formato en que mejor se las representa es el de «la novela autobiográfica» o

«autoficticia», ya propuesta por Tabucchi como el paradigma narrativo al que se ciñe, entre otras, Bartleby y compañía. Fuertes Trigal enfatiza—¿redunda?—los siguientes atributos: «el autor comparte dos mundos, el de la realidad y el de la ficción, el de los

! [562] hechos factuales y el de la imaginación desbordante», contraposiciones cuya finalidad es presentarnos «una continua y trabada reflexión acerca del papel del autor en la creación literaria» (98).

Del mismo año data la sustancial tesis «The Disappearance of Literature», de Aaron

Hillyer, trabajo de investigación doctoral publicado como libro en 2013 con la adenda

Blanchot, Agamben, and the Writers of the No. Se trata, en líneas muy generales, de convocar en torno al pensamiento de Blanchot, principalmente, a Giorgio Agamben,

Anne Carson y Vila–Matas, quienes «more or less explicitly pursued the implications of

Blanchot’s claim in their own works» (4). ¿A qué declaración blanchontiana se refiere

Hillyer? A aquélla, célebre para la crítica y aun para la novelística contemporáneas, de que la literatura, si la cuestión es descifrar hacia dónde se encamina, no da trazas de decantarse sino hacia su propio desvanecimiento. Cito el fragmento correspondiente de

The Book to Come, en concreto del apartado «The Disappearance of Literature», del que justamente Hillyer se sirve para titular su investigación:

One sometimes hear strange questions asked, like: «What are the tendencies of today’s

literature?» or: «Where is literature going?» Surprising questions, but the most surprising

thing is that if there is an answer, it is easy: literature is going toward itself, toward its

essence, which is disappearance» (195).

Esta respuesta, por lo demás conjetural de Blanchot a una inquietud tildada de sorpresiva,

Hillyer la somete a diversos juegos interpretativos, como un lente al trasluz del cual pueden argumentarse, en torno a los especímenes compilados en Bartleby y compañía, por ejemplo, estas consideraciones:

! [563] …authors who, having lost all hope of an expressible totality, of words that signify

wholly, eternally and unequivocally, and of an accesible tradition, decide instead to build

their work from a standpoint of extreme negativity, while still chancing that the literary

word’s potential is not yet consumed (4).

Conviene aquí recordar que el mismo Blanchot habita con merecimientos honorarios más de uno de los ochenta y seis incisos de la «galería» vilamatiana, dato que nos avisa, por lo pronto, sobre la ductilidad especular de la tesis de Hillyer. Por ahora parafraseo, en apego a lo que más directamente me concierne, esta apreciación suya de los bartlebys: autores que han perdido la esperanza en una totalidad expresable y que deciden construir su obra desde un punto de partida negativo en extremo, mientras abrigan el acaso de que el potencial de la palabra literaria no se ha consumado del todo.

Esta circunstancia de indefinición y anhelo exiguo, con la escritura como la quimera que los amalgama, afecta por supuesto al narrador de Bartleby y compañía y no sólo a sus convidados pares. Es decir: afecta la manera en que está constituido el texto y por tanto transparenta algunos instantes, otra vez, en que al lector se le depara contemplar la mecánica abstrusa con la que uno o varios enunciados de prosa se borran o se afianzan ante sus ojos.

La fructífera y harto ostensible relación Blanchot–Vila–Matas, por cierto, induce a intuir tales profundidades que un estudio aparte, en la tónica de Hillyer y que sólo los confrontara a ellos dos, nos regalaría un diálogo crítico–literario de inusitadas revelaciones. Empero mi análisis, que asistirá a algunos de los momentos clave de tan insoslayable binomio, no agota por supuesto las innumerables y recíprocas implicaciones entre ambos autores.

! [564] Vuelvo fragmentariamente a la tesis de Hillyer, sin oportunidad de detenerme, por desgracia, en las incisiones blanchontianas que dispensa a Agamben, Carson, Walter

Benjamin y aun al argentino César Aira, sino sólo en aquéllas que tocan al barcelonés:

In order to understand Vila–Matas’s books, for example, as they emanate from the

lineage of thought and writing that is traced within them, it is necessary to start with the

concept, or rather the mode of being, that most strongly informs his mode of telling. For

Vila–Matas, as for Agamben, Aira, and Anne Carson, and Blanchot and Walter Benjamin

before them—the six writers who form the principle constellation of the present work—

this mode is that of study. His narrators are students of literature, and they tell their study

via a series of brief and highly experimental literary essays (6).

La obra de Vila–Matas emana, pues, de un linaje de pensamiento y escritura trazado dentro de sí misma, lo que hace necesario, para su mejor comprensión, comenzar por el concepto o la manera de ser que más fuertemente nos participe de su modo narrativo; uno que, propone sugestivamente Hillyer, no es otro que el del estudio, en tanto los personajes de su constelación de autores del no son estudiantes––no académicos, acoto–– que narran los resultados de sus pesquisas propendiendo a la elaboración de ensayos literarios altamente experimentales.

Pocas re–definiciones como ésta de Hillyer renuevan la monodia que padece la crítica vilamatiana. La voz atrabiliaria que nos orienta en la «galería» Bartleby y compañía está en realidad estudiando literatura, entremezclando en su afluente escolarizado poesía, ficción, filosofía; de ahí su exceso ineludible de entrecomillados: «In this context citation is an aspect of study, the instant where study opens up a new and unforseen hermeneutic sphere» (12).

! [565] Bartleby y compañía, diríamos con Hyllier, abre y cierra comillas como un gesto de estudio cuya propiedad no es la pretendida suficiencia de conocimiento sino la apertura a una nueva esfera hermenéutica no prevista, aquélla en la que, como se dio a conocer aquí, se adentrara parcialmente Rodríguez de Arce desde la teoría genettiana del peritexto.

Develación versus hermetismo, Vila–Matas, como parte del elenco del no agrupado por Hillyer, apuesta ontológicamente por una aparición/desaparición literaria que entraña un estado en el que el lenguaje no es una trampa en la que se ha caído ni un pecado original que debiera expiarse:

Rather, these writers imagine a new human innocence or infancy in which, in the words

of Agamben’s encounter with novelist Elsa Morante, «the creature from limbo lifts up its

fragile arm against the historical tragedy of a language in a hopeless gesture, in a silent

confrontation whose outcome cannot be easily understood» (35).

La cita anterior, interpreto, ahonda en lo que las declaraciones públicas de Vila–Matas implican, al postular el futuro de la escritura y de la lectura. Simpatizando con las reflexiones de Agamben, el barcelonés, de palabra, obra y omisión, hace un autocrítico llamado a una nueva inocencia o infancia que esgrima la escritura en contra de la tragedia histórica, en un gesto desesperanzado y en una confrontación silenciosa cuyo resultado no puede ser fácilmente comprendido.

La tesis–libro de Hillyer es digna de una más detallada pesquisa. Por restricciones obvias, me circunscribo al capítulo segundo, «The (Para–) Ontology of Disappearance», pues en él se anotan algunas indagaciones al corpus de Vila–Matas con las que mi

! [566] posterior análisis tiene intenciones de confluir. La piedra de toque de este apartado, y de gran parte de la disertación, es el ensayo de Agamben—en el que tampoco me es posible, infortunadamente, abundar––«Bartleby, or On Contingency», de 1993. Cito al tesista:

«For Agamben, who, like Vila–Matas and Blanchot, consistently interrogates the literary question in terms of ontology, Bartleby’s renunciation of copying is a reference to a messianic disruption of the Law, a liberation from the “oldness of the letter”» (40).

Escribir o no escribir—traslación literaturizada o (para–)ontológica del ser o no ser shakespeareano—deriva en Bartleby y compañía, si respetamos las premisas de

Agamben, en una variación del personaje de Melville en tanto las «notas a pie de página» se liberan de la vejez de la letra con miras, otra vez, a presuponer un advenimiento de nuevas literaturas y, por ende, de nuevos lectores. La alteración mesiánica de la Ley que señala Hillyer, pese a la grandilocuencia de la frase, ha sido en lo que toca a Vila–Matas y a su poética una quizá involuntaria marca registrada de aquella postulación canónica advertida por Domínguez Michael; para muestra de dicha alteración mesiánica, se aludirá en breve al discurso de agradecimiento que Vila–Matas pronunciara al recibir el

Premio FIL en Lenguas Romances.

El Bartleby de Melville, interpretado por Agamben, es un nuevo Mesías «“who comes not, like Jesus, to redeem what was, but to save what was not”». Y los bartlebys de Vila–

Matas, creo, no se sustraen de este ministerio de preservación en negativo, a consecuencia nuevamente de lo que a través de ellos el barcelonés postula: una escritura sempiternamente por ocurrir, diluida, inasible convencionalmente dentro de la obra y sólo potencial. En lo que atañe a la tesis de Hillyer, «Bartleby, or On Contingency», muestra

«the core of Agamben’s commitment to revive the ontological status of potentiality as

! [567] well as develop a poetic prose that would correspond to it, two tasks he has always sought to keep indistinguishable» (40). Desarrollar una prosa poética y revivir el estado ontológico de lo potencial, tales son también, en parte, las dos tareas que vemos fundirse, indistintas, en Bartleby y compañía.

Recupero un par más de los meritorios entrecruzamientos de Hillyer: el primero, una definición por parte de Agamben del preferiría no hacerlo de Bartleby: «“decreation” in which “the actual world is led back to its right not to be, and, therefore, all possible worlds are led back to their right to existence”» (41); el segundo, la lectura blanchontiana del propio Hillyer sobre la postura del narrador, incardinado dentro del laberinto del no que bosquejan los ochenta y seis incisos que alteran, anárquicos, la vejez de la letra:

When faced with what rises in the unexpressible space of subjective disappearance, «the

labyrinth of the No», the narrator decides to leave it be, suspended in a state of

potentiality that is intelligble in outline only via the addendum of the footnote. In this

way Vila–Matas attests to the disappearing literature that Blanchot glimpsed in the

statement inscribed in Bartleby and Co., which can be viewed as the kernal of inspiration

for his recent works: «Literature is heading toward its essence, which is its

disappearance» (194).

En 2012 se publica Enrique Vila–Matas. Los espejos de la ficción, volumen coordinado por Felipe A. Ríos Baeza, de quien transcribo estas líneas del «Prólogo. Vila–Matas y el efecto Droste», a propósito del leitmotiv que de acuerdo al académico chileno impera en la producción del catalán: «si hay una imagen que actúa como hilo conductor de su poética, y que venía ya anunciándose desde el título de su primera novela en 1973 [La

! [568] mujer en el espejo contemplando el paisaje], ésa sería la del espejo» (19). Ríos Baeza compila entonces ensayos que secunden en mayor o menor medida tal perspectiva, justificada en primera instancia con el argumento de que serían lo propios textos de Vila–

Matas «los que especularían, haciéndose préstamos, citándose, aludiéndose a sí mismos, en un entramado textual endogámico mucho más cercano a la poética de Sergio Pitol y

Roberto Bolaño que a la de muchos de sus contemporáneos españoles» (20).

De la selección de Ríos Baeza me concierne, de entrada, «Cuatro postulados sobre una máquina soltera», de Álvaro Enrigue. El novelista mexicano subraya ciertas tonalidades de la faceta performática que distingue a Vila–Matas:

No es un escritor fantasma que se difumina detrás de lo que cuenta, sino un autor

espectacular. Lo que se escenifica en un libro de Vila–Matas no es una trama o una serie

de ideas o una batalla contra el lenguaje, sino a Vila–Matas tramando, pensando o

escribiendo (33).

No una trama, no una serie de ideas o una batalla contra el lenguaje, sino Vila–Matas tramando, pensando, escribiendo. Tal sería el pliegue secreto, el backstage al que asiste el lector. La conjetura, de pronto, no carece de atractivo, pero traiciona, de admitirla, las insistentes tretas del barcelonés por articular una desaparición antes que por indirectamente escenificarse. Mi análisis, en todo caso, desatiende la obviedad de que detrás del narrador de Bartleby y compañía y de sus invitados especiales, Vila–Matas trama, piensa, escribe. Por el contrario, cuestiona los complejos procedimientos con que dicho narrador, autónomo, se va dislocando y muta entre sus incompatibles condiscípulos. Enrigue insiste en no desatender la presencia, para mí del mismo modo

! [569] elemental, del demiurgo calibrando sus fuentes, adaptándolas a las páginas que ha urdido:

«Cuando un lector está leyendo a Vila–Matas, siempre está frente a dos libros: el que tiene en las manos y el que Vila–Matas leyó mientras estaba escribiendo. En ese sentido, es borgesiano: el autor que se juega su biblioteca mientras escribe» (34).

Por último, Enrigue desentraña con esta simplificación la estilística vilamatiana:

«elige una frase, casi siempre de otro autor—o cuando menos, atribuida a otro autor—y la abona agregándole significados» (35).

«Las estructuras de los libros vilamatasianos», de Sorina Dora Simion, propone la relevancia del paratexto como asidero de interpretación y enclave primordial. El paratexto—recapitulo—se sumaría al microrrelato medieval, la parataxis, el hipotexto y el peritexto previamente planteados por otros críticos como esencias funcionales de una poética. Simion advierte como determinante, por lo tanto, la profusión «de las dedicatorias, de los epígrafes, de los prólogos, de los epílogos, de las bibliografías, de las imágenes» (40). Las repercusiones del paratexto en los artefactos verbales de Vila–Matas son, de acuerdo a la autora, previsiblemente expansivas: «se pasa de la máxima condensación a una extensión de dimensiones variables» (40).

El coordinador del volumen Ríos Baeza incluye un ensayo de su autoría, «Vila–Matas, ese okupa literario», en el que metaforiza la pluralidad y la disolución metatextuales a que propende el barcelonés aludiendo a una suerte de vampirismo letrado que destella excepcionales rarefacciones:

Al analizar la producción literaria de Enrique Vila–Matas resulta evidente que durante

cuatro décadas su seductora obra no sólo ha sabido absorber los mejores nutrientes de la

sangre de otros autores para mantenerse con vida, sino también su propia savia, recursiva,

! [570] reiterada y evidente en sus últimas entregas, en un juego de espejos donde su voz ha

quedado provechosamente desconfigurada a partir de discursos textuales ajenos. Vila–

Matas, ese okupa, ese vampiro literario (91).

José María Pozuelo Yvancos, en «La “tetralogía del escritor”, de Enrique Vila–Matas», agrupa sistemáticamente cuatro libros afines cuyas interpolaciones—remarcadas con brillantez y minuciosidad por el articulista—habían quedado ya implícitas, aunque sin parecido rigor, en aproximaciones anteriores. Resumo aquí los desconcertantes parentescos en los que se cifra el estudio de Pozuelo Yvancos: mientras Bartleby y compañía reivindica «escritores que dejaron de publicar», El mal de Montano es «su exacta inversión, ya que trata de quienes han contraído la enfermedad de no poder salir de la pulsión de la literatura»; por lo que toca a París no se acaba nunca (2003), ésta, «pese a su factura supuestamente autobiográfica», es un «recorrido por el mito de la formación del escritor, el aprendizaje de sus modelos», mientras que Doctor Pasavento (2005) recrea «la disolución o desaparición del escritor, concretada en el caso de Robert Walser, sinécdoque de ella» (219). En las interrelaciones que se enlistan es palpable la endogamia textual, literariamente vampírica—creo que el adjetivo vicaria bastaría—propuesta por

Ríos Baeza como común denominador. Pozuelo Yvancos escudriña, pues, los tratamientos con que Vila–Matas, a decir de Rodríguez de Arce, explota el filón temático–compositivo de los avatares del escritor como figura ficcional primaria.

Bartleby y compañía, como preámbulo profético a la tetralogía, mostraría a través de su narrador «la autoconciencia de un programa» que define «la literatura del milenio que empieza con ella, y que concibe como exploración y desafío»:

! [571] …la serie de los bartlebys (…) se abre con la convocatoria del que será protagonista

emblemático y principal motivo de cierre de la tetralogía, puesto que Pasavento (…)

termina con la visita de Pasavento al manicomio de Herisau, en la cima de su pesquisa

sobre el laberinto del No, ya anunciada al comienzo de la tetralogía (224).

La propiedad si se quiere circular, en el nivel anecdótico, de la tetralogía de Vila–Matas, diversificaría en su transcurso de obturación los tintes de mesianismo (no) escritural que favorece una estética en negativo. Es decir: de Bartleby y compañía a Doctor Pasavento leeríamos puesto en crisis, obsesiva y explícitamente, aquel estrafalario apostolado sugerido por Agamben: to redeem what was, but to save what was not, en tanto «el mapa de su recorrido»—sigo a Pozuelo Yvancos—es «patente al mismo tiempo que se va haciendo». Vila–Matas no desgasta o robustece la figura del escritor como «un asunto», sino como «un dispositivo» (225).

Al enfocar la pieza a partir de la que se ensambla la antedicha tetralogía—de la cual, curiosamente, se excluye Historia abreviada de la literatura portátil—, Pozuelo Yvancos nota otro sutil artificio de ambigüedad en Bartleby y compañía:

Se trata de datos reales que el narrador ficticio introduce, o diálogos con personajes que

el lector intuye o supone muy posiblemente le hayan ocurrido al autor. Más aún, uno de

los mecanismos más utilizados en esta novela es hacer aparecer lo real como si se tratase

de una fantasía (231).

Un narrador ficticio compulsando datos reales: he aquí otra de las fisuras o subversiones de planos con la que podría imputársele a Vila–Matas una superposición autorreferencial,

! [572] un poco a la manera en que la asimilara Enrigue. Pozuelo Yvancos, aunque no del todo, discrepa: «no habla de sus narradores, ni de la teoría posible de las suplantaciones que ellos puedan hacer de su personalidad»; por el contrario, «crea una figura de sí, que nunca deja de ser él en su función fantasmal», pero que se fragmenta, interpreto, en una

«imagen proyectada en declaraciones o en escritos» que son autobiográficos y que sin embargo atenúan su carácter de veracidad, entreverados cada vez más difusamente en los ochenta y seis incisos, deviniendo «parte de la propia obra» (252).

Edgar Antonio Robles Ortiz, en «Bartleby y compañía. Lectura, rito y creación», conjetura una enésima, aunque no insustancial, tipificación: «podría tomarse como un tratado (no explícito, mucho menos declarado) de la lectura como ritual: un registro de la experiencia del vacío, el vacío que surge del ritual de la lectura» (275). ¿En qué radicaría esa experiencia del vacío como ritual de lectura? La respuesta condice tangencialmente las consecuencias del ya explicado peritexto, así como del estudio como el modo de ser narrativo delatado por Hillyer. Es decir: el lector, ante la paradójica invisibilidad de una obra sobrecargada de referentes, es expulsado a otros ámbitos, presa de una incesante inercia de corroboraciones por lo demás inciertas: «La única característica en común de los distintos textos citados en Bartleby es, finalmente, el ofrecer nuevos espacios al lector» (277).

Bartleby y compañía, para Robles Ortiz, «abunda en vacíos»: las ochenta y seis «notas a pie de páginas» de un texto que jamás se nos muestra, es uno de ellos; otro: la identidad del narrador, él mismo «afirmación de la ausencia», y de quien «apenas si se menciona una vez su nombre y de manera indirecta»; y uno más: «ausencia de textos por parte de

! [573] los escritores del No, que no obstante existen como gestos susceptibles de ser literaturizados» (278).

Tenemos, pues, al narrador ficticio cotejando datos reales de Pozuelo Yvancos hilvanando «notas a pie de página» a ningún texto y estudiando a escritores apócrifos o veraces a quienes imita y parafrasea, en tanto el lector asiste a un concierto atropellado de sucesos hiperliteraturizados que, irónicamente, eluden de una u otra manera las enunciaciones escriturales que les dan sentido. El retruécano de Robles Ortiz, con el que finaliza mi consulta de su artículo, es irrefutable: Bartleby y compañía es una «puesta en abismo del lector que lee a otro lector, que a la vez escribe su lectura» (281).

Domingo Ródenas de Moya, en «Exploraciones más acá del vacío y », como se lee en el título de su aportación coloca la poética vilamatiana, también, en los bordes de la inminencia y de lo inexistente. El barcelonés, al crearse una figura de sí—Pozuelo

Yvancos—, ha de despacharla a un periplo de autodescubrimiento sólo posible, aunque indeterminado, a través de la escritura. Con ello da continuidad a «la tradición de la modernidad y equipara al escritor con el científico, el descubridor o el explorador» (367).

Para Ródenas de Moya el escritor, o mejor convendría decir los escritores que capitanean los itinerarios las más de las veces introspectivos y silenciosos de la obra de

Vila–Matas, son exploradores que creen «en el sentido último de su empresa», que se la

«toman muy en serio» aunque afrontándola «con presencia de ánimo y sentido del humor» (367). Hasta este artículo—y reconozco que muy tardíamente—, mi estado de la cuestión introduce el ingrediente del tapiz vilamatiano del que ningún análisis puede darse el lujo de prescindir: me refiero, por supuesto, al componente del ingenio. Y es que

Vila–Matas, huelga contrastar, balancea sus enaltecidas premoniciones sobre las nuevas

! [574] literaturas, los lectores futuros y la emancipación venidera de los géneros, con inflexiones humorísticas incisivas y pantomimas intelectuales aprendidas—como no podía ser de otro modo—de sus bartlebys y de sus shandys. De ahí que la seriedad aun científica de la exploración vilamatiana, precipitándose a los vacíos abismales de la escritura, no carezca del dinamismo y la acidez de la burla.

En vísperas del recibimiento del Premio FIL en Lenguas Romances, el barcelonés accede a una charla con Patricia Nieto en 2015, dejando por cierto constancia—como en algunas de las conversaciones parcialmente recogidas aquí—del humor siempre intertextual del que hace gala. «Entrevista con Enrique Vila–Matas. “En la literatura lo más esencial es la libertad”», abre con la siguiente interrogante: «Para algunos críticos y narradores, la novela vive una metamorfosis. ¿Hacia dónde se dirige ahora?» Vila–Matas se halla aquí, décadas más tarde, ante la misma incógnita que en 1959 Blanchot juzgó, lo mismo con sarcasmo, de sorpresiva, y a la cual respondiera con las intuiciones premonitorias ya comentadas por Hillyer. Consciente, pues, de que la cuestión que se le plantea ya fue enigmáticamente eludida por uno de sus gurúes, Vila–Matas desdeña el oráculo y opta por el chiste: «No lo sé, no sé nada. Pero le voy a decir algo: si supiera cómo va a ser la novela del futuro, la haría ahora mismo». Es por lo demás indudable que dicha novela del futuro, agenérica y ambigua, es la que incansablemente ha intentado escribir, o proyectar siquiera, como utópico paradigma; basta leer otra de sus respuestas, a propósito de su distanciamiento del realismo, para comprobarlo de inmediato: «Desde un primer momento me alejé de la novela ligada al XIX, y en eso quizás he sido intuitivo

(…) En realidad, no he dejado jamás la novela, pero, salvo en El viaje vertical y en

Dublinesca, no la he practicado nunca».

! [575] Vila–Matas responde a continuación, enérgicamente, respecto del concepto readymade novel, acuñado por el crítico Shaj Mathew tras la lectura de éste de Reality

Hunger. A Manifesto (2010), de David Shields:

Es muy significativo ver que en España ni se han enterado de este espléndido artículo de

Shaj Mathew. Se vive de espaldas a todo lo que no sea una novela realista, de ser posible

empantanada, acerca de la crisis… (…) Y sí. Puedo estar de acuerdo en que la novela o

las semificciones empiezan a acercarse al arte conceptual y Duchamp es el rey. En todo

caso, es sólo una de las tendencias interesantes de la narrativa más reciente. Pero quiero

creer que hay más.

«Welcome to Literature’s Duchamp Moment» es el polémico texto de Mathew que Vila–

Matas y Nieto brevemente discuten. Antes de incorporarlo, en el siguiente párrafo, a mi revisión, copio las expresiones con que finaliza la entrevista: «Cuando Sebald dice que su instrumento es la prosa sólo delata que su modelo es Nietzsche y que en literatura lo más esencial es la búsqueda de la libertad». Una búsqueda de libertad, subrayo, que no su conquista; una búsqueda que lo es también de sí mismo por parte de quien la consigna, desde la ficción escritural—desde Bartleby y compañía—para intentar reconocerse como creador.

El académico emergente Shaj Mathew había, entonces, encomiado en 2015 el ya citado manifesto de David Shields, cotejando sus proposiciones aforísticas, entre otras obras de otros autores, con la reeditada en inglés Historia abreviada y la también traducida al mismo idioma Kassel no invita a la lógica (2014), puestas en circulación para el mercado estadounidense simultáneamente. «Welcome to Literature’s Duchamp

! [576] Moment» aclama—debo enfatizar la opinión ya externada de Vila–Matas—sólo una de las tendencias interesantes de la narrativa más reciente. Sólo una de entre una vastedad que el barcelonés sospecha fraguándose.

Mathew subtitula así su entrega en el diario The New Republic: «How Conceptual Art

Took Over Avant–Garde Literature». Ergo: la «galería» vilamatiana que Masoliver

Ródenas entreviera ya en Bartleby y compañía, exenta de moldes indefectibles, ha trucado en Kassel los límites realidad/ficción a nivel tal que aquello que antes sugiriera un personaje no es aquí más que una pieza de instalación de museo—estética macedoniana al cubo—proscrita incluso de los marcos del posmodernismo, «a rather unmeaning term, dulled by overduse, and unfit to describe» (82). El posmodernismo— redundo—es pues el término inadecuado para describir, por supuesto, una poética como la del barcelonés, quien pertenecería a lo que Mathew promociona como la «Realitiy

Hunger generation», integrada por autores experimentales, denodadamente reacios a restringir las modalidades de apreciación de una obra literaria. Cito al crítico:

For Shields, novels that employ the traditional conventions of narration, plot, and story

no longer make sense. Reality is fiction, and fiction is reality. For a more accurate

reflection of our experience, we ought to think of novels the way we think about art. «A

novel, for most readers—and critics—is primarily a “story”», writes Shields. «But a work

of art, like the world, is a living form. It’s in its form that its reality resides» (82).

En palabras del propio Shields, las obras literarias que más adecuadamente reflejarían nuestra experiencia estética adoptan, entre otros, estos dos principios: «6. I need say nothing, only exhibit» (Reality Hunger 7); y: «45. After Freud, after Einstein, the novel

! [577] retreated from narrative, poetry retreated from rhyme, and art retreatred from the representational into the abstract» (19). Prosas que no dicen sino exhiben, que no representan sino abstraen. Bartleby y compañía, en este sentido, no difiere demasiado de

Historia abreviada de la literatura portátil y de Kassel no invita a la lógica. Los adelantados que conforman actualmente la «Reality Hunger generation», a decir de

Mathew, son escritores avant–garde que «aspire to be conceptual artists and have their novels considered conceptual art. This may be literature’s Duchampian moment.

Welcome to the readymade novel» («Welcome» 87).

Mathew da la bienvenida al auge de novelescas no–novelas—Masoliver Ródenas—ya ejecutadas, como la rueda de bicicleta invertida sobre un banco de madera, o como cualesquiera otros de los imprevisibles etcétera que legara el rey Marcelo—nombre propio que, por cierto, es uno de los que adopta el narrador de Bartleby y compañía—.

¿Qué sabotajes de la realidad y del arte nos brinda la readymade novel?, ¿cuáles son las incógnitas con que azuza nuestro extrañamiento?

Just as Marcel Duchamp asked if a urinal could be art, the readymade novel asks what

literaure can be, and what it should be in the future. Instead of trying to understand reality

via a slew of concrete details, omniscience, multiple viewpoints, or anything else that

we’ve traditionally expected from fiction, the readymade novel poses an idea: It is more

interested in the concept behind a work of art—behind itself—than its execution (87).

Historia abreviada y más acusadamente Kassel, en tanto readymade novels, instalan en la página artefactos «à la Duchamp’s box–in–a–suitcase» (87), con la finalidad de reflejar, profetizándolo, lo que la literatura puede y aun debe ser en el futuro, y condensando una

! [578] inmediatez y un efectismo estéticos que develen el concepto detrás de la obra de arte, antes que su ejecución. Este perspectivismo de luxaciones constantes, en lo que concierne a mi análisis, aliena de por sí el acto escritural no ejecutado que me propongo inquirir, lo cual no impide, sino al contrario, que sus distorsionados artilugios admitan ser en parte desentrañados. Tal venia metodológica, espoleada por un estímulo expositivo, tal como explica Mathew no dista por lo demás de las intenciones del texto que la compromete:

«Vila–Matas demandas an active reader: Just as the conceptual art installations at

Documenta required viewer participation to form meaning, Vila–Matas asks the same of his readers» (87).

Para vincular estas sugestivas persuasiones con el tramo final de este primer punto, es pertinente que interrogue, simplificándola un poco, la reseña de Mathew: ¿qué puede y aun debe ser la literatura en el futuro? Shields, nostálgico de lo por venir, ha vislumbrado como respuesta este comienzo, el cual prologaría los próximos cuentos de nunca acabar, o los nuevos libros de arena: «Once upon a time there Will be readers who won’t care what imaginative writing is called and Will read it for its passion, its force of intellect, and its formal originality» (Reality Hunger 204). Este once upon a time, conjugado también desde la variante ulterior, es el que Vila–Matas reconociera como fallido, pero todavía asequible y esperanzador, en «El futuro. Discurso de recepción del premio Rulfo en Guadalajara, México, 28 de noviembre 2015».

La primera línea de esta alocución refuerza—si bien en un tono que se antoja harto más solemne, ajeno por ello a la desfachatez enciclopédica de su obra—la alteración del mesianismo en que profundiza Agamben a partir del icono melvilleano. Vila–Matas, ante la prensa mundial de habla hispana, comienza con este enunciado su afilada homilía: «He

! [579] venido a hablarles del futuro», repitiéndolo acto seguido en el arranque del segundo párrafo, a manera de anáfora oscurantista, insuflada por la pedantería o el desaliento. Me veo obligado a desatender la versatilidad lúdica con que Vila–Matas emplea en su intervención el que parece ser el sustantivo axial que estimula su poética, limitándome aquí a transcribir, intercaladas, aquellas acepciones suyas del futuro que permean

Bartleby y compañía, y las cuales van a enriquecer, espero, un análisis que en lo posible se propondrá algo más que la paráfrasis dócil en la que reinciden casi todos sus críticos.

Huelga advertir, a propósito, que el agradecimiento de Vila–Matas por el galardón que se le confiere apenas se distancia de lo ya externado por él y luego por sus comentaristas en incontables ocasiones:

Pensaba que en las novelas por venir no sería necesario dejar la aldea y salir al campo

abierto porque la acción se difuminaría en favor del pensamiento. Con una confianza

ingenua en la evolución de la exigencia de los lectores del nuevo siglo, creía que en el

indescifrable futuro la novela de formato decimonónico (…) iría cediendo su lugar a los

ensayos narrativos, o a las narraciones ensayísticas, y quizás incluso cedería el paso a una

prosa brumosa y compacta, estilo Sebald (…), o estilo Sergio Pitol (…) prosa compacta

en la que el autor disolvía las fronteras entre los géneros, haciendo que desaparecieran los

índices y los textos consistieran en fragmentos unidos por una estructura de unidad

perfecta; una prosa a cuerpo descubierto, la prosa del nuevo siglo […] Pensaba que en ese

siglo se cedería el paso a un tipo de novela ya felizmente instalada en la frontera; una

novela en la que sin problemas se mezclarían lo autobiográfico con el ensayo, con el libro

de viajes, con el diario, con la ficción pura, con la realidad traída al texto como tal.

Pensaba que iríamos hacia una literatura acorde con el espíritu del tiempo, una literatura

mixta, donde los límites se confundirían y la realidad podría bailar en la frontera con la

! [580] ficción, y el ritmo borraría esa frontera […] De cara a la narrativa que yo creía que estaba

por venir, uno de mis puntos de orientación era el anartista Marcel Duchamp. Artista no,

decía de sí mismo: anartista. En diferentes ocasiones, pensando en su legado, insinué que

tal vez no sólo íbamos a dejar atrás por fin la anquilosada narrativa del pasado, sino que

iríamos hacia una novela conceptual: un tipo de novela que recogería el intento de Marcel

Duchamp de reconciliar arte y vida, obra y espectador […] creía que surgirían libros,

donde la forma fuera el contenido y el contenido fuera la forma. Libros de los que alguien

pudiera, por ejemplo, quejarse de que el material a veces no pareciera escrito en su

lengua. Y a quien pudiéramos decirle: pero es que no está escrito después de todo, no está

escrito para ser leído, o no sólo para ser leído; se ha creado para ser mirado y escuchado;

mira, su escritura no es acerca de algo, es algo en sí mismo […] En arte cuenta mucho la

insistencia desaforada, la presencia del maniático detrás de la obra.

1.2 MARCO TEÓRICO

¿Cómo y en qué fragmentos del libro la voz narrativa en Bartleby y compañía es más o menos discernible mientras escribe, aspirando a una identidad concreta, intermitentemente narrativa, que no devendrá sino en un inevitable y gradual desvanecimiento? El análisis que sigue delimita tal proceso, respaldado por, y en abierto diálogo con, los siguientes presupuestos teóricos y crítico–literarios: I) la valoración de obras no consumadas, el dandismo, el silencio, el anonimato y la intrascendencia como poéticas irreductibles a partir de Artistas sin obra. «I would prefer not to» (2014), de

Jean–Yves Jouannais; II) algunas consideraciones sobre el acto escritural vertidas en el ya canónico «La muerte del autor» (1968), de Roland Barthes; IV) para interpretar los atributos de la voz narrativa vilamatiana, que urde a su vez una especie de novela en

! [581] consonancia con el fait, étant mallarmeano, acudo a The Book to Come (1959), de

Maurice Blanchot; del mismo pensador, he de retomar la pasividad y la negación como valores estéticos operantes al escribir, y los cuales se amplían en The Writing of the

Disaster (1980); V) en cuanto al rasgo determinante de la personalidad como propiedad de la obra artística, se insertan aquí un par de reparos procedentes de The Open Work

(1989), de Umberto Eco; VI) se cotejan desde Bartleby y compañía las reminiscencias romanticistas de la despreocupación, el distanciamiento, el fragmentarismo, la dialéctica de la negación, la indolencia respecto de lo que se escribe, así como las reflexiones a partir del porqué se deja de escribir… tópicos desplegados en Fragments (1787–1900), de Friedrich von Schlegel; VII) respecto del decadentismo narrativo como praxis en el

«rastreo» de bartlebys, se compulsa el concepto agonía del lado épico de la verdad y de la sabiduría como característica de lo que Walter Benjamin decretó como el fin del arte de contar historias, en su ensayo «The Storyteller: Reflections on the Works of Nikilai

Leskov» (Illuminations, 1955).

2. ESCRITOR IN FABULA

La trama del texto es aparentemente mínima, de aridez vicenciana: un aspirante a escritor infértil, desconocido, después de veinticinco años de no haberle dado continuidad a su oficio, decide un 8 de julio de 1999 dejar constancia de que se seguirá replegando al mutismo que antes lo paralizara, luego de haber malogrado, en su mocedad, una novela de tintes amorosos (o, más bien, una novelita, como la adjetiva, y que por lo remoto de su hechura y su anacronismo irredento emparenta con «La apasionada», que, con parecida vergüenza, confesara haber escrito el Andrés Castilla ramoniano). Con ello, el resabio de

! [582] creador que narra o ensaya nos introduce, desperezando su prosa, en una intimidad sin embargo no escritural, alienada, avisándonos de que no va a escribir más o de que reanudará, ahora mediante la palabra, su voto ágrafo, atenido a cumplimentar esta grandeza paradójica ya declarada en el epígrafe de Jean de La Bruyére: «La gloria o el mérito de ciertos hombres consiste en escribir bien; el de otros consiste en no escribir».

¿Qué escribirá entonces este homúnculo emergido de sus propias sombras librescas, para meritoriamente no escribir? ¿Detrás de qué parapeto verbal ocultará aquello que jamás va a enunciarse? La estratagema consistirá en clasificar, en ochenta y seis incisos, los momentos de afasia literaria personificados por aquellos bartlebys de quienes este invertebrado protagonista de la obra vilamatiana se asume un mero «rastreador»

(Bartleby y compañía 11). Para no escribir, pues, escribirá sobre quienes prefirieron, de súbito, no hacerlo. Se nos advierte así de los instantes, o secuencias o momentos

(Rodríguez Fischer) en que presumiblemente hallaremos a dicho «rastreador» mientras consigna en un orden voluble sus especímenes, reforzada su renuncia a escribir en tanto ejecute la persecución apasionada de vidas ajenas que, de acuerdo a Tabucchi, son también la suya, incardinándolo en una quimera de inevitable autofiction. Y es que, supuestamente no escribiendo más que una serie de prevaricaciones de otros, la escritura, empero, lo compromete y le ocurre, obligándolo a escribir(se), dado que aquellos que son su tema y pretexto de retirada no son sino proyecciones, ya reales, ya apócrifas, aunque siempre idealizadas, de sí mismo. Pongámoslo así: aunque no se ha propuesto escribir, sino rastrear, está de hecho escribiendo, influido no por la obra sino por la mudez de sus arquetipos, traduciéndola, e imitándola; pero no sólo en esta quizá obviedad enfoco mi interpretación: lo que (no) escribe, lo que rastrea, remite no sólo a

! [583] personajes célebres u olvidados, no sólo a dimisiones heroicas o risibles, sino a escrituras—y por añadidura, a lecturas—que han condensado una no existencia extrañamente definitoria, un vacío literario pulsátil, vivo, que puede significar, por muy inefable, a veces mucho más que la propia producción, menor o magistral, que lo precediera. El «rastreador» lo que escribe, o lo que se ha propuesto quizá traspapelar entre las líneas de Bartleby y compañía, es la historia imposible de ciertas escrituras y lecturas incognoscibles que de algún modo urgen ser descifradas. No la anécdota de monografía, no la espectacular o desangelada inutilidad del gesto de abstenerse, sino el ensanchamiento de las oquedades conjeturales que aquéllos dispensan. A la memoria inventada de la literatura que argumentara Rodríguez de Arce opondría por mi parte una memoria inventada de los no textos de la literatura.

¿Por qué el «rastreador» se refiere a su pléyade de antihéroes como bartlebys?

Aunque parezca a estas alturas inadmisible en tanto ya consabido y sobredicho, resulta obligatorio, para ubicar a tal casta de abstencionistas, aludir a la ficción que Vila–Matas, variándola, ha convertido en uno de los lugares comunes más atractivos de la literatura hispanoamericana finisecular: Bartleby el escribiente, novela breve del norteamericano

Herman Melville publicada en 1856, es relatada por un compañero de oficina del empleado de Wall Street cuyo nombre titula la pieza y quien se niega a llevar a cabo las tareas que le son encomendadas con esta expresión de inapropiada franqueza o de cinismo: «Preferiría no hacerlo». La duplicación que obra el texto vilamatiano es lo mismo fidelísima que diversificada: así como el narrador de Bartleby el escribiente poco a poco va condicionando su existencia al develamiento de la actitud de su implacable colega, que le parece tan enigmático como fascinante, el «rastreador» vilamatiano de

! [584] Bartleby y compañía escudriña la resistencia operativa de sus modelos y preceptores al grado de cifrar en ellos su razón de ser humana, que pende de un disgusto y de un arcano con que se inquiere a sí mismo y a sus adalides: ¿por qué un individuo no hace lo que se supone que debe hacer, por qué deja de hacerlo? Pero la patología del «rastreador» es aún más compleja: cree imitar, otra vez, a sus predecesores al no escribir, si bien los imita escribiendo—o planeándolo apenas—sobre ellos, consciente además de que interpreta, desde un punto de vista, diríamos, musical, un tropo decimonónico que lo antecede y del que proviene, adquiriendo así el espesor, como personaje, de una especie de incubación ficcional autodestructiva, desencadenándose:

Hace veinticinco años, cuando era muy joven, publiqué una novelita sobre la

imposibilidad del amor. Desde entonces, a causa de un trauma que ya explicaré, no había

vuelto a escribir, pues renuncié radicalmente a hacerlo, me volví un Bartleby, y de ahí mi

interés en ellos (11).

En el prólogo «Doble “Shandy”» a Artistas sin obra, de Jouannais64, Vila–Matas confía una de las aspiraciones primordiales—plasmada por cierto en la cita anterior—que impulsaron la elaboración de Bartleby y compañía desde el plano autobiográfico: «la

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! 64 La azarosa codependencia, sincronicidad y empatía absolutas entre Bartleby y compañía y Artistas sin obra. «I would prefer not to», es tal que incluso éste último hizo las veces de pre–versión o premonición inusitada de aquél, tal como lo recordara el barcelonés, en deuda impagable con Jouannais al serle infundidos «los deseos de explorar el misterioso asunto de los escritores que se retiran de la escritura» (17). La lectura comparativa de ambos textos da como resultado un exponencial y exquisito laberinto de alusiones y bifurcaciones autobiográficas, epistolares y metaliterarias que demandan, por parte del lector, una curiosidad insaciable y una erudición abierta a toda clase de subterfugios. Comentar por lo tanto la influencia decisiva de Jouannais en Vila–Matas, y visceversa, extendiéndola a la literatura hispanoamericana de temáticas afines, supondría en este capítulo un extravío digresivo tan arduo y amplio como quizá contraproducente. Citaré pues Artistas sin obra––Vila–Matas incluido—con la mayor economía y prudencia posibles, y atendiendo a su vez a los elementos ya enlistados en el inciso I) del punto 1.2 MARCO TEÓRICO.

! [585] necesidad de estar y la de no estar al mismo tiempo, y también la necesidad de escribir, pero a la vez la de dejar de hacerlo hasta de olvidarme de mi obra» (12).

El narrador de Bartleby y compañía declara, volviendo a escribir, haber renunciado a hacerlo luego de la publicación de su novelita, inasequible por supuesto para el lector.

Tornándose con lo anterior un bartleby y formando parte de su propia colección, el

«rastreador» se rastrea de paso a sí mismo. Vila–Matas, detrás de estas prestidigitaciones, había anhelado la representación de esta misma desidia efervescente, y hasta cierto punto, prolífica, hasta olvidarse de su obra. Tenemos, pues, la renuncia del personaje y el olvido de su autor sustentando una simbiosis escritural por lo demás ambigua, desde la que leemos y no a Vila–Matas, estando y no al mismo tiempo, o leemos a su «rastreador», vuelto un bartleby durante veinticinco años, o siendo un bartleby incluso ahora mismo, mientras alude sibilinamente a su interés por los reductos melvilleanos. Estas actitudes, deformando la confección de un discurso en el presente de la obra, se parangonan con una de las propuestas de despersonalización que ocuparon a Schlegel en sus Fragments:

37. In order to write well about something, one shouldn’t be interested in it any longer.

To express an idea with due circumspection, one must have relegated it wholly to one’s

past; one must no longer be preoccupied with it. As long as the artist is in the process of

discovery and inspiration, he is in a state which, as far as communication is concerned, is

at the very least intolerant (146–147).

Para escribir bien hay que dejar de interesarse por lo que se escribe, o bien renunciar a ello, o aun, olvidarlo. Pese a que el epígrafe de Jean de La Bruyére subvierte la pertinencia de lo que está bien escrito, y Vila–Matas por tanto se congratula no con los

! [586] que escriben bien sino con quienes dejaron de hacerlo, la renuncia y el olvido, siempre frente a la página que nosotros apreciamos, no distan de la táctica desinteresada que formula Schlegel con miras a lograr aquéllas auto–restricción, auto–creación y auto– destrucción ya discurridas por cierto en mi capítulo sobre Los detectives salvajes. A fin de escribir bien, el «rastreador» vilamatiano ha renunciado, autorestringiéndose.

Por otra parte, mientras el artista se halle inmerso en un proceso de inspiración y—en el caso de Bartleby y compañía—de búsqueda o «rastreo», el estado de ausencia óptima y desapego en torno a lo que se fragua, deviene un estado cuando menos intolerante en lo que toca a la comunicación. ¿Y no es ésta la intolerancia que restriega Bartleby en una mueca que resultó fundacional, dispensándola a aquéllos que lo importunaban mientras no hacía nada? ¿No es dicho estado de ausentismo y presencia indisolubles el que rige las evasivas de aquel a quien, «cuando se le pregunta dónde o nació o se le encarga un trabajo o se le pide que cuente algo sobre él, responde siempre diciendo: ––Preferiría no hacerlo» (Bartleby y compañía 12)?

Interesado menos en escribir bien la propia obra que en escribir, sin parámetros de perfeccionismo, sobre las obras interrumpidas de otros y por lo tanto desaparecer entre ellos, el «rastreador» escribirá, sin embargo, con indudable suficiencia y dominio, como si ya no le incumbiera, acerca del «amplio espectro del síndrome de Bartleby en la literatura» (10). Con ello, el pretérito malavenido de la novelita podrá resarcirse y clausurarse, eludiendo la tentación de pergeñar una igualmente penosa y desfasada secuela. Mientras no escriba una obra que ambicione superar o empequeñecer aún más dicha novelita, y mientras escriba, por el contrario, sobre la obra interrumpida de otros, su vena literaria conocerá una emancipación y un prestigio exonerados de palabras;

! [587] emancipación y prestigio fieles a un silencio contemplativo, de transcriptor, o, para decirlo con Hillyer, de estudiante que pierde y recupera sus expectativas de una totalidad expresable, narrando—estudiando—desde un punto de partida en extremo negativo. En el capítulo «1. Publicar o no el cerebro», de Artistas sin obra, Jouannais cavila sobre los empeños de esta poética:

Numerosos creadores han optado por la no creación, o más precisamente, poco seducidos

por la idea de tener que justificar su estatus de artista, se han contentado con asumirlo,

con vivirlo para sí mismos, para su entorno, ya sea en el puro éter conceptual, ya sea en la

estética vivida y compartida de lo cotidiano, una estética en la que confluyen el gesto del

dandy, la deriva situacionista, el infinito abanico de las poesías no escritas (24).

El «rastreador» vive para sí mismo, en el puro éter conceptual, las aventuras intelectuales que le depara su pesquisa, con lo que paradójicamente, y desde una modalidad pasiva, melvilleana, consolida—y borra—su identidad como creador de una obra literaria que, por su inclasificable naturaleza, no lo es o se niega como tal, disolviendo sus tonalidades como uno más de los mutismos revertidos de la literatura que componen—parafraseo a

Jouannais—el infinito abanico de lo no escrito.

El «rastreador» conmemora, a su modo estudiantil, a quienes callaron, mientras a la par, mezclándose indistinto entre ellos, afirma su ausencia, como indicara Robles Ortiz; su vida hiperletrada es, como la del colega de Bartleby que lo espía, una lectura vicaria de individuos enigmáticos que ya no escribieron un otro libro que de cualquier modo no significaría, para decirlo con Roland Barthes («La muerte del autor»), otra cosa «más que un tejido de signos, una imitación perdida, que retrocede infinitamente». El entramado

! [588] textual endogámico definido así por Ríos Baeza, en Bartleby y compañía, repercute en la disolución del «rastreador» al reencontrarse éste con la escritura, «ese lugar neutro»—

Barthes nuevamente—«compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco– y–negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe».

Esta pérdida de identidad del cuerpo que escribe es por lo demás irrelevante para

Vila–Matas, quien está y no al mismo tiempo en su obra, olvidándose de ella; la entereza discursiva de su protagonista, por tanto, admite inconsistencias y no debe superar las aptitudes de un ente que sólo transmita y contagie, otra vez, «la idea de rastrear la literatura del No, la de Bartleby y compañía» (12). Como Cide Hamete en el Quijote, el

«rastreador» vilamatiano pide que no se desprecien los trabajos de sus convidados, y que se les dé alabanza, en apego al epígrafe de Jean de La Bruyére, no por lo que escriben, sino por lo que han dejado de escribir. ¿Qué actos o trabajos, entonces, no escriturales por parte de los escritores de esta logia, son los que deben aplaudirse? Ya lo ha dicho

Jouannais: el dandismo, la deriva situacionista, los «textos» vitales que abarcan casi la totalidad de los ochenta y seis incisos de Bartleby y compañía y que me abstengo de citar aquí, puesto que lo que incumbe a este análisis es más bien medir el pulso del

«rastreador» que los recolecta, fascinado por lo que Schlegel denominara «the taste of these nay–sayers». ¿Y qué entraña ese buen o mal gusto, por qué resulta tan irresistible?

Anota el alemán: «is like an efficient pair of scissors for pruning the extremities of genius; their enlightenment is like a great candle–snuffer for the flame of enthusiasm; and their reason a mild laxative against immoderate pleasure and love» (172). A manera de un suave laxante en contra del placer inmoderado y del amor—un amor imposible, como

! [589] se narrara en la novelita—, el «rastreador» nos transmite la idea de la literatura del No compartiéndonos cómo sus maestros operaron, al silenciar sus plumas, aquel eficiente par de tijeras que poda las extremidades del genio. Un genio sólo perceptible, como apuntaba Cide Hamete, en la tentativa literaria no efectuada.

El supuesto diario que comienza un 8 de julio de 1999—y que se traiciona como tal al avance de páginas merced a una abrupta discontinuidad—, es un receptáculo incierto, ya lo he aventurado, de escrituras inefables, suspendidas para siempre en el imaginario de quienes ya no las perpetraron en el papel. El «rastreador», por ende, pergeña una idea escritural que cabría dentro de lo que Jouannais define como «obras no realizadas que se hallan en la frontera con otras obras que, aunque sí existen, también son inasibles, no mostradas, íntimas, vinculadas a la periferia de su creador» (Artistas sin obra 26). El

«rastreador» remueve, en sus ochenta y seis incisos, esas periferias circundando los instantes decisivos en que varios creadores prefirieron el atajo del no. En base a lo anterior podemos permitirnos apuntar hacia otro ángulo experimentalmente crítico: Vila–

Matas, en Bartleby y compañía, hace confluir con irregularidades la no–obra del

«rastreador» con las no–obras de sus adláteres, excediendo la permisibilidad de lo que

Agamben llamara decreation, a saber, aquel recurso mediante el cual el mundo verdadero es retrotraído a su derecho a no ser, en tanto todos los mundos posibles son retrotraídos a su derecho de existencia. Me explico: el mundo verdadero retrotraído a su derecho a no ser, es el mundo en que el «rastreador» era novelista y había publicado una traumática obra única, digna de no detallarse; mundo verdadero que el mismo «rastreador» difumina apenas recordándolo veinticinco años después, en una fugaz evocación no exenta de vergüenza; los mundos posibles retrotraídos a su derecho de existencia, por otro lado, son

! [590] aquéllos que anidan, aunque deslindados ya de su deber ser escritural, dentro de las arcas herméticas de los bartlebys que ya no los edificaron en prosa, luego de que empuñaran la eficiente tijera de la negación y podaran su genio.

En el apartado «Death of the Last Writer» de The Book to Come, Blanchot profundiza en los términos mallarmeanos fait y étant (que traduzco rudimentariamente como hecho, sido), valorándolos como una de las más gloriosas aportaciones del poeta simbolista, en tanto expresan la demanda esencial de que es objeto una obra: que se haga, que sea—y, si se me permite declinar estos verbos: que se escriba—. A esta demanda, a esta aserción ya yuxtapuesta en la obra, explica Blanchot, la divide un hiato lógico y temporal que consiste, interpreto, en los siguientes componentes: lo que la hace como obra (el escritor), y lo sido como obra (el texto) al que finalmente pertenece. Se condensa, con ello, una peculiar simultaneidad, que torna discernibles en la obra su presencia instantánea y el proceso de su realización (229). El «rastreador» de Bartleby y compañía trastoca esta simultaneidad, pues su escritura marginal florece, otra vez, desde y en las periferias de lo no hecho, de lo no sido que lo atrae de los creadores que clasifica, y a quienes no demanda como lector—o estudiante—ni la presencia instantánea de obras ni el proceso de su realización. El «rastreador» intuye, desde la parataxis o fragmentación de una totalidad de sentido (Zavala), un incalculable acervo de no borradores cuyos inviolables sellos de secrecía suponen el resguardo de algo, si no importante, cuando menos seductor por su carácter de joya que se atesora tras un juramento de negativismo irreversible. Una línea de The Writing of Disaster, del mismo Blanchot, explica otro de los porqués que atarean al «rastreador» en su cacería bibliográfica de los que Schlegel apoda ney–sayers:

«I seek him who would say no. For to say no is to say with the brilliance which the “no”

! [591] is destined to preserve» (62). La genialidad de decir no, destinada a preservar desde y en el silencio lo no hecho, lo no sido que se le demanda a una obra de arte, es en Bartleby y compañía el conjuro poético gracias al cual se construye aquel mundo de escritor, autónomo e independiente, que interesara a Ferrater Mora y que permea la ficción vilamatiana.

Recolectando materias primas para encerrarse, entretejiéndolo, en ese mundo de escritor al que colman leyendas de deserción y narraciones magistrales o paupérrimas ya jamás por escribirse, el «rastreador» habrá pues de desandar

los senderos de la más perturbadora y atractiva tendencia de las literaturas

contemporáneas: una tendencia en la que se encuentra el único camino que queda abierto

a la auténtica creación literaria; una tendencia que se pregunta qué es la escritura y dónde

está y que merodea alrededor de la imposibilidad de la misma y que dice la verdad sobre

el estado de pronóstico grave––pero sumamente estimulante––de la literatura de este fin

de milenio (Bartleby y compañía 12–13).

Se trata no de aglutinar, por supuesto, obras literarias sino preguntas indirectas respecto de obras literarias, respecto de qué y cómo son, pero también: respecto de qué y cómo no serán, habida cuenta de la imposibilidad de la escritura, ejemplificada por aquellos negadores en quienes es palmario el pronóstico grave de la literatura del fin del milenio.

¿Cuál es ese pronóstico? Uno más o menos alarmante, y extraordinario: que la literatura—una vez más Blanchot––se encamina hacia su esencia, que no es otra que su desaparición. Si el «rastreador» ilustra con probada agudeza y amplitud los casos que empeoran ese paulatino desmoronamiento, más que una nota necrológica, su «diario»

! [592] devendrá una vía alterna de renacimiento literario: «Estoy convencido de que sólo del rastro del laberinto del No pueden surgir los caminos que quedan abiertos para la escritura que viene» (13). Pero estos caminos, ¿no serán sino la reformulada variación de textos en negativo y por lo tanto una reiterativa, y más grave aún que su diagnóstico, asimilación de lo imposible? ¿Una dead end hiperliteraturizada? Pues, ¿qué habrá más allá del No, si es que el laberinto se libra y los senderos perturbadores conducen a alguna parte? Coincido con el panorama que Jouannais insinúa en estas meditaciones:

La autorreflexión, propia de la literatura, llevada a un extremo de espejismo excesivo: la

literatura vuelta por sí misma la única realidad imitable mediante la escritura. Literatura

sobre literatura, ecuación que bordea, progresiva y conscientemente, un tratamiento

vertiginoso, a veces inocuo, de la nada. Como si la literatura no fuera capaz de ver ya

nada fuera de sí misma y de su misterio, recreándose en él (Artistas sin obra 45).

Guiándonos hacia la salida del laberinto del No, o confinándonos más dentro de sus intersticios, el «rastreador» se contenta precisamente en llevar al extremo el espejismo excesivo de la literatura, propendiendo a un tratamiento vertiginoso, a veces inocuo, de la nada. ¿Cómo es que articula este tratamiento? Por principio de cuentas, anunciando que escribirá, a manera de pistas cáusticamente delegadas, «notas a pie de página que comentarán un texto invisible, y no por eso inexistente, ya que muy podría ser que ese texto fantasma acabe quedando como en suspensión en la literatura del último milenio»

(13). El vértigo y la nada, me permito reiterar, se ensamblan en el espejismo vilamatiano y multiplican su complejidad implícita: el «rastreador», mediante la escritura de «notas a pie de página», rectificará ante quien lo lee su condición creativa, sí, pero sólo

! [593] comentando desde las renuncias ajenas un texto invisible, advocado éste, asimismo, gracias a las alusiones a lo no hecho y lo no sido de otros y el cual acabará, quizá, quedando como en suspensión. El «rastreador» lee y comenta—estudia—un texto fantasma que será ochenta y seis veces interrumpido, del que se nos privará, obvio, de su apreciación, y al cual (no) leeremos, desde el vértigo de las «notas», como a una nada escritural que sin embargo disecaría, para que la contempláramos en toda su promisoria inmovilidad, la literatura del último milenio. Esta obra en suspensión, cuyo andamiaje periférico van a ser los registros de otras obras no habidas, que se extraviaron en el laberinto del No, bien podría considerase uno los puntos climáticos en la novelística hispanoamericana de la suspensión y elevamiento cervantinos, así como del largo espacio reflexionando entre sí de García Malo en Teodoro y Flora, y de la profunda meditación por espacio de un cuarto de hora de José Mármol en Amalia. Bartleby y compañía, si bien subvirtiéndolos hasta casi anularlos, adopta empero estos dos últimos elementos de arrebato romanticista que perturban a aquel personaje reclinado, atónito, ante la cuartilla virgen. Lo que para García Malo y Mármol era, pues, una mera descripción transitoria entre misivas de afectadísimo erotismo cortés, para Vila–Matas es una eternidad atáctica, sumamente estimulante entre literaturas obsoletas y literaturas del por venir, reconocibles

éstas últimas no por lo que se dice en ellas sino por lo que se exhibe, no por lo que representan sino por lo que abstraen ante lectores lo mismo transgeneracionales, como

Shields, que actualizan sus parámetros de goce estético merced a tales alteraciones.

Otra paradoja: disgregando a su «rastreador» y por lo tanto a la escritura de éste entre laberínticas perífrasis y apostillas a un texto que no es más que una nada vertiginosa, vagamente profética, Bartleby y compañía consolida ante todo—el nombre propio en su

! [594] título es prueba cabal de ello—una expresión pura de personalidad acorde a lo que Eco denomina la poética de la obra abierta:

When a work offers a multitude of intentions, plurality of meaning, and above all a wide

variety of different ways of being understood and appreciated, then under these

conditions we can only conclude that it is of vital interest and that it is a pure expression

of personality (The Open Work 8).

Es así que la hibridez y el mestizaje vilamatianos, compuestos por una fusión entre tesis ensayística, anecdotario y novela autobiográfica—ingredientes eje según «Barks»— devienen si se quiere contraproducentemente una expresión pura de personalidad, que dota a los bartlebys de un aura de insolencia genial inconfundible, rotunda, en tanto la obra abierta que los confabula, pese a su naturaleza heterogénea y atomizada, esculpe un arquetipo literario bien definido que se va volviendo perdurable para las letras hispanoamericanas, al menos en lo que corresponde a los primeros quince años del nuevo milenio. El texto invisible, fantasma que comenta el «rastreador», goza pues de la preeminencia controvertida que Vila–Matas le augurara. ¿Pero cómo es qué Bartleby y compañía, esa edición pseudocrítica de una obra ilusoria, cumple con las expectativas, o, más bien, con las demandas esenciales que al mismo tiempo dicha obra ilusoria no satisface, al no haberse hecho, al no haber sido? Es decir: ¿cómo es que la invisibilidad fantasmagórica de la pieza primordial, escondida por encima de las ochenta y seis notas al calce, provee al lector de una experiencia cercana a la de haberla apreciado de manera convencional, es decir leyéndola como si en vez de invisible y fantasmagórica le hubiera sido expuesta de manera «más» inteligible? En el apartado «2. Porque los mayoristas del

! [595] arte…», de Artistas sin obra, Jouannais respondería de esta manera, al discurrir sobre la

«literatura profiláctica» de Borges, quien, en coautoría con Bioy Casares, urdió una

«galería de autores a priori ficticios» titulada—con otro nombre propio, con otra pura expresión de personalidad—Crónicas de Bustos Domecq (1963):

Borges no se limita a esbozar todas estas obras literarias ineludibles e importantísimas;

las pocas páginas que les consagra bastan para darles vida. La gracia de su inteligencia le

permite eludir el esfuerzo infinito, evitar los tormentos de la inspiración, la multiplicación

de capítulos, y transmutar en fulguraciones gráciles y suficientes lo que debían ser ríos,

picos, vidas (59).

Así, ocurre fundamentalmente lo mismo, aunque con sus variantes, en Bartleby y compañía: las pocas o muchas notas a pie de página que el «rastreador» le consagra al texto invisible, fantasma, bastan para darle vida, para dotarlo de una suspensión futurista, transmutándolo en fulguraciones gráciles y eludiendo, además, los tormentos de la inspiración, pues recordemos que el «rastreador» ha dejado de ser aquél que publicara la novelita, debido a lo cual simpatiza con el protagonista de Adán Buenosayres, quien a cierta altura de la roman a cleff de Marechal ya no quiere acordarse de las fatigas y los desvelos del ejercicio del canto. En suma: a lo no hecho, a lo no sido del texto invisible, fantasma, el «rastreador» lo dota de vida mediante sus incisos laberínticos, y con ello

Bartleby y compañía compensa su vacío literario, nuclear, que de no ser por las fulguraciones gráciles, periféricas del «rastreador», carecería además de hondura poética.

Bartleby y compañía, entrevisto desde su fragmentarismo narrativo, configura a su vez a un protagonista que enuncia su «rastreo» de bartlebys desde la agonía del lado

! [596] épico de la verdad y de la sabiduría; agonía ésta que caracteriza el fin del arte de contar historias al que se refiriera Walter Benjamin en su ensayo «The Storyteller: Reflections on the Works of Nikilai Leskov» (Illuminations, 1955):

This, however, is a process that has been going on for a long time. And nothing would be

more fatuous than to want to see in it merely a «symptom of decay», let alone a

«modern» symptom. It is, rather, only a concomitant symptom of the secular productive

forces of history, a concomitant that has quite gradually removed narrative from the

realm of living speech and at the same time is making possible to see a new beauty in

what is vanishing (Theory of the Novel 79).

El fin del arte de contar historias no es un mero síntoma de decadencia, sino solamente un síntoma moderno; leemos aquí tangencialmente aludido el estado de pronóstico grave, pero sumamente estimulante de la literatura, que incentivará casi cincuenta años después la escritura de Bartleby y compañía. Vila–Matas reencausa entonces el decreto filosófico de Benjamin, situado en el ápice de un supuesto crepúsculo discursivo, y decantándose, en vez de contar una historia épica y sabia, por la estratagema borgesiana de las fulguraciones (Jouannais), o por la prosecución del momento y la secuencia duchampianos (Rodríguez Fischer, Mathew). Bartleby y compañía, pues, remueve— vuelvo a Benjamin—la narrativa del reino del discurso vivo aunque al mismo tiempo hace posible ver una nueva belleza—en «este fin de milenio»––en aquello que está desvaneciéndose. Este carácter moderno, más que decadente de Bartleby y compañía, ha venido ocurriendo por lo demás desde hace mucho, como no ignora Benjamin. El propio

Schlegel ya lo había consignado en este otro aforismo: «24. Many of the works of the

! [597] ancients have become fragments. Many modern works are fragments as soon as they are written» (Fragments 164). El arte de contar historias, que fenece y decae, por supuesto, debido a que algunos desesperanzados aristas del No han preferido abstenerse, es un arte rebasado en Bartleby y compañía, y sin embargo latente al menos en lo que respecta a su estructura de microrrelato entreverado, aquél que para Wentzlaff–Eggebert insinuaba en la obra de Vila–Matas una genealogía que se remonta a un inicio todavía aún más arcaico, aunque no menos axial, del proceso del síntoma moderno que detectara

Benjamin: las colecciones de cuentos, los libros de caballería y pastoriles de los siglos XV y XVI en los que aquellas épica y sabiduría permeaban un código de transmisión ya puesto en crisis por el barcelonés. El lado épico de la verdad y la sabiduría se han desplazado en Bartleby y compañía hacia el reverso de una novelesca no–novela en que para Masoliver Ródenas lo que prima es la ausencia de grandes propósitos, en tanto recorrido textual que conduce y da tratamiento—completo ahora con Jouannais—a la nada, al vacío.

Conviene aquí hacer una recapitulación comparativa, e incentivada, ya que lo he citado en estos párrafos, por otra reflexión de Benjamin, que extraigo de su estimulante

Discursos interrumpidos I: «La unicidad de la obra de arte se identifica con su ensamblamiento en el contexto de la tradición. Esa tradición es dese luego algo muy vivo, algo extraordinariamente cambiante» (25).

¿Cuál es la unicidad de Bartleby y compañía que la ensambla, según las demarcaciones de mi tesis, en el contexto de la tradición de la literatura hispanoamericana que vive y cambia extraordinariamente? A mi modo de ver y como creo a estas alturas haber amplia, si no totalmente, comprobado, la obra de Vila–Matas se

! [598] intercomunica con la de Onetti, Vicens y Bolaño en tanto su mención a un texto invisible, fantasmal, saca definitivamente de la sombra el guión cinematográfico malogrado, el cuaderno dos inmarcesible y la poesía realvisceralista oculta tras un diario pletórico de odiseas y melancolía. Es decir, nombra y ostenta explícitamente una escritura imposible que en los tres casos previos rehuía ser delatada, sustituyéndosela en cambio por otras escrituras: la telequinésica de Brausen o «Arce» o Díaz Grey al fundar Santa María, la monologal de García corrigiendo las oquedades de un borrador quimérico, la colectiva de

García Madero o Bustamante encriptando coordenadas de vanguardismo poético. Por el contrario, el texto invisible, y no por eso inexistente, al que más adelante el «rastreador» denomina «exposición», no sustituye una escritura imposible sino que, desde la renuncia y la curiosidad, la contempla y la nombra y nos la exhibe aun sin decirla. Suspendida, que no sustituida, dicha escritura imposible, justamente como un fantasma malévolo o libertador, irrumpe ya en la superficie de un plano de prosa que la trasluce desmitificada.

El «rastreador» de Bartleby y compañía ha aceptado de inmediato, con acritud y tragicómico exhibicionismo, lo que los anti–héroes de las novelas aquí discutidas habían de cierto modo querido negar sin ambages, postergando una resignación cifrada en esta inagotable condena: (ser en) la escritura es imposible.

El «rastreador» sabe como Robert Walser, uno de sus bartlebys predilectos, que

«escribir que no se puede escribir, también es escribir» (13). Este insobornable silogismo indica, entre otras cosas, que para Vila–Matas el umbral trágico de la no escritura y la corrosión imaginaria del individuo que la padece ha de ser traspuesto ya sin la solemnidad, por ejemplo, de uno de los personajes de La Gaviota de Caballero, acuciado

! [599] por un dilema que lo conflictúa luego de recibir una misiva: no tenía ganas de responder; pero como tampoco podía dejar de hacerlo….

En Bartleby y compañía se le confiere, pues, a la escritura en negativo una preeminencia igual o incluso mayor—pero desde una asimilación menos dramática—a aquellas otras escrituras en positivo, sucedáneas, detrás de las que pudiera tergiversarse o sólo invocarse como un dogma a veces terrible.

¿Qué otros atributos, además del de «rastrear», distinguen al que narra esta desenfadada deconstrucción genérica? Se trata, también miméticamente, de un «copista», lo que constituye para él un «honor», al «pertenecer a la constelación Bartleby»: «Con esa alegría he bajado hace unos momentos la cabeza y me he abismado en otros pensamientos» (18). El «rastreador» está, pues, más que escribiendo, copiando. Sus desenvolvimientos escriturales son pausas indirectas—bajar la cabeza, abismarse en otros pensamientos—, lo que dificulta que lo hallemos presencialmente creando. Los ochenta y seis incisos ya fueron o serán pergeñados; de lo que nos queda una evidencia menos desfasada es de la lectura metaliteraria que hace, frente a nosotros, de sus acotaciones:

«Por hoy ya basta. Continuaré mañana con mis notas a pie de página. Como escribió

Robert Walser en Jacob von Gunten: “Hoy es necesario que deje de escribir. Me excita demasiado. Y las letras arden y bailan delante de mis ojos”» (19). Para transmitir con más eficacia el cansancio, el «rastreador» deja de escribir copiando una cita que define su agotamiento. Vila–Matas entremezcla de súbito, una y otra vez, la prosa de su

«rastreador» ínfimo con las de otros consagrados, algunos suicidas como Walser, con lo que la identidad del «rastreador», que se cree Bartleby no cuando no escribe, sino cuando copia, se nos evapora. Pues la línea hoy es necesario que deje de escribir, ¿no es en sí

! [600] misma un sinsentido, no niega la identidad pretendida de quien la pergeña? Si fuera necesario dejar de escribir, la frase no existiría, pero ahí está, arde y baila delante de sus ojos—y también delante de los nuestros—. La escritura, en tanto búsqueda de identificarse como uno más de los bartlebys a quienes admira, debe irónicamente respetar un obligatorio silencio, por ello, apenas el «rastreador» ha escrito algo, de inmediato lo justifica—lo enmudece—copiando, superponiendo la escritura de otro. Su consigna, recordemos, es anotar un texto invisible, fantasmal, de manera que las maniobras a que propenda, cuando apenas bosqueje cualquier atisbo de un desarrollo más consistente, deben metamorfosearse, negar desde las palabras propias y ajenas la novela, el ensayo, el poema en prosa, el cuento que Bartleby y compañía no puede ni debe ser, dado que su propósito es, de acuerdo a toda la poética de Vila–Matas, el de nunca acabar. Se trata, por ende, de un ininterrumpido escapismo que va de las impresiones del «rastreador» a las de aquéllos que las complementen, análogas y borrándolas, mediante un breviario que remita—el vértigo, la nada nuevamente—una y otra vez a la naturaleza invisible y fantasmal del texto suspendido: «Decía el triestino Bobi Bazlen: “Yo creo que ya no se pueden escribir libros. Por lo tanto, no escribo más libros. Casi todos los libros no son más que notas a pie de página, infladas hasta convertirse en volúmenes. Por eso sólo escribo notas a pie de página”» (31).

Ininterrumpido escapismo, dije. Aquí es ostensible: el «rastreador» había ya declarado antes lo que, con apenas modificaciones, ahora copia: que sólo lo ocuparían «notas a pie de página» y no la escritura de un libro por lo demás evanescente. O es que quizá había copiado siempre, desde un primer momento, pero sin reconocerlo frente a nosotros sino

! [601] hasta que debidamente entrecomilla el extracto de Note senza testo (1970) del italiano

Roberto Bazlen.

Más adelante, el «rastreador» se reconoce heredero de un proceso longevo, aquél argumentado por Benjamin que precediera la agonía moderna del arte de contar historias. Y es justamente la filiación romanticista de Bartleby y compañía la que es aludida de pronto como un gran vínculo a retomar, como un valiosísimo entrecruce y una influencia de lectura decisiva. Es decir: en la escritura decimonónica, tan vilipendiada por obsoleta y rígida, Vila–Matas también encuentra eslabones que lo remontan, en su excursión por el laberinto del No, a otras imposibilidades fundacionales, más allá de las que lo estimulan desde la contemporaneidad del último milenio:

Pero basta echar un vistazo a la literatura del XIX para caer en la cuenta de que los

cuadros o los libros «imposibles» son una herencia casi lógica de la propia estética

romántica. Francesco, un personaje de Los elíxires del diablo [1815], de Hoffman, no

llega nunca a pintar una Venus que imagina perfecta. En La obra de arte desconocida

[1831], Balzac nos habla de un pintor que no alcanza a dar forma más que a un trozo de

pie de una mujer soñada (25).

En este contexto, aún más estrechamente relacionada con Bartleby y compañía está la alusión, en una carta precursora de Flaubert a su amante Louise Colet en 1852, a un libro de arena como el incontables veces delineado por las ficciones vilamatianas; libro que el príncipe de la forma no llevó a cabo, puesto que por las fechas del apunte que cito lo poseía ya literalmente, en cuerpo y alma, la tiranía de la perfección a la que se supeditaba elucubrando Madame Bovary (1856):

! [602] Lo que me parece bello, lo que quisiera hacer, es un libro sobre nada, que se sostuviera a

sí mismo por la fuerza interna de su estilo, como la Tierra que, sin ser sostenida, se

mantiene en el aire, un libro que casi no tuviera tema o, al menos, donde el tema estuviera

casi invisible, si acaso eso se puede. Las obras más bellas son aquellas donde hay menos

materia; cuanto más la expresión se acerca al pensamiento, cuanto más la palabra se pega

a ella y desaparece, tanto más bello es (Madame Bovary 20).

Bartleby y compañía y la poética que lo alienta son entonces el resurgimiento y la paráfrasis concretos, críticamente aclamados, de la vieja quimera flaubertiana. Las postulaciones de Vila–Matas casi dejan intacta la cita que se transcribe: el francés quisiera hacer un libro que se sostenga (Vila–Matas escribe que quizá se suspenda) a sí mismo, y en el cual el tema estuviera invisible (Vila–Matas, excediendo esta invisibilidad, escribe que no sólo el tema, sino el texto todo, sea fantasmal); un libro sobre nada, el de Flaubert, que se acerque más al pensamiento (Vila–Matas, por su parte, había leído en la ceremonia del premio FIL su voto por la literatura del futuro, una en la que el pensamiento se difuminara a favor de la acción). El «rastreador», a quien azora nada servirse de estos lugares comunes inveterados—aunque lugares comunes al fin— anota: «Así que viene de lejos el espectáculo moderno de toda esa gente paralizada ante las dimensiones absolutas que conlleva toda creación» (Bartleby y compañía 25).

La Venus perfecta de Hoffman y la mujer soñada de Balzac jamás llevadas al óleo devienen en el prospecto fugaz que anhela Flaubert una obra bella en la que no sólo hay menos materia sino en la que no hay materia en absoluto. Flaubert, momentáneamente bartlebyano, apuesta por una belleza de inapreciable purismo, allanando parte del laberinto del No por el que Vila–Matas interna a su «rastreador», quien no lamenta la

! [603] imposible ejecución de un texto magistral sino que sólo desglosa el vacío de tal texto; vacío que supone menos una pérdida que una reivindicación alternativa del artista.

El «rastreador» o «copista», sin embargo y pese a su aparente indiferencia respecto de lo que ya no ha de escribir nunca, redunda en los tópicos vilamatianos, insistente, justificando por qué, como sus mentores, dejó de hacerlo:

Cómo escribe Marcel Bénabou en Por qué no he escrito ninguno de mis libros [1986]:

«Sobre todo no vaya usted a creer, lector, que los libros que no he escrito son pura nada.

Por el contrario (que quede claro de una vez), están como en suspensión en la literatura

universal» (25).

De «rastreador» a «copista» presunto, este Menard camuflado entre citas y paráfrasis, mientras desordena sus ochenta y seis incisos, va quedando cada vez menos definido; su identidad se metamorfosea al transcurso de lo que narra o ensaya o plagia. Gradual evanescencia entre líneas que, por lo demás, propende a una simbiosis extrema con la

«galería» de la que es huidizo curador. Así como Bartleby y compañía va desmarcándose de géneros, honrándolos o transgrediéndolos, su protagonista, narrador sin fama de una novelita, se desmarca cada vez más irreversiblemente de lo que pudiera ser, a secas, un personaje, convirtiéndose, merced y por culpa de la escritura, no en un bartleby más sino en una suerte de parodia impersonal de bartleby, apenas un eco vociferante de negaciones al cual nadie le pide que haga nada, que no tiene frente a qué o quién negarse, o a quién retar con sus desplantes de morosidad predicadora. Asume su paulatina y deliberada desaparición interpelándose, otra vez, desde sus propias acotaciones y desde los calcos fragmentarios que hace de otras obras. La escritura que lo presenciamos duplicar en

! [604] Bartleby y compañía, aparte de no pertenecerle, va agravando su inconsistencia. Por ejemplo, cuando cita el Diario (1887–1910) de Jules Renard, la labor de autoconvencimiento de su insignificancia toca un punto de algidez autorreferencial que se lee casi como una variación de despedida suicida:

No serás nada. Por más que hagas, no serás nada. Comprendes a los mejores poetas, a los

prosistas más profundos, pero aunque digan que comprender es igualar, serás tan

comparable a ellos como un ínfimo enano puede compararse con gigantes (…) No serás

nada. Llora, grita, agárrate la cabeza con las dos manos, espera, desespera, reanuda la

tarea, empuja la roca. No serás nada (40).

«Desde que empecé estas notas sin texto» (43) hasta esta parte, la identidad del

«rastreador» o «copista» que empuja la roca, que estudia—diría Hyllier—y comprende a los mejores y a los peores bartlebys pero que no será nada, se ha compuesto de un número creciente de detritos que le son impropios, compatibles y confrontados; la suya ha sido una identidad que se esconde, voluntariosa, detrás de textos que hablan sobre la inexistencia de textos. La enunciación del emisor vilamatiano se admite pluralizada, fingida, no se encuentra a sí misma ni se identifica a sí misma con otras sino que éstas otras, cuando las imita, la dejan desposeída, la tornan repetitiva: una inflexión afásica, parentética, desprovista de rasgos entre diversas especies de espejos superpuestos que la reflejan sólo vaciada, coral pero indistinta. Pseudoescritor entre escritores que ya declinaron, el «rastreador» o «copista» va resultando un moderador empequeñecido que atiende y modula las excentricidades de ciertos fanáticos del silencio, y que al reproducir la disidencia de otros va prevaricando de sí mismo, encarnando en una sola las muchas

! [605] inercias a no ser de aquéllos a quienes elogia. Sin atributos discernibles, el «rastreador» o

«copista» se proclama una mera voluntad anómala, incorpórea, de escritura, aunque también y sobre todo ha sido, añado, una voluntad de lectura en sigilo, emprendida en los meandros de un laberinto que a cada pase de inciso se agranda, centuplicando sus salidas:

«Soy sólo una voz escrita, sin apenas vida privada ni pública, soy una voz que arroja palabras que de fragmento en fragmento van enunciando la larga historia de la sombra de

Bartleby sobre las literaturas contemporáneas. Soy CasiWatt, soy mero flujo discursivo»

(54). El «rastreador» o «copista», que en entradas previas se presentara a sí mismo como

«Marcelo», es ahora «CasiWatt», sobrenombre de indiscutible cepa beckettiana, pues

Watt (1945) se titula precisamente una de las novelas del magnífico monstruo irlandés. Al lector de Bartleby y compañía se le ha vuelto a responder, y con una ambigüedad tajante, fiel al absurdo, la pregunta respecto de quién (no) ha escrito las notas sin texto. En el apartado «Where now? Who now?», de The Book to Come, Blanchot había externado una inquietud análoga a la que Vila–Matas ha ido avivando a lo largo de sus ochenta y seis incisos: ¿quién habla?

Who is speaking in the books of Samuel Beckett? What is this tireless «I» that seemingly

always says the same thing? Where does it hope to come? What does the author, who

must be somewhere, hope for? What do we hope for, when we read? […] It is an

experiment without outcome, although from book to book it is pursued in an ever purer

way, rejecting the weak sources that would allow it to pursue itself (210).

¿Qué esperanzas deposita Vila–Matas en su CasiWatt, pseudoespecie de siamés beckettiano, contrahecho, que perpetuando la monomanía de la que desciende aparente e

! [606] incansablemente dice, siempre, lo mismo? ¿Y qué nos toca percibir a nosotros como lectores? Para Blanchot, el experimento de Beckett, y por clara adopción metaliteraria el de Vila–Matas, sería un experimento sin resultado, de manera que nuestras expectativas, y las del barcelonés, debieran suprimirse; aunque, en palabras del autor de Bartleby y compañía, su escritura, que no es acerca de algo, sino que es algo en sí misma, busca sin embargo, y esencialmente, la libertad, así como la develación de la presencia del maniático detrás de la obra; esta escritura, además, que no está escrita después de todo, o no para ser leída, trama una obra que daría la paradójica impresión de no estar escrita, de cualquier modo, en la lengua de quien la lee, habiendo nacido de la a veces engañosa sensación de encontrarse definitivamente preparado. De libro a libro, recapitula

Blanchot, el experimento sin resultado se emprende de maneras cada vez más puras a lo largo de los trabajos de Beckett; Vila–Matas, por contraste, aboga por adulterar, hasta donde sus fijaciones librescas se lo conceden, sus autoficciones, de por sí colmadas de un libertinaje referencial que tanto las uniformizan como las desasocian.

¿Nos es transmitida, entonces, la libertad buscada?, ¿nos parece que leemos Bartleby y compañía en otra lengua?, ¿distinguimos al demiurgo maniático que lo maquina? Cada lector sufragará sus propias conclusiones. En lo que a mi análisis concierne, propongo que ni la libertad ni su búsqueda son tales, en tanto que CasiWatt, si bien eximido de ceñirse a ciertas cuadraturas genéricas, no es un «personaje» que se quiera libre sino que perfecciona su condena dentro del laberinto de la negación mediante la (no) escritura, eternizando un flujo discursivo sincrético que lo confina en una indefinición excedente, de la que sus bartlebys son el modelo primigenio. Y la lengua en que tal flujo discursivo se articula no dista, por derivarse además de utopías textuales ya previamente abrazadas,

! [607] de uno que sea suficientemente comprensible. Por último, la presencia maniática de

Vila–Matas detrás de Bartleby y compañía es a todas luces tan directa como indiscutible y por tanto—Blanchot otra vez—asaz irrelevante.

¿Con qué reducto estereotípico de culminación o de fracaso nos topamos en Bartleby y compañía? Es decir, ¿qué queda en estas notas sin texto del escritor como personaje?

Queda una pulsión álgida, desmembrada, de la agonía que argumenta Benjamin. Un resuello anormal, contrahecho, de storyteller, acaso pretendidamente más insustancial que el paladín de Macedonio Fernández, aquel Deunamor, No–Existente Caballero, que ejecuta la Ausencia realizada por un fin en Arte. CasiWatt, juzgo, ya no es molde de autor ni ego alterno de autor sino autónoma convalecencia de discurso. Apenas un disfraz heteronímico en jirones, falso tanto para quien lo ostenta en la página

(Marcelo/CasiWatt), como para quien lo confecciona, maniático, detrás de la página

(Vila–Matas): «También yo invento nombres para distraerme. Desde que me llamo

CasiWatt vivo más tranquilo. Aunque siga nervioso» (62).

El retrato hablado (escrito) del coleccionista de citas y sucesos negativos no permanecerá, después de todo, en esta insoluble condición de nadie entre bartlebys. Vila–

Matas, distractor de sí mismo y de su personaje, permutará el flujo discursivo una vez más y responderá a nuestro quién habla con otro viraje de re–configuración: «Yo, un pobre español viejo y jorobado, con nulas esperanzas de ser correspondido» (84).

La ubicación de los momentos de escritura en que un hombre supuestamente senil y malformado se postra frente a la cuartilla para participarnos de un acto que sus modelos ya execraron, secundará a fin de cuentas la generalizada convicción de inutilidad y vano

! [608] esfuerzo que documenta el propio Bartleby y compañía. A saber: si nuestra tentativa era ver escribir a Marcelo/CasiWatt, Vila–Matas aprontará este artificio:

He trabajado bien, puedo estar contento de lo hecho. Dejo la pluma, porque anochece.

Ensueños del crepúsculo. Mi mujer y mis hijos están en la habitación contigua, llenos de

vida. Tengo salud y dinero suficiente. ¡Dios mío, qué infeliz soy!

¡Pero qué estoy diciendo? No soy infeliz, no he dejado la pluma, no tengo mujer, no

tengo hijos, ni habitación contigua, no tengo dinero suficiente, no anochece (147–148).

El síndrome de Bartleby se ha enquistado en el pulso lánguido del contador de historias vilamatiano a nivel tal, que sus enunciaciones, para no ser, se amparan ya instintivamente en la inmóvil, suspendida sintaxis del No y en sus exasperantes o humorísticos binomios: dejo la pluma/no he dejado la pluma, tengo/no tengo… escribo/no escribo. Esta inmovilidad es la del vestigio de prosa exhibido en una mampara finisecular, a manera de un readymade duchampiano no–novelesco, suspendido, que exhibe sin decir, abismándonos en el vértigo de la contemplación de un proceso de escritura que ocurre y que no ocurre dentro y fuera de un laberinto–museo macedoniano–«galería» cuyas ochenta y seis instalaciones nos supeditan al flujo discursivo de un «rastreador» sin olfato, experto sólo en extraviarse: «Soy como un explorador que avanza hacia el vacío.

Eso es todo» (151).

Seguir el curso del diario y las «notas a pie de página» nos retribuye con la experiencia agridulce de haber concienzudamente admitido un trance hacia la soledad más dolorosa, o más reveladora, a la que puede aspirar todo lector. Pues la compañía de los bartlebys no es más que un sarcasmo que define la orfandad que nos aguarda cuando

! [609] intentamos asir el milagro o la intrascendencia de la escritura, acentuados éstos cuando alguien, genio o inepto, se negó a hacerlo: «…diría Beckett que hasta las palabras nos abandonan y que con eso queda dicho todo» (179). La sentencia es apocalíptica. Después del texto invisible, fantasmal, ya no puede haber nada, ya nada puede decirse puesto que las palabras, como al infame autor de la novelita, tarde que temprano nos abandonarán.

Vila–Matas nos cita en ese ápice a partir del cual, mutismo pasajero, algo inevitablemente será dicho, reanudando los periplos de un laberinto que desembocará, empero, en la misma desdicha o en la misma broma, en una escritura que para ser debe no escribirse, cuando cualquiera otro silencio literario impuesto, como el de Bartleby y compañía, sea cíclicamente roto.

! [610] CONCLUSIONES

Como adelanté en «Introducción», enumerar siquiera aquellos significativos títulos que se omitieron al transcurso de esta tesis es un desagravio necesario, con el que restaño apenas simbólicamente una negligencia de todos modos inevitable. A partir de La vida breve algunas novelas hispanoamericanas que delegan una notable preeminencia al proceso de creación literaria permiten y aun convidan a una profundización interpretativa que indague respecto de las representaciones verbales que, enmarcadas dentro de una obra de ficción, el escritor como personaje principal—o incluso secundario—ejecuta, explícita o implícitamente, frente a quien lo halla en el interregno de una obra en gesta.

La constatación presencial, activa e inquietante de seguir con detenimiento un discurso poético elaborándose desde la ambigüedad, la ironía, la autocrítica, el pesimismo y la desidia, entre otros catalizadores, provee de una experiencia perceptiva quizá poco explorada, tanto como tópico de investigación como de ensayística literaria; experiencia que redimensiona, además, un arquetipo de personaje al que asimismo es pertinente escudriñar con agudeza durante los intervalos en que se consagra a la labor, siempre misteriosa, de pactar invenciones con la complicidad y la incertidumbre de la palabra.

La muy breve lista que planteo—sujeta por supuesto a cualquier flexible adaptación, según el juicio y las disposiciones particulares de cada crítico interesado—, es como sigue: Rayuela (1963), de Julio Cortázar; Señas de identidad (1966), de ;

De donde son los cantantes (1967), de Severo Sarduy; El garabato (1967), de Vicente

Leñero; El hipogeo secreto (1968), de Salvador Elizondo; Campo de los almendros

(1968) Abaddón el exterminador (1974), de Ernesto Sabato; Entre Marx y una mujer desnuda (1976), de Jorge Enrique Adoum; La tía Julia y el escribidor (1977), de Mario

! [611] Vargas Llosa; Tantas veces Pedro (1977), de Alfredo Bryce Echenique; Respiración artificial (1980), de Ricardo Piglia; Beatus Ille (1986), de Antonio Muñoz Molina; La pesquisa (1994), de Juan José Saer; Negra espalda del tiempo (1998), de Javier Marías;

La novela luminosa (2005), de Mario Levrero; Un guión para Artkino, de Rodolfo

Fogwill (2009).

Esta representativa y valiosísima cartografía de obras afines, lo mismo que aquéllas cuatro ya comentadas con cierta profusión en los apartados precedentes, delinean y sustentan el múltiple cariz evolutivo que el escritor como personaje de novelas ha detentado en lengua española desde su contundente—y por cierto coetánea—aparición en el prólogo cervantino al Quijote, en los capítulos «II», «III», y «XLIV» de éste, además de en los «Números» y «Aprovechamientos», así como en los desopilantes prefacios e introducciones, de La Pícara Justina. Cervantes y Mateo Alemán, en este sentido—sigo aquí específicos postulados de La historia literaria: sus tareas y sus problemas (1942), del teórico Félix Vodička—, han erigido la «base» de una tradición literaria cuyo análisis entraña la posibilidad de observar toda obra «como una manifestación de una estructura evolucionante, y de comprenderla dinámicamente como cambio y tendencia hacia cierta evolución» (14).

La estructura evolucionante, en lo que toca a las piezas aquí discutidas de Onetti,

Vicens, Bolaño y Vila–Matas, ostensiblemente facilita, o más bien obliga, a una comprensión dinámica de la novela como cambio, en tanto la reformulación de los códigos tradicionales que los autores mencionados asumen da continuidad a esa tendencia hacia cierta evolución que apunta Vodička. En los términos que mi escrutinio académico ha intentado delimitar, tal evolución ha consistido en el robustecimiento y

! [612] preeminencia paulatinos de la figura del escritor en tanto protagonista de una historia; evolución, por lo demás, que traza el arco de un llamativo y paradójico periplo: se trata, al comienzo, de una voz en primera persona que escasamente se muestra a sí misma narrando desde la captación de benevolencia reglamentaria a la que la fuerzan los preámbulos formulaicos de la falsa autobiografía (novela picaresca); más tarde, esa voz se subordina, retenida aún y casi por completo dentro de las antecámaras prologales, al principio horaciano, inviolable, de enseñar deleitando (novela neoclásica); luego, la voz de aquel que escribe aparenta una emancipación más acusada de las normas previas del prefacio, la digresión aclarativa o la moraleja, representándosela mediante efímeros episodios de intercambio epistolar, o en escenas de despliegue de destreza retórica en el

ámbito social de la tertulia (novela realista, romántica y naturalista); finalmente, la voz es plenamente admitida como epicentro de la anécdota y su portador deviene tema nodal, absoluta razón de ser y centro narrativos (novela modernista), hasta ocupar por entero el plano—los muchos planos—de la ficción merced a gradaciones experimentales antes improcedentes (novela posmodernista e híbrida). Así, partiendo de la suspensión y elevamiento cervantinos hasta frisar el vértice de la exploración hacia el vacío vilamatiano—retomo a Vodička—«podemos establecer cómo cambió la organización de la estructura literaria, esto es, la correlación de los elementos; cómo cambian en las obras la división y la delimitación genéricas; cómo se relevan los procedimientos artísticos y cómo cambia la temática» (14).

El cambio de la organización de la estructura literaria que mi tesis ha expuesto y atendido, y que pudiera tentativamente argumentar consistencias evolutivas, no atenúa sin embargo lo paradójico del periplo que señalo en el párrafo anterior. Pues si bien el

! [613] escritor como personaje fue situándose al frente de la novela en Hispanoamérica al transcurrir de los siglos, la fragua de la obra que lo distinguiría como tal permaneció en notable medida supeditada a una evidencia tan problemática como en su más remoto surgimiento. Es decir: los volúmenes aquí consultados registrarían que el escritor, ciertamente, fue evolucionando como personaje, emergiendo con decisiva relevancia, e incluso claridad, desde los claroscuros prologales hacia la nitidez obsesiva del proscenio temático, sin que por ello los textos que urdiera en su carácter de fabulador nos fueran de proporcional manera exhibidos. La presencia progresiva, honoraria, simbólica, heteronímica o aun autobiográfica del escritor, que no la presencia de la escritura que lo determinaría como tal, se fue apoderando de algunas ficciones que vedaron una corroboración lo más convencional posible de un acto verbal que, a fin de cuentas, pareciera de suyo indescifrable, tanto dentro como fuera de los mundos alternos de la novela, con lo cual el lector se ve impelido a confrontar la sugestiva inconsistencia del cómo se relevan los procedimientos artísticos que arguyera el praguense. Sin excepción,

La vida breve, El libro vacío, Los detectives salvajes y Bartleby y compañía, con todo y sus atributos de probada originalidad, en lo que toca a la representación de un proceso escritural novelado no distan empero de recrear, como varias de sus antecesoras, complejos prolegómenos que vaticinan el advenimiento de obras—aquí una importante variación—inexistentes. En ello consistiría, en todo caso y siguiendo a Vodička, «la evolución de la estructura en una determinada dirección» (14); a saber: los prologuistas del XVII y sucesivos, en tanto personajes escritores tempranos y un tanto desleídos, preludiaban textos que indefectiblemente el lector habría de apreciar; no así Juan María

Brausen, José García, Juan García Madero ni «Marcelo» o «CasiWatt», quienes sólo

! [614] pronostican y alienan, en orden respectivo, un guión de cine o texto pornográfico, una obra maestra de prosa incomprensible, un poemario inmortal y un libro fantasmagórico.

Para concluir con mis apostillas a las apreciaciones de Vodička, a propósito del carácter evolutivo del escritor como personaje en la novela hispanoamericana, no obsta considerar que dicho carácter fue al menos implícitamente perfilado en esta disertación, cuyos objetos de estudio, cada uno por sí mismo, poseen lo que Vodička denomina valor evolutivo, el cual ha de calcularse de acuerdo a cómo cada obra «traduce la tendencia evolutiva, a si la expresa más plenamente que las obras precedentes» (15). La tendencia evolutiva que esta investigación ha sugerido, rastreándola, y hacia la que se decantaron los trabajos seleccionados de Onetti, Vicens, Bolaño y Vila–Matas, sería la de consolidar un arquetipo ficcional y de expresarlo más plenamente que las obras precedentes.

Después de las cuatro aproximaciones que aquí se han ofrecido, corresponde ya a los lectores, a los críticos y a los especialistas a quienes conciernan estas inquietudes, determinar, cuestionándola por supuesto, semejante plenitud, en tanto factor de «una nueva etapa evolutiva» que ha puesto «en primer plano precisamente aquellos elementos que fueron desatendidos en la norma precedente» (37).

¿Cuáles serían aquellos elementos que fueron desatendidos por la norma precedente?

En lo que a mi pesquisa respecta, se trata—valga reiterarlo por última vez—de elementos relativos a una más amplia, introspectiva y detenida descripción de los instantes en que un personaje pergeña o aspira a pergeñar un manuscrito de tintes marcadamente literarios. Onetti, Vicens, Bolaño y Vila–Matas dilataron, diríamos, aquellos paréntesis de dubitación o de arrebato, otrora sólo transitivos, en los que un ente de ficción escribe o anhela escribir, deparándole al lector una complicidad más ostensible y duradera, y

! [615] confiriéndole el íntimo espejismo de hallarlo mientras padece o se reconcilica con sus vaivenes imaginativos.

Así como lo sugiriera Barthes en «La muerte del autor», esta disertación, al calibrar textos apenas sugeridos y a la vez nítidos dentro de una trama, optó por inclinarse, al enfocar esos textos, por la creencia de que «no existe otro tiempo que el de la enunciación», en tanto «todo texto está escrito eternamente aquí y ahora». En ese tiempo de enunciación fue que se intentó situar un ejercicio de análisis. Pero el aquí y ahora eternos de los personajes escritores, como pudo, espero, corroborarse, antes que fijar sus enunciaciones, insertas en un tiempo verbal que todo lo condensaría, produjeron el efecto siempre desconcertante de remitir a un allá, a un antes o un después, trasladando los asideros interpretativos a los bordes de ese aquí y ahora escritural representado en los desasosiegos de Brausen, García, García Madero y «Marcelo» o «CasiWatt».

Abundo: si bien fue medianamente posible penetrar en la subjetividad ficcional de individuos en crisis, en el ápice de un redescubrimiento de sí mismos mediante la escritura, ésta, cuando se la quiso asir, no mostró sino una composición equívoca, tan fascinante como soluble; para decirlo con Blanchot, no mostró sino su esencia, que es a fin de cuentas y paradójicamente, la nada, pues apenas al procurar, de mi parte, su determinación, escapó de ésta, así como de cualquiera otra aserción que pretendiera estabilizarla. Al aproximarme a la escritura—más aún: a la escritura fraguada por personajes de novela—mi hallazgo, al intentar llanamente leerla, fue por decir lo menos ilusorio, debido a que esa escritura interrogada «is never already there, it always has to be rediscovered or reinvented» (The Book to Come, 203).

! [616] Los contrastantes procesos de creación literaria que me ocuparon, habrían así de desembocar en el sugestivo contrapunto que Blanchot a su vez advirtiera: «Whoever asserts literature in itself asserts nothing. Whoever looks for it looks for only what is concealed; whoever finds it finds only what is on this side of literature or, what is worse, beyond it» (203).

¿Pero qué hay oculto en la literatura?, ¿qué hay en este lado de ella?, ¿y qué hay, en el peor de los casos, más allá? Las novelas de Onetti, Vicens, Bolaño y Vila–Matas, a la luz de estos cuestionamientos y a partir tal vez de mis glosas, bien pudieran replicar que lo que se esconde, entre lo innumerable y lo imprevisto de sus páginas, y en este lado y más allá, es la identidad anhelada por un personaje, de nueva cuenta, buscándose como creador, guiado por la intuición irrenunciable de que puede, sabe y debe escribir, aun cuando sólo sea para frustrar, aparentándola, una solitaria y enardecida pesquisa en los fondos inefables del espacio en blanco.

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Memoria del futuro | Concursos

Aurea mediocritas

Aurea mediocritas

Manuel R. Montes R. Montes, Manuel, 1981- Aurea mediocritas / Manuel R. Montes – Monterrey, Nuevo León : Consejo para la Cultura y las Artes, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2015 120 p. ; 20 cm (Memoria del futuro. Concursos)

ISBN: 978-607-8317-46-2

1. Literatura Mexicana -- Ensayo 2. Vicens, Josefna, 1911-1988

LC PQ7298.A46 A98 2015 Dewey 863.44 RAM 2015

Aurea mediocritas

Primera edición, enero del 2015

© Manuel R. Montes D.R. Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León Doctor José María Coss sur 732 Centro, c.p. 64000, Monterrey, Nuevo León (81) 20338450 www.conarte.org.mx

ISBN: 978-607-8317-46-2 Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, a menos que se cuente con la autorización por escrito del titular de los derechos de la misma.

Coordinación editorial: Alejandro Rodríguez Diseño: Carlos González Impreso y hecho en México I knew that that word was like the others. ust a sape to fll a la. William Faulkner

0 El libro vacío ahonda en la sensibilidad y la tristeza de un hombre que no puede urdir el suyo propio, que no sabe colmarlo. Atisbo a los veneros de una obra clandestina que ocurre al mismo tiempo en que se la presencia no escrita, sino solo ideada. Novela breve, de infnitud exasperante y circular, donde altercan la Voz y el Silencio inalcanzables para quien, ambicionándolos con fervor, no los reconcilia. Crónica de la vocación que perturba las horas nocturnas de un José García, grafómano, terco aprendiz en soledad que in- tuye, sin encontrarla, su medida existencial en la práctica de la prosa. Padre de familia, contador neurótico de cincuenta y seis años, implora una tregua, entre la vida y la literatura, que lo redima del pesimismo y de la búsqueda pertinaz de sucesos fascinantes que casi lo enmudecen, por no hallarlos, cuando enmienda y denuesta notas obsesivas. El libro va- cío, íntimo, documenta los escapes con que burla su destino creador. Veintinueve fragmentos dilatan hasta el oprobio el instante de duda, tiránico, que lo amedrenta cuando ha de colocar la primera palabra, que será delineada, o no, en el segundo de los cuadernos atesorados para invocarla. Parén- tesis narrativo en que Josefna Vicens devela su tentativa se- creta, mientras acumula o alucina borradores en la pieza de inútiles enseres en que se recluye, taciturno, para esgrimir una pluma embravecida, usualmente inmóvil. Leo las líneas irreales que abruman al ofcinista. Los bor- des de su silueta imprecisa se deforman sobre las planas imposibles que concibe. A esa sombra la recorta, proyectán- dola en el manuscrito, la vehemencia destellante del genio, abrasándolo, y a la que da la espalda para calcar, acobardado, no más que un maltrecho reverso de opacidades verbales. 10 AureA mediocritAs

Contra la recrudecida retórica del progreso, que condena el conformismo y la mediocridad, El libro vacío encumbra la paciencia inclemente y el anonimato, los pasajes de amargu- ra y pobreza que conducen a la madurez. Los valores que le son esenciales descreen del éxito, de la fama, vanidades para las que no debe constituir el impulso literario un salvocon- ducto de burda realización. José García estima la intrascendencia como la máxima libertad con que atribuirse un derecho poético. Los proce- dimientos con que acomete tal ministerio son por lo menos críticos, ya que prescinde de concesiones al fracaso. Su escri- tura debe complacerlo tanto por ser perfecta y defnir una originalidad arbitraria, como por no deberse, única, mas que a enunciaciones virginales, absueltas de tradición. Josefna Vicens eterniza un argumento que posee los encantos crueles de la mitología. Una obra maestra, en blanco, vapulea el miedo y la esperanza del héroe al que, si bien adolece de habilidades para consumarla, se le otor- gan el don y la condena de que la vislumbre dentro de sí, extraordinaria, con la potencia y la certeza del compromi- so ineludible para el que se nace y por el que se muere, combatiendo. Decidido a emprender su composición pese a eventuales obstáculos, retrocederá, por cada frase que conquiste, hacia los laberintos del Silencio y de la Voz que lo aprisionan, emancipándolo. Por qué la voluntad y el sacrifcio, la devota resisten- cia que los enardece para, lento e implacable, cosechar solo racimos de párrafos desacertados? Algo es mejor que nada puede ser la respuesta, el consuelo que resigne. Pero el pa- liativo es falaz. El libro vacío lo subvierte: nada es mejor que algo, y quizá, en la derrota que la ilumina y aprehende con palabras, nada vale más que incluso todo.

1 Desdén sucinto a los capataces inmateriales que lo apre- mian. Deslinde: “No he querido hacerlo” es la hostilidad li- 11 minar con que José García ultima la postergación y la conti- nencia, perpetrando, reluctante, la página que tanto le recla- maran: “Veinte años de oír: ‘tienes que hacerlo..., tienes que hacerlo’ ”. Dos entidades anárquicas disputan la estrecha desembocadura escritural en que las libera. Una que diluye, otra que refuerza el persistente imperativo: “Ese yo que lo entiende y lo padece y lo rechaza”, y un “subterráneo [...] que fermenta en mí con un extraño hervor [...] independien- te y poderoso [...] contenido por mí, pero nunca vencido”. El libro vacío es los momentos en que colapsan los duplos del ofcinista ebrio que se sumerge desde la superfcie de la mediocridad hacia las pretensiones de perfeccionamien- to que un libro quimérico irá descabalando. “Es como ser dos. Dos que dan vueltas constantemente, persiguiéndose”. La simbiosis verbal, artera en que amagan es una pantomi- ma que los enemista, y a la que ambos concurren solo para disociarse. “Lo único que preocupa es que no se alcancen. Sin embargo, debe haber ocurrido ya, porque aquí estoy, haciéndolo”. Josefna Vicens no intercede los armisticios irrepetibles en que los contrarios acuerdan un predicado. Copia los ins- tantes en que un administrativo insomne y sus vigorosos dictadores, íncubos, coordinan la mano que puntea la plana, y que deriva, de tan abrupto prodigio, a la vergüenza por consumarlo: “¡Ah, quisiera poder explicar lo patético de este enlace!”. La Voz, “ésta con la que hablo”, al sobrevenir en un acto que la ensucia de palabras no indemniza las turba- ciones de quien vulnera las dos décadas de mutismo que lo atormentaran. Lo escrito es y será inferior. Razonable, la retractación inmediata: “Bastaría con no escribir una palabra más, ni una más..., y yo habría vencido”. Dispues- to el duelo entre un par de némesis que lo persuaden a fabular, y luego de que su voluntad endeble los liberara en la consigna de renuencia, establecida desde un comien- zo, José García codicia el retorno a lo no dicho. 12 AureA mediocritAs

Arrepentimiento de abrir la esclusa que fltra los dardos de la Voz, que no debilitó nunca su intensidad, que se manifesta y encarna solo para negarse a que se la domine. “No escribir. Ésa es la fórmula”, pacta el elusivo destinata- rio, en otro espanto defensivo. “Que sea un dejar de hacerlo, no un no hacerlo”, revira. Escapatorias al designio que tanto lamenta como celebra, que tanto lo escinde como lo comple- menta, totalizándolo. La pureza y la reserva de los presentimientos intactos pertenecen a un ámbito que, ya empuñada, la pluma per- vierte y sacrifca. “El no hacerlo es una victoria demasiado grande, sin lucha, sin heridas”. José García opta entonces por la procesión, sin caminos concretos, hacia la ulterior cicatriz, que por la inminencia y los daños que ofcia la Voz vaticina una cada vez más inalcanzable cura: “¡Es desesperante!”. No controla el mando al que sucumbe y que parece tan oneroso, tan antiguo, y que apura las ansias por el término precoz de la tarea descomunal, disponiendo un “punto común y co- rriente, que no parezca el último. Disfrazar el punto fnal. Sí, eso es. Aquí”. Con lo que la novela, de siete breves párrafos hasta la cita, concluye. No. El conjuro es insensato. La escapatoria, inmoderada y fácil. Advocaciones espurias de Silencio no recubrirán la sensualidad que tañe la Voz, no van a derrotarla ni ahuyen- tan su resonancia para que se marche a los reinos indecibles de los que provino. La frescura de la herida, la lucha inequí- voca son incidentes que ya la tonifcan, cercándola el ale- gato emprendido por José García: demostrar que puede no escribir, alienando un presente textual al que las palabras, en efervescencia, no asisten sino para que angustiosamente las depure hasta casi hacerlas desaparecer. Interrogado por interlocutores imaginarios que lo procesan, a sí mismo se infige acusaciones por ser un practicante indebido. delata su culpa. ¿Cuál? “Perdonen. Tengo dos cuadernos”. 13

2 La disolución de José García se corresponde con la imposi- bilidad que acentúan los espacios de los cuales dispone para que, febriles, el subterráneo y el mediocre debatan y se anu- len. “Hoy he comprado los dos cuadernos. Así no podré ter- minar nunca”. Peculiares amuletos que alegorizan lealtad ha- cia lo intermedio. Los despliega, equidistantes. Trampas que instrumenta y tiende a la Voz para que se abisme y fenezca. El que constituye las veintinueve anotaciones, fragmen- tarias, que recopila El libro vacío, es el cuaderno número uno, “especie de pozo tolerante” que acumula “lo que después, si considero que puede interesar, pasaré al número dos, ya cernido y defnitivo”. Al amparo de un diseño análogo, de tabula rasa, el ofcinista cree anticiparse, previniéndolas, a las honduras e introspecciones que sucedan al milagro, al veredicto ilegítimo de crear, sintiéndose “tranquilo, sereno, resignado mansamente al fracaso”. Férrea testarudez a prueba de talento. No habrá disyuntiva en torno a lo que merezca ser inscri- to en el segundo de los repositorios: nada. A José García lo deslumbra el destello remoto con que sus palabras no van a irradiar. Impetuoso y rudimentario, abjura del novelista inmanente al que un largo mutismo confnara en la inmadurez y el escepticismo. Carece de la certeza de que todos los escritores fracasan, de que toda obra es cuaderno número uno y la literatura el espejismo con que rutila, como un oasis, el otro, el inabordable y dis- tante que alienta o aterra la urdimbre de los arquetipos que lo impulsan. Retrotraerse solo al trance de los impedimentos que la es- critura implica, un trance del que muchos libros, contrario al de Josefna Vicens, prescinden, y al que ya no aluden porque pudieron ser concluidos. Esculpir, desde dentro, un claustro de suprema difcultad en que aletea el ilusionismo de las li- bertades expresivas que brinda, promisorio, el mandato de la Voz, que miente sobre un volumen fenomenal que sin 14 AureA mediocritAs embargo, de advenir, será “uno más entre los millones que nadie comenta y nadie recuerda”. El de José García es también un diario anómalo en que no se consigna fecha, en el que son esporádicas las insinuaciones respecto del presente que lo sitia —“hoy”, “esta noche”— y al que la escritura, o su circunloquial prospecto, enrarece, dise- minándolo en sesiones discontinuas de corrección o de criba. El ofcinista conversa con un incógnito ustedes que lo vi- tupera y al que suplica no lo malinterprete: “Créanme. Es verdad [...]. Es la única forma de hacérmelo perdonar [...]. Deseo aclarar esto”. Mientras, un ellos, a su vez espectral, vigila inquisitivo y absorto las audacias manuscritas que lo envanecen: “Oigo a las gentes decir: ‘el libro de José García’. Sí, lo confeso. ago esto con frecuencia y me gusta hacerlo”. Reverberan los ecos del público fcticio que bordea la sole- dad acérrima del héroe. O se neutralizan y el subterráneo, el mediocre, ustedes y ellos no lo recriminan, disgregando tem- porales el escarnio. Inocuo es, de pronto, que se disculpe ante un auditorio fantasmagórico. Su desempeño literario y sus particulares atributos, por lo demás, no lo contrastan entre las etéreas muchedumbres que han sido las destinatarias de las aclaraciones que va ponde- rando: “Si yo lo sé bien: no soy más que un hombre mediano, con limitada capacidad [...]. Un hombre común [...] igual a mi- llones y millones de hombres”. La certidumbre de admitir el promedio, antes que la excepción, desestima el contrapeso de réplica obsequiado por los desconciertos de la escritura. Si las alucinaciones de un conciliábulo que lo escudriña remiten, si ya no suscitan el estímulo de que abogue por el indulto y si no hay virtuales fariseos o partidarios desci- frando sus proezas, carece de autoritarismos que lo inciten a rebelarse, o que reivindicaran la tenacidad con que redacta. “¿Por qué entonces esta obsesión?”. El libro vacío sacraliza, nulifca la persistencia. No incordian al ofcinista lo monumental y lo memora- ble. No las metas, el tedio y el desvivirse por cumplirlas. No 15 se desmanda ni degrada en la petulancia de preconcebir un renombre póstumo. Por eso los retrocesos introspectivos cuando cae de súbito en la cuenta de que va escribiendo, pese al pronóstico draconiano de que no puede. Signos incontrolados lo arrastran, desorbitando el ín- timo, y a un tiempo ajeno, desenvolvimiento narrativo al trazarlos. Las alteridades que convoca son harto notables cuando entrecomilla oraciones que parecieran, sueltas, pie- zas de fragmentos anteriores al cuaderno uno, insertos en él, y que tampoco habrán de ser incluidos, o solo hipotética- mente, dentro del cuaderno dos. Piezas que relatan porme- nores, por ejemplo, de lo que capta tras regresiones de in- fancia que lo abstraen y lo conminan a citarse desde fuente imprecisable: “Mamá está durmiendo..., mamá ha salido..., mamá se va a enojar”. José García restaña remanentes de lo que tal vez escribió en un borrador previo al manuscrito en proceso, donde los adiciona e intercala, superposiciones u hologramas intrusivos. El libro vacío adquiere un aura de palimpsesto caótico, brumoso, que se irá extraviando en fractales. Así como los dos ya declarados, con ignominia y esperanza por sus pro- piedades reglamentarias, en los pretéritos desconocidos de la novela hubo un cuaderno, también, “comprado expresa- mente”, y en el que “con letra de imprenta y números roma- nos, muy bien dibujados, puse: Capítulo I. Mi madre”. El escriba, escurridizo, se decanta por comprobar su inef- cacia suplantando las anécdotas e imágenes que no es capaz de maquinar, con los retazos de un desahucio creativo que ya no lo apresa, estéril. Ante la responsabilidad que acaba de adjudicarse, procede a exhumar las deslucidas reliquias de los no pocos argumentos que se le murieran en ensayos de intri- ga precedentes. ¿Es verdad o no, entonces, que durante veinte años contuvo las electrocuciones de la Voz? ¿Importa respetar la falacia, si lo es, o reconocer que a José García lo ha obsesiona- do ininterrumpidamente, y desde cuándo, la reiteración mania- ca de sus derroteros verbales? 16 AureA mediocritAs

3 El libro vacío extrapola vestigios de obra o de obras que no fueron, que no van siendo, que no serán por entero escritas y que tampoco, evocaciones desmoronadas, van a extinguirse del todo en los pertrechos aprensivos de quien las redunda. Esquirlas. Manuscrito entretejido de manuscritos. El texto, el artífce, son inasibles. Los aparentan ocurrien- do las etapas ambiguas de una recíproca metamorfosis. La escritura de José García se bifurca, incidiendo en so- portes dudosos y aun abstractos. Valga entreverar una se- rie para clasifcarlos el cuaderno preexistente a la fcción de Josefna Vicens, adquirido para pergeñar un borrador o borradores que se terminaron, o no, en algún punto in- distinto durante las dos décadas, a su vez conjeturales, de abstencionismo; el denominado cuaderno uno; la especie de monólogo interior, sinuoso, que intersecta en el discur- so vacilaciones de carácter obsesivo, y de las cuales no se tiene la seguridad en cuanto a que hayan sido anotadas o solo consistan en una fuidez de ideas obstaculizando la de la escritura; el cuaderno dos, impoluto, en el que nunca será inscrita una letra; El libro vacío, dispositivo de sub- terfugios metatextuales que obtuvo, publicado en 1958, el Premio Xavier Villaurrutia en México; y otra novela, espe- cular, que Josefna Vicens insinúa, entresacándola de un documento externo, del que no puede saberse con justeza si pertenece al acervo que aquí, con reservas, he inventa- riado:

Alguna vez creí que no era bueno el sistema de tener dos cuadernos. Para el número dos no encontraba nada digno, nada sufcientemente interesante y logrado. Tiene que ser directo, decidí, y me puse a escribir con valor, sin titubeos, resuelto a empezar. Al día siguiente tuve que volver al an- tiguo método [al de los dos cuadernos, lo que implica que adoptó, momentáneamente suspendiéndolo, soluciones al- 17

ternativas, haciendo uso de un respaldo intermedio, del que recuperará un par de párrafos que transcribe después de reconocer su irrelevancia]. Solo había escrito: “Estoy aquí, tembloroso, preparado, en espera de la idea que no llega. Es un momento difícil”.

Luego de que se agenciara los menos abstrusos dos cuader- nos, a todas luces más admisibles, en lo que cabe, respecto de su verosimilitud, hubo un impasse entre ambos, un en- carte breve que no rebasó en extensión el antedicho par de párrafos, que no cito íntegros y que, tras reproducirlos, el ofcinista desprecia, pues recuentan, como se ha constatado, no más que las mismas obcecaciones de pusilanimidad es- critural que lo abruman: “Eso era todo. Naturalmente no lo utilicé. No tiene interés”. Hay un elemento, empero, distinti- vo, axial del entreacto: el estorbo de una realidad, la domés- tica, que antes no se detallara.

¡Los ruidos! [...]. En la cocina, el discreto ruido personal se acompaña de otro, peculiar y molesto. Hay un tintineo y un gotear enervantes. Además, fatalmente, algo cae [...]. Esto me hace perder tiempo pero, debo decirlo, en el fondo me agrada encontrar una excusa para quedarme un rato en blanco, para legalizar un momentáneo descanso.

Josefna Vicens entremezcla un drama cotidiano que será, de continuo, truncado por las indecisiones y los atavismos estilísticos que ralenticen la factura demonizada del cuader- no uno. Drama que compete a las interferencias de lo ruti- nario, que se confabulan con el mediocre que las pretexta para convencerse de que la dedicación a la literatura es iluso capricho. Un concierto de nimiedades caseras interviene las planas de José García para que su coautora elabore, paralela- mente, un retrato que lo desenmascare, anclándolo. Pendulares, El libro vacío y el cuaderno uno sincroni- zan el desequilibrio del protagonista, quien oscila de las 18 AureA mediocritAs preocupaciones narrativas a la monotonía implacable, ya hogareña, ya de horarios laborales. A falta de temas, con tal de no interrumpirse y accidentalmente olvidado del cuaderno dos, en la hipnosis y la espesura del bloqueo, describe los ángulos mundanos que Josefna Vicens le yux- tapone, incontrovertibles. “Lo real, lo que se ve, es que ella ha trabajado y yo no”, admite odiando a su esposa cuando ésta le pregunta, descubriéndolo, acaso, en la fagrancia de no avanzar ni una coma: “¿Estás cansado?”. Lo que, también real, se ve, aparte de la pulcritud en los quehaceres femeninos, es una vergonzosa limpidez que ador- na inalterada el escritorio. Una hoja reprobable, insustancial en las dos atmósferas, la de la Voz aciaga y la del domicilio estridente, que pese a las intermisiones espabila el pulso del ofcinista, imprevistamente adiestrado para sublimar a la mu- jer, que antes lo interrumpiera, en una metáfora: “Bello lago sin el pudor de su fondo”. Las actitudes con que sortea el vínculo marital no apelan, como sí el escarceo con sus auditorios fantásticos, a la cle- mencia dócil. “Cansado de qué a lo has visto, no he he- cho nada!”, responde a la persona que tanto lo asombrara y que no se sabrá descrita con veneración, tras el altercado, en- tre los bloques caligráfcos que por ahora no entintan el folio en reposo que la separa, irremediablemente, de su marido. José García escribe lo que no dirá, o viceversa. La familia, la obra, irreconciliables le cruzan el alma, lo amordazan desen- cadenando reconvenciones improcedentes, anacrónicas: “Me gustaría decirle [...]. Pero tampoco puedo decirle: ‘Perdóname, tienes razón’ [...]. No puedo porque provocaría”. Las incoherencias que lo exacerban en la penumbra lite- raria no tardan en aquejar su personalidad tribal. A un ápice de que retome la demostración de no poder escribir, se im- pacta en las estrecheces de la vivienda y de la parentela “ después las explicaciones, las excusas, la vigilancia sobre mí mismo para no dejarme caer en la necesidad de ser consola- do”. La omnisciencia de los dependientes, peso de ingratitud 19 entorpeciendo el ascetismo, encarna el ellos, el ustedes que idealizara reprendiéndolo en los tribunales insobornables de su intermitente paranoia. Disculpa y ama sobre todas las cosas a quienes perviven gracias a sus ocupaciones funcionales, que no al arduo engar- ce de letras con que forcejea. Pero, adorándolos, los desplaza. Reprime las maledicencias y las efusiones emotivas, aunque las puntualice luego en un insatisfecho y prolijo anecdotario. La familia, privada de su potestad, le respeta los encie- rros insomnes, la obstinación, el malhumor. Debe conceder- le aislamiento para que, con disciplina, extirpe de sí a la Voz que lo persuade desde hace veinte años, y que ahora se le subleva. Quien escribe no precisa de comparsas. Ha de fracasar solo. Rehuir la tibieza de los que crean en él como de los gélidos aceros de los que lo demeriten. emanciparse.

4 José García, quien deporta su opúsculo en ciernes a las galeras rebosantes de olvido en que se descomponen los volúmenes que nadie aprecia, prevé a su vez la misericordia cómplice de un destinatario, si bien condicionándolo a la cordialidad hipó- crita “a siento en el ánimo de quien lea esto ese desprecio tolerante”. El desencanto acrecentará cada vez que relea “escritas, es- critas por mí [subrayo], esas frases [...] que no tienen sentido”. Asume con perplejidad, incómodo, la condición del que se apropia de un tono, como si hubiera pistas, descuidos que permitan atribuir a otro eso que repasa y que abarca no sola- mente el disgusto marital, sino recuerdos como el de las de- mostraciones de cariño con que su abuela, en la infancia, lo abochornaba públicamente: “¡Mi rosita de Castilla, mi rosita de Jericó, mi botón de rosa!”. El libro vacío propende a un matiz en las indisposiciones a crear que lo recorren, pues cuando el ofcinista enhebra 20 AureA mediocritAs condicionales con remordimiento —“si me fuera posible dar la impresión exacta, conjunta [...]. Si me fuera posi- ble revelar [...], si todo eso me fuera posible”— asisto a la discordante urgencia de la Voz, de la que dimite, desafán- dola entretanto para que se torne cristalina y favorezca el redescubrimiento de la ternura de su abuela, pese a que considere un demérito evocarla: “No puedo hacerlo [...]. Es todo lo que puedo decir”. El motivo juramentado que inhibe y obstaculiza el relato es otro vuelco que infltra ciertas apostillas de pertenencia inverosímil al decurso le- gible del cuaderno uno: “Lo primero que anoté con gran- des letras, como una fecha que anunciara el peligro, fue ‘No hablar en primera persona’ ”. Tal advertencia, la primera que supuestamente consignara, ¿dónde?, desmiente su “no he querido hacerlo” con que despunta la copia del borrador que la novelista tabasqueña reproduce. “No hablar en prime- ra persona” ¿es pues la prohibición capitular, el verdadero íncipit, el original, reescrito aquí por un desliz de impulso extemporáneo? ¿Dónde principia El libro vacío? ¿Dónde los o el manus- crito en que se lo superpone? ¿Cómo discriminar el inicio de una casi obra que se traspapela entre sus propias versiones alternas, que la permutan siempre, suplantándose? Procedencia y forma de lo que descifro distorsionan las aristas de un documento sibilino, movedizo y dúctil. Vértices preliminares de anécdota renuevan en cada fra- se, removiéndolo, un granel de indicios potenciales que se dispersan apenas al enunciarse. Aplazamientos evanescidos: “El primer capítulo, que to- davía no escribo, lo titulé ‘Mi madre’ ”. Se intensifca la tensión entre lo que José García pretende no poder escribir y los acertijos que acicatean, bordeándola, su tozudez:

¿Qué puede contar de su vida un hombre como yo? Si nun- ca, antes de ahora, le ha ocurrido nada, y lo que ahora le 21

ocurre no puede contarlo porque precisamente eso es lo que le ocurre: que necesita contarlo y no puede. Pero no se trata de sucesos, de acontecimientos con fecha, personajes y desenlace. No.

Su prosa no es la transparencia que anhela o, si fuye, la cir- cunda y deseca lo impenetrable. Lo que aventura es, en lo tocante al tema, “desvanecerlo, diluirlo en las palabras mis- mas”, objetivo que cíclicamente se anula, pues el tema es él y si recurre a la pluma para eliminarlo, las consecuencias se- rán, siempre, refracciones monódicas de sí mismo. Al repa- sarlas, ninguna de las vivencias anteriores al cuaderno uno le son esenciales. No ha sido nadie, nada, sino que solo es ahora, en el encuentro impostergable con el subterráneo, con el mediocre que lo secuestra. De la rudimentaria historia, o de una de las rudimentarias historias que no prosperaron y de las que conserva detritos entrecomillados, reconoce, sin pudor, los desatinos en el aca- bado de los personajes, en el acartonamiento de las infexio- nes cuando aspiró a que hablaran, “hasta que de pronto me percataba de que al escamotearles la compleja totalidad del hombre, los privaba de vida”. Deplorando su imaginación, “de la que carezco en absoluto”, alude a un tío Agustín, personali- dad que pudiera ser transferible a otra de las inanes marione- tas que caracterizara, pero “no pude, a pesar de mis esfuerzos, urdir una trama interesante”. “Como no pude, tampoco, lograr siquiera un escenario”. Menciona, vituperándose inhábil, las muestras de artifcial decoración de las que prefrió deshacerse, y que ornamenta- ban la opulencia pretendida del alter ego de su modelo: “En la casa señorial de don Augusto de la Rosa [...] había porcela- nas y marfles ..., había un viejo sofá y tres sillas”. Al resul- tarle ineludible la consulta bibliográfca sobre aspectos del sitio donde las acciones iban a transcurrir, sobreviene una crisis de dominio temático. El subterráneo intercede para encomendarlo a truculentos atajos, argucias y estratagemas 22 AureA mediocritAs permisibles que sustenten la topología de las locaciones, la época en que situar intrigas, pero el mediocre, con estoicis- mo iletrado, decide no “consultar libros especialistas para copiar fechas, dinastías, regiones industriales y otros datos”, por parecerle deshonesta la salida, mezquino el artifcio que denigra la espera sacrifcial de dos décadas, apremiante a una originalidad obtusa. ¿La obra que José García deliberadamente trastorna e in- voca pertenece a otras estilizaciones de lo sensible, a qué suerte de asunciones que no atañen a la escritura? Se re- pliega, extremando los escrúpulos, a un régimen de carencia contextual, a una enajenación de pureza titánica e irreduc- tible, a una victoria prodigiosa que prescinda de lo que abo- mina y endiosa: las palabras. “¡Cómo atormentan!”. ¿Es que concibe un remanso poético en que la Voz vibre y sea, solo, pero que no signifque, invertebrada Eximir su prosa del alumbramiento al que la concitan las profundas raíces de las que se nutre? Componer un texto espontáneo y perfecto a partir de la nada, y al que fundamenten solo la incapacidad y la impa- ciencia por concretarlo, y para el que sea no más que accesoria prescindencia el idioma, imbatible, que lo estorba. Melancó- lica parodia de autor que Josefna Vicens extralimita en un hombre que detesta, teme a las palabras que la Voz le prodiga, pues “tienen que explicarse, que matizarse, que contestarse”. Un hombre que no quiere ni puede mentir, que se jacta hu- millándose, que supone no ser escritor y está, sin embargo, narrando lentísimo, incansable, oponiéndose a ello con ani- madversión y disgusto por las impertinentes confesiones a que se inclina y por ser proclive a los gazapos. Al exorcizar de sí al artista con declaraciones que alucina o pospone, aparentando no redactarlas, José García me aden- tra en las virulencias de un oscuro sortilegio confesional. Vertedero de segmentos apócrifos, la distribución de las entradas —que se ¿antologan?— en El libro vacío es un símil de la materia prima, perecedera y endeble, que lo 23 fundamenta. Exiguo asidero del presente al que se aferran las dolorosas oraciones con que al ofcinista torturan sus antitéticos cancerberos.

5 La preeminencia del mediocre y del subterráneo es a inter- valos más acuciante, y su vasallo, aunque los elude, imita cuando se fusiona con ambos las artimañas del hurto, apo- derándoselos y raptándose, “como si fuera yo un ladrón sin experiencia [...]. Soy un poco eso. Solo un poco porque allí también me divido. Me robo a mí mismo”. Las pulsiones complementarias, antagónicas del ofcinis- ta, generan entre sí un campo de atracción que lo proscribe, a veces, del autismo escritural a la periferia del espectador que se narra en el concilio remoto de unos oponentes que se usurpan en él, dentro, recíprocamente, secándose hasta la “última gota”. “Cuando eso ocurre empiezan los dos a escribir”. Des- doblamiento crítico que lo despersonaliza tanto como lo engaña con el hechizo de que la prosa brota espontánea, indirectamente. Josefna Vicens desfgura, subdividiéndolo, a su héroe, y lo evade de tal sustracción, después, concienti- zándolo para que advenga un ente pasivo en que hibernan dos opresores, ¿o súbditos?, que lo reemplazan y lo desalo- jan: “Quisiera nombrarlos; poner un nombre a cada uno, igual que he puesto un número a cada cuaderno. Saber en cuál puedo confar y de cuál puedo defenderme”. José García entronca en un adormecimiento de indiferen- cia que lo absuelve de responsabilidades. a no es el subte- rráneo, uncido por la Voz, “que hace lo que no quiero hacer [...] al que en realidad amo”, ni el mediocre invencible, “terco y hermético al que estoy sujeto”. Su cometido es meramente utilitario, de receptáculo, temporal ausencia y vacante ubicui- dad, retirándose del centro en que los polos que lo alteran embisten ahora mutismo y palabra respectivos, apropiándose 24 AureA mediocritAs de un ámbito sin restricciones. “Aunque los dos persigan pro- pósitos distintos, siempre se encuentran en el mismo sitio: en un cuaderno donde uno escribe para explicar [...] y el otro lo hace para negar el derecho a demostrarlo”. Actúa como juez de los que contienden, aprendido el atraco de ausentarse y pretender, a la manera de la biógrafa que lo moldea, un camufaje de omnisciente invisibilidad. Son sus proyecciones, y no él, quienes revitalizan el manus- crito, sincrónicas. Pero la ilusión de ser ninguno, destituido por los aduaneros de sí mismo, es efímera, y aceptando que toda multiplicidad es también, en el estrecho parámetro de su inventiva, un pobrísimo artifcio, recobra el pulso y reasume las funciones del sacramento que lo supedita: “Es bien claro; son solo dos frases. Una: tengo que escribir por- que lo necesito y aun cuando sea para confesar que no sé hacerlo. otra como no sé hacerlo tengo que no escribir”. El par de sustitutos no lo ha satisfecho cuando se avino a contemplarlos a distancia, manteniéndose, por un instante de asueto hipnótico, a salvo del cuaderno atroz, al que, sub- yaciendo a su transitoria perplejidad, acaso ha provisto de palabras que van a sorprenderlo por no parecerle propias, y a las cuales no demorará en infravalorar. Son las manos el botín que los perpetradores, momentáneamente, le con- fscan “Esa mano torpe, pero leal y modesta, que nunca he podido detener; y la otra [...] esa mano consciente y fría, que siempre toma la pluma segura de que lo hace por última vez”. Los hemisferios a los que cada extremidad obedece os- tentan o las precariedades de la torpeza bienintencionada o la certidumbre cerebral de la fnitud, incompatibles inercias que malogran el desenvolvimiento ambidiestro de quien se abomina por no equilibrarlas. ¿Qué inconsistentes o nada más que intuitivos indicado- res de perfección, para complacerlo, tendrían que traducir los amos minúsculos que lo ensoberbecen y hostigan, y a quienes “quisiera ponerles nombre, familiarizarme un poco con ellos, tratarlos”? El ensarte minucioso de sílabas que 25 desmonta una y otra vez extenuará su bipolaridad, mientras fuctúa en una órbita expectante, gravitando alrededor del cuaderno uno, del que se separa o al que se aproxima rebasa- do siempre por el ímpetu de sus impares, que “ya no forman parte de mí, ni uno ni otro [...] se lanzan a lo suyo, apresura- dos, despiadados, y yo siento que me van dejando atrás”. La franca desavenencia que testimonia El libro vacío entre la Voz y el aprendiz que la modula, y a quien escoltan, turnándose, demiurgos expiatorios, es “evidente y violenta”. El ofcinista recupera y no el turno en la justa trivial que lo escarnece, y transige, moderador tardío —“me veo preci- sado a intervenir para apaciguarlos”— con el ánimo de un simpatizante indeciso que no se compromete a lo que le demandan, predecibles, los rivales que conjuran para su propia causa disidente las marcas que habrá él de horadar, temprano que tarde, con la estilográfca. “Veo una since- ridad, una expresión honesta y viva” en el instinto perso- nifcado que opina “que no debo escribir”, advertencia que se incumple apenas formulada, pues ha tocado ya el papel, empleando el mediocre, desprevenido, “el procedimiento del otro, solo que sin su humildad”. El subterráneo es pues humilde y con éste, involuntarias, es con quien van a esta- blecerse adhesiones emotivas, por ser al que más ama, “en realidad”, el mártir de Josefna Vicens, y al que se acerca “conmovido”. La impasible deconstrucción de la novela en- cubre otra variante y ensaya un cariz progresivo en el pro- tagonista, quien confesa, respecto del subterráneo al que antes refutara con timidez, amarlo, tras cuestionarle al me- diocre, némesis ahora, el descaro de declarar, escribiéndola precisamente, la ordenanza de no hacerlo. El libro vacío es las alianzas y disyunciones inconstantes entre los que lo fraguan, sucediéndose discontinuos. Josef- na Vicens los oculta en los pliegues del menos apto, quien aun cuando apuesta un inicio de trama, peca de imposibili- tarla como el que más, apretando hasta la parálisis los nú- cleos concéntricos que van a sobrecargarla. 26 AureA mediocritAs

ntimamente acepta, el ofcinista, que nunca se compene- trará en una simbiosis defnitiva ni con una ni con otra de las caretas, ni con la luz ni con el espectro de la Voz. del paréntesis de concentración al que su escritura, obsesiva, lo va confnando, aprende solamente a disimular la soledad, exacerbando el recreo mórbido de un corpus empañado, sin importancia, que con admirable testarudez improvisa. Cree que los heraldos mellizos bregan por conquistarlo en los en- trecruces de una decisión simple o abrumadora. La obra en blanco, la obra completa. “Lo terrible es que uno y otro saben lo mal que hacen al escribir solo esto, solo esto que no es nada”. El manuscrito es el acta en pausa de un juicio fnal para las antípodas que no escarmentarán en él nunca. Capitula- ción en que se imbrican etapas formativas, iniciáticas, que José García rehúye sin cumplimentar, espetando contradic- ciones y ambivalencias. Recalcitrante y modesto, admite que su prosa pase desapercibida bajo el velo de sí misma, repro- bándola, espoleando a la Voz con el doble flo de un anzuelo —chantaje autocrítico, alarde de pobreza estilística— que al hincársele, incisivo, la extermine. ¿O cierto es que ni el subterráneo ni el mediocre, ni el in- térprete que los mal entrena y los cohíbe, ni aun la novelista que los azuza y los reúne, han escrito ni escribirán una sola línea perdurable, nunca?

6 “Hace un momento entró al cuarto mi hijo José”, otro dis- tractor vinculado al entorno adverso de la casa, y quien re- crudece las interferencias entre las dos dimensiones que comprometen y asolan al ofcinista la de los manuscritos en que zozobra para convencerse de un fracaso aún subje- tivo, y la que habita socialmente, donde son por completo desconocidas las debacles que lo desencantan y en la que a nadie interesan, como deseara, sus hazañas; donde se an- 27 quilosa, orgulloso y arrepentido, a recomenzar un admirable mosaico de progresiones verbales que no siempre se ven, aunque fehacientes en los limbos de los que la Voz pugna por exhumarlas. El primogénito muestra una curiosidad fortuita: “Cree que cada nuevo renglón es un adelanto”. Tal deducción acu- sa una ignorancia que no por alentadora deja de incomodar al escribiente sobremanera, injuriándolo. “¡Adelantado!”, ironiza, y atropellan su paciencia las consecutivas pregun- tas: ¿es una novela en lo que se afana, cuál es el desenlace, y el título? “Lo he despedido violentamente”. La escritura es un daño paulatino, moroso, al patrimonio del hogar, que colapsará cuando aquélla reclame, acrecen- tados, los réditos de neurosis a quien la ejerza. El que se divorcia de la progenie, sometido a los cantos anormales de la vocación, traza en la frontera del abandono presencial un cercano y parasitario extranjerismo. Constante, sombrío, la- borioso tumor doméstico, el ofcinista se abstrae y reclina en las depresiones de su plana. Lo cambia todo, sea mucho, sea poco, por que le permitan desdeñarse, invirtiendo el talento en cincelar un sepulcro poético. Las rabietas infantiles, los correctivos que dispensa van a enaltecer, en la perspectiva de los descendientes, la tarea que interiormente lo afrenta pero que tal vez los demás aprecien como una rara virtud, “y yo quedaré [...] no como un padre injusto, sino original, a quien hay que tolerar porque es un escritor”. Pero la banal impostura de primacía hiere y ridiculiza prontamente: “¡Qué fraude! [...] ¡No soy escritor! No lo soy”. Se opone o se vanagloria. Reserva para la sintaxis una culpa declarada, con la que su efgie de aparente superioridad cae- ría en añicos, apenas el interesado la oyera, lapidaria, de sus labios: “No es una novela, hijo mío, ni acaba bien. No puede acabar lo que no empieza y no empieza porque no tengo nada que decir. Tu padre no es escritor ni lo será nunca”. Las inquietudes del primogénito condicen un escrutinio más brusco y demandante al cuaderno uno, en oposición a 28 AureA mediocritAs la extrañeza retraída que suscita en la esposa. Pese a ello, el pacto consanguíneo entre la ópera prima y su hacedor, no por metafórico menos visceral, desplaza el de la heredad genética. Las aproximaciones de José no gozan de la com- plicidad que se consolida, en las escarpaduras de lo creati- vo, cuando el subterráneo y el mediocre contemplan lo que hace su padre, disputándoselo, iluminando con pupilas de amistosos chacales los diamantes opalescentes que tarda tanto en pulir. Es a los brotes de otro árbol genealógico, verbales, a los que debe responder soportando las arritmias que lo cim- bran —venas obstruidas de narrador en gesta— para que insemine y dé cauce a un “acto que tiene un recorrido ín- timo: nace, se cumple y muere en él”. Abrevia, precario, el continuum de la Voz, comprime un círculo que no puede sostener, dilatándola, su plenitud más allá de unas pocas espirales iterativas:

de allí nace la trampa ... dejo vivir en mis hijos, en mi mujer, en mí mismo a veces, cerrando cobardemente los ojos, esa equivocación, esa mentira y me irrito cuando no me tratan con la tolerancia que los demás destinan para aquellos de quienes esperan algo importante y distinto.

Sus quebraderos de cabeza exasperan el desangelado hábi- tat que gobierna como responsable, proveedor y paradigma. El país en el que su periplo intramuros acontece, y cuya sigla omite Josefna Vicens, ha de ser aquél donde la literatura fer- menta como una grandilocuente, canónica consecución de apellidos desconocidos e impresos en tapas que nadie tocará durante generaciones. Con todo, no es un malestar libresco, autoral, el del ofcinista. Ni le importan las admisiones a la posteridad, el prestigio esculpido en el triste mausoleo de una patria de analfabetos. La beatitud a la que aspira es o más pretenciosa o más loable: reducir el ego a la escala del ser humano raso que, sin que le plazca, siempre ha sido y 29 continúa siendo, aun ahora, pese a la maravilla palpitante de la Voz que lo eviscera. “o mismo, que lo sé todo”, declara con acerba megalo- manía, solitario que no procura el aplauso de los demás ni fantasea con que se lo condecore. Busca obtener un honor pernicioso que provenga de sí mismo, derrotando al que más ama de sus míticos adeptos, el que le da sustancial identidad, el que lo sustrae del marasmo. Contención suici- da desde la que cimienta un discurso que subrepticiamen- te lo ennoblece y que retarda el desahogo de pacifcarse al asesinar al subterráneo que lo manipula y secunda, “sola- pándome actitudes violentas y arbitrariedades que intento explicarme como propias de quien considera que tiene una más alta misión que la común y corriente de estar al cuidado y al servicio de su familia”. Los interpuestos vocablos de que se sirve para recrear el ámbito de la celda hogareña que lo envilece —“violentas, arbitrariedad, común y corriente”— son la mezcla conjuntando los peldaños que, o lo elevan y conducen a la “más alta misión”, o que lo internan, en des- censo, en el subsuelo del “servicio”. Josefna Vicens amalgama meticulosas antonimias y eri- ge con ellas un pasadizo que no atenúa, raquítico, el can- sancio del hombre que lo cruza y a quien, avalanchas, lo demudan y excitan sugestiones desavenidas, mientras las fliaciones conyugales y deberes paternos lo circunscriben a la perpetuación de una enfrascada demora. Entra Lorenzo, “tan pequeño aún, reprimido a cada momento por su madre: ‘¡Niño, por Dios, cállate, tu padre está escribiendo!’ ”. La reprimenda desencadena el enojo de quien la precisaba para concentrarse, pues transgrede los honorífcos toques de queda que deben amparar al artista una vez que se instala en las alturas. El libro vacío recalca el desperfecto de la literatura cuando la sabotean la nula destreza de un amateur y las obstruccio- nes de la familia cuando no se atiene a la inquebrantable ley de modales que le permitan a su líder fracasar en óptimas 30 AureA mediocritAs condiciones. José García excluye, menospreciándolos, a los observadores aleatorios de la epopeya que lo escamotea. In- spirándoles horror o lástima, les cobra tributo de pleitesía. Cuando escribe que no escribe se libera, quizá, de las anclas que lo adhieren a los fondeaderos de la estulticia terrenal, no sin atribularse, “avergonzado de esta cooperación, de este respeto”. “Podría sin duda haber mejorado mi situación, haberme preocupado por aumentar un poco mis ingresos”. Pero no hay cálculos que lo desvelen para que medre, ni planifca- ciones que lo conduzcan a un eventual enriquecimiento que alivie las carencias de los que, patrullándolo, se com- portan como le conviene para que, a cuentagotas, produz- ca. No pronostica el portento esperanzado de que su libro, si lo ultima, revertirá por un azar de popularidad edito- rial el crepúsculo de la carestía. La literatura no aliviará de sempiternas extenuaciones a la esposa; José, matriculado en derecho, no es concebible que obtenga benefcios de los tirajes y las ventas que consagren al padre; las prescripcio- nes para Lorenzo, el menor, de quien fuera “tan inesperado su nacimiento y tan poco deseado en realidad”, no serán cubiertas con la holgura de las regalías y los contratos por títulos reimpresos. La familia, por la que pudiera plantearse dirimir el salto quizá redituable al cuaderno dos, no es más que un sonam- bulismo coral de interjecciones inoportunas que lo sofocan. De ser un optimista, el hecho de abocarse no al envés de la escritura, sino a una elaboración convencional, con expecta- tivas publicitarias, quizá le proveyera de un estímulo menos obstructivo. Se postra, empecinado, en el reclinatorio incognoscible del manuscrito. Lo murmura sin que lo culmine, por incapaz o por exceso de tortuosas exigencias, que ya efectúan en él una estampa estereotípica. Es el elegido supuesto que se de- macra, que se vuelve otro, u otros, mientras contempla la me- lopea, sin alteraciones contundentes, del borrador, y es que “a 31 pesar de que desde tantos años soy el mismo y hago lo mis- mo, no sé por qué me siento ajeno a mí [...]. Como si hubiera un grave desajuste entre lo que soy y lo que me representa”. Compara la discapacidad, “ésta de no poder dejar de es- cribir”, con una “serie de achaques” que lo merman: dolores de muelas, gripe, fbrilaciones cardiacas. La irregular manía literaria lo induce a emborracharse, “para adormecerla”. El alcohol, “tan tierno, tan caluroso, tan compañero”, aminora las afecciones del mediocre, que se distiende, y las del sub- terráneo, para el que la bebida es un antídoto que acelera la coagulación de la tinta, de la que se han ido los dos y no sin padecerla, turbulenta, vaciando. Ebrio levita José García: “Me voy de mi temblor”. En los estanques de unción etílica “me sigue interesando todo, pero sin importarme”. Autónomo, prescinde de capata- ces, por lo que su estilo, librado, explora incauto y sereno un entrecruce de revelaciones: “La embriaguez no me quita mi condición de hombre que sufre”. Ni la Voz disuelta en el cáliz, ni el Silencio, utopía tran- sitoriamente sosegada, rugen: “Hay como un acomodo inte- rior [...], la atmósfera es otra”. El delirio dipsomaniaco enmarca otro idealismo del que también El libro vacío es ancilar emblema: la libertad. Todos los José García dentro de José García, lastrados por una infa- tuación bilateral, y entre los que descuella el padre de fami- lia; todos, a la orden del imperativo estético que los custodia, son insalvables convictos. Recordatorio por el que hierve la sed en el ofcinista. Sed que, al saciarse, clarifca y embellece la pesadumbre. Cuando bebe:

ay hasta un fenómeno auditivo .... o lo he escuchado muchas veces: el ruido que produce una cadena al caer. Es entonces, en ese momento, cuando el hombre se yergue y empieza a moverse con un sentido distinto [...] se camina con la misma dirección que el deseo. 32 AureA mediocritAs

Al embriagarse, va tras del eco del ruido de la cadena que cae, ya sin la Voz autoritaria ni sus mastines funambules- cos, ya sin el Silencio, agraviado, que lo reclama de vuelta, sancionándolo. se redime. Revestido por los vapores edul- corados de un goce sin causa ulterior, de “un hecho claro, sin el escollo del porqué”, glorifca la sabia catástrofe del al- cohol porque lo embauca la superstición de que su éxtasis dinamita los días grisáceos para que puedan serle mostra- dos, cuando la sangre repose, los añicos, y entonces deba reconstruirlos desde la última letra vacilante que punteó, y que lo aguarda irremediable, precipitándose como él hacia el destierro de una próxima palabra cada vez, a cada sorbo más lejos de la libertad.

7 La controversial premisa de la novela se solventa con el anuncio de una conquista pírrica, si bien harto relevante: “Hoy he tenido una pequeña victoria. Hoy hace exactamente ocho días que no escribo”. José García triunfa sobre los ramifcados pretextos que lo embrutecen. Anuda la Voz con la horca de la mudez, estu- pefacto por la fereza con que se le contrae. No se abandona a la total desidia, sino que, con absurda cautela, escribe que no escribe, dedicándose, notifcándolo, a no ser un prosista. Graba con la línea horizontal que leo, para cerrarlo, el conteo de verticales previas, que son siete jornadas ofrenda- das al Silencio. Concluye la semana en que ha desatendido a la Voz, y lo celebra con la puntualidad anónima e irredenta del recluso, del adicto. Lo reanima una dicha que, conjetura, es fraude transitorio. Ubica la última plana incompleta para registrar, aparentándolo de la peor manera, el control cate- górico con que pudo retraer las tentaciones de poiesis: “Esta recaída es solo para consignarlo”. ¿A guisa de qué coartada es que se abstuvo? Antes de que la devele, retoca las ineludibles ataduras del sentimen- 33 talismo, que lo distraen y que atomizan sus pensamientos: “o no sirvo para nada .... amo a mis hijos. Es todo lo que hago en la vida”. Enclaustrado en lo que, sarcástico, deno- mina “despacho” —“¡es tan presuntuosa esa expresión!”—, otea con repulsa el cuartucho en que se abultan cajas de las cuales extrae, cuando lo amerita la emergencia de un empe- ño, artículos de precio, antigüedad y funcionamiento des- conocidos para él, pero que al cumplir José dieciocho faci- litaron, por cierto, la compra de un traje, adquisición que, al referirla, remueve antipatías monetarias: “Cuando a la tienda o al mercado, yo siempre me quedo fuera. Lo lamento; no puedo soportarlo”. Abismalmente separados, y contiguos, el microsistema doméstico para salvar eventua- lidades, aprietos presupuestales, y el cosmos ingobernable de las abstracciones literarias. Humus habitacional que lo estrecha y lo propulsa, cubil de hastío, cárcel en que se afn- ca por arbitrio: “Pero ya estoy hablando de otra cosa. Decía que durante ocho días no pude escribir”. ”ablando”, “decía” Josefna Vicens oyéndolo. El libro vacío: caligrama de otra memoria inscrito en mi vista, que también lo escucha, sin divisarlo). La coartada que lo enorgulleciera por no haber escri- to se torna, entonces, no más que un obvio entorpecimiento —“no pude”— a un ápice de haberse superado: “Esa noche, cuando ya iba a hacerlo”, el ofcinista opta por salir a des- pilfarrar lo que no tiene, invitando a su mujer al cine, a un centro nocturno. Es convención de la fama que se coticen al alza de la críti- ca los inconvenientes que un autor de culto debió de sortear antes de que un albur de casualidades lo consagre. Un aura de leyenda nimba el sacerdocio espartano de procurarse las facilidades, entre lo adverso, para que la obra literaria su- pere limitaciones de toda índole, a las que, por el contrario, José García suma otras, interceptándose. El libro vacío ilustra el denuedo con que defende su apoca- da integridad ante los abatimientos del artista inmoral, audaz 34 AureA mediocritAs e impaciente que, sobrecargándolo con los leves tonelajes de un ensueño, lo arrodilla. Por cada una de sus evasivas, el sub- terráneo lo presiona con acritud reforzada, oprime con el peso de un cadáver lozano, de veinte mudos años, sus hombros dé- biles, transportándolo hasta el eco de la cadena que a los dos ata, y cuando por la gracia del alcohol interventor se liberan, casi, uno del otro. Escisión, apurado el vaso, que posterga sin cancelarlo el momento en que afanzarán la hermandad apenas reanuden las enmendaduras a un libro indómito. Huye, pues, del calabozo “esa noche”, y, en atuendo percu- dido, malgasta en entradas para el Gran Vals, lupanar en cuyo nombre, sin que los note, se le reiteran el mareo, la náusea redundantes que son su obra, su vida, parodiando el vaivén de una monografía de culminación. Otras prioridades lo embravecen y alertan, cuando emerge de la somnolencia creativa y repara, de pronto, en las omisio- nes matrimoniales debidas al sopor poético. Para resarcir sus negligencias, propone disimularlas con un brindis ocasional que, por añadidura, lo premiará con el olvido pasajero de la pluma en la resaca: “Quería que mi mujer los oyera [a los mú- sicos del salón] [...] y que olvidara las constantes enferme- dades de Lorenzo, y que José, desde hace algunas semanas, golpea las puertas y llega tarde”. Los desdoblamientos que retroalimenta disipan su con- sistencia: se adhiere al subterráneo, quien agazapado lo es- pera en la letra cero del borrador, y se habitúa, con la venia del mediocre, para resignarse a ser un sonámbulo de casa que, pese a la impositiva concentración y al ensimisma- miento escriturales, no pierde noticia de lo que acontece a los miembros del clan que sustenta. José García es requerido con dureza por ambas apariencias. Las complace, odia y ve- nera, pero sin ofrendarles el simbólico residuo, netamente suyo, del que puede holgarse cuando se inmola por los de- más, o por el manuscrito: la dignidad. Opone al propio, inacabado, los temperamentos distintos de otros hombres que considera son, ya, lo que no es él, o no toda- 35 vía un destino defnitivo, un desenlace, una costumbre sempi- terna que se admite. No siendo, cree más en sí como en una conciencia latente de dubitaciones, germinal, desequilibraba. La escritura, para serle consecuente, tiene que no escribirse, o escapar, hasta donde le sea dable, de la precisa enunciación que, al defnirla, contraproducentemente la exterminaría.

8 El subterráneo recupera el cetro de la Voz que José García le incautara, y se ufana, con presunciones de productividad, desacreditando el sedentarismo del mediocre, aunque los progresos por los que halaga la soltura momentánea no con- ciernan sino a la misma, intolerable anáfora que atenaza el cuaderno uno: “¡Cuánto he escrito esta noche! ¡Todo para decir que aquel miércoles pude no hacerlo!”. Rapto efusivo que al reincorporar indicadores ambivalentes —“aquel miér- coles”— deteriora los ya de por sí quebradizos ligamentos de secuencia, interrumpidos por las iniquidades cronológicas que calendarizan El libro vacío, al que insospechadamente no agotan la escasez en los avatares que narra ni la estruc- tura entrópica de sus componentes debido a que provee más que de una experiencia, del contacto con una lectura escribiéndose. Leo redactar, y leerse a sí mismo, a un impos- tor inverosímil al que incardinan, en un instante poligonal, desfases verbales, palabras que “van por donde quieren, por donde pueden [...] desprendiéndose de mí [...]. Cayendo sola- mente, sin forma, sin premeditada colocación”. José García las restituye al origen de donde a fn de cuentas, y aun él mismo, y el subterráneo y el mediocre, provinieron: la nada, de la cual es arquetipo su libro, no el que maltrato con mis acotaciones, imperfecto, sino el idóneo, evaporándose. Devolver las historias que tan mal adulteran es lo que de- biera concernirles, porque conviene al armisticio y a la sana separación, a los testaferros de la Voz y al amanuense que los detracta, y quien es incapaz de comprobar siquiera como 36 AureA mediocritAs para su ventaja están aquéllos encarnizadamente inspirán- dolo con repuestas, que no con enigmas. Respuestas que no percibe trepidando, doradas bajo la letra, cualquiera, que calque. “¿Cómo harán los que escriben?”, es aquí una de las más desgarradoras y absurdas vacilaciones del ofci- nista, por no haber una contestación complaciente que lo desagravie, o más bien por existir y no verla él ya insinuada, clarísima, serpeando línea entre línea por los meandros de la prosa que le devela puertas y escapatorias que conjuran lo promisorio. “o quisiera algo distinto” describir la tarde y encontrar “a un hombre que la percibe y la disfruta”. Pero el cadalso en que labora le impide que atestigüe “lo natural, lo estre- mecedoramente natural” de las gradaciones vespertinas, ya que la penumbra reina en el edifcio al que lo ha proscrito su certifcado de contabilidad junto con otros burócratas “Ninguno de nosotros se acuerda ya de como muere un día”. El demostrativo con que desea captarla —“esta tarde”— res- plandece no por incidir en él, observador en el encierro que la evoca, sino por la intensidad en el contraste que connota su ausencia. Mortecina y sin embargo espléndida para quien la sabe ocurriendo, pese a que no la vea, la tarde metaforiza el negativo de que consta El libro vacío, película en que no se imprime la brillantez, ocurriendo siempre al otro lado, de una obra que desfeca densos ardores crepusculares. “De la tarde solo contemplo la luz que entra por una pequeña ventana que queda frente a mi escritorio”. De la obra de Jo- sefna Vicens leo no más que pardas irisaciones, estelas que decrecen e instan precipitadamente a su apreciación, antes de que las argucias del mediocre lapiden, eclipsándolo, el fulgor de la Voz. Cuando el héroe aborda las eventualidades inmediatas que lo irritan, sean las impertinencias de la familia, sean los ruidos de los trastos, en casa las rondas de quehaceres y la tarde, ahora, El libro vacío conforma un anecdotario que agría con efcacia la turbiedad y el fastidio proverbial de un 37 servidor público que cabecea sinsabores: “A las dos de la tarde, agobiados [...] todos tenemos una expresión de fatiga innoble, esencialmente física, que resta sentido y justifca- ción al esfuerzo”. Entreveo las indiscreciones del hombrecito menudo, fun- cional y honesto en que dos embajadores de la Voz asom- brosamente anidan como incendios voraces, nutridos de papeles inexistentes. El escenario en que, melifuo y cortés, este contador sin carisma conspira la ruina de un clásico no habido, es una mazmorra sin oxígeno que fomenta la inqui- na entre asalariados, de los que ninguno “es compañero ya, sino enemigo. Lo detestamos por lo mismo que él nos detes- ta: por igual, por inevitable, por semejante”. El libro vacío y las perturbaciones escriturales que lo acrisolan se avienen a una suerte de remanso neutro. Exen- to de romanticismos, el protagonista, calculadora en ristre, desanda la sordidez de un empleo al que osifca en una descripción de asepsia. No leo escribir a José García, no lo leo releerse o aun ponderando los barruntos que no plas- ma. Lo leo copiar al carbón la realidad que compacta, en- gulle los estrépitos de su prosa y los incinera, cuarteando la ruptura entre lo agreste y exultante de los testimonios ante la blancura feroz de la página y la languidez con que, sin percibirlo quizá, demuestra otras de sus aptitudes para narrar, pormenorizando con frialdad y abulia el minutero burocrático que lo enfrasca en un “esfuerzo gris, anónimo, liso”, tan ostensiblemente opuesto a las ebulliciones carní- voras de la Voz.

9 El libro vacío, secante inefcaz. Vuelven a desprenderse, in- corpóreas, las oraciones de la plana que no las absorbe: “Un día, lo recuerdo muy bien, estuve tentado de escribir con grandes letras: ‘A veces me arrepiento de haberme casado’. Me alegra no haberlo hecho; no estoy arrepentido”. Extracto 38 AureA mediocritAs de una nota que José García prefrió no plasmar, pero que condecora, plasmándolo, su respeto a los votos nupciales. Retazo inmaterial de remordimientos inconfesados. ¿Cuándo es que solo se piensa el cuaderno uno, cuándo es que se reimprime o superpone a la fcción que lo inte- gra, sin convincente veracidad, a un recreo especulativo de presumibles inexactitudes? Como en una pausa que delatara el palimpsesto y la pres- tidigitación, Josefna Vicens hace legibles líneas hipotéticas que combina con otras, debidas al pulso del ofcinista o tal vez a su exaltada memoria inédita: “Recuerdo [...] mi deci- sión de ser marino”. Frase con la que da inicio al réquiem por un anhelo de adolescencia: “Nada en el mundo me hará cambiar de idea —pensaba yo entonces—. Tenía trece años”. El padre reprime terminantemente su temeridad épica. Tras un discurso “dramático”, le prohíbe al muchacho deste- rrarse y aun le vaticina que se prepare para mantenerlo en la vejez. En la restricción dictatorial que le impide quemar naves afora un antecedente irreversible “Recuerdo que a medida que mi padre hablaba me invadía una especie de asf- xia: por lo que decía y por como lo decía. Fue la primera vez que sentí el horror de estar encarcelado”. Aquellos cómo y qué de la sentencia que lo atara, fecundaron la inseguridad y la timidez de adulto que lo entumece al aventurar estilo y tema, refrenando las escasas probabilidades de que armonicen. A la paternal arenga se remontan los candados de concisión re- tórica que surtieron el efecto dañino de anular los ímpetus, en vez de condescender el itinerario de las rutas navales que ahora tampoco pueden ser las narrativas. Padecido aquel discurso, sobrevino la prueba de revertir su contundencia, y se acumuló una réplica que fue coincidiendo, a la larga, con un reiterativo elogio al fracaso y a la derrota “sin remedio”. La reacción del frustrado navegante anticipa el tono elegíaco que predominará, exacerbado, en casi cualquiera de las re- memoraciones que recrea: “Sollocé inconsolable por lo que se me moría, antes de vivirlo”. 39

El libro vacío contiene a su vez las grafías, agónicas, que van a ensombrecerse antes de que se las escriba en su totali- dad, aunque no antes de que yo, en la última penumbra del resplandor silente que despiden, las lea.

10 Del rapaz que ambicionó los mares, era inimaginable “que muchos años después estaría hablando de sí mismo en este tono sordo y apagado”. El ofcinista desaprueba “no poder escribir más que con mi edad actual”, y se sabe traidor, de- fraudándolo, del adolescente que aún le reclama por no ha- ber levado anclas y al que, conmocionado, siente “temblar dentro de mí, limpio y brioso”. Compartiendo rasgos parecidos a los que ostenta el sub- terráneo, del aventurero en el cenit de la pubertad, que in- quieta con el recuerdo de las audacias y las emociones que la madurez aciaga ya no recobra, no se ha de vanagloriar demasiado “en este cuaderno tardío”, pues “aquel joven es- pléndido saldrá cubierto de mi ceniza y empañado por ella”. Pero no solo no habla con desenvoltura del ancestro exube- rante al que sacraliza, sino que a éste le impide que le hable. Cuando sean perentorias las reconvenciones de la Voz para que se abstraiga y escriba, preferirá demostrarle la equivo- cación de haberse vuelto a rebelar, y amonestándolo, más bien amonestándose, padrastro de sí, habrá de ahogarlo en la reminiscencia de las mareas que avistara en la fantasía. El adolescente, el subterráneo, se disecan inhalando el polvo de la mortaja rutinaria desde la que no serán enviados a las tempestades que los magnetizan y que, de surcarlas, recreándolas la prosa, pudieran anegar las yermas asperezas que fosilizan el manuscrito. Ambos antifaces equivalen, aun anacrónicos, a dos etapas que se reencuentran en la toma de una decisión que José García, con reparos, apenas resiste, ad- mitiendo haberle proporcionado, al anárquico pirata que no fue, un “sitio tibio, a cambio de los variados y ardientes que él deseaba”. O al almirante o al cazador de ballenas, que ha 40 AureA mediocritAs resurgido con hostilidad y blande las aspiraciones rotas, per- secutorias, que preceden al cuaderno uno y enarcan un más extenso periodo de resentimiento. Aunque “ha sido lo mejor de mí”, en él residieron, ya fatales, la demencia y el despro- pósito de acometer memorables cruzadas que habrían de cancelarse por la predisposición a ser un tipo “liso, hundido en una angustia que no puedo aclarar ni justifcar”. Este nu- men desapacible, bicéfalo, empeora la insatisfacción de no ser ya el idealista que ambicionó hendir infnitas distancias a toda vela, sino el autómata de lunes a viernes a quien poco entusiasma que su esposa e hijos compartan con él un techo, el pan, una misma mesa por años. Marino desmoralizado que llorara en la costa por las embarcaciones hundidas que no lo descaminaron y que se acoraza en humilde, interior exilio, en la tierra frme de aquiescentes misantropía y con- formismo a la que se adapta y en la que languidece, “profun- damente solo”. No abordó los buques que lo liberaran del futuro en que una página de arena es la única vastedad asequible, y en la que una historia incontestable pudiera comenzar a ser con- tada, pero no por él. “Siento que los demás se sienten igual y me asalta un casi irresistible deseo de detener a alguien y pedirle con na- turalidad y con mi tierno calor humano [...] que hablemos un rato”. Como la escritura, la convivencia con el prójimo no superaría el tartamudeo de las retractaciones: “Pero no lo hago, no lo he podido hacer nunca. el impulso se me queda dentro, quieto”. Todo cuanto acicatea su sensibilidad lo compele irrefrenablemente a decidirse, o a no actuar en absoluto, amedrentado por ambas predilecciones mientras fatiga enésimos apuntes, que redundan en “un gran vacío que pudo llenarse con solo decir una palabra o tender los brazos”. En ese “solo decir”, tan gratuito y demoledor para quienes no logran traspasarlo, es donde se ha enquistado el asma escritural, insuperable, que lo aqueja y que le veda esa “una palabra”, cuál, que hibernó en el Silencio lo sufcien- 41 te como contrarresto de la nada pero que, por fn requerida, no renace, la estrujan pulverizándola los brazos entrelaza- dos que recelan tenderse, ¿y para qué, si no hay nadie que los corresponda?

11 ¿O es que sí hay alguien, una vez trasponga la frontera plo- miza de la soledad e interactúe con un desconocido, como se lo propuso durante semanas “Por fn me decidí”. Comparte una banca de parque con el sujeto a quien cree disturban pensamientos que no son placenteros. Le ofrece un cigarro en ademán de que conversen, inseguro ante la comprensible consecuencia de que su interlocutor rechace “toda mi compasión inútil”. Deshilvana preámbulos con so- lidaria franqueza en el protocolo de las presentaciones. “A medida que hablaba experimentaba la sensación de que por fn había encontrado el Camino”. El desconocido lo hiela —“¡no estoy para sermones!”—, abandonándolo. Al extraño, elegido al azar, le “bastó una sola palabra” para humillarlo y abatir las expectativas morales respecto de la tiniebla social de la que, falto de maneras y afnidades, muy ocasionalmente se preocupa. Relee otras minucias de su anécdota transcrita y da con el descargo interpretativo que honra la vanidad lo mismo que acrecienta el desánimo: “Pensé [...] que me había dirigido, infortunadamente, a al- guien que no me merecía. Me sentí superior”. José García fuerza un contacto anodino, espontáneo y cree, relatándolo, que se desilusiona, solo para concederse la evidencia de que su grandeza humilde no se consumará cuando la rebaje y mezcle con la pesadumbre de los otros mortales: “Por algo no me atrevía antes; era mejor cuando sencillamente lo deseaba; entonces todos, cualquiera, me pa- recían el señalado, el necesario, el único”. Se somete a un aná- lisis de comunicación insulso para reformular, pretextándola 42 AureA mediocritAs desde un plano inapropiado, la consigna que los atavismos poéticos ya predeterminaran: callar es más conveniente por- que las palabras proferidas no serán para quien las escuche, o lea, sino mutismo impuro. ¿Quién es el heredero meritorio de la Voz cuando los que la modulan, y a los que aturde, la empobrecen? Vuelve a casa, enfureciendo por las amabilidades con que su esposa le sirve un platillo de improviso, pues el acuerdo que tomaron era el de verse mucho más tarde, cuando la pesquisa en el parque concluyera. Hosco en la merienda, pese a que se le ha permitido dedicar la mañana de un sábado a cualesquiera que fueran sus intenciones de toparse con alguien, menosprecia la pregunta que se le hace por saber si lo que come le agrada. “Si no le dejan a uno ser bueno, pues a ser malo. ¿Eso es lo que quieren? Pues hay que serlo, hay que ser egoísta”. Tal es el temperamento con que orquesta las indecisio- nes en el cuaderno uno. Al adosarle garabatos, asume que las inmersiones hacia lo sinuoso de sí mismo comportarán una burda emisión de falacias triviales y grandilocuentes para el que las menosprecie sin la unanimidad, sin el ele- mental entendimiento, por ejemplo, de dos que platican a fuego y tabaco. Si no un prosista bueno, entonces malo, y, si malo, esmerarse por serlo al grado de que la complacen- cia, en el escaño de lo peor, convenza para claudicar. José García se procura con tendenciosa estratagema el develamiento de que no hay seres necesarios, únicos. In- comodando al desconocido, se predispone a prescindir del vínculo, destruido ya por cierto, con el exterior citadino del que la Voz es enemiga. La palabra “sermones” denuncia su falsifcada benevolencia, si bien al aquilatarla en el recuer- do le proporciona claves que se lo explican casi todo en el campo voluble de la interacción: “¿Qué sentido tiene para un hombre [...] el concepto abstracto, ampuloso, demasiado amplio, de que todos los seres humanos deben acercarse?”. No es, empero, un disentimiento de carácter antipático lo 43 que lo desconsuela. Más allá de los efectos inmediatos de su arenga caritativa en el escucha, la desilusión radica en el sobresalto de que se lo tome por lo que no acepta, precisa- mente, ser un moralista furtivo al que basta le proferan un certero sustantivo para que abjure de su ralea. El descalabro con el meditabundo que lo insultó debe subsanarse, tergiversando la lección de bondad en que falla- ra con tan acre patetismo. Reescribe la escena y, en el diálo- go, los interlocutores enuncian frases hechas a propósito de la costumbre de llevar zapatos: “Es imposible que él no me preguntara algo, lo usual: ‘¿Cuánto le costaron?’ ”. La plática, fcticia, es retocada con la mutua transferencia de datos irrelevantes hasta que, de a poco, y aun en la versión al- terna, el triste del parque sabe que quien le ha compartido comentarios cálidos y amistosos tiene dos hijos, esposa y necesidades que se incrementan. El círculo monotemáti- co de las obsesiones del ofcinista, el centro de atracción al que propende, vuelve a constreñirse y el único estribo imaginativo del que puede prenderse lo retrae a la empali- zada de parquedad y desabasto. Por no atravesar una fron- tera inexpugnable de co dependencia, la familia condiciona el tema del escritor sin fama ni renombre que la mantiene:

Ahora que lo escribo, veo que no podría contar otra cosa de mí. No iba a decirle [al pensativo huraño de la banca] ¡ni pensarlo!, que tengo este cuaderno en el que escribo, y el otro..., el otro..., el vacío aún [...]. ¡Los zapatos, el hom- bre aquel!... ¡Eso es lo único que importa...! ¿Para qué? Tampoco eso... Lo que quiero es dormir y no pensar más, ni en el hombre, ni el cuaderno; menos que nada en el cuaderno, menos que nada en el cuaderno.

12 Una sola cuartilla encolerizando las opresiones de paternidad. José García en el desfladero del nerviosismo. 44 AureA mediocritAs

Lorenzo, endeble, recae. Su salud se agrava, en contraste con la del hermano mayor en plenas facultades físicas: “Me parece que soy culpable de un mal reparto”, compara el of- cinista cuando asume los cuidados que serán luego faena exclusiva de la madre. Intervalo anímico de dos párrafos en que no escribe so- bre la escritura y sus esperpentos. Drama enteramente tangible que Josefna Vicens abre- via, suturando con apresuramientos El libro vacío y el cua- derno uno, ocluyendo la herida expuesta entre ambos con un cabo sintético que arde, que los traspasa ríspido y que, al tensarlos, los atrae hacia sí, desgarrando el pavor. El héroe lamenta criar a un pequeño “raquítico” e “inde- fenso”. No hay aquí, no debe haberla, una elipse permisible para eludir la historia que lo fulmina. Tiene que contarla. Pero tolera nada el precepto de la Voz. ¿Cómo avenirse a narrar en hora tan sombría? Aunque también, ¿cómo conte- nerse? El sacudimiento emotivo por la desventura de Loren- zo revoca la novela, e infige una doliente parálisis a quien una vez más la tamiza. Otra confesión desvía el relato, prometiéndolo para que, sin embargo, no prospere. Un relato que pudiera honrar la convalecencia de un infante y que se ha extinto apenas lo in- tuyó, sobreviniendo, el mediocre: “Me avergüenza [...] tener ganas de escribir, pero así es”. Nunca como ahora se desmanda, casi, la voz propia, mi- núscula, ya no la que atilda y enerva las conspiraciones del subterráneo. Pero José García, en trance de avidez, no emite más que un tímido resuello que lacran, aspirándolo, las fau- ces del Silencio.

13 Oscilaciones correctivas de aprendiz que no adelanta y que se increpa, retrocediendo. Participo, a mi vez vacilante, de un muestrario monotemático de imposibles y de “falsedades”, 45 como las llama el ofcinista sin restablecerse del “sermón” que, a propósito, El libro vacío no contiene y por el que un rap- to imprudencial de samaritano no retribuyera sino la pesan- tez del ridículo: “Quién supongo que soy para que mi simple cercanía y unas cuantas frases consuelen a un hombre que no me conoce”. Que las palabras repercutieran a la inversa del motivo primario que las ha impulsado, no aliviando el su- puesto desconsuelo del que aceptó la lumbre y la bocanada, intensifcan las convicciones en torno a la supremacía del Silencio por sobre la expresión que será dicha, y luego escri- ta, por el incapaz que la obstine. Si una entrevista ocasional, incentivada por los ánimos honestos de prestar auxilio, de- viene un malentendido catastrófco, entonces por qué José García continúa y cree, subrepticio, que sus bloques embo- rronados obrarán una consecuencia disímil “o necesita- ba complacerme con la idea de que ayudaba a alguien que sufría. Es decir, yo deseaba hacer algo que tuviera mérito. Hacerlo yo”. El papel en que ha depositado, en que mixtifca y relee ahora el corolario que no favorece su desliz flantrópico, lo deprime por ser una materia de aspecto inmutable. Las ver- siones que lo embisten desde la página hecha le dispensan que cavile secuencias alternativas, en las que a otro, y no al del parque, se le aproxima, y en las que son distintas las cor- tesías con que lo importuna, siendo menos lapidarias las res- puestas del interlocutor hipotético: “¿Por qué no me acerqué a cualquiera, al primero? [...]. Tal vez me hubiera dicho [...], tal vez me hubiera preguntado .... yo hubiera escogido [...]. No le habría dicho”. Leo las relecturas de los desmembrados deslices, a un ápice de la corrección, de una novela gravitatoria que no tocará la frmeza del desenlace puesto que siempre deja de suceder, exasperantemente suplantada. No un principio, El libro vacío es un fnal que se demora en un centenar de des- enlaces aconteciendo. Caleidoscopio de averías narrativas. Repudio tanto por lo escrito como por lo que lo inspira, sin 46 AureA mediocritAs que por el cedazo del tratamiento poético la experiencia que se plasma reduzca, o engrandezca, su procedencia. Los even- tos que catalizan los arranques de producción del ejecutante lo avergüenzan, lo mismo que cuando los reelabora en la cuartilla espectral. Si levanta la mirada del manuscrito, es inopia lo que ve. Invirtiendo esporádicamente los puntos de fuga, como todo autor escapa de los dos mundos que lo circunvalan, y de uno a otro, expatriándose, añora un tercero utópico donde resida el Silencio. Luego vuelve de inmediato a parapetarse tras la estrecha dimensión de los postigos escriturales, escala de los domésticos, en que hiberna: “Soy un hombre atrapado entre cuatro paredes lisas [...], a veces siento que me ahogo por el hecho de saber de memoria el número de peldaños que tie- nen las escaleras de mi casa y las de mi ofcina”. Transterra- do in situ, le repelen los temporales habitáculos a los que se ha ido, por lo demás, acostumbrando como a una compleja y acompasada cuarentena de tedio. Cerco de letargos y prio- ridades bochornosas entorpeciendo la pluma: “Conocer el nombre y la voz y los pasos de todos mis vecinos [...], haber agotado la posibilidad de descubrir nuevas fguras en la gran mancha que una gotera dejó en el techo de mi recámara”. Al “amigo García” lo saluda con impersonal deferencia —“usted siempre entre montañas de papeles”— el gerente de la empresa en que dormita y percibe un salario, recelan- do la luz de la tarde. Libros contables, títulos de propiedad, préstamos, chequeras, contratos, hojas de cálculo en que las ganancias y las pérdidas conmutan saldos y décimas, per- petuándose. Será eso de lo que se burla el patrón, lo que instala en aquel feudo de sindicalistas una fortaleza paralela, equivalente a la del cuaderno uno y apéndices, los cuales re- cluyen al subalterno incivil, al “amigo García” en otro cuarto con cacharros para empeño, y donde no redacta más avata- res que los consabidos, de burócrata, prosista iluso y pater familias, triada de máximo alcance que puede discernir, ca- reciendo de temas, o insinuándolos con parquedad. 47

Para el “amigo García” la existencia y la literatura son un cansino prolegómeno de porvenires abstrusos. Ni los pade- cimientos de Lorenzo ni los problemas viriles del estudiante de derecho ni la reverencia pasiva de la esposa lo convencen como tópicos que reemplacen, en el folio, la demostración de que faquea. La Voz es un mal innecesario que patenta su ser indefnido y retráctil, que decora lo que vive con pala- bras y exalta la incertidumbre. “o sé que si hubiera inventado y contado eso .... Se- guramente habría contestado .... o le habría dicho”. Por qué remite a la charla del parque con tan escrupulosa per- severancia? No nada más colige las opciones que pudieran optimizarla en escritura, sino que pondera también su ree- dición, por ser un recuerdo personal ya indeseable, aunque propenso a modifcarse. No se decide a ello porque constata que un retal de varias elucubraciones hace lícito remontar el tiempo y encauzar la desavenencia, dejándola que perma- nezca situada en una prematura multiplicidad, en un meti- culoso desarme compuesto de readaptaciones misceláneas. Remiendo sobre remiendo invisibles y con el hilo retrospec- tivo, conmovedor o deleznable, de los anacronismos y de la errata sin fe: “Pudo ser de otro modo”. El ofcinista no acepta que una regla perenne del proce- so creativo estriba en la insatisfacción de no haberlo escrito todo, y de no haberlo escrito como se previera. Excede las pre- disposiciones a deshacer lo que avanza y sustituye al fumador del parque por otro, imaginario, con quien en la cantina hu- biera despotricado bravatas de macho y bebedor, contándole sobre una mujer, sobre una puerta que no toca, sobre los dígitos, en el aparato, que se abstiene de marcar: “Ése sí que hubiera podido entender un amor imposible y que un hom- bre pueda morirse de sed a la orilla de un cuerpo”. ¿Pero quién es en realidad “ése” al que “habría yo podido hablar [...] de como me avergüenza [...] la convicción de que jamás tendré el valor de dar la espalda a esa estabilidad, a ese pequeño orden en que vivo y hago vivir a mi familia”? “Ése” 48 AureA mediocritAs no es otro que aquél contra el que lucha en los bemoles del cuaderno uno. Es el subterráneo, al que, tan ostensible y yux- tapuesto, apenas o ya casi no nota, por ser su identidad im- precisa y asimismo más auténtica, nivelada con la del escritor acucioso en el que, sin saberlo, están ambos convirtiéndose. José García es el “amigo”, el “honorable y oscuro”, el “des- tinado a la esquela de 15 x 7 centímetros en un solo perió- dico”. En el obituario sarcástico que se dedica, ultima nada más al genio advenedizo que porta la Voz y lo exonera, sino también al mediocre, que lo aprehende: “Ayer tantos de tan- tos, falleció el señor José García. Su inconsolable esposa, sus hijos y hermanas lo participan con profundo dolor”. O: aquí descansa en paz un muchacho que quiso ser mari- no. Su espejo adulto, en la tierra que lo apresara, bromea no sin llanto las exequias.

14 “Falso, todo falso”. a satisfecho por el sacrifcio que se arroga para que no escaseen las provisiones en la mesa, ya renuente a confor- marse con ser uno de los herederos de lo que la maquinaria institucional, por generaciones, ha urdido al calor de la de- rrota del pensamiento crítico frente a la modalidad parasi- taria de la grey burocratizada, el ofcinista decreta “Jamás tendré el valor de dar la espalda”. La muerte pronominal que se suministra, la porción del pliego que la contiene, no es más que una capa traslúcida entre la demasía de documentos que la humanidad encrip- ta y fagocita. Lo consume, como a millones, el inframundo práctico y sobresaturado de la tramitología, si bien está en- tre los no pocos a quienes quiso libertar la Voz. Cuando se lo plantea, reinterpretándolo hasta casi nulifcar el símbolo que abarca, el epitafo contra sí mismo es para José García otro de sus intransigentes deméritos: “Quise dar la impresión de que conozco mi pequeña medida”. Son éstos los estadios 49 refexivos a los que lo traslada el criterio de releerse, siendo franco e irrenunciable su rechazo de las expresiones que ha empleado para redactar la esquela. Si las instancias que lo escinden colisionan, ocurre no solo la escritura, sino el repaso simultáneo que la refute. Al reencontrarse “con lo que he escrito días antes”, la pobreza de talento es fagrante, y, “en este momento, unos cuantos días después”, asoma la dignidad endeble a la que apela para explicar, inferidos, los errores y traspiés que ya no pueden admitirse por lo que son, sino por lo mucho que costara co- meterlos. A los pocos párrafos a los que da cauce, se vuelve sobre sí con rubor, involucionando hacia un examen que acentúa los descalabros. El libro vacío no escatima, pues, en redundar una puesta en abismo a la que condicionan estos peculiares fenómenos: un individuo, y yo con él, relee lo es- crito y, acuciado por los reparos flosófcos que le son pro- picios, divaga esclarecimientos que no solo no efectúa, sino que no reescribe los ya consignados. Corrector que no se corrige. Desde diversos ángulos, exhibe una prosa suspen- dida que imanta una rotación de arquetipos expresivos que la incomunican, a modo de satélites o candiles fabricados de palabras ríspidas y fuorescentes. La codifcación de un aparente no libro, y los hipnotis- mos inducidos por su relectura, infuyen las percepciones con que José García recapacita sobre la muerte: “Perma- nece en la vida como una aterradora oquedad”. La esquela fúnebre, que acusara un carácter de torvo humorismo, ad- vierte de una descomposición para mí antes encubierta: el ofcinista muere como escritor por cada línea que no labra en el espacio que la Voz le concede. Merodea “montañas de papel” que lo entronizan o ava- sallan. Por muy inhábil, no ha de ceder, aunque al evaluar su manufactura sea palmario e inevitable, por ejemplo, el detrimento de que “una cosa niegue la anterior”. El libro va- cío cohesiona un auto sabotaje. Que no terminen de con- catenar las piezas que lo vaticinan y que sea un ensayo, un 50 AureA mediocritAs entrecruce de intuiciones y memorias por narrarse, son los catalizadores que reaniman su temeridad al borde del ocaso. “¡Ah, quisiera tener por lo menos una idea, una creencia a la que pudiera recurrir permanentemente! No cuento con un solo pensamiento fjo”. Pero la idea, el pensamiento de los que cree carecer se sintetizan en el axioma que, acaso involuntario, ha ido transmitiendo hasta la neurosis: el pro- ceso creativo, presencial del creador ante su bolígrafo y ante la pilastra de folios, constituye una de las más abrumadoras manifestaciones de lo imposible. Al equivocar, en su opinión, el camino, José García va cuestionando cada letra con la cual, movido por las obsti- naciones del subterráneo, delinque, y la disecciona después, la funde al calor de lo que considera son emplazamientos menos artifciosos el horario, la responsabilidad, la crianza. Pretende que las promisiones de la escritura, dislocadas y puestas en desventaja frente a otros convencionalismos, so- brevivan a lo mundano. Los hechos concisos, unívocos, al estilizarse se depuran, pero su fnitud en el plano de la realidad ha disuelto el men- saje fundamental, que la escritura ya no adueña del todo, sino que solo reformula o trastoca. El ofcinista lo que se reprocha es no asir lo indestructi- ble, lo que no se mueve, lo que no muta, en un parco anec- dotario al que concurren ciertas palabras que van, por culpa o a propósito de la relectura, reduciendo sus propiedades y que con harta difcultad se sostienen en otras que se les en- cadenan, en una desbalanceada sinergia entre los patrones que José García visualiza y los que tramita, ya como prosa, en el cuaderno uno. Redescubrir, con penoso escepticismo, uno de los más indignos trueques de la literatura: el intercambio, en ma- nos inexpertas, de ideales obras maestras por libros que, al materialmente producirse, no igualan o no son siquiera un remedo del prototipo a partir del que la imaginación los fecundara. 51

El libro vacío encomia los desplazamientos y sustitucio- nes del mot juste por el sucedáneo inexacto, al que tiene que llegarse a fn de cuentas para poder persistir en las ingratitu- des de lo perfectible, ya que, si una sola palabra no sacia las futilidades del estilo, puede que sea entonces la última y en ella quede, atrapada para siempre, la Voz. Todo relato es, o debe ser por tanto un andamiaje de pro- celosas líneas de salida. Josefna Vicens aliena el momento, imperceptible por ser automático, en que a la palabra escrita que se lee de inme- diato se la reemplaza por la que la completa, borrándose, fundiéndose ambas en una tercera, cuarta, quinta, sexta y enésima que para bien las justifque y dote de sentido. Las aprensiones del ofcinista obedecen al pavor de que, si retrocede, no encontrará lo que apunta. Por eso es que tenazmente retorna no a lo que quiso, sino a lo que pudo, descontento y luchando, enunciar. para qué, si sabe que a nadie afectan sus predicados? “¿De qué van a servir? ¿A quién van a servir? ¿Por qué insisto en escribirlos?”. Estos cuestionamientos, en otro prosista más o menos puntilloso, se solventan en la milésima en que decide apostar por el siguiente valor sintáctico en la plana, en el monitor de una computadora, en el confesionario intranquilo, mental, de la vigilia. Pero José García no sobrepasa, sino que, orfebre, tri- tura vocablos hasta calcinarlos. ¿Qué valor le será concedido por los descendientes, por los compañeros asalariados, no solo al cuaderno uno, sino a los demás que lo prefguraron, y si es que alguien sor- presivamente halla y divulga tan atípico tesoro? No se le ocurren al ofcinista más que ovaciones deprimentes, de parte de sus inciertos curadores: “Pobre García, tan buena gente; ahora me doy cuenta por que, a veces, se quedaba como tonto, pensando”. Las “montañas de papeles” que no asombrarán a los in- sensibles consisten la herencia de un iniciado que se sabe, con rencorosa modestia, prolífco. Cuánto ha producido es 52 AureA mediocritAs una suposición ya considerada, e irresoluta. si bien los demasiados manuscritos no ascienden a una cifra certera, entrañan una cantidad excesiva si se toman en cuenta los impedimentos, indisposiciones y taras de fetichismo reve- rencial cuando se los alude:

No puedo romperlos [...] no he podido hacerlo nunca [...] en las noches llego a ellos tímidamente y los tomo con un tierno, con un triste amor y acaricio sus pastas, y me alarmo ante sus hojas llenas y me extasío ante las que todavía están en blanco y pienso que alguna vez, en alguna de ellas, escri- biré por fn algo, no sé qué, algo que no tenga que quedar en la sombra, como todo esto.

¿Es que pule por turnos una serie incalculable de secciones de obras en libretas eventuales que intercambia y releva? ¿O los párrafos en la novela El libro vacío no son a ciencia cierta párrafos íntegros, sino un inexperto ensamble de oraciones provenientes de distintos y variados despojos que, amonto- nándosele al ofcinista, desfguran la Voz Ello explicaría la brusquedad estructural, que radica no solo en que cada una de las cláusulas niega, como se citara, lo anterior, sino en que se aborda una variedad minúscula de asuntos con cier- to amorfsmo hasta que los atajos descriptivos, al estrechar- se, desembocan en la consabida infelicidad por lo que no despunta, reanudándose la instalación acuciante, gerundial, del acto en que José García discierne, al casi escribir, que “la vida, la circulación, la sangre, se prolongan hasta el punto de mi pluma [...] sintiendo la inminencia de la primera palabra”. Todo, y nada, recomienza. La primera palabra, infame o redentora, no ha tenido aún, como no lo tendrá nunca, lugar, pues cualesquiera otras que la preanuncian son un mero concierto de disuasiones por medio del cual no adviene decisiva, cristalina. El libro vacío es un colmo insostenible, un preámbulo a preámbulos escrito a mano con aquella “sensualidad caligrá- 53 fca, después me doy cuenta”, que se adecua según “la forma de retrasar el momento de decir algo”. El empirismo literario que aquí se atrofa incardina en un interludio “total, lleno de júbilo, de posibilidades y de fe”, sustantivos todos que arroban a José García, pero que no le bastan para que fran- quee los interregnos de la inspiración. Hay un éxtasis en el proemio en que diseña, con embeleso, una “mayúscula de gala”, maniobra que por lo demás estropean los ocios atávi- cos de limpiar concienzudamente la pipa, sustituir tintero y papel, aditamentos que después, ya sin distraerlo, le otorgan la ideal atmósfera para que comience “lo que unas horas des- pués me habrá dejado exhausto”, a saber, un adiestramiento para proseguir no escribiendo, incompleta ya ¿la vocal, la consonante?, que presume de una elaborada capitular, a la manera de un umbral que conduce, pretencioso, a recintos inhabitados. El tema en torno al que continúa demorando su arquitectura tipográfca es la serie de sensaciones físi- cas que acrecientan el mutismo: “Los dedos de los pies se encogen nerviosamente [...] me recorre la espalda [...] una línea fría [...] me duele la nuca”. Neurastenias que le vedan, o que lo eximen de dar, cuando se lo propone, con “ese algo que exprese algo”. El libro vacío adoctrina en la serenidad y la resistencia de la espera “más difícil [...] más dolorosa”. Una espera de cifras alfabéticas que se contusionan en el borrador y que por su impureza no trascienden, o no aún, al cuaderno dos —“vivo, abierto y ávido”— que aguarda también a su novelista, que lo pre, anti, escribe, y a mí que lo pre, anti, leo. La palabra que no arriba, que no comparece, que no in- mola, es el grito inaudible del muchacho en vilo que desde la renuncia inclemente al oleaje ya no sigue a su duplo decrépi- to, quien lo busca y que abriga la esperanza de un retorno ín- timo, diferido “o también me estoy esperando desde hace mucho tiempo, y no he llegado nunca”. Sin serlo por completo, el ofcinista quiere ser, ya, otro escritor, aun sin afectar más que con el sahumerio de los 54 AureA mediocritAs aplazamientos decenas o cientos de páginas conservadas en tinta blanca: “Tal vez por eso siempre estoy triste [...]. Esque- mas, proyectos, siempre lo mismo”. si bien el ciclo de pa- rálisis condicionantes es revertido por el adolescente, quien acude ocasional, evocativo, a restablecer el conato de unos apuntes en declive, remitiendo a despertares y anécdotas de iniciación, al cobrar notoriedad en la novela solo refuerza la certidumbre de que todo plan emprendido culminará en vergüenza que humilla. José García está recordando ahora su enamoramiento precoz de una mujer de cuarenta que, al cumplir él quince, lo expuso a los desgarres que laceran el amor propio cuando las emociones han de sujetarse a una relación malavenida: “Era como si nada me estuviera dedicado, sino que se me daba accidentalmente, durante unas cuantas horas”. El adjetivo “sumiso” le ha sido útil, en párrafos que ante- ceden a la historia del primer desencanto sentimental, para describir el cuaderno uno en que la vierte, y es también un epíteto que demarca su actitud en lo sucesivo. Así como se menospreciara, deseándola, frente a la mujer de cuarenta, así los puritanismos escriturales, al saberse lidiando con una empresa que lo aminora y lo degrada, lo han ido aleccionan- do para inhibirse y considerar perdida, irrealizable, superior a la temeridad y al talento, toda empresa en que comprome- ta los más vehementes deseos. En las tentativas de la litera- tura, como en las de la pasión de juventud, la incapacidad para dominar lo que cree difícil es patente, y lo es a un tiem- po la fascinación que se renueva, en cada fracaso, por que la ignominia se repita con tal de imaginarse, siquiera una vez al padecerla, vencedor. Con desdén, y luego de ser complacido durante la ma- drugada, por la mañana era puesto en la calle, desde donde le juraba el abandono a su amante: “¡Sí, niño, perfectamen- te, ya lárgate!”, lo ultimaba ésta, sin amedrentarlo. “Tal vez ningún otro [...] habría vuelto, pero yo sí, esa misma noche, inevitablemente”. Frenético, escribe ahora como antes cruzó 55 la recámara patibularia en que supo de las primeras cuitas, posesivas, del cuerpo: “Con los ojos llenos de lágrimas”. A la quimera extravagante de soñarse marino se le suma la de un amasiato improcedente: “Fue imposible. Uno a uno vi alejarse de mí todos los barcos”. El rapaz, atraído ya por el subterráneo, ya por el medio- cre, que le hablan y lo envilecen, indistintos, tira de un ancla pretérita y espabila recuerdos que van meciendo el endeble soporte de conformismo y renuncia en base al que José Gar- cía edifca su laberinto en obra negra.

15 Por su breve y descarnada emotividad, esta viñeta remite a la de Lorenzo convaleciendo. Se bosqueja otro detalle res- pecto de la vocación de navegante que cautivó al ofcinista, con lo que a más de cien folios que abundan en anticipacio- nes esquivas y en retrocesos, El libro vacío reemprende la búsqueda de la novela que todavía no lo puebla. “Todo cambió con la llegada de aquel barco holandés”, línea, como la que sigue, que aparenta prologar una fábula de aventuras: “Un fuerte huracán lo averió durante la trave- sía y hubo que repararlo”. La narración evoluciona, casi: un tripulante rubio, “que siempre estaba riéndose y tomando ginebra”, se prenda de una vestal, en el puerto, que le co- rresponde. Las intenciones del espectador, que los envidia y rememora en prosa, son las de ser él quien interese, y no el foráneo, a la joven con la que años más tarde coincide: “La encontré”. Apenas indiciada, con cautela, esta vacua confgu- ración, en el manuscrito se corren de inmediato los velos: “Por nada en el mundo la describiría”. Conviene más la inserción de un paréntesis a propósito de la fugacidad temporal que torna imprecisos los lustros de matrimonio. Resignado a la decadencia de la belleza, el ofci- nista los recapitula “o solo me doy cuenta de que mi mujer ha envejecido cuando veo antiguos retratos”. 56 AureA mediocritAs

La nave holandesa, el ebrio tripulante y la enamorada, que no lo quiso y a la que aún evita evocar, comportan una calamidad sugestiva que se suprime a modo de un meca- nismo de defensa que la borra. Intriga en bruto que se su- planta por la unívoca, placentera y a un tiempo incompren- sible presencia de la esposa: “Sus manos viejas, sus ojos rodeados de arrugas y su pelo canoso, ni me sorprenden, ni me desagradan”. Un par de páginas agota las indirectas que apuntaran a la miniatura de otro argumento y que son, por entero, elididas. Otro de los comportamientos volátiles que reglamentan El libro vacío: seudocapítulos que se devoran a sí mismos, que ceden a la irrestricta estratagema del que opta por es- cribir censurando, pese a que Josefna Vicens abogue por presentarlo desnudo, sin pericia, impetuosamente previo a las planas resignadas que pergeña. Al entrecruzarse autora y héroe, adquiere la novela una particular imparcialidad. Cuando ni una ni el otro se desinhiben, lo que dos discur- sos bifurcados articulan es un tirante contrasentido que se sostiene sobre las historias que no se cuentan y sobre las que, a punto de ser contadas, infringen el bloqueo y la perífrasis, avivando en el recuerdo malestares y traumas que no se superaron y que la pluma que los intermedia, quebradiza, no tolera y aun enmudece.

16 José García exalta, contradictoriamente, una soledad para él insostenible, pero que anhela. Su personalidad se deli- nea y fortalece a partir de los escarceos con su mujer, de la que también concede pocos rasgos, o cuando mucho los connota: “No sé qué haría si a cada momento no la oyera protestar [...] o, de vez en cuando, amenazarnos con que un día nos va a dejar [...] a mí y a mis hijos nos hace reír [...] ella no nos dejará nunca”. El epicentro femenino del que derivan las obligaciones familiares y los deberes que 57 lo apartan de la Voz, es en realidad, amén de un obstáculo en apariencia inconmovible, el único desembarcadero en el que su delicada circunstancia, melancólica y depresiva, puede recalar. Espantos y titubeos equilibran en quien evi- ta que se desplome o recaiga en el alcohol, en la eventual mendicidad. ¿O es que no ha implorado la plática del des- conocido en el parque con la vehemencia de un meneste- roso? Culto por el ama de casa que lo complementa, la co dependencia está salvándolo de no rendirse o enloquecer ante la cotidianidad punitiva, un tanto menos pasadera si no “viéramos juntos la manera como van deteriorándose y van perdiendo su color y su forma los objetos”. La esposa, si bien afecto angular, padece a distancia los trances de su marido, quien se burla de los raptos de fuga que la enervan. El escarnio no es recíproco. Ella respeta el claustro y neutraliza los exabruptos de la vivienda para que nada lo importune, aunque tales desempeños no pasen de ser la conveniente y secundaria tarea de una cómplice lo mismo imprescindible que ajena. Para el ofcinista, la longeva unión del matrimonio amol- da un espeso borde que le ha facilitado que contemple, al sesgo, lo que se deteriora y palidece. Un horrible forero que causó un intercambio de chistes al adquirirlo, y que sería destruido en cualquier hora, sobrevive a la desidia o al desinterés de sus dueños, que no cumplieron la pro- mesa de romperlo y que, ya en la madurez, preservan con aprecio, pues evoca una trivialidad perdurable que los vin- cula y que, lazo fuera de sí mismos, aún los relaciona. Un adorno barato que simboliza, casi extintos, el entusiasmo y el buen humor. Intimidad emocional que se cifra en un artículo al que “haríamos pedazos”, pero que “ha llegado a tener para nosotros un sentido tan hondo [...] que sin duda sufriríamos si [...] ahora se rompiera”. Conservar un objeto que disgusta y que, posteriormente, lo simboliza incluso como mortal, es prueba de una pauta posesiva gracias o a pesar de la cual José García no se deshace tampoco de los 58 AureA mediocritAs innumerables empastados que la propia escritura que los engrosa compele a que desaparezcan. En su inventario de lo decadente predomina una ba- tería de cocina que no complació a la esposa cuando se la obsequiara, por el defecto de ser una novedad sin roturas: “Brillantes, esas vasijas no eran nuestras aún. Viejas ya, ahu- madas, sí lo serían y su deterioro signifcaría nuestro fuego, nuestros alimentos, nuestro tiempo, nuestra convivencia”. Entre las empolvadas antigüedades y ornamentos en deva- lúo que ha ido colectando, el cuaderno en blanco, incólu- me, no habrá de pertenecerle como no le pertenecieron los trastos, el forero, los recuerdos y la tristeza, sino hasta que se mellaran. Tampoco se lo apropia, desgastándolo. No lo enmohece con el óxido de la tinta puesto que, al ver impre- so en un tan emblemático arquetipo de ambición una sola línea, ésta lo anularía, cuarteándolo. Será por eso que deci- de permanecer emborronando el ajado cuaderno uno y los que lo anticipan, hasta extraerles, mediante una empecinada labor de incredulidad y disciplina, ese mismo fuego, amor, alimento y tiempo que destila el hastío compartido con su compañera. La conservación de los detritos es lo que lo fusiona con el otro ser vivo que lo divide, supedita y embelesa, del que no puede prescindir y del que también se ríe: la escritura. Perpetuamente se asombra, e incomoda, por su sino de observador, correlacionado con los raptos de invención. Per- cibe, incisivo, con una lucidez que contiende con su carácter, a las personas con las que interactúa y los incidentes en los que se afanan. Del primer hijo, que ostenta el mismo nom- bre, rememora: “Permanecía horas enteras ante él, serio, si- lencioso, mirándolo únicamente [...]. Dejaba yo de mirarlo y me alejaba temblando de miedo”. Reacciones a que da pie, también, la evaluación detenida y escéptica frente a lo es- crito por una mano trémula, evolucionando y retrayéndose, gobernada por un cariz de respeto, aunque lo mismo de re- chazo y extrañeza. Un agobio moral respalda la pantomima 59 de que José García no escribe. Como al manuscrito en curso, y aun como al otro, intachable, inocuo, para el que aquél se renueva y reconstruye, al primogénito “lo miraba profunda- mente y dentro de mí le pedía perdón. Pero a pesar de mi dedicación exagerada, yo sabía que ya nada tenía remedio”. Una vez que lo imputan las réplicas, hereditarias y de- mandantes, del ser humano indefenso que ha engendrado, el creador divisa futuros de los que ya se arrepiente. a su vez lamenta el devenir paralelo de su mujer, a quien por dicha concepción van a confnar responsabilidades y disgus- tos consecutivos, por lo que la elogia con enigmática sagaci- dad: “Sabe todo lo que no tiene que aprenderse”. Los pareceres y opiniones, entonces, de la esposa, resue- nan con un poco más de nitidez en este segmento. Su rumor, y el de los hijos de ambos, no se adueña sin embargo, ni siquiera momentáneamente, del cuaderno uno. Aprecio ape- nas el timbre amortiguado de una familia, ensordecido bajo las honduras de una prosa que, al evocarla, la involucra, pero solo como un factor insustancial del trasfondo en que se tra- ma el monólogo reproducido por Josefna Vicens “Siento dentro de mí algo como el eco de su voz, o mejor, como si yo mismo hablara y el eco fueran ellos”. Pese a la risa que delata, con vaguedad, su machismo cuando amenazan con abandonarlo, José García repara con celo y recogimiento en el bello lago sin el pudor de su fon- do, antítesis de los embravecidos océanos que sedujeran su adolescencia. “Después, también como un golpe, sentí que ella tenía la verdad”, escribe respecto de la respuesta con que lo fulmina tras la pregunta que le hiciera, de si pensó en el hijo mayor mientras lo procreaban: “Pobre niño si en esos momentos hubiéramos pensado en él”. Este tipo de confictos y tele- gráfcas reprensiones por ocurrencias inoportunas, además de las conclusiones flosófcas a las que arriba el ofcinista, trasladándolas al boceto, lo condicionan a que siempre sea consciente, para bien o para mal, de lo que va escribiendo 60 AureA mediocritAs y de lo que vive. O, si es que se desentiende de lo que la mano, errabunda y libre, alcanza, entonces vendrán la re- lectura, y por ende los esfuerzos por demostrar lo fútil, lo impostado y lo malhecho, los desaciertos con los que a sí mismo se niega, quizá, una virtud que ya supo defnir en esta sentencia: “No es la conciencia, sino el olvido de la conciencia, lo que abre la puerta al milagro”. Con tal de que olvide que lo hace, quizá pudiera escribir. Así como concibió al primogénito, en los relámpagos de la irrefexión, así tal vez insemine un drama el del holandés desembarcado y procaz, el del fascinante tío Augusto, el de la injusticia patriarcal. Pero el reto que le ha impuesto su editora es que, inseparable de la obra que lo pierde, José Gar- cía no adormezca las intuiciones autocríticas. Debe pulir sin sosiego cada intersticio de oscuridad entre las letras, estela insoluble de la Voz, que hilvana: “Un momento misterioso equivaldría a la soberbia máxima”.

17 Lapsus de inadecuación y reticencia en el que José García se ocupa, maniático, de sus implementos ornamentales mien- tras no escribe: “A veces me sirve que la pipa se apague. El tiempo que empleo en cargarla y encenderla de nuevo me obliga a releer la última frase”. La Voz es distraída por el apremio del tabaquismo, pero es como si las bocanadas clarifcaran las alertas del ofcinista, quien evalúa, orgullo- so de corroborarlos, los tantas veces cometidos deméritos: “¿Por qué me empeño en escribir? ¡Debo hablar, hablar y nada más! [...]; mi única expresión auténtica es la hablada de todos los días, la que no preparo, la que me sale natural- mente”. Lo coloquial se allega más a los hábitos e inmediatas practicidades del mediocre. Las insinuaciones abstrusas del subterráneo, por el contrario, son sinsentidos extravagantes, rocas de una música torva que lo afrenta y que promete mi- nerales únicos en su centro, al que no puede accederse. 61

José García enlista convencionalismos de salutación super- fciales, monosílabos con que se libra de intimar con sus ho- mólogos. Expresiones rudimentarias, vocativos afables que a su modo de ver contienen más de sí mismo que líneas como la que al principio del apartado diecisiete ha escrito a propósito de la paternidad, y solo para censurarla mientras fuma: “La ate- rradora verdad de que hemos dado vida a un ser consciente”. Le desanima que su tono literario impugne con tan remarcable discrepancia las “palabras sencillas, que expresan mis verda- des y mi vida, sencilla también”. Pretende, sin planteárselo de una manera explícita o convincente, cumplir con una forma imperiosa de narración acaso más vulgar. Más tarde desaprue- ba las complicaciones, a saber nulas, del cuaderno uno, por lo que prescinde de todo lo que para sus escrúpulos es un registro harto simple: las buenas tardes impersonales, el que descansen bovino, los hasta mañana de purgatorio. Tales amabilidades no son, tampoco, literatura. Dos obcecaciones espolean la incon- formidad: si adopta las coloraturas de lo social, no habrá encan- to ni auges de insospechada innovación en su prosa; si bruñe la frase, acabándola, rimbombante y alambicada, se traiciona deshonrando el contexto mísero del que la removiera. Irresuelto el escollo de la incompatibilidad estética, pre- fere las babeles espontáneas del mundo, que verdaderamen- te lo enternecen: “El canturreo en el baño [...], el improperio en el camión atestado de gente [...], la usual conversación familiar durante la comida ..., los fngidos elogios a un pla- tillo modesto y común”. Estas infexiones lo compensan con el testimonio palpable de que vive y son opuestas a las que relee y de las cuales no dimana sino un rebuscado disfraz que las adultera. El libro vacío carea dos estilos: el escueto y el ampuloso, enhebrados en el desfase de una poética que, al disociarlos, paradojalmente los cohesiona. El ofcinista los deslía den- tro de su autismo hipersensible, al escuchárselos a sí mis- mo con cierta grandeza desmesurada que lo entrampa en linderos de intranquila pequeñez. Privilegia lo auténtico, lo 62 AureA mediocritAs simple, con argumentos que por su repetición barroquizan- te, y sobre todo por la tesitura eufónica con que los declara, demuestran la preferencia opuesta: “Ése es mi lenguaje, el tenue lenguaje de mi destino”. El libro vacío apuesta por una prueba de honestidad li- teraria que su protagonista no supera, en tanto nada en su favor esclarece la incertidumbre primaria que lo socava: ¿es un verdadero escritor o un burócrata que delira en estado crónico de perplejidad, y como uno u otro actúa, o no, con- ducentemente? José García es ambos, aunque al primero no le complazcan los avatares de la obsesión que tanto le concierne, la de apropiarse del acento de la diaria supervi- vencia: “Cuando me empeño en alterarlo [...] y darle un tono distinto y matizarlo [...] tengo que retractarme y avergonzar- me de lo que escribo”. No impostar ni reproducir, literal, aquello que acuciosa- mente le prescriben o las contingencias imaginarias o las mundanas, es el criterio con que ha satisfecho, equitativo, al subterráneo y al mediocre, pero no a la Voz que los esmera, ni a él mismo. Copio un esquema de las consternaciones que su mal lle- vada e intrascendente ubicuidad le depara, un modelo a es- cala de los palimpsestos que lo aterrorizan cuando se acoda en el escritorio:

“La aterradora verdad de que he dado vida a un ser cons- ciente” es solo la versión ampulosa de lo que, en mi verda- dero lenguaje, diría de este modo: “Tengo dos hijos; dos hijos que poco a poco van apoderándose de su vida y ex- cluyéndome de ella; tengo miedo; haría cualquier cosa por verlos felices”.

Josefna Vicens indaga, penetrándolas, en lo que, simultá- neas, las dos polaridades de una escritura inconcebible a ésta le disputan su sentido. extrae, de la polaridad meta- fórica, el catalizador, de procedencia cotidiana, que al enca- 63 ramarse a la superfcie de la página se marchita, cuando el ofcinista, que idolatra lo prístino, lo desnudo, en la tentativa de representarlos, los estaciona en la mayúscula inconclu- sa que adorna, obstruido ya por la desconfanza de la otra polaridad, la unívoca, que lo cohíbe. La microfbra de sus composiciones ha de constituir una red intrincada de muy estrechos vasos comunicantes que no mantienen, en las fragmentaciones del mensaje que los hace vibrar, la fuerza de la frecuencia primigenia, la de los ecos de cuando el Silencio se quebrantara. El libro vacío es el borrador y es la obra, vueltos el espejis- mo del presente del mediocre y del subterráneo, al crearlos y crearse. O es quizá la querella entre José García y Josefna Vicens la maniobra dramática, el antagonismo intertextual del que se me priva como de un mecanismo encubierto al cual El libro vacío se supedita. Tal vez el subterráneo de Josefna Vicens es José García y es éste quien la contagia de pavor a la me- diocridad, o quien desde su dudosa incompetencia narrativa le reclama que no suministre un cauce satisfactorio a la vida y a los cuadernos que se le han dispensado. Josefna Vicens es quien escribe, quien sabe como y quien materialmente lo hace, aunque tal preeminencia no desvanezca el ansia de lo to- tal, que predomina en los ímpetus del contador lóbrego, que de cierto modo también la está, como a sus propios papeles holográfcos, releyendo estupefacto. Desde los acantilados del cuaderno uno en lascas parece, subliminal, increparla: “Si yo supiera escribir, todo ocurriría a la inversa: cualquier senti- miento cobraría fuerza y alcanzaría su claridad total al ser explicado o revelado”. La novela de la tabasqueña, que no termina ni comien- za, es a la que tampoco el ofcinista puede dar término ni comienzo. Otra sospecha Josefna Vicens es la Voz que pensó a un personaje perfecto durante dos décadas y quien, al pronun- ciarlo, no se perdona que lo malogre. 64 AureA mediocritAs

Distante de sí mismo, idealización de autor que pulsiones intrusas presiden, José García vislumbra el cuaderno dos, f- niquitado, y no sabe que aquello inefable que no habrá de verbalizar permanecerá en la oscuridad, siempre, y que aun los que han podido asir un sentimiento, un recuerdo, una idea, escarmientan y ponen reparos a toda falsifcación, por muy ardua y elaborada que sea. La literatura, desde la praxis que suscita El libro vacío, no pudo ni puede ser, y cuando es, las incredulidades de quien la desencadena devienen en insatisfacción o certidumbre de que cualquier providencia para exorcizar al subterráneo es inocua, en tanto resulta perentorio sumergirse, una y otra vez y con renovado candor o audacia, en un manuscrito in- salvable por sus defectos o en otro, utópico y virgen, en el que no van a entrelazarse nunca las oraciones que lo han estado enardecidamente profetizando. Para José García y para Josefna Vicens, desconociéndola él, descifrándolo ella, ser escritor es no serlo, pues uno y la otra disuelven, al relevarse, toda esperanza en lo que valúan como única defnición escritural un discurso puro, siervo sin mácula, por completo fel a la Voz y por completo inasequible. Leo, no leyéndolo, un volumen que me borra y refuta pero que, al presagiar un latente renacimiento, consigo me reinventa. Comienzo y termino de ser lector por cada una de las entradas de capítulo que me aplazan, confguran y suprimen luego. Mi lectura es la quema de la novela, el com- ponente infamable que la calcina, y del que José García se aprovisiona, sin preverlo, al fascinarse con el peligro de que sus archivos combustionen, pues “nadie va a leer esto nun- ca”. Cada lector, yo, tú, somos ese nadie, y por nuestra inter- cesión arden estos dos o doscientos cuadernos. No hemos ni habremos nunca de leer El libro vacío porque se opone a existir para quienes lo entreabrimos y recorremos, anhe- lantes. Porque crepita en sus propias, grisáceas llamaradas. Porque nos desapropia. 65

aun carbonizadas las innumerables planas, “abriría un nuevo cuaderno [...] y empezaría, naturalmente, con una gran mentira Por fn tuve el valor de dejar de escribir por fn comprendí que no podía hacerlo .... volvería a pedir perdón, a todos y a nadie, por esta recaída”. Ni el fuego ha de transmutar, cauterizando, a la Voz que pervierte a quien la ofcie. La quema no es en la novela, por cierto, una deserción sim- bólica que compete a la evanescencia de un corpus caudaloso, sino que ocurre a cada pase de página, en las oraciones que se transmiten la muerte con la tea misma, insaciable, que ali- mentan y que las hace rutilar por instantes hasta que fenecen en las irradiaciones de un dietario que vislumbra, merced a ellas, el resplandor exánime de la nada.

18 Cavila otra estrategia, menos radical que la ignición de los borradores, menos pueril que la de despedazarlos, a modo de no “desorbitar” ni “prestigiar demasiado el gesto” de la renuncia. Opta, entonces, por “guardarlos”, como si no lo es- tuvieran ya, herrumbrándose dentro de una mansarda, para luego, en “una libretita corriente”, escribir no un proyecto de literatura ni un testimonio que demuestre que no puede culminarlo, sino solamente “anotar [...] con sinceridad, si mi tentación [...] ha sido muy fuerte [...] si ha sido soportable, o si no la he sentido”. A la intención de urdir un libro de magnitud ahora suple- mentaria, se la sustituye por el interés en el fenómeno impul- sivo que lo decreta. ¿Para qué disparatar contra las casuali- dades de varia índole que lo retardan, o para qué reprimir la prisa por terminarlo? Importan los periodos, las anomalías, inercias y malformaciones diagnosticables del talento. La sintomatología. Es “menos riguroso y menos heroico” esta- blecer en una bitácora las impredecibles fuctuaciones de la 66 AureA mediocritAs motricidad intelectual que reconducirla, desde los retazos del cuaderno uno, hasta la consecuencia última, narrativa, que la dotara de congruencia. No preocupan las adaptaciones de la Voz. En captar la señal confusa, los lapsos de aparición intuitiva y las inconstancias que la gobiernan estriba el co- metido de inquirir otros de sus arcanos. José García, con esta espontánea improvisación o simula- cro de las usanzas del Silencio, maniata y contraviene al sub- terráneo, como ha hecho con los otros toques de queda pre- vios que le impusiera. Se conforma con percibir la disconti- nuidad poética, y sin avenirse a intentar verbalizarla impide, delibera que no nazca: “Quiero averiguar, pero seriamente, científcamente, por estadística, cuántos días me siento bien y cuántos mal, durante seis meses de abstención”. El libro vacío invierte su preceptiva volátil y esboza otro programa. El hombre que intentaba patentar que no es- cribe, aunque haciéndolo, emprende una contención aún más compleja, in absentia, mediante la que hará examen y conteo respecto de con qué irregularidad no ha escrito. Cuando concluya que puede o no permanecer inactivo, el reto, como anécdota, no servirá mas que para reincidir en el cuaderno uno, donde, apenas declarada, ya se van rela- tando los pormenores irrelevantes de la huelga. Valiéndose de tuertas hipótesis, nunca de la experimentación sistema- tizada que alardea, cronometra las ansiedades a un punto libidinoso de su prosa. Travesea con el despropósito de que medirá los paroxismos que abstenga, para después, confor- me o no con la evidencia, de todos modos continuar escri- biendo para no escribir, al fn y al cabo, el cuaderno dos. El cálculo, partiendo de los delirios de un corpus espectral, suscitará saldos de parecida extravagancia, una vez el of- cinista sopese las variantes del “método” y elucide rebusca- das excepciones:

En ocasiones le ocurren a uno cosas extraordinarias, impre- vistas, que, naturalmente, alteran el ritmo diario. Cuando 67

eso suceda, me estará permitido consignar el acontecimien- to, para poder descontar ese día en la operación fnal ... aunque mi vida es muy monótona, puede sucederme algo que absorba por completo mi atención y me impida pensar en otra cosa. Entonces, si no la anoto, no sabré con pre- cisión si en tal fecha tuve o no deseos de escribir, y en el resumen quedarán fotando muchos días.

El resquemor implícito en el condicional “si no la anoto”, intensifca la paradoja de quien se autonombra no escritor, temiendo a la vez extraviar los alicientes imaginarios que lo asalten, porque se sabe incontenible y sabe que los pro- cesará en la plana, por mucho que se lo prohíba, e incluso cuando sea solo para nivelar la numerología de un pacto inhibitorio. José García es el anti novelista que capta con aplicación las “cosas extraordinarias” que lo apartan del abstencionis- mo, aunque solo para, con pulcritud y recelo de burócrata, coleccionarlas en una “libretita” de insulso valor. Intrinca- do régimen en que la tabasqueña entreabre otro paréntesis que redunda en la incapacidad para tomar , que siempre acobardan a su protagonista. Doña Lola y la venta de golosinas, en la infancia, fueron otro causante de que descubriera el asedio de incontables ro- deos e inseguridades afigiendo el carácter. Luego de adqui- rirle un dulce, uno solo, “me quedaba con él, pero mi deseo permanecía en los otros [...]. Así me ha pasado siempre con la vida”. con la literatura, pues la pericia elemental que la legitima o la menoscaba es la elección continua, desespera- da, irreversible y única de signos y de secretos. El ofcinista no podrá escribir, no como se lo había propuesto, porque más allá de lo que pergeña rutilan, más apetecibles y más propi- cias, las alternativas que no elige. Ocurrió lo mismo con un traje decembrino, de “áspero y barato casimir”, que la madre le comprara y que una vez puesto lucía menos que aquel otro, descartado y devuelto por el comerciante al aparador. 68 AureA mediocritAs

Otro distintivo biográfco adolescente, las hermanas Gerda y Elsa, sus vecinas, lo atraen con similar furor. Son hijas de un alemán “que tomaba la vida plácidamente y solo pensaba en beber cerveza y en regresar algún día a su país”. La trascendencia de Gerda y Elsa resulta toral en términos de autocrítica. Les tributa epístolas apasionadas y “dejaba en blanco el nombre: ‘Querida...’ [...], y cuando ya estaba frmada, el propósito se aplazaba una vez más”. La tardan- za de la disyuntiva obra un desenlace imprevisible. Elsa es quien, adelantándolo, se le declara y exige otra misiva para suscribir el noviazgo, que la memoria no desvanece ya que propició una burda mayúscula en la piel de quien años más tarde remarcara otra, lo mismo inconsecuente, al comienzo de un manuscrito: “Tendré que acordarme siempre, porque todavía conservo en , debilitada por el tiempo, una letra ‘E’. Me la hice tatuar y después he tenido que soportar preguntas”. La vocal inscrita en su extremidad coincide, irrevocable y quizá fatalmente, con la primera letra del verbo que lo victi- miza, pero también honra las determinaciones del aventure- ro al que, si bien con vergüenza, no habrá de olvidar nunca: “Cómo no iba yo a ir, como los marineros, a que me grabaran [...] para siempre, el nombre de ”. A raíz de nostálgicas indecisiones, para él del todo pro- blemáticas —la golosina, el traje, cuál de las hermanas— y que lo pudieran defnir como a un hombre de acerba neutra- lidad temperamental, José García reconsidera y admite que lo suyo “no era timidez. No; era avidez. Lo quería todo y no me resignaba a elegir”. Las incursiones literarias lo apesa- dumbran al renovar tal apetito insatisfecho. Sufre por no es- cribirlo todo, en vez de conformarse con solo aquello que la carga laboral y doméstica le deparan permisible. Mientras, relee sus limitaciones y las cuantifca, notándolas constre- ñirse al acrobatismo lento de una mecánica resignación. En el nombre incompleto que por falta de dinero no pudo ser tatuado íntegro, el ofcinista interpreta el pronós- 69 tico que profetizara su voluntad exangüe: “Ahora pienso que quizá, muy dentro de mí, presentía que después no iba a tener casi nada de lo que entonces deseaba con tanto ar- dor. Que tal vez me defendía de la mediocridad en que des- pués iba a hundirme”. La cita escinde, ya rotundamente, al José García pretérito, impetuoso, al que quizá pudo haber escrito, y al presente, que se sabe postrado en la insignif- cancia. Estrato denigratorio que lo pone al alcance del muy amado subterráneo, a quien de ahí pudiera, o aun debiera, desarraigar y desarraigarse para que la Voz los elevara, in- victos, hasta el prometedor arrecife del cuaderno dos, im- poluto. Subir, de lo profundo de los compromisos obsoles- centes, al maremoto de la escritura y surcarla, reencarnar al tripulante de trece años, abandonarse a los disturbios de un aire menos viciado y aspirarlo, bracear a contracorrien- te con su articulación entintada, de argonauta. Se ocluyen las intermisiones de sentimentalismo trans- critas por Josefna Vicens, o por su doppelgänger. Retorno a las oscuridades de un texto al que secuestran ambos, aparen- tando contraponerse, para que no inicie. Cualquiera de los dos rubrica de pronto esta cortina de renuencia, tal vez aper- cibidos de que se muestran inmoderadamente: “No quiero exponerme”.

19 La pátina elegíaca de la novela trasluce un acusado fondo de ironía: “Todo lo que voy a escribir hoy es rigurosamen- te cierto. Lo digo porque parece que hago trampas”. El of- cinista, ¿presuntuoso?, expresa su habilidad para gastar la misma burla complicada y retrospectiva, el divertimento de una historia con y sin entradas, con y sin salidas. Las irre- gularidades cronológicas, de verosimilitud o de cualquiera otra especie que transgredan la fuidez del texto han obe- decido a una treta consciente. ¿Por qué no razonar El libro vacío como una elaborada puesta en ridículo del discurso 70 AureA mediocritAs narrativo, una parodia de los actos de lectura y escritura, de- puestos en la mentira de un fracaso literario? El sustantivo “trampas” es astuta o descuidadamente colocado en el ini- cio del episodio y previene sobre la naturaleza de sarcasmo sutil con que a cada intriga se la enmascara con los afches retóricos de la incapacidad y el bloqueo. La risa imprudencial es casi audible: “La otra noche se me fue un poco la pluma, es verdad”, reconoce José García, tras la mención de la “trampa”, que radica en hilar anzuelos de prosa poética que atrapen a su lector para que secunde la chanza, la supuesta irresponsabilidad: “Sin darme cuenta conté esas tonterías de los dulces y de Elsa”. El libro vacío como un truco —ésta sí es la historia, ésta no lo es— hasta el punto en que su hipnótica repartición de naipes en blanco no dista de una sutil trastada para quie- nes invadimos la taciturnidad en que José García crea y para quienes, capturados por y en el manuscrito, poco a poco par- ticipamos, desentrañándolo, del ardid con que se nos va per- suadiendo de voltear una vez más la carta, la página, en que acaso asomarán la escena detonante, el decurso de una per- fdia o de una lealtad, el cariz del personaje que las acometa. ¿En ello estriba, pues, otro de los virtuosismos con que nos defrauda la tabasqueña? El dado, innumerable, o el embeleco de un as que no cor- ta la partida entre fajos deslucidos, dictaminan al ser lanza- dos ilusoriamente sobre la retícula del cuaderno dos el re- comienzo de otro recomienzo: “Una vez vi un cuadro en el aparador de una gran tienda de arte [...], lo estuve mirando largo rato”, tanto, que apenas nota el ofcinista que anochece, se aleja de la vitrina que lo inquietara y de la tela que con entusiasmo, en un párrafo, ha detallado. No. Pausa. Cambio de argumento. Considera la meditación respecto del óleo demasiado poco sustanciosa para pormenorizarla, si bien del borrador, 71 donde la esboza, no la suprime, sino que solo no desarrollán- dola es como la embalsama. recomienza, ya enésimo “Esa noche también sabía que de esperar un poco, dentro de mí iba a suceder algo. ocurrió”. Prosista incrédulo de sus desplazamientos enunciati- vos, los resana con rapidez. Una ruleta incesante lo enaje- na con los mismos temas, y a éstos los agota en un puñado de líneas, apostándoles nada, o un esmero mínimo, a sus historias, y no más que para perderlas y endeudarse con la Voz. Lo breve como la encrucijada, como el atributo que de sí un héroe ágrafo desdeña. De la pintura exhibida paso al relato de cuando “me salí a la calle sin avisar a mi mujer”. Este alud vertigino- so de primeras-últimas-últimas-primeras frases, delata sin embargo un ordenamiento que reemplaza la parsimonia de la novela por los percances detectivescos que suscita su lectura. Espero, al acecho, a que se abra el compartimiento del siguiente acto narrativo y, al franquearlo, me percato de que las distancias que lo separan de los demás umbrales que se me anteponen son de tal angostura que me asfxian. En este pabellón de claroscuros en que ninguna o todas las fcciones del mediocre, del subterráneo, van sucediéndose, la única garantía es la de la inminencia repetitiva. El ofcinista se persigue a sí mismo, se prenda de una palabra que, dándole aliento, luego sepulta debajo de otras, y yo, a la zaga, apenas me valgo de un tenue margen para cruzar las fsuras que au- tografía no sin que antes desaparezca tras otro panel. Nues- tra importunación de cazadores inhábiles es inocua y acorta las elipses. Los patrones que dibujamos desembocan en la cámara, inexorable, del Silencio, compuesto por predicados que al decir lo mismo no dicen ya nada, mudos a causa de la infnita melopea que los abusa “Sin notarlo, sin sentirlo casi, la vida me colocó en este primer peldaño del que ya no puedo pasar..., del que ya no puedo pasar..., no puedo pasar”. 72 AureA mediocritAs

Pero José García pasa, y sale, como lo confesara, de su vi- vienda y sin dar aviso. Imita un trote militar y cuenta en voz alta los pasos porque “quería oírlos mejor”, hasta que se fa- tiga “muy pronto”, tal vez de la misma manera en que le fatiga escribir que se fatiga: “ ‘Todo esto es absurdo’, dije [...] y me detuve. Pero al oírme comprendí que no lo era y que no debía, por ningún motivo, perder ese vigor. Reanudé mi marcha”. Sigue a la resolución de vociferar cada zancada —“uno, dos, uno, dos”— la de resumir con desidia, y desde un insobornable aburrimiento, la historia que su vagabun- deo estrambótico propicia: una cantina donde berrea por dos tequilas dobles con caricaturesco machismo, vaciándo- los de un trago y sentándose, retador, en la mesa de unos parroquianos a los que intimida, y luego: “Carcajadas, una música ensordecedora, una mujer sentada junto a mí tara- reando una canción, mi credencial del Seguro que iba de mano en mano; un vendedor de animalitos de celuloide..., no sé más”. ¿Cuándo ha sabido? Como al tequila en esta viñeta de vértigos, apura con desesperación los rumbos que columbra para su prosa, estigmatizada por la sed, la resaca y la sober- bia. No le gusta escribir, lo deplora pero lo requiere, vitali- ciamente, para evadirse. lo detesta tanto como al alcohol con reverencia culposa. De todos los impedimentos que la cotidianidad alía en contra suya para que no escriba, la prisa y la desgana son los más reconcentrados. No refrena, sopesándolos, argumentos e hipotéticos capítulos mientras los enhebra, y mientras otros argumentos y otros capítulos lo incordian, serpeando simul- táneos, para que los confeccione, con lo que simula el artif- cio de que avanza o de que los resuelve, sin resolverlos y sin avanzar. Dada la premura con que los desmonta, devienen el atentado, de una de sus peores acrobacias, hacia sí mismo: no sabe como destrabar los candados digresivos y autorre- ferenciales que se anuda. Cada movimiento de sintaxis, que poco a poco lo liberaría, es un espasmo mal calibrado, una 73 voltereta extenuante dentro del estanque del Silencio en el que se ha, y me ha, sumergido. Al cierre del segmento diecinueve, la pluma se le vuelve a ir con “tonterías” que, como la de los dulces, Elsa y Gerda, la soez cuarentona y el etcétera que se desee sumar, serán con toda seguridad depauperadas u objeto de revisión im- positiva y reacia. Leo que se pone un traje nuevo la mañana después de la borrachera, sin responder a su esposa cuando le inquiere, provocándolo, si seguirá bebiendo. Leo la resolución con la que se planta en la ofcina frente al superior y el aumento de sueldo de doscientos pesos que recibe solo por pedírselo, tras décadas de invisible servicio en los aposentos corroídos de la burocracia: “Mi mujer se quedó sorprendida. Le com- pré en abonos un refrigerador. No es muy grande, pero ¡es tan bonito!”. No insiste ya Josefna Vicens en las “trampas” de su alter scriptum. Por qué Precisamente porque ha camufado, de nuevo, las maniobras habituales de prestidigitación, de las que aquí detecto, al menos, una fagrante antes del vaga- bundeo dionisiaco, el ofcinista revela que archivó el cuader- no uno bajo llave, medida precautoria con que dio comienzo el periodo de abstención de seis meses aludido en el fac- símil dieciocho. Una vez que almacena, pues, el cuaderno uno, y no pudiendo dormir “pensando en que [...] empezaba a correr el plazo [...] que me había impuesto”, lo descontenta un apremio por “no sé exactamente qué” y pormenoriza las dimensiones de un cuadro en una vitrina, el sonambulismo marcial y los hálitos de un tugurio, peripecias que transcu- rren sin que me apercibiera, casi, de que las páginas donde se supone las está calcando fueron puestas a resguardo y nunca extraídas del escondite. ¿Lo que ha sucedido tuvo lu- gar, pues, más allá de los bocetos que plagia El libro vacío? ¿Dónde? ¿Con qué otros apócrifos traba nexos fantasmales este crucigrama novelesco? ¿Es que también se me amenaza y acorrala, si tanta es mi consternación, con la tentativa de 74 AureA mediocritAs que lo hurte y reescriba, de que pulimente, variándolas, sus anómalas y desacordes columnas? ¿Me sugestionan hasta tales niveles de cacería las negligencias de un casi autor y de su creadora, expiatorios, espléndidamente falaces?

20 Doble moral: persuadirse de la inutilidad e irrelevancia de lo que merezca la tinta, pero solo después de haberlo escrito, y sin posteriormente intervenirlo. Según sus dictámenes, el ofcinista mal fragua una pobrísima obra, pero no economi- za el inventario de las pifas ni elimina los rastros. Conserva la evidencia, y, tascándola como a los tallos de una cizaña nauseabunda, excusa las impericias, las opciones no explo- radas “e contado esto se refere a la juerga, al aumento de los doscientos pesos, a la compra del electrodoméstico] para explicar lo que dije al principio: no estoy haciendo trampas”. Contar para no explicar, explicar para no contar. Pathos viru- lento de creación que no transgrede. Muestra de vericuetos, de nervaduras minúsculas. Que- hacer verbal sometido a una crítica sin ambages que le im- puta deshonestidad. Aboga el ofcinista por una especie de literatura, y sin que le sea permisible, aliteraria: sin vetas adyacentes de signifcado, de sobria invención, creativamente pura y sin el estorbo de las referencias, por muy ineludibles. Quiso poder escribir y ahora, dedicándose a narrar, desearía es- cribir sin escribir, sin morfemas. Abrigar la enormidad de transmutarse a sí mismo en la Voz, cuando el único medio con que se cuenta para ello es la palabra, entorpeciendo, aunque otorgándola, y solo en parte, la metamorfosis. Acumulando notas al pie para una edición facsimilar propia, estrafalaria, se supone que transcurre a partir de ahora, regresivo, el medio año de abstencionismo en que no ha de tocar papel o pluma, con tal de que no se le vayan. 75

“Mañana empezarán a correr los seis meses”, registra. O no. Más bien elucubra en un calendario mental, pues la llave del archivero giró dentro de la cerradura para mantener el cuaderno uno bajo equívoca custodia. ¿O es que continúa trabajando en él? Había declarado, no sin descaro: “No estoy haciendo trampas”, pero cuando retoma en este fragmento la fugaz anécdota de la embriaguez y reconoce la relevancia novelesca de lo acontecido, se cuestiona, como es hábito, sin convicción: “¿Será que quise provocar un suceso importan- te, distinto, para tener que escribirlo?”. El conector que com- plementa esta inquietud —“para tener que”— no garantiza que la ronda de la identifcación personal, de mano en mano entre beodos, haya sido fácticamente incluida en el borra- dor. “Para tener que escribirlo”, dada la circunstancia de una lectura puesta en crisis a cada signo de puntuación, dista signifcativamente del afrmativo para escribirlo. ¿Recreó entonces la borrachera, o su transcriptora la relata, hurtando uno de los espacios en blanco que José García suele indultar- le al manuscrito, sin alterarlos, disponiendo así la tabasque- ña de amplios márgenes de inactividad para reencauzar El libro vacío hacia la nada que lo abduce? El obligatorio medio año de penitencia es la testarudez que ahora se reafrma “Solo así me será posible saber si puedo no escribir [...] o si debo aceptar humildemente que lo que más amo en el mundo, lo que más me interesa, lo único que me consuela de mis fracasos, de mi pequeñez, de mi oscuridad [...] son mis cuadernos”. Un halo ritual con- textualiza . El arquetipo del autor que se hace circundar de objetos predilectos, atmósferas, olores, música, algún ajuste de alumbrado en la estancia para proseguir, se revierte. Lo que José García precisa para el exvoto poético, para escarmentarlo a plenitud en la intranquilidad creadora, es renunciar a ella. Se mentaliza para sobreponerse a un se- mestre sabático, como si dos décadas de afasia no le represen- taran ya una cuota lo sufcientemente tortuosa, iluminadora. La parábola, de haberla, consiste así en abstenerse y esperar, 76 AureA mediocritAs cuantas veces lo ameriten los llamados de la vocación, el va- ticinio que la induzca, y desatenderlo. Seis meses irrebatibles lo defnirán como prosista, siem- pre y cuando no lo esté siendo mientras transcurran. Tal es la discordancia que lo disuade: no ser escritor, abstenién- dose para poder serlo, “no caer en la tentación de escribir”. Emblemático sacramento de autodidacta. Intensamente adi- vina sinuosidades narrativas, pero no las ejerce, optando por ofrendárselas al Silencio. La renuncia, el fanatismo monomaniaco, no perdura: “Si acaso, algunas noches podré [a los cuadernos] releer- los un poco [...] cambiar las palabras si encuentro muchas repeticiones”. No ha iniciado el retiro cuando, además de la excepción citada, que lo desvirtúa, implementa otra me- dida que, más que cumplir con el propósito de la mudez, recrudece la fjación en torno a lo que redacta José García se hace de un diccionario para, de haberlas, enmendar mi- nucias ortográfcas. Temeroso de haber incurrido en faltas elementales, deserta del antojo apostólico. No escribir da pábulo a pulimentar los remanentes. La prevención del diccionario incentiva la reminiscencia del concurso intercedido por una maestra, Josefna Zubieta, quien evaluaba en equipos a sus alumnos, en la primaria, para que midieran capacidades de aprendizaje “ lo que nuestra profesora suponía que era una noble justa, no lo era en realidad, ni terminaba en la escuela, sino en los callejo- nes y a pedradas”. Este recuerdo, como todos los que vierte, involuntario y breve, ocasiona que José García comprenda el extremismo en la disciplina de callar que no concreta. Dio a su bando la derrota en el certamen, al dictarle otro estudian- te la palabra “escasez”: “Creo que solo en las vocales no me equivoqué”. “Escasez”, premonitorio sustantivo que condensa las vi- das creativa y cotidiana de quien lo experimenta, y no nada más en la inopia del o de los borradores, hasta el agotamien- to. “Aquel error me preocupó durante mucho tiempo”. Pro- 77 viniendo de un quebranto anterior al de las cuitas por no embarcarse, un traspié, al haber oído ese término, punzante y consonántico, es el desastre del que los otros van a des- prenderse. El acertijo morfológico que al principio no supo rotular en el pizarrón, al adquirir un signifcado absoluto y esclarecerse, fue validando el augurio y el tópico que obse- sionarán su literatura las afnidades con lo inconcluso y con lo que, a su juicio, es insufciente. En la disputa didáctica no pudo vincularse con la dic- ción retadora del adversario, quien lo aventajara instándo- lo a codifcar un tercio de sílabas viperinas, en una cla- se a cargo de un personaje sin inocencia nombrado por la tabasqueña, homónimamente, Josefna, y en la que se predicen las contrariedades del insomne contador. Exhi- bido, ZubietaVicens lo somete a la prueba de traducir el mensaje que un oponente sisea, que no visualiza en su to- talidad, pero que ya confabula el estigma, pues no es que desconociera, el héroe por entonces niño, la palabra: “Me era tan familiar, la oía en mi casa con tanta frecuencia, que cuando pasé al pizarrón, la escribí rápidamente y con gran seguridad”, aplomo como el que ahora, si bien creyendo no que lo asiste la confanza, sino que también está equivo- cándose, le origina impensados contragolpes y acobarda la certidumbre. Sus falibles aptitudes en el traslado de la Voz a la plana fueron, desde aquel incidente, mermadas para siempre. Aun cuando, sin duda, narra, cree con intransigencia que no lo hace y adiciona por ello declaraciones de no culpabili- dad en relación a errores presuntos, lo que reduce sus pro- sas a una muy particular demagogia, melancólica, de buenas intenciones. Los resultados de un concurso infantil de orto- grafía calaron a tal profundidad en su autoestima que un diccionario es el talismán con que mitigará un por lo demás tolerante purgatorio de seis meses. Acaso repare con animo- sidad en las defniciones que se multiplican a partir de la letra “E”, que ya se le arruga, tatuada en el brazo, con el afán 78 AureA mediocritAs de ratifcar si delinea, incorrecta o no, y ahora en el amado manuscrito, el vocablo:

“Es ca sez”.

Al entrecomillarlo, semeja un laurel tipográfco que corona la dudosa victoria de conquistar siquiera, de cazar y domi- nar siquiera, la sola palabra que lo predispuso a la inopia y que lo hacina, “recortando mis ambiciones y mis sueños”.

21 Abundará en la desdicha de que su hijo mayor se ha ena- morado. Teme que padezca un derrotero similar al de las ya confesadas frustraciones que lo baldaron en materia de sentimientos y afnidades con la vestal del holandés, con la mujer madura que deshonraba su juventud, con Gerda y Elsa, con la Voz. Espía entonces al primogénito y éste ve a su padre per- catarse de la servil iniquidad con que idolatra y es ignorado. La escena suscita un descubrimiento recíproco: José García sorprendido en el merendero por quien se avergüenza tanto de su impertinencia como del evidente coqueteo y la distan- cia con que Margarita, , lo desdeña frente a los dos. Al confrontarse visualmente, merced a la emboscada que ha tendido el ofcinista, y sin que haga efectiva éste la simula- ción de que coincidieron por casualidad, ambos vuelven a ser separados por lo que también en la casa los divide, la ominosa presencia de la escritura, integrante adoptiva, incó- moda, de la familia “o me hice el distraído y pasé junto a él contando el dinero que me habían dado de cambio. Él abrió rápidamente un libro y fngió que leía”. El joven intenta embozarse detrás de un volumen, lo que noche a noche intenta su padre, detrás de una novela inefec- tiva que lo petrifca. La tabasqueña recurre al procedimiento común del individuo que con las tapas de un tomo improvisa, 79 pertrechándose, la máscara. La cualidad utilitaria de lo que sea que lee o pretende que lee, para invisibilizarse, remarca la división y las incompatibilidades naturales entre la paterni- dad precautoria, experimentada, y el albedrío sin freno, nova- to, a los que simbolizan respectivamente los dos José. El episodio incide un espejismo: al adaptar el rostro a la falacia de lector, que sigue con la vista unas cuantas líneas, el pasante de derecho remeda, sin proponérselo, a quien lo escudriña y a quien se retrae, a veces también espiado en el hogar durante la vigilia, tras la falacia de autor que supuestamente redacta unas cuantas líneas. Frontera entre individuos irreconciliables, cada uno de los cuales opta por escudarse detrás de una hoja de papel, de una carátula, eva- diéndose del momento en que su presente más confictivo los demanda: José abochornado por ser sorprendido desvi- viéndose por Margarita, lo mismo que al ofcinista desazona que lo sorprendan en la faena inapreciable de remontar los despeñaderos a los que la Voz lo precipita. Luego de la comprobada bancarrota emocional del estu- diante, lo aconseja y persuade vanamente para que renuncie a las aspiraciones con la mesera, mientras refexiona, nos- tálgico “a no entiendo las lágrimas, ni la esperanza, ni el deseo, ni esa verdad absoluta de que el mundo principia en la cabeza y termina en los pies de una mujer”. uien ha fngido leer frente a quien suele fngir, o de- muestra, que no escribe, ya no será el mismo en desen- cuentros venideros, pues ha vuelto encarnizado, disímil, de la guarida, de las páginas del volumen cualquiera, uno tras el que arqueó la mueca irreversible del hombre que se resigna, pero que no acepta que se resigna y que, por no aceptarlo, se oculta. El pudor indefenso que a José García se le ha revelado en este rictus de viveza y penuria exacerba- das por el enamoramiento, introduce un transitorio roman- ticismo en las codas del manuscrito: “Solo ella, su pequeña dimensión, lo contiene todo”, verso del que su hijo quizá no tenga noticia, puesto que quien se lo debiera compartir 80 AureA mediocritAs prefere depositarlo en la urna secreta de los bocetos frag- mentarios. El ofcinista, el predicador del parque, no le dice al primo- génito lo que desahoga por ambos en el cuaderno uno, esa otra criatura suya que aún puede, tal vez, obedecerlo y per- mitirle una infuencia tutorial. No solidariza el asombro por la beldad femenina con quien adolece no poseerla: “Podría decírselo y asegurarle que lo recuerdo claramente”, pero no lo hace, pues la soledad, el hermetismo a los que confna su prosa ya lo consignan, y eso le basta. José García rebosa fanatismos de admiración y rencor, ternura y odio motivados por la familia, encumbrándola como baluarte poético, y sin que la familia participe de ta- les veneraciones y despechos. Las conductas afectivas del amanuense, lánguidas, poco tienen que ver con el abrasa- miento de frustración, la sentimental desnudez, la tristeza y la felicidad que trashuman sus palabras íntimas cuando enaltece a la esposa sabia y atingente, al niño enfermizo y suspicaz, al impetuoso y prometedor abogado. Respecto del último, lamenta que le desprecie las reconvenciones y a un tiempo lo comprende con impotencia: “Me conoció vencido ya, uncido a mi rutina. Al principio le parecía interesante y misterioso que por las noches me encerrara a escribir [...]. Ha pasado mucho tiempo. No le importa ya”. El muro ale- gorizado en el ademán del muchacho, simulando que lee, y en el ademán sempiterno del que lo ha sorprendido y que simula, recluyéndose, una suprema labor de ingenio, fue primero el postigo abierto para la expectación y el mor- bo sin prejuicios generacionales. “Esperaba mi libro, y con él, al padre del que hubiera podido enorgullecerse”. este muro, esta obra interminable que se demuele y cimienta entre ambos, imposibilitando acercamientos, es aduana de sutil discordia que poco a poco agría, defnitiva, la ruptura. Irónicamente, porque la pared es erigida con la materia que le proveen a José García las enseñanzas involuntarias y las epifanías que irradian del ámbito de su clan, uno modesto 81 y a expensas de lo exiguo, al que le debe casi todo y al que su inconsciencia culpa de las adversidades. Absorto en la impureza del trabajo que lo fascina, no comunica con fran- queza lo que tan drásticamente aprendiera de las pérdidas, y garabatea un documento que su primogénito no leerá y que representa la ruina evidente de una relación insalvable tanto con la Voz como con toda persona, emparentada o no con él, que la circunde y obstaculice. Lo que no se compartiera en los remansos cotidianos del hogar se ha descompuesto, tiempo en balde, yerto, en los trasfondos turbios de una novela siempre inacabada. Al recriminarle a José su decaimiento por Margarita, el ofcinista emplea los pretextos categóricos de la contrariedad laboral y académica que lo hundirán, más aún, si no desis- te. Pretextos con que no desacredita la desgracia, sino que la oferta deseable. Reprende con fundamentos pretendida- mente autoritarios, convencionales. Cuando desinhibe un tono literario que quizá produjera un efecto duradero, se convence de reservárselo para la empresa monumental del no libro, en vez de despotricar con diatribas y retruécanos ante su hijo ensordecido por las estrofas de la lascivia. En las discordias tribales no es la retórica una destreza razona- ble a que allegarse: “Un lenguaje sabio, el único adecuado [...] nos aleja de aquellos a quienes tratamos de proteger con él. o lo entiendo y me avergenza usarlo”. Sea en la cuartilla, sea en las desavenencias paternales, cada vez que habla o escribe, las adormecidas arenas del Silencio, de las que se debate por emerger, lo sepultan. Preconice o no, se desgarra. “Mi impulso sería decirle: lo que tu sentimiento considera esencial, eso es lo esencial”, barrunta, idealizan- do un desempeño factible como interlocutor, practicándolo en un cuaderno que, al compendiar lo no dicho, esplende a veces como un devocionario de pesimismo autodidacta: “Porque la experiencia es eso: una triste riqueza que solo sirve para saber como se debería haber vivido, pero no para vivir nuevamente”. 82 AureA mediocritAs

El libro vacío contiene aforismos deslumbrantes como el que cito, aunque luego de los cuales a la clarividencia la des- aliñan la irresolución y el titubeo: “Pero, en rigor, ¿puedo, debo hablarle así? Siempre estoy en duda”. José García no da con el tono de la obra, como no da con el tono de la paternidad. Trasplantar al escenario de las pugnas cotidianas la pericia verbal con que las analiza y dilucida, en busca de interacción con quienes lo rodean, resulta tan desastroso como la constante opuesta de repro- ducir en los apuntes lo que sucede intramuros con los de- pendientes, que se adaptan, lo mismo que su borrador, a las peroratas que, desubicado, les dedica y con las cuales pretende controlarlos y hacerse amar por ellos. Tras un periodo de pesadumbre y ausentismo, el estu- diante de derecho presume de su rompimiento con Marga- rita, lo que acarrea un desacuerdo “o no estoy contento de algo que te causa dolor”, declara el ofcinista. La madre replica “o sí, contentísima. Comprendo que es un dolor, pero te faltan muchos [...]. Te falta el de ver llorar a un hijo”. Hay una transición, de las mudanzas estilísticas que acaparan al dueño del cuaderno uno, a las tribulaciones efectistas que deterioran el matrimonio promedio que so- brelleva. Cuando El libro vacío parece que deriva del pulso de la tabasqueña, ésta demuestra lo que con menos éxito su héroe lucha por asentar, indiscutible: que no puede ni podrá ser un escritor, siquiera, mediano. No lo respaldan la paciencia, la formación o la disciplina, o si es que ta- les distintivos lo asisten, moldea de cualquier manera con incompetencia los absolutamente inanes contactos que lo adosan al mundo en un registro no siempre vibrante. Corri- ge, descarta, execra o divaga sobre su cuaderno uno. Si Jo- sefna Vicens, al vuelo, le atrapa la pluma, yéndosele, si se la capitula y la devuelve al redil anecdótico y si por ende una historia se impone al soliloquio enfermizo alrededor del manuscrito, no quedan de la obra sino las vicisitudes anodinas de un administrativo que hace sumas y restas en 83 una calculadora, de lunes a viernes, en tardes de penum- bra. El libro vacío, entonces, no se supera. El engrane de su- perposiciones colapsa, dramatizando sin mayores virtudes el desaliento de un alcohólico de cincuenta y seis años que, casado con un ama de casa ordinaria y adusta, lidia con un pequeño doliente al cual se asemeja en temperamen- tos, mientras compadece al universitario distinto a él y a quien va desconociendo, prendado de una mesera que no lo desea. Si José García protagoniza, narrando linealmente, autómata, y si Josefna Vicens le concede ser y expandirse personaje, la novela que promete novelas palidece. Por el contrario, no escribiendo aquél sino el murmurar de los debería, querría, diría, escrutando los atajos por los que liberar a la Voz, es cuando descuella y desconcierta El libro vacío en las recreaciones de lo inexistente. La obra que ni José García ni Josefna Vicens han escrito, rutila entre líneas, entre lo que se cuenta y habrá de desa- parecer u olvidarse, y lo que se calla para que perdure. Las verdaderas inmortalidad y sapiencia de dicha obra enclaus- trada, que no leerá nadie, no residirán en el alcance de lo pronunciable, sino en la pulsación de las amplitudes intuiti- vas que presagia.

22 Las debacles de José García con respecto a la familia lo moti- van a escribir más que las relacionadas con el proceso crea- tivo, con lo que supera los pruritos de brevedad que se le impusieran cuando los tabúes de prosista menor entumecie- ron su avance. No se salva el escollo, aún, del relato sobre los infortunios del primogénito. El libro vacío abusa de un continuismo ilu- sorio, y lo leo, no habiendo por supuesto alternativas, a inter- valos que arguyen entre sí algunos inicios, clímax y desenla- ces de anécdotas que disfuncionalmente se imbrican, como ahora la de la noveleta protagonizada por el estudiante de 84 AureA mediocritAs derecho y por Margarita, con otra que la entrecruza y que difracta una vez más el conjunto episódico. Pepe Varela, compañero de trabajo y “tal vez el único realmente íntimo”, es regular en casa de José García, quien se toma muchos más párrafos de los que acostumbra para prologar la infortunada consecuencia de tal relación amisto- sa en una festa organizada por su viejo conocido a la que va solo, puesto que las esposas de ambos no congenian, conoce a Lupe Robles, “una señora bastante joven, guapa, alegre y estrepitosa ... viuda de un militar”. Afora el tema de la inf- delidad y sus rancios protocolos. El libro vacío no lo revitali- za o atenta contra lugar común alguno. Primero con reticen- cias, y predeciblemente dispuesto más tarde, como lo dicta el abundante guión del adulterio, el ofcinista obedece aquel llamado “que despertaba en mí una zona dormida, seca, ale- targada por mis problemas y mi fatiga [...]. ¡Me había bus- cado una mujer”, se ufana o afige, preludiando los clichés que sobrevendrán: la compra subrepticia de obsequios, las deudas que se contraen para costearse la vergüenza, los apa- sionamientos apresurados y las entrevistas encubiertas. El segmento no escatima cursilería. El tono de pusilani- midad y agudeza entremezcladas del que se sirviera previa- mente la tabasqueña para documentar los duelos del héroe con la escritura, vienen a ser, importados a la salmodia de la deslealtad marital, una muy débil pirueta expresiva: “Me enamoré como un hombre de cincuenta años, teme- roso, atormentado por los remordimientos, por los celos, por la pobreza, por la falta de tiempo para estar siempre a su lado, por el terror de que me abandonara”. ¿Es que demuestra José García que su registro no es acorde a las elevadas aspiraciones que simboliza el cuaderno dos, y su creadora, por verosimilitud, por solidaridad o por escar- miento, lo expone desmoronándose, otorgándole una vez más la oportunidad para que venza los atavismos con que lo reta el subterráneo, y cediéndole las planas de la novela para que su nebuloso lector al depreciarlo, condolido, le 85 confera de una vez el perdón que antes, y con martirizada vehemencia, le solicitara? Quien lee a marchas forzadas, aquí, la ternura de José García, secundará con facilidad su hipótesis de que no es más que un trasnochado principiante, y de que debiera di- mitir. La propia Josefna Vicens ha fundido su estilo con el del contador para componer el más extenso y, aciaga o cal- culada desproporción, peor extracto del cuaderno uno en El libro vacío, que se decanta por afectaciones convencionales y representa lo bueno, lo malo, en base a sobreactuados y maniqueos estereotipos. El ofcinista sabe, pues, que su primogénito está en la misma circunstancia que años atrás lo postrara, y querría predicarle una máxima, detallarle “mi última actuación en ese turbio mundo masculino de la conquista, la posesión y el alarde”. Pero las hipocresías conyugales con que sorteó la infamia, ocultando sus condenables pasiones por Lupe Ro- bles, no trascienden el confesionario torrencial en que se ha ido convirtiendo el borrador, en el que vuelve a entroni- zarse al ama de casa, quien, aun a sabiendas de la calumnia que se le infige, “jamás me reclamó nada”. Revela su aventura José García, la que aún lo “altera vi- vamente”. Ha superado el bloqueo y descrito personajes, re- producido ámbitos de vicio y penetrado en el vértigo de la promiscuidad y las emociones que descabala. Puso en acto de fcción a seres humanos que le fueron estimulantes y enalteció, como en todo momento, la caridad y pureza de su mujer, alternando frases que, con todo y el marco de intriga reciclable que las opaca, todavía me persuaden a recorrer la tenaz urdimbre del no libro que ya invoca su inconcreción última, su no desenlace. Frases que reencauzan el salva- mento de la Voz y que la reforman, enmendándola:

No sé si al morirse, el cuerpo quede tan vacío de uno, tan ausente de todo recuerdo, que no sienta algo, aunque sea una reminiscencia vaguísima del temor, en el momento en 86 AureA mediocritAs

que la tierra cae sobre él. Si lo siente, puedo decir que eso era lo que yo experimentaba frente a su puerta cerrada [la de Lupe Robles] ante la cual me quedé no sé cuanto tiempo.

23 Renuncia o aplaza, sin que sea probable que las continúe, a la parábola de la deuda moral y económica por infdelidad y a las lecciones sobre un mismo ultraje que intuye se repeti- rá, con similar acritud, en su hijo mayor. Merolico impertinente de sermones dedicados a quien desconoce, o de inútiles enseñanzas que no rescatan al uni- versitario descarriado que lo elude, José García descubre, acezante ahora, el modus operandi que favorece a todo aquel que se prepara para narrar: debe mezclarse con los demás, implicándose, aprensivo, en otras vidas, y asumiéndose un testigo meticuloso que presta comprensión, asistencia o vo- luntad solidaria únicamente para verter lo sucedido en una obra, o en un atisbo telúrico de obra que se abastecerá no pocas veces de infernos que no se le concedieron, de desdi- chas tomadas en alevoso préstamo; relatos por los que corre a menudo una sangre que no es la derramada o a veces la ni siquiera vista por quien ha de conservarla, o hacerla morir, escribiendo su cauce. El desplome de Reyes, otro de sus pares en el trabajo, le plantea novedosas dislocaciones literarias. Pondera la grave- dad, ¿la meritoria bajeza?, de asistir atentamente a la realidad mientras, al mismo tiempo, el subterráneo, coludido con la Voz, alista una página ulterior que contendrá los empobreci- mientos, las hipérboles, la elaborada mentira de lo que cap- te: “Así, en determinados momentos, eran simultáneos [...] mi pesadumbre por el acontecimiento y mi entusiasmo ante la perspectiva de referirlo”. El libro vacío es aquí el autorretrato de un artista que accede a la plenitud sensitiva solo en la medida en que la niega y la celebra, rehuyendo a veces el imperativo que 87 por dos décadas aturdiera su pasividad burocrática. Ins- talado en la celda para la que labora, semeja un panóptico escritural que todo lo percibe con agudeza. La tabasqueña trasluce las infexiones imaginarias de un contador que paulatinamente progresa, de un sentido de observación pesimista y dócil, al de otro, palabras mediante, que le per- mitirá rebelarse transformando, desde la mera tentación de conseguirlo, el mundo al que admira por sus bellas y terribles insignifcancias. José García no solo ha consagrado el insomnio incandes- cente de creador al cuaderno uno, variándolo, destruyén- dolo, pretendiendo su desaparición, modifcándolo en aza- rosas, ilusionadas correcciones, una y otra vez acusándole un fracaso, un atentado ético. También va esclareciendo su concepto de las cosas y el deber de verbalizarlas, aun si para ello ha de lesionar la privacidad y la confanza de quienes co- habitan con él, brindándole, involuntarias marionetas para su tragedia, el material en bruto. Reyes responde a delicadas difamaciones. Antes de de- tallarlas, el ofcinista paladea el peligro y la fascinación ocasionados por saberse portador de proyectos visionarios que lo sobreexcitan: “En determinados instantes sentía como una ola caliente que me subía a la cabeza y una es- pecie de hambre— sí, era ésa la sensación— de escribir lo que ocurría, de explicar que yo sabía lo que Reyes pen- saba”. Estas efusiones transmiten su gratitud al impulso genuino de la literatura, y hacen más crítica la bifurca- ción que subdivide a José García. Soporta o disfruta, de los condicionamientos escriturales, uno incierto, que no transige y es de los que más angustian: el de postergarse. Cumplimenta los automatismos de un presente indispen- sable, pragmático, al cual renuncia intermitentemente, con las pupilas, las manos, lo que reste del alma puestas en la cuartilla que a partir de dicho presente adquiere ya una forma impredecible, seductora, en el minuto postrero que la espera; cuartilla que se preconcibe, mientras tanto, en 88 AureA mediocritAs perpetuas combinaciones que no cesarán sino hasta que se las fje. En este prolegómeno a la recuperación ejemplar de la dignidad por parte de Reyes, es de remarcarse lo feliz o lo aterrado que se muestra el ofcinista, merced a la irreversi- ble diagnosis de que su ministerio estético lo compromete a ser, en desfase, cronista y parte de las historias que boceta: “Mi amigo y su conficto no tenían más función que la de proporcionarme, sin saberlo, un tema y un pretexto para escribir”. Lo sacuden “ráfagas” al presenciar un evento que puede serle provechoso al fnal de la jornada, cuando, pese a las aficciones que lo cooptan, encare los apuntes. Declina en su postura de adversario del subterráneo y percibe los catalizadores que lo conminan a escribir, con actitud avi- zora y reconcentrada, con una menos fatal aquiescencia, resignándose voluntarioso: “ ‘Que no se me olvide anotar esto’, pensé”. Los antecedentes del delito de Reyes —un ostensible des- falco— van siendo intercalados con lo que se dice a sí mismo quien los memoriza, para el manuscrito, mientras ocurren. La maestría de Josefna Vicens en este apartado consta de un admirable, otro, paralelismo: superpone los escrúpulos de su amanuense a la fcción que a punto está de ser contada. La conducta del ofcinista, las justifcaciones impunes que lo alientan, son literariamente fructíferas. Tan egotista como cierta es tal vanagloria: todo acontecimiento real, público, de haberlo él seleccionado, solo es una fase obligatoria, lenta e incómoda de un texto futuro, privado. Transcurre a retazos, entonces, el proceso de inculpación a Reyes, que no se recrea completo debido a la pesadez refe- rencial de los detalles que continuamente van a interponér- sele al enfebrecido testigo “o entendí que ... escondiera su pañuelo, delator de una pobreza que pudorosamente trataba de recatar. Por eso me da vergüenza haber aislado y reser- vado ese gesto como buen material para mi relato”. Relato que no leo como fue o está siendo, sino como pudiera ser 89 escrito. José García narra los gestos de Reyes asediado por los directores, pero no los narra, dando a entender que las líneas empleadas para ello remedan lo que pasó, pero no lo que pertenece, aún, a la dimensión imaginaria, recompuesta estéticamente, de lo que pasó. Luis Fernando Reyes, entonces, “dispuso indebidamente de cinco mil pesos”. Parecen importar, como si ya se los trans- cribiera ligera o contrastadamente modifcados, los nombres del indiciado tanto en el caso del desfalco como en los esque- mas preconscientes de un capítulo que quizá lo inmortalice. José García, si bien apunta o imagina párrafos de parca sol- vencia para expresar la sorpresa que le signifcó la noticia del robo que su homólogo perpetrara, opta por desentender- se, apresado por una peculiar nobleza, de la mezquinad y de la usura: “Estaba seguro de que escribiría el relato [...] con gran fuerza .... ahora ... no sé por que no quiero dar deta- lles. Siento que es aprovechar el error de un hombre”. ¿Pero de qué otro sustento, sino del error de uno y de todos los hombres, ha de servirse la literatura para regenerar su ciclo, su validez y su misterio El ofcinista execra tal impuesto. a detectado, no sin aversiones, el refejo de lucro que opera en su interior cuando se interesa por otros. Hay una diferencia notoria entre quien escribe y quien decide no hacerlo; diferencia por la cual se aboga desde valores abstrusos en El libro vacío. Quien escribe, sobre la miseria o la dicha, no ha podido callar, saciando una necesi- dad inaplazable y extraña y sin recibir ya un castigo, ya un reconocimiento proporcionales al resultado de la elección; quien decide no hacerlo supone que deja intactas la felici- dad o la pesadumbre de los individuos que lo inspiraron para cometer el acto innecesario, delincuencial, de reinven- tarlas. ¿Pero qué otros infortunios puede ocasionar la lite- ratura, o qué otras alegrías que superen de verdad, que de- nigren o enaltezcan de verdad los infortunios y las alegrías que le acontecieron a los que las experimentaron para que otro las narrara? 90 AureA mediocritAs

“Nuestra realidad no puede expresarse fácilmente: senti- da, vivida, es recia y conmovedora; narrada, aun con la más legal sobriedad, se deforma extrañamente y adquiere algo de queja indigna”. Incluso las menos elusivas composiciones, las compren- sibles y directas, incriminan de falsario al novelista, pues aun apegándose con estrictas llaneza y fdelidad al ejercicio de transmitir el que sea que haya seleccionado como tema, estará pervirtiendo, apenas por duplicarlos, a un individuo y a sus percances. Reiterativamente indispuesto a exponer a Reyes, y a su vez exponiéndolo, pese a no ahondar en el desvío de re- cursos, el ofcinista está comportándose como cree que no debiera y se le va, una vez más anárquica, la pluma, que precisa la motivación del acusado para malversar fondos: una cirugía de riesgo para su esposa, que pudo haber sido re- suelta por quienes lo procesan, si éstos le hubieran liberado un préstamo que antes de la falta, y externando razones, Re- yes les pidiera encarecidamente. Durante un interrogatorio que a todos impresiona, el presunto ladrón desborda honra- dez y compostura, en un “momento en que él convirtió su miserable vida, su pobreza, su dolor, en un pedestal sobre el cual se irguió y sobre el que, digno y arrogante, contem- pló en silencio a sus acusadores”. José García no rehúsa del todo capitalizar el sufrimiento del colega, aunque recubre de abstracción el informe y los testimonios de los hechos. Desde su punto de vista no está narrando el desfalco, sino que resume lo que optó por no narrar en una especie de fltración ambigua que no impide la sutil y constante trucu- lencia de que se lean en el manuscrito líneas que no lo han sido todavía. La lógica delirante del contador es no detallar con exactitud alguno que otro suceso que de cualquier modo será prescindible: “Me parece también que los pormenores suavizarían, ablandarían el relato de un asunto tan dramáti- co, que merece ser comentado en forma recatada y escueta. Así lo intentaré”. Piadosa, y aun obligatoria, la estafa de Luis 91

Fernando Reyes termina siendo una síntesis que, pese a la consignación en el cuaderno uno, no se sabrá como ni cuan- do, retomándola, el ofcinista traslade al cuaderno dos. El libro vacío, desde perspectivas múltiples, y por mucho que mi lectura lo vuelque a su aparición verídica, es impo- sible, justa e irreductiblemente la oquedad abierta en que la Voz enmudece, hablando, y en que una prosa no escrita se lee. Volumen que, consumiéndose a sí mismo, sucede sin embargo en el pronunciamiento de una lucha falible por abolir la predestinación de su título, en cuya espiral metafí- sica insistirá Josefna Vicens hasta la última palabra, que no será, irónicamente pretendiéndolo, aquella primera que lo instaure, íntegro.

24 El percance de Luis Fernando Reyes ilustra que la estrate- gia de José García es contraproducente. Los escapes que lo pudieran asistir en la terapia de contenerse, interesándose por los devenires de otros desde una perspectiva que lo fue- ra separando de sí mismo, han de ocasionarle que se aferre más a la Voz, que ésta se le insubordine con ahínco y la ne- cesite con renovada diligencia, de manera que, respecto de los incidentes terrenales que aparentemente lo distraen del manuscrito, sienta “la imperiosa necesidad de comentarlos”. El ofcinista, si bien sorteándolo, ha de reconocer even- tualmente su compromiso fallido: concretar “algo que no fuera este rodeo constante en torno a mí y a mi particular conficto de escribir o no escribir”. es que la Voz no se le manifestó para que la evidenciara con tal desfachatez en la plana, ni para que, sin apropiarse de las claves con que lo abruma, en vez de obedecer a su inercia procediera, en la iniciación, a cuestionarla y empobrecerla con diva- gaciones infnitas. El Silencio de dos décadas debió adies- trarlo, proveerlo de un sentido meditativo de abstracción, sí, pero que le facilitara después, en acto, desligarse de lo 92 AureA mediocritAs que ve representado en la página mientras lo crea, para poder continuar ejecutándolo. ¿Por qué detenerse a desmantelar con premura imposi- tiva el armónico ensamble de sonidos internos y palpitacio- nes que le suministra el subterráneo? ¿Por qué amordazar un canto que apenas brota? José García reprime su deseo instintivo, escritural, ape- nas éste se desata y lo embiste. Hombre con sed que horada un estanque gigantesco a punto de desbordarse, ocluyendo, con rapidez, la difícil abertura que tanto tardara en hacerle y pese a que por ella mana, nítido, el elemento que nece- sita para sobrevivir. Tan caluroso, tan compañero como el alcohol. Elige someter el elemento anómalo de la palabra, que lo enfebrece, a burdas experimentaciones, a ciclos de invaria- bilidad y desgaste: “Como un rumiante [...]. He llenado pá- ginas y páginas solo para decir que mi mundo es reducido, plano y gris [...], que mi mediocridad es evidente y total”. Es el cuaderno dos el que todo lo trunca por su brillantez deletérea, por su inhumana superioridad y por su presen- cia totémica, y el que sin existir más que como un anhelo subyuga y compromete a José García, quien de un párrafo a otro, aun entre una frase y otra, revira de una inconvincen- te humildad —“quien leyera esto [...] podría pensar que soy un hombre modesto y sincero”— a un envanecimiento de soberbia:

A mí me agrada leer; a los que son como yo también les gusta leer. Pero, sinceramente, no creo que ni a mí ni a ellos nos interesara leer ese libro que yo sueño escribir para de- cir a los demás algo distinto y trascendente. Tal vez ni lo entenderíamos.

Supone que la nerviosa letra manuscrita con la que atiborra mamotretos archivados en gavetas o cajas fuertes bajo llave desencadena oscuras enormidades, y se vitupera por no li- 93 mitarse a proceder, viceversa, redactando con cierta claridad placentera. Presume luego que a su libro sublime no lo enten- dería nadie, ni él mismo, reforzando el fatuo alarde de que lo no escrito es, por su sola grandeza presentida, extraordinario. Declararse, las manos ensangrentadas de tinta, un escri- tor consumado sin obra, sin víctima. Aventuro una evidencia conjetural que concilie al medio- cre y al subterráneo con El libro vacío el ofcinista escribió ya, en parte, el cuaderno dos, afortunada o desafortunada- mente y sin percatarse, faltándole acaso la frialdad, la pa- ciencia de la criba objetiva para discernir lo que ya perte- nece o pertenecerá, indudable, al gran volumen hermético. La contraparte de lo que contendría el cuaderno dos, un “relato ameno, intrascendente”, que considera no estar tam- poco escribiendo, José García ya lo prefgura en el borrador, pues no pocas escenas de las que confecciona escapan a su autocrítica enfebrecida y coinciden con las de los “libros sencillos, ligeros, que nos ayudan a olvidarnos de nuestras preocupaciones”. Otro maniqueísmo insuperable le impide aceptar ahora que, hasta en lo que clasifca, nebuloso, como un texto de trascendencia, pudieran ocurrir las complementarias bana- lidades que de pronto lo repelen. ¿O es que no hay obra maestra sin al menos un componente superfcial o un ele- mento de justifcada ordinariez El ofcinista cree necesario, por ende, decidirse no por la prosecución del cuaderno dos, que lo consagraría por indefectible, sino por cualquiera otro, irrelevante y baladí, “un relato corto, una anécdota graciosa, un suceso interesante”. Patetismo de genio a ciegas, decidiendo, compulsivo, que libro de menor densidad escribir para, una vez padecida la deliberación, no escribir de todos modos ninguno. ¿Para qué abstenerse, o no, de la hechura de un libro de difcultad aparentemente irrisoria, si en tinta quedará siempre un modelo que difera del preconcebido, y si no dependerán, la permanencia o el olvido, de quien crea que 94 AureA mediocritAs se traiciona o de quien crea que se profesa una sacra fdeli- dad a sí mismo, a la literatura, cuando lo escribe? José García declara, con presunción de resentido, “mi nuevo y más modesto propósito de escribir relatos cortos y fáciles”. Propósito éste de subjetiva desesperanza que le sigue a otro lo mismo de naturaleza despechada, y que se hubo de malograr al no haber sido escrita ni una novela sor- prendente ni una regular, “porque sé que es muy difícil”. Con amargura sarcástica desplaza el empecinamiento y se contenta con enfocar su atención en las particularidades de otro género literario, para el cual habrá de servirse de aquello que previamente sustentara sus infértiles perífra- sis: la memoria, que “puede ser también el más tibio refu- gio y la más suntuosa riqueza del hombre”. Hurga, pues, en “los relatos de mi abuela, lánguidos, interminables”, y en los “exuberantes” del tío Agustín, testimonios de los que ya echara mano y que no compensaron su ardua obcecación. “Sí, estoy decidido. Durante una o dos semanas, en vez de escribir, voy a recordar”. Del presente que contuvo, entrechocando, al mediocre y al subterráneo en un espejo en que transitó una lenta y lumi- nosa metamorfosis, a los hubiera contritos con que José Gar- cía ensalza derrotas, El libro vacío proyecta el cometido de un texto que ondula, sólido y satisfactorio, en el abismo ge- nerado por la Voz, a la manera de otra tabla de salvamento. ¿Es que las obras amenas y ligeras “que nos ayudan a olvidarnos” contienen, para el ofcinista, una garantía de re- dención y advocan la felicidad para los taciturnos, como él, al borde de producirlas con el sinsabor latente de incurrir en un crimen decorativo? Para irse atemperando, conjuga en futuro, alborozado por lo que los recuerdos, reemplazando a las palabras, abarquen: “Ahora no me limitaré a esperarlos ni a retenerlos, sino que los provocaré, iré en su busca y los recorreré acuciosamente con todos sus pormenores y relaciones. después, escribir”. El método no carece de ingenio. Nuevas experiencias van a 95 impregnar su memoria, no con lo que haya ocurrido, sino con lo que desee que ocurra, suscitándolo, para desacreditar los acontecimientos y desdeñarlos cuando, veraces, los pre- sencie, transformándolos al instante de su manifestación en una reminiscencia inmediata que posea las cualidades de un lance remoto. “Es posible, ¿por qué no?”. No escribir para solo recordar, prefabricando remem- branzas instantáneas e incluyéndolas luego en un tomo automático, sin esencia, de una facilidad aparente que lo imbuirá de paz y de sosiego. a que su extenso periodo de mutismo e indisposición lo perjudica con creces, y ya que comporta una época que no puede recuperarse —“si no hubiera desperdiciado veinte años en contener mi impulso”— lamenta decaer en el desva- río de concebir un libro que, como él, no sea sino un arqueti- po de lo llanamente mediocre. aunque acostumbra cavilar decisiones parecidas y es predecible que se retractara, esta vez ha ido, quizá, demasiado lejos, acariciando el desacierto de darse por vencido, lo cual explica, elocuente y abrupto, el cierre del episodio: “No sé, no sé nada ya. Estoy terriblemen- te cansado. Lo mejor es abandonarlo, olvidarlo todo”.

25 Colmo de la monodia y el hacinamiento, tan uniforme como invicto El libro vacío casi fnaliza, sin que su héroe recobre la escritura de la desaparición a la que la fue arrastrando en cada página no visible. Atemporal agenda de recaídas que un bebedor neurótico actualiza cada vez que se sobrepone a los intermitentes co- lapsos que lo debilitan, forzándolo a pausar. El ofcinista emerge de las lagunas en que reposara o ha delirado, y entonces, en la plana, reconoce letárgicamente sus párrafos, demolidos por el ánima imperativa de la obra ma- yor que los desaprueba. Sin el “tibio refugio” de la memoria 96 AureA mediocritAs guareciéndolo, no puede continuar y boceta solo, en el mareo de una desubicación caliginosa, otro principio infnito. La factura del cuaderno uno condice las pautas de lo que un enfermo atormentado mal recuerda tras inconsistentes nostalgias que no son, luego, compartimentadas. Aun ape- lando al recurso del salto temporal, escasean las consecucio- nes, en tanto un pase de página puede atomizar los empeños de argumento previos. Cada episodio niega el resto aunque propenda, sin efciencia por lo regular, a ensamblarse y con- tribuir a un orden orgánico, recomenzando desde un punto, el de la impotencia, que no aventaja, y en el que gravitan el olvido parcial de lo que se ha escrito y la poca destreza para reestructurarlo. Entre un punto y aparte de un fragmento y la mayúscula inicial, acicalada del próximo, José García pier- de la conciencia. Recobra de repente, confusas, las nociones de lo que hubo hecho, condición que le impide que reanude, encadenándolos, los apuntes que lo mortifcan. De un acalorado juramento a la muerte o la renovación, esgrimiendo aspiraciones de amenidad y ligereza, da trazas ahora de haberse, nuevamente, desvanecido. Espabilándose, ausculta el folio en blanco, con el mismo contenido azoro de hace veinticuatro entradas: “Hace una hora que estoy ante esta página sin decidirme a formular la pregunta. Debo hacerlo. ¿Creo todavía en el libro?”. las anécdotas del tío Agustín, y las de su abuela aquel acervo de reminiscencias prefabricadas de que disponía valerse para los menos tristes, claros y sencillos relatos que no tarda en escribir? ¿A cuál de los estanques etílicos, insomnes o laborales fueron a dar? Lo fulminan chispazos de oraciones trituradas, oraculares, que acaricia sumido en una suerte de soporífero embeleso. Apenas aminora el trance narcótico en que la pluma se le va —extremidad irascible que serpea— cuando el mediocre contempla con escepticismo lo vertido, presa de un indolen- te desapego que lo separa incluso, momentáneamente, del subterráneo. Devuelto al presente poético, se rinde ante un 97 aviso sensorial por el que acepta, con estupor, que ha em- prendido un libro. Volviendo poco a poco en sí, lo execra con el ya consabido reparo: “Ahora comprendo que no tenía la menor idea de mis verdaderas posibilidades”. Decaído, interpela con mórbido entusiasmo su refejo, que la Voz enturbia: “José García, lee tu cuaderno, borra esas fra- ses absurdas y presuntuosas y sustitúyelas con la única que realmente te es posible frmar No puedo dejar de escribir ”. El libro vacío amparó el equívoco de que un individuo común, inescrutable, no podría dedicarse por entero a la literatura. Pese al inusitado heroísmo de dicho individuo al reconocer que lo hará de todas formas, la novela no es que desista o se contradiga, sino que aclara, extremándola, su proposición primordial, pues no puedo dejar de hacer- lo implica una todavía más desoladora treta y un más alto nivel de inmolación, comparado con el no puedo hacerlo y voy a demostrarlo de los episodios introductorios a esta pesadilla grafomaniaca. El no autor es condenado a no desistir, y únicamente para que después declare, descon- tinuando borradores eternos, que no pudo narrar. Al titán pusilánime de Josefna Vicens le fue dable no más que la perpetuación obsesiva de la imposibilidad. El pacto, de fábula o de mitología, es tentador y es vil: escribe para siempre, mediocre subterráneo, pero solo para esmaltar tu mutismo, y si es que dilucidas una historia que conjure al Silencio, releyéndola experimentarás eterna ignominia. José García cree haber contradicho sus premisas al aperci- birse de que no es capaz de oponerse al designio y de que siem- pre lo asistirán la prosa y la vigilia, lo que le veda considerar el impuesto a que se reducen esa nula celebridad o esa dádiva. Por la timidez con que da comienzo a este apartado —“¿creo todavía en el libro?”— es de admirar como no se percata lo más mínimo de la temeridad que de inmediato lo refuerza, de como la indócil escritura lo levanta, pese a que antes, ya tantas veces, lo derribara. Reconduciendo el fracaso con alentadora histeria, José García exhibe lo que 98 AureA mediocritAs probablemente los garabatos anteriores ocultaran: su paten- te demencia. Emana de un delirium tremens caligráfco. A partir del “no sé, no sé nada ya”, y de la meta transitoria del texto fácil que a todos pudiera encantar, no bordea ni explora, en el manuscrito, el vacío, sino que a éste se ha precipitado. Se hunde más conforme relee, reescribe y elucubra, corrige con intensidad o mira solo, alienado, tal o cual folio, entablillada la pluma en ristre, quieta. Un embrujo de locura contempla- tiva torna insostenible la tarea de fniquitar el cuaderno libro dentro de cuyas antesalas incomunicadas peligra la razón, pudiendo aún conservarla de haber ignorado la cita con la Voz, nada más que por un irrisorio par de décadas retardada. El ofcinista hubiera interpuesto un elemental mecanis- mo de defensa, ¿pero cuál?, para prevenirse contra un infrecuente y, en su caso, de complicaciones telúricas: la li- teratura. No evitó que lo perturbara, que lo redujera, lerdo, al repositorio de una dislexia incurable que no cesará de ins- truirlo en un paranoide circunloquio “ si no puedes dejar de escribir, continúa haciéndolo en este cuaderno y luego en otro, y en otro, siempre secretamente, hasta el día de tu muerte”.

26 uizá he propuesto la insania del ofcinista con el afán de que se me confriera una variante, a salvo de la endemonia- da secuela de vértigos a que instan sus iterativos monólo- gos. Pero El libro vacío evade todo proceso crítico de dege- neración mental al que su protagonista pudiera devenir. Lo hacina en una frontera de ambigüedad y lo refrena para que no adelante obra mientras, a la vez, lo exime de des- quiciarse. Habrá decenas o cientos de cuadernos apócrifos prologando durante años el íncipit inexpugnable que ha ido dilatando Josefna Vicens y acaso todos merezcan, in- 99 distintamente, intitularse uno, lo mismo que, por separado, los veintinueve fragmentos de la novela en que los destila. “Nada importante diré nunca. Sé también que a pesar de ello seguiré escribiendo”. No hay siquiera un sensible rebase del punto de partida, puesto que nunca lo hubo: “En último análisis, ésa es la con- dición del hombre y la lucha constante entre su anhelo de perfección y su debilidad”. José García —o cualquier otro que haya descendido acantilados verbales— no hace sino exten- der, a cada línea que graba en el papel, la distancia que, insal- vable, mediará entre los esfuerzos por consumar el ascenso y la cumbre que lo atrae. A un desplante altivo de voluntad siguen tanto el proporcional alejamiento de lo que dicha vo- luntad codicia, como se ahondan los tremedales que transita quien se ha decidido por andarlos. Los resultados desconcertantes del escarceo con la Voz le representan vetas por las que su discurso, extinto siempre, sorpresivamente reencauza cometidos absurdos, como esta otra excentricidad que de súbito se propone llevar a cabo: “Vencer el anhelo de ser leído, de ver mi nombre escrito en cada página, de oír a la gente decir: ‘El libro de José García’ ”. El ofcinista relatará, comprometido hasta que fallezca, que no pudo haber narrado. A esta práctica leteica le añade un despropósito inaudito: el de resistirse a que lo reconozcan, a que descubran, entredigan o deploren una obra no habida: “Esta lucha sí puedo emprenderla y ganarla porque acontece en una zona íntima, susceptible de perfeccionamiento. Sé que me será muy difícil”. No habiendo, pues, más que un acervo de no fragmentos, pese a ello al ofcinista tranquiliza que su biografía inédita sea reliquia intacta: “Ni mi mujer, ni mis hijos, ni siquiera un amigo, han leído jamás una sola línea”. Las palabras ensordecidas por las que va consumiéndose —“me parece que yo también muero con ellas”— perpetra- ron una suma fantasmal de manuscritos que, fortaleza inte- rior, incógnita, lo aíslan. Dentro, inerme y creando, escucha 100 AureA mediocritAs las deliberaciones con las que los propios ecos, desarticula- dos, arrullan su grafomanía. Se ha provisto de un espacio en que robustece su diletantismo retraído, y en el que nadie participa: “Cuántas veces, entusiasmado por alguna idea, he deseado comentarla con alguien, pedir ayuda, estímulo [...]. Pero, ¿a quién puedo dirigirme? [...], yo hablo aquí de mis frustraciones, de mi cansancio, de mis sueños”. Josefna Vicens contrapone las pulsiones escriturales a la insipidez doméstica, extremando las difcultades del contador, al que franquean la vulgaridad hogareña, sutil y permanente que lo interrumpe, y el talento anémico que lo fagela. En este apartado, la controversia es ya terminante. Presa del hartazgo, José García lamenta la indiferencia, no exenta de cierto respeto, de la esposa, quien sin depararle una colaboración interlocutora solo encarna el símbolo de lo “desesperadamente igual”. Reservarse intercambios de impresiones respecto de su prosa con la mujer de la que se apiada y a la que adora, esconde, soterrada, una constante necesidad comunicati- va. De sucederse, una discusión explícita pudiera revocar el cómodo entorno preestablecido que, aun con restriccio- nes, lo favorece. Una charla sobre los contenidos de los bo- rradores fltraría revelaciones personales que pudieran in- quietar al ama de casa, cercana e irreconocible, con quien lidia y amortigua los embates de la misantrópica soledad a la que lo confna la literatura. Lo que no le dice al pri- mogénito está en el cuaderno uno, lo mismo que aquello que no le será referido a la mártir arquetípica que ocasio- nalmente adquiere resplandor, importancia, notoriedad y encanto. “¿Cómo puedo pretender que se interese por un libro en el que yo mismo no creo?”. José García dudaba sobre la creencia en eso, en esto que denomina libro, en- tidad a cada tramo vaciada de componentes. Aquí, deci- didamente, abandona la fe, y las razones por las que no comparte su repertorio de añicos también obedecen a la desaprensión. El previsible desinterés y las indirectas de 101 los otros, comenzando por los de su cónyuge, han de ser dolorosos, tácitos:

Dice que esas horas podría emplearlas en aprender inglés, que en estos tiempos es muy necesario. ¿Cómo, aunque me lo pidiera, voy a enseñarle una serie de páginas en las que no hago más que contradecirme y discutir conmigo mismo mi posibilidad y mi derecho a escribir?

Es ésta una declaración rotunda y un más lúcido apelativo para el género, de haberlo, del cuaderno uno, hacia el que ya es inocuo referirse como al escombro de una novela o de un relato: es un debate autocrítico, encarnizado, por “mi de- recho a escribir”. Si el ofcinista es o no el autor trascenden- tal o ínfmo que según el estado anímico de sus relecturas pretende ser, ello es irrelevante, porque nadie, ni él mismo, como con tozudez demuestra El libro vacío, le arrebatará jamás la palabra, conquista de las más esenciales tras una lucha que, por ser verdadera y porque según sus propios tér- minos, fructifca, prescinde de las alabanzas ajenas y de las aprobaciones o desacuerdos externos: “No podrá entender nunca [la esposa] que no me es posible hacer otra cosa [...]. Pero el caso es que jamás conocerá mi cuaderno, ni el gozo y el dolor con que inexorablemente escribo”. El hijo mayor, quien se mostrara interesado alguna vez en sus extrañas af- ciones hasta que ya no lo inquietaron, es otro prospecto fa- llido de confdente “Ahora no hace nunca la menor alusión [...]. ¿Cómo va a perder un minuto en leer unas líneas que no tienen argumento ni truculencias? [...]. No, a él no debo enseñarle nunca lo que escribo”. Signifcativo es que José y la Voz empaten edad “Tiene encima sus radiantes veinte años y casi no puede con ellos”. Dato de aparente inclusión accidental que induce a otro para- lelismo. El universitario nace al mismo tiempo que la orden férrea que apura: “Tienes que hacerlo, tienes que hacerlo”, y es quien coincidentemente trunca los intentos del padre 102 AureA mediocritAs cuando decide reencontrarse con él, tal y como le ocurre al ofcinista cuando decide reencontrarse con el discurso indo- mable de su proyecto poético. José García improvisa estrata- gemas inefcaces para estrechar la Voz, mediante la escritura, y para estrechar al primogénito mediante la experiencia y los consejos improductivos. Las asimetrías entre su vida tutelar, nostálgica, y la vida impulsiva, utilitaria del muchacho, con- frontadas en el cuaderno uno, son obvias e irreversibles “o soñaba con un viejo barco y con recias y generosas hazañas, y él sueña con tener dinero y un automóvil último modelo”. Descartados la esposa y José, le quedan dos improceden- tes afnidades ante las que pudiera divulgar, compartiéndo- la, su identidad literaria: Pepe Varela, “pero apenas había empezado a hablarle de ellos [los cuadernos] cuando com- prendí que un muro frío nos separaba y que él [...] no podría comprender nunca una obsesión que él mismo no fuera ca- paz de padecer”; o, el niño endeble a quien en vano implica- ría en un propósito de anónima relevancia: “¡Si mi Lorenzo no fuera tan pequeño aún! Él también se esconde en los rin- cones menos accesibles de la casa y pasa horas absorto, fasci- nado ante quién sabe qué”. Aun cuando el ofcinista profesa por Lorenzo una notoria predilección debido al carácter que acusadamente los iguala: “Él también tiene y oculta varias libretas en las que ha dibujado unos animales que inventó”, el menor es, a pesar de las aptitudes y de la sensibilidad he- redadas, un cómplice incompatible, cuyo azaroso defecto es no haber nacido cuando la Voz, y el hermano incontinente, nacieran: “¡Daría algo porque Lorenzo hubiera sido mi pri- mer hijo! [...]; es la única persona que podría acompañarme en esta particular soledad”. La tabasqueña no dramatiza, extendiéndola, esta simbio- sis empática, que concede aquí especular a propósito del re- curso novelesco del manuscrito perdido. ¿Es Lorenzo, adulto, el albacea de los materiales que a José García no dieron fama por haberlos ocultado, y ha heredado papeles innumerables, expresamente testados para él en qué legajo, y si es que dio 103 con alguno comprensible que sobresaliera entre aquella cen- tena o más de libretas empastadas que fermentan en la po- dredumbre de una pieza helada? “Si muero antes de que él pueda entenderlos, le dejaré mis cuadernos. Cuando llegue a estas líneas sabrá que pudo haber sido el único testigo de esta parte secreta de mi vida [...]. ¡En nada he puesto mi más ferviente esperanza!”. Sin embargo, y compulsada después con frialdad la lista de candidatos con quienes discutir o a quienes entregar la obra en ciernes, el sentido común, la tris- teza o el resentimiento lo convencen de que dictamine sobre cada uno: “Tampoco puede acompañarme”.

27 Aledaño al espectro de responsabilidad inconmovible, grisu- ra y pobreza que su apariencia normal despide, y alrededor del que la familia y los pocos amigos aproximan un salu- do, un gesto de afecto, alguna réplica, informándole con sus interacciones, equívocamente, sobre quien y como es, José García escribió, está escribiendo y escribirá El libro vacío, sin que nada excepto los desencuentros con la palabra, casi, lo defnan, y sin que sea nunca, como los apuntes del cua- derno uno, más que una radiante sombra de fracciones. O una promesa. ¿De qué, ante quién? Será tal vez, muy pron- to, un clásico, y quizá presencio la penumbra desde la que despunta su genio. Cada letra para la que se acoda, monacal, va confrmando su grandeza. O su inmortalidad expira en cada frase, así el Silencio retroceda y la pluma se desmande, infatuándose, caótica, contra la “desesperada sensación de encontrarme siempre en el mismo sitio”. El llanamente nombrado José García cobra su apuesta tras bordear las fases de autodescubrimiento en la escritu- ra, corroborando la convicción de ser nadie, y asumiéndose acto seguido, en el declive de la lucha, una identidad com- puesta en que se dispersan miríadas de duplos “escondi- dos, superpuestos, sumergidos, adyacentes, provisionales”. 104 AureA mediocritAs

El cuaderno uno, que vaticinara el armisticio improceden- te con el subterráneo para reconquista de la Voz, deviene una piedra de toque para que discrepen aún más cómplices. Vuelven a serme problemáticas las concesiones al tópico de la vocación del ofcinista, encubierto tras un halo brumosa- mente colectivo que oculta sus particularidades de aprendiz que se perpetúa y extravía. El libro vacío elogia una de las hazañas imprácticas y para- dojales de la literatura cuando es literatura y nada más: toda fuerza y autenticidad estriban solo en escribir, apropiándose de un estilo singular, y una vez que se aprende a ser ninguno entre las otredades íntimas. Conocerse y luego despedirse de sí mismo, irreconciliable y mezclado, ya sin rostro en la pági- na, con los reconcentrados intercesores que la Voz convoca desde dentro. escribir, por añadidura, para la nada. Desprovisto tan violentamente de rasgos, el ofcinista no sabe, de pronto, quien es. Pero sabe sin embargo quien, y siempre lo supo sin atisbos de duda, no es: un individuo acorde a los usos de la “gente fuerte, rígida, que se marca un camino y va por él sin titubeos, con paso frme y sin desviar los ojos de un punto fjo”. Recapitulo: un contador entre las multitudes, que se llama como quien sea, bebe y aplaca sus raptos de neu- rosis puntuando enrevesadas y preliminares versiones o de un repertorio de aforismos o de un ensayo sobre la nada o de un poemario en prosa, y sin que haya escrito, nunca, esta diatriba: no quiero ser escritor. Manifesta, sí, las incapacidades y las restricciones: no debo, no puedo, debería, podría. ha tal vez aseverado entre líneas, con- tundente, no soy, pero nunca declara no quiero, lo que pre- supone una esperanza terrible como todas las esperanzas y un encargo conferidos al acto que no debe abandonarse. Por muy inferior que aduzca sea la ejecución de sus pá- rrafos, el ofcinista, como él mismo asevera, “ratifcaría”, en conjunto, el cuaderno uno, pues “deshilvanado, torpe y hasta contradictorio muchas veces, contiene mis ideas, 105 mis acontecimientos, mis emociones. Puede no interesar a los demás, pero a mí, en su totalidad, me expresa”. No importa que dicha totalidad se componga de combaduras y flos inconexos. José García prefere considerarse, y a su documento inclasifcable, suma válida de simultáneas dispa- ridades que deben ser tomadas en cuenta sin desprenderlas, en tanto el borrador, “desmembrado, no solo no me expresa, sino que me desvirtúa y me traiciona, porque cada una de mis verdades deja de serlo si se la priva de su relación con las otras”. El cuaderno dos apela, entonces, a un artifcio de dudosa ética, sueño intachable o argucia contra la comple- jidad humana de la que inevitablemente derivaría. Nada es digno de ser anotado en él puesto que la coherencia, belleza y equilibrio que lo articularan ya no van a enmarcar en su mediana plenitud a la persona, en este caso, que su propie- tario no tiene intenciones de dejar de ser a cambio solo de presumirse creador de un texto sólido, de una novela hecha. Menos impostado es propender a farragosas inconsistencias y contradicciones que de una oración a otra corresponden al ajetreo de los ofcinistas “escondidos, superpuestos, sumer- gidos, adyacentes, provisionales” que raptan al más visible, apiñados en un alud continuo de tercas indecisiones: “Pare- ce que siempre estoy justifcándome por escribir lo que unas cuantas páginas adelante tengo que negar. Es cierto, pero, ¿qué puedo hacer?”. Comparándose con un infante que “se asoma al brocal de un hondo pozo, grita su nombre y escucha emociona- do que aquella misteriosa oquedad lo repite”, comprime su aislamiento al máximo. En un casi prodigioso retiro, ya sin la expectativa de Lorenzo catalogando el muladar de sus carpetas en el futuro, se inviste amo y señor híbrido de lo que ha escrito “o escribo y yo me leo, únicamente yo, pero al hacerlo me siento desdoblado, acompañado”. El héroe no desea que se lo escolte, y dinamita, tanto con las obsesivas redundancias de tema como con las alusiones a la grandeza de reservarse, los puentes levadizos de una 106 AureA mediocritAs historia sobre los que salvo, en ocasiones, los afuentes den- tro de los que un documento aleatorio irradia, tenue. El libro vacío no pocas veces me ha excluido, pero perse- vero en la lectura, maravillado a causa del aburrimiento epi- fánico a que se reducen ciento y tantas páginas que no son sino la misma página, y a propósito de las que mis glosas no han de ser, quizá, sino la misma glosa, también empecinada y unidimensional. Josefna Vicens interrumpe las digresiones del contador y aun las mías, e inserta, como suele, otra trama efímera, que revelará las razones por las que al ofcinista repentinamente ya no le ha convencido el apoderado que mereciera quedar- se con sus vestigios: No quiero que conozca solo mi cuaderno. Es un libro, mi libro, lo que me gustaría poner en sus manos, orgulloso. Lo sentí claramente cuando me dijo en secreto durante una festecita que le hicimos anteayer para celebrar sus ocho años: “Papá, inventa algo, porque le dije a los otros niños que tú eras mago”.

Lorenzo será el destinatario ya no de una pilastra de planas que demostraban que un libro no pudo ser escrito, sino de dicho libro precisamente, aunque inmaterial. Con lo que José García entusiasma las expectativas del menor no es con la prosa desarticulada, sino con la creencia en el hombre que no es y en el volumen que no escribe y que Lorenzo habrá de recibir, ¿cuándo?, de su parte. Inculca esta mentira para realizarse artista siquiera en la inocencia del admirador úni- co. querrá heredar, en suma, no la obra, sino la fcción de que la maquina: nivel de no escritura en el que tanto sus abstrusos principios ético literarios como sus aprensiones familiares quedan pervertidos. Debe responder a la solicitud con que se le demanda una prueba fehaciente de genio, para lo cual el cuaderno uno es demostración huera. Disfrazarse de ilusionista impresiona más en el cumpleaños: “Los ojos de mi hijo [...] me produjeron 107 una conmoción indescriptible y una sensación de agradeci- miento que casi me dolía de tan intensa [...]. Mi hijo me creía poderoso y provocaba que otros niños esperaran de mí algo excepcional”. La fría naturalidad con la que Lorenzo agradece a su padre, fnalizados los actos de magia que ha interpretado éste para los asistentes al convivio, es consecuente y antes que menospreciarla, reivindica el aura de creador que le adjudica: “Para él yo no había simulado que era un mago. o era un mago y él no tenía por que agradecérmelo”. José García, entonces, reformula las cláusulas de un tes- tamento irreal y cavila entregarle al pequeño un libro no acabado, un libro que ni siquiera es ni será eso, en vez de convidarle la enseñanza de solitaria procesión que lo incen- tiva. Para sí atesora la leyenda nimia del que ha sido elegido por las palabras. es que, por sobre todas las cosas, aquello que no es admisible o sensato transmitir al mítico cuaderno dos; lo in- veterado, lo que al ser transcrito y una vez que se corrija no conservará pureza eso, a fn de cuentas, de lo que José Gar- cía teme quizá ser destituido por compartirlo irresuelto, es de la experiencia intransferible de la escritura, del “profun- do momento en que algo, no se sabe qué, está ocurriendo dentro del hombre que trata de expresarse”. Subsecuentes interpretaciones, críticas, comentarios banales o enmenda- duras, el tono de una sugerencia, el cinismo de un imprope- rio, las falsas adulaciones..., sea lo que haya de generarse si muestra y divulga ese “profundo momento”, es a lo que se opone como a una desventurada sustracción exhibicionista. No desprenderse del escapulario que advoca el “profun- do momento” y que contiene, sin mácula, el presente de angustia en que se abrasan, consumiéndose, todos aque- llos que José García cree ser cuando escribe y cuando, des- barrancándose, habita “ese vacío [...] lleno de mí mismo” que Josefna Vicens amplifca para que “alguien escuche lo que no he podido decir nunca, a pesar de mis esfuer- zos”. ¿Pero qué no ha podido decir nunca, o qué no dice 108 AureA mediocritAs todavía el ofcinista ué novela o relato detrás de las novelas o relatos desestimados conserva el núcleo que cimbra este simulacro penitencial de imposibilidades, este “cuaderno inútil, esta nada”?

28 Este libro, vacío, culmina sin haber iniciado el otro, poten- cial, eclipsado por las veintinueve opacidades con que Jo- sefna Vicens dividió su opúsculo, proporcionándole, a la vez, una prórroga más que considerable al escribiente para que perpetrara los umbrales del cuaderno dos poblando su marmórea, deífca blancura con invenciones inesperadas. La tabasqueña le ha deparado al ofcinista una vastedad dentro de la cual desplazar historias, otorgándole una bre- cha irrepetible que se consume con rapidez. Arribo a la intersección en que la novelista dejará de sos- tener, abandonándolo, al héroe, para que recomience, literal y literariamente solo, a escribir. Pese a las oportunidades brindadas, no superó los preliminares escrúpulos de afasia que siempre lo dominaron, y de los que a nadie puede cul- parse. Inocuo es achacarlos al estorbo de agentes distracto- res que pudieran, a manera de pretexto, ser los responsables de que las prosas del cuaderno uno lapidaran, espirales, la perseverante aspiración de quien las malogra. No es el mundo más allá de las cuatro paredes estrechas de su imaginario el responsable de que no aletee, virtuosa, la Voz, pues incluso en la más imperturbable calma de la madrugada, provisto del insomnio y el coraje y los miedos necesarios, José García no da con la esclusa sensorial, con la palabra ígnea, o siquiera con la letra que instaure la conse- cutiva reproducción de otras que condensen una historia. El Silencio, que dormita en el entorno, un Silencio por el que la obra en mente goza de la quietud confabulada para producirse, se apodera también de quien lo invoca y lo re- quiere como utensilio primario para luego, si es que preva- 109 lece, romperlo con el arado triste de una pluma que sesea, lenta, en el papel. Son habituales las facilidades aun acústicas que no solo no le impiden, sino que casi le ordenan a José García que continúe, pero no hay la chispa que incendie los combustibles con que lo estraga la Voz: “¿Es posible que no pueda escribir nada, absolutamente nada? [...] mi mujer duer- me tranquila [...]. Nuestros vecinos han apagado las luces de sus cuartos [...] Lorenzo ha estado mejor en los últimos me- ses”. En qué radican, pues, los impedimentos y malefcios debilitando la lucha? Se vea o no afectado por las catástrofes banales de lo rutinario, que sabotean el cuaderno uno con diversas interrupciones, habrá de sentarse a rubricar la impo- tencia perenne, a la usanza del obligatorio cateo que un preso condicional cubre a cada tanto, cuando comprueba delante de su captor, quien lo aguarda en citas puntuales, que no ha cometido crimen, que no huyó y que respeta el veredicto. Aun en la insolvencia de una tarea tan ingrata, y con la probada certidumbre de que no eludirá las propensiones a la digresión, es imperioso que permanezca escribiendo: “Siento igual que cuando no he podido pagar a tiempo una deuda y vienen a cobrarme insistentemente [...]. Pero en esto de escribir, ¿quién me obliga, a quién tengo que rendir cuentas, con quién me he comprometido?”. Te has comprometido contigo mismo, José García, lo que pareciera irrefutable mientras te leo, aunque a ti, que insis- tes en que no puedes narrar, te satisfaga poco mi réplica, ¿por qué?: “Porque jamás he estado conforme con hacerlo”. reanudas la penitencia, mesurando el llamado, obedecién- dolo devotamente y sin penetrar en el sentido del destino, si lo hay, para el que la Voz te reclama. Josefna Vicens ha conducido a su amanuense, una y otra vez, a un entrecruzamiento en que vocación y deseo lo enmu- decen y conminan a que se desconozca “o no soy un artista. Si realmente lo fuera tendría dentro de mí la certeza, aunque tal vez no lo exteriorizara”. La realización de una labor incom- prensible, alternativa y misteriosa, distinta de la efectuada por 110 AureA mediocritAs los Reyes y los Varela, le ha descubierto que la monotonía bu- rocrática impregna la del cuaderno uno, en el que rubrica por las noches frases de amargura mecanizada, mientras el calen- dario repite “días exactos, cortados como por un molde”. José García, durante las mañanas y las tardes, es un contador cetrino al que asedia un prosista celoso, deses- perante, que lo apesadumbra. Cuando se desvela y encie- rra, cuando es ya ese prosista, dispuesto a desgarrarse, entonces el contador, desde su cubil inane, retorna para frustrarlo, abominando de lo que hace. Capturado entre las dos facetas que desempeña con escasa notoriedad, és- tas desvirtúan las aspiraciones y terminan por orillarlo a perpetrar planes de fuga que lo liberen de las ataduras del trabajo para que pueda escribir, si bien ha manifestado que no puede. Desconoce la necesidad aún más apremiante de que lo perentorio, útil para él, es un distanciamiento drás- tico de las entelequias e ínfulas de creador, un exorcismo que resquebraje la Voz para que logre de una vez y para siempre recobrar el Silencio, y para que no lo perturben entre quehaceres mundanos los arquetipos de párrafos ma- gistrales que alucina y lo deprimen: “¡Estoy tan harto, tan cansado de esta vida estúpida! [...]. ¡Irme, irme lejos! [...] para dedicarme a escribir un libro importante [...]. Me voy, soy libre”. El manuscrito vira en este apartado hacia la proyección tantálica de lo que otro hombre, “señor Rodríguez, o señor López, en lugar del gastado señor García” hará en “un peque- ño puerto, en una casa muy modesta que quedara cerca de la playa y desde la que pudiera oírse el mar”, éxodo a partir del que se insinúa otro primer capítulo, al casi acabarse la novela, y que no pongo reparos en acreditar como el epicen- tro de los demás. si un escape de regreso, a la temeridad adolescente y a la costa de la niñez, no es un tardío despropósito, sino el principio motivacional y la factible locación donde comen- zaron a producirse las planas confesionales? “Solo necesi- 111 to una cama, una silla y una mesa muy grande. Compraría doce cuadernos gruesos, pero antes de encerrarme a escri- bir estaría una semana entera vagando sin rumbo, sin prisa, acostumbrándome a la libertad”. ¿No es El libro vacío la recopilación fragmentaria de lo que un hombre ordinario escribiera en el periodo febril que siguió al abandono del hogar y de su empleo miserable? Deducirlo así es permisible, ya que no hay cronología que demuestre lo contrario y ya que cada segmento de los veintinueve, no importando el orden en que se lo lea, puede ser tomado como el inicial. Josefna Vicens, proclive a entremezclar piezas, descon- cierta con otro cabo suelto que contendría indicios del pe- riplo estético, fundacional, de su protagonista, remontán- dose a un suceso desencadenante que habría generado el borrador que parafrasea. Dicho suceso es el hartazgo de la familia, de la ristra de números que ha computado el ofci- nista en sempiternas columnas, eternamente, y que apura la renuncia y el exilio, que propician la factura verosímil del cuaderno uno y de los que se irán acumulando, una docena o más, o menos, y a los que se alude con vergüenza o con orgullo en el volumen de la tabasqueña, que parcialmente los reúne. En este pretendido destierro, el ágrafo encubierto bracea desnudo en el mar, tiende redes a bordo de barcazas que oscilan con quietud, bebe aguardiente circundado por pesca- dores en tabernas donde con reverencia le preguntan quién es, a qué se dedica, qué tanto cree que se prolongará su es- tancia “ yo, por primera vez en mi vida, contestaría en voz alta, bastante alta para que me oyeran todos: ‘Soy escritor. Estoy haciendo un libro y necesito tranquilidad. Voy a que- darme aquí hasta que lo termine’ ”. José García, quizá, refere un periodo veraz de su exis- tencia, pero conjuga los pormenores desde una presupuesta tentativa: “Contestaría en voz alta”, disimulando la odisea en que se concretó la página cero que luego determinara las 112 AureA mediocritAs otras que dentro de un álbum, El libro vacío, Josefna Vicens coloca. El argumento predominante, hasta este punto, disfrazó a un genio bajo la máscara del individuo indeciso que nunca dio el paso, para él titánico, hacia la escritura, suprimiendo el otro argumento, que acaso iniciara: llámenme José García, huí de la ciudad en que viven mi esposa e hijos, a los que amo profundamente, para no volver nunca y escribir los cuader- nos que aquí comienzan. Otra inversión de sinopsis: El libro vacío trata sobre las tribulaciones de un célebre novelista que se interna en el anonimato de una playa virgen y que redacta un manuscrito de difcultosa estructura en el que desahoga las opresiones que sometieran al narrador que ha concebido, de profesión contable, padre de dos varones y con quien íntima, eventual- mente, va identifcándose. Como se aprecia y sabe, tales variantes conjeturales no son, no pueden ser el documento en que la tabasqueña y su calígrafo, parsimoniosos, colaboran. Pese a ello, interpretar en el propósito de huida de José García el primer episodio, es un abuso de lectura que adquiere una exultante nitidez cuan- do reemplaza, conjugándolas ya en presente, la hipótesis y el ensueño antes tentativos por un testimonio que de pronto leo como asaz auténtico: “Soy dueño de mi tiempo [...]. Nadie me va a interrumpir [...]. Puedo, si quiero, escribir todo el día, dos, tres días seguidos [...]. Puedo hacer lo que quiera”. Desde un área remota, paradisiaca y óptima, envía dinero a su esposa con el amigo incondicional e intermediario Pepe Varela. Sin menoscabo de su libro inmortal, que progresa irrefrenable, lo intercala con “algunos artículos o cuentos cortos” para periódicos con tal de obtener ingresos extra, en tanto contratan al primogénito como profesionista. Rodea- do de niños en aulas fabricadas de palma, imparte también clases de aritmética. Esta utopía especular acentúa los contrastes entre la fas- cinación por el exilio y por el triunfo sobre los demás al 113 ignorarlos, y la lealtad factual y la nobleza que le vedan abandonar el claustro en el que brutalmente cesan las feli- ces alucinaciones: “No puedo seguir [...]. Me gusta imaginar que soy libre pero, al mismo tiempo, solo de imaginarlo, algo se rompe dentro de mí [...]. Estoy tan atado [...] que ya no siento mis propios linderos”. José García queda recluso en la “cárcel natural” a la que se atiene con estoicismo y entre cuyos angostos muros pla- neará salidas falsas, cuando el pavor que le ocasiona encon- trarse a sí mismo en la literatura sea insoportable y cuando pueda sumergirse no en una marea cristalina que temple la dicha y el talento, sino en el cauce oscuro que lo envejece, desleído al embreñarse hacia la proterva transparencia del cuaderno dos intacto, que lo esclaviza.

29 Posdata de resignación al talento. El organismo resiente los daños que ocasionó la ruptu- ra de dos décadas consagradas al Silencio. Daños que nota quien los padece solo al separarse del manuscrito “una o dos semanas”. La falta de memoria es preocupante: “Todo me resulta deshilvanado y anárquico”. José García evalúa un patrón de secuencias por medio del que pudiera saber cuál de las anécdotas que hilvanó es la defnitiva para el comienzo de su libro. El dictamen, tras la enésima relectura del borrador en esquirlas, es inmuta- ble: nada lo complace. Despedaza, de nueva cuenta y en sumaria retrospectiva, la novela o el relato que no ha sido. Calibra las peripecias mal contadas, o incompletas, con el deseo instintivo, ahora, de trasladarlas al marasmo cotidia- no. Reescribirlas en la plana real del tedio que lo amaga. ¿La táctica?: buscar a Lupe Robles. Leo las reacciones hipotéticas a que conduciría el en- cuentro. El ofcinista está retomando conscientemente una 114 AureA mediocritAs de sus apuestas argumentativas, pero incluso al decantarse por la suposición de un altercado que perturbe las emocio- nes, no lo desarrolla con competencia, y el escrúpulo de lo perfecto vuelve a inhibirlo: “Esta falta de orientación, esta imposibilidad de deslindar y escoger los elementos que fun- cionarían en la escena del regreso; este no poder inclinarme ni al franco dramatismo [...] ni a la abierta frivolidad”. Ni en la mundana repetición del aburrimiento, ni en el sacerdocio inocuo de la escritura, José García no pudo ser un hombre al que retrate una historia. De aquella mal de- letreada “escasez”, en su periplo vital, de las experiencias, o, en un sustrato menos grandilocuente, de las “cosas” inolvi- dables que pudieran moldearlo, lamenta: “Me han ocurrido tan pocas”. Individuo acrónico que no principia, que no termina de comenzar, tal como no “despega” su ambicionado libro, al cual remueve, planta de sombra, en los pasadizos de un va- cío que ahora lo conforta “Mi vida se desliza tranquila. o la agito a veces, artifcialmente, con esta lucha entre el es- cribir y el no escribir”. Se ha reconciliado. No sortea ya el fracaso, del que antes presumiera ser artífce, demostrándolo, aunque luchando por vencerlo. El fracaso lo premia con una calma semejante a la de no hablar, a la de reservarse con serenidad y sin re- mordimiento. José García dialoga, callando, con el Silencio en la escritu- ra, “para no olvidarme de mí mismo por completo”. El subterráneo le ha esculpido en el alma un doloroso símbolo de autoconocimiento, y luego se ha dejado, poco a poco, perecer en él, conduciéndolo a un reencuentro con lo que antes el ofcinista creyera menos poderoso, menos verdadero que la emulada vocación literaria: el goce de la plena y acomodaticia nimiedad. La Voz ha salvado a un irreductible ser humano, truncando una quizá monumental obra, aunque a fn de cuentas una monumental obra más, “y no sé si para consolarme, siento que el mediocre puede ser 115 también un triunfador, si por triunfo entendemos [...] la paz íntima”. Antes, las escisiones antitéticas que subdividieron al héroe. Ahora, un intersticio calmo entre los dos cuadernos fronterizos, a los que permea una contenida y sabia mudez. No el intelecto supremo ni la estulticia, no la consagración incontestable ni el olvido, sino el acto continuo, la escritura de y en el Silencio, para que pueda el artista equilibrar su confictiva condición de inferioridad, una vez bienvenido a la legión a la que pertenece, admitiendo ser “lo que se llama, sin atenuantes, ser un mediocre .... bien, lo acepto”. Se ha condensado a tal punto el aura de condena y derrota en torno a las copiosas anotaciones de José García, que al re- tractarse aturde con menos vigor “Me refero al hombre me- dio, que se sabe medio y que acepta con humildad su dimen- sión .... Pero esta deducción no puede servirme. o no acepto mi medida humildemente”. Desviar la contundencia con que se asume mediocre, deriva en un tan cansino como innecesa- rio refejo de retirar lo dicho por descarnadamente cierto. El contador invisible que disimula cálculos por quincena para saldar entre otros gastos una deuda contraída por adul- terio, tendrá que admitir que sus proezas literarias no han sido, son o van a ser más que un furtivo quehacer domésti- co que reproducirá su propio libreto anodino e inalterable: anunciarle a su esposa que se le agrava el resfriado y esperar a que la cabeza duela con la intensidad requerida para presu- mir la reclusión en el “despacho”, pese a que le recomienden que se recueste y descanse, que por favor no se meta en “ese cuarto helado”, donde, reacio a las advertencias, y para que se desate una querella también habitual, dará principio “dentro de mí el juego: soy un artista incomprendido que, venciendo todos los obstáculos, llega a su cuaderno con ánimo heroico”. El manuscrito se va extinguiendo, como surgiera, entre la espada escritural y las paredes familiar y burocrática, y has- ta que fnalice la novela de Josefna Vicens, que lo transcribe, 116 AureA mediocritAs preservará una de sus más desoladoras audacias: transpa- rentar el presente de una potencia poética, el escozor lumi- noso de un pronunciamiento virgen: “Pasa un rato. Trato de empezar. No puedo, ésa es la verdad”. El libro vacío ha representado, entrevista desde su propia magia, su oprobio y su patetismo, la triste fábula de un hom- bre al que, ante cualquier estímulo, “en la casa o en la calle”, le ocurre que alucina historias que no tocarán el papel para el que su inconsciente de narrador nato, e inmaduro, las acumu- la. Si le duele la pierna, “pienso que la tengo atravesada por las balas que recibí en una campaña”. Si se demora en la regadera:

El grueso chorro de agua que me golpea la cara me hace pensar en tempestades, en mares embravecidos [...] y me sustituyo por un intrépido capitán que, timoneando con gran pericia y arrojo su barco, logra salvarlo de la furiosa embestida de las olas.

¿A qué suerte de maligna o redentora enseñanza convida una novela que prolonga el escalofrío, en “ese cuarto helado”, del don nadie al que se le concede la gracia prometeica de ser devorado por sus propias palabras? ¿Cuántos no autores como José García podrán hallar en este tratactus del Silen- cio un consuelo de catarsis que los absuelva del desperdicio de horas y de soledad, extenuándose para el mejoramiento de una destreza para la que no sirven y para la que saben que no sirven, para la que debieran reconocer que no nacieron? ¿Por qué y para qué la imaginación habita en ciertos confor- mistas, por qué los amedrenta y envanece, suponiéndolos la Voz capaces de “variadas y múltiples hazañas”? En manos de incompetentes y voluntariosos fracasados, esta facultad es un malefcio que no les tendría que incumbir y que los asusta porque condice lo inmortal de la fama, el aplauso de un encarnizado gremio, enardeciéndolos en vigilias de mala estrella que agotan en descifrar los mecanismos de un ofcio amenazante. 117

El libro vacío es un enunciado espléndido y terrible a la espera de su emisor. Solo hasta los párrafos de cierre la lec- ción que predica es explícita: “Somos unos mediocres. No pudimos evitarlo o no tuvimos con que evitarlo. No fuimos dotados con los elementos o los talentos que no pueden frus- trarse”. El libro vacío libra de aspiraciones, homenajes, encomios e indiferencias a esa subrepticia hermandad compuesta de narradores fallidos por la que ha intentado y demostrado no escribir José García, sin depreciarles el derecho, el com- bate por la preservación y el ultraje de la Voz que los co- rrompe y enloquece. nfnitas obras maestras no renacerán de los escombros formidables que han atesorado los inquietos, los poco dies- tros, los disciplinados y atípicos hacedores, dentro de quie- nes un mediocre y un subterráneo, batiéndose, no elaboran, sino solo vislumbran, libros equiparables a la total magnif- cencia nada más que a partir de la esperanza y el fervor con que los intuyen. Nada impedirá ofciar a estos individuos, al calce de las historias canónicas de la literatura, “la secretísi- ma ceremonia a la que solo asisten ellos mismos”. José García lo intenta otra vez, la última en que, agrade- cido, lo leo. Repite la consigna que motivará los renglones que aún le restan, antes de que la muerte se los hurte y antes de que paralice sus empeños imbatibles: “Tengo que encontrar esa primera frase. Tengo que encontrarla”. Una mediana vida yo posea, un estilo común y moderado, que no le note nadie que le vea. Andrés Fernández de Andrada CERTAMEN NACONAL DE ENSAO LTERARO ALFONSO REES

Durante sus catorce años de existencia, el certamen ha buscado fomen- tar la creación del Ensayo Literario a partir de coordenadas que van desde la literatura mexicana hasta la literatura hispanoamericana con- temporánea. Por esta razón, la convocatoria está dirigida a escritores- ensayistas de todo el país. Los jurados que colaboraron en esta edición fueron Ignacio Padilla, Ignacio Trejo y Fritz Glockner. Aurea mediocritas

Se terminó de imprimir en enero del 2015 en los talleres de Amelia Her- nández Ugalde. En su composición se empleó la tipografía celeste. El cui- dado de la edición estuvo a cargo de David Ricardo. El tiraje consta de 500 ejemplares, impresos en papel cultural de 90 gramos.