CRÍTICA DE LA ANTROPOLOGÍA PERSPECTIVISTA

(Viveiros de Castro – Philippe Descola – Bruno Latour)

Carlos Reynoso1 Universidad de Buenos Aires http://carlosreynoso.com.ar Versión 09.15.14 – Setiembre de 2014

TODOS GRINGOS – A MODO DE INTRODUCCIÓN

Entre algunos hombres y algunos animales brutos existe una diferencia excesiva; pero si queremos comparar el entendimiento y la capacidad de ciertos hombres y de ciertas bestias, encontramos una diferencia tan pequeña que resultará muy difícil asegurar que el entendimiento de dichos hombres sea más claro o más amplio que el de dichas bestias.

G. W. Leibniz, Die philosophische Schriften, vol 5: 453-454

Antes de abordar el desarrollo del ensayo que aquí se inicia –y en el que se intenta conso- lidar una crítica a los hechos y dichos de la corriente de etnografía brasilera conocida como perspectivismo, multinaturalismo, animismo, ecología simbólica o antropología pos-estruc- tural– conviene hacer mención del que ha sido tal vez el episodio más embarazoso en los anales de la antropología reciente. Casi una década atrás, en efecto, el antiguo pastor evangélico del ILV International y lin- güista Daniel Everett sorprendió al mundillo antropológico publicando en Current Anthro- pology un atroz ensayo neo-whorfiano sobre las limitaciones que la cultura de los Pirahã de la cuenca del Maici (en plena Amazonia), imponía a su lengua y a sus capacidades cogniti-

1 Algunos aspectos metodológicos de este trabajo se elaboraron en el contexto de la investigación sobre “Re- des y Complejidad: Hacia un análisis integrado en Antropología”, UBACYT 20020100100705 (Universidad de Buenos Aires, Programación científica 2011-2014).

1 vas. Después de enumerar prolijamente los rasgos de los que su idioma carece y de com- probar en dicha sociedad la ausencia de mitología, de narraciones mundanas, de rituales, de shamanismo, de arte, de música y hasta de la capacidad de hablar de algo que no estuviese ligado a la experiencia inmediata, Everett nos cuenta que los Pirahã le pidieron una vez que les enseñara a contar. Tras ocho meses de instrucción diaria –nos revela el autor– la ense- ñanza debió interrumpirse sin que se hubiera obtenido ningún resultado. Todo intento de hacer que los nativos aprendieran algo fue un fracaso. Ningún Pirahã aprendió a contar has- ta 10 (o aunque fuere hasta 2) o a sumar 1+1; tampoco ninguno logró dibujar siquiera las fi- guras más rudimentarias, tal como una simple línea recta (Everett 2005: 625-626 ). Con- forme se alega en la reseña de Everett, los Pirahã (cognitivamente hablando) probaron estar en un nivel de agudeza mental inferior al de los macacos, los loros, mi perro Haru y hasta (documentadamente) los pollos recién salidos del cascarón. Comprobar esos argumentos e intervenir en esa discusión ha sido peliagudo desde el va- mos. Pese a la abundancia de antropólogos brasileros en ejercicio, en el momento en que se desató el escándalo ninguno de ellos formaba parte del selecto grupo de amazonistas que frecuentaban el Maici, que poseían formación en lingüística y que podían hablar Pirahã con fluidez suficiente. Con una soberbia pocas veces vista los neowhorfianos alegaban que los únicos capacitados para interactuar con los Pirahã eran Daniel Everett, Keren [Madora] Everett, Steven Sheldon, Arlo Heinrichs y absolutamente nadie más: todos gringos, como el mismo Everett se ufanaba en subrayar, y todos miembros militantes del ILV, una corpora- ción tan quintaesencialmente infame que hasta Everett decidió traicionarla en la primera o- portunidad que se le presentó. Ahora bien, lo más grave del caso es que de los innumerables perspectivistas que declaran frecuentar la Amazonia, que superpueblan los congresos de América Latina y que atiborran nuestros anaqueles con cien etnografías superficialmente disímiles pero cortadas por la misma tijera, ninguno había siquiera mencionado a los Mura-Pirahã antes que Everett los rescatara del olvido y los convirtiera, lejos, en el pueblo amazónico más mentado en la Web. Sea porque carecían de competencia en asuntos de cognición y cultura, o porque in- tervenir en el tema no lucía suficientemente rentable, salvo unas pocas y honrosas excep- ciones los Amazonistas en general (y su primera minoría perspectivista en particular) eli- gieron mayoritariamente callarse la boca. Ni Eduardo Viveiros de Castro ni Philippe Des- cola –los líderes de rango más alto– alzaron la voz en defensa de la dignidad Pirahã, de las culturas de Amerindia o de la antropología, puestas groseramente en ridículo por un lin- güista no especialmente destacado, ávido por devenir famoso y carente de la más mínima solvencia etnográfica. Por razones que algún día habrá que dilucidar, el artículo de Everett, que tuvo y sigue te- niendo millones de ecos, embeddings, links y Likes en las redes sociales, fue respondida en el mismo número del Current por una crítica que alternó entre lo elogioso, lo tibio y lo co-

2 barde. Pero llamar a los Pirahã una nación, una sociedad o un pueblo no es más que una manera de decir. Los Pirahã, más duramente tratados que otros grupos del tronco Mura (estudiados alguna vez por Curt Nimuendajú) son hoy apenas un puñado de sobrevivientes a las masacres del siglo XVIII narradas en la Muhuraida y al exterminio étnico del Cabana- gem un siglo posterior. Según he escrito en otra parte, recién en los últimos años se está co- menzando a evaluar la posibilidad de que a consecuencia de esas calamidades se hayan per- dido y continúen perdiéndose rasgos no triviales de su lengua y su cultura (Wilkens 1819 [1785]; Nimuendajú 1948: 267; Beller y Bender 2008; Sauerland 2010; Reynoso 2014b ). Ahora bien: cuando Everett publicó su libelo sobre los Pirahã ¿en qué estaban ocupados los perspectivistas amerindios que hoy celebran la gloria de la antropología amazónica y que presumen de equidistancia en el debate entre universalismo y relativismo, como si hubiera un montón de Hauptwiderspruchen más apremiantes? El hecho es que hasta el momento y más allá de unas demoradas sanciones administrativas y de un puñado de críticas elabora- das por lingüistas que no rayan muy alto, el desafío de Everett sigue sin contestarse desde la antropología, dando pábulo a la sospecha de que la disciplina ya se encuentra (como casi llegó a predecirlo Clifford Geertz [cf. Handler 1991: 612]) en tren de integrarse al mau- soleo de las prácticas melifluas e inservibles que alguna vez existieron. La pregunta es retórica, sin embargo, porque los perspectivistas estaban trabajando por ahí o no muy lejos, pero o bien carecían de valor o de interés para afrontar estas disputas, o bien su teoría apenas era capaz de mostrar a los Otros como sujetos de humanidad fluctuan- te, en virtual estado de naturaleza, tal como hasta hoy lo testimonia su inclinación por las ideas primitivistas de Pierre Clastres, Lucien Lévy-Bruhl o Roy Wagner. De hecho, las prioridades de los perspectivistas han sido y siguen siendo otras: como replicando la pre- sunta reflexividad de un pensamiento salvaje [sic] que sólo se ocupa de pensarse a sí mis- mo, nuestros pensadores se afanan en utilizar la data recabada aquí y allá como material ilustrativo de las bondades de su propio marco de referencia, sin desangrarse mucho por lo que suceda en ningún lugar, y menos que nada en Brasil. Los perspectivistas, tal como han llegado a admitirlo, no quieren complicarse la vida con cuestiones burocráticas de política indígena y otros enojosos problemas de gestión (cf. Vi- veiros 2013: 35-36). Su credo es como el de la declinante action research o el de la alicaída antropología aplicada, sólo que al revés, como si fuera respetable y meritoria una práctica que parece diseñada ex profeso para que todo siga como está o –mejor todavía– para que to- do, antropología incluida, vuelva a ser lo que alguna vez fue. Su teoría opera entonces co- mo una especie de meme, en el sentido de Richard Dawkins (1985): una entidad que sólo busca replicarse como tal y que secundariza todo cuando no concierna de lleno a su replica- ción. Pero mi principal sospecha es, y con fuertes razones, que el silencio de los perspecti- vistas ante uno de los mayores desafíos que la antropología estuvo enfrentando en este siglo

3 un tanto flojo en acontecimientos no fue una decisión táctica circunstancial sino que se en- cuentra teorética y pragmáticamente motivado. A lo que voy, concretamente, es a que si después de medio siglo de culto a la corrección política las corrientes teóricas del momento no estaban a la altura de las circunstancias para responder a un discurso que propagaba una pintura insultante de la alteridad, es porque ese ultraje podría ser funcional a sus intereses, contribuyendo a trivializar el concepto de cultu- ra y sirviendo al proyecto de eternizar una disyunción insalvable entre nosotros y los otros, o, como dice Descola (2005: 104-111), entre naturalismo y animismo: un programa que (bajo pretexto de oponerse a una distinción entre naturaleza y cultura de la que a todos los Occidentales se nos declara culpables) acaba propiciando un inédito vaciamiento metodoló- gico de la disciplina, pretendiendo encoger el ámbito de incumbencia de la antropología a su mínimo histórico y revitalizando un exotismo que nunca habríamos creído posible que retornara con tanto empuje en los tiempos que corren (cf. Cantz 2013; Viveiros 2013: 65). Por momentos también me siento inclinado a especular que, de tener algún asomo de vero- similitud, la narrativa everettiana, que negaba acaso por primera vez en las crónicas de los saberes antropológicos la universalidad de la mitología (un factor que en casi todas las re- censiones de la doctrina es constitutivo), ponía todo el razonamiento perspectivista al borde del abismo. Para el perspectivismo el papel de la cultura, una entidad relegada al fondo de la escena, virtualmente se restringe a urdir mitos y ontologías que ocupan casi todo el hori- zonte y que decantan en concepciones del mundo que poseen una estructura muy rígida y admiten un margen de variancia muy pequeño. Las sociedades forman parte de una misma familia ontológica toda vez que sostengan un puñado de predicados parecidos (o un poco distintos, o incluso abiertamente opuestos) referidos a la humanidad primordial de anima- les, plantas y otras formas de vida. ¿Qué sucede entonces cuando un desavenido presenta evidencia de una sociedad sin mitos o sin creencias articuladas en formas narrativas? Lo único que cabe hacer en tal coyuntura es echar tierra sobre un descubrimiento así de amenazante y esperar que el tiempo barra con la memoria del hecho. Pero otra posibilidad me preocupa más todavía: que al situar lo hu- mano y lo cultural por debajo de (o confundido con) la naturaleza, en último análisis el neo- whorfismo evangelizador por un lado y el animismo y el multinaturalismo pos-estructura- lista por el otro, ideológicamente hablando, no sean sino dos caras de una misma comuni- dad de pensamiento que sólo difieren en lo inesencial. Los indicios en este sentido son pocos pero elocuentes. En lo personal encuentro chocante, por ejemplo, que Eduardo Viveiros, poco después de afirmar que el perspectivismo es per- pendicular a la oposición universalismo/relativismo sugiera que

es dudoso que los ‘relativistas’ existan realmente, por lo menos con las bizarras propiedades que los citados universalistas les atribuyen. Ellos parecen ser, antes que nada, un espantapá-

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jaros de la derecha ontológica, que necesita pensar que alguien piensa como ella piensa (o dice que piensa) que los relativistas piensan (Viveiros 2013: 51).

En mi estudio sobre el whorfianismo y sus secuelas he aportado evidencia que nos lleva a pensar que, por el contrario, ha habido una intensa comunión entre el relativismo (el lin- güístico al menos) y la extrema derecha, nazismo y fascismo incluidos (cf. Reynoso 2014b: cap. 2 ). La evidencia se extiende a lo largo de docenas de elementos de juicio que van desde el diseño de un apartheid para los semitas elaborado por Antoine de Rivarol hasta el panfleto del archienemigo de Pinker, Geoffrey Sampson (2002 ), titulado “No hay nada malo con el racismo (excepto el nombre)”, pasando por el número de miembro del partido nazi de Walter Porzig (NSDAP n° 3397875), el saludo a Hitler de Georg Schmidt-Rohr y la asociación del Sonderführer con la milicia celta colaboracionista Bezen Perrot. Siendo esta información tan pública y notoria, habiendo sido el mismo Gottfried Wilhelm Leibniz que escribió el espantoso epígrafe de este capítulo un celebrado pionero del perspectivismo y considerando el respaldo que ha dado Viveiros a un anti-marxista ra- bioso como Pierre Clastres y a un constructivista radical como Roy Wagner, soy de la idea de que antes de pretender correr a los universalistas por izquierda denigrando a la “derecha ontológica” nuestro autor debería administrar las descalificaciones ideológicas con más hondo conocimiento de la historia y mucha mayor circunspección (cf. Hutton 2002; 2005; D. Leach 2008; Viveiros 2010[2009]: 103 ). Sea cual fuere la explicación más apta de la retracción de nuestros autores frente al avance del extremismo neowhorfiano, urge decir lo que debe decirse en términos tan ásperos como la situación amerita: en un momento en que en uno de los documentos etnolingüísticos más discriminatorios de todos los tiempos una sociedad amazónica era puesta humana y cultu- ralmente en entredicho, los perspectivistas que eran ya entonces dueños del campo se de- sentendieron de los mandatos más básicos de la ética antropológica y mansamente se llama- ron a silencio, aunque los Pirahã no vivieran la mar de lejos de los Yawalapíti y los Ara- weté de Viveiros, de los Achuar de Philippe Descola o de los Juruna de Tânia Stolze Lima. La excepción a este dictamen al que me veo empujado fue un breve y tímido comentario de Alexandre Surrallés (2005: 639-640) del Collège de , quien (visiblemente delegado por alguno de sus jefes) optó por defender sin el más leve sentido de la relevancia no exac- tamente a los Pirahã sino a una insulsa definición perspectivista de ‘cultura’, sin hacer nada que fuera al grano, sopesara los hechos, profiriera los insultos del caso, disparara la res- puesta e hiciera blanco en la cuestión principal. Viveiros, mientras tanto, cerró el expedien- te pregonando el carácter ilusorio del relativismo, otorgándole no obstante la razón, estam- pando un sello de derechismo a la mera idea de la unidad de la mente humana y regalándo- nos a todos sus colegas, con esta pirueta injustificada, una idea precisa de la calidad que cabe esperar de sus razonamientos.

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Con el perspectivismo en foco y en el escenario de una disciplina a la que resulta cada día más difícil justificar su costo social por la preminencia que ha adquirido esta clase de doc- trinas, es aquí exactamente donde cabe preguntarse cuáles podrían ser los usos de esta teo- ría para el etnógrafo o el científico social contemporáneo. Lo que se ha visto hasta ahora es que en su variante clásica ha servido, claramente, para convertir a sus cultores más destaca- dos en celebridades exitosas cuyas obras sirven para que otros las lean, retengan sus consig- nas principales y se consuelen con dedicar sus vidas académicas a su multiplicación apli- cándolas a las etnías que les toque en el reparto y a una cosmovisión que (dicen) se remonta al poblamiento paleolítico de América y no ha variado mucho desde entonces. En su variante pos-estructural, mientras tanto, el perspectivismo ha desencadenado el hábi- to de expresarse a través de una jerga deleuziana que encubre referencias de tercero o cuar- to orden a criaturas técnicas que apenas se comprenden (multiplicidades, rizomas, fractales, atractores, hologramas, espacios lisos), cuyos usos ya han sido objeto de una parodia devas- tadora veinte años atrás y cuya utilidad hermenéutica para la antropología nadie ha logrado demostrar con el rigor y la profundidad que merecemos quienes conocemos las fuentes pos- estructuralistas tanto o más que ellos (y desde mucho antes) pero que por razones que creo merecedoras de consideración no las valoramos exactamente igual (cf. Sokal 1994 ; Rey- noso 1986b ; 1991 ; 2014a ).2 Nada está más lejos de una antropología de diagnosis e intervención que el perspectivismo, tal como lo admiten sus figuras principales sin mayor reserva cuando conceden reportajes, se sinceran y no miden tanto las palabras (cf. Viveiros 2013: 16, 40). En ese contexto se ha dicho que el objetivo de los participantes en el movimiento es construir “un modelo ideal”, una frase hecha que encubre el hecho de que ya no interesa qué distancia media entre el modelo y las realidades etnográficas que lo inspiraron, ni qué dosis de “imprecisión metó- dica” o “equivocidad intencional” apaña aquél, ni a qué tiempos idos nos retrotrae bajo la capa de una estrategia de vanguardia que en sus momentos de incontinencia ha llegado a sostener –sin mucho sentido de la mesura– que sus añosos conceptos han tornado las ideas de “cultura” y “sociedad” (e incluso las de “red” y “relación”) “teóricamente obsoletas” (Strathern y otros 1996: 45 ; Strathern 1996; Viveiros 2010 [2009], 26, 104 ; 2013: 16). A pesar de que recientemente han propuesto que la misión de la antropología futura es la de ser la teoría-práctica de la descolonización permanente del pensamiento y se han ensayado unas pocas pullas contra “el mundo de los Estados Unidos” y otros gestos de corrección po- lítica minimalista e inofensiva (Viveiros 2010 [2009]: 14 ; 2013: 19, 33), para el perspec- tivismo el adversario no es el capitalismo depredador, la globalización o el etnocentrismo

2 Desde mediados de la última década del siglo anterior las metáforas originadas en las ciencias y las algorít- micas de la complejidad han sustituido a los clisés cientificistas favoritos del género anticientífico en los tiempos de la Investigación Social de Segundo Orden: la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica, las es- tructuras disipativas, la autopoiesis, la prueba de Gödel (Ibáñez 1985; 1990; cf. Reynoso 2006: 94-192).

6 real de Everett y los evangelizadores compulsivos sino, como ha venido siendo para el co- mún de las pos-antropologías (pos-modernas, pos-procesuales, pos-estructuralistas, pos-so- ciales, pos-socialistas, pos-marxistas) un estructuralismo mandarinesco y un positivismo dualista de corte laplaciano que nunca han existido en antropología como ellos los pintan y que nadie últimamente se ha molestado en defender. En la vida académica del nuevo milenio, regida por principios de pensamiento débil, des- movilización, fin de la historia, simulacro y búsqueda de sustitutos para un marxismo antro- pológico y un indigenismo que se prefieren muertos, no hay mejor manera de garantizar el triunfo que conseguir un enemigo imaginario o fácil de noquear y eso es exactamente lo que los perspectivistas han hecho (cf. Descola 1992: 107; Viveiros 2010: 194, 239-240 ). Viveiros, para mayor reaseguro, muy rara vez proporciona el apellido de algún adversario concreto cuando formula una crítica, como procurando atenuar la cifra de los que se darán por aludidos; ni siquiera llama a las teorías por su nombre, just in case. (cf. Viveiros 2012: 65). En caso extremo, las culpas se echan a Occidente, dando por sentado que en antropo- logía nadie en su sano juicio daría la cara por semejante cosa. Aunque burda, la treta parece que funciona. Por algo es que el perspectivismo que está comenzando a afianzarse en este siglo no tiene –en lo que a América Latina respecta– rivales a la vista. La ideología abrazada por las últimas modalidades de la corriente principal perspectivista dista sin embargo de tener raigambre latinoamericana, entroncándose dócilmente en las for- mas más convencionales del posmodernismo tal como se manifestó en la obra del mismo puñado de pos-estructuralistas franceses que están en moda menguante desde hace cincuen- ta años (Deleuze & Guattari, Derrida, Foucault) y que se fueron tornando obligatorios cuan- do mis contemporáneos hoy perspectivistas y yo estudiábamos antropología: una sociedad de poetas muertos cuyos arranques de inspiración, primorosamente diseñados para el gusto intelectual de París, uno no esperaría encontrar hoy en estas latitudes: una pandilla de filó- sofos aparatosamente narcisistas de la rive gauche que hasta a mí me resultan regocijantes cuando hablan de los asuntos que conocen, pero que nunca habrían imaginado que serían usados para lo que se los usó en nuestra disciplina (cf. Descola 2005; 119-120, 306-7, 324, 478; Stolze Lima 2005: 30, 40; Viveiros 2010: 13, 21, 24, 26, 39, 58, 76-81, 89, etc ; Vi- veiros 2013: 18, 21, 30, 52, 93, 99, 146, 149, 158, 172, 257; cf. Reynoso 1986b ; 1991a ). Notablemente, y a diferencia de lo que fue el caso con las corrientes teóricas latinoameri- canas de habla castellana, el perspectivismo no acogió con agrado ni el influjo de la antro- pología posmoderna norteamericana (inspirada en las mismas raíces) ni el de los estudios culturales posmodernizados, permaneciendo con muy pocas excepciones en la órbita de in- fluencia de escritores estructuralistas y pos-estructuralistas francoparlantes (cf. Reynoso 2000). Hasta el día de hoy las tres o cuatro figuras principales del perspectivismo, en efec-

7 to, sin importar dónde hayan nacido, hablan en francés mucho más fluidamente de lo que escriben en lengua portuguesa. Es significativo que sea el propio Viveiros quien subraya la incomprensión entre la antro- pología francesa y el pos-estructuralismo galo y entre su propia antropología y el posmo- dernismo antropológico norteamericano, encontrando rivalidades, querellas y antipatías pa- recidas a los que comentara en su tiempo el antropólogo Bruce Knauft (1996) de la Univer- sidad Emory en Atlanta:

El postestructuralismo filosófico, la French theory por excelencia, tuvo escaso efecto sobre la antropología que se hace en la propia Francia, mientras que por el contrario fue el principal responsable del acercamiento entre las dos disciplinas en los países de lengua inglesa (no sin provocar reacciones violentas, hay que señalarlo, de parte de los cardenales académicos loca- les). Es verdad que no faltan ejemplos de comicidad involuntaria en las apropiaciones de la French theory por los antropólogos y sus congéneres del mundo exterior al hexágono. Pero la indiferencia hastiada, cuando no la hostilidad abierta, que las ciencias humanas francesas en general demuestran frente a la constelación de problemas que designa esa etiqueta –doble- mente peyorativa, por cierto– es más que lamentable, porque ha creado una divergencia in- terna a la disciplina, desencadenando un proceso de extrema incomprensión recíproca, y al fin de cuentas reflexiva, entre sus principales tradiciones nacionales (Viveiros 2010: 87-88).

Viveiros encuentra comicidad en las apropiaciones yanquis de exquisiteces intelectuales pa- risinas que están más allá del alcance de los antropólogos de Norteamérica y le acompaña en ello una robusta razón. Pero una pizca de autocrítica no habría estado de más. Dado que ha sido él mismo quien trajo a colación el tema de lo irrisorio, diré que no hace falta aso- marse a la refutación de las imposturas intelectuales elaborada por Alan Sokal y Jean Bric- mont para encontrar pifias de insuperable hilaridad tanto en el campo filosófico pos-estruc- turalista como en las derivaciones antropológicas que presumen haber hecho una lectura fiel de sus libros sagrados (cf. Sokal 2009; Sokal y Bricmont 1999: 157-169). Por el contrario, yo, antropólogo, he documentado a la par de otros críticos de América La- tina que la lectura de ideas trabajadas en otras disciplinas duras o blandas por parte del pos- estructuralismo primordial y sus vecindades (Deleuze, Guattari, Morin, Capra) así como por antropólogos inspirados por ellos (Viveiros, Descola, Latour) ha sido y sigue siendo ór- denes de magnitud más desopilante que los infructuosos intentos de los antropólogos ame- ricanos de parecer intelectuales al estilo europeo (Reynoso 1986b ; 2011a; 2014a ; Gar- cía 2005 ; Maldonado 2007; Bunge 2012 ). En el libro que aquí apenas comienza ten- dremos ocasión de inspeccionar nuevos y sorprendentes materiales a este respecto. Cualesquiera hayan sido sus fallas, en algo menos de veinte años el perspectivismo se ha convertido en la teoría antropológica brasilera por antonomasia, superando con mucho los alcances de la teoría de la fricción interétnica de Roberto Cardoso de Oliveira [1928-2006] de los años 60 y 70, acaso la única expresión original en la teoría antropológica sudameri-

8 cana en aquellos tiempos. Sin afrontar casi resistencia y a caballo quizá de la ilusión de a- doptar un pensamiento patrióticamente próximo, o de la idea de que es mejor participar en una teoría de escaso riesgo, implementación fácil y bajo vuelo que no disponer de ninguna, las monografías amazónicas escritas bajo el influjo perspectivista son hoy legión (Vilaça 1992; 2006; Teixeira-Pinto 1997; Bird-David 1999; Fausto 2001; Gonçalves 2001; Lasmar 2005; Stolze Lima 2005; Andrello 2006; Calavia Sáez 2006; Gordon 2006; Lagrou 2007; Niño Vargas 2007; Pissolato 2007; Cesarino 2011; etcétera).3 Una vez abroquelados en la jefatura del movimiento y puestos a la tarea de teorizar, sin em- bargo, ni Viveiros ni Descola han vuelto a sumergirse en la etnografía de inmersión de lar- go aliento como la que practicaron en su juventud, cuando se avenían a escribir libros casi sin marca teórica originados en sudorosas notas de campo garabateadas en el corazón de la selva y que estarán siempre entre lo mejor que entregaron a la prensa. Superado el sexenio y al filo de la jubilación, su espíritu de campaña, me temo, tiende a la convergencia con el que se auspicia en el manifiesto del Grupo AntropoCacos, los ladrones de guante blanco de la antropología del Cono Sur.4 El metamensaje parecería ser que hay una edad para todo: una vez consagrados como tales, ni una sola etnografía mayor de los maestros ha sido ela- borada conforme a los lineamientos del método perspectivista. Ahora ellos son teóricos y metateóricos de tiempo completo y las etnografías, sean las viejas y propias o las nuevas y ajenas, sólo operan como suministradoras de viñetas ilustrativas. En sus últimas contribu- ciones las figuras principales del movimiento (como lo llamaré desde ahora) han trascendi- do las fronteras de su disciplina y han iniciado carrera como intelectuales públicos, redu- ciendo el detalle etnográfico al mínimo posible y ensarzándose en las discusiones extra-aca- démicas de la época. Hasta en eso han copiado a Claude Lévi-Strauss. A medida que el perspectivismo reciente va generalizando la idea de que los motivos, mite- mas y configuraciones de sentido que se encontraron en la mitología amazónica se remon- tan a la época del poblamiento americano (y que también puede que sean cuasi-universales sin dejar por ello de ser refractarios a la mirada de la ciencia Occidental), la corriente co- mienza a transgredir las fronteras, conquistando a los antropólogos latinoamericanos que estaban necesitando, además, que alguien les descifrara (a través de una alucinada paráfra- sis) qué es lo que pensaban Deleuze, Leibniz o Riemann, o que les recordara qué es lo que había querido decir Lévi-Strauss, autor a quien hasta la semana pasada no existían motivos para que quienes hoy son los nuevos conversos del perspectivismo le prestaran atención. El retorno de las ideas a casa ha sido el siguiente paso. Al impulso de giros estilísticos cal- cados del binarismo lévistraussiano (al cual se impugna o se corrobora según sople el vien-

3 Viveiros agrega los nombres de Peter Gow, Oscar Calavia, Philippe Erikson, Luisa Elvira Belaunde, Eduar- do Kohn, Montserrat Ventura y Oller, Els Lagrou, Manuela Carneiro da Cunha, Michael Uzendoski, Elizabeth Ewart y Loreta Cormier (Viveiros 2013a: 90).

4 Véase http://www.antropocacos.com/. Visitado en junio de 2014.

9 to poniendo de cabeza argumentos que ya eran reversibles por definición) y dando prueba de la credulidad que la profesión ha prestado al despliegue de cinco o seis tópicos canóni- cos que brindan la ilusión de que se están abriendo ventanas, desfaciendo entuertos y ofre- ciendo un marco teórico innovador, unos poquísimos pero selectos antropólogos e intelec- tuales franceses (por ahora apenas unos tres) se han visto seducidos por la retórica que en- vuelve a la corriente, una de las más densas y pomposas que han poblado las ciencias socia- les de Homi Bhabha y Stephen Tyler a esta parte (Surrallés y García Hierro 2004 ; Surra- llés 2005; Erikson 2008; Latour 2005; 2009 ). Por más que el movimiento parezca haber llegado para quedarse, honestamente creo que no todo está perdido. O me equivoco por mucho, o ha llegado el momento de recuperar para la antropología la mirada distante, la duda metódica y el mandato de poner siempre en crisis nuestros propios supuestos. Esta reflexión ha de tener su precio. Ni que decir tiene que lo que va desde el episodio Pirahã hasta lo que acabo de narrar me ha empujado a escribir una crítica que me hará perder más amigos que los que ya he perdido pero que ya no puedo se- guir reprimiendo. La pregunta que abrí al principio comienza a responderse ahora: si el perspectivismo no ha ayudado al conjunto de la disciplina a rebatir con toda la imaginación científica y con toda la firmeza política al desafío fundamentalista de Everett, a mí me inte- resa sobremanera, caiga quien caiga, averiguar por qué. Dado que lo que pondré aquí en tela de juicio será en primer lugar cierto conjunto de tácti- cas de glosa, de hermenéutica y de dictamen, lo primero que urge minimizar en mi reseña es precisamente eso. Puesto que las referencias encapsuladas en pocos renglones a teorías que se despliegan en varios volúmenes y en ensayos dispersos a lo largo de siglos se pres- tan al error y a la simpleza, procuraré desarrollar la crítica que aquí empieza prestando es- pacio a los discursos originales y poniendo los textos mismos al alcance de los dedos y en contrapunto con lo que escribo toda vez que eso (Web mediante) sea remotamente legal.5 Las citas, a veces extensas, ocuparán dialógicamente el lugar de la pura exégesis. Es cierto que al reprimir la paráfrasis y la tentación del resumen habrá que sacrificar contextos, per- turbar el clima literario y brutalizar matices, pero por lo menos esta opción reduce la proba- bilidad de agregar todavía más malentendidos a los muchos que han posibilitado que –in- cluso careciendo de una heurística metodológica y de luces que alumbren nuevas técnicas– el perspectivismo se haya erigido en la teoría del momento.

5 El signo  en el cuerpo del texto denota un vínculo con la bibliografía disponible en la Web. Las referencias a este mismo libro se encuentran en http://carlosreynoso.com.ar/Perspectivismo.

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MITOS DE ORIGEN Y FICCIONES PERSUASIVAS

El perspectivismo amerindio sobrevino y evolucionó tan rápido que muchos de mis colegas sienten que apenas se distrajeron un instante y que al volver a mirar en torno percibieron que toda la antropología latinoamericana había cambiado y que todo el mundo estaba en guerra por variancias interpretativas tan grotescas, por tópicos de relevancia tan exigua y por relecturas enésimas de autores tan gastados por los años que toda la circunstancia se tornaba hasta difícil de creer. Algunos colaboradores míos en la investigación y en la do- cencia, a quienes tal vez impulsé demasiado a que concentraran el foco en cuestiones meto- dológicas muy demandantes, encuentran casi inconcebible que en tan poco tiempo (en me- nos de veinte años) haya llegado a coagular un máquina discursiva de semejante facundia, de fundamentación tan precaria y de tan exorbitante poder de persuación. Desentrañar el origen exacto del perspectivismo, sintetizar sus lineamientos y evaluar su aporte es un trabajo enredado porque (como habrá de verse) los autores se citan recíproca- mente, copian y pegan, se realimentan, descontextualizan y filtran todo texto que tocan, en- mascaran sus voces propias tras de un canon de discursividad impersonal, reparten premios y castigos discordantes, glorifican fuentes de inspiración que difieren cada vez que histori- zan sus propias trayectorias, cultivan las más hondas contradicciones, adoptan niveles de abstracción tan altos que todo lo que miran deviene parecido, atribuyen etnocentrismo, mo- dernismo o derechismo a quienes piensan distinto, invisibilizan todo lo que guarde relación con procesos de cambio, resucitan autores y conceptos en desuso que se han demostrado problemáticos (shamanismo, animismo, participación), vuelven a llamar o aceptan que se llame “primitivos”, “fósiles”, “bárbaros” o “salvajes” a los pueblos originarios, desatienden todo aspecto de la vida y la sociedad que no implique el mentís de dicotomías más presun- tas que reales, agrupan prácticas diversas en categorías uniformes, aguijonean a sus discípu- los para que adopten repertorios conceptuales rebuscados que no están asociados a ninguna metodología, importan conceptos de matemática cruda que no sirven para lo que se requie- re, atribuyen a la ciencia, a occidente o a quien se ponga a tiro ideologías que nadie susten- tó o que no han sido exactamente como se las describe, desconocen o desprecian campos enteros del trabajo científico, reducen la conciencia, la cognición y el pensamiento a la in- vención mitológica, trivializan o sobrevaloran los méritos que encuentran en los pocos an- tropólogos extrapartidarios de cuya imaginación y de cuyo respaldo dependen (Pierre Clas- tres, Tim Ingold, Roy Wagner, Marshall Sahlins, Anthony Seeger, Marilyn Strathern y por supuesto Claude Lévi-Strauss) y les atribuyen una y otra vez ideas que no están ahí cuando se lo corrobora o que mutan de sentido o cambian de acento cuando se las contempla en su contexto real. Lejos estamos de una teoría de excelencia; atribuyo al perspectivismo, como

11 sus logros culminantes, la visión de conjunto más insustancial del estado de la teoría y el método en la disciplina (cf. pág. 36), la más fea definición que conozco del pensamiento in- dígena (cf. pág. 39) y la implementación más snob y descaminada jamás llevada a cabo del concepto riemanniano-deleuziano de multiplicidad (cf. pág. 159 y ss.). Según la narración clásica de Eduardo Viveiros de Castro, fundador indiscutido del movi- miento, el perspectivismo se inspiró en la idea de “cualidad perspectiva” del sueco Kaj Århem (1990) o en la “relatividad perspectiva” del lamentado Andrew Gray (1996). Mucho más tarde, sin embargo, Viveiros asegurará que él tomó prestado el rótulo del vocabulario filosófico moderno, pero por más que la suma de pequeñas inexactitudes como éstas con el tiempo se torne sintomática y hasta congénita, dejemos por ahora de lado esta pillería me- nor (cf. Viveiros 2013: 6, 84). Olvidemos también que en otro lado Viveiros (2012: 84) a- firma que los inspiradores artículos de Descola (1992; 1996) sobre el “animismo” amerin- dio fueron una de las causas próximas de su interés por el perspectivismo, mientras que Descola (2012: 411) dice de un ensayo de Viveiros (1996b) que sus propias “consideracio- nes sobre la epistemología animista deben mucho a los caminos abiertos por ese artículo”. Tanto anacronismo y tanta simetría en las fórmulas de agradecimiento suenan menos a ges- tos sinceros de gratitud o a convergencias estratégicas que a tácticas ansiosas de coordina- ción de coartadas, tal como lo testifican las descarnadas críticas de Viveiros a Descola en esos momentos en que sostener la integridad de la teoría se comprueba perjudicial para el propio interés.6 Pero concentrémonos más bien en las definiciones fundamentales elaboradas por Århem:

[E]l texto ilustra otro rasgo característico de la visión del mundo Makuna que, por la carencia de un mejor término, la llamo cualidad perspectiva. Por una visión del mundo “perspectiva” me refiero a aquella que ve el mundo en diferentes perspectivas y desde el punto de vista de diferentes “videntes”. En tal visión del mundo son típicas proposiciones como: “lo que para nosotros aparece como.... para ellos es...” y “lo que para ellos aparece.... para nosotros es...”. Son ejemplos del texto las afirmaciones acerca de los buitres y las dantas: para los buitres los cuerpos podridos y llenos de gusanos son ríos llenos de peces; lo que los buitres ven como peces, nosotros vemos como gusanos; para nosotros parece que las dantas beben agua, pero para ellos es chicha o jugos de frutos en cosecha; lo que para nosotros parecen salados lo- dosos, para las dantas es una hermosa y gran maloca pintada...

Tal visión del mundo en la que, aparentemente, cada perspectiva es así mismo válida y ver- dadera, y donde existe la capacidad para ver el mundo desde el punto de vista de una clase de seres diferentes a la que uno pertenece, es, de hecho, fuente y manifestación de poder místico (como en el caso del chamán), de un hombre necesariamente “descentrado”; el punto de vista del hombre se convierte, simplemente, en uno de muchos puntos de vista. Una visión-del- mundo perspectiva es aquella que no está hombre-centrada. La humanidad está situada al lado de una variedad de otras clases de seres vivientes igualmente importantes y valorados.

6 Véase más abajo, pág. 36, 50, 51, 60, 62, 71, etc., y Descola y Viveiros [2009].

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Creo que este rasgo de la cosmología Makuna es característica de muchas de las eco-cosmo- logías de la región amazónica.

La visión del mundo Makuna es transformacional y perspectiva. Es transformacional en cuanto el cosmos es visto como constituido por una serie de formas de mundo separadas, to- das las cuales parecen ser transformaciones de uno a otro. Diferentes clases de seres vivientes son “gente” vestida con distintas “pieles”; su ser interno puede tomar variadas formas exter- nas; una clase de ser, fácilmente se convierte en otro. Y es perspectiva en cuanto el mundo es percibido desde el punto de vista de diferentes clases de seres vivientes que lo habitan; no existe una única representación del mundo correcta o verdadera; hay varias. Una concepción humanamente centrada de la realidad es una entre muchas, todas las cuales son reconocidas por gente sabia.

En esta cosmología la disyunción radical –tan característica del pensamiento occidental– en- tre naturaleza y cultura, hombres y animales, se disuelve. Hombres y animales están íntima- mente relacionados por analogía, esencia ancestral y espiritual. Los hombres y los animales son miembros de una sociedad cósmica en la que su interacción está regulada por las mismas reglas y principios que regulan la interacción entre gente y sociedad humana. En últimas, todos los seres vivientes son “gente” porque comparten al interior de los poderes primordiales de la creación y la vida (Århem 1990).

Casi todo lo esencial está en estos cuatro párrafos; los perspectivistas ulteriores no harán mucho más que añadir bordaduras, referencias a un dualismo estructuralista más o menos real y a un dualismo científico más bien ficticio, y una dosis de ilustraciones de casos que a ellos puede parecerle abrumadora pero que a la escala de sus ambiciones teóricas nada im- plica mientras no se consigne y no se valide un número de ejemplares verdaderamente significativo. Tal como lo había plasmado Århem, los grados de libertad del modelo definen un alcance corto y una diversidad acotada. De hecho, cuando Viveiros retoma estas ideas no le es po- sible modificarlas mucho. Componiendo una retórica de eufemismos, evasivas y coinciden- cias (y olvidándose de su presunta familiaridad con el vocabulario filosófico “moderno”, que va de Leibniz a Nietzsche), Viveiros concede la precedencia a Århem admitiendo que “algunos trabajos, como por ejemplo los de Kaj Århem sobre la cosmología makuna, ha- bían anticipado aspectos cruciales del concepto, algo que nos dimos cuenta [con Tânia Stol- ze Lima] recién cuando nuestra labor analítica estaba a medio camino” (Viveiros 2013: 89). El párrafo que sigue es probablemente lo más sustancial que Viveiros agrega a lo que pro- ponía Århem:

[S]e trata de una concepción, común a muchos pueblos del continente, según la cual el mun- do está habitado por diferentes especies de sujetos o personas, humanas y no-humanas, que lo aprehenden desde puntos de vista distintos. Las premisas y conclusiones de esta idea son irreductibles (como mostró Lima 1995: 425-438) a nuestro concepto corriente de relativismo con el que a primera vista parece relacionarse, pues se disponen, justamente, de modo exac-

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tamente ortogonal a la oposición entre relativismo y universalismo. Esta resistencia del pers- pectivismo amerindio a los términos de nuestros debates epistemológicos pone en entredicho la solidez y posibilidad de extrapolación de las divisiones ontológicas que los sustentan. En particular, como muchos antropólogos ya han concluido (aunque por otros motivos), la dis- tinción clásica entre Naturaleza y Cultura no puede emplearse para explicar aspectos o ám- bitos de cosmologías no-occidentales sin someterla antes a una crítica rigurosa (Viveiros 2004 [1996]: 37 ).

Sólo un craso desinterés por la historia de la filosofía o un afán de confundir las cosas pue- de explicar que se haya escogido el nombre de perspectivismo para calificar una estrategia que no llega a ser plenamente ni un método ni un marco teórico y cuya denotación es tan inestable que no siempre queda claro si define la postura propia o cierta forma de “pen- samiento salvaje”, “una teoría indígena” característica de la alteridad. Una alteridad que, dependiendo del humor del momento, a veces coincide con lo Amazónico, otras con lo A- merindio, otras con la Ecumene (Occidente por lo común excluido). Ni que decir tiene que a la luz del progresismo softcore que se ha constituido en norma en la era posmoderna el nombre escogido tampoco es el adecuado, puesto que (si la palabra significa lo que aparenta) una antropología cabalmente perspectivista debería pensar en formas de etnografía experimental que no sigan promoviendo el tratamiento monológico del objeto, que concedan la palabra al Otro, que se abran a la polifonía y a la heteroglosia, que en lugar de perpetuar terminologías décimo-nónicas que insisten con el “animismo”, el “shamanismo” y la “participación” introduzcan las categorías conceptuales nativas que ha- gan falta, y que también desactiven las tácticas autoritarias que reproducen la asimetría au- toral en el proceso de la escritura etnográfica, la publicación de los resultados y el cobro de los derechos de autor. Todo esto puede sonar demasiado mid-western, prosaico y provin- ciano para la autoimagen europeizante que alientan los viejos y los nuevos perspectivistas, pero nos guste o no (y a mí no me deslumbran) estas premisas han constituido la columna vertebral de la corriente antropológica global más poderosa de treinta años a esta parte y dista de ser sensato que se le siga respondiendo con la displicencia o los one-liners con que hasta hoy el perspectivismo las confronta. Por algo es que los perspectivistas nunca se expiden sobre la antropología crítica o dialécti- ca de los 60s, la etnografía experimental posmoderna y el poscolonialismo, en contraste con los cuales las prácticas unilaterales, inexplícitas y altamente irreflexivas que ellos imple- mentan en el ámbito que va desde el trabajo de campo hasta la elaboración de la etnografía quedarían demasiado en evidencia. A pesar de sus pretensiones de igualitarismo rizomático y de su proyecto explícito de una antropología “simétrica”, “chata” y “horizontal”, es alta- mente improbable que los perspectivistas acojan o promuevan lecturas en la línea de Rein- venting Anthropology de Dell Hymes (1969), “The analogical tradition and the emergence of a dialogical anthropology” de Dennis Tedlock (1979), “¿Puede el subalterno hablar?” de

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Gayatri Chakravorty Spivak (1988), “Las etnografías como textos” de George Marcus y Dick Cushman (1991) o “Sobre la autoridad etnográfica” de James Clifford (1991). A la hora del balance, advertimos que las dos antropologías pos-estructuralistas, la yanqui y la perspectivista franco-brasilera, están partidas al medio mucho más hondamente de lo que jamás estuvieron (digamos) el materialismo cultural y la hermenéutica de Geertz, o las et- nografías boasianas y la etnología transcultural de Yale: estas alternativas teóricas, por lo menos, admitían la existencia de sus rivales y producían materiales de discordia harto más duraderos y fecundos que sus literaturas fundacionales, rutinariamente monológicas y no confrontativas. Con los dos pos-estructuralismos no pasa nada de eso: entre interpretaciones discrepantes de una fuente de ideas no demasiado caudalosa, y por razones que otros que- rrán desenredar, ni ha habido discusión posible ni hay ni componenda imaginable. Cuando afirmé más arriba que el perspectivismo no llegaba a ser una teoría quise decir exactamente eso; incluso en las formas más laxas de la antropología contemporánea, lo usual es que lo que hace las veces de teoría despliegue al menos un operador específico que ocupa un lugar de relevancia en su almacén conceptual y en torno del cual gira una parte importante de una metodología orientada a producir algún educto más allá del registro de los datos. El operador específico del estructuralismo lévistraussiano es la noción de estruc- tura basada en oposiciones binarias, el de la antropología cognitiva de los sesentas el análi- sis componencial de los dominios semánticos, el del geertzianismo la hermenéutica orien- tada a la descripción densa y la inferencia clínica, el de la antropología evolucionaria la se- lección natural como modelo y mecanismo de cambio, el de la teoría de la práctica el ha- bitus y el campo, y así el resto. No es mucho pedir. Ahora bien, no todo el mundo estará de acuerdo en llamar teoría a un conjunto politético de supuestos y consignas que sirven de heurística a una narrativa que ni siquiera procura coa- gular en una forma estable (v. gr. Descola y Viveiros 2009; Latour 2009 ). Aunque hay un amplio rango de definiciones admisibles, no se espera de una teoría que sea sólo un aba- nico más bien estrecho de tópicos de conversación o una manera de sesgar, uniformizar o acentuar descripciones atinentes a una región acotada del mundo, que es lo que en el mejor escenario el perspectivismo del primer tipo ha terminado siendo en los días que corren. Tampoco se concibe que una teoría no se preocupe por entregar aunque más no sea una semblanza sucinta de los métodos de los que dispone para modelar la realidad, elicitar sus datos, probar sus hipótesis, replicar sus hallazgos y ofrecer, al menos, un caso de uso, a fin de que el legado metodológico de la doctrina no se limite a la posibilidad de reproducir un estilo de escritura y un vocabulario peculiar. Hasta Clifford Geertz (1987a), quien nunca fue un dechado de cientificismo, se abstuvo de presentar su teoría en sociedad hasta tener productizados su “Thick description” y su “Deep play”. A mi juicio el primer perspectivismo habría sido útil si se hubiera presentado como hipóte- sis de trabajo en procura de una mejor organización de un determinado campo de intereses

15 en una región más o menos extensa de América del Sur. El problema surge cuando a fines de la década pasada comienza a soñarse a sí mismo como la estrategia opuesta por antono- masia a los paradigmas dominantes de Occidente, adoptando una pauta categorial que al principio no pasa de ser una nomenclatura característicamente démodé, pero que poco a po- co se envalentona y demanda la rendición incondicional de toda otra alternativa. Al impulso de esa metamorfosis, puntuada por la incorporación gradual de un puñado de pioneros, ge- nios incomprendidos y socios eméritos, el perspectivismo se deja caer en vanidades de Gran Teoría (si es que no de Paradigma), sin que le preocupe mucho que su fundamenta- ción teórica deje bastante que desear y que haya quedado una plétora de requisitos formales sin cumplir. Mucho más que todo esto me preocupa que el perspectivismo ni siquiera haya elaborado razonablemente la elección del nombre que escogió para su lanzamiento. Sea lo que fuere lo que él denomina, el caso es que el nombre del perspectivismo no estaba vacante; por el contrario, rebautiza una postura que muchos filósofos modernos o contemporáneos han hecho suya, que siguen manteniendo todavía y en la que los autores del perspectivismo an- tropológico, casi siempre enclaustrados en un número bastante estrecho de disciplinas, no demuestran estar dispuestos a incursionar.7 Ni por un momento compraré la idea de que las nuevas celebridades de la antropología perpetraron ese desacierto a propósito, como ardid intencionado o con un dejo irónico. Sólo unos cuantos años después de instalada la moda del perspectivismo antropológico sus ideó- logos y sus epígonos (que actúan como si creyeran que la filosofía se inventó hace muy po- cos años y se agota en el pos-estructuralismo) cayeron en la cuenta que el nombre de su co- rriente ya existía y que era moneda común en disciplinas que se hallaban a muy corta dis- tancia. Todavía hoy, si se busca esa palabra en diversas bibliotecas digitales (en EBSCO, por ejemplo) por cada Viveiros que aparece se muestran siete u ocho punteros a Friedrich Nietszche. No creo que necesite demostrarse que en el uso de un nombre ya existente nos hallamos frente a un indicador de desconocimiento y/o desprecio del campo filosófico y no ante un propósito deliberado de mímesis o continuidad. La evidencia es apabullante. Busque el lector en la bibliografía que suministro y comprobará que la expresión “perspectivismo” en esta antropología pos-estructuralista precede en unos cuantos años a la mención de los nombres de Gottfried Wilhelm Leibniz, Gustav Teichmüller, Friedrich Nietzsche, Fritz Krause, Gabriel Tarde, Alfred North Whitehead, Jakob Johann von Uexküll o José Ortega y

7 Con el tiempo, Viveiros (2010 [2009]: 103, 107, 180, 193, 205 ) llegará a exponer una escueta pedagogía de un renglón sobre el filósofo, matemático y teólogo Gottfried Leibniz y otras aun más sorprendentes y bre- ves sobre los matemáticos Bernhard Riemann y Albert Lautman. Pero no lo hará en base a la lectura directa sino en función de las paráfrasis de Deleuze y Guattari (a su vez también derivativas), cuyas inexactitudes, estratagemas retóricas y comicidades involuntarias hemos demostrado en otra parte y seguiremos re-explo- rando aquí (Reynoso 2014a ; véase también más abajo, págs. 156 y ss).

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Gasset, a quienes los nuevos cabecillas aplaudirán discretamente después, bien iniciado el siglo XXI, como precursores que los inspiraron desde la primera hora aunque la correlación entre ambas escuelas sea, a ojos vistas, ideológicamente embarazosa y estadísticamente no significante (cf. Descola 2012 [2005]: 118, 215, 264, 305; Viveiros 2002c: 127, 129 ; 2004: 68 ; 2013: 36, 84-87). Dadas las fechas implicadas no es difícil imaginar cómo fue que se gestó este proceso que obligó a cambiar retroactivamente la historia oficial del movimiento y el perfil de sus culto- res. La cosa debió ser así: hasta finales del siglo XX todos los científicos, perspectivistas incluidos, basábamos nuestras visiones de conjunto en archivos documentales y en fuentes en papel; afianzados Google y Wikipedia recién entrado el siglo XXI, algún perspectivista (y en este punto sospecho de Viveiros) habrá buscado ‘perspectivismo’ en Google o en JSTOR para constatar si aparecían sus trabajos o curiosear qué se decía de ellos. Cuando los links apuntaron inesperadamente a Ortega, Nietzsche, la Voluntad de Poder, Krause, Leib- niz, el raciovitalismo, el multiperspectivalismo calvinista y otras ideas igual de raras, la úni- ca opción que restaba era tejer algún nexo a posteriori entre ambos perspectivismos sin im- portar lo forzado que resultase, pues “las semejanzas y las diferencias no existen en sí mis- mas” y todo en la cultura (antropología inclusive) es, orwellianamente, una invención (Vi- veiros 2002a: 348; 2010 [2009]: 21 ; 2013: 39).8 Subestimando el discernimiento de e- ventuales lectores solventes en filosofía, eso fue exactamente lo que Viveiros hizo. Dado el estado de indigencia filosófica y erudición transgénica al que ha quedado reducida una parte importante de la antropología después de perder a Lévi-Strauss, ninguno de los nues- tros se percató hasta ahora. Además, sinceramente, ¿qué oficina interdisciplinaria registra las quejas de los filósofos? Con tantos jaleos domésticos ¿quién va a mover un dedo por la filosofía? A fin de cuentas, en otras modas, escuelas y disciplinas otros estudiosos han perpetrado as- tucias parecidas, como cuando la antropología posmoderna del Medio Oeste tuvo que fingir que estaba familiarizada desde el vamos con los estudios culturales ingleses, cuando Ho- ward Becker y Michal McCall (1990) infundieron actualidad a su libro Symbolic Interac- tion añadiendo …and Cultural Studies en el título, o cuando Clifford Geertz (2002) (para taparle la boca al fastidioso de Paul Shankman) agregó a Wilhelm Dilthey a su genealogía filosófica con treinta años de demora. Hablando de otras epistemologías de fama efímera que ya hemos olvidado, Josep Llobera (1980: 42) llamaba “precursitis” a ese género de arti- ficios continuistas y acomodos cosméticos; y es que a pesar de su acendrada pretensión in-

8 Las experiencias de Viveiros con la tecnología informática y la Web comienzan a dejar rastro a partir de 2006 (diez años después de fundado el perspectivismo) con la Red Abaeté y el Proyecto AmaZone. Las poco impactantes páginas que testimonian ese trabajo todavía están vivas (a julio de 2014), pero los contenidos son harto escuetos o brillan por su ausencia (http://amazone.wikia.com/wiki/proyecto_amazone). Véase también http://nansi.abaetenet.net/abaet%C3%A9. Visitado en setiembre de 2014.

17 novadora, en su búsqueda de legitimación el perspectivismo incurre en el mismo protocolo de automatismos y puerilidades que cada una de las modas que le han precedido. Leibniz, Whitehead, ¡Ortega!... Aunque fuese cierto (que no lo es) una vez más el bagaje experto con que se nos distrae es espurio: dando indicio de la cortedad de miras y el sesgo colonial de nuestros antropólogos, todavía ningún militante de la escuela ha hecho justicia al Anekāntavāda ( ), el perspectivismo jaina de la India antigua que estudié al- guna vez hace cuarenta años, que proclama más o menos las mismas ideas que todas las es- cuelas que se llaman parecido y del que ni siquiera los filósofos del perspectivismo occi- dental originario encontraron útil registrar la existencia aunque la parábola de “los seis ciegos y el elefante” que condensa a esta filosofía sea bien conocida en todo el mundo (cf. Reynoso 1978 ; Jainism Global Resource Center ). Los perspectivistas se la pasan reclamando al dualismo occidental una mayor amplitud de visión y una “antropología simétrica” y descolonizada, y hasta fincan en la estrechez mo- dernista de los científicos convencionales gran parte de su propia legitimidad; pero ellos mismos se pretenden exentos de satisfacer esos reclamos y no atinan a imaginar siquiera que existen formas transculturales de hacerlo.9 Dilapidan por ello incluso la oportunidad de romper la camisa de fuerza eurocéntrica y asomarse a una sociedad y a una configuración cultural en las que el principio de perspectivismo ha sido claramente explícito en todos los órdenes. No creo estar imponiendo un requisito arbitrario. Tratándose de una corriente antropológica que a cada rato pone en cuestión los sesgos simplificadores y colonialistas de la mirada occidentalizante, el perspectivismo debería ser especialmente sensitivo ante una problemá- tica que atañe a la matriz histórica y cultural del nombre que ha escogido para constituirse como corriente teórica. A fin de cuentas, Anekāntavāda quiere decir “pluralismo” o “multi- plicidad de puntos de vista” (an- = ‘no’, eka- = ‘uno’, vada- = ‘punto de vista’), ligando en una palabra las ideas de perspectivismo y multiplicidad de un modo que a Viveiros (aunque no duerme pensando en esas cosas) nunca se le ocurrió imaginar. Como demostraré luego, es de aquí de donde debió tomar el concepto de multiplicidad, y no de los balbuceos falli- dos, confusos y mutables de Deleuze y Guattari, quienes, a diferencia de lo que todo el mundo cree que ellos creen, siempre pensaron que algunas perspectivas (por ser rizomáti- cas, esquizoanalíticas, horizontales, enculeuses o lo que fuera) son filosófica, científica y moralmente superiores a otras (cf. más adelante, pág. 159 y ss; Reynoso 2014a ).

9 Contrariamente a esto, Gottfried Leibniz, pionero reconocido del perspectivismo de Viveiros, mantenía una ávida curiosidad por los avances del conocimiento fuera de la órbita europea y en particular por la filosofía y las matemáticas en China y la India. Aunque en lo personal Leibniz alimentaba un costado etnocéntrico, el he- cho documenta –por así decirlo– la pérdida de perspectiva que han experimentado los diversos perspectivis- mos desde entonces (cf. Widmaier 1990; Leibniz 1994 ; Wenchao Li, 2000; Valverde en Leibniz 2001: 15; véase también el artículo en Wikipedia sobre la serie de Madhava-Leibniz).

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La ignorancia hacia conceptos de perspectivismo más allá de la órbita de Occidente habría sido comprensible en un dominio de pensamiento y en un mercado de ideas que no presume de la amplitud de una mirada antropológica. Pero en lo que concierne a la corriente que nos ocupa no creo que debamos ser contemplativos: según su propia etiqueta de machacante igualitarismo étnico, y embarcado ahora en un proyecto de “emancipación del pensamiento europeo” (Viveiros 2013: 94), nuestro perspectivismo habría debido tener en cuenta ese li- naje no occidental de pensamiento, aunque más no fuese porque fue en sus coordenadas que la lógica de las perspectivas se pensó primero, más reflexiva y más sistemáticamente. Cuando hace muy pocos meses el antropólogo argenmex Miguel Bartolomé me preguntó entre un vino y un ron cuándo pensaba yo escribir una crítica del perspectivismo, creí por una fracción de segundo que se refería a esa escuela jaina de filosofía, que es donde se ama- só el ideario que seguiré asociando con el término cuando se hable de perspectivismo a se- cas. En tiempos de la penúltima dictadura, por cierto, me dió por cursar Sánskrito y Pensa- miento de la India con el estudioso peruano Fernando Tola y se conoce que quedé con al- gún imprinting orientalista cableado en mi hipocampo. Tardé unos interminables nanose- gundos en comprender que Miguel se refería a una moda antropológica que hasta hace poco yo creía insignificante, derivativa y circunstancial pero que aquí y ahora la veo haciendo es- tragos en la disciplina, como cada tanto se le permite hacer a la que demuestra ser la idea que mejor combina potencial retórico en su sintaxis, glamour en su semántica e inocuidad en su pragmática. Mi perplejidad se explica (quiero pensar) porque hasta hace relativamen- te poco perspectivismo significaba otras cosas. Es que en las ciencias que otros (y no yo) decidieron llamar humanas, todo tiempo tiene su plaga característica, una ideología cuyo éxito supera al de todas las doctrinas contemporá- neas suyas por un margen que tal vez se aproxime a la cúspide de una distribución de Pa- reto, una cifra que es fruto de un algoritmo recurrente que en análisis de redes sociales se a- costumbra llamar attachment preferencial o principio de San Mateo: un juego adaptativo en el que el rico se vuelve más rico [rich gets richer] y la mayoría manda [majority rules], una táctica consistente en procurar que todo siga como está y que sin correr ningún riesgo todo el mundo se suba a la caravana que mete más ruido. Si de verdad estaba en procura de una visión tan crítica y autoconsciente como aquéllas con que nos viene amenazando, Bruno Latour (2009 ), autoerigido en antropólogo de la ciencia y especialista presunto en diná- mica de redes, debería haber leído la emergencia del movimiento en el marco de metáforas reticulares como ésas en vez de sumarse a la fiesta, confesarse adicto al perspectivismo y re-producir el clamor general. No se espera que quien funda su expertise en el desentraña- miento de los mecanismos que rigen las modas científicas, se sume alegremente y sin decir palabra a la primera que se le cruza. Lo anterior lleva a creer que en las llamadas ciencias blandas (que por cosas como éstas, creo, casi merecerían llamarse así) cada década es gobernada por una sola idea que cuando

19 supera cierto umbral de aplauso pedagogos, comités de arbitraje, jurados de concurso y congresistas comienzan a estipular obligatoria: lo que fue el interpretativismo en los 70s, el posmodernismo en los 80s, los estudios culturales en los 90s o el pensamiento complejo moriniano en la primera década del siglo actual, eso mismo parece querer ser el perspec- tivismo en la década que corre, aunque el nombre que ha adoptado sea moneda corriente desde unos cuantos siglos antes de la era cristiana y aunque para quienes cabalmente en- tienden de escuelas filosóficas la palabra signifique muchas otras cosas. Resumamos el punto antes de abordar asuntos más jugosos: el problema no es que un mo- vimiento escoja llamarse como le viene en gana, sino que en el mero acto de ponerse un nombre tal como fue que se lo puso, de reclamar posiciones de privilegio en el tablero del pensamiento creativo y de montar los pretextos inconvincentes que lo legitiman, el perspec- tivismo ha puesto a la vista otros aspectos mucho más serios concernientes a su rigor con- ceptual, a su autoimagen y a su ideología, aspectos que desde otras perspectivas (por así decirlo) comenzamos a interpelar ahora.

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VIVEIROS DE CASTRO – FUNDACIONES Y MUTACIONES

Todo comienza con la reproducción.

Derrida, La Escritura y la Diferencia (1989: 291)

La verticalidad que impera en el mundo de los antropólogos perspectivistas es tan severa que todo el mundo concurre en que el brasilero Enrique Batalha Viveiros de Castro es el fundador del movimiento y que el prestigioso Philippe Descola, nombrado unas cuantas ve- ces en términos elogiosos por el propio Lévi-Strauss, no es más que su contacto en Francia, su cómplice de mayor envergadura, el líder del bloque animista, el gran perspectivista de backup (cf. Lévi-Strauss 1986: 24-25). Por una vez, la trayectoria del movimiento no recorrió el camino de Francia a Brasil sino que contra todo pronóstico siguió la ruta inversa. Fuera de los directamente implicados, sin embargo, el perspectivismo no es ni bien conocido ni particularmente apreciado en la antro- pología de Francia, donde todavía prevalece un estructuralismo epigonal de corte más clási- co y discurrir más monótono.10 Allí se considera al perspectivismo como un desprendi- miento derivativo o un comentario de segundo orden sobre la antropología de Lévi-Strauss, uno más entre las docenas que se han desarrollado, uno que no acaba de definir el alcance exacto de sus premisas, que no ha logrado aun decir nada extraordinariamente nuevo, que hace unos cinco años agotó su envión y cambió de rumbo, y del cual casi nadie sabe en qué estado se encuentra, cuándo dará por acabada su infancia programática o cuál es la fuente de inspiración que lo anima el día de hoy (v. gr. Viveiros 2012: 46, n. 2 ). No se sabe muy bien cuál ha sido la fecha de fundación del movimiento, pero los indicios me inclinan a situarla hacia fines de 1996. Los implicados quieren retroactivar su adveni- miento hasta 1992, pero les está costando sangre. Todo sugiere que las ideas perspectivistas capitales surgieron repentina e imprevistamente, casi sobre la marcha. En un texto sobre las imágenes de la naturaleza y la sociedad en la etnología amazónica elaborado a fines de 1995 para el Annual Review, en el que la idea de perspectivismo no se mencionaba y en el

10 Los recientes giros pos-estructuralistas de Viveiros tampoco son de gran ayuda en esta mudanza trunca; al revés de lo que ha sido el caso en América Latina, lo último que se necesita en Francia es que alguien que acaba de asomarse a esa literatura y que no es un profesional de la filosofía o un testigo presencial de los a- contecimientos traduzca o explique lo que Deleuze o Foucault realmente quisieron decir.

21 que todavía se esperaba que estuviera próxima a materializarse una teoría que promulgase la unidad dialéctica entre sociedad y naturaleza, expresaba Viveiros:

En cuanto a las esperanzas de una “nueva síntesis” teorética, creo que cualquier unificación todavía se encuentra un poco por delante [somewhat ahead]. Aunque investigadores de tradi- ciones opuestas, unidos por el deseo unánime de trascender las clásicas antinomias entre na- turaleza y cultura, historia y estructura, economía política del cambio y análisis de mónadas en equilibrio cosmológico, “mentalismo” y “materialismo”, etcétera, están por cierto –y aus- piciosamente– acercando posiciones, es difícil no ver la persistencia de actitudes que fueron características de fases más tempranas de la disciplina. Por ejemplo, uno no puede sino sentir que las teorías de la “gestión de recursos” son ellas mismas adaptaciones del punto de vista adaptacionista a un ambiente intelectual que favorece los conceptos de historia y cultura; que la crítica de Roosevelt al “determinismo ecológico” de Meggers no hace más que transformar los factores ambientales de inhibiciones en estímulos; y que las tesis de Descola sobre los constreñimientos históricos del régimen “anímico” o sobre la homeostasis Jívaro pueden ser no muy diferentes del refraseo de Lévi-Strauss del contraste naturaleza/sociedad como un rasgo interno de las cosmologías Amerindias (totemismo aparte) o de las ideas de Lévi- Strauss y Clastres (metafísica aparte) de la limitación estructural que mantuvo a las socieda- des amazónicas alejadas del productivismo y el despotismo (Viveiros 1996a: 195).

Preso de una visión de túnel cuya estrechez hoy resulta hasta difícil de creer, Viveiros (co- mo se dice) escupía despreocupadamente para arriba, censurando las ideas de Clastres y Descola (futura figura de admiración el primero, futuro compañero de ruta el segundo) sin soñar todavía que él mismo estaría llamado a constituirse antes que ese año concluyera en el profeta indiscutido de esa “nueva síntesis” que estaba reclamando. Una síntesis dialécti- ca, expresaba asimismo entonces (p. 180), sin presentir tampoco que trece años más tarde, en Metafísicas caníbales (2010 [2009]: 78, 96, 105, 110, 114, 115 ), tras convertirse de lleno al credo deleuziano, se vería obligado a arremeter febrilmente contra esa noción (la dialéctica), acaso el concepto más aborrecido de todos en el seno de su nuevo pos-estructu- ralismo rizomático en el que desde hace muy poco milita con ínfulas de recién converso. La talla intelectual y la maestría estilística de Viveiros (quien pasó en pocos meses de su período exploratorio a su fase barroca) distan de impresionarme y es útil que lo diga desde ahora. A mi juicio, incluso los críticos más exactos, como Alcida Ramos (2012a), han so- brestimado los brillos de su virtuosismo verbal y la envergadura de su conocimiento antro- pológico. Pero algo pasa conmigo, imagino: entronizado él en estos tiempos como el antro- pólogo más influyente de Brasil, hasta el día de hoy no he podido dar con un libro, reporta- je o artículo de Viveiros en el que me impresione por su rigor analítico, por su conocimien- to integral de la diversidad teórica de la disciplina, por su capacidad de asimilar con distan- cia crítica las exhaustas teorías que adopta y por una tersura literaria próxima (digamos) a la que prodigaba un Lévi-Strauss. Por todo esto su triunfo me resulta no del todo inexplica- ble pero sí en extremo laborioso de explicar. Mientras su manifiesto más oscuro acaso sea el texto pos-estructuralista Metafísicas caníbales (2010 [2009] ) y el más claro el estruc-

22 turalista Cosmological Perspectivism (2012 ), lo mejor de su producción es, pienso, Radi- cal Dualism (2013b ), una especie de obituario sentido, un ejercicio ingenioso y por mo- mentos anti-perspectivista, si se quiere, pero que no pasa de ser un ensayo acotado, breve y anacrónico de lévistraussianismo puro, la única clase de cosas que el perspectivismo inicial (el pre-pos-estructuralista) parece estar en capacidad de hacer. De lo estilístico no diré más palabra porque me tornaría subjetivo; traicionando su estructu- ralismo todavía humeante es Viveiros y no yo quien aspira a una subjetividad envolvente. En cuanto a lo analítico, si bien no creo que su escritura llegue con frecuencia al extremo de la prevaricación intencionada, lo que el común de nosotros (él inclusive) acordaríamos en llamar verdad suele encontrarse en ella fuertemente retorcida, fragmentada, en tensión, cuando no blindada detrás de un océano de palabras en el que muy pocos se interesarán en navegar con atención despierta por potente que sea el impulso de ratificar o rectificar lo que él afirma. Es importante retener la idea, porque en razón de esa verbosidad fluctuante, escurridiza e intrincada Viveiros no ha sido hasta ahora –y predigo que lo será cada vez menos– un pen- sador cuya refutación vaya a ser un paseo por el campo. Quien vaya a cuestionarlo estará tentado de buscar en él una columna vertebral argumentativa, un leit motiv, una pauta que conecta, cuando en rigor Viveiros y Descola son bricoleurs cuya teoría consiste en carecer de teoría y en dar acogida a otras configuraciones teóricas (actualmente las de Wagner, Strathern y Latour) que insisten recursivamente en hacer lo mismo, sustituyendo la teoría por una constelación narrativa de aserciones plausibles para el acólito pero hostiles a la teo- rización formal y (pensamiento rizomático mediante) refractarias por decisión propia a todo rudimento de anclaje y fundamentación. El hecho concreto es que Viveiros, Bruno Latour y otros como ellos pueden medrar tran- quilos en el ambiente antropológico debido a la credulidad metódica pos-cartesiana en cu- yos brazos (después del vaciamiento conceptual que acompañó al posmodernismo) un alto porcentaje de nuestros profesionales se arroja ante cualquiera que hable rápido y exponga las cosas de una manera suficientemente asertiva. Lejos de haberse impuesto una actitud crítica (como la “deconstrucción” de Derrida y el “descrédito de los metarrelatos legitiman- tes” de Lyotard inducirían a creer) la única evidencia admisible en la era posmoderna es la plausibilidad superficial, lo que Marilyn Strathern (1991) había propuesto llamar ficciones persuasivas. Todo se negocia por lo que parece ser, at face value: nadie irá corriendo enton- ces a corroborar si lo que dice Viveiros que decía Wagner que decía Strathern que decía De Landa que decía Deleuze que decían Riemann, Mandelbrot o Chomsky es verdadero o fal- so, o si es tan relevante o tan revelador para la teoría como lo pintan algunos de los miem- bros de la serie. De hecho (y como documentaré a propósito de los enculages deleuzianos en el drill down al final de este libro [pág. 159 y ss.]), cada vez que me tomé el trabajo de verificar alguna aserción importante que formulaba Viveiros jamás encontré que al cabo de

23 esas cadenas de exégesis colmadas de malentendidos las cosas fueran exactamente como él aducía. El problema con esto es que la comprobación se torna más agotadora cada día que pasa. El valor de verdad de lo que afirmaba el primer Viveiros podía ser establecido sin salirse de una pequeña parcela en el dominio de una antropología relativamente acotada; pero en lo que atañe a la contrastación de lo que alega el Viveiros más reciente, el trámite ya no se re- suelve con una lectura atenta sino que se impone poner en acción una transdisciplinariedad, una arqueología del saber, un repositorio de fuentes y hasta una tecnología de hipertexto. Los grados de separación entre Viveiros y (pongamos) Bernhard Riemann o Gottfried Leib- niz pueden implicar (como habremos de ver) cinco, seis o más intermediaciones, una cifra que en cualquier ciencia sería manifiestamente intratable. En estos términos los criterios pa- ra establecer la verdad de los hechos y su armonía lógica puede que se encuentren expresa- dos no ya en un dialecto teorético ligeramente discrepante sino en una multitud de idiomas lingüística y conceptualmente distintos de los que son muy pocos los investigadores que co- nocen las claves, los protocolos y las interfaces. Esto explica que no hayan sido muchos los que han contestado al último Viveiros, como si no todos los profesionales de la disciplina gobernaran los elementos de juicio básicos cuan- do la discusión atañe, por ejemplo, a las bases formales, matemáticas o lingüísticas del es- tructuralismo, al pos-estructuralismo, al pos-colonialismo o a otras doctrinas, pos- o de las otras, pero con justa fama de complicadas. A veces, no obstante, las fallas se muestran a simple vista. Observemos, por ejemplo, este juicio de Viveiros sobre el tratamiento de lo particular y de lo histórico en la obra de Claude Lévi-Strauss:

Mi impresión es que el estructuralismo fue el último gran esfuerzo hecho por la antropología para encontrar, como ya habían probado varias corrientes antes, una mediación entre lo universal y lo particular, lo estructural y lo histórico (Viveiros 2013: 23).

Si como se infiere del contexto y de otras elaboraciones de Viveiros (v. gr. 2013: 25) “lo particular” designa también a lo singular y lo subjetivo, la apostasía que esta frase inflige al espíritu lévistraussiano es doble. Lévi-Strauss fue, acaso, el más fiero oponente a la mera idea del sujeto en toda la antropología. Detestaba esa idea más que yo, que ya es decir. No hay que andar mucho ni complicarse en una locuacidad de tedio infinito para documentar el desprecio del maestro por ese concepto, por demás público y notorio. Para mayor abundamiento, veamos lo que dice Lévi-Strauss acerca del sujeto en dos pá- rrafos de maestría perfecta que en un solo rapto de genio anuncia el crepúsculo de tal sujeto y desmiente que el estructuralismo –como Viveiros y Descola le imputan– oponga lo huma- no a la naturaleza. Se trata de un texto breve y taxativo que al sentar posición sobre el suje- to acaso alcance para impugnar una parte importante del programa perspectivista o, al me- nos, para poner de manifiesto la incongruencia de mantener al mismo tiempo un propósito

24 de progresiva subjetivación y una analítica de corte lévistraussiano. No extraña, por eso mismo, que Viveiros y Descola, juiciosamente, siempre se abstuvieran de citar expresiones de este género:

Se advierte así por qué la desaparición del sujeto representa una necesidad de orden, podría decirse, metodológico. Obedece al escrúpulo de nada explicar del mito si no es por el mito, y de excluir, en consecuencia, el punto de vista del árbitro que inspecciona el mito por fuera y propende por ello a encontarle causas extrínsecas [...] El estructuralismo [...] reintegra el hombre a la naturaleza [...] y se permite prescindir del sujeto, insoportable niño mimado que ocupó demasiado tiempo el escenario filosófico, e impidió todo trabajo serio exigiendo aten- ción exclusiva (Lévi Strauss 1983 [1971]: 567, 621).

Se compartan o no los juicios de valor vertidos allí, lo concreto es que Lévi-Strauss mismo hace suyo el proyecto de reintegración o fusión del hombre con la naturaleza en que se ago- ta el primer perspectivismo y documenta que ha sido el subjetivismo (y no el objetivismo, sea ello que lo fuere) lo que califica como la estrategia históricamente preponderante en el escenario filosófico. Calando en esa queja más hondo todavía, Lévi-Strauss había escrito en Tristes trópicos:

En cuanto al movimiento del pensamiento que iba a encontrar su expansión en el existencia- lismo, me parecía lo contrario de una reflexión legítima a causa de la complacencia que mani- fiesta hacia las ilusiones de subjetividad. Esta promoción de las preocupaciones personales a la dignidad de problemas filosóficos corre el riesgo de desembocar en una metafísica para modistillas, excusable en cuanto procedimiento didáctico, pero muy peligrosa si permite ter- givesar con ella la misión atribuida a la filosofía (hasta que la ciencia sea lo bastante fuerte para reemplazarla) y que es entender al ser con respecto a sí mismo y no con respecto al yo. En lugar de abolir la metafísica, la fenomenología y el existencialismo introducían dos mé- todos para encontrarle coartadas (Lévi-Strauss 1973 [1955]: 46).

En cuanto a la historia, Lévi-Strauss siempre estuvo muy lejos de concederle un sitial de primera magnitud:

De hecho, la historia no está ligada al hombre, ni a ningún objeto en particular: Consiste to- talmente en su método, del que la experiencia demuestra que es indispensable para inven- tariar la integridad de los elementos de una estructura cualquiera, humana o no humana. Le- jos, pues, de que la búsqueda de la inteligibilidad culmine en la historia como en su punto de llegada, es la historia la que sirve de punto de partida para toda búsqueda de inteligibilidad. […] Esa otra cosa a la que remite la historia que busca referencias, demuestra que el cono- cimiento histórico, cualquiera sea su valor (que no pensamos en discutir) no merece que se lo oponga a otras formas de conocimiento como una forma absolutamente privilegiada (Lévi- Strauss 1964: 380-381).

Y en una charla con el teórico del cine y la literatura Raymond Bellour agregaba Lévi- Strauss:

25

[Y]o no tengo la actitud negativa que se me asigna frente a la historia. Entre los partidarios de esto que podría llamarse la “historia a cualquier precio”, temo solamente un misticismo y un antropocentrismo que ponga su problemática por encima de toda otra. A propósito de la his- toria es necesario preguntarse siempre si existe una sola, capaz de totalizar la integridad del devenir humano, o una multitud de evoluciones locales que no son justipreciables en un mismo intento. Que en un punto habitado de la Tierra, en una cierta época, la historia llegue a ser el motor interno del desarrollo económico y social es algo que acepto. Pero se trata de una categoría interior a ese desarrollo, no de una categoría coextensiva a la humanidad (Lévi- Strauss 1976: 101-102).

La historia rerum gestarum, de todos modos, tampoco es el fuerte conceptual del perspec- tivismo. El propio Viveiros llegó a conocer (un poco tarde, una vez más, en una entrevista del año 2011) las confrontaciones de Lévi-Strauss con la historia en el último capítulo de las Mitológicas, un texto que después reconocerá medular pero al que ni siquiera menciona en su búsqueda dialéctica de 1996, cuando Lévi-Strauss era sólo un autor más en medio de una comparsa amorfa de personajes secundarios, citado entre otros muchos sin reconocer su majestad y sin prever que en torno de las ideas suyas (y de las Mitológicas en especial) iba a girar el segundo y mejor tercio de su vida intelectual (cf. Viveiros 2013: 219; 1996a). En base a todo esto imagino que sería una buena hipótesis de trabajo constatar que aunque se ha jactado innecesaria y anacrónicamente de haber leído “los cuatro volúmenes de las Mitológicas” cuando estudiaba bajo el ala del sociólogo Luis Costa Lima en los años sesen- ta, Viveiros recién profundizó en la antropología de Lévi-Strauss algo después que comen- zara a oponerle reparos a principios y mediados de la década de 1990, sólo para volver al redil más tarde convertido en el inesperado talibán de una doctrina híbrida, fruto de un cross-over empalagosamente auto-referencial y genómicamente imposible entre estructura- lismo y pos-estructuralismo (cf. Viveiros 2013: 258-259 vs Viveiros 2010 [2009] ). Recién desde el 2009 y con más intensidad desde el 2011 (cuando comenzó a tomar notas para escribir un libro sobre el maestro que algún día tendremos que leer) Viveiros se avino a reconocer que Lévi-Strauss anticipó prácticamente todas las ideas perspectivistas y acce- dió a asomarse a libros crepusculares de engañoso bajo perfil que antes no había tratado en detalle o que tal vez consideraría seniles, tales como La vía de las máscaras (1979) y La historia de Lince (1991). Hasta hoy a la mañana Philippe Descola, su amigo y colega, aun no había avanzado hacia esos textos en los que Viveiros hoy encuentra los paralelismos más sólidos entre ambos cuerpos de teoría o (como yo diría en lugar de eso, respetando las reglas de precedencia y las abismales diferencias de talla) las razones que hacen que el perspectivismo resulte bastante más mimético y mucho menos creativo de lo que sus men- tores han pretendido que se crea. A fin de prestar soporte empírico a sus afirmaciones trascendentales, el perspectivismo ter- mina construyendo un ambicioso esquema que le obliga a uniformizar culturas que se per-

26 ciben muy distintas como si ellas no fueran sino piezas de una meta-cultura, “un fondo cul- tural común”, singularidades rizomáticamente intercambiables de una multiplicidad mayor. Pero lejos de ser una instancia que introduce una escala temporal de alta dimensionalidad y una dinámica procesual tangible, este fondo cultural subvierte toda alternativa de diversidad y todo acontecimiento, homologando un abordaje que no puede ser sino sincrónico, ajeno a la historia e incapaz, formalmente, de imaginar algún nexo más allá de la yuxtaposición en- tre aquel fondo paleolítico, la situación contemporánea y la vida real. Mi sensación es que el recurso a elementos que vienen desde tan antiguo y de tan lejos, constituyendo un fondo literalmente “arcaico” e indiferenciado “donde se encuentra el perspectivismo” [?], puede que tenga por consecuencia la activación una pesada hipoteca exotista, quitando prioridad a la investigación de problemáticas del presente insuficientemente “fascinantes” y desalen- tando la coordinación de políticas culturales que no guarden relación de continuidad con ese patrimonio inmemorial. Escribe Viveiros:

La gran mayoría de los pueblos indígenas de las Américas desciende, casi con seguridad, de un contingente relativamente pequeño de pobladores provenientes de Asia septentrional, hace aproximadamente 20 ó 30 mil años, que permaneció bastante aislado del resto de la huma- nidad hasta el siglo XVI. Hoy viene ganando fuerza la tesis de que hay un estrato más arcaico de poblamiento de las Américas, de origen diferente al norte-asiático (es decir, no mongo- loide), lo cual me parece altamente verosímil y antropológicamente fascinante. Pero la unidad cultural panamericana es un hecho etnográficamente comprobado, como queda claro en el fresco comparativo continental pintado por las Mitológicas de Lévi-Strauss. Todos los ame- rindios comparten un antiguo fondo cultural común, donde se encuentra, creo yo, lo que llamé perspectivismo (Viveiros 2013a: 39).

Cuando Ferdinand de Saussure fundó la lingüística científica a principios del siglo XX su primer gesto metodológico consistió en la adopción de una tesitura sincrónica y estática (“estructural” se diría más tarde), aun a sabiendas de que el lenguaje cambiaba por obra de la parole. La antropología lévi-straussiana está sujeta a la misma demarcación, por lo cual no se halla calificada para abordar la historia, por decisivas que parezcan ser las huellas y las sugerencias diacrónicas en el análisis del objeto. Pero en uno y otro caso ese sincronismo es un recurso metodológico, un artefacto de descu- brimiento. Ningún antropólogo con una visión comparativa de la mitología cree hoy en día que Lévi-Strauss haya demostrado algo tan extremo como “la unidad cultural panamerica- na” como subproducto del análisis de unos cuantos mitos. Tal expresión ni siquiera tiene sentido con referencia al pensamiento de un autor que sostiene que todas las sociedades á- grafas (y ya no sólo las de Amerindia) comparten una sola y monolítica lógica de lo con- creto, una lógica que sus análisis mitográficos sólo pueden corroborar en un plano de sub- yacencia que (por imposición del método) ni siquiera correlaciona aceptablemente con los contenidos observables de una narración interferida por la traducción y el resumen. De todas formas, no es en el contenido manifiesto de los mitos sino en el plano de las estructu-

27 ras subyacentes donde Lévi-Strauss ha planteado su hipótesis de uniformidad; aceptar dicha hipótesis implica, por ende, aceptar la consistencia, suficiencia y satisfacibilidad del mé- todo estructural de análisis, una exigencia que no es menor, que tampoco estoy seguro que el perspectivismo homologue, pero a la que por cierto no se ha atrevido a encarar mediante una inspección seria y abierta al público de sus propias técnicas, de las que hasta ahora nunca he podido averiguar cuáles son. A mi entender, una demostración de unidad de tal calibre requiere evidencias mucho más firmes y no puede determinarse mediante juicios circunstanciales de similitud y diferencia que, desde Nelson Goodman en más, se saben subjetivos, y que son subjetivos por defini- ción, militantemente y con orgullo de serlo, en la propia especificación de la teoría perspec- tivista (cf. Goodman 1969; Descola 2011: 19; Viveiros 2013: 34, 38, 40-41, 53). Por lo de- más, las hipótesis unitarias del perspectivismo desatienden una premisa básica de la episte- mología bien conocida por nuestra disciplina desde la refutación boasiana de la (pre)histo- ria conjetural del evolucionismo: por tentador que sea el canto de sirenas de la evidencia circunstancial, así como no se pueden derivar pruebas causales a partir de correlaciones es- tadísticas, tampoco se pueden derivar juicios genéticos y diacrónicos a partir de descripcio- nes sincrónicas y estructurales. Lo más grave, sin embargo, es que todos estos escrúpulos se revelan vanos en el momento en que Viveiros cruza el Rubicón para abrazar un pensamien- to rizomático y una teoría actancial que instauran otros criterios de racionalidad y en los cuales toda suerte de pensamiento histórico, dialéctico, fundacional, taxonómico, genético, causal, explicativo, deductivo o genealógico que no sea un devenir sin secuencia se encuen- tra lisa y llanamente interdicta (cf. Deleuze y Guattari 1980: cap. 1; Latour 2005: 5, 8-10, 16, 22, 45, 47, 49-50, etc). Más vale entonces interpelar con espíritu de duda metódica una teoría cuya resolución es de grano tan grueso que nos obliga a considerar parecidas todas las ontologías y visiones del mundo a todas las escalas de observación: una teoría que no tiene nada que ofrecer para a- bordar aspectos de la cultura de igual o mayor relevancia que los que le han interesado has- ta hoy y que en pleno siglo XXI nos circunscribe a hablar de un fondo cultural no muy alejado del horizonte civilizatorio de los amautas templarios, del monoteísmo primordial y de otras criaturas de la más vieja imaginación folklórica y antropológica (cf. Viveiros 2013a: 39). Aun si no fuera el caso que al prestar obediencia a Mil Mesetas y a los extre- mismos de su literatura tributaria los razonamientos de carácter histórico quedan sin más prohibidos, sigue sin saberse para qué nos sirve insistir en elementos de juicio como ésos cuarenta años después de El Hombre Desnudo. Sin ahondar mucho en sus coerciones autoimpuestas, sin embargo, el perspectivismo clási- co de Viveiros se define a sí mismo en estos términos:

[…] es una teoría indígena de acuerdo con la cual los humanos perciben animales y otras sub- jetividades que habitan el mundo –dioses, espíritus, los muertos, los habitantes de otros nive-

28

les cósmicos, los fenómenos meteorológicos, las plantas, ocasionalmente incluso objetos y artefactos– difiere profundamente de la forma en que esos seres ven a los humanos y se ven a sí mismos (Viveiros 1998: 470).

Como teoría basada en un foco subjetivista, por momentos el perspectivismo de Viveiros parecería calificar como una forma de relativismo. Viveiros, sin embargo, rechaza esa tipi- ficación sobre la base de que los Amazónicos (y por momentos, también los Amerindios) piensan que aunque los animales, desde una perspectiva idéntica como humanos, ven el mundo de una misma manera, ellos llegan sin embargo a diferentes ideas sobre él debido a que ven mundos diferentes. Esto es estrictamente lo que se llama multinaturalismo, un giro del discurso viveiriano que, como habrá de verse (pág. 41), algunos creen que ha sido la más revulsiva de todas sus ideas.

Figura 1 – Particiones del mito Tupinambá (Lévi-Strauss 1992: 90)

Pero esta fase estructuralista no habría durar mucho más de una década. En uno de sus últi- mos libros mayores, Metafísicas caníbales: Líneas de antropología pos-estructural (2010 [2009] ) Viveiros elabora una fugaz rehabilitación del penúltimo Lévi-Strauss desde un peculiar cuadro de valores y redefine todo el edificio del perspectivismo en términos de un ramillete de conceptos de Capitalismo y Esquizofrenia de Gilles Deleuze y Félix Guattari.

29

De aquí en más primero el Anti-Edipo y más tarde Mil Mesetas (filtrados y extravagante- mente sobreinterpretados por Bruno Latour y Manuel De Landa y hasta por Marilyn Stra- thern, quien admitió no haberlos leído) se convierten en sus textos de cabecera, junto a un par de libros y un paper del simbolista heterodoxo Roy Wagner.11 El primer problema que se presenta aquí es que Viveiros procura encontrar una fundamen- tación monista en una filosofía que ha sido visceral e intensamente dualista, hasta tocar el extremo del maniqueísmo. Es por tal razón que debió elaborar una complicada e invero- símil racionalización justificatoria. Escribe Viveiros:

Los textos deleuzianos parecen complacerse en la multiplicación de las díadas: diferencia y repetición, intensivo y extensivo, nómada y sedentario, virtual y actual, línea y segmento, flu- jo y quanta, código y axiomático, desterritorialización y reterritorialízación, menor y mayor, molecular y molar, liso y estriado... Por esa signatura estilística, Deleuze ya ha sido tachado de filósofo “dualista” (Jameson 1997 ), lo que es, por decir lo menos, una conclusión un poco apresurada.

El curso de la exposición de los dos tomos de Capitalismo y esquizofrenia, en que pululan las dualidades, es interrumpido a cada momento por expresiones adversativas, por modalizado- res, especificaciones, involuciones, subdivisiones y otros desplazamientos argumentativos de las distinciones duales (u otras) que los autores precisamente acababan de proponer. Este tipo de interrupciones metódicas es justamente eso, una cuestión de método y no una manifesta- ción de arrepentimiento por el pecado binario: son momentos perfectamente distintos de la construcción conceptual. Ni principios, ni fines, las díadas deleuzianas son siempre medios para llegar a otro sitio (Viveiros 2010: 110-111).

Cuando se apropiaban de otros territorios los califas y sultanes del Islām acostumbraban incendiar las bibliotecas paganas bajo el pretexto de que si sus libros contradecían al Qur’ān eran perniciosos y que si estaban de acuerdo con él eran superfluos. En lo que atañe al tratamiento que se brinda a los libros superfluos en contraste con el que se da al Qur’ān creo percibir una lógica parecida en las tácticas perspectivistas que condenan a los adversa- rios por ser dualistas incurables mientras que a los partidarios o predecesores que no hacen más que incurrir en dualismos parecidos se les atribuye el dominio de refinados principios de expresión adversativa, sutiles signos modalizadores, desplazamientos argumentativos, mediación virtuosa, transversalidad, simetría, ontología chata y otros recursos laudables de los que pocas veces se proporcionan especificaciones precisas porque unos cuantos de ellos se acaban de inventar pour la galerie y para la ocasión. Esta espesa hermenéutica, en el sentido religioso de la palabra, no puede ser más que indi- cador de un problema latente. Si una doctrina teórica comienza a repetirse y a trabar alian-

11 Analizaré en detalle este giro pos-estructuralista en un capítulo específico, pág. 120 y ss. También ahondaré por separado en las antropologías de Roy Wagner (pág. 86 y ss.), de Marilyn Strathern (pág. 102 y ss.) y en la Teoría del Actor-Red de Bruno Latour (pág. 107 y ss.).

30 zas de conveniencia mutua, a integrar jirones de teorías con las que en realidad no guarda mucha congruencia o a conceder halagos e imponer condenas, eso puede querer decir que está en la disyuntiva entre petrificarse como ortodoxia o entrar en contradicción consigo misma. La misma retórica de salvataje que desplegó a propósito de Deleuze aplica Viveiros a la obra de Wagner: un autor peliagudo, un sesentista extemporáneo, divertido de a ratos pero confuso, inconsistente y casi tan sexista y partidario de la Gran División como vere- mos que ha sido Descola. Una táctica idéntica usa Viveiros para rescatar de la miseria al delirante, anacrónico e insípido panorama de la historia universal que Deleuze y Guattari pintan en el Anti-Edipo “en un estilo deliberadamente arcaizante, que de entrada podría asustar a un lector antropológico”, y en el que no falta ni siquiera (como bien nuestro antro- pólogo lo sabe) la inaceptable secuencia de «salvajismo  barbarie  civilización» (De- leuze y Guattari 1973: cap. 3, 163-325;Viveiros 2010: 99 ). Estas tácticas de disclaimer y perdón selectivo, pretendo decir, son sintomáticas de que algo profundamente discordante y diluyente está a punto de suceder en el entramado teórico. Aquí y allá los perspectivistas en general y Viveiros en particular aseguran ahora, con el en- tusiasmo de quien acaba de descubrir un artefacto nuevo (e insinuando que con este trámite la cosmovisión del Otro y la de nosotros se armonizan sin que nadie tenga que hacer más nada), que hay algo de rizomático (antes que de jerárquico y arbóreo) en el pensamiento y en la organización política del perspectivismo amerindio:

Cualquier persona dispuesta a recorrer el periplo entre Lo crudo y lo cocido e Historia de Lince constatará que la mitología india cartografiada por la serie no tiene nada que ver con el árbol, sino con el rizoma: es una gigantesca tela sin centro ni origen, un megaagenciamiento colectivo e inmemorial de enunciación dispuesto en un “hiperespacio” (Lévi-Strauss 1997: 81) incesantemente atravesado por “flujos semiótícos, flujos materiales y flujos sociales” (Deleuze y Guattari, 1980: 33-34); una red rizomática recorrida por diversas líneas de es- tructuración, pero que en su multiplicidad in-terminable y su contingencia histórica radical, es irreductible a una ley unificadora e imposible de representar por una estructura arbores- cente (Viveiros 2013:222).

Una vez más esta idea confunde el mapa con el territorio –como diría Bateson– construyen- do un mundo cuya naturaleza dependerá del procedimiento de inducción y de la imaginería de representación que incidentalmente se escojan. En mi crítica extendida del pensamiento rizomático he demostrado una y otra vez que salvo contadas excepciones una misma colec- ción de datos puede expresarse (con mayor o menor entropía y resolución) como una ma- triz, una red, una lista recursiva, un fractal, un árbol, una clave binaria o como a cada quien se le ocurra imaginar (Reynoso 2014a ). No hay ciencia y no hay filosofía en donde este elemento de juicio no se conozca y se explote con naturalidad. Como bien sabía Bateson tras su experiencia con la tipificación lógica, la sintaxis y la se- mántica operan a diferentes niveles de abstracción. Una representación estructural binaria

31 no binariza su objeto como tampoco una descripción escrita la alfabetiza; al ser binaria, adi- cionalmente, una representación tal posee la virtud de una máxima resolución y una má- xima independencia de objeto. El método binario, creado en el Oriente por el lingüista hindú Piṅgala e introducido en Occidente (¡sorpresa!) por el perspectivista Gottfried Leib- niz, es, como todos los métodos formales de esta clase, inherentemente abstracto y de pro- pósito general (Piṅgala 1931 [siglo V-II aC] ; Leibniz 1703 ; Athreya y Ney 1972; Gus- field 1997; Wegener 2000). El juego de las veinte preguntas (por ejemplo), en el cual se re- corre un árbol binario, no excluye ninguna clase de entidad, cualquiera sea su alteridad o su naturaleza.12 Por extraño y distinto que el buen perspectivista crea que es el grupo étnico o el objeto cultural que le ha tocado en suerte, y por evidente que a otros niveles sea su poli- valencia, en principio todo método abstracto de representación y análisis de bajo nivel (bi- nario o de otro tipo) está en capacidad de aplicarse a los problemas que la imaginación del estudioso pueda plantear, en tanto ese mismo estudioso sea capaz de formular el problema y llevarlo adelante con una mínima adecuación. Eso ocurre no porque la forma binaria sea especialmente poderosa, sino porque casi todas las estrategias de representación formal de bajo nivel son mutuamente convertibles, concep- tualmente similares y/o transformables las unas en las otras, como bien lo sabían (quiénes si no) talentos como Gregory Bateson, Claude Lévi-Strauss o incluso (me atrevería a decir) Giles Deleuze cuando en sus momentos de mayor lucidez hablaba (batesonianamente) de los mapas en oposición a los calcos. No hay razón, entonces, para que los ideólogos de una doctrina en una ciencia empírica in- flamen el campo a favor o en contra de una u otra configuración representacional, asegu- rando –como los ciegos de la parábola del elefante del Anekāntavāda– cosas tales como que una serie mitológica “no tiene nada que ver con un árbol” cuando los árboles binarios, por mal que los haya utilizado Lévi-Strauss, son simplemente una técnica de mapeado con pro- bada capacidad de computación universal que (a un nivel puramente sintáctico o descrip- tivo y para quien acepte las reglas del juego analítico de asignación de mitemas sintagmá- ticos a clases paradigmáticas) puede dar cuenta trivialmente de cualquier configuración imaginable de mitos. A la luz de esta clase de juicios que, en base a una concepción pre-es- colar de la filosofía de la ciencia, busca imponer una analítica única (metodológicamente subordinada a su vez a las peculiaridades de un objeto invariante) no se comprende en ab- soluto que Viveiros y también Descola sigan haciéndose llamar perspectivistas.

12 Lo anterior no implica que el uso de “oposiciones binarias” por parte de Lévi-Strauss haya sido formalmen- te correcto. De hecho no lo ha sido, y así lo he demostrado en multitud de artículos y textos desde “Crítica de la razón binaria: Cinco razones lógicas para desconfiar de Lévi-Strauss” (1986c ), pasando por “Seis nuevas razones lógicas para desconfiar de Lévi-Strauss” (1990 ), y en sendos capítulos sobre análisis estructural en Corrientes en Antropología Contemporánea (1998 ) y Corrientes teóricas en Antropología: Perspectivas desde el siglo XXI (2008). No es empero el logro o el fracaso del análisis estructuralista (ni su acuerdo o des- acuerdo con Lévi-Strauss) lo que hace caer o triunfar al perspectivismo, de modo que salvo una fugaz referen- cia hacia el final del ensayo no ahondaré aquí en el asunto.

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En la época dorada de la antropología cognitiva, cuando todos nuestros profesionales ren- dían pleitesía al análisis componencial, todos sabíamos que la enorme variedad de herra- mientas de representación de dominios semánticos (árboles, redes, matrices, claves, taxono- mías, congeries, redes, cladogramas y otros grafismos y signaturas) no eran más que formas diversas de expresar relaciones semánticas desde distintas perspectivas (cf. Tyler 1978; Reynoso 1986a: 101-105 ). Podría poblar estas páginas con árboles jerárquicos que deno- tan las taxonomías clasificatorias manejadas por pueblos y expresadas en lenguas de todos los lugares de la tierra, Amazonia inclusive. La antropología cognitiva de aquel entonces no se ocupó de otra cosa y si bien la teoría pasó de moda y pretendió objetivos inviables, las técnicas siguen allí a disposición de quien les necesite. Pero al igual que le sucede con la mayor parte de la producción antropológica en lengua inglesa (con la mayor parte de la an- tropología, en definitiva) el problema con el perspectivismo es que admitidamente nunca le interesó asomarse a ese mundo de temáticas “cognitivas” y a esa literatura, como si su fran- cofilia ancestral, su epistemología de bolsillo o su catecismo pos-estructuralista se lo impi- dieran (cf. Viveiros 2012: 88-89 ). Por añadidura, el mito canadiense de Lince forma especie e integra el mismo conjunto en el que se encuentra el mito tupínambá, el cual es, incidentalmente, el primer mito de los indios de Brasil del que se tuvo conocimiento en Europa, tan temprano como en 1575 (Lévi- Strauss 1992: 80). Si hay una estructura más resaltante que las otras en este mito (que, in- sisto, sus analistas reputan configuracionalmente idéntico a muchos de los que integran las Mitológicas) ella es la estructura de árbol binario que se muestra en la figura 1, un dibujo autógrafo de Lévi-Strauss. De todos modos (como él mismo lo estipula [Lévi-Strauss 1997: 81]) “ningún análisis agota las propiedades” del hiperespacio de los grupos mitológicos. Por ello es que la meta-estructura de la serie de mitos que propone Viveiros atravesando buena parte de la obra mitológica de Lévi-Strauss se presta para que “cualquier persona dis- puesta a recorrer el periplo” encuentre en ella la configuración que desea, la figura en el ta- piz que uno necesita para probar la idea que se le ocurra, cualquiera sea su filiación ideo- lógica. Viveiros quiere encontrar un rizoma y puede hacerlo; yo quiero encontrar un árbol y allí lo ven. Eso fue siempre fue así, no hay muchos estudiosos que lo ignoren y no hay ninguna paradoja anidada en ese hecho, fructuosamente explotado desde el día que la antropología llegó al mundo. Como descuento que él nunca se avendrá a leer lo que yo escriba, alguien que esté próximo a Viveiros debería decírselo antes que él siga fatigando esa dichosa tesi- tura de los-rizomas-buenos-y-los-árboles-malos, confundiendo mapas con territorios, futbo- lizando la teoría, renegando del principio de perspectiva que él mismo establece y haciendo llover bochorno sobre la imagen que otros tienen de la capacidad analítica de nuestros pro- fesionales, él y yo incluidos.

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En síntesis, con los vacíos teóricos y metateóricos que él exhibe no es en Viveiros en quien yo confiaría para armar una visión de conjunto de la antropología contemporánea. Aunque él devino operador de una tendencia dominante y debería mantener una visión más trabaja- da y ecuánime, lo concreto es que se posiciona apasionadamente en contra de un conjunto indefinido pero en apariencia mayoritario de las teorías existentes, disparando invectivas punzantes en todas direcciones (cf. Latour 2009 ). Desde su vantage point, sin tomar grandes riesgos ni aclarar los motivos, él alude de maneras oblicuas a las teorías con la que opta entrar en beligerancia, desplegando una sintaxis en la que faltan o sobran elementos y calculando el efecto, se diría, para que no todos entiendan a cuáles teorías se refiere, en qué son inferiores a la que él sustenta o cuál es el motivo científico que justifica invertir tanta energía en su descrédito. Sin que nos proporcione un solo nombre de teoría reconocible, el apellido de un solo culpable o una sola referencia bibliográfica, Viveiros apenas nos deja saber que el panorama teórico se encuentra dominado por una suma de

proyectos teóricos francamente retrógrados, como el seudoinmanentismo sentimental de los mundos vividos, de las moradas existenciales y de las prácticas incorporadas, por no hablar del macho-positivismo de las Teorías del Todo del género sociobiología (ortodoxa o refor- mada), la economía política del sistema mundial, el neodifusionismo de las “invenciones de la tradición”, etc (Viveiros 2012: 93).

Con tales elecciones arbitrarias y puntos ciegos en su comprensión del campo teórico y me- todológico, ignoro de dónde procede la autoridad que Viveiros se auto-confiere para dicta- minar más tarde, contra toda evidencia y de la mano de Latour, que las lecturas que Deleu- ze hizo de la antropología (tan simplistas, erróneas, pocas, arcaicas, dudosas y acaso frau- dulentas como las que dedicó a Noam Chomsky) son más que suficientes para alimentar ideas que superan lo que la antropología de hoy tiene para ofrecer en el estudio de las socie- dades, tanto de las simples como de las complejas, y hasta para trascender el concepto mis- mo de sociedad (cf. Viveiros 2010: 99-100  y 2013: 30, vs Reynoso 2014a ). La misma línea argumentativa aflora cuando Viveiros comenta que él “vería el trabajo de Foucault co- mo más representativo de una antropología de las sociedades complejas que, por ejemplo, el estudio de Raymond Firth sobre el parentesco en Londres” (Viveiros 2013: 30). Estas a- legaciones calificadoras, una vez más contrarias a todo concepto sano de perspectivismo, me recuerdan lo que afirmaba Georges Devereux (1975: 66-67) en su etnopsicoanálisis complementarista –una doctrina pionera del perspectivismo, muerta si las hay– cuando afir- maba que el psicoanálisis freudiano de los sujetos vieneses configuraba una etnografía su- perior a la que jamás habían hecho los antropólogos trabajando en otros pueblos (cf. Rey- noso 1989 ). Pero ésa, claro, era una doctrina de los tempranos setenta, una época en la que una parte importante de la epistemología se agotaba en fogosas asignaciones de puntaje a las teorías favoritas de cada quien.

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Aunque la escritura laboriosa y despareja de Viveiros haya deslumbrado a muchos, mi im- presión es que lo que él desarrolla dista bastante de lo que medio siglo después de Deve- reux pasa por ser una buena antropología. Sus menguas se perciben incluso en las definicio- nes de los conceptos básicos, que son todas inconstantes, que se abandonan apenas se las pronuncia y que las raras veces que tienen algún sentido enjundioso distan de ser originales. Una de ellas se plasma, por ejemplo, en “El mármol y el mirto: Sobre la inconstancia del al- ma salvaje” casi de mala gana, como si el estudioso no hubiera tenido más remedio que ate- nerse a una definición innecesaria:

Una cultura no es un sistema de creencias, antes bien –ya que debe ser algo– es un conjunto de estructuraciones potenciales de la experiencia, capaz de soportar contenidos tradicionales variados y de absorber nuevos: ella es un dispositivo culturante o constituyente del proce- samiento de creencias (Viveiros 1993: 209).

Aunque en esa cultura como dispositivo culturante se perciba agazapada una inminente alu- sión al habitus de Pierre Bourdieu (acaso el autor menos perspectivista del espectro intelec- tual pero igualmente aficionado a las circularidades) la definición, si es que de ello se trata, no difiere mucho de la vieja, antropomórfica y dormitiva concepción de Marshall Sahlins de la cultura como dispositivo o mecanismo de imposición de significados. Sahlins –lo digo de plano– no es tampoco mi ideal de escritor virtuoso y a veces su verbo- rragia homuncular y abstrusa se sale de madre, como claramente éste ha sido el caso. Pre- cisamente por arranques de esencialismo parecidos estaremos viendo cada vez más a Sah- lins salir en defensa de los perspectivistas o aliarse con Roy Wagner o con Pierre Clastres, cuya convulsa simbiosis con el movimiento intentaré desentrañar después (cf. más abajo, pág. 96 y ss.). Pero la definición de Sahlins, cuando se la pone lado a lado con la de Vivei- ros, tiene al menos la virtud de una sencillez sintáctica y una transparencia semántica que el perspectivismo se ha esforzado en perder con el paso de los años. La tensa escritura de Viveiros, en efecto, alcanza vorágines tan desordenadas de adjetiva- ción y juicios de valor que a veces no se sabe a quién está cuestionando, si está a favor o en contra de los autores y teorías que involucra, o si se está expidiendo con ironía o se lo ha de interpretar esquizoanalíticamente al pie de la letra. En las ciencias de la complejidad existe un saludable teorema, conocido por el nombre de “No hay Almuerzo Gratis”, que demues- tra que ninguna metaheurística puede comportarse mejor que ninguna otra (o que una ope- ración al azar) en todos los escenarios de búsqueda y optimización (cf. Wolpert y Macready 1997 ). En la antropología de Viveiros –y demostrando un retraso de décadas– el autor ni siquiera contempla la posibilidad de que alguna teoría pueda equiparar a la suya en algún renglón de la performance, por más que su especificación formal permanezca hasta el día de hoy pendiente de publicación. Viveiros jamás nos propone una concepción de su propia teoría como una que viene a agregarse a otras que ya existen, a resolver un problema aco- tado o a enriquecer otras perspectivas posibles; por el contrario, él está mucho más compro-

35 metido en tornar obsoletos los conceptos que hacen a la virtual totalidad de las orientacio- nes existentes en la disciplina (o a la ciencia Occidental en su conjunto) que en elaborar una heurística positiva circunscripta pero con un mínimo de instrumentalidad (cf. Viveiros 2010 [2009]: 104). Ya he mencionado su desacuerdo con la teoría de Bourdieu, pero Viveiros parece ir una pizca más lejos, como si desconfiara de toda teoría antropológica, distinta o parecida, en la certidumbre que él no está sujeto a ninguna o ha consumado un attachment preferencial (o establecido relaciones carnales) con la mejor, que al cabo resultará (como veremos) no ser antropológica en absoluto. Esto es al menos lo que yo interpreto de esta sinuosa tirada, an- tológicamente confusa, cuyo blanco conmuta dos o tres veces sin previo aviso:

Toda teoría antropológica debe ser una teoría de la práctica. Y la práctica y sus precondi- ciones conductuales (que poseen diversos nombres –schemata, presupuestos, premisas, scripts, habitus, configuraciones relacionales, etc– siendo aquí el criterio primordial que el nombre no sea una palabra que se asemeje a “cultura” o “estructura”) son quintaesencial- mente no-proposicionales. Lo que “sigue sin decirse” (Bloch 1992) es de qué está hecha la vida social. Estudiamos lo opuesto que nuestro estudio; nada es más distinto de una teoría antropológica que la práctica de un nativo. […]

Los constreñimientos de Bourdieu, por supuesto, no le impiden dar impulso a ese prodigioso oxímoron, la “teoría de la práctica”, cuya auto-ironía intencional que –si en verdad ha sido intencional– se perdió por completo en la bandada subsiguiente de teóricos de la práctica. De manera parecida, Brunton (1980) y otras expostulaciones parecidas contra la “voluntad de orden” en el análisis cosmológico parece ser ligeramente deficiente en reflexividad. Aun cuando ellos [?] denuncian las presiones y recompensas socio-profesionales que llevan a los antropólogos a exagerar el orden conceptual de las cosmologías no-Occidentales, ellos olvi- dan mencionar los incentivos todavía más apremiantes y tentadores hacia la “originalidad” crítica, la deconstrucción de otros estilos analíticos mediante el uso de alguna versión del ar- gumento del “etnocentrismo” –un argumento voluble, dado su intrínseco potencial de rebote– y el desvelamiento de motivaciones “políticas” (preferentemente inconscientes) (Viveiros 2012: 65).

El metamensaje que se filtra por las grietas del argumento es que este ataque contra teorías ajenas es en rigor una defensa ante acusaciones que se han hecho y se siguen haciendo al perspectivismo. El encomillado actúa aquí como un indicador puntual que nos dice cuáles han sido las fallas por las que cotidianamente se le culpa: que el perspectivismo no se ocupa de las prácticas, que fuerza el advenimiento de una apariencia particular de orden, que care- ce de originalidad, que implica un etnocentrismo irreductible y que en política sus motiva- ciones son non sanctas. La respuesta implícita de Viveiros a estas imputaciones consiste en sugerir que las antropologías que no son la suya son todas tributarias de un pensamiento Occidental perverso que las mantiene atrapadas en un dispositivo teorético que imprime a las culturas que aborda un orden que no es el que corresponde imprimirles. Éste es un vicio

36 del cual su concepción de la teoría está exenta por cuanto él no adhiere a ninguna de las dos formas dominantes de la antropología contemporánea. Y aquí es donde se desvela la sorpre- sa que nos tenía reservada: con una base de lecturas tan magra que ni merece que él se en- tretenga en su detalle, Viveiros divide el campo entero de la teorización antropológica en una modalidad “fenomenológica-construccionista” y en otra “cognitiva-instruccionista” (Viveiros 2012: 66). Si he entendido bien (y como se verá en la cita que sigue, por estos rumbos es improbable entender mucho), la forma que encuentra Viveiros para no caer en ambas trampas es situándose al borde de negar que el pensamiento nativo sea constitutiva- mente “proposicional”. Escribiendo como si tuviera mejores cosas que hacer que revisar su sintaxis él nos dice:

Lo que se trata de contestar es la idea implícita de que la proposición debe continuar funcio- nando como prototipo del enunciado racional y átomo del discurso teórico. Lo no proposi- cional es visto como esencialmente primitivo, como no conceptual e incluso anticonceptual. Naturalmente, eso se puede sostener “en favor” o “en contra” de esos Otros sin concepto. La ausencia de concepto racional puede ser vista positivamente como signo de la desalienación existencial de los pueblos en cuestión, manifestación de un estado de no-separabilidad del co- nocer y el actuar, del pensar y el sentir, etcétera. A favor o en contra y, sin embargo, todo eso concede demasiado a la proposición y reafirma un concepto totalmente arcaico de concepto, que continúa pensándolo como una operación de subsunción de lo particular bajo lo univer- sal, como un movimiento esencialmente clasificatorio y abstractivo. Pero en lugar de recha- zar el concepto, se trata ante todo de saber encontrar en el concepto lo infrafilosófico y, recí- procamente, la conceptualidad virtual en lo infrafilosófico. En otras palabras, es necesario lle- gar a un concepto antropológico de concepto, que asuma la extraproposicionalidad de todo pensamiento creador (¡“salvaje”!) en su positividad integral, y que se desarrolle en una direc- ción totalmente diferente de las nociones tradicionales de categoría (innata o transmitida), de representación (proposicional o semi-) o de creencia (simple o doble, como se dice de las flo- res) (Viveiros 2010: 63).

Sin medir las consecuencias de lo que alega, Viveiros agrega que “los oyentes amerindios a quienes he tenido ocasión de exponer estas ideas sobre sus ideas, percibieron rápidamente sus implicaciones para las relaciones de fuerza en uso entre las ‘culturas’ indígenas y las ‘ciencias’ occidentales que las circunscriben y las administran” (loc. cit.). No hace falta leer entre líneas para comprobar que Viveiros contrapone la ciencia no sólo con el carácter extra-proposicional del pensamiento salvaje sino que implica que es la ciencia en persona la que administra por la fuerza a las culturas amerindias a las que él ha venido a concientizar como parte del capítulo etnográfico de su misión descolonizadora. Pero la cuestión, creo, es más grave de lo que aparenta: lo más lamentable de todo esto es que en la ornamentación que acompaña a este industrioso trámite de alcahuetería y evange- lización anticientífica (digno del ILV) Viveiros no sólo niega a la ciencia la comprensión del genuino conocimiento amerindio del cual sólo los perspectivistas bautizados poseen la clave, sino que acaba negando al pensamiento amerindio la comprensión no ya de la ciencia

37 que lo oprime sino de cualquier posibilidad de entendimiento científico, para el cual el “sal- vaje” carece de las categorías, las representaciones y las creencias que Viveiros mismo ins- tituye como sus requisitos. Un par de párrafos antes de afirmar que es necesario asumir la extraproposicionalidad del pensamiento amerindio, Viveiros (2010: 63), dando por descontada nuestra desmemoria, completa el círculo de su enredo aduciendo que el discurso antropológico se ha consagrado a “la empresa paradójica que consiste en apilar proposiciones sobre proposiciones acerca de la esencia no proposicional de los discursos de los otros” (2010: 61). Lo triste es que ésta es una verdad a medias, por cuanto efectivamente ha habido en las márgenes una antropología que no supo reconocer estructuras y capacidades de cientificidad en los saberes salvajes. No otorgaré a esa antropología el beneficio de la referencia, por cuanto en estos tiempos de in- formación en la punta de los dedos hay que tener cuidado de no promover a los actores e- quivocados. Pero por fortuna hay toda una nueva y extensa antropología del conocimiento que Viveiros bien podría frecuentar mejor y que está bregando desde hace décadas por poner las cosas en su lugar trabajando concentradamente sobre un hecho a la vez, cambiando de ideas, polemi- zando, abriendo el juego, haciendo públicos sus diseños experimentales, reinventándose (v. gr. D’Andrade 1994; 2000; Reynoso 1993: 228-267 ). La conclusión convergente de todo este campo de estudios es que el pensamiento indígena no admite tipificarse en una sola clase o en una clase separada y que, al igual que el que los perspectivistas llaman “el nues- tro”, comprende una miríada de formas, algunas de ellas creativas, otras mitopoéticas, otras profundamente racionales y otras de una complejidad y un polimorfismo que recién esta- mos comenzando a comprender. Una de estas configuraciones complejas, incidentalmente, se manifiesta en lo que Edwin Hutchins llamó cognición distribuida, una arquitectura del conocimiento compuesta por múltiples agentes y por el mundo material: algo así como la prestigiosa Teoría del Actor-Red de Bruno Latour que adoptará Viveiros demasiado recien- temente pero sin su pedantería y sus paradojas deliberadas, y con diez, veinte o más años de anticipación (cf. Hutchins 1980; 1996). Negar la multiplicidad de formas de pensamiento existentes en todos los contextos sociales y culturales, en suma, no es una opción aceptable en la antropología contemporánea. A pro- pósito de algunas ideas de Descola parecidas a éstas de Viveiros escribe Miguel Bartolomé:

Todo los tipos de pensamientos y las diversas formas cognitivas pueden coexistir en una mis- ma conciencia social. Un indígena podrá creer que el arco y las flechas que usa fueron crea- dos por sus antepasados en el tiempo originario, pero también sabe que para cazar debe apun- tar bien su arma y calcular la trayectoria de la flecha, lo que requiere de un definido pensa- miento causal y analítico. Lo que llamamos analógico y lo que llamamos lógico coexisten dentro de todo pensamiento humano, incluyendo el ahora llamado “amerindio” (Bartolomé 2014).

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Las múltiples corrientes de la antropología del conocimiento, como dije, llevan ya medio siglo documentando esta coexistencia de saberes diversos. Cito aquí entonces, masivamen- te, algunos de los textos más relevantes a la cuestión en la esperanza de que quien pueda ser tentado por el perspectivismo se informe de los hechos básicos y de los protocolos impli- cados en la problemática antes de dedicarse a pontificar sobre estas cuestiones sin el funda- mento de una buena antropología, como la que sin duda abunda ahí afuera (cf. Cole y Gay 1967; Cole y otros 1971; Scribner y Cole 1981; Greenfield 2000; Atran, Medin y Ross 2005; Werner 1972; Schultes y Hoffmann 1979; Broshenka, Warren y Werner 1980; Mee- han 1980; C. Gladwin 1989; Crump 1990; Alvares 1991; Nelson 1993; Schultes y Siri von Reis 1995; Berlin y Berlin 1996; Zaslavsky 1999; Cajete 2000; Nates 2000 ; Lozoya- Gloria 2003; Ascher 2004; Lampman 2004 ; Eisen y Laderman 2007; Acharya y Srivasta- va 2008; Ascher 2008; Selin 2008; Tidemann y Gosler 2010). Una observación más viene a cuento: lejos de creer, como Viveiros lo hace, que sostener la extra-proposicionalidad, la no-racionalidad, la irracionalidad o incluso la racionalidad sui generis del Otro es una idea original y un signo de sagacidad antropológica que dará a luz un nuevo concepto del concepto, sostengo más bien que es una falla potencial y probada- mente discriminatoria en la que la antropología (desde Lucien Lévy-Bruhl hasta Dan Eve- rett) ha incurrido demasiadas veces. Cuando los defensores contemporáneos de las doctri- nas de Lévy-Bruhl celebran que “sucesores y herederos intelectuales de Lévi-Strauss” co- mo Philippe Descola (1992; 2006) o Viveiros de Castro (2011) estén replanteando “de mo- dos novedosos y estimulantes una interrogación sumamente productiva respecto de episte- mologías alternativas a las del racionalismo y el naturalismo modernos” el carácter conser- vador de la teoría cognitiva que sustenta y el sesgo no precisamente igualitario de ciertos predicados del perspectivismo quedan algo más que ratificados (cf. Noel 2012: 30, 31, 37). Al trasmutar su desconocimiento sustancial del fondo de experiencia del campo cognitivo en principio metodológico y al limitar la esfera de acción del pensamiento a la elaboración de mitos y ontologías, se explica ahora que cuando Viveiros se ve empujado a definir qué clase de pensamiento es el pensamiento indígena no tenga más alternativa que vaciarlo, vol- verlo sobre sí, tornarlo (literalmente) idiota:

Ni una forma de doxa, ni una figura de la lógica (ni opinión ni proposición), el pensamiento indígena debe ser tomado –si se quiere tomarlo seriamente– como una práctica del sentido: como dispositivo autorreferencial de producción de conceptos, de ‘símbolos que se represen- tan a sí mismos’ (Viveiros 2010 [2009]: 210 ).

Esta definición de pensamiento, que se encuentra entre las más deslucidas que cabe imagi- nar (y que equipara desprolijamente prácticas y dispositivos, símbolos y conceptos, referen- cia y representación), no nos deja siquiera aquel consuelo espurio y condescendiente que al- guna vez fuera la lógica de lo concreto (cf. Lévi-Strauss 1964 [1962]). Sumando esto a su

39 definición dormitiva y decididamente fea de cultura, la pregunta que queda flotando es en qué academia y con qué maestros aprendió Viveiros a formular definiciones. El problema quizá no finque tanto en una definición incompetente como en la insinuación de haber elaborado una perspectiva que está a la altura de lo que (por más vaciado que se encuentre y por más circular que sea) no cabe sino llamar su objeto. Quien siga a Viveiros por ese camino autocelebratorio (que nos recuerda a la etnología tautegórica y su “modo ca- rente de supuestos”), a poco de empezar se verá o bien privado de toda heurística teórica, o bien persuadido de que su teoría es la más lúcida de todas las que han habido simplemente por no tomar ningún riesgo de tipificación, por no plegarse a ningún “alegorismo” reductor o por delegar a otros, de preferencia nativos, el trabajo de teorizar (cf. Bórmida 1968-1970; 1968; 1976 vs Viveiros 2010 [2009]: passim ). Adoptando una jerga y una taxonomía de oposiciones por lo menos extraña, al final de día vemos que Viveiros prescinde –casi se diría fóbicamente– hasta de las categorías más ino- fensivas y de dominio público que condimentan la literatura antropológica contemporánea, refugiándose en un repertorio idiosincrásico de juegos del lenguaje cada vez más formulai- cos y menos inteligibles. Una idea que quizá no era tan mala al principio se le ha ido de las manos: todo se le presenta ahora como si cualquier intento de tipificar los modos de pensa- miento fuera una trampa porque siempre habrá algún adjetivo encomillado (“cognitivo”, “proposicional”, “fenomenológico”…) que le cabría como calificación peyorativa a quien se arriesgue a interrogar su objeto aplicando un modelo de aristas duras. Esta heurística ne- gativa, más fóbica que esquizo, es, acaso, la única contribución original de Viveiros. A quienes vayan a celebrarla les pediría no hacerlo en mi nombre: la antropología, una ciencia inmerecidamente en crisis, no estaba necesitando semejante invitación a la parálisis. Un problema adicional con los razonamientos de Viveiros entre los muchos que dificultan su evaluación crítica es que él se desdice con frecuencia sin admitir que se está desdiciendo. Mientras que en “Perspectivismo y multinaturalismo en la América indígena” afirma sin ambages que la distinción clásica entre Naturaleza y Cultura no puede emplearse para explicar aspectos o ámbitos de cosmologías no-occidentales sin someterla antes a una críti- ca rigurosa (Viveiros 2004 [1996]: 37), en un texto posterior, Cosmological Perspectivism in Amazonia and elsewhere (copiado y pegado en “Cosmological deixis” [Viveiros 1998: 471]) asevera que

la distinción entre naturaleza y cultura debe sujetarse a crítica, pero no con el objetivo de lle- gar a la conclusión de que no existe semejante cosa. Ya hay demasiadas cosas que no existen. La floreciente industria de la crítica del carácter occidentalizante de todos los dualismos ha proclamado el abandono de nuestro patrimonio conceptual dicotómico, pero hasta la fecha las alternativas no han ido más allá del estadio de wishful unthinking (Viveiros 2012: 47).

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En este súbito arrepentimiento y en la adopción de una estrategia que de algún modo ad- mite su falta de sustancia (y demostrando que no debe ser tan fácil mantenerse a la cabeza de un movimiento tan expuesto a la mirada pública) se esconde uno entre los muchos caño- nazos por elevación que en los últimos años Viveiros se ha dedicado a disparar contra Phi- lippe Descola: tácticas del fuerte, mordidas nerviosas de un macho alfa, lecciones de escri- tura de un cacique urbano, escarnios y vapuleos con los que nos cruzaremos unas cuantas veces antes que este libro termine y a los que Descola todavía no se atrevió a responder (v. gr. más abajo, pág. 59, 73, 75, 76, etc.). Como quiera que sea, el movimiento que más hizo por denunciar la naturaleza occidentalizante del pensamiento dualista no ha sido otro que el propio animismo perspectivista, tanto en sus formulaciones puras como en las temperadas (Viveiros 1998: 473-474; Descola 2012; 15-18, 63-64, 122-135, 420-421; Descola y Vivei- ros 2009). Más allá de las discrepancias y los acuerdos entre sus dos líderes, el multiculturalismo de Viveiros ha sido considerado uno de sus conceptos más radicalmente revolucionarios. En un reporte que Terence Turner (2009: 29 ) ha tildado como “delirantemente entusiasta”, Bruno Latour ha sostenido que el perspectivismo y el multiculturalismo constituyen

[Una] bomba con el potencial de explotar toda la filosofía implícita tan dominante en la ma- yor parte de la interpretación que los etnógrafos hacen de su material. […] [El multinatura- lismo] es un concepto mucho más problemático [que el perspectivismo]. […] Mientras que los científicos duros y blandos están de acuerdo en la noción de que sólo hay una naturaleza y muchas culturas, Viveiros busca empujar todo el pensamiento amazónico […] para tratar de ver cómo parecería el mundo entero si todos sus habitantes tuvieran todos la misma cultura pero muchas naturalezas diferentes (Latour 2009: 2 ).

Turner ha cuestionado esta argumentación en términos que no necesitan mayor comentario:

“Empujar el pensamiento amazónico” hacia proposiciones patentemente ajenas a él (los pue- blos amazónicos están perfectamente el tanto de, e interesados en, las diferencias entre sus propias culturas, para no hablar de las culturas de los pueblos no-indígenas con los que han estado en contacto, y serían los primeros en encontrar absurda la idea de un mundo uni-cul- tural) puede ser un ejercicio especulativo fascinante para intelectuales no-indígenas, pero ha dejado a la antropología en la puerta de tomar un lugar propio como “una curiosidad en el vasto gabinete de curiosidades” de la filosofía perspectivista (Turner 2009: 29 ).

Ha sido Sergio Morales Inga (2014 ), de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en Perú, quien en su intensa y creativa crítica interna de las ideas fundamentales que sostie- nen el movimiento me ha llamado la atención sobre la lógica retorcida que atraviesa los ra- zonamientos de Viveiros, sobre todo aquellos que asumen la forma de preguntas que de- mandan una suerte de explicación. Escribe Viveiros:

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¿Por qué los animales (u otros seres no-humanos) se ven como humanos? Precisamente, su- giero, porque los humanos los ven como animales, viéndose a sí mismos como humanos. Los pecaríes no se pueden ver como pecaríes (ni, quizás, especular que los humanos y otros seres son pecaríes bajo sus ropas específicas) porque así es como los ven los humanos (Viveiros 2004: 54).

Tanto en el animismo de Descola como en el perspectivismo de Viveiros este género de non sequitur patafísico –en el sentido de Alfred Jarry– florece con frecuencia exasperante. Aquí hay otro ejemplar levemente distinto:

Los animales ven de la misma manera que nosotros cosas diferentes de las que nosotros ve- mos, porque sus cuerpos son diferentes de los nuestros (Viveiros 1996b: 128).

En estos y otros casos que muchos de nosotros hemos registrado se echa de menos un mar- cador formal, un frame, un enmarcamiento que establezca si los enunciados son propios de la mentalidad amerindia, o si son parte de la perspectiva etic del estudioso que comparte esa visión con el Otro, o si se los debe juzgar en términos de la lógica usual o de alguna otra de las múltiples y muy rigurosas formas lógicas que existen (modales, paraconsistentes, intui- cionistas, deónticas, abductivas, libres, cuánticas, no monotónicas, por defecto, de la ambi- güedad) de las que el estudioso que se lanza a hablar de lógicas alternativas debería tener alguna idea (cf. Haack 1975; Alferes y Leite 2005; Bremer 2005; Benthem y otros 2006; Gabbay y Woods 2006; 2007). Tampoco se encontrará en este corpus especulativo un cri- terio que proponga una escala para evaluar parecidos y diferencias, o que aporte elementos de juicio recabados por la etología cognitiva contemporánea, o que explique por qué los au- tores se obstinan en seguir hablando de animales si es que –como ellos aseveran– dicha ca- tegoría no aparece como tal, separada de lo humano, en el universo del pensamiento ame- rindio. Es por estos desatinos de lesa epistemología que conjeturo insincera la admiración que profesa Viveiros hacia Gregory Bateson, quien nunca se hubiera permitido tal atropello a las ideas de tipificación lógica y al troquelado del contexto (Viveiros 2002a: 293; 2010: 39, 114, 175; Bateson 1981). En rigor, no hay necesidad de llegar a las preciosas distinciones batesonianas para encontrar un mentís a esa lógica trastornada, puesto que según el propio Viveiros el pensamiento amerindio no es un pensamiento proposicional que aplique princi- pios de inferencia, cognición y subsunción y que nos brinde (o que se brinde a sí mismo) una explicación de por qué suceden las cosas: una afirmación que se lleva muy mal con las explicaciones e inferencias deductivas en modus ponens en que sobreabunda su análisis (“porque así es como los ven los humanos”, “porque sus cuerpos son diferentes de los nues- tros”, …) a pesar de que el pensamiento rizomático y la Teoría perspectivista de Latour, a los que Viveiros adoptará luego sin restricciones, prohíben hablar de explicaciones y de subsunción lógica sin más.

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Al final del día, no tengo constancia que Viveiros haya leído con detenimiento los trabajos de Bateson, cuyo nombre nunca se muestra en sus listas bibliográficas antes que comiencen a aparecer los de Deleuze y Guattari, quienes lo leyeron mal pero lo leyeron ciertamente. Cuando Viveiros comienza a mencionar a Bateson sus lecturas nunca son directas. De a- cuerdo con las propias referencias de Viveiros, las ideas batesonianas mencionadas en Me- tafísicas caníbales (2010) vienen de Mil Mesetas, el caótico segundo volumen de Capitalis- mo y Esquizofrenia; las que se nombran en A inconstância da alma salvagem (2002a), por su parte, se originan en un libro de Michael Houseman y Carlo Severi (1994) titulado Naven ou le donner à voir sobre la legendaria y fallida etnografía batesoniana. De este vo- lumen también se contrabandea sin que haga la menor falta una palabra conceptualmente superflua y técnicamente absurda (‘anti-cismogénesis’) que no existe en el original de Na- ven ni en lugar alguno de la obra de Bateson y de la cual Viveiros, típicamente, primero se apropia como si le resultara indispensable, después se congratula tanto de la genialidad de la idea como de la iniciativa de apropiársela y finalmente no hace nada más con ella.13 Viveiros debería saber, de todos modos, que Bateson sustituyó los procesos de cismogé- nesis por los circuitos de feedback después de tomar contacto con Norbert Wiener y con la cibernética en las célebres Conferencias Macy de los años 40s (Bateson 1991: 55-56). La noción de amesetamiento, por último, no se desarrolló en su etnografía de tesis Naven como Viveiros sugiere en sus entradas bibliográficas sino que se mencionó muy circunstancial- mente en un artículo compilado en Pasos hacia una Ecología de la Mente, una colección batesoniana jamás citada por nuestro autor aunque en ella se origina la idea misma de las Mil Mesetas (cf. Viveiros 2010 [2009]: 243-244 ; Bateson 1985 [1972]: 138, orig. 1949). El principal efecto emergente de la falta de familiaridad que Viveiros manifiesta hacia la antropología anglosajona en general y la norteamericana en particular es el carácter pleo- nástico que acaba afectando a gran parte de los marcos teóricos que ha construido. El hecho es que todos y cada uno de los argumentos que procuran cimentar su perspectivismo fueron pensados y se vienen trabajando desde hace décadas bajo formas que no difieren suficiente- mente de la que él propone. Observemos, por ejemplo, estas proposiciones centrales a su búsqueda de una antropología alternativa que refleje los juegos de sentido de la alteridad:

Lo que estoy sugiriendo […] es la incompatibilidad entre dos concepciones de la antropolo- gía y la necesidad de escoger entre ellas. Por un lado, tenemos una imagen del conocimiento antropológico como resultado de conceptos extrínsecos al objeto: sabemos de antemano qué

13 Odiaría parecer pedante, pero el hecho es que hay una cismogénesis opositiva y otra complementaria, igual que hay, correspondientemente, un feedback positivo y uno negativo; en un caso se trata de amplificación de las oscilaciones y en el otro de reducción o búsqueda de estasis. A menos que se sufra de un dualismo incura- ble, no hay por qué llamar anti-diferencia a la operación de suma. Por más apurado que uno se encuentre en la edición de un libro para cubrir la cuota académica, la mera idea de pensar que se requiere un concepto de anti- cismogénesis (o de anti-retroalimentación) que al cabo no se usa más que para perder el tiempo pone de mani- fiesto una configuración deficiente del esquema conceptual y un pobre criterio epistemológico.

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son las relaciones sociales, o la cognición, el parentesco, la religión, la política, etc., y vamos a ver cómo tales entidades se realizan en éste o aquel contexto etnográfico. […] Por el otro, y ese es el juego aquí propuesto, está una idea del conocimiento antropológico como involu- crando una proposición fundamental de que los procedimientos que caracterizan la investiga- ción son conceptualmente del mismo orden que los procedimientos investigados. Tal equiva- lencia en el plano de los procedimientos, cabe señalar, supone y produce una no-investiga- ción radical de todo lo demás. Pues, si la primera concepción de la antropología imagina cada cultura o sociedad como encarnando una solución específica de un problema genérico –o co- mo pretendiendo una forma universal (o concepto antropológico) con un contenido particu- lar– la segunda, al contrario, sospecha que los problemas mismos son radicalmente diversos; sobre todo, ella parte del principio de que el antropólogo no sabe de antemano cuáles son ellos. Lo que la antropología, en este caso, pone en relación son problemas diferentes, no un problema único (“natural”) y sus diferentes soluciones (“culturales”) (Viveiros 2002c: 116- 117 ).

Quien posea un mínimo conocimiento de la historia de la antropología en el siglo XX re- conocerá de inmediato que la propuesta de Viveiros es casi idéntica al proyecto de una ciencia con perspectiva emic por el que es famoso el lingüista Kenneth Lee Pike [1912- 2000], un programa de investigación que se formuló medio siglo antes usando prácticamen- te las mismas palabras (Pike 1967 [1954]; Harris 1976; Lévi-Strauss 1984: 140-141; Rey- noso 1986a ; 1998: 6-13 ; Feleppa 1986; Headland, Pike y Harris 1990 ; Franklin 1996 ). La bibliografía sobre emic/etic llegaba a 276 títulos en los años 80s y supera el medio millar de ítems en la actualidad; hay varias docenas de implementaciones diferentes de esa dialéctica y en todas ellas pueden encontrarse numerosos elementos muy semejantes a los del perspectivismo viveiriano (cf. Hussey 1989 ;). La dualidad entre esos puntos de vista o enfoques es, desde ya, familiar a los estudiantes y los profesionales de antropología y lingüística de todo el mundo a excepción –tal parece– de Francia y Brasil; incluso textos introductorios y de divulgación, de Wikipedia en más, acostumbran vincularla con la pará- bola del elefante del Anekāntavāda, con el perspectivismo filosófico, con la distinción ba- tesoniana entre mapa y territorio, con el efecto Rashomón y con el mismo puñado de analo- gías y metábolas que vienen a la mente cada vez que se tratan temas relacionados con la di- versidad de perspectivas. Increíblemente, Viveiros no menciona esa dialéctica ni aquí ni en ningún otro de sus textos. Dada la proximidad conceptual entre esa idea y la suya y el potencial pedagógico que ten- dría el trazado de un paralelismo o de un contraste entre ambas, su silencio me lleva a pen- sar que desconoce ese capítulo clave de la teorización disciplinar. Aun cuando Viveiros pueda llegar a argumentar que su propuesta y la de Pike no son calcos exactos, es incuestio- nable que ambas tienen tantos puntos en común que sería bienvenida alguna referencia a di- cho marco, aunque más no sea por el respeto que los lectores merecemos y por la precisión conceptual que ello aportaría a las polémicas en curso. Cada quien tiene derecho a callar so- bre el fragmento de la historia antropológica que le plazca sin dar explicaciones, desde ya;

44 pero no es razonable que un perspectivista reinvente de cabo a rabo una arquitectura con- ceptual y una dicotomía teorética tan bien conocidas y no tenga nada que comentar al res- pecto. La franca debilidad de Viveiros en materia de lógica y aparato erudito se refleja también en sus frecuentes contradicciones, las cuales acompañan al hecho de que hay muy poco razo- namiento original en el cuerpo de la literatura perspectivista. Lo que pasa por ser el princi- pio cardinal de la presunta teoría del perspectivismo (“es la perspectiva lo que define el ob- jeto”) se encuentra tan tempranamente como en el Curso de Lingüística General de Fer- dinand de Saussure, quien noventa años antes de Viveiros había dicho que

[o]tras ciencias operan con objetos dados de antemano y que se pueden considerar en seguida desde diferentes puntos de vista. No es así en la lingüística. […] Lejos de preceder el objeto al punto de vista, se diría que es el punto de vista el que crea el objeto, y, además, nada nos dice de antemano que una de esas maneras de considerar el hecho en cuestión sea anterior o superior a las otras (Saussure 1983 [1916]: 73; el subrayado es mío; versión inglesa: ).

Viveiros (2012: 99 ) intuía claramente que ése es el caso y hasta acertó en atribuir la idea a Saussure, pero sin poder precisar la referencia ni derivar de ella la menor moraleja, como si sólo estuviera repitiendo lo que oyó decir a Pierre Bourdieu o a algún otro intermediario a quien efectivamente leyó. Ni qué decir tiene que Viveiros recién descubrió que Saussure había inventado tempranamente una especie de perspectivismo una década y media después de que él mismo comenzó a explotar la idea. No quisiera sugerir que estas lagunas en la percepción de la historia sean en sí un impedimento, pero con todo respeto al folklore aca- démico franco-brasilero, éstas son las cosas que suceden cuando la antropología y las pro- blemáticas de la cultura y el lenguaje sólo se aprenden en el desarrollo de las disertaciones de maestría y doctorado, salteándose los cinco o seis años de inmersión en la literatura dis- ciplinar que sólo pueden experimentarse cursando los estudios de licenciatura. Esa dependencia ingénita de los dichos de terceras partes ocasiona que Viveiros, tras que- dar atrapado en desquiciadas cadenas de inferencia que pondré a la luz en los últimos capí- tulos del libro (pág. 159 y ss.), caiga preso de una concepción frontalmente opuesta a la de Saussure: después de haber supeditado el objeto al punto de vista y de identificar incluso una operación creadora (un momento de génesis que –si se piensa rizomáticamente– no de- bería estar ahí), Viveiros no tiene mejor idea que demostrar, en una estampida de esencia- lismo y brincando latourianamente de un autor a otro, que los objetos son puntos de vista y que, mirándolo bien, no existe nada que se parezca a puntos de vista sobre las cosas:

Una red es una perspectiva, un modo de inscripción y de descripción, el “movimiento regis- trado de una cosa a medida que se asocia con muchos otros elementos” [Jensen 2003: 227]. Pero esa perspectiva es interna o inmanente; las diferentes asociaciones de “cosas” la hacen diferir progresivamente de sí misma: “es la cosa misma lo que se ha comenzado a percibir co- mo múltiple” [Latour 2005: 116]. En suma, y la tesis se remonta a Leibniz, no hay ningún

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punto de vista sobre las cosas; son las cosas y los seres las que “son” puntos de vista [De- leuze 1968: 79; 1969: 203] (Viveiros 2010[2009]: 103 ; el énfasis es mío).

Reflexionemos sobre la contradicción emergente porque es de escala monumental: la tesis (a), o de SaussureViveiros, establece que existen los puntos de vista y que son ellos los que crean los objetos; la tesis (b), o de LeibnizDeleuzeLatourViveiros, alega que no existen los puntos de vista sobre las cosas, y que las cosas y los seres ya no son creados por los puntos de vista (que no existen), sino que “son” puntos de vista (que tampoco existen, obviamente) desde donde se contempla no se sabe qué. Dado que en un régimen de reifica- ción tan denso y tan contrario al espíritu de la denuncia batesoniana contra la falacia de concretitud mal aplicada, la tipificación lógica de tales enunciados deviene incierta, no es posible determinar tampoco si bajo estas premisas el perspectivismo (“un punto de vista so- bre las cosas”) efectivamente existe o si no es más que –como hemos visto que lo admitió Viveiros (2012: 47 ) una vez– una expresión de wishful unthinking. Quién sabe.14 Igual que cuando Alan Sokal hizo público el escándalo de la indigencia técnica de los pos- estructuralistas, como lector uno queda a la espera de que un buen día Viveiros confiese que todo lo que escribió no ha sido más que una agudísima tomadura de pelo, que sólo ha estado poniendo a prueba nuestro entendimiento y que no hay razones para sospechar de su vitalidad intelectual. Sería un gesto histórico, a no dudarlo, pero cada día que pasa uno va perdiendo la esperanza de que eso suceda alguna vez. Se comprenderá entonces que me re- fiera a estas flaquezas y maquinaciones del discurso perspectivista en un tono que trasunta un cierto fastidio, pero mi convicción es, a este respecto, que cuando alguien se expide con no poca arrogancia sobre la práctica disciplinar desde un lugar tan visible, con tantos recur- sos a su alcance y en un momento tan crítico, ni el minimalismo bibliográfico, ni la lectura intermediada, ni la oscuridad discursiva, ni la inconsistencia teórica deberían ser una opción. Un último renglón de discrepancia entre la postura de Viveiros y la nuestra o la mía propia concierne a la contradicción que cada día se va revelando entre sus generalizaciones y los datos empíricos recabados por los especialistas en la región (Turner 2009 ; Brabec de Mori y Silvano de Brabec 2012 ; Halbmayer 2012 ; Karadimas 2012 ; Rival 2012 ).

14 No he logrado encontrar esta tesis en la obra de Gottfried Leibniz [1646-1716], quien por el contrario sos- tiene una ontología claramente jerárquica y diferenciada (cf. Monadología, §29 y §82). En La logique du sens (Deleuze 1969), de donde procede la cita, no se menciona ninguna obra de Leibniz; en Différence et Répeti- tion (Deleuze 1968) sí se nombran diversos escritos filosóficos y piezas de correspondencia, pero no se trata nada que se parezca a dicha tesis. Fiel a su hábito de credulidad mediada, Viveiros se abstiene de leer o de ci- tar a Leibniz directamente, por lo que he puesto las obras leibnizianas fundamentales en línea para que el lec- tor compruebe el parecido o la desemejanza de la tesis si es que tiene la suerte de dar con ella (cf. Leibniz 1890 ; 1898 ). Muchas de las obras de Leibniz disponibles en la Web se encuentran en el portal Online Books Page de la Universidad de Pennsylvania (cf. además Leibniz 2001: esp. 49,59-60). Véase también el artículo de Wikipedia sobre la falacia patética denunciada por Bateson y que Deleuze, Latour y Viveiros –pe- se a la admiración que dicen profesar a este antropólogo– adoptan como su forma normal de expresión.

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Ernst Halbmayer ha reunido muchos de los trabajos que se oponen a la visión unitaria del primer perspectivismo y ha llegado a conclusiones como éstas:

Muchas de las contribuciones a este volumen plantean dudas sobre el supuesto de Viveiros de Castro de que, en contraste con el naturalismo, en el que los hombres son ex-animales, en el perspectivismo los animales son ex-humanos y que la humanidad es la condición originaria compartida de la cual los animales se diferenciaron. [Laura] Rival […] argumenta que “para los Huaorani, los seres iniciales de los cuales derivan tanto las especies humanas y animales no eran humanas; sólo los Huaorani contemporáneos son humanos”. Del mismo modo, [Ernst] Halbmayer afirma que, entre los Yukpa, los animales eran como los Yukpa pero no eran Yukpa. Él asegura que hay otras personas distintas-de-lo-humano que son parecidas a los humanos en grados diversos, pero no necesariamente humanos. Generalmente son proto- humanos que alguna vez fabricaron o construyeron los primeros seres humanos, exhumanos (o sea animales que alguna vez fueron humanos) y no-humanos, mayormente monstruosos, seres “anti”-humanos que bien pueden aparecer en forma humana. […]

La investigación de [Bernd] Brabec [de Mori y Laida Mori Silvano de Brabec] también desa- fían la opinión de Viveiros de Castro. Brabec [y Mori] encuentran que los Shipibo (Konibo, gente real) diferencian los seres de acuerdo con su conciencia, su forma de agencia y su po- der. Una fisicalidad humanoide o parecida a la humana es común a los seres conscientes, “en contraste con la fisicalidad humana como lo propone el perspectivismo ‘ortodoxo’”. […] [Di- mitri] Karadimas discute la noción de “punto de vista” de Viveiros de Castro y las definicio- nes subjetivas y relacionales de los seres y su identidad. Mientras que Viveiros de Castro ha argumentado que los animales se ven a sí mismos como humanos y ven a los humanos como enemigos predadores, Karadimas argumenta que el principal problema con esta estrategia es que “no hay una manera absoluta de ganar acceso a la interioridad de otros seres: lo que ocurre siempre es una imputación de identidades”. […] Para Karadimas Viveiros confunde “el objeto con la categoría y piensa que las categorías crean el mundo aunque ellas sólo dan una visión específica de él” (Halbmayer 2012 ).

El cuestionamiento de base etnográfica y documental más definitivo que conozco de las afirmaciones de Viveiros respecto de que los animales se perciben ellos mismos como hu- manos y llegan a considerar su conducta como cultural es la extensa revisión del perspecti- vismo elaborada por Terence Turner, él mismo compañero de ruta del estructuralismo tar- dío y especialista en la región amazónica. Turner nos invita a considerar varios cuerpos de mitología, entre los que se cuentan los textos concretos de los mitos Gê análogos a aquellos en que se funda la visión de Viveiros.15 Para la visión perspectivista resulta esencial el su- puesto de que los ancestros humanos nombrados en el mito, que cohabitaban como iguales

15 Los mitos a los que se refiere Turner se encuentran compilados en el clásico Folk literature of the Gê in- dians editado por J. Wilbert (1978). Se trata de los mitos cuyos números de mito y de páginas son los si- guientes: 57(160), 58(164),59(166), 62(177), 63(181), 64(184), 65(190), 66(191), 90(242), 93(247), 94(248), 96(251), 99(257), 104(263), 105(265), 106(266), 107(266), 108(268), 109(269), 111(274), 112(276), 113(279) y 114(285). A ellos habría que sumar, naturalmente, los mitos Bororo y Gê referidos en la primera mitad de Lo Crudo y lo Cocido (Lévi-Strauss 1968 [1964]: 43-215, lo que es decir del M1 al M193).

47 con los animales, eran idénticos a todos los propósitos a los humanos actuales. Este su- puesto es también central a la tesis de que los animales de la era mítica se identificaban ellos mismos como seres con una cultura, en el sentido contemporáneo de la palabra (Vi- veiros 1996b: 119). Turner encuentra que, por el contrario, los rasgos principales de la na- rrativa mítica (al menos en sus variantes Gê y Bororo) contradicen esos supuestos. Aci- cateado por los recuerdos de mis ya distantes lecturas de las Mitológicas, que en general eran coincidentes con esta convicción, he seguido con sumo cuidado el razonamiento de Turner, incluyendo la lectura de todos los mitos de la colección de Wilbert y la relectura de los capítulos relevantes de Lo Crudo y lo Cocido; y al cabo de esa prolongada ordalía (a la que invito al lector a que se sume) me encuentro en pleno acuerdo con las conclusiones tur- nerianas:

El asunto fundamental de esos mitos no es la forma en que los animales llegaron a ser y con- tinúan siendo identificados con los humanos, subvirtiendo así el contraste entre naturaleza y cultura, sino cómo fue que los animales y los humanos llegaron a diferenciarse por completo, sino la forma en que los animales y los humanos llegaron a ser completamente distintos entre sí, dando lugar de este modo a la diferenciación contemporánea de naturaleza y cultura. Más que recontar la forma en que la comunidad mítica de humanos y animales resultó en la iden- tificación perdurable de los últimos con los primeros, el mito narra la historia opuesta sobre cómo la diferenciación mutua de las especies, y con ella sus identidades subjetivas respec- tivas, surgieron de hecho como un resultado corolario de la posesión unilateral de la cultura por los humanos.

Eduardo Viveiros de Castro presupone que esos aspectos del carácter y la conducta animal debe ser el resultado de la identificación de los animales con los humanos, sobre la base de que el “espíritu” y la capacidad de relaciones sociales son esencialmente atributos humansos. Pero ni las culturas Amerindias en general ni las culturas Amazónicas en particular, ni los mi- tos en cuestón, sin embargo, ofrecen ningún soporte a este supuesto antropocéntrico. Por el contrario, los mitos indígenas Amazónicos, la cosmología y la práctica ritual proporcionan amplia evidencia de la premisa opuesta, a saber: que todas las entidades, no sólo los animales sino las plantas e incluso algunos objetos inanimados, poseen espíritus por derecho propio. […] A este respecto la evidencia etnográfica es consistente con una versión no-antropocéntri- ca del animismo [de Descola] más que con un perspectivismo antropocéntrico (Turner 2009: 21-22 ).

En contraste con las crónicas elaboradas por el propio Viveiros y que nos hablan de un in- menso consenso ganado por el perspectivismo (o por la Teoría del Actor-Red, o por la no- ción de multiplicidad a la que ahora se aferra), un número creciente de los antropólogos de la Amazonia encuentran que no hay forma de embutir los datos en el molde de la teoría. In- cluso en el plano meramente descriptivo, muchos de los colegas cuyas palabras Viveiros supo utilizar para afianzar sus propios dichos se vieron en el trance de tener que señalar que las cosas no eran cien por ciento como él decía. Esto ha sucedido demasiadas veces en to- das las ciencias poco tiempo antes que los barcos comenzaran a hundirse; por lo común éste

48 es el preanuncio de que cualquiera sea su impacto mediático aparente o la imagen de loza- nía y sex appeal que le devuelva el espejo, lo más probable es que la curva logística de su expansión se haya atenuado y que la teoría se encuentre contando los días que le restan.



Todos estos factores y otros muchos han suscitado el surgimiento de una crítica que se atre- ve a tomar por blanco al perspectivismo, que merecería ser mejor conocida y que aquí co- menzamos a inspeccionar. Una de las críticas mejor fundadas es la de Silvia Citro y Maria- nela Gómez (2013) de mi misma Universidad de Buenos Aires:

[D]esde mediados del siglo XX, la presencia y acción estatal reforzó las prácticas y lógicas “civilizatorias” conducidas por las misiones en las décadas anteriores (como la escolariza- ción, higiene y medicina occidental) e introdujo nuevas prácticas legales-burocráticas (como los documentos de identidad, títulos de propiedad de la tierra, jubilaciones y planes asis- tenciales, etc.) y, ya con el retorno de la democracia a inicios de la década de 1980, la política partidaria y las elecciones. […] Todo ello nos lleva a otorgar una particular importancia a la relación entre estos procesos históricos y los cambios socio-culturales, a los vínculos con el estado y la economía política, incluso para aquellos que trabajamos en temáticas como el ri- tual, el arte y las prácticas y representaciones corporales, como es el caso de Citro, o las rela- ciones de género y los usos del territorio, como es el de Gómez. Sin embargo, si nos guiamos por los últimos escritos de Viveiros de Castro (2004; 2010), así como por los de algunos otros colegas que acompañaron y siguieron sus líneamientos, notamos la ausencia de referencias a estos procesos; por ello nos preguntamos si los grupos amazónicos fueron menos afectados por este tipo de dinámicas o éstas tuvieron un impacto menor en la transformación de las subjetividades y corporalidades indígenas. En este sentido, recientemente Alcida Ramos ha señalado que el perspectivismo reduce la complejidad etnográfica de “Amazonia” a un único modelo, llevando a que las etnografías locales arrojen resultados uniformes que tienden a tomar la forma de un dogma. La autora sostiene que “Amazonia” no es una región homogé- nea culturalmente y que el perspectivismo no toma en cuenta ni las problemáticas históricas ni las actuales que afectan “las vidas reales de los indígenas” (Ramos 2012, p. 482) (Citro y Gómez 2013: 255 ).

Precisamente Alcida Ramos, una antropóloga brasilera a quien Citro menciona con una a- certada percepción de su acuidad profesional y de su experiencia en Amazonia, ha descripto como pocos lo han hecho los riesgos del perspectivismo:

El caso Yurupary en el contexto Makuna demuestra que no es antropología coherente ase- gurar que el multinaturalismo es universal en el mundo Amerindio. […] Cada texto nuevo lleva a Viveiros de Castro una pizca arriba en una escalada de aserciones extravagantes que devienen cada vez más indulgentes, rayando en la irreverencia. El siguiente esfuerzo de intento de traducción proporciona un ejemplo: “un modelo que podríamos rotular ‘cuasi- ergativo’ (o quizá ‘ergatividad partida’ [split ergativity], si supiéramos lo que es eso)” (Viveiros 2011: 4).

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La facilidad con la que se hacen generalizaciones exageradas en nombre de una “cosmología perspectivista Amerindia” (Viveiros 2004: 11) puede sorprender a antropólogos experimenta- dos familiares con la Amazonia indígena. Arrastrado por su propia elocuencia, Viveiros de Castro se ha tomado libertades infundadas con la etnografía indígena. Consideremos los si- guientes pasajes: “El pensamiento Amerindio puede describirse como una ontología política de los sentidos, un pan-psiquismo materialista radical”. Es un pensamiento que concibe “un universo denso, saturado con intenciones que están ávidas de diferencias” y en el cual todas las relaciones son sociales. Estas relaciones “se esquematizan mediante una imaginería oral- caníbal, un tópico obsesivamente trófico que inflexiona todos los casos y las voces conce- bibles del verbo comer: dime cómo, con quién y qué es lo que comes (y lo que tú comes con quién) y te diré quién eres. Uno predica a través de la boca” (Viveiros 2011: 3).

A despecho de numerosos análisis del uso ritual del cuerpo humano (Seeger 1975; Turner 2007), Viveiros de Castro se va por las ramas con tiradas gratuitas como ésas. Con extrava- gantes brochazos, tradiciones indígenas enteras, tales como las valoradas artes de la oratoria, los diálogos ceremoniales, las sesiones shamánicas, el canto ritual y otras poderosas expresio- nes verbales, meticulosamente construidas y diversificadas a través de innúmeras generacio- nes, se reducen a una glotona boca abierta (Ramos 2012a).16

Después de cincuenta años y de una docena de artículos que ya han comenzado a pregun- tarse “qué fue el posmodernismo”, las parrafadas típicamente pos-estructuralistas y pos-la- canianas como las que ejemplifica Ramos, primorosamente arracimadas a través de páginas enteras, constituyen uno de los rasgos más indefendibles que atraviesan las formas tardías de la escritura en el interior del movimiento perspectivista en general y de la obra de Viveiros en particular. En rondas cómplices de críticos teoréticamente afines nos hemos intercambiado fórmulas y mantras perspectivistas tanto o más retorcidas que las mencionadas más arriba. He llegado a reunir una rica antología de pleonasmos y sinsentidos de variadas especies que con fre- cuencia utilizo en clase para ilustrar los extremos a los que llega la retórica cuando se re- quiere connotar fidelidad doctrinaria o encubrir que un discurso no encuentra la forma de escapar de su atolladero. En experimentos de discriminación entre escritura humana y me- cánica que he desarrollado en talleres y clases, las frases de Viveiros (junto a otras de Homi Bhabha, Jacques Lacan, Jean Baudrillard, Félix Guattari y Gilles Deleuze, en ese orden descendente) han sido votadas por quienes saben de anomias, artimañas y afasias de la ima- ginación como  “Probablemente escritas por un generador estocástico”,  “… por un au- tómata de almacén”,  “… por un autómata ligado linealmente” o  “… por una máquina de Turing”. La opción  “… por un ser humano” va quedando progresivamente abajo con- forme el experimento se amplía y repite. A medida que publica textos cada vez más intran-

16 La mayor parte de la producción de Alcida Ramos y otr@s antropólog@s de su escuela se pueden encontrar en los más de cuatrocientos documentos de la Série Antropologia albergados en el sitio de la Universidade de Brasília, http://www.dan.unb.br/corpo-docente (visitado en agosto de 2014).

50 quilos, derivativos y presurosos, Viveiros no hace más que avanzar posiciones hacia el extremo maquinal de la tabla. Pueden encontrarse (y generarse) más ejemplares del género en mi Portal de las Retóricas Cientificistas y Posmodernas, en los reportes que mis colegas y yo hemos compilado a lo largo de cuatro décadas y, por supuesto, en el impagable panfleto sobre las Imposturas Inte- lectuales de Sokal y Bricmont (1999: 14-15, 21, 26-27, 30-31, 101-106, 129-137, 157-169, 207-208 ), en el cual no se cuestiona al posmodernismo yanqui y necio del que Viveiros re- niega con buenos motivos, sino exactamente al pos-estructuralismo parisino del cual muy tardíamente se ha tornado partidario sin mencionar jamás que en muchos rincones del mundo (y hasta en el movimiento pos-colonialista) hay muchos estudiosos que con buena razón se le resisten. Con gusto enviaré la colección de frases estrambóticas y el protocolo experimental a quien los pida, pues ciertas antropologías se han tornado tiesas y solemnes y no todos los días puede uno divertirse tanto.17 La perogrullada opositiva que sigue, producto de la febril imaginación de Viveiros, es uno de mis ejemplares favoritos de la colección:

[C]omparar multiplicidades quizás tampoco sea lo mismo que establecer invariantes correla- cionales por medio de analogías formales entre diferencias extensivas, como en el caso de las comparaciones estructuralistas clásicas en las que “no son las semejanzas, sino las diferen- cias, las que se parecen” (Lévi-Strauss, 1962a). Comparar multiplicidades –que son sistemas de comparaciones en sí mismas y por sí mismas– es determinar su modo característico de di- vergencia, su distancia, interna y externa; aquí el análisis comparativo iguala a la síntesis se- parativa. Por lo que se refiere a las multiplicidades, no son las relaciones lo que varía, sino que las relaciones son lo que une: son las diferencias las que difieren (Viveiros 2012: 107).

Como veremos más adelante (pág. 159 y ss.), las multiplicidades riemannianas (que son las aquí implicadas) distan de ser en algún sentido formal “sistemas de comparaciones”. Pero aunque lo fuesen la descripción viola, como también se verá, el carácter intrínseco que De- leuze y Viveiros atribuyen a su propia idea de multiplicidad, irreductible a todo sistema extrínseco de coordenadas y a toda noción de “divergencia” o “distancia externa”. Lo que busco subrayar aquí, sin embargo, es esa propensión incontenible al oscurecimiento retórico de la que ya tuvimos algunas muestras. En este sentido la oración que sigue tam- bién es notable, sobre todo por la alusión a un término auto-referencial que excluye nada menos que al sujeto:

Una transformación del rechazo de la auto-objetivación onomástica se encuentra en los casos o los momentos en que, el colectivo-sujeto se considera como parte de una pluralidad de colectivos análogos, el término auto-referencial significa “los otros” y es utilizado sobre todo para identificar los colectivos en los que el sujeto se excluye. La alternativa a la subjetivación

17 Véase http://carlosreynoso.com.ar/portal-de-la-retorica-posmoderna/. Visitado en setiembre de 2014.

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pronominal es una auto-objetivación igualmente relacional donde “yo” sólo puede significar “el otro del otro” (Viveiros 2002b: 185).

Vale la pena citar uno de los ejemplares favoritos de Sergio Morales Inga, con quien no puedo sino estar de acuerdo en que el fragmento es reminiscente de los pasajes más rebus- cados del fraudulento ensayo de Alan Sokal (1995 ):

Esta torsión asimétrica del animismo perspectivista ofrece un contraste interesante con la si- metría que muestra el totemismo. En el primer caso, una correlación de identidades reflexivas (un humano es para sí mismo como un determinado animal es para sí mismo) sirve de sustra- to a la relación entre la serie humana y la serie animal; en el segundo, una correlación de dife- rencias (un humano difiere de otro humano como un animal de otro animal) articula estas dos series. Una correlación de diferencias produce una estructura simétrica y reversible, mientras que una correlación de identidades produce la estructura asimétrica y pseudoproyectiva del animismo. Esto ocurre, creo, porque lo que el animismo afirma, después de todo, no es tanto la idea de que los animales son semejantes a los humanos, sino la de que ellos –como noso- tros– son diferentes de sí mismos: la diferencia es interna o intensiva, no externa o extensiva. Si todos tienen alma, nadie es idéntico a sí mismo. Si todo puede ser humano, nada es huma- no inequívocamente. La humanidad de fondo vuelve problemática la humanidad de forma (Viveiros 2004: 54 , citado por Morales Inga 2014 ).

Ahora que los académicos viven tantos años como han vivido Raymond Firth o Lévi- Strauss y que por ello ya no hay tantos Fetschriften celebratorios para los antropólogos se- sentones, en los últimos años Viveiros –a quien imagino esperando ansiosamente su turno para publicar su panfleto consagratorio en Prickly Pear Press– está comenzando a ensayar, prematuramente, el estilo aforístico, sapiencial y socarrón que se espera de celebridades de edad un poco más avanzada que la suya o la mía. En “Zeno and the art of anthropology. Of Lies, Beliefs, Paradoxes, and Other Truths” (intencionalmente titulado –apuesto– a la ma- nera del último Marshall Sahlins)18 escribe como si estuviera codificando la normativa de la futura epistemología comparativa para la disciplina:

El problema es para mí cómo dar a la expresión relativismo comparativo un significado espe- cífico de la antropología social. Gran parte de mi obra –por lo menos desde que conmuté de la geofilosofía de campo a la especulación ontográfica– ha consistido en analizar el relativis- mo no como un enigma epistemológico sino como un tópico antropológico, susceptible de comparación traductiva (o equivocación controlada) más que de adjudicación crítica (Vivei- ros 2011: 129).

18 Títulos característicos del período Haiku de Marshall Sahlins son, por ejemplo, “Reports of the Deaths of Cultures Have Been Exaggerated” (2001), Waiting for Foucault, still. Being after-dinner entertainment by Marshall Sahlins (2002) y “Anthropologies: From Leviathanology to Subjectology – And vice versa” (2003; 2004). Puede que desde lejos parezca un detalle o una coincidencia, pero la capacidad de absorción de mo- vidas intelectuales banales y efímeras por parte de Viveiros es, a mi modesto entender, descomunal.

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No es que no se entienda lo que intentan expresar las frases, pues sí se entiende. Nadie ne- cesita la asistencia de Viveiros o de algún consultor externo para entender ideas que vuelan bastante más bajo de lo que sus cultores pretenden aun cuando las embrollen para que luz- can enjundiosas. Lo que incomoda no radica en la dificultad del asunto, que es en sí muy módica, sino en que la insignificancia de lo que se dice no amerita la afectación con que se lo enuncia, por más que esté de moda argumentar tamañas abstracciones y hacerlo de ese modo. Pero esta línea de crítica es demasiado fácil y quizá en el fondo inútil para disuadir a los fundamentalistas, persuadir a los adversarios o recuperar a los indecisos. Las fallas pragmá- ticas y políticas del movimiento son tal vez más inquietantes. Una vez más escribe Ramos:

Uno no puede más que maravillarse sobre el mérito de las teorías grandiosas como la que en- carna el perspectivismo. Aunque ha inspirado a los antropólogos más jóvenes –y continúa ha- ciéndolo– entraña un número de riesgos, tal como V[ictor] Turner señalaba décadas atrás. Primero, el perspectivismo está abierto a la replicación vulgar, invitando a excesos interpreta- tivos. Segundo, se replica con facilidad, conduciendo a una implausible uniformidad de resul- tados y asumiendo la inquietante forma de un dogma. Tercero y más importante, al reducir la complejidad etnográfica a un solo modelo, virtualmente rehúsa reconocer la creatividad indí- gena. Más aún, tal modelo reducido, interesante como pueda ser para los perspectivistas, no lo es para los indios. Al abdicar del rol central de la investigación etnográfica como medio de llegar a una comprensión más profunda de y de un respeto hacia los pueblos indígenas, el perspectivismo falla en la empresa de incitar a los etnógrafos a usar su imaginación antropo- lógica para nuevos descubrimientos. Más todavía, en tanto teoría, el perspectivismo es, en el mejor de los casos, indiferente al predicamento histórico y político de la vida indígena en el mundo moderno (Ramos 2012a: 489).

Si el perspectivismo tiene un talón de Aquiles en el que los futuros contrincantes pueden hincar el diente, ése es todo el discurso que rodea a la especificación de su compromiso po- lítico. No me refiero a su narrativa sobre el pasado tenebroso, sobre un tiempo al que con algo de ingenio siempre se puede (como dirían Roy Wagner, Marilyn Strathern o Clifford Geertz) reinventar o ficcionalizar sin necesariamente mentir. No es el pasado lo que repre- senta un problema, porque las sucesivas dictaduras latinoamericanas posibilitaron que mu- chos actores de nuestra generación puedan exhibir historias parecidas y más o menos creí- bles de resistencia pasiva, militancia, libertad de espíritu e (incluso) clandestinidad armada, sin que pese mucho lo neoliberal o lo acomodaticio que uno se haya tornado después (cf. Viveiros 2013a: 258). El problema comienza cuando se trata del presente y se hacen pro- yecciones a futuro. La pregunta es, a boca de jarro, cuál es el posicionamiento concreto y la propuesta política que el perspectivismo planea adoptar de aquí en más. Puede que las contradicciones y los eufemismos en que se ve envuelto el perspectivismo cuando procura describir su perspectiva actual en ese plano y su proyecto político suminis- tren sólo evidencia circunstancial; pero como quiera que se los juzgue, los contrasentidos

53 en que se ve envuelto son imposibles de disimular. Por un lado, y en un párrafo atestado de guiños y alusiones irónicas a colegas en contienda, Viveiros admite:

Elegí estudiar a los indios. Pero mi “compromiso” con estos pueblos que estudio no es un “compromiso político” sino un hecho biográfico, una consecuencia de mi vocación y carrera profesionales. No hago de mi “compromiso” con los indios ni la causa, ni el objeto, ni la justificación de mi investigación; no es ninguna de esas cosas: es la condición de mi trabajo, que acepto y que nunca me pesó. No me parece una cosa muy noble justificarse apelando, en general ostentosamente, a la importancia política de lo que se está haciendo. Los peligros de la autocomplacencia son enormes. […] He visto tantas veces eso del “compromiso político” usado como una especie de tranquilizante epistemológico… (Viveiros 2013a: 34).

Al igual que pasa con las indirectas y elipsis en que abunda Viveiros toda vez que tiene que hablar de teoría, uno se pregunta quiénes podrían ser los sujetos políticos y/o los adversa- rios académicos que son objeto de tanta ironía encomillada y por qué razón nunca se los lla- ma por su nombre. Pero todo lo anterior cambia completamente de signo cuando en otro re- portaje concedido en 2007 para Amazonia Peruana Viveiros proclama:

[V]eo el perspectivismo como un concepto de la misma familia política y poética que la an- tropofagia de Oswald de Andrade, esto es, como un arma de combate –indios y no indios mezclados– contra la sujeción cultural de América Latina a los paradigmas europeos y cris- tianos (Viveiros 2013a: 94).

Ignoro si la mutación tempestuosa de Viveiros es una respuesta a la crítica política que se le formuló, si se trata de una mera casualidad, o si en verdad el movimiento procura incorpo- rar a su horizonte de intereses algo que no sea su propio triunfo en la academia. Alcanza con leer la crítica ya mencionada de Gayatri Chakravorty Spivak (1988 ) a la filosofía irreflexivamente europeizante y pequeñoburguesa en la que Viveiros hoy reposa19 para comprobar que éste insiste en concederle la palabra a los forjadores pos-estructuralistas de un arma de combate a quienes la alteridad ni siquiera llegó a importarles lo suficiente para que nos dijeran de ella algo fructuoso, para que diseñaran un programa que cediera protago- nismo a la perspectiva del Otro y nos entregaran conocimientos cabalmente descentrados a los que no podríamos acceder de otra manera. Alcanza también con documentar la falta de sustancia innovadora y capacidad operativa del giro perspectivista (a lo que dedicaré algunas observaciones específicas [cf. pág. 177 y ss.]) para acreditar la sospecha de que este bullicio programático de alianza étnica, condescen- dencia y crítica cultural puede ser una maniobra distractiva orientada a encubrir que el mo- vimiento ha identificado mal al adversario y que carece de instrumentos apropiados para li- brar por su cuenta, enemistado en vano con todas las demás teorías, tan tremendo combate.

19 Pues sí, la de Michel Foucault y la de Gilles Deleuze. Trataré la cuestión con el detenimiento debido más adelante (pág. 101 y subsiguientes).

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De todos los cuestionamientos hasta aquí recorridos, el mío inclusive, la crítica formulada por Alcida Ramos en Brasil, por Miguel Bartolomé en México y por Sergio Morales Inga en Perú, acompañada por la lectura que hemos emprendido junto a un puñado de antropó- logos amazonistas, etnógrafos y estudiantes de antropología de diversos enclaves de Amé- rica Latina ha sido tan pertinente y serena como arrolladora y resultó para mí motivo de ce- lebración conocerla, sopesarla y darla a conocer en este hipertexto abierto, un documento que pretendo sea más genuinamente perspectivista que su objeto de crítica y cuyo trabajo de resistencia y reafirmación disciplinar recién se inicia. El único punto oscuro que subsiste es, desde mi punto de vista, establecer dónde estaban los combatientes militantes del perspectivismo cuando Daniel Everett, mucho más torvo que cualquier otro estudioso del campo, salió al ruedo y opacó el brillo de toda la antropología amazónica, orgullo del Brasil, promulgando a la vista de todos y sin una sola evidencia ve- rosímil tanto la incompetencia intelectual de los actores de la tribu como la puerilidad de la antropología.

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PHILIPPE DESCOLA: EL CONTACTO EN FRANCIA

Nada sería más falso que oponer tipos de saber concebi- dos como irreductibles unos a otros a lo largo de los siglos y entre los cuales se realizaría el tránsito de ma- nera brusca e inexplicada.

Claude Lévi-Strauss (1986 [1971]: 576).

Celebrado unas pocas veces por su director de tesis doctoral (el propio Lévi-Strauss) en un empate técnico con Viveiros y en una época en que ambos eran todavía guardianes del templo estructuralista, el francés Philippe Descola, filósofo primero y luego antropólogo ligado a Maurice Godelier, supo regalarnos todavía a mediados de su carrera largas y deta- lladas narrativas tales como Las lanzas del crepúsculo. El libro es un buen compendio (aun- que no particularmente memorable) que los editores del volumen o Descola mismo –a la manera de Clastres– se sintieron atávicamente compelidos a subtitular Relatos Jíbaros – Al- ta Amazonia, para sacar provecho, conjeturo, del valor agregado que en el imaginario po- pular y en la academia tienen esos indios legendarios, arquetipos perfectos de lo feroz, no precisamente pulcros, reductores de cabezas, dionisíacos y caníbales por antonomasia (Des- cola 2005a [1993]). Desde esos materiales de trinchera –celebrados por la crítica, pero a mi juicio excedidos en minucia descriptiva sin uso imaginable– Descola ha proporcionado complemento, reali- mentación y carnadura a los trabajos más abstractos y militantes de Viveiros, alejándose a veces un poco de él, aceptando con docilidad y resignación los ataques periódicos del líder y retornando cíclicamente al camino de lo que en muy pocos años ha coagulado como la or- todoxia del ya agonizante perspectivismo (lévistraussiano) del primer tipo o (como él pre- fiere llamarlo) del animismo. En la tradición francoparlante lo común es que muchos científicos sociales se licencien pri- mero en filosofía y luego se doctoren como antropólogos; del mismo modo, los antropólo- gos de esa tradición siempre comienzan su carrera profesional confeccionando laboriosas etnografías apenas retornados de la selva y la coronan escribiendo un libro atrás de otro de teoría antropológica primero, de polémica intelectual más tarde y de aforismo sapiencial y tono emérito cuando la vejez les alcanza. Entre la etnografía y la antropología teorética existiría un período etnológico que no siempre he sabido ejemplificar y que acaso no sea más que una sugerencia ilusoria del propio Descola para que la secuencia luzca menos abrupta. Si bien este estilo de trayectoria profesional es de reconocida estirpe francesa (con un toque británico en el ápice), hoy en día existen en lo que antes se llamaba Tercer Mundo otras imposiciones políticas y burocráticas que hacen que para el común de los antropó- logos después de unos años sea imposible volver al campo, quedarse allí todo el tiempo que

56 su proyecto de investigación requiere y retomar la elaboración de una etnografía a la vieja usanza. Descola lo expone de este modo:

Hoy en día no se puede hacer trabajo de campo en Amazonia sin hacer alguna clase de arre- glo formal con una federación indígena que pretende tener algún control sobre lo que uno hace, lo que es perfectamente normal. Sin embargo, la mayor parte de las demandas que caen sobre los antropólogos se encuentran tan mal concebidas como las que hacían los burócratas europeos en otros contextos de la antropología aplicada. La naturaleza de nuestro trabajo no siempre es comprendida con claridad por esas organizaciones y se nos pide siempre hacer las mismas cosas: estudiar plantas medicinales, recolectar mitos, vieja literatura – Se nos percibe como museógrafos cuya tarea es salvar la “cultura tradicional” (Knight y Rival 1992: 12).

Instalado en el campo teórico de grado o por fuerza (y yo me inclino por lo segundo) la úl- tima teoría que elaboró Descola después de algunos ensayos rudimentarios desarrolla una tipología que se precia de universal sobre los modos de identificación que han servido a los humanos para articular cuatro y sólo cuatro modos de ontología: naturalismo, animismo, to- temismo y analogismo, que son como otras tantas maneras de definir las fronteras entre uno mismo y lo otro. De cada ontología, dice Descola, y como en los tiempos del Sturm und Drang, se derivan nada menos que las cosmovisiones de los pueblos, las cuales pueden di- ferir de un caso a otro; todas las ontologías, sin embargo, poseen en común una fuerte refe- rencia antropocéntrica, lo cual, como habrá de verse, introduce un factor de igualación que menoscaba un poco la importancia de las distinciones. El tratamiento del tema requiere, igual que en la versión perspectivista de Viveiros, una an- tropología que sustituya la antigua distinción dualista entre naturaleza y cultura por lo que Descola propone llamar una ecología relacional. Pero apenas el tema amenaza tornarse sistemático Descola retrocede y admite que algunas instituciones puede que tengan rasgos híbridos y que se manifiesten excepciones a la regla. Igual que Victor Turner en sus inesta- bles clasificaciones de los símbolos, Descola carece de la infrecuente habilidad de construir taxonomías que no postulen límites porosos y zonas de sombra, que se ajusten a los datos recabados etnográficamente, que sirvan para tipificar también a otras etnías y que no dejen multitud de casos anómalos fuera de consideración. O me parece a mí o el trámite de las ideas de Descola tiene un aire en común con el castigo de Sísifo; el hombre se desdice y relativiza tanto sus categorizaciones que es muy difícil pillarlo preso de una idea particular que se mantenga más allá de unas cuantas páginas. Aun si consentimos en creerle todo lo que dice nunca logramos alejarnos del punto de partida y hacernos de una visión de conjunto suficientemente contrastiva. Cuando critico su obra a veces echo de menos las chirriantes disonancias de Viveiros de Castro, los simplismos en que a éste le hace incurrir su flamante militancia pos-estructural, la marginalidad, el carác- ter maldito y el tono estentóreo de sus autores preferidos, su vulnerabilidad de kamikaze. Comparado con él se diría que Descola se regodea en la monotonía y en una especie de es-

57 critura un poco bipolar, tímidamente crítica, pero siempre situada en el registro de lo se- guro. Este juicio es sin embargo relativo. Dado que Descola nos atribuye a los occidentales una única ontología naturalista, nos convierte a todos en informantes calificados y se instala él mismo en una posición riesgosa: el hecho es que por una atribución mucho más inofen- siva que ésta a propósito de las relaciones ab-lineales en el sistema yanqui de parentesco, David Schneider (un yanqui nativo) sumió en el descrédito al análisis componencial, se lle- vó por delante a todo el movimiento de la Nueva Etnografía y, ya sin freno, propició el de- clive de los estudios de parentesco en la antropología norteamericana (cf. Reynoso 1986a ; 2012: 373-408). La metáfora que mejor describe la configuración discursiva de Descola se diría que es (co- mo se podría decir de las Mitológicas) la de la composición sinfónica. Intercalando exten- sos motivos que se dirían lévistraussianos y de factura literaria prolija con modulaciones y desarrollos tan carentes de sustancia y novedad que ningún acólito ha considerado hasta hoy merecedores de ser citados, Descola acomete una producción ontológica que él mismo –una y otra vez– se encarga de desmontar, sin subrayarlo mucho, a medida que la va des- plegando: plus ça change, plus c'est la même chose.

Tabla 1 – Las cuatro ontologías (Descola 2012:190)

Me apena un poco decirlo, pero las citas que críticos, comentaristas y resumidores hacen de las largas sesiones descolianas de teorización se concentran siempre en las primeras veinte o treinta páginas de sus largos libros, como si todos abandonaran la lectura a poco de empe- zar o como si el voluminoso torso corporal de los textos no fuera otra cosa que más de lo mismo (cf. Stolze Lima 1996; Shankman 1998; Williams 1998; Turner 2009). Las culmina- ciones de los capítulos tampoco son memorables y aun cuando siempre estuve motivado para ir hasta la médula, debí comenzar varias veces la lectura para tomar impulso y llegar a algunas de ellas. A sus fieles lectores, de todos modos, a los que imagino exhaustos por la longitud del desarrollo y lo torrencial de su detalle, un desenlace o el contrario seguramente les dará igual. Como a menudo pasa con otros autores que empiezan resonantes, intensos y promisorios y acaban molto piano, dilatados y convencionales (me viene a la mente Dan Sperber), las codas suelen ser tan apagadas y decepcionantes que nos dejan a menudo, sin que nos demos cuenta, no muy lejos del punto de partida y con la sensación de que la lectu-

58 ra ha insumido más tiempo de lo razonable y que no todo lo que hemos leído encontrará el modo de arraigarse en nuestra memoria de largo plazo junto a los esquemas teóricos ma- yores de la antropología. En la gran escala, el esquema madre de la ontología de Descola se parece al de nuestra Tabla 1. Según Descola, el naturalismo caracteriza “nuestro” sistema por lo menos desde los co- mienzos de la “modernidad”, arrancando apenas un poco después del Renacimiento y esta- bleciendo una continuidad de fisicalidades entre los humanos, los no-humanos y a la larga la totalidad de la naturaleza. Por el otro lado, existe una discontinuidad entre las “interiori- dades”, en la medida en que el naturalismo no reconoce ninguna manera de accesar a la in- terioridad de los no-humanos, tales como los animales, los objetos, los dioses, etc. De los dos sistemas ontológicos siguientes, el totémico y el analógico, el primero involucra la con- tinuidad de interioridades y fisicalidades (todo está conectado con todo, como en la “era del sueño” de los aborígenes australianos) y el segundo implica una discontinuidad de interiori- dades y fisicalidades. El animismo, que es el que se presenta en la Amazonia, es el opuesto de la forma en que el naturalismo percibe la manera en que los seres son, y presupone la continuidad de las interioridades y la discontinuidad de las fisicalidades, algo parecido a lo que sostiene Viveiros, ya que las fisicalidades de Descola corresponden más o menos a la “naturaleza” del primer Viveiros y las interioridades equivalen a lo que éste llama “cultu- ra”. Hasta este punto impera una analogía más o menos plausible, pero lo que sigue es más incierto. El simétrico cuadro de Descola, como dije, sólo se erige para ser desmantelado, en la me- dida en que la forma en que las diversas culturas articulan las relaciones de humanización o naturalización exige primero que se reconozca plena entidad ontológica o analítica a los tér- minos que participan del juego (cf. Descola 2012: 190-195, 439). Naturaleza y cultura están siempre ahí, como siempre, y no hay forma de librarse de ellas si se intenta formular la cuestión en términos que son, se quiera o no, exógenos, etic, propios –malgrado suyo– de una antropología más formalista que sustantivista. El propio autor no tiene más salida que admitirlo (Ibid.: 193), pero en lugar de resolver el problema que él mismo planteó lo deja flotando a la deriva, proclamando que habría de zanjarlo alguna vez, aseverando que este barullo ontológico es poco menos que el nuevo escándalo de la filosofía occidental, pero a fin de cuentas escamoteando tras un océano de palabras no siempre atinentes el hecho con- creto de que él no sólo no lo resuelve nunca, sino que tampoco demuestra que sea impera- tivo hacerlo. El propio Viveiros, quien pocas veces se complicó la vida con matrices de doble entrada o árboles clasificatorios, se ha opuesto unos meses atrás a esta clase de exégesis. En el pers- pectivismo, dice,

[n]o estamos ante un sistema de la naturaleza, de una taxonomía o de una clasificación fijas, consignadas en listas oficiales. El perspectivismo amerindio no es un tipo de tipología (y por

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lo tanto no puede ser objeto de meta-tipologías, como aquella propuesta por mi amigo Phi- lippe Descola en su reciente Par-delà nature et culture); no es una “forma de clasificación primitiva” (Viveiros 2013a: 83).

Sea su colega amigo o rival, la presión para mantener el control de la doctrina y el orden de picoteo en el interior del movimiento se demuestra imperiosa. Tal vez para homogeneizar la (in)coherencia discursiva en el interior del corpus perspectivista Viveiros trazó hace poco un puñado de representaciones gráficas tachonando un homenaje al estructuralismo que no se esperaba de él y que por momentos luce interesante, aunque que no acierto a determinar si ha sido escrito en serio o si es un hoax sokaliano al acecho de incautos. Pero a diferencia de Descola él no es la clase de estudiosos reconocible por su iconología, por sus arrebatos taxonómicos o por la intención de sistematizar sus ideas aunque sea un poco (Viveiros 2013b); como hemos visto y continuaremos viendo, su objetivo tiene más que ver con soca- var la antropología constituida con un discurso-bomba que con ofrecer algo acabado para poner en lugar suyo. Con o sin un apoyo diagramático que acentúe la ilusión de una cierta estructura entre tanta glosa de vieja literatura totémica, el problema adicional que percibo en la antropología de Descola es su tendencia a elaborar razonamientos que no son susceptibles de ejemplificarse sin contradecir aquello que pretende ilustrar o que nos dejan preguntándonos qué nos dicen ellos que no supiéramos desde siempre. Años luz por debajo de la cota de Bronisław Mali- nowski o de E. E. Evans-Pritchard, su estándar de descripción etnográfica es aceptable, qui- zá hasta muy bueno o incluso excelente para lectores que se entusiasmen más con el colori- do de los pormenores que con los cimientos de un sistema; pero su creatividad teórica no llega a un nivel de excelencia comparable. Su teorización es tan sistemáticamente inconclu- yente que algunos miembros de su propia escuela no ven la forma de sacársela de encima (p. ej. Stolze Lima 1996 ; Wagner 2012: 4 ). En ocasiones el propio Descola es su me- jor impugnador. Un caso de uso servirá para comprobar mi diagnóstico. En el abstract de “Las cosmologías de los indios de la Amazonia” Descola nos cuenta que

[e]l autor estudia las concepciones que las comunidades indígenas de la Amazonia tienen so- bre su entorno, haciendo ver que el típico dualismo europeo naturaleza/cultura no es válido en la cognición indígena. Los achuar (Ecuador) y los makuna (Colombia) consideran la natu- raleza como una prolongación de las relaciones humanas y sociales. Lo que nosotros llama- mos naturaleza es, para ellos, parte integrante de un continuum en el que humanos y no hu- manos se integran en un mismo universo relacional (Descola 1997: 60 [1998: 219]).

Aunque el perspectivismo tal cual Descola lo contempla pretende adoptar el punto de vista nativo como alternativa monista preferible al dualismo de Occidente, apenas comienza a tratar los datos el dualismo que él busca abolir se revela irreductible: expulsado por la puerta, vuelve a entrar por una ventana que es visible desde el inicio para cualquier lector

60 imparcial pero que los perspectivistas nunca parecen advertir que se encuentra allí. Pocas páginas después de impugnar el dualismo de nuestra ontología Descola afirma:

[L]a idea de que esta región sería la última y la más vasta selva tropical virgen existente sobre la faz de la Tierra ha sido, en gran medida, batida en brecha por los trabajos de ecología his- tórica. La abundancia de los suelos antropogénicos y su asociación con bosques de palmeras y de frutales silvestres sugieren que, en esta región, la distribución de los tipos de selva y de vegetación es, en parte, la resultante de varios milenios de ocupación por poblaciones cuya presencia recurrente en los mismos lugares ha modificado el paisaje vegetal. Estas concen- traciones artificiales de ciertos recursos vegetales habrían influido en la distribución y la de- mografía de las especies animales que se alimentan de ellos, a pesar de que la naturaleza a- mazónica es realmente muy poco natural, ya que puede considerarse como el producto cultu- ral de una manipulación muy antigua de la fauna y de la flora. Aunque invisibles para un observador no advertido, las consecuencias de esta antropización están lejos de ser desprecia- bles, especialmente en lo que se refiere al índice de biodiversidad, más alto en los sectores de selva antropogénicos que en los de selva no modificada por el hombre (Ibid. 1998: 220).

No creo que nadie pueda plantear objeciones a la verdad empírica aquí vertida. Pero con- vendrá el lector en que la afirmación de que la actividad humana (vale decir, la acción de la cultura) ha modificado el paisaje vegetal (o sea, a la naturaleza) y que la naturaleza afectada por el hombre [sic] ha dejado por ello de ser genuinamente natural, refrenda –y no refuta– la distinción entre naturaleza y cultura. Como sea que se las conciba, tanto la noción de naturaleza como la de cultura no son en principio esenciales ni a la práctica científica ni a la antropología; de hecho, hay multitud de científicos sociales que han podido hacer su trabajo sin ocuparse mucho de ello. Cuando Descola (2005b: 102) nos comunica sin mencionar un solo nombre que “la adhesión de numerosas corrientes de la antropología a una distinción entre la naturaleza y la cultura […] cuestiona la pertinencia de los análisis conducidos con una herramienta cuya universalidad no tiene nada de evidente” me queda la sensación de que esa observación podría ser válida para la antropología francesa de impronta lévistraussiana o las escuelas culturalistas, pero no es en absoluto aplicable a lo que pasa en la antropología del resto del mundo. La distin- ción, si es que existe fuera de las corrientes nombradas, no juega en todas partes un papel de pareja relevancia. En su obra teórica madura Gregory Bateson, por ejemplo, nunca men- cionó siquiera el concepto de ‘cultura’; el psicólogo social George Herbert Mead, por su parte, tenía que salpicar sus textos con interminables paráfrasis porque ni siquiera conocía el sustantivo. Pero es el propio Descola quien formula sus argumentos de modo tal que na- turaleza y cultura devienen inevitables: una prueba más de la sujeción irreflexiva a una perspectiva implícita que ocupa todo el horizonte, que impide abordar otras problemáticas y que impone cauces y límites sobre los que no se ha meditado lo suficiente. A decir verdad, tampoco es el caso que Descola tome muy a pecho y se apegue férreamente a lo que dice. En otros trabajos suyos, sobre todo en los más antiguos, la oposición entre

61 naturaleza y cultura es considerada como uno de los motivos recurrentes en los sueños de diversos pueblos amazónicos (Descola 1989: 442, 445, 446): un dato contradictorio que Descola nunca desmiente y que afea la pintura que desarrollará él mismo cuando describa una región donde esas cosas no deberían ocurrir. Cosa notable, y al igual que veremos que sucede con lo que he llamado el “efecto colesterol” en las lecturas reparadoras de Viveiros (cf. más abajo, págs. 116, 158, etc.), cuando la idea de la oposición entre ambos dominios ontológicos se desenvuelve en sus propias manos a Descola no le parece tan fuera de lugar. La elaboración que ha dado a Descola la mayor fama es la del contraste entre totemismo y animismo, término sobre el que reconoce su indefinición, perdonando que fuera excluido de (u olvidado por) la antropología reciente porque le acompañaba en ello algún grado de jus- ticia:

En este sentido, el animismo puede ser visto no como un sistema de categorización de las plantas y de los animales sino como un sistema de categorización de los tipos de relaciones que los humanos mantienen con los no humanos. Los sistemas animísticos tienen, pues, una simetría inversa a las clasificaciones totémicas entendidas en el sentido de Lévi-Strauss, en tanto que no utilizan las relaciones diferenciales entre los no humanos para ordenar concep- tualmente la sociedad, sino que, por el contrario, se sirven de las categorías elementales que estructuran la vida social para ordenar conceptualmente las relación de los hombres con las especies vivas y, por derivación, las relaciones entre estas especies. En resumen, en los siste- mas totémicos, los no humanos son tratados como signos, y en los sistemas animísticos, co- mo el término de una relación (Descola 1998: 26).

En este caso el problema radica en que Descola no encuentra el modo de contraponer lévis- traussianamente totemismo y animismo como dos racionalidades genuinamente opositivas. Ninguna de las entidades contrapuestas es un ejemplar puro de su clase: el carácter clasifi- catorio del totemismo también puede extenderse al animismo (como de hecho lo está ha- ciendo el acto mismo de la contrastación) en tanto que la naturaleza relacional del animis- mo también puede dar cuenta de las relaciones entre signos del sistema totémico. Los estu- dios modernos del totemismo (significativamente escasos) ya habían advertido de esta posi- bilidad (cf. Kessler 1971; Pedersen 2001); en suma, el totemismo luce hoy en día como algo que ya ha sido resuelto por Lévi-Strauss quizá no de manera definitiva o plenamente satisfactoria, pero sí como un asunto sobre el que no es seguro que valga la pena insistir. Tal parece, asimismo, que los perspectivistas, pese a haberse imbuido de oposiciones bina- rias desde la cuna, no tienen una habilidad suprema cuando de trata de articular una oposi- ción que sirva para algo sin copiarse de algún otro autor. Lo dicho es aplicable, por ejem- plo, a la oposición que Viveiros encontraba entre el naturalismo occidental, construido so- bre “la unidad de la naturaleza y la pluralidad de culturas” y el perspectivismo, fundado és- te en “la unidad espiritual y la diversidad corporal” (Viveiros 1998: 470). La antítesis no encuentra su punto de clausura porque los términos que allá se afirman y acá se niegan no

62 son los mismos términos. Para construir una buena antítesis o una oposición binaria como corresponde –habrían dicho Bateson y Latour– se deben mantener el nivel de tipificación constante y los actantes quietos. Aunque todo ejercicio de antítesis despliega cierta fuerza persuasiva, cierta eficacia simbó- lica suplementaria, el esquema de Descola en particular no logra ponerse en marcha porque es errónea en lo sustantivo y débil en el plano formal: ni el totemismo es una colección a- morfa de entidades entre las que no median relaciones, ni el animismo es una congerie de relaciones entre entidades cuyos atributos materiales son irrelevantes. La antítesis es torpe, no está muy bien pensada y hasta un profano en las artes epistemológicas percibe que (peir- ceanamente) los términos de una relación e incluso las relaciones mismas son siempre sig- nos, al igual que cualquier otra “cosa” imaginable. Aunque referida a otro dominio (que no es el totemismo sino el mito: ni siquiera importa) una sola frase de Lévi-Strauss, más sóli- damente perspectivista que cualquiera que hayan amasado Descola o Viveiros, alcanza para desmembrar esta hermenéutica y revelar su equivocación irreparable, su confusión entre es- tructura y ontología:

Las dificultades con que tropieza el tratamiento lógico-matemático, cuya deseabilidad y pro- babilidad son sin embargo visibles, son de otra naturaleza. Conciernen sobre todo a lo emba- razoso que es describir sin equívoco las unidades constitutivas de un mito, sea como térmi- nos, sea como relaciones; pues según las variantes consideradas y en diferentes etapas del análisis, cada término puede aparecer como una relación, y cada relación como un término (Lévi-Strauss 1983 [1971]: 573).20

Para colmo de males, en el pensamiento de Descola tanto la noción de signos (o términos) como la idea de relación permanecen sin definir, aunque en ellas se base el contraste que debería dar carne al sistema y mantenerlo vivo. Descola menciona a Charles Sanders Peir- ce, es verdad, pero –como siempre pasa en estas doctrinas refractarias a la lectura directa– sólo parece conocerlo a partir de alguna referencia de Claude Benveniste que tampoco vie- ne mucho al caso (cf. Descola 2012: 184). En fin, toda vez que en un entramado conceptual aparecen en contigüidad Peirce y la idea de signo, no hay forma de contrastar signos con entidades o relaciones que no sean signos, pues sencillamente no pueden existir tales cosas. Esto suena a semiótica elemental y la verdad es que quizá lo sea, pero a fin de cuentas fue Descola quien trajo a colación las ideas de Peirce en primer lugar. Como bien me ha hecho notar una vez más la crítica de Sergio Morales Inga (2014 ) a propósito de Viveiros, el perspectivismo se precia a cada momento de una percepción semiológica del juego de los

20 No tengo palabras para expresar mi admiración por la lucidez de un juicio como éste, treinta años anterior a las elucubraciones en ese sentido de Descola, Viveiros, Latour y por supuesto de las mías propias. Véase a es- te respecto mi ensayo reciente sobre las confusiones ontológicas del Análisis de Redes Sociales convencional y de la más reciente Teoría del Actor-Red en http://carlosreynoso.com.ar/?p=5740.

63 símbolos, pero nunca se atiene a los términos y a las definiciones de una semiótica con- creta. De todos modos no hay mucho de qué preocuparse, pues como siempre sucede con las pro- puestas de Descola, apenas planteado el esquema diferencial alrededor del cual orbitan sus ideas, empiezan a aparecer anomalías y casos de excepción:

Sería conveniente destacar que esos dos modos de identificación pueden estar combinados en una misma sociedad (véase lo que dice Århem sobre los makunas […]). Los sistemas toté- micos están vinculados a una organización segmentaria y por lo tanto están conspicuamente ausentes en las sociedades que carecen de grupos de descendencia, mientras que los sistemas animistas tanto se encuentran en sociedades con grupos familiares como en las segmenta- rias. Sin embargo, en las sociedades en que están presentes ambos sistemas –caso común en- tre los indígenas americanos– con frecuencia hay una distinción clara entre dos dominios se- parados de no humanos, uno de los cuales se objetiva a través de la clasificación totémica y el otro a través de la animista (Descola 2001 [1996]: 108; el énfasis es mío).

Como investigador y docente en varias antropologías sistemáticas, siento aquí que lejos es- tán los tiempos en que las clases que definía el estudioso se distribuían diferencialmente, permitían establecer correlaciones entre el valor de sus atributos y el de otros factores bien definidos y daban pie a posibilidades ciertas de diagnosis y predicción en el marco de cons- trucciones conceptuales que aspiraban a definir sistemas y a ser sistemáticas ellas mismas. Para no hablar de un Saussure o incluso de un Edward Sapir, alcanza con comparar el cuadro de Descola con los criterios definicionales de la lingüística distribucional de Zellig Harris o con el método cantométrico de Alan Lomax, por ejemplo, para palpar el retroceso experimentado por estas ciencias humanas en el ordenamiento conceptual de un dominio. Metodológicamente hablando, ningún perspectivista se ocupó alguna vez de estipular las definiciones coordinativas entre los insumos categoriales venidos de fuera y los conceptos disciplinares, o de sistematizar el vocabulario básico; aunque las últimas manifestaciones de la doctrina proponen incluso abandonar por inservible el concepto de sociedad y hasta redefinir el concepto de concepto, nada de lo que escribió Descola en materia metodológica se encuentra en paridad con (digamos) el método de las variaciones concomitantes de Émi- le Durkheim [1858-1917], por la sencilla razón de que en éste y en otros métodos de la vie- ja sociología el ordenamiento del dominio no es el punto de llegada sino el marco a partir del cual la investigación recién comienza. En el caso de las tipologías ontológicas de Des- cola el lector con inquietudes metodológicas que acaba la lectura del texto en que ellas se definen, exponen y ejemplifican se pregunta, al cabo de una puntualización tan profusa, de qué manera es posible derivar una herramienta a partir de la teoría, y cómo es que sigue la cosa de ahí en más; la respuesta es que la cosa no sigue. Se queda simplemente allí. Castigadas por propios y extraños, hoy es difícil saber en qué estado se encuentra el cuadro de las ontologías descolianas y la categoría de animismo. Examinemos por ejemplo otra de-

64 finición descoliana del contraste entre animismo y totemismo que hace referencia a otra definición más. Escribe nuestro autor:

Resucitando un término caído en desuso, yo había propuesto hace ya algunos años llamar ani- mismo a un modelo semejante de objetivación de los seres de la naturaleza, y había sugerido ver en él un inverso simétrico de las clasificaciones totémicas en el sentido de Lévi-Strauss: en contraste con ellas, los sistemas anímicos no utilizan a las plantas y los animales para pen- sar el orden social, sino que se sirven, por el contrario, de categorías elementales de la prác- tica social para pensar las relaciones de los hombres con los seres naturales (Descola, 1992). Admito hoy de buena gana que la distinción propuesta era todavía tributaria de una oposición sustantiva entre la naturaleza y la sociedad de la cual, sin embargo, no se encontraba huella explícita alguna en las sociedades concernidas (Descola 2010: 88).

Desconociendo casi por completo la literatura antropológica anglosajona, Descola no cae en la cuenta de que sus nociones del totemismo y del animismo plantean prácticamente las mismas correspondencias entre el orden natural y el orden social que había establecido Ma- ry Douglas, clásica y durkheimianamente, en sus primeras obras, desde Pureza y Peligro (1973 [1966]) hasta Símbolos naturales (1978 [1970]) inclusive. Lo notable del caso es que con los años Douglas desautorizó su propio modelo realizando una autocrítica magistral que aniquila tanto la metodología analógica de su propia obra temprana como la virtual totalidad de los razonamientos de Descola. Escribe Douglas:

Confieso francamente que en Natural symbols (1970) yo escribí considerando que la interpre- tación de la metáfora debía ser correcta si se podía mostrar que tal interpretación correspon- día a la estructura social. Pero mi percepción de la estructura social como una estructura se- mejante a la del orden simbólico es una estructura que yo determiné. Y esto también necesita un sustento. [Nelson] Goodman dice que la correspondencia nunca conlleva su propia garan- tía; la coincidencia entre el sistema simbólico y el sistema social es una similitud que yo per- cibo, pero esa similitud no puede por sí misma confirmar la interpretación que los iguala. La- mentablemente, los reparos que hace Goodman al abuso de la similitud anulan esta compla- cencia interpretativa. Primero, se aplican a la práctica de reconocer cualquier configuración como semejante a alguna otra cosa, ya que la similitud no es una cualidad inherente a las co- sas (Douglas 1998: 139).

Aunque pensado para otros fines, este razonamiento honesto y ejemplar desbarata buena parte del ejercicio descoliano de tipificación y de proyección de lo social en la naturaleza o viceversa. El razonamiento douglasiano que sigue (con las sustituciones del caso) destruye sin misericordia el resto, o sea a la parte que considera al animismo como “inverso simé- trico” del totemismo:

Otra estratagema interpretativa es un caso aun peor: me refiero a la promesa de mostrar que las formas simbólicas son imágenes invertidas de la realidad social. […] Primero está la cues- tionable identificación de imágenes duraderas en el simbolismo; en segundo lugar está la re- cusable identificación de pautas duraderas en la conducta social; en tercer lugar está la dudo-

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sa supuesta semejanza entre la configuración simbólica y la configuración de la sociedad. En cuarto lugar está la aun más dificultosa identificación de la configuración inversa de una ima- gen; luego, la supuesta configuración inversa de la realidad social, y por último, nos queda el problema de la pretendida correspondencia entre dos imágenes invertidas (Douglas 1998: 140).

En fin, lejos de permitirnos aspirar a una antropología sistemática que después de tanto es- fuerzo de escritura y persuación realmente sirva para algo, el lento y repetitivo pronuncia- miento de Descola se dilapida en juegos de contrastes inciertos entre arquitecturas de senti- do que no hacen mucha falta, que no dialogan con la antropología que se escribió fuera de Francia, que se sitúan en posiciones ambiguas y desbordantes de angustia en la dialéctica entre universalismo y relativismo, y que ni siquiera él puede lograr que se mantengan dig- namente en pie. Pese a que en el modelo de Descola sólo se pueden encontrar razones que se parecen a otras que ya han sido pensadas, celebro que la antropología emprenda un es- fuerzo de sistematización después de tantas décadas de improductividad metodológica; pero está visto que para construir un cuadro de oposiciones elegante, sin residuos, de talante e- pistémico y de alcance global se requiere un pensador de la estatura de Lévi-Strauss. Con todo respeto, con un teórico renuente como Descola no parece que alcance. Tampoco me convence demasiado el juicio de Descola que nos dice que la antropología contemporánea ha corrido un velo púdico sobre el concepto de animismo quizá porque re- cuerda con demasiada crudeza los antiguos debates de esta disciplina sobre los enigmas del origen de las religiones y las supuestas diferencias entre el pensamiento primitivo y el pen- samiento científico. Si bien Descola se guarda de prodigar especulaciones sobre el origen y evolución de las creencias, lo concreto es que tampoco se abstiene de establecer todos los contrastes cualitativos del mundo entre el pensamiento científico de occidente (fundado en las distinciones) y las formas de pensar de la alteridad (fundadas en la indiferenciación). Pero esta antinomia deja a Descola mal parado cuando le da por celebrar que tribus creídas antes misteriosas e inquietantes fueron reconocidas hace poco como sagaces sociedades bo- tánicas y farmacólogas, lo que es decir como científic@s tan buen@s o mejores que noso- tros: un acto de justicia que no puede ocultar, sin embargo, que pese a que en ciertos mo- mentos de descuido el movimiento reconoce plena validez científica a los saberes ‘salva- jes’, nosotros seguimos siendo todavía la humanidad de referencia, el arquetipo al que los Otros propenden, la justa medida de todas las cosas (cf. Descola 1998: 220). Por razones que no acabo de entender, muchos entre los codificadores del movimiento (y en ocasiones el propio Descola) niegan, con voces altisonantes, que los saberes tradiciona- les en general y amerindios en particular califiquen estrictamente como ciencia. Por un la- do, Viveiros desconfía de todo cuanto suene a cognición, negándose incluso a abordar con algún detalle toda la antropología que pudiera estar incursa en tratar sistemas de conoci- miento (Viveiros 2010 [2009]: 61, 89 ). Por el otro, Descola (que en su propia página de

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Wikipedia se define como antropólogo especializado en cognición) desconoce patentemen- te el campo de la antropología cognitiva y da fe de ello insinuando que “la mayoría de los etnobiólogos todavía limita sus ambiciones a estudiar las taxonomías y nomenclaturas folk de las especies vivientes que existen ‘naturalmente’” (2001 [1996]: 101-102). De más está decir que este dictamen, que no se basa ni siquiera en una consulta sumaria de una bibliografía que hoy supera el millar de estudios, tampoco puede sostenerse. Lejos de agotarse en la clasificación de las plantas o de los ingredientes, las etnociencias están estre- chamente orientadas a prácticas y saberes de gran importancia estratégica a las que no sólo los antropólogos del conocimiento sino hasta la UNESCO, el Banco Mundial y las multina- cionales de la salud, la tecnología y la alimentación ya le han echado el ojo y ya han co- menzado a cooptar. Si ciertas antropologías no están al tanto de eso, pues entonces es esa flagrante ignorancia (y no el tonto positivismo de la etnobiología) lo que resulta en verdad preocupante, pues ya no es cuestión de determinar dónde estaban los perspectivistas en el momento de tal o cual contingencia oficinesca acaecida en Amazonia sino de preguntarles, políticamente hablando, cuál es el mundo en el que viven.21 Los esfuerzos de Descola por justificar la Gran División entre nuestro pensamiento y el de la alteridad llegan a ser conmovedores por sus idas, sus vueltas, sus profesiones de nobleza y sus eufemismos, así como por los conflictos de teorización, de ética y de conciencia que resultarían de decir algo que él quiere decir sabiendo que no puede decirse:

Sé muy bien que la idea de la gran división tiene mala prensa, y la situación no data de nues- tros días. Desde que la etnología se deshizo de los grandes esquemas evolucionistas del siglo XIX bajo la influencia conjugada del funcionalismo británico y el culturalismo norteamerica- no, no dejó de ver en la magia, los mitos y los rituales de los no-modernos algo semejante a prefiguraciones o tanteos del pensamiento científico; intentos, legítimos y plausibles en vista de las circunstancias, de explicar los fenómenos naturales y asegurarse su dominio; expresio- nes, extravagantes en la forma pero razonables en el fondo, de la universalidad de las res- tricciones fisiológicas y cognitivas de la humanidad. La intención era honorable: se trataba de disipar el velo de prejuicios que rodeaba a los “primitivos”, y mostrar que el sentido común, las cualidades de observación, la aptitud para inferir propiedades, el ingenio o el espíritu inventivo son un patrimonio equitativamente compartido. De manera tal, hoy es difícil evocar una diferencia cualquiera entre Nosotros y los Otros sin provocar una acusación de arrogan- cia imperialista, racismo larvado o pasatismo impenitente, resurgimientos de un pensamiento nefasto y retrógrado que es preciso despachar lo más pronto posible a las mazmorras de la historia, para que haga compañía a los espectros de Gustave Le Bon y Lucien Lévy-Bruhl.

21 Frente a quienes niegan carácter científico a los saberes que se expresan oralmente, mi ejemplo favorito si- gue siendo el sistema de posicionamiento geográfico ancestral de los Puluwat de Micronesia, el etak, cuyos principios de navegación egocéntrica se implementaron en el primer GPS de la era moderna, un aparato cuya marca registrada es, precisamente, Etak® (véase el documento de Stan Honey [2013 ] en la IEEE y el articu- lo de Sue McAllister [2012 ] sobre el profesor del MIT que dio un road test a un sistema de navegación pre- histórico). Hay abundancia de documentación sobre infinidad de etnociencias en mis páginas de antropología del conocimiento y ciencia cognitiva .Ver también http://www.worldbank.org/afr/ik/key.htm.

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[…] Empero, hoy tendríamos más que ganar si intentáramos situar nuestro propio exotismo como un caso particular dentro de una gramática general de las cosmologías, en vez de seguir dando a nuestra visión del mundo un valor de patrón a fin de juzgar la manera en que millares de civilizaciones pudieron formarse algo parecido a un oscuro presentimiento de ella (Des- cola 2012: 143-144)

Ni siquiera para el evolucionismo primitivo la unidad de la mente humana era un elemento susceptible de negociación; contradiciendo a Descola, igualmente, la antropología cognitiva contemporánea sabe que nada que no sea una estricta igualdad es una opción abierta a nin- guna orientación teórica. El modelo de Edwin Hutchins (1980; 1996), por ejemplo, no se ha contentado con encontrar rudimentos de buena inferencia en (pongamos) Trobriand, sino que identifica allí exactamente las mismas formas lógicas que rigen entre nosotros y acaso en proporciones parecidas tanto en el acierto como en el error. Ya me he referido a esa o- rientación y ampliaré las referencias toda vez que sea preciso porque la diferenciación a toda costa alentada por el perspectivismo involucra una equivocación capital: ninguna ga- nancia filosófica o discursiva, por exquisita que se la estime, justifica que un antropólogo se permita ese atropello. Por eso concuerdo plenamente con Miguel Bartolomé (2014) cuando afirma que hoy en día resulta éticamente inaceptable calificar a los miembros de culturas no occidentales o no in- dustrializadas en los términos inferiorizantes de un “pensamiento mítico”, “un “pensamien- to salvaje” e incluso un “pensamiento amerindio”. Nuestro propio exotismo no es un caso particular, como alega Descola con falsa humildad, sino meramente un caso más. Por eso es también que al inicio de este libro no me he referido a la filosofía del Anekāntavāda co- mo una prefiguración exótica del perspectivismo actual sino como una elaboración filosó- fica en pie de igualdad con la de Viveiros y la de Descola, una construcción intelectual que incluye una refinada elaboración de un principio de multiplicidad de perspectivas, una vi- sión unitaria de la humanidad y el resto de la naturaleza y una riqueza de fundamentación que a los perspectivismos estructuralistas y pos-estructuralistas –como lo estamos compro- bando al ponerlas lado a lado– les ha sido imposible desarrollar con la misma inventiva (cf. Singh 2001; Jain 2004; Reynoso 1974 ). Pero tanto o más insatisfactorio que el proyecto descoliano de Gran División a todo trance entre Nosotros y los pre-modernos me resulta el conocimiento que el autor revela poseer de la diversidad y la naturaleza de las teorías antropológicas contemporáneas. Igual que es el caso con Viveiros, cuando habla de movimientos teóricos Descola jamás menciona los nombres de l@s autor@s de referencia. Guardé alguna esperanza que lo hiciera cuando ti- tuló un capítulo “Antropologías materialistas, antropología simbólica”. Vana ilusión: Des- cola identifica la primera especie con la primatología; a la segunda la caracteriza así:

[L]a antropología simbólica se sirvió de la oposición entre naturaleza y cultura como de un dispositivo analítico a fin de aclarar la significación de los mitos, los rituales, las taxonomías,

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las concepciones del cuerpo y de la persona y de muchos otros aspectos de la vida social donde interviene de manera explícita o implícita una discriminación entre las propiedades de las cosas, de los seres y de los fenómenos, según éstos dependieran o no de un efecto de la acción humana. Los resultados de este abordaje fueron muy ricos en el plano de las interpre- taciones etnográficas, aunque no siempre estuvieron a salvo de los prejuicios etnocéntricos (Descola 2005: 102).

He escrito un buen número de manuales, historias y libelos sobre las antropologías simbó- licas y sin embargo no imagino qué antropólog@s pueden estar incluid@s en la clase que Descola describe; a cierta altura de su tipificación el carácter implícito de la discriminación de propiedades hace que todo el mundo califique como simbolista; un poco más avanzada la idea, ya no queda nadie dentro de la categoría (cf. Reynoso 1987 ; 1998: 209-276 ; 2008: caps. 1 & 2). Dada además la posibilidad del etnocentrismo y atento a la gravedad de la acusación ¿no sería útil que Descola nos dé una pista que nos permita inferir de quiénes está hablando? Uno de los rasgos definitorios de la escritura de Descola (y uno en los que él quizá deposita sus mayores esperanzas) concierne a una estilística elaborada hasta la exasperación, como si él estuviera más pendiente de la opinión del lector profano sobre lo bien que escribe que de la conformidad del profesional con los términos operativos de su antropología. En nin- gún lugar esto es más evidente que en las estilizaciones de sus notas de campo que hacen las veces de etnografía. En la correcta traducción castellana de Valeria Castelló-Jobert y Ricardo Ibarlucía para el Fondo de Cultura Económica de Las Lanzas del Crepúsculo (Descola 2005 [1993]) unos cuantos matices del original sin duda se han evaporado y muchos elementos de juicio han dejado de significar lo que el autor había pretendido. Pero al contrario de lo que repiten los mitos urbanos de la ciencia, la lectura de un original no atenúa todos los excesos ni corrige todas las fallas que se perciben en una traducción. En la crítica en lengua francesa, de he- cho, no pocos especialistas favorables al movimiento (cuando no avezados militantes) han documentado su descontento por las frecuentes incongruencias, abusos, singularidades y expresiones paternalistas en la escritura de Descola. Si la traducción es por momentos poco persuasiva, en algunos respectos el original puede sonar peor. Si bien ya es bastante infortunado que su escritura devenga objeto de discusión y que se ha- ya formado una communitas de críticos interesados en discutirla, algunas de las objeciones que se han interpuesto al estilo de Descola son más bien endebles y superfluas. Otras, sin embargo, señalan trampas discursivas que bien podrían ser indicadoras de otra clase de li- mitaciones. Me interesa mostrar un fragmento (en su idioma original) de la recensión crítica de Philippe Erikson, él mismo un perspectivista profesional, en la que se perciben vicios del estilo descoliano que en la traducción castellana no serían siquiera perceptibles o que atri- buiríamos equivocadamente al traductor:

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On peut relever quelques constructions incongrues (“se venger contre”, p. 299; “puer mal”, p. 94), quelques hispanismes (“à voir”, p. 118 & p. 316; “comment n’allais-je pas le tuer”, p. 245; “ainsi disant”, p. 338), une petite coquille (“draguet rouge”, p. 94), et sans doute une certaine propension à abuser des adjectifs. Était-il vraiment nécessaire, pour prendre un exemple au hasard, de décréter “savoureuse” une purée de patate douce servie aux chiens (p. 63)? Par ailleurs, les inconditionnels du “politiquement correct” frémiront sans doute de certaines des options terminologiques de Descola: l’emploi fréquent de “lunes” pour “mois” peut sembler condescendant, et le qualificatif “pré-moderne” n’est pas sans relents évolution- nistes. L’abondance de ce qu’on pourrait appeler des ana-topismes (parler, dans un contexte amazonien, de “pintes de bière”, de “cantilènes”, de “pancrace”, de “encre d’or”, de “dandy” ou de “pot-aufeu”, par exemple) fera certes sourire les connaisseurs, mais risque de conforter l’ethnocentrisme du grand public, de même que les évocations (entre autres) de la Joconde ou de l’épiphanie! Enfin, et peut-être plus sérieusement, on regrettera que l’index onomastique n’inclue les auteurs d’ouvrages scientifiques que jusqu’à la p. 139, ne répertoriant plus par la suite que les noms des Achuar mentionnés dans le texte (Erikson 1994: 359-360 ).

Una crítica mucho más sustancial de la sobrevalorada etnografía de Descola es la de la ar- tista visual y antropóloga cultural chilena Lydia Nakashima Degarrod, en ese entonces en la Universidad de Harvard:

Descola defiende el poder aboluto del observador en la comprensión de una cultura y mini- miza el papel del informante. A los ojos de Descola, el propósito esencial de la etnología es explicar lo que está implícito. Él afirma que es la habilidad del etnólogo para decodificar cul- turas lo que lo hace más apropiado para comprender esas culturas mejor que los “nativos” que no son “conscientes” de su propio sistema cultural. De este modo, en la visión de Desco- la, ni siquiera la información más metódica y sistemática proveniente de un informante puede sustituir la interpretación etnológica de un outsider. Estas ideas sobre la investigación etnoló- gica, combinadas con la creencia de Descola en la naturaleza invariante del mito, permite a Descola al final de su sección etnológica afirmar sin hesitación que él posee un mejor conoci- miento de los mitos Shuar que las mujeres Shuar que él observó escenificando un ritual de solidaridad. De acuerdo con él, las mujeres repetían cánticos protectores durante horas sin entender realmente sus contenidos. Él conocía esos cánticos porque los había estudiado antes en versiones escritas de los mitos que fueron colectados por un misionero salesiano en la pri- mera parte del siglo [XX]. Finaliza esta sección elogiando el poder de la palabra escrita por encima del conocimiento oral (Nakashima Degarrod 1998: 64).

No son pocos los perspectivistas que han saltado a la yugular de Descola irritados por sus fatigosos contrastes conceptuales y su pulsión taxonómica, pero nadie ha advertido que hay no pocos instantes en la escritura del fundador del neo-animismo que ponen al desnudo mo- dales tan etnocéntricos y sexistas como los de la vieja escuela, al lado de una concepción del trabajo etnológico que remite no ya a una ideología moderna sino a una antropología definitivamente pre-boasiana. La resonancia literaria y la musicalidad frazeriana de la escri- tura de Descola obnubila, creo yo, la plena captación de lo que él dice, pero el sesgo de su

70 postura es inequívoco. En el relato que Nakashima estaba cuestionando Descola se había celebrado a sí mismo diciendo:

Vana victoria de la escritura sobre los caprichos de la memoria, sé probablemente más que Untsumak acerca del significado y del origen del ritual que ella conduce. En los cantos pro- tectores que estas mujeres repiten desde hace horas sin manejar su contenido, reconozco los temas principales de las ujaj que puntúan entre los shuar el rito de la tsantsa, pacientemente recogidos por un misionero salesiano y de los que he tomado conocimiento hace poco (Des- cola 2005: 384).

No niego la idoneidad de Descola en el conocimiento de esos textos: una aptitud vicaria, de todos modos, porque ese saber le viene del registro evangélico anotado por aquel misionero más que de sus notas científicas de campo.22 Pero su escena de autoencomio me suena in- decorosa por cuanto viene del líder de un movimiento que ha hecho una causa de la “sime- tría” y de la “antropología reversa” y que –junto con Viveiros– se la pasa moralizando so- bre su noble paternalismo. Lo peor es que la anécdota no hacía la menor falta: un lector sensible podría haber comprendido la cultura shuar igual de bien aun cuando Descola hubiera escogido guardar silencio sobre lo bien que la conoce. A gran distancia de lo que fuera el caso del recordado ensayo de Victor Turner (1980 [1967]) que evoca a “Muchona el Abejorro, intérprete de la religión”, genuinamente iguali- tario y sin estridencias culposas, el otro perspectivista mayor, Viveiros de Castro, comparte con Descola una visión similar sobre la preminencia de la visión del antropólogo por en- cima de la del actor nativo en el juego de una antropología tratada monolíticamente y a la que él no suscribe pero cuyos resultados objetivos no se decide a impugnar:

La matriz relacional del discurso antropológico es hileomórfica: el sentido del antropólogo es forma; el del nativo, materia. El discurso del nativo no detenta el sentido de su propio sen- tido. De hecho, como diría Geertz, todos somos nativos; pero en derecho, unos siempre son más nativos que otros.

[…] La ciencia del antropólogo es de otro orden que la ciencia del nativo, y necesita serlo: la condición de posibilidad de la primera es la deslegitimación de las pretensiones de la segunda, su “epistemocidio”, en el fuerte decir de Bob Scholte (1984: 964). El conocimiento por parte del sujeto exige el desconocimiento por parte del objeto (Viveiros 2002c: 115, 116).

22 Como se comprobará más adelante (pág. 78), ese salesiano fue para Descola tan providencial como León Cadogan lo fue para Pierre Clastres. En cuanto a la “simetría generalizada” que ahora proclama Viveiros si- guiendo a Latour y que Descola comparte, ella beneficia al “mundo material de relaciones causales”, equipa- rándolo a “la intencionalidad humana”. Pero mientras esas abstracciones son objeto de su más profundo res- peto, el autor no parece preocuparse mucho por reconocer los merecimientos intelectuales de ágrafos, mujeres e informantes de la vida real (Latour 1991: 24, 27, 32-35, 103-104; Domènech y Tirado 1998; Descola 2006: 6; Viveiros 2010 [2009]: 90 ).

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Ante lo que fuera de contexto luce como una nueva apostasía a la mera idea del perspecti- vismo, no es de extrañar que la archi-rival de Viveiros, la indigenista Alcida Ramos, se pregunte:

Pero, ¿por qué tiene que ser así? ¿Cuáles son las premisas que sustentan tales afirmaciones? ¿No serán ellas un terco reflejo de la creencia inquebrantable en la división del trabajo etno- gráfico entre aquel que conoce, el sujeto cognoscente (el etnógrafo) y aquel que se deja cono- cer, el objeto cognoscible (el nativo)? ¿El movimiento reciente de auto-crítica antropológica de los 80’s no habrá debilitado a esa creencia? (Ramos 2012b: 24)

Pero así como encontramos coincidencias desafortunadas, entre las antropologías de ambos perspectivistas median también diferencias importantes. Mientras Viveiros cree avanzar ha- cia el futuro trayendo a cuento a Foucault, a Deleuze y a otros intelectuales que estricta- mente hablando sólo fueron novedosos cuando él era muy joven, a Descola no parece afec- tarle mucho volver a discutir razones que ya se debatieron en los tiempos de Spencer & Gi- llen, Elkin, Bogoras, Freud, Rasmussen, Róheim y otros autores que ya habíamos comen- zado a olvidar, no siempre sin razón. En ocasiones Descola es consciente de que está tratando con materiales extremadamente viejos que albergan prejuicios sobre el “pensamiento salvaje” [sic] de los que la antropolo- gía se desprendió en buena hora; insensible a la aceleración del conocimiento en los últimos cuarenta años y a la mera idea de lo relativo, Viveiros me suena que todavía no. Descola justifica sus arcaísmos en función de su prolongada vigencia y cada tanto dispara un nom- bre un poco más nuevo, usualmente Foucault o Latour, como una nota actualizadora (cf. Descola 2012: 119-120, 306-307, 324); Viveiros, en cambio, rehabilita a sus sabios ancia- nos silenciando la crítica que se les ha hecho, aceptándolos monolíticamente, reputándolos más nuevos de lo que realmente son y negándoles el beneficio de una renovación correcti- va, pues en el vértigo del panegírico que compone ardientemente, veinte o treinta años des- pués de que han muerto no tiene la más mínima objeción que interponerles. Con precursores de tan empinado entendimiento ni falta que hace pensar conceptos nuevos, ni siquiera como definiciones capaces de adaptar y coordinar los problemas que encontra- mos en el campo con las nociones filosofescas que (al igual que los niños) vienen de París, y que, milagrosamente, se avienen a describir la ontología Yawalapíti mejor de lo que los Yawalapíti pueden hacerlo. Uno se pregunta, a todo esto, a dónde ha ido a parar la “teoría indígena” del perspectivismo amerindio de la cual se hablaba pocos meses antes. Como sea, en Descola por continuismo y en Viveiros por desinterés, dogmatismo o falta de imagina- ción, al final del día toda novedad conceptual genuina brilla por su ausencia; en la produc- ción de ambos autores, ni una sola categoría vigente, provechosa o esencial proviene de sus propias plumas.

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Admito albergar la sospecha de que Viveiros se imagina a sí mismo como un pensador más sólido y vigente que Descola porque los dioses de su Olimpo son una generación y media más tardíos. Pero las diferencias que podría haber por este factor son sólo módicas y margi- nales. Los autores que iluminan a Viveiros el día de hoy no son tan nuevos después de to- do. De hecho, el lapso temporal y conceptual que separa al Franz Boas maduro del primer Deleuze (1930-1972, pongamos) es exactamente el mismo que el que media entre el Deleu- ze de L’Anti-Œdipe y la antropología del día de hoy (1972-2014). La ciencia ha cambiado mucho más aceleradamente en este último lapso y (dada la sustancia de uno y otro) apuesto que no es Franz Boas el autor que (antropológicamente hablando) luce más envejecido, ni el que se apega a fehacientes antiguallas del tipo «salvajismo  barbarie  civilización». Si es la vigencia de las ideas lo que está en juego, Viveiros, coetáneo mío, bien podría mo- derar un poco su entusiasmo, pues la bohemia trasnochada de los pos-estructuralistas ya tu- vo su hora y su hora decididamente ya no es ésta. Llamar novedoso a Deleuze, para hacerla corta, es sólo revelar la edad que uno tiene. Todo ponderado, y en la pesadillesca circunstancia de afrontar una elección así, si tuviera que escoger entre prestar apoyo al ya venerable y conservador programa de Descola o al más inmaduro y experimental proyecto de Viveiros escogería al primero, simplemente por- que ha mantenido su deslumbramiento por lo más banal del pos-estructuralismo y las otras modas del día un poco más bajo el control de su inteligencia.



Igual que ha sido el caso con Viveiros, no es de extrañar que la antropología perspectivista de Descola haya inspirado una suma creciente de filosos trabajos críticos. Una crítica real- mente inesperada proviene precisamente de Viveiros, quien ataca con un sarcasmo desbor- dado la que es acaso una de las tesis descolianas fundamentales y que es, a saber, el carác- ter “occidentalizante” de la distinción entre la mente y el cuerpo. Uno se siente un poco vil por usar un autor perspectivista razonando destructivamente contra el otro, pero si la ironía que parece invadir al párrafo que sigue es intencional (cosa de la que no se puede estar seguro) la primera parte de la crítica de Viveiros luce de a ratos endemoniadamente buena, excepto cuando se desvía hacía el tópico de los “animales posmodernos” en un giro rizo- mático que no acabo de entender y que parece deberle más a las animaciones de Chuck Jones que a la etología cognitiva:

Si consideramos la cantidad de exorcismo ritual y de abuso dirigidos contra su nombre y sus ideas en las escrituras de los antropólogos y filósofos contemporáneos, debemos concluir que Descartes es lo más repulsivo que anda por ahí. Sus dualismos de mente/cuerpo y huma- no/animal son el ejemplo de elección de las así llamadas “dicotomías Occidentales persis- tentes” que cada quien en nuestra línea de negocios –para no hablar del negocio de la filoso- fía de la mente– ama deconstruir y se complace en mostrar lo que tales-y-cuales justamente “no tienen”.

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Los antropólogos que trabajan sobre la cuestión de naturaleza/sociedad, en particular, denun- cian la terquedad de la divisón cartesiana entre humano/animal, mientras describen cómo es que los pueblos pre-modernos en todo el planeta conciben (o se comprometen en) un involu- cramiento práctico e intersubjetivo entre los humanos y los animales. Por medio de este terco dualismo de mente vs cuerpo, Descartes separó la humanidad de la animalidad, el hombre de la naturaleza: una prueba más de la ceguera de la civilización Occidental hacia esa socialidad universal intersubjetiva de las cosas vivientes que los salvajes correctamente afirman. Por tanto: contrariamente a los animales-máquinas modernos y cartesianos, los animales pos- modernos, igual que los pre-modernos, son sujetos.23 Son sujetos no porque posean capaci- dades cognitivas similares a las nuestras –nótese bien– sino porque todos compartimos la misma percepción corporal [embodied awareness] de ser-en-el-mundo (Viveiros 2012: 118- 119).

Otra crítica viveiriana que va al grano del dualismo radical oculto e inconfeso en la obra de Descola es el opúsculo provocativa e imaginativamente titulado Radical Dualism: A Meta- Fantasy on the Square Root of Dual Organizations, or a Savage Homage to Lévi-Strauss. Habrá quien esté tentado a considerar esta pieza, al lado de otra muy poco conocida de Ma- ry Douglas (1998: 135-151), entre las mejores auto-refutaciones de toda la antropología, por cuanto lo que Viveiros escribe aquí aniquila sin posibilidad de componenda gran parte de las ideas que él mismo nos arrojó a la cara o que a él mismo se le atribuyen. Pero en rea- lidad todo lo que se esconde aquí es otro nuevo juego de doble estándar en el que toda idea deviene admisible en tanto sea uno mismo quien la sostenga. Veamos lo que expresa Vi- veiros:

El nombre de Claude Lévi-Strauss, quien falleció hace exactamente dos años en el día que es- cribo estas notas (30 de octubre de 2011), ha devenido emblemáticamente asociado con lo que algunos llaman, desdeñosamente, “pensamiento binario”. La antropología estructural evi- denciaría una parcialidad reaccionaria por las oposiciones duales, simétricas, estáticas y re- versibles, y por las analogías de proporcionalidad que uno puede construir con ellas, tales co- mo los sistemas totémicos. El antropólogo francés sería sí una especie de campeón del sis- tema binario (o de la máquina binaria, como la llamarían Gilles Deleuze y Félix Guattari), concibiéndola al mismo tiempo como el esquematismo elemental de la semiosis humana y como la reducción final de cada sistema metafísico.

Esta imagen, sin embargo, pertenece más a ciertas versiones simplistas del estructuralismo, dentro y fuera de la antropología, que al modus operandi de Lévi-Strauss mismo. Para él, muy al contrario, una oposición binaria es cualquier cosa excepto un objeto simple, o simple- mente dual, o incluso simplemente un objeto; quizá no sea siquiera una oposición en absolu- to. Es digno de señalarse que Lévi-Strauss finaliza las dos fases de su monumental estudio de la mitología en una época en la que el estructuralismo alcanzó la plena madurez teorética, con

23 Después de elaborada esta sección del ensayo encontré un artículo de Dimitri Karadimas (del Laboratorio de Antropología Social del Collège de France) en el que se establece –ilustrada con una viñeta de cartoon– una inesperada relación entre la concepción subjetivista de Viveiros y la apercepción consciente de precipi- cios y caídas en los dibujos animados de Wile E. Coyote y el Correcaminos (Karadimas 2012: 28-29 ).

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advertencias acerca de tanto los recursos (y el vocabulario) de la lógica extensional y la propia noción de oposición binaria para dar cuenta de las relaciones multidimensionales que impregnan y constituyen la materia mítica (Viveiros 2103b ).

El problema con el repentino dualismo de Viveiros es que desmiente su propia posición frente a ciertas inflexiones fundamentales de su teoría. En un reportaje incluido en La Mira- da del Jaguar, efectivamente, expresa:

Una preocupación que me acompaña desde entonces es cómo describir una forma social que no tenga por esqueleto institucional un dispositivo dualista. […] Era una época en que las llamadas oposiciones binarias eran vistas como la gran clave de interpretación de cualquier sistema de pensamiento y acción indígenas. Para mí quedó claro que lo que sucedía en el Xingú no podía ser reducido a la oposición, tan durkheimiana (o para decirlo de una vez, tan metafísica) entre lo físico y lo moral, lo natural y lo cultural, lo biológico y lo sociológico (Viveiros 2013a: 11).

Esta dialéctica masoquista ha sido tal vez el precio a pagar para marcar diferencias con el matricero Philippe Descola, cuyo distanciamiento transversal del líder más empinado del movimiento está comenzando a escalar. A diferencia de lo que es el caso en la impugnación douglasiana, sin embargo, Viveiros se cuida mucho de admitir que –según otro texto publi- cado ese mismo año y en el que cambia de idea sin decir agua va– bien podría ser él mismo uno de los binarizadores compulsivos antes sindicados como uno de los villanos de la his- toria (cf. Viveiros 2013b ). La crítica viveiriana que mejor encarna el alejamiento entre los dos fundadores del movi- miento posiblemente sea ésta, en la que el perspectivista en jefe carga las tintas contra la mera idea del animismo:

El principal problema con la inspiradora teoría de Descola, en mi opinión, es éste: ¿puede el animismo definirse como una proyección de diferencias y cualidades internas al mundo hu- mano sobre mundos no-humanos, como un modelo “socio-céntrico” en el que las categorías y las relaciones sociales se usan para mapear el universo? Esta interpretación por analogía es explícita en ciertas glosas de la teoría, tal como la que proporciona Kaj Århem: “si los sis- temas totémicos modelan la sociedad según la naturaleza, entonces los sistemas anímicos mo- delan la naturaleza según la sociedad (1996: 185). El problema aquí es la obvia proximidad con el sentido tradicional de animismo, o con la reducción de las “clasificaciones primitivas” a emanaciones de la morfología social; pero igualmente el problema es ir más allá de otras caracterizaciones clásicas de la relación entre sociedad y naturaleza (Viveiros 2012: 89 ).

Como sea, Viveiros no es el único perspectivista en cuestionar tangencial o frontalmente las ideas de Descola, como si las suyas fueran abismalmente distintas. Apoyándose en una ter- cera e innecesaria noción de animismo que no es ni la “tradicional” ni la descoliana, Tânia Stolze Lima, celebrada por Viveiros como una de las originadoras de las ideas capitales es del movimiento, también había dicho en su lento y sinuoso paper “O dois e seu multiplo”

75 que “nociones como metáfora y metonimia (o sus congéneres, como totemismo y animis- mo, en la conceptuación propuesta por Descola [1992]) nos atrapan en nuestro deseo de de- terminar la lógica subyacente de las llamadas proposiciones aparentemente irracionales. […] Quiero recordar que las reflexiones que presento en este ensayo”, sentencia Lima, “no se articulan sino muy indirectamente con las hipótesis sugeridas por Descola, y que cuando hablo de animismo, no me refiero al concepto que él bautizó así” (Stolze Lima 1996: 29, 44 nota 5 ). También Roy Wagner, en un prólogo en el que toma partido inequívoco por la versión del perspectivismo de Viveiros, ataca el apotegma descoliano (más bien periférico) que afirma que “el punto común de referencia para todos los seres de la naturaleza no son los humanos como especie sino la humanidad como condición”, contraponiendo a la humanidad un as- pecto más sutil y subdeterminante como el zhac de los Athabascos del norte (Descola 1986: 120; Wagner 2012: 4 ). La observación de Wagner tiene más que ver, conjeturo, con la necesidad de marcar distancia con la figura de Descola en la política interna del perspec- tivismo que en documentar un hecho que valga la pena. Nadie mejor que Bruno Latour, con su sensibilidad exacerbada frente a cualquier polémica latente, para destacar contrastes rara vez percibidos por propios y extraños entre las ideas de Descola y las de Viveiros:

Lo último que quiere Viveiros es que la lucha Amerindia contra la filosofía Occidental de- venga sólo otra curiosidad en el vasto gabinete de curiosidades que él acusa a Descola de querer construir. Descola, se queja Viveiros, es un “analogista”, esto es, alguien que está po- seído por la cuidadosa y casi obsesiva acumulación de pequeñas diferencias con el objetivo de retener un sentido del orden cósmico a la vista de la invasión constante de amenazantes di- ferencias. […] Pero lo que Viveiros critica es que Descola se arriesga en tornar la conmuta- ción de uno a otro pensamiento demasiado “fácil”, como si la bomba que él, Viveiros, preten- día colocar bajo la filosofía Occidental se hubiera desactivado. Si permitimos que nuestro pensamiento se enganche en la lógica Amerindia alternativa, toda la noción de ideales kan- tianos, tan pervasivos en la ciencia social, se tiene que ir. A lo que Descola replica que él no está interesado en el pensamiento Occidental sino en el pensamiento de los otros; a lo que Viveiros responde que es la forma de estar “interesado” lo que es el problema (Latour 2009: 2 ).

Viveiros y Descola tienen en común, no obstante, una misma actitud antidualista. Pero el inconveniente con su antidualismo, más allá de las diferentes formas en que se plasma, es que ellos no advierten que las diversas dualidades que identifican en el juego discursivo de esta o aquella estrategia teórica suelen no ser más que juegos circunstanciales del lenguaje. Nadie es ni dualista ni monista todo el tiempo, ni se va al cielo o al infierno por serlo, ni mataría por ello. Todos podemos dualizar un poco cuando hace falta; no es un recurso abo- minable ni es la panacea; una dualización oportuna puede ser útil en alguna circunstancia,

76 una no tan feliz puede estropear una buena intuición; todo depende del mecanismo que me- die entre ambas partes y de la naturaleza de los problemas planteados. Por poco que se revise cualquier bibliografía, además, se encontrarán autores que son dua- listas en muchos sentidos y monistas en otros. Gregory Bateson, a quien Descola nunca cita y a quien Viveiros debería haber conocido mejor, mantenía dualismos irreductibles en mu- chos respectos: creatura y pleroma, mapa y territorio, digital y analógico, cismogénesis o- positiva y cismogénesis complementaria y muchas, muchísimas otras más. Y sin embargo era capaz de escribir:

De vez en cuando recibo quejas de que mis escritos son densos y difíciles de comprender. Tal vez dé cierto consuelo a quienes encuentran la cuestión difícil de comprender, si les digo que al correr de los años me vi empujado a una posición desde la cual las convencionales enun- ciaciones dualistas sobre la relación mente/cuerpo –los dualismos convencionales del dar- winismo, del psicoanálisis y de la teología– me resultan absolutamente ininteligibles. Para mí, comprender a los dualistas se está haciendo tan difícil como para ellos comprenderme a mí (Bateson 2006 [1991]: 285).

Hubo una vez un autor, Murray Leaf (1979), que intentó escribir una historia crítica de la antropología separando a los dualistas de los monistas. No llegó muy lejos: no se puede ca- lar muy hondo por ahí sin acabar forzando los términos, instaurando alguna de las catego- rías (usualmente el monismo) como imperativo moral y violando lo que los mismos pers- pectivistas predican sobre la impropiedad de las categorizaciones retroactivas (p. ej. Latour 1998 ; Tirado y Domènech 2008: 50).

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Dado que no tiene que lidiar con el núcleo duro del deleuzianismo, con el ruido de una jer- ga cada día más lacaniana y con las ideas poco conocidas del rat pack antropológico en el que anidan Clastres, Strathern y Roy Wagner, la crítica externa de las posturas de Descola tiene acaso más cuerpo y soltura que la que ha impactado contra las ideas de Viveiros. De todos modos las críticas que provienen desde fuera del perspectivismo no llegan a ser tan mortíferas como las que se ha visto que circulan incestuosamente en su interior. Como quiera que sea, uno de los reviews más incisivos que se han publicado a propósito del pers- pectivismo en general es el que escribió Dee Mack Williams de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill sobre Nature and Society de Descola y Pálsson (2001):

El libro ofrece por cierto ricas discusiones etnográficas y teoréticas, pero falla como una crí- tica decisiva del dualismo. En primer lugar a lo largo del libro hay una elección intencionada [disingenuous] de palabras que exagera la evidencia o ignora las cuestiones problemáticas. Por ejemplo, la evidencia de intrincadas relaciones sociales con animales en una sociedad no prueba que las distinciones entre naturaleza y cultura sean “visceralmente carentes de senti- do” [utterly meaningless]. […] Otra práctica engañosa es la “separación radical”, utilizada

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como florete para asegurar diferencia con el dualismo occidental (pp. 65, 72). ¿Mediante qué estándar se diferencian epistemologías que perciben la naturaleza con algún grado de alteri- dad de otras que perciben una alteridad radical? Tanto Ellen (p. 106) como Pálsson (p. 77) admiten con franqueza que individuos en cualquier sociedad pueden expresar alternativamen- te construcciones dualistas y monistas bajo circunstancias variables. Así y todo, el grado en que una lectura etnográfica selectiva pueda controvertir el caso permanece sin examinar.

Una segunda limitación es la aparente falta de interés por alcanzar audiencias no-antropológi- cas. Los ambientalistas de la corriente principal buscan activamente modelos de biocentrismo y conservación. Los editores reconocen esto y expresan preocupación para dar forma al deba- te público (p. 12), pero así y todo permiten a los autores una medida innecesaria de abstrac- ción y digresión teorética. Los antropólogos deben hacer un esfuerzo para ser más accesibles, especialmente en las grandes cuestiones (Williams 1998: 138-139).

Si le parecía estilísticamente inaccesible y disciplinariamente claustrofílico el antropologis- mo de Descola, Williams debió esperar a conocer el estilo mil veces más hermético del perspectivismo pos-estructural de Viveiros, basado en nociones de las altas matemáticas cuyo fundamento formal y cuya anatomía exacta –como procuraré demostrar más adelante– ni él ni los filósofos de quienes las tomó se tomaron el trabajo de comprender (v. gr. Vivei- ros 2010 [2009] ; cf. pág. 155 más adelante). En su recensión de Tierra Adentro: Territorio indígena y percepción del entorno, otra compilación inequívocamente perspectivista en la que Alexandre Surrallés y Pedro García Hierro (2004) mezclan trabajos empíricos serios sobre territorialidad con las más abstractas elaboraciones de Descola y Viveiros, el antropólogo Álvaro Pazos, de la Universidad Autó- noma de Madrid, acaba formulando una crítica parecida a la de Williams, pero con mayor desarrollo del problema de la vinculación entre la teoría y la práctica que es ingénito a todas las versiones del perspectivismo. Los trabajos empíricos del libro, alega Pazos,

“[m]uestran el complicado entrelazamiento de demandas y urgencias cruzadas en las prácti- cas. Es decir, la complejidad específica de modos de vida que implican, sin duda, ontologías, pero no en tanto que teorías del ser sino como pautas de percepción, conceptualización y acción constitutivas de orden práctico.

En este sentido, es en estos trabajos […] donde mejor se ilustra la “desnaturalización” de las formas de vida que inspira la aproximación de Descola o Viveiros de Castro. Independiente- mente del valor que en sí mismos tengan [los estudios territoriales] revelan la enorme brecha existente no ya entre teoría y práctica (como se suele decir), sino entre un trabajo teórico de corte abstracto y exoticista y las demandas de conocimiento y de herramientas teóricas que la práctica parece estar haciendo. […]

Los análisis estructurales de las ontologías indígenas no pasan la prueba de la práctica. Qui- zás porque en este ámbito se vuelve a encontrar, aunque con matices específicos, el inconve- niente mayor que el estructuralismo plantea en el dominio estrictamente teórico: la transfor- mación de formas materiales de vida en modos de pensamiento. Los problemas que la prác-

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tica plantea tienen menos que ver con especulaciones culturales distintas del territorio, que con puntos de vista implicados sociales, políticos, económicos diversos y conflictivos. Lo que frente a los estados, intereses comerciales, académicos, etc., surge, del lado indígena, no es otro pensamiento sino las problemáticas de la producción y reproducción de las condiciones de vida (Pazos 2007: 376-377 ).

Otra de las críticas de aristas ásperas que se han hecho al movimiento es la de Paul Shank- man, de la Universidad de Colorado-Boulder, recordado por su documentación minuciosa de las querellas en torno a Margaret Mead y por sus cuestionamientos seminales al análisis mitológico de Claude Lévi-Strauss y al interpretativismo de Clifford Geertz. Varios años más tarde después de esas odiseas memorables escribe Shankman, en vuelo de media altura pero sólido y sensato como siempre, a propósito del mismo libro que mereciera los comen- tarios de Williams:

Este volumen deja cierto número de problemas sin resolver, en parte debido a que los ha- llazgos de los autores se presentan como instancias negativas. De este modo, varios de los autores reiteran que el dualismo naturaleza/cultura es un producto de la cultura occidental, y que muchas sociedades no lo comparten.

Pero no se informa a los lectores sobre la variación transcultural de estas creencias ni se los alienta a preguntar por qué algunas sociedades sostienen un conjunto de creencias mientras que otras sostienen otros diferentes. En vez de eso, se dice a los lectores que el dualismo occidental de cultura/naturaleza no es un discurso privilegiado y que es sólo una entre mu- chas cosmologías. ¿Elimina esta instancia relativista las preguntas sobre variación y expli- cación?

Un segundo problema es el desprecio a menudo categórico del “determinismo ecológico” acompañado por la afirmación de que prácticas culturas específicas están informadas por ideas y creencias (p. 130). Dado que hay muy poca discusión de lo que el “determinismo eco- lógico” pueda llegar a ser, y menos hay todavía una crítica directa de la ecología cultural tra- dicional, ese desprecio parece en el mejor de los casos poco claro. ¿Hay verdaderamente an- tropólogos que creen en un “determinismo ecológico” de un solo factor causal? ¿O este des- precio del determinismo ecológico es sólo otra forma de decir que el ambiente limita, pero no determina, la conducta, como C. Daryll Forde notó hace sesenta años?

Finalmente, muchos de los autores parecen interesados en deconstruir el concepto de “natura- leza” en el preciso momento en que los problemas ambientales son de creciente significancia, sean ellos la deforestación en gran escala, el calentamiento global, la depleción de la capa de ozono o los efectos de El Niño, o una multitud de problemas más localizados. Aunque los e- ditores perciben los desafíos que plantean esos problemas, ellos no son abordados, mayor- mente, por los autores de este volumen. La relevancia de la ecología simbólica, en alguna medida, será juzgada conforme a lo bien que afronte tales problemas. No hay duda que las concepciones locales son vitales para comprender los problemas ambientales. Pero tampoco hay duda en que las fuerzas de la naturaleza, como quiera que se las conciba, tienen el poder de actuar independientemente de nuestra comprensión de ellas.

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En conclusión, Nature and Society contiene un número de contribuciones meritorias que re- flejan no sólo una visión de la ecología sino las tendencias epistemológicas más amplias den- tro de la antropología cultural como disciplina. Como complemento de la ecología cultural tradicional la ecología simbólica podría resultar valiosa. Pero para sustituir la ecología cultu- ral tradicional, como algunos contribuidores sugieren, serán necesarios argumentos más per- suasivos (Shankman 1998: 1026).

Como cuadra a las celebridades antropológicas que acaso creen ser, así como ninguno de ellos se dignó a nombrar jamás los apellidos de los antropólogos con quienes no están de a- cuerdo, ni Viveiros ni mucho menos Descola contestaron nunca a este género de impugna- ciones. Cabe aquí entonces que se formule una invitación abierta a los nuevos mandarines que hoy siguen celebrando en una nube de flores y con los ojos clavados en el primer mun- do los gozos de una gloria caída del cielo, a fin de que los antropólogos que se siguen jac- tando del refinamiento del debate que el movimiento ha instaurado tomen nota de que tal polémica todavía no ha tenido lugar. Y que es a través de protestas como las que aquí se recogen y formulan que, si alguien más acompaña y empuja, pueda tal vez materializarse algún día.

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LA INCONTENIBLE REFLORACIÓN DE LOS CONCEPTOS MUERTOS

Sea que eso ocurra porque el conocimiento se incrementa o porque el debate se purifica, con el correr de los años la antropología se ha enriquecido mucho al dejar de lado ciertos conceptos y teorías que deslumbraron a los estudiosos de otras épocas y proporcionaron una ilusión momentánea de cientificidad o de consuelo hermenéutico, pero que no pudieron superar la prueba del tiempo. A nadie se le ocurriría hoy revindicar la hologénesis de Geor- ges Montandon, la teoría difusionista de los ciclos culturales, la etnología tautegórica, la teoría del animismo primitivo, el etnopsicoanálisis complementarista o las etnografías ini- ciáticas desbordantes de hongos psicotrópicos, fosfenos, imaginería psicodélica, sabios New Age y tensegridad. Después de lo que a algunos nos pareció una eternidad, hasta los es- tudios culturales, tal parece, están comenzando a ceder. Por esa razón resulta desconcertante que una de las corrientes de mayor éxito mediático y de mayor despliegue exhibicionista en materia de acopio bibliográfico se empeñe en adhe- rirse a un pesado conjunto de conceptos y teorías francamente arcaicas sin incorporar prác- ticamente nada de lo que otras ciencias (y más en concreto la lingüística y las ciencias cognitivas) han elaborado en los últimos veinte años. A fines de la primera década del si- glo, sin embargo, algo repentino y vertiginoso ocurre en el movimiento cuando su fundador toma distancia de su fase estructuralista y experimenta una súbita metamorfosis. En un brote de glosolalia deleuziana y abandonando todo recaudo de prudencia científica, Viveiros comienza a mencionar telegráfica pero asertivamente un puñado de keywords ca- racterísticos de los nuevos algoritmos de la complejidad: fractales, autosimilitud, emergen- cia, no linealidad, caos, atractores (cf. Viveiros 2010 [2009]): 92, 94, 100, 104, 105, 109, 139, 216, 235 ). Como si estuviera buscando riña con Alan Sokal, Rolando García o Mario Bunge, ninguna de las caracterizaciones de esos formalismos es a la vez creativa, relevante y correcta. Ninguna proviene tampoco del espacio multidisciplinar en que se ori- ginó ni es coordinada con marcos conceptuales consonantes con la antropología. El antro- pólogo adulto que lea a Viveiros no encontrará referencias a Robert May, a John Holland, a Felix Hausdorff, a Edward Lorenz o a Stephen Wolfram. De la mera verba estetizante con que se las circunda se percibe que Viveiros ha tomado esas ideas de fuentes de inspiración secundarias o terciarias cuya apropiación de esas nociones había sido y sigue siendo objeto de irrisión en todo el espectro de las ciencias, sociales inclusive.24 Nada de esto obsta, em- pero, para que nuestro autor las incorpore sin crítica y (creo yo) sin tener mayor noción re-

24 La refutación de la hermenéutica pos-estructuralista de la complejidad ha devenido un próspero y regoci- jante género literario (cf. Ruelle 1990; Gross y Levitt 1994: 104-105; 266-267; Matheson y Kirchhoff 1997; Sullivan 1998: 79-80; Van Peer 1998; Sokal y Bricmont 1999: 147-149, 278-280; Spurrett 1999; García 2005 ; Reynoso 2011; 2014a ; Bunge 2012 ).

81 flexiva de lo que se ve llevado a decir, de los abismos constructivistas a los cuales se acerca y de la literatura de tecnololatría trash a la que se suma (cf. Guattari 1992; Roy Wagner 1991; Haraway 1991; 1996; Strathern 1995 ). Mirando hacia un pasado no tan lejano uno se pregunta cómo fue que se llegó a este encan- dilamiento con lo novedoso, siendo que hasta hace pocos días el perspectivismo frecuen- taba un folklorismo conservador de talante evolucionista que no se avergonzaba de hablar- nos de animismo, de shamanismo, de un analogismo digno de Frazer, de la mentalidad pri- mitiva y de otros residuos fósiles de la antropología temprana que siguen latiendo en mu- chas vertientes de esta teoría, y en la versión de Descola más que intensamente. Antes de abordar finalmente la crítica del último Viveiros y de los antropólogos que lo han inspirado urge a partir de ahora interrogar estos arcaísmos y las intrincadas razones de su resurrec- ción.

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Nuestra basura: Gloria y ocaso del shamanismo

Los hombres-medicina aborígenes, lejos de ser pícaros, charlatanes o ignorantes, son hombres de alto grado; esto es, hombres que han tomado un grado en la vida secreta más allá que el que toma la mayoría de los varo- nes adultos, un paso que implica disciplina, entrena- miento mental, coraje y perseverancia […] Son de in- mensa significación social, dependiendo la salud psico- lógica del grupo de la fe en sus poderes. […] Los diver- sos poderes psíquicos que se les atribuyen no deben ser descartados a la ligera como mera magia primitiva y “engañifa”, porque muchos de ellos se han especializa- do en el trabajo de la mente humana, y en la influencia de la mente sobre el cuerpo y de la mente sobre la mente.

A. P. Elkin, Aboriginal Men of High Degree, p.78-79.

Sobre todo en la versión de Philippe Descola, el perspectivismo hace uso creciente y exten- sivo de un concepto de shamanismo al cual, no sin cierta sagacidad, nunca se arriesga a po- ner rigurosamente a prueba ni a definir de manera taxativa (cf. Viveiros 2002a: 177-185; Viveiros 2012: 48, 50-52, 54, 59-60 ; Descola 2012: 33-34, 37-38). En principio, Descola discute la concepción shamánica de Mircea Eliade en palabras que reproducen cuestiona- mientos bien conocidos en el último cuarto de siglo:

Hacer del shamanismo una forma de religión arcaica definida por algunos rasgos típicos – presencia de individuos que dominan las técnicas arcaicas del éxtasis y se comunican con potencias sobrenaturales que les delegan poderes– supone otorgar a la persona de shamán un papel desmesurado en la definición de la manera en que una sociedad se esfuerza por dar sentido al mundo. […] Ahora bien, el menos en la América india, el papel desempeñado por los shamanes en el manejo de las relaciones con las diferentes entidades que pueblan el cos- mos puede soslayarse por completo. En la región subártica, así como en no pocas sociedades amazónicas, las relaciones entre humanos y no-humanos son, ante todo, relaciones de persona a persona. […] Esos lazos individuales de connivencia, escapan a menudo al control de los especialistas rituales, cuya tarea, cuando la hay, se limita en muchos casos al mero tratamien- to de los males del cuerpo. Es aventurado, entonces, afirmar que una concepción dominante del mundo pueda ser producto de un sistema religioso centrado en una institución, el shama- nismo, cuyos efectos quedan a veces limitados a un sector reducido de la vida social (Descola 2012 [2005]: 50-51).

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El problema con esta actitud crítica es que es de corta vida. Una vez avanzado su propio estudio, Descola utiliza el concepto como si todo estuviera en orden y los shamanes van y vienen intermediando con toda las clases de entidades que pueblan el mundo y vertebrando de pies a cabeza esa dichosa “vida social”, hoy en día un concepto mucho más arrinconado al filo de la obsolescencia de lo que el propio shamanismo lo ha estado jamás (Ibid.: 49-52, 210, 229, 318-319, 365-366, 497-498, 536-537, etcétera). El mismo papel juegan los sha- manes en el ensayo más descoliano de Viveiros, “A floresta de cristal: Notas sobre a onto- logia dos espíritos amazônicos”, un trabajo tardío en el que insólitamente no se menciona ni a Roy Wagner ni a Bruno Latour, en el que se incluye Shamanism de Taussig en la biblio- grafía sin que se lo use en el texto y en el que las multiplicidades deleuzianas (cuyas “fasci- nantes implicaciones sociológicas” el autor “no puede elaborar” ni el espacio disponible ni en ninguna otra parte) simplemente designan colectivos de distinta naturaleza como los que la antropología estuvo usando desde que se fundó (Viveiros 2002: ). Llama entonces la atención el hecho de que los conductores del perspectivismo no se hayan puesto de acuerdo respecto de la importancia y la naturaleza exacta de la institución shamá- nica en Amerindia, ese lugar de lo arcaico con aroma a Gondwana que siempre está ahí facilitando los elementos de juicio que se necesitan sin importar lo contradictorios que sean. A diferencia de Descola, Viveiros sostiene que shamanismo y perspectivismo son inse- parables. Como en una inversión lévistraussiana de la argumentación de Descola que acabo de citar dice Viveiros sobre el shamanismo entre los Tupinambá:

Son bien conocidas las ceremonias de transfusión de poderes espirituales realizadas por los chamanes, las sanaciones, pronósticos y proezas sobrenaturales que se les acreditaban, sus funciones de mediación entre el mundo de los vivos y el de los muertos, para no hablar de las formidables migraciones desencadenadas y conducidas por los karaiba en busca de la Tierra sin Mal. No cabe duda, en suma, que los chamanes y profetas gozaban de un “inmenso pres- tigio” (H[élène] Clastres 1975: 42) entre los Tupinambá, desempeñando un destacado papel religioso (Viveiros 1993; repr. 2002a: 213).

A la luz de las muchas críticas que han habido el perspectivismo en la línea de Viveiros ocasionalmente relaja la exigencia de que todas las sociedades amazónicas reposen en el shamanismo como institución primordial y de los shamanes como los únicos que son capa- ces de administrar las relaciones entre los humanos y el componente espiritual de los extra- humanos, de asumir el punto de vista de esos seres y de viajar hacia ellos y de volver para contar el cuento. Pero esta aparente sensibilidad a los matices tampoco llega a durar un pá- rrafo completo y hasta las aparentes excepciones (“sin embargo…”) tienen por finalidad restablecer la normalidad de la correlación entre una institución shamánica invariante y el marco teórico perspectivista. Viveiros, por ejemplo escribe:

Es importante señalar que en aquellas sociedades Amazónicas donde el shamanismo como institución (como opuesto a una instancia cosmológica general) se halla débilmente desarro-

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llado, si es que no está presente en absoluto), el tema del perspectivismo se encuentra apenas desarrollado. Las sociedades de lenguas Gê de Brasil Central son un caso a cuento. La idea básica, sin embargo, está muy presente entre algunos Gê (Viveiros 2012: 60 ).

El reajuste es por lo visto circunstancial y quizá insincero, y no resuelve nada, no incita a ninguna redefinición; cuando uno espera que las nuevas vislumbres sirvan para ahondar en la comprensión del fenómeno, en el paper siguiente Viveiros (igual que Descola en los su- yos) olvida los matices que ha traído a cuento y sigue adelante como quien oye llover. En toda esta literatura, y por coacción de una metafísica que es vigorosamente anti-aristotélica (pero que no ha sabido articular ninguna semiosis alternativa), nunca se nos dice cuáles son rasgos discretos que componen la idea de shamán, ni cuáles de ellos son mandatorios y cuá- les optativos, ni cómo se distribuyen las variantes puras o temperadas de shamán, especia- lista, intermediario, sanador, hechicero o lo que fuere a través de las sociedades o los colec- tivos. Visiblemente, lo que está faltando en el perspectivismo es (al menos) un modelo de semántica, que bien podría ser de conjuntos difusos, de prototipos, de campo o incluso (¿por qué no?) de análisis componencial, una técnica con destacados antecedentes en Brasil (cf. Menezes Bastos 1978). Lo más cerca que estuvo el perspectivismo de elaborar una semántica fue cuando Viveiros, en una nota agregada un cuarto de siglo más tarde a su tesis de maestría de 1977 sobre la cosmovisión de los Yawalapíti, percibió que los modificadores lingüísticos usados en esa lengua correspondían al modelo de la semántica de prototipos de Eleanor Rosch (1972), uno de los más exquisitos aportes de la antropología y la lingüística del conocimiento del cual he dado cuenta en De Edipo a la Máquina Cognitiva (Reynoso 1993: 238-246 ). Me tienta citar un fragmento de la descripción de los modificadores que Viveiros aplica a un dominio taxonómico que no es el del shamanismo, pero que es igualmente útil para poner en relieve un aspecto importante del método perspectivista del primer tipo: la capacidad del autor para poner en foco, magistralmente, un rasgo lingüístico que podría haber sido la vía que condujera a una sistematización sugerente, malograda por su dependencia de la traduc- ción en el trabajo de campo, por su permanencia en la superficie de las cosas y por su ne- gación a aplicar a palpables problemas de significado conceptos de la semántica lingüística o de la semiología. Cito:

Los Yawalapíti me traducían los modificadores de modo más o menos constante. La clase úi, por ejemplo, se dividía en: cobras “grandes, bravas, invisibles” (-kumã); cobras “de verdad” (-rúru); cobras “impresentables, ruines” (-malú); “bichos parecidos a las cobras” (-mina). Los modificadores, por tanto, designan respectivamente lo ‘excesivo’, lo ‘auténtico’, lo ‘inferior’ y lo ‘semejante’. Estas relaciones complejas involucran una oposición entre forma y esencia. Los sufijos constituyen, además, un sistema de oposiciones flexibles; en varios casos, un con- traste diádico subsume otras relaciones residualmente: o bien – kumã se opone a – rúru como lo ‘monstruoso’ a lo ‘perfecto’, o bien – kumã es el ‘arquetipo’ en contraste con –mina como

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lo ‘existente’, y así lo demás. Un análisis de cada modificador requiere una consideración de todos los valores que él asume en el sistema total (Viveiros 2002a: 29)

Admitiendo desconocimiento de los avances en semántica cognitiva de los años 70 como si tuviera asuntos más importantes que atender en ese renglón, Viveiros reconoce no haber leído ni antes ni ulteriormente los trabajos de Eleanor Rosch en forma directa, añadiendo que de haber conocido esos aportes habría sugerido que los Yawalapíti “habrían desarrolla- do una teoría de los prototipos mucho antes que Rosch” (Ibid.: 44). Ahí, en el decurso de esa frase insólita a la que Latour habría defenestrado por anacrónica (cf. más abajo, pág. 152), es donde todo lo que Viveiros había armado en la primera mitad del estudio cae por tierra. Aunque el análisis de los modificadores (y su seguimiento en otros dominios lingüísticos y en otras lenguas) es a mi juicio un trabajo destacable, la expresión ilustra, en primer lugar, la imperfecta elaboración de las relaciones entre los datos y la teoría en la antropología de Viveiros. No se requiere mucha epistemología para advertir que su descripción no garantiza que los Yawalapíti hayan desarrollado metalingüísticamente “una teoría de los prototipos”; lo que ella nos sugiere es simplemente que los Yawalipíti estructuran su semántica de tal modo que el modelo lingüístico propuesto por Rosch da cuenta satisfactoriamente de esa estructuración. Si el modelo prototípico tiene algún valor, y ni duda hay que lo tiene, lo mismo que hacen los Yawalapíti lo hacemos prácticamente todos los humanos que habla- mos en prosa a propósito de cualquier dominio, parientes, cobras y shamanes incluidos. Ante tales confusiones categoriales, lo que la expresión de Viveiros también trasunta es la precariedad conceptual que posiblemente afecte a otras alegaciones suyas que establecen que “no hay nada más diferente de una teoría antropológica que la práctica de un nativo”, que promueven el proyecto de una “antropología simétrica” o que buscan imponer una “an- tropología inversa” (Viveiros 2012: 65 ). Cuatro años después de su trabajo sobre los Ya- walapíti, Viveiros evocaría uno de los modificadores (-kumã) a propósito de los intensifica- dores-espiritualizadores que se asocian con los animales mitológicos shamánicos entre los Yanomami, sin aventurarse ya a emprender ninguna elaboración de carácter teórico (Vivei- ros 2006: 335 ). El episodio de la teoría prototípica nativa, en suma, ratifica que no es la teoría ni la meta- teoría el punto fuerte de nuestro investigador. Mi idea es, por ende, que antes de embarcarse en optimizaciones suntuarias de simetría, aplanamiento e inversión teorética, o de salir al choque contra de la distinción entre sujeto y objeto como si en ello le fuera la vida, o de re- clamar un nuevo concepto del concepto, o de recapitular el enunciado de todos y cada uno de los lugares comunes que han prodigado en la era posmoderna como si fuera la primera vez que se pronuncian, Viveiros debería esforzarse por adquirir nociones de epistemología algo más sólidas que las que él maneja, alcanzar una mínima precisión descriptiva y lograr

86 una solvencia razonable en el manejo de alguno entre los tantos modelos semánticos y se- miológicos disponibles. En suma, tras haber estado a un paso de elaborar una semántica ya existente pero de todos modos valiosa, Viveiros no hace nada con esa intuición, que de haber sido trabajada trans- cultural y comparativamente (y con tanto antropólogo amazonista aportando datos) habría podido sacar la idea de shamanismo del limbo en el que todavía se encuentra. Hasta donde he leído nadie en todo el perspectivismo desarrolló ni siquiera el diagrama de bloque de una investigación semejante. A pesar de la abrumadora cantidad de referencias de Descola y de Viveiros a variadas cuestiones de simbolismo a lo largo de toda su obra, no hay, consecuen- temente, y no me imagino que pueda haber algún día, nada que se parezca a una semántica o a una semiología perspectivista; quien se interese en aspectos simbólicos y de significado relativos al shamanismo (si de ello se trata) deberá buscar sus herramientas de sistematiza- ción en otra parte. No es que yo piense que una antropología simbólica o semiológica apor- te una solución integral en esta encrucijada, pero son ellos (y no yo) quienes están definien- do el problema de ese modo al echar mano de un concepto que nos viene del registro arcai- co de la conceptualización antropológica y que no se sabe muy bien qué denota, qué conno- taciones acarrea y qué configuración componencial o prototípica posee. En cuanto al concepto de shamanismo, tan acrítico es el uso de la palabra, tan inconstante, tan asertiva e irreflexivamente etic, tan apáticas y carentes de filo las referencias del pers- pectivismo a las discusiones que ha suscitado el término que el lector se pregunta qué pasa- ría en caso que el concepto caiga, como han caído tantos otros. El interrogante que suena es si en ese trance el perspectivismo seguiría tramitando su business as usual, o si con el des- crédito del metarrelato legitimante que sostiene al shamanismo un segmento del perspecti- vismo colapsaría también, aunque sea en parte, del mismo modo en que debería desinte- grarse la ontología totemista de Descola, por ejemplo, si el principio de analogía con el or- den social perdiera credibilidad. La falta de genuino tratamiento teórico del shamanismo amazónico se refleja en la parque- dad de la contribución perspectivista a los nuevos estudios transversales de la práctica sha- mánica. En este sentido, los pos-humanistas Neil L. Whitehead y Robin Wright (2004), edi- tores del exhaustivo In darkness and secrecy. The anthropology of assault, sorcery and witchcraft in Amazonia, donde se trata el tema del “shamanismo de ataque”, con énfasis en el lado oscuro y violento de la práctica en la región amazónica, han destacado lo siguiente:

[E]l análisis antopológico de los shamanes oscuros en Amazonia es bastante menos extensivo que el de otras áreas etnográficas. La brujería y la hechicería en la amazonia se han tratado mayormente de una manera azarosa, con algunas reseñas etnográficas excelentes pero sin comparaciones reales de alcance regional ni sugerencias más amplias en lo concerniente a los orígenes y los procesos históricos. Como consecuencia, no se ha abordado ninguna de las preguntas mayores sobre las diferencias etnológicas o los mecanismos de la variación local (Whitehead y Wright 2004: 10).

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Whitehead y Wright llaman “economía simbólica de la alteridad” a la variedad teorética de aproximación al shamanismo favorecida entre los autores perspectivistas; sintomáticamen- te, sin embargo, ni el perspectivismo ni el animismo son siquiera nombrados como tales en ninguno de los estudios que componen el volumen, aunque en el lugar y el tiempo cubiertos por el libro debió haber entonces más perspectivistas que shamanes. A esta altura del desarrollo de la teoría antropológica y de la etnografía americana y asiá- tica, cae de suyo que dentro y fuera de la antropología perspectivista el concepto de shama- nismo no se encuentra en su mejor forma y que si se lo continúa utilizando es para simplifi- car la gestión descriptiva o porque no se dispone de una categoría más adecuada (cf. Sidky 2010). La idea quizá se sostiene más decorosamente que algunas otras (como el animismo, por nombrar una) pero no es de las que se pueden usar con la conciencia tranquila y los ojos cerrados. Hoy se conoce asimismo que su promotor más imaginativo, Mircea Eliade [1907- 1986], a quien supe admirar antes de saberlo, ha sido más allá de toda posibilidad de reden- ción un fascista militante y un erudito de escritorio que no siempre supo mantener separa- dos su formidable percepción de pautas y su prosa memorable de sus juicios de valor o de sus tortuosos objetivos políticos. Este factor se manifestó, por ejemplo, en su sutil evitación de todo cuanto tuviera que ver con lo semítico, en su des-judeización de su imagen del cristianismo primitivo, en su des- precio de la historia, en su aplauso juvenil a las políticas culturales de Salazar, Hitler y Mussolini y en su incapacidad para indignarse (por ejemplo) ante el sistema de castas, la des-humanización de la mujer en los códigos de leyes o el avasallamiento colonial. Hay quien dice que la ideología de Eliade ha logrado incidir en sus formulaciones teóricas, un asunto en cuya investigación se ha convertido en un género en expansión sin que la antro- pología se haya dado por enterada (cf. Jesi 1989 [1979]; Ricketts 1988: 889, 901, 903, 914, 927; 1393; Berger 1991; 1994; Ellwood 1999; Dubuisson 1995 ; 2005; Laignel-Lavastine 2002; McCutcheon 2002; Dworschak 2004; Rennie 2007 ; Wedemeyer y Doniger 2010; Bordaș 2012; Gligor 2012). Pero aunque hoy en día Eliade haya sido excluido del canon de la historia comparada de las religiones y aunque nuestra disciplina lleva medio siglo deconstruyendo, reinventando y ne- gando la realidad de todo, a nadie se le ha ocurrido buscar o crear otra idea que funcione mejor y que suplante a la noción de shamanismo de una buena vez. Como resultado de ello, se sigue haciendo pasar un problema (o por lo menos un instrumento incierto) como si fue- ra una solución. El perspectivismo, por la vía de Wagner, de Latour y de Strathern, ha arro- jado munición gruesa contra la noción de sociedad, el concepto de individuo y hasta el concepto tradicional de concepto, pero ha dejado al shamanismo intacto, como si al pres- cindir de ese término perdiera una parte de sí mismo (cf. Viveiros 2010 [2009]: 63 ). No tengo objeciones devastadoras que hacer contra del concepto de shamán, entiéndase bien,

88 pero me incomoda su privilegio ético y ontológico, la anomalía de su excepcionalidad en el perspectivismo, una doctrina en la que Durkheim y la sociedad son mal vistos pero a Eliade y al shamanismo se los deja pasar. Ahora bien, es notable que ocupando un lugar tan central en el marco categorial y en las preocupaciones temáticas del perspectivismo el movimiento no haya casi tenido en cuenta las críticas a las que ha sido sometida la idea. Es decepcionante también que si el pers- pectivismo se funda en una etnografía de larga duración y en una profundización inédita en las visiones del Otro, en vez de dar lugar a una diferenciación más depurada del concepto de shamanismo (a una thick description, si a usted le place) se acabe concluyendo que lo mejor que puede hacerse es encontrar exactamente lo mismo en todas las épocas y en todos los lugares, como si las culturas nativas fueran en verdad pueblos sin historia, sin creativi- dad y sin potencial adaptativo, o como si algo parecido a la teoría difusionista de los ciclos culturales fuese de pronto monolíticamente verdad. Para los bolches viejos como yo hay una resonancia como de imperialismo bananero en esta situación, como si se dijera “sí, es cierto, el concepto es una basura; pero es nuestra basura”.25 El hecho es que sin gastar un minuto en la búsqueda de otras opciones, el perspectivismo acaba legitimando esta impotencia, sin aprovechar siquiera la ocasión para tomar ventaja de la multiplicidad de investigaciones que se sitúan bajo su paraguas y refinar el concepto aportando una variedad inédita de perspectivas. No es de esperarse que esto suceda en el corto plazo. Se ha dicho que el perspectivismo tiende a encontrar lo mismo en todas partes y debo concurrir con ello: aun cuando protesta amargamente contra el universalismo, la doctrina se ha consagrado al sostenimiento de universales espurios sin tener siquiera con- ciencia reflexiva de que lo está haciendo (cf. Ramos 2012a: 482). Yo también soy universalista, sustentador de una visión comparativa y amante de las gran- des síntesis; a mi también me fascinan los paralelos entre el canto del Shōmyō en Japón y las doctrinas de Yavi en la Puna, o que las churingas sean parecidas en todo el mundo, o que en el análisis espectral de los cantos de lamento de todas las culturas la tecnología acús- tica haya descubierto que se esconde la misma clase de “ícono del llanto”. Pero la simplifi- cación irreflexiva que aquí se manifiesta (el cómodo sonsonete de shamanism everywhere) me impide –nos impide– distinguir entre una sistematización genuina y una equivocación irreparable. Por mucho menos que esto Ward Goodenough (1956) refutó el concepto mur- dockiano de las “categorías culturales” (reglas de residencia, patrón de asentamiento, eco- nomía, integración política, ¡animismo!, ¡shamanismo!) y fundó la Nueva Etnografía del análisis componencial hace ya sesenta años (cf. Reynoso 1986a ). Por mucho menos que esto, igualmente, el perspectivismo se escandaliza de que la ciencia occidental siga opo-

25 Véase http://en.wikipedia.org/wiki/Anastasio_Somoza_Garc%C3%ADa#.22Our_Son_of_a_Bitch.22. El mito urbano asegura que algo peor que esto decía Franklin Delano Roosevelt de Anastasio Somoza.

89 niendo sujeto y objeto, humano y animal, naturaleza y cultura, imponiendo en todas partes nuestro régimen conceptual y perdiendo en el trámite sutiles matices de significación. Ahora bien, no todas las críticas hechas al shamanismo desde fuera del perspectivismo (o desde antes que éste se constituyese) son tan sólidas como el asunto requiere. Algunas obe- decen a la premisa pos-estructuralista que manda deconstruirlo todo porque ningún concep- to sospechoso de modernidad merece un lugar bajo el sol. Hay unas pocas críticas merece- doras de reflexión, sin embargo. Una de las que resultan más ríspidas contra el concepto usual de shamanismo se encuentra en el artículo clásico de Jane Monnig Atkinson del Le- wis & Clark College de Portland, Oregon, para la inevitable recensión en formato de survey típica del Annual Review of Anthropology:

Hasta hace unas pocas décadas, el shamanismo parecía ser un tópico muerto en la antropolo- gía. [Clifford] Geertz lo consideraba [junto a “animismo”, “animatismo”, “totemismo” y “culto a los antepasados”] una de esas categorías “desecadas” e “insípidas por medio de las cuales los etnógrafos de la religión desvitalizan sus datos” [Geertz 1986: 115]. [R. F.] Spen- cer [1968] lo consigna al “cesto de basura” disciplinar. Más recientemente, [Michael] Taussig [1989] declaraba que “el shamanismo es […] una categoría amañada, moderna, occidental, una reificación artificiosa de prácticas dispares, trozos de folklore y folklorizaciones abarcati- vas, residuos de mitos hace tiempo establecidos entremezclados con la política de departa- mentos académicos, la curricula, las conferencias, los jurados de revistas y los artículos [y] a- gencias de financiación”. […]

Mientras la categoría de shamanismo está siendo reconstituida y revitalizada por el interés a- cadémico y popular, está siendo deconstruida dentro del campo de la antropología. Entre los antropólogos culturales hay una desconfianza extendida hacia las teorías generales sobre sha- manismo que pierden fundamentación en sus esfuerzos por generalizar. La categoría simple- mente no existe bajo una forma unitaria y homogénea, incluso en el interior de Siberia y Asia Central, la madre patria putativa del “shamanismo clásico”. [D. H.] Holmberg (1989: 144) alega que “el shamanismo sigue siendo intratable como campo general de estudio, en parte porque prácticas dispares se han disociado de sus contextos culturales más amplios y se han vinculado a motivaciones universales”. […] Entre los antropólogos encontramos una resis- tencia extendida no necesariamente contra el uso de categorías transculturales para propósitos de análisis, sino a la reificación de tales categorías a expensas de la historia, la cultura y el contexto social (Atkinson 1992: 308).

Michael Taussig es un antropólogo posmoderno sui generis que en algún momento pareció afín al marxismo (por eso del “fetichismo de las mercancías”) pero que después prefirió a- cogerse a los placeres del texto y a la celebración estetizante de su ángel tutelar, el sin duda genial Walter Benjamin, quien siempre le proporciona ideas fructuosas cualquiera sea el tema del que se le ocurra hablar. Hay quien dice que Taussig ha prestado crédito acrítico a la noción de shamanismo por haber escrito un libro titulado con ese nombre, cuyo predica- mento ocasionó que los perspectivistas nombraran ceremonialmente el libro un par de ve- ces, sin mayor comentario, como si no hubiera mayores inconvenientes con el concepto

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(Taussig 1987; Viveiros 1996a; 2002a: 177). Pero en esta profesión nada es lo que parece ser. Apenas un par de años después de publicar Shamanism… y sin dignarse a explicar por qué, Taussig la emprendió contra el mero concepto en un par de párrafos que se disemina- ron epidemiológicamente por todos los campos de la antropología, que permanecen en la memoria colectiva desde entonces y que nadie se abstiene de citar. La crítica extendida de Taussig va un poco más lejos de lo que refiere Atkinson, aunque el wording es oscuro y las aliteraciones, el tono pontifical, el enjambre de adjetivos y el exceso de estilo prevalecen sobre todo lo demás:

El clásico de Mircea Eliade, Shamanism; Archaic techniques of ecstasy, epitomiza la forma en que la antropología y la sociología de la religión crearon el “shamán” como un Objeto de Estudio –primero como “tipo” real a encontrarse en el desierto de Siberia (entre los Tungús), ahora en todas partes desde la ciudad de Nueva York hasta la etnopoética. Crucial a lo que aquí interpreto como un retrato potencialmente fascista de curación en el tercer mundo es el tropo del vuelo mágico al Otro Mundo, de la vida a la muerte y al renacimiento trascendente, a través del puente o a través de la vía peligrosa por medio de “técnicas arcaicas del éxtasis”, generalmente y poderosamente misteriosamente varón. Aquí encontramos, en una de sus manifestaciones más potentes, no sólo la mistificación de la alteridad como una fuerza tras- cendental, sino la dependencia recíproca sobre la narrativa que entraña ese misterioso acento en lo misterioso.

Pero si tratamos de interrogar la evidencia –tomando en cuenta cuan extraordinariamente es- curridiza puede ser– concerniente al carácter narrativo de esos vuelos magníficos y peligro- sos, surgen diversas precauciones, sugiriendo que la forma narrativa (un paso ligado al si- guiente, comienzo, medio, final catártico) es la excepción, no la regla, y esa es una cierta clase de antropología y de ciencia social, orientada a nociones particulares de lo primitivo, de narración de historias, de límites, coherencia y heroísmo, que ha convertido de este modo la excepción en una regla ficticia (Taussig 1989: 41).

Una vez despachado este puñado de improperios de impacto modesto y alcance incierto, no obstante, Taussig recupera la calma, cambia de tema, lo retoma un poco después y nunca más vuelve a dudar de la palabra que usa. En las puertas del siglo XXI la antropóloga Alice [Beck] Kehoe (2000) de la Universidad (jesuita) de Marquette en Milwaukee, Wisconsin, es, por las buenas y las malas razones, el nombre que se invoca con más fecuencia a propósito del shamanismo a raíz de haber escri- to Shamans and Religion: An anthropological exploration in critical thinking que, como puede imaginarse tras tal infidencia de titulado, es más bien crítico en su análisis. Igual que en el caso de Taussig los dardos de Kehoe se orientan sobre todo contra el trabajo clásico de Mircea Eliade, al cual considera una invención sintetizada a partir de varias fuentes que no se encuentra fundamentada por una investigación directa. A mi juicio la falta de expe- riencia de campo de Mircea Eliade no desmerece al estudioso sino que implica acaso un baldón para sus críticos; muchos de éstos pasaron años en la selva y pese a dejarse picar por

91 cuanto insecto existe y a haber importunado a todo informante que se pusiera a mano, nunca pudieron pensar un concepto sustituto. Kehoe cree que muchos de los rasgos que se estiman definitorios del shamanismo (toques de tambor, trance, canto, enteógenos y alucinógenos, comunicación con los espíritus y cura- ción) son prácticas que existen fuera de lo que se define como shamanismo y juegan pape- les similares en culturas no shamánicas, tal como es el caso del rol de la cantilación en los rituales judeo-cristianos o en el Islām. Kehoe niega en consecuencia que el shamanismo pueda entenderse como una religión antigua e inmutable que subsiste más o menos en la misma forma que ya había adoptado en el período paleolítico. Críticas parecidas ha formu- lado más recientemente el húngaro Mihály Hoppál (2005a, 2005b ), quien también des- cree que más allá de similitudes asombrosas exista algo así como un shamanismo invariante de una cultura a la otra, equivalente ya sea a las prácticas religiosas en general o a las ins- tituciones que trasuntan o sostienen visiones del mundo. En lo que atañe a la adopción del concepto de shamanismo por parte de los perspectivistas, mi crítica personal apuntaría contra la tendencia del movimiento a tratar lo shamánico co- mo un residuo que nos viene de la mañana de los tiempos, un concepto que merece por ello seguir conservando su nombre Tungús [ahora Evenki], en tanto y en cuanto sirve a los ideó- logos de la ecología simbólica y el animismo como un elemento de juicio que permite mag- nificar, una vez más, la naturaleza inmóvil de todos los aspectos definitorios de la cultura y hasta la posibilidad de prescindir de este último concepto. En mi modesta experiencia de campo en Bali he podido observar que más que un operador entre lo actual y lo arcaico, el llamado shamán es una fuerza activa en los procesos de cam- bio aparejados por la globalización. En Ubud o en Selat, tanto como en otros pueblos y paí- ses, los herederos del tocado shamánico publicitan sus servicios en la Web y se jactan de incorporar alta tecnología de cremación a los servicios fúnebres para brahmanes y otras fi- guras de alcurnia en un sistema de castas de muy dudosa estirpe paleolítica (figura 2).26 Tanto las sesiones de gamelan gong kebyar o del kecak ramayánico para turistas como la ejecución de los rituales shamánicos o los crematorios de la gente importante se acomoda- ban en la agenda cotidiana de los años 90 de modo de no interferir con los horarios del campeonato mundial de fútbol o con las telenovelas (dobladas en un idioma y subtituladas en otro) protagonizadas por Andrea del Boca o María Conchita Alonso. Lo que busco ilustrar mencionando este ejemplo es que la función del concepto de shama- nismo en la antropología perspectivista ha sido subrayar la uniformidad pan-amerindia de la que hablaba Lévi-Strauss. El concepto actúa entonces como el componente arcaico que ver- tebra todas las culturas incluidas en el paquete, sin que a nadie le interese constituirlo en un operador transcultural de la “antropología inversa” que la facción viveiriana del movimien-

26 Véase http://www.youtube.com/watch?v=lEWCqQJ5AB8. Visitado en junio de 2014.

92 to promueve a futuro como objetivo prioritario (cf. más abajo, pág. 109): un objetivo que al final de cuentas fui yo quien lo acabó implementando como subproducto circunstancial de la crítica, pura y simplemente porque –como bien se sabe en las antropologías más clási- cas– los hechos culturales siempre muestran este carácter híbrido, global y dinámico aun- que a algunas doctrinas que se jactan de ser una alternativa de cambio les produzca apren- sión salirse de la Edad de Piedra (cf. Linton 1937 ).

Figura 2 – Cremación de un brahmán en Selat, Bali, con compresor de última generación. Fotografía de Carlos Reynoso, 1997 – http://carlosreynoso.com.ar/?p=206

Sucede como si al reposar en las prédicas de sus profetas muertos al perspectivismo se le hiciera cada vez más difícil ponerse al día. No sólo los contextos están cambiando más rápi- damente que la disciplina. La ciencia cognitiva en general y la neurociencia social cognitiva en particular han revolucionado recientemente la comprensión del trance, el sueño, la em- briaguez, la crisis bipolar, las alucinaciones hipnogógicas e hipnopómpicas y otros estados de la mente, aportando un caudal de saberes y conceptos que son inherentes a la compren- sión dinámica de la conciencia en general y del viaje shamánico en especial (p. ej. Hobson 2002a; 2002b). Nada de todo esto, que yo sepa (y ninguna otra cosa genuinamente actual) ha sido incorporado al horizonte hermenéutico del perspectivismo, como si no existieran motivos –paradójicamente– para observar las cosas desde otra perspectiva.

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Algo de todo esto debería alcanzar para que los perspectivistas comiencen a reflexionar un poco, pero en este punto permanezco aprensivo. Por más que la ciencia avance (y vaya que lo hace) en las formas más conservadoras de nuestra disciplina ningún descubrimiento cien- tífico persuadirá a los escépticos o disuadirá a los partidarios. Cualquier idea vieja que ha- yan propuesto los pos-estructuralistas hace medio siglo revoluciona las cabezas de los pers- pectivistas y desencadena los consabidos aleluyas de celebración (groundbreaking, pionee- ring, innovative, etc); pero los descubrimientos que suceden todos los días en el siglo que corre no les mueven el tablero. Cualesquiera sean sus dilemas o las amenazas que depare el futuro, para bien o para mal en la antropología el shamanismo vino para quedarse y hasta ha comprado una vida nueva a expensas –precisamente– del perspectivismo. Para algunos éste habrá de ser un acto de justicia demorada que reinstaura por unas décadas más uno de los mejores descriptores que se hayan acuñado; para otros, el testimonio vivo de la futileza de todo proyecto que procure el progreso conceptual o el refinamiento del debate en éste y otros escenarios. En lo que a mí respecta prefiero dejar las cosas ahí. Como suele decirse en otros contexos, la puñetera verdad es que algunos de mis mejores amigos son shamanistas o shamanes tout court y tal parece que o bien les place serlo, o que no tienen más remedio que aferrarse a las categorías que los teóricos les hemos brindado. Puede que en el fondo el uso de conceptos tan monolí- ticamente etic y universales no sea algo tan malo como se ha echado a rodar y que lo que habría que hacer más bien es poner coto al atropello de los deconstructores, a quienes los dejamos avanzar más de lo que merecían. Y hasta puede también que quienes mantengamos la duda seamos los necios y que uno mismo se torne un ferviente shamanista si hace sufi- ciente trabajo de campo en los lugares exactos en que los perspectivistas estuvieron y se queda allí hasta sufrir la hierofanía que corresponde. Tal vez lo más cómodo sea dejar que todo siga como está. No tengo la receta, y si alguien tiene que emprolijar un poco el lío que se ha hecho seguramente no soy yo. Pues ha habido mucho lío, con certeza, como el que resulta de conceder importancia a la figura del pos- moderno Michael Taussig y acto seguido usar el concepto moderno y tradicional de shama- nismo como si tal cosa. Todo ello se realiza siempre a pocas páginas de distancia, sin ma- yor asomo de culpa y sin que nadie nos diga cómo fue que la idea de shamanismo (igual que otros artilugios de época como el totemismo, el animismo, el idioma lacaniano o el es- quizoanálisis) sobrevivió a su descrédito cuando a todo lo demás (“sociedad” y “cultura” incluidas) se lo tragó el demonio (p. ej. Viveiros 2012: 48, 60, etc. ). Las vicisitudes del complejo shamánico nos muestran que de la mano del perspectivismo y de sus mentores pos-estructuralistas la antropología del Cono Sur ha llegado a su preadoles- cencia, arrastrándonos hacia una misma frustración en común a los veteranos que todavía llamamos a la resistencia ante cada aluvión de modas efímeras. Como alguna vez recomen- dó Stuart Hall a los sociólogos que se oponían al avance de los estudios culturales en la

94 academia, lo que se espera que hagamos en estos casos es relajarnos y gozar. Pero de todos modos seguiré pensando que con tanto ruido mediático, recursos financieros, demanda de papers con referato incluido y aspavientos que celebran la unión entre el perspectivismo más flamante y el shamanismo más arcaico, las cosas se podrían haber hecho un poco mejor.

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La antropología apolítica de Clastres y Sahlins

Usted mencionó antes su propio interés en el mar- xismo. ¿Puede haber, hoy, una antropología mar- xista?

Pienso que no, porque la mayor parte de los resultados ya se han incorporado. La antropología marxista acaba donde los problemas etnológicos reales comienzan. ¿Por qué, por ejemplo, las sociedades con similares re- laciones de producción son tan diferentes? Éste es el problema que afrontamos como antropólogos: el origen de la variabilidad, y la antropología marxista fue inca- paz de responder a esa pregunta. Lo que la antropología marxista hizo fue imponer orden sobre una misteriosa colección de sistemas de producción y consumo apun- tando en ciertas direcciones. El antropólogo marxista que ha ido más lejos en esa dirección es Godelier, pero él llegó a un punto más allá del cual no pudo ir.

J. Knight y L. Rival Entrevista con Philippe Descola (1992)

El anarquista francés Pierre Clastres [1934-1977], tempranamente fallecido en un accidente de automóvil, es, al igual que el inefable Roy Wagner, otro de los antropólogos heterodo- xos y contraculturales que los perspectivistas han adoptado como fuente de inspiración por razones que nunca quedan totalmente claras, pero que los rumores de pasillo atribuyen al hecho de que Clastres ha sabido suministrar un puñado de citas citables en un momento en que los indicadores de consenso fuera del círculo áureo de la congregación perspectivista tendían a la baja (cf. Viveiros 2013: 145, 188, 205, 222).27 Otro punto alto de Clastres, menos conocido, tiene que ver con su influencia sobre el mero riñón del pensamiento rizomático, un factor que luego consideraremos, así como sobre el patriarca Marshall Sahlins, CEO de facto de la antropología de la corriente principal norte- americana. A diferencia de Wagner, cuya popularidad no logra levantar cabeza después de cuarenta años, la memoria de Clastres en el plano teórico (no así en el etnológico) se en- cuentra hoy más viva que nunca, aunque en ocasiones se perciba –incluso en la escritura de los comentaristas mejor dispuestos– que nadie puede hablar de él sin que se filtre un dejo de condescendencia (v. gr. Abbink 1999; Moyn 2004 ; Gayubas 2010 ).

27 Una pequeña parte de la obra de Pierre Clastres se encuentra hoy en línea en la imperdible base de datos Persée, http://www.persee.fr/web/revues/home/prescript/author/auteur_rfsp_2374 (visitado en julio de 2014).

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La obra teórica de Clastres adopta una tesitura que es tanto opuesta a la antropología evolu- cionista como al marxismo. En La Sociedad contra el Estado (1978 [1974]) Clastres se concentra en refutar el argumento de que todas las sociedades están destinadas a la organi- zación estatal. Por el contrario, las mal llamadas sociedades sin estado se encuentran estruc- turadas por una compleja red de costumbres que impiden activamente el surgimiento del poder despótico. El estado no es más que una constelación específica de poder jerárquico que sólo es característico de sociedades que han fallado en el mantenimiento de los meca- nismos que reprimen dicha emergencia. En esta tesitura Clastres reniega también del deter- minismo económico de la antropología marxista, dando impulso a lo que durante unos años se desarrolló en Francia bajo el marco de antropología política, un campo que al compás del posmodernismo que nos llegó diez años después que él muriera se fue disolviendo sin que tomáramos noticia. Uno de los capítulos más representativos de La sociedad contra el Estado se refiere a “La tortura en las sociedades primitivas”. En estas sociedades, dice Clastres, tiene lugar esa ins- cripción en la carne soberbiamente narrada por Kafka que él no duda en calificar como tor- tura; en su Crónica de los Indios Guayaki hay un capítulo entero, el cuarto, que es una du- rísima narración de uno de esos eventos. Muchas sociedades, alega, preferían infligir estas marcaciones rituales con los métodos más dolorosos posibles, como una prueba de coraje, tanto como un desafío para la moralidad ofendida de los visitantes y antropólogos que es- tuvieran husmeando por ahí. Los iniciados deben permanecer silenciosos: el que no habla consiente. La ley se inscribe en el cuerpo y la memoria:

Ustedes son de los nuestros. Cada uno de ustedes es igual a nosotros, cada uno de ustedes es igual a los demás. Llevan el mismo nombre y no cambiarán. Cada uno de ustedes ocupa entre nosotros el mismo espacio y el mismo lugar: lo conservarán. Ninguno de ustedes es menos que nosotros, ninguno de ustedes es más que nosotros. Y no podrán olvidarlo. Incesante- mente, las mismas marcas que hemos dejado en los cuerpos les recordarán. […]

La ley que ellos aprenden a conocer en el dolor es la ley de la sociedad primitiva que le dice a cada uno: Tu no vales menos que otro, tu no vales más que otro. La ley inscrita en el cuerpo, señala el rechazo de la sociedad primitiva a correr el riesgo de la división, el riesgo de un poder separado de ella misma, de un poder que se le escaparía. La ley primitiva, cruelmente enseñada, es una prohibición de la desigualdad, de la que cada uno guardará memoria (Clas- tres 1978: 162).

En una visible apología de la tortura primitiva, y tras conocer la distinción de Deleuze y Guattari hicieran en el tercer capítulo de El Anti-Edipo entre la “escritura” y la “marca”, Clastres sugería que esta marcación de hecho impidió el surgimiento del estado y, a fortio- ri, la posibilidad de una “marca” más moderna como la que Anatolii Marchenko y otros tor- turados célebres han sufrido en circunstancias totalitarias. “Es prueba de la admirable pro- fundidad de su mente”, escribía Clastres, “que los salvajes supieran todo eso antes de tiem-

97 po, y tomaran recaudos, al costo de una terrible crueldad, para impedir el advenimiento de una crueldad todavía más aterradora” (Clastres 1978: 163-164). Por si me lo preguntan, y sin necesariamente condenar práctica cultural alguna, considero que las cuatro o cinco mil sociedades que supieron oponerse al advenimiento del estado despótico sin recurrir a tales extremos de violencia demuestran que han habido otras alternativas de profundidad mental tan admirables como la que Clastres celebra. El tema, sin embargo, es un tembladeral. Al- gunos autores, como Alfredo Margarido y Michel Panoff cuestionaron la asimilación del ritual primitivo con la tortura desde un anarquismo más congruente que el de Clastres y en palabras que suenan tan bien que me tienta citarlas en el original francés:

Là où il n'y a ni État ni chefs, il semble que Clastres veuille à tout prix trouver la Loi, entité abstraite rendue perceptible par la torture, l'écriture ou l'inscription. Est-il donc nécessaire de postuler l'existence d'un principe de régulation externe aux acteurs du jeu social ? La leçon des rites d'initiation n'est-elle pas plutôt que l'égalité dans l'épreuve ou la souffrance égalise les membres du groupe et les prépare à l'exercice collectif du pouvoir ? Même si la loi est universelle, elle n'a pas besoin de l'écriture pour être reconnue ; l'accord entre les hommes y suffit sans que soit inscrite dans leur chair la soumission à une autorité extérieure (Margarido y Panoff 1974: 142 ).

Los perpectivistas, mientras tanto, al igual que Clastres, se concentraron más bien en desta- car que Deleuze y Guattari escribieron sobre los salvajes y los bárbaros [sic] lo que hasta entonces los etnólogos no habían escrito (cf. Clastres en Guattari 2009 [1972]: 85). Algo parecido a lo que había hecho sobre la tortura intentó hacer Clastres a propósito de la guerra primitiva sin poder completar su proyecto más allá de un artículo de publicación póstuma en el que plantea más preguntas que las que estaba en condiciones de responder (Clastres 1981 [1980]: 183-216). Pero aunque hubiera logrado coronar su proyecto no urge aquí hablar de él porque de cara al perspectivismo hay otros asuntos de mayor relieve. Uno de los aspectos del breve periplo de Clastres por la disciplina que se han discutido con más ocultamientos y diplomacias es su desprecio incontenible hacia el marxismo y sobre todo hacia la antropología marxista. Me tienta citar un documento suyo, el último que Clas- tres escribió o el primero que falsificaron en su nombre, un panfleto incendiario que los anarquistas (de derecha) se afanan por re-publicar todo el tiempo y al lado del cual el ape- nas políticamente correcto “Anti-anti relativism” de Clifford Geertz (1984) suena como el Anti-Dühring:

El marxismo contemporáneo se instituye como la visión científica de la historia y la sociedad, como una visión que define leyes del movimiento histórico, leyes para la transformación de las sociedades, una sociedad arrastrando a la otra. Por ende el marxismo puede tener algo que decir sobre cada tipo de sociedad porque está familiarizado de antemano con los principios operativos de cada una; más todavía, el marxismo debe tener algo que decir sobre cada tipo de sociedad posible o real, porque la universalidad de las leyes que el marxismo descubre no admitirá excepciones. De otro modo la doctrina, en su totalidad, se estrella contra el suelo.

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Consecuentemente y para mantener la coherencia y la existencia misma del marxismo, es imperativo para los marxistas formular la concepción marxista de la sociedad primitiva, esta- blecer una antropología marxista. […] De este modo los marxistas quedan atrapados en una trampa puesta por su propio marxismo, y no hay realmente una vía de escape: los hechos sociales primitivos deben estar sometidos a las mismas reglas de operación y transformación que aquellas que gobiernan otras formaciones sociales. […]

Meillasoux, Godelier y los de su clase son los Lysenko de las ciencias humanas. Su frenesí ideológico y su determinación de poner la etnología cabeza abajo será llevado a su conclu- sión lógica: la pura y simple supresión de la sociedad primitiva como una sociedad específica y como un ser social independiente (Clastres 1977 ).

Omito aquí las referencias a Stalin y a Hitler que tornarían la refutación de lo que Clastres declama en el plano político en una faena demasiado fácil. Aunque cuando llega la hora de evaluar positivamente su legado se ha llegado a decir que Clastres “reflejó, e estimuló, la descomposición del marxismo entre los intelectuales franceses y la búsqueda de alternati- vas, mostrando qué formas creativas y preñadas de consecuencias podría tomar la ‘muerte de una ilusión’” (Moyn 2004: 57 ), resueltamente no es hacia una izquierda intelectual hacia donde él apuntó. A la larga, si su pesimismo frente al estado (y a la estatización) ins- piró alguna forma teórica alternativa, ella no es otra que la apología del neoliberalismo elaborada por el historiador, filósofo y sociólogo francés Marcel Gauchet (cf. Moyn 2005). Suele suceder en política que los extremos se encuentren, pues ¿qué es más congruente con la demanda de achicamiento incondicional del estado suscripta por los anarquistas que la ideología neoliberal?. Como sea, no es de extrañar que tanto la izquierda política como la derecha anti-anarquista hayan encontrado razones para impugnar la obra de Clastres. En un ácido artículo de crítica a fines del siglo pasado nadie menos que Clifford Geertz (republicano, por cierto) lo hos- tigó sin golpearlo de lleno pero con las dosis justas de bilis y elegancia:

Todas las ciencias humanas son promiscuas, inconstantes y mal definidas; pero la antropo- logía cultural abusa del privilegio. Consideremos:

Primero, Pierre Clastres. Un estudiante graduado en la cuna del estructuralismo, el labora- torio antropológico de Claude Lévi-Strauss, sale de París en los tempranos sesenta hacia un remoto rincón del Paraguay. Allí, en una región apenas poblada de selvas extrañas y extraños animales –jaguares, coatíes, pecaríes, serpientes de árbol, monos aulladores– vive por un año con un centenar o algo así de indios “salvajes” (como él los llama, aprobatoriamente y con algo de pavor) quienes abandonan a sus mayores, pintan sus cuerpos con bandas curvas y rectángulos curvos, practican la poliandria, comen a sus muertos y golpean a las niñas mens- truantes con penes de tapir para tornarlas, como los tapires narigudos, insanamente ardientes.

[Clastres] llama al libro que publica a su retorno, con chatura deliberada, casi anacrónica y pre-moderna, como si fuera un diario misionero recién descubierto de un jesuita del siglo XVIII, Chronique des indies Guayaki. Primorosamente traducido por el novelista americano

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Paul Auster (“Es casi imposible, creo, no adorar este libro”) y tardíamente publicado un cuarto de siglo más tarde, el libro es, en su forma al menos, etnográfico en el viejo estilo, has- ta el límite. […] A despecho de lirismos ocasionales a lo Tristes tropiques sobre los sonidos de la selva o los colores del atardecer, el estilo de prosa es directo y concreto. Pasó esto y a- quello. Ellos creen esto, y hacen esto otro. Sólo la voz meditativa y trenódica en primera per- sona, quebrándose cada tanto en ira moral, sugiere que puede haber más allí que el mero reporte de rarezas distantes (Geertz 1998 ).

Lo que Geertz y otros críticos están poniendo en cuestión es el hábito de Clastres de pintar a los nativos de un modo tan distinto a los civilizados que ni siquiera podían ser decente- mente descriptos; la justificación de esta imposibilidad está preñada de contradicciones, prefigurando los embrollos y los apuros argumentativos de los perspectivistas. Escribe en efecto Clastres:

Apenas tocados, apenas contaminados por las brisas de nuestra civilización –que fue fatal para ellos– los Atchei mantienen la frescura y tranquilidad de su vida en la selva intacta: esta libertad era temporaria y estaba condenada a no durar mucho, pero fue suficiente por el mo- mento; no había sufrido daño, y de este modo la cultura Atchei no se descompondría insidio- sa y rápidamente. La sociedad de los Atchei Ioiangi era tan saludable que no podía entrar en contacto conmigo, con otro mundo (Clastres 1972: 96-97).28

No es de sorprender entonces que la crítica que Bartholomew Dean formula a la etnografía primitivista de Clastres anticipe con exactitud sorprendente, casi podríamos decir miembro a miembro, la crítica de Alcida Ramos a la antropología de Viveiros. Escribe Dean:

No sólo describe Clastres un inmenso golfo cultural, sino que del mismo modo percibe una gran distancia temporal que lo separa de los sujetos de su indagación etnológica. Mientras vi- vía entre los Guayaki, Clastres podía imaginar fácilmente que “vivía varios siglos antes, cuando América no había sido descubierta todavía” (p. 138). La comunicación rudimentaria que había establecido con un Guayaki a su arribo al campamento empuja al narrador a ob- servar que “parado frente a mí, hablándome, había un hombre de la Edad de Piedra (una des- cripción que resultó ser más o menos adecuada)” (p. 77).

La descripción de Clastres de los Guayaki como moralmente superiores, “fósiles vivientes, regresiones a un período anterior (p. 113) exhibe lo que Geertz (1998) adecuadamente señala como un “primitivismo rousseauniano”: la percepción nostálgica de que los “nobles salvajes” libres e irrestrictos son radicalmente distintos a nosotros los modernos. Esto hace invariable-

28 Hay autores que sostienen que la Crónica de Clastres constituyó prácticamente el obituario de los Aché, de quienes se ha dicho que fueron masacrados a principios de los 70s en algún momento de la interminable presi- dencia de Alfredo Stroessner. Mark Münzel (1973) y Richard Arens (1976) hablaron de genocidio, mientras David Maybury Lewis y James Howe (1980) fueron más escépticos al respecto, aduciendo que “[e]l cargo de que el gobierno de Paraguay ha tenido una política de genocidio hacia los Indios nos parece improbable, así como no probado” (p. 40; véase Totten y Hitchcock [2010: 179-188]). Lo notable del caso es que unos cuan- tos entre los historiadores y críticos de Clastres, Geertz y los perspectivistas entre ellos, nunca se han referido a la polémica que se desató en torno del genocidio Aché.

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mente una buena lectura, pero la fuerza acumulativa del a-historicismo de Clastres, su roman- ticismo retórico y su museomificación oscurece tristemente los desafíos actuales que afrontan los pueblos indígenas como los Guayaki. […]

La crónica de Clastres parece ahora agudamente anacrónica un cuarto de siglo después de su primera aparición pública. Mientras que Clastres pinta a los Guayaki en una luz romántica- mente positiva, su Crónica esencializa sus identidades culturales de maneras que hacen vir- tualmente imposible imaginar su lugar en la sociedad nacional “moderna” de Paraguay. […] La defensa antropológica de los derechos de los pueblos indígenas presupone un redescubri- miento de las raíces de la disciplina, así como un re-examen de los medios de masas, la eco- nomía global […] y las diversas motivaciones subyacentes a las representaciones del exótico Otro. Dado su desvergonzado pristinismo, la Crónica de Clastres es valiosa precisamente por- que nos rememora el legado intelectual de primitivismo de la antropología, el cual necesita ser revisado antes que la disciplina siga cumpliendo su misión como una voz crítica en la conformación de las cuestiones locales y globales contemporáneas (Dean 1999 ).

En torno a Clastres ha surgido otra polémica que no se refiere ya al posible impacto político de su trabajo sobre los Guayaki sino a su compilación de mitos y cantos sagrados de los Guaraní (Clastres 1974a). Mientras Samuel Moyn (2004: 62, n. 17 ) nos dice que Clastres debió su introducción a los Guaraníes y su ayuda en la traducción de los materiales etnográ- ficos al activista y antropólogo paraguayo León Cadogan [1889-1973], en su rigurosa crí- tica al perspectivismo de Descola Miguel Bartolomé va más lejos y afirma sin eufemismos que Clastres sustrajo a Cadogan sus materiales (cf. Clastres 1974b ; Bartolomé 2014). Se podría emular a los perspectivistas y decir que, en paridad de evidencias, ambos puntos de vista son atendibles por igual; pero considerando que Clastres pone en caja a Cadogan (“modesto y tenaz autodidacta paraguayo”) y en la medida en que Viveiros cita con reve- rencia y con asiduidad argumentos de Clastres que reposan en su material etnográfico sin mencionar a Cadogan como forjador de una perspectiva esencial en ese contexto, la postura de Bartolomé en esta polémica es, a mi juicio, la que contiene la mayor dosis de justicia y verdad (cf. Clastres 1972: 69; Viveiros 2002a: 171, 219, 241, 256, 324, 333, 344, 460, 472, 476; 2010: 145, 188, 205, 222). Al final del día, lo que importa es que, por una razón o por otra, Clastres aparece siempre ligado a la controversia. Mientras Geertz lo consideraba el sucesor de Lévi-Strauss y Clas- tres mismo hizo amplia profesión de fe estructuralista en sus días tempranos, admitiendo siempre la correción formal del análisis lévi-straussiano del mito, en algún momento maes- tro y discípulo empezaron a distanciarse. Si bien Clastres no llega a poner en duda el análi- sis estructural, el procedimiento para comprender el mito, dice, “es sólo operativo si separa los mitos de la sociedad, si los coge etéreos, flotando a buena distancia de su espacio de ori- gen”. Por esta razón, continúa Clastres, los antropólogos tendrían razón en buscar un reme- dio para estas ausencias del estructuralismo, pues “su elegante discurso, a menudo muy ri-

101 co, no habla de la sociedad. Es… como una teología sin dios: es una sociología sin socie- dad” (Clastres 1977 ). Habida cuenta de que esa imputación de Clastres también podría caber al primer perspecti- vismo y de que en su última encarnación Viveiros (siguiendo a Strathern y a Latour) apoya la idea de que la “sociedad” es un concepto obsoleto, la pregunta a formularse es por qué, entre tantos antropólogos que recorrieron la región, documentaron sus culturas y proveye- ron excusas al desinterés de Viveiros por el lugar de una tribu en la sociedad nacional, el perspectivismo seleccionó específicamente a Pierre Clastres. Aquí es donde una vez más se me ocurre pensar en una explicación pragmática basada en principios de la teoría de juegos, en el dilema del prisionero y en el concepto reticular de attachment preferencial: si bien la movida dificultaba desembarazarse del concepto de so- ciedad, defender a un descastado como Clastres bien podría hacer que condujera a la posi- bilidad de obtener el apoyo de nadie menos que Marshall Sahlins, una gloria viviente de la antropología, funcionario al frente de la institución más poderosa de la disciplina y figura capaz de proyectar exponencialmente la visibilidad y la influencia del movimiento. Decano absoluto de la primera línea antropológica tras la muerte de Clifford Geertz [1926-2006] pero situado también en una posición particularmente vulnerable por su culturalismo extre- mo y por no haberse labrado un nicho de celebridad fuera de la antropología, Sahlins se ha mostrado cada vez más propenso a dejar que lo agasajen quienes presiden movimientos teó- ricos del tercer mundo, en tanto accedan a celebrarlo como la figura que los inspira. Pero Clastres no solamente fue de utilidad como el improbable gatekeeper que en vida vin- culó a Sahlins con Lévi-Strauss, que póstumamente unió las redes disjuntas de perspectivis- tas y culturalistas y que celebró antes que ningún otro antropólogo el genio de Deleuze y Guattari, sino que además manifestó desde siempre una actitud crítica hacia las antropolo- gías imputadas de modernidad y hacia la noción misma de economía. Compartió también con Descola y con Viveiros la tendencia a aplanar la dimensión temporal de las sociedades, precondición para que ellas devengan “fósiles vivientes” y testimonios “de la edad de pie- dra”, y pre-requisito a su vez de la posibilidad de decretar obsoleto el concepto mismo de sociedad en la primera oportunidad que se presentara, no obstante considerarlo imprescin- dible en otros contextos. Igual creo yo que en este renglón el perspectivismo se arriesgó a la pérdida, pues la resis- tencia frente a Clastres fue notoria en su época y pudo haber sido injusta en algunos res- pectos, pero no fue por completo inmotivada. Por una razón o por la contraria, y como habitualmente sucede, el movimiento no tuvo en cuenta el clamor crítico frente a Clastres y capitalizó su aporte, como si su etnografía y su ensayística –añosas, anómalas y estriden- tes– calificaran como ciencia normal, lo único que resueltamente no son. Una parte importante de las ideas de Clastres sobre la sociedad sin jerarquías ni estados depende del libro pionero de Marshall Sahlins sobre la Economía de la Edad de Piedra pa-

102 ra el cual Clastres escribió el prefacio de la edición francesa y que recién después se tradujo a innumerables lenguas (Clastres 1981: 133-152; Sahlins 1983 [1972]). En la Edad de Pie- dra (y esto debe leerse como “en las sociedades cazadoras-recolectoras contemporáneas”) la gente vive en la opulencia no porque tenga muchas cosas, sino porque no necesita nada. Sahlins lo había descripto con encanto al borde del lirismo en estas palabras desde entonces famosas:

Es que a la opulencia se puede llegar por dos caminos diferentes. Las necesidades pueden ser “fácilmente satisfechas” o bien produciendo mucho, o bien deseando poco. La concepción más difundida, al modo de Galbraith, se basa en supuestos particularmente apropiados a la e- conomía de mercado: que las necesidades del hombre son grandes, por no decir infinitas, mientras que sus medios son limitados, aunque se pueden aumentar. [] Pero existe también un camino Zen hacia la opulencia que parte de premisas algo diferentes de las nuestras: que las necesidades materiales humanas son finitas y escasas y los medios técnicos inalterables, pero en general adecuados. Adoptando la estrategia Zen, un pueblo puede gozar de una abun- dancia material incomparable [] con un bajo nivel de vida (Sahlins 1983: 13-14).

Este camino Zen –el de la cultura, el de la acción simbólica– será en lo sucesivo el camino de Marshall Sahlins, el que seguirá para demostrar que las necesidades no existen realmen- te, sino que tienen una génesis ideológica o simbólica. “No desear –dice Sahlins– es no ca- recer” (p. 24). Los cazadores y recolectores no han tenido que dominar sus impulsos mate- rialistas, sino que nunca hicieron de esos impulsos una institución. El proyecto cultural siempre improvisa una dialéctica sobre su relación con la naturaleza. (Obsérvese, entre pa- réntesis, la presencia de esta otra palabra ofensiva para el perspectivismo, otro relicto arcai- co de su juventud criptomarxista). A la larga lo que importa es que, sin escapar a los cons- treñimientos ecológicos y esencializada hasta la médula, la cultura suele negarlos, de modo tal que el sistema muestra en seguida la huella de las condiciones naturales y la originalidad de una respuesta social: en su pobreza, la abundancia (p. 47). La miseria, el hambre, el a- rrinconamiento, el apartheid incluso, no son factores que deban preocuparnos mayormente. Recién ahora se está tomando conciencia que Sahlins nunca había realizado trabajo de cam- po en el seno de sociedades cazadoras-recolectoras ni en parte alguna del mundo a excep- ción de las islas Hawai’i. El suyo fue un trabajo de sillón digno de James Frazer. De hecho, el modelo de Sahlins de la Edad de Oro primitiva se había originado en una famosa confe- rencia en Chicago, Man the Hunter, en 1966, para asistir a la cual Sahlins ni siquiera debió caminar mucho desde el sillón de su oficina en su querido Haskell Hall (cf. Sahlins 1968; 1972: 1-39). En sus primeras elaboraciones, Sahlins tomaba sus datos de viejos estudios de Frederick David McCarthy [1905-1997] y Margaret McArthur Oliver [1919-2002] en la Tierra de Arnhem y del canadiense Richard Borshay Lee entre los bosquimanos !Kung. En ambas lí- neas de investigación se argumentaba que los cazadores-recolectores dedicaban menos de

103 veinte horas semanales a la subsistencia, mucho menos que los trabajadores en la sociedad industrial moderna. Era todavía la época en la cual se satisfacían los requisitos de un mate- rialismo residual midiendo el peso de lo que se comía y cronometrando todo y esta fue tal vez una de las primeras veces en que todas esas mediciones parecieron servir para algo. Considerada plausible a lo largo de un cuarto de siglo, la hipótesis fue duramente impugna- da en la Sexta Conferencia Internacional sobre Sociedades Cazadoras y Recolectoras de Fairbanks (Alaska) en 1990 y de ahí en más comenzó su declinación. Tres de las críticas se pueden consultar en el volumen colectivo editado por Ernest Burch y Linda Ellana (1994) sobre los temas claves de la especialidad; también han sido demoledoras las objeciones de Erich Alden Smith (1991), Thomas Headland (1990; 1997), David Kaplan (2000) y Paul Sillitoe (2002). Pionero de todo este movimiento revisionista es el estudio de Kristen Haw- kes y James O’Connell (1981) basado en el caso de los Alywara de Australia Central. Tam- bién preceden a la Sexta Conferencia y son altamente críticos los trabajos de George Silber- bauer (1981), Jon Altman (1984), Nancy Howell (1986) y Michael Bollig (1988). Las críti- cas se han acumulado tanto que ya se puede pensar en hacer estratigrafía a través de ellas. Hoy se sabe que la mayor parte de los insumos que sostenían el razonamiento de Sahlins estaba equivocada: Lee debió admitir que los !Kung que había estudiado también trabaja- ban ocasionalmente en relación de dependencia y hasta cultivaban verduras (Bird-David 1992: 26); McCarthy reconoció que sus nativos consumían alimentos que les daban como caridad en una misión religiosa (Kaplan 2000: 305); Kaplan también observó que Lee no había incluido la preparación de las comidas en sus cálculos, y que si se tomaba en cuenta sólo el tiempo insumido para conseguir alimentos, los occidentales casi no dedicaban nada de tiempo a esa tarea (Ibid.: 313). También había datos de desnutrición y una baja expecta- tiva de vida en esas comunidades. No había en todo esto nada que pudiera llamarse opu- lencia, fuera ésta Zen o de otra clase. No sólo los datos circunstanciales estaban en riesgo. Si bien la doctrina económica sustanti- vista basada en Karl Polanyi [1886-1964] a la que contribuía Sahlins29 fue dominante du- rante los sesenta y setenta, para la última década del siglo XX la escuela había perdido gran parte de su visibilidad (Isaac 2005: 40). Aunque también se han elaborado algunas objecio- nes blandas, derivativas y con paupérrimo respaldo bibliográfico a los argumentos sustanti- vistas de Sahlins (p. ej. Trinchero 2007: 98-99; Balazote 2007: 157, 165), el sentido de casi todas las impugnaciones formuladas por especialistas en cazadores-recolectores es concor- dante, independiente de los posicionamientos teóricos y tan decisivo como pocos lo han sido en antropología.

29 La cual incluía a Conrad Arensberg, Paul Bohannan, Pedro Carrasco, George Dalton, James Dow, Louis Dumont, Paul Durrenberger, Timothy Earle, Rhoda Halperin, June Helm, Jasper Köcke, Harry Pearson, Margaret Somers y Eric Wolf.

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La precariedad de la postura sustantivista de Sahlins también quedó patente desde la tem- prana crítica del neocelandés Cyril Belshaw (1973), quien demostró que los modos contra- puestos de hacer economía no eran excluyentes, y que los formalistas como los define Sah- lins en caricaturas tan recurrentes que se vuelven gastadas (una “perspectiva de negocios [...] un modelo listo para usar de economía ortodoxa universalmente aplicable”) no existen ni existieron jamás en antropología económica:

El formalismo en antropología económica [...] se vincula con procurar descubrir relaciones generalizadas tal que se pueda ver que una o más variables ejercen influencia en el movi- miento de otras variables, con vincular esas relaciones en modelos generalizados y con el uso de éstos para comprender los datos y hacer predicciones (Belshaw 1973: 959).

En este sentido el estudio de Sahlins es, mal que le pese, un ejercicio profundamente forma- lista, estropeado por “la combinación de una traviesa vena humorística a veces mal aplica- da, una confesa pero inoportuna debilidad en la comprensión de la terminología económica y su obstinación en lidiar contra molinos de viento” (loc. cit.). Por otro lado, su análisis de la opulencia primitiva (igual que los indicadores en que se basa Descola) transgrede los principios que él mismo ha fijado para su modelo: “su argumento de que los ‘cazadores’ se desempeñan razonablemente bien debería sostenerse con referencia a conceptos de perfor- mance propios de las sociedades bajo estudio” y no en términos de “trabajo”, “ocio” o “a- bundancia” (p. 960). ¿De qué clase de sustantivismo (o de perspectivismo) se trata que no respeta este requerimiento definitorio? En ningún momento el perspectivismo de Viveiros o Descola ha admitido que los argu- mentos de sesgo sustantivista originados en los trabajos de Sahlins que ellos manejan (y que han sido reproducidos mecánicamente durante cuarenta años por Clastres, Wagner y Strathern) alternan entre los que merecen credibilidad, los que claman por que se los discu- ta seriamente y los que se encuentran desacreditados por completo. Como nunca ha sido costumbre de los perspectivistas establecer el estado de la cuestión ni responder a la crítica con argumentaciones que realmente vayan al grano, la información que se maneja no ha va- riado en décadas; por el contrario, desde Sahlins para aquí ha adquirido una especie de na- turaleza patrimonial y –como gustan decir los perspectivistas de las ideas ajenas– simple- mente se la cree invariante y se la da por sentada. Consecuentemente, en este campo que conoció días mejores y que supo estar abierto a la polémica al perspectivismo no le va tan mal. Sea cual fuere el valor de verdad de las ideas que quedan incorporadas al modelo, lo concreto es que la negación de la mera existencia de una economía primitiva, la metaforiza- ción de la producción, la necesidad, el consumo y el intercambio, el consuelo de que los ca- zadores-recolectores la pasan mejor de lo que podría pensarse, la separación de las proble- máticas amerindias de los dilemas de la vida nacional y el aplanamiento de cualquier indi- cio de jerarquía en las sociedades que son objetos de estudio ya están instalados para siem- pre, lo mismo que la intensa y a veces latosa estetización de la escritura que Marshall Sah-

105 lins aprendió de Lévi-Strauss en Francia y que los perspectivistas han sido prestos en adoptar como rasgo constitutivo de su lingua franca. No es casual entonces que Alcida Ramos (2012a) sindique a Sahlins como una influencia nefasta en el esteticismo de Viveiros, ni que Sahlins haya sido y siga siendo defensor acé- rrimo tanto de Roy Wagner como de Clastres, ambos fervientes admiradores suyos, igual que Viveiros de repente ha confesado serlo pese a despreciar al “culturalismo” dualista y al “determinismo cultural” de Occidente (cf. Viveiros 1998: 473-474; 2002a: 23, 162, 171- 172, 219, 224, 305, 309, 314, 375; 2010 [2009]: 10, 74, 75 ; Descola 2012: 134, 460- 461). Lejos de que el perspectivismo de Viveiros dibuje un nuevo tablero de intercambio generalizado en el campo de la antropología, sus argumentaciones se atienen a los mismos atractores y líneas de fuerza predecibles que modulan el tráfico de influencias y los juegos de poder de la disciplina desde que se fundó. Si hay a la vista algún polígono hiper-espacial de influencias y realimentaciones (y habida cuenta de la tardía condena de Sahlins [1996: 9, 12-13; 2002: 8, 15-16, 48, 61-62] al poses- tructuralismo y al posmodernismo en general), éste no vincula entonces tanto a Viveiros con Bateson, Wagner y Deleuze como sí vincula a nuestro autor con Clastres y Deleuze por un lado y con Sahlins y Wagner por el otro, definiendo dos líneas de clivaje que sólo Dios podría sincronizar. Wagner es tal vez el autor cuya presencia es la más difícil de explicar. De este último imaginador de imposibilidades, idealista incorregible y fogoso negador de la realidad nos toca, justamente, hablar ahora.

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La inefable dialéctica de Roy Wagner

Si “cultura” deviene paradójica y desafiante cuando se aplica a los significados de las sociedades tribales, de- bemos especular si es posible una “antropología inver- sa”, literalizando las metáforas de la moderna civiliza- ción industrial desde el punto de vista de las sociedades tribales. Seguramente no tendremos derecho de esperar un esfuerzo teorético paralelo, porque la preocupación ideológica de esta gente no los pone bajo la obligación de especializarse de este modo, o de proponer filosofías para la sala de lectura. En otras palabras, nuestra “antro- pología inversa” no tendrá nada que ver con “cultura”, con la producción como fin en sí misma, aunque esto puede tener mucho que ver con la calidad de vida. Y si los seres humanos son tan inventivos en general como hemos supuesto, sería muy sorprendente que tal “antro- pología inversa” no existiera ya.

Roy Wagner (1981:31).

Habiendo escrito un libro llamado Una Antropología del Sujeto, ahora espero escribir un volumen comple- mentario llamado Una Anti-Antropología del Predi- cado.

Roy Wagner (2012: 26 )

Roy Wagner es un antropólogo americano discípulo del marxista-simbolista David M. Schneider que se hizo célebre por sostener durante décadas un programa de trabajo que su maestro había formulado en broma, por seguir empeñado hasta el día de hoy en la defensa de una antropología simbólica que es una agenda cancelada en todos los centros antropoló- gicos de vanguardia, por convertirse (junto a la pos-feminista inglesa Marilyn Strathern) en inexplicable figura de culto del perspectivismo reciente, por escribir o mandar a escribir su propia entrada en Wikipedia donde se describe como “uno de los antropólogos más influ- yentes del mundo”30 y (a esto voy) por no parar de hablar de dialéctica –ese vocablo nau- seabundo para el perspectivista rizomático– cada vez que se le concede la palabra (cf. Wag- ner 1981: 5-9, 44-45, 49-50, 52, 55, 58, 60-61, 72, 76, 83-110; 1986: x-xi, 24-26, 39, 51, 54, 57, 68, 73, 93, 127-129, 134). Inclinado hoy hacia una holografía New Age incapaz de prescindir de una sola perogrullada de la Era de Acuario, Wagner (o uno de sus fans incondicionales) ha escrito en la página pública de Wikipedia que ya mencioné (como si fuera su muro privado de Facebook) que “Wagner es conocido por su excéntrico estilo de enseñanza y es amado por muchos de sus

30 Véase http://en.wikipedia.org/wiki/Roy_Wagner (visitado el 24 de junio de 2014).

107 discípulos”, agregando que “[e]ntre los antropólogos influenciados por Wagner se incluyen Marilyn Strathern, Jadran Mimica, James Weiner y Eduardo Viveiros de Castro”. Igual que Maradona acostumbra hacer cuando concede entrevistas, incluso en los asbtracts de sus ar- tículos científicos Wagner (1991: 159) siempre se refiere a sí mismo como “Wagner”, se finge ecuánime a su propio respecto y se las ingenia para hacerse merecedor de algún cum- plido. Aunque no me place emular las maniobras de doxa y chismorreo académico en las que suele enredarse la antropología de la ciencia de Bruno Latour, debo decir que esas wiki-re- ferencias (cuyo carácter autógrafo puede comprobarse por poco que se inspeccione la meta- data) pintan de cuerpo entero las prioridades conceptuales de su estrategia y explican con- tundentemente por qué Roy Wagner es uno de los antropólogos de segundo o tercer orden que ha visitado con más frecuencia a Brasil y uno de los que ha sabido retribuir las gentile- zas procurando introducir el perspectivismo (y a los perspectivistas) en los circuitos de in- tercambio académico de las universidades en las que trabajó y (ya que estamos) en la Wiki- pedia del Primer Mundo, inextricablemente conexa, influyente y viral. Muy recientemente Wagner coronó su ceremonia de agradecimiento escribiendo un prólogo plagado de elogios para Cosmological perspectivism in Amazonia and elsewhere de Vivei- ros de Castro (2012 ) inequívoca y tortuosamente titulado “Facts force you to believe in them; perspectives encourage you to believe out of them. An introduction to Viveiros de Castro’s magisterial essay” (Wagner 2012 ). El ensayo de Wagner no es más que un pas- tiche oportunista, lisonjero y autoindulgente, tan enfrascado en la acentuación de su propia heterodoxia que llega a tomar en serio las ideas más esotéricas de una “obra maestra” de Carlos Castaneda y a encontrar análogos etnográficos de auras y formas de éxtasis defini- das en Star Trek Generations o en Avatar (pp. 30, 31, 41 ). A pesar del jugo anecdótico que se le pueda sacar el día que se escriba la historia oficinesca del movimiento, el largo prólogo no me merece más comentario que el de dejar sentado que lo encuentro insufrible. En cuanto a textos suyos marginalmente más serios, diré que la crítica que el programa de Wagner formula al conjunto de la antropología se sintetiza en estas líneas preñadas de in- culpaciones:

Al usar nuestra propia realidad como un control en la invención de las culturas, inventando culturas que contrastan con parte de nuestro esquema conceptual, más que con su totalidad, la antropología ecológica paga el precio del etnocentrismo ideológico. Cualquier cosa que los nativos “piensen” que hacen, sus acciones, ideas e instituciones se miden contra el estándar de nuestra creatividad, y la esencia de su creatividad es desnaturalizada y desvaída. […] Si insistimos con objetivar otras culturas a través de nuestra realidad, tornamos su objetivación de la realidad en una ilusión subjetiva. […] Cada vez que imponemos nuestra concepción e invención de la realidad sobre otra cultura […] tornamos su creatividad indígena en algo arbi- trario y cuestionable, un mero juego de palabras simbólico (Wagner 1975: 143-144).

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El lector atento habrá entrevisto que muchos de los clisés condenatorios desparramados en estos párrafos incurren en hábitos de razonamiento cuestionados por los codificadores mis- mos del perspectivismo y hasta por Bruno Latour: tachar de etnocéntrico a quien no está de acuerdo con uno, atribuir ‘objetividad’ como cualidad encomiable a la realidad construida por el Otro, igualar lo subjetivo con lo arbitario y controvertible, usar la ‘invención’ como recurso explicativo en último análisis, referirse a una realidad dada independiente de la perspectiva (cf. Viveiros 2012: 65 ). En otras palabras, mucho de lo que afirma Wagner (y lo que aquí reproduje se encuentra entre lo más equilibrado que él ha escrito) se opone a lo que promueven los perspectivistas que lo han endiosado, y más que nada a lo que sostienen Viveiros y Strathern. Pero a ese nivel de abstracción enrarecida ¿quién va a darse cuenta? ¿Quién retiene en la memoria lo que dice alguien más entre los muchos que se largan a expresar toda clase de ideas sin lla- mar a las cosas por su nombre? ¿No había olvidado el propio Viveiros lo que decía Wagner en el libro que redescubrió más tarde, maravillado por la comunión de sus espíritus, tal como se narra en la historia que sigue? La historia que sigue, precisamente, registra la forma en que las ideas de Wagner se fueron instalando poco a poco en el perspectivismo pos-estructural. En 2002, en una nota a un artí- culo basado en un diálogo con Tânia Stolze (Viveiros 1996b ) Viveiros reconoce por pri- mera vez su deuda con él:

Una convergencia ignorada en el artículo de 1996, entretanto, es con la teoría desenvuelta por Roy Wagner en The invention of culture, un libro que yo leyera quince años antes (1981, año de su segunda edición) pero que apagara totalmente de la memoria, ciertamente por estar en- cima de mi capacidad de comprensión. Al releerlo, en 1998, percibí que había asimilado algo, a fin de cuentas, en vista de haber reinventado ciertos pasos cruciales del argumento de Wag- ner (Viveiros 2002a: 348).

En Metafísicas caníbales la figura de Wagner ya se encuentra por completo encumbrada en el santuario de los héroes de Viveiros formando parte de

un grupo de antropólogos que son responsables de la profunda renovación de la disciplina. Aun cuando se trata de autores conocidos, su obra todavía está lejos de tener el reconoci- miento y la difusión que merece, incluso, para el caso de uno de ellos, en su propio país de origen. Nos referimos aquí al estadounidense Roy Wagner, quien tiene en su activo la muy rica noción de "retroantropología" (reverse antropology), o la elaboración de una vertiginosa semiótica de la "invención" y de la "convención", así como el esbozo visionario de un con- cepto antropológico del concepto (Viveiros 2010 [2009]: 21 ).

En el momento en que Viveiros desarrolla sus puntos de convergencia con Wagner adverti- mos que algo empieza a andar no muy bien. La idea de una antropología inversa no guarda una relación del todo fiel con la función que Viveiros pretende que cumpla, la cual (por

109 otro lado) no está ni especificada con claridad ni ejemplificada en ninguna parte, excepto en un par de anécdotas incrustadas en etnografías de Melanesia que ya no se consiguen, que Viveiros palpablemente no leyó ni mencionó siquiera, y que es muy difícil que alguien en esta parte del mundo esté ansioso por leer y dispuesto a aprovechar alguna vez. Cuando pretendemos confirmar la referencia de Viveiros sucede lo que en otras ocasiones ha sucedido: en los textos wagnerianos esa antropología inversa aparece contingentemente para referirse a la interpretación que los Otros hacen de los elementos impuestos sobre ellos por nuestra cultura; los cargo cults, por ejemplo, podrían considerarse como la contraparte interpretativa del estudio occidental de las otras culturas. De ningún modo la antropología inversa es un desarrollo central en los razonamientos teoréticos de Wagner, al punto de que la expresión aparece una sola vez en la edición ampliada de The invention of culture y ni si- quiera se la menciona en el índice temático (cf. Wagner 1981: 31). Tampoco es el caso que la antropología inversa sea un concepto innovador propuesto por Wagner; bajo otros nom- bres, por cierto, es un fenómeno bien conocido y reportado en el repositorio de cientos de estudios de aculturación, etnicidad, contacto cultural y relaciones interétnicas que se ha de- sarrollado en los últimos ochenta años y que ninguno de los perspectivistas se ha interesado en consultar (Bateson 1935; Herskovits 1958; Beattie 1961; Worsley 1968; Teske y Nelson 1974; Francis 1976; Stephen 1997; Clark-Ibáñez y Felmlee 2004). Cuando en “Los pronombres cosmológicos” (2002b) Viveiros conmuta a un dialecto pos- estructuralista que preanuncia el de Metafísicas Caníbales (2010 [2009] ), el comentario de la influencia de Wagner en su antropología se instala en un plano metafísico y esencia- lista en el cual se oscurece todo lo que se discute. Esto (sumado a la costumbre de Viveiros de callar el nombre de sus adversarios) confiere a su escritura una ininteligibilidad distin- tiva:

[L]a crítica del argumento construccionista que esbozo a continuación no debe confundirse con ciertos ataques recientes de los que ellos están siendo objeto, con referencia al parentes- co, al género, a las emociones, a la persona, etc. Tales reacciones se reducen a una afirmación de la estabilidad transcultural de categorías y experiencias características de la modernidad occidental, afirmación que termina, por vía de regla, en la restauración de la vieja división del trabajo ontológico entre la naturaleza y la cultura. En otras palabras, lo dado del melanesio es imaginado como exactamente el mismo que el nuestro, ‘dados’ ciertos universales – ya sea físico-materiales (la naturaleza), ya psico-cognitivos (la naturaleza humana), ya socio-feno- menológicos (la condición humana). Al contrario de esas reacciones, pienso, como Wagner, si lo comprendo bien, que lo que es pre-histórico y genérico es que un dado siempre es presu- puesto, mas no su especificación; lo que es dado es que habrá siempre algo construido como dado (Viveiros 2002a: 405-406).

En Metafísicas Caníbales Viveiros logra la quíntuple hazaña de intensificar un esencialis- mo que parecía ya haber llegado al límite de saturación, traicionar todas y cada una de las ideas batesonianas que él había profesado admirar, omitir todo ejemplo que pueda arrojar

110 un poco de luz, dar a la imprenta un texto necesitado de una honda revisión sintáctica y confundir las ideas todavía un poco más:

La semiótica wagneriana es una teoría de la praxis (humana y verosímilmente no humana) que la concibe como consistiendo exhaustivamente en la operación recíproca y recurrente de dos modos de simbolización: 1) el simbolismo convencional o colectivizante, (también: lite- ral), en que los signos se organizan en contextos estandarizados (dominios semánticos, len- guajes formales, etc.) en la medida en que se contraponen a un plano heterogéneo de “refe- rentes”: es decir, en que son vistos como simbolizando algo distinto de ellos mismos; y 2) el simbolismo diferenciante o inventivo (también: figurativo), modo en el cual el mundo de los fenómenos representados por la simbolización convencional es aprehendido como constituido por “símbolos que se representan a sí mismos”; es decir, acontecimientos que se manifiestan simultáneamente como símbolos y como referentes, disolviendo el contraste convencional (Viveiros 2010 [2009]: 30-31 ).

Todo este lío de espesor literalmente wagneriano tiene por objeto salir al cruce de una dico- tomía central en la teoría y la práctica del parentesco occidental, a saber, la distinción con- sagrada por Henry Morgan [1818-1881] entre consanguinidad y afinidad. Una distinción, dice Viveiros, que ha ocasionado que nosotros terminemos atribuyendo a la afinidad la fun- ción de lo dado en la matriz relacional cósmica, mientras que la consanguinidad irá a cons- tituir la provincia de lo construido, de aquello que toca a la intención y a la acción humana actualizar [sic & loc. cit., por supuesto]. No queda claro, a todo esto, cual es la concomitan- cia que existe, si es que existe alguna, entre lo dado y lo construido por un lado y la referen- cia y la autorreferencia por el otro. No quisiera sonar como el profesor de semiología que soy, pero lo cierto es que también permanece sin especificar en cuál de las veinte o treinta teorías semiológicas “convencionales” que existen se definen los principios de simbolici- dad, referencia, autorreferencia y (presumo) recursividad cuyo contraste Wagner encuentra problemático, y cuáles son las razones concretas de esa problematicidad. Eventualmente, y según apenas alcanzo a descifrar, el problema se reduce a determinar si uno u otro concepto (“afinidad”, “consanguinidad”, “alianza”, “filiación”) es aplicable a las sociedades amerindias, o si en una u otra cultura la “afinidad sin afines” se invierte (o no) en “afines sin afinidad” y otros dilemas semejantes (Viveiros 2010 [2009]: 184-185 ). Aparte de una verbosidad desbordante, no hay aquí mucho más que lo que ya estaba latente sesenta y cinco años atrás en Las estructuras elementales del parentesco, o en la disparidad entre parentesco descriptivo y parentesco clasificatorio, o en la (equivocada) distinción lévi-straussiana entre los modelos mecánicos y los modelos estadísticos que se refiere exactamente a eso. Como quiera que sea, los desajustes y peculiaridades señalados por Viveiros no hacen mella en ningún modelo de parentesco conocido, mucho menos en los modelos reticulares avanzados de Thomas Schweizer, Douglas R. White y Ulla Johanssen (White y Jorion 1992; Schweizer y White 1998; White y Johansen 2005). La existencia misma de estos progresos ayuda a comprender el posicionamiento de Viveiros en el

111 contexto de las analíticas contemporáneas: alcanza con que alguien proponga un patrón que se cumple en una abrumadora mayoría de los casos para que surjan aguafiestas consagrados a hacer la mayor batahola posible cada vez que creen pescar una excepción que, de cara a los nuevos modelos, hasta es dudoso que califique como tal. Como dijera Mary Douglas (1978 [1970]: 17) en Símbolos Naturales a propósito de una cacería de perspectivas cam- biantes, descentramientos, disonancias, inadecuaciones y excepcionalidades como la que emprende Viveiros, “Todo está muy bien, pero entre los Bongo-Bongo…”. Como fuere, es un poco obsceno que toda la discusión (en la que se desconocen de plano los nuevos avances formales en el estudio del parentesco y la superación de las categorías derivadas del viejo método genealógico de W. H. R. Rivers) se sitúe bajo la invocación de Roy Wagner, quien realizó todas sus investigaciones sobre parentesco en dependencia obe- diente del pensamiento y de la asistencia financiera de su mentor, David Schneider, de quien todo el mundo sabe (excepto al parecer Viveiros) que fue quien lideró el movimiento que arrasó brutalmente con la analítica del parentesco en los Estados Unidos y en el mundo. Se trata del mismo Schneider, desde ya, que al patrocinar la desaparición del análisis del parentesco del curriculum profesional, facilita que hoy cualquier peatón con chapa de an- tropólogo se enseñoree de ese campo de estudios sin que ningún colega entienda mucho qué es lo que está en juego y cómo puede ser que un problema se haya resuelto simple- mente prohibiendo que se volviera a plantear (cf. Schneider 1965; 1984; Reynoso 2012: cap. 17). Para los pocos a los que la antropología nos importa, resulta irritante, entonces, que se sigan perpetuando estas viejas y mal encaminadas reyertas sesentistas como si no hubiera pasado nada, como si tuviera sentido alentar discusiones inconcluyentes que pocos comprenden, como si no se sintiera todavía en los pelos de la nuca el escalofrío de esa in- explicable e inexplicada mutilación disciplinar, de la que sin medir ninguna consecuencia los schneiderianos, con Roy Wagner metiendo bulla como el que más, fueron instigadores y partícipes feroces.31 En el mismo texto, Viveiros (2002a: 405) había aclarado que él se reservaba para otra opor- tunidad la especificación de sus puntos de divergencia con la semiótica wagneriana, los que

31 En casi toda la currícula de la antropología académica el análisis del parentesco se encuentra hoy agónico, muerto o desaparecido. La bibliografía que documenta la catástrofe es gigantesca y sólo puedo hacer constar aquí las referencias más imperiosas, algunas con títulos de apocalipsis tan conmovedores que da pena no po- der recorrer paso a paso el laberinto de sus alegatos: “whatever happened to kinship studies?”, “what really happened to kinship and kinship studies”, “critique of kinship”, “critique de la parenté”, “after kinship”, “beyond kinship”, “the fall of kinship”, “nails in the coffin of kinship”, “lineage reconsidered ”, “where have all the lineages gone?”, “critique of kinship”, “the deconstruction of kinship”, “what were kinship studies?”, “there never has been such a thing as a kin-based society” y así sucesivamente (cf. Holy 1979; Verdon 1982; 1983; Geffray 1990; Shimizu 1991; White y Jorion 1992; González Echevarría 1994; Peletz 1995; Barry 2000; Collard 2000 ; Joyce y Gillespie 2000; Fogelson 2001; Lamphere 2001 ; Ottenheimer 2001; Kuper 1982; 2003; Sousa 2003 ; Carsten 2004; Dousset 2007; Zenz 2009 ). Considerando esta avalancha de obi- tuarios raya en lo ofensivo, para decir lo menos, que Viveiros legitime personajes que han sido cómplices de esta carnicería conceptual y que hasta omita referirse a estos acontecimientos.

112 a partir de esta señal cabe conjeturar que efectivamente existen, aunque en lo personal dudo que Viveiros los haya elaborado o que de veras proyecte embarcarse en esa empresa alguna vez. Pasado el tiempo, y hasta donde conozco, esa elaboración sigue en reserva. De hecho, ni una sola vez en su masiva apropiación de ideas inspiradoras de Wagner, de Deleuze, de Strathern y sobre todo de Latour, Viveiros se preocupó en deslindar los umbrales y los lí- mites de su acatamiento, los factores y los motivos de una eventual discrepancia. Al único actor protagónico del grupo al que se esforzó en cuestionar es, como ya dije, a Philippe Descola, porque como no es un polemista innato no se requiere mucha valentía para vapu- learlo. ¿Alguno de ustedes imagina a Viveiros interponiendo a Bruno Latour la más tímida objeción? ¿Acaso Latour (precisamente Latour) no ha pronunciado nunca el menor dispa- rate? Pero volvamos a Wagner, porque es él quien interesa ahora y porque la semblanza que el personaje merece no está acabada todavía.

Figura 3 – Dialéctica de mediaciones en la secuencia medieval y en la secuencia moderna. Basado en Wagner (1986: 123)

Quien quiera experimentar un acercamiento de primera mano a la peculiar ultra-dialéctica de Wagner no debe asomarse a su paráfrasis recortada en las Metafísicas Caníbales de Vi- veiros sino a la alucinada máquina de Rube Goldberg mediante la cual, en medio de un mar de comillas cómplices y en base a literatura de segunda mano, Wagner, a quien seducen las grandes síntesis de las transiciones claves del pensamiento occidental casi tanto como a La- tour, se esfuerza en explicar la transición entre la “secuencia medieval” y la “secuencia mo-

113 derna” del pensamiento dialéctico (Wagner 1986: 122-123; compárese con Latour 2007 [1997]: 83-133). Dado que Wagner nunca obtuvo permiso de su maestro Schneider para contraponer pre-modernismo, modernismo y pos-modernismo, y debido a que Latour des- confía de los bucles de la simbología dialéctica, las iconologías cronológicas de ambos au- tores (por más que se refieran a categorías conceptuales parecidas y a las mismas transicio- nes epistémicas) no muestran una sola idea en común (cf. Latour 2007: 55, 57 y figs. 4.2, 4.3 y 4.4). El esquema de Wagner, por añadidura, se observa característicamente enmara- ñado. En nuestra disciplina y en sus alrededores hemos conocido multitud de laberintos clasificatorios al mismo tiempo complicados y superficiales, pero sólo la etnografía de la comunicación de Dell Hymes o el modelo funcional del lenguaje de M. A. K. Halliday han desencadenado una diagramación comparablemente abstracta y abigarrada, aunque órdenes de magnitud menos snob (véase fig. 3). La especialidad del último Wagner parecería ser la producción casi afásica de aforismos ca- rentes de sentido en cualquier epistemología, religión, ciencia o tribu pero que él parece identificar con el colmo de la sabiduría. Uno de ellos, referido a crípticas alusiones de Vi- veiros a la relación entre sujeto y objeto y en el mejor estilo de los panfletos de Prickly Pear Press, es éste que sigue, inspirado en sus especulaciones sobre la visión holográfica del mundo que impera en Nueva Guinea y su potencial para iluminar la antropología de todo el mundo:

El principal error sobre sujeto y objeto es afirmar la diferencia entre ellos; el segundo mayor error es afirmar una similitud entre ellos. En contraste, las diferencias entre tiempo y espacio, o cuerpo y alma, son fáciles. Por ejemplo el tiempo es la diferencia entre él mismo y el espa- cio; el espacio es la similitud entre ellos (cf. Wagner 2001: xv) (Wagner 2012: 19 ).

Mientras Viveiros celebra la genialidad de Wagner (y viceversa) los libros y artículos de Wagner en general (y The Invention of Culture en particular), que ya cargan con cuarenta años en su haber, que apenas conservan un discreto interés como testimonios de los excesos de una época y que sólo a Viveiros y a Strathern se les ha ocurrido resucitar, han sido uná- nime y justicieramente reprobados por algunos de los críticos e historiadores más sosegados de la antropología (cf. Young 1974; Beattie 1976; Blacking 1976; Gell 1987; Errington 1988; Rossi 1988). Los documentos pertinentes amarillean ya y apenas me hablo con algún colega que los recuerde; pero por lo que esas críticas nos enseñan sobre la calidad de los in- sumos teóricos y de los patrocinadores del perspectivismo tardío algunas de ellas bien me- recen observarse un poco más de cerca. Para decirlo en una palabra, la antropología de Wagner no ha gozado de un nivel razonable de aceptación crítica; y no necesariamente han sido los críticos a quienes debe culparse por el trance.

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Una crítica equilibrada y ecuánime es la del antropólogo John Beattie,32 quien reconoce la originalidad de Wagner al mismo tiempo que percibe sus excesos. Escribe Beattie:

Aunque se puede simpatizar con el poco comprometedor rechazo del autor del realismo filo- sófico ingenuo, todo esto va un poco demasiado lejos. Por supuesto que el conocedor contri- buye algo a lo que conoce, y que su cultura igual que su racionalidad humana determina lo que contribuye. Pero eso no significa que lo que conoce sólo sea su propia invención. El pro- fesor Wagner no “inventó” ya sea a los Daribi o a su propia cultura; ambos estaban allí antes que él los visitara, y sugerir otra cosa es engañoso, por decir lo menos. Asimismo no siempre está claro quién o qué es lo que el autor supone que realiza toda esta “invención”. Algunas veces se dice que es el antropólogo, a veces los miembros de la cultura estudiada, otras veces, parece, la propia “Cultura” reificada (Beattie 1976: 10).

Una de las críticas más serias proviene del historiador magno de la antropología, John Blacking, quien resalta los inusuales juegos del lenguaje en que se entretiene Wagner, pró- digos en antítesis abstractas:

Pero sus comparaciones de las sociedades Americana y Daribi no logran convencerme de que él esté haciendo algo más que “juego simbólico de palabras”. El texto, densamente escrito, abunda con afirmaciones tales como: “Nosotros ‘hacemos’ una cultura embatallada, acosada y motivada por el tiempo; ellos hacen ‘tiempo’ como su ‘cosa propia’, acosada y motivada por la cultura” (p. 74). “La cultura Yali y la cultura de los Daribi son innatas y motivantes. […] Pero la Cultura Americana [¡nótese la ‘C’ mayúscula de nuevo!] es artificial e impuesta” (p. 50), y “La alternativa es un universo de significados sin acción y de acciones sin significa- do” (p. 155).

¿Cuán seriamente puede tomar el lector los juicios del autor sobre la sociedad americana y sus comparaciones con los Daribi y otros “pueblos tribales”, si la antropología, a través de su “término mediativo” de cultura, es sólo “una forma de describir a los otros como si nos des- cribiéramos a nosotros mismos” (p. 30), y “un antropólogo ‘inventa’ la cultura que él mismo cree estar estudiando” y “en el acto de inventar otra cultura […] inventa la suya propia” (p. 4). ¿Cómo puede el Profesor Wagner asegurar luego que el mundo de los Daribi es “un mun- do de acción y motivación, que es en todos los respectos una completa inversión del nuestro” e ilustrar su punto con una larga reseña de lo que él piensa que son los conceptos y experien- cias Daribi del “alma” (p. 93 y ss.)? […] ¿Cómo podrían ser los pueblos “tribales” tan dife- rentes de “nosotros” excepto como productos de nuestra propia invención? (Blacking 1976).

Al cabo, la recensión crítica más seria y concluyente sobre la obra de Wagner es la de Ino Rossi, profesor de larga data en la St John’s University de Nueva York. Aunque Rossi ha

32 John Beattie, quien trabajó como pocos África oriental y fue interlocutor brillante de Audrey Richards, de Sir Edward Evan Evans-Pritchard y de otras eminencias de la vieja antropología, no tiene a la fecha su página de Wikipedia, como tampoco la tiene John Arundel Barnes, el creador del concepto de “redes sociales”. Cuando buscamos “John Beattie” en Wikipedia, una página de desambiguación nos ofrece optar por un John Beattie jugador de fútbol escocés, otro Beattie político de Tasmania y otro Beattie más que es líder del Partido Nazi canadiense. Ninguno de ellos es el John Beattie a quien a un antropólogo le interesaría encontrar.

115 sido calificado por la mayoría de sus alumnos como uno de los profesores más aburridos del ambiente anglosajón, su crítica (idiomáticamente un tanto revuelta) está entre las más rigurosas e informadas que se han escrito sobre un personaje tan elusivo y que ha concitado tan poco interés fuera del perspectivismo. Dice Rossi:

Sin embargo su concepción del significado como una invención dialéctica (a nivel individual) y la convención (a nivel colectivo) no suma como un aporte genuino. Wagner asegura que el tropo constituye su propio fundamentos: él es tanto la individualidad de la percepción y la pluralidad de lo colectivo; él simultáneamente se postula (se auto-define) a sí mismo y pro- pende hacia una resolución mediante transformaciones culturales progresivas y elusivas de tropos previamente elicitados. Sin embargo, él nunca explica cómo es esto posible, y por lo tanto logra establecer los términos del problema pero no resolverlo. Correctamente, Wagner inculca un disgusto por el determinismo cultural, pero uno no puede ver por qué su propio “determinismo del significado” sería preferible. Quizá la raíz de la limitación de Wagner fin- ca en su desprecio taxativo del carácter abstracto del “sistema semiótico” estructuralista, de- bido a su preferencia por la naturaleza concreta de las cosas. Se puede estar de acuerdo en que la estructura no puede ser el determinante singular del significado, pero ¿no es posible que las tensiones entre lo abstracto y lo concreto y entre la estructura y la individualidad sean las fuerzas dialécticas que constituyen el significado? Sin esas tensiones constitutivas, el “flu- jo constante de la recreación continua [de significados y] el flujo coherente de imágenes y a- nalogías” de Wagner sigan siendo expresiones retóricas sin poder teorético (explicativo) pese a lo interesantes que puedan parecer (Rossi 1988: 27).

Lo primero que advertirá el lector es que para Wagner el concepto de dialéctica es irrenun- ciable, mientras que para Deleuze, otro dios tutelar del movimiento, la dialéctica es la pala- bra a desterrar. Para salvar la cara –como habría dicho Erving Goffman– Viveiros nos explica que en la metafísica wagneriana imperaría algo así como una dialéctica buena que no debe confundirse con la dialéctica mala de Hegel, Marx o incluso Lévi-Strauss; como hemos visto, lo mismo hizo Viveiros en otro contexto (siguiendo a Clastres, Deleuze & Guattari) oponiendo la tortura buena de la escritura en el cuerpo a la tortura mala de la mar- ca despótica. Esta dicotomía de las maldades malas y las maldades buenas guarda con- gruencia, ahora que lo pienso, con la que el imaginario popular de la era digital predica que es el caso de la brujería, de los vampiros adolescentes y del colesterol. Como sea, los esfuerzos que debe desplegar Viveiros para integrar en el Olimpo de su mo- delo a un escritor cuya antropología es estruendosamente disonante son titánicos, pero de algún modo nuestro autor se las ingenia para armar una especie de triángulo virtuoso en cu- yos vértices encontramos, como dijéramos, a nadie menos que a Wagner, a Bateson y a De- leuze. En un estilo homuncular y esencialista reminiscente del name dropping de SCIgen, del inefable Postmodernism Generator o del Chomskybot,33 escribe Viveiros:

33 Los tres programas mencionados (SCIgen, Postmodernism Generator y Chomskybot) se pueden ejecutar y analizar en la página de retóricas posmodernas y cientificistas que he mencionado aquí y allá en el curso de

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Wagner sitúa la relación de producción recíproca entre el momento de la convención y el de la invención en la “dialéctica” cultural (1981: 52); el término dialéctica es ampliamente utili- zado en Wagner (1986). Pero esa dialéctica, además de ser explícitamente definida como no- hegeliana, recuerda inmediatamente la presuposición recíproca y la síntesis disyuntiva: “Una tensión o una alternación similar a un diálogo entre dos concepciones o puntos de vista que se contradicen y se refuerzan simultáneamente” (Wagner 1981: 52). Es resumen, una dialéctica sin resolución ni conciliación: una esquismogénesis batesoniana en lugar de una Aufhebung hegeliana. La obra de Bateson, ahora lo veo, es la conexión transversal entre las evoluciones conceptuales paralelas de Roy Wagner y Deleuze-Guattari (Viveiros 2010: 114).

Al igual que Bajtín, Deleuze es un autor que puede servir de apoyo a cualquier clase de e- nunciado, no importa lo contrapuesto que luzca respecto del pensamiento de quien lo in- voca. Refutar la apropiación que de él hace Viveiros es fácil pero tedioso, pues enderezar sus disyunciones y paralelismos patafísicos implicaría el fastidio de tener que insistir en la denuncia de los errores conceptuales y prácticas de enculage que perpetra Deleuze en su in- terpretación de la idea de multiplicidad, cuestión de la que me ocupo en otras partes (págs. 159 y ss.), que ahora nos distanciaría del meollo del tema y de la que ya estoy francamente harto (cf. Reynoso 2014a ). Pero Bateson es otra historia. Que Bateson distinguía taxativamente entre cultura y natura- leza queda claro en la lectura de todos y cada uno de sus trabajos, sobre todo (por supuesto) de su Espíritu y Naturaleza (Bateson 1981 [1979]), cuyo mero título –a pesar de los espe- jismos de una traducción franquista– expresa y contiene una columna vertebral posible del programa mismo de la antropología como ciencia. En la Introducción de ese libro Bateson planteó una pregunta genial que motivó una elaboración que prefigura algunos de los prin- cipios fundamentales de la geometría fractal y de los algoritmos de la complejidad: qué es lo que vincula, se preguntaba él, el cuerpo de una persona con el cuerpo de un cangrejo, que es otra forma de preguntar qué distingue un objeto viviente de un objeto inerte, la creatura del pleroma (cf. Bateson 1981: 9-11; Eglash 1999; Reynoso 2006). La exploración que si- guió es todavía memorable, uno de los momentos más intensos de la disciplina en el siglo que pasó, una búsqueda mayéutica y cristalina como las que los perspectivistas quizá sean demasiado timoratos como para emprender, una de las razones por las que sigo queriendo ser antropólogo cuando sea grande. Contrariando el dogma perspectivista que asegura que todas las diferencias son sólo de grado y no de naturaleza, la conclusión a la que llega Bateson en una búsqueda abierta es tan penetrante como irrefutable: lo viviente impone una diferencia que hace una diferencia. este libro. Particularmente impresionante es la afinidad sintáctica entre la escritura de Viveiros y la del Post- modernism Generator (basado en el Dada Engine), sobre todo en lo que se refiere a las atribuciones autorales y a la profusión de una jerga pródiga en neologismos. Véase asimismo el ensayo de su autor, Andrew Bulhak, de la Monash University de Melbourne, titulado “On the simulation of Postmodernism and Mental Debility using Recursive Transition Networks” (Bulhak 1996 ).

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No toda teoría tiene la obligación de integrar este elemento de juicio, obviamente; pero una epistemología que se ocupa centralmente de esas cuestiones y que no perciba o no pueda dar cuenta de este cambio cualitativo (y que se obstine en percibir nada más que diferencias de grado entre dos cosas cualesquiera sin importar la perspectiva) ya no parece un marco de referencia esclarecedor. Lo que Bateson nos enseña es que el hecho de que una diferencia sea de grado o de naturaleza depende de la perspectiva, del marco y de la escala, pero que no todo da lo mismo ni todo es (como diría Wagner) hijo de la libre invención. Me encanta- ría sumergirme aquí en esta bellísima e inteligente refutación ante litteram de algunos coro- larios perspectivistas cardinales, pero por desdicha debemos dejar a Bateson y retornar a Wagner, que si mal no recuerdo es de quien estaba hablando yo en primer lugar. Una de las últimas elaboraciones de Wagner que Viveiros incorpora tardíamente y a las apuradas tiene que ver con su deplorable elaboración de la “persona fractal”:

Esto implica desarrollar, en el curso de este ensayo, el concepto de Marilyn Strathern de la persona, que no es ni singular ni plural. Al introducir la idea, Strathern (1990) tomó de [Donna] Haraway (1985) una muy ingeniosa aplicación del ‘cyborg’ de la ciencia ficción clá- sica, el ser integral que es en parte humano y en parte máquina. Para mis propósitos, y por razones que se harán pronto evidentes, re-titularé el concepto como el de la persona fractal, siguiendo la noción matemática de dimensionalidad que no puede ser expresada en números enteros. No me preocuparé aquí de el grado de fractalidad, los términos de la razón o frac- ción, sino de simplemente definir el concepto de una persona fractal en contraste con la sin- gularidad y la pluralidad (Wagner 1991: 162).

Ignorando que los autómatas celulares que según los propios Deleuze y Guattari fundamen- tan tecnológicamente y brindan una expresión instrumental a la idea de red rizomática per- tenecen de lleno a las matemáticas discretas (antes que a las continuas o fraccionales) y se albergan en un espacio estriado (en oposición a los espacios lisos de la fractalidad según Deleuze) Viveiros acoge la idea wagneriana de persona fractal en sus últimos textos pos-es- tructuralistas sin desarrollar siquiera un caso aplicativo que demuestre la productividad del concepto con vistas al emprendimiento de una etnografía concreta (Viveiros 2010: 105; cf. Reynoso 2014a ). No puedo negar ni afirmar de antemano que concebir una totalidad social como singulari- dad y a los individuos humanos como plurales sea una idea fatídicamente inútil; lo que sí niego, taxativamente, es que esa perspectiva tenga algún punto en común con la fractalidad. Antropológicamente hablando, un problema importante que se percibe en la adopción de la idea de persona fractal en el perspectivismo de Viveiros es que mientras éste, prisionero de la manía de Deleuze de asignar valores y méritos contrastivos a cualesquiera opciones con- ceptuales, exalta las relaciones de afinidad por encima de las relaciones de filiación, Wag- ner estropea todo ese peculiar aparato axiológico haciendo exactamente lo contrario:

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Una persona fractal no es ni una unidad situada en relación con un agregado, ni un agregado situado en relación con una unidad, sino siempre una entidad con relacionamiento integral- mente implicado [relationship integrally implied]. Quizá la ilustración más concreta del rela- cionamiento integral viene de la noción generalizada de reproducción y genealogía. La gente existe reproductivamente por ser “cargada” [carried] como parte de de otra, y carga” o en- gendra otras haciéndose ellas mismas “factores” genealógicos o reproductivos de esos otros. Una genealogía es por lo tanto un encadenamiento de gente, algo así como las personas que se verían “brotar” [bud] las unas de las otras en una visión en cámara rápida de la vida huma- na. La persona como ser humano y la persona como linaje o clan son escisiones o identifica- ciones igualmente arbitrarias de este encadenamiento, proyecciones diferentes de su fractali- dad. Pero entonces el encadenamieno a través de la reproducción corporal es en sí mismo me- ramente uno entre un número de relacionamientos integrales, lo cual es también manifiesto, por ejemplo, en la comunalidad del lenguaje compartido (Wagner 1991: 163).

Dado que Viveiros todavía no ha especificado sus puntos de divergencia con un Wagner que nunca leyó a Deleuze (y que en general mantiene su régimen de frecuentación de textos técnicos en las cercanías del cero absoluto), ignoro de qué manera puede conciliar la repug- nancia deleuziana hacia las ideas de filiación, reproducción y genealogía con una definición sui generis de fractalidad (desquiciada, por cierto) para las cuales esas ideas son constitu- tivas. Siempre estuve convencido de que cualquier metáfora, por inapropiada que sea, puede con- tribuir a aclarar un poco las cosas. Tal como está planteada y debido a la forma en que se traen a colación sus ejemplos etnográficos la metáfora de la persona fractal, sin embargo, logra el milagro de oscurecerlo todo. Lo que está fallando, sospecho, es la idea que primero Wagner y luego Viveiros sustentan de la fractalidad y su escasa o nula experiencia de traba- jo en la tecnología correspondiente: una experiencia sin la cual –doy fe de ello– la teoría, casi siempre gobernada por presunciones de sentido común, linealidad y monotonía, no nos permite volar muy alto y nos hace incurrir en muy serios errores. El tema merece descom- ponerse a lo largo de sus principales líneas de falla:  Las igualaciones que establece Wagner entre los conceptos de cyborg y de fractal por un lado y entre la fractalidad y el holograma por el otro no pueden sostenerse en el plano técnico. Fractales, hologramas y órganos cibernéticos pertenecen a tres es- feras y realizaciones tecnológicas por completo diversas entre las que median mu- chas más diferencias que similitudes. Un imagen hologramática de una esfera no logra fractalizar a un objeto euclideano, como tampoco una persona deviene fractal a causa de un implante biónico. No quisiera pasar por rebuscado, pero aunque se lo pueda definir de unas cuantas maneras (igual que cualquier otro concepto) un fractal es claramente otra cosa.  Los hologramas poseen propiedades que no guardan semejanza con los atributos de las figuras fractales y viceversa. Si se secciona un fractal por el medio se obtienen

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dos medios fractales y no dos fractales completos con su imagen levemente degra- dada. Un holograma, por su parte, no posee necesariamente una dimensión fractal característica ni se genera iterando una función.34 Debe tenerse en cuenta, a todo esto, que Wagner ha producido algunas de las peorees definiciones conocidas de lo fractal, como cuando afirmó que “el conjunto de Mandelbrot es nada más y nada menos que LA REALIDAD DIVIDIDA POR ELLA MISMA” (Wagner 2012: 24 ).  No suena coherente que en un mismo entramado conceptual conviva una epistemo- logía como la de Marilyn Strathern (que reclama romper con la idea de sociedad co- mo totalidad compuesta por elementos agregados) con una como la de Wagner, en la que se postula obediencia a un principio fractal. De hecho, una serie de números y un conjunto fractal (discreto o continuo) se generan de la misma manera, esto es, iterativa y recursivamente. Lo que varía es la forma en que está compuesta la fun- ción, pero no la clase de procedimiento: el conjunto de los números enteros, por ejemplo, se genera mediante la función n=n+1, un fractal biomorfo mediante la fun- ción z=z3+c; un atractor de Lorenz se construye mediante el despliegue de tres ecua- ciones diferenciales ordinarias que siguen un principio parecido de (vaya paradoja) diferencia y repetición.35 La generación de la figura correspondiente a la mayoría de los conjuntos fractales no se logra de golpe sino un-punto-a-la-vez, serialmente, en un espacio bi-, tri-, tetra- o ultradimensional de coordenadas métricas usualmente euclideanas: cuatro nociones a las que Deleuze aborrece pero a las que quien preten- da hablar de fractales se ve obligado a acatar. Sumando más incongruencia todavía a la causa deleuziana, algunas figuras fractales, tales como los sistemas de Lindenma- yer, pueden generarse mediante gramáticas recursivas paralelas. Contrariamente a lo que Wagner confusamente sostiene, un fractal no es más que una pluralidad de pun- tos singulares (o de líneas singulares en el caso de los sistemas-L) dispuesta en un sistema de coordenadas (x, y, z) que habita un espacio euclideano o reimanniano que posee de facto dimensiones enteras. Esto lo sabe cualquiera que haya trabajado

34 Al escribir esta clase de cosas uno siente que está incurriendo en observaciones consabidas que no justifican el salario que nos pagan, por módico que éste sea; pero son estos personajes, los perspectivistas, los que sostienen fervorosamente estas burdas analogías que luego hay que perder tiempo en desarticular. 35 Incluso Marilyn Strathern, con una lucidez que es infrecuente en ella, es consciente de la diferencia que media entre su perspectiva de transformación/creación y la iteración de uno y lo mismo que se manifiesta en la gestación de un fractal. En un paper que refuta a Wagner de mala manera –y que Viveiros no citará nunca– ella dice de una manera alborotada pero con una intención muy clara: “That [Mandelbrot] set emerges and re- emerges from the fractal realization of the ‘same’ elements. In the same way as one text becomes a text (con- text) for another, or the construction of the body is seen through what constructs it, or interpretation works on what is already transcribed, the collection of points that constitutes a Mandelbrot set remains a collection of points. There is a continuity of ‘substance’” (Strathern 2011: 251-2529). Viveiros, como de costumbre, no se ha expedido sobre esta inconmensurabilidad auto-destructiva que anida en el seno de su epistemología. Mi sospecha es que no tiene idea sobre cuáles son los procesos recursivos que generan un fractal, o –habida cuen- ta que Deleuze, Wagner e incluso Strathern también lo ignoraban– qué significa recursividad en primer lugar.

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cinco minutos modulando los parámetros de cualquier programa avanzado de ge- neración fractal (Mandelbulb 3D, Mandelbulber, Incendia EX, UltraFractal, Visions of Chaos, Adobe Pixel Bender Toolkit, etc).36 Una doctrina que se precia de cons- tructivista no puede ignorar que un fractal es (al menos en una perspectiva posible) un objeto que se construye (o se “inventa”) mediante un proceso serial.  Aunque curiosamente Viveiros toma la definición de fractal del artículo sobre la “persona fractal” de Wagner (y no de quien la acuñó verdaderamente, Benoît Man- delbrot), Deleuze y Guattari (2006: 494-495) han desarrollado en esos capítulos de Mil Mesetas a los que casi ningún lector llega a leer un par de páginas sobre frac- talidad (que Wagner ciertamente no leyó) en donde se identifican los fractales con el espacio liso y la falta de métrica y los objetos no-fractales con los espacios estria- dos métricos de dimensión entera. Aquí es donde toda la lógiza deleuziana colapsa estrepitosamente. El razonamiento traiciona la esencia misma de la fractalidad cuan- do habla de “espacios lisos amorfos que se constituyen por acumulación de entor- nos” en los que “cada acumulación define una zona de indiscernibilidad propia del ‘devenir’ (más que una línea y menos que una superficie, menos que un volumen y más que una superficie)”.37 La contradicción principal en que incurren Deleuze y Guattari se debe a que son ellos quienes son incapaces de concebir métricas que no sean enteras y quienes siguen prisioneros de superficies y volúmenes enteros (“más que…”, “menos que…”) como patrones y puntos fijos de referencia para establecer implícita pero siempre métricamente cuánto es que un fractal se aproxima o se apar- ta de las formes fixes de la pauta euclideana.  Impugnando lo que rezan las leyendas wagnerianas y los textos de divulgación, la auto-similitud (la semejanza entre el todo y las partes) no es un factor definitorio de la fractalidad. La autosimilitud, en efecto, sólo se refiere a un aspecto circunscripto de las cosas; no es la clave necesaria de todo lo fractal y todo lo complejo, sino un factor cuya importancia dependerá del diseño investigativo: un factor que puede estar o no presente según sea el recorte que se haga del objeto, la escala de la obser- vación o la estructura del objeto mismo. En el conjunto fractal canónico, el conjunto de Mandelbrot, la autosimilitud no se percibe ni en todas sus regiones, ni en todas

36 Véase mi repositorio de software de dominio público de complejidad, dinámica no lineal y análisis de redes sociales en http://carlosreynoso.com.ar/?p=477. 37 Un fractal es cualquier cosa excepto amorfo o indiscernible. La dimensión fractal de un objeto (que es a fin de cuentas lo que define su fractalidad) se puede calcular con suma exactitud (véase mi curso sobre cálculo de fractalidad y problemas de escala en la investigación antropológica en http://carlosreynoso.com.ar/dimension- fractal/). De ninguna manera un fractal se constituye por “acumulación de entornos”, sea lo que fuere lo que esta frase sin claro sentido matemático pretende expresar. Contrariamente a la afirmación de D-G, en mi libro de crítica al pensamiento rizomático he documentado abundantemente el carácter estriado y rugoso de la ma- yor parte de los objetos fractales canónicos (Mandelbrot 1977: 1; Falconer 2003: 17; Holme 2010: 435; Ste- wart 2010: 4).

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las perspectivas, ni a todas las escalas. Los objetos estrictamente autosimilares (cur- vas de Koch, triángulos y tapices de Sierpiński, conjuntos de Cantor, conjuntos de Hata, esponjas de Menger) son apenas una clase especial de los fractales, la más simple de todas; es patente que no existen en la naturaleza y apenas si existen en la cultura (Schroeder 1990: 17-20, 161-176; Eglash 1999: 12, 13, 18, 113, 147-148, 155, 218-219; Kigami 2001: 5). Estos objetos poseen una cierta belleza minimalista y están henchidos de paradojas y propiedades contrarias a la intuición, es verdad; pero ni por asomo son los objetos fractales por antonomasia o los que mejor satisfa- cen una posible definición de complejidad.  Anticipándonos a nuestra crítica del concepto deleuziano-viveiriano de multiplici- dad (cf. pág. 159 y ss.), diré que los objetos fractales no son directa y simplemente susceptibles de tratamiento mediante métricas riemannianas. Solamente algunas es- pecies de fractales auto-afines han demostrado ser relativamente tratables como a- proximaciones a manifolds riemannianos (cf. Stricharts 1999  y págs. 159 y ss. más adelante). Incidentalmente, conviene señalar que Wagner nunca leyó (o citó) en forma directa las o- bras de ningún autor de la línea pos-; sospecho que se lo impedía su compromiso inque- brantable con David M. Schneider, “un mentor cuyo aliento, preocupación y apoyo llegan al extremo de la devoción” y a quien jamás osaría contradecir ni aun después de muerto (cf. Wagner 1986: xii). Schneider aseguraba aborrecer tanto al posmodernismo de raigambre anglosajona como al pos-estructuralismo de estirpe francesa que lo alimentaba. Veamos co- mo botón de muestra este fragmento bizarro de reportaje fingido, escrito de puño y letra por Schneider [DMS], corchetes incluidos, en conversación imaginaria con el historiador de la antropología Richard Handler [RH]:

RH: Sé que aunque usted está retirado, se mantiene al tanto de lo que sucede, de modo que le pregunto qué piensa de los así llamados posmodernos o pos-estructuralistas.

DMS: ¿A quiénes tiene usted en mente?

RH: Oh, usted sabe, [James] Clifford, [George] Marcus y [Michael] Fischer, [Stephen] Tyler, [Vincent] Crapanzano, [Paul] Rabinow, [Bernard] Cohn, esa gente.

DMS: Bien, ésa es una pregunta fácil. Son, para cualquiera, unos idiotas.

RH: ¿Por qué dice eso?

DMS: Porque son idiotas. Están en un estado vegetativo irreversible.

RH: Quizá usted tenga una crítica más precisa que pueda compartir con nosotros.

DMS: Son unos idiotas. ¿Qué más se puede decir? (cf. Handler 1995: 8)

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Como quiera que sea, unos quince años antes que Viveiros descubriera la palabra fractali- dad Claude Lévi-Strauss ya manejaba a la perfección la noción de fractales en su poco co- nocido Mirar, escuchar, leer, un libro otoñal y periférico que los perspectivistas prefieren no mencionar. Refiriéndose a la música y la pintura Lévi-Strauss había escrito allí:

Kant dio su forma definitiva a la noción de un “entredós” donde se situaría el juicio estético, subjetivo como el juicio de gusto, pero que, como el juicio de conocimiento, pretende ser vá- lido universalmente. El descubrimiento de los fractales revela, a mi entender, otro aspecto de ese “entredós”, que no sólo concierne al juicio estético sino a los mismos objetos a los que este juicio reconoce la cualidad de obra de arte.

Por poco que nos ejercitemos en descubrirlos, objetos extraordinariamente comunes en la na- turaleza son fractales que, muy a menudo, despiertan en nosotros un sentimiento estético. Esos objetos, ¿acaso no están “entre dos” y eso en un doble sentido? Su realidad es interme- dia entre la línea y el plano; y los algoritmos que los engendran –aplicación repetida de una función a sus productos sucesivos– requieren además una filtración que discrimine o elimine ciertos valores obtenidos mediante el cálculo (según entren o no dentro del campo, ya sean pares o impares, estén a la izquierda o a la derecha; o bien siguiendo otros criterios). […] De- lacroix expresa con perfecta claridad la propiedad distintiva de los objetos fractales que, co- mo sabemos, consiste en tener una manera que una parte, por muy grande o muy pequeña que la escojamos, posee la misma topología que el todo (Lévi-Strauss 1994 [1993]: 60-62).

Aunque los fractales se definieron en su origen en relación con una geometría de la natura- leza y aunque no son muchos los aspectos de la sociedad y la cultura en los que se presenta estrictamente fractalidad, hay de todos modos un amplio margen para el uso de la idea de dimensión fractal y fractalidad en antropología y en las ciencias sociales (cf. Mandelbrot 1983; Eglash 1999; Reynoso 2006: 329-370; 2010: 111-158). Pero ni Lévi-Strauss, ni Wag- ner, ni Strathern, ni los perspectivistas de la corriente pos-estructural han alcanzado a entre- verlo y a llevarlo delante de manera apropiada.38 Es posible, en fin, que los trabajos de Wagner no aporten más que conceptos excesivamente abstractos e impregnados de una semiosis demasiado rara para la fundamentación que el perspectivismo está necesitando con urgencia; pero cooptar a un antropólogo angloparlante inquieto, beligerante y carismático que escribió un libro titulado La invención de la cultura se ve que ha sido para Viveiros una tentación demasiado grande. A la hora de las decisiones no importó mucho que en la región que Wagner estudió no se consigan shamanes, ni que él nunca haya abordado de lleno una mitología vinculada a la Amerindia, ni que en su episte- mología no apareciera ningún rastro de monismo, ni que en el perspectivismo el concepto de cultura del que habla Wagner esté condenado a ser sustituido por el de una antropología

38 Véanse mis cursos sobre fractales en la naturaleza, la ciencia y la cultura en mis páginas académicas (http://carlosreynoso.com.ar/?p=2182). Allí se encontrarán también punteros a instituciones vinculadas con tales estudios, referencias bibliográficas exhaustivas y vínculos a la totalidad de las piezas de software de estado de arte que existen sobre el particular.

123 inversa que él mencionó una sola vez, ni que su concepción y la de Marilyn Strathern sean ostensiblemente antagónicas, ni que toda dialéctica implique por definición una cierta dua- lidad. Por precario que sea el aparato epistemológico, por excéntrica que sea la motivación, por irrelevantes que sean los datos y por fea que sea la escritura etnográfica (y en contraste con la de –pongamos– Malinowski o Raymond Firth la etnografía petulante de Wagner lo es hasta la náusea) todo puede llegar a servir, incluso lo que nos repele un poco y lo que traslada la discusión hacia extremos a los que nadie quiere llegar. Llevemos la cuenta: Clastres + Wagner, y pronto Strathern + Latour; todo suma. En esta coyuntura lo que más me llama la atención es esa rara camarilla de cascarrabias al borde de un ataque de nervios con quienes Viveiros ha establecido su simbiosis vital al costo de te- ner que reinterpretar y glosar inacabablemente sus argumentos, a fin de hacerles decir algo un poco más fructífero que los convulsionados aforismos que pronuncian y de hacer que los elementos disonantes engranen en el conjunto: una operación de salvataje que no deja una sola idea en claro ni armoniza ninguna disonancia, pero que él está seguro que vale la pena emprender “aunque sea al precio […] de cierta imprecisión metódica y de una equivocidad intencional” (Viveiros 2010: 26). En fin, en el juego de distinguir entre la maldad mala de los adversarios y la maldad buena de los adeptos no hay forma de perder: cara, gano yo; ceca, pierdes tú. Habiéndome encua- drado sin que nadie me empujara en el papel de crítico, la encrucijada en que me encuentro ahora es la de no saber cómo calificar esas tácticas; Gregory Bateson (¿quién si no?) las ha- bría llamado doble bind; Joseph Heller, catch-22; Jack B. Soward, Kobayashi Maru; Ema- nuel Lasker, Zugzwang. Para acabar con la discusión sobre este simulacro el calificativo que mejor les cabe, creo yo, es lisa y llanamente malentendimiento.

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DRILL-DOWN: VIVEIROS Y EL POS-ESTRUCTURALISMO RIZOMÁTICO

Terrorismo posmoderno

Uno de los aspectos más conmovedores del estado de ánimo del posmodernismo actual es la forma en que parece lobotomizar a algunos de nuestros mejores graduados, reprimir su creatividad por miedo de hacer alguna conexión estructural interesante, alguna relación entre prácticas culturales, o una generalización comparativa.

Marshall Sahlins, Waiting for Foucault, still (2002: 48 )

Por más que el tenor, el registro y el modo del discurso de Viveiros trasunte que él se apo- senta en una visión de conjunto del panorama intelectual contemporáneo, hay una cantidad inusitada de autores, corrientes y disciplinas que son invocados a gritos por los temas que trata pero que rara vez o nunca asoman en sus textos. Aparte del grueso de las antropolo- gías anglosajonas antiguas y modernas –la que no es una pequeña exclusión para alguien que se supone escribe principalmente sobre teoría antropológica– hay tres orientaciones que son objeto de evitación sistemática en el canon de sus referencias:  En general los filósofos y antropólogos posmodernos ajenos al círculo íntimo pos- estructuralista de Deleuze, Foucault y Derrida se mencionan rara vez, casi siempre en términos levemente despectivos, administrando la diatriba de tal manera que no queda del todo claro quiénes conforman el exogrupo y por qué razón se los excluye, dado que en el plano paradigmático ningún posmo ha dicho ni hecho nada que los perspectivistas no se dediquen a decir y hacer la mayor parte del tiempo. Al menos una figura importante del posmodernismo (Marilyn Strathern) fue admitida en las filas perspectivistas, aunque siempre silenciando su carácter de tal. Pero en honor a la verdad, la oposición de Viveiros y Latour hacia el posmodernismo se me hace que es de la boca para afuera. Nunca se verá en sus textos que se desencadene con- tra los posmos una violencia verbal comparable a la que sólo les provocan los mo- dernos; nunca los perspectivistas se atreverán tampoco a cuestionar a un posmo mencionando su apellido por insignificante que sea la objeción que le interpongan (cf. Viveiros 2010: 87-88 ; Latour 1990; Latour 2005: 58, 116; Latour 2007: 95,

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196-197).39 Lo mismo cabe decir de la actitud del movimiento frente al relativismo, al cual ambos autores (como diría Derrida) fingen que fingen cuestionar poniendo en escena un simulacro de equidistancia y distinguiendo, previsiblemente, un relati- vismo que es muy bueno y otro que nunca llega a ser totalmente malo (Latour 2005: 24, 122, 175; Viveiros 2010: 40, 58 ). Quienes busquen argumentos sinceros y rigurosos sobre las limitaciones y oscuridades del posmodernismo y el relativismo no los hallarán, ni aun en ciernes, en el corpus de esta doctrina. La máscara de pre- moderno o de no-posmoderno que se pone Viveiros no cubre sus facciones: cuando él quiere hacer objeto de oprobio a una propuesta que le resulta ofensiva, el primer epíteto que le viene a la boca es, precisamente, el de “moderno”, como lo demostró en su crítica al neo-animismo de Nurit Bird-David (1999: S79-S80), la antropóloga social de la Universidad de Haifa que pretendió elaborar una epistemología relacio- nal de inspiración animista sin solicitar el pláceme del perspectivismo oficial. En cuanto al silencio en que se mantienen los nombres de posmodernos y relativistas hay dos explicaciones posibles: la primera, por supuesto, es la alianza subterránea que media entre todas estas teorías; la segunda (que no excluiría del todo) es que el conocimiento que ellos tienen del tema sea más sumario todavía que sus saberes an- tropológicos y que después de todos estos años todavía no tengan bien en claro quién es quién.  Los estudios culturales, históricamente centrados en los medios de comunicación de masas y en la cultura urbana, tampoco son siquiera mencionados en la literatura del movimiento, lo cual es llamativo si pensamos en el impacto que han tenido en la an- tropología de Brasil y en la afinidad existente entre culturistas y perspectivistas en lo que hace a mantener las disciplinas sociales fuera y lejos de las Naturwissen- schaften no obstante las proclamas de éstos –olvidadas al cabo de unos meses– en favor de un multinaturalismo. En ambas corrientes los conceptos descriptivos son unos cuantos y cada tanto se agrega alguno, pero todos ellos son heterónomos. Am- bos cuerpos de teoría comparten un mismo espíritu de proscripción de facto de cier- tas nociones epistemológicas y acciones investigativas hasta hace poco incuestiona- das (cuantificación, explicación, taxonomía, modelado, experimentación, sistemati- zación, hipótesis, comparación e incluso hermenéutica): un rasgo definitivamente

39 A excepción de François Lyotard, otrora miembro del pequeño círculo deleuziano, en la intelectualidad francoparlante ningún posmoderno ha admitido serlo. La mayoría de ellos (desde Baudrillard a Deleuze y Guattari) actúa como si el posmodernismo les fuera ajeno. René Schérer (1998: 21) ha llegado a decir que “Deleuze nunca se tomó en serio la moda del ‘posmodernismo’, quizás por la simple razón de que su filosofía estaba más adelante y ya había respondido a aquello sobre lo cual el posmodernismo podía interrogarse”. François Dosse, coincidentemente, asevera que Deleuze no estaba de acuerdo con el relativismo radical de La Condición Posmoderna, un año anterior a Mil Mesetas (Lyotard 1986 [1979]; véase Dosse 2009: 269-270, 452-454, 457-459). Los textos fundadores del posmodernismo antropológico virtualmente callan el nombre de Deleuze (cf. Clifford y Marcus 1986; Marcus y Fischer 1986; James, Hockey y Dawson 1997).

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autoritario y limitante, pero que se encuentra codificado como normativa no suscep- tible de discutirse en ambas regulaciones metodológicas (cf. Reynoso 2000: 77-126 ; Latour 1988b: 252; Latour 2005: ix, 1, 8, 9, 16, 22 etc.; Bloor 1999a: 95 ; Amsterdamska 1990 ).  Pero la escuela que realmente ha llegado a ser tabú en los libros sagrados del pers- pectivismo sin duda es el pos-colonialismo tal como se lo expresa en la obra de una de sus fundadoras, Gayatri Chakravorty Spivak. Esta exclusión es una vez más lla- mativa, pues Viveiros (2013: 94), como ya se vió, se ha juramentado a actuar “con- tra la sujeción cultural de América Latina a los paradigmas europeos y cristianos”, agregando que “la antropología hoy está ampliamente descolonizada, pero su teoría no está tan descolonizada todavía”: un programa que –diferencias geográficas y cul- turales aparte– suena bastante próximo a las proclamas fundacionales del poscolo- nialismo que nos vienen desde los tempranos ochenta. Excluidos entonces los posmodernos no pos-estructuralistas y los estudios culturales del campo teórico homologado por movimiento, mencionaré en este capítulo una formulación crítica de una intelectual pos-colonialista de primera agua contra dos de las figuras mayores del pos-estructuralismo que luego serían autores de referencia en el perspectivismo de Vi- veiros. Acabado este análisis y a fin de completar la interpelación de los fundamentos ac- tuales del perspectivismo pos-estructural, examinaré los vínculos entre esta fase terminal de la teoría y el pensamiento de Marilyn Strathern, Bruno Latour y (last but not least) Deleuze & Guattari.

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Descolonizacion y poscolonialismo

Después de sufrir su traducción de De la Gramatología de Jacques Derrida del francés a una especie de inglés robótico, después de soportarle en la Universidad de Columbia una conferencia indescifrable dictada con un levísimo acento Klingon (y de hacerle firmar una fotocopia de la traducción de un libro suyo que ella no recordaba haber escrito) y después de enterarme que se confesaba deconstruccionista y se llevaba muy bien con Homi Bhabha, durante años no tuve en alta estima ni a los trabajos de Chakravorty ni a ella misma como miembro del cupo femenino del triunvirato poscolonialista: un organismo que supo gober- nar a una corriente que ha sido tan hostil hacia la antropología como abiertamente descono- cedora de sus contenidos.40 Leerla hoy todavía me cuesta un poco más que un poco. Su escritura siempre ha sido árida y no muy idiomática para quienes están habituados al francés de Francia y al inglés de In- glaterra. Cada tanto su sintaxis resbala y su semántica se nubla; pero su crítica al occidenta- lismo y al etnocentrismo latente en el pensamiento de Foucault y de Deleuze es a juicio mío irreprochable y está libre por completo de la jerga pos-lacaniana que el finado estudioso cultural Stuart Hall llamó franglés y que después afearía gran parte de su producción. El argumento de Chakravorty está plasmado en su ensayo más famoso, “¿Puede el subalter- no hablar?”, acaso el último documento gramsciano y marxista del siglo XX que todavía vale la pena leer y un llamado de atención para lo que ahora se llama “antropologías del mundo”, proyecto éste demasiado presto a suscribir todo cuanto tenga el sello de los cultu- ral studies americanos o del pos-estructuralismo de París (Chakravorty 1988 ; Lins Ribei- ro y Escobar 2008). He puesto el ensayo de Chakravorty intencionalmente en línea para que el lector ahonde en sus afirmaciones, de las que ahora cuesta apreciar su originalidad y a las que el perspectivismo deleuziano siempre procuró barrer bajo la alfombra. Aquí citaré ape- nas este párrafo, escogido más o menos al azar:

La referencia de Deleuze a la lucha de clases es igualmente problemática; es obviamente una genuflexión: “Somos incapaces de tocar [el poder] en cualquier punto de su aplicación sin en- contrarnos nosotros mismos confrontados por su masa difusa. Cada ataque o defensa revolu- cionaria parcial se vincula de este modo con la lucha de los trabajadores” (FD, p. 217). La aparente banalidad señala una desautorización. La afirmación ignora la división internacional del trabajo, un gesto que marca a menudo la teoría política pos-estructuralista. La invocación de la luchas de los trabajadores es funesta en su mera inocencia; es incapaz de tratar con el capitalismo global: la producción de sujetos trabajadores y desempleados dentro y en el centro de las ideologías de la nación-estado; la sustracción creciente de la realización de valor de plusvalía y del entrenamiento “humanístico” en el consumismo a la clase trabajadora en la

40 Los miembros del triunvirato son, reconocidamente, la bengalí Gayatri Chakravorty Spivak, el indio de Mumbai Homi K. Bhabha y el palestino de Nueva York Edward Saïd [1935-2003].

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Periferia; y la presencia en gran escala del trabajo paracapitalista tanto como el estatuto es- tructural heterogéneo de la agricultura en la Periferia. Ignorando la división internacional del trabajo; tornando “Asia” (y en ocasiones “África”) transparente (a menos que el tema sea os- tensiblemente el “Tercer Mundo”); restableciendo el sujeto legal del capital socializado – es- tos son problemas comunes a la mayor parte de la teoría tanto estructuralista como pos-es- tructuralista. ¿Por qué han de ser sancionadas tales oclusiones precisamente en esos intelec- tuales que son los mejores profetas de la heterogeneidad y del Otro? (Chakravorty 1988: 67 ).

Más allá de esta admonición decisiva, avanzado el siglo XXI se percibe que la teoría polí- tica quizá no sea el segmento más perdurable del legado deleuziano y que ha sido impug- nada desde la izquierda y más todavía desde la periferia y la subalternidad con una contun- dencia demoledora.41 Me consta que en esta región de la teoría la arrogancia de los profetas pos-estructuralistas y de sus hermeneutas del primer y tercer mundo se impone con facilidad y que la reflexividad allá y aquí se encuentra un tanto floja de papeles. Me consta también que muchos intelec- tuales de credo pos-estructuralista están convencidos que Deleuze ha formulado una durí- sima, mortífera y frontal crítica al capitalismo en términos de economía política y de políti- ca a secas que ni yo ni los mencionados Peter Hallward, Pascal Engel, Alain Badiou, Ale- xander Bar, Jan Soderqvist y Slavoj Žižek (entre otros muchos) hemos sido capaces de identificar y de establecer consenso sobre su significado. No me incomoda que alguien lo crea así. Pero el militante o candidato a perspectivista que conozca ésta y otras críticas y aun así se empeñe en seguir creyendo en el carácter emancipador y libertario del pensa- miento rizomático hará bien –lo creo honestamente– en volver a pensar en ello un poco mejor.

41 Peter Hallward (2006: 162-164) ha escrito: “Pocos filósofos han sido tan inspiradores como Deleuze. Pero aquéllos que todavían quieran cambiar nuestro mundo o empoderar a quienes lo habitan necesitarán buscar inspiración en otro lugar”. Véase también Engel (1994 ), Badiou (1997), Jameson (1997 ); Schérer (1998: 12, 18, 20, 75); Bar y Soderqvist (2002) y Žižek (2006: 38, 50 et passim).

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Marilyn Strathern: posmodernismo, pos-estructuralismo y complejidad

La antropología comparativa se encuentra en un im- passe. Un impasse deriva de nuestras matemáticas de números enteros, la tendencia a contar en unos. ¡Una regla de casamiento en veinte sociedades deviene veinte instancias de la regla de casamiento! Sabíamos que ha- bía un problema cuando pensábamos en sociedades co- mo unidades vinculadas, en que realmente no podíamos contarlas. Pero este segundo absurdo se combinaba con el primero. La sociedad es ya sea la mitad de un fenó- meno (del cual la otra mitad es todo lo demás a ser estu- diado sobre la vida humana); o bien es un fenómeno en- tero dividido en partes – sistemas, instituciones, conjun- tos de reglas. Las partes aparecen como componentes individuales que también pueden ser enumerados.

Marilyn Strathern (1996: 62 )

Apenas un escalón por debajo de Deleuze y Guattari, los tres ángeles guardianes de la an- tropología pos-estructuralista de Viveiros son, sin duda, Roy Wagner, Marilyn Strathern y Bruno Latour. A la crítica del pensamiento rizomático de los primeros he dedicado un en- sayo completo disponible en mi sitio de Web, así como un capítulo especial de este libro en el que abordaré el tema otra vez aunque desde una perspectiva distinta (cf. Reynoso 2014  y págs. 156 y ss.). A Wagner ya le he consagrado casi un capítulo, lo cual me libera del tor- mento de tener que evaluarlo aquí de nuevo. De Latour tratará el capítulo que sigue a éste. Toca aquí entonces discutir el aporte de Marilyn Strathern, Dame de la Corona Británica, (pos)feminista y profesora de la Universidad de Cambridge, quien se ha tornado paula- tinamente, contra todo augurio y toda lógica, en un@ de l@s antropólog@s de referencia de la segunda modalidad del perspectivismo. Empecé a tomar conocimiento de la obra teórica de Strathern hace más décadas de las que quiero confesar, y hasta traduje alguna vez, un cuarto de siglo atrás, uno de sus artículos más renombrados, pretenciosos e inacabables (“Ficciones persuasivas”) para mi compila- ción sobre El Surgimiento de la Antropología Posmoderna. Debí hacerlo entonces porque (aunque los perspectivistas se esfuercen por eludir el tema) Strathern califica como figura arquetípica de un posmodernismo by the book al cual tanto Viveiros como Latour han simu- lado oponerse desde siempre (Viveiros 2010: 93 ; Latour 2005: 95; Reynoso 1991a ). En algún momento “Ficciones…” formó parte de la bibliografía de trabajos prácticos de mi versión de la materia de Teorías Antropológicas Contemporáneas de la Universidad de Buenos Aires, de donde tuve que quitarla de prisa a los pocos meses porque ni el alumnado ni los experimentados auxiliares de cátedra, habituados a textos de un ritmo más ágil, de una fundamentación más seria, de un vocabulario más rico y de una creatividad más inten- sa, veían mucha sustancia en su verbosidad.

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Amén de pertenecer a una orientación que tampoco me despierta muchas simpatías, Stra- thern es, para decirlo en pocas palabras, una escritora que no dudo en calificar de inocua por más que ella crea que lo está alborotando todo y que ha puesto a sus adversarios, mer- ced a su propia garra argumentativa, en las puertas de la obsolescencia o al borde de la de- sesperación. Esta petulancia es lo que la torna potencialmente nociva, pues si se presta aten- ción a sus argumentos se comprobará que aparte de un puñado de consignas ancladas en el tiempo y de frases hechas de redacción característicamente confusa, ella no tiene para ofre- cer ninguna alternativa original que se encuentre rigurosamente configurada y que compen- se los impasses de la antropología comparativa, los que al final del día tampoco queda claro cuáles podrían llegar a ser. Un indicio del carácter rudimentario de sus razonamientos lo tenemos en el epígrafe que he escogido para este capítulo: Strathern verdaderamente cree que el contar en base a unidades en el seno de colectivos discretos que son de hecho recursivamente enumerables es una tara congénita de la antropología (o de Occidente, o del positivismo). Ni siquiera se le cruza por la cabeza el carácter universal de esa idea (Pirahã, Einstein, Riemann, moscas y loros grises incluidos), o el hecho de que el sistema decimal de numeración que nos paraliza, incluyen- do los glifos numéricos que lo acompañan, ni es europeo de origen, ni ocasiona la restric- ción de las aritméticas a los números enteros, ni define impedimento alguno a las reglas de casamiento o a las analíticas de parentesco existentes, posibles o imaginables. Todo depen- de, por otra parte, de qué es lo que se está numerando, a qué escalas y con qué objetivos, un asunto que no parece importarle demasiado, como tampoco parece interesarle asomarse a los variados sistemas de numeración explorados por la etno-matemática y la antropología del número en el último cuarto de siglo. Este es un campo de estudios al cual a ella y a quienes le prestaron fe les convendría conocer mejor antes de dictar cátedra sobre temas en los que su falta de actualización y sus vacíos conceptuales son más que evidentes (cf. Still- well 1989; Eglash 1999; Netz 1999; Zaslavsky 1999; Ascher 2004; Fayol y Seron 2005; Campbell y Epp 2005; Zorzi, Stoianov y Umiltà 2005; Borovik 2007; Giaquinto 2007; Ruelle 2007; Spagnolo y Di Paola 2010). Para dar un poco de vida a los conceptos forjados (o más bien reciclados) por Strathern, Vi- veiros vuelve a echar mano de la lectura proyectiva, atribuyendo a sus personajes favoritos conceptos que ellos han utilizado diferentemente, que no han manejado en absoluto o que no son independientes del contexto y la ocasión en que se los ha aplicado. Veamos, por e- jemplo, la forma en que nuestro autor atribuye a Strathern (1996 ) un uso innovador del concepto deleuziano de multiplicidad:

En realidad, la multiplicidad es el cuasi-objeto que viene a reemplazar a las totalidades orgá- nicas del romanticismo y a las asociaciones atómicas de la Ilustración que parecen agotar las posibilidades de que disponía la antropología. Por lo tanto, la multiplicidad invita a una inter- pretación completamente diferente de los megaconceptos emblemáticos de la disciplina, Cul-

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tura y Sociedad, hasta el punto de volverlos "teóricamente obsoletos" (Strathern et al., 1996 [1989]) (Viveiros 2010: 104 ).

Dejemos de lado el hecho de que la idea de obsolescencia (igual que la de vanguardia) sea tan característicamente moderna, tan afín a la Aufhebung hegeliana/marxista y tan ajena a la catequesis rizomática que costaría horrores justificar su presencia en este contexto (cf. Huyssen 2002 [1986]: 27, 301-302). El argumento de Viveiros, empero, presenta signos de posible mala praxis que son mucho más turbadores que esa mera incongruencia: quien bus- que corroborar la cita leyendo el estudio de Strathern que menciona Viveiros (cuya fecha suena demasiado temprana para ser tributaria de una idea deleuziana) hallará que el trabajo de referencia no es una publicación de “Strathern et al.” sino una de las sesiones del Grupo de Debates en Teoría Antropológica (GDAT) de la Universidad de Manchester presidido por Tim Ingold antes que éste se convirtiera de lleno al perspectivismo (Strathern y otros 1996 ). De hecho, la compilación de los primeros debates del GDAT se publicó en 1996 pocas semanas antes que Viveiros fundara el movimiento y también unos cuatro o cinco años antes de que Strathern tuviera motivos para leer Capitalismo y Esquizofrenia, un texto del que no sólo no hay constancia autógrafa de que lo leyera alguna vez, sino que hay testi- monios abrumadores (incluso autógrafos) de que a pesar de la insistencia de Viveiros, Stra- thern nunca lo ha leído ni ha demostrado que le interese hacerlo en el futuro.42 A lo que voy es a que ni en la ponencia de Strathern ni en parte alguna de los debates de Manchester de 1989 hay la menor referencia a Deleuze, al rizoma o a la multiplicidad. El único autor mencionado por Strathern, convencionalmente, es [1910-1989], fallecido pocos meses antes, reconocido cuestionador de conceptos abstractos y esencialis- tas de la clase exacta que la multiplicidad deleuziana encarna más manifiestamente que nin- guna otra noción. Por eso es que quiero llamar atención sobre el truco que perpetra Viveiros cuando yuxtapone una opinión suya con una cita textual de terceros para dar la impresión que éstos originan, avalan y sustentan lo que él afirma. Esta “labor de encomillado” es un artificio usual que he identificado hace años en la escritura de Deleuze y Guattari, de quie- nes Viveiros probablemente la aprendió, llevándola a su paroxismo a lo largo de la absoluta totalidad de sus Metafísicas Caníbales (cf. Viveiros 2010: 21, 70, 92, 94, 104, 105, 106, 107, etc.  y pág. 169 más adelante). En uno de los capítulos más jugosos de Ciencia en Acción Bruno Latour (1992 [1987]: 32-49) ofrece un amplio muestrario de estas argucias

42 La moción “The concept of Society is theoretically obsolete” (impulsada por Strathern y Christina Thoren) se impuso por 45 votos a favor, 40 en contra y 10 abstenciones. La sesión de GDAT del año 2008, 19 años más tarde, giró sobre el tema “Ontology is just another word for Culture”. En el panel estuvieron a favor Mi- chael Carrithers y Matei Candea, y en contra Karen Sykes y Martin Holbraad. Insólitamente, no participó nin- guna figura perspectivista de peso, quizá porque la noción de ontología ya no concitaba tanto interés para ese entonces. La moción fue rechazada sin pena ni gloria por 39 votos en contra y 19 a favor, con un número des- proporcionado de abstenciones (Venkatesan 2008 ). El significado de la primera votación desdichadamente está muy claro; el de la segunda se me escapa.

132 de la referencia bibliográfica; como si estuviera desarrollando un ejemplo ilustrativo de alto valor pedagógico, Viveiros, en éste, su texto más insatisfactorio y desesperado, no deja nin- gún ejemplar del conjunto sin ejecutar. Cuando llegue el momento, según veremos luego (pág. 147 y ss.), Latour tampoco se privará de hacer exactamente lo mismo. También es curioso que aunque en su obra tardía Viveiros siempre cita a Strathern en conti- güidad con Deleuze, ella nunca mencione ni a Viveiros ni a Deleuze (ni, por supuesto, a Descola) en uno de sus trabajos de survey exhaustivo sobre un tema tan conexo con el para- digma perspectivista como lo es el de la persona y el cuerpo (Strathern 2004a). En otro artículo aun más reciente, Strathern comenta algunos intercambios de ideas que mantuvo con Viveiros en charlas de pasillo pero sin referirse a nada que cale hondo en las problemá- ticas teóricas del movimiento. Tampoco menciona Strathern conceptos directamente inspirados en Deleuze y Guattari en otros textos de la misma época. Aunque en la conferencia ligeramente anterior titulada The Relation: Issues in complexity and scale43 hay por cierto una apología celebratoria de la obra de los filósofos, la misma autora deja en claro que hasta entonces no había leído Mil Mesetas y que menciona este libro que versa sobre temas “más allá de su competencia” a través de las citas que de él hiciera Arturo Escobar (Strathern 1995: 21, 41-42 ). En otra discusión sobre los nuevos conocimientos y la crítica que habría venido de perillas para discutir temas característicamente pos-estructurales, Deleuze, una vez más, ni siquiera es mencionado por Strathern (2006). Lo mismo se aplica a “Cutting the network” (1996) donde se menciona a Derrida y a Latour pero no a Deleuze. Y lo mismo vuelve a suceder en el libro Partial Connections, al cual se refiere Viveiros (2010 [2009]: 107 ) reprodu- ciendo esto que Strathern escribe:

Los antropólogos en general han sido animados a pensar que lo múltiple es la alternativa al uno. En consecuencia, nos ocupamos ya sea de unos, es decir, de sociedades que tienen atri- butos singulares, o bien de una multiplicidad de unos. […] Un mundo obsesionado por los unos y las multiplicaciones y divisiones de unos tiene mucha dificultad para conceptualizar las relaciones ... (Strathern 2004b [1991]: 52-53).

43 Strathern (1995 ) dictó esta conferencia en Oxford el 14 de octubre de 1994. Asistí a ella presentándome como traductor de sus ensayos, mostrándole un ejemplar de El Surgimiento de la Antropología Posmoderna (Reynoso 1991a ) que le arrebaté antes que atinara a quedárselo y huyendo de allí apenas la charla terminó, sin sumarme al aplauso que se desató sin motivo alguno cuando las luces lo señalaron. He puesto la conferen- cia en línea, con todos los recaudos legales, en la cuidada edición en forma de panfleto de la heterodoxa Prickly Pear Press. En algún momento de la charla, Strathern señaló las carcajadas (“laughter”, pp. 6-7) que puntuaron una presentación de James Frazer, risas que se reprodujeron en su propia disertación justo cuando mostraba esos párrafos y también un poco más tarde. Aunque físicamente estuve allí, no admito que se me in- cluya en el colectivo que el sustantivo laughter connota: los comentarios de Strathern sobre la holografía, la complejidad y la auto-organización (pp. 17-23) fueron tan predecibles y pueriles que juro no haber estado en- tre quienes tenían motivos para festejar.

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Strathern aplica aquí algo vagamente semejante a la interpretación deleuziana del concepto de multiplicidad, la cual tiene muy poco que ver con la noción de Riemann (a la cual en unas pocas ocasiones –reconozco– Viveiros parece comprender un poco mejor que el pro- pio Deleuze). En ninguna parte del libro, sin embargo, Strathern llama al concepto deleu- ziano por su nombre o se refiere a otra cosa que no sea la idea vulgar, callejera, anumérica, lunfarda y coloquial de multiplicidad, un término comodín que en la literatura perspecti- vista (mucho más que la idea de ‘paradigma’ en la epistemología de Thomas Kuhn) adopta un sentido distinto, se carga y descarga de atributos y se mimetiza con los temas centrales de los libros colectivos o de los simposios en que se lo trae a colación, sin aportar jamás un ápice de valor agregado a la antropología (véase p. ej. Viveiros 2006 ). Cuando Strathern (2004b: 53) asevera que “[u]n mundo obsesionado por los unos y las multiplicaciones y divisiones de unos [?] tiene mucha dificultad para conceptualizar las re- laciones” me queda cristalinamente claro que no domina el vocabulario esencial ni ha teni- do oportunidad de familiarizarse con las técnicas reticulares avanzadas y los desarrollos en la teoría de grafos que se han producido desde los años 90 y que se han multiplicado en lo que va de este siglo. Estas técnicas se han aplicado en gran número de estudios de excelen- cia en los cuales se siguen refinando las semánticas de la relación más complejas que han habido en ciencia alguna. Quien crea que las redes sociales antropológicas y los formalis- mos de representación del parentesco sólo vinculan nodos que representan unidades o indi- viduos mediante aristas que denotan relaciones estáticas están necesitando un drástico baño de actualización. Quienes se lamentan del impasse de la antropología analítica y compara- tiva deberían echar una mirada a la literatura transdisciplinaria sobre los grafos-p, los con- juntos parcialmente ordenados, los enrejados de Galois, las redes temporales, los modelos KAES, los grafos TIP y muchos otros modelos relacionales cuya mera descripción sumaria insumiría más páginas que las que dispongo (cf. Freeman, White y Romney 1991; White y Jorion 1996; Barrat, Barthélemy y Vespignani 2008; Reynoso 2009 ; Van Steen 2010; Holme y Saramaki 2011 ; Reynoso 2012).44 Distraída con las ficciones narrativas que se remontan a Frazer y a Malinowski y con otros tópicos de la lejana antigüedad, y preocupada en proferir dictámenes sobre las tribulaciones de un “pensamiento moderno” cuya amplitud y diversidad la exceden, Strathern jamás ha mirado en torno para establecer con la compostura requerida el estado de avance de la dis- ciplina y de la ciencia en general. Este es un hábito que comparte con muchos de los pos- modernos que en los años 80 iniciaron lo que ellos creen que son prácticas deconstructivas sin elaborar desde entonces heurísticas positivas más allá de leer y malentender algunos

44 A quien le interese asomarse al estado de arte de las técnicas relacionales de la disciplina puede consultar las páginas de Douglas R. White y seguir de ahí en más (véase http://eclectic.ss.uci.edu/~drwhite/ – Visitado en julio de 2014). También hay materiales abundantes en mis cursos sobre redes complejas y sintaxis espacial (cf. http://carlosreynoso.com.ar/?p=11580 y http://carlosreynoso.com.ar/?p=4003 – Idem).

134 textos de divulgación científica y de confiar, recursivamente, en intelectuales que han he- cho lo mismo que ellos. El pensamiento más extremo que ha formulado Strathern se encuentra hoy recluido en las páginas de “Cutting the network”. En él Strathern (1996) subraya que la palabra “relación” depende demasiado de entendimientos propios de Europa y Estados Unidos que tienen mu- cho que ver con el parentesco, y que tienden a enfatizar similitud y continuidad más que diferencia y discontinuidad. Por insólito que parezca, algunos estudiosos embarcados en las formas tempranas de la Teoría del Actor-Red (de la que trataremos en el capítulo siguiente) recibieron esta sugerencia estrambótica con inusual alborozo. Kevin Etherington y John Law (2000 ), por ejemplo, llegaron a escribir en un editorial de Environment and Plan- ning imprudentemente titulado “After networks” que

[s]i hemos de continuar con una estrategia relacional –y continuamos sosteniendo esa posi- ción– estos diferentes comentarios sugieren que necesitamos una comprensión de la relacio- nalidad que tome en cuenta la posibilidad de la alteridad dentro de las relaciones que nos preocupan; una alteridad, por añadidura, que no se reinscriba como otra forma de la diferen- cia. También sugiere que evitempos aferrarnos demasiado estrechamente a ciertas metáforas particulares. Quizá, como Strathern lo implica, necesitamos ser cuidadosos sobre la noción misma de relación: buscar otras metáforas que eviten una fijeza ontológica y espacial. […] Necesitamos un imaginario espacial más topológicamente complejo y de menor certidumbre para hacer justicia a la incertidumbre que la Alteridad trae consigo (Etherington y Law 2000: 128-129 ).

Si se observa bien, se comprobará que el artículo programático de Strathern en contra del concepto de relación es del año 1996 (anterior por tanto al estallido del perspectivismo), mientras que el de Etherington y Law en contra de la idea relacional de las redes es del 2000, por lo que resulta casi contemporáneo de la entrevista que Olaf Smedal (2001 ) hizo a Bruce Kapferer en la que este antropólogo manifestó que el análisis de redes sociales era para él un “caballo muerto”, tributario de una antropología pasada de moda. Amén de demostrar una insondable ignorancia respecto del carácter topológico, algebraico y abstrac- to (antes que geométrico, cuantitativo y ontológicamente homogéneo) de las “relaciones” en el ARS y en la teoría de grafos, las tres ponencias incurrieron en el anacronismo de pasar por alto la existencia de una espacialidad virtual tal como se la ha concebido, por ejemplo, en la etnografía multi-situada del antropólogo George Marcus y en otros modelos semejan- tes (1995 ; véase Reynoso 2009 ). Ninguno de los berrinches epistemológicos de Stra- thern, de los latourianos y de los perspectivistas que les prestaron crédito, de todas maneras, pudo impedir la revolución que se avecinaba. En el 2004 se comenzó a escribir el código de lo que al principio se llamó The Facebook, el cual devino en los dos años subsiguientes, a impulsos de la Web, la red social que todos conocemos, cuyo carácter dinámico, híbrido, múltiple, abierto, móvil, simétrico y horizontal está a la vista de quien quiera ver. Desde en- tonces, y ante el riesgo de quedar atrapados en un nicho de ideas tan ostensiblemente refu-

135 tadas por los hechos, tanto Strathern como los partidarios de la Teoría del Actor-Red en- contraron conveniente moderar sus alharacas pos-reticulares y anti-relacionales y nunca más volvieron a tratar el tema. Mientras que Viveiros calla toda mención del posmodernismo recalcitrante de Strathern y aplaude su contribución a la cuota feminista del perspectivismo, también la crítica prove- niente del feminismo en general y de la antropología feminista en particular viene cuestio- nando el vaciamiento teorético de la autora y su corrimiento hacia posturas abiertamente reaccionarias que fueron escalando desde los días de “Dislodging a World View” (1985), pasando por “An Awkward Relationship: ‘The Case of Feminism/Anthropology’” (1987) hasta detonar cismogenéticamente en The Gender of the Gift (1988). No fue un debate valioso, de esos que se pueden presenciar con provecho, sin experimentar dosis inadmisibles de irritación propia y vergüenza ajena. Todos los que participaron en la disputa se pasaron un poco de la raya: las feministas en su agresividad, Strathern en su con- servadurismo. Margaret Jolly, antropóloga feminista de la Universidad Macquarie y la Uni- versidad Nacional de Australia, ha formulado una crítica que nos permite empezar a com- prender los efectos ideológicos no del todo inesperados que acarrea la disolución de las “entidades unitarias” en el programa que impulsa Strathern, concomitante al perdón de las culpas, a la negación de la responsabilidad individual y –más centralmente– a una recusa- ción característicamente posmo de la idea de sujeto con ocho décadas de atraso respecto de Saussure (1916) y veinte años después de Lévi-Strauss (1983 [1971]: 567, 621). Escribe Jolly:

Lamento la parálisis en su postura teorética final sobre género y poder. [Strathern] niega la existencia de dominación masculina en las Tierras Altas de Nueva Guinea (pp. 325-328). Ella argumenta que debido a que los hombres y las mujeres no son entidades sociológicas unita- rias, dado que hay múltiples personas con partes masculinas y femeninas, no podemos hablar el lenguaje de la dominación, porque la”[d]ominación es una consecuencia de emprender acción, y en este sentido he sugerido que todos los actos son excesivos” (p. 337). No estoy de acuerdo. Aunque es crucial ver que tanto los hombres como las mujeres son actores y no sim- plemente presentar las mujeres como víctimas de la libre voluntad masculina, pienso que también debemos reconocer cómo es que las mujeres en algunos contextos no son sólo eclip- sadas por los hombres sino dominadas por ellos, a menudo por la persuasión y a veces por la violencia. […] La estética opresiva [de la violencia] no es sólo una creación masculina, sos- tiene Strathern. Pero ¿debemos estar de acuerdo en que debido a que la dominación es par- cial, contextual y creada juntamente por lo tanto no existe? (Jolly 1992: 147-148)

El argumento de Strathern (y lo digo en serio) afirma poco más o menos, en sintonía con interpretaciones ficcionales, “estéticas” y en última instancia masoquistas de la dialéctica del amo y el esclavo, que no puede responsabilizarse cien por ciento a los varones si a las mujeres les place situarse en la trayectoria de los puñetazos, y que no debe hablarse de vio- lencia de género puesto que también hay, por ejemplo, niños victimizados y porque las per-

136 sonas son múltiples y todas ellas albergan rasgos de géneros diversos. Se me ha dicho que detrás de estas tesis hay una lúgubre historia personal, pero a pesar de que es ella quien se regodea en tender macabramente los anzuelos no pienso seguir la discusión hasta tales con- fines. Lo que sí me importa, en todo caso, es señalar que no es cooptando la figura de Stra- thern que el perspectivismo podrá satisfacer sin conflicto su cuota de corrección política en materia de género. Pasando a cuestiones bastante menos angustiantes, la revisión que hizo la antropóloga Nan- cy Munn de la Universidad de Chicago del libro Partial connections, mayormente en sim- patía, señala sin embargo factores francamente negativos en la escritura de Strathern (2004b) que una población creciente de antropólogos percibe con claridad pero que resultan invisibles para sus aliados perspectivistas:

En conclusión, este libro contiene ideas interesantes y comentarios sutiles sobre variados as- pectos de la comparación y la descripción, pero la lógica del argumento es a menudo frus- trantemente poco clara incluso para el lector más dedicado. Esta dificultad deriva en parte de la exposición elíptica de Strathern en la cual las ideas y la etnografía entre a menudo en cor- tocircuito, y por ende sobresimplificada y (como en la estrategia a la que Strathern se opone) descontextualizada. También es perturbadora la exclusión de referencias históricas a lo que se podría considerar que son las contribuciones teoréticas clásicas a algunas de las ideas que Strathern presenta sólo mediante modelos analógicos: por ejemplo, en el caso de los “cyborgs melanesios” uno piensa de inmediato en el (no mencionado) [Marcel] Mauss (Munn 1994: 1013).

Particularmente útil y representativa del sentir general es la crítica de Paula Brown de la State University de Nueva York en Stony Brooke sobre The gender of the gift:

El lector debe remontar dificultades de terminología especial (personas múltiples y dividua- ción, encadenamiento, extracción, encompasamiento y más) así como de uso especial de tér- minos del análisis antropológico Occidental (metáfora, metonimia, relaciones o intercambios mediados y no mediados). El lenguaje estándar parece tomar significados nuevos o diferen- ciados; por ejemplo, “dar por sentado”, utilizado a menudo, se aplica tanto al pensamiento Melanesio como a los autores Occidentales. En este punto, estoy segura que la reacción de Marilyn debe ser “¡ella no me entiende en absoluto!”

El único antropólogo a quien aprueba por completo es a Roy Wagner. Uno se pregunta sin embargo cómo es que ella acepta su concepto de invención-convención cultural; me parece a mí que esto depende del contraste entre individuo/sociedad que Strathern rechaza. La delica- da revisión de conceptos convencionales requiere más o menos reorientación y, por ejemplo, cuando al final Strathern introduce la agencia (cap. 10) no se nos muestra cómo es que los in- dividuos inventan algo; ellos pueden hacer que un evento suceda pero dudosamente lo origi- nan. Para Strathern, la prueba está en el resultado, los eventos y las perspectivas que se si- guen. No creo que esto explique adecuadamente la innovación. Mientras que en apariencia soporta y favorece a Wagner, sus personas no aparecen actuar como individuos, decisores, in- ventores, sino que son tipos ideales, ejecutantes en roles y relaciones fijas, a veces con una

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estrategia, pero siempre ligados a una cultura y a sus relaciones. La persona múltiple es, tal parece, un complejo de roles estereotipados, ejecutados vis-à-vis su rol de esposo, pariente, miembro del mismo o del otro sexo (Brown 1992: 127-128 )

La oscuridad y el rebuscamiento en la escritura de Strathern es resaltada nuevamente en es- te review que Cris Shore, antropólogo del Goldsmith’s College de Londres, formuló a Re- producing the future (Strathern 1992):

Parece haber una deuda no reconocida con Foucault. Igual que pasa con Foucault, también, su escritura es difícil de leer y aparenta ser conscientemente diseñada para frustrar el resumen o la traducción a una terminología crítica. Sin duda este estilo es deliberado, un intento de usar la ambigüedad para forzar continuamente al lector a cuestionar su propia interpretación del texto. Desafortunadamente, igual que el “discurso Euro-Americano” que Strathern trata de desenredar, la propia escritura de Strathern ha de ser laboriosamente deconstruida y desen- redada para revelar sus significados opacos (Shore 1993: 402).

Con una calidad que empeñece a muchas de las críticas procedentes del feminismo, la tem- prana revisión de Mary Douglas de The gender of the gift (Strathern 1988) se siente como un bienvenido soplo de inspiración, claridad conceptual y relevancia. Strathern contestó varios de los cuestionamientos que le formularon entre los ochenta y los noventa, incluyen- do una sonora respuesta al feroz embate de la socióloga derridadaísta Vicki Kirby (1989) de la Universidad de New South Wales en Sydney; pero nunca fue capaz de responder a éste:

Esforzándose contra su hombre de paja, el pensamiento Occidental, la autora está haciendo menos de lo que podría haber hecho con su tema. […] Para llevar adelante este ejercicio [Strathern] necesitaría darse cuenta que como la Occidental que es ella posee opciones dentro de su propia cultura. No tiene que ser una relativista, y ciertamente no tiene que suscribir ni siquiera indirectamente a una imposible búsqueda de fundamentaciones del conocimiento. Las reglas del discurso que tornan el discurso imposible son absurdas: ella no debería tomar- las seriamente. Pero evidentemente lo hace, juzgando por sus elaboradas construcciones de- fensivas.

La simple solución para justificar la segunda parte del libro sería reconocer el valor de la teo- ría y aceptar su relación con la acción. La acción crea problemas, la teoría escoge entre pro- blemas, y los problemas escogidos justifican las definiciones. Las estudiosas feministas están libres de los constreñimientos relativistas justamente porque tienen un problema y definen sus conceptos según el problema lo requiere. L@s otr@s estudios@s pueden hacer lo mismo. Pero los problemas, igual que las teorías y las definiciones, son altamente sospechosas para el posmodernismo. Su ausencia deja expuestos a los estudiosos que quieren trabajar sin ellas. Marilyn Strathern trata de rechazar la crítica de relativismo repudiando la teorización. Ella en apariencia está de acuerdo en que la teoría es una forma lamentable de dominación, e implíci- tamente desea que el análisis teorético pudiera ser hecho sin distinguir, clasificar y jerarqui- zar (Douglas 1989).

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A casi treinta años de haber sido escrito, el sereno cuestionamiento de Douglas al exaspera- do libro de Strathern permite apreciar, asimismo, la diferencia de estatura intelectual entre una y otra antropóloga. Dado que estas querellas se encuentran entre las contadas disputas entretenidas de la antropología inglesa de fines de los ochenta, muchas veces fieras, pocas veces importantes, nunca acabaré de explicarme el motivo del silencio que el perspectivis- mo (que se precia de honda reflexividad, interés en la multiplicidad de perspectivas y visión de conjunto) mantuvo sobre estos y otros intercambios. Tanto o más sorprendente que la disolución del individuo en la antropología de Strathern y que el capcioso intento de conciliación entre su concepto de multiplicidad y el de Deleu- ze/Riemann que lleva a cabo Viveiros es que ambos perspectivistas nos imputan a “los an- tropólogos en general” estar embrutecidos por la idea de que “lo múltiple es la alternativa al uno”. En este punto es donde me asalta una infinidad de preguntas sobre los fundamentos y los objetivos de estas aseveraciones. En base a una oscura noción de multiplicidad que des- piezaremos en breve (pág. 159 y ss.) y a una concepción de la fractalidad que hemos de- mostrado incoherente (pág. 118 y ss.), la corriente perspectivista ha alentado la adopción de estrategias que a la larga resultan funcionales a posturas “retrógradas”, “sobresimplificado- ras”, “absurdas” y “paralizantes”, como las ha calificado una crítica que no cabe sospechar de cientificista y que representa un espectro que va desde la antropología simbólica clásica hasta el pos-estructuralismo derridadiano (cf. Kirby 1989; Jolly 1992; Douglas 1989; Shore 1993; Munn 1994). Las preguntas que vienen a la mente ante una teoría que considera obsoleto el concepto de lo social, que renuncia a la búsqueda de explicaciones y que prioriza por encima de todo liberar a la antopología (o a lo que quede de ella) de una percepción equivocada de las rela- ciones entre lo uno y lo múltiple son innumerables: ¿Estamos en verdad presos de un pen- samiento semejante, o más bien se trata de un dilema fútil que sólo se presenta cuando se asume determinada perspectiva? ¿Cómo se concilia el cuestionamiento de la antropología convencional porque “experimenta dificultades para concebir las relaciones” con la pro- puesta de repudiar el concepto de relación? (cf. Strathern 2004b [1991]: 52-53 vs. Strathern 1996: passim). Situándose Strathern en una tesitura declaradamente antiteórica ¿existe una teoría a la cual le sirva para algún fin práctico tal género de abstracción? En una analítica de la vida real, como por ejemplo en la que Lévi-Strauss aplica al mito o al parentesco, o en las operaciones normalizadas del ARS y el álgebra de grafos ¿qué operaciones concretas se descalabran debido a la obsesión del estudioso “por los unos y las multiplicaciones”? Si a lo único que se concede existencia en lo que antes se llamaba sociedad son esas enigmá- ticas, monolíticas e indefinibles multiplicidades, y si en ninguna parte hay individuos o ele- mentos, o conjuntos y subconjuntos, o clases, cliques, grupos, estratos, redes, conglomera- dos, motivos, isomorfismos, linajes, filiaciones, poder, corporaciones, influencia, alianzas, parentesco, roles o lo que fuere ¿qué relaciones urge entonces conceptualizar? ¿Son los es- tudiosos de la sociedad o son en realidad los perspectivistas los que creen que esas catego-

139 rías relacionales son cosas de las que ya no puede hablarse hasta tanto la filosofía posmo no resuelva la relación entre lo plural y lo singular? A la luz de esto último ¿no queda más bien demostrado que son Strathern y Viveiros (y más tarde Latour) quienes desconocen la existencia de una conceptualización relacional desbor- dante en el corazón de la antropología, acaso el mayor logro de la disciplina en el curso de su historia? ¿A cuento de qué se cuestionan metodologías cuyos fundamentos se ignoran y cuyos procedimientos no se comprenden desde una doctrina que desconoce los conceptos más básicos en este terreno, tales como la recursividad, la no-linealidad y la emergencia? ¿Cómo puede una estrategia que se pretende excluyente de todas las demás consistir sólo en heurísticas negativas a excepción de una multiplicidad que jamás se define y desde la cual está prohibido formular cualquier clase de explicación? ¿Existen o no existen las redes so- ciales (sean las de los mineros de Zambia o las de Facebook y Twitter) como un tejido de relaciones en el seno de la sociedad susceptible de ser interpelado? ¿No existen ya acaso (como genialmente dijo Viveiros en su mejor momento) demasiadas cosas que no existen? La pregunta más significativa que me hago, sin embargo, es que si es verdad que los antro- pólogos, obsesionados como estábamos “por los unos y las multiplicaciones y divisiones de unos”, experimentábamos tales dificultades para conceptualizar relaciones, cómo es que fue posible que concibiéramos la dinámica de redes complejas con sus álgebras subyacentes y la sintaxis espacial, acaso las conceptualizaciones relacionales más poderosas y de más am- plias consecuencias operativas en el conjunto de las ciencias contemporáneas (cf. Reynoso 2012). En lastimoso contraste con esta idea, y ya que el perspectivismo de las multiplicida- des es lo que está en la mira y todas las pruebas están ahora sobre la mesa, en verdad digo que no conozco en todo el campo de la antropología contemporánea una estrategia teórica y metateórica que haya perdido tan flagrantemente el norte, que ennoblezca a pensadores que lo merecen tan poco y que haga alarde, pese a ello, de ese irritante aire de superioridad.

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Bruno Latour y la Teoría del Actor-Red

Hay que señalar que Latour casi no se refiere a los an- tropólogos profesionales. Habla de algunos, claro, pero destaca que lo que siempre le interesó de la antropolo- gía fue su método, no sus conceptos, ni, mucho menos, sus teorías. No es difícil comprender esta posición de Latour si recordamos que una de las características de la llamada antropología de las sociedades complejas siem- pre fue tomar conceptos considerados tradicionales en la antropología de otras sociedades y aplicarlos a la nuestra. El problema es que uno de los efectos de esa o- peración (que podríamos denominar falsa simetrización) suele ser un debilitamiento generalizado de lo que se está diciendo de nuestra propia sociedad, una banaliza- ción tanto del discurso antropológico como del objeto al que está siendo aplicado.

Viveiros de Castro (2013a: 138-139).

Por más que su prosa rebose de un espíritu anticientífico, un sarcasmo y una soberbia que algunos creen que trasuntan las maneras y los guiños de un autor genial, y por más que su tópico de conversación tienda a girar últimamente en torno a una locuaz teoría de redes, ad- mito que tampoco le creí nunca nada al prestigioso Bruno Latour, quien acaba de pronun- ciarse perspectivista sin renunciar, desde los meros títulos de su manifiesto, a los aguijona- zos lúdicos de una retórica que siempre se jactó de autonomía y que tiene en el engreimien- to carismático de su gestor su mérito más precioso. El lector acaso admire a Latour explicablemente, aunque más no sea porque él se dedicó a construir durante décadas (como sólo un Žižek o un Deleuze supieron hacerlo) una auto- imagen de pensador heterodoxo, agudo, cool y deslumbrante. Aunque su esfuerzo ha sido más laborioso de lo que trasunta y que alguien se rompa así el alma siempre me parecerá meritorio, no me encuentro en sintonía con sus métodos de argumentación. Ello no ha sido óbice, desde ya, para que Latour se convirtiera en uno de los autores de referencia del perspectivismo y del último avatar pos-estructuralista de Viveiros en particular. Así las cosas, Latour supo ganarse la admiración de los perspectivistas en base a ideas plas- madas en dos de sus libros, Nunca fuimos modernos (Latour 2007 [1991]) y Reassembling the social: An introduction to Actor-Network Theory (Latour 2005), en los cuales no hay mención de Viveiros pero sí una intencionada referencia a Descola. Con el tiempo Latour respondió a los elogios que había ganado en una antropología a la que siempre fue hostil en “Perspectivism: ‘Type’ or ‘bomb’?”, publicado nada menos que como editorial invitado en

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Anthropology Today (Latour 2009 ). Al día de hoy, la única antropología a la que Latour suscribe (y la única de la que tiene una diminuta idea) no es otra que la antropología pers- pectivista de la variedad viveiriana, aun cuando la positividad de su imagen en otras disci- plinas (y la disponibilidad de sus fuentes de financiación) depende de que se siga creyendo que lo que él hace se inscribe en (y es representativa de) la antropología sin más (Latour 1993: 7, 14-15, 91-94, 100-103, 113-114, 127-129; Viveiros 2013a: 138-139). No soy soy quien lo dice sino él quien lo confiesa. El retorno (o la llegada) de Latour a nuestra disciplina había ocurrido sólo unos meses antes de que nuestros editores elegidos por nuestros colegas colegiados le concedieran una visibilidad intradisciplinar que antropó- logos infinitamente más interesantes nunca pudieron conseguir. En un artículo característi- camente titulado “Llamada a revisión de la modernidad” escribe Latour con aparatosa hu- mildad:

Quisiera pasar rápidamente sobre estos treinta últimos años, ya que este nuevo seminario está precisamente dedicado al examen del porvenir empírico de la antropología. Sin embargo, no resulta inútil hacer un breve retorno hacia atrás, puesto que la línea que llevo persiguiendo durante todo este tiempo sigue siendo, a pesar de todo, bastante marginal. Agradezco a Phi- lippe Descola que me acepte, incluso de manera provisional, en la filas de esta disciplina con la que me visto a veces como el arrendajo que se adorna con las plumas de un pavo real (La- tour 2008, vol 2: 169 ).

Como tantos otros profetas generalistas en este territorio, Latour es propenso a los grandes bosquejos, a las expresiones figuradas y a las interpretaciones proyectivas, rehuyendo de la profundización en los textos que usa y de la cita literal cada vez que le es posible hacerlo. El siguiente ejemplo revela una limitación vital que él comparte con todos los miembros del movimiento:

Los críticos desarrollaron tres repertorios distintos para hablar de nuestro mundo: la natu- ralización, la socialización y la deconstrucción. Para no hablar con rodeos y con un poco de injusticia, digamos Changeux, Bourdieu, Derrida. […] Cada una de esas formas de crítica es poderosa en sí misma pero imposible de combinar con las otras (Latour 2007: 21).

La primera frase de la cita, refrendada por la segunda más allá de todo pretexto, alberga a- caso la prueba más palpable de las estrecheces de su lectura. No es sin un dejo de asombro que comprobamos que Latour, a pesar de sus humos de hermeneuta riguroso, cree (como muchos otros antropólogos) que la deconstrucción es un método crítico y que –mucho más que eso– es un metódo crítico estupendo, cuantitativa y cualitativamente más poderoso, sutil y disolvente que cualquier aparato inferencial imaginable. Tenemos aquí entonces un precioso indicador de que en su consulta del estado del conoci- miento nuestro perspectivista bisoño se da por satisfecho con bastante menos que una lectu- ra superficial. Ni qué decir tiene que todos los perspectivistas, sin excepción, utilizan la de-

142 construcción en este mismo sentido aberrante, creyendo y haciendo creer que dominan una herramienta que no sólo es incisivamente mortífera sino que es dueña de un poder super- lativo de refutación, aunque nunca se explique la razón que hace que así sea, ni se describa la forma en que funciona, ni se la sujete a ningún formalismo lógico concreto. Imaginando además que todos los antropólogos somos lectores tan deficientes como ellos, el grueso de la comunidad perspectivista insiste en esa patochada una y otra vez, en la con- vicción de que ellos se destacan como los deconstructores más implacables de nuestra era, y que en el papel de tales han consumado una deconstrucción terminal de nuestras discipli- nas (o del concepto de sociedad, o de individuo, o de las redes mismas) o la están consu- mando justamente ahora (Strathern 1987: 257; 1996: 532; Wagner 1991: 166, 171; Descola y Pálsson 2001: 17, 19, 23, 125; Viveiros 2002a: 447; Latour 2005: 92; 2007: 197; Harman 2009: 26, 71, 86 ; Viveiros 2010: 87, 112 ; Rival 2012: 128 ; Viveiros 2012: 65, 118; Viveiros 2013a: 49; etcétera). La deconstrucción (sueñan los perspectivistas, ya en caída libre) no guarda proporción con el pequeño jaleo que los modernos podrían armar en des- quite por el despedazamiento que están sufriendo: yo –posmoderno– te deconstruyo; tú, moderno, apenas si me puedes criticar un poco. Llegados a este punto me tienta incurrir en una auto-cita de uno de mis artículos sobre la muerte de la antropología y sus sucesivas autopsias:

Más allá de estos extremos, el fenómeno que delata de manera más estrepitosa el minima- lismo neuronal de una parte no menguada de la antropología de la época tal vez sea el uso universal de la idea de “deconstrucción” como una forma de crítica pos-estructuralista parti- cularmente severa, encaminada a aniquilar o a sumir en el descrédito lo que se le ponga por delante, sea ello una ideología odiosa merecedora del mayor desprecio o una ciencia difícil que se conoce poco. El propio Jacques Derrida, en su famosa “Carta a un amigo japonés” tu- vo que salir al cruce de esa hermenéutica, originada en una lectura hecha en el seno de la an- tropología posmoderna norteamericana, a la cual los profesionales autóctonos (no obstante su reclamo de una antropología combativa y latinoamericanista) han adoptado con una manse- dumbre digna de mejor causa (Reynoso 2011b: ).

Fue Jacques Derrida (1971: 79, 91, 95, 110, 206, etc.) quien introdujo el concepto de de- construcción en De la Gramatología, abriendo la caja de Pandora y dando a luz una entidad que ni siquiera él pudo mantener bajo control. Pero aunque la deconstrucción vaya a ser por siempre un concepto equívoco, es de todos modos Derrida quien debe detentar prioridad sobre su interpretación. Lo mejor, entonces, es dejar que sea él mismo quien se expida so- bre las falacias vigentes en torno de la idea en las que acaso sean las líneas más cristalinas que jamás escribió:

[P]ese a las apariencias, la deconstrucción no es ni un análisis ni una crítica. […] La decons- trucción no es un método y no puede ser transformada en método. Sobre todo si se acentúa, en aquella palabra, la significación sumarial o técnica. Cierto es que, en ciertos medios uni-

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versitarios o culturales, pienso en particular en Estados Unidos), la «metáfora» técnica y me- todológica, que parece necesariamente unida a la palabra misma de «deconstrucción», ha po- dido seducir o despistar. De ahí el debate que se ha desarrollado en estos mismos medios: ¿puede convertirse la deconstrucción en una metodología de la lectura y de la interpretación? ¿Puede, de este modo, dejarse reapropiar y domesticar por las instituciones académicas? […] La palabra «deconstrucción», al igual que cualquier otra, no posee más valor que el que le confiere su inscripción en una cadena de sustituciones posibles, en lo que tan tranquilamente se suele denominar un «contexto». Para mí, para lo que yo he tratado o trato todavía de escri- bir, dicha palabra no tiene interés más que dentro de un contexto en donde sustituye a y se de- ja determinar por tantas otras palabras, por ejemplo, «escritura», «huella», «différance», «su- plemento», «himen», «fármaco», «margen», «encentadura», «parergon», etc. (Derrida 1997: 25-27 ).

No me consta, a todo esto, que los antropólogos perspectivistas y pos-estructurales que han adoptado el vocablo y que simulan aplicar un método que ni siquiera el inventor de la pa- labra avala como tal, hayan sido capaces de situarlo en el contexto que corresponde y de instrumentarlo con la honestidad que todos merecemos o con la inteligencia a la que aspira su propia epistemología.45 No se trata tanto de que una lectura estricta de los textos de Derrida resulte definitorio para echar por tierra las ideas de Latour o las doctrinas del perspectivismo, pues el pensamiento de Derrida es en promedio, a mi juicio al menos, órdenes de magnitud más débil que lo que se ha dado en llamar el pensamiento débil, tal como se transparentó, por ejemplo, en la in- convincente ¿deconstrucción? derridadiana de “La lección de escritura” de Tristes Trópicos de Lévi-Strauss, principal capítulo antropológico de De la Gramatología (Derrida 1971 [1967]: 133-178 ; Lévi-Strauss 1973a [1955] : cap. XXVIII: 291-302; Vattimo y Rovatti 2006 [1988]). Lo que sí importa es que esta clase de yerros hermenéuticos en que incurren latourianos y perspectivistas arroja una sombra de duda sobre los ejercicios de lectura y exégesis desenvueltos por ambos cuerpos teóricos, ejercicios en los que reposa la casi to- talidad de su argumentación. El título de gloria de la obra de Latour no es tanto su libelo sobre la pre-, la pos- y la mo- dernidad propiamente sino su inefable Teoría del Actor-Red (TAR), la cual, sumida en el ridículo la mera idea de una crítica deconstruccionista por el propio Derrida, es por fuerza (aunque muy a la zaga de la multiplicidad y sin que exista una aplicación de referencia) la pieza predilecta del diminuto pero enrevesado arsenal metodológico del perspectivismo. Dice un artículo introductorio al TAR:

45 Una búsqueda de los nomencladores “anthropology” y “deconstruction” en las bases de datos de JSTOR re- torna hoy (11 de julio de 2014) la friolera de 3.722 artículos; un rastreo conjunto de “anthropology”, “phárma- kon” o “parergon” (o de cualquier combinación parecida) no retorna ni uno solo: el contexto requerido para que la idea posea algún valor simplemente se ha esfumado, junto con el más tenue asomo de coherencia en el desarrollo de la crítica en la era posmoderna.

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[El nombre de la Teoría del Actor-Red (TAR) de Bruno Latour] es reminiscente de las viejas y tradicionales tensiones que están en el corazón de las ciencias sociales, tales como las que se dan entre agencia y estructura, o entre el micro y el macroanálisis. […] Uno de los presu- puestos centrales de la TAR es que lo que las ciencias sociales llaman usualmente “sociedad” es un logro que siempre se encuentra en marcha. La TAR constituye un intento de proporcio- nar herramientas analíticas para explicar el proceso mismo mediante el cual la red se recon- figura de manera constante. Lo que la distingue de otras estrategias constructivistas es su explicación de la sociedad en el proceso de hacerse (Callon 2001: 62).

La caracterización puede sonar impresionante, pero en rigor no hay un solo rasgo que el modelo del TAR pueda reclamar como su aporte inédito. Contrástese esa descripción con esta semblanza del viejo análisis de redes sociales de la Escuela de Manchester de la antro- pología de los cincuentas:

Lo que los antropólogos de Manchester demostraron, por encima de todo, fue que el cambio no era un objeto de estudio simple. No se podía, como a veces presuponían los estructural- funcionalistas, comprender el cambio simplemente describiendo la estructura social tal como existía antes y después del cambio, y postular algunas reglas transformacionales simples que “explicarían” lo que había sucedido entretanto. Gluckman y sus colegas demostraron que cuando se investigan empíricamente los efectos locales de los procesos globales, ellos se di- suelven en redes complejas de relaciones sociales que están en constante cambio y que se in- fluencian mutuamente (Eriksen y Nielsen 2001: 87).

Atribuyendo a las redes propiedades que ni remotamente poseen e ignorando los atributos contraintuitivos que se han descubierto hace poco (distribuciones de ley de potencia, robus- tez, resiliencia, clustering, efecto de los pequeños mundos, fractalidad, criticalidad auto-or- ganizada, umbral de percolación, atractores extraños, sincronización, emergencia, la fuerza de los lazos débiles, sensitividad extrema a las condiciones iniciales, no-linealidad, scaling) Latour ha dado a luz el que posiblemente sea el libro más fatuo y sobrevalorado de la lite- ratura reticular de cara a sus implementaciones antropológicas. Un libro –por añadidura– condenado a desencadenar muchos más malentendidos que los que giran todavía en torno de la deconstrucción. Prueba de lo que afirmo es que la llamada Teoría disparó no una sino dos polémicas de antología: la “guerra de las ciencias” entre los latourianos y los matemá- ticos de izquierda, y la malhadada “guerra de las gallinas” (de la que hablaré en breve) en- tre ramas confrontadas de los science studies, un campo irreversiblemente escindido por la confrontación. El principal problema con la concepción seudo-reticular de Latour es que, creyendo él que el análisis de redes es dominio exclusivo de la sociología, avivando el proyecto de redefinir o eliminar la noción durkheimiana de sociedad por otra concepción derivada de [la lectura deleuziana de] Gabriel Tarde [1843-1904] y tragándose hasta las heces el cuento de la inter- pretación deleuziana de la “multiplicidad” de Riemann que despiezaré en breve (pág. 159 y ss.), Latour nunca ha invertido un día completo en consultar la literatura antropológica clá-

145 sica y contemporánea sobre redes sociales, o aunque más no sea (y como también demos- traré en seguida) la literatura antropológica sin más. En consecuencia, en vez de reconocer la prioridad antropológica en el diseño de la herra- mienta más poderosa para el análisis de las dinámicas complejas, actúa como si el inventor del análisis de redes orientado a esos fines hubiera sido él y como si la antropología nunca hubiera ofrecido ningún instrumento para abordar otra cosa que las estructuras más estáti- cas o las sociedades más rudimentarias. Lo más penoso de todo esto, empero, es que nadie menos que Viveiros de Castro (aportando un nuevo y contundente testimonio de su igno- rancia de un fragmento esencial de la historia de la antropología) está persuadido de que Latour, literalmente, “inventó” la noción de red (Viveiros 2013a: 133). Al desconocer la literatura básica sobre redes egocéntricas, modelos de grupo y modelado en general, Latour replica no pocos enunciados comunes del antiguo ARS antropológico como si fueran descubrimientos propios, fundados en las peculiaridades de la era posmo- derna. El concepto levy-moreniano de actor, el postulado del carácter dinámico de lo so- cial, la idea de la cognición distribuida en objetos y lugares, la teoría del balance estructu- ral, la teoría de los planes y la acción situada y la búsqueda de un vínculo entre lo local y lo global y entre la agencia y la estructura a través de esa dinámica se cuentan entre las más notorias de esas réplicas invariablemente empobrecidas, feamente rebautizadas y secreta- mente epigonales (cf. Suchman 1987; Hutchins 1996; Stark 2001; Harman 2009: 221 y ss.; Dehmer y Emmert-Streib 2009; Sierksma y Ghosh 2010). Ni siquiera la excusa que brinda Latour para descreer de los principios explicativos es un aporte específico de la TAR. Latour piensa, en efecto, que las ideas de una posible sociolo- gía crítica acaban asemejándose a las narrativas de los teóricos de la conspiración, tales co- mo el movimiento 9/11 Truth o los escépticos del calentamiento global y de la llegada del hombre a la luna: “Puede que yo esté tomando las teorías de la conspiración demasiado en serio –afirma– pero me preocupa detectar, en esas alocadas mixturas de incredulidad instin- tiva [knee-jerk disbelief ], puntillosa demanda de pruebas y uso libre de poderosas explica- ciones del Neverland sociológico, muchas de las armas de la crítica social” (Latour 2004: 230 ). En las ciencias de la complejidad el profesor de Ciencias de la Incertidumbre Nas- sim Taleb (un pensador raro, dispar, a interpretar con infinitas precauciones) ha desarrolla- do argumentos parecidos a los de Latour en su llamamiento a evitar caer en la “trampa de la causación”, también conocida como la “falacia narrativa”. La idea viene desde mucho antes que escribiera su exitoso El Cisne Negro, que es donde Taleb nos dice:

[L]a falacia narrativa es en realidad un fraude, pero para ser más cortés la llamaré una falacia. La falacia se asocia con nuestra vulnerabilidad a la sobreinterpretación y con nuestra predi- lección por las historias compactas por encima de las crudas verdades. [...] La falacia narrati- va concierne a nuestra limitada capacidad para contemplar secuencias de hechos sin tejer una explicación entre ellos, o, equivalentemente, sin forjar entre ellos un vínculo lógico, una fle-

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cha que los relacione. [...] Pero esta propensión se torna errónea cuando incrementa nuestra impresión de haber comprendido (Taleb 2007: 63-64).

La principal diferencia entre las metáforas de Latour y de Taleb es que en su evitación de la falacia éste no renuncia a la crítica y a la explicación sino que invita a perfeccionarlas, dis- tinguiendo con más fino criterio entre una propensión equivocada ocasional y la conducta usual de la disciplina. No es éste el lugar ni el momento para ahondar en los errores en que incurre Latour cuando habla de antropología a grandes brochazos como si tuviera idea de qué se trata; pero la ten- tación es tan grande y la anécdota tan bochornosa que no puedo resistirme a compartir un pequeño ejemplo que (retornándole los calificativos que él emplea para desacreditar a sus críticos matemáticos) invito a considerar como un nuevo indicador de la calidad, cantidad e irreflexividad de sus lecturas antropológicas. El caso es que a Latour le encanta lucir como un estudioso familiarizado con los personajes antropológicos más resonantes, citando un puñado de nombres aquí y allá vengan o no a cuento. Dado que en los textos de aforismo telegráfico touch and go como los que él escri- be sólo hay cabida para unos pocos nombres, esta táctica requiere un mínimo de atinencia y un pulso exacto. Pero cuando se lee Reassembling the social… queda en evidencia que La- tour no sólo no está seguro de quién es ni cómo se escribe Pitt Rivers (¿no era Pitts-River entonces?) sino que confunde asombrosamente al militar y coleccionista Augustus Henry Lane Fox-Pitt Rivers [1827-1900] con el antropólogo y psiquiatra William Halse Rivers Ri- vers [1864-1922], al Museo Pitt Rivers de Oxford (sin guión) con el Museo de Arqueología y Antropología de Cambridge, a la recolección de materiales con el desarrollo de la etno- grafía y a los paseos de coleccionismo etnológico de Pitt Rivers por un puñado de destinos diplomáticos con la histórica expedición etnográfica de Rivers Rivers al estrecho de Torres entre Australia y Nueva Guinea cuarenta años más tarde. Mientras que Rivers Rivers sí pu- blicó ricos materiales etnográficos, el teniente general Pitt Rivers, con todo respeto, jamás hizo nada que tuviera que ver con “des-cribir, inscribir, narrar y escribir reportes finales” en el campo de la etnografía (Latour 2005: 136, 175, 292; cf. Haddon, Rivers y otros 1904 ). Los agregados militares sirven para saquear aldeas y yacimientos llevándose a casa mate- riales aptos para museos, pero difícilmente se dediquen a esos menesteres académicos. Los etnógrafos como Rivers Rivers sí escriben reportes, como aquél en el que este autor inventó nada menos que el método genealógico, la primera técnica reticular de la antropología. Todo indica, entonces, que Latour leyó extremadamente poco o nunca leyó nada de ningu- no de los dos Rivers, sino que, enfrascado en su propio Neverland, se contentó con hojear a las apuradas los libros de George Stocking que mencionaban a uno y al otro a fin de captu- rar un apellido que sonara plausible y cumplir con la etiqueta que brindara la ilusión de un aparato erudito que avalara la inclusión de “objetos” en las redes. Y digo a las apuradas porque al referirse a una “reseña materialista del quehacer de la antropología” en relación

147 con no se sabe cuál de los dos Rivers, en lugar de citar Objects and Others: Essays on Mu- seums and Material Culture (Stocking 1985) Latour cita a Observers observed: Essays on ethnographic fieldwork (Stocking 1983), otro libro de la misma colección de historia de la antropología pero en el cual no se habla de objetos y cultura material sino de trabajo de campo. En los dos volúmenes editados por George Stocking se mencionaba a ambos Ri- vers, ciertamente, pero en el que Latour cita no se habla en absoluto de los materiales de la antropología. En fin, estas son las cosas que suceden cuando uno se pone pomposo y empieza a desparra- mar nombres de antropólogos que no hacen la menor falta para sugerir que uno pertenece al gremio, sabe lo que está diciendo y conoce la antropología mejor que sus practicantes. Si yo estuviera en un día bueno justificaría que Latour haya confundido ambos libros, pues el título de ambos empieza con “Ob…” y su color de tapa y diseño de portada son idénticos; además, como hemos visto, Oxford y Cambridge son muy parecidos y hay demasiados Pitt Rivers, Pitts-River y Rivers Rivers dando vueltas. No hay derecho. A quién se le ocurre. A cualquiera le puede pasar. No estoy en un día bueno, sin embargo, y es por eso que me permito ahondar en la sem- blanza. El hecho es que hay una enorme comunidad de practicantes de TAR y perspectivis- tas genéricos persuadidos de que disponen de un método que ni siquiera ha sido aceptable- mente descripto, que no está asociado a ninguna herramienta cuantitativa o cualitativa de modelado, que carece de parámetros comparativos y que ni siquiera se ha tomado la moles- tia de definir procedimientos inequívocos de prueba, diagnóstico, refinamiento y replica- ción. De los aproximadamente 700 libros y 5.000 ensayos que conforman la literatura cien- tífica de análisis de redes y teoría de grafos aplicables a la sociedad y la cultura nunca he sabido que Latour se aviniera a leer siquiera uno (cf. Reynoso 2012). En lo que a la antrop- ología atañe él ha preferido, en lugar de eso, abismarse en el tejido de divagaciones desor- denadas e indescriptiblemente pontificantes sobre alguno de los Rivers, Marc Augé, Pierre Bourdieu, Harold Conklin, Johannes Fabian, Derek Freeman, Jack Goody, Bruce Kapferer, Margaret Mead, Claude Lévi-Strauss y Edwin Hutchins,46 a todos los cuales malconoce, simplifica y distorsiona en un grado pocas veces visto en la obra adulta de un autor de pres- tigio (cf. Latour 1992: cap. 5, passim).

46 Edwin Hutchins ha sido groseramente parodiado por Latour, quien, otra vez urgido por la prisa, lo ha rebau- tizado “Edward” (cf. Latour 1992: 264). El estudio de Hutchins (1980), uno de los más brillantes de la antro- pología, resulta particularmente ofensivo para Latour porque demuestra sin el menor lugar a dudas el carácter estrictamente lógico de los razonamientos jurídicos trobriandeses (Latour 1992: 189, 197-198, 205, 210). Ba- sado en la técnica de redes proposicionales de David Rumelhart y Donald Norman, Hutchins desarrolla ade- más un excelente modelo formal de una clase que Latour necesita desesperadamente (ibid., pág. 265) pero que no ha sido capaz ni de aprehender ni de implementar. Los perspectivistas, no obstante su lévistraussianismo ancestral, han repudiado hace tiempo la premisa de la unidad absoluta del pensamiento humano y hasta recha- zan la mera idea de asomarse a ese pensamiento en términos cognitivos (cf. Viveiros 2012: 61, 88, 89 n.2, 181 ; Descola 2012: 143-144).

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Desde Science in Action (1987) en adelante Latour se comporta como un predador cebado, sin frenos y sin comedimiento, como si confiara en que cualquier argumento chirriante y heterodoxo que se le ocurra proferir será sacramentado por sus seguidores perspectivistas, ninguno de los cuales parece estar nunca en condiciones de objetarle nada. Por ello es que se siente en capacidad de subir la apuesta y de violar los principios que él mismo estable- ció, encubriendo las inobservancias de su normativa por parte de sus adeptos (como Vivei- ros – cf. más arriba, pág. 132) y de sus precursores (como Deleuze – cf. más adelante pág. 169):

El adjetivo “científico” no se atribuye a textos aislados que se pueden oponer a la opinión de la mayoría, en virtud de una facultad misteriosa. Un documento deviene científico cuando sus afirmaciones dejan de estar aisladas y cuando el número de personas comprometidas en su publicación es grande, y están explícitamente indicadas en el texto. […] Lo que se llama el contexto de cita nos muestra cómo un texto actúa sobre otros, para hacerlos concordar más con sus afirmaciones. […] Puesto que cada artículo adapta la literatura previa para satisfacer sus necesidades, toda deformación es legítima (Latour 1992 [1987]: 32, 34, 39).

No obstante la pequeñez intelectual que revela un episodio como el de los Rivers o sus mezquindades sobre Hutchins, algunos colegas míos se sienten intimidados por el carácter asertivo, la multiplicación exponencial del número de papers, la terminología anómala e in- contable y la minucia de las discusiones internas en la ya gigantesca comunidad de la TAR (cf. Sánchez Criado 2008a ; 2008b; Harman 2009 ); a ellos les digo que no hay razones para impresionarse ni para ceder terreno, pues todo el discurrir lógico y metodológico de Latour, Viveiros, Wagner, Strathern y los suyos acaso no sea todo el tiempo tan gracioso pero, en lo que a la teoría antropológica concierne, es del mismo jaez que el que acabamos de ver en acción. Habría que escribir un libro más extenso que éste para demostrarlo con el pormenor que corresponde; aunque ya he anotado aquí adelantos que no dejan lugar ni a dudas ni a esperanzas, a la menor provocación probablemente lo escriba. Aunque sus partidarios lo merecerían (en el sentido amigable de la palabra), no es mi inten- ción elaborar una crítica exhaustiva de la colección de elocuciones que conforman la arqui- tectura de la TAR. Sólo para dar una idea al lector menciono unas pocas de entre las lúci- das objeciones que planteara el antropólogo Stephen Collier de The New School for Public Engagement de Nueva York a Reassembling the Social:

Uno se pregunta cuál es el propósito del libro, más allá de una síntesis innegablemente hábil. No es un libro que convertirá nuevos adherentes a la TAR. No porque su material ilustrativo sea magro, o porque sus formulaciones son a menudo abstrusas, sino porque Latour ignora demasiadas objeciones obvias a las alegaciones del libro. Él no especifica con cuidado quién es exactamente el blanco de su crítica y se adivina que (correcta o incorrectamente) pocos so- ciólogos contemporáneos se identificarán con él. Socavando todavía más el poder persuasivo del libro para una audiencia disciplinar está el hecho de que Latour apenas menciona otras críticas a la “sociología de lo social” que pueden encontrarse en la tradición sociológica.

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A medida que el libro avanza y que esas herramientas se acumulan, uno no puede dejar de sentir que la guía de Latour deja algunas preguntas importantes sin contestar. Tal como él re- conoce, no está claro cómo es que sabe uno qué asociaciones son dignas de ser seguidas. “¿Qué actores deben elegirse? ¿A cuáles hay que seguir y durante cuánto tiempo?” (p. 122). Latour parece consciente, además, de los peligros de un empirismo sin objetivos “que se pre- cia de ser tan meticuloso… tan orientado al objeto” que se demuestra “totalmente impráctico” porque no sabe dónde comenzar o cuándo detenerse (p. 123). ¿Cuándo alcanza uno una con- clusión significante? […]. Latour rehusa contestar tales preguntas en términos sustantivos. El “trabajo de definir y ordenar lo social”, argumenta, “debe dejarse a los actores mismos, y no ser tomado por el analista” (p. 23). Este punto es formulado más tarde con particular claridad cuando Latour escribe que la TAR es “una grilla negativa, vacía, relativista, que no nos per- mite sintetizar los ingredientes de lo social en el lugar del actor” (p. 221). Pero ¿dónde nos deja un proyecto tal? ¿Puede entregar lo que se prometió, es decir, una estrategia mejor para comprender lo social? La única prueba que el libro ofrece yace en la premisa original: que la TAR puede explicar las “visiones de la sociedad ofrecidas por el sociólogo de lo social” (p. 16). Aquí Latour ofrece algunas aseveraciones sustantivas que son sorprendentes porque pa- recen reposar precisamente en la clase de endeble funcionalismo y reducción sociológica (¡de la sociología!) que Latour había estado criticando a lo largo de todo el libro (Collier 2009: 82-83).

Así como Latour se escuda detrás de una sociología convencional cuando necesita respon- der con rapidez a un planteo difícil, otros críticos han notado que, cuando las papas que- man, Latour y sus asociados recurren a una epistemología a la que se supone debían recu- sar. En una polémica que ha ganado los titulares afirman otros de sus críticos:

Aunque en un sentido negativo y crítico, su ontología todavía usa la vara de Kant para estruc- turar la discusión; es una vara que en lo fundamental está epistemológicamente calibrada. A fin de evitar el reduccionismo epistemológico, paradójicamente, Callon y Latour reducen to- das las cuestiones interesantes sobre la ciencia, la tecnología y la sociedad a esta vara kantia- na: Naturaleza versus Cultura, Objeto versus Sujeto, Ciencia versus Sociedad, Hechos versus Valores, Conocimiento versus Política, No Humanos versus Humanos, Conducta versus Acción, Ciencias Naturales versus Ciencias Sociales: todas estas dicotomías están clavadas en esa única vara. No es de extrañar que quede tan sobrecargada que al fin se quiebre (Har- bers y Koenis 2009 ).

Se reconocerá en esas dicotomías un dilema que ha sido constitutivo del constructivismo desde el inicio, y que ahora, habiendo éste adoptado las ideas de Latour sin que mediara ninguna discusión de sus tribulaciones, explota en la cara de nuestros antropólogos como si fuera un castigo por haber confundido –por enésima vez en su historia– un problema intra- table con una solución maravillosa. No es necesario, por fortuna, que nos compliquemos aquí en una crítica detallada de la TAR, por cuanto la relación entre este campo teórico y las preocupaciones del perspectivis- mo ha sido apenas episódica. Pese a que su tasa de penetración en el mundillo intelectual

150 antimoderno ha sido inaudita, ni Viveiros, ni Descola, ni Strathern, ni Wagner han dado a la TAR mayor cabida ni parecen dominarla con la soltura que se requiere. Ni siquiera han sa- bido resumirla como Dios manda; mucho menos todavía han adaptado un marco explícita- mente pensado para estudios de la ciencia al trabajo de campo y a la elaboración de etno- grafías en el sentido clásico de la palabra. Aunque todos ellos reproducen con un gozo tan- gible las chispeantes fórmulas de oratoria con que Latour acompañó la apología de su mo- delo, el lector coincidirá conmigo en que metodológicamente hablando (y fuera de apro- piarse del concepto de “colectivo”, dudosamente original, y de hablar de una “simetría” que nunca se realiza y una “multiplicidad” que nunca se define) los perspectivistas no han sido capaces de hacer con la TAR, antropológicamente hablando, nada digno de que sigamos perdiendo el tiempo con ella (cf. Viveiros 2010: 21, 97, 103 ; Descola 2006: n. 19; Des- cola 2012: 109, 142-143). La TAR, por otra parte, carga con casi treinta años a sus espaldas; carece de una especifica- ción operacional homogénea; se ha codificado, enlatado y distribuido sin que nadie sumi- nistrara ningún ejemplo antropológico deslumbrante y ningún caso de éxito fuera de alguna anécdota de la SSK, la STS, la SCOT, los SSS u otros círculos acrónimos de la especialidad; se ha complicado en previsibles querellas de entrecasa con otros estudiosos de la ciencia47 y se encuentra bajo un pesado asedio de la crítica de propios y extraños, amenazando con coagular en una ortodoxia de caja negra que no difiere mucho de la que por desdicha im- pregna a la corriente principal del ARS en sociología. La crítica contra los modelos de Latour ha sido masiva y devastadora, no faltando en ella un “Anti-Latour”, un “El 18 brumario de Bruno Latour” y un “Usted debe estar bromeando, Monsieur Latour” (cf. Knorr-Cetina 1985; Shapin 1988; Amsterdamska 1990; Schaffer 1991; Sturdy y Latour 1991; Lee y Brown 1994; Gingras 1995a; 1995b; Van den Belt 1995; Haraway 1996; Domènech y Tirado 1998; Huth 1998; Bloor 1999a ; Law y Hassard 1999; Sokal y Bricmont 1999: 101-106, 129-137; Stark 2001; Neyland 2006; Collier 2009; Sokal 2009: 202-203, 275-281; Reynoso 2012). Hasta donde yo sé esta formulación crítica no ha sido hasta ahora contestada en tiempo y forma excepto en un puñado de artículos o- fendidos en los que Latour no nos ahorra un solo lugar común del repertorio de injurias ad hominem “y otras tácticas distractivas” que las ciencias arrinconadas usan desde la mañana de los tiempos (cf. Bloor 1999b ; Callon y Latour 1992 ; Latour 1999 ).

47 Me refiero a los tediosos debates explícitamente atrapados –desde los meros títulos– en los géneros de “el huevo y la gallina” y de “el bebé con el agua del baño”, viejos como la vida misma e inconcluyentes por defi- nición (v. gr. Callon y Latour 1992 ; Collins y Yearley 1992; Pickering 1992). A quien necesite buenos ma- teriales críticos referidos a la autodenominada antropología de la ciencia de Latour que derivaron en la TAR le recomiendo consultar los artículos de David Bloor (1999a ; 1999b ), a quien Latour sustrajo el concepto de “simetría”. Al antropólogo que no quiera amargarse el día le recomiendo, en cambio, como diría Deleuze, identificar la línea de fuga más próxima y escapar de este espacio de problemas tan rápido como sus piernas se lo permitan.

151

Ahora bien, una línea de investigación científica está siempre en un estado y está inserta en un contexto, como los buenos perspectivistas y los seguidores de Foucault deberían ser los primeros en saber. Que los introductores de Latour en el perspectivismo no hayan tenido en cuenta las contraindicaciones y efectos colaterales de la TAR y que de cara a sus colegas antropólogos hayan ignorado de plano o fingido ignorancia de esta literatura crítica sigue siendo, para mí, una chiquillada difícil de justificar en esta era pos-posmoderna. El problema más agudo con las ideas de Latour, empero, no finca tanto en que sus herra- mientas sean improductivas, sino en que su epistemología nos hace perder terrenos labo- riosamente ganados en una ciencia que no está en condiciones de darse estos lujos cuando se trata (por ejemplo) de justificar adecuadamente la financiación pública de sus proyectos de investigación. Así como Strathern estima obsoleto el concepto de sociedad (opinión que Latour comparte) y Roy Wagner alega que cualquier cosa que estudiemos la estamos inven- tando en el proceso de estudiarla, y todo el mundo por aquí proclama que buscar explica- ciones, infundir coherencia a los hechos o intentar cambiar la realidad se pasó de moda, La- tour cultiva razonamientos tales como que Ramsés II jamás pudo haber muerto de tubercu- losis, pues “¿cómo pudo fallecer a causa de un bacilo que Robert Koch descubrió recién en 1882?” (Latour 1998 ). Dado que semejante género de hipótesis raya mucho más allá de lo creíble y alguien puede verse tentado a culpar al mensajero por difamar al maestro, vale la pena citar la justificación de Latour en su idioma original:

La réponse la plus radicale – mais elle n'a, comme on va le voir, que les apparences de la ra- dicalité – consiste à dire, au contraire, que Ramsès II est bien tombé malade «3.000 ans après sa mort». Il a fallu attendre 1976 pour donner une cause à sa mort et 1882 pour que le bacille de Koch puisse servir à cette attribution. Avant Koch, le bacille n'a pas de réelle existence. Avant Pasteur, la bière ne fermente pas encore grâce à Saccharomyces cerevisiae. Dans cette hypothèse, les chercheurs ne se contentent pas de «dé-couvrir»: ils produisent, ils fabriquent, ils construisent. L’histoire inscrit sa marque sur les objets des sciences, et pas sur les seules idées de ceux qui les découvrent. Affirmer, sans autre forme de procès, que Pharaon est mort de la tuberculose revient à commettre le péché cardinal de l’historien, celui de l'anachronisme (Latour 1988 ).

El lector bien puede festejar la ocurrencia, dejarla pasar y seguir adelante; lo triste del caso, sin embargo, es que Latour no está bromeando en lo más mínimo. Por el contrario, su pre- gunta ilustra las falsas certidumbres y los caprichosos valores argumentativos que su mo- delo es capaz de entregar. Leyendo sus libros se constata, asimismo, que la aparente broma no es sino una instancia más de su modo normal de razonamiento: a lo largo de su produc- ción y a lo ancho de su caudalosa influencia esta clase de juicios que transgrede el límite entre lo involuntariamente gracioso y lo objetivamente irresponsable prolifera más de lo que sus acólitos perspectivistas están dispuestos a reconocer (cf. Latour 1987: 164 & pas- sim; Latour 1988a: 6, 14, 22-24, 43 ; Latour 1995: 6).

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Si a otros espacios disciplinarios y a las mencionadas agencias de financiación de proyectos llegara la noticia de que los antropólogos homologamos esta clase de razonamientos, sospe- cho que nadie en sus cabales solicitará nuestro juicio experto en materia de antropología o arqueología forense, médica o jurídica o en otros campos de la antropología en las que la objetividad está en juego, o en cualquier dominio de estudios en los que otras especialida- des nos demanden resultados tangibles o una consultoría mínimamente juiciosa. Tampoco se podría buscar en el futuro inmediato una solución para un problema planteado con ante- rioridad porque, de hallarla, la historia nos juzgaría anacrónicos; y mucho menos se podría pensar en utilizar, pongamos, información genética o lingüística para reconstruir el pobla- miento de América (elemento de juicio que para el primer perspectivismo podría resultar e- sencial) porque esta clase de razonamientos inductivos nos está vedada desde que a Deleu- ze, a Latour o a algún otro maestro Zen que quiere posar de perspicaz se le antojó decretar- lo así. Como herramienta del perspectivismo, la TAR introduce un cuerpo extraño que la auto-destruye: ni siquiera se podría hablar de ontologías amerindias, totemismo, animismo, multiplicidad o lo que fuere sin incurrir en la misma clase de anacronismos e impropieda- des que cuando diagnosticamos que el faraón murió de tuberculosis. Fue por un vaciamiento parecido de las capacidades específicas de la disciplina en el ejerci- cio de la comparación y del análisis (y por la propaganda antropológica de los placeres del pensamiento débil, las subjetividades de la hermenéutica y las ilusiones de la deconstruc- ción) que sobrevino el declive de muchas de las disciplinas transculturales que habían sur- gido con tanto ímpetu (y de las que aprendimos tanto) en la década de los 60 y los 70 (v. gr. Berry y Dasen 1975; Ember 1977; Eckensberger, Lonner y Poortinga 1979). Por eso es ofensivo que los turiferarios de Latour intenten hacer pasar por ineptos a quienes no se plieguen a esta clase de racionalizaciones, a las que Mario Bunge (2012 ), a falta de un epíteto más contemporizador, llamó “una doble estupidez”. Observemos un despliegue de estas astucias aplicadas ya no a Koch y los bacilos sino a Pasteur y los microbios:

¿Existe el fermento de ácido láctico (o los microbios, hablando de un modo informal) antes de que Pasteur realice sus trabajos y lleve a cabo su acción definitoria de un objeto experi- mental? La respuesta es, paradójicamente, sí y no. Existían otros actores-red. Por ejemplo, cada enfermedad, trastorno o situación que ahora atribuimos a la acción de los microbios, antes de Pasteur, constituían otros tantos actores-red en los que la acción de los llamados mi- crobios era una trayectoria que se estabilizaba con otras denominaciones: castigo divino, ac- ción demoníaca, etc. Por tanto, existían cuasi-objetos y cuasi-sujetos (trayectorias) que im- plicados en determinados juegos de relaciones provocaban efectos, pero, insistimos, que no se estabilizaban en una trayectoria denominada microbio. Y, los microbios, tal y como los co- nocemos ahora, con las propiedades que adquieren en las redes de la medicina y la farma- copea, no existían propiamente como tales (Tirado y Domènech 2008: 50 ).

La cita nos permite, en un solo golpe de ojo, ganar comprensión de las tácticas, los micro- métodos, las terminologías y los alcances (menos que módicos) del llamado giro pos-social

153 de la TAR. Igual que para Tirado y Domènech, mi respuesta es también que no y que sí. Sin que esto implique justificar la violencia verbal de Bunge, pienso por un lado que no, que no hay nada por el lado de la TAR que ayude a refinar el debate y a mejorar la ciencia; y por el otro pienso que sí, que la verdad es que con la ciencia convencional estábamos mejor. Aho- ra bien, ¿no sería más honesto, pregunto, que antes que esta discusión inconcluyente escale a un plano todavía más antipático los latourianos den un paso al costado y simplemente ad- mitan que incurrieron en un pequeño exceso? ¿Sería mucho pedir a los perspectivistas que incorporan doctrinas en bloque validadas por arrogantes apologías de dos renglones que apliquen alguna vez reflexivamente un principio genuino de selectividad y lectura crítica? Alarmada por la degradación del método que patrocina este modelo, la recordada y admi- rable socióloga de la ciencia Olga Amsterdamska Moore [1953-2009] ha escrito una crítica sobre Science in Action (Latour 1987) que mencioné un poco más arriba y que se titula pre- cisamente “Surely you are joking, Monsieur Latour!”. Su parte culminante, que tiene un aire de familia con el manifiesto de Gayatri Chakravorty que inauguró esta sección del libro (cf. pág. 128), reza así:

Latour asegura que “el ideal de la explicación … no es un ideal deseable y que más que bus- car explicaciones deberíamos procurar ‘contar historias’” (p. 164). Aparte del hecho de que de este modo podríamos abandonar imprudentemente toda responsabilidad por lo que deci- mos, me pregunto ¿qué clase de historias no-explicativas nos contaríamos a nosotros mismos si quisiéramos evitar que nos acusen de construir redes? ¿Existen historias tan “inocentes” que no puedan considerarse estratagemas en una lucha por el poder y el control? Primero, ta- les historias desempoderantes tendrían que ser inconsistentes e incoherentes, dado que hacer- las consistentes y coherentes haría imposible que otros “dañen los vínculos entre los elemen- tos de una red”. Segundo, tendríamos que asegurarnos que nuestras historias no sean acep- tables ni como adecuadas ni como verdaderas, porque tanto la verdad como la exactitud au- mentarían el peligro de ejercer influencia involuntaria sobre algunos lectores bienintencio- nados. Tercero, nuestras historias deberían ser sobre nada en absoluto, porque si fueran sobre gente o cosas o ideas, devendríamos portavoces de otros actores y nos encontraríamos de nuevo construyendo una red. Cuarto, deberíamos abandonar todo intento de llegar a una au- diencia, dado que a una audiencia le podrían encantar nuestras historias y podría comprome- terse con ellas. Quinto, deberíamos no discutir más nuestras historias con otros ni estar en de- sacuerdo con las historias de otra gente, dado que las discusiones son sólo un medio de au- mentar nuestro control y dominación. De todas maneras, el ideal de una ciencia social cuya única meta sea contar historias inconsistentes, falsas e incoherentes sobre nada en particular no me parece ni muy atrayente ni suficientemente ambiciosa (Amsterdamka 1990: 503 ).

La verba de Latour es refulgente y aunque él escriba mejor de lo que piensa y en su modelo la articulación metodológica falte por completo, en su dialéctica aparece muy cada tanto alguna chispa epistemológica de buena factura. Por más que entre la TAR y una posible implementación en la investigación concreta se perciba un hiato enorme, nada impide in- tegrar lo más valioso de sus observaciones en el trabajo empírico, sea que éste se realice en

154 términos de ARS o de alguna otra manera. Los lectores de larga experiencia encontrarán sin embargo que en materia de técnicas y conceptos (e incluso de teorías) no hay nada nuevo bajo el sol y que, avasallado por la percepción crispada de su propia genialidad, Latour verdaderamente no ha advertido todavía que el tiempo de las teorías excluyentes ya ha ca- ducado y que aunque así no fuese él no ha hecho mucho más que alternar entre razonamien- tos fallidos, simulacros de método, maquinaciones de corto alcance y la repetición de me- dias verdades que se conocen desde siempre. Aquí es donde cabe preguntarse sin componendas ni eufemismos si las ideas de Latour su- man o restan. Y aquí es donde se impone el hecho de que cualesquiera hayan sido o sigan siendo los vicios de la sociología clásica de raíz durkheimiana contra la que él ha arre- metido (o las causas verdaderas de la muerte de Ramsés), en ninguna de las teorías moder- nas que Latour toma como objeto de su desprecio se encontrará una propuesta tan impro- ductiva como la que él nos legó.

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Cientificismos y enculages en el perspectivismo rizomático

1. Ce que Deleuze nomme «ensemble», et par con- trapposition de quoi il identifié les multiplicités, ne fait que répéter les déterminations traditionnelles de la multiplicité extérieure, ou analytique, et ignore de fait l’extraordinaire dialectique immanente dont la mathématique a doté ce concept depuis la fin du siècle dernier. De ce point de vue, la construction expérimentale des multiplicités est anachronique, parce qu’elle est pré-cantorienne. 2. Quant a la densité du concept de multiplicité, elle demeure inférieure, y compris par ses détermina- tions qualitatives, au concept du Multiple qui se tire de l’histoire contemporaine des ensembles. 3. C’est à raison de ce décalage (dount une des com- posantes est une interprétation «pauvre» de Rie- mann) qu’il est impossible de sustraire les multipli- cités à leur résorption équivoque dans l’Un, et de parvenir, comme nous en avons déplié la pensée, à une détermination univoque du multiple-sans-un.

Alain Badiou, Un, Multiple, Multiplicité(s), p. 199

Cuando tres décadas después de lo razonable Viveiros se consagró a explorar los inexplica- bles e inexplicados matematismos en que se funda una parte sustancial del discurso pos-es- tructuralista tardío traspasó límites disciplinarios que todos sabemos que no tienen razón de ser, que son históricamente adventicios y que han sido y siguen siendo socialmente cons- truidos, pero que de todos modos generan efectos reales de desconocimiento e insolvencia, transformando en profano, cuando no en simple incompetente, a quien se atreve a transgre- dirlos por más doctorados en ciencias humanas que consten en sus diplomas.48 A lo largo y lo ancho del pos-estructuralismo el inventario de esas excursiones matemati- zantes es de una envergadura colosal e incluye el exasperante panegírico de Félix Guattari [1930-1992] a la dinámica no lineal, las irrisorias interpretaciones literales y confusiones semánticas de Jacques Lacan [1901-1981] entre los números imaginarios y los números irracionales, la hermenéutica surrealista de Jean Baudrillard [1929-2007] y François Lyo- tard [1924-1998] sobre el caos determinista y la geometría fractal y, por supuesto, las abs- trusas concepciones de Gilles Deleuze [1925-1995] sobre los autómatas celulares rizomá- ticos, los espacios lisos y los estriados, el rizoma en contraposición a las gramáticas, la afi- nidad entre lo territorial y el ritornello y el concepto riemanniano de multiplicidad. Del dis-

48 En el sentido inverso –en el acceso desde las ciencias duras hacia las blandas– el efecto es el mismo. A e- fectos de una comprobación igualmente patética, invito a conocer las intentonas sociológicas de Ludwig von Bertalanffy, de Hermann Haken o de Isabelle Stengers e Illya Prigogine (cf. Reynoso 2006).

156 parate de las hermenéuticas de la complejidad de Guattari, Baudrillard y Lyotard y de su flagrante inutilidad para cualquier concepción seria de la antropología he tratado amplia- mente en diversos capítulos de mi libro Complejidad y Caos con el rigor y el detalle de los que fui capaz (Reynoso 2006: 144-148; 318-328). Aunque refrescar esas críticas sería oportuno en la medida en que esos galimatías (por la vía de Donna Haraway) alimentan ideas de Marilyn Strathern y de Roy Wagner que han en- contrado su vía de acceso hacia el perspectivismo pos-estructuralista, dejaré aquí de lado este aspecto de la doctrina advirtiendo al lector que en general conviene poner preventiva- mente las referencias metafóricas a los tecnemas implicados (auto-organización, escala, no- linealidad, fractalidad y caos) bajo la más cautelosa sospecha, como en realidad correspon- de hacer con cualesquiera otros conceptos extradisciplinarios y desterritorializados en cual- quier práctica científica (cf. Strathern 1988; 1992; 1995 ; 2004b; Wagner 1991; Viveiros 2002a: 438, 440; 2010: 92, 95, 100, 104-105, 109, 235 ; Schérer 1998: 28). No encuentro mucho sentido, después de todo, en cuestionar el concepto de sociedad, el de cultura, el de relación y el de concepto mismo, sólo para aceptar con la mayor obediencia y acríticamente cualquier lexema que nos llegue, mediado pero sin elaborar, del campo de la complejidad. Identificar las fallas conceptuales en la adopción de esos y otros matematismos desde las ciencias sociales no siempre es una labor trivial. Si me atrevo a hablar de ellas y a calificar- las como lo he hecho es porque por un raudal de motivos no siempre felices he debido a- prender, enseñar, investigar e implementar durante casi medio siglo materias y proyectos de lingüística formal, computación científica, modelos de simulación, algoritmos de compleji- dad emergente, máquinas de von Neumann, inteligencia artificial, redes neuronales y cien- cia cognitiva, escribiendo, editando y traduciendo varios libros y papers relativos al asunto (cf. Aspray 1993; Graubard 1993; Reynoso 1991b ; 1993; 2006). Más todavía, en tiempos en que la antropología no era un modo de vida sustentable en mi país y en áreas circundan- tes, el trabajo en esos campos fue mi principal fuente de ingresos y campo de investigación y desarrollo, y cuando la demanda se impone y la paga es razonable eventualmente vuelve a serlo. Esta circunstancia me ha proporcionado, como acordarían hasta los codificadores del Ane- kāntavāda, un conjunto de perspectivas (literalmente) que la formación estándar de los an- tropólogos no suele contemplar. Algunas de esas perspectivas coinciden casi exactamente con los campos del saber a los que ha hecho alusión implícita Viveiros como el generoso profeta y name dropper histriónico que a él le fascina encarnar y poner en escena. Pero la diferencia entre nosotros es que él nunca se vio en la necesidad de ahondar en esos campos lejanos ni de pasar por la dura, prolongada y poco glamorosa ordalía del aprendizaje o por la consulta de los repositorios científicos originales (pongamos por caso, la obra técnica de Bernhard Riemann, de John von Neumann, de Benoît Mandelbrot, de Stephen Wolfram…), cuya lectura nos presenta un mundo más extraño, contraintuitivo y ajeno que cualquier Wel-

157 tanschauung que la antropología haya confrontado jamás. Envidio a Viveiros, y lo digo de corazón. Todo lo que él debió hacer no fue más que leer un poco de literatura filosófica de exégesis, operar el copy & paste, omitir cualquier rastro de definición inteligible, minimizar el comentario explicativo, reprimir toda confesión de duda o desconocimiento, ignorar que la especificación cientificista en que se basa es declaradamente impura (cf. pág. 170 más abajo), excluir todo asomo de ejemplificación de primera mano y dejar que los deslum- brados colegas se las arreglen. Desde las perspectivas en las que me he posicionado, sin embargo, se advierte que los ma- tematismos favoritos de los pos-estructuralistas, prevalentemente los de origen deleuziano, no han sido gestionados con un mínimo de adecuación ni en sus locaciones filosóficas de origen ni en su destino antropológico. Deleuze, en otras palabras, amén de sus lecturas ad- mitidamente “monstruosas”, experimentaba dificultades técnicas inconfesas e insalvables desde mucho antes que algunos antropólogos comenzaran a aplaudirlo. Cualquier estudian- te primerizo de cada especialidad matemática involucrada podría dar testimonio del carác- ter precario o defectuoso de aquellos formalismos en ambos nichos de adopción en las hu- manidades. El problema con este testimonio es que los errores que se descubren son tantos y de tal calibre que su mera enumeración quita verosimilitud a una posible crítica: para el observador externo, tanta oquedad en una doctrina que se presume revolucionaria y que proclama ser una bomba que hará volar en pedazos toda la epistemología de Occidente suena demasiado embarazosa para ser verdad (cf. Latour 2009 ). Lo penoso del caso es que sí es verdad y esto genera, al lado de la frustración metodológi- ca, un ominoso conjunto de interrogantes. ¿Cómo es posible que tantos pos-estructuralistas elaboren, una tras otra, narrativas matematizantes cuyo sostenimiento depende en tal alto grado de la credulidad ajena? ¿Cuáles son las condiciones que tienen que darse en el mer- cado transdisciplinario para que eso suceda con tanta frecuencia? ¿Cómo pudo ser que la aceptación y ocasionalmente el triunfo de esos metarrelatos en las ciencias sociales se haya llevado a cabo con la mayor impunidad? ¿Constituyen las vagas y crepusculares justifica- ciones ex post facto de Deleuze en Pourparlers (1990: 3-12) una disculpa suficiente de las distorsiones que acabó confesando en un texto que sus admiradores se obstinan en ignorar? Aun si esos matematismos poseyeran buen respaldo subsistiría una situación anómala: mientras que el grueso de la antropología (perspectivismo incluido) se eriza y dispara car- gos de cientificismo apenas se aplican técnicas escolares que despliegan un grado muy mo- desto de formalización (el análisis estructural, la cantométrica, las estadísticas paramétricas elementales, el análisis componencial, las gramáticas culturales, el análisis de redes socia- les, el álgebra del parentesco, los estudios cognitivos) los matematismos de alta compleji- dad que han pasado por el tamiz de la pedagogía pos-estructuralista, en cambio, por abstru- sos, crípticos e indescifrables que fuesen, nunca han sido sospechados de positivismo ni fueron objeto de la menor desconfianza. Una instancia más, acaso, de lo que he llamado el

158 efecto colesterol (cf. pág. 62, 116, etc): una pauta conductual recurrente en el trabajo acadé- mico pos-estructuralista que el brillante catálogo de embustes de la antropología de la cien- cia de Bruno Latour (1992 [1987]: 32-49) olvidó considerar. En este apartado crítico no me referiré gran cosa a la comprensión de los matematismos por parte de Viveiros; ella no raya demasiado por debajo, a decir verdad, de la comprensión de la lógica binaria, de la lingüística o de la complejidad organizada por parte de (digamos) Gregory Bateson o Claude Lévi-Strauss (cf. Reynoso 1990 ; 2006: 47-64; 2008a: cap. 4). Pero a pesar de que Viveiros ha acordonado su modelo con un dispositivo pedagógico que trasunta una comprensión menos que perfecta de casi todos los formalismos involucrados, yo me permitiré desarrollar mi perspectiva sobre la naturaleza y la aptitud de las apropia- ciones por parte de los pos-estructuralistas filosóficos, dejando a los perspectivistas antro- pológicos mayormente en paz excepto cuando sus atropellos se tornen insoportables. Si ha habido una provocación por parte de los filósofos –y haya sido deliberada o accidental me consta que la hubo– los párrafos que siguen han de leerse como mi modesta y alegre retalia- ción. Debido a que hace pocos meses he escrito un libro entero consagrado a sondear los con- ceptos deleuzianos de rizomas, gramáticas, ritornelli, jerarquías, espacios y árboles, y dado que he consignado el puntero correspondiente en la bibliografía, procuraré no caer en re- dundancia con lo que expuse en él y concentrarme en el comentario crítico de sólo un con- cepto deleuziano en el que reposa la casi totalidad del edificio pos-estructural de Viveiros.49 Me refiero, naturalmente, al concepto de multiplicidad, abordado aquí más intensa y exten- samente que en mi libro y con referencia explícita al tratamiento que se le ha dado en el perspectivismo. Para elaborar esta crítica será menester recurrir frecuentemente a las ideas y escritos de Deleuze y Guattari, a quienes de aquí en adelante aludiré mediante el acró- nimo D-G. 

El concepto de multiplicidad le viene a Viveiros de la lectura que Deleuze (antes de trabajar con Guattari) alegó haber hecho de alguna exégesis de la traducción francesa de un con-

49 El desmontaje que he practicado en ese mi libro predilecto se realiza prevalentemente desde la lingüística y la antropología. Algunos hallazgos de mi investigación me han llegado a sorprender más allá de mis expecta- tivas: ninguna de las ideas que Deleuze atribuye a Chomsky, por ejemplo, puede probarse que haya sido sus- tentada por éste alguna vez; ningún texto que Chomsky escribiera fue mencionado o siquiera citado de mane- ra indirecta, lo que junto a otros elementos de juicio me lleva a dudar que Deleuze los haya leído alguna vez. De la primera a la última, todas las afirmaciones de Deleuze sobre fractalidad, sobre la implementación com- putacional de los rizomas, sobre los espacios lisos y estriados o sobre la naturaleza territorial del ritornello son fáctica y técnicamente insostenibles, y alcanza con un poco de Bateson, un par de clicks en Wikipedia o una consulta de originales y manuales de escuela para poner al desnudo la banalidad de lo que acaba promo- viendo. En fin, hay varias otras discusiones planteadas en el libro, un hipertexto abierto y en reescritura per- manente que invito a que el lector se lo apropie. El libro se encuentra en http://carlosreynoso.com.ar/?p=7901 (visitado en setiembre de 2014); la segunda edición ampliada se publicará en breve en esta misma colección.

159 junto de trabajos de altas matemáticas escritos por el portentoso matemático Bernhard Rie- mann [1826-1886], trabajos que también he puesto a disposición del lector, tanto en su edi- ción original como en sus diversas traducciones (Riemann 1851 ; 1876 ; 1898 ). Mi hipótesis inicial es que en su apropiación antropológica la multiplicidad deviene un concep- to-cajón apto para cualquier circunstancia, deliberadamente polimorfo y asociado a una connotación de excelencia sólo comparable a la que goza la idea de deconstrucción, pero que en el fondo carece de una denotación precisa, de toda utilidad heurística y de la más modesta capacidad instrumental en antropología por cuanto la interpretación de la idea ori- ginal por parte de D-G es inequívocamente otra y fatalmente errónea. Como también se verá, el sentido que pudo haber tenido el concepto en el campo de las matemáticas (y más en concreto, en las geometrías no euclideanas y en topología) quedó, como se dice a veces, lost in translation. La multiplicidad, en una palabra, dista de ser lo que en el avispero de- leuziano-perspectivista se cree que es. Veamos inicialmente los múltiples sentidos que Viveiros atribuye al concepto de multiplici- dad en Metafísicas Caníbales:

El libro expone e ilustra una teoría de las multiplicidades, sin duda el tema deleuziano que ha tenido la mayor repercusión en la antropología contemporánea. La multiplicidad deleuziana es el concepto que parece describir mejor no sólo las nuevas prácticas de conocimiento pro- pias de la antropología, sino también los fenómenos de las que éstas se ocupan. Su efecto es ante todo liberador. Consiste en hacer pasar una línea de fuga entre los dos dualismos que forman de alguna manera los muros de la prisión epistemológica en que está encerrada la an- tropología (para su propia protección, por supuesto) desde sus orígenes en las tinieblas de los siglos XVIII y XIX: Naturaleza y Cultura, por un lado, Individuo y Sociedad por el otro, los "marcos mentales últimos" de la disciplina, los que, como se acostumbra decir, no podemos considerar falsos porque es a través de ella que pensamos lo verdadero y lo falso. […]

Es posible que el concepto de multiplicidad sólo haya llegado a ser antropológicamente pen- sable –y por lo tanto pensable por la antropología– porque nosotros estamos pasando a un mundo no numerológico y posplural, un mundo en el que jamás hemos sido modernos; un mundo que ha dejado atrás, por desinterés más que por cualquier Aufhebung la alternativa in- fernal entre el Uno y lo Múltiple, el gran dualismo que gobierna los dos dualismos mencio- nados más arriba así que muchos otros dualismos menores.

La multiplicidad es así el metaconcepto que define cierto tipo de entidad cuya imagen con- creta es el “rizoma” de la introducción de Mil Mesetas. Como ha observado Manuel de Lan- da, la idea de multiplicidad es fruto de una decisión inaugural de naturaleza antiesencialista y antitaxonomista: con su creación, Deleuze destrona las nociones metafísicas clásicas de esen- cia y tipo (Viveiros 2010 [2009]: 100-101 ).

Lo más sorprendente es que el concepto que Deleuze atribuye a Riemann no tiene que ver en absoluto con los atributos que aquél imagina y con las definiciones que los deleuzianos han reproducido. De hecho, el concepto riemanniano originario no guarda relación ni con

160 colectivos, ni con totalidades, ni con una decisión contraria a la taxonomía, ni con la im- pugnación del dualismo, ni con las redes de autómatas finitos que D-G llaman rizomas y que, como bien se sabe, pertenecen de lleno a las matemáticas discretas. Si se nos da por conversar con un matemático sobre la paráfrasis deleuziana de la noción riemanniana de multiplicidad (con sus líneas de fuga entre dualismos y el papel de estos dualismos en los juicios sobre lo verdadero y lo falso) no es seguro que entienda qué es lo que estamos que- riendo decir. La multiplicidad riemanniana no tiene un ápice que ver con todo esto; a lo que Riemann se refería originariamente es a un concepto que haríamos bien en traducirlo al castellano como ‘diversidad’ o ‘variedad’, que hoy tiende a traducirse al inglés como mani- fold y que he ilustrado en nuestra Figura 4 (pág. 161) en una de sus infinitas encarnaciones imaginables.

Figura 4 – El disco es un manifold que mapea una parte de la esfera. Se necesita un atlas de 6 mapas para cubrir toda la esfera. © Jitse Nielsen - http://commons.wikimedia.org/wiki/File:Sphere_with_chart.svg.

Ahora bien, un manifold [lit. ‘variedad’] es un espacio topológico que a una escala sufi- cientemente pequeña se parece al espacio euclideano de una dimensión específica; de este modo, una línea y un círculo son manifolds unidimensionales, un plano, un cilindro, una botella de Klein y una esfera son manifolds bidimensionales y así sucesivamente. El nom-

161 bre de manifold es el equivalente inglés de Mannigfaltigkeit, término usado en la conferen- cia inaugural de Bernhard Riemann en Göttingen. El texto de lectura de esa conferencia fue lo que hoy llamaríamos su tesis de doctorado, escrita bajo la dirección de Carl Friedrich Gauss y largamente inédita. En ella Riemann (1851: 33 ) –inesperada figura tutelar del panteón rizomático y perspectivista– definió las bases para distinguir entre manifolds dis- cretos y continuos, puntos de partida de la ulterior teoría general de conjuntos y de la topo- logía moderna respectivamente (Scholz 1999: 26). Como ya he dicho, y como nunca repe- tiré lo suficiente, Mannigfaltigkeit (derivado del adjetivo mannigfaltig, “variado”, “diver- so”) no es sino el vocablo original que llega a D-G a través de una serie de traductores, her- meneutas y divulgadores bajo la forma no del todo incorrecta pero sí engañosa de multipli- cité. Los efectos del sesgo connotativo y de la redefinición del campo de los valores semánticos implicados por la traducción inexperta de términos técnicos se muestran aquí particular- mente dañinos, confundiendo incluso el pensamiento de un crítico de Deleuze habitualmen- te criterioso, tal como lo ha sido Alain Badiou (2000 ), quien tampoco ha cumplido con la exigencia irrecusable de leer en forma directa la elaboración original y de comprender la conceptualización formal en plenitud. Como comprobaremos en seguida, alcanza con leer lo que D-G dicen de Riemann para constatar que su concepción del pensamiento riemannia- no se basa en elaboraciones terciarias, en criaturas de una imaginación desbocada y en la convicción de la ignorancia ajena, antes que en el conocimiento íntimo de las fuentes en a- lemán o de su traducción más o menos correcta al francés. Esa traducción ha sido al mismo tiempo problemática y reveladora y tal vez (mucho más que la admitida lectura imaginaria de las matemáticas) deba cargar con parte de la culpa por la confusión que generó. El ignoto L. Laugel tradujo Mannigfaltigkeit indistintamente co- mo multiplicité y como ensemble, opción esta última que priva al término de la imaginería de horda o muchedumbre zoológica primordial –nómade, igualitaria, rizomática, salvaje, paleolítica y edénica– que D-G y quizá también Clastres habían creído encontrar en ella (Riemann 1898: 44, 195-197, 413-416 ). Multiplicité, mientras tanto, sugiere que las va- riantes mismas poseen un carácter colectivo e innumerable, una idea que no estaba en el ánimo de Riemann ni forma parte del sentido de la expresión ni de su referencia en el uso técnico contemporáneo.50

50 El lector puede consultar los originales y la traducción francesa de L. Laugel y J. Hoüel de las obras com- pletas de Riemann en el hipertexto bibliográfico al final de este documento. Los traductores al idioma inglés han optado por expresar como adjetivo el sustantivo original, derivado del inglés antiguo maniġfeald, empa- rentado con el altogermánico medio manecvalt y el sueco mångfaldig. Para ser un sustantivo en plenitud, el término inglés debería ser manifoldness, que es lo que propuso originariamente el traductor de Riemann al in- glés y genial matemático William Kingdon Clifford [1845-1879] cuya versión de la obra de Riemann también he puesto en línea (Riemann 1867 ). Recordemos que Deleuze, documentadamente, no hablaba ni escribía con fluidez en inglés ni leía siquiera en alemán (cf. Dosse 2009: 128, 598). Por si no lo saben, Lévi-Strauss tampoco.

162

De hecho, algunos objetos matemáticos bien conocidos (el atractor de Rössler [1976 ], por ejemplo) poseen un solo manifold, mientras que muchísimos otros están compuestos por un número indefinido de elementos pero no se asocian a ningún colectivo de conjuntos que alguien se haya interesado en tipificar. Los términos alemanes para multiplicidad/mul- tiplicity/multiplicité (que no existen como palabras técnicas en las matemáticas contempo- ráneas) son Vielfachheit o Vielheit, expresiones que Riemann tampoco utilizó. Aunque mul- tiplicité no está del todo mal en tanto no connote numerosidad, diferencia o repetición, la traducción más ajustada de Mannigfaltigkeit habría sido variété, opción escogida por J. Hoüel que aparece esporádicamente en la versión francesa de los textos póstumos de Rie- mann pero no en la traducción de la Tesis a la que D-G jamás leyeron más que a través de divulgadores y comentaristas de variado crédito: Albert Lautman, Jules Vuillemin, Henri Bergson, Gilles Chatelet (cf. D-G 1980: 46, 178, 462, 604, 606). Desbaratando de un soplo la trama de la interpretación deleuziana, la traducción castellana mayoritariamente aceptada por los matemáticos es, sencillamente, variedad. Viveiros parece intuir que “variedad” es una traducción equivalente a “multiplicidad”, por cuanto en una ocasión cita a “Albert Lautmann, el autor de referencia de Deleuze para todo lo relacionado con las matemáticas” a propósito de la eliminación de un centro de coorde- nadas privilegiado que Viveiros cree que se manifiesta en las geometrías riemannianas; Lautman usa, en efecto, más “variedad” que “multiplicidad” (Viveiros 2010: 107 ). Hay un número importante de fastidiosos inconvenientes con la cita de Viveiros, sin em- bargo, debido a que [1] el apellido de Albert Lautman [1908-1944] aparece irresponsable- mente germanizado (“Lautmann”); [2] más allá de que sean inherentes o heterónomas, las métricas riemannianas permiten medir longitudes, ángulos, superficies (o volúmenes), cur- vaturas, gradientes de funciones y divergencias en campos vectoriales en cualquier variedad en función de un sistema local de coordenadas;51 y [3] según la documentación que está a mi alcance Viveiros no leyó una sola página de la obra de Lautman, sino que conoce al autor por mediación de un artículo de David Smith, cuya referencia bibliográfica tampoco es impecable. Este Smith, aclaro, no debe confundirse con Paul Smith (1988) que es el es- critor a través del cual su admirada Marilyn Strathern leyó a Derrida, pues en este ambiente nadie lee en forma directa el trabajo de ningún estudioso de primer orden mientras haya chances de evitarlo (Strathern 2011: 245, 247-248 ). Lejos de la semblanza que pintan Deleuze y Viveiros, Lautman (1938) sostenía la universa- lidad y unidad de las matemáticas y es justamente famoso por ello. En lo personal lo prime- ro que me ofende de la cita de Viveiros es la arianización del apellido de un matemático ju- dío bien conocido que fue asesinado a tiros por la espalda cuando intentaba escapar de un

51 Véase la introducción a la curvatura de John M. Lee (1997) y el artículo sobre “Variedad de Riemann” en Wikipedia (http://es.wikipedia.org/wiki/Variedad_de_Riemann).

163 campo de concentración alemán en Toulouse.52 No obstante la cita de [David] Smith, Vi- veiros sigue sin plantearse la posibilidad de que “variedad” signifique otra cosa que lo que él primordialmente imagina. Lo segundo que me perturba, por añadidura, es que dado que Viveiros nunca se acercó a la obra de Lautman ni tuvo de ella una visión de conjunto se perdió de saber que este autor fue un partidario ferviente de la concepción dialéctica de las matemáticas y amaba clarificar sus ideas usando diagramas arbolados, a los cuales en el mi- crocosmos maniqueo de los deleuzianos sólo los déspotas son proclives (cf. Lautman 2006; Larvor 2010 ). Pensando exactamente lo contrario de lo que convendría a D-G y a Vivei- ros, Lautman había desarrollado una imagen de las matemáticas modernas como la expre- sión o realización de oposiciones conceptuales fundamentales (tales como continuo/discon- tinuo, global/local, definido/indefinido, simétrico/antisimétrico, todos y partes, dominios básicos y objetos definidos en esos dominios, sistemas formales y sus modelos). Cada tér- mino de esas dualidades era para Lautman una noción; en su sistema, las ideas dialécticas visualizan relaciones posibles entre tales pares de nociones (Lautman 2006: 242-243). Volviendo al concepto de “variedad”, por ser manecvalt/Mannigfaltig una locución tan an- tigua, saliente y de nutrida frecuencia de uso, y siendo -keit el posfijo común para la sustan- tivación de cualidades, siempre pensé que no era posible probar que Riemann haya sido el primero en convertir el adjetivo en nombre, como veremos que alegaban D-G sin mencio- nar la fuente de sus datos (D-G 2006: 491). Probar semejante prioridad histórica no es la clase de logros que se pueda alcanzar sin una rigurosa disciplina de lectura, una práctica to- talmente ajena a los inconstantes intereses de Deleuze. Con los recientes avances tecnoló- gicos en materia de digitalización y búsqueda cualquiera puede (re)descubrir, en cambio, que el propio director de tesis de Riemann, Carl Friedrich Gauss [1777-1855], había utiliza- do en el mismo sentido la palabra Mannigfaltigkeit veinte años antes que él en su Theoria residuorum quadraticorum, Commentatio secunda de 1831 (Gauss 1876: 176, 178 ). Veinte años es, en este negocio, una era geológica, sobre todo en esos momentos en que se gestaban ideas tales como las geometrías no euclideanas o la teoría de grafos y los giros de pensamiento que llevarán a la topología. Si D-G hubieran leído al menos la traducción de las obras de Riemann en forma directa y con la atención despierta, habrían advertido que el uso de la palabra por parte de Gauss ya había sido reportado por el traductor J. Hoüel en una nota a las publicaciones póstumas de Riemann (1898: 282, n. 1 ) y no habrían atri- buido a éste una revolución que nunca fue como ellos la reportan.53 Más sorprendente todavía es el uso de la idea sustantivada de multiplicidad (bajo la forma latina de multitudo) en la obra de Gottfried Wilhelm Leibniz, reconocido predecesor del

52 La versión más firme alega que fue miembro de la resistencia y fusilado el 1° de agosto de 1944 en el cam- po de Souge en Martignas-sur-Jalle, cerca de Bordeaux, recibiendo póstumamente la Medalla de la Libertad. 53 Textualmente: “Varietas, Mannigfaltigkeit. Voir Gauss, Theoria res. biquadr., t. II, et Anzeige zu derselben (Werke, t. II, p. 110, 116 et 118). — (J. Houel.)”.

164 perspectivismo. En el segundo volumen de las Philosophische Schriften (1875-1890), unos ciento veinte años antes de Gauss, Leibniz define una serie como “una multiplicidad dotada de una regla de orden” (p. 263 ), mientras que en los opúsculos y fragmentos inéditos re- copilados por Louis Couturat (1903: 476 ) una multiplicidad es definida como un conjun- to sin regla ni orden: “Multitudo est aggregatum unitatum”. De más está decir que ni Vivei- ros ni Deleuze han referido jamás estas fuentes y que la definición leibniziana de multiplici- dad como agregado de unidades contradice de plano la concepción rizomática-perspecti- vista que aquéllos sustentan junto con otros autores tales como Roy Wagner y Marilyn Strathern (Viveiros 2010[2009]: 103 ; Wagner 1991; Strathern 2004b [1991]: 52-53).). Aunque no me he ocupado de seguirle el rastro en la literatura antigua, en lo personal tam- bién sospecho que en las lenguas indoeuropeas el sustantivo que denota un manifold (o más bien, una imagen acústica que designa un concepto de variedad) existe desde épocas muy tempranas y que por más que el metarrelato heroico de D-G suene tan apasionante ni Gauss ni Riemann se vieron en la coyuntura de acuñar nombre alguno ni documentaron ser cons- cientes de haber logrado dicha hazaña. La palabra, en fin, que denota una variante, un objeto diverso, un ejemplar entre otros, exis- te en el uso común de un número muy grande de lenguas. En griego, sin ir más lejos, se han usado πολλαπλότης y πολλαπλότητα desde tiempos inmemoriales; en sánskrito he encon- trado numerosos sustantivos para expresar multiplicidad ( = bahulatā; = bahu- tā; = bahulya) y también diversidad ( = vaiśvarūpya = multiform, manifold, diverse; = vairūpya, etc); el uso de estos vocablos en la mitología, la ciencia y la lite- ratura se remonta a unos cuantos siglos antes de los comienzos de la era cristiana (Monier- Williams 1976 [1899]: 724, 1027 ). En resumidas cuentas, Riemann descubrió (o, diría Roy Wagner, inventó) la multiplicidad tanto como Colón fue el primero en llegar a Amé- rica, lo cual no ha sido óbice para que D-G, totalmente ajenos a la genealogía etimológica, a la traza semántica, al sesgo fastidiosamente etnocéntrico de su propia narrativa y al signi- ficado técnico de su propio vocabulario escribieran en Mil Mesetas:

Volvamos a esa historia de multiplicidad, porque fue un momento muy importante la crea- ción de ese sustantivo precisamente para escapar a la oposición abstracta de lo múltiple y lo uno, para escapar a la dialéctica, para llegar a pensar lo múltiple al estado puro, para dejar de considerarlo como el fragmento numérico de una Unidad o Totalidad perdidas, […] para dis- tinguir más bien los tipos de multiplicidad. Así, por ejemplo, el físico-matemático Riemann establece una distinción entre multiplicidades discretas y multiplicidades continuas (estas úl- timas sólo encuentran el principio de su métrica en las fuerzas que actúan en ellas). […] No- sotros hacemos más o menos lo mismo cuando distinguimos multiplicidades arborescentes y multiplicidades rizomáticas (D-G 2006: 39).

[…] Evidentemente, un acontecimiento decisivo se produjo cuando el matemático Riemann sacó lo múltiple de su estado de predicado para convertirlo en un sustantivo, “multiplicidad”.

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Era el final de la dialéctica, en beneficio de una tipología y una topología de las multiplicida- des (D-G 2006: 491).

Esto es virtualmente todo lo que tienen que decir al respecto, al margen de un puñado de alusiones oscuras destinadas a dejar flotando la impresión de que el espacio riemanniano por antonomasia es lo opuesto al espacio métrico discreto, un espacio de cualidades antes que de números, poblado de multiplicidades no métricas (D-G 2006: 376, 492, 493). Pero al contrario de lo que luego insinúan D-G (y si bien hay, por cierto, una amplísima topolo- gía derivada de Riemann y elaborada por Felix Klein [1849-1925] y Adolf Hurwitz [1859- 1919]), un manifold se asocia típicamente a una estructura diferenciable que permite reali- zar los cálculos que sean menester en base a una métrica que se encuentra en las más refi- nadas y bellas que se conocen.54 Siempre me ha sorprendido menos la capacidad de D-G de incrustar tantas inexactitudes en tan poco espacio que la habilidad de sus partidarios de dar por axiomático lo que ni siquiera es plausible. Observemos, por ejemplo, que el concepto de Mannigfaltigkeit/manifold/va- riété (acuñado como palabra técnica entre 36 y 16 años antes de la publicación de El Ca- pital) nunca pretendió implicar nada tan expeditivo y cataclísmico como “el fin de la dia- léctica”, una expresión que se refiere a una obsesión bergsoniana que Deleuze hizo suya pero que el antropólogo a quien Hegel no le interese o Marx no le espante no tiene por qué acompañar. Lejos de eso, Riemann encontró en la filosofía dialéctica en general y sobre todo en la de Johann Friedrich Herbart [1776-1841] sus fundamentos filosóficos esenciales, la noción de manifold continuo y los conceptos básicos que subyacen a la comprensión de un espacio n-dimensional y a la idea misma de magnitud (Herbart 1851 ; Riemann 1898: 281-282 ; Sholz 1982; Laugwitz 1999: 220, 222, 232, 287-292).55 A esta altura del razonamiento queda en evidencia que todo el discurso deleuziano-vivei- riano de la multiplicidad carece de todo rigor y de todo valor de verdad. A fin de que la tra- ma oculta de la forma en que se han construido las dicotomías y los sistemas de valores correspondientes quede un poco más en evidencia cito la traducción francesa del ensayo de

54 En su obra de tesis Riemann, entre paréntesis, jamás mencionó la palabra “topología”, que fue inventada por Johann Benedict Listing [1808-1882]; la noción de espacio topológico sólo se desarrolló a principios del siglo XX y aspectos importantes de la teoría de la relatividad de Einstein se fundan en la geometría rie- manniana, y no en tanto en la topología que deriva de Riemann, importante por derecho propio. En este punto recomiendo al lector consultar el bello ensayo de Michael Windham (2008 ) que clarifica el camino que va de Gauss a Einstein pasando, naturalmente, por los manifolds de Riemann. 55 Con algunas reservas en lo tocante a la filosofía de la ciencia y la metafísica, Riemann se consideraba her- bartiano en psicología y epistemología: “Der Verfasser ist Herbartianer in Psychologie und Erkenntnistheorie (Methodologie und Eidolologie), Herbart’s Naturphilosophie und den darauf bezüglichen metaphysischen Disciplinen (Ontologie und Synechologie) kann er meistens nicht sich anschliessen” (Riemann 1876: 476 ). A través de los punteros de hipertexto que he definido en la bibliografía de este ensayo, el lector podrá com- probar la presencia simultánea de la dialéctica y del concepto de Mannigfaltigkeit en la obra del autor que ins- piró buena parte del trabajo de Riemann (Herbart 1851: xiii, 26, 39, 97, 112, 144, 179, 286, etc. ).

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Riemann (de edición póstuma) Sobre las hipótesis que sirven de base a la geometría que D- G parafrasearán a partir de la interpretación exacerbadamente dualista del también dialécti- co Albert Lautman (1938) de maneras siempre entrecortadas y fragmentarias:

La question de la validité des hypothèses de la Géométrie dans l’infiniment petit est liée avec la question du principe intime des rapports métriques dans l’espace. Dans cette dernière question, que l’on peut bien encore regarder comme appartenant à la doctrine de l’espace, on trouve l’application de la remarque précédente, que, dans une variété discrète, le principe des rapports métriques est déjà contenu dans le concept de cette variété, tandis que, dans une variété continue, ce principe doit venir d’ailleurs. Il faut donc, ou que la réalité sur laquelle est fondé l’espace forme une variété discrète, ou que le fondement des rapports métriques soit cherché en dehors de lui, dans les forces de liaison qui agissent en lui (Riemann 1898: 297; traducción de J. Hoüel).56

Esta es la traducción del original que propongo:

La pregunta por la validez de la hipótesis de la geometría de lo infinitamente pequeño está li- gada a la pregunta sobre la base de las relaciones métricas del espacio. En esta última pregun- ta, a la que todavía debemos considerar perteneciente a la doctrina del espacio, se encuentra la aplicación de lo señalado más arriba; que en una variedad discreta, el fundamento de sus relaciones métricas está dado en la noción de ella misma, mientras que en una variedad conti- nua, el fundamento debe venir de fuera. La realidad que subyace al espacio debe formar ya sea una variedad discreta, o debemos buscar el fundamento de sus relaciones métricas fuera de ella, en las fuerzas vinculantes que actúan sobre ella (Riemann 1867 ).

De más está decir que el carácter figurado de la expresión de Riemann y el desorden con- vulsivo de las cambiantes paráfrasis de D-G hacen inevitable que muchos seguidores inter- preten esas correspondencias exactamente al revés de lo debido, como cuando Éric Alliez (2002: 107) (en un volumen al que Viveiros contribuyó con su artículo sobre los pronom- bres cosmológicos) contrasta las multiplicidades cualitativas internas con las multiplicida- des cuantitativas de exterioridad. Hasta donde sé, y como si a nadie le interesase mucho nada, ningún filósofo parece darse cuenta que en este y otros casos la tipología sencilla- mente ha quedado cabeza abajo.

56 En Bergsonisme Deleuze (1966: 32) menciona la traducción francesa de la obra de Riemann, aunque sigo estimando dudoso que la conociera de primera mano, toda vez que en su versión de Über die Hypothesen, welche der Geometrie zu Grunde liegen (o sea, la Habilitationsschrift) el traductor J. Hoüel no utiliza la ex- presión multiplicités sino variétés, tal como lo he subrayado en la cita. Deleuze también confunde, sin duda, la disertación inaugural de Göttingen de 1851 (Grundlagen für eine allgemeine Theorie der Functionen einer veränderlichen complexen Grösse) donde Riemann usa por primera vez la idea de Mannigfaltigkeit con el dis- curso de habilitación de 1854 en el cual el matemático caracteriza (como consta en el párrafo citado) la natu- raleza endógena y exógena de las métricas correlativas a las variantes discretas y continuas, respectivamente.

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No hay que salirse de la obra deleuziana para chocar con un número incontrolable de con- trasentidos. El colmo del esperpento se alcanza cuando en Le Bergsonisme, mucho antes de concebir Mil Mesetas, el propio Deleuze había escrito que hay

[…] dos tipos de multiplicidad. Uno está representado por el espacio. […] Es una multi- plicidad de exterioridad, de simultaneidad, de yuxtaposición, de diferenciación cuantitativa, de diferencia en grado; es una multiplicidad numérica, discontinua y concreta. El otro tipo de multiplicidad aparece en la pura duración: es una multiplicidad interna de sucesión, de fusión, de organización, de heterogeneidad, de discriminación cualitativa, o de diferencia de clase; es una multiplicidad virtual y continua que no se puede reducir a números (Deleuze 1988: 38 [1966: 30-31]; los contrasentidos son de Deleuze, los énfasis son míos).

Dejando de lado estas contradicciones y violencias conceptuales embarazosas, frutos previ- sibles de una locuacidad y una grandilocuencia que se han salido de control, resta decir que tampoco existe en la obra de Riemann nada que se asemeje a una tipología articulada, exhaustiva y explícita de las multiplicidades –o de las Mannigfaltigkeiten para el caso– lis- ta para ser extrapolada a la comprensión geográfica, antropológica o política del territorio amerindio (cf. Riemann 1876: 36, 255-268, 448-449; 477, 482, 492 ; cf. Dieudonné 2009: 49-50). Lo concreto es que diferentes conjuntos de atributos y operaciones matemáti- cas definen un número indefinido de clases de manifolds distintos, unas pocas de las cuales fueron intuidas por Riemann mientras que muchas otras no; hay entonces manifolds com- pactos, diferenciables o continuos, cobordantes, de Poincaré, Finsler, Grassman, Kähler, Stiefel, Whitehead, Wiedersehen, isoespectrales, invariantes o separadores, algebraicos, abstractos, conectados o desconectados, con o sin bordes, estratificados, simplécticos... Pe- ro ciento cincuenta años después de Riemann y un siglo después de Henri Poincaré la clasi- ficación en sentido estricto de los manifolds por encima de las tres dimensiones ya no es só- lo uno de los problemas abiertos de la topología, sino uno que se sabe indecidible (Markov 1958; Stillwell 1993: 4-5; Lee 2000: 7). Lo más bizarro de todo esto es que Viveiros celebra, siguiendo a De Landa, que la idea de multiplicidad sea “fruto de una decisión inaugural de naturaleza antiesencialista y antitaxo- nomista” mientras que D-G honran el papel pionero de Riemann en la creación de una tipo- logía de las multiplicidades (Viveiros 2010 [2009]: 100-101 ; D-G 2006: 491). Toca al lector decidir, una vez más, si aquí nos hallamos ante un caso de doble vínculo o de mala fe, o si estas ruidosas contradicciones indican más bien que tanto D-G como Viveiros, en su injustificada e injustificable dependencia de divulgadores, hermeneutas y “autores de refe- rencia”, han perdido el arte de interpretar correctamente textos escritos con la claridad del cristal (cf. Viveiros 2010: 107 ). Poco a poco vamos viendo que por fácil que sea su desmontaje desmentir las pretensiones del perspectivismo es un proyecto que es cualquier cosa excepto trivial. El perspectivismo pos-estructuralista está aferrado a la idea con uñas y dientes, pues (aunque contradiga a su

168 prédica rizomática contra los fundamentos) en ella finca una parte importante de su propia fundamentación; de otro modo no se entiende qué es lo que están buscando –literalmente– tan lejos de la antropología y tomando un desvío tan accidentado. Su doctrina requiere que las multiplicidades carezcan de métricas y sistemas de coordenadas, que sean lo se preten- den que son y que resulten esenciales para la comprensión de la cultura para dar una pizca de razón a Marilyn Strathern y a su discurso sobre los unos y las totalidades, para que tenga sentido la alianza con Roy Wagner y su persona fractal, para tornar obsoleto el concepto de sociedad como pluralidad, para reprimir todo intento de análisis y explicación, para remitir la antropología conocida al arcón de los recuerdos y para conferir plausibilidad a una mu- chedumbre de argumentos rizomáticos que cuelgan del hilo de esa idea. Pero en el modelo de D-G en el que Viveiros cree a pies juntillas toda esa metafísica depen- de de una ingeniosa técnica de la distorsión que toca aquí desvelar cómo funciona. El truco es simple: al desarrollar el tema de lo liso y lo estriado (y dado que –recordemos– los auto- res jamás leyeron directamente la obra de Riemann), D-G citan largamente a Lautman deta- llando diversos aspectos del espacio riemanniano que no vienen directamente a ningún ca- so; en el medio de la argumentación cierran las comillas de repente y continúan diciendo que “es posible definir esta multiplicidad independientemente de una métrica…” y siguen en esa tesitura como si fuera Lautman (con referencia a Riemann) quien continúa descri- biendo espacios y multiplicidades, asignándoles las propiedades que convienen a los filóso- fos rizomáticos primero y a los antropólogos perspectivistas después (D-G 2006: 492). Ésta es acaso la instancia canónica de la “labor de encomillado” en acción, la astucia que hemos visto a Viveiros usar con tanto ingenio (cf. más arriba, pág. 132). En este punto la retorsión se torna tan evidente como incontrolable: Lautman nunca usó la palabra “multipli- cidad” en ese contexto y jamás expresó algo tan equivocado como que una variedad fuera independiente de una métrica. Es lamentable tener que subrayarlo, pero como el mero nom- bre de geo-metría lo indica, cualquier texto de geometría riemanniana (y los hay por miles) no se refiere a ninguna otra cosa que a las métricas de los espacios y manifolds de Riemann (cf. Cartan 1983; Perdigão do Carmo 1992; Morgan 1993; Lee 1997; Gromov y otros 1999; Postnikov 2000). Al lector que todavía crea que la “multiplicidad” riemanniana tiene que ver con colectivos indescomponibles y no cuantificables le recomiendo asomarse a las piezas de software que realizan cálculo de tensores en geometría diferencial, incluyendo métricas y curvaturas rie- mannianas. En mis años jóvenes he contribuido eventualmente al desarrollo de estas tecno- logías (v. gr. Lee 2011 ).57 Nada hay en todo esto que refrende la idea de multiplicidad que se alienta desde Deleuze a Viveiros, pasando por Latour. A no ser que el empecina-

57 Véase la rica página de Wikipedia sobre programas de cálculo de tensores (a la que también he contribuido hace unos meses); para operar con geometrías riemannianas los programas que mejor conozco son Ricci, TTC, Tensorial, xAct y RGTC.

169 miento de los candidatos a adoptar una teoría cualquiera sea verdaderamente irreprimible, una nueva mirada a la figura 4 más arriba (pág. 161), sumada a lo que llevo dicho, puede ayudarnos a despejar las dudas, permitirnos mirar los manifolds a la cara y hacer que com- prendamos mejor hasta qué punto los pos-estructuralistas y sus epígonos han pretendido en- gatusarnos, pretendiendo que compráramos (sin que casi nadie advirtiera sus astucias) su mágico, cientificista e imposible concepto de multiplicidad. Sumado a tantos otros elementos de juicio, el truco torpe y pueril del desencomillado, en fin, me lleva a creer que la semblanza de D-G ya no es fruto de una falta de competencia circunstancial o consecuencia de una cadena de intermediación más larga de lo razonable, sino que es producto de un acto tramposo susceptible de ser reproducido ad libitum, lo más parecido a una preceptiva metodológica que el perspectivismo nos ha ofrecido hasta hoy: se toma una obra de una autoridad respetada cuya literalidad nadie va a poner en duda, se la hace leer por un tercero, se enmarca lo que éste dice de cierta manera mediante diacríticos, cortes, glosas, catacresis, patáforas y puntuaciones y se les hace decir al genio y a su exége- ta lo que uno necesita que ellos digan. Pero las tramoyas de D-G son sólo una parte de la cuestión; el problema mayor para la an- tropología no es tanto que Viveiros no sea capaz de advertir estas jugarretas de intelectuales que se saben inclinados a la fantasía, sino que construya su edificio conceptual sobre un ci- miento tan precario y que contribuya a la engañifa germanizando a un judío víctima del ho- locausto, desdialectizando las dialécticas de los dos matemáticos más prestigiosos involu- crados y replicando viejas técnicas de argucia referencial que parecen calcadas de los párra- fos más mordaces del manual de instrucciones de Latour para la mala ciencia (Latour 1992 [1987]: 32-49). A fin de cuentas fue Viveiros quien insistió, sin que nadie lo obligara, en a- propiarse de ideas de Riemann y Lautman desde la perspectiva antropológica sin tomar la precaución de aprender la compleja matemática requerida, de examinar con la mayor exac- titud posible la congruencia entre lo que la herramienta brinda y lo que los problemas dis- ciplinares demandan y de chequear todas y cada una de las fuentes implicadas. No se me debe pedir que pruebe ahora que D-G son fantasiosos, pues al menos Deleuze lo ha confesado ya en Pourparlers (1990), un libro tardío al que Viveiros nunca mencionó. Deleuze ha caracterizado su método de distorsionar referencias como un “encule” (pues sí: enculage, buggery), un recurso que puso en acción, por ejemplo, cuando se atrevió a afir- mar que el principio rector de la filosofía de Spinoza es la univocidad, una noción que a Spinoza nunca se le había ocurrido. Un encule deleuziano equivale a una re-escenificación de una idea ajena que destaca aspectos diferentes e inesperados (cf. Callen 2005 ; Sinner- brink 2006: 62 ). Deleuze lo ilustra diciendo que es como tomar un autor por detrás y ha- cerle un hijo, reconociblemente suyo, pero monstruoso. Es importante entonces que esta criatura sea verdaderamente hijo del autor que él encula, en el sentido de que éste podría haber dicho lo que él le quiere hacer decir. “Pero el hijo está condenado a ser también

170 monstruoso, porque resulta de todas clases de corrimientos, deslizamientos, dislocaciones y emisiones ocultas de las que yo disfruto” (Deleuze 1990: 6). Aunque Deleuze no lo admite directamente, hay indicios suficientes en las proximidades de la definición de que su uso de los espacios y manifolds riemannianos sea uno de los encules canónicos y de que el concep- to de encule mismo sea una justificación específica de sus descarríos interpretativos en ese terreno específico (Ibid.: 26, 29-30, 124). Puesto que el truco proporciona a quienes lo perpetran una diversión pantagruélica y alivia la presión sobre los valores de verdad de los dichos deleuzianos, y dado que en Mil Mesetas no hay una puntuación batesoniana del contexto o una marca formal que señale la índole del discurso, creo que Viveiros debería indicar cuáles son las instancias en las cuales De- leuze o él mismo están escenificando esta clase de enculages y en qué momentos se está hablando de antropología más responsablemente. A menos, claro, que Viveiros desconozca una vez más este juego rizomático de distorsiones transparentes y evasivas opacas cuya fama se ha viralizado, que hasta los nerds y curiosos que frecuentan Wikipedia conocen sobradamente y que la disciplina no puede seguir ignorando sin hacer el ridículo o sin que alguien ofrezca la explicación que cuadra. Retornando de esta metáfora de sodomía filosófica explícita cuyo valor ético, estético y analítico dejo que el lector decida, debemos concluir que no existe nada que se parezca a un espacio riemanniano inherentemente no-métrico, monolítico, in-divisible, refractario a todo conato de medición o categóricamente emancipado y hostil a la concepción euclideana del espacio que se maneja desde siempre en las ciencias sociales o en los mapas cognitivos que rigen la visión de las cosas en la vida cotidiana de los Yawalapíti, de Viveiros, de usted y de mí (cf. Barkowsky y otros 2003: 219; Berger 2002: 243-322; Gromov 2007; Mast y Jäncke 2007; Freksa y otros 2008: 131, 299, 305, 336, 355, 404; Hölscher y otros 2010: 73). Descartados por completo conceptos tales como los propuestos por Roy Wagner y Ma- rilyn Strathern (quienes siguen hasta hoy sin leer ni a Deleuze, ni a Lautman ni, por su- puesto, a Riemann), hasta tanto alguien demuestre satisfactoriamente lo contrario no existe tampoco en toda la antropología, ni siquiera en la más afin a una estrategia perspectivista, un dato, un concepto, una práctica, un modelo o una metáfora que pueda beneficiarse seria- mente del concepto riemanniano de manifold. Es por ende un hecho que no hay nada en los desarrollos riemannianos (o en la paráfrasis de Lautman) que involucre algo tan peregrino como el fin de la dialéctica, que refunde la relación entre los unos y las totalidades, que preste apoyo a la sustitución de “la sociedad” por “los colectivos”, que sustente la idea de la “persona fractal” o de “dividuo”, que defina algo parecido a líneas de fuga, de segmentariedad o de desterritorialización, que sustente una ontología “chata”, que defina un sistema de minoración de n-1 dimensiones, que des- trone a las metafísicas clásicas basadas en taxonomías, tipos y esencias, que contribuya a la comprensión de los agenciamientos colectivos, la re-territorialización, la segmentariedad

171 flexible, la rostridad, el cuerpo sin órganos, la ciencia nómada, las series miméticas, los a- paratos de captura o el devenir intenso, que tenga algo que decir contra el dualismo de Na- turaleza/Cultura o que ponga en un brete a las multiplicidades arborescentes, sea eso lo que fuere. El lector atento habrá descubierto además un segundo factor de entropía que acompaña el tránsito desde las ideas matemáticas originales pasando por su traducción al francés, su a- dopción por parte de D-G a partir de las paráfrasis de Lautman, Vuillemin, Chatelet o Dios sabe quién, su reinterpretación filosófica de divulgación en manos de alguno de los Smith y luego en la obra de Strathern o De Landa hasta llegar a su apropiación por parte de Viveiros cuatro, cinco o tal vez seis generaciones de intermediarios más tarde. En la vida intelectual, las cadenas de inspiración, influencia y mímesis se alargan y degradan más rápido de lo que cualquiera de nosotros quiere imaginar. Aunque más no sea por un mínimo escrúpulo de dignidad intelectual, me cuesta creer que alguien entre los que están leyendo este libro (so- bre todo en el estamento de los estudiantes, candidatos de maestría, doctorandos y pos-doc- torandos) se avenga a ser, sin oponer alguna resistencia, como en el metálogo del Anekān- tavāda, el séptimo u octavo eslabón de una cadena de ciegos a los que otros ciegos llevan de las narices. La mejor prueba de la esterilidad de las apropiaciones originadas tanto en las matemáticas como en la filosofía se manifiesta a la hora de la aplicación de la idea de los respectivos conceptos de multiplicidad a la realidad etnográfica. En un artículo reciente expresa Vivei- ros:

[S]i el concepto de espíritu designa esencialmente una población de afectos moleculares […], una multiplicidad intensiva, entonces lo mismo se aplica al concepto de shamán: “el shamán es un ser múltiple, una micropoblación de agencias shamánicas albergadas en un cuerpo” […]. Lejos de ser super-individuos, por lo tanto, los shamanes –por lo menos los shamanes “horizontales” […] más comunes en la región– son seres super-divididos: federación de a- gentes sobrenaturales como en los Ikpeng, muerto anticipado y víctima caníbal potencial co- mo en los Araweté (Viveiros de Castro 1992), cuerpo repetidamente perforado como en los Ese Eja.

[…] “Cuando se dice el nombre de un xapiripë, no es un solo espíritu el que se evoca, es una multitud de espíritus semejantes” (Viveiros de Castro 2002a: 73). Los espíritus son cuantita- tivamente múltiples, infinitamente numerosos; ellos forman la estructura molecular última de las formas animales molares que vemos en la selva. Su pequeñez es una función de su infini- tud y no lo contrario (Viveiros 2006: 322, 335).

Ni en este ni en ningún otro texto de Viveiros hay algo en esas pluralidades y colectivida- des explícitamente adjetivadas como múltiples, multitudinarias, plurales, poblacionales, aditivas, divisibles y divididas, repetidas y repetibles, compuestas, discretas, numerosas y estructuradas jerárquicamente de lo molecular a lo molar (esto es, como conjuntos de uni-

172 dades convencionales, comunes y silvestres) que justifique recurrir ya sea al Mannigfaltig- keit riemanniano (que es por completo otra cosa) o a la multiplicité deleuziana, cuyos atri- butos, aclamados por los propios perspectivistas, son exactamente los contrarios. En los devenires del perspectivismo reciente se han manifestado, además, otros factores de pérdida de sentido ocasionados por la falta de una lectura directa, fiable y reflexiva, así como por la avidez que tienen algunos de sus responsables por ponerse a enseñar lo que no han acabado de aprender. Algunos de esos factores decantan en discusiones bizantinas o, peor todavía, en contraposiciones latentes que nunca encuentran la vía de su resolución. Menciono una contradicción entre mil: mientras que Viveiros considera que las palabras en que se plasma la cosmovisión amerindia ganan en significación, subsanan los dilemas del etnocentrismo concomitante y ascienden en el escalafón perspectivista cuando se interpre- tan como pronombres y no como sustantivos, para D-G la idea riemanniana de multiplici- dad adquiere un significado más esclarecedor y una entidad más meritoria cuando se eman- cipa de su rol en construcciones gramaticales de segunda categoría y se sustantiviza. Mien- tras la lingüística antropológica documenta por ejemplo que en algunas lenguas Sioux (co- mo el Lakota) los colores son verbos (skaská = ‘ser blanco’; gigí = ‘ser marrón oxidado’) y nos enseña que el hecho de que un término pertenezca a una categoría gramatical (sustanti- vo, adjetivo, adverbio) es arbitrario, contingente y no particularmente significativo, Deleuze sostiene esta sorprendente idea desde la Diferencia y Repetición, doce años antes de Mil Mesetas:

La única manera de hacer la crítica de lo Uno es por la multiplicidad, no por lo múltiple. No puedo destruir lo Uno sin sustantivar lo múltiple (Deleuze 1968: 309; cf. Dosse 2009: 477).

Como si no hubiéramos aprendido nada de la experiencia estructuralista, esta reificación radical nos remite a una epistemología pre-lévistraussiana que vuelve a privilegiar más los elementos que las relaciones y que entroniza una primacía del significante despótico que el propio Deleuze deploró a lo largo de los dos volúmenes de Capitalismo y Esquizofrenia (D- G 2006 [1980]: 70; D-G 1973 [1972]: 48, 63, 87, 88, 99, 131, 244, 246-247, 253, etc.). Su- cede como si no obstante los dos y medio milenios transcurridos fuera todavía Aristóteles quien dicta las reglas y como si la promoción de ontologías y axiologías de esta índole si- guieran siendo los dilemas filosóficos de resolución primordial en un momento en que los saberes en esta región de las ciencias sociales están perdiendo aceleradamente credibilidad, instrumentalidad e influencia (cf. Viveiros 1996b  versus D-G 2006: 491). Ni Bruno La- tour, con su rechazo a tratar los hechos sociales como “cosas”, ni Marilyn Strathern, cada día más partidaria de una concepción relacional pura, avalarían un logocentrismo semejante (cf. Strathern 1995: passim ; Latour 2005: 112, n. 52; Dosse 2009: 283-303). Aun cuando las concepciones de D-G y de Viveiros están las dos impregnadas de un esen- cialismo que trasmite la ilusión de estar haciendo ciencia en los niveles de abstracción más

173 elevados, ambas –concurrirá el lector– son en gran medida ortogonales, contradictorias y de imposible orquestación conjunta. Si bien a los partidarios del movimiento les queda argu- mentar que hay muchas interpretaciones posibles de una idea y que somos los críticos quie- nes no acabamos de comprender lo más elemental, lo concreto es que son una vez más D-G (y ya no el positivismo, Pinker, Sokal o Chomsky) quienes están aguando la fiesta sustanti- vista y sacando a la luz, una tras otra, las flaquezas que conciertan, enculage no obstante, uno de los simulacros más insípidos jamás urdidos en la antropología de América Latina.

174

CONCLUSIONES

Ningún texto puede defenderse a sí mismo de las inter- pretaciones de sus lectores.

Bruno Latour, The Pasteurization of France, p. 252

En estas conclusiones lo primero que cabe hacer, más que resumir lo que ya se dijo, es examinar las implicaciones que ha tenido en el pasado, las consecuencias que se observan en el presente y los retos que se ciernen sobre el futuro de la antropología ante la perspecti- va de que se continúen y se amplíen las tácticas de bricolaje sintético, pérdida de contexto y replicación desgastante que hasta aquí he procurado describir con la mayor equidad y de- mostrar con la máxima exactitud. Ya he interrogado los puntos esenciales que hacen a la validez y productividad del perspectivismo tal como se manifiesta en el presente. Cabría agregar antes que el libro acabe un par de observaciones sugerentes referidas a su pasado y un par de sospechas plausibles atinentes a su futuro. En lo que concierne a la modalidad clásica de la doctrina lo primero que se constata cuando se indaga cómo fueron las cosas antes y después que el perspectivismo se adueñara de la escena, es que su advenimiento no se manifestó bajo la forma de una revolución abrupta, análoga a esos fenómenos de morfogénesis descriptos en la teoría de sistemas o de lo que en dinámica no lineal se llamaría una transición de fase de segundo orden, esto es, un cam- bio súbito con alcance a la totalidad del campo. A diferencia de lo que fuera el caso con (por ejemplo) la antropología interpretativa geert- ziana, que dividió a la antropología en dos y que impulsó a su creador más allá de su acade- mia, o con el posmodernismo, tras cuyo paso no volvía a crecer la hierba, el perspectivismo generó no tanto una Gran División como una disyunción opcional, un desvío localizado, un atajo de alcance regional, de interés teórico circunscripto y de tráfico más bien lento. Quie- nes no hayan prestado atención a los avatares de la antropología estructuralista francesa o a la etnografía de Amazonia, o quienes están concentrados en estudios de área alejados de la etnología general (antropología médica, jurídica, económica, política, cognitiva, lingüística, urbana, etc.), puede que tarden años en enterarse que algo peculiar está sucediendo en la disciplina. Conjeturo que el ciclo de la primera fase del movimiento, el perspectivismo pro- piamente dicho, se encuentra en vías de cerrarse, si es que no se ha cerrado ya, simbólica- mente al menos, en una acerba polémica en la que ambos líderes finalmente tomaron dis- tancia (Descola y Viveiros 2009). La segunda fase, la llamada antropología pos-estructural

175 de Viveiros (2010 [2009] ), no guarda casi relación con la anterior y recién se encuentra en fase programática, aunque es de esperar que herede un cierto caudal de los partidarios de la versión anterior que están a la espera de una línea de fuga y que se vayan sumando en el camino (a causa del Efecto San Mateo) investigadores que se encuentran de momento huér- fanos de un marco de referencia. En sus orígenes, el primer perspectivismo (dominado por el animismo de Descola), genera- ba más reacciones de tedio que de rechazo, lo que más tarde se comprobó que lejos de com- prometer a propios y ajenos en un choque frontal favoreció una especie de pausada pene- tración capilar del movimiento en el cuerpo de la disciplina. Consultada a propósito de a- quel perspectivismo, todavía hoy la mayor parte de la audiencia académica fuera de Brasil opta aluvionalmente por  No sabe/No contesta. El desafío que planteaba aquella fase de la doctrina no era tan perentorio como para que decantara y precipitara por cismogénesis una facción contraria que elevara el nivel de la alarma y se dedicara a la contienda con dedica- ción exclusiva. Muchos de nosotros dejamos hacer y todos ellos algo hicieron. Como sucedió a veces con otras teorías nuevas, los conversos recientes se fueron tornando adictos a sus pronunciamientos, tanto más cuanto más vitriólicos y confrontativos empeza- ron a sonar. Los profesionales de más larga data, por su parte, encontraron que la teorías, los métodos y los hallazgos de los nuevos evangelios distaban de ser tan originales y sucu- lentos como se había pretendido. Lo que no es nuevo no intimida; a lo sumo desalienta, a- bruma, defrauda. Consecuentemente, quienes no se sumaron al movimiento optaron por de- jar las cosas ahí, como cabe hacer con las amenazas que se agotan en ser más de lo mismo o que lucen como si nunca fueran a adquirir momento. Lo que sucedió entonces fue que una alta proporción de los críticos quedó atrapada en lo que daba la sensación de ser una resis- tencia conservadora, a la defensiva, propalando un mensaje más previsible acaso que aquél contra el cual la crítica se erigía, pese a que este nuevo enemigo hablaba de animismo, de totemismo, de shamanismo, de participación y de otros temas que se dirían más propios del siglo XIX que del XXI. Pocos críticos, en fin, aceptaron el riesgo de parecer convenciona- les y consecuentemente se callaron la boca. A la larga ésta resultó ser una mala decisión, pues cuando quisimos darnos cuenta (hacia 2005, digamos) al menos en Brasil medio mun- do se había tornado perspectivista. Si se hubiera reaccionado a tiempo tal vez las cosas se habrían desenvuelto de otro modo, pero para reaccionar con energía hay que tener con qué. El primer inconveniente que per- cibo en el programa de lo que pudo haber sido un frente crítico ante el perspectivismo temprano es que las virtudes y defectos del movimiento recién se ponen en relieve si uno está de veras familiarizado con el estructuralismo, lo que nunca ha sido ni pasión de multi- tudes ni empresa fácil. El segundo factor que explica la reacción flaca y tardía en contra de las propuestas de Descola en América Latina es que en nuestra disciplina es altamente im-

176 probable que alguien esté de veras familiarizado con un marco teórico si no está en alguna medida comprometido con él. Cuando a fines de la primera década de este siglo Viveiros viró del estructuralismo al pos- estructuralismo el problema que se presentó fue de hecho el mismo pero con las distincio- nes del caso: si se hubiera querido formar un frente crítico contra la nueva mutación teórica habría sido de difícil consumación, ya que muy pocos conocían suficientemente el pos-es- tructuralismo que no fueran ya pos-estructuralistas o estuvieran dispuesto a serlo. En conse- cuencia, casi nadie podía discernir tampoco si el ya añoso pos-estructuralismo filosófico respaldaba el nuevo proyecto o si éste era (como a mi juicio lo sigue siendo) un avatar em- pobrecido de una escuela que hace tiempo se encuentra en retirada. Volviendo unos momentos al primer perspectivismo, lo primero que resalta es su falta ab- soluta de originalidad. Cualesquiera hayan sido los mitos de origen y los héroes culturales que ellos pretendieron homologar para darse corte (Nietzsche, Whitehead, ¡Ortega!...), si no hubiera habido un Lévi-Strauss no tendríamos hoy un Viveiros y mucho menos un Descola. No he sido capaz de hallar ni una sola idea perspectivista del género clásico que no se en- cuentre prefigurada, próxima, semejante o idéntica en el estructuralismo lévi-straussiano. Todas las veces que Descola o el primer Viveiros han pretendido ir más allá del maestro, pocas páginas más tarde o en obras apenas más tardías, ellos encontraron que Lévi-Strauss ya había expresado lo mismo y que lo había hecho (añado yo) con harto mayor soltura y elegancia más acabada. Así ha resultado entonces que muchos de los conversos ulteriores al perspectivismo hayan creído citar a sus próceres cuando en realidad no hacían más que glosar a Lévi-Strauss. Ahora bien, persuadir al lector profano o al estudioso de memoria frágil ha sido hasta hoy fácil para los perspectivistas porque desde los años de nuestro aprendizaje nos hemos habi- tuado a leer a Lévi-Strauss con el dedo húmedo y prestos a adelantar las páginas, miserable- mente traducido y a las zancadas, un poco como hemos visto que Latour leyó a Stocking, Viveiros a Deleuze y a uno de los Smith, Deleuze a Lautman y Strathern al Smith restante. Comprobadamente, cuando los perspectivistas afirman algo sobre Lévi-Strauss (no importa qué) el lector tiende a posicionar lo que ellos dicen en el marco de una reminiscencia agóni- ca que ya casi no retiene lo que se aprendió en la escuela en tan pobres condiciones y tanto tiempo antes. Percibir la visceral falta de originalidad de los principales predicados pers- pectivistas en versión animista toma entonces un tiempo, y lo usual es que no llegue a per- cibirse nunca. Ni siquiera las confesiones de Viveiros o de Descola sobre su deuda intelec- tual impaga han causado gran revuelo, pues al final del día ¿quién se acuerda de ellas? Pero quienes tienen los textos a la mano y los auscultan con la paciencia necesaria han de ser huesos más duros de roer, sobre todo ahora que el hipertexto, los reconocedores de patterns y los motores de búsqueda agigantan la memoria en varios órdenes de magnitud. Siempre se ha dicho que no es muy fácil engañar a muchos durante mucho tiempo. Como

177 los tiempos se han acelerado tanto, ha de ser por eso es que ahora resulta tan difícil mentir a otros o engañarse a uno mismo más allá de un instante. Por eso es que ahora, recién ahora, el edificio perspectivista comienza a revelarse precario incluso en las que hasta hace poco parecían ser sus bazas más robustas. Lo dicho se aplica a ambas versiones del perspectivismo. Hace unos meses ofrecí gratifica- ción y reconocimiento público de su hallazgo a quien me mostrara una evidencia decente y sustancial de la originalidad, exactitud y fertilidad de la doctrina perspectivista en lo ati- nente a, por ejemplo, la fijación de la antropología en general en la dicotomía entre natu- raleza y cultura, o a quien certificara la admisibilidad de la hermenéutica viveiriana de la multiplicidad en conformidad con las definiciones de Riemann, exaltadas por Deleuze y re- queridas para sostener el modelo. Aunque hay quien dice que éstos son los puntos fuertes del programa, al cabo de unos breves minutos de libros en papel, Web, navegación, JSTOR y library querying en tiempo real los pocos perspectivistas epigonales que reclamaron la re- compensa debieron volver sobre sus pasos sin llevarse un centavo. En lo que hace a la se- gunda variante del perspectivismo, mi libro Árboles y Redes: Crítica del Pensamiento Rizo- mático (Reynoso 2014b ), con foco en Deleuze, es el fruto que resume los resultados de las búsquedas que realicé con alumnos y colegas, así como este libro lo es de las explora- ciones que aquí hemos visto desplegarse y de otras que todavía prosiguen. Dado que el ofrecimiento todavía está abierto, sería bueno que quien se crea merecedor del descubrimiento de la primera idea perspectivista simultáneamente interesante y original eche un vistazo a las confesiones de sus propios pontífices. En Cosmological perspectivism, por ejemplo, un libro reciente atormentado por idas, vueltas y cualificaciones, Viveiros de- muestra sin querer (pero de manera ejemplar) el carácter derivativo y conservador de lo que pasa por ser el núcleo de la doctrina perspectivista en su modalidad inicial:

La teoría de Descola del animismo es otra manifestación de una disatisfacción generalizada por el énfasis unilateral en la metáfora, el totemismo y la lógica clasificatoria que caracteriza el concepto lévi-straussiano del pensamiento salvaje. Esta disatisfacción ha impulsado mu- chos esfuerzos por estudiar el lado oscuro de la luna estructuralista, rescatando el significado teorético radical de conceptos tales como participación y animismo que se vieron reprimidos por el intelectualismo de Lévi-Strauss. Sin embargo, está claro que muchos de los puntos de Descola ya estaban presentes en Lévi-Strauss (Viveiros 2012: 85).

En la extensa compilación que lleva por título A insconstância da alma selvagem, Viveiros inesperadamente admite que la antropología estructural se muestra en su obra como un móvil que cambia siempre de lugar, un texto respecto del cual el suyo propio es apenas una humilde nota al pie y que al final del camino, cuando una obra se acaba, vuelve a aparecer- se cuando se creía haber escapado de ella (Viveiros 2002a: 18). Incluso en Metafísicas ca- níbales, el libro que marca su salida clandestina del perspectivismo descoliano y su adop-

178 ción plena del pos-estructuralismo, Viveiros glorifica a Lévi-Strauss como no lo había he- cho hasta entonces. Hablando de sus deudas intelectuales escribe:

Pero mucho antes que todos ellos [Roy Wagner, Marilyn Strathern, Bruno Latour] estaba Claude Lévi-Strauss, cuya obra tiene una cara vuelta hacia el pasado de la disciplina, que ella corona, y otra hacia su futuro, que anticipa. Si Rousseau, según este autor. debe ser visto como el fundador de las ciencias humanas, entonces habría que decir del propio Lévi-Strauss que no sólo las refundó, con el estructuralismo, sino que las ha virtualmente “in-fundado”, indicando el camino hacia una antropología de la inmanencia (Viveiros 2010 [2009]: 22 ).

Es sorprendente que Viveiros no sólo reconozca esa deuda intelectual sino que dé por sen- tada la corrección del análisis estructural del mito, un simulacro de método en el que el grueso de la comunidad antropológica nunca pudo creer verdaderamente y que a esta altura del siglo ya carece de toda credibilidad fuera de la corriente principal de la antropología francesa y del alumnado lévi-straussiano en Brasil (cf. Bartolomé 2014). Una revisión apre- tada de la producción de Descola y de Viveiros nos revela que, en efecto, la crítica que la antropología anglosajona en pleno ha formulado a la analítica estructuralista (desde Marvin Harris a Clifford Geertz, desde Adam Kuper a Terence Turner, desde Paul Shankman a Ed- mund Leach, desde Stanley Diamond hasta David Schneider) ni siquiera fue tomada en cuenta. Lejos de mí sugerir que Viveiros y Descola deberían haber considerado las críticas internas del método estructural que vengo formulando desde hace tres décadas, aunque honestamen- te creo que no hay en ellas fisuras comparables a las que sí se encuentran en sus exégesis (cf. Reynoso 1990 ; 1998 , 2008). Pero más allá de los míos la literatura antropológica está colmada de cuestionamientos al método que son demoledores y de muy buena calidad. Uno de los mejores y acaso el más regocijante es el de Dan Sperber. Éste observa que Lévi- Strauss asegura que todos los mitos pueden reducirse a esta fórmula:

Fx(a) : Fy(b)  Fx(b) : Fa–1(y) Prosigue Sperber:

En Antropología estructural [1973b: 208] él explica la fórmula en un breve párrafo. En De la miel a las cenizas la menciona una vez más y agrega: “Convenía citarla por lo menos una vez para que se convenzan de que desde entonces no ha dejado de guiarnos” [1971: 206]. Si un químico o un lingüista hicieran una aseveración semejante, esperaríamos que elaborara esa fórmula más allá de cualquier riesgo de imprecisión o ambigüedad. Lévi-Strauss no hace nada de eso. No da un solo ejemplo paso a paso. Ni siquiera menciona esa fórmula en alguna otra parte de su obra. La mayoría de los comentaristas sabiamente ha hecho de cuenta que la fórmula no existe (Sperber 1987: 65).58

58 En su prólogo a una reciente obra de Viveiros (2012 ), quien presumiblemente lo avala, el simbolista Roy Wagner (2012: 18 ) se ha sumado a la fila de los pocos que ha prestado crédito a la fórmula canónica.

179

Como yo lo hiciera en mi crítica más temprana (Reynoso 1986c), ligeramente anterior a la suya, Sperber encuentra más de un binarismo forzado:

Una de sus figuras favoritas es una forma bastante rara de sustitución o sinécdoque de “lo abstracto por lo concreto”, en la cual una cualidad se usa como equivalente de la persona o cosa que la posee: una calabaza es referida como “un contenedor”, la bebida en ella como “lo contenido”. Un mocasín es un “objeto cultural”, la hierba un “objeto natural”. Menos trivial- mente, el hueso es referido como “lo opuesto del alimento”, un matorral espinoso como “na- turaleza hostil al hombre”, de nuevo un mocasín como “anti-tierra” y así sucesivamente (Sperber 1987: 67).

Clara y formalmente, un análisis fundado en la asignación de instancias a clases define un problema intratable no porque carezca de solución, sino porque sus soluciones son infinitas. Para quien tenga ojos para ver, el análisis estructural no es como se presume una subsun- ción maquinal e inequívoca de elementos sintagmáticos en paradigmas (‘carne’  | natura- leza |, ‘atuendo’  | cultura |) sino más bien una asignación –subjetivamente accionada– de instancias a clases. El problema del análisis es entonces un problema de decisión para el que nadie ha sabido imaginar heurísticas orientadoras; Lévi-Strauss menos que nadie. Más específicamente, es un problema de decisión que se ha tornado indecidible pues, como de- cía Georg Cantor [1845-1918], hay más clases de cosas que cosas, aun cuando las cosas sean infinitas; o más bellamente, “cada clase tiene más subclases que miembros”, o “para ningún conjunto hay una función que mapee sus miembros en todos sus sub-conjuntos” (cf. Quine 1937: 120-124; Raja 2009 ). El pensador más riguroso del relativismo filosófico confirma esta circunstancia: “Dos cosas cualesquiera –escribía Nelson Goodman (1972: 443)– tienen exactamente tantas propiedades en común como cualesquiera otras dos”. En la época en que formalicé diversos hitos y aspectos de la analítica antropológica no pude ni siquiera comenzar a formalizar el análisis estructural en términos de ontologías (informáti- cas), gramáticas recursivas o cálculo de predicados (Reynoso 1991b ); nadie ha podido hacerlo; nadie ha pretendido siquiera haberlo hecho; nadie en pleno uso de sus facultades mentales se propone hacerlo alguna vez. Si el lector se obstina en seguir creyendo en la so- lidez de la analítica estructural (y de sus derivaciones perspectivistas y pos-estructurales) no obstante su violación de las premisas básicas de la teoría elemental de conjuntos, me temo que no hay más nada que yo pueda hacer al respecto. Dado el esquema limitante del que se nutrió, en fin, no es de extrañar que el primer pers- pectivismo nunca pudiera levantar vuelo y que el segundo, a pesar de sus infatuaciones de- constructoras, adoptara para su uso interno una estrategia de credulidad metódica ante cual- quier propuesta de talante heterodoxo y acabara dependiendo de insumos teóricos de cuar- to, quinto o más alto orden de intermediación, masticados, digeridos y simplificados dili- gentemente por todos los miembros de la cadena como si en ello les fuera la vida.

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El otro gran problema del perspectivismo a señalar aquí concierne a su futuro y a las formas en que su doctrina habrá de replicarse. Lo más preocupante de este movimiento teórico no son tanto los posibles efectos de la simbiosis entre el pensamiento pos-estructuralista más verboso venido de Europa y la práctica más pasiva y susceptible al contagio mantenida en Latinoamérica, sino la narrativa inevitablemente trivializada que tarde o temprano se tejerá en las cátedras y en los congresos de la antropología latinoamericana en torno a los pocos asuntos en los que al perspectivismo parece que le va un poco mejor. Mi sensación es que el perspectivismo recién está tomando impulso y que no se extinguirá esta noche, pero que de un modo u otro ya no se encuentra en su etapa de experimentación creativa sino en fase de meseta, multiplicación mecánica y piloto automático: de allí que quienes no comulgamos con él sintamos que en lugar de hacerse cada día más sólido se está tornando cada vez más insustancial. Aunque es seguro que continuará expandiéndose, urge salirle al cruce en cuanto se pueda antes que se torne todavía más monótono y nos quede- mos sin motivación, optando por aminorar la marcha, dejarlo hacer y afrontar en lugar suyo a la variante teórica que inevitablemente habrá de seguirle. Tal como van las cosas y a juz- gar por el caso presente, no creo que la teoría que le siga traiga consigo una mejora aprecia- ble: si hay una ley en el desarrollo de las ciencias después del posmodernismo, esta ley dice que a medida que ellas se suceden, su persuación decae y el tiempo pasa, cada moda acaba durando un poco menos y avergonzándonos un poco más que la anterior. Por lo que puede observarse hasta ahora, en el corto y en el mediano plazo cabe esperar más un empobrecimiento que un progreso significativo, tanto más cuanto que el movimien- to continúe su expansión a un ritmo cada vez más febril. La riqueza de vocabulario y de matices descriptivos y analíticos apenas modesta de la que hace gala Viveiros y su cosecha de hallazgos, por empezar, no se ha visto que mejoren mucho en la obra de sus discípulos. Pero es en la aceptación pública de este régimen de declinación donde radica la clave de lo que sucede. A la luz de las comprobaciones que hemos hecho y de otras que podríamos seguir multiplicando, el triunfo del segundo perspectivismo en el mercado de ideas ahora al fin se explica, pues en base a los recursos de verbalización pura que el modelo proporciona el estudioso sólo tiene que aprender a recitar las premisas y ajustar el léxico para volver a poner en marcha (como si hiciera falta) lo que la doctrina está en capacidad de hacer. Ni siquiera es necesario fingir ahora que se lleva adelante un análisis estructural, se abstrae un patrón de red, se deduce una consecuencia o se induce una gramática. Lo único que hay a la vista es un cambio de vocabulario, la clase de cambio ideal para que nada más cambie. Sobre el aggiornamento terminológico el propio Latour nos dicta inadvertidamente el pro- cedimiento que podríamos emplear. Si el candidato a perspectivista viveiro-latouriano ha escrito un estudio sociológico o antropológico a la antigua usanza tanto mejor, pues sólo tendrá que usar un procesador de texto, cargar el documento y activar las operaciones de search/replace que aquí se sugieren:

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[Se deberá escribir] “actante” en vez de “actor”, “red de actores” en vez de “relaciones socia- les”, “traducción” en vez de “interacción”, “negociación” en vez de “descubrimiento”, “mó- viles inmutables” e “inscripciones” en vez de “prueba” y “datos”, “delegación” en vez de “ro- les sociales”… (Callon y Latour 1992: 347 ).

En “A gentle deconstruction”, su poderosa crítica a The gender of the gift de Marilyn Stra- thern (1988), Mary Douglas nos decía que la autora no ofrece “análisis” sino “narrativas”, que en vez de “hipótesis” tiene “ficciones” y “metáforas”, y en vez de “argumentos”, “tra- mas” (Douglas 1989). Yo sustituiría también “individuo” por “persona fractal”, “relaciones interétnicas” por “antropología inversa”, “escritura etnográfica” por “invención”, “desa- rrollos” por “líneas de fuga”, y “colaboración bibliográfica” por “agenciamientos colecti- vos de enunciación”. Con estos aportes, sumados a los de Callon, Latour y Douglas el lec- tor ya tiene, creo, un acopio de nomenclatura suficiente para abrir su propio local de an- tropología perspectivista. Que estos procedimientos de sustitución conduzcan a la multiplicación de expresiones sis- temáticamente engañosas como las que he ejemplificado antes (pág. 51 y ss.) o como las que pueblan el corpus de mi Portal de las Retóricas Posmodernas y Cientificistas no impor- ta demasiado;59 nadie parece percatarse del daño y nadie coteja las lecturas ajenas contra ninguna fuente que se encuentre a más de dos clicks de distancia. Hasta es posible que en el campo de la antropología contemporánea la ininteligibilidad sea el mecanismo evoluciona- rio de display más seductor, más exitoso y de mayor eficacia adaptativa que podría es- cogerse, como si la avidez por lo apenas comprensible (pese al descrédito de los hechos en la era posmoderna y a su estatuto incierto en el perspectivismo y en la Teoría del Actor- Red) fuera un hecho con el que siempre se puede contar. Comparada con las ambiciones de la vieja antropología, la nueva doctrina da la impresión de pretender muy poco, pero al igual que ha hecho Viveiros con la multiplicidad, Descola con el animismo, Wagner con la invención o Latour con Ramsés y con Pitt Rivers, cual- quier pequeñez puede inflarse hasta donde haga falta, cualquier equivocación se puede re- definir como genialidad, cualquier miseria se puede imputar a quien critica y hasta de lo más abyecto, que es para muchos de ellos la dialéctica, se puede hacer que signifique otra cosa o que esconda un lado bueno. In extremis, la propia incapacidad para generar explica- ciones se puede convertir teatralmente en el objetivo cardinal del método, como éxitosa- mente ha hecho Latour, ya que resulta más fácil condenar la explicación como una aberra- ción moderna que producir alguna con el método que se tiene. Como decía Lévi-Strauss en tiempos en que todos parecíamos pensar con mejor chispa, “una dialéctica que gana a todo trance siempre encuentra el modo de llegar a la significancia” (Lévi-Strauss 1995 [1955]: 130).

59 Véase http://carlosreynoso.com.ar/?p=10248.

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Una vez más es Alcida Ramos quien mejor documenta estas pérdidas e hipocresías:

En contraste con la teoría de la fricción interétnica, que ha sido puesta en acto con aptitud similar por su creador y por muchos de sus seguidores, el perspectivismo sufre de lo mismo que ha atormentado, por ejemplo, al marxismo: es muy interesante en las manos de Marx, pero no tanto en las de muchos de sus discípulos. Un rasgo común en estos trabajos inspira- dos en el perspectivismo es la uniformidad de resultados. La mayoría pone el foco en la cos- mología, el shamanismo, las categorías de la alteridad, la escatología, la mitología y los siste- mas simbólicos asociados. Tal similitud de productos etnográficos refuerza la noción de que el perspectivismo es la estrategia teórica más apropiada para aplicar en la Amazonia indígena, creando de este modo un efecto de retroalimentación que empuja más todavía los proyectos de investigación en una misma dirección. Los indios retratados de este modo, independiente- mente de que estén en el Amazonas y cuál sea su filiación lingüística y los caminos históricos que recorrieron, difieren muy poco unos de otros. Quizá la excesiva generalidad del modelo y su carácter prêt-à-porter lo torna fácilmente aplicable aun cuando no es demasiado apropia- do. Lamentablemente, se ha tornado en una receta fácil para producir copias sin la aptitud del original. La facilidad con la que se despliega el perspectivismo facilita su diseminación y su capacidad de viajar lejos y ampliamente (Ramos 2012a: 482).

Otra señal de alarma frente a la posibilidad de tomar el perspectivismo pos-estructuralista como modelo a replicar fue encendida hace unos años por Jonathan Benthall a propósito de la conferencia de Marilyn Strathern “The relation: Issues in complexity and scale”, que ha sido una de las tantas prédicas de evangelización posmoderna que me tocó presenciar. Es- cribe Benthall:

Subsiste la duda en cuanto a qué sucede cuando tal estilo se copiado por otros. Cuando que quiebra un holograma, cada pieza puede reconstruir la imagen completa, pero cuanto más pequeños los fragmentos más pobre es la resolución (Benthall [1994], con referencia a Stra- thern [1995] ).

Si a alguien que no comulga de antemano con el perspectivismo le apetece comprender el oscuro concepto marxista de tasa de ganancia decreciente (o las nociones cibernéticas, in- formacionales o complejas de entropía, estructura disipativa, atractor de punto fijo o redun- dancia) le recomiendo leer cualquier ensayo de propaganda del perspectivismo y luego se- guir leyendo otros hasta que el cuerpo diga basta. Esa sensación de que todo eso se ha leído antes, o que el razonamiento no tiene progresión, o que es de mayor entidad el tiempo que se pierde que los saberes que se ganan, o que las repeticiones agobian más de lo que pro- fundizan, todo ese espectro de sensaciones, en fin, es lo que explica el éxito del movimiento en algunos cuarteles y su fracaso en otros. Algunos encontrarán reafirmación en la invariancia y otros hallarán en ella la prueba de la infamia, como si la contradicción principal que atraviesa las ciencias precediera y sobrevi- viera a las escuelas concretas y ninguna de ellas pudiera hacer nada por atemperarla. Los profesionales que están a favor del perspectivismo encontrarán entonces los ensayos flui-

183 dos, plausibles, oportunos y fáciles; los que están en contra, simplemente consabidos, re- dundantes, locuaces y tediosos. Habida cuenta de las perspectivas distintas de éstos y aqué- llos, científicamente hablando no soy capaz de encontrar diferencias entre uno y otro tipo de calificación. Si la meta era encerrarnos a todos en una jaula de enfoque sesgado y campo estrecho acaso el movimiento perspectivista ya logró su cometido. Otras experiencias, creo yo, son epistemológicamente tan aleccionadoras como la satura- ción que nos invade el alma, pues conciernen de lleno al pecado capital del perspectivismo, que –con un grano de sal– no creo que sea tanto el de la simulación como el del aburri- miento. Mientras los perspectivistas escriben un paper o un libro cada pocos meses que na- die recuerda cómo se llama, o si es de Viveiros, de Surrallés o de Descola, o cuáles son los conceptos que introduce, deconstruye, malinterpreta, encula, prohibe o refrita, o si es nuevo o si es paráfrasis de algún otro, propio o ajeno, o si el estructuralismo es en él el bueno o el villano, Claude Lévi-Strauss se limitaba a producir uno o dos grandes estudios por década que en el imaginario colectivo están grabados a fuego y que se recordarán por siempre co- mo piezas de un edificio conformado nada menos que por Las Estructuras Elementales del Parentesco (1949), Antropología Estructural (1958), El Pensamiento Salvaje (1962), las cuatro Mitológicas (1964-1971) y la trilogía hexa-anual de La Vía de las Máscaras (1979), La Alfarera Celosa (1985) y La historia de Lince (1991). Agreguemos, si les place, Tristes trópicos (1955), un divertimento a cuya cota de legibilidad, audacia discursiva y plasma- ción del paisaje nuestros perspectivistas no podrán aspirar jamás. Lo mismo podríamos decir de los desordenados ensayos de Bateson y más todavía de sus metálogos, que por la vía de Douglas Hofstadter, de Lewis Richardson y de otros inspira- dos por él introdujeron en la cultura científica contemporánea nada menos que la idea de agente, la no linealidad, la recursividad, la dimensión fractal, la ley de potencia, el doble vínculo, la emergencia, el manifiesto ágil, las metaheurísticas, la auto-organización, el mo- delado, las búsquedas de las pautas que conectan (cf. Reynoso 2006): ideas que desde que estalló este siglo están provocando un cambio civilizatorio y revolucionando todo –no sólo la antropología– mientras que los críticos y los defensores del perspectivismo ensarzados en la guerra de las gallinas no logran ponerse de acuerdo sobre la forma correcta de expresar qué diablos le pasó a Ramsés. Como bien sabrá quien se haya tomado el trabajo de leer algún trabajo de mi autoría, yo he cuestionado impenitentemente muchas ideas de Bateson o de Lévi-Strauss a lo largo de mi vida académica y ni duda cabe que lo seguiré haciendo. Pero le pido a usted que lea una colección de alegatos perspectivistas, que sin solución de continuidad se abisme luego en la lectura de las obras maestras del estructuralismo o de la ecología de la mente y que reprima, si le es posible hacerlo, la sensación de que en el transcurso de esta prueba ácida se ha en- cendido la luz. Le pido también que en función de ese contraste refrene la certeza de que la antropología de Lévi-Strauss y la meta-antropología de Bateson, aun bajo el peso de sus

184 monumentales errores, de sus parodias metodológicas y de su imperdonable nivel de abs- tracción, nos sugieren problemáticas en las que no habríamos reparado de otro modo: pro- blemáticas que haríamos bien en repensar mejor y que se proyectan bastante más allá de los confines a los que el perspectivismo se ha mostrado capaz de llegar.

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