Ilusión, represión y liberación en Schopenhauer

Olga Lucía Gómez Fontecha

Trabajo de grado para optar al título de Magistra en Filosofía bajo la dirección del Dr. Luis Fernando Cardona Suárez

Pontificia Universidad Javeriana

Facultad de Filosofía

Maestría en Filosofía

Bogotá, 17 de abril de 2015

Ilusión, represión y liberación en Schopenhauer

Olga Lucía Gómez Fontecha

Pontificia Universidad Javeriana

Facultad de Filosofía

Maestría en Filosofía

Bogotá, 17 de abril de 2015

A Juán José, semilla y luz, niebla apacible, céfiro de mi alma.

Agradezco, a Fernando Cardona por su infinita generosidad, dedicación y fe; a la vida serena y contemplativa de mis padres, al amor y aliento de mis hermanos, a la cálida compañía de Luna y Gattuso, y a la complicidad de mis amigos.

Tabla de contenido

Introducción 1

Capítulo primero. Un calabozo en tinieblas 5

1.1. La ambigüedad estructural de la caverna 9

1.2. Ilusiones del racionalismo 17

1.3. La intuición corporalizada 28

Capítulo segundo. El camino subterráneo hacia lo inconsciente 39

2.1. Una puerta de acceso al mundo 39

2.2. Origen del egoísmo 44

2.3. Del disimulo a la represión 51

2.4. La medicina mentis y el “té de lágrimas” 61

Capítulo tercero. La liberación del mundo 70

3.1. El engaño de la autonomía de la voluntad en el fenómeno 72

3.2. Filosofía de la tragedia y ética de la compasión 80

3.3. Quietud y nada 91

Bibliografía 104

Índice de abreviaturas

CRP Kant, I. Crítica de la razón pura, Taurus, México, 2006.

CRPRS Schopenhauer, A. De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, Gredos, Madrid, 1981.

FM Schopenhauer, A. Fundamentos de la moral. Los dos problemas fundamentales de la ética, Siglo veintiuno editores, Madrid, 1993.

FMC Kant, I. Fundamentación metafísica de las costumbres, Ariel, Barcelona, 1996

LV Schopenhauer, A. La libertad de la voluntad. Los dos problemas fundamentales de la ética, Siglo veintiuno editores, Madrid, 1993.

MVR. I. Schopenhauer, A. El mundo como voluntad y representación I, Trotta, Madrid, 2009.

MVR. II. Schopenhauer, A. El mundo como voluntad y representación II, Trotta, Madrid, 2009.

MVR. O Schopenhauer, A. El mundo como voluntad y representación, Aguilar, Madrid, 1927.

PFE Schopenhauer, A. Prólogo a la primera edición de sobre el fundamento de la moral. Los dos problemas fundamentales de ética, Siglo XXI editores, Madrid, 1993.

PP. I. Schopenhauer, A. Parerga y Paralipómena, Tomo II, Trotta, Madrid, 2006.

PP. II. Schopenhauer, A. Parerga y Paralipómena, Tomo II, Trotta, Madrid, 2006.

Rep. Platón, La República, Gredos, Madrid, 1988

VN Schopenhauer, A. Sobre la voluntad en la naturaleza, Alianza, Madrid, 1979.

“La vida tiene por nombre vida, pero su obra es la muerte” Heráclito

Introducción

“Así has de ser, de ti no puedes escapar; así lo dijeron ya las sibilas, así los profetas; y ningún tiempo y ningún poder rompe, la forma impresa que viviente se desarrolla” (Goethe).

En búsqueda del origen de la represión en Schopenhauer nos hallamos frente a la tensión constitutiva en el ser humano que, como animal metafísico, anida la polaridad permanente entre la voluntad de vivir y la inevitable muerte, provocando de esta manera la lucha inmanente entre los instintos. De ahí que aceptemos la indicación que hace nuestro filósofo de no acceder desde fuera a la esencia de las cosas, siendo lo más correcto “comprender el mundo desde el hombre que el hombre desde el mundo” (MVR. II. Cap. 50, 702; en alemán 739). En el presente trabajo seguiremos entonces esta indicación.

Más allá de la filosofía de la tragedia, que de manera desgarradora despliega nuestro filósofo, el objetivo principal de nuestro trayecto será el siguiente: comprender cuál es esa otra forma de querer, que señala Schopenhauer como medicina mentis, pues acceder a este asunto nos permite ponerle cara al dolor de vivir. A través del examen del mundo de la ilusión, la represión y la liberación, pretendemos dar luz al panorama que apunta a una forma peculiar de querer por vía de un conocimiento especial, que permita entender el yugo de la voluntad y al mismo tiempo su liberación. A lo largo de las famosas y contundentes parábolas, con las que Schopenhauer recrea mundos como el del topo y su oscura vida, la lucha a muerte entre cabeza y cola de la hormiga bulldog australiana, o el espinoso relacionamiento entre los puercoespines, nos aproximamos de manera ejemplar a la patética existencia de una vida sin sentido para el hombre.

Emprendemos pues el recorrido desde la caverna ilusoria, donde hallamos los falsos dualismos de multiplicidad-unidad, apariencia-verdad, y fenómeno-esencia, que integran el mundo visible de Mâyâ, y con ello acercarnos a los laberintos del sueño y la vigilia, del juego en escena del teatro y los hilos invisibles de las marionetas, que sin titiritero cuestionan el mundo fenoménico de lo real y lo irreal para tener por lo menos una ilusión, la de creer que se es dueño de la vida. Para la comprensión de esta dualidad, la filosofía de 2

la voluntad schopenhaueriana ha sido la primera en señalar como principio absoluto la subordinación de las funciones intelectuales a las funciones afectivas, entendiendo como superficial cualquier pensamiento que se quede en el plano de la mera coherencia lógica.

Schopenhauer enfatiza que en el ser humano la voluntad adquiere su mayor grado como sensibilidad, a continuación en un menor grado como irritabilidad y, por último, como potencia reproductiva; en esta última objetivación se encuentra empero el afán ciego de supervivencia y conservación. Nuestro filósofo señala tres estadios de la enigmática voluntad, en primera instancia como cosa en sí, objetivándose en el carácter que irrumpe de forma completamente originaria y al cual se pretende conocer a través de los sucesivos actos individuales; en segundo lugar en el cuerpo, donde la voluntad penetra con mayor inmediatez en el fenómeno; y por último, hallamos el conocimiento como fenómeno de la voluntad y resultado de una mera función del cerebro.

En la tensión entre voluntad y conocimiento Schopenhauer ubica el origen de la represión, siendo el disimulo la fuente más íntima del humano, producto de la reflexión. En este punto, recurrimos al padre del psicoanálisis, en razón de los puntos de encuentro entre el método terapéutico propuesto por Freud con el sistema que ofrece nuestro filósofo, que indica que son los genitales, más que cualquier miembro exterior del cuerpo, los que están sometidos únicamente a la voluntad y en nada al conocimiento; y por lo mismo se tratan de dominar como simple asunto accesorio y subordinado en la vida. Freud acude igualmente a los instintos básicos de eros y tánatos como dinámica de la estructura biológica y psicológica del ser hombre; punto en el que se encuentra con Schopenhauer, pues para el filósofo la voluntad tiene un doble movimiento: como afirmación, cumpliendo la función de eros, y como negación, como fuerza hambrienta que se devora a sí misma, porque fuera de ella nada existe. De esta forma, vida y muerte hacen parte, para el filósofo de Dánzig, del mundo de Mâyâ, razón por la que tras la total supresión de la voluntad, lo que queda es simplemente la nada.

Este ser fenoménico de la voluntad se traduce en el querer y ansiar sin límite, de tal forma que la vida oscila entre el dolor y el aburrimiento, pero la voluntad en sí propiamente no quiere nada. No obstante, el hombre vive en una permanente identidad entre dolor y querer, sufriendo más que por sus necesidades, por sus deseos, que responden a los móviles o 3

motivos de acuerdo con su carácter. Schopenhauer señala que todo dolor nace de una obstaculización para alcanzar lo deseado, pero si la aspiración logra obtener el fin, el sufrimiento originario de la carencia inicial no logra suprimirse. De ahí que el hombre sea incapaz de concebir el deseo mismo y, por ello, es “prisionero con falsas cadenas, esclavo de tendencias que no «tienden»” (Rosset, 2005. 96).

La medicina mentis que despliega Schopenhauer a través de su sistema filosófico apunta a alcanzar una liberación por vía de un conocimiento especial al entendimiento del yugo de la voluntad, llegando a una claridad de pensamiento que permita asumir el dolor de vivir, de este círculo sin sentido, como calmante y no como cura. Este conocimiento se convierte en un aquietador que calma y anula todo querer. Comprendiendo, en primera instancia, “la necesidad de ser lo que soy”, esa necesidad arbitraria y contingente, de “ser así porque sí”; el conocimiento de “ser lo que soy” confluye, para Schopenhauer, en la significación metafísica del carácter adquirido. En segunda instancia, señala nuestro filósofo también que la libertad no pertenece al carácter empírico sino al inteligible; entendiendo, de esta manera, la libertad como la mera negación de la necesidad; de allí que el carácter de cada hombre sea originario y responda a la voluntad noumenal. Así las cosas, responsabilidad y libertad quedan desplazadas al ámbito de lo que es en sí, más allá de la individualidad fenoménica.

La voluntad, para nuestro filósofo, es instintiva e inconsciente, por ello su conflictividad se refleja en la lucha entre las especies animales para sobrevivir, donde uno es alimento de otro en una cadena sin fin. Pero en este horizonte, Schopenhauer describe el camino de la vida ascética como una posibilidad de rendición para lograr ahuyentar el dolor consistente en aniquilar la voluntad, reduciendo la voluntad a la nada. De esta forma, la única libertad que sería posible es la noumenal, que se traduce en la negación radical de la voluntad a través del arte y del desapego.

Nuestro filósofo señala que una ética descriptiva sólo puede fundamentarse en la ley de la motivación empírica de la voluntad, no en valores absolutos ni en deberes incondicionados; esta ética ha de entonces nacer del conocimiento intuitivo. Por tal razón, toma distancia de la primacía de lo a priori de la ética kantiana. Al contrario, su ética cobra un carácter intuitivo, alejándose de lo prescriptivo y más aún del imperativo categórico. El valor moral 4

para Schopenhauer se presenta entonces en un obrar ejemplar y loable que tiene sus raíces en un móvil compasivo que supone el desprendimiento de sí desinteresado.

La salida liberadora schopenhaueriana adopta la fórmula veda del Tat twam asi! (¡Este eres tú!), de la cual se levanta la ilusión del principio de la individualidad y deviene entonces en compasión por todos los seres sintientes y sufrientes, entendida esta última como el ejercicio de la imaginación por el que nos ponemos en el lugar del otro que sufre como sufro yo, articulando su ética con la bondad de carácter.

Nuestro filósofo percibe la compasión como la negación de la voluntad de vivir del fenómeno, resignación total o santidad. Una vez el hombre reconoce todos los dolores del mundo y los asume como propios, se pasa a un segundo paso que constituye la conversión y ascesis, donde el dolor revela el sentido de la vida. No obstante, Schopenhauer cae en la aporía de repetir el egoísmo metodológico con el cual la voluntad que se halla en la propia interioridad es proyectada al resto del mundo, tal como lo indicamos al inicio del presente texto. El asceta que alcanza una verdadera abnegación venciendo su propia naturaleza, esto es, suprimiéndose a sí mismo, se niega a sí mismo y niega a todos los demás como tales, quedando con ello todos diluidos en la homogeneidad del todo, o mejor, en la nada.

La salvación ha de obtenerse, según el autor de El mundo, no mediante la aniquilación de nuestro fenómeno, sino por medio de la negación del noúmeno, de nuestra voluntad de vivir; lo que la iglesia católica llamó regeneración y acción de la gracia. El pensador que nos disponemos a explorar, amplifica el pensamiento oriental contra las pretensiones de la Ilustración, y “mira hacia el pasado de la tradición india como quien se mira a sí mismo en un espejo: reconociendo las huellas de su pasado” (Lapuerta, 1997, 63). Los planteamientos que despliega Schopenhauer son atemporales, como lo es el mundo mismo y el hombre con su precaria existencia a cuestas. Pero todo conocimiento verdaderamente fundado en una observación atenta del mundo es realmente aprender a querer de otra manera.

Capítulo primero

Un calabozo en tinieblas

“El mundo es perfecto en sus detalles, pero absurdo en su totalidad” (Schopenhauer)

Tomando distancia de la filosofía de su época, que se ha centrado en la indagación por lo que puedo conocer, Schopenhauer se pregunta más bien: “¿qué es el mundo?”1 (MVR. I. §15, 133; en alemán, 98). Para emprender su trabajo, nuestro filósofo señala inicialmente que el recorrido hacia lo que sea este mundo debe hacerse desde el mundo mismo, pues “todo lo que existe para el conocimiento, o sea, todo este mundo, es solamente objeto en referencia a un sujeto, intuición de alguien que intuye; en una palabra representación” (MVR. I. §1, 51; en alemán, 4). Si bien en un primer momento lo que es el mundo se nos presenta según la representación, pues podemos aceptar como válida la afirmación “el mundo es representación” (MVR. I. §1, 51; en alemán, 4), también tenemos que reconocer como verdadera esta otra afirmación “el mundo es voluntad” (MVR. I. §1, 52; en alemán, 5). Es decir, la indagación sobre lo que es el mundo tiene entonces dos aspectos, la representación y la voluntad, pues el mundo “por un lado es en todo representación, por el otro de parte a parte voluntad” (MVR. I. §1, 52; en alemán, 5. La cursiva es del autor).

La articulación de estos dos aspectos ha sido una constante, para Schopenhauer, no sólo en pensamiento filosófico, que se remonta desde Platón a Kant, sino también en la sabiduría de la India, porque se ha buscado cómo se relaciona “la realidad empírica y la idealidad trascendental” (MVR. I. §1, 52; en alemán, 5). Por ejemplo, en Platón la caverna de las

1 Nuestro filósofo es contundente en su obra fundamental El mundo como voluntad y representación, al señalar que “el modo verdaderamente filosófico de considerar el mundo, es decir, aquel que nos da a conocer su esencia interna y nos conduce así más allá del fenómeno, es precisamente el que no pregunta por el de dónde, a dónde y porqué, sino exclusivamente por el qué del mundo; es decir, el que considera las cosas no según alguna relación, no en cuanto naciendo y pereciendo, en suma, no según una de las cuatro formas del principio de razón, sino que, al contrario, tiene por objeto precisamente lo que queda tras eliminar toda aquella forma de consideración que sigue al principio de razón” (MVR. I. §53, 330; en alemán, 323). 6

sombras señala que el mundo entero de la representación es un calabozo. Lo que para Platón es el mundo de las sombras para Schopenhauer es el mundo de la realidad empírica. En el libro séptimo de La República, el diálogo de Sócrates con Glaucón inicia con el siguiente planteamiento: “…Compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su falta de educación con una experiencia como ésta. Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz […] Más arriba y más lejos se halla la luz del fuego que brilla detrás de ellos, y entre los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público, para mostrar por encima del biombo muñecos” (Rep. VII. 514 a-b, 338). Después de presentar su famosa alegoría, Sócrates señala que ella se aplica de manera íntegra comparando “la región que se manifiesta por medio de la vista con la morada-prisión, y la luz del fuego que hay en ella con el poder del sol; compara por otro lado el ascenso y contemplación de las cosas de arriba con el camino del alma hacia el ámbito inteligible [...] lo que a mí me parece es que lo que dentro de lo cognoscible se ve al final, y con dificultad, es la Idea del Bien. Una vez percibida, ha de concluirse que es la causa de todas las cosas rectas y bellas, que en el ámbito visible ha engendrado la luz y al señor de ésta, y que en el ámbito inteligible es señora y productora de la verdad y de la inteligencia, y que es necesario tenerla en vista, para poder obrar con sabiduría tanto en lo privado como en lo público” (Rep. VII, 517 b-c, 342).

Como podemos ver, Platón expone con esta alegoría que el arte de regreso del alma desde las tinieblas hacia la luz es el camino del conocimiento2, puesto que los hombres encadenados en la oscura caverna ven tan sólo la luz artificial del fuego que está detrás de

2 La interpretación de la caverna de Platón que hace Byung-Chul Han en su libro La sociedad de la transparencia, va en contra de la interpretación usual, puesto que el ascenso es visto por el coreano no como forma del conocimiento, sino como diversos modos de vida, “a saber, la forma narrativa y la congnoscitiva. La caverna de Platón es un teatro. El teatro como mundo de la narración se contrapone en el mitad de la caverna al mundo del conocimiento. En la caverna, el fuego como luz artificial engendra ilusiones escénicas. Arroja apariencia. Así se distingue de la luz natural como medio de la verdad. […] La luz platónica del sol es jerarquizante. En relación con el conocimiento, logra niveles que van desde el mundo de las meras imágenes, a través de las cosas perceptibles por los sentidos, hasta el mundo inteligible de las ideas (2013, 74)”. Para Han la caverna es un mundo narrativo, que sigue una dramaturgia y escenografía, enlazando las cosas o los signos de modo narrativo, “el sol aniquila la apariencia. El juego de la mímesis y la metamorfosis cede al trabajo de la verdad. Platón condena todo asomo de transformación y niega incluso al poeta la entrada en su ciudad de la verdad” (2013, 75). 7

ellos dentro de la caverna y las sombras de las cosas reales que pasan por delante de dicho fuego. “Y sin embargo imaginan que las sombras son la realidad, y que la determinación de la sucesión de estas sombras es el conocimiento verdadero. La misma verdad, aunque expuesta de un modo completamente diferente, también constituye la enseñanza principal de los Vedas y los Puranas, es decir, la doctrina Maya, que no es ni más ni menos que lo que Kant denomina fenómeno opuesto a la cosa en sí” (Magee, 1991, 80). Schopenhauer reconoce una continuidad entre las doctrinas de Platón y de Kant, a pesar de que “Platón establece la diferencia entre “mundo inteligible” y “mundo sensible” cargando el acento ontológico en el primero porque es sólo a éste al que puede ir dirigido un conocimiento epistémico, mientras que Kant acentuará la realidad del segundo, el “mundo sensible” o fenoménico, porque es sólo a éste al que puede aspirar un conocimiento científico” (Lapuerta, 1997, 81). Ana Isabel Rábade explica que nuestro filósofo asume una posición ecléctica entre Kant, Platón y los Purunas, pues para Schopenhauer “el mundo de la representación es el mundo fenoménico de lo cognoscible kantiano, pero, a la vez es el mundo sensible de Platón «que siempre deviene, pero nunca es»; a su vez, el mundo como voluntad, es el mundo de lo «en sí» incognoscible, pero al mismo tiempo, el mundo de la verdadera realidad” (1995, 29).

Schopenhauer reconoce que todo ser viviente tiene representaciones y que dependiendo de su sistema complejo neuronal cuenta ya sea con representaciones vagas y burdas o con representaciones más delicadas y precisas. En el camino de su hermenéutica del mundo, Schopenhauer no se enreda en la pregunta metafísica: ¿por qué hay mundo? Más bien, su punto de partida es reconocer la validez en concreto de éste, ya que soy el sujeto de conocimiento cuyo objeto es mi representación. Esto es, yo soy, por un lado, el sujeto cognoscente y, por el otro, el objeto a conocer, “cada uno se descubre a sí mismo como ese sujeto, pero sólo en la medida en que conoce y no en cuanto es objeto de conocimiento. Más objeto lo es ya el cuerpo, que por eso denominamos, desde este punto de vista, representación” (MVR. I. §2, 53; en alemán, 6). 8

Teniendo en cuenta esta doble condición, podemos también decir que en cuanto poseo no sólo representaciones intuitivas sino también representaciones abstractas3, tengo una doble vida, una in concreto otra in abstracto: “Por eso es digno de reflexión y hasta asombroso cómo el hombre, junto a su vida in concreto, lleva además una segunda in abstracto. En la primera está entregado a todas las tempestades de la realidad y al influjo del presente, ha de afanarse, sufrir y morir como el animal. Pero su vida in abstracto tal y como se halla ante su reflexión racional es el reflejo callado de la primera y el mundo en el que vive es aquel esbozo reducido que se mencionó” (MVR. I. §16, 136; en alemán, 101). El ser humano no se mueve entonces sólo en el sueño o en la vigilia, sino en las representaciones; de tal forma que es inocuo discriminar a la realidad en forma metodológica y lejos estuvo Schopenhauer de sentar doctrina o de crear un sistema deductivo4. Su invitación es realmente a despertar; de allí el epígrafe de Jean Jacques Rousseau que coloca nuestro filósofo justamente como inicio del libro primero de El mundo como voluntad y representación: “¡Sal de la infancia amigo, despierta!” (Citado por Schopenhauer en MVR. I. 49; en alemán, 1). ¿Dé que debemos despertar? ¿Cuál es entonces el camino que nos lleva a lo más íntimo de nosotros mismos? Estas dos preguntas serán el tema que a continuación queremos examinar.

3 En su libro Schopenhauer Bryan Magee explica que hay dos mundos, uno es el de las cosas mismas, el otro es la representación del mundo en los sentidos y en las mentes de los seres conscientes, “que son capaces de contactar con él sólo mediante imágenes y conceptos que están dentro de sus propios cuerpos y que se desarrollaron con ese propósito; y la discrepancia entre los dos mundos siempre ha de ser una posibilidad lógica y práctica” (1991, 99). Lo anterior implica que el sujeto se conoce a sí mismo sólo como un volente, no como un cognoscente. Este es justamente el tema que aborda Schopenhauer en el segundo libro de su obra fundamental El mundo como voluntad y representación. El yo que tiene la representación, el sujeto del conocimiento, no puede nunca llegar a ser representación u objeto, siendo, como correlato de todas las representaciones, condición de las mismas. Para Magee, El mundo como voluntad y representación corrige la equivocación de Kant y complementa su tarea, en cuanto a demostrar que el mundo es divisible en noúmeno y fenómenos: “Schopenhauer demuestra que en tanto en cuanto el mundo es noúmeno, es Voluntad, en un sentido especial del término que se explicará; y que en que en tanto en cuanto el mundo es fenómeno, se compone de Representaciones del sentido y del intelecto, de un modo en que Kant comprendió mejor, aunque aún no correctamente. Su principal error fue considerar las percepciones una forma más débil que los conceptos, cuando de hecho los conceptos empíricos se derivan de las percepciones” (1991, 168). Lo que el cerebro aporta a la percepción es el conjunto de rasgos que componen su estructura, todo lo que puede representar en la percepción exclusivamente mediante el tiempo, el espacio y la causalidad, mientras que lo que los órganos sensoriales aportan son las cualidades sensoriales. 4 El mismo Schopenhauer señala que “un único pensamiento, por muy amplio que sea, ha de guardar la más completa unidad. Si se lo descompone en partes a fin de transmitirlo, la conexión de esas partes tiene que ser orgánica, es decir, tal que en ella cada parte reciba del conjunto tanto como este de ella, que ninguna parte sea la primera y ninguna la última, que todo el pensamiento gane en claridad por medio de cada parte y que ni aun la más pequeña pueda entenderse del todo si no se ha comprendido ya antes el conjunto”. (MVR. I. Prólogo primera edición, 32; en alemán, IX). 9

1.1. La ambigüedad estructural de la caverna

En el primer libro de su obra fundamental El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer examina el lado más externo del mundo en su constitución según el principio de razón. Pero este examen nos conduce a una situación paradójica, pues “desde fuera no se puede nunca acceder a la esencia de las cosas: por mucho que se investigue, no se consigue nada más que imágenes y nombres. Nos asemejamos a aquel que diera vueltas alrededor de un castillo buscando en vano la entrada y mientras tanto dibujara las fachadas” (MVR. §17, 151; en alemán 118). En este momento nos concentremos en lo que sucede alrededor del castillo, fuera de él, para más tarde entrar en su interior como siguiendo “una vía subterránea, una conexión secreta que, como a traición, nos introduce en la fortaleza que desde fuera era imposible tomar al asalto” (MVR. II. Cap. 18, 233-234; en alemán 219).

Lo que sucede fuera del castillo se nos presenta prima facie como lo más concreto y real, pero esto no es más que un espejismo. Esta situación la ha presentado de manera ejemplar, según Schopenhauer, la sabiduría de la India con la bella expresión Mâyâ: “Es la Maya, el velo del engaño que envuelve los ojos de los mortales y les hace ver un mundo del que no se puede decir que sea ni que no sea, pues se asemeja al sueño, al resplandor del sol sobre la arena que toma de lejos por un mar, o también a la cuerda tirada que se ve como una serpiente” (MVR. I. §3, 56; en alemán, 9).

Mâyâ o mundo visible en el que somos un efecto mágico llamados a la existencia, comparable a la ilusión óptica y al sueño, es entonces del “velo que envuelve a la conciencia humana, algo de lo que es tan cierto como falso decir que es y que no es” (Magee, 1991, 80). El significado histórico de este término utilizado ampliamente por Schopenhauer es examinado por Francisco Lapuerta Amigo, al seguir los pasos que marcó el filósofo de Danzing en su encuentro con las filosofías de Oriente. Etimológicamente Mâyâ se relaciona con “medida”, “proviene de la raíz mâ, que significa “medir” o “trazar”, y hace referencia al despliegue de formas artificiosas y engañosas trazadas a nuestro alrededor: “En sentido mitológico aparece a veces como el poder de los dioses para adquirir formas diversas, pero en los Upanisads más recientes, donde el concepto adquiere mayor 10

protagonismo: Mâyâ comienza a concebirse como ilusión cognoscitiva del individuo, es asimilada a la ignorancia (avidya) y comparada con el sueño” (Lapuerta, 1997, 98-99).

En la vedanta de Shankara Mâyâ es la “ilusión trascendental” constituida por la buddhi que proyecta sobre las sensaciones el espacio, el tiempo y la causalidad. Así pues, “el mundo cambiante de los fenómenos es una combinación ilusoria de espacio y tiempo: para que haya movimiento y relaciones causales entre los objetos es preciso que la conciencia del yo empírico, denominada ahamkara, convierta el tiempo y el espacio en dimensiones de una única red material de relaciones” (Lapuerta, 1997, 96). De tal forma la causalidad no es una forma a priori, sino a posteriori, del yo empírico; y para liberarnos del engaño fenoménico, el Vedanta propone la superación de ese “sentimiento del yo” que sirve de base a las representaciones. Este camino es también seguido por Schopenhauer a lo largo de su obra fundamental.

La doctrina de la Mâyâ está presente en las Upanisads intermedias, considerándola la fuerza mágica de Shiva, llamada simplemente Mâyâ, que apresa las almas individuales en la ilusión del mundo objetivo; otras Upanisads hablan de la Mâyâ como poder mágico que emplea el dios único, o el Absoluto Brahman, “para manifestarse en la multiplicidad de lo existente, que por su apariencia engañosa sume al hombre en la ceguera o la ignorancia” (Lapuerta, 1997, 98). Mâyâ entonces es la caverna en sentido platónico. De acuerdo con el comentario de Gaudapada a la Mandukya Upanisad podemos afirmar que “no solamente es irreal la pluralidad de objetos, sino también la de las almas individuales, creencias ilusorias ocasionada por Mâyâ”. (Lapuerta, 1997, 99). Ambas ilusiones, las de los objetos y la de las almas, son producidas por la propia energía de la manifestación de Brahman, que es la “fuerza creadora de espejismos irreales que se llama shakti. Esta energía cósmica de Brahman es la que alimenta en el hombre la actividad congnoscitiva del «órgano interno»” (Lapuerta, 1997, 100). Esta fuerza, en términos de Schopenhauer, es justamente la voluntad que se objetiva en el órgano del cerebro.

En El mundo como voluntad y representación Schopenhauer hace eco de las metáforas fundamentales de la Vedanta. Como ejemplos de este uso podemos señalar las innumerables referencias que hace el filósofo a la confusión entre el sueño y la vigilia, o la diferencia entre conocimiento mediato e inmediato, la doble perspectiva del mundo como 11

voluntad y el mundo como representación, donde este último es el conocimiento del cuerpo como voluntad, en otras palabras, no hace valer un punto de vista “subjetivo” o trascendental, sino objetivo o empírico, a través del contacto con su propio cuerpo. Otro ejemplo esencial tiene que ver con la referencia a la ilusión cognoscitiva creada por el pincipium individuationis, por el que “la multiplicidad y la divisibilidad pertenece sólo al mero fenómeno, y es una y la misma esencia la que se presenta en todo lo viviente; y así, aquella concepción que supera la diferencia entre el yo y el no-yo no es la equivocada: más bien tiene que serlo la contraria” (FM. §22, 293; en alemán, 270).

Schopenhauer relaciona este principio con Mâyâ o apariencia, engaño, ilusión. Dado que es una y la misma la esencia que se manifiesta en cada uno de los fenómenos o individuos, dicha esencia puede servir como fundante del fenómeno de la compasión; de esta manera, señala el filósofo que dicha esencia común a todos es realmente la base metafísica de la ética y consistiría “en que un individuo reconoce inmediatamente en el otro a sí mismo, su propio ser verdadero” (FM. §22, 294; en alemán, 270). En este sentido, podemos decir ahora que “el falso dualismo multiplicidad-unidad, apariencia-verdad, fenómeno-esencia, es semejante al no-dualismo promovido por la Vedanta advaita, tanto en la asignación al mundo fenoménico de una categoría ontológica intermedia entre lo «real» y lo «irreal»” (Lapuerta, 1997, 104). Esta mirada a la unidad esencial entre lo ideal y lo real es justamente el punto de vista que quiere desplegar nuestro filósofo bajo la idea de un “pensamiento único” (MVR. I. 31; en alemán VII).

Pero el problema que aquí queda abierto es el siguiente: “¿Cómo atribuir validez objetiva a lo que conocemos, si el conocimiento es una actividad subjetiva?” (Lapuerta, 1997, 97). A este interrogante Kant responde señalando que el propio mecanismo de esta actividad permite la universalidad y necesidad que demanda nuestras representaciones. Pero Schopenhauer da un paso más allá de Kant, haciendo una lectura platónica del mismo Kant, mostrando así que la “validez objetiva” de lo conocido es tan sólo relativa.

El pensamiento único propuesto por nuestro filósofo señala la preponderancia de las funciones afectivas sobre las intelectivas. Como hemos anotado anteriormente, él recibe una gran influencia de la sabiduría hindú vedanta que divide el mundo en una parte ficticia visible y otra real invisible, que alude a la “ilusión trascendental”, coincidente con la 12

concepción kantiana del fenómeno como contrapuesto al noúmeno. En cuanto a la primera señala que “Maya es una suerte de fuerza mágica que apresa a las almas individuales en la ilusión del mundo objetivo, concepto personificado de sentido muy amplio que entraña corporeidad y también erotismo: lo verdadero aparece como falso y lo falso, verdadero” (de Castro, 1999, 22). Todo es uno, la diferencia entre unos seres y otros sólo es aparente; razón por la que el conocimiento del mundo exterior es ilusorio, comparado con la conciencia íntima de la voluntad.

La comparación más reiterativa de los Vedas y los Puranas que sugiere un mundo sensiblemente experimentado no coincidente con la realidad verdadera “es la del sueño para expresar el conocimiento del mundo real, al que denominamos “Velo de Maya” (MVR. I. §5, 65; en alemán, 20). En El mundo como voluntad y representación Schopenhauer hace referencia también a Platón, para quien los hombres viven a menudo en un sueño y sólo el filósofo se esfuerza por despertar. Para enfatizar esta situación apela a la famosa Pitica VIII de Píndaro, en la que el poeta muestra su concepción de la vida humana: “¡Seres de un día! ¿Qué es cada uno? ¿Qué no es? El hombre es el sueño de una sombra. Más cuando llega el don divino de la gloría, se posa sobre los hombres un luminoso resplandor y una existencia grata” (Pítica, VIII, 95-98; en español, 211)5. Después de citar a Píndaro, Schopenhauer concluye su referencia a la vida humana como un sueño apelando ahora a Shakespeare en el acto IV, escena 1, de La tempestad: “Somos la misma materia de la que están hechos los sueños, y nuestra corta vida está rodeada por el sueño” (1951, 1824).

Detengámonos, por un momento, en el interrogante que Rivera destaca de Próspero, el protagonista de La tempestad: “¿No es el mundo un teatro soñado por un Dios o por un genio maligno o providente?” (1998,38). El personaje fundamental se había apartado del Ducado de Milán por entregarse a las artes y las ciencias, circunstancia aprovechada por su hermano Antonio, que le arrebató su lugar en el Ducado. Salvó su vida y la de su hija Miranda partiendo a una isla, donde esperó el momento oportuno para su contragolpe, mediante las artes mágicas y el espíritu de Ariel, que toma la figura de sirena, y como un dios imaginativo, escenifica una tempestad en torno a la nave de sus enemigos. Así,

5 En El mundo como voluntad y representación Schopenhauer cita está Pitica erróneamente atribuyéndola al verso 135: “El hombre es el sueño de una sombra” (MVR. I. §5, 65; en alemán, 20). Seguramente esta equivocación de la indicación del verso se debe a la traducción y edición que Schopenhauer tuvo en cuenta. Pero nosotros citamos este texto en la versión al español realizada por Emilio Suárez de la Torre. 13

Próspero vence según los planes de su fantasía, recuperando sus antiguas posesiones. Al final del drama dice Próspero a Fernando, príncipe del reino de Nápoles y prometido de Miranda, revelándole su juego, “que es a la vez teatro y vida” (Rivera, 1998, 38): “Parecéis como emocionado, hijo mío; dijérase que algo os conturba. Tranquilizaos, Señor. Nuestros divertimentos han dado fin. Estos actores, como os había prevenido, eran espíritus todos y se han disipado en el aire, en el seno del aire impalpable; y a semejanza del edificio sin base de esta visión, las altas torres cuyas crestas tocan las nubes, los suntuosos palacios, los solemnes templos, hasta el inmenso globo, sí, y en cuanto en él descansa, se disolverá, y lo mismo que la diversión insubstancial que acaba de desaparecer, no quedará rastro de ello. Estamos tejidos de idéntica tela que los sueños y nuestra corta vida se cierra con un sueño” (Shakespeare, 1951, Acto IV. Esc. I, 1823-1824).

Para radicalizar esta consideración de la vida como un sueño, Schopenhauer se apoya de manera reiterada en la sentencia de Calderón, “la vida es un sueño”, que según el filósofo “estuvo tan penetrado por esta idea, que intentó expresarla en un drama en cierta medida metafísico, La vida es un sueño” ((MVR. I. §5, 66; en alemán, 21). En esta obra el escritor asume la pregunta por la realidad: “¿Qué es real y qué es más bien sueño e incluso engaño?” (Rivera, 1998, 3). Esta pregunta se convierte en el hilo conductor de la obra, por medio de una reflexión que parte de situaciones teatrales. En la primera parte del libro nos topamos con “el desengaño sobre la realidad/nada del mundo. […] ¿Sobre qué base se puede afirmar la realidad de algo y su modo de ser?” (Rivera, 1998, 6). Cuando el personaje de la Vida es un Sueño, Segismundo, se despierta en palacio se enfrenta a la pregunta de saber si lo que está viendo y viviendo es real o ficción, puesto que los sentidos son poco fiables, no logran asegurarle si está soñando o está despierto. Su vida la pasó encerrado en la torre, y narcotizado fue trasladado a otra realidad muy diferente, sin relación ninguna y sin saber por qué. Por esta razón, Segismundo exclama:

¿Que quizá soñando estoy, aunque despierto me veo? No sueño, pues toco y creo lo que he sido y lo que soy. Y aunque ahora te arrepientas, poco remedio tendrás; sé quién soy, y no podrás, aunque supieras y sientas, 14

quitarme el haber nacido desta corona heredero; y si me viste primero a las prisiones rendido, fue porque ignoré quien era; pero ya informado estoy de quien soy, y sé que soy un compuesto de hombre y fiera (La vida es sueño, 550-560).

Siguiendo al profesor Rivera de Rosales, en su extenso comentario de la obra de Calderón, y en especial de este fragmento, podemos señalar ahora que mientras estamos dormidos en los sueños hay cortes, pero si estamos despiertos no los hay, pues la conciencia mantiene unido lo que en el sueño se separa. Por otra parte, podemos también recordar que el psicoanálisis se esfuerza por encontrar en los sueños lógica y continuidad6, pero cuando la hay, “ésta es siempre laxa, más bien simbólica y por tanto polivalente y quebrada. Desde la vigilia se toma conciencia de este contraste entre la continuidad de lo real y la discontinuidad de lo soñado, y se comprende a ambos en virtud de esa misma contraposición” (Rivera, 1998, 36). Para Rivera, cuando estamos soñando no reparamos en ello, “de igual modo que, al vivir, no nos damos cuenta normalmente de sus similitudes con el sueño y lo fantaseado hasta que no despertamos mediante la frustración y la reflexión” (1998, 36). Tal vez, por esta razón, nuestro filósofo decidió iniciar su libro primero de su obra fundamental apelando a una bella cita de Rousseau: “¡Sal de la infancia, amigo, despierta!” (MVR. I. 49; en alemán 2).

No obstante, el parafraseo de Shakespeare y Calderón, “al abordar en serio el problema de la muerte mantiene la muy distinta opinión de que cada vez que despertamos de un sueño

6 Sigmund Freud indica en su ensayo El delirio y los sueños en la “Gradiva” de W.Jesen, que la ciencia explica los sueños como simples procesos fisiológicos, detrás de los cuales no hay sentido ni significado, comparados a contracciones de la vida psíquica; los poetas se limitan a mostrar “cómo el alma dormida se contrae bajo el efecto de las excitaciones que, como restos de la vida despierta, han permanecido vivas en ” (2003, 1286); pero para el psicoanálisis el sueño es un deseo cumplido, inconsciente la mayor parte de las veces, y en todo sueño puede hallarse un enlace con los acontecimientos del día inmediatamente anterior, lo cual constituye su estímulo y proporciona la investigación para el científico. Sumado a ello, “el sueño puede elegir su material en cualquier época de nuestra vida, por lejana que sea, a la que, partiendo de los sucesos del día del sueño (las impresiones «recientes») puedan alcanzar nuestros pensamientos” (Freud, 2003, 450). La relación entre sueño y delirio, es que en los dos estados existe un grano de verdad, digno de completa fe, el cual constituye la fuente de convicción en el delirante, puesto que “todos adherimos nuestra convicción a contenidos mentales en los que se haya reunido lo verdadero con lo falso y dejamos que la misma se extienda de lo primero a lo segundo, difundiéndose de lo verdadero a lo falso con ello asociado” (Freud, 2003, 1328). 15

profundo experimentamos un renacimiento y, al dormirnos, una muerte diaria. La molestia del despertar es similar a los dolores del parto, que preludian la nueva vida, y el placer evasivo de conciliar el sueño, en el que uno descansa por fin de la vida consciente, tiene el efecto liberador de la muerte que supone el fin del sufrimiento perpetuo de la existencia” (Lapuerta, 1997, 221). Repensando esta doble posición de Schopenhauer, Lapuerta señala que en el sueño dejamos de sentirnos individuos y nos disolvemos en la corriente psíquica de la vida, “que es la fuerza de una Voluntad sin yo, como en el sueño hipnótico, es la Voluntad la que nos dirige al margen de la consciencia, del conocimiento, de la individuación” (Lapuerta, 1997, 221). Este disolvernos en la corriente de la vida, se refuerza en Schopenhauer a partir de la comparación con un loto, ya que “la parte inconsciente, la vida vegetativa, con su sistema ganglionar incluyendo en ella la consciencia cerebral durante el sueño, se asemeja a un loto que de noche se hunde sumergido en la corriente, es una vida común de todas las cosas, por medio de la cual pueden excepcionalmente hasta comunicarse” (MVR. II. Cap. 25, 369; en alemán 371).

Para nuestro filósofo la vida in abstracto del sujeto se asemeja a la de “un actor que ha representado su escena y mientras ha de volver a aparecer, toma asiento entre los espectadores; desde ahí contempla tranquilo todo lo que pudiera ocurrir, aun cuando se tratase de la preparación de su muerte (en la obra) pero luego vuelve a entrar para actuar y sufrir según ha de hacerlo” (MVR. I. §16, 136; en alemán, 101)7. También en los Aforismos sobre la sabiduría de la vida hace alusión al marco de la ilusión teatral, desmitificando así las inclinaciones de la voluntad por falsas ficticias e irreales, considerando las inclinaciones humanas no sólo insaciables, sino falsas desde un principio: “Durante la infancia la vida se presenta como un decorado de teatro visto de lejos; durante la vejez, lo mismo, pero visto

7 En lo que respecta la función metafórica de la existencia debemos señalar, según Blumenberg, que “hay una estrecha afinidad entre los temas elementales de navegación y el teatro. Ya en la reacción de Galiani a la integración moral de la curiosidad realizada por Voltaire, se había transferido de improviso la metáfora del espectador al escenario del teatro. También en Schopenhauer la imaginación náutica va unida a la procedente de la esfera del teatro, a la cual dio preferencia en más ocasiones. Esto es bien plausible, pues se trata de hacer presente la doble función interiorizada de quien, por un lado, está agitado por la tormenta y amenazado de muerte y, por otro, contempla reflexivo la propia situación […] De semejante ambivalencia de la vida surge la tranquilidad posible para el hombre. Esta se manifiesta en el hecho de que uno, tras una ponderada reflexión, tras adoptar una resolución o reconocer una necesidad, deja fríamente caer sobre sí o cumple él mismo lo más importante para él, aún las cosas más terribles. Aquí finalmente podría decirse en realidad que la razón se manifiesta prácticamente. El desarrollo completo de la razón práctica se habría presentado en el ideal del sabio estoico” (Blumenberg, 1995, 77-78). 16

desde cerca” (PP. I. 494; en alemán, 511). Clément Rosset señala que una de las intuiciones más originales de Schopenhauer reside justamente “no en la afirmación de que el deseo no se satisface, sino en la incapacidad para concebir el deseo mismo” (2005, 95). Por esta razón, podemos entonces señalar que los objetivos que nos asignamos no tienen existencia real, “interpretan el papel de la tendencia, para obedecer a la Voluntad, pero es sólo una interpretación. El colérico interpreta el “como sí” de la cólera; el ambicioso, el “como sí” de la ambición” (Rosset, 2005, 95-96).

El análisis de la voluntad en Schopenhauer concluye en una paradoja donde el hombre es prisionero con unas falsas cadenas, esclavo de unas tendencias ilusorias, como lo había señalado ya antes el divino Platón. El problema del libre arbitrio también lo contrasta Schopenhauer con la imagen teatral, de manera puntual con el titiritero, en el que la voluntad “tiene que dar a cada uno la ilusión de una libre determinación si quiere mantener en ellos una creencia en la vida comparable a la del arte del titiritero consigue de sus espectadores” (Rosset, 2005, 49). Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación II, ratifica que “la ley de la motivación sólo se extiende a las acciones individuales, no al querer en conjunto y en general” (MVR. II. Cap. 28, 403; en alemán, 408). Apela para ser más explícito al juego de las marionetas que se mueven con hilos exteriores, pero en el género humano los hilos son mecanismos internos, a eso se debe que, cuando concebimos el género humano y su actividad en conjunto y en general, no se nos presente, como cuando contemplamos las acciones individuales, en la forma de un juego de marionetas, donde lo aparente significa ausencia radical, en otras palabras, ficticios o irreales, pues la misma grieta8 de indiferencia que existe entre los sentimientos del actor y los del personaje que interpreta, existe entre los sentimientos del hombre genérico y las motivaciones afectivas que imagina.

8 Esta distancia escénica, que impide el contacto inmediato entre cuerpos y almas, es añorada por Byung- Chul Han, quien en su texto La sociedad de la transparencia, planteando una crítica al nuevo escenario de comunicación a través de Google y las redes sociales nos señala, que “en la modernidad se renuncia cada vez más a la distancia teatral a favor de la intimidad. […] El teatro es un lugar para las expresiones. Pero estas son sentimientos objetivos y no una manifestación psíquica. Por eso son representadas y no expuestas. El mundo no es hoy ningún teatro en el que se representen y lean acciones y sentimientos, sino un mercado en el que se exponen, venden y consumen intimidades. El teatro es un lugar de representación, mientras que el mercado es un lugar de exposición. Hoy, la representación teatral cede el puesto a la exposición pornográfica” (2013, 67-68) 17

La única diferencia entre el teatro y la realidad es la siguiente: el teatro se apoya en la realidad, pero la realidad no se apoya en nada (la existencia humana es, por tanto una dramaturgia vacía)” (2005, 43). Por esta razón, Schopenhauer señala, de una manera enfática, que si se compara los esfuerzos con los resultados, “el arte indescriptible de los preparativos, la indecible riqueza de los medios, y la pobreza de lo buscado y conseguido, entonces, se nos impone la opinión de que la vida es un negocio cuyo rendimiento no cubre ni mucho los costes” (MVR. II. Cap. 28, 399; en alemán, 403). En el decir de Schopenhauer nos asemejamos a un “topo”, ese patético animal nocturno que lo único que sabe hacer es trabajar para simplemente conseguir comida y apareamiento:

Cavar penosamente con sus desproporcionadas patas en forma de pala constituye la ocupación de toda su vida: una noche perpetua le rodea: sus ojos embrionarios los tiene solamente para huir de la luz. Solo él es un verdadero animal nocturnum, no los gatos, las lechuzas, ni los murciélagos, que ven de noche. ¿Pero qué consigue con esa vida esforzada y falta de alegría? Comida y apareamiento: o sea, nada más que los medios para proseguir el camino y volver a emprenderlo en un nuevo individuo (MVR. II. Cap. 28, 399; en alemán, 403-404).

Como podemos ver, la vida del hombre sumido en la caverna platónica es la de un simple topo. Más aún, se trata de un topo ciego, que con su perfecta organización y trabajo incansable, “hace patente la desproporción entre medio y fin” (MVR. II. Cap. 28, 399; en alemán 404). Teniendo en mente este panorama, podemos entonces decir que toda nuestra existencia además de estar inmersa en un gran sueño es también patética.

1.2 Ilusiones del racionalismo

La filosofía de Schopenhauer es una filosofía sin artificios que se propone “no domesticar el Absoluto, sino trascender la muerte procurando un calmante. El árbol del conocimiento no es en ningún momento el árbol de la vida –es sin duda alguna el de la muerte” (Philonenko, 1991, 50). El desmonte de los artificios de la razón, según Clément Rosset, es la novedad de Schopenhauer frente a las diversas propuestas filosóficas de su época. Las ilusiones fundamentales del racionalismo con las siguientes.

La primera es la ilusión de la necesidad. Frente a ella Schopenhauer señala que el pensamiento de la contingencia es uno de los pensamientos realmente esenciales producto del “asombro” filosófico. La crítica de la ilusión de la necesidad domina en gran medida 18

sobre las demás ilusiones. Contingencia significa ausencia de “causa” en la causalidad: como esta última engloba, en Schopenhauer, el conjunto de manifestaciones existentes, podemos entonces afirmar que toda existencia se encuentra relegada al azar. El decorado teatral refleja la existencia, pero la existencia no refleja nada. En este sentido, la sucesión de los fenómenos remite a la causalidad y la causalidad a la contingencia, es decir, a “nada” en relación con la necesidad. Byung-Chul Han señala en su libro La sociedad del cansancio, que la actual aceleración del hombre está ligada a la falta de ser, “La sociedad de trabajo y rendimiento no es ninguna sociedad libre. Produce nuevas obligaciones. [...] En esta sociedad de obligación, cada cual lleva consigo su campo de trabajos forzados. Y lo particular de este último consiste en que allí se es prisionero y celador, víctima y verdugo, a la vez” (Han, 2012, 48).

La segunda ilusión es la de la finalidad. Esta ilusión tiene su fundamento en la primera. Schopenhauer rechaza la ontología clásica que sostiene que la finalidad es la perfección de la cosa. Para nuestro filósofo, todo querer tiene un fin determinado, un objeto, pero la voluntad como cosa en sí no quiere propiamente nada. La ilusión de la finalidad “se basa en una confusión de la cosa en sí con el fenómeno. Sólo a éste, y no a aquella, se extiende el principio de razón, del que también la ley de motivación es una forma. Siempre se puede dar razón de los fenómenos como tales, de las cosas individuales, pero nunca de la voluntad misma ni de la idea en la que se objetiva adecuadamente” (MVR. I. §29, 217; en alemán, 194). No hay entonces ninguna causa en la necesidad, no hay ningún fin en la finalidad, pues la voluntad como cosa en sí es una “finalidad sin fin” (Rosset, 2005, 46). Esta situación la condensa Schopenhauer apelando a un hecho muy simple de la vida humana: todo hombre dirige sus acciones persiguiendo determinados fines, “pero si se le preguntará por qué quiere en general, o por qué en general quiere existir, no tendría ninguna respuesta sino que, antes bien, la pregunta le parecería absurda: y precisamente en eso se expresaría la conciencia de que él mismo no es nada más que voluntad, cuyo querer en general se entiende por sí mismo y sólo en sus actos individuales, para cada momento, necesita una determinación próxima por motivos” (MVR. I. §29, 218; en alemán, 195).

La tercer forma de la ilusión es la del devenir. Para que hubiera devenir sería preciso que la voluntad evolucionase; no obstante, al ser esta última tan inmutable como indescifrable, no hay realmente devenir, pues todo cambio es apariencia. Según Rosset, “la idea de evolución 19

es una astucia de la perturbación de la voluntad, exactamente por la misma razón que la idea del amor. […] Un capítulo de los suplementos al libro III de El mundo como voluntad y representación define la historia como «eterna repetición del mismo drama»” (Rosset, 2005, p.46-47). La vida que se expresa en esta eterna repetición es al mismo tiempo aburrimiento, pues se trata del “perpetuo tránsito desde el deseo a la satisfacción y desde ésta al nuevo deseo –transito que se llama felicidad, cuando su curso es rápido, y sufrimiento cuando es lento–, y no se caiga en aquella paralasis que se muestra en la forma del terrible y mortecino aburrimiento, de un fatigado anhelo sin objeto determinado, de un mortal languor” (MVR. I. §29, 219; en alemán, 196). Con la negación del devenir surgen dos consecuencias aparentemente contradictorias: la muerte es ilusión y la vida es también ilusión de «vivir», pues es incluso una ilusión de la representación en la medida en que la idea de vida parece llevar consigo una noción de modificación, contradicha por el principio de repetición” (Rosset, 2005, 48).

La cuarta forma de ilusión es la de la libertad. Schopenhauer niega cualquier posibilidad de libre elección y la naturaleza determinada de antemano del “carácter” psicológico de cada individuo. “También aquí el pensamiento fundamental de Schopenhauer remite a la imagen del teatro: para hacer actuar a sus personajes, la voluntad tiene que dar a cada uno la ilusión de una libre determinación si quiere mantener en ellos una creencia en la vida comparable a la que el arte del titiritero consigue de sus espectadores” (Rosset, 2005, 48). El hombre nunca es libre de querer lo que quiere; lo único que puede hacer es negar globalmente toda voluntad. El ánimo de vivir “puede compararse con una cuerda que se tendiera sobre el escenario de marionetas del mundo humano y de la que colgase los muñecos a través de hilos invisibles, siendo soportados sólo en apariencia, por el suelo que estuviera a sus pies (el valor objetivo de la vida). Si esa cuerda cede la marioneta desciende; si se rompe, se tiene que caer, pues el suelo sólo la soporta aparentemente” (MVR. II. Cap. 28, 404; en alemán, 409). La representación de las motivaciones no significa independencia ante ellas, pues la única forma de liberación, que es precisamente la “sabiduría” a la que tiende en última instancia la filosofía de Schopenhauer, consiste más bien en tomar conciencia de la falta de motivación que encubren las aparentes determinaciones de la voluntad individual, esto es, en asumir el azar de su propio carácter, que sólo se puede logar una vez se ha despertado de estas ilusiones. 20

La proclamación neoliberal de la libertad bajo el postulado: “Voy a producir para ti lo que se requiera para que seas libre. Voy a procurar que tengas la libertad de ser libre”, es cuestionada por Byung-Chul Han en su libro La agonía del Eros, pues “el imperativo paradójico: sé libre. Precipita al sujeto del rendimiento a la depresión y al agotamiento. En Foucault, la «ética del sí mismo» ciertamente se opone al poder político represivo, así como a la explotación por parte de otros, pero es ciega ante aquella violencia de la libertad que está en el fondo de la explotación de sí mismo” (2014,20). El sujeto del rendimiento, del que habla Han, es el modelo que la sociedad actual impone como empresario de «sí mismo», porque esta aparente motivación ha resultado más eficaz que el látigo y el mandato, “el explotador es explotado. Uno es actor y víctima a la vez” (Han, 2014, 19).

Para desmontar el poder encubridor de estas ilusiones, Schopenhauer se propone inicialmente en su obra fundamental, El mundo como voluntad y representación, analizar el papel del principio de razón. El mundo se nos presenta a la mirada en un aquí y en un ahora; esta mirada está marcada, como anotamos anteriormente, por Mâyâ y por el principio de razón. Una vez Schopenhauer admite las teorías relativas a la idealidad del tiempo y del espacio de Kant9 el filósofo aplica el principio de razón suficiente, “que significa que no hay ningún efecto, cualquiera que sea su naturaleza, al que no se le pueda asignar una causa” (Philonenko, 1989, 50). Nuestro filósofo manifiesta que todas las filosofías históricas se han quedado en lo que Kant llamó el fenómeno en oposición a la cosa en sí, lo mismo que Platón llamó “lo que deviene y nunca es en oposición a lo que deviene o, finalmente, lo que entre los hindúes se denomina el velo de Mâyâ: ese es precisamente el conocimiento entregado al principio de razón, con el que nunca accedemos al ser interior de las cosas sino que únicamente persiste fenómenos hasta el infinito y se mueve sin propósito ni fin” (MVR. I. §53, 330; en alemán, 323).

9 Kant aísla en primera instancia la sensibilidad en la estética trascendental, “separando todo lo que en ella piensa el entendimiento mediante sus conceptos, a fin de que no quede más que la intuición empírica. En segundo lugar, apartaremos todavía de esta última todo lo perteneciente a la sensación, a fin de quedarnos sólo con la intuición pura y con la mera forma de los fenómenos, únicos elementos que pueden suministrar la sensibilidad a priori” (CRP. A22, 67). Para el predecesor de Schopenhauer, sólo existen dos formas puras de la intuición sensible como principios del conocimiento a priori, espacio y tiempo; este último no puede ser intuido como algo exterior y el espacio no puede ser intuido como algo en nosotros. 21

Retomando su investigación doctoral, La cuádruple raíz del principio de razón suficiente10, podemos ver que para nuestro filósofo el asunto que se debe aclarar en un primer momento, antes de emprender el estudio de lo que sea el mundo, consiste en examinar la forma de las causas, es decir, estudiar qué a priori básico condiciona nuestra manera de conocer; de aquí que Kant haga un análisis abstracto de los objetos que se nos dan, porque el cuerpo es la exterioridad material de ellos, mientras Schopenhauer adopta la posición de Locke, donde son las sensaciones las que priman, pero partiendo no del sujeto, ni del objeto, sino de la representación: “El principio de razón es la expresión común de todas aquellas formas del objeto que nos son conocidas a priori, y que todo lo que conocemos puramente a priori no es sino justamente el contenido de aquel principio y de lo que él se sigue, así que en él se expresa todo nuestro conocimiento a priori” (MVR. I. §2, 54; en alemán, 7). La fórmula más general del principio filosófico de razón suficiente reza así: “Nada es sin una razón de ser”, el cual afirma Schopenhauer, siguiendo a Kant, “constituye la ley a priori por excelencia de nuestro conocimiento, y rige la relación del conocer «por excelencia», la relación del sujeto y el objeto, inseparables uno del otro, inconcebibles el uno sin el otro” (Moreno, 2005, 166). Para Schopenhauer, la importancia del principio de razón suficiente es básica, “porque se le puede considerar como el fundamento de todas las ciencias. Ciencia no es otra cosa que un sistema de conocimientos, es decir, un todo de conocimientos enlazados, en oposición a un mero agregado de ellos” (CRPRS. §4, 32).

Schopenhauer distingue los órdenes de lo real en la diferencia de las estructuras de la causalidad. En La cuádruple raíz del principio de razón suficiente hace una distinción de las cuatro formas que puede tomar el principio de razón, cuatro raíces, cuatro objetos basados en la expresión de necesidad. Necesidad física (becoming): lo intuitivo, la conciencia física del espacio y el tiempo. El filósofo enfrenta aquí la pregunta por la razón por la cual sucedan las cosas, la razón del acontecer, que nos remite al plano de los objetos de la experiencia, a los hechos sensibles y acontecimientos. De allí, que rija la ley de

10 La tesis doctoral de Arthur Schopenhauer, Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, obtiene la máxima nota: “Magna cum laude” en la Universidad de Jena en octubre de 1813. “Ningún profesor puso objeciones a la exposición de una tesis que Schopenhauer consideraba absolutamente original y novedosa, y cuya aportación principal consistía en una crítica clara y contundente de la prueba kantiana de la ley de causalidad” (Moreno, 2005, 165). De inmediato el nuevo doctor mandó a imprimir quinientos ejemplares de su obra, pero el breve tratado no tuvo ningún eco entre los filósofos y eruditos de la época. Esta será para nuestro autor una constante en su trabajo que le generó una profunda frustración, al no ser reconocido por sus contemporáneos. 22

causalidad, y se considerada como principio del entendimiento. Aquí “la manifestación visible puede ser casi nula o nula y, sin embargo, podemos estar seguros de la realidad efectiva del fenómeno” (Philonenko, 1989, 52). Schopenhauer, en este punto, es fiel a Kant en cuanto su preocupación única es mostrar que “en el mundo material no hay nunca causalidad creadora” (Philonenko, 1989, 52). Schopenhauer señala así que la ley de causalidad se aplica exclusivamente a las transformaciones (Veränderun-gen), es decir, a la aparición y a la desaparición de los estados (Zustände) en el tiempo” (Philonenko, 1989, 53). Pero en este contexto surge la dificultad de distinguir una causalidad propia de lo inorgánico y otra propia de lo orgánico; para solventar dicha dificultad, Schopenhauer quiere evitar el “hilozoísmo primario justamente denunciado por Kant” (Philonenko, 1989, 54), pues no podemos identificar sin más la forma general de la representación, el principio de razón, con la unidad de todo lo viviente, la voluntad.

De la ley de causalidad se siguen dos importantes corolarios, explicados con detalle en el trabajo de doctorado del filósofo: la ley de la inercia y la ley de permanencia de la substancia. La primera dice “que todo estado, así el reposo de un cuerpo, como también su movimiento cualquiera que sea la clase de éste, debe continuar y aun mantenerse a lo largo del tiempo infinito sin mudanza, aumento o disminución, mientras no aparezca una causa que los altere o anule. –La segunda ley, que expresa la sempiternidad de la materia, resulta de que la ley de la causalidad se refiere sólo a los estados de los cuerpos, a su inmovilidad, a su movimiento, a su forma y a su cualidad, y por lo tanto preside su aparición y desaparición en el tiempo. […] La substancia permanece, esto es, no puede ni nacer ni desaparecer: por eso la cantidad de substancia en el mundo no aumenta ni disminuye” (CRPRS. §20, 79).

En desarrollo de la explicación de la causalidad como guía de todas las mutaciones, Schopenhauer postula a la fuerza natural originaria como la portadora de todos los cambios, o en donde todas las mutaciones acontecen. Por el contrario de la causa, que es tan particular como su efecto, las fuerzas naturales son generales, inmutables, presentes en todo tiempo y lugar, pues “están exentas de todo cambio, y en este sentido están fuera de todo tiempo, pero por lo mismo existen siempre y en todas partes, omnipresentes e inagotables, siempre listas para manifestarse en cuanto aparezca ocasión para ello en el hilo conductor de la causalidad” (CRPRS. §20, 82). 23

La segunda forma de causalidad es denominada en La cuádruple raíz del principio de razón suficiente, la excitante. Esta forma de causalidad rige la vida orgánica en cuanto tal, es decir, “la de las plantas y la parte vegetativa, y por eso inconsciente, de la vida animal, que es realmente una vida de planta” (CRPRS. §20, 83). Se trata entonces de la relación que se encuentra entre principio y consecuencia, o finalidad orgánica, “si es verdad que existen funciones vegetativas que sirvan de fundamento a la vida animal stricto sensu, se traduce en el fenómeno de excitación (Reiz) […] la excitación es cuestión de cantidad, pero también y sobre todo de una cualidad que no se deja medir. No se puede decir que pensar es medir” (Philonenko, 1989, 54).

El fenómeno está sometido a la necesidad, anota nuestro autor, “y se han considerado libres los hechos, cosa que no son, ya que toda acción individual se sigue con la necesidad estricta de la acción del motivo sobre el carácter” (MVR. I. §23, 166; en alemán, 137). En este sentido, podemos entonces afirmar que el individuo no es la voluntad como la cosa en sí, “sino como fenómeno de la voluntad determinado ya como tal e introducido en la forma de fenómeno: el principio de razón” (MVR. I. §23, 166; en alemán, 137). A pesar de que las plantas sensitivas o carnívoras imiten la vida animal, esta excitación de las plantas no es provocada; de aquí que la causalidad sea por iniciación y de impulsión o desarrollo. En el instinto y el impulso de los animales no se requiere representaciones y conocimiento, ya que se trata de una actividad ciega, acompañada de conocimiento, pero no dirigida por él, “por eso su obrar se produce aquí sin motivo, no está guiado por la representación, mostrándonos primariamente y con mayor claridad cómo la voluntad también actúa sin conocimiento alguno” (MVR. I. §23, 167; en alemán, 136). En El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer considera que todos los cambios orgánicos y vegetativos del cuerpo animal se producen por estímulos y no por meras causas; el filósofo llama estímulo a “aquella causa que no sufre ninguna reacción adecuada a su acción y cuyo grado de intensidad no es paralelo al del efecto, el cual no puede así calcularse conforme de él” (MVR, §23, 168, en alemán 138), por el contrario, la causa en el sentido estricto es aquel estado de la materia que sufre él mismo un cambio de la misma magnitud, lo cual expresa con la regla “acción y reacción son iguales”, de manera que “una vez conocido el modo de acción y cuyo grado de intensidad de la causa se puede medir y calcular el grado del efecto, y viceversa” (MVR, §23, 168, en alemán 137). Por esta razón, todos los procesos vitales y 24

vegetativos, como digestión, secreción, crecimiento o reproducción, no se determinan por motivos, sino que “actúa ciegamente por causas que en este caso se denominan estímulos” (MVR. I. §23, 167; en alemán, 137). No obstante, tanto estímulos como motivos y todas las causas en general determinan el punto en el que irrumpe la manifestación de toda fuerza en el espacio y en el tiempo, pero no la esencia interna de la propia fuerza que se manifiesta como voluntad.

La tercera forma de causalidad es el motivo; “bajo esta forma la causalidad rige la vida animal propiamente dicha, es decir, el obrar, las acciones externas conscientes de todo ser animal. El médium del motivo es el conocimiento; la receptividad del motivo implica, por consiguiente, un intelecto. De ahí que la verdadera característica del animal sea el conocer, el representar” (CRPRS. §20, 84-85). Si bien hemos indicado las tres formas como solemos nombrar la causalidad, es importante también señalar que el principio de razón no se puede explicar a sí mismo, pues “la motivación sobrepasa ya a la excitación en el sentido de que puede emanar de un deseo de provocarla, lo cual supone conocimiento e incluso reflexión” (Philonenko, 1989, 56). La necesidad supone el entendimiento; la planta no experimenta la necesidad, tan sólo el deseo; por el contrario, en la necesidad del animal “el ojo de la criatura se abre, mientras que de manera tan intuitiva como confusa comienza a comprenderse, gracias al entendimiento, dado con la vista y surgiendo del fondo íntimo de la vida” (Philonenko, 1989, 56).

La motivación como causa del querer constituye la causa de la operación de la voluntad que, por medio de la representación, permite designar el objeto de la necesidad. De esta manera, “lo que constituye el motivo o la motivación es el objeto, o más precisamente, la representación” (Philonenko, 1989, 57). No obstante, el proceso de acceso al objeto implica no solo tiempo y espacio, sino causalidad; por esta razón, el filósofo ve en el reino animal el ejercicio del entendimiento, porque gracias a él se organiza las relaciones de causa a efecto que determinan la motivación. Por tal razón, para Schopenhauer, “la intuición solo existe por y para el entendimiento” (MVR. I. §6, 73, en alemán 29).

La segunda forma de la necesidad es la lógica (knowing). Al adentrarse Schopenhauer en el plano de conceptos y juicios, se pregunta por las razones que nos permiten decir que un acontecimiento o una cosa sean de tal o cual modo, en otras palabras, por la razón del 25

conocimiento o razón de verdad de un juicio. El filósofo advierte en su trabajo doctoral que “la única diferencia esencial entre el hombre y los demás animales, atribuida desde siempre a la razón, facultad particular y exclusiva del hombre, se funda en que el ser humano es capaz de una clase de representaciones de que no participa el animal irracional: los conceptos, o sea las representaciones abstractas, en contraposición a las intuitivas, de las cuales, sin embargo, son sacados aquellos” (CRPRS. §26, 148). Para Schopenhauer, en la formación de un concepto se omite mucho de lo intuitivamente dado, “así será algo menos lo pensado que lo intuido. […] Cuanto más se asciende en la abstracción, tanto más se omite, y otro tanto se disminuye lo que uno piensa. Los más elevados, esto es los conceptos más generales, son los más vaciados y empobrecidos, hasta llegar a meras envolturas, como ser, esencia, cosa, devenir y otros semejantes” (CRPRS. §26, 150), pues carecen realmente de intuición, como el mismo Kant lo había señalado antes. El juicio es el mediador entre el conocimiento intuitivo, entendimiento, y el conocimiento abstracto, razón. La relación de conceptos, claramente pensada y expresada, se llama juicio: “Si un juicio tiene que expresar un conocimiento, debe tener una razón suficiente; en virtud de esta propiedad recibe el predicado de verdadero. La verdad es, por tanto, la relación de un juicio con algo diferente de él, que se llama razón (Grund)” (CRPRS. §29, 150).

La tercera forma de la necesidad es la matemática (Being), “constituye la parte formal de las representaciones completas, a saber, constituye las intuiciones dadas a priori, de las formas del sentido externo y del sentido interno: el espacio y el tiempo” (CRPRS. §35, 189). La diferencia entre esta clase de representaciones con respecto a las anteriores es que en la intuición, el espacio y el tiempo son intuidos puramente, mientras en la intuición empírica, espacio y tiempo son percibidos. Schopenhauer denominó principio de razón suficiente del ser, principium rationis sufficientis essendi, a “la ley según la cual las partes del espacio y del tiempo se determinan unas a otras en orden a estas relaciones” (CRPRS. §36, 190). El filósofo presenta el ejemplo de la relación de los lados y ángulos del triángulo, demostrando que esa relación es completamente distinta de la causa y del efecto, y de la causa de conocimiento, pues “la visión de tal razón puede convertirse en razón de conocimiento, como la visión de la ley de la causalidad y su aplicación a un determinado caso es razón de conocimiento del efecto; pero con esto no desaparece de ningún modo la total diferencia entre la razón del ser, del devenir y del conocer” (CRPRS. §36, 191). En 26

este sentido, toda la geometría se basa en el nexo de la posición de las partes del espacio y toda proposición geométrica debería, por tanto, reducirse a la intuición “y la demostración consistiría solamente en hacer sobresalir con claridad el nexo que se trata de intuir: no podría hacer nada más” (CRPRS. §39, 193). Por tanto, esta representación es intuitiva, completamente determinada, sin dar lugar a la generalidad; no obstante, estas intuiciones son generales, “porque son las meras formas de todos los fenómenos y como tales valen para todos los objetos reales a los que una tal forma le conviene” (CRPRS. §39, 194)11.

La cuarta forma de la necesidad es la moral (willing), en cuanto determina el comportamiento de un sujeto, y “no comprende más que un solo objeto para cada individuo, a saber: el objeto inmediato del sentido interno, el sujeto de la volición, que es objeto para el sujeto cognoscente, y a decir verdad sólo se da al sentido interno, y por eso aparece sólo en el tiempo, no en el espacio” (CRPRS. §40, 202). En los animales se remite al presente y en hombre también al pasado y al futuro; en esta diferencia radica la mayor capacidad de sufrimiento que tiene el hombre frente a los demás animales. Se trata entonces del principio de motivación, el querer, el origen de todo acto. ¿Por qué el ojo ve algo? Porque el ojo ve algo que se le presenta como atractivo visiblemente. La pregunta es por la razón de una acción, por los motivos que lo indujeron a realizar una determinada acción. De tal forma que para el filósofo la conciencia de nosotros mismos no es simple, puesto que el sujeto se convierte de un lado en un conocido y de otro en un cognoscente, “el sujeto se conoce a sí mismo sólo como un volente, no como un cognoscente. Pues el yo que tiene la representación, el sujeto del conocimiento, no puede nunca llegar a ser representación u objeto, siendo, como correlato necesario de todas las representaciones, como condición de las mismas” (CRPRS. §41, 202). De aquí que el filósofo llegue a la conclusión que no hay conocer del conocer, “porque para esto sería preciso que el sujeto pudiera separarse del conocer y entonces conocer el conocer, lo que es imposible” (CRPRS. §41, 203). Todo conocimiento está entonces motivado en el cuerpo.

11 Schopenhauer relaciona estas intuiciones normales como de los conceptos, señalando lo que Platón dice de sus ideas, “que no pueden existir dos iguales, porque entonces sólo serían una” (CRPRS. §39, 194). En la nota de pie de página de su tesis doctoral el filósofo profundiza en esta relación indicando que “las ideas platónicas se pueden quizás describir como intuiciones normales, las cuales serían válidas no sólo, como las intuiciones matemáticas, para la parte formal, sino también para la parte material de las representaciones completas; por tanto, representaciones completas que, como tales, serían absolutamente determinadas, y, no obstante, como los conceptos, abarcarían bajo sí muchos objetos” (CRPRS. §39, 194). 27

Para Schopenhauer, la motivación es la causalidad vista por dentro, la piedra angular de toda su metafísica: “Ésta se nos presenta aquí de una manera completamente distinta, en otro medio distinto, para otro medio de conocer absolutamente diverso: por eso es menester exhibirla como una forma especial y peculiar de nuestro principio, que aparece como principio de razón suficiente del obrar, principium rationis sufficentis agendi, o más breve, como ley de la motivación” (CRPRS. §43, 208). La actividad de la voluntad puede ser tan inmediata que provoca no ser conscientes del motivo; un ejemplo cotidiano lo presenta Schopenhauer en su trabajo de grado: al aparecer una imagen de improviso en nuestra imaginación o al concebir un juicio que no sigue a la razón, se encuentra presente, sin ser percibido, un acto de voluntad que cuenta con un motivo, porque el motivo puede ser insignificante y el acto de voluntad es de realización tan fácil, razón por la cual pareciese que se presentan al mismo tiempo.

Nuestro filósofo observó que a lo largo de la historia de la filosofía, “se había soslayado estas divisiones específicas, así que los filósofos y científicos habían inquirido por las «razones» y los «fundamentos» de las cosas, por las «causas», por los «motivos», sin saber exactamente a qué tipo de razón suficiente o «por qué» estaban apelando y a que plano pertenecía la respuesta que podía ofrecerse, mezclándolo todo en sus respuestas y creando confusiones” (Moreno, 2005, 167). Por consiguiente, Schopenhauer afirma que no se puede dar relación alguna entre el principio de causalidad y el principio de motivación, pues “la cuarta clase de representaciones expuesta en el tratado Sobre el principio de razón tiene que convertirse para [él] mí en la clave para conocer la esencia interior de la primera clase, y a partir de la ley de la motivación he de llegar a entender la ley de la causalidad en su significado interno” (MVR. I. §57, 179; en alemán, 151).

Según El mundo como voluntad y representación, las representaciones pueden ser intuitivas o abstractas, las representaciones intuitivas abarcan el mundo visible “o el conjunto de la experiencia, junto con sus condiciones de posibilidad, constituye un importante descubrimiento de Kant la tesis de que precisamente esas condiciones de la experiencia, es decir, lo más general en su percepción, lo que pertenece igual a todos sus fenómenos, es decir, el tiempo y el espacio, no sólo pueden ser pensados in abstracto por sí mismos y al margen de su contenido, sino también inmediatamente intuidos” (MVR. I. §3, 54; en alemán, 8). 28

La intuición no es un fantasma tomado de la experiencia mediante la repetición, sino que es tan independiente de la experiencia que ha de pensarse como dependiente de ella. La causalidad sólo puede ser objeto de experiencia fenoménica y supone inevitablemente la idea de una razón suficiente. Para nuestro filósofo la conexión entre causa y efecto “es tan misteriosa como la que imaginamos en una fórmula mágica” (MVR. I. §26, 186; en alemán, 158). Lejos de probar el carácter a priori de la causalidad kantiana, Schopenhauer rechaza dos aspectos de la teoría que plantea su predecesor: “Por una parte simplifica hasta el extremo el sistema de los principios del entendimiento puro, al sustituir la ley de causalidad a todas las categorías; por otra parte, critica el esquematismo de los conceptos del entendimiento puro, complicación inútil en la teoría del entendimiento” (Philonenko, 1989, 60). Al tomar distancia de su predecesor y maestro, Schopenhauer quiere mostrar el papel preponderante del cuerpo no sólo en el campo del conocimiento, sino ante todo en su dimensión moral, pues en él encontramos los verdaderos motivos de la acción humana y fuente también de un enorme sufrimiento.

1.3 La intuición corporalizada

La nota más característica del pensamiento de Schopenhauer consiste en resaltar el papel del cuerpo en la intuición, en la medida en que es el lugar de la acción y de la afección. Así pues, mediante el conocimiento inmediato del cuerpo y en la afección sensorial, no existe el cuerpo como objeto, sino los cuerpos que actúan sobre él, ya que “sólo en la medida en que el ojo ve el cuerpo o la mano lo palpa” (MVR. I. §6, 68; en alemán, 23). En el cerebro se nos presenta el propio cuerpo como algo extenso; el sujeto cognoscente es individuo en virtud de la relación con su cuerpo, que para Schopenhauer, no es más que una representación como cualquier otra, es decir, un objeto entre los objetos.

Debemos tener presente que el autor del Mundo, no desarrolla “una teoría fisiológica de la mente […] lo que sí va a intentar será comprender «la totalidad y generalidad de la experiencia». No recorriendo la vastedad de los horizontes del mundo, sino profundizando en la íntima realidad que todo individuo posee en su fuero interno” (Lapuerta, 1997, 130). Esta nueva perspectiva es aparentemente materialista, pero tiene realmente una dimensión metafísica, “pues hablará del objeto como perteneciente a una realidad diferente a la 29

representada por los sujetos” (Lapuerta, 1997, 131). Para Schopenhauer, además de ser puros sujetos de conocimiento, somos también individuos, más aún individuos corporalizados o sujetos volentes: “Al sujeto de conocimiento, que por su identidad con el cuerpo aparece como individuo, ese cuerpo le es dado de dos formas completamente distintas: una vez como representación en la intuición del entendimiento, como objeto entre objetos y sometido a las leyes de estos; pero a la vez, de una forma totalmente diferente, a saber, como lo inmediatamente conocido para cada cual y designado por la palabra voluntad” (MVR. I. §18, 152; en alemán 119). El cuerpo es entonces el punto de conexión entre la representación como algo extenso, articulado, orgánico, y la voluntad como querer y obrar. Esta es la llave que abre la puerta a la metafísica de la naturaleza; “el propósito de Schopenhauer en el segundo libro de su obra capital, donde se desarrolla su metafísica de la naturaleza, será explicar la cosa en sí como la voluntad y comenzar mostrándola en el cuerpo humano para extender después esta evidencia hacia el resto de los cuerpos, ya sea orgánicos o inorgánicos” (Lapuerta, 1997, 133).

La relación entre el querer del cuerpo o acto de voluntad, y el obrar, acción del cuerpo, es necesaria, pero no está sometida a la causalidad; es una relación de objetivación, ya que “querer y obrar son, por tanto, dos caras de lo mismo: por un lado, sentimos nuestro querer; ¿cómo? Como dolor si la afección del cuerpo es contraria a la voluntad, o como placer (o bienestar) cuando es conforme a ella. […] Por otro lado, conocemos nuestro obrar: esas sensaciones son elaboradas por el cerebro en forma de motivos que nos inducen a actuar de uno u otro sentido” (Lapuerta, 1997, 135). Con esta relación Schopenhauer conecta lo empírico con lo metafísico, “del hecho de que el organismo es solo la visibilidad de la voluntad, o sea, que en sí es esta misma, he inferido que cada afección del organismo, afecta simultánea e inmediatamente a la voluntad, es decir, es sentida como agradable o como dolorosa” (MVR. II. Cap. 22, 316; en alemán, 311). El mundo no intuido en la experiencia externa, sino sentido o afectado en la interna, no es ya el mundo ideal de la representación, “luego ha de ser la «esencia íntima del fenómeno»: la cosa en sí” (Lapuerta, 1997, 135), que como si se tratase de un gran tesoro está al interior de una fortaleza. La representación implica un sujeto con un objeto, “el conocimiento que cada cual posee in concreto de forma inmediata, es decir, como sentimiento: que el ser en sí de su propio fenómeno, que en cuanto representación se le presenta tanto a través de sus acciones como 30

a través del sustrato permanente de las mismas, su cuerpo, es su voluntad; que esta constituye lo más inmediato de su conciencia” (MVR. I. §21, 162; en alemán, 130). Así las cosas, a pesar de no tener conocimiento de la cosa en sí, a través de las sensaciones agradables o dolorosas, tenemos constancia del cuerpo, por lo que se puede decir: el mundo es mi representación y el mundo es mi voluntad, pues “el valor de la afección reside en que en ella estamos en movimiento; algunos dirían: comprometidos. Ello se denomina vivir. Pero Schopenhauer va más lejos: este conocimiento, tan oscuro como se quiera, como íntimo saber de mi cuerpo está estrechamente asociado – por no decir que es idéntico – al conocimiento profundo del Ser” (Philonenko, 1989, 117). Se puede afirmar, como lo señala Magee, que “nuestros cuerpos son objetos en el más pleno sentido de la palabra, que están hechos de la misma materia que los demás objetos materiales, y que son cognoscibles por los sujetos perceptores de la misma manera que lo son otros objetos materiales” (1991, 136).

En este sentido, de él tenemos un conocimiento interno directo, no sensorial ni intelectual, pues “con Kant el noúmeno era como mucho un espacio en blanco, una X, un algo totalmente misterioso acerca de lo cual no se podía saber nada más allá del hecho de que se manifestaba en el mundo de los fenómenos en forma de objetos físicos y sus movimientos en el tiempo y en el espacio. Ahora sabemos que tenemos un conocimiento inmediato, directo, de al menos algunos movimientos desde dentro, y que lo que conocemos de este modo directo e inmediato es la actividad de la voluntad” (Magee, 1991, 145). Pero Schopenhauer señala también que la voluntad es realmente un enigma que está en nosotros mismos: “Al sujeto del conocimiento que se manifiesta como individuo le es dada la palabra del enigma: y esa palabra reza voluntad” (MVR. I, §18, 152; en alemán, 119). Para Schopenhauer, en el sistema nervioso el individuo animal se hace consciente ante todo de sí mismo, pues “está limitado por su piel; pero en el cerebro asciende hasta el intelecto, traspasa esos límites por medio de la forma cognoscitiva de la casualidad y así nace en él la intuición como consciencia de las otras cosas, como una imagen de los seres en el espacio y en el tiempo que cambia conforme a la causalidad” (MVR. II. Cap. 22, 315; en alemán, 310).

Quien inicia el camino desde la representación tiende a no superarla, razón por la cual Schopenhauer descubre un camino al que llama subterráneo, pues se encuentra ya en 31

nosotros mismos: “la voluntad es el conocimiento a priori del cuerpo, y el cuerpo el conocimiento a posteriori de la voluntad” (MVR. I. §18, 152; en alemán, 120). El cuerpo no es solamente donación de sentido, sino también de realidad; por esta razón, “Schopenhauer descarta toda posibilidad de conocimiento a priori de esta unión de la voluntad y el cuerpo pues se trata de existencia y la existencia vivida es inconcebible a priori” (Philonenko, 1989, 115). Tenemos, más bien, una experiencia en nosotros de esta realidad misteriosa. El cuerpo representado no es otra cosa que la voluntad hecha visible, es decir, “la espontaneidad de la actividad cerebral, que en última instancia está proporcionada por la voluntad, llega en el hombre más allá de la mera intuición y la captación inmediata de las relaciones causales; en efecto, alcanza hasta formar conceptos abstractos a partir de aquellas intuiciones y operar con ellos, es decir, hasta el pensar en el que consiste su razón” (MVR. II. Cap. 22, 317; en alemán, 312). De aquí que, para Schopenhauer, los pensamientos sean lo más alejado de las afecciones del cuerpo.

La forma y estructura de cada animal, para nuestro filósofo, no es más que la imagen de la especificidad de su querer y va más allá en la medida en que señala de cada hombre; “Secreto que él no descifra quizá por sí mismo, es un misterio inscrito cándidamente en su rostro, […] sólo la simpatía puede obrar a este nivel; ella es lugar de las evidencias oscuras; pero para quien reconoce su función, permite evitar temibles escollos” (Philonenko, 1989, 124).

Para Schopenhauer, toda existencia del cuerpo y sus funciones son objetivación de la voluntad, manifestada en las acciones exteriores del mismo cuerpo de acuerdo con los motivos; por esta razón, “ciertamente, es posible, aunque de forma imperfecta, dar una explicación etiológica del surgimiento de mi cuerpo, y algo mejor de su desarrollo y conservación: esto es precisamente la fisiología; pero esta explica su tema exactamente igual como los motivos explican la acción” (MVR. I. §20, 160; en alemán, 128). Como vemos, nuestro filósofo considera que la fisiología intenta reducir a causas orgánicas movimientos voluntarios inmediatos, por ejemplo, el movimiento del músculo por afluencia de jugos. Pero esta explicación es duramente criticada por Schopenhauer para quien todo fenómeno voluntario, atribuido a los animales, es realmente fenómeno de un acto de voluntad: “La esencia interna de cada fenómeno permanece siempre insondable por esa vía, y toda explicación etiológica la supone y se limita a designarla con el nombre de 32

fuerza o ley natural, o bien, cuando se trata de acciones, con el de carácter o voluntad” (MVR. I. §20, 160; en alemán, 129).

En este sentido, el crecimiento, la nutrición y todo cambio del cuerpo animal se produce por estímulos; sin embargo, las acciones y su condición son fenómenos de la voluntad. Así pues, “los dientes, la garganta y el conducto intestinal son hambre objetivada; los genitales, el instinto sexual objetivado; las manos que asen, los pies veloces, corresponden al afán ya más mediato de la voluntad que representa” (MVR. I. §20, 161; en alemán, 129). Pero el autor del Mundo avanza en concluir que la forma humana general corresponde a la voluntad general, “también a la voluntad modificada individualmente, al carácter del individuo, le corresponde la corporización individual, que es característica y expresiva por completo y en todas sus partes” (MVR. I. §20, 161; en alemán, 129-130)12.

Lo único que funda la totalidad del fenómeno es entonces la voluntad, pues ella es la que “adopta la forma de la representación, es decir, ingresa en la existencia secundaria de un mundo de objetos o en la cognoscibilidad” (MVR. II. Cap. 22, 317; en alemán, 312).

Tanto los cuerpos orgánicos como los inorgánicos poseen, para Schopenhauer, una voluntad que no necesariamente está vinculada a la vida, “en el cuerpo inorgánico lo esencial y permanente, es decir, lo que sirve de base a su identidad e integridad, es su sustancia [Stoff] la materia; lo accidental y mudable es, por el contrario, la forma. Por eso el cuerpo inorgánico existe en virtud del reposo y la exclusión de los influjos externos” (MVR. II. Cap. 23, 337; en alemán, 335). Por el contrario, el cuerpo orgánico existe gracias al continuo movimiento y a la constante recepción de influjos externos: “Sólo a lo orgánico le corresponde el predicado de la vida. Mas todo organismo es orgánico en su totalidad, lo es en todas sus partes y en modo alguno se hallan estas, ni en sus más pequeñas partículas, compuestas por un agregado de elementos inorgánicos” (MVR. II. Cap. 23, 338; en alemán, 336). Ahora bien, la intuición para Schopenhauer se basta a sí misma, puesto que no ofrece una opinión sino la cosa misma: “Como la luz inmediata del sol al reflejo prestado de la luna, pasamos de la representación intuitiva, inmediata, que se sustenta y se acredita a sí

12 Schopenhauer considera notable que Parménides lo haya expresado en los versos citados por Aristóteles: “[Pues según cada uno posee una complexión de miembros flexibles./ Así asiste el entendimiento a los hombres; pues una misma cosa/ es lo que piensa y la naturaleza de los miembros para los hombres,/ en todos y en todo; pues lo más abundante es el pensamiento]” (MVR. I. §20, 161; en alemán, 129-130). 33

misma, a la reflexión, a los conceptos discursivos y abstractos de la razón que obtienen todo su contenido de aquel conocimiento intuitivo y por referencia a él” (MVR. I. §8, 83; en alemán, 41).

Por esta razón, el error y la duda conciernen al conocimiento abstracto y para nuestro filósofo “todo error lleva un veneno en su interior” (MVR. I. §8, 84; en alemán, 42), razón por la cual debe erradicarse, así no haga daño, pues no hay errores inocuos. La reflexión se deriva del conocimiento intuitivo, pero no conoce sus formas. “Esta conciencia nueva y altamente potenciada, ese reflejo abstracto de todo lo intuitivo en el concepto no intuitivo de la razón, es lo único que otorga al hombre aquella reflexión que tanto distingue su conciencia de la del animal y por la que todo su caminar en la tierra resulta tan diferente al de sus hermanos irracionales. En la misma medida los supera en poder y en sufrimiento” (MVR. I. §8, 85; en alemán, 43).

Como podemos ver, Schopenhauer pone aquí el acento de las consecuencias de la racionalidad del hombre y de la irracionalidad de los demás animales en el hecho de vivir estos en el presente, satisfaciendo necesidades momentáneas bajo la impresión del instante y por motivos intuitivos. Mientras que el animal siente e intuye, el hombre piensa y sabe, vive en el futuro y en el pasado; los conceptos abstractos lo determinan con independencia del presente:

De ahí que lleve a cabo planes proyectados y actué conforme a máximas, sin tomar en consideración el entorno ni las contingentes impresiones del presente; por eso puede, por ejemplo, disponer con serenidad los preparativos de su propia muerte, disimular hasta ser insondable y llevarse su secreto a la tumba, y de ahí que también que posea una elección real entre varios motivos: pues sólo in abstracto, pueden estos presentarse juntos a la conciencia y llevar consigo el conocimiento de que uno excluye al otro, midiendo así su respectivo poder sobre la voluntad, conforme a lo cual el motivo preponderante, al hacer inclinar la balanza, constituye una decisión reflexiva de la voluntad y un signo seguro que manifiesta su naturaleza” (MVR. I. §8, 85; en alemán, 43-44).

A pesar de que conceptos y representaciones intuitivas son radicalmente distintos, para Schopenhauer, se hallan en una relación necesaria.

La reflexión es necesariamente reproducción, repetición del mundo intuitivo original, […] Por lo tanto, se puede denominar con toda propiedad a los conceptos representaciones de representaciones, […] Y, dado que esa relación es la referencia a la razón de conocimiento, toda la esencia de la representación abstracta está única y exclusivamente en su referencia a otra representación que es su razón de conocimiento. 34

Es puede ser a su vez un concepto o representación abstracta; pero no hasta el infinito, sino que al final la serie de razones cognoscitivas ha de concluir en un concepto que tenga su razón en el conocimiento intuitivo” (MVR. I. §8, 89; en alemán, 48).

Toda evidencia última es entonces originaria o intuitiva, y Schopenhauer considera que esta puede ser o intuición pura o a priori que funda la matemática, o intuición empírica o a posteriori, que incluye la aplicación de la ley de la causalidad, condición de toda experiencia y, por consiguiente, fundadora de las demás ciencias.

En su obra fundamental Schopenhauer parte del reconocimiento explícito de la siguiente verdad: “El mundo es mi representación” (MVR, §1, 51; en alemán, 3). Teniendo en cuenta esta verdad primera, Schopenhauer, a continuación, sigue la tradición idealista que plantea la división entre objeto o representación y sujeto o el en mí. “Tal escisión supone la base sobre la que se edifica el mundo entero de la representación, la realidad cognoscitiva: el conocimiento instaura de un golpe la representación e implanta, al mismo tiempo, la dualidad de sujeto y objeto en necesaria correlación, como su condición fundamental” (Rábade, 1995, 92).

En este sentido, la condición primera del conocimiento, dualidad objeto-sujeto, nos señala en qué nivel de la realidad nos encontramos, en el de la representación o en el de la voluntad, pues “si sujeto y objeto se han presentado como términos necesariamente correlativos, dicha correlación no se sostendrá tan sólo con un carácter abstracto y general, sino que se concretará asimismo de diversas maneras; a cada forma concreta de ser sujeto corresponderá una determinada manera de ser objeto, y viceversa” (Rábade, 1995, 92)13. Ambas existencias son correlativas, dado que cada uno de ellos existe como tal tan sólo en función del otro; por esta razón, “es imposible hablar de los objetos materiales en absoluto, y por lo tanto lo es también afirmar su existencia, sin la utilización de palabras cuya

13 Schopenhauer nos presenta el enlace que expresa el principio de razón suficiente en su generalidad, asumiendo distintas formas, de acuerdo con las diferentes especies de objetos, pero conservando siempre lo común de todas aquellas formas, en cuanto universal y abstracto. En este contexto, nuestro filósofo señala: “Nuestra conciencia, manifestándose como sensibilidad exterior o interior (receptividad), entendimiento y razón, se escinde en sujeto y objeto, y fuera de esto no contiene nada. Ser objeto para el sujeto, y ser nuestra representación, es lo mismo. Todas nuestras representaciones son objetos del sujeto, y todos los objetos del sujeto son nuestras representaciones. Ahora bien, sucede que todas nuestras representaciones están relacionadas unas con otras en un enlace regular y determinable a priori en lo que se refiere a la forma, en virtud del cual nada de existente por sí e independiente, y tampoco nada de singular ni de separado, puede hacerse objeto para nosotros” (CRPRS. §16, 59). Las relaciones de estas formas son entonces el fundamento del principio de razón suficiente. 35

inteligibilidad se derive de la experiencia de los sujetos preceptores” (Magee, 1991, 118). Y puesto que el sujeto no es objeto no se le puede entonces aplicar las formas a priori del conocimiento, con consecuencias tan importantes como la imposibilidad hipotética de causalidad entre ambos. “Dado que la causalidad será incluida por Schopenhauer – siguiendo a Kant- entre las formas a priori del sujeto, no podrá ser aplicado éste, bien sea para calificarlo como causa, bien como efecto, sino que sólo tendrá validez para referirse a las relaciones entre los objetos” (Rábade, 1995, 94). De esta manera Schopenhauer se aparta tanto del idealismo como del realismo materialista. Sujeto y objeto son puestos a la vez, no hay ninguna anterioridad existencial, son correlativos, “dado a que cada uno de ellos existe como tal tan sólo en función del otro” (Rábade, 1995, 95).

El mundo como representación “posee dos mitades esenciales, necesarias e inseparables. Una es el objeto: su forma es el espacio y el tiempo, y mediante ellos la pluralidad. Pero la otra mitad, el sujeto, no se halla en el espacio y el tiempo, pues está entero e indiviso en cada uno de los seres representantes” (MVR. I. §2, 53; en alemán, 6). Estas mitades se limitan en las formas esenciales de tiempo, espacio y causalidad, de tal forma que el sujeto no puede ser objeto, lo que a su vez implica que de él ningún conocimiento sea posible, “y, como quiera que espacio y tiempo componen para Schopenhauer el principium individuationis, semejante hecho implica que al sujeto cognoscente no le convienen, como tal, ni la pluralidad ni la individualidad. El sujeto cognoscente se presenta, a partir de aquí, como un mero “contemplador” del mundo, que no se inserta en él, sino que se sitúa, por así decirlo, como su «límite»” (Rábade, 1995, 94). Para Schopenhauer, sujeto y objeto son simplemente instancias de la relación cognoscitiva, “por ello mismo, son homologas para nuestro pensador las proposiciones «yo conozco», «para mí hay objetos» y «yo soy sujeto». De la relatividad recíproca de sujeto y objeto se deduce, de esta suerte, la radical relatividad de ambos” (Rábade, 1995, 95).

Recordemos ahora que Kant pretendió demostrar antes que la conciencia de nuestra existencia presuponía una conciencia de la existencia de los objetos en un espacio exterior a nosotros; no obstante, el yo preceptor de Schopenhauer refuerza, más bien, el de Hume que la unidad de apercepción trascendental, puesto que este yo no se encuentra en ningún lugar del mundo de la experiencia, «existe un yo metafísico como soporte de ese mundo que no puede entrar en ese mundo»” (Magee, 1991,119). De acuerdo con esto, dice Magee, que los 36

tres filósofos, Kant, Hume y Schopenhauer, estuvieron de acuerdo, pero por razones diferentes, en que si se eliminan todos los objetos de la percepción, el yo desaparece también.

La experiencia directa nos aporta representaciones sensoriales y del pensamiento. “Schopenhauer acentúo esto adoptando la palabra Vorstellung, como término deliberadamente escogido para designar el contenido de la experiencia, un término deliberadamente escogido por él porque no connota ningún objeto material oculto ni ninguna premisa realista” (Magee, 1991,121). Schopenhauer consideró que esta bifurcación de la naturaleza había sido introducida a la filosofía por Descartes y se había convertido en el eje sobre el que giró la filosofía moderna14. Para el filósofo su afirmación del mundo como representación del sujeto y el cogito cartesiano serán equivalentes, “con la única diferencia de que, mientras Descartes pone de relieve con ello la inmediatez del sujeto, Schopenhauer destaca la condición mediata del objeto” (Rábade, 1995, 26). Esta inmediatez se ve reflejada en el papel que tiene la intuición en el pensamiento único de Schopenhauer. Lo material aparece como representación, contenido de la conciencia del sujeto; con esta solución el mundo de los objetos es remitido al sujeto, pero no reducido a él.

En principio, Schopenhauer nos presenta dos perspectivas, “dicotómicas abstractas: el mundo es representación y nada más que representación, de un lado, y de otro, es voluntad y nada más que voluntad” (Rábade, 1995, 22). Esta dicotomía existe en el sujeto humano: el conocimiento y la voluntad; el sujeto como cognoscente y como volante. “Por ello, no sólo es que el mundo sea representación y Voluntad, sino que «el mundo es mi representación» y «el mundo es mi voluntad»” (Rábade, 1995, 22). El pensamiento único

14 En Parerga y Paralipomena, Schopenhauer señala que Descartes siguiendo a Aristóteles con el concepto de sustancia, admitió dos tipos de ella, la pensante y la extensa. Estas sustancias debían relacionarse íntimamente, lo cual fue el principal problema para Descartes y la voluntad fue agregada al pensamiento: “Los cartesianos se vieron empujados al sistema de las causes occasionelles y de la harmonia praestabilita una vez que ya no fueron de ayuda los spiritus animales, que en Descartes había mediado el tema” (PP. I. §12, 102; en alemán, 74). Para nuestro autor, el concepto de sustancia que hereda Descartes al ser examinado, “resulta ser una abstracción superior, pero injustificada del concepto de materia; abstracción que, junto a esta, debía también incluir el hijo fingido sustancia inmaterial” (PP. I. §12, 109; en alemán, 82). Para terminar, Schopenhauer indica que Descartes comete el error circulo vituosus, tratando de demostrar que “la absoluta y objetiva realidad del mundo a crédito de la veracidad de Dios, […], pero la existencia de Dios la demuestra a partir de la representación innata que supuestamente tendríamos de Él como el ser de la máxima perfección” (PP. I. §12, 110; en alemán, 82). 37

desarrollado por nuestro autor sólo puede ser comprendido y asumido desde esta unidad, es decir, en la articulación de estos dos puntos de vista que son a la vez la doble cara del mundo.

Releyendo a Kant, Schopenhauer señala que el fenómeno es lo aparente de este mundo, informado por el espacio y el tiempo. Pero Schopenhauer va más allá de su maestro al indicar que espacio y tiempo, antes que meros conceptos abstractos, son realmente funciones cerebrales aplicadas al campo del conocimiento. El espacio permite el presentarse los objetos materialmente mientras que el tiempo nos aporta el devenir. Así pues, las cosas u objetos son percepciones dependientes de nuestra conciencia y la representación es un fenómeno cerebral. Aquí nos topamos con una paradoja señala de manera magistral por nuestro filósofo: “El espacio sólo existe en mi cabeza, pero empíricamente mi cabeza está en el espacio” (MVR. II. Cap. 2, 48; en alemán, 22). Philonenko, siguiendo a Bergson, resalta la ambigüedad que aquí se presenta: “Schopenhauer no parece haber sido consciente de la dificultad. Llega de la presencia del espacio en mí, de su existencia, a la realidad fenomenal de todos los objetos” (1989, 82). Pero debemos tener en cuenta que nuestro filósofo emprende el examen de la representación desde sus componentes más básicos: sujeto-objeto, espacio-tiempo y relación causal, aunque reformula esta relación aparatándose así de sus contemporáneos. El mundo como representación posee dos mitades: una es el objeto: su forma es el espacio y el tiempo, y mediante ellos conocemos la pluralidad; pero en la otra mitad, “el sujeto, no se halla en el espacio y el tiempo, pues está entero e indiviso en cada uno de los seres representantes; de ahí que uno solo de ellos complete con el objeto el mundo como representación” (Rábade, 1995, 53).

Antes de Kant el objeto se imponía por entero al sujeto, cuya función consistía sólo en dar cuenta, tomar nota, de la realidad. En Kant primó la función del sujeto haciendo que de él provengan los elementos que posibilitan el conocimiento del mundo; pero siguió admitiendo que la materia de la intuición nos es dada por el mundo exterior. Esto causó una gran discusión entre sus discípulos que buscaban radicalizar la perspectiva kantiana del conocimiento. El mundo de lo que nos es dado tiene realidad con independencia del sujeto. El conocimiento supone una causa exterior, esta causa es justamente el mundo, que resulta tener un carácter problemático en Kant. Si de hecho el mundo no es más que causa de 38

impresiones y lo a priori que posibilita el acceso al conocimiento del mundo pertenece al sujeto por entero, el mundo queda totalmente sometido a las leyes del sujeto, o sea, debe ser reducido a una representación subjetiva, ya que causalidad, impresiones, espacio y tiempo, en el que el proceso del conocimiento se produce, son todo ello patrimonio exclusivo del sujeto. Todo lo que pertenece y puede pertenecer al mundo adolece inevitablemente de estar condicionado por el sujeto y existe sólo para el sujeto. El mundo es representación y en ésta se funden sujeto y objeto. “Ser objeto para el sujeto y ser nuestra representación es lo mismo. Todas nuestras representaciones son objeto del sujeto y todos los objetos del sujeto son nuestras representaciones” (MVR. I. §1, 51; en alemán, 4). Pero no podemos olvidar que esto es tan sólo una cara de la moneda, pues el mundo es también y con el mismo derecho voluntad y el sujeto, en cuanto sujeto corporizado, una mera objetivación de la voluntad.

En la representación se funden sujeto y objeto: se da en el espacio y en el tiempo. El sujeto es el que lo conoce todo, base del mundo; es la condición y la puerta de antemano para todo objeto percibido. El objeto se da en el espacio y en el tiempo. Ambos elementos son inseparables, pues ninguno de ellos tiene sentido sin el otro. Existen y desaparecen juntamente, pero ambos tienen un límite, se manifiesta en que las formas esenciales de todo objeto que son el tiempo, el espacio y la causalidad; pueden ser hallados y reconocidos enteramente partiendo de sujeto y sin conocer al objeto mismo, lo cual quiere decir, en lenguaje kantiano, que nos son conocidos a priori. La otra cara del mundo es justamente el lado de la voluntad y de sus objetivaciones. No olvidemos que el propio cuerpo, lugar de toda intuición, es también la objetivación más inmediata de la voluntad en mí. Detengámonos ahora en este otro lado. Corramos entonces el velo y penetremos la fortaleza.

Capítulo segundo El camino subterráneo hacia lo inconsciente

Hasta ahora hemos visto el lado externo del mundo. Debemos ahora penetrar en su interior. Este interior no sólo está en todo lo que vemos, sino ante todo en nosotros mismos, pues lo somos de manera directa y realmente efectiva. Para Schopenhauer, las explicaciones que las ciencias dan a los fenómenos se fundamentan, como hemos visto antes, en la vinculación causal ofreciendo una regla de orden en espacio y tiempo, pero no conocemos más allá de lo que se nos presenta, ya que estas representaciones son ajenas a nuestra comprensión. No obstante, nuestro filósofo se empeña en saber su significado: “Preguntamos si este mundo no es nada más que representación, en cuyo caso tendría que pasar ante nosotros como un sueño inconsciente o un espejismo fantasmagórico sin merecer nuestra atención; o si es otra cosa, algo más, y qué es entonces” (MVR. I. §17, 151; en alemán, 118).

2.1 Una puerta de acceso al mundo

Como ya se ha anotado en el capítulo anterior, Schopenhauer tiene claro que por el camino de la representación solo llega a conectar objetos entre sí, pero también ha señalado de manera enfática que desde fuera no se puede acceder a la esencia de las cosas. No olvidemos empero que la representación es propia del sujeto, “pero mi representar precisamente porque es mío, no puede ser nunca idéntico al ser en sí de la cosa exterior a mí” (MVR. II. Cap. 18, 232; en alemán, 217). Siguiendo a Kant, Schopenhauer afirma que “el ser en y por sí de todas las cosas ha de ser necesariamente subjetivo: en la representación de otro, en cambio, existe con igual necesidad como objetivo” (MVR. II. Cap. 18, 232; en alemán, 217), en mi propia representación. De ahí que no se puedan pensar las cosas objetivas como el ser subjetivo de las cosas, “sino que soy inmediatamente consciente de que lo que yo me represento ahí es una imagen producida en mi cerebro, que solo existe para mí como sujeto cognoscente y que no puede constituir el ser en sí y por si último y subjetivo, ni siquiera de aquellos cuerpos inertes. Mas, por otro lado, no puedo admitir que ni aun esos cuerpos inertes existan solo en mi representación, sino que hay que 40

concederles algún tipo de ser en sí, puesto que poseen propiedades insondables y, en virtud de estas actividad” (MVR. II. Cap. 18, 232; en alemán, 217).

Pero nuestro filósofo toma distancia de Kant, señalando que al no ser solo sujetos cognoscentes, sino que formamos parte de los seres a conocer, y cada uno es también la llamada cosa en sí; por tanto, el camino que sugiere para penetrar a su propia fortaleza debe ser desde dentro, por aquella conexión secreta o “vía subterránea” (MVR. II. Cap. 18, 233; en alemán, 219), que nos sugiere en su libro II del Mundo como voluntad y representación. Al respecto, advierte nuestro filósofo que esta autoconsciencia no es transparente sino opaca, puesto que alberga a un cognoscente que no es conocido, que corresponde al intelecto (subordinado y condicionado), y a un conocido que no es cognoscente, denominado voluntad (primero y fundamental), a pesar de que “ambos confluyen en la conciencia de un yo” (MVR. II. Cap. 18, 235; en alemán, 220). Sin embargo, este conocimiento interno está libre del espacio y de la forma de la causalidad, y por tanto no es un objeto más de representación; el tiempo es fundamental, pues cada uno conoce su voluntad en sus sucesivos actos individuales pero no en su totalidad: “Por lo tanto, el acto de voluntad es sólo el fenómeno más próximo y claro de la cosa en sí; pero de ahí se sigue que si pudiéramos conocer todos los demás fenómenos tan inmediata e íntimamente, tendríamos que considerarlos idénticos a lo que la voluntad es en nosotros mismos” (MVR. II. Cap. 18, 235; en alemán, 221). La voluntad propiamente dicha irrumpe con mayor inmediatez en el fenómeno de nuestro propio cuerpo, pues es allí donde debe hacer su trabajo el intérprete:

Debido a esa inmediatez, se diferencia toto genere de todos los demás; y así hemos de remitir todo el mundo de los fenómenos a aquel en el que la cosa en sí se presenta en su menor encubrimiento, y que sólo sigue siendo fenómeno en la medida en que mi intelecto, el único capaz de conocer, se sigue diferenciando de mí como volente y no se despoja de la forma cognoscitiva del tiempo ni siquiera en la percepción interna” (MVR. II. Cap. 18, 236; en alemán, 221).

Schopenhauer indicó ya en la Cuádruple Raíz la forma de entrar en lo desconocido, al analizar la cuarta clase de objetos, la que se refiere al “yo volitivo” o sujeto del querer, mostrando que la experiencia íntima de la voluntad, a pesar de permanecer oscura para la conciencia, se puede rastrear en la fuerza motivacional:

No estaríamos en mejor postura para entender el movimiento y las acciones de los animales y de los hombres, y las habríamos visto también surgir de una manera 41

inexplicable de sus causas (motivos), si para nosotros no estuviese abierta la visión profunda del interior de este proceso: sabemos en efecto, por experiencia interior hecha por nosotros mismos, que dicho proceso es un acto de la voluntad, el cual es provocado por el motivo, que consiste en una mera representación. La influencia del motivo no nos es conocida únicamente como la de todas las otras causas por fuera y por lo tanto sólo inmediatamente, sino al mismo tiempo desde dentro, de un modo del todo inmediato, y por consiguiente, de acuerdo con su total modo de acción. Aquí estamos, por así decir, entre bastidores, y descubrimos el secreto de cómo, de acuerdo con su más íntima esencia, la causa produce efecto: pues aquí conocemos por una vía completamente diferente; por tanto, de una manera enteramente diversa” (CRPRS. §43, 207-208).

Como podemos ver, Schopenhauer señala que el hombre no es sólo sujeto cognoscente, no es esa cabeza de ángel alada sin cuerpo que sugiere Kant; como individuo tiene sus raíces en el mundo, su conocimiento “está mediado por un cuerpo cuyas afecciones, según se mostró, constituyen para el entendimiento el punto de partida de la intuición de aquel mundo” (MVR. I. §18, 151; en alemán, 119). Este es entonces el camino que debemos seguir cuando nos disponemos a penetrar lo que el mundo es desde su propio interior, que es a la vez el de nosotros. “Es en la voluntad donde radica el «en sí», la esencia, y, además, la voluntad aparece como una fuerza todopoderosa frente a la limitación del intelecto: es la voluntad la que «pone en marcha», el proceso cognoscitivo, «impulsando al intelecto conforme al interés»” (Rábade, 1995, 34).

El nexo de voluntad y el conocimiento va entonces más allá del racionamiento lógico; el conocimiento es una propiedad de los seres individuales y “tal relación parece establecerse en primer término de manera fundamental en torno a la motivación: en la esfera de la motivación comparecen y tienen su papel tanto la voluntad como el conocimiento” (Rábade, 1995, 216). Este conocimiento aparece pues como el ámbito del motivo y la voluntad como el motor íntimo de la motivación; estos dos aspectos están unidos por el cuerpo como elemento común de conocimiento y voluntad, como lo anotamos ya antes en el capítulo anterior. En palabras de Schopenhauer, podemos señalar que “lo que es el intelecto en la autoconciencia, es decir, subjetivamente, se presenta en la conciencia de otras cosas, o sea, objetivamente, como cerebro: y lo que es la voluntad en la autoconciencia, esto es, subjetivamente, se presenta en la conciencia de otras cosas, es decir, objetivamente, como el organismo en su conjunto” (MVR. II. Cap. 20, 285; en alemán 277. Las cursivas son del propio autor). Para nuestro filósofo, el intelecto aparece determinado bajo la función del cerebro, “como una función del organismo remitida 42

metafísicamente a la voluntad, «es este encadenamiento» el que conduce desde el conocimiento a la voluntad como su «en sí»” (Rábade, 1995, 217). El conocimiento es un fenómeno de la voluntad en la medida en que es función de un órgano del cuerpo, siendo éste objetivación y manifestación de la voluntad; por tal razón, el intelecto se presenta para Schopenhauer como una realidad terciaria, como último producto de la voluntad15.

Schopenhauer comienza su segundo libro del Mundo explicando la cosa en sí como voluntad, objetivándola inmediatamente en el cuerpo humano, para extender después esta objetivación a los cuerpos orgánicos e inorgánicos, de allí “la diferencia abismal entre lo real y lo ideal, puesta al descubierto por Kant, es ahora corregida: el cuerpo es el punto de conexión entre la representación (lo ideal) y la voluntad (lo real)” (Lapuerta, 1997, 132). De acuerdo con la lectura platonizante que hace Schopenhauer de Kant, podemos señalar entonces que “lo real es el más allá del fenómeno, lo que se oculta detrás del fenómeno” (Lapuerta, 1997, 132).

Nuestro filósofo señala tres estadios de la voluntad, “primeramente a la voluntad, como cosa en sí, completamente originaria; en segundo lugar su mera sensibilización u objetivación, el cuerpo; y en tercer término el conocimiento, como mera función de una parte del cuerpo” (VN. 1979, 64; en alemán, I. 220). La conexión entre conocimiento y voluntad es posible por la condición dual de las sensaciones, “las cuales constituyen el

15 En una formulación muy semejante a tesis claramente freudiana, Schopenhauer dice que “«el intelecto renuncia a su naturaleza por complacencia ante la voluntad»; por eso aparecen disfunciones en el seno del intelecto. Asignar a la voluntad este tremendo poder de veto y considerar como origen de la locura «la violenta exclusión de algo que queda fuera del espíritu», es también confirmar la eficacia irresistible de la voluntad en el espíritu […] Hay que tener por fin en cuenta que Schopenhauer, junto a esta teoría, hace lugar a una etiología puramente somática en relación con «una mala conformación o…una desorganización parcial del cerebro»” (Assoun, 1982, 200-201). Para Schopenhauer, la represión es referida a la totalidad del sistema desde un punto de vista metafísico; pero Freud se enfoca en su efecto pragmático. “Podemos hacernos de ello una idea considerando el artículo metapsicológico “La represión”, en el cual Freud afirma que «la esencia de ésta sólo consiste en apartar y mantener a distancia de lo consciente». Pero lo que motiva el rechazo es la incompatibilidad de la satisfacción de la pulsión con otras exigencias. Aquí ya no se trata de afectividad psicológica (por ejemplo, el orgullo), como en Schopenhauer, sino que se trata de movimientos pulsionales. Se trata, pues, no de un veto de la voluntad, sino de una inversión de la pulsión que se dirige contra sus representaciones (imágenes, ideas desagradables) y que se refiere a la intervención de una jurisdicción represiva” (Assoun, 1982, 201-202). Con Freud desaparece la dualidad de principios; ahora nos encontramos sólo frente al mecanismo pulsional a través de sus dos elementos (afectos y representaciones) que son determinaciones internas. Así pues, Freud expresa que de acuerdo con la experiencia psicoanalítica “nuestro intelecto sólo puede laborar correctamente cuando se halla sustraído a la acción de intensos impulsos emocionales; en el caso contrario, se conduce simplemente como un instrumento en manos de una voluntad y produce el resultado que esta última le encarga. Así, pues, los argumentos lógicos serían impotentes contra los intereses afectivos, y por eso controversias apoyadas en razones, […] es tan estéril en el mundo de los intereses” (Freud, 2003, 2109). 43

entramado en que se teje la realidad del cuerpo: si por una parte, la generalidad de las sensaciones, en cuanto que agradables o desagradables, remiten a la voluntad, son afecciones de la voluntad, por otra, también en las sensaciones –concretamente en aquellas específicas de los órganos de los sentidos- se encuentra el punto de partida para la producción del conocimiento” (Rábade, 1995, 218). En este contexto, las sensaciones son los sentimientos corporales y todos estos sentimientos son estados y afecciones de la voluntad. Las sensaciones que posibilitan el inicio del proceso cognitivo son las que se producen básicamente en los órganos sensoriales puramente objetivos, vista, oído y tacto, bajo la condición que sean afectados conforme a su naturaleza. “Este hecho va mostrar para nuestro filósofo que los órganos de los sentidos y por ende, las sensaciones que en ellos tienen lugar también pertenecen a la objetividad de la voluntad” (Rábade, 1995, 218). Schopenhauer insiste en que en el ser humano la voluntad adquiere su mayor grado como sensibilidad, a continuación en un menor grado como irritabilidad y, por último, como potencia reproductiva; en esta última objetivación se encuentra el afán ciego de supervivencia y conservación. Así pues, “los genitales son el verdadero foco de la voluntad y, por lo tanto, el polo opuesto al cerebro, que es el representante del conocimiento, es decir, de la otra cara del mundo, del mundo como representación” (MVR. I. §60, 389; en alemán, 390)16.

En El mundo como voluntad y representación II, nuestro autor reitera la importancia del instinto sexual como núcleo de la voluntad de vivir, pues se afirma así “la concentración de todo querer; por eso en el texto he denominado los genitales el foco de la voluntad. Hasta se podría decir que el hombre es impulso sexual llevado a la concreción; porque su nacimiento

16 Pilar López de Santa María traduce la expresión alemana “Brennpunkt”, señalada por Schopenhauer en cursiva, como “foco”, pero con ello no da el matiz que dicha expresión tiene realmente en alemán. Pero Ovejero y Maury traduce esta expresión del modo siguiente: “De aquí se infiere que las partes genitales son el punto de incandescencia de la voluntad, y el polo opuesto del cerebro, que representa la inteligencia, es decir, la otra faz del mundo, el mundo como representación” (MVR. O. I. §60, 1927, 362). Como sabemos, Freud emprende el camino de la comprensión del origen de la perturbación de la felicidad de la humanidad en El malestar de la cultura, reconociendo al amor como fundamento de la cultura, en especial al amor sexual como la más intensa vivencia placentera del hombre, convirtiéndose el erotismo genital en el centro de su existencia. De este centro surge la peligrosa dependencia a una parte del mundo exterior y de su exposición a grandes sufrimientos por causa de infidelidad o muerte: “Es de suponer que la constitución de estuvo vinculada a cierta evolución sufrida por la necesidad de satisfacción genital; ésta, en lugar de presentarse como un huésped ocasional que de pronto se instala en casa de uno para no dar por mucho tiempo señales de vida después de su partida, se convirtió, por el contrario, en un inquilino permanente del individuo” (Freud, 2003, 3038). 44

es un acto de copulación y ese acto es también el deseo de todos sus deseos; y solamente ese impulso perpetúa y mantiene su conexión con todo su fenómeno” (MVR. II. Cap. 42, 567; en alemán, 589).

2.2. Origen del egoísmo

Es imposible tener una respuesta sencilla a la pregunta que se hace el autor del Mundo: “¿Qué es propiamente y en sí misma aquella voluntad que se presenta en el mundo y como el mundo?” (MVR. II. Cap. 18, 236; en alemán, 221). No obstante, “la cosa en sí que conocemos con mayor inmediatez en la voluntad puede, al margen de todos los posibles fenómenos, poseer determinaciones, propiedades, modos de existencia que para nosotros son estrictamente incognoscibles e incomprensibles” (MVR. II. Cap. 18, 236; en alemán, 222). Estos modos permanecerán como esencia de la voluntad, cuando salga del mundo fenoménico y se convierta en pura nada. La pregunta por el qué del mundo no tiene en cuenta ningún tipo de relación: “Como el arte, también la filosofía parte de tal conocimiento, y de él nace incluso, […] el único estado de ánimo que conduce a la verdadera santidad y a la liberación del mundo” (MVR. I. §53, 330; en alemán, 323)17.

Para Schopenhauer, la vida es el simple espejo de la voluntad, puesto que “ésta recibe su completa expresión a través de la serie conexa de sus acciones” (MVR. I. §54, 330; en alemán, 323). Y el individuo es sólo fenómeno inmerso en el principio de la razón, naciendo y terminando en la nada.

Y dado que el hombre es la naturaleza misma y, por cierto, en el grado máximo de su autoconciencia, pero la naturaleza no es más que la voluntad de vivir objetivada, puede que el hombre, si ha captado este punto de vista y se mantiene en él, se consuele con razón de su propia muerte y la de sus amigos volviendo la mirada a la vida inmortal de la naturaleza, que es él mismo” (MVR. I. §53, 332; en alemán, 326).

Desde este punto de vista a nuestro filósofo le parece erróneo exigir la permanencia del hombre en su individualidad, puesto que es sustituida por otros individuos, como la conservación de la materia de su cuerpo: en este sentido, “la muerte es un sueño en el que la individualidad se olvida: todo lo demás vuelve a despertar o, más bien, ha permanecido

17 Este problema será examinado con más cuidado más tarde. 45

despierto” (MVR. I. §53, 334; en alemán, 327). A la voluntad le es cierta y segura la vida del presente, pero “el presente lo constituye únicamente el punto de contacto con el objeto, cuya forma es el tiempo, con el sujeto, que no tiene por forma ninguna de las figuras del principio de razón” (MVR. I. §53, 335; en alemán, 329). A la voluntad de vivir le es cierta la vida, pero “únicamente el hombre lleva consigo en conceptos abstractos la certeza de su muerte” (MVR. I. §53, 337; en alemán, 332). Para Schopenhauer, este pensamiento de la muerte envenena la vida del ser racional y dicha conciencia es la base de las ganas de vivir que todo ser recibe y mantiene activas.

Schopenhauer señala que la voluntad no es sólo «fuerza vital», pues su dinamismo afecta también a lo inorgánico. En este sentido, “la materia orgánica tiende a cambiar sus formas, mientras que la inorgánica tiende a preservar el efecto de sus propiedades elementales; en cualquier caso, se trate de un planteamiento contrario a la recurrente consideración de la naturaleza como organismo vivo” (Lapuerta, 1997, 142). Partiendo de esto, no solamente todo es voluntad, sino que no hay más que una sola y única voluntad. Siguiendo a Schopenhauer, Rosset afirma que “todos los fenómenos diseminados por la naturaleza, tanto la atracción de los cuerpos celestes como la voluntad y las aspiraciones de la persona, representan otras tantas partes de una misma y única voluntad, del mismo modo que todas las células del organismos están al servicio de esa entidad indivisible que es el cuerpo” (2005, 73). Así pues, la individualidad es una ilusión más del velo de Mâyâ: “Entre la Voluntad y el intelecto no hay ninguna relación posible: el dominio de la Voluntad es tal que aniquila a sus propias representaciones y, al mismo tiempo, arruina cualquier relación con ellas. No hay más que una modalidad de influencia de la voluntad sobre el intelecto; su determinación absoluta” (Rosset, 2005, 82-83).

El proceso de la individualización es lento y se marca en la especie a medida que se va elevando en los diferentes grados de objetivación; por ejemplo, no es posible distinguir una hormiga de las demás, pero en el hombre cada individuo adquiere características diferentes. “Hay que introducir, a propósito del hombre, sin embargo, una reserva: individuo dotado de razón puede ocultarse y (en cierta medida) ser lo que no es. La razón es la aparición del disimulo” (Philonenko, 1999, 142). Y este disimulo es justamente la fuente más íntima del conflicto humano. Conflicto que, más tarde, Freud señalara del siguiente modo: 46

Otro de los destinos de un instinto puede ser el de tropezar con resistencias que aspiren a despojarlo de su eficacia […] Si se tratara del efecto de un estímulo exterior, el medio de defensa más adecuado contra él, sería la fuga. Pero tratándose del instinto, la fuga seria ineficaz, pues el yo no puede huir de sí mismo. Más tarde, el enjuiciamiento reflexivo del instinto (y su condena) constituyen para el individuo excelente medio de defensa contra él. La represión, concepto que no podía ser formulado antes de las investigaciones psicoanalíticas, constituye una fase preliminar de la condena, una noción intermedia entre condena y fuga (Freud, 2003, 2053).

La filosofía de la voluntad inaugura la era de , pues “la filosofía de Schopenhauer es la primera que ha propuesto como principio absoluto la subordinación de las funciones intelectuales a las funciones afectivas, la primera que ha considerado como superficial y como «máscara» cualquier pensamiento cuyos términos quieran permanecer en el plano de la coherencia lógica y de la «objetividad»” (Rosset, 2005, 76). Esta tesis por la cual “el intelecto obedece a la voluntad”, haciéndolo de manera ciega, la encuentra nuestro filósofo en las profundidades del inconsciente y “no hay nada más útil que la palabra para expulsar de la conciencia las razones secretas que hicieron hablar. También lo es la «charlatanería», que da cuenta de la vanidad del diálogo, y de las resistencias que la palabra opone a todo mensaje que hiera en lo hondo ciertas motivaciones afectivas” (Rosset, 2005, 77).

La voluntad no es una operación de la inteligencia para el autor del Mundo, tampoco “es precisamente algo «querido»: no es intencional, inteligente, consciente, sino instintiva e inconsciente” (Rosset, 2005, 73); razón por la que el teleologismo pierde sentido, dando paso a una explicación metafísica de la naturaleza que asume lo más inconsciente:

Los fenómenos naturales se compenetran entre sí como si de un sistema armónico se tratara: pero que exista una «acomodación o adaptación recíproca» entre ellos no impide la aparición de una lucha general en la naturaleza. Toda ella está atravesada por conflictos internos, pues la Voluntad, al objetivarse en distintos grados, trata de apoderarse de la materia, el espacio y el tiempo en una disputa continua. Esta conflictividad se refleja sobre todo en la lucha entre las especies animales: unas sólo pueden sobrevivir a costa de otras, por lo que cabe afirmar que «la voluntad de vivir se devora a sí misma» (Lapuerta, 1997, 143).

Todo fenómeno se manifiesta en forma de esfuerzo, pero es “un esfuerzo que se convierte en una «eterna guerra sin cuartel» entre las distintas objetivaciones de la Voluntad» (Lapuerta, 1997, 143). De acuerdo con el sistema que plantea nuestro filósofo, podemos decir ahora que es en el hombre donde se condensa el más alto grado de objetivación de la voluntad, y como el mero conocimiento intuitivo no es suficiente para su conservación o 47

subsistencia, la voluntad se hace aparecer como conocimiento reflexivo, “por ello el conocimiento está al servicio de la Voluntad, objetivada en su carácter empírico en forma de voluntad individual” (Lapuerta, 1997, 143).

Para Schopenhauer, la lucha universal se hace visible con máxima claridad en el mundo animal, donde cada uno se convierte en presa y alimento del otro, “el género revela en sí mismo con la más atroz claridad aquella lucha, aquella autoescisión de la voluntad, y se produce el homo homini lupus” (MVR. I. §27, 201; en alemán, 175). Sin embargo, “la tendencia que incita a huir del dolor y a proteger la vida es en sí misma inexplicable, puesto que nada se sigue de ella ni tiene por qué seguirse jamás” (Rosset, 2005, 96). Volvemos a la idea ya expuesta de la desproporción entre el esfuerzo y la ganancia, y que todo placer no es más que el cese de una necesidad, “pero, más absurdo es el descubrimiento de que ese juego no conduce ni ha conducido jamás a ninguna parte, que sólo en apariencia tiende hacia algún objeto, a saber, que la necesidad no es realmente la necesidad” (Rosset, 2005, 9). Teniendo en cuenta esta idea de finalidad sin fin, Philonenko señala el espíritu filosófico de Schopenhauer mostrando que, en efecto, “los movimientos de las pasiones humanas, apagados, violentos, sutiles hasta llegar a ser enigmáticos no cambiarán un ápice a esta dolorosa verdad: el universo está en lucha para nada” (1999, 144). Al final es la muerte la que triunfará y ella también es nada.

No obstante esto y dado a que la voluntad es en sí una lucha ciega, Schopenhauer indica que la manifestación de cada ser tiene como finalidad principal defender su propia existencia, su supervivencia: “Ello se confirma si tratamos de precisar aquello que es irreductiblemente en el fenómeno de la voluntad tal y como lo experimentamos directamente en el sentido íntimo. En la mayoría de las personas, encontramos que lo que es esencial en su vida íntima es la voluntad de vivir” (Magee, 1991, 172). Por tal razón, “se entiende que el hombre ame sobre todas las cosas una existencia llena de necesidad, penalidades, dolor, miedo, y luego también llena de aburrimiento, que, considerada y evaluada objetivamente, tendría que aborrecer; como también que tema sobre todas las cosas el fin de esa vida, que sin embargo es lo único cierto para él” (MVR. II. Cap. 28, 404; en alemán, 409). Philonenko señala que Schopenhauer ya desde las lecciones de Berlín comienza con el análisis del conflicto de fuerzas en la naturaleza partiendo de la polaridad. El autor del Mundo indica como el magnetismo, la electricidad y el galvanismo, son fuerzas 48

que se extienden desde lo inorgánico hasta el hombre; “del insecto al hombre la voluntad de vivir pasa por la voluntad de matar. Homo homini lupus. Es aquí donde se inscribe con una claridad que no deja nada que desear el sentimiento trágico de la existencia, que anima la doctrina. Al mismo tiempo vemos perfilarse la orientación estética y moral del pensamiento schopenhaueriano” (Philonenko, 1999, 143).

De acuerdo con la tesis de nuestro filósofo, el sentimiento trágico de la existencia cada vez es más complejo a medida que se eleva en los grados de objetivación de la voluntad: “Los movimientos de las pasiones humanas, apagados, violentos, sutiles hasta llegar a ser enigmáticos no cambiarán un ápice a esta dolorosa verdad: el universo está en lucha para nada” (Philonenko, 1999,144). De aquí que Philonenko leyendo a Schopenhauer en la objetivación de la voluntad y en especial en el sentimiento de nuestra tragedia, nos invite a estudiar el miedo e incluso el temor: “El móvil de la lucha puede escapársenos, no la impresión que ella suscita en nosotros, y es sin duda eso lo que hay de más oscuro en el combate” (Philonenko, 1999, 145).

Schopenhauer explica el fenómeno de la polaridad como “disgregación de una fuerza en dos actividades cualitativamente distintas, contrarias y que aspiran a reunirse, […] es un tipo fundamental de casi todos los fenómenos de la naturaleza, desde el imán y el cristal hasta el hombre” (MVR. I. §27, 197; en alemán, 171). Nos relata el autor del Mundo, que en la China se destacó este mismo fenómeno a través del Yin y el Yan, “precisamente porque todas las cosas del mundo son la objetividad de una y la misma voluntad y, por consiguiente, son idénticas en su esencia interna” (MVR. I. §27, 197; en alemán, 171).

Que el hombre sea un lobo para el hombre, homo homini lupus, es representado de manera ejemplar por Schopenhauer en el llamativo ejemplo de la hormiga bulldog en Australia; “Cuando se la corta en dos, comienza una lucha entre la parte de la cabeza y la de la cola: aquella ataca a esta con los dientes y esta se defiende intrépidamente a picotazos: la lucha suele durar media hora, hasta que mueren o son arrastradas por otras hormigas” (MVR. I. §27, 202; en alemán, 175-176). Para Philonenko, este “flagrante ejemplo” nos transporta al infierno y con él se corrobora el miedo que invade al hombre, “miedo tanto más profundo cuanto que acabamos de imaginar que estamos en un puro infierno, por todos los lados limitados por la nada, un infierno que no se apoyaría en el paraíso o en el purgatorio y que 49

no sería diferente de la vida” (Philonenko, 1999, 145). Esta situación nos lleva entonces a cuestionarnos: ¿qué es propiamente la vida? La respuesta a esta pregunta puede ser la siguiente: “La vida del hombre es un conflicto entre sus fuerzas inferiores y su razón, un martirio espantoso en el que la cabeza devora a un cuerpo que quiere arrastrarla hacia un aturdimiento malsano y ello hasta que le llegue la muerte” (Philonenko, 1999, 145).

Alexis Philonenko propone ir más lejos que Schopenhauer en la lectura del “ejemplo flagrante” descubriendo en él dos momentos:

Primeramente la muerte cuando el insecto es cortado en dos, y a continuación la verdadera muerte cuando la lucha cesa (sin vencedor). […] La filosofía de Schopenhauer en su última aspiración hacia la nada es una búsqueda singular y profunda que apunta a la muerte de la muerte en la eclosión del puro nihil negativum. Nuestra vida es una muerte que se manifiesta a través de una lucha espantosa. Temor y temblor es un combate feroz que suscita mil sufrimientos (Philonenko, 1999,146).

Schopenhauer define la afirmación de la voluntad como “el continuo querer no perturbado por conocimiento alguno” (MVR. I. §59, 385; en alemán, 385). Y dado que el cuerpo es la objetividad más inmediata de la voluntad, el querer se despliega entonces en este fenómeno, pues es, en efecto, un movimiento o efecto del cuerpo; por lo tanto, la “afirmación de la voluntad” es pues la “afirmación del cuerpo”, señala nuestro autor. El hombre se muestra pues “como volente y por lo general su conocimiento permanece en constante relación con su voluntad” (MVR. I. §59, 386; en alemán, 386). No obstante, la satisfacción del impulso sexual va más allá de la existencia temporal, puesto que “afirma la vida por encima de la muerte del individuo en un tiempo determinado” (MVR. I. §59, 387; en alemán, 387). Por esta razón, Adán es para Schopenhauer, de un lado, el representante de la afirmación de la vida y al tiempo el caído en pecado original, el sufrimiento y la muerte, en otras palabras, el representante de la negación de la voluntad de vivir.

En este orden de ideas, el impulso sexual se confirma como la autoconservación en su primera afirmación a la voluntad de vivir, pues “los genitales más que cualquier otro miembro exterior del cuerpo, están sometidos únicamente a la voluntad y en nada al conocimiento” (MVR. I. §59, 389; en alemán, 389). Por esta misma razón, manifiesta nuestro autor que la relación sexual ha sido objeto de divertimentos e inagotable fuente de chistes e indirectas. 50

Pero eso lo picante y divertido del mundo es que el asunto principal de todos los hombres sea llevado en secreto y ostensiblemente ignorado en la medida de lo posible. Pero de hecho vemos que a cada instante, en su condición de verdadero señor del mundo a título de sucesión, desde su omnipotencia se sienta en su trono heredado; y desde allí con su mirada burlona se ríe de las medidas que se toman para reprimirlo, encarcelarlo o al menos limitarlo, y a ser posible mantenerlo completamente oculto; o si no dominarlo de modo que adopte la apariencia de ser un simple asunto accesorio y subordinado de la vida (MVR. II. Cap. 42, 567; en alemán, 588)18.

De ahí, que “cada individuo cognoscente es en verdad y se encuentra a sí mismo como toda voluntad de vivir o el en sí del mundo” (MVR. I. §59, 389; en alemán, 391). En esta tensión entre voluntad y conocimiento, Schopenhauer ubica el origen de la represión. Por otro lado, Freud señala también que la felicidad surge como fenómeno episódico, “casi siempre instantánea, de necesidades acumuladas que han alcanzado elevada tensión, […] Así, nuestras facultades de felicidad están siempre limitadas en principio por nuestra propia constitución. En cambio nos es mucho menos difícil experimentar la desgracia” (Freud, 2003, 3025).

Como vemos, el padre del psicoanálisis concibe que el sufrimiento amenaza al hombre por tres lados:

Desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin, de las relaciones con otros seres humanos. El sufrimiento que emana de esta última fuente quizá nos sea más doloroso que cualquier otro; tendemos a considerarlo como una adición más o menos gratuita, pese a que bien podría ser un destino tan ineludible como el sufrimiento de distinto origen” (Freud, 2003, 3025).

Por esta razón, Freud considera que el ser humano está condenado a la decadencia y a la aniquilación. Detengámonos en este asunto con más cuidado.

18 Por su parte, Freud considera “el chiste” de tal importancia que analiza por completo su naturaleza y repercusiones en su obra de 1905 El chiste y su relación con el inconsciente. Para el psicoanalista, “el hecho de situar la elaboración del chiste en el sistema de lo inconsciente ha ganado considerablemente en importancia desde que nos ha descubierto que las técnicas de las que el chiste depende no son, sin embargo, de su exclusiva propiedad. […] El caso innegable de formación del chiste en lo inconsciente es aquel en que se trata de chistes al servicio de tendencias inconscientes o reforzadas por el inconsciente; esto es, en la mayoría de los chistes «cínicos». En estos casos, la tendencia inconsciente hace descender hasta ella a la idea del preconsciente, sumergiéndola en lo inconsciente para transformarla allí, proceso muy análogo a otros descubiertos por la psicología de la neurosis” (2003, 1129-1130). 51

2.3. Del disimulo a la represión

Schopenhauer llama la atención en El mundo como voluntad y representación sobre la inocencia con que las plantas expresan y revelan abiertamente todo su carácter a través de su forma debido a su falta de conocimiento:

Sin embargo, el animal ha de ser observado en sus hechos y actividades para ser conocido en su idea, y el hombre, totalmente investigado y probado, ya que a él la razón le hace capaz de disimular en un alto grado. En el animal vemos la voluntad de vivir, por así decirlo, más desnuda que en el hombre, en el que está revestida de tanto conocimiento y tan cubierta por la capacidad de disimulo, que su verdadero ser no sale a la luz más que de forma casi accidental y esporádica” (MVR. I. §28, 210-211; en alemán, 186).

De tal forma, resulta claro que todo disimulo es obra de la reflexión, pero el mismo filósofo nos advierte que este engaño no es posible mantenerlo de forma permanente e ininterrumpida, pues apelando a Séneca señala también: “nemo potest personam diu ferre fictam (nadie puede llevar mucho tiempo una máscara fingida). […] En los grandes apremios de la vida, cuando se necesitan decisiones rápidas, un obrar desenvuelto y un agarrarse a la ocasión veloz y firme, la razón es, ciertamente necesaria; pero fácilmente lo echa todo a perder” (MVR. I. §28, 208; en alemán, 68).

En el análisis que hace Freud de la sociedad civilizada, Consideraciones sobre la guerra y la muerte, deja en claro que ésta “exige el bien obrar, sin preocupaciones del fundamento instintivo del mismo” (Freud, 2003, 2107), ganando la cultura la obediencia o la civilización de un gran número de hombres que no siguen su naturaleza, del mismo modo “obligando así a sus participantes a distanciarse aún más de su disposición instintiva” (Freud, 2003, 2107). En el último capítulo del tomo II de Parerga y paralipómena Schopenhauer elabora su famosa parábola de los puercoespines, donde señala que cuanto más cercana sea la relación entre dos seres, más probable será también que se puedan hacer daño el uno al otro, al tiempo que cuanto más lejana sea su relación, tanto más probable es que mueran de frío:

Un grupo de puercoespines se apiñaba en un frío día de invierno para evitar congelarse calentándose mutuamente. Sin embargo, pronto comenzaron a sentir unos las púas de otros, lo cual hizo volver a alejarse. Cuando la necesidad de calentarse les llevó a acercarse otra vez, se repitió aquel segundo mal; de modo que anduvieron de acá para 52

allá entre ambos sufrimientos hasta que encontraron una distancia mediana en la que pudieran resistir mejor. –Así la necesidad de compañía, nacida del vacío y la monotonía del propio interior, impulsa a los hombres a unirse; pero sus muchas cualidades repugnantes y defectos insoportables les vuelven a apartar unos de otros (PP. II. §396, 665; en alemán, 691).

Sigmund Freud retoma esta parábola en su escrito de 1920-1921 Psicología de las masas y análisis del yo, para explicar el modo de relacionamiento de los seres humanos; en su versión se muestra la caracterización de una masa que entrecruza lazos libidinosos entre sí: “Intentaremos representarnos cómo se comportan los hombres mutuamente desde el punto de vista afectivo. Según la célebre parábola de los puerco espines ateridos, ningún nombre soporta una aproximación demasiado íntima de los demás” (Freud, 2003, 2582-2583). Siguiendo este símil de inspiración schopenhaueriana, Freud señala que “casi todas las relaciones afectivas íntimas de alguna duración entre dos personas –el matrimonio, la amistad, el amor paterno y filial – dejan un depósito de sentimientos hostiles, que precisa, para escapar de la percepción, del proceso de represión” (2003, 2583)19. Los seres humanos vemos impuesta una yugulación continuada de los instintos; tensión que para Freud se manifiesta “en singularísimos fenómenos de reacción y compensación. En el terreno de la sexualidad, que es donde menos puede llevarse a cabo tal yugulación, se llega así a los fenómenos de reacción de las enfermedades neuróticas” (Freud, 2010, 2107)20.

De manera tal que la presión de la civilización lleva al sujeto a reaccionar frente a exigencias impuestas por la sociedad que no son manifestación de sus tendencias instintivas originales, pudiendo ser calificado de hipócrita, según Freud: “Es innegable que nuestra

19 Silvia de Castro en su trabajo de grado De la voluntad al ello entre la metafísica de la voluntad y la metapsicología, señala la importancia que tiene para Freud la parábola de los erizos, quien le da el valor de “síntesis magistral de carácter de lazo social”, y considera que la metáfora “no solo muestra el punto en común entre dos pensadores [Schopenhauer y Freud] en lo relativo a la descorazonadora concepción sobre la vida humana en sociedad, sino que nos sirve como punto de partida para la indagación siguiente, que sitúa el talante pesimista de la metafísica schopenhauriana y el pesimismo que orienta la concepción de Freud sobre la cultura” ( 1999, 133). 20 En su libro La sociedad del cansancio el filósofo coreano Byung-Chul Han describe la violencia de la positividad como saturativa y por ello inaccesible a una percepción inmediata: “La violencia neuronal no parte de una negatividad extraña al sistema. Más bien es sistemática, es decir, consiste en una violencia inmanente al sistema. Tanto la depresión como el TDAH o el SDO indican un exceso de positividad. Este último significa el colapso del yo que se funde por un sobrecalentamiento que tiene su origen en la sobreabundancia de lo idéntico. El hiper de la hiperactividad no es ninguna categoría inmunológica. Representa sencillamente una masificación de la positividad” (2012, 23). Para Byung-Chul Han, la enfermedad de la depresión resulta de una sociedad que sufre bajo el exceso de positividad, de una “humanidad que dirige la guerra contra sí misma” (2012, 31). 53

civilización actual favorece con extraordinaria amplitud este género de hipocresía. Podemos arriesgar la afirmación de que se basa en ella y tendría que someterse a hondas transformaciones si los hombres resolvieran vivir con arreglo a la verdad psicológica. Hay, pues, muchos más hipócritas de la cultura que hombres verdaderamente civilizados, e incluso puede plantearse la cuestión de si una cierta medida de hipocresía cultural no ha de ser indispensable para la conservación de la cultura” (Freud, 2010, 2107). Por otra parte, Freud señala también que “la conservación de la civilización sobre tan equívoco fundamento ofrece la perspectiva de iniciar, con cada nueva generación, una más amplia transformación de los instintos, como substrato de una civilización mejor” (Freud, 2010, 2107).

Como vemos, en Freud la represión está estrechamente asociada al inconsciente, razón por la que señala en Más allá del principio del placer que “el instinto reprimido no cesa nunca de aspirar a su total satisfacción, que consistiría en la repetición de un satisfactorio suceso primario” (2010, 2528). Este inconsciente es a la vez omnipresente y subordinado en Schopenhauer. El inconsciente es un predicado universal de la voluntad, siempre ligado a ella; y no puede comprenderse separadamente de ella. Así lo comprobamos en la exposición del proceso de “objetivación de la voluntad” que se describe en el Libro II, en especial el capítulo 27 de El mundo como voluntad y representación: “En el organismo la voluntad actúa totalmente a ciegas, en su carácter originario” (MVR II. Cap. 27, 391; en alemán, 395). En su condición de tendencia ciega y esfuerzo inconsciente la voluntad se manifiesta en toda la naturaleza orgánica, de tal suerte el inconsciente connota el carácter más primigenio de la voluntad, impulso indeterminado que no se individualiza en ningún objeto determinado:

Una fuerza ciega que no tiene un fin determinado ni consciente; misteriosa, en cuanto a cosa en sí, es la inconsciencia misma. En esta arqueología y genealogía de la voluntad, la conciencia es un producto tardío. En su origen, la voluntad está «alejada de toda conciencia inmediata». El inconsciente es su determinación prehistórica, pero también su carácter universal: mientras «la voluntad se eleva de grado en grado en su objetivación», permanece «absolutamente inconsciente, semejante a una fuerza oscura». Sólo al surgir la individualidad humana, el grado más elevado de “La objetividad de la voluntad”, surge de pronto el mundo como representación” (Assoun, 1982, 202-203)21.

21 La primera idea que expone Schopenhauer en el Mundo como voluntad y representación, se opone a la interpretación que hace Assoun del pensamiento de nuestro filósofo al afirmar, que sólo al surgir la individualidad humana, surge de pronto el mundo como representación; pues es contundente nuestro filósofo 54

En su famoso ensayo Sobre el fundamento de la moral, Schopenhauer muestra también “cómo se muestra el egoísmo en la vida diaria”, en la que siempre irrumpe a pesar de la cortesía que se le pone por delante; esta cortesía es realmente “el disimulo convencional y sistemático del egoísmo en la pequeñeces del trato diario, así como una hipocresía ciertamente reconocida: sin embargo, es fomentada y elogiada; porque lo que esconde, el egoísmo, es tan repugnante que no se lo quiere ver, aunque se sepa que existe” (FM. 222, en alemán 197).

El deseo sexual es para nuestro autor “no sólo el más intenso sino también de una clase específicamente más poderosa que cualquier otro”, de ahí que apele a la bella metáfora por la cual “el instinto sexual ha de verse como el impulso interno del árbol (la especie), del que brota la vida del individuo como una hoja que se nutre del árbol y contribuye a alimentarlo: por eso aquel instinto es tan fuerte y procede del fondo de nuestra naturaleza. Castrar a un individuo significa arrancarlo del árbol de la especie de la que brota y dejar que se marchite por separado” (MVR. II. Cap. 42, 564; en alemán, 586)22.

en el inicio del §1 de su obra fundamental, donde señala con toda claridad que todo ser vivo tiene representaciones y, por tanto, conoce: “«El mundo es mi representación»: esta es la verdad que vale para todo ser viviente y cognoscente, aunque sólo el hombre puede llevarla a la conciencia reflexiva abstracta: y cuando lo hace realmente, surge en él la reflexión filosófica” (MVR. I. §1, 51; en alemán, 3). Si bien todo ser vivo tiene representaciones, lo especifico del ser humano es, más bien, tener representaciones abstractas producto de la razón. 22 En el libro La agonía del Eros, Byung-Chul Han explica cómo el poder del eros implica una impotencia en la que el yo, en lugar de afirmarse, se pierde en el otro para sí alentarse de nuevo: “El amor como conclusión absoluta pasa a través de la muerte. Ciertamente se muere en lo otro, pero a esta muerte le sigue un retorno hacía sí. Y el retorno reconciliado desde el otro hacia sí es todo menos una apropiación violenta del otro” (2012, 40). Para Chul Han, la atopía del otro, ese no lugar, retomando la definición que hace Sócrates de su condición de amado, se muestra como la utopía del Eros, pues “el Eros es, de hecho, una relación con el otro que está radicada más allá del rendimiento y del poder. El no poder poder es su verbo modal negativo. La negatividad de la alteridad, a saber, la atopía del otro, que se sustrae a todo poder, es constitutiva para la experiencia erótica” (2012, 22). Por su parte, Schopenhauer en Los dos problemas fundamentales de la ética muestra que en esencia todo viviente es idéntico, ya que sólo difieren en lo fenoménico, y que de modo inmediato dicha identidad se manifiesta a la autoconciencia, pues “este conocimiento, cuya expresión al uso en el sánscrito es la fórmula “tat-twam asi”, es decir, “esto eres tú”, es el que aparece como compasión; en el que, por tanto se basa toda virtud auténtica, es decir, desinteresada, y cuya expresión real es toda buena acción” (FM. 295, en alemán 271). El carácter bueno para nuestro autor aplicará la fórmula “no-yo”, contrario al mal carácter que invoca el “yo otra vez”; razón por la que concluye Schopenhauer: “aquel que en todos los demás y hasta en todo lo que tiene vida vio su propio ser, a sí mismo; aquel cuya existencia confluyó con todos los vivientes, ese pierde con la muerte sólo una pequeña parte de su existencia: él permanece en todos los demás en los que ha conocido y amado su propio ser y su propio yo, y desaparece el engaño que separaba su conciencia de las de los demás” (FM. 297, en alemán 273). En este contexto podemos afirmar que la reflexión schopenhaueriana de la identidad de la voluntad en todo lo vivo termina necesariamente en “una ética de la compasión”, ubicando esta intuición nacida de la vulnerabilidad humana como fenómeno moral básico. Por esta razón, “al amor le basta que el otro sea; la compasión ve al otro, además, en su estado 55

Como vemos, Schopenhauer es el primer filósofo en resaltar en el hombre su ser sexual, determinando su fuerza vital en la fuerza de la especie como cauce de la vida. Por esta razón, “Freud lo evoca como el profeta cuyo luminoso mensaje fue rechazado, lo cual prueba el fundamento afectivo de las resistencias que opone el género humano a esta revelación. […] Por otra parte, el concepto schopenhaueriano de sexualidad tiene, como eros platónico mencionado al mismo tiempo (tanto en el prefacio de 1920 como en Las resistencias contra el psicoanálisis), la ventaja de superar la estrecha concepción de la sexualidad (genital y procreadora) mediante una concepción ampliada y multidimensional” (Assoun, 1982, 205).

Pero, para Schopenhauer, “la satisfacción del impulso sexual va más allá de la afirmación de la propia existencia que llena un breve tiempo, afirma la vida por encima de la muerte del individuo en un tiempo determinado. […] La violencia del impulso, nos enseña que en ese acto se expresa la más decidida afirmación de la voluntad de vivir pura” (MVR. I. §60, 387; en alemán, 388. Las cursivas son del autor). Esta afirmación atraviesa en diversos grados toda la objetivación posible de la voluntad. Y es en el producto de la unión (el hijo) donde aparece de manera concreta como el fenómeno dónde se objetiva la voluntad de vivir de la especie. Schopenhauer afirma que la explicación del carácter ciego e irracional del enamoramiento, se debe a que “el amor sexual es el acto mediante el cual lo noumenal entra en el mundo del fenómeno y esta incursión, como ya se ha demostrado, es intrínsecamente inexplicable; es decir no está sujeta al principio de razón suficiente y no puede estarlo” (Magee, 1991, 237).

La metafísica del amor es entonces el desarrollo de este esquema que permite multiplicar las observaciones psicológicas y patológicas.

doliente, y esta mayor comprehensión de su significado limita su profundidad en tanto que virtud. El amor, en suma, quiere más y la piedad menos. Mientras el piadoso se contenta con curar (si está en su mano) al miserable de su miseria, “el amante quiere que su amado sea feliz en general y absolutamente” (Arteta, 1996, 278-279). Para Arteta, la compasión es pues una alineación, “porque obliga a su sujeto a salir de sí y a hacerse en cierto modo otro. Pero también es una interiorización del otro sufriente en uno mismo, puesto que persigue apropiarse imaginativamente del sufrimiento ajeno e identificarse con él para así identificarlo” (1996, 30). Safranski señala cómo el misterio de la compasión en Schopenhauer es “aquel suceso que se produce en la esfera de la voluntad misma y no en la de la reflexión. En la compasión, el «velo de Maya» queda rasgado; a la vista del sufrimiento ajeno, puedo vivenciar «la supresión momentánea de los límites entre el yo y el no- yo»; puedo sufrir con el otro su sufrimiento de manera idéntica a la que «siento mi dolor»” (1991, 438). 56

A los ojos de Freud, esa es la señal de fecundidad de la teoría. […] Todos los hechos tienen la finalidad última e inseparable de llevar a las conclusiones metafísicas explícitamente enunciadas al final: «La indestructibilidad de la esencia del hombre» y el hecho de que la «esencia propia del hombre reside más en la especie que en el individuo» […] La actitud de Freud es clara: Freud separa la teoría de sus implicaciones metafísicas o, mejor dicho, abandona la teoría a su contexto metafísico y sólo emplea de ella lo que le permite pensar en lo real. Es decir, que Freud disocia lo que en el análisis se revela indisociable, pero siempre dentro de los límites del uso psicoanalítico. Estos préstamos no criticados no son sencillamente concesiones; aquí estamos más bien frente a una estrategia pragmática cuyo sentido falta descubrir (Assoun, 1982, 206-207).

El camino de la voluntad schopenhaueriana se recorre en el combate, “y cuanto más avanza hacia la individualidad, más conciencia toma de la oscuridad creciente de éste” (Philonenko, 1999, 143). Esta polaridad es una idea de tensión que está implícita en todos los fenómenos. “Schopenhauer ha juzgado necesario hablar del universo para explicar a su manera, en el contexto de la polaridad, el célebre pensamiento de Pascal en el cual este último se confesaba espantado por el silencio de los espacios infinitos” (Philonenko, 1999, 144). El conflicto se dobla al interior de sus extremos: en el entendimiento, el conflicto se manifiesta como la confrontación entre la multiplicidad de las sensaciones y la ley general del conocimiento, esto es, la causalidad. Y el ámbito de la sexualidad, el conflicto implica el hecho de que el deseo sexual se manifiesta como la más decidida y enérgica afirmación de la voluntad de vivir que atraviesa al individuo determinando a la especie como tal.

La voluntad conduce al representante de la especie humana a conservar la vida, pero una vez ha sido cumplido, abandona al individuo a su propia suerte: la muerte. «La tesis de Schopenhauer según la cual «el intelecto obedece a la voluntad» representa, por tanto, el punto de partida de una filosofía genealógica (Marx y Nietzsche), así como de una psicología del inconsciente (Freud)” (Rosset, 2005, 77). Para Clément Rosset, esta afinidad entre Schopenhauer y Freud no se limita sólo al papel de los factores inconscientes en la vida psíquica, ya que “la doctrina del instinto de muerte y la de la compulsión de repetición presenta una analogía manifiesta con la tesis schopenhaueriana de la negación del devenir y de la repetición absurda de la voluntad, […] Este paralelismo aparece en concreto en el primero de los Ensayos de psicoanálisis, titulado Mas allá del principio de placer; en el que Freud propone la noción de «retorno de lo mismo» como factor esencial de la modificación” (2005, 80). 57

Para Schopenhauer, el único asunto de la autoconsciencia es el acto de la voluntad “y el absoluto dominio de ésta sobre los miembros del cuerpo, que es a lo que propiamente se refiere el «lo que yo quiero». Además, es sólo el uso de ese dominio, es decir, la acción, la que lo caracteriza como acto de la voluntad incluso para la propia autoconciencia. Pues mientras el acto está en gestación, se llama deseo, cuando está realizado, resolución; pero únicamente la acción demuestra a la autoconciencia que se trata efectivamente, de una resolución; pues hasta llegar a ella el acto es cambiante” (LV. 50, en alemán 17). Schopenhauer manifiesta que el ingenuo o filósofo inculto confunde el desear con el querer, porque el hombre puede desear cosas opuestas, pero querer tan sólo una de ellas, “y cuál de ellas sea lo manifiesta, también a la autoconciencia, exclusivamente la acción. Precisamente por eso, la autoconciencia no puede contener en sí nada acerca de la necesidad legal en virtud de la cual, de dos deseos opuestos, uno y no el otro se convertirá en acto de voluntad y acción; pues ella se entera del resultado totalmente a posteriori y no lo conoce a priori” (LV. 50, en alemán 17).

Bajo estos parámetros, el sentimiento de la posibilidad subjetiva representada en el “puedo hacer lo que quiero”, que nos acompaña constantemente, es hipotético porque para nuestro autor, es una existencia sin esencia, “la autoconciencia contiene meramente el querer y no las razones determinantes del querer, que se encuentran en la conciencia de otras cosas, es decir, en la facultad de conocer. Es en cambio, la posibilidad objetiva la que decide: pero ésta se encuentra fuera de la autoconciencia, en el mundo de los objetos, a los que pertenece el motivo y el hombre en cuento objeto, por lo que es ajena a la autoconciencia y pertenece a la conciencia de otras cosas” (LV. 50-51, en alemán 18). De aquí que los actos decididos o resoluciones, “aun surgiendo en la oscura profundidad de nuestro interior, emergerán siempre inmediatamente en el mundo intuitivo, ya que a él pertenece nuestro cuerpo así como todo lo demás. Esa conciencia forma el puente entre mundo interno y mundo externo” (LV. 51, en alemán 18).

En este orden de ideas cada uno es para sí mismo el mundo entero, “pues todo lo objetivo existe sólo mediatamente, como mera representación del sujeto; de modo que todo depende siempre de la autoconciencia. El único mundo que cada uno conoce realmente y del que sabe, lo lleva en sí mismo como su representación, y por eso él es su centro” (LV. 222, en alemán 197). Así las cosas, ante este microcosmos el macrocosmos se presenta como un 58

accidente que se extingue completamente con la muerte. Para Freud, es un error sostener que “consciente” y “psíquico” son conceptos idénticos, lo manifiesta en relación con la hipótesis filosófica de que la representación latente no existió como objeto de la psicología, sino tan sólo como disposición física a la repetición del mismo fenómeno psíquico. Así pues, llama “consciente” a la representación “que se halla presente en nuestra consciencia y es objeto de nuestra percepción […]. En cambio, denominaremos, “inconsciente» a aquellas representaciones latentes de las que tenemos algún fundamento para sospechar que se hallan contenidas en la vida anímica, como sucedía en la memoria” (Freud, 2003, 1697). La representación inconsciente será entonces una representación que no se percibe, pero cuya existencia se está pronto a afirmar, basados en indicios y otras pruebas. Para Freud, la vida anímica de los pacientes histéricos se muestra llena de ideas eficaces, pero inconscientes23.

El caso de histeria de La Salpaetriére, que trataba Charcot en Paris, Freud lo describe en su Segunda Conferencia de Psicoanálisis de 1909, para tratar el caso del estado psíquico de la histeria, “como forma de alteración degenerativa del sistema nervioso, alteración que se manifiesta en una innata debilidad de la síntesis psíquica” (Freud, 2003, 1536). El diagnóstico que Freud presenta determina la existencia de una fuerza indeterminada que le impide la asociación de ciertos recuerdos olvidados con sus otros recuerdos no olvidados, “esta fuerza que mantenía el estado patológico se hacía pues, notar como una resistencia del enfermo” (Freud, 2003, 1542).

A esta resistencia Freud le da el nombre de represión, como fuerza que mantiene el estado patológico, es decir, unas “fuerzas que en el tratamiento se oponían, en calidad de resistencia, a que lo olvidado se hiciere de nuevo consciente, tenía que ser también las que anteriormente habían producido tal olvido y expulsado de la conciencia los sucesos patógenos correspondientes” (Freud, 2003, 1542). Teniendo esto presente Freud busca examinar cuáles son las condiciones de la represión en la cual reconocemos ya el

23 Silvia de Castro señala que el descubrimiento freudiano de lo inconsciente “sitúa el acento sobre un sujeto cuyas determinaciones no son conscientes, tampoco voluntarias en el sentido schopenhaueriano si tenemos en cuenta que se trata de una mente inconsciente, irreflexiva, en cuanto ajenas a la razón, pero no ciegas si por ello entendemos una ausencia de legalidad en su modo de funcionamiento. Dice Freud que «de pronto afloran pensamientos que no se sabe de dónde vienen; tampoco se puede hacer nada para expulsarlos, y estos huéspedes extraños hasta parecen más poderosos que los sometidos al yo, resisten todos los acreditados recursos de la voluntad, permanecen impertérritos ante la refutación lógica, indiferentes al mentis de la realidad; o sobreviven como si fueran de alguien ajeno, de suerte que el yo los desmiente, pese a lo cual no puede menos que temerlos y adoptar medidas preventivas contra ellos»” (1999, 77). 59

mecanismo patógeno de la histeria. Se originaba entonces un conflicto, “una lucha interior, cuyo final era que la representación que aparecía en la conciencia llevando en sí el deseo, inconciliable, sucumbía a la represión, siendo expulsada de la conciencia y olvidada juntos con los recuerdos a ella correspondientes. La incompatibilidad de dicha idea con el yo enfermo era pues el motivo de la represión, y las aspiraciones éticas o de otro género del individuo, las fuerzas represoras” (Freud, 2003, 1543).

Tanto Freud como Schopenhauer admiten que la tendencia defensiva ante el dolor es propia de todo sujeto; pero “en algunos fracasa como medida habitual y en consecuencia, se impone un recurso particular que Freud llama defensa patológica, condición de las formaciones sustitutivas” (de Castro, 1999, 91). En este punto, nos señala Silvia de Castro, nos hallamos ante una profunda diferencia entre los dos pensadores, Schopenhauer y Freud, pues mientras para el primero en el proceso de transfiguración no se encuentra nada traumático, ya que el deseo pasa por el concepto de necesidad y éste es tratado como “movimiento inherente a la naturaleza humana en cuanto el hombre es un animal metafísico. Freud por el contrario examina este proceso de sustitución bajo la expresión de trauma” (1999, 93)24.

24 En la monografía, De la voluntad al ello entre la metafísica de la voluntad y la metapsicología, Silvia de Castro señala que tanto Freud como Schopenhauer cambian la perspectiva habitual moderna para comprender la constitución histórica de lo humano: “Para el filósofo, la historia del género del individuo no es la historia de la razón, como lo creían antes los idealistas. La razón no es el amo y señor de los procesos históricos; por el contrario, ellos están gobernados por impulsos ciegos y manifiestamente inconscientes. Para el psicoanalista, aquello que encontramos en nuestro inconsciente es la historia de nuestros procesos filogenéticos” (199, 110). Clément Rosset profundiza en la idea schopenhaueriana de que no existe lo intelectual como tal y de que no hay ningún pensamiento que no tenga relación con determinadas motivaciones inconscientes; al respecto señala: “Si la teoría de la «representación» se deriva de Kant, la de la «voluntad» es totalmente nueva; los únicos precursores de Schopenhauer en materia no son filósofos, sino dos fisiólogos franceses de finales del siglo XVIII y de comienzos del XIX, como son Cabanis y Bichat. Las teorías «vitalistas» de ambos médicos-filósofos rompieron, como se sabe, con las interpretaciones mecanicistas y cuantitativas de la fisiología empirista. El genio de Schopenhauer radica en haber descubierto el alcance de esas consideraciones fisiológicas al introducirlas en el dominio filosófico. Al racionalismo le sucede, desde entonces, un voluntarismo irracional. […] Schopenhauer lo había previsto, y descubierto antes que Nietzsche: para servir bien a la voluntad, no hay nada más útil que las ideas” (2005, 80-81). No obstante, Rosset considera también los avances genealógicos en Schopenhauer como” felices excepciones”, sin que su filosofía alcanzará “un completo aprovechamiento de la misma, y aún hay que explicar la ausencia, en su obra, de toda verdadera interpretación genealógica de los fenómenos ideológicos, morales y psicológicos” (2005, 81). Por esta razón, señala Rosset que uno de los rasgos fundamentales de la filosofía genealógica se halla en el pensamiento de una relación, elemento que está ausente en la filosofía de Schopenhauer, puesto que entre la voluntad y el intelecto no puede haber ninguna relación posible: “Lo que interesa al genealogista es el vínculo que liga una manifestación intelectual con determinadas manifestaciones subyacentes, la forma en la que lo oculto sigue estando presente. El método genealógico no es analítico: no pretende tanto disociar los elementos complejos de una manifestación cuanto sorprender, por el contrario, el secreto de su simbiosis. 60

En la idea de resistencia o de represión Freud funda la concepción de los procesos psíquicos de la histeria, “demostrando que para el restablecimiento del enfermo era necesario suprimir tales resistencias, este mecanismo de la curación suministraba datos suficientes para formarse una idea muy precisa del proceso patógeno” (Freud, 2003, 1542). De acuerdo con la tesis que nos presenta Freud podemos señalar pues que “en todo individuo se originan conflictos psíquicos y existe un esfuerzo del yo para defenderse de los recuerdos penosos, sin que generalmente se produzca el desdoblamiento psíquico. No puede, por tanto, rechazarse la idea de que para que el conflicto tenga la disociación por consecuencia, son necesarias otras condicionantes, y hemos de reconocer que con nuestra hipótesis de la represión no nos hallamos al final, sino muy al principio, de una teoría psicológica” (Freud, 2003, 1544).

Por su parte, para Schopenhauer, de la tensión que emerge entre la voluntad de vivir y la inevitable muerte podemos ver con frecuencia “individuos que son la imagen misma de la desolación, desfigurados y doblados por la edad, la carencia y la enfermedad, implorar desde el fondo de su corazón nuestra ayuda para prolongar una existencia cuyo término tendría que parecer deseable, siempre y cuando lo determinante fuera aquí un juicio objetivo” (MVR. II. Cap. 28, 404; en alemán, 409). Razón por la cual, tal voluntad, premisa de todas las premisas, “no se presenta como consecuencia del mundo, sino el mundo como consecuencia de la voluntad de vivir” (MVR. II. Cap. 28, 405; en alemán, 410). De allí que en la naturaleza vemos una permanente disputa, “esa lucha universal se hace visible con la máxima claridad en el mundo animal, que se alimenta del vegetal y en el que a su vez cada animal se convierte en presa y alimento de otro”. (MVR. I. §27, 201; en alemán, 175).

De tal forma la voluntad de vivir se consume siempre y en cada momento a sí misma. Por esta razón, Schopenhauer afirma que “en la vehemencia de aquel impulso, que supone la concentración de toda la esencia animal, se expresa además la conciencia de que el individuo no perdura, y por eso ha de ponerlo todo en la conservación de la especie en la que se halla su verdadero ser” (MVR. II. Cap. 42, 565; en alemán, 586). Al respecto Silvia de Castro en su tesis magistral señala cómo la naturaleza ontológica se revela en ese

[…] El designio último no consiste en buscar el origen oculto del porqué de una manifestación psicológica, sino en mostrar cómo se pasa de un nivel psicológico a otro” (2005, 82). Esta es la tarea que más tarde emprende justamente Freud, partiendo obviamente de Schopenhauer y de su lectura de la fisiología. 61

desdoblamiento, señalado por el propio Schopenhauer, “en virtud del cual la voluntad de vivir se devora a sí misma, siendo la especie humana el ámbito en el que la lucha se encarna, si bien de manera refinada, la más refinada posible, dice Schopenhauer, con la más terrible violencia: homo homine lupsus, el hombre es, repitámoslo, el mayor enemigo de sí mismo” (1999, 70-71).

En Eros y civilización Herbert Marcuse señala cómo Freud investiga el desarrollo de la represión en la estructura instintiva del hombre: “El destino de la libertad y la felicidad humana se combate y decide en la lucha de los instintos – literalmente una lucha entre vida y muerte- en la que soma y psique, naturaleza y civilización, participan” (1968, 37). En esta dinámica biológica y psicológica Freud centra su metapsicología: “El papel predominante de la sexualidad está enraizado en la misma naturaleza del aparato mental tal como Freud lo concibió: si los procesos mentales primarios están gobernados por el principio del placer, ese instinto que, al operar bajo este principio, sostiene a la vida misma, debe ser el instinto de la vida” (Marcuse, 1968, 38).

En la formulación final de su teoría de los instintos Freud acude a los instintos básicos de eros y tánatos, subrayando “una y otra vez la naturaleza común de los instintos, anterior a su diferenciación. […] Freud no puede evitar la sospecha de que él ha llegado a un «atributo universal de los instintos y quizá de la vida orgánica en general», inadvertido hasta entonces, esto es, «una compulsión inherente a la vida orgánica que tiende a restaurar un estado anterior de cosas que la entidad viviente ha sido obligada a abandonar bajo la presión de fuerzas externas y perturbadoras»” (Marcuse, 1968, 39).

2.4. La Medicina Mentis y el “té de lágrimas”

En el tratado Más allá del principio del placer Freud se entrega a la especulación en 1920, desarrollando el concepto de instinto o pulsión de muerte, retomando de esta manera una temática schopenhaueriana, en la cual nuestro autor sostiene que “no hay victoria sin lucha: en la medida en que la idea u objetivación superior de la voluntad solo puede surgir sometiendo a las inferiores […] El imán que ha levantado un hierro sostiene una lucha continuada con la gravedad que, en cuanto objetivación íntima de la voluntad, posee un derecho más originario sobre la materia de aquel hierro; en esa lucha perpetua el imán 62

incluso se refuerza al estimularle la resistencia a un mayor esfuerzo” (MVR. I. §27, 200; en alemán, 175). Teniendo esta lucha en mente, Schopenhauer concluye que cada organismo emplea sus fuerzas en someter las ideas inferiores para disputar a los demás la materia, el espacio y el tiempo.

Es en esta pulsión de muerte donde Freud hace referencia al fundamento metapsicológico del psicoanálisis; “y es también aquí donde el enfrentamiento con la metafísica se revela decisivo en lo que hace al sentido propio del psicoanálisis” (Assoun, 1982, 206-208). En el penúltimo capítulo del tratado freudiano en mención, su autor hace referencia al nombre del filósofo Schopenhauer: “Lo que desde luego no podemos ocultarnos es que hemos arribado inesperadamente al puerto de la filosofía de Schopenhauer, pensador para el cual la muerte es el “verdadero resultado” y, por tanto, el objeto de la vida, y en cambio, el instinto sexual la encarnación de la voluntad de vivir” (Freud, 2003, 2533).

En Tótem y tabú, Freud describe la fase animista como primera parte de la evolución de la “omnipotencia de las ideas”, caracterizada ésta por la creencia en el alma y en el demonio, bajo la influencia de las impresiones que la muerte produce en el hombre. Este es el punto de encuentro que Freud reconoce al hacer referencia de nuestro autor: “Siempre que me ha sido posible penetrar en el misterio, he comprobado que la desgracia que el enfermo esperaba no era sino la muerte. Según Schopenhauer, el problema de la muerte, se alza en el umbral de toda filosofía” (Freud, 2003, 1802)25. El predominio concedido a los procesos psíquicos sobre los hechos de la vida real, comprende una primera fase animista donde se atribuye el hombre a sí mismo la omnipotencia, en una segunda fase, a la religión se cede esta omnipotencia a los dioses, y en una última fase, la concepción científica del mundo, “no existe ya lugar para la omnipotencia del hombre, el cual ha reconocido su pequeñez y

25 Freud se refiere en este texto al inicio del capítulo 41 de El mundo como voluntad y representación II, cuando nuestro autor afirma: “La muerte es el verdadero genio inspirador o el musageta de la filosofía, razón por la que Sócrates la definió como conductores de las musas (sic). Sin la muerte sería difícil que se hiciera filosofía. […] El animal vive sin un verdadero conocimiento de la muerte: por eso el individuo animal disfruta inmediatamente del carácter imperecedero de la especie, ya que no es consciente de sí mismo más que como inmortal. En el hombre, junto con la razón apareció necesariamente la espantosa certeza de la muerte. Pero como en la naturaleza todo mal está siempre acompañado de un remedio, o al menos de una compensación, esa misma reflexión que conduce al conocimiento de la muerte proporciona también las concepciones metafísicas que nos consuelan de ella y de las que el animal ni está necesitado ni es capaz” (MVR. II. Cap. 41, 515; en alemán, 529-530). En este sentido podemos decir, siguiendo a Schopenhauer, que el hombre es realmente un animal metafísico. 63

se ha resignado a la muerte y sometido a todas las demás necesidades naturales” (Freud, 2003, 1803).

Para comprender la complejidad de la vida psíquica, Freud propone en 1920 el dualismo pulsional:

De golpe la oposición ya no es entre la libido y una esfera exterior a la libido (las pulsaciones de hambre), sino entre dos mundos opuestos a la libido: a) la afirmación de la libido en forma de las pulsaciones de vida; b) otra forma de la libido, simétrica de la anterior, pero que, paradójicamente, apunta a cierto placer, aún más allá del principio del placer (como lo atestigua especialmente la compulsión de repetición). Se trata de las pulsiones de la muerte cuya función consiste en «romper las relaciones» y contrarrestar la función de unión del eros que tiende a «establecer siempre unidades mayores» y a «conservar» sus construcciones” (Assoun, 1982, 211).

La voluntad de vivir se manifiesta en primera instancia en la auto-afirmación del propio cuerpo, así se manifiesta entonces como “un presente infinito; porque esta es la forma de vida de la especie, que por eso no envejece sino que se mantiene siempre joven. La muerte es para ella lo que el sueño para el individuo o para el ojo el parpadeo, por cuya ausencia se reconoce a las divinidades hindúes cuando aparecen en forma humana” (MVR. II. Cap. 41, 531; en alemán, 548). En este sentido, podemos decir que la voluntad tiene un doble movimiento, como afirmación, cumpliendo la función del Eros, como fuerza vital que asume distintos grados de objetivación de la voluntad, “que es la esencia interior, el en sí de este mundo al que, visto desde aquella, califica de mera representación del sujeto” (MVR. I. §27, 194; en alemán, 168).

En razón de esto, la voluntad se revela en los múltiples actos por medio de los que el hombre busca satisfacer las necesidades que le son propias al cuerpo sano, tales como la conservación y la propagación de la especie; no obstante, esta afirmación propia de la voluntad de vivir se manifiesta corporalmente llegando al punto de negar la voluntad de otros, de allí el germen de la maldad. La voluntad como negación, aquella pulsación de muerte que Freud acentúa, es observada también por Schopenhauer como una voluntad que “tiene que devorarse a sí misma porque fuera de ella nada existe y es una voluntad hambrienta. De ahí la caza, el miedo y el sufrimiento” (MVR. I. §27, 208; en alemán, 183)26. De esta división de la voluntad surge el homo homini lupus y la lucha y dominación

26 Teniendo en cuenta este doble movimiento, podemos señalar ahora el vínculo entre esta consideración schopenhaueriana de la voluntad y la tesis freudiana de los impulsos de la vida bajo la forma mítica de eros y 64

en los grados inferiores de objetividad de la voluntad, “de ahí procede la constante tensión entre la fuerza centrípeta y centrífuga, que mantiene el universo en movimiento y es ella misma una expresión de aquella lucha universal que es esencial al fenómeno de la voluntad” (MVR. I. §27, 202; en alemán, 176).

No obstante, a la autosupresión de la voluntad se llega una vez se ha superado el principio de individuación, y así la voluntad transformada no busca ya más su afirmación, sino la niega. Bondad como amor son el resultado de la negación de la voluntad de vivir, son una “renuncia total y decidida para siempre de arrancarnos el aguijón de los deseos” (MVR. I. §68, 441; en alemán, 448). En este punto, Schopenhauer nos presenta la vida del asceta como el camino por el cual se presenta el “quebrantamiento premeditado de la voluntad por medio de la renuncia a lo agradable y la búsqueda de lo desagradable, la vida de penitencia elegida por sí misma con vistas a una incesante mortificación de la voluntad” (MVR. I. §68, 454; en alemán, 463).

La renuncia del asceta, o la negación de la voluntad, se ve reflejada en los aspectos sexuales, materiales y nutritivos, así como la afirmación se corporaliza también en estos movimientos. La voluntad se determina así misma tanto como se destruye, y todo en virtud de su propia volición, pues “se trata, en definitiva, de un modo de advertir su falta de fundamentación. La voluntad quiere afirmarse a sí misma al precio de la miseria, el dolor, el tormento y la muerte en sus fenómenos individuales, que son absolutamente indiferentes para esa «aspiración sin fin y descanso» de la esencia de la Naturaleza” (Lapuerta, 1997, 291).

Para el padre del psicoanálisis, vida y muerte son dos principios pulsionales con sentido propio; las pulsiones de muerte son afirmación de la negación, es decir, se definen como

tanatos: “Partiendo de ciertas especulaciones sobre el origen de la vida y sobre determinados paralelismos biológicos, deduje que, además del instinto que tiende a conservar la sustancia viva y a condensarla en unidades cada vez mayores, debía existir otro, antagónico de aquél, que tendiese a disolver estas unidades y a retornarlas al estado más primitivo, inorgánico. De modo que además del eros habría un instinto de muerte; los fenómenos vitales podrían ser explicados por la interacción y el antagonismo de ambos” (Freud, 2003, 3050). Gracias a la lucha entre eros y muerte, Freud encuentra la raíz y el sentido de la evolución cultural: “Estas masas humanas han de ser vinculadas libidinalmente, pues ni la necesidad por sí sola ni las ventajas de la comunidad de trabajo bastaría para mantenerlas unidas. Pero el natural instinto humano de agresión, la hostilidad de uno contra todos y todos contra uno, se opone a este designio de la cultura. Dicho instinto de agresión es el descendiente y principal representante del instinto de muerte, que hemos hallado junto al Eros y que con él comparte la dominación del mundo” (Freud, 2003, 3052-3053). 65

una segunda forma de libido. No obstante, en 1932 Freud toma distancia de Schopenhauer, demarcando así su teoría analítica, afirmando, por su parte, que la muerte no es el fin único de la vida, ya que “lo que comprendió Freud desde la época en que escribió Más allá del principio del placer es que la tesis según la cual la vida está orientada hacia la muerte terminaba por desrealizar la vida en relación con la muerte. Si la muerte es lo esencial, la vida se convierte en lo accidental; si la muerte es la «verdad» de la vida, ésta queda reducida a una apariencia” (Assoun, 1982, 206-213).

La investigación analítica exige entonces el dualismo pulsional, lo que Freud le critica a Schopenhauer es, justamente, la unidad de la finalidad en la muerte, que contradice su dualidad básica de las pulsiones. Pero para matizar esta crítica, basta recordar que para Schopenhauer el hombre es la naturaleza misma:

Generación y muerte se han de considerar como algo perteneciente a la vida y esencial a ese fenómeno de la voluntad se deriva de que ambos se nos presentan como las expresiones sumamente potenciadas de aquello en lo que consisten las restantes formas de vida. Esta no es, en efecto, más que un continuo cambio de la materia bajo la firme persistencia de la forma: y precisamente eso es la mortalidad de los individuos en la inmortalidad de la especie (MVR. I. §54, 333; en alemán, 326).

La denuncia que aquí Freud hace a Schopenhauer, que encuentra una aparente unidad, en las explicaciones de Schopenhauer orientada hacia la muerte, debe para nosotros ser matizada, porque vida y muerte hacen parte del mundo de la representación, del mundo de Mâyâ. Debemos, igualmente, tener presente que nuestro filósofo es contundente, al afirmar al final del primer tomo de su obra fundamental que lo que queda tras la total supresión de la voluntad es simplemente nada.

Así pues, si hemos reconocido el ser en sí del mundo en la voluntad y visto en todos los fenómenos su objetividad; y si hemos seguido esta desde el afán inconsciente de las oscuras fuerzas naturales hasta el obrar plenamente consciente del hombre, en modo alguno podemos eludir la consecuencia de que con la libre negación, con la renuncia de la voluntad, también quedan suprimidos todos los fenómenos, aquel afán y agitación sin fin ni tregua en todos los grados de objetividad, en que consiste el mundo por el que existe; suprimida queda también la pluralidad de las formas que se suceden gradualmente; suprimida queda junto con la voluntad la totalidad de su fenómeno y, finalmente, también las formas universales del mismo, tiempo y espacio, y hasta su última forma fundamental: la de sujeto y objeto. Ninguna voluntad: ninguna representación, ningún mundo (MVR. I. §71, 474; en alemán, 486).

¿Cómo desprenderse entonces de la voluntad que nos hunde en el mundo de la representación y del interés? La consideración de Schopenhauer en este punto apunta a 66

liberar (befreien) por vía de un conocimiento especial al entendimiento del yugo de la voluntad, pues “en el individuo que conoce se funden dos individualidades: la del sujeto cognoscente y la del objeto conocido. Suprimiéndolas se podrá acceder al verdadero en sí del mundo” (Philonenko, 1989, 16). El movimiento de la existencia a la esencia es lo que constituye el carácter adquirido, proceso que inicia con “desvelar su esse, que precede y determina sus actos. […] Esta conquista es, sin embargo, muy modesta: poseerse es, en primer lugar, ante todo, conocer sus límites y dosificar más o menos correctamente lo quede humano hay en uno” (Philonenko, 1989, 280).

Este conocimiento es la verdadera fuente de la virtud, tal como lo señalaba antes la filosofía clásica. Para Philonenko, este conocimiento se alcanza gracias a la cruel experiencia del mundo, “comprendo la necesidad de ser lo que soy. Pero ¿qué es la necesidad? La necesidad, bien comprendida, es la desrealización, […] La necesidad no es de hecho sino contingencia y arbitrariedad” (1989, 281). Por tal razón, la necesidad que me constituye se aproxima a la necesidad del sueño, se basa de manera arbitraria en el “es así porque sí”. Por esta razón, la medicina mentis que despliega Schopenhauer en su obra fundamental propone “viajar al interior de nosotros mismos para convertirnos en extraños para nosotros mismos” (Philonenko, 1989, 285).

Por otro lado, la teoría psicoanalítica reconoce que ciertas representaciones no pueden llegar a ser conscientes dado que se le oponen cierta energía. Según esto, Freud sostiene: “Lo reprimido es para nosotros el prototipo de lo inconsciente. Pero vemos que se nos representan dos clases de inconscientes: lo inconsciente latente, capaz de conciencia, y lo reprimido, incapaz de conciencia” (2003, 2703).

Como podemos ver, Freud aquí denomina inconsciente a aquello reprimido, dinámicamente inconsciente, y llama preconsciente a lo latente que es sólo inconsciente en sentido descriptivo; este último se halla más cerca a lo inconsciente que a lo consciente, en sentido de Schopenhauer. Así pues, “todo lo reprimido es inconsciente, pero no todo lo inconsciente es reprimido. También una parte del yo, cuya amplitud nos es posible fijar, puede ser inconsciente, y lo es seguramente” (Freud, 2003, 2704). Mientras el material de la idea inconsciente permanece oculto, la ida preconsciente se muestra enlazada con representaciones verbales y, por tanto, ellas pueden volver a ser conscientes. 67

El método psicoanalítico se basa en una conversación, que busca retornar a la conciencia aquello que permanece reprimido para que el sujeto logre liberarse de sus traumas. Este procedimiento debe generar una total apertura del ser con sus propias circunstancias y el éxito de tal tratamiento dependerá entonces “de su comportamiento, su inteligencia, su obediencia y su paciente sumisión a los consejos del médico” (Freud, 2003, 2125). A través del procedimiento se de-construyen las negaciones, se abren las heridas, se busca sacar a la luz lo que hay detrás de ese dolor no localizado. El psicoanalista se encuentra pues con el dolor de vivir o la carga de un pasado no comprendido, que mientras no se pueda convertir en palabra no sana.

Para el profesor Fernando Cardona, el hombre occidental ha curado sus heridas con palabras, utilizando estrategias discursivas como la medicina, la religión y la metafísica, “para mitigar la experiencia inevitable del sufrimiento. […] La racionalidad está a la base de esta práctica es aquel proceder instrumental que quiere buscar pautas de comportamiento para evitar el sufrimiento” (2014, 4)27. En su artículo Cardona señala que la reflexión filosófica para ser una medicina mentis “debe abrir un mundo a través del umbral del dolor que es a la vez separación y juntura” (2014, 10). En este sentido, podemos decir entonces que el sufrimiento abre la diferencia entre ser y ente; esta estrategia invita a beber aquel té de lágrimas, como lo sugiere el Búho de Arnorld Lobel en su cuento infantil, donde Búho prepara en una noche su medicina mentis:

Búho sacó una tetera del armario. –Esta noche haré té de lágrimas, -dijo. Puso la tetera en sus piernas. –Ahora, dijo el Búho, comenzaré. Se quedó muy quieto en su silla y se puso a pensar en cosas tristes. Sillas con las patas rotas, dijo Búho-. Los ojos se le llenaron de lágrimas. –Canciones que no se pueden cantar, - dijo Búho, porque las letras han sido olvidadas. Búho comenzó a llorar. Una gran lágrima rodo por su mejilla y cayó en la tetera. –Cucharas que han caído detrás de la estufa y nunca más serán encontradas, -dijo Búho. Más lágrimas cayeron en la tetera. –Libros que nunca más podrán ser leídos, -dijo Búho-, porque algunas páginas les han sido arrancadas. – Relojes que se han detenido, -dijo Búho-, y no hay nadie cerca para darles cuerda. Búho estaba llorando. Grandes lagrimones cayeron dentro de la tetera. –Amaneceres que nadie vio porque todo el mundo estaba durmiendo, -dijo Búho sollozando. –Puré de papas abandonado en un plato, porque nadie quiso comérselo, -dijo llorando-. Y lápices demasiado cortos para escribir con ellos. Búho pensó en muchas otras cosas tristes. Lloró y lloró. Pronto, la tetera estuvo llena de lágrimas. –Bueno, dijo Búho-, ¡ya estamos listos! Búho paró de llorar. Puso a hervir la tetera sobre la estufa para hacer el

27 Manuscrito cedido cordialmente por el Autor. Conferencia del 10 de febrero 2015, Universidad Santo Tomás, Bogotá. 68

té. Búho se sintió contento mientras llenaba su taza feliz. Está un poco salado, dijo, pero el té de lágrimas siempre cae muy bien (2012, 31-39).

Pero el camino de la medicina mentis que propone Schopenhauer y que señala también esta sabiduría básica de Búho se aparta de la cura del psicoanálisis que propone Freud, por el cual, alcanzado una claridad en el pensamiento, se llegaría así a reformar el querer, “en la medida en que mis pulsiones, mis tendencias secretas aparezcan a la luz del entendimiento, llegaré a dominarlos, lo que significa que el conocimiento de mí mismo terminará por vencer” (Philonenko, 1989, 285). La medicina mentis de Schopenhauer aporta tan solo un calmante para la enfermedad metafísica; por esta razón, es considerada la filosofía de la tragedia.

Bryan Magee señala que existe una consecuencia diabólica dentro de este pensamiento, que si “un individuo obtiene una satisfacción duradera de sus deseos, el hecho de que la esencia misma de su naturaleza sea una lucha infatigable, significa que su único motivo de ser se disuelve en la satisfacción, y se encuentra ante un vacío interior ocasionado por la ausencia del único modo en que puede existir” (1991, 239)28. A este estado de conmoción lo llama Schopenhauer “aburrimiento”29, al tiempo que asegura que quien haya comprendido su filosofía, “comprende la nulidad y levedad de su propia vida. Si comprende esta idea profundamente se liberará de la esclavitud a la que nos somete la voluntad de vivir, de la que todo este mundo de ilusión no es más que una manifestación” (Magee, 1991, 241). Este círculo del sinsentido, se manifiesta en la obstaculización de la aspiración de la voluntad, a la que nuestro autor llama sufrimiento, y de igual forma denomina felicidad a la supuesta satisfacción del fin, que se caracteriza por no ser duradera,

28 Para el filósofo coreano Byung-Chul Han la economía capitalista somete todo a la exposición, desapareciendo de manera obscena el vacío, la oscuridad, el misterio y el silencio, pues “la sociedad de la transparencia no permite lagunas de información ni de visión. Pero tanto el pensamiento como la inspiración requieren un vacío. En alemán hay una relación entre laguna y dicha. Y una sociedad que no admitiera ya ninguna negatividad de un vacío sería una sociedad sin dicha. Amor sin laguna de visión es pornografía. Y sin laguna de saber el pensamiento degenera para convertirse en cálculo” (2013, 17). 29 Teniendo en mente la indicación de Schopenhauer de la “añoranza agotadora sin objeto definido”, Lars Svendsen caracteriza la manifestación del tedio profundo como la perdida de “la facultad de hallar soporte alguno para nuestro deseo” (2006, 52). Por esta razón, este interprete señala que “Schopenhauer considera al hombre como un ser que trata sin descanso de evitar un sufrimiento que es, por otro lado, condición fundamental de la vida, esforzándose por otorgarle otras formas. Pero, si esta remodelación no triunfa y lo único que podemos hacer es inhibir el sufrimiento, la vida resulta tediosa.Cuando el hombre llega a quebrantar el tedio, el sufrimiento aparece de nuevo. Toda vida es una lucha por la existencia pero, una vez que ésta está asegurada, la vida no sabe ya qué hacer, de modo que se rinde al tedio” (2006, 71-72). Este tedio es justamente lo que Schopenhauer denomina aburrimiento. 69

“sino que más bien es simplemente el comienzo de una nueva aspiración. En todas partes vemos la aspiración obstaculizada de diversas formas y combatiendo, es decir, en forma de sufrimiento: ningún fin último del ansia, luego ningún límite ni fin del sufrimiento” (MVR. I. §54, 367; en alemán, 365). Querer y ansiar sin límite es todo el ser de la voluntad, “así pues, su vida, igual que un péndulo, oscila entre el dolor y el aburrimiento que son de hecho sus componentes últimos” (MVR. I. §57, 369; en alemán, 368).

Como podemos ver, en Schopenhauer se produce una cierta identidad entre dolor y querer:

Toda acción esta ya, por tanto, motivada desde un comienzo por el dolor, independiente de si alcanza su meta o de si en su decurso es detenida su realización por un obstáculo cualquiera. Es decir, la primera indicación del dolor, a saber, la que afirma que todo dolor nace de una obstaculización, es empero aparentemente contradictoria pues ni es la comprensión de un deseo el mal real, ni tampoco la consecución de una meta la dicha tan anhelada. Por tanto, cuando una aspiración o deseo llega a su fin, la felicidad así conseguida no logra empero suprimir aquel sufrimiento originario que mueve todo, pues en ella permanece una carencia inicial que caracteriza a todo querer, desear y obrar. En este sentido, ninguna meta particular alcanzable puede eliminar este sufrimiento fundamental que engloba todo lo existente (Cardona, 2014, 481-482).

Teniendo en cuenta lo anterior, Clement Rosset señala: “Una de las intuiciones más originales de Schopenhauer reside, no en la afirmación de que el deseo no se satisface, sino en la incapacidad para concebir el deseo mismo. […] De ahí la paradoja schopenhaueriana del hombre prisionero con falsas cadenas, esclavo de tendencias que «no tienden»” (2005, 95-96). Es decir, todo se hunde en un sinsentido y el hombre puede darse cuenta de este absurdo gracias justamente a una forma de ver profundamente elevada, en la que es posible que en su vida acaezca la autosupresión de la voluntad. Frente a este sinsentido, Schopenhauer describe el camino de la vida ascética como única rendición para lograr ahuyentar el dolor consistente en aniquilar la voluntad, reduciendo la voluntad a la nada. Detengamos ahora en esta vía que ha sido tan debatida y al mismo tiempo poco examinada.

Capítulo tercero La liberación del mundo

El camino recorrido con Schopenhauer nos ha mostrado que en el mundo fenoménico todo querer es querer de algo que nace de una carencia, pero la voluntad en sí no quiere nada. La voluntad objetivada es fundamentalmente insatisfacción absoluta, dolor y sufrimiento: “La autoconsciencia inmediata, rebosante de autoexperiencia de esa voluntad impulsiva y devoradora, se hace consciente de la culpa en el sentimiento de libertad y de responsabilidad, así como en la sensación de remordimiento” (Safranski, 1991, 434). Como lo señala Schopenhauer en su texto el Fundamento de la moral, la voluntad es egoísta, “el egoísmo no es más que el poder natural que implica nuestra existencia de seres hechos de voluntad” (Safranski, 1991, 437).

De ahí que el punto de partida de la ética de Schopenhauer sea la constatación de un hecho simple: “en esencia toda vida es dolor” (MVR. I. §56, 368; en alemán, 366). En El mundo como voluntad y representación nuestro filósofo se ha empeñado en mostrar que “el dolor proviene del deseo, y el deseo de la carencia. La recurrente caracterización del hombre como un ser atravesado por un anhelo sin límite, cuyo insaciable apetito de existir es la esencia metafísica de su carácter, […] el hombre no sufre por sus necesidades; el hombre sufre por sus deseos” (Lapuerta, 1997, 212).

La privación y las carencias propias del querer o del deseo, generan el sufrimiento y el dolor humano, es lo «inmediatamente sentido» explica Francisco Lapuerta, pues “se trata de lo que se manifiesta por sí mismo, lo que se afirma en el fenómeno, y por ello lo debemos presentar como positivo. En cambio, la satisfacción o el placer habría que entenderlos como la supresión de una privación o el acallamiento de un dolor; por tanto, son algo negativo” (1997, 292). Este dolor lo califica Schopenhauer como mal humano, el dolor que acarrea la natural tendencia egoísta que caracteriza a todo viviente y que, de modo particular, se exacerba en los actos humanos. En este sentido, podemos entonces decir que “en el discurso metafísico que habla globalmente de las manifestaciones fenoménicas como diferentes aspectos de una misma Voluntad habría que calificarlo no tanto, en negativo, como «mal metafísico», sino más bien, en positivo, como «justicia 71

eterna», ya que tal denominación responde a la intuición de que el modo de ser del mundo recae sobre el mundo mismo: «tal como es la Voluntad así es el mundo»; «el mundo mismo constituye el juicio final del mundo», afirma Schopenhauer” (Lapuerta, 1997, 292).

La vida del individuo se presenta pues, para Schopenhauer, como “un débil y vacilante acercamiento a este o aquel lado, un miserable querer de objetos mezquinos que siempre se repite. […] Es un apagado anhelar y atormentarse, un delirio onírico que transcurre a lo largo de cuatro edades de la vida hasta la muerte” (MVR. I. §58, 380; en alemán, 379). Las escenas trazadas por nuestro autor a lo largo de su obra fundamental no son solamente visiones en conjunto, “son también un ojo avizor para la miseria social de su tiempo. En el segundo volumen de la obra principal bosqueja la imagen del mundo como «un infierno que supera al de Dante, puesto que cada uno tiene que ser un diablo para el otro». Tal “infierno” es obra del «ilimitado egoísmo» o incluso, a veces, de la «maldad» premeditada. Después de aludir a la «esclavitud de negros»” (Safranski, 1991, 440).

Esta presentación de la situación dominada por el egoísmo desmedido de la acción humana lleva a nuestro filósofo a sugerir que la “brevedad de la vida que tantas veces se lamenta [el hombre] quizás sea precisamente lo mejor de ella” (MVR. I. §59, 383; en alemán, 383), y a continuación, presenta uno de sus famosos apartes profundamente críticos del mundo humano:

Si quisiéramos presentar a la vista de cada cual los terribles dolores y tormentos a los que está continuamente expuesta su vida, el horror se apoderaría de él: y si condujéramos al optimista más obstinado por los hospitales, lazaretos y las salas de martirio quirúrgico, por las prisiones, las cámaras de tortura y chamizos de esclavos, por los campos de batalla y las cortes de justicia, si luego se le abrieran todas las tenebrosas moradas de la miseria donde esta se esconde de las miradas de la fría curiosidad y finalmente se le dejara mirar en la torre del hambre de Ugolino, entonces es seguro que al final comprendería de qué clase es este meilleur des mondes posibles. ¿Pues de dónde ha tomado Dante la materia de su infierno más que de este, nuestro mundo real? Y, sin embargo, fue un infierno muy bien descrito. En cambio, cuando se presentó la tarea de pintar el cielo y sus alegrías encontró una dificultad insuperable, precisamente porque nuestro mundo no ofrecía ningún material para algo así. Por eso no le quedó más remedio que, en vez de las alegrías del paraíso, reproducirnos la enseñanza que le fue transmitida por su antepasado, por Beatriz y diversos santos. A partir de ahí se esclarece suficientemente de qué clase es este mundo. En la vida humana, como en toda mala mercancía, la cara externa está recubierta de falso brillo: siempre se oculta lo que sufre; en cambio, cada cual exhibe lo que alcanza de boato y esplendor, y cuanta más satisfacción interior le falta, más desea aparecer como un afortunado en la opinión de los demás: hasta ahí llega la necedad; y la opinión de los demás es un objetivo principal de las aspiraciones de cada uno, si bien su completa 72

nihilidad se expresa ya en el hecho de que en casi todos los lenguajes «vanidad», vanitas, significa originariamente vacuidad y nihilidad” (MVR. I. §59, 383-384; en alemán, 383-384).

Schopenhauer anota que al provocarse la negación de la voluntad se lograría traspasar el principium individuationis; esta situación tiene varias consecuencias, “primero produce la bondad de espíritu y la caridad universal, y al final permite conocer todos los sufrimientos del mundo como propios” (MVR. I. §68, 454; en alemán, 463). De ahí que la negación de la voluntad de vivir sea, para nuestro autor, una resignación total o santidad, que nace siempre del aquietador de la voluntad, “que [a la vez] supone el conocimiento de su contradicción interna y de su nihilidad esencial, tal y como se expresa en todo ser viviente. […] La verdadera salvación, la liberación de la vida y el sufrimiento, no son pensables sin una negación total de la voluntad” (MVR. I. §68, 460; en alemán, 472). Detengamos ahora en el análisis de este asunto. ¿Cómo es posible entonces esta autosupresión de la voluntad?

3.1 El engaño de la autonomía de la voluntad en el fenómeno

La libertad de la voluntad, para Schopenhauer, sólo está en la cosa en sí y no se extiende al fenómeno, “pues ante todo hemos de guardarnos del error de pensar que el obrar del hombre individual y determinado no está sometido a ninguna necesidad, es decir, que el poder de los motivos es menos seguro que el poder de la causa o la consecuencia del silogismo a partir de las premisas” (MVR. I. §55, 345; en alemán, 340). En este sentido, podemos decir entonces que la persona nunca será libre a pesar de ser el fenómeno de una voluntad libre. En el libro segundo de su obra fundamental Schopenhauer deja en claro que cada cual se considera a priori libre en sus acciones individuales, “en el sentido de que en cada caso dado le sería posible cualquier acción; y solamente a posteriori, por experiencia y reflexión se percata de que su obrar resulta necesariamente de la coincidencia del carácter con los motivos” (MVR. I. §55, 344; en alemán, 341).

Uno de los temas principales de la filosofía de Schopenhauer es justamente el del análisis de la necesidad humana, que encadena al hombre a su propia voluntad al igual que la piedra se encadena a la fuerza de atracción. Esta necesidad radical no trata “de que el hombre quede reducido a sus «instintos», sino de inscribir la totalidad de la conducta humana en 73

una invariable e idéntica necesidad” (Rosset, 2005, 106-107). Schopenhauer compara la libre potestad que tiene el hombre de seguir cualquiera de las inclinaciones de la libertad, con el mástil de una embarcación, cuya elección está gobernada por un juego de influencias ajeno a él mismo (Rosset, 2005, 108).

Así el individuo está determinado en todas sus manifestaciones por la ley de causalidad, mediados por el intelecto a través de motivos; y funcionan de tal forma que “a cada individuo dado, en cada caso individual dado, solo le es posible una acción “operari sequitur esse”. La libertad no pertenece al carácter empírico sino sólo al inteligible. El operari de un hombre dado está determinado necesariamente, desde fuera por los motivos, desde dentro por su carácter: de ahí que todo lo que hace se produzca necesariamente. Pero en su esse, ahí se encuentra la libertad. El habría podido ser otro; y en aquello que es radica la culpa y el mérito” (FM. §10, 204, en alemán, 177). En esta cita podemos encontrar de manera clara la posición de Schopenhauer frente a la supuesta libertad de la acción. Para nuestro filósofo, todas las cosas en el mundo actúan según como son, “según su índole, en la que, por lo tanto, están contenidas ya potentia todas sus manifestaciones, aunque actu se producen cuando las suscitan causas externas; con lo que entonces se manifiesta aquella índole misma” (FM. §10, 203-204, en alemán, 176).

En el querer asistido por la inteligencia, “existe una casualidad interna: la que provocan los motivos. Los motivos se presentan al hombre, a diferencia del animal, en una esfera más amplia que la del presente, pues el hombre es capaz de reflexionar, sobre el pasado y el futuro” (Lapuerta, 1997, 263). Aunque dicha capacidad sea también la fuente de inmensa desgracia. A pesar que los motivos no son meramente intuición sino objeto de reflexión, actúan con la misma necesidad causal con que lo hacen los cuerpos inorgánicos ante las causas mecánicas. Por esta razón, Schopenhauer señala que el concepto de libertad es realmente un concepto negativo, “ya que su contenido es la mera negación de la necesidad, es decir, de la relación de la consecuencia con la razón de acuerdo con el principio de razón” (MVR. I. §55, 343; en alemán, 338).

Como resultado de esa sumatoria de factores determinantes el hombre no es capaz, según Schopenhauer, de optar libremente entre dos o más alternativas, ya que siempre actúa siguiendo los dictados de la voluntad, la cual opta necesariamente por el motivo más 74

poderoso en cada circunstancia: “Una cosa es la posibilidad y otra la libertad: se nos presentan muchas posibilidades, pero éstas son solamente efectivas o realizables para nosotros sí de hecho las queremos; es sumamente equívoco el «puedo hacer lo que quiero» de la autoconciencia en el que, aún hoy en día, algunos filosofastros irreflexivos pretenden ver la libertad de la voluntad, y así la hacen ver como un hecho dado de la conciencia” (Lapuerta,1997, 264). Es decir, “en las mentes sanas solamente las acciones gravan la conciencia, no los deseos y pensamientos. Pues solamente nuestras acciones ponen ante nosotros el espejo de nuestra voluntad” (MVR. I. §54, 358; en alemán, 354).

Para Schopenhauer, Descartes propone la más grave de las confusiones al dar a la conciencia el estado de libertad: “Pero para los clásicos y particularmente el Descartes leído por Schopenhauer, esta estupidez ha sido enmascarada en la justa medida en la que se ha pensado que la inteligencia era el factor de la determinación de la voluntad, […] Schopenhauer resume el pensamiento cartesiano de la forma siguiente: la conciencia podría decir: «Puedo hacer lo que quiera». Lo cual puede traducir: «Puedo ser cualquier cosa»” (Philolenko, 1989,260). De esta implicación cartesiana, por el que un individuo ha llegado a ser lo que es únicamente como resultado de su conocimiento, Schopenhauer señala que “todo aquello es una inversión de la relación verdadera. La voluntad es lo primero y originario, el conocimiento es algo meramente añadido que pertenece al fenómeno de la voluntad en calidad de instrumento suyo. Por consiguiente, cada hombre es lo que es por su voluntad y su carácter es originario, ya que el querer es la base de su ser” (MVR. I. §55, 349; en alemán, 345). Schopenhauer asume las palabras de Séneca, que cita en su obra fundamental: “El querer no se aprende” (MVR. I, §55, 351; en alemán, 347).

Para Schopenhauer, la razón no puede modificar la voluntad30; Schopenhauer se refiere así a lo que hoy denominamos “autoengaño”: “El hombre a veces prefiere ignorar la causa que

30 Al finalizar el libro primero de su obra fundamental, Schopenhauer se opone de manera enérgica a la ética estoica, por considerar que más allá de existir una completa antinomia en querer vivir sin sufrir o “vida bienaventurada”, la contradicción interna de la que adolece se muestra “en que su ideal, el sabio estoico, ni siquiera en su presentación puede nunca ganar vida, ni verdad poética, sino que permanece como un rígido muñeco de madera con el que nada se puede hacer, que no sabe él mismo a dónde ir con su sabiduría, cuya perfecta tranquilidad, satisfacción y felicidad contradicen directamente la esencia del hombre y no nos permiten ninguna representación intuitiva” (MVR. I, §16, 143; en alemán, 108-109). Consideramos que a lo largo de los otros tres libros de esta obra fundamental Schopenhauer busca alcanzar una verdadera representación intuitiva que le dé validez a este noble ideal estoico. Como mostraremos en el presente capitulo, esta representación sólo se alcanza con plenitud en lo desarrollado por nuestro autor en el libro cuarto. 75

le mueve a actuar, pues teme saber cuáles son los verdaderos motivos que le determinan; otras veces cree poder afirmar «quiero esto», pero en lugar de quererlo de verdad, lo que le ocurre es que «le gustaría quererlo», cuando su voluntad está diciendo que prefiero aquello otro” (Lapuerta, 1997, 264-265). Este es entonces el dispositivo que se pone en marcha en el disimulo, que en el capítulo anterior de este trabajo anotamos. Para Schopenhauer, solamente a posteriori, “por experiencia y reflexión, [un hombre] se percata de que su obrar resulta necesariamente de la coincidencia del carácter con los motivos” (MVR. I. §55, 345; en alemán, 340-341).

Que no exista libertad, entendida como capacidad de elección racional, no significa entonces que el hombre no sea responsable de sus actos, puesto que sí es enteramente responsable de lo que es. Responsabilidad y libertad quedan entonces desplazadas al ámbito de lo que es en sí, más allá de la individualidad fenoménica. Schopenhauer admite la libertad esencial del hombre, pero no su libertad empírica, “para ello tomará prestada la distinción kantiana entre ser sensible y ser inteligible, que no es sino una prolongación de la distinción entre fenómeno y cosa en sí, para acabar afirmando, como su ilustre maestro, la coexistencia entre libertad y la necesidad” (Lapuerta, 1997, 268). El carácter inteligible del hombre es un acto de la voluntad extratemporal, “cuyo fenómeno, desarrollado y disgregado en el espacio, el tiempo y todas las formas del principio de razón, es el carácter empírico tal y como se presenta empíricamente en toda la conducta y el curso vital de ese hombre” (MVR. I. §55, 346; en alemán, 341). Como anotamos antes, Schopenhauer recoge de la doctrina kantiana la coexistencia de libertad y necesidad, considerándola “el mejor de los logros del ingenio humano” (FM, §10. 203; en alemán, 176). Esta conciliación “no podría salir del dualismo metafísico si no fuera porque lo posible por libertad se concibe como realizable, lo que quiere decir que la dimensión nouménica de su existencia, que está fuera del tiempo, abre un horizonte de posibilidad que es el «reino de la moralidad», una medida de conducta, una medida de comparación para lo real, una puerta abierta a la esperanza de que se realice lo que debe ser y aun no es” (Lapuerta, 1997, 268)31.

31 En el Colofón de la Crítica de la razón práctica, Kant señala la condición fundamental en la que se encuentra erigido su pensamiento: “Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Ambas cosas no debo buscarlas ni limitarme a conjeturarlas, como si 76

La más alta objetivación de la voluntad, para nuestro filósofo, es el carácter. La diferencia kantiana entre el carácter inteligible y el empírico la conserva Schopenhauer, indicando a la vez que el primero es la voluntad como cosa en sí y el segundo el fenómeno como tal. Para representar la articulación de estos dos, el autor de El Mundo, apela a la siguiente metáfora:

Así como el árbol no es más que el fenómeno continuamente repetido de uno y el mismo impulso, que se presenta en su mayor simplicidad en la fibra y se repite en la composición de la hoja, el tallo, la rama y el tronco, en los que es fácilmente reconocerlo, igualmente, todos los actos del hombre son la exteriorización de su carácter inteligible continuamente repetida y algo alterada en la forma; y la inducción a partir de la suma de los mismos proporciona su carácter empírico (MVR. I. §55, 346; en alemán, 342).

Schopenhauer menciona junto al carácter inteligible y al carácter empírico un tercer carácter: el carácter adquirido, “que se obtiene a lo largo de la vida por medio de la práctica mundana” (MVR. I. §55, 360; en alemán, 357). Este es el claro conocimiento de la propia individualidad, “el conocimiento de la propia mentalidad y de las capacidades de cualquier clase, así como de sus límites inalterables, es el camino más seguro para lograr la mayor satisfacción posible de sí mismo” (MVR. I. §55, 363; en alemán, 361). Este conocimiento se convierte en un aquietador que calma y anula todo querer.

Para Philonenko, el origen de la reflexión que constituye el carácter adquirido es “la cruel experiencia del mundo, que nos enseña que todo no es adquirido. La lección es clara: en conformidad con el principio de economía, que nos aconseja a aceptarnos a nosotros mismos y concentrarnos en nosotros mismos, nos será posible evitar «ese gran dolor» que se manifiesta cuando nos encontramos «escasos de fuerzas en momento en que las necesitamos»” (1989, 280-281). Por esta razón, el carácter adquirido tiene en Schopenhauer una significación metafísica, en la medida en que gracias a él “comprendo la necesidad de ser lo que soy” (Philonenko, 1989, 281). Parece entonces que estamos condenados. Pero este fatalismo es un poderoso calmante que asume la existencia como un mal sueño.

Recordemos, los animales tienen tan sólo representaciones intuitivas, mientras que el hombre, gracias a la razón, tiene representaciones abstractas o conceptos; éstos le dan la capacidad de elección que dista de ser libertad de voluntad en los actos individuales. Esta capacidad de elección es, para Schopenhauer, “la posibilidad de un conflicto entre varios estuvieran ocultas entre tinieblas, o tan en lontananza, que se hallaran fuera de mi horizonte; yo las veo ante mí y las relaciono inmediatamente con la conciencia de mi existir” (CRP. 296, en alemán, Ak.v,162; A289). 77

motivos, el más fuerte de los cuales le determinará necesariamente. Pero para eso los motivos tienen que haber adoptado la forma de pensamientos abstractos, ya que solo por medio de estos es posible una verdadera deliberación” (MVR. I. §55, 354; en alemán, 351). No obstante, esta motivación actúa sobre la base del determinado impulso del hombre, es decir, bajo el supuesto de su carácter, considerándolo como la suma de todas las voluntades de la persona y el lugar de la necesidad, siendo con frecuencia un sesgo definitivo ya presente en nosotros desde la infancia. Los motivos sólo pueden cambiar la orientación de la voluntad pero no la voluntad misma; “la auténtica bondad de ánimo, la virtud desinteresada y la pura nobleza no proceden del conocimiento abstracto, pero sí del conocimiento: en concreto, de un conocimientos inmediato e intuitivo que no se puede dar ni recibir por medio de la razón” (MVR. I. §66, 431; en alemán, 437).

En conclusión, la disputa acerca de la libertad del actuar individual “gira [en realidad para Schopenhauer] en torno a la cuestión de si la voluntad está o no en el tiempo. Si, tal y como resulta forzoso en la teoría de Kant y en mi propia exposición, en cuanto cosa en sí se halla fuera del tiempo y de cualquier forma del principio de razón” (MVR. I. §55, 348-349; en alemán, 344). La verdadera libertad de la voluntad, que se encuentra solo en la cosa en sí, puede entrar en conflicto consigo misma, llegando incluso a suprimirse el en sí de su ser, “cuando el hombre abandona todo el conocimiento de las cosas individuales sometido al principio de razón y a través del conocimiento de las ideas traspasa el principium individuationis” (MVR. I. §55, 358; en alemán, 355). La libertad, para Schopenhauer, “no consiste en un poder hacer o no hacer sino en ser una persona, un estilo. […] Schopenhauer parece oponerse de nuevo a Kant: la voluntad, expresión del carácter inteligible, no es sino deseo. Pero este deseo no es impersonal; surgiendo del hombre en tanto en cuanto es «de alguna forma» una idea” (Philonenko, 1989, 264). En otras palabras, la única libertad que sería posible para Schopenhauer es la negación radical de la voluntad a través del arte y del desapego. Pero esta libertad sólo lo es como libertad noumenal, pues al aparecer en lo fenoménico se encuentra determinada por las formas de todo fenómeno, a saber, espacio, tiempo y causalidad32.

32 El profesor Modesto Gómez Alonso de la Universidad de Salamanca, en su conferencia del 10 de febrero en la Universidad Santo Tomás en Bogotá, señala que el verdadero talón de Aquiles de la metafísica de la voluntad en Schopenhauer consiste tanto en definir la naturaleza interna del sujeto no “en términos de 78

Para Schopenhauer, la fundamentación de la moral no puede tomar cimientos en la motivación egoísta de las acciones, como lo propone de cierta manera Kant, pues todo deber es condicionado e hipotético, “ya que su cumplimiento depende siempre del deseo de recompensa o del temor al castigo; tampoco la moral puede estar fundada en el cumplimiento de dogmas religiosos, como lo hace la moral teológica” (Lapuerta, 1997, 276)33.

Para Schopenhauer, el origen del error que fomenta la afirmación de la autoconciencia se basa en que el hombre oculta los motivos de su obrar, incluso para sí mismo, por eso suele llevarse al autoengaño, hasta el punto que dude de su existencia o de la necesidad de su actuar; “Así puede opinar que lo que se hace podría igual de bien omitirse, que la voluntad decide por sí misma, sin causa, y que cada uno de sus actos es un primer comienzo de una imprevisible serie de cambios así producidos” (LV. 72, en alemán, 41). Con el objetivo de explicar el origen de este error, nuestro filósofo presenta su famoso ejemplo:

Pensemos en un hombre que, estando en la calle, se dijera: «Son las 6 de la tarde, la jornada de trabajo ha terminado. Ahora puedo dar un paseo; o puedo ir al club; puedo también subir la torre, a ver ponerse el sol; también puedo ir al teatro; o puedo visitar a este o aquel amigo; puedo también bajar hacia la puerta de la ciudad, hasta el ancho mundo, y no volver nunca. Todo esto depende sólo de mí, tengo total libertad para ello; sin embargo, ahora no hago nada de eso sino que, igual de voluntariamente, me voy a casa con mi mujer». Esto es exactamente igual que si el agua dijera: «Puedo formar altas olas (¡sí! en el mar y la tempestad); puedo bajar impetuosa (¡sí! en el cauce de la corriente); puedo precipitarme espumosa y burbujeante (¡sí! en la cascada); puedo subir libre hasta el aire en forma de chorro (¡sí! en los surtidores); puedo, en fin, cocer y desaparecer (¡sí! a 80° de calor); sin embargo, ahora no hago nada de todo eso sino pensamiento, conocimiento o racionalidad, sino en voluntad o ansia, como en postular un modelo explicativo reduccionista, de acuerdo al cual la razón es un aspecto accidental y dependiente de la realidad, comprensiblemente en términos de instrumento en la lucha por la supervivencia, y por tanto, constitutivamente incapaz, a no ser que apelemos a un milagro” (2015, 9). Pero más allá de esta tensión, señala que el culmen de la dimensión ética que para Schopenhauer consiste en “la libre abolición de la voluntad (o del mundo como Voluntad), resultaría incomprensible si la Voluntad fuese la esencia íntima del sujeto y la dimensión metafísica última de la realidad.” (Gómez-Alonso, 2015, 10). 33 El profesor Cardona en su escrito La analítica del sufrimiento humano en Schopenhauer anota que al plantear Schopenhauer a la compasión como el logro de suprimir la mínima diferencia posible entre mi ser y el de cualquier otro ser, en palabras de Schopenhauer, “un individuo reconoce inmediatamente en el otro así mismo, su propio ser verdadero”, podemos levantar el mismo reproche a Schopenhauer, que a su vez le formuló éste a Kant, pues su intento de fundamentación filosófica del desinterés de la compasión sigue realmente una lógica egoísta: “Al examinar bien este problema a la luz de los resultados de esta analítica de nuestro sufrimiento, descubrimos que el mismo Schopenhauer repite aquí una vez más el egoísmo metodológico que fundamenta la analogía con la cual la voluntad encontrada en su propia interioridad es proyectada hacia el resto del mundo, es decir, la correspondencia analógica entre el micro y el macro-cosmos. Por tanto, esta transferencia per analogiam del micro al macro-cosmos presupone que nosotros sólo podemos comprender la esencia del mundo en y a través de nosotros mismos” (2014, 486-487). 79

que me quedo voluntariamente, quieta y clara en el espectacular estanque». Así como el agua sólo puede hacer todo aquello cuando se producen las causas determinantes de una cosa o la otra, igualmente aquel hombre no puede hacer lo que imagina poder bajo la misma condición (LV. 73, en alemán, 42).

Como vemos en ambos casos, la supuesta libertad es realmente una manera de hablar y de referirnos a nuestras acciones. Lo único verdaderamente libre se refiere a la voluntad como cosa en sí, no a sus fenómenos que están determinados por las circunstancias y los motivos. El autor de El mundo, anota la existencia de tres son los móviles que pueden servir de fundamento a la acción humana: el primero de ellos es el egoísmo, motivo que “quiere el propio placer (Wohl)” (FM. §16, 234, en alemán, 210), considerado por el filósofo como el móvil esencial en el hombre y en el animal, puesto que de allí parte el impulso a la existencia y el bienestar; sin embargo, por el egoísmo el hombre pretende disfrutar de todo, tenerlo todo, de forma ilimitada e incondicionalmente libre de dolor, ya que “cada uno hace de sí mismo el centro del mundo, lo refiere todo a sí mismo” (FM. §14, 222, en alemán, 197).

El segundo móvil es la malevolencia o la hostilidad, motivo que quiere el dolor (Wehe) “que surge de las colisiones del egoísmo, inevitables y producidas en cada paso. Después es excitada también por la visión de los vicios, faltas, debilidades, necedades, carencias e imperfecciones de todo tipo” (FM. §14, 224, en alemán, 199). Una de estas fuentes de maldad es justamente la envidia, provocada por la incesante búsqueda de la felicidad, la propiedad o poseer los privilegios ajenos. Para la maldad, “los sufrimientos y dolores de los demás son fines en sí mismos y su consecución placer” (FM. §14, 226, en alemán, 200). Por último, como tercer móvil de la acción humana encontramos, según Schopenhauer, la compasión, por el que se “quiere el placer ajeno (Wohl) (llaga hasta la nobleza y la magnanimidad” (FM. §16, 234; en alemán, 210), es decir, “la participación totalmente inmediata e independiente de toda otra consideración, ante todo en el sufrimiento de otro y, a través de ello, en la obstaculización o supresión de este sufrimiento, en la que en el último término consiste toda satisfacción y todo bienestar y felicidad” (FM. §16, 223, en alemán, 208).

Según nuestro filósofo, una ética descriptiva sólo puede fundamentarse en la ley de la motivación empírica de la voluntad, no en valores absolutos ni en deberes incondicionados, presupuestos por una razón especulativa, sino que ha de nacer del conocimiento intuitivo, 80

entendiendo como motivación empírica lo que mueve a actuar moralmente: “Y es que la motivación de la voluntad no reside únicamente en el placer y el dolor propios, sino que también puede radicar en el placer o dolor de otro. Concretamente, los móviles de las acciones humanas pueden ser: i) querer el placer propio: egoísmo; ii) querer el placer ajeno: maldad; y iii) querer el placer ajeno: compasión” (Lapuerta, 1997, 277). Este último es entendido como un compadecerse con el sufrimiento del otro que se orienta a su evitación, ya que siente el sufrimiento ajeno como si fuese propio y, por tanto, busca su eliminación. Detengamos ahora en este contramotivo de la acción.

3.2 Filosofía de la tragedia y ética de la compasión

El derecho natural, o mejor llamado por Schopenhauer derecho moral, encuentra su validez en el obrar y el autoconocimiento de la propia voluntad individual, es decir, en la conciencia del hombre, ya que “el estado de naturaleza siempre depende únicamente de cada cual el no cometer injusticia pero no siempre el no padecerla, lo cual depende de su contingente fuerza externa” (MVR. I. §61, 401; en alemán, 403). Por esta razón, la doctrina del derecho moral se refiere directamente al hacer y no al padecer, y los conceptos de lo justo y lo injusto son válidos también para el estado de naturaleza. Este punto cero es “el punto en que la afirmación de la propia voluntad se convierte en negación de la ajena, es decir, el que a través del obrar injusto indica el grado de vehemencia de la voluntad unido al grado en que está inmerso el conocimiento dentro del principium individuationis” (MVR. I. §61, 401; en alemán, 403).

En el prólogo a la primera edición de Los dos problemas fundamentales de la ética, Schopenhauer toma distancia de Kant, al reconocer que la fuente y fundamento de la moral es el fundamento teórico-ideal, que es al mismo tiempo el fundamento práctico-real; demuestra cómo en la ética de su predecesor no van en armonía estas dos dimensiones de la investigación moral. Para nuestro autor, el fundamento de la moral tiene que ser un hecho, bien sea del mundo objetivo o de la conciencia humana, pero no puede ser un principio que flote libre en el aire, sin contenido real, como si se tratase de una “apriorístico castillo de naipes” (FM. §6, 170; en alemán, 143). Frente a la crítica de la Real Sociedad Danesa a su escrito no premiado, Sobre el fundamento de la moral, Schopenhauer anota: “He demostrado, de una parte negativa, que el principio de la ética no se encuentra allá, donde hace 60 años se ha aceptado como probado con seguridad. Luego, en la parte positiva, he 81

descubierto la auténtica fuente de las acciones moralmente loables y he demostrado realmente que es ésa y no puede ser ninguna otra” (PFE. Prólogo primera edición, 10; en alemán, XIII).

Como vemos, aquí se desvirtúa la primacía de lo a priori en la que Kant fundamenta su ética, pues el imperativo categórico en su primera formulación establece: “Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en una ley universal” (FMC. 67; en alemán A52; Ak. IV, 421); con esta formulación se busca atar de manera necesaria la máxima al concepto del deber, reconociendo una verdad teleológica que vincula la acción a un posible premio o castigo. Para Schopenhauer, “Kant asumió que, así como conocemos a priori las leyes del espacio, del tiempo y de la casualidad, también de la misma manera, o si no análoga, la pauta moral de nuestro obrar nos es dada antes de toda experiencia y se manifiesta como imperativo categórico, como obligación absoluta. ¡Pero que inmensa es la diferencia entre ambos! […] ¡Que cosas tan totalmente dispares se reúnen aquí bajo el concepto de aprioridad!” (FM. §6, 159-160, en alemán, 132). Más aún, cuando Kant exige que “el concepto del deber mismo, sea también la razón de su cumplimiento, o sea, que lo obligue. Luego una acción, dice, sólo tiene auténtico valor moral cuando se produce simplemente por deber y meramente por mor del deber, sin inclinación alguna hacia él” (FM. §6, 161, en alemán, 134).

Teniendo en cuenta esta situación que afecta a la fundamentación de la moral en Kant, Schopenhauer considera a su predecesor como aquel mago que encuentra una cosa que previamente ha escondido, pues había desaparecido la teología como supuesto y ahora la hace aparecer como resultado: “Kant ha vinculado estrechamente, de una forma muy artificiosa, el principio de la moral con el fundamento de la misma […] [¿]Cómo a partir de conceptos puramente aprióricos, sin contenido empírico ni material alguno, han de precipitarse las leyes del obrar material humano[?]” (FM. §6, 165-166, en alemán, 138).

Schopenhauer hace que el fundamento cognoscitivo de su ética cobre un carácter intuitivo y no prescriptivo como en Kant, en otras palabras, convierte a la voluntad en el fundamento último de la ética. Pero se trata de un fundamento que está fuera de los límites de la razón, implicando lo a posteriori, lo empírico y lo intuitivo. El valor moral, para Schopenhauer, se presenta entonces en un obrar ejemplar y loable que tiene sus raíces en un móvil compasivo que supone el desprendimiento de sí desinteresado. 82

La postura de Kant ante la compasión no es más que un indicador interno sin inteligencia, es decir, como “una campana que suena en presencia del sufrimiento, que nos condiciona a reconocer el sufrimiento como una característica moralmente relevante de la situación” (Nussbaum, 2008, 424-425). Para Nussbaum, el hecho de que Kant no considere adecuadas las evaluaciones encarnadas en la compasión obedece a su concepción general no cognitiva de las pasiones, pues “Kant alberga la convicción profunda de que hay algo humillante en ser objeto de compasión. Sostiene que el respeto y el autorespeto exigen distancia, no un interés demasiado amoroso; por otro lado, el principio del amor práctico encarece la cercanía y un interés atento” (2008, 425).

Distanciándose de Kant, a Schopenhauer le interesa acentuar el significado moral del mundo, ya que le permite mostrar la dimensión negativa de la vida humana, “cuanto más cargue las tintas sobre ello más fortalecida saldrá su imprecación a la búsqueda de una salida liberadora” (Lapuerta, 1997, 271). En primera instancia la virtud de la justicia es también un concepto negativo, pues Schopenhauer asume que un hombre justo es aquel que “no infligirá sufrimiento a otros para incrementar su propio bienestar” (MVR. I. §61, 431; en alemán, 403). En una segunda instancia, podemos también asumir que un hombre justo busca siempre ayudar a menguar o evitar el sufrimiento de otro como el sufrimiento suyo.

En este contexto, Aurelio Arteta señala que la compasión es entendida aquí “como un ejercicio de la imaginación por el que nos ponemos en el lugar del que sufre. La percepción discierne que hay dolor en el otro porque distingue los gestos que lo expresan, pero como tal es incapaz de penetrar en el modo como el otro padece ese dolor. Esto último requiere otro tipo de facultad, la imaginación” (1996, 29). De aquí que la compasión consista en sufrir en uno mismo por el dolor del otro como si fuese el dolor propio, pero no en sufrir el mismo dolor del otro, puesto que el mal sufrido por cada uno es sólo de quien lo padece. Estamos pues ante dos dolores reales pero diferentes, el dolor ajeno se sufre indirectamente a través del rodeo de la imaginación.

El hombre bondadoso hace menos diferencia de lo que es usual entre sí mismo y los demás, es aquel que no obra según la escisión entre el yo y el no-yo, “el principium individuationis, la forma del fenómeno, ya no le cautiva con tanta fuerza, sino que el sufrimiento que ve en otro le afecta casi tanto como el suyo; de ahí que intente establecer un equilibrio entre 83

ambos” (MVR. I. §55, 433; en alemán, 440). Esta conducta debe extenderse a los animales y a toda la naturaleza. La fórmula Veda que sugiere nuestro filósofo, para curarse de la ilusión del engaño de Mâyâ es: Tat twam asi! (¡Este eres tú!). “Quien sea capaz de decírsela a sí mismo respecto de todos los seres con los que entra en contacto, con claro conocimiento y sólida convicción interior, con ello tiene asegurada la virtud y la santidad, y se encuentra en el camino directo a la salvación” (MVR. I. §66, 435; en alemán, 442). El amor puro es por naturaleza compasión (Mitleid): “Cuando el amor al hombre logra desplegarse completamente deviene en compasión; por esta razón, la compasión es idéntica con el amor perfecto. Así pues, el hombre compasivo levanta el límite existente entre su propia individualidad y la de los otros, pues atraviesa el principium individuationis y se com-padece (mit-leid) así de todos los demás seres sufrientes” (Cardona, 2014, 485).

Para entender el verdadera alcance de esta formulación de Schopenhauer, puede ser oportuno ahora retomar el análisis que hace Freud de la dinámica del amor y de la relación de simpatía entre el yo y otro yo. En el escrito El “yo” y el “Ello”, Freud define al yo como “una organización coherente de sus procesos psíquicos. […] Este yo integra la conciencia, la cual domina el acceso a la motilidad; esto es, la descarga de las excitaciones en el mundo exterior, siendo aquella instancia psíquica que fiscaliza todos sus procesos parciales” (2003, 2703-2704). Como hemos indicado ya antes, en el yo hay también algo de inconsciente, algo que se conduce idénticamente a lo reprimido; el psicoanalista recurre a la opinión de Groddeck, para quien “aquello que llamamos nuestro yo se conduce en la vida pasivamente y que, en vez de vivir, como “vividos” por poderes ignotos e invencibles” (Freud, 2003, 2707). De ahí que Freud nombre como yo al ente, el mismo que es primero preconsciente, y el Ello, a lo psíquico restante –inconsciente.

En su ensayo Psicología de las masas y análisis del yo Freud estudia cómo en la vida anímica individual aparece integrado siempre “el otro”, “como modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la psicología individual es al mismo tiempo y desde un principio psicología social, en un sentido amplio, pero plenamente justificado” (2003, 2563). La psicología colectiva considera entonces al individuo como miembro de una tribu, de un pueblo, de una casta, de una clase social o de la vida social, en un sentido amplio, pero plenamente justificado. De acuerdo con lo planteado por el psicoanálisis, podemos decir entonces que “casi todas las relaciones afectivas íntimas de alguna duración entre dos 84

personas –el matrimonio, la amistad, el amor paterno y el filial- dejan un depósito de sentimientos hostiles, que precisa, para escapar de la percepción, del proceso de represión. […] En los sentimientos de repulsión y de aversión que surgen sin disfraz alguno contra personas extrañas, con las cuales nos hallamos en contacto, podemos ver la expresión de un narcisismo que tiende a afirmarse” (2003, 2583).

No obstante, la intolerancia desaparece en la masa, para Freud, mientras que la formación colectiva se mantiene, los individuos toleran todas las particularidades de los otros, “tal restricción del narcisismo no puede ser provocada sino por un solo factor; por el enlace libidinoso a otras personas. El egoísmo no encuentra un límite más que en el amor a otros, el amor a objetos. […] En el desarrollo de la humanidad, como en el individuo, es el amor lo que ha revelado ser el principal factor de civilización, y aún quizá el único, determinando el paso del egoísmo al altruismo” (Freud, 2003, 2584). En relación con este amor por los otros, la interpretación que hace Bruno Bettelheim sobre las pulsiones de vida y de muerte en Freud destaca en el psicoanalista lo siguiente: “El amor por los otros –la actividad del Eros eterno- encuentra expresión en las relaciones que constituimos con aquellos que son importantes para nosotros y en las que actuamos en vistas a conseguir para ellos una vida mejor y un mundo mejor” (1983, 154). En este sentido, el bienestar que concibe el psicoanálisis es, para Bettelheim, una vida con sentido resultado de “relaciones duraderas, sustanciales y mutuamente gratificantes que somos capaces de establecer con aquellos a quienes amamos y mediante la satisfacción que se deriva para nosotros de saber que participamos en un trabajo que nos ayuda y ayuda a los demás a tener una vida mejor” (1983, 154).

En su libro La agonía del Eros, Han señala que la sociedad de consumo aspira a eliminar la alteridad a favor de las diferencias consumibles, que terminan por erosionar a ese otro en todos los campos de la vida. El problema radica en que “el Eros se dirige al otro en sentido enfático, que no puede alcanzarse bajo el régimen del yo. Por eso, en el infierno de lo igual, al que la sociedad actual se asemeja cada vez más, no hay ninguna experiencia erótica. Esta presupone la asimetría y la exterioridad del otro” (Han, 2012, 10). El narcisismo para Han, no sería ningún amor propio, por el contrario, el sujeto narcisista no puede fijar claramente sus límites entre él y el otro, diluyéndose el límite entre él y el otro; de tal forma que “el mundo se [le] presenta sólo como proyecciones de sí mismo. No es capaz de 85

conocer al otro en su alteridad y de reconocerlo en esta alteridad. Sólo hay significaciones allí donde él se reconoce a sí mismo de algún modo. Deambula por todas partes como una sombra de sí mismo hasta que se ahoga en sí mismo” (Han, 2012, 11). De ahí, que el sujeto del amor propio deba emprender una delimitación negativa frente al otro, en favor de sí mismo.

Este narcisismo exacerbado es también fuente de acción política. Por ejemplo, en su libro La hospitalidad Jacques Derrida señala que ideas como soberanía del poder, la potestas y la posesión del anfitrión, se derivan del paterfamilias como dueño de casa o señor del lugar, “y se traduce la misma palabra de dos maneras, a veces como «extranjero», a veces como «anfitrión»” (2008, 45). Para el filósofo francés, la noción de extranjero se encuentra familiarmente ligada a la de hostis como antitrión [hôte] o como enemigo, “extranjero se entiende a partir del campo circunscrito del ethos o de la ética, del hábitat o de la morada como ethos, de la Sittlichkeit, de la moralidad objetiva” (2008, 49). En estas dos derivaciones latinas, la de hostis como extranjero y la de [hôte] como huésped o como enemigo, Derrida encuentra un vínculo entre estas dimensiones en la siguiente formulación: “hospitalidad, hostilidad y hostipitalidad” (2008, 49). De ahí que la hospitalidad no es el efectivo cumplimiento de un pacto o de un deber, es más bien un don que requiere la transgresión de la ley de hospitalidad. En este sentido, “las leyes condicionales dejarían de ser leyes de la hospitalidad si no estuviesen guiadas, inspiradas, incluso requeridas, por la hospitalidad incondicional. Estos dos regímenes de la ley, de la ley y de las leyes, son, pues, a la vez contradictorios, anitinómicos e inseparables. Se implican y se excluyen, simultáneamente, uno al otro” (Derrida, 2008, 83).

Para realizar hoy una reflexión sobre la hospitalidad, se supone para el francés, y creemos también para una reflexión sobre la acción con otros en sentido schopenhaueriano, pensar “la posibilidad de una delimitación rigurosa de los umbrales o de las fronteras: entre lo familiar y lo no familiar, entre lo extranjero y lo no extranjero, el ciudadano y el no- ciudadano, pero sobre todo entre lo privado y lo público, etc.”34 (2008, 51). Como lo hemos

34 Para Byung-Chul Han, el mundo tiene hoy una topología inmunológica particular. El paradigma actual inmunológico no es compatible con el proceso de globalización, pues la otredad que provocaría una reacción inmunitaria se opondría a un proceso de disolución de fronteras. De tal forma, la sociedad “se sustrae por completo del esquema de organización y resistencia inmunológicas. Se caracteriza por la desaparición de la otredad y la extrañeza. La otredad es la categoría fundamental de la inmunología. Cada reacción 86

indicado más arriba, esta reflexión demanda también atender al móvil de la compasión en cuanto acción verdaderamente desinteresada para con los otros, incluso para con los demás seres vivos que en apariencia no son semejantes a nosotros. Diferencia que dentro de la filosofía fue expresada de manera enfática por Descartes basada en el anima rationalis, concediendo los visibles privilegios exclusivos a la especie humana y los animales junto a los demás integrantes de la naturaleza quedan hundidos en el más inmenso precipicio, catalogados como radicalmente diferentes y arrinconados bajo el enunciado de cosas inertes y de medio para el cumplimiento de los fines del hombre.

Como sabemos, Schopenhauer arremete contra los sofisticados e insulsos argumentos filosóficos que pregonan la incapacidad de los animales para distinguirse del mundo externo y la nula conciencia que tienen de sí mismos, para lo cual presenta el siguiente ejemplo: “Si un cartesiano se encontrase entre las garras de un tigre, se percataría con la mayor claridad de qué nítida distinción establece aquél entre yo y no-yo” (FM. §19, 264; en alemán, 239). Nuestro filósofo alemán afirma en su ensayo Sobre el fundamento de la moral, que ese miserable artificio es obra del clericalismo europeo que, “en su secularidad, no cree poder llegar bastante lejos en el negar y renegar de la esencia eterna que vive en todos los animales; con lo que se ha sentado la base de la malvada dureza y crueldad europea contra los animales, a la que un hombre de la alta Asia sólo puede mirar con justificado horror” (FM. §19, 264; en alemán, 240).

Mientras el brahmanismo y el budismo reconocen claramente la afinidad del hombre con toda la naturaleza y lo presenta así en estrecha conexión con el mundo animal, el defecto fundamental de las doctrinas judeo-cristianas se centra, según Schopenhauer, en la doctrina de consecuencia de la creación de la nada:

Según la cual el Creador –capítulos 1 y 9 del génesis – hizo entrega al hombre de todos los animales igual que si fueran cosas y sin recomendarles que los tratara bien, como hasta un vendedor de perros dice casi siempre cuando se separa de su pupilo; y se los entregó para que dominara sobre ellos, es decir, para que hiciera con ellos lo que quisiera; y luego, en el segundo capítulo, le designa como el primer profesor de inmunológica es una reacción frente a la otredad. Pero en la actualidad, en lugar de esta, comparece la diferencia, que no produce ninguna reacción inmunitaria. La diferencia postinmunológica, es más posmoderna, ya no genera ninguna enfermedad. En el plano de la inmunología corresponde a lo idéntico. A la diferencia le falta, por decirlo así, el aguijón de la extrañeza, que provocaría una violenta reacción inmunitaria. También la extrañeza se reduce a una fórmula de consumo. Lo extraño se sustituye por lo exótico y el turista lo recorre. El turista o el consumidor ya no es más un sujeto inmunológico” (2012, 13-14). 87

Zoología, al encargo que les dé nombre que han de llevar en adelante; eso es de nuevo un símbolo de que dependen por completo de él, es decir que carecen de derechos (PP. II, §177, 382-383; en alemán, 393-394)35.

Sin duda el Génesis es un texto que ha dado qué pensar. Schopenhauer no es la excepción. Su ética de la compasión desarrolla una relectura particular de este texto, para poder desmontar así la supuesta primacía del hombre sobre todo ser vivo. En esta misma línea de relectura, la deconstrucción del concepto del hombre y sus privilegios, de lo propio a no tener propio, la desarrolla también Jacques Derrida indicando justamente el enigma génesis, antes del pecado original, antes del mal original. El filósofo argelino señala que el origen judaico-cristiano se basa en una narración falogocéntrica del Génesis, y esta denegación propia del hombre instituye “lo propio del hombre, la relación consigo de una humanidad ante todo preocupada y celosa de lo propio” (2008, 30). Es en el varón en quien deriva la carga de denominación patriarcal. En el acto de nombrar, se introduce el poderío, el sometimiento, el hombre como administrador, privilegiado de la creación36. Derrida nos enfatiza en el hecho de que dar nombre a gritos tiene una connotación especial y, más aún, si ese nombramiento se hace bajo la supervisión de un Dios que se reserva el derecho a observar. De allí la soberanía y soledad del hombre, bajo la inspección de un Dios que lo vigila. El gran sufrimiento de la naturaleza viene del hecho de haber recibido un nombre.

Al desmontar la supuesta primacía del hombre sobre toda otra forma viviente, incluso sobre su propia carne y sus propios huesos, Schopenhauer busca articular su ética de la compasión con los animales con la bondad del carácter, mostrando así que, con seguridad, “quien es cruel con los animales no puede ser un buen hombre. También se muestra esa compasión como surgida de la misma fuente que la virtud a ejercitar con los hombres”

35 El texto bíblico al que se refiere aquí Schopenhauer dice lo siguiente: “Y dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que ellos dominen los peces del mar, las aves del cielo, los animales domésticos y todos los reptiles. Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; barón y hembra los creó. Y los bendijo Dios y le dijo Dios: crezcan, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar, a las aves del cielo y a todos los vivientes que reptan sobre la tierra” (Gen. 1. 26-28). 36 El lugar dominante del poder nombrar se expresa en el Génesis en los siguientes términos: “Entonces el Seño Dios modeló de arcilla todas las fieras salvajes y todos los pájaros del cielo, y se los presentó al hombre, para ver qué nombre les ponía. Y cada ser vivo llevaría el nombre que el hombre le pusiera. Así, el hombre puso nombre a todos los animales domésticos, a los pájaros del cielo y a las fieras salvajes. […] Entonces el Señor Dios echó sobre el hombre un letargo, y el hombre se durmió. Le sacó una costilla y creció carne desde adentro. De la costilla que le había sacado al hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: ¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será Hembra, porque la han sacado del Hombre” (Gen. 2. 19-23). 88

(FM. §19, 266; en alemán, 242). Para el descubrimiento de la compasión, como única fuente de las acciones desinteresadas, no se requiere ningún conocimiento abstracto o racional sino tan sólo uno intuitivo, esto es, “de la mera captación del caso en concreto a la que se reacciona inmediatamente sin ninguna mediación ulterior de pensamiento” (FM. §19, 270; en alemán, 246). Esto lleva a nuestro filósofo a enfrentar la pretendida ausencia de derechos de “nuestros hermanos irracionales” (MVR. I. §8, 85; en alemán, 43), en razón de la ilusión de que nuestra conducta no tiene con ellos ningún valor moral y por ende ningún deber del hombre con los animales, considerándolo una “indignante brutalidad y barbarie del occidente” (FM. §19, 263; en alemán, 239)37.

Acceder a este trato compasivo con el otro implica, obviamente, suspender por un momento toda forma de egoísmo. Pero aquí podemos también encontrar una tensión que atraviesa la consideración del fundamento de la moralidad en Schopenhauer. En su artículo La ascesis liberadora como libertad en el fenómeno en Schopenhauer el profesor Cardona analiza esta tensión bajo la expresión “lógica egoísta del fenómeno de la compasión” (2012, 227), señalando con ello que “el hombre compasivo que quiere acabar con el sufrimiento de los demás, permanece aún unido a la ilusión egoísta de querer determinar con su acto al mundo entero” (2012, 227). Como vemos, se repite aquí la aporía que atraviesa la propuesta ética de Schopenhauer, pues “sólo bajo esta abstracción del propio sí mismo individual y, por tanto, corporal, esto es, sólo en una abnegación la mayor posible, un acto determinado puede tener valor moral frente a todas las otras acciones posibles y ritmos de vida” (Cardona, 2012, 228). Así las cosas nuestro autor repite el egoísmo metodológico que fundamenta “la conclusión de analogía con la cual la voluntad encontrada en nuestra propia interioridad es proyectada hacia el resto del mundo, es decir, la correspondencia analógica

37 Para Schopenhauer, la especie humana sólo es un grado de objetivación más de la voluntad. Encarnación Ruiz Callejón en su tesis doctoral para la Universidad de Granada, señala que un rasgo significativo del proyecto filosófico de Schopenhauer consiste en “poner en relación los conocimientos científicos de la época y las tesis de su filosofía, con la idea de alcanzar así una explicación y una interpretación del hombre y el mundo más adecuadas. En esa línea se inscribe su interés por la biología y por disciplinas afines, cuyos resultados no sólo van a tener efectos en su teoría del conocimiento y en la discusión con Kant, sino en la imagen del hombre resultante, una imagen mucho más integrada en la Naturaleza. Schopenhauer, a partir de estos datos, se refiere a la homogeneidad psíquica y somática entre el animal y el hombre, y califica la diferencia entre ambos como secundaria, diferencia que consistiría en el mayor desarrollo cerebral que se da en la especie humana” (2007, 148), y diríamos también una diferencias en el grado de objetivación de la voluntad y, por tanto, de incremento en el dolor. Por esta razón, ser redentores, sería nuestra última responsabilidad para con los animales y para con todo lo que existe. 89

entre el micro y el macro-cosmos” (Cardona, 2012, 230), que caracteriza la construcción de El mundo como voluntad y representación y al pensamiento único de Schopenhauer. Por esta analogía presuponemos que la esencia del mundo: “el otro es real únicamente en la medida en que es idéntico a como soy yo mismo” (Cardona, 2012, 230).

Schopenhauer trabaja en la búsqueda de encontrar un medio para dosificar la tristeza que inunda el mundo. Para poder dar este paso se requiere empero de que se cumpla la siguiente condición:

Sólo a partir de la renuncia a la omnipotencia y libertad incondicionada, esto es, sólo en el claro reconocimiento de la propia debilidad e individualidad, se puede abrir un camino de salida a las aporías del dolor y del sufrimiento. En este sentido, podemos decir que las descripciones schopenhauerianas de la contemplación estética y de la ascesis salvadora parecen confirmar esta búsqueda, pues en ambas se da una renuncia de los deseos individuales y anhelos, para alcanzar con ello una superación del egoísmo (Cardona, 2012, 222).

Philonenko señala también que “la esencia de la moral íntima del mundo es la insatisfacción” (1989, 288). De ahí que entre el existente y el ser se cava un abismo cada vez más profundo, por eso en bien-estar retrocede cada vez que creemos alcanzar algo de felicidad, “no hay existente que no exista en busca de su ser, entendido como perfección, y el hombre, más capaz del error que ningún existente, será el más angustiado y atormentado. En esto consiste la enseñanza de la metafísica de la naturaleza: nos permite vislumbrar la inanidad de los discursos moralizadores y presentir la apoteosis del dolor en el hombre” (Philonenko, 1989, 289). Pero esta apoteosis revela a la vez algo liberador. Si ascendemos en la jerarquía de los seres, veremos al dolor conquistar su grado más alto, “en ese sentido consciencia y sufrimiento son recíprocos ya hay que decir «sufro luego existo»” (Philonenko, 1989, 289). Si en Descartes, el cogito fue el principio del procedimiento para garantizar la existencia del mundo, para Schopenhauer “la conciencia del sufrimiento, que es conciencia de sí, va a desembocar según la fenomenología de la vida ética en extender en el mundo a la nada que se encuentra en mí” (Philonenko, 1989, 290). Así pues, la filosofía de la intelectualidad da un giro a la filosofía de la afectividad.

Schopenhauer percibió que la compasión era la operación en la cual la voluntad de vivir se niega en el fenómeno que soy yo mismo, ya que se deja de obedecer a los motivos personales, en la medida en que se rompe con el egoísmo que es el verdadero móvil de todas las acciones; por lo mismo, Philonenko hace visible la aporía de la palabra sagrada de 90

los Vedas, «tú eres esto», pues “si yo no soy nada, en la medida en que estoy vacío de todos mis motivos, el esto que yo soy supone ser su vez una nada” (1989, 307). De ahí que para nuestro autor un carácter sumamente noble tiene siempre “un cierto toque de callada tristeza, que para nada es el continuo malhumor por las contrariedades cotidianas, sino la conciencia de la nihilidad de todos los bienes y el sufrimiento de toda la vida, no sólo de la propia; una conciencia esta que ha nacido del conocimiento” (MVR. I. §68, 458; en alemán, 468). A la negación de la voluntad de vivir la denomina Schopenhauer resignación total o santidad, ya que “nace siempre del aquietador de la voluntad que supone el conocimiento de su contradicción interna y de su nihilidad esencial, tal y como se expresa en todo ser viviente” (MVR. I. §68, 460; en alemán, 470).

La confrontación de esta dialéctica de la negatividad constituye, para Han, el rasgo fundamental de la inmunidad, por lo mismo señala el peligro que representa la desaparición de la otredad del tiempo en que vivimos. Un tiempo de pobre negatividad y de exceso de positividad, que se ve representado en los estados patológicos de la humanidad, en especial en las enfermedades neuronales que la aqueja. Por esta razón, Han anota: “La violencia parte no solo de la negatividad, sino también de la positividad, no únicamente de lo otro o de lo extraño, sino también de lo idéntico. […] Lo idéntico no conduce a lo formación de anticuerpos” (2012, 17-18). Hoy en día la violencia de la positividad da como resultado el sujeto del rendimiento, que a la vez tiene como factores unas superproducciones y supercomunicaciones tales, que el agotamiento, la fatiga y la asfixia, no pueden ser repelidos por una resistencia inmunológica, sino por una abreacción digestivo-neuronal.

Una vez el hombre reconoce todos los dolores del mundo y los asume como propios como resultado de un autoconocimiento de la voluntad en él, se da un segundo paso para encarar el dolor, de acuerdo con la propuesta schopenhaueriana, a saber, la conversión (Umkehr) y ascesis, donde “la forma como asumimos y soportamos el dolor nos revela también un sentido para nuestra vida, pues nos señala que el mejor remedio se encuentra siempre cercano al dolor más profundo de nuestras heridas” (Cardona, 2014, 492). Detengamos 91

ahora en esta conversión o como la suele también llamar Schopenhauer “metamorfosis católica y trascendental” (MVR. O. §70, 435)38.

3.3 Quietud y nada

Para introducirnos en el mundo del ascetismo podemos retomar el célebre verso de Dante Alighieri, que se encuentra inscrito en las puertas del infierno, en su Divina comedia: “¡Oh, los que entráis, dejad toda esperanza!” (1922, 15). Tras haber quedado claro que el dolor es la esencia de la vida, y que estamos “en las tinieblas de un calabozo […] la regla de la moral consistirá sencillamente en intentar no conducirnos como imbéciles y en economizar los recursos de nuestro espíritu para esperar la muerte en una tranquila y serena espera” (Philonenko, 1989, 312). Ya en el libro tercero de su obra fundamental Schopenhauer nos señala que el placer estético, resultado de la admiración de la belleza, constituye la entrada al estado de pura contemplación, al quedar liberado de nosotros mismos, “a partir de ahí podemos comprobar lo feliz que ha de ser la vida de un hombre cuya voluntad no esté apaciguada por un instante, como en el disfrute de lo bello, sino para que siempre, y llega incluso a extinguirse totalmente hasta quedarse en aquel último rescoldo que sostiene el cuerpo y se apagará con él” (MVR. I. §68, 452; en alemán, 461). Cuando este hombre no lo hace por un solo instante, sino por toda su vida, “nada le puede inquietar, nada conmover: pues ha cortado los mil hilos del querer que nos mantiene atados al mundo y que, en forma de deseos, miedo, envidia o ira, tiran violentamente de nosotros hacia aquí y hacia allá en medio de un constante dolor” (MVR. I. §68, 452; en alemán, 461). Es decir, se ha liberado de su propia condición. ¿Cómo es esto posible?

Para nuestro filósofo, la negación de la voluntad de vivir es el único acto de libertad que puede manifestarse en el fenómeno, ya que es la independencia respecto del principio de la razón, el anonadamiento reflexivo del querer, autosupresión de toda determinabilidad. En este sentido, la negación de la voluntad como abnegación ascética es como una aniquilación

38 En este punto seguimos la traducción de Eduardo Ovejero y Maury (1927). En la versión de Pilar López de Santa María el pasaje en cuestión es traducido de la siguiente manera: “esa supresión suya es lo que Asmus, según antes se citó, designa con admiración como el «cambio católico, trascendental»: justamente él es lo que en la iglesia cristiana se denominó con gran acierto regeneración [sic]; y el conocimiento del que nace es lo que se llamó acción de la gracia” (MVR. I, §70, 466; en alemán, 477). 92

en el cuerpo vivo, que conduce “necesariamente a una plena contradicción del fenómeno individual consigo mismo. En este desprendimiento del cuerpo, la libertad de la cosa en sí irrumpe inmediatamente en el fenómeno” (Cardona, 2012, 215). No obstante, si se pensara aquí en la salida del suicidio, esta sería condenada por Schopenhauer, pues señala que lejos de ser una negación de la voluntad el efecto es contrario, la afirma de manera más enérgica: “El suicida quiere la vida, simplemente está insatisfecho con las condiciones en que se le presenta. De ahí que al destruir el fenómeno individual no elimine en modo alguno la voluntad de vivir, sino solamente la vida. […] Pero además constituye la obra maestra de Mâyâ al ser la expresión más manifiesta de la contradicción de la voluntad de vivir consigo misma” (MVR. I. §68, 461; en alemán, 471). Esto es, el suicidio niega solamente al individuo, no a la especie.

Clément Rosset señala que Schopenhauer “busca de hecho un origen que asimila de buen grado a un poder de la muerte: «Eros está en conexión misteriosa con la Muerte […] es de allí, sí de allí, todo viene del Orcus, y es allí donde ya ha existido todo lo que ahora está vivo». El precursor es doblemente sombrío: oculto y mortífero” (2005, 161-162). Siguiendo a los maestros orientales, en El mundo Schopenhauer indica que el significado íntimo de la unidad de la Trimurti manifiesta su voluntad de vivir tanto en la autodestrucción como en la autoconservación (Visnú) y en el placer de la procreación (Brahma). La obra maestra de Mâyâ es, recordémoslos, la contradicción de la voluntad de vivir consigo misma, “incluso el mismo individuo se declara en guerra a sí mismo, y la violencia con la que quiere la vida y se agolpa contra su obstáculo, el sufrimiento, le lleva a destruirse a sí mismo, de modo que la voluntad individual a través de un acto suyo suprime el cuerpo” (MVR. I. §69, 462; en alemán, 472).

Existe aquí una gran diferencia entre dejar de vivir y dejar de querer; Bryan Magee describe los dos errores fundamentales del suicida en los siguientes términos: “En primer lugar Schopenhauer creía firmemente que el único objetivo supremo de la vida humana que poseía validez era el aumento de nuestra comprensión en el mundo, y creía además que la vida debía vivirse hacia delante y, sin embargo, sólo podría ser comprendida hacía atrás” (1991, 242). Razón por la cual el suicida no llega a comprender el mundo; y de otro lado, aunque el suicida trate de eliminarse, su verdadera naturaleza es indestructible, “de modo 93

que ni obtiene lo que espera obtener ni pierde lo que quiere perder” (Magee, 1991, 242- 243).

En Más allá del principio del placer Freud muestra que el instinto de conservación, que reconocemos en todo ser viviente, se halla en contradicción con la hipótesis de que la total vida instintiva sirve para llevar al ser viviente hacia la muerte, precisamente lo contradice el hecho de que todo organismo viviente se rebela contra los peligros de muerte a través de tendencias naturalmente instintivas; de ahí que la importancia teórica de considerar a los instintos de conservación y poder como instintos parciales, “destinados a asegurar al organismo su peculiar camino hacia la muerte y mantener alejadas todas las posibilidades no inmanentes del retorno a lo anorgánico” (2003, 2526).

Para Bruno Bettelheim, si ponemos el acento en la pulsión de muerte, nos volveríamos morbosamente deprimidos e ineficaces, y si el acento cae exclusivamente en el eros y la psique, esto nos conduciría también a una vida superficial y narcisista: “El sistema de Freud asienta, en sus últimos desarrollos, la noción de una lucha eterna entre pulsiones de vida y las de muerte en nuestro interior y reconoce la necesidad de ayudar a que la pulsión de vida impida a la pulsión de muerte perjudicarnos. Esta lucha es la que hace posible la riqueza emocional” (1983, 153). De ahí, que la conciencia en los aspectos oscuros de la vida nos hace agudamente conscientes de asegurar una vida mejor. Porque “al conocer la verdadera naturaleza de nuestro inconsciente y la función que desempeña en nuestra psique, podemos alcanzar una existencia en la que el eros, el impulso de vida, mantenga su ascendiente sobre todo lo que hay de caótico, irracional y destructivo en nuestro interior” (Bettelheim, 1983, 155).

En este contexto, Freud atribuye como causa del suicidio a una exacerbada libido narcisista, producto de una peligrosa carga erótica en el melancólico, que puede llevarlo a un conflicto de ambivalencia tal que se acerque a la fase sádica con tendencia a quitarse la vida. En el ensayo Duelo y melancolía, Freud señala que “el análisis de la melancolía nos muestra ahora que el yo no puede darse muerte sino cuando el retorno de la carga de objeto le hace posible tratarse a sí mismo como un objeto; esto es, cuando puede dirigir contra sí mismo la hostilidad que tiene hacia un objeto; hostilidad que representa la reacción primitiva del yo contra los objetos del mundo exterior” (Freud, 2003, 2097). Para el psicoanálisis, en 94

situaciones opuestas como el suicidio y el enamoramiento extremo queda el yo dominado por el objeto. Para Freud, la autodestrucción del ser es producto de un conflicto de ambivalencia que llega a la fase sádica, que se halla en contradicción con el punto de partida primitivo o estado instintivo del ser, donde se comprueba el miedo que provoca la amenaza de muerte y la supremacía del instinto de conservación.

Como hemos señalado, tanto para Schopenhauer como para Freud el instinto de conservación o afirmación de la vida es algo natural que atraviesa a todo ser vivo y, con mayor fuerza, al hombre. No obstante, Schopenhauer acepta que la muerte por ayuno, elegida libremente como parte de la vida ascética y acompañada de una excitación religiosa, “no nace en modo alguno de la voluntad de vivir, sino que ese asceta totalmente resignado cesa de vivir porque ha cesado totalmente de querer” (MVR. I. §69, 463; en alemán, 474). Sin duda, esta cesación es un gran misterio, pues implica transformar el impulso natural a perseverar y a conservar la vida. La salvación ha de obtenerse, según el autor de El mundo, no mediante la aniquilación de nuestro fenómeno, sino por la negación del noúmeno, de nuestra voluntad de vivir. La voluntad que se manifiesta en el fenómeno entra en contradicción con éste; pero “la clave para conciliar esas contradicciones consiste en que el estado en que el carácter se sustrae al poder de los motivos no nace inmediatamente de la voluntad sino de una forma de conocimiento modificada” (MVR. I. §70, 465; en alemán, 477). Forma de conocimiento que es realmente la plena autocomprensión de la voluntad.

Se trata entonces de un conocimiento que tiene un efecto de aquietador general, una vez ha traspasado el principium individuationis, llegando inmediatamente a las ideas y a la cosa en sí. De tal forma los motivos individuales pierden aquí toda eficacia y el carácter mismo llega a ser totalmente suprimido. Según Schopenhauer, esta supresión “es lo que en la Iglesia cristiana se denominó con gran acierto regeneración; y el conocimiento del que nace es lo que se llamó acción de gracia” (MVR. I. §70, 466; en alemán, 478). Esta acción de gracia y la regeneración tienen como condición la reflexión racional y constituyen la única manifestación inmediata de la libertad de la voluntad. Por esta misma razón, los animales carecen de la posibilidad de libertad, pues “la necesidad es el reino de la naturaleza; la libertad es el reino de la gracia” (MVR. I. §70, 467; en alemán, 478). 95

El profesor Modesto Gómez-Alonso señala que el modelo ético de Schopenhauer apela a la existencia de un milagro o acción de gracia, que resulta poner en peligro la coherencia interna de su sistema, pues el sujeto ético debe trascender “la Voluntad sin dejar de ser sujeto, ve el mundo bajo especie de eternidad sin situarse más allá de los límites del mundo, en el área de lo ininteligible” (2015, 10). Por esta razón, considera que Schopenhauer debe quedarse con una de dos concepciones: o es racionalista, esquema a través del cual se encuentra incluida en la cosa en sí el fenómeno, “y, por ello, el giro voluntarista queda en último término contrarrestado por un giro racionalista, o somos prisioneros de la Voluntad, de modo que no hay perspectiva alguna que no sea una perspectiva utilitaria y subjetiva” (Gómez-Alonso, 2015, 9).

Para resolver esta tensión que atraviesa el sistema de El mundo, Gómez-Alonso intenta una lectura en clave espinocista de la unidad y coherencia interna del pensamiento único que caracteriza a la filosofía de Schopenhauer. Esta clave se puede entender, cuando leemos el final del libro cuarto del tomo primero de El mundo como voluntad y representación a la luz del libro V de la Ética de Spinoza. Aquí el holandés presenta ciertas máximas por las cuales se plantea el verdadero camino para alcanzar la libertad absoluta, ocupándose así de la potencia de la razón y lo que significa la libertad del alma. Recordemos que, para Spinoza, de acuerdo con la proposición XXIX del libro V, “concebimos las cosas como actuales de dos maneras: o bien en cuanto concebimos que existen con relación a un tiempo y lugar determinado, o bien en cuanto concebimos que están contenidas en Dios y siguen unas de otras en virtud de la naturaleza divina” (1980, 269). De aquí que para el filósofo la eternidad, esté vinculada a la idea de Dios y el alma humana sólo concibe la existencia presente de su cuerpo a la medida de su natural duración, al igual comprende todas las cosas que lo rodean.

No obstante, siguiendo el decurso de la Proposición XXXI, podemos también decir que el conocimiento del alma le da a ella una perspectiva de la eternidad, pues “en la medida en que es eterna, posee conocimiento de Dios, cuyo conocimiento es necesariamente adecuado. Por ende, el alma, en cuanto es eterna, es apta para conocer todas aquellas cosas que pueden seguirse de ese conocimiento de Dios” (Spinoza, 1980, 270). Como lo sostiene entonces Gómez-Alonso, el racionalismo espinosista permite pensar la eternidad anclada en una forma de conocimiento que es a la vez plenamente intelectual y amor como fuente de 96

una verdadera beatitud, pues “de aquí se sigue que ningún amor es eterno, salvo el amor intelectual” (Spinoza, 1980, Prop. XXXIV, libro V, 272). Este amor intelectual es muy diferente a esa supuesta acción de gracia que sería, según Schopenhauer, la única vía posible de salvación. Como vemos el verdadero conocimiento intelectual contrasta las ilusiones de una voluntad omnipoderosa y autorreferencial.

Para Schopenhauer, en la acción de gracia, que llega de repente y como caída del cielo, es por lo que el lugar del hombre viejo es ahora ocupado por uno nuevo, es decir, se ha regenerado. Por esta razón, nuestro filósofo señala que “por detrás de nuestra existencia se encierra algo distinto que sólo nos resulta accesible si nos libramos del mundo” (MVR. I. §70, 467; en alemán, 479). Así pues, la auténtica virtud de la santidad de ánimo tiene su origen primario en el conocimiento (la fe) y no en la voluntad deliberada (las obras).

Más en esa fe se incluye, ante todo, que el nuestro es un estado originario y esencialmente funesto del que necesitamos ser redimidos; luego que nosotros mismos pertenecemos esencialmente al mal y estamos tan firmemente vinculados a él que nuestras obras realizadas por leyes y preceptos, es decir, por motivos, nunca pueden dar satisfacción a la justicia ni redimirlos, sino que la salvación sólo se alcanza mediante la fe, es decir, a través de una forma de conocimiento transformada (MVR. I. §70, 470; en alemán, 482).

La pregunta que queda aquí abierta es la siguiente: ¿en qué consiste pues esta forma de conocimiento transformada? En El mundo como voluntad y representación II Schopenhauer anota que San Agustín enseñó que el hombre sólo fue inocente y tuvo libertad de voluntad en Adán, antes de la caída, luego se encuentra envuelto en la necesidad del pecado. La ley en sentido bíblico, “exige para siempre que modifiquemos nuestro obrar aunque nuestro ser permanezca sin cambio” (MVR. II. Cap. 48, 661; en alemán, 694). Ninguna filosofía, para nuestro autor, puede empero dejar en suspenso el tema del quietismo y de la ascética, cuando este asunto se plante en diversas religiones o éticas, pues “no sólo las religiones del Oriente, también el Cristianismo verdadero tiene un fundamental carácter ascético que mi filosofía explica como negación de la voluntad de vivir” (MVR. II. Cap. 48, 672; en alemán, 707), concluye de manera enfática Schopenhauer.

Recordemos, el cristianismo del Nuevo testamento recomienda el celibato auténtico y puro, es decir, en el cristianismo “el matrimonio es un mero compromiso con la naturaleza pecaminosa del hombre, una concesión, un permiso para aquellos que les falta fuerza para aspirar a lo más alto” (MVR. II. Cap. 48, 673; en alemán, 709). Detengámonos ahora en la 97

consideración del sentido de esta aspiración. En su libro Muerte aparente en el pensar Peter Sloterdijk señala que la idea de la muerte epistémica de los sabios ha de ser una especie de “muerto en vacaciones” (2010,13), y apela a la famosa afirmación de Sócrates, según la cual de lo que se trata en esta vida es “de estar, ya en vida, tan muerto como sea posible; pues, de creer al idealismo, sólo los muertos gozan del privilegio de contemplar «autópticamente», algo así como cara a cara, las verdades del más allá” (Sloterdijk, 2010,13). Para Sócrates, el estar muerto también se aprende, y más aún existen métodos a través del conocimiento y de teorías auténticas para aproximarse a ese estado, “no para «morir anticipadamente»; no para estar muerto más tiempo, sino para poner de manifiesto nuestra latente capacidad de inmortalidad mientras permanecemos encerrados en la envoltura mortal” (Sloterdijk, 2010, 14).

Pero este homo theoreticus se ve hoy amenazado, según Sloterdijk, por epistemólogos y filósofos modernos que sufren una desconexión del impulso metafísico o teoría pura. El asesinato del monstruo sagrado de la antigua teoría del conocimiento es llamado por Sloterdijk «angelocidio»; este angelocidio es pues perpetrado por diez puñales que reinstalan las ciencias en el mundo de la vida y resucitan a los “científica o filosóficamente cognoscentes a una existencia encarnada, con todas sus implicaciones en pasiones e intereses” (Sloterdijk, 2010, 130). De ahí, que este «angelocidio» sea realmente un atentado contra la tradición por la que el conocimiento sólo cabe en suerte de los olvidados de sí, de los marginales soberanos, que han cambiado su yo empírico por el espíritu suprapersonal. Frente a esta situación Sloterdijk propone que “podría componerse una crítica de la razón teórica que sustituyera las propuestas hechas hasta ahora de redescripción de los campos científicos de los modernos”39 (Sloterdijk, 2010, 129). Consideramos aquí que la tesis de la autosupresión de la voluntad y la vía ascética de su autocomprensión es un claro ejemplo de la estrategia del homo theoreticus de realizar los ejercicios propios de un muerto aparente.

39 Para Sloterdijk, son los poetas los que consiguen dar una expresión más cercana a la epojé involuntaria del ser humano, “como cuando leemos el Libro del desasosiego del ayudante de contable Bernardo Soares de Fernando Pessoa: ¡La gloria nocturna de ser grande sin ser nada! La grave majestad del esplendor desconocido …Y siento, de repente, la excelsitud del monje en la soledad, del eremita en el desierto, que sabe que Cristo está presente en las piedras y en las cavernas apartadas del mundo./ Y en mi mesa, en este cuarto absurdo, miserable, yo, pequeño empleado anónimo, escribo palabras que son la salvación de mi alma, y me doro con la imposible puesta de sol sobre montes lejanos, grandes, altos, con mi estatua, el sustituto de las alegrías de la vida, y mi anillo de la renuncia, joya inquebrantable de desdén extático, en mi dedo de apóstol” (citado por Sloterdijk, 2010, 131-132). 98

Para el auténtico cristianismo del antiguo testamento, el matrimonio era una simple concesión con el único fin de procrear, y con ello se añade como obligación servir al señor. Los nazarenos se abstenían de toda alimentación animal. Para nuestro filósofo, el cristianismo ha enseñado el significado metafísico de la existencia y enseñó a mirar por encima de la estrecha y efímera vida terrenal, a no considerarla en un fin en sí mismo sino como un estado de sufrimiento, de culpa y de purificación; y enseñó también la gran verdad de afirmación y negación de la voluntad de vivir, tras la alegoría del pecado de Adán y el sacrificio que hace Jesús por la humanidad.

Si se tiene en mente la idea del hombre, se ve que el pecado de Adán representa la naturaleza finita, animal y pecadora del hombre, conforme a la cual él es un ser sometido a la finitud, el pecado, el sufrimiento y la muerte. Por el contrario, la vida doctrina y muerte de Jesucristo representan el lado eterno y sobrenatural, la libertad y la redención del hombre. Cada hombre es, en cuanto tal y en potencia, tanto Adán como Jesús, según como se conciba a sí mismo y determine su voluntad; conforme a ello será maldito y estará sometido a la muerte, o se salvará y alcanzará la vida eterna (MVR. II. Cap. 48, 685; en alemán, 722).

¿En qué consiste pues la liberación de nuestra condición de vida en pecado? La respuesta posible al sentido de este camino, la podemos ver en la siguiente fábula Cheroquí, retomada por el profesor Luigi Zoja en su reciente libro Paranoia. La locura que hace la historia:

Un anciano le dice a un niño: dentro de ti dos lobos combaten una lucha mortal. Uno es bueno, generoso, sereno, humilde y sincero. El otro está lleno de rencor, de agresividad, de orgullo, de un sentimiento de superioridad y de egoísmo. « ¿Quién vencerá?», pregunta el niño espantado. «El que tú alimentes», le responde el adulto” (2013, 448).

En efecto, tanto la repuesta como aquello de lo cual nos queremos separar está en nosotros. Esta situación la indica también Schopenhauer, cuando señala que la víctima y el victimario son realmente una y la misma cosa. Schopenhauer reconoce en la santidad perfecta la negación y supresión de todo querer y con ello la salvación de un mundo de sufrimiento, que es justamente la esencia más íntima de lo que somos. Por esta razón, acepta que en esencia su ética concuerda con el verdadero dogma cristiano, como también con las doctrinas y los preceptos éticos de los sagrados libros hindúes. En el tomo II de Parerga y Paralipómena, Schopenhauer señala la forma como el cristianismo eliminó ante todo el paganismo greco-romano y en segunda instancia al judaísmo, resaltando que el cristianismo es muy superior a estas dos religiones gracias a que los dogmas son transmitidos de manera alegórica, de lo que resulta que los absurdos no se puedan juzgar según la medida de la 99

razón; a la vez rescata la superioridad en que “no sólo en la moral, donde las doctrinas de las caritas, la conciliación, el amor a los enemigos, la resignación y la negación de la propia voluntad son suyas en exclusiva - se entiende en Occidente-, sino incluso en la dogmática” (PP. II, §177, 375-376; en alemán, 386). En este sentido, la concepción de San Agustín de la salvación y la purgatorio se encuentra con el brahmanismo y el budismo, sin chocar gracias a la metempsicosis, por la cual la salvación final del brahmanismo y el nirvana del budismo se conceden a unos pocos, que han llegado al mundo con los méritos acumulados en vidas anteriores y siguen por el mismo camino, pero los demás no arderán en el infierno. Por el contrario, señala nuestro autor, “si entendemos solamente el sensu allegórico el mencionado dogma agustiniano de la pequeña cifra de los elegidos y la inmensa de los condenados por la eternidad, a fin de interpretarlo en el sentido de nuestra filosofía, tal dogma concuerda con la verdad de que, en efecto, sólo unos pocos llegan a la negación de la voluntad y con ello a liberarse de este mundo” (PP. II, §177, 380-381; en alemán, 391).

Para Schopenhauer, la desventaja del cristianismo es que el dogma se impregna de una historia de seres individuales cuya creencia santifica, entre tanto el budismo se acompaña de la vida de su fundador, pero ésta no hace parte del dogma, de ahí que “el Lalitavistara, no sea un evangelio en el sentido cristiano del término; no es una buena nueva sobre un hecho redentor sino la vida de aquel que ha proporcionado la indicación de cómo se puede redimir cada uno a sí mismo” (PP. II, §177, 382; en alemán, 393). El pensamiento único desplegado por Schopenhauer quiere reconocer también en la santidad perfecta la negación de la voluntad y con ella la salvación de un mundo, que se presenta en totalidad como sufrimiento. Todo este proceso es un tránsito al vacío de la nada.

Para Schopenhauer, el concepto de nada es esencialmente relativo “y siempre se refiere a un determinado algo que niega” (MVR. I. §71, 472; en alemán, 484). Toda nada es tal únicamente cuando se la piensa en relación con algo diferente y tiene como supuesto esa relación, pues una nada absoluta no es ni siquiera pensable para nuestro autor. Así pues, “todo nihil negativum o nada absoluta, cuando se subordina a un concepto superior, aparecerá como un mero nihil privativum o nada relativa que puede también intercambiar el signo con aquello que niega de modo que aquello se piense entonces como negación y ello mismo como posición” (MVR. I. §71, 472; en alemán, 484). 100

Autosuprimida entonces la voluntad, desaparecen también la pluralidad de formas, los grados de objetividad, las formas universales de tiempo y espacio, y de objeto y sujeto: “ninguna voluntad, ninguna representación, ningún mundo” (MVR. I. §71, 474; en alemán, 486). Para el profesor Gómez-Alonso, la necesidad mantiene unidas las cosas no sólo de manera causal sino también lógica, por lo mismo “trascender la voluntad, más que implicar la aniquilación del sujeto y del mundo, significa reducir mundo y sujeto a sus aspectos fundamentales, distanciarse de los fenómenos (que incluyen la voluntad) y contemplar el espacio lógico de uno mismo” (2015, 10). Esta es la razón por la cual el mismo Schopenhauer advierte que no siendo la voluntad absoluta y positivamente la cosa en sí, la nada tampoco es absoluta, ella aparece ante nosotros como relativa. De ahí que si al mundo pertenece la representación en general como forma de espacio y tiempo, la supresión, negación y conversión de la voluntad debemos verla en este espejo. Si este espejo falta, falta con ello también el mundo y su representación.

Sin duda, la posibilidad de liberación del sufrimiento que señala Schopenhauer encierra una aporía, si consideramos que dicha posibilidad está atravesada también por un egoísmo metódico que apela a la distinción de mi propio cuerpo y la autoconciencia, que busca hacer del mundo algo mío tanto como voluntad y como representación. Este es un elemento fundamental que conlleva a que esta libertad sea, en efecto, una libertad condicionada, ya que se da al interior de un fenómeno humano corporal que se acopla a una cierta negación ascética del propio cuerpo. Concibiéndose así nuestra libertad incondicionada como un autoengaño; un mundo carente de voluntad estaría entonces representado en el control total de la propia vida, una vida sin dolor y de paso sin ningún querer y sin ningún deseo. Para el profesor Cardona, “podemos señalar ahora que no sólo la contradicción interna, sino toda la aporética en el mundo del fenómeno, constituye entonces un fenómeno de un ser escindido y, por consiguiente, expresa el conflicto entre la condicionalidad y la indeterminación absoluta” (2012, 220). Así pues, hay un absurdo en concebir en nosotros una libertad plenamente absoluta y de entender la abnegación ascética como una renuncia ante la autoimagen egocéntrica; pero esta autosupresión se da también en nosotros como una cierta afirmación del fenómeno “en una proporción desmedida de la propia voluntad” (Cardona, 2012, 222). 101

En el libro Sobre la voluntad de la naturaleza, Schopenhauer resalta las ideas fundamentales de su sistema en los siguientes términos:

El rasgo fundamental de mi doctrina, lo que la coloca en contraposición con todas las que han existido, es la total separación que establece entre la voluntad y la inteligencia, entidades que han considerado los filósofos, todos mis predecesores, como inseparables y hasta condicionada la voluntad por el conocimiento, que es para ellos el fondo de nuestro ser espiritual, y cual una mera función, por lo tanto, la voluntad del conocimiento. […] La verdadera fisiología, cuando se eleva, muéstranos lo espiritual del hombre (el conocimiento), como producto de lo físico en él, lo que ha demostrado cual ningún otro Cabanis; pero la verdadera metafísica nos enseña que eso mismo físico no es más que producto o más bien manifestación de algo espiritual (voluntad) y que la materia misma está condicionada por la representación, en la cual tan sólo existe (VN. 1979, 63-64).

Pero quien ha emprendido el camino de una verdadera abnegación alcanza la serenidad que se gana sólo por la conquista de sí mismo: “Ese hombre, que tras numerosas luchas amargas contra su propia naturaleza ha vencido por fin, no se mantiene ya más que como puro ser cognoscente, como inalterable espejo del mundo. Nada le puede ya inquietar, nada conmover” (MVR. I. §68, 452; en alemán, 461-462). El homo theoreticus es entonces aquel que ha podido elevarse a ser un claro espejo del mundo, esto es, a realizar en sí el verdadero autoconocimiento de la voluntad; obviamente, para ello, ha tenido que alcanzar un estado de muerte aparente en el pensar, según lo señala Sloterdijk. El que no alcanza a ser espejo del mundo queda preso empero del egoísmo y permanece en la angustia que lo apresa, motivado por el afán de su propio bienestar. No obstante, tanto la abnegación ascética como el egoísmo son dos modos transmutados de la afirmación de la vida: “En este sentido, el asceta que cree que la muerte de su cuerpo individual implicaría el hundimiento del mundo entero, se comporta de la misma manera que el egoísta que está persuadido de que el mundo es tan sólo un mero accidente, pues sin él no podría existir” (Cardona, 2012, 233). Para el egoísta, el mundo no tiene otra realidad diferente a la de él mismo y, por otro lado, el asceta repite el individualismo corporal que busca dominarlo todo, demostrando con ello su poder.

Schopenhauer admite que cualquiera que haya asimilado su filosofía comprende que su propia existencia en el mundo de los fenómenos es igual a la de todo ser efímero y vacío que lo constituye, es decir, “comprende la nulidad y la levedad de su propia vida. Si comprende esta idea profundamente se liberará de la esclavitud a la que nos somete la 102

voluntad de vivir, de la que todo este mundo de ilusión no es más que una manifestación” (Magee, 1991, 241). Este estado debe convertirse en condición permanente, como lo podemos observar en la vida de los santos y los místicos, sin importar cuál sea su religión o doctrina, pues ellos toman con indiferencia las desgracias y dificultades que los aquejan, en razón de un especial estado de serenidad tal que no conciben ninguna esperanza para evitar el dolor y el sufrimiento que constituyen la existencia en este mundo. Atender a la historia de vida y la verdad interior de los santos es, para nuestro filósofo, la única posibilidad de ahuyentar la tenebrosa impresión de aquella nada que es lo que precisamente queda tras la total supresión de la voluntad. Este conocimiento produce una calma inigualable. Tal vez por esta razón, Schopenhauer concluye el primer tomo de su obra fundamental con una indicación contundente y, sin embargo, profundamente enigmática. Queremos concluir también nuestro trabajo retomando esta indicación:

Así pues, de esa forma, examinando la vida y la conducta de los santos, a los que raras veces tenemos la posibilidad de encontrar en la experiencia propia, pero cuya historia nos presenta el arte dibujada y garantizada con el sello de la verdad interior, hemos de ahuyentar la tenebrosa impresión de aquella nada que se cierne como el término final de toda virtud y santidad, y que tememos igual que los niños la oscuridad; ello en lugar de eludir el tema, como hacen los hindúes por medio de mitos y palabras carentes de sentido como la reabsorción en el Brahma o el Nirvana de los budistas. Nosotros, antes bien, lo reconocemos abiertamente: lo que queda tras la total supresión de la voluntad es, para todos aquellos que están aún llenos de ella, nada. Pero también, a la inversa, para aquellos en los que la voluntad se ha convertido y negado todo este mundo nuestro tan real, con todos sus soles y galaxias, es nada (MVR. I. §72, 474-475; en alemán, 487).

Como podemos ver, Schopenhauer toma distancia aquí de las doctrinas que hasta su época concebían el origen de los males del mundo como enfermedad incurable que brota continuamente. Nos encontramos pues frente a una filosofía menos optimista, ya que concibe el origen del mundo con el origen del mal y el mundo con todas sus representaciones surgen por accidente, sin acudir a argumentaciones basadas en ficciones insostenibles envueltas en elementos mágicos. La tarea de la filosofía es, para Schopenhauer, la comprensión; pero alcanzarla requiere sin duda algo más que un simple observar lo que sucede en el mundo, pues requiere ser “un ojo del mundo”. El sistema que edifica el filósofo de Danzig, ofrece una interpretación de lo que está dado en el mundo externo desde el mundo y en conexión interna consigo mismo. Así pues, todo el conocimiento con sus diferentes formas pertenecen simplemente al fenómeno. 103

Retomando la pregunta con la que iniciamos nuestro recorrido en el presente trabajo, debemos ahora detenernos en la siguiente cuestión: ¿qué es el mundo en cuanto mundo? Esta pregunta la responde nuestro filósofo de manera simple: es fenómeno, “y a partir de nosotros mismos podemos conocer inmediatamente lo que se manifiesta en él analizando bien la autoconciencia, luego aplicando esa clave al ser del mundo, podemos descifrar la totalidad del fenómeno en sus conexiones” (MVR. II. Cap. 50, 701; en alemán, 738). De ahí, que su obra fundamental, El mundo como voluntad y representación, sea realmente una epifilosofía, donde la voluntad llega al autoconocimiento una vez ha sido objetivizada, con lo que se hace posible su supresión, conversión y salvación. Esta epifilosofía es a la vez la ética de su sistema, pues en su recorrido se alcanza a vislumbrar un punto de encuentro con el brahmanismo, el budismo y el cristianismo, apartándose entre otros, del judaísmo, el islam y el panteísmo.

Aquellos, en cambio, creían que se trataba de inferir el mundo del libre acto de voluntad exterior a él; como si fuera cierto de antemano cuál de las dos explicaciones sería la más acertada o tan siquiera mejor para nosotros. Pero en particular se supone aquí que non datur tertium y que, por lo tanto, cada filosofía habida hasta el momento ha de representar una postura o la otra. Yo he sido el primero en salirme de esa alternativa, al haber planteado realmente el tertium: el acto de voluntad del que surge el mundo es nuestro. Es un acto libre: pues el principio de razón, que es lo único que da significado a toda necesidad, es una mera forma del fenómeno. Precisamente por eso, el fenómeno, una vez que existe, sigue su curso de forma necesaria; gracias a ello podemos, a partir de él, conocer la naturaleza de aquel acto de voluntad y, eventualiter, querer de otra manera (MVR. II. Cap. 50, 705; en alemán, 743).

El espectro de fatalismo que señala nuestro filósofo, y por el cual se reduce la existencia del mundo y la crítica situación del hombre en él, responde a alguna necesidad absoluta no explicable. De lo que no hay duda, es que el sentido último de la filosofía en Schopenhauer consiste realmente en “aprender a querer de otra manera”. En efecto, todo está en nuestras manos.

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