PALABRAS EN CONFLUENCIA Cincuenta Y Un Poetas Venezolanos Modernos
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PALABRAS EN CONFLUENCIA Cincuenta y un poetas venezolanos modernos Prólogo de Gabriel Jiménez Emán Fundación Editorial El Perro y la Rana 1 Prólogo Confluencias de la poesía venezolana No creo que sea ocioso preguntarse hoy cuál puede ser la función de la poesía, el papel que cumple el poema dentro del concierto de las artes o las disciplinas estéticas. Más bien se trata de una pregunta apremiante, si atendemos a los mensajes emitidos por un mundo que se ufana en perfeccionar su tecnología, sus máquinas, artefactos y aparatos para que éstos nos procuren --en teoría-- la comodidad, o en todo caso la facilidad o la rapidez para resolver asuntos que antes podían ser verdaderos problemas, enigmas incluso. La tecnología de punta se ha encargado de facilitarnos la velocidad en la comunicación, nos ha simplificado procesos, reducido distancias, para instalarnos en realidades paralelas o virtuales con sólo oprimir botones o manipular monitores. De este modo procesos que no requieren de máquinas, como el de la lectura de textos o escritura de palabras, se han ido alejando o marginando de la vida cotidiana en las grandes ciudades, como no fuera para redactar esquelas, hojear diarios o revistas ligeras, mirar titulares o avisos publicitarios. Ciudades que pueden ser megalópolis, metrópolis o ciudades pequeñas, pues en campos o en vastas extensiones de tierra que constituyen selvas, llanuras, sembradíos, pampas o terrenos nevados, se cumplen a diario ciclos ecológicos donde animales, plantas, ríos, montañas y mares celebran procesos donde la vida humana tiene lugar como partícipe (y no como centro) de esos ciclos, y como observadora de estos procesos. Procesos que van desde el mirar extasiado hasta el análisis científico, desde la deducción empírica hasta la contemplación metafísica, desde la mirada objetivista hasta la filosófica. La poesía es ante todo observación estética a través de la palabra, una especie de sonda verbal que intenta recuperar las esencias del ser en diálogo con el paisaje (llámesele entorno, sociedad o circunstancia), o bien una respuesta sensible o intelectiva al asombro de existir; puede tomarse también como una reflexión sobre el mundo y sus realidades tomando al lenguaje como centro, un lenguaje fundado en una tradición escrita que toma en cuenta tropos, figuras, imágenes y formas escritas que tienen por objeto llevar a cabo una síntesis entre reflexión y belleza, entre indagación del ser y un estremecimiento formal que alcanza al oído (su música), su multiplicidad interpretativa (sus significados) y su permanencia en el tiempo (su vigencia), para que el lenguaje pueda mirarse en el espejo de su propia historia, la historia literaria. De este modo, nos comunica siempre algo significativo, permanente, que toca a la vez el pensar y los sentidos para dar cuenta, en una lengua que trasciende el discurso corriente y el lenguaje habitual, otros campos o zonas del ser. No refiero aquí por oposición el lenguaje oral (que es de por sí una construcción metafórica de los signos y objetos del mundo), al lenguaje escrito, construido sobre la base de una escritura cifrada en un alfabeto y una gramática, un léxico, una prosodia y una sintaxis; sino al lenguaje reiterativo, chato y sin brillo que solemos oír en tantas transmisiones televisivas o audiovisuales, minado por el lugar común y despojado de sugerencias. En fin, la lengua nos pertenece a todos (es la máxima invención humana), pero el lenguaje escrito se nos escapa si no sabemos emplearlo para revelar cosas más hondas (símbolos, arquetipos, mitos, tradiciones). Precisamente, la lengua y el lenguaje se han ido 2 desgastando en su dimensión escrita y hablada, cuando no naufragando en un océano de mensajes vacuos producidos por el cansancio y el tedio modernos. No es ocioso, repito, preguntarse cuál podría ser el destino o la función específica de la voz poética en estos contextos, por ejemplo, la relación de la poesía --en tanto traduce lo lírico del Yo subjetivo-- con el canto, la música culta o la música popular. Los cantantes populares han venido sustituyendo en cierto modo a los poetas, (quedando los cantautores actuales como versiones modernas de los trovadores de las cortes europeas medievales), cantantes que se comunican a través de grabaciones en estudio o de espectáculos asistidos por efectos lumínicos o escenográficos. En efecto, son numerosas las reflexiones que podemos hacer por y para la poesía, y no sólo desde ella. Estamos en el albor de un nuevo siglo y un nuevo milenio, y la percepción del fenómeno poético ha variado sensiblemente, por lo cual es pertinente también hacerse de nuevas perspectivas para abordarlo, tanto en su valor intrínseco como en los caminos semánticos que ha venido tomando en los últimos lustros del pasado siglo veinte y en el primero de este siglo. La poesía en Venezuela se ha hecho eco de los más variados influjos desde su nacimiento; cuando neoclásicos, románticos o nativistas quisieron imprimirle improntas particulares a sus voces. Andrés Bello, Juan Antonio Pérez Bonalde, Andrés Mata, José Antonio Maitín, Udón Pérez y Francisco Lazo Martí son ejemplos que definieron aquellas tendencias; mientras otros como J. T. Arreaza Calatrava se movieron entre el naturalismo y el modernismo. Bien entrado el siglo XX se producen las naturales resonancias del modernismo, el simbolismo y el culteranismo, que pueden identificarse en autores como Roberto Montesinos y Emiliano Hernández. En cambio tres claros representantes de la vanguardia en Venezuela son Salustio González Rincones (que tradujo a Víctor Hugo y Dante Gabriel Rossetti), Alfredo Arvelo Larriva y José Antonio Ramos Sucre. Éste último escribe sus poemas en prosa y consagra como ninguno la vanguardia entre nosotros, valiéndose de mitos y leyendas europeos para adaptarlos al trópico, haciendo uso de símbolos e imágenes decadentistas para extraer de ellas paisajes desolados o trágicos. Si Arvelo Larriva es el último gran modernista nuestro, su hermana Enriqueta Arvelo Larriva le confiere al paisaje del llano una interioridad crispante. Después, la llamada Generación del 18 va a liberarse de formalismos y normas asumiendo un espíritu ecléctico; eclecticismo que se imbuirá también de música y de pintura; algunos de estos poetas fueron Fernando Paz Castillo, Andrés Eloy Blanco, Luis Enrique Mármol, Jacinto Fombona Pachano y Enrique Planchart. Mientras Paz Castillo se adentra en registros religiosos y filosóficos, Blanco prefiere ensayar un modernismo a la venezolana, caudaloso y brillante, propenso a bucear en el alma nacional gracias a su fluidez y sentido del humor, que no descarta el dramatismo. Otros parnasianos, simbolistas o post-modernistas son Jorge Schimdke, Luis Yépez, Pío Tamayo, Héctor Cuenca, Humberto Tejera y Cruz Salmerón Acosta, que atendieron luego las influencias vanguardistas. Luego surgen otras tendencias telúricas, tenebrosas o de exaltación visual como las que pueden observarse en poetas como Ana Enriqueta Terán, Elisio Jiménez Sierra, Vicente Gerbasi, Luis Fernando Álvarez y José Ramón Heredia. Éstos últimos tres poetas se agruparon en torno a la revista Viernes y proclamaron su voluntad de adherirse a “la rosa de los vientos”, a la diversidad de movimientos. Posteriormente surge una generación que se mueve entre el impulso visionario y el arraigo terrestre como la de los poetas Otto D’ Sola, Alberto Arvelo Torrealba, Manuel Felipe Rugeles, Héctor Guillermo 3 Villalobos y Manuel Rodríguez Cárdenas; mientras que la tradición hispanista y humanista se refleja en los poemas de Juan Beroes, Pedro Francisco Lizardo, Juan Liscano y Pálmenes Yarza. Otros grupos notables como Sardio y Tabla Redonda congregan poetas de la talla de Ramón Palomares, Guillermo Sucre, Luis García Morales o Rafael Cadenas, y no hacen sino desarrollar estas tendencias con mayor cercanía a la oralidad de la gente del campo y a la búsqueda de la imagen prístina, pero también al coloquialismo urbano, los juegos con el lenguaje y los giros surreales, que dan pie a la inserción de las vanguardias y sus asociaciones insólitas, visibles ante todo en el surrealismo, el dadaísmo y el futurismo; así tenemos entonces voces como las de Juan Sánchez Peláez, Caupolicán Ovalles o José Lira Sosa. Rafael Cadenas ensaya primero el poema en prosa de aliento rimbaudiano y luego se permite ludismos y existencialismos que denotan desamparos anímicos o plenitudes aforísticas, aspirando a una requisitoria sobre los vicios institucionales de nuestro tiempo. Por su parte Víctor Valera Mora es autor de una obra que se mueve entre lo político y lo amoroso, lo cuasi-panfletario y lo simbólico. En sus libros dejó un testimonio clave para entender la década de los años sesenta; mientras que un poeta como Alfredo Silva Estrada persigue un tono experimental, de reflexión que avanza hacia un pulcro equilibrio lingüístico con ecos de la poesía francesa. Luis Camilo Guevara se adhiere a un verbo alucinado de connotaciones míticas y herméticas; José Barroeta tiene mucho de terredad y vuelo lírico, pero con un paisaje interior dramático. Por su lado, Gustavo Pereira da preeminencia a una cotidianidad donde conviven lo barroco con lo breve, el espacio urbano con la contemplación, y donde la soledad creadora se enfrenta a la soledad del desamparo. En un tono distinto, Eugenio Montejo construye su mundo a partir de la ausencia del mundo familiar, canta a una fugacidad que sin embargo fija los paisajes de adentro y afuera con una elocuencia extraordinaria. Estas inclinaciones a lo social, lo imprecatorio o lo dramático presentes en poetas como Víctor Valera Mora, José Barroeta y Luis Camilo Guevara serán recogidas e interpretadas por William Osuna, Luis Sutherland, Eleazar León y Gabriel Jiménez Emán. La voz de Eleazar León discurre entre lo memorioso y la aprehensión de un presente precario, el cual sin embargo le devuelve signos maravillados. María Clara Salas es reflexiva y contundente; Luis Sutherland posee poderes visionarios de gran densidad; Elí Galindo emprende viajes por los mitos clásicos y atrapa fantasmas y aleteos sorprendentes en medio de aguas nocturnas y sombras.