La Chaskañawi
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LA CHASKAÑAWI Carlos Medinaceli OBRA CUSTODIADA POR EL ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE BOLIVIA LA CHASKAÑAWI PRIMERA PARTE I Tarde de sol, paz de aldea. Se le vino en mientes este verso, leído no recordaba dónde, no sabía cuándo... Tarde de sol... Desde el abra se puso a contemplar la villa natal. Media legua quebrada abajo se asentaba el pueblo. Era humilde: casas de una sola planta, con techumbre de barro, lo que le daba un aspecto terroso. Sólo el arbolado, molles en su mayoría, algunos álamos y eucaliptos, resaltaban la verde jugosidad de su fronda sobre la pardura del caserío. A la orilla del villorrio, la ancha playa grísea por donde el río arrastra sus aguas azulosas con tedio, por el arenal sediento. Adolfo se puso triste. Dió en reflexiones irónicas: - ¿Este es el pueblo que se enorgullece de sus "tradiciones heroicas", de su soberbio nombre, "San Javier de Chirca", y se cree el centro del mundo? Avizoró un momento más la lejanía. Luego picó su andadura. Trotaba ahora por una sinuosa vereda. La quebrada, cubierta de ralo monte de churquis y algarrobos, en ángulo divergente, se extendía a ambos lados. Luego divisó el "dique" que por esta parte del Norte protege a Chirca de las riadas que por la época de lluvias descienden impetuosas amenazando vencer los defensivos y cargar con los alegres y confiados chirquenses. Llegó, por fin, al pueblo. Tomó por la primera bocacalle. Anduvo por dos callejas. Luego torció a la derecha. Siguió caminando. Silencio sepulcral. Ni un hálito de vida por ninguna parte. El sol, sólo el sol, cayendo sobre el enjalbegado de las paredes, iba dorándolas a fuego lento. Anduvo una "cuadra" más. Tampoco señales de vida. Sólo allá calle abajo, cimbreante, donairosa, iba una chola de pollera roja y manto celeste. En la límpida trasparencia de la atmósfera y la fatal soledad de la calleja, la visión de aquella moza garrida, robusta como una Madona del Tiziano y vital como un vaso de leche, le impresionó. iTanta vida en medio de tanta quietud! Pasó por delante de ella. Ella lo deslumbró con el relámpago de su mirada. Era morena, de anchos ojos negros. - iUna real hembra! - pensó Adolfo. Llegó a la plaza "Campero". Ni un alma tampoco. El "molle", el ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE BOLIVIA "molle" por antonomasia, - según lenguas el más corpulento y el veterano de todos los molles de la provincia -, "el decano" de los molles, sombreaba las aceras que avanguardan el jardín de la plaza. Uno que otro tenducho con las puertas abiertas. Sin mayores indicios de actividad. El sol, sólo el sol, un sol de aldea y de tarde, cansino y lento iba languideciendo con sus rayos de oro pálido sobre la materialidad inerte de las cosas sumergidas en qué cósmica somnolencia. Adolfo se repitió el acre estribillo: - Tarde de sol... Paz de aldea.. II Diez de la mañana. Doña Eufemia, trajeada, como de costumbre, con un monjil traje de merino negro, iba arrastrando los pies de la cocina al comedor. Quería, tan luego como despertase su hijo, servirle la sacramental taza de café que en San Javier lo hacen con una pulcritud, gusto y severidad, que alcanza los límites de un sentimiento religioso, la religión doméstica. Tímidamente empujó la puerta del aposento destinado a Adolfo. Se asentaba éste en el frente Norte del patizuelo de la casona. Por un ventanuco, miraba a la calle "General Mariscal". El lecho, empotrado, al entrar, en el ángulo derecho. - Adolfo... - llamó doña Eufemia. Despertó, somnolente aún. Restregóse los ojos. Se incorporó de medio cuerpo. Recibió, agradecido, el café. La contempló a su madre: "iQué arruinada estaba! Sus ojos, negros, grandes, se le habían hundido; la piel de las sienes, arrugado; el cabello, encanecido. En los labios se acentuaba esa expresión de vencimiento y amargura como de quien está próximo a llorar. A llorar con un gesto de vencimiento. iQué arruinada estaba su madre!" Departieron del pueblo, de los parientes, tantos. Mas, a cada momento pasaba, flotando, el recuerdo subentendido de don Ventura. Vagaba su espíritu, su voluntad férrea, en cuanto había en las cosas de la casa. En cuanto pasaba en el espíritu de los suyos. Había sido tan fuerte siempre, tan trabajador. Tan hombre. Sin decirse palabra, madre e hijo, añoraban la sombra tutelar de aquel hombre fuerte y bueno que ahora sólo vivía en el recuerdo. - Señoray… - ¿Jaaá...? ¿Quién...? - Yo, señoray… Era la sirviente de los Manrique: 2 LA CHASKAÑAWI - Me ha mandado mi señora doña Ángela a preguntar que cómo se habrá llegado el niño Adolfito y a saludarlo en nombre de mi patrona y de mis niñitas... - Diles que les agradecemos mucho. Ha llegado bien. Pronto ha de ir a visitarlas. Lo de siempre. Salutaciones de bienvenida. Es difícil encontrar otro pueblo más ceremonioso cuanto a cumplimientos sociales: la cuestión de la acera es un asunto de honor y las salutaciones de bienvenida, un rito. Saudoso del calor familiar, Adolfo quería recuperarse en estos quince días que debía permanecer en Chirca y en el seno de los suyos, de sus cuatro años de nostalgia hogarena que sufrió desde la gélida "casa de pensión" donde Reyes trituraba su murria de "estudiante forastero", allá, en la capital de la República. Adolfo, que al decir de sí mismo, "era huraño como un indio", en la jacarandosa Chuquisaca representó siempre el tipo del "estudiante de provincia" que tiene algo de inasimilable para la ciudad. Por su seriedad, su mutismo y hasta su misoginia, los compañieros de la Facultad de Derecho, cuyos cursos seguía, le pusieron el apodo de "El Viejo". Arisco, reconcentrado, de pocas palabras, en un comienzo, cuando ingresó a Secundaria, despertó la rechifla de sus condiscípulos. Mas pronto los peso a raya con esa energía desesperada y dignidad ofendida de los ajenos al ambiente, con un acto de hombría. Comprendieron que en él había fuerza, inteligencia y dinero. Procuraron luego ganárselo a su amistad. Pero Reyes jamás pudo vencer - especialmente con las mujeres de sociedad - lo arisco de su carácter, su aldeana hurañez, esa desconfianza apriorística de su propio valer. Por ello, mientras vivió en Sucre, el círculo de sus amistades y relaciones no pasó del radio de los compañeros de la Facultad y fuera de una rara veleidad sentimental con muchachas modestas de los barrios pobres o de una tunantada con mujerzuelas en la calle Calixto, donde lo arrastraban sus amigos, nunca pudo enhebrar ni siquiera la hebra de seda de un flirt con una del señorío chuquisaqueño. Las conocía de lejos, por la fama de lindas o de coquetas que tenían; él se juzgó siempre fatalmente incapacitado para aspirar a aquellas alturas que las enseñoreaban jovenzuelos petimetres y relamidos, que si bien resultaban negados de talento en la Facultad, disfrutaban de todas las prerrogativas por llevar un apellido ilustre o vivir sin mayor preocupación trascendente que la impecable raya del pantalón. Ello no quiere decir, empero, que algunas del llamado "señorío" no 3 ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES DE BOLIVIA hubiesen parado mientes en la fina distinción de su persona y sabían que, además de ser de "buena familia", era hombre de fortuna. Pero era tan esquivo que no creían que aquel joven "tan serio" tuviera un ápice de sentimentalidad amorosa. Era al contrario. Tanto de fuego tenía por dentro, como era de frío por fuera. Y conocía el amor. Lo conocía con esa profundidad dolorosa de los corazones callados. Mal callados. - Sí - se dijo Adolfo, rememorando estas fallas de su carácter y aquellos acaecimientos de su.vida; los que más contribuyeron a mustiarle la vida y aridecer su corazón: - Soy de la familia de esos hombres que, como Stendhal y Amiel, en vez de vivir, se analizan. Siempre seré un desgraciado. A media tarde, cuando disminuyó el bochorno, salió de paseo. De su casa, esquina de la calle "General Mariscal", tomó barrio arriba. Anduvo una cuadra. No dió con un alma viviente. Fué avanzando por la otra cuadra. Al final, la casa de don Agustín Villafani. Volteó la esquina. Emprendió por la derecha. Anduvo otra cuadra. Desembocó en la "quebrada" occidental, llamada popularmente de "Uraycanto". Quebrada abajo fué caminando con dirección a la playa. A la derecha, los muros traseros de las casas, defendidos por diques de cal y canto; a la izquierda, el desparramado caserío de los vecinos y chociles de los indios. En todo el ambiente tal de dejo de pasividad inerte, una calma tan ensimismada... Un pueblo muerto. Sólo cuando anduvo como un cuarto de kilómetro, lo vió a su primo Aniceto Díaz holgazanamente apoyado contra la jamba de la puerta de una tienda; de pantalón de bayeta blanca, americana verdosa y un sombrero negro, grasiento, caído sobre las cejas. Cuando divisó a Reyes, Aniceto fué a su encuentro, ruborizado, zurdeando, como un palurdo. Se abrazaron. Invitólo a pasar al tenducho. - ¿Aquí vives? - inquirió Adolfo, paseando la vista por el contorno. Era un tenducho angosto, el piso de barro, desigual. Una mesa sucia, renga, llena de papeles, a un lado. Una cama arrollada, con fullos de caito, al otro. Dos sillas desvencijadas. Aniceto, avergonzado de la pregunta, como disculpándose, repuso: - No... Yo vivo en la casa de mi madre... Es que... - hizo un guiño significativo -. Aquí vive... "la socia" ... Te la voy a presentar -. Llamó. Entró una chola de mediana estatura, desarrapada, con cara de 4 LA CHASKAÑAWI pocos amigos. Aniceto, sin abandonar su aire palurdo y su rubor, se la presentó: - Es "mi socia". Al decir esto parecía, por una parte, pedir perdón a Adolfo; por otra, a la chola. Ésta, con desenfado, con aplomo, le extendió la mano. Una mano gruesa, varonil, sucia.