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Miguel Delibes

MIGUEL DELIBES

PREMIO LETRAS ESPAÑOLAS 11991

MINISTERIO DT CULTURA

Dirección General del Libro y Bibliotecas

CKNTRO DI' IAS LLTKAS KSI'ANOI.AS I'xlita: Dirección General del Libro y Bibliotecas Centro de las Letras Españolas (Ministerio de Cultura)

Comisario de los actos Encuentro con Miguel Delibes Ramón García Domínguez

Diseño gráfico: Lola Garrido + Pablo Olivares (@rtecontexto, S. L.)

Cubierta: Dionisio Ridruejo

('olabora: Mar García Lozano

Fotografías cedidas por: Miguel Delibes

PottW Cucho. I leñar Satán.'. trancisut Onlañón, Carvuj.il. (iil.irili. Muría I-parta. Vin.ik. tluray. Las lotos en i|iic no se cilu amor es |X>r no con-siur lu hmi.i en <-i reverse Todas han sido cedidaa poi Miguel i>cii!H s \ pertenecen .1 su archivo |M'is<>n,ii

Impresión: I.R.C., S. L. Arándano, 2 •

ISBN: 84-8181-007-x

Depósito Legal: M. 10.354 - 1994

Los actos incluidos en el Encuentro con Miguel Deltbes-

MINISTERIO DE CULTURA l'reinio de las letras HS[HUU>LIS I')')! fueron organizados | Dirección General del Libro y Bibliotecas | por el Ministerio de Cultura, Dirección General del Libro CENTRO 1)1 LAS 1.171'KAS ISI'.Wt )I.AS y Bibliotecas, Centro ele las Letras Kspañolas

con la colaboración de la fundación luán Marcb y de la

Fundador) Cultural Mapire Vida MIGUEL DELIBES

PREMIO LETRAS ESPAÑOLAS 1991

I BAILANDO CON SU NOVIA ANGELES (EN PRIMER TÉRMINO).

LO DE MIS ENCUENTROS CON DFLIBES

Ramón GARCÍA DOMINGUEZ

El ENCUENTRO CON DELIBES, promovido por el Ministerio de Cultura, el pasado mes de mayo, como homenaje al novelista por su Premio de las Letras Españolas 1991, me da pie para trazar una breve semblaba que encabece, en este volumen, las conferencias y mesas redondas que configuraron aquel encuentro o ciclo en torno a la obra y persona del escritor vallisoletano. Me da pie, digo, porque precisamente de mis encuentros consuetudinarios con Miguel Delibes, de mi conocimiento directo del hombre, es de donde quiero sacar la materia prima para este apunte o retrato del novelista. Retrato sin duda parcial pero espero que entrañable y ojala también descubridor de algunas facetas de su personalidad menos conocidas o vistas, al menos, desde más cerca, desde el trato personal y amistoso. Porque si el Centro de las Letras Españolas me nombro comisario del men cionado ENCUENTRO o congreso habido en mayo en torno a Delibes, no fue precisamente por mi erudición sobre la obra del novelista -que especialistas delibianos hay con mayores méritos, y el propio congreso lo demostró-, sino por mi cercanía y familiaridad con el hombre. Familiaridad que ha ido fraguándose y fomentándose no solo a lo largo de los años, sino también a lo largo de nuestros frecuentes paseos por . Si el propio Delibes encabeza su libro Mi vida al aire libre con una cita de

11 Rousseau en la que el filosofo confiesa que no puede meditar sí no es andan do, y tan luego como me detengo no medito mas, yo también podría asegurar ahora mismo que la mayor parte de mi conocimiento y trato con Delibes ha sido al hilo y compás de nuestras largas conversaciones itinerantes por las calles, parques y plazuelas vallisoletanas. En ellas hablamos de todo lo divino y humano y por ellas he llegado a la conclusión de que Miguel Delibes es, antes que nada, el sentido común per• sonificado. Sentido común, instinto, intuición y sapiencia natural de quien mira y aprende, de quien se ha pasado la vida en contacto directo con la natu• raleza, pero también auscultando la realidad que le rodea con ojos vírgenes y la mente libre de prejuicios. Hablando de sus libros de viajes -Por esos mundos, Europa: parada y fonda, USA y yo, etc.- el propio Delibes plasma su filosofía viajera de este modo: " Un viaje requiere una mirada virgen, una conciencia sin deformar, quien viaja con la presunción de estar de vuelta de todo es un viajero frus• trado; se precisa ojos de palurdo para sacarle a un viaje un rendimiento". Yo me atrevería a decir que esta misma filosofía es la que ha regido todo el acontecer humano del novelista. ¡Y vaya rendimiento que le ha sacado a su viaje por la vida! Delibes es pura observación, mirada atenta y fascinada, oído alerta, predis• posición total para lo genuino y, por ende, para el asombro. De ahí su preci• sión para el timbre exacto de un personaje, para la palabra justa, para el matiz que pone las coaas en su sitio, para el indicio o síntoma de si lloverá o no llo• verá. Cuando paseamos por la vallisoletana Acera de Recoleto -donde él nació hace 71 anos- y nos acercamos al termómetro que corona una de las fachadas del arranque de la calle Miguel Iscar, Delibes juega siempre a vaticinar la tem- 1 -ratura que hace:

- Entre 15y 16grados, vas a ver.

No falla nunca. Es el puro instinto, la sensibilidad virgen que calibra con meticulosidad cuanto le toca de cerca, sea el clima o la vida. Ojos, en definiti• va, que saben mirar y ver, tarea, según parece, nada fácil. "Mi tío Paco me

12 enseñó una cosa muy importante -dice Pacífico Pérez, el protagonista de Las guerras de nuestros antepasados-, me enseñó a mirar, que hay cosas que uno tiene delante de sus narices y, por lo que sea, no las ve". Miguel Delibes, por contra, ve crecer la hierba. Entre otras cosas porque se ha pasado media vida al aire libre. Precisamente cuando, hace varios años, me comentó un día que iba a comenzar a escribir unas memorias deportivas que llevarían ese título, Mi vida al aire libre, se holgaba recono• ciendo este extremo y sacando, a la vez, sus consecuencias: "Si te das cuenta, soy lo más opuesto a un intelectual al uso, encerrado en su despa• cho entre libros. Yo me he pasado más de media vida fuera, a la intempe• rie". ("Y si de algo me lamento -apostillaría luego a un periodista, con motivo de la publicación del libro- es de no haberme pasado la otra mitad"). Delibes rechaza, una y otra vez, su adscripción al mundo intelectual. "No soy un escritor que caza -puntualiza en el prólogo al segundo Tomo de sus Obras Completas-, sino un cazador que escribe (...), y no es que desdeñe los problemas que nos conciernen a todos, sino que, al abordarlos, rechazo el punto de vista intelectual, y los planteo desde donde me corresponde, es decir, a bajo nivel, como podría hacerlo un campesino de mi tierra". Creo que Miguel Delibes se descalifica injustamente. Lo que no es ni ha sido nunca Miguel Delibes, a mi entender, es un docto, un erudito en cien• cias y doctrinas, pero sí un intelectual comprometido y liberal, con una pers• picaz mirada crítica y una sostenida postura ética en toda su literatura. Y, sobre todo, un intelectual y un escritor independiente. Lo ha demostra• do en su larga y conocida carrera periodística, en sus novelas y ensayos y, también, en su actitud y trayectoria personal. Delibes no se ha vendido jamás a nada ni a nadie. Y si se ha puesto del lado del alguien, ha sido siempre -lo mismo en la ficción que en la realidad- del lado de los perdedores, que es tanto como decir del lado de lo justo. Charlábamos en su casa, una tarde de febrero de 1989, cuando le llaman por teléfono del periódico Cinco Días para recabar su opinión sobre la con• dena a muerte del escritor Salman Rusdhie por parte del Ayatolá Jomeini unos días antes. Delibes contesta: "Nadie puede ni debe arrogarse el derecho de sentenciar a muerte a un semejante; pero es que tampoco se puede uno

13 mofar o atacar impunemente las creencias de nadie, en aras de una mal entendida libertad de expresión ". Delibes siempre se ha manifestado contra las actitudes intransigentes y contra los totalitarismos, sean del signo que sean. Precisamente en la confe• rencia del hispanista Josef Forbelsky, pronunciada en el ENCUENTRO CON DELIBES y recogida en este volumen, se reproduce la carta que el escritor dirigió a la traductora de su novela Parábola del náufrago al checo y de la que me permito entresacar estas reflexiones: "Mi novela (...) fue fruto de mi dolor al ver cómo era atropellado por la fuerza aquel admirable movimiento del 68. Yo me había desplazado a Praga desde España, había escapado momentáneamente de una dictadura para meterme en otra, la suya, en algunos aspectos más digna y en otros más miserable aún que la española. La doble experiencia me conmocionó; comprobé que buena parte del mundo vivía sojuzgada, y entonces me propuse escribir un libro contra ese estado de cosas; contra el hecho de que el hombre, ser pensante y razonador, pudiere ser aplastado por una organización, la que fuese, en pleno siglo XX. (...) Yo quería dedicar la obra a todos los oprimidos, a los del Este y a los del Oeste, a las víctimas de las ideas inconmovibles, [el subrayado es mío] fuesen éstas de izquierdas o de derechas. No me guiaba una intención política al hacerlo, sino el sentido moral, la defensa del hombre libre, capaz de pensar y de organizar sus propias instituciones". Delibes siempre ha rechazado, visceralmente diría yo, las ideas inconmo• vibles, los fanatismos impositivos e irracionales, y si ha sido fiel -siempre se ha dicho que la fidelidad es su gran virtud- ha sido a sí mismo y a su manera personal y libre de ver e interpretar el mundo y la sociedad que le ha tocado vivir. Actitud que no se ha ajustado a modas ni a oportunismos y que, por eso mismo, ha sonado siempre a auténtica y a coherente y ha sobrevivido a pos• turas coyunturales o incluso se ha adelantado, perspicazmente, a situaciones y prácticas venideras. Tal sería el caso del ecologismo. Miguel Delibes ha sido un ecologista de primera hora -así tituló su conferencia, también recogida en este volumen, Fernando Parra-, puesto que, mucho antes de acuñarse este neologismo, ya ejerció él la defensa de la naturaleza y denunció los mil desmanes que hoy denuncian, incluso en los parlamentos, los ecologistas y verdes al uso.

14 Y cuando, en 1968, Delibes escribía en el prólogo de su Primavera de Praga, tras constatar el aplastamiento del movimiento liberalizador checo por los tanques rusos, "(...) el paso dado por Rusia -torpe y brutal- acabará vol• viéndose contra ella", ¿no estaba vaticinando algo que hoy se ha cumplido al pie de la letra? El tiempo, el devenir histórico le estaba dando -lo mismo que en sus predicciones ecológicas- la razón: "Otros hombres -¿tal vez los mis• mos?- recogerán la antorcha". Así escribía nuestro novelista en el mismo alu• dido prólogo: y Josef Forbelsky, también en la ya citada conferencia pronun• ciada en mayo y recogida en este libro, se entretenía en repasar una nutrida lista de nombres -el del propio Havel entre ellos- que Delibes citaba enton• ces en su libro y que hoy, efectivamente, han recogido la antorcha y están protagonizando el cambio político que todos conocemos. Aquí está la autenticidad de la obra delibiana y la coherencia con su propia trayectoria vital. Y de ahí su incuestionable perdurabilidad -obra y persona- en nuestra historia literaria. Si hay un escritor en que, por encima de ideolo• gías y doctrinas, se manifieste una completa concomitancia entre escritura y vida, éste es, sin duda, Miguel Delibes. Él ha escrito siempre tal como es y tal como es se ha manifestado en público en cuantas ocasiones lo ha creído necesario. Nadie le ha atado, nadie le ha condicionado, nadie le ha callado. Conocer a Delibes de cerca es conocer a uno de los personajes más indómitos que pueda uno imaginarse. Por eso le molesta cualquier control, cualquier amago de atadura o cortapisa. ¿Saben que en nuestros paseos ciudadanos Miguel Delibes suele saltarse paladinamente más de un semáforo?

- ¡Es que nos rompen el ritmo de la marcha!- argumenta.

Y si yo arguyo, a mi vez, que nos puede llevar un coche por delante, él replica, entre convencido y zumbón:

- No, si atraviesas la calle con decisión. ¡Lo que ocurre es que tú vacilas demasiado, y ahí está el peligro!

En la primavera de 1990 le atracaron su casa de Sedaño -prácticamente deshabitada durante todo el año, a excepción de su estancia veraniega- y se

15 le llevaron una cubertería, un reloj de pared antiguo y varias cosas más. Alrededor de medio millón de pesetas.

- ¿Por qué no pones verjas en las ventanas?- le comento. - ¿Verjas? Prefiero que se me lleven quinientas mil pesetas cada año que verme enrejado en mi propia casa. ¿Tú sabes lo que es ponerme a escribir y que se proyecte la sombra de los barrotes sobre las cuartillas? ¡Para eso me voy a la cárcel de verdad, como Pacífico Pérez!

Y hablando de Sedaño, ¡cómo le cuesta regresar, cada septiembre, tras su paréntesis vacacional! El primer paseo que solemos dar juntos después de su retorno es un auténtico rosario de lamentaciones: que si el calor de Valladolid, que si el tráfico de Valladolid, que si la contaminación de Valladolid, que si la agenda que le espera... Y la verdad es que no sé por qué se queja de la agen• da, pues es la persona menos condicionada por compromisos o requerimien• tos -¡casi siempre halagüeños, por otra parte!- que yo conozco. Delibes dice que no a casi todo lo que suponga barullo, comparecencia pública, etiqueta o ceremonia (aún cuando sea en su honor). Le telefoneo el día de su 70 cumpleaños para felicitarle y me cuenta:

- ¿Sabes que me han llamado de televisión para que fuese a apagar las velas con ellos, delante de las cámaras? ¡Y todavía se han extrañado por• que les he dicho que no, que yo tengo mi familia, mis hijos y mis nietos, que son con los que quiero celebrar la fiesta!

Como se extrañó, igualmente, Jesús Hermida, cuando Delibes le dijo que no a un homenaje que el popular presentador quería rendirle en su programa televisivo.

- Pero don Miguel -explica la secretaria del programa por teléfono-, si nosotros le ponemos un coche que le recoge en Valladolid, le trae a televi• sión y luego le lleva de nuevo a su casa... - Sí, sí, ya lo sé, y les agradezco tanta amabilidad, pero es que no quiero ir.

16 - ¡Pues bueno se va a poner don Jesús!-concluyó la secretaria de Hermida, absolutamente asombrada de la negativa del escritor.

"Da la casualidad -me comentaba luego el propio Delibes- de que yo había visto un homenaje similar al tenor José Carreras. ¡Y tú sabes qué son• rojo, él en medio de todos, recibiendo loas, panegíricos, ditirambos desmedí dos de unos y de otros.../¡De morirse de vergüenza/" (Por eso tampoco quiso Miguel Delibes asistir a ninguno de los actos pro• gramados en el ENCUENTRO del que este libro es testimonio: Para dejar total libertad de expresión a los conferenciantes y para no tener que sufrir el bochorno de escuchar, en primera fila y con cara de palo, alabanzas y elo• gios de tu obra). A Delibes no le va la ostentación ni el clamor. ¡Cómo me acuerdo de la vez que la Casa de Valladolid en Madrid le concedió el Piñón de oro 1989 como vallisoletano ilustre, o algo por el estilo! Miguel acepta el premio, lo agradece encarecidamente, pero sólo pone una condición para el acto de entrega: que sea en la intimidad, en petit comité, el Presidente de la sociedad, algún miem• bro de la Directiva y el premiado. "¡Ah, y que sea en Valladolid, por favor, que yo ya estoy muy viejo para trasladarme a Madrid!" Todo lo aceptan los organizadores. "Pero cuando llego al acto -me lo con• taba luego Delibes paseando por Campo Grande- me encuentro con un mon• tón de gente, con fotógrafos, periodistas, ¡qué sé yo, una auténtica fiesta orga• nizada! Yo empiezo a ponerme nervioso y cuando se me acerca el Presidente y me tiende la mano, cordial y efusivo, voy yo y le espeto a bocajarro:

- Señor Presidente, esto no es lo convenido. Usted no ha cumplido lo que prometió. Y no lo ha cumplido porque ustedes y yo vamos por caminos diferentes. Mientras ustedes lo que buscan es publicidad, yo es de lo que vengo huyendo desde hace cuarenta años.

¡Menudo rapapolvo le eché encima, el pobre se quedó pálido, sin saber cómo reaccionar! La verdad es que creo que me excedí un poco, y tal es así que me pasé luego todo el acto -¡ya resignado con los hechos!- dándole palma- ditas en el hombro al señor Presidente para quitarle hierro a mi reprimenda.

17 Y es más: en cuanto regresé a casa, le puse una carta disculpándome por si mi proceder no había sido del todo correcto".

Y ya que de publicidad ha hablado el propio Delibes, me viene ahora a las mientes una anécdota muy reveladora y sintomática relacionada con la publi• cidad comercial y la televisión. Le llaman un día por teléfono y se pone su secretaria:

- ¿Está el Sr. Delibes? - No, no está. ¿Puede decirme quién le llama? - Debo hablar directamente con el Sr. Delibes. Dígale únicamente que se trata de un asunto de muchos millones y que mañana llamaré de nuevo.

Al día siguiente, Delibes tampoco se pone al teléfono pero le dice a su secretaria que indague de qué va y que cuántos son los muchos millones. Lo único que logran sacar en limpio es que se trata de publicidad televisiva sobre una gasolina sin plomo, pero que el contrato millonario han de tratarlo directamente con el interesado. Y cuando el interesado contesta el día siguiente -siempre por boca de su secretaria- que no le interesa la propuesta, el comunicante, completamente asombrado, zanja el asunto de esta manera:

- ¡Pues dígale al Sr. Delibes que Fulano de Tal -aquí el nombre de otro escritor archifamoso- no va a hacer ascos a nuestra propuesta!

Disputas sobre asuntos de dinero he vivido yo alguna que otra directamen• te junto al propio novelista. Recuerdo una tarde de febrero de 1985, en que charlábamos tranquilamente en su casa -es de suponer que hacía un frío des• medido como para echarse a la calle- cuando le llama por teléfono el dueño y señor de una editorial de renombre. Es la enésima vez que le acosa para ofrecerle equis millones por la novela que está a punto de acabar, El tesoro concretamente.

- ¿Cuántos millones dices? -pregunta Miguel- ¿Pero no eran ayer tantos?

18 Tapa el auricular y me comenta por lo bajo: "Cada día sube la cifra". Y luego a su interlocutor:

- Que no, Fulanito, que no. Que ya te he dicho que la tengo comprometi• da con Destino. - ¿Pero es que Destino te paga más que yo? - Me paga lo suficiente.

Y sigue el tira y afloja. El uno hablando de millones y el otro de compromi• sos. El editor no cede y quema su último cartucho:

- ¡Pues entonces, tantos millones por la próxima novela que escribas! ¡Firmamos ahora mismo! -¿Ysi no la escribo?

- Pues te quedas con los millones, ¿hecho?

No, no se hizo, naturalmente que no. Delibes y sus actitudes congruentes. Delibes y su rechazo a cualquier imposición, a cualquier situación o proceder cuya intencionalidad no ve clara o no comparte. Pero ahora bien: cuanto de repudio pueda sentir -como antes comentába• mos- por el barullo y la celebración populosa o de etiqueta, igual de gusto siente por la fiesta íntima o la tertulia distendida. Cuanto de prevención pueda provocarle cualquier compromiso más o menos impuesto, igual de agrado le produce el requerimiento de un amigo o la convocatoria de un encuentro entre allegados. ¡Y aquí es donde Delibes se siente a sus anchas, ya lo creo que sí! Aún le estoy viendo, en la inauguración del comedor Posa Chacel en un restaurante vallisoletano, pelándole los langostinos a doña Rosa entre bromas y veras. O cantando a voz en cuello en una sobremesa de amigos, o discutien• do con el profesor López Aranguren, en una cena íntima -el 2 de junio del 89-, sobre quién de los dos conduce a mayor velocidad: - Fíjate si conduciré yo despendolado -argumenta Aranguren- que cuan-

19 do, no hace tanto, llevaba a mi hija pequeña al colegio, lloraba de pánico. - ¡Sería de lo mal que llevas el coche, seguro!-replica Delibes. - ¡Qué dices, ¿yo conducir mal?! ¡Me has tocado en mi punto flaco! ¡Si hay algo en la vida que hago medianamente bien es conducir, para que te enteres!

Los amigos lo son todo para Miguel Delibes, yo lo sé bien. La amistad está por encima de cualquier compromiso u obligación pública. Recuerdo el día en que murió Nacho -Ignacio Martín Baró-, uno de los jesuítas asesinados en El Salvador, hijo de un viejo y entrañable amigo de Miguel Delibes. Era la tarde del 16 de noviembre de 1989. Y lo que son las coincidencias: ese mismo día se fallaba el premio Cervantes y Miguel -¡como en cada ocasión, de unos anos a esta parte!- era uno de los candidatos favoritos. La casa se le había lle• nado de periodistas, esperando el fallo. Y la noticia del mismo le llegó a Delibes casi a la par que la noticia del asesinato del hijo de su amigo. Cuando apareció ante los periodistas, su rostro mostraba una profunda pesadumbre.

- No, no es por el Cervantes (se lo habían dado a Roa Bastos), les aseguro que eso me trae sin cuidado. Es porque acabo de enterarme de la muerte de una persona muy querida para mí.

Me pidió que le acompañase y nos fuimos los dos a casa del amigo y escri• tor Francisco Javier Martín Abril, cuyo hijo había sido asesinado junto con varios companeros jesuitas. Yo sé muy bien que, aún cuando a Delibes le hubieran dado ese día el Cervantes, también hubiese acudido primero a acompañar y confortar al amigo afligido. El premio y la prensa podían esperar. Miguel Delibes se queja, a veces, de ver poco a sus amigos, de tener poco tiempo para estar con ellos. Por eso, cuando de pronto cae en la cuenta de que hace tanto y cuanto que no ha visto a Fulano, deja lo que esté haciendo y se presta de inmediato a cumplir con el placentero deber de la amistad. Al poeta Francisco Pino, ermitaño en su Villa María del Pinar de Antequera, a escasos kilómetros de Valladolid, he ido varias veces a visitarlo en compañía de Miguel y del Profesor Antonio Piedra.

20 Tardes inolvidables. Evoco una de inicios de primavera, creo que fue el ano pasado. Lo primero que hicimos fue sacar al poeta de su refugio para dar un paseo entre los pinos. Se resistía, insistió Delibes y cedió Paco al fin. Argumenta que el paseo no le sirve de nada, que tiene mala circulación en las piernas y que, ande o no ande, las siente siempre frías, muy frías. Delibes arguye que caminar es siempre bueno para las piernas y para todo el orga• nismo. "Dicen los médicos que no...". "Pues yo a ti te digo que sí...". Y logra mos que camine -¡solo por complacernos!- media hora. La tarde estaba sere• nísima. Pero la disculpa de ir a misa, a las seis y media, le sirvió al poeta para suplicarnos que regresáramos. Y cuando entrábamos de nuevo en el chalet:

- Nada, igual que si no hubiera caminado. Siento las piernas heladas.

Y Delibes:

- Pero Paco, no puede ser, tú estas obsesionado. Déjame ver cómo están tus piernas.

Y el novelista le palpa al poeta las pantorrillas, introduciendo su mano grande por los bajos del pantalón:

- ¡Pero si están calientes!

El viejo poeta -80 anos-, incrédulo, se palpa a su vez las piernas v excla• ma: "¡Anda, pero si es verdad...!''Se ne candorosamente y, sin hacer demasia• do caso de la constatación, coge la manta que tiene siempre a mano y se la echa sobre las rodillas. Delibes se ríe y mueve la cabeza. Paco Pino comienza a ponerse nervioso por la hora de la misa.

- Voy todos los días, ¿sabes, Miguel? Y es que verás: Como solemos estar únicamente el cura y yo, me da no sé qué dejarle solo, al pobre.

Miguel vuelve a reírse, esta vez a carcajadas.

21 - ¡O sea, que no vas lo que se dice por devoción, sino por cortesía, por deferencia con el cura! - Mitad y mitad... -se ríe también Paco con ganas.

Luego le acompañamos hasta la pequeña iglesia. Esa tarde no hablaremos ya más con el poeta. Otra sí. Cualquier otra tarde, Paco Pino disertará, ilumi• nado, sobre el alcance y valor poético de los nombres propios de las novelas de Delibes (por ejemplo). "Son nombres inventados, Miguel, cuya eufonía y justeza llena cada página de tus relatos de sentido poético. ¿No se ha hecho nunca un estudio de los nombres de tus personajes? Ellos solos, entresacados, puestos en una página en blanco, constituirían por sí mismos un magnífico poema. Por el contrario, si coges una página de tus novelas y le quitas, le tachas los nombres propios, verás cómo se queda lacia, igual que un pájaro de alto vuelo con las alas mojadas. Podemos hacer la prueba". Miguel Delibes escucha con la mano en el pómulo -como suele- y al final se sonríe socarronamente.

-¡Qué cosas dices, Paco...!

De Francisco Pino se sintió particularmente cerca Miguel con motivo de la muerte de la esposa del poeta. Fue una situación semejante a la padecida por el novelista unos cuantos años atrás. Para los dos, la pérdida de su compañera supuso un durísimo golpe, un dislocamiento absoluto en sus vidas. La muerte de aquello que amas ha sido la gran obsesión personal de Delibes y una de las constantes de su narrativa. Para él la muerte es prácticamente la única mala noticia. Y así me lo hizo ver, tajantemente, cuando una mañana le desperté para comunicarle lo que yo entendía como una noticia aciaga. Habíamos viajado ambos a Barcelona -octubre de 1990- para asistir al estreno en esa ciudad de Las guerras de nuestros antepasados, novela suya que hemos llevado juntos al teatro. No eran ni las ocho de la mañana, cuando me llama el productor por teléfono a la habitación del hotel para comunicarme que no se puede estrenar esa noche: que el actor que interpretaba al doctor Burgueño había sufrido un ataque de nervios y era un suicidio levantar el telón. Llamo yo, a mi vez, a la

22 puerta de la habitación de Delibes y le espeto a quemarropa:

- Miguel, tengo que darte una mala noticia.

Abre, todo asustado, y yo: Esta noche no hay estreno. El actor que hace de doctor bla, bla, bla...

- ¡Menudo sobresalto me has dado, como que se me ha bloqueado el estó• mago al oírte lo de la mala noticia! La única mala noticia es la muerte y sus aledaños. Lo demás son sólo... contratiempos.

La muerte de la esposa de Francisco Pino, lo mismo que la de Ángeles, su propia esposa, sí que fueron dos malas noticias que poeta y novelista sufrie• ron y compartieron cada uno en su momento. Y la evocación del duro trance les hizo coincidir, en alguna que otra velada amistosa en Villa María, que con la desaparición de la compañera había muerto "la mejor mitad de mi mismo", como confesó Delibes en su discurso de ingreso en la Academia. No es dado Miguel ni a la expansión efusiva ni a la confidencia. Sólo entre amigos suele en ocasiones dejar el pudor a un lado y abrir, incluso, la puerta de las intimi• dades. Él mismo ha dicho que una de las constantes de su literatura es el prójimo. Yo aseguraría que una de las constantes de su vida son los amigos. Tengo muy grabada una exclamación suya. Acababa de sufrir un revés por parte de un medio de comunicación, le habían tergiversado alguna de sus declaracio• nes y se sentía ofendido y molesto: "Mira, Ramón, al margen de nuestra amistad y de muy pocas cosas más en la vida, el resto es manipulación, con• véncete". Exageraba, naturalmente, estaba enojadísimo, pero la verdad es que ha tenido ya repetidas ocasiones para enojarse a causa de lo que él mismo ha denunciado como terrorismo periodístico. Con estas mismas palabras se lo expresó a una reportera de un semanario sensacionalista que le entrevistó y luego publicó lo que le vino en gana. Claro que, al menos, la entrevista había tenido lugar. ¿Que por qué digo esto? Porque, en otra ocasión, un periódico semanal, luego desaparecido, publicó

23 una interviú con Miguel Delibes inventada, una entrevista que Delibes no había concedido nunca a tal periódico. Que no había concedido porque no se la habían pedido, no por otra razón. Pues el falso entrevistado^ ni corto ni perezoso, había puesto en su boca un montón de falsedades, de inexactitu des, de pronunciamientos políticos, incluso, que nadie sabe de donde había sacado. Pero aún hay más. Cuando Delibes escribe una carta al director denunciando la tropelía, el periódico la publica, si, con el titulo de Delibes, quejoso, pero añade una postdata del mendaz periodista y supuesto entrevis tador, tachando de desmemoriado al novelista y asegurando cínicamente que la entrevista había tenido lugar en una cafetería del Paseo Zorrilla y, ademas, a petición del propio escritor (!). Increíble. Claro que aquella patraña final le descubría por completo, pues ya es conocer requetemal a Miguel Delibes el imaginarlo solicitando el una entrevista a nadie. Todo esto ocurrió en julio de 1987, y fue una experiencia tan desagradable que le hizo pasar un penoso verano. Delibes, a pesar de su largo y fructífero historial periodístico, es un critico acérrimo de la profesión mal ejercida, de la irresponsabilidad informativa o de la manipulación de una noticia o de unas declaraciones. No le duelen prendas en denunciarlo cada vez que tiene ocasión o cuando alguien le pregunta su opinión sobre la prensa. "Si tanto nos hemos quejado y tanto hemos denunciado la censura de prensa de aquellos tiempos oscuros, no menos críticos debemos ser ahora con la censura y la manipulación que ejercen no pocos medios informativos desde dentro, en aras del sensacionalismoy otros intereses espurios". Pero estaba yo hablando de la amistad y de los amigos, ¿no es eso? Delibes se siente envarado e incómodo en cuanto traspasa las lindes del circulo amis toso o familiar. Porque la familia es otra de sus correlaciones mas irrevoca bles. "A mí la familia me ha dado muchas satisfacciones, muchas", me con fesaba una tarde de diciembre del 89, a raíz de una grave operación quirúrgi• ca de su hermano Manolo. Porque resulta que en el hospital se habían junta do qué sé yo cuantos Delibes, "mi hijo Adolfo suele decir que los Delibes somos como los gitanos, en cuanto le ocurre algo a alguien de nosotros, ¡alia estamos todos en pina!" Y ese algo puede ser una intervención quirúrgica

24 -como en el caso que comento-, o un trance feliz: dígase el nacimiento de un nieto o un premio o distinción al abuelo Miguel. Cuando, en mayo de 1990, Delibes fue investido Doctor Honoris Causa por la universidad alemana de Sabruken, allí que se presentaron sus siete hijos con sus respectivos cónyu• ges. "Un estrado entero para la familia Delibes me comentaba posterior• mente Miguel, visiblemente emocionado-. Y cuando el padrino de mi investi• dura inició su discurso extendiendo la mano hacia nuestro grupo y se arran co diciendo: Hoy en día que parece que la familia esta en crisis..., todo el publico estallo en un cerrado aplauso". La familia Delibes, como de sobra sabe el lector, ha sido y es numerosa, por no decir isima. Siete hermanos tuvo Miguel y luego siete hijos y ahora mismo catorce nietos. "Pero es que, ademas, mi gente siempre ha aglutinado a un montón de amigos. A veces, en Sedaño, nos reuníamos mas de treinta a comer. Ángeles, mi mujer, dispuso en una planta baja un montón de colchonetas para los transeúntes". (Lo más curioso es que la situación no ha variado, al parecer, demasiado: También este verano ultimo -1992 han pasado por la casa de Sedaño numerosos huéspedes, según me comentaba el propio Delibes. "Ahora son amigos de mis nietos mayores, ¿sabes?. Hay días que nos junta mos a comer que sé yo la gente. Hay ahora mismo un chico americano que se mete unos platos de lentejas que tú no veas"). Líneas atrás salió el nombre de Ángeles. Su mujer, su equilibrio, como él mismo la definió. La primera e irremplazable referencia de Miguel Delibes. Me acuerdo de un 22 de noviembre de 1987, aniversario de su muerte. Paseamos al atardecer. Pero Miguel había estado antes en el cementerio a dejar un ramo de flores sobre la tumba de Ángeles. "Hacía una tarde exquisita -evocó-. Se estaba muy bien allí. Daban ganas de quedarse...". Ganas de nada, ganas de irse él también, en todo caso, es lo único que Delibes sintió con la pérdida de su esposa, en 1974. Bien patente ha quedado en su ultima novela: Señora de rojo sobre fondo gris. La más bella elegía que se haya escrito nunca, en palabras de algún crítico. Pero para mí esta novela ha tenido una especial significación y virtud. Yo diría que Ángeles ha sido precisamente la razón de que Miguel Delibes volviera a escribir novelas des• pués de cumplir los 70 anos. Porque los 70 anos, cumplidos en 1990, fueron

25 una barrera, una meta que él mismo se había establecido tiempo atrás como término o clausura de ciertas actividades. Una, la caza. Otra, escribir novelas. Por suerte, ninguna de las dos negativas las ha cumplido. Ya una semana antes del setenta cumpleaños, regresando ambos de Pamplona, a donde habíamos viajado con un actor francés que quiere llevar a escena, en París, Las guerras de nuestros antepasados, Miguel me comentaba: "Siempre me había fijado los 70 años como límite para seguir cazando. A esta edad ya no se cumple el axioma de que el cazador tiene que correr más que la perdiz. Pero, aún y todo, lo he pensado mejor y voy a continuar mien• tras el cuerpo aguante. Y sobre todo, para demostrar que la caza no es sólo cobrar piezas, sino contactar de pleno con la naturaleza". Pero para la novela se mostraba mucho más reacio: "A los 70 años ya no tienes la cabeza para estructurar una novela. Cuando le entregué a Teixidor 377A, madera de héroe [se publicó en 1987] le previne que seguramente sería la última y él se asustó mucho. Pero es verdad: para escribir una novela se necesita un orden mental del que yo carezco; tengo 70 años y no quiero que mi incapacidad para narrar me pille narrando". Esto me lo decía en octubre de 1990. Y yo, naturalmente, le llevaba la con• traria y hasta me enfadaba con él por pensar así. Porque su negativa era, ade• más, obstinada, cazurra. Por eso, cuando un domingo de abril de 1991, pa• seando por los pinares de El Montico, cerca de Tordesillas, va y me suelta: "Estoy a punto de terminar una pequeña novela en torno a la figura de mi mujer, de Ángeles", casi no doy crédito a lo que estaba oyendo. Lo mismo que en el asunto de la caza, Delibes no había cumplido un pro• pósito que nunca debió de haber formulado. Y hoy es el día en que, afortuna• damente, sigue cazando y sigue escribiendo. Sigue siendo, en definitiva, un cazador que escribe. ¿O quizá hoy le cuadrase mejor un escritor que caza!

- Un viejo escritor que sale al campo con el pretexto de cazar -puntualiza• ría él, seguro.

Un escritor al aire libre, en definitiva. Con todo lo que ello supone de espontaneidad, de ciencia y conciencia natural, de instinto, de sentido común, de humanismo, de coherencia, de armonía entre el hombre y lo que

26 le rodea. Una gran parte de los personajes de ficción de las novelas de Delibes viven en perfecta y ecuánime concordancia con el medio. E incluso se revelan contra un progreso falaz que ha inmolado la naturaleza y el huma• nismo a la ciencia y a la técnica, porque están convencidos de que la máqui• na ba venido a calentar el estómago del hombre, pero ha enfriado su cora• zón. Delibes es uno de sus propios personajes. Al menos eso es lo que me hubiera gustado dejar adivinar en esta semblanza deshilvanada y nada acadé• mica -recuerdos, retazos, anécdotas, nada más- que ya concluyo: la coheren• cia entre el hombre y la obra literaria, la autenticidad de lo escrito respecto a lo vivido. Acabo de afirmar que Miguel Delibes es uno de sus propios personajes de ficción. Y quizá nadie me lo evoque tanto como Daniel el Mochuelo, en aquel emotivo pasaje de El camino:

Daniel [...] sintió entonces que la vitalidad del valle le penetraba desordenada e íntegra y que él entregaba la suya al valle en un vehemente deseo de fusión, de compenetración íntima y total.

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DATOS BIOGRAFICOS DE MIGUEL DELIBES

1920 - El 17 de octubre nace Miguel Delibes en Valladolid.

1923 - Nace Ángeles de Castro, futura esposa del escritor.

1930 - Delibes niño ingresa en el Colegio de Lourdes, de los Hermanos de La Salle, donde estudia el bachillerato.

1936 - Termina el bachillerato. Ingresa en la Escuela de Comercio y, simultáneamente, estudia modelado y escultura en la Escuela de Artes y Oficios de Valladolid.

1938 - Se enrola como marinero voluntario en el crucero Canarias.

1939 - Finaliza la guerra y regresa a Valladolid.

1940 - Estudia Derecho y Comercio. Empieza a colaborar como dibu• jante caricaturista en el periódico de Valladolid El Norte de Castilla.

1942 - Ingresa, por oposición, en el Banco Castellano, permaneciendo en él sólo seis meses.

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I ANGELES Y MIGUEL EN SU REFUGIO DE SEDAÑO 1943 - Realiza un curso intensivo de periodismo en Madrid y regresa a Valladolid con el carné de periodista.

1944 - Ingresa como redactor en El Norte de Castilla. Sigue haciendo caricaturas (que firma con el seudónimo de MAX) y críticas de cine.

1945 - Gana las oposiciones a la Cátedra de Derecho Mercantil de la Escuela de Comercio de Valladolid.

1946 - El 23 de abril se casa con Ángeles de Castro en el Colegio de Lourdes de Valladolid, donde estudió bachillerato.

1947 - El 12 de febrero nace su primer hijo, Miguel. Hoy día es biólogo y director de la Estación Biológica del Coto de Doñana.

Comienza a escribir su primera novela LA SOMBRA DEL CIPRÉS ES ALARGADA. (Anteriormente sólo había escrito su tesis de fin de carrera: Causas de disolución de las compañías anónimas, y un cuento titulado La bujía, que consigue el segundo premio en un concurso de narrativa breve).

1948 - El 6 de enero, LA SOMBRA DEL CIPRÉS ES ALARGADA consigue el Premio Nadal de novela (en su cuarta edición), quedando como finalistas Pombo Angulo y Ana María Matute. La novela se publica en abril y está dedicada A mis padres - A mi mujer - A mi hijo.

El 23 de marzo nace su segunda hija, Ángeles, actualmente biólo- ga, investigadora y profesora numeraria en la Escuela de Ingenieros Agrónomos de Madrid.

1949 - Publica, en octubre, su segunda novela: AUN ES DE DÍA.

30 Escribe y publica, en una imprenta vallisoletana, una SÍNTESIS DE HISTORIA DE ESPAÑA, como libro de texto para sus clases en la Escuela de Comercio. Sin embargo, es retirado al curso siguiente por no comentar adecuadamente los acontecimientos de la histo• ria española más reciente.

El 25 de mayo nace su tercer hijo, Germán, actualmente catedráti• co de Prehistoria de la Universidad de Valladolid.

Publica, en diciembre, EL CAMINO, su tercera novela y con la que alcanza su consagración literaria.

El 5 de septiembre nace Elisa, cuarta de los hijos, actualmente licenciada en Filología Española y Filología Francesa, profesora numeraria del Instituto Ramón y Cajal de Valladolid.

Es nombrado subdirector de El Norte de Castilla.

Publica, en julio, su cuarta novela: MI IDOLATRADO HIJO SISÍ.

Publica su primer libro de relatos, LA PARTIDA, compuesto por diez cuentos.

Publica, en marzo, su quinta novela DIARIO DE UN CAZADOR, por la que se le otorga el Premio Nacional de Literatura. (El manuscrito de la novela tiene como fecha de inicio el 15 de enero de 1954).

El Círculo de Periodistas de Santiago de Chile le invita a visitar su país. (Fruto de esta estancia y experiencia serán dos libros poste• riores: uno de viajes y la novela DIARIO DE UN EMIGRANTE).

El 25 de marzo nace su quinto hijo, Juan, biólogo, actualmente director de la revista Trofeo (de Naturaleza, caza y pesca).

31 Publica, en mayo, su primer libro de viajes, UN NOVELISTA DES• CUBRE AMÉRICA {Chile en el ojo ajenó), fruto de su visita a Chile y otros países de América del Sur.

Viaja por Italia, visitando diversas ciudades.

1957 - Publica, en mayo, su segundo libro de cuentos: SIESTAS CON VIENTO SUR, configurado por cuatro relatos {La mortaja, El loco, Los nogales, Los raíles) y por el que la Real Academia Española le otorga el Premio Fastenrath.

Viaja a Portugal.

Comienza a traducirse su obra a otras lenguas. La primera novela traducida -este año- es El camino, al portugués. La segunda en 1958: Mi idolatrado hijo Sisí, al francés. Y ya sucesivamente se irá traduciendo prácticamente toda la obra de Delibes a las lenguas más importantes del mundo, e incluso varias novelas a lenguas minoritarias.

1958 - Es nombrado director del periódico vallisoletano El Norte de Castilla.

Publica, en abril, su sexta novela: DIARIO DE UN EMIGRANTE (continuación de Diario de un cazador y con el mismo protago• nista, Lorenzo). Está dedicada A Ángeles de Castro de Delibes, el equilibrio; mi equilibrio.

1959 - Publica, en mayo, su séptima novela: LA HOJA ROJA, escrita con una beca de la Fundación March. (Beca que en un principio esta• ba otorgada para un libro de viajes a los países bálticos y que luego se aplicó para una novela).

32 Viaja a París, invitado por el Congreso por la Libertad de la Cultura.

El 5 de junio nace su sexto hijo, Adolfo, que también se licenciará en Biología, como otros tres de sus hermanos, y que actualmente trabaja en la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Castilla y León.

Durante los meses de noviembre y diciembre viaja por Alemania, visitando diversas Universidades.

Publica un libro de crónicas rurales titulado CASTILLA en edición de 150 ejemplares, con grabados de Jaume Plá. (Este texto se publicará cuatro anos más tarde con el título VIEJAS HISTORIAS DE CASTILLA LA VIEJA).

Publica, en julio, su segundo libro de viajes, titulado POR ESOS MUNDOS, con el subtítulo de Sudamérica con escala en Canarias. El libro consta de dos partes: Un novelista descubre América. Brasil, Argentina y Chile (crónica publicada ya en 1956), y Tenerife, fruto de una visita a las Canarias en enero de 1960.

Publica, en enero, su octava novela: LAS RATAS, con la que gana el Premio de la Crítica. (El manuscrito de esta novela lleva como fecha de inicio el 8 de marzo de 1959).

El 16 de julio nace Camino, séptimo y último de sus hijos, que es en la actualidad licenciada en Filosofía y Letras, especialidad Arte; delegada de Kenzo en España.

Ana Mariscal dirige una versión cinematográfica de la novela El camino.

A causa de diversos enfrentamientos con el entonces ministro de

33 ICON SI'S HERMANOS

34 I MK'il KI. CU CARAUEXO"I C()N SI S IIKRMANOS AIXMÍO Y O l\( II \ Información y Turismo, Iribarne, Delibes dimite como director de El Norte de Castilla, según nota aparecida en el periódico el día 8 de junio.

Publica su primer libro cinegético: LA CAZA DE LA PERDIZ ROJA (Con fotos de Oriol Maspons). Diálogo entre el escritor-cazador y el perdiceroJuan Gualberto, el Barbas.

Publica su tercer libro de crónicas viajeras: EUROPA: PARADA Y FONDA, en el que recoge sus viajes a Italia (1956), Portugal (1957), Alemania (1960) y París (1959). (Este libro será reeditado posteriormente, en 1981, con un estudio preliminar titulado Miguel Delibes, viajero, de R. García Domínguez).

1964 - Publica VIEJAS HISTORIAS DE CASTILLA LA VIEJA, libro de rela• tos de un pueblo de Castilla, visto por un emigrante que regresa después de 48 anos de ausencia. (Este texto se publicó en 1960 bajo el título CASTILLA).

Publica, en mayo, su segundo título cinegético: EL LIBRO DE LA CAZA MENOR, con fotografías de Francisco Ontanón.

Se publica, en abril, el Tomo I de la OBRA COMPLETA, con las novelas LA SOMBRA DEL CIPRÉS ES ALARGADA, EL CAMINO y MI IDOLATRADO HIJO SISÍ, y un prólogo de Delibes de 15 páginas, en el que explica el porqué y para qué de mi actividad literaria.

Estancia de seis meses en Estados Unidos, como Profesor Visitante del Departamento de Lenguas y Literaturas Extranjeras de la Universidad de Maryland.

1966 - Publica, en diciembre, su novena novela: CINCO HORAS CON MARIO.

36 Publica, en abril, su cuarto libro de viajes, titulado USA Y YO, en el que recoge, en 33 crónicas, sus experiencias norteamericanas de su estancia en 1964. (Esta primera edición va ilustrada con fotografías).

Publica el relato LA MILANA, en un libro Homenaje al Profesor Atareos, editado por la Universidad de Valladolid. La milana puede considerarse como el embrión de la novela LOS SANTOS INOCENTES, publicada quince anos más tarde.

1968 - Visita Checoslovaquia, invitado por las Universidades de Praga y Brno, sólo unos meses antes de que la URSS aborte la experiencia liberalizadora conocida como la primavera de Praga.

Precisamente con ese mismo título publica Delibes un libro de crónicas (recogidas primero en la revista TRIUNFO), en las que cuenta, en forma de diálogo con un supuesto interlocutor-lector, sus experiencias en aquel país. Cuando el libro está en imprenta, se produce la invasión rusa que Delibes recoge y condena en la introducción.

Publica, en marzo, VIVIR AL DÍA: "una serie de artículos publica• dos en diversos diarios españoles -El Norte de Castilla, La Vanguardia, Ya, Informaciones, etc.- y en diversas circunstancias (...) en una etapa de casi quince años, exactamente desde 1953 a 1967", según palabras textuales del prólogo.

Se publica, en abril, el Tomo III de la OBRA COMPLETA, con las novelas AUN ES DE DÍA, LA HOJA ROJA y LAS RATAS.

1969 - Publica, en julio, su décima novela: PARÁBOLA DEL NÁUFRAGO, dedicada al protagonista de la propia novela, Jacinto San José, "pero registrando su nombre en dos lenguas, el español y el ruso (Giacint Sviatoi lósif), con la intención clara de dedicar la obra

37 I CON SUS DOS HERMANOS MAYORES (1922).

i 8 a todos los oprimidos, a los del Este y a los del Oeste... "(palabras textuales de Delibes).

1970 Publica, en diciembre, su tercer libro cinegético: CON LA ESCO PETA AL HOMBRO, colección de 25 crónicas de caza correspon• dientes a la temporada 69 70 y publicadas primeramente en pren• sa.

Publica su tercer y último libro de cuentos: LA MORTAJA, con un prologo de M. Angel Pastor, que contiene nueve cuentos {La mor• taja es el relato que da título al libro, si bien formaba ya parte del libro Siestas con viento sur, de 1957). Delibes ha publicado en total 22 cuentos.

Se publica MI MUNDO Y EL MUNDO. Selección antológica de obras del autor, para niños de 11 a 14 anos (según reza textual• mente el subtítulo). En 1981 este libro se volvió a reeditar dentro de una colección de literatura infantil llamada Las campanas.

Se publica, en julio, el Tomo W de la OBRA COMPLETA, con los libros POR ESOS MUNDOS, EUROPA: PARADA Y FONDA, USA Y YO y LA PRIMAVERA DE PRAGA.

1972 - Publica su cuarto libro cinegético: LA CAZA EN ESPAÑA, com• puesto de cuatro breves ensayos.

Publica, en febrero, su diario UN AÑO DE MI VIDA, que abarca del 22 de junio de 1970 al 20 de junio de 1971, y que, previamen• te al libro, había sido publicado semanalmente en la revista Destino, bajo el título de Notas.

1973 El 1 de febrero es elegido miembro de la Real Academia de la Lengua, para ocupar el sillón e minúscula, vacante por la muerte del historiador Julio Guillen.

39 El 7 de diciembre, es elegido miembro de la Hispanic Society of America.

Publica, en diciembre, su undécima novela: EL PRÍNCIPE DES• TRONADO. El manuscrito lleva como fecha de inicio el 15 de marzo de 1964 y como fecha de terminación el 21 de abril de ese mismo ano. Sin embargo, la novela no se publica hasta 9 anos más tarde.

El 22 de noviembre muere su esposa Ángeles, a los 50 anos de edad.

El 25 de mayo pronuncia su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua, con el título EL SENTIDO DEL PROGRESO DESDE MI OBRA. Es contestado por Julián Marías.

Publica, en enero, su duodécima novela: LAS GUERRAS DE NUES• TROS ANTEPASADOS.

Se publica el Tomo V de su OBRA COMPLETA, con VIVIR AL DÍA, CON LA ESCOPETA AL HOMBRO y UN AÑO DE MI VIDA.

El director Antonio Giménez Rico lleva al cine la novela Mi idola• trado hijo Sisí, con el título de Retrato de familia. Es protagoniza• da por Antonio Ferrandis y Mónica Randall.

Publica, en marzo, S.O.S, con el subtítulo El sentido del progreso desde mi obra. Se trata, en efecto, del discurso de ingreso en la Academia de la Lengua, acompañado de otros dos pequeños tex• tos: Prólogo a un libro sobre patos que no llegó a escribirse... y La catástrofe de Do ñaña.

Publica, en enero, su quinto libro cinegético: AVENTURAS, VEN• TURAS Y DESVENTURAS DE UN CAZADOR A RABO. Se trata, en I MIGUEL DELIBES, PÁRVULO EN EL COLEGIO DE LAS CARMELITAS (1926)

41 realidad, de un diario de caza que abarca tres temporadas: 1971 1974.

Publica también, en diciembre, MIS AMIGAS LAS TRUCHAS -con el subtitulo Del block de notas de un pescador de ribera , que podríamos considerar como su primer y único libro de pesca.

Antonio Mercero lleva al cine la novela El principe destronado, bajo el título de La guerra de papá.

Josefina Molina realiza una serie televisiva de cinco capítulos sobre El camino, que es galardonada en el Festival de Praga.

1978 - Publica^-en noviembre, su decimotercera novela: EL DISPUTADO VOTO DEL SEÑOR CAYO.

1979 - El 26 de noviembre se estrena en Madrid, en el Teatro Marquina, la adaptación teatral de la novela Cinco horas con Mario, dirigida por e interpretada por . La obra reco rre toda España con gran éxito, y es repuesta en tres ocasiones a lo largo de 10 anos, ya que la última representación tuvo lugar en enero de 1990.

Se publica, en octubre, UN MUNDO QUE AGONIZA, un bello libro, ilustrado por José Ramón Sánchez, que recoge el texto, divi• dido en 11 capítulos titulados, del discurso de ingreso de M. Delibes en la Academia. (El Círculo de Lectores publicará nueve anos más tarde -1988- este mismo texto con el titulo EL MUNDO EN LA AGONÍA y con ilustraciones del pintor y disenador sui/o Celestino Piatti).

También se publica este ano CASTILLA, LO CASTELLANO, LOS CASTELLANOS, una antología de textos narrativos, confeccionada por el propio Delibes con relación a diferentes temas o materias.

42 1980 El VII Congreso Internacional de Libreros, celebrado en junio en Valladolid, rinde homenaje a M. Delibes.

Publica su sexto título cinegético: DOS DIAS DE CAZA (Se trata, en realidad, de las dos crónicas que abrían y cerraban el LIBRO DE LA CAZA MENOR publicado en 1964- y que ahora configu• ran un pequeño volumen).

1981 Publica su decimocuarta novela: LOS SANTOS INOCENTES.

En enero, publica su séptimo libro de caza: LAS PERDICES DEL DOMINGO. Se trata de un "diario puntual donde he ido consig• nando pacientemente, a lo largo de cuatro anos, mis inefables aventuras dominicales". La primera crónica está fechada el 25 de agosto de 1974, y la última el 5 de febrero de 1978.

Se publica, en marzo, la versión teatral de CINCO DÍAS CON MARIO, con un estudio introductorio (de 132 páginas) de Gonzalo Sobejano.

1982 - El 21 de abril, se le otorga el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, compartido con Gonzalo Torrente Ballester.

Participa, como único representante de los escritores españoles, en el Congreso Una literatura para el hombre, que tiene lugar en la ciudad italiana de Reggio Emilia, el 6 y 7 de marzo.

Publica, en octubre, su sexto libro de crónicas viajeras: DOS VIA• JES EN AUTOMÓVIL, con el subtítulo Suecia y Países Bajos. (La parte dedicada a Suecia la componen seis capítulos. La segunda parte, titulada Diario de un viaje por los Países Bajos, comienza el 24 de marzo de 1981 y termina el 5 de abril).

Publica TRES PÁJAROS DE CUENTA, libro para niños, dedicado "a

43 I ADOLEO DEUHES, PADRE DEL ESCRITOR (1907). I ACERA DE RECOLETOS, 12: AQIT NACIÓ DEUHES. EN 1920.

I CON SUS PADRES Y MERMANOS EN SUANCF.S (1929).

•H mis nietos que desde que nacen ya se interesan por los pájaros". Está editado en la colección infantil Las campanas, lo mismo que la reedición, en 1981, de MI MUNDO Y EL MUNDO.

Publica, en noviembre, EL OTRO FÚTBOL, libro que colecciona diferentes artículos de prensa (15 en total), de los cuales, los tres primeros -y más extensos- versan sobre el fútbol.

1983 - Publica, en octubre, su decimoquinta novela: CARTAS DE AMOR DE UN SEXAGENARIO VOLUPTUOSO (novela en/orma epistolar).

El 28 de enero es investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de Valladolid.

1984 - La Junta de Castilla y León le concede el Premio de las Letras, en su primera edición, por ser el "más distinguido y característico escritor de nuestro ámbito". (El importe del premio, dos millones de pesetas, lo dona Miguel Delibes a Caritas, para atender a los mas desheredados de la región).

Los libreros españoles le nombran autor del año y le otorgan el Libro de Oro.

Recibe el premio VIDA SANA, otorgado por la asociación catalana del mismo nombre y dedicada al fomento y desarrollo de la cultu• ra biológica.

El director lleva al cine la novela Los santos inocen• tes, cuyos principales protagonistas, y , consiguieron el premio a la mejor interpretación en el Festival de Cannes.

1985 - Publica, en octubre, su decimosexta novela: EL TESORO.

45 Publica LA CENSURA EN PRENSA EN 1940 Y OTROS ENSAYOS.

Se presenta en Barcelona la TRILOGIA DEL CAMPO, edición con junta de las novelas EL CAMINO, LAS RATAS y LOS SANTOS INO CENIES.

Recibe el premio de periodismo Ramón Godo Lallana, en su vigésimo primera edición (convocatoria 84 85), por su articulo de prensa "Juventudy novela".

Participa, en mayo, como único escntor español, en un congreso de novelistas, cnticos y editores, en Alba (Tunn) -con motivo del Premio Cavour donde presenta una ponencia sobre el best seller.

El 7 de junio tiene lugar el acto de entrega del Premio de las Letras de Castilla y León -correspondiente a 1984-, en la capilla del Colegio de San Gregorio de Valladolid.

El 6 de diciembre, el ministro de cultura francés, Jack Lang, le nombra Chevaher de l Ordre des Arts et des Letres de la República Francesa.

Realiza un viaje a Yugoslavia.

1986 El 6 de septiembre es nombrado Hijo Predilecto de la ciudad de Valladolid, y se le rinde, con tal motivo, un clamoroso homenaje.

Con este motivo, se estrena en el teatro Calderón de la Barca, de Valladolid, una versión teatral de la novela La hoja roja, dirigida por Manuel Collado e interpretada por Narciso Ibanez Menta (en el papel de D. Eloy) y Mana Fernanda D'Ocón (en el de Desi). Es la segunda novela de Delibes que se lleva al teatro.

Publica, en octubre, CASTILLA HABLA. ( "Este libro no es una

46 novela, pero tampoco un estudio científico, apoyado en datos y estadísticas, sino algo a mi juicio mas elocuente- un libro vivo donde la realidad castellana nos es expuesta por sus propios pro tagonistas, los mas humildes vecinos de nuestros pueblos y aldeas ).

Se publica la TRILOGIA DF LA CIUDAD, edición conjunta de las novelas LA tIOJA ROJA, MI IDOLATRADO HIJO 5/5/y EL PRINCIPE DESTRONADO.

Antonio Giménez Rico lleva al cine El disputado voto del señor Cayo, protagonizada por Francisco Rabal. La película obtiene la Espiga de Plata en la Semana Internacional de Cine de Valladolid.

1987 Publica, en octubre, su decimoséptima no\ela: 377A, MADERA DE HEROE.

El 26 de junio es investido Doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense de Madrid.

Se publica, en febrero, la versión teatral de LA HOJA ROJA (estre nada el ano anterior), con una presentación del propio Delibes, que titula "Historia de esta historia", y un prologo de Pere Gimferrer.

1988 Publica, en mayo, MI QUERIDA BICICLETA, libro para niños, edi tado en la misma colección infantil Las campanas en que se publicaron Mi mundo y el mundo y Tres pájaros de cuenta.

Se publica, en noviembre, LA CAZA DE LA PERDIZ ROJA EN ESPAÑA, antología de los libros AVENTURAS, VENTURAS Y DES VENTURAS DE UN CAZADOR A RABO, LAS PERDICES DFL DOMINGO, CON LA ESCOPETA AL HOMBRO y EL ÜBRO DE LA CAZA MFNOR. (Fotografías de F. Cátala Roca)

47 Se reedita, en marzo, el relato EL LOCO, cuento o novela corta que forma parte del libro Siestas con viento sur, publicado en 1957.

Antonio Mercero lleva al cine la novela EL TESORO.

1989 - Publica, en septiembre, MI VIDA AL AIRE UBRE,-Memorias depor• tivas de un hombre sedentario (según reza el subtítulo).

Se publica la trilogía ENCUENTRO DE LA CIUDAD Y EL CAMPO, edición conjunta de las novelas EL DISPUTADO VOTO DEL SEÑOR CAYO, CARTAS DE AMOR DE UN SEXAGENARIO VOLUP• TUOSO y EL TESORO.

El 7 de septiembre, se estrena, en el teatro Bellas Artes de Madrid, Las guerras de nuestros antepasados, versión teatral de la novela del mismo título. Es dirigida por Antonio Giménez Rico e inter• pretada por José Sacristán (en el papel protagonista de Pacífico Pérez) y Juan José Otegui (en el papel del doctor Burgueño). Es ésta la tercera novela de Delibes traspuesta al teatro.

Se reedita, en febrero, EL LIBRO DE LA CAZA MENOR, pero sin las crónicas, primera y última, que aparecían en la primera edi• ción de 1964, y que luego se publicaron reunidas en un pequeño volumen bajo el título DOS DÍAS DE CAZA (1980).

1990 - Publica, en septiembre, PEGAR LA HEBRA, colección de artículos periodísticos e intervenciones públicas.

El 7 de mayo es investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de El Sarre (Alemania Federal).

Se publica, en octubre, la versión teatral de LAS GUERRAS DE NUESTROS ANTEPASADOS. Ese mismo mes de octubre se estrena la obra en Barcelona.

48 En mayo se estrena una versión cinematográfica de La sombra del ciprés es alargada, dirigida por .

1991 - El 30 de mayo recibe el Premio Nacional de las Letras Españolas, concedido por el Ministerio de Cultura.

Del 15 al 19 de julio, tiene lugar el curso El autor y su obra: Miguel Delibes, dentro de la programación de los Cursos de Verano de (Universidad Complutense de Madrid). El curso es dirigido por José Jiménez Lozano y participan profesores y especialistas de Delibes de todo el mundo.

Del 12 al 15 de noviembre tiene lugar en la Universidad de Málaga el V Congreso de Literatura Española Contemporánea, bajo el título monográfico de Miguel Delibes: el escritor, la obra y el lector. El congreso fue dirigido por Cristóbal Cuevas García.

En mayo se estrena en Buenos Aires Las guerras de nuestros antepasados, permaneciendo en cartel hasta final de julio.

Publica, en septiembre, su decimoctava -y por ahora ultima- novela: SEÑORA DE ROJO SOBRE FONDO GRIS, en la que recrea la figura y los últimos meses de vida de su esposa Ánge• les.

1992 - Del 12 de mayo al 3 de junio, tiene lugar en Madrid el ENCUEN• TRO CON MIGUEL DELIBES, organizado por el Centro de las Letras Españolas (Ministerio de Cultura), con motivo del Premio Nacional de las Letras Españolas concedido al escritor en 1991. Un total de siete conferencias y cuatro mesas redondas, que se desarrollan en las Fundaciones Culturales Juan March y Mapfre Vida, se ocupan de la obra de Delibes. Al mismo tiempo, en la primera de las Fundaciones, se abre al público una exposición

49 I RETRATO 1)1. IAMII1\ gráfica, bibliográfica y documental en torno al hombre y al escntor

Es galardonado con el premio AMIGO DE LA TIERRA 92, concedí do por la Asociación Conservacionista Internacional Amigos de la Tierra.

El 26 de junio, es galardonado por la Cámara de Contratistas de Castilla y León, en reconocimiento a su contribución al cono cimiento de nuestra Comunidad y al buen uso de la lengua castellana.

Se publica, en marzo, LA VIDA SOBRE RUEDAS: compilación de 'cuatro relatos (que ya se publicaron en Mi vida al aire libre) vin culados y relacionados con los deportes, especialmente con los que se practican sobre ruedas".

Publica, en septiembre, su octavo libro cinegético EL ULTIMO COTO.

En septiembre sale en Pans la traducción francesa de Los santos inocentes.

El 8 de octubre se reestrena en Sevilla Las guerras de nuestros antepasados, protagonizada por Manuel Galiana y dirigida por José Sacristán.

(Compilación biográfica elaborada por RAMÓN GARCÍA DOMÍNGUEZ)

51 I l)F. VERBENA: ÁNGELES I)F. FLAMENCA, MIGUEL DE BANDOLERO.

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Encuentro con MIGUEL DELIBES

Conferencias

DRAMA RURAL, CRONICA URBANA

Fruncí co UMBRAL

He titulado esta charla Drama rural, crónica urbana, refiriéndome, obvia mente, a las dos grandes parcelas de la narrativa de Miguel Delibes: la peque na provincia -el burgo podrido, que dina Manuel Azana y el campo. Novelas urbanas y novelas campesinas. Y es a estas novelas campesinas a las que llamo dramas rurales, en tanto en cuanto reúnen todos los ingredientes del drama rural o tradicional, en la novela o en el teatro, y que van desde La malquerida, de Benavente, al teatro de Lorca o el de Valle Inclan, profundizando siempre en esa España agraria y dura, con sus gentes, sus costumbres, su manera de sentir y su manera de hablar. Esa España profunda, digo, tan distante de la España urbana y cosmo polita. España, como Francia, son países muy centralizados culturalmente, con lo cual los escritores desconocen todo o casi todo del campo. (Como decía una vez Peman, su problema es que no saben si las vacas tienen las ore jas delante o detras de los cuernos. Yo mismo les confieso que no lo se). Delibes -que sabe esto y muchísimas cosas mas del campo- ha elaborado dramas rurales en los que, como les decía, se nos dan los ingredientes de un feudalismo patente, con el enfrentamiento del siervo y el señor llevado al plano mas elemental, el plano o entorno campesino. Ahora bien: hay una diferencia fundamental entre el drama rural al uso en

63 nuestra literatura -como los ejemplos que he citado al azar- y el drama deli- biaho. En aquél, la chispa, el desencadenante del drama es siempre pasional, un amor dramático, por ejemplo, una pasión contrariada, unos celos... En Delibes, por el contrario, el detonante es social, el móvil dramático es social. En las novelas rurales de Miguel Delibes -Las ratas, Viejas historias de Castilla la Vieja o la última y para mí más brillante del género, Los santos ino• centes- en todas ellas, digo, lo que desencadena la tragedia -esa tragedia que está latente siempre en el campo y que tantas veces salta a las páginas de los periódicos-, es un conflicto social. Porque a Delibes le ha preocupado siem• pre la problemática social, como autor que es de la Generación de los 50, muy vinculado al socialrealismo. Las ratas es una novela rural donde se describen los extremos a los que llega el tercermundismo del campo de Castilla la Vieja. Los protagonistas cazan ratas de rio para comérselas y venderlas, y mientras, en Madrid, el gobierno habla de macroeconomía y del mercado europeo. Pero me gustaría destacar que en Las ratas aparece un elemento específi• co, que desdice de plano el tópico del realismo atribuido a Delibes (luego hablaremos más despacio'de esto). Me refiero a la figura del Nini: ese niño mágico, milagroso casi, un trasunto del Niño Jesús, que lo sabe todo del campo, del clima, de las cosechas, de la naturaleza, de los animales, a quien consultan las gentes del pueblo, incluso los más viejos. El Nini -para mí una de las grandes creaciones de Delibes- es como un ángel que cruza, de pron• to, por las páginas de la novela y rompe absolutamente el contexto realista del relato. En Los santos inocentes -conocidísima novela por su versión cinematográ• fica-, Delibes nos presenta a la oligarquía campesina de residuos feudales y, frente a ella, a un tonto. No a un colectivo rural, sino a un tonto (esto quiero destacarlo especialmente). En medio, sin embargo, hay otro elemento muy propio del drama rural: un personaje casi perruno -encarnado en la película por Alfredo Landa-, y que es ese siervo fiel hasta extremos vejatorios, que cree o acepta la autoridad ciegamente y que llega, incluso, a ponerse a cuatro patas y a olfatear la pieza de caza del señorito. Pero volvamos al personaje del tonto y su famosa milana bonita. Porque es de resaltar que la justicia, o la rebelión contra los atropellos de la oligarquía

64 no parte de un colectivo, del pueblo, como en no pocas obras literarias, sino de la mano de un inocente, de un idiota, de Azarías, que, como ustedes saben, ahorca al señorito Iván porque ha matado de un tiro a su milana. Sin duda el tirano está pagando por todos los abusos cometidos, pero la sutileza de Delibes está en concentrarlos en la muerte banal y gratuita del pájaro y dejar la venganza a la iniciativa del tonto Azarías. A esto es a lo que yo llamo justicia poética (¡nada más lejos del realismo!), porque en Delibes no se ven• gan los pobres, sino los tontos y los ángeles. En las novelas rurales de Delibes es preciso destacar también el lenguaje. El novelista crea un mundo sostenido por la palabra. Y no solamente porque Delibes conozca a la perfección el idioma campesino, la jerga agrícola o cine• gética, sino, sobre todo, porque deja hablar a sus personajes. Los deja expre• sarse como son, como sienten y como piensan, y eso es lo que da solidez a sus novelas, enjundia y verdad a esas novelas rurales en las que, a través de sus personajes, está hablando una cultura milenaria, una Castilla goda a cuyos orígenes y esencias podemos remontarnos precisamente por medio de esos prototipos humanos y, sobre todo, a través de su manera de hablar, que siem• pre es lacónica, precisa, pero siempre también sabia y eficaz. Como ocurre en El disputado voto del señor Cayo, donde el protagonista no es un niño, como en Las ratas, sino un viejo mágico y centenario -en este caso un trasunto de Dios Padre-, cuya palabra es justa y exacta. "Ese gallo se tira", le advierte al visitante de la ciudad que no alcanza el sentido del laconismo. Ese gallo se tira y, efectivamente, el gallo aquél es de los que se tiran a sacarle a uno los ojos. Bastan tres palabras para contar o definir algo, porque esas tres palabras son las precisas y las necesarias, ni una más ni una menos. Y además, vuelvo a repetir, son palabras cargadas de pasa• do, que es lo que da consistencia, espesor, a las novelas de Delibes. Cuando el novelista describe o narra, también lo hace con sobriedad máxima; pero su prosa se enriquece y se hace aún más fascinante, y distinta de cualquier prosa ciudadana, cuando deja hablar a los personajes con su timbre y su sintaxis particular. Dentro de este apartado de relatos rurales, hay un libro de Miguel Delibes, quizá de los menos conocidos y comentados, pero para mí de los más hermo• sos, que es Viejas historias de Castilla la Vieja. Se trata de un puñado de rela-

65 tos cortos, que a muchos de ellos no se puede ni llamar cuentos, con un final abierto, donde se plasma, donde se concentra toda la poesía con que Delibes ve ese mundo rural. Es este un libro -a lo mejor hay que decir otro mas- que desmiente en buena medida el tópico del realismo delibiano. Al no verse sometido a la dictadura férrea de un argumento, el escritor desata toda su capacidad poética; Delibes se muestra aquí como el poeta de Castilla. Y me ocuparé ahora de una novela que está en la frontera, a caballo entre lo que yo llamo drama rural y crónica urbana. Me refiero a Diario de un cazador, cuya historia ocurre mitad y mitad en la ciudad y en el campo. El protagonista es un bedel de un instituto de enseñanza media, pero que, a la vez, es cazador, que sale al campo a cazar. Es un individuo mezcla de campe• sino y de ciudadano. Por ejemplo, dice que su novia se parece a Pier Angelí, una actriz italiana muy de moda en los cincuenta, con clara referencia a una superficial cultura urbana; pero, al mismo tiempo, digo, Lorenzo siente una gran pasión por el campo, a donde se escapa siempre que puede. Por eso es éste un libro donde confluyen campo y ciudad y que, además, simboliza para mí ese fenómeno social, muy de los anos sesenta y setenta, que fue la emigra• ción campesina hacia la gran urbe. El protagonista de esta novela de Delibes es el prototipo de ese hombre desarraigado del pueblo que se viene deslum• hrado a la capital, donde le han dado una portería o cualquier otro trabajo u oficio semejante, pero que acaba pasándolo mucho peor que en su terruño mísero y termina añorándolo desesperadamente. Este tipo es un híbrido, un anfibio, un centauro de campo y ciudad, y Delibes consigue retratarlo magis- tralmente en su Diario de un cazador. Un monólogo poemático donde logra fundir el lenguaje campesino y urbano con un equilibrio asombroso y de rara belleza. Y precisamente este libro-puente, por así llamarlo, me lleva de la mano a la otra gran parcela de la narrativa delibiana: las novelas de ciudad, lo que he englobado bajo el título de crónica urbana. Delibes ha hecho, y por extenso, la crónica de la pequeña provincia, de esa pequeña provincia que puede ser Valladolid, pero que él nunca evoca de manera expresa. Porque resulta -y quiero poner especial acento en esto- que Delibes nunca o casi nunca hace paisaje urbano. Al contrario de lo que ocurre en sus novelas agrarias o rurales, en las que describe minuciosamente el ser y la circunstancia del campo, el

66 paisaje rural quiero decir; en las novelas urbanas no procede de igual modo. Aquí el narrador casi nunca describe la ciudad, sólo lo imprescindible, no se detiene en el gran lienzo urbano, lo que para Delibes cuenta y le interesa es el paisaje interior, porque es la suya una novela burguesa de interiores, no de calles y plazas. Este curioso fenómeno quizá no haya sido detectado por sus comentaristas y estudiosos, máxime cuando en la novela moderna, tanto la gran ciudad como la ciudad provinciana de Flaubert, se establecen en auténti• cos protagonistas. Y hablando de pequeña ciudad, recuerdo ahora un comentario que Miguel Deludes me hizo cuando, anos atrás, quise traérmelo a Madrid, convencerle de que se viniera a residir a Madrid. Además de su congénito afincamiento y fide• lidad a Valladolid, me esgrimió un motivo literario que me convenció: "Mira -me dijo-, para hacer novelas es mejor la pequeña ciudad, porque en la pequeña ciudad nos conocemos todos, se ven las vidas redondas, de princi• pio a fin, a los personajes, por tanto, los dominas por entero, nunca los pier• des de vista". Y eso para la novela, al menos para la gran novela tradicional que Delibes cultiva, es fundamental. En la gran ciudad, en Madrid por ejem• plo, conoces a una persona en un acto oficial o social y puede ciarse el caso de que ya no vuelvas a verla jamás. Incluso a los amigos los pierdes de vista durante largos períodos de tiempo; la gran ciudad, en efecto, fracciona las vidas, nunca te permite contemplarlas con una perspectiva completa. Delibes, desde la pequeña ciudad provinciana, encuentra siempre un punto de mira idóneo para narrar sus conflictos pequenoburgueses con maes• tría y convicción. Y además, potenciados por el sentido moral y la humanidad de los personajes. Esto hace que lo que en principio pudiera parecer una cró• nica urbana sin más, adquiera un giro moral profundo y eleve la historia narrada a auténtica categoría. La hoja roja, por ejemplo, es la novela de la soledad. Un auténtico poema a la soledad y al abandono. Como todos ustedes saben, se trata de un jubilado que no ha sido nada ni nadie en su vida, al que poco a poco han ido muñén• dosele o abandonándole los suyos, y que soporta dramáticamente su soledad al lado de una criada, Desi, que tampoco logra entenderlo. Es, sin duda, una de las novelas más hermosas que ha escrito Miguel, y en ella la soledad, repi• to, es la gran protagonista. Una soledad que se convierte en emblemática, ya

67 I PARTIIX) DE FÚTBOL PERIODISTAS DE VALLADOUD CONTRA ARTISTAS DE CIRCO FHJOO (19+11 DEUBES ES Fl TERCERO, DE PIE. POR LA DERECHA

I MIGUEL ESCRIBIENDO.

68 que nos espera a todos a partir de cierta edad, pues aunque no se de una jubi lacion oficial, la vida nos jubila a todos silenciosamente. En Cinco horas con Mario, Delibes enfrenta dos morales, dos Espanas, al tiempo que traza una anatomía del matrimonio. Cabna preguntarse si Mario es, en algunas cosas al menos, el propio Miguel Delibes. Me refiero a ciertos rasgos, a alguna anécdota, incluso -como el empeño en andar en bicicleta cuando comenzaban los primeros coches-; y sobre todo a ese cristianismo progresista, casi socialista, tan de los años cincuenta. En cuanto a Menchu, quien habla por su boca es la señorita provinciana de clase media que para nada ha comprendido las posturas intelectuales de su marido y que, por eso mismo, encarna todos los tópicos, todos los pros y con tras de la vida misma. Ella es la vida, la vida con todas sus impurezas y lugares comunes de la moral aparente y el triunfo o éxito social. Mario es un puritano, encarna el puritanismo católico, incluso la represión de lo estricto; Menchu, sin embargo, es acomodaticia y con unas ganas locas de vivir la vida de cada día. Creo recordar que, en cierta ocasión, el propio Delibes me confeso: "Con el paso del tiempo, me he percatado de que quien tiene razón es ella. Mario resulta un poco inaguantable". Yo pienso igual. Menchu es culpable, sí, pero está viva. Por el contrario, Mario es puro, pero esta muerto. Además, novelista camente, ella es una mujer total, de verdad, maravillosamente estudiada y retratada; él, sin embargo, es un puro esquema etico. A lo que Menchu se enfrenta, con sus ganas locas de vivir, es a un puro esquema moral. Para mí, además, Menchu, uno de los personajes mas ricos que ha creado Delibes, es una Madame Bovary en potencia, una Madame Bovary reprimida, completamente frustrada por el matrimonio y por el marido, que no acaba teniendo amantes ni suicidándose -todo esto queda al margen de la novelísti ca de Delibes-, pero que apunta todos los síntomas de la Madame Bovary flaubertiana. Otra maravillosa crónica urbana es Mi idolatrado hijo Sisí. En esta novela observamos que no se trata del matrimonio frustrado intrínsecamente, sino por razones ajenas a la propia relación de pareja, a causa del egoísmo del marido al querer tener sólo un hijo. No sabemos si para poder darle más cosas o por comodidad personal, pero lo cierto es que este egoísmo es furi• bundamente castigado con la muerte del hijo en la guerra civil española. Yo

69 diría que se trata de un canto a la gran familia, a la fecundidad (de la que el propio Miguel ha sido un ejemplo notabilísimo). Pero a mí me gustaría detenerme en un aspecto común a estas dos novelas -Cinco horas con Mario y Mi idolatrado hijo Sisí-, que me llama particular• mente la atención. Las dos ponen en cuestión el matrimonio, pero ninguna aborda la crítica total del mismo. Hoy el matrimonio, como todos sabemos, está en crisis, es una institución sometida a continuos cambios, para muchos el matrimonio ha fracasado. Y Miguel Delibes nos presenta matrimonios frus• trados, sí; pero frustrados por causas ajenas al propio matrimonio. En Cinco horas con Mario resulta que el marido es un borde insoportable que con su moralismo y su afán de austeridad tiene harta y aburrida a su mujer. Y en Mi idolatrado hijo Sisí el matrimonio se frustra por el egoísmo y su castigo que enfrenta y destroza la pareja. Pero ni en éstas ni en ninguna otra novela se atreve Delibes -o no quiere hacerlo- a afrontar la crítica intrínseca del matri• monio como lo han hecho tantos y tantos novelistas y dramaturgos modernos (y no digamos los americanos, que prácticamente no tienen otro tema). Sin embargo, en Delibes esta actitud no significa, ni mucho menos, puritanismo; lo que ocurre, o al menos a mí se me antoja, es que su matrimonio fue feliz, pleno en todos los sentidos -es el único matrimonio feliz y perfecto que yo he conocido-, y eso pesa a la hora de escribir. Quizá alguien me eche en cara que en una ponencia no se debe hablar de aspectos privados, pero yo soy partidario de la crítica heterodoxa, no de la crítica científica que se lleva hoy, sino de mezclar la vida con la obra. Y Miguel Delibes, aunque constate, como buen observador de la vida que es, que la institución matrimonial pueda ser un desastre, él no se plantea realmente formular una crítica, una censura del matrimonio. Y no por una postura moral o puritana, como antes dije, no, no es eso; sino porque, a mi entender, la propia biografía manda mucho a la hora de escribir, por objetivo que se pretenda ser. Si él ha vivido un matrimonio gratificante, es muy difícil que escriba una alegato absoluto contra el matrimo• nio. Y por eso, repito, los matrimonios pequenoburgueses de sus novelas se frustran por razones adjetivas, nunca hay una crítica directa a la institución en sí. Y volviendo a la crónica urbana de las novelas de Delibes, ésta se define por el fidelísimo reflejo de las costumbres provincianas, de los detalles revela-

70 dores y las situaciones peculiares, pero, sobre todo, por el lenguaje específico de cada personaje. Porque del mismo modo que Miguel tiene un fino y preci• so oído para captar cómo habla el labriego, lo tiene para reflejar cómo lo hace el pequeño burgués, el rentista, la criada, la señora bien, incluso el niño de tres o de cinco anos. Yo una vez le dije al propio Delibes que era como un experto ventrílocuo, que sabe imitar mil y una voces distintas. Es decir que, en Delibes, los personajes hablan como deben hablar, como ellos son. Y esto es una virtud fundamental en el novelista, sin este don no hay novelista posi• ble. Si cuando oímos hablar a un personaje es al autor a quien estamos oyen• do, la novela fracasa. Y esto ocurre con frecuencia, tanto en la novela como en el teatro. Pero en Delibes no. En sus novelas cada personaje habla como lo que es. Miguel Delibes hace con el lenguaje una obra de arte, un prodigio de síntesis, de concentración, de expresividad, de densidad, de vida en una pala• bra. Delibes alcanza en esto una maestría insuperable. Para mí ésta es su cua• lidad más sobresaliente como novelista; aparte, claro es, de esa ciencia suya para ensamblar novelas que son como mesas de cuatro patas, perfectamente asentadas y que no se caen de ninguna manera. Una novela, como decía un profesor francés a sus alumnos, no es contar pasó esto o pasó aquello, no. Es presentar la historia como que está ocurrien• do ante el lector. El buen novelista no cuenta cosas, las presenta. Ocurren conforme se va leyendo y los personajes hablan y se expresan, tal como son, en ese mismo momento. Delibes no nos cuenta que Azarías era tonto, sino que a Azarías le oímos hablar y comportarse como un tonto. Los personajes de Delibes están siempre presentes porque hablan como son, se definen por lo que dicen y, sobre todo, por cómo lo dicen. Yo creo más en el significante que en el significado. Opino que lo que configura una novela es el significante, más que el significado. Y el significante es riquísimo en Miguel Delibes. Y con ello consigue, precisamente, lo que yo llamaría un realismo convencional, que eso es para mí el arte. Vuelvo con esto al tema del realismo. La Menchu de Cinco horas con Mario no es una viuda que se pasa la noche largando con el cadáver de su marido, ni hablar; Menchu es una obra de arte. Trazada, además, con ironía. La ironía en Delibes es una auténtica carga de profundidad. El escritor realista no puede permitirse ser irónico. Y Delibes lo es con sus personajes. Practica

71 una identificación con ellos, pero al mismo tiempo hay un marcado distancia- miento que lo da la ironía. Ama a sus personajes pero a la vez los caricaturiza levemente, los ironiza, y eso mismo desdice de pleno el socorrido realismo de su narrativa. Flaubert no ama a sus personajes, los detesta, aun cuando acabe diciendo que Madame Bovary es él. (Lo cierto es que lo dice porque se detesta a sí mismo; bueno, a ratos se idolatra y a ratos se detesta, como todos los escrito• res). Joyce tampoco ama a sus personajes: es cruel con ellos. Proust -estoy hablando, como ven, de los padres de la novela moderna- ama a sus perso• najes pero los destruye, los va degradando a lo largo de su maravillosa saga. ¿Qué hace Delibes? Delibes compadece a sus personajes. Se da en él una compasión cristiana, no explícita, claro esta -que lo que le sobra es oficio como para destapar sus claves- pero si patente en todas sus novelas. ¿Puede hablarse, entonces, con todas estas matizaciones que acabo de esbozar, de realismo en Delibes? ¿A qué realismo se refieren sus comentaris• tas? ¿Al de Zola? ¿Al realismo de Caldos, al de Pereda, al realismo de Clarín? Ya la sola pregunta nos explica una cosa: que el realismo como tal no existe. Si hay tantos realismos como autores, es como para ponerlo en tela de juicio. El realismo sería, en teona, la transcripción fiel de la realidad, con la desa• parición del autor. ¿Se da esto en los autores mencionados? No, el realismo es imposible, no existe, la propia pluralidad de realismos lo está negando. Una novela, por muy realista que sea, sabemos, si el autor es importante, que es de Fulano. Nunca podremos confundir a Galdós con Flaubert, el autor está siempre presente y marcando las diferencias y las singularidades. Y Delibes, más que ninguno. Por eso la novelística de Miguel Delibes no puede calificar• se de realista, es la visión, la interpretación del mundo según Delibes, eso sí. Y eso es lo que le da grandeza y un puesto de privilegio en la literatura espa• ñola contemporánea. El mundo según Delibes, lo mismo que podemos decir del mundo según Cervantes, que tampoco es realista, de qué. Esa visión singular del mundo es lo que nos admira y lo que homenajea• mos hoy en Miguel Delibes.

(Transcripción de la conferencia grabada en cinta magnetofónica)

72

DELIBES AL AIRE LIBRE: UN ECOLOGISTA DE PRIMERA HORA

Fernando PARRA

Porque si la aventura del progreso, tal como hasta el día ¡a hemos entendido, ha de traducirse inexo• rablemente, en un aumento de la violencia y la incomunicación; de la autocracia y la desconfian• za; de la injusticia y la prostitución de la Naturaleza; del sentimiento competitivo y del refi• namiento de la tortura; de la explotación del hom• bre por el hombre y la exaltación del dinero, en este caso, yo, gritaría ahora mismo, con el protagonista de una conocida canción americana: "¡Que paren la Tierra, quiero apearme!"

Un mundo que agoniza

Por amor d'esta dueña fiz trabas e cantares, senbré avena loca ribera de Henares.

Libro del Buen Amor

74 Hace algunos anos, siendo profesor de ecología en la Universidad Autónoma de Madrid, recomendaba a mis alumnos la lectura de una novela de Delibes, Las ratas, como un manual de ecología rural. Naturalmente que esa forma de definir la obra aludida es un reduccionismo de sus valores, de mucho mayor alcance, pero, en mi disculpa, tengo varias alegaciones. En pri• mer lugar, y en una Facultad de Ciencias, proponer la lectura de un trabajo puro de creación literaria -no un ensayo científico- como fuente informativa del tema de estudio era mi particular modo de combatir el divorcio entre dos culturas -la literario-humanística y la científico-técnica- de que hablará Snow y que lamentablemente aún persiste. Si bien es cierto que desconocer las aportaciones de la gran Cultura, con mayúsculas, -en realidad de lo que con- vencionalmente aceptamos como cultura, esto es: lo que abarca o pretende abarcar el Ministerio del mismo nombre-, como el arte, la música seria o la literatura, por parte, pongamos por caso, de un tecnólogo acreditado es, desde luego una forma de barbarie, no es menos cierto que ninguna persona que reivindique cabalmente culta puede hacer gala de su gusto formado en pintura o en literatura y a la par, como es el caso nada hipotético, hacer alarde de supina ignorancia en física o biología. En segundo lugar, la propuesta estaba sustentada en el real contenido informativo que la novela en cuestión, como tantas otras de Delibes, posee sobre ciertas formas empíricas de sabiduría campesina que de forma nada abusiva pueden ser calificadas de ecológicas, en el sentido de que proporcio• nan un conocimiento preciso del entorno natural (Cultura que está desapare• ciendo, si no lo ha hecho ya, merced a la emigración a las ciudades de los más jóvenes y aptos -selección a la inversa- sin ser sustituida por nada, o al menos por nada valioso como la subcultura periurbana, según palabras del propio Delibes). Tengamos en cuenta que el moderno sentido de aprecio a la naturaleza parte de una cultura precisa, la urbana, y que ese movimiento cívico -en sen• tido etimológico también- que es el ecologismo actual, al venir a salvar desde fuera el campo tiene sus ventajas en cierto distanciamiento no depen• diente, pero también incurre en desenfoques, no siendo el menor una cierta infravaloración de la dureza, nada bucólica, de las condiciones de vida cam• pesinas. O la visión, en ocasiones sesgada, de los grandes espacios naturales

75 como enfrentados sin mas a las actividades de los hombres. A este respecto es sintomática la valoración que hace un personaje urbano del campo en El dis putado voto del Señor Cayo-, para el se hana bueno el dicho de que el campo es ese insólito lugar donde los pollos se pasean desnudos; este personaje dice: Esto esta bien para las ovejas y ademas cree que las chovas del campanario, esos pequeños córvidos, son predadoras y pueden cazar pollos, o que el bozal que lleva el burro es para preservarse de mordeduras y no para evitar que consuma su propia carga de mieses. Son errores del mismo tipo que los que hacen exclamar el niño dominguero en excursión campestre al encontrar unos tetra brik abandonados: ¡papá, papa, mira, un nido de vacas! Delibes, por el contrario, hace la defensa del campo desde el campo, y su distanciamiento, preciso para el enfoque de su mirada, lo consigue por que a la par es un hombre urbano y rural, y ese modo esquizoide de vida es el mejor para apreciar desde dentro, pero para fijar y afinar desde fuera. Precisamente, en la aludida novela El disputado voto del Señor Cayo, Delibes aprovecha para poner en contacto ambos mundos opuestos, a través de la peripecia de unos jóvenes políticos de izquierda en busca del voto de las zonas rurales apartadas, pero sin hacer hagiografía alguna de ese ámbito campesino: así, en esa novela el personaje positivo de Cayo, reencarnación de los sólidos valores de la Castilla rural, no se habla con el único otro habi tante de su mismo pueblo. Enconada actitud nada ejemplar. Esa misión de puente entre lo rural y urbano es hoy absolutamente impres• cindible, paradójicamente sobre todo entre las capas sociales periurbanas de ascendencia y procedencia rural rápidamente desculturizadas. Delibes, cosmopolita, como atestiguan sus libros de viajes, y que se ha definido como un árbol que crece donde lo plantan, esto es, Castilla, y que no podría vivir en otro sitio que no fuera esa región española, ha podido sen• tir el repudio de esos jóvenes que consideran una obsesión huir de la llamada tradición garbancera y reivindican que ellos no escriben en castellano sino en español. Sin embargo, a lo universal se llega más fácilmente desde lo particu• lar, sea La Mancha o Castilla la Vieja. Y además los garbanzos son un cultivo inmemorial de la Cuenca del Mediterráneo, hasta el punto de que, como el maíz, se desconoce su ancestro silvestre, y han sido cultivados desde siglos antes que Homero desde España a Egipto o la India.

76 Esta reivindicación de la cultura rural es además urgente porque apenas se da entre las generaciones jóvenes de narradores, salvando casos como el de los leoneses Luis Mateo Diez y Julio Llamazares o el gallego Manuel Rivas. Un caso similar en el panorama literario europeo es el del inglés John Berger, que en su trilogía: Into their labors refleja el paso de la sociedad rural a la urbana y la subsiguiente desaparición de la cultura campesina en Europa Central. Muy al contrario, y mencionando tan sólo el pecado pero no el pecador, por otras cosas muy meritorio, y tan sólo a título de ejemplo, ha habido quien en una novela ha dejado impreso: las encinas enrojecidas por el otoño, pero era yo el que enrojecía de vergüenza ajena al ver citado así a nuestro tótem ibéri• co, nuestro árbol más representativo de hojas siempre verdes y perennes. Y no es un caso aislado; muchos autores, ante el brete de mencionar una especia arbórea, acuden a los plátanos de sombra y los castaños de Indias, ambas persistentemente urbanas donde las haya. En Delibes tales insuficiencias por supuesto que no se dan, pero no es la suya una erudición artificiosa y de consulta apresurada a la enciclopedia, como la que hacía, por. ejemplo, Emilio Salgari al mencionar el exótico árbol del pan indonesio con su nombre y apellido latinos, y todo ello sin haber sali• do jamas de Italia. Cualquier visita a la biblioteca puede suministrarnos tal género de dato erudito y ocioso, pero no sustituye el conocimiento de prime• ra mano del ámbito tratado, sea este Castilla o la Indonesia. Reflejar ese conocimiento preciso y de primera mano es tarea mucho más difícil. Delibes la ejecuta a través de la aparentemente simple transcripción de ese lenguaje purísimo que es el castellano de nuestros campesinos, que en realidad y en cierto modo más bien inventa, pero también transciende el conocimiento que se oculta tras ese idioma; un idioma que oculta, como diría Levy Strauss, un pensamiento salvaje, es decir, aplicado al entorno natural, que no toma por sinónimos una trocha, un vereda, un camino de una, una cañada o una senda, porque estas discriminaciones no evidencian sólo rique• za de léxico o gusto por el anacronismo, sino capacidad de distinción, ya que sólo se nombra aquello que se distingue de lo parecido pero no idéntico. Así árbol o pájaro, genéricos urbanos, frente a carrasca, quejigo, sabina, enebro o corneja, chova, cuervo o groja. La ecología, hoy tan de moda, que analiza las relaciones entre los seres

77 vivos y su medio, y pone más énfasis en aquellas que en estos, y que es capaz de analizar en los mismos términos de materia, energía e información un bos• que que un campo de trigo, es, no obstante, y en palabras del ecólogo González Bernáldez, una ciencia escasamente exportable, precisamente por la imposibilidad de la trascripción en detalle de un ámbito a otro. En Los Santos Inocentes, Azarías, el simple, acaba la novela con su salmo• dia: "Milana bonita, milana bonita", a la vez que un apretado bando de zuri• tas -no bravias ni torcaces ni torreras, sino las trogloditas y casi en extinción palomas zuritas- bate el aire rasando la copa de la encina en que se ocultaba. Este es el conocimiento de un simple, pero campesino, de alguien que no está capacitado para distinguir el bien del mal, pero sí las bandas grises de las alas de unas aves huidizas. Ese es el tipo de conocimiento del pensamiento salvaje que nos preserva Delibes. Y siempre, en la novela mencionada como en tantas otras, la sensación moral que se desprende no es sólo la meramente jornalera y proletaria de la tierra para el que la trabaja, sino la más ecológica de la tierra para el que la protege y la vive. Por eso, y si se me permite una expresión foránea para hablar de alguien tan propiamente nuestro en lo idiomático, Delibes ha sido un ecologista avant la page. un ecologista de primera hora, mucho antes de acuñarse el novedoso neologismo. Lo que mis forzados oyentes y gustosos lectores de Delibes agradecerán a estas alturas no es seguir escuchando mis embarulladas teorías o simples lucubraciones deslabazadas, sino los ejemplos que he escogido para ilustrar• las. Espero que el placer sea similar al que muchos cinefilos sentimos ante la visión de los resúmenes -los aún llamados trailers- de las películas de próxi• mo estreno: no sustituyen la visión completa -en este caso la lectura de las novelas-, pero en cierto modo la aliñan de expectación y la anticipan de algún modo. El Gran Duque o Buho Real, la mayor de nuestras rapaces nocturnas y una verdadera joya de nuestra fauna, es pieza esencial de la novela El camino, como el propio autor reconoce en el prólogo de un librito destinado a los niños y poco conocido en la obra de Delibes, Tres pájaros de cuenta. El protagonista Daniel el Mochuelo, un chico de pocos anos, dice al princi• pio de la novela: "Seguramente en la ciudad se pierde mucho el tiempo y, a

78 fin de cuentas, habrá quien, al cabo de catorce años de estudio, no acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga de un cagajón". Es un tono muy similar al de Tomás Brown en la escuela, de Thomas Hughes:

Todos vosotros chapurreáis más o menos el francés y tal vez el alemán; habéis visto, sin duda, hombres y ciudades y formado vuestras opiniones, digámoslos así, acerca de las escuelas de pin• tura, del arte exquisito, y de todo eso; habéis visto los cuadros en Dresden y en el Louvre, y habéis experimentado el gusto de la col agria. Lo que digo es que desconocéis vuestras callejuelas, sen• das, bosques y campiñas. Aunque estéis atiborrados de ciencia, no hay uno entre veinte de vosotros que sepa dónde se encuen• tran las acederas ni las orquídeas que crecen en el bosque inme• diato, ni para qué sirven las habas de pantano, ni la salvia; y en cuanto a las leyendas del país, las historias de las antiguas caso• nas de volado alero, el lugar de la última escaramuza de las guerras civiles, hacia dónde caían los límites de las parroquias, dónde se guarecía el último salteador, adonde fue llevado por el párroco el último aparecido, se han desvanecido por completo.

En el texto de Delibes se termina agradeciendo que la transcripción de los nombres vernáculos de organismos silvestres no sea abatida por la zoológica o científica, más artificiosa en este caso: que no se sustituya picaza por urraca, cuervo por grajo, rendajo por arrendajo, etcétera. Al fin y al cabo, una cosa es la actitud, como talante, y otra la aptitud como capacidad de instrucción. Al igual que la naturaleza nunca se evoca por tan grandilocuente término, sino por el más modesto de el campo, esto es, el terreno donde se desenvuelve la caza menor y los cazadores, como suma de la percepción de este paisaje pro• fundamente humanizado. El mentor naturalístico de Daniel es otro chico, Germán el Tinoso, que tampoco es un científico, sino un notable empírico y a veces ni eso, como cuando sostiene que "todos los pájaros tienen miseria bajo la pluma" y que sus propias calvas no son resultado de una enfermedad parasitaria sino que se las pegó un cuclillo.

79 No, no hay cursilería en los protagonistas infantiles de Delibes. Su curiosi• dad es casi siempre cruenta con sus seres de interés, no ejemplar según las modosas normas del ecologismo actual: expolian nidos, pescan y cazan, pero como el protagonista de la película de Kurosawa, Dersu Uzala, tienen su pro• pio código de honor que no se puede quebrantar so pena de severos autojui- cios, y como en los predadores naturales, no hay crueldad innecesaria. Tampoco es convencionalmente ejemplar el episodio en que interviene el magnífico Gran Duque, cultismo que el protagonista confiesa que tomó equi• vocadamente por un noble señor. El padre de Daniel lo utiliza como cebo vivo para abatir rapaces diurnas, dado el antagonismo existente entre los dos grupos de especies, concretamente un milano, rapaz corriente que, no obs• tante, podía haber sido un águila imperial o una real. Una lectura apresurada sólo informa del evento de esta caza ilegal, por otra parte muy practicada en tiempos en Castilla, con el añadido alevoso de ir destinada como pobre trofeo de taxidermia a los anaqueles de un cura de pueblo vecino al que el progeni• tor debe favores. Pero una lectura más atenta puede desvelarnos una informa• ción suplementaria de interés ecológico, como ocurre tantas veces con Delibes. En este caso se trata del propio antagonismo entre los dos grupos de especies, que se explica por entrar en competencia con relación al alimento, sus presas comunes y que en la naturaleza se evita no por una segregación espacial: ambas habitan los mismos ecosistemas, sino por una exclusión tem• poral: unos cazan de día y otros de noche, de modo que el choque se produ• ce en la transgresión de ese reparto. El problema que plantea Delibes no es si se puede o no cazar así en términos morales, sino si se puede o no en térmi• nos de fado, aunque ello contradiga la tesis hermosa del campesino como guardián de la naturaleza. Incluso el mezquino destino del milano muerto: acabar disecado, es ilustrador de un talante en un momento dado en Castilla. No de otra forma operaba la administración de la época a través de las deno• minadas, sin eufemismo que valga, Juntas de Extinción de Alimañas, que pre• miaban los despojos de especies hoy estrictamente protegidas. Institución que financiaba una actividad contraria al saber científico actual y, en parte, de la época. En Delibes podemos encontrar recogidos muchos falsos saberes que con• tradicen la imagen de reverencia bobalicona que hace pensar que todo rústi-

80 / tfP

I YA ESTAMOS EN a CAMPO: AHORA. A CAMINAR TRAS LA PAT1RROJA

I LA CAZA REQUIERE ESTAR EN FORMA.

81 co es un filosófico individuo dotado de portentosos conocimientos ancestra• les. Como el mito de que las culebras pueden adoptar la forma circular en vertical para rodar como aros ladera abajo, corriendo más que las liebres. En el contexto actual, progresivamente urbano -no debemos olvidar que la actual explosión demográfica mundial es estrictamente urbana, creciendo la humanidad a la par que se despueblan, en aparente paradoja, amplias zonas del planeta, incluyendo todo el interior de la Península Ilrérica- cobra espe• cial relevancia el fin de un aprendizaje rural, de Daniel el Mochuelo, que debe ir a la ciudad a estudiar. Esto nos recuerda los niños de hoy sin infancia rural, los menos afortunados sin familiares en los pueblos crecientemente despobla• dos, sin veraneos en casa de sus abuelos, de modo que esos niños, huérfanos de toda referencia de sus propios orígenes necesitan acudir a las granjas- escuela y a la pomposamente denominada Educación Ambiental para familia• rizarse con vacas y ovejas, estándolo ya antes con jirafas y leones de zoos y documentales televisivos. La infancia arriscada de los tres chicos del El cami• no, Daniel el Mochuelo, Germán el Tinoso y Roque queda como algo irrepeti• ble, como la marcha del propio Daniel. En Las ratas es otra vez un niño el principal protagonista. Esta vez de extracción más humilde, realmente marginal, que el hijo del quesero de El camino, sin posibilidad de promoción fuera del ambiente del pueblo que le considera su mentor más cualificado pese a sus pocos anos, el depositario de la sabiduría de toda la comunidad. Cabe preguntarse porqué Delibes elige a menudo protagonistas infantiles para sus relatos. Quizá quiera destacar en la visión infantil esa curiosidad que luego inevitablemente pierde el adulto, mucho más apta para contemplar las cosas como son y no como los prejuicios posteriores señalan como deberían ser. Las ratas que dan título al libro y que son cazadas y comidas por el ratero, padre del Nini, el niño sabio, no son esas repugnantes criaturas urbanas de alcantarilla, sino unos regordetes roedores más emparentados con los bené• volos castores, que se han consumido siempre en la España de terrenos húmedos e inundables como la huerta valenciana. Tan aptas para el consumo como el más omnipresente conejo. Las gentes del pueblo del Nini le reconocen por encima de los demás, le consultan sobre las cosechas, sobre cómo viene el ano o la mejor forma de

82 I MONTANDO EN EL COCHE PARA INICIAR LA JORNADA DE CA7A espantar los grajos de las sementeras (cazando uno y colgándole cabeza abajo, porque si no actuaría como reclamo o cimbel, no como aviso). Desfilan en la novela las avefrías en su época (por San Baldomero), y en San Blas la cigüeña verás, como por San Clemente alza la tierra y tapa la simiente y la lie• bre, en enero, cerca del agua. Esa sabiduría se articula con el santoral y el refranero en todo un modelo nemotécnico de predicciones a tiempo, de capa• cidad de previsión y prevención, de sutileza: "podar no es cortar sarmientos, cada cepa tiene su poda ". Así sabemos antes de que suceda desde la llegada de las golondrinas al riesgo de heladas tardías. Igualmente desfilan águilas, erizos, lagartos, rabilargos, azulejos, zuritas, torcaces, cernícalos, camachuelos, las ratas de agua, los gorriones, las cigüe• ñas y avefrías; junto a choperas, junqueras, fresnedas, saucedas, mimbreras y encinares. Se ironiza sobre la burda técnica apresurada sin arraigo a las condi• ciones locales, como en el caso de los vanos intentos de repoblación forestal de un cerro local totalmente inadecuado para tal menester por -suponemos- sus condiciones edáficas de puro yesar. Pero todos estos portentosos conoci• mientos del Nini son de naturaleza empírica y ecológica, cuando le consultan sobre la avería de un tractor el niño contesta: "yo de eso no sé nada, eso es inventado ". Y la geomorfología, vertida en topónimos de cerros, cotarras, pezones o cuetos, nunca alcores, jamás montanas, términos de una geografía de papel y no del terreno. La educación ambiental que quiere propiciar Delibes se hace más explícita en un librito para niños, el mentado Tres pájaros de cuenta, y con el siempre honroso propósito de instruir deleitando escribe Delibes en el prólogo: "Habréis observado que los pájaros, bestezuelas por que siento una especial predilección, se erigen a menudo en personajes de mis libros. Diario de un cazador está lleno de perdices, codornices, patos, tórtolas y palomas. Viejas historias de Castilla la Vieja, de avutardas, grajos y abejarucos. El gran duque es pieza esencial el El camino, como la picaza lo es de La hoja roja. Las águi• las, los cernícalos y los camachuelos forman el entorno del pequeño Nini en Las ratas... Finalmente, en mis dos últimas novelas, El disputado voto del señor Cayo y Los santos inocentes, intervienen tres pájaros que juegan pape• les fundamentales: el cuco y las grajillas en la primera, y éstas y el cárabo en

84 la segunda. De los tres me he servido para componer el libro que ahora tenéis entre manos, no un libro de cuentos ni de historias inventadas, sino un libro de historias auténticas, vividas por mí y de las cuales son aquellos pájaros verdaderos protagonistas. Espero que su lectura no os deje indiferentes, antes bien sirva para acrecentar vuestro amor y vuestro interés por la Naturaleza", señalando así su afición ornitológica. No es de extrañar que le haya salido al novelista algún hijo biólogo ilustre, como cabría esperar de alguien que reci• bió una educación del aire libre tan inglesa y nada castellana, con su devo• ción por el ejercicio, el deporte y la naturaleza.

Progreso y deterioro ecológico

En Miguel Delibes hay un mensaje frecuentemente implícito pero nítido de defensa de la naturaleza. Este mensaje se hace explícito sólo en una de sus obras, "mi tesina", como al parecer y según allegados la denominaba el pro• pio escritor. Se trata de su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua, titulado inicialmente El sentido del progreso desde mi obra y poste• riormente editado en forma de libro como Un mundo que agoniza. Es, a mi entender, el único ensayo de este novelista casi puro. Independientemente de los criterios del editor, o quien sabe si del propio escritor posteriormente, yo prefiero el primer título. El progreso ha sido piedra de toque en casi todas las cuestiones relacionadas con la conservación de la naturaleza y bajo su invoca• ción se han perpetrado algunas de las más desdichadas tropelías paisajísticas en nuestro país. Es todavía frecuente enfrentar esa noción, o la de desarrollo, a la de con• servación de la naturaleza, como si ambos conceptos fueran necesariamente incompatibles; algo así como proliferación de autopistas y centrales nucleares o águilas imperiales y el regreso a las cavernas. Y aunque las más modernas tesis del desarrollo sostenible hacen hincapié en la conjunción ajustada de ambas partes, de modo que la verdadera economía es la que se acopla a las limitaciones ecológicas, no deja de haber una cierta reticencia ante los proble• mas de preservación del entorno como un factor antagónico de ese mito intangible a menudo que denominamos progreso.

85 Delibes es tajante en su planteamiento: "todo cuanto sea conservar el medio es progresar" escribe. Las primeras novelas de Delibes, como El cami• no o Las ratas, le acarrearon al novelista el mote de reaccionario. Tal era el caso del personaje principal de la primera de las mencionadas, Daniel el Mochuelo, un muchachito que se resiste a abandonar la aldea para labrarse un camino mejor en la ciudad. Delilíes mismo lo explicó posteriormente: "No querían admitir que a lo que renunciaba Daniel el Mochuelo era a conver• tirse en cómplice de un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional". Posteriormente, la posición de Delibes y su oposición a las vicia• das relaciones modernas Hombre Naturaleza se ha ido haciendo "más acre y radical", según propia confesión, en un sentido admirablemente acompasado con el creciente despegue económico y los subsiguientes efectos creciente• mente degenerativos de tales relaciones, hasta culminar en el contenido de repudio al poder del dinero y la organización de Parábola del náufrago, que denuncia una naturaleza mancillada a la par que la conversión en borregos de los antaño hombres libres del campo. Delibes también no sólo denuncia sino que propugna soluciones adhirién• dose a planteamientos como los del Club de Roma: frenar el desarrollo y organizar la vida comunitaria sobre bases diferentes a las que hasta hoy han prevalecido. Justo las mismas tesis a las que dos décadas después han lle• gado organismos tan poco sospechosos como la Comisión para el Medio Ambiente y el Desarrollo de Naciones Unidas. Hay que tener en cuenta que la vida y la obra paralela de novelista han transcurrido a la vez que se consumaba la desaparición de una España funda• mentalmente rural sustituida por la actual con sus ventajas pero tremendos inconvenientes. Delibes nace en Valladolid en 1920. Estos dos datos biográficos son esen• ciales. Al nacer en una ciudad castellana de dimensiones razonablemente humanas y donde salir al campo no es una hazaña heroica del fin de semana, y por hacerlo en una época donde aún no se había perpetrado el actual desa• guisado rural formado a mi entender por dos hechos complementarios: de un lado la desertización demográfica del interior de las mesetas en favor de la emigración a las grandes ciudades (España como un atolón), de otro el aban• dono del campo y la proliferación de usos espúreos, esto es: urbanísticos

86 I IA JORNADA DE. CAZA COMIENZA CON EL RETO DE COMPRAR EL PAN

I CON "EL BARBAN-. CAZADOR AMIGO DE DELIRES. (trasladar al campo lo urbano: urbanizar) e industriales. Y el apresurado albo• rozo de tanto ecologista desapercibido ante tales hechos por la falsa presun• ción de que tal abandono iba a suponer una recuperación de la naturaleza original y no el origen de desequilibrios, como los incendios forestales, al suprimir a esos verdaderos guardianes de la naturaleza que eran los campe• sinos. Antes de su ingreso en la Academia en 1975, Miguel Delibes ya había manifestado un explícito y muy temprano interés por la Conservación del entorno. Así, en 1972, anticipándose al famoso hito de la Conferencia de Estocolmo sobre el Medio Ambiente Humano, de la que es continuación la de Río de Janeiro de este ano, publicó La caza en España en la que advertía sobre los peligros del deterioro ecológico en nuestro país, tanto en relación a la desaparición de hábitats y ecosistemas valiosos, como los de las Tablas de Daimiel, como a la extinción de especies, como el urogallo, o los peligros para la fauna -cinegética y no tanto- de los cambios de la agricultura con la creciente mecanización, aumentos del regadío, abonos, etc; señalando tem• pranamente cambios en los comportamientos de muchas especies, como la codorniz, que de migradora pasó a sedentaria o los sorprendentes incremen• tos de anátidas y otras aves acuáticas. En ese librito ya se sugerían soluciones para frenar tales deterioros y es muy de destacar que entre tales se incluían algunas que disminuían las posibi• lidades del mismo ejercicio de la caza, al que, en algunos casos como el del urogallo, se proponía renunciar, lo que en un cazador del fuste y afición de Delibes es muy meritorio, así como lo fue su pronta percepción de problemas que fueron más tarde abordados y reconocidos como tales por la comunidad científica. El antecedente de estas dos obras explícitas del conservacionismo militante o ecologista: La caza en España y Un mundo que agoniza, pese a que pue• den rastrearse, como ya he indicado, en toda su obra de narrativa, está a mi entender en otro librito de relatos: Viejas historias de Castilla la Vieja. Quizá sea esta la obra donde mejor se percibe la muerte de un viejo mundo rural sustituido por un progreso urgente y urbano no siempre deseable. Pero Delibes no se limita a una reedición de la famosa Alabanza de aldea con menosprecio de Corte, sino que sabe discriminar los valores que se pierden de

88 las ventajas que se pueden ganar. A través de la mirada de un emigrante que regresa a su aldea natal medio siglo después, para encontrarla prácticamente igual a como la dejó, pero desprevenida de lo que se le avecina, rememora el discurrir de un pueblecito castellano con sus pros-, arraigo, pertenencia a la tierra y a la comunidad de gentes solidarias, contacto con la naturaleza y otras realidades primarias, y sus contras: rutina, estancamiento, superstición, atraso y falta de innovación. El mencionado volumen se cierra con un largo diálogo, posteriormente publicado independientemente, entre un cazador-relator, el propio Delibes, y un perdicero rural de los de antes, El Barbas. En La caza de la perdiz roja, y a través de una larga conversación que algunos calificarían de sabrosa y yo pre• fiero tildar de asombrosamente precisa, realista y natural, verosímil en suma, se va poniendo de manifiesto las contradicciones en una actividad, tan polé• mica entre los amantes de la naturaleza, como la caza y su falta de acomodo a los nuevos tiempos y costumbres. Delibes escribe: "El Cazador piensa que si las actuales condiciones se prolongan, la perdiz española va a pasarlo muy mal. El campo se domestica, la destrucción de nidos queda impune, la caza de polladas a caballo en agosto y septiembre es un ejercicio normalmente aceptado, la matanza de perdices en la temporada de codorniz es un episo• dio cinegético sin importancia, los alaristas y lancheros actúan con la venia oficial..." Aquí procede señalar que Delibes es un tipo de cazador en vías de extin• ción, como sus presas consuetudinarias, muy lejano de esas miles de licencias nuevas vestidas de loden en los grandes almacenes. Es un cazador rural, here• dero de campesinos que ocasionalmente cargaban la escopeta para suple- mentar la dieta con alguna liebre -la pieza más codiciada por ese tipo de cazador tradicional- o alguna perdiz -sin duda la devoción cinegética del novelista-, pero que se confiesa incapaz de practicar la caza mayor de las cla• ses pudientes por una imposibilidad de disparar a un animal superior y de mirada tan próxima como el ciervo. Igualmente, Delibes repudia los nuevos métodos pasivos de ojeos multitu• dinarios o caza con reclamo; toda la parafernalia de secretarios, ojeadores y aperitivos servidos bajo las encinas en mantelerías de hilo. Delibes concibe la caza como una actividad fatigosa y a menudo poco compensadora en la que

89 la fase final de la muerte de la pieza no es ni siquiera la más importante, y en la que el trasegar los campos con un buen perro y resistentes piernas es el mejor bagaje. En definitiva, un cazador que renuncia en último extremo a la caza, que sólo caza las piezas tradicionales del paisaje agrario, que no gusta de monterí• as, ojeos y recechos, que ama el animal que ocasionalmente mata, no es un cazador que presente contradicciones insalvables con el amante de la natura• leza que sólo sale armado con sus prismáticos o la cámara de fotos. El paso de uno a otro es natural y evidente. Volviendo a su credo conservacionista, como el mismo lo llama, en su obra Un mundo que agoniza, Delibes deja clara su posición nada irracional o visce- ralmente antagónica con la modernidad. Sobre la técnica en concreto, renun• ciando a adorarla sin más, escribe: "Esto no supondría renunciar a la técnica, sino embridarla, someterla a las necesidades del hombre y no imponerla como meta"; algo que suena asombrosamente próximo a lo que recomendaba Paracelso y repetía Bacon: a la naturaleza sólo se la domina respetándola. Delibes es consciente de que, en última instancia, la problemática del medio ambiente es política y si, por un lado, su fe puede resultar ingenua, por otro lado, se revela portentosamente premonitoria cuando dice: "De esta manera, la actividad industrial no vendría dictada por la sed de poder de un capitalismo de Estado ni por la codicia veleidosa de una minoría de grandes capitalistas. Sería un servicio al hombre, con lo que automáticamen• te dejarían de existir países imperialistas y explotados". Esto es ligar correcta• mente la pobreza y el deterioro ambiental a través del intercambio desigual del presente Orden desorden Económico Internacional que impone unas injustas relaciones Norte Sur. Recientemente ha señalado, en idéntico sentido, Eduardo Haro Tecglen: "El juego pobres-ricos, hambrientos-saciados no es resultado inesperado, sino una forma de organización". Y es igualmente reconocer los motores de la codicia, la ignorancia y la extrema necesidad como los impulsores de dicho deterioro. O como escribía un regeneracionista de hace más de medio siglo, Julio Senador, con relación a la deforestación de España: "El árbol ha pagado con su vida todas las miserias de los pobres, que siempre fueron muchas, y todas las imbecilidades de los ricos, que nunca fueron pocas".

90 La faceta ecologista de Delibes ha sido oscurecida por la más patente cinegética. No se trata tanto de que una se enfrente a la otra, pues ambas suelen ser fácilmente conciliables, como de que así como los cazadores se han apresurado con alborozo a reconocerle como uno de los suyos -pese a haber tan pocos cazadores homologables al autor , no ha sucedido igual con el reconocimiento más renuente o desapercibido de naturalistas y ecolo• gistas. No obstante, Delibes no es estrictamente un naturalista o un biólogo; bási camente es un usuario del campo, un cazador, de modo que sus opiniones, más o menos personales o heterodoxas, son las de los campesinos o cazado• res que integran el "ruido"de fondo que recoge y depura Delibes. Un ejemplo, aparentemente poco elogioso pero válido puesto que estas reflexiones siempre admirativas no tienen talante hagiográfico, puede servir para ilustrar lo anterior. Me refiero en concreto al papel que desempeñan los predadores, los animales cazadores que como el lobo, el zorro, el lince o las aves de presa compiten con el hombre en la captura de otros animales. Hoy se sabe con absoluta certeza que ese papel es positivo para las presas, cum• pliendo una tarea casi higiénica pero sobre todo selectiva en términos evoluti• vos, eliminando a los menos adecuados para dejar descendencia. Algunas cul• turas tradicionales vinculadas a la caza por razones de supervivencia más que deportivas, conocen perfectamente tal hecho; hay un aforismo Massai que lo expresa hermosamente, dice: "las patas de las gacelas han sido cinceladas por los dientes de los leones". Sin embargo, campesinos y cazadores conside• ran a menudo que los animales cazadores, al perseguir las mismas presas que ellos, son competidores eliminables, de ahí la falsa noción de alimañas o ani• males nocivos de nula entidad científica. En la España de los sesenta tal falsa opinión estaba muy arraigada, incluso en la propia Administración que, a tra• vés de unas lamentables Juntas de Extinción de Alimañas, premiaban en metálico la presentación de picos, garras y otros despojos de animales, que hoy precisamente por encontrarse en peligro de extinción están estrictamente protegidos. Venga todo ello en disculpa, dentro del contexto de la época, a ciertas opi niones recogidas en ese mar de fondo acientífico de la caza rural en el Libro de la caza menor de Delibes. Publicado en 1964, se habla en él, además de la

91 perdiz, la codorniz, el conejo, la liebre o la tórtola, del urogallo y de las águi• las, pero en tanto que del primero se asevera que es un asesinato disparar al macho demudado y sordo en medio de su canción de amor, de las segundas el autor tuvo la mala fortuna de dejar por escrito: "no tendrá caza en el plato si antes no destruye las águilas del monte". Y más adelante añade: "uno no siente el remordimiento de haber privado de vida a unos animalitos indefen• sos, sino, muy al contrario, le inunda de satisfacción de haber puesto fuera de combate a un puñado de aves nocivas, y en consecuencia de haber pres• tado un servicio a sus amigas las perdices". Hasta el más sabio echa un borrón y la enmienda de mano del propio autor llegó pocos anos después, sin excluir la plausible influencia de algún que otro hijo biólogo y naturalista de prestigio. Anos más tarde, en La caza en España, Delibes relataría con santa indigna• ción un célebre episodio en los Aneares entre naturalistas que estaban reali• zando un censo de urogallos y autoridades de la época que pretendían cazar• lo. El asunto se saldó con los naturalistas en la cárcel de Lugo, pero Delibes escribió: "Ante un hecho semejante, uno se pregunta: ¿es punible pasear por una reserva de caza sólo por el placer de ver volar los pájaros? Ante un hecho conflicto entre un hombre que va a oír cantar al urogallo, a estudiarlo en todas sus manifestaciones, y otro que va a derribarlo, ¿qué derecho debe pre• valecer?: ¿el del estudioso o el del matador?". En 1972, ocho anos después del anterior libro que incluye el término caza en su título, Delibes ya había adop• tado una postura más congruente. Para concluir, Delibes ha aportado al moderno sentimiento de aprecio a la naturaleza y a los movimientos ecologistas actuales unos antecedentes tan pioneros como ajustados. En primer lugar, él mismo ha sido un ejemplo viviente de puente entre las dos culturas: urbana y rural; en segundo lugar, un salvador y hasta rescatador, fundamentalmente a través de la precisión de un lenguaje purísimo que no confunde como sinónimos cuetos y lomas, o tro• chas, sendas, caminos y veredas, de toda una cultura rural en trance de desa• parecer sin ser sustituida por nada. A este respecto convendría recordar las palabras de nuestro más insigne ecólogo y uno de los científicos naturales más reputados mundialmente, el profesor Margalef: "La ecología haría bien en mirar con simpatía la historia humana y las creencias tradicionales. Las

92 maneras de tratar la naturaleza, conocimientos ecológicos adquiridos por selección cultural y transmitidos por la tradición, no tienen que ser totalmen• te incompatibles con la forma de nuestra ciencia". Delibes ha sabido, desde su arte, reconocer y recoger esos saberes, aunando su estética urbana -no debemos olvidar que el moderno aprecio de la naturaleza parte de una cultu• ra precisa, y precisamente urbana-, con su conocimiento de primera mano del mundo rural. Tarea que el propio campesinado, -concepto actualmente en crisis, rehén de las subvenciones y dictámenes de diversas administracio• nes crecientemente lejanas-, no estaba en disposición de afrontar, urgente• mente inmerso en su desclasamiento urbanícola y además, como señalaba Unamuno, "el que tiene la frente inclinada sobre la esteva del arado no está en las mejores condiciones para apreciar las bellezas naturales". Finalmente, Delibes no sólo ha sido excepcional y afinado testigo de ese mundo que agoniza: el rural de la cultura campesina y el natural en el que aquella se desenvuelve, sino un agudo crítico de los desmanes ecológicos desde el sentido del progreso que inspira toda su espléndida obra y por la que miembros de todas las culturas, nacionales o extranjeras, urbanas o rura• les, científicas o humanísticas, estamos en permanente deuda: gracias Don Miguel.

Anexo: Para una lectura sesgadamente ecologista de la obra de Delibes

El camino-, Ia edición. Las ratas-, Ia edición, enero 1962. El libro de la caza menor, Ia edición, 1964. Diario de un cazador, Ia edición, marzo 1955. Viejas historias de Castilla la Vieja-, Ia edición, 1969. La caza en España; Ia edición, 1972. Un mundo que agoniza-, Ia edición con el título El sentido del progreso desde mi obra (1975), con el título aludido (1979) y posteriores. Tres pájaros de cuenta; Ia edición, octubre 1982. El disputado voto del señor Cayo. Los santos inocentes. Parábola del náufrago.

93 I ANGELE. CON SE PRIMER MIJO

94 DELIBES: PERIODISMO Y TESTIMONIO

Cesar ALONSO DI* LOS RIOS

Aquel chico flaco, de ojos claros, de voz premiosa y gutural, que solía ves• tir cazadora de ante, friolero, cortés, contenido, tercero de ocho hermanos, de familia bien relacionada, emparentada con Albas y Siliós, que veranea en la Montana, como se decía antes, en Molledo, cuya línea de ferrocarril trazó el abuelo, un francés, pariente del músico Delibes; aquel chico que a los 17 anos hizo la guerra como voluntario en el Canarias, en el mar, por evitar la trinche• ra y el cuerpo a cuerpo, ha terminado Derecho y es ya intendente mercantil y sale con una chica morena y dulce, Ángeles de Castro, burgalesa de Sedaño; a este chico que quiere preparar la tesis doctoral para ser catedrático como su padre en una Escuela de Comercio, le atrae el edificio de la calle Duque de la Victoria, el viejo periódico castellano, El Norte de Castilla. Le gusta hacer monos y caricaturas y se ofrece para ello. Así, por esta puerta modesta, Miguel Delibes entra en el periodismo en 1941, a los 21 anos. Es un empleo provisio• nal, precario, por el que le pagan veinte duros al mes y que le da derecho a entrar gratuitamente en los espectáculos. Al ano siguiente consigue coloca• ción también provisional en el Banco Castellano. El joven dibujante firma las caricaturas con el seudónimo "Max". Ilustra comentarios de fútbol. Dibuja chistes. Tenía un trazo limpio, libre, pero su humor no era precisamente un hallazgo. El amor por el dibujo le llevaría a ilustrar una edición inglesa escolar de El camino, anos después.

95 Sorprende que este chico de 21, 22 anos sintiera tal apremio por -como se decía entonces- colocarse y en pluriempleo. Enseguida va a terminar la tesis doctoral. Es, como hemos dicho, el tercero de los ocho hijos del matrimonio Delibes Setién. La madre tiene que hacer filigranas para que el sueldo del pro• fesor dé para el veraneo y las dos criadas. El padre es mucho mayor que la madre, para los hijos es casi un viejo. No es este un dato irrelevante en la vida de Miguel Delibes. En mis conversaciones con Delibes el escritor, poco dado a desvelar sus claves íntimas, me confesó que de pequeño le obsesionaba la idea de la muerte, y que esa fijación tenía relación con la edad del padre. Le daba por imaginarse, en pesadillas oníricas, cómo bajaban por las escaleras un ataúd con su cadáver. Esta obsesión de la muerte arroja alguna luz sobre la obra de Delibes y no es casual que la muerte pesara tanto en la primera de las novelas, en La sombra del ciprés es alargada. Y aunque no es el Delibes novelista el que nos interesa esta tarde, sino el periodista, sí viene a cuento hablar de esa inseguridad a la que Delibes es propenso y que se traslada al plano profesional y económico. Y en este senti• do cuenta tanto el dato de la familia numerosa como la edad avanzada del padre y, sin duda, la educación. Por otra parte, como hemos dicho, la familia Delibes-Setién contaba con unas buenas relaciones familiares y la precariedad del sueldo del padre funcionario era compensada con algunos beneficios pro• cedentes de una serrería familiar. La afición al dibujo nos dice algo acerca de sus cualidades para la observa• ción y una capacidad para describir tipos y situaciones que van a llevarle enseguida a la escritura, a la narrativa. Sin duda alguna son estas condiciones las que le empujan a recrear mundos y a levantar personajes más -desde luego- que una gran preparación literaria que en aquellos momentos no tenía. Delibes a estas alturas, incluso a las alturas en las que escribe su prime• ra novela, a los 26 anos, tiene una formación literaria más bien escasa. Ha leído algo de la novela española del XLX y XX y algunos autores de aventuras como Curwood o Zane Grey. Así pues, en el ano 41, Delibes comienza a frecuentar la redacción de El Norte de Castilla. Su primer artículo es del año 42, sobre "El deporte de la caza mayor".

96 Pero ¿qué periódico es este en el que ha puesto ya un pie Delibes y que periodismo era el que se hacía en la inmediata postguerra? El Norte de Castilla había sido, desde su fundación en 1854, un periódico liberal, agrario y castellanista. En los anos veinte y treinta se había hecho notar en su línea el influjo de Santiago Alba, exiliado a París por la dictadura de Primo de Rivera, presidente de las Cortes en la II República. El padre de Delibes era, además de primo del político, albista politicamente. Desde 1931, es director del diario Francisco de Cossío y continuo siéndolo después del 18 de julio 1936. Los militares no incautaron el periódico. Sometido, fue utilizado por el gobierno golpista como tribuna para sus dictados. En las páginas de El Norte, como señala Justino Sinova en su estudio sobre la censura franquista, el general Andrés Saliquet mandó publicar un dictado del 18 de julio por el que quedaban sometidos a "censura militar todas las publicaciones impresas de cualquier clase que sean"y dispuso que todos los periódicos tenían "la obligación de reservar en el lugar que se les indique espacio suficiente para la inserción de las noticias oficiales, únicas que sobre orden público y política podran insertarse". No fue incautada la propiedad de El Norte de Castilla, como no lo fueron las de otros diarios de tradición liberal en cuyas regiones triunfo el movimien to militar. Por esta razón títulos como La Voz de Galicia, El Faro de Vigo, El Heraldo de Aragón representaron, en los anos cincuenta y sesenta, un cierto papel de discreta disidencia, o de una correosa obediencia. De los tres diarios que se repartían el mercado vallisoletano en la postgue• rra, Libertad era el órgano falangista, Diario regional el órgano católico y El Norte de Castilla aparecía como el diario sometido. Esta situación bastaba ya para que, entre el lector y el periódico, hubiera una complicidad. Otra cosa era impensable en aquellas circunstancias postbélicas y de fervor totalitario. A medio siglo de distancia, resulta difícil comprender que simplemente una tradición liberal, pertenecer como se decía entonces a la cascara amarga -término en el que se englobaban todos los sospechosos de ideas mínima• mente solidarias con el pasado de libertades democráticas- bastara para caer en la sospecha y ser perseguido. El régimen de Franco no había tenido piedad con la prensa. No sólo fueron incautados periódicos de izquierdas sino órga nos como El Sol, El Heraldo de Madrid, La Voz y tantos centenares. Fue asi

97 destruida una industria de prensa comparable en tiradas y en pluralismo con la europea. Madrid contaba en 1936 con 18 periódicos diarios y Barcelona con 16. Algunos periódicos como La Vanguardia o La Voz tiraban más de doscientos mil ejemplares. Pues bien, en aquella situación El Norte se salvó de la expropiación pero no de las sospechas. Así, ya en 1941, se le incoa expediente administrativo a Francisco de Cossío y se le separa definitivamente del cargo en 1943, junto a otros dos redactores que estaban procesados por el Tribunal de Represión contra la Masonería y el Comunismo. Al periódico se le obligó a suprimir de su cabecera el subtítulo de independiente que llevaba desde su fundación. Reducida la redacción en tres de los ocho periodistas de plantilla, la empresa -acosada por la Delegación Nacional de Prensa- piensa en Delibes como hombre de confianza para que ocupe un puesto de redactor de segunda. A Cossío ha tenido que sustituirlo con un sacerdote procedente de la redacción de Libertad. Delibes hace el cursillo oficial de Periodismo en Madrid y se ins• tala en la redacción. Pronto gana las oposiciones a cátedra. Prosigue, pues, en el pluriempleo. Era normal entonces que un reportero de cine, teatro y toros fuera, al tiempo, funcionario en Hacienda o en Correos. Y se llegó a dar el caso de que una sola persona reuniera la singular trinidad de censor, redactor y policía a la vez. Alguien se preguntará por las motivaciones que condujeron a la Delegación Nacional de Prensa a más que diezmar el periódico. ¿Acaso Francisco de Cossío, la empresa y la atemorizada redacción habían llegado a enfrentarse con el establecimiento de la dictadura? Sencillamente éste no con• fiaba en el título, la empresa, el director y varios redactores. El sueño totalita• rio exigía adhesiones incondicionales, entusiasmo con el sistema informativo y cultural del nuevo Régimen. Molestaba que, laico, con fama de masónico y liberal, El Norte de Castilla tuviera la mayor tirada y contara con la complici• dad de los lectores. Y una breve palabra sobre Valladolid, el escenario, el mercado fundamen• tal del periódico. Puede resultar extraño a quienes piensan que Valladolid era una ciudad falangista, que fuera El Norte el periódico de las preferencias del público sobre todo en aquellos anos. La imagen de Valladolid ha sido desfigu• rada, Valladolid fue, también, una ciudad vencida. El hecho de que fuera

98 I PROMOCIÓN I)f. LA ESCIEIA DE PERIODISMO DE MADRID (Wiíi DEUHES. EN IT. CENTRO

I EN LA HEMEROTECA DE B NOKÜ OH C4OTIU tomada por los militares el primer día del golpe y que les sirviera de base, no quiere decir que fuera una ciudad vencedora. El siniestro juego de inventarse imágenes para encarnar el bien y el mal ha convertido a Valladolid en una ciudad falangista y franquista. La realidad es que la guerra de clases y la gue• rra de ideas hizo de esta ciudad un campo trágico. En ella la represión fue especialmente dura y sangrienta. Si una elecciones democráticas dicen algo acerca de la estructura del electorado, esto es, si el 18 de julio Valladolid tenía alcalde socialista, el señor Quintana, que fue asesinado, habrá que reconocer la obviedad de que la ciudad no era mayoritariamente conserva• dora y menos falangista. Como apuntó Gironella en su novela sobre la guerra civil, los falangistas en Valladolid eran escasos. Aunque eso sí, se comporta• ron de tal modo que Dionisio Ridruejo, en su libro Escrito en España, reco• noce que le toco dirigir allí la mas barbara de las falanges española. Hugh Thomas, en su libro sobre la guerra civil, recoge la terrible anécdota de la instalación de un chiringuito de bebidas en San Isidro para contemplar los fusilamientos. Asi que en Valladolid hubo vencedores y una mayoría de ven• cidos. Conviene, al llegar a este punto, hacer una reconstrucción, aunque sea somera, del periodismo al que accede nuestro escritor. Los politólogos discu• ten a veces si el régimen de Franco puede encasillarse o no en el fascismo, si era un régimen con características específicas dentro de los sistemas autorita• rios. Desde luego, por lo que respecta a la prensa, el sistema fue un calco del nazi. La barbarie informativa no pudo alcanzar cotas más altas. Debo decir que los testimonios de los periodistas de la época son prácticamente inexis• tentes. Son raros los profesionales que han escrito sobre la práctica periodís• tica de aquellos anos. Sin duda alguna, o se complacieron en ella o la sopor• taron de tan buen grado que les bastó con irse desdiciendo al ritmo lentísimo que se lo permitió el régimen. Uno de estos raros profesionales que han escrito sobre tan largo y bochornoso período ha sido Miguel Delibes. Así pues, no trataré aquí de hacer una investigación sobre el dirigismo y la cen• sura a partir de estudios monográficos come el de Sinova, Abellán y otros, o de historias generales, sino a partir del propio testimonio de Miguel Delibes y las aportaciones de José Francisco Sánchez, buen buceador en los archivos del periódico.

100 El breve ensayo de Miguel Delibes sobre La Censura de Prensa en 1940, es uno de los textos imprescindibles en la actual bibliografía para cualquier análisis sobre la información en el franquismo. Tiene, sobre todo, un valor testimonial. Sobre la condición del periodista de los años cuarenta escribe lo siguiente: "Yo asistí desde El Norte de Castilla a esta transformación tauma• túrgica, según la cual al periodista español se le ofrecía la magnánima alter• nativa de obedecer o ser sancionado". Su juicio sobre el sistema de informa• ción podría satisfacer a los torquemadas, celosos de la eficacia del sistema: "El montaje censorio -escribe- fue tan meticuloso que cuesta trabajo imaginar un aparato inquisitorial más coactivo, cerrado y maquiavélico". Y respecto al funcionamiento de los mecanismo escribe: "Desde la Delegación Nacional de Prensa se determinaban los temas de editoriales y artículos firmados, su extensión y su colocación en las páginas del periódico". Así pues, los censores no se contentaban con eliminar, mediante el meca• nismo de la censura previa, aquellas informaciones que les parecieran incon• venientes, sino que orientaban de forma activa e inexcusable la información. Por esta razón, durante muchos años más que un centenar de diarios hubo uno sólo con distintas cabeceras. He aquí un ejemplo, de los millares que se remitían a los periódicos, de directriz del año 1943: "Ese periódico -decía el memorándum de la Delegación- publicará en los próximos quince días nueve artículos firmados por sus mejores colaboradores, en la primera plana, comentando el discurso pronunciado por su Excelencia el Jefe del Estado...". Acto seguido, el delegado enunciaba los contenidos de los nueve artículos. Les ahorro la lectura. No se trata aquí de un ensañamiento. Es algo que, por otra parte, termina siendo humillante para una sensibilidad de hoy. Y el dirigismo tampoco se limitaba a las cuestiones políticas sino que alcanzaba todos los campos. Nada de lo público y lo privado les era ajeno a los goebbels de la época. Citemos, por ejemplo, una directriz sobre el nivel de vida: "Tendrá como fin esta campaña demostrar que el tipo medio de vida y el régimen nacional de abastecimientos y precios es superior al de la mayoría de los países europeos". Los periódicos y sus directivos eran juzgados desde Madrid y las delegaciones provinciales por el grado de interés con que se colaboraba en estas campañas. Así, la escalada de la degradación no tenía más límites que los de la bajeza moral de los actores.

101 Obviamente la censura y las consignas tenían entre los objetivos primeros el cercenamiento de cualquier contagio de ideas del exterior y de cualquier rebro• te extraño al sistema. No me resisto a citar una consigna referida a Ortega y Gasset, exhumada por Delibes, bien expresiva de la miseria cultural de la época. Decía así: "Ante la posible contingencia del fallecimiento de don José Ortega y Gasset, y en el supuesto de que así ocurra, ese diario dará la noticia con una titulación máxima de dos columnas y la inclusión, si se quiere, de un solo artículo encomiástico, sin olvidar en él los errores religiosos y políticos del mismo, y, en todo caso, eliminando siempre la denominación de 'maestro'". El redactor Delibes ha tenido la suerte de trabajar en un periódico que obe• dece de mala gana, que recorta las consignas, que en ocasiones se las salta a la torera, que se resiste al acosamiento burocrático, a las admoniciones y amena• zas (se utilizaba como tal el cupo oficial del papel); y así se va fortaleciendo su solidaridad con el título y la empresa. Por otra parte, el premio Nadal del 47 va acumulando libros y ha comenzado a tener hijos. Escribe en revistas de Madrid y de forma más asidua en Destino. En el periódico ha hecho de todo: deportes, comentarios editoriales, crítica de libros. La empresa quiere desem• barazarse del director, el sacerdote Herrero, pero la Delegación de Prensa se opone. La empresa propone a Delibes como subdirector pero el Delegado nacional, Juan Aparicio, considera que es un periodista inmaduro. El acceso de Delibes a la subdirección, en 1953, fue realmente laborioso, pero mereció la pena. El periódico lo notó pronto. Como ha señalado José Francisco Sánchez, el centenario de El Norte en 1954 vino cargado de reprimendas y amenazas. Por ejemplo, por haber conmemorado de forma insuficiente el día de la Victoria. Por haber criticado una ley que ordenaba "que todos las tierras en pajas tienen que ser aradas antes del 31 de marzo ". En 1956, la empresa consigue desembarazarse del director. En 1958, Delibes fue nombrado Director interino. El ejercicio de la dirección del periódico fue, como vamos a ver, un largo via-crucis para Delibes. Y como tal via-crucis tuvo varias estaciones: una dirección interina durante dos años y medio; una dirección plena, interrumpi• da por el nombramiento de un subdirector responsable; otra etapa de direc• ción en buena medida controlada, la vuelta de nuevo a la dirección y, por fin, el pase al Consejo como delegado de la Redacción.

102 El análisis pormenorizado de las circunstancias, de estas caídas y recaídas y, sobre todo, de las razones de la burocracia franquista es dasazonante, es también humillante, incluso a estas alturas. Se advierte, por un lado, el forcejeo de Delibes por informar especialmente sobre la situación del campo castellano y de los problemas agrarios; su inten• to de introducir colaboradores no oficialista; su repugnancia al seguidismo de las consignas en la página editorial; su empeño por estar a la altura de una sociedad que comienza a querer desembarazarse del corsé autoritario. El Concilio Vaticano, el espíritu nuevo de Juan XXIII, el aggiornamiento de la Iglesia, la nueva etapa en las relaciones internacionales protagonizada por Kennedy y Kruschev, el proceso de emigración y urbanización en España, la contestación estudiantil al sistema, los comienzos del movimiento obrero, son argumentos que apoyan el designio de Delibes frente a la terca voluntad inmovilista de los celadores del sistema. Por otra parte, en este proceso de años, se va escindiendo la unidad del Consejo de Administración del periódico, entre el tirón de la tradición liberal del periódico y su mercado y las nuevas connivencias con el régimen que se darán sobre todo a partir de la llegada de Fraga. De esta manera, lo que durante muchos años fue un sostén sin fisuras, luego será ambigüedad y, por tanto, fuente de dolorosos problemas personales para Delibes. Pero nos hemos adelantado un tanto. Volvamos a 1958, cuando fue nom• brado director con carácter interino. Comenzaba así su mandato a prueba. Fue al comienzo de esta etapa cuando yo le conocí, cuando comencé a colaborar en el periódico al tiempo que hacía la Universidad. Es en este perío• do también cuando Delibes incorpora al periódico las firmas de Jiménez Lozano, Martín Descalzo, Miguel Ángel Pastor, , Manuel Leguineche, Javier Pérez Pellón, Bernardo Arrizabalaga... La generación a la que con frecuencia se refiere Delibes como una de sus contribuciones al periódico. Años de interinidad para Muñoz Alonso, no para Delibes y sus redactores y colaboradores. El Norte de Castilla acentúa su línea reivindicativa regionalista y acrecienta la opinión en sus páginas. El nuevo tono no sólo es advertido por el público lector de Valladolid, sino que es comentado en medios profesiona• les y universitarios madrileños. Es indudable que en la nueva imagen del

103 periódico cuenta de forma decisiva la personalidad de su director. El premio Nadal del 47 por La sombra del ciprés el alargada, tiene ya en su haber Aún es de día, El camino, Mi idolatrado hijo Sisí, Diario de un cazador... Es ya un autor que comienza a ser traducido, invitado por Universidades extranjeras. Es ya uno de los primeros narradores españoles. Por lo mismo, el director interino es especialmente vigilado. Es menos vul• nerable que otros. El régimen teme a los intelectuales y si bien Delibes no tiene ningún compromiso político más que consigo mismo, esto es, con su conciencia, es conocida su postura de discrepancia con el franquismo y su tozudez cívica insobornable. Este período de prueba habría llevado a otra clase de periodista a un rela• jamiento de las tensiones entre los celosos guardianes del sistema y el periódi• co. Por el contrario, como digo, Delibes pasa la prueba a aquellos. Para Delibes los que van a estar a prueba son los burócratas del Ministerio, tanto de Madrid como de la delegación provincial. Y esto va a llevarlo al extremo con el ministro Fraga, que vino acompañado de una aureola liberalizadora. Son ellos los que tienen que desmontar su aperturismo ante informaciones y opiniones que Delibes entiende necesarias. Y hoy lo vemos con claridad: fue• ron ellos los que fracasaron en la prueba, no Delibes, aun cuando los resulta• dos fueran traumáticos para el escritor. Así las cosas, con una opinión seguramente cargada de tics ingenuos, en buena medida críptica, alentada por los vientos renovadores en la Iglesia, muy sensible a los problemas de injusticia social y a los desfases culturales que vivía España, se produjo un hecho que acrecentó aún más las tensiones entre Delibes y los burócratas del régimen y que pudo dar al traste con el nombramiento definitivo de Delibes como director. Me refiero al incidente del Premio Mariano de Cavia. Delibes, que había sido invitado a formar parte del Jurado de este premio, no fue convocado para la reunión en la que se falló por unanimidad a favor de Gonzalo Fernández de la Mora. No relataré el largo, correoso, desagradable contencioso que provocó la insistencia lógica de Delibes en publicar en ABC una carta de rectificación o aclaración y la negativa a este derecho elemental. Pero si este hecho merece ser citado aquí es por lo que nos revela acerca de los mecanismos del régi-

104 men. Fue el Director General de Prensa quien apoyó siempre la negativa a la rectificación y, aún más, dedujo de la actitud de Delibes una prueba más de la indisciplina de éste. Por parte del escritor revela su condición insobornable. Su reivindicación de lo que podríamos llamar, avant la lettre, un respeto al Estado de Derecho. Delibes defendía en ese momento su condición de ciuda• dano atropellado, no ya su condición de director. No lo tomó así el señor Muñoz Alonso, sino como una evidencia más de la peligrosidad de Delibes como director de El Norte. "En este período de prueba -comentó el Sr. Muñoz Alonso- ha demostrado que no tiene interés por el periódico, al que antepone el suyo personal... Es muy frecuente esto de que los intelectuales consideren el periódico como un mero entretenimiento... Si yo le cuento todo esto al Ministro, no lo nombra". Consideremos que han pasado más de 20 años desde el final de la guerra civil y, sin embargo, permanece estúpidamente la concepción patrimonial de la prensa. Son el director general o el ministro los que siguen decidiendo qué director conviene o no conviene a una empresa. Naturalmente, si Delibes era un caso es porque era la excepción, ya que la regla general era la sumisión de toda la prensa a ese tipo de prácticas. Es decir, este y otros incidentes nos descubren la naturaleza de las relacio• nes entre la prensa y el poder a veinte años del final de la guerra civil. Pero aún duraría esta situación más de otra década. Quiero decir a estas alturas una palabra sobre la contextura psíquica de Miguel Delibes. El carácter enterizo de Delibes desde el punto de vista ético no debe permitirnos suponer que este tipo de pruebas le afectaran escasa• mente. Por el contrario, bajo la apariencia sonriente y segura del escritor, hay una personalidad delicada, en cierto modo frágil, dada al pesimismo. He aquí un texto correspondiente a aquellos días: "Yo no fui [a la reunión del Consejo] porque no me encuentro bien de salud. Me vine con la depre• sión encima y así continúo, días mejor, días peor, pero la angustia, las negruras, no acaban de marcharse pese a la pesca, a los baños y ala vida al aire libre. Supongo que se tratará de otro bache pasajero y todo lo olvidaré en poco tiempo, pero, créeme que no existe enfermedad peor que esta donde uno no encuentra en la vida un solo estímulo que valga la pena". Claves como las que nos da aquí Miguel Delibes deberían ser tenidas en

105 cuenta por los críticos literarios que tratan de explicar su obra. La búsqueda de la naturaleza, la huida hacia el aire libre son en Delibes una crítica indirec• ta a una sociedad insolidaria, a unas relaciones humanas frustradoras. Por eso escribí hace años que el ecologismo de Delibes, su naturalismo vital se han adelantado algunas décadas a la moda que ahora vivimos. Junto a esta clave íntima, conviene tener presente otra que se relaciona con la libertad de expresión. Delibes se ve obligado a acudir a la novela para plantear unos problemas sociales que la censura impide desarrollar en los periódicos. Las ratas son un producto de la imposibilidad periodística. Delibes plantea en la novela, esto es, en la ficción, una situación dramática rural. Ciertamente sobre la novela pesa también la censura pero de un modo menos brutal. De este ejemplo podemos generalizar y podemos afirmar que en buena medida la novela de realismo social de finales de los cincuenta y sesenta fue el recurso obligado para denunciar los problemas que no podían abordarse en la prensa. Por su parte, la novela de esta época tampoco podría ser analizada al mar• gen de la censura. Ésta que en el lenguaje político habrá llevado a ensayistas como Tierno Galván al tacitismo como método, obligaba a los creadores a una invención de recursos narrativos. Concretamente en Cinco horas con Mario, Delibes tuvo que matar a Mario para poder contar su historia desde la mujer, ya que la novela no hubiera pasado si hubiera sido contada en un esti• lo tradicional. Naturalmente, de esto sería abusivo deducir que la censura cooperó a la innovación narrativa española. Por fin, después de la larga prueba, le llegó a Delibes el nombramiento definitivo como director, si bien en último momento todo pudo quedar en agua de borrajas. La Delegación de Prensa presentó a la empresa y a Delibes un contrato en el que figuraba una cláusula que obligaba al director a velar "celosa y diligentemente por la defensa de los principios del Movimiento Nacional dentro de las leyes Fundamentales del Estado". A Delibes tal cláusu• la le pareció una última provocación personal y se resistió a firmar el contrato. "Quiero comunicarte también -escribe al consejero César Alba- la irrita• ción que me ha producido la cláusula que la Dirección General de Prensa propone para nuestro contrato. Si fuera algo más ambiguo -Dios y España- sería admisible, pero la específica fidelidad a unos principios y a un régimen que no me gustan me repugna un tanto...".

106 Le explicaron los consejeros que se trataba de una cláusula de estilo y, al fin, firmó. En julio de 1962, Manuel Fraga fue nombrado ministro de Información y Turismo, en sustitución de Arias Salgado. Llegó con él el anuncio de la desa• parición de la censura previa y la promesa de una ley liberalizadora. Pero la dictadura tenía un ritmo y Delibes otro. Fraga tenía una idea de la prensa y Delibes otra. Se pretendía cambiar el régimen jurídico de la información ema• nado de la guerra civil a la situación del autoritarismo de aquellos primeros sesenta. La distancia entre la España real y la España que oficialmente apare• cía en los periódicos resultaba intolerable, a veces cómica. El cambio quería hacerse, como era propio del sistema, desde arriba y se contaba para ello con la adhesión de la inmensa mayoría de los medios y de los periodistas. El ritmo, los pasos, venían marcados. La mecánica seguía siendo de sumisión. Se contaba para ello con la fidelidad de las empresas, de los equipos directivos, de una profesión largamente ahormada, de unas asociaciones profesionales controladas políticamente. Cuando se dice que la prensa ha sido un instrumento decisivo en la evolu• ción democrática española se puede entender que la prensa mantuvo un largo forcejeo con el establecimiento político. No es así. La prensa, durante más de treinta años, sirvió monolíticamente al régimen autoritario y en su mayoría hasta la muerte del dictador. Fue más bien la prensa un instrumento de represión de los intentos democratizadores en otros ámbitos: la acción de los partidos ilegales y clandestinos, los movimientos profesionales, el movi• miento obrero, el trabajo de los intelectuales. Fue en los años sesenta cuando ciertos títulos comenzaron a tomar algunas calculadoras distancias, cuando las jóvenes generaciones periodísticas comen• zaron a presionar en las redacciones, cuando, con un lenguaje crítico, comen• zaron a apuntarse tímidas opciones democráticas. Fueron algunos semanarios primero, sin duda por pertenecer a empresas menos comprometidas con el poder, los que ofrecían una alternativa informativa. En esa nómina de disiden• tes hay que citar algunas revistas católicas como Signo, boletines de la HOAC, índice, a partir de 1962 Triunfo, en 1963 Cuadernos para el Diálogo, Destino... Alguna vez he dicho que la dictadura de Pinochet permitió periódi-

107 eos diarios, semanarios y mensuales que hacían la crítica frontal al sistema y que no disimulaban su línea democristiana, socialista o comunista. El régimen de Franco fue mucho más cuidadoso que el de Pinochet. No me extenderé más en este punto. Pretendía tan sólo insinuar el panora• ma periodístico en el que tuvo que actuar Miguel Delibes como director del El Norte de Castilla. Sus compañeros de viaje eran escasos. Delibes se empeñó en publicar unas páginas de denuncias sobre la reali• dad de Castilla: el abandono de los pueblos, el deterioro demográfico, los precios de los cereales, la penuria de los agricultores, la rala vida social de los medios rurales. Delibes entiende que un diario "portavoz desde hace más de un siglo de los intereses agrarios castellanos, no puede permanecer indiferen• te ante la tragedia que se cierne sobre la región ". Mientras, acentuaba el tono crítico de las editoriales al amparo de los nuevos vientos de la Iglesia. En El caballo de Troya practicábamos en ocasiones una escritura de denuncia social y otras un juego a veces ingenuo de alusiones, de complicidades con el lector. Todo ello irritaba en el Ministerio de Información y Turismo. La acusación era simplona: Delibes nos está fastidiando el experimento. En función del experimento había que callar. Por su parte, la respuesta de Delibes era de pura lógica: habrá apertura en la medida en que se informe más y mejor. Las relaciones se tornaron más agrias que nunca. Las presiones del Ministerio sobre el Consejo comenzaron a hacer mella. En el informe con el que se defendió Delibes ante el Ministerio de Información y Turismo, decía en su punto 5: "El argumento esgrimido por los señores Director General y Secretario General de Prensa al hacer las referi• das recomendaciones no afecta, por supuesto, a la justicia -reiteradamente reconocida- de nuestra campaña sino al hecho de que la misma, por su ini• cial actitud o sus posibles desviaciones destempladas, pudiera hacer fracasar el experimento de liberalización de la prensa española. Nosotros entendemos -una vez reducidos a sus justos términos la fogosidad inicial de nuestra campaña- que silenciar un estado de opinión o permanecer ajenos a la tra• gedia que nos rodea equivale a hacer abortar ese experimento de libertad iniciado con tanto entusiasmo por los nuevos rectores del Ministerio de Información. Es decir, impuesto el silencio, el experimento, automáticamen• te, dejaría de existir".

108 Como se ve, la argumentación de Delibes poma contra las cuerdas a los aperturistas. ¿Cómo podía hablarse de experimento liberali/ador si se imponía el silencio? Era una lógica democrática. Fraga y el Ministerio y el régimen esta ban en otro tipo de lógica: la evolución del autoritarismo dentro del autorita rismo. Hay que recordar que a la promulgación de la Ley de Prensa de 1956, le precedió una limpieza del mercado. Fueron suprimidos algunos títulos, entre ellos un semanario del que fui redactor, la revista Siglo 20. Entre estas víctimas anteriores a la ley de apertura está el propio Delibes, como director de El Norte de Castilla. Fueron tiempos dolorosos para Delibes, no ya por razones económicas o de prestigio profesional. Ello significaba un parón en la linea de El Norte de Castilla y enfrentamientos con algunos de los consejeros de la empresa, per sonas con las que mantenía estrechas relaciones personales. A Delibes le irritaba especialmente esta situación en la que la censura debía ser asumida por el propio director. En definitiva, quedaba a salvo la Administración mientras las empresas y los directores practicaban el silencio. La situación resultó insostenible. Se intentó encontrar una solución mediante el nombramiento de un hombre de confianza de la empresa -Félix Antonio González- al que se le encomendaba la responsabilidad informativa. Duró poco esta salida surrealista. Delibes vuelve a la dirección y prosigue la linea anterior. Y el contencioso permanente con el Ministerio se agrava a causa de su intervención en el caso Fernández Areal. En 1964, el director del Diario Regional -Fernández Areal- fue detenido en dependencias militares y proce sado por delito de injurias al Ejército. Delibes firma un escrito de apoyo a Fernández Areal. Promueve una Aula de Cultura que abre con una conferencia a cargo de Gironella. Las fuerzas de extrema derecha de la ciudad se movilizan. Algún consejero pretende que Delibes sustituya al conferenciante por un falangista. Para Delibes la propuesta es una agresión a la línea del periódico y a el mismo. Artículos de Jiménez Lozano, de Leguineche (concretamente una entrevista a Bardem sobre la Censura), la inclusión de Gil Robles en una encuesta, la colaboración de Jiménez de Parga, la publicación de una encues• ta sobre la Universidad realizada por mí, son para el Ministerio de Fraga una escalada insoportable.

109 El Norte de Castilla no puede llegar a la Ley de Prensa dirigido por Miguel Delibes. Estropearía el experimento. A finales de 1965, Delibes comunica su intención de abandonar la direc• ción del periódico. No cuenta con suficiente apoyo en el interior del Consejo. Sí con el de los señores Orbaneja, Rubio Sacristán y, por supuesto, del gerente Fernando Altes, padre del actual director, el apoyo más firme que Delibes tuvo siempre en el consejo, así como Jiménez Lozano lo fue siempre en la redacción. Delibes tiene las ideas claras sobre la ley de Prensa y su capacidad para soportarla. "Sobre la Ley de Prensa -escribe a Jaime Alba- te envío el comentario de Eclesia que hemos reproducido al habernos prohibido el comentario propio. Ya el hecho de una ley que pretende traer la libertad nazca bajo la prohibi• ción de comentarla deja de ser expresivo... El capítulo de cosas tabú -intoca• bles- y el de sanciones ya dan pie para pensar que nuestra libertad no irá más allá de poder decir Amén o poder no decirlo. No seré yo quien bajo el peso de esta responsabilidad afronte la crítica". Delibes pasó así a convertirse en delegado de la redacción en el Consejo, en 1966. Un franquista realista, uno de tantos partidarios del colaboracionis• mo con la dictadura que más tarde se justificarían con la contribución a la transición democrática, podría decir que Delibes pecó de purismo. Sin duda Delibes no quería servir de caución a una ley con cuya aplicación se cerró el diario Madrid, fue suspendida durante cuatro meses la revista Sábado Gráfico, fue también suspendida en dos ocasiones y por cuatro meses la revista Triunfo, la última de ellas coincidente en la muerte del General Franco, y mediante la cual se siguió practicando la censura de libros y cuya aplicación costó centenares de aperturas de procesos a redactores en momen• tos tan delicados como la transición democrática. Una carrera periodística la de Miguel Delibes, en definitiva, marcada por la confrontación con el poder, con el autoritarismo y contra las falsas apariencias de aperturismo. Y ahora permítanme, Sras. y Sres., que antes de terminar haga una valora• ción más personal de Miguel Delibes.

110 En aquella situación irrespirable, política y culturalmente, de 1958, mi encuentro con el periodista y novelista en El Norte de Castilla -estaba tam• bién su mujer- fue el descubrimiento de un ámbito insólito. Me llevó allí mi compañero de universidad y redactor jefe del periódico Carlos Campoy, des• pués de una primera colaboración mía espontánea y de tono verdaderamente radical. De un plumazo, Delibes derribó las convenciones lógicas entre un estudiante y un director de periódico. Delibes se había empeñado en formar un equipo de colaboradores a los que sólo pedía una buena formación cultu• ral y ganas de intervenir en la sociedad. No le preocupaban las posiciones políticas o los posibles compromisos. Delibes y el grupo de colaboradores -Lozano, Umbral, Leguineche, Pastor, Pérez Pellón, Arrizabalaga, Gavilán- y redactores como Félix Antonio González y Campoy, fueron una suerte en aquellos años de asfixia. Él se situaba en la posición de narrador intuitivo y nos colocaba a nosotros en el papel de intelectuales. Lo importante era que nos animaba a decir cosas. Era, justamente, el reverso del régimen. Para mí Delibes ha sido transcendental. Y no sólo porque me orientó hacia el periodismo, sino porque me enseñó el difícil ejercicio de dudar y de saber reconocer las razones del otro. Un liberalismo radical que nada tiene que ver con el dogmatismo del liberalismo económico y político. Aprendí en él, antes que en Gramsci, que hay que ser pesimistas de inteligencia y optimistas de voluntad. Delibes ha sido para mí una referencia ética. Es mi obligación decir en este momento que cuando fui detenido y procesado en 1962, se entregó de forma total a mi defensa. Aquel zarpazo lo sintió en su carne. ¿Cómo era políticamente aquel Delibes? Prefería el término progresivo a progresista. Era una mezcla de celoso defensor de lo individual y de interven• cionismo socializador en educación y sanidad. En 1968, publicó en Triunfo una serie de reportajes sobre la Primavera de Praga en los que supo ver que las esperanzas del socialismo de rostro humano iban a quedar destruidas por el burocratismo totalitario. Al hablar de Delibes periodista hemos evocado hoy un pasado de bochor• no colectivo, del que pudimos salir de forma lentísima y a veces cruenta. En ese proceso liberador, Delibes estuvo siempre comprometido. Del don nada gratuito de la democracia, quiero reclamar hoy la parte que le corresponde a Miguel Delibes.

111

EL FONDO ETICO DE LA OBRA DE MIGUEL DELIBES (VISION DESDE EL ESTE EUROPEO)

Josef FORI3ELSKY

Parece poco oportuno nuestro tiempo para enjuiciar una obra de arte -cualquiera, pero en especial si es de literatura- con criterios éticos, para indagar en su fondo ético. Lo que hoy día interesa y atrae la atención de espe• cialistas y analíticos es la estructura, el material de construcción, la lengua; es decir, la forma en que se transmite algún mensaje y la calidad estética de esta transmisión. El mensaje en sí, a veces, vale menos: se abandona el qué en favor del cómo. Incluso se pide una asepsia de todo elemento ético dentro de la obra literaria. Por elemento ético hay que entender aquí el hecho de que el escritor no se abstenga de identificarse en su obra, sea implícita, sea explícitamente, con algún sistema de principios éticos, lo que significa que no conciba su queha• cer como puro juego verbal o estilístico, sin compromiso ni vinculación con la realidad que transciende la respectiva obra en cuanto conjunto de signos. Al acercarnos a la obra de Miguel Delibes, y después de habernos familiari• zado con ella en su extensión y profundidad, nos vemos gratamente obliga• dos a constatar que, desde sus comienzos hasta la actualidad, ha ido acogien• do dentro de sí una dimensión ética, y destacándola adecuadamente en dis• tintos títulos y temas. En este sentido, la obra de Delibes ha conservado la

113 mejor tradición de las letras hispánicas: la tradición cervantina, en que se fun• día la maestría en el manejo del castellano con un horizonte ético. Lo que estamos afirmando tiene evidencia ya desde los comienzos de la obra del escritor vallisoletano, pues éstos caen en un período en que casi toda la generación con que él había entrado en el terreno de las letras fue estimula• da a manifestarse en el campo ético. Fueron años de una reconstrucción de los fundamentos éticos del país; y, si la guerra civil pudo considerarse como una disputa sangrienta sobre la calidad de estos fundamentos, la literatura española de postguerra puede tomarse como una continuación pacífica de esa disputa. Indudablemente, ha sido esto lo que ha hecho despertar tanta atención por ella en el extranjero y ganarse las simpatías de éste. Sin embargo, es también notorio que, dentro de este proceso definidor -frente al sistema surgido por confrontación violenta-, a nivel artístico, litera• rio, de la postura ética, hubo tendencias que buscaban un antídoto equilibra• dor en teorías que, igualmente, contaban con la violencia como elemento básico, y sólo en apariencia se mostraban liberadoras, sólo en apariencia, por• que en realidad coartaban la libertad humana. En el desarrollo de aquella disputa pacífica de postguerra, Delibes, según puede deducirse de sus libros y de sus declaraciones públicas, evidentemente se movía en la parte de los que trataban de restituir la libertad al individuo, rechazando, pues, la instrumentalización por manos del poder estatal. Mas, procediendo de esta manera, no se inclinaba hacia ese sistema de valores que, igualmente, se basaba en la violencia y en su aplicación generaba otro tipo de opresión. Contra esta eventualidad, las posturas de Delibes parecían estar enraizadas en la milenaria cultura y ética europeas. Creo que a este hecho, a esta solidez ética, tan estrechamente unida con el talento creador, hay que atribuir la extraordinaria resonancia que la obra de Delibes obtenía en los países de la Europa del Este, entonces bajo el dominio de regímenes también totalitarios: es que se transparentaban en ella princi• pios éticos que no tenían carácter meramente táctico o instrumental, sino que se hallaban fundamentados sobre una base realmente profunda. Es muy significativo que la creación literaria de Delibes haya mantenido este substrato ético incluso en los tiempos en que la exigencia de posturas éti• cas dentro de las letras españolas empezó a perder su urgencia; y cuando la

114 prosa, bajo las presiones de un experimentalismo lingüístico, abandonó este tipo de criterios para sumergirse en exploraciones sintácticas y lexicológicas. Por otra parte, esta tendencia fue provechosa, ya que contribuyó a plasmar en autorretrato de la lengua literaria española y a descubrir nuevos terrenos para su aplicación; y además, produjo la debilitación de la función semántica y comunicativa. Entre las consecuencias prácticas de dicha tendencia, hay que registrar la paralela debilitación del diálogo de la prosa española con el exte• rior, ya que las obras así creadas resultaban intransferibles a otros sistemas lin• güísticos. Y cuando esto no se debió al obstáculo del fraccionamiento de la lengua, debióse a los intereses editoriales. Eran obras demasiado narcisistas o exorcistas como para ser, al mismo tiempo, comunicables. Fue el período en que se interrumpió la entrada de ciertas prosas de C. J. Cela, por ejemplo Oficio de tinieblas, 5, en nuestros países. Distinto fue el caso de Delibes. También él pasó por este período de expe• rimentalismo lingüístico, como lo demostró con la forma de su novela Parábola del naufrago-, no obstante, nunca cayó en la trampa de una pura técnica estilística o lingüística. De estas innovaciones técnicas supo servirse, ante todo, para potenciar su mensaje profundamente ético, como es el de la novela recién mencionada, o el de Cinco horas con Mario, con su inolvidable monólogo-diálogo interior. Por este arte de consentir el desafío de las técnicas narrativas y, al mismo tiempo, de evitar sus desastrosos efectos destructivos en la esfera comunicativa, puede explicarse, tal vez, la continuidad de la vigencia de Delibes en la literatura castellana. Delibes no es, ni fue, escritor levantado y arrastrado por alguna ola literaria, no. (Él mismo supo estar por encima de todas las que habían surgido al margen de su camino artístico). Con el primer contacto del lector checo con la obra de Delibes -se remon• ta al año 1972 y se refiere a la traducción de su Diario de un cazador- pudo crearse la impresión de que se trataba de un escritor difícilmente definible, en su aislamiento provincial, en el contexto de las grandes corrientes literarias que entraban entonces, a veces como un eco semiprohibido, en nuestro ambiente cultural. Dominio de la literatura francesa, que llegó hasta la pre• guerra; permanente presencia de las literaturas germánicas; obligada e impuesta afluencia de la literatura rusa y soviética; atracción y tentación -ya que tan lejana- de la idealizada literatura angloamericana: esta escena cultural

115 parecía ser, a primera vista, poco propicia para recibir la originalidad del escritor castellano. En el mismo ano 1972, fue publicada la novela Cinco horas con Mario. Ambos libros (tanto Diario de un cazador como Cinco horas con Mario) ofrecían escenarios muy distantes para una Europa Central inmovilizada por los condicionantes externos de su existencia. ¿Cómo imagi• nar el paisaje castellano en que vivía su pasión de cazador el bedel Lorenzo? ¿Y cómo adentrarse en el alma de Carmen, modelada por tradiciones tan dis• tintas? Además de tales obstáculos, aún se dio otro mayor: la lengua delibesia- na. Si el traductor, ya por su condición, siempre comete una traición contra el texto original, ¿cómo evitarla en el caso del lenguaje de Delibes, con el que habla Castilla? ¿Cómo transmitir este lenguaje al destinatario extranjero, cómo imitar su humor, su ironía, su aspereza y su ternura, su humildad y su orgullo? A pesar de que surgían dificultades y obstáculos, -bien en la esfera del argumento, bien en la esfera idiomática- lo cierto es que los libros de Miguel Delibes lograban penetrar y llevar su mensaje a rincones tan heterogéneos como lo eran entonces los países de la Europa Central y los del Este. La expli• cación de este fenómeno ya fue formulada en forma de hipótesis: el lector se percataba de cierto elemento inherente a esta prosa, se percataba de una substancia cuya función no se agotaba en satisfacer sólo las exigencias de tipo estético, sino que iba descubriendo la coherencia del carácter ético con la que aquel lector estaba sensibilizado por la constante aridez de su ambiente vital y social. Iba descubriendo que, detrás de una aventuras cinegéticas de un bedel castellano, se vislumbraba el gravísimo problema de la relación entre el hom• bre y la naturaleza; iba descubriendo que, detrás de los insistentes reproches de una viuda, se vislumbraba el gravísimo problema de una vida frustrada y vivida como un puro simulacro (problema que el lector no podía tomar sólo como el conflicto surgido en el seno de una pareja, sino como suyo, ya que vivía condenado a un simulacro diario). Dicho brevemente: lograba el lector descubrir la dimensión universal ética contenida en la obra de Miguel Delibes. Y es que el escritor, considerado originariamente provinciano, logró trans• mitir en sus libros un mensaje para todo el mundo, mejor dicho, para el mundo entero. Porque, si aplicamos la clasificación de K. O. Apel (Transformation der Philosophie, Frankfurt 1973) en lo que se refiere a las áreas en que se mani-

116 fiesta la conducta moral del hombre, es decir, si tomamos en cuenta la micro- área (Mikrobereich, que se identifica con la familia, la pareja y la vecindad), la mesoárea (Mesobereich, que se identifica con la política o vida nacional), y la macroárea (Makrobereich, que se identifica con el destino de la humanidad), podemos averiguar que la copiosa y extensa obra de Delibes cubre con sus temas todas esas zonas o áreas. No es, de ninguna manera, difícil documentar estas áreas del obrar humano con correspondientes títulos de nuestro escritor. La cuestión consiste sólo en elegir, entre tanta riqueza de temas, el título característico. Creo que obtendremos un consenso general si ejemplarizamos la primera categoría con la novela Cinco horas con Mario-, la segunda con Las guerras de nuestros antepasados y con Parábola del náufrago-, y la tercera categoría con todos los libros que implícita o explícitamente presentan el tema ecológico. Pero procediendo así, debemos reparar en el hecho de que algunos temas de Delibes originariamente parecían moverse en un inocente ambiente rural, sin mayores pretensiones, y que con el paso del tiempo se convirtieron en temas transcendentales. No es difícil adivinar que éste es el caso de los temas relativos al campo y a la naturaleza. Esta transformación de temas, a primera vista considerados como locales, en temas que despiertan la preocupación global es un rasgo típico de Delibes. Puede incluso constatarse que, en cuan• to al mensaje ético de este escritor, la historia de su país, de su continente y del mundo entero resultó ser ratificadora del mismo. No es una exageración el decir que esta historia parece haber hecho un trabajo benéficamente comple• mentario sobre sus textos. Claro está: en el sentido de sus mensajes éticos, no en la forma estética. Un caso único en esta cooperación o ratificación por parte de la historia es el libro -concentrado en 168 páginas solamente- denominado La primavera de Praga. Tendría yo bastantes motivos para dedicar a este libro de Delibes una especial atención, ya que toca los destinos del país de mi procedencia. Efectivamente, es un título que testimonia la simpatía de este escritor español de primer orden por un pequeño país centroeuropeo, y sigue siendo una prueba de la íntima unión entre ambas culturas y sociedades. No es de extra• ñar que dicho libro haya provocado entre nosotros, los checos, sentimientos de gratitud.

117 No obstante, mi interés por La primavera de Praga está en este momento subordinado al tema de la ética en la obra de Delibes, motivo de mi charla. Permítanme decir, pues, de entrada, que se trata de un libro de viajes, y, por lo que yo sé, el único de Delibes que se ha ocupado también de temas políticos. Delibes recogió en él sus impresiones y reflexiones, que había coleccionado durante el viaje realizado, por invitación de las Universidades de Praga y Brno, en la histórica primavera del año 1968. Hizo el recorrido en coche, acompañado de su esposa Ángeles. Fue publicando, después, capítu• los sueltos en la revista matritense Triunfo; en forma de libro lo hizo en Alianza Editorial. Por la crítica literaria, seguramente, este título es considerado como ocasio• nal, de arte menor. Al final, tuvo un extraño destino, considerando que la bru• tal historia lo había sacrificado en el momento mismo de su nacimiento: en efecto, fue publicado en el momento de la solución violenta del experimento de Praga. Más de veinte años descansó este testimonio de Delibes en nuestras bibliotecas, mientras la historia escribía otras páginas de nuestro continente. Incluso podría pensarse como que esta historia se hubiera mofado del escritor español, atraído por un experimento que en aquella Europa de los años 60 -ya amenazada por una destrucción nuclear- entreabrió un horizonte de esperanza. Como si esa brutal historia se hubiera mofado de Delibes, como la había hecho con los pueblos centroeuropeos. No obstante, voy a anticipar mis deducciones, afirmando que aquella vez el escritor español quedó ridiculizado en su visión de la misma manera que su antepasado Cervantes cuando mandó a su Quijote a restablecer en el mundo, que tan inmundo era -como había constatado Baltasar Gracián- lo que la humanidad entiende por justicia. El drama que en la actualidad se está desa• rrollando, y cobra una forma sangrienta, sobre el terreno del antiguo imperio soviético y cuyas vísperas fueron aquellos acontecimientos que el escritor español con su pequeño libro había testimoniado, es suficiente prueba de que, en su interés por la Europa del Este, Delibes había acertado. Quizás aquí, detrás de la muralla de los Pirineos, no se perciba suficientemente la eviden• cia de tal hecho, pero el libro, nacido muerto hace veinte años y seguramente considerado, dentro de la espléndida creación literaria de Delibes, como pro• ducto marginal, quedó revitalizado con el paso de la historia posterior. Ésta

118 resultó ser, como ya dije, en muchos aspectos, una gran cooperadora con el honesto escritor. Y así, ocurrió con el librito de La primavera de Praga lo mismo que con los libros que Delibes, sólo así, de paso, ha escrito sobre la naturaleza. Aunque parecían moverse solamente en el área de los intereses individuales, en una microárea ética, la realidad histórica los ha colocado en el primer plano de las preocupaciones universales. Dada la reactualización del tema mencionado, permítanme ahora concen• trar nuestra atención en algunos detalles contenidos en el libro. El autor eligió para él la forma de un diálogo en que figuran dos personas: el autor, que es portavoz del testimonio; y su interlocutor, estilizado como persona incrédula ante la verdad ofrecida. Ambas partes se sirven, de vez en cuando, de una aguda ironía, típicamente delibesiana, en la que brilla el genio de la lengua castellana. "- Si me interrumpe usted a cada paso, lío el petate y me largo con la música a otra parte, ya ve", replica el viajero, Delibes. Mientras que su adver• sario constata: " Yo sólo quiero enterarme de lo que ocurre en Praga, porque entre tantos dimes y diretes, uno no sabe a qué carta quedarse". Hablando ya de la lengua utilizada en el libro, hay que destacar la riqueza de modismos típicamente castellanos, cuya función consiste en captar la reali• dad, tan diversificada desde el punto de vista étnico y, ante todo, ideológico. Étnicamente, se confrontaba aquí el mundo eslavo y el hispánico; ideológica• mente, el entonces llamado mundo comunista y el que todavía seguía siendo franquista, y de ello se seguían efectos únicos. Para hacer más próximas sus imágenes -tan lejanas a la imaginación del habitante transpirenaico-, el autor lo que hizo fue trasladar, lo que de por sí era ajeno, a la intimidad del modis• mo castellano. Por ejemplo, la lengua checa, perteneciente a la familia eslava, en vez de decir liarse el petate, dice tomar sus cinco ciruelas e irse (lo que parece proceder de la idea del mercado). Es sabido que la literatura checa, con la pluma y el genio del escritor Jaroslav Hasek, ha creado en el siglo vein• te la figura del bravo soldado Svejk, hombre subversivo, de actitud destructiva ante el orden establecido. No se puede admitir la tesis de que esta figura sea personificación del carácter nacional checo; más bien es un reflejo de la ten• sión que existía entre un ciudadano, que coherentemente utilizaba su sana y práctica razón, y un sistema absurdo de poder estatal. Bueno, pues Delibes se

119 propuso, como tarea en su libro de reportajes, el traslado del mundo de Svejk al del Quijote y Sancho Panza. Cumplió la tarea excelentemente, y eso gracias al excelente instrumento de su castellano. Pero pasemos ahora del lenguaje aplicado en el libro a su propio mensaje. Según podemos averiguar, éste consiste en las descripciones de una realidad extraña, cuya imagen está potenciada por las pesadas preguntas de aquella persona integrista (hoy diríamos fundamentalista). Otro componente lo cons• tituyen reflexiones del propio autor, hechas al margen de lo observado; eva• luaciones de lo visto y lo vivido; sus puntos de vista, en que, naturalmente, se transparenta mejor su postura personal. Al reflexionar sobre el fenómeno de los países oficialmente llamados socialistas -o comunistas en occidente-, el autor coincidía en su visión con la visión hegeliana, si no marxista, de la historia, admitiendo el concepto de la revolución como móvil trascendental y factor positivo en el proceso histórico. "Las revoluciones desde el origen del hombre han pretendido un fin muy humano: hacer más vividero este mundo par un mayor número de personas cada vez... Y si la revolución francesa dio acceso al poder y a la sociedad a intelectuales y burgueses, la revolución rusa lo dará al proletariado. Esto, creo yo, no hay quien lo mueva. Ahora bien, hay que confiar en que el terror, la tortura y el dogmatismo hayan sido ya digeridos", afirma en la pági• na 24. Con tal afirmación, a pesar de su evidencia, no queda todavía dicho que su autor aceptase con todas las consecuencias la postura ética inspirada exclusi• vamente en los principios de la filosofía marxista. Acepta solamente un esque• ma sociológico, pretendidamente científico, con el que solían operar y servir• se los intelectuales del Occidente en los años 50 y 60. No implica este esque• ma la aceptación personal de una moral clasista, sostenida en sus consecuen• cias por una violencia revolucionaria y privativa de la libertad del individuo. Según todos los indicios, Delibes no prestaba su adhesión a esta moral cla• sista, fundamentada en el materialismo histórico, sino que sólo admitía el hecho de una transformación revolucionaria, y ésta sólo como una metanoia colectiva realizada en función de la deseada emancipación del individuo humano. Evidentemente, esta metanoia o transformación revolucionaria está originariamente fundada en la promesa salvífica del cristianismo. Dice el autor

120 en la página 14: "Llegado este extremo, la revolución socialista habrá cumpli• do su cometido, en lo mucho que recatan de cristianos y humanitarios, no precisarán, como hasta hoy, de la mecánica de la tiranía para aplicarse". Y en otro lugar del libro leemos (p. 25): "Un socialismo en libertad... es una forma de convivencia que ya Cristo nos enseñó hace dos mil años y que ahora, día tras día, nos recuerdan Juan XXIIIy Pablo VI, aunque los cristia• nos, la mayor parte polarizados en la burguesía, reinventemos el cristianis• mo y desfiguremos las encíclicas a capricho por la cuenta que nos tiene". Se ve por estas citas que la postura del autor oscila entre la insistencia exte• rior de una racionalidad teórica, encarnada en la teoría de la revolución, y la constancia interior de la fe cristiana, con su promesa salvífica. Esta fe nada tenía que ver con cualquier pacto político-religioso; al contra• rio, parece que, precisamente, en su rechazo, el autor se haya inclinado a ese proyecto de la metanoia colectiva. A partir de la novela Cinco horas con Mario, era evidente el rotundo rechazo de tal pacto, que implicaba el concep• to del hombre como puro medio y no como el fin en sí mismo, así que se movía todavía en el terreno de la ética prekantiana. Para Delibes, una premisa indispensable de la sólida y real fundamenta- ción de un sistema de valores éticos era la libertad del individuo. "Salía de una sociedad que no me gustaba para entrar en otra que me desagradaba no menos", dice en la página 11 de su libro, caracterizando su dilema: la situa• ción de un ciudadano que se movía entre dos esferas que carecían de la indis• pensable libertad, siendo esta condición esencial para cada acto que en el orden de la praxis humana pudiera reconstruir el auténtico estatuto de la per• sona humana. Estoy persuadido de que aquel experimento del año 1968 con• tenía por eso tanta atracción para Delibes; y es que prometía al hombre, des• pués de pasar la fase de la metanoia colectiva, una nueva imagen y calidad (Delibes, con frecuencia, habla de un hombre nuevo), una sólida base para su autorrealización en la libertad, para darle la posibilidad de ser, en el sentido ético, un fin en sí mismo y no un mero instrumento. La fórmula socio-política de esta visión tomaba, para Delibes, el nombre de socialismo en libertad. Según todos los indicios, hoy día este proyecto no es más que una utopía y ha fracasado. Hay en muchos mucha desilusión y decepción profunda, a causa de este fracaso. No creo que debiera quedar destruida también la espe-

121 ranza formulada, articulada por Delibes. Seguramente es deplorable, si no trá• gico, para los que concebían el proyecto de liberación del hombre como meta final y no como una condición indispensable. Pero, a través de la lectura de los textos de Delibes, podemos llegar a la conclusión de que el concepto ético no se agota para él en la conexión de la persona humana y de sus actos realizados en libertad, sino que la persona humana exige la revelación del valor absoluto para poder realizar un nexo sólido y esencial. Precisamente a Delibes -por haber formulado sus reflexiones sobre el hombre en el sentido de que para éste es de suma importancia el nexo de Dios, como valor supre• mo, y de la persona libre y moral- no le corresponde la decepción actual. Revelan adecuadamente su situación las palabras que dijo a César Alonso de los Ríos en sus Conversaciones-, "...el hecho de que yo me incline por el hom• bre humilde y por el hombre víctima revela, imagino, mi espíritu democráti• co, pero no menos mi espíritu cristiano"(p. 103). Ya hemos manifestado nuestra opinión de que el pequeño libro de Delibes sobre los acontecimientos del año 1968, en Praga, como también sus libros dedicados a la naturaleza, y al hombre dentro de ella, con el paso de nuestra historia cobran una nueva, una más amplia dimensión. Pero, mientras que la visión de Delibes en lo que se refiere al socialismo en libertad se ha converti• do en algo totalmente utópico e irreal, el aviso sobre las contradicciones del sistema entonces observado, y ante todo en la esfera económica, queda, por el contrario, sobradamente confirmada. A pesar de que los comentarios sobre las deficiencias del sistema allí instalado fueran hechos sin pretensión de especialista, hoy día coinciden plenamente con la crítica fundamental que hacen los más responsables economistas de dichos países antes de proceder a la transformación de las respectivas economías. "Sin competencia no hay estímulo y el estímulo es evidentemente un ele• mento que hay que inyectar a toda prisa en el organismo económico checo", esta fue la conclusión de Delibes (p. 112). Las cuestiones del bajo rendimiento de la producción, de la actualización de maquinaria y utensilios, la descentra• lización de la industria, la cuestión de la convertibilidad de la moneda, la cuestión de los sindicatos libres, todo esto como problemas graves, fue cons• tatado por el escritor español hace ya casi un cuarto de siglo, y como puro observador externo; no obstante, los economistas que pretendían aplicar la

122 doctrina de la economía marxista con obstinada voluntad continuaban con• servando el carácter enfermizo de la vida económica, contribuyendo así al desastre actual. Ya entonces había Delibes llegado a la conclusión de que los principios marxistas en la economía habían fracasado. Ello no significaba que estuviera dispuesto a aceptar la insinuación de su interlocutor: "Así que está usted de acuerdo en que nada como la economía libre..." (p. 64). Delibes no admitía esta alternativa. Rechazaba, no sólo las presiones por parte del Estado -único propietario y productor-, sino también las de los grupos típicos del sistema económico occidental: recomendaba buscar soluciones intermedias. En la actualidad, queda confirmada la conclusión de Delibes, que decía que los principios marxistas en la economía habían fracasado; pero no queda lugar tampoco para sus soluciones intermedias. Se impone la economía de mercado como única solución, como la única salida de las consecuencias del fracaso del proyecto utópico. Ciertas capas de la población siguen sonando con las soluciones intermedias, pero, en general, se impone el pragmatismo y el utilitarismo. Si el originario socialismo en su versión idealista del siglo XIX se basaba en una moral solidaria (aunque, a nivel práctico, se convirtió en un totalitarismo inmoral), hoy día trata de abrirse camino en la Europa del Este, pasado el imperio de racionalidad teórica y utópica, una racionalidad preva- lentemente práctica. Esta situación podríamos caracterizarla con las palabras escritas entonces por Delibes en el libro comentado (p. 51): "Una cosa es el planteamiento doctrinal, filosófico de los problemas y otra muy distinta el problema de la realidad..." Pese a ciertas reservas, podemos repetir nuestra constatación ya expresada antes: la historia acabó cooperando ampliamente con Delibes y ha dado un extraordinario imprimátura un libro que parecía -como hemos dicho- muer• to en el momento de su publicación. Afirmaba el autor en el prólogo, redacta• do después de haber sido aplastada la Primavera: "Pese a todo, sigo creyendo en la posibilidad de hacer compatibles la justicia y la libertad y no dudo de que, a la larga, el paso dado por Rusia - torpe y brutal- acabará volviéndose contra ella". Al pie de la letra está cumpliéndose en nuestros días este presa• gio. La propia Rusia de hoy se estremece en convulsiones políticas y sociales, cuyo aviso Delibes había entrevisto en un país entonces perteneciente a su esfera imperial.

123 En la misma página en que figura la cita anterior (p. 8), queda dicho: "Otros hombres -¿tal vez los mismos?- recogerán la antorcha. No olvidemos que si la vida humana es efímera, la Historia es perdurable". A título de anécdota, tratemos ahora de pasar lista de las personas que -como quedó vaticinado por nuestro escritor- han recogido la antorcha traída por Delibes desde la Península en el ano 1968. En primer lugar, la persona de Alejandro Dubcek, figura-símbolo ante todo para el mundo exterior, presidente de la recién concluida Asamblea Nacional, en el año 1992 ya no secretario del PC, sino líder electoral del Partido Socialdemócrata Eslovaco. Otra persona: el entonces ministro de Asuntos Exteriores, Jiri Hájek, después de la invasión signatario de la Carta 77 y disi• dente activo en la Comisión para la defensa de los derechos humanos. Dada su edad, hoy día se reduce a sus actividades públicas; no obstante, de vez en cuando, la televisión presenta su figura en uno u otro acto público. El filósofo Ivan Sviták, mencionado en aquel entonces por Delibes como ídolo de la juventud checa: había emigrado a los EE.UU., donde trabajaba como profesor en la universidad. Ha regresado y hace declaraciones escandalosas contra el gobierno, sin omitir en ellas a la autoridad suprema. Se mueve con la actitud de un izquierdista radical. Eduard Goldstücker, profesor de germanística, kaf- kólogo, presidente, en los tiempos de la visita de Delibes, de la Unión de Escritores. En 1968 emigró hacia Occidente, donde ejerció como profesor universitario. Hoy sigue estando en activo en la vida científica y cultural, pero, como personaje político sufre un radical rechazo, como toda la genera• ción de hombres activos en la Primavera de Praga, de las jóvenes generacio• nes, las cuales muestran ser, en general, ultracríticas frente a la causa del socialismo. Concluyamos esta galería de personajes resucitados por la historia actual con la cita que encontramos en la página 107 y siguiente: "Como dato relativo al control político, puesto que lo que se trata de evitar es volver a caer en la tiranía, ahí tiene usted la intervención de mi colega, el señor Havel, redactor de Tvár, la revista que se cargó el señor Novotny en el año 65 [entonces Secretario General del PC]. El señor Havel no se ha mordido la lengua al res• ponder a un miembro del Comité que sugería limitar la apertura al 'control de la opinión'. 'Esta concepción -voceó Havel- presupone que se tiene fe en

124 que el gobierno acatará las críticas y sugerencias de la opinión, pero la democracia es una cuestión de garantías, no de fe'". No cabe la menor duda de que, si alguien tuvo el derecho moral a recoger la antorcha de la que hizo mención Delibes, lo era el personaje de más inte• gridad moral dentro de la sociedad checoslovaca, el entonces escritor y cole• ga de Miguel Delibes, en la actualidad Presidente de la República. Y si ya figura en la cita recién presentada una mención de la revista Tvár, a cuyo consejo de redacción Havel pertenecía en los anos 60, puede añadirse que, entre los artículos que se lograron publicar antes de ser definitivamente suprimido este órgano cultural en el ano 1969, encontramos algunos sobre temas de economía, firmados por un autor desconocido entonces. 24 años más tarde, descubrimos en él a Václav Klaus, viceministro del Gobierno y ministro de la Finanzas, autor no sólo de artículos y libros, sino también de la reforma económica, proyecto único que se propone sacar la economía de su estado actual y situarla el nivel que le corresponde. Indudablemente, este des• tacado economista -después de Václav Havel, la persona de más prestigio en el país- se había inspirado en la crítica del utopismo revolucionario contenida en algunas ideas de Ortega y Gasset publicadas en la mencionada revista (y, ante todo, en el ensayo El ocaso de las revoluciones, que vio la luz en aquel referido período de apertura política y cultural en el libro El tema de nuestro tiempo). La experiencia de Delibes en Praga durante aquella extraordinaria prima• vera, y la decepción experimentada por la brutal solución de aquel proceso lleno de esperanzas, tuvo un eco duradero en la forma de la novela Parábola del náufrago. Voy a ceder ahora la palabra al propio Delibes y a citar sus fra• ses dirigidas hace dos años a Blanca Stárkova, autora de la versión checa de este libro. Dice Delibes: "Amo demasiado a su país, a su pasado, a su cultu• ra, para permanecer indiferente ante estas increíbles mutaciones. Voy a decirle más: mi novela Parábola del náufrago, que usted tradujo y ahora va a emitir por Radio Praga, fue fruto de mi dolor al ver cómo era atropellado por la fuerza aquel admirable movimiento del 68. Yo me había desplazado a Praga desde España, había escapado momentáneamente de una dictadura para meterme en otra, la suya, en algunos aspectos más digna y en otros más miserable aún que la española. La doble experiencia me conmocionó; com-

125 probé que buena parte del mundo vivía sojuzgada, y entonces me propuse escribir un libro contra este estado de cosas; contra el hecho de que el hom• bre, ser pensante y razonador, pudiera ser aplastado por una organización, la que fuese, en pleno siglo XX. Era tan fuerte mi impresión después de visitar Checoslovaquia que aquel libro que escribí, viva aún mi indignación por el atropello, lo dediqué al protagonista del mismo, Jacinto San José, pero regis• trando su nombre en dos lenguas: el ruso y el español. Aquella decisión mía tenía una intención clara. Yo quería dedicar la obra a todos los oprimidos, a los del Este y a los del Oeste, a las víctimas de las ideas inconmovibles, fuesen éstas de izquierdas o de derechas. No me guiaba una intención política al hacerlo, sino el sentido moral, la defensa del hombre libre, capaz de pensar y de organizar sus propias instituciones" (El País, 2 de abril de 1990) Con las palabras del propio escritor queda destacada la preocupación, cuya motivación es claramente ética, por la defensa del hombre libre, por su soberanía personal. En fin, el tema central de la mencionada novela es el acoso del individuo humano por parte de las estructuras opresoras, la posibi• lidad de que estructuras deshumanizadas destruyeran al hombre, se lo traga• ran, lo diluyeran. Sin embargo, defendiendo el escritor este privilegio y esta posibilidad de autodefensa del hombre contra las organizaciones destructoras, no atribuye a éste eo ipso el derecho a la absoluta arbitrariedad frente a lo que tradicional- mente se llama la obra de creación universal. No esperando al cumplimiento de las visiones apocalípticas de los científicos de la actualidad, desde los comienzos de su carrera de escritor, ponía el acento en la responsabilidad del hombre frente a la Naturaleza, reclamaba el equilibrio entre el hombre y su entorno natural. Recordemos sus libros que tratan el tema de la naturaleza y de la caza, leamos de nuevo sus ensayos en Un mundo que agoniza; libros éstos, también, quizás de arte menor para la crítica de ayer, y que gozan, sin embargo, de gran crédito entre los lectores de hoy. Recordando las reflexiones hechas acerca del contenido, hemos entrado en el área de la responsabilidad ética de máxima extensión: la que abarca no solamente la intimidad de una pareja, de la vida familiar, de la vida de una comunidad nacional, sino que anuncia las consecuencias de la colosal aven• tura en que está implicado en este momento el mundo entero. El hombre sen-

126 sible a la obra de la creación, el hombre que, en la persona de su bedel Lorenzo, quedaba admirado mirando el espectáculo de la naturaleza e identi• ficándose en su satisfacción ante este milagro de la creación con el mismo Dios-Creador; sólo este hombre pudo avisar de las desastrosas consecuencias del frenético progreso tecnológico. ¡Qué diferencia de admiración por la naturaleza y el paisaje de Castilla entre Lorenzo-cazador y Azorín, quien en Los pueblos, a principios de nuestro siglo, con deleite, registraba un tren que se movía por el vasto paisaje castella• no, dejando salir sus humaredas!. Esa escritura poética de humaredas en Azorín a principios de siglo se ha trocado en una esquela mortuoria a su fin; y este es el aviso hecho con tanta antelación por Delibes. No fue un capricho ruralista el que Delibes pusiese tanto acento en la rela• ción Hombre Naturaleza, sino un mensaje con validez universal. Indudablemente, para Delibes la naturaleza fue y no ha dejado de ser una Hermana. Y en este sentido, creo, podemos identificarle con el hombre que tenía al Sol por Hermano y a la Tierra por Madre y que hizo un himno a este magnífico espectáculo del universo. No digo que exista alguna afinidad de caracteres, pero sí la identidad de visión del mundo, la identidad de la fe en el sentido del universo. Así lo podemos deducir de las palabras que encontramos en Un mundo que agoniza. Dice Delibes en la página 164: "A mi juicio, el primer paso para cambiar la actual tendencia del desarrollo, y, en consecuencia, de preservar la integridad del Hombre y de la Naturaleza, radica en ensanchar la con• ciencia moral universal". ¿Qué hay que entender con la fórmula de Delibes la conciencia moral universal? Sin querer sugerir una equívoca interpretación, entiendo estas pala• bras como una convicción, como una evidencia de que el hombre tiene un compromiso moral no sólo ante la sociedad en que está integrado, sino tam• bién, de acuerdo con el orden del Amor Supremo, también ante la propia Naturaleza. Permítanme concluir estas modestas aproximaciones a Miguel Delibes y a su obra con la constatación de que esta admirable obra contiene un consisten• te fondo ético, el mismo fondo sobre el que quedó edificada la cultura euro• pea y en el que está también anclada la cultura de España.

127 Junto con la maestría en manejar el maravilloso instrumento del castellano de Valladolid, este fondo ético constituye la grandeza de este escritor, orgullo de las letras hispánicas. Y fue también la combinación de estos dos factores lo que abrió a Miguel Delibes la puerta -a pesar de que hasta hace poco estaba hecha de alambres de púas- de nuestra Europa Central y del Este, y lo que nos enseñó a tener muy profundas en nuestros corazones las tierras de España.

(Revisión del texto español: A. GIRALDA CID)

128 I ÁNGELES Y MIGUEL NOMOS (1943).

'E>E NOVIOS (1945). I ÑAPOLES, 1974,

130 SEXO Y DINERO EN CINCO HORAS CON MARIO

Carmen MARTIN GAITE

De un amigo al que hace tiempo que no hemos visto y al que nos encon• tramos hecho polvo podemos decir o que no pasan los anos por él o que envejece muy bien. El primer comentario, generalmente emitido en directo, entraña un propósito lisonjero y formulado con poca precisión, ya que los anos sí han pasado, tanto por la persona que lo dice como por aquella a quien se reencuentra, y es precisamente el paso del tiempo lo que confiere una significación especial al reencuentro en sí. En cambio, cuando se dice de una persona que envejece bien, no quiere darse a entender que no acuse en su rostro los surcos que en él dejo el tiempo, sino que esas arrugas -a modo de texto que se superpone al antiguo- enriquecen los gestos que antes se entendían peor, o no querían decir tantas cosas, aunque sean fundamental• mente los mismos, claro, porque si no, no habrían permitido el reconocimien• to inmediato del amigo. Desde esta interpretación, Cinco horas con Mario es una de las novelas que mejor envejecen con el paso de los anos, y por eso cada relectura regala -o al menos a mí- un nuevo hallazgo. La que acabo de hacer ahora para sumarme, como amiga y lectora, al homenaje que estamos dedicando al autor vallisoletano, me ha acercado de una manera mucho más profunda y sutil al alma de Carmen Sotillo, viuda de Diez Collado, acerca de cuyas contradiccio-

131 nes parece que ya está dicho todo, pues es sabido que pocos textos españoles habrán dado más pretexto a tantos estudiosos nacionales y extranjeros como han metido en él la cuchara. Es una tentación que comprendo perfectamente, porque a lo largo de un mes ya no sé en qué cuadernito buscar las notas que he ido tomando, inspiradas en el monólogo de la joven viuda de Diez Collado. (Bueno, no tan joven, que ésa es otra de las claves para diferenciar los problemas de Carmen Sotillo de los que tendría una mujer que hoy enviu• dara a sus mismos anos, unos 45). Y en este caso, como en tantos, el tiempo, ambivalente y diabólico, me ha enredado en una de sus travesuras, al marcar el parentesco engañoso entre lo reciente y lo distante. Porque es precisamente el detalle -por todos conocido- de la reciente viudedad de Carmen, es decir, el hecho de que arranque a hablar cuando el cadáver de su esposo aún no ha abandonado el escenario de los vivos, lo que ha iluminado mi comprensión del texto al cabo y a través de la distancia que media entre esta lectura de hoy y la muerte en marzo de 1966 de Mario Diez Collado. Esa inmediatez de la confesión de Carmen me ha dado la clave para entender tardíamente su verdadero problema. Pero tam• bién el hecho de que haya pasado el tiempo. Si las asociaciones de ideas que brotan en tropel por dentro de esa mente femenina (y que Delibes registra y traduce en palabras) no estuvieran directa• mente motivadas por la contemplación de un rostro cuya cercanía y presencia hacen olvidar que ya no puede emitir respuesta alguna, el estallido de desa• hogo no se produciría con semejante virulencia. Y la razón me ha saltado a los ojos con una prioridad que en otras lecturas estaba aletargada. Carmen Sotillo tiene sed atrasada de interlocución con su marido, y los reproches que le dirige, que aún le puede dirigir porque le ve la cara, están, se refieran a lo que se refieran, imbuidos de esta carencia fundamental, de este buscarle el bulto a un interlocutor no más ausente en su inmovilidad irreversible que cuando rebullía como a cámara lenta junto a ella. Incluso podría decirse que más pie le está dando ahora para explayarse como lo hace. Ni la interrumpe ni está pensando en otra cosa. Y su silencio es menos ofensivo. Al margen de todo posible juicio de faltas, en el que no me voy a meter, para dirimir esta discusión unilateral y postuma, lo que no tiene duda es que Carmen Sotillo, desde que su novio se le declaró hasta esa noche en que lo ve de cuerpo pre-

132 senté, no había hallado una ocasión tan propicia para soltar a borbotones su retahila de mujer. Delibes ha captado de forma magistral ese tono de estallido o desahogo tan inherente al discurso femenino, condicionado desde tiempo inmemorial -al menos en España- por el poco caso que han hecho los hombres a la con• versación de las mujeres, lo cual ha redoblado en ellas la necesidad compulsi• va de hablar sin mirar a quien. En nuestra literatura clásica, los marido llaman a su propia mujer oislo, sin duda por las muchas veces que ella deslizaría en sus conversaciones matrimoniales la muletilla ¿oíslo, mengano?, como si le tirara de la manga. Algunos relatos orales de mujeres, aún hoy, no presentan finalidad práctica aparente, ni siquiera la de pedir consejo, como ha advertido muy certeramente Rafael Sánchez Ferlosio en su ensayo Las semanas del jar• dín. Hablando de estos relatos orales dice:

Y sin embargo, parecen exacerbadamente necesarios para la sedienta y exasperada narradora, relatos agonísticos, cargados de violencia y de pasión. Y pienso que ello se deba a que su situa• ción no les permite otras vías de descarga que las de la palabra; en ella despliegan, pues, todas las tensiones y el esfuerzo de su guerra interior y con el mundo, de suerte que más que hablar uno diría que verdaderamente actúan..., actitud tan lejana a la demanda de piedad, de consejo o de socorro que nos hacen sen• tir cualquier palabra o gesto compasivo como la más torpe e ino• portuna de las respuestas, como si hubiéramos sido llamados a ser testigos no ya de una derrota sino de una victoria.

Efectivamente es el derecho a quedar encima, a esgrimir las palabras que dan fe de una contienda interior -justa o injusta- el que reivindican este tipo de discursos. Carmen Sotillo siempre ha echado de menos, y es lo que más le reprocha a su marido muerto, que éste no le haya dado ocasión de palique. A lo largo de toda la noche del velatorio, expresa, desde los puntos de vista más contradictorios y a través de temas diversos, esa rebeldía ciega de quien, inten• tando encontrar cauce para desplegar frente a otro las propias obsesiones, se pega de cabezazos contra un muro de silencio obstinado e inexpugnable.

133 ... porque es lo que yo digo, si las palabras no se las dices a alguien no son nada, botarate, como ruidos, a ver, o como gara• batos, tú dirás... porque una palabra que no se dice a nadie es como salir a la calle dando voces al buen tumtúm, a lo loco.

La incontinencia verbal de que da muestras la protagonista de Delibes, y que responde con absoluta precisión al análisis plasmado en el texto de Ferlosio, llega a ser reconocida por ella misma, como un vicio inofensivo y que -es más- propone como modelo de conducta a quien, evidentemente, ya no puede mirarse en espejo alguno.

Mírate en mi espejo, ¿ofendo yo?, dime la verdad, ¿ofendo yo?, no, ¿verdad?, pues mira, bien de ello que hablo, que no paro, una tarabilla, tú me dirás, que a veces, sino tengo con quien, pues yo sola, fíjate que risa, cualquiera que me viera, pero me importa un bledo.

Repito, porque creo que es importante, que aunque ahora también hable sola, no lo está del todo. Es la situación peculiar e irrepetible de verse junto al cadáver de Mario, mirando por última vez un rostro impasible a cuyos gestos apela sin cesar, lo que introduce en el monólogo de Carmen parpadeos de diálogo. Una situación excitante y álgida, de las que dan pie, aunque quien la está viviendo apenas aterrice en los cambios que aportan sus coordenadas reales. Exenta de todo atisbo de sentimiento trágico e incapaz, como se irá viendo, de calibrar la magnitud de lo extraordinario, esta oíslo provinciana de 1966 no logra, ni lo pretende en ningún momento, levantar el vuelo del ali• corto reproche doméstico ni alterar ese tono de aquí no ha pasado nada con que trata de provocar a un contrincante irremisiblemente inmóvil. Carmen se niega a aceptar (al menos retóricamente) que sus ¿oíslo? no reciban respuesta, y ello condiciona el ritmo conversacional de su monólogo, a través del cual Miguel Delibes ha llevado a cabo uno de los experimentos lingüísticos más brillantes y despiadados sobre la ganga que acompaña al habla usual de un determinado tipo de mujeres españolas. En el caso examinado por Miguel Delibes influye además una circunstan-

134 cia que incide en su teatralidad: me refiero al espejismo de intimidad añadido por el hecho de que el monólogo de Carmen vaya a tener lugar en la habita• ción de la casa donde Mario solía retirarse hasta dos días antes en busca de aislamiento, y elegida ahora para instalar la capilla ardiente. Prevalece, sin embargo, su carácter primero, por mucho paño negro que la viuda haya pues• to para tapar los tomos multicolores y chillones de algunos libros, ¡a quién se le ocurre, por favor, en una casa de luto!

... parecen cualquier cosa, cajas de bombones o algo así, que dan más ganas de comerlos que de leerlos... menuda trabajina, sino se ve no se cree, hay que ver las manos que me puse, la por• quería que almacenan, para eso es para lo que sirven los libros, como yo digo.

Este intento de cosificación, de rebajar su importancia o su peligro al com• pararlos con utensilios domésticos, no invalida la presencia real de los libros de Mario que siguen estando ahí, al acecho, como testigos mudos, impreg• nándolo todo con su mensaje denso, hostil y enigmático. El escenario no ha tenido tiempo tampoco de identificarse con la nueva tramoya: sigue siendo el despacho del marido, su escondrijo, un corral ajeno que apenas conserva huella alguna de convivencia matrimonial. Carmen ha traspasado sin trabas aparentes, como en sueños, los umbrales de este recinto de excepción donde nunca reinó ni fue invitada a participar en nada, donde siempre se sintió una intrusa. Escenario propicio, pues, al distanciamiento que requiere toda actua• ción teatral. Y la de Carmen va a serlo. Acaban de marcharse las últimas visitas ( "lo dicho, salud para encomen• darle"), es de noche cerrada y se acerca el momento de enfrentarse a la prue• ba. Porque ella -aunque el lector no se entere hasta el final- sabe bien que de una prueba se trata. Hay, efectivamente, algo de ritual en los preparativos que preceden al monólogo:

Carmen vacía los ceniceros en la papelera y la saca al pasillo. Con todo, huele a colillas allí pero no le importa. Cierra la puerta y se sienta en la descalzadora. Ha apagado todas las luces menos

135 la lámpara de pie que inunda de luz el libro que ella acaba de abrir sobre su regazo y cuyo rayo alcanza basta los pies del cadáver.

Están ahí solos los dos, Mario no la mira raro ni le dice vete, van a pasar cinco horas juntos, rodeados de los libros que él ya no podrá volver a leer y con los que mantenía un trato tan especial. Hay un vislumbre inicial, mezcla de envidia y ternura, al evocar ese trato del marido con las palabras que a ella no le decía, un breve conato de cercanía, de entendimiento:

Mario leía sobre lo leído... Cogeré el libro y será como volver a estar con él; son st4s últimas horas.

Pero no. En eso Carmen se engaña ya de entrada, y la novela se encargará de demostrarnos que la ilusión de compañía ni siquiera está cimentada sobre un verdadero propósito de suplantación. Carmen mata la gallina de los hue• vos de oro, porque lo que pretende realmente no es explorar o descifrar algún secreto del marido, al pasar sus ojos por ciertos versículos subrayados de la Biblia, el último libro que él estaba leyendo, sino usarlo como trampolín para lanzarse a hablar ella por su cuenta de los que lleva callando anos y años. Es lo único que le importa. El texto subrayado por Mario se bifurcará así por dentro del cerebro de su viuda en caminos tortuosos y plagados de meandros. A Carmen nunca la han educado para escuchar a la gente que no piensa como ella, y su monólogo, despreciando la línea original que podría haber dado pie a una interpretación convergente, se aleja a la deriva, retrocede cauteloso, se desdice o se empan• tana por terrenos limitados tendenciosa y exclusivamente por el propio ego impetuoso que clama por sus fueros. La poética del espacio -por decirlo con expresión de Gastón Bachelard- ha sido profanada por Carmen con una irresponsabilidad que se revelará a la postre como error y condena. Se ha metido en la boca del lobo y, teniendo en cuenta cuales son sus obsesiones fundamentales, al final de la novela intui• mos que en otra habitación cualquiera de la casa -el cuarto de estar, el dormi• torio o la cocina-, se hubiera sentido más cómoda y habría sido más capaz de

136 solapar sus contradicciones, de mentirse con más éxito a sí misma, en una palabra. La idea de transgresión de un lugar prohibido o inaccesible, vinculada en los cuentos tradicionales a la noción de ruptura del maleficio, se refuerza en esta novela por el contenido del parlamento mismo tan largamente reprimido. Carmen no sólo ha entrado en un terreno en el que siempre se sintió intrusa, sino que se está atreviendo a debatir, desde él y en voz alta, temas tabú. Por encima de todo y sobre todo, su discurso versará sobre sexo y dinero. Para entender la relación de conflicto que guardan entre sí estos dos temas dentro de la ideología reaccionaria de la protagonista, conviene tener en cuenta no sólo el marco histórico de su discurso (la España de mediados de las sesenta donde brotan los primeros indicios de la sociedad de consumo), sino aquella época cuya evocación retrospectiva alimenta continuamente dicho discurso: me refiero a la guerra civil española, donde junto a los valores religiosos y símbolos de status social que presidieron la educación de Car• men, se abrieron subrepticiamente paso otros estímulos de signo contrario. Lo primero que llama la atención, a través del rescate espontáneo que la memoria de la mujer madura hace de esa etapa de juventud es que estaba presidida por la inconsistencia y la alegría. Es decir que para las chicas de determinada clase social, como ha señalado con gran acierto Josefina Aldecoa en su libro Los niños de la guerra, aquel río revuelto daba pie a la ruptura de ciertas normas y ocasión para mezclarse con gente distinta, de cuyo roce podía nacer la sensación de aventura. Y que a Carmen eso le pro• ducía excitación.

Yo lo pasé divinamente en la guerra, por qué voy a decir otra cosa, con las manifestaciones y los chicos y todo manga por hom• bro, ni me daban miedo las sirenas ni nada, que otras, no veas, como locas en los refugios en cuanto empezaban a sonar, que yo la gozaba. Recuerdo que mamá nos hacía ponernos medias y peinarnos a Julia y a mí para bajar al sótano de Doña Casilda, imagina, que a veces nos cogían los bombazos y las ametrallado• ras en plena escalera, y era una risa, los tropezones...

137 Enseguida nos damos cuenta de que soltar impunemente esta opinión ante al cadáver de Mario significa ya para ella romper un importante tabú verbal porque a quien fue su primer novio y luego su marido le molestaba oírla hablar así.

No sé si seré demasiado ligera o qué, pero pasé unos años estu• pendos, los mejores de mi vida... La calle llena de chicos, y aquel barullo... todo me divertía, aunque contigo ni entonces ni des• pués se podía hablar, que cada vez que empezaba con esto, tú, "calla por favor", punto en boca... la guerra, que fue una Cruzada, que todo el mundo lo dice, a ti te parecía una trage• dia.

Aquí se insinúan ya las diferencias de carácter y mentalidad entre aquella hija de una familia burguesa de derechas y el profesor de Instituto, de extrac• ción más modesta, con el que desde muy joven se puso en relaciones, distan• cia que no haría más que acentuarse a lo largo de su convivencia, como el texto se encarga de aclarar. Mario Diez Collado, marcado desde su primera juventud por la angustia y el sentimiento trágico de la vida heredados de la generación del 98, se configura desde las primeras menciones que Carmen hace de él como un ser angustiado, obsesivo, preocupado por problemas transcendentes e incapacitado para la alegría irresponsable. En una palabra, poco dotado para el placer: ni para darlo ni para recibirlo.

Yo lo pasé de fábula, Mario, para qué te voy a contar, toda la ciudad llena de gente, menudo barullo, que todavía no sé, te lo digo sinceramente, cómo no te planté entonces, recién novios, que cada vez que venías del frente, con lo de tus hermanos y eso, en plan revientafiestas.

En el entorno familiar de la protagonista, Menchu para sus amigas, ha ocu• rrido en esa etapa de primera juventud un incidente fundamental, como queda de relieve por la cantidad de veces que lo menciona: su hermana mayor se queda embarazada de Galli, un soldado italiano al que habían aloja-

138 do sus padres en casa y que luego no sólo resultó ser casado, sino que desa• pareció sin dejar rastros. Una verdadera catástrofe para gente atrincherada en los más rígidos principios de la iglesia católica. Que, por cierto, después del "dichoso Concilio"como llama Carmen al Vaticano II, todo anda patas arriba.

Yo creo que ese Juan XXIII, que gloria haya, ha metido a la Iglesia en un callejón sin salida, que no es que yo diga que fuese malo, Dios me libre, pero para mí que lo de Papa le venía un poco grande, o a lo mejor le pilló demasiado viejo, que todo puede suceder. Yo no soy una mojigata ni una intransigente, Mario, ya me conoces, pero este buen señor ha dicho y hecho unas cosas que asustan a cualquiera, no me digas, porque si a estas alturas también va a resultar que los protestantes son bue• nos, acabaremos por no saber dónde tenemos la mano derecha.

Pues bien, la condena moralista que, desde estos principios, hace Carmen de lo que llama la caída de su hermana Julia, se alterna -y es lo que interesa destacar- con la evocación encendida de aquel extranjero que les compraba helados y pasteles, extrovertido, risueño, generoso, al que se perdonan con manga ancha sus libertades de hombre {"que muchas noches ni venía a cenar, a saber dónde iría, buen pájaro estaba hecho"). No hay que ser nin• gún lince para adivinar que Galli fue el primer varón que encandiló los instin• tos de aquella nina con perpetuas ganas de juerga. Y lo más importante, que era un modelo prohibido, transgresor de las normas, y que producía envidia en las amigas. ("Transí me daba la lata, "qué majo es, ¡ay hija!, no seas así, preséntamele, no seas egoísta", pero yo ni caso, figúrate, conforme las gasta• ba Transí'). De Transi hablaremos enseguida.

Galli llegó a casa como a terreno conquistado, sonriendo, muy tostado, con su bigotito como un hilo y los ojos tan claros. Como guapo era muy guapo, que una cosa no quita a la otra, una medalla, y luego tan simpático, "bambina"por aquí "bambina" por allá, que yo era muy joven entonces, ya ves, el 37, una cría, pero me encantaba oírselo... Me acuerdo que muchas tardes me

139 quedaba yo sola en casa con Galli, porque papá y mamá se iban a dar una vuelta y Julia tenía clase de violín, y me encantaba, y él me cogía las manos, sin mala intención, por supuesto, no te den celos, pero a mí me ponía el corazón a cien (...). Nunca le vi enfadado, que inclusive cuando yo me reía porque él pronuncia• ba mal, él, tan tierno, "per che ride, bambina?per che?", y entor• naba los ojos de una forma que me volvía loca, no te enfades, Mario, que lo digo en buen plan.

La forma de mirar un hombre, tomemos nota de esto, reaparecerá muchas veces como elemento clave del incentivo sexual. Galli, pues, aunque aparentemente episódico, es personaje crucial en Cinco horas con Mario. No sólo porque la campanada dada por la hermana de Menchu cuando tiene un hijo de soltera, inclinará la balanza de ésta hacia la elección de Mario, que no le gusta como hombre, pero que presenta la garantía de ser tranquilo y decente, sino porque es el primero en provocar en ella los sentimientos de ambivalencia frente al lujo y al sexo cuya mezcla intrincada me interesa analizar. Aquel extranjero desaparecido de ojos claros, padre de su sobrino, que despertó los sentidos de la pequeña Sotillo tanto o más que los de la mayor (la Julia a quien luego tanto critica), presenta ya en embrión alguna de las características que -casi siempre malgré soi- irán aflo• rando en el discurso de Carmen como inherentes al atractivo varonil: el atrevi• miento y la familiaridad ostentosa con un dinero que nadie sabe de dónde puede proceder. Por de pronto, tenía un coche imponente y lo llevaba bien, con soltura. Adjetivaciones relacionadas con la soltura, el empaque y el aplomo contrastan con las de acomplejado, cohibidín o encogido en todo el texto. De ahí, de los paseos que el italiano les daba a su hermana y a ella en plena guerra en su Fiat descapotable, y que despertaban la envidia de las amigas, arrancan tanto los sueños de grandeza y felicidad de Carmen, como sus frustraciones incon- fesadas.

Fue una temporada regia, la verdad, a todas partes con el Fiat descapotable, toda la gente sudando, que fue cuando pensé,

140 cuando me case, lo primero un coche, ya ves si viene de atrás, porque papá era muy refractario, y aunque podía, nunca le dio por ahí, a saber, una manía como otra cualquiera.

Conviene recalcar la distancia de casi treinta anos que media entre esta actitud de rechazo hacia el consumo de don Ramón Sotillo, un caballero ape• gado a la tradición, a quien su hija jamás se atrevería a tildar de roñoso o mez• quino, y la de Mario que, en pleno Plan de Desarrollo, se empeña en seguir yendo a clase en bici. De hecho ambas actitudes son consideradas por la pro• tagonista con un grado muy distinto de benevolencia; la primera es una manía, la otra ha llegado a convertirse en una ofensa, en una herida enconada que pide reparación. La que al fin encuentra en el paseo culpable dado por Carmen, pocos días antes de morir Mario, en el Tiburón rojo de Paco Álvarez, su antiguo pretendiente. Esta confesión final, de todos conocida, y en la que desagua el monólogo tras múltiples rodeos, viene precedida por los continuos reproches a la tacañería del marido, incapaz de haberse dado cuenta hasta de qué punto era vital para ella ese anhelo de coche, como un deseo sexual lar• gamente reprimido.

Lo que más me duele, Mario, es que por unos cochinos miles de pesetas, me quitaras el mayor gusto de mi vida, que yo no te digo un Mercedes, que de sobra sé que no estamos para eso, con tanto gasto, pero qué menos que un Seiscientos, Mario, si un Seiscientos lo tienen hoy hasta las porteras, pero si les llaman ombligos, cariño, ¿no lo sabías?, porque dicen que los tiene todo el mundo. ¡¡Cómo hubiera sido, Mario!!, de cambiarme la vida, fíjate.

No es la única vez que se refiere a la tacañería de Mario, como luego veremos. Además de Galli, en los sótanos de la memoria juvenil de Menchu, ha que• dado enquistado otro personaje -éste femenino- fundamental para entender el origen de sus aficiones secretas, desviadas y cultivadas a espaldas de la severa ortodoxia familiar. Pero más que nada plebeya. Me refiero a la amiga

141 íntima cuyo criterio moldeó el de Menchu, Transí, una chica algo mayor, sin prejuicios, de las que entonces se llamaban lanzadas. Carmen ha seguido viendo posteriormente a esa amiga, casada tras sus alegrías de juventud con un hombre mayor, y a quien Mario siempre pagó en la misma moneda una antipatía que, por parte de Transí, casi se decanta como rivalidad. Resulta sos• pechoso que Carmen, tan proclive a la intransigencia moral, en ningún momento del monólogo tenga palabras de condena para ella. Es su debilidad. No en vano compartieron confidencias y risas subidas de color y Transi celes- tineó los primeros contactos furtivos de Menchu con un mundo más de medio pelo que el suyo, la llevó al estudio de pintores mayores para los que posaban mujeres desnudas y, sobre todo, alternaron juntas con Paco Álvarez, que con los años va a convertirse en el ideal erótico de Carmen, aunque entonces, según su evocación era:

...un hombre sin pulir... un poco así, ¿cómo te diría?, bueno, un poco, lo que se dice de familia artesana, y en cuanto le rascabas asomaba el bruto.

Pero le conviene irlo embelleciendo ya de entrada para justificar ante sí misma el hecho de que a una chica fina un bruto haya podido llegar a gustar• le, porque necesita de estas componendas, es incapaz de reconocer, como su amiga lo hacía, que esa parte brutal es la que clama por los fueros en el sexo.

Paco sería burdo y así, pero siempre luchó entre su extracción humilde y su natural educado. Ya lo ves ahora, un señor, un ver• dadero señor.

La transformación posterior de Paco Álvarez en un hombre fino será apela• da por Carmen al final de la novela como descargo a su debilidad frente a sus requerimientos. Ahora lo que me interesa destacar no sólo es que esos reque• rimientos venían de antiguo ( "que en mi vida he visto un hombre más cola• do, te digo mi verdad... mi sino siempre parece haber sido atraer a la gente basta"), sino que Transi gozaba contagiando a su amiga sus propias preferen• cias por esta gente basta que le iba presentando, y que no se andaba con

142 quintaesencias a la hora de hacerle entender a una mujer que despertaba sus apetitos. Pero además hay un detalle en el que no creo que se haya hecho suficiente hincapié por parte de estudiosos de la novela de Delibes: el afán de Transi por encanallar un poco los gustos de su amiga menor (es decir, su magisterio en tales materias) está apoyado en una desviación lesbiana hacia ella, confe• sada por Carmen en dos ocasiones, y además sin escándalo. Esto puede expli• car la aversión que a Transi le despertaba el novio larguirucho, acomplejado e intelectual de Menchu, cuya sola presencia la cohibía y establecía un muro entre el reino del placer irresponsable y otro de amores más tibios y comple• jos, sospechosamente destilados en el alambique del cerebro. La misma dico• tomía, por cierto, entre pasión y ternura o piedad, que fatiga a Carmen a lo largo de toda su vida y constituye la sustancia del titubeante monólogo ansio• so de definiciones tras las que ampararse. Creo, en fin, que la insinuación^de lesbianismo atribuida veladamente en dos ocasiones a la conducta de Transi es tan importante o más que la confe• sión final de haber cedido, al cabo de los anos, a las proposiciones deshones• tas de Paco. No fue un hombre sino una mujer la primera persona a cuyos ímpetus amorosos cedió la adolescente Menchu. Y son aquellos besos de Transi los que le sirven luego de referencia comparativa:

Transi siempre fue un poco así no te digo fresca, pero no sé, como impulsiva, que yo recuerdo sus besos cada vez que estaba algo pachucha, en la boca, ya ves, y como apretados, como de hombre, raros desde luego, "Menchu, tienes fiebre", decía, pero de cariño, ¿eh?, que los hombres sois muy mal pensados. Sin que salga de entre nosotros, te diré que a mí me hubiera gustado que me besaras más a menudo, calamidad, de casados, claro, se sobreentiende, pero ya de novios fuiste frío conmigo, cariño.

Y en otro lugar lo dice más explícitamente. A Transi le hubiera gustado que hiciera caso a Paco, incluso siendo ya novia de Mario, se lo celestineaba, porque era más parecido a ella, más afín.

143 ... Que yo no sé qué le daría Paco, pero siempre lo prefería... que lo que es a ti ni regalado, las cosas como son, que tampoco venía a cuento esa manía, "échale, fíjate qué nuez, parece un espanta• pájaros", tú dirás, que los primeros días, en cuanto te marcha• bas, me daba un beso en la boca... como de tornillo, "Menchu, tienes fiebre, no deberías salir mañana", que yo no sé si serían celos o qué, ¿me comprendes?

Fuera como fuera, haciendo caso a Mario, Menchu era consciente de haber traicionado el código de Transi sobre reclamo erótico al que en su fuero inter• no prestaba ciega adhesión, y eso es lo que aflora en la novela. La belleza y el atractivo masculinos siguen identificados para la viuda de Sotillo con cierta audacia, con una actitud impulsiva, con un modo malicioso de mirar, de moverse y de vestirse que nada tienen que ver con los de Mario Diez Collado. Un hombre débil y acobardado. Ya raro desde niño.

Claro que la tonta fui yo, que nadie tuvo la culpa, que tu misma madre ya me lo advirtió que eras un chico muy retraído y eso, y en cuanto llegabas del colegio, lo primero las alpargatas y al bra• sero, a leer. Ya ves qué plan para un niño.

Todo lo contrario de José María, un hermano suyo a quien fusilaron en la guerra.

... buena diferencia... que Transi decía: "Está bárbaro, tiene una manera de mirar que marea". Y llevaba razón, Mario... que yo no sé si eran sus movimientos, o sus ojos, o su manera de fruncir ' los labios, como una raya, pero tu hermano sin ser lo que se dice guapo era resultan... menuda malicia se gastaba el pollo,... como si las pestañas suavizaran la mirada, como si acariciase sin tocar... una expresión felina, que Transi decía, lo recuerdo como si fuera hoy, veinticinco años, fíjate, "traspasa como si fueran Rayos X", y era verdad.

144 En realidad, todas las opiniones de Transi las recuerda Carmen literalmen• te, a pesar del tiempo transcurrido, las comparte, y las saca continuamente a relucir. A veces parece como si los epítetos despectivos que dedicaba a Mario, cuyo noviazgo con Menchu siempre le pareció inexplicable, son los que están espoleando en ésta la necesidad de preguntarse tardíamente y a solas qué la llevó a tomar una decisión inexplicable también para ella misma y de la que confiesa haberse arrepentido alguna vez. Y acaba llegando a la conclusión de que tuvo origen en la piedad, en esa ternura maternal por el hombre desvali• do, que condicionó tantas bodas de aquel tiempo.

Ya lo decía Transí, "¿Qué es lo que ves en ese sietemesino?", y ¿sabes lo que veía, Mario, quieres saberlo?, pues un chico muy flaco, como hambriento de cariño, ya ves tú, con los ojos tristes y los tacones roídos, que destrozas el calzado, hijo, que contigo no hay zapato que resista, y luego, a cada vuelta unas miradas que partías el corazón... Transi, "no me digas, hija, si parece un espantapájaros", que tú venga de mirar como un pobrecillo, que tienes unos ojos que engañan, Mario, ...yyo con diecisiete años... que a esa edad, ya se sabe, lo que más puede enorgullecer a una mujer es sentirse imprescindible, que recuerdo que yo me decía, "ese chico me necesita, podría matarse si no", una tontería, desde luego, romanticismos.

En varios puntos del monólogo aparece el término romanticismo unido a tontería, con que la protagonista trata de embellecer su conducta, y al mismo tiempo reprochársela benévolamente ("que no soy más que una romántica y una tonta"). Pero como se trata de un discurso sesgado y contradictorio, que muchas veces afirma lo que acaba de negar, el oyente se convierte, quieras que no, en un detector de mentiras y se da cuenta de que ese idealismo o romanticismo que Carmen predica empanadamente de sí misma, no logra desviar ni nuestra atención ni la suya propia de sus dos obsesiones funda• mentales. A ella lo que le gusta de un hombre es que tenga arrestos y dinero. A veces se mete en auténticos atolladeros para definir lo que entiende por pasión, obligada como se ve a encubrir el deseo erótico a secas bajo una

145 envoltura rosa o romántica. Pero por mucho que se empeñe, queda clara su decepción ante el resultado de aquel novio al que dijo sí por pena, desvián- dola de sus verdaderas apetencias, que siguen latentes.

... gustando como gusto, me sabe mal tu indiferencia, para que te enteres. Y todavía ahora, pase, pero ¡mira que de novios!, la manitayya era mucho, claro que no te digo besarme, que eso ni por ti ni por nadie, pero un poquito más de ardor, calamidad, aunque te contuvieras... a las chicas, por si lo quieres saber, nos gusta sentirnos impacientes... Pero tú... como una avefría... que a veces pienso si en este aspecto seré una ansiosa... me hubiera gustado tener que pararte alguna vez los pies... Lo que quiero hacerte ver, Mario, es que entre un hombre y una mujer hay un instinto, y las chicas con principios, las honradas, las que somos como se debe de ser, gozamos excitándole en los hombres, pero sin llegar a mayores, mientras que las fulanas se van a la cama con el primero que pillan.

Es la única vez que se emplea en el texto la expresión irse a la cama con la consiguiente descalificación. En otro lugar donde se menciona la cama, el monólogo pasa del frecuente reproche de abulia dirigido a Mario -"que no has conocido la voluntad ni por el forro, eso, a la cama, a descansar de no hacer nada"- a concebir este relajo, al menos como plataforma sexual: C'y todavía si la cama te hubiera acercado a mí"). Es un pasaje muy interesante, por el empeño de Carmen en alejar la interpretación ansiosa de sus quejas a Mario mediante una adjetivación deliberadamente desdeñosa del acto sexual, que, por supuesto, no se nombra.

... lo mismo que si te acostases con un carabinero, que eso es lo que peor llevo, fíjate, y no por el hecho en sí, que de sobra sabes que a mí esas porquerías [el subrayado es mío] ni frío ni calor, sino por lo que significa.

Otra vez, sin embargo, aludiendo a una conversación de casadas con su

146 amiga Valen sobre ese tema espinoso, no parece juzgarlo con tanto asco:

... cada vez que me dice que siempre es distinto, que siempre hay algo nuevo, yo la digo que sí para que se calle, a ver, no la voy a decir que mi marido es un rutinario, que es la pura verdad, Mario, que enseguida te pasa y a una la dejas con la miel en los labios, ni disfrutar, que no es que diga que eso [el subrayado es mío] para mí sea fundamental, ni mucho menos, pero vamos, que en el fondo, quien más quien menos, a nadie le amarga un dulce.

Nunca dice sexo, a. pesar de las referencias continuas a él. Solamente se usa en una ocasión el adjetivo sexy, pero más bien como sinónimo de las virtudes femeninas tradicionales que Carmen desea para su hija, un vocablo con envoltura de modernidad, pero descargado de crudeza. Y hoy, por cierto, completamente pasado de moda.

A la niña no la tiran los libros, y yo le alabo el gusto, ¿qué saca en limpio?... Hacerse un marimacho, ni más ni menos,... sin femineidad... que para mí una chica que estudia es una chica sin sexy.

Este recurso del eufemismo, secuela indudable de la práctica del confesio• nario donde la mención obligada al sexto mandamiento llevaba aparejada la regla de no llamar a las cosas por su nombre, impregna la perorata de Carmen de una ambigüedad literaria semántica llena de incentivos. Gustares sustituido con frecuencia por una expresión más descafeinada y muy de la época: hacer tilín.

... que una mujer nota a la legua cuando le hace tilín a un hom• bre, no me preguntes en qué, qué sé yo, intuición, es como una corazonada.

Esta corazonada del flechazo, que es lo que más echa en falta Carmen

147 (sentirlo o notar que lo siente otro), no se dio en su noviazgo con Mario, naci• do de la compasión. A Mario (y ésa es una herida enconada que late más o menos secretamente a lo largo de toda la novela) tardó en acostumbrarse, a su olor, a sus gestos, a sus ropas, a sus opiniones y silencios, no le entró ava- salladoramente y en bloque por los sentidos, como un amor de novela, de los que hacen perder los estribos y la voluntad, se enamoró de él a lo tonto.

El caso es que me dabas una pena horrible, yo no sé, porque aquel traje marrón, me horrorizaba, te lo confieso, y los tacones de los zapatos como roídos, así, tan triste, pero nunca se sabe, y de repente un día noté que empezabas a hacerme tilín, a lo tonto.

Muy distinto este tonto, dicho sea de paso, del glorioso atontada de las páginas finales, cuando al fin el cuerpo salido por sus fueros, cuando Paco Álvarez, después de dar un paseo con Carmen en su Tiburón rojo, le dice que bajen al campo, un atontada de borrachera, sinónimo de hipnotizada, de anestesiada.

que era como estar en las nubes, una desorientación, y él me abrió la puerta y muy suave, "baja", y yo como sonámbula... ni voluntad ni nada, que era una especie de flojera... obedecía sin darme cuenta... y Paco... "veinticinco años soñando con estos pechos, pequeña", figúrate, que yo como tonta.

Una tontería de cariz semántico bien distinto, sí, a la que aparece en el texto anterior. Pero hay otro aspecto esencial que marca las diferencias entre aquel chico tímido del traje marrón y el que, pocos días antes de quedarse viuda, frenó su Tiburón rojo junto a la cola del autobús donde aguardaba una cenicienta de trapillo, harta de ir a pie y de lavar bragas, casada con un hombre sin detalles, y la invitó a subir al coche para dar un paseo ( "la ropa, que sabe llevar la ropa, aunque eso para ti sea chino"); la ropa, sí, y otros complementos que la sociedad de consumo ponía al alcance de cualquier hortera que soñara con

148 afinarse y parecerse a un señor. Carmen no se confiesa atraída por el sexo en bruto sino por su envoltorio: por el oropel mimético de lo fino que confiere el dinero, capaz de dotar de incentivo erótico a un patán que de joven decía diócesis por dosis y relación por reacción, lo que afina el dinero, Dios mío, su padre maestro de obras, si es que llegaba:

...que ha echado un empaque que no veas, con una americana de sport, sacando el codo por la ventanilla..."que parece que hubiera nacido con el volante entre las manos. Y luego ese olor que se gasta, como a tabaco rubio mezclado con la colonia de fricción, que a la legua se ve que hace deporte, tenis y así.

El chico del traje marrón y los zapatos torcidos no sólo nunca hizo deporte - "escribir bien no sé si escribirás, que en eso no me meto, pero lo que es de deportista ni pum, las cosas claras, ni la facha, la antítesis, a cada cual lo suyo"-, sino que daba pena verlo en la playa:

...yo recuerdo en la playa, venga a tomar notas y mirar papeles debajo del toldo..., Mario, que estabas tan blanquilo, y luego con el meyba hasta las rodillas y las gafas, daba grima verte, la ver dad, que yo algunas veces como si no fueras conmigo... yo, fuera de broma, prohibiría a los intelectuales acercarse al mar, ¡qué cosa más antiestética!

Ya asoma aquí nuevamente la dicotomía, tan fatigosa para Carmen, entre la funesta manía de pensar y las exigencias del cuerpo, relajado en contacto con la naturaleza. Y salen otra vez -¡hasta en la playa!- los libros y los pape• les, esos incomprensibles mediadores del mal augurio entre su mundo y el de Mario. Leer tanto no es viril ('Tú siempre has sido como un niño chico... Las personas que piensan mucho,' Mario, son infantiles, ¿no te has fijado?"). Porque además ella no entiende lo que escribe el marido, no lo ha enten• dido nunca.

149 Vamos a ver, tú piensa con la cabeza, ¿quien iba a leer ese rollo de "El castillo de arena", donde no hablas más que de filosofías? Tú mucho que con la tesis y el impacto y todas esas historias, pero ¿quieres decirme con qué se come eso?... ¿No te dije yo misma que buscaras un buen argumento, sin ir más lejos el de Maximino Conde, el que se casó con la viuda aquella y luego se enamoró de la hijastra? Pues esos argumentos son los que intere• san a la gente, Mario, desengáñate, que ya sé que era poco así, un poquitín verde, vamos, pero cabría hacerle reaccionar al pro• tagonista en decente cuando ella, la hija, se le entrega, y de este modo la novela quedaría inclusive aleccionadora.

Las preferencias literarias de Carmen de definen más aún cuando introdu• ce la mención a un modelo de conquista amorosa que, sin darse cuenta, ha venido exaltando en todo su discurso al aludir a Galli, al hermano de Mario o a Paco Álvarez: el propuesto por don Juan Tenorio:

... mal que os pese, de la vida entendemos las mujeres un rato largo, Mario, si sabré yo los libros que leen mis amigas... que tú "pocos serán",... pero no son de guerras, desde luego, ni sociales o eso, sino de pasiones y de amor, no falla. Y además es lógico, querido, que el amor es un tema eterno,... mira don Juan Tenorio, eso no se pasa, no son modas de un día, que tú me dirás sin amor qué sería del mundo, ni existiría, a ver, natural, se lo habría llevado la trampa.

Esta confusión de donjuanismo con el amor ideal se hace patente en la aventura final de Carmen, aventura burda y de secano, pero que ella intenta tergiversar, por su afán de novelería, introduciendo en su argumento, junto con el asalto brusco a los sentidos, la piedad por don Juan. De don Juan de provincias son, efectivamente, los métodos facilones y baratos de Paco Álva• rez cuando, antes de proceder a meter mano directamente a Carmen en el Tiburón rojo, la mira con los ojos, como de agua de piscina, que entorna con un gesto copiado del cine, y le deja caer, entre rudo y tierno, que no es feliz,

150 "todos nos equivocamos, Menchu, no es fácil acertar", y con el coche ya a cien por hora camino de las afueras:

... que me dejó de una pieza, que le brillaban los ojos y todo, Mario, te lo puedo jurar, que a mí me dio lastima, un hombrón así, que no pude por menos, "¿no eres feliz?" y el, "dejemos eso, vivo y no es poco", pero me miraba cada vez mas cerca y yo esta ba toda aturdida, a ver, pensando en la mejor manera de ayu• darle.

En ningún momento del monólogo logra extirpar Carmen del todo las adherencias de color rosa que enmascaran el amor carnal. A veces protesta del concepto de amor como piedad hacia el necesitado que aflora en los dis• cursos sociales de su marido, como cuando dice:

amor, amor, dale con el amor, que sabrá de amor un hombre que la noche de bodas se da media vuelta y si te he visto no me acuerdo, que una humillación así no la olvidaré por mil años que viva.

Es uno de los pasajes donde más crudamente se revela la simbiosis que para Carmen tienen el amor y el sexo. Otro aspecto importante de esta dialéctica -tan enredosa en Carmen- sobre el amor entre hombre y mujer reside en el aditamento de los celos, un añadido muy enriquecedor, según su punto de vista. Lo que ella llama arres• tos, modalidad muy importante de la pasión y que siempre ha echado de menos en la conducta de su marido.

Un poquito de pasión, por mucho que digas, fundamental. Mira Armando, quince años casado, de vuelta de muchas cosas, pero a él que no le miren a su mujer, recuerdo la otra noche en el Atrio, el bar, menudo trepe, y no creo que Esther la pobre tenga mucho que mirar, bueno, eso es aparte, pero él no rije, a pesco• zón limpio, muy en hombre, como hay que ser. ..Ala mujeres nos gustan los hombres con unos pocos más de arrestos, querido, que

151 defendéis lo que es vuestro, que os matéis por nosotras si es preci• so, ¿no se hace por la Patria?, pues ídem de lienzo.

En muchos puntos del monólogo, antes de llegar al estallido final del paseo en el Tiburón rojo, Carmen ha informado a su interlocutor inmóvil de que aún está para gustar, de que la piropean por la calle y de que parece como si él no la considerara capaz de despertar esas pasiones. Pero no es solamente atizar los celos del marido lo que le gustaría, sino también que él le diera ocasión de celos. A lo largo de la novela no hace más que imaginarse con evidente excitación posibles infidelidades de Mario, acompañadas de una confidencia sobre las mismas, que desembocarían en perdón por su parte. Aunque no tiene base real para asentar su sospecha (centrada casi siempre en lo bien que Mario se lleva con la viuda de su hermano), tener celos de él es como atribuirle unas capacidades amatorias que darían un mentís a aquellas opiniones descalificadoras de Transi, que ella misma comparte ("físicamente, cariño, tenías bien poquito que gustar, francamente"). Pero además de que• dar menos desairada, en la ternura del perdón imagina unas dulzuras magná• nimas, que contrapesan (durante el discurso) lo difícil que se le está haciendo llegar a confesar su propia falta. Las historias de presunta infidelidad con la cunada se las inventa, y se nota porque no las expone narrativamente con la minucia esperable en una persona tan detallista, sino a través de expresiones en plural como "los hombres ya se sabe, os largáis de parranda " y similares, que indican una desconfianza genérica, de lugar común. En cuanto al dinero, otra de las preocupaciones clavadas en el alma de Carmen, sí lo menciona, llamándolo por su nombre, y muchas veces. Pero se detecta una intención de banalizarlo, de orillar cualquier alusión a los espino• sos problemas sociales que entrañaba su mención para los intelectuales ina• daptados de la pandilla de Mario, con los que se reunía en el Círculo. De estas reuniones salían aquellos relatos tan tristes del marido sobre gentes muertas de hambre, puro neorrealismo de cine italiano. Siempre a vueltas con los ricos y los pobres en el dichoso Círculo.

¿Puede saberse qué es lo que hacíais allí, fumando tanto rato? Arreglar el mundo, fijo, que os quitabais la palabra de la boca,

152 madre, qué voces, y total para nada, cuatro tonterías, que si el dinero era astuto, que si el dinero era egoísta, ya ves tú, que lo único que no decíais era que el dinero era la pura verdad, Mario, que es necesario, y mejor nos hubiera ido si en vez de hablar tanto del dinero os hubierais puesto a ganarlo.

Sin embargo, la ambición, como vehículo de medro social, aunque la lleva metida también en la masa de la sangre, necesita encubrirla, le parece incon• fesable. En un determinado momento dice "que si tú nunca tuviste ambición, entiéndeme, en el buen sentido [el subrayado es mío], es por haberte criado en un ambiente tan mezquino". Es decir, confiesa que puede tener una lectu• ra descalificadora la palabra ambición. Pero eso no quita para que se le haya quedado grabada la escena de cuan• do eran novios y él pedía una cana para los dos, cosa que al viejo camarero que los veía siempre allí le provocaba un gesto de guasa.

¿Una caña para los dos? Porque lo decía con retintín el tipo aquel del pelo blanco, Mario, no digas que no, burlándose de mí, tan recompuesta, con mi sombrerito inclusive, una cursi, un quiero y no puedo, a ver, que es lo que me saca de quicio, que a saber qué me darías por no mandarte a paseo. Un hombre como debe ser, roba o mata antes que tener tres años a una mujer en este plan.

Es bastante fuerte lo que ha dicho. A la viuda de Diez Collado, según va avanzando la noche y se siente asediada por la hostilidad de los libros que no entiende, se le escapan a veces, para lo romántica que es, unos asertos bas• tante más crudos que no llamar al sexo por su nombre. Prestando adhesión explícita, por un lado, a las prédicas de modestia, compasión por el débil y romanticismo inculcadas en una señorita bien, y sonando por otro con dar satisfacción a deseos largamente reprimidos de lujo y pasión, la confesión titubeante de Carmen Sotillo discurre entre los dos polos de fascinación ante los atributos que confiere el dinero y el miedo a reconocerlo; pero miedo a confesar, sobre todo, que para ella el atractivo físi-

153 co tiene una relación muy profunda con el dinero y sus nuevos subproductos, con una imitación de lo fino que a duras penas encubre la brutalidad instinti• va de quien se disfraza de rico. Carmen Sotillo, condicionada por una emulación comparativa, y refrenada a causa de la caída de su hermana Julia, tiene una vocación contrariada de mantenida de lujo. Pero hasta el final de su discurso se resiste a reconocerlo.

Por favor, no me vayas a confundir con mi hermana, me aterro sólo de pensarlo, te lo prometo, ya ves Julia, una cualquiera, no me digas, con un italiano... Que al fin y al cabo, si a su tiempo me compras un Seiscientos ni Tiburones ni Tiburonas, segurísi• mo, que con estas restricciones lo que hacéis es ponernos en el disparadero.

Dentro de sus continuos rodeos y frenazos verbales, no puede expresar más claramente que el dinero la erotiza. Dije al principio que al cabo de los anos he entendido mejor esta novela. Hoy para pocas mujeres significa un desdoro confesar que el dinero las eroti• za, y más si es ganado fulminantemente y por los métodos que sean de la noche a la mañana; la ambición ya no tiene para casi nadie una lectura des• calificadora, ni para las mantenidas de lujo ni para los hombres que, azuza• dos por ellas, son bien capaces de robar. El discurso que a duras penas vin• culaba sexo con dinero, y que tantas componendas verbales y sudores le costó a Carmen Sotillo, hoy sería suscrito sin empacho por muchas de estas triunfadoras.

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I MIGUFL DtUBFS CON JOSEP PLA 1

I MIGUEL CON FRANCISCO UMBRAL

I CON Y ROSA CILACEL EN LOS CURSOS DE VERANO DE EL ESCORIAL (1991) CASTILLA HABLA

Manuel ALVAR

El escritor siente el pulso de la lengua. No es sólo el instrumento de su ofi• cio, sino también los resortes que lo mueven y lo hacen llegar a ser dócil herramienta, criatura sumisa en sus manos. Pero Delibes ha considerado otras cuestiones que le llevan a un mundo teórico, porque no es sólo lo que sus personajes piensen o digan, sino algo más profundo: que unos personajes, inventados o no por el novelista, hablen. Diríamos que más allá de la crea• ción, la lengua le llega original; el no puede inventarla ni modificarla porque no le pertenece y, sin embargo, la recoge y nos la trasmite. Tenemos dos motivos de su modo de actuar: inventando unos personajes y haciéndolos ser criaturas vivas, o transcribiendo emocionadamente lo que le llega, pero selec• cionándolo, haciéndolo ser criatura de arte cuando no se mostró sino como arribes informes de un platicar sin preocupaciones artísticas. Tendríamos la imagen dual del novelista en sus obras de creación y en sus obras -digamos- antropológicas. Porque en un caso (El camino, los Diarios, la Parábola del náufrago, El príncipe destronado, El disputado voto del señor Cayo, Los san• tos inocentes, etc.) la teoría lingüística es deliberada; en otro, no (Pegar la hebra, Castilla habla). Pero, en más de un momento, ambos recursos pueden coincidir y nos dan el lenguaje como instrumento, esa convención que nos viene impuesta, que no podemos modificar, pero que nos permite entender-

157 nos. Pretender destruir el lenguaje es pretender destruir nuestras posibilidades de comunicación, abandonarnos al caos, que sería lo más opuesto a lo que el novelista intenta hacer. Porque no se trata del poeta lírico que puede escribir para un pequeño cenáculo de iniciados, y aun entonces habría muchos hilos que enmadejar, sino la necesidad de quien crea una obra para multitudes, cuanto más nutridas mejor, que no son escoliastas o exégetas, sino -simple• mente- lectores. El lector puede ser de muy heterogéneo talante: el conoce• dor de la literatura y el simple curioso, o el historiador y el sociólogo que bus• can testimonios que no se encuentran en otro sitio, o el lingüista y el etnólo• go. Para todos escribe el narrador por más que su pretensión inicial no tenga en consideración tantos y sutiles hechos para los que su obra resulta tener validez. No cabe destaicción del lenguaje, sino engrandecimiento; no des• membración, sino articulación; no dispersión, sino integración. Por eso Deli• bes reacciona con pocas contemplaciones cuando se le plantea el problema:

Yo no creo en la destrucción del lenguaje, la considero una broma. El lenguaje destruido dejaría de ser comunicación y pienso que el lenguaje, si no sirve como vehículo de comunica• ción, no sirve de nada. Suponer que ello comportaría una reno• vación artística me parece una sandez.

He aquí unas palabras -escasas- muy claras y precisas. El lenguaje es un hecho colectivo, en el que estamos inmersos y del que no podemos zafarnos. Pero no cabe lamentarse: la lengua es cárcel, si no la sabemos usar o nosotros no somos, como diría Unamuno, otra cosa que un cacho de mansedumbre, pero la lengua es nuestra libertad porque nos da la experiencia de millones de hablantes que nos han legado un instrumento que no tenemos que inven• tar para cada una de nuestras necesidades y al que podemos moldear, como los dedos del alfarero a la pella del barro. Y resulta que esto tiene que ver con muy profundas cuestiones. Porque estamos acostumbrados a la clasificación de manual. Aquí esto, ahí eso, allí aquello. O con pronombres personales yo soy, tú eres, él es. Pero la comodidad no quiere decir acierto. El novelista, sin dejar de serlo, puede merecer otros títulos. Diría más, es necesario que los tenga si quiere ser un buen novelista. Porque el novelista escribe historias y

158 esas historias -de dar en el clavo- son algo más que la vida de un personaje. Sutil y debatida cuestión: Unamuno dio un corte de estilete y puso a un lado las circunstancias y al otro las descarnadas historias de pasión. Habían las nivolas. ¿Acierto? ¿Desacierto? Si la fórmula fuera ésta, todo el mundo leería las novelas de Unamuno, y nadie las lee. Fue el dictamen de Baroja, pero don Pío tenía su técnica y era comprensible que las otras no le gustaran. Lo que no quiere decir que el diagnóstico fuera cierto. Miguel Delibes ha hecho algo de lo que preconizó Unamuno: ha reunido un manojo de circunstancias externas (paisajes, quehaceres, gentes que narran) y ha creado un libro. Apasionante donde los haya, dramático como el que más de los suyos, angus• tioso con un reverdecer de ansias españolas. Pero lo ha hecho por un proce• dimiento distinto que Unamuno: para don Miguel, Niebla, Nada menos que todo un hombre, San Manuel Bueno estaban en un platillo de la balanza; Andanzas y visiones españolas, Por tierras de Portugal y España, Paisajes del alma (o como él los hubiera bautizado), en el otro. Miguel Delibes procede de modo distinto: tras habernos dado una buena gavilla de novelas, unas más tradicionales y otras menos, nos regala un libro, Castilla habla, que no es novela, ni historia de pasión, ni paisaje y que, sin embargo, es un libro de andanzas y visiones, de sociología y de psicología, de antropología y de dia• lectología. Algo que hará feliz a más de un loco de hoy que no vacilará en colgarle un marbete pedante y horrendo (si ambas cosas no son una sola y, además, mutuamente solidarias): interdisciplinar. Volveré sobre esto, pero quiero no dejar suelto ningún cabo: Delibes nos da el sustento de muchas de sus páginas novelescas contando estas vidas con las que se ha cruzado o a las que ha buscado con deliberación, que todo es posible y todo lícito, si lo que se logra es un libro como éste. Muchas de estas páginas podrían estar en Los santos inocentes, o en la Parábola de un náufrago, o en El disputado voto del señor Cayo, o en los Diarios, o en otra serie de oes que ha dedicado a cazadores, pescadores, tramperos y otros personajes que viven en y de la naturaleza. Salgo al paso: esto no es un carnet de escritor, como los que conocemos al uso, y alguno, como el de W. Somerset Maugham, gozó de buenas andanzas por la España de los cincuenta y que, en cierto modo, se relacionarían mejor con ciertas páginas de Por esos mundos, Un año de mi vida o USA y yo. Salvemos lo mucho que hay que salvar, pero nos valga la

159 referencia aproximativa. Castilla habla es una frondosa támara desgajada del árbol de las novelas, pero he dicho que es un libro apasionante, dramático, angustioso. Y si añadiera cuanto creo, tendría por mermadas esas caracteriza• ciones, pues, para mí, es mucho más que todo ello, según podremos ir dedu• ciendo de la andadura que me he marcado. Porque la pasión está en el amor que el hombre Delibes pone en las criatu• ras a las que trata y en los paisajes que describe. Sin querer ha caído en la tesis hegeliana: En el mundo, sin pasión no se hace nada grande. Delibes ha bus• cado estas criaturas para transmitírnoslas y, a través de sus pequeñas o gran• des pericias, nos ha dado la visión del mundo. Nos asalta el 98: la única forma de entender la historia universal es encerrarse en una aldea; las cosas, en su puesto, cobran su total sentido. No hay grandezas ni miserias; la lejanía inicia en el valor absoluto al que llamamos relatividad. El libro es la intrahistoria de esta Castilla, por la que el señor Miguel -como respetuosamente lo llama más de una de aquellas criaturas- camina al pairo de recuas y molineros, de tra• peases y capadores, de caracoleros y colmeneros. Son hombres y mujeres que nacen, crecen, aman y un día mueren sin dejar ni voces ni gritos, si estas pági• nas no hubieran existido. Ya tenemos el por qué de la pasión y el por qué de este libro es más de lo que he dicho en mi primer planteamiento: la pasión nos ha llevado al hombre y el hombre a la historia. Y vuelvo al 98: no hay Historia, sino historias. Aquellas criaturas que se van ensartando por el sutil hilillo del amor, juntas, mantienen su insobornable independencia, pero yux• tapuestas constituyen una página grande de historia o un página de la Historia grande. Como en esas novelas -y Delibes ahora no la ha querido escribir- en que un personaje ocupa sólo dos páginas del relato, pero se une a otras dos independientes, y éstas a otras, y éstas a otras, y así hasta que entre los dedos no tenemos la estampa más o menos costumbrista, sino la vida total de una gran ciudad en un momento determinado. Técnica novelesca, o cinematográ• fica, o sociológica. Sin pretenderlo, y en esa aparente -y cierta- objetividad lo que se ha hecho es lisa y llanamente historia verdadera, la más difícil de todas, porque no se ha escrito con ira, sino con amor hacia pobres seres de los que nadie suele acordarse y de los que ningún provecho podrá conseguirse. Pero basta con lo que el cronista, andariego, cazador o lo que sea arroja ambostada tras ambostada: ciencia de amor. Lo demás se le da por añadidura.

160 Porque las mismas cosas que hay en Castilla habla las encontramos en los relatos novelescos; más aún, en ambos mundos aprendemos mil cosas que la Historia no nos dice o que se silencia porque padecieron los avatares gentes que poco pesaron sobre la grama. Los santos inocentes o El disputado voto del señor Cayo más de una vez alimentarán a los libros de sociología o a los de historia actual, como han servido ya para conocer procesos lingüísticos que de otro modo no conoceríamos. Y estas páginas de Castilla habla son, antes que nada, intrahistoria o, digamos con menos arrequives librescos, vidas menudas sobre las que se proyecta la Historia y que la sustentan. Remacho: Unamuno separó hombres de paisajes y trazó las dos andaduras disidentes; Delibes, tan adelante su tarea de creador, ha desgajado sus ramas y ha creado un libro que podría evocar técnicas novelescas (las vidas que se pueden unir en un momento y que luego se disocian, los retazos vividos que se sueldan en la vida colectiva), pero que, al ser treinta y dos improntas sin conexión, nos permiten asomarnos a esa colección de vidas sorprendidas en un solo momento, el que el autor ha creído que mejor les caracterizaba, y lo que era un cuadro ha pasado ha ser una sinfonía acabada. ¡Cuan lejos del costumbris• mo! Aquí la verdad de cada tipo y su presencia en la tierra que le cobija. Pero aún no sallemos lo que es este libro, pero lo cercamos con nuestros tanteos. Para mí esta es la cuestión en la obra de Delibes, o en la de cualquier narrador que merezca contar y ser contado: el instrumento lo recibimos, pero lo usamos personalmente. A esto, desde los días de Vossler, se le llama estilo. Hablando con César Alonso de los Ríos, el narrador cuenta cómo descubrió la vieja fórmula del escribo como hablo, que era el canon que postularon los grandes clásicos del siglo XVI y que se había perdido por mil complicados barroquismos. La literatura no es engolamiento y grandilocuencia, sino usar la lengua para unos fines de comunicación que, desde el Génesis, no han sido la declamación no el gorgorito. Bien cerca de Valladolid nació aquel prodigio al que llamamos Bernal Díaz del Castillo y él, soldado sin letras (es un humilde decir), al escribir su Verdadera historia deja caer, lisa y llanamente, unas pala• bras que para mí son ejemplares:

en cuanto a la retórica [de su historia], que va según nuestro hablar de Castilla la Vieja, y que en estos tiempos se tiene por

161 más agradable, porque no van razones hermoseadas no policía dorada, que suelen poner los que han escrito, sino todo a las bue• nas llanas, y que debajo de esta verdad se encierra todo bien hablar.

Delibes ha descubierto esta gran lección en un paisano suyo que escribía cuatrocientos años atrás, y es que ser clásico es ser vida y no arqueología, algo que no veremos, pero esperemos que algún día sea nuestro novelista. Al menos quede aquí una buena declaración de principios:

A raíz del Nadal empiezo a leer un poco obras de ficción y entonces llego al convencimiento de que, abandonando la retóri• ca y escribiendo como hablo, tal vez pueda mejorar la cosa.

Así fue como entré en ese cambio del lenguaje, o de técnica, o de las dos cosas a que te refieres. En El camino me despojé por vez primera de los postizos y salí a cuerpo limpio. Si en el asunto mejoro o no, yo no soy quien para decirlo.

Sí, "salía cuerpo limpio"es decir "todo a las buenas llanas", máxima lec• ción de buen hablar. Por eso los personajes de Delibes hablan como saben, no como les imponen. Ahí están los registros -tan diferentes- que usan el tris• te de don Eloy y la criatura natural que es la Desi. Como arribes de riada, el pensionista y el sirviente conviven una Navidad y el recuerdo les atenaza; entonces las evocaciones tienen un mismo valor íntimo, pero se enuncian de manera harto diferente. Diríamos la distinta formalización de unos mismos contenidos: habla el hombre que está ya en el último tramo y responde la moza que apenas si empieza a vivir:

Hace muchos años, en tal día como hoy [...] nos disfrazamos y el tío hacía un concurso de chistes y otro de poesía y otro de villan• cicos y en cada uno daba un duro de plata de premio [...]

162 Allá en mi pueblo, en tal noche como hoy, Marcos, mi medioher- mano, que era inocente, hacía una zambomba con el cuerpo de un lechan y nos daba la murga.

El caso más complejo de enmarañamiento lingüístico es el del bedel caza• dor. Lorenzo es un hombre de pueblo y su habla tiene rasgos populares, pero es empleado de un centro docente y tiene una cierta cultura mal asimilada; además es cazador y maneja con soltura el habla del grupo y luego -de emi• grante- su sistema lingüístico de raíz norteña, es decir arcaizante, choca con otro de cuno meridional, es decir, innovador. Los desajustes libran batalla en este azacaneado funcionario y no serán de poca monta a la hora de tomar decisiones. Pero sobre esto volveremos. Lo que ahora quiero señalar es que Delibes nos ha dado unos retazos de vida, lisa y llanamente, la vida cómo es y así será en Castilla habla: llena de ternura, si encarta encontrarnos con el señor Luis y la señora Victoria; pedante, si se nos tercia Salvador de la Viuda; respetuosa, si cuadra José Delfín Val, o astuta, si se llama Florencia López. Podríamos seguir enumerando posibilidades. Que baste con éstas: la imagen de la vida, que por ser sensible nos acomoda a una realidad que pinta cómoda o incierta, pero a la que nos podemos condicionar con nuestros propios deseos. Y que, además, rebasa cada una de esas contingencias ocasionales para darnos una visión total de lo que es, por encima de la posibilidad de cada uno de sus hijos. El dramatismo se ha logrado con sólo contar unas verdades que no nos dejan indiferentes, porque no podemos ser insensibles a la condición del hombre, gentes que viven sus peripecias cotidianas en un medio hostil al que domeñan o en el que sucumben, sin la posibilidad de evasión. Aquellas gen• tes que un día buscaron su fortuna en la otra banda del mar o en la evasión celeste por encima de los berrocales. ¿Y hoy? Ya no hay Américas que descu• brir y, alevosamente, les han cercenado las alas de la fe. Desazona la sed del señor Pedro y los conejos que ya no tiene Pepe el Cepero y la ruina de Darío Espinosa y el vencimiento de Eusebio el Listezas. ¿Para qué seguir? No cabe el gesto altivo de jugarse la vida a una sola carta, sino el heroísmo de vivir la penuria de cada momento intentando salir adelante con un viejo molino de caz y rodezno o con la esperanza dorada de los girasoles. Leyendo el libro de

163 Delibes uno piensa en la grandeza perdida, pero piensa también en esa gran• deza de no desertar, ni siquiera cuando la tierra no ofrece nada a cambio. Cierto que por aquí no pasan capitanes como Luis de Onate o Vázquez Coronado, o Gaspar de Villagrán, por estas tierras de santos y de cantos hace mucho que no se siente el leve peso de las sandalias carmelitas, pero Rubén diría que a un presidente de Estados Unidos no se le puede cantar con los mismos versos que a Heliogábalo, y tenía razón. Como las gentes de su tierra, hablaría Lorenzo, el bedel emigrante, usando y abusando de caer por "tirar, derribar, cobrar" {caímos dos liebres, no caigo ninguna); quedar por "dejar", candar por "cerrar" {la boca o la cartera), mancar por "lastimar, dañar" {un zapato); pero empleaba también los colo- quialismos léxicos, sintácticos o fraseológicos de su estrato social {gibar "fasti• diar", abollarse "entristecerse", cabrearse, "enfadarse, amoscarse", ponerse de mal café, [colocarse] tras mío y santas pascuas "asunto concluido", subirse a la parra "montar en cólera", salir de naja "escaparse, huir precipitadamente", etc.), pero por su condición de seminstaiído, escribe una jerga de los más ramplones medios de comunicación {usualmente, inusual, constatar, y ese auténtico galimatías que a los locutores y periodistas les resultan los tiempos verbales sirviera, manejara, atendiera, salió todos con un valor de perfecto absoluto o indefinido). Y, cuando llega a Chile, la lengua -precisamente por comprensible- le resulta sorprendente; Delibes lo denuncia desde su concien• cia de creador, aunque tal vez los términos de su ecuación no sean compara• bles; sí lo son los resultados a que se llega en la parcela lingüística de que estamos tratando:

Se ríe de la forma de hablar de aquellos hombres y acaba cogido en su propia trampa. Este paso insensible de un lenguaje que de entrada manifiesta aborrecer y acaba captándose, revela, por otra parte, la facilidad con que los españoles perdemos lo que consideramos tan esencial y que, en otro orden de cosas, lo hemos comprobado con esta invasión de cafeterías, cocacola, pantalones vaqueros...

Volvamos a la creación novelesca: El Diario de un emigrante empieza el

164 24 de enero; el 15 de marzo Lorenzo y su mujer embarcan en Barcelona, lie gan a Buenos Aires el 30 y el 2 de abril entran en Santiago. En tan pocos días, el emigrante ha cobrado conciencia de su propia condición y, en el mundo que siente hostil, solo la lengua viene a ser el asidero para salvaguardar su propia personalidad, y el manadero de nostalgias; después será la amargura de la soledad. Valgan estos dos textos; uno del día 5 de abril, recien llegados; otro del 3 de septiembre, cuando la incomunicación parcial va abriendo fisu• ras en el alma que se creía fuerte:

De regreso, la chávala se emperró en poner la radio a ver si cogíamos España. La cogimos y solo de sentir el habla de allá se me puso el corazón como una pasa.

U

Va para tres meses que no oigo hablar español como Dios manda. Se dice pronto.

Entre tanto, la colisión se va produciendo: el primer chilenismo se usa a distancia, cuando trata de reproducir la lengua del tío Egidio (boletos, plata), lo mismo que afloran otros en labios que han aprendido el español de Sudamerica o que tratan de remedar el habla (che, churro, "mujer estu• penda"). Los problemas comienzan en Mendoza, el 2 de abril: hay que cam• biar de tren y despachar las valijas, y aquí se produce la primera colisión lingüistica:

Ya quemado le dije que qué conos querían decir con eso de des• pacharlas, que eso no era cristiano, y entonces el gilí se atocinó y nos pusimos los dos a voces. Menos mal que terció uno que me hizo ver que facturar y despachar eran una misma cosa.

Después vendrán otra, y otra, y otra. Son, unas veces, los consabidos desajustes de que todos hablamos y que a todos nos han creado enojosas situaciones:

165 Ni sé qué habrá querido decir la gilí con eso de cabros, pero se me hace que con esta fulana habrá que andar con ojo.

También son maneras de hablar. El chalado parece como que me hubiera adivinado el pensamiento y me salió con que la polla es acá la lotería.

O son los chilenismos específicos, que más de una vez nos ha sorprendí do; recuerdo un paseo por Santiago de Chile y el restregón en los ojos ante la muestra que había a nuestro alcance: "Frutería El Coñito". Uno piensa en la relatividad de todo, incluso de lo que ya se salie; pero al bueno de Lorenzo no se le podía exigir la misma comprensión que al profesor de dialectología:

A la tarde me llegué al Consulado. De regreso me colé en un bar y el cipote del mostrador de que me oyó hablar me salió con que /pucha, un cono! Ya le dije que sin ofender y el torda recogió velas y que había querido decir español.

Y es que la razón estaba de parte de aquel hombre que en su risa "dijo que todo eso del lenguaje es una chorrada y a un chileno que hable como un libro, a lo mejor se le toma en España por un deslenguado y a la recíproca". Ni tampoco le faltaban motivos al amostado Lorenzo en su discusión con la mocama ("la gilí de ella me salió con que si provisional quería decir proviso• rio. De mal café le respondí que sena ella la que con provisorio quería decir provisional"). Los desajustes están en la lengua y en la interpretación del mundo a través de la lengua. El castellano se trasplantó, tuvo sus cambios semánticos como resultado de la historia, lo estamos viendo; pero hubo antes un proceso de adaptación, y los colonizadores llamaron a las cosas por el parecido que tuvieran con las que ellos sabían de Castilla, y así los mismos significantes se aplican a significados diferentes. Lo que no fue previsible es que un día llegara a Chile el emigrante Lorenzo, que tuviera afición a la caza y al cobrar "un bicho raro parigual que las avefrías", un pastor se empeñara en llamarle codorniz:

166 I REC1II1ENDO SI' MEDALLA DE ACADÉMICO DE MANOS DE DAMASO ALONSO. PRESIDENTE DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA DE 1A LENGUA

I INVESTIDURA IXX.WRIIOSíimSíMSA POR LA UNIVERSIDAD DE VAI.1AIX)I.II) I CON TODA SU FAMILIA, AL CUMPLIR LOS JO AÑOS.

168 Ya le dije que a las codornices me las conozco como si las hubie ra parido y el cipote porfió que como no, que al tiro la reconoce na y que era un macho, no mas. Le deje en su idea por no llevar le la contraria y echar la mañana a perros.

[...]

La señora Verdeja y don Juanito porfían que lo del mono es una codorniz. Ya les dije que sera para ellos, por su capricho. ¡No te amuela! Si esto es una codorniz, yo soy teniente coronel.

Las cosas no tienen remedio. A través de la palabra se identifican las aves; cuestión de nominalismo que trasciende la capacidad de las entendederas del cazador. Fracasado en su intuición lingüística, se denigra a las pobres aves cobradas, como se increpa a quien tiene usos idiomaticos diferentes que los nuestros. Cazar fácilmente no tiene emoción y "estas perdices son medio maricas"y, aunque están buenas en el plato, "no es que sean las de allá, con ese gusto a bravio que le enciende a uno la sangre". Pero las cosas no tienen remedio, un viernes 3 de septiembre se escrilje: "Dentro de 30 anos una ha amasado unos pitos, se compra un carro que le zumba el bolo y para alia [...]. Porque por vueltas que se le dé, como está aquí provisorio". Y entre el desafío y la claudicación, una larga teoría de aceptaciones, que van señalando la aclimatación de la lengua a una nueva realidad, por más que el hombre se quede como el alma de Garibay, pendiente de un cielo que ha perdido y sin apoyar los pies en una tierra que no le pertenece. Se ha producido una nueva fusión del narrador con su criatura. Resulta sorprendente la capacidad de vocabulario que Delibes captó en ese contacto; es él quien aprendió para que Lorenzo escribiera, pero no deja de ser impor• tante la postura que el novelista había tomado, y que iba a condicionarle aquella novela que todavía no existía ni en proyecto, pero ya sabemos la razón:

Diario de un cazador salía el mismo día que yo cogía el avión para Chile. Me llevaron el primer ejemplar al aeropuerto. De

169 manera que mi lectura del Diario de un cazador durante la tra• vesía me dejó tan reciente la conciencia de Lorenzo que, cuando me enfrenté con Sudamerica, lo vi todo a través de los ojos del cazador.

Alguna vez Delibes dice "este lenguaje rural porque no tiene que ver con el popular- sigue aún llamándome la atención". Necesitamos aclarar o mati• zar: el novelista distingue entre rural (o habla de campesinos, cazadores, rate• ros, pescadores y admira en ellos "la propiedad con que defienden sus pro• blemas o la topografía que los circunda") y popular (o habla urbana de carác• ter barriobajero). Pero entre ambos registros hay otro, el coloquial de las ciu• dades, tan distanciado de la vulgaridad como del arcaísmo conservador. Algo que puede ser un proceso de integración lingüística, del mismo modo que en la urbe se cumple otro proceso de integración social, porque el lenguaje urba• no es "expresión de unos comportamientos que son opuestos a los rurales y que hacen hablar a la vida de la ciudad de una manera específica"; frente al estatismo de la sociedad rural, que se caracteriza lingüísticamente por la limi• tación de intereses, el ciudadano "participa en muchas representaciones simultáneas y es miembro de una serie de estratos". Es decir, los personajes rurales de Delibes tienen un mundo muy limitado y a él condicionan las posi• bilidades de expresión que, por afectar a un orbe restringido, son enorme• mente matizadas y precisas. Por el contrario, la ciudad funde multitud de inte• reses y unifica diversidad de metasistemas que conviven y se condicionan mutuamente; entonces la semántica puede hacerse más deslizante y los signi• ficados resultan más imprecisos. Poseemos una obra de Delibes que nos resulta muy ilustrativa, me refiero a El príncipe destronado. Se trata de la len• gua, los diversos niveles de lengua, en una familia burguesa: el grupo social se define por sus hábitos ( "papá mondaba delicadamente una naranja auxi• liándose del tenedor y del cuchillo, sin tocarla con el dedo"), por las referen• cias a un status que denuncian ciertos elementos ambientales (leen París-Match, tienen un cenicero de Murano, el suelo de la habitación es de tarima encerada, la pitillera es de oro) y, también, por unos amores ilícitos muy bien caracterizados dentro del grupo. Pero con la casa se vinculan los hijos, las criadas, el chofer, los novios. Todos van estableciendo unos recursos

170 bien diferenciados por la pertenencia a un conjunto o por las relaciones con los individuos de otro. Vítora y la Domi, las criadas, denuncian continuamente su origen por vul• garismos y ruralismos ("Si no lloras al lavarte la cara, te bajo conmigo a por la leche donde el señor Avelino"; "úila buenos días"; "¡Concho!, eso digo yo, pero ¿por qué todo lo malo tiene que que tocar/« a una?"; "el crío este tiene cada cacho de salida"; "yo no sé qué hacer con esta cria me se duerme toda, no hago vida de ella" y, lógicamente, el niño aprende la lengua de las criadas, pues, dentro de la doctrina de Platón, ellas son nuestros primeros maestros de retórica ("Me se ha mojado el cañón. Sécame/e"; "vio salir un demonio de los infiernos a por el; "como no me se hace bola") y junto a ellas la jerga infantil que traen los hermanos (colé, tele, chiflar "gustar apasionadamente"). Y así se va formando una lengua coloquial en la que, como diría Mamá con sentido ambiguo: "en esta casa son muchos los que dicen cosas inconvenientes. Luego nos extrañamos de que los niños hablen lo que no deben ". Este conglomerado nada simple se hace más complejo aún con gentes que, del mismo nivel, son ajenas a la familia. Para no repetir quiero fijarme sólo en Femio, el novio de la Vito, que irrumpe en la casa con su uniforme de soldado. Para un niño lleno de fantasías, esa inesperada presencia es una des• carga de emociones, pero nos interesa su registro idiomático. Se trata de un hombre plebeyo, don Juan de criadas en los paseos domingueros, chulo y engreído ante la moza llegada del pueblo. Su lengua se acomoda a este con• junto de relaciones, en las que el mundo de una sexualidad incipiente le pro• duce reacciones de macho rijoso. Su lengua, soez y ambigua, pretende domi• nar a la novia: "si tú tienes hoy mala leche, yo la tengo peor. -No enseñes esas cosas a la criatura [...] -/Qué jodio chico/ /vbpiensa mas que en matar, pare• ce un general [...] Parla como una persona mayor. Vaya pico que se gasta. [...] ¿El andoba? No se ahorca por cien millones, ya ves tú". Gitanismos (gichó), coloquialismos (quitó hierro, te lo tomas por donde quema), eufemismos de transparente contrasentido (tengo lo otro), ambigüedades (tu papa apunta por lo fino, me gusta lo blanco, deslizando la mano por el escote), vulgaris• mos (aquí, por la tercera persona), jergalismos (barbo "duro"), etc. Todo acompañado del gesto suficiente del chulo ("sacó otro Celta y lo encendió entornando los ojos y haciendo pantalla Con las manos"), sirve para caracte-

171 ri/ar a un hombre, que se identifica por el registro de su habla mas que por cualquier otro motivo. He aquí muy diversos niveles de habla ciudadana: desde las inmigrantes aírales hasta el rico que usa pitillera de oro y llama glace al hielo: entre ambos extremos, lo que es el proceso integrador del habla urbana, por mas que no todos los hablantes utilicen todos los registros. Porque la ciudad nivela, siem pre y cuando el usuario aspire a la nivelación; porque puede haber quien for cejee por no salir de su gueto lingüístico y seguir siendo un marginado, tal los hampones que en la lengua, en los gestos o en las actitudes encuentran usos y mores para mantener un distanciamiento que quieren hacer rentable. Pero en el habla urbana hay unos principios de escisión a los que llamaría mos lingüistica social o dialectología vertical. Son los niveles que establecen los diferentes grados de cultura, que pueden determinar, como la capacidad económica, una distinción en estratos superpuestos, pero, asi y todo, es mas fácil la interacción de unos gaipos sobre otros que en la estática sociedad rural. Delibes nos da una notable lección: los servidores conviven con los acomodados, el chofer con las criadas, los niños con todos, y quedan los gai pos extradomesticos con los que todos se relacionan en mil esferas de vincu laciones diferentes. La novela resulta ser otro ámbito de convivencia, donde se reflejan todos los integrantes de la complejidad social. Y el novelista intenta estar en su sitio, no como demiurgo omnisciente, sino como testigo de una realidad plural y, en el ámbito de la Vitora, su lenguaje coloquial ("Y le besaba a lo loco"); y en el infantil necesita de apoyos lingüísticos como el polisinde ton de las narraciones de los niños ("y la bola revento ¡¡booooomü y el Conejo y Porky volaron por los aires y aterrizaron en un alero y al mirarse el uno al otro vieron que Porky tema la piel del Conejo y el Conejo la piel del cerdo y Qttico y Juan se retan con toda su alma y antes de que se desahoga ra, la Valen [...] les dijo"). Es, lo hemos visto ya, hacerse cada uno de los per sonajes para que las criaturas sean reta/os de vida, y no le nazcan muertas. Delibes nos ha dado unos niveles de lengua determinados por una serie de realizaciones a la que llamamos habla. Esto, en sí, es importante, pero no resulta ser todo. En la ciudad coexisten todos esos registros que motivan la heterogénea estaictura lingüística de una urbe, pero en otra novela, El dispu• tado voto del señor Cayo, las cosas funcionan de manera diversa. De una

172 parte, el lenguaje ciudadano, zafio, tosco, paupérrimo; de otra, el rural, exac• to, matizado, riquísimo. Sólo una crítica miope ha podido ver en esta novela una anécdota externa y no enterarse de su preciso planteamiento. Es la lucha de la ciudad contra el campo o, con palabras que suenan bien a los oídos de un humanista, el menosprecio de corte y alabanza de aldea, bien que no en unos planos utópicos, sino en una realidad que, al fin, acaba desesperanzada- mente. Frente a esta denigración urbana de la lengua por los políticos ambulantes, el señor Cayo es la voz de la tierra. Tierra quiere decir fidelidad a unos usos, respecto a la herencia, identificación con lo que es inalienablemente propio. Hay un breve diálogo que nos puede servir de aclaración y ejemplo; la histo• ria lingüística frente a la creación del argot:

El señor Cayo, que desde hacia un rato golpeaba la azada con• tra el suelo, la levantó finalmente, la inspeccionó y dijo como para sí: - A esta azada hay que mangarla. - Mangar, ¿esponer mango? - Natural. - En la ciudad, mangar es robar.

He dicho que frente a la imprecisión y la pereza, el lenguaje rural es mati• zado y vario. Los señoritos llevan su incultura y su ignorancia a cuestas y des• cubren que van a redimir al redentor, pero esto ahora no importa, sí su mani• festación lingüística. El novelista, como tantas veces, se ha convertido en su propio personaje; lo conoce, conoce el mundo y conoce la manera de expre• sar los dos orbes complementarios. Entonces escribe, con la precisión que el rústico hubiera narrado, si se lo hubiéramos pedido:

El señor Cayo, penduleando la escriña, ascendió por la senda, bordeada ahora de cerezos silvestres y, al alcanzar el teso, se detuvo ante la cancilla que daba acceso a un corral sobre cuyas tapias de piedra se asomaban dos robles. En un rincón, al costa• do, se levantaba un cobertizo para los aperos y, al fondo en

173 lugar de tapia, la hornillera con una docena de dujos. Dentro de la cerca, las abejas bordoneaban por todas partes.

El señor Cayo hubiera narrado así y el Rafa no hubiera salido de su pobre• za léxica. Ni hubiera salido ni salió: bastaría seguir leyendo por esas páginas para ver en el labriego la encariñada precisión de un vocabulario, el saber aposado de generaciones y generaciones, el amor al trabajo bien hecho. El contraste no tiene color: la libertad lingüística, también es libertad humana. Y no saberlo es herir al hombre. A cambio, y como compensación, cuanto se le ofrece es prohibirle un trabajo que no es amargo sino gustoso. Queda dicho: una y otra vez convergen las novelas de Delibes y el relato antropológico llamado Castilla habla. Pero se supera el noventayochismo que más de una vez encontramos por las páginas de este libro. Lo supera por• que cuenta cómo sus abuelos hubieran contado, ve limpiamente lo que ellos hubieran visto y ama lo que ellos amaron. No está mal para dar continuidad a nuestra cultura. Pero se aparta de los abuelos. De ellos aprendió cuanto de bueno podía aprenderse, pero se desvió -como ha hecho en otras cosas- de lo que no cuadraba, y es el último hombre del noventa y ocho, porque su visión supera a la de todos ellos. No quiero juzgar, sino caracterizar. Julio Senador era un arrastre de lo peor del 98: atrabiliario, injusto; Delibes es la superación del mejor 98: amor, fidelidad. Incluso hacia el hombre, al que las gentes de fin de siglo veían como perturbador del paisaje. El narrador de hoy va más lejos: integra a las criaturas en su paisaje y las siente con ternura. Que lo digan esos treinta y dos personajes o que lo digan esas criaturas que, en sus novelas se llaman Azarías, Tomás, Pacífico, el Tinoso, Daniel, la Vitor, o de mil modos. El hombre se ha interrogado en un paisaje al que hace y por el que es hecho. Castilla sin sus hombres ya no es Castilla, ni los hombres son nada sin el ambiente que va alrededor de cada uno de ellos. Y, para que nada falte, la protesta contra los politiquillos de tres al cuarto, tan suficientes hoy como hace más de doscientos años, y el pobre pueblo que paga la codicia de unos, la ignorancia de otros y la estupidez de los demás. Nos vamos aproximando a lo que son las páginas que Delibes dedica a la lengua de Castilla. Creo que con lo dicho, que no es poco, nos acercamos a los problemas que podrían caracterizarlas. Con menos palabras que yo lo dijo

174 el autor: "Este libro no es una novela, pero tampoco un estudio científico, apoyado en datos y estadísticas, sino algo a mi juicio más elocuente: un libro vivo donde la realidad castellana nos es expuesta por sus propios protagonis• tas, los más humildes vecinos de nuestros pueblos y aldeas". Leyendo la obra de Delibes -todas las obras de Delibes, las novelas y las andanzas- pienso obtener de ellas un tratado de antropología cultural. Un hombre narra su vida y el investigador -objetivamente- transcribe. Puede ser un indio yahi, un negro cimarrón o un campesino andaluz; hoy el magnetófo• no gira impasible y se van grabando cintas y cintas para que quede recogida la historia de unas familias mejicanas. Se ha dicho que así se han cosechado diálogos que luego pasan a los relatos, con lo que la novela -una vez más- es un trasunto fiel de la realidad. Dentro de estas posibilidades metodológicas se inscribe Castilla habla. Castilla es el conjunto de esos treinta y tantos persona• jes que cuentan un aspecto parcial de su vida; las piezas ensambladas son el hombre de esta región variopinta o, si se quiere, la vida total de una tierra. Vida, porque sin el hombre habría geología, superposición de estratos insen• sibles, pero no un complejo sistema de relaciones internas (el individuo) con las externas (la circunstancia). El autor ha escogido un conjunto variado de seres, y con ellos nos da una visión completa de aquello (no de otra cosa) que quiere estudiar. Es el mismo procedimiento que siguen las ciencias sociales y que nosotros practicamos en la geografía lingüística. Me interesa señalarlo: el investigador va provisto de un cuestionario en el que se han recogido los motivos que puedan interesar, sean testimonios de cultura, sean, más ceñida• mente, elementos lingüísticos. En este punto pueden coincidir lo que se llama etnografía o antropología con lo que se llama dialectología, incluso poseemos la fórmula abarcadora: Wórter und Sachen o Palabras y Cosas en su versión española. Cientos de estudios nos hablan desde su propio enunciado: Palabras y cosas de... Tomemos el capítulo XXXI del libro: Hornillos y dujos. Lo elijo porque en todos nuestros atlas hay un apartado que se dedica a la apicultura, y es un tema que ha preocupado a los romanistas desde antiguo. El señor Cayo nos habló de estas cosas y nos vuelve a hablar de Jacinto de Diego, el ochentón que lleva metidos sesenta años de su vida en este campo. El dialectólogo anota: hay "colmenas verticales" a las que llaman dujo, otras horizontales u hornillos y las movilistas. El "colmenar" se llama hornillera; el

175 "conjunto de abejas", enjambre, y la "formación de los enjambres", enjambra• zón; los machos son los zánganos, y las ordenadoras del trabajo, reinas, tetón es lo que en otros sitios dicen jabarillo o "racimo grande de abejas", que ha sido arrojado de la colmena y ha huido con una reina derrotada. En torno a este vocabulario están la escriña y el chamo, que faltan en el DRAE; el humo se hace "con un bote o un puchero con un agujero en el culo", que va siendo sustituido por el humean. Catar es "castrar las colmenas" y, se añade, se sacan quince kilos de miel por cada colmena, si es que no entran los enemi• gos de la abeja: el picarrelincho [= "pájaro carpintero"], que se come a las abejas; el garduño, que chupa la miel, y el lagarto, que, en los dujos de pie, se come a las abejas que entran en la piquera. El dialectólogo hace algo pare• cido, aunque en su trabajo sigue un discurso diferente: para él, los problemas sociales quedan fuera de la geografía lingüística, aunque pregunta con orden y concierto y lleva su cuestionario con las palabras bien trabadas para que no haya desbarros. Es lógico, el etnógrafo hace una cosa y el lingüista otra, aun• que en este momento se hayan encontrado. Al leer el libro, las palabras se han ido anotando para su estudio, pero las diferencias de intereses se mani• fiestan. Pongamos un ejemplo: el mapa 745 del ALEANR es la "colmena". Sus nombres son caja, cepo, cueza, colmena, vaso, en Logroño; colmena, naza, vaso, en Navarra; por Aragón, abejar, ama, colmena, horno de miel, vaso. Pero el dialectólogo es tan escrupuloso como el narrador y anota las variantes de la "cosa" que puede encerrarse tras cada "palabra" y aun traza otro mapa para saber que en cada punto de los estudiados la colmena es de mimbre, o de tronco de árbol, o de cañas recubiertas con barro, o de ramas de avellano forradas de boñiga, o de corcho, o de albañilería. Y en otros mapas se haci• nan cientos y cientos de palabras para nombrar a la piquera o "agujerillo para que entren y salgan las abejas", a la abeja reina, al castrar, al jabardo o "enjambre pequeño", al panal con o sin miel, a la miel virgen, a la castradera, al ahumador y aún se añaden diecisiete fotografías para que las cosas queden claras. Hemos hecho otra cosa que la que Delibes se ha pro• puesto, pero estamos próximos: la realidad se ha recogido con otros meneste• res, pero con el mismo amor a las cosas, a los hombres, a las tierras de España. Y el dialectólogo se emociona al leer este libro, porque él, lo ha dicho otras veces, no ha sido otra cosa que el notario que levanta acta de lo

176 que una criatura (con su nombre y apellidos), un día (con la fecha bien clara), en un pueblo (del que para siempre se recordará su nombre), dijo para que aquel hombre venido de fuera (el dialectólogo) salvara las palabras para siem• pre, porque, ¿quién si no iba a escribirlas? Y el dialectólogo que ahora se emociona con el libro de Deludes y otros dialectólogos que con él trabajaron han transcrito (no, no hay error) sus buenos cinco millones de palabras para que nunca se pierdan. Pero Castilla habla es más, sin dejar de ser lo que es. Porque como es vida, a la vida se dirige. He copiado una cuantas palabras y resulta que horni• llo no consta como "colmena" en el Diccionario de la Academia (aunque sí horno en las acepciones 6a y 8d), ni escriña (escrino es "cesta o canasta fabri• cada de paja"); son desconocidas chamo, humean y no creo que pertenezcan a la lengua común ni catar, ni enjambrazón, ni picarrelinchos. ¿No es esto lo que, por otros andurriales, también descubrimos los dialectólogos de campo? El novelista Miguel Delibes ha entrado en la cofradía menesterosa y mendi• cante de los dialectólogos, porque al hacer lo que ha hecho y decir lo que ha dicho, ha aportado las pruebas suficientes para pertenecer a la orden. Las pruebas son unas pocas palabras que nosotros aducimos para curarnos de vacuidades y barroquismos: "Las voces aparentemente elementales de un pas• tor, un caracolero, unos modestos labradores, un molinero, un capador, un pinero, etc., aparte su riqueza de expresión, que ha procurado conservar intacta, apuntan con frecuencia sabiamente a los ancestrales problemas de Castilla y León". Yo he trabajado por otros pagos: Navarra y Aragón, La Mancha y Murcia, Andalucía y Canarias, Asturias y Galicia, América (me dejo las Baleares, los Balcanes y Marruecos), y, sin embargo , en todos los sitios he aprendido grandes lecciones de amor y patriotismo de gentes dejadas de casi todas las manos. Esas gentes con las que tanto me he identificado allí donde con mi cuestionario y mi impertinencia voy a recoger palabras. Tal vez la por• que la primera vez que salí a hacer encuestas por Andalucía, me perdí por el monte yendo de Castell de Ferro a Gualchos: me recogió una tropa de capa• dores, cagarraches y gitanos. Las cosas quedaron claras, pues yo no era tinte• rillo de abastos. Pasé horas y horas con aquellas criaturas de Dios que me ensenaron a hacer ensalada de naranjas y abadejo y me instruyeron en las matas del monte o en el arte de capar marranos. Horas y horas de saberes que

177 nunca hubiera aprendido en los libros ni en las reuniones sociales. (Sin embargo, recién llegado a Granada, a mis veinticinco años, me quedé dormi• do como un tronco en casa de un banquero. Tal vez aquel sueño cambió mi vida, y sigo durmiéndome a las diez de la noche. No es, pues, decrepitud senil). Pero volvamos a la amena literatura. Delibes se pertrecha de muchísimos conocimientos y nos ofrece los Diarios del cazador y del emigrante. Merece la pena escucharle:

El hombre cazador, como el taurino, dispone de propia jerga dentro de la jerga popular; esto es, al ser hombre del pueblo ya imprime a la expresión unos giros y uno timitos típicos, pero si al hecho de ser popular se agrega la cualidad de ser cazador, entonces el lenguaje adquiere un último matiz por demás sabroso.

Cuando Delibes justifica que Lorenzo escriba un diario, cosa -en verdad- bastante insólita en un bedel de instituto, tiene buen cuidado en explicarse, según unos hábitos seguidos por la fauna, es caracterización suya, de sus amigos los cazadores: la vanidad "les lleva a estampar, con mucha frecuen• cia, sus proezas venatorias en un carnet confidencial". Por eso el "verdadero protagonista de mis Diarios es la palabra, el lenguaje", según hemos confir• mado con los análisis anteriores. Pero añadiría más, ensayos como La caza de la perdiz roja (1962), El libro de la caza menor (1964) o Con la escopeta al hombro (1970) son un filón inagotable para nuestro diccionario. Delibes dice que no es feliz escribiendo, protesta por vivir la angustia del tema, por inca• pacidad de expresar fácilmente lo que quiere decir, etc. Creo que son las que• jas que puede aducir cualquier hombre que, pluma en mano, se encare con un mazo de hojas de papel en blanco. Pero -son sus palabras:

Esto no me sucede cuando escribo de caza. Para mí, escribir sobre asuntos de caza constituye, en cierto modo, una liberación de los condicionamientos del resto de mi actividad literaria. Si cazando me siento libre, escribiendo sobre caza reproduzco fiel-

178 mente aquella placentera sensación, torno a sentirme libre y, por no operar, no opera sobre mí ni la coacción de la forma expresiva.

El lexicógrafo se convierte en cazador; cada página de Delibes es como un apostadero por el que la pasa de mil aves nunca se termina. Papeleta tras papeleta hacen un copioso montón y, al final, hay que recurrir al novelista para identificar aquellos mil nombres y aquellas mil denotaciones que -presa cobrada- están bajo nuestros dedos. Porque no es la exhibición del coleccio• nista de rarezas, sino la conciencia de lo que sabe que es una criatura diferen• ciada en un mundo muy complejo. Y el novelista nos da una hermosa lección de cosas: la naturaleza puede ser una, pero el hombre tiene extrañas prefe• rencias a la hora de dar nombre. Y aquí el escritor se transforma: es el científi• co que sabe que el capricho no existe y que la geografía tiene su sentido a la hora de llamar a cada cosa por su nombre. Es lo que hacemos los dialectólo• gos cuando nos vamos por trochas y a desmonte para recoger todas esas cosas que tememos perder pronto. Pero esto, ¿cuánto tiempo tardó en saber• se? Recuerdo a Rodríguez Martín: recogía canciones, pero no las localizaba; el gran etnógrafo portugués José Leite de Vasconcelos le llamó al orden, y don Francisco, como alumno aventajado, aprendió pronto la lección y rectificó sin rechistar. Delibes es etnólogo y folclorista, dialectólogo y etimologista. Dios sabe por qué caminos ha aprendido todas esas cosas, pero, sin embargo, las sabe y, además, las sabe contar. Yo propondría a los jóvenes dialectólogos que estudiaran La caza de la ganga. El maestro empieza su lección ( "la ganga es uno de los pájaros más misteriosos e insociables de nuestra fauna [...] o sea, que si a la ganga se la oye poco, todavía se la ve menos. Se trata de un ave que nunca se le arrancará al cazador-ni larga, ni corta- a su paso, sino que está ahí, en el aire -en el cielo neblinoso principalmente-, y emite, de cuando en cuando, un gargarismo cadencioso -gaag, gaag- mediante el cual se delata"). El maestro ha hecho el enunciado suficiente, el maestro nos ha dado los elementos de juicio. Y sigue con su lección de dialectología:

Empezando por su dominación, la ganga constituye un semillero de equívocos. En tierras de Burgos se la conoce por el nombre de

179 "churla", mientras en tierra de pinares vallisoletanos he oído lla• marla "churra". El desacuerdo continúa a la hora de identificar• la, ya que a menudo, incluso entre gentes que se precian de pajareras, se la confunde con la "ortega", ave tan esquiva e invi• sible como la chola, pero de más bulto, vientre oscuro y propen• sión a las salinas y abajos [...] A mi ver, la ganga tiene algo de paloma y algo de perdiz.

Abro un Atlas de los que redactamos los dialectólogos, y Delibes tiene razón. Ganga, ortega son distintas: la primera es la Píemeles alchata y como ganga es conocida, cuando se logra conocer, en Navarra y Aragón; la segun• da o Pterocles orientalis es chorla en puntos salpicados de Zaragoza, Huesca y Teruel, pero churra y torra en la provincia de Zaragoza y no hablemos de los nombres de la becada, porque a lo mejor nos complican más las cosas. Y si nos vamos a la Andalucía oriental, churra es nombre que salió alguna vez al preguntar por la fúlica, aunque los dialectólogos sabían que se trataba de otro pájaro. Baste con un botón de muestra: podríamos aprender con Juan Gualberto, el Barbas, perdicero taimado y sentencioso, o con Ursino, el Montaraz, hombre de menos saberes, aunque nada lerdo, pero esto sería el cuento de nunca acabar y los apuntes dejarían de ser apuntes. Lo único cierto es la verdad de estas gentes: tienen su lengua, la mejor para ellos que puede existir y la usan sabiéndola. Qué duda cabe -y no es juicio mío, sino de Fray Luis de León- que en el campo vive el mejor hablar. Por más ajustado, por más preciso para transmitir una realidad que ahí está, sin ambigüedades y con total precisión; no olvidemos lo que -antes- ensenaban en la escuela: el nom• bre designa la cosa, el adjetivo la califica y el verbo la anima. Pero no se pue• den mezclar caóticamente nombres, adjetivos y verbos, porque eso es lo que hacen los malos escritores; sólo un nombre, un adjetivo o un verbo son preci• sos -e insustituibles- en cada ocasión. Y el río de la lengua, si así se utiliza, correrá diáfano y sin embarrarse, como en la verdad de esas criaturas rurales que Delibes nos ha regalado. Pero no se acaban aquí sus preocupaciones lingüísticas. Otras hay que nos llevan al mundo de la teoría. La Parábola del náufrago es una novela despia• dada (por el tirano), piadosa (por el narrador que cuenta). El hombre está

180 urgido por otros hombres y la palabra es el mundo de su evasión; la palabra como instrumento para alcanzar la libertad imposible, que sólo puede florecer en la conciencia íntima de cada uno. Jacinto San José Niño (y no esta mal el simbolismo de los tres componentes) vive en un mundo en el que la persona esta asfixiada por las consignas y los principios instmmentales. Jacinto San José Niño, en un mundo al que han castrado hasta el aire que lleva la voz, quiere ser hombre libre. Y monta su propia teoría, la del hombre acosado, pero que aún no sabe que será cubierto un día por el toisón de los borregos. Antes de llegar a la degradación del solo "¡Beeeeeeeee!", con que el libro acaba, Jacinto San José Niño intenta salvarse de la palabra, pero la palabra sera su perdición. Fn un reconocimiento médico, ya no absurdo, sino mas allá de los limites de la paranoia, llega a la conclusión de que no diferencia un cero de una O, si esto ocurre en cosas de tan poca monta

¿Qué de particular tiene que las palabras confundan y que cada uno de a la misma palabra significados distintos? Si la imagina cion del hombre es tan débil que no acierta a inventar un gara• bato que diferencia claramente el cero de la O, facinto, todo ha de ser confusión, convéncete, porque hay mucha gente interesa da en armarla (la confusión) porque de ella (de la confusión) sacan tajada los vivos, ¿te acuerdas?, y la única oportunidad de convivencia que se nos dio a los humanos, la Torre de Babel, la desperdiciamos bien tontamente.

Aquí se plantean los primeros problemas lingüísticos de nuestro hombre. Se trata de que la palabra sea una entidad univoca para que la comprensión sea unánime. Fs decir, se suscita la cuestión del cambio semántico: cada indi• viduo no da "a la misma palabra significados distintos", porque entonces la comunicación sena imposible, lo que ocurre es que cada hombre está inserto en un grupo o varios gaipos sociales que se comportan de manera distinta ante la lengua común y, al trasladar esos metalenguajes desde los limites par• ciales en los que es comprendido, hasta otros mucho más amplios, y que par• ticipan de otros intereses, se produce un desajuste. Pero no se trata de un indi• viduo que modifique la lengua, sino de un gaipo que puede condicionarla.

181 Lógicamente, sólo unos pocos lenguajes muy técnicos se situarán en un plano abstracto en el que las palabras tengan una aséptica significación; fuera de ellos, el hombre incluye valoraciones psíquicas que vienen a dar complejidad al signo lingüístico y puede ocurrir que, a través de ellas, se vayan resquebra• jando las primitivas unidades. Estos hechos, que son normales y poco catas• tróficos, a un ser sometido a presiones inhumanas le llevan a desconfiar de las posibilidades, y aún del valor de la comunicación. Piensa en la Torre de Babel, como total negación del intercambio, o, dentro de cierta racionalidad en una lengua artificial que, por nueva, aún no tenga más valores que los puramente denotativos. Genaro, el hombre degradado a condición perruna, en su vida social reunía a un grupo esperantista: la idea subyacente era que "merced a un idioma universal, los hombres del mundo entero podrían, al fin, cambiar impresiones, perfeccionarse mutuamente y, a la postre, quizás entenderse a despecho de los prohombres". El planteamiento del problema, tal y como Jacinto lo formula, era la base de cualquier lengua artificial: interna• cionalidad e invariabilidad léxica. Pero esto se puede entender en una socie• dad teóricamente libre, no en cualquiera de las nuestras, que están condicio• nadas por la garrulería de los prohombres, ni tampoco-es posible en el mundo limitado por la tiranía de don Abdón. En el primer caso, el escepticis• mo de Jacinto afecta a la esencia misma del lenguaje, tal y como el hombre se sirve de él: cierto que es un espléndido instrumento de comunicación, pero, tan pronto como hablan los archipámpanos, se alborota la Humanidad, de forma que si mil quinientos millones de hombres pudieran -todos- hablar entre sí, "el mundo se convertiría en una olla de grillos". Por eso Jacinto se separa pronto de los esperantistas: pretender incluir el mismo instrumento a todos los gaipos sociales y a todos los pueblos, resultará más dañino que beneficioso, pues si en la realidad esto sería otra nueva Torre de Babel, la práctica necesaria en la colonia -campo de concentración en que viven- exige un aislamiento de pequeños gaipos solidarios. La postura de Jacinto ha dado un giro completo: Babel convenía porque en su galimatías nadie se entendería con nadie y eso podría ser una especie de felicidad, pero la falacia de la lengua es permitir llegar a la comprensión de todo por todos, y aquí se desciende a la pequeña contingencia que deben tratar de salvar. Antes de lle• gar, como veremos, a una solución ecléctica, Genaro considera una nueva

182 racionalización que presto abandonará. La vida de su microcosmos está escin• dida en dos unidades menores: Darío Esteban, el verdujo del diosecillo enga• ñador, y Genaro Martín, el disidente que será degradado a la condición de chucho. En ese mundo insolidario, las palabras sólo sirven para una incomu• nicación negativa, es decir, "para embrollarte y hacerte decir lo que no has dicho"; por eso lo que conviene es aislarse, porque "el día que los genaro- martines [= oprimidos] dispongan de un idioma inteligible para interpelar a los darioestebanes [= opresores], los genaromartines sucumbirán porque nada solivianta tanto a los darioestabanes como que los genaromartines los interpelen ". Aquí está el nudo de la cuestión: ni una lengua universal, que nos enloquecería, ni una común a toda la complejidad de una sociedad, por limi• tada que la consideremos, pues llevaría a la destrucción del grupo que quisie• ra pensar por su cuenta. Entonces no queda más remedio que desestimar cualquier tipo de generalización lingüística (ni universalismo ni sociologismo integrador), hay que inventar un lenguaje de grupo, limitado en sus intereses y limitado a quienes se interesen; es decir, un lenguaje añadido a la estructura social en la que se vive para poder sobrevivirse con una partecilla, al menos, de libertad. Genaro está formulando principios archisabidos en lingüística: el problema de la comunicación está en el cerebro, no en los órganos fonado- res; por tanto, el cerebro ha de actuar con independencia de lo que se emita. Frente a la palabra-agresión, Jacinto postula la palabra-escudo. Su teoría -tal y como yo la deduzco e intento articular- es "que si se habla, se discute; si se discute, se odia; si se odia, se mata". Ante este pesimismo metafísico, no cabía sino salvar lo que menos pudiera comprometer, dentro del grupo en el que Jacinto, o Genaro, o Baudelio Villamayor o Eutilio Crespo, estaban inser• tos y se consideraban solidarios: "menos palabras y más cortas". Se habrían resuelto todas las aporías, aunque el movimiento que estaba naciendo, Por la mudez a la paz, iba pronto a tropezar con otras: la falta de prosélitos, la incomprensión del proyecto. Y el lema "ni retórica, ni dialéctica; frase corta, palabra corta, pensamiento largo" vino a sufrir una primera -y fundamental- limitación: lo de pensamiento largo era difícil de conseguir, pues no estaba en la mano -o en las entendederas- de todos y la ideología de Jacinto tuvo que reducirse al plano de la forma de expresión, pues todo lo que afectara al con• tenido no tenía carácter voluntario, y por tanto escapaba a las posibilidades

183 del hombre. Así las cosas, los principios pragmáticos se limitaron a decir: "a) No es racional que al hombre se le vaya toda ¡a fuerza por la boca, b) La palabra, hasta el día, apenas ha servido como instrumento de agresión o exponente de necesidad, c) Con las palabras se construyen paraísos inaccesi bles para las piernas y d) y ultima, cuantas menos palabras pronunciemos y más buenas sean estas, menos y mas breves serán la agresividad y la estupi• dez del mundo". Tal fue el origen del contrato, lengua artificial y de grupo que reduce en cuanto es posible los elementos de la lengua común. Pero no podemos olvi• dar que ha nacido en un medio hostil al individuo y que esta motivada por la desconfianza inicial ante todo y ante todos. En una sociedad libre y con unos hombres libres (no solo politicamente), no hubiera hecho falta inventar nada. Ahora sí: en ese nuevo instrumento hay la pretensión de defenderse de mil peligros, conocidos o ignorados, que amagan. Lo que Jacinto trataba de for• mular era lo que en lingüistica se llama jerga, y participaba de todos los carac• teres que le damos: pertenencia a un grupo cerrado de individuos, que -por lo demás, utilizan también la lengua común , sirve como defensa de ese grupo y, por tanto, debe quedar incomprendida por los demás, su creación es voluntaria. Es decir, se trata de disponer de un instrumento de defensa y no de un lenguaje especial como puede ser el de los carpinteros, albaniles, sol dados o estudiantes. Claro que se diferencia del argot por no pertenecer a los bajos fondos sociales, sino a un grupo que busca marginarse para poder sobrevivir. No es ocasión de discutir las ideas de Jacinto sobre eufonía, comprensión, ahorro de tiempo, repristinación de valores y alguna otra cuestión. A veces resultan muy triviales; otras son inconsistentes, las más, quedan ajenas a la cuestión de qué es un argot o una lengua de grupo. Lo curioso es que Jacinto, pienso que sin saberlo, al rechazar las palabras esdrújulas estaba volviendo a los manaderos de nuestra historia lingüística, eliminando las palabras cultas (de tradición eclesiástica, literaria, etc.) para volver a unos hontanares estricta mente populares. Por otra parte, había establecido -lo creía al menos- un nuevo orden para la Humanidad: menos palabras y más cortas. Para él, "todo intento de comprensión por la palabra es utopía", pero utopía y mayor resul• taba querer que su código tuviera aceptación universal cuando, si se salía de

184 su mundo, tan inmensamente pequeño, la palabra en su integridad es uno de los pocos lujos permitidos a los mortales. Convoco un congreso de contracto, se anoto su discurso en el libro de actas y ahí acallo todo: se planteó una cuestión gramatical, se discutio, se injuriaron los participantes y se llegó a una nueva y desalentadora conclusión: "Ha sido un fraco. Lo siento. Los hornos no tenemos remo". (Lo que en cristiano, sin mucho esfuerza es: "Ha sido un fra• caso. Lo siento. Los humanos no tenemos remedio"). No se había inventado gran cosa, y lo poco no servía para nada. Y es que difícilmente se pueden resolver los problemas universales desde el fondo de un pozo, cuando, ade• mas, tiene tapiada la boca. Jacinto San José Niño no anda solo en sus pretensiones de crear un lengua• je esotérico. Todos recordamos al zapatero Belarmino de Pérez de Ayala. Pero las pretensiones de los dos personajes son hartos distintas: Jacinto parte de una desconfianza inicial que le lleva a rehuir el uso de las palabras; todo su intento es acortarlas y procurar decir lo menos posible; sin embargo, Belarmino parte de una postura optimista: como los poetas, busca el sentido mítico de las palabras y, con ellas, no destruye sino que crea su mundo. Jacinto pretendería llegar, si ello fuera posible, a la mudez total, mientras que Belarmino es un filósofo que contempla el mundo y extrae de él contenidos simbólicos, populares o de etimología intelectualizada de las palabras; da sen• tido a las onomatopeyas, construye significaciones metafóricas y crea y recrea los mil problemas de la etimología popular. Tras Belarmino están Max Müller y Pierre Janet, tras Jacinto, un mundo hostil que lo degradará a condiciones borreguiles. Son dos tipos distintos de novela (la intelectual y la sociológica, digámoslo sin más pretensión que las de caracterizar grosso modo), que tien• den también a muy otros fines, y dan fe de ello las posturas teóricas de estos personajes. Simplemente, distintos. Delibes ha recogido un mundo lingüístico riquísimo y variado en la boca de las gentes del pueblo: es la verdad de su obra. Pero el desaliento, la total desesperanza del novelista está en esa crueldad de ver al hombre como ene• migo del hombre. Entonces no hay invento posible, sino la mordaza enmude- cedora o, peor aún, el sarcasmo con que el desdichado de Jacinto llegará a la desilusión total. Nadie sabe qué es lo justo y qué es lo razonable, porque justi• cia y razón son tan variopintas como la historia y las palabras. Jacinto habla

185 I EN VENECIA, 1957,

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1 EL ESCRITOR Y SU 1IIJO MIGUEL CON FÉLIX RODRIGUEZ DE LA FUENTE. consigo mismo y nos deja el desaliento total que es la novela entera:

Cada cual maneja su historia y sus palabras, y, como son suyas, puede hacer filigranas con ellas para acomodarlas a lo que le conviene, Jacinto, convéncete, porque el defecto de la historia ¿sabes cuál es?, pues sólo uno, mira, que la escriban los vivos, Jacinto, eso, que la historia deberían escribirla los muertos, pero hay una dificultad, Jacinto, ¿sabes?, como tienen las manos tan frías no pueden ni agarrar el palillero, no saben, pero es lo que digo, Jacinto, ¿por qué no les alfabetizamos?

Hemos llegado al final: Delibes, convertido en cada una de sus criaturas, ha utilizado el instrumento lingüístico que permitía crear seres de carne y hueso. Ha sido fiel al principio agustiniano de que en el interior de cada uno de nosotros hay una verdad, buena o mala, pero verdad. Sin embargo, tras• plantado a un plano de universalidad, sólo el desencanto le sirve para formu• lar su intento de teoría general. Pensemos en tantos casos de su obra: fe en los hombres y desconfianza en el Hombre.

187 ' «S'KTÍ M'-K ii^**^'* U Kll)Ai:(:IOS I* «COntU(j. J. RODERO. JIMENEZ LOZANO. CARLOS CAMPOY Y EMILIO SALCEDO) Y EL

I NUKVA YORK. l'Xrt | ANTE LA CATEDRAL DE NOTRE DAME, I'ARÍS, LAS AMERICAS DE DELIBES

Gregorio SALVADOR

Me complace y me honra participar en este ciclo de conferencias y mesas redondas con que el Ministerio de Cultura, con la colaboración de la Fundación Juan March y la Fundación Mapfre-Vida, celebra la concesión, el ano pasado, del Premio de las Letras Españolas a Miguel Delibes. Es una nueva dimensión, más viva, que se le da al galardón, acercando el escritor premiado al publico, con esa exposición que todos ustedes han visto y una serie de reflexiones y noticias sobre su vida y su arte, que han ido teniendo, desde el doce de mayo, la ocasión de escuchar y a las que yo voy a añadir hoy una disertación sobre un aspecto, acaso marginal, desde luego un tanto olvidado, de la obra de nuestro autor, el de sus impresiones americanas. Miguel Delibes, castellano de Valladolid, tan honda y arraigadamente cas• tellano en su perspectiva vital y en su creación literaria como todos sabemos, fue dos veces a hacer las Américas, como tantos españoles de este y de otros siglos, no tan a la aventura, desde luego, como ellos solían ir, sino con estan• cia medida y regreso fijado, tres o cuatro meses en cada ocasión, la primera a Chile, en 1955, la segunda a los Estados Unidos, en 1964. No tan a la aventura, pero sí con ese inevitable espíritu aventurero, bien abiertos los ojos y el entendimiento alerta, con que cualquier español cruza el charco -el charco, familiarmente para nosotros, que no la mar- para ir a encontrarse a sí mismo

189 en ese continente que hace cinco siglos le desvelamos al mundo y que es, quiérase o no, la prolongación natural de nuestra historia. Cuando fui invitado a participar en este Encuentro con Delibes, pensé inmediatamente en su libro USA y yo, que era aquel en el que de una manera más cierta, más real, yo podía encontrarme con el autor, por unas especiales circunstancias que les contaré enseguida. Luego recordé que, en mi condición de lingüista y, más precisamente de dialectólogo, una de las novelas de Delibes que más me había maravillado, estilísticamente, era Diario de un emigrante, con el sabio y ponderado proceso de adaptación lingüística que experimenta la expresión del protagonista narrador, que va troceando insensi• ble y paulatinamente sus hábitos castellanos por los usos chilenos; y que en un libro de 1961, Por esos mundos, Delibes había recogido también sus artícu• los sobre América del Sur, fruto de su primer viaje a aquel continente. Ligando ambas cosas y teniendo en cuenta que estamos en 1992, se me ocurrió un posible título para esta conferencia, Las Américas de Delibes, y ya todo fue cuestión de releer para comentar y poder darles, a estos cincuenta minutos que se me pedían, un contenido que les resultara a ustedes -entonces imagi• nados posibles oyentes, ahora concreto auditorio presente en la sala- míni• mamente novedoso y no del todo adormecedor. No sé si lo conseguiré -uste• des lo juzgarán-, pero he puesto en ello mi mejor voluntad, porque no me gusta desagradar ni cansar a quien viene a escucharme y, en este caso concre• to, no me gustaría tampoco defraudar a Miguel Delibes, que me dijo, el día de la inauguración, que no volvería ya a ninguno de los actos programados, porque no quería coartar con su presencia la libertad de los ponentes para exponer sus posibles discrepancias y reservas, ni mucho menos someterse él mismo al sonrojo de tener que escuchar, acaso, sentado ahí, elogios y alaban• zas. No había tenido más remedio que asistir al acto inaugural, donde tan ajustadas e ilustradoras palabras pudimos oírle, pero la amistad, por un lado, y el pudor, por otro, le impedían seguir acompañándonos en estas jornadas. Esperaba, no obstante, leer estos textos en el libro que, con ellos, se proyecta publicar y, con esa cordialidad tan suya, con su campechana liberalidad, me mostró particular interés por lo que yo pudiera decir de sus impresiones nor• teamericanas y se refirió a la exactitud de la frase, aparecida aquel mismo día en un diario de la mañana, con que yo había contestado a una periodista que

190 me había interrogado sobre esta homenaje y sobre el tema de mi interven• ción. Yo le había dicho que Delibes y yo habíamos visto los Estados Unidos desde la misma ventana y de ahí mi especial interés por el libro en que él nos manifiesta su visión de aquel país. Tendré que aclarar esto. Mi primer viaje al Nuevo Mundo fue en setiembre de 1963. Aterricé en el aeropuerto neoyorquino de Idelwild, que cuando abandoné el país, tres meses y medio más tarde, ya se llamaba Aeropuerto Kennedy, porque duran• te mi estancia había ocurrido aquella tragedia del asesinato del Presidente. Me había invitado la Universidad de Maryland a ocupar durante el semestre de otoño la cátedra de Profesor visitante que acababan de crear en el Departamento de Lenguas y Literaturas extranjeras. Una concesión compensa• toria a las humanidades tras haber dotado a los científicos del campus de un reactor nuclear. Se quiso empezar con un español, porque nuestra lengua era la que estudiaban más alumnos, como es normal en las universidades esta• dounidenses, y porque el único precedente de profesor visitante en aquel Departamento había sido el de Juan Ramón Jiménez, que había enseñado lite• ratura española contemporánea durante tres cursos, a finales de los cuarenta, hasta su marcha a . La perentoria necesidad de encontrar quien cubriera esa cátedra desde septiembre -les habían comunicado su dotación a finales de mayo- y la conjunción de una serie de circunstancias favorables para mí dieron lugar a que fuera yo quien la inaugurara y no persona de más relieve, pero luego, ya con tiempo, para el semestre de otoño del 64 fue invi• tado Miguel Delibes, que se mostraba reacio a aceptar una estancia tan larga en lugar desconocido, no un mero viaje turístico, que se acorta o se alarga a voluntad, y debió hacer tantas preguntas sobre lo que se esperaba de él, sobre el nivel de conocimientos de los alumnos, en fin, sobre todas las cir• cunstancias y pormenores de la vida universitaria de Maryland, que optaron por decirle que yo había estado el ano anterior, que no me tenía demasiado lejos -yo vivía entonces en Astorga-, que por qué no intentaba hablar conmi• go para que le aclarara dudas y le explicara y adelantara, desde mi experien• cia, lo que la suya podría ser. Le pareció acertado el consejo, me escribió una carta, le contesté invitándolo a que viniera a dar una conferencia en el Instituto y a pasar un par de días en Astorga para que pudiéramos hablar sosegadamente y él aceptó, insinuando la posibilidad de que ese día de con-

191 versaciones lo combináramos con la pesca de la trucha en alguno de los ríos de la comarca. Yo no había pescado en mi vida y no he vivido otra jornada de pesca que aquella, y aquella como espectador, mientras le contaba a Ángeles, su mujer, detalles de mi experiencia americana, algunos que a mí no se me hubieran ocurrido, pero que ella me trajo a la memoria con un hábil y sabio interrogatorio. La excursión la había organizado mi médico de calvecerá, el doctor Bausa, que era el único pescador entusiasta que yo conocía y nos llevó a uno de aquellos ríos trucheros que no podna precisar ahora si era el Duerna o el Jamuz. Allí comenzó mi amistad con Delibes, que dura ya veintiocho anos, que se fue amasando luego con la compartida de nuestros comunes discípulos, com• paneros y amigos de Maryland y la casi exacta coincidencia de gran parte de nuestra peripecia americana. Cuando vino a Astorga, ya había recibido Miguel, como yo el ano anterior, una carta de Marión Ament, rogándole que le comunicara fecha y hora de su llegada a Washington para ir a esperarlo y ofreciéndole su propia casa para los primeros días de estancia, hasta que pudieran encontrar alojamiento adecuado. Se le hacía difícil aceptarlo, pero yo le hable de lo que había sido mi vida en aquella casa, porque primero yo y luego Miguel y Angeles no encontramos mejor alojamiento, pues la conviven• cia con la familia Ament fue un maravilloso regalo añadido a nuestra estancia allí. Yo puedo decir todavía hoy que jamas en ninguna casa extraña, salvo en aquella, me he sentido tan a gusto, tan libre y desenvuelto como si estuviese en la mía. William Sterling Ament era un físico matemático de primera línea, que rondó el premio Nobel por aquellos anos y al cual el Gobierno le pagaba, como apunta Delibes en su libro, tan sólo por pensar, sin trabas burocráticas ni imposiciones horarias; su mujer, Marión Ament, assistent professor de Español en la Universidad de Maryland, alumna nuestra de Doctorado, una de las mujeres mas inteligentes que yo haya conocido nunca, capaz de espolear, en cada instante, el pensamiento y la reflexión de su interlocutor; y los cuatro hijos del matrimonio. La absoluta naturalidad en el trato, la sabia habilidad en las cuestiones prácticas para que uno no se sintiese en ningún momento huésped gravoso, la espontaneidad, la flexibilidad, el respeto a la libertad individual, la fluida comunicación, constituían ya para cualquiera todo un ejemplo de lo que es el arte de la convivencia, una primera lección para

192 entender muchos de los aspectos positivos que aquel país ofrece a quien no lo contemple con las dobles anteojeras del tópico estúpido y el prejuicio aprendido. Bueno, allí viví yo en el otoño de 1963 y un año más tarde el matrimonio Delibes. Yo volví aún, otros tres meses, en la primavera del 66 y me contaron muchas cosas de ellos, de las reacciones y los gustos de Miguel, de su perfec• to entendimiento con los niños, que estaban encantados con él y no creo que nunca lo llegaran a estar conmigo. Ocupamos incluso la misma habitación y de ahí la literalidad de mi observación acerca de que habíamos visto los Estados Unidos desde la misma ventana. Pero dejando aparte esa literalidad, si le damos a ventana un sentido más amplio y figurado, esa ventana se abre hacia adentro, hacia ese ambiente familiar que digo, hacia el talante de nues• tros anfitriones, es decir, esa ventana fue sobre todo la que nos abrió Marión Ament, mostrándonos las cosas, señalando los detalles, dejándonos juzgar sin interferencias ni observaciones, obligándonos a reflexionar sin marcarnos el camino. Como seguramente todos ustedes saben, USA y yo está dedicado a esta mujer y, en la introducción o nota previa, explica Delibes que el hecho de que él se empareje con USA en el título corresponde mitad por mitad a Marión Ament y Francisco Umbral. Ella, que había leído esas impresiones antes de que regresara de América, le había dicho: "Me interesan estos escritos más que por lo que me descubren de Norteamérica por lo que me descubren de tí", y Umbral, en una carta, le decía que "el choque de un castellano de pura cepa rural con el país más evolucionado y automático del mundo resul• taba por demás regocijante y sabroso". Ese choque, que entonces podía efec• tivamente resultar chocante -y valga la redundancia- es lo que ha quedado más anticuado en ese libro, lo que ha hecho envejecer y resultar hoy acaso incomprensible, si no ingenuo, para lectores más jóvenes. De ahí que apenas se haya reeditado. "¿De qué se extraña éste?", se podrían preguntar. Porque todas esas maravillas de la técnica y el desarrollo, que hace treinta años nos podían admirar a él o a mí, por lo desconocidas o insólitas, hoy son habitua• les, no digo en Madrid o Valladolid, sino en Astorga, Tordesillas o Villalón de Campos. No era producto la sorpresa de un cambio de continente o de país, sino simplemente de un salto hacia el futuro, hacia lo que la imitación de lo más superficial de Norteamérica iba a convertir muy pronto en nuestro pano-

193 rama cotidiano. Delites vio lo que aquel país le ofrecía a primera vista con espíritu periodístico, y artículos de periódico fueron esos textos antes de reu nirlos en volumen. Y ese genero es efímero por su propia naturaleza. Pero en los casos en que deja aparte lo accidental, lo temporal, y Marión Ament le muestra, como me había mostrado a mi, cosas de más enjundia, de mas cala do y hondura, sus opiniones adquieren otro relieve y ahí quedan, no aventa das por el tiempo, sino vigentes y perdurables, por discutibles que puedan resultar. He de confesar que a mi me hubiera gustado escribir ese libro, desde la misma ventana, pero desde mi particular juicio, para retratarme yo como se retrató el, y dedicárselo igualmente, en exclusiva, a nuestra común mentora. Escribí, desde luego, mis impresiones, en cartas familiares que he releído las ultimas semanas, después de tantos anos, con motivo de esta conferencia, y algo me han ensenado también de mi mismo, al tiempo que me servían de pauta para entender mas ajustadamente las publicadas por nuestro autor. El había estado ya nueve anos antes en America, como digo, pero en la del Sur, que yo tarde luego otros cuantos años en conocer. En el primer capitulo de su libro Por esos mundos dice: "Salir a descubrir America en 1955 consti tuye una empresa, mas que arriesgada, pretenciosa". Pero inmediatamente va a aducir, en esa misma pagina, su condición de narrador y la va a antepo ner a la de periodista, cosa que no hará luego en USA y yo. "El móvil de un novelista es siempre la avidez: avidez por ver, por oír, por conocer, por ensan cbarsu campo de observación. Lo bueno del novelista es que jamás pretende ahondar en los problemas que algunos hombres juzgan transcendentales, verbigracia, la industria o la política. Lo bueno del novelista es que su inten cion no es ambiciosa: su objetivo lo constituyen, simplemente, los hombres y el paisaje. ¡Ahí es nada, los hombres y el paisaje/ Lo demás apenas si cuenta. Lo bueno del novelista es la facilidad con que se despoja de todo prejuicio". Y añade: "Un viaje exige una mirada virgen, una conciencia sin deformar. [...] Quien viaja con la presunción de estar de vuelta de todo es un observador frustrado; se precisan ojos de palurdo para sacarle a un viaje su rendimien• to. Uno no marcho a America a descubrir nada; es decir, marchó a América a no descubrir nada y a descubrirlo todo; pero, esencialmente, marchó a America a constatar hechos. Los hechos son la manifestación del hombre en un paisaje determinado. En ese sentido, America, Sudamerica, sigue siendo

194 un nuevo mundo para un europeo ahito de piedras y tradiciones seculares". En su equipaje lleva Miguel los primeros ejemplares de su novela Diario de un cazador, fresca aun de la tinta de su impresión. Y vivo en su mente el personaje recien creado, Lorenzo, su protagonista y narrador. Y Delihes, fiel a ese principio de la mirada virgen o de los ojos de palurdo, se reviste de la personalidad de su propio personaje inventado y va viendo America con su propia mirada de europeo ahito de piedras y tradiciones seculares, pero tam bien con la mas pura, inocente y un tanto cerril de su bedel cazador. Eso dará lugar a una de sus novelas mas asombrosas, una segunda parte que si salió buena, que salió incluso mejor, como suele ocurrir, aunque se insista en afir mar lo contrario, con la conocida frase hecha, y ahí tenemos también nada menos que el Quijote, para demostrarlo. Y ademas de Diario de un emigrante, sin persona interpuesta, sus propias impresiones recogidas en los artículos de Por esos mundos, paralelas en muchos casos, siempre que se atie ne a la visión del novelista, los hombres y el paisaje, y no a la del periodista, la industria o la política. Porque aquellos pasajes en los que entra en conside raciones de este tipo y formula juicios o aventura pronósticos, nos resultan, vistos ahora ya con suficiente perspectiva histórica, insuficientes los unos y desnortados los otros, lo que tampoco tiene nada de extraño, porque todo el mundo se estaba equivocando entonces y probablemente se sigue equivocan do ahora sobre lo que la historia, siempre azarosa, ingobernable e imprevisi ble nos pueda deparar, no ya a treinta y tantos años vista, sino sin salir del ano en que vivimos. Dejo, pues, esta cuestión a un lado, como la del ya aludi do desajuste cronológico con que contemplábamos, una decada mas tarde, los usos y costumbres estadounidenses, que tan poco tiempo tardamos luego en adoptar. Tratare de ceñirme, por lo tanto, a su visión de la naturaleza y de la gente, lo que el considera, como vimos, objetivo del novelista, porque un escritor que quiera perdurar, que quiera ir mas allá de la fecha en que vive, si que ha de ajustarse a lo permanente y saber desechar lo transitorio. Paisaje, naturaleza. Lo primero que sorprende a cualquier europeo que llega por primera vez al Nuevo Mundo es que aquel continente esta hecho a distinta escala que el viejo: todo es mas grande. Quiza nos pasma más hoy, por prevenidos que estemos, de lo que admiró, hace cinco siglos, a los descu

195 bridores y conquistadores. Porque hoy tenemos una idea más racionalizada del mundo, menos proclive a la simple y natural aceptación del portento o la maravilla, que para ellos, lectores u oyentes de los libros de caballerías, que también viajaron en las carabelas y galeones y entretuvieron, seguramente, sus interminables singladuras, eran posibilidades de la realidad porque esta• ban escritas en los libros y la distinción entre historia y novela no ofrecía la precisión que pueda presentar para nosotros. No sorprendía el gigantismo y cuando los descubridores vieron los primeros caimanes, los llamaron sin más lagartos, porque en la urgencia de nombrar a las nuevas realidades, el tamaño se convirtió en rasgo irrelevante, que decimos ahora los lingüistas cuando nos cruza la vena profesional. La voz caribe, caimán, se trajo luego a Europa, por• que aquí resultaba un poco fuerte establecer esa identidad, pero allí, en amplias zonas de español americano, se prefiere lagarto, y entre los muchos desajustes semánticos existentes entre el español de España y el de América y entre unas y otras áreas de aquel continente, de algunos de los cuales tomó buena nota Delibes, como ya veremos, no es el menos grave este que comen• to. Aparte de proporcionarles una lista de las palabras allí proscritas, que hay que utilizar con cautela según los países, yo suelo aconsejar a los viajeros tro• picales que si alguien los advierte de que tienen un lagarto detrás, no conside• ren trivial la información. Delibes entra en América por Brasil, sobrevolándolo, en un vuelo de aque• lla época, más bajo y más lento, y lo que le parece es un gigantesco parque, así titula su impresión del país, y escribe: "Si hay un vocablo que pueda resu• mir el carácter de la Naturaleza brasileña es este: descomunal. Todo en Brasil es descomedido, en especial para un europeo habituado a los límites concretos". Luego habla de amenazadoras cordilleras, de dilatadas extensio• nes de pastos, y añade: "Todo, repito, descomunal, sin medida, aun en la vasta perspectiva aérea. El mismo río Paraiba do Sul [...] representa una masa de agua ingente, desacostumbrada para un europeo. No hablemos de la Playa Grande, en Santos, con más de cien kilómetros de extensión por uno de profundidad. Para Brasil no sirve la escala europea; contar en kilómetros resulta aquí risible". Consideraciones análogas le suscitan luego la Pampa argentina o la cordillera de los Andes, que cruza en ferrocarril, y cuando nueve años más tarde llega a Nueva York, esta vez en barco, advierte en

196 seguida que es una ciudad "que no puede ser sometida a las medidas euro• peas. Uno, preparado para la sorpresa, traía dispuesta la medida alemana -en lo urbano e industrial más amplia medida que conoce-, pero en seguida advirtió que también esta medida le venía chica para la ocasión presente. Tal vez la medida brasileña, en lo vegetal, sea la más adecuada para medir, en lo mineral, una ciudad como esta. Sí, seguramente es así: Nueva York se asemeja a la jungla brasileña, sin más que sustituir los árboles por edificios". Y más adelante añade que "es la impresión de sentirse insecto la que anona• da al viajero; la tremenda sensación de impotencia e insignificancia, lo que le agarrota. Porque el caso es que en la ciudad erizada contra la claridad de la aurora, existe una belleza innegable, la belleza de una geometría desme• surada, de unas formas colosales anárquicamente distribuidas", y ya dentro de ella "los tamaños continuaban impresionando su pupila: los tamaños de las avenidas, de los automóviles, incluso de los números de las casas". ¿Y cómo reacciona ante la desmesura americana Lorenzo el emigrante, con cuyos ojos la ve también Delibes en su viaje hacia Chile? A Lorenzo lo hace llegar en un transatlántico italiano y en Río de Janeiro, que recorre en autocar, anota en su diario: "vengan rascacielos y una avenida que no se la asalta un torero. [...] Luego anduvimos por las afueras y todo es la selva. Las plantas le tragan a uno con autobús y todo. Yo me reía pensando en lo nuestro, pues los maíces y las patatas de España, en comparación con esto, cosa de broma"; y al día siguiente, en Santos, escribe: "Esto de Brasil es más grande que la voluntad del Señor. Nos llevaron a ver una playa que se pierde de vista. Al taxista no le entendía ni jota, pero le dije que la tal playa era más larga que un día sin pan y el cipote se reía las muelas". Y tres días después, aproximándose a la Argentina: "Mañana a la mañana, en Buenos Aires. A lo que dicen ya no navegamos por el mar sino por el río de la Plata. Si esto es un río, yo soy un obispo. ¡No tiene giba! ¿Pero es que tiene uno cara de mamarse el dedo?". Hace unos cuatro meses, volé una tarde de Madrid a Bruselas, con un muchacho belga, de Gante, apenas veinteañero, que venía de hacer una excursión de diez semanas por América del Sur. Había seguido esa primera ruta de Delibes, pero desde Chile continuó a Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia y había llegado a Madrid aquella misma mañana procedente de

197 Santafé de Bogotá. Sólo había viajado antes a Holanda, Alemania y Francia y no había sido insensible a la enorme desproporción geográfica de ambos continentes, pero la desmesura que lo había dejado literalmente estupefacto, a él, joven flamenco, encerrado en su mínima parcela lingüística, era la asom• brosa extensión de la lengua española, que él desconocía antes del viaje, que había aprendido en ruta y que le había permitido visitar tantos países y reco• rrer tan dilatados territorios sin salir de sus dominios, entendiéndose en ella con gentes que, a su vez, todas se entendían entre sí. Me hicieron reflexionar las entusiasmadas manifestaciones de mi companero de viaje, porque, efecti• vamente, en un continente colosal, construido a otra escala, donde todo era más grande, lo único pequeño y atomizado eran las lenguas -más de cuatro mil se calcula que existían en 1492-, lo que tenía desarticulado al gigante, ignorantes sus pobladores unos de otros, babelizados, aislados por invisibles fronteras de incomunicación. Creo que lo más importante que los europeos llevamos a América fue el regalo de esas dos, tres grandes lenguas generales que le dieron cohesión humana al Nuevo Mundo -hoy es, lingüísticamente, el continente, con mucho, más homogéneo-, que articularon pueblos, etnias, razas y culturas; principalmente la nuestra, la de más amplia dimensión allí. Lenguas (español, inglés, portugués) que alcanzaron allá la natural escala de lo americano y, desde esa grandeza, han servido adecuadamente para inter• pretar el mundo nuevo, para hacerlo inteligible en su variedad y descomedi• miento, para darnos de él visiones coincidentes en la expresión e integradoras de la diversidad. Les ruego que me disculpen este acaso excesivo discurso lingüístico, que algo tiene, de todos modos, que ver con el tema de la conferencia. Los espa• ñoles no nos damos cuenta, si alguien no nos llama la atención sobre ello, de la dimensión americana de nuestra lengua, sino que nos parece natural. En realidad, a todo ser humano le parece natural, desde su propia esencia de homo loquens, que otra persona hable su idioma; lo que le sorprende, le inquieta e, incluso, le pone en guardia es que hable otro que él no entienda. Bárbaros, es decir, balbuceantes, los llamaron los latinos, y los eslavos califi• can sin más de mudos a los que hablan lenguas incomprensibles. Extraños, en definitiva, extranjeros. Y mediten sobre el esfuerzo que hemos de realizar para clasificar como extranjero, aunque tenga otra nacionalidad, a cualquier

198 hispanohablante americano. Llegar a la América española es llegar a otro con• tinente, pero no es llegar al extranjero. Y eso se advierte muy bien en los libros que comentamos de Delibes, en su doble encuentro con las dos Américas. En su viaje a Chile, aparte de la naturaleza descomunal, lo que empieza en seguida a llamarle la atención, como escritor castellano, como usuario excepcional de un idioma que es el instrumento de su arte, es el encuentro con la voz desconocida, con el arcaísmo recuperado, con la deno• minación insólita, con la inesperada desviación semántica de tal vocablo. El conocimiento de otra lengua que la materna ayuda a distanciarse un poco de ésta y a comprender mejor sus singularidades, se dice y es verdad; pero el conocimiento de otras variedades de la lengua propia permite sacarle a esta todo su jugo, flexibilizarla y jugar con ella, y para el escritor es siempre un hallazgo y una tentación. Pienso que fue ese descubrimiento, en vivo, del español chileno por Delibes el impulso, la razón y el fundamento estilístico de su Diario de un emigrante. Ya en Por esos mundos, al hilo de sus descripciones, nos va intercalando algunas observaciones lingüísticas. En la Argentina oye fierro en vez de hierro y, al pasar los Andes, nos describe un ave rapaz autóctona, el jote, cuyo nom• bre se habrá apresurado a preguntar. Nos contará que en Chile llaman mara• villa al girasol, bocio al maíz y simplemente agüita a la tisana (no habría teni• do que ir tan lejos: en Canarias también). No da el equivalente de palta, por• que por aquellos años no creo que hubiéramos visto ningún aguacate todavía en la meseta castellana. Concentra, finalmente, gran número de observaciones de este tipo en un capítulo o apartado que titula, muy gráficamente, Un dic• cionario de goma y que concluye así: "En resumidas cuentas, el chileno, como es de ley, habla el castellano y, como es de ley, no se resigna a vivir entre los estrechos límites del Diccionario de la Lengua". Todavía se admirará de otros usos no propiamente léxicos, así del abundante empleo de diminuti• vos y, más aun, de los tratamientos. Con los tratamientos, en ámbitos diferen• tes de la misma lengua, conviene andarse siempre con cuidado. Ahora mismo, a cuenta de la desaforada invasión del tuteo en las costumbres espa• ñolas, no son pocos los hispanohablantes ultramarinos que se sienten confu• sos y molestos. El usted del hijo al padre o a la madre todavía se practicaba por entonces en algunos lugares de España y no le choca al escritor, pero sí el

199 de los padres a los hijos, aunque lo que subió de punto su asombro fue, escri• be, "cuando, en una cacería, mis compañeros chilenos empezaron a tratar de usted al perro ". ¿Y qué ocurre, paralelamente, con Lorenzo, el protagonista de su novela? En Mendoza "me tuve que ocupar de las maletas y armé un cisco con un panoli que me preguntaba si quería despachar las valijas o las llevaba con• migo. Le dije que las llevaba conmigo, pero facturadas y fue él y las separó. Entonces le pregunté por qué ponía mis valijas aparte y el cipote salió a voces que las llevaba conmigo y que los demás iban a despacharlas. Ya quemado le dije que qué conos querían decir con eso de despacharlas, que eso no era cristiano, y el entonces el gilí se atocinó y nos pusimos los dos a voces. Menos mal que terció uno que me hizo ver que facturar y despachar eran una misma cosa". Los ejemplos iniciales abundan: "y ella que la tía había dicho que yo era un gallo harto encachado y que ella le preguntó con qué se come eso y la tía dijo que un muchacho guapo. ¡Qué cosas!" Relatando un día de caza, escribe en su diario: "Hice una perdiz, una liebre y un bicho raro con moño parigual que las avefrías. Luego encontré a un pastor y dale con que era una codorniz. Ya le dije que a las codornices me las conozco como si las hubiera parido y el cipote porfió que cómo no, que al tiro la reconocería y que era un macho, no más. Le dejé en su idea por no llevarle la contraria y echarla mañana a perros". Pero cuando vuelve a casa, de noche, "la señora Verdeja y don Juanito porfían que la del moño es una codorniz. Ya les dije que será para ellos, por su capricho. ¡No se amuela! Si esto es una codorniz, yo soy teniente coronel". En alguna ocasión, intercala algún comentario sobre estos usos locales. Habla con otro emigrante español, que lleva más tiempo en Santiago. "Le pregunté si tenía familia y él que dos cabros. Ya le dije que también son formas de hablar esas de los chilenos y que los tíos, sin darse cuenta, sueltan cada pecado que se mea la perra. El hombre se reía las mue• las y dijo que todo eso del lenguaje es una chorrada y aun chileno que hable como un libro, a lo mejor, se le toma en España por un deslenguado y a la recíproca. La fetén es que es estos asuntos uno nunca sabe a qué carta que• darse". Pero sí se va quedando, poco a poco, a la carta chilena y llamará espontáneamente, en su diario, pollera a la falda, biógrafo al cine, choclo al maíz y hasta cabros a los muchachos. El proceso de acomodación dialectal

200 que va estableciendo Delibes en el estilo de su protagonista, sustituyendo paulatinamente su léxico anterior, adoptando giros, expresiones, frases hechas, es todo un prodigio de sabiduría literaria, como al principio dije, sin que haya sido yo tampoco el primero en afirmar tal cosa. Pero volvamos, aunque sea ya brevemente, a los Estados Unidos, porque el tiempo apremia. Si a la América española va uno con la lengua y se encuentra sobre todo en ella y en no pocos usos, maneras, costumbres y tra• diciones, lleva aquellas tierras en su memoria histórica y halla en seguida la base común, a Norteamérica vamos con una memoria visual muy reciente, la de su cine, en el que el país se nos ha ido dando constantemente, en todo el tiempo que alcanza nuestra edad. Llegar a los Estados Unidos fue, en su día, para mí como un reencuentro con muchas cosas conocidas, con muchos ambientes y modales que representaban, en cierto modo, una especie de nos• talgia hacia el futuro, amasada en muchas horas de esa otra dimensión vital que desde la niñez y la adolescencia le habían ido proporcionando a uno las salas cinematográficas, el biógrafo, que dirían los chilenos. Pero no parece que ese fuera el caso de Miguel Delibes, que al comienzo del capítulo VII de su libro hace la siguiente para mí sorprendente aseveración: Quizá sea el yanqui el cine más engañoso de nuestro tiempo. Y digo esto porque raramen• te puede captarse el levísimo atisbo de lo que la vida norteamericana es a tra• vés de la pantalla. Lo mismo puede decirse en lo atañedero a sus paisajes y ambientes. Y tan es esto así que el viajero que arribe a Norteamérica por pri• mera vez y observe en derredor se siente instantáneamente defraudado, esta• fado, miserablemente engañado. No ya, tal vez, en Nueva York, puesto que la idea de América que el cine nos ha comunicado es, aunque desvitaminizada y vagarosa, algo que puede relacionarse con la vida de Nueva York o Chicago, esto es, con la vida celular de esas colmenas disparatadas donde el hombre es apenas algo más que una abeja, pero no con la vida americana en general. Escribe todo esto ya en Washington, algún tiempo después de su llegada, en casa de los Ament, en el 708 de la Avenida Highland, y ha llegado ya a la conclusión de que la ciudad representativa de los Estados Unidos viene a ser un conjunto de casas con árboles y, supone, que ese ambiente verdadero de la vivienda unifamiliar inserta en la naturaleza, rodeada de cés• ped y de árboles, nos lo ha ocultado el cine que de allí nos venía.

201 Desconozco la intensidad de la afición cinematográfica de Delibes ni qué películas americanas prefería, pero me temo que su elección había sido siem• pre muy limitada y parcial (policíacas neoyorquinas, las de gánsters de Chicago), porque si no, resulta inexplicable, amén de absolutamente inexacta, su afirmación. Un ano antes, sobre la misma mesa en que él formulaba esa opinión, dos días después de mi llegada, le escribía yo a mi mujer, tras hablar• le de los miembros de la familia Ament: Con esto ya están esbozados los per• sonajes. El escenario sí lo conocemos. Es esa casa de dos plantas y buhardi• lla, con porche, con tramo de escalera hasta la puerta de entrada, rodeada de árboles, de césped, de setos, que tantas veces hemos visto en las películas americanas. Toda esta enorme, extendidísima ciudad de Washington es así: un bosque con casas. Les ruego que me disculpen la autocita, pero he querido testimoniar con ella mi principal y casi única discrepancia con Delibes en nuestra primera visión de los Estados Unidos. Consideraba yo, hasta entonces, realista, en general, el cine europeo, y artificial e idealizado el yanqui, como lo llama Delibes. Lo que ocurría simplemente es que la realidad europea, principal• mente la italiana, era semejante a la nuestra, mientras que la americana, por entonces, nos parecía tan fantástica que se nos antojaba irreal. Después siem• pre he pensado que el cine más puramente realista, sin exageraciones y, sobre todo, trascendido de simpatía hacia lo real, ha sido siempre el america• no. En todo momento. Uno de los pasajes más originales de Usa y yo es aquel en que nos cuenta su excursión a los condados de Lancaster y York, en Pennsylvania, donde viven los amish, ajenos al mundo tecnificado que tienen alrededor, con sus fidelidades bíblicas y sus costumbres patriarcales. Casi nin• gún extranjero conocía esa zona y esas gentes, pero el matrimonio Ament solía reservar algún fin de semana para llevar a sus huéspedes hasta allí. Hace pocos años hubo una película de gran éxito, Único testigo, que se desarrolla• ba entre ellos y en aquellos lugares: ahora todo el mundo los conoce y me atrevo a decir, desde mi experiencia viva, que con exactitud y veracidad. Vale la pena repasar el texto de Delibes tras haber visto la cinta. En fin, las descripciones del campo, donde Miguel siempre se siente a gusto, de los inmensas extensiones cultivados, de la proporcionada distribu• ción de los bosques, de la maravillosa policromía del otoño washingtoniano,

202 nos ofrecen páginas muy hermosas. La atinada observación y valoración de los pequeños detalles positivos en la organización y en la vida social, que no han envejecido como aquellos otros a que aludí al comienzo; desgraciada• mente, porque esos no los hemos imitado: la inexistencia de bedeles universi• tarios, la absoluta confianza en la responsabilidad de los alumnos a la hora del examen y el deshonor que representa cualquier falta de este tipo (Edward Kennedy no sólo se jugó el porvenir político más alto con el desgraciado epi• sodio de Chappaquidik, sino que ya venía lastrado y nunca hubiera podido ser Presidente por un fraude que cometió en Harvard y, precisamente, en un examen de español con Juan Marichal), los niños vendedores de periódicos y el sentido del trabajo inculcado desde la infancia. Y otras muchas cosas en las que no me puedo detener. Un libro muy valioso todavía, pese al tiempo trans• currido y las reservas, al respecto, que señalé. Sin la inmediatez del idioma, aquí no podíamos tener un personaje inter• puesto para ofrecernos la versión desgarrada de esa otra América. Allí, en Delibes, predomina el periodista sobre el narrador. No creo que jamás se le pasara por las mientes situar una acción novelesca en nuestro boscoso barrio de Takoma Park, habitado por blancos integracionistas y negros; adventistas, que tienen allí su templo principal, y judíos que respetan escrupulosamente el sábado. Un barrio curioso, partido por la línea que separa el Distrito de Columbia del Estado de Maryland, que adquiría un aspecto singular y más movido los fines de semana, porque tampoco los adventistas pueden utilizar medios mecánicos los sábados y domingos. Si todo eso hubiese sido en espa• ñol, una gozada para el novelista y, ahora, posiblemente, para nosotros. Sólo aparece incidentalmente Washington en una novela de Delibes y, como esa novela es Señora de rojo sobre fondo gris, más bien hay que supo• ner que son recuerdos vivos y actuantes de su estancia allá que elementos añadidos a la escasamente disimulada ficción. Ahora recuerdo -escribe- que en el 64, cuando impartí el curso sobre Velázquez en la Universidad de Washington, la señora Tucker, en cuya casa vivíamos, la llevaba de vez en cuando a confesar. Y más adelante: Durante el semestre que pasamos en Washington, en casa de los Tucker... Obviamente los Tucker son los Ament, y Marión Ament, como ya dije, estaba siempre dispuesta a conducirnos, a lle• varnos, a traernos, a resolver todas nuestras necesidades y deseos, por míni-

203 mos, extraños o caprichosos que fuesen. Ya Delibes cuenta en Usa y yo, con no poca gracia, su deseo obsesivo de tomarse un café exprés, que en Washington no es asunto fácil, y el periplo que organiza una tarde por la ciu• dad la señora Ament -allí la llama tan sólo señora A - para satisfacer su deseo. Y algo semejante me pasó a mí; se me ocurrió manifestar mi añoranza del pan español y acabamos haciendo un recorrido por todas las panaderías italianas y griegas de la capital y sus contornos hasta encontrar algo parecido. Me gustaría seguir hablando de estas cosas, pero todo tiene su límite, hasta las conferencias excesivas y en algún momento hay que parar. Quizá haya hablado demasiado de mí, con el pretexto de hablar de Delibes, pero dadas las circunstancias y el tema elegido, casi resultaba inevitable. Las Américas de Delibes son también mis Américas: la América de la lengua y la América de las amistades generosas e impagables. En la del Sur nos vincula una misma pasión compartida, él como creador, yo como estudioso: la de nuestra lengua española unlversalizada. En la del Norte, sobre todo por personas: discípulos comunes, compañeros, una familia que nos acoge y que, en cierto modo sutil, nos emparenta, la misma casa, amigos inolvidables. La misma ventana, como les decía. Nada más. Muchas gracias.

204 Encuentro con MIGUEL DELIRES

Mesas redondas

I*L NARRADOR Y LOS NARRADORI S

MOIll KAIXJR Rafael CONTE

PARIK II'AMPS Carmen RIl RA lesus 11 RUI RO Javier GARCIA SANCIII Z

Rafael Conté — En esta primera mesa redonda dedicada a la obra de Miguel Delibes, con motivo del Premio de las Letras Españolas que se le concedió el pasado ano, vamos a ocuparnos precisamente de lo que Delibes es por anto nomasia: un narrador. Un narrador que iraimpe con personalidad propia en el panorama de la literatura española de la primera postguerra un panorama bastante asfixiado y asfixiante, por cierto- y que, desde el primer momento y a lo largo de los anos, ha seguido su camino literario con un ritmo inexorable, lento pero riguroso, siempre fiel a si mismo, sin permitirse el menor desfalle• cimiento, con un tono personalisimo y siempre identificable en todos sus libros, aunque dentro de una también evidente variedad de modos narrativos y con una coherencia y hondura moral que lo distingue del resto de los escri tores de su generación. Siempre y en cada momento Delibes ha sabido captar la realidad española y muy particularmente la realidad castellana. El es el gran

207 testigo de Castilla. Y lo mismo que Juan Ramón fue universal desde su anda• lucismo, Delibes parte de lo castellano para desentrañar lo español y alcanzar lo universal. Pero no soy yo quien está aquí para hablar de Miguel Delibes narrador. Yo sólo estoy para moderar el debate y las opiniones de otros narradores que van a darnos su personal visión del novelista castellano. El narrador y los narra• dores, así se titula la mesa redonda. Son tres narradores, tres novelistas muy distintos entre sí, y que, curiosamente, los tres vienen de Barcelona. Aunque sólo Javier García Sánchez sea catalán. Ferrero es de Zamora y Carmen Riera mallorquína. Carmen Riera escribe generalmente en catalán y es una de las voces más importantes de la narrativa catalana actual. Es también profesora de Literatura de la Universidad de Barcelona y se ha especializado en historia de la poesía española de este siglo. En este campo es autora del famoso libro La escuela de Barcelona, sobre los tres poetas catalanes de la generación de los 50: Gil de Biedma, Carlos Barral y José Agustín Goytisolo. A ella le vamos a pedir que sea la primera en explicarnos, como estudiosa, lectora y narradora, cómo ve e interpreta la obra de Miguel Delibes y si, inclu• so, ha podido influir en su propia creación, aparentemente tan dispar a la del novelista castellano. Algo parecido podríamos decir del joven Javier García Sánchez, aunque acabo de enterarme que las conexiones entre él y Miguel Delibes son de tipo casi familiar, él nos lo explicará luego. Algunas de las novelas de Javier García Sánchez podríamos decir que son de las más célebres de los últimos años, y a la aceptación del público hay que añadir los importantes premios que ha reci• bido, como el último Premio Herralde -por citar uno- por su Historia más triste. Tampoco su mundo novelístico creo yo que tenga mucho que ver con el de Delibes, pero también él ha querido estar aquí, en este debate, y él nos explicará por qué. Lo mismo que pediremos que haga a Jesús Ferrero. Desde aquella sorpresa inolvidable que fue Beber Yin que marcó un poco la pauta a lo que se llamó nueva narrativa española, hasta sus últimos Reinos combatientes -con tam• bién premios importantes como el Plaza y Janes con El efecto doppler-, Ferrero ha ido puntualmente creando un mundo propio, en algunos casos

208 muy propio, que le coloca entre los narradores más destacados y del que todavía, sin duda, nos queden muchas sorpresas -como aquel Belver Yin pri• mero- que recibir. Bueno, en realidad los tres narradores aquí presentes esta tarde son lo suficientemente jóvenes y lo suficientemente consagrados al mismo tiempo, como para poder esperar mucho de todos ellos. Cedo, pues, la palabra a Carmen Riera.

Carmen Riera — Trataré por escrito (pues es la mejor manera que conozco para no excederme en el tiempo y divagar lo menos posible) del significado que tiene para mí la obra y la persona de Miguel Delibes, a quien hasta hoy mismo no he conocido, aunque le había visto al menos dos veces, en actos multitudinarios desde una fila intermedia sin atreverme, luego, a acercarme para ser presentada, porque soy de la opinión que lo interesante no es cono• cer a Miguel Delibes o Severo Ochoa o Rostropovich sino, en todo caso, que ellos te conozcan a ti. Me limité, pues, a mirar y admirar al escritor que dio (lo recuerdo muy bien) dos conferencias magistrales en la Universidad de Barcelona, invitado por el profesor Antonio Vilanova, quien había tratado exhaustivamente de la obra de Delibes en sus clases e impuesto, como trabajo de curso, una monografía sobre Cinco horas con Mario, libro que entonces acababa de aparecer y gracias al que me interesé por su obra anterior que leí con avidez durante un trimestre. De las palabras de Delibes, anotadas en un ya muy canoso bloc que toda• vía conservo, entresaco los subrayados, lo que más me llamó la atención: "Para escribir no es necesario haber leído El Quijote, que conocí después de haber estudiado el Curso de Derecho Mercantil de Joaquín Garrigues, que me fascinó. No por lo que decía -el flete y la letra de cambio no tienen ningún interés- pero sí cómo lo decía. Por su prosa limpia y audaz que no se resistía al empleo de la metáfora cuando lo creía conveniente". Aunque a mí los clásicos me parecen fundamentales para la formación del escritor, y aunque sin El Quijote no tendríamos a Galdós, Madame Bovary hubiera sido distinta y, mucho más cerca de nosotros, Luis Landero jamás hubiera escrito su estupendo libro Juegos de la edad tardía, llevaba razón Delibes: lo importante para el futuro escritor, para el escritor que empieza, no son tales o cuales modelos literarios, sino tales o cuales modelos útiles, que le

209 permitan acabar por labrarse un estilo personal. Tal vez al propio Cervantes, modelo de modelos, el ejemplo se lo ofrecieron aquellos papeles rotos que con tanta fruición leía cuando se los encontraba por la calle y no las posibles lecturas de Pincianos y Huartes de San Juan. Mucho de la lengua viva, de escribir como se habla, pero hablar muy bien, de huir de la afectación hay en Cervantes quien, vinculado a la reforma eras- mista, hizo suyos los preceptos idiomáticos de Juan de Valdes. Pues bien, casi cuatro siglos más tarde, la prosa limpia y no afectada de Miguel Delibes, cuyo castellano preciso se permite el lujo de dar siempre con la palabra exacta, me remite a Cervantes y Juan de Valdes. De igual manera me remite a ellos otra de las afirmaciones de la conferencia de Delibes, pro• nunciada en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona en 1969 y que, tam• bién subrayada, aparece transcrita en mi viejo cuaderno: "Me gusta mucho, me fascina oír. Prestar el oído cuando la gente está hablando en el autobús o en el metro me divierte mucho. La atracción por la palabra directa se me manifestó por primera vez en una cacería, en Villafuerte de Esgueva, hace ya muchos años, por boca de una mujer muy vivaz y muy expresiva cuyos giros, circunloquios y expresiones recogí luego en un cuento. Ahí fue donde me cazó esta voluntad de captar tal como es la lengua en sus fuentes. Y de ahí ha venido luego el Diario de un cazador o Cinco horas con Mario ". Creo que un escritor que no es capaz de ver con la voz, de captar el mundo por lo que oye, y especialmente por lo que escucha, pierde grandes posibilidades. Cervantes debió pasarse la vida escuchando a las gentes, espe• cialmente a las campesinas, transcribiendo mentalmente los diferentes regis• tros, porque sólo así pudo acertar con el habla de Sancho y ofrecernos la sombrosa galería de seres humanos que pueblan El Quijote, a quienes identi• ficamos a menudo más por lo que dicen y cómo lo dicen, que por lo que hacen. Me parece que son precisamente estos dos rasgos, que además pueden ser considerados característicos de la obra de Delibes, los que más me impresio• nan de su obra, en relación con su estilo. La palabra justa, la palabra precisa, el exacto adjetivo que tiende a ser valorativo, pero nunca exagerado (no viste de satén al sustantivo, ni lo emperifolla con un traje de noche, como en otras prosas), la tranquilidad con que el escritor habita la lengua, suelen ser las

210 senas de identidad del narrador de sus textos que identificamos con el autor cuya lengua literaria tiene, a mi juicio, como aspecto relevante, el rigor. Por otro lado, la recreación de la oralidad, el empleo del monólogo, técni• ca clave en alguno de sus relatos, y pienso no sólo en Cinco horas con Mario -quizá el ejemplo más conocido-, sino también, entre otros, en Señora de rojo sobre fondo gris, su última entrega, hacen que la obra de Miguel Delibes se apoye con firmeza en lo coloquial. Y la lengua coloquial abunda en imprecisiones, circunloquios, reiteraciones, frases hechas, compa• raciones, enfatizaciones, diminutivos, etc. que pasan a la prosa de Delibes de manera absolutamente intencionada. Incluso en las obras en las que el monólogo no es el pivote técnico fundamental, como ocurre en El camino, Las ratas o esa pequeña joya que es, a mi juicio, Los santos inocentes, Delibes acopla los dos niveles claves de su estilo para recrear el mundo con precisión a través de los imprecisos coloquialismos y circunloquios de muchos personajes. De ese buen hacer de Delibes creo que hemos aprendido todos cuantos hemos pretendido alguna vez emplear la misma técnica. Yo, por mi parte, confieso que, si bien de manera consciente no tuve presente a Miguel Delibes a la hora de escribir algunas de mis narraciones en las que sólo hablan mujeres, o mejor monologan, y en las que quise recrear la lengua popular mallorquína, el ejemplo de Delibes estuvo, sin duda, inconsciente• mente detrás. Me temo que esa deuda contraída con Delibes es de las que difícilmente se pagan, pero sé que es un poco menos gravosa cuando al menos se reconoce en público con agradecimiento. Y en público también, y antes de terminar, quiero darle las gracias a Miguel Delibes por otras cosas que sobrepasan los aspectos estilísticos de su obra y que tienen que ver con los presupuestos morales que en ella se defienden. En un mundo cada vez más deteriorado y menos inocente, Delibes se ocupa de la naturaleza a la que ama (no es vano es, en serio, un ecologista) y de los niños (sus figuras infantiles son inolvidables; personajes como el Nini de Las ratas o Daniel, el Mochuelo, nos acompañarán siempre). En este mundo cada vez más degradado, en el que el ansia de poder, la necesidad de chupar cámara y también de chupar del bote, claro, parecen ser las principales obsesiones de los artistas, Miguel Delibes sigue siendo un

211 punto de referencia distinto, un reducto en el que cobijarse con la certeza de que ni su estilo ni su persona van a defraudarnos nunca.

Jesús Ferrero — En esta breve intervención quisiera referirme únicamente a un aspecto de la obra de Delibes que me parece del todo innovador, en el fondo y en la forma, por cuanto que implica la utilización de un registro narrativo prácticamente desconocido en la novela española. Simplificando mucho, casi podría decirse que los registros más comunes de nuestra novela, hasta el momento en que Delibes comienza a escribir, habían sido tres, a saber: el registro más o menos cínico, propio de la novela picaresca; el registro irónico, utilizado especialmente por Cervantes y Clarín; y el registro maniqueo -que también podría llamarse registro moral y morali• zante-, utilizado con mayor o menor fortuna por Galdós y Baroja. Tres registros culpables o, si se quiere, tres registros que emanan directamen• te del amplio ámbito de la culpa y sus muchas y sorprendentes derivaciones. Para empezar y terminar, en los tres registros señalados el autor se sitúa muy por encima de sus personajes para así poder juzgarlos, si bien ese juicio puede ser cínico (y pensar que todos serían culpables, y especialmente los que no lo aparentan), o puede ser irónico (y sugerir que nadie conoce el fondo de la culpa, y sobre todo los que creen conocerlo), o puede ser mani• queo: registro de los que creen tener muy claro quiénes son los culpables, y en el que el autor se sitúa como un juez alado y rapaz, planeando despiada• damente sobre el cielo y el infierno de la novela. Dicho lo cual, uno se puede preguntar si es posible escapar de esta santísima trinidad. Bien, yo no sé si es posible escapar, lo único que sé es que Delibes sí ha escapado en no pocas ocasiones. Y en eso ha residido para mí el poder de convicción y el poder de persuasión de su obra, una obra que parece la ema• nación verbal de una inocencia existencial cuyo fondo el autor rara vez deja adivinar. Inocencia que no sólo es un registro narrativo, ya que implica tam• bién una actitud ante la vida y el milagro (a veces miserable) de la existencia, y que se opone a la tradicional visión roussoniana, pues no se trata de supo• ner que el hombre es bueno por naturaleza, sino de indicar, en un sentido deifico y más o menos conjetural, que el hombre es inocente por naturaleza. Respecto a cómo conseguir que ya en el lenguaje (siempre tan culpable) se

212 deslice esa inocencia, el alquimista Delibes podría decir muchas cosas, pues en él, como en todo buen novelista, la forma es sólo la parte visible del ice• berg. Pero lo más sorprendente en la obra de Delibes es que esa inocencia no es de índole moral, pues más parece una inocencia casi física: una especie de consecuencia natural, además de una habitat en el que los seres se mueven y asisten a su propia tragedia: la de ser inocentes, hasta la dulzura unas veces, y otras hasta la náusea. Aire puro y tenso que yo nunca había respirado en la novela española hasta Delibes; aire reciente, más reciente de lo que antaño creí, aire trágico, pero sin culpa. Los personajes nacen, viven y mueren arrastrando una inocencia sin lin• des, más que una culpa sin fondo. Y esa inocencia la arrastran por igual Mario, los santos inocentes (con el abyecto Iván incluido), la señora de rojo y ese personaje que, en el torbellino de visiones sobre la condición humana que es la Parábola del náufrago, muere con la sonrisa puesta, es decir, con toda la inocencia agolpándose en su última mirada al abismo de la vida. No mucho más me atrevo a decir por ahora, aunque sí quisiera añadir algo respecto a la última novela de Delibes, en la que un narrador objetivo, es decir, un narrador que conoce la sustancia del dolor y del tiempo, narra la vida de una mujer de esa generación de europeas sobre las que se cierne la sospecha de que fueron sacrificadas -en cuerpo y alma- y que no tuvieron voz, o no quisieron que su voz fuera más allá de su entorno más inmediato, más limitado y limitador. Sin dejar nunca de ceñirse a un lenguaje que avanza a ras mismo de la existencia, Delibes consigue sobrepasar con creces las cuatro metas de toda gran novela: no sólo suplantar la realidad, también interpretarla; no sólo afrontar nuestra parte oscura, también iluminarla. Y es que en esta novela nuestra lengua adquiere una belleza y una transparencia muy rara vez conse• guida en la literatura intimista, y en eso reside su embrujo y también su modernidad a prueba de fuego. Nietzsche decía: "desconfiad de los que enturbian las aguas para que parezcan más oscuras". Todos sabemos que ese procedimiento de enturbiar las aguas para darles apariencia de profundi• dad ha sido la norma de este siglo y el método que han utilizado continua-

213 mente las vanguardias para aparentar una profundidad de la que carecían. En un determinado momento de su vida, Delibes debió pensar que eso ya no valía y que había que atreverse a fusionar profundidad y claridad. La oscuri• dad siempre parece profunda (ya lo sabía Gracián): con aguas oscuras es fácil dar apariencia de profundidad. Lo difícil -y ahí ha residido siempre el proble• ma del clasicismo- es atreverse a ser claro y a la vez profundo, trabajo a ratos penoso en esta época de ríos revueltos. Nuestro siglo empezó siendo turbio y turbio continúa, y el espíritu de este siglo está tan habituado al agua turbia y tan acostumbrado a creer que la turbiedad es sinónimo de profundidad, que cuando se sumerge en aguas claras se siente más perdido que cuando chapo tea en un lodazal, y no acierta a percibir casi nunca la profundidad real. Pero no importa, hay formas de mirar que se recobran y que brotan con raíces nue• vas, formas de mirar como la del autor de Señora de rojo sobre fondo gris, la mujer viva sobre fondo muerto, donde, como ya dije, asistimos a la epifanía de la más profunda claridad. Por eso es una novela donde la lengua parece tan reciente y tan original -en el más estricto de los sentidos: el que señala la raíz y apunta al origen-. Quizá debido a ello, cuando acabé de leerla pensé que si es verdad que el arte se sitúa en la membrana, delgada como la piel, que separa la verdad de la mentira, en esa misma y milagrosa frontera se hallaba lo que acababa de leer; y también creí que si es verdad que hay un tiempo que separa el pasado del futuro -y que bien podría ser un presente sin fondo-, en ese presente seguía viviendo la mujer de rojo.

Javier García Sánchez — Comenzaré explicando lo que Rafael Conté apuntó en su presentación referente a mi relación con Delibes, o sería más exacto decir con los Delibes. Mi padre es de un pueblo de Santander, Molledo, en el que también nació el padre de Miguel Delibes; un lugar entre Torrelavega y Reinosa, dejado de la mano de Dios pero muy hermoso, donde yo iba a vera• near cuando era niño. Y donde, para mí, la figura de Delibes comenzó a hacerse mágica, ¿pero saben por qué? Porque era un escritor que iba en bici• cleta, que montaba en bicicleta. Para mí no era el escritor-cazador, era el escri• tor-ciclista. He de decirles que yo de joven, de muy joven, quería ser ciclista, pero no uno del montón, sino un gran ciclista; con lo cual entenderán la atracción que para mí ejercía, en mis fervores de adolescente, un escritor

214 famoso que subía y bajaba aquellas pendientes, realmente empinadas, a golpe de pedal. Les estoy hablando de cuando yo tenía 13 y 14 anos; y a los 17, o quizá menos, leí El camino y quedé fascinado. (Bueno, también les con• taré que una tía mía, una hermana de mi padre, trabajó en casa de los Delibes, en Valladolid; y que mi abuela, siempre que iba a Valladolid, no deja• ba de visitar la casa de los Delibes. Creo que así queda aclarada esa relación geográfica y cuasi familiar con el escritor a que hizo mención Rafael Conté). Leí El camino, les estaba diciendo. Y quedé impresionado por muchas razones. Razones que iba a explayar esta tarde aquí -así lo había previsto cuando me invitaron a participar-, pero que luego he decidido dejarlas de lado y centrarme en otra novela -ya citada por Ferrero- que yo no sabría decirles si me impresionó más o menos que El camino. Me refiero a la última escrita por Delibes: Señora de rojo sobrefundo rojo. Salto de la primera a la última, como ustedes ven. Se trata de una novela en la que, para mí, está el Delibes escritor y el Delibes hombre de los pies a la cabeza. (Como todos ustedes saben, es un texto eminentemente autobiográfico). Pero es una narración, así me lo parece a mí -luego, si quieren, podemos discutirlo-, en la que otro narrador, como es mi caso, puede sentirse mucho más impresionado que un lector corriente. Es una narración, una novela para narradores, para escritores (aunque también para todo el mundo, por supuesto). ¿Por qué digo esto? Porque es una novela precisamente sobre el proceso creativo. Pero no analizado o descrito empíri• camente desde dentro, sino desde la destrucción que supone en el creador la irrupción de la muerte, que sería como la negación del arte. Es una novela que nos habla de la muerte dentro de la vida, es decir, paulatinamente se va instalando en nosotros esa cosa que llamamos muerte, dentro de nosotros, digo, que, querámoslo o no, no dejamos de ser una única e irrepetible peque• ña obra de arte. Porque cada uno de nosotros sintetiza la vida, que para el creador es sinónimo de arte. Yo percibo en la novela una exaltación, absolu• tamente controlada en sus descripciones tanto físicas como sicológicas, de la vida, en esa descarnada lucha contra la muerte. Aquí, por tanto, la vida es la única razón de ser del proceso creativo. Y la muerte, la negación absoluta. Pero Delibes trata todo esto con la simplificación del sabio. Toda la obra de Delibes, pienso yo, se sustenta, o se mueve, mejor, entre sabiduría e inocencia.

215 Cuando trata temas triviales o cuando aborda los grandes temas de la condi• ción humana. En Señora de rojo sobre fondo gris hay definiciones de una fuerza deslumbradora y, por tanto, convincente. De Cristo se nos dice, por ejemplo, que es la imagen humana del Todopoderoso, con la que uno puede entenderse bien. La definición es certera e impactante como un disparo en la nuca. Yo, por ejemplo, que no soy una persona creyente, he pensado a menudo cómo podría imaginarme a Cristo, y cuando me he encontrado con esta definición tal coloquial, me ha parecido que era la justa, como hecha, además, a mi medida, y a partir de ahora pensaré en Cristo como interlocutor con el Todopoderoso, con el que parece imposible hablar. Cuando Delibes habla del arte, en este caso de la pintura -su protagonista es pintor-, nos dice que hay arte que describe pero no narra; y yo pienso que esto es perfectamente aplicable a la literatura, a mucha de la cual también le ocurre que describe pero no narra, no sabe narrar. Esta novela, por lo demás, es un tratado sobre la dignidad, un tratado sobre la valentía, sobre el vivir y el morir, no sobre el miedo a la muerte, sino sobre la aceptación de la muerte, sobre el sitio de la muerte en la vida de cada cual. Hay una dulce música callada en la novela, la misma que experimenta la protagonista en ese tránsito apacible hacia el vacío. Y hablando de música, aquí se menciona lo inverosímil, como es el ruido de un mechón de pelo al golpear el suelo, algo que según las leyes físicas es absolutamente imposible oír. En esta novela las carcajadas son astilladas, tienen punta; la piedad de pálida. En esta novela se nos recuerdan cosas que sabemos de siempre, sí, pero que, reveladas de repente, adquieren la forma literaria y humana, ya intransferible, que ha querido darles Delibes. Delibes rompe aquí muchos esquemas y teorías sobre la narratividad. Esa mujer de rojo que anuncia el título no aparece hasta la página 61; y la clave de la novela, la muerte trágica de la protagonista, no se inicia, ni siquiera prácti• camente se menciona, hasta la página 72. Si tenemos en cuenta a los teóricos de cierta narrativa, que aseguran dogmáticamente que todo aquello que no aparece en el primer renglón del relato ya no sirve, no cabe duda de que Delibes está retando, con su maestría heterodoxa, a todos tales teóricos. La narratividad en Delibes, el punto de vista del creador, el tono, etc., etc., son él mismo. En esta novela, el flujo de imágenes, de sensaciones, de sugerencias,

216 de sentimientos -tremendamente controlados, eso sí, como antes decía- susti• tuye a cualquier normativa canónica. Por eso es un libro que fascina. No sólo interesa, apasiona. Precisamente el protagonista de la novela dice en un momento que el vicio o la virtud de la lectura depende del primer libro que llega a nuestras manos. ¡Qué casualidad, a mí me pasó esto con El camino, no sé si la primera novela que leí, pero sí la primera que me penetró, que me llegó dentro! Y, como ven, se cierra el círculo y ahora la última novela de Deludes me lleva a una de las primeras. El camino me impactó y me sigue impactando porque es una novela absoluta, sin artificio, nacida con la fuerza y la verdad del corazón del escritor. Honesta, limpia, sin alardes y sin pretensiones mayo• res, pero por eso mismo auténtica y convincente. Es la novela del aprendizaje de la vida, del dolor, de la amistad, pero todo trazado con valores estrictamen• te literarios, por eso se la puede clasificar de novela total. Para mí la gran literatura está siempre a caballo entre la ironía y la tragedia. Pues bien: en El camino Delibes es maestro de ambas coordenadas. Hay en toda la novela un fluir constante entre la ironía soterrada y el amargo, el sordo anuncio de una difusa tragedia. Durante 200 páginas esa tragedia no se pro• duce -hay numerosos episodios en que se roza, y me estoy acordando ahora de la escena del túnel del tren-, pero el lector está tan sutilmente preparado para ella que, al final, cuando sobreviene con la muerte del niño el Tinoso, una muerte aceptada por Daniel el Mochuelo con la misma dignidad con la que la señora de rojo acepta la suya, entonces todo resulta literariamente ecuánime, perfecto, nada disuena, al revés, es como el acorde final que esta• ba pidiendo toda la melodía, toda la novela. El camino es para hablar y no acabar -y eso que dije al principio que había decidido dejarlo de lado-. ¿Qué decir de sus personajes inolvidables? Permítanme que termine recordando a uno de ellos, una de las creaciones literarias más geniales que conozco: la Guindilla Mayor. Una arpía lenguaraz, solterona seca, que al final se enamora de un hombre, tiene con él sus más y sus menos, y entonces acude al cura del pueblo y le suelta la pregunta que para mí ha sido, junto con lo que el cura le contesta, uno de los diálogos más sabrosos, irónicos y que más me ha hecho reír en mi vida:

217 - Señor cura, ¿es pecado desear que un hombre nos bese en la boca y nos estruje entre los brazos con todo su vigor hasta destro• zarnos? - Es pecado, hija mía -le contesta el cura. - Entonces -le responde la Guindilla Mayor-, yo no puedo reme• diarlo, don José: peco cada minuto de mi vida.

Acabaré diciendo que he descubierto recientemente que dos obras mías, una novela corta y una larga, tienen el mismo final, casi exactamente el mismo final que El camino-, y que, pese a haberlo leído tres o cuatro veces, hasta ahora que he vuelto a releerlo para esta charla, les doy mi palabra de honor de que no me acordaba de ese final que, como digo, yo puse, casi cal• cado, a dos relatos míos. El amor secreto de Lucca Signorelli es una historia de amor, cuya frase final es: "Lloró amargamente". Y el final de La dama del viento sures este: "Y entonces, sí, los ojos se me llenaron de lágrimas". El final de El camino dice: 'Y lloró, al fin". No conozco homenaje inconsciente más sincero que esta coincidencia. Dije en algún lugar, y ahora lo mantengo aquí con la suficiente humildad, pero también con orgullo, que, ya que no pude ser nunca un gran ciclista, al menos de mayor quisiera ser un pequeño Miguel Delibes.

Rafael Conté — Bien, ya tenemos tres opiniones, tres visiones de la narrativa delibiana desde tres narradores de ahora mismo. Carmen Riera ha insistido en la palabra hablada, Jesús Ferrero ha hablado de la inocencia narrativa y García Sánchez de esa iluminación que Delibes arroja sobre todo cuanto toca: la muerte, el dolor, la vida. El debate, el coloquio, mejor, queda abierto.

Pregunta del público — Los tres narradores aquí presentes son, en efecto, jóvenes o, por lo menos mucho más jóvenes que Delibes, al que podrían con• siderar su padre literario. Por ello, y a pesar de la admiración que han mani• festado en sus intervenciones, ¿no han sentido también la necesidad de matar al padre, de buscar maneras de narrar que se separen del magisterio del viejo

218 maestro? O formulada la cuestión de una manera más general, menos perso• nal: ¿Hay que seguir hoy narrando como narra Delibes o la novela ha de bus• car otras fórmulas narrativas sólo por el hecho de estar a punto de comenzar el siglo XXI?

Rafael Conté — Gracias por su pregunta, doctor Freud. Tienen la palabra los creadores, por supuesto, pero a mí me gustaría puntualizar que más bien había que catalogarlos como nietos de Delibes, más que hijos, ya que hijos serían los escritores de los anos 60, o sea los realistas más políticos, más com• prometidos. Aunque yo recuerdo que, cuando llegó a Madrid, precisamente en aquellas fechas, los jóvenes de la generación realista, los Aldecoa, Fernández Santos, García Hortelano, Barral, etc. luchan contra la literatura anterior, pero salvan algunos nombres: Al Cela de Pascual Duarte, a la Carmen Laforet de Nada, o al Delibes de las primeras novelas... Aunque ellos siguen exigiendo más realismo, más compromiso que sus padres literarios. No los matan, por tanto, pero sí quieren transformarlos, superarlos. Pero en fin, veamos que dicen los nietos.

Jesús Ferrero — Hace muy poco tiempo me dijo una mujer a la que quiero mucho: Matar al padre es nuestro único paraíso. Yo creo que es verdad, una verdad absoluta. Y creo también que quienes no lo matan caen en un infierno absoluto. Lo que ocurre es que una cosa no quita la otra. El padre -si es auténtico, claro- tiene registros que te va a transmitir siempre. Incluso regis• tros que hasta te van a permitir matarlo. El registro irónico, fundamental en literatura, precisamente en lo que a matar al padre se refiere, lo creó ya la tra• gedia griega, que funciona con el siguiente esquema preestablecido: el espec• tador conocía de antemano la historia que iba a presenciar, pues pertenecía en cierto modo al folclore -lo mismo que ya pertenece al folclore español el mito de Don Juan, por ejemplo, y no nos importa presenciar su escenificación una vez al ano-. El espectador griego también iba a ver -no sé si una vez al ano- el mito de Edipo, por ejemplo. Y conocía la tragedia de punta a cabo. Y la ironía consistía precisamente en esto: que el espectador sabía el destino de Edipo y sabía que, por mucho que quisiera evitárselo, el desgraciado Edipo se acostaría con su madre y acabaría matando a su padre. Edipo estaba en el

219 escenario y era el único que desconocía su trágico destino, a pesar de haberlo sufrido en tantas y tantas representaciones anteriores. Este registro irónico es para mí uno de los máximos logros de la tragedia griega y uno de los mejores legados de la literatura universal. La novela picaresca española, por su parte, canoniza el registro cínico, heredado también por la novela posterior e incluso por novelas modernas. Y cuando yo he hablado del registro de la inocencia en Delibes no me estaba refiriendo a la ingenuidad, sino a la ausencia de culpa, a la no-culpa. Y tú, como escritor, puedes asimilar en un momento este registro y luego separarte, irte, no sé si mucho más allá, pero al menos a otra parte; y en este sentido es como se mata al padre, como se debe matar al padre; pero sabiendo siempre que en realidad los estás matando con armas que ellos te han dado, y ahí está verdaderamente el puente entre padres e hijos, la continuidad y la ruptura en un mismo empeño y en una misma realidad.

Javier García Sánchez — Yo no sé si difiero o no de Ferrero, pero propongo que se enfoque este asunto desde otra perspectiva: no sólo es inútil sino absurdo empeñarse en matar al padre; ¿por qué?, porque nosotros somos el padre, quiero decir que nosotros, de una forma o de otra, no dejamos de recoger la tradición espiritual del padre y no es cuestión de formas, sino de esencias; y en este terreno todos los escritores formamos un frente común y sufrimos la metralla de un mismo fuego. Ese frente común es... no sé, contra el poder, contra la injusticia, contra la vulgaridad... Y por eso yo no sé distin• guir, nunca he distinguido entre hijos, padres o abuelos literarios. En un escritor, en éste, en el otro, hay un discurso, una visión de la vida, una interpretación del mundo y de la realidad que te interesa, que te conmue• ve, pues tú vas y la asimilas y hasta tratas de imitarla lo mejor que sepas, de proseguirla, ¿por qué no? ¿Que, por el contrario, no te interesa? Pues la igno• ras y sigues tu camino. De esto a matar al padre...

Jesús Ferrero — Este es un tema muy delicado, sin duda. Tú mismo, Javier, acabas de erigir al escritor frente al poder y luego dices que no te cuadra lo de matar al padre, cuando el padre, al menos durante una larga etapa de nuestra vida, es el poder, ¿o no?

220 Para mí, el mito griego de Edipo -un mito indoeuropeo, por lo demás- es perfecto. Edipo mata al padre, sacrifica al padre, es lo natural. Sin embargo en la mitología cristiana, es el hijo el que muere por el padre, el padre mata al hijo, vaya, y eso resulta menos lógico y muy teológico. Me resulta más cohe• rente el mito de Edipo pues parece ajustarse más a las leyes de la vida: es el hijo el que tiene que librarse del padre. Y esto en el mundo de la creación suele importar. La ruptura generacional entre padres e hijos acostumbra a darse, es ley de vida. Puede que los hijos se acerquen a los abuelos, y suscri• bo lo que a este respecto a dicho Conté, pero pobre de la generación que no se enfrente a sus padres literarios. Vuelvo a repetir que eso no quiere decir que no aprovechemos de ellos muchos recursos, ideas, registros, pues son las armas que ellos nos brindan para seguir...

Carmen Riera — Si, es curioso lo que acabas de decir de matar al padre y conectar, sin embargo, con el abuelo. Veréis: yo y otras escritoras de mi gene• ración pensábamos, en el comienzo de nuestras carreras literarias, que no teníamos nada que ver ni con Ana María Matute, ni con Carmen Laforet, y sí mucho con Virginia Wolf o con otras escritoras extranjeras. Y resulta que luego, con el paso del tiempo, al releer a Matute o a Carmen Laforet, una se da cuenta de que tiene, e incluso siempre ha tenido, muchos puntos en común con ellas.

Pregunta del público — Bueno, yo no sé si el narrador joven tiene que matar al padre, negarle incluso, para seguir creando, para seguir escribiendo. Pero lo que sí veo es que Delibes, además de estar siempre vigente, tiene hoy una especial actualidad por su defensa de la naturaleza. Y mi pregunta es si no será que nuestra lectura de Delibes tiene mucho de reconciliación con la naturaleza, pero una reconciliación como... falsa, artificial, la misma reconci• liación del fin de semana en el campo que nos oxigena y nos tranquiliza la conciencia de tantos y tantos atentados a esa misma naturaleza que la socie• dad, y por tanto nosotros, cometemos.

Rafael Conté — A raíz de lo que usted acaba de decir, y de lo que antes ha comentado Jesús Ferrero, en su primera intervención, yo recuerdo que hace

221 tiempo un crítico calificó a la novela de Delibes de novela idílica. Y yo opino que no es nada idílica. En principio, sí tenemos en su narrativa un elemento virgiliano de inocencia y de retorno a la naturaleza como algo purificador -aunque no solo como escapada de fin de semana, sino como postura perma• nente-; pero no es idílica la narrativa delibiana. Y no lo es porque, a mi modo de ver, en medio de esa aparente inocencia, de esa ingenuidad, incluso del mundo de los niños, hay elementos tremendamente alteradores y distorsio nantes, como es la presencia implacable de la muerte. La muerte del amigo de Daniel el Mochuelo, la muerte de Señora de rojo sobre fondo gris, la muerte de Cinco horas con Mario-, siempre la muerte en Delibes, incluso ya en el pri mer libro, en La sombra del ciprés es alargada. La muerte, y el dolor, y la injusticia, y la tremenda y eterna dialéctica entre siervo y señor (pensemos en Los santos inocentes). ¿Podemos, después de estas constataciones, seguir lia mando idílica o inocente a la narrativa de Delibes?

Jesús Ferrero — Durante mi estancia en Francia, noté que el francés, como lengua, estaba perdiendo fuerza y eficacia porque las palabras se están distor sionando continuamente, pudriendo, por tanto, su raíz; algo muy triste. Lo digo porque me estaba dando mucho miedo pronunciar la palabra inocencia, el registro de la inocencia que he atribuido a Delilíes. Pero verán: lo mismo que no puede confundirse clasicismo con academi cismo, ya que clasicismo es sinónimo de innovación auténtica y el academi• cismo siempre ha sido involucionista; tampoco hay que confundir inocencia con ingenuidad. La inocencia narrativa no significa novela idílica, porque es cierto que en Delibes hay violencia, y dolor, y muerte. Inocencia narrativa es lo contrario de culpabilidad narrativa, aunque parezca una perogrullada. Los personajes de Delibes son inocentes. ¿Por qué? Quizá porque no están malea• dos por la subjetividad del narrador, a eso me refiero. Y en este sentido, tan edénico, tan inocente es Azarías como el bárbaro del señorito Iván. Esa es la cuestión. De alguna forma se trata del planteamiento de Flaubert cuando dice que el novelista es como Dios, omnipotente pero invisible. Delibes practica esta fórmula en todas sus novelas, y tiene por hábito ser invisible, justamente como hoy en esta sala.

222 Javier García Sánchez — Me gustaría decir algo sobre la ingenuidad, lo idíli• co, la culpa, la naturaleza y todo eso de lo que estamos hablando. Recuerdo que, en cierta ocasión, alenté a un amigo francés a leer a Delibes. Aceptó y leyó El camino. Y cuando le pregunté que qué tal, él va y me dice que bien, pero que a él esas mariconadas de los prados verdes... ¡Me quedé abatido! ¿Saben cómo describe Delibes, en El camino, uno de esos amariconados prados? Escuchen: "Los prados restallaban en una reluciente, verde y casi dolorosa estridencia". Y a los que conocemos bien el norte, cuando leemos esta frase se nos ponen los pelos de punta. Porque en esa des• cripción delibiana los prados tienen voz propia, y no hay concesión alguna, ni en las descripciones ni en nada, a lo blando ni a lo idílico ni a lo pastoral ni a nada que se le parezca. Delibes es certero, contundente, y describa el campo o cuente el dolor o la muerte, es siempre para quitarse el sombrero.

Intervención del público — Yo creo que Delibes desenlie un tipo de socie• dad que ataca constantemente a la inocencia y a la honestidad. A mí me pare• ce que el pesimista Delibes no cree, en el fondo, en la inocencia.

Jesús Ferrero — Puede que tenga usted razón, pero vuelvo a repetir que una cosa es la pureza y otra la inocencia en la acepción que yo le doy. Hablo de un registro narrativo, de una inocencia literaria. Que sería lo contrario al maniqueísmo literario. Ambos se fundamentan en los adjetivos, de los adjeti• vos dependen todos los registros narrativos, no de los verbos ni de los sustan• tivos, sino de los adjetivos, y de ellos depende también la carga moral o amo• ral de una obra. En cierto modo, sólo en los adjetivos, que califican, que juz• gan, reside la moral. Y en Delibes hay una utilización de los adjetivos de una sabiduría magistral. Y nadie como él ha sabido trasmitir la sensación de que la historia discurre en un medio de una inocencia radical, aunque luego, lo que allí ocurra refleje pureza o impureza, o barbarie, o injusticia, o insensatez.

Rafael Conté — Creo que esta tarde hemos visto suficientes singularidades en la narrativa de Delibes. Y las han visto, precisamente, no sé si los hijos o los nietos del escritor castellano. Pero es hora de terminar. Ojalá Delibes, su narrativa y su persona, vuelva a congregarnos de nuevo.

223 I CON LOS ACTORES LOLA HERRERA Y VICENTE PARRA. Y VARIOS AMIGOS DEL ESCRITOR

I CON GIMÉNEZ RICO. JOSÉ. SACRISTAN. PEPE SAMANO. RAMON GARLEA Y JUAN JOSÉ OTEGUI. I-A INFANCIA, UNA CONSTANTE FN LA NARRATIVA DFLIBIANA

MODI RAIXDK- José Antonio SOLORZANO

I'ARIIUI'AMT-S. Cinnen BRAVO VILLASANTE Ana Mana MAIUTL Gustavo MARIIN GARZO

José Antonio Solórzano — Dice Bettina Hürlimann en .su magnifico estudio Tres siglos de Literatura infantil europea-. "En cualquier adulto que se preo• cupe de manera seria y comprensiva por la existencia del libro infantil, bien por razones pedagógicas, bien por motivos literarios, tiene que conservarse vivo algo del niño que el fue en tiempos. Pero incluso a este adulto privilegia do ha de resultarle imposible sentir lo mismo que un niño durante la lectura de libros infantiles. Sin embargo, en raros momentos de felicidad y aunque cuente ya cin• cuenta anos, los abetos pueden susurrar sobre su cabeza como lo hacían sobre la cabeza de Ileidi en la montana. Solo a base de recuerdos es posible que a un adulto se le salten las lágrimas al contemplar la soledad de un I/uckleberry Einn o el desamparo de David Copperfield, o que sospeche el horror que asalta al lector de doce anos cuando, con Calzas de Cuero, se

225 desliza la canoa por un rio de la selva virgen. No obstante, este rememóren• las mas hermosas horas infantiles tiene en si algo maravilloso. Con la lectu ra, uno sale por primera vez de si mismo y se olvida totalmente de sus cosas. Y nada hay mas hermoso que olvidarse de si mismo". Algo de esto nos ocurre a los mayores al releer a Miguel Delibes pasados los anos. Desde 1947, su sombra literaria ha ido tras nosotros alargándose con las guerras antepasadas, con las parábolas de náufragos, con principes que se destronan, con diarios emigrantes, con votos disputados; con actitudes ino centes, pájaros de cuenta, ca/as e historias viejas; con Castilla, USA, Praga o Europa entera; con surcos, horas de monologo interior, barcos, cartas, viajes y señoras de rojo... Miguel Deludes ha recorrido con nosotros el largo camino que va desde la adolescencia a la madurez. Las emociones, sentimientos y apreciaciones han ido pertilandose, diferenciándose con el áspero camino de los anos. Por eso estamos aquí... para percibir los matices evolutivos que la obra delibiana ha producido a estos tres especialistas tras una relectura poste rior. Ellos son: Carmen Bravo Villasante, Ana Mana Matute y Gustavo Martin Garzo. Los temas de Delibes han recibido muchos y diversos tratamientos. Estos días lo estamos comprobando, pues su obra está siendo analizada desde los más diversos ángulos literarios, artísticos, ecológicos, humanistas, etc. Es este el sentido polisemico de una obra literaria de la que habla Umberto Eco. Toda obra de un autor da pie y mano, sobre todo da visión interior, a un conjunto calidoscópico de puntos de vista variopintos y controvertidos. Por ello, creo que lo más sensato es ser fiel a lo que el mismo autor, M. Delibes, resume en cuatro puntos en el Prólogo a las Obras completas, tomo II, p. 8: "... hay una serie de motivos o ambientes que se reiteran en mi producción: muerte, infancia, naturaleza y prójimo". Pues de estos cuatro temas señalados por Delibes, es la infancia la que hoy nos concierne. Esta tarde, estoy seguro de que quienes nos acompañan van a aclararnos cómo son los niños de Delibes, cómo los ven ellos, qué pers• pectivas de lo humano adulto se encuentran en Daniel el Mochuelo, en Roque el Monigo, en Germán el Tinoso, en Pedro y Alfredo, en el idolatrado Sisí, en el pequeño Quico o en el heroico 377A.

226 Todos sus niños, los niños delibianos son niños necesitados de ternura. No es de extrañar, por tanto, que un estudioso español, Francisco Javier García Sánchez, haya dividido la obra de Delibes en novelas de la ternura y en novelas del progreso. Pero, ¿por qué la infancia, el niño en Delibes? La respuesta nos la da él mismo. En el Prólogo a Mi mundo y el mundo dice: "En una ocasión me preguntaron por qué había tantos niños protago• nistas en mis novelas. Mi respuesta fue sencilla. Para mí, el niño -dije- es un ser que encierra toda la gracia del mundo y tienen abiertas todas la posibili• dades, es decir, puede serlo todo, mientras que el hombre es un niño que ha perdido la gracia y ha reducido a una -el oficio que desempeña- sus posibi• lidades. Con esta respuesta quería dar a entender que para mí, el niño, precisa• mente por la carga de misterio que arrastra, tiene mayor interés humano que el adulto, incluso para ser protagonista de una novela o de una película". Dejemos que sean nuestros contertulios los que expongan y se expongan y saquen a flote, no sólo el niño delibiano, sino también el que ellos llevan dentro. Pero antes, permítanme presentárselos brevemente. Carmen Bravo-Villasante es una mujer con una capacidad de trabajo admi• rable, escritora infatigable, viajera empedernida, conferenciante cual más. Su nombre, sus obras y trabajos están publicados tanto en España como en el extranjero. Una obra, la suya, que abarca todos los géneros: el ensayo, la bio• grafía, la traducción, el artículo, los cuentos, la poesía y la literatura infantil. Premiada múltiples veces, nacional e internacionalmente; congresos, encuen• tros literarios y conferencias por doquier llenan una vida dedicada a la Literatura. Nadie como ella ha sabido dar en España ese impulso histórico y antológico de la literatura infantil española, iberoamericana, universal. Como dice un discípulo suyo, el escritor chileno Manuel Peña Muñoz, "Carmen Bravo-Villasante sabe escribir con erudición y una cierta poesía secreta de Mozarty de Salieri, de la obra gráfica de Alfonso Mucha, de árboles y de jar• dines y de teatros de cartón". Ana María Matute decía hace pocos días en un entrevista que le hacían en la sección Libros del Diario El Mercurio de Chile: "Escribo porque no sé hablar". Esperemos que esta tarde, sin embargo, nos hable mucho y bien.

227 Más que hablarnos, será mejor que nos cuente. A una escritora de cuentos no se le perdona que no nos cuente algún cuento o que lo que nos diga nos lo transmita como si fuera una bella historia jamás contada. La niñez es una preocupación fundamental en la narrativa de Ana Mana Matute, y en concreto en obras como El mundo de la pizarra, Los niños del suburbio, Los niños tontos. Uno no puede olvidar Caballito loco, El aprendiz, El saltamontes verde, El polizón de Ulises, Premio Lazarillo 1965, Paulina, el mundo y las estrellas, Algunos muchachos y otros cuentos, Solo un pie des calzo, Premio nacional de Literatura. Podemos decir que Ana María Matute y Miguel Delibes son los autores españoles que primero han incorporado al niño y su mundo infantil a la Literatura española de los últimos cuarenta anos. Y esto, sin duda, autoriza a nuestra escritora para hablar y contar cuanto guste sobre el tema. Gustavo Martín Garzo, finalmente, es de Valladolid, de la misma tierra de Miguel Delibes. Es psicólogo clínico infantil y trabaja en una institución publi ca. Conocedor de la obra de Miguel Delibes por amor al paisaje y al paisanaje. Gustavo Martín fue codirector de la revista de poesía Un ángel mas durante su trayectoria 1987 90. En Salamanca, en 1986, publico su primera novela, Luz no usada. Hace apenas un mes publicó su segundo relato: Una tienda junto al agua, en el que precisamente la infancia es un tema recurrente de los dos protagonistas. Sin ella es imposible entender esos hilos misteriosos y enmara- nados que van envolviendo a ambos. Y en breve aparecerá un nuevo titulo de Martín Garzo: El amigo de las mujeres, premio Emilio Hurtado 1991. Hoy está aquí como escritor, como conocedor del alma infantil por su pro• fesión y, sobre todo, como conocedor de los niños delibianos.

Carmen Bravo-Villasante — Raro es el libro de Miguel Delibes donde no aparece un niño. Desde sus primeras obras, los niños están presentes y son protagonistas. Desde El camino, Las ratas, Mi idolatrado hijo Sisí, hasta El príncipe destronado y Tres pájaros de cuenta, la infancia es tema fundamen• tal. Esta última obra está dedicada "a mis nietos que desde que nacen ya se interesan por los pájaros". Incluso el mismo Delibes aparece como niño en los múltiples elementos autobiográficos sobre su infancia. En la misma citada

228 obra, Delibes dice que "conocía a los pájaros siendo niño, cuando mi padre, que era un hombre maduro, serio y circunspecto, se volvía niño, también, en contacto con la Naturaleza, y nos enseñaba a distinguir al cuervo de la urraca, la perdiz de la codorniz, la alondra de la calandria y la paloma de la tórtola". Desde el primer momento se perfilan dos clases de niños en Delibes: el niño rural, de familia modesta; y el niño urbano, que ha nacido en la ciudad, de clase media alta. El niño rural, el niño de pueblo, es el protagonista de El camino, Daniel el Mochuelo, de 11 anos, junto con sus amigos Roque el Monigo y Germán el Tinoso. La familia del niño rural quiere convertirlo en niño urbano, para que progrese. Pero el niño rural tiene distinto concepto de la vida y de la educa• ción, porque sabe que en la ciudad el estudio hace que "no acierte a distin• guir un rendajo de un jilguero, o una boñiga de un cagajón". El niño rural tiene una experiencia directa de la vida y el ejemplo más total, más hermoso de niño rural está en el pequeño Nini, protagonista de Las ratas. Cazador de ratas para venderlas y poder vivir, y para comérselas. Nini -apenas sabemos nada de su familia- es como un pequeño hombre que sabe mucho de la Naturaleza, en un pueblo de Castilla. El Nini lo sabe todo: cómo se ahuyentan los cuervos para que no se lleven la simiente, sabe cuál va a ser el tiempo, cuándo debe matarse el chon, cómo se prepara una cama caliente, cómo descubrir los bandos de las avefrías, cómo alejar a las ovejas para que no se coman centellas y no críen galápago en el hígado; sabe cómo evitar a los topos en el huerto que impiden medrar las patatas y las acelgas. Una mujer dice: "Digo que el Nini ese todo lo sabe. Parece Dios". Delibes encabeza su novela de Las ratas con una cita del Evangelio: "Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Y tomando un niño lo puso en medio de ellos". Este niño pobre, este niño rural es una de las mejores creaciones de Delibes; y en su pobreza y en su sabiduría veo yo algo simbólico, que tras• ciende el relato realista. En Mi idolatrado hijo Sisí, por el contrario, se dibuja un niño de la ciudad, un niño rico, caprichoso, mimado, ignorante. Es el niño que hace preguntas porque no sabe nada, como luego hará el pequeño príncipe destronado.

229 Pero también en esta novela se dibuja un niño mandón, Ventura Amo, por• que Delibes ha creado lo que llamo niños mandones. En El camino, Roque el Moñigo era un niño mandón, fuerte, decidido, iniciador de los demás. Los niños mandones dominan y orientan a sus compañeros. Son un poco golfan• tes y zascandiles. En Mi idolatrado hijo Sisí, Ventura Amo, el niño mandón, dice: "Yo quiero irme a Madrid. Allí las fulanas andan sueltas por las calles". "Y ¿qué es una fulana?", responde Sisí. Ventura regaña a Sisí cuando dice Mamá.

- ¿Por qué dices mamá?-insistió Ven, ganado por un súbito afán de hacer de su amigo SisíRubes un hombre nuevo. - ¿Cómo he de decir?-dijo Sisí sumisamente. - Madre, decimos los hombres. Tú verás.

Novela interesantísima ésta para ver el desarrollo, el paso de la infancia a la adolescencia y a la juventud, en tres tiempos, con final trágico. En El príncipe destronado (1973), el niño de tres años, próximo a cumplir los cuatro, es como el buen salvaje, un Cándido que hace preguntas ante el mundo. Quico es el protagonista ingenuo. Aquí se repite el esquema de una infancia que hace preguntas porque tiene todo por descubrir. Cuando el padre se enfada con la madre, se dirige al niño y le dice:

- Oye, Quico, ve y di a tu madre que se vaya a freír puñetas. Hazme este favor, hijito. La madre llora y el niño la acaricia y pregunta candidamente: - Mamá, ¿vas a freír puñetas?

Cuando el Femio, el novio de la criada Vítora, se viene a despedir porque se va como soldado a Marruecos, besa a la criada. La escena es contemplada por el niño:

Y como no ofreciera resistencia, el Femio la volvió a besar ahin• cadamente, con los labios entreabiertos, ocultando los de la muchacha entre los suyos, un poco atornillados. Quico les mira-

230 ba, los ojos atónitos, y como aquello se prolongase, empezó a gol• pear la pierna y a gritar: -/No la muerdas, tú! Mas como el Femio no le hiciera caso, se puso de puntillas, abrió la puerta y salió corriendo por el pasillo, diciendo a voces: -¡Mamá, Domi, Juan, venir. Femio está mordiendo a la Vito!

Este es uno de los muchos ejemplos del buen salvaje, del niño ingenuo. En Los santos inocentes está esbozada, compasivamente, la Nina Chica, que es la Chanto, que no habla y emite un sonido lastimero, porque es muda. Y en este repaso tan rápido -aunque luego podemos volver sobre los temas- quiero destacar los amores infantiles. En El camino, la nina Mariuca- uca, hija de Quino, el Manco, y a la que se le muere la madre, está enamorada de Daniel el Mochuelo. Hay varias escenas y varios diálogos sencillos, muy bellos, encantadores y emocionantes, propios del arte de Miguel Delibes.

Gustavo Martin Garzo — "Dito diría -escribe Guimaraes Rosa en una de sus novelas- que lo verdadero es estar siempre valiente de alegría, alegre por dentro aun con todo lo malo que sucediese, alegre en las profundidades. ¿Podía? La alegría era vivir despacito, en lo menudo, no preocupándose de ninguna cosa más". Creo que es esa exactamente la situación de todos los grandes personajes infantiles de Delibes, de forma especial la de Daniel el Mochuelo y la de el Nini, protagonistas respectivamente de dos de sus mejo• res novelas El camino y Las ratas. Aun más, que tal vez sea esa la condición verdadera de todos los niños del mundo. Seres que viven despacito, en lo menudo, y cuya capacidad para la alegría, que tantas circunstancias adversas suelen poner a prueba, parece no tener límite. Pero aún voy más lejos. Creo que esa renovada atención, y la alegría de la que es indisociable, está en la base misma de la constitución de lo real. Cada pueblo, cada generación está obligada a reiniciar esa tarea interminable, la de fundar su propio concepto de realidad. Tarea que nunca podrá darse por con• cluida, y que será inevitablemente fuente de tensiones, porque se trata de vin• cular el mundo interior, de los anhelos más apremiantes e inconfesables, con el de los objetos y la pura exterioridad, de reinventar al hacerlo esa zona intermedia de experiencia en que ambas realidades sean conciliables. Dicha

231 zona, a cuya búsqueda nadie puede sustraerse, es una continuación directa de la zona de juego de los niños y de los amantes. También es inseparable de la experiencia poética, de esa otra voz que duerme en el fondo de cada hom• bre. ha escrito que la poesía canta lo que está pasando, que una de sus funciones más permanentes y universales es dar forma y hacer visible la vida cotidiana. Tiene pues un sentido civil, y aspira a la construcción de un orden de comunión y de convivencia. Recuerdo ahora la casita de Tiempos modernos, la gran película de Chaplin. El vagabundo está en la cárcel, y la chica, una Paulette Godard en los instantes más luminosos de su hermosura, se ocupa de disponerla para él, esperando su vuelta. Es una casita de paredes tambaleantes, en la que ellos se instalan sin embargo como si lo hicieran en un palacio. Que tanto recuerda a esa cabanas que levantan los niños y, ¿por qué no?, a la cueva donde el Nini, el protagonista de Las ratas, vive en com• pañía de su padre. No es extraño que, aunque todos quieran echarles, no se quieran ir. Esa cueva, como la casita de Charlot, no existe sólo en la realidad, sino en la imaginación de sus moradores. Ocupa el centro de esa zona inter• media. Es un espacio real, de actividad y de compañía, pero también un espa• cio sonado, de contemplación, donde el Nini iniciará ese diálogo silencioso con el mundo que es su vocación más secreta. Sorprende lo que logra Delibes en sus novelas, utilizando ese solo recurso, el de acercarse discretamente, a lo más menudo. Su arte se basa en el nom• brar, en la búsqueda de una transparencia, que haga visible las cosas. Sus pro• tagonistas infantiles pertenecen a esa clase especial de niños atentos, poco ruidosos, que apenas se hacen notar, y en los que siempre parece haber más vida de la que necesitan. Julien Green definió la imaginación como la memoria de lo que no ha sucedido, y esa facultad cuando alcanza un cierto desarrollo suele dar origen a un tipo especial de figura, la del soñador. Isak Dinesen, la gran escritora danesa, escribió un cuento que se titulaba precisamente así, El niño soñador. Un niño que tenía el convencimiento de que su mundo no era aquel en el que vivía, lóbrego, miserable, sino otro precioso y escondido, al que antes o después habría de restituírsele. Que ignoraba su poder, y la esencia de cuya naturaleza, como la de los poetas, era anhelar. Pero hay otro tipo de imaginación, aquella cuyas criaturas no son meros

232 reflejos, sombras, engaños adorables y tantas veces efímeros, sino las mismas criaturas del mundo. La imaginación como una facultad que no quiere la transfiguración de las cosas sino simplemente su contemplación, la restaura• ción de ese saber inocente, que solo existe en la mirada del niño, en esas horas de la infancia en que todo niño es un ser asombroso, el ser -como escribió Bachelard- que realiza el asombro de ser. Podrían hacerse según predominara un tipo u otro de imaginación- dos grupos de escritores, aquellos que hacen de esa sustitución la sola ley de su impulso creador, y cuyo instrumento básico es la metáfora, y aquellos otros que se conforman con contemplar lo que tienen ante sus ojos, y cuyo instru• mento es la metonimia. El poeta barroco pertenecería al primer grupo, y el de la lírica popular, al segundo. El primero sustituye la realidad, el segundo se relaciona por contigüidad con ella. Ambos suenan el mundo, reformulan las leyes de la realidad, hacen de la imaginación -que consiste en poner en rela• ción realidades contrarias- el modo de operación de su pensamiento, se con• funden con el amante, cuya tarea esencial no es tanto la satisfacción del impulso del deseo, como la de preservar el objeto que lo desencadena. También con los niños, para los que una historia -como dice la alondra Alejandra- no necesita ser verdadera sino hermosa. Esa búsqueda de la belle• za, del esplendor, sólo puede llevarla a cabo quien no ha terminado de ren• dirse, y aún estando en este mundo todavía no lo está de forma completa. Es el impresión que nos produce el Nini, el de alguien que está en el mundo pero como acabado de llegar, tal vez por eso le acompaña, como a todos los niños, una aura de indeterminación y secreto, y se diría que su ser sólo acierta a abrirse en el silencio más hondo, lejos de la mirada del adulto: cuando sube el monte de noche para observar los conejos, o aprovechando la luna de pri• mavera espía el paso del zorro oculto entre los juncos. Él es el único que oye, que ve, que se da cuenta, porque su forma de ser es la apertura, un estado de receptividad extrema que le permite vivir en comunión estrecha e intuitiva con el mundo, descubrir que hay continuidad en la existencia de la cosas y de los seres a pesar de su diferencia de aspecto, y ese descubrimiento es la esen• cia misma de la vida de la imaginación. Por eso el Nini no es el niño que juzga al adulto, el que dice, como en el cuento, que el rey está desnudo, sino el que vive en esa zona fronteriza que aquél deja libre, y por eso el más próximo, el

233 verdadero habitante de esa realidad que la muchedumbre de razones que constituye el existir ordinario de los adultos acaba por ensombrecer. De esa zona, de ese otro lado del sueño proviene su sabiduría. En muchos momentos de la novela se alude a que es como el Niño Jesús entre los doctores. Y efecti• vamente tiene que atender las demandas de todos. Conoce las costumbres de los animales, los signos que anuncian la lluvia, el tiempo de la siembra y la forma de combatir a las parásitas, y sus convecinos no dejan de preguntarle por lo que tienen que hacer en cada caso. Pero su saber lejos de ser una cien• cia infusa, se debe a su espíritu observador, es hijo de la atención. Es un saber no desencarnado, sino en contacto directo con el mundo, testimonio de sus sueños y aspiraciones, de sus desquites ante los golpes de la suerte. Es la característica de la infancia, que mucho hombres no perderán jamás, sentir la llamada se la vida. Uno de los personajes de Las ratas, Columba, no siente esa llamada. El pueblo es para ella un lugar vacío, y nada -ni la llegada de los vencejos o las golondrinas, ni el canto de los distintos pájaros- altera ese punto de vista. Es lo contrario del Nini. "El Nini, el chiquillo, sabía ahora que el pueblo no era un desierto y que en cada obrada de sembrado o de baldío alentaban un centenar de seres vivos. Le bastaba agacharse y observar para descubrirlos. Unas huellas, unos cortes, unos excrementos, una pluma en el suelo le sugerían, sin más, la presencia de los sisones, las comadrejas, el erizo o el alcaraván". Porque el Nini sabe que nada es lo que parece. Que la vida habitual de los hombres no es sino un telón caído sobre la que verdaderamente podían lle• var, y que es preciso asomarse a los resquicios que deja ese telón y mirar hacia el escenario oculto. Su saber es ante todo comunicación, encuentro con lo real. Tiene una raíz a la vez festiva y contemplativa, de comunicación y de reconocimiento sosegado. Ese encuentro está marcado por su risa. "Pero el Nini sí sabía reír, aunque solía hacerlo a solas y tenuemente y, por desconta• do, a impulso de algún razonable motivo. Llegada la época del apareamien• to, el niño subía frecuentemente al monte de noche, y, al amanecer, cuando los trigos verdes recién escardados se peinaban con la primera brisa, imitaba el áspero chillido de las liebres y los animales del campo acudían su llama• da". Porque el Nini, como el personaje de Guimaraes Rosa al que me referí al comienzo, es uno de esos seres para los que la alegría no es sino un senti-

234 miento de buena vecindad, de vivir en un mundo en el que lo que nosotros llamamos ínfimo alterna sin mayor problema con lo más delicado y hermoso, en que todas las criaturas, hasta las más insignificantes poseen un valor pues se hayan sostenidas y visitadas por la gracia en cada punto e instante de su existencia. Y el alegre no sería en suma sino el que se da cuenta de ello, y ve con claridad. El que se sitúa en esa zona intermedia, esa zona fronteriza entre lo real y lo irreal, en esa perspectiva en que lo cotidiano asume un rostro dife• rente y en la que vemos todas las cosas bajo otro aspecto. Que nos hace sentir que la grandeza de la vida, aunque encubierta, invisible, está al alcance de cualquiera, y sólo falta que sepamos verla. Si la llamamos con la palabra exac• ta, con su nombre justo, viene a nosotros. He aquí la esencia del encanto que no crea, sino que llama. Ese encanto es el de tantos personajes de Delibes, y de forma especial el de El Nini. Un encanto que hará, por ejemplo, que en el término de la lectura de Las ratas no tengamos, a pesar de la tragedia que se desencadena, un sentimiento de horror. Que salgamos fortalecidos por su lec• tura. Con el sentimiento de haber tenido una vez más la percepción de lo que de indestructible hay en las cosas hermosas del mundo. Isak Dinesen lo dijo con palabras admirables que quiero utilizar para terminar: "Existe la gracia en el mundo, como ninguno de nosotros tiene idea. El mundo no es un lugar riguroso o severo como dicen. Ni siquiera es justo. Se perdona todo. No se puede causar daño o perjuicio a las cosas hermosas del mundo: son dema• siado fuertes".

Ana María Matute — Yo debo dejar claro que no soy una estudiosa ni una crítica, sino una escritora. Y por eso no voy a explicar ni juzgar lo que signifi• ca el niño en la narrativa de Delibes, sino simplemente voy a contar, como antes decía el moderador, las sensaciones que en mí han producido las lectu• ras de Delibes y muy especialmente sus personajes infantiles, los niños de sus novelas. Pero primero quiero constatar una cosa que a mí me parece muy impor• tante: y es que la literatura española, en general, ha dejado de lado la figura del niño como protagonista (también la de la mujer, pero eso ahora no viene al caso); y que, a mi entender, ha sido Delibes, fue Delibes el primer escritor que otorgó protagonismo a los niños en sus relatos. Después de la guerra

235 aparece una novela, titulada El camino, que a mi me parece un libro insólito, bellísimo y, sobre todo, iniciatico. Ya en su primera novela, La sombra del ciprés es alargada, había presentado Delibes al niño como algo mas que un personaje anecdótico; pero es en El camino donde lo hace pasar a primensi mo plano, estableciéndolo en protagonista. Sin embargo, yo voy a fijarme sobre todo en otro niño, que ya ha sido cita do e interpretado repetidamente esta tarde por mis companeros, pero que ello no significa mas que despierta un especial atractivo, por no decir fascina• ción. Me refiero al Nini de Las ratas. A mi, por lo menos, me fascina. Y me fascina porque yo creo que, por primera vez (que me perdonen los eruditos si me equivoco), y acaso la única, se introduce en la literatura española el niño sagrado, el niño mágico, un niño que, a mi entender, es incluso un poco dia• bólico. Como muy bien ha dicho Carmen Bravo Villasante, el Nini es un niño transcendente. Algún personaje de la novela dice que es como Dios, que todo lo salle. Pero alguien también le desdice: "No, no, /es el Diablo/". Yo no sé si es el diablo o es Dios, pero vuelvo a repetir que es un ser mágico, el niño que sabe mas que nadie, con una ciencia infusa, con una luz en la mano que tras• pasa e ilumina toda la podredumbre, la brutalidad, la suciedad de alrededor, sin él mancharse para nada. Atraviesa el lodazal y se ensucia las rodillas, claro, como niño que es, pero el Nini sale ileso, limpio, luminoso siempre. El Nini esta totalmente integrado en la naturaleza y con el sentir y el pulso de todos los seres que le rodean. Pretenden educarle cuando resulta que tiene una sabiduría propia que nadie tiene, porque va mas alia de todo lo conoci• do, todo lo trasciende. Yo recuerdo con verdadero deslumbramiento la primera vez que se ve al Nini bajar corriendo con un pajaro entre las manos. Parecía que el aleteaba, al son del pajaro. Pero hay para mi otra imagen aun mas atractiva, con especiales resonan• cias personales: es cuando el niño lleva una moneda en la mano y va rozando su borde contra las piedras, sacando un brillo especial, una chispa de luz. ¿Salden que me evoca a mi esa imagen? Me ha recordado siempre cuando yo era nina y me encerraban, por mala, en el cuarto oscuro (cosa que me encan• taba, para estar sola con mis fantasías, por eso me portaba mal para que me encerraran). Y una vez saque de mi bolsillo un terrón de azúcar, lo partí y vi

236 surgir en la oscuridad, lo mismo que el Nini de la moneda, una llamita a/ul. Ese día fue transcendental en mi vida, ese día es cuando yo empece a ser escritora. Porque me dije: soy la ultima de la clase, soy tartamuda, tropiezo por todas partes, las ninas no me quieren, soy mala (viví mucho tiempo con• vencida de que era mala), ¡pero soy maga! 1 labia descubierto la magia, había descubierto que hay otra luz, otras presencias, otra vida al margen de la vida corriente de cada día. Aquella llamita azul era la misma luz, la misma chispa de la moneda del Nini, el mismo solecito de la moneda del Nini. La luz mágica que todo lo transforma y hace de este personaje delibiano un ser único. El Nini se acerca al más viejo del lugar y, en vez de reírse de el, como los otros niños, el se le queda observando y percibiendo lo que no dice, lo que aquel centenario calla. Porque el sabe que en aquel hombre está la vida y la muerte. Al Nini le dicen que no sabe reír, que no se ríe nunca. Pero no es verdad: el Nini se ne callandito, cuando ve -mejor que nadie- la ironía de las cosas, la comicidad de la vida, que él conoce , como conoce la naturaleza, ya que se dina que es una sola cosa con ella: sabe cuando va a llover, cuando va a helar, conoce a los animales porque vive de igual a igual con ellos. Pero, ojo, él está por encima de ellos y por encima de todo. Atraviesa la crueldad, la envidia, la sordidez, con un conocimiento y una singular pureza antigua, como no la tiene nadie. Por eso digo que es un niño sagrado. Y tam• bién, por eso mismo, un niño expiatorio. No lo sacrifican, pero al final -creo recordar- lo arrojan de la cueva, porque el ratero ha cometido un crimen que nadie va a entender. "Ahora nos tendremos que ir", dice el Nini. "No, la cueva es mía", replica el ratero. Y el Nini, con esa lucidez de niño sagrado y expiato• rio, sentencia: "No lo comprenderán. ¿Quiénes?", pregunta el ratero. Y el niño: "Ellos".

Pregunta del público - La figura del Nini ha acaparado prácticamente toda la atención de esta tarde. Se ha dicho que es mágico. Como mágicos son, a mi entender, otros personajes de Delibes, y me estoy acordando de Pacifico Pérez, de Las guerras de nuestros antepasados. Mi pregunta a la mesa es la siguiente: ¿Cómo un personaje como el Nini, con todos esos ingredientes mágicos, o Pacífico Pérez, con esas rarezas de hinchársele y dolerle las yemas

237 I CONVERSANDO CON LOLA HERRERA (INTÉRPRETE DE -CIÑO) HORAS CON MARIO.I

I EN EL HOMENAJE AJOSE MARÍA RODERO. EN LA UNIVERSIDAD DE VALLADOLID de los dedos cuando podan las higueras, o sentir una bombilla dentro del pecho, o acordarse del día en que nació; cómo consigue Delibes hacer que esos personajes tan... extraños nos parezcan creíbles, auténticos, verosímiles, y nos los creamos a pie juntillas?

Ana María Matute — A eso yo le llamo talento. No hay otra palabra. Ese es el misterio de la gran literatura, de la buena literatura, Además, yo creo que Delibes tiene una especial habilidad para meterse dentro de sus personajes y encarnarlos luego con una verosimilitud asombrosa. Porque, efectivamente, el Nini no es el único personaje mágico de sus novelas, hay muchos. Pero yo diría más: todos somos un poco mágicos, y la habilidad del gran narrador, de Delibes en este caso, es sacar de cada personaje, de cada ser de carne y hueso, esa magia que los hace únicos e irrepetibles. A todos se nos enciende alguna vez una bombilla dentro, o esa llamita azul a que antes me refería.

Intervención del público — Estoy de acuerdo en que en Delibes hay muchos personajes asombrosos, o mágicos, como aquí se ha dicho. Y si los niños lo son, me gustaría a mí añadir que también los ancianos. Me viene ahora a la memoria sobre todo un viejo maravilloso, asombroso, y para mí tan mágico como el Nini: me refiero al señor Cayo, que es como un niño de ochenta anos, y también completamente integrado en la naturaleza y con una sabiduría entre empírica e infusa que tiene mucho de mágico a mi entender. Yo veo aquí una especie de anillo, de círculo que se cierra, entre el niño de Delibes y el viejo de sus novelas. Ambos disfrutan de la misma candidez, sabi duría primiginea y asombro ante el mundo.

Pregunta del público — ¿Saca Delibes sus personajes infantiles de su fantasía o bucea en su propia infancia?

Ana María Matute — En el caso de Delibes yo no lo sé. Pero en mi caso por supuesto que sí. Cuando se escribe, no solamente sobre niños sino sobre cualquier ser humano, el escritor se dedica a una especie de... de cacería de recuerdos, vivencias, instantes. Una cacería en el bosque interior de uno

239 mismo. Si no te planteas quien eres tú, ¿cómo vas a conocer a los demás?

Pregunta del público — Me gustaría que cada uno de los componentes de la mesa me definiese que es para el la idea que Delibes tiene de la infancia.

Carmen Bravo-Villasante — No me gustan las simplificaciones ni los resú• menes, pero yo dina que para Delibes la infancia es la inocencia, la candidez, la mirada primitiva y virgen ante el mundo.

Gustavo Martín Garzo — Yo dina más o menos lo mismo: creo que es un ins• tante privilegiado de comunicación; de comunicación y de encuentro con el mundo y con lo real. Y eso está muy bien reflejado en los niños de Delibes.

Ana María Matute — Para mi, el niño no es un proyecto de hombre, sino que el hombre es lo que queda del niño que fue. Para mí la infancia es un mundo total y redondo. Cuando el niño se hace adolescente, nace otro ser, la infancia queda atrás. Por eso yo digo que los adolescentes suelen tener cara de asesi• nos, han asesinado su imagen mas bella. Son como esos náufragos que regre• san de la isla misteriosa y nadan hacia el continente, hacia la realidad, sin saber qué les espera. La infancia es un mundo cerrado y total.

Carmen Bravo-Villas ante — Hay una frase del poeta Wordsworth que viene muy a cuento de lo que acaba de decir Ana Mana Matute: "El niño es el padre del hombre".

José Antonio Solórzano — Como antes recordaba en mi presentación, el propio Delibes dice que el niño es un ser cargado de posibilidades, en un estado de gracia en el que el mundo es puro asombro y pura posibilidad.

Pregunta del público — Siempre se insiste en el lenguaje de Delibes, en la naturalidad de su lenguaje a la hora de narrar y a la hora, sobre todo, de hacer hablar a sus personajes, en este caso a los niños. ¿Cómo consigue esto Delibes? Mi pregunta va dirigida particularmente a otra escritora, a Ana María Matute.

240 Ana María Matute — Uno de los grandes méritos de Delibes, en efecto, es esa naturalidad. Mejor dicho: esa aparente naturalidad. Porque no hay mas difícil lo digo como labradora del lenguaje y de la narración que parecer sencillo y natural. Lo mas fácil del mundo es ser complicado. Lo mas difícil, repito, es ser transparente y natural. Y esto lo domina extraordinariamente Delibes. Y por supuesto que la reproducción del lenguaje propio de cada personaje, en este caso de los niños, es pura reinvención literaria. La literatura es la mentira más grande que existe, pero que transmite la mayor verdad de la vida.

Gustavo Martín Garzo — Yo creo que una de las virtudes que caracteriza, no solo a Delibes sino a toda su generación, es el buen oído de que hacen gala para esencializar la manera de hablar de un viejo, de un niño, y hacérnosla creíble, auténtica.

Carmen Bravo-Villasante — La materia prima está ahí, eso sin duda. Delibes, lo mismo que Pereda, escucha a los campesinos, e incluso toma de su voca• bulario no pocos términos que desgraciadamente están hoy en desuso y que nombran las tareas del campo, los aperos de labranza, las plantas, los pájaros. Y lo mismo hace con el lenguaje espontáneo de los niños: lo que ocurre es que luego él lo transforma, lo trabaja literariamente y el resultado es esa vero• similitud asombrosa de hacer creer al lector que escucha realmente a un labrador o a un niño de cinco anos.

241 I CON MARIO CAMl'S KN EL RODAJE DE LOS SA.VTOS ISOOMUS.

I COMIDA CON VARIOS DE LOS DIRECTORES Y EQUIPOS QUE IIAN LLEVAIX) AL CINE Y TEATRO SUS OBRAS (MARIO CAMUS. ANA MARISCAL, ANTONIO GIMÉNEZ-RICO, ANTONIO MERCERO, ETC). LA IMAGEN Y LA PALABRA

MOtlI RAIXJR

Fernando LARA

PARnCII'ANTFS Josefina MOLINA Antonio GIMENEZ RICO Antonio FERRANDIS Alfredo LANDA

Fernando Lara — Nos hemos reunido esta tarde para hablar sobre las relacio nes entre la obra de Miguel Delibes y el cine. Las relaciones entre cine y literatura han sido y son siempre conflictivas. En casi todos los ciclos, seminarios, conferencias o mesas redondas en torno a este tema, difícilmente se llega a un acuerdo sobre la fidelidad a la obra origi nal, sobre si el cine tiene o no derecho a variar la fuente literaria, sobre las diferencias o similitudes entre el lenguaje literario y el cinematográfico, etc. Cuestiones siempre polémicas, como digo, y sobre las que difícilmente llegan a ponerse de acuerdo literatos y cineastas. Hoy vamos a enfrentarnos a la obra cinematográfica basada en las novelas de Miguel Delibes. La filmografía delibiana comprende, hasta el momento, siete largometrajes y una serie televisiva. La primera película basada en una

243 novela de Delibes fue El camino, dirigida en 1965 por Ana Mariscal, que se convierte así en la pionera a la hora de traspasar al cine la obra de Delibes. Fue una producción modesta, aunque valiosa, antecesora de una nueva ver sión filmada de esta misma novela -pero en este caso para televisión dirigida en 1977 también por otra mujer, Josefina Molina, que hoy esta con nosotros. Esta serie televisiva fue, creo yo, un excelente trabajo y obtuvo un importante premio en el Festival de Praga El segundo largometraje sena Retrato cíe familia, de Antonio Giménez Rico -que también nos acompaña-, realizado en 1976 sobre la novela Mi idolatra do hijo Sist. Es una de las películas quizás mas emblemática del cine de la transición. Giménez Rico, como veremos luego, reincide en la adaptación de la obra de Delibes con El disputado voto del señor Cayo. La tercera película fue La guerra de papá, de Antonio Mercero, un grandí• simo éxito comercial de 1977, basado en la novela El príncipe destronado. Tuvo sobre todo el encanto de ofrecer la visión de una determinada proble• mática familiar a través de los ojos ingenuos de un niño, de ese príncipe des• tronado que siente discriminada su circunstancia vital con la llegada de una hermanita. También Mercero volvena a Delibes posteriormente con El tesoro. Tras La guerra de papa llegana la película que quizá haya obtenido mayor repercusión y aceptación de público y crítica: Los santos inocentes, dirigida por Mario Camus en 1984. Película protagonizada por Alfredo Landa y Francisco Rabal, que obtuvieron conjuntamente el premio de la interpretación en el Festival de Cannes, y que por eso mismo se convirtió en la película de mayor resonancia internacional de todas las basadas en textos delibianos. Posteriormente vendría El disputado voto del señor Cayo -que ya cité antes-, en la que Antonio Giménez Rico dirigió a Paco Rabal como protago• nista, obteniendo la Espiga de Plata en la Semana de Cine de Valladolid, una notable acogida por parte de la crítica y una buena carrera comercial. No sucedería lo mismo con El tesoro, de Antonio Mercero, realizada en 1988 y que no tuvo la menor fortuna. No llegó a proyectarse siquiera en salas comerciales y pasó directamente a TVE, donde se ha podido ver recientemen• te. Tampoco tuvo fortuna la última de las siete adaptaciones sobre Delibes, La sombra del ciprés es alargada, de un director español exiliado en México

244 durante muchos años: Luis Alcoriza. Se enfrentó con la que fuera la primera novela de Delibes -y con la que consiguió el Premio Nadal- pero quizá no acertó ni en las características de la producción, ni en el momento idóneo, ni en el enfoque más adecuado de la novela. Pero Delibes, además de esta relación con el cine por la repetida adapta• ción de sus novelas, tiene otra faceta poco conocida y que esta tarde me gus• taría resaltar aquí: me refiero a su ejercicio como crítico cinematográfico en el periódico vallisoletano El Norte de Castilla, precisamente en su primera época como redactor de dicho diario. El propio Delibes siempre ha dicho que fue• ron críticas hechas sin demasiada preparación, con urgencia y de puro com• promiso, para cubrir una necesidad del periódico; pero yo estoy seguro de que, revisándolas en profundidad, se podrían encontrar elementos interesan• tes que sin duda enlazarán con la actitud actual del notable cinefilo que es Delibes. Yo lo puedo constatar personalmente, ya que sé de su asistencia asi• dua a la Semana de Cine de Valladolid, a los ciclos que se organizan durante el año y al cine cotidiano de las salas vallisoletanas. Y yo me atrevería a decir que su afición por el cine ha producido una influencia o trasvase en doble sentido: en la idoneidad de sus novelas para ser trasvasadas al lenguaje cine• matográfico, y en la influencia que, a mi entender, ha tenido también el len• guaje cinematográfico en el estilo narrativo de Delibes. Pero para hablar de todo esto, de esta relación entre el cine y la novela delibiana, o viceversa, tenemos aquí a cuatro implicados directamente en otros tantos proyectos cinematográficos o televisivos. Josefina Molina, además de una importante directora de cine -aunque quizá con una filmografía todavía no muy amplia- es una de las grandes reali• zadoras de televisión que ha tenido este país. Y digo tenido porque hace tiempo que no trabaja para este medio, donde, además de la versión de El camino de Delibes, a que antes aludí, ha realizado otras series tan importan• tes como la ejemplar Teresa de Jesús. Aunque ella también se ha relacionado con la obra de Delibes a través del teatro, con su versión de Cinco horas con Mario, protagonizada por Lola Herrera, hoy participa en esta mesa redonda especialmente por su experiencia televisiva con una novela delibiana. Antonio Giménez Rico, por su parte -y por seguir con los directores- ha llevado a cabo dos adaptaciones de Delibes: Retrato de familia y El disputado

245 voto del señor Cayo. Dos películas importantes que se integran dentro de una amplia filmografía de la que a mí me gustaría destacar dos aspectos o caracte• rísticas: una referida a su propia persona, y es que Giménez Rico es uno de los profesionales más respetados del cine español, como lo demuestra su cargo electivo de Presidente de la Academia Española de Cine. Y la segunda, que su filmografía, sus películas ganan con el paso del tiempo, suelen gustar más cuando se ven después de unos anos de su estreno, lo cual significa que hace cine auténtico y no mediatizado por las modas pasajeras. En cuanto a los dos grandes actores que están hoy aquí, Antonio Ferrandis fue el Cecilio Rubes de Retrato de familia, adaptación de la novela de Mi ido• latrado hijo Sisí. Un personaje duro, un personaje fuerte, un personaje como yo creo que le gusta hacer a Antonio Ferrandis, actor de un gran talento dra• mático pero a quien perjudicó la popularidad de aquel personaje televisivo, Chanquete, que le encasilló en una caracterización que, sin embargo, des• miente su amplia filmografía e incluso su importante repertorio teatral. Por su lado, Alfredo Landa fue Paco el Bajo en Los santos inocentes y con• siguió el prestigioso premio de interpretación en el festival de Cannes. Alfredo Landa cubre gran parte del cine español de hoy, como todos sabe• mos. Pocos actores pueden preciarse de bautizar toda una época con su nom• bre, cosa que sí ha conseguido él con el llamado landismo, que si bien duran• te un tiempo produjo películas de éxito pero de nula calidad estética, luego, gracias a los nuevos rumbos del cine español, y sobre todo al gran actor que Landa ha llevado siempre dentro, ha alcanzado cotas de auténtica maestría, como lo demuestra el mencionado papel de Paco el Bajo, de Delibes, o el tan reciente Sancho Panza de la serie televisiva de Manuel Gutiérrez Aragón. Bien. Pues para comenzar el diálogo o debate en torno al tema que nos ocupa, yo preguntaría a los dos directores de la mesa, Josefina y Antonio, que nos contasen qué fue lo que les llevó a adaptar para el cine o la televisión una obra concreta de Delibes. Y por supuesto, qué problemas o dificultades encontraron a la hora de resolver ese debate eterno, que al principio yo men• cionaba, entre cine y literatura.

Josefina Molina — La versión que yo hice de El camino fue un encargo de TV española para una serie de espacios en torno a la literatura española del

246 momento. Eran adaptaciones seriadas, con episodios de 30 minutos de dura• ción, y que en mi caso cubrimos con cinco capítulos. Pero no por ser un encargo fue para mí menos gustoso e interesante el trabajo, ya que Delibes siempre me ha interesado, y prueba de ello es mi dirección teatral, posterior• mente, de Cinco horas con Mario, que antes citaba Fernando Lara. Trabajar con cualquier texto de Delibes ofrece una gran ventaja, y todos cuantos lo hemos hecho tenemos una deuda contraída con él, ya que se aprende una cosa fundamental: la esencialidad. Delibes siempre va a lo esen• cial, tiene la gran virtud de encontrar en el relato aquello que llega directa• mente a la sensibilidad, al corazón y a la inteligencia del lector. Su capacidad de sugerir es asombrosa. Nos da una visión aparentemente objetiva, realista, de la vida y del mundo, pero lo cierto es que es una visión trascendida y muy personal, en la que juega un papel fundamental la elección y realce de perso• najes y situaciones, destacando o subrayando unos y desechando o velando otros, de modo que la situación creada y la emoción generada por esa situa• ción llega directa y plena. Incluso a la hora de seleccionar -porque el cine o la TV deben seleccionar, esquematizar la obra literaria -el lenguaje de Delibes es tan fértil que te ofrece una serie de posibilidades a cual más plástica y más convincente. Mi trabajo en la versión televisiva de El camino fue una experiencia intere• santísima. Lo que nos propusimos el guionista Jesús Martínez de León y yo fue recrear la atmósfera que Delibes consigue en su novela. Una atmósfera que te envuelve, te absorbe, te agarra y no te suelta. Resumir la gran cantidad y variedad de situaciones y personajes entrañables de la novela era práctica• mente imposible, máxime cuando no hay un hilo narrativo definido, con con• tinuos saltos al pasado y al presente; por eso nos interesó más el mundo que Delibes recrea. Y para poder recrearlo también nosotros lo más adecuada• mente posible, nos fuimos a Valladolid a conocer a Delibes, que para mí fue una experiencia inolvidable, de esas que se te quedan grabadas. Por su huma• nismo, por su cordialidad. Y también por sus ideas sobre el posible guión, pues, como antes decía Fernando Lara, se nota que Delibes sabe del lenguaje cinematográfico. Luego le presentamos el guión ya elaborado y él se limitó a hacernos breves observaciones y a retocar el diálogo en algunos puntos. Nuestra relación con él fue en todo momento estupenda.

247 Antonio Giménez Rico — La verdad es que me resulta difícil sintetizar el montón de cosas que se me vienen a la cabeza al pensar en mi relación cine• matográfica con la obra de Delibes, en por qué en un momento dado hicimos Mi idolatrado hijo Sisí y por qué diez años después hicimos El disputado voto del señor Cayo. Porque, además, ambos proyectos y ambas películas respon• den a momentos muy diferentes de mi trayectoria personal y profesional. En cuanto a la primera película, mis razones para abordarla fueron varias: la primera, mi profunda admiración por Delibes. Yo soy castellano, como él, y estudié Derecho en Valladolid, y en aquellos años universitarios no se pueden ustedes imaginar lo que era y significaba Delibes para nosotros: el mito, el gran escritor, pero también el hombre coherente, el hombre consecuente con sus ideas, el hombre y el escritor a admirar. Por eso, en cuanto estuvo a mi alcance poder abordar la obra de Delibes, no lo dudé. Pero debo confesarles que mi primer proyecto fue llevar al cine Las ratas. Las ratas era una novela que me había impactado y yo quería hacerla cine. Lo que ocurre es que resul• ta muy difícil, o quizá muy arriesgado atreverse a contar en imágenes la histo• ria de un hombre que caza ratas para comérselas. Entonces, di un giro total y me planteé hacer una novela de las más novelas de Miguel Delibes, me refie• ro a las novelas de gran calado y más al estilo tradicional decimonónico de la primera época de Delibes. Y me fijé en Mi idolatrado hijo Sisí. Claro que la dificultad era enorme, ya que, si la adaptábamos íntegramente, no daba para una sola película, ¡daba para diez películas! Por eso decidí ceñirme a una de las partes de las tres en que se divide el libro, a aquélla que me pareció más atractiva, la que se desarrplla en la época de la guerra civil, con breves saltos referenciales a los dos partes primeras. También en mi caso, como antes decía Josefina, Delibes colaboró con nosotros supervisando el guión y, aunque tuvi• mos alguna que otra discrepancia, lo cierto es que el propio Miguel, con el paso de los años y al verla de nuevo, incluso en televisión un par de veces, me ha confesado que cada vez le gusta más y las divergencias pueden decirse que han desaparecido. En cuanto a El disputado voto del señor Cayo, se trata de una novela total• mente opuesta a Mi idolatrado hijo Sisí. Era un texto mucho más actual, una narración más austera, más escueta, un relato condensado del que nadie pen• saba que podía salir una película. El proceso fue inverso: en lugar de sinteti-

248 zar, hubo que inventarse cosas, ampliar la anécdota de la novela. Pero a mí me atraía muy especialmente este título por dos razones: primero, porque era una novela que me permitía hacer una película sobre mi tierra, sobre Castilla. Y en segundo lugar, porque esa novela tenía como protagonista a un persona• je, el del viejo señor Cayo, que para mí era un prototipo de todas las virtudes y los defectos del hombre castellano. Un tipo seco, áspero incluso, desconfia• do, escéptico, pero noble, humano y sabio al mismo tiempo. Por otro lado, había una auténtica atracción en el lenguaje. Hay en la novela tres empleos, tres formas de hablar el castellano de las que Delibes nos da una espléndida lección. La del viejo, sucinta, directa, ancestral, llena de resonancias y de suti• lezas en trance de desaparecer; luego estaba el lenguaje culto y universitario de Víctor, un lenguaje intelectual, por así llamarlo, con todas sus vacuidades al hacerse discurso político; y finalmente, la jerga de los personajes jóvenes, absolutamente de hoy, de la calle de ahora mismo. Este juego, esta mezcla e interrelacion de lenguajes tan dispares, me atraía y se me presentaba como una experiencia fascinante. Y con todos estos planteamientos y con un esquema de trabajo de austeri• dad narrativa, de contención que nos brindaba la propia novela, nos pusimos a trabajar. En un proyecto en el que, en principio, nadie o casi nadie creía, y que luego ha resultado ser una de las películas que más comunicación ha logrado con el público, lo cual quiere decir que Delibes debe tener un secreto extraño del que nosotros no tenemos más que saber aprovecharnos.

Femando Lara — Enlazando con lo que ha comentado Giménez Rico en rela• ción al guión y a la novela original, a ti, Antonio Ferrandis, a la hora de acep• tar la interpretación del protagonista de Retrato de familia, Cecilio Rubes, ¿te hizo falta remitirte a la novela original o te bastó con el guión?

Antonio Ferrandis — Bueno, yo debería empezar dando las gracias a cuan• tos hicieron posible que yo encarnase ese papel. Y en primer lugar al produc• tor Sámano, que me llama un día y me dice que tiene un personaje de Delibes, que en principio había pensado que lo interpretase Anthony Quinn, pero que como al final lo vamos a hace a nivel español, había pensado en mí.

249 Vi que era un papel importante y, como actor que tiene que vivir, podía haber pensado que me reportaría buenos beneficios. ¿Pero saben una cosa? Que yo hubiera hecho el personaje gratis. Porque es de esos papeles que te llueven del cielo de cuando en cuando y que más que un trabajo es una recompensa. El papel y el trabajar con Giménez Rico, que fue un director y un hermano. El papel estaba bien trazado, tan puesto en los raíles, que Giménez Rico sólo tuvo que empujarme, y lo hizo con maestría y con cariño. Y por eso resultó uno de los personajes que más feliz me ha hecho en mi carrera. ¿Qué personaje queremos los actores? Un personaje que tenga carne, envergadura. Y Delibes de eso sabe mucho. Sus personajes tienen consistencia y por eso resultan inolvidables. El mío, por ejemplo, el de Cecilio Rubes. Un padre egoísta que toda su vida y sus afanes los ha volcado en el hijo, en el único hijo, en Sisí. Un hijo malcriado que se lo matan en la guerra -¡con qué respeto trata Delibes la guerra civil!-, lo que supone para él, para el padre, el fin, la destrucción. Si habéis visto la película os daréis cuenta cómo es para volverse loco hacer un personaje como el que yo hice. No tuve más que leer el papel -de antes ya conocía la novela-, ponerme en manos de Giménez Rico, en el que tengo una gran fe, y dejarme llevar por él y por Delibes. Tenía un gran personaje, un novelista de primera fila detrás, un director al lado del que me fiaba plenamente, y muchos años de experiencia cinematográfica a las espal• das. ¿Qué más podía pedir?

Alfredo Landa - Respecto a Paco el Bajo, el papel que yo hice en Los santos inocentes, podría repetir lo que acaba de decir Antonio Ferrandis: que el per• sonaje estaba hecho. Perfecto de los pies a la cabeza. Sólo había que procurar encarnarlo con toda fidelidad, no desmerecer de él, vaya. Al personaje no le faltaba ni sobraba nada. Porque, como antes decía Josefina Molina, en Delibes todo es esencial. No hay paja, no hay retórica. Por eso, cuando te encuentras con un personaje así, para colmo lleno de amor, de ternura, de humanidad, de autenticidad, ¡hacerlo está tirao, no me digan ustedes! De ahí que para mí Delibes sea una especie de talismán, gracias a él conseguí el más importante premio de mi carrera y yo creo que el cincuenta por ciento del premio del fes• tival de Cannes se lo merece el señor Delibes, yo partiría el diploma en dos y le daría la mitad.

250 Yo me acuerdo perfectamente de cuando conocí a Delibes, que fue preci• samente durante la filmación de la película. Estábamos en un receso del roda• je y viene Mario Camus y me dice: "Alfredo, el señor Delibes está comiendo en el restaurante de enfrente; vete y le saludas y le presentas mis excusas, por• que tengo que hacer un asunto urgente y luego le veo yo". Yo, que estaba dis• frazado de Paco el Bajo, voy y me digo, ¿cómo me presento con estas pintas? Pero, ni corto ni perezoso, me voy para el restaurante, me pongo delante de Delibes, le tiendo la mano y le suelto: - Señor Delibes: Paco el Bajo. Y él me mira despacio, sonríe y me comenta: "Es curioso. Al escribir mis novelas, prácticamente todos mis personajes han tenido una cara al inven• tarlos, incluso muchas veces la del personaje real en que se inspiraban. Pero Paco el Bajo no, ése no tenía cara. Desde hoy la tiene: la tuya". ¿Qué más se le puede decir a un actor? ¡Para mí es San Miguel Delibes, ya está!

Pregunta del público — Señor Giménez Rico: ¿Por qué a la versión cinema• tográfica de Mi idolatrado hijo Sisí se le puso el de título Retrato de familia?

Antonio Giménez Rico — En aquellos momentos, Mi idolatrado hijo Sisí nos pareció a todos un título poco adecuado para el cine, para una película. En primer lugar, por la inevitable referencia que Sisí podría tener con otra pelícu• la y otro personaje de igual nombre, con el consiguiente posible equívoco. Y que, además, como le digo, tampoco nos parecía en sí mismo un título cine• matográfico. Así que empezamos a darle vueltas y dimos con Retrato de fami• lia que, aun cuando tampoco puede decirse que sea un título maravilloso, como la película funcionó muy bien ha venido a convertirse como antes ha dicho Fernando Lara, en uno de los títulos emblemáticos del cine de la transi• ción. Sin embargo, cuando diez años más tarde me propuse hacer El disputado voto del señor Cayo, aun cuando todos opinaban que era un título largo y poco afortunado para el cine, yo me planté y exigí que se mantuviese el título de la novela. Y creó que acerté con tal decisión.

Pregunta del público — Aquí se ha dicho que ha habido películas de

251 Delibes que han resultado maravillosas y otras que ni siquiera han podido estrenarse comercialmente. ¿Cómo se entiende esto, si todas sus novelas son igual de maravillosas y de humanas, y escritas con un lenguaje fenomenal?

Alfredo Landa — Hombre, es que una novela es algo totalmente distinto de un guión cinematográfico. Y una novela puede ser espléndida y fallar luego en el guión. Yo no sé de eso, pero creo que tiene que ser muy difícil sintetizar una novela y darle forma cinematográfica. Por eso, unas veces se acierta y otras no, claro. Y perdóneme usted, pero quería hacerle una pregunta a Giménez Rico. ¿Te acuerdas, Antonio, que una vez me propusiste hacer una película sobre una novela de Delibes? ¿Cuál era?

Antonio Giménez Rico — Ah, sí, sí, claro que me acuerdo. Era una de las novelas que menos le gustan a Delibes, y que, sin embargo, yo siempre he creído que tiene una adaptación espléndida. La novela es Aún es de día.

Alfredo Landa — ¡Eso es! Y yo también creo que es una novela espléndida, aunque el señor Delibes opine lo contrario. Pero también creo -lo recuerdo aún de entonces- que tiene una adaptación cinematográfica muy difícil. Y quizá no se ha hecho precisamente por eso. Porque no es lo mismo leer una novela que convertirla luego en un guión.

Josefina Molina — Yo pienso que hay novelas de Delibes que son posibles de adaptar y novelas de Delibes que son imposibles de llevar al cine. Y es porque su lenguaje, en algunas ocasiones, es intraducibie en imágenes, quizá por las mismas misteriosas razones por las que, en otras ocasiones, ese len• guaje es tan plástico que casi casi tienes hecho el guión. Cinco horas con Mario, por ejemplo, es imposible llevar al cine. Toda la novela está funda• mentada en el lenguaje y la imagen ahí no tiene nada que hacer, es más, rom• pería, destruiría el hechizo de la palabra. Y acaso con El camino pase un poco lo mismo. El poder de sugestión del lenguaje está por encima de las imágenes, por bellas que sean.

Alfredo Landa — Lo contrario ocurre con Los santos inocentes, que lees la 252 novela y prácticamente te encuentras con el guión hecho. Estoy de acuerdo: hay novelas que entrañan una enorme dificultad para trasladarlas al cine y otras no.

Antonio Giménez Rico — Con todo, una vez hecha una película, es muy difí• cil saber por qué en un caso funciona y en otro no. Si El disputado voto del señor Cayo hubiera resultado una película que no hubiera ido nadie a verla, ahora estaríamos argumentando por qué o donde estuvo el fallo, lo mismo que hacemos con El tesoro, de Mercero, o de la primera versión de El camino, de Ana Mariscal. Pero es muy difícil saber la razón última de un acierto o un desacierto. Aunque en el caso de La sombra del ciprés es alargada, la versión de Luis Alcoriza, yo sí que veo errores flagrantes. Y creo que la clave está en que el director no entendió en ningún momento absolutamente nada del mundo de Miguel Delibes. Y lo menos que se puede pedir a un director cuan• do se pone a filmar una novela de un escritor es entender el mundo de ese escritor. Alcoriza se empeñó en hacer la película que él quería hacer tomando como pretexto una novela de Delibes, por eso en la película no se reconoce para nada a Delibes.

Fernando Lara — Estoy de acuerdo con Antonio en que el éxito o fracaso de una película se debe a una serie de factores que es muy difícil analizar: ¿Por qué, por ejemplo, no tuvo éxito El tesoro? Antonio Mercero había ya demostrado con anterioridad que sí entendía el mundo de Delibes al filmar La guerra de papá, ¿no es eso? ¿Por qué no acier• ta, entonces, en este segundo intento? Aunque yo quisiera hacer aquí una puntualización: no acierta pero tampoco le dan muchas oportunidades para saber si había acertado o no. Porque resulta que El tesoro no se llegó a pro• yectar comercialmente, sólo se presentó en la Semana de Cine de Valladolid y desde el primer momento fue contestada violentamente por el público. Contestación que se debió a factores extracinematográficos que ahora no vie• nen a cuento, pero que sirvió como pretexto para que a la película ya no se le diese la menor oportunidad en los circuitos comerciales y se hundiese en el olvido. Y yo me pregunto si hubiese ocurrido lo mismo de haber sido estrena• da después ante el espectador habitual de las salas comerciales. ¿Habría

253 entonces funcionado o no? Pues quizá sí. Es evidente que no resultó una pelí• cula lograda, como la anterior de Mercero sobre Delibes, pero insisto en que no se le dio ni siquiera la oportunidad de saber si, ante un público distinto al de un festival, la película pasaba o no la prueba.

Pregunta del público — En resumidas cuentas, ¿la adaptación cinematográfi• ca debe estar al servicio de la obra literaria o puede el director recrear la obra, la novela, a su criterio?

Antonio Giménez Rico — Cuestión fundamental. El propio Delibes siempre dice que el éxito de las películas basadas en sus novelas es siempre mérito nuestro, de los directores. Favor que nos hace, claro. La verdad es que no creo que haya una fórmula única a la hora de plantearse una versión cinema• tográfica. En mi caso, por ejemplo, mientras en Mi idolatrado hijo Sisí corté y mutilé la novela de forma drástica, en El disputado voto del señor Cayo me inventé historias complementarias que para nada estaban en la novela. Y en ambos casos -que sin duda podemos denominar versiones libres- a Miguel Delibes le pareció bien el resultado y no vio traicionada su obra. En el caso de Luis Alcoriza, sin embargo, yo también creo que la transgre• sión ha sido absoluta, o excesiva al menos. Yo siempre digo que para ser fiel a una novela hay que ser infiel, incluso hasta traidor, a la letra de la novela, pero hay que ser fiel al espíritu, al mundo del escritor. Pero yo creo que Alcoriza ha sido infiel a ese mundo, a ese espíritu de Delibes, por puro desco• nocimiento.

Josefina Molina — Efectivamente, hay que conocer el mundo de un escritor para poder trabajar con garantías sobre su obra. Por ejemplo, cuando yo afronté la versión televisiva de El camino, para mí fue fundamental el encuen• tro que mantuve con Delibes. Él nos habló del pueblo donde transcurre la his• toria y luego, incluso, fui a conocerlo. Y allí entendimos mejor toda la magia, ese realismo mágico de los ambientes, de las historias, de los personajes. El contacto con el escritor creo que puede siempre aportar claves para tu traba• jo. Me pasó lo mismo con la versión teatral de Cinco horas con Mario. Al fin y al cabo, él y tú ejercéis, ejercemos el mismo oficio, el de contar historias. Él

254 con la palabra y tú con la imagen, con la cámara. El diálogo, el conocimiento mutuo siempre creo yo que es positivo. Aun cuando tú luego ejerzas tu traba• jo libremente, claro está.

Antonio Giménez Rico — Exacto. Tenemos una historia inventada por un escritor, y ahora tú quieres contarla con otro instrumento, con la imagen. Conocer al escritor y conocer sus claves me parece que es fundamental. Como ya creo que he dicho antes, yo también en ambas películas dialogué y me relacioné lo más posible con Delibes antes de comenzar el trabajo. Incluso en ambos casos conoció y opinó sobre el guión. Pero eso sí, al final siempre me decía lo mismo: el director eres tú y la película es tuya, así que, a pesar de lo que yo opine, tú haz lo que mejor te parezca.

Josefina Molina — A mí me gustaría puntualizar aquí que no es lo mismo hacer una película que una serie televisiva. Y sobre todo una serie televisiva como la que yo hice, que se trataba más bien de un proyecto cultural, con el fin de estimular la lectura de los libros que se pasaban por televisión. Teníamos mucho más tiempo que en una película comercial para contar la historia, eso sí, pero al mismo tiempo teníamos menos libertad interpretativa o creativa respecto a la novela original, debíamos ser como más fieles al con• tenido de la novela. No teníamos que pensar en una taquilla, y eso, para un director, puede tener sus ventajas, pero al mismo tiempo sus riesgos y desven• tajas.

Antonio Giménez Rico —¿Sabes que idea tengo yo metida entre ceja y ceja? Hacer para TV una serie de 7 u 8 horas con Mi idolatrado hijo Sisí; no con una parte de la novela, como en la película, sino con la novela completa. Por supuesto que el protagonista tendrá que ser Antonio Ferrandis, porque yo ya no veo otro Cecilio Rubes si no es con la cara de Antonio. Pero hoy en día no sé si televisión está para abordar proyectos culturales de tal envergadura, ni aún tratándose de fomentar la lectura de nuestras grandes obras.

Fernando Lara — Volviendo de nuevo a la interpretación, a los actores, a Antonio y Alfredo: ¿Delibes os dijo algo una vez hecha la película?

255 Alfredo Landa — Yo sólo le vi el día del estreno. Me dio un abrazo y volvió a confirmar lo que ya me había dicho en Alburquerque, durante el rodaje: "No hay duda, Paco el Bajo tiene tu cara".

Antonio Ferrandis — Pues a mí me dijo lo más bello que se puede decir a un actor, sobre todo cuando lo dice un señor como Miguel Delibes. Muy a su estilo, muy escuetamente, me dijo: "Gracias, Ferrandis". ¡Todavía me tiembla la espalda!

Pregunta del público — Vaya por delante mi admiración por Alfredo Landa, antes de mi pregunta: ateniéndonos al título de la mesa redonda, La imagen y la palabra, ¿qué resultó para ti más fácil o más difícil en tu interpretación de Los santos inocentes-, la imagen o el texto de Delibes?

Alfredo Landa — Creo que ambas estaban consustancialmente unidas. Pero verá usted: a mí lo que más me atrajo de Paco el Bajo fue su bondad. Es un hombre absolutamente bueno, bueno hasta los huesos, todo lo hace por amor, por bondad auténtica. Y yo que soy un enamorado de la bondad, por eso me resultó tan fácil hacer ese papel. Está el oficio, claro, pero el personaje es de los que te salen del alma porque ya lo llevabas tú en el alma.

Pregunta del público — Sin embargo, Cecilio Rubes, el personaje de Antonio Ferrandis, en Retrato de familia, podría decirse que es todo lo contrario: un personaje duro, egoísta, malo incluso...

Antonio Ferrandis — No, malo no es. Es un personaje complejo, como lo somos casi todos los seres humanos. Producto del entorno, de la familia, egoísta, sí, pero al mismo tiempo...

Josefina Molina — Lo que ocurre, Antonio, es que vosotros defendéis a vues• tros personajes contra viento y marea.

Antonio Ferrandis — ¡Naturalmente! Y más en este caso. ¡Es que yo me ena• moré perdidamente de este personaje! ¡Menuda ocasión me brindó el señor

256 Delibes escribiendo y creando a Cecilio Rubes! Cuando un personaje, aunque sea malo, es un buen personaje, yo hasta defiendo la maldad de ese persona• je, por algo será malo, me digo. Cecilio Rubes es un producto de la sociedad descrito por Delibes de maravilla. Por eso, cada vez que se organiza algún ciclo de cine con películas mías, yo la primera que recomiendo siempre es Retrato de familia.

Fernando Lara — Pues bien, hemos llegado al final. Y si la polémica entre cine y literatura, entre fidelidad o libertad por parte de los adaptadores cine• matográficos sigue abierta, no cabe duda de que, si éstos, los directores y los actores, demuestran el mismo entusiasmo, el mismo fervor que han demostra• do hoy los aquí presentes, seguro que los resultados tienen que ser espléndi• dos siempre.

257 I CON FRANCISCO RABAL, PROTAGONISTA DE LA PELICULA .EL DISPUTADO VOTO DEL SEÑOR CAYO»,

I EN UNA PAUSA DEL RODAJE DE LOS SAMVS INOCF.WX, CON ALFREDO LANDA Y JUAN DIEGO. DE LA NOVELA AL TEATRO

MODERADOR: Andrés AMORÓS

PARTICIPANTES:

Lola HERRERA José SACRISTÁN Narciso IBANEZ MENTA José SÁMANO

Andrés Amorós — De la novela al teatro es el título de la mesa redonda de esta tarde. De la novela, de la novela de Miguel Delibes al teatro que sobre estas novelas se ha hecho. Porque, como todos ustedes saben de sobra, Miguel Delibes, además de ser un gran novelista, ha vivido la experiencia de que algunas de sus novelas han dado lugar a obras de teatro de gran resonan• cia y aceptación de público y crítica, y que, además, al pasar del libro al esce• nario, no han perdido ni su comunicación con el receptor, ni su frescura de lenguaje, ni, sobre todo, la fuerza, la emotividad y el humanismo de sus extra• ordinarios personajes. Pero no soy yo quien va a hablar de todo esto, sino las cuatro personas que me acompañan, y que son otros tantos protagonistas directos de las expe• riencias teatrales a que me refiero.

259 Y si ni a ellos ni a ustedes les parece mal, comenzaremos por don José Sámano, quizá el menos popular de los cuatro -ya que su trabajo se desarro• lla no en el propio escenario, sino entre bastidores-, pero no por ello el menos importante, pues se trata del productor de dos proyectos teatrales sobre textos de Miguel Delibes: Cinco horas con Mario y Las guerras de nues• tros antepasados. Y por eso, por su responsabilidad primera, incluso cronoló• gicamente, creo que también debe ser aquí el primero en contarnos el origen y gestación de estos proyectos.

José Sámano — Soy, en efecto, productor de teatro, cine y TV y me cabe el honor de haber iniciado mi trayectoria profesional, tanto en cine como en tea• tro, con adaptaciones de novelas de Miguel Delibes. Mi carrera cinematográfica la inicié con Retrato de familia, película basada en la novela Mi idolatrado hijo Sisí; y fui también el productor de la primera novela de Delibes que se llevó al teatro: Cinco horas con Mario. Diez años más tarde, produje también Las guerras de nuestros antepasados, obra que hasta hace muy poco tiempo ha estado en cartel y que, muy probablemente, vuelva en breve a los escenarios. Me limitaré, en mi exposición, a los dos proyectos teatrales, ya que de tea• tro va esta mesa redonda. Cinco horas con Mario ha sido una de las novelas españolas de postguerra que más me ha impresionado y apasionado siempre. Y cuando la leí al poco de su publicación, me propuse de inmediato llevarla al cine. Es decir, preten• día debutar en el cine y en la adaptación de obras literarias al cine nada menos que con Cinco horas con Mario. Pero este empeño resultó imposible. Yo les aseguro a ustedes que llevar al cine esta novela es imposible. Y lo es por la propia estructura de la novela que ahora no vamos a analizar. El caso es que llegó a oídos de Delibes mi intención y fue cuando él mismo nos sugi• rió llevar al cine Retratos de familia. Pasó el tiempo y llegó casualmente a mis manos una adaptación teatral de Cinco horas con Mario. Había doce personajes, Mario estaba vivo sobre el escenario, también los hijos de Mario y Menchu andaban por allí... nada, aquello tampoco podía funcionar. Y volvieron a pasar los años y un buen día, en 1979, Lola Herrera me llama y me propone hacer Cinco horas con Mario,

260 pero en forma de monólogo, como era la novela realmente. El reto era gran• de. Era grande porque, desde el punto de vista de la producción, ningún empresario quería estrenar el monólogo. Todo el mundo decía que hora y media hablando una señora con un muerto era insufrible por cualquier tipo de público, nadie iba a venir a verlo. A pesar de todo, Josefina Molina -perso• na fundamental en la puesta en escena y el éxito de la obra-, Lola Herrera y yo comenzamos la tarea de adaptación de la novela. Pero los empresarios seguían rechazando el proyecto y asegurando que el experimento sería un fracaso. Sólo Josefina, Lola y yo creíamos que funcionaría. ¡Y funcionó! Luego han dicho algunos que fue una pura casualidad Cuna casualidad que tengo que decirles que duró diez años), pero la verdad es que nosotros, vuelvo a repetirlo, creímos a ciegas desde el primer momento en el éxito. ¿Qué hicimos para poder estrenar? Alquilar un teatro por nuestra cuenta (y digo esto porque no es el sistema habitual). Fuimos a un teatro de Madrid, pusimos el dinero de 15 días por adelantado y alquilamos el teatro. Y precisa• mente por la premura de tener el teatro alquilado y no pagar días en balde, estrenamos con muy poco tiempo de ensayo. Aún recuerdo perfectamente que, a las 8 de la tarde del mismo día del estreno (que tuvo lugar por la noche), Lola me decía: "No puedo con ello, no puedo estrenar". Pero a las 11 de la noche estrenamos. El estreno no podemos decir que fuera un éxito. Estuvo bien de público pero no fue un éxito. ¡Pero nuestro asombro fue cuando, al día siguiente, a las 7 de la tarde, ya no había localidades! Se llenó el teatro y, a partir de entonces, se han llenado todos los teatros en los que Lola Herrera ha interpretado a la inolvidable Carmen Sotillo. A grandes rasgos, ésta es la historia de Cinco horas con Mario, que comienza el 26 de noviembre de 1979 y acaba el 1 de enero de 1990. Todo un récord, ¿no creen' Yo creo que ha sido no sólo un fenómeno teatral, sino tam• bién un auténtico fenómeno sociológico, del que Lola podrá hablarnos sin duda mejor que yo. Porque mucha gente recordaba un monólogo ya mítico, Las manos de Eurtdice, pero luego no había vuelto a producirse, que yo sepa, al menos, nada parecido. Y es más: tras Cinco horas con Mario surgieron una serie de monólogos en los escenarios, pero ninguno llegó a cuajar. Por lo tanto, quedó demostrado que una mujer hablando hora y media con

261 un muerto era algo que interesaba profundamente a la gente. Como anécdota les contaré que había incluso personas que pagaban la entrada sólo por oír la función, no por verla, ya que en algunos teatros hay lo que se llama localida• des ciegas, desde las que no se ve el escenario, y que, sin embargo, se ven• dían igual que el resto. En lo que se refiere a Las guerras de nuestros antepasados, también esta novela la conocí yo al poco de ser publicada, y enseguida me di cuenta de que tenía una estructura teatral, ya que se fundamenta en el diálogo entre el doctor Burgueño y Pacífico Pérez, y que, por tanto, podía resultar fácil traspo• nerla al escenario. Pero entonces me entero de que Delibes tenía cedidos los derechos de la novela para hacer una película. ¿Qué hago? Esperar. Esperé 10 años con un papelito recordatorio siempre al alcance de los ojos en el que sólo ponía Las guerras... Y en cuanto transcurre el plazo y vencen los dere• chos sin haberse realizado la película, me dirijo a Miguel Delibes y juntos, con la colaboración de Ramón García, ponemos en pie el proyecto de la versión teatral, contando como protagonista con Pepe Sacristán. Y lo mismo que Cinco horas con Mario, Las guerras... han constituido un auténtico éxito y sobre todo un singularísimo éxito personal de Pepe Sacristán, que ha demos• trado sobre los escenarios de prácticamente toda España y también de Buenos Aires, su talante de gran actor. Y ya termino por ahora. Podría estar hablando horas y horas sobre estos dos proyectos, pero están aquí los protagonistas que tienen también, seguro, mucho que contarles. Sólo les diré, para terminar, que, de los personajes de la obra novelística de Miguel Delibes, los que más me han gustado siempre han sido, sin duda, Menchu Sotillo y Pacífico Pérez. Pacífico Pérez me parece un personaje absolutamente genial y la novela Las guerras de nuestros antepasados, aunque no de las más conocidas, para mí es una de las más apasionantes. Y en cuanto a la figura de Carmen Sotillo, yo creo que nadie ha escrito, que es difícil escribir sobre la mujer española de los años 60, como lo ha hecho Miguel Delibes en Cinco horas con Mario.

Andrés Amorós — Oigamos ahora a Carmen, es decir, a Lola Herrera.

Lola Herrera — Abundando en lo que acaba de decir José Sámano, yo les

262 aseguro que tropezarme con este texto fue lo mejor que me ha pasado en mi vida, profesionalmente hablando. Yo soy una actriz muy intuitiva y por eso mismo me dejo llevar casi siem• pre por las intuiciones, incluso por las corazonadas; así es que, cuando cayó este texto en mis manos y lo leí, decidí de inmediato hacerlo. Al terminar la lectura estaba sobrecogida. Y me dije: yo lo hago. No sé cómo hay que hacer• lo, no tengo ni idea, pero yo lo hago. Estaba segura de que aquello tenía que interesar a la gente. Y si no, peor para ella. Bueno, en la función no sólo creía yo, sino también Josefina Molina y el productor José Sámano, como él mismo ha dicho hace poco. Y entre los tres nos animábamos mutuamente: si el público no viene a vernos -nos decíamos- ¡peor para el público, él se lo pier• de! Y esto no creáis que no tiene su mérito, porque en el teatro todo el mundo es muy sensible al fantasma del posible fracaso. Pues nosotros, erre que erre, contra viento y marea. Y llega el día del estreno. Fatal. Fue un estre• no horroroso. Bueno, en realidad todos lo son. El público de los estrenos es un público raro, frío, distante. Y yo hice un estreno espantoso, ya les digo. Entre que el texto definitivo se había cerrado una semana antes, que en el ambiente había una inseguridad absoluta, y etc., etc., el estreno resultó fatal. Pero funcionó. Porque aquel texto funcionaba solo, aunque se dijese mal. Y al día siguiente del estreno es cuando comencé a disfrutar de la función y a conectar cada vez más con el personaje, a desentrañarlo, a encontrarle el alma. Menchu y yo comenzamos a descubrirnos cosas y secretos mutuamen• te, y ahí, ahí empezó esa larga historia que duraría 10 años, como ha dicho Sámano. Una historia irrepetible, pueden creerme. Donde lo pasé muy bien pero también muy mal, porque el personaje de Menchu Sotillo ha cambiado, ha trastocado, sería mejor decir, mi vida. La experiencia fue de las que te marcan: porque tuve la suerte de encon• trarme con un texto de ésos que sólo te caen una vez en la vida, como la lote• ría; y luego, también, con un equipo de personas que me dieron, a mí y al espectáculo, todo lo que yo y el espectáculo exigíamos. Al segundo día, como ha dicho José Sámano, el teatro lleno. Y a partir de entonces, lo mismo en todas y cada una de las funciones, en Madrid o fuera de Madrid. También la crítica nos trató bien, aunque hubo algún crítico que dijo que eso no era teatro. Pues miren ustedes: yo no sé qué es lo que es tea-

263 tro y qué no; yo sólo sé que hay textos, historias, que llegan al público, que lo emocionan, y otros textos, por muy teatrales que sean, que lo dejan frío, o incluso lo hacen bostezar. Y yo tengo que decirles que llevo 35 años en esta profesión y nunca he vivido una comunicación más directa y total con el público como en Cinco horas con Mario. Y cuando vi a este señor, a Pepe Sacristán, hacer Las guerras de nuestros antepasados, ocurría exactamente lo mismo. Eso es teatro para mí: Cuando los personajes hablan con el espectador y al espectador le interesan y le emocionan las cosas que a los personajes les ocurren. Por ahora no diré más: sólo qu*1 hice una función que cambió mi vida y que eso se lo debo a Miguel Delibes. A quien, además, he tenido la suerte de conocer y tratar personalmente gracias a Cinco horas con Mario.

Andrés Amorós — Ya Lope de Vega decía que para que una cosa sea teatro sólo se necesita un actor, una manta y una pasión. De la manta, hasta se puede prescindir, con lo cual bastaría una pasión auténtica encarnada en un actor, en un personaje. Elementos que en Delibes se dan más que con creces. Y si seguimos cronológicamente la puesta en escena de novelas de Delibes, nos toca hablar ahora de La hoja roja. O mejor dicho, le toca hablar a su protagonista: Narciso Ibáñez Menta. La hoja roja, aun cuando es una novela anterior en siete años a Cinco horas con Mario, sin embargo se estre• nó teatralmente siete años después que ésta: en septiembre de 1986 y en Valladolid. Yo les confesaré que, si ya como lector me había impresionado la entraña• ble figura de don Eloy, la encarnación del mismo por Narciso Ibáñez Menta fue inolvidable. Lo mismo que la de la criada Desi por María Fernanda d'Ocón, aunque hoy no esté ella en esta mesa. El gran actor Narciso Ibáñez Menta tiene la palabra.

Narciso Ibáñez Menta — Vamos a dejar lo de gran actor. En todo caso cómi• co. O si no, hombre de teatro, que eso sí que lo he sido a lo largo de mi larga vida. Aunque en los últimos tiempos, sobre todo en España, no se puede decir que haya hecho mucho teatro. ¿Y saben por qué? Porque siempre me he resistido a ese martirio espantoso de la doble función. En Buenos Aires hace

264 ya mucho tiempo que se eliminaron las dos funciones, con lo cual el actor puede dar el cien por cien de sí mismo en la única representación diaria y todos salen ganando con ello: él y el público. Pero como en España seguían -y siguen- con las dos funciones diarias, de ahí mi resistencia a subir a un escenario. Y un buen día, un director con el que yo había hecho, muy gustosamente por cierto, una obra en el teatro Valle Inclán, Los físicos, de Dürrenmatt, y con el que había quedado en volver a tra• bajar algún día, va y me llama por teléfono para proponerme hacer una obra de Delibes. Me estoy refiriendo a Manolo Collado. Estaba yo filmando una película en Barcelona y me avisa mi mujer de que Manolo Collado quiere que haga teatro con él. ¡Teatro, Dios mío, me eché a temblar! (Por lo de la doble función, repito, no por el teatro en sí, que es mi vida entera). Pero quien me llamaba era Manuel Collado y lo que me proponía era una obra de Delibes. Yo conocía Cinco horas con Mario en la versión de Lola Herrera. Es más: me acuerdo de que, cuando alguien me dijo que Lola iba a hacer un monólogo de Delibes, yo pensé: tiene que ser muy bueno para que Lola acepte. Así es que, con estas premisas, me entrevisté con Manolo Collado. Yo ya había leído a Delibes, naturalmente: conocía Diario de un emigrante, Las ratas... Y Collado me dice: toma, aquí tienes la comedia, léela y luego hablamos. Era La hoja roja, como ustedes saben. La leí y quedé conmocionado. Por la historia y sobre todo por el personaje del protagonista, don Eloy. Era un personaje fascinante. Y además, ¡se alejaba tanto de lo que la gente, el públi• co español, para mi desgracia, tenía en su memoria de lo que era Narciso Ibáñez Menta, el hombre del terror y todo eso...! Tenía por fin en mis manos una obra en la que el personaje era un ser humano, humanísimo, de carne y hueso, y además el diálogo era de ésos que nos chiflan a los actores, ese diá• logo que se viene solo a la boca, que no se anda con retóricas ni frases boni• tas, sino sólo con las palabras sencillas que habla todo el mundo y todo el mundo entiende. "Habrá que hacer dos funciones -me dije-, ¡qué horror!". Pero la obra me gustaba tanto, que cerré los ojos y dije que sí, ¡y bendita la hora! Para encarnar el personaje me sirvió mucho leer la novela. En la novela, don Eloy es un setentón y la acción está situada más o menos por los años cincuenta. Yo los años cincuenta no los había vivido en España, pues me fui a

265 América en el 26, pero regresé en el 54. Y a este recuerdo me remití: porque en aquella época recorrí bastantes ciudades y pueblos de España y conocí a la gente de cerca. ¿Y saben que constaté? Que la gente era amable, entrañable incluso, pero triste. Y sobre todo me llamaron la atención los viejos: aparentaban ser más viejos de la edad que tenían, mucho más. Luego España ha ido rejuveneciendo, pero entonces era así, yo la vi así. Y por eso, cuando me planteé el personaje de don Eloy, un jubilado de 70 años más solo que la una, lo vi como aquellos viejos de los años cincuenta, es decir, que si don Eloy tenía en la obra 70 años, aparentaba el peso de casi 90. Me acuerdo que una emisora de radio me lo echó en cara, que el personaje le parecía muy mayor, pero las razones de mi decisión eran las que acabo de exponer. En fin: La hoja roja quedará para mí como uno de los recuerdos más imborrables de mi vida, y don Eloy, el personaje que tuve la suerte de inter• pretar, como el más entrañable de cuantos he hecho. El personaje que más intensamente he vivido en un escenario y también el que mejor he hablado. Don Miguel, muchas gracias por la oportunidad.

Andrés Amorós - Dos cosas muy importantes acaba de señalar Narciso Ibáñez Menta en su emotiva intervención que me gustaría apostillar. La prime• ra se refiere al lenguaje teatral. En efecto, hay lenguajes que al actor le vienen cómodos, naturales, y otros que no. No es lo mismo una frase escrita que una frase dicha. Delibes sabe hablar, decir por boca de sus personajes. Francisco Umbral escribió una vez que "Delibes habla siempre como los personajes, sin ponerse nunca en autor". Eso es justamente. Y otra cosa con la que también estoy de acuerdo con Narciso Ibáñez Menta es la importancia de la época en la que se desarrolla un drama, una obra tea• tral. No por el hecho en sí de ser fiel a ella, a esa época, sino porque cuanto más fiel se sea a la circunstancia histórica, más transcendencia e incluso intemporalidad tendrá la historia narrada, el drama humano que se represen• ta, que al fin y al cabo es lo que cuenta. Y vamos ahora con la tercera novela de Miguel Delibes llevada al teatro: Las guerras de nuestros antepasados. La novela es de 1975 y la obra teatral se estrena en septiembre de 1989. Yo diría que a José Sacristán, actor que encar-

266 nó al protagonista Pacífico Pérez, le ha ocurrido algo parecido a lo que ha dicho Narciso Ibáñez Menta, que el público le conoce mucho más por el cine que por el teatro. Por eso, este papel teatral tuvo que ser un reto para él, una prueba de fuego ante un público que no le conocía apenas como actor de teatro. ¿O no? Pacífico Pérez tiene la palabra.

José Sacristán — Aunque yo he encarnado a Pacífico Pérez desde 1989 hasta hace bien poco que estuvimos cuatro meses en Argentina con la obra, la his• toria viene de muy lejos, Nada menos que de 1975. Yo me marchaba a Santo Domingo a rodar Pantaleón y las visitadoras, de Vargas Llosa, cuando el pro• ductor a que antes ha aludido Sámano me entregó la novela, recién salida, para que me la fuese leyendo, a fin de hacer a mi regreso una película basada en ella. Su lectura fue un flechazo, una auténtica conmoción. Sobre todo al pensar en la posibilidad de encarnar yo el papel de Pacífico Pérez, de dar vida a Pacífico Pérez. Y no solamente por lo formidable que Pacífico resulta como personaje, no sólo por lo que tenía que ver con lo estrictamente profesional, sino, casi más, por lo que tenía que ver con lo personal. Porque verán: a mí Delibes, como simple lector de su obra, me parece un escritor inmenso, pero su grandeza reside, antes que nada, en que es un hombre testimonio sin pre• tender serlo. Se escapa del realismo crítico, del realismo social, levantando un vuelo personalísimo en el que no pierde jamás de vista la realidad, el perfil humano, la identidad de las personas que le rodean, con las que convive y luego traslada a sus novelas. Pero no retratándolas anecdóticamente, sino transcendiéndolas y unlversalizándolas, por muy pegadas que estén a su pro• pia circunstancia. Es lo que ocurre con Pacífico Pérez. Estoy de acuerdo con Sámano en considerar a este personaje como uno de los mejores inventados, mejor escritos por Miguel Delibes. Y de ahí la pasión que en mí produjo Pacífico Pérez. No sólo como actor, sino como individuo, como persona. ¿Saben ustedes lo que supuso para mí poder contar, como persona de mi tiempo, a la gente de mi tiempo, las cosas que ese personaje sentía y decía; su actitud ante la vida y el mundo? Porque Pacífico Pérez parece que tiene el simplismo, la elementalidad y la inocencia de un ser absolutamente primitivo; pero es de una profundidad, de una lógica, de una entereza, de una dignidad y de una sabiduría que aplastan.

267 Sin pretenderlo él y sin buscarlo, claro, lo mismo que Delibes con su literatu• ra. Para Pacífico, la mejor manera, la única manera de andar por la vida es lla• mando a las cosas por su nombre y mirando a la gente a la cara. ¡Ahí es nada, señores! ¿Qué problemas planteaba la novela a la hora de llevarla al teatro? Reducir su duración, prácticamente sólo eso, pues la narración, como ustedes saben, ya tiene forma dialogada. Para colmo, el lenguaje de Delibes, del que ya se ha hablado aquí, es de una soberbia envergadura con la envoltura de una extraordinaria simplicidad. ¿Qué más se puede pedir? Y ahí están los resultados. Dos años seguidos hemos estado representando la función y el éxito ha sido completo. En cuanto a la crítica, pues hubo de todo, como en botica. Y tampoco a nosotros nos faltó el erudito, el listo, el teórico ese que es incapaz de pararse a pensar, a recapacitar qué es lo que ocurre cuando alguien se sube al escenario a decir cosas, por muy alejadas que estén de los esquemas previos de lo que para él es o no teatro, y esas cosas llegan al público, le tocan lo más hondo y ese público responde con el entusiasmo y la emoción más grande que yo haya visto nunca. Cuando hace poco he estado en Buenos Aires, alguien me prevenía sobre el lenguaje de Delibes. Cuidado, es demasiado castellano, demasiado riguro• so. Se equivocaron. El lenguaje de Miguel Delibes es universal porque cuenta, describe sentimientos universales. Por eso, mi encuentro con Pacífico Pérez ha sido algo parecido a los que Lola decía de su hallazgo de Carmen Sotillo. ¡Es muy difícil escapar a la influencia, y no sólo estética, de los personajes de Delibes! Uno se encuentra con la vida en carne viva, con un cúmulo de valores humanos que cuando uno, además, tiene la suerte de ser el transmisor, el intérprete de todo eso, pues ya me dirán ustedes. A mí me cabe la satisfacción, el orgullo, de haber sido medianamente útil a una sociedad, a mi propia sociedad, contándole las cosas que Pacífico contaba, siéndole fiel a Pacífico, porque cualquier tipo de traición, además, Pacífico no la hubiera tolerado. Ni como hombre ni como actor. Bueno, como ustedes ven, no es fácil hablar de Pacífico Pérez, ni de Miguel Delibes sin personalizar y sin apasionarme. Pero no me importa, claro, y espero que a ustedes tampoco.

268 Terminaré por ahora puntualizando que la función teatral no era un trabajo exclusivo de Pacífico Pérez, es decir, mío. Había un segundo papel, el del doctor, nada agradecido por cierto, pero que tuve la suerte de que lo encarna• sen dos estupendos actores: Juan José Otegui en la primera época, y luego Juan Jesús Valverde, que está aquí en la sala y para el que pido un merecido aplauso.

Andrés Amorós — Hemos oído ya a todos los componentes de la mesa. Pero antes de pasar al público, a ustedes, no sé si tendría que darme por aludido como perteneciente a esa... abominable especie de los críticos...

José Sacristán — No, no, entiéndaseme. Tiene que haber crítica, de hecho todos la hacemos. Son los puramente teóricos los que a mí no me gustan, y así lo digo. Los que aplican unos esquemas fijos para juzgar el hecho teatral y no se salen de ellos. Pero por supuesto que hay críticos que saben de su ofi• cio. Y mucho. Y para colmo, hasta escriben bien. Pero otros no. Y además no tienen el menor respeto ni al trabajo, ni al esfuerzo del actor al que pueden aupar o derrumbar a su antojo. Creo que el asunto es mucho más serio y más de conciencia.

Andrés Amorós — Era una broma, Pepe, yo estoy totalmente de acuerdo contigo. Yo me considero, antes que otra cosa, espectador de teatro, y como tal me sitúo ante el hecho teatral. Y por eso mismo sé que, efectivamente, hay muchas veces que el fenómeno de comunicación entre el escenario y el patio de butacas se da al margen de teorías teatrales y por razones muy misteriosas, o al menos inexplicables. Pero permitidme volver sobre Cinco horas con Mario y reflexionar breve• mente sobre algo que tiene que ver con el paso del tiempo. La novela se publica en 1966 y, en ese momento, aun cuando resulte una simplificación, Mario es el bueno y Menchu la mala. Pero transcurre el tiempo, cambian los lectores, incluso los códigos de valores, y ahora a lo mejor el malo es Mario, por rígido, por inflexible, por no haber sabido hacer feliz a su mujer; y ésta, Carmen Sotillo, pasa a ser la buena, la mártir incluso. Tú, Lola, desde dentro,

269 ¿cómo ves a Menchu y qué opinas de este posible cambio de actitudes y de juicios a que me refiero?.

Lola Herrera — Yo diría que ni Mario ni Menchu son buenos o malos. Delibes crea seres humanos, no personajes de cartón piedra. Y como seres humanos, ambos tienen sus fallos y sus valores. Puede ser que se haya dado ese cambio de actitud ante la figura de Menchu con el paso del tiempo, como tú dices, pero yo, desde siempre he sido muy crítica con Mario; yo siempre lo encontré lleno de culpas. Menchu es una mujer llena de vacíos que Mario podía haber llenado. Llena de carencias que su marido podía haber colmado. Y precisa• mente desde ahí, desde esta visión planteé mi trabajo interpretativo: desde mis propios vacíos, desde mis propias carencias como mujer.

Andrés Amorós — Tampoco Mario puede decirse que fuera muy feliz...

Lola Herrera — No, no, claro que no, pobrecito, si sufría por todo. Lo que ocurre es que, en efecto, cuando salió la novela, parece ser que todos se metían con Menchu, la pusieron verde. Y luego las posturas han ido modifi• cándose porque los hombres de este país han ido cambiando también. Pero eso demuestra precisamente que los personajes son tan auténticos, tan vivos, como las personas de carne y hueso, que hasta la perspectiva del tiempo te hace verlos o enfocarlos de una u otra manera.

Andrés Amorós — También las mujeres han cambiado...

Lola Herrera — También. Pero, sin embargo, creo que la historia de Menchu, con las variantes que ustedes quieran, se repite en nuestra sociedad. Hoy en día sigue habiendo muchas Menchus. Yo he llegado a pensar que las mujeres tenemos todas, en más o en menos, espíritu de Menchu, no creo que este tipo de mujer sea producto de una época. Quienes argumentaban que la función no iba a interesar porque este tipo de mujer ya no existía en España, se equi• vocaron de punta a cabo, porque resulta que España entera sigue estando llena de Cármenes Sotillo. ¡Si yo os contara la de casos que he vivido en mis correrías por esas ciudades! Mujeres que asistían a la obra y luego venían a mi camerino y no podían ni hablar; o se echaban a llorar como unas magdalenas

270 y luego soltaban el trapo. Y no sólo mujeres de mi edad, o de la edad de Menchu, sino también chicas de 18 y 20 años. Algo pasaba entonces... ¿Qué les decía ese personaje? Algunas chicas me confesaban que les recordaba a su madre y que hasta ese día no se habían dado cuenta de lo infeliz que había sido, la pobre. ¡Lo que yo habré oído en mi camerino! Porque sentía una cier• ta obligación de escucharlas, ¿no?, yo las había provocado y ahora tenía que escucharlas... Yo les había contado la historia de una mujer y ellas se habían sentido identificadas y tenían que confesármelo precisamente a mí. Pero volviendo al principio, yo no creo que se trate de una obra de buenos y malos, sino de seres humanos, y el ser humano es eterno, y por eso provoca lo que provoca.

Pregunta del público — Me gustaría saber por qué las novelas de Delibes funcionan tan extraordinariamente bien en el teatro y, sin embargo, las de Cela no, al menos no se ha hecho la experiencia, que yo sepa.

José Sámano — Funcionan en teatro y en cine. Porque Miguel Delibes es el escritor español del que más adaptaciones se han hecho tanto al cine como al teatro, y prácticamente todas han sido un gran éxito. Para mí hay una doble razón: en primer lugar porque en las novelas de Delibes se dan los tres ele• mentos que él mismo dice: un hombre, un paisaje y una pasión. Y esto para el cine y el teatro es fundamental. Y en segundo lugar está el lenguaje de Delibes, su palabra. La palabra de Delibes se ve, es de una plasticidad que quizá no sea tan patente en Cela, sin que eso signifique ningún juicio de valor.

Pregunta del público — En definitiva, ¿qué es, entonces, lo teatral? Mi pre• gunta va, sobre todo, para el crítico Andrés Amorós.

Andrés Amorós — Ya he dicho antes que, ante todo, soy un gran aficionado que es lo primero que debe ser un crítico. Soy un aficionado y un apasionado. ¿Qué es lo teatral? Bien: una obra de teatro es, ante todo, una obra literaria. Pero una obra de teatro no está completa mientras no se estrena en un esce• nario. Y es en ese momento cuando se desvela si aquello es teatral o no, si

271 funciona teatralmefite o no funciona. Porque no hay teorías ni esquemas pre• establecidos. Hasta que una obra no se estrena con público, y público de taquilla, no se puede saber si se establece esa comunicación entre el actor y el espectador a que antes aludía Lola. Porque, para mí, eso es lo teatral: esa elec• tricidad que salta la barrera de las viejas y queridas candilejas y llega al públi• co y el público te la devuelve, porque se establece esa corriente comunicativa entre el actor y el espectador. Lo demás son teorías: una obra de teatro puede estar perfectamente trazada en el libreto y luego resultar un fracaso al alzarse el telón.

Pregunta del público — ¿Por qué opinan ustedes que la muerte está tan pre• sente siempre en la obra de Delibes?

José Sacristán — ¡Menuda cuestión! Yo te podría estar dando razones horas y horas, pero serían mis razones, no las de Delibes. Esa pregunta habría que hacérsela al propio escritor, creo yo. Cualquier respuesta que nosotros demos será especulativa.

José Sámano — Yo sí me voy a atrever a dar una respuesta: porque la muerte es la única certeza de la vida. ¿O no?

Pregunta del público — La muerte está presente y muy presente, en efecto, en toda la obra de Delibes. Pero no así el sexo. El sexo está sólo latente, nunca expreso. ¿Por qué?

José Sámano — ¡Preguntas sencillitas! La muerte, el sexo...

José Sacristán — Bueno, quizá en general el sexo esté muy velado en Delibes, pero en Las guerras de nuestros antepasados tengo que decir que no. En Las guerras... hay un pasaje en que el sexo está bien explícito, y es uno de los pasajes más divertidos de la obra. Me refiero a la iniciación sexual de Pacífico Pérez por parte de la Candi. Todo está contado con auténtica des• parpajo y con todo lujo de detalles. Pero con humor extraordinario, eso tam• bién. v

272 Pregunta del público — Han contado ustedes su relación, incluso su interre- lación personal y profesional con cada uno de los personajes que han inter• pretado. Pero a mí me gustaría saber si esos personajes han influido de ver• dad en sus vidas. Como personas, me refiero.

José Sacristán — Por lo que a mí respecta, creo que ya he dicho que es muy difícil escapar a la influencia de personajes de Miguel Delibes. Y me refiero, en efecto, al plano personal, no al meramente profesional. Como profesional, tú sabes que un día encarnas a Pacífico Pérez y otro a Hamlet, y unas veces dudas, otras veces tienes celos y otras te pasan cosas extrañas. Pero hay per• sonajes que te marcan especialmente por lo que a través de ellos transmites. Y ése es el caso de Pacífico Pérez.

Lola Herrera — Yo creo que todos los personajes que haces a lo largo de tu vida te aportan algo, te enseñan algo. A mí Carmen Sotillo me dio la clave de mi situación personal en ese momento de mi vida. Me ayudó a mirar hacia atrás y clarificar montones de cosas que yo ya tenía dentro de mí.

Narciso Ibáñez Menta — Desde luego, hay personajes que te aportan más que otros. Hay personajes que se te meten dentro de la piel y, mientras los encarnas, no sabes si eres tú o el otro. Y en mi caso esto tenía una especial significación, pues resulta que, cuando yo interpreté a don Eloy, tenía 73 años, es decir, más o menos la edad del protagonista. Y por eso me dije: cui• dado, Narciso, no te vayas a contagiar, no se te vaya a meter este don Eloy en la sangre y luego no te lo puedas sacar. Sobre todo tenía miedo de sentirme tan afectado como don Eloy por la jubilación, por ese trance tan tremendo en que te apartan de lo que ha sido para ti esencial en la vida. Que para mí ha sido precisamente el teatro. ¿Y saben lo que me dije entonces y me sigo diciendo ahora? Que Dios, cuando me lleve, sea en un escenario.

Andrés Amorós — Más emocionante, imposible, ¿no creen ustedes? Pero tenemos ya que terminar. Y para hacerlo, y ya que es éste el último acto del homenaje, del Encuentro con Miguel Delibes que ha venido cele-

273 brandóse a lo largo del mes de mayo y primeros días de junio, vamos a escu• char un poema. Un poema escrito por uno de los más grandes poetas vivos de nuestra lengua: Francisco Pino, vallisoletano también, como Delibes. Un poema en homenaje al novelista y que nos va a leer Ramón García Domínguez, Comisario de este Encuentro:

Reverso

A Miguel Delibes

Nunca la muerte deja soledad compañía universo otra vasija esa flor encumbrada más que viva alta en la cúspide deja algo edelwais ¿y por qué no hay tiniebla? un sol su presa allí desata las palabras los enseres las lágrimas (un sol fulgor y niebla contradictorio de su apenas triunfo FRANCISCO PINO exterioriza todo lo fertiliza lo hace oscuro patentiza) y la vasija gloria panteón con esa flor cortada y amistad a qué lado su viveza y el agua

274 ÍNDICE

DE MIS ENCUENTROS CON DELIBES RAMÓN GARCÍA DOMÍNGUEZ 11 DA TOS BIOGRÁFICOS DE MIGUEL DEUBES 29

CONFERENCIAS

DRAMA RURAL, CRÓNICA URBANA FRANCISCO I MURAL 63

DEUBES AL AIRE UBRE: UN ECOLOGISTA DE PRIMERA HORA FFRNAN.» PARRA 74

DEUBES: PERIODISMO Y TESTIMONIO CPSAR ALONSO OF LOS RÍOS 95

EL FONDO ÉTICO DE LA OBRA DE MIGUEL DEUBES

(VISIÓN DESDE EL ESTE EUROPEO) JOSEF FORLFLSKV 113

SEXO Y DINERO EN CINCO HORAS CON MARIO CARMFN MARTIN-CAUT 131

CASTILLA HABLA MANIFLALVAR 157

LAS AMERICAS DE DEUBES GRFGORIO SALVADOR 189

MESAS REDONDAS EL NARRADOR Y LOS NARRADORES 207

Moderador- RAFAFL CONTF Participantes CARMFN RIFRA, JFSI S FFRRFRO ^JAVIFR GARCÍA SÁNCHFZ

LA INFANCIA, UNA CONSTANTE EN LA NARRATIVA DEUBIANA 225

Moderador JOSF ANTONIO SOLÓRZANO Participantes CARMFN IIRAVO-VIUASANTF, ANA MARÍA MATUTF

y GUSTAVO MARTI N GARZO

LA IMAGEN Y LA PALABRA 243

Moderador PFRNANDO LARA Participantes JOSFFINA MOUNA, ANTONIO GIMFNFZ RICO,

ANTONIO FFRRANDIS y ALFRFDO LANDA

DE LA NOVELA AL TEATRO 259

Moderador ANDRFS AMORÓS Participantes LOLA HFHHFRA, JOSF SACRISTXN, NARCISO IUANFZ MFNTA

y josf SÁMANO

275