HISTORIAS DEL TIEMPO CLASICO LIBROS PUBLICADOS POB LA COOPERATIVA', EDITORIAL <4BDEH0S AIRES” (NO AGOTADOS) Crítica Horacio Quiroca. — Cuentos de la selva (para loa niños). M. A . Barrenechea.—Un idealismo Horacio Quiroca, — El Salvaje. estético. Vicente A. Salaverri. — El Hijo del Alejandro Castiñeiras. — Máximo León. Gorki (su vida y sus obras). Alejandro Castiñeiras. — El Alma Viajes \ de Rusia. .. v ■ Nicobás Coronado.—Crítica negativa. Ernesto Mario Barreda. — Las rosas: Armando Donoso. — La senda clara. del mantón. (España). Carlos IbargurEn.—La literatura y la gran Guerra. ’ Poesía José Ingenieros.—Emilio Boutroui y * Rafael Alberto Arrieta. — Sus-me­ la filosofía universitaria en Francia. jores poemas. Roberto F. Giusti. — Crítica y Po­ ^Alfredo R. Búfano. — Poemas de lémica (2.a serie). . provincia. Alvaro Melián^JLafinur. — Litera­ Delfina Bunge de Gálvbz. — La nou- tura contemporánea. velle moisson. Julio Noé.—Nuestra literatura. Eugenio Díaz Romero. — El templa Luis Rodríguez Acasuso.—Del teatx^ umbrío. al libro. Ricardo Jaimes Freyre.—Los sueños son vida. Cuestiones sociales y políticas Luís María Jordán. — Primavera Juan Alvarez. — Buenos Aires. interior. Marco M. Avellaneda. — Del camino Pedro Miguel Obligado. — Gris. (2» andado. edición). Juan A. García. — Sobre nuestra Pedro Miguel Obligado.—El ala de incultura. sombra (2* edición). Augusto Bunge. — Polémicas. Pablo Suero.—Los cilicios. Historia Psicología José Ingenieros. — La locura en la Argén tina. Alberto Palcos. — El Genio. Novelas y cuentos Teatro Ernesto Mario Barreda. — Desnudos Horacio Quiroca. — Las Sacrificadas. y máscaras. Héctor Pedro Blomberg.—Las puer­ Temas varios tas de Babel. Alberto Nin Frías. — Un huerto de Carlos Correa Luna. — Don Baltasar de Arandia (2* edición). montanas. Juan Carlos Dávalos. — El viento Martín Gil.—Modos de ver (4? ed.). blanco. Roberto F. Giusti. — Mtr Muñecos. Traducciones Víctor Juan Guillot. — Historias Carlos Oblicado. — De los Grandes sin importancia. Románticos. Luisa Israel de Pórtela. — Pidas M. de Vedia y Mitre. — El héroe y tristes (2» edición). sus hasañas, de Bernard Shaw. Moisés Kantor. — Leyendas dramá­ ticas. R. Francisco Mazzoni. — El Médano Costumbres argentinas florecido. Roberto Gacuz.—Glosario de ¿a (arta Enrique Méndez Calzada.—Jesús en urbana (2* edición). Buenos Aires. Luis María Jordán. — Cartas de «n Edmundo Montacne. — El cerco de extranjero. pitas. Carlos B. Quiroga. — Alma Popular. CARLOS IBARGUREN

HISTORIAS

DEL TIEMPO CLÁSICO

1924 AGENCIA GENERAL DE "BUENOS AIRES" LIBRERIA y PUBLICACIONES Cooperativa Editorial Limitada Rivadavia 1573 Prefacio La historia de Roma clásica ha seducido siempre: es estudiada hoy con el interés con que se tratan los temas de actualidad. Diariamente se la inves­ tiga en los centros científicos europeos, y con fre­ cuencia leemos reconstrucciones escritas con tanto vigor y colorido que nos transportan a ese pasado remoto, que no ha muerto para nosotros. En discursos, en debates, hasta en artículos de la prensa cotidiana se citan pasajes y hechos de latinos célebres y asociamos, a menudo, nuestras cosas con el recuerdo de aquellas edades y de aquellos hom­ bres. En Francia, durante el segundo imperio, Beulé hizo, quizá sin pretenderlo, una verdadera campaña política pronunciando desde la cátedra conferen­ cias sobre los Césares. Más tarde, Ferrero, en Ita lia, pretendió retratar a la sociedad contemporánea di estudiar la grandeza y la decadencia romanas. 8 CARLOS IBARCURÉN

La grandiosidad de ese viejo escenario y de las figuras que en él han desfilado, y la animación dra­ mática con que la vida desenvolvió su trama, cau­ tivan y apasionan. Hemos elegido como materia de la primera par­ te de este trabajo, el proceso de Sexto Roscio, que dió renombre e importancia política a Cicerón. El tema, muestra algunos rasgos característicos de aquel ambiente. Los detalles pequeños e íntimos de la vida suministran mayor luz sobre un momento histórico que el relato de un acontecimiento trascen­ dental, porque penetran sutilmente en la penumbra hasta descubrir las pasiones que bullen y los inte reses que ocultamente luchan elaborando las hechos sociales. Las otras partes de este libro completan la evoca­ ción histórica de Roma clásica: una, traza el cuadro de la sociedad bajo el imperio en momentos en que aparece el cristianismo; otra, en la que se hace con versar a Séneca en la forma en que el filósofo habla­ ba, condensa algunos aspectos de la moral estoica que definen la visión espiritual y la inquietud del alma de esos tiempos. El ultimo capítulo, al tratar otra faz de aquella época, la de la lucha social y las asociaciones gremiales, reconstruye documentador HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 9 mente un episodio muy sugestivo en el que la confe­ deración de trabajadores marítimos amenazó con una huelga general, que provocaría el hambre en Roma, si no se aceptaban sus requerimientos. Y el lector que tenga la paciencia de llegar hasta la úl­ tima página, comprobará, una vez más, que en las historias viejas están todas las cosas nuevas. Una Proscripción bajo la Dictadura de Syla I

LA PROSCRIPCION DE SEXTO ROSCIO

La muerte de Sexto Roscio.— Difusión de la noticia en Roma bajo el terror.—Los acusadores y los confiscado- res.—Crímenes de Syla.—Sexto Roscio de Ameria: su fortuna, sus predios, sus amigos.—El hijo de Róééio. —Los SiOéfios Capitón y Tito.

En la mañana del equinoccio de Septiembre del año 81 antes de Cristo, durante la dictadura de Syla, difundióse en Roma la noticia del asesinato de Sexto Roscio, cuyo cadáver apareció apu­ ñaleado frente a las termas del monte Palatino. (J) La noticia füé llevada a los atrios (2) patricios por los clientes matinales de la salutatio y de la spórtula que venían de los suburbios, desde Sttburra o desde la colina de Diana a las casas de los grandes seño­ 14 CARITOS IBARGUREN res, en pos de los diez sextercios diarios. (3.)J Allí, agrupada junto al pórtico hasta que los esclavos per­ mitieran la entrada, esa turba envuelta en togas miserables murmuraba las últimas novedades ocu­ rridas, los detalles de magnos juegos anunciados, las proezas del gladiador favorito aclamado en el circo. El comentario del crimen animó las conversacio­ nes en las salas de los baños públicos y ocupó, en el Foro, la atención de los corrillos curiosos y des­ ocupados. La población había presenciado horrorizada san­ grientas escenas: la reacción conservadora castigó la revolución de Mario decapitando centenares de senadores y de caballeros; bandas nocturnas de aven­ tureros y libertos, protegidos del Dictador, mero­ deaban en las calles obscuras y tortuosas, asaltando impunemente a los transeúntes. Las proscripciones ordenadas por Syla habían azuzado las codicias rapaces y fomentado las ven­ ganzas perversas. Un enjambre de calumniadores, ávidos de lucro, invadió el Foro, iniciando proce­ sos para despojar el patrimonio de ciudadanos ino­ centes : se los veía gesticular entre la multitud, agi­ tando sus túnicas con la mímica vehemente de los HISTORIAS DEI. TIEMPO CLÁSICO 15 acusadores. Hombres ilustres fueron señalados co­ mo cómplices de saqueos: los esclavos de Lucio Do- micio Enobarbo y de Marco Craso recorrieron las vías de Roma cargando vasos de Corinto, ánforas de Délos, bronces, marfiles y tapices, comprados a vil precio por sus patrones en los remates de bienes confiscados. No hubo—dice Plutarco—ni templo, ni altar do­ méstico, ni casa paterna, que no fuera manchada con la sangre de aquellos cuya riqueza era la única causa de su perdición. Cuenta aquel historiador, que una tarde en el Foro, agitado por una muche­ dumbre turbulenta, paseábase el ciudadano Quinto Aurelio y se detuvo ante la tabla de las proscrip­ ciones a leer la nómina de las víctimas de ese día. ¡Desgraciado de mí;—exclamó al ver su nombre inscripto en la lista trágica—es mi casa de Alba la que me persigue! A los pocos pasos cayó desgarrado por los puñales de la turba que le rodeaba. Syla, en su tribuna escoltada por centuriones, toma la cabeza de Marco Mario presentada como ofrenda por el sicario Lucio Catilina, la exhibe al pueblo,, la arroja al suelo, y se levanta para lavar sus manos ensangrentadas en el vaso de agua lustral, colocado en el pórtico del templo de Apolo. (5). 16 CARLOS IBARGUREN Cortesanas, bufones, libertos, recibieron exten­ sas posesiones adjudicadas por el vencedor de Asia, que se había arrogado el poder de repartir tierras, despojar bienes, destruir ciudades y devastar pro­ vincias a su antojo. Cuando Syla anunció solemnemente que cesarían las matanzas y las proscripciones a partir de las ca­ lendas de Junio, el espíritu público, estremecido aún por el pánico, confió en el restablecimiento del or den. La calma se iniciaba, los fugitivos regresaban a la ciudad creyéndose al abrigo de todo peligro Pero la muerte trágica de Sexto Roscio, aconte­ cida durante esta expectativa, avivó el terror: se la sospechó obra de los allegados al tirano. (6) . Un rümor, bien pronto confirmado, corrió con la celeridad de los anuncios funestos: el nombre de Sexto Roscio, uno de los más adictos partida­ rios de Syla y de la aristocracia, había sido ins­ cripto en la tábla fatal, y sus bienes cuantiosos ad­ judicados a Crysogono, liberto favorito del. tira­ no. El joven Sexto, hijo de la víctima y ausente de Roma, era acusado de parricidio para evitar una posible reivindicación del patrimonio usurpado por Crysogono. El misterio se había aclarado, el hecho era una HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 17 amenaza para todos, y ya nadie en Roma podía esperar garantías para la vida, ni siquiera los po­ derosos argentarii, financistas cuya influencia y dinero habían sido utilizados por el partido con­ servador, ni los senadores patricios, ni los caballe ros que se inclinaban humildemente ante el triunfa­ dor escéptico y cruel. (7)’ Sexto Roscio, natural de Ameria, era por su ran­ go y su fortuna el primer ciudadano de ese muni­ cipio. Opulento dueño de varios millones de sex­ tercios, explotaba fértiles tierras extendidas en los bordes del Tiber. Bueyes y rebaños de ovejas pa­ cían en aquellos prados verdes y frescos, enrique­ cidos con olivares y viñedos, cultivados por nume­ rosos siervos. En la falda de una colina se dibu­ jaban los jardines, y bajo la sombra de los laureles y de los plátanos, fuentes de mármol blanco vertían el agua bulliciosa de los acueductos. A lo lejos di­ visábanse los barcos, arrastrados por las ondas del Tiber, que pasaban cargados de provisiones para Roma. (8) Sexto Roscio, refinado y aristócrata, residía en Ro­ ma largas temporadas, hospedándose en las casas ilustres de los Metellos, de los Servilios, de los Esci- 18 CARLOS IBARGUREN piones, y frecuentaba la sociedad íntima de los pa tricios y magnates. Había comprometido la gratitud de la nobleza sirviendo a su partido desinteresada y ardorosa mente. Combatió a Mario, ayudando a Syla, al lado de Metello, Pompeyo y Marco Craso. Siba­ rita como sus amigos, sensual y corrompido por la vida romana, conservaba, sin embargo, como lo demostró en la lucha política, el valor y la lealtad de las campañas incontaminadas. (9) Roscio se había quedado en Roma, celebrando el triunfo de Syla que era la victoria de su causa, asistía diariamente al Foro, seguido, como los grandes personajes, de un séquito numeroso. Con­ currió a los suntuosos festines celebrados en la mo­ rada del Dictador, donde pudo contemplar recosta­ do en un lectus tricliniaris de marfil y plata, al «árbitro de la vida y de la muerte», frío e indife rente, bebiendo coronado de rosas y de mirtos, en­ tre sus cantores favoritos y bailarinas sirias, que ritmaban con crótalos y címbalos armenios danzas voluptuosas. (10) Un hijo de Roscio, el joven Sexto, administra­ ba la cuantiosa fortuna. Vivía en Ameria en los predios rústicos de su padre, y rara vez iba a Roma HISTORIAS Mil. TTEM.XJ CLÁSICO 19 donde era desconocido. Educado en el ambiente sano y viril de las labores agrícolas, no le atraían los refinamientos de la gran ciudad, cuya juven­ tud elegante, viciosa y afeminada, tenía por expo­ nentes a Celio, a Curión, a los Dolabella. Nunca asistía a orgías ni contrajo deudas para lujos ni placeres; habitaba siempre en el campo, cultivando la tierra, dirigiendo a los esclavos en la explotación rural y anotando sus tabletas domésticas con una minuciosidad tan diligente como la del buen pa­ dre de familia de los viejos tiempos. (n) La fortuna de Roscio fué la causa de su proscrip­ ción; dos parientes de éste, sicarios de Crysogono, el liberto de Syla, tramaron el crimen: Capitón y Tito. Capitón, aventurero famoso por sus hazañas, ha­ bíase distanciado de su familia y descendido hasta la arena del anfiteatro, viviendo entre los luchado res y los histriones. Era un viejo gladiador y audaz hombre de acción. La plebe lo aplaudía estrepito­ samente cuando manejaba con destreza una cuá- driga, en carrera desenfrenada, o lucía en una lu­ cha la vigorosa elasticidad de sus músculos y de su torso enaceitado. Caudillo en las luchas políticas, buscaba en el desorden y la violencia, el triunfo 20 CARLOS IBARCUREN que le daría algunas monedas para embriagarse con su comparsa en las tabernas de Suburra. Tito era discípulo de Capitón. Sus camaradas le llamaban «el grande», «magnus», y habíase su­ mergido, como su maestro, entre la baja canalla de Roma. (12) Las conmociones tumultuosas de la guerra civil favorecieron a ese mundo, que se arrastraba en los bajos fondos sociales, dándole oportunidades propicias para surgir. Las revoluciones vuelcan siempre sobre la sociedad este sedimento, extraído de las capas inferiores, que llega hasta imperar mo­ mentáneamente al amparo del desorden y del te­ rror. Capitón y Tito, dominadores con las gavillas de su calaña en la ciudad atemorizada por las ma­ tanzas, concibieron el proyecto de asesinar a su rico pariente Roscio y obtener su proscripción, para apoderarse de una parte, siquiera, de sus bienes. La empresa era difícil, pues se trataba de sacrifi­ car un partidario de la aristocracia triunfante; pero recurrieron a Crysogono, quien aseguró de­ cisivamente el éxito del plan. II

EL LIBERTO DE SYLA

Crysogono.—Los esclavos y libertos en la sociedad romana. —Origen de Crysogono, su venta en un mercado.—In­ fluencia de Crysogono en Roma, sus riquezas, sus fes­ tines.—Trama urdida contra Roscio, su asesinato.—El campamento de Syla en Volaterra.—Acusación contra Sexto.

Crysogono, liberto favorito de Syla, más odio­ so y temible que el tirano mismo, humillaba a la ciu­ dad con su soberbia criminal e insolente. De origen griego, fué llevado de las colonias de Asia Menor como esclavo a Roma. El comercio de siervos habíase desenvuelto con­ siderablemente. Con frecuencia se veían desfilar en los caminos de Italia rebaños de esclavos extran- 11 CARLOS IBARGURÉN joros que, guiados por chalanes, marchaban fatiga­ dos, envueltos entre el polvo, hacia la gran metró­ poli que a lo lejos bullía sedienta de sangre, de orgías,de voluptuosidades. Esas turbas servi­ les llevaban sin saberlo el germen de una transfor­ mación en la sociedad, cuyos rasgos típicos se per­ filaron nítidamente caracterizando a la época im­ perial. Roma los deseaba porque traían el vicio refinado de Oriente. Hábiles obreros en artes delicadas, es­ tos esclavos eran también agentes de especulaciones, de intrigas, de comercios vergonzosos, de corrupcio­ nes seductoras. Astutos, activos, aduladores, guar­ daban fuentes de placeres refinados, imprevistos por la simplicidad tosca y cruel del alma romana- etrusca. No deben ser evocados como infelices lace­ rados por el látigo del amo. Sus tipos de sirios, de jonios, de asiáticos, de griegos, eran vivaces, fi­ nos, insinuantes por la cultura amable de su espí­ ritu y por las líneas graciosas de su cuerpo. Ellos infiltraron un veneno sutil, suave como una cari­ cia, en la sociedad orgullosa por la grandiosidad de las conquistas. Esos ignorados siervos, maes­ tros de molicie y de sensualidades orientales fue­ ron manumitidos por sus , convertidos en HISTORIAS DEI. TIEMPO CLÁSICO 23 ciudadanos de la república, en soldados de sus legiones, y envolvieron poco a poco a la sociedad, envileciéndola, para dirigirla desde las antecáma­ ras como árbitros del mundo. Los hemos visto tan poderosos, dice Plinio el Antiguo, que hasta los ornamentos pretorianos les fueron discernidos por el Senado olvidando que hubieran podido volver, con sus insignias enguirnaldadas de laureles, al lu­ gar de donde vinieron con los pies desnudos, blan­ queados con creta. (!) Crysogono se enriqueció a costa de la sangre de los romanos, como Demetrio, liberto de Pom- peyo, como Heron de Lúculo, como Hiparco de Antonio, como Fedro de Augusto, como Narciso y Pallas de Claudio, y, en fin, como todos los fa­ voritos poderosos que agravaron las crueldades de las tiranías. Fué adquirido por Syla en un mercado de es­ clavos, donde estuvo en venta, expuesto sobre el banquillo giratorio. Confundido entre frigios y sirios, egipcios y judíos,etiopes y númidas, el fu turo humillador de Roma, descalzo, con los pies pintados con tiza, como los importados de ultra­ mar, mostraba colgado de su ■cuello el titulus que indicaba su país, su edad, sus aptitudes, y era 24 CARLOS 1BARGURÉN ofrecido a gritos por el venalitius, como buena mer­ cancía, sin vicios redhibitorios. (2) Este fruto dorado, (3)„—el nombre de Crysogo- no expresa en griego oro y fruto — inspiró con­ fianza a su amo acompañándole en todas partes: en los festines, en el circo, en el Foro, en la tien­ da de campaña. Sedujo a Syla con la habilidad penetrante de sus intrigas, obteniendo la manumisión en premio de servicios inconfesables. En la casa del Dictador, verdadera imagen del infierno, según la expresión de Plutarco, (4) por las innumerables personas torturadas que gemían bajo sus bóvedas, Crysonogo, el ministro secreto y terrible, ocupaba lugar prominente, encarnando la faz más odiosa del despotismo. Las proscrip­ ciones no fueron para él una venganza sino el me­ dio más rápido de acaparar fortuna. Roma temblaba ante la silueta orgullosa de este siervo engreído a cuyo atrium acudían, por las ma­ ñas, personajes eminentes a implorar sus favores. Con el cabello artísticamente peinado y saturado de perfumes, lustroso por los ungüentos, envuelto en la púrpura más roja, paseábase por el Foro fustigando a los ciudadanos con miradas despre­ HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO S5 ciativas, seguido de un pomposo cortejo de pro­ tegidos y servidores revestidos de togas. (5) Su fortuna era inmensa y extensos sus dominios en la campiña romana. En su palacio del monte Palatino, Crysogono había volcado el producto de su pillaje, acumulando riquezas saqueadas en infi­ nidad de casas opulentas. Allí, entre columnas de ónix, se desplegaban tapices orientales de bordados caprichosos; mármoles de Paros perfilaban formas esbeltas, y lámparas de bronce mostraban en ba jos relieves escenas mitológicas, heroicas o espec­ táculos de circo. En los muros enguirnaldados bri­ llaban medallones de metales preciosos alternando con frescos de vivos colores. En las puertas y en los muebles los marfiles ponían su nota amarillenta desparramándose en multiformes objetos de arte delicado. Anforas y vasos de Arretium, esmaltados como corales, matizaban la vajilla de oro. Los pebe teros siempre humeantes quemaban perfumes de Arabia. En las termas, revestidas de mosaico, ha­ bía una authepsa para calentar agua, famosa en Roma por su precio exorbitante. (6) Este sibarita era servido por un ejército de es­ clavos enseñados especialmente para determinadas habilidades, dividido en decurias de lectores, es­ 26 CARLOS IBARGUREN' cribas, lecticarios, triclinarcas, cocineros, pregusta­ dores de comidas, masajistas, bufones. ¡Qué profu­ siones y derroches en aquella mansión del liberti­ naje y de la infamia! (7) Durante la noche el palacio y los jardines res­ plandecían como un incendio, y en el monte Pala­ tino, sobre la ciudad callada, resonaba el estrépito de los gritos y de las músicas con que las cortesa­ nas del liberto animaban sus bacanales. Tito y Capitón, confiados en la influencia de Crysogono, decidieron matar a Roscio. Una no­ che a la hora de las primeras estrellas, Tito y su cliente, el liberto Malio Glaucia, hombre de aven­ turas criminales, esperaron a Roscio agazapados en la sombra, frente a los baños del Palatino. La víctima cayó al golpe de los puñales, y los asesinos huyeron amparados por la obscuridad. Malio Glaucia, partió esa noche de Roma en un cisium,—carricoche de dos ruedas—para Ame­ na, donde Capitón lo esperaba; corrió en diez ho­ ras cincuenta y seis millas, atravesó velozmente los campos, turbando el silencio de la campaña dor­ mida, espantando a los perros ovejeros que cuida­ ban las majadas junto a las granjas, atemorizando a los esclavos fugitivos, errantes en los caminos. HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 27

Llegó a casa de Capitón con los primeros rayos del sol, y allí, desabrochándose la p&nula de cuero obscuro que cubría su túnica, presentó como ofren­ da al cómplice de su patrono, el arma enrojecida con la sangre de Roscio. (8) Tito, por su parte, avisó a Crysogono, en el campamento de Volaterra, el resultado del complot y obtuvo la proscripción de Roscio. El liberto de Syla, distribuyó los bienes del pros­ cripto adjudicándose la parte del león, y dispuso se acusara de parricidio a Sexto, hijo de Roscio. desconocido en Roma. Tito fué comisionado por Crysogono para tomar posesión de los bienes usur­ pados y preparar el proceso contra Sexto, que se ventilaría en la metrópoli. Tito cumplió el mandato: expulsó a Sexto de su casa, profanando la sacra privata de los Roscio, y se apoderó del patrimonio del proscripto. (9) Los buenos habitantes del municipio de Ameria protestaron contra el atentado sufrido por Sexto: el Colegio de los Decuriones envió una diputación de diez magistrados a Volaterra, campamento mi­ litar de Syla, para suplicar a éste la salvación de Sexto. Capitón, cuya complicidad en el crimen se ignoraba, fué el conductor de los diputados. El 28 CARLOS IBARGURÉN viejo gladiador, precedido por lictores, salió para Volaterra conduciendo al solemne cortejo que os tentaba las insignias de los Decuriones de Ameria y lucía las coronas magistraturales. (10) Volaterra presentaba el cuadro de todos los cam­ pamentos romanos. Las tiendas de campaña, ali­ neábanse dentro de la castra stativa o campo forti­ ficado que se extendía en un gran rectángulo. En el centro, en la plaza del proetorium, alojamiento de Syla y su séquito, se elevaba un arco de triunfo or­ nado con estatuas y coronas, con emblemas de gue­ rra y de victoria. Dos águilas de oro, posadas en columnas de mármol frente a la tienda del vence­ dor «afortunado», brillaban bajo el sol como sím­ bolo de las glorias romanas. Grupos de soldados en descanso luchaban y ju­ gaban. Cohortes mandadas por centuriones, arma das con picas y lanzas, hacían ejercicios militares parodiando un combate. Los estandartes sagrados ondeaban al viento mostrando sus figuras peculia res: un lobo, un jabalí, un minotauro o las iniciales del lema «Senatus Populusque Romanus». Arque­ ros a caballo, munidos de hachas y erizados de dar­ dos, hacían evoluciones. Los cascos y las corazas metálicas, las espadas y las puntas de las picas ru- HISTORIAS DfiL Tlf.MPO CLASICO 19

tilaban a la luz meridiana, moviéndose con matemá­ tica precisión. Al rededor del campamento amon­ tonábanse las canaboe legionis, aglomeración de ca­ sillas donde una multitud heterogénea de cantine­ ros, mujeres y pequeños comerciantes, suministra­ ba placeres a la soldadesca. La delegación de los Decuriones fué engañada por Crysogono, y tuvo que retirarse del campa­ mento sin ver a Syla. (12) Entretanto Sexto, expulsado del hogar paterno y acusado de parricidio, encontró en Roma una pro­ tección: la de Cecilia, esposa de Syla, hija de Me- tello Nepos, cuya esclarecida familia había dado a la república, cónsules, censores y triunfadores. Cecilia albergó en su casa al desgraciado Sexto y le buscó un defensor. Los oradores eminentes de Roma no aceptaron la defensa temiendo provocar la ira de Crysogono. (13) Un joven de veintisiete años de edad, descono­ cido entonces, accedió abogar por Sexto ante el tri­ bunal: se llamaba Marco Tulio Cicerón. III

INFANCIA DE CICERON

Arpinum.—La burguesía agraria del Lacio.—Cicerón: su fa­ milia, sus ambiciones pueriles, sus primeros estudios.— Cicerón va a Roma.—Los oradores Antonio y L. Crasso. —Cicerón poeta.—Educación de Cicerón, sus maestros griegos.—El helenismo en Roma.—Amor de Cicerón por la oratoria.—Cicerón toma la toga viril.—Situación polí­ tica y social de Roma en ese momento.—Los oradores descollantes: Hortensio.—Los Escévola.—Lucha entre Mario y Syla: venganzas de Mario descriptas por Lu- cano en La Farsalia.—Triunfo de Syla.—Cicerón y el proceso de Sexto Roscio.

Cicerón había nacido en Arpinum, ciudad muni­ cipal del Lacio, de la tribu Cornelia, situada en los confines del Samnium, sobre una colina abrazada por las aguas claras y frescas del Fibreno.

Las ilustres amistades de Aculeón y de Lucio de­ bieron fascinar al niño Marco Tulio, cuya ima­ ginación ardiente se excitaba al escuchar las noti­ cias de Roma y de los eminentes personajes que des­ collaban en el Foro, o al oir el relato de magnos acontecimientos políticos y guerreros. Los ecos del bullicio de la gran capital aviva­ ban la ambición precoz del niño, quien vislumbra­ ba para sí, en sus sueños pueriles, la aureola de los consulares y de los oradores. Esta prematura ambición era diariamente fomentada por el re­ cuerdo de Mario, el gran Mario, jefe del partido democrático, seis veces Cónsul y triunfador de los Cimbros y de los Teutones. Mario, hijo de obscuros agricultores, había na­ cido en Arpinum y afamado a su municipio natal. Todos sus compatriotas enaltecían, orgullosamente, las hazañas del héroe. Cicerón, tenía pocos años cuando se celebraron en Arpinum las plegarias de­ cretadas por el Senado para agradecer a los dioses la protección divina dispensada a Mario. Vió al pueblo aglomerado en los templos, a los altares re­ pletos de ofrendas suntuosas, y a las estatuas sagra­ das presidir el festín religioso, sobre lechos tricli- narios ricamente adornados. Este espectáculo se HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 37 grabó profundamente en el alma del niño, que de­ bió estremecerse, dominada por una misteriosa emo­ ción, al escuchar los clamores y los aplausos fre­ néticos con que la multitud saludaba la efigie del vencedor. (6J] Lucio, tío de Cicerón, estimuló vivamente los primeros estudios de su sobrino. Lucio era un hom­ bre ilustrado; su amistad con Antonio revela la bue na posición que ocupaba en Roma; su espíritu cul­ to amaba las letras y, sobre todo, la oratoria. Había residido en Atenas, la ciudad intelectual y artista, donde escuchara a los retóricos y filósofos más re­ nombrados. Cuenta Plutarco que Cicerón, en su niñez, se apli có al estudio con tanto afán, demostrando condi­ ciones tan sobresalientes, que se hizo célebre entre sus condiscípulos, al punto de que los padres de fa­ milia iban a la escuela para verle y admirar la viva­ cidad de su concepción. (7) Los estudios escolares originaron un conflicto doméstico, entre el abuelo y el padre de Cicerón; el primero, cabeza de familia, en ejercicio de la patria potestad, prohibió a su nieto el aprendiza­ je del griego, pues el viejo Marco, conservador y tradicionalista, sostenía que los romanos ha- 88 CARLOS IBARGUREN bían llegado a parecerse a los esclavos syrios, por­ que los más malos eran los que sabían mejor el grie­ go. (8) Los protestas del abuelo cedieron, sin du­ da, ante los pedidos del hijo y la mediación de Lu­ cio, admiradores ambos del genio helénico. Cicerón aprendió el griego. El adolescente ofreció a las musas sus primeras impresiones intelectuales: se reveló poeta. Su ima­ ginación extraordinariamente vivaz respondía a una sensibilidad vibrante y delicada. Muchas veces este niño debió soñar con la gloria, sentado al bor­ de del Fibreno, arrullado por el murmullo de sus ondas claras, que corren precipitadamente como im­ pulsadas a una lucha reflejando el azul luminoso del cielo, el verde fresco de los prados o el umbroso de los encinares. Su amor a la poesía y a la gloria arrancóle el pri­ mer canto, el poema sobre Mario, figura dominado­ ra y brillante que obsesionó su infancia. En este poema, Cicerón derramó todo su entusiasmo ju­ venil. En el «Tratado de las Leyes» pone en boca de Atico estas palabras: «He aquí, en el bosque, la encina de Arpinum, la reconozco tal como la he leí­ do en «Mario»; vivirá siempre porque ha sido HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO plantada por el genio». Solo unos pocos versos nos han quedado de este poema: el pasaje en que describe el auspicio feliz aparecido bajo la forma de águila, enviada por los dioses, la que después de destrozar a una serpiente, se remonta desde una encina hacia el sol; Mario contempla el ave divi­ na cuyo vuelo olímpico le augura gloria, mientras el trueno de Júpiter resuena en los cielos. Este her­ mosísimo verso fué traducido al francés por Voltai- re, quien lo presenta como modelo de belleza clá­ sica. (9) Cicerón a la edad de doce años fué a Roma. Allí prosiguió sus estudios, viviendo en casa de su tío Aculeón, situada entre el Celio y el Esquilino, en el centro del más elegante barrio de la ciudad; allí leyó las tragedias de Livio Andrónico y los poe­ mas de Ennio y de Nevio; allí conoció a los cé­ lebres Antonio y L. Craso. (10t)J En mi juventud—die Cicerón,—se me había di­ cho que Craso y Antonio era ignorantes; se que­ ría con este raciocinio moderar mi entusiasmo por el estudio. Mis primos, los hijos de Aculeón, y nos­ otros, estudiábamos lo que indicaba Craso, y pu­ dimos apercibirnos de su vasta erudición: hablaba el griego como su propio idioma. Antonio era tam- 40 CARLOS IBARCUREN bien un hombre ilustrado, conocedor de los sabios más eminentes de Atenas y de Rodas; mucho le he preguntado en mis primeros años, a pesar de la ti­ midez propia de mi corta edad, y mucho he apren­ dido con sus respuestas. (n) La elocuencia fascinaba al joven estudiante, y e’i trato diario con Antonio y con Craso excitaba esta pasión. ¡Con qué calor recuerda en los «Diálogos del Orador».—Lib. II, párrafos VIII-IX—las pala­ bras de Antonio sobre la oratoria: «¡Qué música más dulce—dice—que un armonioso discurso pro nunciado con gracia; no hay poesía más melodiosa que la cadencia de un hermoso período. El actor en­ canta por la imitación; pero el orador por la ver­ dad misma. La oratoria trata con grandeza y ele­ gancia todas las materias: ella estudia noblemente en el Senado los graves asuntos públicos, ella des­ pierta al pueblo dé su languidez o calma el ardor de sus arrebatos; ella confunde al criminal y hace triunfar al inocente. ¿Quién, sino el orador, puede exhortar más vivamente al bien, castigar al vicio con más energía, enaltecer la virtud con más mag­ nificencia, aliviar el dolor mediante consuelos más dulces? La historia que es testigo de los siglos, oiáculo de la vida e intérprete de los tiempos pasa­ HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 41 dos, no tiene otra voz para inmortalizarse que la del orador». Cicerón, poseído por estas ideas trabajó febril mente durante su adolescencia. No pudo concurrir, muy a pesar suyo, a la escuela de retórica fundada por Plotio, que inició en Roma el nuevo método de enseñanza de las controversias, en las que se simu­ laban causas judiciales defendidas por los alumnos, quienes se ensayaban de esta manera para los deba­ tes públicos. Craso y Antonio, enemigos de esta nueva escuela, impidieron la asistencia de Cicerón a esos ejercicios. (12) Cicerón abrazó el estudio de las letras bajo la di rección de Archías, poeta griego que había conquis­ tado, por su talento y arte, una encumbrada posi­ ción en Roma, vinculándose con estrecha amistad a ilustres familias patricias, entre ellas a la de Ló­ culo que le protegió en su juventud. El maestro educó el gusto literario de su discípulo con tanto amor que despertó en éste un afecto profundo y una inolvidable gratitud. Muchos años más tarde, cuando Archías en la ancianidad cayó en desgracia y fué procesado, en virtud de la ley Papia, como usurpador de los derechos de ciudadano romano, Ci­ cerón, elevado ya a la cima de los más altos hono­ 49 CARLOS IBARGUREN res, defendió en el Foro a su viejo maestro, pro­ nunciando la arenga «Pro Licinius Archías*, en la que entona un magnífico himno a la poesía y a los poetas. En este discurso, Cicerón habla de Archías como de un padre. «Si tengo algún talento—dice— si mi estudio y mi amor por las letras, a las que he dedicado todos los instantes de mi vida, me han dado algún conocimiento en el arte oratorio, lo de­ bo a Archías, quien puede reclamar mis méritos como fruto suyo. En efecto, cuando mi espíritu vuelve al pasado lejano, remontando el curso de la vida hasta los primeros años de la juventud, veo en Archías al guía que me introdujo en la carrera de las letras y me formó con sus consejos y sus leccio­ nes. (13) Bajo la influencia de Archías, Cicerón escribió Pontius Glautius, versos tetrámetros recordados por Plutarco, y otras composiciones citadas por Julio Capitolino y por el gramático Nonio; bajo esta in­ fluencia compuso también el poema sobre Mario, concebido después que su maestro hubo cantado en griego al vencedor de los Teutones. En aquel momento histórico, el espíritu romano conservador, práctico, tradicionalista, sufría una evolución transcendental: el genio griego conquista­ HISTORIAS DEL TIEMPO CLASICO 48 ba a Roma, apesar de las protestas de los viejos qui­ ntes. El alma latina se abría al helenismo que la transformó, y por todas partes se infiltraba la onda irresistible de ideas y de arte nacida en las costas glaucas de la Grecia y expandida en Italia como una luminosa vibración. (14£) Cicerón absorbió la civilización helénica; su ta­ lento ágil, imaginativo, artista, compenetróse con el espíritu griego. Vertió a la lengua latina la Odi sea y los poemas de Arato, el poeta astrónomo que según la expresión de Ovidio, viviría tanto como el sol y la luna. A la edad de diez y siete años, Cicerón vistió la toga viril. La ceremonia que se celebraba al ser re vestido un joven con la insignia de los varones, era uno de los acontecimientos culminantes en la vida de un romano. Se realizaba generalmente durante las Liberdlia, la fiesta de Liber, dios de los niños. El joven consagraba a los dioses Lares sus atributos infantiles:.la toga pretexta, guarnecida de púrpu­ ra, y la bulla, dije de oro en forma de corazón, que colgaba del cuello de los niños. Vestíase con la se­ vera toga de lana blanca del ciudadano, y envuelto en ella, se dirigía al Capitolio, seguido de un cor­ tejo de parientes, amigos, servidores y clientes de 44 CARLOS IBARGURXN la familia, para ofrecer en el templo un sacrificio di­ vino a cumplir con los ritos sagrados. Se le con­ ducía al Foro, se le presentaba a un personaje po­ lítico o a un orador eminente, y el nuevo ciudadano era inscripto en la lista cívica, en el tabularium de los tribunos. El púber Marco Tulio, en aquel momento solem­ ne de su juventud, fué estremecido de emoción ba­ jo la «túnica recta», a cruzar el Foro, en cuyas co­ lumnas resonaban tantos ecos tormentosos! .Roma pasaba por un terrible período de agitación política y social. Una oligarquía plutocrática había acaparado las tierras de Italia y concentrado las riquezas en pocas manos, provocando un intenso malestar económico que exacerbaba las pasiones po pulares. Arruinadas las finanzas públicas y desor­ ganizado el ejército, Roma no tenía fuerzas para restablecer el orden, profundamente perturbado en toda la península. Rebeliones de esclavos conmovían la Sicilia y la Campania, y las fronteras de la Re­ pública eran amenazadas por Mitrídates, dueño del Asia Menor. El odio contra Roma y su oligarquía política es­ talló : los italianos tomaron las armas para reclamar por la íuerza el derecho de ciudadanía romana, ne- HISTORIAS DEL TIEMPO. CLÁSICO <5 gado a la Italia por la oligarquía gobernante en la metrópoli. La guerra social empezó, y sus luchas sangrientas esparcieron en las campañas y las ciu­ dades la devastación y la muerte. La emancipación de la Italia triunfó: el jus civitatis fué adquirido por los italianos. Entretanto, Mitrídates, dominador en Asia, ame­ nazaba el poder de Roma con un ejército formida­ ble. El pueblo, como azotado por un huracán, sentía crecer en su seno a la miseria; la moneda enrarecía; los acreedores agobiaban cruelmente a la enorme masa de deudores que constituía la mayor parte de la población. Roma—observa Ferrero,—era agi­ tada continuamente por tumultos y riñas entre los viejos y los nuevos ciudadanos, exasperados, estos últimos, por las dilaciones y obstáculos opuestos por el Senado para reconocerles el derecho adquiri­ do a costa de la guerra social e inscribirlos en las treinta y cinco tribus. En Oriente se producía una verdadera revolución contra la plutocracia romana; Mitrídates aparecía como exterminador de ésta, ante los ojos de los ar­ tesanos, de los mercaderes, de los pequeños propie­ tarios de Asia, oprimidos por los banqueros y usu- 46 CARLOS IBARCUREN reros de Roma. Millares de italianos fueron sacri­ ficados por el pueblo enfurecido en las ciudades sometidas a la influencia de Mitrídates, quien propagaba también la rebelión de Grecia. Una gran guerra comenzaba; de un lado el mo­ narca asiático ayudado por la plebe revoluciona­ ria de Oriente y de Grecia; del otro, una oligarquía de capitalistas, una aristocracia en dislución y una democracia en formación. El Senado nombró a Syla general en jefe de la lu­ cha contra Mitrídates, dando así a la aristocracia la influencia que el partido democrático pretendía obtener. Mario, despechado por la designación de Syla, buscó el apoyo de los descontentos, y encen­ dióse otra vez, ferozmente, la guerra civil. Tal era el estado de Roma cuando Cicerón, vesti­ do por vez primera con la toga viril, aparecía como espectador en el Foro. En el momento en que Cicerón empezó a concurrir al Foro, el orador más celebrado era Hortensio. Craso acababa de morir; Cota había sido deste­ rrado, y la administración de justicia fué interrum por la guerra. Hortensio dominaba desde la tribuna, con la brillantez de sus discursos, con la elegancia de sus períodos armoniosos y con la inago HISTORIAS DEI. TIEMPO CLÁSICO 47 table fecundidad de su talento, fortificado por ejer cicios continuos. Su voz dulce y sonora era anima da por una mímica un tanto fingida, pero artísti ca. (15) La guerra sacó a Hortensio del Foro, y lo lle­ vó al ejército. Entonces la tribuna solo fué ocupa­ da por algunos magistrados: Curión, Metello Ce- ler, Carbón, Vario, oradores mediocres, cuyas aren­ gas Cicerón escuchaba diariamente. «El destierro de Cota—dice—me entristeció; fui auditor asiduo de los pocos oradores que quedaron, y me entregué con ardor al estudio, escribiendo, leyendo, desarro liando, como ejercicio, diversos temas. En el deseo de instruirme en derecho civil, frecuenté a Quinto Escévola, quien, sin hacer profesión de la enseñanza, respondía cuando se le consultaba, dando sabias lecciones a los que deseaban escucharle». Los Escévola, eran miembros del viejo patricia- do; Mucio Escévola, el Augur, en cuya casa Cice­ rón conoció al joven Pomponio Atico, el que más tarde fuera su inseparable amigo, era uno de los pocos representantes de la aristocracia que man­ tenía con austera dignidad el lustre tradicional de su abolengo; a su autoridad de personaje consular, uníase la firmeza de un carácter inquebrantable. 48 CARLOS IBARGURÉN

Cicerón evoca con respeto la silueta magra del an­ ciano Augur, apoyado en un bastón, paseando en el Foro y demostrando al pueblo la energía de su alma, a pesar de los achaques seniles de su cuerpo debilitado. Recuerda al viejo Escévola abandonan­ do su lecho de enfermo, durante la guerra sociai, para ser el primero en concurrir a las sesiones del Senado. «Después que hube tomado la toga viril—dice— mi padre me confió completamente a Escévola el Augur, y no me separé de él hasta que la necesi­ dad me obligó a ello. Conservo cuidadosamente en mi memoria los preciosos consejos de su larga ex­ periencia. Cuando él murió, me vinculé a Quinto Escévola, el Pontífice, el más eminente de los juris­ consultos y el más respetado de los senadores.» (16) En ese tiempo llegó a Roma el filósofo griego Fi­ lón, jefe de la Academia, emigrado de Atenas, a causa de la guerra de Mitrídates: «estudié con él filosofía—dice Cicerón—ciencia que atrajo mi aten­ ción y mi curiosidad por las múltiples cuestiones que ella encierra...» Su interés por la filosofía lo llevó a escuchar a Fedro, propagandista de la doc­ trina de Epicuro, cuya escuela no le sedujo. «Consagré los días y las noches al estudio de to­ HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 49 das las ciencias. Estuve al lado del estoico Diódoto, que habitaba en mi casa y murió en mis brazos, des­ pués de haber vivido muchos años a mi lado.» (17) El estoicismo tampoco ejerció sobre su espíritu una influencia apreeiable, pues no era la filosofía el ideal perseguido por Cicerón. Su ambición supre­ ma era dominar la oratoria; él consideraba a la filo­ sofía como auxiliar de aquélla, y se ejercitó con el estoico Diódoto en el estudio de la dialéctica, en la que veía el germen de la elocuencia. «Además de 'o que Diódoto me enseñaba, no pasaba día sin que me dedicara a la oratoria, declamando con M. Pisón y con Q. Pompeyo.» Entre tanto, la guerra civil desgarraba al pueblo romano. La lucha entre Mario y Syla asumía ca­ racteres terribles. La entrada vencedora de Mario en Roma inició el período del terror, uno de los más trágicos de la historia latina. Lucano—el poeta sacrificado por Nerón—pinta en «La Far salía» el cuadro de Roma cuando Ma­ rio penetró en ella sediento de venganza. «¡Oh destino!—exclama el poeta—«Qué día fué aquél en « que Mario vencedor forzó nuestras murallas! ¡ La «muerte vino con él a grandes pasos! La sangre «inundó los templos y el pie resbalaba en los már- 50 CARLOS IBARGUREN

« moles húmedos y enrojecidos. Se degollaba para « amontonar cadáveres: el hierro finalizaba sin pie- « dad las últimas horas del anciano, y detenía en « el dintel de la vida la trama naciente del niño.» Lucano recuerda la muerte del orador Antonio y la de Quinto Mucio Escévola el Pontífice, ambos maestros y amigos venerados de Cicerón; describe la cabeza encanecida de Antonio, pendiente de la mano de un centurión, quien la presenta a Mario y la coloca, sangrando todavía, en la mesa del fes­ tín. Escévola fué degollado al pie del altar de Veste, y su sangre, que al decir de Lucano hubiese apaga­ do el fuego sagrado del templo, si las arterias no hu­ bieran estado agotadas por la edad, manchó, según Cicerón, la estatua de la diosa. Cicerón se felicita en «Los Diálogos del Orador», de que L. Craso, fallecido antes de esta lucha, no la hubiera presenciado. «Cuando considero, Craso, el brillo de tu vida y la oportunidad de tu muer­ te, me parece que la bondad divina reguló afortu­ nadamente tu nacimiento y tu fin. Habríais caído bajo la cuchilla de las guerras civiles, gemido bajo perversas tiranías y llorado la victoria del mejor partido, mancillada por los crímenes. Pensemos en HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 51 la gloria—agrega—que borra las amarguras y hace olvidar los dolores pasados.» Cicerón, al ver destrozada a la República, se re­ fugió en la meditación y en el estudio. «Ese año tomé lecciones de Molón de Rodas, maestro tan hábil como elocuente, y escribía con más frecuen­ cia en griego que en latín, tanto porque aquella len­ gua, más fecunda que ésta, enriquecía nuestro idio­ ma, cuanto porque los grandes maestros de la Gre­ cia no habrían podido corregirme y enseñarme, si yo no hubiera hablado el griego.» Syla triunfa, se apodera del poder supremo y do mina a Roma, castigándola con las proscripciones. «Fué en ese tiempo—refiere Plutarco—que Syla, instigado por su liberto Crysogono, hizo iniciar una acusación de parricidio contra el desgraciado joven Sexto Roscio. Nadie quería socorrer al acusado; el temor que inspiraba la crueldad de Syla alejaba a todos los que hubieran podido afrontar la defen­ sa. El joven Sexto Roscio, abandonado, encontró a Cicerón, cuyos amigos influyeron vivamente para que hablara en pro del perseguido y aprovechara, así, la más brillante ocasión que pudiera presentár­ sele para escalar el camino de la gloria.» IV

LA DEFENSA

Cicerón acepta la defensa de Sexto Roscio.—Carácter de Cicerón.—El Foro.—La audiencia: expectativa públi­ ca, acusación de Erucio. Cicerón toma la palabra: su físico, su voz, su mímica.—Pasajes salientes de la defen­ sa, impresión que ella produce en Roma.—Resultado del proceso.—Recuerdo conservado por Cicerón de ese dis­ curso.

Cicerón aceptó la defensa del joven Sexto Ros­ cio desafiando valientemente los peligros que le amenazarían al provocar la ira de Syla y de su fa­ vorito. La audacia y la energía reveladas en este caso por Cicerón no eran, sin embargo, características de su temperamento. Su espíritu, vacilante y versátil, 54 CARLOS IBARGUREN acusaba una delicada sensibilidad, fácilmente impre­ sionable por influencias externas. Moderado de or­ dinario hasta la timidez, llegaba a veces a la vio­ lencia o al heroísmo por impulsos nerviosos. Faltá­ bale voluntad firme y valor persistente; carecía de esa fuerza fría y tranquila que domina los temores y afronta el peligro en todos momentos; pero su espíritu tornadizo, cuando era empujado por pa­ siones o impresiones intensas, demostraba repenti­ namente energías admirables, aun cuando más tarde decayera en el desaliento. Su arrojo al abogar por Sexto, mientras Roma yacía enervada por el terror, es comparable a su actitud como Cónsul en las inolvidables nonas de Diciembre, cuando denunció al Senado la conjura­ ción de Catilina e hizo perecer a los cómplices, ex­ poniéndose a todas las venganzas. Cicerón vió, en la defensa de Sexto Roscio, una oportunidad decisiva para su inmensa ambición y una causa nobilísima para su elocuencia. No se tra taba tan solo de un proceso criminal, entablado con­ tra un inocente, sino de una proscripción, es decir, de un asunto político que permitiría al orador ele­ var su voz de protesta contra la tiranía que subyu­ gaba al pueblo romano. HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 55

Tales eran las perspectivas que le ofrecía esta cau­ sa, la primera de importancia y de carácter públi­ co que iba a defender. (x) «En ese momento—dice Cicerón—me presenté al Foro, no para ensayarme como un principiante sino con un talento ya formado y desenvuelto.» Y vibrando de pasión concurrió a la audiencia, dominado por su amor a la gloria, impul­ sado por su odio a la dictadura y a la injusticia. En el Foro, centro de la vida romana, agitábase la muchedumbre ansiosa de espectáculos, esperando comenzara la audiencia en que se juzgaría a Sexto. Era animado e imponente el aspecto que diaria­ mente presentaba la gran plaza pública: a su alre­ dedor elevábanse los templos, el de Vesta al lado de la fuente de Juturno, el de Júpiter en el Capito­ lio, el de Apolo en el Palatino, el de Saturno pró ximo al sitio donde César edificó la basílica Ju­ lia, el de Castor con sus once columnas dóricas jun­ to a la vía sacra y a la vía nova, el de la Concordia, dominando al Forum, cerca de la Curia Hostilia, recinto habitual del Senado. Graderías de piedra descendían del Palatino, del Capitolio, desde lo alto de las colinas hacia el Fo­ ro. En las calles adyacentes aglomerábanse los mercaderes, los vendedores de joyas y vasos artís­ 56 CARLOS IBARGURMN ticos, los proveedores de frutas y de pescado, los usureros y especuladores, los libreros y copistas, los músicos y comediantes que ofrecían al público sus servicios. (2) La turba togada hormiguea en las vías, en los pórticos y escaleras monumentales de los templos y de las basílicas, entre estatuas y columnas de már­ mol pentélico. Grupos desocupados vagan y discu­ ten, tipos de razas y pueblos diversos desfilan con­ fundidos en la heterogénea multitud, en la que abundan los griegos charlatanes y gesticuladores Pasan pomposamente procesiones religiosas de sa­ cerdotes y de vestales, literas lujosas conducidas por esclavos, y cortejos solemnes de senadores y de grandes personajes. En una extremidad del Foro estaba el comitium, circunscripto por barandas de madera; qllí, al aire libre, funcionaban los tribunales. (3) A la distan­ cia, perfilábase, en los Rostra, la estatua ecuestre de Syla, de bronce dorado, en cuyo pedestal se leía la inscripción: Cornelii Syla Imperatoris Felicis. Sobre un estrado, el Pretor presidía la audiencia desde la silla curul; más abajo, a los costados, sen­ tábanse los jueces en largos bancos sin respaldares; en frente, a la derecha, estaba el acusador con sus HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 57 secretarios y los testigos; a la izquierda el acusado aparecía, deliberadamente desgreñado y vestido de duelo, para provocar compasión; a su lado asistía el defensor con sus auxiliares, los testigos y los lauda- tores o advocati, personas influyentes que concu­ rrían con sus servidores y su numerosa clientela, con el propósito de impresionar al tribunal en fa vor del procesado. (4) Detrás de las barandas de madera custodiadas por los viadores, el pueblo agrupado seguía nerviosa­ mente, como en un teatro, las incidencias del de­ bate, aplaudiendo las figuras retóricas novedosas de las peroraciones. Los actores y principales protago­ nistas de esta escena llegaban con sus séquitos, abriéndose paso por entre la muchedumbre que se agolpaba curiosamente para verlos de cerca. La espectativa era grande en la causa de Sexto Roscio, pues era esta la primera que se vinculaba con las proscripciones y prometía tomar cariz polí­ tico. La audiencia comenzó presidida por el Pretor Fanio. Tres esclarecidos patricios acompañaron a Sexto, silenciosamente, hasta el banco de los acu­ sados: Escipión, Metelo y el anciano Mésala. Habló primero el abogado acusador Erucio, servil 58 CARLOS IBARGUREN agente de Crysogono y orador mediocre. Su tri­ vial discurso, que pretendía demostrar el parricidio, fué dicho con el desenfado y la insolencia de quien cumple la orden de un amo omnipotente... «Des­ pués de mirar los bancos que nosotros ocupamos— dice Cicerón—Erucio se preguntó, sin duda, cuál de los oradores defendería al acusado; no pensó en mí; pues yo jamás había hablado en una causa pú­ blica». En la seguridad de que no tendría adver­ sario temible se creyó dueño del triunfo. En el cur­ so de su peroración se sentaba, se paseaba, llamaba a sus esclavos para darles órdenes, como si nadie hu­ biera a su alrededor». Cuando Erucio terminó su discurso, Cicerón se puso de pie y tomó la palabra. Su figura descar­ nada no imponía desde el primer momento a la mul­ titud; su cuerpo era débil, su cuello largo y del­ gado acentuaba la finura de la silueta endeble; pero la expresión de su rostro aguileño, de líneas re­ gulares, lá intensa vivacidad de su fisonomía y el fulgor de su mirada ,revelaban la potencia del ge­ nio. Su voz un tanto dura, si bien no tenía la dulce flexibilidad que se alababa en la de Hortensio, era fuerte, llegando sus sonoridades hasta los tonos HISTORIAS DEL, TIEMPO CLÁSICO 59 más altos, y su mímica era tan vehemente que en ciertos momentos subrayaba la palabra con el mo­ vimiento de todo el cuerpo. (5) Cicerón hirió desde la primera frase de su discur­ so a la dictadura que pesaba sobre Roma. «Jueces, os admiráis sin duda de que en un momento en que callan los más nobles y elocuentes ciudadanos, un joven sin autoridad ni talento, tome la palabra, en vez de aquellos que veis sentados ante este tribunal. Esos hombres respetables—se refiere a los patricios que acompañaban a Sexto—cuya presencia sostie­ ne a mi causa, piensan que es necesario destruir la trama urdida por una perfidia sin ejemplo; pero no osan, en estos desgraciados tiempos, elevar ellos mismos su voz para condenar el crimen. Ellos se presentan traídos por el deber; pero guardan si­ lencio asustados por el peligro. ¿Reclamaré yo la protección de los dioses inmortales o la del pueblo romano con cuyo soberano poder estáis investidos? Los puñales se levantan amenazantes contra la vida de mi defendido; sus acusadores han comprado, cotí el dinero de éste, los testigos que depondrán contra él. Se ha creído que los oradores faltarían a Sexto: ellos faltan, en efecto; pero esta causa sólo requie­ re un hombre que hable con franqueza y libertad: 60 CARLOS IBARGUREN ese hombre soy yo, que he aceptado la defensa y diré la verdad, a pesar de los riesgos que me ro­ dean.» El joven orador lanzado ya a la lucha, desafía al humillador de Roma, y de abogado de Sexto Ros­ cio, se convierte en acusador del poderoso Cryso- gono. «Mi tarea—dice—es superior a mis fuerzas; per3 el valor no me faltará, pues prefiero antes de de­ mostrar servilismo y cobardía, sucumbir sacrificado por el peso de mi deber. Yo pido a Crysogono que se contente con nuestro dinero, pero que no preten­ da nuestra sangre y nuestra vida. Y vosotros, jue­ ces, resistid a la audacia criminal y socorred a la inocencia oprimida, encarnada en Sexto, de un pe­ ligro que amenaza a todos los ciudadanos. Con­ templáis al pueblo aquí agrupado que asiste a este proceso, sabéis que todos estos ciudadanos esperan una sentencia justa y severa. Es la primera vez, después de mucho tiempo, que una acusación por homicidio es llevada ante los tribunales, a pesar de que hemos vista cometer los crímenes más indig­ nos y atroces. Cada uno espera que bajo vuestra pre­ tura, Fanio, este tribunal hará justicia castigan­ do los delitos que diariamente vemos cometer. En HISTORIAS DE!, TIEMPO CLÁSICO 61 otras causas son los acusadores los que reclaman el rigor de las condenaciones; aquí son los acusados quienes suplican a los jueces sean inexorables.» «Pensad que si en este proceso no demostráis toda la firmeza de que sois capaces, la codicia, la perfi­ dia y la audacia llegarán a un grado tal que los asesinatos se cometerán hasta en este lugar, ante este tribunal, sí, Fanio, sí, jueces, se degollará a vuestros pies y en los bancos en que vosotros os sen­ táis» ! Denuncia el complot tramado contra Roscio, en­ tre Tito, Capitán y Crysogono, «ese hombre om­ nipotente que nos aplasta con su poder»; describe con magistral colorido los detalles de la proscrip­ ción y hace el retrato moral de sus autores. Elogia las virtudes de su defendido Sexto de­ mostrando su inocencia, y refuta los débiles argu mentos desarrollados por Erucio en su mediocre discurso, fustigándolo con hiriente sátira. «Acusar así, Erucio, es hacer la siguiente confesión: «Yo sé la orden que he recibido, pero ignoro lo que debo decir; he creído en la promesa de Crysogono de que el acusado no encontraría defensor alguno, pues en los tiempo en que vivimos nadie sería tan au­ daz como para hablar de la proscripción de Ros- 62 CARLOS IBARGURKN ció. He aquí, Erucio, el error insospechado que os turba en este instante. Seguramente no hubierais abierto *la boca si hubiéseis adivinado lo que estoy diciendo.» Se encara con Tito, que estaba sentado en el banco de los testigos y lo acusa, señalándolo como degollador, cómplice de Crysogono, y como miem­ bro de las bandas sangrientas de sicarios que co­ rrían armadas día y noche por las calles. A medida que Cicerón pronunciaba su discurso, el pueblo que llenaba el Foro era cautivado por la elocuencia y el valor de este joven desconocido. Una emoción indescriptible dominó a la multitud y a los jueces: ¡«Cuando principié la defensa, dice Cicerón, Eru­ cio no me atendía; bromeaba sonriendo, y pare­ cía ocuparse de otras cosas; pero nombré a Cryso­ gono y se enderezó admirado, yo lo noté y repetí el nombre por segunda y por tercera vez. Desde ese instante sus emisarios no cesaron de pasar y repa­ sar apresuradamente; iban sin duda a casa de Crysogono para advertirle que había en Roma un hombre tan atrevido que resistía a su voluntad, que la causa de Sexto adquiría una faz imprevista, que su poder peligraba ante las revelaciones de la historias del tiempo clásico 63 proscripción de Roscio, que los jueces escuchaban que el pueblo se indignaba!» El orador, dirigiéndose al pueblo y a los jueces exclama: «El inmenso poder de Crysogono nos opri­ me, no debemos tolerarlo por más tiempo, y vosotros que habéis recibido el poder de reprimir, debéis castigarle.» El liberto de Syla es pintado en la peroración con arte insuperable; describe también el suplicio de los parricidas, y al terminar el pasaje, el au­ ditorio entusiasmado le aclama largo rato. (6) En los labios de Cicerón brillan todos los recur­ sos eficaces de la oratoria: del ataque político ases tado con fascinadora elocuencia, pasa con ática agilidad a la ironía, al juego de palabras, a las des­ cripciones de personas, de cosas, de cuadros, que desfilan coloreados y vivientes. Se detiene, a veces, esgrimiendo mágicamente la retórica, y su palabra tronsforma hasta las figuras que en boca de otros oradores parecerían trilladas o vulgares. (7) El discurso terminó con una profesión de fe po­ lítica. «Los que me conocen—dijo—saben el deseo que desde mi modesta posición hice por la concordia de los partidos, y ante la imposibilidad de una re­ conciliación, acompañé a los vencedores. Pero si 64 CARLOS IBARGURÉN la aristocracia ha reconquistado por las armas sus derechos para soportar la dominación de un vil li­ berto, si se da a los esclavos de los nobles los me­ dios de apoderarse, cuando les plazca, de nuestras vidas y de nuestras fortunas, confieso que me equi­ voqué cuando hice votos por el triunfo de sil cau­ sa y uní mis sentimientos a los de ella.» «Las primeras proscripciones castigaron a los que habían tomado las armas; el Senado no las autorizó porque no quiso sancionar públicamente esos actos de rigor, y ahora, si vosotros no condenáis esta nue­ va proscripción que amenaza a todos, veréis los ma­ les que abrumarán a la República. ¡Jueces, poned término a las crueldades y no permitáis que ellas reinen por más tiempo en el seno de nuestra pa tria!» El tribunal absolvió a Sexto; pero no condenó a Crysogono ni a sus cómplices. Cicerón fué conocido y admirado, desde ese día. por todo el pueblo de Roma. «Mi primera oración en el proceso criminal de Sexto Roscio tuvo tanto éxito, que desde entonces mi voz pareció digna para defender las causas más importantes.» El recuerdo de este discurso fué para Cicerón uno de los más gratos de su vida, y en su vejez agitada y tormén- HISTORIAS DÉI, TIEMPO CLÁSICO 66 tosa, en vísperas de su trágico fin, decía a su hijo: «Nada hay que atraiga más la gloria y la gratitud humana, que una defensa elocuente en favor de un desgraciado, perseguido por los poderosos. Yo he defendido en mi primera juventud a Sexto Roscio de Ameria contra la omnipotencia de Syla, y con­ servo hasta hoy ese discurso.» (8) Notas a una proscripción bajo la dictadura de Syla NOTAS AL CAPITULO I

El Palatino.—El atrio.—La salutatio y la spórtula de los clientes.—Reacción de Syla: acusaciones, despojos, cruel­ dades.—Sexto Roscio de Ameria: sus riquezas.—Festi­ nes de Syla.—El hijo de Roscio, diligente administra­ dor del patrimonio.—Capitón y su discípulo Tito.—Los gladiadores.

1) Sexto Roscio fué muerto cerca de los baños del monte Palatino, el afio 673 de Roma,—81 antes de Cristo. tOcciditur ad baliteas Palatinas*. (Cicerón:

2) El atrium era la pieza principal de la casa, donde con­ vergían todos los departamentos. Los atrios eran techados —testudinatum,—o abiertos: la abertura llamábase complu- vium y, en este caso, había en el suelo un espacio destina­ do a recibir las aguas pluviales, impluvium, comunicado con una cisterna subterránea que conservaba esas aguas. En el atrium, sitio principal de la casa, se reunía la fa­ milia; allí, ante las efigies de los antepasados, llameaba el hogar doméstico y se oficiaban los sacrificios divinos; allí la matrona hilaba y tejía ayudada por sus hijas y esclavas. (Mommsen y Marquardt: Antiquités Romaines, La Vie pri- vée des Romains, traducida por Humbert y otros). Pompeyo Festo, en su obra «De Significatione Verbo- rum» dice: Atrium es la parte del edificio situada delante de la casa y que contiene, en el medio, un espacio vacío HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 71 que recibe la lluvia. Se le llama atrium, sea porque los pri­ meros edificios de este género fueron construidos en Atria, Etruria, o sea porque él se eleva de la tierra, como si se di­ jera aterrium. (Libro I, voc. Atrium). Varron «De Linguae Latinas*—161 llama al atrium el lugar común a todos los habitantes de la casa. «Este vo­ cablo, dice, viene de Atriates, nombre de un pueblo Tusco». El fuego sagrado, que ardía en el atrium, ennegrecía con el humo las paredes, y ello explica la verdadera etimología de aquella palabra. En efecto atrium parece proceder de ater: negro, obscuro, y se vincula con ardere, arder.

3) A fines de la república los clientes eran, por lo gene­ ral, los libertos, pues la antigua clase de los clientes, propia­ mente dichos, ya no existía. En la vida política de la época republicana todo hombre influyente, o gran señor, se rodeaba de un cortejo de salutatores, deductores, assectores, que recibían de aquél pro­ tección y liberalidades a cambio de la ayuda que éstos le prestaban en las luchas políticas. Quinto Cicerón, al ocuparse de ellos en «De Petitione, Consulatus*, dice: «los salutatores son los clientes que vienen a saludaros a vuestra casa, los deductores los que os condu­ cen al Foro, los assectores los que os siguen en todas par­ tes. A los primeros, más numerosos y que prodigan su ho­ menaje a muchos, demostradles lo que estimáis su conside­ ración; los segundos son más útiles y deben recibir la prue­ ba de que apreciáis sus servicios como muy agradables: id con ellos al Foro, pues la afluencia de gente en el séquito. 72 CARLOS IBARGUREN de un candidato aumenta su reputación; a los terceros, que os escoltan asidua y voluntariamente, expresadles que ser­ vicio tan eminente os inspira una eterna gratitud». (Q. Ci­ cero-. De Petit. Cons. IX). Los personajes presentábanse teatralmente ante el pú­ blico, rodeados por esos cortejos, y su casa era el centro de una verdadera corte de clientes, aduladores ociosos, mu­ chos de ellos poetas y literatos bohemios, charlatanes, otros tahúres y rateros. Toda esa turba, frecuentadora matinal de las grandes mansiones, aguardaba agrupada en el vesti- bulum—pórtico de entrada sostenido por pilastras—o ali­ neada en la calle, la abertura de la puerta del atrium. Du­ rante la espera se comentaban los chismes y los sucesos nota­ bles ocurridos en la ciudad. Cuando el patrono se levantaba, los clientes entraban bulliciosamente al atrium y desfilaban ante el señor, saludándole con estas palabras: ave domine, saludo que éste contestaba con magestad pronunciando el nombre de cada uno, murmurado a su oído por el nomen­ clátor. La clientela recibía la spórtula: diez sextercios, o pan, vino y viandas, distribuidas por los esclavos y se retiraba. Más tarde reuníanse para escoltar al patrono por las calles y en el Foro. (Mommsen, Marquardt: ob. cit.) Juvenal fué uno de esos clientes matinales. Marcial dice a Juvenal: «Dum tu forsitan inquietus erras.—Clamosa, Jure- nolis, in Suburra — Aut collem domioe teris Dianoe. — Dum per limina te potentiorum.—Sudatrix toga ventilat, vagum- que»: En este momento tú te pasearás sin reposo en la bu- HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 78 lliciosa Suburra o en la colina de Diana. Sudoroso con tu pesada toga te presentarás en casa de los grandes señores. (Epigramas XII—18). Juvenal, en las sátiras I y V, pinta escenas de la spórtula con mordiente energía y animado colorido. El filósofo sirio Luciano, en el discurso a Nigrino, párra­ fos 21-22-23-24, fustiga a los ricos que revestidos de púr­ pura y mostrando los anillos de sus dedos, saludan con voz ajena—alude al nomenclátor—a los clientes de la salutatio, quienes después de haber comido, «se alejan refunfuñando, murmurando de la tacañería del patrono, vomitando en las esquinas y agitando con disputas los lupanares.» Séneca habla de las visitas matinales de los clientes, en

4) La reacción de Syla degeneró en un pillaje desorde­ nado, dirigido por una banda heterogénea de aventureros; había en ella esclavos, hombres libres, plebeyos y nobles po­ bres como Lucio Domitio Enobarbo y Marco Craso, que obtuvieron inmensas riquezas comprando bienes de pros­ criptos a precios irrisorios. (Ferrero: Grandezza e Decaden- za di Roma. Tomo I). Mommsen, en su Historia de Roma, dice que Syla quiso, por razones políticas, que tomaron parte en las subastas de los bienes confiscados los ciudadanos más notables, señalán­ dose, entre otros, el joven Marco Craso. El mismo Syla 14 CARLOS IBARGUREN fué pujador en los remates, así como su esposa Metella y una multitud de personajes y de libertos. Las subastas, a pesar del ínfimo precio de las ventas, produjeron al Fisco tres­ cientos cincuenta millones de sextercios, de donde puede co­ legirse la enorme importancia de las riquezas confiscadas. No se acordaban perdones; el miedo embargaba a todos: en ninguna parte se oía una palabra libre. El terror impuesto por Syla no se parecía al de Mario: en éste se habían sa­ ciado venganzas; pero en aquél predominaba la reflexión y la frialdad. El Dictador ordenaba y fomentaba las matan­ zas, indiferente y sin pasión. (Mommsen: Historia de Roma.) Los acusadores recibían la cuarta parte de la condena o confiscación pronunciada, por lo que se les llamó cuadrupla- tores; de aquí surgieron los delatores que azotaron a Roma. Cicerón, refiriéndose a los acusadores, compara a unos con los gansos del Capitolio que gritan sin dañar, y, a otros con los perros que ladran y muerden. (Cicerón'. Pro. Sex. Ros. Am. XX.) Fueron tantos los procesos y acusaciones calumniosas, ini­ ciadas contra ciudadanos inocentes, que se dictó la ley, conocida con el nombre de Remmia, por la que se castigaba al calumniador con la pena del talión y la infamia, grabán­ dosela con fuego en la frente la letra K, inicial de la pa­ labra calumnia, que se escribía antiguamente con dicha le­ tra. (Nisard: Notas a la arenga Pro. Sex. Ros. Am.)

5) Bandas sangrientas de degolladores y confiscadores corrían armadas noche y día por las calles: *qvi tum armati dies nootesque conowrsabant, qui Romee erant assidui, qui HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 75

omni tempore in proeda et sanguine versabantur.* (Cicerón: Pro. Sex. Eos. Am. XXIX). Valerio Flaco, nombrado interrex para presidir las elec­ ciones, después de la muerte de Carbón y de Mario, pro­ puso el nombramiento de Syla para Dictador, ratificando todo lo que había hecho y acordándole el derecho de vida y muerto sobre los ciudadanos; se declaró culpables a los parti­ darios de Mario y legitimáronse las proscripciones. Syla publicó un edicto—Lex Cornelia—por el que se confiscaban los bienes de los proscriptos y se punía de muerte al que salvara a un inscripto en la tabla fatal. Plutarco relata que el joven Cayo Metello osó pregun­ tar a Syla, en pleno Senado, cuándo cesarían tantos males: ¡nosotros no os pedimos, agregó, salvéis a los que habéis condenado a la muerte; pero sacad de la incertidumbre a los que habéis resuelto salvar!—No sé, todavía, a quienes permitiré vivir, contestó Syla. (Plutarco: Syla, XL). Valerio Máximo en su obra eFactorwn Dictorumque Me- mordbilium*, al tratar de la crueldad entre los romanos, dice: «Syla hizo inmolar a cuatro legiones del partido de Mario, que se habían presentado en el campo de Marte a implorar la compasión del pérfido vencedor. Sus gritos la­ mentables resonaron en los oídos de Boma temblorosa, y los cuerpos, mutilados por el fierro, rodaron en el Tiber ensangrentando sus aguas. Se inscribieron en los registros públicos los nombres de cuatro mil setecientos ciudadanos, los que fueron degollados en virtud de su fatal edicto de proscripción. No contento con vengarse de los que le ha­ 76 CARIÁIS IBARGUREN bían combatido, bízose dar por un nomenclátor los nombres de los ricos y los condenó como proscriptos. El gladio de los verdugos desgarró también a las mujeres, como Si no bastara la sangre de los hombres.» (Libro IX, cap. 11). «La dictadura, cargo terrible y excepcional —dice C Vc- lleyo Paterculo—que había sido un instrumento salvador de la república, se convirtió en manos de Syla en una arma de crueldad ilimitada... No se contentó Syla con castigar a sus enemigos; muchos inocentes perecieron.» (C. Velleius Paterculus, XXV111). Floro, en su historia, pregunta: «¿Quién podría con­ tar el número de los inmolados en Boma por venganzas particulares? Nadie. Se vió inscriptos, en la larga tabla, nombres de millares de ciudadanos elegidos entre la flor del orden senatorial y del ecuestre, condenados a la muerte. Nunca hubo ejemplo de otro edicto semejante!» (Florus, XXX11). Muchos compraban. bienes de los proscriptos dominados por el miedo a Syla y para no disgustarle. «Syla me ob­ jeta—dice Emilio Lepido—que yo posea bienes de pros­ criptos. A esos bienes los he comprado por temor, los he pagado; pero ofrezco devolverlos a sus legítimos dueños, no quiero conservar despojos de mis conciudadanos.» (Salus- tio: Discurso al pueblo de ASm. Lep. contra Syla). Cicerón, en «Pro Sex. Sos. Am.», expresa que cuando Roscio fué asesinado e inscripto en el registro funesto, to­ dos creían terminadas las proscripciones, y los fugitivos re­ gresaban a Roma. (Lugar citado, VIII: Quum jam prus- HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 77 criptionis mentio nulla fierit, et quum etiam, qui antea me- tuerant, redirent, ac jam defunctus sese periculis arbitra- rentar, nomen refertur in tabulas Sex. Eoscii...)

7) Cicerón llama a Sexto Roscio: thominis studiosis- simi nobilitatis*, el hombre más consagrado a la causa de la nobleza. (Pro. Sex. Eos. Am. VIII). Crysogono se hizo ad­ judicar por dos mil sextercios lo que valía seis millones. (Cicerón: lugar citado).

8) Los fundos de Roscio eran trece, casi todos en los bordes del Tiber: Nam fundos decem et tres reliquit, qui Tiberim fere omnes tangunt.» (Cicerón: Pro Sex. Eos. Am. VII).

9) Sexto Roscio—dice Cicerón,—padre del -joven que defiendo, es ol primer ciudadano del municipio de Ameria y de sus alrededores, tanto por su nacimiento como por su fortuna. Sus vínculos con las más esclarecidas familias real­ zan su consideración personal. Fué huésped de los Mete- llos, de los Escipiones y de los Servilios, quienes le admi­ tieron en su sociedad íntima. Roscio figuraba en el par­ tido de la nobleza, y cuando los privilegios y la vida de los nobles peligraron en nuestras últimas turbulencias, él sos­ tuvo su causa con todo su poder y su crédito: nadie en Ita­ lia la sirvió con más ardor. Cumplía un deber al combatir por la preeminencia de un orden cuyo brillo reflejaba sobre él mismo. (Cicerón: Pro Sex. Eos. Am. VI).

10) Roscio, después de la victoria de Syla, vivía habi­ 78 CARLOS IBARGUREN tualmente en Roma, y todos los días—afirma Cicerón— mostrábase en el Foro, ante el pueblo. «Lejos de temer la venganza de los nobles le vimos triunfar con el éxito de éstos.» (Cicerón: Pro. Sex. Eos. Am. VI). Syla dió magníficos festines con tal profusión de platos que, diariamente, se arrojaban al Tiber una cantidad in­ calculable de viandas. Eran famosos los vinos de cuarenta afios y de más tiempo, servidos en esos banquetes. (Plu- taco: Syla, XVIV). A fines de la república, los comedores—triclinia—eran ya muy grandes: comprendían el espacio necesario no sólo para los numerosísimos invitados, sino también para las gentes de servicio y para los cantores y artistas, encargados de divertir a los comensales. Se comía recostado en el lectus tricliniaris, especie de diván largo, de los que había esplén­ didos, con marfil y metales preciosos. Los concurrentes no asistían de toga, sino con Iá vestís cenatoria o synthesis, ligero vestido de color; los esclavos acompafiaban a sus amos hasta el triclinio, y allí, les saca­ ban las sandalias. Suetonio, en la biografía de Nerón, des­ cribe la vestidura del César. Mientras se comía, los cantores entonaban acompañados de cítaras, flautas y liras tocadas por los citharcedi, los ly- risiae y los symphoniaci. Bailarinas de cuerpos gráciles y es­ beltos danzaban licenciosamente al son de címbalos y cas­ tañuelas; las mujeres preferidas para estos placeres eran las sirias. (Mommsen, Marquardt. ob. cit.) Audisses comoedum, vel lectorem, vel lyristen. (Plinto el HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 79 joven: Epist. I-XV-). Horacio, en la Epístola II- Liv. II, ologia a un esclavo, ofrecido en venta, que canta con dulzura durante las comidas. Proper ció describe voluptuosamente el festín donde fué sorprendido por Cynthia en sus amores furtivos: «un egipcio tocaba la flauta y Phyllis los cró­ talos; frescas rosas deshojadas esparcíanse a nuestro alre­ dedor; el vino de Methymne nos traía el perfume de la Gre­ cia; la luz de las lámparas se amortiguaba...» (Proper ció: Carmen VIII).

11) .. .Hic filius assiduus in prediis esset, quumque se volúntate patris rei familiari vitceque rústicos dedisset: El hijo no salía jamás de los campos donde, conforme a la vo­ luntad de su padre, se había dedicado a la administración doméstica y rural. (Cicerón: Pro. Sex. Eos Am. Vil.) Está probado—alega Cicerón en la defensa—que Sexto dirigía la administración de los bienes, y que el mismo padre le ha­ bía dado la renta de ciertos dominios. Roscio había confia­ do a su hijo la explotación de sus tierras tan hermosas y productivas. ¿Los padres de familia, sobre todo los pro­ pietarios de nuestras provincias agrícolas, no realizan sus mejores aspiraciones cuando sus hijos se ocupan de la eco­ nomía rural y consagran sus cuidados a la cultura de los camposf (Cicerón: Pro. Sex. Eos. Am. XV). Todo inteligente administrador anotaba cuidadosamente, en sus tabletas domésticas, el movimientodel patrimonio. Es­ tas tabletas—tabules—eran de madera con una capa o baño de cera; se escribía con el stilus, semejante a un lápiz pun­ tiagudo de hueso o de metal, quedando las letras grabadas 80 CARLOS IBARGUREN ' en la cera. Una de las características del espíritu romano, perdida bajo el imperio de las riquezas, las conquistas y la inmigración extranjera que transformaron completamen­ te la sociedad y el alma romanas, fué la austeridad de las costumbres y la escrupulosidad en el manejo de los bienes. Llevábase un registro doméstico en el que se inscribía dia­ riamente las entradas, los gastos, las pérdidas y las operacio­ nes de toda clase que se realizaban; este libro denominábase codex. En las anotaciones del codex reposaba la institu­ ción jurídica de los contratos literales: la nómina transcrip- titia fuente de obligaciones civilmente sancionadas, per­ feccionadas litteris por el solo hecho de la escritura en las tabletas. Cicerón, en la arenga Pro. Q. Roscio, el cómico, califica a las tabletas domésticas de aterrice, sanctae, que perpetuam existimationis fidem et religionem amplectuntur. (III párrafo 2). El «diligente padre de familia» era un tipo social romano que sirvió de base a instituciones jurí­ dicas: toda la teoría de la responsabilidad de la culpa, en las relaciones contractuales, reposa en aquel tipo.

12) Cicerón se ocupa en el pasaje VI de la defensa «Pro Sextus Roscius Amerino* de Capitón y de Tito: «antiguas enemistades, dice, existían entre éstos y Roscio. Tito y Capitón eran también amerianos; uno de ellos—-alude a Tito—está sentado en este momento en el banco de los acusadores; el otro posee tres de los predios usurpados a mi defendido. Roscio tenía razón para temerles: Capi­ tón es un viejo gladiador, famoso por sus innumerables explotaciones, y Tito, a quien veis allí, entre vosotros, HISTORIAS DEL TIEMPO CLASICO 81

cuyo apodo es el de «grande»—Magnus vocatur,—ha re­ cibido en estos últimos tiempos lecciones de aquel terrible espadachín. El discípulo ha sobrepasado al maestro en perfidia y en audacia». (Cicerón: lugar citado). Los gladiadores eran no solamente los criminales con­ denados, los prisioneros de guerra o los esclavos, sino también los hombres libres que voluntariamente se dedi­ caban a la lucha. A fines de la república se habían constituido bandas de gladiadores. Estos matones servían como elemento de ac­ ción en las luchas políticas y eran protegidos por los perso­ najes políticos, quienes los utilizaban en los juegos públicos que ofrecían al pueblo, para atraerse el favor de las turbas. Cicerón se informa con interés de una banda sostenida por Atico que combatía admirablemente. Cic. ad Atticus IV, 4» No 105 Colección Nissard). Muchos de los magnates de aquella época, mantenían escuelas donde se educaban centenares de gladiadores; el lugar preferido para este aprendizaje era Cápua. Julio César, Escauro, Léntulo, tu­ vieron esas escuelas. Tito y Capitón, como la mayoría de los sicarios de Syla, fueron miembros de bandas de luchadores protegidos por el Dictador. Los héroes de la arena no sólo eran admirados hasta el delirio por el populacho, sino que tenían discípulos y ému­ los en las más altas clases de la sociedad. El amor a las luchas de gladiadores, tan desarrollado a fines de la república, persistió con mayor intensidad bajo el imperio. Las damas 82 CAiilXJS IBARGUREN apasionáronse por esas luchas al punto de que tomaban lec­ ciones y simulaban juegos, soportando la visera, el casco y la armadura que oprimía sus cuerpos delicados. Los gladiadores tuvieron un irresistible prestigio entre las mujeres, fueron cantados por los poetas, sus retra­ tos esmaltados brillaban en los vasos y en las lámparas, y la plebe desocupada escribía con carbón o con clavos, en los muros de las calles, alabanzas a esos favoritos. (Fried- loender: Civilisation et Moeurs Romaines du Regne T)'Au-, guste, t. TI., traducido del alemán por Vogel). NOTAS AL CAPITULO II

Influencia de los libertos bajo el imperio.—Los mercados de esclavos.—Crysogono: su nombre, sus paseos por el Foro, sus palacios y riquezas, sus orgías.—El ase­ sinato de Roscio, viaje de Mallio Glaucia a Arneria. —Crysogono desde Volaterra proscribe a Roscio.—Im­ presión producida en Arneria.—El sitio de Volaterra, los campamentos romanos, las legiones y las cohortes. —Los Decuriones Amerianos en Volaterra. — Cecilia protege a Sexto: la familia de Cecilia, su matrimonio ¡ con Syla.—La hospitalidad entre los romanos. I 1) Plinio el Antiguo, en su obra N atur alis Historia: líXIFI, 58, dice: cRoma ha visto, en el mercado, a escla­ vos como Crysonogo, liberto de Syla; Amfión de Q. Catu- |‘us; Heron de Luculo, Demetrio de Pompeyo; Hiparco le M. Antonio; Menas y Menecrates de S. Pompeyo, y tan- ios otros que es supérfluo enumerar, enriquecidos con la pngre de los romanos y con las proscripciones. La creta la marca de los rebaños de esclavo sen venta y el oprobio |e la fortuna insolente. Hemos visto a esos hombres tan |odoro«os que hasta los ornamentos pretorianos les fueron 84 CAREOS JBARGL'REX

discernidos por el Senado, por orden de Agripina, mujer del César Claudio, olvidando que hubieran podido volver con sus insignias, enguirnaldadas de laureles, al lugar de donde vinieron con los pies desnudos blanqueados con creta». La importancia de los libertos creció en el imperio, ob­ serva Beulé, y a medida que aumentaba la indigna inca­ pacidad de los ciudadanos para gobernarse a sí mismos, engrandecíase el poder de los manumitidos, que ocuparon el lugar de aquéllos. Un prejuicio moderno atribuye a los libertos un físico tan abyecto como la bajeza de su alma. Se dice proverbialmente: «una cabeza de liberto», y la imaginación evoca una expresión innoble. Nada más in­ exacto: sus caras eran hermosas, sonrientes, sus ojos vivos y profundos animados por el deseo de complacer, sus lí­ neas elegantes, sus vestidos lujosos. (Beulé: Le sang de Germanicus). Corneille, ha reflejado con mucha verdad histórica, en su tragedia Othon, los sentimientos de los libertos enseñorea­ dos en el poder:

Quelque tache en mon sang que laissent mes ancétres Depuis que nos Bomains ont accepté les maitres, Ces maitres ont toujours fait choix de mes pareils Pour les premiers emptois et les secrets conseils lis ont mis en nos mains la fortune publique, lis ont soumis la terrc a notre politique Patrobe, Polycléte, et Narcisse et Pallas Ont déposé des rois et donné des Etats. HISTORIAS DEI. TIEMPO CLÁSICO 85

Vinius est cónsul et Lacus est préfet Je ne suis Vun ni l’autre, et suis plus en effet; Et de ces consulats et deces préfectures, Je puis, quand il me plait, faite des créatures. (Acto II, ese. II)

Así debían hablar en Roma esos libertos temidos, que llegaron por el talento, la intriga o la opulencia, a ser los primeros personajes del imperio. Alzaron la cabeza y opusieron su insolente desdén al largo desprecio que an­ tes habían sufrido de los hombres libres y de los nobles. (Constant Martha: Les Moralistes sous l* Empire Romain.) Los romanos, en los comienzos del imperio, diéronse cuen­ ta del peligro social que traía consigo la avalancha de es­ clavos manumitidos a fines de la república. Durante los primeros años del reinado de Augusto, dictáronse leyes res­ trictivas para impedir la facilidad de las liberaciones. La ley Junia Norbana, dispuso que los esclavos emancipados de hecho no serían ciudadanos sino asimilados a los la­ tinos de las colonias—latini juniani—pesando sobre ellos ciertas incapacidades especiales: no tenían derechos polí­ ticos, no gozaban del connubium, no podían testar ni reci­ bir por testamento. (Instituto de Gaius: 1 párrafo 22 a 24). La ley JElia Sentía impuso limitaciones a la manumisión: el esclavo libertado antes de la edad de treinta años, no adquiría la ciudadanía romana, era solo un latino juniamo, «alvo el caso de que la manumisión obedeciera a un motivo CARLOS IBARGUREN legítimo, sometido a la aprobación de un Consejo del Esta­ do compuesto en Roma, de cinco senadores y cinco caballe­ ros, y, en las provincias, de veinte recuperadores. Las liberaciones hechas por amos menores de veinte años, eran nulas. Esta ley creó una clase especial de emancipados: los dediticii, indignos de ser ciudadanos, ni siquiera latinos. (Inst. de Gaius I, párrafos 13-38-41). Otra ley, conocida con el nombre de Fufia o Furia Ca- ninia, restringió las manumisiones hechas por testamento, que eran las más numerosas. (Gaius: Instituto I, párrafos 42 a 46). La ley Visellia, sancionada bajo Tiberio, prohibió con se­ veras penas a los libertos ciudadanos el acceso a las magis­ traturas, permitiéndoles, únicamente, ejercer el derecho del voto en los comicios por tribus. Los censores, para dismi­ nuir la influencia de los manumitidos, inscribieron a és­ tos en las tribus urbanas. A pesar de las medidas adoptadas para proteger a la so­ ciedad romana del peligro que entrañaba la afluencia de esclavos libertados, el imperio se desenvolvió y decayó dirigido por los serviles. Augusto y Tiberio, inspirado­ res de aquellas leyes defensivas, encarnaron, a este res­ pecto en el gobierno, las tradiciones conservadoras del vie­ jo patriciado: fueron sus últimos representantes. Más tar­ de, los Césares posteriores enaltecieron a los libertos, ele­ vándoles a las más altas magistraturas. Los manumitidos colmaron los vacíos causados entre los ciudadanos por las guerras civiles y exteriores; esos ornan HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 87 pipados provinieron en su mayor parte, de los esclavos ur­ banos, abyectos y corrompidos como les llama Columella-(J- VIII) -que adulaban al amo con vergonzosas complacen­ cias, obteniendo la libertad mediante la bajeza. Plinio, el joven, regocijábase efusivamente cuando veía a un amo generoso emancipar numerosos siervos. No tenía razón para celebrar tantas manumisiones, dice Boissier: prefiero la tristeza de Tácito cuando comproba­ ba, horrorizado, que el pueblo romano estaba compues­ to por libertos. La historia del imperio, estudiada por él tan profundamente, le demostró hasta la evidencia que la esclavitud no puede ser una buena escuela para la vida pública, ni para la libertad. (G. Boissier: La Religión Ro- maine, t. II). El liberto quedaba bajo el patronato del amo que lo manumitió: tomaba el nombre de éste,—Crysogono tomó de Syla el nombre de L. Cornelio,—y formaba parte de la gens de aquél, aun cuando no fuera propiamente gentil, se­ gún el concepto de la gentilidad interpretado en un pasaje de Cicerón. (Top. VI) y desenvuelto por Ortolan. Ortolan: Législation Romaine). Los libertos debían al patrono obsequium y operoe: obe­ diente gratitud, y ciertos servicios a cuya prestación se obli­ gaban civilmente, mediante un contrato verbal formalizado por un juramento: jusjurandum liberti.

2) Los mercados de esclavos en Boma recibían los im­ portados tanto de las provincias de Oriente como de las Occidéntáles; la nacionalidad del siervo determinaba, ge­ bb CARLOS 1BARCUREN neralmente, su nombre y la ocupación a que se le des­ tinaba; los capadocios, sirios y galos, eran hábiles por­ tadores de literas; los númidas eran excelentes nuncios o mensajeros los etiopes se distinguían como bañistas, los frigios y griegos de Asia eran preferidos para servir la mesa. Uno de los grandes mercados estaba en Délos; había otro célebre en Roma, situado cerca del Foro, al lado del templo de Castor. El esclavo, era expuesto en un ban­ quillo giratorio, en la catasta o tablado de madera; allí, desnudo, se le examinaba, se le tocaba, se le interrogaba. Los importados tenían los pies blanqueados con creta v lle­ vaban suspendido de su cuello el títulus que indicaba su país natal, edad y aptitudes; el títulus debía mencio nar si el siervo era fugitivo o enfermo, y el vendedor ga­ rantía los defectos ocultos y las cualidades prometidas. Los Ediles Curules, superintendentes de los mercados, des­ envolvieron, con motivo de las ventas de esclavos y de ga­ nados, las acciones redhibitorias: redhibitoria y quanti minoris, las que se generalizaron, más tarde, en las ven­ tas de toda clase de cosas. Los esclavos, enajenados sin ga­ rantía alguna, llevaban cubierta la cabeza con un pilleus o gorro; lois prisioneros de guerra, subastados por el Cuestor, tenían una corona; ésta significaba, según Poní peyó Festo, que el Estado no respondía de las condicio­ nes del siervo vendido. (Mommsen, Marqudrdt: Ant. Rom. La Vie Priv. des Rom., T. I). En los comienzos del imperio pagábanse cuantiosas su­ mas por los esclavos adiestrados: millia pro puero ccntum HISTORIAS DEI. TIEMPO CLÁSICO 89

me mango poposcit: un mercader de siervos,—estos mer­ caderes denominábanse mangones o venalicii,—me pide cien mil sextercios por un esclavo. (Marcial: Epigr. 59-verso I, libro I.) «Ved este esclavo de blanca piel, nacido en Tibur: es hermoso de pies a cabeza, comprende hasta los gestos, habla griego, no hay habilidad que no posea: es una blanda arci­ lla que se amoldará a todas las impresiones; juzgaréis, du­ rante las comidas, la dulzura de su canto. Os lo doy por ocho mil sextercios’.. . (Horacio: Epístola ad Julium Fio- rum II-II.)

3) Cicerón, en la arenga Pro Sextus Roscio Amerino XLIII, expresa: Vento nunc ad illud nomen aureum Cryso- goni: «Voy a ocuparme ahora del nombre de oro de Cryso- gono.> Este juego de palabras tiene su explicación en el significado griego del vocablo Crysogono: fruto y oro. Nisard, al comentar este pasaje de Cicerón, recuerda lo que el poeta francés Eonsard dijo del viejo Dorat: Dorat qui a nom doré. (Nisard: Notas a la arenga Pro. Sex. Ros. Am.)

4) Cuenta Plutarco que Catón de Utica, durante su ni­ ñez, era llevado frecuentemente a casa de Syla para que hi­ ciese la corte al dictador. Esa casa, dice aquel historiador clásico era una verdadera imagen del infierno por las innumerables personas torturadas conducidas allí todos los días. Catón tenía entonces catorce años: veía presentar al tirano las cabezas ensangrentadas de ilustres personajes 90 CARLOS IBARGUPEN y oía gemir, en secreto, a los testigos de esas crueles eje­ cuciones. Un día el joven Catón preguntó a su maestro Sar- pedón: por qué el pueblo no se libraba de Syla matándo­ le.—«Es porque se le odia menos de lo que se le teme, res­ pondió Sarpedón.—¿Por qué no me dais una espada!— replicó el niño: yo le mataría, salvando a mi patria de la esclavitud». (Plutarco: Catón de Utica V.)

5) Viérais como él,—Cicerón habla de Crysogono—con los cabellos artísticamente peinados y perfumados con esen­ cias, pasea por todas partes en el Foro, seguido de una numerosa caterva togada. Viérais, jueces, la insolencia de su mirada y el orgullo de su desprecio! Cree ser el dueño de la riqueza y del poder. (Cicerón: Pro. Sex. Ros. Am. XLVI.) Crysogono vestía con un boato deslumbrador. En aquel tiempo la púrpura de moda máB codiciada y valiosa era la de color rojo vivo. Plutarco hace notar esa preferencia al estudiar1 a Catón de Utica: «como él vió—alude a Catón— que la púrpura de color más fuerte y vivo era la usada por todos, vistióse con la más obscura. (Plutarco: Catón de Utica IX).

6) «Crysogono, propietario de una soberbia casa en el Palatino, tiene para recrear su ánimo un fundo encantador en los suburbios de Roma; posee una cantidad de ricos domi­ nios próximos a la ciudad. Su casa está repleta de vasos de Corinto y de Délos, y, allí se ve una authepsa famosa, com­ prada estos días en el mercado a tan alto precio, que los HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 91 transeúntes creyeron se trataba de un predio. Para formaros una idea de la cantidad de plata, tapices, cuadros, bronces y mármoles que allí se encuentran, calculad que merced al tu­ multo y al pillaje, todas esas riquezas han sido saqueadas de infinidad de casas opulentas para amontonarlas en una sola. (Cicerón: Pro. Sex. Ros. Am. XLVT). La authepsa era un gran recipiente o marmita para calen­ tar el agua de los baños. Séneca estudia este sistema de calefacción en las «Cuestiones Naturales» III-24: «Se fabri­ can—dice—serpentinas, cilindros, vasos de diversas formas, en cuyo interior hay tubos delgados de cobre, desarrollados en espiral de muchas vueltas; el agua replegándose tantas veces alrededor de un mismo fuego recorre el espacio nece­ sario para calentarse durante el pasaje: ella entra fría y sale cálida». (Séneca: lugar citado').

7) «Qué diré—exclamá Cicerón al describir el palacio de Crysogono—de la multitud de sus esclavos y de la diversidad de sus empleos? No hablo aquí de artes vulgares: cocineros, confiteros, portadores de literas; la sola compañía de sus mú­ sicos es tan numerosa, que sin cesar se oye en los alrede­ dores, el ruido de los instrumentos, de las voces y de las fiestas, que él da durante la noch. ¡Qué gastos! ¡qué profu­ siones! ¡qué festines! (Cicerón: Pro. Sex. Ros. Am. XLVI). Los vasos de Arretium—vasa arretina—muy apreciados, se distinguían por su color rojo coral y por sus artísticos re­ lieves; la mayor parte eran esmaltados. (Marquardt: Ob. cit). 92 CARLOS IBARGUREN

8) Cicerón trata del asesinato de Roscio en los siguien­ tes términos: Rioscio fué muerto cerca de los bafioB del Pa­ latino al volver de la cena... El primero que anuncia esta muerte en Ameria es un tal Mallio Glaucia, liberto, cliente y amigo de Tito. Glaucia no va a casa de Sexto, sino a la de Capitón, enemigo de Roscio. El crimen fué cometido en las primeras horas de la noche; el emisario llegó a la madrugada. Durante la noche, en diez horas, corrió en un cisiurn cincuenta y seis millas, de suerte que fué el primero en anunciar a Capitón la nueva ardientemente esperada, y en mostrarle la sangre de su enemigo, humeante todavía en el puñal sacado poco antes del cuerpo de la víctima. (Cice­ rón: Pro. Sex. Ros Am. VII). ..Cisiurn era un carricoche de dos ruedas empleado para los viajes rápidos. Los viajeros usaban un abrigo: poenula. que se ponía sobre la túnica para evitar el frío, guardarse de la lluvia, la nieve o el viento. Llevaban poenula los arrieros, los esclavos, los portadores de literas y hasta ciudadanos dis­ tinguidos y damas, cuando emprendían marcha al campo. Esta prenda de vestir, especie de manta de cuero color obs­ curo, se ajustaba al cuerpo y prendíase por delante. (Mar- quardt: Ob. cit.)

9) Cicerón en los pasajes VII y VIII de la arenga Pro. Sextus Roscio Amerino, dice: «Cuatro días después,—alude al asesinato de Roscio,—se comunica el acontecimiento a Crysogono, on el campamento de Syla, se le pondera las riquezas de Roscio y la fertilidad de sus tierras,—ha deja­ do trece fundos, casi todos a orillas del Tíber,—se le infor­ HISTORIAS PEI. TIEMPO CLÁSICO

ma el desamparo en que queda Sexto y se le demuestra que si el padre, que tenía gran número de amigos, ha sido ase­ sinado sin mayor peligro, no será difícil deshacerse del hijo que vive en el campo, desconocido en Roma... Crysogono hízose adjudicar los bienes: tres de las mejores tierras fue­ ron dadas en propiedad a Capitón, que las posee actualmen- mente... Tito, a nombre de Crysogono, se apodera del resto. Bienes que valen seis millones son adjudicados por dos mil sextercios... Tito se dirige a Ameria como man­ datario de Crysogono: usurpa las tierras de Roscio, sin respetar el dolor de su desgraciado hijo, ni dar a éste el tiempo de cumplir con los últimos deberes para con su geni­ tor; le despoja le echa de su casa, le arranca del hogar pa­ terno y de sus dioses penates... ne iter quidem ad sepulcrum patrium reliquisset: sin dejarle siquiera un sendero para ir a la tumba de sus padres. (Cicerón: pasaje citado).

10) En el párrafo IX de la arenga, Cicerón comenta el efecto que produjo el asesinato de Roscio en el ánimo de los Amerianos: Quod Amerinis usque eo visurn est indignum, est urbe tota fletus gemitusque fierit. Los Decuriones de­ cretaron se enviaran diez magistrados al campamento de Syla:... «.Decretum Decurionum.., Legati in castra ve- niunt». Capitón fué uno de los delegados: «T. R. Capito, qui in decem legatis erat». Ameria era un municipio que gozaba de autonomía, como todas las ciudades de su clase: su gobierno y administración regíase por instituciones y leyes propias. Las ciudades mu­ nicipales imitaban la organización de la metrópoli: la socio- 94 CARLOS IBARGUREN dad dividíase en tres órdenes: el primero o superior era el de los Decuriones—ordo Decurionum—que correspondía al se­ natorial de Roma; el segundo fué, bajo el imperio, ordo Augustalium, semejante al ecuestre o de caballeros romanos, clase social intermedia entre los Decuriones y la plebe; el tercero constituíase por el pueblo: populus, municipes, co- loni. Sexto Roscio era miembro del colegio de los Decurio­ nes de Ameria, es decir, del senado de este municipio. Los Decuriones gozaban de privilegios honoríficos: te­ nían lugares preferentes y reservados en los espectáculos de circo, en el teatro y en los festines públicos: llevaban toga guarnecida de púrpura, prcetexta,—usaban los ornamentos decurionales y tenían a su servicio lictores con fasces. (Mom- msen: Le Droit Public Romain, t. VI. Willems-. Le Droit Public Romain). La ley Julia municipal, comentada por Mommsen en el apéndice de su Historia de Roma, reglamenta minuciosa­ mente los derechos y privilegios de los Decuriones.

11) Volaterra fué la ciudad que resistió a Syla con más tesón, obligándole a sostener un sitio de tres años; allí se concentraron tres legiones de Mario, último baluarte del partido democrático. El sitio fué dirigido personalmente por Syla, quien más tarde delegó el mando en el ex Pretor Cayo Carbón. Al tercer año de resistencia, la guarnición extenua­ da capituló después de la batalla de Puerta Colina—(año 675 de Roma)—entregando la plaza a las legiones de Syla, previa garantía que dieron los vencedores de respetar la vida HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 95

de los vencidos. Pero en ese siglo espantoso, dice Mommsen, no había derecho de guerra ni disciplina militar, y los sol­ dados sospechando una traición, apedrearon a sus generales por demasiado compasivos. Una legión de caballería, en­ viada por el gobierno de Boma, alcanzó en el camino a los desgraciados defensores de la ciudad y los acuchilló. El ejército victorioso fué acantonado en toda la Italia: púsose una fuerte guarnición en las plazas poco seguras, y las mili­ cias de Syla ahogaron, poco a poco, los últimos alientos de la oposición revolucionaria. (Mommsen: Historia de Roma). El campamento de Syla en Volaterra, dado el largo tiem­ po que duró el sitio de esa plaza, fué una castra stativa o campo sedentario, llamado así para distinguirlo de los cam­ pamentos volantes que se instalaban un día para levantarlo al siguiente. Boissier en su obra *L’Opposition sous les Ce­ sa rs», estudia estos campos militares estables. Alrededor de ellos, dice aquel autor, se radicaban vivande­ ros, proveedores, industriales, en modestas casillas llamadas cañabas legionis. Se ha descubierto en Africa una castra stativa próxima a las ruinas de la villa Lamboesis, qua fué durante el imperio, hasta el tiempo de Diocleciano, residencia de la legión romana III , encargada de defender la Numidia contra las invasiones de los moros. Este campa­ mento, estudiado y descripto por León Renier y por Wil- manns, estaba constituido por un rectángulo de 500 metros de largo por 450 de ancho, rodeado de muros abiertos, a trechos, en portadas. La plaza del proetorium, donde residía el legado pretoriano, jefe de la legión, figura ubicada en el 96 CARLOS IBARGUREX

centro, y se han encontrado en ella fragmentos de coronas, águilas, victorias y esculturas. (Boissier, obró citada). La muy erudita y grande obra sobre Antigüedades Ro­ manas, que a menudo citamos en este trabajo, dirigida por Mommsen Marquardt y Krueger, traducida del alemán al francés por Humbcrt, Brissaud, Lucas, Vigié y otros, tiene un interesantísimo y detenido estudio, que comprende todo un tomo, sobre la organización militar romana. Las legiones dividíanse generalmente en diez cohortes o cuerpos de 500 a 600 hombres cada uno, en los que había infantes y caballeros. Cada cohorte obedecía a un centurión y tenía su número (le orden; a la primera, guardadora del águila, mandábala un tribuno. Estas unidades estaban subdivididas en centu­ rias y tenían su bandera o estandarte: vexillum. El soldado que llevaba la bandera llamábase vexillarius. La tienda don­ de se depositaban las insignias militares, que existía en to­ dos los campamentos, era un recinto sagrado.

12) La delegación enviada por los Decuriones de Ameria al campamento de Syla fué engañada. Cicerón relata esa mi­ sión en el pasaje IX de su arenga Pro Sextus Roscio Ameri­ no: Crysogono recibió a los diputados evitando que se pre­ sentaran ante Syla, y les ofreció borrar el nombre de Ros­ cio de la lista de las proscripciones, restituir a Sexto, el hijo de aquél, todos los bienes de que fué despojado. Capi­ tón garantió solemnemente a los Decuriones la promesa de Crysogono, y éstos, crédulos, regresaron a Ameria: «nm HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 97

adpromitterett, crediderunt: Ameriam ré inorata reverte- runt.t Cicerón en este pasaje, al hablar de la candidez de los buenos magistrados municipales, dice: «esos hombres tenían la simplicidad de los antiguos tiempos y juzgaron a los otros por sí mismos».

13) ...Román confugit, et sese ad Cceciliam Nepotis fi- liam... Ea Sex Roscium inopem, ejectum domo, atque expul- sum ex suis bonis, fugientem latronum tela et minas, recepit domum; hospitique oppresso jam, desperatoque ab ómnibus, opitulata est... (Cicerón: Pro Sex. Ros. Am. X). Cicerón en este pasaje, que transcribimos solamente en parte por no dar considerable extensión a estas notas, declara que Sexto: «se refugió en Roma al lado de Cecilia, hija de Nepos, ami­ ga de Roscio, mujer respetable a quien se ha mirado siem­ pre como modelo de nuestra antigua lealtad. Desprovisto de todo, arrancado de su hogar, despojado de sus propiedades, Sextus que hua de los puñales y de las amenazas de. sus perseguidores, encontró un asilo en la casa de Cecilia. Ella tendió su mano caritativa al huésped oprimido, cuya pérdida parecía inevitable. Si él vive todavía, si no ha sido ins­ cripto en la lista fatal, si los hombres que quisieron ser sus asesinos son aquí solamente sus acusadores, es debido al va­ lor a la protección y a los cuidados de está amiga gene­ rosa... Se creyó que el poder de Crysogono cerraría la boca a todos los oradores». (Cicerón, pasaje citado). «¿No sabéis que el alimento y los vestidos de Sexto son drb’dos a Cecilia, digna hija, hermana y sobrina, de un pti- 98 CARLOS IBARGUREN dre, de un hermano y de tíos colmados de honores y de dig­ nidades! Ella ha agregado el lustre de sus virtudes a la glo­ ria de su ilustre familia.» (Cicerón'. Pro. Sex. Ros. Am. L}. En este último párrafo de la arenga, Cicerón llama «a Cecilia Balearici filia, Nepotis sorore:» «hija de Baleárico, hermana de Nepos»; mientras que en el pasaje X, antes ci­ tado, dice: tCaciliam, Nepotis filiam»: «Cecilia hija de Nepos». Tal contradicción ha dado lugar a diversas inter­ pretaciones entre los comentadores, algunos de los cuales proponen borrar las palabras Balearici y sorore, considerán­ dolas erróneamente puestas por copistas en los viejos manus­ critos. Sin embargo, es generalmente aceptada la paterni­ dad de Baleárico, figurando Q. Metello Nepos como her­ mano de Cecilia. Tal vez fuera Cecilia descendiente de Ba­ leárico, e hija—como dice Cicerón en el párrafo X—de Q. Metello Nepos. Fundamos esta hipótesis en el citado pa­ saje X, y además, en que Quinto Ccecilio Metello, lla­ mado Baleárico porque hizo una expedición a las Baleares, fué cónsul cuarenta y cuatro años antes del proceso de Ros­ cio (año 629-630 de Roma; Tito Livio: sumario del libro LX, reconstruido y publicado por Nisard. Es sabido que solo se ha conservado el texto íntegro de Tito Livio hasta el li- broXLV, pues de los posteriores, quemados por el papa San Gregorio el Grande, quedaron únicamente fragmentos muti­ lados e. incompletos). Veintisiete años después de aquella expedición de Balea- rico, aparece como cónsul (año 656 de R.) un Q. Metellus Nepos,—-nepos, sobrenombre usado por muchas familias ro- HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 99 inanas como la Cornelia, Lieinia, Metella, quiere decir nieto —cuyo abuelo fué, muy probablemente, Baleárico. Este Q. Metello Nepos, cónsul conjuntamente con T. Didio, diecio­ cho años antes del proceso Roscio, debe haber sido el padre de Cecilia. Por otra parte, Plutarco, dice que Syla cuando fué nom­ brado cónsul con Quinto Pompeyo (año 666 de Roma, ocho antes del proceso Roscio) hizo un muy buen matrimonio casándose con Cecilia, hija de Metello el gran Pontífice. Nos parece que Metello, el gran Pontífice aludido por Plutarco, no fué Baleárico, cónsul el 629, sino Q. Metello Nepos, que ocupó el consulado el 656, esto es, diez años an­ tes del matrimonio de Cecilia. El casamiento de Syla con Cecilia, fué muy comentado por el pueblo en canciones satíricas, y criticado por los patricios, quienes, según la observación de Tito Livio, juzgaron indig­ no que una hermosa mujer aceptara al que ellos consideraron digno del consulado. (Plutarco: Syla IX). La referencia que Plutarco hace de Tito Livio, no está en ninguno de los XLV libros que se han conservado de este historiador. Este pasaje pertenecía, posiblemente al libro LXXVII, destruido, ly cuyo resumen Nisard ha reconstruido y publicado en la \Collection Des Auteurs Latins. i Syla se casó a la edad de cincuenta años con Cecilia, que |fué su tercera mujer. En primeras nupcias se había unido kon Ilia,

fué Metella, de la familia, también, de Metello. Después de la muerte de Metella, desposóse Syla con Valeria. (Plutarco Syla: IX). Apesar de este pasaje de Plutarco, la generalidad de los historiadores modernos llaman a la mujer de Syla, Cecilia Metella, sin distinguir a Cecilia de Metella, considerando a estos dos nombres como correspondientes a una misma per­ sona. Creemos que una fué Cecilia y otra Metella, ambas de la misma familia, y que Cicerón, en la defensa de Roscio, se refiere a la primera. Juzgamos más verídico y aceptable el relato de Plutarco, (Syla IX) que la versión de cualquier historiador moderno, por cuanto el clásico autor de las «Vidas de Hombres Ilus­ tres», tuvo a la vista las «Memorias o Comentarios» de Syla, que le sirvieron para escribir la biografía de éste. (Plu­ tarco: Syla XXXVI. En este párrafo, Plutarco alude a di­ chos «Comentarios», que los utilizó también para las biogra­ fías de Mario, Sertorio y Lóculo). Cecilia albergó en su casa a Sexto, hijo del proscripto Roscio. Esta protección, dispensada por Cecilia, se explica si se tiene en cuenta que Roscio fué su amigo y huésped de su familia, como también lo fué de los Servidos y de los Escipiones. (Cicerón: Pro. Sex. Ros. Am. VI-X-L-LI). La hospitalidad—hospitium,—una muy antigua costumbre, era consecuencia de un solemne convenio celebrado entre un ciu­ dadano romano y un extranjero, o de un pacto público en­ tre Roma y otra ciudad. El huésped tenía derecho a la habi­ tación y ayuda del hospedante, y participaba de la vida de la familia: a su llegada se le ofrecía un baño, se celebraba un HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 101 sacrificio y se le daba una comida; vinculábase por un lazo religioso con el pater familia, quien le debía asistencia, par­ ticularmente en los procesos y litigios. Los hombres polí­ ticos y los patricios procuraban multiplicar el número de sus huéspedes. La nobleza extendía de esta manera su influencia en las provincias. No debe confundirse la «clientela» con la «hospitalidad», a pesar de la similitud que entre ambas ins­ tituciones existe. El huésped era una persona independiente que tenía una patria en su ciudad mientras que el cliente— nos referimos al concepto originario de la clientela—no tenía ciudad alguna. (Marquardt: La Vio. Priv. des. Pom. t. I.) NOTAS AL CAPÍTULO III.

Marco Tulio Cicerón: su nacimiento, su nombre, su amor por Arpinnm. — Los agricultores latinos. — Juicio de Salustio sobre los «hombres nuevos». — Los parientes de Ciéerón.— Primeros estudios de Cicerón: las escuelas en Boma. — Versos de Cicerón a Mario. — La oratoria de L. Craso y de Antonio.—La enseñanza de la retórica, — El poeta Archías: su vida, su prestigio en la sociedad elegante, el proceso que se le entabló. — Los griegos en Roma. — El orador Hortensio. — La muerte de L. Cra­ so.— Cicerón y el estudio del derecho; los jurisconsul­ tos. — Maestros de Filosofía: Filón el académico, Fedro el epicúreo y Diódoto el estoico.

1) Marco Tulio Cicerón nació en Arpinum, el tres de las nonas de Enero del año 646 de Roma — 108 antes de Cristo — bajo el consulado de C. Atilio Serrano y Q. Ser- vilio Cepión. Un pasaje de ¿Brutus», refiere que el orador L. Craso, treinta y cuatro años mayor que Cicerón, pronun­ ció, el año del nacimiento de éste, un discurso en pro de la Ley Serviüa, que llamaba a los senadores a desempeñar las 104 CARLOS IBARGUREN

funciones de jueces, atribuidas solamente a los caballeros por la ley Sempronia. (Cicerón: tBrutus» XLIII). Aulo Gelio en «Las Noches Aticas» nos informa minucio­ samente sobre la edad de Cicerón, cuando defendió a Sexto Roscio, rectificando un error sobre este punto cometido por Cornelio Nepos. «Cornelio Nepos, amigo íntimo de Cice­ rón—dice Aulo Gelio —es un historiador muy exacto; sin embargo, en el primer libro de la Vida de M. Cicerón, pa­ rece se ha equivocado al decir que éste tenía veintitrés años cuando defendió su primera causa y abogó por Sexto Ros­ cio, acusado de parricidio. En efecto, si se cuentan los años transcurridos desde el consulado de Q. Cepión y de A. Serrano—fecha del nacimiento de M. Cicerón, ocurrido el tres de las nonas de Enero hasta el consulado de M. Tul- lio y Cn. Dolabella, época en que patrocinó a Quinto en una causa privada ante Aquilo Galo—resulta un intervalo de veintiséis años. No hay duda que él defendió a Sextus Roscio, acusado de parricidio, un año después de la causa de Quinto, bajo el consulado de L. C. Syla Félix. (Félix: «afortunado» fué el sobrenombre de Syla. Plutarco: Syla XLIIL) y de Q. Metello Pío; tenía, pues, veintisiete años. Pédiano Asconio comete, también, un error semejante en Fenestella, haciendo hablar a Cicerón en pro de Sexto Ros­ cio a la edad de veintiséis años. La equivocación de Cor­ nelio Nepos es mayor que la de Fenestella; pero ella puede explicarse por un exceso de celo y de amistad, que ha hecho disminuir cuatro años a Cicerón para suscitar mayor admira­ ción por un orador que a tan temprana edad demostró tanta elociier.cia... Demóstenes se inició en el foro a la misma HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 105 edad de Cicerón; aquél tenía veintisiete años cuando habló contra Androción y Timócrates; éste, a los veintiséis, abogó por P. Quinto, y un año después, por Sexto Roscio. Am­ bos oradores vivieron casi el mismo número de años: Cice­ rón sesenta y tres y Demóstenes sesenta...» (Aulu Gellii: Noctium Atticarum, Commentarius. XV-XXVIII). Plutarco, en la biografía de Cicerón, la única completa que de la antigüedad nos ha quedado, explica la etimología del nombre: viene de cicer, garbanzo, y fué dado a un ascen­ diente de Marco Tulio, a causa de una verruga sobresa­ liente en la nariz. Cicerón, dice aquel viejo historiador, cuando presentó por vez primera su candidatura para un cargo público, fué solicitado por sus amigos para que cam­ biara de nombre, pues consideraban ridículo el que llevaba; pero él contestó presuntuosamente que haría a su nombre más célebre que el de Escauro o el de Cátulo, dos de las más an­ tiguas e ilustres familias romanas. (Plutarco: «Cicerón» I). Otros autores, invocando un pasaje de Plinio el Antiguo— I-XVIII-3—en el que observa que los nombres de cereales eran comunmente aplicados a personas, y tal vez derivaran del género de cultivo preferido por antiguas familias, creen que los Cicerón fueron llamados así por haber sembrado es­ pecialmente garbanzos. Se ha pretendido encontrar la razón del nombre Tullius, en que tal vocablo expresa la idea de agua corriente. Pom- peyo Festo en «De Significatione Verborum» dice: Tullios son los conductos por los que se derrama una fuente; los arroyos; los chorros de sangre que surten en forma de arco, se 106 CARLOS IBARGUREN me jantes a las cascadas que en Tibor se vuelcan en el Anio». Tal vez los saltos de las rápidas aguas del Fibreno origina­ ran la designación de «Tullius», dada a los Cicerón que habi­ taban en las proximidades de aquel río. Arpinum—hoy Castellaccio—era un villorrio que combatió heroicamente en favor de Roma contra los Samnitas y adqui­ rió, por tal motivo, el afio 450 de Roma, el derecho de ciu­ dad municipal, bajo el consulado de L. Genucio y S. Corne- lio (Tito Livio-. X-l). Arpinum es un hermoso y pintoresco paraje; Cicerón lo ha descripto y recordado con- amor en varios pasajes de sus obras, sobre todo en «De Legibus». «I Quién no se reiría de los hilos de agua llamados NíIob y Euripos viendo este paisaje!—se refiere a Arpinum—yo me imaginaba—le dice Atico—que en este lugar sólo habría ro­ cas y montañas, y admirábame, antes, que os agradara tan­ to; pero ahora me asombraría si fuérais a otra parte cuando os alejáis de Roma».—«Sí, este lugar nos encanta; pero vuestro Thyramis en Epiro no es menos bello. No, sin duda, es hermoso el Amalteo de nuestro Atico y sus soberbios plátanos; pero sentémonos aquí, en este bello paraje, a la sombra, y continuemos nuestra discusión.» «Tengo predilección por esta comarca, por esta casa y esta campaña que os ha visto nacer—dice Atico a Marco—me conmueven los sitios que guardan los rastros de los que ama­ mos y admiramos. Así, por ejemplo Atenas, mi querida Ate­ nas, me gusta menos por sus magníficos monumentos y anti­ guas obras de arte, que por el recuerdo de sus grandes hom­ bres y por el lugar en que éstos habitaron, o donde ellos se sentaron para discurrir; contemplo todo con interés, todo, HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 107 hasta sus tumbas. Por eso, creedme, este país en que habéis nacido me seré muy caro. «Mucho me complace—contesta Marco—haberos mostrado a Arpinum: es mi cuna... Por ella debemos morir y a ella consagraremos nuestra vida... yo no renegaré jamás mi patria de Arpinum, aun cuando la otra,—Roma—sea más grande y la contenga en su seno.» (Cicerón: De Legibus II-l, 2, 3). «Tal vez vaya a veros a Boma, jcómo traeros a Arpinum?— escribe Cicerón a Atico—Arpinum es un paraje silvestre; pero favorable al desarrollo vigoroso de la juventud; no hay en el mundo tierra cuyo aspecto encante más mi corazón y mis ojos. (Cicerón: Ad Atticus 11-11).

2) La población agricultora de las campañas y municipios itálicos encarnaba las virtudes y sobrias tradiciones romanas, las antiguas y austeras costumbres de los antepasados, cuya desaparición en la metrópoli, invadida por un cosmopolitis­ mo corruptor, fué constantemente lamentada por todos los clásicos escritores latinos y combatida por los moralistas bajo el imperio. De esa población campesina surgieron los «hom­ bres nuevos», dirigentes a fines de la república : Cicerón fué uno de ellos. La caída del patriciado no dató del imperio. A partir de las guerras civiles de Mario y Syla, los nobles alejáronse de los negocios públicos y por prudencia, por fatiga, por amor a los placeres, olvidaron los deberes impuestos por sus nombres preclaros, buscando, en un epicureismo inofensivo, sus delicias y su seguridad. Muchos hombres nuevos eclipsa­ 108 CARLOS IBAKGUREN ron a los patricios en el Foro y en las armas. El patriciado perdió su prestigio y su viril actividad: los herederos de ilus­ tres apellidos, sibaritas y estériles, encanalláronse, quedándo­ les solamente de lagrandeza pasada, los bustos de cera de sus abuelos que decoraban los pórticos y los atrios de sus casas aristocráticas. Al vicio y a la molicie de estos vástagos de­ generados de los viejos quirites, las clases populares libres, y sobre todo, los agricultores italianos, opusieron su actividad trabajadora y sana. (Constant Martha. Ob. cit.). Cicerón, en la defensa de Sexto Roscio, hace el elogio de los campesinos y de los hombres dedicados a las labores rurales, en la Umbría, en.sus alrededores y en todos los an­ tiguos municipios. «El gusto de los placeres, las deudas, los vicios desenfrenados, dicen, no caben en Sexto que no ha asistido a ningún festín. ¿Cuáles pueden ser los sentimien­ tos de un hombre que habita siempre en los campos y cul­ tiva la tierra, género de vida que impide el imperio de las pasiones y concuerda, mejor que ningún otro, con la regula­ ridad de los deberes? La ocupación de agricultor os parece un oprobio. Nuestros antepasados pensaban de otra manera, y nuestra república, débil y pequeña en su origen, fué lle­ vada por ellos al más alto grado de poder y de gloria. Ellos cultivaron por sí mismos sus tierras; y siguiendo los princi­ pios de honor y de virtud, dieron a nuestro imperio un gran número de dominios, ciudades y naciones. En la ciudad nace el lujo: el lujo produce necesariamente la codicia, y la codi­ cia engendra la audacia, que es madre de todos los crímenes. La vida campestre, esta vida que vos, Erucio, llamáis salvaje, es la escuela de la economía y la inspiradora del trabajo y del HISTORIAS PEI, TIEMPO CI.ÁSICJ 109

amoT a la justicia. (Cicerón-. Pro. Sex. Ros. Am. X1V-XV- XVI-XVII-XVIII-XXVII). Los hijos de estos agricultores latinos los miembros de esa burguesía agraria del Lacio, escalaron, a fines de la re­ pública, las posiciones políticas más eminentes, ocupando en Roma las altas magistraturas. Fueron llamados «hombres nuevos». No todos los clásicos historiadores romanos celebran el advenimiento de los «hombres nuevos» al Gobierno del Es­ tado. Salustio, nacido veinte años después de Cicerón,—el 666 de Roma, bajo el séptimo Consulado de Mario,—laméntase, des­ consolado, de los hombres nuevos que, en su tiempo, dirigían los destinos de Roma. «Como he resuelto alejarme de los negocios públicos—dice Salustio—para hacer revivir los acontecimientos pasados, mu­ chos llaman pereza a mis trabajos, sobre todo las gentes cuya principal ocupación es adular al pueblo y obtener su favor mediante festines. Si ellos quisieran examinar en qué cir­ cunstancias desempeñé yo las magistraturas, y qué clase de hombres se introdujeron después en el Senado, reconocerían, sin duda, que no ha sido la indolencia la razón de mi aleja­ miento, y que he dado a mi espíritu otra orientación más provchosa para la república que la actividad de los políti­ cos... Los hombreB nuevos que en otro tiempo se vanaglo­ riaban de sobrepasar a la nobleza por su virtud, emplean el fraude y el pillaje para llegar a las magistraturas y a los honores... Se diría que la Pretura, el Consulado y las otras dignidades que encierran por sí tanta grandeza, no deben ser 110 CARLOS IBAKGIREN hoy estimadas a causa del demérito de las personas que las ocupan. La indignación que me causan las costumbres de nuestra época, me lia llevado lejos de mi tenia». (Salustio: De Bello Jugurthino. IV). Este apasionado juicio de Salustio, es más la expresión de despecho de un político decepcionado y excluido, que la crí­ tica severa de un historiador. Más tarde, bajo el imperio, los libertos desalojaron a los hombres nuevos.

3) La madre de Cicerón llamábase Helvia; era una res­ petable matrona, emparentada, según algunos historiadores, con los . Cicerón no recuerda a su madre en ninguna de sus obras; la única alusión a Helvia es la de Quintus en su epístola fa­ miliar XVI-26—carta publicada en la colección de Nisard bajo el número 676.—«Ella tenía la costumbre, escribe Quin­ tos, de tapar hasta las botellas vacías para impedir se be­ biera el vino a escondidas y se disimiulara, después, el fraude...»

4) Varias versiones hay respecto del padre de Cicerón: se­ gún unos, trabajó humildemente con un batanero; otros le hacen descender de Tulio Atio, glorioso rey de los Volé­ eos. (Plutarco: Cicerón I). Cuando Cicerón conquistó la ce­ lebridad, sus aduladores atribuyéronle un ilustre abolengo: algunos sostuvieron que el patricio Marco Tulio, cónsul con Servio Sulpicio a principios de la república, fué su ascendiente: hubo quien señalara como antepasado del ora­ dor arpíñense, al rey Servio Tulio. HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 111

Cicerón fastidiábase cuando ennoblecían falsamente a su familia: «Los panegiristas han llenado mi historia de men­ tiras: se cuentan hechos que jamás han tenido lugar, triun­ fos imaginarios y numerosos consulares en mi genealogía. Se ennoblece a los plebeyos, convirtiendo a hombres de obs­ curo origen en parientes de una familia ilustre que lleva el mismo nombre; como si yo me dijera descendiente del pa­ tricio Marco Tulio que fué cónsul con Servio Sulpicio, diez años después de la expulsión de los reyes.» (Cicerón: Brutus. XVI). El padre de Cicerón, de salud enfermiza, fué muy estu­ dioso: «mi padre que era de poca salud, pasó aquí—en Ar­ pinum—casi toda su vida estudiando las letras». (Cicerón: De Legibus. 1-1). Este padre, que, como el de Horacio, ha­ bía adivinado el genio de su hijo y sacrificádoso por la fu­ tura grandeza de éste, tuvo, al menos, la felicidad de asistir a sus primeros triunfos, y murió cuando Cicerón era Pretor, después de haber visto a su segundo hijo Quinto desempe­ ñar el cargo de Edil Curul. (Cucheval: «Cicéron Orateur». T. I.) El abuelo de Cicerón, el viejo Marco, distinguióse como luchador enérgico y tenaz en la política arpíñense. Vivió du­ rante la infancia de su nieto, habitando con toda la familia en la casa pequeña y modesta «como la de Curio, en el país de los sabinos», casa agrandada más tarde por su hijo. «En este mismo punto nací yo, viviendo mi abuelo, era entonces pequeña y modesta esta casa, según las antiguas costumbres.» (Cicerón: De Legibus. II-l). El «Tratado de las Leyes» (III-XVI) nos revela una ar­ 112 CARLOS IBARGUREN

diente lucha-política, producida en Arpinum, con motivo de un proyecto electoral que implantaba el voto secreto, en reemplazo del público, para la elección de los magistrados municipales. Los municipios itálicos pretendieron establecer el sistema del voto'secreto, adoptado en Roma a pesar de la oposición de la aristocracia. Marco Cicerón, el abuelo, era en Arpinum, el jefe de los conservadores o adeptos del par­ tido aristocrático, y M. Gratidio, su cuñado, dirigió a los innovadores. «Mi abuelo, hombre de singular mérito, com­ batió en el municipio a M. Gratidio, su hermano político, que propuso una ley de voto secreto. Es verdad que Gratidio provocó una tempestad en un vaso de agua... Cuando el cónsul Escauro supo los detalles de esa lucha, dijo a mi abuelo: Con vuestras condiciones y virtudes no pre­ feriríais desempeñar un rol en nuestra república suprema, en vez de actuar en un municipio?» (Cicerón: De Legibus. III-XVI).

5) C. Aculeón, distinguido ciudadano romano del orden ecuestre, era casado con una tía materna de Cicerón, her­ mana de Helvia. Vivía en Roma y cultivaba íntima amistad con el famoso orador L. Craso, quien le tenía mucho apre­ cio. (Cicerón De Orat. II, I). Era un sapiente juriscon­ sulto: «conocéis al caballero romano C. Aculeón, mi amigo, y que vivió conmigo: es un hombre inteligente, no tiene una variada erudición; pero conoce tan perfectamente el dere­ cho que nadie, excepto los Escévola, que son considerados peritísimos, se le puede anteponer...» (Cicerón: De Orat. I- XLIII). HISTORIAS DtíL TIEMPO CLÁSICO 113

Lucio, otro de los tíos de Cicerón, hermano del padre, estaba muy vinculado con el célebre y elocuente Antonio, a quien acompañó a Cilicia, cuando éste dirigió la expedición contra los piratas, bajo el cuarto consulado de Mario y el de Q. Lutacio Cátulo. Cicerón habla de su tío Lucio en los «Diálogos del Orador» (II-I), juzgándole hombre muy ilustrado, y recordando que Antonio frecuentó en Atenas y Rodas a los sabios más distinguidos. Lucio murió en Cilicia donde estuvo, por segunda vez. con Antonio. (Cicerón. De Orat II-I). Un hijo de Lucio fué fraternal compañero de Cicerón, y su muerte, ocurrida el año 686 de Roma—68 antes de Cris­ to—apenó profundamente a éste: «comprenderéis, escribe a Atico, el dolor que me causa la muerte de Lucio, mi her­ mano, y la pérdida que su desaparición significa para mí, como hombre público y como amigo. Yo apreciaba en la amistad de Lucio todos los encantos de su corazón bonda­ doso y de su carácter ameno»... (Cicerón a Atticus I-V; car­ ta Nq 1 de la colección Nisard).

6) V. Cucheval, en su interesante obra «Cicerón Orateur», señala la impresión que debieron producir en el espíritu del niño Marco Tulio las festividades religiosas, realizadas en Arpinum, por orden del Senado, en honor de las victorias de Mario. Cicerón tomó parte en esas fiestas, a las que concurrían los niños, ávidos de espectáculos. Más de una vez, él ha deseado que la República agradeciera sus servicios y diera por ellos gracias a los dioses; este voto fué cumplido después de la conjuración de Catilina. Cicerón se 114 CARLOS IBARCURÍN vanagloria, en varios párrafos de sus obras, de la extraordi­ naria distinción de que fué objeto en esa oportunidad, de­ clarando que antes de las súplicas pblicas celebradas con motivo de su actuación en el consulado, esas solemnes ce­ remonias solamente se acordaban para honrar a los gene­ rales vencedores. (F. Cucheval-. «Cicerón Orateur» t. I).

7) Plutarco refiere que Cicerón sobresalió desde muy niño en la escuela llamando por su talento la atención de sus condiscípulos y de los padres de familia. (Plutarco-. «Cicerón-» 72). La educación e instrucción de los niños en Boma estaba li­ brada a la iniciativa de los padres, pues el Estado no inter­ venía, en manera alguna, en este ramo. Los infantes reci­ bían los conocimientos elementales explicados por el litterator o maestro de primeras letras, qu eera un esclavo de la fa­ milia o un liberto preceptor de una escuela,—pérgula. La pérgula, donde funcionaba la escuela, era un corredor techa­ do, sin cubiertas laterales; allí públicamente, a la vista de los transeúntes, dábanse las clases. Los alumnos pagaban al maestro un pequeña retribución y ofrecíanle presentes el día de las Saturnales: spórtula saturnalicia. Muchos detalles han llegado hasta nosotros sobre las escuelas en Roma, por las alusiones que de ellas hacen con frecuencia los es­ critores latinos. El poeta Marcial, exasperado por los mil ruidos urbanos, y por el bullicio de voces de maestros y de gritos pueriles, oídos desde la calle, exclama: <|Es imposible vivir aquí: durante la mañana los maestros de escuela nos HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 115 aturden, y por la noche, los panaderos!...» (Marcial. XII- 57-5). Una pintura mural, descubierta en Pompeya y existente hoy en el museo de Nápoles, muestra una curiosa escena esco­ lar del primer siglo de nuestra era: la escuela bajo un pór­ tico sostenido por elegantes columnas enguirnaldadas, está completamente abierta; tres muchachos, revestidos con tú­ nicas, tienen en sus rodillas un volumen que leen atentamente. Un hombre de larga barba, sin duda el maestro, se pasea ocultando las manos en un manto. En el fondo, un escolar desnudo es azotado mientras dos de sus camaradas le su­ jetan. (G. Boissier: La Fin du Paganisme. t. I). La enseñanza primaria comprendía antiguamente la lectu­ ra, la escritura, el cálculo y la recitación de la Ley de las Doce Tablas. Después de las guerras púnicas comenzó a introducirse en el programa el estudio del griego, que produjo una verdadera revolución pedagógica: el principio de la cultura ideal, tal como la entendían los helenos, modifi­ có la antigua educación limitada y práctica. El primer gra­ mático griego que di cursos en Roma fué, según Suetonio, Crates de Malos, contemporáneo de Aristarco. Las poesías de Homero, traducidas por Livio Andrónico, empezaron a ser, desde entonces, el libro escolar de los romanos. A partir de los fines de la República, la enseñanza se perfeccionó: difundiéronse en las escuelas cartas geográfi­ cas sumarios de poemas épicos, cuadros conteniendo el ca­ lendario romano comentado y los fastos consulares y triun­ fales. (Mommsen, Marquardt: Ant. Bom. La Vie Priv. dea Bom. t. I~). 116 Cz\RIX)S 1HARGUREN

Gastón Boissier, al comentar una epístola de Plinio el joven, dirigida a Aristón (VIII, XIV) en la que habla de la «educación de nuestros antepasados, que se instruían oyen­ do y viendo», dice que ella era, sobre todo, práctica, siendo lecciones los ejemplos de la vida. Un romano de familia pudiente, sólo conocía dos carreras: la guerra y la políti­ ca. Para la guerra, los jóvenes ensayábanse en el campo de Marte, donde esgrimían espadas, lanzas y dardos; para la política, preparábanse en su casa con sus maestros, le­ yendo los tratados de Platón y do Aristóteles, asistiendo a la barra del Senado y escuchando a los oradores en el Fo- rum. Tal era la educación destinada a los hijos de la aristo­ cracia, o de los que por su fortuna gobernaban la repúbli­ ca. Los niños de la clase media concurrían, con más genera- ralidad, a las lecciones dadas en la escuela elemental por el litterator o primus magister y de allí pasaban al gramático, el que, según la definición de Quintiliano, enseñaba el arte de hablar correctamente, y explicaba los poetas que discu­ rrían sobre temas y conocimientos universales. Después, apa­ recieron las escuelas de retórica, donde iban los alumnos que habían terminado el estudio de la gramática. Antes de pasar a manos del retórico—dice Quintiliano—el joven debe recibir lo que los griegos llaman una educación enciclo­ pédica.

' 8) Mareo Cicerón, abuelo, odiaba a los helenos y combatió con toda su rígida eucrgía el aprendizaje del griego, lengua que se había generalizado extraordinariamente en Boma y en Italia. Latino conservador, hostil a la influencia extranje­ HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 117

ra, considerada como corruptora de las antiguas costumbres de sus mayores, Marco, el anciano, decía: «nuestros roma­ nos se parecen hoy a los esclavos sirios, pues los que saben más griego, son los peores.» (Cicerón: De Oratore. II-LXVI). Estas palabras expresan el sentimiento que dominaba a los viejos latinos, representantes de las tradiciones seculares. Este sentimiento lo tuvo también Mario, quien jamás quiso estudiar griego, para no servirse, decía del idioma de un pueblo esclavo. (Plutarco: Marius. II.)

9) Cicerón, en su juventud, profesó a Mario una entu­ siasta admiración, aun cuando más tarde aparece comba­ tiendo ardorosamente al partido político que aquél dirigiera, y en los «Diálogos del Orador», recuerda indignado sus ma­ tanzas y sus horrores, que degradaron, dice, a la república tan gloriosa en los pasados tiempos. (Cicerón: De Orat. III- II). La admiración infantil de Cicerón al rival de Syla, fué expresada en el poema «Marius», escrito por aquél, antes de revestirse con la toga viril. El único fragmento que nos ha quedado de esta poesía se encuentra en el libro I «De, Divinatione». I-XLVII. «Nada hay más hermoso que el aus­ picio de Mario cantado en vuestro poema! Me complazco en recordarlo, hélo aquí: El satélite alado de Júpiter, repen­ tinamente mordido por una serpiente salida desde el tron­ co de un árbol, desgarra con sus aceradas uñas al reptil moribundo cuya matizada cabeza le amenazaba. La sierpe se retuerce ensangrentada; y el águila, vengada de sus do­ lores crueles, arroja en las aguas los restos palpitantes de su enemigo y vuela hacia la región luminosa del sol. Mario 118 CARLOS IBARGUREN apercibe al pájaro divino y ve, en él un augurio enviado por los dioses: el feliz anuncio de su gloria y el regreso' a su patria. Júpiter confirma la predicción de su mensajero y el trueno resuena en los cielos. (Cicerón: De Divinatione. I- XLVI1I). Voltaire, en el prefacio de su tragedia «Borne sauvée ou Catiline», ha traducido libremente el verso de Cicerón sobre Marius:

.. .Cet oiseau qui porte le tonnerre Blessé par un serpent ¿lancé de la ierre; 11 s'envole, il entraine au séjour azuré L'ennemi tortueux dont il est entouré. Le sang tombe des airs: il déchire, il dévore Le reptile achamé qui le combat encore: II le per ce, il le tient sous ses ongles vainqueurs; Par cent coups redoublés, il venge ses douleurs. Le monstre en expirant se débat, se replie: 11 exhale en poisons les restes de sa vie; Et l’aigle tout sanglant, fier et victorieux, Le rejette en fureur et plañe au haut des cieux...

Pocas personas sabrán, dice Voltaire, que Cicerón fué uno de los primeros poetas del siglo en que la gran poe­ sía comenzaba a nacer. Su reputación igualó a la de Lu­ crecio. ¿Hay algo más hermoso que el fragmento conser­ vado de «Marius», poema cuya pérdida tanto debemos lamentar? (Voltaire: (Euvres Complétes. t. 5. Theatre p. 206 3/ 207). HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 11 )

10) Cicerón tenía diez años cuando fué a Roma con su hermano menor Quinto, alojándose en casa de C. Aculeón, situada entre el Celio y el Esquilino, en un lujoso ba­ rrio de la ciudad; allí estudió con sus primos, los hijos de Aculeón, las materias que el orador L. Crassus indicaba. (Cicerón: De Oratore. II-F). Fué en esa época, seguramente que leyó como todos los estudiantes, a Livio Andrónico, el viejo poeta contem­ poráneo de las guerras púnicas, que tanta influencia ejer­ ció para iniciar la evolución del espíritu romano hacia el he­ lenismo. Livio Andrónico, griego, cautivo después de la toma de Tarento, llamado originamiamente Andrónicos, fué reducido a ’a esclavitud como prisionero y manumitido más tarde por su amo. Abrió en Roma una escuela y tradujo la Odisea de Homero, para explicarla a sus alumnos. La' obra se incorporó a la enseñanza general y perduró por tanto tiempo en las escuelas que fué estudiada por Hora­ cio, en su juventud. Livio vertió al latín, después de la primera güera púnica, las obras maestras de los gran­ des trágicos de la Grecia, encantando con ellas a los roma­ nos, que aplaudían los infortunios de Agamenón y las aventuras de Ayax y de Aquilea. El helenismo salió, debido a Livius, de la escuela y comenzó la conquista del pueblo romano. El viejo poeta, en los últimos años de su vida, celebró .las victorias de Roma sobre los cartagineses, en un himno que las doncellas cantaban desfilando por el Foro, vesti­ das con largos mantos blancos. Tito Livio (XXVII 37) juzga a esta obra de Andróni- 120 CARLOS IBARGL’REN

co, de ruda y grosera; hoy, dice aquel historiador, choca­ ría con nuestro gusto, pero en los espíritus menos refina­ dos de aquellos tiempos, parecía digna de elogio. Gracias a Livio Andrónico, los romanos conocieron en pocos años la epopeya, el drama y la poesía lírica de los helenos. Gas­ tón Boissier, en su último estudio, publicado poco antes de morir, en la Revue des Deux Mondes, y que comprendía el eurso final dado en el Colegio de Francia por el ilustre profesor, trata de la influencia del helenismo entre los ro­ manos y se ocupa de Livio Andrónico. (G. Boissier: A propos d'un mot latín—Comment les Romains ont connu l'Humanité»: Revue des Deux Mondes, Diciembre 1906 y Enero 1907. Tomos 36, 4» entrega y 37, 1»). Las obras de Ennio y Ncevio, poetas arcaicos, como Li­ vio Andrónico, fueron también las primeras lecturas de Cicerón. Ncevio cantó las guerras púnicas, idealizando los orígenes y las viejas tradiciones nacionales; Ennio, en sus Annales, inflamó en versos heróicos el amor a la pa­ tria, escribiendo, además, tragedia» imitadas de Eurípides y sátiras. La epopeya homérica, semi-histórica y fabulosa, avivó ciertas cualidades que distinguían a los romanos: la energía guerrera, el patriotismo, la grandeza moral, la nobleza y la gravedad. Livio, Ncevio y Ennio hicieron, en Boma, epopeyas; pero el primero fué solo un traductor griego; el segundo tuvo alguna originalidad; la obra del tercero es más completa. (Rene Pichón.—Histoire de la Litterature Latine). HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 121

11) Cicerón, en numerosísimos pasajes de sus obras, ha­ bla de L. Craso y de Antonio, oradores por los que tuvo hondo afecto y sincera admiración. L. Craso se imponía a su auditorio: «su gesto era sereno y su voz sostenida. El calor de su alma, y, a ratos, el dolor y la cólera pro­ fundamente sentidos, apasionaban sus palabras; otras veces esgrimía irónicamente la lisonja pero sin salir de la gra­ vedad. Su peculiar talento dominaba todo género de te­ mas; se temían sus incomparables réplicas, súbitamente asestadas al adversario.» «Su estilo era, a un mismo tiempo, sobrio y brillante. Desde muy joven distinguióse en primera línea entre los oradores, acusando a C. Carbón con tal elocuencia que Roma le admiró. A la edad de veintisiete años defendió con gran éxito a la vestal Licinia; y consiguió el favor popular hablando en pro de la Colonia Narbonesa; en esta última arenga, que existe todavía, Craso demostró una madurez de juicio excepcional, a su edad». (Cicerón: Brutus. XLIII). Antonio manejaba una lógica inatacable, nada escapa­ ba a su ingenio, establecía sus medios, hostiles o defensi­ vos, en el sitio más propicio para hacerlos valer. Asemejá­ base—dice Cicerón—a un general que distribuye hábilmen­ te su caballería, su infantería y sus tropas ligeras; él daba a cada uno de sus argumentos el lugar en que pudiera producir más efecto. Tenía una vasta memoria, parecía improvisara siempre sin trabajo, pero estaba más pre­ parado en el asunto que los mismos jueces. Su lenguaje, si bien correcto, no era de una perfecta elegancia. Anto­ 122 CARLOS IBARGUREN nio pensaba que el pueblo le admiraría más si fingiera desdeñar el arte, haciendo creer que éste era extraño a su elocuencia. En la elección de las palabras y en la estructura de los períodos buscaba más el efecto que la gracia; y daba tanto brillo al pensamiento, como colorido a la expre­ sión; su voz sostenida y un tanto apagada, su gesto los movimientos de sus manos, de su espalda y de su cuerpo, concordaban perfectamente con las ideas que desarro­ llaba. En los párrafos patéticos conmovía a su auditorio con un acento de tristeza. Pero, dice Cicerón, a pesar de este gran elogio que hago de Antonio, del que me ratifico, pien­ so que Craso es insuperable, por su noble gravedad, su espíritu fino y sus ingeniosas e irónicas lisonjas que jamás degeneran en bufonerías». (Cicerón-. Brutus. XXXVII- XXXVIII; Be Oratore. II, I.).

12) Las escuelas de retórica se generalizaron en Roma a fines de la república. La instrucción enciclopédica, dada en la escuela del gramático, no fué considerada suficien­ te para los que querían dedicarse a los altos estudios de la oratoria, indispensables para la acción política. De aquí la necesidad de la retórica, cuyas escuelas tuvieron un ori­ gen exclusivamente griego. Probablemente los Gracos, dice Boissier, hicieron cono­ cer la retórica en Roma, e introdujeron los primeros retó­ ricos, pues ellos buscaron todos los medios que abrillanta­ ran la elocuencia para avivar las pasiones populares. Ti­ berio había sido educado por Diófones, en Mitilene, y se HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 123 reprochó a Cayo el haber recurrido al talento y a los con­ sejos del griego Menelao Maratheno. Mientras los retóricos helenos vivieron al lado de los grandes señores, y en casa de éstos, nadie los persiguió; pero cuando quisieron esta­ blecerse en la ciudad para abrir escuelas públicas, fueron hostilizados. (G. Boissier: *Les Écoles de Déclamation o Borne; Tacite). Durante el consulado de- Fanio Strabon y Valerio Mé­ sala, un Senado Consulto cuyo texto se ha conservado en un párrafo de Aulo Gelio (Noctium Atticarum. V-XI) expulsó de Ja ciudad a los filósofos y a los retóricos. Más tarde, los Censores Domitio Enobarbo y Licinio Craso, el orador maestro de Cicerón, publicaron solem­ nemente la siguiente declaración: «Hemos sido informa­ dos de que acunas personas llamadas retóricos latinos, han establecido un nuevo género de enseñanza para la juventud que frecuenta sus escuelas y pasa el día en la ociosidad. Nuestros antepasados han fijado las escuelas que los niños deben frecuentar y lo que éstos necesitan aprender. Las innovaciones son malas porque contrarían las costumbres de nuestros mayores, y por ello, hemos creído hacer saber nuestra opinión a los maestros y a los discípulos: esto nos disgusta». (Aulo Gelio: pasaje citado). Tal edicto censorio, lejos de suprimir la enseñanza de la retórica, la fomentó: en esos tiempos, un romano, S. Plo- tio Galo, abrió una escuela de declamación en latín, muy concurrida por los jóvenes. Cicerón, en una carta a M. Titinio, que se ha perdido, pero que es citada por Suetonio en De Claris Bhetoribus, II, 124 CARLOS IBARGUREN

dice: «Recuerdo que en mi infancia, el primero que enseñó en latín fué un tal L. Plotio, a cuyas lecciones asistía una multitud, ejercitándose allí los más estudiosos. Yo me desesperaba por concurrir, pero la autoridad de hom­ bres sabios me lo prohibió».. . Los hombres sabios a que alude Cicerón fueron, seguramente, Licinio Craso y An­ tonio. La retórica se aclimató en Roma, a pesar de las vallas que los viejos tradiciónalistas le opusieron. Este estudio com­ prendía dos partes: la teórica y la práctica; es decir: los preceptos, el análisis de las mil dificultades imaginarias que los alumnos debían resolver en las cuestiones que se les proponían—narraciones, tesis, controversias, elogios o cen­ suras a las leyes—y la composición y declamación de un discurso. Los estudiantes ensayaban el tono de la voz, los adema­ nes apropiados para el exordio y los movimientos de las manos, recomendados durante la argumentación. Arduos problemas preocupaban al maestro: ¿ conviene golpear el suelo con el pie, en ciertos momentos? Es permitido des­ arreglar los pliegues de la toga y dejarla flotar sobre la ospalda, al final del discurso? Plinio el Antiguo, hombre serio y arreglado, recomendaba que cuando el orador en­ jugase su frente sudorosa, cuidara en no despeinarse. Quintiliano, más tolerante, pensaba que un poco de desor­ den en los cabellos y en la vestidura, acentuaba mejor la emoción y podía hasta conmover a los jueces. (Véase: G. Boissicr: «La Fin du Paganismo T. I; y Tacite-V. Cu- cheval: Histoire de l’Eloquence Eomaine, II.-Mommsen, HISTORIAS DEI. TIEMPO CI.ÁSICO 125

Marquardt: Ant. Rom. La Vie Priv. des Romains, t. I-H. de La Tille de Mirmont; ¿La Jeunesse d’Ovide»).

13) El poeta Aulo Licinio Archías, maestro de Cicerón, gozó de gran celebridad literaria: sus declamaciones eran aplaudidas y comentadas por el público, sobre todo en la alta sociedad. Desde su juventud se hizo notable en su ciudad natal, Antioquía, opulenta y renombrada por sus sabios y escritores de gusto refinado. Recorrió la Gre­ cia con tanto éxito—relata Cicerón—que su llegada a las ciudades era todo un acontecimiento, y la admiración que suscitaba excedía a la fama que le había precedido. Fué a Italia, en cuyas poblaciones habíase difundido el estudio de las letras griegas; los habitantes de Tarento, Regium y Nápoles le acordaron el derecho de ciudad, con todos sus privilegios. Rodeado de brillante aureola llegó a Roma, bajo el consulado do Mario y de Cátulo; allí vinculóse con la familia de Luculo, a la que profesó toda su vida sincero cariño. Archías adulador, dotado de una inteligen­ cia fina e insinuante, suyo captarse simpatías en el gran mundo. Su notoriedad difundida, al punto de ser un tiempo en Roma el poeta de moda, le atrajo el afecto del eminen­ te Metello, el Numídico y de su hijo Pío, a quienes complacía con lisonjas de buen tono. M. Emilio gozaba escuchándole; los dos Cátulo, padre e hijo, y Licinio Craso demostrábanle su estimación; los Luculos, Drusos, los Octavios, Catón y toda la familia de Hortensio, cultivaban su amistad. (Cice­ rón; Pro. A. L. Archías. I). Archías acompañó a Luculo, el guerrero vencedor, y 126 CARLOS IBARGURÉN obtuvo, por intermedio de éste, el derecho de ciudad en , aliada de Boma. Más tarde, adquirió la ciudada­ nía romana, en virtud de una ley propuesta por Silvano y Carbón, que concedía tal derecho a los miembros do las ciudades confederadas. Su amigo, el Pretor Q. Metello, in­ tervino para que se le inscribiera en la lista cívica. Este poeta tenía un raro ingenio para improvisar alabanzas a los personajes que le agasajaban, en versos fáciles y musi­ que declamaba con gracia, deleitando a su aristo­ crático auditorio. Cantó a Mario, en griego, ensalzó a Lucu- lo, y prometió a Cicerón — Pro. A. L. Arch. XI. — des­ pués del complot de Catalina, cantar en un poema las glo­ rias de su consulado. Su vejez no fué tan afortunada: un proceso le fué in­ coado por Gatio, quien le acusó como usurpador de la ciudadanía romana y pidió se le expulsara de Roma, invo­ cando para ello la ley Papia, dictada el año 688—65 an­ tes de Cristo—que ordenaba el extrañamiento de los extran­ jeros que se atribuyeran el derecho de ciudad. Cicerón de­ fendió a Archías en este proceso, que despertó vivísimo in­ terés entre las gentes de letras y en la sociedad elegante. El insuperable orador pronunció ante el Tribunal, presidido por su hermano Quinto, Pretor en ese momento, una de sus más bellas arengas. ¿Me preguntáis—exclama Cicerón, di­ rigiéndose al acusador Gratio—por qué amamos tanto a Archías —Os respondo: porque nuestro espíritu encuentra un reposo en el suyo, después de las turbulentas querellas del Foro ■ • • ¡ Cuántas veces le hemos oído improvisar HISTORIAS DÉL TIEMPO CLÁSICO 127 versos tan hermosos como los mejores de nuestros antiguos poetas! t (Cicerón, arenga citada. XV, XVIII). Cicerón, en la defensa del viejo maestro Archías en­ tona un magnífico himno a la poesía, a la gloria y a la es­ peranza de la inmortalidad.

14) Cicerón, antes de tomar la toga viril, había tradu­ cido del griego la Odisea y los poemas de Arato. La cul­ tura griega, después de ser tenazmente combatida, expan­ dióse con rapidez entre la gran masa de población roma­ na, a fines de la república y a principios del imperio. El helenismo dominó en todas partes, especialmente en la literatura.- El derecho sufrió también, en su evolución, la influencia de la filosofía griega, como lo hemos señalado en un trabajo que publicamos con el título de «El espíritu romano y su obra jurídica» en la Revista de Derecho, His­ toria y Letras. (Tomo XVII, Mayo de 1907.) Los romanos admiraban a la Grecia, pero tenían cier­ ta prevención contra los griegos, a pesar del dominio es­ piritual que éstos ejercieron sobre aquéllos. No solamente Catón, el severo censor, maldijo a los helenos, llamando sospechosa a su filosofía, engañadora a su retórica y ho­ micida a su medicina; sino también Plauto, el que si bien los imitaba, maltratábalos en sus comedias, presentándo­ los como disolutos y pérfidos ante el público que le aplau­ día. Vivir licenciosamente era pergracare, y gresca fides, significaba sinónimo de mala fe. Juvenal fustigó cruelmente a los helenos, haciéndolos responsables de la corrupción romana; ellos, dice el satíri­ 1¿8 CARLOS 1BARGUREN co escritor latino, han traído a nuestras colinas la molicie de Sybaris, las costumbres de Bodas, de Mileto, y de esa Tarento coronada de flores, ebria y perfumada. (Juve- nal: Sat. VI). Los griegos, por. su parte, despreciaban secretamente a los romanos rudos y groseros; pero los adulaban, colmán­ dolos de elogios mentirosos. Sus habilidades múltiples, su verba elegante y bella, su urbanidad exquisita, sus refi­ nadas delicadezas, les abrieron todas las puertas y penetra­ ron insinuantes, en la intimidad de las casas romanas, po­ niéndose al servicio de los potentados. La gran arma de los griegos fué la seducción, mediante la que se desliza­ ron ágilmento y triunfaron, burlándose de los gritos pa­ trióticos de los quintes alarmados ante Iá invasión extran­ jera.

15) Cuando Cicerón comenzó a frecuentar el Foro, el orador más aplaudido era Hortensio. Q. Hortensio había sobresalido con éxito desde su juventud, y su ingenio, como las obras maestras de Fidias, hacíase admirar en cuanto se mostraba. Bajo el Consulado de Craso y dé Escévola, ha­ bló por primera vez en el Foro, a la edad de diecinueve años, delante de los mismos Cónsules, cautivando a todo su auditorio. (Cicerón: Brutus. LXIV). Este orador tenía una memoria incomparable: sin haber escrito nada de antemano, emitía sus ideas en los mismos términos correctísimos en que las había concebido, y recor­ daba exactamente todas las palabras de sus adversarios. Su ardor o:a *an grande como su pasión por el trabajo; no pa­ HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 129 saba día que no arengara en el Foro. Su método era nuevo y original en la división de sus discursos y en el resumen que hacía de sus propios argumentos y de los de sus conten­ dientes. Su elocuencia brillaba tanto por la felicidad de las expresiones, cuanto por la armonía de los períodos. Su voz era dulce y sonora y su gesto artístico, si- bien excesivamente estudiado para un orador. En el momonto en que Hortensio obtuvo mayor éxito, L. Oraso murió. (Cicerón-. Brutus. LXXX1X}. L. Craso falleció inesperadamente, poco después de ha­ ber pronunciado el más elocuente de sus discursos en el Se­ nado. Una mañana de los idus de Septiembre del año 663— 91 antes de Cristo—Craso asistió a la sesión convocada por Druso, para deliberar sobre el agravio contra la sobe­ rana asamblea, cometido por el cónsul Filipo en un dis­ curso al pueblo. La reunión fué muy numerosa; los ánimos habíanse exaltado, inflamados por la pasión política. Craso produjo una magnífica oración: deploró la ofensa sufrida por el orden senatorial y censuró la audacia del Cónsul. Fi­ lipo, violento y ensoberbecido, llegó dominado por la cólera hasta ordenar, en pleno debate, se confiscaran bienes de Craso. Entonces Craso se irguió, dejando caer sobre Fi­ lipo este apóstrofe vibrante: «Yo no trataré como cónsul al que ha desconocido mi investidura de senador. Después que habéis hollado ante el pueblo la autoridad del Senado, pensáis atemorizarme con vuestros indignos ultrajes! Si queréis imponer silencio a Craso, no intentéis confiscarle los bienes: cortadle la lengua, y aun sin ella, él sabrá en­ contrar acentos para combatir la tiranía!» 130 CARLOS IBARGUREN

El orador cuyos discursos superaban a los de todos, se ex- cedió ese día a sí mismo y redactó un Senado Consulto con­ cebido en términos graves y hermosos. Tal arenga, dice Ci­ cerón, fué, para ese hombre divino, el canto del cisne. En ese momento enfermóse súbitamente, muriendo al poco tiem­ po. «Y nosotros, como si pudiéramos escucharle todavía, íbamos después de su muerte, al Senado a contemplar el asiento vacío donde hablara por última vez... ¡ Oh, enga­ ñadoras esperanzas del hombre! ¡Oh, la fragilidad de la condición humana! ¡Oh, vanidad de nuestras ambiciones, tan frecuentemente extinguidas en medio de su curso!... Fué una pérdida dolorosísima para la patria; pero más tar­ de, la suerte de la República fué tan funesta, que los dioses, diríase, no arrebataron la vida de Craso, sino que le conce­ dieron el don de la muerte. (Cicerón-. De Oratore. III-I, II).

16) Cicerón estudió el derecho civil con M. Escévola, el Augur y con Q. M. Escévola el Pontífice. La ciencia jurí­ dica atrajo a Cicerón, quien la cultivó más para perfeccio­ nar su aprendizaje de orador que para ejercer la función de jurisconsulto. «Para el estudio del derecho—dice—no es ne­ cesario consultar largos escritos ni voluminosas obras: la experiencia diaria, el comercio de los hombres, los usos del foro, todo concurre a instruirnos. Este estudio ofrece un en­ canto particular: las leyes civiles, los preceptos de las Doce Tablas, los libros de los Pontífices nos traen a cada ins­ tante recuerdos de la antigüedad; oímos el viejo lenguaje de nuestros antepasados y evocamos su vida y sus costum­ bres.» «La política, que Escévola creía extrafia a la oratoria, HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 131 está tratada en las Doce Tablas, que regulan, también, los intereses y el orden del Estado. Si la filosofía, esa majes­ tuosa soberana de las ciencias, os seduce, me atrevo a deci­ ros, que en el derecho civil encontraréis los más importantes objetos de sus meditaciones. Las leyes nos hacen amar la virtud cuando ellas disciernen recompensas y honores a la verdad, a la probidad y a la justicia, y cuando castigan el vicio y la mala fe. Ellas no nos instruyen con frías lecciones o con debates obscuros y vauos, sino que nos subyugan por su imponente autoridad que doma nuestras pasiones, refrena nuestros deseos, defiende nuestras propiedades e impide le­ sionemos al prójimo con manos ávidas o miradas codicio­ sas.» «El libro de las Doce Tablas es preferible a todos los de los filósofos. Y así como la naturaleza enciende en nuestro corazón el amor a la patria, con tal fuerza que el más sabio de los héroes prefirió a la inmortalidad su miserable Itaca, suspendida como un nido en lo alto de las rocas, nosotros, impulsados por ese sentimiento, debemos estudiar, ante todo, el espíritu, las costumbres y las leyes de nuestra madre co­ mún, persuadidos de que ella ha reglamentado los derechos de sus hijos con la misma sabiduría con que ha presidido el inmenso acrecentamiento de su imperio. Encontraréis en el estudio de la ciencia jurídica el noble placer y el justo or­ gullo de reconocer la superioridad de nuestros antepasados sobre los de todas las otras naciones, comparando nuestras leyes con las de Licurgo, las de Dracón y las de Solón. He aquí, Escévola, las razones por las que considero indispensa­ ble, para el que quiere ser un perfecto orador, el conocí- 132 CARLOS IBARCUREN

miento del derecho civil» (Cicerón'. De Oratore. -1 - XLIII, XL1V). Cicerón, después de vestirse con la toga viril, fué llevado por su padre a casa de M. Escévola, el Augur, para que aprendiera el derecho civil. (Cicerón. De Amicitia. I). En aquella época, el estudio del derecho habíase-despren­ dido del cuadro general de los conocimientos y constituía una ciencia aptirte. Pocos habían sido los que, hasta esos tiempos, habíanse dedicado exclusivamente a la ciencia jurídica, la que fuera ocupación hereditaria de ciertas grandes familias: los Clandii, los Aclii, los Mucii. Rápidamente aumentó el núme­ ro de jurisconsultos. Era un grande honor ejercer esa misión, y los que habían ocupado las primeras dignidades del Estado, aspiraron, como al papel más digno, el ser consultados como juristas. Los jurisconsultos hacían tres cosas: respondere, cavcre, agere; lo primero consistía en contestar a las consultas de los particulares, de los magistrados o de los jueces, antes o durante los procesos, y estas respuestas reunidas en volúme­ nes ejercioron una considerable influencia sobre el desenvol­ vimiento del jvs civile; lo segundo era la redacción de los actos jurídicos, los que, por su carácter formal y por la in­ terpretación literal de las palabras empleadas, requerían su­ mo cuidado y habilidad en las expresiones que se empleaban; lo tercero correspondía a la realización de hechos cumpli­ dos por un representante judicial, en los litigios; esto in­ cumbía más al abogado. (P. Krueger: Histoire des Sources du Droit Romain; traducida del Alemán, por M. Brissaud). Poco tiemno después de la muerte de M. Escévola, el Au­ HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 133

gur, Cicerón fué al lado de Q. Mucio Escévola, el gran Pon­ tífice, y continuó con éste sus estudios jurídicos. (Cicerón: Brutas. LXXXIX). Q. Mucio Escévola, el Pontífice Máximo, fué un hombre de vastísima erudición; sus contemporáneos y las generaciones posteriores le consideraron como el modelo de los juriscon­ sultos. Varios pasajes de uno de sus libros el Líber Singula- ris, fueron incorporados al Digesto de Justiniano. Su obra capital fué el Jus Civile, en diez y ocho tomos, en la que ex­ puso por primera vez, sistemáticamente, el derecho privado e hizo conocer la antigua jurisprudencia. Tal obra tuvo una alta influencia entre los jurisconsultos durante el impe­ rio; fué comentada en el siglo II de nuestra era, por Lcelio Félix, Pomponio y Gayo. Los trabajos de Q. Mu­ cio Escévola y de sus discípulos, Aquilio Galo, L. Luci- lio Balbo, S. Papirio y C. Juvento, consistieron, princi­ palmente, en agrupar las reglas especiales para extraer los principios generales. Este nuevo método, consecuencia de los estudios filosóficos, fué llevado quizá demasiado lejos por sus iniciadores, a quienes se les reprochó el haber dado, en algunos casos, una falsa dirección a la jurisprudencia. (P. Krueger: obra citada).

17) Cicerón se dedicó al estudio de la filosofía, con ahinco y entusiasmo, a la edad de 19 años. En aquel tiempo había llegado a Roma el filósofo griego Fi­ lón, discípulo de Clitómaco, a quien sucediera, como jefe de la nueva Academia. Filón emigró de Atenas, como tantos otros, a causa de la guerra de Mitrídates. «Yo me 134 CARLOS IBARGUREN entregué a él—dice Cicerón—enteramente. Un amor increí­ ble por la filosofía se despertó en mí; este estudio me cauti­ vaba por sus interesantes y variadas materias. La carrera de la oratoria me parecía cerrada para siempre, pues Sul- picio había perecido ese año, y vimos inmolar cruelmente a Cátulo, a Antonio y a C. Julio.» (Cicerón: Brutus. H. C.) La guerra c'vil—en la que Cicerón tomó parte alistándose en las filas de Syla—le había hecho perder la esperanza de brillar como orador en Foro. Abrazó, pues, la filosofía, dirigido por Filón quien—según Plutarco—suscitó la admi­ ración de los romanos por su elocuencia y por la austeridad do su vida. (Plutarco: «Cicerón». III). Fedro, el griego, adepto de la doctrina de Epicuro, había enseñado su filosofía a Cicerón, antes de que éste conociera a Filón; pero el epicureismo no sedujo al joven estudiante, como lo declara en una carta a Memmius: «Conocéis a Pa­ trón el epicúreo, tan vinculado a mí, excepto en los princi­ pios filosóficos por lós que estamos en guerra a muerte. Sien­ do yo muy joven—no conocía aún a Filón—Patrón me fué recomendado por Fedro, amable filósofo, a quien amo por su honorabilidad y por la seducción de su trato.» (Carta a Memmius - XIII -1 - w 202 de la colección Nisard). El estoicismo fué aprendido por Cicerón con el maestro Dió- doto, el cual, como buen discípulo de Crisipo, manejaba há­ bilmente la dialéctica. Cicerón profesó al estoico Diódoto un afecto profundo, que lo demuestra en muchos pasajes de sus obras; este filósofo vivió en casa de Cicerón, estuvo a su lado muchos años, y murió en brazos de éste, legándole en su testamento, cien mil sextercios. Diódoto tuvo en su vejez HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 135 la desgracia de cegar, y durante su obscura y tristísima se­ nectud, se consagró, más empeñosamente que antes, a las me­ ditaciones filosóficas y a la enseñanza de la geometría, sin otro esparcimiento para su espíritu que tocar el laúd en los momentos de reposo. (Cicerón: Brutus. XC - Tuscul. XXXIX). NOTAS AL CAPÍTULO IV

Cicerón abogado: el pleito de Publio Quinto. — El Foro: algunos de sus monumentos, su aspecto general, su ­ mación, la concurrencia, la tribuna de las arengas, el co- mitium.—La audiencia de una causa pública.—La orato­ ria de Cicerón.—Resultado de la defensa de Sexto Ros­ cio.

1) Un pasaje de Aulio Gelio—Noctium Atticarum, XV- XX VIII—que hemos citado en la nota número 1 del capítulo anterior, nos informa que Cicerón, un año antes de abogar por Sexto Roscio—el 673 de Roma, o sea el 81 antes de Cristo—habíase estrenado en el Foro a la edad de veinti­ séis años, defendiendo los intereses de Publio Quinto, en un litigio con Sexto Nevio, con motivo de una sociedad constituida para la explotación de tierras en la Galia Cél­ tica. Ese pleito dió lugar a que el joven Cicerón obtuviera el primer éxito con su primer discurso, si bien tal comienzo fe­ liz no le diera mayor renombre, pues tratábase do una causa privada, sin interés público alguno: una de tantas entre los 138 CARLOS IBARGUREN contenares de litigios que diariamente se ventilaban entre los particulares ante la justicia. Cicerón obró como habilísimo abogado, saliendo airoso de la difícil situación en que se encontraba. El adversario de P. Quinto era Sexto Nevio, antiguo pregonero público, enriquecido merced a los abusos y las in­ trigas políticas, y partidario de Syla, bajo cuya bandera sir­ vió después de haber adulado a Mario, cuando éste fué triunfador. Era un hombre de influencia temible, tanto más cuanto que su defensor era el elocuente Hortensio, el más reputado orador de Roma en ese momento. La faz jurídica del asunto encerrábase en esta cuestión: ¿Los bienes de Pu- blio Quinto han sido legalmente poseídos por Sexto Ne­ vio? Cicerón demostró que Nevio no poseyó, ni pudo po­ seer dichos bienes, en los términos del edicto del Pretor, ga­ nando Quinto, con esta defensa, el litigio empeñado. Tal arenga, vigorosa y eficaz, se resiente de ciertos rasgos juveniles de gusto dudoso, que revelan al principiante preocu­ pado de cumplir los preceptos de la retórica escolar; sobre todo en el exordio, cargado de elogios y cumplimientos al juez Aquilio Galo—eminente jurisconsulto, discípulo de Q. M. Escévola—y a sus asesores L. Luculo, P. Quintilio y M. Marcelo. Este lisonjero estreno no hizo, sin embargo, notable a Ci­ cerón; fué el proceso de Sexto Roscio de Ameria el que le dió gran notoriedad, según él mismo lo declara en Brutus, (XC). La causa de Sexto Roscio fué la primera pública o criminal que Cicerón defendiera, y la primera que se vincu­ laba con la política. HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 139

2) El Foro, que en su origen fué el mercado de la ciudad, se convirtió paulatinamente en el centro político, adminis­ trativo, judicial y religioso de Roma. Pueril sería la preten­ sión de estudiar, dentro de los estrechos límites de una nota, al Foro, que ha sido objeto de conocidas investigaciones y de múltiples trabajos históricos, publicados y difundidos. No intentaremos, pues, tal tarea; nos limitaremos, solamente, a recordar algunos de sus monumentos y el aspecto general de la gran plaza, a fines de la república, evocados en el párrafo que motiva esta nota. Uno de los más antiguos templos del Foro era el de Vesta, próximo a la fuente de Juturno, milagrosa y adorada por el pueblo, como la de Apolo y la de las Musas. Este antiquí­ simo santuario, construido en forma redonda y rodeado de columnas corintias, guardaba el fuego sagrado. Eu el Capitolio, dominando al Forum, alzábase el templo de Júpiter Capitolino, dividido en tres cuerpos, uno para Júpiter, otro para Minerva y un tercero para Juno. Este templo, que lucía al frente una triple columnata de mármol, era tan venerado como el de Apolo en el Palatino, siendo ambos custodiados por los senadores. En el santuario de Saturno, ubicado entre las vías Sacra, vicus Jugarius y clivus Capitolinus, estaba depositado el Te­ soro Público, llamado por este motivo ¿Erarium Satumi, y también guardábanse allí los estandartes de las legiones. Los Cuestores, encargados de la administración financiera, ar­ chivaban en este templo sus cuentas y registros, y allí prestaban juramento antes de entrar en funciones. El próstilo de Castor, donde algunas veces se reuniera el 140 CARLOS IBARGUREN

Senado, llamado por Cicerón: céleberrimun clarissi/munque monumentum, era un lugar muy concurrido por el pueblo que discutía, allí, importantes asuntos, y se lo calificó de «santuario de la opinión pública». (Cicerón II Verres, 1-49). Estaba edificado en un elevado paraje, y su ornamentación, sencilla y elegante, distinguíase por las once columnas re­ vestidas de mármol pentélico que lo circundaban. Alrededor de este monumento, centro de los negocios, aglomerábanse los argentarii: banqueros y financistas. El templo de la Concordia, erigido por los votos de Ca­ milo para celebrar la paz de los patricios con los plebeyos, después de las leyes Licinias, sobresalía en el Capitolio. Ese templo fué teatro de acontecimientos tumultuosos, y, a pesar del símbolo pacificador que expresaba, inscribiéronse en sus mu­ ros, una noche, estas palabras: «La Discordia eleva este tem­ plo a la Concordia». (Plutarco: «Camilo»). En ese lugar, Cicerón pronunció su cuarta catilinaria y obtuvo del Senado la inmediata ejecución de los cómplices de Catilina. La Curia Hostilia, recinto habitual del Senado, fué re­ construida por Syla después de un incendio que la destruyó. El antiguo edificio lucía, en su fachada, un cuadro pintado por orden de Valerio Mésala, que representaba su victoria sobre Hierón de Syracusa. (Plinio el Antiguo: His. Nat. XXXV, 7,8). La nueva (uria duró poco: el año 52 antes de Cristo, a la muerte de Clodio, el populadlo enardecido llevó el cadá­ ver de esto demagogo agitador a la sala de sesiones del Se­ nado y lo quemó sobre un pira hecha1 con los bancos, maderos y archivos de la asamblea, incendiándose todo el edificio, y la HISTORIAS l)El. TIEMPO CLÁSICO 141

vecina basílica Porcia. «El más doloroso y cruel de los es­ pectáculos—exclama Cicerón—fué el incendio del recinto sa­ grado de la majestad romana, la casa augusta del Concejo Público, asilo de los aliados, devorada por las llamas y man­ chada por un cadáver impuro!» (Cicerón: Pro. Mitón XXXIII). El aspecto del Foro era grandioso y desbordante de ani­ mación : sacrificios y procesiones religiosas, juegos y comba­ tes de gladiadores, magnas comidas públicas y apoteosis triunfales, celebrábanse en la gran plaza. Las pompas or­ naban, en las festividades, los pórticos de la vía sacra, los monumentos y las estatuas del Foro. La multitud apiña­ da, resguardábase de los rayos solares, durante el estío, bajo blancos toldos de lino, desplegados a trechos. (Tit. Liv. XXVII, 3G Plin. Ant. XIX, 6, 1—Cicerón: II Vcrres IV, 3 y 1,22—véase V. Thédenat: Le Forum Eomain). Allí, de or­ dinario, el pueblo aglomerado paseábase, comerciaba, discu­ tía; reuníanse los magistrados, funcionaban los tribunales, arengaban Jos oradores. En las vías adyacentes, la gente pululaba, entraba y salía de las casas de mercaderes o de oficinas de usureros y espe­ culadores, ubicadas cerca del templo de Castor. Hileras de enfermos desfilaban en dirección a la fuente de Juturno, al pie del Palatino, buscando en las aguas del manantial sagra­ do, alivio milagroso. Jóvenes elegantes lucían, en sus paseos por la plaza, sus blancas togas inmaculadas, de caprichosos pliegues, y sus untosos peinados. Gladiadores, histriones, mu- jerzuelas y gentes de mal vivir, recorrían las calzadas que 1 12 CARJ.OS IBARGL'-.E.X conducían al Esquilmo, donde bullía Suburra con sus lupana­ res y sus tabernas. Los -curiales agitábanse próximos a la estatua del sátiro Marsyas, allí veíanse mezclados los pleitistas con los aboga­ dos y los testigos, muchos de estos alquilados, sobre todo los griegos «que charlan sin descanso y gesticulan con los hom­ bros». (Cicerón: Pro liabirius Postumus Xlll}. En el me­ dio del Foro, cerca del canalis o desagüe de las aguas plu­ viales, juntábanse los canalicoloe, vagos, observadores verbo­ sos que generalmente se ocupaban de averiguar los chismes y las noticias interesantes, para transmitirlas, cobrando unos pocos soxtercios, a los curiosos provincianos; informábanse de las anécdotas teatrales, de los gladiadores vencidos, de los entierros suntuosos, de las aventuras picantes, de los ru­ mores malignos y de los testamentos hechos por los potenta­ dos. Estos parásitos, recorredores de toda Roma, formaban parte de la población' ociosa y jugadora que Tito Livio des­ precia al parangonarla con el pueblo laborioso. En los confines del Foro, en el comitium, alzábase la memorable tribuna de las arengas, llamada Postra porque el año 338, antes de Cristo, C. Moenío la adornó con los espo­ lones arrancados, como trofeos, de los barcos enemigos. Allí se libraron las grandes batallas políticas, en las que los ple­ beyos conquistaron afanosamente sus derechos, en luchas se­ culares; allí, junto a esa tribuna, consagrada como un tem­ plo por los Augures, exhibiéronse, por orden de los Decemvi- ros, las Leyes de las Doce Tablas, grabadas en marfil (Di­ gesto: I, II § 4. Pomponiv^) y expusiéronse, siglos más tar­ de, las cabezas ensangrentadas de los proscriptos. Allí, Cica- HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 143 rón pronunció dos de sus catilinarias. Numerosas estatuas circundaban este sitio, entre ellas la ecuestre de Syla, en bronce dorado, con la inscripción «Cornelii Sylla¡ Imperato- ris Felicis»—(Cicerón: Fhilipp. IX, 6.—Appiano: Bell. Civ. I, 97),—la de Camilo y la de Hércules moribundo, obra maes­ tra de autor desconocido, traída por Luculo en el botín de su campaña \cncedora. (F. Thédcnat: Le Forum Romain). César trasladó los Rostra a otro lugar del Foro, trans­ formando la vieja tribuna rostral, que evocaba toda la his­ toria turbulenta de Boma.

3) En el Comitium, cerca de la tribuna rostral, al aire li­ bre, funcionaban los tribunales. Durante los primeros tiempos de la república, todos los negocios civiles, políticos y jurídicos, concentrábanse en el comitium, pues el resto del Foro era mercado y local de jue­ gos, de combates de gladiadores o de paseos. Más tarde, el comitium resultó insuficiente para las múlti­ ples causas judiciales, y entonces, muchos tribunales se ubi­ caron en las basílicas, que eran al mismo tiempo palacios de justicia y puntos de reunión y de negocios, y en otras partes del Foro. Como el número de procesos aumentara considera­ blemente, César, primero, y Augusto después, crearon nuevos foros judiciales. El comitium ostentaba gran cantidad de estatuas, entre otras la tíibyla, erigida por Tarquino, la de Porsena, la de Hermodoro de Efeso—el colaborador de los Decemviros en la redacción de las leyes de las Doce Tablas—y las de los cé­ lebres griegos Pitágoras y Alcibiades. La columna Mcenia 144 CARLOS IBARGUREN recordaba al vencedor de los antiguos latinos, y un león de piedra señalaba el lugar en que fué muerto y enterrado el Pastor Faustulo. (7. Tliédenat: Obra citada).

4) La causa promovida a Sexto Roscio se ventiló como judicium públicum o proceso penal ante un jurado presidido por el Pretor Fanio; estos juicios, llamados también quasstio, fueron reglamentados por Syla, quien los aplicó para los falsarios, los parricidas y los asesinos, (Digesto: I-II-II § 32: Pomponius). Los jueces de esta clase de tribunales eran originariamente elegidos de la lista de senadores. C. Graco quitó al orden senatorial esta prerrogativa, acordándola sólo a los caballeros, hasta que Syla, representante de la aristocra­ cia victoriosa, devolvió al Senado el derecho de que sus miem­ bros juzgaran en estaí causas públicas. (Mommsen: Le Droit Penal Romain. T. I traducido por J. Duquesne.—Cicerón: Pro. Sex. Ros. Am. III). El tribunal se reunía en un rincón del comitium. Baran­ das portátiles de madera, guardadas de noche en el vestíbulo de la Curia, poníanse durante el día para circundar el sitio de las audiencias. Elevada sobre un estrado, estaba la silla eurul del Pretor, y más abajo, los bancos—subsellia—de los judices qucñstio- nis o miembros del jurado. La sella curulis era un asiento de marfil, con los pies encorvados, sin brazos ni respaldar, y los subsellia, simples bancos de madera. Dos lictores con las fasces al hombro—hachas unidas a largas varillas—rodeaban al Pretor, en el tribunal, y precc- HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO L45 dían su marcha en el Foro, abriéndole paso entre la muche­ dumbre. El magistrado presidía la audiencia desde la silla curul, revestido con la prcetexta, toga blanca bordada de púrpura. Los jueces del orden senatorial, ostentaban, sen­ tados en los subsellia, las insignias de los patres conscripti: la toga latus clavus, cruzado por una larga banda purpúrea, las sandalias rojas, calceus senatorias, ajustadas con hebillas de marfil en forma de media luna, y los anillos de oro. (Mom- msen: Le Droit Public Romain. T. I, II, VI, VII). Frente al estrado del tribunal colocábanse el acusador, el procesado, los oradores de ambas partes, sus auxiliares, mo­ nitores y nolarii, los testigos y los laudatores o advocati, per­ sonajes que concurrían para influir con su sola presencia, si­ lenciosamente, en pro del querellante o del reo. Los hombres políticos, que dispensaban profusamente favores para con­ servar popularidad y mantener numerosa clientela, presentá­ banse, a menudo, en las audiencias como laudatores o advo­ cati; 6e vió con frecuencia a César, en tiempo de su dictadu­ ra, sentarse trente al tribunal, abogando de esta manera por acusadores o por acusados. Un vez que el heraldo hacía la solemne proclamación, la audiencia comenzaba: el debate iniciábase con el discurso del orador encargado de formular la acusación, al que seguía el del abogado defensor del reo. Interrogábanse, después, a los testigos, empleando los contrincantes, en ese momento, todas las habilidades curiales: observaban la fisonomía y los gestos del deponente, analizaban sus contestaciones y procu­ raban confundirle a la menor contradicción. Producíase, en 14G < A?I,OS in.'.'iGVk^X

seguida, la disputa o altercatio entre los abogados, para la que, éstos, se reservaban sus golpes más eficaces y sus recur­ sos más temibles, mostrando en esta fase de la audiencia to­ das sus cualidades dialécticas. Los interesados en el proceso valíanse de cualquier medio para impresionar a los jueces: procuraban comprarlos o ate­ morizarlos. Verres decía: pegad a vuestros jueces, si no es­ táis contentos con ellos. Clodio fué un tiempo invencible en los tribunales, merced a sus bandas de gladiadores que apaleaban a los jurados cuando el fallo le era adverso. Mu­ chas veces, ante estos riesgos, el tribunal declaraba que no nabía comprendido el asunto: un non liquet era la conclusión que aplazaba el juicio para otra oportunidad. (Jules Mar- tha: ¿Une audience a Rome», Revue de Cours et Conférences, año 1904-1905). Entre tanto, el pueblo agolpado tras de las barandas, do­ minado por pasiones diversas, aplaudía, silbaba, comenta­ ba las incidencias del proceso. ¡Con qué interés se seguiría la causa de Sexto Roscio, y qué presión debieron ejercer Crysogono y los sicarios de Syla sobre los jueces!

5) Cicerón, en un párrafo de ¿Brutus», se describe pin­ tando su silueta juvenil, cuando comenzó su brillante carre­ ra, es decir, en el momento en que abogó por Sexto Roscio de Ameria. «Yo era ontonces muy delgado y de una delica­ da complexión, tenía el cuello largo y fino; se decía que mi salud no auguraba larga vida si mi gran trabajo era agravado por el esfuerzo constante de mis pulmones. Mis amigos se alarmaban cuando yo pronunciaba un discurso sin HISTORIAS l)El. TIEMPO CLÁSICO 147 bajar el tono y con vehemencia tal que todo mi cuerpo par­ ticipaba de la acción. Los médicos me aconsejaron que abandonara la oratoria, pero yo prefería exponerme a todo, autes qué renunciar a la gloria que la elocuencia me prome­ tía. Persuadido de que moderando la voz y la mímica podría escapar al peligro, resolví estudiar otro método, y cuando hube adquirido celebridad en el Foro—después de la causa de Sexto Boecio—salí de Roma; fui a Atenas»... (Cicerón «Brutus». XCI). «Es verdad que él—dice Plutarco refiriéndose a Cice­ rón en su juventud—era magro, descarnado y con un estó­ mago tan enfermizo que muy poco podía alimentarse; su voz, aunque fuerte y sonora, era dura y poco flexible, y co­ mo él declamara con excesivo calor y vehemencia, eleván­ dose siempre a los tonos más altos, se temía por su salud». (Plutarco: Cicerón» III). En tales condiciones,el joven orador reveló su genio en el Foro, ante Roma entera, fustigando a Crysogono con va­ lor extraordinario y protestando contra los crímenes de los sicarios de Syla.

6) Uno de los pasajes de la defensa de Sexto Roscio que provocó mayor entusiasmo y arrancó estrepitosos aplau­ sos fué el relativo al suplicio de los parricidas: «¡Qué sa­ biduría la de nuestros antepasados!—exclama Cicerón en esa parte de su discurso—Ellos imaginaron un suplicio reserva­ do solamente a los parricidas, a fin de que el rigor del cas­ tigo aparte del crimen a las personas a quienes la naturaleza no puede moderar. Ellos han querido que esos criminales 148 CARLOS IBARGUREN

fueran encerrados vivos en un saco de cuero y arrojados al Tiber. jNo os parece que se los arrebata del mundo al qui­ tarles el cielo, el sol, el agua y la tierra, para que el monstruo que ha atentado contra la vida de su genitor no goce de ninguno de aquellos elementos que constituyen el princi­ pio de todo lo que existe Nuestros mayores no quisieron que el cuerpo de los parricidas fuese expuesto a las bestias, te­ miendo que éstas se enfurecieran más al contacto de la carne impía; ellos no quisieron, tampoco, que esos delincuentes fueran lanzados al Tiber, porque llevados al mar mancillarían las aguas destinadas a purificar todas las manchas. Se les rehúsa todo lo que la naturaleza ofrece: el aire para los seres vivientes, la tierra para los muertos, el mar para los cuerpos que flotan y las riberas para los que son arrojados por las olas. Esos desgraciados pierden su vida sin aspi­ rar el aire, ni ver el cielo; ellos mueren y la tierra no reci­ be sus huesos en su seno; las ondas los agitan, pero no los bañan, y, en fin, desechados por el mar, sus cadáveres no pueden ni siquiera reposar sobre las rocas.» (Cicerón: Pro Sex. Ros. Am. XXV, XXV). Este párrafo ampuloso, cargado de figuras, si bien agra­ dó al auditorio admirador de la retórica profusa, es uno de los peores del discurso; el mismo Cicerón lo reconoce: «¡Qué aclamaciones cbtuvo el pasaje que yo pronuncié, siendo muy joven todavía, sobre el suplicio de los parricidas, y cuyo estilo me parece infantil... La efervescencia de la juven­ tud se hace sentir en ese trozo, y los aplausos con que fué acogido celebraban menos al talento actual del autor, que a las esperanzas prometidas por éste para el porvenir... Pe­ HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 149 ro yo no era exclusivamente partidario de esa forma litera ría, y en medio de ese énfasis pueril, hay, en mi defensa de Roscio, numerosos fragmentos, los unos sobrios y los otros floridos.» (Cicerón:

7) La oratoria de Cicerón, desbordante y compleja, tiene, como su genio, destellos incomparables en cada una de sus múltiples facetas. Cicerón no fué ni podía ser un gran políti­ co : la viveza de sus impresiones, su imaginación versátil y fe­ cunda, su sensibilidad exquisita e irritable, origen principal de su talento literario, debilitaban frecuentemente su volun­ tad. Cicerón fué, sobre todo, un literato, un artista. Lo que más se admira en sus oraciones forenses no es la nota paté- tita o la flor retórica, más o menos artificiosa, sino sus na­ rraciones y sus retratos. Ningún escritor latino ha pintado con más gracia y colorido que él los sucesos y los hombres: nos muestra al mercader Quereas con las cejas afeitadas y con aquella cabeza en que anida la astucia y respira la ma­ licia, o al Pietor Verres paseándose en una litera llevada por ocho esclavos, como un rey de Bitinia, muellemente re­ costado sobre rosas de Malta, o a Vatinio que habla con los ojos saltados, el cuello inflamado y los músculos tirantes, o a los testigos galos que recorren el Foro con aire triun­ fal y la cabeza alta. (G. Boissier: Cicerón et ses amis.) Cicerón posee maravillosamente—observa Boissier—la fa­ cultad de hacerse espectador de lo que cuenta. Las cosas le impresionan, las personas le atraen o le repugnan con una intensidad increíble; de aquí sus apsionadas descripciones, sus furiosos arrebatos y la embriaguez jubilosa con que reía- 150 CARLOS IBARGUREN tata algún fi acaso de sus enemigos. Sus nervios vibrantes, que sienten hondamente los más leves matices, caldean sus frases, en las que él pone su alma entera. Más que en los discursos, Cicerón se transparenta en sus cartas; en ellas vuelca las emociones que estremecen su es­ píritu en todos los momentos: sale de Roma, cansado, dis­ gustado de las turbulencias políticas, y va a una de sus casas de campo, visita sus pórticos, sus gimnasios, sus exe dras, busca la soledad tranquila y obscura prefiriendo ser Duunviro en Arpinum y no Cónsul en Roma. Pero pronto siente la nostalgia, extraña la lucha, y regresa a la gran metrópoli, lanzándose ardorosamente en la política; comuni­ ca a Atico sus borrascosas impresiones, en cartas que nos hacen escuchar los clamores populares y asistir a las' escenas tumultuarias del Senado, cuando ataca a Clodio emplean­ do contra éste las armas más potentes de la retórica y los dardos más ligeros de la ironía. En medio de las más gra­ ves situaciones, bromea y sonríe; pero a veces, si encuen­ tra en ese momento a alguien aterrado, se transforma, y el miedo le contagia; en otras ocasiones se enardece, y la emo­ ción le eleva sin esfuerzo arrancándole soberbias notas de elocuencia. (G. Boissier: Cicerón et ses amis). En los labios de Cicerón sonríe siempre el chiste. Me admiro—dice Macrobio en «Las Saturnales'»—que hayais ol­ vidado las chanzas de Cicerón, género en el que se distin­ guió tanto como en los otros: «Bebed este Falerno de cua­ renta años»—díjole Damasippo en un festín, ofreciéndole un vino mediocre—«Pues lleva muy bien su edad»—-con­ testó Cicerón, rápidamente.—Otra ocurrencia muy celebrada HISTORIAS I.'EL TIEMPO CLÁSICO 151 fué la alusión al -consulado de Vatiniüs, que duró solo unos pocos días: «¡Qué grau prodigio el del año de Vatiniüs; no ha habido invierno, ni primavera, ni estío, ni otoño! Yo pen­ saba visitar a Vatiniüs durante su consulado, pero me sor­ prendió la noche en el camino.» Un ciudadano de Leodicea. saluda a Cicerón diciéndole que venía comisionado para so­ licitar de César la libertad de su patria. «Si la obtenéis—le replicó el gran orador—gestionad también la de Roma.» (Ma­ crobio: Satumaliorum. II, 3.) Cicerón, en cuanto tomaba la palabra, desde el exordio, procuraba cautivar a su auditorio. «Yo deseo, a la noticia de que el orador hablará, que todos se apresuren a ocupar su sitio, llenando el local de la audiencia, que el público sea numeroso y que los jueces presten atención; quiero que cuan­ do el orador se levante para comenzar su discurso, la asamblea se imponga silencio ella misma, y que las aprobaciones y transportes de admiración sean reiterados, de suerte que los transeúntes sepan, desde lejos, que el orador interesa... Así como se juzga de la habilidad de un músico por los sones de su lira, también se aprecia la elocuencia por la impresión que ella Comunica a los espíritus... que se vea al auditorio en éxtasis, pendiente de los labios del orador, como el pája­ ro arrobado por acordes melodiosos». • (Cicerón «Brutus» LXXXIV; L1V). El exordio—dice Cicerón—debe ser cuidado, nutrido de con­ ceptos, ornado con expresiones justas y felices, y sobre to­ do, apropiado a la causa; debe encantar y atraer, despertar la curiosidad de los jueces y de los espectadores, dar una idea general del asunto, prepararlo, ennoblecerlo. (Cicerón: 152 CARLOS IBARGURÉN

De Oratore II, LXXV111 y siguientes'). En la defensa de Sexto Roscio, por ejemplo, desde el exordio se plantea la cuestión, elevándola, agrandándola, hasta abarcar toda la política del díar y el sistema de terror impuesto por Syla en Roma. En la argumentación, los discursos de Cicerón tendían a un fin único: destruir la influencia y las impresiones que la arenga del adversario había producido en el ánimo del tri­ bunal y de los oyentes, y substituirla en sentido favorable para la tesis que defendía. Para llegar a este resultado, el orador refutaba las alegaciones del contrincante, recurriendo a todas las sutilezas. Cicerón no encerraba a sus argumentos dentro de un tipo uniforme, o con arreglo a un solo método: ora preparaba de antemano planes bien definidos, ora se plegaba a las cir­ cunstancias del momento, con réplicas cortas y mordaces. Él conseguía no solamente instruir—docere—a los jueces y al pueblo, en la cuestión que dilucidaba, sino también entrete­ nerlos y deleitarlos—delectare—arte en el que nadie le su­ peraba. (Véase sobre la oratoria ciceroniana, el estudio de Jules Martha, publicado en varios artículos, en la Revue de Cours et Conférences, bajo el título de «Les discours judi- ciaires de Cicérom—años 1904 a 1906).

8) La defensa de Cicerón salvó del suplicio al hijo del proscripto Sexto Roscio; el éxito obtenido por el joven orador fué tan brillante, según Plutarco (¿Cicerón» III) que suscitó la admiración general. El clásico autor de las biografías ilustres, afirma que Ci­ HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 153 cerón, temiendo la cólera de Syla, partió para Grecia, en seguida de pronunciar aquel discurso; pero no obstante la alta autoridad de ese historiador, tal afirmación es equi­ vocada. "Cicerón quedóse en Roma más de un afio, después del pro­ ceso de Sexto Roscio, arengó en el Foro, contra Cotta, en pro de la libertad de una mujer de Arretium, y más tarde, por razones de salud y para perfeccionar sus estudios, fué a Atenas, donde estuvo—lo declara en tBrutus» XC1—seis meses con Antíoco, el sabio filósofo de la vieja Academia. Profunda impresión provocó en el pueblo romano, ava­ sallado por el cruel dictador y su liberto Crysogono, la au­ dacia, el valor y la elocuencia del defensor de Sexto. | Júz- guese del efecto que debieron producir sus palabras I Ese discurso, dicho a pocos pasos del tirano que había de­ cretado las proscripciones y en frente de los sicarios ejecu­ tores, expresaba, escribe Boissier, los sentimientos secretos de todos los ciudadanos y consolaba a la conciencia pública obligada a callarse y humillada por el silencio. La importancia política de Cicerón data de la defensa de Sexto Roscio; el partido democrático, sintió, desde aquel instante, la más viva simpatía hacia el joven orador que ha­ bía protestado tan valerosamente contra el odioso régimen del terror, seguido por la aristocracia triunfante con Syla. El recuerdo de esta actitud le conservó fielmente el favor popular que más tarde lo llevara al Consulado. Ningún hombre público llegó tan fácilmente a las prime­ ras dignidades; Cicerón es casi el único cuyas candidaturas todas triunfal on sin esfuerzo, sin que se viera obligado a re­ 154 CARI.OS IBARGU’íEN currir a los medios venales y escandalosos del mercado polí­ tico. Fué nombrado Cuestor, Edil, obtuvo la Pretura urba­ na, y llegó a ser Cónsul, ascendiendo con honor a todas esas magistraturas. (G. Boissier. Obra citada.) Cicerón complacíase en recordar su discurso en favor de Sexto Roscio: lo menciona en Brutas, XC, diciendo que tuvo tanta resonancia que desde entonces su voz fué con-i esta defensa, la primera en causa pública que pronunciara, siderada digna para dilucidar los más importantes asun­ tos. Muchos años más tarde, poco tiempo antes de su trágica muerte, Cicerón, con el tono grave y sereno del anciano, como un filósofo que muestra para ejemplo de los hombres un episo­ dio de su propia vida, dirigió a su hijo este consejo: «Uno de los más sagrados deberes es no intentar jamás una acu­ sación capital contra un inocente, la que sería criminal, cualesquiera que fuese la situación en que se encontrara. ¿Hay algo más cruel que hacer servir la elocuencia para arruinar a las gentes de bien, cuando ella nos ha sido con­ cedida para la salud y la felicidad humanas ?»... «Estos son los votos que yo hago en un libro de filoso­ fía... Nada atrae más la gratitud y la gloria que una de­ fensa elocuente en favor de un desgraciado perseguido, a quien un hombre poderoso quiere oprimir. Yo defendí, en mi primera juventud, a Sexto Roscio de Ameria contra la omnipotencia de Syla. Sabéis que he conservado hasta hoy ese discurso.» {Cicerón-. De Oficiis; 11, 14.) Con tales palabras, Cicerón recuerda públicamente, por última vez en su vida, la causa de Roscio, en el «Tratado HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 155 de los Deberes», uno do los libros más completos de moral con que cuenta la literatura latina, la obra postrera del in­ comparable orador. Pocos meses después de escribir este recuerdo de su pri­ mera defensa célebre, Cicerón fué arrebatado por la lucha política, pronunció sus filípicas, y sucumbió bajo la cuchi­ lla de los soldados de Antonio. Y su cabeza yacente, con el rostro lívido y los cabellos erizados por la sangre coagulada que los endurecía, y sus manos mutiladas, fueron expuestas, profanándolas, en los Rostra del Foro, al pie de la tribuna de las arengas; mien­ tras Antonio, ante el pueblo reunido en el comitium, excla­ maba con bárbara perfidia: ¡Han concluido las proscripcio­ nes! La Aristocracia del Imperio Romano y los primeros Cristianos CAPITULO I

LA ARISTOCRACIA DEL IMPERIO ROMANO Y LOS PRIMEROS CRISTIANOS

La alta sociedad bajo el Imperio, su concepto de la vida.— Decadencia del patriciado, encumbramiento de los nuevos ricos.—Esplendor con que se vivía, recepciones matinales en casa de los grandes señores.—Las ocupaciones y las preocupaciones del gran mundo.—Las fiestas de moda.— Los salones literarios y las lecturas poéticas.—Las mu­ jeres elegantes, su educación y su influencia en la vida social.—Inquietud espiritual, ansias de ideales superio­ res y de vida interior.—Los filósofos estoicos: Séneca, director espiritual del grupo social mundano.-—Snobis­ mo filosófico.

Los romanos, en los comienzos de nuestra era, no sospechaban que se estaba elaborando en el seno mismo de su propio pueblo una formidable revolu­ 160 CARLOS IBARGUREX ción espiritual y social. Vivían un momento es­ plendoroso y apuraban en todas formas los goces de la vida. Ya Horacio (i) había cantado: «olvida con ei placer la tristeza y la angustia y aprovecha cada uno de los días que el destino te concede; eres joven y bello, no desdeñes la danza, ni los paseos en ei Campo de Marte o bajo los pórticos, ni las citas misteriosas, ni la fresca risa de las doncellas en la penumbra, ni las caricias de una mano tersa y per­ fumada ; filtra tus vinos y mide tus esperanzas con la corta duración de la vida». Y cuando la vejez secaba las fuentes del placer, el poeta cantaba (2) • «la juventud y las gracias huyen de mí, los cabellos que se emblanquecen despiden a los alegres amores, refrescad, esclavo, el Falerno en las gélidas aguas del arroyo cercano y vamos bajo los plátanos a be­ ber, coronados de rosas, con Lydia que vendrá co­ mo las griegas con su lira de marfil y su cabellera suelta». Estos cantos a la vida del insigne poeta latino, que interpretaban el alma y la sensibilidad refi­ nada de la sociedad elegante de Roma, contenían a pesar de sus vibraciones sensuales, algunas notas de acerbo reproche: ¡la joven romana ama las dan­ HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 161 zas lujuriosas de Jonia y desde la infancia medita en la voluptuosidad! Y Horacio evoca con nostal­ gia los tiempos sencillos y toscos de los antepasados, labradores rústicos y guerreros que araban la tie­ rra, cargaban maderos cortados en las selvas y li beraban del yugo a los fatigados bueyes, cuando el sol alargaba las sombras de las montañas en la hora del reposo vespertino... Valemos menos que nuestros padres, decía, y dejaremos hijos más de­ pravados que nosotros. Bajo el Imperio se operó en la alta sociedad una transformación considerable: el derrumbamiento de las viejas familias del patriciado y la súbita ele­ vación de nuevos ricos y de libertos favoritos en la corte del César. Los nobles, degenerados y empobre­ cidos, habían caído en la abyección y arrastraban en el vicio, orgullosamente, su vida de sibaritas. Los enriquecidos y los libertos afortunados daban el tono a la sociedad elegante y dominaban en ella con insolencia de conquistadores recién venidos. Todo ello provocaba las iras de Juvenal que fustigaba a unos y a otros. Juvenal nos lleva, en una de sus sátiras (3), a una de las grandes casas de ilustre fa­ milia, cuyo atrio está ornado con los retratos de los antecesores que contemplan la vida infame de sus 162 CARLOS JBARGURÉN descendientes, e increpa a estos últimos diciéndoles: «¡Para qué te. sirve, Ponticus, jactarte de una larga serie de abuelos y mostrarnos las efigies de un Emi­ lio en un carro triunfal, de un Curio, que está mu­ tilado, de un Corvino, de un Galba, si en presencia de sus imágenes vives tú sin honor, trasnochas en­ tregado al juego ante el busto del vencedor de Nu- mancia y te acuestas al amanecer, a la hora en que tus antepasados, los generales, marchaban al com­ bate llevando en alto sus águilas!» La pompa de los nuevos ricos de la época impe­ rial excedía en fausto y en teatralidad a la que era tradicional en el patriciado. Los enriquecidos apa­ recían como los grandes señores de otras épocas, rodeados de un cortejo numeroso de clientes y re­ cibían, desde el alba, la salutación de los amigos y el besamanos de la turba de aduladores. Los clientes de las grandes casas y de los poten­ tados salían a la madrugada de sus modestas vi­ viendas, en los barrios lejanos, e iban a los palacios para rendir a los magnates el homenaje diario. Du­ rante la espera frente a las puertas se comentaban los chismes de la ciudad, mientras los porteros con­ tenían con bastones a la gente que empujaba por entrar. En esos grupos confundíanse el sabio grie­ HISTORIAS DEI, TIEMPO C1.ÁS1CO 168 go que iba a gestionar un empleo de preceptor en una familia pudiente, y que se empaquetaba con su mejor manto, el filósofo barbudo y mal entrazado que esperaba algún beneficio, el literato o poeta va­ gabundo que solicitaba ayuda, el truhán que explo­ taba la insaciable vanidad de los poderosos. De pronto oíase el grito de un heraldo que anunciaba la visita de un cónsul; la multitud abría paso salu- lando, y la litera llevada por soldados revestidos de mantos rojos y precedida por los lictores que ostentaban las insignias consulares, entraba en el palacio. La clientela estacionábase recostada contra los muros y luchaba con los perros y los esclavos para defender su lugar hasta el momento en que se le permitía la entrada e irrumpía en el atrio. En el gran patio circundado de pórticos revestidos con mármoles multicolores, y adornado con las efigies de los antepasados—reales o inventados—del dueño de casa, éste recibía majestuosamente, rodeado de una corte de numerosísima servidumbre, los salu dos de los visitantes anunciados en alta voz por el ujier o nomenclátor. El día empezaba así cargado de vanas ocupacio nes y preocupaciones que absorbían con su pomposa vaciedad la vida del hombre de mundo y del político 164 CARLOS IBARGUREN ambicioso. El afán de esa sociedad brillante era la ostentación de la riqueza, del poderío y de los honores. Plinio el Joven (4)J, nos hace en una carta el balance de una tarde de vida social. «¿Qué has hecho hoy?—pregunta Plinio a Minuto Fundano. —lie asistido, me dirás, a la ceremonia de toma de la toga viril que Fulano celebró para su hijo; es­ tuve en una fiesta dada en honor de unos novios o en una boda; actué como testigo en un testamento; visité a aquel que me encargó que lo defendiera en un asunto, y a éste que me llamó para hacerme con­ sultas. Cada una de estas cosas nos parecen nece­ sarias cuando las realizamos; pero si pensamos que hemos invertido en ellas todo nuestro tiempo, se transforman en inútiles bagatelas. Suprimamos, que­ rido Fundano, estas frivolidades y pensemos en el dicho espiritual de nuestro amigo Atilio: vale más no hacer nada que hacer cosas que nada valen». Horacio (5), en la segunda de sus epístolas, se lamenta de que en Roma no puede escribir versos melodiosos en medio de tantas exigencias del torbe­ llino social: «uno me llama para que sea testigo, otro me invita a una lectura literaria; aquél vive en el Quirinal, éste en el Aventino, y los dos me están esperando». HISTORIAS DÉL TIEMPO CLÁSICO 165

Séneca y Marcial pintan a los ociosos elegantes que van como hormigas de casa en casa saludando a las damas, del Foro al teatro, del Campo de Mar­ te a las Termas, y recorren las calles de los palacios repitiendo en alta voz los nombres de los cortesanos más en boga. He aquí el retrato, hecho en un epi­ grama de Marcial, del petimetre Cotilo, hombre a la moda: «eres un lindo hombre, y el mundo llama lindo hombre al que peina con arte sus bucles, exhala perfumes, canta coplas de Cádiz y de Alejandría, mueve graciosamente sus brazos depilados, pasa los días sentado en medio de damas y les dice cosas al oído, escribe y lee esquelas galantes, evita siempre tocar el codo de su vecino, conoce la mujer que tú amas, va de festín en festín y sabe admirablemente la genealogía del caballo Hirpino» (6), ganador de la gran carrera en el circo. Además de los aparatosos espectáculos del circo y de las luchas de los gladiadores, que constituían la pasión de la sociedad romana, el grupo social elegante reuníase de noche en festines de buen tono, comidas íntimas en las que el número de comensa­ les no debía, según el consejo de Varrón, ser menor que el de las Gracias ni mayor que el de las Mu­ sas (7). Allí se representaban comedias y tragedias, 166 CARLOS 1BARGUREN se cantaban coros acompañados de liras, y danzari­ nas andaluzas, bellas y ardientes, bailaban al son de ilutas y de castañuelas. La conversación, el refinamiento intelectual y la urbanidad, el esmero de las formas y del gesto, la agudeza del espíritu y la verba fina como dardo y brillante como chispa, revelaban en las tertulias la cultura exquisita de esa sociedad La conversa­ ción fué, en Roma, un arte supremo manejado con maestría por hombres y mujeres. El espíritu grie­ go había infundido en el alma romana la gracia y la sutileza en el decir. En los diálogos mundanos las paradojas salían deslumbradoras de los labios, como fuegos artificiales. El arte de la conversación nunca fué cultivado con más primorosa gala y sola­ mente puede comparársele con el de los salones fran­ ceses del siglo XVIII. Esa quinta esencia de cul­ tura mundana era lo que recordaba con más año­ ranza y melancolía el poeta Marcial en su estada en España: «yo busco aquí vanamente—escribía a su amigo Prisco—los auditores que tenía en Roma; si mis libros tienen algún encanto se lo deben a mis auditores; la penetración de su juicio, la fecundi­ dad de su genio, las reuniones en que se estudia con placer, las conversaciones, los teatros, las bibliote­ HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 167 cas, ¡todo eso que abandoné es lo que siento ahora como si lo hubiera perdido para siempre!» (8) Las reuniones literarias donde se realizaban lec­ turas y se declamaban poesías eran la más alta ex­ presión de la vida intelectual de esa refinada so­ ciedad que se caracterizaba, en tiempos del Imperio, por su amor a las bellas letras. Los poetas de moda eran hombres mimados en los salones; los oradores y los conferenciantes infundían la admiración de que nos da muestra Plinio el Joven al hablar de un retórico y declamador griego Yseo, que tuvo su momento de celebridad en esas reuniones literarias del gran mundo: «Nada iguala a la facilidad y ri­ queza de sus expresiones—dice—sus exordios son pulidos e insinuantes, algunas veces nobles y majes­ tuosos. Pide a los auditores la elección del tema, se pone de pie y comienza su peroración; sus pensa­ mientos son profundos y sus palabras ¡ qué palabras! parecen volar con las ideas. Yseo instruye y deleita. Es un prodigio!» (9) Las lecturas y las declamaciones poéticas, en los salones privados y públicos, convirtiéronse en una institución social que obedecía a los preceptos de un verdadero código: la voz debía ser acariciadora, el gesto moderado, y se reservaba para ciertos pasa­ 168 CARLOS IBARGUREN jes un acento más vivo y penetrante. El lector, al cabo de un rato, intentaba poner fin a la declama­ ción, se hacía rogar para que continuara, y reanu­ daba, entonces, su conferencia o su poesía.

Roma: «os advierto, mujer púdica, que no leáis mis libros; pero, si a pesar de vuestra castidad, habéis visto representar la pieza «Paniculus y Latinus» (que estuvo de moda un tiempo), podéis leer mis versos». Las mujeres se apasionaban no sólo de las fun­ ciones sino, con mayor ardor aún, de los cómicos y actores de los espectáculos. Los atletas, los gladia­ dores, los cocheros del circo, los mimos, eran en el momento de su celebridad los ídolos del mundo fe­ menino. Al propio tiempo que el desenfreno de su sen­ sualidad las llevaba a los mayores excesos y a tales aberraciones como entregarse a ejercicios hombru­ nos de gimnástica y de esgrima, y aun vestirse como los gladiadores e imitarlos, gustaban de la litera­ tura y de la poesía y las cultivaban con exquisito refinamiento. La afición a las bellas letras dominaba en la so­ ciedad elegante. Las señoras leían ávidamente los libros en boga y aprendían de memoria muchos de sus pasajes. Cantaban los versos preferidos con me­ lodías que ellas mismas componían, se expresaban con facilidad y elocuencia notables, y si no hacían públicos trabajos literarios, los escribían, general­ 172 CARLOS IBARCUREN mente en griego más que en latín, y los hacían leer a sus amigos. Plinio el Joven cuenta que ha leído cartas de la mujer de Pompeyo Saturnino tan bien escritas que parecían de Plauto o de Terencio en prosa. Todas ellas hablaban el griego; era el idio­ ma distinguido, literario, refinado. La manía fe­ menina de servirse del griego en lugar del latín y de introducir en la conversación frases dulces o tier­ nas en lengua ática, exasperaba a Juvenal (15), quien decía: «pase esto en las mujeres bonitas y jóvenes, pero tal costumbre es insoportable en las viejas de setenta años!» Las damas elegantes querían ser comparadas con Safo. El griego era la lengua del amor y de la poe­ sía. Las que no hacían versos criticaban a las que los escribían. Juvenal considera peores a los critica­ doras que a las criticadas y ridiculiza, en su sátira VI, a las mujeres sabias que tienen una enciclopedia en la cabeza. Marcial (16) al referirse a ellas sonríe, y canta que el ideal de felicidad sería casarse con una mujer que no fuera sabia. El torbellino aturdidor, la sensualidad que exte­ nuaba, la voluptuosidad que entristecía, la embria­ guez del placer que desmayaba el alma, el intelec- ttialismo que secaba el corazón, suscitaron en lo re- HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 73 cóndito de esa sociedad magnífica una honda inquie­ tud espiritual, un ansia de ideales superiores y de vida interior. Todo ese mundo frívolo y hastiado llamó para su socorro y su consuelo a la filosofía. Y la filosofía comenzó a infiltrarse en el espíritu de la alta sociedad romana. Ya Lucrecio, el más grande de los poetas filósofos latinos, había procu­ rado consolar a los hombres y desvanecer su tris­ teza y sus terrores, enseñando que el remedio estaba en la razón iluminada por la ciencia, y que ella lle­ varía a la felicidad. «Nosotros—canta Lucrecio—es­ tamos acosados por mil terrores vanos como los que horrorizan a los niños en la noche; para ahuyentar ese espanto de las almas y de las tinieblas es nece­ sario la razón del hombre y el examen de la natu­ raleza, que es como el rayo de sol: traerá la clari­ dad del día». (17¿| Horacio, más sensual que Lucrecio, prefiere em­ briagarse en su jardín delicado, donde la miel de sus rosas deja en los labios un sabor amargo, para olvidar el dolor de la vida y desvanecer la angustia de la muerte y de la nada. Se imploró a la filosofía el apaciguamiento de las almas. Dion Crisóstomo observaba que la mayor parte de sus contemporáneos temen a los filósofos 174 CAR1.0S JBARCUREN como a los médicos, y así como no compran remedios sino cuando están graves, sólo se acuerdan de la fi­ losofía cuando son desgraciados. «Y bien—escribía, —el hombre rico y feliz no oirá al filósofo; pero si pierde su fortuna, su mujer o sus hijos, entonces lo buscará para obtener consuelo y aprender de él cómo puede soportarse la desgracia». El emperador Augusto, y Livia su mujer, abrumados por la pena que les causara la muerte de su hijo Druso, en quien habían encarnado todas sus esperanzas, hicie­ ron venir para calmar su dolor al filósofo griego Areos, cuya palabra fué el único bálsamo que pu­ dieron hallar en medio de la yerta grandeza impe­ rial. Los filósofos estoicos conquistaron el alma de la sociedad romana, que encontró en las virtudes de esa moral, si no la paz que trae una dulce resigna­ ción, por lo menos el triste valor de substraerse, hasta por el suicidio reflexivamente resuelto, de los sufrimientos de la vida. El estoicismo les enseñó a morir. La filosofía no fué entonces una mera cu­ riosidad científica, ni un ejercicio intelectual o aca­ démico, Bino un refugio, una guía, un apoyo en la existencia y una fuente de alivio moral. Los espíritus elegántés y refinados de aquellos HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 175 tiempos, hartos del placer material y de la agi­ tada ociosidad en que vivían, sintieran con la tris­ teza, con la saciedad y con el horror que infundían las tragedias políticas que presenciaban, una pro­ funda inquietud en el alma y una curiosidad ansio­ sa por resolver los grandes problemas de la vida. Los filósofos estoicos aparecieron como los salvado­ res de las almas. La inexorable austeridad del estoicismo, en ese momento histórico convenía a una sociedad que an­ helaba valor moral, y tal doctrina asumió un tono religioso, estableció dogmas a sus adeptos, propagó sus principios e hizo de su enseñanza un verdadero apostolado. No se trataba de ilustrar inteligencias con una filosofía, sino de modelar almas o transfor­ marlas, convirtiéndolas a la virtud mediante una dirección y una disciplina. Así la sociedad elevada de la metrópoli imperial comenzó inconscientemente a preparar su espíritu para recibir, más tarde, la doctrina de Cristo. Séneca fué el filósofo del gran mundo y su di­ rector espiritual. Esta personalidad complejísima reunía en sí los más curiosos antagonismos, así co­ mo su vida y su obra ofrecen las más violentas con­ tradicciones. Fué a la vez político, mientras pro­ 176 CARLOS IBARGUREN clamaba el desprecio de las ambiciones, y opulento gran señor mientras predicaba la repugnancia por las riquezas y la vanidad. Maestro y cortesano de Nerón fué, sin embargo, un apóstol de las virtu­ des estoicas. La filosofía no le sirvió para endere­ zar su vida, pero la aplicó con elegancia para em­ bellecer su muerte. Realizó lo que él mismo dijera: filosofar es aprender a morir. Séneca, a pesar de las sombras de su vida, inspira una atracción singular, no solamente por la perspectiva trágica del cuadro histórico en que se perfila su figura, sino también por la amplitud y penetración psicológica de su pensamiento unidas a la distinción suprema de su forma. Fué el más aristócrata de los filósofos y el más filósofo de los aristócratas. La fiereza del estoicismo se atenuó en este hombre de mundo que conocía profundamente a la alta so­ ciedad, y la comparaba con esas escuelas de gladia­ dores en las que los aprendices viven en común para matarse los unos a los otros. Sus admirables análi­ sis del corazón humano, sus agudas reflexiones, sus observaciones sutiles, seducen, y ellas explican por qué este filósofo ha sido, de entre los latinos, el preferido en los salones franceses del siglo XVIII. HISTORIAS DEL TIEMPO CLASICO 177

Gastón Boissier (18) anota con verdad qne Sé­ neca consigue presentar sus ideas con las expresio­ nes vivas y el corte espiritual adecuado para hacer gustar la moral a las gentes del gran mundo; y así define a los ambiciosos diciendo que: «son los que se incomodan para hacerse un bello epitafio»; y a los que viven para las aventuras galantes, expre­ sando que: «son hombres que gustan de una mujer por el hecho de que ella es de otro»; se burla iróni­ camente de los trajes de las damas, de sus perlas, de sus afeites y de esa manera de presentarse en público que, dice, «parece que no estuvieran mucho más desnudas que cuando están sin vestiduras»; y refiriéndose a las coquetas escribe: «que son las que toman un marido con el único objeto de provocar a los galanteadores». Séneca no fué un filósofo profesional con su es­ cuela y su legión de convertidos practicantes de su doctrina, sino un confidente de almas, un director de conciencias mundanas, un apaciguador de inquie­ tos y consolador de desesperados. Sus discípulos eran los jóvenes y las damas aris­ tocráticas de Roma, y sus obras fueron hechas para las personas que les confiaban sus dudas, sus angus­ tias y sus desfallecimientos. 178 CARLOS 1BARGUREN

Lucilio y todos sus amigos quieren curar su es­ píritu con los consejos de Séneca. Aneo Sereno, un capitán de guardias de la corte de Nerón, plan­ tea al maestro el problema de la agitación de su vida interior, su enfermedad moral y sus íntimas desazones, implorándole le procure la paz espiritual para el mal que sufre; no es, le dice, «la tempestad lo que me atormenta, sino el mareo». Y Séneca en su tratado «De la tranquilidad del alma» le indica el remedio. Si a las angustias del alma de Aneo Sereno, que se devora a sí misma, se mezclaran las torturas espirituales del amor, desconocidas en la antigüedad, podríamos decir, con Martha (19), que Séneca consolaba a un Werther o a un René ro­ mano. El grupo distinguido de la sociedad abrazó la moral de Séneca, que habría de prepararle el ca­ mino para la transformación cristiana, con el en­ tusiasmo con que, muchos siglos más tarde, las du­ quesas y las marquesas del antiguo régimen en Francia siguieron las doctrinas de Rousseau que las llevaban a la revolución democrática. El snobismo filosófico cundió como las modas en el gran mundo. Los potentados y las señores más ilustres elogiaban la pobreza que Séneca ensalzaba, HISTORIAS PEI. TIEMPO CLÁSICO 179 y como los príncipes disfrazados de pastores del si­ glo XVIII, los ricos romanos tuvieron en sus pala­ cios un aposento pequeño que llamaban la cámara del pobre, en el que se retiraban ciertos días a me­ ditar, a comer frugalmente sentados en el suelo, a beber en vasos de barro y a gustar, de esta suerte, de las delicias de la privación y de la miseria. El mismo Séneca (20) nos confiesa, en una de sus car­ tas a Lucilio, que cuando él iba, simulando po­ breza, en un miserable carro tirado por flacas mu- las y manejado por un patán descalzo, y encontraba en su camino a las literas suntuosas de sus amigos, tenía, a pesar suyo, la debilidad de ruborizarse, lo que probaba que no estaban aún bien firmes en su espíritu los sentimientos virtuosos que anhelaba po seer. NOTAS

(1) Odas. 1-4-9. (2) Odas. 11-11. (8) juvenal. Sátira VIII. (4) plinio el joven. Epístolas 1-9. (5) Horacio. Epístolas II-2. (6) marcial. Epigramas III-63. (7) aulo gelo. Las Noches Aticas. XIII-11. (8) marcial. Epigramas XII. (9) plinio el joven. Epístolas II-3. (10) cicerón. Pro Cecina V. (11) juvenal. Sátira VI. (19) marcial. Epigramas XIII-12. (18) tácito. Anales XII-56.

(14) marcial. Epigramas III-86. (15) juvenal. Sátira VI-185. (16) marcial. Epigramas X. 68. (17) Lucrecio. De la naturaleza de las cosas. III. (18) gastón boissier. La religión romaine. Tomo II. (19) CONStant martha. Les moralistes bous l’Empire Ro- main. (20) séneca. Epístolas a Lucilius LXXXVII. CAPITULO II

La masa plebeya y pobre.—La predicación cristiana entre los humildes.—Los cristianos mirados como agitadores; la solidaridad y el comunismo entre ellos.—El episodio de Peregrino.—El apóstol Pablo en Roma.—Las mu­ jeres y la nueva religión.—El cristianismo llega a la alta sociedad.—Las conversiones.—Un nuevo mundo moral y una nueva vida.

Una masa inmensa y heterogénea, de pobres hom­ bres oriundos de todas las comarcas conocidas, hor­ migueaba en la gran metrópoli. Roma ofrecía a los aventureros todas las posibilidades; y ellos afluían a la urbe arrastrándose en pos de los poderosos. La miseria agobiaba a la plebe innumerable frente a la opulencia de los magnates. Griegos, judíos, asiáti­ cos, españoles, galos, confundíanse en una misma abyección. Rebaños de esclavos pululaban en los 182 CARLOS IBARCUREN mercados, descalzos, con los pies blanqueados con creta como marca servil, y se les veía expuestos, casi desnudos en la «catasta» o tablado donde se ofrecían al mejor comprador. «Ved este, esclavo de blanca piel, nacido en Tibur—canta Horacio en la Epístola (x) a Julio Floro—es hermoso, hábil, habla griego; es una blanda arcilla que se amoldará a todas las impresiones; juzgaréis durante las comi­ das de la dulzura de su canto; os lo doy por ocho mil sextercios». En las calles, la mendicidad revestía todas las formas imaginables. El pueblo vivía de limosnas: el gobierno daba pan y circo, los plutócratas alimen­ taban a su clientela que en tropel se disputaba, por las mañanas, la propina miserable de la «sportu- la»; todos tendían la mano al rico señor. Esa mi­ seria humillante era en Roma el espectáculo más universal y más doloroso. Los filósofos y los escritores, en tiempos del Im­ perio, lanzaron contra el lujo las más violentas in­ vectivas, predicaron la clemencia y la generosidad; elogiaron la pobreza. El paganismo tuvo en esa ho­ ra última de su reinado un estremecimiento de com­ pasión en favor de los miserables, que hizo temblar la voz de los poetas y de los escritores. Juvenal HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 183 condena a los que no abrigan con una túnica de in­ vierno a sus esclavos transidos de frío, porque al fin—dice—, el alma y el cuerpo de un esclavo son he­ chos de la misma substancia que la nuestra. Los amos comenzaron a titubear antes de crucificar a sus siervos. Diríase que una onda de piedad se insi­ nuaba para envolver a la mísera muchedumbre en­ vilecida. En un rincón paupérrimo y sucio de Roma, al otro lado del Tiber, cerca del desembarcadero de los mer­ caderes que traficaban con el puerto de Ostia, amontonábanse las casuchas de los judíos y de los sirios. Era un suburbio que los romanos miraban como lugar indigno. De allí salían por las maña­ nas, para desparramarse como insectos por las ca­ lles de la ciudad, los mendigos hambrientos de tal hormiguero. Por el año 50 de nuestra era, llegaron a ese barrio bandas judías de Siria trayendo con su andrajosa miseria la unción de una ventura eterna. Se decían discípulos del hijo de Dios, se llamaban cristianos y transmitían, a las gentes humildes, la divina palabra de esperanza y de felicidad. La pre­ dicación de ese verbo nuevo que encendía a las po­ bres almas provocó, entre los judíos, disputas y que­ rellas, y la llama purísima que se estremecía en 184 CARLOS IBARGUREN aquellos espíritus iluminados comunicó bien pronto su fuego a la vasta masa de los siervos. Un pasaje de Suetonio (2), que ha sido muy co­ mentado, dice al referirse a la expulsión de los ju­ díos de Roma por orden del emperador Claudio, que ella se realizó «porque causaban tumultos bajo la influencia de Crestus»; se ha interpretado muy fundadamente que con el nombre de Crestus se de­ signa a Cristo. Se comenzó a considerar como agi­ tadores a esos hombres simples que hablaban con dulzura de amor y de perdón; pero ellos prosiguie­ ron su propaganda agrupándose en las iglesias que establecían. Esas iglesias eran asambleas en las que los afiliados uníanse como hermanos para comuni­ carse, mediante la plegaria, con Dios hecho hombre, y para sentir el espíritu infinitamente misericordio­ so de Jesús. Allí los fieles dejaban el mundo te­ rrenal con todos sus pesares y sus tristezas para elevarse al cielo; allí el esclavo se consideraba liber­ to del señor y el hombre libre esclavo de Cristo. Así encontraron un consuelo inefable los infeli­ ces, los hijos de la miseria, los atormentados. La vida, la verdadera vida, era la que se abría después de la muerte. El mundo y la carne eran despre­ ciables y efímeros; el deleznable cuerpo se extinguía HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 185 bien pronto, pero el alma, único ser inmortal, se emancipaba de las prisiones de aquí abajo y volaba a la verdadera gloria. Esa esperanza divina hacía olvidar todos los dolores humanos Una intimidad henchida de ternura y de amor unía a los fieles y realizaba entre ellos la verdadera hermandad. El escritor griego Luciano de Samosata (3), en una de sus páginas titulada «La Muerte de Peregri­ no», cuenta los episodios de la vida de un vanidoso charlatán llamado Proteo o Peregrino, muy dado a la filosofía y que abrazó el cristianismo para en­ gañar a los buenos creyentes de la nueva religión. Peregrino fué puesto preso por aparecer como cris­ tiano, vale decir como peligroso agitador, y sus co­ rreligionarios, suponiéndolo sincero, acudían en pe­ regrinación a consolarle y acompañarle. Desde el alba veíanse en derredor de la cárcel una multitud de mujeres, niños, y pobres hombres que llevaban viandas y murmuraban oraciones. De muchas ciu­ dades de Asia enviaron al prisionero diputados con socorros para que pudiera defenderse. No es posi­ ble expresar, dice Luciano, la prontitud con que los cristianos vuelan en defensa del compañero de cau­ sa que cae en desgracia. Peregrino, bajo el pre­ texto de su encarcelamiento, recibió a título de au­ 186 CARLOS IBARGUREN xilios una considerable suma de valores. «Estos des­ graciados—agrega el satírico escritor griego—pien­ san que son inmortales, «desprecian los suplicios y « se entregan dichosos a la muerte. Su primer legis- «lador les ha hecho creer que todos son hermanos; « ellos han renunciado a sus dioses nacionales para «adorar a un filósofo que fué crucificado y cuya « enseñanza obedecen. Desprecian todos los bienes, «los cuales son puestos en comunidad. Si otro im- «postor, como Peregrino, se introdujera entre los « cristianos, podría enriquecerse muy rápidamente « burlándose de estos hombres simples y crédulos.» El comunismo de los primeros cristianos no obe­ decía a la concepción materialista de la apropiación de las riquezas para que ellas fueran de todos por igual, sino a la idealista del renunciamiento de los bienes mundanales, los que eran entregados por ca­ da uno para la comunidad. La nueva religión había pentrado profundamente en el pueblo, pero las clases elevadas de la sociedad la miraban como un flagelo abominable inspirada en el odio al género humano. Los cristianos eran señalados como los más siniestros rebeldes y se les acusaba de provocar la revolución contra el Empe­ rador y el levantamiento de los esclavos contra sus HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 187 amos. Las autoridades del estado castigaban con prisión al sospechoso de pertenecer a esa secta per­ turbadora. La persecución se convirtió en un siste­ ma oficial que los romanos juzgaron como el único medio defensivo de tan grandes peligros sociales. Tácito (4) dice que Nerón y sus cortesanos para desmentir la voz general que atribuía el incendio de Roma al mismo César «buscó como culpables y les hizo sufrir las más crueles torturas a los desgra­ ciados aborrecidos por sus infamias llamados vulgar­ mente cristianos». Y agrega textualmente: «Cris­ to, que les dió su nombre, había sido condenado al suplicio, bajo Tiberio, por el Procurador Poncio Pi- lato, que pudo reprimir, por un momento, esta exe­ crable superstición; pero bien pronto se desbordó de nuevo el torrente no sólo en Judea, donde nació, sino en Roma mismo, donde ha venido a inundar con sus desarreglos y sus crímenes». Son notorios los suplicios, tan narrados en infinidad de historias, leyendas y novelas, que se infligieron a los cristia­ nos. El mismo historiador Tácito, después de des­ cribir el espectáculo de los jardines de Nerón ilumi­ nados por las hogueras en que se quemaban a los perseguidos, exclama refiriéndose a éstos: «¡Si bien son culpables y merecedores del último castigo, nos 190 CARLOS IBARCUREN que me la confesaran puse en suplicio a dos mucha­ chas esclavas, pero no pude descubrir nada sino una mala superstición llevada al extremo. Este mal es muy contagioso y ha infectado las ciudades, las aldeas y las campañas». Mientras Séneca dirigía las conciencias en el gru­ po brillante de la alta sociedad romana y apacigua­ ba con la moral estoica la inquietud espiritual de los paganos elegantes, hastiados del placer y de la vida, entraba cautivo en Roma el apóstol Pablo. Pablo, que había sido puesto en prisión en Jeru- salén acusado por los judíos de ser uno de los je­ fes de la sediciosa secta de los nazarenos, llegaba a Roma por la vía Apia conducido por el centurión Julio y seguido de una caterva de fieles, que le ha­ bía esperado en el camino muchas leguas antes de llegar a la ciudad. El apóstol llevaba su proceso al César, ante cuya suprema justicia había apelado. «Y cuando entramos en Roma—dice un pasaje del libro de los Hechos (7)—el centurión entregó los presos al Prefecto de la Guardia Pretoriana; pero a Pablo se le permitió habitar solo, custodiado por un gendarme»... «Y permaneció dos años enteros en su propia vivienda, alquilada, predicando el reino de Dios y enseñando lo tocante al Señor Jesucristo HISTORIAS DEL TIEMPO CLASICO 191 a cuantos iban a verle, con toda confianza y sin que nadie se lo estorbase» (los Hechos XVIII 30-31). La predicación de Pablo conquistó en la gran ca­ pital a innumerables adeptos; el evangelio penetra­ ba más y más en la multitud. El apóstol catequizó a los soldados de la Guardia Pretoriana, y pudo decir en su Epístola a los Filipenses, alabando la gra­ cia de su persecución que redundaba en bien de su propaganda: «quiero que sepáis, hermanos, que las cosas que me han sucedido han resultado más bien para el mayor adelantamiento del evangelio, de mo­ do que mis prisiones están ya bien conocidas en nom­ bre de Cristo por toda la Guardia Pretoriana y a to­ dos los otros del Pretorio, y los más de los herma­ nos, cobrando ánimo con mis prisiones, tienen ma­ yor denuedo para hablar la palabra sin temor» (8). Pablo, sumergido en el seno del pueblo, pasó du­ rante su estada en la metrópoli desconocido, en abso­ luto, por el gran mundo. La sociedad aristocrática tenía una información vaga de los cristianos, a los que consideraba como una secta judía de supersti­ ciosos y revoltosos. El apóstol vivió entre gentes muy pobres y anónimas cuya humildísima condición era mirada con desprecio por los poderosos. ¿Conoció Pablo a Séneca y mantuvo relaciones 192 CARLOS IBARGUREN con éste? Mucho se ha escrito y comentado al res­ pecto. Hasta se ha pretendido explicar, por supues­ tas relaciones de uno y otro, algunas semejanzas en­ tre las doctrinas del filósofo y la predicación del apóstol. Es evidente que Pablo conoció a Galión, hermano de Séneca. Galión desempeñaba las funciones de Procónsul de Acaya cuando, ante su tribunal, Pa­ blo fué llevado y acusado por los judíos; éste quiso defenderse, pero aquél no le dejó hablar y echó a los acusadores diciéndoles: «¡Yo no quiero ser juez de estas cosas; son cuestiones de vuestra ley, de pa­ labras, de nombres! ¡ Entendeos entre vosotros!» Y una turba de hebreos encolerizados dió de golpes al jefe de la Sinagoga, en frente del Pretorio, ante la indiferencia de Galión. Este episodio documentado en el pasaje XVIII del libro de los Hechos, no de­ jó, seguramente, un recuerdo especial en la memo­ ria del hermano de Séneca, que había intervenido, durante su Proconsulado, en innumerables tumul­ tos análogos, provocados por las agrias querellas re­ ligiosas de los judíos. En Roma, Pablo sostuvo el otro proceso que los judíos le habían entablado en Jerusalén, y por el que había apelado al César, ante el Prefecto del Pre­ HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 193 torio que lo era Burro, el amigo y colega de Sé­ neca. Burro, no reparó mayormente en Pablo, que era uno de tantos entre los millares de procesa­ dos, ni tuvo con éste ningún trato personal. Pienso que Séneca ignoró por completo la existencia de Pablo. Y en los días mismos en que el filósofo del gran mundo dirigía las conciencias complicadas e inquie­ tas de sus amigos y amigas elegantes, enseñando des­ de su palacio los preceptos de su estoicismo munda­ no, el apóstol del nuevo credo, en su celda de prisio­ nero, catequizaba las almas simples y obscuras de la plebe harapienta. En aquel momento las damas aristocráticas, al propio tiempo que se sentían atraídas por la filoso­ fía y la enseñanza de Séneca, se habían dedicado con curiosidad a las religiones de Oriente. Los cul­ tos orientales estuvieron de moda: sus pompas im­ presionaban, sus rituales y símbolos envolvían al es­ píritu con una onda de misterio, y su moral místi­ ca que comunicaba al hombre con la divinidad y lo llevaba a la purificación, despertaron un vivo inte­ rés en el alma femenina. La diosa Isis era la que principalmente se invocaba, y legiones de devotas acudían a los altares de esa divinidad y participa­ T94 CARLOS IBARGUREN ban en los coros cantados en su loor. Los templos de la diosa convirtiéronse en lugares de citas amorosas. Ovidio, en su «Arte de Amar», recomienda los tem­ plos a los buscadores de aventuras galantes. Cualesquiera superstición nueva era acogida con frenesí por las mujeres; la astrología y la magia ha­ bían provocado un verdadero delirio. Las adivinas, que aparecían como conocedoras del destino de las gentes y de la suerte de sus amores, ejercían con sus actividades equívocas, sus filtros y sus secretos para conservar la belleza y la seducción, una influencia decisiva en la sociedad. Esas magas venían de Oriente y eran en su mayoría sirias y judías. Ju- venal pinta a una judía que se introduce en las ca­ sas y explica a las señoras, misteriosamente, su re­ ligión y su libro sagrado mediante unas pocas mo­ nedas, pues «los judíos—dice el satírico poeta—ven­ den muy baratas sus visiones». Estas consultas clandestinas que comunicaban a las hebreas proce­ dentes de los barrios más pobres con las grandes da­ mas, debieron facilitar muchas veces la revelación, a éstas, de la doctrina que predicaba en el pueblo el apóstol Pablo. Una de las concubinas de Nerón, la que inspiró el primer amor al César, Actea, fué iniciada en el HISTORIAS BEL TIEMPO CLÁSICO 195 cristianismo. Actea, lo mismo que una cantidad de bellas libertas, se había consagrado, antes, a las re­ ligiones de Oriente; ella fué la que con tanta com­ pasión buscó el cadáver de su amante y le dió se­ pultura cuando huían de él los que fueron sus cor­ tesanos. Pocos años antes, Pomponia Grecina, ilustre ma­ trona esposa de Aulio Platio, conquistador de Bretaña, había sido acusada de superstición extran­ jera y vivió retirada del mundo, vestida siempre de duelo, poseída de una serenidad contemplativa y desdeñando las opulencias y los placeres sociales. Lo que los contemporáneos de Pomponia califica­ ban superficialmente de taciturnidad, quizá no fue­ ra sino la gran paz espiritual, el recogimiento de la íntima calma y la espera fervorosa de la muerte pa­ ra entrar al reino de Dios. ¿Quién sabe si, como lo observa Renán (9), Pomponia no fué la primera santa del gran mundo de Roma? Después, Flavia Domitila, sobrina de Domiciano, fué catequizada y acusada de practicar ritos judíos, que se confundían al principio con los de los cris­ tianos. Flavia Domitila fué desterrada a la isla Pandataria, donde sufrió por sus creencias un lar­ go padecimiento. Marcia, querida del Empera ’cr 196 CARLOS IBARGUREN

Cómodo, se hizo también cristiana. Algunas fami­ lias de la aristocracia se incorporaron al cristianis­ mo, y mujeres del rango senatorial que se habían convertido rehusaban casarse con paganos. La nueva fe arrebataba el corazón femenino y lo cautivaba. Se decía, con burla, que el cristianismo sólo hacía prosélitos entre los ingenuos, los humil­ des y pobres de espíritu, las mujeres y los esclavos. La rapidez con que se expandía entre la plebe con­ trastaba con la lentitud con que penetraba en las altas clases. El escepticismo dominante en el gran mundo ha­ cía recibir con ironía y desdén esa doctrina, que se la juzgaba como una nueva secta hebrea. La tenden­ cia conservadora y aristocrática de los potentados llevaba a éstos a combatir con furor ese movimien­ to religioso y revolucionario venido de los bajos fon­ dos de la sociedad. El estoicismo no satisfacía plenamente a la vida interior, y menos al espíritu mujeril que lo encon­ traba inexorable y seco. La impasibilidad de la mo­ ral estoica, ajena a toda emoción, suponía una exis­ tencia extrahumana. En cambio, la enseñanza de Jesús era conmovedora, estaba impregnada de es­ peranza, de poesía y de ternura, contemplaba los HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 197 males de la humanidad y sentía sus dolores, sus de­ bilidades y sus desfallecimientos. Las mujeres, los desvalidos y los débiles compren­ dieron mejor que los fuertes todo el sublime tesoro que encerraba el cristianismo y que faltaba en la filosofía estoica, la que con su rigor orgulloso era una abstracción triste que enfriaba el alma y la conducía por una senda inhumana en pos de una imposible perfección. Todo ello nos explica porque en la alta sociedad romana fueron las damas las que abrazaron primero y con más facilidad la religión de Cristo. Un nuevo mundo moral y una nueva vida se abría entonces para los convertidos: la piedad, el perdón, la ternura y el renunciamiento de todas las cosas de la tierra para llegar al reino de Dios. Y en los tiem­ pos turbios de codicia, de vanidad y de odio, debía descender al corazón, como un bálsamo, el amor a la pobreza, a la humildad y a los hombres. NOTAS

(1) Horacio. Epístolas II-2. (2) suetonio. Claudio XXV. ('3>1 Luciano. La muerte de Peregrinus. (4^ tácito. Anales XV-44. f5) tertuliano. Apologética L. (6,) plinio el joven. Carta a Traja.no X-97. (7) XXVIII, 16. (8) Epístola a los Filipenses. I., 12 a 14. (9) renan. L ’Antechrist. Una lección de Séneca UNA LECCION DE SENECA

(En el atrio de la casa de Séneca.—El filósofo y su discípulo Tulio Marcelino, conversan)

—Deseaba con impaciencia veros y escucharos, maestro. Empiezo a conocer la sabiduría y procu­ ro corregir mis graves defectos. Mejoro sensible­ mente. —Yo también, Tulio,—contestó Séneca,—quería hablaros para transfundir en vuestra alma, si me fuera posible, un poco de lo que he aprendido y meditado en mi solitario retiro. Anhelaba platicar con mis discípulos. La viva voz y el trato íntimo enseñan mejor que la lectura, porque los hombres se convencen más con los ejemplos que con los preceptos. Cleanto no hubiera comprendido los sen­ 202 CARLOS IBARCUREN timientos de Zenón si no lo hubiese visto y oído, penetrado en sus secretos y observado si vivía con­ forme a sus máximas. Metrodoro se formó en la conversación de Epicuro y no en su escuela. Sea­ mos, pues, mutuamente útiles. Hablemos. ¿Qué provecho habéis conquistado para vuestro espíri­ tu en estos últimos tiempos en que no os he visto! —Comienzo a ser amigo de mí mismo. —Pues principiáis a poseer un bien inaprecia­ ble: el que es amigo de sí mismo lo es de todos los hombres. —Hoy me estimo más. No me domina la vida ni el ansia de vivir. Fraternizo con los hombres porque los compadezco; todos ellos son esclavos de sus pasiones, de sus esperanzas, de sus apetitos, y obedecen ciegamente a estos amos implacables y violentos. —Es verdad, Tulio, la vida es la más cruel de las servidumbres para los que no saben despren­ derse de ella, ni abrir en la ergástula obscura una brecha que filtre sol y cielo. El hombre agrava con sus deseos su propia situación; y así, por ejem­ plo, sufre con la idea de la pobreza, olvidando que no es miserable el que nada posee, sino el que pre­ tende más de lo que tiene. HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 208

—Maestro, vuestras ideas y vuestras senten­ cias, henchidas de sabiduría, conmueven siempre mi alma. Ellas me muestran lo que las gentes no conocen: la paz recóndita y la verdadera libertad que tanto extraño cuando, sin quererlo, me apar­ to de vuestra filosofía y desciendo a confundirme con la turba avasallada y rumorosa. —Bien me comprendéis. Trabajo por la dicha de los hombres y para la posteridad. Me he reti­ rado a velar por la salud de los espíritus y a seña­ lar la recta vía que comienzo a conocer, quizá de­ masiado tarde, cuando ya la encorvada senectud inclina hacia la tierra mi cuerpo debilitado. Aten­ dedme: despreciad los aplausos y homenajes del pueblo, las ofrendas de la suerte y los presentes de la fortuna, porque no es nuestro lo que nos ha sido dado por la casualidad. Sed impasible, que ello es el signo de la verdadera grandeza. Los espíritus superiores moran como los astros en la serenidad de las elevadas regiones, no ensombre­ cidas por las nubes, ni conmovidas por las tempes­ tades. Nada admiréis, nada temáis, nada ambicio­ néis; ni los tesoros de la tierra, ni los que el mar derrama en las lejanas playas de Arabia y de la India; ni los espectáculos pomposos, ni las aclama­ 204 CARLOS IBARGUREN ciones de la multitud idólatra e inconstante. Al temer o al desear tan falaces dones os sentiréis con­ turbado por la misma angustia. —He leído en Hecatón—observó Tulio—esa mis­ ma idea expresada en esta honda máxima: Cesa­ réis de temer si cesáis de esperar. —Y ello es exacto,—repuso Séneca,—porque el hombre no se detiene en la realidad del momento, sino que aguarda lo que vendrá o rememora lo que fué, atormentándose inútilmente con la imagen del futuro o con el recuerdo del pasado. —Son insuperables vuestros consejos. Os debo, como discípulo, una confesión plena: voy doman­ do mis pasiones y mis vicios. No soy ya codicio­ so, mi esclavo Lucio cuida de mis bienes, sin que me interese su acrecentamiento. El marfil y el oro ya no brillan en mi casa, ni los hombres tejen púrpura para mis vestiduras. He ahogado, tam­ bién, mi vanidad y mis ambiciones, convenciéndo­ me lo deleznable que es la gloria y el dolor que nos cuesta el implorarla. ¿Para qué la buscamos? Ella inquieta al espíritu y lo hace sufrir. Procuro huir de la cólera para acudir a la clemencia, y perdono a los otros proponiéndome ser inflexible conmigo mismo. HISTORIAS DEI. TIEMPO CLÁSICO 205

. —No basta dominar la ira propia, es necesario apaciguar la -ajena, pues no solamente debéis ser curado, sino, también curar a los demás. Vivamos en el sosiego los pocos días que nos concede el des­ tino, y no los inquietemos llenándolos de tormen­ tos. Mientras permanezcamos entre los hombres, respetemos a la humanidad, despreciemos los furo­ res y los ultrajes y soportemos con indiferencia el odio de los enemigos. Al fin, todo se resuelve en la muerte, que nos sigue muy de cerca y que es la paz eterna. —Creo que la ira no me arrebatará y que la cruel­ dad está desterrada de mi alma; pero hay algo que tal vez no pueda vencer: es el amor. —Si amáis no seréis sabio: un amante sólo sa­ be lo que desea e ignora lo que debe saber. —Es fácil, maestro, dar lecciones; pero difícil es aprovecharlas. El amor quizá me venza, porque él es fuerza creadora del hombre y fuente de la vida. —No, Tulio, el amor humano tortura el alma y nos aleja de la virtud. Se lo pinta en forma de niño, porque tiene los defectos de la infancia: es impulsivo y crédulo. Nos conduce ciegos y nos 206 CARLOS IBARGIREX engaña. El hombre que ama es el que, sin sospe» charlo, se miente más a sí mismo. —El amor según Publio Syrio,—interrumpió Tu­ lio,— viene de los ojos y cae en el pecho, como las lágrimas. —El amor es para el sabio,—respondió Séneca, —una ociosa causa de inquietud. —Convengo en ello, señor. El amor es indómito y violento. Quizá si no es posible sofocarlo con ra­ pidez, pueda ser lentamente extinguido por la sa­ biduría. Pero su lucha es para mí la más cruel y la más penosa. Me persigue la imagen de Lydia, cuyo cuerpo, grácil como una ánfora, tiene la blancura de la leche y del lirio. Veo, en el fondo de sus ojos negros, titilar ardiente la llama inte­ rior, y se me acercan, húmedos, sus labios berme­ jos como la púrpura de Tyro. Creo aspirar, a ra­ tos, involuntariamente, el vago perfume de mirra que su seno exhala... —El amor, ya os he dicho, es el peor enemigo de la virtud, porque es hecho de voluptuosidad, embriaguez y deseo. Somos egoístas, y para la ma­ yoría de las gentes el amor no es, en suma, sino el afán de que se nos ame para procurarnos la pro­ pia satisfacción. Olvidaos, Tulio, de estas tenta­ HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 207 ciones voluptuosas y malsanas. Suprimid este último amo que aun os fustiga, y seréis, entonces, el único dueño de vos mismo. Habéis empezado a gobernaros; pero sin obtener todavía la completa manumisión. Debéis procurarla. Es muy triste continuar sirviendo cuando se ha aprendido a man­ dar. —Me confortan vuestras palabras. Sí, debo triunfar del amor para ser sabio. Y así como es menester batir el hierro cuando está candente, necesario me será poner en la más dura prueba a mi espíritu para que vuestra filosofía lo modele virtuoso y bello. Por fortuna soy joven. Tulio calló. Séneca miró paternalmente a su dis­ cípulo, y después de un silencio breve y pensativo, díjole con acento grave: —Sois joven y quizás miréis con horror a la vejez. Disipad ese temor. La vejez del filósofo tiene el en­ canto sereno de la tarde. Es la parte más rica de la vida, así como para el bebedor la copa más de­ liciosa es la última que lo sumerge en la embria­ guez. Los viejos llegamos a tener el placer supre­ mo de no desear los placeres. Tal vez penséis que mis exhortaciones para conduciros a la virtud os quiten las esperanzas comunes y los goces mate- 208 CARLOS IBARGURÉN ríales y vulgares de la vida. Y bien, quiero daros la satisfacción continua, la que llamaré familiar y doméstica porque anida en el corazón: el desprecio a la muerte, a la voluptuosidad, al dolor, y el amor a la pobreza y a los hombres. La vida no es feliz, ni siquiera tolerable sin el estudio y la práctica de la sabiduría. Espero mucho de vos. Pero tened presente que la filosofía no es destinada a los que no la com­ prenden, ni se la sigue para ensayarla un tiempo y repudiarla más tarde. Ella se compenetra con el al­ ma, ordena la vida y regula constantemente nuestros actos. Nos salva, a menudo, de los peligros que nos acechan. Tal vez se os diga: i para qué sirve vuestra filosofía, si el destino nos dirige, si Dios gobierna a los hombres y a las cosas, sí, a pesar nuestro, el azar nos conduce ? Poco os importe esa reflexión, porque a pesar de la fatalidad y de los designios inmutables de Dios, la filosofía nos asiste siempre exhortándo­ nos a someternos voluntariamente al árbitro del universo, a resistir la fortuna y a soportar la des­ gracia. No dejéis, pues, enfriar vuestras buenas in­ tenciones, afirmaos en ellas y convertidlas en há­ bitos y en hechos. —Confío, respondió Tulio, en que con vuestra enseñanza podré dominarme completamente. Las HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO «09 otras sectas son más atrayentes. Ellas, como esos médicos domésticos que sólo recetan los remedios que al enfermo agradan, complacen al hombre, ex­ poniéndolo a ser subyugado por las pasiones y por los vicios. Fero el estoicismo, si bien fragoso y ru­ do, nos da el comando de nosotros mismos y nos convierte en triunfadores del mundo |y de la vida. —No debéis rechazar en absoluto las otras doc­ trinas como perniciosas. Es conveniente, en fiso- sofía, hacer lo que yo acostumbro en el senado: cuando estoy de acuerdo parcialmente con un ora­ dor, divido sus ideas y me adhiero a las que me placen. Así profeso algunos preceptos de Epi- curo, entre otros, éste, que os recordaré: «Si queréis que Pythocles sea rico, no trabajéis para que aumenten sus caudales, sino para que dismi­ nuya su codicia; y si pretendéis que él viva satis­ fecho, atenuad sus deseos en vez de excitar su vo­ luptuosidad.» —Me basta, maestro, una. de vuestras reflexio­ nes, para aclarar mis conceptos. Ahora comprendo por qué citáis a Epicuro con frecuencia . —Sí,—observó Séneca,—;la verdad, como el oro, jio.yace pura y c^mp^cta en un solo lugar; se la 210 CARLOS IBARGUREN extrae de muchas partes en pequeñas proporcio­ nes. Nuestro alimento espiritual debe ser vasto y complejo: imitemos a las abejas que liban flores diversas en distintos jardines para elaborar su miel nutritiva y fecunda. Y así como para el coro musical, tan gustado por nuestros antiguos filóso­ fos, buscábanse voces varias, a fin de que se unie­ ran en un conjunto armonioso, depositemos nos­ otros en nuestra alma todos los conocimientos, ejemplos y preceptos que nos muestren la virtud y la verdad. Tomemos de cualquier doctrina las má­ ximas que nos digan: repudiad las cosas, ellas nada valen en el rápido curso de la vida; bebed en vaso de arcilla como si fuese de oro y en el de oro como si fuera de arcilla; dejad las riquezas que traen consigo la pena de conservarlas y el peli­ gro de perderlas; rechazad los enervantes goces corporales y apartaos de la ambición, que es vani­ dad y humo. ¡ Ah! ¡ las ambiciones! Ellas nos ator­ mentan con dos miserias: la de ser envidiosos y la de ser envidiados. Ved allí, en el Palatino, cerca del Foro, los palacios de los magnates ante cu­ yos pórticos se debaten, para entrar por las ma­ ñanas, millares de ciudadanos, como insectos fa­ mélicos. ¡Cuántas indignidades se sufren en los HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 911 umbrales, y cuántas mayores se toleran después de haberlos transpuesto!... Los ecos de un clamor lejano resonaron en el atrio, interrumpiendo la palabra de Séneca. El filósofo y su discípulo escucharon. Oyóse el es­ trépito de gritos, de músicas y de aplausos. —¡Nerón César va al circo!—exclamó Séneca. ¡ Hé aquí la glorificación ante el pueblo de la cruel­ dad y del vicio! Considero ya perdido al príncipe, que era para mí el discípulo en que puse todos mis afanes. Cuando escribí para él mi «Tratado de la Clemencia», creía que su alma sería digna de la grandeza de su imperio. Recuerdo la satisfacción que sentí una mañana, en el palacio, al oirle pro­ nunciar una frase admirable por su magnanimidad. Platicábamos con él sobre la cólera y las pasiones que perturban la vida, cuando entró en la cámara imperial el Prefecto Burro, con una sentencia que condenaba a varios ladrones, y pidió al César que la aprobara. Nerón, con expresión apesadumbrada, titubeó antes de firmar el fallo, y cerrando los ojos exclamó: «¡quisiera no saber escribir!» Señor, le dije, lo que acabáis de expresar merecería ser oído de todos los mortales para que se convierta en la fórmula del juramento de los príncipes. Vuestro 311 CARLOS IBARGURÉN reinado naciente despertará entre los hombres la piedad y la virtud. Los vicios serán desplazados por un siglo dichoso y puro. Esperamos, César, es­ te porvenir prometido por la dulzura de vuestra alma, la que penetrará poco a poco en todos los miembros del imperio para modelarlos a vuestra imagen. No os digo esto por complaceros con la adulación, pues preferiría heriros con la verdad; pero deseo que os familiaricéis con lo que acabáis de decir, a fin de que se convierta en norma lo que es, todavía, un ímpetu feliz de vuestra natu­ raleza. Confieso ahora, Tulio, que he sufrido el error más amargo, y que la crueldad impera. —Vuestra filosofía, maestro, no ha llegado al co­ razón del César quien, a pesar de sus vicios, es ado­ rado como un dios por el pueblo. —Sí—repuso Séneca con tristeza—al pueblo, co­ mo al niño, se lo atrae con golosinas, se lo deslumbra con juegos y se lo domina fácilmente con el látigo. El reino venturoso de la filosofía está limitado aún a los elegidos. Día llegará en que los filósofos abri­ rán para la plebe, ebria hoy de plaoer y de sangre, un Teino nuevo: el de la virtud, la piedad y el amor... Adiós, Tulio, voy a encerrarme para no escuchar el repugnante vocerío. HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 213

Y con una sonrisa consoladora, Séneca se despidió de su discípulo. El populacho ululaba en la vía. Tu­ lio Marcelino se alejó rápidamente por una callejue­ la lateral, mientras la procesión del César que había descendido el Capitolio y atravesado el Foro, se di­ rigía al circo. Nerón, envuelto en manto purpúreo bordado de oro, de pie en un carro triunfal, empuña­ ba el águila de su cetro de marfil. Detrás de él, un esclavo del estado, inmóvil como estatua, sostenía, sc-bre la cabeza augusta del emperador, la pesada corona áurea que simulaba una guirnal­ da de hojas de encina, cuajada de pedrería. Una profusa caterva de músicos precedía al cortejo, marchando al son de flautas y de trompetas. Los clientes en tropel, revestidos de togas blancas, agolpábanse escoltando al emperador. Venían, des­ pués, los carros con las imágenes de los dioses, er­ guidas sobre tronos decorados suntuosamente con sus emblemas peculiares y arrastrados, unos, por muías y caballos, y otros por elefantes. Seguían los colegios sacerdotales y las corporaciones religiosas, entonando viejos himnos sagrados. La muchedum­ bre aclamaba a las efigies divinas, sobre todo a Ve­ nus y a Ceres, y vitoreaba al César. La procesión avanzaba despacio, hacia el magno anfiteatro. La justicia de Fanio LA JUSTICIA DE FANIO

Valerio Corvinio fué inscripto por los Pretores en la lista de los jueces. Su jurisdicción compren­ día los juicios privados. El nombramiento con­ turbó hondamente al espíritu afanoso y estricto de Valerio. Era joven, y no había atesorado aún los graves dones de la sabiduría. Salía recién de la escuela, acababa de revestirse con la toga viril y le subieron, de improviso, al tribunal. Había estu­ diado gramática, aprendido las fábulas de los poe­ tas y ejercitádose en la retórica y la declaíña- ción. Temeroso de ofender sin su culpa a Themis, se entregó con fervor a estudiar la ciencia dé las cosas divinas y humanas y a conocer el arte dé lo bueno y de lo equitativo. Buscó a la justicia en los 218 CARLOS IBARGUREN escritos y en las leyes; sabía de memoria el Jus Civile de Masurio Sabino, las sentencias de Elio Tuberon, las epístolas de Neracio y las obras de otros jurisconsultos. Llevaba siempre consigo las tabletas con el texto de la ley Julia. Pero tales guías no le socorrieron eficazmente. Los libros y los preceptos no despejaban la perplejidad que le acometía en el foro ante las alegaciones contra­ dictorias de los litigantes y la imprevista compli­ cación de los negocios. Una causa, sobre todas, le embargó con inextri­ cable embarazo: un prestamista usurero, conoci­ do de Valerio como doloso habitual, demandó a un ciudadano, de probidad notoria, el pago de di­ nero. Exhibió la quirógrafa y llevó testigos. El demandado tachó de falsedad lo afirmado por su contrincante, sin más demostración que su pala­ bra fidedigna. Valerio aplazó la sentencia e invocó, en vano, a Themis. La forzosa solución legal se detenía en su conciencia escrupulosa y afligida. Requirió la opi­ nión de colegas amigos, versados en la expedición de los pleitos. Ellos le dijeron que el fácil caso no daba lugar a tantas cavilaciones y debía con­ denar sin hesitación, pues la quirógrafa y los testi­ HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 219 gos probaban la deuda. Valerio argüyó la arraiga­ da probidad del demandado y citó algunos rasgos de su vida irreprochable que contrastaban con el fraude habitual en el demandante. Y sus amigos le replicaron que la justicia no repara en las costum­ bres buenas de los hombres. Era un reclamo pecu­ niario ante los jueces y no una cuestión moral an­ te los censores. La desazón de Valerio aumentó. ¿Qué hubieran resuelto nuestros padres? se pre­ guntaba. Y leyó en las oraciones de Catón el sabio que los antepasados daban la razón al más vir­ tuoso, cuando el buen derecho no surgía nítido del debate. Pero la deuda estaba aparentemente probada y el atribulado Valerio, vacilante en este caso de la pertinencia de la vieja máxima, notó que la vir­ tud no era, precisamente, la mejor defensa jurídi­ ca en los asuntos forenses. Puso a contribución el raciocinio que le enseñaran sus maestros de retó­ rica: ¿qué es la virtud? ¿puede reconocerla la ju­ risprudencia? Quedó más confundido. No consi­ guió definir la virtud y pensó, con timidez, que las grandes palabras son ambiguas para construir una afirmación justa. Suplió la definición con una imagen, procedí- 220 CARLOS IBARGUREN miento aconsejado en las escuelas, y reflexionó que la virtud sigue siempre al hombre honesto como la sombra al cuerpo. Satisfecho un instante con su ejemplo le asaltó, súbitamente, una objeción fun­ damental: si la virtud es invariable no puede ser como la sombra que cambia de dimensiones en ca­ da hora. Y se interrogó: ¿quizá haya ocurrido que este juicio sorprendiera al demandado, en un mo­ mento pasajero en que su honradez hubiese disminuido? En tal caso, coligió, quizá fuera posible que un inveterado mentiroso, como el de­ mandante, estuviera esta vez en la verdad. Esta conclusión lejos de aquietarle, agravó sus dudas: ¿ cómo es posible basar la verdad en un supuesto ?, ¿ qué es la verdad ? Releyó escritos de los maestros, hundióse en las disertaciones de los sabios y cerró los libros. Decepcionado infirió que la verdad es inasequible. Y gravó en sus tabletas de cera, donde anotaba sus pensamientos, esta definición: «La verdad es una cosa incorporal que está fue­ ra del comercio y debe pertenecer a las llamadas dé derecho divino.» Después de tantas perplejidades, Valerio decidió dejar a los jurisconsultos y acudir a los filósofos. Y una tarde, concluidas las audiencias, salió del foro, HISTORIAS DEl. TIEMPO CLÁSICO 221 subió a su litera y ordenó a los esclavos portadores que le condujeran a casa de su amigo Fanio Lu­ cillo. (Fanio ¿era un varón ecuánime y amable. Vivía retirado de Roma, afuera de la ciudad, sobre una leve colina en la campiña verde y fresca. Educóse en Atenas, vivió en Rodas y recorrió largamente la Grecia. Amaba la filosofía y la horticultura, cultivaba con esmero su huerto, mantenía siempre clara el agua borbotante de los aqueductos y cuidaba con paternal efusión sus colmenas zumbadoras. El vulgo le hubiera catalogado como filósofo si él hubiese adoptado apostura de tal; pero disgustá­ bale la gravedad solemne y no se había afiliado a ninguna secta ni doctrina. Removía las ideas pro­ fundas con gracia ligera y participaba de todas las escuelas, repitiendo, a menudo, que su espíritu co­ mo sus abejas libaba flores diversas en distintos jardines. Y así su miel era más sabrosa y nutri­ tiva. Valerio encontró a Fanio reposando en el pórtico de su villa. Los amigos saludáronse cordialmente —Divisé a lo lejos tu litera, caro Valerio. Bien­ venido eres siempre en mi rincón. El, placer de mis CARITOS 1BARCUREN ojos en la tarde asoleada y serena se reune al de mi espíritu con tu compañía. —Vengo, Fanio, para que calmes mi ánimo y aclares mi mente en un asunto grave y difícil que debo sentenciar como juez. Tu sabiduría, digna de Lucrecio o del viejo Plinio, ha de resolverlo con acierto. Y Valerio expuso minuciosamente a su amigo, que poseía el arte de escuchar, el caso que tanto le preocupaba. Fanio meditó un instante y animando su faz con una sonrisa apenas perceptible, dijo a su interlocutor: —La cuestión que me presentas es de la esencia misma de la justicia. El tema daría lugar a una disertación tan preñada de dificultades como un laberinto. La Justicia es vista por los hombres de maneras tan varias que la conocida por unos es ex­ traña a otros. Traté en Atenas a un artista pintor que la había interpretado con colores severos y no­ bles, como la presentaba mi antiguo maestro de re­ tórica : talle y rasgos de doncella, ojos penetrantes, expresión altiva y benévola alejada de la bajeza y del orgullo. Sin embargo, ¿recuerdas el retrato que de elja hace Crysipo? —Sí, lo he leído hace poco,—repuso Valerio—y HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 223 me acuerdo de sus mismas palabras: «Se la dice virgen, símbolo de pureza, no cede jamás a la ma­ licia ni escucha súplicas ni lisonjas. Su rostro es sombrío, su frente contraída, su mirada hostil para los que la ofenden». —Y bien, Valerio, ¿no te parece que este admi­ rable retrato es el de la Crueldad y no el de la Jus­ ticia? La Justicia no está en los libros ni en las le­ yes: ella debe residir en los sentimientos y en la imaginación de los hombres. He aquí porqué cada cual la entiende a su modo. —Pero, fíjate, Fanio, que soy juez y debo dar a cada uno lo que es suyo aplicando la ley y ciñén- dome a la jurisprudencia. —De acuerdo. También los hombres aplican las leyes como las entienden. Ellas son interesantes, sobre todo las vetustas, y muchas de sus obscurida­ des son menos imputables a los redactores que a los que las leen sin comprenderlas. He estudiado hace poco las seculares Doce Tablas con tanto deleite co­ mo el que me produjeron los Diez Libros de Platón. Hoy se las tacha de brutales, porque las gentes han cambiado su visión de la justicia, ¿qué se dirá ma­ ñana de las de nuestro tiempo? La extrema rudeza de aquellas épocas, no pulidas por las artes griegas, 224 CARLOS IBARGURÉN estaba exenta de maldad. Esas leyes fueron inge­ nuas y, por ello, bondadosas. —¡Eran terribles!—exclamó Valerio.—Ten pre­ sente la situación del deudor condenado a muérte por sus acreedores, quienes podían descuartizarlo y llevarse los trozos del cuerpo en pago. Y la del falsario precipitado desde lo alto de la roca Tarpeya. Y la rigorosa represión del lujo fulminado en otras añejas leyes! ¡Eran eficaces esas enérgicas medi­ das! Desgraciadamente para nuestra virtud ellas cayeron en desuso. —Te ilusionas demasiado con las leyes y confías con exceso en ellas,—respondió Fanio.—Nunca hu­ bo más deudores insolventes que bajo el imperio de la ley Decemviral que les impuso la pena de muerte; y así ese castigo extremo jamás se aplicó. Las leyes suntuarias desaparecieron bajo la opulencia roma­ na. La ley cumplida con más devoción fué aquella de los Deeemviros que castigaba con veinticinco li­ vianos ases al injuriante. Y bien, la explicación de tal cumplimiento la encuentras en la historia, citada por Labeóu, de Lucio Veracio, cuyo esclavo le seguía en las calles con una bolsa llena de ases para pagar la multa al ciudadano que aquel abofeteara. No, HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 225 amigo mío, los preceptos de las leyes no modifican ni gobiernan las costumbres de las gentes. —Manejas con destreza lo que los griegos llaman paradoja. —No, Valerio, te equivocas; no te hablo parado­ jas. Te confieso, sin embargo, que algunas de ellas me son encantadoras. Provienen de la Grecia, y ra­ zón tenían los sofistas en amarlas porque dan al es­ píritu agilidad y sutileza. Nuestros rectos padres calificábanlas de infames, sin sospechar que muchas paradojas de su tiempo son hoy verdades para nos­ otros, y quizá, mañana se desvanecerán como la nube. Noto que esta divagación me aleja de la jus­ ticia, volvamos a ella. —Sí, quiero que me indiques cómo debo fallar y donde está la verdad en el litigio que someto a tu sabiduría. —Prefiero, como los académicos, examinar a de­ cidir. Soy, a veces, discípulo de Pirrón sin compar­ tir ciego su doctrina, pues, a diferencia del maes­ tro, presumo que los hombres vislumbramos en algu­ nas ocasiones lo verdadero. Pero en los pleitos se realiza lo que Publio dice con tanta elegancia en sus comedias: a fuerza de disputar, la verdad se pierde. La realidad es desfigurada por los litigantes. Mi 226 CARLOS IBARGUREN solución, Fanio, expresaría mi verdad que, al fin, sería mi más sincera justicia. ¿Qué has visto des­ pués del minucioso estudio de la causa? —¡No he podido ver nada claro! —Pues ese debe ser tu fallo. —¿Cuál? —Ni condenes, ni absuelvas. Resuelve simple­ mente lo que te resulta cierto: que el asunto no es claro para tu justicia. Valerio no aceptó la solución propuesta por el filó­ sofo y decidió condenar, como lo imponía la juris­ prudencia para esos casos. Y, desalentado, se despidió de su amigo, se enca­ minó a su litera, que le aguardaba alistada ya para el regreso, y partió seguido de una comitiva de es­ clavos. Fanio, desde su huerto, miraba alejarse a la cara­ vana hasta que la vió perderse en lontananza, pare- ciéndole que se había transformado en una nube de polvo que se esfumaba en la penumbra del crepúscu­ lo. Y pensó que el único resultado real de la pere­ grinación ansiosa e inútil de Valerio para encontrar la justicia, era esa nube impalpable que se había di­ sipado en las sombras. En esa tarde sosegada de otoño, percibíanse los HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 227 rumores de Roma que llegaban apagados y confusos, y a ratos se oían ladridos de mastines y balidos de ovejas. El filósofo se detuvo debajo de unos árbo­ les, quebró unas ramas secas y espinosas, envolvióse en su túnica, y aspiró con deleite la suave brisa ves­ pertina que traía, desde lejos, un olor de granja y de tierra removida... Una huelga marítima bajo el reinado de Septimio Severo

Las asociaciones gremiales en el Imperio Romano UNA HUELGA MARITIMA BAJO EL REINADO DE SEPTIMIO SEVERO

Las asociaciones gremiales en el Imperio Romano

Claudio Juliano, Prefecto de la Anona bajo el rei­ nado de Septimio Severo, ejercía sus funciones en Arlés. Era un hombre ecuánime y un administra­ dor paternal. Había ganado la confianza de los obreros marítimos, quienes requerían a menudo el socorro de su equidad para que fuesen atendidas las reclamaciones del gremio. Escuchaba a los dele­ gados de las cinco corporaciones de los navicu- larii del puerto con la dulzura del funcionario que se sabe popular y que procura acrecentar sus títulos al favor público. Prometía, siempre, apoyar las pre­ tensiones de los trabajadores náuticos y se apresu­ raba a publicar manifiestos que documentaban su acción favorable a los sindicatos profesionales. Ta­ 232 CARLOS IBARGUREN les manifiestos, precedidos de un saludo a la Fede­ ración y de votos por la felicidad de los navicula- rii, eran pregonados en la ciudad y llevados a los barcos que los hacían conocer de los forasteros hasta en las costas lejanas de Asia. Los proletarios oían la lectura de las proclamas de Claudio Juliano y aplaudían sus palabras. Una de esas proclamas, inscripta en una placa de bronce redonda, en forma de bandeja, ha sido descu­ bierta no hace muchos años en Oriente; fué hallada por un paisano del Líbano cerca de Dair el Gamar y ofrecida en venta al R. P. Ronzévallé, profesor de la Universidad de San José de Beyrouth, quien la fotografió. La inscripción copiada de esa fotogra­ fía fué publicada por el profesor R. Cagnat en «Les comptes rendus de l’Academie des Inscrip- tions», año 1899, página 353. Él arqueólogo És- perandieu la reprodujo en la «Revue Epigraphique», año 1900, N’ 98, bajo el número 1351, con grabado y comentario. El erudito maestro J. P. Waltzing; profesor de la Universidad de Lieja, la estudia bre­ vemente en el apéndice de su notable obra sobre las corporaciones profesionales de los romanos. Claudio Juliano tenía su sede en centro importan­ te. Lá rica provincia de Galia suministraba copiosas HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 283 provisiones a Roma, sobre todo trigo y aceité, que eran embarcadas en gran parte en el puerto de Ar- lés. Los cargamentos eran conducidos en los barcos por los navicularii, gremio que gozaba de prerroga­ tivas a causa de la utilidad pública de sus servicios. En aquellos tiempos arreciaba la lucha social. Los colegios gremiales, o sindicatos profesionales, habían adquirido un poder y una importancia considerables. Los hombres políticos buscaban la simpatía y la ad­ hesión de esas organizaciones atrayéndolas median­ tes favores v promesas. La «Anona», donde actuaba Claudio Juliano, era la institución encargada de abastecer a la pobrete­ ría de Roma. Tal institución que revestía un ca­ rácter más político que caritativo, constituía uno de los medios empleados por los gobernantes para seducir a la multitud y conquistar sus simpatías Desde fines de la República se empleaba este ser­ vicio oficial como eficacísimo resorte electoral. C. Graco decretó la distribución de raciones de trigo a vil precio, para que los ciudadanos apoyasen sus reformas. El tribuno Clodio hízose popular insti tuyendo la gratuidad en los repartos. César y Au­ gusto contaron, solamente en Roma) con más de tres­ cientos mil adictos beneficiarios de estas dádivas gu­ 234 CARLOS ibargurEn bernativas. Los emperadores adulaban a la muche­ dumbre dándola pan y circo; así compraban sus aclamaciones a la vez que su libertad. Esa plebe, llamada frumentaria, estallaba en mo­ tines cuando se retardaba la llegada del trigo traí­ do por la «Anona» de ultramar. Septimio Severo incluyó el aceite en. las raciones. Claudio Juliano desempeñaba en Arlés el empleo de Prefecto de la Anona, o sea comisionado en las bocas del Ródano para proveer por cuenta del Es­ tado al proletariado de Roma de trigo y de aceite co­ sechado en aquellas comarcas. Sus funciones eran complicadas y difíciles; debía poner en ellas la as­ tucia del mercader, la flexibilidad del diplomático y la severidad del magistrado. Acaparaba los frutos procurando que no escasearan, disputaba para men­ guar los precios desafiando la codicia implacable de los vendedores, velaba por el buen transporte marí­ timo complaciendo las exigencias cada día más ex­ cesivas de los navicularii y entendía en los plei­ tos sobre negociaciones de granos y en las cuestiones entre los armadores y sus capitanes. Faenas tan di­ versas tenían magra compensación para el Prefecto, que no aparecía rodeado con la auréola imponente de las magistraturas ostentosas. Ni la purpurina historias del tiempo clásico 235 toga pretaextd ni las armas, decoraban su perso­ nalidad; solamente una escasa mesnada de soldados de la cohorte urbana le obedecía para prevenir o re­ primir desórdenes en el puerto. Sin embargo, el cargo prefectural colmó la ambi­ ción de Claudio Juliano: pudo dirigir a los trabaja­ dores una proclama, inscripta en bronce, que llevó su nombre obscuro a tierras remotas y lo ha perpe­ tuado en el curso de los siglos. Las tareas más afanosas de Claudio Juliano fue­ ron, sin duda, las provocadas por sus relaciones con los obreros marítimos. Ese gremio era poderoso y ufano, pues habíase dado cuenta de que dependía de sus brazos el bienestar o el hambre de Roma. En los puertos de las provincias ricas del imperio hormigueaban, cargados, hombres y barcos. Los co­ merciantes y los financieros lisonjeaban a los traba­ jadores del mar; sabios, como Plinio el viejo, honra­ ban a los marinos mercantes agradeciéndoles sus in­ formaciones sobre Arabia y el golfo Pérsico; los poe­ tas enaltecían las labores náuticas: «En vano—can­ ta Horacio—los dioses han separado los mundos con oceánica barrera; los barcos sacrilegos osan violarla y la audacia humana, que a todo aspira, se lanza en f3« CARLOS IBARCURÍN lucha impía contra las leyes divinas!» (Horacio. Odas. III.) Los navicularii estaban agremiados en los colle- gia naviculariorum, corporaciones que eran el prin­ cipal factor del comercio y de la alimentación en las grandes urbes. Por ello, el Estado les acordó privilegios e inmunidades. Los puertos fueron centros intensos de agita­ ción social, pues daban quehacer a una numerosí­ sima población obrera organizada en sindicatos profesionales; los descargadores (levamentarii), los changadores (phalangarii), los barqueros (lenun- cularii)', etc.; estos últimos estaban en tiempos del imperio, agrupados en una federación de cinco sociedades. En Roma y en las populosas villas comerciales pululaban los marchantes, que tenían sus tiendas en barrios y calles denominadas con la profesión de los gremios que los habitaban: calle de los ce realistas (vicus frumentarias), de los carpinteros (v. materiarius), de los fabricantes de sandalias (v. sandaliarius), de los vidrieros (v. vitrarius), de los perfumadores (v. ungüentarías). Las corporaciones de artesanos y de comercian­ tes constituyeron, al final de la República y du­ HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 287 rante el imperio, una poderosa fuerza social y un valioso factor político que se unía a las masas de libertos, alimentados por las raciones oficiales re­ partidas por la «Anona». Cicerón señala (De Pe- titione Consulatus VIH) a los artesanos, obreros, in­ dustriales y libertos, como una potencia política y los recomienda al candidato al consulado: «Se en­ cuentra—dice—en las tribus urbanas muchos ar­ tesanos, industriales y libertos, astutos e influyen­ tes en el foro; debes conquistarlos y trabajarlos, ocúpate d¿ todos los colegios (sociedades gremia­ les) de la ciudad...» Salustio (Yugurta 73(refi­ riéndose a los partidarios de Mario cuenta que: «en­ cendieron de tal modo el espíritu del populacho, que los artesanos y obreros, aquellos cuyos bienes y créditos dependen sólo de sus brazos, abando­ naron sus trabajos para hacer cortejo a Mario». El proletariado fué la clase que gravitó con más turbulencia en la política. Los obreros de Pompeya, a pesar de que el Senado, bajo Tiberio, había ordenado la disolución de sus asociaciones, conserváronse agremiados tomando una activísima participación electoral. Poco tiempo antes de la catástrofe volcánica que hundió a la ciudad, rea­ lizáronse las elecciones de dos ediles; la lucha 23H CARLOS IBARGUREN fué ardorosa y en las ruinas de los muros se leen hoy, después de diez y ocho siglos, los anuncios de las sociedades obreras que recomiendan a sus candi­ datos: «Popidio Rufo, edil que harán los pescado­ res»; «Vettium Firmum, edil que será hecho por los taberneros». La influencia de los sindicatos o corporaciones gremiales llegó a ser tanta que Symmaco, prefecto de Roma, escribía al emperador Valentiniano II lo siguiente: «Yo he vacilado en someter a las cor- « poraciones de artesanos y comerciantes de la ciu- « dad eterna la prestación de caballos de guerra « que le habéis impuesto por un rescripto, pues de- « seo que no se oigan las quejas públicas antes de «que vuestra justa clemencia pueda reparar el « mal. Acordad a la justicia lo que sacrificaríais al « anhelo de evitar la impopularidad. Nuestra pru- « dencia se apoya en un precedente: vuestro pa- « dre que intentó un día imponer a esa clase de «hombres una leve carga, la dejó sin efecto en « consideración a la libertad de la plebe; él desistió « con razón de su proyecto, porque sabía que so- «bre las espaldas de esas corporaciones obreras « reposa la vida de una gran ciudad: unas traen la «lana (pecwaní), otras los bueyes para nutrir al HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 239

«pueblo (boarii), éstas transportan leña para ca- «lentar las termas {mancipes thermarum), aqué- «llas extinguen los incendios fortuitos (collegiatti} « y después vienen los servicios de los taberneros « (caupones), de los panaderos (pistores)', de los «acarreadores de trigo y de aceite (olei bajuli), es « evidente que todos esos hombres han comprado « una inmunidad para los gravámenes al precio de «una perpetua servidumbre.» (Symmachi Opera, Waltzing, obra citada, tomo IV). El peligro que Symmaco señalaba al príncipe, si éste persistía en establecer su oneroso gravamen, no era solamente el de la impopularidad, sino otro mayor aún que afligiría a toda la metrópoli: el de la huelga general. «Si agregáis—decía Symma­ co a Valentiniano II—cargas insólitas, quizá ce­ sen los servicios habituales». {Quod si adiciantur insólita, forsitan consueta cessabunt) ; es decir que las corporaciones obreras dejarían de prestar los servicios ordinarios, y se produciría lo que hoy lla­ mamos, como si fuera un hecho nuevo, el «paro general». La amenaza de una gran huelga marítima, que podía nacer en el puerto de Arlés, inquietaba el espíritu de Claudio Juliano en los primeros años 240 CARLOS IBARCURKN del siglo HI de la era cristiana. Y tenía motivos para temer tal huelga. Los navicularii, — cuya arrogancia llegó hasta dictar decretos que eran obedecidos y a obtener que se les reservara en an­ fiteatros, como el de Nimes, cuarenta asientos de honor (Mommsen, Marquardt, Krüger. Ant. Rom. T. IL£, — estaban agitados y protestaban porque se les hacía responsables de la merma del trigo y del aceite que cargaban y llevaban a Roma, y por­ que eran molestados durante el viaje. Según ellos, la merma de que se les responsabilizaba era de­ bida al fraude de los que entregaban y medían el trigo, quienes empleaban para mensurarlo ra­ seros falsos y torcidos. Exigían que se les eximie­ ra de dar cuenta, en el puerto de Ostia, de la exactitud del peso en los víveres que conducían. Las cinco corporaciones federadas de los navi­ cularii de Arlés se reunieron para resolver esta situación, que juzgaban perjudicial a sus intere­ ses. Antes de adoptar una decisión pusiéronse de acuerdo con las asociaciones gremiales de todos los otros puertos para proceder solidariamente. Cuan­ do llegó el momento oportuno, la federación marí­ tima arlesiana tiró un decreto disponiendo que si perduraba la injusticia de que era víctima cesaría HISTORIAS DEL TIEMPO CLÁSICO 241 su servicio, es decir, que se declararía en huelga. (Cessaturi propediem óbsequi, si permaneat inju­ ria). ; Claudio Juliano contempló la gravedad del caso en toda su magnitud: la huelga de los navicula- rii de Arlés significaba el paro general del gre­ mio en todos los otros puertos de la Narbonense, sometidos a la jurisdicción del mismo procurador. Si este hecho acaecía, los servicios de la Anona, cuya importancia política era capital en Roma, quedarían suprimidos, pues nadie cargaría ni con­ duciría trigo y aceite a la ciudad eterna; y ello traería el hambre y la revuelta al pueblo romano. El prefecto era conciliador y quería mantener su popularidad; pidió una entrevista a los repre­ sentantes de los navicularii, quienes enviaron a sus delegados a la Prefectura. La conferencia fué larga y preñada de tantas incidencias y discu­ siones, que Claudio Juliano ordenó que se la­ brara una acta circunstanciada de todo lo que se decía y hacía ante su presencia. (Item eorum quoe aput me acta sunt subjecty. Los delegados dél gremio triunfaron. Claudio Juliano les prometió que tomaría las disposiciones necesarias para hacer cesarlas injusticias de que se CARLOS IBARGUREN

quejaban los navicularii, que escribiría al procu­ rador imperial para que se fiscalizaran los raseros de hierro a fin de evitar el fraude de los medido­ res, y que una escolta acompañaría a los navegantes y daría cuenta en Roma de las cargas recibidas. El prefecto consintió en publicar una proclama que expresara lo acordado y que sirviera de prue­ ba al gremio, en el futuro, para que no se lesio­ naran sus derechos. Claudio Juliano cumplió estrictamente con lo pactado. He aquí el texto de la proclama graba­ da en bronce que se halló en el Líbano, cerca de Dair el Gamar: «Claudio Juliano a los navicularios marítimos ar- «lesianos de las cinco corporaciones, salud! Des- « pués de haber leído vuestro decreto he escrito al « procurador imperial, personaje de la orden eeues- «tre, la carta cuya copia transcribo más abajo: «¡ Os deseo felicidad y buena salud! Copia de la «carta: Os adjunto una copia del decreto de los «navicularios marítimos arlesianos de las cinco « corporaciones, así como el acta de todo lo que « se ha hecho ante mí, y como la misma queja se « extiende hasta muy lejos, porque, todos los otros « navicularios imploran también el socorro de mi HISTORIAS PEI. TIEMPO CLÁSICO 243

« equidad declarando que su servicio cesará pron- « to si la injusticia perdura, yo os pido, a fin de que «sea cumplida la reglamentación de cuentas y « medidas y la seguridad de los hombres emplea- « dos en el servicio de aprovisionamiento, que or- « denéis se marquen y fiscalicen los raseros de hie- « rro y hagáis acompañar a los navicularios con hom- « bres de escolta, elegidos de vuestro personal, que « deberán entregar en Roma la carga que recibie- «ran». (Inscripción registrada con el número 1961). Se cree que los navicularios erigieron una esta­ tua al prefecto de Arlés. El proletariado celebró la proximidad de una nueva era para su clase. Y Claudio Juliano murió esperando la inminente transformación de la sociedad, convencido de que las corporaciones gremiales gobernarían, bien pron­ to, al mundo. Indice INDICE Pag. Prefacio 5

Una proscripción bajo la dictadura de Syla 11

i La proscripción de Sexto Roscio La muerte de Sexto Roscio. — Difusión de la noti­ cia en Roma, bajo el teror. — Los acusadores y los confiscadores. — Crímenes de Syla. — Sexto Roscio de Ameria: su fortuna, sus pre­ dios, sus amigos. — El hijo de Sexto Roscio. — Los sicarios Capitón y Tito...... 13

II El Liberto de Syla

Crysogono. — Los esclavos y libertos en la sociedad romana. — Origen de Crysogono: su venta en un mercado. — Influencia de Crysogono en Ro­ ma: sus riquezas, sus festines. — Trama urdida contra Roscio: su asesinato. — El campamen­ to de Syla en Volatera. — Acusación contra Sexto...... 21 248 CARLOS IBARGUREN

Infancia de Cicerón

Arpinum. — La burguesía agraria del Lacio. — Ci­ cerón: su familia, sus ambiciones pueriles, sus primeros estudios. — Cicerón va a Roma. — Los oradores Antonio y L. Crasso. — Cicerón poeta. — Educación de Cicerón, sus maestros griegos. — El helenismo en Roma. Amor de Ci­ cerón por la oratoria. — Cicerón toma la toga viril. — Situación política y social de Roma en ese momento. — Los oradores descollantes: Hor­ tensia. — Los Escévola. — Lucha entre Mario y Syla: venganzas de Mario descriptas por Lu- cano en «La Farsalia». — Triunfo de Syla. — Cicerón y el proceso de Sexto Roscio...... 31

IV lia Defensa

Cicerón acepta la defensa de Sexto Roscio. — Ca­ rácter de Cicerón. —: El Foro. — La audien­ cia: espectativa pública, acusación de Erucio. — Cicerón toma la palabra: su físico, su voz, su mímica. — Pasajes salientes de la defensa: impresión que ella produce en Roma. — Re­ sultado del proceso. — Recuerdo conservado por Cicerón de ese discurso...... 53

Notas al Capítulo I

El Palatino. — El atrium. — La salutatio y la spór- tula de los clientes. — Reacción de Syla: acu- historias del tiempo clásico 149

sacionea, despojos, crueldades. — Sexto Boe­ cio: sus riquezas. — Festines de Syla. — El hi­ jo de Sexto Roscio, diligente administrador del patrimonio. — Capitón y su discípulo Tito. — Los gladiadores...... 69

Notas al Capítulo H

Influencia de los libertos bajo el imperio. — Los mercados de esclavos. — Crysogono: su nombre, sus paseos por eL Foro,, sus palacios y riquezas, sus orgías. — El asesinato de Roscio; viaje de Mallio Glaucia a Ameria. — Crysogono desde Vo­ latería proscribe a Roscio. — Impresión produci­ da en Ameria. — El sitio de Volaterra: los cam­ pamentos romanos, las legiones y las cohortes.— Los Decuriones Amerianos en Volaterra. — Ce­ cilia protege a Sexto: la familia de Cecilia, su matrimonio con Syla. — La hospitalidad entre los romanos...... 83

Notas al Capítulo m

Marco Tulio Cicerón: su nacimiento, su nombre, su amor por Arpinum. — Los agricultores latinos. — Juicio de SalustiO' sobre las «hombres nuevos». — Los parientes de'Cicerón. — Primeros estudios de Cicerón: las escuelas en Roma. — Versos de Cicerón a Mario. — La oratoria de L. Craso y de Antonio. — La enseñanza de la retórica. — El poeta Archías: su vida, su prestigio en la so­ ciedad elegante, el proceso que se le entabló. — Los griegos en Roma. — El orador Hortensio. — La muerte de L. Craso. — Cicerón y el estudio del derecho; los jurisconsultos. — Maestros de 250 CARLOS IBAP.ÓL’REN

Filosofía: Filón el académico, Fedro el epicúreo y Diódoto el estoico...... 103

Notas al Capítulo IV C'icern abogado: El pleito de Publio Quinto. — El Foro: algunos de sus monumentos, su aspecto ge­ neral, su animación, la concurrencia, la tribuna de las arengas, el comitium. — La audiencia de una causa pública. — La oratoria de Cicerón. — Resultado de la defensa de Sexto Roscio...... 137

La Aristocracia del Imperio Romano y los primeros cristianos...... 157

CAPITULO I Lg, alta sociedad bajo el Imperio, su concepto de la vida. — Decadencia del patriciado, encumbra­ miento de los nuevos ricos. —; Esplendor con que se vivía, recepciones matinales en casa de los grandes señores. — Las ocupaciones y las preocu­ paciones del gran mundo. — Las fiestas de mo­ da. — Los salones literarios y las lecturas poéti­ cas. — Las mujeres elegantes, su educación y su influencia en la vida social, inquietud espiri­ tual, ansias de ideales superiores y de vida in­ terior. — Los filósofos estoicos: Séneca, direc­ tor espiritual del grupo social mundano. — Sno­ bismo filosófico...... 159

CAPITULO n La masa plebeya y pobre. — La predicación cristia­ na entre los humildes. — Los cristianos mirados HISTORIAS DEI. TIEMPO CLÁSICO 2'd

Pag. como agitadores; la solidaridad y el comunismo entre ellos. — El episodio de Peregrino. — El apóstol Pablo en Boma. — Las mujeres y la nue­ va religión. — El cristianismo llega a la alta sociedad. — Las conversiones. — Un nuevo mun­ do moral y una nueva vida...... 181

Una lección de Séneca...... 199

La justicia de Fanio...... 215

Una huelga mrítima bajo el reinado de Septi- mió Severo.—Las asociaciones gremiales en el Imperio Romano...... 229 IMPRENTA MERCATAM Acoyti 271 — Bubnos Aikxs