SALVADOR RUS RUFINO Universidad de León JAVIER ZAMORA BONILLA Universidad de León PERE MOLAS RIBALTA Universidad de Barcelona XAVIER GIL PUJOL Universidad de Barcelona Mª ÁNGELES PÉREZ SAMPER Universidad de Barcelona

LA RAZÓN DE ESTADO EN LA ESPAÑA MODERNA

Publicaciones de la REAL SOCIEDAD ECONÓMICA DE AMIGOS DEL PAÍS Valencia, 2000 Edita: Real Sociedad Económica de Amigos del País Valencia, abril 2000 Depósito legal: V. 1.161 - 2000 Artes Gráficas Soler, S. L. - Valencia ÍNDICE

Pág. ——— Presentación de R. Francisco Oltra Climent ...... 1

Prólogo de Antonio Mestre Sanchis ...... 3

SALVADOR RUS RUFINO y JAVIER ZAMORA BONILLA: La razón de Estado en la Edad Moderna. Razones sin razón ...... 5

PERE MOLAS RIBALTA: La razón de Estado y la sucesión española ...... 27

XAVIER GIL PUJOL: La razón de Estado en la España de la Contrarrefor- ma. Usos y razones de la política ...... 37

MARÍA DE LOS ÁNGELES PÉREZ SAMPER: La razón de Estado en la Espa- ña del siglo XVIII: la expulsión de los jesuitas ...... 59

III IV PRESENTACIÓN

N estas palabras de presentación del ciclo “La Razón de Estado en la EEspaña Moderna”, me es muy grato poner de manifiesto la enorme sa- tisfacción que supone para la Real Sociedad Económica de Amigos del País la interesante y fructífera colaboración que durante los últimos años se viene pro- duciendo entre el Departamento de Historia Moderna de la Facultad de Geo- grafía e Historia de la Universidad de Valencia, Estudi General, y nuestra So- ciedad Económica. Esta colaboración se ha materializado en distintos ciclos de conferencias en los que se ha reflexionado, a través de ponencias y posteriores coloquios, sobre temas como: “La Inquisición española”, “La idea de España en la edad moder- na”, “La Ilustración española”, etc., ponencias que han sido publicadas poste- riormente por la RSEAPV, con una excelente acogida por parte de todos los socios. Hoy iniciamos un ciclo sobre “La Razón de Estado en la España Moder- na”, en el que pretendemos reflexionar sobre las “razones” que justificaron de- cisiones y actuaciones de las clases dirigentes de aquella época (monarquía, clero, nobleza, militares, etc.) y que, sin lugar a dudas, condicionaron el futuro de nuestro país, imprimiéndole una dirección histórica de no retorno, cuyas al- ternativas sólo caben en las reflexiones hipotéticas de lo que hubiera podido ocurrir en caso de que aquellas “razones” no hubieran aconsejado determina- das “decisiones”. Partiendo de la premisa fundamental de que el “Estado de Derecho (De- mocrático y Social)” es necesario, vamos a estudiar, pues, las “luces y sombras” de una etapa importante de nuestra historia, pero no sin antes formular unas preguntas: ¿Cuántas violaciones de derechos humanos se han hecho realidad en base a las “razones de Estado”, antes y ahora? ¿Pueden las “razones de Estado” no sólo en la España de aquel momento sino en la España actual, y en el resto de los países, justificar delitos contra los ciudadanos a título individual o contra la Humanidad?

1 Y si hablamos desde la Globalización, no sólo debemos hacer esta refle- xión en cada uno de los países sino desde la Sociedad de Naciones. En mi opi- nión, la ONU y otras instituciones a nivel mundial, deberán tener un papel más preventivo que curativo, más activo, y sobre todo más eficaz, y aquí es donde cobran sentido las preguntas siguientes: ¿Qué es prioritario, el Hombre o la Institución? ¿En beneficio de qué o de quién se demoran decisiones vitales para todo un pueblo? ¿Qué intereses ocultos impiden una ayuda preventiva que podría evitar la catástrofe posterior? ¿El honor de la Institución?, ¿el Or- denamiento Jurídico Internacional? Hay que ser muy cautos pero hay que abordar los problemas derivados de resolver mal estas preguntas, porque ello da a abusos y corrupciones, no sólo económicas sino políticas, que pue- den hacer sentir vergüenza a las generaciones presentes y futuras. Iniciamos, pues, este ciclo con el deseo de que las aportaciones de los Profesores-Ponentes luzcan por sus aportaciones y por el esclarecimiento de las preguntas antes formuladas. Con ello habremos colaborado a una refle- xión profunda sobre las luces y sombras de una etapa importante de nuestra historia.

R. FRANCISCO OLTRA CLIMENT Director de la Real Sociedad Económica de Amigos del País

2 PRÓLOGO

ONTINUANDO la colaboración entre la Sociedad Económica de Amigos del CPaís de Valencia y el Departamento de Historia Moderna de la Universi- tat, las conferencias pronunciadas en el año 1999 estuvieron centradas en el análisis de la Razón de Estado en la Edad Moderna, dentro de la Historia de España. Pensamos que era conveniente una exposición inicial del problema de fondo. Por eso buscamos un profesor de Filosofía del Derecho que diserta- ra sobre “El Derecho natural y la razón de Estado en la época moderna”. El Dr. Salvador Rus, que ha escrito en repetidas ocasiones sobre la introducción del estudio del Derecho Natural en las Universidades españolas, expuso con brillantez las coordenadas filosóficas del problema. No bastaba una exposición teórica. Era necesario buscar ejemplos concre- tos en que se manifestó la aplicación de la Razón de Estado en la política espa- ñola. Escogimos tres momentos. El Prof. Xavier Gil Pujol expresó las “Razo- nes de Estado en la España de la Contrarreforma”. Otro ejemplo, éste en el siglo XVII era el problema de la sucesión a la corona española a la muerte de Carlos II. Así el Prof. Pere Molas Ribalta, disertó sobre “La Razón de Estado y la Sucesión española”. Finalmente, había otro momento clave para entender el problema del siglo XVIII, en tiempos de Carlos III. En consecuencia, la Prof.ª Mª Ángeles Pérez Samper estudió “La Razón de Estado y la expulsión de los jesuitas”. Tres momentos distintos y un mismo problema. Por mi parte, agradezco, en nombre del Departamento de Historia Moderna, a los profesores que nos deleitaron con su exposición –así como la colaboración de la Sociedad Eco- nómica de Amigos del País– y espero que sus trabajos puedan servir para un mejor conocimiento de nuestra historia.

ANTONIO MESTRE SANCHIS Departamento de Historia Moderna

3 4 SALVADOR RUS RUFINO JAVIER ZAMORA BONILLA Profesores de Filosofía del Derecho Universidad de León

LA RAZÓN DE ESTADO EN LA EDAD MODERNA. RAZONES SIN RAZÓN 1

1 Este trabajo no es más que una exposición a los alumnos de Historia Moderna de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Valencia. Los autores no pretendieron en ningún mo- mento hacer un estudio exhaustivo de las distintas tesis sobre la razón de Estado vertidas en los distintos ámbitos culturales y políticos. En este breve trabajo pretendemos poner de relieve unos gruesos brochazos sobre esta controvertida noción que tuvo tanta importancia en la teoría política europea entre los siglos XVI y XVIII. Un trabajo interesante con una bibliografía muy completa es el de H. Münkler, “Staatsräson und politische Klugheitslehre”, en Pipers Handbuch der politischen Ideen. Neuzeit: Von den Konfessionskriegen bis zur Aufklärung 3, München-Zürich, Piper, 1985, pp. 23-72, aunque los autores discrepamos de algunas de las opiniones de H. Münkler. Reciente- mente E. Fernández García ha publicado un sugerente estudio sobre este tema, en el que aborda distintas facetas desde el punto de vista histórico de la razón de Estado y hace una prospectiva de la misma en la España contemporánea: Entre la razón de Estado y el Estado de Derecho: La raciona- lidad política, Madrid, Dykinson, 1997. URANTE el siglo XVI en Europa, hubo una eclosión del pensamiento políti- D co. Así, en Italia se hablaba de la razón de Estado, esto es, de su eficien- cia política (Maquiavelo, Guicciardini y Botero); en Francia, de la doctrina de la Soberanía de Bodino y de las doctrinas de resistencia monarcómacas; en Es- paña, de la renovación del Derecho Natural y de Gentes en la Escolástica tar- día; en Inglaterra, de la construcción del ideal político en la Utopía de Tomás Moro; en Holanda, a través de Justo Lipsio, se desarrolló una teoría política que tuvo una gran influencia en toda Europa; en Alemania se preparaba una revisión de la filosofía política de Aristóteles por Ph. Melanchton y J. Camera- rio. Las razones para que esto sea así son obvias: en España, el colonialismo y el problema de la legitimidad de la conquista de los territorios americanos provo- caron una nueva apreciación de las relaciones interestatales o internacionales. En Italia, la desaparición de las ideas imperiales en las ciudades del norte y la dinámica propia del incipiente capitalismo comercial pusieron en marcha la nueva legitimación de estas ciudades-estado mediante el mantenimiento o con- servación del poder y la eficiencia político-económica (ya no basada en las ideas ético-teológicas). En Francia, las guerras religiosas –con su punto culmi- nante en la noche de San Bartolomé– amenazaron la unidad estatal, basada en la existencia de un rey, una creencia y una ley. Debido a la escisión religiosa ya no servía la legitimación divina del rey, la concepción medieval que identifica- ba a éste como el guardián del Derecho; debía añadirse a la soberanía un indis- cutido principio de legitimación interconfesional, y el rey se vio obligado al establecimiento de un nuevo Derecho para mantener la unidad estatal. La de- bilidad de los diferentes estamentos sociales produjo la afirmación del poder real sin más límite que el impuesto por él mismo. Y así nos situamos ante el desarrollo de la razón de Estado como instrumento de la acción política.

7 1. INTRODUCCIÓN

Toda idea política tiene como base un fundamento antropológico o, si se prefiere, metafísico. El concepto de “Razón de Estado” nace de una concep- ción negativa de la naturaleza humana. Para los defensores de la razón de Esta- do el hombre es un ser depravado, incapaz de buenas acciones si no es forzado por la necesidad, es decir, si no está convencido de que un buen comporta- miento le traerá más ventajas que uno degenerado. 2 El hombre, para la mayoría de los tratadistas de la razón de Estado, es un ser malo, por naturaleza o por cultura, pero, fuere como fuere, malo en su comportamiento social, y de difícil o imposible rehabilitación. Necesita ser tra- tado con ‘mano dura’ y engañado para que sus acciones no impidan la buena marcha del Estado. Si se le dejara a su libre albedrío, se llegaría a una guerra de todos contra todos y, en último término, a una imposición tiránica de los más fuertes. Esta antropología es la que subyace en los planteamientos de la razón de Es- tado y habrá que tenerlo siempre presente en cualquier disertación que hagamos sobre la materia. De ahí que Hugo Grocio, que parte de una concepción optimis- ta del hombre, choque con la razón de Estado en su defensa del derecho interna- cional. 3 O, por contra, que algunos autores la acomoden a sus planteamientos políticos aunque no utilicen explícitamente la expresión o no le otorguen entidad (Bodino, Campanella, Hobbes). Tampoco es tema baladí establecer una corres- pondencia entre la voluntad general de Rousseau y la razón de Estado, teniendo en cuenta la nula confianza del ginebrino en la naturaleza humana, pervertida por las ciencias y las artes, que soporta lo social como mal inevitable. 4 ¡Qué distinta la antropología de Shaftesbury!, que frente a las razones ab- solutistas, que conocía de primera mano, defiende la terapia del entusiasmo del humor cervantino y acaba afirmando que “la honestidad es la mejor política”. 5

* * *

2 Así se expresa N. Maquiavelo en los Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio, I, 4, Milano, Rizzoli, 1984. Existe versión española, Madrid, Alianza, 1987. 3 Véase sobre todo H. Grocio, De Jure Belli ac Pacis Libri Tres, Amsterdami, Apud I. Blaev, 1646. 4 Pueden verse ejemplos en J. J. Rousseau, Emilio o La Educación, introducción de Henry Wal- lon, estudio y notas de J. L. Lecercle, Barcelona, Fontanella, 1973, pp. 123, 100 y 125 y 126. Para el tema de la voluntad general puede verse El contrato social, Madrid, Edaf, 1985, pp. 67, 72 y 161. 5 Shaftesbury, Sensus communis, ensayo sobre la libertad de ingenio y humor, traducción y estu- dio introductorio de Agustín Andreu, Valencia, Pretextos, 1995, p. 194. Agustín Andreu ha dado recientemente a luz otras dos traducciones de Shaftesbury: Carta sobre el entusiasmo, Barcelona, Crítica-Grijalbo, 1997; e Investigación sobre la virtud o el mérito, Madrid, CSIC, 1997. Especial- mente interesante es el estudio introductorio que añade a esta última, donde se contrapone la an- tropología de Shaftesbury, que confía en la naturaleza humana, a la de Hobbes, Locke, Descartes y Calvino, una antropología de la desconfianza y del temor. En esa línea se mueven también otras dos recientes publicaciones de A. Andreu: Ilustración e Ilustraciones, Valencia, Universidad Poli- técnica de Valencia, 1997, y Shaftesbury. Crisis de la civilización puritana, Valencia, Instituto de Fi- losofía (CSIC)-Universidad Politécnica de Valencia, 1998.

8 En el ya clásico libro La idea de la Razón de Estado en la Edad Moderna, Friedrich Meinecke intenta en la introducción –aparentemente– sacar “la esen- cia de la razón de Estado” del análisis histórico que posteriormente sigue. En realidad, está ajustando el concepto de razón de Estado a las necesidades de la Alemania derrotada en la Gran Guerra. De ahí todo el tinte idealista y la fruc- tífera fusión de Kant y Hegel. Para Meinecke, la razón de Estado es “la máxima del obrar político, la ley motora del Estado”. Indica al político lo que debe hacer para mantener el Estado sano, robusto y en crecimiento, pues el Estado es un organismo que ne- cesita, como todos, desenvolverse y crecer (¡no olvidemos la historia que ven- drá!). Todo Estado tiene que reconocerse a sí mismo para actuar según el co- nocimiento adquirido. En él, las leyes generales se adaptan a su singularidad, dando a la “razón” (¡hay que ver cómo se utilizan las palabras!) un carácter in- dividual y mudable, al tiempo que mantiene su generalidad y permanencia: “las leyes vitales inmutables de todos los Estados”. Del ser del Estado y de su devenir surge necesariamente un “deber ser”, de acuerdo con el cual debe ac- tuar el político. Los medios para alcanzar ese “deber ser” son limitados y, afir- ma Meinecke, en sentido estricto en cada situación sólo debería haber uno: el mejor de los posibles. El concepto de razón de Estado, nacido para justificar la práctica del mo- mento, se convierte en “una línea ideal del obrar, una razón de Estado ideal”, bajo la influencia de Kant y Hegel. 6 El ambivalente bien común, que debía guiar los excesos cometidos sobre el derecho por la razón de Estado, queda precisado por el idealismo alemán en un ad maiorem status gloriam. La razón de Estado es un puente entre el krátos (obrar por el afán de poder) y el êthos (obrar según la responsabilidad ética), para conseguir que el Estado llegue en cada momento al “optimum de su existencia”. La tendencia natural del hom- bre a acumular poder encuentra su acomodo ético y la justificación “ante su propia conciencia” cuando ese poder se busca “como un medio indispensable para el fin del bien común, de la salud física, moral y espiritual de la comuni- dad”. 7 El político debe, pues, descubrir los “intereses objetivos del Estado” y en- tregarse a la pura racionalidad, evitando sus afectos, inclinaciones y repugnan- cias personales “para entregarse plenamente al cometido objetivo del bien del Estado”. 8

6 Los entrecomillados de los dos últimos párrafos proceden de F. Meinecke, La idea de la Razón de Estado en la Edad Moderna, trad. de Felipe González Vicén, estudio preliminar de Luis Díez del Corral, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983, p. 3. 7 F. Meinecke, La idea de Razón de Estado en la Edad Moderna, cit., pp. 7 y 8. 8 F. Meinecke, La idea de Razón de Estado en la Edad Moderna, cit., p. 8.

9 2. ANTECEDENTES HISTÓRICOS DE LA RAZÓN DE ESTADO

Antes de adentrarnos en la época clásica de las teorías sobre la razón de Es- tado, convendría aludir de forma breve a los antecedentes históricos de la misma. Si tomamos como definición el ejercicio de la política, basada en los principios particulares de oportunidad espacio-temporal, que busca lo conve- niente a uno o a un grupo reducido, veremos que, consciente o inconsciente- mente, la razón de Estado ha recorrido gran parte de la actuación de los hom- bres en el ámbito de la política. En efecto, si nos atenemos a las series verticales de correspondencia parale- la en las que divide Aristóteles los regímenes políticos –monarquía (o realeza), aristocracia y politeía; frente a la tiranía, la oligarquía y la democracia– veremos que la distinción entre unos y otros, rectos y degenerados, depende de su orientación a la búsqueda del interés general, del bien común, del ejercicio del poder por medio de las leyes y actuación sobre hombres libres. 9 Se puede con- cluir que toda forma degenerada usa para mantenerse en el poder, de la razón de Estado. La actuación política de los griegos proporcionó abundantes ejemplos de cómo en virtud del derecho del más fuerte, en términos contantes y sonantes, se imponía un criterio de actuación, una verdad práctica que terminaba aniqui- lando a los sometidos, 10 porque si se tiene un poder equivalente, se produce la guerra; pero cuando éste es muy superior, se cae en el dominio. En el plano teórico, la manifestación más clara de la razón de Estado es el llamado ‘Derecho del más fuerte’, defendido por un grupo de sofistas: Critias, Calicles y Trasímaco. Este último fue el que planteó a Platón –o Sócrates– el dilema fundamental: cómo encontrar en la práctica un gobernante que no go- bierne en provecho propio. 11 Platón no logró resolver esta pregunta por más que lo intentó en sus diálogos posteriores. Fue su discípulo Aristóteles quien ofreció un nuevo camino a la solución de este dilema: el gobernante debe ejer- cer el poder en beneficio de la comunidad, limitado por el bien común, las leyes y la justicia. Esta simple idea de Aristóteles plantó cara, y sobre todo, ofreció una alternativa al espinoso tema de la razón de Estado en la práctica política. Aristóteles confiaba en la naturaleza humana; esta idea tiñó de color y dio contenido a gran parte del pensamiento político posterior. El hombre es por naturaleza racional, libre, igual, capaz de proponerse fines para conseguirlos, y sociable. En este punto es donde radica la gran aportación de Aristóteles. El

9 Véase S. Rus Rufino, El problema de la fundamentación del Derecho. La aportación de la So- fística griega a la polémica entre naturaleza y ley, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1987, pp. 195-197. 10 Es el caso de la destrucción de la población de la isla de Melos en el año 416 a.C., relatado magistralmente por Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, Madrid, Ed. Hernando, 3 vols., 1955, trad. de Francisco Rodríguez Adrados, V, 85-116. 11 Platón, República 343 b-d.

10 ser humano es libre, dueño de su dinamismo natural. El arte político ordena otras técnicas. Todo el problema se centra en la ordenación de las actividades que se desarrollan en la pólis como un conjunto suficiente. La orden política es una ordenación, una coordinación: ordena co-ordinando. Y aquí es donde aparece el problema de la ejecución, y se nota que es inseparable de la justifica- ción. Sin duda hay una tensión entre las libertades y la coordinación de las ac- tividades de los miembros de la pólis –pues en tanto que son, son libres–. Ahora bien, la orden política es ley de la ciudad si la ordena y, por consiguien- te, las leyes se dan para que se cumplan. Con esto parece decirse muy poco, o plantear una cuestión decepcionante, un lugar común. Sin embargo, en este poco reside la diferencia entre el plantea- miento aristotélico y el platónico. No se puede partir de la ciudad ideal que no se sabe si existe. Hay que proceder al revés: partir del mínimo inexcusable e intentar después remontarse al ideal, si es que es posible. Porque sin el mínimo inexcusable es imposible; o ese mínimo se da, o ningún proyecto ambicioso es realizable. La razón práctica no es la razón teórica. Y aquí está el hallazgo de Aristóteles: el lenguaje sobre la práctica es, filosóficamente, condicional. Algunos autores admiten que una forma de razón de Estado se puede en- contrar en la Edad Media, coincidiendo con la crisis del aristotelismo político entre los siglos XIII y XV. 12 Así, por ejemplo, expresiones como ‘arte del buen gobierno’, ‘el arte de preservar la ciudad’ etc. implican una idea in nuce de la razón de Estado. 13 Algunos autores han afirmado que en la Edad Media ciertas expresiones como ratio reipublicae utilitatis, ratio necessitatis, ratio status, ratio ecclesiae, usadas por los canonistas y juristas, admitían la suspensión de la lega- lidad en situaciones de emergencia, necesidad o excepción –pero con el fin de salvar al Reino, la República o la Iglesia–; en este caso está justificada por las leyes natural y divina. 14 Distinta es la afirmación de en su obra Dialogo del reggimento di Firenze; usa la expresión “ragione degli

12 Véase M. Grabmann, Die mittelalterlichen Kommentare zur ‘Politik’ des Aristoteles, Mün- chen, Verlag der Bayerischen Akademie der Wissenschaften, 1941; el documentado libro de Chr. Flüeler, Rezeption und Interpretation der Aristotelischen ‘Politica’ im späten Mittelalter, Amster- dam-Philadelphia, B. R. Grüner, 1992, 2 vols. 13 Véase G. Post, Ratio publicae utilitatis, ratio status and ‘Reason of State’ 1100-1300, Prince- ton, Princeton University Press, 1964; R. Schnur, “Einleitung”, en la obra editada por él mismo Staatsräson. Studien zur Geschichte eines politisches Begriffs, Berlin, Duncker & Humbolt, 1975; H. Münkler, In Namen des Staates. Die Begrüngdung der Staatsräson in der frühen Neuzeit, Frankfurt am Main, S. Fischer, 1987; M. Senellart, Machiavellisme et raison d’Etat. XIIe-XVIIIe siècles, Paris, PUF, 1989; M. Stolleis, Staat und Staatsräson in der frühen Neuzeit. Studien zur Geschichte des öf- fentlichen Rechts, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1990; M. Viroli, From Politics to Reason of State. The Acquisition and Transformation of the Language of Politics 1250-1600, Cambridge, Cambridge University Press, 1992, y del mismo autor “The Revolution in the Concept of Politics”, Political Theory, XX, 1992, pp. 473-495; M. C. Jiménez Vicente, La razón de estado en Alfonso X el Sabio, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1993; M. Viroli, Dalla politica alla ragion di stato. La scienza del governo tra XIII e XVII secolo, Roma, Donzelli, 1994. 14 Véase G. Post, Studies in Medieval Legal Thought, Princeton, Princeton University Press, 1964, pp. 253-269.

11 stati”, que significa la derogación de las leyes morales y civiles para salvar el Estado, sin legitimidad alguna, basándose sólo en la fuerza o en el dinero. 15 Como puso de relieve E. Nuzzi, estas ideas medievales coinciden con lo que se podría llamar la crisis del aristotelismo político, que será a la postre uno de los elementos determinantes de la aparición, aplicación y desarrollo de la razón de Estado como forma de actuación política correcta. 16 No obstante, como demostraron los estudios de P. Petersen, 17 H. Meier, 18 M. Reidel, 19 G. Bien, 20 H. Dreitzel, 21 H. Denzer, 22 W. Weber, 23 la tradición aristotélica se mantiene en el pensamiento político y jurídico europeo, pero apartándose de la interpretación escolástica, siguiendo los nuevos derroteros que habían sugeri- do Ph. Melanchton 24 y J. Camerario, 25 que fueron seguidos por un grupo de autores, que van a ofrecer una nueva versión de la filosofía política aristotélica y, en definitiva, el desarrollo de un pensamiento político desvinculado de las ideas imperiales universalistas y escatológicas, más cercano a las ideas de la construcción de un Estado laico o seglar, desvinculado de toda influencia reli- giosa. 26 Los discípulos de estos dos autores van a propiciar la aparición de un nuevo modelo social coherente con la noción de progreso científico moderno, tal como hizo Th. Hobbes y N. Maquiavelo.

15 Francesco Guicciardini, Dialogo del reggimento di Firenze, en Opere di Francesco Guicciardi- ni, ed. E. Lugnani Scarano, Torino, UTET, 1970, p. 464. 16 Véase E. Nuzzi, “Crisi dell’aristotelismo politico e ragion di Stato. Alcune Preliminari consi- derazioni metodologiche e storiografiche”, en A. Enzo Baldini (ed.), Aristotelismo politico e ragion di Stato, Firenze, Leo S. Olschki Editore, 1995, pp. 11-52. 17 P. Petersen, Geschichte der aristotelischen Philosophie im protestantischen Deutschland, Leip- zig, Meiner, 1921. 18 H. Meier, “Die Lehre der Politik an den deutschen Universitäten vornehmlich vom 16. bis 18. Jahrhundert” en D. Oberdörfer (hrsg.), Wissenschaftliche Politik. Eine Wissenschaft in Deutschland. Aufsätze zur Lehrtradition und Bildungspraxis, München, Piper, 1969, pp. 15-52 (ree- dición del texto de Freiburg, 1962). 19 M. Reidel, “Alteuropa und die moderne Gesellschaft” en su libro Metaphysik und Metapoli- tik. Studien zu Aristoteles und zur politischen Sprache der neuzeitlichen Philosophie, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1975, pp. 129-168. 20 G. Bien, Die Grundlegung der politischen Philosophie bei Aristoteles, Freiburg-München, Karl Alber, 1973, pp. 45-57 y 344-367. 21 H. Dreitzel, Protestantischer Aristotelismus und Absoluter Staat. Die ‘Politica’ des Henning Arnisaeus (ca. 1575-1636), Wiesbaden, Franz Steiner, 1970. 22 H. Denzer, “Spätaristotelismus, Naturrecht und Reichreform: Politische Ideen in Deutsch- land 1600-1750”, en I. Fetscher - H. Münkler (hrsg.), Pipers Handbuch der politischen Ideen, Mün- chen, Piper, 1985, Band III, pp. 233-273. 23 W. Weber, Prudentia gubernatoria. Studien zur Herrschaftslehre in der deutschen politischen Wissenschaft des 17. Jahrhunderts, Tübingen, Max Niemeyer, 1992. 24 Ph. Melanchton, In Aristotelis aliquot libros politicos commentaria, Haganoae, J. Secarium, 1531. 25 J. Camerario, Politicorum et Oeconomicorum Aristotelis interpretationes et explicationes accu- ratae, nunc primum a filiis in lucem editae, Francofurti, A. Wechelum, 1581. 26 Entre los muchos tratadistas políticos que desarrollaron sus ideas en Alemania, siguiendo las directrices marcadas por Ph. Melanchton, cabría destacar, sin ser exhaustivo, H. Giffen, A. Scher- bius, M. Piccarti, T. Golius, J. Felden, H. Conring, H. Arniseaus, B. Keckermann, B. Cellarius, G. Schönborner, J. Bornitz, D. Reinkingk, J. H. Boeckler, Chr. Besold, J. Matthias, L. von Sckendorf, J. H. Alsted, J. F. Horn, J. A. Bose...

12 3. EL CONCEPTO DE RAZÓN DE ESTADO 27

Aunque Maquiavelo 28 en El Príncipe –escrito en 1513 y publicado póstu- mamente en 1532– no utiliza la expresión “Razón de Estado”, sin duda es él quien pergeña esta idea en la Europa moderna. De las enseñanzas de su obra se deriva que el Estado se guía por una razón sui generis, que funciona en su propio beneficio y que debe aprovechar y aprovecha la fuerza de sus institucio- nes para la satisfacción de los intereses del Estado, supeditando la religión a la política. 29 Este último punto ha sido el más controvertido de su pensamiento y lo que le ha puesto en el punto de mira crítico de la doctrina eclesiástica. Algu- nos pensadores españoles fueron contundentes en la defensa de los primados de la religión sobre la política. A lo largo de la tercera década del siglo XVI aparece la expresión ragione di Stato en los textos de algunos autores, pero no será hasta mediados de siglo cuando el concepto se utilice con una intención precisa en la obra de Giovanni della Casa. 30 La vinculación del concepto de razón de Estado con las argucias de la filosofía política defendidas en El Príncipe es evidente en estos primeros tratadistas, pero ya a finales de siglo algunos autores intentaban quitar peso a la severidad y maldad de la razón de Estado y, sobre todo, a la idea de que la religión se supedita a la política. El texto más difundido fue el de Giovanni Bo-

27 A nadie puede escapársele el siguiente hecho: en este epígrafe no vamos a resolver el com- plejo tema de la noción de “razón de Estado”, entre otros motivos, porque éste es un concepto po- lisémico y ha sido utilizado por diversos autores con diferentes intenciones y sentidos. Por otra parte, el lector encontrará un déficit al desarrollo de la razón de Estado en el pensamiento alemán. El lector podrá orientarse con las obras, además de la magnífica ya citada de M. Stolleis, Staat und Staatsräson in der frühen Neuzeit. Studien zur Geschichte des öffentlichen Rechts, otros trabajos: O. Hintze, Kalvinismus und Staatsräson in Brandenburg zu Beginn des 17. Jahrhunderts, München, Ol- dembourg, 1932; O. Woodtli, Die Staatsräson im Roman des deutschen Barocks, Frauenfeld-Leip- zig, Huber, 1943; W. Hubatsch, Das Problem der Staatsräson bei Friedrich dem Großen, Göttingen, Musterschmidt, 1956; K. Malisch, Katholischer Absolutismus als Staatsräson, München, Wölfle, 1981; U. Marwitz, Staatsräson und Landesdefension: Untersuchungen zum Kriegswesen des Herzog- tums Preussen 1640-1655, Boppard am Rhein, Boldt, 1984; A. Gotthard, Konfession und Staatsrä- son: die Außenpolitik Württembergs unter Herzog Johann Friedrich (1608-1628), Stuttgart, Kohl- hammer, 1992; H. Dreitzel, “Die Staatsräson und die Krise des politischen Aristotelismus zur Entwicklung der politischen Philosophie in Deutschland im 17. Jahrhundert”, y W. Weber, “Staatsräson und christliche Politik: Johann Elias Keßlers Reine und unverfälschte Staats-Regul (1678)”, en A. Enzo Baldini, Aristotelismo Politico e Ragion di Stato, cit., pp. 129-156 y 157-180 respectivamente; R. Madrou, Staatsräson und Vernunft 1649-1775, Frankfurt am Main, Propyläen Verlag, 1992, 2 Aufl.; P. Nitschke, Staatsräson versus Utopie? Von Thomas Müntzer bis zu Friedrich II von Preußen, Stuttgart, Metzler, 1995; K.-P. Tieck, Staatsräson und Eigennutz: drei Studien zur Geschichte des 18. Jahrhunderts, Berlin, Duncker & Humblot, 1998. 28 Véase Th. Paulsen, Machiavelli und die Idee der Staatsräson, Neubiberg, Institut für Staats- wissenschaft, 1996. 29 Véase A. Tenenti, “Dalla ‘Ragion di Stato’ di Machiavelli a quella di Botero” en Botero e la ‘Ragion di Stato’. Atti del Convegno in Memoria di L. Firpo, E. Baldini (ed.), Firenze, Leo S. Olsch- ki Editore, 1992, pp. 11-21. 30 Friedrich Meinecke, La idea de la Razón de Estado en la Edad Moderna, cit., pp. 48-49.

13 tero, Della ragione di Stato (1589), donde define el concepto como el conoci- miento de los medios adecuados para fundar, mantener y aumentar un Estado, dando un mayor predominio a la sabiduría que a la fuerza, resaltando la im- portancia de conservar los Estados y estableciendo la coincidencia de los inte- reses de la Iglesia y del Estado. 31 Estos autores venían a defender una verdade- ra razón de Estado frente a la malvada razón de Estado que se derivaba de las enseñanzas de Maquiavelo, pero generalmente acababan rindiéndose a la evi- dencia del mal uso que de la razón de Estado hacían los políticos. Sirva de ejemplo el Tratado de la religión y virtudes que debe tener el Príncipe Cristiano para gobernar y conservar sus Estados, contra lo que Nicolás Maquiavelo y políti- cos de este tiempo enseñan (1595), de Pedro de Rivadeneira.

3.1. Críticos de la razón de Estado

No olvidemos que la razón de Estado no convenció a todos los autores. Hubo acérrimos críticos de esta noción, incluso teóricos del pensamiento polí- tico que rechazaron esta forma de entender teórica y prácticamente la política. Veamos qué sucedió en España y en otros países europeos. Diego Pérez de Mesa –autor español poco conocido– en el tránsito del siglo XVI al XVII escribió una obra titulada Política o Razón de Estado. 32 Este autor reflexiona sobre la política cuando la llamada Escuela Española o de Sa- lamanca había dado sus frutos más granados. 33 La razón de Estado es la políti- ca, el arte de gobernar una república coordinando las distintas actividades y partes de la sociedad de una forma unitaria. Pero la política tiene una parte teórica: enseñar los principios del arte de gobernar pueblos y naciones. Desde este punto de vista es una parte muy importante o principal de la moral, por eso se puede afirmar que “la deontología política constituye el primer sustrato de la ciencia política. La primacía de la política como moral de convivencia deriva de su carácter superior, que metodológicamente integra y en la que se subordina a la ética individual y a la economía de grupo. La política se identifica con la razón de estado”. 34 Esta identificación tiene lugar porque la política es una acción hu- mana sistemática encaminada a salvar el Estado. Es una ciencia eminentemente práctica que excluye la retórica, el disimulo, la hipocresía, la mentira y la adu-

31 Botero, Della ragione di stato, 1589, I, 1, 1. Existe una edición moderna a cargo de L. Firpo, G. Botero, Della ragione di stato, Torino, UTET, 1948. 32 Diego Pérez de Mesa, Política o Razón de Estado. Convivencia y educación democráticas, edi- ción crítica de L. Pereña y C. Baciero, Madrid, CSIC, 1980. 33 No cabe duda de que en la España de los primeros Austrias, Carlos V y Felipe II, hubo una noción de “razón de Estado”, pero distinta a la que se va a desarrollar posteriormente. Lo que di- ferencia esta “razón de Estado” de la otra es que tiene como límite la religión y los preceptos de la moral cristiana. Algo que propondrá más tarde F. de Quevedo. 34 L. Pereña, “Política y educación democrática”, en Diego Pérez de Mesa, Política o Razón de Estado. Convivencia y educación democráticas, cit., p. XXXIV.

14 lación del gobernante, y toda actitud servil hacia el príncipe que tenga como fin agradarle y justificar todas las acciones individuales del que gobierna. La razón de Estado tiene como fin la conservación y progreso de la sociedad me- diante la realización del bien común, del control del poder político y del en- cauzamiento de la libertad de cada miembro de la comunidad. Debe coordinar ordenando. La política o razón de Estado para conseguir estos objetivos se sirve de las leyes, que ponen límites a la arbitrariedad de los gobernantes. El ordenamiento jurídico será, de un lado, el cauce y la garantía del progreso y de la libertad política del pueblo; de otro, asegurará el respeto entre los ciudada- nos, la continuidad del régimen político y la seguridad del orden constitucional y jurídico, que son, en definitiva, las condiciones indispensables para asegurar la estabilidad de las repúblicas. Como se ve, D. Pérez de Mesa es un político pragmático; para él la política es una ciencia práctica orientada a la realización de lo posible en una comuni- dad determinada. La política tiene como fin transformar la realidad partiendo de la misma realidad dada, para alcanzar el fin propuesto: el bien vivir y la feli- cidad. El límite es, si se admite la expresión, material y espiritual. El primero se refiere a las leyes, que es el marco donde debe moverse la actividad del políti- co. El segundo se refiere a la naturaleza humana que exige, según la filosofía aristotélica, vivir en sociedad, lo cual implica que se debe gobernar mirando al hombre, verdadero sujeto y motor de la historia; esto es, hay que buscar el bien común antes que el particular. Años más tarde, en otra época del Imperio español, Francisco de Queve- do 35 consideraba que la razón de Estado nada tiene que ver con la política, porque supone el ejercicio del poder de una forma diabólica, va contra toda moral cristiana y pone en peligro el orden político existente. 36 La razón de Es- tado da al gobernante la legitimidad para actuar con una total autonomía, sin ningún límite “y control exterior al ejercicio de su poder, lo que inevitable- mente le llevará a dar rienda suelta a sus pasiones, a confundir la utilidad pú- blica con la privada”. 37 Los únicos frenos o límites que encuentra son por un lado la religión, que aporta al gobernante unos principios éticos, y por otro, unos dictados que tienen su origen en la ley divina, que le llevan a gobernar mirando al servicio y al bien de sus súbditos. Finalmente, propone un cambio en la consideración de la función u oficio del monarca: no es un rey que tenga poder

35 Véase J. A. Maravall, Teoría española del Estado en el siglo XVII, Madrid, IEP, 1944 y M. Gonzáles, “Ética y razón de estado de Quevedo a Saavedra Fajardo” y V. Dini, “Prudenza, giusti- zia e obbedienza nella costittuzione della ragion di stato in Spagna e in Francia. Assagi di lettura e prospettive di ricerca”, en A. Enzo Baldini, Aristotelismo politico e ragioni di stato, cit., pp. 227- 248 y 249-271, respectivamente. 36 Las obras de Francisco de Quevedo más representativas son España defendida y los tiempos de ahora, Política de Dios, gobierno de Cristo, Marco Bruto, El mundo por dentro, en Obras comple- tas en prosa de Don Francisco de Quevedo y Villegas, ed. de L. Astrana Marín, Madrid, Aguilar, 1941. 37 M. Gonzáles, “Ética y razón de estado de Quevedo a Saavedra Fajardo”, cit., p. 230.

15 omnímodo para hacer lo que se le antoje como y cuando desee; es un simple trabajador, un jornalero que recibe un premio en la medida de su trabajo. Estas ideas no tuvieron fortuna, pues España, en la época de Quevedo esta- ba gobernada por un monarca –Felipe IV– y sus validos, sobre todo el Conde- Duque de Olivares, que no estaban dispuestos a admitir, al menos, la segunda condición. 38 El regio oficio del monarca supone, en opinión de Quevedo, colo- car la utilidad común por encima del interés propio. La razón de la patria, por encima de la suya propia. Ésa es la política de la verdad, la política de Dios, que fundamenta el gobierno de la república en los principios morales revela- dos por Cristo. En Italia hubo también críticos a la razón de Estado. Entre ellos se pueden citar autores como T. Campanella, para quien la razón de Estado supone la co- rrupción de la política. Él opera con la noción de razón política, que se identi- fica con la equidad y la justicia, opuesta a la razón de Estado, que es la falsa política, la degeneración de la verdadera política, hasta el punto de que la razón de Estado se identifica con la actitud del tirano, es una verdadera tiranía que se resume en la violación de todas las leyes –natural, civil o divina– en be- neficio propio, es decir, busca su interés personal en lugar del bien común. 39 Esta actitud tuvo continuadores. La política se identificó con la ley y la razón correcta, esto es, la prudencia. La razón de Estado, por el contrario, es el instrumento del tirano y semejante al ateísmo. 40 Una vez más estamos ante la concepción aristotélica de la política como arte del buen gobierno, guiado por la recta o correcta razón práctica que busca el bien común, aun por encima del bien particular. Esta idea estaba desarrollada por los comentaristas de la Políti- ca de Aristóteles en la alta y plena Edad Media. Pero el aristotelismo escolásti- co perdió fuerza ante el extraordinario empuje del pragmatismo y del cons- tructivismo político, que se manifiestan en una política de resultados, usando cualquier medio que estuviera al alcance del gobernante, aunque esto supusie- ra arruinar la nación; se trata del uso de la política como medio para enmasca- rar el mal gobierno, esto es, la tiranía. 41

38 Véase el excelente estudio de J. H. Elliott, El Conde-Duque de Olivares. Política de una época de decadencia, Barcelona, Editorial Crítica, 6ª ed., 1991, traducción de T. de Lozoya. También es interesante para este período de tiempo los libros del mismo autor Richelieu y Olivares, Barcelona, Crítica, 1984 y Poder y sociedad en la España de los Austrias, Barcelona, Crítica, 1982. Véase tam- bién Correspondencia con Felipe IV: religión y razón de Estado, Madrid, Castalia, 1991; R. Rodrí- guez-Moñino Soriano, Razón de Estado y dogmatismo religioso en la España del XVII, Barcelona, Labor, 1976; J. A. Fernández-Santamaría, Razón de Estado y política en el pensamiento español del Barroco (1595-1640), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1986; E. Catarino, “Tratadis- tas político-morales de los siglos XVI y XVII. Apuntes sobre el estado actual de la investigación”, El Basilisco, seguda época, 21, 1996, pp. 4 y ss. 39 Véase T. Campanella, Quod reminiscentur, Padova, Cedam, 1939, p. 62 y Aforismi politici, Torino, Giapichelli, 1941, pp. 162-164. 40 Véase F. M. Bonini, Il Ciro Politico, Venetia, Fassina 1647, Proemio, y T. Tommasi, Il princi- pe studioso nato ai servigi del serenissimo Cosimo gran principe di Toscana, Venetia, Bertani, 1642, pp. 106-108. 41 Véase G. Leti, Dialoghi politici, o vero la politica usano in questi temi, i Prencipi, e le Republi-

16 Se puede detectar, en este apretado resumen de algunas voces discordan- tes, que la razón de Estado de Maquiavelo sacrificaba al individuo en provecho del príncipe. El absolutismo del siglo XVI anulaba al hombre frente al Estado. La libertad protestante defendida por Lutero disolvía el Estado en el indi- viduo. Las confesiones protestantes posteriores pusieron los pilares del indivi- dualismo social. Frente al pragmatismo político de Maquiavelo y el aislacionis- mo social de Lutero –en definitiva, dos posturas éticas que provocaron un gran desconcierto en el siglo XVI– este grupo de juristas y políticos defendieron una nueva teoría del Estado y del poder político. Se fundamentaron en una con- cepción antropológica trascendental del hombre: la sociedad está al servicio de la persona y de la historia, con el fin de colaborar con el Creador en su tarea providente, esto es, en el gobierno del mundo. Así, el poder tiene un origen democrático, según defendió en 1528 Francisco de Vitoria en Salamanca; y el gobierno de los Estados debe hacerse exclusivamente mirando al pueblo, no para el provecho del príncipe, de una clase, o de un partido (Martín de Azpil- cueta). Un gran alegato contra la razón de Estado, contra el uso del poder polí- tico por parte del monarca sin límites, lo encontramos en la Defensio Fidei Ca- tholicae et Apostolicae adversus Anglicanae sectae errores de Francisco Suárez (1613), que se opuso a los excesos del absolutismo teocrático de Jacobo I de Inglaterra. Estos autores pretendieron poner de relieve que una teoría de la razón de Estado tiene que mirar hacia la institucionalización del bien común que concilie las antinomias aparentes entre el individuo y la sociedad, la liber- tad y la autoridad, entre la nación y las naciones. 42 Posteriormente esta visión se pierde por los que admiten que, primero, el poder es patrimonio de quien lo detenta; segundo, este poder procede de un contrato en el que el hombre libre cedió parte de su libertad a un monarca para que la administrara; tercero, la sociedad no es más que una societas assecuratoria, que se establece o construye para asegurar los derechos cedidos del hombre y los deberes de éste hacia el gobernante; cuarto, cada individuo es libre y está aislado de los otros, con lo que la cooperación social no se da y la reunión entre ellos tiene su origen en el deseo de satisfacer sus mutuas necesidades y comprobar su debilidad indivi- dual. Si unimos a estas ideas al pragmatismo político, esto es, valen todos los me- dios para conseguir el fin que se propone –el resultado–, porque éste es lícito, es- tamos ante la teoría de la razón de Estado, que vamos a exponer de una mane- ra breve.

che Italiane, per conservare i loro Stati, e Signorie, Ginevra, Chouët, 1666, Vol. I, p. 72, y Le visioni politiche sopra gli interessi più reconditi di tutti prencipi, e republiche della Christianità, Germani, s.e., 1671. Véase R. Aron, Politica di potenza e imperalismo. L’analisi dell’imperalismo alla luce della dottrina della ragion di Stato, Milano, Angeli, 1973; hemos podido consultar sólo la versión italiana. 42 Véase L. Pereña, Hacia una sociología del Bien Común, Madrid, Editorial Católica, 1954, pp. 5-6 y C. Cardona, La metafísica del bien común, Madrid, Rialp, 1966.

17 3.2. Teóricos de la razón de Estado

La discusión se centraba en si los medios “extralegales” debían utilizarse en beneficio del Estado, entendido como el monarca y las instituciones del poder, 43 o en beneficio del bien público, entendiendo aquí el Estado como so- ciedad o nación. El problema no era tanto teórico como práctico. No olvide- mos que asistimos a la consolidación de los recién creados Estados-nación o Estados-potencia, y al esfuerzo frustrado del nacimiento de otros nuevos. En cualquier caso, incluso aquellos que pensaban que había una razón de Estado buena, 44 concebían ésta como un exceso o una modificación de la razón política ordinaria, bien por necesidad de ajustarse a los condicionantes del momento en beneficio del interés general –diríamos hoy–, o bien, y resulta curioso y agradable al mismo tiempo, por adecuarse a una razón universal más amplia, lo que venía a confirmar algo sabido: que la razón política no era una razón en busca de la verdad y del bien del hombre, sino una razón práctica en busca de beneficios particulares, pues con la expresión “bien público” no que- rían referirse a toda la humanidad sino, en último término, sólo a los habitan- tes de un Estado. 45 En la época de la Contrarreforma, 46 las teorías sobre la razón de Estado florecieron en Italia. definía la razón de Estado como una contravenzione di ragione ordinaria per rispetto di publico beneficio o vero per rispetto di maggiore e più universal ragione (1594), 47 y Pietro Andrea Cano- nhiero la definía como un necessario ecceso del giure commune per fine di publi- ca utilità en su Dell’introduzione alla politica, alla ragion di stato (1614). 48 Más tarde Federico Bonaventura admitía que el “arte civile” –cuya traducción sería la participación ciudadana– de Platón era la razón de Estado. 49 Pocos años des- pués, Ludovico Zuccolo defendía la misma opinión, 50 pero se adentraba en un

43 Véase la obra de B. Clavero, Razón de Estado, razón del individuo, razón de historia, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991. 44 Un ejemplo de esta actitud es Diego Saavedra Fajardo, véase M. Gonzáles, “Ética y razón de Estado...”, cit., pp. 238-248 y M. Segura Ortega, La filosofía jurídica y política en las ‘Empresas’ de Saavedra Fajardo, Murcia, Academia Alfonso X El Sabio / Cajamurcia, 1984; F. Murillo Ferrol, Saavedra Fajardo y la política del Barroco, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989. 45 Cuando utilizamos la expresión “una razón en busca de la verdad y del bien del hombre”, no se entienda por hombre, kantianamente, un ente abstracto, sino los hombres individualizados dentro de su condición social (Dilthey, Unamuno, Ortega). 46 Véase el trabajo de R. de Mattei, Il problema della ‘Ragion di Stato’ nell’età della Contrarifor- ma, Milano-Napoli, Ricciardi, 1979, que trata con extensión muchos de estos autores citados a continuación. 47 Discorsi sopra Cornelio Tacito, Padova, Frambotto, 1642 (primera edición 1594), p. 231. 48 Pietro Andrea Canonhiero, Dell’introduzione alla politica, alla ragion di stato et alla practica del buon governo libri 10, Antverpiae, Trognesius, 1614. 49 Federico Bonaventura, Della ragion di stato, et della prudenza politica libri quarto, Urbino, Coruini, 1623. 50 Véase L. Zuccolo, Considerazioni Politiche e Morali sopra centro oracoli d’illustri personaggi antichi, Venetia, Ginammi, 1621.

18 aspecto aún controvertido en su Dissertatio de ratione status (c. 1625). 51 Para él, frente a Ammirato y a Canonhiero, la razón de Estado no tenía que contra- venir necesariamente las leyes, aunque era consciente de que en la práctica su- cedía así. Cada forma política (monarquía, tiranía, etc.) exigía una peculiar razón de Estado. Que ésta fuera recta o incorrecta dependía de que se ajustara a las leyes y se atuviera a principios morales. El buen Estado podía conseguir sus objetivos sin saltarse las leyes. Así pudo mantener que la razón de Estado es una parte de la política, que nace y muere con los gobiernos. La filosofía de Zuccolo suponía un paso atrás frente a los tratadistas de la razón de Estado convencionales, que habían desechado el filosofar sobre el mejor Estado posible en beneficio de un pensamiento pragmático, vinculado a la necesidad del momento. No obstante, Zuccolo coincidía con la corriente más moderna de su tiempo, que incitaba a conocer cada Estado particular para saber cuál era la razón de Estado que debía predominar en cada caso. Debe- mos hablar, por tanto, más bien que de razón, de razones. Casi siempre, razo- nes sin razón. 52 La tensión entre política y razón de Estado se mantuvo. Mientras la política se ocupa de los problemas teóricos generales, la razón de Estado enseña al Príncipe cómo afrontar un problema concreto derivado de la gestión del reino. La política trata de problemas como la naturaleza de los Estados, las formas de gobierno, cuál es la mejor constitución política, la mezcla más equilibrada entre los diversos elementos del cuerpo social... Así, la política se eleva al nivel de “Ciencia Política”, ilustre, pero inútil para el político; para el gobernante es más bien una disciplina académica. De este modo, la razón de Estado cambia radicalmente la concepción de la política, y se crea la oposición entre la políti- ca de los antiguos y la de los modernos. 53 Por supuesto, acabó triunfando como novedosa y superior la ‘política de los modernos’, 54 porque la política de los antiguos, revelada a los hombres por Dios, seguida por los griegos y los ro- manos, mantuvo que la constitución y conservación de un gobierno se hace mediante el derecho, buscando el bien común y los intereses de la comunidad; en cambio, la política moderna, de la que Th. Hobbes es el maestro, mantiene que un hombre o unos pocos pueden crear el derecho y las reglas por las que se rige una ciudad o una nación, de acuerdo con sus intereses privados. 55

51 Véase L. Zuccolo, Della ragione di stato, ed. B. Croce, Bari, Laterza, 1930. 52 Una inteligente visión de la Razón de Estado, con humor cervantino, se puede ver en algu- nos textos del Juan de Mairena de Antonio Machado, cuando dice que “en política también hay que escuchar al diablo porque, aunque no tenga razón, tiene razones”; A. Machado, Juan de Mairena, 2ª edición, Espasa-Calpe, Madrid, 1976, pp. 9-10. 53 Véase R. de Mattei, Il problema della ‘Ragion di Stato’..., cit., pp. 181-183. 54 Véase R. Villari, Elogio della dissimulazione (1621), Bari, Laterza, 1987; Jean-François Se- nault, De l’usage des passions (1641), Tours, Fayard, 1987. 55 Véase J. Harrington, The Commonwealth of Oceana, en Political Works of James Harrington, ed. por J. G. A. Pocock, Cambridge, Cambridge University Press, 1977, pp. 161-162. Más tarde otros autores, y J. J. Rousseau, hablaron de una política antigua, basada en la virtud y en las costumbres, y una política moderna, fundamentada en el tráfico comercial y en las finanzas;

19 Ejemplo de esta corriente son las “máximas de Estado”, dominantes en la Francia de Richelieu 56 y expresadas claramente en el texto anónimo Discours des Princes et Estats de la Chréstienté plus considerables à la France, selon leurs diverses qualitez et conditions (c. 1624), en el libro del Duque Enrique de Rohan, De l’Interest des Princes et Estats de la Chréstienté (1638) y en las Con- sidérations politiques sur les coups d’État (1639), de Gabriel Naudé. Claramente influido por las teorías sobre la razón de Estado, Naudé va a dar un paso más en la eficacia –¡que a la postre es de lo que se trataba!– de la actuación política sin atenerse a leyes al introducir una nueva variable concep- tual: los “golpes de Estado”, a los que se puede aplicar la definición de la razón de Estado o máximas de Estado, entendidas como exceso en el derecho común por el bien público (Canonhiero). Naudé, no obstante, precisa que los golpes de Estado son “acciones audaces y extraordinarias que los príncipes se ven obligados a ejecutar en el acometimiento de las empresas difíciles y rayanas en la desesperación, contra el derecho común, y sin guardar ningún orden ni forma de justicia, arriesgando el interés de los particulares por el bien general”. 57 Frente a la razón de Estado, tal y como es entendida por el autor, vemos que existen diferencias importantes entre ella y los golpes de Estado, pues éstos se ejecutan –o deberían ejecutarse– sólo cuando se acometen empresas difíciles y rayanas en la desesperación, y no en cualquier momento que la utili- dad pública lo requiera. La diferencia esencial, como explica líneas más ade- lante, es que los golpes de Estado se ejecutan con absoluto sigilo y sin anuncio previo para justificar la acción: “se ve caer el rayo antes de oír el trueno”. 58 Podemos diferenciar entre golpes de Estado justos –aquellos que caen bajo los auspicios del Estado– e injustos –los que tienen un carácter tiránico–, y también entre los que persiguen el bien público y los que buscan el interés pri- vado de quienes los ejecutan. 59 Si nos atenemos a la definición que el autor nos ha dado anteriormente de los golpes de Estado, vemos que sólo los justos y que persiguen el bien público se ciñen a ella. Los otros tipos no admitirían la asimilación sino en la forma y no en el fondo. Naudé aconseja a los políticos que los golpes de Estado se hagan siempre buscando la salus populis, pues esto “les absuelve de muchas pequeñas circuns- tancias y formalidades, a las cuales la justicia les obliga”. 60 Los políticos deben véase Montesquieu, L’Esprit des Lois, ed. A. Masson, Paris, 1950, III, 3 y J. J. Rousseau, Discours sur les sciences et les arts, en Oeuvres Complètes, Paris, Gallimard, 1964, Vol. III, p. 19. 56 J. Wollenberg, Richelieu. Staatsräson und Kircheninteresse, zur Legitimation der Politik des Kardinalpremier, Bielefeld, Pfeffer, 1977; Ch. Lazzeri - D. Reynié (eds.), La raison d’état: politique et rationalité, Paris, PUF, 1992, colección de contribuciones muy interesantes. 57 Naudé, Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, estudio preliminar, traducción y notas de Carlos Gómez Rodríguez, Madrid, Tecnos, 1998, 65, 20-26; p. 82. 58 Naudé, Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, cit., 65, 26; 66, 1 y ss.; pp. 82-83. 59 Naudé, Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, cit., 71, 19 y ss.; 72, 1 y ss.; p. 92. 60 Naudé, Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, cit., 77, 21-24; y 78, 1 y ss.; pp. 99-100.

20 atemperar el uso de tales prácticas y escoger medios suaves y simples, sin exce- derse en el rigor. Además, deben conocer la naturaleza del pueblo para saber la maleabilidad de éste. 61 Viendo el bajo concepto que del pueblo tiene Naudé –“la plebe es inferior a las bestias, peor que las bestias y cien veces más necia que las mismas bestias”–, 62 no es extraño que su maquiavelismo justifique los medios por el fin, hasta el punto de que los buenos políticos tengan capacidad para disponer de la vida ajena, si lo juzgan necesario para el bien y la paz del Estado. 63 Como bien ha señalado Carlos Gómez Rodríguez en la introducción al mencionado libro de Naudé, el racionalismo crítico de éste difiere del raciona- lismo clásico del siglo XVII, pues no busca la verdad epistémica, sino una ver- dad que permita una orientación práctica. La legitimidad es la materialidad de los hechos y no el derecho. 64 No debemos olvidar que también el derecho se puede reconducir para legi- timar la materialidad de los hechos. Estamos en pleno absolutismo. Las bases las había puesto medio siglo antes Bodino (Los seis libros de la República, 1576), cuando define la soberanía como un poder independiente, no derivado de nadie, autónomo y no sometido a leyes. La idea la rematará Hobbes: lo que hace falta es un Estado fuerte para domeñar la bestia que es el hombre (Levia- than, 1651). Lo entendieron perfectamente los alemanes, afanados infructuosa- mente en crear un Estado propio. La recuperación de Maquiavelo que hacen Herder y Federico El Grande, aunque sea en sentido crítico, vuelve a poner en boga el debate sobre la razón de Estado a mediados del siglo XVIII. Bien ha señalado Luis Díez del Corral que la creación del Estado nacional alemán está influida por la idea de razón de Estado. Fichte y Hegel son “los máximos corifeos del nuevo nacionalismo”. 65

4. CONCLUSIÓN

Hemos manejado diversas teorías y diversas fuentes; se ha aludido a ten- dencias y autores; se ha eludido hablar de otros; en definitiva, hemos jugado un poco con la noción de “razón de Estado” sin llegar a ver con nitidez cuál fue su función claramente. Nos ha aparecido como una forma de educar a los príncipes, como una teoría política al margen del Derecho, como una práctica de los cambios de gobierno, pero su perfil no está definido. Y, ya lo hemos

61 Naudé, Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, cit., 79, 6 y ss.; 152, 14 y ss.; pp. 100-101 y 170-171. 62 Naudé, Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, cit., 153, 7 y ss.; pp. 171-172. 63 Naudé, Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, cit., 9, 20 y ss.; 10, 1-9; p. 16. 64 Naudé, Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, cit., p. XXXVI. 65 L. Díez del Corral, “Estudio preliminar” a Meinecke, La idea de Razón de Estado en la Edad Moderna, cit., pp. XXI-XXIII.

21 dicho, no hay una razón de Estado, hay unas razones de Estado que influyen en el gobierno de las naciones, de los reinos. Cada cual, como decía Meinecke, debe descubrir los intereses objetivos del Estado, pero éstos varían de un lugar a otro, de unas circunstancias históricas a otras. Los intereses de la España Im- perial de Felipe IV mutaron según unos condicionantes políticos, económicos y sociales concretos. Las proyectadas empresas del Conde-Duque de Olivares se fueron modificando atendiendo a la situación de España en el mundo; a veces, la llegada del galeón de las Américas determinaba toda una acción polí- tica. Lo mismo cabe decir de los príncipes alemanes que alientan la Reforma, los duques de las ciudades-estado italianas, o los monarcas ingleses en su emer- gente protagonismo mundial. Y qué decir de la monarquía francesa, que reco- gió el testigo de la hegemonía europea. Cualquier Estado se ve obligado a cam- biar una política en virtud de una nueva situación. La solución aristotélica es la prudencia, razón recta corregida. La solución moderna, dentro de un subjeti- vismo moral, es la voluntad del príncipe, que es el artífice de la política, y él mismo es el Estado. Entre una y otra existe un largo debate intelectual sobre la forma de Estado, gobierno y orden mundial, algo de esto se ha dicho. Ahora queda por exponer sistemáticamente una serie de cuestiones que han quedado sólo aludidas, para así cerrar el círculo que tan prometedoramen- te abrimos. El significado histórico de la expresión ‘Razón de Estado’ está muy unido a la noción de ‘política’; es más, pensamos que es hija de ella. Aunque paradóji- camente, al final, se convirtió en la genuina y única política, desplazando el au- téntico sentido del término. En el aristotelismo medieval del siglo XIII la políti- ca es sinónimo de ciencia del gobierno de la ciudad, gobierno de la república, hace referencia a la prudencia política etc.; es en suma el arte –un auténtico saber hacer práctico– del buen gobierno, esto es, el arte de conservar y mejorar una ciudad, una república, un reino –en el sentido de unidad político-adminis- trativa de ciudadanos que viven bajo el imperio de la justicia y del derecho–; 66 así, la política, en expresión de Dante, puede ofrecer a los hombres la paz y la felicidad. El gobernante debe ejercer el poder en beneficio de todos, no puede cometer injusticia –ni siquiera en tiempo de guerra– ni puede invocar ninguna otra razón que no sea la justicia para justificar sus acciones. La crisis del aristotelismo político escolástico junto con la Reforma protes- tante provocaron un ‘terremoto’ en la religión, la moral, la política, la filosofía y todas las ramas del saber. El hombre estaba a la intemperie, no sabía a qué atenerse; del teocentrismo se pasó al antropocentrismo; frente a la moral cons- tructiva que formula un ideal hacia el que hombre debe orientar todas sus ac- ciones y vida, se impuso una moral de reglas que pretende la ordenación del

66 Pueden verse los siguientes ejemplos: Tomás de Aquino, In octo libros Politicorum Aristote- lis expositio, ed R. M. Spiazzi, Romae-Taurini, Marietti, 1966; , Monarchia, ed. G. Vinay, Firenze, Sansoni, 1950 y , Li livres dou Trésor, ed. F. J. Carmody, Berkeley- Los Angeles, University of California Press, 1948.

22 hombre a una ley conocida y deducida por él de una forma racional; del objeti- vismo moral se cayó en el subjetivismo. El poder se tiene por delegación, pero sin fecha de caducidad, ni revisiones de las condiciones, por tanto, puede ejer- cerse sin más limitación que la impuesta por uno mismo o las circunstancias. En esta situación se produjo la revolución en el concepto de política: de consi- derarla como el arte del gobierno según la justicia y la razón, se pasó a verla como razón (o razones) de un Estado. La diferencia no es sólo de nombre, sino también de fines y medios. Para la primera, la política tiene como fin tanto la conservación del Estado, que es una comunidad de hombres, un todo armóni- co, en el que viven bajo el gobierno de la justicia y de las leyes, como la eleva- ción finalista del ciudadano. Para la segunda, el fin es el Estado, su existencia, sea justo o injusto, legítimo o ilegítimo. 67 Los medios para la política siempre tienen que ser legítimos; para la razón de Estado los medios deben ser eficien- tes, para conseguir el fin con el menor esfuerzo; o eficaces, para conseguir el fin con el coste que sea. La política es fruto de la ética y del derecho. 68 La razón de Estado es hija del arte de conquistar, de conservar y de mantener el poder de un hombre o de un grupo, o de una familia o de una facción en la re- pública. Una vez más la filosofía usa viejos términos con sentido moderno. Razón para la política es recta ratio, que es corregida e informada por la prudencia. Para la razón de Estado es un instrumento, la capacidad humana de calcular la eficacia de los medios respecto al fin. Desde esta perspectiva, los defensores de la razón de Estado admiten una contradicción en los términos: la prudencia del tirano, como hombre que encarnó el arte del estado, del gobierno, sin cali- ficativo. 69 Este paso dado entre otros por Maquiavelo, que afirma que el go- bernante, llamado político, debe usar tanto el arte del buen gobierno como la razón de Estado, tiene un continuador destacado en Giovanni De Luca, 70 que declara que la política, el buen gobierno y la administración es una actividad inferior, y que la auténtica política es la conservación y la expansión del poder de una persona y de una familia. Como se puede comprobar, el concepto de política como ciencia señora sobre las otras ciencias, como epitécnica, ha caído en desuso en la Europa del siglo XVII. Su lugar lo ha ocupado la práctica, los resultados, la construcción de un plan al que se allegan los medios que haga falta con tal de sacarlo adelante.

67 Véanse los distintos estudios sobre las finanzas y la razón de Estado en A. de Maddalena (ed.), Finanze e ragion di stato in Italia e in Germania nella prima Età moderna, , Mulino, 1984. 68 Unas consideraciones interesantes en este mismo sentido en F. Gentile, Intelligenza politica e ragion di stato, Milano, Giuffrè, 1983. 69 Habría que estudiarlo con mayor detenimiento, pero esta idea puede ser heredera de un cierto platonismo político, que intentó identificar al gobernante con el modelo propuesto en el Po- lítico: entregar el gobierno de la ciudad a un hombre sabio, justo, que esté por encima de las leyes, siendo él mismo ley viva. 70 Giovanni Bautista de Luca, Il principe cristiano practico, Roma, Dragondelli, 1675.

23 No hay política, hay imposición de criterios de actuación práctica. Estamos ante una acción pública que no admite ningún tipo de control, sin límite moral ni jurídico, y dirigida a la consecución de los fines que se propone. De esta forma, la política se convierte en razón de Estado; así sirvió a los príncipes, a los monarcas, para alcanzar aquellas metas que en otros tiempos se calificaron de inmorales o ilegítimas. 71 En nuestra opinión se puede hablar de un cambio radical en la cultura política: es la concepción realista del llamado arte político, del oficio de gobernar las ciudades, que no se trataba tanto de cuidar de ellas, como de adquirir y conservar el poder político, usando el medio que pareciera más adecuado. 72 Esta utilización del poder político se escondía bajo frases como “Salus re- publicae suprema lex est” o “Salus populi suprema lex est”, que en muchas oca- siones, por no decir en todas, fue una forma de justificar el uso del poder en beneficio propio, pero tomando como excusa el supuesto bien del pueblo. Así, los gobernantes lentamente fueron abandonando la noción política clásica que admitía como gobernante a aquél que lo hacía en bien del pueblo, al que busca el bien común. La razón de Estado se convirtió en la estrategia para legitimar o excusar las acciones que se consideraban repugnantes o contrarias a la razón. Sirvió para justificar el Estado como producto de la fuerza, y no hablar de arte político, sino gobierno del Estado. La fuerza se convierte en razón, y ésta sirve para mantener al Estado, identificado con el gobernante, por encima, al mar- gen y, muchas veces, en contra del hombre, del súbdito. En suma, la razón de Estado racionaliza la fuerza en el ámbito de la política dando al monarca y sus circundantes un poder ilimitado. Finalmente, hay que señalar que la noción de razón de Estado surgió en el ámbito cultural y político católico en Italia. 73 Pronto pasó a España y Francia. Es curioso que estos tres países tienen en común, además de su permanencia en la órbita de la Iglesia romana, que su tradición jurídica es el Derecho Roma- no. No estaría mal estudiar la relación de la razón de Estado con los parágrafos del Digesto de Justiniano, atribuidos a Ulpiano, en los que afirma que la volun- tad del príncipe tiene fuerza de ley. 74 Por otro lado, la Reforma protestante

71 Traiano Boccalini, Ragguagli di Parnaso e scritti minori, ed. G. Rua, Bari, Laterza, 1910, es- pecialmente Centuria I y II. 72 En ese sentido no había inconveniente en eliminar físicamente al enemigo, si ello ayudaba a mantener el poder, o repartir las magistraturas y cargos importantes a los amigos, o practicar el ne- potismo político. Véase M. Viroli, “Il significado storico della nascità...”, cit., p. 77. 73 Véanse C. Fantappiè, Il monachesimo moderno tra ragion di chiesa e ragion di stato: il caso toscano (XVI-XIX sec.), Firenze, Olschki, 1993; G. Borrelli (ed.), Ragion di Stato: l’arte italiana della prudenza politica, Napoli, Ist. Ital. per gli Studi Filosofici, 1994 y Ragion di Stato e Leviatano. Con- servazione e scambio alle origini della modernità politica, Bologna, Mulino, 1993. 74 Justiniano, Digesto, 1.4.1.pr.: “Ulpianus libro primo institutionum. Quod principi placuit, legis habet uigorem: utpote cum lege regia, quae de imperio eius lata est, populus ei et in eum omne”; 1.4.1.1 “suum imperium et potestatem conferat. Quodcumque igitur imperator per epistulam et sub- scriptionem statuit uel cognoscens decreuit uel de plano interlocutus est uel edicto praecepit, legem esse constat. haec sunt quas uolgo constitutiones appellamus”.

24 había conferido a los monarcas y gobernantes una libertad de actuación casi ilimitada. Frente a esta forma de actuar los católicos tenían que defenderse, y el único instrumento que encontraron fue la proclamación de la razón de Esta- do para justificar las guerras y conquistas, así como otras acciones de dudosa legitimidad. Lo que sucedió fue, como se ha dicho, que la razón de Estado ocupó el lugar de la política, se transformó en la manera de actuar de todo go- bernante y la vía para justificar las acciones. Dicho con otras palabras, se con- virtió en el cómplice complaciente de los actos hechos y los futuros.

25 PERE MOLAS RIBALTA Catedrático de Historia Moderna Universidad de Barcelona

LA RAZÓN DE ESTADO Y LA SUCESIÓN ESPAÑOLA A sucesión de la Corona de España por la casa de Borbón, tras la muerte L de Carlos II, el último soberano de la casa de Austria (1700), constituye un buen ejemplo de ejercicio de la razón de estado en la Edad Moderna. Los derechos que esgrimían los distintos aspirantes al trono fueron expuestos en extensos memoriales jurídicos, en los que se presentaban los vínculos familia- res existentes entre los diversos príncipes europeos y el último monarca espa- ñol de la casa de Austria. No faltaron tampoco, los elementos de tipo religioso o profético. 1 Pero la decisión que se tomó, el testamento a favor de la casa de Borbón, obedeció a unos criterios básicamente políticos, inspirados en la idea de la razón de estado.

LA MONARQUÍA DE CARLOS II

A fines del reinado de Carlos II, los dominios de este soberano, los que constituían su monarquía, se extendían por territorios cruciales de la Europa occidental. A pesar de la innegable decadencia política y militar que había afectado a los Habsburgo españoles, las pérdidas territoriales (con la impor- tante excepción de Portugal) habían sido limitadas. El último de los Austrias españoles todavía podía titularse, como el fundador de la dinastía, Carlos I, rey de Castilla y de Aragón, de Valencia, de Nápoles, duque de Milán y de Bra- bante, etc. Es verdad que la Monarquía española se mantenía en Europa más que por su propia fortaleza, muy mermada, por la ayuda que le prestaban otras poten- cias europeas, singularmente los Austrias de Viena, los Países Bajos e Inglate- rra temerosos de que los cruciales dominios de Carlos II cayeran en manos del monarca hegemónico, Luis XIV de Francia, el cual se había apoderado ya del

1 Como la obra del fraile mínimo Vicente Pastor y Fernández, Aliento en que respire en su mayor congoja la española monarquía, Valencia 1699, la cual “refiere muchos anuncios, pronósticos y profecías de que la Casa de Austria ha de ocupar el solio de España hasta el fin del mundo”.

29 Rosellón (1659), el Franco Condado (1674) y algunas ciudades de los Países Bajos españoles, es decir, de la actual Bélgica, conquistadas a lo largo de tres guerras. Pero ya antes de que Luis XIV se convirtiera en un poder hegemónico, se había planteado la cuestión de la sucesión española. Efectivamente, a fines de los años 60 del siglo XVII, no parecía haber muchas esperanzas de que el débil y enfermizo Carlos II llegara a su mayoría de edad. En consecuencia se negoció un tratado de partición de la monarquía española entre los dos máximos aspi- rantes a la sucesión: Luis XIV de Francia y el emperador Leopoldo I de Aus- tria (1668), ambos cuñados del monarca español, aparte de otros lazos de pa- rentesco. Este acuerdo constituye una excepción en la tradicional alianza que durante los siglos XVI y XVII existió entre las dos ramas de la casa de Austria. 2 Pero el precedente sirve para que nos demos cuenta de que la partición de la herencia de la monarquía (y en especial sus territorios no hispánicos) entre las otras potencias era una vía que los gobernantes europeos consideraban desde hacía tiempo. En los años siguientes, la necesidad de hacer frente al expansionismo de Luis XIV llevó a la monarquía española y también a los Habsburgo de Viena a una alianza con las Provincias Unidas de los Países Bajos, los antiguos rebeldes y herejes que habían mantenido una larga guerra de Ochenta Años (de 1568 a 1648) para liberarse del dominio de los monarcas hispanos. La gran alianza constituida en La Haya en 1674 implicaba la colaboración, por imperativos de razón de estado, de unos poderes políticos muy distintos en su modelo social y religioso. La alianza con estados de religión distinta significaba un avance hacia la secularización de las relaciones internacionales, aunque no era la primera vez que el rey de España buscaba el acuerdo con príncipes protestantes para con- trarrestar la fuerza política de Francia, como había sucedido en diversas oca- siones durante los siglos XVI y XVII. La amenaza francesa llevaba a la diplomacia española a alejarse de una identificación demasiado estrecha con la defensa de la Cristiandad. Así cuando en 1683 un movimiento europeo, apoyado por el Papa, acudía a la defensa de Viena frente a los turcos, los gobernantes españoles se lanzaban en solitario a una lucha desesperada contra Luis XIV. Y en los años siguientes, aunque la opinión pública seguía con interés el desarrollo de la “guerra sagrada” contra los turcos en Hungría, con la conquista de Buda (1686) como momento culmi- nante, el Consejo de Estado de la monarquía española deseaba saber si podía contar con alguna ayuda por parte del emperador, en caso de que Luis XIV atacara de nuevo los Países Bajos o el estado de Milán. 3 La propaganda antifrancesa acusaba a Luis XIV de ser un aliado objetivo de los turcos. Se le llamaba “el Turco cristianísimo” y se hablaba de “la Francia

2 Henry Kamen, “España en la Europa de Luis XIV”, en el tomo XXVIII de la Historia de Es- paña de Menéndez Pidal (HEMP), Madrid 1993, parte I, capítulo II, pp. 215-217. 3 Pere Molas Ribalta, Catalunya i la Casa d’Àustria, Barcelona 1996, pp. 263 y ss.

30 con turbante, causa de las guerras de Hungría”. Los publicistas franceses con- traatacaban criticando a las dos ramas de la casa de Austria por aliarse con un príncipe calvinista, el holandés Guillermo III de Orange, que había derrocado en 1688 al último rey católico de Inglaterra, Jacobo II Estuardo, y que a conti- nuación había sometido con dureza a los católicos irlandeses. Una vez más la diplomacia española separaba sus intereses políticos de los globales del catoli- cismo. “Rebájese la Francia”, decía el embajador en Londres, Pedro Ronquillo, y la religión se restablecerá sola. Esta respuesta era tanto más reveladora cuan- do el propio Ronquillo, como embajador de un soberano católico, había visto su residencia londinense asaltada por la multitud protestante durante los días críticos de la Revolución Gloriosa. 4

LOS TRATADOS DE PARTICIÓN

A fines del decenio siguiente la muerte sin sucesión de Carlos II de España se presentaba como una posibilidad inminente y de nuevo se planteó el proble- ma de la partición. Pero la cuestión no se daba en abstracto, sino en una co- yuntura política muy concreta. En 1697 se había llegado a la paz de Ryswick en buena parte por agotamiento y empate entre los bloques contendientes: la Francia de Luis XIV y la Gran Alianza de la Liga de Augsburgo. El coste de la guerra había pesado duramente sobre los sistemas financieros de los estados beligerantes. Inglaterra había sabido encontrar la dirección adecuada mediante la fundación de su Banco (1694), mientras que la monarquía francesa seguía los peligrosos caminos de la venalidad de cargos y el endeudamiento. En resu- men, terminada una guerra larga, “the nine years war”, urgía dar una solución política a la sucesión española, para evitar un nuevo conflicto general. La negociación fue protagonizada por los dos monarcas más poderosos: Luis XIV, rey de Francia, y Guillermo III, rey de Inglaterra. Los objetivos eran simples. Se trataba de asignar el grueso de la monarquía –España y las Indias– a un aspirante, y compensar con los dominios extrahispánicos a los demás. En una primera versión, el primer tratado de reparto (1698), se alcanzaban plena- mente los objetivos de equilibrio. Se propugnaba como sucesor de Carlos II al pequeño príncipe José Fernando de Baviera, biznieto de Felipe IV por línea fe- menina (era nieto de la infanta de las Meninas). De esta forma la herencia no recaía ni en la casa de Borbón ni en la casa de Austria, las cuales recibían com- pensaciones menores en Italia. Pero la muerte del príncipe de Baviera en febrero de 1699 dejó la opción reducida a los dos adversarios principales. Todavía, la necesidad de alcanzar una situación de equilibrio era tan grande, que nadie pensaba en la posibilidad de que la herencia recayese en la cabeza de las dinastías rivales. No sería acep-

4 Gabriel Maura, Correspondencia entre dos embajadores: Pedro Ronquillo y el marqués de Co- golludo (1689-1691), 2 vols., Madrid 1951-1952.

31 table para Inglaterra y Holanda que Luis XIV o el emperador Leopoldo I pu- dieran ser reyes de España. Por esta razón ambos monarcas presentaban como aspirantes a no primogénitos. El duque Felipe de Anjou era el segundo nieto de Luis XIV, hijo del llamado “gran Delfín”. El aspirante por parte austríaca era el archiduque Carlos, el hijo menor de Leopoldo. El mayor, José, había sido ya coronado en 1690 como rey de romanos, es decir como sucesor del em- perador. Descartada la solución bávara, un nuevo tratado de partición concedía la sucesión española al archiduque Carlos de Austria, mientras que el Delfín sería compensado con los reinos de Nápoles y Sicilia, el ducado de Milán y la pro- vincia de Guipúzcoa, los mismos territorios previstos en el tratado anterior (1699). El acuerdo se había logrado entre un rey absoluto como era Luis XIV y un soberano como Guillermo III, que no podía emprender una guerra sin el con- sentimiento del Parlamento. Los tratados habían de mantenerse en secreto, pero no tardaron en ser conocidos. El Parlamento inglés dio su consentimien- to. Pero como se habrá observado, los dos poderosos firmantes no habían teni- do en cuenta las opiniones de los otros implicados: ni la del emperador Leo- poldo, ni la del pobre Carlos II, de cuyos dominios se disponía en vida.

EL CONSEJO DE ESTADO

¿Cuál fue la reacción de los gobernantes españoles ante los proyectos de partición de la monarquía? Desde 1691 no había en España un “primer minis- tro” que concentrara en sus manos la confianza o “valimiento” del soberano. Después de la caída del conde de Oropesa, ningún aristócrata había podido imponer su hegemonía; aunque el propio Oropesa había vuelto a la corte en 1696 y había asumido la presidencia del Consejo real de Castilla. Las distintas facciones nobiliarias eran fluctuantes. Los historiadores acostumbramos a decir que se organizaron en partidos con vistas a la sucesión: bávaros, austría- cos y franceses. Pero después de una lectura atenta de las fuentes, el catedráti- co Luis Ribot considera que la mayor parte de los aristócratas españoles no mantuvieron una posición fija en el problema de la sucesión. Sólo en un caso, el marqués de Leganés, se mantuvo en todo momento fiel a la sucesión austría- ca. Y Leganés no consiguió entrar a formar parte del Consejo de Estado, 5 el máximo organismo asesor de los monarcas españoles, que terminó aconsejan- do a Carlos II que hiciera testamento en favor del duque Felipe de Anjou, pre- cisamente por exigencias de la razón de estado. Hoy conocemos bien la composición del Consejo a lo largo de la historia 6 y podemos profundizar en el curriculum de los personajes que decidieron en el

5 Luis Ribot, “La España de Carlos II”, en HEMP, XXVIII, pp. 134 y ss. 6 Feliciano Barrios, El Consejo de Estado de la Monarquía española (1521-1812), Madrid 1984, pp. 398-403.

32 sentido de la sucesión de Carlos II. Pero no sería muy útil un estudio prosopo- gráfico demasiado extenso, precisamente porque los consejeros tenían un mar- gen de maniobra limitado, y porque, con la mencionada excepción de Leganés, su conducta no fue siempre lineal, como tampoco lo fue la de la propia reina, Mariana de Neuburgo. Ribot nos advierte que no se puede identificar el “grupo alemán” de la reina con un teórico “partido austríaco”. Doña Mariana no simpatizaba con el embajador austríaco, el conde Aloisio de Harrach y en determinados momentos tuvo inclinaciones francesas. También se aproximaba a Francia, a fines de 1698, uno de los hombres de confianza de la reina, el al- mirante de Castilla, cuya posterior vinculación con la casa de Austria es bien conocida. Por el contrario mantenían una buena relación con Harrach los con- des de Monterrey y de Benavente, que más adelante favorecieron claramente la solución borbónica. En cambio, un historiador austracista de la época, Fran- cisco de Castellví, identifica a Monterrey como un borbónico de primera hora, aunque con disimulo: “el único parcial de los grandes a la Francia era don Juan Domingo de Haro y Guzmán ... y éste aun afectando indiferencia”. 7 Los personajes que integraban el Consejo de Estado en 1700 habían ingre- sado en la institución en distintos momentos. Los más antiguos lo habían hecho en el decenio de los setenta, como el cardenal Portocarrero y el anciano marqués de Mancera. Una nueva promoción había tenido lugar tras la caída de Oropesa (1691): en aquel momento habían sido nombrados consejeros el almi- rante, el conde de Aguilar y el marqués de Villafranca. 8 Monterrey ingresó en el Consejo en 1693 y en 1699 lo hizo una nutrida “hornada” de nueve conseje- ros, que comprendía a los duques de Medinasidonia y de Medinaceli y a los condes de Montijo y de Santiesteban. 9 Pero la composición real del Consejo se veía afectada por los frecuentes destierros impuestos a sus componentes. Tras el motín madrileño de la prima- vera de 1699, el almirante y Oropesa, que se habían convertido en los más fir- mes defensores de la causa austríaca, fueron desterrados de la corte. Monterrey era uno de los que impulsaron la medida, pero él mismo fue víctima de la misma política en noviembre. Sin embargo consiguió volver pronto a Madrid y formar, junto con Portocarrero, “el partido de Francia”. 10 Monterrey fue el autor de un “voto” en favor de la sucesión borbónica, que circuló ampliamente. Él mismo utilizó la expresión “razón de estado” para re- ferirse a los motivos que habían guiado su decisión. 11 Pero, aun sin utilizar estas palabras, su sentido estaba bien claro en los argumentos de los magnates que el 6 de junio de 1700 aconsejaron a Carlos II que hiciera testamento en favor de Felipe de Borbón. La retórica del cardenal Portocarrero, tras unos ini-

7 Francisco de Castellví, Narraciones históricas, Madrid 1997, I, p. 85 y ss. 8 Ribot, pp. 126-127. 9 Ibidem, p. 135. 10 Castellví, I, pp. 98-101. Ribot, p. 135. 11 Castellví, I, p. 164. Documento nº 14.

33 cios que parecían favorables a la casa de Austria (“esto es lo que pide el genio del que vota ... y la doctrina en que estamos criados, y dominio y mando con que estamos gustosos y bien hallados”) concluía con la brutalidad de los he- chos:

pero el caso no pide restringirse a cariños ni amores, ni buenas voluntades, y así sólo queda uno de los nietos del rey de Francia.

La mayoría de los consejeros siguieron el voto de Portocarrero, guiados por un único fin: mantener la integridad de la monarquía frente a los tratados de partición. En su opinión sólo el monarca francés poseía la fuerza suficiente para alcanzar aquel objetivo. Así lo decía el marqués de Mancera: “Por ningún otro camino que el que viene propuesto por el cardenal puede asegurarse la in- tegridad de la monarquía”. Añadía el consejero marqués de Villafranca que “sólo entrando ... uno de los hijos del Delfín” se podía conseguir el objetivo de impedir la desmembración de la monarquía. Y el marqués de Fresno resumía los distintos argumentos planteados por la mayoría. aconsejando ceder “el todo de la monarquía en un nieto del rey de Francia, con la seguridad de no haber incorporación de las dos coronas”. 12 La situación era compleja, porque el rey de Francia se había comprometido a la política de partición. En realidad Luis XIV había jugado esta carta ante las evidentes dificultades de que el rey de España testara en favor de la dinastía rival. Pero el consejero conde de Santiesteban apuntaba la posibilidad de que el Rey Sol se hubiera adherido a los tratados de reparto para forzar al rey de España a una cesión total: “sería muy posible que este hubiese sido el último esfuerzo del Cristianísimo para obligar a Vuestra Majestad”. La conclusión del conde, que había sido virrey en los reinos italianos de la monarquía, era clara: “ofrecer con toda claridad al Cristianísimo la sucesión de esta corona”. Ante la mayoría de pareceres favorables a Francia poco podían hacer los escasos parti- darios de la casa de Austria: el conde de Aguilar, 13 y en menor grado el conde de Montijo.

LA SUCESIÓN BORBÓNICA

El testamento se redactó en octubre de 1700 y su contenido fue revelado al embajador francés por el duque de Medinasidonia, un consejero que no se había inclinado por ninguno de los dos candidatos. El rey murió el 1 de no-

12 Duque de Maura, Vida y reinado de Carlos II, Madrid 1954, pp. 356-357. También Kamen, p. 241. Castellví, I, p. 153. “Nombre de los sujetos que concurrieron en el último Consejo de Esta- do que de orden del rey se juntó para decidir del importante punto de sucesión a la Corona de Es- paña”. 13 Don Rodrigo Manuel Manrique de Lara, conde de Frigiliana y de Aguilar, había sido virrey de Valencia de 1680 a 1683 y desde 1698 presidía el Consejo de Aragón. Aunque partidario de la casa de Austria y hostil a los franceses, sirvió con lealtad y eficacia a Felipe V.

34 viembre. Luis XIV se encontraba ante un importante dilema: atenerse a lo pac- tado con Guillermo III y exigir la partición, o bien aceptar la herencia y arros- trar la posibilidad de una guerra. El tema fue debatido en Fontainebleau por el Conseil d’en haut (mucho menos numeroso que el Consejo de Estado español) y se llegó a la decisión que conocemos: aceptar la herencia española para el duque Felipe de Anjou. Los historiadores han debatido durante generaciones sobre la responsabilidad y la racionalidad de tal elección. Desde una perspecti- va de historiador de la economía, Pierre Goubert celebra el acierto de la medi- da que hacía de un príncipe francés el soberano de España y de sus Indias. 14 Cuanto más que el advenimiento de la casa de Borbón al trono de las Espa- ñas no significó en sí mismo el estallido de una guerra general europea. Hubo ruptura de hostilidades por parte del emperador Leopoldo, pero no era mucho lo que éste podía hacer sin la ayuda de las Potencias Marítimas. Y en éstas era imprescindible contar con los respectivos parlamentos, los cuales eran reacios a seguir los impulsos del belicoso Guillermo III. Fueron una serie de medidas, que a nosotros nos parecen claramente impolíticas o provocadoras, las que acabaron de decidir a los parlamentos de Inglaterra y de los Países Bajos. Algu- nas de estas medidas atentaban al equilibrio europeo, como la entrada de tro- pas francesas en los Países Bajos españoles, con expulsión de las guarniciones holandesas que el tratado de Ryswick había establecido en las plazas conside- radas de “barrera”. Otras tenían un claro contenido económico, como la ame- naza de presencia francesa en el comercio hispanoamericano, y la concesión del lucrativo Asiento de negros, o sea el monopolio de la trata de esclavos, a la compañía francesa de Guinea. Otras en fin, tenían un sentido simbólico, como la negativa de Felipe V a renunciar a sus derechos a la corona francesa, o el re- conocimiento por parte de Luis XIV del pretendiente Estuardo, “Jacobo III”, justo cuando el Parlamento inglés acababa de alterar el orden sucesorio me- diante la Settlement Act. 15 De la misma forma que la razón de estado tuvo un papel fundamental en el planteamiento de la sucesión y en el estallido de la guerra, lo tuvo en su desen- lace. Hechos de distinta naturaleza vinieron a conjugarse para confirmar la di- nastía borbónica en España. La campaña de 1710 terminaba con la victoria de Felipe V en las batallas de Brihuega y de Villaviciosa. Aquel mismo año había ganado las elecciones británicas el partido tory, inclinado a finalizar el conflicto mediante un acuerdo con Francia, mientras sus rivales los whig deseaban con- tinuar la lucha hasta la victoria final: “no peace without ”. Pero podemos dudar incluso de cuál hubiera sido la conducta de los whigs cuando la muerte del emperador José I (abril de 1711) convirtió a Carlos de Austria, nominal- mente “Carlos III” de España, en el emperador Carlos VI. El sentido más ele- mental del equilibrio europeo llevaría a los gobernantes británicos a poner fin

14 Pierre Goubert, Louis XIV et vingt milions de français, Paris 1966, p. 179. 15 Un resumen desde la perspectiva británica, J. R. J. Jones, Country and Court England, 1658- 1714, London 1978, pp. 287-288.

35 al conflicto. El gobierno británico aminoró de forma notable el esfuerzo de guerra e inició las negociaciones que, dos años más tarde, concluyeron con la firma del tratado de paz en la ciudad holandesa de Utrecht. El emperador tuvo que adherirse al acuerdo al año siguiente. La paz significaba que los partidarios hispanos de la casa de Austria, y de manera singular los catalanes, quedaban abandonados a su suerte. El “caso de los catalanes” fue explotado por la oposición para criticar a los ministros tories. La respuesta del secretario de estado, Henry Saint John, vizconde Bo- lingbroke, es característica de la razón de estado. El ministro alegaba que gra- cias a la intervención de la reina Ana, Felipe V había accedido a conceder a los catalanes los mismos privilegios de que gozan los súbditos de la Corona de Castilla, que son –añadía– de toda la monarquía, los más queridos del Rey Ca- tólico. Y aún comentaba que los privilegios de Cataluña eran buenos para un pueblo que quisiera resistir a su soberano con las armas en la mano, pero que para un pueblo pacífico y laborioso eran mejores las leyes de Castilla. 16 Extra- ña defensa de la no resistencia en boca del ministro de un régimen que se fun- damentaba en la Revolución de 1688. Cierto es que Bolingbroke era partidario de la restauración de los Estuardo, y terminó huyendo al continente tras la en- tronización de la casa de Hannover. La guerra de Sucesión terminó con la partición de la monarquía hispánica, aquella amenaza que los consejeros españoles de 1700 habían creído conjurar con el advenimiento de la casa de Borbón. Ni siquiera la fuerza de Francia había podido retener los territorios europeos de la monarquía. A partir de 1706 habían sido ocupados en nombre de “Carlos III”: Países Bajos, Milán, Nápoles, Cerdeña. Sólo Sicilia permaneció hasta el fin de las hostilidades bajo la soberanía de Felipe V. El tratado de Utrecht llevaba a efecto la partición de la monarquía según los criterios de los tratados de 1698-1700. Uno de los candidatos recibía (en este caso conservaba) España y las Indias. Los dominios europeos servían para compensar al aspirante menos afortunado. Pero se había producido un cambio de dinastías. Si el tercer tratado de partición reconocía a Carlos de Austria como sucesor de Carlos II, ahora era Felipe V quien veía reconocido el grueso de la herencia hispana, mientras que Carlos de Austria recibía los territorios belgas e italianos, con la excepción de Sicilia, que era concedida al duque de Saboya. La cesión de los Países Bajos del Sur al nuevo emperador era una solu- ción aceptable para las Potencias Marítimas, las cuales se habían opuesto en cambio, en los primeros tratados, a que pudiera pasar a la órbita francesa. Los criterios de la razón de estado terminaban imponiéndose siempre a los argu- mentos jurídicos.

16 Ferran Soldevila, Història de Catalunya, Barcelona 1962, pp. 1118 y 1130, resume los datos de Sanpere i Miquel, Fin de la nación catalana, Barcelona 1905. Michael B. Strubell ha editado la Consideració del cas dels catalans, Barcelona 1992.

36 XAVIER GIL PUJOL Profesor de Historia Moderna Universidad de Barcelona

LA RAZÓN DE ESTADO EN LA ESPAÑA DE LA CONTRARREFORMA. USOS Y RAZONES DE LA POLÍTICA DON FRANCISCO. –Creedme que esto de gobernar es el mayor arte de lo criado y en lo que consiste toda la humana felicidad. Parece fácil, discurrido desde afuera a los que lo miramos. No es fácil ejecutarlo. ¿No habéis oído a vuestro sastre decir que, si él fuera valido, si él fuera presidente, de otra ma- nera se gobernara todo? DON DIEGO. –Mil veces. DON FRANCISCO. –No hay quien no le parezca que sabe para gobernar con eminencia. Y, siendo el hombre, como dice el filósofo, el animal que con mayor arte debe ser gobernado, todos se juzgan suficientes para su go- bierno. 1

STAS razones intercambiaban dos cortesanos y avezados ministros españo- E les en un diálogo escrito en 1631. Las tareas de gobierno y la preparación necesaria para no errar en tan sensible ocupación eran objeto de discusión ina- cabable. Por aquellas fechas, tal discusión era particularmente intensa, por cuanto –además de la íntima imbricación entre política y religión– había una creciente conciencia de que la práctica gubernativa debía responder a unos preceptos, quizá a un cuerpo de doctrina, de los que se confiaba que asegura- ran el éxito buscado. Y, así, justamente por entonces, Diego de Saavedra Fajar- do envió al Conde Duque de Olivares el manuscrito de un texto que tenía redactado sobre la situación en Italia, el cual –según le explicó– no sólo vindi- caba las intervenciones españolas en aquella península, sino que también infor- maba “de las máximas y política con que se ha[n] gobernado Su Majestad y los demás príncipes”. Más aún, le decía que el manuscrito intercalaba hojas en blanco para que Olivares pudiera anotar sus propios comentarios, “porque pienso que será obra del servicio de Su Magestad si va tan llena de noticias que

1 Juan de Palafox y Mendoza, “Diálogo político del estado de Alemania y comparación de Es- paña con las demás naciones” (1631), en Quintín Aldea, España y Europa en el siglo XVII. Corres- pondencia de Saavedra Fajardo, Madrid, 1986, I, pp. 517-8. De los dos caracteres en el diálogo, Don Francisco es el propio Palafox, mientras que el editor arguye plausiblemente que Don Diego es Saavedra Fajardo.

39 de ella las tomen los historiadores para lo que escribieren de estos tiempos”. 2 Y el propio Conde Duque observaba, también en aquellos mismos años, que desde hacía un cierto tiempo en Europa “los negocios se gobiernan con políti- ca y método”. 3 “Máximas”, “política”, “método”, eran términos que indicaban claramente que la acción gubernativa estaba guiada por unos criterios maduros y que eran algo más que un programa de gobierno. Y ello se complementaba con una es- pecial disposición de ánimo por parte del príncipe, un severo autodominio de sus pasiones. Así lo sentenciaba Saavedra Fajardo: el príncipe ha de procurar “que en sus acciones no se gobierne por sus afectos, sino por la razón de esta- do (...) No ha de obrar por inclinación, sino por razón de gobierno”. 4 Tam- bién este término, “razón de estado” y, en menor medida, “razón de gobierno” estaba a la orden del día. Pero su significado no era claro ni mucho menos. El propio Saavedra lo utilizó en sentido contrario, como algo aborrecible, en las sátiras que dedicó a distintas disciplinas en su República literaria. Según su relato, “de las partes septentrionales y también de Francia y Italia venían ca- minando recuas de libros de política y razón de estado, aforismos, discursos, comentarios sobre Cornelio Tácito o sobre las Repúblicas de Platón y Aristóte- les”. Esa mercancía, proseguía, era directamente enviada al fuego por un pru- dente censor, el cual juzgaba que en tales libros “la verdad y la religión sirven a la conveniencia” y les reprochaba que “sobre el engaño y la malicia fundáis los aumentos y conservación de los estados, sin considerar que pueden durar poco sobre tan falsos cimientos”. 5 Saavedra, pues, recogía las dos acepciones que comúnmente circulaban acerca de la llamada Razón de Estado, una positiva y otra negativa. Pero esto no era de extrañar. En cierto modo, el propio lo había hecho en su clásico tratado Della ragion di stato (1589). En el prólogo explicó que en las muchas cortes y países que había visitado a lo largo de su itinerante biogra- fía “me maravilló oír a cada momento mencionar razón de estado y citar a pro- pósito de ello ora a Nicolás Maquiavelo, ora a Cornelio Tácito”. Botero mani- festó que le extrañaba la aceptación de que parecían gozar las enseñanzas de ambos autores y, sobre todo, que “tan bárbara manera de gobierno estuviese de tal modo acreditada que se contraponía descaradamente a la ley de Dios, llegándose a decir que algunas cosas son lícitas por razón de estado y otras por conciencia”. Fue frente a este extendido uso de la expresión que Botero conci-

2 Ibidem, I, p. 43, Saavedra al Conde Duque, 29 abril 1633. Sobre las circunstancias del mo- mento, véase J. H. Elliott, El Conde Duque de Olivares. El político en una época de decadencia, Bar- celona, 1990, p. 479. 3 Memoriales y cartas del Conde Duque de Olivares, eds. J. H. Elliott y José F. de la Peña, Ma- drid, 1981, II, p. 57, instrucciones al marqués de Leganés, 1630. 4 Diego Saavedra Fajardo, Empresas políticas. Idea de un príncipe político-cristiano (1642), em- presa 7, ed. Q. Aldea, Editora Nacional, Madrid, 1976, I, pp. 120-121. 5 Diego Saavedra Fajardo, República literaria, ed. V. García de Diego, Clásicos Castellanos, Madrid, 1923, pp. 100-101.

40 bió su tratado. Y lo empezó ofreciendo su definición de razón de estado, una definición que, en realidad, era doble:

El estado es un dominio establecido sobre los pueblos, y razón de estado es el conocimiento de los medios aptos para fundar, conservar y ampliar tal dominio (...) Parece comprender con mayor rigor la conservación que las otras (...). Y si bien todo aquello que se hace por los [tres] motivos antes di- chos se dice hacerse por razón de estado, mayormente se dice de aquellas cosas que no pueden reducirse a la razón ordinaria y común. 6

Así pues, conservación y procedimientos no ordinarios, o, mejor dicho, la aplicación de éstos para conseguir aquélla, resumían los contenidos que Botero quiso fijar para esa nueva expresión. Las definiciones que en años sucesivos iban a aportar otros tratadistas giraron, en su mayoría, sobre estos contenidos. 7 A la larga, sin embargo, la Razón de Estado consolidaría ese significado, un tanto reduccionista, que hace de ella poco menos que un manual para gober- nantes sin escrúpulos. Le sucede, pues, como a Maquiavelo, es decir, que hay que acercarse a ella sin el lastre de la mala fama a la que ha quedado asociada. Se impone estudiarla históricamente, como producto de un período específico, el que abarca, aproximadamente, desde las décadas de 1570 y 1580 a las de 1640 y 1650, en lugar de tomarla conceptualmente, como algo atemporal, pro- pio de la práctica gubernativa en cualquier época. Para ello es necesario re- construir el ambiente político e intelectual del momento y repasar el léxico en- tonces vigente. Esto ha de permitir efectuar algunas precisiones y documentar una variedad de usos de la expresión “razón de estado”. Ante todo, no es impropio volver a que Botero, hombre de la Contrarrefor- ma, escribió en rechazo de Maquiavelo y de aquellas nociones, más o menos influidas por él, que admitían una instrumentalización de la religión por la po- lítica o que deslindaban la una de la otra. Su propósito era el de encaminar esas actitudes, que él vio tan extendidas, por los cauces de la ortodoxia triden- tina. Según Botero, el bien público era de dos clases (espiritual y temporal) y ambas se basaban en una misma obediencia religiosa y política. De ahí que afirmara que el gobernante debía combatir la herejía y que censurara que “no faltan hoy en día hombres no menos impíos que locos que dan a entender a los príncipes que la herejía no tiene nada que ver con la política”. 8 En esas fechas, éste era el principal caballo de batalla: las relaciones entre la política y la moral. También estaba planteada, por supuesto, la cuestión de las relaciones entre el rey y la ley, pero la discusión acérrima no se refería tanto a los márgenes que se concediera a la acción de gobierno, como al norte a que

6 Giovanni Botero, La razón de estado y otros escritos, ed. M. García-Pelayo, Universidad Cen- tral, Caracas, 1962, pp. 89-92. 7 En su edición de Botero aquí utilizada, M. García Pelayo incorpora como anexo (pp. 187- 191) un amplio muestrario de definiciones por autores mayoritariamente italianos. 8 Botero, Razón de estado, pp. 183-4.

41 ésta se dirigía. La política era entendida, ante todo, como un medio para alcan- zar un fin trascendente de orden expresamente religioso. Se trataba, pues, de una teología política. Un tal entendimiento estaba bien asentado desde tiempo atrás, pero las controversias político-religiosas de finales del siglo XVI (particu- larmente en Francia) y su prosecución durante la Guerra de los Treinta Años harían de él el centro de la polémica, que en España se vivió con particular in- tensidad. 9 Dilema moral, sin embargo, no se dio tan sólo en la estela de Maquiavelo y en el campo de la religión, sino que otro debate venía desarrollándose en rela- ción al arte renacentista de la Retórica. La preparación retórica y dialéctica de muchos humanistas les capacitaba para defender un postulado y también su contrario, y en esa versatilidad se manifestaba su pericia profesional. Esto pro- vocó cierta confusión: como todos los postulados eran argumentables, parecía que todos eran también igualmente defendibles en cuanto a su rectitud. Y de ello derivó un trasfondo de ambigüedad moral que acabaría provocando la re- pulsa de Hobbes, quien atribuyó a esta confusión el estallido de guerras, y también la de Locke. 10 Junto a estas cuestiones, en el campo ya más definidamente político “razón de estado” no era expresión de dos únicos sentidos, los dos recogidos por Saa- vedra Fajardo antes mencionados. Entre sus varias acepciones, las había neu- tras. Así, por ejemplo, en una traducción al castellano de nada menos que El príncipe de Maquiavelo, realizada a fines del siglo XVI y que no llegó a publi- carse, su anónimo autor deslizó un comentario que incorporaba el término, donde significaba meramente lección de prudencia: “Gran razón de estado se saca de aquí: la neutralidad pierde al amigo y no obliga al enemigo”. 11 Más aún, el Diccionario de Covarrubias, pocos años después, recogía en la voz “razón” una mención escueta a “razón de estado”, sin añadir información nin- guna, mientras que la voz “estado” incluía entre sus varias acepciones (casi todas relativas a estamento o situación) la siguiente: “Gobierno de la persona real y de su reino, para su conservación, reputación y aumento”. Y añadía:

9 Sobre este clima general, véanse Julio A. Pardos, “Juan Bodino: soberanía y guerra civil con- fesional”, en F. Vallespín, ed., Historia de la teoría política, vol. 2: Estado y teoría política moderna, Madrid, 1990, cap. 4; Pablo Fernández Albaladejo, “Católicos antes que ciudadanos: gestación de una ‘política española’ en los comienzos de la Edad Moderna”, en J. I. Fortea, ed., Imágenes de la diversidad. El mundo urbano en la Corona de Castilla (s. XVI-XVIII), Santander, 1997, pp. 103-127; y José Mª Iñurritegui, La gracia y la república. El lenguaje político de la teología católica y el ‘Príncipe Cristiano’ de Pedro de Ribadeneyra, Madrid, 1998, introducción, así como el prólogo de Pablo Fer- nández Albaladejo. Este contexto religioso queda agudamente captado en la observación de Barto- lomé Clavero: “Tiende a verse razón desnuda de estado donde entonces había razón vestida de re- ligión”, en su “La monarquía, el derecho y la justicia”, en E. Martínez Ruiz y M. de P. Pi, coords., Instituciones de la España Moderna, vol. 1: Las jurisdicciones, Madrid, 1996, p. 37. 10 Quentin Skinner, “Moral ambiguity and the Renaissance Art of Eloquence”, Essays in Criti- cism, 44 (1994), pp. 267-292. 11 Citado por Helena Puigdomènech, Maquiavelo en España. Presencia de sus obras en los siglos XVI y XVII, Madrid, 1988, p. 119. El comentario se refería a un pasaje del capítulo 21 de El Príncipe.

42 “Materia de estado: todo lo que pertenece al dicho govierno”, sentido no muy lejano al de la definición de Botero. 12 De todos modos, no se trataba sólo de que la expresión admitiera usos di- versos. La irrupción de esta expresión testimoniaba algo mucho más profundo, la crisis del aristotelismo político como lenguaje dominante, que se hizo mani- fiesta en la segunda mitad del siglo XVI. “Política” dejaba de significar ante todo el arte de gobernar una comunidad humana conforme a justicia y razón y, en contraste, devenía el modo de preservar el estado, tanto en su carácter de dominio sobre los súbditos como en las relaciones del mismo con otros esta- dos. Al calor de este cambio, cambiaban también las disciplinas que debían inspirar la tarea de gobierno: las reglas generales de la filosofía moral y el dere- cho dejaban de parecer útiles para hacer frente a un cúmulo de circunstancias concretas y cambiantes, y era, por el contrario, la historia la que ofrecía orien- tación. Por otro lado, también se asistía al fin del republicanismo cívico norita- liano: frente al ideal de un cuerpo de ciudadanos vinculados entre sí, instrui- dos en las virtudes cívicas y dedicados a una vita activa en su comunidad, ahora el foco de la vida colectiva estribaba en el príncipe, encarnación de la prudencia y de la justicia, mientras que el papel que correspondía a los súbdi- tos era la obediencia. Así lo proclamaba Botero: “El fundamento principal de cada estado es la obediencia de los súbditos a su superior, y ésta se funda en la eminencia de la virtud del príncipe”. 13 Este cambio de lenguajes políticos resultaba más perceptible en Italia. Y no sólo porque la utilización más temprana de la expresión “razón de estado” se debiera a Guicciardini y a Giovanni della Casa, como es bien sabido. Era más perceptible porque las ciudades y principados italianos habían vivido sucesivos cambios políticos por espacio de más de un siglo y medio (lo cual había hecho de ellos auténticos laboratorios constitucionales), y ahora, una vez acabadas las guerras de Italia a mediados del siglo XVI, esta larga evolución se saldaba con el asentamiento de los regímenes principescos en detrimento de los republicanos. En las grandes monarquías cisalpinas, sin embargo, el principio monárquico estaba más consolidado y los debates solían versar sobre los límites de la auto- ridad de la corona. En este terreno la aplicación de esas medidas “que no podían reducirse a la razón ordinaria y común”, para decirlo con las palabras de Botero, no suponía

12 Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española (1611), ed. M. de Riquer, Altafulla, Barcelona, 1993, pp. 893-4, 561. Bartolomé Clavero comenta estas definiciones en su Razón de estado, razón de individuo, razón de historia, Madrid, 1991, cap. 1. 13 Botero, Razón de estado, pp. 101-102. Sobre estos cambios generales, véanse Robert Bireley, The Counter-Reformation Prince. Anti-Machiavellism or Catholic statecraft in Early Modern Europe, Chapel Hill, 1990; Peter Burke, “Tacitism, scepticism and reason of state”, en J. H. Burns y M. Goldie, eds., The Cambridge History of Political Thought, 1450-1700, Cambridge, 1991, cap. 16; Maurizio Viroli, From politics to reason of state. The acquisition and transformation of the language of politics, 1250-1600, Cambridge, 1992; Enzo Baldini, ed., Aristotelismo politico e ragion di stato, Florencia, 1993; Richard Tuck, Philosophy and government, 1572-1651, Cambridge, 1993, caps. 2 y 3.

43 una gran novedad, sino que conocía precedentes claros. Las máximas salus po- puli suprema lex y necessitas legem non habet, procedentes de Roma, se halla- ban en pleno vigor y entroncaron sin dificultad con la doctrina de la razón de estado. Y el caso concreto de Castilla era significativo, pues desde el siglo XV una poderosa corriente venía arguyendo que el rey se hallaba legibus solutus y que estaba investido de una potestas absoluta extraordinaria que le permitía contravenir la ley en casos de causa justa y necesidad. Jerónimo Castillo de Bo- vadilla no haría sino hacer explícita la conexión con estos antecedentes, al afir- mar que el rey podía dejar de cumplir determinadas leyes “por razón de gober- nación y de estado”. 14 Por otra parte, la administración de la gracia real con- cedía al rey en Castilla y en la Corona de Aragón la facultad de privilegiar a individuos y corporaciones o bien de dispensarles del cumplimiento de una u otra obligación, siempre y cuando no hubiera lesión de terceros, para lo cual debía intervenir el dictamen del Consejo correspondiente, gracias a cuya interven- ción se decía que la gracia real era mejorada. La función graciosa estaba confi- gurada como ámbito de la discrecionalidad real pura, aunque restringida. 15 Así pues, el margen de discreción que ciertas nociones y prácticas anterio- res otorgaban al rey en sus relaciones con la ley podía ahora revestirse con la expresión a la moda, si bien “razón de estado” no abarcaba todas las manifes- taciones de esa discreción. Con todo, era bien cierto que había nuevas prácti- cas e inquietudes, que, en efecto, daban lugar a nuevos razonamientos y voca- bularios. Ante todo, no era posible sustraerse al imperioso llamamiento de Ma- quiavelo a la eficacia en la acción gubernativa del príncipe, y en este terreno sobresale la aportación del valenciano Fadrique Furió Ceriol. En la dedicatoria a Felipe II de su más conocido tratado virtió reflexiones muy sintomáticas, donde el eco del florentino era bien perceptible. Advirtió que la noción de un “buen príncipe” era comúnmente mal entendida: “Muchos hombres dizen ra- zones en apariencia buenas, pero en efeto vanas y fuera de propósito: porque ellos piensan que buen Príncipe es un hombre que sea bueno, i este mesmo que sea Príncipe; i assí concluien que el tal es buen Príncipe”. A continuación insertó el ejemplo de que una persona determinada, “aunque un grand vellaco, por saber perfectamente su profesión de música, es nombrado mui buen músi- co”, y llegaba a su conclusión:

De manera que el buen Príncipe es aquel que entiende bien y perfeta- mente su profesión, i la pone por obra agudamente i con prudencia; que es,

14 Citado por José Antonio Maravall, Teoría del estado en España en el siglo XVII (ed. or. 1944), Madrid, 1997, p. 206. Para esa corriente castellana, véase Salustiano de Dios, “El absolutismo regio en Castilla durante el siglo XVI”, Ius Fugit, 5-6 (1996-97), pp. 53-236. Frente a las opiniones que hacen de la razón de estado una novedad del siglo XVI, Michel Senellart subraya el peso de los precedentes romanos y medievales, entre otros el de la ratio status, aunque advierte que la relación entre una y otra expresión no es directa: Machiavélisme et raison d’état, París, 1989, cap. 1. 15 Salustiano de Dios, Gracia, merced y patronazgo real. La Cámara de Castilla entre 1474-1530, Madrid, 1993; Jon Arrieta Alberdi, El Consejo Supremo de la Corona de Aragón (1494-1707), Zara- goza, 1994, pp. 507-519.

44 que sepa i pueda con su prudente industria conservarse con sus vassallos, de tal modo que no solamente se mantenga honradamente en su estado i lo esta- blezca para los suios, sino que (siendo menester) lo amplifique y gane victoria de sus enemigos cada i quando que quisiere, o el tiempo pidiera. 16

Furió se situaba tempranamente en un campo semántico que iba a marcar el debate en las décadas subsiguientes: efectividad, conservación, ocasión. Y, a tal efecto, afirmaba que había un “arte de bien governar, llamado institución del príncipe”, la cual, lejos de consistir en el enunciado de normas morales cristianas permanentes, al estilo de los viejos specula principis, “no es sino una arte de buenos, ciertos y privados avisos, sacados de la esperiencia luenga de grandes tiempos, forjados en el entendimiento de los más ilustres hombres desta vida” Y cerraba: “Una partezilla de la cual [institución] enseño aquí en este libro”. 17 Pero si conservación tenía en Maquiavelo, Guicciardini y Furió un sentido ante todo político, es decir la perpetuación de una autoridad o esta- do mediante la neutralización de las acciones de sus enemigos interiores o ex- teriores, las guerras de religión en Francia y la revolución calvinista holandesa imprimieron un sentido adicional y urgente al término: la conservación política se basaba esencialmente en la defensa confesional a ultranza. El mismo abrió el prefacio de su République, obra cuya larga maduración se vio redondeada en la estela de la matanza del día de San Barto- lomé de 1572, invocando la necesidad de procurar la conservación de reinos e imperios, una necesidad que era más acuciante entonces a causa de las guerras civiles. Con todo, el posicionamiento confesional de Bodin fue menos definido que en otros autores. 18 La vinculación entre religión y conservación aparecía mucho más firme, en cambio, en Tomás Cerdán de Tallada y su Verdadero govierno desta Monarchía (Valencia, 1581) y, sobre todo, en Luis Valle de la Cerda, que al año siguiente, tras la Abjuración de Guillermo de Orange contra Felipe II, escribió sus Avisos en materia de estado y guerra para oprimir rebelio- nes y hazer pazes con enemigos armados o tratar con súbditos rebeldes, libro que no se publicaría hasta 1599. Mientras que Cerdán afirmaba que la conserva- ción y aumento de la monarquía estribaba en la paz, la cual descansaba en la conservación de la religión y ésta, a su vez, permitía “la conservación de todo el universo”, para Valle de la Cerda su proximidad con el caso holandés le llevó a rechazar la disimulación y libertad de conciencia y a extremar su afir- mación de que en el respeto de las reglas y preceptos de la Iglesia se hallaba “la duración de los mayores Imperios y la verdadera materia de estado y la conser- vación de él”. Años después, en 1604, Cerdán de Tallada publicaba una reedi-

16 Fadrique Furió Ceriol, El concejo y consejeros del príncipe (1559), ed. Henry Méchoulan, Tecnos, Madrid, 1993, p. 7. 17 Ibidem, pp. 9, 13. 18 Jean Bodin, Les six livres de la république (ed. latina, 1576), “préface”, ed. Ch. Frémont, M.-D. Couzinet y H. Rochais, Fayard, París, 1986, pp. 9-10. Al respecto, véase Pardos, “Juan Bo- dino”.

45 ción corregida de su tratado, titulándolo ahora Veriloquium en reglas de estado. La asociación entre todos estos términos quedaba de nuevo de relieve. De todos modos, quien encarnó de modo más cumplido la defensa de la religión católica frente a ateos y “políticos”, mediante la concepción de la “verdadera razón de estado”, fue el jesuita Pedro de Ribadeneyra, cuyo Tratado de la reli- gión y virtudes que debe tener el Príncipe Cristiano (1595) constituye uno de los mejores exponentes europeos de esta visión confesional del mundo. 19 Pero no sólo la herejía amenazaba la estabilidad de los estados. Junto a la convicción de que así era, estaba muy arraigada la idea de la declinación fatídi- ca que pesaba sobre todo el mundo natural. El movimiento de los astros, las tesis cíclicas de Polibio o bien la analogía entre el cuerpo político y el humano, sometidos ambos a la implacable ley de la enfermedad y la muerte, confluían en arraigar una intensa conciencia de que la ruina era el fin que aguardaba a toda obra humana. Ni siquiera el Imperio Romano, la más grande realización política de la historia, había podido escapar a estos dictados. Sólo la Providen- cia divina podía salvaguardar a sus elegidos de ese fin. Pero, bajo el imperio de la misma, una dirección política adecuada podía mitigar los ritmos de la decli- nación, del mismo modo que una inadecuada la precipitaba. Así se expresaba Jerónimo de Cevallos en 1623: “La república (...) va en declinación o por mal govierno de los que la tienen a su cargo, o por causas naturales que proceden del mismo tiempo (...), porque todo lo que tuvo principio ha de ir declinando a su fin, como el nacimiento del sol a su ocaso”. 20 Parecidamente, Eugenio de Narbona comentó:

Las repúblicas se acaban y son llevadas, como todas las cosas naturales, del raudal del tiempo y de la mudanza (...) Esta caída y mudanza se dilata más y, cuando acaece, se hace menos terrible con la observancia de esta doc- trina, cuyos preceptos serán como preservativos de esta corrupción o estribos que detengan este gran edificio. 21

Esta doctrina y sus preceptos eran precisamente la Razón de Estado. En efecto, el portugués Pedro Barbosa Homem la definió de la siguiente manera: “Una doctrina especial que por medio de varias reglas hace diestro a un prínci- pe o para mantener en su propia persona los estados que posee, o para conser- var en los mismos estados la forma y grandeza original que tienen, o para con nuevos aumentos ilustrar o acrecentar la antigua masa de que ellos se for-

19 Sobre los tres autores, véase Iñurritegui, Gracia y república, pp. 137-142, 163, y caps. 3 y 4. Sobre Cerdán, también James Casey, “‘Una libertad bien entendida’: Los valencianos y el estado de los Austrias”, Manuscrits, 17 (1999), esp. pp. 239-245. 20 Citado por J. H. Elliott, “Introspección colectiva y decadencia en España a principios del siglo XVII”, en su España y su mundo, 1500-1700, Madrid, 1989, p. 296. Todo el artículo ofrece un perceptivo análisis de estas cuestiones. 21 Citado por Maravall, Teoría del estado, pp. 69-70.

46 man. 22 En esto consistía, pues, la razón de estado. O, mejor dicho, ésta era la razón de estado de la que se escribía con carácter positivo. En semejante con- cepción positiva influía el tacitismo, la conocida corriente que encontraba en Tácito los argumentos para justificar una acción gubernativa eficaz en los obje- tivos de conservación, y en ella estaba muy presente la imagen del médico. “La razón –explicaba el mismo Barbosa Homem– por vía de doctrina a él [al esta- do] especialmente se aplica, por lo cual viene aquí en cierta manera la razón a hacer con el estado aquel oficio que el arte de la medicina hace con el cuerpo humano”. Un diagnóstico acertado era, pues, el primer paso hacia la curación. De ahí que Botero, a renglón seguido de su definición de razón de estado, se- ñalara las causas que provocan la decadencia de los estados, y las clasificara en internas, externas y mixtas. 23 En pos de la conservación, la razón de estado admitía que el príncipe recu- rriera a prácticas ajenas a la moral convencional. Era el caso, por ejemplo, de la disimulación o bien la aplicación de métodos para impedir la unidad entre los súbditos, como prohibición de reuniones o uso de espías. 24 Pero no recomen- daba la opresión excesiva, pues solía resultar contraproducente. La razón de estado no era, en efecto, un manual para déspotas, o no lo era siempre. Ya Ma- quiavelo advirtió sobre los abusos de poder y las formas despiadadas, pues “estos medios harán ganar poder pero no gloria”, y sobre los peligros de gran- jearse el odio de los súbditos, el cual les empujaría a conjurarse, y para ello re- comendó en varios pasajes no ahogar al pueblo con impuestos, respetar la ha- cienda ajena y no usurpar los bienes ni las mujeres de los súbditos. En esta misma línea, Botero afirmó que la crueldad con los súbditos era una de las cau- sas internas de ruina de los estados y recomendó no imponer gabelas insólitas o desproporcionadas ni efectuar recaudaciones violentas, “porque los pueblos sobrecargados en sus fuerzas o desertan del país, o se vuelven contra el prínci- pe o se pasan al enemigo”. 25 Cómo acertar con el adecuado grado de dureza y maquinación era justa- mente el quid de la razón de estado, y ahí, sin duda, subyacía El Príncipe ma- quiaveliano. Se trataba, pues, de instruir al gobernante en semejantes compor- tamientos, y a finales del siglo XVI e inicios del XVII se discutió mucho si esto consistía en un arte, una técnica o una ciencia. Con carácter genérico, se decía que la política era un arte, como también lo eran el ars historica o el ars pictori-

22 Pedro Barbosa Homem, “Discursos de la verdadera y jurídica razón de estado” (c. 1627), en La razón de estado en España, siglos XVI-XVII (Antología de textos), ed. J. Peña Echevarría, Tecnos, Madrid, 1998, p. 181. 23 Barbosa, ibidem, p. 182; Botero, Razón de estado, pp. 92-94. 24 Sobre la primera, véase Javier de Lucas, “Maquiavelismo y tacitismo en el Barroco español: el secreto y la mentira como instrumentos de la Razón de Estado”, en Homenaje a Sylvia Romeu, Valencia, 1989, pp. 549-559; sobre los segundos, Botero, Razón de estado, pp. 139-140; y Saavedra, Empresas políticas, empresa 73 (ed. cit., p. 710). 25 Nicolás Maquiavelo, El príncipe, eds. A. Martínez Alarcón y H. Puigdomènech, Tecnos, Ma- drid, 1988, pp. 34, 63, 68, 74-5; Botero, Razón de estado, pp. 93, 103, 118.

47 ca, pero, en cualquier caso, se consideraba que su ejercicio requería una prepa- ración cada vez más especializada y exigente. Jean Bodin, por ejemplo, observó que “entre un millón de libros que vemos sobre todas las ciencias, apenas se encuentran tres o cuatro sobre la república, que es siempre la princesa de todas las ciencias”, para lamentar a continuación “la ignorancia de los asuntos de estado” y, más en concreto, que algunos “han profanado los sagrados miste- rios de la Filosofía Política, cosa que ha dado ocasión de alterar y transtornar buenos estados”. 26 Sagrados misterios, arcana imperii: aquel bagaje de conoci- mientos no sólo era especializado, sino además reservado a unos pocos. Así, de Ruy Gómez, príncipe de Éboli, dijo su hechura Antonio Pérez que había sido el mayor maestro en muchos siglos en los secretos de la “ciencia” de la privan- za. 27 Y Baltasar Álamos de Barrientos, tan vinculado, a su vez, a Pérez y uno de los tacitistas españoles más brillantes, desarrolló una amplia argumentación en favor del carácter científico de la política. A tal fin se basó en el conoci- miento de los afectos humanos como condicionante de las conductas, cono- cimiento que se conseguía mediante un profundo estudio de la historia. Sus enseñanzas proporcionaban experiencia, de la que se extraían reglas, conden- sadas en aforismos. Esto le permitió formular en su Suma de preceptos su cono- cida afirmación: “Ciencia es la del gobierno y estado, y su escuela tiene, que es la experiencia particular; y la lección de las historias, que constituyen la univer- sal (...) Y sus maestros también tiene, que son los antiguos ministros y conseje- ros de los príncipes, y lo que éstos nos dejasen escrito y oímos de ellos”. 28 Que la historia era maestra de la vida y guía para el gobernante constituía un difundido lugar común. Lo que Álamos hizo fue sustentar en la experiencia histórica el carácter objetivo de la política, aunque admitió que en cuestión de asuntos humanos no podían formularse leyes infalibles y de cumplimiento per- fectamente predecible, a causa de la intervención del libre albedrío:

Sé bien que, tomándolo en toda su propiedad lógica, no se puede llamar ciencia esta prudencia de estado, por no ser las conclusiones della ciertas siempre y en todo tiempo, ni tampoco preciso el suceso que por ellas se espe- ra y adivina (...) Pero, con todo esso, la quise llamar ciencia por ser arte de las artes y ciencia, en fin, de discursos prudentes, fundados en sucessos de casos semejantes (...) sin que haya otro mejor ni más cierto medio para ello. 29

26 Bodin, Les six livres de la République, “préface”, pp. 11, 14. Traducción mía. 27 Citado por J. H. Elliott, “Unas reflexiones acerca de la privanza española en el contexto eu- ropeo”, Anuario de Historia del Derecho Español, 67 (1997), p. 890. 28 Baltasar Álamos de Barrientos, Aforismos al Tácito español (1614), ed. J. A. Fernández-San- tamaría, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1987, p. 34. Sobre esta discusión en gene- ral, véase Enrique Tierno Galván, “El tacitismo en las doctrinas políticas del Siglo de Oro espa- ñol”, en sus Escritos, Madrid, 1971, cap. 1, esp. pp. 62 y ss.; y José A. Fernández-Santamaría, Razón de estado y política en el pensamiento español del Barroco (1595-1640), Madrid, 1986, caps. 5 y 6. 29 Álamos, ibidem, p. 35.

48 No todos compartían esta confianza, en atención a la enorme variedad de acci- dentes que interviene en las acciones humanas. Entre otros, el catalán Joaquín Setanti negaba a la política ese carácter científico, “porque la variedad de los tiempos turba los consejos de los hombres, y la diversidad de los hombres causa las mudanzas de los tiempos”, mientras que Fernando Alvia de Castro afirmaba que “es la materia de estado un profundísimo mar en que ni hay arte que la comprenda ni ciencia que la enseñe”. 30 También por entonces, aunque desde postulados políticos y religiosos radi- calmente distintos, Johannes Althusius argüía en su Politica metodice digesta (1603) el carácter sistemático de esta ciencia. Fuera como fuese, es de destacar que Álamos de Barrientos no se limitó a proclamar el carácter científico de la política, sino que también planteó abiertamente el dilema siempre subyacente a la acción de gobierno: la relación entre la moral y la política. Y lo hizo, al modo de Maquiavelo, separando la una de la otra: “El ser una resolución ho- nesta y delectable bien puede ser que se pruebe por razones y pretextos mora- les, pero ser útil y conveniente en punto de conservación no, que son los tres casos (la utilidad, la conveniencia y la conservación) por donde se ha de hacer juicio en los discursos de estado para tomar resoluciones en ellos, y la de ser útil y conveniente [es] la más fuerte y poderosa”. 31 También en este planteamiento Álamos fue un caso singular. Lo más fre- cuente entre los tratadistas españoles fue defender la “verdadera razón de esta- do”, en la que la política se subsumía con toda naturalidad en la religión. Y una consecuencia no menor de ello fue la desaparición de escena de otro factor característico en Maquiavelo: la fortuna. Frente a los autores a los que tildaban de impíos porque ignoraban el peso de la Providencia sobre los designios hu- manos, los tratadistas contrarreformistas lo fiaban todo en ella. No quedaba es- pacio para la Fortuna, esa diosa pagana y caprichosa a cuyo arbitrio Maquiave- lo atribuía el resultado de la mitad de las acciones humanas. Como dijo Alvia de Castro, cuando la nave del estado se veía azotada por una gran tormenta, “bien se sabe cuánto más pueda y valga una buena fortuna (la ayuda divina, se entiende) que la ciencia o la destreza de Noé, Minos o Neptuno”. 32 Además de la Fortuna, también se rechazaba otro rasgo distintivo de Ma- quiavelo y, por extensión del humanismo cívico italiano: el cultivo de la pru- dencia y de otras virtudes ciceronianas por parte de los ciudadanos, activos en un régimen participativo, republicano. El cambio que suponía la doctrina de la razón de estado en este terreno era más visible, de nuevo, en Italia, pues tam- bién allí eran más vivas la práctica y la discusión sobre el carácter más o menos abierto y participativo de sus ciudades-estado. Pero este cambio de clima se

30 Setanti, citado por Tierno, “Tacitismo”, p. 68; Alvia de Castro, “Verdadera razón de esta- do” (1616), en La razón de estado en España, p. 133. 31 Citado por Tierno, “Tacitismo”, pp. 64-65. 32 Alvia de Castro, “Verdadera razón de estado”, p. 133. La opinión de Maquiavelo, en El Príncipe, cap. 25 (ed. cit., p. 103).

49 apreciaba asimismo en los sistemas monárquicos en el menor predicamento que tenía la forma de monarquía mixta, considerada hasta poco antes como la más adecuada gracias a los equilibrios que proporcionaba. Bodin rechazó de plano cualquier forma mixta como inherentemente inestable, y gran parte de los autores castellanos compartían esa opinión. Sin olvidar las posturas consti- tucionalistas defendidas en Castilla y, con carácter mayoritario, en la Corona de Aragón, las reservas de Álamos de Barrientos eran sintomáticas: “Una forma de república en la que todos los estados tengan parte en el supremo de ella y que todos vivan con entera satisfacción en un Imperio compuesto del real, popular y de los Grandes, más fácilmente se puede alabar que verse en práctica, ni cuando, en fin, se practicase, durar mucho tiempo”. 33 Conforme disminuía la participación de los súbditos, el foco se centraba cada vez más en la corona, la cual acabó por personificar la prudencia misma. Pero ya no era aquella civilis prudentia del humanismo cívico ni tampoco aque- lla otra, cautelosa, producto de la incertidumbre cognitiva y del escepticismo, de la que habló Juan Luis Vives. 34 Se trataba de una prudencia eminentemente regia, situada bajo el amparo de la Providencia, basada en la lección de la His- toria y objeto de nuevas cosechas de specula principis. La tratadística castellana contaba con una tradición ya larga de ver en el rey la encarnación y emanación de las virtudes, y ahora esa nueva definición de prudencia encontró en Feli- pe II su expresión más acabada. 35 Era el rey prudente quien, gobernándolos, hacía buenos a los miembros del reino, cuyo actividad se cifraba ahora en la obediencia. La exclusión del popu- lus tenía su correlato en la reducción del arte del gobierno a unos arcana impe- rii, sólo penetrables por un puñado de estadistas y altos consejeros. “Ciencia tan difícil como la del gobierno no se alcanza sin gran desvelo y estudio, pues no basta el buen entendimiento sin él[los]”, advertía en 1619 Sancho de Mon- cada, quien veía en la ignorancia de esta ciencia “la raíz de los malos sucesos de los reinos” y planteaba la creación de cátedras universitarias sobre la misma, aunque señaló que “el principal nervio de esta facultad debe estar en la corte”. 36 Esta actitud no respondía solamente a un cierto elitismo cultural y político, menospreciador de las capacidades de los grupos intermedios y popu- lares, sino también al temor a las actividades de los mismos. Esto explica que Tácito fuera traducido al castellano de modo más bien tardío. El autor de la

33 Citado por Maravall, Teoría del estado, pp. 168-169. 34 José A. Fernández Santamaría, Juan Luis Vives. Escepticismo y prudencia en el Renacimiento, Salamanca, 1990. 35 Julio A. Pardos, “Virtud complicada”, y Chiara Continisio, “Il Re prudente. Saggio sulla virtù politiche e sul cosmo culturale dell’Antico Regime”, ambos en Ch. Continisio y C. Mozza- relli, eds., Repubblica e virtù. Pensiero politico e Monarchia Cattolica fra XVI e XVII secolo, Bulzoni, Roma, 1995, pp. 77-91 y 311-354, respectivamente; y, por todos, Pablo Fernández Albaladejo, “Espejo de prudencia”, en Felipe II: un monarca y su época. La Monarquía Hispánica, catálogo de la exposición en El Escorial, Madrid, 1998, pp. 69-79. 36 Citado por Fernández-Santamaría, Razón de estado y política, p. 189.

50 que parece ser la primera traducción, datable hacia 1612, Ponce de León, se preguntó si era conveniente que un libro sobre “secretos de príncipes y gobier- no de estado” se hiciera común entre el vulgo. El caso es que su traducción no se publicó. Precisamente por aquellos mismos años y en sus satíricos Ragguagli da Parnaso (1612-1613), que alcanzaron mucha difusión, Traiano Boccalini presentó a Tácito en una situación apurada por haber inventado unas gafas es- peciales, “las gafas políticas”, que permitían a la gente común ver los engaños y los secretos más ocultos de los príncipes. 37 Era una actitud no muy distinta a la del temor que en el mundo de la Contrarreforma provocaba la lectura directa de las Sagradas Escrituras por parte de gentes que carecían de formación teo- lógica, de las que se recelaba que se deslizaran hacia la herejía y la pérdida del respeto a la jerarquía. Justamente Fadrique Furió Ceriol, mostrando de nuevo rasgos poco ortodoxos, había defendido abiertamente en su tratado Bononia (1556) la traducción de los textos sagrados a las lenguas vernáculas, por consi- derarlos inteligibles para sectores más amplios de público. 38 Junto a los planteamientos religiosos y políticos, algunos tratados de razón de estado incorporaron otro contenido de primer orden: la atención a la situa- ción económica. “Conservación” ya no significaba tan sólo evitar la inestabili- dad política o la pérdida de territorios o de la independencia, sino que ahora incorporaba, por lo menos, un sentido de viabilidad material. Botero dedicó una de las partes más originales de su tratado a comentar las fuerzas materiales necesarias para un estado, se ocupó del tesoro real y de los tipos de impuestos, y destacó la importancia, ante todo, de la población, así como de la agricultura y la industria, las cuales, dijo, compensaban con creces de la carencia de minas de oro o plata, símil que se convertiría en lugar común. Más aún, en sus Rela- tioni universali señaló el estado de despoblamiento en que se hallaban Portugal y Castilla como consecuencia de administrar sus respectivos imperios valiéndo- se tan sólo de sus nacionales, y a eso le llamó haber seguido una razón de esta- do contraria a la que permitió la grandeza de Roma, a saber, favorecer matri- monios mixtos y admitir a la ciudadanía a antiguos enemigos. 39 El fomento demográfico y económico, así como la crítica a la ociosidad, fueron preocupaciones compartidas por arbitristas castellanos, projectors ingle- ses y otros autores en la Europa de finales del siglo XVI e inicios del XVII. Había la conciencia de que ese fomento beneficiaba tanto al rey como a los súbditos. Así lo observó el catalán Gaspar Pons en su memorial a Felipe III en 1599: sólo unos vasallos ricos podían satisfacer sin perjuicio del reino las necesidades hacendísticas de la corona, de modo que era del interés de ésta procurar su en-

37 Sobre León, véase Fernández-Santamaría, ibidem, pp. 165-166; sobre este pasaje de Boccali- ni, Rosario Villari, Elogio della dissimulazione. La lotta politica nel Seicento, Roma-Bari, 1987, p. 21; y Burke, “Tacitism”, p. 490. 38 Luca D’Ascia, “Fadrique Furió Ceriol fra Erasmo e Machiavelli”, Studi Storici, 40 (1999), pp. 551-584. Debo esta referencia a James Amelang. 39 Botero, Razón de estado, pp. 153-167; Le relationi universali, segunda edición, Venecia, 1597, primera parte, pp. 17-18.

51 riquecimiento. 40 El hecho de que Botero hubiera formulado un razonamiento parecido muestra que estas propuestas de corte reformista encajaban bien en las nociones de razón de estado. Y Eugenio de Narbona lo sentenció, mediante el oportuno aforismo, al señalar que el principal factor de estabilidad política, interior y exterior, era el amor de los vasallos a su rey: “Gran modo de adquirir y ganar la voluntad y amor de los vasallos, hacerles vivir en abundancia”. 41 Más elaboradas fueron la génesis intelectual y la propuesta de Martín González de Cellorigo en su famoso Memorial de 1600, influido directamente por Ma- quiavelo y Bodin. Según él mismo expuso, Felipe II le encargó escribir “sobre la razón de estado perteneciente a la restauración destos reynos”, y él redactó sus arbitrios sobre el restablecimiento de la autoridad de la corona y la restau- ración de las clases medias, siguiendo –a veces al pie de la letra– a ambos auto- res, en unos años en que se les rechazaba por impíos y políticos. 42 El régimen de Olivares partió de estas y otras inquietudes y percepciones. Sin embargo, “razón de estado” no fue expresión significativa en sus argumen- taciones políticas y propagandísticas, como tampoco lo fue el propio término “estado”, a diferencia del régimen de Richelieu, que sí hizo un uso más cons- ciente de este último. Fueron, en cambio, “necesidad” y “reputación” los tér- minos en boga y –como se encargaría de puntualizar en 1634 José González, una de las principales hechuras de Olivares– correspondía al rey y a sus princi- pales ministros, y de ningún modo a los súbditos, determinar lo que era necesi- dad. 43 Por el contrario, razón de estado sí fue expresión utilizada por autores que no se alineaban con los presupuestos del régimen del Conde Duque. Años antes, el catalán Francisco Gilabert, autor de los Discursos sobre la calidad del Principado de Cataluña (1616), compartía buena parte de las inquietudes de re- forma económica y fomento agrícola de los hombres de su generación, pero, a diferencia, por ejemplo, de Cellorigo (que hizo de la obediencia el fundamento del orden político), quería compaginarlos con una defensa y revigorización del sistema pactista catalán, para lo cual también propugnó algunas medidas de tipo político, que afectaban tanto a los omitidos deberes constitucionales del

40 José Ignacio Fortea, “Entre dos servicios: la crisis de la hacienda real a fines del siglo XVI. Las alternativas fiscales de una opción política (1590-1601)”, Studia Historica. Historia Moderna, 17 (1997), p. 74. 41 Botero, Razón de estado, p. 161; Eugenio de Narbona, “Doctrina política civil escrita en afo- rismos” (1604), en La razón de estado en España, p. 83, el cual citó en apoyo de su aforismo a Cice- rón y Tácito. 42 Jesús Villanueva, “El reformismo de González de Cellorigo y sus fuentes: Maquiavelo y Bodin”, Hispania, 57 (1997), pp. 63-92. La cita, en p. 64, nota. 43 J. H. Elliott, Richelieu y Olivares, Barcelona, 1984, pp. 162, 180; del mismo, Conde Duque de Olivares, p. 194. Es de notar que “necesidad”, término que pertenecía preferentemente al len- guaje jurídico y moral, estaba ya bien presente en los debates políticos, como se puso de relieve en las argumentaciones de los ministros reales durante las duras negociaciones en las Cortes de Casti- lla de 1566-67: José Ignacio Fortea, “Las primeras Cortes de Felipe II (1558-1571)”, en J. Martínez Millán, dir., Felipe II (1527-1598). Europa y la Monarquía Católica, Madrid, 1998, pp. 249-282.

52 rey como a las iniciativas de la Generalitat. El argumento global mediante el cual Gilabert presentó su singular programa de actuación era la razón de esta- do. 44 Y ya durante los años de Olivares, a inicios de la década de 1630, Diego Pérez de Mesa tituló Política o razón de estado su libro en el que, entre otras cuestiones, expuso críticas a la gestión económica sobre el imperio colonial es- pañol y a diversas facetas de la acción gubernativa de Olivares, como la utiliza- ción de espías entre los súbditos o la conducta ante la incipiente crisis catalana. Al mismo tiempo, el barcelonés Pere Antoni Jofreu, autor de unos informes en defensa de su ciudad en el pulso que estaba sosteniendo con Olivares, recordó en 1634 que “la razón de estado destina su fin a la utilidad del rey y reino (...), de que se sigue interessar sumamente el rey, la república y la utilidad del bien común, que el príncipe conserve a sus súbditos las gracias, prerrogativas y franquezas”. 45 Pérez de Mesa y Jofreu, pues, son claros exponentes de que el uso de la ex- presión razón de estado no estaba circunscrito a los círculos gubernativos para argüir la legitimidad de sus medidas, justamente en aquellos años de intenso activismo ministerial. Antes bien, sucedía que la expresión gozaba de gran éxito y difusión, se había incorporado con rapidez al vocabulario político del momento y, como frase hecha, era blandida desde distintas posturas en la con- frontación política, recibiendo, de esta manera, matices y acepciones dispares. Así se puso nuevamente de manifiesto en los meses iniciales de la revolu- ción catalana de 1640. Pau Claris, el presidente de la Generalitat, escribió que “nos havem de governar per raó d’estat i amb prudència” cuando sopesaba fa- vorablemente la posibilidad de un acercamiento a Francia. 46 A continuación, Francesc Martí Viladamor, uno de los principales publicistas en favor de la causa de la Generalitat, desgranó para los grandes en la corte de Felipe IV la retahíla de agravios que el Principado había sufrido de Olivares y les advirtió: “Quando no queráis sujetar vuestros discursos a estas razones y verdades, sino acogeros a la nueva razón de estado, sin tener dependencia de la justicia (en la qual solamente se halla la verdadera razón de estado) (...) considerad el estado de las cosas, mirad a Cataluña resuelta, miradla poderosa, prevenida en Dios, razón y armas”. Esa “nueva razón de estado” atribuida a Olivares era la perni- ciosa, la opuesta a Dios y a la justicia. De ahí que Olivares fuera tachado de maquiavélico en diversos textos catalanes y que Josep Sarroca escribiera que “a la política [del valido] han acudit ab la contrapolítica (...), al verí i contagi, ab un contraverí admirable”, frase en la que “política” parece ofrecer un sentido

44 Joan Pau Rubiés, “Reason of state and constitutional thought in the Crown of Aragon, 1580- 1640”, Historical Journal, 38 (1995), pp. 1-28. Sobre Cellorigo a este respecto, véase Villanueva, “Reformismo”, p. 76. 45 Diego Pérez de Mesa, Política o razón de estado (c. 1632), eds. L. Pereña y C. Baciero, CSIC, Madrid, 1980 (sobre los espías, véase Botero en nota 24); Jofreu, citado por Antoni Simon Tarrés, Els orígens ideològics de la Revolució Catalana de 1640, Barcelona, 1999, p. 147. 46 Citado por J. H. Elliott, La rebelión de los catalanes (1598-1640), Madrid, 1977, p. 417.

53 peyorativo como el que los ortodoxos atribuían a la que practicaban los politi- ques franceses. 47 Si “razón de estado” formaba parte del arsenal léxico de la oposición a Oli- vares, algo parecido sucedió con “interés”, otra palabra clave en la doctrina de la misma. “Téngase por cosa segura que en las resoluciones de los príncipes el interés vence a todo”, dijo Botero, quien, al ocuparse en otro escrito de las re- laciones internacionales observó que “los príncipes, como enseña Polibio, son de tal naturaleza que no tienen a ninguno por amigo ni por enemigo incondi- cionalmente”, lo cual le permitió sentenciar: “Razón de estado no es otra cosa que razón de interés”. 48 Lo apuntado por Botero fue desarrollado a fondo por el hugonote Henri de Rohan en De l’interest des princes et des estats de la Chrestienté (1635), donde, recuperado el favor de Richelieu, sentó su máxima (“Los príncipes dirigen a los pueblos y el interés a los príncipes. El conoci- miento de este interés está tan por encima de las acciones de los príncipes, como ellos mismos lo están por encima de los pueblos”), a partir de la cual de- fendió que la política exterior francesa debía guiarse por el interés y la eficacia, criterio que fue seguido por el cardenal. 49 Fue justamente el “interés” de los estados europeos, y en particular el de Francia, el argumento al que recurrió el portugués António Moniz de Carvalho en sendos textos que publicó en 1644 y 1647 para conseguir que Portugal fuera aceptado de pleno derecho en las negociaciones de Westfalia. Los argu- mentos tradicionales a la hora de exponer las razones de una u otra alianza so- lían ser el del “afecto”, “común correspondencia” o términos similares, y así habían aparecido en los contactos diplomáticos entre los líderes de las secesio- nes portuguesa y catalana y entre éstos y las autoridades francesas en 1640 y 1641. Moniz de Carvalho, en cambio, apeló a los “intereses comunes de los príncipes y estados de Europa” y a las “obligaciones, intereses y empeños de Francia” para conseguir, de la mano de ésta, el objetivo buscado. 50 Así pues, los préstamos y apropiaciones del vocabulario político eran algo muy frecuente en la época. Pero esto no sólo sucedía en el interior de las clases

47 Francesc Martí Viladamor, Noticia universal de Cataluña (1640), en Escrits polítics del segle XVII, vol. I, ed. X. Torres, Eumo, Vic, 1995, p. 130; Josep Sarroca, “Política del comte d’Olivares, contrapolítica de Catalunya i Barcelona” (1641), en Escrits polítics del segle XVII, vol. II, ed. E. Serra, Eumo, Vic, 1995, p. 128. 48 Botero, Razón de estado, p. 114; del mismo, “De la neutralidad”, incluido en el mismo volu- men, pp. 211-2. 49 Henri de Rohan, Del interés de los Príncipes y Estados de la Cristiandad (1635), publicado juntamente con Père Joseph, De los Príncipes y Estados de la Cristiandad (1624), ed. P. Mariño, Tecnos, Madrid, 1988 (la cita, en p. 73). Sobre Rohan a estos efectos, véase William F. Church, Ri- chelieu and reason of state, Princeton, 1972, pp. 352-354. 50 Citado por Pedro Cardim, “‘Portuguese rebels’ at Münster. The diplomatic self-fashioning in mid-17th century European politics”, en H. Duchhardt, ed., Der Westfälische Friede, Múnich, 1998, pp. 323-327. Para los términos indicados en esos otros contactos diplomáticos, véanse M. Àngels Pérez Samper, Catalunya i Portugal el 1640, Barcelona, 1992, pp. 269, 273-274; y Les Corts Generals de Pau Claris, ed. B. de Rubí, Barcelona, 1976, pp. 403, 434-435, 456, entre otros.

54 políticas, fueran éstas cortesanas o provinciales, centrales o periféricas. Pese a los intentos de convertir la discusión política en unos arcana accesibles sólo a unos pocos, la agitación política del siglo XVIII y el creciente acceso a noticias y materiales impresos que iban adquiriendo diversos grupos sociales impidieron que eso fuera así por completo. Boccalini escribió en sus Ragguagli que “inclu- so los tenderos no se muestran más impuestos en otra ciencia que la razón de estado”, y en 1621 Ludovico Zuccolo, otro destacado autor entre los muchos tratadistas italianos sobre la materia, comentó con desdén que por entonces “incluso los barberos y otros artesanos viles discuten sobre razón de estado en sus tiendas y cuchitriles, hacen preguntas sobre ella y quieren creer que cono- cen qué cosas se hacen por razón de estado y cuáles no”. 51 De modo parecido, Diego Pérez de Mesa señaló que en Italia todo el mundo, “hasta las mujeres de ínfima condición y los remendones y faquines, buscan y inquieren y se entre- meten en las acciones públicas, y siempre hablan de razón de estado y compa- ran las fuerzas de los príncipes”, inclinación que él atribuía a que en aquel país “cada uno es tan soberbio que cree que él puede gobernar el mundo”. Y años después Baltasar Gracián pintó una escena en una cierta “plaza del populacho y corral del vulgo”, donde se agolpaba la gente:

Estaban divididos en varios corrillos hablando, que no razonando, y así oyeron en uno que estaban peleando: a toda furia ponían sitio a Barcelona y la tomaban en cuatro días por ataques, sin perder dinero ni gente; pasaban a Perpiñán, mientras duraban las guerras civiles de Francia; restauraban toda España, marchaban a Flandes, que no había para dos días; daban la vuelta a Francia, dividíanla en cuatro potentados, contrarios entre sí, como los ele- mentos; y finalmente venían a parar en ganar la Casa Santa. 52

Este desprecio formaba parte de las actitudes de las clases altas para con los grupos populares, y afloró igualmente en la hostilidad y burla con que los miembros de las elites culturales europeas acogieron el hecho, muy notable, de que menestrales y artesanos escribieran autobiografías, crónicas y textos sobre historia. 53 Ahí subyacía también el temor a la movilización popular. No era in- fundado este temor, pues la eclosión de tratados sobre razón de estado tuvo su contrapartida en una creciente politización de las capas populares. Entre otros aspectos, esto se puso de manifiesto en que la “disimulación”, uno de los temas favoritos de autores que escribían sobre príncipes y gobernantes, fue también practicada por grupos populares, tanto en cuestiones religiosas como políticas. “En los particulares es doblez disimular sus pasiones. En los príncipes, razón

51 Citados por Villari, Elogio della dissimulazione, p. 27 (traducción mía). Burke también cita este pasaje de Zuccolo: “Tacitism”, p. 481. 52 Pérez de Mesa, Política o razón de estado, p. 160; Baltasar Gracián, El criticón (1651-53), 2ª parte, crisi quinta (ed. E. Correa Calderón, Clásicos Castellanos, Madrid, 1971, II, p. 122). 53 James S. Amelang, The flight of Icarus. Artisan autobiography in Early Modern Europe, Stan- ford, 1998, pp. 222-224.

55 de estado”, afirmaba Saavedra Fajardo. Pero la realidad mostró, particular- mente en Nápoles, que se convertía en un instrumento para los gobernados en sus intentos de lograr un papel y un espacio políticos propios. 54 Conservación, pues, seguía siendo la cuestión. Como tantos otros, Saavedra consideró que éste era “el principal oficio del príncipe” y habló de la “sciencia de conservar”, la cual –dijo– tenía tres “causas universales”: Dios, la ocasión, “cuando un concurso de causas abre camino a la grandeza”, y la prudencia “en hacer nacer las ocasiones y, ya nacidas por sí mismas, saber usar dellas”. Provi- dencia y circunstancia, por lo tanto, venían a resumirla. Pero Saavedra añadió que esta ciencia tenía “otros instrumentos comunes”:

Son el valor y aplicación del príncipe, su consejo, la estimación, el respeto y amor a su persona, la reputación de la corona, el poder de las armas, la uni- dad de la religión, la observancia de la justicia, la autoridad de las leyes, la distribución de los premios, la severidad del castigo, la integridad del magis- trado, la buena elección de ministros, la conservación de los privilegios y cos- tumbres, la educación de la juventud, la modestia de la nobleza, la pureza de la moneda, el aumento del comercio y buenas artes, la obediencia del pueblo, la concordia, la abundancia y la riqueza de los erarios. Con estas artes se mantienen los estados. 55

Significativamente, a la altura de 1642 Saavedra incluía en esta ciencia la conservación de los privilegios y costumbres. Tras décadas de intenso activis- mo gubernamental en las grandes monarquías europeas, que se hizo sentir pre- cisamente sobre una amplia variedad de privilegios y costumbres, tanto esta- mentales como territoriales, y en vista a la situación creada, era la hora del repliegue. Un buen tacitista no podía ignorar la lección que brindaba la expe- riencia histórica: conservar requería ahora una actitud conservadora, tanto en el exterior como en el interior. “Todas las potencias tienen fuerzas limitadas, la ambición, infinitas (...) Es la corona [del príncipe] un círculo limitado”, razonó de nuevo Saavedra, quien añadió: “No es la [potencia] más peligrosa ni la más fuerte la que tiene mayores estados y vasallos, sino la que más sabe usar su poder”. Y él mismo ofrecía una orientación: “Procure el príncipe acomodar sus acciones al estilo del país y al que observaron sus antecesores (...) Se han de gobernar las naciones según sus naturalezas, costumbres y estilos”. 56 Es decir,

54 Saavedra Fajardo, Empresas políticas, empresa 7 (ed. cit., p. 121). Sobre el uso popular de la disimulación y su significado, véase Villari, Elogio della dissimulazione, cap. 1. Otro ejemplo de este uso se encuentra en Amelang, Flight of Icarus, pp. 203-204. Hay que observar que “disimula- ción” no era vocablo político exclusivo de esta época, sino que ya anteriormente era de uso conoci- do. Bastan los ejemplos de que lo utilizaron tanto Felipe II en 1559 como los síndicos de Perpiñán en las Cortes de 1585: Fortea, “Primeras Cortes”, p. 255; Eva Serra, “Perpinyà, una vila a Corts ca- talanes (Montsó, 1585)”, Afers, 28 (1997), p. 599, nota, respectivamente. 55 Saavedra Fajardo, Empresas políticas, empresa 59 (ed. cit., p. 579). 56 Ibidem, empresas 59 y 81 (ed. cit., pp. 582, 767, 775, 777). Sobre el repliegue exterior pro- pugnado por diversos escritores, véase Anthony Pagden, “Heeding Heraclides: empire and its dis-

56 la razón de estado, que, como doctrina de la conservación, no había fomentado expresamente los abusos de poder, ahora adquiría unos tintes en defensa de la costumbre, que, en cierto modo, la acercaban a la observancia constitucional. Así lo entendió, sin duda, el Consejo de Aragón en una de tantas consultas sobre la sempiterna cuestión de la provisión de plazas, al argüir que correspon- día excluir de ellas a los castellanos y reservarlas para los naturales aragoneses, “conforme a las buenas reglas del derecho y a la prudente razón de estado”. 57 Otra constatación era que la variedad de casos y circunstancias impedía formular una única doctrina política de eficacia universal. Ludovico Zuccolo ya había observado que existían diferentes razones de estado según la naturale- za de cada estado, y ahora Saavedra Fajardo pudo corroborarlo: “Las enferme- dades que padecen las repúblicas son varias. Y así han de ser varios los modos de curallas (...) No es uniforme a todas [las naciones] la razón de estado, como no lo es la medicina con que se curan”. Dominaba, pues, el casuismo. La prin- cipal regla que enseñaba la razón de estado era que no había una sola, sino va- rias. Y que si se interpretaban mal, se caía en lo que el propio Saavedra llamó “hipocondria de la razón de estado”. 58 Pero si, en el terreno de la política, la razón de estado significaba casuismo y, por tanto, indeterminación, en el terreno religioso, en el de la “verdadera razón de estado”, las cosas parecían nítidas. Las paces de Westfalia reafirma- ron la ortodoxia confesional en numerosos autores españoles, que rechazaron que pudiera haber una política que no se disolviera naturalmente en el orden superior de la religión católica. Arreciaron de nuevo los ataques a los “políti- cos” porque, como dijo Francisco Enríquez en 1648, “toman la religión por es- tado de la conservación de sus monarquías”, mientras que el monarca católico “hace de la monarquía estado del aumento de la religión”. En consecuencia, continuó, “la ciencia de governar reinos, llamada comúnmente política” estri- baba en guiarse por la religión, pues “yerra torpemente aquel que [quiere ha- cerlo] con reglillas de hombres agenos al cielo”. 59 Años después, durante la controversia doctrinal a propósito de la Guerra de Devolución lanzada por Luis XIV sobre Flandes en 1667, otros dos autores aplicaron esta visión de mundo al tema en litigio. Francisco Ramos del Manzano proclamaba que la co-

contents, 1619-1812”, en R. L. Kagan y G. Parker, eds., Spain, Europe and the Atlantic world. Es- says in honour of John H. Elliott, Cambridge, 1995, cap. 13; del mismo, “El malestar con el Impe- rio: críticas españolas hacia la política americana, 1619-1812”, Pedralbes, 15 (1995), pp. 11-22; y Xavier Gil, Imperio, Monarquía Universal, equilibrio: Europa y la política exterior en el pensamiento político español de los siglos XVI y XVII, Perugia, 1996. 57 Xavier Gil Pujol, “La integración de Aragón en la Monarquía Hispánica del siglo XVII a tra- vés de la administración pública”, Estudios, 7 (1978), p. 244. 58 Ibidem, empresas 65 y 81 (ed. cit., pp. 639, 774-775, 778). Sobre Zuccolo a este respecto, véase Viroli, From politics, pp. 275-276. 59 Citado por Julián Viejo Yharrassarry, “Ausencia de política. Ordenación interna y proyecto europeo en la Monarquía Católica de mediados del siglo XVII”, en P. Fernández Albaladejo, ed., Monarquía, imperio y pueblos en la España Moderna, Alicante, 1997, pp. 626-627.

57 rona española había “preferido siempre la conservación de la religión a la de las provincias y estados”, en tanto que Diego Felipe de Albornoz afirmó: “No mantiene las coronas la razón de estado, sino Dios”. 60 Quedaba para los estadistas y gobernantes traducir las enseñanzas de la razón, o razones, de estado en medidas concretas. Y éstas no eran inmediata- mente evidentes. Así parecía reflejarse en otro diálogo, el de Critilo y Andrenio en la gran obra de Baltasar Gracián, cuando ambos personajes se adentraron en un palacio, famoso por la discreción de su dueño y la riqueza de su bibliote- ca. En un discurrir no muy distinto del que se sigue en la República literaria de Saavedra, los dos interlocutores caminaban de una estancia a otra y, como se demoraran en una de ellas, degustando ciertos libros, “la Conveniencia” les hizo pasar a otra sala, pues, según les dijo, “aquí es donde habéis de hallar la sabiduría más importante, la que enseña a saber vivir”. Y así,

entraron por razón de estado y hallaron una coronada ninfa que parecía aten- der más a la comodidad que a la hermosura, porque decía ser bien ajeno (...). A lo que se conocía, todo su cuidado ponía en estar bien acomodada; mas aunque muy disimulada y de rebozo, la conoció Critilo y dijo: –Ésta sin más ver, es la Política. –¡Qué presto la has conocido! No suele ella darse a entender tan fácil- mente. 61

60 Citados por Julián Viejo Yharrassarry, “El sueño de Nabucodonosor. Religión y política en la Monarquía Católica a mediados del siglo XVII”, Revista de Estudios Políticos, 84 (1994), pp. 157, 160. 61 Gracián, El criticón, 2ª parte, crisi cuarta (ed. cit., II, p. 115).

58 MARÍA DE LOS ÁNGELES PÉREZ SAMPER Catedrática de Historia Moderna Universidad de Barcelona

LA RAZÓN DE ESTADO EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XVIII: LA EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS “El bien del Estado debe ser la primera y principal ley.” Cicerón, libro 3º De legibus, nº 8

LA RAZÓN DE ESTADO EN LA EUROPA DEL SIGLO XVIII

N la Europa del siglo XVIII, cuando las monarquías absolutas de derecho E divino habían alcanzado momentos de plenitud de su poder, podía esta- blecerse una distinción entre Monarquía y Estado, pero la relación entre ambos era tan estrecha que en muchos aspectos se fundían en una única reali- dad. El rey encarnaba al Estado, se identificaba con él, era su cabeza, su princi- pal servidor y se consideraba con la autoridad, con el derecho y también con el deber, de obrar de acuerdo con lo que pensaba que era la conveniencia del Es- tado. Luis XIV de Francia no sabemos si dijo la famosa frase “El Estado soy yo”, pero podía haberla dicho y sabemos que afirmó, en 1679: “El interés del Estado debe ir el primero” y él se sentía intérprete de ese interés, que conside- raba indisoluble de la Corona de Francia y de su misma persona. Pedro el Grande de Rusia declaró: “Yo soy el primer servidor de mi país” y lo servía a su manera, de acuerdo con sus criterios y finalidades. “El interés del Estado –proclamó Federico II de Prusia en 1775– debe servir de norma a los sobera- nos”, pero era él quien decidía qué era en cada caso ese interés. Y también dijo Federico II: “No hay más que un bien que es el del Estado”. 1 La idea del monarca como primer servidor del Estado, identificado con él, es fundamental en las Monarquías del Absolutismo Ilustrado. Uno de los sobe- ranos que mejor la supo formular fue Federico el Grande. En su Ensayo sobre las formas de gobierno y sobre los deberes de los soberanos, con la experiencia de largos años de reinado, escribía:

El soberano está sujeto por lazos indisolubles al cuerpo del Estado... No tiene más que un bien, que es el del estado en general... El soberano repre- senta al Estado; él y sus pueblos no representan más que un cuerpo, que no puede ser feliz más que mientras la concordia los une. El príncipe es a la so- ciedad que gobierna lo que la cabeza es al cuerpo: debe ver, pensar, obrar

1 Mª Ángeles Pérez Samper, Las Monarquías del Absolutismo Ilustrado, Madrid, Síntesis, 1993.

61 para toda la comunidad, a fin de procurarle todas las ventajas... Si es el pri- mer juez, el primer general, el primer financiero, el primer ministro de la so- ciedad, no es por lo que representa, sino con el fin de cumplir sus deberes. No es más que el primer servidor del Estado, obligado a obrar con probidad, con sabiduría, y con total desinterés, como si en cada momento debiera ren- dir cuentas de su administración a sus conciudadanos. 2

Federico el Grande es uno de los ejemplos más notables de la complejidad del absolutismo ilustrado, absolutismo por una parte, ilustración por la otra. En su pensamiento se manifestaba como un “filósofo”, preocupado por la mo- ralidad de la política. Especialmente significativa es su obra de juventud La re- futación del Príncipe de Maquiavelo, escrita en 1739 y convertida por , con sus correcciones, en El Antimaquiavelo, obra publicada en 1740. 3 En cam- bio, en su acción como monarca el imperativo de la necesidad política, tal como él lo entendía, triunfó siempre sobre las exigencias de la humanidad y sobre los ideales de su filosofía ilustrada. Sobre la razón de Estado uno de los temas de reflexión de Federico fue la licitud o ilicitud de romper los tratados internacionales y de hacer la guerra. Federico no se contentó con ampararse en el argumento de que hacía lo que todos habían hecho y hacían. Buscó otras razones. En el “Antimaquiavelo”, junto al concepto indeterminado y oscuro, pero fuerte, de una “grandísima ne- cesidad”, había señalado también como motivo “la salud de sus pueblos”. En 1742, después de romper los tratados, se justificaba diciendo: “¿Podía dejar que la desdicha se abatiera sobre mi pueblo?”. En el prólogo de 1743 a La his- toria de mi tiempo llegaba a la conclusión de que el soberano tenía que sacrifi- carse a sí mismo y tenía que sacrificar su ética particular en aras del pueblo. En el segundo prólogo a la misma obra, el de 1746, volvió sobre el tema. Opinaba que una persona particular debe mantener su palabra en toda circunstancia, pues el honor está por encima del interés. Pero un príncipe es diferente, pues al obligarse no se obliga él solo, sino que obliga a su pueblo y, por tanto, no se expone solo sino que expone a muchos otros a grandes desgracias. Como ejemplo utilizaba una comparación con un cirujano que no duda en amputar un miembro para salvar la vida del paciente. Por tanto, concluye Federico, es mejor que el monarca rompa el tratado que haga perecer al pueblo. En el nuevo prólogo de 1775, ya en plena madurez, repitió el dilema: ¿Qué es mejor, que el pueblo perezca o que el Príncipe rompa su tratado? Y su respuesta fue la misma, que el príncipe “tiene que sacrificar su persona al bien de los súbdi- tos”. 4

2 Frédéric II, Essai sur les formes de gouvernement en Oeuvres, t. 9, pp. 200 y ss. 3 Machiavel, Le Prince suivi de l’Anti-Machiavel de Frédéric II, introducción y notas de Ray- mond Naves, París, Garnier, 1957, pp. 91-274. 4 Friedrich Meinecke, La idea de la razón de Estado en la edad moderna, Estudio preliminar de L. Díez del Corral, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1959, especialmente el capítulo V “Fe- derico el Grande”, pp. 279-347.

62 Federico se debatía entre dos razones, la razón del individuo y la razón de Estado, la razón del hombre y la razón del príncipe. Un príncipe, además, con- tradictorio, que oscilaba entre dos razones, la del Estado y la del pueblo, entre la gloria del Estado y la felicidad del pueblo, que trataba de identificar los dos fines, identificación más o menos posible en el plano intelectual, pero muy difí- cil, por no decir imposible, en la práctica. Federico pensaba de un modo como filósofo, pero con frecuencia actuaba de otro como monarca. En el siglo XVIII a la finalidad básica de la razón de Estado, que radicaba en la seguridad, la fortaleza y el engrandecimiento del poder del Estado, se unió un ideal de humanidad, que se basaba en la felicidad e ilustración del pueblo. Coexistían en el siglo de las luces dos pensamientos políticos, el pragmático, derivado de la propia dinámica del poder, y el idealista, derivado de los princi- pios de la Ilustración. En la acción el primado del primero sobre el segundo fue evidente, pero ambos tuvieron su papel y el ideal de humanidad fue la gran contribución de la época, que también dejó una huella profunda, no sólo en las ideas sino también en los hechos. Pero la razón de Estado, en el concepto amplio de “lo conveniente para el Estado”, es un arma de doble filo; puede abarcar desde los desvelos más no- bles por el bien común, hasta las medidas extremas, como el recurso a la gue- rra, incluso medidas ilegítimas, contrarias al derecho, a la ley, a la moral y a la religión. Los asesinatos por razón de Estado no faltaron en las monarquías ab- solutas del siglo XVIII, especialmente en aquellos países en que las leyes y las instituciones se hallaban menos evolucionadas o eran más débiles. Muy nota- ble fue el caso de Rusia, donde las luchas por el poder llevaron a frecuentes muertes en el seno mismo de la familia real, los Romanov. Pedro el Grande mandó ejecutar a su hijo Alexis, que se había rebelado contra él. Catalina se libró de su marido el zar Pedro III, que fue asesinado por Alexis Orlov, para poder gobernar como “soberana y autócrata”. Federico II de Prusia –el autor del “Antimaquiavelo”, obra en la que criticaba la doctrina política expuesta en El Príncipe, acusándola de destructora de los preceptos morales–, opinaba que la muerte del zar Pedro III fue un “crimen necesario”. Era la razón de Estado la que inspiraba su opinión, pues consideraba que la muerte de un hombre era un mal menor en comparación con el caos y la destrucción de Rusia.

LA RAZÓN DE ESTADO EN EL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL DEL SIGLO XVIII

La razón de Estado es una de las grandes cuestiones del pensamiento polí- tico de la época moderna. El Príncipe de Maquiavelo, a comienzos del siglo XVI, con su exaltación y secularización del Estado, no es sino una continua re- flexión sobre la razón de Estado. Tras Maquiavelo comenzó un largo y vivo de- bate en toda Europa y también en España. En la España del siglo XVIII la obra del P. Feijoo recogió la tradición del pensamiento político español del renaci- miento y el barroco, pero con nuevos enfoques propios de la Ilustración, tal

63 como escribió en alguno de los discursos del Teatro Crítico Universal, como el discurso IV, de 1733. En el caso concreto de la “razón de Estado” Feijoo consideraba que no se trataba tanto de una idea en sentido histórico, como de una expresión de una tendencia natural en el hombre:

El maquiavelismo debe su primera existencia a los más antiguos Príncipes del mundo, y a Maquiavelo sólo el nombre. Su raíz está en nuestra naturaleza y no ha menester siglos: momentos le bastan para explicar su maligna fecun- didad como se presente la ocasión. Ni más ni menos que es natural en el hombre la pasión de dominar, lo es también la de amplificar la dominación. 5

Feijoo abordaba el juicio al maquiavelismo desde su conciencia de la supe- rioridad intelectual y moral del hombre ilustrado, sobre el mundo antiguo y el mundo renacentista en los que se inspiraba Maquiavelo para elaborar su doc- trina de la razón de Estado. En su opinión los monarcas del siglo XVIII eran mejores que los emperadores romanos o los príncipes renacentistas:

Estoy tan lejos de pensar que Maquiavelo haya empeorado el mundo en cuanto a esta parte, ni que los Príncipes de este siglo hayan refinado la inicua política de Maquiavelo, que creo firmemente que éstos, si atendemos precisa- mente a nuestra Europa, son mucho mejores, por lo común, que los de los tiempos antiguos. 6

La idea de progreso, la confianza en la naturaleza humana, el sentido opti- mista de la ilustración empujaban a Feijoo a dar una visión desdramatizada de la razón de Estado:

“Cualquier superior dotado de las tres virtudes: Prudencia, Justicia y For- taleza, será un insigne político sin leer libro alguno de los que tratan de razo- nes de Estado.” Y concluía: “En la mayor parte de los casos la razón de Esta- do es sólo un fantasma ridículo o ídolo vano que con nombre de deidad se da a adorar al ignorante vulgo. La razón de Estado es el universal motor del im- perio, y razón de todo, sin serlo de nada.” 7

Pero a pesar de la opinión ingenua de Feijoo, la razón de Estado siguió siendo efectivamente “universal motor del imperio” y razón no de nada, sino de todo.

5 Benito Jerónimo Feijoo, Teatro Crítico Universal, t. V, discurso IV, par. 18. Vid. también Es- critos políticos de Fray Benito Jerónimo Feijoo, Madrid, 1946, estudio preliminar de Luis Sánchez Agesta, “La significación del Padre Feijoo en la historia del pensamiento político español”. 6 Benito Jerónimo Feijoo, Teatro Crítico Universal, t. V, discurso IV, par. 19. 7 Idem, par. 43.

64 EL PODER DEL REY Y EL PODER DEL PAPA

El despliegue del poder absoluto de la monarquía llevó en diversos países europeos a una fuerte confrontación del poder del Rey y del Estado con otros poderes existentes y de manera destacada con el poder del Papa y de la Iglesia. Era un problema fundamentalmente político. El regalismo, la lucha por el poder del Rey a costa del poder del Papa, fue una de las constantes de la histo- ria española del siglo de las luces. En España la batalla regalista fue larga y complicada, ya desde la época de los Reyes Católicos. Los motivos de disputa eran muchos, pero las relaciones eran complejas. El rey y el papa seguían cons- tituyendo los dos máximos referentes de autoridad en la España del siglo XVIII. Aunque existieron fuertes rivalidades, la alianza de la Monarquía y la Igle- sia funcionó generalmente en los países católicos, haciendo en ocasiones un frente común contra otras instancias de poder e influencia, como sería, por ejemplo, la masonería, una sociedad secreta que era vista como una grave ame- naza contra la Iglesia y el Estado. Un Memorial del confesor real, el jesuita P. Rávago, sobre los “Liberi Muratori”, dirigido al rey Fernando VI en junio de 1751, recomendaba la condena y persecución de la Masonería, por razones religiosas y políticas. No se podía tolerar un estado dentro de otro estado. In- vocaba la razón de Estado:

La Congregación de Francmasones, que a los principios se miró como cosa despreciable, o como pura diversión y juguete de gente libre, no puede ya, entre los buenos católicos mirarse con indiferencia, sino como perniciosa. (...) Además de este gravísimo motivo de la Religión, que para la piedad de un rey tan católico debe ser el único y conducente, hay otro que toca al estado y buena política del gobierno. En todo buen gobierno son sospechosas las jun- tas y conventículos de algún número de gente, especialmente si son ocultos y a horas y en lugares secretos y reservados. (...) Porque lo bueno y honesto no se esconde entre sombras y sólo las malas obras huyen de la luz. Pues qué sería, si esas juntas fuesen de militares, si fue- sen de la nobleza. Sería mayor la sospecha, y se procurarían disipar tales con- gregaciones, averiguando con rigor lo que se tratase en ellas. Todas las histo- rias están llenas de funestísimos sucesos, de rebeliones, de atrocidades, que se fraguaron en semejantes juntas secretas. Por lo cual una república bien or- denada mira con horror semejantes juntas y procura deshacerlas. 8

Aunque en el siglo XVIII hubo muchos jesuitas españoles, y algunos muy destacados, que hicieron causa común con la Corona en el tema regalista, de- fendiendo los derechos del rey y buscando argumentos y pruebas documenta- les a su favor, el punto máximo de la política regalista de la monarquía borbó- nica fue, en 1767, la expulsión de los jesuitas, a los que entre otras cosas se les

8 José A. Ferrer Benimeli, La masonería española en el siglo XVIII, Madrid, 1974, pp. 391-393.

65 acusaba de hacer causa común con el Papado en contra de la Monarquía, in- cluso de manipular a Roma para oponerse al poder de la Corona. La expulsión de los jesuitas culminó el largo proceso de tensiones y enfrentamientos entre la Compañía de Jesús y la monarquía del absolutismo ilustrado. Se consideraba a la Compañía como una quinta columna del Papado, y la cuestión del regalismo fue invocada, pero en la decisión y en su justificación entraron otros muchos factores.

EL MOTÍN DE ESQUILACHE COMO PRETEXTO

Un ejemplo destacado de la aplicación de la razón de Estado en la España de Carlos III fue la expulsión de los jesuitas, presentada como medida necesa- ria para la salvación del Estado. En la primavera de 1766 la monarquía española atravesó una crisis gravísi- ma, parecía que su misma supervivencia se hallaba comprometida. El motín contra Esquilache en Madrid, el mes de marzo, y la cadena de motines que se extendieron por casi toda la península en las semanas siguientes hicieron peli- grar las bases mismas del Estado. El orden establecido quedó radicalmente subvertido. Para evitar el peligro de nuevos motines, era preciso conocer lo que había pasado. Para ello el gobierno orientó sus investigaciones en una doble direc- ción, por un lado hacia las clases bajas que habían actuado abiertamente en los motines, y por otro lado, y mucho más importante, hacia los grupos “de más elevada esfera” que desde la sombra habían instigado la revuelta. Después había que aplicar los remedios oportunos. En primer lugar se organizó la re- presión contra “vagos y mal entretenidos”, gentes desarraigadas sin oficio co- nocido. Como no se podía juzgarlos, por el indulto concedido, se les retiró de la circulación por medios drásticos, encerrándolos en prisiones, correcciona- les, asilos y centros de trabajo. Incluso se creó una nueva institución en San Fernando, cerca de Madrid, donde al año siguiente había recluidas más de mil personas, que se ganaban el sustento trabajando. También se tomaron medi- das represivas contra algunas personalidades, consideradas sospechosas, en general sin pruebas claras. Ensenada, el gran ministro de Fernando VI, fue desterrado a Medina del Campo. Un caballero acusado de proferir amenazas contra la casa de Borbón fue ejecutado. El abate Gándara y el historiador Marqués de Valdeflores fueron encarcelados. La censura se hizo más vigilante y más dura en toda España. Pero el grueso de las sospechas se dirigieron hacia los jesuitas.

66 LOS PERSONAJES QUE TOMARON LA DECISIÓN

Carlos III era un monarca modelo del absolutismo ilustrado. Un hombre con una gran conciencia de su soberanía y de su responsabilidad, ante Dios y ante su pueblo. Respetuoso del derecho, de las leyes, de la religión y de la moral, se consideraba, como monarca, autorizado a tomar las medidas necesa- rias para cumplir con la misión que le había sido encomendada, gobernar, y gobernar bien su reino, asegurando el orden y la tranquilidad y mejorando la vida del pueblo de acuerdo con las ideas de la Ilustración, progreso, moderni- zación. Hombre de fe y de religiosidad sincera, estaba convencido, como mo- narca, de sus derechos frente al Papado y a la Iglesia. En el motín contra Es- quilache Carlos III se sintió en peligro, gravemente traicionado en la obedien- cia que le debían sus súbditos, no sólo por las masas amotinadas, sino todavía más grave por los ocultos y poderosos instigadores. Pensaba que no era él solo como rey, sino todo el reino el que se hallaba amenazado por la anarquía y por las fuerzas reaccionarias. Consideró, pues, que había que controlar la situación, restablecer el orden y evitar que el problema se repitiera. Su plan de gobierno, basado en el reformismo ilustrado, no podía ser abandonado, debía continuar, incluso con mayor energía. Seguramente más que señaló, aceptó la culpabili- dad de los jesuitas, contra los que se hallaba mal dispuesto desde hacía años, sobre todo por la cuestión del regalismo y por la influencia de Tanucci, que era su ministro, amigo y confidente desde los años italianos y también por la in- fluencia de su confesor, el padre Eleta. Tras el motín de Esquilache comenzó, pues, un nuevo e importante capítu- lo del reinado español de Carlos III, claramente reformista, apoyado en un equipo gubernamental presidido por el conde de Aranda. Don Pedro Pablo Abarca de Bolea, décimo conde de Aranda, había nacido el año 1719 en Siéta- mo, un pueblo de Huesca, y su condición de aragonés, plenamente asumida, tuvo gran influencia en su vida y en sus ideas políticas. Era un noble de la más alta categoría, dos veces grande de España, y además muy rico, pues era dueño de un gran patrimonio que generaba grandes rentas. Se educó en el colegio de nobles de Parma, bajo la dirección de los jesuitas. Siguiendo la tradición de la nobleza e imitando a su padre, se decantó por la carrera militar, que en sus co- mienzos quedó marcada por las guerras de Italia. Los años de paz del reinado de Fernando VI, sin dejar el ejército, los dedicó Aranda a la administración de sus bienes y a viajar por Europa, con estancias en París, Viena y Berlín. En 1755 se le designó como embajador en Portugal, cargo que desempeñó breve tiempo. Poco después fue nombrado director general de artillería e ingenieros, pero dejó el empleo en 1758 por rencillas políticas. Al llegar al trono Carlos III le designó embajador en la corte de su suegro el rey de Polonia, donde perma- neció hasta 1762, en que la entrada de España en la guerra de los Siete Años hizo que se incorporara nuevamente al ejército, confiándosele la dirección de la campaña contra Portugal. Tras la firma de la Paz de París obtuvo el grado de capitán general, cuando tenía cuarenta y cuatro años, y se le destinó a la ca-

67 pitanía general del reino de Valencia. Allí le llamó el rey, en pleno motín de Esquilache, para que se pusiera al frente del gobierno, ocupando el cargo de presidente del Consejo de Castilla y de capitán general de Castilla la Nueva, con amplios poderes para restablecer el orden y pacificar el país. En el Consejo de Castilla, en cuanto tribunal, se le confió la administración de la justicia cri- minal. Aristócrata, militar, hombre fuerte y enérgico, pero a la vez culto e ilustra- do, sería la cuña de la misma madera que rompería las resistencias de los gru- pos privilegiados, convirtiéndose en el fiel ejecutor de la voluntad de Carlos III. Las acusaciones de masón y descreído que algunos le dirigieron eran falsas. Fue un hombre de fe profunda y sincera. Aunque muchas veces se le ha adju- dicado la responsabilidad por la expulsión de los jesuitas, la acusación era igualmente falsa. Ya en el mismo siglo XVIII algunos la desmentían, por ejem- plo el Embajador de España en Venecia, Las Casas, en 1792 se extrañaba de que toda Europa le atribuyese la expulsión de los jesuitas de España, cuando en realidad él actuó “como verdugo a quien el juez hace venir la víspera de una ejecución”, “no tuvo parte alguna; fue encargado de la ejecución. Esto es todo. Fue uno de los últimos a quienes se le dijo, cuando ya estaba ello resuelto”. En la actualidad, con los últimos estudios, los historiadores están de acuerdo. Según sus biógrafos, Olaechea y Ferrer Benimeli, el papel que jugó fue el de ejecutor de la operación militar, organizando y realizando lo decidido, siempre a las órdenes del rey. 9 Aranda no era contrario a los jesuitas, había estudiado en un colegio jesuita en Italia, del que guardaba buen recuerdo, aunque se escapó para incorporarse al ejército; tuvo relaciones de amistad con algunos jesuitas destacados en Ma- drid, como el P. José Martínez, que era procurador de la provincia jesuítica de Aragón, y el P. Tomás Cerdá, que era cosmógrafo real; el confesor de la esposa (la primera) de Aranda era jesuita y un hermano suyo, hijo ilegítimo de su madre, se hizo jesuita, el P. Gregorio Iriarte. Además los jesuitas confiaban en Aranda y siempre esperaron que intercediera por ellos y, después, que les ayu- dara a lograr el fin de su exilio. Aranda no fue, pues, el artífice de la expulsión, sólo un obediente cumplidor de las órdenes recibidas. Como señala Teófanes Egido, uno de los máximos especialistas en el tema, apenas si trascenderá de un papel de símbolo y de cobertura tranquilizadora de un programa en el que tendrá brillante intervención, como presidente del Consejo de Castilla. Pero el rey y Aranda no estaban solos en su empresa reformista. Junto a ellos se hallaban un grupo de colaboradores muy eficientes, que inspiraron, alentaron y pusieron en práctica los cambios. Distintos de Aranda, a veces in- cluso enfrentados, los “golillas” o “manteístas”, que recibían este nombre por oposición a los aristócratas y colegiales mayores, eran hombres nuevos, trabaja- dores incansables al servicio del Estado, que ascendieron socialmente por mé-

9 Rafael Olaechea y José A. Ferrer Benimeli, El Conde de Aranda, Zaragoza, segunda ed. corre- gida y aumentada, 1998, pp. 206-249.

68 ritos políticos. Estos ministros “manteístas”, partidarios del reformismo ilus- trado, regalistas acérrimos, eran muy contrarios al control de los jesuitas en la universidad y en los órganos de la administración. Papel muy destacado tuvieron especialmente los dos fiscales del Consejo de Castilla, el veterano Campomanes y el recién llegado José Moñino. Don Pedro Rodríguez de Campomanes había sido nombrado fiscal del Consejo de Castilla en 1762. Nacido en 1723, era asturiano, de familia hidalga pero pobre. Estudió derecho y tenía amplios intereses culturales. Sus muchos méritos y co- nocimientos le llevaron a ingresar en las reales academias de la Lengua y de la Historia. Comenzó su carrera en la administración por puestos de notable ca- tegoría, como el de correos y postas. Su encumbramiento fue fulgurante, alcan- zando el deseado Consejo de Castilla sin haber realizado servicios previos en la magistratura. Era un hombre nuevo, golilla típico, dispuesto a emprender grandes reformas, enfrentándose a los tradicionales intereses creados de la alta nobleza y de los colegiales mayores, que dominaban la administración. Su ca- rácter no le procuró demasiadas simpatías, pues era soberbio y engreído, pero su gran valía personal y su habilidad para ser dúctil en los momentos precisos le permitieron desarrollar una serie de medidas importantes al servicio de Car- los III durante su larga permanencia en el gobierno. Campomanes fue el gran enemigo de los jesuitas. Como dice don Antonio Domínguez Ortiz: “Su acti- tud con los jesuitas demuestra una capacidad de odio poco común. ¿Los odia- ba por algún motivo personal, por convencimiento, o simplemente porque su carrera política así lo exigía? No es fácil contestar a esta pregunta”. 10 Moñino, entonces todavía poco conocido, era murciano, nacido en 1728. Después de estudiar derecho en Salamanca y ejercer brillantemente como abo- gado había comenzado su carrera en la administración también en la época de Esquilache. Como la gran mayoría de los reformistas ilustrados de la época era un regalista convencido. Aunque como Fiscal del Consejo de Castilla en el mo- mento de la expulsión también colaboró en la decisión, su papel fundamental en el tema de los jesuitas lo jugó unos años después, al ir a Roma, por encargo del Rey, para conseguir que el Papa decidiera la disolución de la Compañía. Al nombrarlo como Embajador, Carlos III explicaba los motivos en una carta a Tanucci, de 24 de abril de 1772: “Buen regalista, prudente y de buen modo y trato; pero firme al mismo tiempo y muy persuadido de la necesidad de la ex- tinción de los jesuitas, pues, como todo ha pasado por sus manos, ha visto cuán perjudiciales son y cuán indispensable es que se haga, y así creo que se desempeñará bien en su misión”. Un papel muy importante desempeñaron también otros personajes. El Padre Luengo señalaba en su diario como principales “enemigos de la Compa- ñía” al Duque de Choiseul, el ministro francés, y en Madrid, al Duque de Alba, a Roda y al padre confesor, “quienes tenían resuelta la ruina total de los

10 Antonio Domínguez Ortiz, Carlos III y la España de la Ilustración, Madrid, Alianza, 1988, p. 85.

69 jesuitas”. 11 Especialmente destacada fue la participación de Roda y Osma, el confesor. Manuel de Roda y Arrieta era el Secretario de Gracia y Justicia y fue uno de los máximos responsables de la expulsión. Había nacido en Zaragoza y es- tudió leyes en la Universidad aragonesa, donde se doctoró en 1729. Poco des- pués se trasladó a Madrid, donde ejerció como abogado con gran éxito. Fer- nando VI le nombró ministro plenipotenciario ante la Santa Sede. Carlos III en 1765 le eligió como Secretario de Estado de Gracia y Justicia. Por sus servi- cios consiguió el título de Marqués de Roda. Roda colaboró estrechamente con Campomanes en las investigaciones. Procuró mantenerse en un segundo plano, pero tuvo una intervención fundamental. Por ejemplo, se puso de acuerdo con el Administrador General de Correos, don Lázaro Fernández de Angulo, para que interviniera la correspondencia del nuncio Pallavicini y la de los jesuitas y le tuviera al corriente de sus contenidos, con el propósito de reunir datos que pudieran inculparles. También ordenó hacer pesquisas reservadas en los luga- res en que habían estallado motines, tratando siempre de implicar a los jesuitas. El Padre Osma, Fray Joaquín de Eleta, un franciscano que había alcanzado importantes puestos en la jerarquía eclesiástica, Arzobispo de Tebas, Obispo de Osma, era el confesor real, muy influyente en la conciencia de Carlos III y contribuyó decisivamente a convencer al rey de la necesidad y legitimidad de la decisión. Era un regalista convencido y un gran adversario de los jesuitas, por el regalismo y por otras varias razones. Uno de los motivos era la presunta in- triga existente para sustituirle en el confesionario regio por algún jesuita. El duelo por el cargo de confesor real era enorme. Otro era el polémico tema de la beatificación del obispo Palafox, apoyada por Osma contra la oposición ce- rrada de los jesuitas. En esa época Eleta, además de ocupar el confesionario regio se hallaba al frente de la subsección de “conciencia” de la Sala de lo Civil del Consejo Extraordinario de Castilla, mientras Roda se hallaba al frente de la otra subsección, la de la justicia civil. La relación de estos dos ministros era diaria y muy estrecha, igual que sucedía con Campomanes y con el mismo rey. En resumen, todos estos personajes estaban convencidos, por motivos di- versos, de estar sirviendo al Estado. Como señala Teófanes Egido: “Campoma- nes y Roda, auténticos protagonistas de la expulsión; Azara desde Roma, el vo- ceador Tanucci desde Nápoles, todos los que espoleaban o se hacían eco de ella dentro y fuera de España, estaban convencidos de la necesidad de depurar el Estado de un cuerpo peligroso para la monarquía y del sustentáculo funda- mental del ‘fanatismo’. La expulsión –luego la extinción– de la Compañía era una medida quirúrgica imprescindible si se quería garantizar el reposo público y derribar las barreras opuestas a la Ilustración”. 12

11 Manuel Luengo, Diario de la expulsión de los jesuitas de España. 12 Teófanes Egido, “La expulsión de los jesuitas de España” en Antonio Mestre (ed.), La Igle- sia en la España de los siglos XVII y XVIII, Madrid, BAC, 1979, p. 746.

70 LA EXPULSIÓN EN NOMBRE DE LA RAZÓN DE ESTADO

En aquellos años la Compañía de Jesús atravesaba una difícil situación. Tenía muchos enemigos en diferentes países de Europa. La animadversión contra los jesuitas venía ya de lejos y no se refería sólo a España, en 1759 ha- bían sido expulsados de Portugal y del Brasil, en 1764 de Francia. Los obser- vadores más inteligentes se daban cuenta desde hacía tiempo de que una gran amenaza pesaba sobre los jesuitas. Gregorio Mayans, ya en 1762, advertía que la Compañía “en muchas partes se va aniquilando y me parece que en España de aquí a pocos años acabará de expirar”. 13 En España las cosas también se habían complicado por muchas razones distintas. Se había producido un fuerte enfrentamiento con la monarquía, pues debido al cuarto voto de obediencia al Papa que hacían los jesuitas, la Compa- ñía se hallaba en el centro de la polémica regalista. Además existía la cuestión de su apoyo a las doctrinas populistas, que aceptaban en ciertas circunstancias teóricas extremas el derecho de los súbditos a rebelarse, incluso a dar muerte al tirano, tema que les oponía al absolutismo y que parece que pesó mucho en el ánimo de Carlos III, alarmado por el motín contra Esquilache. También se veía la Compañía gravemente afectada por las discrepancias existentes en el seno de la Iglesia española y por las rivalidades entre las órde- nes religiosas, especialmente las que enfrentaban a los dominicos y agustinos con los jesuitas en diversas cuestiones, entre ellas las doctrinas morales. Los motivos eran tanto doctrinales y morales como económicos. Se criticaba a la orden, acusándola de ser demasiado rica. También existían motivos políticos e intelectuales, debido a su enorme influencia en la enseñanza y en la administra- ción y a su actuación en el conflicto de las misiones del Paraguay y la posterior guerra guaraní, en que algunos jesuitas habían hecho causa común con los in- dígenas, contra la disolución dispuesta por Fernando VI. El motín de Esquilache fue la ocasión aprovechada para desatar contra la Compañía todos los odios acumulados. Es posible que algunos jesuitas estuvie- ran más o menos implicados en los sucesos y que muchos vieran con agrado lo sucedido, pero lo que se hizo no fue una investigación para intentar aclarar lo sucedido y depurar responsabilidades individuales, sino que el objetivo fue establecer una acusación contra la Compañía de Jesús en su conjunto, presen- tándola no sólo como instigadora del motín sino como un peligro constante para la Monarquía española en tanto siguiera existiendo. Se invocó la razón de Estado. Para convencer al monarca, se realizaron por parte del Fiscal del Con- sejo de Castilla, Campomanes, apoyado por otros miembros del gobierno igualmente contrarios a los jesuitas, una serie de diligencias en absoluto secre- to, de las cuales se excluyó a todos los posibles partidarios de la Compañía, con lo que el resultado final no sería difícil de prever.

13 Antonio Mestre Sanchis, “Reacciones en España ante la expulsión de los jesuitas de Fran- cia” en Jesuitas en la España del siglo XVIII. Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, nº 15, 1996, p. 126.

71 El proceso que llevó a la decisión de expulsar a los jesuitas resulta muy re- velador. Es entonces cuando la apelación a la razón de Estado se manifiesta con toda claridad. Todo el asunto fue llevado en el más riguroso secreto por un grupo de personas decididamente contrarias a la Compañía, excluyendo a cualquier ministro que fuera partidario o simplemente imparcial. Primeramen- te se realizó la “Pesquisa Secreta”, reuniendo testimonios y materiales de fuer- za probatoria bastante dudosa, correo interceptado, informes de autoridades y de confidentes, rumores y delaciones, de diversas procedencias. Sobre esta base, poco concluyente y de discutible legitimidad, Campomanes elaboró el “Dictamen Fiscal”, responsabilizando a los jesuitas en su conjunto como insti- gadores del motín, y añadiendo como agravantes los argumentos antijesuíticos tradicionales, la doctrina del tiranicidio, la moral relajada, el afán de poder y ri- quezas, su actuación en América. Acusaba en un largo documento no a jesuitas concretos, sino a la Compañía de Jesús como instituto, en una versión comple- tamente negativa, sin admitir nada positivo. El “Dictamen Fiscal” para el Con- sejo de Castilla, firmado en Madrid, el 31 de diciembre de 1766, era un largo documento articulado en 746 puntos, en el que se culpaba a los jesuitas como instigadores del motín contra Esquilache y como enemigos de la monarquía. La Pesquisa y el Dictamen fueron presentados al Consejo de Castilla en enero de 1767 y su Presidente, Aranda, convocó un Consejo restringido con los consejeros más contrarios a la Compañía. Este Consejo extraordinario exa- minó la documentación presentada y aconsejó la expulsión de los jesuitas de España y de las Indias. Para respaldar esta decisión, el monarca convocó una junta, integrada también por antijesuitas notorios, presidida por el Duque de Alba, con los cuatro Secretarios de Estado, Grimaldi, Muniain, Múzquiz y Roda, que aconsejaron también la expulsión, recomendando que para no pro- vocar polémica no se diera publicidad a las razones de la medida, rodeando los preparativos del máximo secreto.

LOS ARGUMENTOS UTILIZADOS

El gobierno reformista de Carlos III aprovechó la oportunidad que le brin- daba el motín contra Esquilache para achacar la culpabilidad a la Compañía de Jesús y conseguir, de este modo, la justificación de su expulsión. Campomanes en el Dictamen Fiscal, en lugar de buscar responsabilidades individuales, acusó del motín directamente a los jesuitas:

102. De la Pesquisa resultan pruebas bastante determinadas de que iban jesuitas entre las cuadrillas del tumulto, por las expresiones “Vamos bien, padre y usencia”, que se oyeron a los amotinados hablando con sus capata- ces.

103. La institución de soldados de la fe, que eran caudillos y superiores del guitarrero, calesero y otras cabezas visibles del motín, no puede ser movi-

72 miento de los seglares ni hay cuerpo eclesiástico en el reino que tenga autori- dad y predominio en ellos para concertarlos en tan oculta confederación, no siendo los jesuitas. 14

La participación de la Compañía de Jesús en el motín de Madrid se ha dis- cutido mucho. Desde los primeros momentos se sabía que algunos jesuitas, de manera individual, tuvieron alguna intervención, directa o indirecta, en el tu- multo. El padre Francisco Javier de Idiáquez, Provincial de Castilla, reconoció su participación y les impuso un castigo a unos cuantos, pero al mismo tiempo, distinguía entre la responsabilidad y la culpa de unos pocos jesuitas particula- res, que habían actuado a título individual, acusación que podía aceptar, y la responsabilidad y la culpa de la Compañía de Jesús colectivamente, como insti- tución, acusación que rechazaba totalmente, tal como expuso al Rey. Esta misma distinción es la que se discutió entre el rey Carlos III y sus ministros, que acusaban a toda la Compañía en su conjunto, y el Papa Clemente XIII, que sólo aceptaba la culpabilidad de algunos jesuitas aislados, pero no la de toda la Orden. La argumentación de Campomanes traspasaba las fronteras entre lo indivi- dual y lo colectivo. Basaba toda su acusación en la obediencia ciega que los je- suitas, como individuos, debían a la Compañía, al Padre General, al que califi- caba de “árbitro absoluto” y “monarca absoluto”. A partir de ahí, puesto que negaba la libertad individual de los miembros de la Compañía, consideraba que cualquier idea o acción personal se remitía directamente a la responsabili- dad colectiva de la Orden. No se debía, por consiguiente, castigar a los indivi- duos, sino al conjunto del cuerpo, ya que “es el cuerpo quien obra y los parti- culares son meros instrumentos”.

171. De lo dicho aparece el primer vicio de la unión de este formidable cuerpo a título de obediencia ciega en todos los individuos que le componen, y de una autoridad ilimitada en los superiores de la Compañía contra las más sagradas disposiciones de los derechos natural, divino, civil y eclesiástico.

Como hemos dicho antes, algunos jesuitas pudieron haber participado y otros muchos pudieron haberlo visto con gusto, pues la política desarrollada por Carlos III y sus ministros era contraria a sus ideas y a sus intereses. Y es en este sentido donde hay que buscar la explicación de lo sucedido. La decisión se tomó en nombre de la razón de Estado, por motivos políticos. La Compañía de Jesús era vista y presentada en el documento como un cuerpo “incompati- ble con el esplendor de la Monarquía y de la nación”. La “confederación jesuí- tica”, como llamaba Campomanes en sentido amplio a los padres, coadjutores, terciarios, beneficiarios de cartas de hermandad, constituía “un cuerpo contra-

14 Pedro Rodríguez de Campomanes, Dictamen Fiscal de expulsión de los jesuitas de España (1766-67), ed. e introducción de Jorge Cejudo y Teófanes Egido, Madrid, 1977, p. 59.

73 rio al Estado”, “un cuerpo extraño a la Monarquía”, “un cuerpo temible”. La explicación de esta incompatibilidad del sistema de la Compañía con la monar- quía española se extendía a lo largo del documento. Campomanes le dedicaba desde el punto 152 al 264. Campomanes definía a la Compañía, en función del cuarto voto de obe- diencia al Papa, como una especie de ejército a las órdenes del poder extranje- ro del Pontífice. Incluso más, era una poderosa máquina, que respondía a su propia dinámica de poder y que igual se enfrentaba al mismo Papa que a los monarcas más diversos. En definitiva, era presentada como un Estado sobera- no, peligroso para toda potestad constituida. Un Estado “despótico”, frente a un Estado legítimo, como sería la monarquía española de Carlos III, una mo- narquía del absolutismo ilustrado. En la época se distinguía claramente entre absolutismo y despotismo. Según Montesquieu en El Espíritu de las Leyes, de 1748, el gobierno monár- quico era aquel en que gobernaba una sola persona, el rey, de acuerdo con unas leyes establecidas y se basaba en el honor, y el gobierno despótico era también el de una sola persona, pero sin leyes ni reglas, siguiendo su voluntad y su capricho, y se sustentaba en el temor. El término despotismo era aplicado generalmente por entonces al poder ilegítimo y arbitrario, basado en la fuerza y la violencia, propio de los regímenes orientales. Montesquieu afirmaba, por ejemplo, que entre los turcos reinaba “un horrible despotismo”. Aunque pudieran, en ocasiones, aproximarse los dos conceptos, absolutis- mo y despotismo, siempre se establecían diferencias. Los fisiócratas, por ejem- plo, rechazaban y condenaban el “despotismo arbitrario y depredador” a la turca, el “despotismo militar” del Bajo Imperio Romano, el “despotismo fácti- co y desordenado”, pero admitían y propugnaban un “despotismo natural, pa- trimonial y legal” y defendían el modelo de un monarca “déspota y a la vez ilustrado”. Este déspota legal, el monarca, representaba y encarnaba el Estado. Su justificación, su legitimación estaría en la alta finalidad que trataba de al- canzar, para el que Dios le habría dado el poder absoluto y la sociedad habría depositado en él el encargo de gobernar, trabajar por el bien común, intentar conseguir la gloria de la monarquía y la felicidad de su pueblo. Federico II, teorizando a partir de su experiencia como monarca, ponía el énfasis en la ilustración como factor de legitimación. Tal como le decía al abate Raynal: “Señor abad, a vos no os agrada el despotismo, ni a mí tampoco. Pero ¿sabéis dónde veo yo el despotismo? En la injusticia y la ignorancia. Un déspo- ta es un hombre malvado casi siempre un tonto, que se aparta de sus deberes para imponer a los demás otros inútiles y vejatorios. En cambio, a un príncipe, que marche derecho y firme por las vías de la justicia y del bien público, yo lo llamo un buen y sabio príncipe, aunque no tenga a su lado ni dieta ni parla- mento”. Despotismo es una palabra que aparece continuamente en el Dictamen Fis- cal. La terminología utilizada por Campomanes resulta ilustrativa del concepto en que verdaderamente tiene a la Compañía o, al menos, la imagen que preten-

74 de dar de ella al rey y a los ministros del Consejo de Castilla. Se trata esencial- mente de expresiones políticas, no religiosas. La define como “un cuerpo des- pótico”, “el modelo visible del despotismo”, “el despotismo supremo”. Un despotismo que trata de imponerse a la sociedad, para constituir un Estado dentro de otro Estado. Campomanes habla del “despotismo de la Compañía respecto a los individuos”, del “despotismo familiar de la Compañía”, “que in- tentan imponer a sus devotos”. Los súbditos de Carlos III ya no serían sólo sus súbditos, sino súbditos también del “estado despótico” jesuítico. Un despotis- mo dirigido por “un soberano despótico extranjero”, un soberano que es el Papa, con lo que esto significa en plena batalla regalista. Y más incluso que el Papa, el General de la Compañía, el Papa negro, convertido en “monarca absoluto de las almas, cuerpos y bienes de la Compañía”, sobre todo, en opi- nión de Campomanes, desde que el P. Claudio Aquaviva transformó la orden fundada por San Ignacio en una monarquía “y abrió los cimientos a la prepo- tencia que hoy tiene”. Un Estado dentro de otro Estado, para destruirlo. Campomanes calificaba a la Compañía de ser un “cuerpo temible”, de ser “un gobierno que obra siem- pre mal contra el Estado”, de ser “un cáncer del Estado”, de pretender que “dependan los reyes de su arbitrio” y acusaba a los jesuitas de ser “los mayores enemigos y émulos de la soberanía”. La “confederación jesuítica”, según Cam- pomanes, “forma una liga y unión ilícita contra el Estado dentro del Reino, lo cual podrá trastornar el trono a cierto tiempo por sí o por medio de sus emisa- rios”. En conclusión, el Dictamen denunciaba a la Compañía como “enemiga declarada del reino, incompatible dentro de él con la tranquilidad y el orden público”. Era, además, un poder retrógrado, que se oponía a las reformas ilustradas y que atentaba, por consiguiente, no sólo contra el poder de la monarquía, sino contra el bienestar del pueblo, contra el progreso y la felicidad, tan buscados por los ilustrados:

184. De aquí resulta el fanatismo, la murmuración injusta contra el go- bierno, titulando herejes o poco religiosos a los ministros más ilustrados, más íntegros y menos supersticiosos, cargo que resulta contra los jesuitas en la Pesquisa.

226. Este sistema, indubitablemente verificado en el actual movimiento, es insufrible en ningún Estado. El jesuita ni la Compañía no se miran como vasallos; es enemigo de la soberanía, depende de un gobierno despótico resi- dente en un país extranjero; allí remite sus riquezas, de allí recibe las instruc- ciones; no es dueño de resistirlas jesuita alguno ni de apelar o reclamar, sean de la clase que quisieren, porque las debe respetar por profesión como dima- nadas del mismo Jesucristo.

227. La rebelión, la sedición, la resistencia a las potestades legítimas, el regicidio, el tiranicidio y el perjurio, probables en su sistema, son doctrinas

75 familiares en su práctica. Su sistema, en fin, es dominar por amor o por in- fluencia o por cualesquiera medios a los reyes mismos, a sus ministros y a los magistrados.

A los motivos políticos se añadían para condenar a los jesuitas los motivos económicos, presentando a la Compañía como modelo de ambición y avaricia, acusándola de acaparar riquezas sin límite, especialmente en América:

520. De aquí nace el segundo vicio del régimen actual de la Compañía. Que por acumular incesantemente riquezas degenera en las costumbres opuestas a su profesión, absorbe la sustancia de los pueblos, reduciéndolos a la esclavitud y enajenándolos de los soberanos legítimos, apoderándose final- mente, a grandes pasos, de la soberanía misma.

Había también motivos morales de condena. La relajación moral, el proba- bilismo, difundido desde las cátedras, púlpitos y confesionarios de los jesuitas, era una enfermedad que destruía las entrañas de la sociedad y sus doctrinas populistas atentaban contra la esencia de la Monarquía. En su afán de dominio no se detenían ante nada, con intrigas y oscuras maquinaciones secretas, si- guiendo la vieja máxima del divide y vencerás se dedicaban a sembrar divisio- nes y enfrentamientos: “Dividen en facciones los diferentes estados”. “En Es- paña favorecieron la revolución de Cataluña y Portugal en 1640”.

623. Si han podido hacer tan espantosos efectos hasta aquí los medios que pone en práctica la Compañía para sembrar sus máximas en el reino, dicta la prudencia no despreciemos unas experiencias cuya escena no es para repetida. Cuanto más dilate la severidad de las leyes su ministerio, mayor será el daño y menos la posibilidad de remediarle. Este cáncer que empieza a apo- derarse del Estado con velo de religión, nunca se cura si no se corta. ¿Cuán- tas clases habrían padecido nota en su fidelidad, si no estuviese tan descu- bierto el origen de los movimientos pasados?

Lo que pasaba en España no era más que un nuevo capítulo añadido a lo sucedido anteriormente en Portugal y Francia, a los que Campomanes dedica- ba en el Dictamen de los números 625 al 734, dedicados a comentar la oposi- ción de la Compañía a los monarcas. Dejando aparte Portugal, será sobre todo la dinastía borbónica la que más se destacará en el enfrentamiento recíproco entre jesuitas y monarcas.

625. No obstante que la animosidad de la Compañía contra los sobera- nos de Francia y Portugal y sus ministros no es un crimen que directamente toca a nuestro gobierno, tiene tres respetos que atender para considerarle como otra de las causas que hacen tan incompatibles en España a los jesuitas españoles, como franceses y portugueses.

733. De manera que la sublevación y la resistencia contra la soberanía, la declamación contra la sagrada persona de S.M., el odio implacable al minis-

76 terio y el esparcimiento de las calumnias para animar bullicios en todos los dominios de S.M. de parte de la Compañía y el deseo de formar partido, fau- tores y cómplices, se halla igualmente probado, siendo este lenguaje unifor- me de los jesuitas, no sólo de los simples particulares, sino de las personas que entre ellos tienen más respetos y se hallan iniciadas de las máximas y se- cretos de su gobierno.

La conclusión era que la Compañía de Jesús en su conjunto era un mal ab- soluto, que había que extirpar cuanto antes, para salvar al Estado. “Este cáncer que empieza a apoderarse del Estado con velo de religión, nunca se cura si no se corta” –proclamaba Campomanes al final de su Dictamen.

744. En estos términos, resultando de todo ser los jesuitas en España e Indias el fomento y el centro de la disensión y del desafecto a la quietud, en- tiende el fiscal que ha llegado el punto de haber llenado la Compañía en Es- paña y en las Indias la medida del escándalo en punto de su predicación, de su enseñanza y de su infidelidad, y ser indispensablemente necesario para la seguridad de la sagrada persona de S.M. y del reino entero que la soberanía use de su potestad económica extrañando del reino a los jesuitas profesos y a los novicios que quieran permanecer en dicha Compañía; ocupándoseles las temporalidades, como extraños de él, no permitiendo que en estos dominios ni en los de las Indias se vuelvan a establecer en comunidad ni en particular con ningún pretexto, haciendo Su Majestad esta declaración a imitación de otros soberanos, como rey que no reconoce superior en lo temporal y que usa de esta económica providencia para seguridad de su persona real, de la de su augusta familia y de sus dominios, y por beneficio de la misma religión y pureza de las costumbres; haciendo cerrar, desde luego, todas sus casas y escuelas y que no se enseñe más su doctrina, para evitar que no se dé ocasión con ella a nuevos escándalos en estos dominios; expidiéndose las órdenes más estrechas para que se ejecute con toda decencia y orden la expulsión de los jesuitas y aseguren sus papeles, sin ofender en nada sus personas ni per- mitirles comunicación alguna con los seglares ni otros algunos; que se expi- dan cartas circulares a los prelados diocesanos para que en sus diócesis se inspire a los eclesiásticos la mayor moderación, e igualmente a los superiores de las demás órdenes, asegurando a éstas de la especial protección de Su Ma- jestad, de lo asegurado que se halla de su fidelidad y amor al trono, para que no se crean confundidos con el cuerpo de la Compañía, cuyos individuos, por precisa defensa del Estado, es indispensable sacar de él. Que se prohiba por bando que nadie mantenga correspondencia con los jesuitas, escriba apo- logías a su favor ni tome su voz en manera alguna, pena de ser tratados como reos de lesa majestad. Pues todos deben reposar en la escrupulosa indagación de hechos indubitables sobre que recae esta providencia para evitar en lo su- cesivo nuevos escándalos semejantes a los pasados, y por convenir al orden público separar de la masa honrada de la nación un cuerpo de hombres que aspiraba a precipitar la fidelidad española, abusando de la piedad de la na- ción y de las proporciones que les facilita su introducción y exterioridad su- gestiva. Que para la ejecución de todo se formen las instrucciones y órdenes

77 más efectivas y claras, consultándolas el Consejo a Su Majestad, en conse- cuencia de su Real Decreto de 21 de abril de este año y demás sucesivos.

745. Todo lo cual, reserva de los incidentes particulares, pide el fiscal, cumpliendo con su oficio, con su fidelidad, con su honor y con el encargo particular que como abogado y procurador fiscal de la corona se le recomen- dó en el citado Real Decreto de 21 de abril, y pide se hagan manifiestas al pú- blico las causas que motivan estas providencias, con aquella reserva que con- venga en asuntos sigilosos en que haya reparo político o en lo que mire a guardar a los testigos religiosamente la reserva de sus nombres que les está ofrecida bajo de la palabra real como preliminar de la Pesquisa Reservada, con todo lo demás que estimare el Consejo con su acostumbrado celo y justi- ficación en materia tan digna de sus cuidados, y dé prontísima resolución en vista del proceso informativo de nudo hecho, atento al gravísimo peligro que hay en la tardanza y a que semejantes providencias no están sujetas a las re- glas comunes; ni para conservar o excluir de sus dominios el soberano una comunidad sospechosa no necesita consultar otra formalidad que el conven- cimiento de la utilidad y necesidad de su providencia, que son los extremos en que se halla este negocio.

746. Esto es, en resumen, señores, lo que pide la justicia y el voto común de los buenos vasallos, y lo que exige del brazo real la protección debida a la pureza de la doctrina y a la conservación de la patria, para purificar el reino de los verdaderos enemigos de su sosiego y de su prosperidad. 15

Más que la causa profunda del enfrentamiento, la responsabilidad en el motín de Esquilache fue, pues, el pretexto, la oportunidad, el desencadenante. Las verdaderas razones de la expulsión eran mucho más profundas. Se trataba de dirimir un triple enfrentamiento, de entrada una cuestión de poder, la pri- macía absoluta de la Monarquía, frente al poder de los jesuitas; además, por una parte, el enfrentamiento entre el poder del rey y el poder del papa, del que los jesuitas actuarían en España como una quinta columna, por tanto una nueva y decisiva batalla regalista en la larga lucha Iglesia-Estado; por otra parte la confrontación entre conservadurismo y modernización, en la cual al Papado, y muy especialmente a los jesuitas, se les acusaba de representar el inmovilis- mo, y la Monarquía reformista e ilustrada, defendida por los ministros “goli- llas”, buscaba dirigir el proceso de transformación, para conseguir el progreso, la felicidad de los pueblos. La invocación a la razón de Estado se apoyaba en estos argumentos. Prue- bas concluyentes no parece que hubiera ninguna en contra de los jesuitas y mucho menos para una acusación global contra toda la Compañía. Pero el si- lencio, la reserva, la indefinición, el secretismo lejos de desgastar la convicción, todavía incrementaba más la sospecha y la sensación de peligro. Se invocó igual- mente la razón de Estado para exigir el máximo secreto en todo el proceso.

15 Campomanes, Dictamen Fiscal..., documento entero en pp. 43-192.

78 Carlos III firmó el decreto de expulsión el 20 de febrero de 1767 y la orden se ejecutó primero en Madrid, la noche del 31 de marzo, y los días siguientes en el resto de España. Fue una cuidadosa operación realizada con gran efica- cia. Las 146 casas de jesuitas en España fueron rodeadas por tropas militares. A los religiosos se les leyó el decreto de expulsión. Inmediatamente, sin más tiempo que el necesario para recoger las cosas más imprescindibles, debían emprender el viaje. La orden fue ejecutada sin resistencia de los jesuitas y sin ningún tipo de alteraciones públicas. Afectaba a todos los jesuitas sin distin- ción, salvo los novicios, que podían elegir entre renunciar y seguir en su país o marcharse. De España salieron 2.641 y después de América les siguieron al exi- lio 2.630. A pesar de las disposiciones ordenando un trato humanitario, el modo en que se realizó el destierro fue penoso. Los jesuitas fueron reunidos en unos cuantos puertos y embarcados con destino a los estados pontificios, con sus pertenencias personales. El Papa se negó a recibirlos y después de algunas vicisitudes fueron admitidos por la república de Génova en la isla de Córcega. Pero la odisea de los jesuitas expulsos no había terminado. Al año siguiente la isla pasó a Francia y hubieron de abandonarla. Finalmente el papa Clemen- te XIII aceptó acogerlos. 16 Aunque la expulsión de los jesuitas se trató como una cuestión política, tuvo también otras dimensiones, económicas, religiosas, culturales. Todo el enorme patrimonio de la Compañía de Jesús en la Monarquía española fue confiscado. Las iglesias quedaron a disposición de los Obispos, las residencias y colegios fueron destinados en su gran mayoría a fines educativos, unos secu- lares y otros religiosos, y las fincas rústicas fueron puestas en venta mediante subasta. Del producto de los bienes confiscados se creó un fondo de “Tempo- ralidades”, a cargo del cual el gobierno asignó a los expulsados una escasa pensión de 100 pesos anuales. Carlos III solicitó también el respaldo de la Iglesia española, demandando la aprobación a los prelados, que se la otorga- ron sin problemas. De un total de 56, sólo 6 se atrevieron a rechazar la me- dida, otros 5 no contestaron y todos los demás dieron su consentimiento a la decisión regia. La misma falta de solidaridad con los jesuitas se dio en las órdenes religiosas. En el difícil momento de la expulsión de los jesuitas se reveló una vez más la personalidad de Carlos III, profundamente convencido de sus prerrogativas de monarca absoluto, que se consideraba autorizado a tomar duras y polémicas medidas, en nombre de la razón de Estado, de las que sólo había de responder ante Dios. En el texto del decreto de expulsión el monarca justificaba su deci- sión:

16 Vid. Enrique Giménez López (ed.), Expulsión y exilio de los jesuitas españoles, Alicante, Universidad de Alicante, 1997. Y Miquel Batllori, La cultura hispanoitaliana de los jesuitas expul- sos, Madrid, 1966.

79 Sabed que habiéndome conformado con el parecer de los de mi consejo Real en el Extraordinario, que se celebra con motivo de las resultas de las ocurrencias pasadas, en consulta de 29 de enero próximo, y de lo que sobre ella, conviniendo en el mismo dictamen, me han expuesto personas del más elevado carácter y acreditada experiencia; estimulado de gravísimas causas, relativas a la obligación en que me hallo constituido, de mantener en subor- dinación, tranquilidad, y justicia mis pueblos, y otras urgentes, justas y nece- sarias, que reservo en mi real ánimo; usando de la suprema autoridad que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la protección de mis vasa- llos y respeto de mi Corona: He venido en mandar extrañar de todos mis do- minios de España e Islas Filipinas, y demás adyacentes, a los Regulares de la Compañía...

Fernán Núñez, al abordar en su biografía del monarca este espinoso tema, –mucho más para él, que había estudiado con los jesuitas y era partidario de su causa–, siempre dispuesto a exculpar al rey, defendía la rectitud de actuación de Carlos, argumentando que las razones secretas serían muy graves para lle- varle a tomar tal decisión:

El Rey Carlos, que varias veces decía que era primero Carlos que Rey, ex- presión bien digna de su corazón y de su humanidad, había sido educado por esta Sociedad, y no le era desafecto, y así aseguran dijo a su salida que Carlos había sentido mucho lo que el Rey se había visto precisado a hacer. No es du- dable que las razones que le darían serían sin réplica, pues le he oído decir, hablando un día con el Prior de El Escorial sobre la responsabilidad del mando: Tiene razón, Padre, yo creo habré errado muchas veces; pero puedo ase- gurarle, como si estuviera en el tribunal de Dios, que jamás he hecho sino lo que he creído lo más justo y útil.

Muy interesante es también la justificación de Carlos III ante su hijo el rey de Nápoles, por medio de una carta escrita por Roda, que le fue comentada por Tanucci al joven rey, tal como Tanucci explicaba en su correspondencia con Don Carlos. En esa carta la Compañía de Jesús es presentada como una peligrosa alianza de gentes ambiciosas, intrigantes, inquisitoriales, que trataban de dominar la sociedad por todos los medios, a través de la enseñanza, de los confesionarios. Era enemiga declarada del gobierno, al que trataban de des- truir lentamente desde dentro. Calificaban a los jesuitas de “polillas de la sobe- ranía”, pues llevados de su afán de poder e influencia, obstaculizaban a los ministros que no estaban sujetos a sus planes, levantaban al pueblo contra sus legítimos gobernantes y llegaban a proponer el atentado contra los monarcas que no siguieran sus directrices. Muchos ilustrados compartían plenamente la medida. Como ha señalado Antonio Mestre, Gregorio Mayans, que había estudiado en los jesuitas de Cor- delles de Barcelona y había mantenido relaciones amistosas con muchos jesui- tas, se había ido distanciando por razones intelectuales, culturales y religiosas, a la vez que por motivos personales, pues les consideraba responsables de que

80 sus méritos no hubieran sido justamente valorados. 17 En una carta del 6 de abril de 1767 Mayans explicaba a uno de sus corresponsales de Madrid, el bi- bliotecario Martínez Pingarrón, la expulsión de Gandía y se mostraba partida- rio de la medida: “En esto paró este cuerpo inobediente al rey; y en lo mismo pararán todos los que, saliendo de su esfera, quieran dominar más de lo que deben y abatir a los beneméritos”. 18 El 7 de abril, Martínez Pingarrón, en una carta a Mayans, justificaba igualmente la expulsión, invocando claramente la razón de Estado, de acuerdo con la versión oficial:

Las causas justísimas y justificadísimas para esta providencia bien se ma- nifiestan en la pragmática, leída con cuidado. El rey es piadosísimo y de suma benignidad y así los trata con tanta piedad. Si saliere, como lo espero, en esta semana algún manifiesto, haré porque Vmd. lo tenga. Yo he sabido por menor, con suma confianza, las causas verdaderas por lo claro; y me he ho- rrorizado. Gracias a Dios, que el rey ha tomado esta determinación. Y este era el pliego cerrado que se había remitido a todo el reino, para que se abrie- se en un día y se ejecutase lo en él mandado. Muchos de ellos estarán inocen- tes, pero no se trata de particulares individuos, sino de todo el cuerpo. 19

Carlos III no se conformó con la expulsión y trabajó sin descanso hasta conseguir que el papa Clemente XIV disolviera la Compañía de Jesús en 1773. En este asunto su principal colaborador fue don José Moñino, que por estos servicios obtendría el título de Conde de Floridablanca. Recordemos la carta de Carlos III a Tanucci, de 24 de abril de 1772: “Muy persuadido de la necesi- dad de la extinción de los jesuitas, pues, como todo ha pasado por sus manos, ha visto cuán perjudiciales son y cuán indispensable es que se haga, y así creo que se desempeñará bien en su misión”. El rey y Moñino tendrían principal responsabilidad en esta decisión final. Cuando el Papa suprimió la Compañía de Jesús, Carlos III volvió a manifestar su profundo convencimiento sobre la necesidad de una medida tan extrema y decisiva. Según comunicaba a su go- bierno el embajador inglés Grantham, el rey no podía contener su satisfacción ante la noticia y en la audiencia habitual comunicó públicamente a los embaja- dores extranjeros que verían el día “en que la necesidad de esa medida sería aceptada por toda la humanidad”. 20 En el siglo XVIII siempre se invocó la razón de Estado. Se hablaba de “obli- gación”, “necesidad”, “justicia”, “utilidad”. Muchos historiadores también lo han interpretado de este modo. Manuel Danvila y Collado, hace un siglo, en su historia del reinado de Carlos III, definía la expulsión de los jesuitas como una decisión tomada por razón de Estado:

17 Gregorio Mayans y Siscar, Epistolario, IX, Mayans y Martínez Pingarrón, 3. Real Biblioteca y política cultural, transcripción, estudio preliminar y notas de Antonio Mestre, Valencia, Publicacio- nes del Ayuntamiento de Oliva, 1989. Vid. el estudio preliminar de Antonio Mestre, pp. 12-17. 18 Idem, pp. 58-59. 19 Idem, pp. 60-61. 20 Grantham a Rochford, 9 de septiembre de 1773, citado por John Lynch, El siglo XVIII, Bar- celona, Crítica, 1991, p. 255.

81 Los jesuítas, en el espacio de dos siglos, y protegidos por la Santa Sede, habían extendido por todo el mundo conocido la influencia de su doctrina; la enseñanza estaba en sus manos y con ella el porvenir de la juventud, la or- ganización del Estado y hasta la conciencia de los reyes. Esta malla, que re- presentaba a la España antigua, era incompatible con el absolutismo regalista de los monarcas españoles, y más aun con la tendencia reformista de los mi- nistros enciclopedistas de Carlos III. El choque se había de producir y se produjo por el contacto inevitable de dos fuerzas poderosas. Por ello la ex- pulsión se apoyó principalmente en las ideas, en la política, en el espíritu de la Compañía de Jesús. Por ello el monarca español se reservó en su real ánimo las causas de la expulsión. Por ello sostenemos, que sólo la inspiró un cambio esencial de política, una verdadera razón de Estado, que en algunas ocasiones ha encubierto grandes injusticias, porque injusticia y grande será siempre culpar a una sociedad religiosa de haber conspirado contra las insti- tuciones fundamentales y la patria, y no señalar siquiera, ni presumir el obje- to y plan de conspiración tan tenebrosa. 21

La misma idea destacan Jorge Cejudo y Teófanes Egido al comentar el Dic- tamen Fiscal de Campomanes, señalando la “diametral oposición de dos des- potismos”:

El episodio significativo de los motines y el clima internacional ofrecen la ocasión propicia para la actuación contra los jesuitas; pero gravitan causas más profundas, tanto ideológicas como estructurales, en un proceso que tiene la virtualidad de revelar choques de intereses muy dispares. En primer lugar, y como se trata de algo esencialmente –si no únicamen- te– político, está operando la profunda imposibilidad de coexistencia entre dos despotismos radicales; es decir, el despotismo ministerial de Carlos III, regalista consecuente, no puede sufrir la presencia del sistema jesuítico, subs- tancialmente ultramontano. No es fácil reconciliar el absolutismo borbónico importado con la herencia “populista” de los teóricos de una sociedad que no solamente propaga el regicidio, sino que obedece a monarcas extranjeros y, paradójicamente, más absolutos que ningún otro. 22

La expulsión de los jesuitas fue, pues, uno de los casos más notables de la aplicación de la razón de Estado hasta sus últimas consecuencias en la España del siglo XVIII, expresión del Estado del absolutismo ilustrado, en su doble ver- tiente, expresión de poder absoluto, que no toleraba ningún otro poder que le pudiera hacer sombra, pero manifestación también de la convicción profunda en la necesidad de abrir paso a las luces, apartando los obstáculos que pudie- ran frenar las reformas ilustradas. Carlos III y sus ministros consideraron que era mejor sacrificar a la Compañía de Jesús que poner en peligro al Estado. La decisión siempre será discutible y polémica.

21 Manuel Danvila y Collado, Reinado de Carlos III, Madrid, 1893, vol. III, pp. 84-85. 22 Campomanes, Dictamen Fiscal..., pp. 20-21.

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