Inés Marful

La identidad herida Transexuales en la intimidad

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La identidad herida

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Índice

pp.

Bajo el signo de Orlando……………………………... 5

El género en la encrucijada. Las historias……………... 77

I. Bruno y el cazador de sueños………………………. 84

II. Jose, como los trenes en la noche…………………. 106

III. Javier, sentado al piano………………………….... 133

IV. Dos veces Gabriel………………………………... 157

V. Balada para despedir a Teresa…………………….... 189

VI. Sonia, mientras arde París……………………….... 216

VII. Y ahora, ¿qué? Una conversación en torno a la experiencia sexoafectiva de las mujeres transexuales….. 237

VIII. Arriba el telón. Dos transexuales masculinos conversan…………………………………………...... 255

Bibliografía recomendada…………………………….. 269

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“Era hombre, era mujer, conocía todos los secretos, compartía las debilidades de ambos. Era un estado del alma vertiginoso.”

Virginia Woolf, Orlando

“-¡Eh -gritó Will-, la gente corre como si ya hubiera llegado la tormenta! -¡Es que ya ha llegado -gritó Jim-. La tormenta somos nosotros!”

Ray Bradbury

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Bajo el signo de Orlando

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Bajo el signo de Orlando

“No es el cuerpo descrito por los biólogos el que realmente existe, sino el cuerpo tal como es vivido por el sujeto.”

Simone de Beauvoir, El segundo sexo

El aspecto de Carlos no se presta a interpretaciones. Imposible sospechar que este hombre bien rasurado, de voz profunda y aspecto saludable, llegó al mundo como mujer, sin que a sus padres, Fernando y Beatriz, ni al equipo médico que atendió el parto en el madrileño hospital de La Princesa, hace ahora treinta y cuatro años, se les planteara la menor duda en cuanto a cuál era el sexo que debía asignársele. La recién nacida fue inscrita en el registro civil con el nombre de Julia y sus peripecias para lograr conquistar una imagen corporal y una identidad social masculina son muy similares a las que experimenta cualquier transexual. “La vida de un

6 trans es lo más duro que uno puede echarse a la cara”, dice Carlos, “tú imagínate lo que es que todo el mundo espere que te comportes como mujer cuando tú estás absolutamente convencido de ser un hombre. Más allá: cuando, por mucho que tu cuerpo te lleve la contraria, sientes y actúas igual que un hombre. Ni a mi peor enemigo le deseo yo la mitad de este calvario.” El caso de Carlos no es único. La historia del transgenerismo y de la transexualidad, entendiendo por tal la socialización de un individuo en el género contrario al que comportan sus marcadores genitales, parece remontarse a la historia misma de las sociedades humanas, en las que no siempre ha revestido el carácter patológico que ha llegado a asumir en una cultura fuertemente medicalizada y rígidamente dicotómica como la nuestra. Es un hecho normal. Los ríos de la historia están en continuo movimiento y tanto la identidad personal como los habitus sociales van cambiando al calor de los distintos modelos de interrelación que se han ido definiendo en los diferentes contextos históricos y culturales, es decir, que ni son de suyo ni tienen, por lo tanto, un carácter ontológico. Para decirlo abiertamente: anatomía no es destino. De hecho, las cada vez más rígidas dicotomías categoriales que han venido vertebrando desde muy antiguo la percepción social de la masculinidad o la feminidad –la masculinidad como fuerza, inteligencia, racionalidad, capacidad de control, autodominio,

7 gestión de los poderes públicos…, y la feminidad como debilidad, intuición, sensibilidad si no sensiblería, voluptuosidad, delicadeza, organización de la vida familiar y del ámbito doméstico…- se han ido afianzando sobre una poderosa arquitectura de convenciones hasta constituir, al menos en nuestra cultura, un auténtico lecho de Procusto en el que todos debemos encajar so pena de desgarrarnos. Para desvelar su arbitrariedad, sin embargo, no hace falta hacer demasiadas filigranas: basta con poner de relieve el fuerte dinamismo que los rígidos preconceptos en torno a lo masculino y lo femenino han experimentado a lo largo de las últimas décadas, coincidiendo, como es obvio, con el giro copernicano que ha impreso a la historia de las mentalidades la que ha dado en llamarse la revolución femenina. Hace apenas cuarenta años una mujer con pantalones y un cigarrillo entre los labios habría sido proscrita por amachada y muy probablemente por lesbiana, mientras que un metrosexual atildado y con el pelo recogido en una cola al estilo de David Beckham habría despertado serias dudas acerca de su virilidad. El acercamiento de los estándares ideológicos en torno a lo que significa ser hombre o mujer a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado demuestra que el sexo, varón o hembra, no son más que habitaciones abiertas a la entrada de apariencias y sensibilidades diversas, en un hotel donde, por lo demás, lo masculino y lo femenino no son, o no

8 deberían ser, los únicos inquilinos. Sin embargo, una ceguera operativa congruente con el dualismo que ha articulado el sistema sexo/género en torno a las oposiciones varón/hembra y masculino/femenino, en ambos casos heterosexuales, ha impedido que incluso las ciencias especulativas, y por supuesto las disciplinas sociales, las ideologías, las políticas y sus correspondientes burocracias, hayan ignorado el vasto interregno que se tiende entre estos dos polos. Y, así, los estados intersexuales, el transgenerismo, el travestismo, la transexualidad, la homosexualidad y los usos amorosos alternativos, han sido víctimas de un olvido sistemático, cuando no puestos a navegar en la nave de los locos y relegadas a los márgenes donde sólo habitan el oprobio y la maledicencia. Estigmatizadas, patologizadas, preteridas, las conductas que desafiaban la ortoposición del orden biológico y las rutinas del género y la orientación sexual han sido proscritas de forma sistemática y los portadores de tales “horrores” obligados por todos los deberes y descartados de muchos de los derechos. Sin embargo, ni ha sido siempre así ni, aún en los contextos en que lo era, la fuerza de estos auténticos movimientos antisistema ha dejado de producir distintas suvbersiones contra el orden reinante.

Una mirada retrospectiva en torno a la androginia, el transgenerismo y la transexualidad

9 No es este el contexto donde debamos hacer un repaso de las múltiples manifestaciones de transgenerismo que han existido a lo largo de la historia pero parece indudable que sus antecedentes se remontan a las primeras sociedades de cazadores. Lamentablemente, la mirada de la ciencia es esclava de sus propios paradigmas y, a no ser a través de las analogías que se pueden establecer con las sociedades primitivas más contemporáneas, no resulta fácil documentar las particularidades del transgenerismo en las culturas desaparecidas. Como sucede en cualquier ámbito, y el científico no es una excepción, la historia sólo narra lo que sus prejuicios le permiten ver, lo que explica que sólo muy recientemente haya abierto los ojos a realidades que incomodan la arpillera naïf de sus oposiciones binarias.

La literatura etnográfica más reciente está llena de casos de hombres femeninos que, si no como abiertamente transexuales, dada la escasa travesía que ha realizado, hasta la fecha, la cirugía de reasignación de sexo, pueden al menos ser conceptuados sin error como transgéneros. Entre los indios de América del Norte era frecuente la conversión numinosa de un hombre en mujer y, aunque con menor frecuencia, de una mujer en un hombre, con la consiguiente adopción de las nuevas atribuciones y capacidades que se confería al neófito en el seno de la vida personal y comunitaria, incluida, por cierto, la posibilidad de casarse. Sangrientamente perseguidos por el colonialismo europeo,

10 los llamados berdaches o dos espíritus estaban dotados de capacidades sobrenaturales y de habilidades chamánicas y eran reverenciados por la comunidad como encarnaciones de lo divino. Lamentablemente, el último berdache de que se guarda noticia habría vivido entre los indios crow y habría desaparecido en las primeras décadas del siglo XX. Poco tiempo antes, a su llegada Tahití en 1891, el pintor Gauguin había sido confundido por los indígenas con un mahu. Su larga cabellera y su aspecto atrabiliario les hacían pensar en uno de aquellos hombre-mujer plenamente integrados desde tiempo inmemorial en las sociedades isleñas del Pacífico y duramente perseguidos por los colonizadores europeos. Sin embargo, tal como cuenta Mario Vargas Llosa, “la extirpación del mahu de la sociedad indígena resultó un hueso duro de roer, y, al cabo de los años, una ilusión. Disimulado en los asentamientos urbanos, sobrevivió en las aldeas e incluso en las ciudades, recobrando su presencia plena cuando se atenuaban la hostilidad y la persecusión oficiales. Y una buena prueba de ello son los cuadros que pintó Gauguin en sus nueve años de vida en Tahití y en las Marquesas, llenos de seres humanos de incierto género, que participan por igual de lo femenino y lo viril con una naturalidad y desenvoltura semejantes a la manera como sus personajes lucen su desnudez, se funden con el orden natural o se entregan al ocio.” Según Vargas Llosa, “el mahu puede practicar el homosexualismo o ser casto, como una muchacha que hace voto de castidad. Lo que lo define no es

11 cómo ni con quién hace el amor, sino, habiendo nacido con los órganos sexuales del varón, haber optado por la femineidad, generalmente desde la niñez, y, ayudado en ello por su familia y la comunidad, haberse convertido en mujer, en su manera de vestir, de andar, de hablar, de cantar, de trabajar y, a menudo también, claro está, pero no necesariamente, de amar. 1

No cabe atribuir a primitivismo, o la barbarie, la apertura del menú de los géneros en un amplio abanico de modalidades. Hace pensar, más bien, en las cadenas impuestas por la ideología occidental a la manifestación de una libertad de elección, y de definición, que sólo cabe interpretar en términos de diversidad y, por tanto, de riqueza. En los territorios que ocupan en la actualidad el subcontinente indio, Pakistán y Bangladesh un hombre biológico cuya identidad de género se manifiesta como femenina enseguida se integrará en la casta de los hijra y no es raro que se someta a sanguinarias prácticas de emasculación usando como único anestésico una generosa pipa de opio. La diosa Yellamma, adorada en el Sur de la India, tiene a su servicio hombres femeninos o yogappa. En el momento en que efectúan el tránsito de varón a hombre femenino sagrado, los yogappa adoptan nombre de mujer, se

1 Cfr. “Los hombres-mujeres del Pacífico”, en la revista digital Vértice, http://www.elsalvador.com/vertice/2002/2/17/opinion.html.

12 dejan el pelo largo, se adornan con joyas y saris multicolores y se unen a las mujeres en sus labores cotidianas. Los yogappa cantan y bailan a cambio de limosna y tanto su imagen física como la abierta sensualidad de sus movimientos contribuyen a hacer de ellos representaciones del arquetipo femenino en sus facetas más exhuberantes. Asimismo, entre la amplia variedad de patrones de género que pueden observarse en las islas de Samoa, destacan las fa´afafine, hombres biológicos que adoptan nombre femenino y que se visten, trabajan y viven como mujeres plenamente integradas en el tejido sociolaboral. Cualquier viajero familiarizado con la sociedad de Omán, por otra parte, se percatará enseguida de que los roles de género se abren en una tríada que incluye a los xanith, transexuales de hombre a mujer que pueden vivir como tales durante una época de su vida y regresar o no a su condición anterior, sin que la neurosis de género que padecen las sociedades occidentales los impulse a hormonarse, o a hacerse intervenir quirúrgicamente, con el fin de emular hasta el fin la apariencia femenina.

No sólo estos, sino muchos otros documentos antropológicos señalan la arbitrariedad de un sistema sexo/género que nuestra cultura ha ido sedimentando durante siglos en torno a un dualismo tan hondamente arraigado en las mentalidades y en los modelos de presentación e interrelación humana que, de no oponer a su omnipresencia un cierto distanciamiento crítico, podrían

13 pasar por ser la manifestación de un orden natural derivado de imperativos de corte biológico. Los testimonios de que no es así se multiplican y, por fortuna, no sólo las sociedades humanas sino los productos culturales de todas las épocas han alumbrado diferentes salidas a la sequedad de ese dilema. La mitología y la historia de la literatura han sido pródigas en la creación de alternativas no dualistas desde los lejanos tiempos del Banquete platónico. Estamos en el siglo IV a. d. C. y ya podemos asistir a la presentación de una filosofía de la androginia de la que tendrían mucho que aprender los actuales cancerberos del orden. Según narra Aristófanes en el diálogo platónico, en un principio “tres eran los sexos de los hombres, no dos como ahora, masculino y femenino, sino que había además un tercero que era común a esos dos (…). El andrógino, en efecto, era entonces una sola cosa en cuanto a figura y nombre, que participaba de uno y otro sexo, masculino y femenino, mientras que ahora no es sino un nombre que yace en la ignominia.” Más allá de la existencia de estados intersexuales, que como es obvio han existido desde siempre, la mitología clásica conserva la memoria de seres que participaban a un tiempo de lo masculino y lo femenino, tales como el hermoso Hermafrodito, con su larga cabellera y sus senos de mujer, y la barbada Andrógina. Tiresias, el adivino que alerta a Edipo sobre su matrimonio incestuoso con su madre Iocasta, había sido mujer en cierta época de su vida y medió incluso en una pelea entre Zeus y Hera, que polemizaban acerca de qué sexo gozaba más de

14 los placeres de la carne, apostillando que sabía por experiencia que el goce físico femenino era nueve veces superior al del varón.

En el Libro IV de las Metamorfosis de Ovidio (s. I a. d. C.) se narra la historia de la ninfa Salmácides que, enamorada de Hermafrodito, aprovecha el baño del muchacho en el lago para suplicar a los dioses que unan sus cuerpos para siempre. En el Libro IX asistimos a la transformación de la joven Ifis en un varón. Las huellas de esta tradición atraviesan de hecho la historia de nuestra literatura y son visibles en el resurgimiento de la figura del andrógino en obras como La señorita de Maupin (1836), de Théophile Gautier, cuya heroína se define a sí misma como perteneciente al “tercer sexo”, en Serafita (1835) y El lírio del valle (1836), de Honoré de Balzac, las dos iluminadas por el resplandor espiritual del andrógino platónico, y, sin ninguna duda, en el Orlando de Virginia Woolf, donde el joven y apuesto Orlando se despierta de un profundo sueño convertido en mujer, fantasía tan del gusto de la comunidad transgenérica. Todas ellas, y muchas otras novelas cuya filosofía de la personalidad ha bombardeado con acierto los esencialismos de género puestos en circulación por la metafísica occidental podrían sin ninguna duda formar parte de la nómina de maestros e inspiradores de un eventual transgenderpower.

15 La historia, por lo demás, está plagada de personajes cuya ambigüedad tenemos que admitir como una abierta disensión con los patrones reinantes, y si es cierto que nunca podremos indagar en sus razones, ni aquilatar cuáles fueron sus sentimientos ni los avatares de su proceso, podemos, al menos, invocar su ejemplo como un intento logrado de vulnerar los dictámenes de la moral social e integrarlos en el seno de una tradición transgenérica mucho más amplia de lo que podría parecer a primer vista.

Santa Tecla se vistió de hombre para seguir a San Pablo en su misión de propagar el evangelio. Dos siglos más tarde, Santa Perpetua narra un sueño en el que se contempla a sí misma arrojada a la arena del circo romano, desnuda, con cuerpo de varón e intentando defenderse del asedio de los leones. Prueba de que su piadoso ejemplo no desafiaba el canon al uso de la feminidad, tanto Santa Tecla como Santa Perpetua se incorporaron pronto a las lecturas piadosas recomendadas para la educación de las hembras. Cabe pensar, sin embargo, que otro habría sido su destino si, yendo unos pasos más allá, hubieran llegado a asaltar las dignidades tradicionalmente reservadas a los caballeros. Efectivamente, durante el siglo XIII empezó a difundirse la historia de la única mujer que habría podido calzar, hasta la fecha, las sandalias de Pedro el pescador. Según cuenta el que ha sido, quizá, el más famoso de sus cronistas, Juan de Mailly, la llamada papisa Juana procedía de Oriente y había

16 conseguido reunir una erudición tanto más extraordinaria cuanto que, por aquel entonces, no se sentía el menor aprecio por una mujer instruida. De ser ciertas las afirmaciones vertidas por Mailly, Juana había sido violada y, deseosa de poner fin a las agresiones sexuales, había adoptado el nombre de Juan y la consiguiente apariencia masculina. Poco complaciente con el precepto del Deuteronomio, que recordaba el aborrecimiento divino a toda “mujer que llevara vestido de hombre”, Juana se encaminó hacia Roma y, gracias a sus habilidades dialécticas, pronto ascendió los peldaños que acabarían elevándola hasta la silla del pontífice. Este alarde de inteligencia y dotes estratégicas pudo haber sido el cañamazo sobre el que se escribiera, de haber sido otro el caldo de cultivo, una auténtica epopeya transgenérica y feminista. Nada más lejos, sin embargo, del espíritu de los tiempos. Ya convertida en el papa Juan VIII, Juana, presuntamente crítica con el voto de castidad, o respondiendo tal vez a los imperativos de la naturaleza, habría incurrido en “íntimo comercio con un doméstico suyo” (tal es la expresión que utiliza Benito Jerónimo Feijoo en sus Cartas eruditas y curiosas) y, nueve meses después, mientras, en el curso de una procesión de rogaciones, se dirigía a caballo a la basílica de San Clemente, habría sufrido dolores de parto. Fue el final de su breve pontificado y el origen de uno de los rituales más ridículos que ha dado nuestra historia. Hasta el siglo XVI la consagración del papa entrante no tenía lugar hasta que, sentado el candidato sobre

17 una silla horadada, se sometía a los manoseos de los cardenales, necesitados, al parecer, de sopesar en propia mano su virilidad de antes de otorgarle el mando de la sagrada institución. La historia de la papisa Juana ha sido conceptuada por la Iglesia como una leyenda instigada por el diablo. Cabe preguntarse, sin embargo, a qué venía la invención de un mueble tan chusco, si no era con la intención de evitar que otra mujer, protofeminista o transgénero, alcanzara a ceñir en el futuro la tiara pontificia.

El caso de la papisa Juana, si bien excepcional en virtud del rango alcanzado por su protagonista, no puede calificarse de insólito. En plena apoteosis barroca, alcanza la fama Catalina de Eraúso, más conocida como la monja alférez. Vizcaína de nacimiento y descendiente de hidalgos, Catalina había sido tempranamente internada como novicia en el convento de San Sebastián el Antiguo, de donde, ataviada de hombre, huyó para embarcarse como grumete en un galeón que partía hacia el Nuevo Mundo. Corría el año 1624 cuando se alistó como soldado al servicio de la corona española. Su actuación en las campañas de Chile y de Perú fue tan valerosa que el propio rey, Felipe IV, firmó el acta que le concedería una pensión en pago a su heroísmo. Para entonces, tal como se puede leer en La historia de la monja alférez escrita por ella misma2, Catalina de Eraúso había hecho

2 Madrid, Hiperión, 2000.

18 uso de buena parte de los dones que le había conferido su acceso a la condición viril: “me embarqué, me alisté, maté herí, maleé, engañé a mujeres, correteé”. Nada, por lo tanto, que estuviera al alcance del ideal femenino de la santa o la perfecta casada en vigor durante la época. Cuando, afincado en la ciudad eterna, el cronista Pedro del Valle toma la pluma para hacerse eco de la visita de la famosa monja alférez, que había acudido a Roma para intentar recabar el apoyo del papa Bonifacio VIII para poder seguir vistiéndose de hombre, no olvida entrar en pormenores que, salvando el abismo de los siglos que habrían de pasar hasta el desarrollo de la cirugía moderna, más que en una mujer intrépida, nos hacen pensar en un auténtico transexual: “Alta y recia de talle, de apariencia más bien masculina, no tiene más pecho que una niña. Me dijo que había empleado no sé qué remedio para hacerlo desaparecer. Fue, creo, un emplasto que le suministró un italiano. El efecto fue muy doloroso, pero muy a su deseo. De cara no es muy fea, pero muy ajada por los años. Su aspecto es más bien el de un eunuco que el de una mujer. Viste de hombre, a la española, lleva la espada bravamente como a vida, y la cabeza un poco baja y metida en los hombros, que son demasiado altos. En suma, más tiene el aspecto bizarro de un soldado que el de un cortesano elegante”.

Casos como los que comento hay muchos, y todos ellos suponen un quebrantamiento más o menos logrado de

19 los usos sociales. Ya sean capitalizados en uno u otro sentido, suponen hitos en la creación de una conciencia feminista o transgenerista y, por lo tanto, jalones en una historia de la igualdad que está muy lejos de haber perdido el fuelle y la pertinencia histórica.

Durante el siglo XVIII, un travestido se hace hueco en la historia de Francia. Se trata de Charles d´Eon de Beaumont (1728-1810), enviado en 1756 por Luis XV a Rusia con el fin de restablecer las relaciones diplomáticas con la entonces zarina Elisabeth I. Parece probado que, para vencer los recelos de la emperatriz, el caballero d´Eon no tuvo empacho en disfrazarse de mujer y en acudir a su presencia con el nombre de Lya. Finalizada con éxito su misión en Rusia, Beaumont regresa a Francia y toma parte en la Guerra de los Siete Días, para asumir a continuación el cargo de Ministro Plenipotenciario en Londres. Pero el rumor de que bajo sus vestimentas masculinas se esconde una mujer ya no lo abandona. Su estrecha relación con Sophie Charlotte, esposa de George III, despierta los celos del monarca, que interroga a Luis XV acerca de la verdadera identidad de su embajador. La tajante conminación de su rey, deseoso de no perturbar sus planes en Inglaterra, hace que Beaumont asuma de forma definitiva su personalidad femenina, de tal modo que, para asegurar su pensión, acepta el trato de chevalièr, el femenino de caballero. Para entonces, su declarada ambigüedad le había granjeado las chanzas de los

20 escritores de la época –Horace Walpole comentó en cierta ocasión que sus manos parecían mucho más apropiadas para cargar una silla que para sostener un abanico- y el avieso apodo de Epiceno de Eon. Sólo la autopsia del cadáver, verificada en Londres en 1810, despejaría las dudas en torno a un travestido circunstancial que, más que un verdadero transexual, se nos antoja hoy como una víctima irónica y complaciente de las intrigas cortesanas. Nunca sabremos, sin embargo, hasta qué punto llegó Eon a integrarse en su postiza personalidad femenina. Los lienzos de la mortaja echaron sobre su vida un definitivo manto de silencio.

Las sospechas en torno a la condición femenina de este caballero dieciochesco ponían de relieve que, aunque las leyes dictasen lo contrario, las dudas en torno a la capacidad de las mujeres para afrontar las más altas encomiendas de la vida pública, habían empezado a disiparse. La mentalidad ciudadana empezaba a ablandarse al calor de los debates ilustrados en torno a la igualdad, aunque en los ideales de igualdad profusamente tematizados desde las tribunas filosóficas no se concediera a las mujeres ni arte ni parte. De hecho, la filosofía política de Rousseau, que había concitado en torno a sí los ideales de libertad, igualdad y fraternidad puestos en pie por la Revolución Francesa, había inoculado en el cuerpo social un “veneno” sin retorno, y las guerras entabladas a partir de entonces por el poder para mantener a las mujeres a buen recaudo de sus consignas, estaban condenadas a una derrota lenta, pero segura.

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Efectivamente, a partir de mediados del XIX, un número creciente empiezan a vestirse de hombres y a irrumpir en la esfera pública. Privadas de toda oportunidad de acceso a la educación, al trabajo remunerado y, en general, a todo el amplio menú de derechos y de libertades que configuran la esfera pública, el “furioso oleaje de mujeres” que, al decir de Alejandra Kolontai, se echan a la calle demandando la igualdad, son las adelantadas de una marea de cambios que, poco a poco, conquista a conquista, empezarían a roer por la base las rocas de un sexismo milenario.

En ese contexto de asimilación paulatina no sólo de los roles de género, sino también de sus correspondientes estéticas, las fronteras que separan la vindicación feminista, el lesbianismo, el travestismo, el transgenerismo y la que hoy se entiende como su manifestación más aguda, la transexualidad, están muy lejos de poder delimitarse. La escritora británica Vita Sackville West, a quien Virginia Woolf dedica su Orlando, se pasea por los puentes del Sena travestida de varón y se hace llamar Julián, sin duda para evitar que el París de 1918 se escandalice de la relación con su amante Violet Trefusis. En su Autobiografía, Vita se muestra convencida de que, con el paso de los años, no sólo las relaciones de todo signo tenderían a dejar de

22 contemplarse como antinaturales, sino que los géneros se mezclarían en virtud de su creciente semejanza.

Con todo, casos como el del ruso Nicholas de Raylan, cuyo nombre original era Nicholai, puesto que se trataba de una hembra biológica, hacen que alberguemos muy pocas dudas. Emigrado a América, Nicholas se casó dos veces y, en ambos casos, sus esposas estaban convencidas de haber contraído matrimonio con un hombre. Parece ser que, además de vestir exquisitos trajes y corbatas, usaba una prótesis primorosamente construida y se producía con tal destreza en sus relaciones íntimas que ninguna de sus amantes llegó a concebir la menor sospecha. Desafortunadamente, su muerte en un hospital puso al descubierto sus genitales, despertando la consternación entre todos sus allegados.

Casos como el de Nicholas de Raylan aparecen con alguna frecuencia en las crónicas periodísticas de finales del XVIII y principios del XIX, una época en la que aún no ha hecho su aparición de forma oficial la cirugía de reasignación de sexo. La primera reasignada que ha sido admitida como tal es la pintora danesa Lili Elbe (1886-1931), autora de un libro conmovedor que, bajo el título De hombre a mujer narra sus peripecias como transexual. Antes de iniciar el cambio, Lili se casó con la ilustradora Gerda Wegener, pero el matrimonio fue invalidado por el rey de Dinamarca apenas

23 se tuvo noticia de sus operaciones de reasignación. Según parece, la infortunada Lili habría venido al mundo con el Síndrome de Klinefelter, que se acompaña de signos tales como el escaso volumen de los testículos y el agrandamiento de las mamas, lo que sin duda le facilitó las cosas a la hora de hacerse pasar por mujer en los cenáculos de moda de los años 20 y de posar para su esposa como modelo de éxito. Lili fue intervenida en Berlín en la clínica de Magnus Hirschfeld –sexólogo eminente y abiertamente gay que tuvo el honor de haber abierto la que sin duda puede considerarse la primera clínica de género- con el objeto de extirpar sus genitales de hombre y todo parece indicar que falleció a causa de las complicaciones derivadas de sucesivas operaciones, todas ellas de carácter experimental, con las que pretendía poder llegar a ser madre.3

Lili Elbe

Pero la que, a mediados del siglo pasado hizo temblar las rotativas de la prensa mundial fue la neoyorquina

3 El norteamericano David Evershoff ha novelado las peripecias de Lili y Greta en La chica danesa, Barcelona, Anagrama, 2001.

24 Christine Jorgensen. Nacida en el Bronx en 1927 y bautizada con el nombre de George, Christine, que había estado alistada en el ejército norteamericano, aprovechó la tradición quirúrgica que había en la Dinamarca de los primeros 50, donde se castigaba a los violadores con la castración, para extirparse los testículos y el pene. Tal como narra en su Autobiografía (1967), tenía sólo veintiséis años y un deseo tan firme como inapelable de exorcizar los demonios que la habían perseguido desde la infancia. A su salida de la clínica de Copenhague, su imagen salta a las primeras páginas de los diarios y su Nueva York natal se conmociona ante la foto de portada del Daily News del 1 de diciembre de 1952. El titular es todo un prodigio de capacidad de síntesis: “exsoldado se convierte en rubia despampanante”. Poco después de la operación, Christine redacta una carta para sus padres: “La naturaleza ha cometido un error conmigo y afortunadamente hemos conseguido subsanarlo. Ahora soy vuestra hija”.

Christine Jörgensen

Años después, abrumada por la expectación que había despertado, declaró que, por razones de oportunidad histórica, su caso se había convertido en el galvanizador de

25 los primeros atisbos de una revolución sexual que empezaría a fraguar en los años 60 y que sólo en virtud de ese hecho podía explicar la conmoción mundial que había originado al reasignarse.

Mediada la década de los 60 y ya muy próximo a la cuarentena, el famoso escritor inglés James Morrison, mundialmente conocido por la trilogía Pax Britannica, inicia el largo proceso de reasignación que lo llevaría hasta Jan Morris. Los detalles del largo recorrido existencial que culmina para James con la asunción de una identidad femenina se encuentran relatados en la novela autobiográfica Cunundrum (1974), donde, tensando su propia carne en el potro de los dualismos, admite que, una vez asumida como mujer, se ha vuelto más tibia en sus pronunciamientos mientras su prosa ha ido evolucionando hacia un estilo más suave, a menudo lleno de sensualidad y de adjetivos supernumerarios que no aparecen en la obra previa.

A partir de entonces, la transexualidad femenina se va integrando en la vida social de una forma paradójica. Mientras las trans femeninas tardías o de baja extracción social se ven abocadas a la prostitución, vemos emerger figuras tan glamorusas como la de Coccinelle, Capucine, la tenista Renée Richards, que, una vez reasignada, fue autorizada para disputar el Open 77 por el Tribunal Superior de justicia de Nueva York, o la modelo y cantante Amanda

26 Lear, que fuera musa de Dalí durante más de una década. Pero, al menos en España, el icono incuestionable ha sido Bibiana Fernández. Poco después de protagonizar Cambio de sexo (1977), de Vicente Aranda, Bibiana, que por entonces se hacía llamar Bibi Andersen, se incorpora a las páginas de los semanarios poniendo de relieve su condición de transexual, para ganarse a continuación el corazón de un país que, mucho más que la chica Almodóvar, ha visto en ella la valiente encarnación de una selfmade woman, no sólo bella sino también abierta, desprejuiciada, íntegra y sincera.

Transexuales de cine

Aunque, puesto que no está el horno para bollos, la lluvia de noticias transexuales en ningún momento arrecia, no deja de producirse un goteo de hechos cuya repercusión en las mentalidades resulta estimulante. El fenómeno del travestismo, unas veces real, como en Un hombre llamado Flor de otoño (1977), de Pedro Olea, otras funcional, como en Tootsie (1982), de Sydney Pollack o en la posterior Victor o Victoria (1995), de Blake Edwards, empieza a sensibilizar al espectador con los dilemas del género y, ya en 1997, sale a la luz la que ha sido la primera indagación cinematográfica en la identidad de género de un niño. Mi vida en rosa, de Alain Berliner, narra las peripecias de un chico, Ludovic, que, en

27 medio de la cicatería moral de sus vecinos, sueña con convertirse en niña. En 1998 la transexual israelí Dana Internacional gana el Festival de Eurovisión y, un año más tarde, hace su aparición en el panorama cinematográfico Boys don´t cry, una película de Kimberly Peirce que narra la vida de un muchacho nacido en 1972 en Liconln (Nebraska).

Brandon Teena

Los chicos no lloran está inspirada en la historia real de una mujer biológica, Teena Renae Brandon. Ya en su temprana adolescencia Teena Brandon, que enseguida se hará llamar Brandon Teena, se venda los pechos y rellena los pantalones con un par de calcetines enrollados. Su madre declararía que lo único que pretendía con ese aspecto era huir de una posible violación, ya que había sido víctima de abusos sexuales cuando era niña. Bajo ese aspecto, sin embargo, Brandon se convierte en un joven de éxito entre las mujeres, que sucumben ante el encanto del niño guapo y obsequioso que continuamente las agasaja con regalos. Lo cierto era que Brandon Teena robaba y falsificaba cheques y que sus problemas con la justicia acabarían determinando su huida a Falls City, una pequeña ciudad a poco más de 150 kilómetros de Lincoln en la que la homosexualidad se

28 reprobaba como un crimen y la transexualidad era sencillamente desconocida. Brandon, que tiene por entonces 21 años, fragua enseguida una relación amorosa con Lana Tisdel y empieza a alternar con tipos poco recomendables. Se emborracha, flirtea, juega a las cartas, habla de coches y de mujeres y, para conseguir dinero, continúa falsificando cheques, de tal forma que en diciembre de 1993, sin poder evitar el reconocimiento médico de rigor, da con sus huesos en la cárcel de mujeres. Su novia, consternada, pide a un amigo que lo saque de la cárcel, pero la noticia se extiende como la pólvora. El día de Navidad un par de asiduos de la pareja que no pueden soportar la humillación de haber sido engañados, lo insultan, lo violan brutalmente y, pocos días más tarde, con la intención de silenciar las acusaciones de Brandon, lo matan. Hilary Swank, en el papel de Brandon, recogió el Oscar 1999 a la Mejor Actriz y Kimberly Peirce aprovechó para subrayar que con la historia de Brandon Teena había querido poner de relieve que “los genitales no hacen a la persona”. La frase, redonda, resumía con acierto la filosofía de una película que se ha convertido en una auténtica cult movie para el mundo transexual. Y no sin merecimiento, porque, más allá de haber atinado a plantear la cuestión del género como la sede donde a menudo se libra una dolorosa tragedia íntima, Boys don´t cry se había convertido en la primera cinta que se había atrevido a abordar la transexualidad de mujer a hombre. Tras ella vendría Normal, dirigida en 2003 por Jane Anderson y

29 protagonizada por un inseguro y melodramático John Wilkinson en el papel de Roy, un hombre maduro y en apariencia felizmente casado que decide poner fin a su vida de varón e iniciar un proceso de reasignación sexual.

Los testimonios se acumulan y, poco a poco, las páginas de nuestros diarios van haciéndose eco, aunque no siempre con la asepsia deseable, de las historias reales de los transexuales españoles. Por supuesto, no he pretendido, de ninguna manera, extenuarlos. Creo que su constancia y su peso son suficientes para poner de relieve que el dimorfismo biológico macho/hembra no tiene por qué implicar, y de hecho no siempre implica, el desarrollo de un dimorfismo psicológico congruente del estilo macho/masculino y hembra/femenina. Entre la carta de derechos que todo ser humano trae consigo al nacer está incluída, o al menos debería estarlo, la posibilidad de engastar en un cuerpo sexuado de cualquier signo una personalidad libremente elegida, si por libertad entendemos la soberanía de que gozamos a la hora de emprender viaje hacia una identidad deseablemente autónoma y no necesariamente aherrojada por la presión de los habitus sociales. Se trata, sin embargo, de un viaje interior de una dureza extraordinaria porque todo en nuestro entorno presiona para alinearnos en uno u otro bando.

Uno de los problemas más difíciles de combatir,

30 aparte sus implicaciones legales, son precisamente las marcas que la gramática de los géneros ha ido dejando durante centenares de generaciones en nuestros usos lingüísticos, empezando por el nombre propio (son pocos los que, como Reyes, el mallorquín Lluc o el canario Nayra, consiguen escaparse al totalitarismo del género) y continuando por la cohorte de pronombres, sustantivos y adjetivos que, de forma inevitable, acompañan nuestras conversaciones cotidianas. ¿Podríamos probar a hacer un esfuerzo y admitir que alguien con una presencia física más o menos masculina se haga llamar Cristina y solicite ser tratada en femenino, y, por el contrario, que un cuerpo que espontáneamente interpretamos como femenino en virtud, por ejemplo, del volumen de los pechos, intente hacerse llamar Carlos o Gabriel?

Creo que es posible que al desconcierto inicial, que personalmente he podido vivir con algunos transgéneros, se sucediera una aceptación gozosa de una pluralidad que en ningún caso debería ser coartada ni por las ideologías imperantes ni por la cada vez mayor mercadotecnia quirúrgica. Muchas veces el deseo de adaptar cuerpo y psique a los estándares al uso es el fruto de una presión social que, para mantener a los disidentes a buen recaudo, intenta embutirnos en un solo calcetín, o azul o rosa. “En cuanto a mí”, nos confiesa Alejo, uno de nuestros protagonistas, “es muy posible que, si no tuviera que padecer

31 la extraordinaria cadena de malentendidos que se generan llevando, como yo, un cuerpo sexuado de mujer y un nombre y una personalidad masculinas, no me operara nunca. Y lo más curioso de todo es la reacción que se genera en la gente, su doblez. Por delante te tratan de chiflado y por detrás les resulta imposible no sucumbir al morbo. Un transgénero es, en el plano social, una rareza que enseguida se interpreta en términos de patología, pero, en el plano íntimo, no es en absoluto infrecuente que se convierta en un oscuro objeto de deseo, en un fetiche deliciosamente inquietante.” Esa es quizá la razón por la que las transexuales femeninas que trabajan en la prostitución y que no se han operado los genitales tienen tanto éxito con los hombres. Tal vez la gente de la calle no lo sepa, pero, según testimonios coincidentes de las propias implicadas, el caché y la excitación sexual que se genera en el usuario son mucho mayores que los que puede provocar una mujer biológica. ¿Qué quiere decir esto? Que mientras en nuestra vida social acatamos sin pestañear la rígida parafernalia de la moral social, somos, en lo privado, mucho más ambiguos. Sonia, una de las protagonistas de nuestras historias, pone el dedo en la llaga cuando declara: “siempre he tenido claro que hay tres tipos de moral. No dos, sino tres. Una moral social, una moral privada, en general bastante más relajada, y una moral clandestina. Es en esta tercera, que no todo el mundo ejercita, pero que es mucho más común de lo que se piensa, donde damos rienda suelta a todas aquellas fantasías que

32 nuestra moral social repudia y que nuestra moral privada tampoco se atreve a poner en práctica. Todo el que se ha dedicado a la prostitución ha encontrado la llave para acceder al cuarto donde se oculta la moral clandestina, con su sordidez, pero también con su libertad. Todo depende de la forma en que se la mire.”

Una historia del deseo humano liberada de los dictámenes de la ética pública sería, sin duda, muchísimo más compleja que la que han ido narrando los historiadores, aunque no haya sido ese su objeto de investigación específico. Una historia sincera del deseo humano, si llegara a escribirse, sería, de hecho y en sí misma, auténticamente revolucionaria.

Pero detengámosnos ahora a reflexionar un momento en torno a la cuestión de si un transexual nace o se hace.

¿Biologicismo y/o constructivismo? El desasosegante enigma de la transexualidad

Aunque la referencia a individuos que deseaban cambiar de sexo aparece ya, como hemos visto, en épocas remotas, la entrada del fenómeno en el ámbito de la clínica es relativamente reciente y, como es natural, coexiste con la

33 progresiva medicalización de nuestra cultura. En un contexto en que lo “normal” era ser macho o hembra biológicos, observar un comportamiento social del género conrrespondiente y, en la ortodoxia sexual dominante, practicar de forma preferente el coito genital entre hombres y mujeres, no es extraño que, en 1892, Krafft-Ebing y Later se refirieran a lo que hoy entendemos por transexualidad como “metamorfosis sexual paranoica” mientras que, en 1913, Havelock Ellis alude a ella con la nomenclatura de “inversión estética sexual”. En un artículo de 1949 D. O. Cauldwell introduce por primera vez la etiqueta “transexual”4, pero la popularización del término se debe sin duda al endocrinólogo norteamericano Harry Benjamín y se produce a raíz de la relación entablada por este investigador incansable con un paciente joven, anatómicamente varón, que insistía en que era una mujer. En su libro de 1966, The transsexual phenomenon, por tantas razones pionero, empieza por agradecer a Christine Jorgensen el haber mostrado al mundo la imagen de un problema tan antiguo como la humanidad para establecer, a continuación, una de las premisas que venimos barajando a lo largo de estas páginas: sexo y género no son sinónimos. El sexo, para utilizar la imagen de Benjamín, está fatalmente

4 Cfr. Cauldwell, D. O, “Psycopatía Transexualis”, en Sexology 16, pp. 274-280.

34 emplazado por debajo de nuestros cinturones, pero el género reside en nuestros cerebros y es el fruto de complejas interacciones de orden biológico y existencial. Su insistencia en abrir interrogantes a la certeza de que un cuerpo dotado de pene y testículos sea en realidad un hombre, del mismo modo que un cuerpo dotado de ovarios y vagina tenga que asumir por fuerza todos aquellos rasgos que usualmente subsumimos bajo el término “mujer”, tardarían años en cavar surcos lo bastante profundos en la comunidad científica. Entretanto, empezaban a abrirse las primeras clínicas de género y la especulación en torno a si un transexual nace o se hace no ha dejado de dar artículos a la imprenta. Finalmente, Benjamín catalogó la insatisfacción que se deriva de la incongruencia entre los genitales y la personalidad del transexual entre los Síndromes de Disforia de Género y en 1979 fundó la Asociación Internacional Harry Benjamin para la Disforia de Género (HBIGDA) con el fin de sentar directrices asistenciales que permitieran a los profesionales implicados un abordaje correcto de los casos de transexualidad5.

5 La primera edición de las normas asistenciales para casos de disforia de género editada por la HBIGDA data de 1978. La sexta y última, acorde con los últimos hallazgos científicos, data de febrero de 2001 y puede consultarse en la página web de la asociación, http://www.hbigda.org.

35 También la última edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-IV), de 1994, se refiere a ella como un Trastorno de Identidad de Género (TIG) y, con criterios muy similares a los que se manejan en la décima y última edición de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE 10), basa su diagnóstico en la “identificación acusada y persistente con el otro sexo, en el malestar persistente con el propio sexo o sentimiento de inadecuación con su rol, en la no coexistencia de la alteración con una enfermedad intersexual y, finalmente, en la presencia de un malestar clínicamente significativo o de un deterioro apreciable de la vida social y laboral o de otras áreas importantes de la actividad del individuo”6. Tanto el DSM-IV como el CIE 10 y, en el ámbito especifico de la transexualidad, las directrices asistenciales de la Asociación Internacional Harry Benjamín son puntos de referencia diagnóstica y terapéutica generalmente aceptados por la comunidad médica internacional.

Tal como explica Louis J. G. Gooren 7 , del Departamento de Endocrinología de la Universidad Libre de Amsterdam, “para la persona no transexual el dolor de un transexual resulta prácticamente inconcebible. Es posible que un hombre pueda entenderlo mínimamente si consigue

6 Ver apéndice I. 7 Declaraciones recogidas en entrevista personal.

36 imaginar lo que sentiría si sus mamas se desarrollasen, tal como sucede en los varones afectados de ginecomastia, o, en el caso de una mujer, si es capaz de imaginar cómo se sentiría si su voz se volviera grave y viril y se le desarrollasen la barba y el vello corporal, como de hecho sucede en determinadas patologías. Aunque en la mayor parte de los casos estas afecciones no revisten especial gravedad, en todos ellos el individuo, hombre o mujer, las experimenta de una forma intensamente dramática, interpretándolas como una violenta expoliación de su feminidad o su masculinidad más íntimas. ¿Qué decir? Los transexuales viven de forma permanente e ese estado de angustia. Sienten que su cuerpo físico no les corresponde. Se sienten atrapados en sus cuerpos.” El debate en torno a si un transexual nace o se hace está muy lejos de haber sido resuelto. Sin embargo, cualquier profano que tenga la oportunidad de conocer de primera mano la historia de varios transexuales, tanto femeninos como masculinos, registrará en ellos la convicción subjetiva de que han venido al mundo trayendo como equipaje un desacuerdo inapelable entre su sexo biológico y su sexo psicológico. Jose, un transexual madrileño de 38 años, protagonista de una de nuestras historias, no alberga la menor duda al respecto. “Cuando nací mi apariencia externa era la de una niña y, de hecho, me pusieron María José. Pero mis padres enseguida se dieron cuenta de que María José no

37 se sentía a gusto con su cuerpo. Fíjate que apenas tenía tres años y ya intentaba mear a través de un tubito y cuando intentaban ponerme un vestido para mí era peor que si me crucificaran. De todos los días malos que he pasado en la vida, que han sido unos cuantos, el peor de todos ha sido el de la primera comunión. He roto todas las fotos. Era mirarlas y sencillamente no podía soportarlo. ¿Qué hacía yo vestido con aquellos tules? Me parecía tan ridículo, tan fuera de lugar…”. Para introducirse en los muchos enigmas que esta situación plantea, como sugiere Jos Megens, Coordinador del Equipo de Género de Hospital de la Universidad Libre de Amsterdam, “resulta muy útil repasar algunas nociones de biología”8. Tal como explica la ciencia biomédica, el sexo genético de un individuo queda establecido en el momento mismo de la concepción, momento en el que se produce la fusión del óvulo con el espermatozoide. Mientras la dotación cromosómica de los óvulos es 23X, la de los espermatozoides puede ser 23X o 23Y, de tal forma que el encuentro entre ambos puede producir una célula diploide del tipo 46XX, la que corresponde al genotipo femenino, o 46XY, la correspondiente al masculino. A partir de un patrón cromosómico femenino

8 Palabras pronunciadas en el seno del I Congreso de Transexualidad Masculina, celebrado en Barcelona en diciembre de 2003.

38 (46XX), el feto desarrollará ovarios, así como órganos sexuales internos y externos femeninos. A partir de un patrón cromosómico masculino (46XY), se producirá el desarrollo de los testículos y, en virtud de la secreción de hormonas masculinas o andrógenos por parte de los testículos, de los órganos sexuales internos y externos masculinos. Para decirlo de otro modo: es el cromosoma Y el que determina que el tejido gonadal, en principio indiferenciado, se oriente a la creación de un aparato sexual masculino. Finalmente, explica Jos Megens, “por regla general, en ausencia de testículos, y por lo tanto de hormonas masculinas, se produce una diferenciación del cerebro hembra, mientras que en un ambiente hormonal rico en andrógenos se produce una diferenciación del cerebro macho”. Sin embargo, este proceso no siempre se desarrolla con lo que estadísticamente conocemos por normalidad. De hecho, sigue diciendo Megens, “hay una teoría que sostiene que si se produce un cruce a lo largo de este proceso de diferenciación, similar al que se produce en los estados intersexuales, podemos hallarnos ante un futuro o futura transexual”. Así, en el cuerpo de un transexual de mujer a hombre podrían coexistir un sexo genético, gonadal y genital femeninos con un cerebro masculino, mientras en un transexual de hombre a mujer sucedería exactamente lo contrario. Para Megens, “esta hipótesis daría explicación al intenso sentimiento de disforia de género que embarga al transexual.”

39 Efectivamente, un estudio llevado a cabo por el Instituto Holandés de Investigación Cerebral con cerebros de transexuales de hombre a mujer, publicado en 1995 por la revista Nature9, demostró que el núcleo central de la estria terminalis, uno de los núcleos cerebrales sexualmente dimórficos en el ser humano, presentaba “todas las características de una diferenciación femenina”. Era la primera ocasión en que la investigación científica arrojaba como resultado la objetivación de una estructura cerebral hembra en machos transexuales y adelantaba la hipótesis de que la identidad de género estuviera en relación con un cruzamiento de las hormonas sexuales durante el desarrollo prenatal del cerebro. El estudio del cerebro de un transexual de mujer a hombre, verificado por el mismo equipo, confirmó la situación contraria. Según el propio Megens, de generalizarse su aceptación, las consecuencias de este hallazgo podrían representar “un punto crucial en el abordaje del transexualismo”, tanto desde el punto de vista médico como desde el punto de vista jurídico y social. Desde el punto de vista médico, porque los transexuales pasarían de ser

9 Cfr. Zhou, Jiang-Ning, Hofman, Michel, Gooren, Louis J. G. y Swaab, Dick F. (1995), “A sex difference in the human brain and its relation to transsexuality”, Nature 378, pp. 68 – 70.

40 tomados por “perturbados mentales”, o, para hablar con el lenguaje del DSM-IV, portadores de un Trastorno de Identidad de Género, a ser “víctimas de un trastorno en el proceso de diferenciación sexual del cerebro”. Desde el punto de vista jurídico “porque tendríamos todas las cartas en la mano para exigir que los sistemas de salud pública, no sólo en España sino en cualquier país, se hicieran cargo de los procesos de reasignación de sexo, tal como se viene haciendo con otras formas de intersexualidad. Tanto los poderes públicos como el individuo de a pie”, concluye Megens, “dejaría de relacionar la transexualidad con el folklore o con los estereotipos de género y cambiaría su actitud hacia este fenómeno sorprendente”. Este estudio, que sin duda se ha convertido en un punto d referencia inexcusable para quienes defienden las tesis biologicistas, no ha dejado de despertar el escepticismo de muchos. En primer lugar, por lo restringido de la muestra. En segundo lugar, porque los cerebros de los transexuales utilizados para la investigación eran cerebros sometidos a un tratamiento hormonal conducente a atenuar los rasgos del sexo biológico correspondiente, y dueños, por lo demás, de una experiencia vital más o menos larga, lo que nos situaría ante el incómodo dilema de dilucidar si ha sido primero la gallina o el huevo. Lo cierto es que en los últimos años hemos asistido a la difusión de distintos estudios en los que se ha intentado asociar la orientación sexual, hetero u

41 homosexualidad, con variaciones correlativas en genes, estructuras cerebrales y niveles hormonales, en un afán de determinar más allá de los límites de lo deseable hasta qué punto nuestra experiencia biográfica posterior está escrita con antelación en el mapa de nuestro cerebro. Además de incurrir en el consabido dilema del huevo y la gallina, este tipo de estudios no dejan de pecar de una cierta ingenuidad, ya que habría que interrogar la verdadera historia de un individuo para aquilatar hasta qué punto su experiencia erótica ha sido la que los forenses presumen, siendo, como es, que tanto la dimensión más estrictamente existencial como la vida imaginaria de un ser humano no sólo no son tan unívocos como la moral social pretende, sino que ni siquiera para el propio individuo constituyen demasiado a menudo tierra descubierta.

Como contrabalance de las teorías biologicistas, a partir sobre todo de los años 70 han ido fraguando hipótesis y movimientos sociales que ponen en relación la transexualidad con las directrices de género que troquelan la personalidad de hombres y mujeres biológicos con la finalidad de insertarlos sin ruido en los engranajes de la vida social. Las teorías freudianas acerca de la dinámica inconsciente de la personalidad humana y de la trascendencia de una historia personal desarrollada en estrecha dialéctica con el entorno, la Historia de la sexualidad, del filósofo francés

42 Michel Foucault y el peso creciente de los estudios feministas y de los movimientos contraculturales protagonizados por las asociaciones de gays, lesbianas y transexuales, han propiciado la divulgación de teorías que interpretan la construcción del género como la piedra de toque contra la que inevitablemente tropezamos desde las propias preconcepciones y expectativas que nuestros padres depositan en nosotros aun antes de nacer. Contra las teorías biologicistas, las hipótesis de corte ambientalista, constructivista o culturalista sostienen que un transexual no nace sino que se hace. En su apoyo sostienen que el sexo ha permanecido como un sustrato físico susceptible de recibir un significado y una funcionalidad social estrechamente dependientes de la historia del grupo, y que un futuro en igualdad, tal como lo postulan nuestras democracias, sólo podrá erigirse si destrenzamos los mimbres de nuestra historia para acoger en ella la diversidad de dotaciones biológicas y de preferencias genéricas y eróticas que realmente se alojan en su seno.

Aunque estas ideas han producido una ingente cantidad de papel impreso y un suelo argumental vasto, sólido, lúcido y revulsivo, sobre todo dentro del feminismo académico del ámbito anglosajón, su interés por el estudio de la transexualidad ha sido limitado. El hecho es cualquier cosa menos raro, ya que en estos contextos no ha caído casualmente bien el hecho de que, al intentar hacer fraguar

43 en su propia piel los modelos más clásicos de lo masculino y lo femenino, los hombres y mujeres transexuales representan, o parecen representar, una clara repristinación de los arquetipos que se intentan combatir. Algo que tampoco resulta tan extraño apenas nos detenemos a pensar que, ante la carencia de una genitalidad “originaria” de varón o de hembra, el intento de suplementación de lo que falta por la vía estética y caracterial resulta poco menos que inevitable. Tengo que decir, sin embargo, que las políticas de desestabilización de lo genérico por parte de estudiosos y activistas, así como la lenta desestandarización de los modelos de género, van produciendo personalidades de síntesis. Tal como veremos en las historias personales que recoge este libro, ya no resulta tan infrecuente que un o una transexual se permitan la licencia de tomar a su albedrío de uno y otro lado y quien sienta la tentación de pensar que la transexualidad ha permanecido impermeable a la lenta deconstrucción de los dualismos de género, sencillamente se equivoca. Bruno, uno de nuestros protagonistas, no confunde la necesidad de hacerse una faloplastia con el hecho de conceptuarse a sí mismo como un hombre extremadamente sensible, delicado y sentimental. Y Alejo se pasea por las calles de Madrid mostrando sin pudor el volumen de sus pechos mientras el elástico de sus calzoncillos de marca asoma por encima de sus vaqueros de talle bajo.

44 Tal vez los exponentes más relevantes de las primeras interpretaciones no biologicistas del fenómeno transexual hayan sido Stoller, autor del libro Sexo y Género (1968) y el pediatra y sexólogo neozelandés John Money, protagonista, este último, de una polémica que bien merece un pequeño repaso. Tanto Stoller como Money apuntalan sus tesis en la vieja convicción freudiana de la ambivalencia sexual preedípica. Ya para el padre del psicoanálisis era obvio que, desde el punto de vista netamente biológico, la identidad sexual era un proceso que se desarrollaba de una forma escalonada, empezando por el sexo cromosómico, hormonal, genital interno y genital externo, y coronándose, ya en la pubertad, por el perfilado de los caracteres sexuales secundarios. Freud sostenía, sin embargo, que la identidad sexual dependía estrechamente del desarrollo psicológico de cada individuo, y que, más allá de los determinantes biológicos, hombre y mujer construían su autopercepción sexual en los primeros años de la infancia, en la marea de emociones y de mensajes, más o menos frontales o soterrados, que tiene lugar en la relación entre un niño y su madre. La importancia de esa fase en el desarrollo de una personalidad transexual es, sin ninguna duda, decisiva, si bien, como el propio Freud puso de relieve, sobre todo en la continua reescritura de sus Tres ensayos para una teoría sexual, intentar determinar con precisión los dinamismos que pone en juego nos proporciona la sensación de estar mirando a través de un cristal oscuro. Money, en particular, intentaría

45 abrir luz en la niebla preedípica para afirmar el papel modelizador del deseo materno en el seno de una sinfonía de fantasías y proyecciones en buena parte inconscientes, y que, como demuestran los casos de transexualidad, no siempre están en línea con la sexualidad morfológica del hijo.

En coherencia con esta convicción, tanto desde su clínica de género como desde su puesto de profesor en la Universidad John Hopkins, en Baltimore, Money defendió la cirugía correctiva en el caso de niños intersexuales, con el fin de que, al adaptar sus genitales al sexo de elección de los padres, pudieran desarrollarse sin ambigüedades. Creía firmemente que, para decirlo con el viejo adagio de Lévi- Strauss, “nada había de precultural en el ser humano”, y, por tanto, que todos los rasgos que informan la identidad psicosexual de una persona son producto exclusivo de su biografía. El amplio predicamento alcanzado por sus tesis no evitó que fuera objeto de duras críticas, sobre todo, como es natural, por parte de la Asociación de Intersexuales de Norteamérica (ISNA) que acusaron a Money de una conducta terapéutica aberrante en el famosísimo caso John/Joan difundido y popularizado por Money como demostración del acierto de sus teorías. En él se relataba la historia de dos hermanos gemelos, uno de los cuales había sufrido una amputación casi completa del pene en el momento de la circuncisión. John Money había aconsejado a sus padres la reasignación genital del niño como niña y su

46 posterior crianza según el modelo femenino y, efectivamente, de acuerdo con sus prescripciones, al pequeño John se le practicó una castración y una fisura vaginal cosmética en la esperanza de que el género femenino de elección imprimiría su huella sobre su personalidad como si se tratara de un folio en blanco. No fue así, y Money ocultó celosamente todo aquello que, andando el tiempo, demostraría la escasa fortuna que había tenido al elegir el caso del que esperaba obtener la consagración de sus teorías. Tal como más tarde pondría de relieve Milton Diamond, la terapia de reasignación de Money había sido un fiasco, y eso hasta tal punto que Joan no sólo había vuelto a ser John sino que estaba casado y residía con su esposa en algún lugar de Norteamérica, noticia de la que John Colapinto se hizo eco en su libro Tal como la Naturaleza lo hizo. El niño que fue criado como niña. Lo cierto es que tanto John/Joan como su hermano acabaron suicidándose, sin que este dato, al menos desde mi punto de vista, nos permita picar una lanza a favor del carácter innato de su virilidad, sencillamente porque, si así fuera, nada nos autorizaría a no picar otra a favor de la presencia de un gen suicida que diera razón de su temprana muerte.

Una vez más, cada cual había vuelto a arrimar el ascua a su sardina. Los intersexos de la ISNA porque reivindicaban el legítimo derecho que sin duda un estado intersexual tiene a elegir libremente el género en el que desea

47 socializarse; John Money porque no quería hacer pivotar sobre un caso fallido el montante de una teoría de género que, más allá de la falta de oportunidad en que había incurrido al intentar probarla sobre individuos intersexuales, ha demostrado ser extraordinariamente sugerente y fecunda. De hecho, las paradojas de la polémica biologicismo vs constructivismo no son de las que se resuelven con una mano y, a estas alturas, buena parte de la comunidad científica ha ido optando por una solución intermedia. Como postula el sociólogo galés Jeffrey Weeks, “todos los elementos constitutivos de la sexualidad tienen su origen en el cuerpo o en la mente, y [es cierto que no podemos pretender] negar los límites planteados por la biología o los procesos mentales. Pero [es igualmente cierto que] las capacidades del cuerpo y de la psique adquieren significado sólo en las relaciones sociales”10.

Resulta imposible, por el momento, precisar hasta qué punto nuestros genes y nuestra vida prenatal influyen en la construcción de la que será nuestra identidad futura, pero creo que podemos afirmar, sin la menor posibilidad de equivocarnos, que llevamos el binarismo de nuestra cultura escrito en el cuerpo, es decir, que, nos guste o no, una vez que hemos sido arrojados al mundo estamos fatalmente

10 Cfr. Weeks, Jeffrey (1993), El malestar de la sexualidad. Significados, mitos y sexualidades modernas, Madrid, Talasa, p. 20.

48 condenados a convertir nuestro cuerpo en un cuerpo generizado. Considero, por lo demás, que, al menos por el momento, conviene mantenerse alejados de cualquier monismo excluyente, ya sea biologicista, ya sea constructivista, porque, tanto del lado de la experimentación científica como del discurso analítico, será preciso topografiar el territorio de la transexualidad con instrumentos más precisos y con una aportación documental más amplia y mejor aquilatada. Entretanto, estoy convencida de que la comunidad transexual no haría mal en hacer suyos los objetivos del feminismo en cuanto a la desestabilización de las identidades de género sacralizadas por nuestra cultura, máxime cuando todo parece indicar que se ha convertido en víctima preferente de un sistema que la atrae hacia sí en la misma medida en que la rechaza.

De la estadística oficial a la estadística sumergida. La transexualidad a escena

La incomprensión que el fenómeno de la transexualidad genera hace que las cifras reales de quienes viven “encerrados en un cuerpo equivocado”, como en la canción que hace unos años popularizó Malú”, permanezcan en buena parte sumergidas. Sin embargo, se sabe a ciencia cierta que los casos van aumentando a medida que aumenta la permisividad social, hasta el punto de que podemos

49 calificar la transexualidad como un fenómeno emergente. España carece de estadísticas al respecto, pero, extrapolando las cifras obtenidas por el Equipo de Género de Hospital de la Universidad Libre de Amsterdam, punto de referencia a escala mundial en el tratamiento de la transexualidad, cabe deducir que hay en nuestro país no menos de 2.200 transexuales: 1 transexual de hombre a mujer (HaM) por cada 11.900 individuos macho y 1 transexual de Mujer a Hombre (MaH) 11 por cada 30.400 hembras, incluyendo en la estimación únicamente a las personas mayores de 15 años que ya han iniciado tratamiento hormonal. Las asociaciones de transexuales coinciden en señalar, sin embargo, que si el grueso muro de morbo y de incomprensión que los aisla se derrumbara, esta cifra podría elevarse hasta los 10.000 e incluso más. De ellos, se estima que en torno a un 70% son hombres biológicos que desean “hacer el cambio” para conquistar el estatuto de mujeres, mientras el resto serían mujeres biológicas que desean conquistar su estatuto de varón. Se sabe, también, que el predominio de los trans de hombre a mujer (HaM) sobre los trans de mujer a hombre (MaH) tiende a igualarse cada vez

11 Para los transexuales de hombre a mujer, también llamados transexuales femeninos, atendiendo al sexo de destino, se ha estandarizado la fórmula HaM o, en inglés, Male to Female o, para abreviar, MtF. De igual modo, los transexuales masculinos son comúnmente aludidos como MaH, Female to Male o FtM.

50 más, y que existe la presunción razonable de que, si las mujeres lograran superar las barreras sociales que todavía las oprimen y las invisibilizan, la proporcion se situaría en torno al 50%. Mitad y mitad. De hecho, el propio Harry Benjamín había hecho notar en su libro El fenómeno transexual que entre sus pacientes la prevalencia de transexuales de hombre a mujer era de 8 a 1 y que cabía esperar que, a medida que la situación social de las mujeres mejorase, las cifras se fueran aproximando. Las apreciaciones de la estadística oficial, sin embargo, se tambalean ante las declaraciones verificadas por personajes de tan reconocido prestigio como la investigadora transexual Lynn Conway12, Profesora Emérita de Ingeniería Eléctrica y de Ciencias de la Computación de la Universidad de Michigan que mantuvo en secreto su reasignación de sexo durante 31 años, al cabo de los cuales –corría el año 1999- decidió salir del armario dejando estupefactos a sus compañeros de trabajo. Su estimación se basa en la ponderación del número de transexuales de HaM, como ella misma, que se han sometido a cirugía de resignación en Estados Unidos a lo largo de las cuatro últimas décadas de siglo XX. Los resultados que arroja su estudio, y hay que pensar que Conway es una mujer extraordinariamente bien reputada como investigadora informática, arrojan una proporción de 1 transexual de hombre a mujer por cada

12 Cfr. su web: http://ai.eecs.umich.edu/people/conway/conway.html

51 2.500 varones biológicos. Si hacemos un ejercicio de imaginación que personalmente no considero ilegítimo, una extrapolación de estas cifras al contexto español arrojaría un número total de en torno a 15.000 transexuales, contando por lo bajo y concediendo que, contradiciendo las tendencias, exista una ratio favorable a las transexuales HaM. Las implicaciones que estas cifras arrojarían, a múltiples niveles, son de envergadura, y tienen repercusiones evidentes, como es obvio, en numerosos planos y niveles, tanto ideológicos como de corte político, burocrático y, last but not least, también financiero.

Entre la negligencia política y la indigencia clínica. La transexualidad en España Ya en 1953 Christian Hamburguer, a la sazón encargado del equipo quirúrgico responsable de la operación de Christine Jorgensen, hacía notar que la petición de reasignación de sexo por parte de los transexuales no era, en ningún, caso, el fruto de un capricho pasajero. De hecho, el tremendo impacto mediático de la “conversión” del exsoldado George Jorgensen en Christine había suscitado una auténtica avalancha de cartas en las que hombres y mujeres biológicos expresaban su dramático deseo de operarse. “Esta cantidad de cartas personales de casi 500 personas nos causan una impresión desoladora –dice

52 Hamburger-. Hallamos una existencia trágica tras otra; reclaman a gritos ayuda y comprensión. Es deprimente comprobar lo poco que se puede hacer para acudir en su ayuda. Uno siente que es su deber llamar la atención de la profesión médica y de los legisladores responsables: haced lo que esté en vuestras manos para facilitar la existencia del prójimo que se ve privado de la posibilidad de una vida armoniosa y feliz sin ninguna culpa por su parte”. 13 El discurso de Hamburguer a la altura de 1953 no distaba un ápice del que Harry Benjamín sostenía por la misma época. En El fenómeno transexual declara que “en tanto en cuanto es evidente que la mente de un transexual no puede adaptarse a su cuerpo, considero que lo más lógico es adaptar su cuerpo a su mente, a riesgo de incurrir en un nihilismo terapéutico que personalmente no podría suscribir en base a mi experiencia. (…) La ayuda que puede concederse a un transexual procede, fundamentalmente, del tratamiento hormonal y de la cirugía”.

Por aquella época, como prueba del exilio técnico

13 Hamburger, C. (1953), “Desire for Change of Sex as Shown by Personal Letters from 465 Men and Women”, en Acta Endocrinologica 14, pp. 361-375, apud Hausman, Bernice L. (1998), “En busca de la subjetividad: transexualidad, medicina y teorías de género”, en Nieto, José Antonio (comp.), Transexualidad, transgenerismo y cultura, Madrid, Talasa.

53 al que el Generalísimo Franco había condenado a todos aquellos que no suscribiesen sus rancios prejuicios de un heterosexismo procreador y bendecido por la Santa Madre Iglesia, los transexuales españoles estaban sometidos a la jurisdicción de la Ley de Vagos y Maleantes y, a partir de 1970, de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social. La ayuda que se les prestaba era, por tanto, dramáticamente clara. Abundando en ello, lo más común era pensar que el transexual de Hombre a Mujer no era sino un practicante encubierto del “pecado sodomítico” cuya identificación con la posición femenina, para decirlo en términos freudianos, había ido más allá de la cuenta. La transexualidad de Mujer a Hombre, como sucede a menudo con todo lo concerniente a las mujeres, sencillamente se ignoraba. Para Rebeca Rullán Berntson, transexual femenina y Coordinadora del Área Transexual de la Federación Española de Lesbianas, Gays y Transexuales (FELGT), “no resulta extraño que la transexualidad sea observada con temor o desprecio por parte de los poderes públicos que reglamentan la convivencia social, alimentados durante largo tiempo por la idea de que esta condición, tan natural del ser humano como cualquier otra, constituye una desviación aberrante de la naturaleza que debe ser penalizada y reprimida. Desde el mismo proceso educativo y de integración cultural y social a lo largo de su vida, la persona transexual asiste a un proceso de normalización impuesta desde una combinación de

54 capacidad coercitiva y consenso ideológico, todo ellos para que acabe por aceptar la imposibilidad material de vivir de acuerdo con su identidad de género”. En nuestro contexto, dos de los avances más importantes que se han producido han sido la despenalización de las operaciones que modifican el sexo anatómico mediante la Reforma del Código penal de 1983 y la Resolución del Parlamento Europeo sobre la discriminación a los transexuales, que ya en 1989 instaba a los Estados miembros a terminar con la discriminación. A raíz de esta Resolución cesó el acoso policial a que estaban sometidas las mujeres transexuales, muchas de las cuales, como resulta fácil comprender, no tenían más salida profesional que la prostitución. Igualmente, el tema de la transexualidad empezó a hacerse presente en el ámbito parlamentario. La reivindicación de la inclusión de la cirugía de reasignación de sexo en la Seguridad Social data del año 1990 y, aunque parezca increíble, no se obtuvo respuesta hasta cinco años después. El catálogo de prestaciones que en 1995 hizo público el Ministerio de Sanidad, que estaba a cargo de la socialista Ángeles Amador, excluía explícitamente la transexualidad. El intento más reciente de regular la situación legal y sanitaria de la transexualidad ha sido la Proposición de Ley sobre el Derecho a la Identidad Sexual, promovida por el propio PSOE en marzo de 2001 a instancias del colectivo

55 transexual. En este momento, por tanto, y al contrario de lo que sucede en países como Suecia (1972), Alemania (1980), Italia (1982) y Holanda (1985), la legislación española no dispone de ninguna ley que regule el cúmulo de cuestiones que se imbrican en los procesos de transexualidad. Es así como quedan libradas al criterio de cada juez cuestiones tan trascendentales en la vida de un transexual como el cambio de sexo en el registro civil -para lo que en este momento se requiere, o al menos puede requerirse, que el demandante haya completado las operaciones inherentes al proceso de reasignación que garantizan su esterilidad- o el derecho a contraer matrimonio.

Para Rebeca Rullán Berntson, “es en esta cuestión donde radica uno de los grandes problemas que atraviesan las personas transexuales en la ansiada búsqueda de su libertad para poder desarrollarse socialmente conforme a su identidad de género. El sistema político ha despenalizado las operaciones de cambio de sexo pero, a cambio, ha suprimido la libertad de elección de hombres y mujeres transexuales: quien no disponga de los recursos económicos necesarios para afrontar el coste del tratamiento, difícilmente podrá lograr su objetivo de socializarse en condiciones de pleno derecho en el género con el que realmente se identifica. El resultado es que, mientras las proclamas de igualdad y las garantías de asistencia sanitaria de nuestra Constitución celebraban alegremente sus bodas de plata, la población

56 transexual española continúa viviendo entre la mercantilización de los tratamientos y el appartheid social”.

Haciéndose eco de este problema, en setiembre de 2001 la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición remitía un manifiesto al Ministerio de Sanidad en el que ponía de relieve el aumento de la demanda de asistencia por parte de la población transexual y solicitaba “que la atención integral de los casos de Disforia de Género (TIG) [fuera] aprobada dentro del marco de la Asistencia Pública en todo el territorio nacional y que se [establecieran] los cauces necesarios para que estas personas fueran atendidas, según los Estándares Asistenciales consensuados a nivel internacional, por un equipo multidisciplinar que garantice todo el proceso diagnóstico y terapéutico de reasignación de sexo”. Sin embargo, en el día de hoy, a excepción de las Comunidades Autónomas de Andalucía y Extremadura, que han acogido entre sus prestaciones sanitarias el tratamiento integral de los Transtornos de Identidad de Género, cualquier transexual que desee operarse tendrá que acudir a la medicina privada. Es así cómo el Hospital Carlos Haya de Málaga, cuya una Unidad de Trastornos de Identidad de Género centraliza los casos de estas dos comunidades, ha visto desbordada la demanda, recibiendo transexuales de toda España empadronados ad hoc en territorio andaluz y

57 convirtiéndose en lo que en círculos informales ha llegado a llamarse “la meca de la reasignación”. Al margen de estos casos, como apostilla Rebeca Rullán, “si la persona tiene suerte y reside en la ciudad adecuada, podrá recurrir en el marco de la sanidad pública a la atención médica de algún psiquiatra o endocrinólogo especializado en la materia. Ahora bien, ¿quiénes son quiénes pagan los elevadísimos precios que impone el mercado a las distintas operaciones que se insertan en el marco de una reasignación? Los mismos pacientes. La ausencia de medidas políticas para resolver estas situaciones de discriminación social contribuye a perpetuar la visión negativa que tiene la sociedad en su conjunto de la transexualidad, cargada de unos prejuicios sociales que se expanden en el caldo de cultivo de la ignorancia. Las instituciones políticas deben responder, de una vez por todas, a las demandas del movimiento asociativo transexual, comenzando por el simple reconocimiento de sus derechos sociales como ciudadanos, si no quieren seguir fomentando con su premeditada inacción este vergonzoso régimen de appartheid social dirigido a silenciar, excluir y marginar a las personas transexuales de un sistema del cual, guste o no guste a ciertos poderes fácticos de inspiración reaccionaria, forman parte”. El estado de indefensión legal en que se encuentran los transexuales, y la falta de cobertura sanitaria, explican la extrema dureza de las condiciones en que se desenvuelven. La falta de comprensión por parte de la familia, que en

58 muchos casos no entiende el problema o lo encaja con dificultad, y del ambiente laboral, que suele oscilar entre la indiferencia y el escarnio, completan un panorama extraordinariamente sombrío, en el que menudean las depresiones y los intentos de suicidio. “Mientras no estás operado del todo, o mientras como mínimo no te has quitado los pechos, los ovarios y el útero con el cínico interés de que no puedas procrear”, comenta Jose, es muy difícil que el juez te conceda el cambio de sexo en el Documento Nacional de Identidad. Yo, por ejemplo, nunca he podido reunir el dinero necesario para operarme, asi que, a efectos burocráticos, sigo llamándome María José. Que la gente se imagine lo que es ir por ahí con la pinta que tengo y que en tu DNI, en tu tarjeta sanitaria, en el metrobús o en la tarjeta de crédito, cuando vas a pagar la compra en un supermercado, ponga que eres una mujer. La gente alucina y creen que la documentación no es tuya, que la has robado. O, si están de buenas y deciden pasarlo por alto, te miran como un bicho raro. Es tan doloroso…”. Nuria, una transexual barcelonesa de 43 años, trabajadora sexual, recuerda muy bien las peripecias que precedieron a su reasignación de sexo. “Yo iba por la vida con esta pinta inequívoca de señora que tengo actualmente, pero durante muchos años en mi carnet de identidad ponía Luis Antonio, y no Nuria. Al principio me ponía a la muerte con los equívocos que se generaban, pero luego decidí tomármelo a risa. Esta sociedad es demasiado cavernícola, demasiado inmadura para entender

59 que todo ser humano tiene derecho a llevar la pinta que le dé la gana, y a operarse o a no operarse y a decidir cuándo y en qué medida. ¿O es que los jueces no se dan cuenta de que, nos apetezca o no, nos están obligando a operarnos para poder ser lo que queremos ser?” Nuria ha tocado dos de los puntos neurálgicos que, tarde o temprano, un transexual acaba por tocar. El primero: la cirugía, una auténtica obsesión para casi todo transexual. El segundo: el derecho que todos y todas tenemos a romper los estereotipos y a socializarnos de la forma más acorde con nuestra sensibilidad. “Pero esto”, comenta, “es ciencia ficción. Por el momento estamos en un mundo bicolor: o eres hombre, con todos los avíos de hombre, o eres mujer. Pero llegará un momento en que esa dicotomía deje de estar tan clara, y en que las leyes se abran para recoger las circunstancias del ser humano en toda su riqueza y su diversidad. Te sorprenderías de la cantidad de hombres que se meten en la cama con bragas de encaje. Y de la cantidad de mujeres a las que les encanta ponerse un dildo para poder penetrar. No sé si, en las circunstancias propicias, unos y otras podrían llegar a ser trans. Yo no creo en la hipótesis de que somos trans de nacimiento. Nacemos con un cuerpo sexuado de hombre o de mujer pero, a los pocos años, en ese cuerpo sexuado va fraguando una identidad sexual que no siempre coincide con el soporte físico, y que en todos los casos, en todos, es tremendamente compleja y ambigua. Lo

60 que no es ambiguo es el cinismo que hay. Es increíble la hipocresía que sigue habiendo en todo lo que tiene que ver con la sexualidad.” El deseo que la persona transexual manifiesta de adaptar su sexo anatómico a su identidad de género es imperioso, pero las garantías que la cirugía presenta, al menos por el momento, no son lo bastante claras como para que todos aquellos que disponen de capacidad financiera para hacerlo se animen a completar el proceso.

Del protocolo del cambio a la cirugía de reasignación genital. A la búsqueda de una nueva sexualidad

Los procesos de reasignación de HaM y de MaH son, como es lógico, muy distintos, y hay que admitir que en este momento las garantías estéticas y funcionales son claramente superiores en el caso de una reasignación genital de hombre a mujer. En ambos casos, sin embargo, lo habitual es empezar con una valoración psiquiátrica y psicológica que confirma si el demandante es idóneo para iniciar el proceso. A partir de ahí, y en paralelo con el seguimiento psicológico, puede iniciarse el tratamiento hormonal. Según la Guía Clínica para el Diagnóstico y Tratamiento de los Trastornos de Identidad de Género editada por la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición los

61 criterios que deciden la candidatura de una persona transexual a ser tratada con hormonas son los siguientes:

Elegibilidad:

 Tener 18 años,  Demostrar conocimiento de los efectos inducidos por el tratamiento hormonal y  Argüir al menos tres meses de vida documentada en el sexo de elección.

Disposición:

 Identidad sexual consolidada,  Salud mental estable, lo que implica un control satisfactorio de problemas tales como las sociopatías, adicciones, psicosis, tendencias suicidas, etc., y  Cumplimiento responsable del tratamiento.

El tratamiento hormonal debe preceder en un período que suele oscilar entre los seis meses y los dos años a cualquier intervención quirúrgica. Por regla general, no se recomienda iniciar la cirugía hasta que las hormonas han producido cambios externos lo bastante evidentes como para reafirmar al transexual en su decisión de “hacer el cambio”. En el caso de los transexuales de Hombre a Mujer,

62 los efectos más obvios que inducen las hormonas feminizantes son un descenso, a menudo drástico, del deseo sexual, la disminución del vello corporal y el desarrollo de las mamas. Sin embargo, poco o nada pueden hacer por cambiar la estatura, las manos y pies grandes, la prominencia de la nuez, el timbre de la voz o el trazado masculino de la nariz y la mandíbulas, y en la práctica totalidad de los casos es necesaria la depilación con láser. Lo más conveniente, en cualquier caso, es empezar cuanto antes. De ese modo, el desarrollo de los caracteres sexuales secundarios no es tan evidente y se reduce el riesgo de que la lucha por conseguir un aspecto convincente se convierta en una casi obsesiva carrera de retoques. Una vez completado este preámbulo, lo común es que las transexuales femeninas se sometan a una operación para aumentar el volumen de las mamas y, en el caso de que lo deseen, a la reconstrucción de los genitales. En total, como indico en la tabla adjunta, en torno a los 12.500 euros. El resultado estético no sólo es muy satisfactorio sino que, en gran parte de los casos, puede calificarse de espectacular.

Cirugía de Reasignación de Sexo de Hombre a Mujer (HaM) y precios

 Mamoplastia: aumento del volumen del pecho mediante implantación de prótesis mamarias: en torno a los 3000 euros

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 Orquidectomía y penectomía: amputación del pene y los testículos, y

 Vaginoplastia, reconstrucción de la vulva y clitoroplastia: creación de una cavidal neovaginal funcional, normalmente con piel procedente del pene, formación de los labios, mayores y menores, y creación de un neoclítoris a partir de un pequeño trozo del glande: en torno a los 12.000 euros

“La pregunta que todo el mundo quiere hacernos y que prácticamente ninguno se atreve a formular es cuál es nuestra respuesta sexual una vez reasignadas. A ello tengo que contestar que lo fundamental para nosotras es conseguir un aspecto completamente femenino hasta el punto de que no pensamos demasiado en cuál va a ser en el futuro la calidad de nuestra vida en pareja, naturalmente, con los riesgos que esto implica”, comenta Nuria. “Yo he tenido suerte y no suelo tener demasiadas dificultades para alcanzar el orgasmo, pero conozco chicas que se han quedado anestesiadas de por vida y algunas otras que no han podido soportarlo y se han suicidado. Es el peaje que hay que pagar por convertirse en pioneras de una cirugía rodeada de tabúes y precedida, en la inmensa mayoría de los casos, de una más que deficitaria educación sexual”. Para Alejandra, madrileña de 40 años, empresaria y reasignada desde hace dos años, “es

64 necesario quitarse de encima la presión de que lo importante es el orgasmo. Personalmente, conseguir que mi cuerpo se adaptase a la idea que yo tenía de mí misma me ha dado una plenitud que no puede darme las más orgiástica de las vidas sexuales. Para una mujer transexual, la vivencia de la feminidad en el cuerpo a cuerpo de una relación amorosa es algo tan dulce, tan pleno, tan maravilloso, que lo de menos es si uno llega o no llega, máxime cuando lo de llegar o no llegar, al menos desde mi punto de vista, tiene tanto que ver con la predisposición mental”.

Cirugía de reasignación de HaM. Imagen obtenida dos meses después de la intervención.

Para decirlo sin rodeos, la dimensión sexoafectiva de las mujeres que han pasado por un proceso de reasignación genital es uno de los grandes tabúes de la transexualidad. No

65 sólo la comunidad clínica e investigadora vive inmersa en la ignorancia sino que las mismas mujeres transexuales rehúsan con frecuencia a hacerse confidencias en este ámbito. “Hay un grueso muro de silencio en torno a la vida erótica de una transexual reasignada, y, lo que es peor, un grueso muro de mentiras, y la razón es muy simple, en una sociedad que nos bombardea todos los días con sencillos decálogos para alcanzar las cimas del placer”, ironiza Gloria, “no resulta nada fácil admitir que una, o uno, ha dejado de disfrutar de las relaciones íntimas para embarcarse en una nave que no sabe a qué puerto acabará llevándola. Y, si quieres que te diga la verdad, no es algo que yo encuentre específico del mundo transexual, sino del mundo, en general. La ausencia de deseo sexual, la impotencia, la frigidez, las relaciones sexuales dolorosas o reiterativas, incluso las proclamas de celibato para huir de un débito que a menudo es una carga, son parte del pan de cada día de muchísimas mujeres que no han pasado por un proceso de reasignación. Te asomas a un kiosko y ves cantidad de revistas que anuncian planes para redescubrir la vida sexual en siete días o en diez minutos, sabiendo, como todos y todas sabemos, que en la vida sexual no sólo están comprometidas dos genitalidades iguales o diferentes, originales o reasignadas, sino dos corporalidades y dos psicologías distintas que no tienen porqué encajar a la primera de cambio”. La claridad y la falta de falsos pudores con que Gloria ha conseguido afrontar y narrar su propio proceso es tan digna de encomio como infrecuente, “pero

66 no quiero que me lo agradezcas”, dice, “creo que es hora de apartar los telones de la doblez moral y de que la gente sepa que la vida erótica de una mujer transexual no es esencialmente distinta de la de una que no lo es. La única diferencia es que una mujer transexual ha sido hombre antes y debe, por lo tanto, liberarse de un estigma que resulta extraordinariamente difícil de superar. Lo digo con toda claridad porque estoy segura de que mi mensaje puede ayudar a muchas personas: que ninguna mujer transexual piense que, por el hecho de acostarse en un quirófano y quitarse los genitales masculinos encontrará servido en bandeja el mito de la mujer multiorgásmica. Por el contrario, tendrá que sentarse a reinventar los términos en que había venido experimentando su sexualidad, porque un pene suele ser un mecanismo de fácil manejo, se estimula, sube y eyacula, mientras que un sexo femenino suele demandar una relación sexual mucho más sinfónica, o logra armonizar su estado emocional con las sensaciones que le llegan desde todos los puntos de su cuerpo o es muy posible que no pueda alcanzar el clímax. Personalmente, pienso que el clímax no tiene por qué está asociado a un orgasmo porque la gama de sensaciones que el acto amoroso puede aportar es infinitamente más amplia, pero hay muchas mujeres transexuales que se quedan inmovilizadas por la nostalgia de un mecanismo de sencillo manejo en lugar de plantearse que están siendo las protagonistas de una investigación apasionante, de que la vida les otorga el privilegio de haber

67 conocido una sexualidad muy simple y de colocarse ante las puertas de una mucho más compleja. Creo que ninguna mujer transexual debería acostarse en una camilla y abrir su sexo de varón a la intervención de un cirujano sin haber hecho una introspección previa, sin haberse dicho a sí misma: veamos, lo que tienes entre las piernas ya no será lo mismo, ya no responderá como un resorte a la mera fricción y hasta es posible que, si no consigues colocarlo en una dimensión más amplia, en un ritmo más suave y en una tonalidad emocional más profunda, y para mí mucho más plena, vas a tener serias dificultades para disfrutar”. También para Nuria sería necesario acompañar el proceso de hormonación con una autoexploración detenida de todo lo que va cambiando y de si ese cambio, que incluye la retirada casi absoluta de la erección y de la eyaculación, y el retraso de la respuesta orgásmica, coloca a la mujer transexual ante la perspectiva de una experiencia gozosamente vivida o, como sucede en otros casos, ante la amenaza de una pérdida irreparable. “Hay mujeres que, una vez reasignadas, se entregan a elaborar el duelo por el pene perdido, en lugar de darse la oportunidad de abrir una ruta de navegación distinta y, eventualmente, de descubrir un nuevo territorio emocional y sexual. Yo he dedicado muchas horas de mi vida a pensar si me resultaba placentero el nuevo registro en el que mi cuerpo empezaba a moverse, más pausado, más fino, más exigente también, y cuando me

68 fui a Barcelona a operarme tenía clarísimo que aquella, y no la otra, era mi verdadera sexualidad. De hecho, durante la etapa de transición tenía unos pechos hormonados preciosos, como los de una chica de diecisiete años, y debajo, claro está, mi virilidad. Pues bien, lejos de echar de menos la inmediatez de la respuesta sexual anterior, la previa a la hormonación, me resultaba absolutamente reconfortante sentir que iba encajándome en una sensibilidad nueva. Era como explorar el fondo marino, había multitud de corrientes que me llevaban de un lado a otro, de la mirada a las manos, de las manos a los hombros, no sé, un paisaje mucho más rico, lleno de emociones que, por primera vez, entraban en resonancia con mis pensamientos, con mi estado anímico, incluso con la música que había puesto o con la intensidad de la luz. Era como pasar de la visión plana a la visión multidimensional”. La mirada con la que Gloria y Nuria contemplan su propio proceso podría prestar una ayuda inestimable a mujeres transexuales como Samantha, que se operó con la ilusión de una reconversión inmediata y hoy echa de menos su sexualidad anterior. “No digo que ese no sea el camino”, dice, bajando los ojos, “pero, incluso en el puro nivel inconsciente, yo creo que se conserva la memoria de una vida sexual del tipo acción/reacción y, personalmente, por muchos esfuerzos que haga para intentar sacarme de encima el fantasma de un placer casi desprovisto de implicaciones

69 psicológicas, no me lo puedo sacar. Aunque la verdad es que hizo conmigo un alarde de paciencia, he perdido a mi chico. Al fin ni él ni yo hemos podido con esto, y lo peor es que me da miedo enredarme en relaciones nuevas. Allí donde voy, llevo conmigo el fantasma de la frigidez y el recuerdo de una genitalidad sin comeduras de coco. Si la operación tuviera retroceso, tengo claro que daría marcha atrás”. Para Nuria “la tragedia es ser incapaz de trascender el estereotipo de la genitalidad masculina, pero, aquí como en cualquier situación de la vida, se trata de ver el vaso medio vacío o medio lleno. ¿Hay algo más fascinante que haber sido hombre y ser mujer? Es un viaje tan intenso, tan difícil de poner en palabras… Para mí es como haber vivido dos existencias en una. Nadie que no haya pasado por esta experiencia puede comprender como nosotras de qué se habla cuando se habla de sexualidad”. Si el tránsito de hombre a mujer puede resultar enormemente plenificador, tal como muestran las experiencias de Nuria y Gloria, el de mujer a hombre rara vez se presenta en los términos de un redescubrimiento gozoso. La administración pautada de hormonas masculinas produce efectos físicos muy claros: la retirada de la menstruación, un incremento, a veces espectacular, del vello corporal y la masa muscular, agravamiento de la voz y un crecimiento paulatino del clítoris, que emerge de su recinto anatómico con el aspecto de un pequeño pene que, en casos

70 excepcionales, llega a alcanzar los 5 ó 6 centímetros de longitud. Según el testimonio coincidente de muchos transexuales masculinos, la testosterona produce alteraciones en el estado de ánimo, una respuesta emocional más rápida y eventualmente, más agresiva, un descenso apreciable de la emotividad y una subida de la libido que, subjetivamente, se interpreta como exponencial. Para Daniel “lo de la libido es casi incómodo. El clítoris está en estado de excitación permanente, es como vivir en el umbral del orgasmo, siempre a punto, y la verdad es que si por una parte te hace sentirte bien, a veces resulta difícil de aguantar. Las sensaciones son mucho más directas, más intensas, un roce, una mirada, cualquier cosa te pone a cien. No sé si los hombres piensan con la polla, como se dice a menudo, lo que si sé es que, a juzgar por los efectos que produce la testosterona, la polla no los deja pensar”. Para Bruno, “toda la esfera de lo sexual gana espacio, a veces demasiado espacio pero, al final, creo que lo más gratificante es el aspecto físico que se consigue, que todo el mundo vea en ti un hombre y, desde ese punto de vista, la verdad es que los trans masculinos tenemos suerte. Somos hombres muy creíbles. Resultamos muy difíciles de identificar. Lo del aumento del deseo es una forma de tener presente tus propias limitaciones, así que yo no levantaría mi copa para celebrar la apoteosis de la libido porque, a la hora de la verdad, la libido hace que te apetezca hacer el amor a todas las horas pero no te ayuda a sentirte más completo en la

71 cama”. La cirugía de la transexualidad masculina no ha alcanzado ni con mucho los estándares estéticos de la femenina. Lo normal es que, urgido por la necesidad de tener una apariencia social y una autopercepción masculinas, el transexual de Mujer a Hombre se haga quitar las mamas, los ovarios y el útero, en ocasiones en el transcurso de una misma operación. Aunque las mastectomías rara vez tienen un aspecto completamente satisfactorio, el mero despertar de los sentidos en un cuerpo silenciado durante años, acostumbrado a ocultar los pechos detrás de una faja y una buena porción de camisetas y en la mayor parte de los casos manifiestamente incapaz de gozar de los placeres de la carne a cuerpo descubierto, es sencillamente una fiesta. Sólo quien haya compartido muchas horas con un transexual masculino puede calcular el beneficio subjetivo que supone para él el hecho de tomar el sol con el torso desnudo y poder abordar una relación íntima “contando, al menos, con la mitad de tu cuerpo”. Las palabras son de Carlos, que, a pesar de los intentos que ha hecho de integrar en su vida amorosa “el hemisferio sur”, continúa haciendo el amor con calzoncillos. “No es por mi novia, ella tiene muy claro que me quiere con lo que hay, es por mí. He ido a muchos psicólogos, pero ninguno ha conseguido que me quite la sensación de castración que me persigue, el trauma de que un clítoris hormonado no es un pene y de que nunca podré

72 experimentar en mi propia piel lo que se siente teniendo un pene. Mi vida sexual es satisfactoria en términos de respuesta física, pero es como si la realidad nunca pudiera colmar mis fantasías, como si me faltara algo que, para qué me voy a engañar, no voy a tener nunca”. Para Bruno “superar el mito de la sexualidad penetrativa es muy difícil para un hombre transexual. Podemos aprender a construir una vida sexual rica en prácticas, con una capacidad de juego enorme y una entrega casi fanática al placer del otro, pero nunca dejamos de sentir que ese algo que nos falta es casualmente lo único que podría hacernos vivir con plenitud nuestra vida amorosa y sexual”.

Aspecto del clítoris después de dos años de tratamiento con hormonas masculinas. Como Carlos presume, no parece que la cirugía de reasignación genital de mujer a hombre pueda ofrecer, en un futuro próximo, una respuesta a su ansiedad. Según comenta

73 Pedro Cavadas, microcirujano que opera privadamente en Valencia, “la extirpación de las mamas, los ovarios y el útero no entraña mayor dificultad, pero estamos a años luz de poder reconstruir un pene funcional”. Por el momento, las opciones que se presentan, tal como indico en el cuadro adjunto, son la metadoioplastia y la faloplastia, pero, a pesar de la mejora subjetiva en la autopercepción corporal, que es evidente en gran parte de los casos, es cierto que ni otra pueden aportar una calidad estética y funcional comparables a las que proporciona la reasignación genital femenina.

Cirugía de Reasignación de Sexo en transexuales de Mujer a Hombre (MaH) y precios  Mastectomía: extirpación de las dos mamas conservando pezones y areolas: entre 2800 y 3600 euros

 Histerectomía/ovariectomía: extirpación del útero y los ovarios: alrededor de 3000 euros

 Metadoioplastia: liberación del clítoris, ya alargado por la hormonación, para construir un micropene y formación de una bolsa escrotal con prótesis de silicona a modo de testículos: entre 9000 y 1200 euros

74  Faloplastia: construcción de un pene sensible, pero no eréctil, a partir de un colgajo, normalmente procedente del antebrazo: en torno a 15000 euros

Para Rosa Abenoza Guardiola, Médico Psicoanalista y miembro del Instituto de Sexología de la Universidad de Alcalá, “en términos generales, la calidad de vida de sujetos diagnosticados como transexuales tras el tratamiento rehabilitador o reparador que supone el proceso de reasignación corporal podría calificarse, salvo complicaciones, como buena o muy buena comparativamente a su anterior estado de salud y bienestar. Sin embargo, no hay que llevarse a engaño y pensar que es un tratamiento satisfactorio ni de lejos. Si bien las cirugías de reasignación de hombre a mujer son física y funcionalmente aceptables (…), los transexuales nacidos mujeres no pueden pasar desnudos por hombres, estéticamente hablando, ni por casualidad.”

Para Jose, “evidentemente, el uso de una prótesis de látex, como la que llevamos casi todos, no resuelve nada, pero a los que no tenemos dinero para operarnos, o no creemos que las técnicas sean lo bastante buenas para que merezca la pena reasignarse, nos ayuda mucho a suplir esa falta. Luego cada uno hace lo que puede con su vida sexual, se pone dildos o no se los pone, pero creo que no me equivoco si digo que los transexuales solemos ser amantes

75 muy generosos. Así que, si uno no se empeña en pedirle peras al olmo y le echa mucha imaginación y mucho amor, las relaciones pueden ser plenamente satisfactorias.” Ojalá que, tal como está previsto en la agenda política de los próximos meses, la población transexual española pueda gozar en un futuro próximo de una Ley de Identidad de Género que dé respuesta al conjunto de sus necesidades. El momento de su promulgación coincidirá, sin lugar a dudas, con una nueva victoria en el terreno de los derechos humanos y con un punto de cristalización de la diversidad como uno de los garantes de equilibrio que sin duda están destinados a mantener vivos los principios de nuestra joven democracia.

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