Cuando Tú Llegaste Lisa Kleypas
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Cuando tú llegaste Lisa Kleypas http://www.librodot.com 2 Capítulo 1 Londres, 1820 -jMaldita sea, maldita sea! ¡Ahí va ese jodido trasto! Cada ráfaga de viento arrastraba un torrente de palabras malsonantes que escandaliza- ban a los invitados a la fiesta, reunidos en la cubierta del barco. El yate se hallaba anclado en medio del Támesis, y el acto se celebraba en honor del rey Jorge. Hasta ese momento la fiesta había resultado un tanto deslucida aunque elegante, ya que, como correspondía, todo el mundo había alabado las excelencias del magnífico yate de Su Majestad. El yate, con brocados, madera de caoba de primera calidad, abigarradas arañas de cristal, esfinges doradas y leones esculpidos en cada esquina era un auténtico palacio flo- tante ideado para el ocio. Los invitados habían bebido considerablemente para mantener ese estado de ligera euforia capaz de sustituir un sentimiento de alegría real. Probablemente la multitud allí congregada lo habría pasado mejor de no haber sido tan débil la salud del rey. La reciente muerte de su padre, junto con un penoso ataque de gota, estaban pasándole factura y lo habían sumido en un estado de desánimo que no era habitual en él. El rey procuraba rodearse de gente capaz de proporcionarle la alegría y diversión necesa- rias para aliviar su sensación de soledad. Por ese motivo, según decían, había requerido expre- samente la presencia de la señorita Lily Lawson en aquella fiesta en su barco. Tal como había apuntado una joven y lánguida, vizcondesa, era sólo cuestión de tiempo que la señorita Law- son empezara a causar revuelo. Y como de costumbre no defraudó en absoluto. -¡Que alguien lo coja, maldita sea! -se oyó gritar a Lily por encima del rumor de las ri- sas-¡El oleaje lo está alejando del barco! Los caballeros, viéndose libres por fin del tedio, se precipitaron hacia el lugar de donde provenía el alboroto. Las damas protestaron, molestas al ver a sus consortes correr en direc- ción a la proa, donde Lily, colgada de la barandilla, contemplaba un objeto que flotaba en el agua. -Mi chapeau favorito -explicaba Lily en respuesta a la sucesión de preguntas, señalando el sombrero con un ligero movimiento de su delicada mano-. ¡Se lo ha llevado el viento! -Se volvió entonces hacia la multitud de admiradores, dispuestos todos a consolarla. Pero ella no deseaba muestras de simpatía, sino que recuperaran el sombrero. Miró las caras una a una, sonriendo con picardía-. ¿Quién va a comportarse como un auténtico caballero y traérmelo? Había tirado el sombrero por la borda apropósito, y veía que los caballeros, pese a sos- pechar que aquello no era más que una estratagema, no interrumpían sus galantes ofrecimien- tos. -Permítame -gritaba uno. -No -decía otro al tiempo que se despojaba teatralmente del sombrero y el abrigo-. Insis- to en ser yo quien tenga el privilegio. Al instante se inició una discusión, ya que ambos estaban decididos a satisfacer los de- seos de Lily. Pero, precisamente ese día las aguas estaban revueltas, y bastante frías para pi- llar un buen resfriado. Y, aún más importante, el remojón significaría echar a perder un traje carísimo. Lily contemplaba la rivalidad que había provocado con una sonrisa. Los hombres seguí- an gesticulando y profiriendo frases caballerescas. De haber estado alguno de ellos dispuesto a recuperar el sombrero, lo habría hecho ya. 2 3 -Vaya espectáculo -murmuró ella y miró fijamente a los caballeros. Habría merecido to- dos sus respetos cualquiera que los hubiera mandado al infierno, argumentando que el ridículo sombrero rosa no justificaba semejante alboroto, pero ninguno se atrevería a hacerla. De haber estado allí Derek Craven se habría reído o le habría lanzado una mirada tal que ella no hubiera tenido más remedio que echarse a reír como una tonta. Ambos compartían el mismo desdén hacia esos amanerados esnobs indolentes y perfumados. Lily suspiró y miró el río, que aparecía con una tonalidad gris oscura y agitado bajo el cielo tormentoso. En primavera las aguas del Támesis eran muy frías. Dejó que la brisa le acariciara el rostro, y cerró los ojos. El viento alisó durante un momento su cabello, pero lue- go los brillantes rizos oscuros recobraron su habitual y voluminoso desorden. Pensativa, Lily se quitó la diadema. Su mirada seguía las crestas de las olas rompiendo contra el costado del yate. «Mamá...», susurró una vocecita en su cabeza. Lily se estremeció al recordar, no podía evitarlo. De repente percibió, como si fuera real, unos bracitos aferrando su cuello, un delicado cabello acariciándole la cara y el peso de una chiquilla en el regazo. El sol de Italia le calenta- ba la nuca y los graznidos de una procesión de patos se derramaban sobre la superficie crista- lina del estanque. «Mira, cariño -murmuró Lily-. Mira los patos. ¡Vienen a visitamos!» La chiquilla se agitó excitada. Levantó su manita regordeta y extendió un minúsculo de- do señalando los presumidos patos. Luego sus oscuros ojos miraron a Lily y la sonrisa reveló dos dientecillos. «Pa», exclamó y Lily se echó a reír. «Patos, cariño, muy guapos. ¿ Dónde metimos el pan que trajimos para darles? Dios mío, creo que me he sentado encima...» Una nueva ráfaga de viento se llevó aquella imagen tan agradable. Lily tenía los ojos húmedos y una dolorosa punzada en el corazón. -Oh, Nicole -musitó. Respiró hondo para quitarse aquella opresión, pero se negaba a desaparecer. El pánico hizo presa de ella. A veces lo sobrellevaba con un trago o bien distra- yéndose con el juego, los chismorreas o las cacerías, pero no eran más que alivios temporales. Necesitaba a su niña. “Mi pequeña... ¿ donde estas....? Te encontrare...Ya viene mamá, no llores, no llo- res...” La desesperación la abrumó. Tenía que hacer algo inmediatamente o se volvería loca. Miró a los hombres que tenía a su alrededor y riendo a carcajadas descaradamente se deshizo de sus zapatos de tacón alto con una patada. La pluma rosa del sombrero seguía sien- do visible en medio de las aguas. -Mi pobre chapeau está a punto de hundirse -gritó al tiempo que pasaba las piernas por encima de la barandilla-. Vaya caballerosidad. ¡Tendré que recuperado yo misma! -y antes de que nadie pudiera detenerla se lanzó al agua. El río se cerró sobre ella con una ola. Algunas mujeres empezaron a gritar. Los hombres examinaban con nerviosismo las aguas agitadas. -Dios mío -exclamó uno de ellos. El resto se había quedado sin habla. Incluso el rey, in- formado de los acontecimientos por su ayuda de cámara, se acercó a mirar, andando como un pato, y recostó su enorme cuerpo sobre la barandilla. Lady Conyngham, una hermosa mujero- na de cincuenta y cuatro años que se había convertido en su última amante, llegó junto a él y exclamó: -Ya os lo había dicho: ¡esa mujer está loca! ¡Que Dios nos ayude! Lily permaneció bajo el agua más tiempo de lo necesario. El frío paralizaba sus miem- bros y el peso del vestido la arrastraba hacia una misteriosa oscuridad. Pensó que resultaría fácil dejarse llevar... hundirse, dejar que la oscuridad se apoderara de ella... Pero un destello 3 4 de pánico hizo que sus brazos entraran en acción y la impulsaran hacia la tenue luz que había arriba. Ascendió aferrando el sombrero, y cuando salió a la superficie pestañeó y aspiró atro- pelladamente bocanadas de aire. La sensación de frío era tan intensa que le provocaba punza- das de dolor. Los dientes le castañeteaban, pero consiguió esbozar una sonrisa temblorosa. Y miró al sorprendido público congregado en la cubierta del yate. -¡Lo tengo! -gritó, manteniendo el sombrero en alto en señal de victoria. Minutos más tarde varios pares de manos ansiosas sacaron a Lily del río. El vestido pe- gado a su cuerpo revelaba una figura esbelta y deliciosa. Un suspiro recorrió la multitud re- unida en el yate. Las mujeres la observaban con envidia y desaprobación, ya que no había mujer en Londres que los hombres admiraran más. Solían sentir pena y desprecio por las que se comportaban como ella, pero Lily... -Haga lo que haga, no importa la atrocidad que sea, ¡los hombres la adoran! -se quejó lady Conyngham-. Lleva con ella el escándalo. De haberse tratado de cualquier otra mujer, ya habría sucumbido. Ni mi querido Jorge se atreve a censurarla. -Es que se comporta como si fuera un hombre -replicó lady Wilton con amargura-. Jue- ga, caza, maldice y habla de política. Les encanta la novedad de una mujer con aires tan mas- culinos. -La verdad es que su apariencia no tiene nada de masculina -protestó lady Conyngham, observando las formas delicadas que las ropas empapadas ponían en evidencia. Una vez convencidos de que Lily estaba sana y salva, los hombres congregados a su al- rededor estallaron en carcajadas y aplausos loando su valentía. Lily se apartó los rizos moja- dos de los ojos, sonrió e hizo una reverencia. -Bueno, era mi sombrero favorito -dijo mirando la maltrecha prenda que llevaba en la mano. -¡Caramba! -exclamó como admiración uno de los hombres-, usted no le tiene miedo a nada, ¿verdad? -A nada -respondió ella, provocando más risas. El agua le chorreaba por el cuello y es- palda abajo. Lily se volvió y sacudió enérgicamente su cabeza empapada-. ¿Sería alguno de ustedes tan amable de acercarme una toalla, o, mejor, de traerme algo caliente antes de que me muera de...? -Su voz fue desvaneciéndose al observar a través de la cortina de sus mojados rizos una figura que permanecía inmóvil. El ajetreo a su alrededor era inverosímil; hombres en busca de toallas, bebidas calientes, lo que fuera con tal de que se sintiera a gusto.