La Identidad Herida Transexuales En La Intimidad

La Identidad Herida Transexuales En La Intimidad

Inés Marful La identidad herida Transexuales en la intimidad 1 La identidad herida 2 Índice pp. Bajo el signo de Orlando……………………………... 5 El género en la encrucijada. Las historias……………... 77 I. Bruno y el cazador de sueños………………………. 84 II. Jose, como los trenes en la noche…………………. 106 III. Javier, sentado al piano………………………….... 133 IV. Dos veces Gabriel………………………………... 157 V. Balada para despedir a Teresa…………………….... 189 VI. Sonia, mientras arde París……………………….... 216 VII. Y ahora, ¿qué? Una conversación en torno a la experiencia sexoafectiva de las mujeres transexuales….. 237 VIII. Arriba el telón. Dos transexuales masculinos conversan…………………………………………....... 255 Bibliografía recomendada…………………………….. 269 3 “Era hombre, era mujer, conocía todos los secretos, compartía las debilidades de ambos. Era un estado del alma vertiginoso.” Virginia Woolf, Orlando “-¡Eh -gritó Will-, la gente corre como si ya hubiera llegado la tormenta! -¡Es que ya ha llegado -gritó Jim-. La tormenta somos nosotros!” Ray Bradbury 4 Bajo el signo de Orlando 5 Bajo el signo de Orlando “No es el cuerpo descrito por los biólogos el que realmente existe, sino el cuerpo tal como es vivido por el sujeto.” Simone de Beauvoir, El segundo sexo El aspecto de Carlos no se presta a interpretaciones. Imposible sospechar que este hombre bien rasurado, de voz profunda y aspecto saludable, llegó al mundo como mujer, sin que a sus padres, Fernando y Beatriz, ni al equipo médico que atendió el parto en el madrileño hospital de La Princesa, hace ahora treinta y cuatro años, se les planteara la menor duda en cuanto a cuál era el sexo que debía asignársele. La recién nacida fue inscrita en el registro civil con el nombre de Julia y sus peripecias para lograr conquistar una imagen corporal y una identidad social masculina son muy similares a las que experimenta cualquier transexual. “La vida de un 6 trans es lo más duro que uno puede echarse a la cara”, dice Carlos, “tú imagínate lo que es que todo el mundo espere que te comportes como mujer cuando tú estás absolutamente convencido de ser un hombre. Más allá: cuando, por mucho que tu cuerpo te lleve la contraria, sientes y actúas igual que un hombre. Ni a mi peor enemigo le deseo yo la mitad de este calvario.” El caso de Carlos no es único. La historia del transgenerismo y de la transexualidad, entendiendo por tal la socialización de un individuo en el género contrario al que comportan sus marcadores genitales, parece remontarse a la historia misma de las sociedades humanas, en las que no siempre ha revestido el carácter patológico que ha llegado a asumir en una cultura fuertemente medicalizada y rígidamente dicotómica como la nuestra. Es un hecho normal. Los ríos de la historia están en continuo movimiento y tanto la identidad personal como los habitus sociales van cambiando al calor de los distintos modelos de interrelación que se han ido definiendo en los diferentes contextos históricos y culturales, es decir, que ni son de suyo ni tienen, por lo tanto, un carácter ontológico. Para decirlo abiertamente: anatomía no es destino. De hecho, las cada vez más rígidas dicotomías categoriales que han venido vertebrando desde muy antiguo la percepción social de la masculinidad o la feminidad –la masculinidad como fuerza, inteligencia, racionalidad, capacidad de control, autodominio, 7 gestión de los poderes públicos…, y la feminidad como debilidad, intuición, sensibilidad si no sensiblería, voluptuosidad, delicadeza, organización de la vida familiar y del ámbito doméstico…- se han ido afianzando sobre una poderosa arquitectura de convenciones hasta constituir, al menos en nuestra cultura, un auténtico lecho de Procusto en el que todos debemos encajar so pena de desgarrarnos. Para desvelar su arbitrariedad, sin embargo, no hace falta hacer demasiadas filigranas: basta con poner de relieve el fuerte dinamismo que los rígidos preconceptos en torno a lo masculino y lo femenino han experimentado a lo largo de las últimas décadas, coincidiendo, como es obvio, con el giro copernicano que ha impreso a la historia de las mentalidades la que ha dado en llamarse la revolución femenina. Hace apenas cuarenta años una mujer con pantalones y un cigarrillo entre los labios habría sido proscrita por amachada y muy probablemente por lesbiana, mientras que un metrosexual atildado y con el pelo recogido en una cola al estilo de David Beckham habría despertado serias dudas acerca de su virilidad. El acercamiento de los estándares ideológicos en torno a lo que significa ser hombre o mujer a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado demuestra que el sexo, varón o hembra, no son más que habitaciones abiertas a la entrada de apariencias y sensibilidades diversas, en un hotel donde, por lo demás, lo masculino y lo femenino no son, o no 8 deberían ser, los únicos inquilinos. Sin embargo, una ceguera operativa congruente con el dualismo que ha articulado el sistema sexo/género en torno a las oposiciones varón/hembra y masculino/femenino, en ambos casos heterosexuales, ha impedido que incluso las ciencias especulativas, y por supuesto las disciplinas sociales, las ideologías, las políticas y sus correspondientes burocracias, hayan ignorado el vasto interregno que se tiende entre estos dos polos. Y, así, los estados intersexuales, el transgenerismo, el travestismo, la transexualidad, la homosexualidad y los usos amorosos alternativos, han sido víctimas de un olvido sistemático, cuando no puestos a navegar en la nave de los locos y relegadas a los márgenes donde sólo habitan el oprobio y la maledicencia. Estigmatizadas, patologizadas, preteridas, las conductas que desafiaban la ortoposición del orden biológico y las rutinas del género y la orientación sexual han sido proscritas de forma sistemática y los portadores de tales “horrores” obligados por todos los deberes y descartados de muchos de los derechos. Sin embargo, ni ha sido siempre así ni, aún en los contextos en que lo era, la fuerza de estos auténticos movimientos antisistema ha dejado de producir distintas suvbersiones contra el orden reinante. Una mirada retrospectiva en torno a la androginia, el transgenerismo y la transexualidad 9 No es este el contexto donde debamos hacer un repaso de las múltiples manifestaciones de transgenerismo que han existido a lo largo de la historia pero parece indudable que sus antecedentes se remontan a las primeras sociedades de cazadores. Lamentablemente, la mirada de la ciencia es esclava de sus propios paradigmas y, a no ser a través de las analogías que se pueden establecer con las sociedades primitivas más contemporáneas, no resulta fácil documentar las particularidades del transgenerismo en las culturas desaparecidas. Como sucede en cualquier ámbito, y el científico no es una excepción, la historia sólo narra lo que sus prejuicios le permiten ver, lo que explica que sólo muy recientemente haya abierto los ojos a realidades que incomodan la arpillera naïf de sus oposiciones binarias. La literatura etnográfica más reciente está llena de casos de hombres femeninos que, si no como abiertamente transexuales, dada la escasa travesía que ha realizado, hasta la fecha, la cirugía de reasignación de sexo, pueden al menos ser conceptuados sin error como transgéneros. Entre los indios de América del Norte era frecuente la conversión numinosa de un hombre en mujer y, aunque con menor frecuencia, de una mujer en un hombre, con la consiguiente adopción de las nuevas atribuciones y capacidades que se confería al neófito en el seno de la vida personal y comunitaria, incluida, por cierto, la posibilidad de casarse. Sangrientamente perseguidos por el colonialismo europeo, 10 los llamados berdaches o dos espíritus estaban dotados de capacidades sobrenaturales y de habilidades chamánicas y eran reverenciados por la comunidad como encarnaciones de lo divino. Lamentablemente, el último berdache de que se guarda noticia habría vivido entre los indios crow y habría desaparecido en las primeras décadas del siglo XX. Poco tiempo antes, a su llegada Tahití en 1891, el pintor Gauguin había sido confundido por los indígenas con un mahu. Su larga cabellera y su aspecto atrabiliario les hacían pensar en uno de aquellos hombre-mujer plenamente integrados desde tiempo inmemorial en las sociedades isleñas del Pacífico y duramente perseguidos por los colonizadores europeos. Sin embargo, tal como cuenta Mario Vargas Llosa, “la extirpación del mahu de la sociedad indígena resultó un hueso duro de roer, y, al cabo de los años, una ilusión. Disimulado en los asentamientos urbanos, sobrevivió en las aldeas e incluso en las ciudades, recobrando su presencia plena cuando se atenuaban la hostilidad y la persecusión oficiales. Y una buena prueba de ello son los cuadros que pintó Gauguin en sus nueve años de vida en Tahití y en las Marquesas, llenos de seres humanos de incierto género, que participan por igual de lo femenino y lo viril con una naturalidad y desenvoltura semejantes a la manera como sus personajes lucen su desnudez, se funden con el orden natural o se entregan al ocio.” Según Vargas Llosa, “el mahu puede practicar el homosexualismo o ser casto, como una muchacha que hace voto de castidad. Lo que lo define no es 11 cómo ni con quién hace el amor, sino, habiendo nacido con los órganos sexuales del varón, haber optado por la femineidad, generalmente desde la niñez, y, ayudado en ello por su familia y la comunidad, haberse convertido en mujer, en su manera de vestir, de andar, de hablar, de cantar, de trabajar y, a menudo también, claro está, pero no necesariamente, de amar. 1 No cabe atribuir a primitivismo, o la barbarie, la apertura del menú de los géneros en un amplio abanico de modalidades. Hace pensar, más bien, en las cadenas impuestas por la ideología occidental a la manifestación de una libertad de elección, y de definición, que sólo cabe interpretar en términos de diversidad y, por tanto, de riqueza.

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