CRIMEN DE ESTADO

Gregorio Ortega Molina

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Santísimo Justo Juez, hijo de Santa María, que mi cuerpo no se asombre ni mi sangre sea vertida, donde quiera que vaya y venga, las manos del Señor delante las tenga, las de mi señor San Andrés, antes y después, las de mi señor San Blas, delante y detrás, las de la Señora Virgen María, que vayan y vengan, mis enemigos salgan con ojos y no me vean, con armas y no me ofendan, con justicia y no me prendan, con el paño que Nuestro Señor Jesucristo fue envuelto sea mi cuerpo, que no sea herido ni preso, ni a la vergüenza de la cárcel puesto. Si en este día hubiese alguna sentencia en contra mía, que se revoque por la bendición del Padre, del Hijo y el Espíritu Santo. AMEN.

La compañía de Dios sea conmigo y el Manto de Santa María, su madre, me cobije y de malos peligros me defienda. Ave María gracia plena, Dominus Tecum, me libre de todo espíritu maligno bautizado y por bautizar. Cristo vence, Cristo reina, Cristo de todos los malos peligros me defienda… El Señor y Justo individual hijo de Santa María Virgen, Aquel que nació en aquel solemne día, que no pueda ser muerto ni me quieran mal.

Los Tres Clavos y la Cruz vayan delante de mí, Jesucristo murió en ella. Respondan y hablen por mí y ablanden los corazones de los que sufren en contra mía. AMEN.

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Pienso en mi padre, gozo de su honorabilidad. Veo la imagen de mi madre, disfruté de su entereza.

La vorágine de los acontecimientos dará la razón a los retrógrados; la globalización es absoluta o no lo es. La narcopolítica, los asesinos seriales, el hambre, las epidemias, la violencia y la humillación son parte del precio a pagar, por el esfuerzo de insertarse a la Revolución Cibernética.

Para Odette, como es costumbre; para Federico y Ximena, y además ahora también para Sandra.

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Capítulo I Septiembre de 1982

Son las 20:30 horas. La calle de Medellín, entre Sinaloa y , permanece en la penumbra porque las luminarias continúan apagadas. La luna llena enseñorea sobre el Distrito Federal. Dos vehículos Corsar —uno verde y otro gris grafito, según las especificaciones del fabricante— permanecen estacionados algunos metros adelante de la casa marcada con el número 40. Los chóferes, entrenados para ser discretos, se mantienen alejados de las unidades a su cargo. Dentro del Corsar verde dos impacientes jóvenes —ansiosos de que pronto llegue el día en que su jefe se tercie la banda presidencial al pecho— afinan los detalles de la reunión que pronto han de sostener con quienes pueden dar viabilidad al futuro gobierno, sobre todo después —como lo reconocen y comentan entre ellos y con sus empleadores— de las corridas en contra del peso, de la petrolización de la economía, de la estatización de la banca y de las condiciones impuestas a México por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, contenidas en la carta de intención firmada por Jesús Silva Herzog, con anuencia de José López Portillo. De no lograr acuerdos, se confiesan uno al otro, el futuro para ellos es sombrío. 5

Comentan que no conocen a sus interlocutores; se preguntan cómo se comportarán al momento de las negociaciones, cómo llegarán vestidos, qué será lo que les gusta y cuáles pueden ser sus debilidades, el punto neurálgico que les permita imponer determinadas condiciones. No fuman, se mantienen rígidos. Tampoco sudan, el temor al fracaso impide que su cuerpo externe las manifestaciones físicas naturales cuando la inseguridad domina. Evocan la manera como se establecieron los contactos y la reunión durante la cual decidieron eliminar a los conductos utilizados para lograrlo. Saben, se confían el uno al otro, que iniciaron el camino por la pendiente del no retorno, siempre con el objetivo de anteponer las consabidas razones de Estado y el bienestar de la República, a las suyas. Suspenden la conversación cuando dos potentes faros de camionetas Bronco inundan de luz el vehículo dentro del cual esperan. Para proceder conforme a lo convenido, son ellos quienes descienden del Corsar, se dirigen al número 40 para ser los primeros en entrar y quedar como garantía de que no hay dobleces que precipiten el final de lo que apenas comienza. Mientras esperan que les abran la puerta, los futuros hombres de poder coinciden en que pocas son las casas que no han sido remodeladas hasta perder el estilo; sólo a la que llaman fue objeto de la preocupación de sus propietarios y de los técnicos del Instituto Nacional de Antropología e Historia, para recuperar el esplendor impreso por sus constructores, seguramente porfiristas beneficiados de la dictadura. Hoy viven allí dos homosexuales de renombre entre la clase política y entre los dueños del poder económico, debido a su arte culinario. Ellos son Rafael Camacho y Manuel Cardona. La casa es conocida como el Chateau Camach. 6

El primero es alto. Está calvo, renguea de la pierna derecha, pues ha de apoyarse en una prótesis que la suple desde la mitad del muslo, donde fue amputada. Es un ser educado, de finos modales, dueño de una excelente intuición para detectar los gustos y debilidades de los hombres de poder que se acercan a él o a su actual compañero sentimental; conocedor también de los secretos de muchas mujeres que se los confían al entregárselos como a una amiga. Él, Camacho, o Camachito como es conocido en los círculos que admiran sus buenas maneras y respetan su sazón, su conocimiento de la comida francesa y mexicana, es vital, lleno de recursos con los cuales agrada a los comensales que disputan alguno de los dos salones de su casa para ir a comer o cenar con lujo, sin escatimar precios ni atenciones. La tez de su rostro es morena, las manos fuertes, acostumbradas a apoyarse, indistintamente, en un bastón discreto, pero elegante, de masiva empuñadura de plata. Manuel Cardona es quien administra el patrimonio afectivo y económico de su pareja sentimental. Se comporta cuidadoso del dinero que ha de entrar en caja, y además conduce un viejo Citroën idéntico a los usados por Charles de Gaulle; en éste lleva a Rafael al mercado de San Juan todos los días, muy temprano, a efecto de elegir con mano propia los alimentos que le garanticen mantener vivo el gusto por la gastronomía, además del prestigio entre su selecta clientela. Cardona es bajo de estatura, delgado, lo que favorece la comparación que en secreto conocido a voces establecen los comensales del Chateau Camach, quienes los ven idénticos a Rex Harrison y Richard Burton en su interpretación de La Escalera. El sello distintivo de Manuel es la avidez, reflejada en los ojos que afanosamente andan atrás del beneficio a cualquier 7 precio, y las manos deformadas por la artritis reumatoide, semejantes a las de un ave de presa. Es Rafael Camacho quien los conduce a un salón en el que los muebles Imperio, los bronces, las porcelanas, las lámparas art nouveau y los adornos art déco se convierten en peso muerto más que en descanso para la vista. Los muros de esa sala semejante a un bazar sirven de sostén al recuerdo de los habitantes de la casa, pues las fotografías del viejo amor de Camacho, los programas y carteles de las obras de teatro o películas en las que participó, desmienten un supuesto gusto por el arte, afirman el temor al olvido. Cuando un discreto mesero zapoteco, que no habla español, pone en las manos de Emilio Romero y Justo Patrón enormes vasos de whisky, llama un timbre que ellos no identifican como similar al que hicieron sonar unos minutos antes. Ven entonces que Rafael Camacho se dirige a la puerta para recibir a sus otros comensales. Emilio y Justo se ven a los ojos. Ninguno de los dos muestra incertidumbre, ni una sombra de remordimiento por los compromisos que están a punto de asumir en nombre de la patria. Pronto, en lo que para Justo y Emilio se oculta la sombra del miedo, regresa Rafael Camacho, quien conduce a la sala contigua al comedor donde cenarán, a Rafael Caro Quintero, Miguel Ángel Félix Gallardo y Ernesto Fonseca Álvarez, llevados de la mano por el comandante Rafael Aguilar Guajardo. Las presentaciones trascienden la formalidad, rayan la solemnidad, quizá por la desconfianza con la que ambos grupos se miden. De pronto Emilio Romero eleva su estatura y esbeltez, hace resaltar la pulcritud de su atuendo, ennoblece el tono de voz, asegura, promete lo que a todas luces no está a 8 discusión, que consiste en entablar un diálogo sincero y en degustar una cena que facilite la conversación. Rafael Caro Quintero es el primero en tender la mano, ofrecerla como señal de confianza. Mientras este sonorense de franco proceder acorta la distancia con los hombres que anhelan el poder y tienen a su cargo preservarlo para el presidente electo, Miguel Ángel Félix Gallardo permanece rezagado, observa desde sus ojos de plantígrado al acecho, cala las reacciones de sus interlocutores, estudia la figura de Emilio Romero, de tez blanca, cabello lacio peinado hacia atrás, bigote cuidado con esmero, manos manicuradas con pulcritud, vestido con traje y camisa cortados a la medida para hacer resaltar la figura. El sinaloense descubre en un atisbo el orgullo contenido, pero reflejado en los ojos de Romero. Sabe, en ese instante, que su interlocutor no sólo desea el poder, necesita de él para vivir. Félix Gallardo detecta que Justo Patrón también observa, mide, analiza, estudia el comportamiento que ha de seguir en esta reunión, y constata que como fue informado, Rafael Caro Quintero es un hombre de estatura media, moreno, bigote dejado al desgaire, cabello ensortijado, incapaz de descalzarse las botas vaqueras de piel de avestruz, que sobresalen de las perneras de un pantalón bien cortado, de fina tela de casimir seguramente importado de algún país europeo. Nota, con un destello de codicia en los ojos, que al tenderle la mano a Emilio Romero, de su muñeca derecha pende una esclava de oro gruesa, muy gruesa, cuajada de brillantes. Al abrazar a su interlocutor, de la muñeca izquierda de Caro Quintero se desprende la llamarada de un Rey Midas, fuego que contrasta con la cacha de la pistola calibre .45 cubierta de oro, concha nácar y brillantes, ajustada a su cadera izquierda, que centellea al levantarse el faldón del saco. 9

Se mantiene atento Miguel Ángel Félix Gallardo, no desiste —su vida está en riesgo—, necesita descubrir qué esconde Justo Patrón detrás de ese enorme bigote atusado de manera constante y alternativamente con la mano derecha o izquierda, debajo de esa cabellera color zanahoria de la que no se mueve un solo cabello, peinada con cemento, o dentro de esos ojos diminutos y huidizos, incapaces de sostener una mirada franca, o dentro de ese cuerpecito que apenas alcanza el metro con cincuenta y cuatro centímetros. Hace lo suyo Emilio Romero. Él también busca definiciones en esos inesperados dueños del dinero que al gobierno de la renovación moral le hace falta para evitar que el país se hunda en la humillación de la esclavitud impuesta por la deuda externa. Él afloja la actitud, se acerca al grupo que se suma a la cena; el propósito es ver a quienes por una decisión propia o por accidente permanecen en la penumbra, con la espalda a la pared o a la sombra de la codicia que todo absorbe. Lo primero que atrae sus fríos ojos de serpiente es el huraño comportamiento de Ernesto Fonseca Álvarez, quien se mantiene atrás, oculto en una barba incipiente y que da la sensación de poca pulcritud. Ernesto Fonseca, el mayor de los tres barones de la droga, todavía de la generación ajena al lujo y el exhibicionismo, proclive a un desaliño idóneo para ocultar el verdadero poder, que no se nota ni se siente en ese hombre menor al metro sesenta y cinco, de palabras cortas, mirar desconfiado, manos encallecidas en el trabajo del campo o de algún oficio, vestido para ser uno más, y no uno diferente, identificable. Al tiempo en que los recién llegados reciben de manos del mismo mesero zapoteca las bebidas por ellos ordenadas, Emilio Romero mide a quien considera más peligroso y jefe de ese grupo de tres. Efectivamente, Miguel 10

Ángel Félix Gallardo tiene otro estilo, es un hombre que no se nota, que no existe a menos de que su interlocutor intuya o sepa de su importancia. Poco importa la altivez desprendida de sus pupilas, ni la autoridad que se destila desde sus maneras finas, su trato respetuoso y educado, su ropa hecha a la medida, combinada con esmero, pero sin esconder esos detalles que dicen todo sobre su origen, ni ocultar el bulto de la .45 pesada, gruesa, que se nota a pesar de la holgura del saco. ―Es el dandy del narcotráfico‖, piensa para sí mismo Emilio Romero al momento de brindar con ellos, y solicitarle al comandante Rafael Aguilar Guajardo que se acerque, para agradecerle que debido a su pulcro operativo esa reunión sea posible, por lo que no puede permanecer de lado. El comandante Aguilar Guajardo permite que la luz le ilumine el rostro, que no es el de un policía, mucho menos el de un carnicero, sino el de un hombre amable, pulcro, cuidado de su figura, de su cabello, de su cuerpo esbelto, de sus manicuradas manos y aseado calzado, ajeno a las botas y muy lejano de los cinturones piteados. Al abrir los brazos para agradecer la invitación, la sobaquera muestra que no es usada en balde, pues guarda una escuadra .380, de pulida cacha negra, amartillada. Los seis personajes reunidos en la sala del Chateau Camach brindan por el buen resultado de esa reunión. Todos, sin excepción, ansían dejar atrás la desconfianza, cerrarle la puerta al miedo a las equivocaciones, emprender lo más pronto posible un diálogo serio y fuerte para establecer los compromisos que conduzcan a los acuerdos deseados por ambas partes. Antes de dar por iniciada la exposición de la necesidad de establecer esos convenios —similares, pero no idénticos a los efectuados entre las autoridades 11 colombianas y los narcotraficantes, o a los logrados entre las autoridades estadounidenses y los barones de la droga colombianos, peruanos, panameños y obviamente gringos, aclara Emilio Romero—, Justo Patrón advierte a los convocados que es el momento de señalar situaciones nuevas que deben de considerarse, pues una vez dispuestos a honrar lo que allí convengan, no habría modificaciones a lo pactado. Aprovecha la ocasión, el silencio, el comandante Aguilar Guajardo, quien en un susurro refresca la memoria a los tres barones de la droga que lo acompañan. Les dice que no es momento de olvidar a Juan José Esparragoza, ―El Azul‖, porque no por estar en la cárcel puede hacérsele a un lado, además de que ha probado lealtad, capacidad de organización, mano firme. Éstos asienten; unos de viva voz, otro silente, sólo con un movimiento de cabeza. Es llegado, entonces, el momento de olvidar lo que cenaron mientras dejaban caer sobre la mesa sus anecdotarios personales, para hablar de asuntos serios, de lo que el futuro gobierno necesita hacer con el propósito de evitar el colapso financiero y quedar —como han sido instruidos para explicar el caso Emilio y Justo— inerme ante las pretensiones económicas del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, además de a las necesidades políticas de la Casa Blanca. Exponen los licenciados Romero y Patrón las razones por las cuales el futuro gobierno constitucional al cual representan, de ninguna manera puede aceptar un convenio similar al colombiano con su caja negra, porque sería convertir a las autoridades en cómplices, y lo que con ellos se acordará es una sociedad. Es Justo quien se empeña en dejar establecida la diferencia semántica entre esos dos términos, pues las sociedades pueden disolverse, lo que no ocurre con las complicidades, les aclara. 12

Idéntico a un convidado de piedra se mantiene el comandante Rafael Aguilar Guajardo, quien al momento de las anécdotas hilarantes evocadas durante la cena, hubo de hacer un esfuerzo enorme para no reírse a mandíbula batiente. En cuanto la conversación versa sobre asuntos de importancia, piensa que nada tiene que hacer en ese lugar, puesto que lo que se desconoce, lo que no se sabe, de ningún modo hace daño, y lo que en esos momentos escucha modifica su futuro y determina la manera en que ha de vivir. El semblante adusto, la mirada severa, pero el oído atento, Aguilar Guajardo anhela en su fuero interno que no lo hagan hablar, que no esperen su compromiso. Así, atrás, sabe, determina que el conocimiento de lo allí escuchado le permitirá construir una fortuna, porque, como proponen Rafael Caro Quintero, Ernesto Fonseca y Miguel Ángel Félix Gallardo, invertirán las fabulosas ganancias del narcotráfico en el país, a condición de que les franqueen el paso a la frontera, desde donde ellos se ocuparán de satisfacer el exigente gusto de los consumidores estadounidenses. —Al esfumarse las alcabalas y las mordidas, ¿quién controlará a las policías, para evitar que nos esquilmen? —la voz de Félix Gallardo es fuerte, segura. —A nosotros corresponde resolver ese problema —asume la responsabilidad de la respuesta Emilio—. Sólo una petición, no quieran convertir en escoltas a nuestras policías. No es lo mismo dar la espalda a un problema, que cuidarlo, apapacharlo para que crezca, y después dejar que el tiempo lo resuelva. —Supongo que estamos de acuerdo —sostiene Caro Quintero mientras con los ojos busca los de sus compañeros, para garantizar su anuencia a lo que él dice—, no aspiramos a que nos escolten, pero sí a que las carreteras, los aeropuertos, los puertos, las pistas clandestinas que la Procuraduría tiene ubicadas, sean seguras. No queremos encontrarnos sorpresas a cada paso. 13

El silencio adquiere el peso de una lápida. Emilio y Justo beben agua con la pretensión de apagar la inquietud que los consume, pues hasta el momento sólo han escuchado las exigencias de los barones de la droga, pero poco o nada saben del monto total, en dólares, de sus operaciones, ni qué porcentaje de esa cantidad piensan dejar en el país para invertirlo en proyectos productivos para mantener viva a la economía. La respuesta de quienes representan oficiosamente al gobierno que asumirá el poder el próximo primero de diciembre, no llega, se atora en sus cuerdas vocales, se hace nudo en sus lenguas, quizá porque ni siquiera ha sido meditada, medida en todas sus consecuencias. Caro Quintero fuma; Ernesto Fonseca deja que sus pupilas taladren los rostros de sus interlocutores; Miguel Ángel Félix Gallardo paladea una taza de café, permanece atento, pues sabe, está consciente de que las decisiones para llegar a tomar acuerdos están en su cancha, y tienen la obligación de abrirse, llegar a ciertos compromisos, como permitir que induzcan o dirijan ciertas inversiones, ya que los políticos, como él los llama, tienen la piel más sensible para saber dónde hace más falta el dinero, aunque también los métodos más adecuados para quedarse con lo que no es de ellos, concluye para sí mismo antes de reiniciar la conversación. —Supongo que esperan saber qué vamos a hacer por ustedes, por su gobierno, por México. No podemos dejar fuera a los colombianos, como tampoco debemos olvidarnos de ―El Azul‖; deben considerar que en no pocas ocasiones nos pagan con coca parte o la totalidad del transporte que operamos. En ese aspecto, quien más libre está para decir hoy, en este momento, cómo puede entrarle con su cuerno, es Rafael. Su producto es nacional, se cosecha junto a la frontera, el transporte del alijo resulta barato para él. 14

—Ahora resulta que la mejor mula se me está echando —interviene Caro Quintero—, lo que no es justo. Todos somos mexicanos, hemos hecho en este país nuestras fortunas, nos ofrecen continuar acrecentándolas. No hablemos de cantidades, sellemos el acuerdo en porcentajes, sin descuidar que también deben dejarnos invertir a nuestra conveniencia, porque no vamos a dejar sin asistencia a las comunidades de las que surgimos, donde viven nuestras familias. —Pero, ¿cuáles son los montos sobre los que vamos a fijar los porcentajes con los que apoyaremos a nuestro gobierno? —pregunta Ernesto Fonseca. —No se trata de cantidades, entiéndelo —exclama Félix Gallardo dirigiéndose a Don Neto—, para nuestra aportación al desarrollo se trata de porcentajes; la cifra variará de acuerdo a los millones de dólares que manejemos como ingresos. Nada más escuchadas esas palabras, el vacío producido por la ansiedad desaparece del cuerpo del licenciado Romero. Considera llegado el momento de sacar su Cohiba; percibe muy cerca el éxito de la misión a ellos encomendada. Cumple el rito de todo buen fumador de habano: rompe con la uña del meñique izquierdo la vitola, usa un cortador de plata antes de humedecer en coñac la punta que llevará a sus labios, después lo enciende con cerillo, deja que el aroma de ese tabaco llegue a todos los comensales sentados con él a la mesa. En conversación sostenida por los barones de la droga antes de llegar a la reunión, los tres estimaron que lo exaccionado a ellos por las diferentes corporaciones equivale al 20 por ciento de sus ganancias, por lo que determinan en ese momento, sobre la mesa, que ese mismo porcentaje más un diez por ciento adicional por tratarse de su país y su gobierno, es lo que 15 pueden poner a disposición de quienes sean los responsables de reactivar la economía de México. Lo oído por los representantes de El barón rojo —clave con la que los licenciados Emilio Romero y Justo Patrón se refieren a su jefe, para no traer de boca en boca el nombre del futuro presidente de la República, y menos en estos ambientes del narcotráfico— les parece una llamada a los maitines, al ángelus, a las oraciones de vísperas, porque —consideran muy en su fuero interno, tal y como al salir de esa encerrona se lo confían— siendo su jefe la cabeza más visible del Opus Dei en México, sólo Dios podía responder a sus oraciones de esa manera, para asegurar la unidad del país, y mantener lo conocido como identidad nacional. En cuanto dejan establecido lo sustancial, que es el 30 por ciento de sus ganancias brutas como aportación de los cárteles del norte de México al desarrollo económico y social del país, consideran los comensales de esa noche en el Chateau Camach que es necesario también dejar acordados los métodos operativos. Antes de bajar a la discusión de las minucias, Emilio Romero decide trascender sus funciones en búsqueda de mayor confianza y operatividad, así explica a los barones de la droga y al comandante Rafael Aguilar Guajardo, que este operativo considerado como de narcopolítica ha sido previamente negociado y acordado con el Departamento de Estado en Washington, y tiene la anuencia del presidente de Estados Unidos y los asesores de seguridad nacional de la Casa Blanca. Elige cuidadosamente las palabras el licenciado Romero, porque ha decidido ampliar su infidencia; cuenta entonces a sus atentos y desconcertados escuchas, que para ciertos operativos incluso estarán protegidos por los ojos 16 cerrados de la DEA, y cuando las necesidades lo requieran, también con alguna indicación concreta para no toparse con los funcionarios de aduanas de Estados Unidos. Demudado, el comandante Rafael Aguilar Guajardo no puede creer lo recién escuchado; en un esfuerzo de histrionismo transforma su rostro, con el propósito de que Emilio Romero lo vea, lo observe y determine —obviamente sin comentarlo, piensa el angustiado comandante— que él mismo se va de la lengua y necesita olvidar todo comentario de los compromisos adquiridos con el gobierno de Estados Unidos, que en materia de narcopolítica ya padeció el estruendoso fracaso del Irán-Contras y el enjuiciamiento del coronel Oliver North. No deja de ser listo, más que inteligente, el licenciado Romero —quien no sabe nada o muy poca cosa de las consideradas como las bellas artes, pero del poder y los instrumentos para obtenerlo y conservarlo ha cursado todas las maestrías, cuanto doctorado en la necesaria habilidad del cortesano necesitó para llegar a donde está—, y pronto se percata de la necesidad de orientar la conversación hacia los puntos que ha de dejar en claro para que, en la medida de lo posible, haya discreción y se evite perjudicar la imagen de las instituciones y del gobierno. Con los ojos, apoyado en la voz, convoca a Justo Patrón para que sea él quien les exponga que el Ejército y la Armada de México no pueden, no deben mezclarse en el asunto; les detalle que el paso franco por territorio nacional hacia la frontera norte, tanto para los cargamentos que proceden de Centro y Sudamérica como para aquellos cuyo origen es el territorio nacional, estará a cargo de la Dirección Federal de Seguridad, pues El barón rojo decidió responsabilizar de la discreción y éxito de los acuerdos a su futuro secretario 17 de Gobernación y a quien se desempeñaría como titular de esa corporación policíaca responsable de la seguridad interna del país. Dueño de esa fatuidad que sólo poseen quienes se sienten amparados en el poder, el licenciado Patrón, quien se da confianza en sí mismo al apoyar la mano izquierda en la mesa mientras con la derecha se alisa el enorme bigote color zanahoria que le facilita escupir las palabras en lugar de pronunciarlas, detalla ante los nuevos cómplices del futuro gobierno de la renovación moral, que ellos, los jefes y dueños de los cárteles deben entregar una lista con fotografías de sus hombres de confianza, a quienes para su protección y en prenda de confianza y buena voluntad, se les entregarían credenciales de la Federal de Seguridad. Los rostros de Rafael Caro Quintero, Ernesto Fonseca Álvarez y Miguel Ángel Félix Gallardo muestran complacencia ante la generosidad del próximo presidente de la República, expresada a través de la voz de Justo Patrón; sin embargo, con esa frialdad característica de quienes duermen acostumbrados a despertarse con la muerte como compañera de cama, Caro Quintero habla de una duda, y comenta, sugiere la posibilidad de que también sea a ellos a quienes se les otorgue una credencial de la Federal de Seguridad, para frenar la codicia de las otras corporaciones, y para en su caso sacudirse de los talones a los guachos y a los marineros. —Puede resultarles contraproducente —es Emilio Romero quien responde, escondido detrás del aroma de su Cohiba, sacudiéndose la pulcritud a la que está acostumbrado, para disponerse a negociar lo que considera el futuro de México—, por el momento ustedes carecen de una identidad frente al ministerio público, al quedar registrados como policías… 18

— ¿No es mejor ser visto como autoridad que como delincuente? —responde y pregunta Félix Gallardo—. De cualquier manera, la gente respeta a la policía, aunque la teme, pero no es a los nuestros a los que me refiero, sino a la manera de evitar la codicia de quienes, a la corta o a la larga, se enterarán de que ahora trabajamos de común acuerdo. Emilio Romero acepta con sorpresa que poco, muy poco se ha bebido esa noche. Constata, como se lo habían anunciado, que esta nueva generación de delincuentes ha aprendido a negociar, y cuando lo hace cambia el licor por el café, la risa alegre por una solemnidad que atemoriza, por estar respaldada en las armas y los ejércitos que han levantado para proteger sus negocios y defender no sólo sus intereses sino también los de sus familiares y amigos. La respuesta está pronta en los labios del licenciado Romero, pero él la contiene, la guarda, la medita antes de asumir compromisos que trascienden su representación, puesto que el poder de El barón rojo es promesa cuya caducidad llega hasta el primero de diciembre en que ha de transmutarse en realidad. Intuye entonces don Emilio que hacer policías a los barones de la droga puede ser el inicio del fracaso, y que esa decisión, por razones de ley, sólo corresponde asumirla al secretario de Gobernación, a quien en la práctica ya funciona como tal. De todas maneras don Emilio alarga el silencio, deja, permite que se espese el vacío en la medida en que él y sus comensales enmudecen. El licenciado Romero toma con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda lo que queda de la vitola del Cohiba, la convierte en una bolita de papel, mientras con la derecha deja al puro reposar sobre el cenicero al tiempo que decide permitir que sus responsabilidades lo sobrepasen, pues piensa que en esa misma medida habrá de crecer el poder que por la gravedad de los acontecimientos 19 que se viven habrá de compartir con él, el muy próximo presidente de la República. — ¿Qué recibe el gobierno a cambio, además de ese 30 por ciento que ya está acordado? —pregunta don Emilio a la que en ese momento es su contraparte en la negociación, con ese tono suyo que se hará popularmente temido entre los allegados al poder durante el sexenio 82-88—, tienen que garantizármelo antes de pasar a los otros detalles que tenemos pendientes. En ese instante el mesero mudo reaparece. Con la humildad y paciencia característica de las etnias oaxaqueñas, limpia los ceniceros, rellena las tazas de café caliente, recoge servilletas sucias, vasos puestos de lado. Los comensales de esa noche saben a qué atenerse, reposan mientras otro hace la limpieza, pero sobre todo piensan, meditan, porque hay información reciente que modifica su percepción de los acuerdos que hasta ese momento son propuestas que pueden deshacerse por un quítame estas pajas. Luego de dedicar cuatro o cinco minutos de introspecciones precisas cada uno de los asistentes, es Félix Gallardo quien anuncia a los licenciados Patrón y Romero que las concesiones no pueden ir más allá por parte de ellos, pues el 30 por ciento de la ganancia bruta, y además la intervención directa del gobierno en la manera en que ha de invertirse ese dinero, es considerado más que suficiente. —Pero antes de afinar la manera en que hemos de hacerles entrega de ese dinero, nosotros sí tenemos una petición adicional a la de las credenciales y a la del reordenamiento de rutas de transporte hacia Estados Unidos —los ojos de Félix Gallardo rebosan malicia cuando está a punto de hacer el planteamiento—, porque vemos, sentimos el creciente poder de la Iglesia 20

Católica con la presencia del Opus Dei en las bambalinas del poder presidencial. ―El obispo de Culiacán amenaza con desaparecer la capilla ardiente del santo Malverde, y sólo ustedes pueden ayudarnos a evitarlo, sin importar que nuestro santito no disponga de su lugar en el santoral católico. Nuestra creencia a nadie daña; además, es de todos sabido que los cepos de Tijuana, Mexicali, Ciudad Juárez, Chihuahua, Guadalajara, Zapopan y Culiacán se llenan con dinero nuestro, sin contar las maletas llenas que entregamos para las causas de la Iglesia, o a veces para los gastos y caprichos personales de los pastores, de quienes dicen, sostienen administrar la fe.‖ Afuera los destellos anuncian un chubasco tardío, o preludian el cordonazo de San Francisco. Las cortinas se mueven con fuerza, las ventanas se azotan hasta cerrarse de un golpe; la luz eléctrica amaga con dejarlos —lo que motiva las rápidas reflexiones de Emilio Romero antes de dar su respuesta—, como amenaza el poder terrenal de la Iglesia —piensa— con redoblar los esfuerzos para recuperar lo perdido durante La Cristiada. —Enfrentar a los prelados no es cosa fácil, y, díganme, quién va a creernos que la Iglesia se beneficia del producto del narcotráfico —enfrenta a su contraparte el licenciado Romero, con firmeza, con aliento suficiente para seguir adelante—. Lo que nosotros digamos nada importa, ellos tienen la confianza de los feligreses, que en nuestro caso son casi todos los mexicanos. La única manera de negociar con ellos es cediéndoles una mayor tajada del poder del César. —El presidente de la República lo puede todo… —alcanza a responder Caro Quintero antes de ser interrumpido. 21

—No lo crean, es un lugar común pensar que el presidente de México es omnipotente, nada hay más falso. Y no son las leyes las que lo detienen, sino los detentadores de poder real, trascendente a las medidas sexenales. ¿Cómo, entonces, estamos aquí negociando en su nombre? Si fuera dueño absoluto de vidas y haciendas, ustedes ya no existirían —puntualiza don Emilio. —Es cierto —acierta a decir Rafael Caro Quintero. —Con toda seguridad, será más fácil para ustedes negociar con ellos. Es muy simple, nada más preséntenle al obispo de Culiacán un estado de cuenta de las aportaciones que hacen a la Iglesia, y luego luego amenácenlo con suspenderlas; de inmediato podrán constatar que se retracta. La simonía no ha desaparecido. El agua golpea con fuerza las ventanas, produce un ruido sordo en los techos de los vehículos estacionados afuera; los truenos simulan percusiones de una orquesta. La luz de los rayos modifica la realidad de los rostros que esa noche negocian de poder a poder, lo que disimula el asombro de los barones de la droga, pues hasta no conversar con los licenciados Patrón y Romero, desconocían la verdadera fuerza que poseen, multiplicada geométricamente debido a la crisis económica en que José López Portillo deja a México. Frente a esa realidad que no acaban de comprender, los barones de la droga negocian con audacia, con fuerza, con desesperación, con los dientes, pero sin medir consecuencias, precisamente porque desconocen el tamaño de su poder —piensa Justo Patrón cuando está de pie ante un mingitorio pulcro, después de haber solicitado un receso para refrescarse la cara, lavarse las manos, encontrar el tiempo necesario para él mismo meditar acerca del reacomodo de equilibrios a los que habrá de enfrentarse El barón rojo, con el fin administrar el poder emanado del Estado—, pero sobre todo porque siempre han visto al 22 gobierno como enemigo, y ahora —como lo reconoce y comenta con sus amigos Miguel Ángel Félix Gallardo, mientras el licenciado Romero se asoma a la ventana, en espera de que Justo regrese de orinar— la tregua no sólo les permitirá establecer incipientes complicidades, sino también y con el transcurso del tiempo, afianzarlas. De pronto a todos les dan ganas de pasar por el baño, sienten la necesidad de refrescar la memoria, de darse un respiro, porque en su fuero interno y en comentarios formulados en voz baja, muestran inseguridad, temor, pues intuyen que lo que allí acuerden determinará no sólo el futuro de México, sino que modificará las actividades del gobierno que está a punto de asumir las responsabilidades del Estado, y definirá el porvenir de los partidos y los actores políticos. De regreso al comedor, cada uno ocupa la silla sobre la cual permaneció sentado durante las tres horas anteriores. En un esfuerzo por exorcizar de ese ambiente la solemnidad, dejan caer dos o tres chistes sobre el futuro presidente de la República, incluso uno bastante ofensivo, pero explícito sobre el momento que vive, por lo cual es considerado el Kotex, ya que está en el mejor lugar, en el peor momento. Terminadas las risas francas, abiertas; agotados los silencios mensajeros de suspicacias, es Emilio Romero quien reorienta la conversación para regresarla al punto en que fue dejada. Expone las razones por las cuales el flujo en efectivo que aportarían las barones de la droga al desarrollo del país, no puede acercarse a la Tesorería de la Federación, no puede guardarse en las bóvedas del Banco de México, y deciden dar una nueva dimensión a las casas de cambio, pues por un momento se había pensado que la institución ideal para que esos dólares fuesen administrados con probidad era la Dirección General 23 de Juegos y Sorteos de la Secretaría de Gobernación, por ser ese lugar el proveedor rutinario de fondos frescos y no fiscalizables para la operación de esa Secretaría y de la Dirección Federal de Seguridad. De la bolsa superior izquierda del saco extrae el diseño del programa a través del cual se crearían nuevas casas de cambio, precisamente para servir a los propósitos que allí los mantienen conversando. Busca aprobación para la manera en que éstas han de ser administradas, con representantes tanto por parte del gobierno como de los barones de lo droga. Después, y antes de dar por terminada la reunión, se escuchan aportaciones de uno y otro lado acerca de la mejor y más discreta manera de llevar doble contabilidad, de transportar las maletas con dinero, de establecer un control efectivo del gasto, para garantizar que efectivamente ese novedoso subsidio llegue al financiamiento de los proyectos y programas destinados, y no se quede en los bolsillos de hombres codiciosos. En un extraño e inquietante gesto de generosidad, no sin un dejo de elegancia, el comandante Rafael Aguilar Guajardo busca a Rafael Camacho para saldar la cuenta; después, pregunta por el mudo mesero oaxaqueño para entregarle personalmente una jugosa propina. Es al comandante y Ernesto Fonseca Álvarez, Miguel Ángel Félix Gallardo y Rafael Caro Quintero a quienes ahora corresponde esperar hasta que los licenciados Romero y Patrón hayan abordado sus respectivos vehículos y desaparecido, seguramente camino a la calle de Francisco Sosa, casi esquina con Avenida Universidad, donde han de rendir cuentas a su empleador. Tres horas después de la media noche, una caravana de camionetas Bronco desfila por la calle de hacia la glorieta de Insurgentes y Avenida Chapultepec, para de ahí dirigirse al hangar de la Procuraduría General de la 24

República, donde un Jet Falcon sin identificación alguna, espera a Caro Quintero, Fonseca Álvarez y Félix Gallardo para llevarlos a Guadalajara, donde cada uno de ellos ha fincado su centro de operaciones financieras, también donde cada uno de ellos confía en fundar su domicilio y estrechar los lazos familiares con la discreta y conservadora sociedad de tapatía, sin olvidar el brazo fuerte del gobernador de la entidad que los ampara. Naturalmente van acompañados de Rafael Aguilar Guajardo. La negrura del silencio de las 3:40 horas de la madrugada se rompe cuando las turbinas del Falcon son encendidas por el piloto, quien para su sorpresa, más pronto de lo esperado dispone de espacio para taxear rumbo a su destino. Durante el vuelo los rostros de los pasajeros no denotan cansancio, sino perplejidad. Permanecen callados durante los primeros 10 minutos, después los tres necesitan, urgen de expresar las ideas que desbordan lo por ellos imaginado durante las conversaciones sostenidas con el comandante Aguilar Guajardo, en las que éste se esforzó, con éxito, para convencerlos de llegar a acuerdos con el gobierno. Porque, como lo expresa con toda claridad Miguel Ángel Félix Gallardo, resultó que el futuro gobierno de México estaba más necesitado de los fondos financieros del narcotráfico, que ellos del amparo y protección de la autoridad, lo que permitiría crear, acuñar, hacer público el término de narcopolítica, y definir, de una vez por todas, el ámbito de su poder. Es tan breve el vuelo efectivo entre México y Guadalajara, que apenas les da tiempo de discernir el poder que el Estado mexicano ha puesto en sus manos, además de felicitarse entre ellos, antes de aterrizar. No tienen aún la menor idea de su fuerza, pero sí intuyen la necesidad de ir a presentarse a casa del gobernador, sin importar la hora, a efecto de explicarle 25 cuáles son, a partir de ese instante, las nuevas reglas del juego, agradecerle la protección garantizada en el pasado, y solicitarle que detenga a sus jaurías pues no darían un dólar más para las buenas causas de la política priista de , o para acrecentar las fortunas de los policías corruptos. Claro que Rafael Aguilar Guajardo tiene el buen tino de despedirse e ir a su hotel, donde otros intereses, otros rostros, otros brazos lo esperan para arroparlo. La casa de gobierno en Guadalajara es una construcción sin estilo definido, inteligentemente puesta al día gracias a la dedicación y alegría de la esposa del licenciado Enrique Álvarez del Pozo, doña Eufemia, mujer atildada, de cabello color platino, tez tan blanca que en ciertos momentos parecía el frágil recuerdo de un fantasma. Ella, la señora de Álvarez del Pozo, además de ser la presidenta de la asociación de floricultura de Jalisco, es una estudiosa y conocedora profunda de la jardinería y sus secretos; tanto, que sin tener el espacio de que disfrutaron las viejas haciendas porfirianas para recrear la imaginación con los juguetes que provee la naturaleza, hizo de los jardines de la casa de gobierno algo digno de ser admirado y fotografiado por las revistas de su especialidad en Estados Unidos, y mereció viaje especial de reportero y fotógrafo acreditados en la revista National Geographic a Guadalajara, a efecto de que las terrazas de su jardín y las flores en ellas logradas, engalanaran las planas del mensuario estadounidense. Ella es totalmente lo opuesto a su marido, el señor gobernador, enteco, cabello ralo, estatura más pequeña que la media, quizá el metro con sesenta centímetros, perfectamente vestido, igual a una copia de las revistas de modas en las que hombres maduros imitan a Humphrey Bogart: cargan la gabardina al hombro, sin esfuerzo mantienen la boca torcida, debido al truco de hablar 26 sin desprender de los labios el cigarrillo, al mismo tiempo que el humo y el aroma del tabaco escapa de los orificios nasales del fumador. Bogart gobernador, porque rechazó ser Procurador General de la República; Bogart Enrique Álvarez del Pozo, poseedor de una muy peculiar idea del ejercicio del poder y del oficio de gobernar, es quien los recibe a las 6:00 horas, adusto, prudente, sin mostrar demasiado interés por el tema que llevan a su mesa cubierta de un fino mantel, llena de frutas diversas y aromas persistentes, provenientes de las soperas que conservan caliente el pozole estilo jalisciense, los frijoles charros, o de las jarras de café, o de las servilletas que apenas cubren las tortillas azules recién sacadas del comal. Desempacados de una larga e intensa reunión con los representantes del futuro gobierno; después de un corto viaje en avión privado, y todavía azorados —por no acabar de comprender el tamaño del poder que han puesto en sus manos—, los barones de la droga Miguel Ángel Félix Gallardo, Ernesto Fonseca y Rafael Caro Quintero se sientan a la mesa del gobernador; conservan ese mohín característico de las personas que se saben fuera de lugar, pero que son recibidas porque no hay más remedio. Su comportamiento ante el gobernador de Jalisco permanece obsecuente, lo que facilita el equívoco de Bogart-Álvarez del Pozo, quien de inmediato piensa que llegan, como antaño, a rendirle una humillante pleitesía que les facilita el trasiego de la cocaína colombiana y de la marihuana mejorada de El Búfalo, rancho ubicado en Chihuahua, en el que Rafael Caro Quintero ha desarrollado la estrategia y el esfuerzo que le permitió consolidar una verdadera agroindustria moderna, transgénica, eficiente y rendidora, pues su producción por hectárea supera los sueños de cualquier productor de trigo o de maíz estadounidense. 27

Los barones de la droga saben guardar las formas sociales cuando así les conviene. Ofrecen disculpas por la hora tan temprana en que irrumpen en la casa de gobierno, y mientras junto con el gobernador disfrutan de un opíparo desayuno, la conversación se reduce al anecdotario popular al uso en Jalisco, salpicada de uno que otro inteligente elogio a la labor del gobernante que tienen enfrente. Dadas las últimas cucharadas al pozole, bebidos los últimos tragos de café, el diligente gobernador convida a sus huéspedes a trasladarse a su despacho, donde su jefe de seguridad ha desarrollado, con extraordinario resultado, un sistema de bloqueo a cualquier frecuencia de radio comunicación que intente enterarse de toda voz, murmullo, suspiro que sea exhalado en esa habitación desde la cual se ejerce el más férreo de los poderes caciquiles sobre la entidad. El asiento del poder en la casa de gobierno es un despacho de 40 metros cuadrados presidido por el lábaro patrio, unos bronces de héroes cubiertos por ese fino polvo dejado por la impunidad y la prevaricación, que permite ver el contorno pero oculta el verdadero rostro de la historia nacional, modificado desde que Luis Echeverría Álvarez decidió —siendo presidente de México— subordinar los intereses de la nación a la necesidad de recuperar vivo a su suegro, mientras otros secuestrados cayeron víctimas del desinterés creciente de los gobernantes por sus electores. Fino polvo de la impunidad que se respira en el ambiente de esa oficina, que se percibe desde los equipales en que Bogart-Álvarez del Pozo los conminó a sentarse, porque él desea permanecer de pie, para así obligar a sus interlocutores a verlo hacia arriba, desde una posición cómoda, sí, pero inferior, casi de invocación para que sobre ellos se descuelguen las mercedes 28 sólo concedidas desde la amarga magnanimidad del poder político, en el que un favor cumplido puede siempre transformarse en una complicidad. Acostumbrado a ser él quien manda, y acomodados los barones de la droga a los juegos del poder político que les permiten sobrevivir, leyeron rápido y bien en los ojos del gobernador que esperaba noticias, la información que mereciera la pena el haberlos recibido a tan incómoda hora. —Pues verá, mi gober —es Caro Quintero el que habla, porque durante el trayecto entre el aeropuerto y la casa de gobierno se pusieron de acuerdo para no mencionar los nombres de sus interlocutores, olvidarse de que el comandante Aguilar Guajardo los acompañó, y dejar al dueño de El Búfalo la responsabilidad de comunicar las nuevas reglas del juego—, nos apena informarle que los acuerdos se modifican… — ¿Cómo? —interrumpe y pregunta Bogart-Álvarez del Pozo con voz meliflua. —Sí —se esfuerza por ser claro en su explicación Caro Quintero—, los acuerdos han dejado de ser parciales, digamos territoriales, porque desde esta noche ha quedado establecido uno solo, único, con el gobierno federal. Si usted o alguno otro de los gobernadores que nos han ayudado desean, intentan conservar los dólares que nosotros aportábamos al desarrollo de sus programas sociales de gobierno, tendrán que vérselas directamente con el nuevo presidente de la República. — ¿Están seguros de este acuerdo? —En el ambiente en el que nos movemos nada es seguro, pero sí tenemos una certidumbre, sabemos que algo es cierto porque lo vivimos y además somos testigos de lo que sucede en el país. El futuro presidente no tiene dinero, los 29 mexdólares los convirtieron en pesos, se roban los ahorros de los mexicanos, y sus dueños nada pueden hacer. Se le atropellan las ideas con las palabras a Rafael Caro Quintero. A duras penas puede comentar a Bogart-Álvarez del Pozo que el feliz propietario de la casa de El barón rojo se las puede ver negras para hacer un gobierno viable, sobre todo después de que en la primera reunión que tuvo en su calidad de presidente electo con Ronald Reagan, el huésped actual de la Casa Blanca, con absoluto desparpajo le pidió la propiedad de la península de la Baja California, a fin de arreglar la creciente deuda externa de México. Después contaría a Félix Gallardo y Fonseca Álvarez —el propio Caro Quintero— que sintió cómo la lengua se le convirtió en estropajo al momento en que hubo de explicarle al gobernador que incluso se contaba con una posición muy favorable en la Casa Blanca, porque giraron a la DEA instrucciones para que sus agentes destacamentados en México y en la frontera sur de Estados Unidos se hiciesen de la vista gorda en relación a los alijos procedentes del país y claramente enviados por ellos tres. —Está bien, perfecto —fue seca la respuesta del gobernador—, pero hemos de aclarar algunos detalles para que a mí no me queden secuelas de un compromiso que yo cumplí hasta el final y del cual son ustedes quienes se retractan. —No somos nosotros quienes nos echamos para atrás —aclara Caro Quintero—; es su gobierno el que los baja a ustedes del caballo, incluso con la complicidad de Ronald Reagan. —Me queda claro, y además puedo completarles a ustedes la explicación de lo que ahora ocurre —Bogart-Álvarez del Castillo de pronto se cansa, se hastía de una lucha en la que se sabe derrotado y decide sentarse antes de 30 continuar—. El presidente de Estados Unidos tiene una política económica restrictiva, en la que va implícita la urgente necesidad del ahorro y la disminución de su déficit, porque necesita ganar la guerra de las galaxias a los rusos. Así, pues, prefiere que el gobierno de México obtenga recursos frescos de ustedes, de los narcotraficantes, porque no necesita aval alguno, a que recurra a las instituciones financieras internacionales, ante las cuales Estados Unidos tendría que dar la cara, pero sobre todo, así se hace de instrumentos políticos para presionar al naciente gobierno de la renovación moral. —Bájele mi gober… poco o nada sabemos de razones económicas o políticas, pero de la patria y de la necesidad de que sus hijos la apoyen y cuiden de ella, de eso sí sabemos. Y si nuestro presidente busca el apoyo de sus servidores, no titubeamos en dárselo, como tampoco nos rajamos cuando de agradecer se trata. — ¿Quién dijo que son malagradecidos? En fin, no vamos a entendernos. Veo con meridiana transparencia que no han tenido tiempo de evaluar el poder que les fue entregado, por ello sólo deseo dejar puntualizado un hecho: es a partir de hoy que ustedes han de hacerse cargo de los agentes de la DEA radicados en México, y en lo que a mí concierne, concretamente de los que radican en Jalisco, me refiero a Enrique Salazar. Ustedes conocen su debilidad por los dólares, saben que es un policía corrupto, y yo no quiero tener problemas con él ni con sus patrones. Luego, y antes de dar por concluida la reunión, al unísono los tres barones de la droga agradecen los apoyos del gobernador cuando más los necesitaron, hacen promesa de respetarlo, de no guardar viejos agravios y, extraño en hombres dedicados a esos oficios, los cuatro exteriorizan una efusividad raras 31 veces mostrada, lindante con la emoción producida por afectos que se desprenden como carne enferma, se pudren, se olvidan. Por su parte los licenciados Emilio Romero y Justo Gamboa también hicieron lo suyo. Nada más dejar atrás el Chateau Camach enfilaron los vehículos Corsar hacia la calle de Francisco Sosa casi esquina con avenida Universidad, a la casa de El barón rojo, donde su impaciente propietario consumió las horas de espera envuelto en el humo de los cigarrillos hilando uno tras otro hasta sentir el calor de la brasa del tabaco en los labios, y clavado en el estudio de los problemas nacionales causantes de desempleo, inflación sin precedentes, devaluación e inquietudes manifiestas en una creciente inseguridad pública. Debido a su carácter de presidente electo los edecanes militares ya transitan por ese hogar sin miramientos para ninguno de sus habitantes, pues su responsabilidad única e irremplazable es la seguridad física del futuro jefe de las instituciones, del general cinco estrellas del Ejército y la Armada, del líder del partido en el poder. Así, cuando los licenciados Romero y Patrón se anuncian a una hora tan desusada, no entran como Pedro por su casa, sino que han de esperar a que el oficial de guardia dé su aprobación, para después acudir al despacho donde se entera que son esperados. La casa es colonial, de gruesas paredes, techos altos, gualdras, duelas, tapetes, tapices, profusión de adornos entre los que destacan cuadros, esculturas, lámparas anunciadoras de luz en medio de la penumbra con la que se oficia el poder cuando todavía no ha sido recibido constitucionalmente. El despacho está decorado de manera fría, sin calor y sin color, espejo fiel de su ocupante, sólo cubierto el pijama con una bata de seda azul marino, los pies calzados con unas suaves pantuflas de piel de foca importadas desde 32

Montreal, en Canadá. Cuando los recibe esconde su impaciencia, que es recibida por Emilio y Justo en el vaho de su aliento seco, cargado de tabaco, de angustia, de incertidumbre porque el poder muy pronto le será entregado con las arcas vacías y una deuda externa cuyos intereses la hacen crecer más que el producto interno bruto del país. Los licenciados Romero y Patrón encuentran al primer tecnócrata del país dueño de él mismo, sin perder la compostura ni el sentido de la autoridad que ya representa; el cabello perfectamente acomodado, los anteojos sobre el puente de la nariz no se mueven ni un ápice, la bata planchada, como si sólo la hubiese vestido para recibirlos; la sonrisa abierta, sin recovecos. Los dedos amarillos de tanto tirar del cigarro, la mirada certera sobre lo que le interesa, sea un texto, una pintura, un rostro que algo pretendiera esconderle al inminente presidente de la República. Antes de iniciada la conversación, un discreto edecán de Marina lleva tres tazas de café humeante acompañadas de sendos ceniceros, pues sabe que las tres personas que ahora se encuentran en el despecho fuman con intensidad, con deleite cuando de asuntos de interés nacional tratan en sus reuniones. Justo Patrón sabe bien cómo medir su tiempo político, en consecuencia abre el espacio para que sea Emilio quien informe a su jefe, dé cuenta del cómo y el por qué del carácter de los barones de la droga con los que el futuro gobierno ha decidido establecer acuerdos; que sea Emilio quien exponga los pormenores de su manera de vestir, de su exactitud al hablar, de la actitud con la que recibieron la posibilidad de colaboración entre ambas instancias de poder, los buenos ojos que pusieron al definirse todo el negocio y cómo se manejaría a través de las casas de cambio, así como de la ignorancia mostrada 33 en torno al enorme poder político que han puesto en sus manos por el hecho de abrirles espacio como interlocutores válidos. El presidente electo escucha en silencio, asiente, fuma, juega con un lápiz con el que había señalado algunos de los párrafos del estudio que sobre las consecuencias de la estatización bancaria le redactó Jesús Silva Herzog Flores. No pierde de vista las reacciones de Emilio Romero, aspira con profundidad, abre el cajón superior izquierdo donde guarda una imagen del Sagrado Corazón de Jesús bendecida por Juan Pablo II, conservada por él con rubor por aquello del Estado laico y de la separación de la iglesia católica de la actividad política; imagen que busca con avidez al momento de tomar decisiones, cuando se enfrenta a situaciones difíciles, cuando la tribulación amenaza con desbordarlo, pero que únicamente sus muy allegados saben que la guarda con reverencia, le muestra fe, cree en los milagros. El hombre del poder recurre a un gesto por él perfectamente estudiado. Parece meditar mientras observa la imagen religiosa, pero dentro, muy dentro de él mismo recuerda las enseñanzas del colegio Cristóbal Colón, atesora la memoria de su madre y en silencio reza, pide, ruega por la iluminación necesaria para asumir con acierto su responsabilidad. Cierra los ojos, de manera mecánica con la mano izquierda se despoja de los anteojos, se frota el puente de la nariz y medita en las alternativas: ¿amarrarse a los capitanes de la industria, a los dueños del dinero y facilitar el saqueo y empobrecimiento del país, o establecer nuevos convenios, innovadores caminos para el desarrollo y ceder una parte del poder —la usufructuada hasta entonces por los codiciosos empresarios— a los barones de la droga, con las previsibles consecuencias en la procuración de justicia y los reacomodos que determinan quién sí y quién no puede permanecer impune? 34

El silencio asciende desde el cajón superior izquierdo que permanece abierto, revolotea sobre el escritorio, es diáfano y pesado, pero vuela, se adueña del aire, separa a los interlocutores aunque no los divide, porque los de menor jerarquía se comportan como soldados, son disciplinados e incluso sumisos, debido a que en su capacidad de serlo está el secreto de ascender en el escalafón administrativo y de poder de la burocracia. Cuando el peso del silencio revienta los tímpanos, cuando su transparencia enceguece, el presidente electo retira la mano derecha de su frente, con la izquierda monta los lentes sobre el puente de la nariz, los ajusta sobre las orejas. Después extiende los brazos, con la mano derecha busca los cigarrillos y el encendedor, da una calada profunda, como si del tabaco quisiese obtener la fuerza que le hace falta para hablar; mientras exhala el humo, con la mano izquierda cierra el cajón, porque no quiere que su imagen del Sagrado Corazón de Jesús lo escuche. —Está decidido —habla la autoridad de El barón rojo, pero en esta ocasión el sonido de su voz es inane—, las razones son simples: después de la estatización de la banca si continuamos compartiendo ese tramo del poder con los ex banqueros y capitanes de industria, dejarán caer su venganza sobre el pueblo y no sobre el gobierno, en consecuencia es mejor compartirlo ahora con los barones de la droga. Es la respuesta esperada por sus interlocutores, pero éstos conservan la compostura, permanecen espichaditos, atentos escuchan cómo el presidente electo explica la lógica de su decisión y les indica que de la instrumentación de los acuerdos logrados con los barones del narcotráfico él nada quiere saber, pero —y en esto es enfático, preciso— si se entera de que alguien por parte de su gobierno rompe las reglas del juego establecidas y se hace con dinero de la 35 droga terminaría en la cárcel, muerto o entregado a la justicia de esos hampones a los que desde ese momento en adelante vería con creciente desprecio, porque nunca pensó tener que recurrir a ellos. De inmediato echa hacia atrás la silla del escritorio, a la que todavía le falta el emblema del águila para respaldar su decisión. Se pone de pie, no para despedirlos, sí para convidarles un whisky, ofrecerles un momento de relajación, buscar conversación de otros tópicos ajenos al poder, aunque no tan lejanos al oficio del gobierno. Así, les comenta del Rey Lear y sus hijas; les habla de Juegos funerarios. En un gran esfuerzo trata de recuperar en su memoria esa lapidaria frase que rondaba en la cabeza de Alejandro y aprendida de su maestro, traída a colación precisamente por la decisión recién tomada: ―Hay que castigar sus crímenes de acuerdo a los servicios prestados al Estado‖, o más o menos, les confía. Cuando el cansancio parece manifestarse en tedio, El barón rojo recurre a lo mejor de su anecdotario, pues desea el anuncio del alba antes de permitir que los licenciados Romero y Patrón puedan retirarse, ya que está seguro de que ese día y otros muchos de su futuro gobierno el sueño dejará de visitarlo, pues adquiere conciencia de que las decisiones que asuma no tendrán consecuencias inmediatas sino a largo plazo, y muchas veces impredecibles. Cuando escucha los ruidos que avisan que la casa está de nuevo en ajetreo despide a sus huéspedes, no sin antes agradecerles su apoyo y reiterarles la orden de absoluta discreción, y recordar a cada uno de ellos la imperiosa necesidad de que ese arreglo con los barones de la droga se organizara de manera idéntica a las células terroristas, en las que sus miembros operativos no se conocen entre ellos y sólo tienen una parte de la información, pues lo que se ignora deja de ser arma en contra de quien cree poseer la verdad, o al 36 menos un pedazo de esa tan anhelada certidumbre de lo que puede hacerse como presidente de la República.

Capítulo II Junio de 1989

Cariacontecido está el marido de Jesusa. Ella lo observa con detenimiento, estudia sus gestos mientras Rogelio Salanueva lee entre líneas para enterarse de las verdaderas noticias. El aroma del café sube en espirales, se mezcla con el humo de los cigarrillos, afirma las preocupaciones desbordadas de sus mentes, es vehículo de comunicación y determina el momento de dirigirse uno al otro la palabra, después del largo silencio dedicado a estudiar la información, o analizar las ideas expresadas en las páginas editoriales. — ¿Es la detención del Güero Zorrilla lo que te trae de malas? —abre la conversación Jesusa, después de exhalar un suspiro, de mostrar en los ojos, con las manos, su deseo de saber. —En parte… Hay algo más, mi vida —le sostiene la mirada Rogelio mientras dobla las páginas del diario, toma la cuchara, endulza el café, frunce el entrecejo antes de seguir—. ¿No te acuerdas? Haz memoria, la muerte de Manuel Buendía oculta otros secretos, más graves, más perversos que los cargados a la cuenta de la Federal de Seguridad. —¡Claro que me acuerdo!, pero no creo lo que en 1984 nos contó el comandante Benavides, como tampoco acepto que el cerebro de ese operativo político-policíaco haya sido Juan José Esparragoza, ―El Azul‖. 38

En un esfuerzo por desviar la conversación, Rogelio inquiere sobre el estado de ánimo de los hijos al irse a la escuela. Ya son dos. Julio Ignacio, de 11 años, con quien ha logrado un buen acercamiento, y Arturo, casi seis años menor, el único compartido enteramente con Jesusa. Pero la mujer de Salanueva, como de costumbre, no suelta prenda. De inmediato se asume como un Pit Bull: aprieta la boca, le rechinan los dientes, agita las manos, la inquietud le sale por los ojos e insta a su marido a la exactitud en la evocación; le pide ajustarse a los hechos y no derivar en consideraciones políticas. Jesusa le recuerda las noches en que llevó a la casa a Manuel Buendía acompañado de doña Dolores Ávalos; también las pretensiones y suspicacias del entonces columnista político más leído de México, las desveladas mayúsculas durante las cuales recorrieron el anecdotario periodístico de los años previos a su asesinato, las conversaciones en torno a los libros que él prefería para distenderse o usar como material de su Red Privada. Saca a colación, sólo por el placer de azorarlo, ese libro que Buendía estudió y aprovechó en sus columnas publicadas en El Sol de México, El Universal y Excélsior. Rogelio, como de costumbre y a pesar de llevar siete años de matrimonio, cayó redondito en una discusión que no deseaba sostener antes de trasladarse a la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuito, donde continuaba el oficio de secretario particular de Javier Wimer. Embarcados pues en la discusión sobre la Psicología del rumor, de G. W. Allport y Leo Postman, no pueden llegar a conclusiones, por lo que ambos determinan posponer los argumentos y contra argumentos que pudieran ofrecer novedosas perspectivas acerca de la presunta culpabilidad de José 39

Antonio Zorrilla Pérez y las razones que ameritaron ordenar el asesinato de Manuel Buendía. Nada más cruzar el umbral de la puerta de la casa de Corregidora, después de haber besado con pasión impaciente los labios de Jesusa, Rogelio Salanueva regresa a las lucubraciones cuyo contenido le alteran el ánimo y lo inquietan, porque además de ya estar cansado de la administración pública, de la burocracia cuyos índices de corrupción se destaparon durante el sexenio de la renovación moral, al iniciarse la venta de los activos del Estado, con el pretexto de responder a las obligaciones contraídas debido al aumento exponencial de la deuda externa, y al verse necesitados los gobernantes del momento —piensa él que desde 1983; idea que se vuelve convicción con el operativo del rancho El Búfalo y la muerte de Enrique Camarena Salazar— a establecer acuerdos con los cárteles de la droga, a efecto de hacer que México viviese en contra del decrecimiento económico de 1982 a 1985. Alejandro —chofer discreto, educado, pulcro, aunque atropellado para manejar, pues Rogelio hubo de advertirle varias veces que el claxon no detiene los golpes— conduce con lentitud, para dar tiempo a su jefe de que ponga en orden las ideas antes de llegar a doctor Vértiz y Río de la Loza. La camioneta Tsuru camina al paso impuesto por su conductor, sortea los embotellamientos y la impericia de quienes compiten por llegar puntuales a sus oficinas; el recorrido varía: unas veces atraviesan buena parte de la colonia del Valle hasta llegar a Avenida Universidad y después seguir por Vértiz. En otras ocasiones bajan por Revolución, Patriotismo, Tamaulipas y Oaxaca hasta Avenida Chapultepec, para luego seguir por Río de la Loza. Pero hoy poner en orden las ideas es secundario —se dice Rogelio mientras observa la ciudad a su paso, la pobreza creciente, los vendedores ambulantes, 40 los raterillos de la Colonia Buenos Aires— porque la añoranza por el periodismo le deja baldío el cerebro, le empequeñece el corazón, es causa de su sed, de su boca seca, de una nostalgia que no acierta a encauzar. En cuanto descienden al sótano de la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuito, hace un esfuerzo por suavizar el semblante, por guardar para él mismo esas inquietudes profesionales que nada tienen que ver con su trabajo burocrático, mucho menos con las preocupaciones de los hombres de talleres. Dispuesto a cumplir con el ritual cotidiano, desciende de la Tsuru en cuando ésta es detenida por Alejandro junto a la escalera; después de una muy breve pausa, sube hacia la zona de rotativas y prensas planas, donde los obreros lo ven con afecto y complicidad puesto que ellos prefieren preparar sobre los hornos de secado de impresión sus almuerzos, en lugar de acudir al comedor de empleados. Así, el olor de tortillas requemadas, carne asada o huevos fritos y tocino crocante, se mezcla con el de las tintas y los diversos sudores de quienes allí trabajan con ahínco. Unos para echar fuera el ron de la noche anterior, otros para disfrazar el aroma del sexo furtivo, cumplido con rapidez y sin miramientos con las compañeras de trabajo, que salen de los rincones oscuros ajustándose los refajos y el cabello, radiantes de satisfacción por lo que no pudieron obtener en sus noches de abstinencia. Los saludos son los de costumbre, luego el elevador hasta el quinto piso, donde están las oficinas de Javier Wimer y las suyas propias, el cúmulo de trámites y papeles que sólo se hace llevadero porque la honradez y honestidad del director general de ese organismo hace que los contratistas suden la gota gorda para cumplir con lo ofertado en las licitaciones públicas; también 41 porque obliga a los supuestamente poderosos a plegarse a las decisiones de los jueces que los obligan a reintegrar los adelantos entregados, más los intereses devengados, como ocurrió con Regino Díaz Redondo y la casa Excélsior, o con Editorial Novedades, que pretendió servirse de la lascivia periodística de Juan Ruiz Healy, para sembrar calumnias únicamente enfrentadas por el temple del funcionario público probo. El recuento de la vida de Rogelio Salanueva en la administración pública parece sencillo, porque sólo ha pasado por la subsecretaría de la información de la Secretaría de Gobernación, por la Asesoría de Asuntos Especiales de la Presidencia de la República, y por la enorme imprenta que maquila el contenido de los libros de texto gratuitos y obligatorios, pero que nada tiene que ver con su contenido. Todo, en su función de secretario particular precisamente de Javier Wimer. El compromiso quedó establecido hace casi siete años, cuando ya Jesusa y Rogelio estaban casados, después de haber viajado por Europa durante dos meses. Al regresar y tras una breve entrevista con quien sería el subsecretario de información del gobierno federal, de inmediato aceptó el cargo de secretario particular, para el que no estaba preparado —confió en su momento a Jesusa y a Angelina del Valle, la esposa de Wimer— por ser ajeno al secreto y al ámbito jurídico requeridos para trabajar en la Secretaría de Gobernación, primero, y en la Asesoría para Asuntos Especiales de Presidencia de la República, como paso intermedio antes de aterrizar como impresor. En eso medita Salanueva cuando cruza el umbral de su oficina; nada más ver el cúmulo de papeles sobre su escritorio y revisar la agenda de su jefe para ese 12 de junio de 1989, siente un escalofrío que le desciende de la nuca a la planta de los pies, le hiela el corazón. Pero no se amilana, sonríe, asume su 42 papel de burócrata y, con su secretaria al frente y antes de entrar al despacho de su jefe Wimer, pone orden, desahoga los asuntos corrientes, aquellos de los que descarga a la dirección general. Efectivamente lo hace suelto, con una sonrisa en los labios, consciente de que todo tiene su compensación. Mientras firma los oficios, cuando ratifica las sanciones administrativas, al momento de evaluar el reporte del comité de adquisiciones, le regresan a la memoria las reiteradas conversaciones sostenidas con Jesusa, durante las cuales se comentan los encuentros afortunados con Wimer y su familia, el acercamiento a importantes artistas y creadores, la guía puntual y acertada en lecturas fundamentales para comprender su lugar en el mundo, las largas veladas en que con su mujer se dedicó a desentrañar La muerte de Virgilio, en la que Herman Broch plasma el compromiso, la tarea, el deber de entregarse aun por sobre la voluntad de César. ―La Eneida está más allá de la voluntad de su creador, una vez que su redacción quedó concluida‖, asevera para él mismo al momento de escuchar la puerta del elevador privado. Wimer, práctico administrador público, es, sobre todo, un sagaz animal político, profundo en el análisis, por lo que a Salanueva nada la extrañó que al asomarse por la puerta de la secretaría particular, lo primero que escuchara fuese un ―¿qué te dije acerca del Güero Zorrilla, cuando todavía estábamos en Gobernación?‖ Supo en ese instante Rogelio que el acuerdo matutino quedaba pospuesto hasta que las hipótesis sobre la presunta responsabilidad del ex director de la Dirección Federal de Seguridad en la muerte de Buendía fuesen completamente desmenuzadas, a efecto de determinar cuáles eran los propósitos del gobierno recién iniciado en diciembre de 1988, para presentarlo como culpable. 43

En cuanto despacha a la secretaria con los asuntos de trámite normal, antes de dirigirse a la oficina de su jefe, Rogelio Salanueva busca en la bolsa del saco los Gitanes, enciende uno, aspira y exhala gozosamente el humo del tabaco, busca entre las citas literarias supuestamente por él memorizadas porque su anhelo ha sido, es competir con Jesusa, pero no puede ni podrá, por lo que nada más acierta a recordar cómo Virgilio se sostiene en esa humildad de la obra concluida que trasciende a su autor, sobre todo por sobre las honras propiciadas desde el poder, las que por lo regular se convierten en honras fúnebres, honras póstumas. Cerrada la evocación, con los ojos anegados de frustración por no acordarse de una miserable línea de La muerte de Virgilio, va donde Javier Wimer lo espera, impaciente, deseoso de confrontar impresiones, de saber qué opinan los amigos periodistas que conserva su secretario particular; éste entra en busca de los secretos que al entorno del poder se susurran antes de hacerse públicos a través de la prensa. La oficina del director general es luminosa, amueblada en tonos claros, con la solidez de la probidad incluso por sobre los amigos. En Gobernación no fueron correctamente encauzados los dilemas de la administración del poder frente a los medios —medita Rogelio con la rapidez del rayo—, porque El barón rojo, presidente de México, escuchó con mayor atención a su operador político que a su amigo, y el secretario de Gobernación acosó y acotó a Javier desde el momento en que supo no podría hacer subsecretario a Fernando Pérez Correa. Una vez que las tazas de café han sido colocadas sobre la mesa de trabajo, cuando el señor Marcial Trejo —ayudante pulcro y discreto, atento, sin caer en el servilismo. Pelo cano, lentes oscuros, moreno cetrino, de 60 años y 44 consciente de que sabe descender para servir— cierra la puerta, Wimer inicia la conversación. — ¿Qué piensas?, dime, Rogelio, ¿fue Zorrilla? — Mira, mano —la familiaridad entre ambos, el tuteo, la discusión abierta de asuntos del trabajo e incluso ajenos a éste, facilita para Rogelio la comunicación—, primero recordemos los hechos tal como quedaron consignados; después podremos especular sobre el papel que el Güero Zorrilla pudo haber jugado en el crimen, o al menos las razones por las cuales encubre a los verdaderos autores intelectuales. — ¿Tienes a la mano el archivo periodístico que te pedí integrar? — Claro. — ¿Puedes traerlo? Salanueva no responde. Se mueve con lentitud, pero con seguridad, hacia su despacho. Busca entre sus expedientes de asuntos especiales la voluminosa carpeta que contiene todos los recortes periodísticos referentes al crimen del columnista político. Lo revisa con el propósito de certificar que esté perfectamente integrado, de que no le falte ninguna nota, de que estén pulcramente recortadas y pegadas en estricto orden cronológico. Nada más regresar Rogelio a la oficina de su jefe, director general y subordinado inician la evocación de los sucesos, establecen fechas, recuerdan los supuestos testimonios y también los verídicos, dados durantes las horas y los días posteriores al asesinato. Así, constatan que de acuerdo al acta ministerial, el 30 de mayo de 1984, exactamente a las 18:39 horas, Buendía fue asesinado a balazos y por la espalda. 45

El hecho, evocan para ellos mismos, ensombreció a no pocos políticos, a alguno que otro policía que vería truncada su carrera, o se supo amenazado de muerte, y motivó que muchos reporteros se comportaran como agentes del Ministerio Público porque, lo intuían, descubrir al o a los asesinos intelectuales y materiales no sólo significaría un pendón en su trayectoria periodística, sino también y más importante aún, el éxito podría traducirse en mayor apertura para la libertad de prensa al poner un hasta aquí a la impunidad. Lo único cierto es que desde entonces la confusión determinó el rumbo de las diversas investigaciones emprendidas para solucionar el caso —se adueña de la exposición Wimer, en tono de confidente, de maestro—, porque si bien durante los primeros interrogatorios Luis Soto —uno de los ayudantes del columnista— aseveró que el asesino se acercó a la víctima, le abrió la gabardina y le disparó de abajo hacia arriba, otros testimonios aseguraron que no le alzó el faldón de esa misma gabardina, disparó y después corrió sobre Avenida Insurgentes al cruce con Nápoles. Además, el pavor de los transeúntes se incrementó cuando de la nada aparecieron miembros de la Brigada Especial de la Dirección Federal de Seguridad, y uno de ellos se acercó al cuerpo del periodista político, para cerciorarse de que ya era cadáver. — Está bien… está bien, me abrumas —interrumpe Salanueva a su jefe—, estoy de acuerdo con la confusión premeditada, pero lo único cierto es que nada sabemos de las verdaderas causas que motivaron esa ejecución; nada quedará claro aunque José Antonio Zorrilla se decidiese a decir la verdad. De alguna manera su detención se hace para cerrar un capítulo de la historia política reciente, y modificar sin mayores problemas los acuerdos establecidos con los cárteles nacionales. 46

Wimer se muerde el bigote. No está desesperado, sino impaciente porque su secretario particular quiere correr cuando todavía no camina sin tropiezo. Se detiene segundos, quizá completa el minuto antes de ofrecer una vía de análisis, porque —reflexiona para su coleto, sin decir esta boca es mía— las consecuencias de la detención de José Antonio Zorrilla serán varias y múltiples, tan pesadas como las causadas por el asesinato de Buendía. Sabemos —deja caer su opinión Salanueva— que el silenciar a Manuel Buendía no fue el mayor de los crímenes del gobierno de la renovación moral. El recuento es largo; quizá concluye con las muertes de Román Gil Heráldez y Francisco Javier Ovando, o después, con la caída del sistema de recuento electoral y los acuerdos establecidos con Cuauhtémoc Cárdenas, lo que de suyo es grave, pero no tanto como los arreglos secretos y formalizados con los cárteles de la droga. — Acuérdate de cuántas veces lo discutimos —comenta con Rogelio Salanueva, al tiempo que con la mirada le indica que reordene y guarde el cartapacio de la muerte de Buendía—, de cómo al consultar las cifras y buscar la opinión de los economistas, supimos que la única manera de revertir la quiebra en la que José López Portillo dejó sumido al país, era la posibilidad de que se creara una caja negra como la que funciona en Colombia. Al hilo de la conversación, acostumbrados a la camaradería y el respeto durante las horas de trabajo establecidos por Wimer, éste recuerda a Salanueva cómo le recomendó hace muchos años leer la Vida de Jesús, escrita por Ernest Renan, que a su vez él y un grupo de amigos leyeron por consejo de los hermanos Pedro y Juan Vázquez Colmenares. Atento a la charla, conocedor de la prodigiosa memoria e inteligencia de su jefe, Rogelio escucha a Wimer traer a colación el texto de la Vida de Jesús, 47 biografía de la cual obtiene una referencia al tema que los ocupa: ―No se falta el respeto a un gobierno, señalando que no puede satisfacer las contradictorias necesidades del hombre… Respondiendo a ciertas exigencias sociales y no a otras, los gobiernos caen por las causas que los fundamentaron y que se constituyeron en su fuerza.‖ — ¿Entonces? —busca una respuesta Rogelio, con el expediente periodístico en las manos, dispuesto a ponerse de pie, dirigirse a su oficina, dar trámite a lo administrativo y estar atento a los requerimientos de la Comisión que necesitasen de la atención de su jefe—. No debemos olvidar la venta de los activos del Estado, para añadirla a tu lista de agravios en contra de un amplio sector de la sociedad, y también hemos de averiguar la manera en que se establecieron los acuerdos entre los cárteles y el gobierno de la renovación moral, y quiénes fueron los conductos para hacerlos. En ese instante se deja caer el peso del silencio en la oficina de Wimer. Ambos saben, ambos determinan para su propia mollera que hablar de los barones de la droga y su relación con los hombres del poder político, facilitó la acuñación del término narcopolítica, y favorece también el que los detractores de esta innovadora política pública perezcan peor que animales, diezmadas las familias, destruidas las honras, humillada la dignidad del oficio que practican y utilizan para la denuncia. En perfecto mutismo, con los ojos en ascuas, los segundos empiezan a completarse en minutos de introspección mutua para determinar si ya es momento de hablar sobre esos acuerdos no escritos, establecidos entre un poder republicano y los barones de la droga. Acuerdos que permitieron al gobierno de la renovación moral mantener la unidad de la nación, evitar la profundización de la anomia social propiciada por el desenlace del sexenio de 48

José López Portillo, y así, a pesar de que el Producto Interno Bruto decreció en términos reales alrededor del 8 por ciento durante los tres primeros años del gobierno concluido en 1988, los mexicanos más desprotegidos no murieron de hambre. Supieron en ese instante, Javier Wimer y Rogelio Salanueva, que era ya el tiempo de cuando menos analizar y descubrir el verdadero motivo del asesinato de Manuel Buendía, de ninguna manera distanciado del ejecutor intelectual del periodista. Supieron también, porque se lo comentaron ya de viva voz, que además del esfuerzo realizado por periodistas como Rogelio Hernández y Sergio Von Nowaffen, era necesario retomar los datos aportados por el comandante Eloy Armando Benavides, establecer coincidencias o desacuerdos entre las fechas del crimen de Buendía y la salida de la cárcel de Juan José Esparragoza, ―El Azul‖, para deducir si dicho asesinato obedecía a una investigación indiscreta por parte del columnista político, quizá a falta de control por parte del titular de la Dirección Federal de Seguridad, José Antonio Zorrilla Pérez, sobre sus comandantes, que en incumplimiento a los acuerdos que dieron nacimiento a la narcopolítica, por su cuenta y riesgo cobraron alcabalas a los barones de la droga, o a una síntesis de ambos hechos, pero que de ninguna manera podía ser del conocimiento de la llamada opinión pública. Después, el anuncio de la secretaria privada de Wimer a través de la intercomunicación telefónica los interrumpe. La agenda del día ha de cumplirse con entereza, con el deseo de encontrar en cada uno de los problemas planteados la solución adecuada, e incluso ir más allá, para descubrirle la pasión y lo divertido a eso que los especialistas llaman la administración pública. 49

Una vez sentado ante su escritorio, Salanueva medita, busca referencias, fechas inequívocas ligadas a lo que ha aprendido como funcionario público, y si al desempeñarse como tal se ha transformado en un mejor ser humano, o por el contrario, el egoísmo y la codicia modificaron su actitud para con los demás. Nada encuentra, pero también nada lo detiene en esa desbarrada reflexiva en la que lo único identificado es cierto hartazgo por la manera de ser de los políticos mexicanos, inclasificables —tal como lo ha comentado con Jesusa en largas noches de insomnio, o con los intransigentes amigos que permanecieron en el oficio periodístico, y no le perdonan su defección—, trascendidos ya como trascendido está El laberinto de la soledad, dado que no somos como aparentemente fuimos hasta antes de 1968, se dice, al tiempo que se deja mecer en la nostalgia por las salas de redacción. Transcurren —para Rogelio Salanueva— esos días de junio de 1989, entre el desasosiego y el desencanto; entre su casa de las calles de la colonia Tlacopac, San Ángel, y la rutina de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, en la que las victorias por la honrada y honesta administración pública se transformaban en pírricas batallas sostenidas en contra de Regino Díaz Redondo y Juan Ruiz Healy; batallas de las que nadie se enteraba y de las cuales el Secretario de Educación Pública se sentía lleno de celos, mismos que heredó a su sucesor, Ernesto Zedillo. Para su fortuna, Salanueva logra mantener incólume su amistad con Alfonso Maya Nava, Leopoldo Meraz, Bernardino Delhumeau, Joaquín Bueno, pero sobre todo el desarrollo de su matrimonio con Jesusa es lo que lo mantiene vivo, y le permite ver al mundo como es, sin eufemismos. Así, lo mismo reúne información proporcionada por el comandante Benavides, que por sus amigos periodistas y a través de las amistades de su 50 esposa, que conoce hombres, mujeres y esposas allegadas a los primeros círculos del poder; como Jesusa es paciente, aprendió fácilmente a escuchar y a cerrar la boca, para sólo abrirla en casa, cuando de alguna manera tiene que satisfacer alguna curiosidad, apagar una inquietud, confirmar informaciones o incentivar a su marido, quien cuando regresa de las largas horas de oficina parece languidecer, excepción hecha de los momentos de conversación sostenida con Javier Wimer, o de las horas de lectura robadas al oficio de burócrata, sin las cuales hubiese muerto de tedio. Es con Jesusa con quien evoca y reconstruye lo que escucha y ordena durante sus desayunos y comidas en La Caserole, La Hacienda, El Reforma, El Lincoln, la Fonda Don Chon, la cantina Belmont, la Luz, la Opera, o en el Fouquets, lugares a los que es convocado lo mismo por periodistas amigos que por otros funcionarios públicos o proveedores de la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos, o por el comandante Benavides. Conoce sus límites, sabe cuáles son los lugares que puede pisar y está capacitado económicamente para pagar, pues al Champs Elysées no se acerca, para no hacer el ridículo a la hora de solicitar la cuenta. Meter las palabras y las ideas a la rueca de la entendedera no le resulta fácil. Hilar, entonces, una urdimbre lógica consume horas de intensa conversación con Jesusa, pues de alguna manera ha perdido su relación con Fernando Gutiérrez Barrios, en ese momento secretario de Gobernación, y a quien por extrañas razones se le niega el acceso desde que el funcionario veracruzano dejara la dirección general de Caminos y Puentes Federales de Ingreso. De poder visitarlo, se dice Salanueva, le sería fácil tejer el entramado de una aproximación a la verdad acerca del crimen de Buendía y los acuerdos establecidos entre el gobierno y los barones de la droga. 51

Es entonces que gracias a la ayuda de su mujer —sumido en la discreción de su despacho reconoce con humildad Rogelio Salanueva—, quien le sirve de referente en largas conversaciones, que ambos se esfuerzan por alejarse del terreno de las especulaciones, cierran los ojos y los oídos a lo que no pueden comprobar por medio de conversaciones con alguno de los actores, o no pueden ratificar con las hipótesis emitidas en secreto por alguno de los amigos, de los familiares de los comandantes de la Dirección Federal de Seguridad asesinados, o de deudos de otras víctimas que perecieron con el objeto de que nada se supiera de las verdaderas razones que determinaron la ejecución de Manuel Buendía. También hicieron a un lado lo publicado por Jack Anderson en The Washington Post acerca del enorme enriquecimiento del presidente constitucional de México, porque —pensaron para ellos mismos al determinarlo así— están conscientes de la codicia de la mayoría de quienes se han desempeñado como presidentes de la República una vez concluida la Revolución. Saben de las enormes fortunas amasadas al amparo de la banda presidencial, y denunciar una más, sin importar la procedencia de los supuestos fondos depositados en Suiza, no fue determinante para la muerte del periodista. En esa disquisición, acepta contento que la vida profesional y social al lado de Javier Wimer no es solamente discurrir sobre los problemas nacionales. En la cercanía de ese hombre probo y de la enorme familia política que le allegó su esposa Angelina, lo mismo es asistir donde el canto y la juerga animan el comportamiento de los invitados, que la presencia de escritores, pintores, músicos y defensores de los derechos humanos imponen la pauta de las conversaciones y el ritmo de la bebida. Las fiestas en la casa de San Jerónimo 52

Lídice juntan el anochecer con la aurora, e igualmente se cantan canciones pretéritas, pero dulces y envueltas en el ensueño del tiempo pasado fue mejor, que se discuten temas que hasta antes de la tercera copa perecían inimaginables en boca de interlocutores disímbolos. Evoca para él mismo, como lo ha comentado con amigos y con su mujer, al margen de las comidas y reuniones, Wimer los involucra a él y a Jesusa en visitas a museos para solazarse con las exposiciones temporales, en jugadas de dominó, en noches de gala en Bellas Artes, para escuchar un concierto o descubrir los misterios del kabuki japonés, para después perderse en los restaurantes del centro o viajar a Polanco, donde los comederos están a la moda y dispuestos para encontrarse con el quién es quién de la chiquita sociedad mexicana. Constata para sí mismo que entre fiestas, exposiciones, obras de teatro, conciertos y cenas, él y su mujer reúnen información que de acuerdo a su criterio merece rescatarse, a efecto de en el futuro estar en posibilidad de establecer las causas originales que motivan la ciega violencia de los administradores del poder del Estado, para humillar, asesinar, violentar conciencias en equívocas razones sustentadas en el supuesto beneficio de los más. Es entonces que después de los arrumacos nocturnos, o haciéndolos menos largos, pero más intensos; o cuando han concluido las rutinas paternales con Julio Ignacio y Arturo; a veces en medio del desayuno, o entre lecturas que de pronto les descubren analogías con la historia reciente de México, reconstruyen recuerdos escuchados, a los que acomodan hipótesis, añaden investigaciones que sus amigos periodistas les han compartido, y se dan 53 cuenta de que tienen en sus cuadernos algo posible, pero definitivamente no probable. De tal manera que con la pulcra caligrafía palmer de Jesusa, dejan constancia en la libreta de forma francesa y pastas azules, de que el comandante Juventino Prado Hurtado —a más de uno les temblaban las corvas nada más de verlo, consignan periodistas y funcionarios públicos que lo trataron— manejaba a su antojo la brigada especial de la Dirección Federal de Seguridad, integrada por 30 elementos. Brigada especial que por la relación sostenida entre José Antonio Zorrilla y Juventino Prado, se manejaba a su antojo, sin sujeción ninguna a la ley, mucho menos a la autoridad. Escriben también que una vez iniciado el gobierno de la renovación moral, El Güero Zorrilla —a decir de los policías y narcotraficantes sobrevivientes de esa época— recibe semanalmente tributos millonarios en dólares. En este punto se detienen, reflexionan, evalúan la distancia entre la fantasía, la verdad, los deseos de venganza, para encontrar una cifra aproximada a lo real, porque no se atreven a dejar en negro sobre blanco, lo que en 1984 se daba como cierto: cuatro millones de dólares a la semana, que de alguna manera deberían de distribuirse, pero que trabajaban en contra de los acuerdos que debieran garantizar el funcionamiento de la caja negra, al estilo colombiano. Es así que en los momentos dejados por el trabajo a Rogelio, y por los compromisos maternales a Jesusa; en las noches o durante el desayuno, cuando las marcas de las tazas del café quedan en las páginas de la libreta, asientan como un secreto a voces que los baños del edificio ubicado en Plaza de la República esquina con Ignacio Ramírez, eran zona controlada por la brigada especial y de acceso restringido, porque en medio del olor ácido de los mingitorios o de la podredumbre de las deyecciones fecales humanas, se 54 amontonan los ―entres‖ recibidos por el servicio público dedicado a la seguridad nacional, pero traducido en extorsiones, asaltos, asesinatos, protección; o los dólares de las alcabalas cobradas ¿indebidamente? a los barones de la droga. — ¿Se violarían en efecto los acuerdos logrados entre el gobierno de la renovación moral y los narcotraficantes? —resuelve preguntar Jesusa en un intervalo de pasión marital; en un intervalo de fuego apagado con la entrega absoluta de cuerpo a cuerpo—, porque de ser así, esta ausencia de control sobre las policías de seguridad sólo son presagio de cómo ha de terminar el régimen priista —sostiene frente a Rogelio, antes de encender otro Marlboro. Salanueva quiere, necesita permanecer mudo, para no compartir con su esposa esas imágenes de manos que subrayan, niegan, invitan, convocan; tampoco compartir las de las voces que ruegan, se humillan, imploran o, por el contrario, desde una posición de fuerza sólo amenazan. Está consciente de que no es momento de evocar la presencia de esos ojos vistos de frente, ojos que dicen todo cuando cansados dejan caer los párpados, en el ánimo de no abrirlos jamás. La recámara en la que duerme desde su matrimonio con Jesusa, y en la que lo mismo hacen el amor que conversan para ajustar sus diferencias, o para establecer los desafíos intelectuales que los mantienen unidos, es amplia, les permite a ambos y a los hijos moverse sin restricciones entre los muebles art- nouveau; la cama está cobijada por una reproducción en bronce del Cristo de Salvador Dalí, por una pequeña pintura de la Sagrada Familia y una reproducción de la imagen de la Virgen de Guadalupe. Sentado sobre la cama, Rogelio se mantiene atento al ir y venir de Jesusa. El gesto de su mujer es adusto, el humo del cigarrillo que fuma sale de las 55 fosas nasales expelido con la fuerza del vapor que corona al geiser que simula transformarse en una amenaza para el observador atento a los cambios violentos de la naturaleza. Así, medita con la rapidez permitida por el ir y venir de su mujer, en si es conveniente recordar para sus oídos lo que hay atrás de los ojos coléricos de Gustavo Díaz Ordaz, de los ojos perversos de Luis Echeverría Álvarez, de los ojos frívolos de José López Portillo, de los ojos sumisos de Miguel de la Madrid Hurtado, porque son sus miradas las que encierran las razones y sinrazones de los abusos del poder presidencial, y descubrirle que son esas mismas pupilas las que en la euforia del poder, en un momento de fuerza desean ser cubiertas de manera permanente por los párpados que sólo se cierran ante el encanto de la banda presidencial, y frente al inevitable espanto producido al usufructuarla impunemente durante seis años. — No te contengas, no actúes hipócritamente —lo increpa Jesusa, lo conmina a suprimir los secretos entre ellos—, nada puede haber que me agobie más de lo que hemos dejado escrito en la libreta. No es una memoria para nosotros, tampoco para posibles futuros lectores, sólo para nuestros hijos, para que no sean políticos ni periodistas. — No ha sido tan malo… — ¿A quién pretendes engañar? —interrumpe una esposa furiosa a Rogelio Salanueva—. No es personal, se trata de familias enteras, de gremios, de profesiones, de pueblos, de una nación. ¿Por qué hemos de actuar cerrando los ojos a la realidad, asumiendo que no pasa nada, sumisos, humillados, diciéndonos que así es mejor, que no hay que hacer olas, que el gobierno y su partido son la única respuesta a nuestra felicidad individual y general? — No seas injusta… 56

— Tampoco se trata de un ajuste de cuentas matrimonial, no seas bobo… A lo que aspiro es a que me expliques, a que me ayudes a comprender las razones por las cuales hemos de guardar silencio ante el abuso, fomentar la impunidad. ¿Qué les impide, a los periodistas, decir esta boca es mía, cuando por afinidades electivas —como escribe Goethe— deciden convertirse en cómplices por amistad, por honor, o qué se yo? — Muchas veces no es una elección. — Entonces, por qué decidirte a compartir el veneno ajeno, cargarlo en tu conciencia, en lugar de escupírselos a sus rostros. — ¿Es necesario que todos sepan que se necesitan plomeros, y que éstos deben, por fuerza, trabajar entre la mierda moral y física, para que podamos vivir en paz? ¿No es prudente la ignorancia de ciertos hechos dolorosos por fuerza, pero que alguien, también por fuerza, ha de escenificarlos? De pronto Jesusa se sienta al lado de su marido, le acaricia el lóbulo derecho, lo atrae hacia ella, lo reconforta con las manos, con el aliento, con la mirada; le solicita, con voz trémula, no transformar la cama en arena de discusiones ajenas al matrimonio, aunque no lejanas de sus quehaceres ni de su vida profesional y social, porque formar, instruir a los hijos es contarles acerca de lo consignado en la libreta de pastas azules y aros de manchas secas de café que dan originalidad a sus páginas. Amparada en la debilidad mostrada por Rogelio a su esposa, Jesusa insiste en decirle que es el momento de hablar en voz alta y clara, para que así como ella lo ha escrito, al menos sus hijos y los amigos de sus hijos en el momento adecuado se enteren de que al dejar José López Portillo al país en quiebra, frente al gobierno constitucional y por razones estrictamente de orden político, se erigió otro poder representado por figuras como Rafael Caro Quintero, 57

Ernesto Fonseca Álvarez y Miguel Ángel Félix Gallardo, amparados en los acuerdos logrados entre septiembre y octubre de 1982, y también como resultado directo de la estatización bancaria. ―México entero ha de enterarse —insiste Jesusa con su marido— de cómo el gobierno de la renovación moral modificó los conceptos, el sentido del lenguaje, para de las complicidades hacer virtud del poder, sinónimo del arte de gobernar. Tal como consta en tu expediente de recortes hemerográficos y rescatamos para dejar escrito en la carpeta, que los días 23, 24 y 25 de febrero de 1987 en Ovaciones se reveló el complot de los directivos de la Dirección Federal de Seguridad, desde cuya cúspide se diseñó y financió la ejecución de Manuel Buendía. Hecho que nadie ha desmentido.‖ Es tarde, ambos saben que necesitan descansar, dormir, pero que no podrán hacerlo mientras no establezcan qué es lo que han de hacer para liberarse de una carga que no es de ellos, pues si la autoridad ministerial, si los jueces, si el fiscal especial, si el poder no se acuerdan ya del asesinato de José Luis Ochoa Alonso, ―El Chocorrol‖, por qué habrían ellos de cargar con culpas ajenas y crear espejismos donde no se puede suplantar a la realidad. Como han fumado, se asean la boca otra vez; se meten entre las sábanas, situación aprovechada por Jesusa para jugar su última carta e inquietar definitivamente a su marido, a efecto de que no se deje aletargar por la burocracia, de que permanezcan vivos sus instintos periodísticos. Con los párpados semicerrados, abrazados, las mentes de ambos hechas un ovillo por aquello de ser una sola carne. Es el momento ideal para que Rogelio escuche la voz tenue de su esposa, los labios pegados a su cuello, recordarle que la memoria puede convertirse en instrumento de tortura. Le dice, con mezcla de dulzura y cansancio, que no se refiere a la conciencia, sino a la 58 multitud de imágenes registradas sin filtro alguno por la retina. La que incluso guarda lo que no queremos ver; eso, entonces, da como resultado el que con cierta periodicidad e inopinadamente presenciemos —durante el sueño, la duermevela o la vigilia— lo rechazado en primera instancia porque nos duele, nos agobia, nos causa temor o hace insostenible la presencia virtual y física de la miseria humana. Le cuenta así, que de alguna manera esas presencias ajenas a nuestra vida cotidiana se enseñorean de nuestro estado de ánimo, lo determinan, porque aparecen y reaparecen cuando menos lo esperamos o cuando menos las necesitamos, dispuestas a enturbiar una gota de felicidad, o a empañar la distracción instantánea que facilita el breve olvido de nuestra realidad. Y le explica que de acuerdo a su real saber y entender, este problema se complica debido a la sobreabundancia de imágenes propiciada por los medios de información; primero por los impresos, después por los electrónicos y, como regalo perverso de la posmodernidad, por los cibernéticos. Entonces hace una distinción, le aclara que los noticieros de televisión están sujetos a un horario y una parrilla de programación, mientras que los cibernautas pueden acceder de manera casi simultánea al testimonio virtual del suceso, de la noticia que consigna el hecho, la muerte, el atentado terrorista, la tortura, la humillante degradación a la que los vencedores sujetan a quienes tuvieron el infortunio de caer en sus manos. Le dice, con cierto dejo de ternura, que lo visto con detenimiento o como al pasar, puede rechazarse, pero jamás cae en el olvido. A quienes son anteriores a las generaciones de la televisión y la Internet les es más fácil discernir acerca de este hecho irrefutable. Es simple, antes de aprender a leer, incluso previo a la palabra —que, como señala la Biblia, al principio fue el Verbo— 59 accedemos a la imagen. La expresión verbal es un atributo divino, es parte de lo que nos hace a imagen y semejanza del Creador. Quienes disfrutaron de la vida en la calle —aquí evoca Jesusa los recuerdos de su padre y sus hermanos mayores, quienes en algún momento vivieron en el Distrito Federal—, quienes fueron testigos de la transformación urbana de la ciudad, quienes se mojaron los pies en las inundaciones que ahora regresan y se repiten puntualmente con la llegada de las lluvias, vieron al primer accidentado, al primer muerto mucho antes de confrontarse con las ideas dejadas por la lectura atenta, o por las transmitidas a través de la información vista o apenas escuchada. Le acaricia el cuello mientras le afirma que nace con los seres humanos la curiosidad que los lleva a levantar la sábana con la que cubren al atropellado, al muerto en un crimen, al asaltado. Así se aprende que la sangre hiede, que es pegajosa, que a los ojos de los muertos con violencia hay que cubrirlos con sus propios párpados, para no ver en aquéllos lo último que ellos vieron antes de morir. Cuenta Jesusa a su marido que tiempo antes de tener la muerte en casa, la presenció en la calle, y que en efecto le fue ajena, pero también, en efecto, no puede olvidar los pies tumefactos, los rostros descompuestos, llenos de asombro porque sus dueños no pueden, no quieren creer lo que está a punto de ocurrirles. Informa a su marido que fue después, en la búsqueda de comprensión acerca de ciertos capítulos de la historia contemporánea, cuando las presencias ajenas empezaron a serle familiares, a familiarizarse con su entorno, a determinar las perspectivas del futuro y a angostarlo, para mostrarle de lo que son capaces los gobiernos y sus líderes con tal de conservar el poder. 60

―Allí están ciertas imágenes que asuelan mis noches de insomnio o me sorprenden como intrusas en mis reflexiones sobre el amor y sus posibilidades —le confía Jesusa—, en mis esperanzas sobre el bienestar y su negación, en mis esfuerzos por escribir y los magros resultados logrados. ¿Quién en su sano juicio puede olvidar la fotografía de ese niño judío con las manos en alto, en medio o fuera del gueto de Varsovia, con sus escasos ocho años, escoltado por un soldado nazi que lo apunta con el arma? ¿Y qué me dices de la foto de Kim Psuc, esa niña vietnamita de 9 años que huye, corre porque necesita esconderse del dolor que la consume debido al agente naranja que cubrió su cuerpo, y cuyo resultado inmediato es el desprendimiento de la piel?‖ No se violenta la voz de la esposa de Rogelio Salanueva cuando sostiene ante su marido, que ―de manera casi simultánea —ya en México, donde pensamos con ingenuidad que vivíamos en un santuario en contra de la violencia— mientras permanece extendida la mano de Gustavo Díaz Ordaz, no pude eludir hacer mía tu evocación de la visita a los presos políticos, las cárceles fétidas, sentir dolor por los muertos el 2 de octubre, cuyo único recuerdo para millones de mexicanos es la sangre dejada en la Plaza de las Tres Culturas, los zapatos abandonados, los jirones de ropa perdidos en el deseo insatisfecho de esconderse a la represión, a las balas, a la realidad de las políticas públicas‖. Regresa el ritmo cardiaco de Jesusa a la paz de los 79 latidos por minuto; recuerda para su marido que las cadenas de televisión estadounidenses, en el afán por demostrar la fuerza del Imperio, recurrieron a las transmisiones en vivo desde Vietnam, a la imagen de las guerras en África, al respaldo de la invasión a Granada, o a esconder el resultado inmediato del golpe de Estado 61 en Chile, con los estadios llenos, las manos de Víctor Jara mutiladas; esconder también ciertos horrores de la balcanización, de las guerras étnicas. Con los brazos que envuelven a Rogelio y su boca que no deja de susurrar, Jesusa sostiene que así como a ellos la muerte violenta se les convierte en presencia ajena, pero cotidiana, no pueden aceptar que sus hijos Julio Ignacio y Arturo, lo único que obtengan sea una respuesta política a un problema humano, que favorece el surgimiento de las organizaciones que dicen defender los derechos humanos, cuando lo único que protegen es la política neocolonial impulsada por el Imperio. Y además —insiste en inquietar a su marido— sobre ésta, el perdón solicitado por el papa Juan Pablo II por todos los silencios que en el rubro de miles de millones de derechos humanos olvidados ha guardado la Iglesia Católica. Las sábanas parecen cobrar vida. Rogelio no puede contenerse. ¡Naturalmente que piensa en sus hijos y en su mujer!, por ello permite que ésta, viéndole de frente, explique lo que para ella significa el perdón: ―idea, concepto, hecho que sólo adquiere la dimensión de un bálsamo, de un olvido momentáneo, de un posponer lo que siempre está con nosotros, lo que no se aleja, lo que nos define como seres humanos, que consiste en la incapacidad de olvidar el daño que nos han hecho y que han practicado en contra de nuestros vecinos de manera irracional, por causas políticas. ―Perdón: gesto y voz que, al carecer del elemento del olvido, conduce a la desdicha, en los términos en los que trabajó y desarrolló el concepto Simone Weil en sus Cuadernos, más completo y acabado a como lo dejara, posteriormente, María Zambrano en Los bienaventurados. La desdicha, entonces, puede convertirse en parte del ser y del deber ser, si las presencias ajenas, además de determinar el estado de ánimo del desdichado, adquieren 62 carta de naturalización en su entorno y en su cotidianeidad, más allá de las noches de insomnio o de la sorpresiva presencia de imágenes que se hacen presentes para incidir en la toma de decisiones sobre nuestro proyecto de vida. ―Perdón y desdicha —ve Jesusa a su marido directo a los ojos, porque necesita estar segura de que al amanecer recordará lo que le dice—, binomio perfecto que conduce a su portador a la reconceptualización del olvido, a la búsqueda incesante de una comprensión —nunca justificación— de los sucesos o actos perdonados, pero por desgracia nunca olvidados; porque cómo olvidar y olvidarse de la humillación padecida, del escarnio enfrentado, del dolor sufrido. Se olvida lo que no importa, lo que no deja huella, lo que no causa felicidad o no lesiona el cuerpo y el alma. Vivir con lo que se necesita —se quiere, pero no se puede olvidar— es insertarse en la espiral de la desdicha, sólo contenida por el amor divino o por el amor a Dios; sólo pospuesta por la alteridad, por el interés que los otros muestran hacia los desdichados. ―La desdicha —escucha Rogelio el cuerpo de su esposa, que le grita, le reclama desde el fondo de la razón—, vista así, es la imposibilidad de evadirse de la realidad, es no cerrar los ojos a lo que los seres humanos somos capaces de hacer de nosotros mismos y de los otros. Es la alteridad del sufrimiento, la hipersensibilidad de Cioran, considerar y reconsiderar el abandono de la divinidad a lo más preciado de la naturaleza: el ser humano. Es el primer paso a la humillación como instrumento de control social.‖ Cerca, muy cerca uno del otro, Jesusa se escucha a ella misma decirle a su marido que el pasado, en términos filosóficos, religiosos y humanos, carece de importancia vital en la vida de los individuos, porque ya no es, porque dejó de 63 ser, y, en términos históricos, es el sustrato educativo formal para iniciar a los hijos en su control político y social a través de la humillación. Rogelio Salanueva se percata de que el juicio en contra del sistema político en el que creyó y vive con su familia, es sumario, sin el menor resquicio para su defensa. Consciente de la ira de su mujer, la escucha decirle que ―el pasado histórico enseñado en las escuelas es el primer recurso político y social que nos aproxima al concepto de desdicha desarrollado por Simone Weil; pero, sobre todo, es la presencia constante de la humillación, tal como ésta ha sido definida por Cioran en sus cuadernos; es decir, supera a la náusea sartreana y va más allá del asco apenas apuntado por María Zambrano en Persona y democracia. ―Este pasado mediato e inmediato —es un hilo la voz de Jesusa, porque toda la fuerza de lo que dice a su marido está concentrada en los ojos, en las manos que lo acarician y se conmueven con él—, los medios se han encargado de mantenerlo como presencia constante de nuestra realidad, lo que plantea en términos exactos la connivencia y la convivencia con la humillación como constante cotidiana. Es el invento de un nuevo miedo; el deseo de que seas testigo de lo que te puede ocurrir a ti y a los que son como tú; el esfuerzo por desacreditar tu fe religiosa o filosófica; es hacer patente el imperativo por demostrar que eres nadie, eres nada, que perdiste la alteridad, a no ser que te conviertas en ejemplo de humillación para que el resto comprendamos cómo son ahora las reglas del juego que dominan al mundo.‖ Jesusa le sostiene a Rogelio Salanueva estar segura de que Carlos Salinas y los presidentes de México anteriores a él, en su ignorancia, nada han leído de Cioran. Evoca textualmente para su marido: ―La cosa más grave, y también la más frecuente, no es matar, sino humillar. Tal vez sea eso la crueldad en el 64 orden moral. Lo vemos precisamente en quienes han sido muy humillados. No pueden ni olvidar ni perdonar, sólo tienen una idea: humillar a su vez. Son verdugos sutiles que saben ocultar su juego y se vengan sin que se pueda acusarlos de inhumanidad.‖ Un remanso de silencio. Manos que buscan otras manos, labios que se entreabren para permitir que las lenguas se visiten. Cuerpos que se atraen, ideas coincidentes sobre el momento preciso de hacerse el amor, porque lo trascendente por el momento, es olvidar y olvidarse. Pero Jesusa es aferrada. Después, cuando la pasión cede su lugar a la idea, ella le endilga al marido las suyas: ―Pienso en las palas mecánicas que mueven los cuerpos de los campos de concentración para querer olvidarlos en las fosas comunes; llevo a la mente las imágenes de los sonderkomandos comprometidos con sus verdugos y encargados de bañar en la cámara de gas a sus hermanos judíos, para después cremarlos. Están presentes los horrores de la guerra de los Balcanes, no me dejan dormir los niños mutilados víctimas de las guerras de los adultos y concretamente de las minas antipersonales, y todo queda superado por la ignominia y la humillación de las torturas. ―He leído decenas de textos informativos y opiniones sentidas y superfluas sobre lo ocurrido en las guerras y las razones que las desataron: el asunto es sencillo, se trata de intoxicar y desinformar. ―Intoxicar para que nos sintamos asediados por esas presencias ajenas que son motivo de horror e insomnio; presencias ajenas que distorsionan nuestro futuro personal y universal porque permiten intuir que el objetivo primero, esencial, es borrar al enemigo de la faz de la tierra, hacer desaparecer lo opuesto a lo gringo y su cultura, por intereses tan mezquinos como puede ser el control de la fuente básica de energía: el petróleo. Es una política de tierra 65 arrasada en contra de las costumbres, la fe, la religión, la cultura, porque el futuro de los que no son sajones no importa. ―Desinformación, porque nos detenemos en el objeto primario de la tortura, de la humillación, del asco, de la náusea, de la desdicha, propiciada por el Imperio y el libre mercado, para que no aceptemos, para que neguemos que lo que lo que ahora ocurre es un genocidio peor que el que los nazis perpetraron con la solución final.‖ Después el abandono, el sentido de culpa por parte de Rogelio Salanueva, porque se sabe en falta al guardar secretos, se sabe pecador al querer perdonar lo inolvidable.

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Capítulo III Noviembre de 1982

La frenética actividad de las casas de cambio es la primera diferencia, la primera señal de alarma percibida por Rogelio y Jesusa Salanueva a su regreso de Ámsterdam, cuando descienden del vuelo de KLM después de cinco meses de ausencia. —Hay fiebre por el billete verde —comenta Rogelio a su mujer—, mucho más acentuada que cuando nos fuimos; con toda seguridad lo hacen como una respuesta a la incertidumbre provocada por la estatización bancaria. — ¿Has pensado en una estúpida venganza? —contesta su mujer en medio del trajín de los pasajeros que regresan después de cortas o largas ausencias, anhelando cruzar miradas con los seres queridos que los esperan—; es muy posible que los medianos y pequeños ahorradores deseen castigar a su gobierno al tratar de proteger su vejez o sus gastos inmediatos, y no se dan cuenta de que actúan contra ellos mismos al depreciar el valor de su moneda. El diálogo se interrumpe cuando ambos están a punto de darse de bruces con doña Alicia, quien efusivamente los abraza y besa; sin esperar los pormenores del vuelo que su yerno e hija recién hicieron y quisieran participarle, ella empieza a dar cuenta detallada de la salud de Julio Ignacio, de su comportamiento y la manera en que el rendimiento escolar ha mejorado, 67 gracias a que ella cuida de sus estudios y vigila que haga sus tareas todas las tardes antes de permitirle ver televisión, o salir a andar en bicicleta con los otros niños y niñas del condominio horizontal. Una vez que ella considera zanjado el tema del reporte familiar, da cuenta —en atención a Rogelio Salanueva— de las constantes corridas en contra del peso, del desprestigio, el endeudamiento y la multiplicación de la pobreza en que concluye ya el gobierno de la abundancia; refiere que ha hecho una carpeta con los recortes de periódico que reportan los acontecimientos más sobresalientes, o los artículos y editoriales más severos en contra del sexenio cuyo prestigio se quedó en los ladridos de un perro. Ya en el automóvil y mientras van rumbo al barrio de San Ángel, doña Alicia comenta con ellos los pormenores del clima, para después pasar a las preocupaciones de toda ama de casa atenta al monedero doméstico; dedica unos buenos minutos a detallar a su hija la manera en que han subido de precio frutas y verduras, carnes y pescados, productos lácteos, ropa, calzado y la gasolina. Después de un largo trayecto en avión, después de cinco meses de ausencia, el camino hacia la casa se les hace pesado. Por más consideraciones que deseen mostrar a doña Alicia, por mayor atención que intentan dedicar a las noticias de su hijo, se distraen, dejan correr los ojos a través de los cristales cerrados del automóvil, en el mudo deseo de reencontrarse con ellos mismos al ver las calles de su ciudad, las llamadas vías rápidas, los ejes viales transformados en anchas avenidas sin árboles, sin personalidad, ajenas a la ciudad que aman, porque ahora está llena de vehículos de todo tipo y calibre, cuyos conductores, azorados, desconocen la manera de ocupar su tiempo durante el gigantesco embotellamiento, o la manera de esconderse a la 68 realidad que los asuela mendigando conmiseración expresada en unas cuantas monedas que caen en las manos sucias de pordioseros, de niños famélicos, de tragafuegos, de limpia parabrisas, de payasos y saltimbanquis que se revuelcan sobre una manta cubierta con trozos de cristal filoso, cuyas puntas quedan adornadas con minúsculas gotas de sangre que a nadie importan. Ninguno de los dos se atreve a cerrar los ojos. Están conscientes de que las calles de México, de su México, nada tienen que ver con las caminadas durante los últimos cinco meses en Europa; también saben que ahora están en su mundo, y en él han de vivir. Sumidos en ese sopor propiciado por el cansancio y el ronroneo del motor del vehículo, en la lentitud capaz de consumir segundos, minutos e inclusive horas, se desentienden del parloteo de doña Alicia, pero no se atreven a dormirse, por el temor de no estar en condiciones para ver a su hijo al llegar a casa. Jesusa y Rogelio se toman de la mano para darse fuerza, para no cerrar los ojos. Al momento de sentir en el cuerpo que el vehículo transita ya por el empedrado del barrio de San Ángel, Salanueva da instrucciones a Pedro —el chofer que sus vecinos les prestan para estas ocasiones, sobre todo para responder a las emergencias que pudieran presentarse durante sus ausencias, o para llevar a su suegra por las calles de México— de ir más despacio. Es entonces cuando Jesusa baja la ventana del coche y aspira con fuerza el aire fresco de su casa después de la sorpresiva lluvia de noviembre. Nada más ver la única torre de la iglesia, sin previo aviso dos gruesas lágrimas descienden sobre sus mejillas. No las oculta, no tiene caso, porque lo mismo son de cansancio que de nostalgia a punto de concluir, en cuanto Julio Ignacio se refugie en sus brazos para luego saciarse con sus besos. 69

Doña Alicia sabe su cuento. Sin importar la hora, mientras Jesusa y Rogelio gozan a su hijo; mientras abren el equipaje en busca de los regalos comprados con esmero y cuidado para Julio Ignacio, y desempacan los recuerdos adecuados para cada miembro de la familia Robles, ella, la mamá gallina, se afana en la cocina para que su yerno y su hija puedan cenar como Dios manda, para después dormir sin hambre, a pierna suelta, y así recuperarse del cambio de horario. Cuando se dan cuenta son los tres de la mañana. Descubren todos que no están cansados, que el sueño huyó con sus bostezos, al quedar ahítos de afecto y comida. Han reído, han escuchado y contado anécdotas expuestas por turno, de acuerdo a la edad de los participantes en los sucesos ocurridos. Salanueva comenta —al tiempo que se sirve un armañac y enciende un cigarrillo— que ya es tiempo de ir a la cama, que no por ser sábado hay que dejar correr las horas hasta que los alcance la aurora. En ese momento Jesusa estira los brazos, aspira con fuerza, muestra entusiasmo en los ojos, en sus movimientos; se pone de pie, empieza a limpiar la mesa de la cocina, donde están reunidos unos sobre otros, incomodados por un sin fin de trastes sucios, de ceniceros desbordados, de aromas que se mezclan y confunden con los humores humanos acumulados en más de 24 horas de nada saber de baño y jabón; humores que en su momento recibieron ese regusto de miedo que se queda en la piel e impregna la ropa cuando de emprender un vuelo trasatlántico se trata. Pero doña Alicia permanece alerta. Con voz suave, apenas una sugerencia, dice a su hija y a su yerno que vayan a la cama, que mañana será otro día, y diciendo hace, se levanta, toma de las manos de Jesusa los platos que ella lleva 70 a la tarja, y con una mirada de abuela consentidora indica a su nieto que suba y se acueste, con el propósito de que sus padres también puedan hacerlo. La madre de Jesusa permanece en la casa de Corregidora hasta que su hija agarra el paso, retoma la rutina de levantar al hijo temprano, llevarlo a la escuela, vigilar que haga las tareas y estudie. Se reorganiza de tal manera la hija de doña Alicia que, a los pocos días, ésta se percata de haberse convertido en un estorbo, porque en las horas aparentemente muertas de un día doméstico, entre las 8:00 horas en que Jesusa ha dejado a Julio Ignacio en la puerta de la escuela y el momento en que se abre la puerta para anunciar la presencia de Rogelio —ya sea al principio de la tarde, cuando sí llega a comer en casa, o después de las 20:00 horas, cuando ha tenido compromisos en busca de trabajo, o para estrechar más las relaciones con sus amigos periodistas y políticos—, la señora Salanueva deja que el personal doméstico se dedique a lo suyo, mientras ella retoma sus lecturas, naturalmente sin olvidarse del cuidado de su cuerpo, al que mantiene firme y atractivo en un gimnasio de la calle de Villalpando, a unas cuadras de su casa. Las lecturas de Jesusa continúan manteniendo una apariencia anárquica, en las que no existiese ningún hilo conductor para saciar una preocupación cultivada desde su paso por la universidad, transformada en inquietud determinante de su vida durante su reciente estancia en Europa. Así, entre estar atenta de la educación de Julio Ignacio, estar dispuesta con pasión a encargar otro hijo para satisfacer su amor con Rogelio, hacer gimnasia con el deseo de mantenerse esbelta para ella y para su marido, leer cuanta novela cae en sus manos y saciarse de películas de todo género, una inquietante pregunta 71 guía sus días: ―¿todavía somos los mexicanos como Octavio Paz nos describe en El laberinto de la soledad?‖ Durante esas primeras semanas de su regreso —mientras Rogelio parece trabajar ya con Javier Wimer— lee de una sentada el José Trigo y Palinuro de México de Fernando del Paso, autor y novelas desconocidas por ella, pero que de alguna manera favorecieron su inquietud de encontrar una respuesta —tal como ella se lo plantea a lo largo del día y sobre todo como consecuencia de lo que lee— a lo que Octavio Paz no pudo o no quiso actualizar de esa idea que plasmó acerca de lo mexicano y los mexicanos, idea que lo acosó como escritor. Desazonada, en un acto de desesperación intenta establecer analogías donde no se puede. Así, una vez que doña Alicia decidiera regresar a Sinaloa, a su casa, ella, Jesusa, entre la gimnasia y el orden requerido por su marido, entre el tiempo dedicado a Julio Ignacio y la respuesta a las exigencias sociales; entre el esfuerzo y la buena disposición para concebirle un hermano a su hijo y su propia necesidad de encontrar respuestas, recurre a la memoria, a la evocación de lo leído y visto en Praga, en París, en Brujas, en Gante, en Saint Paul de Vance, en Venecia, Florencia, Roma. ¿Dónde quedaron esas 575 páginas de La familia Moskat?, se pregunta la ahora Jesusa Robles de Salanueva, mientras deja que su hijo retoce en la bañera y ella se permite una divagación en busca de la imagen que pudiese reconstruir del escritor Isaac Bashevis Singer, sentado, escribiendo en yidish o en hebreo, por aquello de recuperar la tradición. Se cuestiona entonces si ser es permanecer o, por el contrario, ir adelante, dejar atrás el pasado para sólo emprender el viaje con la carga de experiencia vivida, irrepetible, como lo son los hechos. 72

Atenta a las cabriolas de Julio Ignacio en la tina, dejándole caer a su hijo advertencias oportunas para que no se dé un golpe en la cabeza, Jesusa intuye que de alguna manera tiene que justificarse el mundo de los judíos, sobre todo cuando no hay explicación a los pogromos, a la solución final arrinconada en los hornos crematorios de los campos de concentración, transformados en museos, y lo mismo se cuestiona acerca de cuáles son las auténticas, reales, verdaderas necesidades del Estado de Israel: ¿por religión, por política, una combinación de ambas? Se inquieta Jesusa, hace un enorme esfuerzo por determinar de qué manera puede justificarse su propio mundo, el de México y el de los mexicanos, y recuerda entonces que de su lectura de La familia Moskat se desprende que Bashevis Singer recurre al análisis de las costumbres en una narración vivencial de los atavismos y prejuicios judíos, con el propósito de exponerlos ante el mundo moderno, y señalar que posiblemente merecieron ser víctimas en el holocausto, porque no quisieron incorporarse a la civilización, a la cultura de los pueblos que les dieron abrigo y fortuna. Coincide con el autor, y sostiene para ella misma que no se puede vivir estudiando el Talmud y permanecer ausente de la realidad vivida por el Estado polaco de esa época. Abstraída, embobada por ese mundo de judíos polacos que se esfuerza en reconstruir imaginariamente, de manera mecánica se acerca a la tina y comprueba, por la temperatura del agua, que ya es hora de bañar al hijo, enjuagarlo, secarlo, vestirle el pijama, darle de cenar, acompañarlo en sus oraciones y acostarlo a dormir, lo que hace con amoroso cuidado, sin dejar de lado esas divagaciones que le atenazan la razón. Ve entonces a la familia del patriarca Meshulam Moskat, que de una manera ávida, como cuervos sobre la presa, espera su muerte, porque todos 73 sus miembros consideran que la única manera de gozar la vida es gastar el dinero del patriarca. Da vuelta a esa idea Jesusa. ¿Disponer del dinero ajeno como si fuese propio? ¿No es eso lo que hacen los políticos mexicanos, los empresarios gozosos de esquilmar a sus obreros con bajos salarios? Por lo pronto recuerda que Bashevis Singer expone en su obra que es así como se inician las contradicciones, porque se hace una separación radical entre las buenas costumbres requeridas y señaladas por el Talmud, y las costumbres europeas o estadounidenses ofrecidas por el mundo cristiano; piensa entonces que ella, una goy, se convierte en tentación para sus modos de vida. Ve la carátula del reloj Jesusa. Su marido está por llegar, pero no se da prisa, mantiene la parsimonia corporal requerida para la reflexión, para acordarse de que en ese libro no se soslayan las contingencias: el erotismo característico de los judíos, su avidez por vivir y recuperar el tiempo perdido. Es un mosaico —se dice— que muestra las costumbres, ritos y prejuicios de los judíos polacos de la primera mitad del siglo. En ese momento se molesta con ella misma, porque cae en la cuenta de que en toda la narración en la que ha reflexionado, queda suspendido el interés por demostrar que la única opción válida es incorporarse al mundo, pues a pesar de que en ―América‖ se trabaja mucho, allí se tiene la oportunidad de ser como los demás, y no un miserable judío obligado a vivir en el gueto. Y sabe, se da cuenta de la impostura, porque Estados Unidos no es así. Es la voz de Salanueva la que la despierta de sus cavilaciones sin fundamento, como ella misma acepta cuando Rogelio la besa y le pregunta en qué ha andado durante el día. Ambos bajan a la cocina, cálida porque el horno acaba de ser apagado después del tiempo preciso que deja al pastel de 74 zanahoria en su punto. La luz es tenue. Durante el tiempo que su marido dedica a buscar el sacacorchos para abrir una botella de vino tinto para la cena, ella le cuenta de su disparatada búsqueda de analogías entre las identidades nacionales judía y mexicana, con el propósito de determinar qué identifica o convierte a los mexicanos en tales, y si lo expuesto por Paz en su Laberinto de la soledad mantiene vigencia. Rogelio ríe, se da cuenta de que se ha casado con un monstruo que no lo dejará ni a sol ni a sombra en lo que a razones de vivir se refiere. Supo, desde el día en que empezó a encontrar mensajes en los bolsillos de su ropa, que si bien las inquietudes de Jesusa estaban ancladas en la vida y futuro de su hijo y en reconstruir su mundo afectivo y erótico, después no dejaría de cuestionarse sobre su entorno y la manera de comprenderlo y, en cierta medida, aceptarlo como un mal irremediable, o como un bien transitorio, un regalo divino, breve, e incluso incompleto. —Deja tus angustias existenciales de lado; centrémonos en algo más importante, en lo inmediato —argumenta Salanueva mientras lucha con el corcho que se deshace en el cuello de la botella e impide que lo bañe, ya, el aroma del Valdepeñas que se esfuerza en abrir—, en el trabajo que ya me comprometí a aceptarle a Wimer, en cómo se anticipa el sexenio que por fuerza transitaré desde el otro lado de la trinchera, pues seré el secretario particular del subsecretario de comunicación social de la Secretaría de Gobernación. — ¿Es en serio? —Escucha, Jesusa, nunca he sido más serio en la vida, Javier me lo ofreció y de inmediato acepté. Además, pienso que él lo consultó, pues de alguna manera la noticia es un secreto a voces, porque ya hay viejos compañeros que 75 me buscan de nuevo, otros desconocidos que desean conocerme, y hasta Julio Scherer está interesado en que nos reunamos. Cuando al fin la parte interna del cuello de botella del Valdepeñas está limpia, Rogelio solicita a su mujer un momento para lavarse las manos; le pide por favor que todavía no sirva el vino, pues le darán tiempo de oxigenarse mientras retoman la conversación y se fuman un cigarro. Dice y hace, va al baño de visitas donde se despoja de la corbata, la que dobla con esmero. Se desabotona el cuello de la camisa, desasegura las mancuernillas que se echa al bolsillo derecho del pantalón, se dobla las mangas y, como si fuese cirujano a punto de entrar al quirófano, se lava esmeradamente las manos, para después, con un cepillo de su uso personalísimo, limpiarse las uñas. Lo hace así desde aquella vez que durante un reportaje en la Costa Chica y por no lavarse las manos, se pescó una sarna que tardó semanas en desaparecer. Ya sentados, con la voz de Charles Aznavour de fondo, las copas de vino tinto recién servidas, las espirales de humo como adorno de las palabras guardadas durante el día y de los arrumacos dedicados del uno al otro, se facilita la huída de la tensión, del nerviosismo; resurge lo trascendente, lo que importa. Es el instante elegido por Rogelio para preguntar por Julio Ignacio, para enterarse de su comportamiento escolar y de su opinión acerca de tener un hermano. Envuelve a Jesusa en la intimidad de su hogar, la arrulla con los ojos, la hace olvidar esa inquietud que la ha atosigado a lo largo de su jornada, para conversar de temas amables, para recordar lecturas compartidas que forman, divierten e inquietan, pero de ningún modo conducen a la obsesión de un tema, de una posibilidad de negar lo que es una realidad a los ojos de otros. También la lleva de la mano al tema del cine, al comentario de las películas vistas durante la última muestra cinematográfica, hasta detenerse en el elogio 76 a Liv Ullmann, y lo que de ella obtiene Ingmar Bergman cuando la dirige, cuando la conduce por esos caminos que disponen a trascenderse, a evitar la disminución impuesta por la soledad, el poder, la ausencia, la falta de comunicación y el enorme peso de la divinidad en el estado de ánimo de todos aquellos que como Jesusa, necesitan saber de su identidad y de dónde proviene y cómo se formó. Llegados a este punto, cuando Charles Aznavour dejó de embelesarlos en medio de su conversación, cuando la cena y el vino han sido consumidos, después de dejar la mesa limpia y platos y cubiertos dentro del lavavajillas, y cuando Rogelio se dispone a beber un amareto en las rocas, mientras su esposa elige un Grand Marnier, ella se le lanza a la yugular, sin recriminación, airada, pero prudente. —Lo ves, tú mismo regresas a lo que necesitabas eludir esta noche. Lo que me trae de cabeza cae, por orden natural, dentro del ámbito de tu nuevo empleo, o la comunicación social del gobierno nada tiene que ver en cómo se creó y fomentó eso que conocemos como identidad nacional. —Claro que por eso no quería tocar el tema, pero como siempre te sales con la tuya, allá vamos, recordemos ese libro que tú me obsequiaste, el conocido como el Alperovich-Rudenko, y que trata de la Revolución. El ánimo no se tensa, por el contrario, desciende el tono de voz, como si de secretos fuesen a conversar. Es Jesusa la que cuestiona al marido: ―¿Quiénes fueron los grandes derrotados de nuestro movimiento revolucionario?‖ Es ella misma quien sostiene, con voz autoritaria, que los campesinos, pues gran parte de la clase media se incorporó al poder; los obreros se liberaron, en cierta medida, de la explotación, aunque se echaron encima a los líderes sindicales, muchas veces más corruptos que los patrones. Quien ganó fue la burocracia, la 77 elite dorada del poder, le clava la puntilla su mujer a Rogelio, y le afirma con mirada cálida: ―Ese es el trabajo que vas a asumir.‖ —Tienes razón, pero no seré un burócrata. Asumo mi responsabilidad, como recuerdo que el texto al que aludimos es una lección de historia que no debemos olvidar, porque si bien el destino de las naciones en muchos casos es lineal, en el nuestro permanece sujeto el poder superior de Estados Unidos. En el tema concreto del petróleo, la insuficiencia de energía que pudieran padecer las industrias estadounidenses, obligará a ese Estado a recrudecer su política unilateralmente y hacia abajo del río Bravo. Un momento de silencio. Jesusa hurga en sus argumentos para asestarle un tapaboca a su marido. Lo encuentra, afirma, sostiene que en el país y en el mundo los humanos han evolucionado en la manera de hacer política, y después de los incrementos de los precios del petróleo durante 1973, debido a la fuerza de la Organización de Países Productores de Petróleo, la política económica internacional ya no es tan favorable a Estados Unidos ni a los organismos monetarios y financieros creados para subordinar, lo que permite anticipar que la independencia real, efectiva, de los países árabes, tenderá a hacerse una realidad en el mediano plazo. —No lo creas, mi amor —la voz de Salanueva es ácida, su actitud muestra desgana y deseo de rehuir todo diálogo en ese sentido, pero amplía su respuesta—, la confrontación entre el mundo judeo-cristiano y el Islam nos trasciende, pero prevalecerá la cultura de Occidente, e inmersos en ésta nos encontramos nosotros como vasallos de un entorno que nos sujeta, que está más allá de las pretensiones y alcances de nuestro gobernantes. Así de sencillo, y a ello hay que ajustar el desarrollo de nuestra identidad nacional. 78

Concluida la frase, Rogelio deja la copa de amareto sobre la mesa de la sala, va en busca del disco que desea escuchar, encuentra el de Jacques Brel, ése recientemente comprado en Brujas; deja que las voces y los acordes de Ne me quittez pas escapen de las bocinas de manera tenue, seductora. Tiende los brazos hacia Jesusa, la invita a bailar, a posponer la presencia del mundo de las ideas para abrir el paso al mundo de la carne, del deseo, del erotismo, del amor bien comprendido. Esto sucede a las 23:00 horas en el hogar de los Salanueva, cuando ya la actividad de la casa de El barón rojo desciende; cuando la fiebre y la tensión de un día de frenética actividad política en los prolegómenos de la toma del poder se enfría para ceder el paso a los ruidos de la familia, que en combate a los ecos dejados por la turbamulta de peticionarios considerados cercanos o íntimos, se disimula entre las voces dejadas, pero jamás escuchadas, porque quién cree cierto lo dicho por el presidente electo durante su compaña electoral, acerca de que la renovación moral será efectiva y se hará caso al clamor del pueblo en contra de la impunidad. El nerviosismo cede su lugar a esa tranquilidad únicamente propiciada por los seres queridos. El próximo presidente de México respira hondo, encuentra un momento de paz para fumar y dar un largo trago a su whisky, antes de trasladarse al comedor de su casa donde cenará exclusivamente con sus cuatro hijos, tres varones y una mujer, y con su esposa, quien desde días atrás medita la manera de formular a su marido una petición que pareciera políticamente incorrecta. La conversación, como era de esperarlo, versa sobre la manera en que han de cambiar sus hábitos, sus vidas; la manera en que el Estado Mayor Presidencial es ya responsable de la seguridad de todos y cada uno de ellos, y 79 por eso mismo, la manera en que han de comportarse en público y en privado, pues la renovación moral —como les ha dicho el presidente electo hasta el cansancio— han de ejemplificarla en lo íntimo, en lo privado y en lo público. Dolores, quien en unos días más se convertirá en la primera dama de México, es una mujer discreta, agradable, distante de aquellos a quienes no trató cuando su marido inició el ascenso de los peldaños burocráticos, con discreto tesón, siempre apegado a la disciplina, la lealtad, la norma de servir al presidente en turno a ciegas, debido a que se considera al titular del Poder Ejecutivo como a un santón o un pontífice, poseedor de la gracia de la infalibilidad. Si el presidente de la República no se equivoca, quienes a él se acercan en busca de sus mercedes, tampoco tienen el derecho de equivocarse en lo solicitado. Es a esta idea, esta costumbre de la política que doña Dolores da vueltas, cuando antes de que su marido se retire a su despacho lo detiene, se acerca a él, se aproxima al poder y solicita que la capilla construida por José López Portillo para su madre en la residencia de Los Pinos sea preservada para ella, para su familia. La esposa del presidente electo no recibe respuesta, pero ella sabe, intuye que se ha salido con la suya. Después el silencio, roto por los pasos del oficial del Estado Mayor que sigue como una sombra a quien en unos días será investido como presidente constitucional de los mexicanos. Sólo asciende desde el piso el ruido de los pasos del edecán militar, pues los del hombre del poder son tersos, suaves, dan la impresión de no tener contacto con el suelo, dan la impresión de que quien camina hacia su escritorio levita. Al sentarse, con la mano derecha se acerca una carpeta negra sobre cuya cubierta está escrita la leyenda ―confidencial‖, así, entre comillas y letras 80 rojas. Antes de abrirla jala hacia fuera el cajón donde tiene oculta la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, la toca, la acaricia; deja caer los párpados, coloca la frente sobre la palma abierta de su mano izquierda, que mantiene tensa y en perfecta escuadra en relación al codo que descansa sobre el brazo de la silla. Nada se escucha, la respiración del hombre que está sentado parece haber desaparecido. Los minutos se suceden hasta sumar quince. Un cuarto de hora después, y antes de siquiera pensar en abrir esa carpeta negra para tratar de establecer los parámetros en los que podrá moverse, para determinar los riesgos en los que pone a su gobierno y a la nación, decide fumar, disponerse en cuerpo y alma a aprender y analizar la información que tiene a su alcance. Quiere, está urgido, necesita constatar que su decisión es la correcta, ante el estado de postración económica en que recibirá al país. Las caladas al Benson & Hedges dorado son profundas, pausadas, sin esa prisa con la que fuma quien dejó de hacerlo por mucho tiempo, pero lo necesita de nueva cuenta, vencido a su debilidad. Los anteojos le cubren la contrariedad, dan aire solemne a su actitud. Lo hace así porque desde que fue nombrado candidato del PRI a la presidencia de la República, determinó estar alerta, no permitirse el autoengaño de que desde el poder, e incluso en el camino de su conquista, quien lo ejerce es dueño del tiempo, cuando en realidad sucede a la inversa: ―durante seis años no se es dueño de nada, mucho menos del tiempo; por el contrario, somos víctimas de su implacable avance‖, pensó esa noche en su oscura oficina de la Secretaría de Programación y Presupuesto, y recuerda hoy, precisamente cuando inicia el balance de la consecuencia de toma de decisiones. 81

La carpeta negra no es muy gruesa. Sus 35 páginas han sido preparadas por la Organización Internacional de Policía Criminal, mejor conocida como INTERPOL; es un informe sobre el tráfico ilícito de cocaína fechado en septiembre de 1982, con número de referencia: COCWORLD82. Sobre algunas de las páginas del informe original hay, agregadas con clips, tarjetas con comentarios y cifras sobre el tráfico de marihuana. Él lo sabe, porque es abogado especializado en economía y no desconoce cómo se mueve el mundo. Está cierto de que el dinero del narcotráfico se reinserta en el PIB de diversos países, porque así lo necesitan los bancos centrales, los secretarios de hacienda o del tesoro. Lo requieren las naciones cuyo descubierto presupuestal, originado en sus deudas externas, puede llevarlos a la quiebra. Sabe el presidente electo que el producto del narcotráfico con el que él aspira reactivar la economía, se lo disputarán los estrategas de la Casa Blanca y los barones de la droga de esa nación, pero no le importa, le han abierto la puerta para usarlo y evitar que el país se le deshaga en las manos. Su tarea es conjurar el presagio que anuncia la desaparición del concepto de patria y soberanía, para, de alguna manera, retardar el hecho de que desaparezca la idea de nacionalidad. Así lo cree y así lo justifica con su director espiritual y con los dos subordinados con los que tejió la urdimbre de la asociación Estado-barones de la droga. Se cala los anteojos el presidente electo. Suspira. Lee, se entera de que ―se espera que una vez satisfecho el mercado estadounidense y canadiense, los traficantes de cocaína dirigirán sus operaciones a otras zonas del mundo: Europa Oriental y Occidental. El Observatorio Europeo de la Droga y de las Toxicomanías indica que en 1982 el mercado europeo de cocaína se ha expandido de forma constante, con un incremento de la oferta y una 82 disminución de los precios. El ritmo al que aumente el consumo de cocaína en los países de Europa Oriental dependerá en gran medida de la situación económica de los mismos. Se espera que aumente el mercado asiático de esta droga, aunque seguirá habiendo una gran competencia con los opiáceos (en este renglón una llamada a una tarjeta, donde se lee la información sobre el creciente consumo de marihuana y lo que el mercado podría reportar para el país).‖ Con gesto violento cierra el cajón donde guarda la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, como si con ello quisiera implicar que la divinidad de cuya tutela disfruta no ha de enterarse de lo que hace. Una vez cumplido ese movimiento innecesario, se informa que ―las principales organizaciones de narcotraficantes del mundo siguen diversificando sus productos, y algunas de ellas utilizan sus itinerarios y redes de distribución para transportar diversas drogas; por ejemplo, hay indicios de que las organizaciones delictivas truecan cocaína por drogas sintéticas en Europa. Esto significa que los itinerarios de la cocaína serán cada vez más complejos, y habrá cada vez más participación de pequeñas organizaciones delictivas de carácter étnico.‖ Se impacienta. Deja atrás los prolegómenos, pasa con rapidez una, dos, tres hojas, hasta considerar que entra en materia. Con una tarjeta alba a su lado, un lápiz de punta finísima anota los datos considerados por él necesarios para afinar la negociación. Escribe, entonces, que la cantidad total de cocaína decomisada mundialmente durante 1982 supera las cien toneladas, lo que significa un 12 por ciento menos que en 1980, y respectivamente 8 por ciento y 6,5 por ciento menos que en 1979 y 1978. América del Norte, zona dentro de la cual se ubica México, realiza el 50.8 por ciento de los decomisos. 83

En ese año —continúan deslizándose sobre el papel la mano y el lápiz del presidente electo— la cocaína decomisada fue encontrada en: contenedores, el 43.2 por ciento; en barcos, el 23.8 por ciento; por métodos desconocidos, 15.3 por ciento; en vehículos y piezas de recambio, 6.7 por ciento, y desciende a escalas mínimas en equipajes, alimentos y bebidas, prendas de vestir, incluida la ropa interior, paquetes postales y los famosos burros, por ingestión, con un 0.3 por ciento. Piensa con inquietud, el presidente electo, que una tarea fundamental a la que no pueden oponerse sus nuevos socios, es mantener viva la estadística de los decomisos, pues no sería creíble la lucha del gobierno, de su gobierno, en contra del narcotráfico, si los decomisos descienden a lo mínimo o son nulos. Se anticipa, en su reflexión, a la propuesta que seguramente le harán Félix Gallardo, Caro Quintero y Fonseca Álvarez a través de los licenciados Emilio Romero y Justo Patrón, que es lo que no puede hacer: eliminar a los otros narcotraficantes, a los competidores. ―El Estado debe administrar, no competir‖, medita, evalúa durante un receso buscado para fumar. Pero se impacienta. Mientras aspira el humo con enojo, coraje más que con gusto, deja correr los ojos por las líneas que le informan: ―La cocaína representa el 72 por ciento de las drogas decomisadas mundialmente en los aeropuertos y es, sin duda alguna, la sustancia más transportada por vía aérea. Los productores de cocaína buscan siempre el medio de transporte más rápido y eficaz. Si consideramos el número total de decomisos de cocaína registrados en la base de datos de la Secretaría General, podemos observar que el 51 por ciento ocurrió en los aeropuertos de todo el mundo, pero que el porcentaje de la cantidad total de cocaína decomisada en 1982 es sólo de un 5.9 por ciento (se calcula que el 67 por ciento de la cocaína decomisada se transporta en 84 embarcaciones). El 78 por ciento de los decomisos de cocaína en aeropuertos se efectuaron en Europa y en vuelos directos procedentes de América Latina. Según informes comunicados a la Secretaría General, en 1982 el 39 por ciento se decomisó en puertos, en aguas internacionales y en navíos comerciales y privados, mientras que otro 31 por ciento se confiscó en lugares desconocidos.‖ Considera que dadas las circunstancias en las que está a punto de recibir al país para gobernarlo, y considerando que lo que lee modifica el punto de vista que tenía prejuiciado acerca del acuerdo del Estado con los barones de la droga, ha llegado el momento de otro whisky, pues se trata de iniciar los tragos amargos que ha de apurar con los ojos cerrados y el cerebro atento, cuando las decisiones caen dentro de su ámbito íntimo, secreto. No es náusea lo que siente. Procede a servir la dosis de Etiqueta Azul. De pronto decide duplicarla acompañada de un único cubo de hielo, sobre lo que vierte una muy pequeña cantidad de agua. Se detiene, olfatea en el aire. No distingue el hedor, se confunde, sabe que no está cansado, y mucho menos borracho. Se le dilatan las fosas nasales, el hedor es insoportable, está ahí, cerca de él, quizá dentro de su cuerpo, en su conciencia. Es una llamada de atención, sabe de dónde proviene ese asco producto del ejercicio de un poder ilimitado. Sabe que no hay retractación posible. Da un trago al whisky, se relaja, regresa detrás del escritorio, retoma la lectura: ―En 1982 se detectó un incremento en la producción de cocaína, que alcanza las 400 a 500 toneladas disponibles en los países consumidores. Los sindicatos de la droga se adaptan fácilmente al tráfico y consumo cambiantes. La creación de nuevos mercados, como los de Oriente Medio y Europa Occidental, y la popularización del 85 consumo de cocaína en los mercados tradicionales han favorecido el incremento de los precios de la cocaína base y, en consecuencia, el cultivo de las plantas de coca.‖ Se detiene. Apura de un solo trago el Etiqueta Azul. El asco se disipa, se transforma en náusea. Asume su responsabilidad, pues intuye, tiene la certeza de que va más allá de las famosas y tan traídas y llevadas razones de Estado. Es la supervivencia de la nación lo que él considera que está en juego, y bajo esa consideración reasume su lectura: ―Los servicios colombianos para la aplicación de la ley estiman que en 1982 se dedicaron al cultivo de la hoja de coca 70 mil hectáreas, principalmente en los departamentos de Guaviare, Vichada, Caquetá, Meta y Putumayo. La adormidera se cosecha en los departamentos del Valle del Cauca, Huila, Caquetá, Cauca, Quindio, Risaralda, Caldas, Nariño y Cesar, y la marihuana se cultiva en los departamentos de Bolívar, Huila, Cauca, Magdalena, Cesar y Tolima. Las autoridades colombianas han efectuado operaciones importantes durante 1982 en esas regiones, que dieron como resultado el decomiso de varias toneladas de cocaína base, clorhidrato de cocaína y precursores químicos, así como el desmantelamiento de varios laboratorios de fabricación de cocaína. Un mejor conocimiento de los cultivos específicos y el incremento de la presencia estatal en regiones aisladas del país, podría facilitar el éxito de las fuerzas gubernamentales.‖ A pesar de lo avanzado del otoño y de ser una fría noche, las perlas de sudor le ruedan sobre la frente, empañan sus anteojos, de los que se despoja para limpiarlos con un pañuelo que saca de la bolsa trasera del pantalón. Los limpia con esmero, parece empeñado en pulirlos, hacerlos brillar con el 86 preciso objeto de ver la realidad de la única manera posible cuando se es hombre de poder —acepta—: a través de su propia óptica. El sudor no manifiesta su asombro, porque no lo está. Esa humedad que sale de sus entrañas expresa la pasión, el esfuerzo con el que se empeña en comprender las decisiones que debe no sólo tomar sino asumir con un nuevo concepto de responsabilidad, en la que lo personal cede su lugar a la nacional, lo histórico. Se dice: ―El Estado por sobre todo‖. Parece distraído, pero no es así. La lectura ha transcurrido al ritmo en que él anota aquello que llama su atención o desea conservar en la memoria como objeto de análisis. Sus ojos lo enteran de que ―la tendencia del consumo y tráfico de droga en los países de América del Norte se hallan generalmente interrelacionadas, y suelen reflejar los cambios y tendencias que suceden del resto del mundo. Camiones de alquiler y vehículos privados, vuelos internacionales y paquetes enviados por mensajería urgente, son utilizados para introducir la droga en Estados Unidos, sin que olvidemos mencionar el empleo de fletes marítimos. Las bandas criminales que operan desde Suramérica introducen de contrabando cocaína y heroína en América del Norte, utilizando para ello principalmente los itinerarios terrestres a través de México, y los itinerarios marítimos a través del corredor del Caribe y de vuelos internacionales.‖ Piensa en la posibilidad de posponerlo todo unas cuantas horas, hasta la mañana siguiente. Juega con el lápiz que sostiene en la mano. No muestra agotamiento, sí tensión. Nada más llegar a la página 26 se percata de que entra en materia. El sujeto de análisis es México, el país a punto de entrar a la renovación moral, de transformarse guiado por su recia mano e incorruptible proceder ético, piensa antes de posar los ojos sobre el párrafo siguiente. 87

―México sigue siendo el principal itinerario de tránsito hacia Estados Unidos; en 1982 se observó un incremento de la actividad delictiva en la península de Yucatán. Este país ha surgido en los últimos años como la principal ruta de acceso para los traficantes que envían cocaína a Estados Unidos. Y no olvidemos que produce igualmente importantes cantidades de heroína y marihuana. Las organizaciones delictivas mexicanas han perfeccionado los métodos de ocultación de los envíos ilícitos, utilizando para ello dobles fondos en las maletas, compartimentos secretos y productos perecederos que impiden la detección y localización de las sustancias. Las autoridades mexicanas han elaborado varios programas para detectar los envíos ilícitos, y han llevado exitosas operaciones de sellamiento en la península de Yucatán, en la frontera sur y en el Golfo de California. El resultado ha sido un incremento importante en la cantidad total de cocaína decomisada, que se elevó a unas diez toneladas en 1982.‖ Saca otro Benson & Hedges de la cajetilla dejada sobre el escritorio. Juega con él entre los dedos de la mano izquierda, reflexiona sobre el destino y la mucha o poca oportunidad que los hombres de poder tienen para incidir en él, sobre todo cuando se trata del porvenir de toda una nación. Asume interiormente esa responsabilidad, consciente de que no puede ceder a la pretensión del presidente de Estados Unidos planteada sin ambages en los primeros minutos del único encuentro sostenido entre ellos. Piensa, está seguro de que no puede cederles la península de Baja California. Esa ambición mostrada por la Casa Blanca determinó la alianza con los barones de la droga mexicanos. Sabe que sus próximamente gobernados necesitan alimento y libertad, pero por encima de toda consideración ética conoce de su obligación 88 para mantener la integridad del territorio nacional, de la patria como concepto y como espacio de convivencia. Descubre, con asombro, que la tensión desciende hasta sus dedos, pues el papel del cigarrillo con el que ha jugado y todavía sostiene en la mano izquierda, está mojado. Lo deposita en el cenicero, saca otro de la cajetilla, lo enciende, continúa con su lectura: ―Solamente los decomisos efectuados por vía marítima totalizan ya siete toneladas de cocaína. En el mes de agosto fueron decomisadas cinco toneladas en un barco pesquero mexicano, el ―Dos bocas‖, frente a la costa del pacífico. Se cree que esa droga iba destinada a Estados Unidos. Ese decomiso fue el mayor realizado por las autoridades mexicanas hasta ahora, superando al de 3,044 kilos de cocaína logrado en junio de 1980 en el buque ―Guaymas IV‖. A principios de diciembre de ese mismo año, fueron encontradas dos toneladas de cocaína abandonadas, flotando, a 300 millas marinas de la costa de Acapulco; en una operación conjunta con el servicio de guardacostas de Estados Unidos, las autoridades mexicanas capturaron en un bote de pesca 1.8 toneladas de cocaína.‖ Concluye el presidente electo la lectura de ese reporte. Es entonces cuando se percata de un hecho trascendente para la decisión que ha tomado. Nada leyó de las tarjetas adjuntas preparadas por sus asesores, y nada se menciona de los cárteles mexicanos de la droga. En cuanto a la marihuana, su tráfico es referido tangencialmente, lo que demuestra la discreción de Rafael Caro Quintero, y la inexistencia del rancho El Búfalo para las autoridades de INTERPOL y de la DEA. La madrugada le anuncia un sueño relajante, aunque decide ayudarse al descanso, por lo que se sirve otro trago de Etiqueta Azul con un hielo. Lo disfruta, paladea acompañado de un último Benson & Hedges mientras 89 determina que ha de pensar en cómo disminuir el riesgo de las indiscreciones, a efecto de que el compromiso pueda ser detenido en el momento que convenga al Estado, a su gobierno, una vez que las finanzas públicas sean manejables para detonar, de nueva cuenta, el crecimiento económico. Por fin camina con sus preocupaciones a cuestas hacia su dormitorio. Al momento en que el silencio es roto por el ruido que hace la puerta al cerrarse, el edecán militar que ya no lo deja a sol ni a sombra, que es testigo de su intimidad y víctima de sus humores corporales, decide prender un cigarrillo, fumarlo con lentitud, darle tiempo a que llegue el cambio de guardia, para después ir a su casa y olvidarse de lo oído y visto durante las últimas 24 horas, para no acordarse jamás. Al mismo tiempo en que la recámara principal de la casa de El barón rojo queda a oscuras, la luz de La Copa de Leche, restaurante a la moda y ubicado sobre la Avenida Vallarta, de Guadalajara, adquiere un tono tenue, como si uno o varios de los comensales hubiesen requerido con el administrador del restaurante no sólo un trato especial, sino las facilidades necesarias para pasar desapercibidos, para que los bultos de las escuadras ocultos debajo de los faldones de las camisas sueltas, u ostentosamente mostrados encima de los cinturones piteados y apenas cubiertos por sacos de pana o chamarras de piel, no fueran objeto de las miradas de otros comensales, o causaran inquietud entre los asistentes que nada tienen que ver con lo que allí sucede todas las noches a partir de las cero horas. La terraza del restaurante está semidesierta. De las múltiples mesas de madera de pino entintadas en color caoba únicamente dos están ocupadas por los guardaespaldas, quienes pierden el tiempo en un silencio en apariencia distraído, pero mientras se limpian los dientes con palillos de madera, o fuman 90 lo que no producen, sus ojos están atentos a lo que ocurre en la acera y en las esquinas aledañas. Su trabajo es facilitado por el hecho de que las sombrillas que durante el día protegen a los comensales de los rayos del sol, a esas horas están recogidas y permiten una imagen amplia del entorno. Dentro, en el vasto salón, en una mesa redonda muy cercana a la pared que está ubicada al costado derecho de la puerta de la cocina, Rafael Caro Quintero bebe coñac con coca-cola y come un jugoso filete miñón mientras espera a sus invitados. Su actitud es la del tigre al acecho de su presa: el cabello ríspido, cargado de electricidad; la vista atenta, el oído alerta, la escuadra clavada en la entrepierna, floja, amartillada, próxima a la hebilla del cinturón piteado. Está vestido en traje de faena, con las botas de piel de avestruz cubiertas por la pernera del pantalón cortado en finísimo holland- sherry de factura inglesa. La camisa de seda comprada para él en Soulkas, de Nueva York, abierta hasta la altura de las tetillas, con el objeto de permitir el brillo de las divinidades protectoras que cuelgan de su cuello en gruesas cadenas de oro. Con el movimiento de las manos al acercarse la copa de vino a los labios, o al usar de los cubiertos para partir la carne, los destellos de la esclava y el Rey Midas transforman su fulgor en una loca danza de luces reflejadas en las paredes, el techo o los ojos codiciosos de los otros comensales. Rafael Caro Quintero no se da cuenta, o no quiere hacerlo, porque su atención es retenida por una pequeña pero escultural figura femenina, de cabello negro, largo, suelto, que cae más abajo de sus hombros y casi se junta en torno a una cintura finísima, que es remate ascendente de dos piernas esculturales, y descendente de turgentes y provocativos senos apenas mayores que el cuenco de una copa de martini. 91

Se inquieta Caro Quintero porque no logra ver los ojos de esa mujer que conversa con otras amigas; en su diálogo mueve el cabello, las manos de un lado a otro, lo que evita que sus pupilas queden al descubierto, lo que evita que sus intenciones puedan ser adivinadas, o quizá sospechadas, si mantuviese la mirada fija. No lo hace, porque está escondida dentro de ella misma. Sabe Caro Quintero que, si quiere hacer una conquista, el tiempo se le angosta, porque sus invitados no tardan en llegar. Llama al mesero más cercano a su mesa, le da indicación de que diga a uno de sus ayudantes que se acerque, comisión que es hecha de inmediato. En cuanto un hombre pequeño, esmirriado, pulcro pero desaliñado, se acerca de frente a la mesa de Rafael Caro Quintero, éste deja de usar los cubiertos e inclina su cabeza hacia el lado derecho, con objeto de indicarle que es por allí por donde ha de aproximarse a recibir instrucciones. Se trata de José Ramón Fernández, un indígena de la etnia de los popolocas poblanos, de ojos verdes, lampiño y pelo trigueño, mirada huidiza, tímido, pequeño de espíritu como de cuerpo, sólo dispuesto a dar la vida por su amo y patrón, a quien venera de una manera abyecta. El metro y medio de Joserra Fernández —como es conocido por propios y extraños, por su sumisión con los de arriba y su desparpajado abuso de poder hacia abajo— exuda temor mientras más se acerca al dueño del rancho El Búfalo. Al estar al alcance de la tenue y dura voz de Caro Quintero, el subordinado se hinca, procede como si estuviese ante su confesor o guía espiritual, se despoja de la gorra que le protege una incipiente calvicie y baja la mirada, sumiso, atento a las órdenes de su amo. —Sin ponerte de pie, levanta la cara, observa esa mesa —le indica Caro Quintero a Joserra—, fíjate bien en esa mujer pequeña. Necesito saber todo de 92 ella. Cuando salga, síguela, averigua dónde vive, quiénes son sus padres, todo, absolutamente todo, ¿entendiste? La respuesta afirmativa es un gemido, casi una imploración. Mantiene la cabeza agachada hasta que Caro Quintero, con un gesto despectivo, le indica que se vaya. El barón de El Búfalo regresa a su bebida y su filete. Pasados unos minutos oye el estruendo de una motocicleta, cuyo conductor necesita indicar a quien lo escucha que ha dispuesto todo para seguir a la persona que recién le indicaron que no perdiera de vista. En ese instante Rafael Caro Quintero esboza una sonrisa de satisfacción. Conoce los límites de su poder, pero también sabe y ha disfrutado de sus alcances. En esos recuerdos divaga cuando también de frente se acercan Sante Bario y Enrique Salazar, dos agentes antinarcóticos empleados por la DEA y destacamentados, uno en el Distrito Federal y otro en Guadalajara. El primero es un hombre pulcro en cuanto a su físico, el clásico red neck de tez muy blanca y cabello castaño claro, de estatura media, manos ávidas y ojos huidizos, de esos que no pueden y no quieren ver de frente al interlocutor por temor a dejar al descubierto las verdaderas y aviesas intenciones escudadas atrás de su autoridad. El segundo es un pocho, un bato más parecido a los personajes interpretados por Cheech Marin que a los que ha dado vida Edward James Olmos. El Quique Salazar, como es conocido entre sus compañeros de la DEA y por los narcotraficantes con los que trata, es oriundo de El Salto, Jalisco, pero aclimatado y criado en San Bernardino, California, a donde sus padres lo llevaron de niño, cuando huyeron de México, de su hogar, de su nación, en busca de mejores oportunidades para ellos y sus hijos. 93

Quique llega como es, suelto como la camisa que lleva desfajada, amplia, usada así para cubrir la escuadra .45; tal como trae el pantalón de mezclilla se asemeja más a los cholos, a los pandilleros del este de Los Ángeles que a un verdadero policía. Es de baja estatura, de pelo chino negro, de tez morena marcada de acné o de viruela, lo que le confiere un aspecto de matón a sueldo, decidido a todo, incluso a corromperse por ese deseo muy chicano de olvidar el origen, el hambre, la humillación que los expulsó de México. Cuando saludan a su anfitrión, éste ya está transformado en una cobra erguida, que mide, ve, calcula los peligros que la amenazan, o evalúa la posibilidad de adormecer a sus presas con el peso de su autoridad, con la fuerza de su mirada, con el temor inspirado por su rapidez y lo letal de su acción. Pronto se da cuenta el Quique Salazar de qué lado está la fuerza, pues él y Sante Bario como huéspedes de Caro Quintero en la mesa de La Copa de Leche, una vez bebidos los dos primeros tragos y ordenada su cena, se abren de capa, cuentan su reciente conversación con los testaferros del gobernador Álvarez del Pozo, y antes de llegar de viva voz a lo que verdaderamente los llevó a buscarlo, con los ojos y la actitud imploran, ruegan, suplican como dos penitentes ante la divinidad, para que de alguna manera el trato establecido con las autoridades del gobierno de Jalisco sea aceptado por él sin menoscabo de sus ingresos, pues saben que hay un reordenamiento de los acuerdos y que éstos se van a respetar con pulcritud. —Precisamente —es enfático Caro Quintero en su respuesta, incluso en un desplante de grosero poder, cuando habla señala a sus interlocutores con el cuchillo o el tenedor en un gesto amenazante—, de lo que se trata es que el gobierno, mi gobierno, cuente con el dinero que ustedes y otros como ustedes 94 quitan a las oportunidades de desarrollo de los mexicanos. Nada sé de economía, mucho menos de finanzas, como se refieren ahora a los negocios, pero sí estoy seguro de mi sentido patriótico. Si es negocio de mexicanos, ese dinero debe ayudarnos a nosotros. A Sante Bario se le atora el ceviche en la garganta. Quique Salazar se atraganta con el vuelve a la vida que come con esmero, sin darle tregua al hambre ni al orgullo. Los dos sienten que el corazón se les cae al suelo. Es el juego de Caro Quintero, sabe que los tiene en sus manos, de la misma manera que él se sabe en las manos de los jefes de sus comensales, pues una denuncia, un capricho causado por la ausencia del ruido hecho por los dólares que pagan su silencio, no sólo causaría un escándalo en Estados Unidos, sino también con su gobierno, y eso mandaría al carajo los acuerdos que en unos días entrarán en operación. —Pero no se achicopalen, nuestro arreglo no puede terminar de la noche a la mañana. ¡Claro que seguirán recibiendo su lana! —exclama bonachón y sonriente Caro Quintero, en un esfuerzo por reanimarlos, por cubrirse las espaldas—, aunque, como entenderán, el monto de billetes que llenará sus bolsas y su apetito, habrá de reducirse, no sé si considerablemente o en una cantidad pequeña, pero no podrá ser lo mismo. Goza Rafael Caro Quintero al ver como la sangre regresa al rostro de sus comensales; disfruta más todavía cuando al decirles que, por lo pronto, Joserra los visitará como de costumbre durante los próximos meses, olvidan todo recato y brindan y comen ávidamente, como si de curarse una anemia perniciosa se tratara. Despachado el asunto que les quitara el sueño y el hambre por unos días, Salazar y Bario, con un desparpajo inusitado en policías de la DEA, cambian 95 de conversación sin dejar el tema del narcotráfico, y exponen a Caro Quintero su teoría acerca de la saturación de las rutas y la necesidad de buscar caminos alternos, a efecto de enviar por las rutas conocidas los alijos susceptibles de ser decomisados, con el propósito de que ellos y sus jefes no queden en ridículo. Al dar buena cuenta de los postres, del café y de una botella de coñac Henessy XO, son ya las cuatro de la mañana cuando se despiden. Los policías se alejan por la Avenida Vallarta en un automóvil Chevrolet Biscayne destartalado, del que se sirven precisamente con la idea de pasar desapercibidos. Cuando Rafael Caro Quintero sube al asiento trasero de su camioneta Bronco, ya encuentra a su lado a Joserra, quien le comunica, en medio de una oscuridad que lo vuelve inmune a la mirada y al poder de su jefe, que ya tiene la información solicitada. Cuando la camioneta enfila rumbo a la salida a Nogales, por donde se encuentra la hacienda donde vive el principal productor de marihuana de México, Joserra, con un dejo de humildad en su voz, da cuenta a su patrón de lo averiguado. Le informa entonces que el nombre de la mujer es Sara González de Cossio, que tiene 17 años y es hija de uno de los hombres de mayor peso económico y moral de Jalisco. Dice también que vive en la colonia Country Club, y que goza de una libertad que no tienen la mayoría de las muchachas de su edad. Medita, piensa Caro Quintero en la manera de comprar a esa mujer. Como es un hombre que sin preparación alguna se ha esforzado por salir de su atraso educativo, manifestado en sus formas y en su proceder, se empeña desde hace meses en modificar su actitud y su apariencia, por lo que lo primero que hizo 96 para ser alguien y lavar su fortuna, fue adquirir una agencia distribuidora de vehículos Ford, curiosamente muy cerca de la casa de Sarita González de Cossio. Consciente de su apocada conducta con mujeres que no son de su extracción social, determina que muy temprano ese mismo día, ya en su oficina de la distribuidora Country Motors, elegirá el coche más lujoso de su agencia para enviárselo como regalo, no para intimidarla, tampoco para asustarla, sí para impresionarla, pues las mujeres de dinero sólo son impresionables por más dinero, piensa mientras se acuesta a dormir, cuando está seguro de que su equipo de seguridad resguarda la casa para velar por su paz y tranquilidad. Cuando Rafael Caro Quintero busca conciliar el sueño pensando en la mujer apenas entrevista en La Copa de Leche, Ernesto Fonseca Álvarez y Miguel Ángel Félix Gallardo, hospedados en habitaciones contiguas en el Sábalo Beach Resort, de Mazatlán, son despertados por sus respectivos guardaespaldas para trasladarlos al lugar donde tendrán una reunión matutina, a bordo de un yate desde el cual disfrutarán con la pesca del marlin, mientras conversan acerca del funcionamiento de las casas de cambio y puntualizan su fecha de inauguración. Son las 6:30 horas de la mañana cuando llegan al muelle municipal del puerto, donde el yate ―Culichi‖ ha sido aseado y abastecido, además de escaneado con el propósito de saber si alguna autoridad decidió poner micrófonos ocultos para escuchar lo que allí se habla. El avituallamiento para el desayuno es sobre todo un producto de la tierra, más que marino, porque además de los ostiones frescos el cocinero preparó papaya, jugo de naranja, chilorio, tortillas de harina, frijoles maneados con 97 harto queso, café muy fuerte y cervezas frías para aguantar el calor del mediodía. Al abordar los barones de la droga, de inmediato buscan con los ojos y la nariz el lugar bajo el toldo de cubierta donde han colocado la mesa para el desayuno, que ya está pulcramente arreglada, pues consideran de mal agüero hablar de negocios antes de agradecer el día a su divinidad, y antes de ingerir cualquier alimento, no fuesen a regresar al mundo de penurias del que a fuerza de tesón, valentía y mucha sangre regada en el camino, salieron. El motor del ―Culichi‖ es ya un ronroneo adormecedor cuando beben su última taza de café, fuman el primer cigarrillo y dejan de lado los asuntos de la familia y la pesca, para abordar los negocios que traen entre manos, absolutamente concretos y definidos. El viaje de pesca de altura ha sido emprendido para valorar las proyecciones del negocio que les entregaron sus contadores, y así evaluar los lugares donde han de instalarse las casas de cambio, considerar su inserción y crecimiento en ese sector, así como las últimas consideraciones a ellos vertidas por los licenciados Romero y Patrón, que estarán atareados con eso de la toma de posesión del muy próximo presidente de la República, comentan entre ellos. La línea de la costa desaparece cuando Don Neto y Félix Gallardo se sientan en los sillones de popa, se abrochan los cinturones de seguridad y dan rienda suelta al sedal, que con el peso de la carnada enganchada al fuerte anzuelo de acero parece hundirse, para regresar a la superficie por la velocidad del yate, momento que indica al piloto que ha llegado la hora de reducir los nudos náuticos, a efecto de que la carnada caiga lo suficiente dentro del agua, para que los peces que quieren como trofeos, cedan al hambre y se enganchen. Una vez que los tripulantes del yate dejan entre los sillones un refrigerador portátil, lleno de hielo y cervezas, la soltura de sus comentarios es manifiesta 98 en la manera en que se refieren a Caro Quintero y los modos y estilo con que éste decidió que, además de las casas de cambio en los aeropuertos internacionales y la Zona Rosa de la ciudad de México, él quería otras en Guadalajara y en Culiacán. De la primera ciudad incluso detalló su ubicación y dijo que ya tenía habilitados los locales con sistemas de seguridad y cajas fuertes. Evocan en ese momento la enjundia con la que el dueño de Country Motors les detalló cómo es y en qué área de la ciudad está la calle de López Cotilla. Es preciso Félix Gallardo cuando evoca las minucias en las que se metió Caro Quintero para lograr su aprobación de esa parte del proyecto, para poner una casa de cambio entre las calles Degollado y avenida 16 de Septiembre, considerando con mucho interés las esquinas de Maestranza y Corona con López Cotilla. En ese momento también consideran lo que unas horas antes Caro Quintero conversara con los dos agentes de la DEA en el restaurante La Copa de Leche, en Guadalajara; están oportunamente enterados, ya que por medio de un ingenioso sistema de mensajes codificados establecido a través de traileros que cubren la ruta hacia el norte de la república desde el centro y occidente del país por la costa del Pacífico, radiados de uno a otro hasta llegar a los oídos indicados, para después de decodificarlos, pudiesen los guardaespaldas entregarlos puntualmente a sus jefes en cuanto éstos abrieran los ojos para ir a la pesca deportiva. La mañana para Ernesto Fonseca Álvarez y Miguel Ángel Félix Gallardo se alegra cuando la caña de uno después de la del otro se dobla y jala del sedal con una fuerza inusitada, tanta que el carrete rueda con velocidad y produce ruido; mucho ruido que se confunde con las risas y gritos de quienes sienten que la presa dará tan buena pelea que les permitirá echar fuera la tensión 99 acumulada de los últimos meses, transformada en sudor, a través de un juego de astucia y vencidas con el pez enganchado al anzuelo, para evitar que troce el hilo. Es similar al juego de la vida —piensa, en medio de la emoción producida por el esfuerzo que realiza, Miguel Ángel Félix Gallardo—, es necesario engancharlos y después darles cuerda para engañarlos, para después tirar del sedal poco a poco, vencerlos, mostrarlos en la derrota colgados del gancho que en el muelle espera para que el pescador se tome la foto. El sol está de color bermejo, apenas sobre la línea del horizonte, cuando el ―Culichi‖ atraca en el muelle municipal del puerto, y la tripulación se afana para llevar los marlines a los ganchos, mientras muy orondos los barones de la droga posan para la foto. Una vez que han gozado con su trofeo, disponen que uno de los peces sea obsequiado a los pescadores, y el otro llevado a la cocina del Sábalo Beach, con el propósito de que al menos puedan cenar una buena porción de su trofeo del día. A la misma hora en que Félix Gallardo y Don Neto estuvieron dispuestos para abordar el ―Culichi‖, los licenciados Emilio Romero y Justo Patrón concluyen una reunión, en una de las suites del hotel Emporio, de la lateral de Reforma, en la ciudad de México, con el jefe de los contadores de las casas de cambio que se inaugurarán el dos de diciembre, en cuanto su jefe se haya terciado la banda presidencial al pecho, y se haya dado salida a los enardecidos ex banqueros que perdieron sus negocios con la estatización de la banca ordenada por José López Portillo, a través de las casas de bolsa que ampliarían sus servicios para aproximarlos a los de la banca, tal como lo habían dispuesto los asesores económicos del presidente electo, comentan 100 entre ellos antes de abordar sus vehículos y dirigirse a descansar después de una fructífera noche de trabajo. Son precavidos y muy cuidadosos de su proceder los licenciados Romero y Patrón, pues desde la reunión en el Chateau Camach, y para evitar ser objeto de filmación, o grabados y espiados, determinaron nunca realizar los encuentros subsiguientes en el mismo lugar, además de determinarlo siempre una hora antes de que la reunión inicie. Los operadores políticos del presidente electo tienen muy claro el panorama. Han comprendido lo por él expuesto en las largas reuniones de trabajo en La casa del barón rojo. El proyecto de acuerdo entre los barones de la droga y el Estado fue discutido y aprobado primero entre ellos, posteriormente con Rafael Caro Quintero, Ernesto Fonseca Álvarez y Miguel Ángel Félix Gallardo, con la asesoría de Rafael Aguilar Guajardo. Todos asumieron su responsabilidad; todos estuvieron de acuerdo en preservar el aura ética, profesional, imparcial y de autoridad de ciertas instituciones, como lo son la Tesorería de la Federación, el Ejército y la Armada y la Secretaría de Gobernación, por lo que se ideó y estructuró el programa de las casas de cambio para lavar el dinero que después sería usado por el gobierno para evitar la parálisis económica y relanzar el desarrollo. Tanto lo discutieron, que para ninguno de los participantes quedó duda de que del fracaso de la administración de la abundancia y el fortalecimiento del Estado propuesto durante el sexenio 1976-1982, hubo de pasarse a la necesidad de compartir el poder con aquellos que estuviesen interesados en preservar la soberanía y la independencia nacionales, a cambio, sí, sólo a cambio de una parte de ese enorme poder político que de ninguna manera podía o debía compartirse con la Casa Blanca o los organismos financieros 101 internacionales que ya tienen un pie en la administración pública mexicana, debido a las cartas de intención firmadas por el gobierno que agoniza y antes de hacerlo estatizó la banca —recuerda Emilio Romero que expuso en una de tantas reuniones, mientras bebe café y espera a Justo Patrón para dar continuidad a los acuerdos que toman a efecto de inaugurar las casas de cambio—, con la idea de evitar al Estado compromisos con los banqueros, y obligarlo a establecerlos con los barones de la droga, tal como se decidió para preservar al país. De eso meditan y conversan en voz baja ambos jóvenes políticos, cuando parados en la acera de la lateral del Paseo de la Reforma y a las puertas del hotel Emporio dejan que el aire frío de la madrugada les refresque la cara y el ánimo, aunque todo indica que lo tienen bien puesto, pues a pesar de una noche de insomnio y trabajo, ambos están acicalados, con el nudo de la corbata ajustado, los pantalones como recién planchados, el saco impecable, el abrigo abierto, los zapatos lustrados como espejos, recién peinados, los bigotes cuidadamente pulcros y alineados. Nada se mueve en ellos, ni un asomo de duda por las previsibles consecuencias de lo que preparan para que el país no se deshaga en las manos de su jefe.

Capítulo IV Mayo de 1984

Alfredo Zavala hace la misma señal de la cruz que su abuela le enseñó desde niño. Con fervor, en un murmullo únicamente inteligible para la divinidad a la que se dirige, pronuncia con los labios casi cerrados idénticas oraciones a las aprendidas en el catecismo. Está de pie ante el altar a la Virgen de Guadalupe, modesto, pero siempre con flores frescas y la llama votiva de una veladora cuya cera ha sido hábilmente aromatizada por su esposa. Afuera de su casa el ruido es constante. Quique Salazar no despega la mano del claxon, porque piensa que no llegarán a tiempo al aeropuerto de Guadalajara, para desde allí emprender su vuelo rutinario de reconocimiento por la sierra de Michoacán, con el fin de ubicar con precisión los plantíos de amapola o de marihuana. Pero Alfredo Zavala no hace caso de ese ruido que no interrumpe sus oraciones, aunque molesta el sueño de sus vecinos. Una vez que considera ha encomendado lo suficiente su alma a la imagen venerada de la Guadalupana, deja caer sobre su cabeza la cachucha blanco con rojo, y antes de dar un beso a su esposa va al cuarto de sus hijos, donde les busca la frente, la cabeza, el corazón. Quiere, necesita sentirlos vivos, saber que lo esperan de regreso. Los bendice con el gesto idéntico al usado por su madre, y los deja dormir. 103

Ya en la puerta de la casa, frente a las ansias y los ojos desesperados de Quique Salazar, Zavala, de pelo hirsuto y negrísimo, de estatura mediana, pues apenas completa el metro con sesenta y cinco centímetros. Con la ropa que denota el esfuerzo por salir de esa clase media baja, con la tez morena y el cansancio reflejado en el rostro, debido a la angustia provocada por ese trabajo extra aceptado por urgente necesidad, exclusivamente por la maldita necesidad —como se lo dice a su esposa cada vez que le reclama— de juntar el dinero suficiente para sacar adelante a sus hijos y vivir con la dignidad que el salario de la Secretaría de Agricultura no le permite, se da el tiempo necesario para besar a su mujer, consciente de que cada vuelo rasante para buscar plantíos de amapola y marihuana puede ser el último. Concluido el trámite de los afectos, Alfredo Zavala da la espalda a su casa, su hogar, su seguridad; endereza los pasos hacia el vehículo de Quique Salazar, quien ya lo espera con la puerta derecha abierta, con el cigarrillo en los labios, las manos sobre el volante y los pies sobre el clutch y el acelerador, listo para perderse en las calles de las colonias proletarias de Guadalajara, enfilar rumbo al aeropuerto, al hangar de la Procuraduría General de la República, donde a Salazar le dan facilidades para guardar y equipar allí la avioneta rentada con la que hace sus vuelos de reconocimiento. Como el trayecto da para al menos 30 minutos de somnolencia y silencio, Alfredo Zavala se echa la visera de la gorra sobre los ojos, cierra la ventana, se arrellana en el asiento y finge dormir mientras medita en qué momento se dejó convencer para meterse a esa chamba tan peligrosa, pues si bien en el aire tiene la sensación de ser inatacable, sabe a ciencia y conciencia que los campesinos alquilados por los barones de la droga están entrenados para 104 ahuyentar a los intrusos y los mirones; además, lo sabe bien, tienen armas con la suficiente potencia para derribar helicópteros y avionetas. Quique Salazar respeta el silencio de su piloto, y éste aprovecha para establecer las diferencias reales entre la pericia requerida para ser fumigador a sueldo de la Secretaría de Agricultura, y por la libre pilotear otra aeronave en busca de plantíos de enervantes con la necesidad de descender lo suficiente hasta dos y tres veces, para que su empleador tenga tiempo de tomar fotografías con una cámara que nada tiene que ver con la fotografía aérea. Medita también en que esas pasadas a ras de los plantíos de adormidera y mota es lo que alerta a los campesinos que los vigilan, lo que los convierte en blancos fáciles para ser derribados. Todavía sumido en el sillón, con los ojos cubiertos por la visera de la gorra, sin prestar atención a las calles por las cuales transitan, recuerda entonces cómo fue que lo convenció ese policía de la DEA, quien de acuerdo a las leyes mexicanas no tiene permiso para operar como agente antidrogas, pero lo hace, aunque de acuerdo a sus posibilidades, pues sólo usa las fotografías para determinar ubicaciones que después son confirmadas por los servicios satelitales de su país, cuyas autoridades, una vez certificada la información, la transmiten a las policías mexicanas y al Ejército, para que se responsabilicen de destruirlas. Sí, evoca el hambre contenida que necesita, está urgida de ser saciada no por él, sino porque hasta no cobrar el primer pago de manos de Quique Salazar, perdió la vergüenza sentida al ver a su esposa e hijas directamente a los ojos, pues se consideraba incapaz de cumplir con el compromiso de hombre de su casa. Debido a la fama de Alfredo Zavala como piloto fumigador fue que lo buscó Enrique Salazar, porque —conforme a lo evocado durante el trayecto al 105 aeropuerto— necesitó a alguien capaz de besar la tierra con las nalgas de la avioneta, como le dijo en la puerta de su casa antes de llevarlo a tomar unas cervezas al barrio de San Juan de Dios, donde le ofreció una buena cantidad de dólares por su valor para el vuelo, y su silencio para lo que viera. El hambre hace milagros, concluye su reflexión al momento en que escucha las turbinas de los aviones que aterrizan o despegan. Sabe, así, llegados los minutos en los que fuma un cigarrillo antes de aproximarse a la cessna para verificar que todo esté en orden y con el tanque lleno, porque además del riesgo, sabe que los vuelos con su patrón chicano suelen ser de muchas horas. Nada más despegar enfila la avioneta rumbo a la costa de para después subir hacia Uruapan, debido a que el pocho Salazar, como terminó por llamarlo, le ha dicho que tiene informes sobre plantíos de amapola en las estribaciones de Tierra Caliente y entre ésta y la costa de Michoacán. En cuanto queda establecida la velocidad crucero y el ruido de los dos motores se convierte en un tenue ronroneo, la conversación entre ambos se facilita y deriva a lo de costumbre, debido a que su carácter les impide contar cualquier cosa personal o de su entorno, sobre todo aquello concerniente a la familia. Se tratan profesionalmente, pero no se conocen, nada saben el uno del otro acerca de esos sueños acariciados cuando se atestiguan los afanes de la esposa, los anhelos de los hijos, o de los que se cultivan cuando al amparo de las voces unidas en clamar a Dios durante el oficio religioso, se piensa que el mundo, el país, la seguridad económica doméstica debe cambiar porque se merece una mejor oportunidad. La conversación, entonces, refiere horas de vuelo, distancias, consumo de combustible, oportunidad de regresar a Guadalajara sin necesidad del reabastecimiento requerido, como les sucedió cuando el pocho Salazar se 106 entercó en ir hasta la sierra de Chihuahua, a efecto de verificar la verdadera extensión del rancho El Búfalo, así como el tamaño de las bodegas de empaque y los cobertizos de secado de la marihuana. Comentan entre ellos que es buena hora para volar sobre la zona que Quique Salazar está interesado en observar, pues por ser el mes de mayo la temperatura sube mucho y las corrientes de aire caliente hacen que las aeronaves pequeñas se balanceen como papalotes, aunque con una diferencia, porque no están agarradas a ningún hilo que las haga regresar a tierra sin la sorpresa de un sobresalto. De cualquier manera, Alfredo Zavala permanece atento a los instrumentos y a lo que la carta de navegación le indica de la posición de la cessna, por lo que sin avisar a su compañero de viaje inicia una operación de descenso para navegar sobre el río Balsas hasta las inmediaciones de Ciudad Altamirano, y de ahí poner rumbo a la sierra, para sobrevolar desde Placeres del Oro hasta Zihuatanejo, y de este puerto a Uruapan. Alcanzan a ver Zirándaro antes de remontar hacia Placeres del Oro. Después, esa parte de la sierra de Guerrero, llena de cuevas, quebradas, barrancos en los que únicamente las cabras se atreven, porque han de arrancarle a la tierra la poca hierba a la que pueden acceder, y además buscar agua con esa tenacidad que sólo los animales sedientos lo hacen, empujados por un violento deseo de permanecer. Después, la feracidad generosa, porque entre los árboles de plátano, de papaya, de zapote, sólo el ojo experto distingue los colores de la amapola o los tallos espigados y altos de la marihuana. Es entonces cuando inician los problemas para Alfredo Zavala, quien para pasar dos y hasta tres veces sobre el mismo lugar, tiene que hacer uso de todos los trucos aprendidos con otros 107 pilotos fumigadores, debido a que el terreno no es plano, o porque muchas veces los sembradíos están en las faldas de los cerros, o entre acantilados en medio de los cuales volar con aire caliente en ascenso requiere de una dosis de buena suerte. Alfredo Zavala hace gala de pericia como piloto; usa de todos los recursos para favorecer la tarea fotográfica del pocho Salazar, e inclina la cessna hacia la derecha o hacia la izquierda, con el propósito de evitar que la luz del sol se refleje en el fuselaje y el policía de la DEA encuentre un objetivo limpio que le permita informar a sus superiores. Mientras Enrique Salazar se queja por el movimiento del avión y por el poco tiempo del que dispone para imprimir sus negativos, Zavala esconde cierta perversa alegría manifestada en el esbozo de una discreta sonrisa que apenas si curva sus labios. Sabe —el piloto, pues así se lo ha expresado muchas veces al pocho Salazar— que es su pequeña venganza ante la humillación a la que se ve sometido con ese empleo peligroso, no por el riesgo de volar, sino por la cierta posibilidad de verse identificados por los narcotraficantes a los que pretenden denunciar, o ser derribados por ellos al saberse objeto de su espionaje. Sonríe curvando los labios hacia abajo, en un gesto de desprecio por la seguridad y la vida de su pasajero, y porque mientras conduce la avioneta entre corrientes de chorro ascendentes y ésta se mueve como licuadora, percibe con el rabillo de su ojo derecho cómo el color de la tez de Quique Salazar sufre cambios bruscos en su tonalidad, y la manera en que su pasajero se aferra a la cámara fotográfica, interesado en que nada ocurra a ese aparato que es el instrumento de trabajo con el que justifica la información proporcionada a sus jefes de la DEA, con la que determina la limpieza de su 108 conciencia al recibir las dádivas de Rafael Caro Quintero, pues de ese hecho él, como todo Guadalajara, está enterado aunque nada le comente de ello, piensa mientras pilotea, consciente de que el silencio es también seguro de vida. Una vez estabilizada la aeronave, cuando la brújula señala rumbo a Uruapan, donde será necesario descender para cargar el combustible necesario que les permita regresar a Guadalajara, Alfredo Zavala se llena de satisfacción cuando ve la manera desesperada con la que el pocho Salazar desenvuelve una tras otra las láminas de chicle para llevarlas a la boca hasta hacer una gran bola de goma de mascar, que al suavizar con los dientes y a fuerza de un movimiento incesante de sus mandíbulas, le produce la salivación necesaria para recuperar el ritmo normal de su respiración, lo tranquiliza y le facilita el aferrarse de nuevo a la vida. Después el trayecto hasta Uruapan transcurre bañado por un silencio cargado de rencor y de agradecimiento respectivamente; dirigido el del policía al piloto que lo tiene en sus manos, y el de éste a la Guadalupana que lo tocó con la gracia de no perder el control y hacer uso de toda su pericia para salir de esa corriente de aire caliente que los zarandeó tanto como para sentirse próximos, muy próximos de un accidente mortal. Las primeras palabras escuchadas fueron las pronunciadas por el piloto Zavala cuando, ante la proximidad del aeropuerto de Uruapan, se identificó con la torre de control, solicitó permiso para aterrizar y cargar combustible. Luego, la conversación entre ambos se reanudó al momento en que Quique Salazar saldó la cuenta del combustible y encontró los arrestos suficientes para reclamar a su empleado, no la zarandeada, sino el haberse reído de él. 109

— ¡Pinche Alfredo! —Es larga y estruendosa la exclamación de desahogo del pocho— Ya ni chingas, disfrutas mucho que me cague de miedo; no lo hagas, a mi me vale madre que te rías de mí, pero en una de esas te distraes y dejamos viudas a nuestras mujeres y huérfanos a nuestros hijos. —No lo tomes a mal —la voz de Zavala es seca, distante—, de alguna manera tengo que controlar mis propios nervios, mi propio temor. Reírse está bien, me relaja, lo hago para ayudarme, no para ofenderte… aunque es posible que sí, que me burle de ti un poco, pero no de tu miedo, sino de tu cara, del modo en que ese pavor a la muerte distorsiona tu rostro, de eso sí que me río. Saldada la deuda de honor con esas someras explicaciones, ambos se dirigen a los sanitarios de los empleados del aeropuerto, porque están urgidos de hacer del cuerpo y refrescarse, quitarse los rastros de ese sudor únicamente producido cuando se enfrentan situaciones inesperadas, que pueden salirse del control y dar al traste con los planes a futuro. El despegue de Uruapan fue terso, lo que de inmediato facilita la conversación, el recuerdo, las evocaciones, la proximidad, la confidencia, pues a fin de cuentas ambos son equipo y lo que en ese trabajo perjudique a uno, de necesidad afecta al otro. Así, sin mayor preámbulo llegan juntos al recuerdo del despegue de Guadalupe y Calvo, en la Sierra Tarahumara; evocan del vuelo sobre el rancho El Búfalo, la enorme cantidad de fotografías que el pocho Salazar pudo imprimir en esa ocasión, porque fueron bendecidos o tuvieron la buena suerte de encontrarse con buen tiempo. De pronto, y a boca de jarro, Zavala pregunta al policía chicano si las autoridades gringas no se habían rajado, pues él tiene conocimiento de que sobre ese rancho de Caro Quintero, tanto las policías mexicanas como estadounidenses, no han operado. 110

Las recriminaciones de Zavala se hacen ácidas, hieren, se atreven incluso a mencionar la posibilidad de que el jefe de estación de la DEA en México sea corrupto y reciba dinero de narcotraficantes, lo que convierte su trabajo y su riesgo en un esfuerzo inútil. —No veas culpas donde no las hay —es cauto Salazar en su respuesta—, debes entender, o mejor dicho los dos debemos comprender y aceptar que la burocracia policíaca es la misma en los dos países, y claro, también la posibilidad de corrupción, pero no lo creo, no creo que mis compañeros de la DEA se dejen embarrar las manos por unos cuantos dólares. Rezonga Zavala. Responde a su empleador que no sea pendejo, que tampoco crea a pie juntillas en el aura de moral creada por la prensa y el cine para ponerla encima del prestigio ético de sus autoridades, que son tanto o más corruptas que las mexicanas, cuando de defender sus supuestos intereses se trata. Sin perder de vista los instrumentos de vuelo, sin dejar de prestar toda su atención y pericia de piloto al rumbo enfilado por la avioneta, Zavala se deja ir en una retahíla de lo que considera pruebas fehacientes de la corrupción gringa; las enumera. Como punto número uno le refiere la muy sospechosa muerte de Omar Torrijos y la llegada al poder en Panamá del general Manuel Antonio Noriega, conocido como narcotraficante. Enseguida y con el número dos —número que le planta en la cara a Salazar con los dedos índice y corazón de la mano derecha mientras con la izquierda sostiene el timón de la avioneta— le refiere la dudosa personalidad de su coronel Oliver North, quien parece haber trasegado cocaína para el asunto conocido como Irán-Contras, y como asunto tercero le pregunta quiénes arman a la Contra nicaragüense, y de dónde provienen los fondos para adquirir esas armas. 111

En los tres, cuatro minutos siguientes Enrique Salazar parece guardar un silencio cómplice, de aceptación tácita a lo dicho por su piloto, pero de pronto se rearma, no para defender a sus autoridades, tampoco para buscar una justificación personal a su trabajo, sino para esforzarse en encontrar una explicación a las diferencias entre las dos naciones, incluidos los antagónicos estilos para corromperse y para corromper, cuando del bienestar de la nación se trata, cuando la seguridad nacional de su país, Estados Unidos, está en juego, mientras a los mexicanos poco o nada parece interesarles la viabilidad de su patria, cuando llenarse los bolsillos de dinero es su objetivo. La conversación se interrumpe en el momento en que a los dos les brillan los ojos al ver que se aproximan a la ciudad de Guadalajara, pues la noche está próxima y la jornada ha sido larga. Cuando las ruedas traseras de la avioneta tocan tierra en la pista de aterrizaje del aeropuerto de Guadalajara, en la ciudad de México, en un discreto y solitario restaurante de la Zona Rosa, el mesero se aproxima con dos cafés más que servirán para alargar la sobremesa que facilita la conversación sostenida entre José Antonio Zorrilla, mandamás de la Dirección Federal de Seguridad, la policía política dependiente de la Secretaría de Gobernación, y su compadre Manuel Buendía, el columnista político del momento, con su Red privada; leído y temido por todos los interesados en un futuro ligado al poder. Buendía es pulcro y atildado, casi elegante salvo por las gafas oscuras usadas por él para esconder su estrabismo. El cabello es un rizo compacto, su rostro parece tallado en roca purépecha, moreno y afilado; las manos limpias y manicuradas las uñas. Fuma cigarrillos de tabaco rubio, usa encendedores de oro, de manera preferente marca Dunhill; se adorna con corbatas discretas, 112 tanto como el celo con el que guarda la identidad de sus fuentes de información. Durante esos primeros 17 meses del gobierno de la renovación moral, Manuel Buendía reprodujo cuantas veces quiso las críticas del columnista de The New York Times, Jack Anderson, sobre la aparente inmoralidad pecuniaria del líder del gobierno de la renovación moral, y además fue precursor en el anunció de lo conocido como venta de garaje de los activos del gobierno federal, aunque se comportó de manera cauta al calificar las primeras informaciones por él hechas públicas, de una posible balmoreada, adjetivo que el columnista gusta de usar como sinónimo de broma. Manuel Buendía, en el estricto sentido profesional, es un resurrecto, pues al concluir sus labores como director de La Prensa —víctima de los conflictos internos y de la voracidad de poder de Mario Santaella—, hubo de refugiarse en la jefatura de prensa del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología y en la columna Para control de usted, publicada en páginas interiores de El Día, firmada solamente por Tellezgirón, su apellido materno. Después, fue el regreso a la fama y el poder. Por el contrario, José Antonio Zorrilla Pérez es un recién llegado, pues mientras su compadre Buendía ya era conocido, él se inicia como dirigente juvenil de la Confederación Nacional Campesina en su natal . Después fue secretario particular del Subsecretario de Gobernación, Fernando Gutiérrez Barrios, entre 1971 y 1976, de donde fue promovido a diputado federal por la misma Confederación Nacional Campesina, y al término de ese encargo recibió como estímulo la secretaría general del Comité Directivo estatal del PRI en Hidalgo, en donde estuvo hasta 1982. Parte de este último año y durante los tres primeros meses de 1982 ocupó la Secretaría de Gobierno a 113 invitación del gobernador Guillermo Rossell de la Lama, y después fue convocado por el profesor Enrique Olivares Santana a la Dirección Federal de Seguridad, para sustituir a Miguel Nazar Haro, cargo en el que fue ratificado por el operador político presidencial al ser nombrado Secretario de Gobernación por El barón rojo. Es este José Antonio Zorrilla de estatura baja, rollizo, pelo castaño claro, bigote cuidado con esmero, anteojos que protegen su miopía o su presbicia y además ocultan o facilitan lo huidizo de unos ojos que se niegan o no pueden ser francos, porque para ello se prepararon durante todo el trayecto del sufrido escalamiento de los puestos públicos en los que, como lo ha confiado a sus amigos, la humillación pagada no puede ser expuesta al interlocutor a través de la mirada, sobre todo cuando con quien se habla es de quien se reciben órdenes, instrucciones precisas o regaños puntuales. Estos dos personajes disímbolos fincaron su amistad en 1970, 14 años antes del momento en que, sentados a la mesa, evocan sus sesiones de tiro al blanco y recuerdan sus mejores puntuaciones y las armas con las que han efectuado algunas de sus mejores proezas de caza. Así, al aroma del café y los cigarrillos, acuerdan que el 31 de mayo se reunirían con el coronel Carlos Martín Larrañaga —instructor de tiro del Campo Militar número uno— a comer. Es entonces cuando el policía político, el encargado de la seguridad nacional del Estado mexicano, el hombre duro, recio, capaz de asegurar bajo su mano la disciplina de los comandantes de la Federal de Seguridad, en un arranque de debilidad por su compadre Buendía, o en un exceso de necesidad para hacer patente el poder que le ha sido cedido por los celosos guardianes del gobierno de la renovación moral, le cuenta al periodista todo el operativo 114 armado a través de las casas de cambio, y acerca de los acuerdos establecidos entre los licenciados Justo Patrón y Emilio Romero con los narcotraficantes Rafael Caro Quintero, Ernesto Fonseca Álvarez y Miguel Ángel Félix Gallardo, guiados y orientados por Rafael Aguilar Guajardo. Acostumbrado al detalle, a lo específico, a lo puntual en los hechos, José Antonio Zorrilla goza, deja, permite que el periodista Manuel Buendía se entere desde las reuniones efectuadas en El Chateau Camach, el hotel Emporio, La Copa de Leche, el yate ―Culichi‖, hasta la inauguración de las casas de cambio y los acuerdos modificados con los gobiernos de las entidades federativas por las cuales transita lo cocaína que de Colombia ha de llegar a los consumidores de Estados Unidos, o específicamente con el gobernador de Chihuahua, donde las cosechas crecientes de El búfalo han de ser preservadas para su exportación, porque ahora el dinero producto del narcotráfico se usa —le insiste el policía al informador— para evitar que la deuda externa y la falta de divisas consuman la disminuida soberanía de la nación. Desbordado de entusiasmo, entera al periodista del cuidado con el que se armó el operativo para evitar que el gobierno y el Estado mexicanos fuesen identificados en su sociedad con el narco, como sucede en Colombia, e incluso expone las razones técnicas y económicas por las que se sirvieron de casas de cambio, a efecto de evitar el uso y abuso de una caja negra de espaldas a la Tesorería de la Federación. Con el propósito de no ensuciar las finanzas del gobierno, le puntualiza el director general de la Federal de Seguridad al columnista más leído de México. Y abunda, porque también da detalle de la manera en que se determinó no involucrar a las instituciones, sobre todo al Ejército y a la Armada, por lo que el operativo de paso franco a través del territorio nacional estaba a cargo de 115 sus comandantes y sus hombres, a los que él, afirmó, tiene bajo control y ajenos al lavado de dinero hecho en las casas de cambio y reciclado en los programas de desarrollo que permitieron vivir a México, a pesar de la estadística oficial de un decrecimiento del Producto Interno Bruto de menos ocho por ciento. Manuel Buendía sagaz, astuto, mal acostumbrado al trato preferencial concedido a él por el ex presidente José López Portillo, guarda silencio, anota mentalmente, incluso piensa con anticipación la disculpa que habrá de ofrecerle a su compadre, porque desde que José Antonio Zorrilla inicia la sobremesa con ese tema, el periodista supo y dispuso que esa confidencia no podría quedarse en el tintero, sobre todo porque él conoce, sabe que hay comandantes y policías de la Federal de Seguridad que no cumplen el trato y se llenan las bolsas de dólares que no les pertenecen. Es entonces cuando se disculpa con su comensal, porque necesita rehacerse, estar tranquilo, no mostrar avidez. Se pone en pie, con parsimonia se dirige al baño, donde únicamente se lava las manos y refresca la cara, aspira con profundidad, porque —piensa— no puede creer lo escuchado de labios del policía más importante del país, no acepta que el gobierno, su gobierno, se haya metido en semejante lío, pues no encuentra explicación plausible a la torpeza de establecer complicidades con los barones de la droga, con el objeto de mantener la unidad nacional, porque eso sólo se logra con una economía sana —reflexiona mientras se seca el rostro, para después ajustarse la corbata y regresar a la mesa como nuevo—, eso es lo que se obtiene cuando los jefes de familia pueden llevar comida a sus hogares, y lo contrario ocurre cuando el hambre aconseja la violencia porque no se aguantan los calambres en el estómago después de muchas horas de llevarlo vacío. 116

Manuel Buendía se cala las gafas sobre las orejas y el puente de la nariz, porque él mismo se disgusta cuando su estrabismo está desnudo. Con los ojos cubiertos determina que ha tomado su decisión, y a paso firme, pero pausado, regresa al salón comedor del restaurante, donde ubica la mesa a la que se dirige. Ya sentado se da el tiempo prudente de regresar a la conversación, y para ello toma un cigarrillo de su pitillera de oro, lo enciende lentamente, aspira el humo, y mientras lo exhala, pregunta. — ¿No es un error? —La voz del periodista es distante, fría—, porque el poder, por más trillado que suene, no se comparte, y menos con los delincuentes. ¿No estamos hablando ya de una narcopolítica? — ¡Qué va! —responde con inseguridad el policía político—, la fuerza del Estado lo avasalla todo; en el momento que ya no se les necesite, serán derribados, destruidos, dejarán de existir. — ¿Me estás hablando de crímenes de Estado? —No, me refiero a razones de Estado; éste no mata, castiga, destruye, hace prevalecer la ley, pero no asesina. —Estás en un error. ¿Qué me dices de Huitzilac, de Topilejo? El Estado no puede auspiciar el crecimiento de otro poder que no sea el suyo, de hacerlo terminará derrotado… —Son momentos y situaciones diferentes. Los opositores al régimen, los revolucionarios, saben lo que se juegan; por el contrario, los delincuentes, por más organizados que estén, siempre necesitan o la complicidad o la protección del gobierno legalmente constituido, y para el Estado cuando esa complicidad y esa protección dejan de ser útiles, simplemente se rompen los compromisos y ya, lo demás es historia sabida, desaparecen en las cárceles o en las calles. 117

Buendía no responde de inmediato. Ordena otro café, enciende un nuevo cigarrillo, busca analogías, se esfuerza por recordar lo leído recientemente, por saber cómo lo que ocurre en Colombia no puede suceder en México, precisamente por las asociaciones entre los opositores y los barones de la droga, pero también y sobre todo porque la fuerza de los narcotraficantes suma cantidades no cuantificables de millones de dólares, y sus equipos humanos y de armamento, si se les permite crecer, son capaces de hacer frente a la fuerza legítima del Estado. —No tienen la más remota idea de lo que hicieron, de las puertas que dejaron abiertas… —Exageras. Escucha, compadre, el país está todavía en quiebra, reconstruirlo no será fácil, como tampoco lo será comprobar la culpabilidad de quienes jefaturaron los gobiernos desde 1970. Pareciera que lo hicieron mal a propósito, con la idea de debilitar a la nación, de distorsionar el concepto, la idea de México y lo mexicano. Le deuda externa supera… —No los justifiques. Deben aprender a no mentir… Siempre hay la posibilidad de fajarse los pantalones. ¿Qué hubiese sucedido si se declara a México en moratoria? Nada… ¿Puedes imaginarte al gobierno de Estados Unidos aterrado porque nuestro gobierno decidió no pagar? ¿De qué manera hubiesen podido obligarnos? ¿Con un embargo sobre el petróleo? Si no pagar hubiese significado un país en paz al sur de su frontera, y así lo hubiesen explicado nuestros negociadores, pues santo y bueno, no hubieran podido hacer nada, pero te aseguro que ahora estarán con el Jesús en la boca, porque nadie puede prever el resultado de lo que hacen, si es cierto lo que cuentas. Una pausa, de inmediato colmada por ruidos de vajilla que es puesta o levantada en las otras mesas. Risas y susurros también sustituyen al silencio; 118 el entrechocar de copas como augurio renovador de una realidad inevitable, pero de alguna manera susceptible de ser transformada, lo que violenta, vivifica, fortalece los bríos racionales y de poder de José Antonio Zorrilla, quien como respuesta a las interrogantes a él expuestas por el periodista y compadre, sólo advierte que la fuerza legítima del Estado avasalla todo lo que se opone a su funcionamiento, incluidas instituciones o personas que en algún momento le fueron útiles para enaltecerlo y prestigiarlo, o al menos para asegurar su supervivencia. Terminada la parrafada pretendidamente aleccionadora del primer policía político de México, su compadre Manuel Buendía decide llevar la conversación a otros campos de interés mutuo. Es así como llegan a hablar de las pistolas recientemente adquiridas por uno y otro, o de la mejor manera de preparar sus cartuchos, de fabricarlos especialmente para la cacería. El columnista de Red privada se apasiona, se extiende con lujo de detalle en lo gozado durante su última experiencia cinegética en la sierra de Sonora, donde persiguió por más de 36 horas a un gura que estuvo a punto de derrotarlo, lo que hubiese sido una vergüenza para las tres personas que andaban tras el venado que parecía más listo que un perro y más fuerte que un barón, le subraya la expresión a Zorrilla Pérez. Obviamente también le cuenta que para ese próximo invierno, el de 1984, ha organizado una cacería de borrego cimarrón, y espera poder hacerse con su cornamenta y cabeza para exhibirla disecada en su oficina, porque, le confía, Lolita su esposa lo pondría de patitas en la calle de ocurrírsele llevarla a su casa, y eso no puede permitirlo. Llega la hora de despedirse. Buendía, como de costumbre, deja que su compadre pague la cuenta, no por comodidad y poltronería, sino porque José 119

Antonio Zorrilla tiene tan preparado el número: sus asistentes saben por anticipado cuánto y en que momento han de pagar, para que los invitados de su jefe ni se enteren de lo pagado por lo degustado durante unas horas. Ya a la salida del restaurante ratifican que el 31 de mayo comerían en ese mismo lugar con el coronel Carlos Martín Larrañaga. Después del abrazo de despedida, el director de la Federal de Seguridad es llevado por sus escoltas casi en vilo hasta la puerta trasera izquierda de su enorme Ford azul claro, donde lo encierran para que no lo afecte ni el aire. Buendía lo deja ir con un gesto de adiós de su mano derecha, y tranquilo, dueño de su propia libertad, inicia el trayecto a pie hacia su oficina, la de Insurgentes Sur. Durante el breve trayecto de la Zona Rosa al monumento a la Revolución se despeja la mente de José Antonio Zorrilla, quien al descender del vehículo se siente ya inquieto, molesto con él mismo por haber cedido a esa soberbia que lo pierde, lo nulifica porque sabe, está consciente de que no necesita hacer patente el poder de su encargo, la legitimidad de la fuerza del Estado a él conferida para garantizar la seguridad nacional, el orden político. Inquieto también porque sabe que su infidencia no fue expresada a cualquier persona, sino a su compadre y periodista, responsable único de la Red privada. Sabe que en ese momento nada puede hacer, no puede buscarlo para decirle que lo conversado al calor de la sobremesa es off the record, comentado con el amigo con el único propósito de que esa información le sirva para normar su criterio, pero no para su información. Determina, entonces, llamarle por teléfono hasta el día siguiente, bajo cualquier pretexto, incluso con el más usado entre ellos, que es el hablar de pistolas o rifles de caza. Por el contrario, el periodista Manuel Buendía se muestra satisfecho de la comida con su compadre, y piensa que si lo conoce bien, por el momento el 120 señor licenciado José Antonio Zorrilla ha de mostrarse muy inquieto, con el carácter explosivo y su estado de ánimo rayando en la inseguridad, porque ha de estar pensando en lo que le confió, y considerando si él, el periodista, resultará más reportero que amigo y compadre para hacer público lo que no puede, no debe ocultarse. Desciende con toda tranquilidad por la calle de Niza hasta Hamburgo, donde en la esquina está Sanborn‘s, tienda y restaurante al que entra por la puerta de Niza y sale por la puerta que da a la calle de Hamburgo, por el puro placer de hacerlo, de respirar el ambiente del local, de ver a los parroquianos afanados en sus compras o en sus tazas de café. Sale de allí, y al cerrarse la puerta el faldón de su gabardina —de las conocidas como tipo trinchera y hecha famosa al haber sido usada por Humprhey Bogart en Casablanca— se eleva, mostrando con toda claridad que sólo la lleva sobrepuesta en los hombros, que va vestido con un blazer azul marino y pantalón gris, del que cuelga, por la parte de atrás, la Beretta que al periodista le permite sentirse seguro cuando camina por la calle. Disfruta porque sabe que su compadre Zorrilla estará en el ácido, buscando la manera en que durante una conversación telefónica, al día siguiente, le pedirá olvidar lo que hoy, hace un rato, le ha contado por el puro propósito de pavonearse, presumir, demostrar que sabe y está en los secretos que guían la conducción del Estado. Son las siete de la noche, cuando al llegar frente a su escritorio encuentra que su asistente, Luis Soto, le ha dejado en una carpeta color manila fotocopias del material que necesita para iniciar la redacción de la columna que ha de entregar al día siguiente, lo que significa que la información recibida sobre la taza de café podrá ser usada una semana después, cuando se 121 haya dado tiempo de confirmar algunos datos y enriquecerlos, para que no quede lugar a dudas de lo que será un hecho público a través de su Red privada. A esa misma hora y en un privado de las oficinas que la Presidencia de la República tiene en Palacio Nacional, los licenciados Emilio Romero y Justo Patrón discuten, argumentan satisfechos, pero de ninguna manera proclives a hacer las cuentas alegres, porque si bien hasta el momento el acuerdo por ellos establecido a nombre del Estado y con los barones de la droga no se ha hecho público ni se ha salido de su cauce, han debido imponerse correcciones, restricciones y, lo más grave, no se ha podido evitar la corrupción que se suponía desaparecería. Pero no es eso lo que los inquieta ni lo que motivó el encuentro entre ambos, sino la sospecha, la casi certidumbre de que el presidente de la República, El barón rojo, muestra signos de desconfianza, de agotamiento, de cansancio en un acuerdo que por todos lados enlodará su prestigio y su gobierno, pues si bien le ha sido útil para no ceder a las pretensiones de Ronald Reagan, en ciertas áreas de la administración pública —como su jefe se los ha hecho saber en diversas ocasiones— empieza a encontrar resistencias que anteriormente se plegaban ante el poder presidencial, y hoy parecen fortalecerse al amparo de esa oscura fuerza consustanciada en el narcotráfico y la política. Ante esas acotaciones presidenciales, Justo Patrón se empequeñece. Su cabello color zanahoria adquiere mayor brillo y el denso bigote parece adquirir vida propia, movido por los labios que en oraciones jaculatorias buscan la fuerza necesaria para resistir a la fuerza de la mirada de El barón rojo; por el contrario, Emilio Romero parece crecer y desdoblarse ante los retos que el 122 señor presidente le ha encomendado, y frente a la necesidad de recomponer lo acordado con los barones de lo droga, lo que equilibra la alianza establecida entre estos dos casi desconocidos, pero poderosísimos funcionarios públicos del gobierno empeñado en la renovación moral. Es él, Emilio Romero, quien en esa reunión agarra al toro por los cuernos. Le dice a Justo Patrón que entre los dos tienen que convencer al presidente de mantenerse en lo dicho, pues los hechos muestran que un acuerdo como el por ellos logrado y bajo los auspicios de la Casa Blanca, no es el primero ni el único, y que en diversos países del continente se establecen, siempre orillados a hacerlos por las necesidades de los gobiernos de mantenerse en el poder. —Ahí está el caso de Omar Torrijos —explica el licenciado Romero, mientras cuida que la ceniza del caro habano que fuma no macule la corbata regalada por la señorita Marcela, una de sus queridísimas amigas—, quien hasta su muerte accidentalmente ocasionada con la caída de un helicóptero, fue el rector de la vida política en Panamá entre 1968 y 1982. Reagan, así de burdo como lo oyes, no podía darse el lujo de olvidar la humillación que Torrijos infligió a Jimmy Carter con la renegociación del acuerdo sobre el Canal, cuya administración definitivamente perderán en 1999. —Y eso qué tiene que ver con nuestro arreglo —inquiere Justo en un hilo de voz. —Todavía tienes que aprender a leer en política y establecer las analogías cuando éstas existen… El timbre de la red presidencial interrumpe a Emilio Romero, quien respira acompasadamente y en profundidad antes de levantar el auricular y responder a quien pueda buscarlo a esa hora. Resulta ser su jefe, el señor presidente, 123 quien lo instruye acerca de unas modificaciones a la agenda del día siguiente, y deseándole buenas noches se despide de él. —Podemos estar tranquilos —informa a Justo una vez colgado el teléfono—, el jefe se fue a descansar. No te pongas nervioso, todo va a funcionar como debe de ser, déjame contarte por qué hemos de pensar en Torrijos cuando nos acordamos de nuestros problemas, pues todo tiene su correspondencia si aprendemos a leer los acontecimientos. Hace una pausa el licenciado Romero, da una larga calada al Cohiba lancero sostenido con la mano izquierda, porque en un gesto compulsivo, con la derecha vuelve a sacudirse la corbata; después, con absoluta calma, explica a Justo que no puede, nunca debe olvidar el nombre del sucesor de Torrijos, ya que sólo así comprenderá que lo que ahora ocurre en México también sucede en Panamá, con toda certeza, y quizá en alguna otra nación latinoamericana. —Mira, Justo, debes tener presente que el general Manuel Antonio Noriega fue becado por su gobierno para estudiar en la Academia Militar de Chorrillos, en Lima, donde lo contactaron agentes de la CIA para que sirviera a los intereses de Estados Unidos. No es agente, es contacto; no está en la nómina, es cómplice. ―Al regresar a Panamá, Noriega fue nombrado alférez de la Guardia Nacional, en donde, gracias a su amistad con Omar Torrijos, asciende rápidamente y es nombrado jefe de los Servicios Secretos precisamente en 1969, cuando su protector se hace con el poder. El desempeño de ese cargo lo transforma en un hombre temido, por cruel y despiadado. Después de morir el general Torrijos, se convierte en jefe del Estado Mayor del general Darío Paredes, entonces jefe de la Guardia Nacional, a quien sucedió apenas el año pasado, después de convencerlo de que se retirara. Desde entonces hasta hoy, él mismo se 124 ascendió a general y se hizo con el control efectivo del poder, precisamente para asegurar a los barones de la droga de Estados Unidos, anidados en el Pentágono y en el Capitolio, el paso franco de la cocaína por tierras panameñas y hacia los consumidores estadounidenses.‖ El rostro de Justo Patrón es el vivo espejo de la perplejidad. Adquiere una actitud reflexiva —o la que a él así le parece, pues en lugar de dedicarse a la política debió ser actor—, como si de verdad estuviese haciendo un esfuerzo para aceptar y comprender lo expuesto por el licenciado Romero, y ver con absoluta claridad las analogías que pudiesen establecerse entre la presencia de Manuel Antonio Noriega como señor del poder en Panamá, y el acuerdo por ellos logrado con Rafael Caro Quintero y demás socios. Y sí, resulta que Justo Patrón no es tan lerdo como parece para ese asunto de pensar y encontrar explicaciones a lo que aparenta no tenerlas. Desde el acceso al poder de sus jefes, es un asiduo lector de las tarjetas informativas que los servicios de seguridad y análisis le hacen llegar varias veces al día. Adquirió la costumbre de memorizar aquellas que le interesan, para después destruir en la picadora de papel toda nota de la que no debe quedar rastro. Fue de esa manera como se enteró de la existencia del Irangate, y así se lo expone a Emilio Romero, y le platica que es una operación encubierta y armada por el Consejo de Seguridad Nacional de Ronald Reagan, de la que nadie parece estar enterado. Le cuenta entonces que los miembros de ese Consejo de Seguridad Nacional prepararon la venta secreta de armas a Irán, infringiendo su legislación vigente; que procedieron a lavar ese dinero junto con el del producto de la venta de cocaína colombiana controlada por altos cargos militares de ese país, para canalizar recursos a las guerrillas 125 contrarrevolucionarias —La Contra— nicaragüenses, para subvencionar su lucha contra el sandinismo de Daniel Ortega y Sergio Ramírez. —Como podrás constatar, nuestros servicios de seguridad no son tan deficientes —amplía su comentario Justo Patrón—, incluso nos informan que este financiamiento negro a La Contra supone una infracción directa de la ley de exportaciones estadounidenses y de la Enmienda Boland, recientemente aprobada por su Congreso. En las tarjetas informativas de la semana pasada te encuentras con que el negociador jefe de todas estas transacciones en Irán y en Nicaragua, es el teniente coronel Oliver North, asistente militar del Consejo de Seguridad Nacional, y quien reportó directamente a Robert C. McFarlane, en un principio, y ahora lo hace con el almirante John M. Poindexter. Terminada la perorata de Justo Patrón, ambos dan tiempo al silencio. Las sorpresas se suceden, los dejan mudos. Conocen también, por idéntica fuente de información, de los acontecimientos relacionados con la narcopolítica cubana, obviamente negada por Fidel Castro, pero usada por él como instrumento de captación de dólares para contrarrestar los efectos del bloqueo económico, y para armar a su ejército en Angola. Lo público, lo notorio, lo visto —como lo comentan entre ellos—, es la creciente cantidad de dólares que alivia a la economía cubana, y la competencia —que puede convertirse en disputa— por las rutas de acceso a los consumidores estadounidenses. —Pero no se hace pública la relación establecida entre Tony la Guardia y Oliver North cuando ambos coincidieron en operaciones militares antagónicas en Nicaragua —destaca Justo Patrón de la lectura hecha de las carpetas informativas que sostiene con las manos al tiempo que se dirige a Emilio Romero—, y mucho menos de las diez a doce toneladas de cocaína que son transportadas en cada embarque hecho desde Medellín hasta Cuba, algunas 126 veces a través de México, otras vía Managua, con acuerdo del gobierno Sandinista, mientras dure. Después, la conversación deriva a lo anecdótico, a lo que más impresiona de ese informe de seguridad nacional a cada uno de los personeros del poder presidencial, y la manera en que afecta sus vidas o encaja en una estrategia global de desarrollo del narcotráfico para transformarlo en narcopolítica. Así, dejan constancia en el cuaderno de notas de Emilio Romero —cuya redacción inició con el destape del Barón rojo a la candidatura presidencial— de los acuerdos establecidos entre el grupo guerrillero M-19, representado por Álvaro Fayad, y la Sección 21 del Ministerio del Interior cubano, representado por Iván Marino Ospina. Todo esto con el interés de hacer cuentas y establecer comparaciones; con la apresurada caligrafía del licenciado Romero queda la constancia de que los cubanos reciben dos mil dólares por cada kilo de coca transportada, más 200 dólares por su custodia durante el traslado, mientras que las cuotas en México, por el uso de la infraestructura de los cárteles establecidos, tiene como piso 1, 500 dólares, y como techo 2,000, de acuerdo a la importancia del embarque y su destino, pues los narcotraficantes colombianos consideran que es más fácil pasar la droga por tierra que por mar. Y además —anota pulcramente Emilio Romero— la cercanía política entre mi país y Cuba da margen para que los acuerdos logrados para el transporte de cocaína dejen mayor margen de ganancia. Escribe también que la ruta del Golfo de México sólo podría caerse si los acuerdos entre la DEA y el gobierno cubano revientan al discutirse los márgenes de ganancia que ha de llevar cada cual. 127

Llegado el momento de dejar de lado la escritura de lo que a ambos conviene tener presente para enriquecer sus argumentos con los barones de la droga mexicanos al necesitarse renegociaciones, y también para cuando se haya de justificar la política antidrogas del gobierno con uno o varios decomisos, y una o varias detenciones, aceptan que, si bien la responsabilidad histórica del presidente de la República es enorme, y se mantiene un riesgo permanente de crítica y descrédito, como lo ha manejado la Casa Blanca a través de Jack Anderson, de lo que quiere hacerse eco Manuel Buendía, el saldo es favorable para los intereses de la nación, porque el país no se perdió entre la voracidad de los acreedores internacionales, entre los intereses de la deuda externa. Naturalmente sus rostros muestran la obsesión que los acosa desde aquella primera reunión en el Chateau Camach con los barones de la droga, cuyo negocio evitó que el país se viese obligado a declararse en moratoria ante sus compromisos financieros internacionales. No piensan en las justificaciones éticas, porque para ellos éstas no existen en el ejercicio del poder, pero sí buscan aquellas que tengan que ver con la legalidad y la historia, y para ello se vuelcan en la lectura y el estudio de textos legales, de interpretaciones a la Constitución y al poder metaconstitucional del presidente de la República, pues sienten que su patrón flaquea, por aquello de su debilidad religiosa; también por aquello del destino histórico, porque no quiere que se lo echen a perder. Así, durante las últimas semanas se han macheteado El presidencialismo mexicano, escrito por el director general del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional, en donde encuentran que Jorge Carpizo ofrece a sus lectores un análisis de las facultades que adornan el ejercicio 128 presidencial, tanto constitucionales y legales, como metaconstitucionales y de carisma, término puesto de moda en el lenguaje político nacional por José López Portillo, como comentan. Determinan que el doctor Carpizo señala que su preocupación no es la existencia de un presidente con todo el poder —el poder absoluto, pues, afirma Justo Patrón a Emilio Romero—, sino las reglas mal o bien escritas para obligarlo a actuar de acuerdo a la Constitución, con el propósito de no poner en peligro la libertad. Así, deducen que Jorge Carpizo en ningún momento ofrece un camino de subordinación, porque acepta estar consciente de que un país como México requiere de un presidente fuerte. Y se preguntan: ¿en qué medida puede permitirse y usarse esa fuerza?, cuando todos los días, al iniciar sus labores, necesariamente piensan en los acuerdos establecidos con los barones de la droga. Concluyen que, en opinión del doctor Carpizo, las características del sistema presidencial mexicano son: el poder Ejecutivo es unitario. Está depositado en un presidente que es, al mismo tiempo, jefe de Estado y jefe de gobierno; al presidente lo elige el pueblo y no el Poder Legislativo, lo que le da independencia frente a éste; el presidente nombra y remueve libremente a los secretarios de despacho; ni el presidente ni los secretarios de despacho son políticamente responsables ante el Congreso; el presidente puede estar afiliado a un partido político diferente al de la mayoría legislativa; y el presidente no puede disolver al Congreso, pero el Congreso no puede darle un voto de censura. Coinciden en aceptar que el doctor Carpizo les enseña cómo la fuerza del presidente radica en la manera de usar y abusar de sus atribuciones; en el carisma que sepa aplicar para ver legitimadas sus acciones por el pueblo, porque de otra manera los grupos transformados en factores reales de poder, 129 harán campañas de escarnio en su contra —como todavía ocurre con los ladridos de perro en cuanto José López Portillo aparece en público, evocan y sonríen al unísono—, y acelerarán un proceso de crisis económica, culminante en flotación-devaluación del peso. — ¿Y crees que con estas reflexiones, estos argumentos, con la lectura completa del libro, el presidente quedará absolutamente convencido de lo acertado de sus decisiones? —pregunta Justo a Emilio. —No lo sé, pero si no se convence él mismo de que el ejercicio que ha hecho del poder es justo, correcto, propio, legal y además necesario para mantener unido al país y no perder la identidad nacional, entonces para qué quiso ser presidente, para qué buscó el poder, para qué tanto discurso, para qué el riesgo de obtener recursos económicos donde los había, y sin comprometer la independencia frente a Estados Unidos. Justo Patrón elude dar una respuesta. Solicita a su anfitrión que dé instrucciones para que les lleven más café, y mientras lo esperan él se pone de pie y empieza a recorrer la oficina de un lado a otro, no para poner nervioso al licenciado Romero, mucho menos para hacerse el interesante y dar a entender que se dedica a la meditación mientras camina, sino porque está inquieto, inseguro porque en el primer tercio del gobierno de su jefe y presidente de la República, cree, está consciente de que arriesgan la viabilidad del país, y han cometido un grave error al ceder una parte del poder, mínima si se quiere, al narcotráfico, por obra y gracia de ellos transformado en narcopolítica. Emilio Romero se muestra cauto, prudente, porque lo conoce y sabe que no es el momento de entrar en una discusión acerca de lo que nadie debe enterarse, aunque parece ser que ya es un secreto a voces, delatado fundamentalmente por el Departamento de Estado a través de sus periodistas 130 peleles, y en México debido a la inexperiencia del director de la Federal de Seguridad, y quizá a su falta de afán de servicio, pues quien se atraviesa en la trayectoria de las razones de Estado debe desaparecer, como se lo ha expuesto ya una y mil veces a Justo para que se tranquilice. Precisamente para abundar en las razones jurídico políticas, Emilio Romero enumera de nuevo a Justo, todas las razones expuestas en el Presidencialismo Mexicano apuntadas por el autor, más todas las consideraciones políticas formuladas en razón del uso de las facultades metaconstitucionales del presidente de la República. Reconsideran juntos las razones argumentadas —en su momento— para eludir la presión de Estados Unidos y los organismos financieros internacionales, y optar por la opción de casa, conscientes de que es el lugar donde han de lavarse los trapos sucios. Ríen de buena gana cuando se acuerdan. Al calor de la evocación, de hacerse sentir uno a otro que escriben historia, también se preguntan, se cuestionan en la manera en que han de resolver los cambios de toda índole que se ciernen sobre el mundo, y concretamente sobre su México, pues intuyen que el modelo educativo, político y social en el que fueron formados está a punto de desaparecer, para dar paso a los nuevos poderes fácticos que irrumpen sin consideración alguna a las tradiciones, a lo que parecía ser seguro e inamovible. Terminan la reflexión justo al momento en que la secretaria de Emilio Romero les planta sendas tazas de café fresco y humeante sobre el escritorio. Éste busca en su humidificador otro Cohiba lancero, lo despoja de la vitola, lo acaricia con los dedos y con los labios, hace uso del cortapuros y lo enciende, sin perder de vista los movimientos rítmicos y simétricos de su interlocutor, hasta que decide centrarlo y le ordena que se siente, al tiempo que le dice que 131 todo está muy claro, pues la emergencia es la deuda externa, y mientras no quede saldada, pues para eso se establecieron los acuerdos del Chateau Camach, nada tendrán que informar a los diputados ni a los senadores. Justo Patrón asiente, modifica su actitud y afirma que el licenciado Romero tiene razón, que se trata de ver hacia delante, reconstruir al país. Pero desconocen que el gobernador de Jalisco, Enrique Álvarez del Pozo, inquieto por la pérdida de ingresos desde el momento en que los acuerdos estatales establecidos con los barones de las droga dejaron de serlo para convertirse en compromisos federales y en fuente de inversión directa, se dedica a perturbar reiteradamente el ánimo del presidente de la República, a quien en propia mano o a través de interpósitas personas, le entrega documentos que exponen brutalmente el costo social del salvamento económico de la patria. Lo cierto es que El barón rojo, el presidente de los mexicanos, se siente espiritual y éticamente acosado; estado de ánimo agravado por la presencia constante de su mujer, por ese rostro del Cristo crucificado que le ha dado por traer en la bolsa de la camisa, o colocar en el cajón central de su escritorio de trabajo, para verlo directamente cuando estudia soluciones a los problemas nacionales, o cuando medita en las decisiones que ha de tomar para zanjar diferencias entre los grupos, los sectores que conforman el pálido mosaico nacional. Por eso desde los últimos días de abril carga de un lado para otro un cartapacio lleno de documentos y fotografías entregado personalmente por Enrique Álvarez del Pozo, al que no permite que le pongan las manos y los ojos encima, ni siquiera los edecanes del Estado Mayor Presidencial, mucho 132 menos los civiles que lo rodean y comparten con él el peso de las decisiones que le doblan el espíritu. Cartapacio al que no pierde de vista en los traslados de su despacho oficial a su oficina personal, íntima, a lo que sólo entran quienes hacen el aseo, su familia y los tres funcionarios de su entorno que lo conocen tan bien, que hasta le han cronometrado el tiempo que tarda en fumarse un Benson dorado, beber un Etiqueta Azul, hacer del cuerpo o tomar una decisión capaz de modificar el presente y el futuro de México. Al iniciar su lectura, hecha a salto de mata, a veces en la cama, otras en el despacho oficial y al amparo de la enseña patria y de las imágenes de los héroes que definieron lo que es hoy la identidad nacional, o de preferencia en su oficina personal, humedecida la responsabilidad entre trago y trago de Etiqueta Azul y en medio de caladas al tabaco, adicciones que le permiten aclarar la realidad y ver dónde ha quedado la promesa de la renovación moral, se percata el presidente de la República de que el juicio histórico será implacable con su manera de ejercer el poder, no por compartirlo —medita—, sino por disminuir el poder presidencial. Ya no es en los espacios de la casa de El barón rojo donde mueve su cuerpo, asume sus responsabilidades y depura su alma ante el poder. Desde el primero de diciembre de 1982, su sueño y seguridad son velados por las sombras móviles del Estado Mayor Presidencial, quienes dan cuenta hasta de sus suspiros y flatos albergados en la residencia presidencial de Los Pinos. Ajustado al protocolo de los jefes de Estado, para sobrevivir se reservó un refugio a un costado de lo que fue la capilla de doña Refugio Pacheco de López Portillo, donde mantiene de manera permanente la temperatura ambiente a 18 grados centígrados, lo que le facilita vestirse, en cuanto entra 133 dispuesto a olvidarse de todos y de todo, con uno de los dos suéteres favoritos que su esposa mantiene limpios y siempre dispuestos en un perchero. Uno azul marino, de cashmire, abierto, con botones de concha negros, y el otro de pelo de camello, color natural, ambos comprados por uno de sus lambiscones favoritos en Harrod‘s, en Londres. Vestido el suéter elegido al azar, calados los lentes sobre el puente de la nariz, servido el primer whisky y aflojadas las posaderas presidenciales sobre un sillón orejero, de mullida piel color café, la perspectiva de la lectura adquiere otra dimensión cuando los documentos entregados por el gobernador de Jalisco, lo enteran de que el costo económico anualizado que paga la sociedad estadounidense en el combate al narcotráfico suma alrededor de cuarenta mil millones de dólares, y en ella se engloban los costos en salud, muertes prematuras, reducción de la productividad y renovaciones al sistema penitenciario. Al tocar el renglón de las vidas perdidas, desperdiciadas, el corazón sufre momentáneamente, pero de inmediato se impone la razón en la cabeza del presidente de la República, y mientras sorbe de su Etiqueta Azul, se pregunta cuántos de esos miles de millones de dólares realmente pueden insertarse en la economía mexicana, para ayudar así al desarrollo del país, o con certeza saber cuánto de ese dinero que con riesgo se buscó, se pierde en las bolsas de los funcionarios del sexenio de la renovación moral. Sabe que no podrá tener la respuesta, pero no por ello se desalienta. Entre las tarjetas que aprieta en sus manos hay un mínimo desglose de cifras; éstas le indican cómo los consumidores de estupefacientes norteamericanos gastan veintitrés mil millones de dólares en adquirir lo que les gusta, mientras los gobiernos municipal, estatal y federal destinan sólo 134 diecisiete mil millones de dólares a combatir esa debilidad de los integrantes de la sociedad que han de proteger. Detiene la lectura El barón rojo. Frunce el entrecejo, enchueca la boca, afina el oído del lado derecho, porque desde un accidente ocurrido en su juventud, el oído izquierdo quedó disminuido, y la vanidad presidencial le impide hacer uso de un equipo para sordos. De cualquier manera no lo necesita, porque desde su destape a ritmo de tambora dejó de saber lo que es el silencio. Desde ese día empezó a acostumbrarse a la discreta pero insoportable presencia del Estado Mayor Presidencial; empezó a rendirse, a dejar en manos de ese cuerpo de elite su libertad de movimiento y su silencio, olvidado ya, perdido en las tenues pisadas anunciadoras de presencias ajenas a su voluntad. Es lo que ahora escucha, sabe que lo ven, lo miran, se cercioran de que está vivo y no comete ningún acto indigno de la investidura cargada por él a cuestas. Deja las tarjetas informativas a un lado. Se mueve, va en busca de otro whisky, en esta ocasión cargado, fuerte, casi sin agua y con un hielo. Lo paladea en un trago lento, alargado, detenido, porque quisiera sumirse en ese aroma, en ese sabor. Después busca otro Benson, lo enciende, regresa a su sillón favorito. Lee. Se estima que durante 1983, 57 millones de estadounidenses de doce o más años —el 28 por ciento de la población— consumió alguna clase de estupefacientes, entre duros y suaves. Dichas cifras muestran el cambio de hábitos en la población de Estados Unidos, pues en 1974 la mitad de sus habitantes de entre 18 y 25 años y más de una quinta parte de los que tenían entre 12 y 17, consumieron drogas. 135

De los veintitrés mil millones de dólares que los estadounidenses gastaron en consumo de estupefacientes, nueve mil millones fueron para los traficantes de cocaína, seis mil para marihuana, cinco mil para heroína y tres mil para otro tipo de las drogas consideradas ilícitas. De acuerdo a sus estadísticas, las autoridades policíacas de ese país, durante 1983, detuvieron a un millón de personas relacionadas con venta y consumo de drogas, e informan que más de un tercio de los crímenes violentos están relacionados con los narcóticos. Reflexiona un momento el presidente de México. Se mueve de su lugar, va a su escritorio, observa de frente la imagen del Sagrado Corazón de Jesús guardada —ahora— en el cajón superior derecho, y después toma una tarjeta blanca, de opalina, encabezada por el escudo nacional, en la que anota supervisar el cumplimiento de los acuerdos, a efecto de que el país sea tránsito y no lugar de consumo de esa basura que garantiza la sumisión de los inquietos, de los que —escribe— como señaló el filósofo Marcuse, tienen energía sobrante que ya no debe dedicarse al cultivo de Eros, y mucho menos al enriquecimiento humanista de la civilización. Ya no se traslada al sillón orejero. Llama al edecán militar, le pide de favor que le acerque las tarjetas mientras reflexiona en la manera de hacer que lo que hasta el momento de alguna manera es benéfico para el país, no pueda convertirse en pesadilla, en costo social y económico que lo ate más que la deuda externa a las pretensiones de la Casa Blanca y de los organismos financieros internacionales. La figura muda del edecán militar refuerza en el presidente de México esa sensación de arresto domiciliario, que no limita, detiene, sujeta sus decisiones políticas, pero que sí constriñe sus inquietudes personales, su libertad, su deseo prematuro de olvidarse de todo y de todos. 136

Sabe, está consciente de ello El barón rojo, de que no se requiere de la voz para hacerse obedecer, pero también sufre y padece ese silencio que lo obliga, por el sólo peso del uniforme militar, a acatar las normas del protocolo al que quedó sujeto en cuanto aceptó ser candidato a la presidencia de la República. Es en esa tácita y muda aceptación por parte de él y por parte de los sucesivos representantes del Ejército mexicano que lo cuidan y al mismo tiempo lo vigilan, que sin decir esta boca es mía nada más extiende la mano izquierda para recibir las tarjetas solicitadas. Se entera en su lectura de que las autoridades antinarcóticos de Estados Unidos piensan que, en el presente y para el futuro, la cocaína es su principal problema, pero no dejan de poner atención al tráfico creciente de marihuana, heroína. Los datos que tiene en las manos también dan cuenta de cómo los narcotraficantes colombianos se han organizado en Estados Unidos para controlar y ser los únicos distribuidores de su producto en esa nación. Constata lo que ya intuía, y confirma que esa organización de barones de la droga utiliza células que operan en áreas geográficas bien definidas, de manera independiente unas de otras, y sus integrantes y líderes no se conocen entre ellos. Seguramente basados en la experiencia de las organizaciones guerrilleras colombianas —medita el presidente mientras lee—, las células de narcotraficantes colombianos en Estados Unidos están integradas por diez personas, dentro de las cuales hay pequeñas unidades especializadas en transporte, comercio, almacenamiento y distribución al mayoreo de cocaína y —le enteran—, capacitan ya a quienes han de manejar las comunicaciones y a 137 quienes han de cuidar los dólares a través del lavado de dinero, para hacerlos productivos. Toda unidad está capitaneada por un supervisor que informa al jefe de la célula. Éste debe reportarse con su director regional, quien como en toda organización empresarial o militar, es responsable de la exitosa operación de varias células, y a su vez da cuenta a los jefes de los cárteles, ya sea en Medellín y Calí, en Colombia, y Guadalajara o Culiacán, en México. También da cuenta el informe que lee el presidente de México, de que los cárteles colombianos se sirven, para hacer llegar la cocaína a Estados Unidos y entregarla a sus células de comercialización y distribución, de los barones de la droga mexicanos, a quienes han propuesto pagarles en especie. El barón rojo no deja pasar por alto la última referencia a los mexicanos, porque nada aclaran los investigadores y quienes redactaron el informe, lo que significa que Rafael Caro Quintero, Ernesto Fonseca Álvarez y Miguel Ángel Félix Gallardo han respetado a pie juntillas lo acordado para que no se quede la cocaína en el territorio nacional, y por ello se niegan a aceptar el pago en especie por sus servicios de transporte y seguridad. Medita en que ése es el verdadero peligro, conjurado mientras los narcodólares fluyan hacia los programas de desarrollo, pero inextirpable en cuanto cedan a la tentación del pago en especie, porque entonces sí la droga se quedará para alentar los sueños de la juventud mexicana, o para aletargar las inquietudes de quienes saben que el gobierno, el Estado se muestra incapaz de protegerlos y de abrirles expectativas de desarrollo. Deja caer unos segundos los párpados hasta cubrir totalmente sus pupilas. Se lleva las manos a la cabeza, y al parejo de sus suspiros se mesa los cabellos hasta recuperar el aliento, hasta sentir que el hálito del poder le regresa la 138 razón de sus acciones, por lo que recoloca los gruesos lentes sobre el puente aguileño de la nariz. En un disciplinado silencio retoma la lectura. Se entera entonces de que los cárteles colombianos han adquirido equipo militar con tecnología de punta —pasa por la mente del señor presidente el tráfico de armas que los militares de Estados Unidos pudiesen estar haciendo con los desechos de su derrota en Vietnam—, por un lado para abastecer a sus socios de la guerrilla y, por el otro, para defenderse de los agentes antinarcóticos. Disponen de binoculares y anteojos para ver de noche, equipos de comunicación con códigos secretos, rifles de alto poder, bazookas, granadas de fragmentación y chalecos antibalas. De pronto sonríe para sus adentros el señor presidente, porque se entera de que la marihuana es la droga más accesible y más consumida en Estados Unidos. Dato éste que le hace recordar los comentarios transmitidos por los licenciados Romero y Patrón, expresados en diferentes reuniones por ellos sostenidas con Rafael Caro Quintero, en el sentido de que con unos años de exportación de su producto a los consumidores norteamericanos, le permitiría al país saldar su deuda externa. Sabe El barón rojo, porque lo ha padecido en el ejercicio del poder, en el oficio de presidente, que hay satisfacciones íntimas, propias; triunfos secretos, que no han de compartirse, y entre éstos tiene el de haber impedido que el país se le deshiciera en las manos. Lo evitó, y eso le permite estar contento con él mismo. La preocupación por el dato histórico, por la decisión tomada y asumida, es grande, pero lo es más el conocimiento de saber que evitó el desastre; por ello vive alimentado por una perversidad tenue, sutil, intensa, gracias a la cual no deja de pensar en que efectivamente el lugar común es acertado, porque es 139 cierto que a cada quien corresponde lo suyo, y es en ese sentido —considera el presidente de México— que Estados Unidos habrá de enfrentar en soledad y en contra de sus propios consumidores, la distribución de estupefacientes en su territorio, que por el momento y para el futuro inmediato —como señala el informe a él entregado— está controlado por las mafias internacionales, a su vez organizadas y administradas por el poder real en ese país, llámense militares, corredurías bursátiles, capitanes de industria y comercio que se comieron de un bocado a los representantes de las fortunas tradicionalmente reconocidas. El documento sostiene, afirma y confirma que son esos grupos de poder estadounidense, los responsables de la violencia y corrupción relacionada con el tráfico de estupefacientes hacia su país, llevado desde el triángulo de oro en Asia, y desde Colombia y Perú. Sabe el presidente que no necesita leer más. El juego que él inició fue aprobado y auspiciado por Ronald Reagan, como en su momento lo fueron los episodios del Irán-Contras con Oliver North a la cabeza, o el asesinato de Omar Torrijos y el encumbramiento de Manuel Antonio Noriega, o el trasiego de droga tolerado desde Cuba. Es una necesidad de los reganomics a los que se sujetó la economía estadounidense. También está consciente del riesgo en el que ha sumergido a México; con una ventaja, él juega sin hipocresías, mientras que los políticos norteamericanos no quieren, no pueden, no les está permitido reconocerse en esa corrupción, por ello están siempre a la zaga en el combate al narcotráfico, porque de asumir sus responsabilidades pondrían en peligro el cimiento del sueño norteamericano. Su corrupción y el miedo a exhibirla para poder hacerle frente, es un problema sistémico —redondea el presidente mexicano su idea. 140

Con el oficio de gobierno, con la responsabilidad adquirida al momento de su toma de posesión, El barón rojo ha avanzado en la comprensión de las organizaciones humanas, y aprendió ya que la delincuencia organizada internacional está formada por grupos humanos muy complejos, cuya estructura es manejada autoritariamente, por no decir de manera totalitaria, y desde el centro mismo del imperio, pero ¿con quién comentar el tema?, reflexiona mientras hace un esfuerzo enorme por mantener incólume la dignidad, por no dormirse, por no caer derrotado ante la tentación de vencerse al avasallamiento físico y mental del cargo que desempeña. Es pulcro y recatado el presidente de la República, celoso del decoro que ha de guardar. Así, al ritmo de sus últimas reflexiones, limpia el cenicero, de ninguna manera para dejarlo como espejo, pero sí para que queden en el bote de basura las incontables colillas de los cigarrillos fumados, para que su familia y el Estado Mayor no lo cuestionen sobre el riesgo de su salud; de la misma manera, mientras sonríe al filo de la evocación que hace de la manera en que descubrió el origen del financiamiento ilimitado para el país, pero que favorece a los narcotraficantes, en el lavamanos del medio baño que está en su despacho enjuaga el vaso en el que escanció la media botella de Etiqueta Azul bebida, como si ese acto fuese a borrar los efectos que el alcohol de malta hace sobre su bienestar, al aligerarle el estado de ánimo. Cuando piensa haber dejado todo listo, cuando está dispuesto para retirarse a dormir arrullado por los rítmicos pasos de los elementos del Estado Mayor Presidencial, que por razones de seguridad no dejan de moverse durante toda la noche, aparece en el umbral de su oficina el cuerpo, el rostro, la presencia imponente de su esposa, quien deseosa de mimarlo, consentirlo, apapacharlo, sacarle a través del sexo toda esa tensión contenida, toda esa responsabilidad 141 republicana, todo el peso de las funciones presidenciales, va en su busca, apenas cubierta por una bata que permite adivinar una promesa de descanso, de amor apacible, de sueño justo en brazos de la mujer a la que ama. Se deja conducir sin chistar, consciente de que si durante las horas del día él es propiedad irrenunciable del Estado Mayor Presidencial la duración de un sexenio, por la noche nunca dejó de pertenecer a su esposa, nunca dejó, tampoco, de dormirse en su intimidad, en la búsqueda de esa reconciliación que ha de establecerse entre el cumplimiento de la responsabilidad política y el fundamento moral, ético, de su formación católica. Durante esas noches de pesadilla en que El barón rojo se esfuerza por olvidarse de él mismo entre los brazos de su esposa, Jesusa y Rogelio también hacen lo suyo para dar cauce a sus inquietudes relativas a la educación de Julio Ignacio y Arturo, pero además y sobre todo para encontrar su propio camino anímico y profesional, sacudidos constantemente por los acontecimientos políticos nacionales, por la inflación que disminuye los salarios, por la audacia de quienes gobiernan al país aun en contra de los intereses nacionales. La casa que Jesusa recibiera de sus padres está convertida en un salón de discusiones políticas, sociales y literarias. Las noches de entre semana, el matrimonio Salanueva se las ingenia para llevar a la mesa de su casa a personalidades diversas, de ideologías múltiples, desafiantes, porque todas llevan propuestas, preocupaciones, denuncias, tesis, hipótesis sobre lo que ocurre en México y lo que sucederá a los mexicanos. Es el futuro lo que está a discusión en las reuniones largas y divertidas de la calle de Corregidora, en el barrio de San Ángel. 142

Ahí, en medio de un ambiente festivo, en esa casa transformada por los años y por el gusto de habitarla, sellada ya con la personalidad de su ama y señora, Jesusa y Rogelio se enteraron, meses antes de que el hecho político dejase de ser una suposición o una mera propuesta administrativa, de la venta de garaje organizada por el gobierno de la República, con el propósito de deshacerse de las variopintas empresas del Estado, para adelgazarlo, hacerlo funcional y dejar de asumir las responsabilidades que empresarios no pudieron o no quisieron cumplir con las fuentes de trabajo por ellos creadas y muchas veces financiadas con recursos fiscales. En otras ocasiones las conversaciones vuelan sobre los temas y los personajes de los libros recientemente leídos por los comensales o los anfitriones; charlas en medio de las cuales Jesusa reflexiona acerca de la pasión despertada por los autores extranjeros, encima del silencio ominoso caído encima de los autores nacionales, con la excepción de los muertos. En una de estas reuniones la esposa de Rogelio Salanueva abre la polémica terminada en barahúnda y protestas, porque al proponer que se votara sobre el mejor prosista mexicano del siglo XX, y al afirmar ella que es Martín Luis Guzmán, de inmediato salieron los defensores de Alfonso Reyes, los lambiscones de Octavio Paz, los estudiosos de Juan Rulfo, los lectores apasionados de Mariano Azuela, pero no pudieron ponerse de acuerdo, lo que Jesusa trató de remediar al subir corriendo a su biblioteca y regresar con uno de los tomos de editorial Aguilar de la novela de la Revolución Mexicana en sus manos, para leer en voz alta unos párrafos de La sombra del caudillo y otros de El águila y la serpiente. Claro que su búsqueda no está confinada a los encuentros con los amigos y los conocidos, a las lecturas que no han podido convertir en metódicas, porque 143

Rogelio y Jesusa leen de acuerdo a los sentimientos del momento, o guiados por las necesidades del trabajo de uno, o la inquietud de la otra en relación a su entorno y al futuro de México, pues está consciente de que el porvenir de su patria lo será el de sus hijos, con mayor o menor fortuna, pero siempre asediados por el entorno dejado para ellos. Así, Jesusa y su marido dedican los fines de semana —después de recorrer con Julio Ignacio y Arturo teatros, museos y salas de exposiciones donde sus hijos puedan encontrar referentes que los ayuden a crecer, desarrollarse, convertirse en ellos mismos— a esforzarse por determinar de qué manera México se ha transformado, para dejar de parecerse al reflejado por Octavio Paz en El laberinto de la soledad, o para olvidarse de los personajes escenificados por Andrés, Fernando y Julián Soler, o por Pedro Infante y Blanca Estela Pavón, o por Joaquín Pardavé y Sara García. Es a Jesusa —lo comenta Rogelio con su jefe Wimer, o con Julio Scherer, Federico Ortiz Quesada o Ricardo Garibay— a quien desborda, apasiona, consume la idea de saber si todavía hay pachucos en México, si Germán Valdés refleja algo de lo que fue un México desaparecido, o todo quedó en la imaginación de Octavio Paz. Es a Jesusa, también, a quien debe las tardes de los domingos familiares el vivir atentos de la televisión, para recetarse como medicina la trilogía de Pedro Infante: Nosotros los pobres, Ustedes los ricos y Pepe el toro, con el propósito de discutir después, durante la cena o mientras beben un whisky antes de irse a la cama, acerca de los caracteres mexicanos allí descubiertos por Ismael Rodríguez. O buscar analogías en Cuando los hijos se van, en México de mis recuerdos, en El baisano Jalil, o ir más adelante para buscar tipologías en Los caifanes o Mecánica nacional, en el deseo de saber hasta dónde son los 144 mexicanos como quedaron tipificados por Octavio Paz, o considerar si el acertado fue Emilio Uranga, o ninguno de los dos, y el reflejo que se da de la identidad nacional a través del discurso político, de las diversas manifestaciones artísticas y de los estudios sociológicos realizados por especialistas extranjeros, sólo son una mistificación. Los Salanueva —quienes ya son cuatro al sumarse a la familia Arturo, el hijo anhelado por Jesusa y Rogelio para quitarle a Julio Ignacio el exceso de consentimiento y la deformación de carácter adquirida por los hijos únicos— viven enfebrecidos por la degradación de la vida política nacional, por la ausencia de referentes sociales y por el decaimiento vertiginoso de la economía, pero no por ello se abstraen de buscar una mayor participación en los ámbitos en los que se mueven, a pesar de que cuando se acercan a los círculos del poder son vistos con desconfianza o como trepadores sociales, porque en ningún momento, bajo ningún concepto o presión administrativa ceden al chantaje de la lealtad absoluta, pues por sistema cuestionan todo lo que se les presenta como un beneficio del régimen priista, o fincan su vida en la saludable duda cartesiana. Como lo comentan en sus noches de insomnio —después de un sexo apacible, dulcificado por el conocimiento de sus cuerpos—, consideran necesario estar atentos al proceso de descomposición social, pues las señales les parecen inequívocas al manifestarse el crecimiento de la delincuencia y la poca o nula capacidad de los cuerpos de seguridad pública para cumplir con esa parte del mandato constitucional, consistente en garantizar la vida en sociedad de la población. También consideran inequívocos los anuncios de violencia por la radicalización verbal y económica en las luchas por el poder político, porque 145 al modificarse las características de la corrupción —argumentan y discuten entre ellos, y con los periodistas cuya amistad no desean perder o permitir que se diluya—, la voracidad y el cinismo adquirieron carta de nacionalidad entre los políticos deseosos de sumarse a grupos destinados a hacerse con los cargos donde las canonjías se transforman en patrimonio personal. Saben Jesusa y Rogelio, por lo escuchado en las reuniones a las que son invitados, o porque en su presunción los tecnócratas de nuevo cuño se van fácil de la boca en los restaurantes y otros lugares públicos, donde en reuniones sin fin hacen gala de sus especulaciones en las corredurías bursátiles nacionales y estadounidenses, porque —afirman los supuestamente más avezados en eso de hacerse millonarios con los recursos fiscales— dejaron de confiar en las inversiones hechas por los políticos-políticos, y ya no buscan protegerse de la desgracia de la derrota con edificios de departamentos y ranchos, sino que ansían, anhelan transformarse en multimillonarios para conservar para ellos el poder económico, la fuerza del dinero que les compra medios de información y les garantiza impunidad. —El poder —argumenta Jesusa antes de ir al baño para asearse los dientes—, su oficio se ha transformado. Dejó de ser asunto de políticos profesionales para trastocarse en materia de diletantes ajenos a la pasión de servir, crear, ofrecer y ofrecerse oportunidades de una vida digna. ¡Y entiéndelo bien, Rogelio!, soy seria cuando digo ofrecer y ofrecerse. —No te irrites, de nada sirve nuestra preocupación. ¿A quién interesarán las reflexiones que dejas escritas en la libreta? ¿En verdad crees que tus hijos se servirán de ellas? ¡Vamos, mi amor!, te enojas por nada, discutes lo indiscutible, amenazas con lo inexistente. De lo que se trata es de diferencia de estilos, de la preeminencia de la economía sobre cualquier otra área de 146 gobierno. En cuanto a ofrecer y ofrecerse, ¿qué, exactamente, quieres decirme? — ¡Ahora te haces el que la Virgen te habla! —Se detiene Jesusa en el umbral de la puerta que separa el baño de su recámara—. Me refiero a la política, que es una actividad clásica, con matices, sí, pero clásica, creo que en eso estaremos de acuerdo. Digo ofrecer, por dar a la sociedad igualdad de oportunidades, y ofrecerse, porque necesitan, están urgidos de hacerse su nicho en la historia patria, dejar constancia afirmativa de su paso por el gobierno, y así como van se niegan a ellos mismos, niegan la viabilidad de la nación. — ¿Cuál nación? Date cuenta de lo que ocurre en el mundo —se esfuerza por permanecer ecuánime el burócrata Salanueva; se levanta de la cama, tiende las manos hacia su mujer, la atrae hacia él, la mima, la acaricia, baja el tono de voz—, los satélites y la cibernética modificaron los esquemas tradicionales de desarrollo. Hoy, la comunicación es instantánea, para bien y para mal. Las antenas parabólicas son el primer pie del imperio en suelo mexicano. Este señuelo de diversión, de comunicación, de información, modificará la manera en que ven el mundo las clases gobernantes, y en esa desesperanza, porque lo saben, los tecnócratas metidos a políticos dejan correr su codicia, pues su retiro, para significarse, ya no será en el rancho ni en la mansión de Las Lomas o El Pedregal, sino en los departamentos de París, Manhatan, Madrid… —Me estás diciendo que no hay remedio… —Exactamente, ahora estamos en medio de la revolución cibernética. Pronto, antes de que nos demos cuenta, el mundo dejará de ser el surgido de las 147 cenizas de la II Guerra Mundial; nadie sabe, nadie puede presumir de saber cuál será nuestro destino… Jesusa, en un gesto elegante, sin reproche, se desprende de los brazos de su marido, y antes de que Salanueva pueda retomarla ella ya tiene el hilo dental entre los dedos de la mano derecha, se aproxima al espejo del lavamanos, al que antes de proceder con su rutina de limpieza le dirige una sonrisa que le permita constatar la blancura y uniformidad de sus dientes. Concluida la ceremonia del hilo que debe pasar entre los intersticios dentales, la esposa del periodista transformado en burócrata dispone del tubo de pasta de dientes, lo abre, con la mano derecha lo oprime sobre la cabeza del cepillo dental sostenido por la mano izquierda, y con ritmo, sin prisa, inicia sus masajes ascendentes y descendentes sobre encías y dientes hasta formar una abundante espuma que asoma entre sus labios. Así, como perro rabioso, aleja los ojos del espejo, voltea el rostro hacia su marido, lo ve con malicia, con cierto dejo de perversión en una sonrisa más parecida a una mueca. Deja que Rogelio se confíe, y con una rapidez pasmosa en ella, se lanza al cuello de Salanueva, a los labios de su esposo, a quien contagia de estupor y contento, de alegría y deseo súbito por verse y saberse lleno de su esposa, ahíto de saliva y pasta dental, necesitado de olvidar lo oído y visto durante su desempeño como secretario particular, y también porque necesita reafirmar la atracción sentida por su mujer, pues ese día, horas antes de dar concluidas las labores, se le apareció en la oficina la periodista Sara Rodríguez, satisfecha de ella misma por haber dejado atrás la radio y trabajar ahora en televisión, en Canal 13. El vuelco es sobre la cama, sobre las almohadas, entre las cobijas, en medio de las piernas de uno y otro, sometidos a los arrumacos del sexo 148 compartido, vivido, sentido, sin fuerza pero con pasión, largo, lento, acometido como respuesta a una tentación irrenunciable, imposible de dejar de lado. Después, los poros abiertos, los cuerpos sudados, los ojos resplandecientes de dicha, con la pupila dilatada porque quieren ver más allá de lo corporal, buscan entre la niebla de un amanecer transformado en promesa cumplida, cuando Jesusa y Rogelio Salanueva se han percatado de que el deseo no mengua, no se limita, permanece atento a las exigencias del cuerpo y la fantasía de la mente. El nuevo día les anuncia la renuencia de la realidad a ser como ellos requieren, necesitan que se manifieste. Los deberes domésticos llaman a su puerta en la figura de Julio Ignacio, quien dice a su madre, como queja y reclamo, que Rocío, su nana, no quiere hacerle hot cakes, e insiste en que desayune las zucaritas del tigre Toño, su leche con chocolate y huevos tibios, lo que a él no se le antoja. Sabe Rogelio llegado el momento de rasurarse, para después iniciar la ceremonia del baño en pareja, y ya acicalado para ir al trabajo, sentarse en el desayunador justo cuando su hijo bebe el último trago de chocolate, antes de lavarse los dientes para que después Alejandro García, el chofer, lo lleve a la escuela. Es 30 de mayo, se aproxima el fin del ciclo escolar, está cerca el período de exámenes, lo que a todos en esa casa pone con los nervios sobre la epidermis, debido a las exigencias educativas del Liceo Franco Mexicano. Por fin el rito de la lectura de los diarios de la ciudad de México, el café, el cigarrillo, los reconcomios montados sobre el análisis informativo de lo leído entre líneas y los mensajes enviados a través de las columnas políticas, para hacer un trabajo conjunto de marido y esposa que les permita determinar cómo 149 se avizora el panorama político y económico, y el esfuerzo por adentrarse en las secciones de policía para constatar si los rumores sobre el crecimiento del narcotráfico, acerca de la aparición del nuevo fenómeno de la narcopolítica, dejaron de serlo para convertirse en noticia consignada en los medios informativos. Discutidas con Jesusa las noticias del día, bebidas las dos, tres tazas de café y consumidos hasta el filtro los primeros cigarrillos de la mañana, Rogelio Salanueva decide que es el momento de trasladarse a su oficina de la subsecretaría de información de la secretaría de Gobernación, donde con cierto rubor, pero sin pasmo y mucho menos con asombro, ha atestiguado cómo los representantes de algunos medios nacionales impolutos van en busca del dinero necesario para cubrir su nómina cuando los pagos de la publicidad gubernamental se retrazan o definitivamente dejaron de llegar. Durante el traslado desde la calle de Corregidora, en San Ángel, hasta Abraham González, en la colonia Juárez, el secretario particular del subsecretario de Información medita, evoca cómo durante sus pininos como reportero de la fuente política se imaginó entrar al estacionamiento privado de la Secretaría, como vio que lo hicieron los dueños de los medios y los columnistas a la moda, cuando de buscar el amparo, el consejo o la información del secretario de Gobernación en turno se trataba. Piensa, mientras transitan por Paseo de la Reforma, en que ahora es él quien tiene allí su lugar reservado, a unos metros de la entrada de la subsecretaría, y ya no le importa, no le hace ninguna gracia saberse usufructuario de ese beneficio tan mezquino. Nada más abrir la puerta de su despacho —ubicado en la planta baja del Palacio de Covián, a un costado de un patio adornado con una fuente de 150 cantera que nunca deja de surtir agua que canta, y sirve de acceso además de a la subsecretaría de Información, al salón Juárez, donde sesiona el Instituto Federal Electoral, y a una sala de cine con diez cómodas butacas, usada por los funcionarios de la secretaría de Gobernación para ver películas antes de su exhibición en cartelera—, el cúmulo de papeles sobre su escritorio le muestra el tamaño del tedio y la responsabilidad que decidió cargar al determinar retirarse del periodismo activo. No ha tenido tiempo de dejar el saco en el perchero, cuando el teléfono le indica que Rebeca Báez —eficiente secretaria responsable de recibir las llamadas del subsecretario Wimer— lo busca para pasarle ya algunos mensajes, para indicarle que su jefe lo busca, o transmitirle algún recordatorio o modificación de la agenda. Nada más deja el auricular del teléfono en su lugar, entra a su despacho Sofía de la Luz López, su secretaria, quien lleva en la mano la nueva agenda del día con las modificaciones indicadas por el subsecretario de Información, y le avisa que los directores de Radio Televisión y Cinematografía y del Instituto Mexicano de la Televisión están en la sala de juntas en espera de la llegada del jefe Wimer, a efecto de mostrarle previamente el acuerdo que han de llevar los tres con el secretario de Gobernación. Registra la información y pregunta, a su vez, si ya llegó Mercedes Prado, secretaria privada de su jefe, para, entre los dos, ponerse al tanto de lo que ocurrirá ese 30 de mayo de 1984, y saber de cuánto tiempo dispone Salanueva para cumplir con su compromiso para comer con Felipe Remolina, el director general jurídico de la secretaría de Relaciones Exteriores, con Roberto Ricárdez, secretario auxiliar del propio Wimer, y con Lenin Molina, abogado y editor, pero sobre todo un muy buen coleccionista de pintura mexicana y 151 ameno conversador. Sabe Rogelio que, para su beneficio, están citados en la cantina Belmont, ubicada a unas cuadras de su centro de trabajo, en la calle de Milán. Después de que Mercedes Prado le confirmara que dispone de tres horas para comer antes de que el subsecretario regrese por la tarde, a Salanueva, en ese momento secretario particular, le da comezón, inquietud por regresar a su oficio de reportero, al menos a la periferia de la profesión, por lo que se acerca a la puerta de la sala de juntas de la subsecretaría. Está seguro, porque ha dado instrucciones de que esa puerta no se cierra a menos de que ya esté adentro el subsecretario, de que la encontrará francamente abierta o, al menos, entornada. Así, con discreción, se aproxima y escucha cómo Jesús Hernández Torres y Pablo Marentes destilan amargura por no ser alguno de ellos el subsecretario, y hablan del tiempo que en Gobernación le queda a Javier Wimer, pues el secretario de ese despacho les ha prometido deshacerse de él para ascender a alguno de los dos. Rogelio reconoce que, como buen reportero que fue, tiene, también, espíritu de policía. Permanece en silencio, casi no respira, ubicado justo a unos centímetros del marco de la puerta, nada más separado de la realidad política de la secretaría de Gobernación por unas bisagras que la sostienen, y desde donde ve gesticular a Hernández Torres, atildado como un petimetre de la moda masculina, delgado como el matador Fermín Espinosa ―Armillita‖, estulto como Regino Burrón, moreno, saturado el cabello de fijador para no perder la figura. Esa estatua de ego se esfuerza por convencer a Pablo Marentes de que el secretario de Gobernación será presidente de México. Marentes, el director general del Instituto Mexicano de Televisión lo oye sin escucharlo, porque nada le satisface sino la autosuficiencia a la que lo 152 acostumbraron quienes, asombrados por su juventud, en la Universidad Nacional le llamaron el niño genio. Los anteojos sobre el puente de la nariz, el mechón de cabello castaño que le cubre la frente, la mirada huidiza, que no se sostiene porque la única manera de sustraerse al complejo de ser de una estatura inferior a la normal, es no ver de frente, sino siempre a espaldas de los demás, incluidos sus empleadores. Considerada la oportunidad de no darse por enterado de lo que ellos conversan, Salanueva llama a la puerta para permitirles interrumpir esas disquisiciones políticas sólo posibles entre subalternos cuyo futuro siempre está amarrado a la habilidad y la suerte de sus jefes para caer parados, o resignarse al destierro político al menos durante un sexenio. Jesús Hernández Torres y Pablo Marentes no muestran sorpresa ante la irrupción del secretario particular de Javier Wimer, se conducen con cinismo, quizá con una desparpajada desvergüenza, y después de saludar se limitan a preguntar cuánto más han de esperar, y solicitar que por su conducto les haga llegar unas tazas de café. Después siguen con su conversación, con el mismo tema, el mismo ritmo, porque para ellos Rogelio Salanueva no existe mientras puedan acariciar el sueño de hacerse con el poder, al lograr la candidatura presidencial. Mientras despacha con su secretaria los trámites administrativos de la subsecretaría y considera con cuidado aquellos que han de tener una decisión jurídica —los que pone de lado, para antes de llevarlos al acuerdo con su jefe Wimer consultarlos con Roberto Ricárdez—, Mercedes Prado le avisa por la red telefónica interna de la llegada del subsecretario, quien ya está en la sala de juntas. 153

Luego el día corre a la velocidad de los asuntos despachados en la secretaría de Gobernación, desde los nimios hasta los que por su importancia inciden en el ámbito político nacional. Sólo un respiro de Rogelio Salanueva en el trafago de esa mañana, para antes de ir a su comida, hablar por teléfono con Jesusa para saber cómo regresó Julio Ignacio de la escuela, y para avisarle que si algo se le ofrece estará a tres cuadras de su oficina, por lo que pueden ir a avisarle si lo necesita. Cuando se da cuenta ya está sentado a la mesa en la cantina Belmont, en medio de una conversación en la que se habla de todo y de nada, se conversa entre risas y gritos para escuchar y ser escuchado. Tiene frente a él un Etiqueta Negra con soda, lo paladea, disfruta, goza. Solicita al mesero que no se apresure con la comanda, pero que le guarde una buena ración del plato del día, que es lomo de cerdo con verdolagas, con frijoles negros de la olla aderezados con epazote, y de postre pasteles de La Vasca. La comida transcurrió sin incidentes, con la única observación por parte de Roberto Ricárdez y dirigida a Salanueva, avisándole que había visto en los pasillos de la secretaría de Gobernación a Sara Rodríguez, quien con toda seguridad esa misma tarde o a más tardar al día siguiente lo visitaría, si no es que ya se le había aparecido. El comentario lo dejó pasar, porque alguna salida debe encontrar el secretario particular para no afectar la estabilidad matrimonial, sin perder esa amistad que fue, en su momento, un destello que le permitió sobrevivir el olvido en que lo tuvo Jesusa Robles. A las 17:15 horas piden la cuenta que religiosamente dividen entre los cuatro comensales. Después, el traslado lento, gozoso, detenido al ritmo del tiempo para ver a la gente, escuchar el ruido de la ciudad, el lamento de la calle ausente de algarabía, porque saben, sienten, padecen los estragos de la 154 inflación, la carencia u ocultamiento de ciertos productos básicos, y porque entre los grupos políticos que adelantan su pugna por el poder se presiente una animadversión pocas veces manifestada públicamente. Como lo recordaría esa misma noche con su mujer —porque desde que decidieron casarse supo que nada le ocultaría—, Rogelio Salanueva se da cuenta de que el día está por empezar cuando entra a su oficina después de una opípara comida, pues en ella se encuentra plácidamente sentada y fumando como chimenea de máquina de vapor a Sara Rodríguez, Sarubi, Sarita, rescoldo que se niega a convertirse en carbón apagado como si un saldo hubiese quedado por cobrar. Para sorpresa de Salanueva, el saludo no es distante, ni frío. En la pupila de Sara hay un brillo cínico, satisfecho, contenta de tener a la presa en la ratonera. No se dan la mano, el beso espontáneo es en las mejillas en las que se percibe el calor, la necesidad de un efusivo abrazo que no pospone por más tiempo. Concluidas las muestras de afecto, se da lugar al recato prudente y necesario en una oficina de gobierno. Ambos se sientan, es Rogelio quien escucha. —Sé que eres feliz. Al menos tuviste la decencia de avisarme de tu matrimonio, pero, te lo confieso, esperaba que perdieras. Necesitaba verte para constatarlo, para saber de una buena vez que no podré recuperarte. —Óyeme, Sara, Sarita, Sarubi… No dramatices. Me gustas, es más, me gustas mucho, pero no te amo, no puedo amar a una mujer cuya deformación profesional la lleva a vivir el periodismo incluso cuando está inmersa en la pasión, el erotismo, el sexo… —Tú eres quien se cuelga. Cuando estoy dedicada a la fuerza apacible del sexo, me desentiendo de todo lo demás, incluso me olvido de Dios; que 155 después de uno o varios orgasmos necesite regresar a lo cotidiano, al detalle, a lo que construye y define nuestras existencias, me es imposible evitarlo. De inmediato una pausa, un silencio, un vacío motivado por la presencia de Sofía de la Luz, pequeña, delgada, cuidadosa de su elegancia y dedicada a realzar ese porte de las tallas chicas que deben hacer resaltar su belleza con naturalidad, para que el café de los ojos sea más brillante, el castaño del cabello más intenso, la sensualidad de la boca más atrayente. Permanece callada, espera que Rogelio comprenda que ha de hablarle en privado, por la noticia, ya confirmada, de que es portadora, y lleva escrita en una tarjeta media carta para hacer partícipe al subsecretario Wimer. Sara Rodríguez es de rápida comprensión. Se despide no sin antes sacar un compromiso por parte de Salanueva, quien acepta que pronto la invitará a comer. Cerrada la puerta del despacho privado del secretario particular, empieza el desconcierto por la ejecución de Manuel Buendía. Sin llamar a la puerta de la oficina del subsecretario, entra en ella con la tarjeta en la mano para enterarlo de que al caer la tarde, hace algunos minutos, en la avenida Insurgentes, sobre la acera oriente y casi esquina con Nápoles, yace el cadáver del columnista más famoso de México. La reflexión de Javier Wimer es inmediata. Dice, confía a su secretario particular que ese crimen abre el despeñadero de la inestabilidad política de la nación, y el desvelamiento al público de la narcopolítica como instrumento económico del gobierno para evitar la quiebra financiera y moral de México. También evoca, en ese instante, el desplegado firmado por los obispos del sureste mexicano, y hecho público para denunciar la presencia de los barones de la droga y su presunta colusión con autoridades policíacas. 156

En el momento en que un hombre moreno —de mediana estatura, el cabello hirsuto, bigote y barba desarreglados, quien en la mano derecha porta una pistola que a nadie importa ver— levanta el faldón de la gabardina del autor de Red Privada para meterle tres, cuatro, cinco tiros por la espalda, en los verdes y enormes ojos de Sara González de Cossío ——de rodillas sobre las sábanas de lino que cubren una enorme cama— se reflejan los destellos del oro y los brillantes con las que están diseñadas las imágenes religiosas pendientes del cuello de Rafael Caro Quintero. Él también está desnudo, de pie, con las manos sobre los hombros de su compañera, a quien sostiene con firmeza porque gusta de verla, disfruta de su belleza, goza de su juventud, anticipa su placer. Sara y Rafael pronto se dieron cuenta de que necesitaban estar juntos. No por los vehículos enviados a casa de los padres de ella, tampoco por las alhajas con las que Caro Quintero gustó de cubrirla; mucho menos por el obsequio en que el cuerpo de la señorita González de Cossío se convirtió para ese escalador social en que aspira a convertirse el dueño del rancho El Búfalo, porque requiere, está urgido de ser aceptado para olvidarse de su origen. Necesitan estar juntos porque coinciden, desde su primer encuentro, en gustos, necesidades y obsesiones. Sara descubre una insospechada afición al riesgo, al gusto por asomarse desde el umbral de la narcopolítica a la violencia que no le pasa desapercibida, pero que de ninguna forma la toca, la hiere, la marca física y moralmente. Descubre también que en su pequeña estatura, en su prodigioso cuerpo, anida el culmen de la felicidad que jamás, nunca podrá encontrar en otra mujer Rafael Caro Quintero. Unas horas después de que Joserra le llevara toda la información acerca de Sara, Caro Quintero inició el asedio, con cautela, sin aspavientos, de manera 157 tan discreta que los primeros interesados en conocerlo fueron sus padres, porque también fueron ellos los primeros en disfrutar y disponer de los obsequios enviados para halagarla, definitivamente no para seducirla, al menos en una primera instancia. Después, en contra de todo lo por él deseado, buscado, anhelado, necesitado, el periodo de seducción, de conquista, desapareció cuando ambos están por primera vez solos, dejados de la mano de Dios, juguetones con su libre arbitrio, desafiantes: ella, frente a su clase social, a sus padres, a su iglesia, en la tesitura de negar todo lo aprendido desde niña. Él, porque quiere ser, porque necesita olvidarse de su origen e imponer su acuerdo con el gobierno en la cama de una o varias de las hijas de esos funcionarios públicos urgidos de los dólares producto de su trabajo, pero que sienten náuseas nada más pensar en ensuciarse las manos con la sangre surgida de la corrupción de la voluntad en la que caen, se vencen los dependientes de los narcóticos. Para Caro Quintero fue tan inesperada la entrega de Sara que estuvo a punto de perder el interés vislumbrado al verla por vez primera en La copa de leche. Supo, en un instante de lucidez al momento de tenerla de frente y a su alcance, que esos enormes ojos verdes fueron abandonados por la inocencia desde la infancia, cuando comprendió su dueña cómo hacen sus fortunas las familias de los políticos encumbrados en el poder de mala manera. Los verdes ojos de Sara González de Cossío —como en un momento de debilidad le confiara Rafael Caro Quintero a Ernesto Fonseca Álvarez y a Miguel Ángel Félix Gallardo—, su brillo intenso enmarcado en cejas perfectas, adornados con largas pestañas e inmensos, tan grandes como pilas bautismales anegadas de pecados, fueron su perdición, porque si bien deseó 158 verse inmerso en la ingenuidad de esa mujer, concluyó por aceptar el presagio en ellos encontrado. En sus extraños y escasos momentos de soledad e introspección, Rafael Caro Quintero, quien es un hombre práctico y con habilidades tangibles para hacer dinero e imponer su voluntad por las buenas y por las malas, evoca las actitudes de Sara que le han llamado la atención, que le inquietan, como esa costumbre de acariciar de manera tenue, sutil, como si tuviese miedo de tocarla, la orfebrería que adorna su pistola escuadra .45 mientras busca el orgasmo cuando ella permanece montada sobre él, al paso, siguiendo la conseja popular de más vale paso que dure que trote que canse, y cómo al estallar en el frenesí del goce sexual se lleva el cañón a los labios, a la boca, y la abre para devorarlo cuando estalla de placer. Recuerda también, y padece escalofrío cuando lo hace, cómo al momento de despojarlo de su camisa, cuando están enfebrecidos por el deseo, Sara detiene su mirada en las imágenes religiosas —hechas de oro, adornadas de brillantes y esmeraldas que, colgadas de una gruesa cadena, penden de su cuello y le llegan a la altura del corazón— durante largos y tensos segundos, tan largos que suman minutos, en los que en apariencia extasiada aparenta dirigirse a la divinidad para desafiarla, pero nunca para implorar perdón, como para su desagrado constataría, cuando un día después de saciarse le preguntó si era creyente, si confiaba en Dios, si aspiraba a la vida después de la muerte. Desagrado que se olvida en cuanto ella lo toca, lo ve, lo motiva y lo incita a ser recibido entre sus piernas y hacer frenéticamente el amor mientras las medallas y las cruces caen entre sus senos, o ella las lleva a su boca para conservarlas entre los dientes durante su eyaculación, lo que a él contrista, 159 pero no puede evitar porque esos ojos verdes lo someten, lo humillan, lo degradan hasta transformarlo en un instrumento de deseo. Es también en esos raros momentos de introspección y soledad, que Rafael se deja inundar de abulia cuando revive la imagen y la voz de Sara —primero implora, después exige— que inquiere, busca, necesita y hasta se muestra impertinente por satisfacer su deseo de conocimiento acerca del oficio y la manera en que él impone —a veces mediante la tortura, la ejecución o la simple y sencilla desaparición de un ser querido— su voluntad para que el negocio no se le vaya de las manos, y también para cumplir con el acuerdo gubernamental y evitar que los pillos los roben en las casas de cambio, o los esquilmen las diversas corporaciones policíacas. Sufre cuando recuerda en especial aquella noche en la que, después de haber vivido un día intenso de trabajo, haber comido y cenado juntos, haber bebido y darle gusto al cuerpo en el baile y en el canto, para al fin quedar juntos en la cama, reducidos a un amasijo de músculos sudados y segregaciones húmedas que les resbalan de entre las piernas, con los párpados bajos para no permitirle ver sus ojos, Sara se muestra ronroneante, sumisa, porque resulta que se le apetece satisfacer su deseo de presenciar una de esas ejecuciones que él ordena para poner ejemplo, o con el propósito de castigar a quien lo ha engañado y no puede salirse con la suya. Pero todo lo olvida, como este 30 de mayo por la tarde, cuando Sara continúa de rodillas sobre esas albas sábanas de lino, con las manos puestas en la hebilla de su cinturón piteado mientras con la barbilla, la nariz, la cabeza, mueve de manera pendular esas imágenes religiosas que siempre están entre sus cuerpos, pero que de ninguna manera postergan ni dividen sus pulsiones íntimas. 160

Olvida todo cuando la hebilla del cinturón se abre, cuando con la mano derecha Sara baja la cremallera de su pantalón, y con ese gesto desciende de la cama, se separa de las sábanas de lino, para hincarse sobre un tapete de y, antes de bajarle el pantalón, desatar las agujetas de los zapatos de piel de cocodrilo, quitárselos, para luego sentarlo a él en la cama y despojarlo de los calcetines antes de tirar de las perneras, para arrojar la ropa al suelo y seguir con los calzoncillos. Luego la visita pausada de los cuerpos, el reconocimiento de lugares ya recorridos con los ojos, las manos, las lenguas de uno y otro. Asombrados se dan cuenta de que continúan actuando como si fuese su primera vez de todas las veces y de todas las personas. En esa pericia de entregarse y recibir actúan deslumbrados porque descubren que nunca acaban de conocerse. Se entregan hasta olvidarse de ellos mismos. Para concluir, la ausencia, el sueño en brazos de uno y otro, exhaustos, mudos, otra vez dejados de la mano de Dios. En el momento en que Sara González de Cossío siente frío, y en un gesto ausente y mudo busca las sábanas para cubrirse y tapar también el cuerpo de Rafael Caro Quintero, el presidente de la República, El barón rojo, desciende de un vehículo rodeado de elementos del Estado Mayor Presidencial, a las puertas de la agencia funeraria Eusebio Gayosso. No hay titubeo alguno, con paso firme camina a la capilla fúnebre donde se velan los restos de Manuel Buendía. Mientras en Guadalajara, en la casa de Rafael Caro Quintero, él y Sara se aproximan uno al otro para darse calor, en el Distrito Federal, en la puerta de la capilla mortuoria, el presidente de la República busca con la mirada a la viuda, a doña Dolores Ávalos. El barón rojo endereza sus pasos hacia ella. En 161 el trayecto, los deudos y todos aquellos allí reunidos para dar el pésame, se abren como agua del mar Rojo a la proximidad del nuevo profeta de la renovación moral, seguido por su Jefe de Estado Mayor, y atrás de ellos una cauda de reporteros totalmente desazonados, que buscan una respuesta creíble a las razones de la ejecución del periodista, y una promesa de que se hará justicia. Cuando dirige unas condolencias huecas a la viuda de Manuel Buendía, palabras incapaces de llenar el vacío producido por la muerte abrupta, los secretarios del gabinete que ya presentaron sus respetos, y aquellos absorbidos por la cauda del poder, escondidos atrás de los elementos del Estado Mayor Presidencial, dejan caer los párpados, asumen una actitud sumisa, de disfrazado dolor, de fingimiento, hasta mimetizarse con las actitudes y los gestos de El barón rojo. Atrás del catafalco, en el rincón, cubiertos por enormes y blancos ramos florales, Jesusa y Rogelio Salanueva permanecen en silencio, observan, nada dicen por temor a que se escuchen sus opiniones. Nada piensan por miedo a que su reflexión quede mostrada en sus gestos, sus actitudes, su estupor por lo que ellos consideran un crimen de Estado.

Capítulo V Diciembre de 1985

En febrero de este año, los acuerdos entre políticos profesionales y barones de la droga amenazaron con irse al traste, evoca Emilio Romero mientras se acicala para ir a trabajar a Los Pinos. Está en el cuarto de baño de su residencia de San Jerónimo Lídice. Del perchero desprende su ropa interior, la impecable camisa de fino algodón egipcio cortada a su medida, con el monograma de sus iniciales bordado sobre la bolsa. Las mancuernillas son de plata, diseñadas en Tane especialmente para él. El traje es color grano de pólvora, recto. La corbata estilo regimiento, regalada por uno de los cuantiosos lambiscones que buscan su favor. Los zapatos Bally están hechos a mano, son unos cómodos guantes para sus pies. Sabe que ha de tomar decisiones. Hace mentalmente un breve recuento de los daños. Determina que los problemas se originaron con una indiscreción. Intuye que la fuente de todas sus miserias es la codicia del gobierno de Ronald Reagan. Sentado en el asiento trasero del coche que lo conduce a su oficina, retoma el cuaderno de notas preparado entre él y Justo Patrón para su acuerdo con el presidente. Los eventos fueron sucesivos, sin respiro para medir sus 163 consecuencias —lee— ni momento alguno para reflexionar sobre su origen, con el propósito de detener los eventos subsecuentes a la primera ejecución. Sante Bario, el agente de la DEA comisionado en México —como quedó asentado en el proyecto de acuerdo— ya no estaba en el país, sino en una cárcel en Amarillo, Texas, acusado de corrupción. Después de su detención ocurrió lo inesperado. Enrique Salazar y Alfredo Zavala fueron vistos con vida por última vez en la ciudad de Guadalajara; posteriormente encontraron sus cuerpos en el rancho El Mareño, torturados, con un gesto de estupor en el rostro, porque evidentemente fueron ejecutados. De inmediato el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, gobernador de Michoacán, protestó porque era clara, transparente la intención política de desacreditarlo al arrojar los cuerpos, envueltos por cobijas, en territorio michoacano. Se impacienta el licenciado Romero, no por la relatoría que revisa, sino por lo lento del tránsito citadino. ―Mientras no suene el teléfono del coche‖, se dice, ―aprovecharé el tiempo para certificar que no haya ningún error, pues mi futuro político depende en su totalidad de que pueda explicar al presidente lo ocurrido, ofrecerle alternativas de solución, y garantizar que el acuerdo se mantendrá vivo con otros representantes del narcotráfico, si así se requiere‖, determina en ese mutismo que lo dibuja tal cual es cuando anda con los nervios de punta. Lo evidente está aquí —piensa mientras soba con las manos los documentos que lleva ante su jefe—. A pesar de que la información a ellos proporcionada por la estación de la DEA en México señala como culpables a Rafael Caro Quintero, Miguel Ángel Félix Gallardo y Ernesto Fonseca Álvarez, él sabe que no fue así porque los acuerdos con ellos logrados estaban en operación y eran absolutamente respetados. 164

Tal como lo ha discutido en múltiples ocasiones con Justo Patrón, Emilio Romero continúa rigurosamente convencido, como se lo informaron en la Sección Segunda del Ejército y desde la tambaleante Dirección Federal de Seguridad, la desaparición del piloto Alfredo Zavala y del agente Enrique Salazar fue ordenada e instrumentada por la estación de la DEA en México, con dos propósitos. Les costó trabajo a Justo Patrón y Emilio Romero ponerse de acuerdo acerca de la importancia y precedencia de esos dos motivos —lo saben gracias a los servicios mexicanos de seguridad, también debido a infidencias de funcionarios norteamericanos, molestos porque los dólares que estuvieron acostumbrados a recibir por munificencia de los barones de la droga mexicanos, dejaron de alegrarles la vida—, pero por fin decidieron que el principal fue que en la Casa Blanca informaron al presidente de Estados Unidos que el gobierno mexicano actuaba de manera abusiva para con ellos. Se enteraron de que el argumento utilizado para convencer al presidente Reagan de una operación encubierta fue que —debido al acuerdo promovido por sus asesores de seguridad nacional, con el propósito de evitar las consecuencias de la debacle económica de 1982, y que, además, no recurrieran a las instituciones financieras internacionales, pero que se respetara la carta de intención firmada con el FMI, para que al menos no dejaran de cubrir los intereses de la deuda contraída— el decrecimiento económico de México estaba siendo superado, y los dólares del narcotráfico eran, en ese momento, más útiles para ellos debido al déficit en su balanza de pagos. Se enteraron —como consta en el acuerdo presidencial que lleva entre sus brazos— de que el origen de esa molestia no era el convenio —nunca suscrito, pero sí respetado— entre los barones de la droga mexicanos y su gobierno, 165 sino que en Los Pinos hicieran las cosas tan bien que el dinero negro está siendo usado para revertir las consecuencias del decrecimiento económico, naturalmente pagando con toda puntualidad la deuda externa, y haciendo crecer geométricamente el narcoconsumo en Estados Unidos, sin que los dólares producto de la narcopolítica beneficiaran el déficit comercial de ese país. Decidieron, entonces —es el argumento que los licenciados Romero y Patrón usarán con El barón rojo, a efecto de asegurarle que todo es miel sobre hojuelas—, explicarle que, con el propósito de quedarse en la Casa Blanca con la parte del león de los dólares producidos por el narcotráfico, es que en el Consejo Nacional de Seguridad estimaron conveniente que la estación de la DEA en México organizara esa doble ejecución, porque necesitaban el pretexto para denunciarlos, presionarlos, exhibirlos ante la comunidad internacional, pues necesitan que el dinero negro sea, exclusivamente y de nueva cuenta, sólo controlado por ellos. El segundo motivo es la comprobada corrupción del agente Enrique Salazar —se dejó convencer Emilio Romero por Justo Patrón, para usar este argumento con su jefe—, por lo que, al ejecutarlo, las autoridades de la DEA dan la voz de alarma a sus agentes y a los empleados de aduanas de su país, para que adquieran conciencia de que las complicidades con los narcotraficantes únicamente conducen a la traición… Éste es el hilo de su reflexión cuando ve cómo el elemento del Estado Mayor Presidencial abre la negra puerta uno de Los Pinos. Constata Emilio Romero, nada más desciende del vehículo, que el presidente continúa en el área doméstica de la residencia presidencial. En ese instante descansa, deja de preocuparse ante la posibilidad de haber podido 166 llegar con retraso, cuando sabe que, como secretario particular, es a él a quien corresponde poner el ejemplo con la puntualidad. En cuanto entra al área de sus oficinas, ve con satisfacción que todo permanece pulcro y en orden, lo que, está seguro, da al visitante la idea de poder, la sensación de autoridad. Más contento se pone cuando en un santiamén Elsa Cárdenas, su eficiente secretaria privada, lo pone al día de lo ocurrido mientras él estaba atorado en el tránsito de la ciudad. Al sentarse a su escritorio, una vez que ya acudió al humidificador para ver cómo están sus Cohiba y verificar si el gredo tiene la suficiente cantidad de agua, un ayudante pone en sus manos una taza de café humeante. Vistos y despachados los asuntos administrativos normales, puestas de lado las cuestiones políticas para consultarlas con el señor presidente, a fin de darles el cauce por él indicado, solicita a Elsa —trigueña de porte distinguido, casi altivo, porque acostumbra a mirar hacia abajo y con desdén— que convoque a su oficina a Justo Patrón, pues dado que el jefe no ha llegado a su despacho, tendrán unos minutos para conversar antes del acuerdo. Elsa asiente. Se pone de pie, camina hacia la puerta sin ver hacia atrás, sin molestarse ni molestar, sólo desaparece. No lleva el segundo trago de café el licenciado Romero cuando ya está sentado frente a su escritorio Justo, amigo y cómplice de mil y una batallas políticas, diseñador con él de los proyectos metaconstitucionales que facilitaron el tránsito de un gobierno a otro, y evitaron que el país fuese dividido, mutilado, como lo han atestiguado los dos desde que se convirtieron en escuchas de las pretensiones de Ronald Reagan cuando éste se ha reunido con su jefe. — ¿Dormiste? —El saludo de Justo es seco, agrio—. No sé cómo puedes hacerlo. Además de los problemas surgidos en las casas de cambio, de las 167 ejecuciones ordenadas por la DEA y de las consecuencias naturales de la detención de Rafael Caro Quintero y Sara González de Cossío en Costa Rica, todavía falta ver de qué manera resolvemos lo de los 14 cuerpos de narcotraficantes colombianos aparecidos en los armarios de los policías adscritos a la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal. ―Lo grave fue habernos enterado del suceso por mera casualidad, pues si esa parte del edificio de la Procuraduría no se derrumba por el terremoto, nunca hubiésemos sabido que las policías continúan exaccionando a ciertas bandas de narcotraficantes, o —lo que resulta peor de ser cierto, apuntala su comentario— los barones de la droga con los que tenemos acuerdos construyeron sus propios convenios con las corporaciones, para deshacerse de sus competidores. ¿Qué opinas?‖ —Esto no es cuestión de opiniones, sino de hechos comprobables, verificables. ¿Cómo podemos explicarle al jefe? Mejor, ¿qué podemos informar que sea creíble y nos permita conservar la chamba? La versión de la procuradora nos deja muy mal parados. Dimos por hecho que la época de las ejecuciones y el vertedero de cadáveres al río Tula habían concluido, pero resulta que ahora los guardamos en el clóset para después mostrarlos a la prensa. Los minutos siguientes resultan acerbos para ambos. Están conscientes de la necesidad de asumir decisiones políticas en uno y otro sentido —conversan contenidos, se ven a los ojos en un esfuerzo por determinar quién de los dos va a ceder, y cargar con la responsabilidad absoluta ante el presidente, porque desde un principio pactaron que las culpas las enfrentarían en lo individual, y los éxitos los compartirían—, porque si bien el lavado de dinero en las casas de cambio y su reinserción en la economía todavía camina sin mayores 168 problemas y con una pulcritud aceptable, las presiones de Estados Unidos a través de la DEA se multiplican, porque necesitan de los dólares que en México sirven para el desarrollo, para sus operaciones encubiertas, y porque el sismo recién ocurrido el 19 de septiembre multiplica la necesidad de honrar los acuerdos con los barones de la droga, aunque estén en la cárcel o a punto de convertirla en su nuevo hogar. Lo extraño en ellos, como sabría después Rogelio Salanueva —por voz de Elsa Cárdenas—, ese día, en los minutos previos a su acuerdo presidencial, los licenciados Romero y Patrón se muestran desconcertados. Temen haber perdido el control, porque más que el saldo social y el repudio popular surgido como respuesta a la actuación del gobierno después del sismo, lo que los mantiene en estado de estupor es el descubrimiento de los cadáveres de los narcotraficantes colombianos en las oficinas de la procuración de justicia de la ciudad de México. En ocasión de este acuerdo presidencial que cerrará el trágico año de 1985 sólo aciertan a hacerse una pregunta para la que carecen de respuesta: ¿se han convertido en mercenarios, o realmente actuaron por patriotismo? En ese sentido, ambos funcionarios públicos temen haber destruido la imagen histórica de su jefe, el presidente de la República. No detienen sus comentarios en voz alta, tan altisonante que sus más allegados se enteran del conflicto que los mueve. Consciente de la fecha, del momento histórico y de su encuentro muy próximo con el señor presidente, quien antes de su cumpleaños y para cerrar el año desea hacer una evaluación de los trágicos sucesos que manchan su gobierno desde la muerte de Manuel Buendía, Justo Patrón —quien no es de arduas lecturas ni de muchas luces, sino un hombre de la praxis política—, recuerda para Emilio Romero la reflexión de Dante Alighieri Matucci, coronel 169 y director del Servicio de Información y Defensa del gobierno italiano, después de una reunión sostenida con el general Pantaleone Leporello, en La salamandra: ―Tengo un miedo instintivo a aquellas personas que actúan como si fueran primos hermanos de Dios Todopoderoso —es puntual en la cita Justo, porque a base de disciplina y conforme a su deseo de poder, es un formidable memorista—. Su virtud me ciega. Su inexorabilidad nunca deja de asombrarme. Su pasión por el orden los sitúa más allá de la razón o la piedad. Tienen toda la rectitud de un gran inquisidor y la habilidad de un jesuita en la casuística. Todos ellos son dogmáticos y no dudan lo más mínimo en reescribir los códigos en su propio beneficio. Atraen lacayos —hace una apostilla el licenciado Romero a su amigo, y en breve interrupción le afirma: eso somos—, satélites y subordinados que alimentan su ambición e hinchan su virtud consciente hasta convertirla en una leyenda de impecabilidad. En resumen… tengo mucho más miedo de ellos que de todos los villanos venales con los que me encuentro en mi trabajo. Y también me hacen temerme a mí mismo…‖ Después el silencio, únicamente interrumpido por los sorbos que ambos dan al café. Interrumpido también por ese murmullo desprendido de la reflexión y manifiesto en la actitud de quienes piensan que sus interlocutores no saben lo que en ese momento están pensando. Reflexión externada en los movimientos de las piernas al buscar que la línea del pantalón no se altere. Externada también cuando las manos llevan a la boca el Cohiba o el Marlboro de uno y otro, y el gesto natural se transforma en mueca de desagrado e impaciencia. Externada así mismo en el movimiento silente de los labios, en 170 busca del bigote o de la saliva necesaria para dejar atrás el sabor amargo de la realidad del poder. Absortos los encuentra el oficial del Estado Mayor Presidencial que entra al despacho del licenciado Romero, para avisarles que el jefe baja ya las escaleras para dirigirse a su oficina. Brincan de su ensimismamiento, impulsados por el resorte del temor, por la premura de la inseguridad, por el deseo irreprimible de saber que 1985 concluye, porque ese año inició el 30 de mayo de 1984. El Cohiba queda abandonado sobre un amplio cenicero. El Marlboro es destruido sobre la imagen del Escudo Nacional que sirve de fondo a un elegante cenicero de cristal. Luego, como lo hacen todas las veces que acuden al despacho del jefe, se apresuran, corren, acicateados por la falsa idea de que un presidente no puede, no debe perder el tiempo, cuando lo que necesita es precisamente lo contrario —como se lo ha comentado en reiteradas ocasiones Rogelio Salanueva a Emilio Romero—, un ocio largo y productivo, ideal para la toma de decisiones. Su temor se desvanece cuando son recibidos con la misma educación, afabilidad y sonrisa con la que El barón rojo acostumbra a hacerlo desde que viven para él. Su humor cambia y casi se convierte en felicidad, cuando antes de entrar a la materia del acuerdo, el presidente pregunta cómo van los arreglos para su fiesta de cumpleaños, pues el 12 de diciembre es en tres días más y no quiere que ninguno de sus amigos esté ausente del festejo por causas imputables a ellos, e incluso les instruye para que se pongan de acuerdo con su esposa con el propósito de que el orden de los invitados en las mesas sea el por él indicado. 171

Transcurridos los primeros quince minutos en ultimar los detalles de la fiesta del jefe de Estado, el relajamiento regresa a la mente y los cuerpos de los licenciados Romero y Patrón. Llegado el momento de entrar en materia, pronto se dan cuenta de que las preocupaciones del presidente de la República en torno al momento histórico de su sexenio, son harto diferentes a las analizadas por ellos en busca de soluciones. El primer tema tocado por el jefe los deja fuera de base, porque no habían pensado en llevarle una terna de nombres que le permitiera elegir el adecuado para sustituir a la procuradora de Justicia de la ciudad de México, asunto reiteradamente tratado al presidente por el Jefe del Departamento del Distrito Federal. Para obviarles el susto de no estar listos, su jefe sólo les pide que investiguen algunos nombres para determinar quién será el adecuado para recibir el encargo que quedará vacante. Para inquietarlos más, el acuerdo camina en el mismo tenor. El presidente los sorprende al hablarles de su decisión de delinear, desde el próximo año, el ritmo y camino de su propia sucesión, no porque se muestre desencantado del ejercicio del poder, ni porque lo mantenga sorprendido el rechazo popular en la ciudad de México como consecuencia de su proceder en el sismo, sino porque los signos están dados —les dice— para un desprendimiento del PRI encabezado por una corriente democrática, y él no puede darse el lujo de ser el jefe de gobierno incapaz de garantizar la permanencia de su partido en el poder. El desasosiego se transforma en inquietud cuando el presidente comenta que no es temprano para hablar de la sucesión, porque los acontecimientos político policíacos, la tragedia natural y el descuido de San Juanico que marcan sus tres años de gobierno, imponen otros tiempos; tranquilo les 172 subraya que a él le queda la oportunidad de dar el ritmo y encontrar al hombre idóneo para la tarea de sacar al país de la anomia social en la que se encuentra. Les afirma entonces que los candidatos han de estar a la vista del pueblo, que piensa ya en la manera de instrumentar una pasarela para que la opinión pública pueda analizarlos, comentarlos, criticarlos y, en su caso, disminuirlos, pero que no permitirá que destruyan a ninguno de los aspirantes. —¿Qué saben de José Antonio Zorrilla? —cae la pregunta del presidente sobre sus subordinados, sin darles tiempo a la reflexión— No fue prudente sostenerlo como candidato a diputado. ¿Continúa en París? — En el Meridien… acierta a responder con soltura el licenciado Romero. Para concluir, El barón rojo decide dejarlos boquiabiertos. Les pide que dejen sobre el escritorio la carpeta del acuerdo que él leerá después. Ya de pie, justo antes de despedirlos, dice: ―¡Ah!, por cierto, creo que a título personal debo honrar el acuerdo que nos permitió sobreponernos al decrecimiento económico con éxito, y que después del sismo necesitamos con mayor razón. Ustedes saben cómo se administran las cárceles, seguro puede facilitarse que para ellos todo continúe como estaba. No es momento para buscar sustitutos. En ese renglón deseo concluir mi sexenio en paz‖. Al momento en que los licenciados Romero y Patrón dan por concluido su acuerdo con el señor presidente y consideran oportuno el momento de retirarse, Rogelio Salanueva lucha con las llaves de agua que dan paso a la regadera, en un esfuerzo para templar su flujo a una temperatura adecuada, necesaria para acabar de despertarlo después de una larga noche de juerga en la que con Jesusa comió, cantó y bebió hasta que el cuerpo les exigió un breve reposo antes de reiniciar las labores del día. 173

No quiere esgrimir el argumento de estar crudo para no ir a la oficina, sabe que es una exageración y su mujer no se lo permitiría. Se enjabona con paciencia. Usa del zacate para restregarse el cuerpo como si quisiera desprenderse de las omisiones que lo agobian, de la depresión anunciada por su comportamiento en las tareas administrativas, de la nostalgia padecida por el periodismo, y no porque quiera regresar para ser figura —acepta en la más íntima de sus intimidades, desnudo, bajo el agua, cubierto de jabón—, sino porque el oficio de observar para escribir crónica, reportaje, entrevista o artículo, le facilita comprender a su país y entender cuál es su lugar en el entorno profesional en el que está inmerso y frente a su familia. Sabe Salanueva que transpira inseguridad, temor a verse vencido por los adelantos tecnológicos y la desaparición del mundo político que le permitió significarse como alguien dentro del periodismo. Decide ocultar esos humores sicológicos en abundante agua de colonia Anteus antes de proceder a vestirse. Evoca así, en esa nostalgia que le atenaza el alma en razón del oficio, cómo dejó las salas de redacción, cuya última novedad antes de él decidir un cambio radical en su vida de periodista, fue la sustitución del ruido del telex y los teletipos por el silencio ominoso del fax, aunque todavía sobreviviera el ritmo de los tecleadores de máquinas de escribir, que en el frenesí del tiempo de entrega imponen esa melodía ensordecedora implícita en la redacción disímbola de las notas informativas, las columnas, los reportajes, las entrevistas, todas construidas en escalas musicales diferentes. Después —recuerda desolado, mientras elige la corbata y percibe ya el aroma del café que lo espera en el desayunador de su casa— la modificación total de hábitos impuesta por el avance tecnológico y, otra vez, el refuerzo de 174 ese silencio significado en la desaparición de las máquinas de escribir, sustituidas por las computadoras. Durante el desayuno, mientras se esfuerza por poner atención a lo leído en los periódicos y en hacer caso omiso de las observaciones de Jesusa, se empeña en determinar cuál fue la redacción por él visitada y ya silente en su totalidad, aséptica, similar a un consultorio médico, a una clínica cuya responsabilidad fuese establecer la diagnosis de lo ocurrido en la sociedad en todos sus niveles y ámbitos. Tiene ante sus ojos la redacción de El Heraldo, pero a esa imagen se sobrepone la de El Universal y no logra discernir cuál de las dos fue la primera incorporada a la revolución cibernética. Atrás de una sonrisa que deja muda a su mujer —porque Jesusa no sabe si su marido se ríe de lo que ella comenta o de lo que recuerda en ese momento en el que Rogelio se ve totalmente abstraído, ajeno a lo sucedido sobre la mesa—, siente idéntica sorpresa a la experimentada cuando constató que el dominó y el cubilete dejaron su lugar al back gamón en las redacciones, al atestiguar una reñida partida de ese juego entre Leopoldo Meraz, el seudónimo del reportero Cor, y Ariel Ramos, lugarteniente de Juan Francisco Ealy Ortiz, los dos rodeados de los periodistas que en ese momento estaban cumpliendo con su trabajo. Dejada de lado la nostalgia, Rogelio pasa a la efusividad necesaria para ocultar ese pesar, esa frustración que le producen sus excesos en el beber y en el fumar. Es todo oídos a los reclamos de su esposa, es todo sumisión a las exigencias y reconvenciones que poco tienen que ver con él, y mucho con los acontecimientos políticos del año que agoniza, pues Jesusa le insiste en advertirle de que viven una fractura social tangible, mostrada en los comportamientos diferentes asumidos por el gobierno y los habitantes del 175

Distrito Federal en los días posteriores al sismo del 19 de septiembre, e incluso le dice que de haber ocurrido la tragedia antes de las elecciones que renovaron la Cámara de Diputados, el abstencionismo hubiese sido mucho mayor de lo que realmente fue. La esposa de Salanueva es vehemente en sus reclamos, porque, sostiene frente a su marido, ante sus amistades y en público, ella no quiere ser de los mexicanos cuya salvaguarda económica y cuya seguridad física puede ser puesta a salvo en las bóvedas de los bancos estadounidenses y en los departamentos y casas en Houston, Miami o San Diego. Cuando Rogelio siente la proximidad del dolor de cabeza opta por la retirada, y huye no sin antes despedirse con todo comedimiento. En cuanto se deja caer en el asiento delantero derecho del coche cierra los ojos; desde la oscuridad, pide a Alejandro que por favor lo lleve sin ninguna prisa a la oficina, que elija el camino menos accidentado posible, porque le duele todo. Saca de la bolsa interna del saco sus lentes oscuros. Le ha dado por usar unos idénticos a los puestos a la moda entre los ciegos por Ray Charles o Stevie Wonder. Está urgido de que la oscuridad lo proteja, de que por un momento sus ojos no vean el dolor social como resultado de gobiernos poco acertados en el quehacer político y en la función administrativa, sobre todo porque el trayecto a la oficina bordea parte de la zona estragada por el terremoto, menor —piensa mientras se deja arrullar por el ruido del motor del vehículo— a los destrozos causados por el latrocinio y la corrupción. ¿Sueña despierto, o mira soñando? No lo sabe Salanueva, pero medita, reflexiona en esos temas con los que Jesusa lo inquieta. Busca en las calles, ávida la mirada, atento a saber si la imagen del mexicano, de lo mexicano 176 plasmado en El laberinto de la soledad continúa mostrando una nación que permanece fiel a ella misma, o ésta ya cambió, es otra, diferente porque en sus avenidas, en sus calzadas, en sus transportes públicos ya no hay pelados, ni pachucos, puesto que fueron sustituidos por los pandilleros y, lo peor, los nacos, lo kitsch, sin ofensa —calcula las palabras para explicarse a él mismo lo que de ninguna manera ofende—, se dice, porque destaca más el naquismo de la clase pudiente, de los nuevos ricos, de los políticos arribistas, de los líderes sindicales, mientras el pandillerismo es territorio de los humildes, de los resentidos sociales. Deja correr la cinta fílmica proyectada en los párpados o en los lentes negros como la noche. No sabe dónde ve las imágenes proyectadas, pero Salanueva tiene la sensación de ser un testigo en cámara lenta; tiene la sensación también de estar en presencia del resultado imprevisto de la ingeniería social priista, concebida como un muro de contención en la educación superior gratuita, en el pase automático, en las universidades del Estado llenas para filtrar sólo a los mejores. No lo deja ese sentimiento de sentirse controlado y, a su vez, de controlar. Tampoco lo abandona esa certeza de que su energía sobrante es administrada por las conveniencias sociales, por las exigencias políticas y por el determinismo religioso que lo abrasó al nacer, con ese fuego sólo existente en el Evangelio, únicamente narrado en la Biblia. De manera imprevista la imagen se va a negros, de manera coincidente a la reducción del ritmo del motor del coche que lo transporta. El alto es total, absoluto, nada se mueve si no es el olfato que rastrea, clasifica, permite determinar a Rogelio Salanueva que está ya en su oficina, por el olor a tinta, a papel recién impreso, a sudor humano como resultado de dar cauce al afán bíblico de ganarse el pan en ese esfuerzo cotidiano que a algunos ennoblece, 177 pero a la mayoría humilla, debilita, somete, envilece porque el automatismo sustituyó a la creatividad del ser humano, del obrero, del artesano cuya obra ahora es copiada por máquinas que la hacen perfecta, vacía de esas imperfecciones inherentes a la impronta de la mano de hombres y mujeres que la concibieron, decidieron crearla, hacerla, representarla, regalarla a la vista, al tacto, a la mente. Decide Salanueva que él también quiere, necesita sudar. No como un gesto de simulación para responder al reclamo bíblico, mucho menos por castigarse a él mismo por la noche de disipación alcohólica que acaba de disfrutar, cuyas consecuencias paga con la puntualidad del penitente que confiesa y busca el perdón, sino porque sabe que al sudar se sentirá aliviado, y eso —piensa mientras da el primer paso hacia la escalera— es lo que le hace falta para sentirse bien y cumplir con sus deberes de secretario particular. Asciende Rogelio con paso lento, pues necesita de toda su fuerza para ascender el monte Carmelo, más pequeño que cualesquiera de los picos del Himalaya, pero más significativo. Considera, durante la ascensión, que las fiestas de fin de año no podrán ser felices; sin embargo, se muestra satisfecho porque logró, después de una labor de meses, que Sara Rodríguez fuese a comer a su casa. Al constatar ella que está felizmente casado, que Jesusa va más allá del papel de esposa y resulta, además de una compañera invaluable, un verdadero demonio de Sócrates que lo confronta, día a día, con su razón de ser y el ámbito político e informativo en el que se mueve, prácticamente olvidó sus pretensiones de revivir aquel fugaz escarceo amoroso vivido hace años. Satisfecho también, porque Sara Rodríguez se mostró hábil, al comportarse con una madurez que él no tuvo la oportunidad de prever. Contento porque se 178 da cuenta de que con Jesusa nada hay que esconder, lo que le permite dejar anímicamente atrás una etapa de su vida que fue más de sombras que de luces en materia afectiva, aunque en el ámbito profesional gozó de varios minutos de gloria que ahora le sirven para ir más allá de la añoranza, de la nostalgia que anuda al pasado el futuro de los tontos, de aquellos que no se atreven, no pueden dejarlo todo para continuar hacia adelante. Al llegar al rellano del cuarto piso duda ya de su fuerza física; termina por aceptar que no fue el exceso de whisky lo que debilita sus piernas y acelera su ritmo cardiaco y respiratorio, sino el abuso en el consumo del cigarro, los alquitranes que enchapopotan los alvéolos, endurecen las venas y disminuyen la oxigenación cerebral. Se decide, por enésima vez, a dejar de fumar, cuando menos por las próximas 24 horas. Consciente de que no puede hacer el ridículo, se abstiene de sentarse en el último escalón al que llega; como está seguro de que puede más el lugar que tiene asignado en el organigrama que su propia fortaleza, sube el tramo que falta para llegar al piso donde están sus oficinas. Antes de hacerse presente, se detiene recargado a la pared, respira con lentitud con el propósito de acabar con el resuello manifiesto en lo entrecortado de una respiración digna de un tuberculoso, de un paciente de enfisema, de un anciano entusiasmado con las piernas de una mujer que ya está fuera de su alcance. Pasado el mal rato, asimilado el pésimo sabor de boca, de cualquier manera tiene la buena suerte de apersonarse en el despacho antes que su jefe Wimer, quien se ha hecho presente a través de insistentes llamadas telefónicas para saber dónde está su secretario particular, enterarse de por qué no ha llegado y darle instrucciones para mover su agenda, porque él sí va a llegar tarde. Todo se hace como fueron instruidas las distintas secretarias que recibieron los 179 recados, lo que le deja unas horas libres para desahogar los trámites administrativos. Después cierra los ojos, otra vez. Está molesto con él mismo Rogelio Salanueva, incómodo, insatisfecho, descontento, sin llegar al rencor social. Piensa, recostado en la butaca que le sirve de silla de escritorio, en los hechos que no atestiguó como periodista. Se pregunta cómo hubiese redactado la crónica de los acontecimientos posteriores a la muerte de Manuel Buendía, o la manera en que hubiera reconstruido la ejecución de Enrique Salazar y Alfredo Zavala, hasta dejar los cuerpos en El Mareño, o la búsqueda de Sarita González y Rafael Caro Quintero, hasta que fueron encontrados en Costa Rica para regresarlos a México, o narrar el estilo de vida que llevan los barones de la droga detenidos en el Reclusorio Norte. Es en ese preciso instante que Miguel Ángel Félix Gallardo es llamado al locutorio del Reclusorio Norte. El celador que le avisa guarda su distancia, lo ve de lejos y con respeto, porque nadie puede acercarse a este reo que siempre —cuando duerme o cuando goza de su visita conyugal— está rodeado de guardaespaldas, que lo mismo sirven para dar su vida a cambio que para servirle un refresco, una copa o un plato de comida. Se mueve seguro de él mismo Félix Gallardo entre las crujías, las celdas y los pasillos del reclusorio, aunque para el observador atento, sobre todo para aquel que lo conoció en estado de libertad —así lo reconocen Ernesto Fonseca Álvarez y Rafael Caro Quintero, quienes comparten con él su poder carcelario—, hay un cambio sutil en su manera de ser, porque de un día para otro, de pronto, sin razón aparente, dejó de conducirse con esa morigeración casi franciscana con la que manifestaba sus deseos y hacia gala de los prontos de su carácter. Hoy, por el contrario, gusta de mostrarse altanero, goza cuando 180 sus interlocutores tartamudean, tiemblan, se humillan, exhiben el miedo que les da acercarse para transmitirle un mensaje, como es el caso de los celadores, o para —no sin humildad, la mayoría de las veces de manera arrastrada— solicitar una merced, su protección, o integrarse a su celoso equipo de guardaespaldas, pues cuidarlo a él significa estar protegido por su aura de poder, reconocen y dicen a ciencia y paciencia quienes lo sirven ciegamente. El diálogo sostenido en el locutorio entre un visitante anónimo y Miguel Ángel Félix Gallardo, deja en el rostro del narcotraficante la impronta de una sonrisa y la reiterada seguridad del poder que ostenta. El mensaje es claro, tanto para él como para Caro Quintero y Fonseca Álvarez: no deben amilanarse, tienen que comportarse con discreción y, además, tendrán libre acceso a medios de comunicación e interlocución con sus subordinados, para continuar al frente del trasiego de drogas entre América del Sur y Estados Unidos, pero —insiste el discreto mensajero— el comportamiento dentro de la cárcel, además de discreto, debe ser considerado austero por las autoridades y los demás reos. Claro que el inexistente enviado de los licenciados Romero y Patrón desconoce lo que en su fuero interno determina, decide emprender Félix Gallardo al instante en que escucha lo que sus patrocinadores políticos le mandan decir. Miguel Ángel, más delgado que cuando estaba afuera, más hierático que cuando podía disponer de su yate en cualquier momento, escucha con atención, y piensa: ¡Qué güevos tan azules los de este par de ojetes! Como ellos no están adentro, como ellos no cargan con dos muertos que ni siquiera son nuestros… Está bien lo de la discreción, pero aquí vamos a vivir como Dios manda. Ahora sí servirá el dinero para algo. 181

Pero el señor de Sinaloa aprende rápido de su relación con los políticos, así es que ni tardo ni perezoso permite que una máscara de humildad caiga sobre su rostro, lo disimule lo suficiente como para dar garantías de que se hará como ha sido instruido. Después el regreso a la crujía, a las celdas, a la conferencia con sus socios, a los que él sí hace partícipes de su buena suerte o de su infortunio, porque sabe, como lo comprendió desde que era adolescente, que lo que no se comparte se pudre, para bien y para mal. De pronto y para calibrar exactamente cuál es su situación, se detiene en el umbral de su celda. Se esfuerza por comprender, medir, saber cuántas celdas normales caben en la suya, y cuál es la diferencia entre su casa o la cabina de su yate y el lugar donde está obligado a permanecer hasta que la DEA y los oficiales de aduanas de Estados Unidos se olviden de su existencia, pues a falta de extradición, si lo tienen a tiro, Félix Gallardo sabe que no lo van a dejar ir vivo. Y claro, no grita a ninguno de sus ayudantes que avisen a Caro y a don Neto que necesita verlos, porque antes piensa, se conduele, sufre, padece y se pregunta que cómo quieren esos licenciados que pongan de lado todo lo allí reunido, pero que les permite sobrevivir al encierro, al aparente olvido, a la tiranía del tiempo, porque éste pesa cuando no se sabe cómo disponer de él. Además —se dice a él mismo—, el argumento para conservarlo todo es sencillo: el poder emana de símbolos de autoridad, y en la cárcel ésta se logra cuando se posee lo que por reglamento interno está prohibido tener. Así es que si necesitan que sigamos al mando del trasiego de narcóticos hacia Estados Unidos, van a tener que hacerse de la vista gorda con nuestro comportamiento, aquí, encerrados. 182

Deja escapar una exclamación sin sentido. Se dirige con toda calma hacia un frigobar que tiene adosado a la pared de la celda, junto al televisor y otros juguetes de entretenimiento. Es temprano, pero no le importa, busca una Tecate, abre la lata y da un trago largo, lento para apagar el fuego del coraje que lo consume. Tranquilo ya, pide, ordena, grita a uno de sus canchanchanes que se acerque a las celdas de Rafael y don Neto, para pedirles que vayan con él, porque necesitan conferenciar. A la espera de que su invitación sea atendida, Félix Gallardo bebe de un trago el resto de la cerveza, para después darse tiempo —no de poner orden, de limpiar, pues para ello están sus asistentes— de realmente evaluar lo dejado afuera, y la manera de conservar lo que él y sus socios tienen, desde adentro. Ve, siente, palpa la calidad de su ropa de cama. Pasa las manos por el equipo de sonido, por la televisión de 27 pulgadas, por el frigobar. Lo abre, contempla satisfecho que lo tiene a reventar. Constata que puede comer lo que se le antoje y a la hora que se le dé la gana. Busca con los ojos el bar, y orgulloso hincha los carrillos, expande el pecho porque está contento de la diversidad y cantidad de licores de los que dispone para ponerse alegre, o sencillamente olvidar, perderse, negarse en las brumas de la borrachera, porque ciertamente daría todo aquello de lo que dispone, en dinero y en especie, para recuperar lo que sabe perdido hasta que se muera: el aire, el tiempo, la movilidad, pero sobre todo la soledad, la posibilidad de estar un momento absolutamente solo. Camina de un lado a otro. Quiere, necesita saber las medidas exactas de lo que en los reclusorios es considerado un lujo excesivo; como ha de esquivar los muebles que llenan la celda, no acierta a saber con exactitud de cuántos 183 metros dispone para su uso personal. En su momento no le importó saberlo, porque en cuanto lo trasladaron al reclusorio, el director del penal y los celadores le ofrecieron ese lugar por el que paga una renta diaria, que no se inquietó en regatear, mucho menos se detuvo a apreciar el favor en su verdadera dimensión, porque de ninguna manera sabía lo que es estar constantemente vigilado, incluso en la intimidad del retrete, o en el retozo de la visita conyugal. Supo, al poco tiempo, que en la cárcel no hay secretos, mucho menos si éstos son corporales, porque los de adentro, los del alma, se tardan un poco en descubrirlos, pero los difunden. Su suite, como es conocida por los reclusos, por la prensa y las autoridades, es resultado de la unión de tres celdas, pero a duras penas rebasa los 20 metros cuadrados, lo que con el retrete, la cama, el espacio para guardar la ropa, la cocinilla eléctrica y los demás enseres, le deja un espacio libre para moverse inferior a los diez metros cuadrados. ¿Se reduce a esto el tamaño de mi vida futura?, se pregunta Félix Gallardo, impávido, de pie en el umbral de su núcleo de reclusión. Adentro, como lo sabe bien, todo movimiento, toda voz, todo gesto, cualquier manifestación de la naturaleza humana ajena a los controles físicos, por espontáneas, adquieren la dimensión de una caja de resonancia en la que los ecos se transmiten hasta el último rincón de la crujía donde está su celda. Así sucede, sencillamente porque sus compañeros de reclusión, sin ellos buscarlo, desearlo o necesitarlo, se convierten en soplones gratuitos de los celadores y toda otra autoridad carcelaria, pues la codicia, la envidia o la simple curiosidad los motiva a estar atentos de todo lo que ocurre en esas suites de lujo, y de todo lo que hacen o dejan de hacer sus ocupantes, hasta de los flatos que se escapan, o de las manifestaciones de gozo al momento de las 184 visitas conyugales, apenas disfrazadas por unas cortinas de ocasión, o por el volumen de los equipos de sonido, elevado al ritmo de la felicidad provocada por el sexo practicado a oídos de todos, lo que en ciertos momentos —dice Félix Gallardo a don Neto, en un instante de debilidad— da sazón adicional a ese ayuntamiento que todos necesitan, pero que muy pocos pueden darse el lujo de tener. Absorto está Miguel Ángel Félix Gallardo en esas disquisiciones varias acerca de los límites reales de su vida en el penal, cuando siente en su hombro la mano pesada, fuerte, segura de Rafael Caro Quintero, quien parece no sufrir en su ánimo ni manifestar en su físico las consecuencias del encierro, pero sobre todo la nefasta realidad de estar —lo comentaron entre los tres a los pocos días de ingresar al reclusorio, y todavía no se animan a aceptarlo, mucho menos a asumirlo para transmitir esa limitación a los otros— permanentemente acotado por las miradas de los demás, sean éstas de aquellos a quienes se puede olvidar, o procedan de las pupilas de esa autoridad carcelaria, sólo atenta a la necesaria urgencia de victimizar más a los reos, para mantenerlos humillados, extorsionarlos y desposeerlos del dinero que les permite vivir en ese régimen carcelario, y del hálito de orgullo inculcado por las enseñanzas religiosas, o por la formación de sus padres. —¿Necesitas que hablemos? —pregunta el todavía dueño de El Búfalo, el propietario de un acuerdo de trasiego de drogas con el gobierno mexicano, al tiempo que abraza a Félix Gallardo—. Traigo la boca seca, así que ofréceme algo de beber. —La Tecate está helada, si eso quieres, si no, ahí están las botellas, prepárate un trago mientras viene don Neto, porque lo que voy a comentarles hemos de resolverlo entre los tres, y apoyarnos uno al otro. 185

Caro Quintero sabe que puede servirse como en su casa. Va directamente a la botella de whisky, porque está pasado de peso por la inactividad, y desea conservarse ágil. El Chivas cae en el vaso que tiene en la mano izquierda, desde la botella que sostiene empinada con la mano derecha. Mientras sirve piensa que su vida se jodió, que los ojos verdes de Sara González de Cossío no volverán a cruzarse con los suyos, a medirlo, a retarlo. Piensa también que no puede dejarse caer, como si estuviera abandonado de la mano de Dios, y se pregunta por qué chingaos se dejó crecer la mata de pelo ensortijado que carga, hasta parecer un militante de los Panteras Negras. Al llegar al medio vaso, voltea la botella a su posición original, la deja sobre el bargueño habilitado como cantina, busca hielo en el frigo y decide, así nada más, cortarse el cabello, para parecer gente decente, no le gusta que lo confundan con un pelado, y menos con un naco. Servidos los tres cubos de hielo buscados, deja Rafael el vaso en la repisa del bargueño, se frota las manos en las perneras del pantalón de mezclilla para dejarlas perfectamente secas antes de buscar un Marlboro en la bolsa izquierda de la camisa, encenderlo y darle una calada tan profunda como si en ella buscara la razón necesaria para comprender los motivos de su encierro, inaceptables debido a su complicidad —al menos así lo piensa él, y lo afirma a don Neto y Félix Gallardo cada vez que se ofrece— con el Estado mexicano, para resolver de una vez por todas el problema de la deuda externa y, además, ayudar en el envilecimiento de los gringos, ―cuando menos para que nos dejen en paz‖, concluye al exhalar el humo y dar el primer trago a su bebida. Sabe que no puede apoltronarse en la cama de su anfitrión. Busca con los ojos una silla cómoda, en la que pueda sentarse montado a caballo, o de manera normal. La ubica, la traslada hasta el rincón más profundo de la suite, 186 se sienta no sin antes acercarse un cenicero. Fuma, bebe, se deja guiar por el ensueño de Guadalajara y los ojos de Sara. Toma, en ese momento, otra decisión, porque sabe que si quiere sobrevivir al encierro no puede dejarse llevar por la nostalgia de lo que fue. Sabe, también, que necesita cambiar, transformarse en un nuevo Rafael Caro Quintero que puede ver disminuido su poder, pero necesita acrecentar su dinero. Entre las volutas de humo que se llevan sus ideas, deja transcurrir el tiempo, hasta que la voz bronca, agresiva, mandona de Ernesto Fonseca Álvarez lo regresa a la realidad del escrutinio constante, permanente, de lo que se hace o deja de hacer. Don Neto es quien más ha cambiado —cuentan en sus habladurías los otros reos, y en sus infidencias se lo platican Félix Gallardo y Caro Quintero—, porque si bien nunca fue el más aliñado de los tres, a los pocos días de pisar la cárcel se dejó. La barba le crece irregular, lo que le confiere un aspecto de suciedad permanente. Nada se preocupa de la limpieza personal, de la pulcritud en el vestir, porque hasta sus zapatos están siempre manchados. Juntos los tres, Miguel Ángel Félix Gallardo da instrucciones a sus ayudantes para que nadie se acerque. Deja caer la cortina que en apariencia da cierta privacidad a su suite, y antes de iniciar la conversación busca un audio casete de larga duración, que inserta en la reproductora a un volumen adecuado para protegerse de los oídos ajenos. Mientras Félix Gallardo se prepara para decir lo que quiere contarles, Caro Quintero se sirve otro whisky en las rocas y don Neto se hace con un caballito de tequila. Al servirse comenta que siente frío, en el cuerpo y en el alma. No se muestra enojado, en todo caso sorprendido porque sus socios del gobierno los van a dejar morir solos, y así se los hace saber. 187

Por fin, Miguel Ángel busca acomodo en su cama. Se sienta, despacio, no tiene prisa y, desde luego, está urgido de encontrar las palabras que reflejen en su justa dimensión la situación en que se encuentran y en la que los colocan sus socios del gobierno. Adquiere la noción precisa de que ha de ser puntual, exacto, porque disminuir la gravedad del asunto es tanto o más perjudicial que exagerarlo. Así, los convoca al secreto y a la necesidad de tomar, ese mismo día, una decisión sobre su comportamiento futuro. Les informa, sin prisa, que el gobierno está enterado de que fueron James Ayala y Tony Kuykendall, quienes instrumentaron la ejecución de Enrique Salazar y Alfredo Zavala, con un doble propósito. El primero, sacarlos a ellos de la jugada —explica con detalle que efectivamente se refiere a ellos tres y a los miembros del gobierno mexicano que organizaron el operativo para evitar la quiebra del país—, porque el gobierno de Estados Unidos se ha percatado de que no debe dejar que sean los mexicanos quienes se beneficien del consumo de estupefacientes de sus ciudadanos; en segundo lugar, porque a la DEA y a los servicios de inteligencia de ese país, les urge desarticular a la Dirección Federal de Seguridad, por ser ésta una institución creada y dirigida por civiles, para preservar la seguridad de México. Dejado eso en claro, les cuenta también que el gobierno gringo ha determinado reiniciar los operativos de intercepción y las certificaciones o descertificaciones, de acuerdo a la colaboración de los países amigos en el combate al narcotráfico. Es en ese contexto, les puntualiza, que su detención y encarcelamiento son observados por la DEA y otras autoridades estadounidenses, y también es en ese contexto que los licenciados Romero y Patrón estarán en posibilidades de honrar su compromiso, por lo que ha sido instruido para comunicarles que los tres han de comportarse como reos 188 ejemplares, no dar de qué hablar y prescindir, en la medida de lo posible, de lujos y exotismos que los hagan visibles a los ojos de los periodistas o de las autoridades que no están en el ajo. —Así es que debemos evaluar qué respondemos y cómo vamos a organizar nuestras vidas dentro del penal —les enfatiza y, al mismo tiempo, los conmina a decidir en ese momento qué van a hacer—, porque considero injusto que sólo nosotros seamos los paganos de lo que no hicimos, tal como tienen conocimiento los licenciados Patrón y Romero. Además, lo confiesan, tienen la necesidad de nosotros para continuar con el operativo, y tenemos apoyo y vía libre para seguir mandando desde aquí dentro. Luego el silencio, la negrura del azoro en lo profundo de los ojos de sus interlocutores, que sale desde el fondo de sus gargantas en una exclamación de incredulidad, expresada en palabras cuando todos al unísono maldicen la hora en que se dejaron convencer por los agentes del gobierno, poderoso socio que supuestamente nunca los dejaría colgados de la brocha, con la exigencia adicional de achicarse, dejar de existir, olvidarse de que la vida puede ser gozosa incluso en el encierro. La barahúnda rebota en la suite de Félix Gallardo, llega hasta los confines de la crujía, cuando menos durante 15 minutos. Se recriminan entre ellos, alegan que deben dejarlos caer —y desisten de inmediato, al darse cuenta de que, en las complicidades, cuando cae uno, caen todos—, olvidarlos, arruinarlos, vengarse de alguna forma, porque saben que el hilo siempre se rompe por lo más delgado, sobre todo cuando el gobierno se ve en la necesidad de guardar las apariencias, de poner ejemplos o ceder ante las pretensiones de otro Estado con mayor poder que el que administra a México. 189

Satisfecha la necesidad inmediata del desahogo, las voces regresan a los volúmenes usados habitualmente entre compañeros de reclusión. El ánimo de cada uno de ellos busca otros apoyos físicos, otra ficción, otro enredo en el cual meterse de lleno para soportar la vida nueva a la que están destinados, en la que nunca, ni para su deceso, volverán a disfrutar de la soledad. El whisky y el vodka de la cantina de Félix Gallardo llenan los vasos, bebidos con tanta rapidez como si en el alcohol esperaran encontrar la solución a lo que han de hacer. Los cigarrillos son aplastados con enojo en los ceniceros, después de tres, cuatro caladas que nada les aportan para su tranquilidad. Una vez que pasaron del azoro al enojo, y de éste a la percepción de que no todo está perdido, adquieren conciencia de que, mientras guarden silencio, mientras no hablen, mientras respeten el código no escrito de las complicidades, la autoridad habrá de tolerarlos. Dejados los clamores de lado, llegan a la temperancia requerida para la reflexión. Se percatan de que unos y otros tienen más que perder si equivocan las decisiones que han de tomar; deciden actuar en consecuencia, para lo que proceden a hacer una evaluación pertinente, justa, de cómo están sus cárteles y el dinero que podrán poner de lado para beneficio de sus familias, sus comunidades y el propio, porque vivir en la cárcel sin riesgo a amanecer muertos les resulta muy caro. Sugiere Caro Quintero determinar cuánto dinero han lavado desde su asociación con el gobierno, y qué porcentaje de éste realmente se ha insertado en la economía formal mexicana, para fortalecerla y disminuir el costo de operación de la administración pública central. Saben, porque les han comentado en los diversos encuentros sostenidos con los licenciados Romero y Patrón, que ambos gobiernos, el mexicano y el estadounidense, decidieron 190 crear un grupo de trabajo que estableciera un diagnóstico sobre el narcotráfico. Y no deja de recordarles que sus interlocutores del gobierno los proveen de información puntualmente, con el propósito de que puedan operar el trasiego de droga con amplios márgenes de seguridad. Don Neto, viva imagen de un penitente deseoso de ser perdonado, pide con todo comedimiento que le den unos minutos para proporcionarles información que, con toda seguridad, tuvieron en sus manos y no leyeron por desidia, por falta de curiosidad, o por considerarse intocables debido a sus niveles oficiales de complicidad. Dice y hace, por lo que desaparece un buen cuarto de hora, tiempo en que Rafael y Miguel Ángel permanecen callados, inmersos, cada uno por su lado, en la búsqueda de ejemplos que los ayuden y animen a conservar la vida. Lamenta Ernesto Fonseca Álvarez la interrupción y el tiempo que les comió al verse obligados a esperarlo. Extrae de entre sus ropas unas cuartillas engargoladas, con pasta negra. Les dice que no es muy largo, y les pide que se turnen para leerlo en voz alta; además, en un esfuerzo por ordenarse, insiste en que los comentarios sólo serán permitidos hasta concluida su lectura. Les cuenta que fue el licenciado Romero quien lo puso en sus manos, al terminar una reunión efectuada meses antes de la muerte del agente de la DEA, y que de haberlo leído en su momento, los tres habrían parado las orejas para escuchar los ruidos que su narcotráfico produce en la política de Estados Unidos, lo que les hubiera permitido anticipar una reacción similar a la que los llevó a la cárcel. Indica a sus escuchas que el documento lleva por título Diagnóstico conjunto de los gobiernos de México y Estados Unidos, y está centrado en tres puntos: identificar a los países que trasiegan droga para los gringos a través de 191

México, cuantificar las cantidades y determinar el incremento del lavado de dinero para, en lo posible, saber su destino. Busca con los ojos su vaso de whisky, don Neto; le da un largo, largísimo trago, para después aclararse la garganta, y leer: ―La franja fronteriza de nuestros países favorece la creación de una nueva cultura productora de híbridos como el Tex-Mex, pero sobre todo favorece la relación entre las organizaciones de narcotraficantes, para desarrollar con mayor seguridad sus actividades criminales, entre ellas el lavado de dinero. ―También favorece la integración de las sociedades de ambos lados de la frontera, y fomenta las actividades comerciales y financieras, lo que facilita que las organizaciones criminales que comparten territorio en ambos países, promuevan con mayor empeño e imaginación el lavado de dinero, amparadas en las casas de cambio mexicanas. ―El impacto de las drogas y los delitos relacionados con ellas no ha tenido el suficiente impacto en los hábitos culturales y de consumo de la comunidad mexicana, aunque sí es trascendente en la economía del país, porque evitó su quiebra después de concluido el sexenio 1976-1982. Es un elemento que preservó su independencia, y asegura su desarrollo. ―Desde el inicio del presente año se desarrollan cien investigaciones de lavado de dinero, de las cuales 30 son coordinadas conjuntamente por la Secretaría de Hacienda, el Servicio de Aduanas de Estados Unidos y la DEA. En los últimos tres años, las fuentes de financiamiento y su eficiente organización empresarial han permitido a estos cárteles crear un complejo entramado dentro de los sistemas financiero y bancario —público, pues es importante no olvidar la estatización bancaria de 1982—, que facilita que un porcentaje de la inversión de sus ganancias pueda ir directamente a subsidiar el drececimiento 192 económico, mediante elaborados mecanismos financieros que se han sofisticado paralelamente a los adelantos cibernéticos de control de flujo de capitales.‖ Deja el expediente sobre el bargueño, don Neto, junto a la botella de whisky, de la que se apodera para escanciar una buena cantidad en su vaso, y lo bebe a palo seco, para refrescarse la voz y el ánimo. Decide, al fin, sentarse en el suelo, por agotamiento, por acedía, porque siente que el interés por la vida se le va. No hay ni un solo rasgo de humildad en su actitud. Después, acomodado sobre el piso, recupera la lectura: ―Es innegable que, por el momento, el consumo y la dependencia no han arraigado entre las clases sociales mexicanas, pero el riesgo de que así ocurra crece paralelamente al trasiego hacia Estados Unidos, y en la medida en la que los productores determinen pagar con droga a los transportadores de los cárteles mexicanos, al menos un porcentaje de lo acordado como pago principal, lo que exige la determinación de estrategia efectivas para la prevención, puesto que la rehabilitación es muy cara, y la reincidencia muy elevada. ―De acuerdo con una encuesta aplicada en México en los primeros meses de 1984, dos millones de personas reconocieron haber consumido drogas ilícitas al menos una vez en su vida. Para el presente año, diez mil adolescentes buscaron refugiarse en los Centros de Integración Juvenil. La marihuana es la droga de uso más frecuente entre los adolescentes mexicanos: la consumen el 80 por ciento de los adictos, seguida por la cocaína, los antidepresivos, la heroína y los inhalantes. ―En los últimos meses se ha incrementado el consumo de la cocaína, y después de la marihuana se ha convertido en la droga de mayor consumo entre 193 la población adulta de México. El consumo de heroína es casi inexistente, y el de las drogas sicotrópicas fue un fenómeno puesto a la moda en los años de la rebeldía juvenil, que culminaron en 1968, sin embargo en la frontera norte crece el interés por los derivados de la cocaína.‖ Detiene de nueva cuenta la lectura. Busca los ojos, las manos, la voluntad de Rafael Caro Quintero, a quien sin decirle agua va, le transfiere los documentos para que sea él quien continúe enterándoles de cómo perciben los gobiernos mexicano y gringo el problema de la narcopolítica, y la manera en que se han integrado los cárteles. Caro Quintero se despereza, se mueve como gato, agita con una sacudida del cuello y, ayudado por su mano izquierda, la mata de cabello que lo convierte en una persona ajena a él mismo. Revisa el documento, consulta con don Neto dónde detuvo la lectura, para reiniciarla desde ese punto. Regresa a su silla, se acomoda con el respaldo frente al pecho, montado a horcajadas, con las páginas a la altura de los ojos. ―En la república mexicana, lo que más se produce es la marihuana, lo que más se transporta desde Colombia, Panamá, Bolivia y Perú es cocaína, y lo que más se trafica, para exportarlo, son los percusores químicos. Cuando la marihuana no es producida en territorio mexicano, ésta procede fundamentalmente de América Central y del sur del continente. ―La DEA y el departamento de aduanas de Estados Unidos también han detectado trasiego de heroína por territorio mexicano, producida en Asia y en América del Sur, pero es preciso señalar que las mismas autoridades mexicanas persiguen con método y éxito el reducido tráfico de esta droga. ―El cultivo de marihuana y amapola en México es favorecido por las políticas públicas cuyo resultado se traduce en marginación, aislamiento y pobreza, lo 194 que facilita la cooptación de campesinos e indígenas a su producción y cuidado, lo que no quiere decir que ellos sean parte integral del narcotráfico, porque efectivamente son víctimas de su circunstancia. ―Los distintos barones de la droga mexicanos se han articulado en dos cárteles, pero no han sido capaces de consolidar en los territorios controlados por ellos una base social para respaldar sus operaciones, por más obra social que impulsen o dinero que repartan, lo que ha evitado que el consumo interno en México permanezca reducido, por el momento. ―El tránsito de cocaína y la exportación de marihuana están orientados a satisfacer la demanda de los consumidores de Estados Unidos, y a controlar ese mercado, por lo que, en estricto sentido de combate al narcotráfico, éste depende absolutamente del incremento o reducción del consumo. El valor del mercado depende, en su totalidad, de los hábitos y debilidades de los adictos. Basados en los datos de erradicación de cultivos y si se consideran ciertos factores adicionales, en conjunto hemos identificado 17 microrregiones en las que se concentra la totalidad de la producción de enervantes en el territorio mexicano, ubicadas en Chihuahua, Durango, Guerrero, Jalisco, Michoacán, Nayarit, Oaxaca, Sinaloa, Sonora y , entidades federativas con amplias zonas de pobreza y marginación. ―Los narcocultivos de estas microrregiones contratan anualmente a 85,000 jornaleros, principalmente en Chihuahua, Guerrero y Sinaloa. En cuanto al transporte de cocaína desde América del Sur, éste no se hace en grandes cantidades y por una única vía. Cuando es por tierra, se multiplican los transportes y las vías de acceso a Estados Unidos; cuando se hace por mar, de preferencia se usan las rutas a través del Golfo de México, y en ocasiones se hace escala en Cuba; cuando se realiza por aire, la ruta es a través de , 195 para ingresar a territorio mexicano, al cual se abandona vía Nogales, Matamoros o Tecate. Se incursiona con nuevas rutas a través del Pacífico.‖ Caro Quintero hace un alto para preguntarse y preguntarles si de lo que en ese momento se enteran, son buenas o malas noticias, y en qué contexto los coloca esa información manejada por los gobiernos de los países donde operan como narcotraficantes. Les comenta también que trabajan con acuerdos similares en uno y otro lado de la frontera, que se ensancha o angosta de acuerdo a las cantidades de dólares dejadas en las manos de policías comunes, agentes de la DEA, oficiales de la administración aduanal, alcaldes, gobernadores, senadores y allegados al Departamento de Estado y al Pentágono. Ríen los tres a mandíbula batiente, cuando Félix Gallardo sostiene que los niveles de narcopolítica en ambos países es similar, aunque con una diferencia, les subraya, porque ven que aquí el dinero del que ellos disponen para su nómina del gobierno, está destinado a recuperar la economía e impulsar el desarrollo; considera también para ellos, que a fin de cuenta es dinero que le arrancan a los gringos, cuyos políticos en la nómina de los narcotraficantes usan el dinero de su corrupción para acrecentar las fortunas personales, en esa obsesión que los caracteriza: ser los más ricos del mundo, concluye. Acabada la hilaridad, recuperado el aliento dejado en la alegría sorpresiva, Caro Quintero retoma, solemne, su tarea. Lee: ―La heroína que se transporta a través de México al mercado de Estados Unidos, es producida principalmente en el sur del Continente y en Asia. Su traslado se realiza principalmente a través de vuelos comerciales o con ―mulas‖ que ingieren las cápsulas con la 196 droga. El riesgo es alto, porque no es difícil que una de las cápsulas se reviente y mate al transportador. ―La droga que se trafica en territorio mexicano en mayores cantidades, es la marihuana, y el trasiego se hace por vía terrestre, aérea y marítima, pero la que circula en ese país es la de producción nacional, aunque hay un incremento en el tráfico marítimo de esta droga. En la mayoría de los casos es de origen colombiano, y las autoridades mexicanas registran ya cargamentos procedentes de Asia. ―México reconoce la existencia de dos principales grupos de narcotraficantes: el de Chihuahua, liderado por Rafael Caro Quintero y su familia, y el de Sinaloa, encabezado por Miguel Ángel Félix Gallardo y Ernesto Fonseca Álvarez, aunque también hay organizaciones menores, que siempre se pliegan ante la fuerza y a los intereses de los dos anteriores. ―Es un hecho real que los barones de la droga mexicanos no han logrado transformar su poder económico en un poder político, la deuda externa y el resultado de las políticas públicas favorece el incremento del tráfico de drogas y la importancia de estas dos organizaciones, les han permitido formar cadenas de complicidad a casi todos los niveles de la administración pública, lo que acuñó ya el término narcopolítica.‖ Concluida la lectura del documento, Caro Quintero se lo regresa a don Neto y, antes de manifestar física o verbalmente cualquier reacción, si dirige al bargueño, toma la botella de whisky, deja que el líquido caiga libremente en su vaso hasta rebasar, por poco, la mitad. Busca un par de hielos, los deja caer, y espera, callado, con los ojos cerrados, a que el Chivas se refresque, adquiera la temperatura idónea para beberlo sin quemarse la garganta y sin echarle a perder el sabor al cambiarle el aroma, por enfriarlo rápidamente. 197

Los tres parecen mudos. Se mantienen absortos mientras la música del equipo de sonido les llena los oídos, los distrae, los consuela, porque no pueden, de ninguna manera quieren creer que su complicidad adquirida con el gobierno mexicano, termina en donde empiezan los intereses de los gabachos, lo que significa una sola cosa: pagarán por dos ejecuciones no realizadas por ellos, y el presidente de México, con toda seguridad, perderá la estructura y organización de su policía política; no porque estuviera infiltrada por el narco, sino por cumplir con las instrucciones del Secretario de la Gobernación, de idéntica manera a como la DEA asume sus responsabilidades cuando éstas les son impuestas por el Departamento de Estado. Piensa el trío de idéntica manera. No necesitan hablarse para saberlo. Desde hace muchos años, después de incontables trasiegos en los que les fue la vida, aprendieron a decirse sus verdades con los ojos, manteniendo la boca cerrada y el ritmo respiratorio atorado en los pulmones, detenido en las fosas nasales, mordido con los dientes para aguantarse las ganas de gritar, de hacer manifiesta esa injusticia significada en la manera de actuar de las policías y los jueces que los persiguen, porque no desean, poco les importa poner orden y hacer cumplir la ley, pues lo que buscan es llenarse las bolsas con el dinero del narcotráfico, con el producto de la narcopolítica. Es don Neto el primero en abrir la boca, deseoso de expresar su frustración de viva voz, con el propósito de hacer tangibles las ideas concebidas a raíz de la lectura del documento. Les recuerda, entonces, la figura, el poder, la imagen de Rafael Aguilar Guajardo. Evoca para ellos los primeros encuentros sostenidos con él, la cena efectuada en el Chateau Camach, la información de la que es dueño y las relaciones personales que lo hacen inmune a las sospechas de los gringos, para concluir afirmándoles que fue el comandante 198

Aguilar Guajardo quien los vendió, porque sólo él sabía con toda puntualidad sus costumbres y horarios, sólo él conocía sus casas y sus juguetes, sus mujeres y sus debilidades, y sólo él está en posición de hacerse con buena parte del dinero que tanto trabajo les costó reunir, conscientes de que para amasar esas cantidades hubieron de compartir con las autoridades venales y con el gobierno. Sus dos interlocutores sienten que se les mueve el tapete, se inquietan, deciden ponerse de pie, fumar, beber, buscar, en esa actividad automática, respuestas a lo que parece no tenerlas. —Es cierto. ¿Dónde está hoy nuestro amigo el comandante Rafael Aguilar Guajardo? —Hace y se formula él mismo la pregunta Rafael Caro Quintero—. No se trata de exigirle cuentas, porque en asuntos de lana estamos, en apariencia, al corriente; de lo que se trata es de saber por qué no está aquí, con nosotros, pues se supone que todos vamos en el mismo barco. —Tienes razón —interviene Félix Gallardo—, y a esa pregunta yo sumo otra: ¿dónde está Juan José Esparragoza? Sé, sabemos que lo soltaron a principios del 84 para que cumpliera una tarea del Estado. Lo primero que debemos averiguar es si Aguilar Guajardo le entrega el billete que le enviamos por su conducto, y si es así él debe saber dónde encontrarlo. En ―El Azul‖ podemos tener confianza, él puede estar a cargo mientras estamos adentro. Quizá el resto de nuestras vidas. Es don Neto quien retoma la palabra. Lo por él explicado causa más inquietud en sus oyentes. El primer asunto planteado en esa conversación es determinar la veracidad del rumor que crece y hace eco en todas las crujías del reclusorio Norte, dentro del cual se escucha que ―El Azul‖ fue amnistiado precisamente para planear y llevar a cabo la ejecución de Manuel Buendía. 199

Después, en segundo lugar, se trata de saber quién o quiénes tienen el poder como para haber logrado su amnistía sin pasar por los engorrosos trámites administrativos, pues se trató de tenerlo fuera para realizar un trabajo que requería prontitud. En tercer lugar, don Neto les pide que los tres reflexionen, piensen, aten cabos, busquen pistas para saber quiénes fueron los ejecutores físicos de Enrique Salazar y Alfredo Zavala, puesto que ellos no lo hicieron. Y, los motiva para que también investiguen las razones por las cuales, si la ejecución fue realizada en Guadalajara, fueron a botar los cuerpos a territorio de Michoacán, a El Mareño, lo que, les advierte, significa que también hay intereses políticos. Seguramente quieren perjudicar al gobernador de ese estado, al ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, sostiene con la mirada su última afirmación. Es Caro Quintero quien ve el reloj asido a su muñeca derecha. Ahora es un Mido —considera para él mismo mientras constata que ya es hora de la comida—, nada que ver con el Rey Midas que acostumbraba a usar. Les dice que tiene hambre, y que en su suite dejó instrucciones precisas para que les asaran unos cortes de carne de Sonora. Los conmina a que vayan a comer, lo que puede darles una o dos horas de paz para pensar cuáles son las decisiones que van a tomar, considerando que hasta lo poco de lo que ahora disfrutan como reos, pueden perderlo por instrucciones de sus socios del gobierno, si no colaboran con ellos. Es Miguel Ángel Félix Gallardo quien abre las cortinas; después, da indicaciones a sus canchanchanes de dejar todo limpio mientras ellos van a comer. Deja que Rafael los preceda camino a su suite, y se suma al grupo no sin antes colocarse en medio de los guardaespaldas, pensando en que ahora 200 que pueden convertirse en un riesgo para la estabilidad política del gobierno, lo mejor es cuidarse hasta de las sombras, y así enmienda sus costumbres, así también modifica la manera en que, hasta ese día, ve la vida y cómo disfrutarla. Cambian de crujía, pero no importa. Tienen el paso franco. Los otros reos se dan cuenta de algo inusual, por el ruido de las pesadas puertas de metal que se abren y cierran al paso, como si se tratara de una inspección rutinaria de los autoridades, que buscan entre las pertenencias de los reclusos armas y droga, sólo para tener un pretexto de exigirles mayores cantidades de dinero para dejarlos hacer su santa voluntad. Ya próximos a la suite de Caro Quintero, a todos les cambia el semblante por el aroma de carne requemada que sale envuelto en volutas de humo desde una parrilla improvisada, donde también se calientan tortillas y se dejan reposar los frijoles, porque, como les dijo Rafael cuando los invitó, es hora de comer como se lo merecen. Hay platos, cuchillos, tenedores, vasos, hasta una mesa plegadiza, similar a las usadas en las fondas de comida corrida. Se sientan los barones de la droga, y al instante son servidos con generosidad por los asistentes de Caro Quintero, quien en su parquedad usual les dice, al tiempo que les muestra los dientes en una perversa sonrisa, que se sientan en su casa, y que espera la comida sea de su agrado. El anfitrión se percata de que falta la bebida, y en un tono discreto, pero determinante, ordena que saquen las Tecate del frigobar. De inmediato es atendida su indicación, por lo que, ya sin preocupación ni protocolo alguno, pincha la carne con el tenedor, corta, y se lleva a la boca un enorme trozo de filete; pide unos chiles toreados, comparte con sus amigos las tortillas, y 201 después se encierra en un mutismo alarmante, porque, lo ha comentado muchas veces, sólo en silencio es capaz de ir en busca de las ideas que le pasan por la cabeza. El atracón de carne, frijoles y tortillas que se dan los deja lelos por un buen rato. Tiempo aprovechado por Miguel Ángel Félix Gallardo para meditar en la otra mitad de las noticias que ha de darles, porque la negrura de los hechos se cierne sobre ellos —piensa el dueño del ―Culichi‖ al tiempo que evoca, hace cuentas, medita en las consecuencias de la muerte de Manuel Buendía—, lo que de inmediato los convierte en lo que son, verdaderos animales de presa, atentos, dejando que el instinto de supervivencia les indique el camino. El aroma del café negro, fuerte, se mezcla con el perfume del coñac. Sabe, porque lo ha compartido con él, que Caro Quintero gusta de paladear el Henessy XO, lo que lo alienta a contenerse, esperar un poco más el momento oportuno de contarles que muertes extrañas descontinuaron a algunos de los personajes que estuvieron cerca de la ejecución del periodista Buendía, ya fuese en su preparación, en su encubrimiento, o en su investigación. Mediada la copa de coñac, disfrutada la primera taza de café, puestos sobre la mesa los Cohiba o los Montecristo, llenos los ojos de añoranzas irrecuperables, vacías las manos de cuerpos femeninos a los cuales reverenciar, huecos los corazones de esperanza real, tangible, como sabe él que se sienten los tres, decide Félix Gallardo comentarles que más o menos en los días de la ejecución de Enrique Salazar y Alfredo Zavala, iniciaron los ajustes de cuentas decididos desde el gobierno, para borrar a los posibles testigos que pudiesen identificar al autor intelectual de la muerte del periodista. 202

Les cuenta, entre calada y calada al Cohiba, que el 16 de febrero de 1985, en el Parque de los Venados, a un costado de la delegación Benito Juárez, en la colonia Narvarte, en las esquinas de Pilares y Palenque, fue ejecutado José Luis Esqueda Gutiérrez, conocido en el medio de la investigación político- policíaca como comandante Esqueda. Gusta de solazarse Félix Gallardo en los detalles, así es que les dice que al momento de su muerte el señor José Luis Esqueda Gutiérrez se desempeña como coordinador político de estados y territorios de la Dirección General de Gobierno de la Secretaría de Gobernación. Hace una pausa, deja que la lengua humedezca sus labios, moja el tiro del puro en el coñac, lo disfruta como goza con lo que informa: ―Pues bien, transita en su coche por la calle de Palenque, conversa con Jorge Ramírez mientras el chofer permanece mudo, hasta que se detienen para darle oportunidad al señor Ramírez de descender del vehículo, cuando por el costado derecho un automóvil se les empareja, y de inmediato de su interior descienden tres matarifes. Uno de ellos vocifera y amenaza: ‗¡Para que aprendas a mantener la boca cerrada!‘, al tiempo que dos escuadras .45 y una Beretta .380 son vaciadas sobre un despavorido ex policía. Naturalmente se inició averiguación previa, pero todo terminó en agua de borrajas.‖ Luego pasa a lo administrativo. Les cuenta que poco más de un año después de la muerte de Buendía y a unos meses de la ejecución de Salazar y Zavala, el 4 de junio, para ser exactos, la Secretaría de Gobernación informa de la reestructuración de la Dirección Federal de Seguridad, de la cual ese día fueron puestos en la calle 430 agentes y 20 delegados, además de anunciarse el inicio de la acción penal en contra de, al menos, 5 ex funcionarios de esa dependencia. 203

Con los ojos dice a sus interlocutores que, ahora sí, él nada tiene que añadir; no guarda mayor información ni otras sorpresas desagradables. Luego, el peso del silencio, de la ominosa realidad del poder y las pugnas por conservarlo. Rafael deja caer los párpados a media asta, se observa las uñas de la mano izquierda; don Neto deja que las pupilas se dilaten, busquen en esa semioscuridad de los penales mexicanos, aquello que pueda recuperar de su infancia en Puerto Vallarta, de sus sueños de adolescencia, porque anticipa que la vejez será dura, muy difícil, casi insoportable. Sin necesidad de comunicárselo entre ellos, saben llegada la hora de tomar decisiones, asumir y compartir responsabilidad, y defender, a como dé lugar, su espacio y su dinero, porque los compromisos adquiridos entre los barones de la droga, se cumplen o se saldan con muertes. En ese instante sólo que a siete usos horarios de diferencia, en Europa, exactamente en París, el comandante Rafael Aguilar Guajardo da los pasos decisivos para lavar su enorme fortuna. Festeja con discreción el acontecimiento. Acude —acompañado de una hermosa mujer, quizá de origen eslavo— al restaurante Lasserre, ubicado a unos pasos del Rond Point de los Campos Elíseos. La mesa fue elegida con cuidado. Está al fondo, poco iluminada. La cena resulta pródiga en todos sentidos, pues el caviar Svruga queda sobre los platos; el Dom Perignon miléssime pierde el aroma y las burbujas en las elegantes copas de cristal. La fuente con ostras diversas, con un erizo abierto, con colas de langosta, con camarones, apenas fue tocada, porque lo cierto es que el comandante Aguilar Guajardo permanece sobrio, pero perdido en la ensoñación de un futuro promisorio que no le permite ver más allá de su nariz, 204 le impide apreciar la belleza de la mujer que silente permanece sentada a su lado. El espíritu del comandante, el hálito de su razón de ser en la vida anticipa el gozo que experimentará al día siguiente, cuando en el despacho del notario Eddie Barclay, firme la escritura que lo acredita como nuevo propietario del Lido de París. Da la imagen de desvalido, pareciera que quiere llorar cuando evoca, recuerda la humildad de su origen y lo terrible de su proceder para hacerse con el dinero que ahora atesora. Parecieran lágrimas de nostalgia, pero son de agradecimiento las que una a una ruedan por sus mejillas mientras evoca la cena aquella, tan lejana ya, del Chateau Camach, y cómo se percató de que ésa era su oportunidad. Otra lágrima cae cuando recuerda la tarde en que pagó con dinero en efectivo la adquisición del salón Premier, ubicado en avenida San Jerónimo, enfrente de la que fuera la casa del presidente Adolfo López Mateos y hoy es la residencia de la embajada de la República Popular China. Y otra más, ésta de alegría sublime, al acordarse de la cerrada negociación que hubo de hacer con los representantes de David Copperfield para llevarlo a ese lugar. La última, cuando piensa que está a punto de convertirse en un honrado empresario, capaz de olvidar todo lo que ha guardado en el clóset. El maitre y el sumiller se agitan en torno a esa mesa, inquietos, deseos de saber si algo no es del agrado de los comensales, quienes apenas si han acercado la bebida a sus labios, apenas si han jugado un poco con la comida que no prueban y permanece en los platos. Las respuestas de Aguilar Guajardo y la hermosa señora que lo acompaña son siempre las mismas, e insisten en que todo está en orden, todo está perfecto. 205

Cuando paga, siente que el corazón se le reduce, advierte en ello una premonición, porque después de un enorme gasto, de un gran esfuerzo por abrirse en ese restaurante una reservación, se retiran dejando le mesa servida, las copas llenas, los lugares donde se sentaron gélidos, sin rastro alguno de haber sido ocupados por seres humanos necesitados del calor de los alimentos, del gusto de los sabores, de las delicias del champaña. Cuando llega Rafael Aguilar Guajardo a su suite del hotel George V, después de haber llevado a su casa a la compañera ocasional de esa noche, y al momento de encender la luz, en la calle de Corregidora número 75, en la colonia Tlacopac, San Ángel, en el Distrito Federal, Jesusa Robles de Salanueva prende el televisor, porque tiene curiosidad por escuchar y ver a los cantantes y artistas que llevan, ese 11 de diciembre en la noche, las mañanitas a la venerada imagen de la Virgen de Guadalupe. Julio Ignacio y Arturo duermen hace un buen par de horas. Rogelio anda muerto de risa con los personajes y los hechos de El amor en los tiempos del cólera, y ella prepara una frugal cena para convidar a su marido y llevarlo frente a la televisión, porque no desea estar sola, porque siente curiosidad de saber cuáles son los sentimientos de su esposo frente a la religión y sus manifestaciones públicas, sobre todo las que rebasan el fervor para convertirse en arrebato, las que trascienden lo humano para acercarse a los símbolos de lo divino. Jesusa es hábil y rápida. Tiene dispuesta la charola con dos pepitos de filete, cervezas conservadas en sus envases y tarros recién sacados del congelador, y además dos buenas rebanadas de pastel de chocolate de la pastelería Picocos, la que está en el Pedregal de San Ángel, sobre la calle de Agua. 206

Cuando tiene todo listo en una recámara que quedó habilitada como cuarto de juegos y de televisión, va por Rogelio a la biblioteca, donde lo encuentra despatarrado sobre un reposet, leyendo, gozoso, devorando las ocurrencias de García Márquez. Poco trabajo le costó a Jesusa convencerlo, porque tiene hambre, porque disfruta de la compañía de su mujer, porque desde que nació Arturo supo que su único anhelo ulterior es morir en sus brazos. Antes de entregar toda su atención a las imágenes transmitidas desde la Villa de Guadalupe, desde el atrio de la Basílica, desde el templo de la Guadalupana, Rogelio dedica unos instantes a aderezar su pepito con rajas de cuaresmeño; atento, escancia las cervezas en los tarros, acomoda la charola en medio de los dos y se sienta a la izquierda de Jesusa, quien no pierde detalle de los peregrinos que se arrastran con las rodillas sangrantes en busca de misericordia; los penitentes, cabizbajos, desgranando el rosario, humildes portadores de escapularios de nopal, cuyas espinas mortifican la carne y alientan el espíritu necesitado de perdón. Observan, atónitos, esas manifestaciones de fe, sincréticas, porque en ellas hay una mezcla absurda de todo lo que sueñan los seres humanos con lo rechazado por la divinidad —deja caer Rogelio su opinión, así, sin preámbulo alguno—. Explica entonces a su mujer que el catolicismo nada tiene que ver con el Dios violento y oscuro de la Biblia. Jesusa parece no escuchar, o da la sensación de que en ese momento nada quiere saber sino de las imágenes que muestran la realidad de una fe ajena a lo dicho por su marido, distante de la enseñada en el Evangelio. Piensa, frente a lo que ve, en preguntarle acerca del sufrimiento espiritual y su diferencia con el de la carne, el que se siente en los huesos, el manifestado en las muelas cariadas, en los tumores agresivos que se llevan una vida en semanas o meses, 207 el dejado por la mano del hombre en el estupro, la violación, la tortura, el crimen, la ejecución, el asesinato; piensa también en el sufrimiento producido por las políticas públicas, esas decisiones gubernamentales productoras de pobreza, de hambre —porque el hambre también duele, afirma Jesusa mientras ve la pantalla, mientras observa la columna de incienso que se une a la de las voces que honran a la Virgen, en una espontánea verbalización de sus ideas—, de muerte causada por enfermedades curables. Después la jerarquía eclesiástica en la pantalla de televisión: el abad de la Basílica, Guillermo Schulemburg, el cardenal y arzobispo primado de México Ernesto Corripio Ahumada, envueltos en esos ropajes medievales, ocultos por los sahumerios que se elevan mezclados con las voces de actores, actrices y coros capaces de mostrar mayor fe, una más digna humildad que la exhibida por el clero que está en primera fila, que no aprendió del Evangelio, y usa de la estola como los rabinos ortodoxos hacen ostentación de las filacterias. Entre los asistentes se respira un aire ajeno al pueblo, al feligrés, porque no llegan con actitud de recogimiento —observa el matrimonio Salanueva las caras de los magnates de la televisión, de los empresarios que necesitan ser vistos, de los actores que no quieren ser olvidados, de los líderes que se mueren por ser reconocidos, de los conductores de televisión que usan de la Guadalupana para aumentar su rating—, sino con la necesidad de ser vistos para que los menesterosos se percaten de que ellos son la nueva cohorte de la divinidad, son las modernas potestades. Mantiene el silencio el matrimonio Salanueva, ocasionalmente interrumpido por una exclamación de agravio, por una manifestación de sorpresa, por una puya de molestia, lo demás lo expresan a través de sus manos entrelazadas, por las miradas que se dirigen cuando la transmisión es 208 interrumpida por los cortes comerciales, porque la fe de ninguna manera sustituye al pecunio, y de algún lugar han de sacar dinero los dueños de la televisora para pagar el salario de sus empleados, pero sobre todo para acrecentar poder, sumar influencia, incidir en la toma de decisiones de esas políticas públicas de las que son corresponsables. Luego otra vez las cámaras de la televisión regalan al auditorio la imagen del pueblo, de los auténticos fieles que no encontraron lugar en el templo, de los feligreses obligados a permanecer en el atrio porque no recibieron invitación para presenciar el espectáculo. En eso transforman el rito cada 12 de diciembre —comenta Jesusa a su marido—, y le dice también que los mercaderes se adueñaron otra vez del templo, y para echarlos fuera no hay quien se faje los pantalones, o se arremangue la sotana. Después comentan sobre el viejo templo. Se acuerdan una y otro de las veces que lo visitaron llevados por sus padres, o cuando alguna vez, ya mayores, sintieron le necesidad de cobijarse ante la duda, de buscar refugio, de satisfacer la necesidad de consuelo, y esa evocación los lleva a realizar el esfuerzo de análisis para saber en qué medida se modifica la percepción de lo divino, la gracia de la fe, al transitar del viejo templo al nuevo estadio. —Pienso en la comunicación. A fin de cuentas eso significa el rezo, ésa es la oración —dice Rogelio a Jesusa—. El rito, para que sea efectivo y eficiente, para que sirva como puente de comunicación, requiere de un lugar destinado a la manifestación de lo divino, por ello los templos góticos, las catedrales del renacimiento, las iglesias construidas con la sangre de los indígenas durante la Colonia, fueron diseñados y construidos para favorecerla, pero no el nuevo estadio guadalupano, no la pasarela sin fin, no la falta de tiempo para postrarse de hinojos. 209

—Habrá que pensar en esa hipótesis —apunta Jesusa—, a la que añadiría otros elementos. El silencio, pues éste es diferente en uno y otro lado, tanto como el ruido, el bullicio, que en el viejo templo es absorbido por la piedra, por los vitrales, por la fe, mientras que en el nuevo se convierte en eco ininteligible, en rebote de plegarias que no llegan a su destino. Pronto deciden dar por concluida la conversación sobre ese tema; con los últimos acordes de la música y las voces que festejan a la Virgen de Guadalupe, la pantalla del televisor pasa a negros, por lo que la apagan. Después es Rogelio quien lleva la charola de platos sucios a la cocina, y desde la escalera pregunta a su esposa si no desea alguna otra cosa, pues él va a subirse otra cerveza, porque tiene sed y desea fumar otro cigarrillo antes de lavarse los dientes e ir a la cama. Jesusa está despierta, con el bulto al lado. Se habían ido a la cama cerca de las tres de la mañana, pero ella permaneció despierta, aferrada a reflexionar sobre la fe y las imágenes religiosas que alguna función han de tener, porque en el Islam, en el judaísmo, nada de rostros identificables. Perdida en esa disquisición y en la lectura de Leviatán, de Julián Green, escritor católico, deja que la luz de la mañana se anuncie detrás de las cortinas. Cuando Jesusa Robles de Salanueva deja caer el libro, apaga la luz de la lámpara de lectura y se voltea sobre el costado izquierdo para acurrucarse junto a su marido, en la puerta número uno de Los Pinos está estacionada la camioneta del Mariachi América, contratado —a una indicación de la primera dama— por el licenciado Emilio Romero para cantar las mañanitas, ese 12 de diciembre de 1985, al primer mandatario, al jefe de las instituciones, al líder nato del PRI, al jefe de Estado, al general cinco estrellas, porque cumple 52 años, porque necesitan que esté contento, se muestre feliz y satisfecho ante la 210 fuente informativa de la Presidencia de la República y frente a sus amigos, que desfilarán durante todo el día, para rendir tributo en este otro templo al que se llega a buscar mercedes, a pedir perdón, a desear que la fuerza del poder presidencial decante hasta la vida de sus amigos, de los lambiscones o de los pícaros favorecidos por El barón Rojo. Deseado el feliz cumpleaños al presidente de la República, el mariachi se arranca con Camino real de Colima. Los acordes favorecen el desbordamiento de la alegría, la pérdida de las inhibiciones, pero nunca del comportamiento ante el señor presidente, y mucho menos frente a los elementos del Estado Mayor Presidencial, encargados de velar por su seguridad, y en ella va que no se lesione su dignidad. Mediada la mañana, los licenciados Patrón y Romero hacen un aparte, manifiestan su contento porque ese día todo les sale a pedir de boca, y también debido a que los previsibles resultados de su empeño por servir a su jefe, indican que el asunto de las casas de cambio y el control del transporte de cocaína desde Colombia a Estados Unidos continuará como acordado, sin que la droga se quede en México. Además, intuyen y lo comentan, en medio de sonrisas que denotan satisfacción, lo del rancho El Búfalo pasará al olvido, y el trasiego de marihuana hacia Estados Unidos continuará, lo que facilitará el respeto del convenio con los huéspedes del reclusorio norte, obligándoles también a comportarse como todo reo debe hacerlo, con el riesgo de que, de no cumplir, pueden ser ejecutados, porque con el gobierno no se juega, se dicen y sueltan risotadas agresivas, soeces, amenazantes, porque muestran la alegría en ellos propiciada por el abuso de poder. Después del desayuno, mientras en Los Pinos los visitantes llegan uno tras otro para felicitar al jefe y al amigo, para rendir tributo y dejar ostentosos o 211 discretos regalos, en el Reclusorio Norte, Miguel Ángel Félix Gallardo se esfuerza por esconder los estragos de una noche de insomnio, en la que se enfermó por haber decidido ocultar a sus socios y compañeros la mayor parte de la información referente a las ejecuciones, por aquello de que se fueran a cuartear —se justifica en silencio, tratando de encontrar coherencia en lo que piensa y en la manera en que habrá de comunicar a los del gobierno que dentro del penal harán de su vida lo que les venga en gana, pues nada más les faltaba, a los tres, que los quisieran hacer vivir como en un monasterio— al enterarse del verdadero número de muertos. Piensa Félix Gallardo que el recuento es imprescindible para acertar en el camino seguido para encontrar las respuestas acertadas, puesto que el día anterior fue notificado de la manera en que los agentes gringos se mueven, y del nivel de información que ya los miembros de la DEA y del FBI le habían sembrado a la periodista Elaine Shanon, porque consideran que es a través del New York Times como mejor podrán influir en el Congreso de Estados Unidos, para que la Casa Blanca presione para el desmantelamiento de la Dirección Federal de Seguridad, y para el incumplimiento de los acuerdos logrados entre el gobierno mexicano y ellos. Evoca, como si hubiese sido hace muchos días cuando recibió esa información, palabras más, palabras menos. ¿Qué puede decirles, además de lo de Luis Esqueda, para no desmoralizarlos, o convertirlos en unos locos?, se pregunta, mudo, sin esforzarse por hacer el intento de caminar, ir fuera de la celda, de la crujía, hasta el patio del reclusorio, donde, dada la hora, debe de estar. El cuero se le pone chinito, chinito, como si el frío de la verdad fuese el anticipo de su ejecución vista en los ojos del enviado de los licenciados Romero y Patrón. No acierta a saber, Félix Gallardo, si es cierto lo escuchado, 212 o nada más le dijeron cuentos para amedrentarlo, porque todavía no puede creer que efectivamente haya sido Alberto Estrella el encargado de vigilar y, en su caso, eliminar a su amigo José Luis Esqueda Gutiérrez, porque, como le cuentan, a este último le entró de pronto, en enero de 1985, la necesidad de redimirse de sus errores. El frío le llega por los oídos y los ojos a Miguel Ángel Félix Gallardo, porque sabe, los ha visto de cerca, de muy cerca, cómo son los agujeros dejados por las balas, cómo pierden brillo las pupilas, pero sobre todo recuerda con exactitud cómo en un asesinado, en una víctima de muerte violenta, los párpados quedan arriba, levantados, para que la pupila pueda permanecer fija, en el infinito, porque busca una explicación a lo que parece no tenerla, pues quién puede explicar la muerte, se dice al tiempo que se arropa, que busca otros calcetines para ponérselos encima de los que ya viste. Así, tiritando de frío y temor, se acuerda de cómo le contaron que antes, menos de dos meses después de la ejecución del periodista, el 11 de julio del año pasado, para ser exactos, al autor material, mejor conocido en el medio policial como ―El Chocorrol‖, lo acribillaron agentes de la Federal de Seguridad; era para ellos un conocido que podía certificarles de qué iba cuando de enfrentarse al gobierno se trata. Supo también Félix Gallardo, para su pesar, que Fernando José Durruti, u otro con idéntica función, podía eliminarlos a ellos, como hizo con José Luis Ochoa Alonso, para romper el eslabón que conduce a la voz que ordenó callar a un periodista deslenguado. Recuerda entonces Miguel Ángel Félix Gallardo que es 12 de diciembre. Ruega, suplica en silencio que la Guadalupana les haga el favor de conservarles la salud y la vida, de dispensarles una acertada decisión acerca de 213 su comportamiento, además de ayudarlos a discernir cuál es el verdadero peligro, considerando que los deslenguados caen acribillados por la espalda. En un acto reflejo, se busca con las manos el lugar donde están los riñones. Se pregunta si la carne duele por las balas, o si sufre más la razón al darse cuente del desperfecto irreparable causado por un balazo. El miedo le da frío, lo limita, lo humilla porque —considera, en un rayo de lucidez— tal como le enseñaron las monjas que lo educaron para su primera comunión, es normal rogar a Dios por la vida, ¿pero a los hombres? 12 de diciembre —repite la fecha Félix Gallardo, como si quisiera grabársela a fuego lento, por su significado religioso y por lo que espera antes de iniciar el día siguiente—, Juan Diego creyó en contra de todo. No cupieron en él la duda ni la timidez: pidió, solicitó lo que le indicaron, después la responsabilidad pasó a formar parte de las ocupaciones eclesiales de los prelados, de los administradores de la fe, porque —se da cuenta— es lo que administran, y no los bienes de la Iglesia, perdidos muchas veces en el dispendio, olvidados casi siempre en el esfuerzo por darle un uso personal, y pocas veces un destino eclesiástico, catequista, evangélico. ¿En qué puede creer un hombre como él?, se pregunta el barón de la droga y dueño del cártel de Sinaloa, Miguel Ángel Félix Gallardo. Mantiene las manos sobre el lugar en el que están los riñones, como si quisiera darles calor, pues tiene miedo de ir a orinar, sabe que tiene una piedra alojada, y recuerda, con pavor, cómo duele, cómo sufrió la vez anterior en que a valor mexicano la arrojó; hace cuentas del tiempo tardado aquella vez, de cómo se hincaba ante el inodoro, vencido, sin importarle que la sangre escurriera por sobre sus piernas, cuando lo único que debía hacer después, una vez pasado el mal rato, 214 era bañarse, purificarse con agua, con jabón, con la promesa de cuidar su alimentación para no pasar, de nueva cuenta, por ese trance. Permanece desconcertado. No sabe cuántas veces ha recorrido su suite esa mañana. Ciertamente no sufre por el estrago del alcohol, ni por el exceso de tabaco. Se siente avasallado por los acontecimientos y por la rudeza de la realidad política, pues nunca creyó, ni siquiera se le ocurrió pensarlo para el esquema de la más cruenta de sus venganzas pendientes, que los propietarios del poder, los administradores del Estado, los celosos guardianes del gobierno, de uno y otro signo, de cualquier país del mundo, recurrieran al expediente de la tortura, la ejecución, el fraude electoral, el crimen por razones de Estado, con tal de preservar el aura de legitimidad que los mantiene como beneficiarios de la autoridad para decidir cómo han de gastarse los recursos del presupuesto. El sudor le escurre en líneas desiguales desde la frente, desde la nuca, desde los hombros; cae en gruesas gotas sobre el piso, los zapatos, el pantalón. Le llena la camiseta, le satura las mangas de la camisa, le hace incontrolables las manos que ya nada sujetan, que imploran una merced que lo lleva al inodoro, donde cae de rodillas, jadeante, porque no aguanta el dolor, el sufrimiento padecido cuando la piedra del riñón que está a punto de arrojar arrastra con ella los tejidos, la sangre, y además ensancha el uréter más allá de lo normal, lo que lo obliga a rezar, porque sabe que no hay explicación para el dolor. Llegado a esa conclusión, se da cuenta de que por más esfuerzo que hace, por más apoyo buscado por sus manos en la taza del inodoro, por más fuerza que desee dar a sus piernas que no responden, ponerse de pie le resultará algo más que imposible. Inesperadamente las lágrimas se mezclan con el sudor, 215 termina convertido en un ovillo sobre el suelo, al costado derecho del inodoro, inerme ante el sufrimiento físico, consciente de que no hay pudor cuando la orina y la sangre arrojan el enorme cálculo renal sobre la tela de la trusa que queda roja, húmeda, pegajosa. Una vez que Miguel Ángel Félix Gallardo, obsesionado con el orden, la limpieza alba impuesta por sus pistolas en su casa y en su yate, puede ponerse en pie para ir a bañarse, Ramón Aguirre Velásquez, jefe del Departamento del Distrito Federal, miembro señero de la familia feliz, se apersona en la puerta uno de Los Pinos, consciente de que ha pasado lo peor del día y puede presentarse ante su jefe, el presidente de la República, para decirle que el festejo de la Virgen de Guadalupe y el día de su cumpleaños tuvieron un saldo blanco, porque no hubo peregrinos que fuesen rescatados por los servicios de emergencia, ni político que hiciese el ridículo con el tributo presentado al jefe de las instituciones.

Capítulo VI 1986-1987

Escéptica está Jesusa Robles ante los modernos términos acuñados por los periodistas, los sociólogos y los políticos, sobre todo con ese vocabulario surgido de la respuesta de la sociedad con motivo de su participación en el rescate de las víctimas vivas y muertas durante el terremoto del 19 de septiembre. Con insistencia le repite a Rogelio Salanueva que se detenga un momento, y le explique qué quieren decir con eso de sociedad civil. Argumenta a su marido y le dice que para ella la sociedad es una, aunque con distintas y diversas manifestaciones de su clase, ideología, profesión, y hay militares, pero no sociedad militar o sociedad castrense; ya con sorna le indica que hay periodistas, pero no es distinguible ni hay posibilidad de considerar aparte y como algo especial a la sociedad de la información, porque más bien —sonríe con picardía cuando lo suelta— hay sociedades informadas, o segmentos de la sociedad informados, y otros que carecen de ese interés, o no saben cómo hacer uso de ese privilegio, por ignorancia, por políticas de Estado, o porque la comunicación que hoy ven como instrumento de cambio común e inofensivo, en sociedades atrasadas todavía es de boca a oído. Están en el Fouquets de París, del Camino Real. Beben blanc-cassis en el bar, con parsimonia, sin prisa, saben que sus anfitriones se toman la vida con 217 calma, y además hace muchos días que no han tenido tiempo de conversar, porque los momentos libres son devorados por Julio Ignacio y Arturo. Medita Rogelio en las inquietudes de su mujer, cuando momentáneamente lo distraen un par de hermosas, hermosísimas piernas que cruzan frente a él como una exhalación que camina rumbo al salón comedor. Enciende un Marlboro para disfrazar el motivo de su distracción. Hace una pausa, recuerda sus lecturas de Marcuse y piensa en el término sociedad tal y como pretende conceptualizarlo su esposa. No hay otra conclusión posible —le dice—, sino pensar que las escuelas de sociología, los periodistas y los políticos se convierten en cómplices involuntarios de las estrategias de los gobiernos, cuyo propósito es, además de mantener viva la división social y la marcada por las clases, compartimentar a la sociedad en estamentos, escuelas, colegios, asociaciones de profesionales, porque les resulta más fácil la tarea de imponer lo que considera eficientes políticas públicas. Como en toda conversación matrimonial sostenida en lugares públicos, Salanueva y Jesusa cambian de tema, precisamente para no caer en una discusión absurda, porque, comentan, no tiene importancia para sus vidas el uso dado por los políticos al lenguaje, pues éste no definirá su proyecto de vida, cercano en cierta medida a los usos y costumbres del gobierno —debido al entorno profesional en que se mueve Rogelio, a las inquietudes existenciales de Jesusa, siempre interesada en cuestionar las razones del poder—, pero distante en cuanto a los objetivos. La alfombra roja, la barra de caoba, los sillones de piel de Rusia; las mujeres hermosas, los hombres varoniles, casi apuestos, todo conspira para que el ocio se prolongue, para que atiendan a la sugerencia del solícito mesero que les ofrece una tercera ronda de bebidas, que llegan justo cuando se 218 apersonan sus anfitriones de esa fría y oscura tarde de viernes, en la que el hambre arrecia pues pasan de las 15:30 horas cuando el maitre les lleva las cartas para que puedan elegir la comida mientras les preparan su mesa. Eréndira y Manuel ordenan vodka. Ella recuerda a esas mujeres españolas descritas por José Ortega y Gasset. Los ojos son un tizón, espejos de entereza, ternura, rebeldía. El cabello es negrísimo, la tez, por su color y tersura, semeja la piel de los duraznos producidos en el Bajío, de donde procede y donde la encontró Manuel, cuyos ojos bailan de viveza, relumbran de inteligencia cuando pregunta, sonríe, inquiere, molesta o hace una broma amigable. El pelo de él es castaño claro, su tez blanca está curtida por el sol sufrido al andar detrás de la noticia, también por enfrentarse a la realidad del país cuando reportea o entrevista, cuando comprende día a día el juego del poder y la manera en que hay que sobrevivir para no perecer avasallado por su fuerza. Beben todavía un par de tragos cada uno antes de trasladarse a la mesa, donde les sirven consomé al oporto, ensaladas, medallones de langosta, lenguado de Dover, patas de cangrejo moro; donde les escancian las botellas de Chablis, donde el postre se convierte en aroma de chocolate disfrazado de pastel de trufa, y el aderezo a tantas maravillas para el paladar es una conversación picante, divertida, amena, salpicada de anécdotas periodísticas y políticas que suscitan sonrisas e incluso risas francas, abiertas. Hablan ya de los cambios que se avecinan, anunciados en la frenética actividad política de Porfirio Muñoz Ledo y Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, quienes se empeñan en construir una corriente democrática dentro del PRI, porque, aseguran —expone Manuel lo que su trabajo periodístico le permite saber más allá de toda duda, porque además trabaja en el unomásuno, periódico que innova al periodismo escrito y es elegido por los líderes de la 219

Corriente Democrática para dar a conocer su proyecto e ideas— que la política económica impuesta por los tecnócratas en el poder lleva al país a la quiebra, y, dicen, no permitirán que otro tecnócrata resulte candidato de su partido a la Presidencia de la República. En la mesa se escuchan nombres de prominentes mexicanos que coinciden con las ideas de los creadores de la Corriente; se habla de los mecanismos de comunicación diseñados para convencer a más y más votantes a que se cuestionen acerca del PRI y la manera en que la realidad política confronta a ese partido, pues la distancia entre su ideario, su plataforma de principios y su programa de acción —cuenta Manuel y los comensales se muestran de acuerdo— se ensancha con cada una de las decisiones de política económica y social tomada. —En resumen, ¿quieres decirnos que el PRI, tu partido, sostiene a un gobierno que va en contra de sus principios, que se enfrenta al ideario de la Revolución? —pregunta Rogelio, inquieto, nervioso, inseguro por el presentimiento que le atenaza el corazón—. Es el principio del fin. El régimen priista tardará en caer, pero por lo que vemos, estamos en posibilidad de afirmar que el último presidente del desarrollo estabilizador fue Gustavo Díaz Ordaz, y el primero que da un paso al precipicio es Luis Echeverría. Las cifras no mienten. Se anima entonces la conversación. Entre los cuatro tratan de establecer si lo dicho por Rogelio es cierto, o sólo se reduce a una temeridad de borracho. La memoria les flaquea, pero saben que un hecho es incontrovertible. Echeverría multiplicó al menos por cinco la deuda externa de México, lo que a los comensales que departen en el Fouquets les da una idea de cómo anda la economía y hacia dónde va, pues si durante el sexenio 70-76 se multiplicó 220 cinco veces esa deuda externa, en el siguiente también se multiplicó de idéntica manera, y llevó a México, en 12 años, a consolidar una deuda externa, que en diciembre de 1970 era de cinco mil millones de dólares, a una de 120 mil millones de dólares en diciembre de 1982. El ánimo no decae ante el funesto panorama de la economía nacional que ellos mismos anticipan; por el contrario, los cuatro allí reunidos adquieren la certeza de que es el momento de convertir la aparente derrota en oportunidad para salir adelante, de acuerdo a las posibilidades e intereses personales. Rogelio deja correr la conversación durante unos minutos, porque necesita permanecer en silencio, quiere aterrizar una idea que le nace en el caletre, pero no logra verbalizarla para comunicar, comentar, platicar que quienes, como él, están amarrados al gobierno y a pesar del incipiente servicio civil de carrera, el porvenir se cierra, se limita a la voluntad de quienes instrumentan los cambios, y no dejan espacio para que se ejerza el albedrío, para que se manifieste la opinión de quienes habrán de ser desplazados, por edad o por haber cometido el pecado de identificarse con el viejo régimen. —Pues nos va a llevar el tren —interrumpe el coro de lamentaciones Jesusa, porque quiere saber y necesita preguntar—, y nadie o muy pocos pueden hacer algo para detener la caída libre en la que entra el país; no se trata de rasgarnos las vestiduras, de hacer uso del patriotismo ramplón, sino de saber quién o quiénes pueden despojarnos de esa sensación de orfandad en la que nos hunden los tres últimos sexenios. ―¿Será que los líderes de la Corriente Democrática pueden transformarse, convertirse en pastores de la nación y llevarla a buen puerto, después de esta experiencia neoliberal? No los conozco, díganme que los países no se acaban.‖ 221

—No nos confundamos —asume la responsabilidad de la respuesta Manuel, lo que Rogelio agradece en silencio y con simpatía, porque él sabe lo difícil que es despejar las inquietudes de su mujer—, la nación no es sólo el territorio, también está la idea de pertenencia. ¡Vamos, hagan memoria! Durante cuántos años desapareció el territorio de Israel hasta su nueva fundación en 1948. Sin embargo, el sentido de pertenencia de los judíos nunca desapareció. Claro que hay asimilados, pero hoy, la nación israelita no es una entelequia, es una realidad, y nunca dejó de serlo. Jesusa parece satisfecha con la respuesta. Medita rápidamente en eso del sentido de pertenencia. Se percata de que hay algo incomprensible para ella, quizá porque no lo siente, o a lo peor porque lo sentido en algún momento de su niñez, de su adolescencia, quedó total, absolutamente diluido en otras manifestaciones culturales, como respuesta a políticas públicas que fomentan el desarraigo, que facilitan el sentimiento de vivir traicionado. Decidida, busca los ojos de Manuel, mientras con las manos indica a su marido que no se meta, y pregunta: ―¿Qué nos da ese sentido de pertenencia? ¿Es el Himno, es la Constitución, son las gestas históricas resumidas en la Guerra de Independencia y la Revolución, son los poetas, las novelas, las canciones, digamos, la cultura en general, es la que nos identifica como mexicanos?‖ La satisfacción, el contento de Rogelio Salanueva se dibuja en una sonrisa indicativa de lo que él tiene que aguantar cuando Jesusa se pone en sus trece y busca respuestas. No hace nada para sugerir que él pudiera decir esta boca es mía, y deja la responsabilidad a Manuel, quien se aclara la voz con un largo trago al vodka que sostiene en la mano izquierda, y deja, permite que el color de sus ojos varíe hasta alcanzar un tono gris. Quizá quiere denotar preocupación, pero no se amilana. 222

—Están ahí los símbolos patrios —gesticula Manuel, pide no ser interrumpido, y advierte que sabe por dónde va la contrapregunta de Jesusa—, que dan cohesión y sentido de pertenencia. Regreso al mismo ejemplo de los judíos. ¿Cuál era la bandera de Israel hasta antes de 1948? ¿Cuáles sus símbolos patrios? ¿Qué le daba ese sentido de pertenencia al pueblo elegido por Dios? Los símbolos religiosos son los que dan identidad a los israelitas, son los que crean en ellos el sentido de pertenencia, primero a la tribu, luego al pueblo, después a la nación. ―De cualquier manera, tendríamos que adentrarnos en una discusión más amplia, requeriríamos mayor tiempo que las horas de tarde que nos quedan, para esforzarnos por discernir si el judaísmo es una identidad religiosa, o una identidad nacional, desde el punto de vista social y político. Lo mexicano, por ejemplo, es una cultura, una manera de ser, un comportamiento…‖ Es Eréndira quien contiene a su marido. La conversación cambia, se modifica el tono, adquiere aroma de café recién servido, y regresan a lo fundamental, el futuro político que está a la vuelta de la esquina, el verdadero alcance que pudiese lograr la Corriente Democrática, e incluso se especula sobre una posible escisión del PRI y el surgimiento de una oposición real, por aquello de que para que la cuña apriete, ha de ser del mismo palo, bromea Salanueva; advierte también —con seriedad, sin llegar a lo solemne—, de lo que ocurre en el sexenio de la renovación moral y la manera en que el grupo político conocido como la familia feliz, ha diseñado una estrategia, seguida por sus miembros puntualmente, para hacerse con el poder. Al fin cae el momento de saldar la cuenta. Rogelio, con todo cinismo, deja que su amigo Manuel se haga cargo de ella, no por el monto, tampoco porque fue él quien convocó, sino porque sabe que a ese tuxpeño metido a 223 guanajuatense por adopción le gusta, disfruta, goza con la generosidad, y —se dice Salanueva— no tenía por qué despojarlo de ese privilegio. Durante el trayecto de Mariano Escobedo esquina con Víctor Hugo a la calle de Corregidora, en Tlacopac, Jesusa no deja de acosar a su marido en búsqueda de respuestas. Satisfechos de comida y de alcohol no se alteran, dejan que las palabras ocupen los espacios que merecen, tanto en la razón como en el afecto. Explica la señora de Salanueva que necesita saber, con toda certeza, qué es lo que da a los judíos ese sentido de pertenencia de la que carecen los mexicanos —o al menos eso le parece, aclara—, y para ello está dispuesta a estudiar lo necesario, porque lo primero que se le llega a la cabeza es una pregunta que determinará su investigación: el judaísmo, ¿es una identidad nacional o una identidad religiosa? Rogelio permanece en silencio, dedicado a conducir, atento a los semáforos y a los operativos policiales, no fuese el diablo y lo detuvieran por haber bebido en exceso. Llegados a su casa responde a todo lo hablado por su mujer durante los últimos 25 minutos, y le dice que debe poner atención al guadalupanismo como fenómeno sincrético de cohesión para dar identidad y sentido de pertenencia al mexicano, y le recuerda que en la biblioteca tienen el ensayo de Jacques Lafaye, Quetzalcoatl y Guadalupe, donde con toda seguridad podrá encontrar respuestas a lo que la inquieta. Naturalmente su mujer no puede quedarse con la estocada adentro, y mientras prepara la cama para dormir, al tiempo que se desviste para ponerse el camisón, y antes de hacer sus abluciones nocturnas, comenta que desde el momento en que Manuel habló del judaísmo no ha dejado de pensar en el tema, y por lo pronto, dentro del ámbito que la motiva, dice a su marido que de acuerdo a los recientes acontecimientos internacionales, puede deducir que 224 la invasión de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas a Afganistán, disminuye la seguridad nacional de Israel; lo que de nueva cuenta coloca a esa nación en el centro de un debate ideológico, religioso y político. Más allá de la discusión sobre los territorios ocupados, de su rápida respuesta en contra de los atentados terroristas instrumentados por fanáticos fundamentalistas y tolerados por los simpatizantes de Arafat, regresa la pregunta angular para dirimir el problema territorial y de identidad: ¿Merece Israel asentarse en el espacio ocupado para darle conformación geográfica y sentido de pertenencia a sus habitantes? ¿Debe existir el Estado de Israel, o su historia exige a los judíos limitarse a permanecer como practicantes de una religión destinada a lo universal, precisamente por la Diáspora? En cuanto clava la espina en el caletre de su marido, Jesusa termina su arreglo nocturno; se va a la cama, oronda, segura de que lo ha dejado inquieto, motivado para que le vaya buscando salidas a su problema de empleo y a la depreciación profesional que adquieren los burócratas —piensa Jesusa—, sobre todo ahora que con el empuje creativo de la Corriente Democrática, al PRI le quedan uno o dos sexenios. Cuando Jesusa concilia el sueño, mientras su marido se levanta de la cama para buscar en la biblioteca algún ensayo, novela o libro de historia que le permitiera adquirir conocimientos sobre los judíos y su manera de ser, porque necesita saber si en ellos anida, existe el concepto de patria, o todo permanece postergado en espera del Mesías; al levantarse el polvo de los libros que mueve y remueve y lo hace estornudar, en Los Pinos, el presidente de la República reposa, toma aliento antes de dedicarse el ejercicio de reflexión que necesita hacer, pues esa misma noche se propone instrumentar su propia sucesión, y para ello requiere hacer un balance de los dos últimos años de su 225 gobierno, lo que le ayudará a impulsar el perfil del candidato que ya ha decidido, y a la vez le abrirá la comunicación con él, porque podrá informarle de los equívocos cometidos que hay que corregir, y de la imagen que ha de presentar, pues la Corriente Democrática amaga con transformarse en un frente democrático que puede arrebatarle las elecciones a su partido. Está tenso El barón rojo; además de las tragedias nacionales, los acontecimientos internacionales parecen anuncio de mayores problemas para su país, sufre una lucha sorda en contra del programa de recuperación económica emprendido por él, incluida la administración de las casas de cambio, la incidencia que puede tener en la bolsa de valores y los acuerdos secretos con los barones de la droga que, para su tranquilidad y gracias a un operativo sucio de la DEA, están en la cárcel. Pero no lo deja la inquietud, porque está consciente de que en la Casa Blanca sus ocupantes no honran los compromisos adquiridos. Hace entonces un recuento de las presiones de Estados Unidos sobre Manuel Antonio Noriega —el Etiqueta Azul que dejó en el vaso con un hielo, cambia de color. El Benson se consume en el cenicero. Sobre la palma de la mano izquierda reposa su frente. Sabe que su sucesor intuye que es el elegido, lo que le permitirá manejar con mayor lucidez y desapego el inicio de su separación del poder, porque en cuanto le confirme al secretario de Programación y Presupuesto que él es el bueno, iniciará el descenso irrefrenable para dejar de ser—, y recuerda que en 1986 el presidente de Panamá fue acusado públicamente de narcotráfico, lavado de dinero producto del tráfico de estupefacientes, y además de ser un agente doble, por servir al mismo tiempo a la Agencia Central de Inteligencia y a los Servicios Secretos de Cuba. 226

Evalúa el presidente de la República. Recuerda que él sabe que son los propios gringos quienes han filtrado entre su prensa y en los medios afines a Ronald Reagan, la idea de que es Manuel Antonio Noriega quien mandó matar a Hugo Spadáfora, por ser su adversario político. En el año que corre —piensa El barón rojo— las decisiones y actitud del general Noriega vulneran ostensiblemente los derechos humanos y la libertad de los panameños, por lo que el Senado de Estados Unidos instó al gobierno de Panamá para que lo expulsara de su cargo y le abriera una investigación en toda forma. Además, las presiones internacionales sobre el peso —sabe el presidente que el recuento es largo, y además están las consideraciones que ha de hacer en relación a las consecuencias de esos hechos, por lo que sin comedimiento alguno sirve en su vaso otro Etiqueta Azul, con un hielo— culminaron en el crack bursátil de octubre, porque estaban en la fiesta de la especulación, los ex banqueros y los propietarios de las casas de bolsa hicieron subir el índice de cotizaciones de tal manera que determinó suspender las operaciones, con el fin de proteger a los medianos ahorradores; el efecto fue el contrario, lo que contribuyó a una fuerte devaluación. En cuanto llega a esa observación, a ese punto de su análisis introspectivo, su semblante se ensombrece, pero no ceja en conservar la seguridad de que su política económica permitió crecer a pesar de la depreciación del peso como valor real de poder adquisitivo. Evoca también los días de la pasarela política. Sonríe para sus adentros al recordar la manera en que los precandidatos desfilaron ante la opinión pública para dar a conocer su concepto de poder, el proyecto de gobierno que los anima, muy apegados al guión, respetuosos de las reglas del juego. Sonrisa teñida de tristeza al constatar las posibilidades de que lo por él armado para alegrar el carnaval de la democracia, perdiese toda su efectividad por el 227 crecimiento geométrico de la Corriente Democrática, su desprendimiento del PRI, y la certeza —avalada por sus servicios de información mucho tiempo antes de que fuese una realidad— de que la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas adquiere una dimensión inesperada, a pesar de que Jorge de la Vega Domínguez, el presidente de su partido, le ofrezca 20 millones de votos a su candidato. Piensa, entonces, que necesita otro whisky, porque en medio de la tragedia, del desánimo, él y los mexicanos tuvieron la suerte de vivir en toda su intensidad la Copa Mundial de Fútbol 1986, precisamente porque los acuerdos entre los barones de la droga colombianos y el gobierno de ese país quedaron rotos por aquello de las extradiciones, lo que aceleró la debilidad de la economía de Colombia, y profundizó el terrorismo. El Benson oscila entre sus dedos índice y corazón de la mano derecha. Es consecuencia de la risa franca, abierta, despreocupada porque sabe que a pesar de todo es guiado por la mano de Dios, como esa misma mano llevó la jugada de Diego Armando Maradona a la portería de la selección inglesa, hasta convertirse en un gol sensacional, por lo inesperado. No se amarga el presidente de la República. El balance de su gobierno no es más ni menos malo que el de sus antecesores inmediatos. Su candidato a sucederlo es bueno. Prepara, en silencio, la estrategia necesaria para atar los cabos sueltos y dejar que su secretario de Programación y Presupuesto se vaya a hacer campaña y a hacer política, mientras él vigila la economía nacional, porque lo único que puede descarrilar su sucesión es un descalabro económico, y no puede permitirlo, debido a que su éxito en ese campo es lo único que podría garantizarle el que su sucesor lo respete en cuanto se siente en la silla. 228

Fueron cuatro las semanas transcurridas desde aquella comida con Eréndira y Manuel, y desde que su marido le acercara a Jesusa el libro de Jacques Lafaye; cuatro semanas desde que ella misma buscó en los saldos de la Librería Francesa un texto de Freud, lo que le sirvió para saber que no hay la posibilidad de establecer analogías entre el ser del mexicano y el ser del judío, porque un judío siempre será más judío que israelita, de acuerdo a lo comentado por ella con Rogelio. También fueron cuatro semanas en las que macheteó el tema de la Corriente Democrática y durante las cuales maduró la idea de meter a Manuel y a su marido en una discusión larga con Porfirio Muñoz Ledo, por lo que decidió invitarlos a cenar a su casa, donde además de atenderlos, sabe que gozará con la discusión, porque podrá expandirse, moverse, recurrir al conocimiento que los expertos en política pueden ofrecerle, lo que le permitiría —piensa en la soledad matinal de su casa— abrirle el panorama de lo que ella cree entender por realidad nacional. Fijada la fecha y la hora con Eréndira y Bertha Yañez de Muñoz Ledo, sacada adelante la anuencia de su marido, Jesusa a duras penas puede contener su alegría, porque mostrará sus cualidades culinarias, y también porque tendrá la oportunidad de confirmar si lo estudiado, lo leído, lo analizado fue conceptualizado correctamente, o necesitará revisar y corregir lo que ella piensa, por si misma o debido a la influencia de sus lecturas, de la Corriente Democrática. La casa de Corregidora 75 cambia, está viva, es reflejo de la evolución de quienes la habitan. El número de comensales crece, y a la convocatoria original se suman José Gallástegui y Aída González, Julio y Susana Ibarra de Scherer, Javier y Angelina del Valle de Wimer. Así, cuando llegan Eréndira y 229

Manuel perciben cierto refinamiento porque la obra gráfica comercial o con supuesto mensaje político, ha sido substituida por óleos de pintores franceses del XVIII adquiridos en una casa de antigüedades. Nada excesivo, sino paisajes tenues, bucólicos, capaces de trasuntar tranquilidad, ambiente para la paz. También encuentran mixografías de Rufino Tamayo, de Toledo, de Vladimir Cora y una hermosa colección de platos antiguos exhibidos en una de las paredes del comedor, porque la otra da espacio a un dibujo original de Vicky Montesinos y a otro de Jorge Flores. Es una casa que da gusto visitar, confía Manuel a su esposa, en un momento en que el matrimonio Salanueva los deja para atender a los otros invitados, porque Rogelio sirve las copas para sus huéspedes, mientras Jesusa cuida en la cocina los últimos detalles de las tripas a la moda de Caen, del gratinado de la sopa de cebolla y del brazo de gitano, causa de disgustos y conmoción, porque costó mucho trabajo conseguir el ron Negrita para confeccionarlo. La conversación resbala por los lugares comunes acerca de las familias, los hijos, el clima, el decir y hacer de los políticos, las últimas películas vistas y los libros colocados en los buroes, cuyas páginas se agitan en las noches, desde las cuales los personajes visitan a los lectores durante el sueño; una vez concluida la segunda copa y dejadas de lado las formalidades, los comensales y los anfitriones, por turno o al unísono, o en conversaciones separadas, sostenidas con los que están al lado de quien desea exponer una idea a quien desea escucharla, abren fuego en relación al tema que a todos ocupa, además suscitado por la presencia de Porfirio Muñoz Ledo; se preguntan y le preguntan si en justicia, determinar si la agrupación política de disidentes priistas —casi de apostatas, acota uno de ellos, por aquello del modo en que se conduce el partido único, el partido de Estado— refrescará el panorama 230 político nacional, si el Ingeniero Cárdenas y él mismo —al que todos ven— olvidaron ya su formación priista, estatista, y están en verdad dispuestos a asumir su disidencia con todas las consecuencias ideológicas y pragmáticas. La señora Salanueva ha aprendido lo suficiente para no pontificar; la proximidad con algunos de los monstruos nacionales considerados líderes de opinión le enseñó a ser humilde. Sabe que en el campo del estudio ese comportamiento rinde mejores frutos; así, con discreción, deja que sean los huéspedes quienes hablen, quienes en tono de incertidumbre, entre trago y trago de whisky, se pregunten si la Corriente Democrática facilitaría la identidad de los votantes con su país, con la oferta política de un nuevo partido, si le permitirá a los mexicanos dilucidar su identidad con el guadalupanismo, con la nación, con la patria que a través de casi dos siglos han construido física e ideológicamente quienes desde las Independencia determinan el espíritu y las características de lo mexicano en todos los ámbitos, o si esa nueva opción se reduce a una credencial de partido; se advierten entre ellos también, siempre en forma de interrogante, que si los priistas disidentes ofertan una respuesta idónea ésta trascenderá lo político y lo jurídico, lo que podría significar abrir la historia, hurgar en la filosofía, incursionar en la psicología, sentir los sentimientos humanos ajenos como si fueran propios, para al menos aproximar al conocimiento de las pulsiones íntimas que conducen a los fieles a La Villa, a los pies de la Tilma, al cerro del Tepeyac. Adquieren tono de confidencia las conversaciones que se cruzan de uno a otro lado, como si fuesen solistas que con maestría interpretan en su propia voz las inquietudes que los atormentan, y en sonidos apenas audibles se cuentan unos a otros que de pequeños siempre se azoraron con la historia de 231

Juan Diego, como de idéntica manera se entusiasmaron con la figura mítica de los conocidos como padres de la Independencia, condenados todos ellos a no morir, inhabilitados para encontrar la paz, impedidos de dar reposo a sus pies, por haberse convertido en refugio secular y religioso de los creyentes en la infalibilidad del Estado o de la Iglesia. Pero —recorre la pregunta la mesa y los oídos—, ¿creen ustedes que poco importa la manera, el estilo, el modo en que ha de cumplir el gobierno con el mandato constitucional, porque el contenido escueto de las leyes se refiere a la seguridad, a las normas que armonizan la vida en sociedad? Además — se aclaran entre los diferentes escuchas— la historia se encarga de desmentir el mito. Si no lo creen, pregúntenle a Muñoz Ledo, sostienen los demás antes de hacer una pausa. El mesero se mueve entre ellos. Es Eréndira la que se percata de su juego, pues se lleva las copas medio llenas con el pretexto de volverles a servir, porque es él quien las termina de un solo trago, en el trayecto de la sala a la cocina. Para sus adentros piensa en que ojalá les lleve las nuevas bebidas en vasos limpios, pues no le gustaría beber del mismo del que el mesero consumió hasta la última gota de manera compulsiva. La discreción característica en ella le impide hacer cualquier comentario. Se pasa la mano por la frente, como si con ese gesto quisiera borrar de su cabecita esas malas ideas que la atormentan en relación al mesero. Regresa a la conversación, justo a tiempo para escuchar respuestas coincidentes en sostener que la lógica judicial de la época no puede imponerse sobre la sinrazón de ciertas políticas públicas, debido a la manera en que ciertos políticos conciben el oficio de gobernar. Luego cortan la conversación. Los comensales, como si estuviesen dirigidos por Ingmar Bergman, hacen al unísono uno de sus gestos 232 característicos para manifestar que están hambrientos y suponen que sus amigos también, por lo que suplican a Jesusa que no los martirice, que los invite a pasar a la mesa, donde podrán continuar despejando sus inquietudes sobre el futuro del PRI y la Corriente Democrática. Jesusa asiente, y hace. Ofrece disculpas por haberse dejado llevar por el tema, por olvidar que la charla es un pretexto para sentarse a la mesa, a la que los conduce como buena anfitriona, al tiempo que indica al mesero que sirve la sopa de cebolla y lleve la botella de vino tinto. Un Viña Ardanza rioja. Consumida la sopa, llevadas por el mesero las copas especiales para el Calvados, ideal para acompañar las tripas a la moda de Caen; entusiasmada se muestra la anfitriona, gozosa de que disfruten la comida que con tanto esmero preparó, gratificada porque se nota que gozan de la bebida, la compañía, la charla. Manifiesta su contento, continúa motivándolos a que hablen de ese tema a la moda, de lo que se espera como resultado de la pasarela de los precandidatos del PRI y de las elecciones de 1988, sobre todo después del saldo del terremoto de 1985, de San Juanico, de la aparición de la narcopolítica y de la pendiente por la cual se desliza la paridad del peso frente al dólar. Hace un alto en el camino. Inquiere si todos han estado bien servidos, si alguno desea más tripas, más Calvados o más vino tinto. Comenta que hay quesos y ensalada, que pueden ser servidos de inmediato, o, les pregunta: ―¿quieren darse un respiro? ¿Necesitan tiempo para un cigarro? ¿Quieren pasar directamente al postre y al café?‖ Cuando nota cómo se le van los ojos a José Gallástegui tras el plato de quesos, decide dar unos minutos a los comensales, antes de empezar a servirlos. 233

Fuman, beben los allí presentes, lo que ella aprovecha para motivarlos a que continúen con la exposición de sus ideas. Asienten. Mientras los escucha, Jesusa considera que hablar seca la boca, que meditar sobre lo dicho da hambre, por lo que en un santiamén va a la cocina, de donde regresa acompañada por el mesero que lleva un platón con quesos franceses y españoles, y ella carga dos nuevas botellas de vino, no porque se trate de beber hasta olvidar, sino porque se requiere conservar la lucidez y el valor de comprender, sin por ello tener miedo a lo que en realidad son los seres humanos, dice para ella misma mientras da instrucciones a Rogelio para que abra las botellas y sirva a los invitados. Después de unos bocados de queso acompañados de pan y vino; recuperado el aliento y realineadas las ideas, Jesusa propicia que éstas corran hasta meterse dentro de los oídos de los huéspedes y los de su marido, mientras comen, degustan, saborean los quesos y anticipan el postre, pues es conocida entre las amistades de Rogelio como una excelente repostera, además de una mujer interesada en aprender, deseosa de superarse. El mesero se afana, recoge los platos, los cuchillos. Con un cepillo muy curioso levanta del mantel las migajas de pan y las cenizas de cigarro que por descuido cayeron fuera de los ceniceros. Es Rogelio quien se responsabiliza de escanciar el vino y preguntar a sus invitados si quieren más para abrir otra u otras botellas, o si desean cambiar a los licores; puede ofrecerles coñac, Grand Marnier, anís, Amareto, Chartreuse, armañac, lo que quieran, indica antes de retirarse un momento para después acercar un carro de servicio con lo ofrecido. Servidos los licores es Rogelio quien convoca a sus invitados a conversar, a pronunciarse sobre la vigencia del PRI, su plataforma de principios, su 234 programa de acción, la ideología anunciada y jamás cumplida. Los compele también a que discutan sobre la Constitución y su observancia, y la preeminencia del Ejecutivo sobre los otros poderes, y cuánto más podría eso durar. Jesusa sonríe. Están feliz porque motivan las observaciones, las ideas, las propuestas. Ella, lo evalúa, sabe que ha de estudiar más, pero está segura de conocer otras consideraciones, otras aristas, porque lo ha estudiado y sentido, y porque, como les cuenta, tenían que ser priistas los que difirieran de la imposición, del autoritarismo, de ese presidencialismo mexicano rayano en el totalitarismo. Interrumpe Rogelio las cavilaciones de su mujer, pues quiere, necesita demostrar que ha asimilado y aprendido todo lo que Jesusa le ha dicho y repetido mil y una veces durante las últimas semanas; necesita dejar en claro que para esos temas, esas inquietudes existenciales, es ella quien impone el ritmo, y es él quien obedece. Dice, así, que es necesario considerar que los priistas renegados se asimilarán, se integrarán a los partidos que los reciban y, en todo caso fundarían su propia organización política, reflejo fiel de la que abandonan; sostiene también que se confundirán con la oposición tradicional, pero serán incapaces de innovar —son curiosos los rostros de los comensales cuando escuchan, observa Jesusa para su coleto, mientras ríe para ella misma con los tics de Muñoz Ledo, con la socarronería de Gallástegui, con la voracidad de los ojos de Scherer, con la mansedumbre de Manuel—: pagarán impuestos, harán política, serán elegidos a puestos de elección popular, en fin, cumplirán con sus obligaciones civiles, cívicas y legales, pero muchos de ellos añorarán al PRI y no dejarán de contribuir a su permanencia en el poder. 235

No deja de afirmar a sus anfitriones que el lugar común dice que la razón asiste a la voz popular. Si así es, los conmina a que, han de aceptar que hay priistas de todas las ideologías y todos los orígenes, o de casi todos. Priistas que se comunican y manifiestan sus creencias, sentimientos, ideas y razones en el idioma que les ofrece identidad y sentido de pertenencia, que es el idioma del poder. Luego, una vez que ha dejado que el silencio encuentre su lugar y se acomode entre ellos, se pregunta y les pregunta a sus comensales: ¿Qué es, entonces, ser priista? ¿Se puede establecer una diferencia entre un priista y un fundador de la Corriente Democrática? Hay políticos, intelectuales, funcionarios públicos que se esfuerzan en secularizar la función del Estado, en separar definitivamente las razones de la segunda fundación del Estado de la primera. Ésta es la Independencia, surgida de necesidades históricas, jurídicas y políticas, aunque sin separarse del todo de las consideraciones religiosas; la segunda es la Revolución, es decir, la separación radical entre la Iglesia y el Estado. Hurga Rogelio en el silencio de la conciencia, busca explicaciones a las preguntas y a sus respuestas, se anima a explicar que en un aspecto menos intelectualizado, quizá trasladando la expresión de las ideas hasta la banda contraria, la del pragmatismo y la de la política, el priismo y la patria son palabras que adquieren otro peso, una densidad diferente que no deja de ser afín. No deben cegarse, insiste Jesusa con sus anfitriones. La pregunta no ha sido respondida, es única, inevitable y no puede eludirse, les recuerda. No sabe si podrán responderla, pero sí sabe que no pueden dejar de hacérsela: ¿Qué es, entonces, ser priista? 236

Hay agotamiento en torno a la mesa, pero no todos permanecen con la boca cerrada, los labios torcidos y mojados después de haber bebido licores y café. Es Manuel quien desea expresar claramente su opinión, porque conoce bien a Jesusa y Rogelio; también porque considera que lo expuesto resulta inquietante, argumenta al iniciar su respuesta. Busca el Camel de tabaco oscuro Manuel; refresca las ideas en el fondo del vaso de vodka, deja caer los párpados con el propósito de que los ojos vean las palabras elegidas por él para expresar sus sentimientos en torno al priismo como fenómeno político, y lo que éste tendría que ver en la percepción de lo mexicano y el sentido de pertenencia a una patria, una nación, con un símbolo inequívoco capaz de convocar las voluntades y unirlas en torno a un Estado y las instituciones encargadas de preservarlo. —Por lo pronto —ha escogido Manuel un tono de voz pausado—, tengo que decirte, Jesusa, que no debiste recurrir al pretexto de una excelente comida para convencernos de hablar, discutir, comentar acerca de las analogías que pudiesen establecerse entre el priismo y el ser del mexicano. Está bien que nos convoques a expresarnos, que motives esta sensación de confort entre tus invitados, de seguridad, para que si alguien mete la pata, al despedirnos nadie se acuerde. ―En cuanto al priismo como analogía para medir nuestra propia actitud hacia la patria y el Estado, en un esfuerzo por determinar qué es lo que nos identifica como mexicanos, creo que es un acierto de tu parte, Jesusa, porque lo mexicano no ha acabado de cocinarse y, además, está a medio camino entre lo épico y lo religioso; está entre el mito azteca, la herencia de la Colonia y el fundamento sincrético del guadalupanismo. Lo mexicano no es un producto terminado, pero puedo decirte que como los priistas se identifican más con los 237 símbolos del poder que con el fundamento político del Estado mexicano, la sociedad que no es del PRI responde más rápidamente a la convocatoria de la virgen de Guadalupe y del fútbol, que al llamado de la patria o al electoral. Les es indiferente quien gobierna, mientras no se metan con su manera de ser.‖ Todos pierden el pudor y el respeto frente a las opiniones ajenas. Ni siquiera Eréndira es capaz de contener una sonora carcajada ante semejante impudicia ideológica producida por su marido, quien su muestra azorado, porque no cree, no puede aceptar que los Salanueva y su mujer no compartan su idea referente al gobierno, no estén de acuerdo con él en lo del mito azteca mezclado sincréticamente con la herencia colonial, o tampoco con que pongan en idéntico pie de igualdad a la Guadalupana y a la selección nacional. El frío de la noche anuncia la proximidad del alba. Los comensales deciden regresar a la cordura del ámbito social en el que se mueven. Dejan atrás las mofas, digresiones, dimes y diretes con los que se refieren a su gobierno y a quienes lo conducen, para dedicar los últimos minutos de conversación a las hijas e hijos de los matrimonios allí reunidos, para regresar a las actividades comunes que más tienen que ver con el poder adquisitivo de los salarios por ellos percibidos, que con la idea de patria y las causas o consecuencias de la identidad nacional. La madrugada de este 13 de diciembre sorprende al presidente de la República en absoluta sobriedad, porque no pudo festejar su cumpleaños como él hubiese deseado, y porque tampoco pudo disfrutar de todos los preparativos en los que los esfuerzos de su esposa y los licenciados Romero y Patrón se conjuntaron para que estuviese contento y despreocupado al menos por unas horas, porque el destape, el candidato y la maquinaria electoral del 238

PRI causaron estragos en su entorno, y lo que antes era conocido como la familia feliz, se desmembró por los resentimientos, por los odios, por las envidias. Ve El barón rojo en los ojos de quienes antes eran no sólo adeptos y fieles hasta la ignominia, sino incondicionales absolutos capaces de ceder su propia intimidad, ese desapego de los que saben leer los símbolos de la política, y adivinan ya la declinación de un astro que deja de ser rey para ceder el cenit a otra estrella que anuncia su nacimiento desde el instante en que rindió protesta como candidato oficial del PRI. Pero eso no le preocupa, conoce de la condición del ser humano cuando de agradecer se trata, cuando la sombra cobija más en el árbol de enfrente que en el usado hasta esa mañana. Lo que le inquieta, lo que lo mantiene despierto, la causa de su insomnio es el riesgo real con el que puede colisionar su proyecto de sucesión presidencial, pues lo hasta hace unos días comparable con una candidatura de chisguete, debido a que era el PARM el único partido en postular a Cuauhtémoc Cárdenas, se convierte en la cabeza de la hidra que motiva, enarbola y enaltece al todavía incipiente Frente Democrático Nacional, al que hasta el momento se suman el Partido del Trabajo, el Frente Cardenista, la amalgama en la que terminaron los partidos de izquierda a raíz de la reforma política del sexenio 76-82, bajo las siglas del PSUM. Sabe el señor presidente que no es momento para veleidades, y que no puede mostrar inseguridad ante su partido y ante su pueblo, porque, de hacerlo, serían arrollados por el viento del hartazgo que pudiese manifestarse en las elecciones, como un tornado que girara tan rápido dentro de la urna que fundiese las papeletas electorales en una única voluntad popular en contra del PRI, y eso no puede permitirlo, se dice, se recrimina mientras va camino de su 239 despacho en búsqueda de esa imagen del Divino Rostro que le sirve de referente para pensar en la divinidad y en lo que ésta le prometió. Durante el trayecto de su alcoba al despacho presidencial, El barón rojo repasa con rapidez los acontecimientos difíciles de su gobierno, de los que ha salido airoso gracias a su fe y a la pericia de sus funcionarios públicos, como lo reconoce públicamente en el caso del secretario de Gobernación, a quien ha instruido con toda puntualidad para que no se deje arrebatar las elecciones, y en quien confía para que su partido permanezca en el poder, a pesar de que no confió para entregárselo a él mismo, a quien se vio obligado a desmantelarle la Dirección Federal de Seguridad porque fue incapaz de mantener intocada la seguridad nacional del país, como se vio al dejar caer sobre esa corporación de inteligencia, las consecuencias de la ejecución del agente de la DEA y del piloto fumigador, ordenada desde la Casa Blanca. Para la crisis bursátil de octubre de 1987, el presidente de los mexicanos tiene consideraciones aparte, porque los ex banqueros también quisieron medirlo como en su momento los empresarios lo hicieron con Luis Echeverría Álvarez durante su gobierno, entre 1970 y 1976, como respuesta al asesinato de Eugenio Garza Sada. Respuesta que culminó en la devaluación del peso en cien por ciento, mientras la fuga de capitales sacudía a México en los estertores del desarrollo estabilizador, para abrir las puertas al fin de la hegemonía del PRI. Así piensa el presidente acerca de los dueños de casas de bolsa. El crack bursátil de octubre se inicia con una carrera alcista que le obligó a ordenar el cierre de las operaciones, para días después transformar ese festejo —en el que muy pocos se hicieron dueños de enormes cantidades de los bienes y el dinero 240 de muchos, muchísimos mexicanos que creyeron en su país, que confiaron en la renovación moral impulsada por él mismo— en un saqueo ilimitado. Se enreda en sus lucubraciones el presidente de México. Está tan abstraído en su propio rendimiento de cuentas, que por poco se da de bruces con un elemento del Estado Mayor Presidencial que sale de su despacho. No se pregunta qué hubiera podido hacer ahí ese oficial, porque sabe, lo ha padecido durante lo que lleva de su gobierno, que nada hay oculto para ese agrupamiento militar. Sus oficiales pueden pasearse en la residencia oficial como Juan por su casa, incluso pudieran sorprenderlos a él y a su mujer en un momento de intimidad, y no podrían emitir una queja, un juicio que empañara su deber hacia la seguridad personal, privada, íntima del presidente de la República y su familia. Agitado llega a donde está su silla, su escritorio, su trabajo pendiente. Comprueba que nada ha sido removido de su lugar, que los expedientes allí dejados estén en el mismo orden, que la botella de Etiqueta Azul conserva el mismo nivel, que sus Benson no han sido sustraídos de uno en uno. Se vuelca sobre el cajón central de su escritorio, revuelve con la mano los objetos que sólo el conoce, que únicamente él y el Estado Mayor saben que allí están, y de entre un amasijo de cosas disímbolas extrae ese Divino Rostro sobre el que desborda su incertidumbre, sobre el que manifiesta su fe, la creencia, a pie juntillas, de que a pesar de todo lo ocurrido con la sucesión presidencial, todo le irá a pedir de boca. Exactamente a la misma hora en que El barón rojo abandona su despacho después de un breve reencuentro con su divinidad tutelar, ya rehecho, confiado en su futuro inmediato, en la Cafetería del Parque, ubicada en la Segunda Sección del Bosque de Chapultepec, ajeno a toda preocupación inmediata, el 241 comandante Eloy Armando Benavides da instrucciones al maitre de que lo ubique en una mesa al centro del salón, lejos de las ventanas y en medio del ruido de los comensales. Es un entendido en asuntos de seguridad el comandante Benavides. Está seguro de no querer morir de un balazo dado por la espalda, por eso se aleja de los ventanales que no dan a ningún lado. También está seguro de no permitir que lo orejeen, por ello considera apropiada una mesa en el centro de la barahúnda de un restaurante como en el que espera a desayunar a Rogelio Salanueva, porque lo allí registrado por una grabadora o un sutil micrófono de escucha a distancia, resultará en ruido indescifrable. Son las ocho de la mañana cuando Salanueva, periodista en receso, hace su entrada triunfal a la Cafetería del Parque. Camina de prisa, está apurado. En cuanto lo tiene cerca, el comandante Benavides se da cuenta de que no necesita preguntar la razón de su apuro, de su malestar, porque éste se deja ver desde el fondo de sus ojos, envía mensaje en el aliento con el que le manda los buenos días en tono seco, necesitado de una cerveza y abundante desayuno, para reinsertarse en esa espiral producida por la cruda que convida a beber más alcohol, con el único propósito de olvidarse del ya ingerido durante las largas horas que precedieron a un breve sueño. Consulta el reloj el comandante Benavides. Es paciente con su amigo, es pródigo de su tiempo. Le permite engullir todo lo que necesita para recuperar el nivel de azúcar en la sangre, a efecto de que escuche, permanezca atento mientras le narra los pormenores de la secuencia de la ejecución del periodista Manuel Buendía. Conocedor de ciertas debilidades humanas y la manera de vencerlas, Benavides alienta el apetito de su comensal. Así, sabe que puede determinar el 242 momento en que Rogelio necesite más escuchar que comer, y es entonces que decide dar principio al cuento de cómo cayó ejecutado el asesino físico del autor de Red privada, José Luis Ochoa Alonso, mejor conocido entre los jenízaros como El Chocorrol. Al mismo momento en que Salanueva corta un bocado de huevos a la veracruzana, Benavides le dice, muy cerca de su oído derecho, que todos los enterados saben que El Chocorrol, después de levantarle los faldones de la gabardina a Buendía y dispararle uno, dos, tres balazos por la espalda, con paso cansino huye de norte a sur por la avenida Insurgentes hasta la esquina de Liverpool, donde da vuelta a la izquierda para llegar a Havre; ahí, en una motocicleta Kawasaki 1000 lo espera Rafael Moro Ávila Camacho, para llevárselo y modificarle su destino. Rogelio Salanueva parece no estar interesado en lo que desgranan sobre su oído derecho; engulle como si hiciera días que dejó de comer, pero está atento, y con los ojos, con los cubiertos en las manos, conmina a Benavides a continuar, para enterarlo de que José Luis Ochoa Alonso era agente en activo de la Dirección Federal de Seguridad al momento de hacerse responsable del tramo final de la Operación Noticia, como se codificó al operativo para ejecutar a Buendía. Pero —la voz de Benavides adquiere una pausa distinta. Sonríe antes de seguir adelante, con la pretensión de crear suspenso—, El Chocorrol no sobrevivió ni mes y medio al periodista, porque a su vez y para romper con todo posible seguimiento hasta el autor intelectual, fue asesinado el 11 de julio. Naturalmente que también de 1984, enfatiza Benavides con el propósito de que su interlocutor se percate de que el gobierno —dado que no se puede negar que fue un crimen de Estado— era consumido por el miedo a las 243 consecuencias de sus actos, y estaba urgido de que murieran quienes debían morir, con tal de garantizar al poder la limpieza y continuidad de los acuerdos establecidos con la Casa Blanca y los barones de los cárteles del norte de México, para asegurar la viabilidad económica de la nación. —Ahora bien, lo importante no es la muerte del matarife que acribilló por la espalda a Buendía, su identidad dejó de interesar en el momento en que dejó de existir. Lo que debe inquietarnos —no deja de hablar Benavides— es quiénes y cómo lo ejecutaron, porque saberlo nos muestra el camino que debemos de seguir para, al menos, intuir quién dio la orden, porque los nombres de quienes necesitaron como del aire de esta cadena de homicidios, nunca se harán públicos. ―Mira, mano —se pone demasiado coloquial el comandante, como si quisiera descargarse de lo que escuchó y no debiera saber—, al Chocorrol lo mataron otros agentes de la Federal de Seguridad, y lo que te cuento no es nuevo, ya el reportero de Ovaciones, Sergio Von Nowaffen, en febrero de este año hizo pública una parte, la otra es de lo que comentan conmigo mis amigos de la DEA.‖ Es así como Rogelio Salanueva se entera de que José Luis Ochoa Alonso recibió 20 millones de pesos en efectivo por ejecutar a Manuel Buendía. De este dinero dispuso de siete millones para comprar una casa para una de las dos mujeres con las que vivió. Se hace de su conocimiento entonces, que los jefes del Chocorrol en la Federal de Seguridad conociéndolo a la perfección, sabían de su debilidad por el dinero, sabían de su codicia, y de su necesidad de impunidad para satisfacerlas, por lo que decidieron ponerle una trampa, con el propósito de no tener en el futuro alguien que por unos cuantos pesos se 244 decidiese a abrir la boca, contar lo que hizo y ponerlos a todos en un predicamento. Así —festina la truculencia de lo que cuenta el comandante Benavides—, le plantaron una víctima al Chocorrol: un supuesto traficante de dólares, por no llamarlo lavador. Ochoa Alonso decidió extorsionarlo, y para armarle un cuatro del que él sería la propia víctima, se hizo acompañar de su hermano Francisco, de Federico García Murguía y Rogelio Ruiz González, pues sabiendo que operaría un intercambio de dinero en la lateral del Periférico Sur, donde el presunto victimado debió dejar en el asiento trasero de su vehículo un paquete con medio millón de dólares, obviamente sin cerrar el coche. Dejaron pues que el Chocorrol se hiciera con el dinero que no era suyo, porque habían decidido silenciar a otro cabrón que les resultó demasiado ambicioso, y como no había dicho esta boca es mía en relación a lo de Buendía, claro que necesitaron de una excusa para regresarlo al buen sendero, siendo éste el del panteón. Amplía la información el comandante Benavides, y cuenta a su amigo que como la codicia cierra las entendederas, José Luis Ochoa Alonso no pensó que resultaba demasiado fácil haberse hecho con dinero ajeno, por lo que ya dispuesto a festejar con sus secuaces fue en busca Patricia Patlán, su amante, para ir todos juntos de fiesta. De momento se detuvieron en un teléfono público para localizar a otras amigas, por los rumbos de la colonia Puebla, a donde se dirigió el comando integrado por Víctor Juárez, Fernando Durruti, Francisco Orozco El canario, Ernesto Espinosa El chiquilladas, y Aristeo Gallardo Cebos, quienes cumplieron con las instrucciones recibidas por sus superiores. 245

Después, el silencio y la necesaria muda evaluación, por parte de Rogelio Salanueva, porque se pregunta para qué le sirve saber los nombres de los ejecutores del asesino de Manuel Buendía, ni cómo se gestó el operativo para matar a otro cabrón, como quedó estipulado entre esos miembros de la Federal de Seguridad. Se pregunta también cuánto costó la vida de Buendía y para qué sirvió el dinero pagado por ella, y en qué medida esa muerte sirvió, sirve, para ensanchar los caminos de la libertad de prensa. A esas alturas, en diciembre de 87 —medita en voz alta Salanueva— de poco o nada sirvió tanto crimen de Estado, porque pronto se convirtió en un secreto a voces que al periodista lo ejecutaron por ordenes del gobierno, aunque no se dijera el nombre del autor intelectual, pero se intuía su cargo, se sabía de quién necesitaba de ese silencio; y después, la ejecución del ejecutor. Así sucede en los crímenes políticos, siempre queda un saldo que es necesario ordenar y hasta pagar para que desaparezca de la columna del debe. —Tienes razón, comandante —se esfuerza en su respuesta a lo escuchado, Rogelio Salanueva—, los políticos son rehenes de lo considerado por ellos su imagen histórica, del legado que dejarán a su pueblo y a sus hijos, y empañarles el cristal del espejo en que se miran naturalmente se paga con la muerte, aunque resulte oneroso y aunque nada resuelva, porque a final de cuentas se determinará que fue un crimen de Estado, y el responsable último será quien administraba, como gobierno, los bienes de ese Estado. Cuando todo parece haber sido dicho, cuando ambos comprenden que de nada sirve saber lo que incomoda, porque los convierte, los transforma en potenciales delatores sujetos a idéntico régimen de justicia, porque nada, nadie puede pretender opacar, ensuciar, ennegrecer la conocida como verdad oficial, pues lo demás sólo serán rumores, incluidos los no desmentidos, los 246 publicados por la prensa como verdad absoluta, ya que lo no registrado por los libros de texto no será material de recuerdo, de estudio, de fundamento para la razón de ser de la patria; cuando todo eso es aceptado en silencio por parte de los dos, al darse cuenta de que la información que cargan es peso muerto, deciden pedir la cuenta; conciertan cita para verse más adelante, en la víspera de la Nochebuena, cuando la pausa en la nueva campaña política del PRI permita la reflexión y, de alguna manera, determinar si el horizonte es promisorio, o el sol quedará oculto por los presagios de las pitias. Claro que Rogelio Salanueva, ni tardo ni perezoso, determina de inmediato con quién compartir ese fardo, no por deshacerse de su peso, no por el afán de dar a entender que puede saber muchas cosas, sino porque a fin de cuentas empieza a pensar si será saludable recibir información de ese género, con la cual nada puede hacer porque es un periodista en receso, porque mal que bien forma parte del gobierno de la renovación moral, y porque una manera de olvidarla sería deshacerse de ella, pasarla, comunicarla, y nadie mejor para recibirla que su esposa, cuya capacidad de asimilación en este tipo de asuntos todavía le parece asombrosa, sobre todo debido a una facilidad pasmante en Jesusa: lo que no le sirve, le estorba, y en consecuencia lo desecha como quien escupe un bagazo de caña. Está consciente Rogelio Salanueva de que actuar así le facilitará la salud mental, porque cuando esa información fuese por él requerida, para un probable regreso al periodismo, o para hacer realidad esa escondida aspiración compartida con el primer esposo de su mujer, podría ocurrírsele sentarse a escribir un libro, y este tema de la muerte de Buendía y todo lo que hubo en torno a ella le parecía que ni pintado para iniciarse en la literatura, lo que le 247 daría puntos buenos en el ánimo de Jesusa, concluye cuando pone la llave en la cerradura de la puerta de su casa, después de un largo día. Mientras hace su aseo personal antes de aproximarse a besar a sus hijos, al mismo tiempo en que dialoga con su mujer de las cosas corrientes ocurridas durante el día, Rogelio medita, piensa si no es que actuará con cobardía al determinar así su proceder, porque dejar sobre la almohada lo que incomoda, vaya y pase —se dice—, pero dejarlo en el corazón de la mujer a la que se ama, sería otra muy distinta. Una vez dadas las buenas noches a sus hijos, Salanueva se arremanga la camisa, se despoja de la corbata y prepara sendos whiskys para compartirlos con Jesusa, con quien desea continuar una conversación fácil, casi anodina, para dar tiempo a que esté lista la cena, y también para que sedimenten sus inquietudes. Necesita decidir cuáles de las inquietantes informaciones adquiridas por razones de su trabajo o debido a su natural curiosidad en el transcurso del día, compartirá en su casa, y cuáles definitivamente ya olvidó, porque no valieron la pena, porque fuera de su despacho todo se le olvida, o debido a que también él tiene esa facilidad para dejar en la basura de la desmemoria lo que no puede reciclarse. Disfruta, goza la conversación con su esposa Rogelio Salanueva. Sobre todo cuando es por ella que se entera de ciertas realidades de la política del país que en ningún otro lado se escuchan, o porque son omitidas deliberadamente por los medios de comunicación, cuyos dueños o directores, en la mayoría de los casos, construyeron cómodos convenios, acuerdos, complicidades con los administradores de la República. Es cuando el silencio, o la deliberada omisión, también se convierten en esa tenue factura del arte de 248 informar —considera para su coleto antes de soltar la primera dentellada sobre una suculenta quesadilla. Así, es Jesusa la que le cuenta de los verdaderos avances del Frente Democrático Nacional, del entusiasmo despertado por Cuauhtémoc Cárdenas, del avasallador empuje y de la desconcertante esperanza despertada por su candidatura entre el electorado, sobre todo para esa parte de los electores que más necesitados están de una respuesta organizada por parte del gobierno y a través de eficientes políticas públicas. Es su esposa quien lo entera de que Bertha Yáñez de Muñoz Ledo le ha confiado que Porfirio está embelesado con la candidatura del ingeniero, y considera que van a ganar esta elección, porque el llamado hecho por el apellido Cárdenas a lo más profundo del México mestizo, de los habitantes originales de la nación, va más allá del símbolo político de protección a lo mejor del país: sus habitantes. También es Bertha quien explica a Jesusa acerca de los novedosos estilos utilizados por el Frente Democrático para captar el voto de los indecisos, de los disconformes, de las víctimas de la cancelación del desarrollo estabilizador, no porque desapareciera ese esquema económico de políticas públicas, sino porque no aciertan a sustituirlo con otro que sea incluyente y no al contrario. Así, Jesusa se entera de cómo han diseñado un método de propaganda política de boca a oído, a través de asociaciones vecinales de promoción de ideas e imagen de un candidato cuya oferta central es poner orden y hacer que se respeten las leyes, pues, explica la esposa de Muñoz Ledo, con sólo eso se puede gobernar a México y hacerlo crecer. Propaganda de boca a oído diseñada por el propio Porfirio, como una vez se lo explicara a Rogelio, 249 porque fue de esa manera que logró el general Charles de Gaulle concluir con la guerra de Argelia. Pero las sorpresas son mayores durante esa cena en familia. Tan grandes que Salanueva olvida por completo el compartir su carga emotiva con Jesusa, pues piensa que es más que suficiente con que uno de los dos cargue con el conocimiento de esos hechos que permiten evaluar el verdadero tamaño de la ambición humana y la ausencia de límites cuando de ejercer el poder político se trata, sobre todo cuando éste se sustenta sobre la fuerza brutal de las policías y la amoralidad de sus mandos superiores. Es Bertha, la esposa sulamita de Porfirio Muñoz Ledo, hierática, elevada en la seguridad a ella conferida por su marido, de tez alba, cabello castaño, ojos robados de una pintura de Murillo, esbelta en su delgadez espiritual, la que confiere sal a la comidilla política, y platica de los arribistas al proyecto de una alternativa en contra del PRI, de las disensiones, de las verdaderas y ocultas razones que motivaron el alejamiento de Janitzio Mújica, uno de los baluartes humanos sobre el cual fue construida la Corriente Democrática y la candidatura presidencial del ingeniero Cárdenas, por lo que los padres de ambos significaron como promesa para el éxito de una Revolución traicionada desde el momento en que Álvaro Obregón no paró hasta construir su reelección. Pero la confidencia va más allá de lo que Rogelio Salanueva hubiese podido siquiera considerar, porque es a través de Bertha que llevan a su mesa el cuento de cómo y por quiénes inició la Corriente Democrática, las causas que motivaron su nacimiento, como consecuencia inmediata de la política económica de desincorporación de los bienes nacionales, al considerarse que los particulares serían mejores administradores, que habían aprendido a 250 hacerlo y ya no implorarían o amenazarían para que una vez más el Estado los rescatara de sus quebrantos económicos o del saqueo de sus propias industrias para exportar sus capitales y mantenerlos a buen recaudo. Se entera también de que por lo ocurrido en el rancho El Mareño, el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas percibió en el ambiente político de su entorno que él y su familia ya no eran bien vistos por los administradores públicos que se adueñaron del PRI por cuenta de los tecnócratas desde 1982 en el poder, y cómo fue ésa la oportunidad sobre la cual saltó Porfirio Muñoz Ledo para volar de Nueva York a Morelia, con la pretensión de convencer al ingeniero Cárdenas de un proyecto concebido y desarrollado por el embajador de México ante las Naciones Unidas para salvar a la patria y para mantenerse ellos mismos en el primer plano del liderazgo social, porque fue así, según Bertha Yáñez, que dio sus primeros pasos la Corriente Democrática. Obviamente mientras escucha, come y bebe, Rogelio Salanueva no cede a la tentación de poner en tela de duda lo contado por su mujer, porque ata cabos, recuerda las peroratas admonitorias que Muñoz Ledo le endilgó —sin dejar de señalarlo con un índice flamígero y una agresión verbal sin precedentes en el embajador—, para esforzarse en convencerlo de que la corrupción da buena cuenta del saldo positivo logrado por el régimen surgido de la Revolución, y la manera en que dilapidan el patrimonio nacional quienes están a cargo de su administración; tratar de convencerlo también de que él y sus amigos han de adherirse a la causa de la Corriente Democrática porque el PRI no da para más, y porque es su generación la llamada a promover el cambio. Asombrado por lo que las revelaciones de Bertha confiadas a Jesusa le llevan a su propia memoria, Rogelio guarda sus personales inquietudes y 251 conclusiones cuando evoca cómo Muñoz Ledo le habló por vez primera de ese proyecto y la manera en que el apellido Cárdenas pesa entre los simpatizantes y adherentes, así como el hecho de que, en la casa de doña Amalia, a las llamadas telefónicas todavía respondieran con un seco: residencia del general Lázaro Cárdenas. —Bertha tiene razón en hacerte patentes sus temores e inquietudes, Jesusa, pero es Porfirio el culpable de lo que le sucede, de cómo los cardenistas le angostan el camino, porque si bien fue él quien, junto con Manuel Moreno Sánchez, concibió el proyecto de la Corriente Democrática, quien instrumentó el registro de su candidatura a la Presidencia de la República amparado en las siglas del PARM, y a fin de cuentas fue también Porfirio quien alentó la construcción del Frente Democrático Nacional, lo hizo no sólo impulsado por el bienestar de la República, sino también por causas personales, por causas demasiado personales, diría yo, como para que todo le saliera como él quería. — ¿De qué me hablas? —inquiere con sequedad su mujer. —De lo que todos conocen y nadie se atreve a decirle a Muñoz Ledo, y en lo que es idéntico Julio Scherer. Es cierto el dicho: dos aleznas no se pican. Si Porfirio es capaz de perder una amistad con tal de hacer una broma a tiempo, por más grosera que resulte, don Julio es capaz de lo mismo con tal de llevar a su mesa a un hombre de poder. A éste, el poder lo seduce, al embajador lo deslumbra, y por ello cedió todo ante la familia Cárdenas, te aseguro que fue doña Amalia la que le tomó la medida para hacerlo a un lado, y terminarán desplazándolo. Después, la conversación languidece en el recuerdo de esa noche en la que, a petición de Porfirio Muñoz Ledo, los Salanueva reunieron en su casa al embajador y su señora, a Scherer y a Susanita, a José Gallástegui y la 252 embajadora Aída González, a Javier y Angelina Wimer y a Odette y Gregorio Ortega, y cómo esa cena terminó cuando la campana de la iglesia de la Inmaculada Concepción hizo su primera llamada a misa y todos, al unísono, se despidieron para correr a sus casas. Luego de la evocación, el ensueño, la idea fulgurante de lo que hubiera podido haber sucedido, pero que por errores propios sólo se convirtió en un proyecto truncado. Por fin la entrega al reposo, el encuentro de Rogelio en los brazos de Jesusa, o viceversa, en la búsqueda del silencio, incluso de la mudez que puede campear sobre la reflexión, porque lo que se anhela, se necesita, es entrar al hoyo negro del abandono en el sueño. En ese instante en que los Salanueva se abrazan para abandonarse a ellos mismos, en la entrega de la seguridad de uno en el otro, en el Reclusorio Norte, en la crujía donde Rafael Caro Quintero dicen que mantiene una suite a todo lujo, este sonorense de pelo hirsuto, de figura espigada, no desea abandonarse en la dejadez motivada por el encierro, por la falta de soledad, por el rencor cultivado como consecuencia de la traición, o porque ha comprendido demasiado tarde que en las complicidades anudadas con el gobierno, quien siempre impone su razón y voluntad es el Estado, por más que las razones que las establecieron, hubiesen sido lo suficientemente legítimas para salvaguardar la independencia económica de su nación. Recorre la suite hasta que llega el momento en que la siente pequeña; como la puerta de su celda se mantiene abierta las 24 horas del día —es uno de los privilegios de los que goza gracias a recomendaciones y cuantiosas dádivas repartidas con tino y discreción—, sale a recorrer los pasillos de la crujía siempre seguido por una cauda de reclusos a su servicio, hombres dispuestos a 253 todo con tal de compartir sus privilegios, de gozar del poder a ellos conferido por el sólo hecho de vivir junto a Caro Quintero dentro del reclusorio. Patea los pasillos de la crujía en todos sentidos, en silencio. Camina como si el hacerlo le ayudara a recorrer en los caminos de su memoria los momentos cruciales de la aventura que lo condujo a la cárcel con tamaños privilegios, porque no fue estúpido como se piensa normalmente de los delincuentes, ya que después de la primera reunión en el Chateau Camach se preocupó porque alguien le explicara y lo llevara de la mano para comprender los entresijos del poder político. Se acuerda de que buscó un breve aparte con el licenciado Justo Patrón, cuyos ojos todavía le parecen bailar sobre un atusado y abundante bigote pelirrojo, ojos que le dijeron entonces y le dijeron después, en cada uno de sus encuentros, que podía contar con él, por lo que no dudó en pedirle que le explicara, le diera libros, lo guiara en lecturas que favorecerían el buen desarrollo de los acuerdos esa noche establecidos. En medio del silencio, apabullado por la negrura de la crujía, por el peso del encierro, siente que fue ayer cuando el licenciado Patrón le hizo llegar El padrino, del que no olvida todo lo leído referente a la traición. Se acuerda también de la manera en que, a través de los administradores de las casas de cambio, le envió como obsequio de cumpleaños El recurso del método, que no le resultó de fácil lectura, pero del que llegó a comprender dónde terminan los abusadores del poder. Evoca también cómo fue Sara González de Cossío quien puso en sus manos, por instancia de su tío Guillermo, Política y crimen, cuya lectura todavía le resultó más ardua, pero del cual, gracias a las largas conversaciones sostenidas con Sarita y seguramente guiada ella misma por su tío —al menos 254 así lo entiende ahora Rafael Caro Quintero—, llegó a comprender que es el Poder Judicial, el aparato de justicia, el que más se aferra a los viejos estilos, el más renuente al cambio en todos los ámbitos; comprendió que se niegan incluso a modernizar el lenguaje del código penal, porque lo críptico es parte de su fuente de poder, como en su momento el latín lo fue de la Iglesia Católica. Esa noche de diciembre le resulta crucial a Caro Quintero, pues así como comprendió el poder de los jueces, así como entiende la legítima violencia del poder del Estado, tal como se lo fueron explicando, ahora, en un momento de lucidez, adquiere la conciencia de lo absoluto y absurdo de su destino y porvenir, de lo mediato y lo inmediato, porque no importa que los juicios estén pendientes, que no le hayan dictado sentencia, sabe que eso no interfiere en lo que nadie podrá modificar, porque sólo muerto podrá salir del sistema de reclusorios. Adquirida esa certeza, se da cuenta de la necesidad de organizarse de otra manera, de aprovechar que por lo menos hasta que concluya el sexenio de la renovación moral le es útil a los políticos, y por ello puede incidir en el destino de sus ganancias para que sus paisanos, sus hijos, sus sobrinos, y quién sabe si sus nietos puedan disfrutar de esa legitimidad que por unos años ha dado el gobierno a sus negocios. Piensa en la manera de lograr que las acciones que posee de las casas de cambio permanezcan en su poder jurídico, porque son su seguro de mantenimiento dentro del reclusorio, son la garantía de estar en posibilidades de heredar a su esposa y sus hijos lo que los celadores y los políticos se mueren por arrebatarle. 255

Sabe de lo endeble de su situación para negociar. Los tres están en igualdad de circunstancias, entonces —medita Caro Quintero— mantenerse unidos no sólo les otorgará una fuerza aparente, sino que la contraparte comprenderá que como la permanencia del secreto para no exhibir al gobierno depende de ellos —piensa en su ingenuidad pueblerina—, les será más difícil matar a tres que liquidar a uno, por lo que permanecer callados, cerrar el pico en lo referente a sus actividades antes de caer presos, se convierte en su seguro de vida. También comprende, en el hilo de su reflexión como estrategia de supervivencia, que ha de apechugar con la muerte del corrupto agente de la DEA que nunca se cansó de recibir su dinero, porque él no mató a Enrique Salazar ni a Alfredo Zavala, pero le cargan sus muertes por razones sencillas que ahora comprende, como nunca entendió cuando vio la escena en una película de Andrés Soler en que alguien dice a uno de los personajes secundarios: ―el que nace pa maceta no pasa del corredor‖. Está bien, lo asume, su pecado, su verdadera falta en contra de la sociedad, y por ella está en la cárcel, fue haberse atrevido a poner los ojos en Sara González de Cossío, y no sólo eso, además seducirla, llevársela a la cama y exhibirse con ella en los mejores lugares de Guadalajara, en casa del gobernador, pero sobre todo hacerse amigo del tío y allegarle recursos de todo tipo para que hiciese su precampaña como precandidato al gobierno de Jalisco. Intuye Rafael Caro Quintero que ser uno de los iniciadores de lo ya conocido como narcopolítica nada tiene que ver con la necesidad de hacerlo a un lado; lo que molestó, lo que molesta todavía —asume— es que un mequetrefe como él, un pelado, tuviese la pretensión de entrar en ese mundo donde la perversidad se oculta detrás de los títulos universitarios, donde la 256 corrupción se disfraza de aliño, donde la venganza se escuda en la ley, donde la impunidad se ampara en los jueces. Determina, así, cerrar la boca, pero defender, junto con Ernesto Fonseca Álvarez y Miguel Ángel Félix Gallardo, lo que es suyo, lo que les pertenece, porque descubre, de pronto, que la vida en la cárcel puede llegar a ser llevadera, aunque la soledad se convierta en uno de sus anhelos mayores.

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Capítulo VII Julio de 1988

La televisión muda, su luz blanca. Otra vez se quedó dormido; no es exacto, la feroz y febril actividad cerebral cuando perdió la imagen de La última tentación de Cristo, de Scorsese, estuvo con él hasta que lo abandonó la conciencia. Fue la continuidad de la discusión sostenida con su maestro la noche del domingo, después de recibir los resultados electorales y escuchar música, al momento de la copa de despedida. Está cabreado el presidente de la República, porque al saldo de su gobierno caen dos muertes más, éstas innegablemente políticas, incuestionablemente ordenadas desde su gobierno, irremisiblemente ligadas a su futuro histórico. Se trata de la ejecución de Francisco Javier Ovando y Román Gil Heráldez, los dos operadores electorales del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, conocedores de su materia, altamente especializados para impedir el primer fraude electoral cibernético en la historia de su país. Y tenía que tocarle a él, concluye en una reflexión amarga, irritable, absurda. Además le angustia ese asunto de la caída del sistema. Fue puntualmente informado por su secretario de Gobernación, no había otra cosa que pudiera hacerse, pues el Frente Democrático Nacional avasallaba al PRI en todos lados. Era preciso, imperante, necesario recomponer la votación, insertar el 258 virus, meter el programa especialmente diseñado para darle el voto a su partido. Pero eso no es todo —piensa cuando descubre que siente la boca estragada, la garganta deshecha, por la cantidad de Etiqueta Azul bebido y los cigarros fumados, así es que decide lavarse la boca, refrescarse, buscar puntos de referencia—, habrá que hacer algo con los paquetes electorales; sabe, está seguro de que no será él quien asuma esa responsabilidad, se la dejará a su sucesor, a quien benefició al nombrarlo, a quien le da el triunfo mediante enorme fraude electoral. El barón rojo está crudo. Camino de su habitación, reconoce que debió de estar desesperado, sobrepasado por la angustia, para quedarse dormido en su despacho y no subir a la recámara, para buscar el sueño inmerso en la imagen del Cristo de Scorsese, y además para hacer buscar a su maestro e invitarlo a que lo visitara esa noche de resultados electorales. El presidente de la República se da cuerda él mismo. No busca explicaciones, necesita justificaciones a su proceder; por ello, con la boca llena de enjuague bucal, se autodisculpa, contento porque la reunión con su maestro esta vez fue en su casa, en la sede del Poder Ejecutivo. Él se dignó a visitarlo porque además de necesitar ver su reacción ante resultados electorales que los enterados ya sabían que le eran adversos, quiso admirar, una vez más, el óleo de Miguel Cabrera, en el que san Agustín, obispo de Hipona, discute con Jesús sobre la identidad de Dios. Obviamente nada le comentó de los crímenes ocurridos unas horas antes, seguro en su fuero interno, formado en el aprendizaje de la política a la mexicana, de que la imposición política puede disculparse, pero no el derramamiento de sangre. 259

Agotada la conversación acerca de los resultados electorales; elogiadas lo suficiente las dotes del secretario de Gobernación para mantener vivo al PRI y al sistema político emanado de la Revolución, el tema de la conversación entre El barón rojo y su maestro, derivó por esos caminos sólo aptos para filósofos y teólogos. Su pregunta fue considerada por el presidente de la República fuera de lugar en ese momento, pero el jefe de la nación la recuperó con las imágenes de la película: ¿por qué se acerca el Mesías, el Cristo, el Hijo de Dios, la segunda idea de la Trinidad, a mujeres como María de Magdala, deja que le vierta perfume, le enjugue los pies y lo ame? Permanece viva la pregunta, dando vueltas desde anoche en el magín del habitante principal de Los Pinos, dividida su reflexión entre considerarla una impostura de los evangelistas o del propio Jesús, o en verla como la más humilde muestra de caridad hacia una mujer que no era nadie. Entonces surge en él la idea de meditar si su gobierno fue humilde, caritativo, sirvió a las mayorías o sólo benefició a los grupos que lo llevaron al poder. Recuerda que su respuesta automática fue: ―por caridad, maestro, por caridad‖. Su maestro, su demonio de Sócrates rió con esa condescendencia que lo crispa, precisamente porque lo coloca en su lugar. Amargado está el titular del Ejecutivo, el dueño del poder, porque sabe que seguirá, frente a su maestro y también ante otros que saben más que él, como el eterno discípulo, como el hijo que se fue sin decir adiós y necesita de mayores y más continuas lecciones para comprender la exactitud de los términos y los conceptos, para alejarse de los eufemismos y darle su dimensión a la realidad de su única ambición: la libertad para elegir, el uso consciente del libre albedrío en un mundo en el cual lo equívoco es lo común, la perversidad es la norma social y política, y la amistad está siempre 260 patrocinada por el interés. Para aspirar a obtener todo eso, ha tenido que hacer y hacerse trampa, abusar del poder que le fue heredado por su antecesor. No sabe si perdió la imagen de La última tentación... en la evocación de la sonrisa de su mujer cuando se terció la banda presidencial al pecho por vez primera, o en la nostalgia de María de Magdala, en la nostalgia de un pasado que no puede ser suyo, porque niega su presente y presagiaría un destino vacío, ajeno a la comprensión humana de la caridad para con su obra de gobierno, su tránsito como presidente durante seis años. Evoca entonces que su maestro fue contundente ―La caridad es amor, no se equivoque, señor presidente. El amor es un estilo de vida, que no le engañen los acontecimientos. De lo contrario, todo lo construido, hecho, ordenado, reformado y estudiado por usted será en vano, nada podrá poner en práctica, y llevará una vida acotada entre el rencor y la envidia, empujado por el espejismo de lo que es noticia, ajeno a lo que es cierto. La impostura es la norma...‖ Cae sobre el cuerpo presidencial el agua de una regadera abundante y bien regulada, exclusivamente diseñada por terapeutas suecos para estimular la irrigación sanguínea. Mientras se enjabona, escucha de nuevo los cuartetos de Beethoven, disfruta otra vez de las generosas dosis de Etiqueta Azul, hace una inmersión en el recuerdo de lo vivido la noche anterior, en la que él y su maestro dejaron correr esas ideas suyas que lo mantienen en una semiinconsciencia durante varias noches: dos, tres, cuatro, en las cuales busca comprender, o al menos acercarse a sus observaciones de lo que es el mundo hoy. ―Caridad es amor‖, advirtió, y dijo, ―pero no viceversa‖. Siguió con una amplia explicación sobre los intereses religiosos y políticos en torno a una 261 personalidad como la del presidente de la República o la del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo: ―Son múltiples‖, puntualizó, para después advertir que, por ejemplo, Ronald Reagan llegó a Baja California para medir la posibilidad del poder real del presidente de Estados Unidos, cuando pidió anexar a su territorio toda la península, y sus ínfulas se desinflaron porque el presidente de México supo decir que no; para él —es la figura del maestro Mario de la Cueva la que llena su memoria, la que mantiene insatisfecha su nostalgia, porque falleció antes de que él accediera al poder— los observadores electorales significan la postrer fiesta del priismo, la búsqueda de una utopía enterrada en el fraude electoral. Como es su costumbre cuando está tenso o bebió en exceso la noche anterior, mientras se acicala para parecer lo que es, al menos por casi cinco meses más, responde a sus propias preguntas. La voz del maestro danza entre los acordes del violín, se mece en el aroma del whisky, se deja escuchar detrás de su voluntad vencida, e indica que la actividad cibernética ordenada por el secretario de Gobernación es estratégica, construida con el propósito de distraer y disfrazar los auténticos motivos de su lucha personal, en la que no cuentan los pobladores originarios del país, en la que la reivindicación de los derechos y la cultura indígena es postergada, para ocultar el rostro y deformar la máscara de un precandidato vencido cuyas intenciones son similares a las de los bonzos que se rocían de gasolina para morir consumidos por las llamas. De igual forma el todavía secretario de Gobernación desea autoconsumirse en el fuego de una utopía, cuyo tótem fue el PRI. Los argumentos presidenciales en su contra no le parecen válidos. Ve, el maestro, como una ingenuidad de parte del presidente mexicano la creencia en la buena fe, en la solidaria caridad despertada en amplios sectores de la 262 población con motivo del sismo del 85, y es pronto a la descalificación fulminante. Dice: ―La referencia utilizada por Jean Baudrillard para reflexionar sobre lo que hoy nos ocupa: caridad, amor y tragedia nacional, es de Gombrowicz, y nos cae como anillo al dedo para repensar las pretensiones del fraude cibernético: ...El hombre que propongo es creado desde el exterior, es en su esencia incluso inauténtico, no siendo jamás él mismo, y definido por una forma (idea) que nace entre los hombres. Eterno actor, sin duda, pero actor natural, pues su artificio le resulta congénito, y es incluso uno de los caracteres de su estado de hombre... Ser hombre quiere decir ser actor, ser hombre es simular al hombre, comportarse como un hombre no siéndolo en profundidad, interpretar la humanidad... No se trata de aconsejar al hombre que se despoje de su máscara (cuando detrás de ésta no hay ninguna cara); lo que se puede pedir es que tome conciencia del artificio de su estado y que lo confiese. Eso somos los mexicanos.‖ Hubo de coincidir con él –recuerda El barón rojo frente a la blancura ciega del espejo, cuando se hace el nudo de la corbata--; es cierto que cuando los precandidatos expusieron sus ideas durante la pasarela, cuando cubrieron sus verdaderas intenciones políticas en el discurso, no fue para ocultar su identidad sino para encontrarla, y en esa búsqueda —como me ocurrió a mí, piensa y asume el presidente— nos metieron a muchos mexicanos y extranjeros, a políticos y novelistas, a viudas y esquizofrénicos, a curas e indígenas, a todos los interesados absurdamente en sus textos y mensajes, porque curiosamente lo que nos preocupa es el destino del país, a unos, y a otros el futuro de una utopía cuya exégesis no pudo concluir Tomás Moro. Luego, la interrupción del maestro a todo intento de diálogo. Atento como siempre al acontecer cotidiano y a los cambios que durante su gobierno 263 pretendió instrumentar con relación al pasado, advirtió que ya es tiempo de olvidar el mito de la Revolución. Consideró que filosofía y antropología aportan ahora otras bases de comprensión a nuestro pasado y al activo presente, e insistió en que hemos de actuar de manera consecuente a la realidad, y no a lo que creemos que es la realidad, lo que demandará a los mexicanos —medita el presidente mientras espera una segunda taza de café, para después desayunar, tal y como ha indicado su médico de cabecera que debe hacerlo al despertar de una noche de excesos— determinar su relación con los otros, para entrar al terreno de la alteridad y aceptar cuáles pueden ser sus propios límites ante lo radical. Regodeado en el desayuno y en su propia suerte, el presidente de México evoca cómo su maestro llegó a lo tangible, al ejemplo que todos pueden comprender: ―de otra manera, el estallido de la violencia conduce a la actuada participación que hacen los hooligans en las estadios, lo que bien pudo haber sido el destino menos pernicioso del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas‖. Para disparar con una sonrisa en la que se lee la ironía: ―¿Skin head, o hooligan?‖ Y qué hacer, cuando los muertos los pone la oposición y el descrédito el gobierno. A pesar de la nube sobre los ojos del desvelo, recuerda el presidente de la República que al sustituirse las imágenes y aparecer el Sanedrín, al sellarse el rostro de Anás sobre el apacible perfil del Acusado, regresan las palabras del maestro: ―¿Qué vino a ver, entonces, Javier Pérez de Cuellar, secretario general de la ONU? Para vergüenza de los mexicanos, el resultado electoral exhibió al mundo lo encontrado tras la supuesta buena imagen del gobierno. En la prensa 264 mexicana no fue sencillo de exponer, porque todavía los periodistas se ruborizan cuando se trata de verse a ellos mismos. Quien observa a México desde fuera —le aclara esa voz al señor presidente—, quien analiza, desde el modelo impuesto por los reaganomics o el tatcherismo, lo que nos ocurre, lo que los políticos y la prensa de México alientan, es el ninguneo de las instituciones financieras internacionales a los mexicanos. En este punto, el maestro del presidente es específico y puntualiza: ―quedó expresado con anticipación por Jean Baudrillard. Dirás que es mi autor de cabecera. No es verdad, su presencia en mi estado de ánimo obedece a que nadie es más preciso en el análisis al cual deseo acercarme. Creo que así lo escribió: ‗Al hilo de los últimos siglos, todas las formas de alteridad violenta han sido inscritas, por las buenas o por las malas, en el discurso de la diferencia, que supone simultáneamente la inclusión y la exclusión, el reconocimiento y la discriminación. La infancia, la locura, la mente, las sociedades salvajes, todo ha sido integrado (¿?), asumido, reabsorbido en el concierto universal. La locura, una vez roto su estatuto de exclusión, se ha visto atrapada en redes psicológicas mucho más sutiles. Los muertos, una vez reconocidos en su identidad de muertos, se han visto aparcados en los cementerios y mantenidos a distancia, hasta la desaparición total del rostro de la muerte. A los indios sólo se les ha reconocido el derecho a la existencia para ser aparcados en las reservas. Así son las peripecias de una lógica de la diferencia‘.‖ No recuerda El barón rojo haberlo rebatido. Está seguro de que no permaneció indiferente, pero tiene la certeza de que en ese momento no encontró palabras adecuadas, que dejó resbalar la cita casi textual en el movimiento de la música. Ahora no está seguro de estar en desacuerdo, sobre 265 todo bajo la influencia de La última tentación..., después de haber recuperado para su análisis la lógica religiosa de Nikos Kazantzakis. No podían —piensa en los políticos mexicanos el presidente de la República, no sólo en aquellos que ocupan puestos de elección sino sobre todo en los militantes que son la fuerza y el motor de los partidos, en esos activistas políticos que buscan su recompensa con otros métodos— sino entusiasmarse con la propuesta de los seis precandidatos conducidos a la pasarela del Senado, mucho más por la diferencia establecida y publicitada de cómo lo hicieron sus antecesores, y la norma en contra de una sociedad que hasta esa fecha no sabía distinguir entre precandidatos y candidatos. Fue Sergio García Ramírez, el Procurador General de la República y precandidato designado por el Ejecutivo —la transformación del narcotráfico en narcopolítica hicieron de ese funcionario un personaje políticamente importante—, quien quiso imponer los distingos lingüísticos y sentar la preeminencia de la exactitud en el lenguaje, ―porque no somos iguales‖, argumentó. Es en este contexto que al maestro del señor presidente le surgen las inquietudes, y preguntó esa noche: ―Si no nos parecemos, ¿dónde queda la mexicanidad? Las diferencias en Estados Unidos las impusieron los sajones; aquí las solicitan los políticos, los criollos, para radicalizar la alteridad‖. De esto debí hablarle al momento —se dice el presidente—, no soñar una respuesta que nunca me atrevería a dar, porque naturalmente sé que hay miseria, existen los caciques, pero que la mexicanidad se perdió no por la diferencia establecida entre etnias y razas, sino que fue propiciada, esa pérdida, por los niveles de riqueza de unos y la capacidad de subsistencia y sufrimiento de los otros. Ésta es la culpa de los distintos gobiernos locales y federal —asume su culpa El barón rojo, aunque sabe que es compartida—, 266 pero también hay responsabilidad de los guías religiosos, pues la alteridad radical establecida en la cúpula gobernante, en la Cámara de Diputados, en el Senado, en los sindicatos y otras múltiples asociaciones, está totalmente permeada o dirigida por la disputa por los votos. El razonamiento del maestro, por el contrario, a pesar de la ceguera producida por la luz blanca del televisor, le parece todavía incuestionable. Afirmó que ciertos hechos históricos son irrebatibles, a pesar de que hoy alguien o muchos duden del Holocausto, o nieguen la necesidad de no prestarse al juego ilógico de buscar explicaciones alternas a lo que fue y costó millones de vidas; naturalmente tampoco a lo que se presenta como la aventura de un solo hombre, como es el caso del presidencialismo mexicano —sentenció—, decidido a arrastrar a los demás en un juego purificador cuyo concepto es extraído de la Biblia. Entre brumas y sentado a la mesa del despacho, el presidente recuerda que su maestro pontificó: ―Pudiéramos pensar que los profetas eran en cierto sentido guías, políticos, líderes, presidentes como tú‖. Recuerda el señor presidente que mientras su maestro recurre a las ideas de Baudrillard, él es atormentado por los muertos de su sexenio, por el crecimiento de la oposición, porque —lo asimila y ratifica mientras escucha— el oficio de la política comprende bien eso de la alteridad radical, y por eso elimina a sus enemigos; también por eso se hace fraude electoral, para evitar la alteridad radical con ese Frente Democrático Nacional. Ahí dejó el presidente la evocación del maestro y su comportamiento durante su visita, haciéndole sentir su criollismo, también haciéndole pesada la distancia tomada con los mestizos. Desde entonces duerme en medio de la zozobra y vive de inquietud en inquietud, porque ha caído en la trampa de la 267 caridad como carta de presentación, como regla de buena conducta para que su gobierno sea aceptado por la historia. Percibe El barón rojo que a eso quedan reducidas las instituciones de asistencia del gobierno y las privadas, así como las organizaciones dedicadas a cualquier tipo de filantropía. Es un vean qué buenos somos, por lo tanto no sólo merecemos reconocimiento y aprobación, sino ser admirados. Es el mejor camino al culto a la personalidad, puntualiza su reflexión. Pero no es todo. Después de una derrota electoral que pudo recomponer, ante lo expuesto por Scorsese y Kazantzakis sobre la imagen humana de Cristo, y después de la andanada ideológica de su maestro para inquietarlo, el presidente vive preguntándose –en relación a lo que hoy aparecen como virtudes humanistas de la modernidad— cómo entender la radicalización de la diferencia. ¿A través de los resultados de sus políticas públicas, o mediante textos e ideas como las referidas por su maestro? ¿En su transfiguración en la imagen de señor presidente, hasta convertirla en una figura paterna que únicamente otro presidente puede asumir? ¿En la búsqueda de la identidad, totemizada por la silla presidencial, por La sombra del caudillo y su correspondencia cibernética, lo que convierte a su gobierno en silencioso soliloquio, y en la paciente espera de la unción que el pueblo entero ha de concederle, por haberle salvado de la realidad después del terremoto de 1985, y del Frente Democrático Nacional después de las últimas elecciones? Los cuestionamientos silentes del titular del Poder Ejecutivo van más allá, porque en todo esto, ¿qué pinta el conflicto religioso, cuando la alta jerarquía católica lo ha presionado desde 1982 para que reforme el artículo 130 de la Constitución? Piensa, se dice, se responde que frente a la ortodoxia cristiana, ante la caridad como virtud teologal, es asunto de sepulcros blanqueados, de 268 herencia ibérica, de criollismo, de equívoca conceptualización de la fe y el dogma, en la que los prelados, los obispos son excelentes artífices para confundir, para arrastrar a las almas, para extirpar el sincretismo o para favorecerse de él, para autoengañarse con la idea de que han cumplido su misión en la tierra, como él está seguro de haberle cumplido al pueblo. Entonces recuerda el presidente que en la zozobra del sueño, en la angustia producida por el insomnio y la ceguera blanca del televisor, él también recurrió a Baudrillard, y lo encontrado no le gustó, porque es la misma historia una y mil veces repetida. ¿Por qué tenía que gustarle? —se pregunta—, lo que hoy hace el PRI es la conquista del voto a como dé lugar, porque no es permisible la intromisión del Frente Democrático Nacional, cuyo ofrecimiento alterno es la alteridad negociable, ajena a toda radicalización de la diferencia; es en este sentido que la propuesta del gobierno tienen una lógica indestructible por estar de acuerdo a la realidad que el economicismo y la cultura política han impuesto. Lógica que ha de incluir el desarme de las policías anticonstitucionales y los diversos grupos armados, incluidos aquellos creados para proteger a los barones de la droga, además de la extinción de los caciques, para crear las garantías que den oportunidad de acceder al bienestar de la familia —como cada sexenio se promete, pero no se cumple, acepta El barón rojo en la más íntima de sus intimidades—, porque de lo contrario gobierno y sociedad estarán dando la razón a las más insoportables de las virtudes humanistas disfrazadas de piedad: el óbolo que alimenta la alteridad radical, y la imposición de una fe cuya tarea es negar el libre albedrío. Ésta es la imagen que vino a ver a México en 1988 Javier Pérez de Cuellar, Secretario General de la ONU. Lo grave es que la mayoría de los mexicanos todavía le creen al PRI, porque desconocen que el país carece de los recursos 269 económicos necesarios y los políticos de la imaginación suficiente para construir, para diseñar el futuro de la nación, y para ello han usado de la complicidad de la Iglesia Católica, o al menos de los principales de los prelados y muchos de sus feligreses. No es idea mía —se explica a él mismo el presidente, en ese diálogo mudo sostenido en su interior entre la razón de Estado y el deber ser—, ellos, la jerarquía concentrada en los obispos, arzobispos y cardenales, la proclaman con su conducta y sus escritos, como se lo hace saber, de manera poco sutil, ese profesor de filosofía del derecho que lo visita mientras duerme, debido a que se transformó en su maestro, quien le deja en la mano al último número de Nuevo Criterio. La remembranza de lo vivido apenas unas horas antes hace sufrir al presidente, cuya frente se perla de sudor, cuya voluntad se fortalece ante lo imaginado, padecido, sufrido como precio a pagar por un poder que parece ilimitado, pero que no es sino un remedo de lo que puede ser la verdadera, la auténtica grandeza humana. Así pues, no olvida que era domingo electoral, fecha en que se le cayó el sistema, en la que el voto duro de su partido no llegó al enterarse de una nueva opción, día desde el que ya no duerme como solía disfrutar del sueño. Su error fue leerlo esa mañana, pues lo encontrado despejó sus dudas respecto a los prelados mexicanos. La cabeza de la nota principal de Nuevo Criterio es más que elocuente respecto a la postura ideológica y religiosa de la jerarquía católica: ―La Política es para el Cristiano un camino de Caridad‖; como secundaria: ―La democracia también debe vivirse en las sociedades intermedias, dicen los obispos de Michoacán.‖ 270

Todavía sentado a su escritorio, dentro del inmenso despacho quiere, necesita permanecer solo el presidente de los mexicanos; da indicaciones al edecán militar de no recibir a nadie, ni siquiera a los licenciados Romero y Patrón. Deja correr el sentido común, recuerda la respuesta de Cristo en relación al César, para dejar en su esfera de influencia lo competente a la economía y al uso del poder. Por lo pronto, llega a la conclusión de tener frente a su autoridad, frente a la autoridad presidencial, una actitud perversa por parte de su maestro, pues efectivamente el mundo ha evolucionado en cuanto a las ciencias sociales, la técnica, la medicina y los métodos de explotación, pero considera que hay ciertos conceptos o ideas clásicas del ejercicio del poder y del mundo religioso que no pueden modificarse, sin cambiar los cimientos del edificio. Por ejemplo —elige cuidadosamente las palabras en su meditación el señor presidente—, el poder público sigue siendo el mismo, incluidas las diferentes modalidades de operarlo, repetidas desde la aparición del jefe de la tribu. En relación con la divinidad y la gracia, o con el padre —se pregunta con intensidad el presidente—, ¿qué puede haber evolucionado, además de lo enseñado por Jesús a los discípulos y transmitido en los Evangelios? El Padre Nuestro es el mismo —se dice—, no se puede ir más allá, ni quedarse cortos. ¿Por qué, entonces, involucran los prelados la política con la caridad? Sin vacilar ni un segundo, se responde que por el poder. Y sabe el presidente que los prelados, tratándose del poder terrenal, el conflicto pueden llevarlo a niveles teológicos, cuando menos en el sentido evocado por Sergio Obeso, de oficio obispo, en su texto sobre la impunidad. Reducir las consecuencias de la impunidad política, del abuso de poder —piensa el presidente en la soledad y amplitud de su despacho—, es reducir la omisión evangélica para con los 271 pobres, tanto predicada por los prelados y el Papa. De hacerlo —la reflexión le duele, molesta, pero no por eso deja de ser menos cierta, acepta el presidente de la República—, no hubiera tenido necesidad de recurrir a los acuerdos con los barones de la droga, aunque —detiene el hilo de su lógica, y se autoconfirma— quizá los narcos sean menos imprudentes y codiciosos que los prelados. Determina el presidente que para él la trampa parece sencilla, y su manera de confrontarla habrá de mostrarse en decisiones políticas como consecuencia de las elecciones. ¿Qué publica Nuevo Criterio? Es la consolidación de la impostura religiosa en el ámbito descrito por Leonardo Sciascia en algunas de sus novelas, se dice el presidente al tiempo que lee el párrafo inicial: ―En tanto que el fin de la política es el bien común, el cristiano ‗mira con la política un rostro de caridad, pues le ofrece un camino serio y difícil para cumplir el deber cristiano de servir a los demás y hacer posible una vida digna a los más desprotegidos‘, afirman los obispos de estado de Michoacán en una pastoral conjunta, con motivo de las elecciones presidenciales.‖ Lee también sobre el aspecto de la modernidad en la Iglesia: ―Con motivo de las elecciones presidenciales y al Congreso de la Unión, los prelados recordaron que la Doctrina Social de la Iglesia enseña que la sociedad ha de ser formada por sujetos activos y promotores de su desarrollo, no sólo a través de la capacidad de darse un gobierno, sino en la vida de sus organizaciones‖. Está bien —concede en silencio el presidente—, el cristiano tiene la obligación de participar, de impulsar la transformación de la sociedad, y, se pregunta, ¿puede hacerlo desde la actividad política en la lucha por el poder? 272

Los mismos prelados cierran el paso a esa opción. Lee en el último párrafo de la nota: ―Los obispos advierten que la sociedad es cada vez más sensible a la coherencia que hay entre la propuesta que le hacen y la vida de los partidos, manifestada en la selección de candidatos, en la ética de sus actividades y en la equidad y justicia con que realizan sus gastos de campaña. Demandaron, por último, una participación que implique un cambio de mentalidad, superando la apatía y el abstencionismo, aceptando la pluralidad y la diversidad de opciones, pues nadie es dueño absoluto de la verdad, ni tiene la fórmula para solucionar todos los problemas sociales. Ningún cristiano coherente puede utilizar la mentira para convencer, o el fraude para ganar. Tampoco si justificara el abstenerse de participar.‖ Habría querido poder conversar en ese momento con su compañera, su esposa, su fiel señora, pero ella siempre ha estado dispuesta a permanecer ajena a todo conflicto que linde con la ética, la moral y la religión. Emprendió, entonces, el deber de la reflexión solitaria, silente, sin diálogo, aunque sabe que el principio coherente de todo fue la palabra, el Verbo. Sabe el presidente que guardar para uno mismo el producto de la reflexión en soledad hace daño, produce el vacío similar a la ausencia de amor, a la falta de caridad, que de ninguna manera puede ser política. En la soledad del poder presidencial está incapacitado para confrontar el motivo de las ideas propuestas por ese texto de Nuevo Criterio. En el despacho del presidente de la República la soledad es tangible, se puede cortar con un cuchillo, agujerear de un balazo. Entonces, ¿por qué si no puede compartir sus dolores de gobierno con su esposa, habría de hacerlo con su maestro? 273

De inmediato piensa en las analogías y se pregunta cómo habrían podido resolver sus crisis de conciencia Francisco Franco y Charles de Gaulle, dos defensores del catolicismo que transitaron por la política. ¿Cuál pudo ser el diálogo con sus confesores o guías espirituales, después de tomar decisiones graves, severas, para castigar a unos y beneficiar a otros en nombre del bien común? La disquisición continúa, el presidente, en su soledad, se cuestiona: ¿Se puede pedir perdón a través del confesor, después de deshacerse de los enemigos por medio del garrote vil, o luego de girar la instrucción a los servicios de seguridad, para asesinar a Ben Bella? Busca imágenes en el icono significado como bandera nacional, en su investidura, como si el poder confiriese sabiduría en términos bíblicos, pero el presidente de México únicamente puede imaginar a Charles de Gaulle en agotadoras conversaciones con André Malraux, en busca de justificaciones éticas o filosóficas para el ejercicio del poder; no puede fijar el rostro del Caudillo, por la gracia de Dios, en diálogo franco con Carrero Blanco, quien también era un asesino, con el cual seguramente sólo hablaba de seguridad pública y represión. Los obispos presentan en Nuevo Criterio una tesis errónea, concluye, pues el poder no se ejerce con la verdad, sino con la astucia montada sobre la mentira disfrazada de certidumbre. Tarde se enteró El barón rojo del juego sostenido por la imagen de su maestro; acepta con humildad la certeza de que en la madurez de las ideas como en el deporte, sin dolor no hay ganancia, aprendizaje. Días post electorales de incertidumbre hasta la siguiente visita de su demonio de Sócrates. Otro domingo, otra tarde de lances y sobrentendidos; otra tarde de ideas para ser completadas en la búsqueda del lenguaje adecuado a una 274 realidad que tiene miedo de aceptar, porque es la misma desde que se fundó el Estado-nación, desde que la ley fue dispuesta para legalizar los crímenes contra una sociedad sujeta a sostener a la administración pública, a cimentar a la burocracia, a domesticar al Congreso con sus veleidades expuestas a través de la información. Al recriminarse por haber padecido una angustia gratuita frente al resultado electoral, frente al costo que habría de pagar la sociedad que expresó su voluntad en contra del PRI, para inmediatamente decirse que debió haber comprendido, expresar sus argumentos sin darle oportunidad de decir ―esta boca es mía‖, al mencionar que las cifras arrojadas por una errática economía a escala mundial, debieran ser suficientes para prevenir a los gobernantes de una anunciación ajena a la buenaventura. ―A ésta es necesario añadir los presagios dados por el comportamiento humano dentro y fuera del país‖, enfatizó, para añadir: ―En casa, en México, las actitudes de los diferentes sectores sociales que se enfrentan, son lo suficientemente elocuentes para anunciarnos la descomposición política y social, significada en los movimientos armados, por un lado, y por el otro en la anomia que compromete la actitud de la sociedad en su lucha por el bienestar.‖ Con los primeros acordes del Réquiem, de Mozart, se empeña, el presidente de los mexicanos, en comprender que la violencia está en las calles del país que gobierna, e insiste en autocompadecerse, en aceptar lo que no es cierto y convencerse de que todo indica que la violencia es patrocinada desde los medios y altos mandos del gobierno, para entorpecer una transición hacia una mal bautizada ―modernidad‖ política, para allegarse de recursos que de otra manera no pueden obtener, debido a la aparentemente más vigilada 275 administración pública, y a la exigencia de transparencia en los gastos usados por los operadores políticos, como consecuencia de su renovación moral. Con su desparpajo habitual, frente a la imagen del Divino Rostro habitualmente escondida en el primer cajón de su escritorio, acepta, con soberbia contenida, que gran cantidad del dinero usado para financiar las operaciones de grupos armados y de la delincuencia organizada es ilícito, aunque también es cierto que buena parte de esos recursos ―negros‖ son destinados a la operación política, y fueron la palanca de desarrollo que evitó la quiebra del país. Sin el dinero de los barones de la droga, México hubiese podido deslizarse hacia Haití, se dice para su propio coleto el jefe de la casa presidencial. No podía concederle la razón —piensa mientras se deja llevar por el monólogo con el cual disfruta— al gobierno de Estados Unidos. La búsqueda de recursos ―negros‖ para operar políticamente, lo obligó al descuido de la paz social, pero le permitió rescatar del abandono las políticas públicas que garantizarían el bienestar. Sabe que nada pudo hacer frente a la tolerancia de la inseguridad pública, y que su actitud facilitó la huida de capitales nacionales. Lo único que su demonio de Sócrates necesita saber, es: ¿a quién sirve un gobierno como el administrado por él y ciertamente compartido con los barones de la droga? Explicó para él mismo, para su historia personal, para la oficial también: ―Para los gobernantes mexicanos —asume que él lo es— lo cómodo es pensar en que la situación mundial es similar, y que la volatilidad financiera internacional influye directamente en la incertidumbre interna, sin siquiera plantearse en qué medida aspirar a la guía espiritual y política de los católicos, buscar la integración comercial y la inserción a las instituciones 276 internacionales dedicadas al libre comercio, pueden beneficiar, en lugar de comprometer el destino de México como nación.‖ Se extiende en el soliloquio. Analiza las posibilidades de la viabilidad del país, sobre las cuales evalúa las dificultades que vivirán los hijos y nietos de los mexicanos que pagan la deuda externa, porque si no ajustan su propia realidad a un moderno concepto de soberanía, del que desaparecerá la idea del Estado-nación, les sería más difícil reconceptualizar el proyecto de futuro, quiere concluir el presidente. Pero anda como pasmado El barón rojo, por la falta de comprensión del asunto que ubica al poder eclesiástico como un poder terrenal más. ―No insistas en cuestionarte sobre ello‖, le dice su conciencia, ―porque no hay respuesta. La caridad y la política llevan de la mano a los gobiernos en el descenso de las buenas intenciones, porque cuando el interés del Estado se coloca sobre el de la sociedad o la justicia, nada impedirá que se aplique la ley, o se posponga la ejecución de una sentencia‖. Desconoce las razones de los recuerdos, las evocaciones, los diálogos que lo atormentan. Permanece sentado al escritorio. El lábaro patrio cubre su imagen, la ennoblece a la distancia. Por encima de todo está presente su ironía al momento de hacerse un reclamo sobre la falta de memoria, o la poca atención prestada a sus lecturas universitarias, seguramente hechas para pasar el examen, redactar la tesis y después olvidar. ―Ésta es la caridad en política‖, evoca y enfatiza el presidente de la República, ―…los servicios del trasgresor siempre deben compararse con sus delitos, y sólo si éstos son mayores que los primeros debe castigársele.‖ No puede ubicar al autor de la cita, pero no le importa, porque lo que afanosamente busca es una justificación para su trato, su acuerdo con Rafael Caro Quintero, Ernesto Fonseca Álvarez y Miguel Ángel Félix Gallardo. Están en la cárcel por un crimen no cometido por ellos, 277 y sus faltas en contra de la ley no sólo fueron autorizadas, sino también promovidas por su gobierno, se dice, y concluye que lo mismo ocurre en todos los gobiernos del mundo. La actualidad es permanente, gusta decir el presidente a los licenciados Patrón y Romero, pero no la que justifica las acciones sin trascendencia, y tampoco la que pretende nuevas soluciones a viejos problemas, o medianas interpretaciones a conflictos continuos e irresolubles. La actualidad también está contenida en el pasado, porque el engaño y la esperanza son características inherentes del ser humano, sentenciaba para ellos cuando caminaban por el país en la búsqueda del voto de los mexicanos para ganar las elecciones, en una contienda en la que la oposición no postuló candidatos. Esa pasión por ver los problemas que agobiaron a las sociedades de hace 200 años y todavía están aquí, con ojos atemporales, es lo que le permite a El barón rojo observar la ingenuidad o la mala fe de los hombres de poder, y anticiparse al precio que él mismo ha de pagar cuando inserta dentro del quehacer político compromisos y complicidades en la toma de decisiones, cuyas consecuencias le resultaron impredecibles. Gusta de señalar, a quien está dispuesto a escucharlo, que sobre el supuesto estricto apego a la juridicidad, o a la adecuada interpretación de la ley, está la responsabilidad asumida con el mandato constitucional, la ética inherente a los cargos de elección popular, además de la relacionada al desempeño de los cargos administrativos, cuya fuerza deberá radicar en la defensa de la dignidad de la vida. Así mantiene su razonamiento, nunca lo deja incompleto, busca las consecuencias, e insiste en decirse que para el futuro, cuando su sucesor asuma el poder, el enredo se presentará mayúsculo, porque mientras no se 278 pruebe lo contrario, las políticas públicas que impulsan el empobrecimiento, obviamente facilitan la delincuencia. No es cierta esa tonta verdad de que el pobre ya nada tiene que perder. ¿Y la dignidad? Nadie quiere descender más bajo, todos temen el empobrecimiento, y quienes tienen hijos lucharán por ofrecerles, a través de la educación, un futuro sin presagios, se dice desde la posición de fuerza dada por el escritorio que ocupa. Ni idea tiene el presidente de cómo recuerda todo: cifras, frases, tonos de voz, su mirada y la elocuencia o el desánimo que conducen esas conversaciones. Quizá por el temor a ver su análisis convertido en realidad, como cuando dice que esas políticas públicas ciertamente incrementarán los índices de delincuencia, lo que convertirá las calles, los hogares y las fuentes de empleo en inseguras; también es cuidadoso, porque no se deja llevar por el pesimismo, y señala que aparecerá con mayor profundidad la delincuencia que no es violenta, la de cuello blanco, la relacionada con el fraude y el lavado de dinero, para concluir: ―El costo de evitar el empobrecimiento se convertirá en un reto, dentro del cual violar la ley se convertirá en el menor de los obstáculos.‖ Su método para encontrar respuestas a sus inquietudes no ha variado. Busca las respuestas en la soledad de la lectura, que conduce a encuentros fortuitos que pueden ser deslumbrantes, o apenas dejar el inicio del presagio o la buena fortuna. Puede convertirse en literatura política de anticipación, o en ejemplo histórico a considerarse como lección para el futuro. Se esfuerza por evocar con toda puntualidad lo encontrado en la biografía de Simone Weil: ―En mi opinión no son los acontecimientos los que imponen la revisión del modelo, sino el propio descenso del gobierno, que, por sus loqueras e incoherencias, está y ha estado siempre muy por de bajo del papel 279 que se le ha querido hacer desempeñar, lo que no significa que antes o después se haya elaborado algo mejor‖. En la búsqueda de respuestas, el inicio de sus cuestionamientos lo lleva a considerar seriamente las aportaciones de la biógrafa de Simone Weil, a revisar a conciencia la promesa de un futuro ofrecido por él, desde su campaña política para convertirse en presidente, basado exclusivamente en la economía, pues cierto es que ésta, actualmente, desempeña la función preponderante en la actividad gubernamental, en la reflexión política y en la oferta periodística: todos favorezcan el cambio de modelo económico y apláudanlo sin la menor reserva, puesto que el cielo en la tierra será de los mexicanos dispuestos a sacrificarse, a sobrevivir en la pobreza extrema, y sobre todo para quienes aceptan el empobrecimiento paulatino de su gasto doméstico y de su espíritu. La idea que lo motiva escuece su razón política: la mediocridad es nuestra. ¿Dónde encontrar las respuestas? —se pregunta el señor presidente—, quien ha descubierto, sentado a su escritorio, detenido el pulso del gobierno, que el insomnio endurece y agota tanto como la mezquindad, la ausencia, la prevaricación. Piensa que está como los empresarios y los neobanqueros, como los políticos y los líderes populares, los intelectuales y prelados de las diversas iglesias, pues todos parecen no comprender lo que Simone Weil y toda otra persona honesta en el mundo saben por puro sentido común: que ―para actuar, incidir eficazmente sobre la economía, habría que haber formado entre los miembros de su gabinete, la noción de ese equilibrio propio de la economía. Ahora bien, si en ciertas artes, gracias a los griegos y a los florentinos del Renacimiento, se ha formado la noción de equilibrio, la de ese equilibrio propio de la economía aún no se ha encontrado. Sólo contamos con un equivalente barato: la idea de equilibrio financiero. Se cree hacer bastante 280 para el equilibrio económico mediante el equilibrio financiero, que implica el pago de las deudas. Pero, justamente, desde el momento mismo en que el capital de bienes raíces o mobiliario se retribuye, la búsqueda de un equilibrio financiero constituye un principio permanente de desequilibrio. Un interés de 4 por ciento quintuplica un capital en un siglo; pero si el beneficio se reinvierte, se tiene una progresión geométrica tan rápida que con un interés del 3 por ciento un capital se centuplica en dos siglos‖. Cifras éstas para dar insomnio a cualquiera —acepta el presidente al pasar revista a la evocación de sus lecturas, en el afán de comprender su derrota electoral y lo que hubo de ordenar se hiciera para superarla—, sobre todo si los cálculos se van ahora a la especulación bursátil, donde el riesgo es equivalente a la ganancia. Es la bursatilización de la avaricia, la imposibilidad de multiplicar la honradez y la caridad, porque ésta se pondrá en práctica en relación directa a su rendimiento social y fiscal. Todo puede ser deducible, hasta el uso de la ética. Simone Weil no se detiene ahí, considera en su reflexión el presidente: ―Por tanto, ‗es matemáticamente imposible que, en una sociedad basada en el dinero y el préstamo con intereses, se mantenga la imparcialidad durante dos siglos‘, puesto que esto haría pasar los recursos a manos de unos pocos. ‗El pago de deudas es necesario para el orden social. El impago de deudas es igual de necesario para el orden social‘. En la historia de todas las sociedades, siempre ha habido en algunos momentos que anular las deudas.‖ ¿Quién lo cree? Ante la evocación del presidente y la renovación mimética de sus ideas; frente a su escritorio, a la sombra de la bandera verde, blanca y roja, la luz y la información lo ciegan con idéntica intensidad, en la soledad de otra mañana de dudas ante las decisiones impostergables, no le queda sino 281 aceptar que nadie parece considerar el surgimiento de una reacción violenta al empobrecimiento producido por las políticas públicas. Tal parece —replica el presidente en su soliloquio a un maestro imaginario y ajeno al México actual— que no quise ver una solución lógica y humana, apegada al contenido de valores éticos y morales que aparentemente dejaron de existir. No es necesario buscar la condonación de la deuda externa del país, sino adecuar los intereses a la realidad económica de los deudores y de los acreedores, para llegar al justo medio que durante muchos años permitió a México crecer: el interés moratorio, que desapareció con motivo del miedo de José López Portillo a verse devaluados, y en un gesto de prodigalidad del poder, autoriza tasas de hasta 100 por ciento a los ahorradores, en lugar de estimular la inversión creadora de empleos. Él incitó el desequilibrio financiero, lo que obligó a mi gobierno a la narcopolítica. Al considerar otra replica al imaginario maestro, piensa el presidente en hacer uso de sus mejores lecturas, para dejar claro ese punto de la frivolidad del poder. Su arsenal es amplio, recurre a otro encuentro iluminador en la biografía de Simone Weil: ―Simone acaba llegando a una idea que quizá descubriera entonces o que al menos le pareciera más clara que antes: la de que en cierto sentido el prestigio no es inútil. Está relacionado con la naturaleza del poder, y el poder en cierta medida, está relacionado con el orden. ‗La necesidad de un poder es algo tangible, palpable, puesto que el orden es indispensable para la existencia; pero la atribución del poder es arbitraria porque los hombres son semejantes o prácticamente semejantes. El prestigio, es decir, la ilusión, se sitúa así en el centro mismo del poder (…). Para ser estable, un poder tiene que aparecer como algo absoluto, intangible. Si Príamo y Héctor hubieran devuelto a Helena a los griegos, habrían podido 282 inspirarles en mayor medida aún el deseo de saquear una ciudad aparentemente tan mal preparada para defenderse, corriendo así el riesgo de un levantamiento general en Troya. Y no porque la devolución de Helena hubiera indignado a los troyanos, sino porque les habría llevado a pensar que los hombres a quienes obedecían no eran tan poderosos como pensaban‘…‖ Sólo una convicción le quedó a El barón rojo: el poder es privado, no hay sociedad en su uso y abuso y, sin embargo, los seres humanos no pueden vivir sin estar sometidos a él, más todavía en este fin de siglo, o al anuncio de un nuevo milenio que aterroriza. Como está de moda la búsqueda de nuevas opciones para trascender económicamente los resultados de las políticas públicas, no dudó el presidente de México en su ya larga reflexión, en buscar una razón donde nada más palpa la sinrazón: convertir a México de país ―emergente‖ en uno desarrollado, con idénticos vicios y virtudes a los que los especialistas critican a Estados Unidos, a la Comunidad Económica Europea. Ésta es la ambición, éstos son los propósitos de los líderes políticos, siempre capaces de olvidar lo elemental en la construcción de su discurso y en el diseño de sus programas, en beneficio de sus legítimas e ilegítimas ambiciones personales. El soliloquio lo sorprende, se torna agresivo, reclama porque aparentemente no hay solución posible, pues gobernar, ejercer como oficiante del poder no es un asunto de nostalgia, tampoco de un regreso a modelos caducos por ineficaces, sino de esfuerzo e imaginación para encontrar alternativas que nada tienen que ver con una tercera vía —menos con una vía angosta— que sólo ofrece un regreso al pasado. Lo sabe, a pesar de que, durante su gobierno, el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática fue incapaz de hacer un censo, porque también se le cayó el 283 sistema. No hay vuelta de hoja, las cifras son inequívocas, y las fuentes, sus fuentes, irreprochables. El primero de noviembre de 1987, se acuerda bien el señor presidente porque fue día de Todos los Santos, le informaron que en México más de un millón ochocientas mil personas padecen hambre extrema, y el 90 por ciento de los dos millones que habitan en 556 de los municipios más pobres, está afectado por desnutrición severa o muy alta. Hemos duplicado la miseria, se dice con pesar. Mientras tanto, los diversos integrantes de los distintos gabinetes económicos que funcionaron durante su gobierno, los profetas de los resultados de la macroeconomía y los beneficios en cascada, no quieren aprender que ―la economía no constituye una realidad independiente, y que por lo tanto carece de leyes, puesto que en materia económica, como en cualquier otra materia, los asuntos humanos se regulan por la fuerza‖, y ésta es la que imponen a su gobierno los organismos financieros internacionales, y los acuerdos firmados en beneficio de la patria. Frente a esta irrevocable realidad mexicana, y ante la sordera de su demonio de Sócrates, no le queda sino hacerse eco de una sugerente reflexión de Simone Weil: ―La inteligencia humana --incluso la de los más inteligentes—está miserablemente por debajo de los grandes problemas de la vida pública.‖ Se acercan las manecillas del cronómetro que tiene el presidente frente a sus ojos, a los 15 minutos de silencio y soledad solicitados. Los dedicó a una somera evaluación de su gobierno, a determinar para él mismo cómo habrá de pasar a la historia. El balance es motivado por los resultados reales de la elección presidencial que le correspondió llevar a buen término. Sabe que entrega buenas cuentas al sistema, a su partido, a su sucesor, pero no 284 desconoce el costo, consciente de que el haberle arrebatado la presidencia de la República al ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas resultará con mayores consecuencias que la tolerancia a la narcopolítica. Aprendió, durante esos 15 minutos, que el vacío de poder es negro, como la pantalla del televisor cuando está prendido y no tiene imagen: ruidoso y ajeno a todo propósito de coherencia y reflexión; aprendió también que el oficio de presidente es lejano a toda actitud de caridad; sin embargo, argumenta a la República en lo más profundo de su soliloquio, para poner punto final a los avatares de su sucesión, que no tiene por qué buscar el sueño para dormir sobre el presagio de la catástrofe, pero sí tiene la responsabilidad de prever y adelantarse, para sus gobernados, a las consecuencias de sus actos de poder, ajenos a la frivolidad del sexenio que lo precedió, pues de otra manera el suicidio será colectivo, por el miedo a soñar. Para evitarlo, concluyó los acuerdos con los barones de la droga. Durante los mismos 15 minutos en que por su voluntad y su poder detuvo el pulso, el aliento, la vida de la República desde su despacho presidencial, a las puertas de éste los licenciados Romero y Patrón evalúan su propio desempeño, con el único propósito de saber, determinar si pueden prever el destino que les aguarda cuando el sol que todavía los ilumina se apague, descienda del pedestal en el que la costumbre y la prensa montan al presidente de la República en funciones, trátese de quien se trate. Intuyen ambos funcionarios públicos que algo se rompió dentro de su jefe y al interior del PRI después de conocerse el verdadero resultado electoral, y la manera en que el secretario de Gobernación hubo de operar el fraude a través de programas cibernéticos diseñados con virus que se inocularon en los programas de conteo de votos del Frente Democrático Nacional y gracias a la 285 caída del sistema, lo que se les antoja presagio, descomposición socio-política acelerada de lo que fue conocido como la dictadura perfecta, hacen prevalecer su apreciación. Azorados están porque —lo aprendieron a lo largo de los años de estar a su servicio— siendo el presidente un hombre de rutinas y costumbres, ese lunes por la mañana decide encerrarse, detener el ritmo de los asuntos públicos, el hálito de la República, el pálpito del poder. Inquietos también, porque consideran llagado el momento de hablar con su jefe acerca del futuro de sus cercanos colaboradores, e intuyen que no será nada fácil, por aquello del agradecimiento y saber cómo manifestarlo. Quien los viera allí sentados —a la vera de la puerta del despacho presidencial, mustios, perdidos en sus propios sueños, ajenos a las necesidades de la nación, ausentes de los problemas reales del país, mientras no coincidan con los suyos—, pensaría que están condolidos por el resultado electoral, por el balance económico del gobierno que termina, por la gris figura que el director general de comunicación social de la Presidencia de la República supo imprimir a la imagen del jefe que adentro inicia el proceso de separación del poder, y a aprender esas nuevas sensaciones que sólo son padecidas por quienes de verdad en un momento padecen de orfandad y se encuentran desorientados acerca de su ser y su futuro, pues el poder en México, asistido por el Estado Mayor Presidencial, coloca al presidente en funciones en una burbuja. Abandonarla requiere de un verdadero proceso de readaptación a la realidad. Mustios también, porque a pesar de sus complicidades desconfían uno del otro, profundamente. Entre ellos no hay rencor, pero tampoco conocen el afecto que debió desarrollarse durante tantos años de colaborar juntos, 286 motivado por las vicisitudes compartidas cotidianamente. Ahí están, sumisos a la autoridad presidencial, a su jefe, al poder cuya sombra se niegan a perder, olvidar. En tantas esperas también se vieron obligados a aprender la manera discreta de guardar silencio, de esconder los sentimientos para no manifestar las aprehensiones, las angustias, las debilidades, y para esconder lo que piensan. Así, después de cinco minutos durante los cuales los vieron y escucharon hablar animadamente, nadie se extrañó al observarlos ensimismados, distantes, porque suponen que ésa es la manera de exteriorizar la profunda reflexión a la que están entregados antes de su acuerdo presidencial, en el que, dadas las circunstancias, seguramente se enterarán de sus recompensas y los caminos que pudieran seguir en el futuro inmediato, a partir del 1° de diciembre de 1988. Emilio Romero se muerde el bigote mientras evalúa a dónde lo llevará el trabajo que hizo para fortalecer la candidatura del secretario de Programación y Presupuesto, y la manera en que influyó en el ánimo presidencial, no para favorecerlo, sino para mal informar a los otros precandidatos, para presentar a la consideración de su jefe los errores cometidos por ellos sin someterlos a tamiz alguno, crudos, burdos. Está inmerso el licenciado Romero en sus cálculos y cábalas políticas, en el diseño de una estrategia adecuada que pronto, muy pronto después del próximo primero de diciembre, le permita saltar de la dirección general del Infonavit a un cargo de acuerdo a los servicios prestados al nuevo príncipe, porque sabe de los niveles de corrupción en ese instituto de la vivienda para los trabajadores, y no quiere, ni siquiera tiene el ánimo de lidiar con eso. 287

No se trata de ver menos a los líderes sindicales, porque él sabe lo que significan para la estabilidad del gobierno, pero no puede, no necesita meter las manos a las cloacas. Por analogías llegan a su memoria los acuerdos trabajados con los barones de la droga, la manera en que ahora los protegen en la cárcel debido a que por presiones de la DEA no pueden ponerlos fuera, y llega a la conclusión de que ése es un trabajo al servicio del Estado, mientras que contemporizar con los líderes sindicales, no. El semblante de Justo Patrón, además de lo mustio, tiene una característica distinta, por la naturaleza de su trabajo, su personalidad y la discreción con la que se mueve en su entorno laboral y social, porque gusta de pasar desapercibido, de no notarse, de no existir para aquellos que no lo conocen, pero aspiran a observarlo para joderlo, ya sea por envidia o debido a razones de poder. Ese movimiento sombrío con el que deja caer los párpados, con el que se atusa el bigote, con el que se jala hacia abajo las mangas del saco para que no se arruguen; esa actitud distante con la que saluda a quien no está en su entorno, a los recién llegados, son las características que determinaron su elección como secretario privado del próximo presidente de la República, y también porque quien deposita en él su confianza, sabe que no lo traicionará. Aunque hay diferencias, porque mientras el silencio de Emilio Romero no causa escándalo, se escucha sin notarse, el de Justo Patrón grita a voz en cuello: ―¡Véanme!, permanezco silente, mi cerebro trabaja, pienso, medito en mi trabajo dedicado al presidente de la República, al bienestar de la nación, por lo tanto no me molesten, déjenme en paz‖, lo que contradice su eficaz y discreto comportamiento como funcionario público, pues esa actitud, en un momento dado, podría desdecir su discreción. 288

Sin embargo, Emilio Romero, que lo conoce bien, sabe lo que busca Justo Patrón al quedarse en el primer círculo del poder presidencial. Habiendo participado los dos en el diseño de las reglas del juego de la narcopolítica y los acuerdos logrados con Rafael Caro Quintero, Miguel Ángel Félix Gallardo y Ernesto Fonseca Álvarez, en la lógica del licenciado Patrón se cuece a fuego lento la idea de que él conservará los contactos y continuará como intermediario entre los representantes del Estado y los barones de la droga, lo que, al menos, le facilitaría el aseguramiento de su futuro económico. Todo, porque Justo Patrón muestra signos de agotamiento, al haber cumplido a cabalidad con la indicación de no meter la mano en el lavado de dinero, para ser ejemplo de la renovación moral, que únicamente ellos respetaron. Inmersos en el ensueño de sus propias expectativas políticas, olvidan preparar respuestas acerca del descalabro electoral y el resultado histórico y práctico de haberse ordenado la caída del sistema para robarle la elección al ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, al Frente Democrático Nacional, sin rubor alguno, pensando sólo en la obligación presidencial de conservar el poder para su partido. Es el edecán del Estado Mayor Presidencial quien los regresa a la realidad, para indicarles que pueden pasar, porque el señor presidente los espera. Conocedores del protocolo y la obsecuencia de la que es necesario hacer gala, los licenciados traspasan sumisos el umbral de la oficina de su jefe, atentos al gesto desde el poder, al símbolo desde la fuerza, a la indicación desde la autoridad, porque El barón rojo requiere, necesita, está urgido de una explicación a la debacle electoral, a pesar de las muertes de Francisco Javier Ovando y Román Gil Heráldez. 289

Durante ese lunes postelectoral, exactamente al mismo tiempo que los licenciados Romero y Patrón —después de haber dedicados sus buenos quince minutos al ensueño de su futuro inmediato— se empeñan en buscar una explicación a lo que no lo tiene, en el Reclusorio Norte, en la crujía donde están ubicadas las suites de Miguel Ángel Félix Gallardo, Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca Álvarez, los barones de la droga también se reúnen para evaluar las consecuencias inmediatas de los resultados electorales, porque ellos lograron establecer dentro del gobierno sus fuentes de información, y saben a ciencia cierta de lo ocurrido con el candidato del PRI, y la manera en que lo revivieron para convertirlo en el próximo presidente de México. Intuyen los tres que les quedan unos cuantos meses de seguridad dentro de la cárcel, así como de respeto a sus posesiones económicas producto de sus acuerdos con el gobierno que el próximo primero de diciembre entrega el poder. No lo han dicho, pero están reunidos para saber cómo van a actuar y de qué manera pueden presionar, para que quienes sustituyan a sus amigos en las distintas oficinas gubernamentales que tienen que ver con la operación de la narcopolítica como obtención de recursos para financiar el déficit comercial y la deuda externa, lavando dinero a través de las casas de cambio, de alguna manera les mantengan sus privilegios. Conscientes también de que el objetivo primario de la narcopolítica es no dejar los estupefacientes en México a su paso por el país rumbo a Estados Unidos, porque saben que fue la primera exigencia planteada en la reunión del Chateau Camach. Están reunidos en la suite de Rafael Caro Quintero; dada la hora del encuentro, almuerzan con toda calma, como si en la comida fueran a encontrar 290 las respuestas y seguridades que les hacen falta desde que cayeron en la cárcel. Se han acostumbrado a telegrafiarse con los ojos, con la manera en que cierran los párpados, o el estilo con el que encienden los cigarrillos, para advertirse, señalarse que han de tener cuidado y guardar silencio. Así, reanudan la conversación una vez que los celadores dejan de hacer sus rondines y no andan de orejas. Comentan entre ellos que el hecho de haber cumplido con ese compromiso mientras estuvieron en libertad, y la manera en que han operado desde adentro del reclusorio para que su gente no acepte, por ningún concepto, parte del pago en especie para después traficar la coca o la mota dentro del territorio nacional, es lo que los mantiene con vida, y es, con toda seguridad, la carta fuerte que les permitirá acercarse al gobierno que está por nacer. Ahora bien, lo que los desconcierta, lo que los mantiene inquietos y desazonados, es la manera en que El barón rojo debió actuar para que su partido permaneciera en el poder, y las consecuencias que a corto y mediano plazo ese proceder tendría, porque si los mexicanos en edad de elegir a sus gobernantes votaron por un cambio, pero les impusieron una permanencia, seguramente habrá lío social —se dicen—, pero sobre todo habría que esperar una modificación de las costumbres, de los hábitos que los mexicanos tienen en relación con sus autoridades, lo que con toda seguridad se manifestará en un rechazo público y generalizado a la narcopolítica y sus previsibles consecuencias, sin meditar siquiera en los beneficios logrados, tan importantes que el gobierno de Estados Unidos quiere, por fuerza, controlar el producto económico del narcotráfico en el mundo, para equilibrar su balanza comercial y financiar su déficit, concluyen. 291

—Hemos aprendido lo suficiente para blanquear nuestros negocios y regresar a la sociedad como miembros destacados y honorables —les dice Miguel Ángel Félix Gallardo—, además de que la relación con los miembros del gobierno nos ha formado social, política y culturalmente, lo que nos permite disfrutar de mejor manera el dinero, darle un destino adecuado, pero cómo le vamos a hacer para conservarlo. Es largo el silencio observado por los socios de Félix Gallardo ante la pregunta. Aunque no se lo dicen, los dos piensan de idéntica manera debido a los años de convivencia y formación. Es así que cada uno por su lado llega a la misma conclusión antes de expresarla de viva voz, lograda después de largos y angustiantes minutos de mutismo, en los que aceptan que el tiempo en el que las actividades comerciales como las desarrolladas por ellos se hacían a güevo quedaron atrás, muy lejos en breve tiempo, porque en el presente lo que no es negociado, se muere, se pudre. También llegan a la conclusión de que así como impusieron una voluntad política los del gobierno, a más tardar en 12 años, dos sexenios, el pueblo revertirá ese capricho del PRI y lo despojará del poder presidencial, para castigarlo, porque no supo comprender que el cuauhtemismo hubiese podido manifestarse en la voluntad de continuar con el proyecto del general Cárdenas, porque a fin de cuentas la cuna ideológica era la misma que le dio la vida al PRM, como les enseñó Justo Patrón en las conversaciones sostenidas a lo largo de los años previos a su reclusión en el penal. Reuniones contadas con los dedos de una mano, sin fecha previa acordada, en noches elegidas al azar, sólo con la absoluta certeza de la confiable discreción, porque su mutismo era pagado a muy alto precio, y garantizado con la vida de sus familiares. 292

Reuniones consideradas necesarias por Justo Patrón, porque a cualquier costo quería aprender de los métodos usados por los barones de la droga para organizar sus negocios, y obtener la lealtad absoluta de sus colaboradores. El licenciado Patrón se mostró dispuesto a enseñarles la manera de comprender el modelo operativo del sistema político mexicano, para que supieran con qué instituciones y cuáles de sus administradores o representantes habían anudado sus acuerdos y hecho depender su futuro y sus vidas, a cambio de que le enseñaran los resquicios del poder del mundo del narcotráfico, cómo operarlo y sobrevivir en su mando. Faltaban pocas semanas para que Rafael Caro Quintero, Ernesto Fonseca Álvarez y Miguel Ángel Félix Gallardo entendieran las razones por las cuales Justo Patrón nunca quiso romper el vínculo establecido desde aquella lejana cena de 1982, en la que se subordinó a la voluntad de su jefe, el entonces presidente electo de México. En cuanto las supieron se pusieron a temblar, porque sabían de su avidez de poder y dinero. Para ellos no eran buenas noticias, los dejarían vivir, pero en la cárcel y cada día más al margen de un negocio que concibieron juntos. La noche de ese lunes postelectoral, Rogelio Salanueva no tiene ganas de regresar a su casa, pero ya está a dos cuadras de llegar, a dos cuadras de darse cuenta de que los secretos entre marido y mujer no existen, sobre todo cuando atañen a la seguridad familiar, a la del Estado, a la personal, trastocada ya por la manera en que el cardenismo fue despojado de su triunfo. Va en el asiento de atrás, mantiene los ojos cerrados, evoca cómo se armó de valor y contó a su mujer lo de Sara Rodríguez, e incluso la llevó a su casa, y ahora ellas dos mantienen una relación respetuosa, aunque distante. 293

Encima de la bronca que le lleva, porque se siente incapaz de guardarla para él solo, ha decidido que más pronto que tarde le comentará que regresa al periodismo en cuanto concluya el sexenio. Contarle también que no es una decisión precipitada, argumentar que ella lo conoce bien y sabe que lo ha decidido hace muchos meses, pero que el resultado electoral y la manera en que el gobierno inclinó la balanza en su beneficio lo obliga a deslindarse de inmediato con el futuro. Da indicaciones a Alejandro, su chofer, de que detenga el coche en la esquina de su casa y allí lo espere. Desciende del vehículo. El calor es sofocante. Se despoja del saco y la corbata, se abre el cuello de la camisa, se la arremanga, saca un Marlboro, lo enciende y se acerca a la puerta del templo, desde la cual se aprecia el atrio, se sienten los árboles y se ve la puerta de madera que conduce al recinto donde se celebra el rito y está presidido por la imagen de la Inmaculada Concepción de María. No puede verla. La presiente, la invoca, le pide capacidad suficiente para comunicarse con Jesusa. Se sacude el miedo, el temor. Da una última calada al cigarrillo, como si con ella quisiera que le llegara al cuerpo, a la razón, al corazón, la Gracia recién solicitada. Dice a Alejandro que ya puede irse a su casa, que él caminará los metros que le faltan para llegar a la suya. Así lo hace. Es bien recibido por su esposa, con un largo, tierno, dulce, suave beso en la boca, como de costumbre. Debido a la hora, lo segundo que hace es acudir a la recámara de sus hijos para verlos, darles un beso, arroparlos. Después va al baño, donde hace sus abluciones para prepararse a la cena, no sin antes pasar por el consabido aperitivo. Es noche de sofoco, de sudar a mares, de calor que consume, por lo que piensa en usar la licuadora para preparar unos frozen daiquiris, con ese ron Eclipse de Bermudas, al que tanto se ha aficionado. 294

Una vez servidos los aperitivos y atendida su mujer, se sienta en la mesa de la cocina, donde gusta departir con ella mientras Jesusa prepara la cena. La observa, ve cómo se mueve entre la estufa y la mesa, cómo lleva los platos cerca de las ollas, para servirlos, adornarlos, presentarlos como si de verdad se tratase de un banquete, y ellos fuesen comensales regios. Admirado Rogelio Salanueva ve cómo su esposa se mueve en la cocina sin dejar de fumar, y al mismo tiempo sin permitir que la ceniza caiga fuera del cenicero, a pesar de su constante hablar con la boca y con las manos, a pesar de su constante acecho a lo que a él le ocurre, porque Jesusa Robles nunca deja que se le pase por alto ninguna de las preocupaciones de su marido, al que aprendió a conocer hasta en la menor de sus actitudes. Al percibir el gesto con el cual Jesusa pone delante de él un plato con ratatouille, sabe que es llegado el momento de soltar prenda, de compartir lo que de su futuro familiar le atosiga desde hace ya varios meses, pero que no acabó de confirmar hasta esa mañana, en la que también se enteró de que el PRI se robó la elección, escudado en un operativo cibernético a cargo de la Secretaría de Gobernación. Es de política de lo que quiere, necesita hablar, por eso la conversación con su mujer no se anticipa nada placentera, sobre todo por los asuntos que ha decidido compartir con ella. Dolorosos, sí, aunque de ninguna manera vergonzantes, pues en la condición humana nada hoy que avergüence y humille cuando el error es propio —se justifica mentalmente al tiempo que habla—, o las características de vida impuestas son ajenas a los resultados de acciones en conjunto ejecutadas y olvidadas por seres humanos. —Dolorosas porque así somos —le dice a Jesusa—; te entiendo, no quieres preámbulos, ya te urge saber lo que se dice acerca del pronto cambio que 295 sufrirá el país debido al resultado electoral, y descubrirás que nada hay fuera de lugar, nada ajeno a la realidad que predispone al pesimismo, porque el robo cibernético de esta elección ocurrida apenas ayer, es el preámbulo a la desaparición del mundo político e informativo en el que me he desenvuelto toda mi vida. La ratatouille desaparece de los platos, que son sustituidos por otros con lomos de pescado a la parrilla. Rogelio no necesita preguntar si su mujer desea vino. Se pone de pie, va al refrigerador donde encuentra una botella de Chablis 1986. La descorcha, escancia, como buen sumiller, unos mililitros en una copa, y con los ojos pide a Jesusa que le dé el visto bueno. Una vez lograda su aprobación, llena las copas, regresa la botella al refrigerador, para que no gane temperatura; luego va a su lugar, desde el cual escucha cómo su esposa le dice que de esos antecedentes que determinan el comportamiento de los seres humanos han conversado ya. —Tienes razón, mi vida. Hay elementos suficientes para considerar que los patrones de conducta del presidente de la República se modificaron, como consecuencia de las continuadas crisis económicas propiciadas por sus antecesores. Deja que su mujer paladee el vino. Con todo comedimiento le sirve otra copa antes de reiniciar la conversación, en la que con cautela, con el cuidado suficiente de no exhibir demasiado su pasmo, le expone que cuando el presidente se enfrentó a la disminución de posibilidades como gobernante, recurrió a establecer compromisos ajenos a la prudencia política, a efecto de obtener recursos a través de la implementación de la narcopolítica. Recuerda entonces Jesusa las veces que viera a su marido desencajado, entristecido porque de momento no le alcanzaba su caletre para la 296 comprensión de las razones de los políticos para empeñarse en enmendar el futuro inmediato, incluidos algunos de sus caprichos, pues con toda seguridad parte de esos recursos tan necesarios para la patria y la autoestima del propio presidente, en un momento dado sólo procedieron del narcotráfico. Intuye el tamaño del drama: por los programas sociales, por las políticas públicas, por el uso de los recursos fiscales y la manera en que éstos se mezclaron con el dinero negro, todos los mexicanos vivieron y comieron gracias a la narcopolítica. Rogelio se pone de pie. Ayuda a su mujer a levantar la mesa. Lleva a la tarja los platos sucios, los cubiertos, las copas, todo cuanto usaron para la cena, que su mujer sólo enjuaga antes de meter a la lavadora de trastes. Enseguida va al bargueño convertido en cantina, y busca para Jesusa el amareto, para él un marc de Champaña, los dos servidos en copas amplias, grandes, que llenan las palmas de las manos y permiten jugar con el licor, calentarlo hasta el punto idóneo para beberlo. Regresa a la mesa de la cocina, pone de lado la copa de su mujer. Él se sienta, busca un Marlboro, lo enciende y deja desgranarse a las palabras que enteran a su mujer de que los caminos en la administración pública se cierran, por lo que se hace evidente su necesario regreso al periodismo, para lo cual va a empezar a trabajar. No hay azoro, ni siquiera sorpresa en los ojos de Jesusa. Ella se precia de conocer bien las debilidades humanas, por consiguiente ni chista cuando su marido le informa que necesita, está urgido de regresar al periodismo, para ser de nuevo él mismo. La temperatura ha descendido. Es Rogelio quien se pone de pie y va a cerrar las ventanas que se encuentran abiertas y propician las corrientes de 297 aire. Es él mismo quien propone a su mujer que se trasladen a la sala; le ofrece otro amareto, lo que Jesusa acepta al tiempo que enciende su Benson & Hedges y descalza camina a su sillón favorito, de frente al ventanal que ve a las áreas comunes del condominio horizontal, en ese momento en silencio, por lo tardío de la hora en que conversan. Con los ojos y el silencio, Jesusa conmina a su marido a que no se detenga. Éste le cuenta entonces las suposiciones —construidas sobre retazos de información pescados por todos lados y leídos en notas casi perdidas de los periódicos— que dejaron de ser secretos a voces, acerca de cómo y por qué se toleró la narcopolítica. Terminada la confidencia, que Jesusa pensó más sórdida, porque así son los secretos de los gobiernos, le dice que nada, que la deje vivir sus ilusiones, porque él también tiene derecho a vivir las suyas, y de alguna manera ha de encontrar el camino para desprenderse de la burocracia y regresar al periodismo. Ninguno de los dos sabe lo difícil que será dar ese paso, porque en el medio de prensa una vez que se retiran sus miembros para incursionar en el gobierno, regresar es encontrar a los supuestos amigos de espalda, a los directivos de los periódicos y revistas refractarios, porque el aspirante a la reinserción no forma parte de ningún grupo, y es visto con desconfianza, como quintacolumnista del gobierno, sin importar quién lo presida. Piensan, al retirarse a dormir, que la renovación política sexenal podía ofrecerle oportunidades a Rogelio Salanueva, pues el candidato había ofrecido más y moderna política para el gobierno 1988-1994.