Crimen De Estado
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CRIMEN DE ESTADO Gregorio Ortega Molina 2 Santísimo Justo Juez, hijo de Santa María, que mi cuerpo no se asombre ni mi sangre sea vertida, donde quiera que vaya y venga, las manos del Señor delante las tenga, las de mi señor San Andrés, antes y después, las de mi señor San Blas, delante y detrás, las de la Señora Virgen María, que vayan y vengan, mis enemigos salgan con ojos y no me vean, con armas y no me ofendan, con justicia y no me prendan, con el paño que Nuestro Señor Jesucristo fue envuelto sea mi cuerpo, que no sea herido ni preso, ni a la vergüenza de la cárcel puesto. Si en este día hubiese alguna sentencia en contra mía, que se revoque por la bendición del Padre, del Hijo y el Espíritu Santo. AMEN. La compañía de Dios sea conmigo y el Manto de Santa María, su madre, me cobije y de malos peligros me defienda. Ave María gracia plena, Dominus Tecum, me libre de todo espíritu maligno bautizado y por bautizar. Cristo vence, Cristo reina, Cristo de todos los malos peligros me defienda… El Señor y Justo individual hijo de Santa María Virgen, Aquel que nació en aquel solemne día, que no pueda ser muerto ni me quieran mal. Los Tres Clavos y la Cruz vayan delante de mí, Jesucristo murió en ella. Respondan y hablen por mí y ablanden los corazones de los que sufren en contra mía. AMEN. 3 Pienso en mi padre, gozo de su honorabilidad. Veo la imagen de mi madre, disfruté de su entereza. La vorágine de los acontecimientos dará la razón a los retrógrados; la globalización es absoluta o no lo es. La narcopolítica, los asesinos seriales, el hambre, las epidemias, la violencia y la humillación son parte del precio a pagar, por el esfuerzo de insertarse a la Revolución Cibernética. Para Odette, como es costumbre; para Federico y Ximena, y además ahora también para Sandra. 4 Capítulo I Septiembre de 1982 Son las 20:30 horas. La calle de Medellín, entre Sinaloa y Durango, permanece en la penumbra porque las luminarias continúan apagadas. La luna llena enseñorea sobre el Distrito Federal. Dos vehículos Corsar —uno verde y otro gris grafito, según las especificaciones del fabricante— permanecen estacionados algunos metros adelante de la casa marcada con el número 40. Los chóferes, entrenados para ser discretos, se mantienen alejados de las unidades a su cargo. Dentro del Corsar verde dos impacientes jóvenes —ansiosos de que pronto llegue el día en que su jefe se tercie la banda presidencial al pecho— afinan los detalles de la reunión que pronto han de sostener con quienes pueden dar viabilidad al futuro gobierno, sobre todo después —como lo reconocen y comentan entre ellos y con sus empleadores— de las corridas en contra del peso, de la petrolización de la economía, de la estatización de la banca y de las condiciones impuestas a México por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, contenidas en la carta de intención firmada por Jesús Silva Herzog, con anuencia de José López Portillo. De no lograr acuerdos, se confiesan uno al otro, el futuro para ellos es sombrío. 5 Comentan que no conocen a sus interlocutores; se preguntan cómo se comportarán al momento de las negociaciones, cómo llegarán vestidos, qué será lo que les gusta y cuáles pueden ser sus debilidades, el punto neurálgico que les permita imponer determinadas condiciones. No fuman, se mantienen rígidos. Tampoco sudan, el temor al fracaso impide que su cuerpo externe las manifestaciones físicas naturales cuando la inseguridad domina. Evocan la manera como se establecieron los contactos y la reunión durante la cual decidieron eliminar a los conductos utilizados para lograrlo. Saben, se confían el uno al otro, que iniciaron el camino por la pendiente del no retorno, siempre con el objetivo de anteponer las consabidas razones de Estado y el bienestar de la República, a las suyas. Suspenden la conversación cuando dos potentes faros de camionetas Bronco inundan de luz el vehículo dentro del cual esperan. Para proceder conforme a lo convenido, son ellos quienes descienden del Corsar, se dirigen al número 40 para ser los primeros en entrar y quedar como garantía de que no hay dobleces que precipiten el final de lo que apenas comienza. Mientras esperan que les abran la puerta, los futuros hombres de poder coinciden en que pocas son las casas que no han sido remodeladas hasta perder el estilo; sólo a la que llaman fue objeto de la preocupación de sus propietarios y de los técnicos del Instituto Nacional de Antropología e Historia, para recuperar el esplendor impreso por sus constructores, seguramente porfiristas beneficiados de la dictadura. Hoy viven allí dos homosexuales de renombre entre la clase política y entre los dueños del poder económico, debido a su arte culinario. Ellos son Rafael Camacho y Manuel Cardona. La casa es conocida como el Chateau Camach. 6 El primero es alto. Está calvo, renguea de la pierna derecha, pues ha de apoyarse en una prótesis que la suple desde la mitad del muslo, donde fue amputada. Es un ser educado, de finos modales, dueño de una excelente intuición para detectar los gustos y debilidades de los hombres de poder que se acercan a él o a su actual compañero sentimental; conocedor también de los secretos de muchas mujeres que se los confían al entregárselos como a una amiga. Él, Camacho, o Camachito como es conocido en los círculos que admiran sus buenas maneras y respetan su sazón, su conocimiento de la comida francesa y mexicana, es vital, lleno de recursos con los cuales agrada a los comensales que disputan alguno de los dos salones de su casa para ir a comer o cenar con lujo, sin escatimar precios ni atenciones. La tez de su rostro es morena, las manos fuertes, acostumbradas a apoyarse, indistintamente, en un bastón discreto, pero elegante, de masiva empuñadura de plata. Manuel Cardona es quien administra el patrimonio afectivo y económico de su pareja sentimental. Se comporta cuidadoso del dinero que ha de entrar en caja, y además conduce un viejo Citroën idéntico a los usados por Charles de Gaulle; en éste lleva a Rafael al mercado de San Juan todos los días, muy temprano, a efecto de elegir con mano propia los alimentos que le garanticen mantener vivo el gusto por la gastronomía, además del prestigio entre su selecta clientela. Cardona es bajo de estatura, delgado, lo que favorece la comparación que en secreto conocido a voces establecen los comensales del Chateau Camach, quienes los ven idénticos a Rex Harrison y Richard Burton en su interpretación de La Escalera. El sello distintivo de Manuel es la avidez, reflejada en los ojos que afanosamente andan atrás del beneficio a cualquier 7 precio, y las manos deformadas por la artritis reumatoide, semejantes a las de un ave de presa. Es Rafael Camacho quien los conduce a un salón en el que los muebles Imperio, los bronces, las porcelanas, las lámparas art nouveau y los adornos art déco se convierten en peso muerto más que en descanso para la vista. Los muros de esa sala semejante a un bazar sirven de sostén al recuerdo de los habitantes de la casa, pues las fotografías del viejo amor de Camacho, los programas y carteles de las obras de teatro o películas en las que participó, desmienten un supuesto gusto por el arte, afirman el temor al olvido. Cuando un discreto mesero zapoteco, que no habla español, pone en las manos de Emilio Romero y Justo Patrón enormes vasos de whisky, llama un timbre que ellos no identifican como similar al que hicieron sonar unos minutos antes. Ven entonces que Rafael Camacho se dirige a la puerta para recibir a sus otros comensales. Emilio y Justo se ven a los ojos. Ninguno de los dos muestra incertidumbre, ni una sombra de remordimiento por los compromisos que están a punto de asumir en nombre de la patria. Pronto, en lo que para Justo y Emilio se oculta la sombra del miedo, regresa Rafael Camacho, quien conduce a la sala contigua al comedor donde cenarán, a Rafael Caro Quintero, Miguel Ángel Félix Gallardo y Ernesto Fonseca Álvarez, llevados de la mano por el comandante Rafael Aguilar Guajardo. Las presentaciones trascienden la formalidad, rayan la solemnidad, quizá por la desconfianza con la que ambos grupos se miden. De pronto Emilio Romero eleva su estatura y esbeltez, hace resaltar la pulcritud de su atuendo, ennoblece el tono de voz, asegura, promete lo que a todas luces no está a 8 discusión, que consiste en entablar un diálogo sincero y en degustar una cena que facilite la conversación. Rafael Caro Quintero es el primero en tender la mano, ofrecerla como señal de confianza. Mientras este sonorense de franco proceder acorta la distancia con los hombres que anhelan el poder y tienen a su cargo preservarlo para el presidente electo, Miguel Ángel Félix Gallardo permanece rezagado, observa desde sus ojos de plantígrado al acecho, cala las reacciones de sus interlocutores, estudia la figura de Emilio Romero, de tez blanca, cabello lacio peinado hacia atrás, bigote cuidado con esmero, manos manicuradas con pulcritud, vestido con traje y camisa cortados a la medida para hacer resaltar la figura. El sinaloense descubre en un atisbo el orgullo contenido, pero reflejado en los ojos de Romero. Sabe, en ese instante, que su interlocutor no sólo desea el poder, necesita de él para vivir. Félix Gallardo detecta que Justo Patrón también observa, mide, analiza, estudia el comportamiento que ha de seguir en esta reunión, y constata que como fue informado, Rafael Caro Quintero es un hombre de estatura media, moreno, bigote dejado al desgaire, cabello ensortijado, incapaz de descalzarse las botas vaqueras de piel de avestruz, que sobresalen de las perneras de un pantalón bien cortado, de fina tela de casimir seguramente importado de algún país europeo.