PROPUESTA DEL PAISAJE MEGALÍTICO DE COMO PATRIMONIO MUNDIAL

Situación El hecho de que en algún lugar del planeta aparezca una manifestación cultural caracterizada por un excepcional refinamiento, como es caso del paisaje megalítico de Antequera, (Andalucía, España) nos conduce de forma inmediata a interesarnos por las circunstancias que concurrieron entonces en aquel lugar. Unas circunstancias que, en Antequera, resultan particularmente reveladoras. Se trata de un espacio situado en el confín meridional europeo, en la vecindad de las Columnas de Hércules, donde confluyen los mares atlántico y mediterráneo. Tan singular emplazamiento encuentra su explicación geológica en la colisión de las placas continentales africana y europea, de la que se ha derivado su accidentada orografía.

El paisaje desde Torcal Foto Javier Pérez Tales circunstancias, en el contexto de un clima mediterráneo, con su característica luminosidad, han provocado la creación de un paisaje de extraordinaria claridad perceptiva, donde la figura bien definida de un círculo de escarpadas montañas proveedoras de agua, destaca sobre el fondo irrigado de la llanura de la vega.

Vista de la Vega de Antequera Foto Javier Pérez

Se trata de una configuración paisajística en la que las favorables condiciones para los asentamientos humanos proporcionadas por la fertilidad de la tierra se refuerzan con su papel de nudo de comunicaciones de larga distancia. Allí, los movimientos Este Oeste, propiciados

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por la fosa creada al resguardo del macizo bético como huella de la antigua conexión entre los dos mares, que, tras su elevación en tiempos geológicos, fue sustituida por la actual conexión en el Estrecho de Gibraltar, se cruzan con los Norte Sur, que desde las ensenadas costeras de Málaga y Vélez Málaga se dirigen al interior de la Península Ibérica y el continente; unos recorridos facilitados por las aperturas que allí se producía en la continuidad del espinazo montañoso.

Mapa de Andalucía

Dolmen de Menga

La cultura del megalitismo En ese medio favorable se produjo en el periodo neolítico-calcolítico el nacimiento de una cultura con manifestaciones de excepcional monumentalidad. El ejemplo más representativo es el conocido como cueva de Menga, uno de los dólmenes de mayores dimensiones del continente europeo, al punto de que la construcción adintelada hubo de reforzase con pilares interiores, una solución arquitectónica única entre los megalitos conocidos.

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Menga, interior del . Foto Javier Pérez La singularidad de este monumento condujo a que en la elaboración del propio concepto de megalitismo por la arqueología del siglo XIX Menga apareciera como un elemento modélico dentro del reducido grupo compuesto por los bien conocidos monumentos británicos de y Averbury y los bretones del entorno de Carnac. Ahora bien, junto con el énfasis en la erección de grandes piedras, en la materialidad de la piedra, que constituye el factor común que define el concepto de megalitismo, aparecen aquí otros aspectos igualmente relevantes, como son: el manejo del espacio vacío interior, el uso del color y las relaciones dinámicas establecidas por el fluir del agua y la red de caminos. Pero, fundamentalmente, lo que caracteriza a la cultura del megalitismo antequerano es la íntima relación con la naturaleza que se verifica en cada uno de esos aspectos.

El espacio vacío, Aguilillas Fotos Javier Pérez,

El color, grafía geométrica en Alora

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Laguna de Herrera. Foto Javier Pérez Si en la definición canónica de megalitismo, la condición monumental se alcanza mediante el levantamiento de grandes piedras, labradas o no, en Antequera asistimos a una expansión de ese concepto: la adjudicación del carácter monumental a las propias rocas naturales que aparecen destacadas en el paisaje, lo que supone un salto cualitativo en el propio concepto de monumento.

Peña de los Enamorados. Foto Javier Pérez

El signo, el marcado

El primer instrumento utilizado a tal fin es el de la señalización. El procedimiento más común y simple es el signado gráfico de la roca mediante la pintura o el grabado. Se trata de una grafía esquemática, casi desprovista de contenido figurativo, o sumamente abstraído, hasta llegar

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hasta la pura impresión digital, cuyo valor se desprende de esa función de marcaje, como sucede en los casos del abrigo de Matacabras, en la Peñas de los Enamorados, de Las Grajas y tantos otros. A tal fin se acude a las formas más elementales de señalización como es la digitación en forma de improntas puntuales o la traza dinámica de líneas. Junto a estas marcas elementales se acompaña ocasionalmente la abstracción elemental de la figura humana, coma muestra de la humanización del lugar.

Grafía de Matacabras Grabado Fotos Javier Pérez

Es un fenómeno que resulta entendible a luz de las modernas teorías de la percepción, según las cuales, una vez que un objeto ha sido identificado y señalado mediante una marca, el posterior proceso de captación sensible ya no se verifica a través de la percepción de la marca sino a la del objeto en sí. Pero, para que el proceso de señalización tenga una difusión pública que supere a la del “artista” individual que traza el signo, habría que partir de la hipótesis de atribuir a la acción señalizadora un carácter ritual en la que participase el grupo interesado en la marcación territorial. Una hipótesis verosímil a la luz de los distintos elementos de tipo ceremonial que se han reconocido en el entorno del abrigo con arte más relevante territorialmente como es el de La Peña. Ello también podría explicar la función de algunas grafías situados en ámbitos restringidos, como es el Tajo del Molino o, aún en mayor grado, la cavidad del interior de los sepulcros, lugares de ritualización por excelencia, a la que la aplicación de signos parece atribuir un carácter de microcosmos similar a la de las precedentes cavidades paleolíticas.

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Grabados de Menga

El sentido, La orientación

Equinoccio en Viera Foto Javier Pérez El segundo procedimiento, que requiere unos medios más complejos de índole arquitectónico, es el de constreñir la mirada para enfocarla al elemento natural escogido. El instrumento aplicado a tal fin es de la orientación precisa del espacio arquitectónico de los megalitos. Es un procedimiento por el cual, mediante la construcción de corredores, más o menos largos, se dota de sentido, de una dirección normativa, terrestre o celeste, a la visión del territorio.

Se trata de un expediente ampliamente documentado respecto a la orientación solar, pero menos conocido por lo que respecta a las referencias terrestres. Un aspecto para el que, en Antequera, se ofrece el testimonio excepcional del dolmen de Menga, orientado a la Peña de Los Enamorados. Se trata de un cambio de gran trascendencia, por cuando el elemento terrestre señalado adquiere la condición de sacralidad habitualmente reservada a la esfera celeste.

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La Peña desde Menga Foto Javier Pérez Los rasgos naturales, una vez señalados por uno u otro procedimiento, se convierten, junto con los propios megalitos, en verdaderas señales de tráfico dispuestas a lo largo de los caminos. La Peña y, en menor escala los propios dólmenes, se configuran así como un faro terrestre, visible desde la lejanía, que ha orientado a lo largo de la historia a los viajeros que se acercaban al lugar, un importante nudo de vías naturales donde se cruzan los itinerarios de largo recorrido Norte-Sur y Este-Oeste.

Mapa de caminos

La mímesis El tercer instrumento utilizado, con un carácter aún más complejo, es el de la mímesis, el procedimiento esencial a toda manifestación artística en la concepción clásica aristotélica. Los monumentos megalíticos, a pesar de, o más bien debido a, su gran escala, junto con las consabidas referencias a las precarias arquitecturas domésticas, se presentan usualmente como modelos de rasgos naturales del paisaje.

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La función mimética aparece en una relación circular, el modelo a escala humana de las arquitecturas megalíticas conduce a la interpretación del elemento natural que supuestamente reproduce como un modelo ampliado, es decir, es capturado a través de su interpretación como artefacto cultural. Tal relación entre modelo y rasgo natural puede seguirse en cada uno de los distintos aspectos que señalábamos en la cultura megalítica antequerana: la materia (el volumen), el espacio y el color.

Túmulo y montaña

El túmulo de Menga

En el primer aspecto, material y volumétrico, constituye un lugar común el reconocimiento del papel de los túmulos funerarios como una representación abstracta, en pequeña escala, del concepto genérico de montaña. Ello no obsta, para que ese concepto generalista encuentre manifestaciones concretas. Ta ocurre en Antequera con la notable semejanza, que ofrecen las formas redondeadas del cerro de La Camorra y de la sierra de El Humilladero, tal como son percibidos desde el abrigo de Matacabras, con la forma canónica de los propios túmulos antequeranos. Tan estricta adecuación del rasgo natural al modelo arquitectónico podría explicar la especial atención otorgada a estas montañas, como muestran las ricas grafías que allí se dispusieron. Dentro de la relación particularizada entre un determinado rasgo natural y su reproducción por la arquitectura, resulta de especial interés avanzar un paso más, cuando la mera relación mimética se complementa con la interacción física entre el modelo natural y su reproducción arquitectónica. El túmulo de Menga nos ofrece un magnífico ejemplo. En este caso, la elevación artificial del túmulo, al disponerse sobre la base de la colina natural, somete al rasgo natural a la mera condición de basamento de la construcción humana, de forma que construcción y soporte se perciben como un único monumento de dimensión ampliada.

La cueva y el dolmen

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Cueva de las Grajas. Foto Javier Pérez La relación mimética resulta aún más evidente en el caso de la oquedad, un concepto opuesto a la materialidad volumétrica. Para la concepción popular, el dolmen de Menga era una cueva natural y así se sigue denominando: Cueva de Menga.

Interior del dolmen de Viera. Foto J. Pérez

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Planta de Meng a A través de los ejemplos de las arquitecturas megalíticas antequeranas podemos asistir a un proceso de acercamiento en la forma de la modelización de la cueva. Desde los espacios rigurosamente geométricos que genera la lógica constructiva adintelada de Viera se pasa, dentro del mismo tipo de estructura, a la organicidad curva de los muros de Menga, para llegar a las formas bulbosas de las falsas cúpulas del .

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Necrópolis de cuevas artificiales de Alcaide Tholos de El Romeral Unas formas bulbosas que adquieren la máxima libertad de expresión en las necrópolis de cuevas artificiales de Alcaide y Aguilillas, cuyos espacios recrean los modelos configurados por las cámaras de dólmenes y tholos. A una menor escala volvemos a encontrar esas formas en las cavidades de almacenaje, como los silos excavados, conservados como únicos testimonios de los espacios de hábitat o, incluso, en escala micro, en la esfericidad de los útiles cerámicos allí depositados.

Silos de el Silillo Cerámica

A este respecto podemos señalar como también las muestras figurativas confirman la predilección de señalar las oquedades naturales de la roca en forma de abrigos y, dentro de éstos, vuelven a insistir en los pequeños huecos en forma de cazoleta que también se practican en los ortostatos de los dólmenes.

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Rojo y blanco

Tierras rojas Tierras blancas en Romeral Todavía podemos seguir el procedimiento mimético en el campo del color. La práctica de la agricultura, que comienza a prevalecer en aquella época, conduce al desnudamiento de los suelos, suelos que, en Antequera, presentan un fuerte contraste entre el blanco y el rojo. La pureza del blanco debió haber tenido un especial significado para esta cultura, como revelan los ejemplos de cristales cuarcíticos que aparecen frecuentemente en los ajuares de algunos megalitos andaluces; mientras que el rojo sangre del mineral de hierro, protagoniza en forma casi exclusiva el arte rupestre de las Tierras de Antequera y aparece insistentemente tiñendo los objetos de los ajuares funerarios, o incluso revistiendo el espacio interior de los sepulcros, como se puede observar en el caso especialmente bien conservado del dolmen de Montelirio en Sevilla.

Ortofoto de Menga Necrópolis ibérica de la Noria Así, los túmulos de El Romeral, característicamente conocido como Cerro Blanquillo, y de Menga manifiestan una clara preferencia por el blanco que en Menga se contrasta con la disposición de tierras rojizas en su anillo periférico, un procedimiento que, con un intervalo de casi tres milenios, se repetirá más tarde en la vecina necrópolis protohistórica ibérica de La Noria. El mismo tipo de contraste se verifica en la pintura rupestre. Los sitios escogidos: abrigos abiertos en la pared rocosa, destacan, por su tono rojizo, del gris blanquecino de la roca caliza cuando se expone al agua. Las propias pinturas presentan un uso casi exclusivo del pigmento rojizo aplicado sobre paramentos más blanquecinos de la roca. Un caso revelador de tal

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contraste entre los pigmentos rojos y el blanco de la piedra es el delicado colgante, encontrado en el asentamiento fortificado, próximo a Antequera de El Espolón de Gobantes.

Grafía del abrigo de Malnombre. Fotos Javier Pérez Colgante de Gobantes

El paisaje como monumento

La Peña desde el Torcal. Foto Javier Pérez La relación circular artefacto-naturaleza, que caracteriza al paisaje megalítico de Antequera, conduce a que el paisaje, en su conjunto, a partir de selección de algunos elementos destacados, adquiera la condición de monumento. De este modo, los elementos naturales, por su desmesura, priman necesariamente sobre los artefactos construidos, por lo que se convierten en los verdaderos protagonistas de la percepción del espacio. Es más, frente a esa exaltación de lo natural, los propios monumentos pétreos, los dólmenes, se ocultan bajo un túmulo de tierra, de forma que sustraen a la mirada. Se trata de una cultura en que el paisaje natural adquiere el valor de monumento mientras que los monumentos construidos se presentan bajo la apariencia de paisaje natural En caso de Antequera, entre esos rasgos naturales descuella un protagonista destacado: la Peña de los Enamorados. Se trata de una evidencia que parece haber pervivido a lo largo de los tiempos. Significativamente los yacimientos prehistóricos con arte rupestre, o hábitat, del entorno se encuentran concentrados en las laderas visibles desde la Peña. Fig 35 Plano entorno Como un indicio posterior, para el antiguo topónimo ibérico de Anticaria Antequera se ha propuesto la etimología andi, grande, y caria, peña. Más recientemente, en la concepción popular ha permanecido la asociación que determina el legendario nombre de Los

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Enamorados, para el que se rastrean orígenes altomedievales, y todavía, en las ingenuas representaciones del relieve en las primeras cartografías del siglo XVIII, la Peña se destaca con una dimensión desproporcionada e irreal. Si, para Claudio Magris, el paisaje es un rostro cuyo carácter se configura con la huella del tiempo, la silueta rostriforme de la peña nos ofrece una manifestación literal de esa idea.

Cartografía de Tomás López La Peña como rostro. Foto Javier Pérez

La elección de la Peña como foco orientador de la disposición del dolmen de Menga, ya repetidamente citada, presupone la existencia de un significado previo atribuido a esta roca, tal como atestiguan las grafías del abrigo de Matacabras y el espacio ceremonial de Piedras Blancas, configurado por una alineación de menhires rodeados de microlitos, situada a sus pies. Nos encontramos aquí con un ejemplo especialmente clarificador de la mencionada circularidad en las relaciones cultura-naturaleza. La prominencia del rasgo natural conduce a su signado y a transformarse en foco de orientación y, a su vez, el enfoque sobre el elemento contribuye a incrementar la percepción de su prominencia.

Matacabras y Piedras Blancas a sus pies La peña desde Menga. Foto Javier Pérez

Dado el papel preeminente de la Peña se entiende que allí se dé la conjunción de todas las formas referidas de humanización mediante la señalización y la mímesis. A su vez, en la señalización se superponen el procedimiento de marcado mediante la grafía y el del enfoque de orientación del dolmen de Menga, mientras que en la mímesis conjuga su apariencia de estela triangular en su fachada Norte y la de faz humana en las Este y Oeste.

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Mapa patrimonial Las unidades de paisaje Los entornos de La Peña Lo peculiar de aquella destacada roca es la variedad de configuraciones que ofrece a la visión desde las distintas orientaciones. Si comenzados por la consideración de la fachada noroeste, donde se encuentra el abrigo pintado, se nos presenta como una pared triangular, con la forma de una gran estela, en la que el abrigo ocupa el lugar central.

La Peña desde Cartojal, La estela de Viera Paisaje desde el abrigo Foto Javier Pérez Según Julián Martínez, la pintura geométrica no se comprende tanto en función de su soporte, sino que para entender su significado se debe efectuar un giro y dirigir la mirada al paisaje que se dispone a su espalda. Una afirmación que reproduce el giro propuesto en el mito platónico de la caverna: en él se propone cómo, para acceder a la realidad, es necesario dejar de contemplar las figuras reproducidas en el fondo oscuro de la gruta para darse la vuelta y abrir la mirada al mundo luminoso del exterior. Efectuado ese giro en el caso concreto del abrigo de Matacabras, en el espacio inmediato nos encontramos el recinto lítico de Piedras Blancas aún en proceso de investigación; más allá, en un segundo término, se descubren las suaves colinas blanquecinas de Perezón, Colchado y Silillo, flanqueados por la laguna de Herrera; un espejo donde se refleja la fachada de la Peña. Estas colinas contienen las huellas más importantes de

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un extenso poblado contemporáneo con los dólmenes de Antequera, por lo que, a expensas de su ulterior estudio, puede plantearse la hipótesis de que corresponda al hábitat de sus constructores.

Mapa zona NO de La Peña

La Peña desde el yacimiento de Perezón Javier Pérez Yacimiento de El Silillo

La peña desde la laguna de Herrera J. Pérez F

Ya en el fondo, destaca sobre la llanura la silueta redondeada de los montes de La Camorra y Humilladero, a modo de grandes túmulos, como se ha mencionado anteriormente. La colina de La Camorra, ofrece en la cara visible desde La Peña el importante abrigo de Los Porqueros, cuyas grafías geométricas con la representación de antropomorfo portando un hacha fueron

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estudiadas en su día por el abate Breueil Finalmente, el ámbito de las tierras de Antequera se cierra en esta dirección con la importante necrópolis de cuevas artificiales de Alcaide, provista de un rico ajuar

Cerro de La Camorra desde la Peña. Foto Javier Pérez Grafías de Los Porqueros según Breueil

Junto a la relación visual de La Peña con el paisaje se produce otra de carácter auditivo. La propia pared rocosa actúa como una gran oreja que concentra los sonidos del entorno lejano, tal como se puede experimentar al aproximarse al abrigo de Matacabras.

Zona al NE de la Peña

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La Peña desde la Hoya. Foto Javier Pérez

Si desplazamos la visión a la cara sureste de la Peña, vuelve a aparecer la silueta de faz humana, si bien en disposición simétrica a la percibida desde Menga. La visión del paisaje desde esta cara nos enfrenta hacia otra configuración rocosa, La Hoya de Archidona, cuya singularidad formal emula a la de la propia Peña.

Vista de la Hoya de Archidona J. Pérez

Dos inmensas rocas, los cerros de Las Grajas y de Gracia, conforman las jambas de la apertura a un espectacular recinto de montañas. El Cerro de las Grajas alberga una gran cueva con importantes restos musterienses y grafías neolíticas, mientras el de Gracia se corona por un alcázar islámico del siglo X que contiene una mezquita reconvertida en iglesia. En cuanto al recinto de montañas, su condición defensiva natural se encuentra reforzada por una construcción de muralla de varios kilómetros de longitud a la que se ha asignado una cronología protohistórica, posiblemente erigida sobre fundamentos prehistóricos.

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Cerro de Las Grajas. Foto Javier Pérez Cerro de Gracia y Alcázar. Foto Javier Pérez

Muralla de La Hoya. Foto Javier Pérez Sílex y muralla. Foto Javier Pérez

Mapa zona SE

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Vertiente SE de La Peña. Foto Javier Pérez Paso de La Angostura. Foto Javier Pérez

Siguiendo el giro de La Peña en el sentido de las agujas del reloj llegamos a su fachada Sureste. En este caso, la proximidad del accidentado pie de monte de la sierra Subbética hace que sea la única orientación carente de importante proyección visual. Sin embargo, la propia constricción de la topografía se traduce en la creación de un estrecho paso obligado que recibe el significativo nombre de La Angostura. Un emplazamiento de la Edad del Bronce muestra la importancia estratégica atribuida al control de este paso, mientras que dos extensas necrópolis romanas, dispuestas a ambos lados del camino, atestiguan la pervivencia de la significación del lugar, ya que se disponen con una cierta lejanía del núcleo urbano de Antequera.

Completado el giro nos encontramos en ladera Suroeste con la silueta de la faz humana que se contempla desde la alineación de los tres megalitos antequeranos: Viera, Menga y El Romeral. Fig 62 alineación dólmenes Una alineación que, como se ha ya repetido, determina la propia organización de la estructura de Menga, el más monumental de los tres. Fig 63 planta túmulo de Menga Se trata de una necrópolis tan significativa que su función funeraria ha pervivido en el tiempo durante milenios, de forma que Menga no es solo un megalito neolítico, es también una necrópolis ibérica y romana, 64 Foto muro ibérico un posible santuario medieval como atestiguan las tumbas islámicas dispuestas en los márgenes de su corredor de acceso Foto 65 esqueleto y aún hoy se encuentra colindante el bello cementerio de la ciudad, edificado a principios del siglo XX.

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Mapa zona SO

Vista Peña desde Menga. Foto Javier Pérez Planta del túmulo de Menga

Enterramiento islámico y muro ibérico Cementerio actual al fondo los Dólmenes

Pero el extenso ámbito que se divisa desde la característica cara sur de La Peña no se limita a los megalitos, en él se contempla el conjunto de la Vega con su paisaje de antiguos regadíos 67 Foto Vega y la propia ciudad histórica de Antequera. Foto 68 núcleo urbano y Peña desde el Hacho

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Vista de la vega desde La Peña. Foto Javier Pérez

Antequera y La Peña al fondo Foto Javier Pérez

El Torcal Una vez completado el recorrido del territorio dominado visualmente por La Peña, es preciso señalar que la relación directa entre los megalitos y el paisaje no se limita a tan significado elemento; por el contrario, en el caso del singular tholos de El Romeral, su disposición, y la apertura de su corredor de entrada, nos orienta hacia otro relieve montañoso de aún mayor escala y singularidad, la cumbre de la Sierra de El Torcal, donde se encuentra el importante yacimiento neolítico de la Cueva del Toro. Se trata de una espectacular formación kárstica, famosa por sus caprichosas configuraciones. La importancia de esta sierra se refuerza por su función como reserva hídrica del Río de la Villa cuyo curso define el contorno peninsular de la colina en la que se asientan los dólmenes.

El Torcal desde El Romeral. Foto Javier Pérez Vista de El Torcal Foto Javier Pérez

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El Río contornea Los Dólmenes La erosión moldea El Torcal. Foto Javier Pérez

El agua y las lagunas

Laguna de Fuente de Piedra Foto Javier Pérez La íntima relación entre la disposición fluvial y el lugar donde se asientan los megalitos nos hace retomar la consideración de la importancia del agua en el paisaje megalítico de Antequera. Así, el dolmen de Menga ofrece el hecho excepcional de estar dotado de un profundo pozo de suministro de agua en el lugar central de su espacio interior, del que, por el momento, desconocemos su destino y cronología.

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Vista del Pozo Sección del dolmen y pozo Pero lo que hace más destacada la posición de los dólmenes de Antequera es su situación sobre una colina que se asoma en el contorno meridional de la planicie de la vega. Esta fértil llanura, que dispone de regadíos históricos, se formó como fondo de un antiguo mar interior del que permanece la huella de un conjunto de lagunas; hábitat excepcional de una de las principales reservas de flamencos de Europa. Las lagunas, desde un aspecto paisajístico, presentan el valor de actuar como una superficie especular donde se reflejan los principales relieves, lo que resulta especialmente atractivo en el caso de La Peña de los Enamorados.

Reflejo Peña en Laguna de Herrera Foto Javier Pérez

La necrópolis de Aguilillas y el desfiladero de los Gaitanes

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Entrada y salida del Desfiladero de Los Gaitanes

Siguiendo el curso del agua, los distintos ríos que surcan la vega confluyen en un punto, a partir del cual, en tiempos geológicos, el lago interior se abrió paso hacia el exterior al horadar la muralla de abruptas montañas que lo confinaba por el costado meridional. Se configuró así el espectacular desfiladero de Los Gaitanes, con el que se cierra el ciclo del agua en su transcurso por la Vega, a partir de su nacimiento en El Torcal. Resulta comprensible que un lugar tan singular se haya convertido desde tiempos prehistóricos en un centro privilegiado de asentamientos humanos. Quizá su expresión más destacada se encuentre en la necrópolis de cuevas artificiales de Aguilillas, F abierta en la cumbre de la colina que domina los cuatro valles que concurren en ese punto, unos valles en los que se disponen un conjunto de destacados hábitats fortificados, entre los que destacan El Castillón de Gobantes y el Espolón de Guadalhorce. La inundación que supuso la creación de un embalse a principios del siglo XX ha incrementado el atractivo paisajístico de estas localizaciones.

Colina de Aguilillas y espolón de Gobantes Necrópolis situada en la cumbre de Aguilillas. J. Pérez Es de reseñar que en las proximidades del otro lado del desfiladero se encuentra la Cueva de Ardales; uno de los más ricos repertorios de pintura rupestre paleolítica del Sur de Europa y cuya espectacular cavidad ha servido de hábitat y necrópolis en el periodo neolítico, periodo al que se atribuye una bella representación de arquero.

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Cueva de Ardales Foto Javier Pérez Representación neolítica de arquero

Conclusión La aproximación que aquí ofrecemos en la propuesta de un paisaje cultural, excede de algún modo las categorías especificadas por La UNESCO: paisaje concebido y creado intencionalmente por el hombre; paisaje evolucionado orgánicamente; paisaje asociativo por evocación religiosa y cultural, aun cuando participa de algún modo de todas ellas. En este caso, el valor no reside tanto en la transformación, ni en la capacidad evocativa del lugar, cuanto en la presencia de una cultura, un cierto tipo de hermenéutica, que nos ayuda a interpretar el entorno natural sin necesidad de transformarlo. Se trata de una sutil forma de humanización del paisaje, que al mantener fundamentalmente intacto el patrimonio natural, con la excepción de unas pocas, aunque significativas, intervenciones puntuales, nos acerca también a la categoría de bien mixto.

Paisaje de montañas desde El Torcal Foto Javier Pérez En conjunto, el caso de Antequera supone una sugerente contribución al tratamiento del siempre polémico y cuestionable tema de las relaciones de cultura y naturaleza, trasunto del espinoso problema de la supuesta excepcionalidad humana. Esperamos que esta contribución, aunque pueda resultar discutible en cuanto a la validez de interpretación del patrimonio que

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nos ocupa, al menos, ayude a definir el papel de ese patrimonio heredado en la conformación del paisaje del futuro. No se trata de una mera declaración retórica; la larga duración de los dólmenes, con la consiguiente acumulación de significado, acaba por dotarlos en Antequera de un valor que se contrapone a la banalidad de los edificios que surgen en su entorno. A través de su perduración milenaria, los dólmenes adquieren así el valor de un modelo ético que pone en evidencia a la miope visión de corto plazo que caracterizan con demasiada frecuencia los procesos circundantes de consumo del territorio.

José Ramón Menéndez de Luarca, Málaga 21 de Septiembre de 2011

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