La Corona De Fuego O Los Subterráneos De Las Torres De Altamira
Total Page:16
File Type:pdf, Size:1020Kb
José Pastor de la Roca La corona de fuego o los subterráneos de las torres de Altamira 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales José Pastor de la Roca La corona de fuego o los subterráneos de las torres de Altamira A mi querido amigo y compatriota D. J. R. y G. Un acto espontáneo, desnudo de lisonja, me impulsa a dedicarte en esta obra un recuerdo honroso que aliente tu perseverancia, combatida por tantas decepciones. ¿Qué importa que una pasión bastarda trate de proscribir al mérito, deprimiéndole bajo mentidas formas? ¿Acaso no ha sido éste siempre el destino de los grandes hombres? Que esa funesta rémora no retraiga tu laudable propósito en esa senda difícil a que te has lanzado. Artista de inspiración, no desistas de tu noble empeño; luce allá lejos un astro providencial que marca el rumbo a tu creador instinto, al brotar en medio de esos tenebrosos abismos: allí tu renombre artístico, ornamento y lustre de nuestra ingrata patria, brillará un día también en los anuales de la fama, coronado de los esplendores del genio. Madrid, marzo de 1863. José Pastor de la Roca. Prólogo - I - «¡Santiago y cierra España!» Este grito de guerra tan proverbial entre los cristianos, cuando se las habían en buena lid con los hijos de Mahoma, dueños a la sazón de gran parte de la caballeresca España, resonaba como un trueno articulado por millares de entusiastas héroes, victoriosos en Guadalajara, Uceda y Almería. «¡Santiago y a ellos!» Y a este grito unísono, formidable, eléctrico, aliento de una nación guerrera, contestaba un destemplado alarido de coraje, y la chusma agarena, explotada por la rabia, precipitábase frenética en la refriega, malgastando a veces sus bríos en medio de un arrojo imprudente y ciego. Entonces solían empeñarse lances sangrientos, choques desesperados, rudos, salvajes, en que un millón de vociferaciones apagaba el fatídico ¡ay! de los moribundos, el estallido de las alabardas moriscas al resbalar sobre las partesanas y adargas de los cristianos, y que formaban, al reflejo del sol y de la luna, un cuadro animado y feroz, cuadro terrible, trazado por relámpagos fosfóricos y fugaces. Corrían los años 1053 de la Era de gracia. Hacia esta época habíase publicado por varios emires confederados esa temible cruzada que llamaban los árabes guerra santa; y en las provincias meridionales de España sometidas a su bárbaro imperio, cundían los formidables aprestos marciales que debían sublevar el país y promover el choque decisivo y enérgico de la cruz con la medía luna. Pero con tan poca suerte por parte de esta, que además de las referidas plazas de Uceda, Guadalajara y Almería, acababa de caer en poder de D. Fernando I la villa de Madrid con sus alquerías y anexidades. Suponíase también que se trataba de conquistar la imperial Toledo, cosa no muy fácil entonces, por ser el baluarte antemural del islamismo en España, y cuyos formidables recursos de defensa desafiaran a cualquier poder, por colosal que fuese. En venganza, pues, de tamañas pérdidas que acababan de experimentar, los moros, empeñados siempre con indomable tesón en aquel juego de peligroso desquite, saciaban su coraje haciendo correrías por tierras de los cristianos, talando mieses y campiñas, quemando bosques e incendiando cortijos, después de sacrificar a su furor a todos cuantos tenían la desgracia de caer en sus manos. Hubo quien, dejándose llevar de un celo imprudente, aconsejase al rey la conquista del reino de Toledo, empezando por la capital; pero el monarca, más cauto y sin dejarse deslumbrar por el brillo de sus repetidas victorias, comprendió que la conquista no debía ser por la fuerza de las armas, sino por medio de arte, cosa imposible, pues siendo el dinero el principal recurso o auxiliar en tales casos, y hallándose exhausto el erario, debía aplazarse la empresa por entonces. - II - A reina, que era belicosa en extremo y que poseía en alto grado esa virtud o esa flaqueza que se llama ambición, destinó sus alhajas y joyas para aquella empresa; y astuta y reservada, designó secretamente el instrumento de que iba a valerse en lance tan difícil, con cuyo favorable éxito lisonjeábase allá en su interior, de poder sorprender y avergonzarala vez un día el ánimo de su esposo. Ese instrumento era un joven hidalgo, llamado Veremundo Moscoso, presunto conde de Altamira, guerrero intrépido que servía a la reina en clase de guarda-mayor, y de cuyo pundonor y fidelidad estaba altamente satisfecha, habiendo recibido repetidas muestras de ello. Doña Sancha, que tal se llamaba aquella princesa, le llamó reservadamente para comunicarle sus proyectos, y el altivo infanzón, no solo se comprometió a negociar por sí solo el asunto, Dios mediante, y aun a riesgo de su propia vida, sino que además juró por la bendita cruz de su espada ensayar su política en otra plaza fuerte, cuyo resultado debía ser la conquista de ella, sin efusión de sangre. La varonil mujer le despidió afectuosamente entregándole ciertas joyas de inestimable precio, y una gran cantidad de oro, para que lo emplease todo en el mejor éxito de la empresa. -¡Ah señora!, exclamó ruborizándose el noble hidalgo, siento en el alma que la pobreza de mi casa me coloque en el triste y vergonzoso compromiso de admitir esta dádiva que se resiste al carácter de un leal y pundonoroso caballero; en cambio, señora, tengo una espada y un nombre sin tacha: este es mi principal patrimonio, y lo pongo a las órdenes de V. A. -Con ello estoy suficientemente recompensada, replicó la reina con la más cordial efusión, tendiendo la mano, al joven caballero, para impedirle que se arrodillase. -Id con Dios, prosiguió con una autoridad dulce y majestuosa, y no volváis a mi presencia si no obtenéis las llaves de ambas plazas. Y con una sonrisa afectuosamente grave lo despidió. - III - Pocos días después el orgulloso hidalgo atravesaba con paso altivo el regio salón de audiencia, portador que era de un pliego importante, sellado con las armas reales y dirigido a la reina doña Sancha. Su contenido era el siguiente: «A vos, mi cara esposa, salud.- Sabredes ca la güena villa de Alcalá de Henares ha caído en poder de Nos, por la misericordia divina: que esto fue milagro non natural, e mu defícil de comprendello. »De mi real campo de Madrid, etc. » La reina no pudo concluir la lectura del pergamino: tan poseída se hallaba de alegría. En efecto, el ensayo de Veremundo había sido completamente feliz, y el orgulloso caballero tuvo la altivez o acaso la modestia de ocultar a su soberano que a él solo tal vez se debía el triunfo. - IV - Cierto día, a puestas de sol, entraba en la ciudad de Toledo por la antigua puerta de Visagra una pequeña y modesta cabalgata que caminaba a buen trote, con intento, al parecer, de aposentarse cómodamente antes de que se cerrasen los establecimientos de hospedaje, cuyos dueños tenían orden de no recibir forasteros después del crepúsculo de la tarde. Componían esta cabalgata un joven comerciante y dos criados árabes, a juzgar por sus vestidos a la morisca, turbante amarillo y verde, bombacho blanco y babuchas azafranadas; llevaban también vistosos alhamares, color de naranja, a excepción del primero, que lucía un blanquísimo alquicel de lana, puro como el armiño y orlado caprichosamente de festones y ricos bordados orientales. Montaba un brioso caballo cordobés, espléndidamente encaparazonado con monturas y jaeces africanos, gualdrapa carmesí sembrada de medías lunas de plata y bridas trenzadas de seda verde con hilos de oro. La planta arrogante del noble animal le acreditaba pertenecer a esa raza pura andaluza, tan conservada y apreciada justamente por el delicado gusto de la aristocracia árabe- española. En cuanto a los dos turcos que le acompañaban, venían montados en acémilas sobre un cargamento misterioso que formaban unos cajones rotulados en idioma oriental, con este mote: « SEDERÍAS. -N.º 2.º -Alha-Sid y Compañía. -CAIRO. » El caballero era nuestro conocido Veremundo, que acompañado de dos escuderos, iba a poner en práctica el plan de conquista ya anteriormente expresado. Al llegar a la aduana, como diríamos hoy, situada a corta distancia de la puerta, el pretendido moro principal exhibió una patente de la ciudad de Smirna, junto con la correspondiente guía de las factorías en las fronteras marroquíes. El sol, hundido ya en su ocaso, doraba débilmente con purpúreo brillo los altos minaretes de las mezquitas, las torrecillas afiligranadas de los templetes, y las agujas aéreas de las sinagogas, que se confundían en el plano inclinado de los adarves y en los techos de pizarra gris, sobre el claroscuro de la montaña. - V - Hemos dicho que se acercaba el crepúsculo, y los fanáticos almuédanos, desde los alminares de las mezquitas, anunciaban los fieles creyentes la oración de la noche. Las medías tintas de la luz imprimían a aquella religiosa ceremonia de la fe musulmana un doble carácter de majestad y languidez imponentes; las bulliciosas alhóndigas se cerraban; suspendíanse los baños, y las tiendas portátiles de los bazares retirábanse a sus respectivos porches, porque lo contrario fuera una impiedad que atacara las rígidas prescripciones dogmáticas del mahometismo. Los barrios de la judería, que ocupaban la parte meridional de la ciudad, cerrábanse de orden superior y en virtud de cierta confidencia sobre sospechas de conspiración, las cuales, fundadas o infundadas, solían recaer siempre sobre los desgraciados hijos de Israel. Empezaba ya a sonar el rumor de la bulliciosa zambra morisca: agitado concierto de guzlas, chirimías y guitarras, panderetas y tamboriles, y brillaba el fuego de las hogueras allá en la cumbre de las colinas. Afluía allí el tumultuoso gentío que vomitara aquel laberinto de tortuosas calles, atraídos sus moradores por la algazara, por la armonía y por la frenética animación que reinaba en las alturas.