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José Martí Todo lo olvida Nueva York en un instante Escritos sobre el nacimiento de la cultura del consumo (1881-1891)

José Miguel Marinas Selección y Estudio Introductorio

CENALTES Ediciones BSF Linotipo 1.9

Todo lo olvida Nueva York en un instante Colección Linotipo 1.9 En colaboración con la Biblioteca Saavedra Fajardo

Director de colección: Rodrigo Castro Orellana Consejo editorial: Martín Ríos López, Antonio Rivera García, César Ruiz Sanjuán, Adán Salinas Araya, José Luis Villacañas Berlanga

La presente edición ha sido realizada en colaboración con el proyecto “Biblioteca Saavedra Fajardo IV: Ideas que cruzan el Atlántico, la formación del Espacio intelectual Iberoamericano”. Número FFI/2012-32611 del Ministerio de Economía e Innovación del Gobierno de España

Todo lo olvida Nueva York en un instante Escritos sobre el nacimiento de la cultura del consumo (1881-1891)

JOSÉ MARTÍ

CENALTES www.cenaltesediciones.cl Colección Linotipo 1.9

MARTÍ, José. Todo lo olvida Nueva York en un instante. Escritos sobre el nacimiento de la cultura del consumo (1881-1891). CENALTES Ediciones. Viña del Mar, 2016 Selección y Estudio Introductorio de José Miguel Marinas

Datos de los originales: en el texto

Primera Edición Viña del Mar, Octubre, 2016 Diseño y diagramación: CENALTES Ediciones Transcripción y corrección de originales: Miguel Andúgar Miñarro Coordinación y notas de edición: Adán Salinas Araya

José Martí CENALTES Ediciones EIRL Viña del Mar, Chile http://www.cenaltesediciones.cl [email protected]

En colaboración con Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO Madrid, España http://www.saavedrafajardo.org/ [email protected]

La presente edición se distribuye en formato PDF, bajo una Licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Derivar 4.0 Internacional Se autoriza la reproducción y distribución gratuita de su contenido en formato digital. Así como su depósito en repositorios y fondos bibliotecarios La versión impresa cuenta con derechos comerciales de CENALTES Ediciones

ISBN: 978-956-9522-08-6 DOI: 10.5281/zenodo.154342 Printed by Donnebaum Autorretrato en tinta Galería Centro Estudios Martianos

Índice

Índice...... VII

Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio ...... IX Entrada en el Bazar ...... XII El nuevo rostro de la mercancía: las exposiciones universales en Europa y en América ...... XVIII Los nuevos sujetos sociales y el mercado ...... XXVIII La masa, el instante, la moda ...... XXXII Colofón de ida y vuelta ...... XLII

Notas de edición ...... XLVI

Todo lo olvida Nueva York en un instante ...... 51 Caracas, 27 de octubre de 1881, La Opinión Nacional (Carta de Nueva York) ...... 53 Caracas, 14 de noviembre de 1881, La Opinión Nacional (Carta de Nueva York) ...... 67 Caracas, 26 de noviembre de 1881, La Opinión Nacional (Carta de Nueva York) ...... 81 Bogotá, 3 de diciembre de 1881, La Pluma (Coney Island) ...... 105 Caracas, 6 de enero de 1882, La Opinión Nacional (Carta de Nueva York) ...... 113 Caracas, 20 de enero de 1882, La Opinión Nacional (Carta de Nueva York) ...... 125 Caracas, 4 de Marzo de 1882, La Opinión Nacional (Carta de Nueva York) ...... 133

VII

Caracas, 11 de abril de 1882, La Opinión Nacional (Carta de Nueva York) ...... 147 Nueva York, 19 de diciembre de 1882 (Carta a Bartolomé Mitre y Vedia) ...... 153 Nueva York, Julio de 1884, La América (William F. Cody “Buffalo Bill”) ...... 159 Buenos Aires, 9 de mayo de 1885, La Nación (Cartas de Martí) ...... 165 Buenos Aires, 13 de junio de 1885, La Nación (Cartas de Martí) ...... 203 Buenos Aires, 25 de septiembre de 1886, La Nación (¡Magnífico espectáculo!) ...... 213 Buenos Aires, 26 de enero de 1887, La Nación (Estados Unidos) ...... 229 México, 5 de marzo de 1887, El Partido Liberal (Correspondencia Particular de El partido liberal) ...... 243 Montevideo, 1889, en La Opinión Publica (Cómo se crea un pueblo nuevo en los Estados Unidos) ...... 253 Buenos Aires, 9 de octubre de 1889, La Nación (La exposición de Nueva York de 1892) ...... 267 Buenos Aires, 20 de marzo de 1890, La Nación (La política internacional de los Estados Unidos) ...... 281 Buenos Aires, 22 de octubre de 1890, La Nación (Cartas de verano) ...... 289 México, 17 de diciembre de 1891, El Partido Liberal (Carta de José Martí)...... 299

VIII Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio

José Miguel Marinas Universidad Complutense de Madrid

“¡Todo lo olvida Nueva York en un instante!”1

Cuando hablamos de la cultura del consumo nos referimos, por lo común, a dos tipos de prácticas sociales: los hábitos de los usuarios que conforman su demanda y, en un sentido más amplio, la mentalidad que acompaña a las sociedades cuya construcción de identidades gravita en torno a los significantes, mitos y proyecciones que el mercado posindustrial provee. A continuación veremos qué ocurre, en las representaciones de la cultura del consumo en el contexto neoyorkino de finales del XIX.

Y nos centramos en las visiones que un analista de excepción, el José Martí corresponsal de varios diarios latinoamericanos, acuñó de manera tan crítica como brillante. Estos hábitos y representaciones, ingredientes fundamentales de la cultura, se completan con las correspondientes formas de identificación, la aparición de nuevos estilos de vida, nuevos sujetos sociales: el cambio en las mentalidades, el nacimiento de nuevas formas de psiquismo. La aparición de un tipo de ciudadano que comienza a ser consumidor, con las

1 MARTÍ, José. «Montevideo, 1889, La Opinión Publica». En Todo lo olvida Nueva York en un instante. CENALTES Ediciones, Viña del Mar 2016, p. 254

IX Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio contradicciones que ello conlleva. Entre la vanguardista Feria de Chicago 1893 y la entrada en el siglo XX, con la Gran Guerra, la crisis del 27 y la Feria de Nueva York de 1936, ¿qué sucede? Lo que observamos de la mano de José Martí no es sino el arranque, el nacimiento de las tendencias que el siglo XX consolidará en su más feroz tensión. Todo lo olvida Nueva York en un instante. Es la visión más brillante y certera que sale de pluma de un comentarista. Es una frase inaugural, no sólo de una mirada sino de una comprensión de la estrategia de la sociedad que viene.

Notemos, sin embargo, que al declarar cómo cambian las pautas y sus razones, va Martí elaborando en este corpus textual2 una posición moral propia y muy matizada acerca del universo observado: ese pueblo, plural y complejo, de los Estados Unidos de la época, y que le suscita apreciaciones heterogéneas. Por un lado le sorprende el emergente de esa “humanidad nueva que hierve, que lo que ha venido amalgamándose durante el siglo, ya fermenta: ya los hombres se entienden en un Babel” (1887), por otro ya ha dejado una más que semilla de duda - en la carta a Mitre (19 de diciembre de 1882) – ante la que no le parece “que sea de buena raíz de pueblo, este amor exclusivo, vehemente y desasosegado de la fortuna material que malogra aquí - o pule sólo de un lado a las gentes – y les da a la par aire de colosos y de niños”3.

2 Las referencias que tomo están espigadas de los cuatro tomos que abarcan la década de 1883 a 1893, año de la Exposición Universal de Chicago. En la edición de sus obras, son los que llevan el acápite "En los Estados Unidos": MARTÍ, José. Obras completas La Haba- na, Editora Nacional de Cuba, 1963, tomos 9 al 12, ambos inclusive. Se citará desde las Obras Completas, y según la fecha en que las cartas están fechadas, excepto los textos que están incluidos en la presente compilación. 3 MARTÍ, José. MARTÍ, José. «Nueva York, 19 de diciembre de 1882». En Todo lo olvida Nueva York en un instante. CENALTES Ediciones, Viña del Mar 2016, p. 153.

X Todo lo olvida Nueva York en un instante

La aproximación de Martí a este universo del protoconsumo tiene, de entrada, una ventaja didáctica, ejemplar. No estamos ante un tratadista en la microeconomía, ni ante un sociólogo en el sentido de una disciplina a la que le faltaban algunas décadas para asentar el barrunto comtiano. Pero sí nos encontramos ante un descubridor. Quien viene de fuera, como detalla lúcidamente G. Simmel, quien mira la vida de las ciudades como extranjero percibe más el hacerse, en lo que tiene de punta y emergente, calibra la convención de lo que pasa por natural con más agudeza que quien es vecino de siempre. A condición, añadiré, de que quien enseña a mirar sea alguien de la capacidad de admiración de Martí, quien se autorretrata diciendo: "era maravilloso, y esto lo dice quien no usa en vano la palabra maravilla"4.

El comentario de algunos puntos de esta aportación martiana, el señalar las mutaciones culturales que recoge en la misma, se enmarca, en mi caso, en una trayectoria más amplia en la que trato de reconstruir el nacimiento de la cultura del consumo, antes de la llamada pauta del consumo de masas5. En efecto, desde mediados del XIX - de creer a autores clásicos como el Marx de La forma fetiche de la mercancía y el Benjamin del Libro de los Pasajes - la sociedad del capitalismo de producción industrial se va rodeando de múltiples

4 MARTÍ, José., Obras completas, tomo 5, p. 250. Recojo esta cita en AAVV, José Martí. Obra y Vida, Monográfico, de Poesía, Ministerio de Cultura, Ediciones Siruela, Madrid, 1995. 5 La idea de estas notas vino en la recopilación de materiales para mi trabajo La fábula del bazar: orígenes de la cultura del consumo, Machado Libros, Madrid, 2002. En él me he ceñido al contexto europeo desde el Marx del fetichismo de la mercancía hasta el período de entreguerras. Anotar fragmentos martianos ahora es fruto de un descubrimiento en mí lamentablemente tardío y por ello, un tanto azacaneado, lo que exige dos acotaciones para conjurar otros dos riesgos: mi pretensión es decir algo sobre el contexto o mejor el contrapunto europeo de Martí y no dar luz nueva alguna sobre su estudiadísima obra (en este caso equivaldría, como dice el refrán español, a "querer llevar hierro a Bilbao"); la se- gunda acotación es el radical carácter de mero apunte que esto tiene. Aprovecho para agradecer a Jorge Acanda su invitación, su paciencia y su conversación siempre lúcida.

XI Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio modos de presentación y de intercambio, dictados por un mercado en expansión no sólo cuantitativa, sino también y sobre todo operante de una mutación cualitativa: el nacimiento de la primera sociedad de consumo.

Los sujetos y los objetos, los espacios y los tiempos experimentan un cambio radical en la medida en que – por la vía del fetiche – se dan como espectáculo, como jeroglífico y, en términos más globales, como fantasmagoría. Es el momento en Europa y en los Estados Unidos de las exposiciones universales, de los nuevos comercios que prometen tener toda mercancía existente o soñada y que tal repertorio nunca se acabará. Es el momento de las calles que se abren para formar los pasajes comerciales, con los que caminar y ver mercancías es una experiencia nueva, frente a la concentración en el tiempo y el espacio del mercado (central) de las antiguas urbes.

Entrada en el Bazar

Quien compone estos textos es un hombre joven. En 1882, momento en el que escribe a Mitre para comprometer su colaboración como corresponsal, tiene 29 años. En 1893, fecha de la Exposición de Chicago, cumple cuarenta. De la intensa evolución de su conciencia política hay abundantísimas muestras en la rica literatura martiana6. Sin embargo, el Martí analista de la vida cotidiana requiere tal vez una atención especial en este momento en que la cultura del consumo muestra sus formas más capilares y

6 Uno de los trabajos más recientes en esta línea, es la selección que con el título José Martí y el equilibrio del mundo, acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica, edición prologada por Armando Hart y selección y notas del Centro de Estudios Martianos. La Habana, 2000.

XII Todo lo olvida Nueva York en un instante renovadas de domesticación, precisamente porque el cronista desarrolla un método de análisis sumamente interesante. Y, así, destacar su estilo y propósito en estos escritos de madurez es algo importante para entender el contexto, lo que rodea esta serie de trabajos y artículos enviados en forma de crónicas desde Nueva York, pero también su modo de mirar críticamente tal contexto.

Si lo nombro como fábula del bazar es precisamente para indicar que en este momento se inaugura un repertorio de imágenes públi- cas y de discursos que circulan y se consumen tanto o más que las propias maquinarias y mercancías, inventos y modas expuestas en el mercado: fábula es un hablar que produce admiración, que alegoriza lo que está pasando, aquello que no comprendemos y que nos fasci- na. De lo que se habla es precisamente de ese nuevo mundo de las mercancías que se da como espectáculo en calles comerciales, en establecimientos que cumplen la fantasía del bazar oriental de la an- tigüedad – prometen que hay de todo lo imaginable y que nunca se marchitará -, en ferias de los modernos productos y luego en exposi- ciones universales, semilla de la globalización espectacular. Todo eso, en su haz y su envés, nos conduce a la reflexión que Martí propicia como primera virtud de su estilo. Nos sitúa ante la pregunta acerca del sentido de los procesos que ocurren en otros países, en ese mismo momento en el que se está dando una transición entre el capitalismo de producción y las incipientes formas de lo que más tarde será de- nominado el capitalismo de consumo. El tiempo del movimiento obrero y de las Ferias del Mundo. Del nacimiento de las masas y de la formación de nuevas clases, de las quiebras y emergencias en las identidades de género, de etnia, de edad.

XIII Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio

Si tratamos de precisar el lugar desde el que Martí escribe, tenemos que hacer referencia a su estilo7. Los estudios sobre el estilo martiano son también legión, pero quisiera recordar que en muchos de sus comentaristas aparece bien señalado lo que es cuño y crisol de su prosa neoyorquina: la atención simultánea al proceso y al acontecimiento. Esto constituye, más que una retórica, una metódica. Lo que Martí hace es el análisis de la ideología en su acción en la vida cotidiana. Como ocurrirá más tarde en los mejores casos de la crítica de la cultura - como en los ejemplos de Walter Benjamin de El libro de los Pasajes, como Barthes en su análisis de la cultura de consumo de la segunda posguerra mundial en sus Mitologías - lo narrativo se junta a lo argumentativo como vía más flexible y directa del análisis ideológico y semiológico de un mundo formidable y cambiante.

Este modo de escribir y de mirar era una característica del joven Martí que, además de temprano y alto poeta, es un narrador consumado desde sus años del exilio madrileño. La abigarrada y casticista apariencia de la metrópoli que le encadena primero y luego le destierra, es anotada en cuadros de sorprendente eficacia8. El vigor de su posición moral y de su escritura es apreciado, como es de sobra sabido, por interlocutores de gran nombre y posición.

7 Roland Barthes nos proporciona una pista para describir este fenómeno: entiende que la escritura se forma en la dialéctica del estilo (lo significativo del mundo interior, biográfico, corporal incluso del escritor) y de la lengua (como repertorio de sentidos socialmente ins- tituidos). Esta vieja noción apareció en su temprano trabajo El grado cero de la escritura, versión original en París, Seuil, 1965. 8 Pueden verse las muestras de este proceso en las cartas a Miguel Viondi (Santander, 13 de octubre de 1879; Madrid, 29 de noviembre del mismo año) y los relatos de las calles (muy del tipo de los apuntes de El Rastro de Ramón Gómez de la Serna) incluso una vela- da de flamenco de gran precisión documental; en AA VV, José Martí. Obra y Vida, Mono- gráfico, de Poesía, o.c., pp. 60 y ss.

XIV Todo lo olvida Nueva York en un instante

Lo que quiero destacar es la formación de un estilo que le sirve en las crónicas norteamericanas. Precisamente porque este es uno de sus legados más preciosos. No invita a imitar una manera de componer, enseña más bien un procedimiento de análisis. En el que combina la crítica radical con la visión de lo concreto. Es lo que Enrique Varona caracteriza diciendo que Martí "dio valor a cada situación de su vida, precio a cada trabajo"9. Esta mirada que junta la cualidad - dice Gabriela Mistral - de ver, vivir "lo transcendente mezclado con lo familiar", o, en precisa apreciación de Marinello, "el molde culto no agobia las potencias libérrimas de la alusión y de la vecindad arbitraria y eficaz"10. Este modo peculiar apunta a una capacidad que Benjamin nombra, desarrollando un término de los críticos sociales como Baudelaire o Balzac, como iluminación. "No se vive - dirá Martí de su tarea - sin sacar luz en familiaridad con lo enorme"11. En esta iluminación se muestra de modo instantáneo, en un indicio menudo, los elementos que componen el sentido de un proceso más complejo. Por ello Martí, cuando habla de la sociedad norteamericana, combina una enorme miscelánea de detalles y avatares (supuestamente, lo más rico de la tarea del cronista ameno) con interpretaciones que da en metáforas y alegorías nuevas y brillantes en las que el sentido de lo no sabido aún, de lo no formado todavía aparece y sorprende.

9 VARONA ,Enrique J. "Discurso pronunciado en la Sociedad Literaria Hispano-Americana, 14 de marzo de 1896", en José Martí y el equilibrio del mundo, o.c., p. 49. 10 VARONA ,Enrique J. ", pp. 48 y 52, respectivamente. 11 MARTÍ, José. O.C., tomo 11, p. 105.

XV Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio

Asesinatos misteriosos, desfalcos de cajeros, millonarios que mueren, jurados vendidos, farsas aristofánicas, nadadores indómitos, paseos de Pascua en la Quinta Avenida; ¿qué son esas burbujas de una hora, comparadas a los grandes sucesos en los que se ve cambiar el mundo? Cierto es que suceden en estos Estados Unidos menudencias muy interesantes (10 de abril de 1887)12.

Toda la miscelánea obedece a una doble estrategia: verlo todo y poner cifra allí donde hay abigarramiento y montón. La mercancía se presenta como jeroglífico, no deja ver su interior y su proceso, y esta forma mercancía se ha extendido a toda forma de relación social. Se trata, por lo tanto, de descifrar el jeroglífico: de ir más allá de la clasificación de los acontecimientos en relevantes (según un modelo) y los relegados al grupo de lo banal. Las formas de vida adoptan la forma mercancía: es lo que hacen en la sociedad norteamericana del momento sin saber bien del todo cuáles son sus propósitos y cómo afecta a cada sujeto. La ciudad, los espacios y los tiempos del trabajo y del consumo se convierten en un texto que dice cosas nuevas: "levántate, oh insecto, que la ciudad es una oda, las almas dan sonidos como los más acordes instrumentos"13, tras los que se esconden fenómenos que no se saben decir pero que ocurren. Esta fusión de lo cotidiano y de la interpretación tiene condensaciones como esta: "No había más que salir esta mañana a primera hora para comprender que la vida norteamericana está de muda"14.

Esta es la gran capacidad de componer alegorías con nuevos hechos para explicar - en metáfora o en metonimia - el sentido de tendencias que emergen entre la crisis del antiguo régimen y la pujanza de la

12 MARTÍ, José., O.C., tomo 11, p. 183. 13 MARTÍ, José., O.C., tomo 11, p. 79. 14 MARTÍ, José., O.C., tomo 11, p. 79.

XVI Todo lo olvida Nueva York en un instante industrialización y el consumo ostentatorio. Figurar, pertenecer, consumir de manera conspicua son hábitos que la nueva sociedad norteamericana va desarrollando sin captar del todo su norte. Como Thorstein Veblen contará de forma analítica y teórica unos pocos años más tarde15, por debajo de la pauta del ahorro y del enriquecimiento, de la acumulación y de la movilidad ascendente, la sociedad norteamericana trata de darse a sí misma como espectáculo a través de las pautas de consumo y de vida urbana. La ostentación, más allá de cubrir las necesidades básicas, se convierte en criterio de pertenencia de clase, pero, a partir de ella, toda la sociedad va entrando, por la vía de la emulación, del "consumo visual", en una dinámica nueva que formará más tarde la esencia de la sociedad de consumo de masas. El universo cerrado del consumismo.

En esta ritualización interesada del presente entra Martí que no deja de apuntar todo lo que puede romper, como acontecimiento, tal cierre ritual. Por eso sigue y compone una poderosa fábula que es también la leyenda que se teje sobre una ciudad, sobre un país: en este caso sobre una forma de presentación ante el mundo.

Este universo inaugura muchos procesos en torno a los que aún se sigue fabulando. De todos los posibles propongo atender a tres: los cambios en la presentación de las mercancías (las exposiciones universales como nuevo modo del mercado); el cambio en los sujetos sociales: los nuevos estilos de vida y las configuraciones de los sujetos; y, por último, la nueva idea del tiempo en los nuevos espacios

15 VEBLEN, Thorstein, Teoría de la clase ociosa, Fondo de Cultura Económica, 1974. Cotejar los hallazgos de este crítico certero de la opulencia norteamericana con las crónicas de Martí merecería un trabajo monográfico, precisamente por la proximidad de muchas de sus perspectivas: sobre todo, el que el consumo de las elites marca una pauta de repre- sentación de las identidades de status, como nunca antes.

XVII Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio urbanos. Por debajo de esos pasos apuntamos a una transformación mayor: la transición entre un mundo de la mercancía regido por la forma fetiche - las mercancías no sólo como útiles sino como espectáculo - a otro regido por el simulacro, en el que la moda (lo que está de moda, no solo la vestimenta) expresa una ruptura en la concepción de la historia y la temporalidad.

El nuevo rostro de la mercancía: las exposiciones uni- versales en Europa y en América

Martí se mueve, como la propia sociedad que le acoge en este tiempo, entre tres mundos de vida: el antiguo régimen, que tiene la peculiaridad norteamericana y neoyorquina de un paso pionero a la democracia como tensionada forma de vida - tal como indican las lúcidas crónicas de Tocqueville y más cercanos a Martí, las de las y los viajeros cubanos16 - y que se reparte entre la imitación de las marcas de nobleza del pasado y la difícil integración de los múltiples tipos de migrantes; en segundo lugar, un formidable y rápido proceso de industrialización que establece una forma de cultura económica y social a la que llamamos capitalismo de producción, de la que hay abundantísimas muestras en los trabajos de Martí, que oscila entre la fascinación por lo enorme del proceso y la dramática domesticación y segmentación de las nuevas clases sociales; y, en tercer lugar, las primeras señales de un capitalismo de consumo, evidentemente no en el sentido del consumo de masas de la segunda posguerra mundial, sino de una entronización espectacular de la

16 Hay una excelente recopilación crítica en HERNÁNDEZ, Rafael. Mirar el Niágara. Huellas culturales entre Cuba y Estados Unidos, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, La Habana, 2000.

XVIII Todo lo olvida Nueva York en un instante mercancía, realmente de consumo elitista pero por primera vez dada como escenario vital, urbano y doméstico, para las multitudes.

Las contradicciones entre estos tres modos de cultura, uno en declive - pero con larga mano todavía - otro pujante y en expansión y un tercero poniendo semillas que dará fruto sorprendentemente rápido, aparecen también en Martí, en sus contenidos y hasta en la estructura misma de sus crónicas. Pero encuentra su emblema y lugar de estudio en una institución que acompaña la vida cotidiana que él registra: las exposiciones universales. Vale la pena destacar en algunos puntos la importancia de este fenómeno pues nos ilustra bien sobre el contexto de la crítica martiana. Las exposiciones universales europeas y las americanas se erigen en un enorme proceso de emulación y rivalidad intercontinental, pero también en la formación por primera vez de un mercado mundial que se exhibe ante todos los potenciales consumidores.

Los antecedentes de la estancia de Martí en Nueva York son importantes, pues de esta mutación más silenciosa que notoria - su efecto se verá más a largo plazo - da testimonio la Exposición Universal de Filadelfia. Denominada Centennial International Exhibition17. Esta exposición cambiará en buena parte la relación del público con los bienes del consumo. Lo que Benjamin llamará la conversión de la mercancía en espectáculo. En su libro sobre los pasajes comerciales parisinos de esta misma época martiana, indica:

17 Por la documentación de que disponemos, vemos que hay un antecedente, la propia Feria Mundial de Nueva York (1853-1854) dedicada a los Works of Industry of all Nations. Una síntesis cuidada, es la elaborada por el Prof. Bertrand de la Universidad de Quebec. Una bibliografía muy completa de las exposiciones universales es la International Exhibi- tions, Expositions Universelles and World Fairs, 1851-1951. A Bibliography, a cargo de A. Geppert, J. Coffey y T. Lau, [Univs. De Florencia, Fresno y Cottbus], disponible también en internet.

XIX Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio

Las exposiciones universales fueron la escuela superior en la que las masas excluidas del consumo aprendieron la identificación con el valor de cambio. “Verlo todo, no tocar nada”18.

Esta cualidad se suma a la de la competición entre las potencias. El anticipo de Nueva York y su Feria de 185319, tiene el valor de réplica de la pionera de Londres 1851. Incluso hay una reproducción del emblema de las exposiciones universales: el palacio de cristal. Celebrada por iniciativa privada en el Reservoir Park, con una extensión de 1,6 hectáreas es visitada por 1.150.000 personas. Aunque los estudiosos señalan su "balance financiero negativo", constituye un precedente de la teatralización de la técnica y sus productos y el inicio en el contexto americano del hábito de representar el poderío económico en la forma de espacio de consumo.

Filadelfia 1876 tiene el mismo carácter de afirmación nacionalista y de mostración ante el mundo de los posibles países consumidores. El mundo como mercado global se instaura plenamente en ese momento. Tiene esta muestra el carácter de conmemorar el centenario de los Estados Unidos. 150 Hectáreas en Fairmont Park. Inaugurada por el presidente Ulysses Grant, con 13 campanas gigantes, 100 cañones y un coro de 800 cantantes interpretando el

18 BENJAMIN, Walter. Das Passagen Werk, en Gessamelte Schriften, vol. VI a y b, Frankfurt, Surhrkamp. [G 16,6] 19 Entre las muchas innovaciones que traen las exposiciones universales están las de tipo científico: Quételet convoca este mismo año de 1853 el Primer Congreso Internacional de Estadística a partir de los datos de la Expo de Londres 1851, así como en el 1985 se da la Convención Internacional del Metro, en París. Los sistemas de medida y de cuantificación de los comportamientos sociales serán patrimonio y método de control en el capitalismo de producción. Ver a este respecto el interesante trabajo IBÁÑEZ, Jesús. Más allá de la so- ciología: el grupo de discusión, Siglo XXI, Madrid, 1983, en él vincula estadística y produc- tivismo como paradigma.

XX Todo lo olvida Nueva York en un instante

Aleluya de Haendel. En ella se presenta el motor más grande del mundo (56 toneladas) y, de entre las 56 naciones participantes, una, Francia enseña un objeto curioso: un enorme brazo con una antorcha. Será el anticipo del regalo mayor: la estatua de la Libertad. La crónica que Martí compondrá para la inauguración de la estatua, celebérrimo texto, contiene el mismo aire grandioso y plural con el que la feria de Filadelfia se estableció.

La emoción era gigante. El movimiento tenía algo de cordillera de montañas. En las calles no se veía punto vacío. Los dos ríos parecían tierra firme [...] ¡Todos revelan una alegría de resucitados! ¿No es este el pueblo, a pesar de su rudeza, la casa hospitalaria de los oprimidos? [...]Está hecha de todo el arte del universo, como está hecha la libertad de todos los padecimientos de los hombres (29 de octubre de 1886)20.

Esta característica de exaltación de lo común, de los ideales de libertad básicos, inspira paradójicamente la competencia y emulación de Filadelfia 76 (30.864 expositores de numerosos países, más 10 millones de visitantes, son magnitudes nunca vistas en el mundo21), como ocurrirá en mayor medida en la exposición que Martí acompaña en sus preparativos: Depew, el consejero de los ricos vuelve de Chicago con las manos en el cielo, porque "va a ser grandiosa aquella exposición". Pero el carácter agrícola y ganadero, del mismo Chicago y de buena parte de la Unión, le hace antes a Martí testigo de las ferias a la manera del antiguo régimen: las ferias de ganado. Selecciono dos testimonios muy interesantes: La Feria de Vacas, reseñada el 9 de mayo de 1887, que se celebra nada menos que en Madison Square, dice Martí irónico.

20 MARTÍ, José., O.C., tomo 11, p. 100. 21 Londres (1851) tuvo 6 millones; París (1867), 6.800.000, Viena (1873) más de siete.

XXI Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio

Es bien que los ricos de Nueva York, los mismos que han regalado estos días al Museo del Parque Central cuadros famosos, organicen para estímulo de la industria una exhibición que va a ser célebre, de vacas lecheras [...]los caballeros del queso y de la mantequilla, con los labios rasos y la barba en halo, que han venido de los condados en que se produce la leche para ver cuál vaca da más; si la de Jersey, la Gernesey, la de Holstein o la de Ayrshire: ellos hablan de May Ann, la triunfadora, la vaca de Ontario que vale veinte mil pesos y es hasta hoy la que más mantequilla ha dado de sus ubres. En Madison Square sucede todo eso, sobre la arena misma que hace pocos domingos cubrían los católicos fervorosos [...] en su "Cruzada contra la pobreza"22. El otro ejemplo es de las ferias de setiembre (22 de setiembre de 1887). Si en la anterior hay una determinación desde la industria, en estas se reseña la determinación desde lo político. Son acontecimientos en los que a la vez que se presentan novedades productivas se celebran encuentros en los que los lobbies políticos locales echan sus anzuelos. De tres días a una semana dura en cada una la fiesta; por los caminos no se puede andar, llenos de carruajes; mercan, curiosean, entran en rifas, se empeñan tercamente en salir con ventaja en los juegos fraudulentos que allí, ¡lo mismo que en nuestras tierras!, llevan, disimulando la ruleta, los estafadores. Son grandes áreas, casi siempre alambradas y como exposiciones al aire libre, donde el tablado para el baile se alza, jamás desierto, entre un concurso de pollos y un ventorrillo de salchichas. Una cuadra está llena de máquinas y útiles agrícolas, y el que quiera adelantar su campo venga acá en setiembre, a ver las ferias, porque allí las casas rivales tienen en juego todo su muestrario; uno ara, otro trilla, otro descascara, otro muele el maíz, otro desmenuza el forraje, otro saca azúcar. En el concurso de las viandas ganó una calabaza, de doscientas cincuenta libras, cultivada por los presos de la Penitenciaría de Essex... 23

22 MARTÍ, José., O.C., vol. 11, p. 206. 23 MARTÍ, José., O.C., vol. 11, p. 307.

XXII Todo lo olvida Nueva York en un instante

Este panorama entre rural y ya marcado por la dinámica industrializadora se ve integrado y superado por el magno acontecimiento de la Exposición Colombina de Chicago 1893. Tiene, dice Martí (el 17 de diciembre de 1891), "milla y media frente al agua y doce edificios colosales, y tres veces más campo que la de París, y un palacio por cada Estado de la República, menos este Nueva York rencorosos, que es preciso que se deje deshelar el corazón y mande su palacio como los demás"24. Es llamativo el comentario por la información y por cómo evalúa. De su propio estilo había dicho Martí que " de mí no pongo más que mi amor a la expansión y mi horror al encarcelamiento del espíritu humano" (carta a Mitre, antes citada), por ello se aprecia su entusiasmo pero no esconde la crítica a lo cicatero. Ya en crónica anterior, analiza en detalle la tensión a la que envuelve el aparente fasto de interés común (crónica del 3 de febrero de 1890):

Ni se habla mucho del plan de la exposición de 1892, que más parece rehuida que deseada, porque los que la piden en el salón en alta voz, la minan en voz baja, en los corredores, y están republicanos y demócratas viendo cómo la ahogan antes de nacer, porque ambos tienen para 1892 el quehacer de la elección de Presidente, y en cuanto a los republicanos del Estado de Nueva York, que tienen el poder en la legislatura, "antes matarán la feria que consentir que el alcalde de Nueva York y sus demócratas se alcen con su crédito", "antes que Depew, el político urbano, el republicano de las aristocracias, venga a ser el director general de la Exposición con detrimento de su rival Platt, el republicano de oficio, que en la legislatura es quien maneja los títeres"25.

24 MARTÍ, José. «México, 17 de diciembre de 1891, El Partido Liberal » En Todo lo olvida Nueva York en un instante. CENALTES Ediciones, Viña del Mar 2016, p. 303. 25 MARTÍ, José. «Buenos Aires, 20 de marzo de 1890, La Nación» En Todo lo olvida Nueva York en un instante. CENALTES Ediciones, Viña del Mar 2016, p. 281.

XXIII Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio

De esta exposición que, al decir de Bertrand, no fue más que de un pretexto pues en realidad era una proyección de lo que será la vida del siglo XX, hay que destacar dos datos: uno, el elevado número de visitantes (¡27 millones y medio, entre el uno de mayo y el 31 de octubre!) y otro la participación específica de Cuba en un repertorio de invitados, entre los que está España, pero también un plantel de entidades coloniales. En lo cualitativo, la atracción más novedosa es una noria gigantesca La Ferris Wheel (36 cabinas, de 60 personas cada una, a 240 pies del suelo), pero más importantes son un piso deslizante mecánico, el kinetograph de Edison, precursor del cine, y el primer tren elevado eléctrico26.

¿Cuál es el significado profundo de estos acontecimientos que Martí registra? En síntesis, el advenimiento de un nuevo modo de distribución y de consumo con el consiguiente cambio en las pautas de ciudadanas y ciudadanos, y en las expectativas de las nuevas masas de consumidores.

Como ocurre desde un poco antes en el panorama europeo27, la mercancía se dota de una nueva aura, al mismo tiempo que la obra de arte – como Benjamin muestra - la va perdiendo, precisamente por su reproductibilidad técnica. El aura de la mercancía es su ambivalencia como tal objeto: la escasez que conceptualmente define su precio y la abundancia con que comienza a exhibirse. Pero también lo es la otra ambivalencia que en sí condensa en cuanto al destinatario: la inmediatez y la distancia; es algo cotidiano, próximo y a la vez es ajeno y no sólo por su precio; es un utensilio y al tiempo,

26 La rivalidad a la que apunta Martí da lugar a una "tornaferia" el invierno siguiente en San Francisco, en la que se ensaya la iluminación eléctrica. 27 Retomo elementos de mi trabajo MARINAS, José Miguel. La fábula del bazar: orígenes de la cultura del consumo, Machado Libros, Madrid, 2002. Capítulo 2.

XXIV Todo lo olvida Nueva York en un instante como dirá Marx, algo demoníaco, cargado de poderes insospechados. Estas cualidades contradictorias y simultáneas le vienen de presentarse en calidad de fetiche, es decir de ser un elemento cuya posesión otorga un poder no previsto, no incluido en el precio. El poder de representar a quien la frecuenta: algo que supera la mera utilidad, la satisfacción de una carencia material.

Las mercancías se exponen por primera vez y con carácter universal, omniabarcante en la Primera Exposición Universal de Londres en 1851. La llamada the Great Exhibition (la primera Guerra Mundial es la Gran Guerra) ocupa por primera vez un espacio ingente – Hyde Park28 – y un tiempo dilatado para convertirse en la primera feria del mundo. Promovida por una comisión real, da lugar a una gran innovación, el Palacio de Cristal, y luego a la concentración de los productos más nuevos, más exóticos y más técnicos, cualidades tres que forman el color peculiar del bazar occidental. Pero no es sólo presentación de lo producido, es también inicio inconsciente y pausado de la cultura del simulacro: la Exposición reúne una enorme cantidad de reproducciones de los principales monumentos: fachadas, estatuas, frisos, que permiten al visitante apropiarse, in efigie, del panorama universal del arte.

Algo más que la utilidad hay en este escenario que será visitado por los británicos, incluidos los provincianos, y también por los representantes de los cuatro puntos cardinales de la tierra. A ella

28 El espectáculo mayor, además de las mercancías y obras de arte, fueron sin duda las propias masas. Entre el 1 de mayo y el 11 de octubre pasaban en torno a 50.000 personas diarias por el recinto, on picos de más de 100.000 (concretamente 109.915 el martes 7 de octubre) a partir del verano. Este espacio, cerrado luego y destruido el palacio, dio origen a una réplica en Sydenham, en el sur de Londres, con un recinto mayor y un gigantesco palacio de cristal que contenía escenarios mucho más exóticos que el primero. AUERBACH, J., The Great Exhibition. A Nation on Display, Yale University Press, 1999, pp. 148 y ss.

XXV Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio confluyen nobles en fase de reciclaje industrial y asociaciones de trabajadores que celebran en su recinto las primeras reuniones internacionales29.

El modelo traspasa a todas las ciudades principales y, sobre todo viene a instalarse en la imaginación del nuevo consumidor de espectáculos, o de mercancías como espectáculos. “Así como el mercado de Bagdad tiene su Bazar, tiene Berlín su ferial para colmar todos los anhelos posibles”, dice Frank Hessel en su Spazieren in Berlin30 . Londres cuenta con dos exposiciones, 1851 y 1862 que inauguran el estilo grandioso que emularán las grandes ferias mundiales de París de 1855 - en la que por vez primera las mercancías aparecen con su precio - y 1867 – en la que Víctor Hugo redacta un manifiesto a los pueblos de Europa31. Viena (1873) y Berlín (1875) toman los relevos más importantes, hasta llegar a las del siglo XX, encabezada por la de 1900 en París que se consolida como primer templo de la moda: uno de sus pabellones principales lleva el lema Fils, Tissus, Vêtements. La rivalidad entre ciudades, además de canalizar una forma de nacionalismo industrializado, intenta cumplir un ideal el que se suman arte y técnica – uno de los temas que Benjamin explora con mayor detalle – llegando, incluso, a reformar el espacio de exposiciones, de todo tipo, en el futuro32.

29 La Asociación Internacional de Trabajadores data de 1862, fecha de la 2ª Exposición Universal de Londres. Allí hablaron los trabajadores ingleses y franceses para mutuo es- clarecimiento. En la de París de 1867 piden unánimemente el desarme. BENJAMIN, Walter. Das Passagen Werk, [G7 a3] y [G7,a4]. Con todo, esta tesis – la de la fundación de la AIT en Londres 1862 – es matizada diciendo que se trata de “una visita dotada de una gran significación”. De hecho asisten 759 trabajadores elegidos como representantes. [G 5, 2]. 30 HESSEL, F. Ein Flaneur in Berlin, Das Arsenal, 1984, p. 27, reedic. De la obra Spazieren in Berlin, de 1929. 31 BENJAMIN, Walter. Das Passagen Werk, [G8 a, 5] y [G 4, a3]. 32 “Las exposiciones de industria como esquema secreto de construcción de los museos. El arte: productos de la industria proyectados en el pasado": BENJAMIN, Walter. Das Passa- gen Werk, [G2 a, 6].

XXVI Todo lo olvida Nueva York en un instante

Estos eventos fundantes tienen sus antecedentes en la peculiar trans- formación del universo urbano entre la aparición de los nuevos espa- cios de ocio, conspiración, y protoconsumo público (las arcadas, los cafés33 del entorno del Palais-Royal parisino) y el disciplinamiento de los espacios de la producción ( la fábrica y los nuevos canales de dis- tribución)34. La gran transformación se visualiza en la radicalmente nueva manera de presentación de las mercancías en los espacios de venta y, consiguientemente, en el nuevo modo de interacción entre los sujetos del mercado35. Quien vende puede promover mercancías que no ha producido y que son de factura lejana en todos los senti- dos del término. Esta distancia y disponibilidad incrementa el aura, el carácter en cierto modo mágico de las más exóticas pero también de las más banales.

33 La institución del café como escenario de la nueva sociedad requeriría un tratamiento monográfico. Una buena caracterización es la obra clásica BURNAND Robert, La vie quoti- dienne en France en 1830, Hachette, París, 1943. Enumera los del Palais-Royal, el Café des Quatre Colonnes, el de la Rénaissance, en la plaza de la Bolsa por el que desfila el todo Pa- rís, El Café des Ambassadeurs en los Champs Elisées. A esto añade un análisis temprano de los cambios en la moda, pp. 135 y ss. y el capítulo V “Couturières et tailleurs”. 34 HETHERINGTON,K., The Badlands of Modernity. Heterotopia and Social Order, Routledge, Londres, 1997, pp. 20 y 1º9. 35 BAUDELOT, C.; ESTABLET, R.; MALEMORT J. La petite bourgoisie en France, París, Maspéro, 1981, pp. 25 y 26, centran en el paso del taller a la tienda moderna la mutación originaria del protoconsumo y la consiguiente génesis de la pequeña burguesía contemporánea.

XXVII Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio

Los nuevos sujetos sociales y el mercado

Las tres culturas - del antiguo régimen, del capitalismo de producción y del incipiente consumo ostentatorio - dan como resultado un espacio de identidades múltiple, en el que las clases sociales nuevas, el proletariado urbano y la burguesía industrial, se refuerzan con y contra otros segmentos sociales de poderosa presencia, que reciben la estigmatización desde el poder: migrantes, indígenas, mujeres, y un largo etcétera que Martí recorre en muchos de sus artículos neoyorquinos.

Martí, como ya hemos visto, señala la pujanza del trabajo y de productividad industrial como motor de los nuevos tiempos. "Es la época serena de la glorificación y el triunfo del trabajo. Y cómo se acelera, afina y simplifica el trabajo en Nueva York [...] En la tierra, en la calle Broad, paralela a Broadway, un centenar de trabajadores levantan mármoles, abren canales, suspenden pisos, encajan puertas, ruedan máquinas, mueven pescantes a la luz eléctrica"36. Pero al mismo tiempo señala cómo las nuevas clases sociales se constituyen en hormas disciplinantes para sus miembros y para aquellos que, procediendo de campo o de otras tierras, ven en ellas la paradoja de su inserción subordinada y de su exclusión de una república que en lo formal a todos alberga. Este proceso cristaliza en un espacio en el que las mercancías han adquirido un estatuto nuevo. Una nueva forma de darse, que Marx analizó como jeroglífico: las nuevas relaciones de producción no son transparentes, se dan distorsionadas bajo el manto de la mercancía expuesta.

36 MARTÍ, José. O.C., tomo 9, p. 45.

XXVIII Todo lo olvida Nueva York en un instante

Martí, en la posición del acogido y del luchador contra un cierre de la vida moderna que excluye y somete, registra con enorme sensibilidad los motivos de los trabajadores y de los migrantes. Una de las primeras estampas (del 12 de marzo de 188237) recoge con viveza la mezcla de ambos procesos, migración y proletarización:

De Europa viene a este país la savia y el veneno. El trabajador que viene aquí ya odia. Si prospera, como su rencor era alimentado por su infortunio, acalla su rencor. Más si medra penosamente, y mientras no medra, vierte en los que le cercan el odio que le llena. De vivir exclusivamente para el laboreo de una fortuna, viene que sea desnudo y formidable el apetito de poseer, envilecedor en los hombres cultos y tremendo en los hombres ignorantes [...] En esta tierra se librará la batalla social tremenda. Mas de prever vengamos a ver. No tienen los ojos espacio para todo lo que salta a ellos. Ya es el guía de la raza negra que muere. Ya son mineros y ferrocarrileros que se alzan en demanda del monto de sueldos. Ya son californianos avarientos, que tiene celos de los chinos sobrios, y exigen en el calor de los motines, que se ponga coto a la venida de los chinos [...]

Estas mismas tensiones son seguidas en numerosos lugares de las crónicas que no podemos ahora cotejar. Bastaría la severa denuncia de los gremios que una vez establecidos se cierran ante los que postular mejores condiciones de vida (incluyendo a sus hijos y las nuevas generaciones), como la que hace en diciembre de 1883. Y, más adelante, las brillantes y lúcidas crónicas de las huelgas (25 de marzo de 1886):

37 MARTÍ, José. O.C., tomo, 9, p. 277 y ss.

XXIX Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio

Dicho sea con dolor: aunque las estadísticas del trabajo en 1885 revelan el hecho temible de que un 7,5% de las industrias de los EEUU han estado sin empleo durante el año por falta de consumo; aunque el malestar y la ociosidad forzosa que esta penuria crea entre los trabajadores, enconan sus males[...] aunque se esparce por la nación[...] la orden los trabajadores[...] así extreman los comerciantes sus fiestas y banquetes cuando están prontos a declararse en quiebra[...]38

Los conflictos de pertenencia, son emblematizados en muchos caos de inmigrantes integrados. Especialmente llamativo es de los inmigrantes alemanes con motivo del conflicto de lealtades ante la guerra por el motivo de Hawaii (3 de febrero de 1890): "norteamericanos somos desde que pusimos el pie en Norteamérica hasta que el suelo de Norteamérica nos acostemos a descansar en la tumba"39.

Pero, con todo, uno de los motivos más interesantes y que anuncian la verdadera consistencia de la cultura del consumo, que detallamos luego al hablar de la nueva idea de tiempo, es el nacimiento de un nuevo sujeto: la masa. El contexto del ejemplo que aduzco es el del debate por el voto femenino (10 de abril de 1887):

...Ya se agrupa en dos parcialidades enormes la población norteamericana, de un lado, "las masas" como se llaman a sí mismos, de otro lado "las clases" - "los ciudadanos", republicanos o demócratas, - los partidarios de la "Ley y el Orden"...40.

Frente las agrupaciones en conflicto que sustituyen e integran excluyendo con nuevos modos las antiguas agrupaciones basadas en

38 MARTÍ, José. O.C., tomo, 10, p. 393. 39 MARTÍ, José. O.C., tomo, 12, p. 386. 40 MARTÍ, José. O.C., tomo, 11, p`. 184.

XXX Todo lo olvida Nueva York en un instante el clan, la comunidad41, surgen ahora nuevas agrupaciones en virtud del género: es interesante el intento de equilibrio que Martí despliega ante la realidad de las nuevas ciudadanas, productoras y consumidoras:

No es que falte a la mujer capacidad alguna de las que posee el hombre, sino que su naturaleza fina y sensible le señala quehaceres más difíciles y superiores. Aquí hay damas banqueras, ferrocarrileras, empresarias de ópera: a tanto llega la variedad y la importancia de su acción que casi todos los diarios han fundado recientemente en sus ediciones semanales una sección sobre "Lo que hacen las mujeres", o "Mujeres distinguidas", o "Las mujeres en el comercio y el la política"42.

Pero Martí ve surgir una nueva muchedumbre que es algo más que mero incremento demográfico. Se trata de una configuración que el consumo establece, precisamente en sus nuevos escenarios urbanos, en sus nuevos espacios. La masa, que tendrá su auge como sujeto social en el cabo de siglo y se asentará entre domesticada y terrible en el siglo XX, supone una nueva realidad con un tiempo nuevo, precisamente el tiempo de la moda. Los supérstites del antiguo régimen: las etnias con su difícil acomodo se verán desplazados por el surgimiento de un nuevo sujeto bifronte: el hombre de la muchedumbre.

41 Son tantas las referencias a los grupos étnicos, de los norteamericanos originarios, los "indios", que Martí recoge que no sabría cuál elegir ahora. Uno de los más centrales es la crónica del 3 de enero de 1887, con motivo de la ley de ciudadanía de los indios. 42 MARTÍ, José. O.C., tomo 11, p. 135.

XXXI Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio

La masa, el instante, la moda

Martí es enormemente sensible a las señales de un mundo nuevo que emerge en las ciudades. El giro teórico lo consolidó Simmel en su trabajo sobre La metrópoli y la vida intelectual (1903)43 cuando afirma tajantemente que la ciudad no es una entidad espacial con consecuencias sociológicas sino una entidad sociológica que se forma espacialmente44. Esta perspectiva, que integra sin disolver la interacción social territorializada en una suerte organicismo etológico, tiene un hilo conductor, larvado pero sugerente, en el elenco de autores que en la estela de Marx, Simmel y Weber llegan a leer los espacios urbanos como poblados de significaciones y metamorfosis de sentidos en los que la cultura no es un mero epifenómeno.

La ciudad genera no sólo un repertorio nuevo de lugares, nudos, modos de edificar, sino también, en la medida en que todos esos nuevos signos necesitan ser integrados en una mirada que interprete y oriente, una fisonomía. Esta es una palabra testigo que aparece en los escritores del medio siglo XIX. Y el primero de ellos es, sin duda, Charles Baudelaire, el gran inspirador de las lecturas de la ciudad que emprenden Benjamin y los sociólogos de la cultura urbana de este siglo.

Pero el antecedente que Martí saluda en numerosas ocasiones en sus crónicas es uno de los primeros y más despiadados retratistas de la

43 En SIMMEL, Georg. El individuo y la libertad .Ensayos de crítica de la cultura, Ed. Península, Barcelona, 1986. 44 Véanse, FRISBY, David. Sociological Impressionism. An Reassessment of Georg Simmel’s Social Theory, Ed. Heineman, Londres, 1881, cap. 3. “A Sociological flâneur?” y FRISBY, Da- vid, Georg Simmel, 1984; v. española en Fondo de Cultura Económica, 1993, sobre todo: “La sociología del espacio y la distancia social”, pp. 212-226.

XXXII Todo lo olvida Nueva York en un instante cultura elitista norteamericana: Edgard Allan Poe. La conexión Poe- Baudelaire no se le escapa a Martí en su semblanza de Edison, "cuya mirada se escapa como los felinos, parece que lleva escrito en la pupila un cuento de Edgar Poe o una estrofa de Charles Beaudelaire (sic)"45 El antecedente de esta nueva temporalidad y del nuevo sujeto, leído por Martí, es el famoso cuento de Edgar Allan Poe, El hombre de la multitud46, en el que por primera vez, siguiendo una rara intuición, el Poe nómada se sumerge en las ciudades de la primera industrialización norteamericana47. Lo llamativo de este breve relato es la perspicaz y temprana llamada – ¡estamos en 1839! – sobre un mundo de nuevas capas sociales que se dan a la mirada y a la acción como un nuevo sujeto: la multitud. Este ente un tanto amenazador pide una actividad de discernimiento48. La fenomenología social que Poe recorre resulta interesante porque inicia una semiología de la vestimenta, de las actitudes y del uso de los espacios que no es complementaria al relato sino su núcleo mismo. La figura del viejo vagabundo, flâneur para Baudelaire, que

45 MARTÍ, José. «México, 5 de marzo de 1887, El Partido Liberal » En Todo lo olvida Nueva York en un instante. CENALTES Ediciones, Viña del Mar 2016, p. 244. 46 POE, Edgar A. “El hombre de la multitud” en Cuentos 1, Alianza Editorial, 1980 (6ª ed.), versión de Julio Cortázar, pp. 246 y ss. 47 Sobre la condición nómada de Poe – que transita de sur a norte a través de las ciudades: Richmond, Charlotesville, Baltimore, Filadelfia, Lowel, Boston, sin olvidar Nueva York y Washington y, en interesante correlación, transita también por las diversas capas sociales – véase el excelente ensayo de Georges Walter, Poe, Anaya y Mario Muchnik, 1995. La fi- gura del artista como gentlement of elegant leisure anuncia el sujeto del consumo conspi- cuo de T. Veblen. 48 “Al acercarse la noche, la afluencia aumentó, y cuando se encendieron las lámparas pudo verse una doble y continua corriente de transeúntes pasando presurosos ante la puerta. Nunca me había hallado a esa hora en el café, y el tumultuoso mar de cabezas humanas me llenó de una emoción deliciosamente nueva. (...) Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo, pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las innumerables variedades de fi- guras, vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones” POE, Edgar A. “El hom- bre de la multitud”, o.c., p. 247.

XXXIII Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio día y noche está en medio del nuevo paisaje urbano, le sirve para componer el nuevo sujeto sintomático:

Y cuando llegaron las sombras de la segunda noche, y yo me sentía cansado a morir, enfrenté al errabundo y me detuve, mirándolo fijamente a la cara. Sin reparar en mí, reanudó su solemne paso mientras yo, cesando de perseguirlo, me quedaba sumido en su contemplación. – Este viejo- dije por fin - representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud49.

Pero allí donde Poe detiene su apunte, poderoso y suscitador de inagotables comentarios, Baudelaire – traductor de Poe – va a tomar el material de su indagación, tanto en verso como en su excelente prosa crítica acerca de los eventos de la ciudad y de sus nuevas figuras. Sería vano seguir a este hombre – concluye Poe – pues nada aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del mundo es un libro repelente...que no se deja leer. Este cierre literario del relato se ve contradicho por las indagaciones sobre la ciudad que siguen la estela de ese hombre de la multitud. Precisamente ahí, en lo que no se deja leer, porque no hay código para hacerlo, ahí van a encontrar aliciente el propio Baudelaire y, sobre todo, Benjamin en su Passagenwerk, en el que las figuras de los márgenes, los nuevos derrotados de la gran mutación, son el libro en el que se lee lo más importante: constituyen la nueva fisonomía de la ciudad que se erige no sobre un diseño pulcro e ilustrado sino sobre los costes y las heridas de la llamada modernización.

Este antecedente del paisaje neoyorquino martiano es desarrollado en el contexto europeo por Baudelaire, cuyas caracterizaciones han

49 POE, Edgar A. ”El hombre de la multitud”, o.c., p. 256. Subrayado de Poe.

XXXIV Todo lo olvida Nueva York en un instante llegado también al intenso huésped de Mannhattan. La fisonomía baudeleriana50, arranca de la voluntad de “aplicar a la descripción de la vida moderna, más bien de una vida moderna y más abstracta, el procedimiento que A. Bertrand ha aplicado a la pintura de la vida antigua, tan extrañamente pintoresca... Pero sobre todo de donde nace este ideal que me obsesiona es de la frecuentación de las ciudades enormes, del cruce con sus innumerables relaciones “51. Esta fisonomía que surge con una voluntad de rigor52 – es terminología anatómica, tiene antecedentes ilustres como Lavater 53– se aplica como ideal del nuevo urbanita: La idea que el hombre se hace de lo bello – dice Baudelaire en su célebre proclama Le peintre de la vie moderne54 se imprime en todo el atuendo, arruga su ropa o la estira, redondea o afila el gesto, e incluso penetra sutilmente, a la larga, en los rasgos de su rostro55. Pero sobre todo sirve para hacer el inventario de los nuevos sujetos que son la guía de la mutación. La invitación de

50 Por dar una muestra, en Spleen de Paris, aparecen referencias en VI, ”Chacun sa chimè- re”: “caminaban con la fisonomía resignada de quienes están condenados esperar siem- pre"; IX “Le mauvais vitrier”: “Porque esta fisonomía le resultaba irresistiblemente simpá- tica”; X “Â une heure du matin”: “¡Por fin la tiranía del rostro humano ha desaparecido y no sufriré mas que por mi mismo! BAUDELAIRE Charles. Spleen de Paris. en Oeuvres Com- plètes, Ed. Robert Laffont, París, 1980, pp. 165-170. 51 BAUDELAIRE Charles, carta, - circa 1860 - a Arsène Housaye, director del diario La Presse. Prólogo a su Spleen de Paris. en Oeuvres Complètes, Ed. Robert Laffont, París, 1980, p. 161. 52 “Los signos fisiognomónicos serían infalibles si los conociéramos todos y bien” en “Choix de Maximes consolantes sur l’amour”, BAUDELAIRE Charles, O.C., p. 313. 53 Ver CARO BAROJA Julio, La cara, espejo del alma. Historia de la fisiognómica, Círculo de Lectores, 1987. “Tampoco es fácil determinar hasta qué grado la expresión de los hom- bres y mujeres de nuestros días ha experimentado (o está experimentando) cambios sus- tanciales a causa de factores relacionables con el desarrollo del maquinismo, de una téc- nica que produce más ruidos, más olores, más velocidades forzosas de movimiento, más agresividad en unos y más temor en otros” p. 244. 54 BAUDELAIRE Charles Le peintre de la vie moderne, en Oeuvres Complètes, Ed. Robert Laf- font, París, 1980, p.790 . 55 Honoré de Balzac, que merecería un recorrido detallado por sus visiones de las ciudades, compuso una Théorie de la démarche, recogida en Tusquets, 1998 (2ª ed.) en Dime cómo nadas, te drogas, viste y comes... y te diré quién eres. Es un gracioso manual – además de un magnífico documento - del fisonomista urbano. Comienza precisamente con esta sen- tencia: “La manera de andar es la fisonomía del cuerpo”, p. 47.

XXXV Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio

Baudelaire es a contemplar a los seres misteriosos que viven “por así decir de los detritos de las grandes ciudades”.

Aquí tenemos al hombre encargado de recoger los residuos de una jornada de la capital. Todo lo que la gran ciudad arroja, todo lo que ha perdido, todo lo que ha desdeñado, todo lo que ha roto, él lo cataloga, lo colecciona. Compulsa los archivos del desorden, el cafarnaum de los excesos. Hace una selección, una elección inteligente, junta, como un avaro un tesoro, las basuras que remachadas por la divinidad de la Industria, se convertirán en objetos de utilidad o de gozo56.

La formación de una serie de segmentos que no se dejan nombrar desde la estratificación del antiguo régimen es la primera consecuencia en el orden de la transformación de las identidades urbanas. Como vemos, es la nueva relación con el proceso de la economía, del consumo quien marca estos perfiles. Ello no quiere decir que surjan por primera vez en la historia basureros, vagabundos, prostitutas o paseantes en corte. Lo que muestra el lector de Baudelaire que es Benjamin es que por primera vez estas nuevas figuras sociales expresan en sí la mediación del mercado, el carácter del fetichismo de la mercancía que rige no sólo las transacciones económicas, sino toda relación social.

No le es dado a cualquiera darse un baño de multitudes: gozar de la muchedumbre es un arte; y sólo este puede dar, a expensas del género humano, un banquete de vitalidad a quien un hada ha insuflado en su cuna el gusto del travestismo y de la máscara, el odio del domicilio y la pasión del viaje57.

56 BAUDELAIRE Charles, Du vin et du hachisch, en O.C., p. 218. 57 BAUDELAIRE Charles, Spleen de Paris. C. XII, “Les foules”, en O.C. p. 170.

XXXVI Todo lo olvida Nueva York en un instante

La atención por los márgenes supone, más que una mirada estetizante – que puede caber en lecturas superficiales de estos autores – una reflexión profunda sobre el modo de segmentación social que se opera en la ciudad protoconsumista. Este es el paso mayor que se anuncia en los últimos trabajos neoyorquinos de Martí: el tiempo del simulacro y la consagración del instante como tiempo propio de la cultura del consumo. En esta Nueva York que todo lo olvida en un instante (25 de abril de 1889), se ve troquelado en su interior por otro tiempo: precisamente el del instante. El tiempo del progreso, de la producción que ha ido formando y decantando en innumerables afanes y conflictos las clases sociales que se enfrentan y se agrupan, deja paso a una nueva inmediatez. El mercado espectacular, las modas que no son sólo de vestimentas y, lo que es más fuerte, el simulacro terminarán implantando una realidad que, por atractiva y poco a poco naturalizada acabará teniendo un mayor poder domesticador. Con estas anotaciones en el margen de Martí, que evidentemente no hace teoría general del tiempo, pero da pie a una reflexión sobre la heterocronía de nuestra época, concluiré estas notas.

El fragmento que más impresiona en esta ferviente disposición de tiempos, estaciones, temporadas (incluidas las de las ferias y las óperas) que son las que no en vano se llaman crónicas, tal vez sea el de la escrita el 25 de abril de 1889 -y que ya se ha recordado en el epígrafe-. En ella aparece el diagnóstico más certero:

¡Todo lo olvida Nueva York en un instante!

Hay que decir que la estofa menuda que le sirve de material alegórico a Martí tiene que ver con los avatares de una ciudad en la que hay

XXXVII Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio obras en la vía, se muere el administrador de correos, hay incendios y un larguísimo etcétera que se prolonga en la totalidad de sus noticias. Lo que aquí se apunta está en consonancia con ese espacio urbano que Poe levantó y que marca un tiempo cuasi circular: no hay noche ni día como los de antes, no hay medición del tiempo, pese a que el de la producción -con sus estadísticas- se erige como imprescindible. Lo que hay es un eterno retorno de la mercancía. Se podría decir, robándole la expresión a Deleuze58, un eterno retorno de lo diferente, puesto que es mandato del mercado renovar - o dar la impresión imaginaria de ello - todo lo que hay cada día.

Para ello hay dos mecanismos que esta cultura pone en marcha: la moda y el simulacro. La moda porque cumple un proceso de domesticación inconsciente. El simulacro porque instaura una nueva realidad que tiene un tiempo propio. El que Veblen llamó ceremonial del consumo. El de los rituales que Martí desmenuza.

Esta cualidad de disciplinar que tiene el nuevo tiempo del consumo, la consagración del instante es señalada con precisión por Aragon en su célebre Le paysan de Paris, publicado en 1925. Cito un pasaje un poco amplio porque en él se prueba una idea que antes lancé: que los emergentes que Martí, entre otros pioneros, levanta, encuentran su sedimentación cultural más rotunda en el período de entreguerras.

58 DELEUZE, Gilles. Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama, 1980.

XXXVIII Todo lo olvida Nueva York en un instante

No nos engañemos. Esta esencia de lo absoluto es propagada por los amigos del orden establecido. Con el beneplácito de las mismas autoridades lo distribuyen clandestinamente ya sea en forma de libros o de poemas. Es la excusa ingenua de la literatura lo que les permite ofrecerte este fermento destructivo y hace ya tiempo que su utilización se ha convertido en algo universal..., líate la manta a la cabeza y compra, compra, compra la condenación de tu alma; finalmente estarás perdido; porque aquí reside el mecanismo para poner patas arriba tu alma. Líate la manta a la cabeza, porque aquí comienza el reino de lo instantáneo59.

Esta referencia, más allá de consagrar moralistamente escasez alguna o de postular una necesidad de desprendimiento inexplicable, es relevante, a mi entender, porque vincula muy claramente dos valores que aquí recorremos: la circularidad y la autorreferencialidad del escenario del consumo. Condenado a renovarse cada día, a hacer nuevas todas las cosas cada mañana, so pena de perder capacidad de fascinación, el universo del consumo clausura así su perfil y muestra su límite, aquello que no confiesa en ninguna de las manifestaciones de seducción publicitaria o supuestamente racionalizadoras (incluidos los argumentos microeconómicos del preferidor individual).

Martí recorre en numerosas viñetas la presencia de las modas como indicadoras de status, e incluso de lo que está de moda. Uno de los más apreciados, a mi juicio, es el de la crónica del 7 de febrero de 1888, precisamente porque en él se arraciman el sentido de la representación de las nuevas clases y la conciencia de lo efímero del mercado. Además se la extrañeza que a él mismo le causa justificar su atención a tanto detalle aparentemente banal:

59 Recogido de DURGNAT, R. Luis Buñuel, Madrid, Fudamentos, 1973. Cita liminar.

XXXIX Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio

Pero ¿quién pensaba en esto, a no ser algún observador convencido de la necesidad de estudiar las raíces de las cosas, al detenerse llegado el turno en aquel pueblo de carruajes, ante el camino entoldado y alfombrado que lleva a las damas del estribo del coche a la entrada del palacio? Algunas, aunque pocas vienen de sombrero. Otras que llegan a pie, traen el calzado fuerte y las zapatillas de baile de la mano, envueltas en papel de China. A su vestuario los hombres donde les atienden criados de librea; a la sala de billar las señoras que es su vestuario, desde cuyas puertas abierta, sin más guardián que dos pajes que reparte la tarjeta de baile, divisan los caballeros impacientes una animada escena: deja caer una beldad de la espalda desnuda su talma de armiño: una camarera arrodillada descalza las botas "de sentido común" a la dama que vino con ellas por temor al frío; una se empolva el cabello, otra saca de su caja redonda marfil un abanico japonés, otra camina diez veces de puesto un lunar... 60

Estas maneras que Veblen lleva a teoría, son consideradas por Martí como "estudiar las raíces de las cosas". El estilo emergente de la moda que marca una nueva mentalidad y se da como ficción de una nobleza que no existe. Esa es la reflexión que años más tarde en el contexto europeo dará para la deliberación de Simmel en un retrato inmarcesible de las señales que ya apuntaban en el Nueva York de finales del XIX.

Esta ambivalencia desemboca en la generalización que Simmel hace del fenómeno de la moda. Lo realmente importante es que crea un nuevo tiempo social. La moda inventa el instante.

60 MARTÍ, José., O.C., tomo 11, p. 393 y ss.

XL Todo lo olvida Nueva York en un instante

Por esto, entre las causas del prodominio enorme que hoy goza la moda, es una creciente pérdida de fuerza que han experimentado las grandes convicciones, duraderas e incuestionables. Queda el campo libre para los elementos tornadizos y fugaces de la vida. El rompimiento con el pasado en que la humanidad civilizada se ocupa sin descanso desde hace un siglo, aguza más y más nuestra conciencia para la actualidad. Esta acentuación del presente es, sin duda, una simultánea acentuación de lo variable, del cambio, y en la misma medida en que una clase es portadora de la susodicha tendencia cultural, se entregará a la moda en todos los órdenes, no sólo en la vestimenta.

La moda es un simulacro, pues nada de lo natural o de lo producido tiene que ver con ella. La moda vestimentaria es también alegoría de ese otro proceso más profundo y silencioso: la conversión en mercancía de lo simulado. Para el itinerario de Martí bastaría un ejemplo apasionante y estruendoso: La crónica sobre el circo de Buffalo Bill (junio de 1884). Ese Nueva York que "distrae sus alarmas y pesares con bailes, fiestas extrñas y novedades estupendas", asiste a una ficción que será modelo de todo espectáculo del consumo que se pretenda en el futuro. Lo que ocurre es que Martí, con destello de genialidad, mira desde las bambalinas: en este circo se persiguen, a tanto la entrada, los mismos vaqueros y los mismos indios que no mucho antes lo hacían en las praderas de oeste. La diferencia es que eso ahora es un simulacro. Todos lo saben pero entran gozosos en el ritual, con la venia del mercado.

La rueda del mercado está representada en los caminadores incesantes que en la pista del hipódromo de Madison (28 de abril de 1884) serán temprana alegoría de la llamada industria del deporte (otro simulacro) o, salvadas las distancias, de la nueva alegoría de la rueda del consumo: las incesantes pasarelas de la moda.

XLI Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio

Colofón de ida y vuelta

"Duerme mal, el espíritu despierto" (Diario de Montecristi a Cabo Haitiano, 2 de marzo 1895) 61

Seguramente sigue siendo instancia que interpela la vigilancia visionaria de Martí. Es posible aprender de esa manera de acercarse a los fenómenos de la nueva sociedad que en su pujanza pone las semillas de la exclusión. Que domestica seduciendo.

Es cierto que el Martí político es el más grande, el más granado. Pero también está el Martí de la crítica de lo cotidiano, el que se pone como escritor de urgencia, como reportero para dar testimonio de las nuevas señales. Este repertorio poderoso de acontecimientos fundantes que marcan en paisaje urbano del Nueva York que se prepara para ser cabeza del imperialismo y, al mismo tiempo, raro crisol de sueños y proyectos de los migrantes. Escaparate de la riqueza y barra natural de la exclusión para los más.

Lo importante es la enorme lección de cosas que articula en sus escritos, los de esta que fue llamada "década fecunda": para su proyecto político y la emancipación de Cuba, es evidente. Pero también para un modo de analizar lo banal que habría de esperar al fin de siglo para convertirse en doctrina y no mera sensibilidad.

Hacia 1900, como es sabido, se arraciman las obras visionarias. Entre otras, La teoría de la clase ociosa de Thorstein Veblen donde la América que Martí desmenuza encuentra una lectura tan cabal como

61 MARTÍ, José. Diarios, Madrid, Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, 1997, p. 48.

XLII Todo lo olvida Nueva York en un instante desmesurada es su entraña; pero también La interpretación de los sueños que posibilitó otra mirada de ver el revés de lo cotidiano. La utilidad se ve desplazada por el valor social del despilfarro, la necesidad se codea con y se envuelve en el lenguaje de la ensoñación. Las clases sociales que se constituyen en la confrontación, las nuevas formas de identidad nacional, de género, de edad se ven amenazadas por un nuevo sujeto proteico y peligroso que es la masa. Como el delicado visionario Walter Benjamin pronostica del flâneur - el girovagante de la gran ciudad dispuesta como escenario del consumo espectacular - este se convertirá en un nuevo tipo de sujeto que hará de comparsa en los vaivenes de los nacionalismos europeos de las dos guerras mundiales.

Entre el instante como enajenación que cuaja en la sensibilidad del fin de siglo y la moda como dictamen de pertenencia a la esencia de la sociedad no articulada (el individuo y la masa serán sus dos polos, sustantivados, abstractos, sin mediaciones concretas) Martí despliega una sensibilidad que mira más allá de las semillas del tiempo. Es capaz de entrever en el acontecimiento la mutación que traerá nuevo cierre, nueva institución: la de un mundo industrial que desarrolla y a la vez pone barreras.

De este modo, aun contando con las peculiaridades del itinerario de lo que me estoy atreviendo a llamar el bazar americano, hay también una reflexión de ida y vuelta. La que va de las formas no sólo neoyorquinas de la época, sino de los primeros grandes almacenes (el Encanto de la Habana, El fin de siglo) que prendieron - no sé si paradójica o lógicamente - en los proyectos de los grandes almacenes madrileños de los años treinta del siglo veinte. Del encanto al desencanto podemos ir si no hacemos memoria común. Como

XLIII Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio

Foucault enseñó, también cabe una exploración crítica de las instituciones de lo cotidiano, aquellas que crecen en los márgenes de las rutinariamente llamadas corrientes principales. Este es un momento en el que los medios de formación de masas mundiales producen un efecto, no sé si premeditado o inadvertido en su extensión: la dificultad de preservar las historias peculiares. Las historias que articulan y dan peso a la dinámica de la Historia, a la que la razón posmoderna ha intentado poner en una suspensión de su contundencia. Comoquiera que sea, la memoria implica también - como sabían aquellos estudiosos del Folk-lore (el saber de los pueblos) - que en los tiempos en que Martí pasaba ya al patrimonio común de la conciencia libertaria, la atención a la memoria de las cosas puede ser ocasión de autorreconocimiento y, por tanto, de mejora moral, de autopoiesis.

La cautela de Martí es que en su tensión ética entiende - sigue diciendo en el Diario - que "el sueño es culpa, mientras falta algo por hacer: es una deserción". Se trata de no adormecerse. No dormir para poder no olvidar que - como Freud vio, como Ernst Bloch destacó más cerca de nuestro momento - el ensueño es realización anticipada, en jeroglífico, de un deseo. Esa mirada vivaz sobre el deseo de los nuevos urbanitas yankees y migrantes que Martí retrata con pasión y minucia, para mostrar que ese proceso mismo no es inefable ni individual: que está arraigada en la misma construcción de la cultura.

Esta es la enorme síntesis que agolpa en el célebre poema que ya es canción, y que quizá podemos releer ahora como una despedida del mundo que iba a remover y señalamiento de un eje de conflicto entre lo creador y el escenario fascinante y tremendo de la ciudad:

XLIV Todo lo olvida Nueva York en un instante

Éramos una visión con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño Eramos una máscara con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisién, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España El indio mudo nos daba vueltas alrededor... y se iba al monte, a la cumbre del monte a bautizar a sus hijos El negro oteado cantaba en la noche la música de su corazón Sólo el desconocido entre las olas y las fieras, El campesino, el creador se revolvía ciego de indignación Contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura.

A ella, a la cultura en sus formaciones espectaculares, domesticadoras, es posible enfrentarse mostrando su revés, su proceso de distorsión. Como el psicoanalista zuriqués, Mario Erdheim62, advierte: es posible evitar caer en una lectura puramente estética de las crisis, en una fenomenología fruitiva de lo que son señales que vienen del corazón de los conflictos.

Así que, pese a que la llamada cultura del consumo se basa en el olvido y en la fantasmagoría de una renovación permanente de lo mismo, cabe sacar lección de este modo de mirar: nada olvidamos de instante en instante63.

JMM

62 ERDHEIM, Mario. Die gesellschaftliche Produktion von Unbewuststheit, Suhrkamp, 1984, pp. 109 et ss. Nos ayuda a ver la importancia que en la Viena fin de Siglo, pero también en la crítica de la cultura actual tiene la denegación esteticista de la realidad (die ästhetisie- rende Verleugnung der Realität). 63 Para ahondar en las perspectivas expuestas en este estudio puede verse Marinas, José Miguel y SANTAMARINA, Cristina. El bazar americano. Biblioteca Nueva, Madrid, 2016.

XLV

Notas de edición

Para la presente edición se ha tomado la selección de textos realizada por José Miguel Marinas y la transcripción corregida que ha realiza- do Miguel Andúgar. Adán Salinas Araya ha compuesto el sistema de títulos de los textos y las notas de edición. Para esto último, hemos tomado en cuenta el cuidadoso trabajo de compilación y edición de Gonzalo de Quesada, primero en la versión de las Obras completas publicada por la Editora Nacional de Cuba, La Habana, 1963-1965; y sobre todo en la segunda edición de las Obras Completas publicada por la Editorial de Ciencias Sociales del Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1975 y la reimpresión de 1991. Esta segunda edición contiene algunas modificaciones en el aparato de notas que resultan útiles; pero es, en lo esencial, una reedición de la anterior. También hemos tenido a la vista y considerado la compilación realizada por Julio Miranda bajo el título Escenas norteamericanas, Biblioteca Aya- cucho, Caracas 2003. Y finalmente la Guía que elaboró el Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2001, que nos ha aportado los cri- terios más importantes para componer la estructura final de la pre- sente edición. El trabajo ha querido facilitar la lectura y cotejo de los textos, prestando especial atención a la secuencia de publicación de los mismos.

Todo lo olvida Nueva York en un instante

La titulación de los textos y el sistema que finalmente hemos escogido para la presente edición, requiere algunos comentarios. En el caso de las Obras Completas, muchas de las cartas están tituladas con nombres genéricos. En el volumen 9 de las Obras Completas se utiliza el genérico “Carta de Nueva York” como título de cada carta, seguido por un sumario breve que orienta sobre los temas de la carta. En el volumen 10 se utiliza el genérico “Cartas de Martí”, seguido por el sumario. No conocemos las razones de este cambio, pues las cartas siguen siendo firmadas en Nueva York y publicadas en los mismos medios de prensa que las cartas anteriores. En el volumen 11 se utiliza una sola vez el genérico “Carta de Nueva York”, en otra ocasión “Carta de Martí” y para las siguientes ocasiones se vuelve al plural “Cartas de Martí”. El volumen 12 sigue el mismo criterio, con una excepción que titula en plural “Cartas de Nueva York”. Como se puede suponer, para el lector que busca identificar un texto en particular esto puede presentar algunos obstáculos. Por otra parte, el sumario es un recurso útil en una compilación tan amplia y, además, realizado con prudencia, en una hoja anterior, aparte del texto de Martí; de modo que, no haya confusión posible entre los añadidos de la edición y el texto del autor. Con todo, no hemos incluido dicho sumario, sino sólo los textos.

La compilación de Julio Miranda hace una opción diferente a la de las Obras Completas y titula cada una de estas cartas anteriores, con títulos elaborados por el compilador, de hecho incluye también algunos subtítulos en medio de los textos. Por lo cual una lectura comparativa de ambas versiones sólo es posible a partir de las fuentes y fechas de publicación que tanto las Obras Completas como la compilación de Miranda ponen siempre al final de cada texto. La Guía del Centro de Estudios Martianos, ofrece un catálogo de la

XLVII Nueva York y el instante: el testimonio de Martí. Estudio Introductorio segunda edición de las Obras Completas en el que incluye el título, el sumario y la fuente de publicación original de cada texto. La decisión de la Guía no es siempre la misma, para el volumen 9 de las Obras Completas cataloga usando el sumario, y en segundo lugar la fecha de publicación. Los volúmenes 10-13 en cambio son catalogados usando primero la fecha de publicación original y después el sumario, en el caso de los textos que tienen títulos genéricos; por el contrario, en el caso de los textos que tienen título ad hoc, la guía antepone el título a la fecha.

Atendiendo a lo que han hecho estas compilaciones, y a sus ventajas y desventajas, para la presente edición se ha optado por titular cada texto con la fecha y la fuente de publicación original. Adicionalmente, se ha incluido el título que consignan las Obras Completas, éste se ha señalado entre paréntesis, para mantener una lógica general de titulación por fecha y al mismo tiempo permitir la identificación más fácilmente. Por ejemplo, el texto titulado Coney Island en las Obras Completas, en nuestra versión se titula La Pluma. Bogotá, Colombia, 3 de diciembre de 1881 (Coney Island). Muchos de los textos comienzan con una fecha, que no es la fecha de su publicación sino la fecha en que Martí firma el texto para enviarlo a publicación. Por supuesto tal fecha se ha incluido como parte del texto, pero se le ha dado mayor importancia a la fecha de su publicación original, que como se ha explicado hace las veces de título de cada texto.

Se han mantenido las firmas de los textos, ya sea que estén firmados con abreviaturas, nombre, seudónimo o sin firmar como en algunos casos; pues nos parece que esta seudonimia puede resultar de interés para algunas lecturas.

XLVIII Todo lo olvida Nueva York en un instante

Adicionalmente, hemos incluido algunas notas con el fin de aclarar detalles cuando ha sido necesario, o para recoger algún dato importante aportado por las ediciones consultadas. Esas notas se escriben a pie de página y siempre se destacan como notas de edición, de modo que el lector pueda distinguir siempre el texto de Martí, de nuestras anotaciones marginales.

ASA

XLIX

Todo lo olvida Nueva York en un instante Escritos sobre el nacimiento de la cultura del consumo (1881-1891)

Caracas, 27 de octubre de 1881, La Opinión Nacional (Carta de Nueva York)

Nueva York, 15 de octubre de 1881

Señor Director de La Opinión Nacional: Ya ha visto Ud. en lo que se ocupa el Senado, a tiempo que en las Oficinas del Congreso corre ya, a propuesta del senador Voorhees, la moción de que el Poder Legislativo de los Estados Unidos acuñe como especial tributo, una medalla en memoria de la muerte trágica de Garfield. Era Garfield tan profundo hombre de letras como puro hombre político: hablaba y escribía un lenguaje accidentado, sólido, repleto, lleno de incisos enérgicos y oportunos, fundido—aún en la conversación vulgar—en molde clásico. No cupo nunca pensamiento bajo en su lenguaje amplio y hermoso. La grandiosidad del lenguaje invita a la grandiosidad del pensamiento; Tales dotes lo llevaron a la presidencia de la Sociedad Literaria de Washington, y de la Sociedad ha nacido la generosa idea de conmemorar en metales ricos su admirable muerte.

Elizabeth Bryant Johnson, que lleva entre sus nombres el de un ilustre poeta, sugirió la cariñosa moción, que por ser de ella, que es dama conocida y estimada en el círculo social y político de Washington, y por honrar a tan grande hombre, ha sido aceptada con vehemente aprobación.

53 José Martí

El nombre de un poeta evocamos, el nombre de Bryant; de otro poeta, menos famoso, pero amado y leído, se lamenta hoy la muerte: de Josiah Holland. Por centenares de miles se han vendido sus libros de versos: su “Catalina” es el más gustado. Poeta trabajador, debió su gloría a su mérito, y su éxito a su trabajo. Novelas, historias, libros de educación, toda una ruda labor de artesano a que está obligado el literato, pobre,—ocupó durante su enérgica vida sus activas, manos. Amaba a sus cofrades y era amado de ellos. No era de esos bardos que acumulan en elaboradas rimas imaginarios dolores, y sentimientos cerebrales: era de aquellos bardos sinceros cuyos versos brotan hechos de una hora real de dolor, de fe o de amor. Un hermoso periódico publica mensualmente en Nueva York la casa de Scribner, una revista excelente, en que, bajo elegantísima cubierta de uso antiguo, únense a selectos y amenos estudios literarios, grabados exquisitos, retratos bellos, minuciosas y perfectas obras de arte: era Holland el director de esta revista de Scribner, hoy leída con fama en Inglaterra, y vendida mensualmente en grandes cantidades en las más lujosas librerías y en los más humildes casuchos de periódicos de los Estados Unidos. Murió Holland como mueren los que saben cumplir con su deber: murió al entrar en su casa de trabajo; murió de pie. El corazón fatigado de sentir, se negó a enviar a las venas la sangre. ¡Noble poeta!

¡Qué sanos libros, esos que escribe el alma! ¡Qué repugnante libro, ese que ha escrito en su prisión el menguado Guiteau! Pero atrae los ojos, como los atraen todos los fenómenos. El libro es una autobiografía, dictada a un empleado del Herald,—este omnipotente periódico,—autobiografía tal que la oía a veces el escribiente con irreprimible disgusto y con justa ira. ¡Con qué regalo se detenía en los menores accidentes de su vulgar vida! ¡Qué importancia imagina

54 Todo lo olvida Nueva York en un instante que va atada a la más necia de sus confesiones! Es la vida de un ambicioso, que llega con el deseo a donde no llega con los medios intelectuales y morales de satisfacerlo. Le devoraba ansia de notoriedad y vida cómoda. Todo lo suyo es raquítico, impotente, soberbio, extravagante; No se somete a trabajos humildes. Aspira a grandes premios con mezquinos merecimientos. En todas partes es desestimado por inepto, por vanidoso y por díscolo: su lenguaje es rastrero; sus propósitos pueriles y enfermizos; leyéndolo se imagina un hombre de mirada viscosa, color pálido y cráneo deprimido. Este hombre es una imperfección moral, como hay imperfecciones físicas. Enseñarse, ofrecerse, alabarse, proponerse, —eran sus oficios. Como periodista, quiere ponerse a la cabeza de un periódico como el de Horacio Greeley; cosa posible, cuando se es Horacio Greeley; como esposo, martiriza, expulsa y abandona a su esposa; como creyente, aspira a demostrar la venida del segundo Cristo en un libro indigesto y monótono “La verdad o el compañero de la Biblia”; como lector, habla a salas desiertas; como orador político, fue su única gloria asaltar una vez la plataforma en una junta de hombres de color; como abogado, es perseguido por probada estafa; como escritor de campaña electoral, publica y reparte como anuncio un discurso suyo, que envía a los cuatro vientos, y ellos se llevan: “Garfield contra Hancock”; como desvergonzado, atrévese a enviar a Garfield después de las elecciones en que fue proclamado Presidente este singular telegrama: “Los hemos barrido como yo esperaba. ¡Gracias a Dios!— Vuestro respetuosamente—Carlos Guiteau”; y en otra entrevista, en la única que alcanzó de Garfield, osa darle el discurso en el que, con mengua de todo decoro, había unido a las palabras del título impreso, por una línea de tinta, estas palabras manuscritas “Consulado de París”, que no era menor puesto el que de Garfield

55 José Martí pretendía; ¡Mas mi Ministro en Austria, ni Cónsul en París, logró ser el osado vagabundo! ¡Con qué frialdad pedía a Blaine que removiese, en honor suya, al Cónsul actual! A este punto su vida, y de este asalto a la fortuna robustamente rechazado, la ira toma en este espíritu malvado la forma del asesinato. Y entonces describe con repulsiva complacencia cómo “viendo en los periódicos que la tenacidad del Presidente iba a dividir el partido republicano, dar el gobierno a los demócratas y encender una nueva guerra”, concibió la idea de “remover a Garfield”, para que el poder recayese en “su amigo Arthur”. Se concibió héroe. Creyó que cambiaría el curso de la tierra, y dejaría con su valor estáticos y deslumbrados a los hombres. Preparó una segunda edición de su libro. “El compañero de la Biblia”, porque creyó que “por la notoriedad que alcanzaría él por el acto de remover al Presidente”, esta edición se vendería copiosamente; Empezó una tarea de zorra y de hiena. Espió durante días enteros todos los movimientos de su víctima. Compró el mayor revólver que hubo a mano; le probó a orillas del río; quedó satisfecho de su gran ruido y de su grande estrago; lo envolvió cuidadosamente en papel para que no se le humedeciera; durmió tranquilamente, despertó a las cuatro de la mañana, y “se sintió bien en alma y cuerpo”. Y se encarniza en dar idea de su serenidad. Almorzó bien, y volvió a sentirse bien en cuerpo y alma. Revisó su revólver; aguardó a su víctima; le disparó el primer tiro; lo vio vivo y le disparó el segundo. Y cuando describe la manera con que un policía ciego de ira, se le echó encima y le estrujó el brazo, queda de sus mismas viles palabras la impresión misma que queda en los ojos, de ver a una hedionda sabandija aplastada por la pata de un mastín. ¡Concibió este hombre la única gloria que su ruin mente era capaz de concebir,

56 Todo lo olvida Nueva York en un instante y sacrificó a ella fríamente, por el beneficio de su fama y provecho, una criatura privilegiada y admirable!

Y dice en su autobiografía, de una manera descosida y violenta, que revela intención de ser teñido por víctima de extravío mental, que hace veinte años comenzó a creer y cree, que será electo por un acto de Dios Presidente de los Estados Unidos y ofrece para entonces al pueblo americano “una administración de primera clase”: no sufrirá política de sección ni nada que no sea recto: su objeto será “dar satisfacción todo el pueblo americano y hacerlo feliz, próspero y temeroso de Dios” ¡Faltan en ese hombre los gérmenes normales y las corrientes naturales y cálidas de la vida! Parece un árbol seco en que han anidado los gusanos. Se concibe un gran criminal, con gran entereza, gran maldad, y constante propósito: mas no a ese raquítico culpable, que al delito de haber cometido su extraordinario crimen, une el de la debilidad, de disfrazar su real carácter. Para él el asesinato del Presidente fue un negocio, de que esperó nombre y dinero. Sospecha ya que ni el nombre logrado es el que anhela, ni el bienestar a que en consecuencia de su acto aspiraba, se le anuncia. ¡Y procura torcer las consecuencias de este mal negocio! La autobiografía termina con un cómico anuncio: “Busco una esposa, y no veo razón para no mostrar aquí este deseo mío. Solicito una elegante y acaudalada dama católica, de menos de treinta, años, que pertenezca a una elevada familia. Esta señora puede dirigirse a mí con la más absoluta, confianza.” Bien hizo Holland, el poeta que acaba de morir, en escribir aquel ardiente verso: “¡Que una criatura tan miserable haya podido exterminar a una tan noble criatura!”

Un cuñado de Guiteau ha venido a defenderle. Parece un hombre justo, no aguijado del deseo de lograr impura reputación o hacerse

57 José Martí de mayor crédito profesional, sino movido de ánimo compasivo, por su corazón humano, y por lealtades de familia. Desdén y misericordia muestra por Guiteau. El proceso le daba ocasión para largas demoras, y enojosos trámites: mas parece que no desea usarlos. Juzga a Guiteau demente; y acumula cartas antiguas, documentos de vieja fecha, documentos recientes, testimonios personales, cuanto haga a la prueba de demencia. Desea Guiteau pasar, como un monomaniaco político y religioso. Su cuñado afecta, o siente, confianza en el veredicto de los jueces. Hablarle, verle, oírle, basta,— dice el abogado.

—“¿Cuáles serán vuestros testigos?”

—“Guiteau el primero” —responde. “Que los jueces le interroguen, que lo vigilen, que lo escuchen, que lean las cartas que a su hermana y a mí nos viene desde hace tiempo escribiendo; el informe que ha redactado desde su prisión para la prensa; el manifiesto que antes de cometer el crimen escribió al pueblo americano, y me dictó ayer de memoria, y la adición al manifiesto en que establece que uno de los objetos del asesinato fue crearse renombre para ayudar a la venta de su libro que ha de salvar las almas.”

De la perspicacia de los jueces, y del extravío mental de Guiteau parece seguro el abogado que viene a Washington, humilde y sin dineros, a disputar su víctima al cadalso. Altas razones de honra nacional ven algunos abogados en esta defensa,—y enseñar a las pasiones buenas enseñanzas,—digna de ser intentada, y de ayudar en ella al modesto abogado de Scoville.

58 Todo lo olvida Nueva York en un instante

Mas ya está el procesado ante la barra. La sala está llena de juristas y empleados. La multitud, de pie en el fondo del salón, lo ve en silencio. El desdén se mezcla a la lástima. El preso lleva un mal flus muy usado. Grueso y rollizo lo representaban los informes: débil, y de mísera apariencia se le ve ahora ante los jueces.

—“¿Os confesáis culpable, u os creéis inocente?”

El acusado se lleva la mano trémula al bolsillo, y como buscando un papel, dice:

—“Traigo aquí un informe que deseo leer.”

—“No es el momento de leerlo. ¿Culpable o inocente?” repite el juez

—“Inocente”, dice Guiteau; y se escapa de sus labios un suspiro.

Se ajusta el día del proceso, que va a ser el 7 de noviembre: quiere el defensor demorarlo; anuncia que lo defenderá por demente, y que negará jurisdicción al tribunal actual. Rodeado de empleados de la Corte, sale, tímido y nervioso, del salón por entre la multitud, que lo ve pasar sin una amenaza, sin un clamor, sin un gesto. Va poseído de visible zozobra. Lo asusta su propio drama. Le abandona la calma con que en la celda dicta su vida y redacta sus informes. Se buscan testigos; se urge al Tribunal para que a su costa los haga venir a Washington, más por demorar el proceso, en espera de lo imprevisto favorable, que por enojar al Tribunal con ello. Vuelve el criminal a su jaula de piedra. El aire de la sala de la Corte, cuyas ventanas habían sido cerradas, era caliente y fétido.

59 José Martí

Por destruir una vida es procesado este hombre en Washington: por salvar a trece náufragos con grave riesgo, ha sido condecorada una mujer en New Port con la medalla del valor heroico. En noches tenebrosas, en frágil bote, Ida Lewis Wilson, ha arrebatado al mar enfurecido numerosas víctimas. De oro es la medalla con que la premia el Gobierno; y de manos de un bravo comandante pasó a las de la intrépida nauta esta recompensa de su extraordinaria bravura. Afronta, monta, doma la ola furiosa: arranca de su seno a dos hombres medio muertos; los trae en sus espaldas a la playa: bien merece las frases de alta estima que adornan la magnífica medalla.

Por sobre las olas cabalgaba, señora de la tormenta, Ida Lewis: por sobre llamas iban montados los bomberos en el aire noches hace, en un incendio majestuoso y terrible. Una manzana entera vino a tierra: aún humean los restos: entre montones de piedra lucen blancos y grandes huesos; hedor de carne quemada penetra en la atmósfera. El fuego devoró, el depósito de un gran tranvía, el tranvía de la Cuarta Avenida. 950 caballos estaban en las cuadras. 6,000 pacas de heno ardieron a un tiempo. De provisiones de establo había $50,000. De pérdida total, más de un millón. El cielo de Nueva York se tornó rojo. Los caballos, frenéticos, se resistían a seguir a sus salvadores; o morían entre estremecedores relinchos, o salían desalados, envueltos en llamas, por las anchas puertas. Ya ondeaba la masa roja sobre las casas de los pobres, que se alzan en uno de los costados del depósito; ya envolvía con sus terribles lenguas, y devoraba objetos valiosísimos, cuadros, manuscritos, maravillas de cerámica, libros raros, curiosidades, joyas dejadas a guardar por viajeros ricos, habitantes de hoteles o gente transeúnte en un acreditado almacén cercano; ya el intenso calor derretía los cristales, y la gigantesca ola roja lamía, golpeaba, iluminaba la fachada de hierro

60 Todo lo olvida Nueva York en un instante de un edificio monumental; construido para casa pobres por el benéfico comerciante Stewart, y convertido por sus ambiciosos herederos en hotel colosal y lucrativo: no tuvo Asiria palacios más altos. Salvó el azar las frágiles casas de los pobres; tragóse el incendio todas las riquezas del lujoso almacén; salvó la dirección del viento al edificio de hierro de mayores peligros; al nivel de la tierra está el vasto depósito: ruedas de carros, arneses rotos, cráneos de animales, montones de escombros, líneas de vivido rojo entre pedruscos negros, columnas de pardo y denso humo elevándose lentamente de las ruinas, he ahí los restos del inmenso establo.

A la vez que en Nueva York venía a arruinar tan grande riqueza, un suceso de trascendencia considerable abre nuevos cauces a la fortuna del mediodía de la Unión Americana.

Bajo el techo de un soberbio edificio, construido en forma de cruz griega; de 750 pies de largo por cien de ancho, ostentando en su centro la máquina potente que movió las maravillas de la industria presentadas a la Exposición de Filadelfia, se abrazan ahora, y se miran como amigos el Norte y el Sur.

La Exposición Internacional se abrió en Atlanta con conmovedoras ceremonias el día 5 de octubre. No se oyó por cierto en esa hermosa fiesta industrial, que viene a ser un banquete político, aquella voz amada y consoladora que había prometido hacerse oír: fríos están ya bajo la tierra de Cleveland, los labios que hubieran dado paso en ocasión como esta a evangélicas y arrebatadoras palabras de hermandad, esperanza y consuelo.

61 José Martí

Esta es una fiesta de conciliación, tanto como una fiesta de agricultura. El Sur presenta al Norte su producto rico, de cuya cosecha recaba 300 millones de pesos anuales: el tabaco, el azúcar, el maíz, el arroz, sus jugosas frutas, sus minerales abundantes, sus flores delicadas, sus maderas de monte, todas sus naturales riquezas son desplegadas por el Sur rico en ellas a los ojos del Norte, rico en caudales. Y el Norte, en cambio, su suntuosa maquinaria que, manufacturando el algodón en los terrenos mismos en que se cultiva, traería al Sur, con el hecho solo de exportar en objetos lo que exporta en masa, valiosísimo aumento en el precio de su productivo capital.

Con gran pompa, con plegarias de obispo, con versos de Hayne, poeta ya afamado; con un levantado discurso del senador Voorhees se inauguró la Exposición. Ella viene a iniciar al Norte a que lleve al Sur sus capitales desocupados. Ella viene a mover al Sur a que favorezca el cultivo de los frutos del Trópico que hoy a alto precio compra el Norte, a tierras extranjeras, y a demostrarle la posibilidad y urgencia de que, con tan rica materia prima, y con tan vastos mercados en su frontera como los de México, y los del resto de la América Latina, más allá, se trueque de país agrícola perfecto en país manufacturero de artículos que hoy compra de los mismos a quienes vende la materia prima con que se elaboran.

Día solemne será para la Exposición el día 25, en que los gobernadores congregados en Yorktown para la magna fiesta histórica, irán en masa a tomar y llevar a sus Estados impresión de las ventajas mutuas que de venir a más íntimo comercio mostrara sin duda esta afortunada Exhibición.

62 Todo lo olvida Nueva York en un instante

De recordar las glorias de los muertos irán los Gobernadores a honrar las prendas del trabajo de sus laboriosos hijos—trabajar: gran manera de honrar a padres gloriosos. Los hijos deben hacer practicar, no ahogar en sangre, la simiente de gloria que de sus padres ilustres Recibieron. De flores y de frutas habrá exhibición luego; y de bueyes y mulas; y de ovejas y cerdos; y de los perros, que guardan la hacienda; y de todos los útiles animales y menesteres de las casas de campo.

De desolación y espanto fue la escena en el incendio de la Cuarta Avenida; de gala y de colores la hubo en el rico hotel que ostenta la Quinta. De famosos generales, de suntuosos viajeros, de altos políticos, de damas poderosas, es el hotel de la Quinta Avenida natural morada. Allí pasando por puertas embanderadas con los pabellones de Francia y Norteamérica, fueron a descansar de su viaje los descendientes de los heroicos franceses que abatieron—frente a los viejos reductos de Yorktown—el poder y la fortuna de Inglaterra. Del intrépido alemán Steuben, del romántico Lafayette, del noble Rochambeau fue allí la gloria. Decidió el sitio de Yorktown la independencia de la América del Norte. El inglés Cornwallis rindió a Steuben su espada; Washington mismo disparó con sus manos el primer cañonazo en la batalla decisiva; en proezas y audacias rivalizaron dos auxiliares de Francia, ataviados de brillantes vestidos; y los nativos criollos, envueltos en trajes azotados por la lluvia, quemados por el fuego de la batalla, destrozados por los arbustos del camino.

El Gobierno americano, que secunda los activos esfuerzos, de la asociación del centenario de Yorktown, invitó a los descendientes de los héroes franceses, y a los del bravo alemán, a venir a saludar en el

63 José Martí campo de sus hazañas el lugar donde blandieron la espada y rindieron al enemigo sus ilustres mayores, Alegres y elegantes han venido los nietos de Lafayette, de Rochambeau, de Haussonville, de Noailles. Fornidos y severos han parecido a los neoyorkinos los atléticos sucesores del audaz Steuben. No bien llegaron los alemanes sobre el casco de cuyo robusto jefe se leía la insignia de los Hohenzollern “Suum cuique”, y las palabras de lealtad, “Con Dios, por mi rey y por mi patria”, coronadas del águila prusiana,— siguieron, luego de ser cariñosamente recibidos por las autoridades de la ciudad, camino de Yorktown. Ver condes, y vizcondes y marqueses enajena de gozo a los buenos neoyorquinos, y grandemente han gozado con los nobles de Francia alojados en la Quinta Avenida. Sus uniformes han sido menudamente descritos; acotada toda observación; celebrada toda frase oportuna; contadas y alabadas las plumas de colores, las cruces, las armas, los bordados.

En procesión luciente fueron traídos del muelle al gran hotel, Policía montada abría y cerraba el séquito. A los acordes de la “Marsellesa”; que no ha mucho resonaron bajo los balcones de Sarah Bernhardt, sucedían los de “¡Salve Columbia!” y “La estrellada y listada bandera”.

El séptimo regimiento, servido aquí por ricos mercaderes y jóvenes elegantes, escoltaba a los vivaces y sonrientes nietos de los que, con calor de hijos, ofrecieron sus pechos generosos en defensa de un pueblo amigo a las balas inglesas. Apenas desembarazados de los deberes de orden, —la inquieta comitiva, se repartió por esta ciudad maravillosa. Fueron los unos a pasear las luengas avenidas en el ferrocarril elevado, que en un extremo remata en atrevidas curvas, y en otro se alza a elevación pasmosa sobre los riachuelos y praderas

64 Todo lo olvida Nueva York en un instante que rodean el solemne Puente Alto. Cuáles cruzaron en coche el ruidoso Broadway. Otros, con un pintor osado a la cabeza, se encaramaron en frágil andamio al más extenso puente colgante que va a Nueva York y a Brooklyn.

El que fue campo de batalla se adereza en tanto para recibir a los viajeros. Revistas, saludos, plegarias, discursos, músicas marciales, todo lo prepara Yorktown para sus cuatro días de fiesta. Se ha remozado y vestido de limpio, el miserable villorrio. En pie está la casa en que firmó su rendición Cornwallis: aún se señala el lugar que ocupó el humeante parapeto, a cuya cima se asomó entre redobles de tambor, el oficial inglés pidiendo parlamento; aún se enseña el lugar donde los incontrastables franceses, al mando del barón de Viomenil, asaltaron el reducto británico, coronado de llamas; aún se apunta el pedazo de tierra en que cayó herido de muerte el barón Scandell.

Allá iremos: mediremos el glorioso terreno; contaremos la espléndida historia; y del brazo andaremos, de aquí a quince días, por la playa animada, teatro ha un siglo de tan altas proezas, los benévolos lectores de estas humildes cartas, y su afectuoso amigo,

M. DE Z.

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Caracas, 14 de noviembre de 1881, La Opinión Nacional (Carta de Nueva York)

Nueva York, 29 de octubre de 1881

Señor Director de La Opinión Nacional: Gritos de triunfo y gritos de reforma han resonado en los Estados Unidos en esta quincena: con los unos se celebraba aquella magnífica época que vio vivir a Washington; con los otros, se entra con incontrastable ímpetu por la vía de honradez y pureza que abrió Garfield. Impacientes los hombres de hoy por asegurarse el dominio de sí mismos, que el sistema de camarillas políticas comenzaba a arrebatarles, como de prisa y de mal grado, emprendieron su peregrinación al campo sacro donde sus tenaces y gloriosos abuelos plantaron sobre reductos humeantes el pabellón a cuya sombra crece el pueblo más pujante, feliz y maravilloso que han visto los hombres. ¡Luego de echar la vista , por estos puertos, por estas ciudades, se piensa involuntariamente en mares y en montañas! ¡Qué simple y qué grande! ¡Qué sereno, y qué fuerte! ¡Y este pasmoso pueblo ha venido a la vida, de haberse desposado con fe buena, en la casa de la Libertad, la América y el trabajo! Poseer, he aquí la garantía de las Repúblicas. Un país pobre vivirá siempre atormentado y en revuelta. Crear intereses es crear defensores de la independencia personal y fiereza pública necesaria para defenderlos. La actividad humana es un monstruo que cuando no crea, devora. Es necesario darle empleo: aquí, ha creado.

67 José Martí

Eran hace cien años estas ciudades, aldeas; estas bahías, arenales; y la tierra entera, dominio de un señor altivo y perezoso que regía a sus hijos como a vasallos, y con el pomo de su látigo escribía sus leyes, y con el tacón de sus pesadas botas las sellaba. Los caballeros de las Colonias, se alzaron contra los caballeros de Jorge III. Desuncieron los campesinos los caballos de sus carros, y los vistieron con los arreos de batallar. Con el acero de los arados, trocado en espada justiciera, rompieron las leyes selladas con el tacón de la bota del monarca. Se combatió, se padeció frío, se venció el hambre, y con largo y doloroso cortejo se cautivó al fin a la gloria. El 16 de octubre de 1781, los franceses y americanos aliados, recibieron de manos del caudillo británico el pabellón inglés vencido. Cornwallis, cercado, deslumbrado, anonadado, aterrado, se rindió a Washington y a Lafayette en Yorktown. Siete mil ingleses se rindieron con su jefe: trescientos cincuenta habían perecido en el brillante sitio; con valor fiero asaltaron los sitiadores las obras de defensa de las tropas reales; con gallarda nobleza y ejemplar calma, se regocijaron de su triunfo. Allí descansaron de su jornada de seis años los soldados de Lexington, Concord y Bunker Hill. Allí doblaron la rodilla, para dar gracias a Dios, los que la habían alzado de una vez fatigados de tenerla humillada ante su tirano, en 1775. Allí se ha honrado ahora a los héroes, se ha conmemorado a los muertos, se ha contado la gloriosa historia, y se ha saludado cariñosamente a los vencidos.

Hace cien años, fue la señal de la redención la toma de Yorktown: Francia, que ha redimido a los hombres con su sangre, se había aliado a las colonias americanas rebeldes. En aquellos tiempos de odios, el rey francés obedecía así a la usual política, y debilitaba el poder de Inglaterra, su robusta enemiga. Mas no fue el rey quien decretó la alianza: fue el clamor de la nación generosa que,

68 Todo lo olvida Nueva York en un instante enamorada de la libertad, y no bastante fuerte aún para conseguirla, empleaba la energía ya recogida en empujar a la libertad a un pueblo más cercano a ella y más fuerte: fue el clamor de la nación, pagada por la casaca parda y las medias de lana del humilde Franklin, de aquel embajador austero, que entró en la casa del rey con los vestidos modestos de la libertad, y habló con sus palabras y venció con ellas. La flota francesa había vencido a la flota inglesa entre los cabos de Chesapeake, con rapidez tan grande y tal fortuna que un noble que venía a visitar al almirante inglés, fue recibido por el conde de Grasse, el marino de Francia, y en las mesas francesas se sirvieron los manjares que habían sido preparados para adornar la mesa de los marinos de Inglaterra. Washington, con cartas diestramente escritas, que aparentaba dejar sorprender a los enemigos, hacía creer a Clinton, el representante del monarca y director de la campaña, que cuando cruzaba el Hudson estaba aún lejos de él. Cuando despertó de su sueño, halagado por la seguridad de venideras glorias el inglés Cornwallis, Washington mismo, con su mano firme y su postura augusta, disparaba contra Yorktown la bala de cañón que abrió el famoso sitio. De noche construían los aliados las trincheras, de donde, al romper el día, habían de disparar las balas llevadoras del asombro, la derrota y la muerte. La luz de una fragata incendiada alumbra el combate. Lafayette generoso y Rochambeau valiente, mandan a los franceses, y Washington, sereno, Washington amado, manda a los americanos. Con ellos pelea el soldado bravo, el disciplinador enérgico, el alemán noble, el barón de Steuben. De Lauzan va a la cabeza de la caballería. Viomenil guía la infantería ligera; Entre los franceses van un Montmorency, un Lameth, un Noailles.

69 José Martí

¿Qué eran los parapetos, los terraplenes, las empalizadas? ¿Qué las grietas del terreno, naturales defensas de Yorktown? ¿Qué los anchos pantanos, que parecían sepulcro inglorioso, inevitable tumba? ¿Qué las fortificadas baterías? ¡Cada mañana amanecían los sitiadores más cerca de los absortos sitiados! ¡Es que hay una hora en que la tiranía se ciega, y se deja vencer, aturdida por el brillo y la pujanza de la Libertad! ¡Es que el soldado que lucha por la honra vale más, y lidia mejor, que el soldado que lucha por la paga! Rivalizaban en bravura los tenaces americanos y los ardientes franceses. Dos reductos se levantan a su paso: “¡Viva el Rey!” dicen los soldados de Francia, y toman el uno: sobre cien de sus compañeros, muertos o heridos, pasan los triunfadores: en el otro reducto, el jefe inglés rinde su espada a Alejandro Hamilton, el jefe americano. En vano aguarda Lord Cornwallis refuerzos de la flota inglesa, que ha sido vencida; en vano intenta, contra la naturaleza que, amiga una vez de los hombres libres, le cierra con una tormenta el paso, la fuga de sus tropas. Ya no tiene fuerzas el Lord poderoso para sacar el acero de la vaina. Bate el tambor, pidiendo tregua. Se ajustan condiciones: el inglés las rechaza: el americano las impone: se firman en una casa histórica, la casa de Moore: las tropas quedan prisioneras de guerra: la propiedad pública, pasa a manos de los vencedores: la propiedad privada, ya de los hombres de armas, de los habitantes del pueblo, queda en poder de sus dueños: los productos del saqueo y la rapiña han de ser devueltos a los que los reclamen, y Tarleton, un hombre odiado, tiene que echar pie a tierra de un caballo admirable que reclama su dueño. Témese que peligren, por su fama de crueles, algunos oficiales de Cornwallis, y Washington permite y favorece su salida del campo de batalla, so pretexto de que van en comisión de duelo, a dar parte a los gobernantes ingleses de la amarga derrota. Y el día brilla: en

70 Todo lo olvida Nueva York en un instante carros, a caballo, a pie, ha venido de los campos y poblaciones vecinas, muchedumbre imponente de curiosos. ¡Cuán solitario suele estar el campo de batalla el día antes del combate! ¡Cuán poblado el día después de la victoria! Es la hora de la entrega de las armas; A un lado del campamento, con Rochambeau al frente, forman, con sus lujosos uniformes, los franceses: al otro lado, mandados por Washington, forman, con sus uniformes empolvados, desiguales y raídos, los americanos; aquellos, brillantes; estos, ingenuos. Por entre ambas columnas adelanta, con paso solemne, armas al hombro, banderas plegadas y tambor batiente, el ejército vencido: no lo manda Cornwallis, que está avergonzado. Allá cerca, en un espacio vecino, dejan aquellos hombres tristes sus mosquetes. Nadie los injuria, no los maltrata nadie. Y la nación entera, como a alba magnífica, se regocija y amanece. Filadelfia era ciudad de fieles, y cuando el guardia nocturno anunció las doce de la noche, con aquel grito lento: “Las doce de la noche, y todo va bien” y añadió:—“y Cornwallis ha sido tomado”,—no hubo ventana sin luz, ni balcón sin bandera, ni ser humano dormido en Filadelfia. El Congreso en masa fue a dar gracias al bondadoso Legislador del Universo. La grandeza serena había vencido a la tradición insolente: a Jorge III lo había vencido Washington.

Yorktown fue la batalla decisiva, el triunfo efectivo, la victoria incontestada. Tras ella, quedo de hecho el país libre. Esa es la batalla que en estos días los americanos han conmemorado. Han vuelto, llenos de vida, a aquel lugar famoso donde a ella nacieron. Han llamado, para apretar la liga de los pueblos buenos, a los descendientes de aquellos bravos soldados de Francia. Como el alemán Steuben batalló en Yorktown, llamaron también a sus descendientes alemanes. Como Inglaterra ama a sus hijos y no está

71 José Martí celosa sino orgullosa de ellos, han saludado la bandera de Inglaterra en el lugar mismo en que fue vencida, nueva manera de vencerla. Recuerdo sin odio, fuerza sin vanidad, agradecimiento sin interés, esto ha sido esta fiesta. Y viene a tiempo a este país laborioso, esta hora de remembranza de aquellas puras glorias, como vino a tiempo la noble agonía y dichosa muerte del honrado Garfield. Tiene el corazón sus caudales, y perecen en su palacio de oro, como el rey Midas, los pueblos que dejan morir estas puras riquezas. Sentir, es ser fuerte. Ni cabe comparación, en el concepto y gratitud humanos, entre Jesús y Creso. ¡No hay flores más lozanas ni fragantes que las que nacen sobre la tierra de los muertos! De amar las glorias pasadas, se sacan fuerzas para adquirir las glorias nuevas.

Oficial, más que nacional, aunque aprobado y loado por la nación, ha sido el centenario de Yorktown. No suspendió el pueblo sus labores; no hablaron los oradores a las masas; no lucieron banderas en puertas ni ventanas; no recorrieron músicas las calles; ni regocijo, ni emoción, ni curiosidad marcada pudo observarse en comarca alguna de los Estados Unidos. Más allá, en el campo glorioso, milicias, veteranos, altos huéspedes, dignatarios altos, estaban reunidos. Yorktown, morada del silencio, resonaba con ecos de orquesta, clamores de gozo y voces de vida. Al vapor silencioso que cruza lánguidamente las olvidadas aguas de su puerto, un día rico, sucedieron como bosques de buques, ya los americanos de la armada del Atlántico, ya fragatas francesas, ya hoteles flotantes, improvisados en las cámaras de los vapores; ya buques de vela, buquecillos de recreo, vapores de travesía, blancos y gigantescos, y barcas de pescadores. Era en tierra todo polvo y ruido; todo tiendas, hoteles improvisados, comedores al aire, puestos de refrescos, grupos de jugadores, bailes de la comarca, comedias de polichinelas, casillas de

72 Todo lo olvida Nueva York en un instante buhoneros, gritar de gentes, cantar los negros de las haciendas, ir y venir de alegres carruajes tirados por mulas y cargados de lindas virginianas, o de aquellos curiosos vehículos de campo, que llevan sobre dos ruedas la abundante y parlera familia de un hombre de color, tirada por una mansa vaca, que obedece a la voz del guiador acurrucado en la delantera del carrillo, como el más dócil jaco. De feria estaba el pueblo, y parecía feria. De las sesenta casas que un día tuvo, y que solían dar abrigo a opulentos armadores y a funcionarios pomposos, quedan en pie, envueltas en clásico musgo, la casa de Nelson, y—por manos irrespetuosas blanqueada, pálida y amueblada—la casa de Moore; aquella en que con ojos relucientes de gozo vieron cien años hace los jefes americanos moverse sobre el pliego de la capitulación las manos trémulas del jefe inglés que lo autorizaba con su firma. Algazara, y bullicio era todo en Yorktown. Estos, que aquí se agrupan y vienen a oír las tradiciones que narra, apoyado en su báculo ruin, el habitante más anciano del puerto; aquellos, que se apiñan y vocean, ven bailar sobre un entarimado a un hombre de color, calzado con ponderosas, y luengas botas, cubierta la cabeza con un gorro rojo, y todo lleno de lazos azules, y marchitos encajes. En un lado los militares presentan armas a un gobernador; en otro, sacian su sed con benéfica cerveza alemana, o áspero whisky. Ya son corporaciones invitadas a la fiesta, a que la multitud abre paso; ya una columna cerrada de francmasones, que vienen en gran número a la fiesta. Y ya se arremolinan, se empujan, se atropellan para salir al encuentro de un cuerpo de artilleros que viene “cubierto del polvo de seis Estados”, por el mismo camino que el ejército libertador anduvo un día, empolvado, alegre, sediento, desplegando al aire el pabellón luciente, y arrancando voces de triunfo a las marciales cornetas: 465 millas han andado en treinta

73 José Martí días. Esto era, al inaugurarse la semana de la conmemoración, el lugar de la famosa batalla. En un yate, por el puerto, paseaba el dueño del Herald, y agasajaba a bordo a Archibald Forbes, el más atrevido corresponsal de guerra con que cuentan los periódicos ingleses; y en tierra, en un rincón, un grupo ansioso, que viene de comprar a un vendedor de baratijas piedras mágicas y medicinas omnicurantes, entra a ver un ternero que nació con seis pies, o una vaca ya crecida que anda sobre cinco. Un lúgubre cortejo cruza en tanto el río. Fatigado de sentir, el corazón de un marino se había roto en su pecho. Era un noble oficial el capitán Mr. Crea. De su buque sacaron solemnemente su cadáver. Singular procesión surca las aguas. Va delante, en un bote de guiador, el capellán que reza; detrás, como guardia de honor, botes de los buques de guerra anclados en el puerto: entre ellos, el cadáver. Quedó este en tierra. Y continuó el gozo.

El sol el día 18 brilló sobre los buques lujosamente engalanados. En el Tallapoosa, el vapor que tuvo encendidas sus calderas para llevar al buen Garfield a las tierras sanas del Canadá en busca de vida, trajo a Yorktown al Presidente de los Estados Unidos, miembros de su Gabinete, y respetables personas. Cada buque disparó en su honor 21 cañonazos. Batalla parecía aquel estruendo, y lo era realmente: la daba el agradecimiento y la ganaban los hombres: era aquella la batalla de la paz. A poco, en lujoso buque, vinieron con el Secretario Blaine, de blanco cabello, bondadosa faz y penetrantes ojos, los huéspedes franceses y alemanes. En larga procesión, encabezada por el jefe del país, dirigíase la compacta comitiva, acongojada por el caluroso día, y cercada a un lado y otro por la curiosa muchedumbre, al promontorio donde ha de alzarse el monumento que recuerde el esfuerzo de los redentores, la bravura de los aliados y la trascendental

74 Todo lo olvida Nueva York en un instante victoria. En ancha plataforma acomodáronse los huéspedes. Cerrados los ojos, baja la cabeza, cubierto a medias el rostro por la mano alzada,—que es aquí la señal de reverencia,—oyeron los concurrentes la plegaria en que se ofreció al Alto Señor la ceremonia. De los francmasones era el día 18 la fiesta. Con ceremonias masónicas colocaron la primera piedra del monumento memorativo. En el sillón de roble en que, en sus trabajos de jefe de logia se sentó Washington, se sentó en Yorktown el Gran Maestro de los francmasones. Las bandas y el mandil que lo adornaban fueron bordados por la esposa del humano Lafayette, y a Washington presentadas en ofrenda, allá en la sala humilde de su hacienda solitaria de Mount Vernon. Y el mallete que en la ceremonia resonaba, está hecho de la madera del puente de la fragata Lawrence, el buque abanderado en la gloriosa flota que en 10 de septiembre de 1813, venció en el lago Erie a los tenaces ingleses. A los golpes de ese mismo mallete, se colocó en 1876 la piedra primera del monumento que recuerda el combate de Monmouth; y a sus golpes también fueron echadas en la tierra del Parque Central de Nueva York las bases del obelisco valioso cuyas letras extrañas y seculares intentan en vano descifrar los hombres. Del misterioso Egipto vino a Nueva York el obelisco raro. “A la admirable y sensible Francia, a nuestra amiga constante y fiel, queremos honrar en este monumento: y a ese gallardo Steuben, que honró a su patria y nos ayudó a fundar la nuestra”,—así dijo el Gobernador del Estado histórico, en cuyo recinto está Yorktown. “Ved ese monumento”—decía el senador Johnson: “en él están nuestra cima, nuestros triunfos, nuestra actual gloria. Por él sabremos cómo nacimos, y él dirá cómo somos. Él es nuestra existencia nacional. Trece figuras de mujer, los trece Estados viejos, sustentan la columna en que van inscritos los treinta y ocho

75 José Martí potentes Estados que hoy forman la Unión. Y coronándolos a todos, como fruto de esta concordia espléndida, de aquella victoria brillante, y del trabajo con que la hemos confirmado, brilla la libertad, nuestra salvadora y nuestra hija.”

Fue el día 19 el día solemne. Ante los rudos prusianos, cubiertos de su casco de batallar; ante los gallardos enviados de Francia, especialmente honrados; ante la multitud de gente ilustre reunida; en esta hora grave de la conmemoración, se irguió el Presidente Arthur, honró a la vez a los Estados Unidos que vencieron, y a la madre Inglaterra que fue vencida. Ni honró a Inglaterra demasiado, ni la honró demasiado poco. Fue breve, brillante, seguro, oportuno, su discurso. Tenía un modo de decirlo y dio con el modo. A los franceses dio ardientes gracias. Con Alemania fue cortés. “De esta batalla nos vino un legado”—dijo: “el amor de la libertad, protegida por la ley”. “Quiera Dios—exclamaba al concluir— que nada altere ni conmueva las relaciones que nos unen con el pueblo que fue nuestro adversario; y con los pueblos que nos cedieron en la hora de la prueba sus mejores hijos: quiera Dios que vivamos con nosotros mismos y con todos los pueblos de la tierra en eterna paz.” De elegante manera respondió al Presidente el marqués de Rochambeau: con francés de marcado y vehemente afecto habló en nombre del Gobierno de Francia el comisionado Max Outrey. La “Oda al Centenario”, del poeta del Sur, de Paul Hayne, briosa y bella, fue luego leída. Con donaire de Academia y galanterías de hidalgo dijo su discurso celebrado el caballero Winthrop; “Digamos—exclamó— Dios salve a la Reina”, puesto que aún se oye el grito generoso con que la Reina nos dijo en nuestra hora de agonía: “Dios salve al Presidente”. “Manteneos en la fe de nuestros padres”, dijo a los Estados. “Sois la vanguardia de la raza humana: el mundo venidero

76 Todo lo olvida Nueva York en un instante es nuestro”, dijo una vez Mme. de Sevigné a un distinguido americano: “¡alcémonos a un completo sentido de esta responsabilidad inmensa, y mantengamos el progreso de la Libertad en todas las tierras y en la nuestra!” Culto y hermoso fue el discurso de Winthrop.

Un anciano, entre murmullos lisonjeros, se alzó luego: el ministro Blaine. Y leyó con voz segura este documento simple y grandioso, de él nacido, y con su mano escrito.

“En reconocimiento de las relaciones amistosas tan larga y felizmente mantenidas entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos, en la fe y confianza en la paz y buena voluntad de los dos pueblos en todos los siglos por venir; y especialmente como una señal de respeto profundo del pueblo americano por la ilustre soberana y noble señora que se sienta en el trono británico, ordénase por este documento que al terminar estas ceremonias conmemorativas del valor y triunfo de nuestros antepasados en su lucha patriótica por la independencia, la bandera británica sea saludada por las fuerzas del ejército y marina de los Estados Unidos en Yorktown; Háganlo cumplir el Secretario de Guerra y el Secretario de Marina. Arthur.— Blaine.”

Con salvas estruendosas saludaron baterías y buques el día 20. Fue el día militar, el día naval. Quince mil concurrentes vieron pasar a ocho mil soldados. El hermoso Hancock, como llaman al general demócrata sus entusiastas soldados, llega en arrogante bruto ante la plataforma en que se alza el sillón presidencial; saluda al Jefe del país, entrega las riendas de su caballo y asciende a la plataforma. Apuestas milicias, probados veteranos, pintorescos regimientos desfilan a los

77 José Martí ecos de las bandas. Allá van los dos cañones tomados a Cornwallis en la heroica refriega. Allá van con sus blusas azules y sus sombreros blancos, los soldados de la Carolina del Norte. Con su banda vestida a la austríaca, van allí los ricos voluntarios del Regimiento 13º de la ciudad de Brooklyn; la caballería del Escuadrón del viejo Dominion, en caballos castaños, arranca altos vítores. Especialmente aclamados por sus vestidos pulcros y marcial continente, pasan las milicias de color del noble Estado de Virginia. Montes de polvo y ruidos de combate quedan tras las baterías de artillería, que cierran el séquito. Y en buque elegante pasa revista el Presidente a los buques anclados en el puerto, que en su honor izan banderas, suenan músicas y descargan cañones. Y movidos de prisa de volver a sus quehaceres diarios; y pagadas ya, aunque no con el fantástico brillo y suntuoso arreo que fueron prometidos, y que se debían al caso glorioso, las deudas de agradecimiento, a los padres de la nación y a los pueblos que vinieron a ayudarlos, volviéronse con premura, dignatarios, militares y masones a sus oficinas y a sus lares; fustearon a sus mansas vacas, camino de la hacienda, los labriegos de color; quedó en su soledad triste la histórica Yorktown; y es fama que se ha oído decir a muy elevado personaje que allá conocieron los concurrentes,—con el polvo y el asendereado andar y el imperfecto comer, y el dormir en los hoteles flotantes o en míseras casas;—todos los horrores y miserias de la batalla, sin ninguna de sus glorias. Y ha sido, en verdad, el centenario, para los que ven con ojos penetrantes y leales, como ceremonia impuesta, a los más indiferentes, y sentida sólo por los cautos y los cultos. En periódicos,—por más que no en todos,—y en un buen libro, ha hallado estima y loa la patriótica fiesta; y más allá del mar será tenida como acto digno de un pueblo grande, fuerte y bueno. Fiesta de los tiempos, y liga de los pueblos. Mas ¿dónde,

78 Todo lo olvida Nueva York en un instante dónde, ese patriótico anhelo; esos rapsódicos arranques; esa calurosa sensibilidad; esa filial ternura; ese calor de alma, brillo de mente y vida espiritual de nuestros pueblos? En júbilo debieron encenderse todos los corazones; y los muros todos vestirse de colores de fiestas; y regarse de rosas todos los umbrales; y en peregrinación ir el inmenso pueblo a doblar las rodillas sobre el campo sacro. ¡Líbrenos Dios del invierno de la memoria! ¡Líbrenos Dios del invierno del alma!

M. DE Z.

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Caracas, 26 de noviembre de 1881, La Opinión Nacional (Carta de Nueva York)

Nueva York, 12 de noviembre de 1881

Sr. Director de La Opinión Nacional: Días de drama, de ansia de victoria y derrota, de brillo y sorpresa, han sido en Nueva York estos últimos días. Vivir en nuestros tiempos produce vértigo. Ni el placer de recordar, ni el fortalecimiento de reposar son dados a los que, en la regata maravillosa, han menester de ir mirando perpetuamente hacia adelante. Sofocados, cubiertos de polvo, salpicados de sangre, deslustradas o quebradas las armas, llegamos a la estación de tránsito, caemos exánimes, dejamos, —ya retempladas en el calor de la pelea, —a nuestros caros hijos las golpeadas armaduras, y rueda al fin, en los umbrales de la casa de la muerte, el yelmo roto al suelo. Al que se detiene en el camino, pueblo u hombre, échanlo a tierra, pisotéanlo, injúrianlo, despedázanlo, o, —para que limpie el camino, —húrtanlo los apresurados, embriagados, enloquecidos combatientes. Y en vano ya, si queda vivo, arrepentido de su flaqueza, levántase el caído, repara su abollada coraza, intenta mover el oxidado acero. Los grandes batalladores, empeñados en la búsqueda de lo que ha de ser, han traspuesto el magnífico horizonte. Y el perezoso ha sido olvidado. Van ya lejos; ¡muy lejos!

81 José Martí

Ni de las riendas de su caballo debe desasirse el buen jinete; ni de sus derechos el hombre libre. Es cierto que es más cómodo; ser dirigido que dirigirse; pero es también más peligroso. Y es muy brillante, muy animado, muy vigorizador, muy ennoblecedor el ejercicio de sí propio. Estas cosas venían olvidando las gentes de este pueblo, y como que era comprar y vender los votos, ley suprema, implacable señor y cuna de todo poder, —hallaban los elegantes caballeros y altos potentados, menos trabajoso que coligarse para votar honradamente; coligarse para comprarlos y venderlos. Elecciones las hay aquí todos los años, mas estas de ahora han sido como el despertar arrogante y colérico de hombre robusto que sabe que se ha abusado de él en sueño.

Tienen en Nueva York, como en toda la Unión, tipo especial las elecciones, y en las más, que son las de Presidente de la República, salen a la batalla los más reacios, señoriles o perezosos elementos, y se combate con angustia, con fiereza, con rabia, con toda la fuerza de la voluntad y todos los músculos del brazo; y en las otras, que son llamadas “de año aparte”,—aparte del gran año de la elección presidencial,—ciertos esfuerzos dejan de hacerse, ciertos resortes, más necesarios para la lucha magna, son dejados, temerosos de irritarlos, en descanso; los partidos locales, compactos ante el rival compacto en la gran lucha cuatrienal, se subdividen y desatan; las simpatías personales ponen en peligro la fidelidad y disciplina de los sectarios del partido; como se vota por hombres conocidos de cerca, y de la casa, y cuya influencia se ha de sentir más en la casa, se les duda, se les pregunta, se les analiza, se les despedaza, o se les ama más. Las pasiones toman formas cómicas, un instante después de haber tenido amenazantes formas. “¡Quisiera que se quemase esta noche la buena ciudad de Brooklyn, y el buen Low con ella!”—decía al bajarse de un

82 Todo lo olvida Nueva York en un instante carro el día de las elecciones un partidario rival de Low, vencido. Ya a la madrugada, un pobrecillo muchacho mensajero, un gran trabajador de pocos años, volvía con su lindo uniforme, sus ojos cargados de sueño, y sus manos llenas de telegramas por repartir aún a las dos de la mañana, a su casita pobre a la que lleva cada día un peso, y de la cual sale cada día, para tornar a su faena, no bien el sol,—que ve tantas maravillas calladas,—como hostia de oro, generadora de vida, se alza en el cielo. Y como habiéndosele de la elección se le dijese: “pero la gente pobre quiere a Seth Low, el mayor electo”. “Oh, no señor: ahora tendremos que pagar más renta: él es un rico y no cuidará de los pobres.” “Pues Henry Ward Beecher dice que pocos aman a los pobres como Low.” “Yo sé, decía con aire grave el mensajero, tanto sobre Henry Ward Beecher, como pueda saber nadie en esta localidad. Su mujer mandó una vez a un mensajero a buscar un centavo de leche, le dio una moneda de dos centavos y le pidió el cambio”. Y la puerilidad y suficiencia de aquel niño reflejan en gran modo la lucha electoral. Talmeg, un orador elocuente, aunque epiléptico, censuraba con razón en plática religiosa; reciente, las ruindades, las deslealtades, los voluntarios olvidos de la verdad, de que se hace arma, con deliberado propósito, en las elecciones. Se conspira, se anatematiza, se ridiculiza se desfigura al rival candidato. Mas esta vez tenían las elecciones, no ese encono local, ni esa menor significación que las usuales elecciones de año aparte tienen; sino aquella grandeza de la rebeldía, y aquella virtud singular de las vindicaciones, y aquel hermoso empuje con que los hombres engañados se alzan al fin contra los que comercian con su decoro y beneficio. El buen espíritu de Jefferson, que amó la libertad de una manera ardiente y majestuosa, infundió brío al pueblo adormecido. De dejar las urnas en manos de vagabundos ebrios y politicastros, o

83 José Martí de votar humildemente por los candidatos señalados por los omnímodos caciques que en cada partido de ciudad reinan, se ha venido de súbito a repeler presiones bochornosas y corregir olvidos fatales, que resultaban en la elección de hombres menguados, criaturas y siervos del cacique; a cerrar la entrada a puestos públicos, a los hombres por el cacique recomendados; y a elegir, con voto enérgico y mayoría grande, hombres probados, sanos, útiles, capaces,—como un noble diputado mexicano,—de ceder su alto puesto a sus rivales, por estimar que el calor de sus amigos, o el interés de su partido, habían llevado a la elección manejos que descontentan a un hombre virtuoso. La infiel memoria no quiere ahora recordar el nombre de este buen diputado de México. ¡Debiera la memoria olvidar las vilezas que sabe, y recordar solo las nobles acciones!

Elecciones de Estado y Municipio han sido estas de ahora, y su importancia—esa: la de despertar el pueblo a la conciencia y uso de sí y arrancarlo de las manos de traficantes osados o dueños soberbios que venían disponiendo, como de hacienda propia, de los votos públicos. Para muchos puestos se elegía: para senadores del Estado, para diputados al Congreso de la Nación, para altos oficiales del Estado: fiscal, ingeniero, tesorero público; y en Brooklyn, ciudad democrática, se elegía mayor de la ciudad. Y en otros Estados hubo también elecciones varias, mas no tan reñidas ni tan trascendentales, ni tan imponentes como las de la ruidosa. Nueva York y la doméstica Brooklyn. En Nueva York, una recia, apretada, interesantísima contienda atraería a sí los ojos: un millonario luchaba contra un trabajador. En Brooklyn, aparte de todo personal accesorio, que diera amenidad y brillo a la lidia, peleábase cerradamente por la libertad electoral. En Nueva York, un hombre alto, imponente, delgado,

84 Todo lo olvida Nueva York en un instante elegante, Astor, disputaba la elección de representante en el Congreso de la Unión a un hombre robusto, espaldudo, jovial, llano, humildísimo, Roswell Flower. En Brooklyn, el mayor de la ciudad, que en su término de gobierno ha probado inteligencia y honradez, pero que era cera blanda en las manos del boss formidable, del cacique, dominador de las organizaciones políticas de la ciudad, se presentaba a ser reelecto, contra un hombre joven, caritativo, justo, impetuoso, acaudalado, el buen Seth Low.

Es necesario, es necesario seguir la contienda de Flower y de Astor. Como una, son todas; pero esta fue más agitada, más palpitante, y más reflejadora del espíritu y prácticas de este pueblo que otra alguna. Astor es un gran caballero, que ha dado en ser político, y tiene palacios, y anhelos de gloria, que son otros palacios, y, sobre sus riquezas, la rica dote de no ver su caudal como derecho al ocio. Es pobre de años, mas no de millones. Es senador del Estado. Pero es miembro, y aspira a ser representante, de esa singular aristocracia de la fortuna, que pretende, para tener pergaminos, hacer olvidar los únicos que la honran: sus modestos pañales. Los ricos de la primera generación recuerdan con cariño aquella época en que fueron mozos de tienda, cuidadores de caballos, cargadores de lana, mandaderillos miserables, criadores de vacas. Pero los ricos de la segunda generación, que montan galanamente en los caballos que llevaron de la brida sus padres, ven como blasón de indecoro en los neorricos aquello que fue para sus padres blasón de honra: la creación de sí. Un acaudalado que se está haciendo, es un ser bajo y desdeñable para un rico ya hecho. Y hay abismo hondísimo entre los poderosos por herencia, delgados, pálidos, y a modo de lengua flauta—porque es la usanza de la señoría inglesa—aderezados; y los poderosos del trabajo,

85 José Martí castos, decididores, rollizos, y extremadamente limpios, con la antigua limpieza americana, sobria y sólida.

Una aristocracia política ha nacido de esta aristocracia pecuniaria, y domina periódicos, vence en elecciones, y suele imperar en asambleas sobre esa casta soberbia, que disimula mal la impaciencia con que aguarda la hora en que el número de sus sectarios le permita poner mano fuerte sobre el libro sagrado de la patria, y reformar para el favor y privilegio de una clase, la magna carta de generosas libertades, al amparo de las cuales crearon estos vulgares poderosos la fortuna que anhelan emplear hoy en herirlas gravemente. De estos es apoyado y a estos apoya Astor. Los amigos de lo que se llama aquí en política “gobierno fuerte”, son sus amigos. El ceñudo Grant y el desdeñoso Conkling lo defienden. Es para él cosa de código que su familia, su millonaria familia, debe estar representada, como en los antiguos brazos del Estado en las antiguas Cortes, en el Congreso de la Unión. Y era éste como un ensayo inoportuno del sistema aristocrático de Inglaterra, cuyos jóvenes nobles aprenden, como ineludible deber e inabandonable derecho, el arte de gobierno.

El competidor de Astor es un modesto, un rico de la primera generación, que guarda aún, como trofeo de victoria, su sombrero sin alas y sus zapatos rotos. Anda hoy en coche, pero él dice que anduvo mucho tiempo descalzo. “Yo sé a lo que sabe”—decía en días pasados magníficamente—“esa pobre comida traída de la casa en cantina de lata, sobre la cual se inclina el trabajador al medio día con tanto regocijo”. Roswell Flower tiene el imán, el ímpetu, la fragancia, el poder de atracción de las fuerzas nuevas. Hoy dirige un Banco, donde le aman: en otro tiempo tendía en vano los brazos desesperado en busca de trabajo. Dice la verdad; desdeña a los

86 Todo lo olvida Nueva York en un instante hipócritas; ama a los infortunados. Tiene el orgullo de su humildad, que es el único orgullo saludable. En su campaña electoral, su única arma ha sido su historia. “Los trabajadores me votarán porque he sido trabajador: muchos años anduve sin ver mis pies libres de heridas y cicatrices. Los hombres jóvenes me votarán porque ha de regocijarles ver a un hombre cuya vida les demuestra que desde el más bajo principio se puede alcanzar el fin más alto.” Los trabajadores y los hombres jóvenes le votaron, y le votaron sus copartidarios demócratas, y sus adversarios republicanos. Era de ver el distrito en la semana anterior a la elección. Leíase, en grandes carteles, en letras negras: “Votad por Astor”.

Y en carteles no menos grandes, en letras rojas, verdes y azules: “Roswell Flower”. Postes, cercas, montones de ladrillos, muros muertos, todo estaba lleno de altísimos carteles. Cada hotel era un hervidero: cada cervecería una oficina de elección. Entraban y salían por las calles del distrito carruajes cargados de agentes electorales, y poníanse a la obra gentes nuevas, y no pagadas, a labrar el triunfo del candidato democrático. Gran casa de telégrafos parecía, o tienda de estado mayor en campamento, la oficina electoral de Astor. Oíanse, en incesante movimiento, cerrar de sobres, doblar de cartas, rasguear de plumas. Un mensajero que salía chocaba con un mensajero que entraba. Afluían, como mariposas sedientas a flor cargada de miel, los electores, e influyentes de oficio, de los distritos. Y se pesaban, estimaban y pagaban los servicios de cada mariposa. Se hablaba bajo; se entraba por puertas secretas; se estrechaban las manos con misterio; se sonreía maliciosamente. Los unos salían tristes, y como con poco peso sobre sí; y los otros jocundos, y como cargados de un peso reciente. Porque una elección de representante al Congreso no ha venido costando menos de $16,000 al candidato o a su partido; y

87 José Martí esta de Astor ha costado al rico luchador $80,000. Doscientos pesos pagaba cada día a sus escribientes. Cuarenta mil circulares envió a sus electores, por correo. En grandes carros salían las cartas y circulares de la casa en que tenía el candidato su campo de elecciones. Ciento cinco distritos cuenta la demarcación en que se recogió el voto, y $100 se dieron para pequeños gastos a cada distrito. Del gran número de ofrecedores de sí, como gentes de valía entre los votantes, se cercenaron los inútiles, y a los útiles, por su habilidad, práctica o influjo, se regalaba con $50 diarios. Cantinas y cervecerías, eran al paso del millonario, fuentes de champán, cerveza y whisky. Salía de mañanita, no hecho a tales paseos ni a visitas tales, el inquieto candidato. Le acompañaba su ministerio electoral, formado de gentes probadas en el amoldamiento, violación y seducción del voto público. Le seguían de cerca por las calles lodosas, bajo la recia lluvia, los reporteros voraces. Sobre su última pisada ponían ellos el pie; no decía Astor palabra, ni echaba moneda sobre el mostrador de una cervecería, que no resonasen al punto sobre las cajas de impresión de los periódicos. Como tábanos seguían al joven rico los periodistas,— y lo ha vencido esta guerra de tábanos. A captarse simpatías, a mezclarse con los electores, a deslumbrarles con la frase cordial, la promesa oportuna, el modo llano o la plática amena; a cautivar con generosos dones a los dueños de las casas de bebida, que votan, y empujan a los que votan, a esto van habitualmente los candidatos a las cervecerías. En ese horno se venían calentando aquí las elecciones. Allí, sobre el mostrador de madera, se ofrece, regatea y ajusta el precio de los votos; allí, en un rincón de las oscuras salas, llenas de humo, hablase misteriosamente en pequeños grupos; allí descienden a triviales gracejadas, complacencias impropias y llaneos indecorosos los que andan en solicitud del voto popular; allí un candidato, escaso

88 Todo lo olvida Nueva York en un instante de dinero, insinúa a los vagabundos, que lo reciben con estruendosas risas, la bebida humilde, y dice: “¿Qué querrán estos caballeros? ¿Cerveza?” Allí otro, que es hoy embajador en Europa, en ausencia del mozo de la cervecería, despréndese de su gabán, da vuelta a la llave del barril, sirve la cerveza a sus invitados, choca vasos y manos con ellos y los seduce con su gracia y llaneza; Allí entraba, con guantes de cabritilla, humilde continente y sonrisa afable, el poderoso Astor. A champán, no a menos, invitaba a los perezosos; a vinos caros, a licores exquisitos. Echaba en el mostrador, sin aceptar cambio, gruesas monedas de oro de a veinte pesos. Ochenta fábricas de cerveza, llenas de obreros que votan, tiene la ciudad; y visitó casi todas las ochenta. Apuraban la copa los invitados, y el invitador llevaba apenas el vino a los labios. Cautivaba a un vendedor de cerveza, porque le hablaba con soltura en la lengua del idolatrado Vaterland; mas otro alemán le recibía duramente, y otro le negaba faz a faz, luego de haber vaciado a cambio de mal vino su bolsa, el voto que el millonario le pedía.

A un baile de gentes bajas fue el candidato, y tapizó el mostrador de monedas brillantes, con las cuales se dio de beber a los bailadores largamente, y danzó con las más humildes mozas. Acá defendía un acto suyo en el Senado; allá se excusaba de haberse opuesto a medidas útiles, de cuya advocación en el Congreso empeñaba ahora promesa. ¡Oh, desdichada gloria, que a tales cosas y a tales prácticas rebaja a los que anhelan sus pasajeros: beneficios! “¡Pues ni un centavo daré para ser electo!”—decía a esto el honrado Seth Low en Brooklyn—“ni iré a pagar a los demás cerveza que no bebo; ni a comprar votos que no me honran”.

89 José Martí

Y Roswell Flower, el adversario de Astor, no hacía eso que llaman, en el lenguaje político de la ciudad, “campaña personal”, “campaña de cervecerías”: negábasele ya la voz fatigada a emitir pensamientos robustos, a decir a los electores congregados en casas de reunión sus frases netas, crudas y honradas. Deteníase en las aceras; visitaba a sus amigos; explicaba en esta y aquella tienda, y a este y aquel grupo, las razones de la actual lucha, y su conducta en las lidias del Congreso, caso de lograr ser electo. Iban a su oficina electoral puñados de votantes a asegurarle que, a pesar de haber recibido de los agentes de Astor, redondas y pesadas monedas, no por Astor que les hería pretendiendo comprarlos, sino por él votarían. Los agentes de Astor pagaban con monedas de cinco pesos un vaso de agua de Seltz, y dejaban al dueño de la tienda el cambio “para que regalase a los muchachos cuando vinieran”. Y Roswell Flower rechazaba a un grupo de trabajadores demócratas que le pedían un pequeño premio de dinero;—y a quien le hablaba de la posible compra de algunos votos republicanos respondía bravamente: “No espero mi derrota; pero prefiero ser derrotado a deber mi victoria a la compra de votos republicanos. Quiero sacar mi honra en salvo de esta campaña”. '‘Vencerme puede, y me vence mi competidor en riqueza y piernas largas, pero ya salvarán esa diferencia mis leales electores demócratas. Como un pobre muchacho del pueblo empecé mi vida: votará por mí el pueblo; votarán por mí los republicanos honrados.” Y llegó el día solemne. Como gavilanes en espera de presa, merodeaban junto a las tiendecitas en que suelen colocarse, guardadas por policías, las urnas,—los agentes electorales. Y es fama que los republicanos mismos, lastimados de aquella obra de compra de hombres y vergonzante visiteo a que se había abandonado el candidato republicano, descartaban del grupo de papeletas de voto la que

90 Todo lo olvida Nueva York en un instante llevaba el nombre de Astor,—e iban sin ella a las urnas, o se proveían de una papeleta que llevase el nombre de Flower. Al caer la noche, un joven triste, sentado en el sillón presidencial de una ancha mesa, en un salón casi vacío, movía febrilmente una mano nerviosa, cuajada de magníficos brillantes: era Astor, que rodeado de sus tenientes humillados, recibía en telegramas y cartas las nuevas de su ingloriosa y radical derrota.

Con más de dos mil votos de mayoría le venció Flower, en un distrito donde las anteriores elecciones habían dado mayoría igual sobre los copartidarios demócratas de Flower a los copartidarios republicanos de Astor. Y era ley, que en la ciudad del trabajo, fuese electo el hombre del trabajo. No están en el fondo de los barriles de cerveza, ni en la voluntad ruin de unos cuantos vagabundos o menesterosos mercadeables, las leyes venideras de un pueblo fuerte y bueno. Se sienta mal el que se sienta sobre hombros pagados; porque, acabado el goce del dinero, para servir a nuevo señor, o para recobrar decoro ante sí propios, los hombres pagados dan, de una sacudida de su espalda, en tierra con los pagadores.

Y la prensa, la reina nueva, la amable reina poderosa, a quien Flower ha dado ardientes gracias, ha sido arma de muerte contra el millonario.

No era el odio insano a la riqueza, sino repugnancia viril de verla de tan bajo modo empleada. Los periódicos educados se dolían y airaban de aquella tentativa de abuso de los hombres ineducados. Lastimaba a su decoro de hombres aquella manera de comprar hombres. Jóvenes, y aspiradores, y soñadores de gloria los periodistas que vigilaban de cerca la contienda, y la narraban con realidad

91 José Martí sangrienta e implacable, erguíanse con cólera contra aquel espectáculo, que tan baja cuna preparaba a las leyes, y tan vil empleo a las libertades, y de tales amenazas henchía el porvenir de un pueblo en que las llaves de la casa de la ley pueden ser así compradas y vendidas.

Y han sido las crónicas de esta campaña, verduguillos, saetas, lenguas acusadoras, espadas penetrantes, hachas de armas. De desprecio y desconocimiento de los hombres ha venido al vencido millonario esta lección áspera e inmisericordiosa; y de abuso del poder en el Estado ha venido a los republicanos este ruidoso comienzo de pérdida de poder. “Pues, sí es necesario—decía en pujante exabrupto un diario de la ciudad respondiendo a otro—elegir entre los jóvenes de casas ricas nuestros representantes al Congreso ¿cómo tendremos entonces entre nuestros hombres por venir a Henry Clay, a Abraham Lincoln y a James Garfield? Pues no venía de casa rica Garfield, cuya madre viuda plantaba cercas en las haciendas de campo para ganar el alimento de sus hijos.”

Y los que así han flagelado al rico corruptor, han mantenido en brillante pavés, y alzado entre himnos de victoria, a un rico virtuoso. A Seth Low, heredero de la mayor fortuna de Brooklyn, y electo mayor de la ciudad por mayoría avasalladora, lo han alabado, defendido, congratulado. Campaña animadísima le hicieron sus secuaces; apiñábanse en las casas de reunión los brooklynianos, para oír al joven bueno; de seis a ocho discursos pronunciaba cada noche, nutridos de pensamiento honrado, y dichos lentamente, en frase llana:—no caudalosa por cierto, ni castigadora, ni culebreadora, como la de Beecher, sino coloquial, serena y sin aliño, más atenta a decir las cosas, que a la manera de decirlas. En odio a la presión

92 Todo lo olvida Nueva York en un instante política que en la ciudad venía ejerciendo un cacique demócrata, y en respeto a sus no usuales bondades, ha sido electo por demócratas y republicanos, Seth Low. Es de aquellos ricos que pudieran, sin merma del amor que gozan, perder su riqueza: que él, con su virtud y actividad, sabría hacerse otra. Le viene la fortuna de su padre, y la de ser resignado, humilde, laborioso y benéfico, le viene de sí.

Le parece que no ha de ser un rico, dorado parásito que crezca en taza de oro, sino criatura animada y arpa sonante al viento humano, y combatiente útil en la enorme y complicada liza de la vida. Hele ya preparado a ocupar su alto asiento, y a trabajar desde él por el bien público, el voto libre, la escuela útil, las comunicaciones rápidas, y a no hacer cosa que resulte hecha fuera del temor de Dios y de sí mismo, sin miedo a la censura de los hombres.

Ya sobre los anuncios de elecciones, tiéndense en luengos trozos de papel, nuevos anuncios. Ya, dado punto a este reñidísimo torneo,— en que los malos caballeros, es justicia que en ocasiones no acontece, han sido humillados por los buenos,—ábrese en Washington el torneo lúgubre, cuyo juez tendrá ante los implacables ojos el arma con que un vulgar ambicioso dio muerte al bravo Garfield. Ya se asegura que el Presidente monta en cólera porque no cree su Ministro de Justicia que debe el Gobierno mostrarse parte en el proceso de Guiteau, sino abandonar su fortuna a la justicia ordinaria, por cuanto influir en ella en este caso, fuera tacharla de parcialidad, torpeza o lenidad en los demás. Ya se afirma que al fin de este proceso y al de alguno de los de desfalco en la administración de Garfield, iniciados contra amigos políticos del actual Presidente, aguarda Arthur para la reforma definitiva de su Gabinete.

93 José Martí

Ya se van camino de Francia, luego de ser obsequiados con lujosos bailes, los caballeros franceses que vinieron a conmemorar en Yorktown las hazañas de sus mayores. Ya, luego de chocar vasos de cerveza en los “comers”, la fiesta de los bebedores alemanes, y de ser con germánica alegría festejados en la casa de las sociedades de canciones, que son para los hijos de Alemania templos amados, donde es diosa la lejana patria, —se vuelven también, camino del país de los hombres de hierro, los descendientes del Barón de Steuben. Ya se vinieron abajo dos casas de pobres, que aquí parecen nidales de gusanos, y mueren por la incuria de los avarientos propietarios nueve míseras criaturas, y se salvan las demás que habitaban la casa, por verdadera maravilla. Ya se mueve grandísimo escándalo porque el cajero del banco más rico de una ciudad vecina, prestó y negoció con valores del banco dos millones de pesos; —y llamó una mañana a los directores de la casa arruinada a darles cuenta del hurto colosal. Ya, al cabo, Rossi ha representado en el teatro de Booth a Hamlet, y Adelina Patti ha cantado en la sala de Steinway Ah, forsé é lui de la Traviata, y Ombra leggera de la Dinorah: que es, dicho al terminar este cúmulo de cosas terrenas, como empezar un viaje en el lomo de un insecto, y acabarlo en el ala de un ángel.

La naturaleza, como frutas perfectas, como paisajes de rematada corrección, crea seres humanos avasalladores. Llevan en sí, por hermosura extrema, o genio extremo, un poder que deslumbra, desvanece y ciega. Negarlos es vano. En ellos, aparecer es dominar. Si las criaturas de la tierra, celosas de estos seres mejores, hincan en su mano blanca el diente airado, su manera de llevar el dolor aumenta la vida gloriosa que la mordida intentó arrebatarles. De estos hombres, la frente resplandece como nieve no hollada. De estas

94 Todo lo olvida Nueva York en un instante mujeres, tiene el cutis perlados matices, y la mirada intensidad de llama; semeja el pie juguetoncillo cisne; el talle, caña alada; la mano, beso de niño; la voz, promesa de otros mundos, venidos a verter consuelo y fuerzas en este. Así Adelina Patti. ¿Qué parece, sino un vellón de nieve? ¿Qué se busca en la escena, luego de haberla visto, sino un ser sobrehumano? Ni ¿qué tienen los ojos sino lágrimas? Después de oírla, palpa uno aterrado, como palparía honduras de abismo y trozos de cadenas, el sillón en que se sienta, la ropa que se viste, el vecino que le codea, el muro que le cerca. ¡Se viene de tan lejos! ¡Se estuvo en país tan bueno! ¡Volvió a oír al fin el alma palabras a que parece ella tan acostumbrada! Luego, ¿qué es el cielo, sino un viaje de vuelta? Ni ¿qué ha de decirse ahora que en cantante maravillosa, y alada mujer Adelina Patti? Ella aquí fue a la escuela, y cantó por primera vez “Lucía”, y arrebató a las gentes con aquella tristísima manera de entonar las baladas del país, con su mirada plena, misteriosa y profunda; con su esbeltez aérea, que le añadía encantos angélicos; y con aquella voz sonora, límpida, amplia, que nace como manantial inmaculado de monte hondo, y crece a arroyo revoltoso, a riachuelo veloz; a río opulento, a Océano. Y así vuelve. Nunca, con sus alas de entusiasmo, volaron vítores más ardientes por el aire; Perfumes de elegancia aromaban la atmósfera del inolvidable concierto de inauguración. De gentes, —no había muchedumbre— que costaban diez pesos los buenos asientos. Mas ese común ruido de teatros vulgares; esos altos matices de los trajes de las damas; esa antiartística mezcla de profanos e iniciados; creyentes verdaderos y falsos adoradores; ese parlear de pájaros que precede a las fiestas teatrales,—no ofendían allí la mente preparada a cosas grandes. Se sentía la cercanía de lo solemne. Luego, en admiración frenética y unánime, se fundieron todos aquellos arrebatados corazones.

95 José Martí

Mas ella viene a dar conciertos, y en la majestuosa ópera quieren oírla los neoyorquinos. Quieren a la gallarda Juana de Arco, cuya elegante armadura de oro y acero, ocupa el centro de un rico trofeo en el palacio de hadas que Adelina Patti tiene en su castillo de Inglaterra. Quieren verla, como a la triste Dinorah, persiguiendo a su cabrita blanca, menos juguetona que su voz, cuando danza a los rayos suaves de la luna. Quieren oírla cantar de amores con el Conde de Almaviva; pasear, plegar, ondear, hacer gemir a extremo no escuchado la voz humana en la Sonámbula. Su Elixir d’amore es muy famoso. En Fausto aún alcanza las altas notas que en vano persigue ya la arrogante Nilsson. Oír se quiere de nuevo esa música quebrada, vibrante, chispeante de Rossini. Ni a Nicolini, el tenor de voz potente y artística escuela; ni a la señorita Castelani, a quien las cuerdas del violín obedecen galantes y sumisas; ni a un buen barítono, ni a un buen pianista, que con la Patti vienen, quieren oír los neoyorquinos. Templo quieren digno de la sacerdotisa; ¡Bien sería! Mejora oír cantos dulces.

En el teatro de Booth trabaja Rossi. Booth—un trágico. Rossi, otro trágico. De fama se sabe que Yago, este hijo siniestro de la mente insondable de Shakespeare, vasta y varia como el mundo en que vivía, es la creación acabada de Booth. Y Hamlet es para el apasionado Rossi el personaje favorito.

¿Por qué es esto revista, y no libro?

Artax es en la India asiática todo lo sumo y no excedible: y hay artax- hombres: Shakespeare es uno. Rompió todos los moldes de la tragedia, y ajustó las suyas a un molde nuevo: el corazón humano. Debió ser su espíritu como seno de montaña, en que la rica veta de

96 Todo lo olvida Nueva York en un instante

ónix se une al carbón negro. De singular bondad no hay huella en sus obras; mas sí las hay de no igualado poder de examen de la combatida mente, y los voraces y ciegos afectos humanos. Fue como si un hombre, víctima anterior de todas las enfermedades, se sentase en la altísima cúspide a dar la ley de todos. Abunda más en lo divino satánico que en lo divino celeste. Echó a andar por la tierra criaturas tremendas; mas no creó una gran figura llorosa, afligida de amor sobrehumano, perdonadora. A Shakespeare van los anglos a buscar aguas de inspiración como a inexhausta fuente, y como a Grecia y Roma vamos nosotros. De sus maravillas casuales, y de los caprichos de su exuberante genio, rico en creaciones como la atmósfera en celajes, han hecho los comentadores maravillas intencionales; y partos de mente laboriosa, allí donde no hubo más que una colosal y deslumbradora florescencia. Fue una selva, con todos los ruidos, luces lúgubres, castos matices, penetrantes aires, y fantasías enfermizas de la noche. Faltóle paz de alma, que es el fulgor del día. Mas no hubiera habido con ella este poeta dramático, que es montaña humana.

Es Booth para los americanos un hombre venerando. Están orgullosos de él, y hoy más orgullosos, porque ya Inglaterra, enamorada de Irving, que es actor muy famoso, sanciona y aplaude al trágico americano. Estiman un tanto suya la gloria de este hombre a quien miran como gloria patria. No se le escatima, antes se le prodiga admiración. Los poderosos de la Iglesia celebran su teatro, y le acatan en público; los poderosos de la fortuna le miman y regalan; los poderosos de las letras lo ven como a mayor hermano; sus cofrades en arte lo tratan con respeto supersticioso. Parece de naturaleza hecho, —no para decir rimas de amores, ni dar cuerpo a pasiones generosas, que iluminan la faz de luz muy bella, y truecan la

97 José Martí más grande fealdad en hermosura, — sino para sacar a luz lo frío y sombrío del alma. Pálido es su color; anguloso su rostro; violenta su sonrisa; magnífica su honda mirada; vasta, y batida por cabellos lacios, su huesosa frente; va por las calles y anda por los salones, como ser de otros mundos, o rey de este. A un ánimo grave disgusta su afectado continente. Tiene, en su más sencillo movimiento, aire de Macbeth y de rey Lear. Sus piernas, en vez de parecer partes importantes y olvidadas del cuerpo, parecen personas sabias. Se mueven, lenta, acompasada, juiciosamente. No cometen la menor imprudencia. Saben en todo momento, qué les toca hacer, y cómo se han de colocar y a dónde han de ir. El rostro mismo del actor, que; revela espíritu ahondador y mente lúcida, es olvidado ante la teatral personalidad de sus graves piernas. Mas en escena, este actor desaparece. Ni se pinta, ni se aliña, para hacer de Yago; y no es Booth sino Yago. Yago, el falso amigo de Otelo; el teniente envidioso del favorito de su capitán Michael Cassio; el que infunde, con astucia de sierpe, celos salvajes en el ardiente espíritu del moro; el que origina con trama mentirosa, por causar la ruina a su rival y cebarse en los tormentos de su egregio Otelo, la muerte de la desdichadísima Desdémona. El que al fin; como zorro villano, es convicto de haber ideado falsos amores de la veneciana mísera y el leal teniente Cassio: el muy vil Yago. Es Booth, sutil en la escena, como el espíritu de la calumnia. No parece hombre, sino satánico fantasma. Es flexible, móvil, rápido, impalpable. Una lengua de escamas de acero no es más flexible que él. Se desliza como culebra en la grieta de un palacio, en el alma del moro. Como veneno por estrechas venas, échale las palabras, encendidas cual espadas ardientes, en el espíritu ya puesto en llamas. Sus miradas parecen dagas, y sus frases silbos. Deja aquel hombre, a cada aparición suya en la escena, la impresión

98 Todo lo olvida Nueva York en un instante de un relámpago fúnebre. Parecen oírse luego de verle, golpes de florete que azotase rápidamente el aire vacío. Propiedad, verdad, seguridad, fidelidad, gracia, realzan esa pasmosa encarnación. Ha dado cuerpo visible al alma luminosa y ruin que en Yago puso Shakespeare. Ya, luego de vivir este hombre, vive Yago. ¡Y entre qué accidentes resaltaba esta límpida, perfecta figura! ¡Qué grupo de menguados actores! ¡Qué singular excepción es Booth entre los hijos del arte en su pueblo! Parecía aquello, no casa consagrada a la veneración y loa del que se sienta al lado de Esquilo entre los que han puesto la batalla humana en drama, sino tienda ambulante, pabellón de saltimbanquis, feria de gitanos. A no ser por aquella criatura mefistofélica que encadenaba los ojos a la escena, con ira hubiérase salido de aquella cueva iluminada de osados profanadores. ¡Qué hacer estribo en una vocal, y arrastrar en creciente una nota, para alcanzar efecto dramático! ¡Qué matar a Desdémona, con el mayor respeto, y la más cuidadosa caballeresca cortesanía! ¡Qué vestir a Otelo como el extravagante bellaco que se ha tragado espadas, o exhibido de gigante chino, en compañía de acróbatas! ¡Qué reducir a nivel bajo, de puro no entenderla, la que, no por ser creación poco acabada del soberano poeta, es menos una de las más vigorosas y fieles síntesis del espíritu del hombre, fiera nacida a vivir, con los dientes con que ha de morder, y las riendas con que ha de enfrenarse!

Pues en el teatro de Booth, que es en su parte exterior de arquitectura monumental y digna, y en lo interior joya graciosa, y sala cómoda, resuenan ahora las altas voces del rival de Salvini, del ardiente Rossi. Es de ociosos repetir lo que de él cuenta la fama; que lleva a la vida real el nervio y juego que despliega en sus caracteres teatrales; que es amigo de reyes; que maravilló a Oporto; que con Zaira y El Cid admiró a los parisienses; que defendió la libertad en la desventurada

99 José Martí

Lima; que en fogosos transportes de elocuencia habló de derechos y movió a guerra al pueblo de Cádiz; que es gallarda persona; que lleva en el robusto pecho honrosísimas órdenes; que aprendió arte del majestuoso maestro Módena, hombre grave y generoso que amó la libertad, peleó por ella, fue actor severo y perfecto educador de actores. De ovaciones innúmeras; de calles sembradas de rosas a su paso; de saludos de monarcas, a él ofrecidos por los cañones italianos; de la viva amistad con que lo vio Víctor Manuel y le ve Humberto, de la brillantísima manera con que da vida en la escena a los fogosos héroes de Pietro Cossa, cuyo féretro aún caliente, acaban de coronar de palmas y rosas los romanos; de su vehemente amor al profundo teatro shakespeariano; de una medalla de plata, finamente labrada, en que se ve un hermoso barco que, combatido por las olas, no náufraga,—medalla que como talismán de ventura acompaña a este actor brioso, inquieto, célebre, rico, bello, y ya entrado en cincuenta y dos años: de todo esto, y de obras dramáticas de Rossi, que calza coturno y blande péñola, habla la fama. Y hele ahí, en Hamlet. Fue Hamlet su primera creación shakespeariana. Demasiado humano lo hallaron los críticos de Boston en su encarnación del desventurado Otelo, que no es en sus manos nobilísimo espíritu, traído a crimen por deficiencias de educación y arterías de traidor, sino mercenario jovial y afortunado, que ama ardientemente y mata brutalmente. Trino de pájaros pareció a los de Boston el habla de amores de Rossi, en Romeo, y resonó con vehementes aplausos el austero y magistral teatro del Globo. Y hele aquí vestido de negro; penetrado de dolor; y más que de dolor, de la convicción de que es en realidad aquel profundo y bello príncipe de Dinamarca, hijo de aquel rey bueno que murió de tósigo a manos del hermano ambicioso que le robó trono y dama. Prueba Rossi en el Hamlet que ha concebido, ser gran

100 Todo lo olvida Nueva York en un instante actor. Mas no es ese amante débil, ese amante recitador, sentimental, ese afeminado príncipe, aquella figura sobrenatural y compleja en que vació Shakespeare las más grandes dudas, las más venturosas osadías, los más amargos juicios de su magna mente. El soplo de lo divino falta en Rossi al acabado personaje humano. No es su Hamlet incompleto en lo que es, sino rematada e irreprochablemente bello: mas no es su Hamlet lo que debe ser. No es aquella alma serena, turbada de manos de los hombres por maldades extremas; y de sí misma por el mal humano, que consiste en creer como cierto o dudar como probable un cielo que no abarcan nuestros brazos. La soledad de un alma honrada en la pequeña tierra, esto es Hamlet. La brava rebeldía de hijo de rey, de rey de mundos, que se siente sin culpa conocida, echado abajo de su trono: esto es Hamlet. Y todo lo divino que cabe en lo humano: esto es Hamlet. Mas es en Rossi un errabundo poeta, un fidelísimo hijo, un implacable vengador, un apasionado amante, un hombre tierno, infortunado, inteligente y bello. Aquella frase aguda que como lanza de templado hierro va derecha al cielo; aquella garra de león clavada para escarmiento, en la faz lívida de todos los hipócritas; aquel perseguidor de sí, que va buscando, tendidas las crispadas manos, el secreto de la vida en las tinieblas; aquella entidad universal que toma pretexto de una trama oportuna para dar vida teatral a pensamientos aislados, adoloridos y maravillosos; aquella criatura lúgubre como el desencanto de la grandeza; utilidad y pureza de esta vida, y la duda de la realidad y justicia de la otra; aquel soplo eterno, providente como el soplo cargado de vida y de frescores aromados, de la primera mañana de la tierra, y frío y preñado de querellas, como las entrañas de la noche; aquel personaje místico que invade, engrandece, ahoga y se enseñorea del príncipe danés, no aparecen en el Hamlet, amoroso,

101 José Martí caliente, dramático, activo, plástico de Rossi. Y es hermoso hombre, leal sentidor y elegante caballero. Todo es en su naturaleza gallardo y lozano. Escena de duelo hay al final del drama; y en ella, aunque falta ese terrífico y sobrehumano aliento que empuja al príncipe por el drama vasto, cual si llevase en los pies alas negras; de gracia, arte de esgrima y energía, es modelo Rossi. Y arrebatado de su dramática creación, se le ve ir como alma de hijo tras alma de padre, tras el fantasma del rey muerto que viene a revelarle cómo lo envenenó su propio hermano, esposo hoy de su esposa. Y con vigor magnífico arranca del cuello de su madre el retrato del asesino, y lo despedaza con admirable arrebato bajo sus pies. Nunca artista católico ideó más bello al arcángel Gabriel. Y con voces desgarradoras envía a un convento a su gentil Ofelia. Y con arte sumo dirige y presencia aquella famosísima escena en que los comediantes recitan ante el rey cercado de su corte, un trozo de tragedia en que Hamlet ha intercalado versos que cuentan el crimen del monarca. Mas no resplandece en su gallardo príncipe el misterioso príncipe del drama, con su claridad pálida de luna, y su dolor nocturno, y la ira santa de la soledad irrevocable en una tierra que, por estar preñada de elementos ruines, parece, mientras más rebosante, ¡más vacía!

Y ahora, ¿qué viene? ¿A qué contar que un mísero estudiante chino, prendado de una veleidosa criatura, se ha arrebatado, la que ya estimaba, por incapaz de goces, inútil vida? ¿A qué repetir con los periódicos americanos, cómo en contienda electoral, murieron en formal batalla, a manos de hombres armados, de color, cuatro hombres blancos? ¿A qué decir, si no ha de poder ser dicho sin dolor, que en el día mismo en que se escriben estas líneas, tres hombres han perecido ahorcados por crímenes distintos en comarcas diversas de esta tierra; y por la muchedumbre enfurecida ha sido un hombre de

102 Todo lo olvida Nueva York en un instante color, culpable de grave delito, despedazado a la vista de los oficiales de justicia? Ya se acerca, tras adecuada preparación de los nobles defensores, el proceso del mísero malhechor que, por ruin motivo de provecho propio, privó a los Estados Unidos de un ilustre jefe: ya se acerca el día de huelga y recogimiento público, el día de gracias al Hacedor magnánimo por los beneficios que en el año dispensa a este pueblo infatigable y laborioso. Es día de banquetes familiares, y juntas de corporaciones y grandes pláticas en los templos, y narraciones en los diarios, de los orígenes de esta piadosa costumbre añeja. Nos sentaremos en el Día de Gracias a la mesa de pobres y de ricos, y oiremos los himnos de los templos, y pediremos al buen Dios que libre de inútil muerte a la desamparada criatura que como insecto humano vive entre los recios muros de la cárcel de Washington. Si por justicia se le mata, de la más grande de las muertes está muerto. ¡Abridle las puertas de la cárcel, y se refugiará, espantado y trémulo en su jaula de piedra! Si por venganza ha de matársele, ¿cómo se ha de ofrecer en holocausto a tan gran muerto tan ruin vivo?

M. DE Z.

103

Bogotá, 3 de diciembre de 1881, La Pluma ∗ (Coney Island)

En los fastos humanos, nada iguala a la prosperidad maravillosa de los Estados Unidos del Norte. Si hay o no en ellos falta de raíces profundas; si son más duraderos en los pueblos los lazos que ata el sacrificio y el dolor común que los que ata el común interés; si esa nación colosal, lleva o no en sus entrañas elementos feroces y tremendos; si la ausencia del espíritu femenil, origen del sentido artístico y complemento del ser nacional, endurece y corrompe el corazón de ese pueblo pasmoso, eso lo dirán los tiempos.

Hoy por hoy, es lo cierto que nunca muchedumbre más feliz, más jocunda, más bien equipada, más compacta, más jovial y frenética ha vivido en tan útil labor en pueblo alguno de la tierra, ni ha originado y gozado más fortuna, ni ha cubierto los ríos y los mares de mayor número de empavesados y alegres vapores, ni se ha extendido con más bullicioso orden e ingenua alegría por blandas costas, gigantescos muelles y paseos brillantes y fantásticos.

∗ Nota de edición. Tanto en las Obras Completas como en la compilación Escenas norte- americanas realizada por Miranda, este texto aparece titulado como Coney Island. Con- servamos aquí ese título entre paréntesis, aunque titulamos con la fecha y lugar de publi- cación, igual que los otros textos. Las obras completas añaden la siguiente nota explicativa atribuyéndola a un comentario de Adriano Páez en el original: “En el número 64 de La Pluma han podido ver nuestros lectores un artículo en que el célebre escritor italiano De Amicis describe a París de noche. Recomendamos que se compare esa pintura con la que hace el señor Martí de Coney Island en Nueva York. Ambas son admirables”. Ver MARTÍ Jo- sé. Obras Completas, Vol. 9, 2° edición, Editorial de Ciencias Sociales del Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1975 p. 121.

105 José Martí

Los periódicos norteamericanos vienen llenos de descripciones hiperbólicas de las bellezas originales y singulares atractivos de uno de esos lugares de verano, rebosante de gente, sembrado de suntuosos hoteles, cruzado de un ferrocarril aéreo, matizado de jardines, de kioscos, de pequeños teatros, de cervecerías, de circos, de tiendas de campaña, de masas de carruajes, de asambleas pintorescas, de casillas ambulantes, de vendutas, de fuentes.

Los periódicos franceses se hacen eco de esta fama.

De los lugares más lejanos de la Unión Americana van legiones de intrépidas damas y de galantes, campesinos a admirar los paisajes espléndidos, la impar riqueza, la variedad cegadora, el empuje hercúleo, el aspecto sorprendente de Coney Island, esa isla ya famosa, montón de tierra abandonado hace cuatro años, y hoy lugar amplio de reposo, de amparo y de recreo para un centenar de miles de neoyorquinos que acuden a las dichosas playas diariamente.

Son cuatro pueblecitos unidos por vías de carruajes, tranvías y ferrocarriles de vapor. El uno, en el comedor de uno de cuyos hoteles caben holgadamente a un mismo tiempo 4,000 personas, se llama Manhattan Beach (Playa de Manhattan); otro, que ha surgido, como Minerva, de casco y lanza, armado de vapores, plazas, muelles y orquestas murmurantes, y hoteles que ya no pueblos parecen, sino naciones, se llama Rockaway; otro, el menos importante, que toma su nombre de un hotel de capacidad extraordinaria y construcción pesada, se llama Brighton; pero el atractivo de la isla no es Rockaway lejano, ni Brighton monótono, ni Manhattan Beach aristocrático y grave: es Gable, el riente Gable, con su elevador más alto que la torre de la Trinidad de Nueva York—dos veces más alto que la torre de

106 Todo lo olvida Nueva York en un instante nuestra Catedral—a cuya cima suben los viajeros suspendidos en una diminuta y frágil jaula a una altura que da vértigos; es Gable, con sus dos muelles de hierro, que avanzan sobre pilares elegantes un espacio de tres cuadras sobre el mar, con su palacio de Sea Beach, que no es más que un hotel ahora, y que fue en la Exposición de Filadelfia el afamado edificio de Agricultura. “Agricultural Building”, transportado a Nueva York y reelevado en su primera forma, sin que le falte una tablilla, en la costa de Coney Island, como por arte de encantamiento; es Gable, con sus museos de a 50 céntimos, en que se exhiben monstruos humanos, peces extravagantes, mujeres barbudas, enanos melancólicos, y elefantes raquíticos, de los que dice pomposamente el anuncio que son los elefantes más grandes de la tierra; es Gable, con sus cien orquestas, con sus risueños bailes, con sus batallones de carruajes de niños, su vaca gigantesca que ordeñada perpetuamente produce siempre leche, su sidra fresca a 25 céntimos el vaso, sus incontables parejas de peregrinos amadores que hacen brotar a los labios aquellos tiernos versos de García Gutiérrez:

Aparejadas Van por las lomas Las cogujadas Y las palomas; es Gable, donde las familias acuden a buscar, en vez del aire mefítico y nauseabundo de Nueva York, el aire sano y vigorizador de la orilla del mar, donde las madres pobres,—a la par que abren, sobre una de las mesas que en salones espaciosísimos hallan gratis, la caja desco- munal en que vienen las provisiones familiares para el lunch— aprietan contra su seno a sus desventurados pequeñuelos, que pare- cen como devorados, como chupados, como roídos, por esa terrible enfermedad de verano que siega niños como la hoz siega la mies,—el

107 José Martí cholera infantum.—Van y vienen vapores; pitan, humean, salen y entran trenes; vacían sobre la playa su seno de serpiente, henchido de familias; alquilan las mujeres sus trajes, de franela azul, y sus sombre- ros de paja burda que se atan bajo la barba; los hombres en traje mu- cho más sencillo, llevándolas de la mano, entran al mar; los niños, en tanto con los pies descalzos, esperan en la margen a que la ola mu- giente se los moje, y escapan cuando llega, disimulando con carcaja- das su terror, y vuelven en bandadas, como para desafiar mejor al enemigo, a un juego de que los inocentes, postrados una hora antes por el recio calor, no se fatigan jamás; o salen y entran, como mari- posas marinas, en la fresca rompiente, y como cada uno va provisto de un cubito y una pala, se entretienen en llenarse mutuamente sus cubitos con la arena quemante de la playa; o luego que se han baña- do,—imitando en esto la conducta de más graves personas de ambos sexos, que se cuidan poco de las censuras y los asombros de los que piensan como por estas tierras pensamos—se echan en la arena, y se dejan cubrir, y golpear, y amasar, y envolver con la arena encendida, porque esto es tenido por ejercicio saludable y porque ofrece singula- res facilidades para esa intimidad superficial, vulgar y vocinglera a que parecen aquellas prósperas gentes tan aficionadas.

Pero lo que asombra allí no es este modo de bañarse, ni los rostros cadavéricos de las criaturitas, ni los tocados caprichosos: y vestidos incomprensibles de aquellas damiselas, notadas por su prodigalidad, su extravagancia, y su exagerada disposición a la alegría; ni los colo- quios de enamorados, ni las casillas de baños, ni las óperas cantadas sobre mesas de café, vestidos de Edgardo y de Romeo, y de Lucía y de Julieta; ni las muecas y gritos de los negros minstrels, que no deben ser ¡ay! como los minstrels de Escocia; ni la playa majestuosa, ni el sol blando y sereno; lo que asombra allí es, el tamaño, la cantidad, el

108 Todo lo olvida Nueva York en un instante resultado súbito de la actividad humana, esa inmensa válvula de pla- cer abierta a un pueblo inmenso, esos comedores que, vistos de lejos, parecen ejércitos en alto, esos caminos que a dos millas de distancia no son caminos, sino largas alfombras de cabezas; ese vertimiento diario de un pueblo portentoso en una playa portentosa; esa movili- dad, ese don de avance, ese acometimiento, ese cambio de forma, esa febril rivalidad de la riqueza, ese monumental aspecto del conjunto que hacen digno de competir aquel pueblo de baños con la majestad de la tierra que lo soporta, del mar que lo acaricia y del cielo, que lo corona, esa marea creciente, esa expansividad anonadora e incontras- table, firme y frenética, y esa naturalidad en lo maravilloso; eso es lo que asombra allí.

Otros pueblos—y nosotros entre ellos—vivimos decorados por un sublime demonio interior, que nos empuja a la persecución infatigable de un ideal de amor o gloria; y cuando asimos, con el placer con que se ase un águila, el grado del ideal que perseguíamos, nuevo afán nos inquieta, nueva ambición nos espolea, nueva aspiración nos lanza a nuevo vehemente anhelo, y sale del águila presa una rebelde mariposa libre, como desafiándonos a seguirla y encadenándonos a su revuelto vuelo.

No así aquellos espíritus tranquilos, turbados solo por el ansia de la posesión de una fortuna. Se tienden los ojos por aquellas playas reverberantes; se entra y sale por aquellos corredores, vastos como pampas; se asciende a los picos de aquellas colosales casas, altas como montes; sentados en silla cómoda, al borde de la mar, llenan los paseantes sus pulmones de aquel aire potente y benigno; mas es fama que una melancólica tristeza se apodera de los hombres de nuestros pueblos hispanoamericanos que allá viven, que se buscan en vano y

109 José Martí no se hallan; que por mucho que las primeras impresiones hayan halagado sus sentidos, enamorado sus ojos, deslumbrado y ofuscado su razón, la angustia de la soledad les posee al fin, la nostalgia de un mundo espiritual superior los invade y aflige; se sienten como corderos sin madre y sin pastor, extraviados de su manada; y, salgan o no a los ojos, rompe el espíritu espantado en raudal amarguísimo de lágrimas, porque aquella gran tierra está vacía de espíritu.

Pero ¡qué ir y venir! ¡Qué correr del dinero! ¡Qué facilidades para todo goce! ¡Qué absoluta ausencia de toda tristeza o pobreza visibles! Todo está al aire libre: los grupos bulliciosos; los vastos comedores; ese original amor de los norteamericanos, en que no entra casi ninguno de los elementos que constituyen el pudoroso, tierno y elevado amor de nuestras tierras; el teatro, la fotografía, la casilla de baños; todo está al aire libre. Unos se pesan, porque para los norteamericanos es materia de gozo positivo, o de dolor real, pesar libra más o libra menos; otros, a cambio de 50 céntimos, reciben, de manos de una alemana fornida un sobre en que está escrita su buena fortuna; otros, con incomprensible deleite, beben sendos vasos largos y estrechos como obuses, de desagradables aguas minerales.

Montan estos en amplios carruajes que los llevan a la suave hora del crepúsculo, de Manhattan a Brighton; atraca aquel su bote, donde anduvo remando en compañía de la risueña amiga que, apoyándose con ademán resuelto sobre su hombro, salta, feliz como una niña, a la animada playa; un grupo admira absorto a un artista que recorta en papel negro que estampa luego en cartulina blanca, la silueta del que quiere retratarse de esta manera singular; otro grupo celebra la habilidad de una dama que en un tenduchín que no medirá más de tres cuartos de vara, elabora curiosas flores con pieles de pescado; con

110 Todo lo olvida Nueva York en un instante grandes risas aplauden otros la habilidad del que ha conseguido dar un pelotazo en la nariz a un desventurado hombre de color que, a cambio de un jornal miserable, se está día y noche con la cabeza asomada por un agujero hecho en un lienzo esquivando con movimientos ridículos y extravagantes muecas los golpes de los tiradores; otros barbudos y venerandos, se sientan gravemente en un tigre de madera, en un hipogrifo, en una efigie, en el lomo de un constrictor, colocados en círculos, a guisa de caballos, que giran unos cuantos minutos alrededor de un mástil central, en cuyo torno tocan descompuestas sonatas unos cuantos sedicientes músicos. Los menos ricos, comen cangrejos y ostras sobre la playa, o pasteles y carnes en aquellas mesas gratis que ofrecen ciertos grandes hoteles para estas comidas; los adinerados dilapidan sumas cuantiosas en infusiones de fucsina, que les dan por vino; y en macizos y extraños manjares que rechazaría sin duda nuestro paladar pagado de lo artístico y ligero. Aquellas gentes comen cantidad; nosotros clase. Y este dispendio, este bullicio, esta muchedumbre, este hormiguero asombroso, duran desde Junio a Octubre, desde la mañana hasta la alta noche, sin intervalo, sin interrupción, sin cambio alguno. De noche, ¡cuánta hermosura! Es verdad que a un pensador asombra tanta mujer casada sin marido; tanta madre que con el pequeñuelo al hombro pasea a la margen húmeda del mar, cuidadosa de su placer, y no de que aquel aire demasiado penetrante ha de herir la flaca naturaleza de la criatura; tanta dama que deja abandonado en los hoteles a su chicuelo, en brazos de una áspera irlandesa, y al volver de su largo paseo, ni coge en brazos, ni besa en los labios, ni satisface el hambre a su lloroso niño.

111 José Martí

Mas no hay en ciudad alguna panorama más espléndido que el de aquella playa de Gable, en las horas de noche. ¿Veíanse cabezas de día? Pues más luces se ven en la noche. Vistas a alguna distancia des- de el mar, las cuatro poblaciones, destacándose radiosas en la sombra, semejan como si en cuatro colosales grupos se hubieran reunido las estrellas que pueblan el cielo y caído de súbito en los mares. Las luces eléctricas que inundan de una claridad acariciadora y mágica las plazuelas de los hoteles, los jardines ingleses, los lugares de conciertos, la playa misma en que pudieran contarse a aquella luz vivísima los granos de arena parecen desde lejos como espíritus superiores inquietos, como espíritus risueños y diabólicos que traveseasen por entre las enfermizas luces de gas, los hilos de faroles rojos, el globo chino, la lámpara veneciana. Como en día pleno, se leen por todas partes periódicos, programas, anuncios, cartas. Es un pueblo de astros; y así las orquestas, los bailes, el vocerío, el ruido de olas, el ruido de hombres, el coro de risas, los halagos del aire, los altos pregones, los trenes veloces, los carruajes ligeros, hasta que llegadas ya las horas de la vuelta, como monstruo que vaciase toda su entraña en las fauces hambrientas de otro monstruo, aquella muchedumbre colosal, estrujada y compacta se agolpa a las entradas de los trenes que repletos de ella, gimen, como cansados de su peso, en su carrera por la soledad que van salvando, y ceden luego su revuelta carga a los vapores gigantescos, animados por arpas y violines que llevan a los muelles y riegan a los cansados paseantes, en aquellos mil carros y mil vías que atraviesan, como venas de hierro, la dormida Nueva York. JOSÉ MARTÍ

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Caracas, 6 de enero de 1882, La Opinión Nacional (Carta de Nueva York)

Nueva York, 24 de diciembre de 1881

Señor Director de La Opinión Nacional: Ciérranse el Congreso, las casas de gobierno, los colegios; parecen las calles calzadas de romería; las tiendas rebosan; los hogares se conmueven; los hombres graves se animan; las madres se afanan; hay rostros muy tristes, y rostros muy alegres; se venden por la calle coronas y arbolillos; gozosos, como pájaros libres, dejan su pluma el escritor, su lápiz de apuntes el mercader, su arado el campesino: la alegría tiene algo de fiebre—¡y la tristeza! Los desterrados vuelven con desesperación los ojos a la patria; los pequeñuelos los ponen con avaricia en los mercados llenos de juguetes: todo es flor, gala y gozo; todo es pascuas.

Nueva York es en estos días ciudad ocupadísima: es fiesta de ricos y de pobres, y de mayores y pequeños. Son días de finezas entre los amantes, de fusión entre los amigos, de regocijo, susto y esperanza en los niños. La madrecita pobre ha esperado a las pascuas para hacer a su hija el traje nuevo de invierno, con que saldrá el domingo pascual, como cabritillo en día de sol, y a triscar por las calles populosas. ¡Rubíes hay de alto precio en las acaudaladas joyerías, mas no vale ninguno lo que valen esas gotas de sangre que acorralan los dedos afanados de la madrecita buena! Los jefes de familia vuelven a sus

113 José Martí casas sonriendo con malicia como que llevan ocultos en los amplios bolsillos del abrigo, los presentes para la esposa y los hijuelos. La abuela generosa, vuelve toda azorada de las tiendas, porque no sabe cómo podrán entrar a la casa, sin ser vistos de los vigilantes niños, los regalos misteriosos que vienen estrechos al que los carga. Los lucientes carros en que, los grandes bazares envían a la vivienda de los compradores los objetos comprados, cruzan con estrépito y prisa las calles animadas, entre racimos de pequeñuelos concupiscentes, que ven absortos y malhumorados aquellas riquezas que no son para ellos, o se agolpan a la verja de hierro, en torno de la madre que en vano los acalla, para ver bajar del carro bienvenido la caja de las maravillas. ¡Ay, qué tristes los que ven pasar el carro! ¡Oh, qué aurora en los ojos de los que lo reciben! Conciértanse las vecinas para ir a las tiendas y elegir regalos; pone el empleado del mercader aparte la soldada de la semana, para comprar con ella presente lujoso a su prometida o amiga; dispone en su mesa el dueño de la casa los asientos de sus amigos más queridos; cuelgan los padres en las horas de la noche, por no ser vistos de los hijos candorosos, de bujías de colores y bolsillos de dulces y brillantes juguetes, el árbol de Christmas; recuentan de antemano las doncellas vanidosas cuántos galanes vendrán a saludarlas en las alegres pascuas y cuántos saludarán a su vecina. Doblan los periódicos sus páginas, y las acompañan de láminas hermosas, llenas de nevadas campiñas, de revoltosos venados, de barbudos viejos, de chimeneas abiertas, de calcetines próvidos,—los símbolos de Christmas. Aderezan los pastores el órgano sonoro de sus templos. Y dispónense a baile suntuoso los magnates de la metrópoli, y los alegres, que son otros magnates. La alegría es collar de joyas, manto de rica púrpura,

114 Todo lo olvida Nueva York en un instante manojo de cascabeles. Y la tristeza—¡pálida viudal Así son en Nueva York las pascuas de diciembre.

No son, como aquellas de España, fiestas de pavo y lechoncillo, ni días de siega de lechugas y aderezo de atunes y besugos. Óyense allá por todas partes, en los contornos de la ancha Plaza Mayor, chirimías y dulzainas; y una madre gentil ha puesto alas de cera a su hijo alegre, y la otra, cachucha de soldado, y este compra tambor y aquel zampoña, y la señora Petra está celosa porque no tiene en su ventorrillo un tan galano nacimiento, hecho de cartón pardo y polvo de oro, como el que luce cerca de ella la corpulenta señora María. Vense debajo de las espaciosas capas, descomunales prominencias, y son pavos; y asoman por la cesta repleta, como diablillos retozones, los rábanos frondosos. El duque y el teniente cenan a la vez y la costurera y la chulilla, y con igual afán se acicalan en la taberna de Botino los conejos famosos; como se salpican de rojo pimentón en la tienda de pasteles y chorizos que está junto al teatro del Príncipe, cual la vieja España bajo el ala de la nueva, los embutidos extremeños y las farinetas salmantinas; como, el suntuoso Fornos saca de su bodega los añejos vinos, y deja en las botellas señales del polvo nobiliario, a que luego la viertan manos blancas sobre las trufas de Perigord, gustosas y aromadas, y el hígado de ganso de Estrasburgo. La fiesta es la escena que remata en misa.

No son las Christmas del yanqui como las Pascuas del hidalgo. Ni es la cena sino mero accidente de este regocijado jubileo. Las Christmas son las fiestas del dar y del recibir; de hacer donativos al pariente pobre; de ostentar sobra de dinero; de buscarlo para ostentarlo; de visitar a los conocidos; de enviar, con ramos de flores, artísticas tarjetas de dibujos pascuales, de engastar en el pie del ramillete

115 José Martí fragante, serpenteantes cables de oro, que se usan en este invierno como anillos. Las Christmas son las fiestas de niñas casaderas, que acaparan en ellas presentes de relacionados y conocidos, se dan con júbilo al placer desenfrenado de la compra, prenden flores al traje de máscara que lucirán en el baile de la noche, y aguardan, en la cohorte de amigos que ha de venir a desearles pascua alegre, a aquel de entre ellos con quien es más alegre la pascua, y la amistad más deleitosa. Las Christmas son las fiestas de los padres que ven, como nidal de tórtolas gozosas, agruparse en torno a la mesa de los regalos, la niña esbelta, el varón apresurado, la crianza balbuciente, y olvidan las desventuras de la tierra en aquel gozo ingenuo y celeste compañía. Las Christmas son la fiesta amada de los pequeñuelos, cuyos deseos de todo el año van siendo encomendados a este día solemnísimo, en que se entrará el buen viejo Santa Claus por la chimenea de la casa, se calentará del frío del viaje junto a las brasas rojas que se consumen en la estufa, y dejará en el calcetín maravilloso que cada niño pone a la cabecera de su cama, su caja de presentes. Y luego, subirá chimenea arriba, se calará su turbante recio, se mesará la barba blanca, se echará sobre el rostro la capucha para ampararse de la nieve, tomará la rienda de los ligeros venados que arrastran su trineo, y echará a andar por los aires, a los alegres sones de las colleras de campanillas, hasta la chimenea del niño vecino. A Santa Claus, que es el buen Santo Nicolás, ruegan los niños todo el mes de diciembre; y le prometen, conducirse bien, como a la Lela Marien, que es la dulcísima Virgen, ofrecen en casos graves las gallardas moras; y le escriben cartas, y le incluyen la lista de los presentes que desean; y piden a sus padres que le envíen un telegrama, para que la respuesta venga pronto. Y Santa Claus es muy bueno, ¡y siempre responde! ¡Oh, calcetín prodigiosísimo! Los niños quieren esta noche tener pies

116 Todo lo olvida Nueva York en un instante tamaños, como los de los gigantes de Perrault. Nada despierta como el deseo, y al alba ya están despiertos. ¡Qué resonar de clarines! ¡Qué redoblar de tambores! De aquel calcetín salen, como de un cuerno de la abundancia: ¡vestidos completos, arreos marciales, botines de seda, muchedumbre de confites, gorras de piel de foca, estuches de carpintería, bastones, relojes, juguetes, hermosísimos libros! ¡Qué reír! ¡Qué vocear! ¡Qué darse celos! ¡Qué ser felices! ¡Oh, tiempos de dulce engaño, en que los padres próvidos cuidan, a costa de ahogar los suyos, de la satisfacción de nuestros deseos! ¡Qué bueno es llorar a mares, si podemos traer con nuestro llanto una sonrisa a los labios del hijo pequeñuelo! No hay como vivir para los otros,—lo que da suave orgullo y fortaleza.

Tiffany es poderosísimo joyero. Museo es su casa, no tienda: exhibe en un piso maravillas de cerámica, y en otro, castos mármoles y ricos bronces, y en otro tal cúmulo de costosa prendería, que no parecen aquellos mostradores propiedad de mercader privado, sino tesoro de monarca persa. Ira y piedad levanta el puñado de gentes ávidas que rodea siempre el mostrador de los diamantes. Parecen esclavas prosternadas ante un señor. Una esclava es más dolorosa de ver que un esclavo. ¡Cuánto deseo! ¡Cuánta sonrisa forzada! ¡Cuánta tristeza! ¡Oh, si miraran de esa manera en el alma de sus hijos: qué hermosos diamantes hallarían!

Y ahí van los compradores ricos en estos días de fiesta. Cuál celebra el “diamante de Tiffany”, de tintas canarias, que fue traído de Kimberly, en el África Meridional, y vale $50,000; cuál anhela una pluma, cuajada de piedras, que vale diez mil pesos, porque no tiene menos de seis mil brillantes; cuál compra una mariposa, o una abeja, y paga por ella mil quinientos dólares. Tiffany es como jefe de

117 José Martí ejército, y su casa como campamento, cuyas tiendas son de tapices de Esmirna y de Flandes, al pie de cuyos pliegues ricos yacen aceros de Damasco y de Toledo, y copas de oro y plata. Tiene una cohorte de obreros y otra de vendedores, y otra de inventores. De las supersticiones, de las leyendas, de los mitos, hacen joyas los imaginadores que tiene a sueldo Tiffany. Cada año saca a sus mostradores prendas nuevas, como las que andan en boga en Europa, o como los inventores se las aconsejan. Hoy es un cerdo de oro, que se lleva como alfiler de corbata; y como pendiente de dama, y como sortija; mañana es un anillo, sujeto al cual flota un candado cubierto de turquesas, cuya llave menuda da la amada al amado, como en símbolo de fe: ahora son anillos abiertos, en forma de sierpe, ya de cordón trenzado, que luce un brillante en el centro, y rubíes, turquesas o esmeraldas en los remates.

Regálanse en estos días las joyas más costosas. Los caballeros envían a las damas, ya puesto como piedra en una sortija, un carcaj de oro lleno de brillantes pequeñísimos; ya piedras extravagantes, que llaman de ojo de gato, con diamantes lucientes de un lado y del otro; o ponen en un anillo tres piedras de colores blanco, rojo y azul, y con ellas quieren decir pureza, amor y lealtad. Las damas envían a su vez a los caballeros, tabaqueras lujosas, de bronce y esmalte, que les cuestan dos centenares de pesos; o alfileres de corbata que ostentan, cuando no la esquina de una calle en oro, perlas de forma rara, que imitan ave o cuadrúpedo, montados en oro, plata o hierro. Gran precio pagan ahora las niñas apalabradas de matrimonio por monedas del viejo Egipto, Roma o Rusia, que hacen aderezar elegantemente, y envían luego a que sirvan de prendedor a las corbatas de sus dueños. De bastones, de enfriadores de vino, de estuches de viaje, de tinteros ricos, hacen presentes las damas a los

118 Todo lo olvida Nueva York en un instante galanes. Y llenan los estantes de las tiendas, elefantes de plata que cargan en lindos frascos penetrantes esencias: frutas de ónice de México que alcanzan aquí excelente precio, falderos dorados que con su hociquillo agujereado anuncian que son humildes saleros: escudos brilladores que encubren juegos elegantes de aseo de manos, viaje o costura. Y casas de libros, que se parecen a la biblioteca de Alejandría. Y cuentos de niños, hacinados en montañas. Y colosales sombreros de damas; breves chinelas; rudos zapatos; cisnes de alas abiertas, rosas gigantes que se abren, apenas se las toca, en jugosos dátiles de Esmirna, o turrones fragantes, frutas azucaradas o castañas suaves. De todo se hace regalo en estos días: de lo de lujo y de lo de uso.

Si unas manos benévolas emplearon sus ocios en tejer con estambre unos mitones, que en esta tierra se usan para amparar del frío a las muñecas, no desdeñará el lujoso caballero ostentar, cual joya de valía, como que lo es más que otra alguna, el donativo familiar. Si una hija hace aposento de seda, todo lleno de rizos y de lazos, para los enseres de aseo de su padre, este lo pondrá orgulloso en lugar preferente de su alcoba, como antiguo guerrero su panoplia. Si una amorosa niña borda con sus delgadas manos, en cinta de seda el nombre de su amigo, este colocará reverentemente, para que sepan que es querido, la linda cinta como señal del libro más preciado entre los que adornan su chimenea de hombre soltero. Se encontrarán el domingo de Pascua los conocidos, ya en el salón de las casas, que para recibir estas visitas se alhaja con especial esmero, ya en el baile risueño, donde danzan los aturdidos convidados en torno al resplandeciente árbol de Christmas. O se saludarán en los días previos en esas calles rebosantes que con parecer hipódromos griegos, por lo luengas y amplias, vienen cortas y estrechas a la muchedumbre bulliciosa que se apiña a las puertas de los almacenes babilónicos, o lucha por poner

119 José Martí los ojos en los palacios de niños, o patios de reyes, o escenas de caridad con que las grandes tiendas adornan sus aparadores.

¡Qué multitudes! ¡Son bosques humanos! ¡Qué tiendas! No fue más animado, ni tuvo más compradores, un mercado de Tiro. Afluyen en las calles, como ríos, procesiones de paseantes: el buhonero pregona sus baratijas: amparado de la lluvia, que no detiene a los compradores, por fuertes botas, gabán fuerte y gorra de hule, el guardia de policía saca en su brazo robusto su bastoncillo corto, a cuya señal detiene los fornidos corceles el cochero de casa poderosa, y enfrena sus caballos pesados el carretero que lleva su carro rojo lleno de altos cajones; y el férreo irlandés que conduce con su montuosa mano el vagón del tranvía, para de súbito los brutos espumantes y nerviosos, en tanto; que el guardia dirige el paso de aquel núcleo de transeúntes de una acera a otra, tras el cual, a otra señal del corto bastoncillo, emprenden su bulliciosa marcha, vagón, carro y carruaje. Todo el día es comprar y vender. Museos son las aceras, las manos fuentes de oro, las gentes, locos ávidos. Y de noche, entre los rizos rubios de los niños, revuelan sobre la cándida almohada, sueñecillos azules.

¿Qué suceso ha de alcanzar importancia en estos días de tantas lágrimas calladas de las madrecitas para cuyos hijos no entrará el buen Santa Claus por la ruinosa chimenea, y de tantos delicados gozos para el padre que llevará a su prole una casa en miniatura, por cuyas puertas y balcones han de verse, en salones liliputienses, libros, juguetes y ricas prendas de vestidos? ¿En qué acontecimiento ha de ponerse mente atenta, en estos días en que domina a los hombres ansia de hogar y goces puros, y descansan las plumas y las malas pasiones, y como palomar en día de estío, abren las alas las pasiones

120 Todo lo olvida Nueva York en un instante buenas? El proceso mismo de Guiteau, del que apartaremos hoy los ojos por no poner en nube sonrosada cendales de lutos, se ha arrastrado como en desmayo y fatiga, ya por ausencia de testigos, ya por locuacidad de algunos de ellos, ya por la muerte de la esposa de uno de los jurados. En bronce hacen el busto del criminal, cuyo molde se dejó tomar con insana complacencia, luego que le convencieron de que bien valía el sacrificio de sus barbas, de que estaba muy pagado, el júbilo de ser admirado en efigie en los tiempos venideros. Y la que fue su esposa, del brazo del que es hoy su nuevo esposo, entró con su pequeña hija de la mano en la fría celda del preso, y entre sollozos y palabras lúgubres, desearon bien y dijeron adiós al asesino.

Asoman, entre el andar de las gentes, el trenzar de las coronas, y los ramos verdes del árbol de Pascuas, concepciones monstruosas, como una compañía peruana que mantiene que los hombres del Norte de América tienen derecho a todo el oro y riquezas todas de la América del Sur, y a que en el Perú se haga lo que ha comenzado a hacerse en México, lo cual ha de empezar porque, en pago de un crédito de aventurero, abra el Perú todas sus minas a los reclamantes avarientos, sus lechos de oro, sus vetas de plata, sus criaderos de guano; y, en prenda del contrato, sus puertos y ferrocarriles.

Y los hebreos celebran su Chanucka; y los hijos de los peregrinos el desembarco de los mensajeros de la libertad, que un día once de diciembre llegaron a las playas de la misteriosa América hace doscientos sesenta y un años. De su religión, los hebreos como los polacos, hacen patria. ¡Otros la hacen de un amor, y muerto él, van por la tierra como desterrados! ¡Otros la hacen de un sueño! Aquella lengua raizal, como fue hecha y hablada en tiempos raíces, de que

121 José Martí han venido luego estos pueblos de ahora, como frondosísimo ramaje, es conservada con pasión, cual joya de familia, en la casa de los judíos. Para ellos, la indiferencia religiosa, no es delito de incredulidad, sino de traición. Dejar solo el templo en los días de fiesta, es desertar de las banderas de la patria; y ¡de la patria puede tal vez desertarse, mas nunca en su desventura! Cierran talleres y tiendas en los días consagrados por su iglesia, y celebran con danzas y festines las hazañas de Judas Macabeo, que se llamó el Macab, porque dio golpes de maza en el testuz de los tiranos, y entró triunfante, a la cabeza de sus huestes redentoras, en el templo que había profanado el vil Antíoco. Todo lo cual aconteció hace más de dos mil años. Como injurias mortales y recientes, abominan aún los judíos las groseras profanaciones del sanguinario rey de Siria, que regó con agua en que había hervido un cerdo, el templo venerado de Salomón, y dio muerte a tantos judíos que fue la hecatombe terrible, más alta que el templo. Aún calientan el rostro pálido y enjuto de los hebreos de ahora, las llamas en que echó a arder Antíoco Epifanes las Santas Escrituras. ¡Aún sienten aquel ardor que llevó a sus antepasados a cobijarse bajo la bandera de Matatías, rebelarse fieramente contra el general del Rey, y echarse, como mar en cólera, por llanos y montañas!

Los hijos de los peregrinos tuvieron también su fiesta: mas ¡ay! que ya no son humildes, ni pisan las nieves del Cabo Cod con borceguíes de trabajadores, sino que se ajustan al pie rudo la bota marcial; y ven de un lado al Canadá, y del otro a México. Así decía, a la faz, del Presidente de los Estados Unidos, que se sentaba a la cabeza del banquete y es miembro de: la asociación celebradora, un caballero senador que dijo, por otra parte, con justicia, que le movía a cólera y desprecio, el hombre menguado que por pereza o ignorancia se

122 Todo lo olvida Nueva York en un instante negaba a tomar parte activa en los asuntos de su pueblo. Decía así el senador Hawley: “Y cuando hayamos tomado a Canadá y a México, y reinemos sin rivales sobre el continente, ¿qué especie de civilización vendremos a tener en lo futuro ¡Una, terrible a fe: la de Cartago!

Sobrado de actividad se mostró en la Secretaría de Estado el esforzado Blaine. De una parte, púsose de pie en las montañas del Istmo, y abrió los brazos para impedir el paso a pueblo alguno de Europa. De otra, intimó a Inglaterra que dejase a la Unión Americana, señora exclusiva de la América, a lo que se opone el tratado de Clayton-Bulwer. De otra, apoyó con premura, en forma de negociación de paz, la reclamación que como compradora de los derechos de un francés andariego, hace, por suma loca una compañía de explotadores al Perú. Y el Presidente Arthur, no bien sale de la Secretaría por propia voluntad y miras de partido, el innovador y denodado Secretario, le reemplaza, atendiendo a la petición urgente de paz y cordura de la prensa, con un caballero mesurado y grave, de hábitos conservadores y juiciosos, de rostro lampiño, como de astuto abogado; de fama excelente, a quien viene la habilidad política de padre y abuelo, que fueron gente de nota: el caballero Frelinghuysen. Y como no tenía orador la Cámara de Representantes, eligieron estos, más por derrotar al candidato Hiscock, que es intrépido y temible, que porque acompañasen al electo merecimientos singulares, a un diputado que antes de cruzar palabras, cruzó balas, y manejó a un tiempo los libros y el azadón: el general Keifer. Viste como hacendado; habla correctamente, y discute con destreza y fluidez; y muestra en su rostro expresivo y abierto, la decisión y el ímpetu que requiere su puesto codiciado. ¿Pero cómo hablar de ellos ahora, si huyen hoy como todos del bullicio público, y dejan sus asientos cómodos, y van, caminito de Pascuas, a colgar el uno su

123 José Martí cartera, y el otro, su nuevo título, en el árbol de Christmas que les espera en sus hogares?

¡Ved! Aquí pasa un árbol de Christmas: es de bálsamo, porque son tenidos por vulgares, y se dejan para gente modesta, los de pino y los de cedro. ¡Ved, cuánta corona de flores y hojas secas que vienen de Alemania! ¡Cuánta estrella, hecha de mirtos y siemprevivas! ¡Cuánta guirnalda, hecha de laurel y acebo! ¡Cuánto adorno valioso, que se colgará luego en las paredes del comedor engalanado, y en puertas y ventanas! ¡Ved el muérdago, la rama sagrada de los galos, ante la cual juraban las sacerdotisas y los druidas eterno odio a César, y cuyas palmas verdes, a los acentos bélicos de la magnífica Velleda, postraban en el bosque misterioso, en la pálida luz de noches tibias, frente a los mudos y divinos dólmenes! ¡Ved estas violetas, que son de Nápoles y Parma! ¡Ved esos cestos de rosas, grandes rosas de Francia; de claveles encarnados; de inmortales amarilis, que vienen de Italia; de jacintos romanos; de camelias japónicas! ¡Y tomadlas y ponedlas junto a la cuna de vuestro último hijo, que es mi don de Pascuas!

JOSÉ MARTÍ

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Caracas, 20 de enero de 1882, La Opinión Nacional (Carta de Nueva York)

Nueva York, 7 de enero de 1882

Señor Director de La Opinión Nacional: El año nuevo ha nacido coronado de nieve, ha sacudido su manto real, y ha llenado la tierra de copos blanquísimos. ¡Ay, dicen que la nieve es necesaria en estas tierras invernosas, para amparar del frío las semillas y las raíces de las plantas; mas el ánima azorada suele verla con aquel espanto con que ve la gacela al cazador, y como ella de él, huye el alma de la nieve al bosque: al bosque de sí misma! A bien que harto lloró Boabdil, y no sienta bien el llanto en rostro de hombres. Es día de ir y venir el día primero de año; día de jubileo, en que no se cambian deudas, sino las de cortesía; día de anhelo y estreno en las damas, y de peregrinación en los galantes caballeros. Vacíanse de carruajes los vastos establos; calles de Semana Santa en pueblo católico semejan las calles: parece todo el mundo montado a caballo; hay frente a cada puerta un coche; el galán que entra tropieza con el galán que sale; adivínase el plácido rostro de los hombres que vienen de ver damas. No hay cosa que disponga el ánimo, y que remoce y regocije, como hablar con mujer. ¡Así deben volar los céfiros felices, cargados del perfume de las flores!

No es aquí uso, como en Francia, acompañar de presentes los saludos,—que esto se hace en las alegres Christmas; ni es día, como

125 José Martí en España, de regalar a carteros y porteras; sino que,—al modo de los viejos holandeses que alzaron en torno a esta bahía, siguiendo la caprichosa senda marcada por el ganado vagabundo, las primeras casas,—es costumbre que cada caballero visite en este día a las damas que conoce, las que se juntan luego al día siguiente, y comparan con ojos brillantes de ansia y celos, como Tenorio y Mejía sus conquistas, el número de galanes que les desearon año bueno. Y así como en los solemnes banquetes de la antigua Filadelfia, celebrados al calor de los amables leños, y a la luz de macilentas bujías, era pecado grave que el señor de la casa no bebiese separadamente, cual lo ordenaba la cultura puritana, a la salud de cada uno de sus huéspedes,—así se mira en estos tiempos como culpable negligencia, y ofensivo desdén, que deje un caballero de llamar a la puerta hospitalaria de las damas que aguardan ansiosas a cada visitante, cual justador de la palma apetecida, o cual romano centurión la corona de laurel.

Con gozo igual, reciben las damas las visitas y las hacen los caballeros. Ya en los días anteriores publican los periódicos respuestas a las preguntas curiosísimas que jóvenes inexpertos, o visitadores embarazados, les dirigen. Cuál quiere saber si ha de llevar guantes a la visita de año nuevo, y si sentará bien la casaca en visita de día, a lo que le corresponden que lleve guantes y no lleve casaca; y cuál pregunta qué brazo ha de dar a la dama que le toque en suerte acompañar a la mesa y si ha de doblar o no la servilleta después de haber festineado, a lo que le dice el diario que dé a la dama el brazo izquierdo, para que pueda prepararle con el derecho el asiento que a su derecha ha de ocupar, y le aconseja que no doble la servilleta, sino que la deje caer con descuido elegante al lado del plato del festín. Pide una dama a un diario idea de un vestido propio para recibir a sus amigos el día de año nuevo, y otra ruega a otro diario que le

126 Todo lo olvida Nueva York en un instante indique si le estará mejor llevar joyas en su tocado, o poner una humilde margarita de plata en el cabello, a lo que opina el diarista con buen juicio, que le estará mejor la margarita humilde.

Entran en estos días previos, en las casas pobres, que alardean de adineradas, paquetes vergonzantes, que son de copas, o de los modestos manjares que aderezan para obsequiar a los que, con el alba del año, hayan de favorecerlas; y los hombres de color y las elegantes suizas que aquí hacen los oficios de la casa en las suntuosas viviendas de los acaudalados, repasan y aprontan para la fiesta, los ricos vasos de plata, y las artísticas bandejas en que han de servirse a los atentos huéspedes, los aromosos vinos que guardaban las bodegas de los dueños. Y ponen en lugar fresco los vinos rojos, porque así son mejores, y quitan de él los vinos graves, porque estos han de servirse un tanto calientes. Si tropiezan con Chateau Iquem del 70, lo dejan a un lado porque es de días comunes, y buscan el del 69, que es vino de fiesta. Ha de ser de Duff y Gordon el buen Jerez, o de Domecq, porque en el Jerez se paga la bondad y la fama. El de Málaga ha de ser del que usan los sacerdotes españoles para sus misas, porque si catador neoyorquino sabe que no es el Málaga sacramental, no bebe Málaga. El Madera es vino muy gustado en esta tierra. Cuenta la leyenda que John Hancock, que era antes de la guerra de Washington, un gran mercader de la próspera Boston, acostumbraba en los días de gran festejo, llenar la fuente pública de vino de Madera, del que bebía libremente el pueblo agradecido: mas no ha de ser este vinillo isleño más viejo que el de la cosecha de 1813 ni más joven que el del 46. Y ron, si se ha de servir, ha de ser de la Antigua, y de 21 años.

127 José Martí

Porque de los fundadores de Nueva York viene a sus actuales habitantes el hábito cortés y pintoresco de revolotear de casa en casa, que parecen ramilletes de flores, como mariposas mensajeras de buenos deseos el día de año nuevo; pero no han heredado los neoyorquinos la sencillez de los fundadores. Juntábanse antes, en estos días, los contertulios y relacionados, que se abstenían de bebidas en la presencia de las damas, y no cataban a sus solas más que vinillo de maíz, cebada y trigo, que hacían muy bien los cosecheros del viejo Kentucky y la histórica Marilandia; pedíase gravemente a la severa matrona que rodeada de sus ruborosas hijas recibía la visita, su venia para acudir el año próximo a desearle un feliz año. Y en la familia se hablaba de los elegantes bailes de Filadelfia, que ponía entonces la moda; de los magistrados y pastores de Boston, que era ya entonces centro de cultura; y de los regocijos del otoño, en que era uso que los vecinos se reuniesen en el cortijo del vecino, y se ayudasen por turno a deshojar la cosecha de maíz, lo que era ocasión de risa y gozo, porque el que hallaba una mazorca picada tenía el derecho de golpear el rostro de los varones de la junta, y el que hallaba una mazorca roja, el de besar en la mejilla a cada una de las niñas solteras que hubiese en el cortijo: y si era la niña la que hallaba la mazorca ¡qué susto! ¡qué deseos! ¡qué suplicar con los ojos el de los galanes! Porque la niña besaba entonces al que le pareciera, en la comunidad, más digno de un beso.

Hoy se hacen las visitas a manera de ráfaga brillante. Detiénese en la puerta el carruaje bullicioso: salta de él en traje de día el visitador: tropieza en el umbral con el artesano corpulento o el empleado agradecido que vinieron a dar fe de su cariño al dueño de la casa: y entra a la sala deslumbrante, en donde, ricas damas responden con volubilidad e ingenio al saludo de usanza. Y allá, en el fondo,

128 Todo lo olvida Nueva York en un instante resplandece la mesa de año nuevo, que es mesa que cuesta a veces a sus dueños, dos millares de pesos. Viste el visitador como de viaje; pero las damas se han acicalado grandemente. Van como sobrevestidas estas damas, y no se nota en ellas aquella artística analogía entre la esbeltez que da al cuerpo un espíritu elegante, y las ropas que ciñen el cuerpo, sino una como superabundancia corporal, que da a las damas aires de esposas de mercader, que pasean a los ojos de los compradores las maravillas de los almacenes de su esposo. Era de verse más la seda del alma que la del traje: y aquí es esta tanta, que no se ve aquella. Unas llevan sobre traje de seda carmesí, flores de plata: otra ostenta delantal riquísimo, que venden los parisienses a ciento setenta y cinco pesos vara, y está todo bordado a la mano, al modo japonés, de raras aves y grandes rosas sobre fondo crema; y otra lleva bordado en el delantal un gran relámpago de oro, en forma de rama seca, cuyas escasas hojas están hechas de rubíes, cuentas, ámbar y zafiros. No usan ya por bien del arte y de los ojos, aquellos altísimos tocados con que se robaban las damas de los knickerbockers, —que viene a ser aquí como noble de abolengo, descendiente de fundadores y fue realmente el nombre de estos,— aquella ingenua e infantil belleza de las cabezas femeniles, que ahora se adornan con sus propias galas, y una que otra florecilla púdica: mas reviven las neoyorquinas los viejos brocados, y opulentas flores de relieve ornamentan de nuevo los vestidos, en los que se tiene a gala imitar los colores de la madera húmeda del bosque, y los oscuros matices del bronce y oro.

Tal suma de gastos, que con trajes semejantes y la lujosa mesa, vienen a ser de verdadera monta, van siendo causa de que muchas familias que gozan fama de acaudaladas, y que no quieren perderla, tomen pretexto de la muerte de algún pariente lejano, o la de su deseo, para

129 José Martí colgar a su puerta una elegante cesta, atada con una cinta negra, en la que dejan los visitantes sus tarjetas; o cuelguen simplemente la cestilla, adornada de cintas azules, o saquen al umbral un jarrón rico, puestos allí también a recibir tarjetas, en tanto que comentan en lo interior de la casa lo enojoso de obedecer a costumbres que se van haciendo ya vulgares, o disfrutan de este día de fiesta en el abrigado hogar de alguna aldea vecina. ¡Qué rodar de carruajes! ¡No cesa en todo el día! ¡Qué recibir visitantes! Sorprenden en esta faena a las damas las campanas de la media noche. ¡Qué entristecerse el de las niñas casaderas, si no vienen a verlas caballeros numerosos! ¡Qué regocijo el de la casa de los pobres, cuando la campanilla desusada anuncia un visitante! Así es en Nueva York el año nuevo. Y en Brooklyn, dos mil personas, en interminable procesión, saludaron a un anciano de faz roja y blanca y larga cabellera, al orador Beecher. Y en Washington, no recibió a más gentes el Presidente en la Casa del Estado, que el orador recibió en la suya en Brooklyn. Y en su celda, rebosante de júbilo, y de insana soberbia, de pie, como un monarca, junto a la ruin mesilla de los presos, respondía Guiteau con sonrisas afables y frases graciosas, a trescientas personas que fueron a desearle venturoso año nuevo. ¡O curiosidad, o monstruosidad! Esas visitas no son obra de piedad, sino sanción de un crimen. Y no eran los visitantes personas conspicuas, mas no eran tampoco personas vulgares. Parecía la celda un trono sombrío. Las madres enviaban a sus hijos a que diesen la mano al asesino. Las señoras cambiaban con él apretones de manos. Más de una hubo que le llevó flores. A trescientas subieron también las felicitaciones de año nuevo que recibió por el correo, con hermosas tarjetas alegóricas, y motes bíblicos. De todas partes de la nación le llegaban cartas de saludo y demandas de su autógrafo; en el tribunal ya le ponen en el cepo,

130 Todo lo olvida Nueva York en un instante como para atajar las censuras que la excesiva libertad del proceso provoca en la prensa extranjera, y él vocea, se desmanda e injuria, como cuando se sentaba entre, su hermana y su abogado. Pero en su celda, ¡ved que le llevan flores, cuando ya se han secado las que descansan en la tumba de aquel varón magnánimo que arrebató a la vida! Debe ser ley en los tribunales el ahorro de la vida humana. Debe ser culto en las familias el horror al crimen.

JOSÉ MARTÍ

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Caracas, 4 de Marzo de 1882, La Opinión Nacional (Carta de Nueva York)

Nueva York, 17 de febrero de 1882

Sr. Director de La Opinión Nacional: Vuela la pluma, como ala, cuando ha de narrar cosas grandiosas; y va pesadamente, como ahora, cuando ha de dar cuenta de cosas brutales, vacías de hermosura y de nobleza. La pluma debiera ser inmaculada como las vírgenes. Se retuerce como esclava, se alza del papel como prófuga y desmaya en las manos que la sustentan, como si fuera culpa contar la culpa. Aquí los hombres se embisten como toros, apuestan a la fuerza de su testuz, se muerden y se desgarran en la pelea, y van cubiertos de sangre, despobladas las encías, magulladas las frentes, descarnados los nudos de las manos, bamboleando y cayendo, a recibir entre la turba que vocea y echa al aire los sombreros, y se abalanza a su torno, y les aclama, el saco de monedas que acaban de ganar en el combate. En tanto el competidor, rotas las vértebras, yace exánime en brazos de sus guardas, y manos de mujer tejen ramos de flores que van a perfumar la alcoba concurrida de los ruines rufianes.

Y es fiesta nacional, y mueve a ferrocarriles y a telégrafos, y detiene durante horas los negocios, y saca en grupos a las plazas a trabajadores y a banqueros; y se cambian al choque de los vasos sendas sumas, y narran los periódicos, que en líneas breves condenan

133 José Martí lo que cuentan en líneas copiosísimas, el ir, el venir, el hablar, el reposar, el ensayar, el querellar, el combatir, el caer de los seres rivales. Se cuentan, como las pulsaciones de un mártir, las pulsaciones de estos viles. Se describen sus formas. Se habla menudamente del blancor y lustre de su piel. Se miden sus músculos de golpear. Se cuentan sus hábitos, sus comidas, sus frases, su peso. Se pintan sus colores de batalla. Se dibujan sus zapatos de pelea.

Así es una pelea de premio. Así acaban de luchar el gigante de Troya y el mozo de Boston. Así ha rodado por tierra, ante dos mil espectadores, el gigante, inerte y ensangrentado. Así ha estado de gorja Nueva Orleans, y suspensos los pueblos de la Unión, y conmovido visiblemente Boston, Nueva York y Filadelfia. Aún veo, prendidos como colmena alborotada a las ruedas y ventanas del carro donde les venden los periódicos, a esas criaturillas de ciudad, que son como frutas nuevas podridas en el árbol. Los compradores, en montón, aguardan en torno al carro, que ya anda, arrebatado por el grueso caballo a que va uncido, en tanto que ruedan por tierra, revueltos con paquetes de periódicos, míseras niñas cubiertas de harapos, o pequeñuelas bien vestidas, que ya desnudan el alma, o irlandesillos avarientos, que alzan del lodo blasfemando el sombrero agujereado que perdieron en la lucha. Y vienen carros nuevos, y luchas nuevas. Y los que alcanzan periódicos, no saben cómo darlos a tiempo a los compradores ansiosos que los asedian. Y la muchedumbre, temblando en la lluvia, busca en los lienzos de noticias que clavan en sus paredes los diarios famosos, las nuevas del combate. Y lee el hijo, en el diario que trae a casa el padre, a qué ojo fue aquel golpe, y cuán bueno fue aquel otro que dio con el puño en la nariz del adversario, y con éste en tierra, y cómo se puede matar empujando gentilmente hacia atrás el rostro del enemigo, y dándole

134 Todo lo olvida Nueva York en un instante con la otra mano junto al cerebro, por el cuello. Y publican los periódicos los retratos de los peleadores, y sus banderas de combate, y diseños de los golpes. Y se cuenta en la mesa de comer de la familia, que este amigo perdió unos cien duros y aquél ganó un millar, y otro otros mil, porque apostaron a que ganaría el gigante, y sucedió que ganó el mozo. Eso era Nueva York la tarde de la lucha.

¿Y en el campo de la lucha? Fue allá, en tierras del Sur, junto al mar, bajo cedros y robles. No son estas querellas de bribones, que la ira encona, el azar cansa, y el capricho legisla: son troncos de antemano concertados, en que se dividen—como en las justas antiguas—el campo y la luz, y se determina como para los caballos de carrera, el peso y el modo de justar y se acuerda en tratado formal y manera minuciosa, que los peleadores pelearán de pie, y sin piedras ni hierros en la mano, ni más que tres espigas de punta redonda y media pulgada de largo en la suela del zapato, y se establece como mejora de decoro, que aquella vez no muerdan, ni se rasquen la carne con las uñas, ni se dé golpe al que ya tiene una mano y una rodilla en tierra, y a aquél a quien se sujeta por el cuello contra las cuerdas o estacas del circo, que ha de ser prado llano, y no mayor de 24 pies en cuadro, y ha de ostentar al sol, enarboladas en las estacas del centro, los colores de pelea de ambos rufianes, los cuales fueron esta vez arpa, sol, luna y escudo, y águila de anchas alas sobre esfera tachonada de estrellas para el gigante de Troya, y águila que sustenta en las nubes un escudo americano, cercada de banderines de Irlanda y Norte América, para el mozo fuerte de Boston. Porque de Irlanda vino a esta tierra, con la poblada numerosa, la bárbara costumbre.

Los tiempos no son más que esto: el tránsito del hombre-fiera al hombre-hombre. ¿No hay horas de bestia en el ser humano, en que

135 José Martí los dientes tienen necesidad de morder, y la garganta siente sed fatídica, y los ojos llamean, y los puños crispados buscan cuerpos donde caer? Enfrenar esta bestia, y sentar sobre ella un ángel, es la victoria humana. Pero como el Caín de Cormon, en tanto que los aztecas industriosos y los peruanos cultos hacían camino en la cresta de los montes, echaban por canales ciclópeos las aguas de los ríos, y labraban para los dedos de sus mujeres sutilísimas joyas, los hombres de aquellas tierras del Norte, que opusieron a los dardos de los soldados de César el pecho velludo, y las espaldas cubiertas de pieles, alzaban tienda nómada en la tierra riscosa, y comían en su propia piel, ahumada apenas, la res ensangrentada que habían ahogado con sus brazos férreos. Los brazos de los hombres parecían laderas de montaña, sus piernas troncos de árboles, sus manos mazas, sus cabezas bosques. Vivir no fue al principio más que disputar los bosques a las fieras. Mas hoy la vida no es montaña áspera, sino estatua tallada en la montaña.

Así se espantan los ojos, como si de súbito se viera pasar por las calles de una ciudad moderna a Caín, de ver como las artes de la pintura y de la imprenta lamen sumisas los pies rugosos de estas bestias humanas, y copian y celebran al bruto magnífico, y le espían anhelantes en el instante en que, desnudo el torso montuoso, y encrespado el brazo troncal, ensaya en una bola de cuero, que envía bamboleando al techo de que cuelga por vajilla de cuero, los golpes que ha de dar luego, entre hurras y vítores, en el cráneo crujiente, en los labios hinchados, en el cuerpo tambaleante de su adversario estremecido. Se educan para la pelea, se fortalecen, se consumen en la carne superflua que pesa y no resiste, se recogen en población de campo, en casa apartada, con sus educadores, que les enseñan golpes excelentes, y les prohíben excesos corporales, y los muestran a los que

136 Todo lo olvida Nueva York en un instante apuestan de oficio, y quieren ver, antes de apostar a su hombre, porque “ellos van de negocio” y deben apostar “al mejor hombre”. Y de negocio también van los peleadores, que jamás se vieron a veces, y van a verse por primera vez en la arena del circo. Pero un chalán ha puesto a los brazos de uno, dos millares de pesos, y un diarista ha puesto a los brazos de otro, dos millares, y ajustan la pelea, la sangrienta pelea, porque no viene mal ganar, rompiendo huesos y sacudiendo en los cráneos los cerebros, los dineros y la fama de “campeón del peso grande de la América”, porque hay menguados que pesan ciento treinta libras, y se baten por la fama de ser los más ricos golpeadores entre los de poco peso; mas hay mancebos que pesan doscientas libras, y éstos lidian por merecer el derecho de campeón entre los de peso grande.

Y no bien se publica que se ha ajustado la batalla, hácense cargo del peleador los que le “educan”, que se llaman “sus segundos”, e impiden que por el beber o el mocear comprometa “el hombre de pelea” la ganancia del que ha puesto dinero “a su espalda”. Y es la nación circo de gallos. Van los dos hombres enseñándose por los pueblos, y peleando con guantes, desnudos de cinto arriba, en teatros, plazas y tablados de cantinas, donde ondean sus colores, y narran sus hazañas, y palpan sus músculos y balancean las condiciones de ganancia o pérdida, antes de cruzar con el jugador vecino la apuesta de dinero. Créanse bandos en las poblaciones, que suelen parar en que ambos contendientes saltan, revólveres al aire y cuchillos en alto, al circo o al tablado: y Troya, que ama a su gigante, que es dueño de un teatro, y padre de familia, y pródigo de fama, como buen rufián, arde en celos de Boston, que está orgullosa de su bestia, porque no se ha puesto hombre en frente del mozo bostonés que no haya caído ensangrentado en tierra. No se pregunte quien lo

137 José Martí impide, que cuando acontece en plazas públicas, un mes tras otro mes, no lo impide nadie. Hay leyes, mas como en México, donde prohíben las lidias de toros, buenas para hacer toros de los hombres, en el recinto de Tenoxkillan, y dejan las que haya en el pueblecito cercano de Tlalnepantla, donde un tiempo oró en su torre alta el gran Netzahualcoyotl, poeta, rey y capitán excelso, y hoy desjarretan brutos, vestidos de toreros de comedia, hombres nacidos, por la grandeza de la tierra que los cría, a más glorioso empleo.

Cuando se acerca el día fijado para el combate, como cada Estado tiene ley diversa, y abundan entre los hombres distinguidos, que hacen las leyes, los abominadores de esta pelea de hombres, suelen los pugilistas andar de salto en salto, en fuga de las cárceles. Mas hallan siempre Estados que los ampare, y allí, es fiesta pública. Vienen los trenes, de comarcas lejanas, cargados de apostadores, que ponen punto a sus negocios, y dejan sin padre sus casas, por venir a centenares de millas, a apiñarse en la muchedumbre vociferadora que con el rostro encendido y las manos en alto, y el sombrero a la nuca, rodeará en la mañana anhelante, el circo de la lidia. Son banqueros, son jueces, son graves personas, miembros de las iglesias de su pueblo, son jóvenes ricos, de dinero que debiera trocarse en yugo para sus frentes: no son sólo bribones ni chalanes. Hay en toda ciudad un centro de estos juegos, y en algunas ciudades muchos centros. Cada agrupación envía sus diputados; cada postor que puso precio, envía su hombre a ver; cada amador del ejercicio va a gozarse en sus lances. No tienen cierre las puertas de los hoteles y cantinas. Los hijos pródigos del azar asombran con su fausto, y los boxeadores de oficio con sus fuertes músculos, a las damas y damiselas de la villa, que no apartan de ellos los ojos, como de seres aborrecibles, sino que

138 Todo lo olvida Nueva York en un instante les miran con curiosidad y con regalo, como a hombres magnos y seres de privilegio.

En Nueva Orleans, en cuyas cercanías que este combate, se abrieron las bolsas viejas, muy atadas desde los tiempos de la guerra terrible, para poner los ahorros mohosos a la bravura de los jayanes. Las calles parecían corredores de casas; y el suceso, suceso de familia. Todo era chocar de vasos, hablar en voces altas, discutir en tiendas y plazas los méritos de los mozos, en cohorte ir a saciar los ojos avarientos en la espalda robusta, el hombro redondo, y la cadera desenvuelta de los atletas. Y volvían los unos, mohínos porque su jayán tenía demasiada carne sobre las costillas, y los otros alborozados porque su hombre era todo huesos y músculos. Iban los médicos en grupos, a ver aquel ejemplar rico de bruto humano. Y las damas iban a poner su mano delgada en la mano huesosa de los héroes.

Toda la ciudad parecía de viaje en la noche que acabó en la madrugada de la marcha. En sillas y en sofás y de codos en los balcones, dormían, temerosos de que partiese el tren sin ellos, los que habían comprado, a cambio de diez pesos, el derecho de ver la anhelada lucha. Vaciaban en los mostradores de los hoteles, porque no se las robasen en el camino, las joyas, a que son los rufianes muy aficionados. Y allá va al fin, cruzando los llanos pantanosos de la Luisiana, el tren veloz con los peleadores, con sus segundos, con la esponja y menjurges de curar, con los dineros de la lidia, con sus vagones repletos, techados de gente, rebosada de los carros. Allí el beber; allí el vocear; allí el proponer apuestas y aceptarlas. Allí el decir que un buen peleador ha de tener arrojo, agilidad y resistencia. Allí el hacer memoria de cómo en otros tiempos se libraban al vigor del puño las contiendas electorales de los neoyorquinos; cómo un Mc

139 José Martí

Coy mató en el circo a un Chris Lilly; cómo cuando Hyer venció a Sullivan, en “pelea de huracán se encendieron luminarias en Park Row”, que es la calle vieja y famosa, que da hoy al costado del correo, y se leyó por largo tiempo en un gran lienzo transparente: “Tom Hyer, campeón de América”. Era allí el recordar entre sorbos de pócimas ardientes, que Morrisey dejó a Heenan por muerto; que cuando Jones peleó con Mc Coole recibió de él tal golpe en la frente, que rodó al suelo, víctima de náuseas y como con el cerebro desquiciado; y que Mace era un gran golpeador, que braceaba como aspa de molino, y quebró de un buen golpe el cuello de Allen. ¡Y el sol entraba a raudales por las ventanillas de los carros!

Ya en el lugar de la pelea, que fue la ciudad de Mississippi, estaban llenos de gente los alrededores del sitio elegido para el circo, y a horcajadas los hombres en los árboles, y repletos de curiosos los balcones, y almenados de espectadores los techos de las casas. Vació el tren su carga. Se alzó el circo en el suelo, y otro circo concéntrico, entre los que podían vagar los privilegiados; cantando alegres, se sentaron por la arena en batallón gozoso los cronistas, que cuando se pobló el aire de hurras, y fueron todas las manos astas de sombreros, era que venían el huraño Sullivan con su calzón corto y su camiseta de franela verde, y el hermoso Ryan, el gigante de Troya, en arreos blancos. En el circo, había damas. Y a la par que los jayanes se dieron las manos y ponían a hervir la sangre que iba a correr abundosa a los golpes, encuclillados en el suelo, contaban los segundos los dineros que se habían apostado a los dos hombres. ¿A qué mirarlos? A poco, ruedan por tierra; llévanlos a su rincón, y báñanles los miembros con menjurges, embístense de nuevo, sacúdense sobre el cráneo golpes de maza; suenan los cráneos como yunque herido; mancha la sangre las ropas de Ryan, que cae de rodillas, en tanto que el mozo de Boston,

140 Todo lo olvida Nueva York en un instante saltando alegre y sonriendo, se vuelve a su “esquina”. Atruena el vocerío; álzase Ryan tambaleando; le embiste Sullivan riendo; ásense de los cuellos y estrújanse los rostros; van tropezando a caer sobre las cuerdas; nueve veces se atacan; nueve veces se hieren; ya se arrastra el gigante, ya no les sustentan en pie sus zapatos espigados, ya cae exánime de un golpe en el cuello, y al verlo sin sentido, echa al aire la esponja, en señal de derrota, su segundo. Se han cruzado $300,000, apostados en todas las ciudades de la nación a la pelea de estos dos mozos; se han alquilado hilos de telégrafo para dar cuenta menuda a todos los vientos de los detalles de la lidia; han recorrido las calles de las grandes ciudades, muchedumbres ansiosas que recibieron con clamores de aplausos, o ruidos de ira, la nueva del triunfo; se ha celebrado con músicas y fiestas al bostonés victorioso; y se exhiben de nuevo en circos y cantinas, agasajados y regalados, el mozo y el gigante. ¡Aún está roja y castigada de los pies, en la ciudad del Mississippi, la arena de la mar! Es este pueblo como grande árbol: tal ∗ vez es ley que en la raíz de los árboles grandes aniden los gusanos .

∗ Nota de edición. Aquí las Obras Completas marcan un corte en el texto e incluyen la siguiente glosa “A continuación está la reseña de Martí sobre Peter Cooper que se inserta en la sección NORTEAMERICANOS” Ver Martí José. Obras Completas. Vol. 9, 2° edición, Edi- torial de Ciencias Sociales del Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1975, p. 259.

141 José Martí

¿Qué me trae este niño mensajero, con su uniforme y cachucha de paño azul, que llama a mi puerta? ¡Ah! Es la costumbre de estos días, en que se envían, en lindas tarjetas, sus saludos anónimos los enamorados y los amigos leales, que sufren de ver almas solas. En esta tarjeta bordada de fleco azul, me mandan un niño alado, sentado en un camello; y en esa otra, que tiene al pie dos hermosos versos, como es uso, aunque no todos los versos son hermosos, hay un águila, que mira a lo alto, posada en una roca... Y este niñuelo que viene ¿qué me trae ahora? Me trae un Valentín de burlas en que está un hombre triste, vestido de navegar, de pie en la orilla de un océano en que no apunta un barco! Porque los Valentines, que son de una inglesa, llenan en estos días los mostradores de las tiendas, las bolsas de los fabricantes, los sacos de cuero de los carteros. No hay casa que no los envíe, y que no los reciba. Antes fue sólo hábito de enamorados, y en este día de San Valentín, en que es fama que los pájaros amanecen piando y aleteando en torno a la rama en que se posa aquella que eligen por compañera de su nido, no se acostaban las doncellas de Inglaterra sin haber prendido cuatro hojas en las esquinas de su almohada, y una en el centro, porque tenían las hojas la virtud de hacer aparecer en sueños, a las doncellas, aquel de sus cortejadores a quien debían de elegir para su esposo, el cual poder era más cierto si luego de haber puesto a hervir un huevo a punto de endurecerlo, y sacándole la yema, llenaban de sal su espacio, y comían el resto, sin comer ni beber después, ni sacar la cáscara al huevo, porque esto le hubiera quitado la virtud. Y era también uso que el que había sido elegido Valentín, hiciese a su dama un regalo valioso, como el del duque de York, muy gentil duque, que regaló a la señorita Stuart, que fue luego duquesa de Richmond afamada, una joya que no le costó menos de ochocientas libras esterlinas: en tanto

142 Todo lo olvida Nueva York en un instante que las pastoras, “en este día en que los pájaros eran bondadosos”, como reza el verso viejo, salían de mañanita a buscar leche, y tomaban de novio al primer pastor que encontraban sus ojos, lo cual, por de contado, haría muy mañanero el día de San Valentín a los pastores.

De este lado del mar, no fueron estos usos, sino enviar, explicados con versos, dibujos alegóricos a los defectos o peculiaridades de la persona a quien se encaminaban los dibujos, de lo cual, que fue al principio práctica de relacionados en amores, como que era anónima la práctica, tomó pie la malicia y cada jorobado, o bizco, o narigudo, o avaro, o fanfarrón, o vicioso, recibía de manos desconocidas una gran lámina coloreada, en que en menguados versos se hacía burla, vaga unas veces, y cruel y certera otras, del defecto del valentinado. Y no hay, aun hoy mismo, más que entrar en una tienda, y pedir un Valentín de sastre, para que el tendero busque en sus mostradores el manojo de los sastres, y saque de él un vejezuelo en pocas ropas, que enmienda y repara una casaca añosa, de modo que parezca de lienzo y corte nuevos. Ya queda para barrios bajos este uso de la malicia, que fue a tanto que no hay presunción humana ni hábito ridículo de estas tierras, que no tenga en estos Valentines de antaño su poema y su azote, tal como uno enviado a dama casera, que hace en la casa las faenas del servicio y luego va, enjoyada y envuelta en sedas a lucir galas en su Jueves de salir, en el cual Valentín está la dama con cubo gigantesco por sombrero, delantal de pinche por frente de vestido, tenedores por pendientes, por abanico espumadera, y una cuchara de alfiler de pecho, a todo lo que saludan, vestidas de galantes caballeros, un par de flacas tenazas. Pero los Valentines que aún quedan en boga, son dibujos caseros, hechos de mano amiga, para poner en curiosidad a un amigo bueno, o encantadoras figurillas,

143 José Martí tiernas o cómicas, de variedad tan numerosa y rica, que no son más copiosas en arenas que los Valentines en tiendas, las playas de la mar. Son de fino cartón, franjado o cercado de encaje o de flecos; son almohadillas azules y rosadas, en que sonríe, con su gorro francés un niño candoroso; son ángeles, amantes, ramos de flores silvestres, lirios, margaritas, un negrillo que se hunde como quien tropieza en los aleros del gorro colosal que ata a su barba una negrilla, o girasoles, que están ahora en boga, por ser la flor de los estetas, o tulipanes, que es flor que se ha pagado aquí a tal precio que se compraban por acciones. Y al pie de todos ellos, versos rientes, versos de día de pájaros, versos azules, de esos que se escriben antes de entrar en lo recio de la vida, y no rojos, como se escriben luego, y no negros, como se suelen escribir, hasta que luego los años buenos tiñen del color blanco de la luz los cabellos y el alma.

Las gentes andan contentas, ocupadas, activas. El Senado, tras debate brillante, aprueba una ley que deja sin capacidad de elegir ni de ser electo a los polígamos mormones. La Academia de Música resuena con el clamor de alegres enmascarados que, ora son niños que llevan de reyes en carroza tirada por cabras, a Esmeralda y a Febo, ora son actores que imitan en la escena aquel carro de Thespis en que nació la comedia, y echen a danzar, aparejados por la sala a Frou-Frou y al duque de Bukinham, y a Camille y Luis onceno. Nueva Orleans celebra sus carnavales con procesión suntuosa en que reviven las maravillas magnas de los poemas indostánicos.

Portland corta de sus jardines las rosas mejores, para ornar con ellas la casa en que ha de celebrarse el aniversario próximo del poeta Longfelow. Ya en la casa se limpia el asta de las banderas de festejo, para honrar con ellas a aquel hombre resplandeciente y sereno,

144 Todo lo olvida Nueva York en un instante menos infortunado que Bolívar, porque fue menos grande: a Jorge Washington. Oiremos esos himnos, y les pondremos alas de buena voluntad, y cruzarán la mar.

145

Caracas, 11 de abril de 1882, La Opinión Nacional (Carta de Nueva York)

Nueva York, abril de 1882

Sr. Director de La Opinión Nacional: La vida humana está harta, como la tierra, de montes y de llanos. ¡Y a las veces de criptas siniestras y de abismos! Y es fuerza a cada paso sacar los ojos de los montes, que son los hombres altos, y ponerlos en llanuras. Está en el Congreso de debates y de fiesta. la dama de Massachusetts. Ve el Congreso si debe sacar provecho de tanto hombre de Europa como viene a estas tierras; y ya se dijo en la asamblea de Massachusetts que pueden abogar damas en los tribunales del Estado. Nótase en esta tierra nueva, gran premura por dar a la mujer medios honestos y amplios de su existencia, que le vengan de su propia labor, lo cual le asegurará la dicha, porque enalteciendo su mente con sólidos estudios, vivirá a par del hombre como compañera y no a sus pies como juguete hermoso, y porque, bastándose a sí, no tendrá prisa en colgarse del que pasa, como aguinaldo del muro, sino que conocerá y escogerá, y desdeñará al ruin y engañador, y tomará al laborioso y sincero. Pues en ese mismo Estado que acepta ahora las damas como abogados en sus tribunales, hay una señorita Robinson que dirige, con éxito notable, su bufete de letrado, lo cual es honra en Boston, capital de Massachusetts, donde trabaja la señorita, porque es Boston tierra de sabihondos y censores y no luce allí quien quiere sino quien puede. Y uno de los

147 José Martí periódicos de leyes que más crédito goza en toda esta tierra, está también dirigido por una culta dama. En nueve de los Estados de la Unión, puede ya la mujer abogar como letrado, en casos criminales y civiles. Y en otro Estado, que es Vermont, las damas que pagan contribución votan por aquel que más les place de los candidatos a los empleos de las escuelas, cuyos candidatos pueden ser también mujeres,—aunque cuentan los murmuradores que gozan poco de este beneficio las damas vermontesas, porque en este año, hubo pueblo en que solo votaron cinco damas.

Mas no es solo en los tribunales y en las urnas, en donde quieren los pensadores de esta tierra ver a las mujeres. Es en la administración pública, en la dirección de cada casa de caridad, en el consejo de cada taller correccional. Pues, ¿dos gobernadores de Nueva York no nombraron para altos puestos a dos damas? Nombráronlas, y no hay en el Estado más inteligentes oficiales, ni mejor servidos puestos. ¿Quién no ve en las casas, y más en nuestras casas que en estas, a la esposa siempre tímida y ahorradora, y al esposo, siempre pródigo y fantaseador, como si fuera la tierra Sésamo, y él, Montecristo, y a cada clamor suyo, de esos terribles que no hallan respuestas, hubiese de abrir a sus ojos la tierra obediente, el seno de oro? Somos un tanto hebreos en punto a fortuna, y esperamos siempre un Mesías que nunca llega. Y no hay más que un modo de ver llegar al Mesías, y es esculpirlo con sus propias manos. No hay en la tierra más riqueza que la que viene precipitadamente por medios de indecoro o lentamente por medios de trabajo. ¿Quién ha de ser mejor guía para las mujeres extraviadas que una dama buena? Ni ¿quién que ve una madre y la ve cómo ama, y prevé, y endulza, y perdona, duda de ese caudal de maravillas que yace ignorado en cada alma de mujer? Es una mano de mujer, vara de mago, que espanta búhos y sierpes, y

148 Todo lo olvida Nueva York en un instante ojos de Midas, que trueca todo en oro. Pues ¿cómo no ha de ser justo que en las juntas en que se ha de aconsejar sobre el modo de dirigir maestras, o alumnas, o pobres presos, aconsejen mujeres, que saben de achaques de mujer, o del modo de reformarlos o curarlos? El hombre es rudo e impaciente, y se ama más a sí que a los demás. Y la mujer es tierna, y goza en darse, y es madre desde que nace, y vive de amar a otros. ¡Llámenla, puesta que sea consejera en todas esas juntas de consejo, y donde haya niños o mujeres a quienes dirigir, o cuidar, o curar, sea mujer la que dirija, con lo que será más suave y rápida la cura!

¿Y en colegios? ¿Se han de cerrar acaso los altos colegios a estas mujeres que han de ser luego compañeras de hombres? Pues si no tienen los pies hechos al mismo camino, ni el gusto hecho a las mismas aficiones, ni los ojos a la misma claridad ¿cómo los acompañarán? Vive todo ser humano de verterse, y es el más suave goce el comercio de las almas. ¿Qué ha de hacer el marido sabedor, sino apartar los ojos espantados y doloridos de aquella que no entiende su lenguaje, ni estima sus ansias, ni puede premiar sus noblezas, ni adivinar sus dolores, ni alcanzar con los ojos donde él mira? Y viene ese divorcio intelectual que es el mal terrible.

Ni es verdad, a lo que dicen maestros y observadores, que sea cosa probada la flaqueza de la mente femenil para llevar en sí hondas cosas de artes, leyes, y ciencias. Inglaterra les ha abierto sus colegios, y están orgullosos de ellas los colegios de Inglaterra. Altas cosas estudian las mujeres en el colegio de la Universidad en Londres, donde una tercera parte de los discípulos son doncellas atentas y estudiosas, y no hay año en que no saquen ventaja relativa a los donceles estudiantes. Cuatro universidades viejas y famosas tienen los

149 José Martí ingleses, y en esa de Londres y en la de Dowham, invístese ya de la toga doctoral a las educandas; en Cambridge, se las recibe en cátedras y exámenes, los que les sirven como de títulos de honor, aunque no les dan derechos; y en Oxford, que es universidad reacia y severa, ya las admiten a cátedras, a que ellas van gozosas. Es cosa que alegra los ojos ver llegar a las puertas del colegio a los mancebos retozones, a la par que bajan gravemente, de sus carruajes las jóvenes que vienen a la Universidad a aprender artes y ciencias. De la Universidad de Cambridge han salido maestras excelentes. Y en esta tierra misma, Harvard es universidad celebradísima, y tiene cátedra para mujeres, cuyos adelantos y aplicación encomia; y en la Universidad de Cornell, que goza también fama, no hay memoria de que haya hecho examen nulo ninguna de las numerosas estudiantes. Y ahora se quiere, que, como las de Harvard soberbio, y Cornell celebrado, se abran a las mujeres jóvenes las puertas del muy valioso colegio de Colombia. Cosas pueden ser estas, para quien viva en otras riberas, singulares: mas si es verdad que ese ir y venir por cátedras y calles, pudiera parecer en nuestros países como echar flores débiles al viento, no ha de verse el modo de enseñar ni a que sea de hombre el instituto en que se enseñe, sino que se ha de proveer, en forma que concierte con nuestras costumbres a la urgentísima necesidad de esa enseñanza. Porque no suelen volar los esposos de la jaula de oro primaveral en busca de nueva primavera, o de belleza nueva, sino porque es dama sin mente como vaso seco, y busca el hombre sediento donde posar los labios ardorosos. Son las almas como las rosas, y han menester de sol ardiente, y de que caiga en ellas, con cada alba, rocío nuevo.

Nueva York, que quiere abrir su Universidad a las mujeres, no gusta de tener abierta su bolsa a todos los menesteres de los inmigrantes

150 Todo lo olvida Nueva York en un instante europeos, que llegan a las veces con hambre, y sin dineros, ni ropa, ni salud, todo lo cual acarrea gastos que Nueva York paga, porque a Nueva York llegan aunque luego se salen del Estado, y fincan en otras comarcas que se benefician de ello, sin tener parte en sus costos. Ya fue uso en otro tiempo que cada inmigrante pagara un peso al erario, a modo de derecho de entrada, porque el estado de Nueva York había de reenviar a sus tierras los pordioseros y los criminales, de los que venían muchos, y esos pesos se empleaban en los costos del reenvío. Pero se, dijo que era inconstitucional la ley, como se dijo también de otra semejante que la sustituyó, por lo que ahora trátase de que sea la ley de la nación, y no de un Estado, y que cada atezado hebreo de Rusia, o fornido alemán, o irlandés belfudo, o francés bullicioso, o sueco de cabellos rojos que a estas playas lleguen, pague unos cuantos dineros, que se pondrán en caja, para pagar con ellos a los que vienen enfermos o a medio vestir, o en incapacidad de hallar rápido empleo. Y esa va a ser la ley nueva para Castle Carden, que será nombre famoso en tiempos venideros, en que parecerá esta tierra maravilloso monstruo, y esa casa de emigrantes, con su ancha puerta abierta, será temida por su fauce enorme.

JOSÉ MARTÍ

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Nueva York, 19 de diciembre de 1882 ∗ (Carta a Bartolomé Mitre y Vedia)

Nueva York, 19 de diciembre de 1882

Señor y amigo: Contesto ahora, en medio de verdaderas premuras su carta, solo en lo cuerda igual a lo generosa, de 26 de septiembre último. Me pare- ció un rayo de mi propio sol; y palabra del alma;—ni me parece aho- ra que escribo a amistad nueva, sino a amigo antiguo, de corazón caliente y mente alta. No hay bien como el de estimar, —y acaso sea este hoy mi único placer. Queda, pues, dicho que leí con verdadero gozo sus observaciones acerca de la naturaleza de las cartas en que su buena voluntad permite que me empeñe, y que el gozo fue tanto porque vi mis pensamientos en los suyos, cuanto porque penetró Vd. en los míos. No hay cosa que yo abomine tanto como la pasión. Cierto que no me parece que sea buena raíz de pueblo, este amor exclusivo, vehemente y desasosegado de la fortuna material que ma- logra aquí, o—pule solo de un lado, las gentes,—y les da a la par aire de colosos y de niños. Cierto que en un cúmulo de pensadores avari-

∗ Esta carta aparece en las Obras Completas al comienzo de la sección, el compilador la utiliza a modo de presentación de la sección, aunque con ello modifica la cronología, y anota la siguiente glosa al pie que puede asumirse como explicación de lo anterior “Esta carta a Bartolomé Mitre y Vedia, director de La Nación, expresa claramente el espíritu que animaba a Martí en la redacción de sus notables correspondencias, que merecieron los más altos elogios; entre otros, los del gran argentino Domingo Faustino Sarmiento y los de nuestro Enrique José Varona”. Martí José. Obras Completas. Vol. 9, 2° edición, Editorial de Ciencias Sociales del Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1975, p. 13. La ubicación que aquí utilizamos, corresponde a la señalada por la cronología, según la fecha en que la carta está firmada al comienzo del texto, esta fecha nos sirve también de título.

153 José Martí ciosos hierven ansias que no son para agradar, ni tranquilizar, a las tierras más jóvenes, y más generosamente inquietas de nuestra Amé- rica. Cierto que no me parecería cosa dolorosísima ver morir una tórtola a manos de un ogro. Pero ni la naturaleza humana es de ley tan ruin que la oscurezcan y encobren malas ligas meramente acci- dentales; ni lo que piense un cenáculo de ultra-aguilistas es el pensar de todo un pueblo heterogéneo, trabajador, conservador, — entretenido en sí, por sus mismas fuerzas varias, equilibrado; ni cabe de unas cuantas plumadas pretenciosas dar juicio cabal de una na- ción en que se han dado cita, al reclamo de la libertad, como todos los hombres, todos los problemas. Ni ante espectáculos magníficos, y contrapeso saludable de influencias libres, y resurrecciones del dere- cho humano,—aquí mismo a veces—aletargado—cumple a un vee- dor fiel cerrar los ojos, ni a un decidor leal decir menos de las maravi- llas que está viendo. Hoy, sobre todo, en que en ciertas comarcas de nuestra América, en que arraigó España más hondamente que en otras, se capitanea, bajo bandera literaria y amor poético de la tradi- ción, una mala empresa de vuelta a los estancados tiempos viejos,— urge sacar a luz con todas sus magnificencias, y poner en relieve con todas sus fuerzas, esta espléndida lidia de los hombres. Siendo esa mi manera de pensar, bien hizo Vd., pues, en mermar de mi primera carta,—por cuya publicación y afectuoso anuncio le quedo agradecido,—lo que pudiera darle, por ser primera e ir descosida de otras, aire de prevenida y acometedora. Es mal mío no poder concebir nada en retazos, y querer cargar de esencia los pequeños moldes, y hacer los artículos de diario como si fueran libros, por lo cual no escribo con sosiego, ni con mi verdadero modo de escribir, sino cuando siento que escribo para gentes que han de amarme, y cuando puedo, en pequeñas obras sucesivas, ir

154 Todo lo olvida Nueva York en un instante contorneando insensiblemente, en lo exterior la obra previa hecha ya en mí. Y esto creo que se lo dije en carta, al enviarle mi correspondencia, a nuestro amigo benevolentísimo el señor Carranza, y le rogué que pidiera a Vd. perdón por ello. Ahora ya sé que ando entre gentes de alma noble, y que me siento a buen festín, y no tengo sino dejar salir el alma, en la que tengo fe. Y fío en que la he de hacer sentir, por cariñosa y por humilde. No me parecen definitivas sino las conquistas de la mansedumbre. Me dice Vd. que me deja en libertad para censurar lo que, al escribir sobre las cosas de esta tierra, halle la pluma digno de censuras. Y esta es para mí la faena más penosa. Para mí la crítica no ha sido nunca más que el mero ejercicio del criterio. Cuando escribía juicios de dramas, callar sobre los malos era mi única manera de decir que lo eran. Puesto que el aplauso es la forma de la aprobación, me parece que el silencio es forma de desaprobación sobrada. No tema Vd. la abundancia de mis censuras que se desvanecen delante de mi pluma, como los diablos delante de la cruz. Yo sé que es flaqueza mía; pero no puedo remedarlo. Suelo ser caluroso en la alabanza, y no hay cosa que me guste como tener que alabar,—pero en las censuras, de puro sobrio, peco por nulo. Cuando haya cosas censurables, ellas se censurarán por sí mismas; que yo no haré en mis cartas—pues va dicho sin decirlo que acepto el honor de escribirlas para La Nación,—sino presentar las cosas como sean, que es sistema cuerdo de quien por no ser de la tierra, tiene miedo de pensar desacertadamente, o amar demasiado, o demasiado poco. Mi método para las cartas de New York que durante un año he venido escribiendo hasta tres meses hace que cesé en ellas, ha sido poner los ojos limpios de prejuicios en todos los campos, y el oído a los diversos vientos, y luego de bien henchido el juicio de pareceres

155 José Martí distintos e impresiones, dejarlos hervir, y dar de sí la esencia,— cuidando no adelantar juicio enemigo sin que haya sido antes pronunciado por boca de la tierra,—porque no parezca mi boca temeraria;—y de no adelantar suposición que los diarios, debates del Congreso y conversaciones corrientes, no hayan de antemano adelantado. De mí, no pongo más que mi amor a la expansión—y mi horror al encarcelamiento del espíritu humano. Sobre este eje, todo aquello gira. ¿No le place esta manera de zurcir mis cartas? Ya las verá sinceras,—con lo que Vd., que lo es tanto—no me las tendrá a mal. Dicho ya, tan a la ligera que va a parecerle acaso violento y confuso, mi modo general de ver; y apuesta por delante mi alegría de hallar a tanta distancia un corazón vecino,—le pediré perdón por no haber aprovechado el correo anterior para responder su carta, y por no comenzar con mi correspondencia hoy la serie definitiva de las mías para el periódico. Pero después de dos años de no ver a mi mujer e hijo, me han venido en estos mismos días, en medio de este crudísi- mo diciembre, a alegrar mi casita recién hecha, que es toda de Vd. Y primero las ansias de aguardarlos, y los miedos de que no viniesen, y luego las faenas del establecimiento, y las enfermedades de aclimata- ción,—me han quitado el sosiego de espíritu y claridad de mente necesarios para escribir con honradez y serenidad cosas que han de leer gentes sensatas. No lo achaque, por Dios, a informalidades de gentes letradas, que en esto no fui nunca, ni quiero yo ser, gente de letras. Sino a calor del espíritu, que me deja sin fuerzas para obras menores cuando me lo solicita y concentra toda obra mayor. Ahora mismo le escribo, sin papel apenas en que dejar caer estos renglones, y muy entrada, ya la noche fría, fatigado de un día muy laborioso, de todo lo cual le pido excusa. Pero ya con buena parte de los míos a mi

156 Todo lo olvida Nueva York en un instante lado, y calmado el afán de verlos venir, me doy sin tardanza a mi nueva sabrosa tarea. Y cada mes, como Vds. bondadosamente me lo piden, comenzando por el próximo enero, y por el vapor directo, o el primero que en el mes salga, le enviaré en mi carta noticia, que pro- curaré hacer varia, honda y animada, de cuanto importante por su carácter general, o especialmente interesante para su país, suceda en este. Lo pintoresco aligerará lo grave; y lo literario alegrará lo político. Cuando hablo de literatura, no hablo de alardear, de imaginación, ni de literatura mía, sino de dar cuenta fiel de los productos de la ajena. Aunque ya han muerto Emerson y Longfellow, y Whittier y Holmes están para morir. De prosistas, hay muchedumbre, pero ninguno heredaba Motley. Hay un joven novelista que se afrancesa, Henry James. Pero queda un grandísimo poeta rebelde y pujante, Walt Whitman, y apunta un crítico bueno, Clarence Stedman. Esta noti- cia se me ha salido de la pluma, como a un buen gustador se va dere- chamente, y como por instinto, una golosina. Réstame solo, por ser contra mi voluntad, tiempo de poner punto a esta carta, darme los parabienes de haber hallado en mi camino a un caballero bueno de las letras, que de fijo lo es bueno en todas las cosas de la vida. Escribiré para La Nación fuera de todos los respetos y, discreciones necesarias en quien sale al público—cómo si escribiera a mi propia familia. No hay tormento, mayor que escribir contra el alma, o sin ella. Por lo generosa,—y bien sé cuán valiosa es la hospitalidad que en La Nación venerable me brinda,—tengo las manos llenas de gracias. La estimo vivamente, y haré por pagarla. Ojalá sienta Vd. en esta carta el cariño y efusión con que se la escribe su amigo y servidor afectuoso JOSÉ MARTÍ

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Nueva York, Julio de 1884, La América (William F. Cody ∗ “Buffalo Bill”)

“BUFFALO BILL” se ve ahora escrito en colosales letras de colores, en [to]das las esquinas, cercados de madera, postes de anuncios y muros muertos de New York. Por las calles andan los sandwiches— que así les llaman, de los sandwiches o emparedados,— embutidos entre dos gran[d]es cartelones, los cuales, como dos paredes, les cuelgan por el pecho y por la espalda; y con los movimientos del hombre que los pasea impasible por las calles, ante la muchedumbre que ríe, y lee, relucen al Sol las letras que dicen en colores salientes y esmaltados: “El gran Buffalo Bill”. “Buffalo Bill” es el apodo de un héroe del Oeste. Ha vivido en selvas muchos años, entre la gente ruda de las minas y los búfalos, menos temibles que aquellos. Sabe correr y abatir búfalos y cómo se les cerca, aturde, burla, enreda y enlaza. Sabe deslumbrar a los rufianes y hacerse reconocer su principal; porque cuando uno de ellos salta sobre “Buffalo Bill” con el puñal al aire, ya cae con el de “Buffalo Bill” clavado en el pecho hasta la tetilla; o, si le echan encima una bala, la de “Buffalo Bill”, que es tirador destrísimo, la topa en el camino, y la devuelve sobre el pecho del contrario; es tal tirador, que dispara sobre una bala en el aire, y la para y desvanece. De los indios y de sus hábitos y astucias, y de su modo de guerrear, lo sabe todo; y

∗ Publicado también en "La Nación”, Buenos Aires, Agosto 16 de 1884.

159 José Martí como ellos, ve en la sombra, y con poner el oído en tierra, sabe cuántos enemigos vienen, y a qué distancia están, y si son gente peatona o de a caballo. Y en la pelea lo mismo se las ha a pistoletazos en una taberna con los vaqueros turbulentos, que no duermen tranquilos si no han enterrado, con sus botas de cuero y sus espuelas, a algún vaquero comarcano o incauto viajador, que con los indios vocingleros y ágiles que caen en tropel arrebatado, tendidos sobre el cuello de sus cabalgaduras y floreando el rifle matador, sobre el hombre blanco, que de la arremetida se guarece detrás del vientre de su caballo o el tronco de un árbol vecino. Todos esos terrores y victorias lleva “Buffalo Bill” en los claros, melancólicos, relampagueantes ojos. Las mujeres lo aman, y pasa entre ellas como apetecible tipo de hermosura. Siempre que se le ve por las calles, solo no se le ve, sino acompañado de una mujer hermosa. Los niños lo miran como a hombre hecho de sol, que está alto y brilla, y los seduce con su destreza y apostura. Le cuelgan los cabellos castaños, que de acá y allá se le platean, por las espaldas vigorosas. Usa sombrero de fieltro blando, de ala ancha; calza botas. Ahora está sacando ventaja de su renombre y pasea los Estados Unidos a la cabeza de un numeroso séquito de vaqueros, indios tiradores, caballos, gamos, ciervos, búfalos, con todos los cuales representa, ya al fuego del Sol, por las tardes, dentro de un cercado vasto como una llanura; ya a la luz eléctrica, durante las primeras horas de la noche, todas las riesgosas y románticas escenas que han dado especial fama al Oeste. Pone ante los ojos de los ávidos neoyorkinos, en cuadros animados y reales, las maravillas y peligros de aquella vida inquieta y selvática. Ya son los vaqueros, con sus calzones de cuero flecado en las franjas, su chaquetilla corta, su pañuelo al cuello y su recio sombrero mexicano, que se acercan, más

160 Todo lo olvida Nueva York en un instante como caídos que como sentados, sobre sus vivaces caballejos, pronta a lanzar por el aire la cuerda en el arzón de su silla de esqueleto recogida, y a salirse de su bolsa burda la pistola con que dirimen sus más leves contiendas. Miran la muerte esos bravos bribones, sin casa y sin hijos, como una copa de cerveza; y la dan o la toman: entierran al que matan, o, heridos en el pecho, se rebujan en su manta para morir. Ya se alejan los vaqueros después de lucir sus artes y enseñarse; y los indios vienen a distancia corta de un viajero blanco, que va como si no supiera que lo siguen. Adelantan los indios en hilera, todos de frente, cabalgando a paso lento, refrenando sus ponies impacientes, que, apenas les dan rienda los salvajes, se desatarán contra el enemigo blanco, como si a ellos les estuviera encomendada la venganza de la raza que los monta: ¡parece que el dolor de los hombres penetra en la Tierra, y como que, cuando de ella o sobre ella nace, trae consigo a la vida el dolor de que todo en torno suyo está empapado! Así es de esbelto, delgado y nervioso, el caballo pony, como el indio; y de astuto y rencoroso. Flecha viva parece; como si un arma no fuera invención casual de la gente que la usa, sino expresión, concreción y símbolo de sus caracteres físicos y espirituales, y de los trances de su historia. Cantando vienen los delgados indios un cantar arrastrado, monótono e hiriente, que se entra por el alma y que la aflige. De cosa que se va parece el llanto, y que se hunde adolorida por las entrañas de la Tierra. Cuando se extingue queda vibrando en el oído, como una rama en que acaba de morir una paloma. De repente se llena de humo el aire; vocerío diabólico sucede a la canturria lastimera, a escape van los ponies, y al nivel de sus cabezas las de los indios; si un cuchillo pudiera pasarse por debajo de sus cascos voladores, no chocaría con casco alguno; caen todos dando

161 José Martí voces, disparo a una, envueltos en humo polvoroso, enrojecido a veces por un fogonazo, sobre el viajero blanco, que, pie a tierra, vacía sobre los indios, como vomita un cañón metralla, todos sus cartuchos; con los dientes sujeta la pistola y con las dos manos la carga. Por entre las orejas de los caballos y debajo de sus vientres disparan los salvajes; espíritus parecen, por los que las balas sin dañarles atraviesan; ya el hombre blanco, que es “Buffalo Bill”, no tiene más cartuchos en su cinto; supónese, al verlo vacilar, que está lleno de heridas; los indios le van cercando, como los buitres, a un águila aún viva; él se abraza al cuello de su caballo, que le ha servido, con su cuerpo, de mampuesto, muere. Los de combate se truecan en alaridos estridentes de victoria; no parece que los indios han dado muerte a un hombre blanco, sino a todos ellos; de comedia lo están haciendo en el circo, para que lo vea la gente del Este; pero tan arraigado lo tienen en el alma, que la comedia parece de veras. Ya se lo llevan; ya lo han puesto atravesado sobre una silla que desocupó un indio muerto en la refriega; y ya se van, alegres y vocingleros, cuando asoma con sus mulillas de colleras encascabeladas y sus voces y restallidos de látigo, una diligencia cargada de hombres blancos. ¡A la pelea! ¡A la pelea! El viejo carruaje se trueca en trinchera; el pescante en almena de castillo; cada ventana lo es de fuego; los salvajes defienden en vano su cadáver; otra vez todo es humo, chispazo, bala y pólvora; los ponies al fin huyen y en brazos de sus bravos vengadores es llevado el cadáver del viajero a la diligencia. Ebrio el público aplaude, que esto se ha ganado de Roma acá; antes se aplaudía al gladiador que mataba, y ahora al que salva. El látigo restalla; las músicas suenan; los himnos retumban y desaparece la diligencia desvencijada en una nube turbia de polvo.

162 Todo lo olvida Nueva York en un instante

Y así van representando los hombres de “Buffalo Bill” las escenas que, a lo vivo, conmueven aún las regiones selvosas del Oeste. Desalado viene un jinete. Una bala cruza el aire; pero no más aprisa; desata la valija que trae atada a la grupa; saca de los estribos ambos pies, fuertemente espoleados, y al pasar junto a otro caballo, ya en silla, que un hombre tiene de la rienda, salta a él el jinete fantástico, con sus sacos de cuero, y en el caballo fresco sigue la carrera, mientras arropan y reaniman al rocín cansado; es el correo de antaño; así, cuando no había ferrocarriles, lo era el hombre. Ora es una manada de búfalos, que vienen con los testuces montuosos rasando la tierra; los vaqueros, a escape, con sus caballos los fondean, con sus gritos los aturden, con sus diestras lazadas los sujetan de los cuernos, los atan por la pierna que el público elige o los echa al suelo y cabalgan sobre ellos, que rugen y se sacuden en vano su jinete. Y suele haber vaquero hábil que, después de haberle asegurado un lazo al cuerno, acelera aún, de súbito, a su cabalgadura, para que haga onda la cuerda del lazo, y con un rápido movimiento hace con ella lazada, que le pasa alrededor del hocico, y de un halón robusto aprieta a él como una jáquima. Y la fiesta se acaba entre millares de balazos con que hábiles tiradores rompen en el aire palomas de barro, y coros de hurras, que se van extinguiendo lentamente, a medida que la gran concurrencia de vuelta a sus hogares, en los ferrocarriles, y las luces eléctricas, derramando su claridad por el circo vacío, remedan una de esas escenas magníficas que deben acontecer en las entrañas de la Naturaleza.

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Buenos Aires, 9 de mayo de 1885, La Nación (Cartas de Martí)

Nueva York, 15 de marzo de 1885

Señor Director de La Nación: Yo esculpiría en pórfido las estatuas de los hombres maravillosos que fraguaron la Constitución de los Estados Unidos de América: los esculpiría, firmando su obra enorme, en un grupo de pórfido. Abriría un camino sagrado de baldosas de mármol sin pulir, hasta el templo de mármol blanco que los cobijase; y cada cierto número de años, establecería una semana de peregrinación nacional, en otoño, que es la estación de la madurez, y la hermosura, para que, envueltas las cabezas reverentes en las nubes de humo oloroso de las hojas secas, fueran a besar la mano de piedra de los patriarcas, los hombres, las mujeres y los niños.—El tamaño no me deslumbra. La riqueza no me deslumbra. No me deslumbra la prosperidad material de un pueblo libre, más fuerte que sus vecinos débiles, aislado de rivales peligrosos, favorecido con la cercanía de tierras fértiles necesitadas de comprarles, sus productos, y al que afluye, al amor de la libertad y a la facilidad para el trabajo, lo que tiene de más enérgico y emprendedor la Europa sobrancera de habitantes, lo que tienen de más puro y entusiasta los partidos humanitarios de las naciones que no han roto aún la cáscara del feudo.

165 José Martí

Los hombres no me deslumbran, ni las novedades, ni los brillantes atrevimientos, ni las colosales cohortes; y sé que de reunir a tanta gente airada y hambrienta de pueblos distintos que no se abrazan en el amor a este en que no nacieron y cuyo espíritu no llevan en las venas, ni del miedo a la vida, acumulado en ellos por los padecimientos heredados y los propios, sacan otro amor y cuidado que no sean los de sí,—sé que de reunir a tanta gente, egoísta y temerosa, ha sucedido que la República esté en su mayor parte poblada de ciudadanos interesados o indiferentes, que votan en pro de sus intereses, y cuando no los ven en riesgo no votan, con lo que el gobierno de la nación se ha ido escapando de las manos de los ciudadanos, y quedando en las de grandes traíllas que con él comercian. Sé que las causas mismas que producen la prosperidad, producen la indiferencia. Sé que cuando los pueblos dejan caer de la mano sus riendas, alguien las recoge, y los azota y amarra con ellas, y se sienta en su frente. Sé que cuando los hombres descuidan, en los quehaceres ansias y peligros del lujo, el ejercicio de sus derechos, sobrevienen terribles riesgos, laxas pasiones y desordenadas justicias, y tras ellas, y como para refrenarlas, cual lobos vestidos de piel de mastines, la centralización política, so pretexto de refrenar a los inquietos, y la centralización religiosa, so pretexto de ajustarla: y los hijos aceptan como una salvación ambos dominios, que los padres aborrecían como una afrenta.

Sé que el pueblo que no cultiva las artes del espíritu aparejadamente con las del comercio, engorda, como un toro, y se saldrá por sus propias sienes, como un derrame de entrañas descompuestas, cuando se le agoten sus caudales. Sé que a esta nación enorme hacen falta honradez y sentimiento.—Pero cuando se ve esta majestad del voto, y esta nueva realeza de que todo hombre vivo, guitón o

166 Todo lo olvida Nueva York en un instante auriteniente,—forma parte, y este monarca hecho todo de cabezas, que no puede querer hacerse daño, porque es tan grande como todo su dominio, que es él mismo; cuando se asiste a este acto unánime de voluntad de diez millones de hombres, se siente como si se tuviera entre las rodillas un caballo de luz, y en los ijares le apretásemos los talones alados, y dejásemos tras de nosotros un mundo viejo en ruinas, y se hubiesen abierto, a que lo paseemos y gocemos las puertas de un universo decoroso: en los umbrales, una mujer, con una urna abierta al lado, lava la frente rota o enlodada de los hombres que entran.

A los que en ese universo nuevo levantaron y clavaron en alto con sus manos serenas, el sol del decoro; a los que se sentaron a hacer riendas de seda para los hombres, y las hicieron y se las dieron; a los que perfeccionaron el hombre, esculpiría yo, bajo un templo de mármol, en estatuas de pórfido. Y abriría para ir a venerarlos, un camino de mármol, ancho y blanco.

No se ven bien las maravillas cuando se está dentro de ellas. Las colosales figuras, los colosales hechos, solo a distancia adquieren sus naturales proporciones y se enseñan en su conjunto y hermosura. ¿Qué sabe el gusanillo que anda en las entrañas de la majestuosa beldad, del cuerpo humano? Por un canal se entra; en una celda se aloja; cae, como la langosta sobre los sembrados, sobre todo un tejido: ¿qué sabe él, luzbelillo ocupado en transformar la viña, de las amables líneas del cuerpo en que carcome,—de los mandatos amorosos, veloces y brillantes como rayos de estrellas, que van de un cuerpo a otro,—del velo, de luz en que, como el sol a la tierra en la mañana envuelve el enamorado a su querida; ni qué sabe del toldo de rosas a cuya sombra se abrazan y adormecen?

167 José Martí

Es recia, y nauseabunda, una campaña presidencial en los Estados Unidos. Desde Mayo, antes de que cada partido elija sus candidatos, la contienda empieza. Los políticos de oficio, puestos a echar los sucesos por donde más les aprovechen, no buscan para candidato a la Presidencia aquel hombre ilustre cuya virtud sea de premiar, o de cuyos, talentos pueda haber bien el país, sino el que por su maña oportuna o condiciones especiales pueda, aunque esté maculado, asegurar más votos al partido, y más influjo en la administración a los que contribuyen a nombrarlo y sacarle victorioso.

Una vez nombrados en las Convenciones los candidatos, el cieno sube hasta los arzones de las sillas. Las barbas blancas de los diarios olvidan el pudor de la vejez. Se vuelcan cubas de lodo sobre las cabezas. Se miente y exagera a sabiendas. Se dan tajos en el vientre y por la espalda. Se creen legítimas todas las infamias. Todo golpe es bueno, con tal que aturda al enemigo. El que inventa una villanía eficaz, se pavonea orgulloso. Se juzgan dispensados, aun los hombres eminentes, de los deberes más triviales del honor. No concibe nuestra hidalguía latina tal desborde. Todavía asoman, detrás de cada frase, las culatas de aquellas pistolas con que años atrás, y aún hoy de vez en cuando, se argumentaba acá en los diarios en época de elecciones. Es un hábito brutal que curará el tiempo. En vano se leen con ansia en esos meses los periódicos de opiniones más opuestas. Un observador de buena fe no sabe cómo analizar una batalla en que todos creen lícito campear de mala fe. De plano niega un diario lo que de plano afirma el otro. De propósito cercena cada uno cuanto honre al candidato adversario. Desconocen en esos días el placer de honrar.

168 Todo lo olvida Nueva York en un instante

Las elecciones llegan, y de ellas ve solo el transeúnte las casillas en que se vota despaciosamente, las bebederías en que se gasta y huelga, las turbas que se echan por las calles a saber las nuevas que va dando el telégrafo a los boletines de periódicos. Se ve aturdir, escamotear, comprar, falsear el voto. Se ve a extranjeros naturalizados votar por su interés especial en daño de la tierra que les da porción en su hacienda y en su gobierno. Se palpa el peligro de dar autoridad en el país a los que no han nacido en él, y no lo aman, aunque se reconoce la justicia de que cada uno de los que ha de llevar las andas al hombro, de su voto sobre el peso de las andas. Se vive de Mayo a Noviembre viendo ruindades, y en disgusto y alarma. Pero por sobre ellas, y con todas ellas ante los ojos, queda en la mente, sacudida de asombro, un respeto comparable solo al de quien viera tambalear sobre su quicio un mundo, inclinarse de un lado al abismo, irse ya todo sobre él, y reentrar de súbito en su puesto. Conmueven, obrando a la vez, diez millones de hombres. El que los ha visto, en esta hora de faena, siente que la tierra está más firme debajo de sus plantas; y se busca sobre las sienes la corona. Este es el inevitable hecho épico. Brilla, entre la revuelta y oscura campaña, como en un cielo gris brillaría una gran rosa de bronce encendida.

Campaña presidencial ninguna fue tan enmarañada, trascendental y significativa como la que dio el triunfo a Grover Cleveland. De lejos, no se distingue tal vez más que el hecho de bulto: la victoria del partido demócrata; y se supone, con error, que implicó un cambio decisivo en la opinión y tendencias del país. De cerca, se observa el peligro, punto menos que inevitable, de dejar la política del país, que en las naciones libres no es ya más que la manera de conducir honradamente sus intereses, en manos de una casta de empleados ociosos que no los poseen. De cerca se observa cuán difícil es, luego

169 José Martí que ha sido descuidado por la gente proba, recobrar el ejercicio del poder político. De cerca se ve que el cambio no ha sido esencial y durable, sino ocasional y como de prueba: y se ve lo que puede, con una sacudida de hombros, un puñado de gente honrada. Nada más, nada más que esto, un puñado de gente honrada ha dado el triunfo a Cleveland. Mil votos menos, entre diez millones de votantes, y el Presidente hubiera sido un hombre impuro y funesto, un sofista brillante; hubiera sido Blaine.

Cuello a cuello fueron hasta el último instante en la carrera Blaine y Cleveland: y por muchos días después de la elección no se supo de veras si había de ostentar en el actual período la Casa Blanca, el piñón, símbolo de los republicanos, o el gallo democrático. Garfield por los republicanos y Hancock por los demócratas contendieron por la Presidencia hace cuatro años: es verdad que esta vez votaron 468,000 electores más por Cleveland de los que entonces por Hancock, pero también por Blaine votaron 393,000 más que por aquel discreto, sufrido, buen Garfield. De un solo Estado de los 36 que tiene la República dependía la victoria de uno u otro candidato: del Estado de Nueva York.

El que lo obtuviese ganaba la Presidencia: nada más que por mil votos ganó el Estado, su propio Estado en que gobierna, Cleveland. No en vano, indomable y airoso, no se confiesa vencido Blaine por su adversario, sino por la casualidad; y con sutil conocimiento de los odios y miedos de su pueblo, los azuza todos, los hila en cuerpo de doctrina en un discurso de habilidad admirable, y hace de ellos cartel de batalla con que se propone guiar a su hueste de aquí a cuatro años al Gobierno perdido.

170 Todo lo olvida Nueva York en un instante

Sabe que el Norte está aún receloso del Sur, y que la administración democrática, por tener en el Sur la gran masa de sus partidarios, y por obediencia a su espíritu y programa, ha de ser benévola con el Sur: lo que Blaine, hábil para manejar a los hombres por sus pasiones, anuncia, seguro de que ha de suceder, y de antemano explota.—Desentrañemos, pues, porque está llena de enseñanza, la elección de Cleveland. Y si antes se pregunta quién es él, diremos que es un caballero del pueblo, y aunque joven, uno de aquellos americanos viejos de mano de hierro y ojo de águila, que no pone ya las botas sobre la mesa, pero que tiene aún puestas las botas. Tiene los desdenes, la penetración, la ingenuidad, la audacia, la dureza, la nativez del pueblo en que ha nacido. Viene del mercader y del explotador. Viene del puritano y del volcador de los fardos de té. Tiene el ojo puesto adelante, como quien está decidido a llegar.

Tiene la inocencia poderosa de los caracteres primarios, que salen derechamente de la Naturaleza, y deben menos a los hombres que al influjo de su propia originalidad, y a su aptitud para domarlos, mezclando hábilmente la astuta sumisión con que se les halaga al desembarazado desdén con que se les atrae y sujeta: que los hombres y las cosas, esquivos para quienes los solicitan, se apegan, por vil esclavitud instintiva, a quien quiere deshacerse de ellos. Los grandes hombres necesitan ser coquetas. Fácil es, sirviendo a intereses o preocupaciones poderosas, subir a grandes puestos, a ser como antifaces o portavoces de las fuerzas que encumbran; mas ¿cómo no admirar, cuando se sabe lo desamparada y sola que anda la honradez, a quien no llega al triunfo en virtud de complicidad con los defectos de los hombres, sino contra ellos? ¿Quién está en el fondo de los pueblos, como en el fondo de los hombres, que, a despecho de ellos mismos, y con voz determinada e imponente, aconseja al oído lo que

171 José Martí en las horas de peligro deben hacer, y los echa por el camino de la salvación, en temporáneo arrebato de virtud, que los sostiene y levanta cuando están al borde ya de la caída? El ángel no visita a Cleveland; lo sublime no le estruja y mantiene en agonía la mente; su espíritu tiene la solidez y llaneza de sus almuerzos: pan y mantequilla, y ancha lonja de carne, y sendo té. Tan sencillo es a veces que parece pueril: pero pensando en él, aunque no fuese más que por el ajuste del hombre a la situación en que adviene, se asoma a los labios —¡qué elogio!— el nombre de Lincoln, que es de los que cuando aparecen, alivian e iluminan. ¿Qué hacen los pueblos que no levantan grandes templos a los redentores de los hombres; y colocan en nichos sus estatuas, y componen con ellos un santoral nuevo, y se reúnen en los días feriados a comentar las virtudes de los héroes? ¿Por Iglesia, claman? ¿Por Iglesia que reemplace a la que se va? ¡Pues he ahí la Iglesia nueva!

Hay dos clases de triunfo: el uno aparente, brillante y temporal: el otro, esencial, invisible y perdurable. La virtud, vencida siempre en apariencia, triunfa permanentemente de este segundo modo. El que la lleva a cuestas, es verdad, tiene que apretarse el corazón con las dos manos para que de puro herido no se le venga al suelo: que tan roto le ponen los hombres el corazón al virtuoso, que si no lo corcose y remienda con la voluntad, saltará deshecho en pedazos más menudos que las gotas de lluvia. Solo en los momentos de agonía suprema, a que conduce a los pueblos fatalmente la prescindencia de la virtud, acuden los hombres con grande homenaje y alabanza a ella, dispuesta siempre a salvar en la hora de tribulación a los que la olvidan, y no bien se ven por la virtud sacados del apremio, la acusan de gazmoña y estorbosa y de importuna y excesiva, y le empiezan a roer los pies, y la derriban.

172 Todo lo olvida Nueva York en un instante

Los hombres gustan de ser guiados por los que abundan en sus propias faltas. Véase cómo se apegan con más ardor a las personalidades viciosas, brillantes, que a las personalidades puras, modestas. Sólo en las épocas de crisis, el instintivo conocimiento del gran riesgo y de su incapacidad para librarse de él, les hace aceptar a los grandes honrados. La pureza, de que en lo general carecen, les irrita. En las faltas del que los gobierna, ven como la sanción de las suyas propias. Por una mentirijilla de la conciencia, creen que exculpándolos, se exculpan. Pues que sus pecados no estorban al gobernante para llegar a su alto puesto, no es tan malo el pecar, que el mundo condena y premia. Todos los que han pecado, tienen simpatía secreta por los pecadores. No hay como caer en error para aprender a perdonarlo. Ni hay insolencia mayor que la de la virtud, que con su cara austera, sus vestidos humildes y sus manos blancas, va haciendo resaltar por la fuerza del contraste, las villanerías y mañas criminales de la gente, que cuando la virtud no está cerca no parecen de tanta fealdad, como que, por tenerlas todos por igual, en nadie sobresalen: así es que, en cuanto la virtud asoma, los caminos se quedan sin piedras, porque todos dan sobre ella.

Para el poder, sobre todo, es mal camino la virtud. Los hombres no siguen sino a quien los sirve, ni dan ayuda, a no ser constreñidos, sino en cambio de la que reciben. La autoridad que por su condición de ciudadano en un pueblo de gobierno electoral, o de persona de influjo, reside en ellos, la regatean y escatiman mucho. Todo hombre es la semilla de un déspota; no bien le cae en la mano un átomo de poder, ya le parece que tiene al lado el águila de Júpiter, y que es suya la totalidad de los orbes. Por eso en estos pueblos en que la autoridad reside, cuando no es en cada ciudadano, en cada capataz de ciudadanos, de que hay cuentos, el que aspira a ganar voluntades

173 José Martí tiene que rebajar tanto la suya, que no se sabe cómo se pueda, con grandeza de alma, soportar las vergüenzas que acarrea la conquista del poder. El corazón honrado se revuelve a la vez contra los que humillan, para prestar su apoyo, y contra los que en espera de él se humillan.

Pero el que, cuando necesita del influjo de un capataz de votos, inquiere, antes de procurarlo, cuál es su pasión, para halagársela; o su precio, para pagárselo; o su vanidad, para acariciársela; o el puesto que apetece, para empeñárselo; el que, con mayor apego a sí que a su pueblo o al pueblo humano, afloja en la defensa de lo que mantiene, o lo abandona, o lo defiende con más brío, según acomode a aquellos de quienes ha menester para lograr el mando;—el que, sabedor de que la razón es de suyo, como que está convencida de su justicia, confiada y desdeñosa; y la preocupación impresionable y activa, opone a la razón de sus contendores cuanta preocupación, odio y cizaña encuentra a mano;—el que no ve en sus capacidades intelectuales una misión de abnegada tutela de las capacidades inferiores; sino un instrumento eficaz para perturbarlas y dirigirlas, en provecho, propio;—el que usa para sí lo que no recibió de sí, y no pone en la humanidad, sino que la corrompe y confunde;—el que no ve a los hombres como hermanos en desgracia a quienes confortar y mejorar, aun a despecho suyo, sino zócalo para sus pies, sino batalla de orgullo y de destreza, sino la satisfacción de aventajar en ardides y fortuna a sus rivales;—el que no ve en la vida más que un mercado, y en los hombres más que cerdos que cebar, necios a quienes burlar, y a lo sumo fieras que abatir;—el que del genio tiene lo catilinario, cesáreo y luz bélica, y no lo humanitario y expansivo;—el que, como lisonja suprema a los hombres, cae en sus faltas y se vanagloria de ellas,—ese tendrá siempre la casa llena de

174 Todo lo olvida Nueva York en un instante clientes, y entrará en los combates seguido de gran número de partidarios. Blaine es ese.

Ocupados los unos en fabricar riquezas; privados muchos, en la batalla por el pan del día, del bienestar que hubiera podido moverles a ver con celo por el buen gobierno que ha de conservárselo; y abandonados todos, por la solidez que trae al ánimo esta vida precipitada, suntuaria y avariciosa; la política, aunque jamás desamparada de eminentes y pulcros servidores, fue aquí quedando por gran parte, en manos de los políticos ambiciosos, los empleados que les ayudan para obtener puestos o mantenerse en ellos, los capitalistas que a cambio de leyes favorables a sus empresas apoyan al partido que se las ofrece, los extranjeros que votan al consejo de sus intereses y pasiones, y los leales partidarios que, encariñados con las glorias pasadas, o las ideas añejas, recuerdan solo la cosa pública, con consecuencia mal entendida, los días en que las elecciones les ofrecen la oportunidad de ejercitar su autoridad y confirmar su fe.

Las grandes almas, modestas y vergonzosas de suyo, solo consienten en salir de sí cuando corren la humanidad o la patria un grave peligro, el cual afrontan con pasmoso denuedo, y con pecho ciclópeo, para volver después, ganada la batalla y asegurada la victoria, al dichoso rincón donde se goza de la aprobación interior y el cariño de algunas gentes buenas. Apenas hay para estas almas martirio mayor que el de confundirse necesariamente en la hora de la batalla con los logreros, negociantes y fanáticos que, como la lepra a la piel sana, se pegan a las grandes ideas, y son a veces lo que se ve más de ellas. Magnífico fue el surgimiento de la gente honrada, cuando el Sur, exagerándose sus fuerzas y derechos, se mostró al fin decidido a apartar de la del Norte la fortuna de sus Estados

175 José Martí esclavistas: y a la luz del cadalso de John Brown, apareció, cuál con la palabra, cuál con el bravo pecho, cuál con el don de toda su fortuna, aquel inagotable ejército del Norte.

Astros tienen los cielos, y la tierra: como un astro refulge el cadalso de John Brown. Jesús murió en la cruz, y este en la horca. Luego de muertos los hombres, vacíanse, sin carne y sin conciencia de su memoria, en la existencia universal: en remolinos suben; camino al Sol caminan; dichosamente bogan; mas si se hallaran los hombres después de muertos, que no han de hallarse, andarían de la mano Jesús y John Brown.

Tales se van poniendo los humanos, que como no tenga éxito común la vida de un apóstol, se avergüenzan de que se sepa que lo admiran, y el loarlos mismo viene a ser de mal gusto. ¡Pues al primer grupo de estrellas, que se descubriese, bien pudieran llamarle John Brown!

Entonces, al peligro, acudió lo más granado de la gente del Norte; y el mejor de todos fue aquel zanquilargo, bolsicorto y labirraso de mirada profunda y ojos tristes; aquel que no vino de negociantes, pastores, ni patricios, sino de la Naturaleza y la amargura; aquel de vestir burdo y alma airosa, el buen Abe Lincoln. Ellos, en incontrastable exabrupto, no crearon solamente un partido, al organizar el republicano, sino que volvieron a crear la Nación.

Fueron cruzadas nuevas, y Wendell Phillips su Pedro el Ermitaño. Se entraron por todas las ciudades. Asaltaron todas las plataformas. Hablaban desde un púlpito en las iglesias, desde un barril en las plazas, desde un caballo en los caminos. Ni una aldea sin prensa; ni

176 Todo lo olvida Nueva York en un instante un día sin peroración; ni una estancia sin su misionero. Cubrieron toda su tierra, y salieron de ella a conmover a las ajenas. Así quedó el partido republicano establecido: como el mampuesto de la libertad humana.

Mas luego que venció el Norte, y quedó en el poder como símbolo de la Unión el partido formado para defenderla, y fuera del poder como causante del disturbio, el partido demócrata dominante en los Estados rebeldes, miró apenas la República, deslumbrada por la victoria y la colosal prosperidad que vino de ella, en los detalles de la cosa nacional, cuyo manejo juzgó premio oportuno de los que la habían salvada. Diose fervientemente el Norte a la elaboración de la riqueza. Cumplido su deber, fueron volviendo a sus hogares y quehaceres los hombres generosos que solo al gran peligro consintieron salir de su humildad.

Quedó el partido republicano en manos de aquellos que, ya por cariño a sus victorias, ya por odio a sus enemigos, ya por temor de que resucitasen, ya por beneficio propio, tenían un interés más directo en mantenerlo organizado y poderoso. Y como la victoria pudre, comenzó inmediatamente después de ella la descomposición. El manifiesto de la libertad humana llegó a convertirse en una casa de agios.

¡Qué repartir, como canonjías, a hombres ineptos los puestos mejores! ¡Qué distribuir, en gastos confusos, los ingresos sobrantes! ¡Qué contratar a escandalosos precios, correos que no existían y buques que a la primera caldeada zozobraban! ¡Qué dar destinos, con perjuicios de los más dignos y probos, a los que tenían valedor de uno u otro sexo, o habían puesto manos serviciales en los manejos

177 José Martí oscuros de las elecciones! ¡Qué acumular, con promesas secretas y compromisos inmorales, sumas enormes en las campañas presidenciales para vencer a los demócratas! ¡Qué prometer a los empleados la permanencia en sus oficios, si ayudaban con su óbolo al fondo electoral, y por él al mantenimiento del partido en el gobierno! ¡Qué ir entregando, ley a ley, a los capitalistas y asociaciones poderosas, las tierras de la Nación, y hasta sus derechos, en pago, estipulado previamente, de los subsidios cuantiosos que para asegurarse en el poder recibía el partido de monopolios y bolsistas en horas apuradas! ¡Qué responder cínicamente, con acusarlos de amigos enmascarados de la rebelión, a las acusaciones de sus adversarios, y de la gente mejor de su propio partido, a quien el espectáculo de tan atrevida corrupción había forzado ya a salir de su silencio!:—¿quién deja a la libertad sin vigilancia? ¿quién no sabe que por cada paloma que nace, nacen como tamaño de tres palomas de gusanos? En las elecciones ¡qué comprar los votos o cambiarlos en las urnas, o rebajarlos en las listas, cuando era menester! En las asambleas menores de los Estados que eligen los diputados a la Convención que ha de designar el candidato del partido a la Presidencia, ¡qué excluir, con anatema de traición, a los que se negaban a votar en el interés de los políticos de oficio!

En las Convenciones mismas, a la hora de elegir ya el candidato, ¡qué desdeñar a los prohombres de reputación acrisolada, por aquellos de reconocidas faltas, que merced a ellas mismas pudieran, con menos escrúpulos, asegurar en la elección, más votos, y en el poder, más empleos, y provechos! ¡Y qué venderse los diputados de la Convención a este o aquel postulante a la candidatura; bien por dinero, bien por la promesa de un buen puesto, en caso de triunfo!

178 Todo lo olvida Nueva York en un instante

Una tienda abierta, donde se mercadea por los rincones el honor, han venido a ser las convenciones, un tiempo gloriosas, en que los delegados del partido en cada Estado se reúnen: cada cuatro años a elegir su candidato para el primer empleo de la Nación. Toda una delegación se compraba con unos cuantos millares de pesos, así como esta suerte de delegados para serlo, había comprado, siempre de mala manera, en la asamblea menor del Estado, el nombramiento en virtud del cual podían luego en la convención nacional, vender su voto. Y dinero para estas compras de delegaciones oscilantes, jamás faltaba, por haber tanta enorme corporación, y tanto atrevido empresario, interesado en el triunfo del candidato que, en recompensa de estos anticipos, ha prometido estar a su servicio. Así, como de un templo profanado, se retiraron de la última convención las gentes blancas del partido.

Pregonábase como calamidad nacional, y como el triunfo del Sur, la vuelta al poder del partido demócrata, con lo que se tenía segura la adhesión de los Estados del Norte.

Por desamor a la publicidad, o por no aparecer en ella del brazo con los logreros, manteníanse apartados de los negocios públicos los hombres mejores, y por indiferencia los que no tenían especial interés en ellos. De manera que, seguros del triunfo y de la impunidad, puede decirse, de acuerdo con las declaraciones escritas y habladas de los republicanos más notables, que no había abuso, público, violación, fraude, cohecho, rapiña, robo, que el partido republicano no cobijase o alentara. En las elecciones, sustituían las papeletas democráticas por las republicanas, o aumentaban estas a su sabor, o falseaban los recuentos. En los Estados, desaparecían en bolsas privadas los dineros dispuestos para atenciones públicas. En

179 José Martí

Washington, compraban los Ministerios el apoyo de los representantes en ambas Cámaras con empleos y pensiones para sus recomendados: a cada senador y representante estaban reservados, para distribuir entre sus favorecidos, cierto número de empleos, “y en muchos casos”—dice el honrado Mr. Veagh, miembro que fue del Gabinete de Garfield—“los hombres a quienes se reserva este privilegio, y las mujeres nombradas en virtud de él (que ya se sabe que en los Estados Unidos muchos empleados son mujeres), viven lejos de la protección y las trabas de sus hogares”.

En la Secretaría de la Guerra, todo eran cajas rotas, y “cuentas dobles”, y forrajes para caballerías imaginarias. En la de lo Interior, no podía entrarse sin tropezar con los agentes de la camarilla de pensiones, de fondos Indios, de Distribución de Terrenos, de cuyo valor, una vez concedidos a la camarilla, iba una buena parte en pago a los que habían asistido en asegurar la concesión. En la de Correos, al contratista encausado por percibir subsidio efectivo por servicios falsos, concedíasele nuevas contratas. En la de Hacienda, ladrón de billetes del tesoro llegó a haber tan poderoso que cuando uno de los Secretarios quería indignado poner mano sobre él, otro Secretario había, cuando no más de uno, que abogaba por el ladrón, y lo salvaba. En la de lo Exterior, ¿no hubo toda una misión labrada, faz a faz de una guerra, en la esperanza de obtener el reconocimiento de una inmoral reclamación privada, pretexto, si no a ganancias viles o a protectorado inmerecido y abusivo, a dandismos y calaveradas diplomáticas, indignas de una nación honrada y grave?

Fuéronse, al fin, con tan grandes abusos, despertando la indignación y energía de los miembros más sanos y menos ostensibles del partido, y primero en los consejos privados, y luego, aún a la callada, en las

180 Todo lo olvida Nueva York en un instante luchas eleccionarias, y por fin abiertamente en la Convención que nombró a Blaine, y en la campaña en que fue vencido, publicaron su determinación de purificar su partido deshonrado, o apartarse de él. Los apellidaron fariseos, petimetres y traidores. Con ocasión del nombramiento del candidato, y la lid electoral que le siguió, se acentuaron, y quedaron definidas las tendencias que en sigilo habían venido dividiendo al partido republicano, y ya antes, por haber de preceder en la feroz contienda humana alguna sangre a toda obra fructífera, habían venido a producir, exaltando un cerebro desatinado, la muerte de Garfield. Los bandos eran dos. Los unos mantenían descaradamente que, por encima de toda otra consideración, estaban el interés del partido y el beneficio de sus miembros; que la Unión era propiedad natural de los que la habían sacado en salvo; que al vendedor pertenecen los despojos de la victoria; que los empleos, concesiones y dignidades deben ir a pagar los servicios prestados para mantener en el poder al partido que los concede; que no es censurable, sino lícito, colectar de los empleados públicos, pagados con dinero aprontado por toda la Nación, sumas destinadas a mantener en el Gobierno a uno de los partidos que se disputan su gobierno, y en cambio de este auxilio queda obligado a mantener en sus destinos a los contribuyentes, convertidos en sus cómplices, y a proteger o disimular sus abusos. Los otros, hijos en espíritu de los monumentales fundadores de la República, tachaban de abominable ese programa; y si bien dispuestos a conservar viva la organización republicana, como símbolo aún necesario de la Unión ayer amenazada, como partido moderador y principalmente doméstico, como represor juicioso de la excesiva influencia seccional y extranjera que parece notarse en el Partido Demócrata, compuesto en gran parte de los electores del Sur y de muchos de Irlanda y

181 José Martí

Alemania,—preferían, sin embargo, la disgregación temporal, si no definitiva, del partido, o la fusión tal vez de la mejor parte de él con la más elevada y doctrinal de los demócratas, a contribuir con su complicidad al mantenimiento del Gobierno de la Nación en manos de una agresiva caterva de logreros tenaces.

¿Cuál era la nuez de este poder colosal; la clave de esta máquina enorme; la valla puesta a los mejores esfuerzos de la gente sana del partido; el obstáculo a toda tentativa de su moralización y reforma, sino la facultad de distribuir entre sus auxiliares los empleos y propiedades públicas? ¿Qué agentes más perspicaces y celosos puede tener un partido que aquellos que le deben su subsistencia, y que sin él, habituados ya al bienestar fácil, y la holganza, se verían reducidos a la desconsideración y la miseria? Eran, pues, los propagandistas y servidores del partido, no sus secuaces sinceros que, como que se dan sin paga, gustan de hacer sentir su influjo, sino aquellos otros dependientes de él para subsistir y medrar, y a quienes altos ejemplos, y el deseo de sostenerse en plácida fortuna incitaban para lograr influjo con que servir a su partido en la época electoral, a las complicidades y dispensaciones ilícitas que permiten el ejercicio de una autoridad benévolamente vigilada.

Tardó mucho en parar mientes en esta corrupción, la mayoría del país descuidado. A la masa común, y aun a la entendida, parecía peligroso devolver el gobierno a los demócratas, en cuyos consejos se suponía aún predominante el espíritu del Sur. Y como a la guerra, bajo los republicanos que la ganaron, había sucedido prosperidad casi maravillosa, patriotismo e interés se juntaron para mantener la confianza en el partido vencedor, que a pesar de sus desaciertos y abusos, resultaba acreditado por la abundancia de las cosechas, la

182 Todo lo olvida Nueva York en un instante cuantía de las sumas que entraban en el país en retorno de ellas, y la aplicación de esta riqueza sobrante a la creación de industrias, que parecían prósperas, porque aún era bastante a consumir sus manufacturas el mercado doméstico; al que el exceso de lo que exportaba, sobre lo que importaba permitía pagar sin gran quebranto el precio inmoderado a que por el alto derecho de introducción de los artículos europeos se vendían los productos rivales americanos.

En pos de la enorme guerra vino la enorme confianza, y la riqueza que ciega y arrebata, y lo atrae todo a sí en el afán de gozarla y el miedo de perderla; de lo que, mientras a sus extraordinarias empresas se daba con verdadero frenesí el país deslumbrado, se aprovecharon las aves de rapiña para anidar en el árbol nacional, hasta que al fin fue innegable y visible que la larga permanencia en el poder de hombres que a su sombra habían perdido ya la costumbre, y la capacidad acaso, de más honroso modo de vivir; la seguridad de una constante victoria; la práctica de emplear los dineros nacionales en sus gastos de partido; la intimidad con negociantes que hacen pagar caro los servicios que prestan, habían, a la vez que pervertido sus móviles, hecho insolente y descarado: al partido gobernante, que con prácticas, cuando no con leyes, venía cercenando al país los medios de sacudírselo y reemplazarlo por sus opositores: por lo cual, en cuanto sintió el país el yugo sobre el cuello, lo echó de un solo vuelco, abajo.

Se vio que, envalentonado con su predominio, no atendía el partido republicano a calmar el desasosiego que la exuberancia de productos invendibles, y el exceso de población desocupada comenzaban a causar con sobrada justicia. Se vio que para poder continuar repartiendo entre sus favorecidos el sobrante recaudado

183 José Martí innecesariamente por derechos de importación, se resistía a rebajar éstos, so pretexto de proteger las industrias nacionales, que de esta protección están muriendo; como que en verdad no se hacía más que encarecer el costo de vida de una población ya afligida por la falta de empleo, originada forzosamente en la producción excesiva de artículos que por su abundancia y precio subido no hallan compradores en la Nación abastecida y alarmada, ni fuera de ella pueden competir con artículos mejores fabricados a menos precio en tierras más baratas. Se vio que con tal apoyo desvergonzado de legisladores venales, tendían las leyes a concentrar, así como el poder, la riqueza, con pérdida creciente de la independencia de los Estados, y la de los ciudadanos, y con merma de las posibilidades de emprender, que los monopolios absorben, y sin cuya esperanza se descontentan y rebelan los trabajadores útiles. Se vio que con la liga entre los empleados y el Gobierno, y la aplicación de los caudales de la República a los gastos privados de uno de sus bandos políticos, se iba a hacer a la larga imposible arrancar la autoridad a un partido cuyos abusos y arrogancia provocaban la condenación de sus prohombres, y cuyos errores económicos continuados en favor de notorios intereses, han traído al país, favoreciendo engañosamente el mantenimiento de industrias artificiales, a una crisis latente y angustiosa, que todo lo paraliza y alarma, y de la que solo podrá reponerse la Nación por su producción agrícola, ayudada del abaratamiento de la vida en virtud de una tarifa más racional y llevadera, y de la reducción de la producción industrial a la de aquellos artefactos que sin ficción arancelaria pueden fabricar los Estados Unidos con posibilidad de vencer en la competencia a sus rivales extranjeros.—Tierra, cuanta haya debe cultivarse: y, con varios

184 Todo lo olvida Nueva York en un instante cultivos,—jamás con uno solo. Industrias, nada más que las naturales y directas.

No bien comenzó la Nación a sufrir por la depresión de su comercio, investigó sus causas, y las halló en gran parte en el parcial y desenfadado manejo de los negocios públicos. La nación era un festín, y los republicanos, gordos y lucidos, estaban perpetuamente sentados a la mesa. Las heridas políticas, como las del cuerpo, de sí mismas se curan, sin más que cuidar de no envenenarlas o reabrirlas; y así como la carne crece, y acerca con un tejido nuevo los bordes abiertos, así de los males excesivos brota, como su fruto natural, el remedio. Las leyes de la política son idénticas a las leyes de la naturaleza. Igual es el Universo moral al Universo material. Lo que es ley en el curso de un astro por el espacio, es ley en el desenvolvimiento de una idea por el cerebro. Todo es idéntico.— Cuando parecía, por el apetito de riqueza fuera del gobierno, y la inmoralidad dentro de él, podrida en la médula, y como sin cura posible, la nación; cuando en su aplicación veíanse corrompidas, como en los países viejos, las instituciones políticas, y la naturaleza humana; cuando a vuelta de un siglo, toda era polvo la peluca de Washington, y polilla la chupa de Franklin, y lepra todo Jefferson; cuando eran de ver, en el espíritu del Gobierno, la usurpación y el desenfado, y el ímpetu de arremeter, so manto de Libertad, contra la esencia de ella en el país y fuera de él,—y en el país eran de ver la misma empleomanía, preocupaciones e imprevisión que desfiguran a pueblos de cima menos afortunada y grandiosa;—surgió, como por magia, en cada lengua un remedio, se levantó, como contra la esclavitud, en cada pulpito un apóstol; se ensañaron con brío juvenil, los honrados ancianos; relucieron aquellas mismas lanzas de la cruzada abolicionista; salieron de su silencio los pensadores

185 José Martí vigilantes, que son, como la médula del cuerpo humano, la esencia escondida de los pueblos; y la República se mostró superior a su peligro.

¡Así sea para los males de orden mayor que se están comiendo el espíritu nacional, nacidos todos ellos, como las ramas de una semilla, del culto exclusivo a la riqueza! Se llenó el país de reformadores. Y la campaña que empezó en las elecciones de ciudad por despojar a los traficantes de votos del poder, poco antes omnímodo, de elegir a su sabor los municipios, creció más a prisa que la nieve que rueda, y en tres años ha venido a parar en arrancar a los traficantes, organizados de modo formidable, el absoluto y descarado dominio con que venían imponiendo su voluntad en las mismas elecciones presidenciales sobre la unánime de la Nación y sus necesidades más urgentes.

A las raíces del mal se está yendo, se ha visto de donde el mal proviene. En las raíces se le está atacando. Así, de tiempo en tiempo, precisa purgar el campo de gusanos y yerbas.

Tímido primero, y luego más enérgico de verse desairado, empezó a alzarse entre los republicanos un clamor de reforma,—en la manera de nombrar los empleados, en los trabajos electorales y la recaudación de fondos para ellos, en la distribución fraudulenta del sobrante del Tesoro, en los derechos de importación que, con ser más que lo que el Gobierno requiere para sus expensas, mantenían en apetito activo a las traíllas de logreros congregados en Washington para distribuirse el exceso, estimulaban la producción de artículos imperfectos, invendibles en el interior e inexportables, y hacían cada día más escaso el trabajo, más cara la existencia, y más sombrío el

186 Todo lo olvida Nueva York en un instante problema público. Enfrente de los demócratas al principio, cerca de ellos más tarde, y a su lado al fin, se unieron los republicanos honrados a la demanda de reforma, cuando no la originaron y consiguieron con más energía que los demócratas mismos, como en la ley que establece la elección de empleados menores en certamen público, y su promoción por mérito. Y como trocar el sistema de empleos, era descabezar la organización republicana, ahí culminó y por ahí se convirtió en guerra mortal, el desacuerdo referido, entre los republicanos que mantenían la urgencia de reformar, la tarifa, purificar la administración, y estorbar con un buen sistema de empleos la complicidad del Gobierno y los funcionarios públicos en la preservación violenta e indebida del poder, y aquellos otros republicanos más influyentes en el partido y numerosos que, ayudados de los capitalistas cuyas empresas favorecen, originan su influjo y bienestar, y los mantienen en el ejercicio de su privilegio de distribuir empleos entre sus amigos y auxiliares.

¿De quién había de ser el triunfo en la convención de los delegados del partido, escogidos entre los que subsisten de su favor por los que lo comparten o lo esperan, sino de los que reparten los beneficios? De esta, secundado por los capitalistas, era Blaine el capitán; Blaine, que llama a la gente familiar por su nombre de pila, y a los Josés “Pepotes”, y a los Migueles “Miquis”, y “Tomasetes” y “Juanillos” a los Tomases y a los Juanes, lo que deja a estas gentes gansescas muy llenas de halago; Blaine, que con el rufián habla en su jerga, y con el irlandés contra Inglaterra, y con el inglés contra Irlanda, y fue el que quiso sujetar en hipoteca al Perú, bajo la garantía y poder americanos al pago, del reclamo de un aventurero con quien andaba en tomares y decires y por cuyos intereses velaba con tal celo que convirtió al Ministro de los Estados Unidos, muerto después del bochorno, en

187 José Martí agente privado del reclamo, que abusaba del gran nombre de su pueblo para que los beligerantes reconociesen la impura obligación; Blaine, móvil e indómito, perspicacísimo y temible, nunca grande; Blaine, acusado con pruebas y con su propia confesión escrita, de haber empleado espontánea e intencionalmente, en anticipo de una recompensa en acciones, su autoridad como Presidente de la Casa de Representantes para que se votara una ley que favorecía indebidamente los intereses de un ferrocarril en que ya tenía, por servicio no menos criminal, una buena parte;—Blaine, que no hablaba de poner orden en su casa, sino de entrarse por las ajenas, a buscar, so pretexto de tratados de comercio y paz, los caudales de que los errores económicos del partido republicano han comenzado a privar a la nación;—Blaine, mercadeable, que a semejanza de sí propio,—en el mercado de hombres compra y vende. Tal Convención eligió a tal candidato. Blaine fue el electo. Por debajo de las banderas alquiladas, y de entre los delegados vendidos que habían ayudado al triunfo, salieron, llenos de rubor y de ira, los que con una generosa esperanza habían acudido a la Convención para ver de nombrar a un hombre honrado.

Había venido entre tanto, criándose para la victoria, a la que son buenos pechos los desastres, el partido demócrata. Coincidiendo, en apariencia en toda cuestión grave, y aun en sus mismas divisiones interiores, con el partido republicano, no puede, sin embargo, desconocerse que lleva en sí poderosísima esencia y algo como la médula de la República el partido que quedó en pie después de haber abierto el camino a los rebeldes, dádoles eminentes defensores, y continuado luego la guerra con el voto cerrado de los enemigos de la Unión.

188 Todo lo olvida Nueva York en un instante

Mas los federalistas, que, como los republicanos de ahora, se habían diseminado: los republicanos triunfantes no traían cuerpo esencial de doctrina, sino la misión accidental y temporal de mantener sujeta la Unión para cuya defensa habían nacido; y el partido demócrata quedó vivo, como partido de oposición, que con serlo tiene ya condiciones legítimas y útiles de existencia, como el último símbolo, y la semilla de derecho, de la doctrina de los Estados rebeldes que por medio de él únicamente se manifestaban,—y, enfrente de un partido transitorio e infantil, como la urna de madera noble, hollada por los fusiles, roída por los gusanos, quemada por la pólvora, que guarda el aroma de aquellas colosales flores de justicia, radiosos pensamientos, con que este pueblo apareció a la vida. Aquella gran familia de Estados, que tuvo, como toda casa joven, sus desconocimientos y turbulencias, mas que se asentó luego con el respeto y puntillosa cortesía de los hogares puritanos; aquella sustanciosa y fundamental elocuencia, novedad absoluta y reflorecimiento de la mente humana, cuyos radiantes párrafos parecen pabellones de victoria, y a la que se asoma el espíritu reconocido como a la mano de un padre, o como a un nuevo mar; aquella generosa épica, que en su día aparecerá, cuando la lejanía permita verla proporcionalmente, no abatiendo hombres, sino tallándolos; no tinta en sangre por una moza liviana, como la épica de los peluquines clásicos, sino de las ruinas del hombre, que salió mal hecho la primera vez, recomponiendo a la criatura humana, y quitándole las bridas, y coronándolo de luz; aquel espíritu, aquella letra, aquella revelación del tiempo heroico del pueblo americano, perpetúense, como tradiciones de familia que han solido ser abandonadas en el canoso partido demócrata, favorecido con el prestigio de la leyenda y de la buena casa. Imponen, esas

189 José Martí acumulaciones de virtud. Los hombres, que apedrean la virtud, saben que necesitan de ella para salvarse.

Ve la gente, en la posteridad de los personajes ilustres, como la sombra de los grandes hombres. Y los pueblos, así como los hijos, aman más a sus padres después de muertos. Luego que cesó la guerra, y empezaron a brillar los mercenarios que ella sacó a flote, con la insolencia y ruidos propios de la gente advenediza, los ojos se volvían como a un descanso, a aquel viejo partido, arrinconado y expulsado, que purgaba en la pobreza su fausto y sus yerros; pero en el cual, más que en los atrevidos soldados triunfantes, vivía, con su traje de terciopelo negro y sus zapatos de hebilla de plata, el espíritu de la República.

Demócrata había sido el Sur antes de la guerra; y vencido en su tentativa de crear nación propia, mantúvose afiliado al partido que a sus contemplaciones con el Sur, tanto como a una corrupción administrativa, no menor que la de los republicanos de hoy, debió su salida del poder, punto menos que ignominiosa.

Y como considerable número de demócratas del Norte habían servido con lealtad la causa de la Unión, no les dañó grandemente que los Estados rebeldes. les continuasen afiliados, sino antes bien les dio la formidable masa de votantes que para equilibrar la de los republicanos, dueños de todo el Norte, necesitaban, mientras que la adhesión del Sur se explicaba como el natural apoyo de Estados oprimidos al partido que mantenía la obligación nacional de respetar, como caudal ajeno, los derechos reconocidos por la Constitución a los Estados. Señores del Norte eran los republicanos: y del Sur, los demócratas. Más poblado estaba el Norte que el Sur,

190 Todo lo olvida Nueva York en un instante pero esta merma de población la reparaban los demócratas con sus partidarios del Norte numerosos. El combate, pues, comenzó a ser reñido desde las primeras elecciones y a pico cerrado. Con un poco que aflojasen los republicanos, con un poco que los demócratas creciesen, la victoria podía cambiar de lado.

Para un cambio en el Gobierno, no se necesitaba un vuelco redondo de la opinión nacional sino una oscilación ligera. Quedaba, para los demócratas, reducida la contienda a aguardar los yerros de los republicanos, a esperar a que se apaciguase la desconfianza que de ellos se tenía por su arraigo, en los listados rebeldes, a presentar en las grandes cuestiones nacionales un programa más seguro y conforme a las tradiciones, que el de los republicanos. Todo lo cual dejaron de hacer, cegados por intereses locales, durante largos tiempos. Y el poder les viene hoy, no de sí mismos, ni de ninguna especial virtud de la idea democrática, sino de la confianza que, a pesar de su partido, inspira Cleveland, por independiente y honrado, en un momento de corrupción gubernamental y alarma pública, en que la independencia y honradez hacen gran falta.

Aseguradas las libertades esenciales, sin cuyo completo goce no está justificada la paz en ningún pueblo honrado; anonadada la intentona de separación que puso a la vez en peligro la eficacia de la República como forma de gobierno, y la existencia de la unión nacional; creados, en consecuencia de la población, confianzas y créditos que trajo la guerra, intereses enormes,—los problemas que a la guerra siguieron, salvo el de las franquicias del Sur, que los republicanos cercenaban y amparaban los demócratas, fueron, más que políticos, económicos. Y el de importancia mayor, y el único con el que uno de los dos partidos hubiera podido presentar batalla, era el problema

191 José Martí del librecambio, que a cada elección parecía venir a ser el caso de combate, pero del que, como del escollo en que ha de zozobrarse, huían con igual tenacidad ambos partidos.

El librecambio, que solo impide el desarrollo de las industrias ficticias, y asegura baratez a la vida general, base firme a la riqueza y al comercio, y la paz, que de esto viene a la Nación, se hacía cada vez menos fácil en los Estados Unidos, por haberse creado, al abrigo de un sistema engañoso, numerosas, industrias violentas que ocupaban a centenares de miles de obreros, a los que humanidad y prudencia aconsejan no dejar súbitamente sin oficio.

No son en dos Estados Unidos partidos de clases diversas los que se disputan el Gobierno. Fabricantes y obreros hay con los demócratas. Fabricantes y obreros hay con los republicanos. Por sus notables principios y abnegados servidores de la cosa pública sobresalen los demócratas, pero muchos de ellos, como Cox, son hombres acaudalados; como Hewitt, grandes manufactureros.

Y manufactureros y operarios, tanto de un bando como de otro, son, según sus alcances intelectuales y la independencia de sus industrias, librecambistas o proteccionistas. De modo que esta no pudo ser línea divisoria entre las organizaciones rivales. Poderosa ala librecambista tiene el partido demócrata: más poderosa acaso la tiene el republicano: y cuando una u otra de estas dos opiniones contendientes en el seno de cada partido ha querido extremarse y declararse como dogma de él, la opinión rival se le ha opuesto con tanta energía que la tentativa ha sido abandonada, porque de seguro abría en dos el partido, que para los demás fines necesitaba conservar la unión. En economía, pues, uno y otro partido andaban

192 Todo lo olvida Nueva York en un instante igualmente vacilantes. En religión, fuera de estar siendo socavados ambos, como por el diente de una nutria, por la Iglesia Católica, tan dividido en protestantes y católicos está el uno como el otro. En política, sí que los divide, aun sin saberlo ellos, el diferente concepto de la nación y su gobierno; pues los republicanos, que vinieron de la guerra, trajeron a la conducción de los negocios públicos los desembarazos y acometimientos de los vencedores, y en su política fueron de notar siempre, como pecho velloso que no alcanza a esconder la pechera bruñida, las cualidades del combate: el botín y la violencia; mientras que los demócratas, que de viejo guardan la leyenda republicana, miraban de mal grado a la muchedumbre; violenta y novedosa, amiga de mandos imperiales y de pompas, y de excursiones por tierras ajenas, que, porque había salvado de un peligro a la nación, se creía autorizada a prescindir y blasfemar de su espíritu:—por lo cual, aunque descontentos de mucho inmigrante burdo que a la prédica de las libertades les seguía, íbanse del lado demócrata los guardadores de la República: los enemigos del soldado.

Pero como unos y otros, aparte de esta distinción (no visible sino a las miradas penetrantes) donde gobernaban, gobernaban con iguales abusos, por ser ambos tajos de un mismo pueblo; como en ninguna cuestión capital se diferenciaban, sino que se dividían de igual manera; como que el único problema imponente, a no ser el de la corrupción electoral y administrativa, era ese del sistema económico que la exuberancia de la producción y dificultad del comercio venían cerrando,—en él parecían haber de parar al fin ambos partidos, e irse de un lado los librecambistas, republicanos y demócratas, y de otro, los proteccionistas de ambos bandos.

193 José Martí

Mas los pueblos ricos, conservadores de suyo, solo aceptan en casos extremos las soluciones radicales, y ven todo cambio con horror secreto. De modo que como, a la vez que estas penurias económicas, cuyo remedio ha de ser a la fuerza violento y costoso, había disgusto de la arrogancia republicana, pruebas de su imprudencia en el manejo de caudales del Erario, y miedos de que la libertad electoral, ya muy desfigurada por los que han hecho negocio de la política, quedase definitivamente en sus manos, por ahí se han manifestado primero, por no costar ahí nada el cambio, las inquietudes y cóleras del país descontento.

Y esto, no por sacudimiento de la masa votante, que solo se estremece cuando el hierro le entra en las carnes, o el lobo le aúlla a la puerta; sino por la briosa arremetida de la gente pensadora, que apenas vio cierto el peligro de la República, saltó a la plataforma, peroró desde los ferrocarriles, propagó por toda la nación la alarma, enfiló sus soldados en las cajas de imprimir, y en el borde de una navaja ganó la contienda. Mas lo curioso es que la victoria de los demócratas la han ganado los republicanos.

En la nación venían gobernando los republicanos; pero en algunos Estados los demócratas; y en New York, donde la opinión fluctúa, con inclinaciones democráticas, unos y otros, con lo que se tenía ocasión de ver que los de la oposición no eran más escrupulosos que los del Gobierno en el modo de reclutar partidarios y premiarlos. New York principalmente estaba como roída por una caterva de hombres lustrosos y obesos, consagrados, con gran provecho, a mantener subordinado el voto de la ciudad a los intereses de una añeja corporación democrática. “Tammany Hall”, que como por la distribución de empleos pequeños y el avivamiento de las pasiones

194 Todo lo olvida Nueva York en un instante irlandesas, disponía del voto de la ciudad que es más importante que el del resto del Estado y decide de él, no solo imponía sus candidatos al partido, sino que, por lo que New York pesa en los negocios nacionales, y por no poder haber ahora Presidente sin el voto de New York, no podía aparecer candidato democrático a la Presidencia a menos que no consintiese de antemano en servir los intereses de Tammany Hall. Y los candidatos que sacaba electos, sabíase ya que entraban a sus oficios públicos obligados a repartir puestos y ganancias con los miembros de la asociación: de estos empleos mayores obtenía los menores con que tenía sujetos a los votantes, que en cambio de ellos le daban el poder necesario para imponer condiciones a los que deseaban ser electos, o sacar por sobre sus contendientes a los que la asociación deseaba elegir.

Era Tammany Hall, con ser demócrata, tipo acabado, por lo que aquí describimos a la carga, de ese sistema de capataces, de caciques, de gamonales del voto que,—con no admitir en las listas de las asociaciones de barrio del partido sino a los que acataban sus voluntades, tenía sujeto por la raíz el voto público. Al fin, los no admitidos, que por indiferencia o respeto, venían viendo en silencio este abuso, se levantaron, y votaron. La revuelta fue en el campo republicano. Se levantaron los votantes ultrajados contra el “boss”, el cabecilla, el gamonal. Se levantó primero Brooklyn, hogar de la Iglesia Protestante, que guarda a pesar de sus estrecheces—¿por qué no decirlo?—la semilla de la libertad humana.—¡Ah Holanda!—¡Ah Guillermo de Orange! ¡Ah, sembradores! vuestra mano, penetrante como una consagración—se ve aún sobre el hombro de estos reivindicadores de la limpieza del sufragio.

195 José Martí

Sacasteis a la mejilla, mejor que nadie en Inglaterra y en Francia, la dignidad humana, que ya no se irá jamás del rostro. Fue Brooklyn la primera en rebelarse contra el “boss”, que en Tammany Hall tenía su representación más acabada. Y eligió a su mayor, un joven honrado y rico, contra la oposición de los capataces del voto en Brooklyn. Y como el mal era nacional, por la Nación se esparció el contento, y por los electores el crecimiento de fuerza que da la victoria. Y luego, por sobre el “boss” eligió el Estado a su gobernador. Y al fin, sobre el “boss”, tipificado en Blaine, eligió la Nación su Presidente.

El canevá de toda aquella urdimbre electoral, el huevo de toda aquella vileza, era la repartición de los empleos públicos. Los que “trabajaban”, por el triunfo de un partido, se proclamaban con derecho exclusivo a que este los recompensase con los destinos de la Nación, así como los que de alguna manera contribuían a la victoria, y sin influjo o pecunia hinchaban el voto; creíanse con naturales títulos a las concesiones y preferencias que están en mano de los administradores de negocios públicos; de lo que derivaba que el electo a un puesto no fuese en él, como que sin aquellos votos interesados no hubiera podido alcanzarlo, más que el cómplice y servidor expreso de estos intereses; vendida como se ve estaba la Nación a los traficantes activos de la política, que por el alejamiento de las urnas de los votantes desinteresados o entrabados por miramientos de partidarios o tibios, dominaban sin contrapeso en las deliberaciones de ambos bandos. Porque donde llegaba al gobierno el demócrata, como que subía por la misma tortuosa escala, quedaba sujeto a iguales compromisos. El Gobierno tiene puestos que dar, y abusos que permitir, y contratos que autorizar; y los “trabajadores” lo eran por la golosina de los puestos, y los que los ayudaban, por la de las contratas y permisos. Lo que a los buenos republicanos

196 Todo lo olvida Nueva York en un instante indignaba, indignaba también a los buenos demócratas. Y así vinieron a juntarse, en la saludable revuelta, unos y otros.

Porque aquella misma diferencia en el partido dominante entre los republicanos de sangre entera, que mantenían en todos sus extremos la política gamonal, de disciplina, acometimiento y despojos, de subserviencia de sus adversarios, de befa y estrago de los pueblos débiles, de gobierno de conquista en conquista en lo interior y lo exterior.—Y los republicanos de media sangre, que querían mayor respeto a la voluntad nacional, menos alarde en las relaciones extranjeras, más pureza en las elecciones y distribución de empleos, más libertad para los miembros del partido,—existía, por causas iguales y con equivalente encono entre los demócratas. No se habla aquí del Sur, cuya simbólica democracia anda dividida por causas locales relacionadas con la guerra; sino del Norte, y de New York en especial, donde se extremó el mal y ha comenzado la cura.

“Borbones” se llaman entre los demócratas los viejos, los que gobernaban antes de la guerra, los que siguiendo el ejemplo inicial de los tiempos de ardiente contienda no concebían que bajo una administración hubiese empleado alguno que no compartiera sus miras políticas, los que en el Gobierno contrajeron los vicios que de él nacen y han corrompido a los republicanos, los que más para los demócratas que para la Nación querían su vuelta a la gobernación pública, los que están a las tradiciones, no a los tiempos. Mas en estos veinte años, mucha persona de buen pensar, mucho guardián de las libertades públicas, mucha gente moza a quien sacaba al rostro los dolores la soberbia republicana, mucho elector del Norte que veía riesgos de guerra o tiranía en la tendencia del partido republicano a reunir en el poder federal las autoridades que pertenecen a los

197 José Martí

Estados Unidos y garantizan el equilibrio y renovamiento indispensable a la existencia de esta nación vasta y numerosa, habían venido afiliados, como al único partido combatiente fuera del que ocupaba el Gobierno, al bando democrático, y creando dentro de él como tejidos nuevos, libres de la polilla que cernía la mente preocupada y los casaquines de seda de los empolvados “borbones”. Ni celos del Norte, ni invasiones a México, ni intolerancias mezquinas, ni explotación del gobierno en beneficio de los partidarios. Enfrente de los males creados por el partido republicano, y por el disgusto de ellos, había formado bandera esta gente nueva bajo los demócratas, de modo que no batallaban como los “borbones” para recobrar su influjo y aprovecharlo bien, sino para destruir los abusos republicanos, para estancar en lo posible la sed inmoral de puestos públicos; para establecer las organizaciones del partido de manera que todos sus miembros pudiesen expresar y realizar en él sus voluntades libremente; para reformar las elecciones de modo que los funcionarios no fuesen los meros ejecutadores de las imposiciones de las camarillas que le aseguraban el nombramiento; para aliviar de cargas innecesarias la importación de artículos y la vida general, sin comprometer de súbito la suerte de las industrias establecidas; para sacar de sobre las arcas del Tesoro a los explotadores que las cubren. Y contra estos demócratas nuevos, claman los trabajadores por empleos, los negociantes que los auxilian y dirigen, y los “borbones”.

Los “borbones” son disciplinarios y quieren el mando como cuna propia, de que nada se debe a los que no sean miembros del partido, en lo que son como los republicanos de sangre entera. Y los demócratas menos miran el Gobierno como la manera de afirmar el beneficio propio sirviendo con imparcialidad los intereses generales

198 Todo lo olvida Nueva York en un instante de la nación, y no creen que sea el Gobierno una granja de los miembros del partido triunfante, donde pueden coger hasta la fruta, y rapacear a su placer, sino un depósito, en lo que se parecen a los republicanos de media sangre. Venían, por tanto, con semejante espíritu, hablando dentro de su partido con enemigos iguales, y acercados por natural simpatía, los mejores entre los republicanos y los mejores entre los demócratas; Tímidamente primero, y como en un ensayo, se unieron en Buffalo para la elección de corregidor de la ciudad a Cleveland. Ya con más franqueza, aunque sin confesión pública, juntaron de nuevo fortuna para elegir, siempre a Cleveland, Gobernador del Estado de New York. Por fin, abiertamente, y en notoria rebeldía, salieron de la Convención republicana muchos de los delegados más ilustres; decidieron apoyar, como apoyaron, al candidato de los demócratas, si en vista de este apoyo, el candidato fuese como fue siempre, Grover Cleveland.

Porque tuvo el partido demócrata la fortuna de que apareciese en él el reformador que los tiempos requerían, duro como un mazo, sano como una manzana, independiente como un cinocéfalo. No usa pompas en el lenguaje, ni en la vida. Cuando pasa un bribón, dice: “Ese”. Cuando le piden que haga lo que no debe, dice: “No”. Cuando le representan que un acto de justicia podrá dañar su adelanto personal o el de su partido, dice: “Es justo.” Y como el país tiene ahora miedo de que los abusadores le sequen sus caudales, más aún que de que los “trabajadores” le vicien sus libertades políticas, se han dado todos a apoyar a este hombre sencillo, que se ha puesto sin miedo a la limpia de los bribones y la vigilancia de las arcas.

Con el auxilio de los republicanos tan puros, y contra el sentimiento borbónico de su partido, fue electo Cleveland al corregimiento de la

199 José Martí ciudad de Buffalo, para que la gobernase con imparcialidad e independencia. Con tal entereza condujo los negocios de la ciudad, y ganó por ello tal fama, que el elemento joven del partido demócrata lo sacó triunfante sobre los “borbones” corridos, como candidato al gobierno del Estado de New York, a cuyo puesto subió en hombros de demócratas y republicanos que lo ayudaron, ya con su abstención, por no complacerles el candidato de su partido, ya con su voto silencioso. Y como Cleveland en su dificilísimo puesto mostró saber conciliar el agradecimiento a sus electores con sus deberes para con el Estado, como no tenía que pagar por un empleo que no había solicitado; como que contra Tammany Hall, repleto de borbonismo, fue electo; y no cedió ni al deseo de atraerse más voluntades republicanas, ni a las amenazas de Tammany Hall; como gobernó con su partido sin faltar a sus deberes con la Nación, sino en ejemplo y provecho de ella, como en tiempos en que había clamor de honradez y fortaleza; subía la fama de Cleveland por fuerte y por honrado, aconteció naturalmente que cuando con la designación de Blaine por la Convención Republicana para la candidatura a la Presidencia culminó el desdén de los republicanos a la opinión nacional, y la indignación publica,—culminó de la otra parte, en la Convención Democrática, con floja e ineficaz oposición de los “borbones” el anhelo de reformas en aquel que había demostrado que no tenía miedo para afrontarlas, ni exageración con que deslucirlas, ni debilidad en llevarlas a remate: en Grover Cleveland.

Los republicanos disidentes, por considerar como un golpe en la mejilla la designación de Blaine, se organizaron en los Estados, se reunieron en junta pública, proclamaron su determinación de votar con los demócratas, y, contra gran parte de los demócratas mismos, los sacaron triunfantes.

200 Todo lo olvida Nueva York en un instante

Los más mordidos de borbonismo, los más vivaces partidarios de los demócratas viejos, los que no querían en el Gobierno a la democracia joven, formada en los problemas actuales para salvar en ellos a la Nación, sino la de antaño, amiga e incondicional de sus secuaces y consagrada a su servicio; los capataces de votos, que llenaran Tammany Hall, siempre por Cleveland tratados con severa firmeza, y sin aquella adulación a que los solicitantes de sufragio tienen acostumbrados a los de Tammany,—en masa se revolvieron contra Cleveland, y ya a la callada, ya a la faz, prescindieron de su voto, o se lo dieron a Blaine, que halló fáciles partidarios entre estos “Tomasetes” y estos “Miquis” y ayudados por ellos, en la gente de Irlanda, con el anuncio, desmentido, sin embargo por su conducta anterior, de que, en defensa de los irlandeses iba a poner la mano, como en el de un perro de presa, sobre el cuello inglés.

Mucho puede Tammany Hall entre los electores de New York, y muy bien organizados los tiene. Muchos votos de Tammany Hall faltaron sin duda el día de elecciones, aunque en público, afectó decir que apoyaría a Cleveland, y luego ha ido a festejar su inauguración en Washington. Mucho irlandés votó por Blaine, aunque mucho alemán republicano hasta ahora, votó en cambió con la democracia. Pero las demás asociaciones democráticas de la ciudad de New York, a que, dado el equilibrio nacional de las fuerzas de los dos partidos, estaba la batalla presidencial reducida; y el comercio en masa, que llenaba las calles bajo la lluvia en procesiones y banderas; y los republicanos disidentes, que en plataforma, púlpito y prensa pelearon por Cleveland, con un ardor que entre los demócratas entibiaban mucho los “borbones” airados, pudieron al fin, no sin grandísima dificultad, superar el voto de los republicanos disciplinados, y los tránsfugas demócratas por poco más de un

201 José Martí millón de papeletas en diez millones de votantes: ¡honradas papeletas, alas del derecho, que por encima de candidaturas censurables aunque previsoras, como la de Butler, o ineficaces, como la del partido de temperancia, o curiosas como la de la señora favorecida por las sociedades del sufragio femenil, han llevado al sencillo reformador a que la oree y purifique, a la Casa Blanca!

Así cayó el partido republicano del poder: así sube, y en esas dificultades queda en él, el elemento joven del partido demócrata. ¡No tiene la virtud más enconados enemigos que los que la ven de cerca!

JOSÉ MARTÍ

202

Buenos Aires, 13 de junio de 1885, La Nación (Cartas de Martí)

Nueva York, 23 de abril de 1885

Señor Director de La Nación: Siempre por estos meses, en que empieza a cesar la vida exuberante del invierno, y a prepararse la larga vacación de estío, son escasos los sucesos de importancia, para quien no tiene la mente de gacetero de crímenes, que en la quincena actual han sido terribles, y entre gente de cierta pro, como revelando la agonía profunda de un país donde los afectos íntimos no son bastante dulces y sagrados para sobrellevar el peso enorme de esta vida de bestia de hipódromo, apretada y seca, como las fauces del que camina largo tiempo por un desierto en que no hay remanso en que apagar la sed.

¡Mantengan la casa, los que quieran pueblo duradero! ¡Y malhaya los ferrocarriles, si se llevan la casa, que viene a ser como el hígado, que limpia todas las impurezas de la vida! Esta vida de cartón y gacetilla que se lleva ahora, no es buena. Es mejor vivir como los antiguos griegos, sin ventanas a la calle, ni en toda la casa más que una sola puerta; o como vivíamos antes en nuestros países de América, con aquella claridad patriarcal que fomenta la sabrosa virtud, y que la riqueza fácil, y las ventajillas de apariencia que permite, y las rivalidades que crea nos deslucen ahora. Una mañanita de nuestros antiguos domingos, cordial y comunicativa, vale tanto como un

203 José Martí ferrocarril o un puerto. Hace cinco años, un pobre suizo, arrepentido de haber puesto en vida miserable a sus tres hijos pequeñuelos, se los echó a los brazos, se fue con ellos a una selva, y, en lo hondo de un pozo, se ahogó con ellos.

Dos años ha, la mujer de un conocido médico de locos que ahora mismo hace de testigo en el pleito de una hija desheredada, so capa de demencia, por su padre, se encerró con todos sus hijitos en su alcoba, y con una pistola nueva, les dio muerte, y se la dio ella. Hoy, el hijo de un caballero que fue Ministro de los Estados Unidos en Europa, se lleva por la orilla del mar a su madre y hermana, y las mata, “para que sean más felices”, y se mata. Maridos que de una descarga de revólver se llevan a sus mujeres y a sus hijos, y sus propias sienes con ellos, los hay aquí, por celos y por pobreza, cada día.

Algo falta, que refrene. En este pueblo de gente emigrada, falta el aire de la patria, que serena. En este pueblo vasto de gente aislada y encerrada en sí, falta el trato frecuente, la comunicación íntima, la práctica y fe en la amistad, las enérgicas raíces del corazón, que sujetan y renuevan la vida. En este pueblo de labor, enorme campo de pelea por la fortuna, las almas apasionadas de soledad se mueren; o apenas acaba el goce de la riqueza, ya se vuelan el cráneo, porque les parece que no hay más goce. Y a más, en esta época de renovación del mundo humano, los ojos desconsolados se vuelven llenos de preguntas al cielo vacío; gimiendo junto a los cadáveres de los dioses. De esos crímenes, por sobre todo otro suceso, o falta de otro mayor, se ha hablado principalmente en estos días.

De ese hombre joven que mató a su madre y a su hermana, dicen que en todo este año último lo vieron silencioso y torvo, como si le

204 Todo lo olvida Nueva York en un instante doliese tener que vivir, con sus gustos de universidad, en un pueblo de gente, de trabajo, que ara la tierra y comercia con sus frutos: ¡co- mo si hubiera sobre la tierra nobleza mayor, ni impresión más sana y dulce, que la que pone en un alma limpia el espectáculo de la her- mosura de la Naturaleza, y el tráfico con sus fuerzas vivas! Ver traba- jadores, repone. Vivir en ciudad, enjuta. Ese infeliz caballero sufría de verse con más apetitos que modos de satisfacerlos; y era como otros tantos de mente de hormiga enferma: padecía de no poder vestir bien, ni poseer grandes trenes por los pueblos de baños en ve- rano, ni ostentar en clubs y teatros en invierno la abundancia de otros condiscípulos suyos más afortunados. Parece que el rencor le fue creciendo en el pecho, donde le anidaban algunas buenas condi- ciones; y en vez de hacerse, de su propia sangre cuajada, un pedestal en que afirmarse contra los vientos de la vida, era de los que, por traer en el cerebro unos granos de talento, o en los hombros un reto- ño de alas, ya se imaginan que la tierra entera está obligada a servirles de pavés, como a un triunfador o a una maravilla, y a traer a sus plantas, como a un conquistador, todo género de presentes y de ricas frutas, sin ver que en la tierra, con las propias manos se ha de sem- brar con esfuerzo, y con la propia sangre se ha de regar con dolor, toda fruta con que se haya de enjugar los labios. No hay corona co- mo la de la entereza en la adversidad. Se sale de ella, a menos que no se tenga una virtud implacable y excesiva, siempre que se pone el cuello al yugo del trabajo, que no estorba, sino estimula, los cente- lleos del genio, cuya sublime e irremediable intranquilidad suelen confundir los que no lo poseen con las inquietudes punzantes que provienen de la desigualdad entre las aspiraciones prematuras y su realización penosa. El genio verdadero, fuerte de naturaleza, y seguro de un reconocimiento final, acá o allá, no gruñe, ni se impacienta, ni

205 José Martí da valor a riquezas pasajeras: trabaja, aguarda y desdeña. Se mete las manos en el corazón sajado y caído, y cuando las retira, con un dolor que da luz, llenas de su sangre propia, sonríe deliciosamente, com- placido en su valor; y para beneficio de los hombres, las manos cuen- tan lo que han visto; o con el verde de la hiel hacen esmeraldas, y con el rojo de la sangre hacen rubíes, y con sus lágrimas diamantes, que montan en firmes estrofas, como un joyero sus piedras, y ofrecen a los hombres curiosos, que no saben qué gemidos saldrían, si se rom- piesen, de aquellas joyas finas. Mientras más cruel es el desengaño, más acerada es la espuela heroica. El dolor excesivo empuja el alma a las resoluciones grandes. Los cobardes, dan en la boca de una pistola, y con el humo de la pólvora se desvanecen. Los enérgicos, aunque desgranándose en lo interior como un rosario al que se rompe el hilo, echan manos a la espalda, al arado o a la pluma, y con las ruinas de sí mismos, fundan. El hombre tiene que ser abatido, como una fiera, antes, de que aparezca el héroe.

En ese pobre mozo que mató a su madre y a su hermana, parece que pudo tanto la certeza, aparente a sus ojos de la inconformidad de un espíritu superior con la vida usual, y el rencor a esta—que tardaba en satisfacerle—llegó a ser tal, que no creyó bien dejar tras sí, en una existencia infecunda e injusta, a su hermana y a su madre, a quienes amaba: y se las llevó consigo. Algún pesar de familia, que apenó la casa, le decidió la mano. Hoy, sus condiscípulos compasivos, que le recuerdan como al alumno más brillante que tuvo en estos años el Colegio de Yale, que es aquí una especie de Oxford, le han cubierto su féretro de rosas: y con noble piedad el pueblo de Greenwich, cuyas doncellas acompañaron a la sepultura a su amiga Eleonor, han enterrado juntos a la madre y la hermana, y al infeliz hijo.—¡Ah! una

206 Todo lo olvida Nueva York en un instante mente exaltada, un corazón ambicioso, cuestan mucho de llevar a salvo por la tierra. ¡Con que el decoro mismo, se salva a penas!

Bien hacen, pues, y un bien radical y urgente, los presidentes de colegios que, obedeciendo a esa analogía indispensable entre la vida de la nación y los elementos que han de continuarla y vivir en ella, se han decidido a abandonar el programa extemporáneo y férreo de la vieja educación universitaria, y a ir poniendo sus colegios de manera, como el benéfico Ezra Cornell quería, que cada uno pudiese seguir en ellos la línea de estudios a que se sintiese más aficionado. Este Cornell fue, como Cooper, un hombre de trabajo, que fundó un Instituto donde los americanos modernos pueden educarse en los conocimientos nuevos, necesarios para luchar con fruto por la vida en la época moderna.

En primavera se congregan siempre, para departir sobre los proble- mas e intereses en curso, las corporaciones en los Estados Unidos: los presidentes de colegios como los ministros de las sectas religiosas, los sastres, que quieren reformar el vestido de etiqueta, como los artistas americanos, que no han podido crear aún más que dos tipos, con color falso y ejecución burda, el viejo de barba en halo, como la de Lincoln, con sus botas recias, su chaleco corto y su sombrero de fiel- tro; y el pequeñuelo de las calles, que con cara más rosada e ingenua que las que tiene de veras, reproduce el pintor Brown en lienzos conmovedores y picarescos. Ahora están en exhibición los cuadros de los artistas americanos. No se inspiran en su propia naturaleza, por lo que no traen su nota propia al arte; ni les es esto posible por desdi- cha, por ir ya el arte tan adelantado, que los que quieren estar en sus mercados, y venderse en él, tienen que tomarlo al paso que van, y como él es, desprendido de vida centurial en otros países; de modo

207 José Martí que el arte americano no puede traer, al saltar de súbito a la arena, más que ciertas originalidades menores, que por el escaso relieve ar- tístico que todavía alcanza acá la vida nacional, no tienen aún valer de tipos universales, en todas partes estimados y reconocidos, sino méritos secundarios de tipos locales, solo apreciables para aquellos que ven de cerca su exactitud o se sienten movido ante ellos el cora- zón por las relaciones de sentimiento y la memoria, que siempre gustan de traer por medio del lienzo a la presencia del espíritu lo que causó en ellos alguna vez una impresión penosa o halagüeña.

El Arte, como la Literatura, ni se improvisa ni trasplanta; ni trasplantado, da buen fruto. Para ser poderoso, ha de ser genuino. En pintura, como en letras, solo perdura lo directo. El Arte ha de madurar en el árbol, como la fruta. Se va haciendo despaciosísimamente, mediante la agrupación tenaz e indisoluble de los elementos nativos y distintos que, por los caracteres peculiares de la naturaleza o los productos condensados y resistentes de especiales direcciones del espíritu, constituyen al fin de larga vida el carácter nacional, que como se sale el alma al rostro, en el Arte y en la Literatura se reflejan. Están ahora estos Estados Unidos definiéndose y condensándose, y en un período de monstruosa elaboración e incesante allegamiento, en que apenas se entrevén cuáles elementos han de descartarse, y cuáles de permanecer en la Nación definitiva; de modo que, a más hacer, el arte americano, por mucho que quisiera apartarse de las seducciones del mercado que lo incita, no podría más que pintar, con los métodos extranjeros, los paisajes de una naturaleza que tiene más de grandiosa que de peculiar, y los tipos de accidente que en esta época de formación han alcanzado alguna relativa permanencia: el soldado de la guerra del Sur; el negro voluntario; el estanciero viejo; el explorador del Oeste; el esclavo en

208 Todo lo olvida Nueva York en un instante día de fiesta: el muchachuelo de New York. Y es curioso de ver cómo la mujer norteamericana no ha podido aún lograr una expresión durable en la pintura; ya porque los artistas, educados en el estudio de tipos europeos más armoniosos y flexibles, las hallen, como en verdad están, faltas de femineidad y delicadeza, ya porque con aquellas ductilidad y porosidad mayores que son propias de su sexo, se amoldan con tal rapidez a las fases de civilización por que precipitadamente su pueblo atraviesa, que en ninguna de ellas persisten por tiempo suficiente para constituir un tipo fijo: Más que por condiciones propias, la mujer americana es original en cuanto a espíritu por su asombrosa falta de estas condiciones; y es como un vaso de madera amarga, que en el primer momento guarda el licor que va el azar vaciando en él, algo como su sabor legítimo, aunque ya un tanto derivado por el natural del vaso, más a poco, por encima del sabor, del líquido extraño, sobresale la amargura nativa de la madera. Escurridiza como un reptil, vacía como una vejiga, la mujer americana va de una forma a otra, sufriendo rápidamente influencias extranjeras diversas con todos los hábitos y servidumbres del harén en medio de una sociedad libre, que no ha alcanzado a caracterizarla y dignificarla, siendo más digna por el tácito asentimiento de los demás, que por ningún esfuerzo o deseo propio. Por estos tantos resulta que no se ofrece a los pintores como tipo original ni en espíritu ni en cuerpo. Ni los retratistas mismos hallan modo de espiritualizar con el pincel la abuela entonada, la matrona, fría, la granítica doncella, cuya faz ni se ilumina ni se adelgaza con los bellos sustos y angélicas consagraciones de las novias. Modelos de trajes, y no almas en transfiguración, parecen aquí los más perfectos retratos de recién casadas.

209 José Martí

Escasez, pues, por todas estas razones, tanto de asuntos nacionales como de espíritu nacional con que tratarlos, los artistas americanos que con la buena venta que en estos tiempos alcanzan las pinturas han florecido copiosamente, se limitan, dentro de las maneras de ejecución que gozan ahora mayor precio y boga, a tratar los sujetos usuales del arte moderno, o los correspondientes, y en relación nuevos, que les ofrece directamente su país. Aquel modo de ver heredado, aquella acumulación de métodos originada lentamente en la contemplación y de unos mismos espectáculos por los pintores de diversas épocas de una misma raza, que para al fin en una escuela, o cierta particular sustancia del arte de cada país está manifiesto aún en los métodos más personales y distintos, de sus artistas,—aquí faltan. Cierta crudeza, cierto abocetamiento, cierta prisa, ciertos desdibujo, o contradibujo, cierto exceso en la condición dominante, que es condición de la juventud, en el arte como en todas las demás manifestaciones de la vida, sí se notan, como defectos típicos nacidos de causas comunes, a modo de impresión general de la exhibición.

Y sin querer, y cuando iba esta carta a hablar de la buena reforma que han acordado los profesores del Colegio de Harvard, se ha dado cuenta de uno de los sucesos más señalados de estos días, que ha sido la exhibición de cuadros de artistas americanos, congregados a competir por los cuatro premios, de a dos mil quinientos pesos cada uno, que, para animar las artes nacionales, tienen fundados las ciudades de New York, Boston, Louisville y San Luis, cada una de las cuales tiene su museo, que compra en esa forma la obra que premia: y hay además otros premios menores, creados por americanos entusiastas que aman la pintura, y son, en New York al menos, bastante numerosos. ¡Ah! ¡cuán diferentes resultados, los que hasta la fecha, y con tanto ánimo y precio, ha dado el arte rudo o imitativo

210 Todo lo olvida Nueva York en un instante de los Estados Unidos a sus practicantes, y el que, sin estímulo ni campo, ni más que una sola y buena escuela, rica en cuadros antiguos, lleva dado, con sus estudiantes, geniosos y pobres, el arte en México! Allí, a las pocas tentativas, rebosó lo que aquí falta: la personalidad. Al punto, la historia legendaria del país comenzó a estimular la fantasía de los jóvenes pintores. La atmósfera musical y luminosa de la tierra de México se puso en sus cuadros. Se ve en muchos de ellos, como que fundó la nueva escuela un dibujante eximio, un ultra dibujo, que de puro embellecer el asunto, lo desnaturaliza y recorta.

Pero, si ya en la primera generación de pintores modernos mexicanos,—Rebull, Pina, Cordero, Sagredo, Ramírez,—se nota, a pesar de la excesiva sumisión a las enseñanzas del español Clavé, en el Jesús de Sagredo arrobadora idealidad, en Cordero osadas excursiones en el verde y en la sierra, en Pina solidez que Alma Tadema envidiaría, en Rebull transparencia y bruñimiento—que a los de ningún pintor moderno ceden,—ya en la generación de jóvenes a quienes estos enseñaron ¡qué irse cada uno, este con tamaños históricos, aquel con feminismo italiano, el otro con elegancias parisienses, por donde el genio libre, enfrenado por el buen dibujo, le mandaba! enfrenado, porque para dejar de hacer academias, es necesario haberlas estado haciendo mucho tiempo.

Sin compradores, y con escaso público, pintaban, con un celo triste y solitario, Obregón, con esmero y color, sus cuadros de indios; Ocaranza, el más independiente y original de todos, sus cuadros de asuntos modernos, elegantes a veces como un pasaje de François Coppée, simbólicos y terribles otros, como un cuento de Edgard Poe; y Parra pintaba, con vuelo no igualado por ninguno de sus

211 José Martí profesores y condiscípulos, ya a los mataderos de Cholula, cubiertos de hierro, ya a Fray Bartolomé, encendido siempre en los ardores a que le movieron los espectáculos tristes de la Española en tiempos de Enriquillo, pidiendo al cielo, a las puertas de un templo profanada, justicia para el indio gallardo que yace a sus pies muerto, para su desposada de pies desnudos que se abraza sollozando a las rodillas del dominico.

¿Cómo no acordarse, teniendo sangre leal de hispanoamericano en las venas, de estas glorias sofocadas y desconocidas de nuestro arte latino, enfrente de estos paisajes violentos de Chase, no como los de Velazco el mexicano, poderosos; de estas marinas, acabadas, mas sin brío, de Swain Gifford, que sigue a Tieppolo; de estos retratos de Sargent, que tiene genio suyo y copia, con soltura la figura humana, mas a la manera ajena de Bonnat; de estas playas borrosas de Arthur Quartley, y árabes de Moore, calcados sobre los de Fortuny, y pilluelos de Brown, que tanto como la fidelidad de la expresión, deben su fama a aquella misteriosa simpatía de las almas bien nacidas por la flor que saca su tallo por encima del lodo, por el niño desvalido que, solo en estas ciudades tremendas, batalla y trabaja? A puñados se quisiera tener el oro, para poner en buen camino a esos pilluelos ingeniosos, a esos escolares cascacabezas, a esos vendedorcillos descalzos, a esos harapientos, críticos de los manjares expuestos en las vidrieras, a esos remendones de sus propios zapatos que con color un poco castaño pinta Brown.

JOSÉ MARTÍ

212

Buenos Aires, 25 de septiembre de 1886, La Nación (¡Magnífico espectáculo!)

Nueva York. 9 de Agosto de 1886

Señor Director de La Nación: Está a las puertas de Nueva York, uno de los espectáculos más originales y sanos a que pueda asistirse en pueblo alguno.

En procesión brillante, en rápidas escenas, entre la humareda de la pólvora y los gritos de guerra de los indios, pasa ante los ojos con sus trajes nativos y lances apretados la vida del Oeste, la caza de los búfalos, la carrera de los correos, las ocupaciones de los vaqueros, las hazañas de los exploradores, la vida aborigen.

Y al lado del gran circo, donde se celebran con sus actores naturales las cacerías y lidias que han dado al Oeste fama romancesca, levántanse entre los pinos de un bosque tierno las tiendas de campaña en que se alojan los héroes de la fiesta al mando de Búfalo Bill, de Guillermo el de los búfalos, del caballero de las selvas, del gran escucha y guía de las campañas, que en media hora mató una vez cuarenta y ocho bisontes, y tiene en sus ojos azules la melancolía inefable del que ha mirado tenazmente en lo hondo de la naturaleza.

Allí se vive con la épica grandeza que enamora el alma en los peligros y en las soledades: allí se cría ante los ojos, en juegos inocentes la raza

213 José Martí esbelta y áurea que dio al mundo el suelo americano; allí la vida se agiganta y refresca en la contemplación de esa misteriosa novedad que traen los hombres brotados hace poco de la tierra, y los que se entran a caballo por sus virginidades; allí se asiste, transida el alma y el cuerpo palpitante, a los cuadros de odio y acometimiento con que ha arrollado el hombre blanco la solemne espesura, y han saltado a los tiros del rifle, las plumas de las flechas, en el estruendo de la salvaje arremetida. Allí el drama se reproduce inicuo y grande, y se presencia el triunfo del fuerte y la doma de la naturaleza.

La empresa es un ejército.

Los indios, son indios. Los vaqueros, son los mismos que enlazan animales y duermen sobre las culatas de sus rifles en las llanuras donde rondan los lobos y los indios velan.

Los mexicanos, mexicanos son, hábiles en echar el lazo y colear el toro, y los manda el gran montador de caballos viciosos, Antonio Esquivel: y ¡con qué gusto se ve lucir por entre aquellos pinos las chaquetas de hombrera y galón de oro, bordadas por la mano de las novias! ¡parece que centellea sobre las chaquetillas mexicanas, descendiendo radiante por entre los pinares, el sol de la otra América, que vierte en el alma oro!

Los rifleros, son grandes rifleros, y han ensayado sobre pechos de indios ¡ay! y sobre lomos de búfalo, los disparos seguros con que hoy rompen en el aire las bolas de barro.

Búfalo Bill, el jefe, es el célebre escucha de las campañas contra las tribus, el que habla a los indios en sus lenguas propias, el que ha arrancado su penacho de pluma a los guerreros muertos con el

214 Todo lo olvida Nueva York en un instante mismo cuchillo y el ademán mismo con que ahora repite cada tarde el simulacro de su hazaña.

El médico sacerdotal de imponente estatura que va de choza en choza meciendo en su marcha con ademán regio su corona y arcos de plumas de águila, es el mismo patriarca entristecido que en los bosques pawnies, sobre su tribu postrada alza los brazos por encima de su cabeza misteriosa y lívida, prorrumpe en un grito desgarrador y ronco, y vierte sobre su pueblo los consejos de la desolación y la prudencia.

Antes de tomar puesto en el enorme circo, a ver cómo se derriba el bosque y se abre la vida en el Oeste, pasean los visitantes por el grato sombrío a cuya entrada habitan en carpas de pieles curtidas y pintadas por su manoplas familias indias. ¡Qué bellos lucen los guerreros jóvenes, enhiestos y amimbrados, con la hierática hermosura de las fieras en reposo! Las squaws, las mujeres que acarrean la carga y levantan la tienda en su existencia vagabundas allí conversan en cuclillas sobre la yerba, mientras sus hijas, pintado el rostro de rojo y amarillo, se columpian con rítmico despacio en las cuerdas atadas de árbol a árbol, y los hijos varones se entretienen en los saltos y juegos con que adiestran sus miembros para su vida de carrera y de ave.

Ríen los ojos de los niños indios, y les lucen con una dulzura y claridad extrañas: suena a arroyo su risa placentera: les cae el cabello agitado por los saltos sobre la espalda cubierta de una blusa verde: en los calzones rojos llevan flecos, y bordados de cuentas en los mocasines de sus pies menudos. Silfos parecen, corriendo alegremente de un tronco a otro. Saltan con pesas en las manos,

215 José Martí plegando hacia atrás el cuerpo con los brazos en alto, para que alcance más el brinco a pie juntillas.

Unos tiran la barra; otros persiguen, en el juego de la crosse, las pelotas que quieren echar con sus palos encaperuzados en el campo hostil. Otros vencen en la carrera a los niños blancos. Una hija mayor se acurruca a la puerta de una tienda con su hermanín a la espalda, un bravo de un año que ya trae en los ojos la inquietud de la tribu y la astucia de la raza.

Los guerreros y mozos van de carpa en carpa, a saltos elásticos y rítmicos.

De pies a cabeza van cubiertas las madres y las hijas, que por la espalda llevan una manta, y en los pies polainas de cuero, a pesar de lo largo de su túnica.

Se ve a lo lejos al médico que cruza, detiene sobre la gente sus ojos melancólicos y desconsolados, y se entra por lo más espeso de los pinos blandiendo altivamente su bastón de plumas, como un rey en su palacio.

Las ternezas están vedadas a un observador de oficio, pero de aquellas apuestas criaturas de cuerpos cimbreantes y ojos vívidos surgen con tal fuerza la dignidad y la gracia, que se condena vehementemente a los que interrumpieron en flor el natural desenvolvimiento de esta raza fina,—fuerte, imperial y alada, con las águilas que la vieron nacer desde sus cumbres, y a quienes vence el cóndor de los Andes.

En el interior de sus tiendas reposan de sus ejercicios los guerreros, reclinados silenciosamente en círculo al borde de la lona, viendo

216 Todo lo olvida Nueva York en un instante apretarse en la abertura de la entrada a la gente curiosa que quiere saber cómo es por dentro una tienda india.

Tienen de ala y de estatua aquellas melancólicas figuras. Aquellos son los ojos penetrantes del que pasa la vida en pie y alarma, Husmeando entre los troncos de los árboles al enemigo que lo espera apercibido. Se ve una cesta de ojos: todos miran de frente. Tienen en la mirada el aire del desierto, el arrebato y algarada de la cacería, la cola ondeante del caballo libre.

Uno está recostado con descuido, la cabeza en las palmas de las manos, en un fiero abandono de dios joven. Otro, sujeta con ambas manos la pierna encorvada, se mece con movimiento de columpio. Otro, a medio acostar suspende sobre un brazo el cuerpo esbelto, y dibuja sobre el fondo de crepúsculo de la lona su cabeza bronceada, como un sol poniente. Otro, sentado sobre sus talones, mira atento, con los codos clavados en las rodillas, y hundida en las palmas de las manos la cabeza coronada de plumas. En medio de ellos, envuelto en su frazada blanca, está sentado el jefe.

Les caen sobre ambos hombros guedejas de crin negra: usan anchos calzones, amarillos o rojos, y con flecos, pero sujetos por dentro de modo que enseñan y permiten el juego de la pierna: la blusa es verde o azul, de mangas, anchas, ceñidas sobre el codo y la muñeca por aros plateados o dorados: llevan al cuello como adorno una piel de castor muerto a su mano, esmaltada de lentejuelas y de espejos: les cruza el pecho en banda una sarta de huesecillos pintados, que distraen las largas marchas por montes y llanos con su sonsonete alegre. Les gusta el ritmo, el canto, la elocuencia, la pintura, el verso. Les gusta el ruido de los cascabeles, que les recuerda a las serpientes

217 José Martí místicas; y saben la grandiosa y lenta música que se aprende en los ejercicios ordenados del cuerpo, y en la armonía de la naturaleza, Y así, tendidos, sentados, reclinados, dispuestos en graciosos grupos como un muro de defensa en torno de su jefe, parecen con sus trajes vivos y su escultórico reposo, hombres recién nacidos de las entrañas de la tierra, coloreados con los tintes vírgenes que matizan las flores y pintan las alas de los pájaros en los talleres volcánicos del universo.

Frente a las tiendas de los indios se extienden en hilera los que dan albergue al jefe de la empresa, a sus empleados, a los vaqueros, que aguardan entre sus armas y monturas la hora de echarse a escape sobre el circo, en simulacro de las hazañas y correrías de que fueron héroes reales.

Algo hay del testuz del bisonte en aquellos hombres habituados a domarlo. Con los cuchillos que llevan al cinto han arrancado vivo al búfalo el cuero de que están hechos sus vestidos; y es fortificante y saludable la contemplación de aquellos hombres, primarios y genuinos, altos como columnas, erguidos como árboles, pujantes como el viento, que han peleado en la selva solemne con la naturaleza brazo a brazo, y la han sometido, y se han sentado sobre su cuello a enjugarse el sudor de la victoria, caído a sus pies su sombrero que parece un sol, como se sienta el domador sobre su fiera.

Los cowboys, los vaqueros del Oeste, llevan en sí esa fuerza y encanto misteriosos de los que se crían en el peligro. Ellos, con esos mismos rifles, han hecho resonar los montes nuevos donde no hubo antes más ruido que el de los ramajes arrollados por el tronco que rueda de la cumbre depuesto por el rayo, el bramar de los toros encendidos

218 Todo lo olvida Nueva York en un instante que invitan a su amada temerosa, y el mugir de combate de las bestias que sacian asta en asta la furia soberana de los celos. Ellos, movidos por la voz de adentro que manda abrir tierras y mares, saltaron con el apetito de las aventuras de las chozas de sus padres al lomo de los caballos libres del desierto señoreado por el indio, y, echaron adelante a atajar el paso al mundo blanco que venía tras ellos, comiendo lo que cazaban, adelantando entre nubes de flechas, durmiendo sobre sus sillas, con el arma al hombro, bebiendo a veces, por no morir de sed, la sangre de sus cabalgaduras. Ellos han sido la vanguardia de este tropel aurívoro, que va del Este con hambre de siglos, y máquinas por cañones, y locomotoras por cureñas, y por culebrinas rieles, y donde los indios pintaban ayer a la sombra de los fresnos las plumas de águila que habían de ornar sus mantos, levantan hoy como si los hubieran traído a cuestas, palacios de oro y plata que tienen por cimientos los troncos de los árboles petrificados en las montañas en el silencio activo de los siglos:—siglos parecen ser los montes, siglos acurrucados en hilera, a ver hervir y transformarse el mundo.

Esos vaqueros, esos escuchas, esos cazadores, esos rifleros, no son, no, hombres de comedia que se empelucan y disfrazan para hacer en el circo de bravos y de héroes, sino que son los héroes mismos que han empujado en menos de veinticinco años sobre el mar las manadas de búfalos que como vivos montes sombreaban los valles aborígenes, y las tribus de indios que los atravesaban a flechazos en sus maravillosas cacerías, e imitaban después sobre sus pieles las formas y colores de la naturaleza, asemejándose en sus errantes campamentos a pedazos caídos de un arco iris.

219 José Martí

Hay en los ojos de estos hombres una especie de vela, de marcha, de alba: no parece que el fuego de sus ojos permite que se cierna sobre ellos pesadamente el párpado.

Aun cuando están sentados, parece que van a arremeter.

Ya los ferrocarriles y ciudades se levantan donde ayer todavía llevaban ellos la vida de guerra y caza que ahora exhiben, para ocupar el verano, a las gentes del Este; pero, acá como allá duermen vestidos. Quieren sus llanos donde el sol se bebe los ríos en el estío, quieren sus abras negras donde el cielo acostado parece de noche un árbol caído, y donde el indio acecha las pieles de búfalo que el cazador vigila con el rifle al hombro, y los caballos que tiene cerco adentro, porque no caiga el indio sobre ellos a la desbandada, y los ahuyente hacia su campo a gritos. Quieren oír en las temibles noches la tempestad que silba y truena sobre la copa de los árboles, y los indios que se acercan salto a salto, de arbusto en arbusto, y los lobos que cruzan aullando, y girando, y centelleando, por entre los troncos. Quieren guiar como antes, cuando hay tribus alzadas, a los soldados de a caballo que las siguen, y husmearlos, cerrarlos, y engañar las veladas charlando junto al fuego, viendo pasar a veces, ¡lo mismo que en la vida!, una banda de lobos detrás de una ternera o despertándose de súbito para desembarazarse de un golpe de indios que a rastras se les han venido encima, ágiles y feroces como una jauría, revolviendo en el aire las hachas que llevan pendientes de las muñecas, lleno el carcaj a las espaldas, luciéndoles a la luz de los disparos con resplandor diabólico los rostros, que traen embijados por parecer más fieros.

220 Todo lo olvida Nueva York en un instante

Quieren, cuando la pelea los ha dejado escuálidos y hambrientos, dar al salir al valle con una feria de cazadores, donde se retoza, huelga y merca, con abundancia de comida y dineros, alrededor de las fogatas, y se descansa sin temor bajo las recias tiendas de pieles, por cuyas cúspides se escapa, rizado al aire azul, un fino penacho de humo, como por entre las hojas del maíz tierno los hilos rubios que anuncian su sazón.

No se cansa la gente, antes de entrar en el gran circo, de mirar a esos hombres vestidos de cuero, lleno el cinto de cuchillos y pistolas, larga la cabellera hasta los hombros, ancho el sombrero, como para guardar del sol la espalda, y echado atrás, como para dar mejor la frente. Tienen a los pies el lazo, y sobre las piernas, o en el baúl en que se sientan, el rifle a cuyo fuego está más acostumbrado su caballo.

Uno de esos hombres, cuyos ojos azules parecen venir de un gran mar interior, ha entrado materialmente por el bosque cabalgando en una locomotora y defendiéndola a bala de los indios que hacían con sus cuerpos muertos alfombra a su propia tierra.

Otro ayudó a fundar una ciudad junto a las minas, y a látigo y a bala la mantuvo en freno hasta que al rumor de la ganancia vinieron los misioneros y los diarios.

Otro es un ladrón famoso, cuyos ojos muerden, y anda ahora arrepentido, junto al mismo que lo sacó maniatado de un tren que robaba.

Otro rompe en el aire el hilo de un anzuelo, y pasa una bala por una sortija.

221 José Martí

Otro se echa a escape con la rienda suelta tras un indio que le adelanta lanzando al aire palomas de barro, y el hombre es tan gran tirador que todas las palomas las rompe en el aire, y caen a tierra en trizas.

Hay mujeres también, célebres en cabalgar y en el tiro al vuelo:—allá las mujeres desmontan, cazan, pelean, dirigen diarios, aran, tunden a los galanes atrevidos, empluman a sus rivales, salen en procesión a ver linchar a los bandoleros, con su merienda en el arzón, y los hijos a la grupa.

No tienen los hombres ese color de fruta sazonada de los que crían en paz la tierra, sino un color misterioso de luz de luna, como si el peligro que perpetuamente afrontan fuese un astro. Aquellas miradas, aquella luz del rostro, aquel sombrero hidalgo, aquel cabello al viento, aquel vestido de héroe, aquella apariencia de puntal que anda pidiendo bóveda, aquel trasunto vivo de una existencia de valor y muerte, calienta en los cerebros el grano de romance y locura que los aviva y colorea, y se siente en el cráneo como un alegre incendio, a cuyos resplandores, sobre un caballo alado, el espíritu mete el pie por el estribo, y en un clarín de oro resuena la llamada a botasilla.

Todo eso se desborda sobre el circo: las tribus con sus jefes, los cowboys a todo el correr de sus caballos, los vaqueros de México, las amazonas tendidas sobre sus brutos con la cabellera al viento; y los caballos traen el vientre en tierra.

De allá, del lejano portón, vienen los indios, como colores locos: aúllan como si el suelo se abriera bajó sus animales, y dieran suelta a toda la venganza de su raza:—tiene aquel grito, de flecha y gallardete;

222 Todo lo olvida Nueva York en un instante se tiende por el aire, como el lazo que echan sobre los toros los vaqueros; cimbrea, vibra y arrastra: no ha de quedar de él en la guerra sino lo que queda en la caza de la pieza entregada a la traílla.

Detiene la tribu de súbito sus caballos. Del fondo viene como un sol de colores en un polvo dorado: es el jefe de la tribu, que reciben los indios con vocerío orgulloso.—Otras tribus; otros jefes, todos a escape, y todos acomodándose en hilera.

El circo entero saluda a los cowboys con sus pañuelos, cuando se desatan del portón, voceando triunfo, los sombreros girando a todo brazo, roto el aire en la furia de la arremetida.

Sobre alas, más que sobre pies, vienen tras de ellos los mexicanos celosos. Van llegando los héroes, y los van anunciando: el tirador, el escucha, el laceador, el saltador. Viene con paso triste, como si no viniese, el médico sacerdote, en un caballo blanco.

Y aparece por fin, entre aquellos trescientos hombres de la naturaleza, el que por la perfección de sus sentidos y la bravura de su corazón ha logrado domarlos: él, el más ágil y fuerte, y jinete mejor; él, el que endereza a los indios en los tiempos de combate las homéricas arengas que les agradan; él, el que obtiene casi siempre que se desciñan de la muñeca el hacha de pelear, y fumen sentados en coro la pipa de la paz; él, que entre los blancos del Oeste tiene puesto de rey porque redujo la soberbia de un baratero que tenía esclavos a los cazadores, y entre los indios es venerado como jefe porque abatió con su mano en una cacería cuarenta y ocho búfalos; él, Búfalo Bill, que parece nacido sobre su caballo, y ni en rastrear

223 José Martí indios, ni en ablandarlos, ni en burlarlos, ni en gobernarlos tiene quien le saque ventaja.

Se pliegan él y su caballo con igual movimiento, como dos hojas gemelas que a compás en la hora de la puesta se van volviendo al sol. Parece el animal como porción del hombre, por lo fino y sutil de su obediencia, y hay música en aquel gracioso andar, y esa penetrante magia con que se gana el alma todo lo perfecto.

Llega, saluda, tuerce bridas, da una voz: y como una tormenta esparciría en encantados remolinos las cuentas de un rosario, así en carrera arrebatada se desgranan mezclados por el circo, indios, cowboys, vaqueros y amazonas: se ven cascos que lucen y colas que desaparecen; por entre el polvo turbio, que brilla como un manto cuajado de lentejuelas, asoman puntos verdes, rojos y amarillos: va a paso triste el gran caballo blanco.

Y la fiesta comienza, y las escenas de la vida del Oeste que van ya pintadas, cuando aún está subiendo por el aire, como cantando himnos, la polvareda espesa.

Como tres flechas que apenas se llevan la punta pasan regateando en sus ponies veloces un mexicano, una cowboy y un indio. Desalado viene un jinete, que fue correo hace años, y enseña cómo se lo era, cuando el correo se servía a caballo: ya le tienen dispuesto otro caballo fresco: ya trae él descinchada la montura y sacados los pies de los estribos: salta al caballo nuevo con silla y valija: encincha en un segundo: ¡ya no se ve más que el polvo que levanta!: así era antes el correo.

224 Todo lo olvida Nueva York en un instante

Las amazonas lucen sus gracias en la carrera. Hacen los tiradores cosas locas. El saltador salva un caballo a pie juntillas. El del lazo derriba por los cuernos a una vaca. Otros, acorralan a un búfalo, y lo van enlazando pierna a pierna, hasta que un cowboy lo monta. Tiembla el público al ver lanzar contra el cercado a otro vaquero por un caballo indómito: y cuando está la concurrencia riendo entretenida con los esfuerzos de los mozos por montar los caballos y mulas resabiosos, cuando rompen a correr con su jinete por el aire los brutos vencidos dando tremendos y risibles botes, se ve entrar cojeando y con la cara ensangrentada al cowboy que el animal echó contra la cerca, y aunque el público grita que no monte, él se mete debajo de la bestia que se tiende en tierra, él se abraza a su cuello para quedar sobre el animal cuando se alce, él recibe sobre sí el peso del bruto que una y otra vez se deja caer sobre el jinete, y cuando hostigado por los vaqueros, se levanta al fin el caballo con un salto espantable, ya no está solo, sino que lleva al cowboy ensangrentado encima. Fingen luego, con verdad que encoge el ánimo, un ataque de los indios a una diligencia: cómo ellos cautamente se avecinan; cómo el coche de mulas se adelanta; cómo caen los indios de repente sobre la diligencia, dando alaridos bárbaros, tal como en sus soledades ven bajar a los buitres sobre su presa con vuelo de cuchillo. La diligencia se defiende: los vaqueros acuden prontos siempre al rescate: sangre de indios cubre el campo aprisa: vence el blanco; pero la diligencia lleva en el pescante a su cochero muerto.

Lentamente vienen a caballo, en otra escena, los de una tribu india. Traen su canto de viaje, que se pega al corazón como una serpiente herida, y es una infinita queja, solitaria e inmensa como los bosques que evoca: tal se cree que se tiene ante los ojos la soledad con su silencio y su espesura; y sé entra la cabalgata triste por el alma, como

225 José Martí un difunto entra en su féretro. Cantan lo que se va y no tiene remedio: cantan el río que muere, el pájaro que muere, la luz que muere: cantan la desesperación y la mortaja. Bajan de sus caballos, y se sientan en coro a fumar la pipa, mientras las squaws fornidas, que ahorran a sus maridos las fuerzas, para defenderlas, levantan las tiendas, encienden el fuego, y ponen sobre él las ramas secas en que se ha de asar la carne de búfalo que aún queda de la última correría. Saltan por allí junto y jinetean en los burros los indiecitos; y luego se acercan todos, para que las squaws bailen primero, con el ritmo monótono y melancólico de toda raza acabada de nacer, y después de ellas bailen los bravos de la tribu su danza de guerra, selvática fanfarria de la que se escapan inacordes gritos, tal como en un encierro de caballos para cazar el búfalo rompen la fila husmeando el riesgo con bravura los más impacientes.

Y así va viendo la absorta fantasía, con fruición de enamorada, los lances nativos de aquella existencia original y grandiosa: así asiste en todo el fulgor de la verdad al desalmado combate entre los dueños naturales del país y los conquistadores de la selva; así se va sacando al alma mansamente de la poquedad y escualidez de la vida ciudadana,—cuando un espectáculo estremecedor, involuntariamente excita a ponerse en pie sobre las gradas, cual si fuera vergüenza quedarse holgando en los estrados de la vida cuando cruzan ante nosotros, con la majestad del trabajo y el peligro, los que bregan en sus entrañas. Es la caza del búfalo, masa contra masa.

Se traen una manada, y se ve la caza—como si fuera cierta.

El ingenio nativo de los indios resplandece en ella sobre los movimientos penosos de los blancos.

226 Todo lo olvida Nueva York en un instante

No trae montura el indio, para que su caballo alcance o escape al búfalo, que cuando arremete arrolla, y cuando huye lleva alas. Unos indios traen rifles, que es como cazan ahora; y otros flechas, como cazaban antes. Vaga la manada desapercibida, semejante de lejos a un oleaje de mar turbia; y en silencio se juntan a su espalda, caballo contra caballo, los hombres todos de la cacería; los indios primero, en cuerpo de más de cien, detrás los blancos. Un hilo puede cambiar la vida en muerte. Se aprietan más, se aprietan. A un solo grito, estridente y frenético, se desgaja toda la masa de jinetes sobre la manada; solo lo ha visto quien haya visto la negrura irse apiñando en un rincón del cielo, y cuajarse en cerrazón violenta, y desatarse luego, como a voz de rayo, en pardas y mortíferas corrientes, que a cercén de la tierra van rasando cuanto osa alzar la copa al cielo en ira.

Apenas deja el polvo ver la lucha.

La manada, al sentir la caballería, ondea, se entreabre, huye. Se ven en el turbión que unos búfalos, en vez de huir primero, abren campo a otros; son los machos, que se quedan atrás para guardar sus hembras. Ellas corren más que ellos: ¡pesa siempre la fuerza de crear! Ellos, que ya llevan en las ancas a los cazadores, vuélvense como para arremeter; cierra la caza el cuerpo; tuercen grupas los búfalos: ¡ya no se ve más que el espeso torbellino! Gira el polvo en el aire, como si lo agitase sobre la tierra el estertor de muertos gigantescos: ahoga el olor de pólvora: apenas se oyen los alaridos de los indios, que la atmósfera lívida detiene; se alcanza a ver que cada jinete sigue a un búfalo, que es ya su presa cierta: un grito hiende el aire, uno de esos gritos, que da en campaña el alma entera, erguido el cuerpo loco sobre los estribos. Y con el ruido de un monte que cae, desaparecen por el portón la manada vencida y la furia que lo acosa.

227 José Martí

Queda la vida palpitando largo tiempo en el circo que se depleta poco a poco, y el curso de curiosos va perdiéndose a lo largo de los pinos, cual sangre que se sale de las venas. El día acaba. Vaqueros, tiradores e indios han entrado en sus tiendas.

Pero junto al más recio y lejano de los pinos, agigantada por la sombra sobre el horizonte su figura enhiesta erizada de plumas, mira a la gente blanca que desaparece, el médico tristísimo, cruzadas sobre el pecho ambas manos huesudas, el escudo a los pies, los ojos secos, y la faz terrosa.

JOSÉ MARTÍ

228

Buenos Aires, 26 de enero de 1887, La Nación (Estados Unidos)

Nueva York, 8 de diciembre de 1886

Señor Director de La Nación: Con los primeros días de diciembre viene siempre en los Estados Unidos el renuevo de la actividad política.

Se reúne el Congreso. El Presidente define su posición en el mensaje. Los Secretarios detallan en sus memorias el estado de sus departamentos. La prensa de cada partido, o de cada fracción de ellos, formula su programa.

Se esperan con avidez los primeros actos de los diputados y senadores reunidos en Washington, para deducir de ellos el rumbo que tomarán las cosas públicas.

No es aquí uso, como en los parlamentos monárquicos, exhibir la situación de cada grupo político en los discursos de respuesta al mensaje de la corona.

Los representantes, cohibidos por sus compromisos y diferencias, rehúyen las fórmulas precisas y definitivas. Los periódicos, que en su libro de cuentas aprenden de cerca por dónde va la opinión, se encargan, aun en contra sus simpatías y predilecciones, de revelar lo que está en la mente pública.

229 José Martí

Hoy sobre todo, no podría ninguno de los dos partidos rivales definir su política en un programa fijo; porque la verdad es que cada uno de ellos está fraccionado en bandos enemigos, juntos solo por la necesidad de apoyarse mutuamente para mantener o asaltar el poder.

El partido republicano, desacreditado con justicia por su abuso del gobierno, su intolerancia arrogante, su sistema de contribuciones excesivas, su mal reparto del sobrante del tesoro y de las tierras públicas, su falsificación sistemática del voto, su complicidad con las empresas poderosas, su desdén de los intereses de la mayoría, hubiera quedado sin duda por mucho tiempo fuera de capacidad para restablecerse en el poder, si el partido demócrata que le sucede no hubiera demostrado su confusión en los asuntos de resolución urgente, su imprevisión e indiferencia en las cuestiones esenciales que inquietan a la nación, y su afán predominante de apoderarse, a semejanza de los republicanos, de los empleos públicos.

El partido demócrata fue traído al gobierno, si no para realizar un programa preciso que sus divisiones internas le impedían ofrecer, para gobernar por lo menos con espíritu distinto del corruptor, absorbente y temible de los republicanos,—para dejar de hacer aquello por que los republicanos se habían atraído la censura unánime de sus mismos amigos y fundadores,—para reformar la tarifa de modo que fuese quedando en bases provechosas la producción, sin ocasionar un sacudimiento inmediato en las industrias, ni dejar sin empleo a los trabajadores,—para reducir el sobrante innecesario de cien millones de pesos en el tesoro, a fin de abaratar en esa suma la vida nacional con la rebaja consiguiente de los derechos de importación, facilitar el abaratamiento de los productos de la industria con la entrada libre de las materias primas y

230 Todo lo olvida Nueva York en un instante la reducción en los salarios, y sacar del alcance de los especuladores y rateros el exceso de las cajas, solicitado con pretextos fútiles para empresas extravagantes o inmorales.

El partido demócrata fue traído al gobierno para discutir honradamente la conveniencia de continuar acuñando la moneda de plata, que no tiene salida; para impedir la cesión inmotivada de los terrenos nacionales a las compañías pudientes que se adueñan con sus dádivas o su protección del voto de los representantes; para que con la ayuda de los Secretarios y representantes a quienes corrompen, intimidan o favorecen, se apoderaban a gran prisa de la riqueza nacional, de los encargados de distribuirla y de los métodos y avenidas dispuestas en la constitución política para asegurar al pueblo el conocimiento y manejo de sus intereses y dominios.

Y resulta que después de dos años de goce del poder, con el ejecutivo en sus manos y con la mayoría en la Casa de Representantes, el partido demócrata no ha reformado la tarifa, no ha discutido con honradez la cuestión de la plata, no ha rebajado el sobrante de cien millones en las cajas públicas, no ha dado muestras de desear la moralidad ofendida por los republicanos en la distribución y ejercicio de los empleos, no ha legislado realmente con espíritu distinto del de los republicanos.

Acá lo han dicho en una frase gráfica: “pueden echar a perder un cuerno, pero no saben hacer una cuchara”.

Destruir sí pueden: pero no construir. En vez de rebajar el sobrante, han tratado los demócratas de distribuírselo. Han caído en los abusos mismos que vilipendiaban en sus rivales.

231 José Martí

Y solo han mostrado actividad y cohesión para oponerse a la política de su propio Presidente, combatir toda proposición suya que conduzca a los fines para que fueran electos, y forzarlo, en paga de la benevolencia de su partido, a que reparta en él como derechos de la victoria, los empleos públicos.

En vano el Presidente, nombrado para purificar el sistema de empleos como modo principal de tener libre de fraudes el sufragio, y el gobierno de abusos, trata de conciliar con concesiones prudentes la ley que impone el concurso y ascenso en la provisión de los empleos, con el sistema de cambiar por entero de empleados, desde barrenderos hasta ministros, a cada nueva elección,—lo cual engendra el vicio de servir a los partidos por el provecho que se espera de ellos, y la creación de una casta traficante en los puestos de la nación, cosas ambas venenosas para las repúblicas.

En vano han sido derrotados los demócratas, como alarmante anuncio de lo ofendida de la opinión, en muchos distritos electorales descontentos de su incompetencia, para concertar desde el gobierno las mejoras que parecían serles tan caras cuando disputaban el puesto a los republicanos.

En vano, del puro exceso y verdad de la alarma pública, en las cuestiones del trabajo y del abuso de la tierra, se forma a toda prisa, con armonía, elocuencia y determinación formidables, un partido dispuesto a resolverlas sin violencia, pero sin demora.

En vano todo, por lo que hasta hoy parece. Los republicanos, menos visibles ahora que están fuera del poder, tratan de ir zanjando sus

232 Todo lo olvida Nueva York en un instante diferencias, puesto que no las enconan los apetitos rivales que las nutren cuando el partido disfruta del gobierno.

Los demócratas,—decididos, según se deja ver, a no tratar de paz con el Presidente hasta que este no les ceda en el punto principal de los empleos, no dan señal de avenirse en las cuestiones en que el país aguarda su acción con impaciencia:—la tarifa, el sobrante y la plata: porque en lo de los empleos, lo cierto es que hay aquí tan descuido de lo que no atañe directamente a la bolsa, que no puede decirse que el país muestre verdadero empeño por la reforma que con celo relativo aunque meritorio, sostiene Cleveland:—siempre los pensadores fueron menos.

Unos a otros se echan en cara los demócratas la causa de las pérdidas recientes en las elecciones del otoño; y mientras los amigos de Cleveland afirman, con razón aparente, que el motivo de la derrota fue la demora del partido en promulgar las reformas para cuya realización vino al gobierno, responden los adversarios del Presidente que los demócratas han sufrido ese fracaso por la lentitud de Cleveland en repartir entre sus sectarios los empleos públicos, ¡como si la confesión de ese interés no fuera bastante para demostrar la urgencia de remediar tal envilecimiento de la cosa política!

“La derrota ha sido porque no se ha reformado la tarifa”, dicen los librecambistas. “La derrota, dicen los proteccionistas, ha sido en condenación del empeño de reformar la tarifa”.

Pero esas en verdad, fueron causas menores, aunque verdaderas. Las mayores son otras.

233 José Martí

Disgustan al país el desconcierto, el egoísmo, la indecisión, la rivalidad excesiva, la estrechez de miras, la falta de alma pública revelados por los demócratas en los dos años que llevan de gobierno.

Desencanta a la opinión la semejanza mal disimulada de espíritu y hábitos entre los políticos de oficio, bien sean republicanos o demócratas.

Y más que todo, obra activamente, en proporciones amenazantes para los dos partidos desacreditados, ese espíritu de reforma, sano y súbito como viento de tormenta, que en la historia de los Estados Unidos ocurre periódicamente en cada época crítica, como primavera de libertad, producto de ella, y válvula de la República.

Nótase también que este espíritu saludable viene siempre de la gente de libros,—del clero protestante,—y de la llaneza, de la multitud que vive en la verdad, amasada y curtida por el trabajo.

El lucro cría gusanos. Prospera entre los pobres la sinceridad que los avienta.

Está, pues, la política de los Estados Unidos distribuida entre dos partidos gastados, descompuestos en bandos sostenidos por celos personales y diferencia de ideas, y un partido naciente demasiado nuevo y radical para que su advenimiento al poder pueda ser contado como factor inmediato, aunque ya sientan los partidos viejos en las espaldas el látigo del que les viene dando caza.

Los republicanos no parecen capaces de reunir bajo un programa y jefatura comunes a los amigos de Blaine, que retiene por su magia personal el influjo que a otro menos hábil y elocuente hubiera hecho

234 Todo lo olvida Nueva York en un instante perder la versatilidad, más, la inmoralidad de su política,—y a los amigos de Edmunds, sectario acérrimo, pero muy prendido al viejo espíritu de libertad pública, honesta e imparcial, que el cinismo brillante de Blaine desdeña y amenaza.

Y si algo crece y se acerca al predominio en el partido republicano, no es Edmunds, que tendió la mano en los funerales de Arthur a Blaine, a quien había ofendido, sino Blaine, que no quiso aceptarla.

Los demócratas por su parte, sin atender a la visible aprobación con que se acoge la conducta entera y sensata de Cleveland, muéstranse cada día más airados por no haber podido reducirlo a su voluntad, azuzan la oposición al método de empleos y medidas de hacienda con que se encariña, responden a su abrupta honestidad con el hastío y la ofensa, continúan entre sí tan divididos como pudieran enemigos mortales, y solo ven en la popularidad de Cleveland un motivo para acusarlo de que sacrifica el provecho de su partido a su fama propia.

Los georgistas, que así pueden llamarse por ser su caudillo Henry George, lo más brillante y visible de toda su reforma,—extienden— ayudados de las sectas liberales del protestantismo y del clero llano católico—las ideas de legítima democracia, reforma de las condiciones actuales del trabajo, transformación de la tierra en propiedad pública, y conversión de todos los pechos en un tributo único sobre la tierra ocupada; cuyas doctrinas no hayan acogida en las corporaciones poderosas que hoy disponen de casi toda la riqueza productiva, ni en aquella porción del clero protestante y católico que vive cerca de los ricos, y de ellos, y parece dispuesto a hacerles del cielo un parapeto de defensa.

235 José Martí

Este partido nuevo se extiende, como quien echa cimientos, por los municipios de las grandes ciudades; envía representantes a las legislaturas de los Estados y al Congreso; predica activamente por todo el país; se organiza para la acción máxima sobre bases precisas, ya con el nombre de Democracia Progresista, ya con el más frecuente de Partido del Trabajo Unido (United Labor Party); practica las costumbres de paz y respeto de la democracia, y cuenta ya con el auxilio potente de los gremios de trabajadores, a tal punto que todo el país le pone atento oído y no se menciona menos a Henry George, como candidato respetable a una de las futuras presidencias que en las campañas primeras de los amigos “del suelo libre” desdeñados al principio, se mencionó para el mismo empleo a los prohombres que luego salvaron a la Unión a la cabeza del partido republicano.

Trátase ahora, indudablemente, de ver cómo, atendiendo a tiempo a las reclamaciones justas, se salva al país de la guerra social.

En esas condiciones de batalla se ha reunido el Congreso.

El Presidente le ha enviado su mensaje, que tiene aún la tinta fresca, una tinta firme y saliente, que no deja duda sobre lo que dice.

El mensaje es explícito, moderado y sincero. No hay en él generalidades ni pompa. Este Presidente entiende su puesto, como lo es, como un oficio de administración, que debe dar cuenta a los dueños de lo que administra.

En pueblos nuevos, heterogéneos, y por una u otra manera primitivos, a pesar de su apariencia de civilización, o de su civilización parcial, presidente puede significar lo mismo que caudillo, e indicar que el que lo es posee en grado culminante la

236 Todo lo olvida Nueva York en un instante condición característica de su pueblo o la de equilibrar y manejar sus varios elementos.

En países donde la mayoría de los hombres conoce su interés y es capaz de su derecho, el gobierno no proviene de la necesidad de que lo ejerza una criatura superior por sabiduría, ambición o astucia, sino de la imposibilidad material de que todos los humanos gobiernen a una vez, por lo cual se ponen de acuerdo sobre el modo mejor de dirigir sus asuntos y escogen de entre sus filas los que les parecen más capaces de entenderlo y ejecutarlo, o les proponen ideas que creen aceptables y útiles.

Es un ladrón el que recibe en depósito una suma, para administrarla en beneficio de su dueño, y la administra contra los deseos de él, o en beneficio propio.

El voto es un depósito más delicado que otro alguno, pues van con él vida, honor y provenir a más del interés de los depositantes; y el que usa malamente y contra los votantes el puesto que les debe y en que administra cosa ajena, es un ladrón.

El mensaje es sencillo y detallado como una cuenta de fin de año, sin que le falte entereza donde es menester, para asegurar a los administrados de que su caudal está bien defendido, ni aquellas artes naturales del administrador contento de su empleo, que hace cuanto puede para que le conserven en él.

Esta afición inevitable que despierta el mando, aun en donde es más escaso de poder y brillo, se junta en Cleveland al virtuoso deseo de ver vencidos, con su reelección a la presidencia, a los que maliciosa y

237 José Martí voluntariamente han desconocido su persona y desfigurado su honradez.

Formula el mensaje de nuevo la política de cordura, previsión, y transformación lenta que va vinculada en Cleveland.

En las cuestiones, sociales ve que el cielo se cierra y se amontonan las nubes, oye el trueno, y quiere parar el rayo.

En las cosas de la hacienda, que están en la raíz de la inquietud social, quiere que las industrias se desahoguen de los tributos excesivos que les impiden producir a bajo precio y acomodar a los trabajadores impacientes cuando no desesperados.

En política, sabe que el país cuida poco de dogmas, teme la creación de una camarilla cínica de gobernantes y empleados que se repartan sus haberes, y solo mantendrán en el poder al partido demócrata si este se muestra capaz de administrarlo desinteresadamente. Abre el mensaje con una exposición del estado de las relaciones internacionales.

En ella prevé la necesidad de restringir la inmigración china a la vez que de proteger a los chinos que están en el país; alude con cariño a la estatua de la Libertad, que confirma el afecto de Francia; intima que pudiera traer consecuencias desagradables la disputa de las pesquerías canadienses, defendidas en más de su derecho por el gobierno inglés; encomia la importancia de renovar el tratado con las islas de Sandwich, por no perder en provecho de otra nación este puesto en el Pacífico, que ha venido a ser una factoría americana; no cree mal que, sin color de protección, se de a la pequeña república de Liberia un buque que no haga mucha falta en los Estados Unidos;

238 Todo lo olvida Nueva York en un instante aboga por el mayor cuidado en la elección y sostenimiento del cuerpo de cónsules, que debe ser inteligente y numeroso; favorece la extensión de los correos, y la mejora de los que hoy se cruzan con el Río de la Plata, aunque no ha de ser en forma de concesión, ni subvención; reconoce el interés excepcional de los Estados Unidos en Cuba, y cree posible un arreglo amistoso con España, que asegure a los norteamericanos las ventajas que juzga naturales; y resumiendo con discreta y necesaria modestia la última censurable controversia de los Estados Unidos con México, busca sin mucha fortuna modo de salir airoso del mal paso, afirmando con énfasis que, a la vez que es muy de desear que se lleve a afecto el tratado de reciprocidad convenido en 1883, “puesto que la naturaleza nos ha hecho vecinos irrevocables, y la cordura y la benevolencia deben hacernos amigos”, los Estados Unidos deben protestar y han protestado, contra la ley mexicana que autoriza a los tribunales de aquel país a aplicar en él su código penal a los súbditos extranjeros que, fuera de él y en la tierra de su ciudadanía, hubiesen cometido contra súbditos mexicanos delitos castigados por la ley de México.

Y en esa sección internacional comprende recomendaciones varias, tales como las de que se revisen y fijen, para evitar contiendas con tierras amigas, las leyes de naturalización y extradición,—se levante el alto derecho existente sobre las obras de arte extranjeras,—y se celebren, en simpatía con los acuerdos de la convención de Berna, tratados de propiedad literaria.

Páginas sabias de la ciencia de la economías parecen casi todas las secciones en que trata el mensaje, en un estilo macizo e inexpugnable, del sobrante del tesoro, que debe reducirse a los gastos necesarios del gobierno, “porque una concesión oportuna suele evitar

239 José Martí la acción violenta y desatentada que nace a veces de la demora en la aplicación de la justicia”;—de los intereses del trabajador que entre otras cosas requieren la rebaja de la tarifa, “de modo que quede abaratada la existencia sin reducir las oportunidades de trabajo, ni el digno puesto que tiene este en nuestra estimación”;—de la necesidad de suspender el amonedamiento de la plata, “porque ya no hay bóveda donde guardar la inmensa suma de plata acuñada, que vale menos de lo que representa, y no tiene salida en la circulación”;—de la justicia de administrar con más bondad y eficacia las tribus indias, ya mansas, educables y trabajadoras, “porque el gobierno no puede libertarse de su responsabilidad hasta que no civilice y disponga a los indios para que con la paz de sus derechos puedan cuidar de sí propios”;—del deber de poner coto a la acumulación de la tierra en manos codiciosas que la adquieren sin derecho, y no la hacen producir, ni residen en ella, “porque no es bueno despertar el celo justo de los necesitados con ese amontonamiento de riqueza inútil u opresora en compañías avaras, y en muchos casos de gente forastera”;—de la pensión que debe pagarse a todo veterano inválido, “porque el pedir eso no es privilegio de este o aquel enemigo del soldado, sino sentir de la nación, que sabe que ha de atender en la vejez o en la pobreza a los que la defendieron con sus vidas”;—de la urgencia de tratar las diferencias entre el trabajo y el capital, “con sentimiento verdaderamente americano, que no permite ver siervos en los demás hombres, sino iguales, y exige que todos en la república cooperen a su ventura y sosiego, y el capital estime y remunere al trabajo, como a hermano glorioso en cuyo contento tiene su mayor seguridad.

Así son todas las frases del mensaje, espaciosas y sesudas.

240 Todo lo olvida Nueva York en un instante

Son frases cómodas, amplias, bien distribuidas, donde se mueve con majestad el pensamiento.

El fieltro del estadista vela la maza del político.

No faltan en el documento soberbios desdenes, sendas tundas, marchas triunfales sobre las cabezas de los adversarios malignos.

Cada asunto está además tratado de manera que sin acusar ni defender a los demócratas hostiles, les pone de manifiesto su injusticia, a la vez que, “quita el aire de las velas”, como acá se dice con frase expresiva, a los georgistas y republicanos, y a estos se sustituye en las reformas que vocean como propias, y a aquellos les sale al paso, reconociendo todo lo que hay en sus demandas de atendible.

Porque en política se ha de ser a la vez como Cleveland es en este mensaje: elefante y mosca.

Ya el mensaje está leído.

La prensa no le encuentra talón.

El país lo aplaude sin reserva. Los mismos que notaban en Cleveland cierta brusquedad y pesadez, comprenden que la pesadez puede haber sido prudencia y la brusquedad indignación.

El río está a la vista, y los demócratas tienen que echar la suerte.

Vinieron al poder para gobernar con el espíritu del mensaje, si no con las leyes precisas que en él se recomiendan.

241 José Martí

Están en la mitad de su administración. Los republicanos experimentados, acechan. Los georgistas, entusiastas, adelantan.

Si los demócratas apartados hoy en dos bandos hostiles en la cuestión de la tarifa, y en otros dos, en la cuestión de empleos, no ajustan con energía sus diferencias, rebajan los impuestos, desisten de sobreponer su apetito de empleos a la necesidad de moralizar la política, y muestran tamaño nacional en las cuestiones graves,—o los partidos se descomponen, al tiempo de las elecciones para la próxima presidencia,—o a pesar de su historia lamentable, vuelven al poder los republicanos por los yerros de sus enemigos.

Los partidos no se conservan en el gobierno si no tienen las manos limpias de interés, y la raíz en la verdad.

JOSÉ MARTÍ

242

México, 5 de marzo de 1887, El Partido Liberal (Correspondencia Particular de El partido liberal)

Nueva York, 14 de febrero de 1887 Señor Director de El Partido Liberal: Cuentan de Lincoln que la noche misma en que él y sus más íntimos amigos aguardaban con afán las noticias de su reelección a la Presidencia, se sacó del bolsillo un libro de anécdotas vulgares, y las leía de tiempo en tiempo en alta voz, con gran sorpresa y cólera de sus ministros: así se aliviaba aquella grande y afligida mente de la pesadumbre de su ansiedad y melancolía. Todo lo decía en apólogos, como quien hubiese leído mucho la Biblia; y manejaba el cuento con la misma gracia y firmeza con que en sus mocedades blandió el hacha. Cuestión a la que echaba encima un cuento, ya quedaba hendida y como para no volver a levantarse. Pero él no decía cuentos únicamente para convencer con claridad y prontitud, de modo que no se discutiese sin medida, ni quedara enojado el vencido, al ver que su vencedor era la gracia; sino que abría ese escape a sus preocupaciones y amarguras, y como que cobraba fuerzas de esos regocijados entremeses, tanto que cuando viajaba como candidato a su primera Presidencia, y le seguían pueblos y honores, se estuvo una noche entera “a ver quién cuenta más” con un famoso chascarrillero de un pueblo infeliz, ya asombrado de que el Presidente de la República fuera a ser “aquel compadre de las piernas largas”.

243 José Martí

Así Nueva York, como Lincoln, distrae sus alarmas y pesares con bailes, fiestas extrañas y novedades estupendas. Huelgas de un lado, acres y amenazadoras, miedos de guerra, reales o fingidos; proyectos de obras de defensa, ejércitos y armadas, planes de milicia que ya llevan en la entraña el huevo venenoso del ejército permanente, como si la riqueza hubiera de corromper las Repúblicas, y por el exceso y abuso de ella vinieran estas a parar en los mismos vicios y tiranías contra los que, con fuerza de Universo moral, se levantaron. Y de otro lado, los “snow shoers”, los andadores en el hielo del Canadá, con sus vestidos pintorescos y viriles, hechos de frazadas de colores;—Wagner, que parece aquí vivo, triunfante y colérico como una quimera, y rey del teatro de ópera, de donde la italiana huye vencida;—Bishop, un prestidigitador impune, que dice que lee la mente y solo alcanza, con mucho vendarse los ojos y ser llevado de la mano, a descubrir el paradero de una aguja o adivinar las cifras de un billete de banco;—Stevens, un velocipedista que acaba de circunrodar el mundo, y vuelve de los bambúes y las pagodas cargado de condecoraciones y leyendas;—¡y qué más! Edison, que en sus ratos perdidos se entretiene en dibujar en la pared a salivazos de tabaco los Estados Unidos, y ahora anuncia que ha descubierto la manera de fabricar los alimentos todos, el chocolate y la almendra, el plátano y la carne, el trigo generoso, y el vino cordial, sin más que descomponer la tierra y el agua y combinar sus elementos.

El misterio, es verdad, chispea en los ojos de Edison, su mirada se escapa, como la de los felinos; Parece que lleva escrito en la pupila un cuento; de Edgar Poe o una estrofa de Charles Beaudelaire. Un silfo de alas verdes; ribeteadas de plata, danza en aquella niña de ojo claro, se mofa, se harta, enseña su vientre hendido y luminoso como el de los cocuyos, centellea. Pasa el toro al torero, cuya mirada es

244 Todo lo olvida Nueva York en un instante sanguinosa y turbia. La medicina pasa al médico, que ya por serlo cura, y con su sonrisa suele abatir la fiebre. La electricidad, profunda y traviesa, ha pasado a este hombre extraño, de cara pálida y ojos relucientes. Se adquiere fuerza y apariencia sobrenaturales del comercio con la naturaleza. Y se adquiere además una ardiente y batalladora fe en el espíritu, como en su viaje a la gota de sangre adquirió Pasteur, y en el suyo a las entrañas de la luz ha adquirido Edison. Dicen que ve por todas partes cuerpos sin forma, que el silencio tiene para él mágicas voces, que la ciencia de este mundo, le ha llevado hasta el dintel de otro más bello, al que desde esta ribera oscura, solicita y enamora. El mundo despierta una sed que solo la muerte apaga. El hombre que conoce bien el mundo cae en la muerte, como un trabajador cansado cae en los brazos de su esposa.

Tortura la ciencia y pone al alma en el anhelo y fatiga de hallar la unidad esencial, en donde, como la montaña en su cúspide, todo parece recogerse y condensarse. Emerson, el veedor, dijo lo mismo que Edison, el mecánico. Este, trabajando en el detalle para en lo mismo que aquel, admirando el conjunto. El Universo es lo universo. Y lo universo, lo uni-vario, es lo vario en lo uno. La Naturaleza “llena de sorpresas” es toda una. Lo que hace un puñado de tierra, hace al hombre y hace al astro. Los elementos de una estrella enfriada están en un grano de trigo. Lo que nos mantiene sobre la tierra está en la tierra. ¿No dijo Newton que las propiedades de los alimentos están en el suelo que pisamos, y en el aire que nos rodea, solo que eluden nuestras garras? Humphrey Davy, Faraday, Liebig estuvieron, dice Edison, a punto de acelerar la transformación de las sustancias primas en alimentos sápidos y nutritivos: como él, Edison, los transforma. Quien ha estudiado los orígenes de la vida animal, quien ha visto cuán poco desemejantes son el hombre y los

245 José Martí animales rayanos en su primer estado de existencia, no se asombra de oír decir a Edison, que puede hacer plátanos y chocolate de las mismas sustancias primas, sin más que, variar su combinación ligeramente. “Con tierra de New Jersey y agua, dice, he hecho una botella de Chateau d’Iquem.” Son asombrosos los fenómenos del anamorfismo: no hay fin para el número de cosas diversas que pueden hacerse, combinando elementos semejantes. La analogía de muchos compuestos orgánicos y ciertos grupos de simples, pasma a los químicos. El peso atómico de los compuestos es igual al peso atómico de los ingredientes. La ley del isomorfismo enseña que hay ciertos grupos de sustancias compuestas de tal modo que uno de sus elementos puede ser sustituido por otro de proporciones equivalentes sin alterar el carácter cristalino de la materia. “¡Ea, pues!” concluye Edison: “ya no habrá que ir por dulces a los países finos, ni por cacao a Soconusco, ni por vinos a Francia.” Él puede hacer en un día una papa, una calabaza, una espiga de trigo; un solomillo lo puede sacar de la tierra en unas cuantas horas.

La diferencia estará en que no habrá fibra. La química celosa ha robado sus retortas a la naturaleza. “De aquí a tres años—-dice Edison— Nueva York no comerá carne ni hortaliza. Yo las haré más barato que la tierra.” ¡Tal parece que la naturaleza, luego que los atrae a sus brazos, trastorna a sus amantes!

Stevens, el velocipedista, acaba de llegar de los países donde la naturaleza es fragante y perezosa, y lleva en los brazos lianas y serpientes. Un periódico de Nueva York, el “Outing”, algo como “Al Aire Libre” le pagó el viaje en velocípedo alrededor de la tierra. En abril del ochenta y cinco salió de Nueva York en un vapor de Europa, y en enero del ochenta y siete llegó a San Francisco en un

246 Todo lo olvida Nueva York en un instante vapor de Asia. Europa, ya está vista, y no tiene romance, o su romance está aladrado, pasado de sazón, echado a podre, como la comida de moda en los hoteles. El romance está en los países de túnicas de seda, mujeres embozadas, de cabellos vivaces, de paramentos joyantes y vistosos, de vinos perfumados, de apólogos que saben a nuez fresca. Donde Haydée mira, donde embriaga el hashish, donde cantan el Rubaiyat, el poema bordado de rosas, está el romance. Como por ruinas pasó Stevens por los pueblos europeos, llagados todos, como una enorme Capua. Recorrió en velocípedo los caminos de Turquía, de esa rosa comida de gusanos. Cruzó a Persia; penetró en Afganistán. En China quiso entrar, pero a las cien leguas lo detuvieron a pedradas en Kingan-Toy, y ya llevaba magullado el casco hindú de que se armó para el viaje, cuando pudo asilarse en el yamen, que ampara, como antaño nuestros templos, a los que se acogen a su guarda.

Por todas partes halló Stevens clubs de velocipedistas. De los países de ojos negros ha traído recuerdos dominantes. Celebra la sencillez y bondad turcas. Lugar hubo donde el gobernador le tributó honores de Estado, y congregó a la población para verle partir “volando sobre su rueda y pedir a Alá que fuese siempre con él la maravilla”. Halló a los chinos desconfiados y silenciosos, como quienes han padecido de la gente extraña. Ellos, como nuestros indios, jamás dicen llanamente al extranjero lo que le falta de camino, ni cuál es su vía, ni qué tiempo le auguran. El blanco los estrujó en agraz: agraz es para ellos el blanco. Un miedo rencoroso inspiran sus respuestas.—“¿Falta mucho para llegar? “Una subidita y una bajadita.” Y faltan leguas— ¿Lloverá hoy?”—“¡El cielo sabrá eso!” Da pena ver las razas espantadas.

247 José Martí

Mientras la mocedad elegante festeja con banquetes la vuelta del osado Stevens, y en los teatros resucitan con pompa de vestidos las comedias viejas, y lo florido de las damas acude a los bailes famosos con que es uso cerrar aquí la estación de las nieves, reúnense en una vasta sala fría los delegados de los obreros, anuncian que la compañía carbonera ha accedido a pagar al tipo antiguo a sus empleados, y dan por terminada la heroica, la angustiosa, la temible huelga. Han vencido, sí, pero perdieron $1.200,000 de salarios. Sesenta mil hombres han estado sin trabajar cinco semanas, porque una compañía de carbón quiso rebajar injustamente la paga y una empresa de vapores intentó en otra parte reducir la de sus muelles. “Una ofensa a uno es una ofensa a todos” es el lema de los Caballeros del Trabajo. “¡Pues hasta que no traten con justicia a nuestros hermanos; no trabajaremos!”

Y un gremio tras otro, se mantuvieron en la huelga, compeliendo a las dos compañías a obrar en justicia.

De paso no se puede decir todo, lo que estas huelgas enseñan. Esta ha enseñado más que otras, porque revela que, aunque la organización de los obreros no es aún tan completa como pudiera, lo es ya bastante para inducir que si en un caso sencillo se muestra tanta hermandad, pudiese el trabajo entero de la nación dejar a una vez sus talleres algún día, y retar a las industrias productoras a fatal desafío, cuando llegue aquel caso grave o combinación de casos que ha de producirse de este estado de guerra enconado y silencioso. Y si por los medios legales no se acude a las causas del mal, si no se abarata la vida con una tarifa amplia, si no se suprimen los tributos innecesarios que repletan inútilmente el tesoro, si no se atiende a contener los daños públicos que evidentemente nacen de la

248 Todo lo olvida Nueva York en un instante acumulación del territorio y los derechos nacionales en compañías privadas, prosperará esta nación de obreros en la sombra, y acabará por ofrecer batalla a la nación legal de propietarios.

Lo más temible de esta lucha es que, mientras los prudentes la afrontan y los demagogos la precipitan, aquellos que se consideran por su enorme fortuna como los magnates del país, se concilian para defender sus privilegios y andan buscando jefe. ¿Dónde está ya aquel respeto del americano por su ciudadanía, aquella fe inquebrantable en el ejercicio del libre albedrío, aquel orgullo de ver levantarse de la humildad a sus apóstoles y a sus cabezas? Fingen aún esas ideas, pero ya las abominan. La guerra que aseguró la Unión y el crédito, creó un generación de agiotistas venturosos, sin práctica ni fe en una libertad oscurecida por la arrogancia del triunfo y sin respeto por las instituciones trocadas en comercio por los encargados de conservarlas. Creó esta generación tribunales serviles y Senados de millonarios, y ha llegado a hacer de la Casa de Representantes, de la fuente de las leyes, un mercado abierto donde estas se venden y se compran, un cónclave inicuo de agentes de poderosos solicitantes o de empresas ricas. Y esta generación ahora se niega, cuando el país se siente vendido y vuelve en sí, a abandonar esta vida de robos disfrazados, a devolver lo que ha adquirido ilegalmente, a permitir que la nación se limpie de ellos y se reconstituya. ¡Es gran desdicha que la abnegación sea tan escasa y tan grande aquí el amor a la riqueza, que los reformadores no estén saliendo de entre las filas mismas de los pudientes e ilustrados, sino de los humildes y mal vistos, con lo que tienen los ciudadanos viciosos el derecho aparente de considerar como ambición de los pobres lo que es nada menos que la necesidad de la conciencia, el clamor del hombre, y la salvación de la República! ¡Grande fue aquel Wendell Phillips que no

249 José Martí temió cuando la guerra de la esclavitud defender a los humildes, habiendo nacido entre los altos!

Ayer mismo se congregaron en un comedor suntuoso los prohombres del partido de los magnates, el partido republicano. Ostensiblemente se reunieron para celebrar el aniversario del nacimiento de Abraham Lincoln; de aquel que ya tenía fama gloriosa y era aclamado entre los padres de los hombres, cuando apenas había ganado lo preciso para comprar una casa de madera y ponerse zapatos ásperos y medias de lana. Pero el objeto verdadero de la fiesta era ir buscando el jefe nuevo, que ha de juntar en un programa vivo, para la defensa de los privilegios logrados, a las huestes republicanas que andan hoy inseguras tras de unos y otros jefes, sin llegar a concertar sus voluntades sobre alguno. Ven que la tierra se mueve, y quieren ponerle freno. Ven que la nación les interroga ya colérica, y quieren con sus antiguas glorias parapetarse y deslumbrarla. Una figura enérgica y poco amable viene surgiendo, como si se sintiera evocada, entre estos políticos acaudalados y medrosos: la de Chauncey Depew, el abogado de los Vanderbilt, el que pronunció el discurso oficial de inauguración en la fiesta de la estatua de la Libertad, el que tiene el ingenio bastante agudo para comprender por donde se vienen los miedos de los ricos, y ponerse a su cabeza. Conduce los tiempos el que penetra sus necesidades, y se determina a reflejarlas. Así empiezan a recogerse en torno a Chauncey Depew aquellos elementos mismos de autoridad y soberbia que creían hallar en Grant su natural encarnación, y lo tuvieron siempre en el payés para la Presidencia. Bien poco hablaron por cierto los políticos anoche de aquella excelsa virtud del “Honrado Abe”, que aprendió a escribir con trozos de carbón sobre las cercas de madera, y hubo muchas veces de recurrir a sus amigos para que le sacaran de empeño

250 Todo lo olvida Nueva York en un instante su caballo,—el caballo en que había recorrido año tras año su comarca pobre, estudiando a la solana por el camino los clásicos y el Euclides. JOSÉ MARTÍ

251

Montevideo, 1889, La Opinión Publica (Cómo se crea un pueblo nuevo ∗ en los Estados Unidos)

La Nueva York, 25 de abril de 1889

Señor Director de La Opinión Pública: Montevideo Todo lo olvidó Nueva York en un instante. ¿Muere el Administrador de Correos tanto de enfermedad como de pena, porque su propio partido republicano le quita el empleo que ganó palmo a palmo, desde la cachucha hasta la poltrona, para dárselo a un buscavotos de barba larga, que se pasa la vida convidando a cerveza y allegándose los padres de barrio? ¿Se niega el Ayuntamiento a extender las vías del ferrocarril aéreo, que afean la ciudad, y la tienen llena de humo y susto? ¿Se ha puesto de moda una corbata nacional, con los tres colores del pabellón, y con las puntas tiesas a los hombros? ¿Están las calles que no se puede andar por ellas, de tanta viga por tierra y estrado a medio hacer, y el aire azul, blanco y rojo, y de calicó y muselina, porque las banderas del centenario no dejan ver el cielo? ¿Se pagan a diez pesos los asientos para ver pasar la procesión, a ciento cincuenta una ventana, a mil un palco en el teatro del gran baile? ¿Se ha trabajado el Viernes Santo como todos los demás días,

∗ Nota de edición. No se ha podido determinar la fecha exacta de la publicación, las Obras Completas y la compilación de Miranda señalan sólo el año tal como hemos recogido en el título, siguiendo el criterio que hemos asumido para el resto de los textos. No Obstante, las Obras Completas incluyen, al comienzo de su transcripción, la fecha en que está fir- mado el texto. Esta fecha nos ha permitido ordenarlo en relación a los otros textos que forman parte de la compilación.

253 José Martí sin que la santidad se viera más que en la hermosura primaveral, que se bebe en el aire, y les centellea a las mujeres en los ojos?

Todo lo olvida Nueva York en un instante. Un fuego digno del centenario consume los graneros del Ferrocarril Central. El rio, inútil, corre a sus pies. Las bombas, vencidas, bufan, echan chispas. Seis manzanas arden, y las llamas negruzcas, carmesíes, amarillas, rojas, se muerden, se abrazan, se alzan en trombas y remolinos dentro de la cáscara de las paredes, como una tempestad en el sol. Por millas cunde la luz, y platea las torres de las iglesias, calca las sombras sobre el pavimento con limpieza de encaje, cae en la fachada de una escuela sobre el letrero que dice: “Niñas". Muda la multitud, la multitud de cincuenta mil espectadores, ve hervir el mar de fuego con emociones romanas.-De la refinería de manteca, con sus millares de barriles en el sótano, y sus tanques de vil aceite de algodón, sale el humo negro. Del granero mayor, que tocaba a las nubes, chorrean las llamas, derrúmbase mugiendo el techo roído, cae el asbesto en ascuas, y el hierro en virutas, flamea, entre los cuatro muros, la manzana de fuego. De los muelles salta al río el petróleo encendido, que circunda al vapor que huye, seguido por las llamas. El atrevido que se acerca, del brazo de un bombero, no tiene oídos para los comentarios ,−la imprudencia de permitir semejante foco de peligro en el corazón de la ciudad, la pérdida que llega a tres millones, la magnificencia del espectáculo, más bello que el del incendio de Chicago, la majestad del anfiteatro humano, con caras como de marfil, que lo contempla;− el susurro del fuego es lo que se oye, un susurro como de vendaval; y el corazón se aprieta con el dolor solemne del hombre ante lo que se destruye. Un monte está en ruinas, ya negras, con grietas centelleantes, de las que sale el humo

254 Todo lo olvida Nueva York en un instante en rizos. Otro monte está en llamas, y se tiende por sobre la ciudad un humo dorado. A la mañana siguiente contemplaba en silencio el cascajo encendido la muchedumbre tenebrosa que acude siempre a ver lo que perece,-mozos fétidos, con los labios manchados de tabaco; obreras jóvenes, vestidas de seda mugrienta y terciopelo; muchachos descalzos, con el gabán del padre; vagabundos de nariz negra, con el sombrero sin ala, y los zapatos sujetos con cordeles. Se abre paso el gerente de una compañía de seguros, con las manos quemadas.

De trajes vistosos era el río un día después y masa humana la Quinta Avenida, en el paseo de Domingo de Pascuas. El millonario se deja en calma pisar los talones por el tendero judío: leguas cubre la gente, que va toda de estreno, los hombres de corbata lila y clavel rojo, de gabán claro y sombrero que chispea, las mujeres con toda la gloria y pasamanería, vestidas con la chaqueta graciosa del Directorio, de botones como ruedas y adornos de Cachemira, cuando no de oro y plata. Perla y verde son los colores en boga, con gorros como de húsar, o sombreros a que sólo las conchas hacen falta, para ir bien con la capa peregrina. A la una se junta con el de las aceras, el gentío de seda y flores que cantaba los himnos en las iglesias protestantes, y oía en la catedral la misa de Cherubini. Ya es ahogo el paseo, y los coches se llevan a las jóvenes desmayadas. Los vestidos cargados van levantando envidias, saludando a medias a los trajes lisos, ostentando su precio. Sobre los guantes llevan brazaletes, y a la cintura cadenas de plata, con muchos pomos y dijes. Se ve que va desapareciendo el ojo azul, y que el ojo hebreo invade. Abunda la mujer gruesa. Hay pocas altas.

255 José Martí

Pero en la avenida de al lado es donde se alegra el corazón, en la Sexta Avenida: ¿qué importa que los galanes lleven un poco exagerada la elegancia, los botines de charol con polaina amarilla, los cuadros del pantalón como para jugar al ajedrez, el chaqué muy ceñido por la cintura y con las solapas como hojas de flor, y el guante sacando los dedos colorados por entre la solapa y el chaleco? ¿Qué importa que a sus mujeres les parezca poco toda la riqueza de la tienda, y carguen túnica morada sobre saya roja, o traje violeta y mantón negro y amarillo? Los padres de estos petimetres y maravillosas, de estos mozos que se dan con el sombrero en la cintura para saludar y de estas beldades de labios gruesos, de cara negra, de pelo lanudo, eran los que hace veinticinco años, con la cotonada tinta en sangre y la piel cebreada por los latigazos, sembraban a la vez en la tierra el arroz y las lágrimas, y llenaban temblando los cestos de algodón. Miles de negros prósperos viven en los alrededores de la Sexta Avenida. Aman sin miedo; levantan familias y fortunas; debaten y publican; cambian su tipo físico con el cambio del alma: da gusto ver cómo saludan a sus viejos, cómo llevan los viejos la barba y la levita, con qué extremos de cortesía se despiden en las esquinas las enamoradas y los galanes: comentan el sermón de su pastor, los sucesos de la logia, las ganancias de sus abogados, el triunfo del estudiante negro, a quién acaba de dar primer premio la Escuela de Medicina: todos los sombreros se levantan a la vez, al aparecer un coche rico, para saludar a uno de sus médicos que pasa.

Y a esa misma hora, en las llanuras desiertas, los colonos ávidos de la tierra india, esperando el mediodía del lunes para invadir la nueva Canaán, la morada antigua del pobre seminole, el país de la leche y de la miel, limpian sus rifles, oran o alborotan, y no se oye en aquella

256 Todo lo olvida Nueva York en un instante frontera viva, sujeta sólo por la tropa vigilante, más que el grito de saludo del miserable que empieza a ser dueño, del especulador que ve espumas de oro, del pícaro que saca su ganancia del vicio y de la muerte. ¿Quién llegará primero? ¿Quién pondrá la primera estaca en los solares de la calle principal? ¿Quién tomará posesión con los tacones de su bota de los rincones fértiles? Leguas de carros; turbas de jinetes; descargas a cielo abierto; cantos y rogativas; tabernas y casas de poliandria; ataúd, y detrás una mujer y un niño; por los cuatro confines rodean la tierra libre los colonos; se oye como un alarido: “¡Oklahoma! ¡Oklahoma!”.

Ya campea por fin el blanco invasor en la tierra que se quedó como sin alma cuando murió en su traje de pelear .y con el cuchillo sobre cl pecho el que “no tuvo corazón para matar como a oso o como a lobo al blanco que como oso y lobo se le vino encima, con amistad en una mano, y una culebra en la otra”, el Osseola del cinturón de cuentas y el gorro de tres plumas, que se los puso por su mano en la hora de morir, después de pintarse media cara de rojo y de desenvainar el cuchillo. Los seminoles vendieron la tierra al “Padre Grande” de Washington, para que la vinieran otros indios a vivir o negros libres. Ni indios ni negros la vivieron nunca, sino los ganaderos que tendían cercas por ella, como si la tierra fuese suya, y los colonos que la querían para sembrados y habitación, y no “para que engorden con oro puro esos reyes del mundo que tienen amigos en Washington”. La sangre de las disputas corrió muchas veces donde había corrido antes la de las cacerías; desalojó la tropa federal a los intrusos ganaderos o colonos: al fin proclamó pública la tierra el Presidente y señaló el 22 de abril para su ocupación: ¡entren todos a la vez! ¡el que clave primero la estaca, ese posea el campo! ¡ciento sesenta acres por la ley al que primero llegue! Y después de diez años

257 José Martí de fatiga, los ferrocarriles, los especuladores, los que quieren “crecer con el país”, los que han hallado ingrata la tierra de Kansas o Kentucky, los que anhelan echar al fin el ancla en la vida, para no tener que vivir en el carro ambulante, de miseria un día y de limosna otro, se han venido juntando en los alrededores de esta comarca en que muchos habían vivido ya y levantado a escondidas crías y siembras, donde ya tenía escogida la ambición el mejor sitio para las ciudades, donde no había más huellas de hombre que las cenizas de las cabañas de los pobladores intrusos, los rieles del ferrocarril, y la estación roja.

Se llenaron los pueblos solitarios de las cercanías; caballos y carretas comenzaron a subir de precio; caras bronceadas, de ojo turbio y dañino, aparecieron donde jamás se las vio antes; había juntas en la sombra, para jurarse ayuda, para jurar muerte al rival; por los cuatro confines fue bajando la gente, apretada, callada, con los caballos, con las carretas, con las tiendas, con el rifle al hombro y la mujer detrás, sobre el millón de acres libres que guardaba de los invasores la caballería. Sólo podían entrar en la comarca los delegados del Juez de Paz nombrado por el Presidente, o aquellos a quienes la tropa diera permiso: gente del ferrocarril para trabajos de la línea, un periodista para ir echando la planta de su imprenta, un posadero para tener preparado el lugar, o los empleados del Registro, adonde la muchedumbre ansiosa ha de inscribir por turno riguroso su intención de ocupar una sección de los terrenos libres. Pero dicen por las cercanías que entran muchos delegados, que el ferrocarril está escondiendo gente en los matorrales, que la tropa ha dado permisos a posaderos que no tienen posada, que los ferrocarrileros se han entendido con la gente oficial, y no va a quedar en Guthrie, en la

258 Todo lo olvida Nueva York en un instante estación roja, una manzana sin amo cuando se abra la tierra a la hora de la ley.

Bajan de los caminos más remotos, pueblos de inmigrantes, en montones, en hileras, en cabalgatas, en nubes. De entre cuatro masas vivas, sin más valla que las ancas de la tropa montada, se levanta la tierra silenciosa, nueva, verde, con sus yerbales y sus cerros. Por entre las ancas miran ojos que arden. Así se ha poblado acá la soledad, y se ha levantado la maravilla de los Estados Unidos.

Y en los días cercanos al de la entrada libre, cómo cuando se muda una nación, eran campamento en marcha las leguas del contorno, sin miedo al sol ni a la noche, ni a la muerte, ni a la lluvia. De los bordes de la tierra famosa han ido echando sobre ella ferrocarriles, y se han erguido en sus fronteras poblaciones rivales, última estación de las caravanas que vienen de lejos; de las cuadrillas de jinetes que traen en los dientes la baraja, la pistola al disparar, ‘y la bribona a la grupa; de las romerías de soldados licenciados, de campesinos, de viejos, de viudas.

Arkansas City ha arrancado los toldos de sus casas para hacer literas a los inmigrantes, tiene mellados los serruchos de tanto cortar bancos y mesas de primera hora, no encuentra leche que vender a las peregrinas que salen a buscarla del carro donde el marido cuida los enseres de la felicidad,-la tienda, la estufa, el arado, las estabas que han de decir que ellos llegaron primero, y nadie les toque su terruño; setenta y cinco vagones tiene Arkansas City entre cercas para llevar a Guthrie el gentío que bulle en las calles, pide limosna, echa el licor por los ojos, hace compras para revender, calcula la ganancia en los cambios de mano de la tierra. En otra población, en Oklahoma City,

259 José Martí se vende ya a dos pesos el acre que aún no se tiene, contando con que va por delante el jinete que lo ha de ocupar, el jinete ágil y asesino. En Purcell la noche es día, no hay hombre sin mujer, andan sueltos mil vaqueros tejanos, se oyen pistoletazos y carcajadas roncas: ¡ah, si esos casadotes de las carretas se les ponen en el camino! ¡para el que tenga el mejor rifle ha de ser la mejor tierra! “¡Si me ponen un niño delante, Enriqueta, te lo traigo de beefsteak!” y duermen sobre sus náuseas.

Y van pasando, pasando para las fronteras, los pueblos en muda, los pueblos de carros. Se les cansa el caballo, y empujan la rueda. No puede el hombre solo, y la mujer se pone a la otra. Se le dobla la rodilla al animal, y el hijo hombrón, con el cinto lleno de cuchillos, lo acaricia y lo besa. Los días acaban, y no la romería. Ahora son mil veteranos sin mujeres, que van con carros buenos, “a buscar tierra”. Cien hombres ahora, con un negro a la cabeza, que va a pie, solo. Ahora un grupo de jinetes alquilones, de bota y camisa azul, con cuatro revólveres a la cintura y en el arzón el rifle de Winchester, escupiendo en la divinidad y pasándose el frasco. Por allí vienen cien mas, y una mujer a caballo que los guía. Ahí pasa el carro de la pobre Dickinson, que trae dentro sus tres hijas, y dos rifles. Muchos carros llevan en el toldo este letrero: “Tierra o muerte”. Uno, del que por todas partes salen botas, como de hombres tendidos en el interior, lleva éste: “Hay muchos imbéciles como nosotros”.

Va cubierta de polvo, con azadas al hombro, una cuadrilla que obedece a un hombre alto y chupado, que está en todas partes a la vez, y anda a saltos y a voces, con el sombrero a la nuca, tres pelos en la barba y dos llamas en los ojos, sin color seguro la blusa, y los calzones hechos de una bandera americana, metidos en las botas.

260 Todo lo olvida Nueva York en un instante

Otros vienen a escape, con dos muertos en el arzón, dos hermanos que se han matado a cuchilladas, en disputa sobre quién tenía mejor derecho al “título” que han escogido ya, “donde nadie lo sabe”. Allá baja la gran romería, la de los “colonos viejos” que se han estado metiendo por el país estos diez años, y traen por jefe al que les sacó en Washington la ley, con su voz de capitán, sus espaldas de mundo, y sus seis pies de alto: la tropa marcha delante, porque son mil, decididos a sacar de la garganta a quien se les oponga, la tierra que miran como suya, adonde han vuelto cuando los echó la caballería, adonde tienen ya clavadas las estacas. Se cierra de pronto el cielo, la lluvia cae a torrentes, el vendaval vuelca los carros y les arranca los toldos, los caballos espantados echan a los jinetes por tierra. Cuando el temporal se serena, pasa un hotel entero, de tiendas y sillas plegadizas; pasa la prensa para el periódico; pasa un carro, cargado de ataúdes.

¡Un día nada más, ya sólo un día falta! De Purcell y de Arkansas llegan noticias de la mala gente; de que un vaquero amaneció clavado con un cuchillo a la mesa de la taberna; de que se venden a precios locos los ponies de correr, para la hora de la entrada; de que son muchas las ligas de los especuladores con los pícaros, o de los pícaros entre sí, para defender juntos la tierra que les quiten a los que lleguen primero, que no tendrán más defensa que la que quepa en una canana; de que unos treinta intrusos vadearon el río, se entraron por el bosque, se rindieron, uno sin brazo, otro sin quijada, otros arrastrándose con el vientre roto, al escuadrón que fue a echarlos de su parapeto, donde salió con el pañuelo de paz un mozo al que no se le veía de la sangre, la cara. Pero los caballos pastan tranquilos por esta parte de la frontera, donde está lo mejor de la invasión y la gente anda en grupos de domingo, grupos de millas,

261 José Martí grupos de leguas, por donde un anciano de barba como leche, llama con un cencerro a los oficios, desde la caja de jabón de que ha hecho púlpito; o donde los veteranos cuentan cómo ayer, al ver la tierra, se echaron a llorar y se abrazaron, y cantaron, y dispararon sus rifles; o en el corro que oye en cuclillas, con la barba en las palmas, lo que les dice la negra vieja, la tía Cloc, que ya tuvo gallinas y perro en Oklahoma, antes de que los soldados la echaran, y ahora vuelve a aquel “país del Señor, a ver si encuentra sus gallinas” o en el corro de mujeres, que han venido solas, como los hombres, a “tomar tierra” para sí, o a especular con las que compren a otros, como Polly Young, la viuda bonita, que lo hizo ya en Kansas, o a repartirse en compañía las que, ayudándose del caballo y del rifle, logren alcanzar, como las nueve juramentadas de Kentucky; o a vivir en su monte, como Nellie Bruce, que se quedó sola con sus pollos entre los árboles, cuando le echaron al padre los soldados, y le quemaron la casa que el padre le hizo para que enseñara escuela; o a ver quién le ha quitado “la bandera ‘que dejó allí con un letrero que dice: Esto es de Nanitta Daisy, que sabe latín, y tiene dos medallas como tiradora de rifle: ¡cuidado!” Y cuando Nanitta saca las medallas, monta en pelo sin freno ni jáquima, se baja por la cabeza lo mismo que por la grupa, enseña su revólver de cabo de marfil, recuerda cuando le dio las bofetadas al juez que le quiso dar un beso, cuenta de cuando fue maestra, candidato al puesto de bibliotecario de Kansas, y periodista en Washington, óyense a la vez, por un recodo del camino, un chasquido de látigo y una voz fina y virgen: “¡Ehoe! ¡Hurra!” “ ¡Aquí venimos nosotras, con túnica de calicó y gorro de teja!” “¡Ehoe! ¡Hurra!” “¡Tommy Barny se llevó a la mujer de Judas Silo!” “¡Aquí está Ella Blackburne, la bonita, sin más hombre que estos dos de gatillo y cañón, y sus tres hermanas!”.

262 Todo lo olvida Nueva York en un instante

Y a las doce, al otro día, todo el mundo en pie, todo el mundo en silencio, cuarenta mil seres humanos en silencio. Los de a caballo, tendidos sobre el cuello. Los de carro, de pie en el pescante, cogidas las riendas. Los de animales infelices, atrás, para que no los atropellen. Se oye el latigazo con que el caballo espanta la mariposa que le molesta. Suena el clarín, se pliega la caballería, y por los cuatro confines a la vez se derrama, estribo a estribo, rueda a rueda, sin injuriarse, sin hablarse, con los ojos fijos en el cielo seco, aquel torrente de hombres. Por Tejas, los jinetes desbocados, disparando los rifles, de pie sobre los estribos, vitoreando con frenesí, azotando el caballo con los sombreros. De enfrente los ponies, los ponies de Purcell, pegados anca a anca, sin ceder uno el puesto, sin sacarse una cabeza. De Kansas, a escape, los carros poderosos, rebotados y tronando, mordiéndole la cola a los jinetes. Páranse, desuncen los caballos, dejan el carro con la mujer, ensillan, y de un salto le sacan a los jinetes la delantera. Riéganse por el valle.

Se pierden detrás de los cerros, reaparecen, se vuelven a perder, echan pie a tierra tres a un tiempo sobre el mismo acre, y se encaran, con muerte en los ojos. Otro enfrena de súbito su animal, se apea, y clava en el suelo su cuchillo. Los carros van parándose, y vaciando en la pradera, donde el padre pone las estacas, la carga escondida, la mujer y los hijos. No bajan, se descuelgan. Se revuelcan los hijos en el yerbal, los caballos relinchan y enroscan la cola, la madre da voces de un lado para otro, con los brazos en alto. No se quiere ir de un acre el que vino después; y el rival le descarga en la cara el fusil, sigue estacando, da con el pie al muerto que cae, en la línea. No se ven los de a caballo, dispersos por el horizonte. Sigue entrando el torrente.

263 José Martí

En Guthrie está la estación del ferrocarril, las tiendas de la tropa, la Oficina de Registro, con la bandera en el tope. Guthrie va a ser la ciudad principal. A Guthrie va todo Arkansas y todo Purcell. Los hombres, como adementados, se echaron sobre los vagones, se disputaron puestos a puñetazos y mordidas, tiraban las mochilas y maletas para llegar primero, hicieron en el techo el viaje. Sale entre vítores el primer tren: y el carro primero es el de los periódicos. Pocos hablan. Los ojos crecen. Pasa un venado, y los del tren lo acribillan a tiros. “¡En Oklahoma!” dice una voz, y salen a la plataforma a disparar, disparan por las ventanillas, descargan las pistolas a sus pies, vociferan, de pie en los asientos

Llegan: se echan por las ventanas: ruedan unos sobre los otros: caen juntos hombres y mujeres: ¡a la oficina, a tomar turno! ¡al campo, a tomar posesión! Pero los primeros en llegar hallan con asombro la ciudad medida, trazada, ocupada, cien inscripciones en la oficina, hombres que desbrozan la tierra, con el rifle a la espalda y el puñal al cinto. Corre el grito de traición. ¡La tropa ha engañado! ¡La tropa ha permitido que se escondiesen sus amigos en los matorrales! ¡Estos son los delegados del juez, que no pueden tomar tierra, y la han tomado! “De debajo de la tierra empezó a salir la gente a las doce en punto”, dicen en la oficina. ¡A lo que queda! Unos traen un letrero que dice: “Banco de Guthrie”, y lo clavan a dos millas de la estación, cuando venían a clavarlo enfrente. Otro se echa de bruces sobre un lote, para ocuparlo con mejor derecho que el que sólo está de pie sobre él. Uno vende en cinco pesos un lote de esquina. ¿Pero cómo, en veinticinco minutos, hay esquinas, hay avenidas, hay calles, hay plazas? Se susurra, se sabe: hubo traición. Los favorecidos, los del matorral, los que “salieron de debajo de la tierra”, los que entraron so capa de delegados del juez y empleados del ferrocarril, celebraron su

264 Todo lo olvida Nueva York en un instante junta a las diez, cuando no había por la ley tierra donde juntarse, y demarcaron la ciudad, trazaron las calles y solares, se repartieron las primicias de los lotes, cubrieron a las dos en punto el libro de Registros con sus inscripciones privilegiadas. Los abogados de levita y revólver, andan solicitando pleitos. “¿Para qué, para que se queden los abogados con la tierra?”

Los banqueros van ofreciendo anticipos a los ocupantes con hipoteca de su posesión. Vienen los de la pradera, en el caballo que se cae de rodillas, a declarar su título. En hilera, de dos en dos, se apiñan a la puerta los que se inscriben, antes de salir, para que conste su demanda y sea suya una de las secciones libres. Ese es un modo de obtener la tierra, y otro, el más seguro y expuesto, es ocuparla, dar prenda de ocupación, estacar, desbrozar, cercar, plantar el carro y la tienda. “¡Al banco de Oklahoma!” dice en una tienda grande. “¡Al primer hotel de Guthrie!” “¡Aquí se venden rifles!” “¡Agua, a real el vaso!” “¡Pan, a peso la libra!” Tiendas por todas partes, con banderolas, con letreros, con mesas de jugar, con banjos y violines a la puerta. “¡El Herald de Oklahoma con la cita para las elecciones del Ayuntamiento!” A las cuatro es la junta, y asisten diez mil hombres. A las cinco, el Herald de Oklahoma da un alcance, con la lista de los electos.

Pasean por la multitud los hombres-anuncios, con nombres da carpinteros, de ferreteros, de agrimensores a la espalda. En el piso no se ve la tierra, de las tarjetas de anuncios. Cuando cierra la noche, la estación roja del ferrocarril es una ciudad viva. Cuarenta mil criaturas duermen en el desierto. Un rumor, como de oleaje, viene de la pradera. Las sombras negras de los que pasan se dibujan, al

265 José Martí resplandor de los fuegos, en las tiendas. En la oficina de registrar, no se apaga la luz. Resuena toda la noche el golpe del martillo.

JOSÉ MARTÍ

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Buenos Aires, 9 de octubre de 1889, La Nación (La exposición de Nueva York de 1892)

Nueva York, 20 de agosto de 1889

Señor Director de La Nación: Nunca los intereses particulares, azuzados a tiempo, han puesto en forma con más rapidez una idea atrevida, que ayer era ocurrencia de un diario, ayer no más, y hoy tiene comisiones, subcomisiones, ímpetu nacional, y centenares de miles a su crédito. En vano se pone en pie Chicago, y le dice injurias a Nueva York; Baltimore, con sus modos clericales, no quiere para sí la feria, no, sino para Washington, que está a la puerta de Baltimore, y le manda los huéspedes que no puede acomodar; Filadelfia hace de generosa, porque sabe que por lo de la campana del Cuatro de Julio, le permitieron tener allí la exposición del 76, pero no le han de permitir dos: Washington, que lo tenía todo preparado, y se ha pasado dos años papeleando, grita “¡al ladrón!”, e insiste en que allí se ha de hacer el 92 la feria, y no en Nueva York, que se estuvo callada cuando le pidieron su ayuda, y ahora se alza con la idea, por la insolencia de que no necesita, como Washington, de los dineros federales, sino que con su bolsa tiene “para levantar una torre más alta que la de Eiffel”, o para echar abajo el Parque Central, ponerle encima la exposición, y luego rehacer el parque, “o para hacer una ciudad fluvial, con palacios flotantes, y luminarias como en Persia, que sea lo mejor del mundo, y tal que no se la haya visto nunca”.

267 José Martí

Pero Nueva York oyó al Sun, que fue el que sacó a luz la idea. Dana, el hombre del Sun, palpa en lo vivo al país, y sabe por dónde peca y por dónde se le puede llevar del ronzal: sabe el del Sun lo que se apetece entre la gente acaudalada, en que entra él y cree, como diarista, que el buen diario ha de ser como el juglar, que siempre tiene una pelota por el aire. Y toma siempre la pelota del cesto de las preocupaciones populares. Por el del Sun se puede ver por dónde viene aquí el juicio público, porque fuera de lo político, en que el odio personal le enturbia los espejuelos, es hombre que ve con singular claridad por donde se va hinchando la opinión, y no se le pone enfrente, aunque crea que viene mal, sino se le monta en la cresta, para llegar con ella: ¡esa es gente que va y que viene, y su comida no es más que sueño, y su vida es asir el vacío!: el honor de luego, que es la forma mejor de la vida, no es para los que cortejan la injusticia del vulgo, sino para los que osan decirle la verdad.

No hay provecho privado, ni progreso público, si no se basa en el honor. El del Sun vio que la marea venía de hondo; que los prohombres vuelven de París como si trajeran la bofetada en el rostro, que su porción entre los pueblos expositores parece de mendigo junto a los palacios de los pueblos que están habituados a desdeñar; que no es hora esta para los Estados Unidos de perder el crédito, y quedar como menores, ante los pueblos americanos.

¡Y en París los habían dejado atrás aquellos pueblos de quienes se proclaman naturales superiores! ¡Es preciso que vean que eso ha sido casualidad, y que acá en los Estados Unidos de un estirón de cintura, se mete la cabeza por el cielo! ¡Nueva York es la primera ciudad del mundo: no es París! ¿Tiene mil pies la torre de Eiffel? ¡pues en Nueva York haremos una que tenga mil quinientos!

268 Todo lo olvida Nueva York en un instante

Y cuando un diario de Panamá dijo que el primer pueblo de la América del Sur tenía pensado, sin que fuera locura, celebrar una exposición en el mismo año 92, el Sun que se ha puesto a la vanguardia de esta empresa, estampó este atrevimiento: “¡Exposiciones allá abajo! Déjense de eso. ¡Allá para 1992 podrán pensar esos amigos en tener su exposición!” Lo que no quita que aparte del empuje del Sun sean concausas del proyecto del 92 la ira de verse tan míseros en la exposición de París, la conveniencia urgente de sujetar cuanto se pueda la admiración de la América a que se ofrecen de tutores, y el aliciente de la gran ganancia que, a los tres años de anuncio universal, se prometen cosechar las tiendas, los hoteles, los teatros, los ferrocarriles.

Porque no bien se vio que no caía en la arena la idea del diario, y que en los clubs y en las sobremesas de gente mayor le daban asilo, se reunieron los hoteleros a decir que les convenía; los periodistas a comprometerse a atizarla; los ferrocarriles a calcular que a la exposición pueden venir veinte millones. De mañana y tarde restallaban en la primera columna del Sun los editoriales escritos como con látigo, y como si tuviesen el caballo entre las espuelas. Corrían los noticieros buscando opiniones.

Se decía, allá en donde se piensa, lo que no se puede publicar: que Europa es la enemiga, que el que tiene fuerza ha de aprovecharla: que de América hay que echar a Europa, que el comercio ha de rebajarse a competir con Europa con industria inferior o de buscarse mercados exclusivos en América: que la “América es de los norteamericanos”, por rubios, por espaldudos, por ingleses, por fuertes.

269 José Martí

Y lo que más le dio pies al pensamiento, fue que se le echaron encima las ciudades que se hombrean con Nueva York, y le pusieron a Nueva York motes, llamándola ambiciosa, espuria, traidora, extranjera, híbrida: Chicago dijo: Nueva York no es ciudad norteamericana, sino un pote revuelto, donde se guisan juntos italianos e irlandeses. “¡Calle la recién nacida!” le dijo Nueva York: “¡En los Estados Unidos no hay más ciudad que Nueva York! ¿Qué habla de extranjeros un pueblo que es el huevo del anarquismo, y tiene la dinamita debajo de la almohada? ¿No ve que Nueva York es el corazón de la república, por donde todo sale y entra, y donde se elabora la sangre?” ¿Para qué van a molestarse los europeos? ¿Para verle a Chicago la estatua de Lincoln, con la mano a la espada, y la cargazón de flores del parque de Lincoln, y los elevadores? ¡Lo que importa sobre todo es que sea de la América entera la exposición, “panamericana”, y aquí hay hispanoamericanos, o pueden venir aquí por los vapores, a ver el milagro del mundo, la lonja del universo, donde el pueblo de setenta millones compra y vende, donde paran todos los canales y ferrocarriles, como las varillas de un abanico en el mango; donde arriban los vapores de todos los puertos del mundo, como los dientes en la encía; donde los 215 hoteles, con poco que se estrechen, pueden darle cama y mesa a setenta y cinco mil visitantes y buscarles acomodo a cincuenta mil en las casas vecinas; donde hay teatros a granel, que bailan en ruso, y tocan en zíngaro, y gruñen en alemán, y se descotan en francés; donde con salir a la puerta se está ya en Long Branch, con su calzada de playa de más de doce millas, o en Coney Island, con sus hoteles babilónicos y su oleada pujante, o en Saratoga, que arde y centellea, como un diamante vivo; donde están mano a mano las fábricas y las escuelas, los grandes periódicos y las

270 Todo lo olvida Nueva York en un instante turbas alegres, los monstruos de Bowery y los óleos del Museo, la estatua de la Libertad y la aguja de Cleopatra, los policías famosos y el servicio de incendios; donde en la primavera de la exposición estarán floreciendo los parques, celebrará Brooklyn su fiesta de niños, en que marchan cincuenta mil de traje blanco, e irán y vendrán por las calles, como nuncios de un nuevo mundo, ¡los tranvías eléctricos! Por todo eso debe ser en Nueva York la exposición; porque la majestad de la arquitectura comercial está dando a la ciudad una hermosura sorprendente y nueva; porque no hay calle que no esté echando al cielo un palacio, rojo o amarilleo en más pisos que la pagoda de Lahore, y el barro tallado, entretejido, punteado, como puntean la madera los ebanistas del Nepal; porque con pasear una mañana de domingo por el imperio silencioso de los edificios de la banca, por la calle de mármol y granito de Wall con la estatua de Washington en el corazón, y el cementerio de los patriotas a la cabeza, basta para que en el alma lleve el visitante una impresión de amanecer divino; porque para el 92 estará Nueva York como la flor del universo, con coliseos que le sacarán medio cuerpo al de Roma, con el arco de mármol, que van a levantar en recuerdo del centenario de la jura, con las conchas de música que están fabricando para que oigan el concierto decenas de miles, con las pistas grandiosas donde correrán, entre millares de mujeres enloquecidas, los caballos de caña aérea de los establos de Dwiger, de Lorillard y de la Langtry. Todo eso se enumera, punto por punto, con bufadas de gigantes y alardes infantiles, y ya parecen fuera de la liza Chicago, con su grandeza a medio hacer; San Luis, con su muchedumbre alemana; Washington, con sus oficinistas pedigüeños; Baltimore, con sus hospederías y sus iglesias. Nueva York se llama a sí misma “la metrópoli del mundo”, ¿y han de venir a quitarle las ciudaditas de provincia, ni Washington

271 José Martí misma, ciudad de empleados, de semihombres, de hombres- hembras, el puesto a que le dan derecho eminente sus dos millones de almas, su ir y venir universal, su poder de ciudad madre que echa los brazos por sobre los dos ríos, y se trae una ciudad en cada brazo? Este orgullo le puso ruedas a la idea del Sun; por los noticieros, continuó publicándose el favor con que la veían los que derriban o levantan, los grandes de la fortuna; en lo privado determinaban ayudar el plan los politicones de ambos partidos, por no parecer más morosos en las obras de progreso que sus rivales; y apenas se vio que los gremios empollaban el proyecto, y que ayudarlo de su bolsa, entre los artesanos, más desocupados de lo que quisieran, se acogía con calor, no esperó el mayor de la ciudad a más, ni anduvo con preguntas y respuestas, ni le pidió pareceres al Estado o a la Federación, que en las cosas de la ciudad nada tienen que hacer, sino que, con su poder de cabeza municipal, convocó una reunión que no será, cuando se escriban las crónicas, la menor maravilla y hermosura del certamen, porque allí se dieron la mano menestrales y cuelliparados; el presidente de los obreros y el de la bolsa; los maestros de los gremios y los directores del ferrocarril; zapateros y arquitectos; sociedades históricas y cuerpos científicos; las cabezas de los comercios, las de la banca, las de la política, las de los salones, las de los hoteles, las de los oficios; Jay Gould, el millonario; John Bogart, el cajista. Hervía la sangre contenta viendo aquella beldad. Ni encogidos ni atufados. El obrero se enjugaba con un pañuelo el sudor, y el millonario también. El que entraba allí, en aquella alegría, en aquel entusiasmo, en aquel abejeo, no podía decir “este es obrero”, “este es millonario”: antes se notó que los millonarios se parecían a los obreros en la barba fuerte, en la espalda encorvada, en el ojo sagaz, en la mano nervuda.

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El mayor no tenía planes cubiertos; ni amigos, perdidos entre la concurrencia, que le propusiesen como cosa suya lo que deseaba, según suelen hacer los chalanes y rematadores: allí se iba a la luz a trabajar por la ciudad, y cada cual se puso en sus pies de artesano o de palatino, a decir lo que se le ocurría para el bien común. “Esto es cosa de la ciudad, y la ciudad la ha de llevar a cabo.” “A la nación se le ha de mostrar respeto, pidiéndole su ayuda; pero puesto que acá nos interesa, con dinero de acá lo hemos de hacer.” “Sin autoridad del Congreso no podemos invitar al mundo en nombre de la nación; pero nada más que autoridad, y lo poco que nos haga falta sobre lo que logremos reunir; porque si le pedimos el dinero a la gente de Washington, de seguro que a Washington escogen para hacer la exposición.” “¡Esto no es cosa de empleados, ni de compadres, ni de robos partidos por mitad entre el gobierno y sus homúnculos: esto no se hace para deshonrar a la nación, ni para que la echen los picaros por delante, para ponerse a la bolsa nueve pesos por cada uno que a la nación le den: necesitamos demostrar al mundo que en este país hay algo más que esos políticos de penitenciaría, que crean empresas, acueductos, alumbrados, electricidades, para repartirse entre sí, como los ladrones en las cuevas, el dinero que le sacan a la población para el bien público: estos son los mercenarios de esta época, que sirven a quien los paga, hasta que el fango les tapa la boca, y luego van por el mundo, con una querida de cada brazo, y la casaca hediendo a lodo; de todas partes les gritarán al pasar: ¡lodo! ¡lodo! ¡En esta exposición, mérito limpio, y un pílori a la puerta, para poner donde cuelgue al que le venga a sacar con los caminos un bocado a la bolsa pública!”

Descanse el amigo: el que so pretexto de que la ciudad iba creciendo se hizo dar por sus paniaguados la concesión del acueducto, para

273 José Martí repartírsela con ellos, se ha muerto la semana pasada de la vergüenza, porque desde que se puso en claro el robo, ni los otros ladrones querían darle la mano, y los otros “negociantes listos” del ayuntamiento, porque ahora les llaman a los ladrones afortunados “negociantes listos”, están con el pelo al rape, donde no se ve la luz, en presidio, para que no vuelvan a recibir dinero de particulares en premio de adjudicarles las propiedades públicas. Y quedó en pocos instantes decidido lo que se había de hacer:—que si Nueva York quiere la exposición, Nueva York ha de levantar los fondos para realizarla: que la ciudad es reina y señora en lo que le atañe, y ni ha de pedir limosna al gobierno, ni soportar que por componendas políticas, o por venganzas, le quiten lo que es suyo, o le den a otros lo que le pertenece por preeminencia natural:—que no han de entrar, ni de soslayo, en esta empresa, los que la opinión pública tiene tachados de celestinos gubernamentales, porque donde hay contrata que repartir andan como esos galanes de dulcineas de alquiler, rondándoles las puertas para sacarle a la amiga la cuenta justa, y ver que no se les vaya con algún otro amante:—que en la exposición no ha de entrar un solo contratista de oficio, un solo concesionario de profesión, un solo cómplice del delito de distraer los fondos municipales para provecho privado; sino que han de escogerse personas de todo honor, y de fama nacional y universal donde se pueda, para que no sea albañal la grande obra, del país, ni plato de perros, sino crédito de la nación, que al menos ha de ser decorosa en lo que tiene que verse de afuera:—que el trabajo se ha de distribuir, para que salga mejor hecho, y ha de haber como una junta permanente, que lo vigile todo, y otra junta de fondos, que proponga el modo de reunir los diez millones que son menester, y los reúna; —y la junta del lugar y edificios, que estudie donde estos se

274 Todo lo olvida Nueva York en un instante han de levantar, sin comprometer cosa tan grande como esta, porque le quede cerca el sitio a un Tom, o salga favorecida la propiedad de un Miguel; —y la junta de legislación, que ha de ver por que el Congreso declare nacional la exposición de Nueva York, y suspenda en su beneficio aquella parte de los aranceles que la coartaría,; y ponga su tanto de dinero en la empresa, como en la de Filadelfia puso, porque si Nueva York, entre chicos y grandes, junta ocho millones, dos millones es lo menos que puede darle a Nueva York la república, para los costos de un concurso que ha de traer provecho, y honor a la nación entera. En eso se quedó. Todos se daban las manos. No hubo champaña, y pareció que lo había habido. El gusto, ¿no es un vino, vino puro? Que el mayor nombre las cuatro comisiones. Que cada comisión sea de veinticinco prohombres. Que no entre en ninguna de las comisiones, porque con uno bastaría para podrirla, un solo negociante político. Y el mayor para no pecar, pidió a las cien industrias prominentes del país, un representante, que los industriales de cada ramo eligieron en unos casos sin disturbio, y en otros no eligieron, porque hubo los celos y rivalidades de costumbre. A todos los trabajadores les pidió un representante, para que no se pudiera decir que llenaba las comisiones de amigos, porque si ve el público compadrazgo en estas cosas, deja a los compadres solos, saludándose con la nariz y sin exposición de qué sacar tajada: como hay mucha industria menor, reunió las afines en un grupo genérico, para que no hubiese más de cien. A los abogados, con ser ocho mil, y con no haber uno que rehuyese la representación, les pidió un representante: y uno nombraron, sin envidias pueriles: nombraron a Evarts. Los de la electricidad, que entre luces y motores son como doscientas empresas, con un capital como de setecientos millones, un

275 José Martí representante no más tienen. Los pianistas escogieron a Steinway. Los ferrocarriles a Chauncey Depew. Los del comercio de lana a E. H. Ammidown. Los del comercio de cueros a Jackson S. Schultz. Los del tráfico con Sudamérica son clase aparte, que es distinción en que se ha de meditar, pues de los que comercian con Europa no han hecho clase, ni de los del comercio asiático, lo cual quiere decir que a Sudamérica es adonde se vuelven los ojos: William H. Grace fue elegido, el que quiere acabar la obra de Meiggs en el Perú. Los editores designaron a John Foor. Los de material de imprenta a Little. Las asociaciones de obreros allí tienen, su diputado, que es Samuel Gompers, junto a Vanderbilt, el representante de los tramways, junto a Jay Gould el de los ferrocarriles aéreos; junto a Morton, el Vicepresidente, que representa a los bancos. Los teatros tienen su diputado; y los ganaderos y los fabricantes de juguetes. Hewitt, el mayor que no quiso más bandera que la nacional en el ayuntamiento, cuando la fiesta de los irlandeses, viene asombrado de París: ¡si el universo va a ser todo de acero! ¡Si Bessemer, el del descubrimiento de 1867, es el creador del nuevo mundo! ¡De acero la armazón de las locomotoras y la de los vagones, sin que el poder del agua lo rompa como el cristal según sucedía veinte años antes! ¡y tan barato que en poco tiempo no va a haber madera ni cantería, sino acero y aluminio! Hewitt es, por supuesto, el de las industrias de metales. Pero como los pimpines de las industrias mínimas, como plumas y cosas así, no hallaron persona bastante magna para representarlos con la debida dignidad, y se están peleando el puesto con estruendo, sucedió que a la hora de nombrar las comisiones no habían respondido más que cincuenta y siete de los cien oficios. En las cosas grandes no se puede esperar. De entre lo más granado de la ciudad escogió el mayor cuarenta y tres hombres notables:—

276 Todo lo olvida Nueva York en un instante banqueros, periodistas, hombres de espíritu público, abogados, propietarios;—a los directores del Sun, del World y del Herald;—a los industriales que tienen obreros a miles, como Cooper;—a los miembros de más nota de la población extranjera, como Atendorffer y Kelly;—a todo lo que puede, piensa y guía. Y repartió a estos cien entre las cuatro juntas. “¡No puedo andar, dijo el mayor, porque la ciudad entera me cierra el paso a cartas: todos quieren verse el nombre en alguna de las juntas: lo del centenario se hizo a regañadientes, y quedó mísero, con tanto nombre de trapo, y tanta nobleza de reír: ¡ahora sí que no cuesta trabajo, y estos nobles sí que nadie los niega! Son padres de sí mismos, y los que han peleado son ellos. Hay hombres, y hay grajos: los hombres son los que a codo honrado se abren paso por sí propios en el mundo, y sazonan su pan con la levadura de la vida: los que viven, sin vergüenza y sin remordimiento, del dinero o de la gloria ganada por sus padres, son los grajos. En las entrañas de la tierra, cuando cae un muerto, le preguntan: “¿Qué hiciste? ¡Enseña lo que hiciste!” Y si no lleva nada hecho, hecho con sus manos, lo echan otra vez al mundo, a que sude, a que pene, a que cumpla con la ley humana,—¡a hacer! De esos galanes de la pluma teñida no hay uno solo en las cuatro juntas. En cada una están los que da pueden de veras servir, y no esos hombres de adorno, que son como el mucho paramento para los caballos, que no los dejan andar con la cargazón del bordado y la argentería. La de fondos es la junta madre, y allí han puesto a los grandes que se han creado de la nada: a Huntington, el del ferrocarril del Pacífico y las líneas mexicanas, que a los treinta años pagó con su trabajo de marinero el pasaje a Sacramento, y a los sesenta y ocho tiene treinta millones, y una hija hueca que se quiere casar con un fullero alemán, que tiene título de príncipe; a Brice, que sabe cómo

277 José Martí se salvan de la ruina los ferrocarriles del Sur, y nació para ordenar y mandar; a Belmont, el alemán que hace crecer el dinero de los Rotschild; a Vanderbilt, el que le pone a su casa balcones de oro; a Milis, que ahora tiene palacios y bancos y ferrocarriles, pero empezó de buhonero, cambiando collares y portamonedas por pepitas de oro en California; al banquero Seligman; al bolsista Simons; al naviero Ochrichs; al príncipe del café, O’Donohue; a Smith, el presidente invulnerable de la Cámara de Comercio ; a Samuel Babcock, el Néstor de los potentados; a Havemayer, el gargantúa del azúcar, que se quiere poner sobre el dulce del mundo; a Gould, el del gabán raído y los pantalones cortos, que juega a ojos vendados con los ferrocarriles, como el autómata del ajedrez, y de cada peón que mueve, se come un ferrocarril. Eso es la junta de fondos: para la de lugar y edificios,—los periodistas, que llevan, sobre la cabeza el ojo redondo del trilobites, que veía a la vez a todo el rededor,—los propietarios urbanos, los de los ferrocarriles, y líneas de vapores. Para la de legislación, abogados de los que no pierden pleito, como Evarts, y Fish, y los senadores del Estado, y aquellos representantes que no lo son porque los irlandeses los levantan o los sacan a flor por un interés poderoso, sino porque el Estado ha ido creciendo con ellos, en el trabajo lícito y común, así que se vuelve, cuando necesita defensa, al que abogará bien por él, como que se defiende a sí mismo. Y en la junta permanente, que ha de tenerlo todo andando, que ha de estar con el hacha afilada para cuando asome alguna mano de bribón, los miembros se llaman Grover Cleveland, el que crece en la derrota; Marquand, el enamorado de Rembrandt, que ha levantado en sus hombros el museo de artes; Stanton, que salvó de la ruina la empresa de la ópera, todos los que saben ponerle cuerpo a las grandes osadías, y sacar de la sombra las fuentes de oro.

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En los diarios, mientras tanto, todo son ideas, y nadie se pone de pontífice, ni se le hincha el cuello a los de las juntas, ni se mandan hacer chalecos nuevos desde que son comisionados, sino que los periódicos publican cuanta idea se les da, y el que tiene algo que decir, aunque sea un vendepapeles, lo pone en carta con su firma, y lo manda a la junta que lo ha de discutir. ¡A pensar! ¡a pensar! ¡A ver quién imagina algo que no se haya visto jamás, y que no se pueda volver a ver! ¡Pues yo imagino, dice uno, hacer un cielo sobre la exposición, de luces eléctricas, de modo que se vean, como están en el cielo, todos los astros de la bóveda, y las masas de estrellas, y cuanto encierra el orbe planetario! ¡Yo imaginó, dice otro, una flotilla de palacios, de palacios de pórfidos y columnas de cabeza de oro, como las mansiones bizantinas, y todo fabricado sobre el río y ligado con calzadas, como las ciudades lacustres! ¡Yo pido la contrata de los refrescos! ¡Yo, el primero, pido puesto para mis pastillas de chocolate! Yo tengo, dice un crimmis, doscientos mil pesos que darle a la exposición entre veinte amigos. Hay 5,000 hombres en Nueva York, dice Brice, que para esto, para sacar a Nueva York un codo por encima del mundo, dan cada uno mil pesos. Una tienda de ropa hecha se suscribe con diez mil pesos. A docenas hay ofertas de miles. Por acciones, escribe otro: sáquense a la venta diez millones en acciones de a diez pesos, que unos comprarán mil y otros una, y entre todos se levantarán los diez millones. Otro quiere que se emitan bonos de $50.00, con cien cupones de cincuenta centavos cada uno, que servirán de entradas a la feria; véndanse los bonos a $40.00, no se vendan a la puerta de la feria entradas, y no habrá tienda, café, hotel, tabaquería, que no compre los bonos que cubren su costo con los cupones, y dejan

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$10.00 de ganancia. De otro viene la idea de emitir certificados a dos pesos, con el nombre del donante, y dice que no habrá varón digno que no quiera tener uno en la cabecera de su sala: “¡hay, por lo menos, 5.000,000 de varones dignos!” Un experto aconseja que se haga como en París, que emitió bonos por el total, redimibles a los setenta años, con cupones por el valor del bono, y este sin devengar intereses, pero seguro de la redención, porque de lo recaudado, se pone en lo seguro una porción suficiente a que con sus rendimientos cubra a los setenta años el principal. Y bullen así las ideas de los ciudadanos fuertes y libres, que no tienen la nariz hecha para el narigón, sino piensan en lo que incumbe a todos, con el derecho de ser uno de los todos, y lo dicen en voz alta. Se reúne la junta de fondos, nombra una mesa ejecutiva que estudie el mejor modo de levantar el tesoro de la exposición, y cuando uno propone que, para plumas y papel cada cual de los veinticinco de cien pesos, el presidente, a quien no dejan hablar los aplausos, dice que no es menester, porque tiene bajo su mano derecha el cheque de un periódico, el cheque del Sun, a la orden del mayor de la ciudad, por $10,000. Así, del pueblo libre, del pueblo fuerte, del pueblo activo, del pueblo arrogante, nace, sin manchas ni sombras, la exposición del pueblo.

JOSÉ MARTÍ

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Buenos Aires, 20 de marzo de 1890, La Nación (La política internacional de los Estados Unidos)

Nueva York, 3 de febrero de 1890

Ni se habla mucho del plan de la Exposición de 1892, que más parece rehuida que deseada, porque los que la piden en el salón en alta voz, la minan en voz baja, en los corredores, y están republicanos y demócratas viendo cómo la ahogan antes de nacer, porque ambos tienen para 1892 el quehacer de la elección de Presidente, y en cuanto a los republicanos del Estado de Nueva York, que tienen el poder en la legislatura, “antes matarán la feria que consentir en que el alcalde de Nueva York y sus demócratas se alcen con su crédito”, “antes que Depew, el político urbano, el republicano de las aristocracias, venga a ser el director general de la Exposición con detrimento de su rival Platt, el republicano de oficio, que en la legislatura es quien maneja los títeres”. Menos se ha hablado en estos días de desgracias, del influjo de los franceses en Haití, de la desestimación del proyecto de Cali para la independencia cubana por vía de los Estados Unidos, del tratado de extradición con Inglaterra, del convenio tripartito de Samoa.

Samoa, sin embargo, ha sido ocasión de agrios debates, de burlas de los demócratas, de cisma entre los republicanos. ¿Se aprobaría el tratado de Berlín, que en tiempo de los demócratas no se pudo concertar con Alemania, por negar esta lo que el Secretario Bayard le

281 José Martí pedía y se ha concertado ahora por fin, entre los Estados Unidos, Alemania e Inglaterra, para mantener en Samoa un rey nominal aborigen, y sobre él un juez supremo, dirigido por la mayoría de los tres poderes contratantes? ¿Pero no envuelve ese convenio la pérdida de la bahía de Pagopago, que los naturales cedieron hace once años a los Estados Unidos como propiedad exclusiva, y no aparece en estos tratos peligrosos, los primeros que contra el consejo de Washington se han ajustado con pueblos europeos? Edmunds, uno de los magnates del Senado, y miembro principal de la comisión de relaciones exteriores, llevó su descontento hasta pedir que se le exima de los trabajos de la comisión. Para Edmunds, el convenio abandona la estación naval de Pagopago y trueca el derecho exclusivo y superior de los Estados Unidos sobre Samoa en un derecho de mero nombre, puesto que deja el gobierno de la isla en manos de la mayoría de los poderes contratantes, cuando es notorio que de estos tres, será lo natural que Inglaterra y Alemania se unan siempre en el propósito común de impedir el adelanto de los Estados Unidos, cuando en la alta diplomacia se tiene hoy por seguro que Inglaterra y Alemania se han dado de mano en la sombra para repartirse las comarcas nuevas que vayan apareciendo por el mundo e impedir que Italia, que Francia, que España, que los Estados Unidos extiendan por África y por el Pacifico sus posesiones coloniales. Para Edmunds, Alemania habrá cedido, o cederá, alguna pretensión, suya a Inglaterra, a cambio de que esta le deje el camino libre para dominar, con el consentimiento de los Estados Unidos burlados e impotentes, en la isla de Samoa, “¿Y este Secretario, dicen los amigos de Edmunds, es el que nos acaba de pintar La Revue des Deux Mondes, por la mano mal disimulada del ministro Whitelaw Reed, como el osado soñador en quien se ha hecho carne, en la hora propicia, la voluntad de

282 Todo lo olvida Nueva York en un instante crecer, y de extenderse por la tierra, que rebosa ya de la población conquistadora y pujante de los Estados Unidos?” ¿Estamos para complacer a las monarquías, o para evitarnos guerras previsoras y necesarias, o para fundar con una guerra a tiempo, aunque sea con Alemania, el derecho de los Estados Unidos a extender sus dominios?

En Berlín se han visitado, y se han dado las manos, el hijo de Bismarck y el ministro Phelps, y hubo té, y música de Wagner, el día en que aprobó el convenio el Senado de los Estados Unidos: pero aquí ¿qué té tomaremos cuando en castigo de nuestra desobediencia a aquel consejo que Washington nos dio de no entrar en alianzas embarazosas, en castigo a nuestra torpeza en desobedecerlo sin provecho nuestro, suceda que Inglaterra y Alemania están obrando de acuerdo, en Samoa contra los Estados Unidos,—que eligen el juez supremo que nosotros mismos creamos, para que decidiese contra nosotros,—que nos disputan la posesión de Pagopago, porque el hecho de no citarla en el convenio expresamente, demuestra que dejamos prescribir nuestro derecho a ella o lo juzgamos tan dichoso que no osamos demandar que se nos reconociese? Un nombramiento de cónsul contribuyó a que el caso de Samoa no haya salido estos días de la prensa. Había de nombrarse cónsul general en México, que es puesto de importancia, y demoraba Harrison, mes sobre mes, la elección. Los candidatos eran muchos y Blaine tenía el suyo, o aparentaba tenerlo: “¿Acaso, preguntó un curioso,—no explica la prisa de ese convenio de Samoa, el deseo de congraciarse con el voto alemán, menos republicano de lo que se pudiera desear para las elecciones de 1892?”

Y el curioso tenía razón tal vez, y el candidato de Blaine al consulado no era más que aparente, para que no digan sus amigos que no mira

283 José Martí por ellos, cuando lo que resulta es que mira antes por sí; porque es un alemán el cónsul nombrado; el alemán Richard Guenther, que ya ha unido su nombre a la historia de los Estados Unidos, con la declaración de la lealtad incondicional que deben los extranjeros nacionalizados al país que, si son honrados, aceptan para siempre como suyo, y en vez del suyo,—o sólo aceptan para aprovecharse mejor de él, sin amarlo y sin agradecerle, si no son honrados. Esta es, dijo Guenther, una cuestión de honradez. Un país no es montón de tierra, porque todos los montones de tierra son iguales, sino el conjunto de instituciones domésticas y públicas que hacen en él decorosa y próspera la vida. Si en la tierra en que no nacimos hallamos la libertad y la felicidad para que nacimos, esa es nuestra tierra,—y no aquella donde no la hallamos, aunque hayamos nacido en ella.

“¿Es más madre la que maltrata al hijo que echó de su seno, o la que acoge y hace feliz al hijo ajeno que su propia madre maltrata? Allá somos soldados, somos plebe, somos contera del sable imperial; aquí nos sentamos como ministros, como se sentó Karl Schurz, en el consejo presidencial de un pueblo de sesenta millones de almas libres. Yo nací en Alemania; pero mi patria es esta, mi patria son los Estados Unidos, y si no los amaba bastante, si no les estaba agradecido, para pelear por ellos contra la misma tierra en que nací, no debí entrarme en su casa como un traidor, y fortalecer con su ayuda el brazo que después había de levantar contra ellos.”

Las palabras textuales de Guenther en la Casa de Representantes de Washington el año pasado, no fueron menos que estas:

284 Todo lo olvida Nueva York en un instante

“Se dice que Alemania, la tierra en que nacimos los alemanes naturalizados, va a mover guerra, por el predominio en Samoa, contra el país en que nos hemos naturalizado: se dice que el almirante alemán ha tratado con insolencia al norteamericano en las aguas de la isla; se pregunta de qué lado estarán, en caso de guerra, los alemanes de los Estados Unidos.” “Sabemos tan bien como cualquiera otra clase de ciudadanos norteamericanos de qué lado está nuestro deber. ¡Del lado de nuestro país! ¡Del lado de los Estados Unidos! Después de pasar por el crisol de la naturalización, ya no somos alemanes, somos norteamericanos. Nuestro afecto para Norteamérica no puede medirse por nuestra residencia corta o larga en el país: norteamericanos somos desde que pusimos el pie en Norteamérica hasta que en el suelo de Norteamérica nos acostemos a descansar en la tumba. Por los Estados Unidos pelearemos siempre que sea necesario. Los Estados Unidos primero, después, siempre; los Estados Unidos contra Alemania; los Estados Unidos contra el universo entero: con razón o sin razón, siempre los Estados Unidos, somos norteamericanos.”

Unos lo celebraron como arranque de gran valor; otros lo oyeron en silencio. Otro tratado ha tenido menos censores, acaso porque en los mismos instantes de su aprobación se demostró la necesidad de él.

De pronto, se supo en Nueva York que un banco nacional había hipotecado en la plaza sus garantías: el cajero honrado sorprendió la trama, y frustró su éxito: a tiempo, antes que huyeran al Canadá, se detuvo a los cómplices, a los que se habían ido adueñando de dos bancos menores, de esos bancos que sobran, y no ganan lo que gastan, para comprar, con cheques certificados en falso por ellos, la mayoría de las acciones del millonario Leland en el sexto banco nacional: ¿cómo vendió este príncipe de los negocios a un prusiano de mala fama la mayoría de un banco nacional, a un precio mayor por acción del precio de plaza, a 642 cuando la acción estaba a 400? ¿cómo no se le ocurrió investigar quién era el prusiano, inquirir con

285 José Martí qué objeto le compraba el banco, averiguar si tenían fondos los bancos menores con que pagar los cheques certificados, participar la venta a sus consocios, a los demás accionistas, pensar que la dirección de un banco no es una simple propiedad privada, aunque en la ley desnuda lo sea, sino un puesto de honor, en que el director, que por el favor del público prospera, debe mirar por los intereses públicos? ¿o todo honor y reparo se han de poner de lado, cuando la ley asegura una escapatoria, y un comprador ofrece por la propiedad más de lo que vale, ofrece 642 por 400? En el tiempo que da el juego de cheques, y la ventaja de ser los cheques sobre los bancos menores en que presidía el mismo prusiano que giró en falso contra ellos, pudo, sin convocatoria de los accionistas, escurrirse el comprador en la silla de Leland, sacar de la caja las seguridades del banco, y enviar a hipotecarlas en la plaza, para pagar con el producto de ellas las acciones a Leland. No se hubiera sabido de pronto. El banco hubiera seguido negociando sin el depósito de garantías en caja que la ley exige. Tal vez hubieran sido tales las garantías, o tan hábiles los manejos, que en la hora de inspección del examinador, las garantías aparecieran en la caja. Tal vez fue el plan del prusiano, por medio de sus cómplices en los dos bancos menores, y por la singular confianza, o la codicia ciega, de Leland, apoderarse de las garantías del sexto banco nacional, venderlas en la plaza y alzarse con el fruto del robo. El cajero, sin pensar en que le iba el pan, se levantó de la silla desde donde lo había entrevisto todo, y antes que parte en los provechos, quiso el honor de sus canas. Llegó el examinador. Prendieron al prusiano y al corredor que hipotecó las garantías. Leland, aturdido, se pone en manos de sus amigos a que le aconsejen, presta 500,000 pesos al Banco Nacional, ofrece devolver la suma en que vendió las acciones, y ponerse de nuevo a la cabeza del banco, si las acciones,

286 Todo lo olvida Nueva York en un instante volviendo atrás paso por paso lo hecho, pueden volver a sus bancos. El prusiano solo tuvo tiempo para disponer de las garantías con que pagó a Leland.

Ha de haber medio, devolviendo Leland lo que cobró, para recobrar, con poca pérdida, las garantías que sacó el prusiano de la caja. Pero no aparecen los tenedores de las garantías. ¿Era, pues, un gigantesco fraude? ¿Todos, pues, a no ser por la bravura del cajero, se hubieran ido con la maleta llena al Canadá?—como Enos, el que echó abajo otro banco por medios semejantes,—como Silcott, el que se ha alzado, del brazo de una poliandra rubia, con setenta y cinco mil pesos de la caja de la Casa de Representantes de Washington? Por eso se aprueba, sin más censura que la de los demócratas celosos, el tratado de extradición entre Inglaterra y los Estados Unidos, que excluye solo, para contentar a la vez a la justicia y a los irlandeses, los que en el Canadá o en los Estados Unidos, se asilen por delitos políticos; y para que no haya disputas cada país decidirá en su ocasión si el delito que alega el gobierno reclamante es de los comunes, o es delito político.

Ya no podrán los cajeros irse de paseo, como quien va al Niágara, a gozar en los carnavales de Montreal, arrebujados en las frazadas de colorín, la fortuna robada a la caja del banco; ni los corregidores de Nueva York podrán ir de gira, con sus irlandesas cargadas de brillantes, a poner tienda y casa de lujo, del lado allá del río, con lo que les dio por su voto una compañía interesada en sacar del municipio una concesión fraudulenta. “Así,—dice el censor Curtis, el intachable y elegante consejero del Harper’s Weekly,—así nos place, y place a todos, ver tratar las cosas internacionales, como se las

287 José Martí ha de tratar, con sencillez y franqueza, y no con miras ulteriores.” Y como Curtis, el amigo de Lincoln, el patriarca republicano, no dice palabra sin porqué, le pregunta así otro diario: “¿Y qué cosas internacionales son esas, que se están tratando sin franqueza y sencillez y con miras ulteriores?” JOSÉ MARTÍ

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Buenos Aires, 22 de octubre de 1890, La Nación (Cartas de verano)

Nueva York, 19 de Agosto de 1890

Señor Director de La Nación: El patriota, si quiere bien a su patria, no empezará a leer el periódico por el editorial, que dice lo que se opina, sino por los anuncios, que dicen lo que se hace. Ver trabajar a todos es más bello que ver pensar a uno. Solo hay un espectáculo más imponente que el de las cabezas de los hombres barridas por la palabra del orador justo y bueno: y es la tarde en la ciudad cuando vuelven a su casa los trabajadores. “¿Qué es lo más bello que has visto en la montaña?”—le preguntaron a un pobre montañés de pega, que fue a poner la mente donde volviera a echar flor, y a tender los brazos donde tocan con el cielo. “Pues ni la tempestad, ni las cataratas, ni el pico de los pinos se me han quedado en el alma como el carro en que a la cola del tren volvía el trabajador, de cara al teatro de montes, sentado a la última luz entre sus herramientas y las provisiones que llevaba a la casa; hasta que ya a la claridad de las estrellas, llegó a su valle, con la casita blanca en lo hondo, y de un ¡adiós! desató el carro.” Por los anuncios se ve la vida pública, y el bien y la persona de todos, que es base y sostén de cada uno, porque no hay gusto sino donde todos lo tienen, y cada cual es creador y condueño de sí, y ve crecer sus frutos en abundancia y orden. Del trabajo continuo y numeroso nace la única dicha, porque es la sal de las demás venturas, sin la que todas las demás cansan o no

289 José Martí lo parecen: ni tiene la libertad de todos más que una raíz, y es el trabajo de todos. Acá las revistas de mes son en verano una verdadera fiesta porque a los anuncios de uso,—de aguadas para las casas, en vez de óleos,—de lana mineral, para amparar del fuego y del frío los agujeros y hendijas,—de las cámaras repentinas, que toman al vuelo, sin ningún preparativo, paisajes y retratos,—de botes, calentadores, perfumes y velocípedos, se juntan los anuncios de las escuelas, que en estos meses van de monte o de orilla de mar, aprendiendo la verdad natural, al aire libre. Una página es para libros, y para escuelas la del frente. “La que vaya al campo lleve la novela nueva de Howells, La sombra de un sueño, donde se enseña mansamente que no es bueno que con los casados viva un amigo de fuera a toda hora, que es lo que dice un bonaerense que anda por Alemania, en un ramillete de Pensamientos.” “Lleve los libros de Thoreau el que vaya al campo, si va donde hay ardillas; los de Thomson, si va donde hay ríos; los de Burroughs, si va donde hay flores; los de Lubbock, si quiere saber de micropsiquia, y estudiar en los escarabajos y las arañas lo universal de lo pequeño.” “El que tenga hijos, y los saque a orearse al monte, cómpreles la novela mejor, que es el libro de Arabella Buckley donde la ciencia nueva centellea y entretiene, y se aprende cuanto de veras se sabe, en la Historia corta de la ciencia natural, o en ‘los cuentos de magia de la ciencia’.” Y en la página del frente se convida a los estudiosos a ir a la escuela de “Curtis”, “porque la formación del carácter es lo primero”; a la “casa y escuela”, que es “hogar seguro y genuino”; al “instituto de amigos”, donde “cada cual puede adorar a Dios como le plazca”, a la “escuela de niños escasos”, que “fortalece la inteligencia a los que la tienen floja de su natural”; al “colegio de Cayuga”, que viste a sus alumnos de “uniforme gris y botones

290 Todo lo olvida Nueva York en un instante dorados”; a la “academia de Greenwich”, con “calorífero de vapor y luz eléctrica”.

Pero hay una escuela que no se anuncia en los diarios, ni gasta botones, ni tiene cerca y muros, ni enseña a los yanquis contemporáneos,—y a las mujeres de los yanquis—a vivir como cuando los médicos de cucurucho y los abogados de pelucón; sino que, a la orilla del lago y en la falda del cerro, desde que florea el laurel en junio hasta que se secan las bellotas en octubre, explica en pleno sol como el rayo de luz vuela y ondea, y pinta o retrata, y estudia el cielo en las estrellas mismas, y en la piedra que cayó hace un mes de una estrella apagada; y cuenta de las nubes al pie de ellas.

Cocinando, enseña a cocinar. Andando, enseña a andar. Retratando, enseña a retratar. Enseña a asar papas, y a medir las ondas de la luz. Es la escuela libre de Chantanqua, que en verano abre sus alamedas, su templo de filosofía, sus cátedras ambulantes, su lago y su anfiteatro silvestre a cuantos, por los centavos que caben en un puño de mujer, quieren ir a vivir en aquellas casas pintorescas, y a estudiar, recordar y enseñar, o gimnasia, o comercio, o habilidades caseras, o pintura y música. Allí no hay más matricula que la voluntad, ni más lista que el afán de saber, ni más obligación que las de la buena crianza. Es la universidad del pueblo, abierta en el seno de la naturaleza. Mucho hombre, y mucha mujer, cuando quieren decir “madre”, dicen “Chantanqua”.

Chantanqua es un pueblo de campo, con sus diez mil vecinos en estos meses de calor, y el colegio está por todo el pueblo, porque los que no asisten a los cursos los leen en sus casas, y los mil transeúntes diarios van adonde sus aficiones, a ver los edificios, al vapor del lago,

291 José Martí donde se pasea la clase de meteorología, a la avenida de Palestina, donde juntan y describen hojas los cien alumnos de botánica: la maestra va al retiro de profesoras, a aprender cómo se doma a los alumnos fieros, el aficionado va a la clase de declamación que tiene un maestro parados cómicos, y otro para los oradores políticos: todos, al caer la tarde, van al anfiteatro, clavado en el abra natural, donde habla del origen de las lenguas un filólogo que no cree en Müller, o explica un evolucionista a lo Mivart las especies como obra preconcebida del plan divino del universo, o un entomólogo demuestra con su persona que es cierto aquello de Emerson de que el que vive embotellando animales acaba por embotellarse él mismo: porque de lo que habla no se saca luz, ni dato propio sobre la formación de las especies nuevas, aunque lleva el entomólogo conocidos como sus ciento cincuenta mil insectos. Pero lo que cuenta de la astucia de ellos interesa, por la misma sequedad, como la historia más entretenida, y los oyentes paran el lápiz y las oyentes paran la calceta, porque el profesor “¿está hablando de insectos, o de mujeres y de hombres?”

“Gracias, señor”,—dice un hombrote, pelón y huesudo, de lo alto de la galería: “yo siempre he dicho en mi pueblo que los poetas ven la verdad antes que nadie, y esta conversación lo prueba, porque los hombres no somos más que gusanos crecidos, que es lo que dijo Emerson antes que Darwin, cuando dice que en su brega por ser hombre, el gusano sube, de figura en figura, hasta que es huesudo y pelón como yo, o se pasa la vida como usted, embotellando a otros gusanos.” Y aquí se pone en pie otro, y recita, entre el alboroto de los pájaros a la puerta, la poesía entera de Emerson. Luego el coro voluntario de la plataforma, rompe en un himno, que cantan descubiertos, los cinco mil oyentes. El anfiteatro, con sus bancos de

292 Todo lo olvida Nueva York en un instante cedro, puestos a lo redondo, en la garganta de tierra dura, va fila a fila quedándose vacío. Y al que los ve salir escondido en el portal, ¡cómo se le nublan los ojos! Novios y novias son, de los honrados, que trabajan antes de poner casa juntos, y juntos aprenden lo que no saben, para que no se les acabe el amor por la ignorancia o la miseria. Son los hijos de los campesinos, de espejuelos y espaldas redondas, que vienen a aprender de Horacio y Virgilio y de cuando los tenían por magos en Italia, antes de que salga la luna doble, la luna que se junta con el sol en la semana de la cosecha. Son hombrones de poca ropa, y ojos metidos dentro de la cabeza, que vienen con unas cuantas monedas de a medio peso, a estudiar mecánica, teneduría de libros, política, declamación, estilo, fotografía. Son criados de hotel, que van leyendo a Goethe, o con el tomo amarillo de Ibsen, o con la gramática hebrea. Es el gentío de mujeres de toda edad, madres de asueto, tías continuas, profesoras en descanso, elegantes de pueblo, coquetas naturales, feas de anteojos. Llevan cuadernos de notas, bolsas de bordar, novelas de verano, cajas de acuarela. Se oye un proverbio alemán, una palabra francesa, un verso de Homero, una cita latina.

Un marido, de pleno contento, besa, en la mejilla, a la mujer, que lleva los ojos felices: “¡mujer, valemos más de lo que valíamos!” Los trajes son de percal o de la lana pobre. Las manos, curtidas.

Al lago van después de comer, porque con setenta y cinco centavos que pagan al venir al pueblo, ya pueden pasear en el lindo vapor por los recodos, ceñidos de verde, del Chantanqua sereno. O está abierto, para unos cuadros plásticos de la vida griega, el templo de la filosofía, por donde anda el pasante de arquitectura enseñando a unos discípulos canosos las columnas dóricas. O van, aprovechando la

293 José Martí luna llena, a ver el colegio, de artes liberales, que es cosa mayor, con más cúpulas bizantinas de las que cuadran al techo flamenco, y un colgadizo de claustro sobre otro de kiosko. Pasa acaso, de la mano de su mujer, el hijo del obispo Vincent, que preside como jugando toda aquella labor, desde que su padre anda de obispado; y da gusto verle ir de acá para allá, con su esposa al pie, entrando en lo de este vecino, saludando al profesor que acaba de llegar, levantando una margarita del suelo, metiendo hondo, de un pujo del brazo, el palo de una cerca. La calle es como familia, y se cuchichea y cambia de grupos. Ni cantinas, ni billares. Los hombres, lo son: y las mujeres, lo son más. Unas hablan de chismes; otras de Tolstoi, negándolo una de ellas, que “no quiere, ni necesita intimidades con el varón grosero y despótico”; otra habla bajo con su compañero, habla de física; otra da en un corrillo una receta para hacer pasteles. Vocean los muchachos, a carrera tendida, el alcance al diario del pueblo: “Compren, compren la llegada de los profesores de filosofía natural, compren la fiesta del templo de los niños, en el alcance del Assembly Herald”.

Y el periódico lo paga de su bolsa cada cual, como todo lo que consume para su uso y placer, aunque para gastar hay allí pocas tentaciones, porque la comunidad que posee y administra el pueblo no quiere “competencias saludables”, que crean rencillas entre los tenderos y bandos entre los compradores, ni admite más tiendas que las de lo preciso y una de cada especie. Dinero se ve que lo tiene la comunidad, porque el vapor anda, y los caminos no tienen hoja muerta, y las calles son como las de la ciudad, ni corren de balde el agua y el gas, ni es gratuita toda la música, ni cuestan poco los maestros de curso, y los famosos que vienen de lejos a conferenciar. Pero lo que puede el corazón, solo lo sabe quien lo pone a la obra.

294 Todo lo olvida Nueva York en un instante

Una corazonada, vale una millonada. Para el bien de todos está hecha Chantanqua, y la ayudan todos. El que tiene allí casa por el verano, paga el alquiler. El que toma clases, paga una pequeñez por cada una. Lo que falte, hasta cubrir los gastos todos, viene de los alumnos que no se ven,—de la universidad ubicua, que tiene cátedra en la cabecera del enfermo y en la mesa nocturna del trabajador,—de los “cincuenta mil” afiliados al círculo literario y científico de Chantanqua, al círculo doméstico. Se escribe a John Vincent, a Buffalo, en Nueva York a la casilla 194 del correo. Se toma puesto, como uno más, entre los matriculados del círculo. El círculo, desde Buffalo, dirige los estudios, que cada cual hace en su casa, y duran cuatro años: ciencias, historia, matemáticas, literatura. Los libros que el círculo indica, cada uno los compra donde quiere. Al fin del curso, el círculo manda su boleta de examen, con preguntas que el matriculado responde a que se las aprueben o no. Por la mano lleva al estudiante el círculo, que le aconseja lo que ha de leer, le manda opinión sobre los libros nuevos, le contesta sin demora sus consultas y dudas, le envía el repertorio de la universidad, el “Chantanqua”, donde lo que se publica al mes va en acuerdo con las lecturas generales que para el mes tiene el círculo recomendadas. Y la matrícula de la universidad del pueblo, de la universidad doméstica, cuesta al año 50 centavos.

Un interés hay detrás de esta obra buena, que quita a los cursos, con el poder incisivo y sutil del dogma, el mayor beneficio que vendría a los educandos de estudiar de la mano de aquellos que no tuvieran “hacha que afilar”, ni escalera que subir en el palacio del mundo, sino que enseñasen desinteresadamente, ni poniendo, ni quitando, cuanto se sabe de la sustancia de él, sin caer en la necedad de la hormiga, que se declarase curadora del monte, que es lo que hacen

295 José Martí los hombres empeñados en cuidar de Dios sobre la tierra. La Iglesia Metodista, que por otras partes cae, en Chantanqua florece, porque allí tomó fila con los humildes, y abrió sus flancos a los tiempos, que no quieren férula dominical ni puerta cerrada, ni están por guerras de topo, por credo más o credo menos, sino que piden a la naturaleza el secreto de ella; y hallan en la comunión inteligente y libre un placer más digno y penetrante, más humano y religioso que el que, porque la iglesia tenga un pico o tenga tres, echa a aborrecerse y destruirse a los hombres. Las Iglesias acá, para no perecer en el mundo, andan con él. Antes prosperaba la más intolerante, y ahora sólo la tolerante prospera. Cada una, a la sordina, echa sus vanguardias y procura ganar a los rivales el pueblo nuevo, la cátedra vacante, o el millonario moribundo; pero en su corazón saben que morirán si no se unen, y son como los abogados, que se disputan en el tribunal, y luego, en el comedor del hotel, se sientan a los mismos manteles, y salen de champaña juntos. Así que en Chantanqua no se pide a los que van que sean metodistas, como el obispo Vincent, sino que cada Iglesia tiene su templo, unidos todos en la creencia común de la revelación; y el domingo, que es en el pueblo día cerrado, sin más tienda que la divina, ni más teatro que los religiosos, con sus cantos y cónclaves, con oratorios públicos y domésticos, no predica en el anfiteatro repleto, de techo rústico y abierto al aire, un clérigo estricto, apegado a la letra de su parecer, sino un orador notorio, de espíritu desentumido y sagaz, que mueva al concurso por la simpatía de su palabra, y no lo ofenda, en estos tiempos en que alborea la religión natural, con lo que sea menos libre y bello que la naturaleza, y la deforme, rebaje o contradiga. Pero el día de Chantanqua, que de lo más apartado viene gente a ver, el día de la religión suprema, en que los hombres parecen hijos naturales de las montañas del

296 Todo lo olvida Nueva York en un instante contorno, es el del “reconocimiento” de los diplomas, cuando de todos los ámbitos de la república vienen los alumnos domésticos a poner sus manos en la de aquellos que, desde la santa laguna, les llevaron la luz del libro, en grados que no les lastimasen los ojos, a su silla de inválidos, a su mesa de aldea, a su púlpito de clérigo pobre, a su costurero de trabajadora, a su banco de herrador, a su choza de negro del Sur, a su celda de presidiario. Y el día del reconocimiento, en el anfiteatro abierto al aire, todos, llorando, reciben sus diplomas.

JOSÉ MARTÍ

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México, 17 de diciembre de 1891, El Partido Liberal (Carta de José Martí)

Nueva York, 7 de diciembre de 1891

Señor Director de El Partido Liberal: Paderewsky es polaco, polaco soñador; la cara, pálida y fina, le luce bajo la maraña del cabello bermejo: por cuello usa un pañuelo de seda, prendido con un alfiler humilde: no lleva la casaca de etiqueta, sino levita cruzada: se pone al piano, y es delicia y ensueño lo que toca, una bruma que se va levantando, un encaje que se va tejiendo, estrellas que se alborotan, coquetean y cuchichean, una música leve y sin ruidos, donde no queda la poesía sofocada, ni el sueño abatido y estropeado por la tierra, de puro tamborear del tocador sobre el marfil; sino que la honrada ejecución deja ver en toda su limpieza el pensamiento del artista, y es como flores que vuelan, o besos que se encienden, o montes que salen de lo hondo del mundo, o corazones que se desgajan:—Nueva York entero quiere oír a la vez al famoso Paderewsky, que no trae corona de aires, ni mal humor de genio, sino una amable buena crianza, y un gusto en dar gozo, por lo que el público se le apega y encariña. Luego bebe Johannisberg, y besa manos lindas: alrededor bromean y viven: él deja ir las manos serenas sobre el teclado, manos que evocan más que tocan, y su arte libre es todo de luna y melancolía.

299 José Martí

Annie Besant ha venido de Inglaterra, con su elocuencia ardiente y sus canas jóvenes, a mantener los dogmas teosóficos: el espíritu es una mina de hechos: hay que descubrir y clasificar los hechos del espíritu: hechos del espíritu, científicos como cualesquiera otros, son todos los del hipnotismo y el mesmerismo, los sueños y la clarividencia, el genio y el poder de transferir el pensamiento, todo lo que está en los libros de Sinnett y en “La Doctrina Secreta” de la gran sacerdotisa que se les acaba de morir, la rusa Blavatsky. Al hombre se le ha de criar la divinidad que trae en sí: lo animal del hombre, que nos es lo más conocido de él, no triunfará al fin sobre lo divino del hombre, menos conocido: la mente puede entrar en lo espiritual más allá de lo que ha entrado. Otros caen en lo material y representable de estas doctrinas, que es por donde flaquean; en milagrejos que parecen cosa de prestidigitador; en poner cosa tan noble como el espíritu ambiente al ejercicio de duplicar las tazas de una mesa, o hacer sonar “las campanillas astrales”: Annie Besant lo que quiere es que se piense con libertad, que el hombre conozca y fomente lo puro de sí, que se vea el mundo como una vía de deberes purificadores, que se ame al hombre y se le sirva, que a la verdad se la quiera más que al padre y a la madre y a los hijos, que la vida del hombre se emplee en redimir la raza humana.

De impura han acusado a esta mujer incólume,—porque al ver en este mundo la pobreza irremediable, abogó por los modos de traer menos animales humanos al mundo. De irreligiosa la han acusado,—porque no quiso credos de odio y cartón, como el de su marido, sino religión de ciencia y piedad, que no contradiga la naturaleza que se ve, ni la afee con la desigualdad y la hipocresía y el egoísmo. De mala esposa la han acusado,—porque su esposo le dio a escoger entre comulgar sin fe, puesto que ella no creía en la

300 Todo lo olvida Nueva York en un instante comunión, o salir del hogar: y salió del hogar. De perturbadora la han acusado,—porque bajó a los pobres, porque les predicó sus derechos, porque les visitó sus escuelas, porque curó a los huelguistas heridos, porque fundó la Liga de la Ley y de la Libertad, que daba defensa gratis a los presos sociales o políticos, porque era el más tenaz teniente del racionalista Bradlaugh. Y ella, en su determinación de pensar libremente, del credo áspero de la niñez pasó a un deísmo abierto; de este al ateísmo franco, sin dios interventor, ni más divinidades que los órdenes fecundos de la naturaleza; y del ateísmo, que no era en ella más que la insurrección del juicio contra la divinidad pueril y carnavalesca, ha subido a estas teosofías de ahora, que buscan la ley del universo en los hechos del alma recónditos y ocultos.—Todo va acrisolándose por el ejercicio del bien, y convirtiéndose en esencia espiritual, presente aunque invisible. Todo es orden en las almas ya libres, cuya acción superior, e influjo directo, sienten confusamente en esta vida las almas irredentas. Edúquese lo superior del hombre, para que pueda, con ojos de más luz, entrar en el consuelo, adelantar en el misterio, explorar en la excelsitud del orbe espiritual.—A eso viene Annie Besant de Inglaterra: a echar sobre los corazones su palabra piadosa y encendida, a tantear de buena fe, con oratoria a la vez sensata y mística, por los caminos de la religión venidera.

Edwin Arnold es el otro inglés que anda por el Norte hoy, el poeta de Inglaterra que mejor quiebra acaso e instrumenta el verso. Peca su prosa de falta de conjunto, y no agrupa el color ni lo gradúa, por lo que suele parecer lo suyo como mantón de cachemira, donde la menudez de la flor cansa los ojos. O peca por singularidad, con una que otra elegancia de muletilla, y ridiculez con pasaporte, que han de dejarse para los que tienen que disimular con el pergamino de la

301 José Martí vestidura el pensamiento huero. La originalidad del lenguaje ha de venir de la originalidad de la idea, y la elegancia está en el ajuste de la palabra a lo que se quiere decir, sin retacos, ni calces, ni zancos, ni cuñas, no en salir por los mundos de ahora con la corbata del tatarabuelo, y el ramo de brillantes en el alfiler de plata. Pero en el verso está la novedad de Arnold, no solo porque no hay inglés que lo mueva con más soltura y música, ni Swinburne, ni Morris, ni Wilde; ni porque su poesía tiene más talla y volumen que la gentil de los dos escoceses, el elegante Lang y el puro Stevenson; sino porque dio por ahíto al mundo de las antigüedades mediterráneas, y les ha puesto de rival “La Luz de Asia”, donde cuenta en metros fastuosos la opulenta fábula hindú, y “La Luz del Mundo”, que es como un cristianismo del Oriente, con la cruz tachonada de pedrería, y los altares repletos de nenúfares. Por el Norte anda Arnold ahora, leyendo de sus versos, y oyendo como le alaban su poder de periodista, su enérgica ayuda cuando la expedición que fue a buscar a Livingstone, sus viajes de reposo y poesía por el Indostán y el Japón. Y habla su inglés punteado: y adora las flores.

Está lleno Nueva York de sucesos; Sarah Bernhardt ha estrenado un drama de aspavientos, la historia de una amadora infatigable y vengativa, hoy beso y mañana puñal, que le escribió el italiano Giaccosa, de retazos de un cuento florentino. Paulus, el colaborador de Boulanger, encanta a las damas fáciles del teatrejo de Koster y Bial con la elocuencia picara de aquella cara suya, que vale en él más que la voz fañosa, y dice cuanto hay que decir de los anhelos, y encuentros, y pecados, y cenas, y dúos de los bulevares. Sin hablar lo cuenta todo: halla a la dama, le guiña el ojo; se le pone al lado; entran juntos a comer, comen juntos, y solos: está él solo al despertar, turbio el juicio, y el bolsillo robado. Los alemanes tuvieron su festival

302 Todo lo olvida Nueva York en un instante artístico, su “Kuntlersfest”, que es un baile con cuadros de historia y poesía, que luego se riegan por el salón hermoso, colgado aquí y allá de guirnaldas de pino, para que el mucho adorno no quite vista a la viveza de las caras y los trajes. Velázquez iba de brazo con el rey Gambrino. —Depew, el consejero de los ricos, vuelve de Chicago con las manos en el cielo, porque “va a ser grandiosa aquella exposición”, y tiene milla y media de frente al agua, y doce edificios colosales, y tres veces más campo que la de París, y un palacio por cada Estado de la República, menos este Nueva York rencoroso, que es preciso que se deje deshelar el corazón, y mande su palacio como los demás; el Oeste se está poniendo muy enojado con Nueva York. Y en el bautizo del crucero nuevo, el “New York”, de dieciséis mil caballos de poder, lo florido de los republicanos se juntó a dar vivas: “¡Más barcos!” decía uno. “¡A barco por mes—decía otro,—que es lo que se necesita!”: “este quedará listo para enero”: había veinticinco mil pañuelos por el aire cuando la hermosa hija de Page, de traje azul y abrigo de pieles, rompió contra la proa de champaña envuelto en seda, pero ¿y Cleveland, el ciudadano patriarcal de la metrópoli? ¿y Withney, su ministro, que es de la flor aristocrática? ¿y Kill, el gobernador que va al Senado, y quiere ir a la Presidencia? ¿y Flower, que va a entrar a gobernar, y tiene millones hasta la cintura? No había demócratas en el bautizo del “New York”.

Y otros millonarios hubo que no pudieron enseñarse en la fiesta, un millonario sobre todo, vencido, arruinado acaso, por la deshonra del hijo que prefería. Pudre al hombre quien no le pone, junto a la pasión inevitable de las pompas del mundo, el conocimiento y hábito de la verdad definitiva de él, que está en la casa amable, con su rincón de amigos, y en la paz interior que viene de desdeñar cuanto no sea la honra de la conducta y la terneza del cariño: pudren a los

303 José Martí hijos estos padres de ahora, que los crían en cantinas y ambiciones, con coñac por juicio y sífilis por sangre, de pura venganza y vanidad de pobre, que quiere enseñar en el mozo desocupado la riqueza y privilegio que el padre no tuvo: el borracho, a la vergüenza, aunque sea hijo del necio inteligente,—a la vergüenza el que empobrece en los fórnices venenosos la sangre nacional: la novia ha de pedirle al pretendiente, con la carta de declaración, su cédula de trabajo.—Y otros padres fomentan en el hijo la pasión de la riqueza, sin ver que solo dura aquella que se cría sudor a sudor; y le espolean la ansiedad de acaudalar, sin ver que las agonías de la fortuna intrigante son de más náuseas, y de fin más cruento, que el de la riqueza natural o la plaza decorosa. ¿A qué vencer a los viles, en la pelea falsa del mundo, si para vencerlos es preciso ser más vil que ellos? En ser vencido es en lo que está el honor: en verlos pálidos de miedo, colorados de champaña, espantosos de odio, muertos de frenesí. El rincón de la casa es lo mejor, con la majestad del pensar libre, y el tesoro moderado de la honradez astuta, y un coro amigo junto a la taza de café. Lo mejor no es el vicio del millón, con el crimen de salero y la prostituta de mostaza. Ahí está Cyrus Field, el de la gloria del cable transatlántico, el que tuvo a su mesa a los prelados y los reyes, el que movió y cuajó millones, y sacó oro del agua y el papel, el que crio a su hijo en el presidio de la bolsa. Y ahora gime en su cama de viejo, y muerde la almohada sin sueño, y se mesa las canas inútiles, porque el hijo, que era cabeza de una firma magna, dispuso de lo ajeno para aumentar innecesariamente la fortuna propia, vendió lo que no era suyo para cubrir el primer robo, alzó dinero sobre cargamentos que nunca vieron la mar, y cuando de manos del padre lloroso, del padre adementado con la agonía de su compañera moribunda, tomó para socorrerse la llave de la caja, la vació como un ladrón, y dejó al padre

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“tan pobre como el día en que había nacido”. Los pueblos nuevos han de librarse de la lepra de los negocios inútiles.

JOSÉ MARTÍ

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Viña del Mar 2016