La Pieza Del Mes… Las Joyas De La Reina Isabel II a Través De Los Retratos Del Museo Del Romanticismo
Total Page:16
File Type:pdf, Size:1020Kb
La pieza del mes… Las joyas de la reina Isabel II a través de los retratos del Museo del Romanticismo DICIEMBRE 2011 Nuria Lázaro Milla Licenciada en Historia del Arte ÍNDICE 1.- La reina Isabel II y las joyas: historia de una fascinación 2.- Un legado perdido 3.- Estudio de las joyas de la reina Isabel II a través de los retratos del Museo del Romanticismo 3.1. Década de 1830 3.2. Década de 1840 3.3. Década de 1850 3.4. Década de 1860 4.- Bibliografía Imagen de portada: Federico de Madrazo y Küntz Isabel II Óleo/lienzo 1849 Museo del Romanticismo. Inv. CE7854 Salón de Baile (Sala IV) 1 1.-LA REINA ISABEL II Y LAS JOYAS: HISTORIA DE UNA FASCINACIÓN En sus memorias, publicadas en octubre de 1961 en News of the World, la reina Victoria Eugenia de Battenberg alababa de Isabel II, su antecesora en el trono y abuela de su esposo el rey Alfonso XIII, su magnífico ojo para la compra y venta de alhajas, desenvolviéndose en estas tareas como un auténtico joyero, al mismo tiempo que narraba la curiosa anécdota de que a sus joyas les ponía nombre, como si de mascotas se tratasen, argumentando la enorme satisfacción que éstas le producían, aunque con la ventaja de que no le proporcionaban los disgustos que un perro o un gato pueden llegar a dar1. Más que las joyas que aparecen representadas en los retratos que mandó realizar a lo largo de toda su vida y las escasas piezas que han llegado hasta la actualidad, es la documentación que aún hoy se conserva en los archivos -como el Archivo General de Palacio- el principal elemento clarificador a la hora de considerar a Isabel II como una verdadera amante y coleccionista de joyas, probablemente convirtiéndola el contacto continuo con esta clase de objetos suntuosos en una auténtica experta, tal y como señalaba su nieta política. Desde luego, es muy revelador el hecho de que la mencionada documentación pueda calificarse de abrumadora tanto por su cantidad como por su variedad, encontrándose numerosas cajas, legajos y expedientes conteniendo innumerables facturas, recibos, notificaciones de encargos, pagos, etc., toda ella información original y de principal importancia para afrontar el estudio de la joyería isabelina, entendiéndose con este concepto no sólo aquélla que perteneció a la persona de la Reina, sino también la de su periodo histórico en un contexto tanto nacional como internacional. Aunque muchas de las alhajas encargadas y compradas por Isabel II tenían como finalidad ser regaladas a otras personas o instituciones, la mayor parte de las mismas eran adquiridas para su propio ornato y disfrute, siendo las noticias al respecto, como se comentaba, sorprendentes por su número, lo que lleva a plantearse una cuestión de difícil respuesta: ¿por qué tal acumulación de joyas? 1 RAYÓN, F. y SAMPEDRO, J. L., Las joyas de las reinas de España. La desconocida historia de las alhajas reales, Madrid, Planeta, 2004, p. 92. 2 Luis María Durán Isabel II Óleo/lienzo 1842 Museo del Romanticismo Inv. CE0139 Si hay algo en lo que se ponen de acuerdo todos los biógrafos de la Reina es en la descripción de su carácter y de su forma de vida. Espontánea, extrovertida, dicharachera, generosa, ingenua, afectuosa, amiga de mezclarse con el pueblo -lo que le ha valido el sobrenombre de “la reina castiza”-, son algunos de los adjetivos con que positivamente se la califica y que, de hecho, hicieron de ella una soberana extremadamente popular, sobre todo entre las clases medias y bajas de la sociedad. Sin embargo, esa joie de vivre aparentemente inocente y real escondía una vivencia triste, solitaria e, incluso, trágica -lo que llevaría a Benito Pérez Galdós a referirse a ella como “la de los tristes destinos”-, mezcla de verse rodeada desde la niñez por camarillas cuanto menos inquietantes y familiares que conspiraban contra su persona -incluidas su madre María Cristina de Borbón-Dos Sicilias y su hermana la infanta Luisa Fernanda-, estando obligada por cuestiones de Estado a tomar por esposo a un hombre que le repugnaba, sobrevivir a varios de sus hijos o ver cómo su incapacidad política ponía en el destierro a toda su dinastía. Seguramente, para sobrellevar las desgracias que inundaron su vida Isabel II desarrolló un “temperamento dionisiaco”2, traducido en una vida desordenada y volcada al divertimento, a la exuberancia y al dispendio, contrastando con su profundo sentimiento religioso, lo que poco a poco puso en descrédito a la Soberana ante los ojos de sus súbditos, constituyendo esto el grueso de la propaganda anti- 2 Según palabras de LLORCA, C., Isabel II y su tiempo, Alcoy, Marfil, 1984, p. 43. 3 isabelina que tan presente estuvo en numerosos momentos de su reinado. Ante esta situación, las joyas bien pudieron convertirse en una mundana vía de escape, ya que verse completamente aderezada la revestiría ante sus propios ojos de un poder que no tenía en la práctica y de una majestad que empezaba a tambalearse en la mente de los españoles, dándole todo ello una seguridad momentánea que contrastaba con la inestabilidad de su propio trono. Al mismo tiempo, contemplarse rodeada de la belleza y del brillo de los metales y piedras preciosas pudo ser una forma de evadirse -y de evadirla- de la verdadera situación del pueblo español, cada vez más oprimido por los problemas económicos, los continuos cambios de gobierno y las hambrunas y epidemias que todavía entonces mermaban las poblaciones. Sin embargo, para dilucidar una posible respuesta a la complicada pregunta que se planteaba líneas atrás, también resulta interesante prestar atención a otra serie de cuestiones. Otro de los aspectos en que todos sus biógrafos se ponen de acuerdo es en calificar de nula la formación de Isabel II -“she tended […] to become exactly what her education tended to make her, and her education was so bad that it could hardly have been worse”, aseguraba Francis Gribble, su primer biógrafo en sentido estricto-3, cuestión gravísima tratándose de un jefe de Estado. Ni Isabel II tuvo nunca una tendencia natural al estudio y un espíritu inquieto para adquirir conocimientos culturales -más allá de su pasión por el teatro y la música-, ni todos los tutores, ayas y demás responsables de su persona durante su minoría de edad estuvieron interesados conscientemente en formarla adecuadamente para su cargo, creando así un ser indeciso, influenciable, vulnerable y, sobre todo, manipulable, del que era fácil ganarse la completa confianza con un poco de cariño, un par de halagos o simplemente complaciendo sus deseos, como ella misma reconoció en la entrevista que le concedió a Benito Pérez Galdós en 1902 en París, de la que al respecto destacan las siguientes líneas: “Metida en un laberinto, por el cual tenía que andar palpando las paredes, pues no había luz que me guiara. Si alguno me encendía una luz, venía otro y me la apagaba […] Los que podían hacerlo no sabían una palabra de arte de gobierno constitucional: eran cortesanos que sólo entendían de etiqueta, y como se tratara de política, no había quien les sacara del absolutismo. Los que eran ilustrados y sabían de constituciones y de todas esas cosas, no me aleccionaban sino en los casos que pudieran serles favorables, dejándome à obscuras si se trataba de algo que en mi buen conocimiento pudiera favorecer àl contrario. ¿Qué había de 3“Se convirtió exactamente en lo que su educación hizo de ella, y su educación fue tan mala que difícilmente hubiera podido ser peor”. GRIBBLE, F., The tragedy of Isabella II, Londres, Chapman and Hall, 1913, p. 5. 4 hacer yo, jovencilla, reina à los catorce años, sin ningún freno en mi voluntad, con todo el dinero à mano para mis antojos y para darme el gusto de favorecer à los necesitados, no viendo al lado mío más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más que voces de adulación, que me aturdían? ¿Qué había de hacer yo? … Póngase en mi caso…”4. Sin ánimo de ofender a la memoria del personaje, bien se puede afirmar que Isabel II, por lo menos como soberana, estuvo cerca del analfabetismo, ya que nunca llegó a entender -ni se preocupó por ello, todo sea dicho- conceptos básicos para cualquier gobernante como la división entre realeza y Estado, lo que era una constitución o lo que entrañaba el liberalismo. Bernardo Blanco y Pérez (D, L) y Julio Donon (EL) Isabel II Litografía a lápiz 1850 Museo del Romanticismo. Inv. CE4341 4PÉREZ GALDÓS, B., “La reina Isabel”, en PÉREZ GALDÓS, B., Memoranda, Madrid, Perlado, Páez y Compañía, Sucesores de Hernando, 1906, pp. 21‐22. 5 Con respecto al tema que nos ocupa, es de principal importancia destacar que Isabel II nunca llegó a tener conciencia de algo tan primordial como el valor del dinero, lo que sumado a su carácter caprichoso y al hecho de no tener nunca a nadie a su lado que limitara y recondujera su conducta, se tradujo en una obsesión compulsiva por la compra y la acumulación de artículos de gran lujo -joyas, objetos de plata, vestidos, abanicos, guantes, etc.-, lo que junto a su tendencia por dar continuos y cuantiosos donativos y limosnas a iglesias, congregaciones y demás instituciones religiosas, puso en varias ocasiones en grave aprieto las arcas estatales, teniéndose que tomar medidas drásticas, como vender bienes muebles e inmuebles pertenecientes al patrimonio real para obtener liquidez y así afrontar las múltiples deudas. Ramón María del Valle- Inclán satiriza sobre esta cuestión en su esperpéntica Corte de los Milagros: “– […] Mi confianza en ti no ha menguado, y precisamente quería someter a tus luces una duda ¿Qué se puede hacer con dos millones? – ¡Muchas cosas! – No me entiendes ¿Cuánto dinero es? – ¡Pues dos millones! ¡Cien mil duros! ¡Quinientas mil pesetas! Se embobó la Reina: – Ponlo también en reales – Pues dos millones de reales son precisamente dos millones de reales”5 Reflejo material de esta circunstancia son los cientos de facturas que se han conservado hasta la actualidad.