Un 98 Distinto
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UN 98 DISTINTO (Restauración, Desastre, Regeneracionismo) * JOSÉ ANDRÉS-GALLEGO * EDICIONES ENCUENTRO MADRID, 1998 1 © 1998 José Andrés-Gallego y Ediciones Encuentro ISBN: 84-7490-484-6 Depósito legal: M. 19.011-1998 Queda prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación total o parcial de esta obra sin contar con autorización escrita de los titulares del Copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual. 2 PREÁMBULO Cuando se habla del 98, la mayoría de los españoles o de quienes conocen la historia de España piensa en una de estas dos cosas: el Desastre (o sea la derrota militar ante los Estados Unidos de Ámerica y la pérdida de Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, además de la olvidada isla de Guam, que es igualmente hispana) o la generación del 98 (esto es: un grupo de escritores entre quienes destacan Baroja, Azorín y Maeztu que clamaron por las desgracias de España en aquella ocasión). En realidad hay más Noventayochos. Por lo pronto, los españoles no debían desconocer -porque de bien nacidos es ser agradecidos- que hay un 98 cubano, un 98 puertorriqueño y un 98 filipino, al menos tan dramáticos como el 98 español. Seguramente más. En el caso de Cuba y Filipinas, el 98 presenció la culminación de un proceso independentista que se trocó en amargura inmediatamente, cuando la soberanía española fue sustituida por la de los Estados Unidos. En Puerto Rico, ni siquiera había existido un independentismo notable, fuerte; las gentes de la isla se vieron abocadas, así, no sólo a una separación a la que pocos aspiraban, sino a una verdadera Pasión; las nuevas autoridades estadounidenses se impusieron por la fuerza, frente a una resistencia heroica, y desarrollaron después una política de destierro que arrojó fuera de su patria a centenares, miles de isleños1. Si, en vez de asomarnos a estos Noventayochos hispanos, cometemos la equivocación de conformarnos sólo con descubrir el 98 español, también tendremos que reconocer varios Noventayochos. Hemos mencionado ya dos: el Desastre y la generación. Pero hay un tercero que es al que quiere referirse este libro: el de la respuesta política de lo que entonces se llamó regeneracionismo. Los días del Desastre, en efecto, eran los días en que, desde mucho antes de que comenzara la guerra de Cuba de 1895-1898 y sin que Azorín, Maeztu o Baroja hubieran escrito obra notable alguna, algunos españoles no se conformaban con quejas, sino que proponían soluciones. Esto es tan importante, que la política de hoy mismo está pasada, inconscientemente, por ese tamiz regenerador, que ha venido siendo heredado, de generación en generación, por la mayoría de los gobernantes de España que se han planteado la posibilidad y la conveniencia de mejorar las cosas, a izquierdas o a derechas, se llamasen Joaquín Costa o Maura, Canalejas o Primo de Rivera, Azaña o Franco, incluso Felipe González o Aznar. Quizá baste esto para justificar este libro. 1 No puedo menos que remitir, sobre este 98 tan poco conocido en España y tan dramático (de uno de los pueblos más españoles del mundo, en el sentido más profundo que cabe dar a los gentilicios, que no es el sentido político ni menos el jurisdiccional), al libro de Irene Fernández Aponte: El cambio de soberanía en Puerto Rico, Madrid, Editorial Mapfre, 1992, 438 págs. Remito al segundo post scriptum que lleva esta edición. 3 I. EL PROTAGONISTA OLVIDADO: EL ESTADO ESPAÑOL En 1898 se cerraba en España un proceso político -interior, exterior y también militar- que había comenzado en 1868, cuando un grupo de políticos progresistas - monárquicos y republicanos- decidió acabar con el reinado de Isabel II y, por tanto, con el monopolio de la política que ejercía el Partido Moderado al amparo de la Constitución de 1845. Lo ocurrido después, en los seis años que siguieron, se ha repetido muchas veces: hubo primero un Gobierno provisional que promulgó una Constitución democrática, la de 1869; siguió una monarquía parlamentaria, la de Amadeo de Saboya, y luego una República, que derivó hacia un sistema federal que se intentó organizar desde abajo, por medio de cantones, y que se deslizó de hecho hacia una verdadera revolución. Mientras ésta era vencida, militarmente, se sucedieron varias Presidencias de la República (las de Salmerón, Castelar y Serrano) que fueron acentuando el carácter conservador hasta lograr que la mayoría de los que opinaban y se hacían escuchar clamaran por el retorno a la Monarquía borbónica. El último de los citados, el general Serrano, prefirió el título de presidente del Poder Ejecutivo al de la República. No hubiera hecho falta que un espadón, el general Martínez Campos, se pronuciara en Sagunto en diciembre de 1874 a favor del príncipe Alfonso, hijo de Isabel II, y forzara de esta manera su entronización. A todo esto, en 1868 había estallado en Cuba una rebelión separatista que continuaba en los momentos del golpe de Sagunto y en 1872 se había formalizado en el Norte una nueva guerra carlista que tampoco estaba ganada por las armas que obedecían a los Gobiernos de Madrid cuando Alfonso XII empezó a ser rey. Lo que ocurrió después, desde 1874 a 1898 en la política española, también ha sido dicho varias veces aunque sea preciso volver ahora sobre ello. Antes, me parece importante advertir que, al socaire de esta historia de apariencia atormentada, durante el reinado de Isabel II (1833-1868) y ese Sexenio que unos llaman revolucionario y otros prefieren decir democrático y ambos tienen razón, más el reinado de Alfonso XII (1874- 1885) y algunos años de la regencia de María Cristina de Habsburgo (1885-1903), se había levantado ni más ni menos que el enorme edificio del Estado liberal español: el organismo de gobierno desde el que se administrarían las cosas de España, prácticamente, hasta mediado el siglo XX, y que ese Estado se había convertido en tamiz por el que pasaba gran parte de la vida española, de ciudades y aldeas, al acabar el XIX. Que la construcción de este gran edificio estuviera jalonada por tres revoluciones (1854, 1868, 1873) no debe llamar la atención, por lo menos no debe llamarla tanto como lo hace. El desarrollo del Estado liberal en todo Occidente estuvo jalonado por movimientos de ese tipo y los españoles no fueron por eso personas diferentes. Tras la revolución inglesa de 1688, los historiadores suelen interponer un cúmulo de conflictos menores que llenan la segunda mitad del XVIII en media Europa, al menos desde 1755 en Córcega y desde 1762 en Ginebra. Tras la Revolución francesa, la de 1789, y su inmediata expansión, comienza a hablarse de una onda breve de agitación meridional y oriental, que comienza en 1820 y que tiene justamente en España su punto de partida y su modelo pero que no termina aquí, sino que se extiende por el Mediterráneo. Tras las 4 revoluciones centroeuropeas clásicas de 1830 y 1848 (en cuya onda se inscribiría la española de 1854), en fin, habrá que ir situando el notable complejo de transformaciones que tuvieron lugar desde 1865 en Europa y América. En esos años (1865-1873) se desencadenaron acontecimientos que iban a ser decisivos para el porvenir: las consecuencias de la guerra de Secesión estadounidense, que había terminado en 1865 para dar paso a la Reconstrucción (como se denomina en la historiografía norteamericana), una Reconstrucción en la que el triunfo republicano permitió el desplazamiento definitivo de los particularismos de la preguerra en beneficio de una organización y de una coordinación mejor de las fuerzas de todo el país; la transformación de la política danesa que quedó resumida en la Constitución de 1866, en parte como fruto de la derrota frente a las armas de Prusia y Austria dos años antes, en la guerra por la posesión del ducado de Schleswig; otra guerra, la de 1866 entre esos dos aliados germanos, había urgido asimismo la solución del problema de las nacionalidades (que era una forma de reivindicación democrática en aquellos momentos) que dividía el Imperio austríaco, y fruto de ello fue el Compromiso de 1867, que inauguró un período de distensión al convertir el Imperio en Monarquía dual y conceder una amplia autonomía a los húngaros; en 1868 estalló la revolución en España; en 1870, la guerra franco- prusiana, que dio lugar a tres procesos de cambio por completo diversos: los de Italia, Alemania y Francia. En Italia, la distracción de las tropas francesas permitió completar la unificación política y administrativa de la Península con la ocupación de los Estados Pontificios por ejércitos del recién nacido Reino de Italia; el consiguiente enrarecimiento de las relaciones entre Iglesia y Estado se trocó en otra forma de expresión del liberalismo e incluso de la democracia, que afectaría además a todos los católicos de cualesquiera territorios, también los españoles, durante todo el resto del siglo y parte del XX. En Alemania, sobre el rescoldo de la misma guerra nacía su propio Imperio, moderado en el diseño de sus instituciones y en la práctica de la política general, pero portador de fórmulas casi inéditas, democráticas, como el sufragio universal en la designación de los representantes en el Reichstag, el Parlamento imperial. En Francia, la derrota de Sedán ante los prusianos dio pie al golpe de Estado que terminó con el gobierno de Napoleón III y abrió el proceso revolucionario de la Commune en 1871, dos años antes de que los cantonalistas españoles ensayaran sistemas autonómicos revolucionarios de corte semejante y por doquier. Que los españoles veían todo esto con entusiasmo, queda fuera de toda dura. En algunos testimonios, incluso oficiales, de 1868, se expresa explícitamente la convicción de que contaban con la simpatía de los hombres de otros países que pensaban igual que ellos.