El Sistema Político De La Restauración (PARTE II)
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El sistema político de la Restauración (PARTE II) 1. Los grupos opositores al sistema de la Restauración Las alternativas políticas al régimen de la Restauración fueron básicamente dos: la primera defendía el retorno al absolutismo tradicionalista y era promovida por los carlistas ultraderechistas; la segunda proponía el radicalismo democrático y era animada por los republicanos. Además de estas dos fuerzas, aparecieron y se desarrollaron nuevos movimientos políticos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco que también actuaron en oposición al sistema canovista. Todos estos grupos opositores –cuyas actividades resultaron en general poco efectivas– se beneficiaron de la amplísima libertad de prensa para exponer en las páginas de sus periódicos todo tipo de ideas y fobias políticas –anticlericales, antimilitaristas, antiliberales, antidemócratas, antiborbónicas, antimonárquicas, antiespañolas o separatistas– sin apenas restricciones. 1.1. Los republicanos Durante el último cuarto del siglo XIX, los republicanos permanecieron desunidos y muy divididos en diferentes y minúsculas tendencias por discrepancias doctrinales (los partidarios del federalismo contra los unitarios y los filoliberales contra los republicanos prosocialistas), por disputas estratégicas (entre los reformistas legalistas y los revolucionarios radicales partidarios de la utilización de métodos violentos como las insurrecciones armadas o los golpes militares) y también por durísimas rivalidades personales entre sus líderes (Pi y Margall, Figueras y Castelar ni siquiera se saludaban). Algunos de los pequeños grupos que componían el mosaico del republicanismo eran el Partido Posibilista (liderado por el derechista Emilio Castelar), el Partido Federal-Orgánico (encabezado por Estanislao Figueras hasta su muerte en 1882), el Partido Federal (con Francisco Pi y Margall al frente), el Partido Democrático-Progresista (dirigido por Manuel Ruiz Zorrilla, que vivió exiliado en París durante 20 años y cuyas iniciativas fueron calificadas por Castelar como «mamarrachadas y borricadas revolucionarias»), el Partido Reformista (un grupo liberal que contaba entre sus filas con Gumersindo Azcárate y que siempre fue liderado por Nicolás Salmerón quien, para muchos, fue un intelectual metido a ingenuo político aficionado que «bajaba pocas veces de las nubes» y cuyos discursos eran completamente ininteligibles) y el Partido Progresista (donde militaban Cristino Martos, José Canalejas y Eugenio Montero Ríos, que terminaron por integrarse en el Partido Liberal sagastino en 1884). Además, y para complicar más el panorama, desde 1900 surgieron nuevos líderes entre los jóvenes más exaltados y anticlericales de las filas republicanas como Alejandro Lerroux y Vicente Blasco Ibáñez. Esta extremada fragmentación debilitó al republicanismo que –inoperante e impotente– acumuló continuados fracasos políticos y perdió apoyos sociales desacreditado por el recuerdo de la caótica experiencia de la I República de 1873. Hasta su lenguaje político y sus propuestas ideológicas quedaron obsoletas, ya que los republicanos olvidaron los problemas del campesinado, tuvieron escaso interés por defender reformas de contenido social y desatendieron las reivindicaciones de la clase obrera. En su discurso político predominaba la fraseología retórica, la demagogia populista y una imagen mitificada de la República considerada ingenuamente como la solución mágica para todos los males y problemas del país. Para ellos, la República –que siempre era representada gráficamente encarnada en la imagen de una oronda matrona de acusadas curvas– simbolizaba la modernidad, el progreso, la paz y la felicidad, mientras que la monarquía significaba el atraso, la injusticia, la desigualdad, la ignorancia y la irracionalidad. Además del antimonarquismo, el programa de los republicanos solía incluir como propuestas comunes la organización federal del Estado, el servicio militar obligatorio sin excepciones, el laicismo estatal, la unión con Portugal, el juicio por jurados, la erradicación del caciquismo, la democratización efectiva del sistema político, los jurados mixtos, la limitación de la jornada laboral de los obreros, el establecimiento de subsidios económicos públicos para los más necesitados, la introducción de impuestos progresivos y la expropiación forzosa de las tierras que estuvieran sin cultivar. En cualquier caso, los republicanos no dejaron de acudir a sus cada vez más decadentes clubes y casinos locales, donde se reunían para conversar, jugar a los naipes o leer el periódico en salones con cortinas raídas y paredes adornadas con escudos, descoloridas banderas tricolores y retratos de Salmerón o Castelar. Únicamente un puñado de republicanos –como Ruiz Zorrilla o José Nakens– rechazaron la participación pacífica y legal en los procesos electorales y prefirieron seguir fieles a los viejos métodos revolucionarios con la esperanza de alcanzar el poder mediante insurrecciones armadas. Por ello, continuaron tramando conspiraciones y buscaron –sin éxito– el respaldo de los mandos militares para dar un golpe de fuerza y echar abajo la monarquía (Ruiz Zorrilla llegó incluso a preparar una sublevación en alianza «contra natura» con los carlistas y José Nakens colaboró con los terroristas anarquistas). Por el contrario, la mayoría de los sectores y líderes republicanos aceptaron las reglas de juego del sistema político, actuaron desde la legalidad y, en consecuencia, se integraron parcialmente en el régimen de la Restauración pues concurrieron a las citas electorales, participaron en los debates parlamentarios y dirigieron algunos organismos estatales como la Comisión de Reformas Sociales. 1.2. Los carlistas Tras la derrota de 1876, el pretendiente Carlos VII fijó su residencia en el palacio Loredán de Venecia y el carlismo entró en un profundo declive por diversas causas como: ■ La irreversible disminución de sus respaldos sociales (cuando los carlistas se presentaron a las elecciones jamás superaron el 3% de los votos). ■ La emigración a Francia de unos 15.000 oficiales y jóvenes combatientes carlistas tras la guerra de 1876 (de ellos, unos 3.000 regresaron a España tras aceptar el indulto a cambio de jurar fidelidad al rey Alfonso XII). ■ La repetición de las disputas internas entre los dirigentes carlistas. ■ La pérdida del apoyo del clero español y del Vaticano, especialmente tras la llegada al papado en 1878 de León XIII, que se mostró más inclinado al entendimiento con los gobernantes liberales europeos. ■ La integración paulatina en el partido canovista de numerosos y destacados ultracatólicos. A pesar del retroceso y del abandono de las actividades bélicas, los periódicos carlistas mantuvieron denominaciones tan evidentemente agresivas como El Cañón, El Fusil, El Combate, La Trinchera, El Guerrillero, El Centinela o El Trabucaire. Teniendo en cuenta esto, no resultó difícil para los carlistas modificar de nuevo sus métodos de lucha a principios del siglo XX y emprender la formación de milicias paramilitares armadas. Así, en 1902, se crearon en Madrid los primeros Batallones de la Juventud, que comenzaron a recibir instrucción militar y realizaban marchas por el campo y ejercicios de tiro al aire libre durante los fines de semana. Solo un reducidísimo sector del catolicismo más extremista continuó oponiéndose al sistema de la Restauración después del ingreso –en 1881– de la Unión Católica de Alejandro Pidal y Mon en el Partido Conservador de Cánovas. Sin embargo, algunos miembros del alto clero no abandonaron su vieja desconfianza hacia el liberalismo. Por ejemplo, el obispo de Santander aseguraba en 1891 que la separación de Iglesia y Estado significaba «dar gusto a Satán con público menosprecio de Jesucristo» y que «el liberalismo no daba importancia a la doctrina del Evangelio, desconocía la soberanía de Jesucristo como Juez de todo el linaje humano y no tenía en cuenta el carácter divino de la Iglesia». Asimismo, el sacerdote catalán Félix Sardà publicó en 1885 un libro titulado El liberalismo es pecado donde –en tono intolerante e integrista– no dudaba en afirmar que el liberalismo era sinónimo de blasfemia, latrocinio, adulterio y homicidio. 2. El nacimiento de los nacionalismos periféricos Entre 1830 y 1900, se produjo una vigorosa eclosión de los sentimientos nacionalistas en todos los rincones del continente europeo. En algunas ocasiones, los movimientos nacionalistas contribuyeron a la agrupación de pueblos dispersos en una única entidad estatal mediante la unificación política de territorios antes separados (así se construyeron Alemania e Italia). Pero en otros lugares, similares creencias y pasiones nacionalistas provocaron la fragmentación de los estados y la separación de los pueblos. Además, los problemas y las rivalidades surgieron en aquellas regiones de Europa donde los distintos pueblos se encontraban tan entremezclados que resultaba imposible realizar una clara distinción territorial por nacionalidades. Hubo fuertes movimientos nacionalistas –tanto autonomistas como separatistas– en los Balcanes, en Escandinavia, en el Cáucaso, en el Báltico, en las Islas Británicas, en Hungría y en España. Por ejemplo, los irlandeses iniciaron la lucha armada para obtener la completa independencia de Gran Bretaña, los finlandeses consiguieron la autonomía política dentro de Rusia en 1863 y los noruegos alcanzaron su independencia de Suecia hacia 1884. Asimismo, se produjo el despertar nacional de galeses, escoceses, polacos, lituanos, estonios, armenios y georgianos. El fervor nacionalista también llegó hasta