Tiempos de contestación: cultura del rock, masculinidad y política, 1966-75 Valeria Manzano (IDAES)

Un mes después de la imposición del golpe de estado comandado por el General Juan Carlos Onganía (1966-1970), el trío Los Beatniks promocionaba su disco simple, grabado con la subsidiaria local de la norteamericana Columbia Broadcasting System (CBS). La voz del trío, Moris, también compuso las letras. “Rebelde me llama la gente,” escribía Moris, “rebelde es mi corazón/ Soy libre y quieren hacerme / esclavo de una tradición”. En la medida en que CBS no se mostraba interesada en la promoción del disco, Los Beatniks se movieron por su cuenta y organizaron una fiesta que terminó en una decena de jóvenes bailando en una fuente pública del centro porteño. Los diarios dieron cuenta de la noticia en las páginas policiales: el trío terminó pasando tres noches en una comisaría.1 En tanto episodio fundacional, éste encarna algunas de las coordenadas de la emergencia y expansión de la cultura del rock en la Argentina. Primero, introduce a sus actores: los roqueros -poetas, músicos, fans- las industrias culturales y del entretenimiento, y el estado, mostrando siempre su faz más represiva. Segundo, condensa el principal gesto que los roqueros buscarían modelar: el posicionamiento de un “yo rebelde” que reacciona frente a las reglas, la monotonía, y el autoritarismo de la “vida común”. Por último, muestra cómo las culturas del rock fueron percibidas en la arena pública, esto es, en tanto condensaciones de desórdenes en los terrenos culturales, genéricos y sexuales. Este artículo se propone mostrar cómo, al participar en la creación y expansión de una cultura del rock, varones jóvenes de sectores medios y obreros articularon una crítica a la rutina cotidiana y a las construcciones hegemónicas de masculinidad. El crítico cultural Lawrence Grossberg subraya que, en los Estados Unidos, el rock estuvo anclado en lo que él denomina una nueva vida cotidiana de la segunda post-guerra, basada en la consolidación de un consenso político liberal y la renovada afluencia económica, factores que crearon la posibilidad para la visibilidad de la juventud como categoría diferenciada y, a su vez, del aburrimiento encarnado en los paisajes suburbanos norteamericanos. La cultura del rock, así, produjo una ideología de la autenticidad que intentaba trascender los límites de esa vida cotidiana y “articular un sentido de exasperación, insatisfacción y, ocasionalmente, protesta” (Grossberg, 1994: 156). A fines de la década de 1960 y principios de la siguiente, en la Argentina no prevalecían ni el consenso político ni la abundancia económica. Los jóvenes que se apropiaron del rock y lo

1 “Detúvose a integrantes de un trío musical,” La Prensa, 1 de agosto, 1966, 7. 2

“nacionalizaron” lo hicieron mediante el empleo del potencial de la cultura del rock para criticar su rutina cotidiana, percibida como carente de sentido, deshumanizadora y autoritaria. Como en otros países latinoamericanos, la rebelión de los roqueros argentinos estuvo sobre-determinada por su oposición práctica al autoritarismo cultural y político2. Sociólogos y críticos literarios han analizado la especificidad del rock en la Argentina, aunque han dejado al margen una interrogación sobre sus dinámicas genéricas y sexuales. En un trabajo pionero, Pablo Vila (1989: 1-28) ha indagado los sentidos producidos en el “rock nacional”, notando que su especificidad consistía en recostarse sobre un poderoso discurso centrado en la noción de autenticidad. Vila mostró que ese discurso se materializaba, por ejemplo, en el hecho de que bandas y cantantes, cuando comenzaban a devenir populares - “estrellas”- preferían desmembrarse. El crítico literario Claudio Díaz (2005) ha analizado, también, el funcionamiento de esos componentes del rock argentino, señalando además que poetas y músicos crearon un imaginario sobre los desplazamientos, construyendo así mundos para “escapar” de la vida ordinaria que imponía restricciones al “yo libre”, el sujeto por excelencia delineado por las poéticas del rock. Ese “yo libre” no fue genéricamente neutral: los roqueros eran, casi invariablemente, varones. La cultura del rock en la Argentina fue un sitio privilegiado para la construcción de una crítica a la cotidianeidad de los varones y para la elaboración de alternativas a la masculinidad hegemónica. Mientras que inicialmente algunos investigadores que analizaron los contextos anglosajones sugirieron que las culturas del rock se estructuraban por las figuras sexualmente agresivas de los guitar heroes o las estrellas -Mick Jagger o Robert Plant- más recientemente otros/as han sostenido que las culturas del rock son arenas prolíficas para la producción de diversas nociones de masculinidad (McRobbie y Frith, 1990 [1978]; Whiteley, 1997; Ivens, 2007). Tal como se configuró en la Argentina a fines de los sesenta, la cultura del rock - dependiente del discurso de la autenticidad sobre el que ha puesto énfasis Vila- fue un espacio para ensayar alternativas de masculinidad. Aunque esto no implicara que promovieran una ideología de género equitativa, en su oposición a la vida rutinaria algunos roqueros pusieron en cuestión los valores, prácticas e ideales organizadores de las construcciones hegemónicas de masculinidad (Connell, 2005: 39). Leer la historia del rock desde esta clave es crucial para comprender sus significados culturales y políticos más amplios, ya que es posible entrever que

2 Para el caso mexicano ver Zolov (1999) y para el brasilero Dunn (2000). 3

desde y en torno a la cultura del rock se produjo una de las primeras impugnaciones y debates colectivos de los significados del “hombre argentino”. A su vez, el foco en las dimensiones sexuales y genéricas permite auscultar cómo la cultura del rock se entrelazó con otras constelaciones de prácticas y discursos que interpelaban a los jóvenes, como la militancia revolucionaria. Las fricciones entre esas dos constelaciones -la roquera y la propiamente política- que, como señalara el historiador Alejandro Cattaruzza (1997), fueron pilares de una “cultura juvenil contestataria”, pueden ser mejor analizadas si atendemos a la batalla simbólica en torno a los varones jóvenes. En el primer segmento de este trabajo reconstruyo algunos de los valores y espacios que puntuaban la dinámica del “y mañana serán hombres”, mostrando que sirvieron como puntos de referencia desde los cuales crecientes contingentes de jóvenes varones elaboraron una crítica a la “vida rutinaria”. La emergente cultura del rock se nutrió del descontento generalizado con el autoritarismo que atravesaba aquellas dinámicas, contrarrestándolas mediante la valoración del “pibe” como figura imaginaria. En el segundo segmento sugiero que los roqueros formaron una fraternidad de “pibes” que se basó en la participación de una sociabilidad particular y en la puesta en práctica de ciertos estilos estéticos y de presentación personal, como el pelo largo. Al irrumpir en la escena pública, esa fraternidad suscitó reacciones homofóbicas y los roqueros devinieron un locus para la dramatización de una crisis del “hombre argentino”. Los roqueros efectivamente crearon espacios homo-sociales que le permitieron cultivar ideas y prácticas de masculinidad centradas en el hedonismo y el placer, de las cuales las chicas estaban excluidas. De hecho, al menos desde algunos segmentos de las poéticas del rock y desde los discursos en torno a la definición del significado o “espíritu” de este género musical, se produjeron sentidos fuertemente misóginos. No por casualidad esa misoginia cristalizó a comienzos de los setenta, cuando la cultura del rock parecía amenazada por el “fenómeno beat” y cuando los proyectos de transformación revolucionaria atraían cada vez más a contingentes juveniles. Finalmente, analizo cómo desde sectores de la izquierda revolucionaria se reclamó a los roqueros que “clarificaran” su ideología -el dominio de lo masculino-racional- y abandonaran el de la sensibilidad -ámbito de lo femenino e irracional. Reclamo que implicaba también deslegitimar la virilidad de los roqueros en comparación con la de los militantes revolucionarios.

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Y mañana (no) serán hombres A fines de la década de 1960 y principios de la siguiente, Palito Ortega -que llegaba al tope de los ránkings con cada disco- protagonizó una saga de películas detallando el camino hacia el “y mañana serán hombres”. En este sentido, Palito aparece, por ejemplo, cumpliendo la conscripción y aprendiendo a amar a la patria y a sus compañeros soldados, encuentra su primera novia, cambia jeans por traje gris, se casa y se lleva bien con sus suegros, y todavía tiene tiempo para ser fiel a la barra de la esquina. Para el creciente número de varones atraídos por la cultura del rock, Palito como ídolo y como modelo de muchacho-hombre personificaba exactamente lo que no querían ser. Los músicos, poetas y fans vinculados al rock cuestionaban las instituciones y prácticas que puntuaban las dinámicas del “y mañana serán hombres” -la escuela secundaria, el servicio militar, los trabajos asalariados- y que reforzaban las rutinas que, según ellos, restringían las libertades de jóvenes y adultos por igual. Comenzando a principios de la década de 1950, la escolarización secundaria devino una experiencia homogeneizante para la cotidianeidad de una mayoría de adolescentes, y la escuela un espacio donde muchos vivían a diario varios sentidos de autoritarismo. En , en 1969, el 59 por ciento de los varones entre 15 y 19 años estaban matriculados, especialmente en escuelas técnicas y bachilleratos para varones3. Así, una mayoría interactuaba en espacios homo- sociales e incluso cuando concurrieran a escuelas mixtas -la norma en la Provincia de Buenos Aires- se esperaba que desarrollaran algunas actividades tendientes a reforzar su virilidad. Desde la imposición del golpe de estado de 1966, por ejemplo, las autoridades educativas pedían insistentemente a los directores que mandaran a los varones a practicar tiro4. Para muchos, la práctica de tiro constituía solo uno entre los múltiples ejemplos de cómo la escuela fomentaba un orden militarista y autoritario, y las críticas escalaban. En 1968, una encuesta a 500 estudiantes mostraba que un 90 por ciento se quejaba por las “rutinas sin sentido”, como “formar una fila para entrar al aula y pararnos para saludar al profesor”5. Otros varones expresaban sentimientos similares: “en la escuela”, un estudiante técnico aseguraba, “vivís en un mundo irreal: tenés que

3 Ministerio de Educación y Cultura, Estadística Educativa (Departamento de Estadística Educativa, 1970), 68-71. 4 Dirección de Enseñanza Secundaria, Circular No. 37/969, Junio 4, 1969; Administración Nacional de Educación Media, Nota D-015/971, Mayo 18, 1971, Archivo del Instituto Superior del Profesorado Joaquín V. González. 5 “Adolescentes, la hora de la verdad,” Primera Plana No. 309, 30 de noviembre de 1968, 70-3. 5

pedir permiso para todo, estás sujeto a lo que otros quieren de vos”. En el mismo sentido, otro estudiante sostenía que “todo lo que soy y lo que quiero ser está fuera de la escuela”6. La bifurcación entre la escuela y la vida era evidente en lo concerniente a las prácticas de arreglo personal, disposición de los cuerpos y vestimenta. Las escuelas secundarias, de hecho, devinieron una arena central para las batallas simbólicas sobre el pelo largo. El Reglamento oficial prescribía que los estudiantes debían “concurrir a clase en condiciones higiénicas y usando la ropa pertinente”7. La mayoría de las escuelas requerían que los varones usaran pantalón gris, saco azul y corbata. Es más, a comienzos del año escolar 1969, los directores de 25 escuelas en la Ciudad y la Provincia de Buenos Aires mandaron notas a los padres, detallando que el pelo de los estudiantes debía estar a ocho centímetros de sus hombros para que pudieran matricularse8. Para muchos de los jóvenes que querían usar o usaban pelo largo, esto cristalizaba la arbitrariedad escolar, instalándose en el centro de una serie de disputas cotidianas. En 1971, por ejemplo, las autoridades de la escuela Mariano Acosta decidieron expulsar a un estudiante por no usar la “ropa apropiada” y tener el pelo “demasiado largo”. Cuando sus compañeros se solidarizaron, otros 25 fueron añadidos a la lista de despedidos. Un episodio similar ocurrió a principios de 1972, cuando 400 estudiantes del colegio Nicolás Avellaneda llamaron a una huelga en repudio de las exigencias de pelo y ropa9. En el transcurso de 1972, esas tensiones se entretejieron con otras que cuestionaban el sistema disciplinario por completo. Así, mientras estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires pusieron una bomba en una garita desde la que los preceptores controlaban sus movimientos, en otras escuelas los varones llevaron adelante lo que en la época se conoció como melenazos, mediante los cuales se negaban a cortarse el pelo y entraban en masa a la escuela para evitar expulsiones10. La escuela devino un terreno fértil para canalizar el descontento con el autoritarismo y el rock sirvió para que muchos varones modelaran una insatisfacción que parecía ubicua. No es casual que la banda que más contribuyó a hacer del rock un “fenómeno de masas” a comienzos de la década de 1970 -como lo observara Pablo Alabarces (1995: 64-66)- fuera el dúo Sui Géneris, formado cuando Charly García y Nito Mestre cursaban sus estudios secundarios en un

6 “Los profesores,” Cronopios No. 1, octubre de 1969, 85; “El contestador,” La Bella Gente No. 25, febrero de 1972, 89. 7 Ministerio de Educación y Justicia, Reglamento general para los establecimientos de enseñanza secundaria, normal y especial (Buenos Aires: Poder Ejecutivo Nacional, 1957), 37. 8 “Melenudos del mundo, uníos,” Panorama No. 101, 1 de abril de 1969, 10-11. 9 “Incidentes en el Colegio Mariano Acosta,” La Opinión, 18 de agosto de 1971, 18; “La ropa que vos usáis,” Primera Plana No. 478, 28 de marzo de 1972, 31. 10 “Adolescentes, lo que vendrá,” Primera Plana No. 495, 25 de julio de 1972, 39-40. 6

colegio militar. Sui Géneris interpelaba a una audiencia escolar mediante, por ejemplo, la tematización de dilemas y sentimientos compartidos -como los primeros encuentros sexuales y la amistad- así como a través de la utilización de metáforas escolares. De manera notoria, “Aprendizaje” narra cómo “aprendí a ser formal y cortés/ cortándome el pelo/ una vez por mes”. El “educando”, sin embargo, fue “aplazado en formalidad” porque nunca le “gustó la sociedad”. La experiencia escolar ofrecía las palabras clave -aprender, aplazar- para hablar de las normas que regían la vida cotidiana de los jóvenes, percibida como atravesada por el autoritarismo. En efecto, las prácticas y rutinas escolares representaban, para muchos varones, un proyecto tendiente a des-individualizarlos, tal como se advierte en la pregunta que un roquero se formulaba públicamente, a modo de explicación de su participación en un melenazo: “¿Por qué soy un expediente adentro y una persona afuera de la escuela?”11. Para muchos jóvenes, tras la experiencia escolar llegaba la conscripción, otro espacio generador de descontento con el autoritarismo que atravesaba la dinámica del “y mañana serán hombres”. El servicio militar, o conscripción, fue creado en 1902 y regulado e implementado de manera amplia desde 1911. Desde la perspectiva de las elites, esta etapa de adoctrinamiento militar debía servir para forjar el “alma nacional” y moldear ciudadanos respetuosos de los principios de orden y jerarquía. En la primera mitad del siglo XX la conscripción encontró fuertes resistencias individuales -varones que buscaban formas de evadirla- o colectivas, como la emprendida por activistas anarquistas, oponiéndose al militarismo (Ablard, 2009). En los sesenta, escritores de izquierda cuestionaban también otros aspectos, como los maltratos físicos, psicológicos y sexuales a los que eran sujetos los conscriptos y los modos en que terminaban por internalizar el maltrato recibido en esa institución. En las páginas iniciales de Dar la cara David Viñas narra cómo un grupo de soldados se apropia del lenguaje y actitudes militaristas mientras viola a un compañero en la noche de despedida del servicio militar. “La invasión”, un cuento que Ricardo Piglia publicó en 1967, por su parte, superpone la arbitrariedad de la vida militar con la amenaza de violencia sexual entre los soldados. El cuento narra cómo un soldado, estudiante universitario, es apresado en las barracas solo porque “el milico me odia”. Espera encontrar alguna solidaridad en otros dos conscriptos, pero ni siquiera le hablan, mientras tienen relaciones

11 “La crisis de la disciplina tradicional,” Siete Días No. 261, 15 de mayo de 1972, n/p. 7

sexuales entre ellos. Testigo horrorizado, el estudiante teme ser violado12. Miedo y un sentido de lo absurdo atraviesan el cuento, sentimientos compartidos por muchos varones llamados a cumplir con la conscripción, a los que Satiricón les recordaba que era la “peor desgracia que debemos afrontar” y les recomendaba que la única forma de hacerle frente era tratar de “pasar inadvertidos”13. Con todo, desde la perspectiva de muchos jóvenes, la des-individualización y humillación subsumidas en la “subordinación y valor” que implicaba “hacerse hombres” eran atributos despreciables. En el caso de los jóvenes que se vincularon a organizaciones revolucionarias, como el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), ese descontento idealmente se politizaría. No fue fortuito, así, que el ERP desarrollara una política específica para fomentar la insubordinación colectiva de los conscriptos, mientras les recomendaba aprovechar el entrenamiento militar para luego volcarlo a la “guerra popular”14. Esas sugerencias y llamados a la acción colectiva, sin embargo, parecen no haber funcionado con los roqueros, para quienes -al igual que la escuela- la conscripción implicaba “dejar la vida a un lado”. En una de las pocas memorias de un roquero, Miguel Cantilo comenta que para él y sus amigos la conscripción representaba una “trampa mortal”. Cantilo describe las múltiples estrategias que siguió para conseguir el certificado de “no apto” para el servicio militar, desde perder peso hasta declarar que consumía drogas ilegales. Pero también apunta a las familias que, “cómplices hipócritas de los militares”, insistían en que la conscripción era ideal para “formar hombres”, remarcando que existía un continuum entre la “trampa mortal” y las expectativas que los padres proyectaban en el paso de sus hijos por esta institución como momento de adoctrinamiento en los principios de obediencia y disciplina15. Mientras los roqueros cuestionaban a la conscripción y a la escuela, también creaban imágenes distópicas alrededor de su potencial futuro de trabajadores adultos: el oficinista, en particular, corporizaba la vida a la que los roqueros más temían. Si, como Díaz ha sugerido (2005: 101), los poetas del rock hicieron de la ciudad la metáfora del “sistema”, el oficinista fue la figura que encarnaba las rutinas y el conservadurismo de la ciudad-sistema. En su primer disco simple, por ejemplo, el dúo Pedro y Pablo -Miguel Cantilo y Jorge Durietz- cantaba “Yo vivo en

12 David Viñas, Dar la cara (Buenos Aires: Jamcana, 1962), 11-16; Ricardo Piglia, “La invasión” [1967], en La invasión (Barcelona: Alfaguara, 2006), 95-103. 13 Carlos Trillo y Alejandro Dolina, “Fatalidades: Me tocó la colimba,” Satiricón No. 13, noviembre de 1973, 58-9. 14 Mario Roberto Santucho, “A los soldados conscriptos,” [Abril de 1975], en Daniel De Santis, A Vencer o Morir: PRT-ERP, v. 2 (Buenos Aires: EUdeBA, 1998), 358-60. 15 Miguel Cantilo, Chau Loco: Los hippies en la Argentina de los setenta (Buenos Aires: Galerna, 2000), 19-20. 8

una ciudad / donde la gente aún usa gomina / donde la gente se va a la oficina / sin un minuto de más”. En esa narrativa, los habitantes de la ciudad son todos varones: los oficinistas que usaban gomina, el gel que numerosas generaciones de porteños usufructuaron por décadas para modelar y emprolijar su pelo corto. Esos habitantes urbanos generaban ambivalencia: Pedro y Pablo aseguran que “sin embargo yo quiero a ese pueblo”, simplemente porque “me incita a la rebelión”. De manera similar, Claudio Gabis, guitarrista del trío Manal -junto a Javier Martínez y Alejandro Medina- afirmaba que la música del trío se nutría de la vida urbana, que a la vez prometía “belleza” y constituía “una boca que anula individualidades y aniquila identidades”, como ilustraban “los tipos grises que van todos los días a la oficina”16. Los roqueros hicieron del oficinista su contra-figura. Como algunos fans subrayaban en cartas escritas a una revista juvenil, el comportamiento dócil y el respeto por la autoridad requeridos en las escuelas y las barracas no daban como resultado a “un hombre guerrero” sino al oficinista, que había “incluido esas reglas en su vida, ¡pobre cosita!”17. En buena medida, desde una perspectiva generacional y cultural, los roqueros participaban de un campo más amplio de crítica a las clases medias, o a la pequeña burguesía. A lo largo de la década de 1960, múltiples ensayistas popularizaron la imagen de una pequeña burguesía conservadora e individualista. Tal fue el caso de Juan José Sebreli, quien planteaba que el oficinista, personificando la alienación pequeño-burguesa, estaba habituado a manipular papeles en vez de producir, aprendiendo a “navegar en la superficie de las cosas”. Esa posición estructural explicaba, para Sebreli, su “obsesión con el orden y las apariencias”18. Como ha notado Carlos Altamirano (2001: 88-90), la crítica a la pequeña burguesía producida por los ensayistas de izquierda funcionaba como literatura de “mortificación”, una suerte de auto-revancha por el rol jugado por este segmento social durante el régimen peronista y sus postrimerías. Menos politizados, los roqueros también enmarcaron sus críticas en una retórica de la mortificación -recuérdese el “¡pobre cosita!”. Sin embargo, la crítica roquera apuntaba más precisamente a una rebelión cultural y generacional frente a la posibilidad de devenir oficinistas, como era el caso de muchos de sus padres. A su vez, la objeción a la figura del oficinista se entrecruzó con la percepción de una relación directa entre trabajo y consumo: para muchos roqueros, el oficinista estaba atrapado en

16 Sergio Makaroff, “HardrockbluesBuenosAiresManal,” Cronopios No. 0, septiembre de 1969, 29. 17 “El contestador,” La Bella Gente No. 20, septiembre de 1971, 85; No. 21, octubre de 1971, 87; No. 22, noviembre de 1971, 88-9; No. 23, diciembre de 1971, 91. 18 Juan José Sebreli, Buenos Aires: vida cotidiana y alienación (Buenos Aires: Siglo Veinte, 1990 [1964]), 67, 84. 9

una vida rutinaria para satisfacer un inacabable deseo de consumo. La crítica anti-consumista, en verdad, atravesó a las culturas del rock mundial en los sesenta. Aunque los investigadores del rock difieren en su evaluación del grado y las características de ese cuestionamiento, acuerdan en que las culturas del rock surgieron desde y reaccionaron contra la emergencia de “sociedades opulentas” y el modo en que las prácticas de consumo devinieron locus para la construcción de identidades (Grossberg, 1994: 144-8; Frith, 1981: 249-68). En una Argentina no tan opulenta, en cambio, prevalecieron las reflexiones de tono sarcástico sobre los esfuerzos para adquirir “status” mediante el consumo, y el oficinista evocaba a la vez el deseo y el fracaso implícitos en esos esfuerzos. En 1972, por ejemplo, el periodista Tomás Eloy Martínez escribía, con ironía, sobre el oficinista que tenía tres empleos al mismo tiempo para “mantener una fachada de progreso”. Para mostrarle a los demás “lo bien que le va”, sostenía Martínez, el oficinista “vende su casa para comprar un auto”19. Esa localización del vínculo entre trabajo y consumo reverberaba, también, en el ámbito roquero. Uno de los más exitosos blues de Manal, por ejemplo, puntualizaba los mandatos culturales y sociales que pesaban sobre los varones cuando se cantaba que “no hace falta tener un auto / ni relojes de medio millón / cuatro empleos bien pagados / no, no, no pibe / para que alguien te pueda amar”. Apelando directamente al “pibe”, Manal lo precavía sobre los riesgos de convertirse en el hombre que sobre-trabajaba para sobre- consumir. Ese era el punto final del “y mañana serán hombres” ante el cual los roqueros reaccionaban con vehemencia. De este modo, muchos de los varones que se acercaron, e hicieron, la cultura del rock en la Argentina desafiaban las instituciones y las prácticas mediante las cuales los valores de disciplina, respetabilidad y consumismo eran transmitidos y eventualmente aprendidos, poniendo en entredicho las construcciones hegemónicas de masculinidad. Ese cuestionamiento estaba predicado en el potencial simbólico del “pibe” como fuente de autenticidad, una apelación que - como lo mostró Eduardo Archetti (1999: 182-6)- también fue y es recurrente entre los hinchas de fútbol, especialmente a la hora de singularizar un estilo de juego argentino. Entre los varones atraídos por la cultura del rock, el “pibe” no debía convertirse en ese hombre o, quizá, en ningún hombre. Los roqueros parecían llamar a permanecer “pibes” para siempre y de esa manera preservar la espontaneidad y libertad asociadas a esa nueva figura. El reclamo de no comprometerse con las rutinas, convenciones y normas que organizaban la vida cotidiana de los

19 T. E. M., “La familia que venderá su casa para comprar un auto,” La Opinión, 3 de noviembre de 1972, 8. 10 jóvenes implicaba el llamado a sostenerse en “una pieza”, esto es, a impedir el desmembramiento de sus “yoes” al lidiar con las instituciones y prácticas que marcaban la dinámica del “y mañana serán hombres”. Para contrarrestar ese proceso por el cual la masculinidad hegemónica era modelada, los roqueros crearon de manera concreta una fraternidad imaginaria de “pibes”, una fuerza cultural aparentemente marginal pero crecientemente significante.

Una fraternidad de pelilargos En junio de 1967 el cuarteto rosarino Los Gatos grabó el simple conteniendo “La Balsa” con la subsidiaria local de la norteamericana Radio Corporation of America (RCA). Compuesta por Tanguito y Litto Nebbia, el disco vendió 250.000 copias en seis meses y consagró al castellano como el idioma del rock en la Argentina, contrastando con otros países latinoamericanos -como México- donde el inglés era la norma. “La Balsa” se convirtió en el primer himno para la fraternidad de pelilargos que surgía alrededor del rock. Para muchos de esos chicos, el pelo fue un medio para producir una crítica simbólica de la vida cotidiana y para desafiar los códigos de “modales y costumbres”. En la Argentina de fines de los sesenta, el uso del pelo largo y la participación en una sociabilidad roquera implicaron, casi literalmente, el riesgo de detención policial y maltrato físico. La homofobia que informaba el accionar policial era compartida por otros actores, quienes vieron en los roqueros una amenaza para la pervivencia del “hombre argentino” en un contexto marcado por profundas transformaciones en el orden genérico. En verdad, los roqueros construyeron espacios homo-sociales, donde ensayaron y propusieron ideas alternativas de masculinidad. Las chicas, aún cuando se vincularan a la cultura del rock, lo hicieron desde un lugar marginal. De hecho, a juzgar por las poéticas del rock, pero también por los sentidos que sobre este estilo musical proponían revistas como Pelo, lo femenino constituyó un elemento a ser purgado. Una retórica centrada en el anti-convencionalismo; el aire iconoclasta y cosmopolita de ciertos enclaves culturales -como los alrededores del Instituto Di Tella- y la voluntad de construir un territorio entre lo “político” y lo “comercial” reverberaba en la naciente cultura del rock. Los “pioneros” de esa cultura en Buenos Aires crearon espacios casi enteramente homo-sociales. Muchos de ellos -que tenían un promedio de 20 años en 1967- habían tomado distancia de sus contextos familiares. Los miembros de Los Gatos, por ejemplo, habían migrado a Buenos Aires desde su Rosario natal con un contrato para tocar en shows televisivos y bailes populares 11

organizados por la empresa de entretenimientos Escala Musical. Como recordara Nebbia, la banda apenas si ganaba lo suficiente para comer y sus miembros solo podían pagar habitaciones en hoteles muy humildes, donde interactuaban con Moris, el baterista y cantante Javier Martínez o el poeta Pipo Lernoud. Estos últimos eran muchachos de clase media de Buenos Aires: mudarse a esos hoteles implicaba, para ellos, forjar estilos de vida y relaciones personales diferentes a las cultivadas en la familia, la escuela o los empleos asalariados. Como sucedía con otros enclaves, como el pub La Cueva, las habitaciones de hotel fueron mayormente espacios homo-sociales. Sin dudas, estos jóvenes tenían novias y amigas, aunque su fraternidad estaba anclada en el deseo de vivir “sin lazos”. Familiarizados con The Beatles y The Rolling Stones - con la excepción de Los Gatos- esos chicos no tenían entrenamiento musical profesional: aprendieron de forma autodidacta y colectiva en hoteles y bares, como La Cueva y La Perla del Once. Según cuenta la leyenda, fue en el baño de La Perla donde Tanguito y Nebbia compusieron “La Balsa”20. A medida en que “La Balsa” trepaba en los ránkings, los náufragos se posicionaron a sí mismos como portadores de una política cultural articulada por sentimientos y prácticas anti- autoritarias y anti-convencionales. Para celebrar la llegada de la primavera de 1967, por ejemplo, Lernoud y otros amigos convocaron a una reunión en Plaza San Martín, invitando a todos los “melenudos” y pidiéndoles que se vistieran “como se vestirían en un país libre”. El 21 de septiembre, unos 300 “pelilargos”, usando ropas coloridas y ajustadas, se acercaron a la Plaza21. El “nosotros” que estos roqueros delineaban estaba anclado en un gusto por un género musical y en sus estilos de arreglo personal, especialmente el uso del pelo largo. Al hacerlo, aquellos jóvenes hacían algo más que “reinventarse a uno mismo por uno mismo para uno mismo”, como notó el antropólogo Grant McCracken (1995: 3, 61-4) respecto de los usos del pelo en sociedades contemporáneas. Como este autor ha sugerido, el pelo largo sí fue “transformador”, pero de identidades individuales y colectivas. Por ejemplo, Tony -que no fue a Plaza San Martín- recuerda que a fines de 1967 otros dos chicos y él usaban pelo largo en su barrio del Gran Buenos Aires: “no éramos amigos, pero primero nos empezamos a saludar, después nos

20 La mayoría de las historias del rock en la Argentina detallan la interacción de los “pioneros” en esos espacios, especialmente entre 1965 y 1968. Ver, entre otros, Grinberg (1977); Marzullo y Muñoz (1985); Fernández Bitar (1987); Kreimer y Polimeni, (2006), así como las notas autobiográficas de un “pionero”, Nebbia (2004). 21 “Así llegó la primavera,” Siete Días No. 20, 26 de septiembre de 1967, 12-4, ver también Pujol (2000). 12

empezamos a juntar a charlar y a tocar juntos”22. Para ellos, el pelo fue un medio para construir lazos fraternales y comunicar una actitud anti-convencional cimentada, también, en un gusto común por el rock. Moldeada y mostrada a fines de los sesenta, esa actitud y estilo implicaban una contestación práctica al autoritarismo cultural y político. Como Lernoud anotaba en su panfleto, y muchos experimentarían en carne propia, la Argentina de Onganía estaba lejos de ser un “país libre”. Entre fines de 1967 y comienzos de 1968, la represión policial a los roqueros y “pelilargos” escaló. El 30 de noviembre, por ejemplo, La Razón informaba que “un grupo de 21 hippies ruidosos y entusiastas” había sido detenido en la Plaza San Martín tras el llamado de vecinos quejándose por sus “canciones y comportamientos escandalosos”23. La acción policial fue mucho más allá de los “enclaves hippies” en el centro porteño. En las tres primeras semanas de enero, al menos 120 jóvenes -el 80 % menores de edad- fueron detenidos en distintos barrios, como Paternal y Villa Pueyrredón24. Uno de ellos mostraba su indignación al contar que tras 29 horas de detención, un policía por fin le comunicó las “razones reales”: primero, él y su grupo habrían estado “rompiendo flores de un área verde” y “hablando demasiado alto”, y segundo, su aspecto era “desprolijo” y su pelo “demasiado largo”25. El pelo largo se ubicó en el centro de la escena en febrero de ese año cuando fue detenido un grupo en el que se encontraba el abogado y artista plástico Ernesto Deira. Una vez llevados al Departamento Central de la Policía Federal, un efectivo de esa fuerza rapó la cabeza de Deira, mientras un psiquiatra le decía que “los hippies son un cáncer” y que era un deber policial “extirparlos del cuerpo social”26. Sin dudas un caso extremo, éste actuó como catalizador para que editorialistas cuestionaran los “excesos” policiales. Un editorial de Gente llegó a denunciar las “violaciones a las libertades civiles” cometidas por la policía contra los “pelilargos”. Un editorial de Análisis fue más lejos: apelando al gobierno directamente, planteaba que “si la libertad de usar pelo largo y pantalones extravagantes desaparece, los jóvenes tendrán motivos reales para sentirse disconformes con el

22 Entrevista con Tony (nacido en 1950 en Valentín Alsina, Lanús), 10 de septiembre de 2007. 23 “Hippies en Buenos Aires,” La Razón, 30 de noviembre de 1967, 13. 24 “Hippies al calabozo,” La Razón, 10 de enero de 1968, 8; “La guerra anti-hippies,” 23 de enero de 1968, 6. 25 “La guerra anti-hippies,” La Razón, 17 de enero de 1968, 6; “Continúa la guerra,” 19 de enero de 1968, 7. 26 “¿Qué le pasa a la policía?,” Extra No. 32, Marzo 1968, 9. 13

sistema social”27. Quizá como resultado de esas presiones, la acción policial disminuyó, aunque bajo ninguna circunstancia desapareció. En términos de persecución a los “pelilargos”, sin embargo, la policía no era la única en actuar. Como recuerdan algunos de los náufragos de Plaza Francia, ellos recibían la frecuente visita del “grupo de Pompeya”, jóvenes de ese barrio que llegaban a la plaza para pegarles. En la medida en que los náufragos predicaban “paz y amor”, recuerda Lernoud, no querían devolver las trompadas y terminaban por llevarse la peor parte en las bataholas28. Asimismo, en Mar del Plata, grupos de jóvenes tuvieron un rol fundamental en pegarles a los “hippies” veraneantes. El 10 de enero de 1968, cuando un grupo de 20 jóvenes organizaron un “rock happening”, al menos “cien muchachos de pelo corto, con piedras y palos” lanzaron su ataque contra los “hippies”, a la sazón los únicos detenidos29. En esos mismos días, la marginal pero visible Federación de Entidades Anti-Comunistas de la Argentina (FAEDA), en una publicitada conferencia de prensa, denunció que los “hippies” estaban vinculados a “una red internacional de guerrilleros castristas” y acusó al ex diputado socialista Juan Carlos Coral de ayudarlos a salir de las comisarías. Coral respondió a FAEDA indicando que él “nunca ayudaría a un hippie”. Haciendo uso de un argumento que devendría común entre algunos grupos de izquierda, sostuvo que los “hippies” eran “nenes bien, parásitos afeminados”30. Aún cuando subrayara la condición de clase que imaginaba común a todos los “hippies”, Coral también recurrió a un argumento homofóbico. Así, la reacción frente a los náufragos, hippies o roqueros -términos intercambiables a fines de los sesenta- se organizó en torno de sentimientos homofóbicos. En los meses de intensas razzias policiales, por ejemplo, la revista Siete Días publicó 52 cartas de lectores alrededor del “asunto hippie”. La serie fue iniciada por la de un hombre adulto, quejándose que los “hippies pelilargos” representaban una amenaza a la “sociedad argentina” porque eran “todos homosexuales”. Respondiéndole a ese lector, dos jóvenes -firmando bajo los seudónimos “Adam Dylan” y “Oswald Lennon”- sostuvieron que los “hippies y amantes del rock” eran “los verdaderos representantes de la juventud argentina” ya que portaban el mensaje de “paz y amor”

27 “Editorial: ¿Qué está hacienda la policía?,” Gente No. 134, 2 de febrero de 1968, 4-5; “Nuevo orden capilar,” Análisis No. 361, 12 de febrero de 1968, 8-9. 28 Ver el testimonio de Pipo Lernoud en Pintos (1993: 127-8). 29 “Tumultos en la misa negra,” Siete Días No. 36, 16 de enero de 1968, 15; “Descomunal desorden entre hippies y anti-hippies en Mar del Plata,” La Razón, 11 de enero de 1968, 8. 30 “¿Será posible?,” La Razón, 12 de enero de 1968, 7; “Hippies,” La Razón, 24 de enero de 1968, 6; varias personas escribieron cartas de lectores en apoyo a Coral, “Correo,” Primera Plana No. 265, 23 de enero de 1968, 4; “Correo de lectores,” Siete Días No. 37, 23 de enero de 1968, 15. 14

que el país necesitaba31. Los lectores se dividieron: mientras 10 apoyaron a “Dylan” y “Lennon”, 36 se volcaron a desentrañar el argumento de la “homosexualidad”, incluidos muchos jóvenes. Omar, un lector de 19 años, por ejemplo, sostuvo que era imposible que los hippies fueran “buenos argentinos” desde el momento en que “fuman marihuana y son homosexuales”, afirmación con la cual Juan, un lector de 17 años, se mostró “plenamente de acuerdo”. Carlos, otro lector de 19 años, fue un paso más allá, sentenciando que si los hippies “quisieran colaborar con la patria”, deberían ser “hombres de valor, y empezar por abandonar su música y su ropa estúpida”32. La reacción homofóbica que los roqueros incitaron al irrumpir en la arena pública dinamizó una discusión en torno al “hombre argentino”, enmarcada en ansiedades sobre las transformaciones en las relaciones de género en la Argentina de los sesenta. Los muchachos que les pegaban a los náufragos, la policía, y muchos de los lectores intentaban promover la bravura, disciplina y sentido de respetabilidad que el “hombre argentino” debía aprender en las escuelas, en la conscripción, o en las múltiples interacciones cotidianas. Como ha subrayado Eve Kosofsky Sedgwick (1985: 25), en una sociedad masculinista hay una relación entre “la homo- socialidad y el modo de transmitir el poder patriarcal” y, cuando emerge un sentido de quiebre, esa relación deviene “homofobia ideológica”. Varones adultos y jóvenes vieron en los roqueros - la cara más visible de ese quiebre- una “amenaza homosexual”, temiendo que pusieran en peligro la continuidad generacional del “hombre argentino” y la transmisión del poder patriarcal. Esta reacción respondía a una dinámica mayor que parecía poner en entredicho el ejercicio del poder patriarcal. En particular, fueron las chicas jóvenes -sobre todo, pero no solamente, de los sectores medios urbanos- quienes, de manera práctica antes que auto-consciente, marcaron los límites de ese poder en la Argentina de los sesenta. El aumento de la matriculación en las escuelas secundarias y la universidad, la presencia diversificada y sostenida de las mujeres jóvenes en el mercado laboral; su participación, también, en circuitos de sociabilidad juvenil desprovistos de supervisión adulta, fueron algunos elementos que sentaban las bases para la erosión de los arreglos patriarcales y domésticos prevalecientes33. Sin embargo, fueron los roqueros -varones jóvenes- quienes, a partir de una homo-socialidad centrada en el hedonismo y anclada en

31 “Correo de lectores,” Siete Días No. 18, 12 de septiembre de 1967, 5; No. 21, 3 de octubre de 1967, 7. 32 “Correo de lectores,” Siete Días No. 31, 12 de diciembre de 1967, 7; No. 36, 16 de enero de 1968, 6; No. 44, 12 de marzo de 1968, 5. 33 Ver, entre otros, Feijoo y Nari (1996); Felitti (2000); Barrancos (2007); Cosse (2008); Manzano (2009). 15

prácticas estéticas, musicales y de arreglo personal, devinieron la punta más visible del cuestionamiento a la masculinidad hegemónica. La reacción homofóbica y represiva con que se respondió a la emergencia pública de los roqueros terminó por condicionar las dinámicas ideológicas y genéricas de la cultura del rock. Al menos entre 1967 y 1970 esta cultura del rock atravesó un proceso de diversificación y expansión. Uno de los signos más evidentes de ese desarrollo fue el exponencial crecimiento en la venta de ciertos instrumentos musicales: entre 1967 y 1970, la venta de guitarras eléctricas aumentó un 260 por ciento, la de bajos un 180 y la de baterías un 12034. A principios de 1970, un periodista especializado en música popular sugería -exagerando- que, en el área metropolitana, había una banda de rock “cada cuatro cuadras”35. En esa dinámica, las empresas discográficas más establecidas salieron a la caza de “talento joven” en un intento de perpetuar el éxito obtenido por Los Gatos. Tal fue lo sucedido con un cuarteto conformado por los casi adolescentes , Emilio del Guercio, Rodolfo García y Edelmiro Molinari -es decir, Almendra- “descubierto” en sus ensayos semanales por un representante de RCA en 1968. Fue en ese mismo año, también, cuando el editor Jorge Álvarez se asoció con un puñado de egresados del Colegio Nacional de Buenos Aires -algunos de ellos náufragos de la Plaza Francia- para formar el legendario sello Mandioca. Al lanzar el sello a fines de 1968, Álvarez sostenía que, a diferencia de otras compañías, Mandioca no iba a “interferir en el proceso artístico” y que los músicos y poetas serían “libres para crear y comunicar su trabajo” sin necesidad de ajustarse a las “reglas comerciales”36. Incapaz de atraer a Almendra, Mandioca lanzó al mercado a Manal, Miguel Abuelo y, más adelante, Vox Dei, siendo clave también para la organización de un circuito de recitales, uno de los medios principales para la configuración de la fraternidad de “pelilargos” roqueros y foco de razzias policiales en 1968-9. Como la arbitrariedad vivida por los varones en la escuela secundaria y en la conscripción, la experimentada mediante las razzias en recitales fue crucial para que el anti-autoritarismo deviniera uno de los componentes ideológicos más significativos de la cultura del rock en la Argentina. En buena medida, el accionar represivo de la Policía hizo que los recitales fueran espacios de escasa presencia de las chicas, y a esto se le sumó la misoginia de muchos roqueros. Arriba del escenario, las únicas tres mujeres a principios de los setenta -Carola, Gabriela y María

34 “La multiplicación de los instrumentos”, Mercado No. 95, 5 de mayo de 1971, 40. 35 Jorge Andrés, “Los jóvenes fuertes”, Análisis No. 464, 2 de febrero de 1970, 48. 36 “La vida es como un long play”, Análisis No. 402, 27 de noviembre de 1968, 52. 16

Rosa Yorio- eran parejas de roqueros prominentes y ninguna alcanzó mayores éxitos: “los roqueros son machistas”, argumentó Gabriela37. De manera general, los recitales se percibían como un territorio peligroso. Como recordaba Hilda, ella quería ir a recitales, y de hecho lo hizo, pero le resultaba difícil: “mis amigas y yo teníamos miedo, pero nuestros padres tenían más y no nos dejaban”38. Muchas, sin embargo, tuvieron la chance de ir a recitales organizados, por ejemplo, por un programa radial para celebrar el fin del ciclo lectivo 1969 -que atrajeron a 60.000 personas- donde tocaron bandas como Manal. Para los músicos y los “verdaderos roqueros”, esos shows eran ocasiones para “hacer plata” y no para “tocar en serio”, e intentaban evitarlos39. De esa manera, incluso cuando participaran en la sociabilidad roquera, las chicas lo hacían en contextos que muchos varones despreciaban. Algo similar sucedía con la banda con la que las chicas se vincularon más consistentemente: Sui Géneris, que inicialmente tocó de manera acústica. A comienzos de los setenta, cuando los roqueros valoraban de manera creciente los sonidos “eléctricos” y virtuosos, Sui Géneris, según su propio productor y líder de La Pesada del Rock and Roll, Billy Bond, tocaba “como y para nenas”40. Tocar “como nenas” era tan insultante como “tocar para nenas”: se suponía que el rock vinculaba a una fraternidad de varones. Aunque las chicas estaban virtualmente excluidas de la fraternidad de “pelilargos”, las poéticas del rock, por supuesto, estaban sobre-cargadas con representaciones de lo femenino. Si bien existieron múltiples perspectivas, esas representaciones tendieron a oscilar entre dos polos: por un lado, una actitud reverencial con respecto a las chicas como epítome de la ternura y el amor; por otro, una postura agresiva referida a su supuesta superficialidad. Muchos roqueros construyeron imágenes sobre “princesas hippies”. Tanguito y Lernoud, por ejemplo, escribieron a una “princesa dorada”, etérea y “perfecta”, en una actitud reverencial que reverberó en otras letras, especialmente vinculadas con el amor y la sexualidad. Tales los casos, por ejemplo, de la recordada “muchacha ojos de papel” a la que le cantaba Almendra -más precisamente Spinetta- o de la rubia “Catalina” a la que le cantaba el dúo Pedro y Pablo, describiéndola como tierna, casi ingenua, dadora y receptora de placer sexual. Otro conjunto de poéticas del rock, en cambio, puso énfasis en la representación de las mujeres como meros objetos sexuales y/o como seres superficiales. Dos años después de cantarle a la “muchacha pechos de miel”, Spinetta escribió las

37 “La supremacía masculina es notoria en el ámbito de la música moderna”, La Opinión, 26 de enero de 1972, 18. 38 Entrevista con Hilda L. (nacida en 1950 en Buenos Aires), 22 de agosto de 2007. 39 “Adiós al secundario”, La Bella Gente No. 3, Febrero de 1970, 78. 40 Fernández Bitar, El rock en la argentina, 52. 17

misóginas letras de “Me gusta ese tajo” y “Nena boba”. La Pesada del Rock and Roll, por su parte, hizo uso del “Arroz con leche” para su “Que sepa volar”. Mientras criticaba a los estereotipos domésticos, la letra concluía que era difícil encontrar a alguna chica que “supiera pensar”, un verso que llevó a Jorge Andrés, un periodista especializado en rock, a señalar que la canción era el “manifiesto roquero anti-feminista, cuando no simplemente anti-femenino”41. ¿Cómo interpretar esa actitud “anti-femenina”, presente en al menos un segmento de la cultura del rock? Por un lado, las observaciones contemporáneas de Andrés y de Gabriela ofrecen indicios para pensar que algunos roqueros no escapaban del machismo que atravesaba a la cultura argentina, reforzado en un contexto -fines de la década de 1960 y, sobre todo, comienzos de la siguiente- en el cual grupos feministas, como el Movimiento de Liberación Femenina, la Unión Feminista Argentina y Muchacha, empezaban a ganar cierta visibilidad a partir de reclamos de mayor igualdad en los órdenes laborales, educativos y sexuales, entre otros (Nari, 1996: 15-21; Vasallo, 2005: 61-88). De modo más general, como varones jóvenes, es muy probable que los roqueros compartieran con muchos otros -jóvenes y adultos- diversas ansiedades frente a las transformaciones que estaban teniendo lugar en el orden genérico, el cual implicaba un nuevo lugar simbólico y real para las mujeres, sobre todo las más jóvenes y especialmente en el terreno de la sexualidad, e intentaran preservar, aún redefiniéndolo, la doble moral por la cual a las chicas se les requería culturalmente mantenerse vírgenes o -ya a principios de los 1970- con escasa experiencia (hetero)sexual, mientras los varones se auto exigían precisamente lo contrario. En ese sentido, es significativo destacar un comentario “al pasar” de Pipo Lernoud -irónicamente, uno de los cultores de las representaciones de “princesas doradas” en la poética del rock- quien recordaba que una de las pocas chicas que solía frecuentar el grupo de náufragos que se reunía en la Plaza Francia fue apodada por sus compañeros varones simplemente como “La-chupa”42. El tono pretendidamente humorístico no ocluye el tenor derogatorio del apodo, una referencia a prácticas sexuales (puntualmente, la fellatio) poco legitimadas para las mujeres en la escena pública y que, aún en el ámbito supuestamente

41 Las canciones citadas en el párrafo son Tanguito y Pipo Lernoud, “La princesa dorada”, en Ramsés VII, RCA, 1968; Luis Alberto Spinetta, “Muchacha (ojos de papel)”, en Almendra, Almendra, RCA, 1970; Miguel Cantilo, “Catalina Bahía”, en Pedro y Pablo, Conesa, CBS, 1972; Luis Alberto Spinetta, “Me gusta ese tajo”, en Pescado Rabioso, Desatormentándonos, RCA, 1972, y “Nena Boba”, en Pescado Rabioso, Pescado 2, RCA, 1973; Billy Bond y La Pesada, “Que sepa volar”, en Billy Bond y La Pesada, Vol. 4, Music Hall, 1973, todos © Sony – BMG. El comentario sobre “Que sepa volar” en Jorge Andrés, “Un LP de lúcido y corrosivo humor reúne nuevamente a Billy Bond con La Pesada”, La Opinión, 29 de enero de 1974, 21. 42 Ver el testimonio de Lernoud en Pintos (1993: 142). 18 iconoclasta de los náufragos, generaban tantas ansiedades entre ellos como entre otros varones jóvenes (Manzano, 2009: 350-4). Por otro lado, aunque de manera relacionada, la actitud “anti-femenina” desplegada por muchos roqueros puede haber funcionado, a la vez, como una forma por la cual simbólicamente procuraron contrarrestar la homofobia desplegada contra ellos. Como algunos investigadores señalaron para otros contextos, la “purga de lo femenino” constituyó una dimensión importante en las configuraciones de masculinidad propuestas por muchos roqueros, especialmente en aquellas situaciones en las que el rock como género musical y los forjadores de una cultura alrededor del mismo fueron blanco de “chantaje homosexual” (Coates, 1997: 54). Tal fue el caso de la Argentina de fines de la década de 1960 y comienzos de la de 1970, cuando varones jóvenes y adultos creían que los roqueros no eran “suficientemente hombres” y dramatizaban en torno a ellos una supuesta crisis del “hombre argentino”. A través de su fraternidad de “pelilargos”, los roqueros formulaban de hecho un cuestionamiento práctico a las formas hegemónicas de masculinidad, pero -al hacerlo- reforzaban tanto la homo-socialidad de sus prácticas culturales como, más fundamentalmente, una visión jerárquica del ordenamiento genérico, en el cual se percibían como “superiores” respecto a lo femenino, a lo que muchos entendían como sinónimo de superficialidad y objetivación. En definitiva, allí estaba uno de los límites de la construcción de una masculinidad alternativa a la hegemónica en la cultura del rock, en la medida en que compartía esa representación degradada de lo femenino. Es dable destacar, sin embargo, que el marco iconoclasta de la cultura roquera sirvió también para articular otras respuestas a la homofobia y el machismo, aún cuando éstas no fueran las más extendidas y exitosas. Tal fue lo sucedido, por ejemplo, con la decisión de Mandioca de lanzar un disco de Moris con “Escúchame entre el ruido”, uno de los más directos manifiestos contra el machismo y la hetero-normatividad en la poética del rock argentino. Como lo recuerda Pedro Pujó, uno de los productores de Mandioca -y pareja de su dueño, Jorge Álvarez, como “todos sabían que todos sabían pero nadie decía lo que todos sabían”, al decir de Osvaldo Bazán (2004: 318)- la canción se grabó porque “hablaba de la revolución sexual”43. De poco más de siete minutos, la canción comienza planteando que “el hombre tiene miedo/ de ver la verdad/ de saber que su sexo / pudo ser o no ser” y continúa, Ustedes dicen macho, varón y qué se yo,

43 Pedro Pujó, correspondencia personal, 9 de febrero de 2009. 19

Me meten en un molde, como si fuera un flan. Para recibirme de hombre, ¿no es verdad? Me tengo que pelear, no tengo que llorar. Hablar de las mujeres, como cosas que hay que usar, Tener la pose macha, y la voz del arrabal. Pero yo los conozco, no me pueden engañar, Tienen mucho, mucho miedo, que los llamen anormal44.

Hablándole a un “ustedes” general, Moris re-dirige la crítica roquera a la vida rutinaria hacia un comentario sarcástico de los atributos del “hombre argentino”. Estos atributos, sugiere, no son naturales sino aprendidos a la fuerza: para ser un hombre, el muchacho tiene que aprender a pelearse, a concebir a las mujeres como objetos y a asumir gestos y voces calcadas del tango. Como otros roqueros, Moris no quiere “recibirse” y convertirse en ese hombre. A diferencia de otros roqueros, insiste en no tener miedo a ser “llamado un anormal”, u homosexual. Así, mientras su crítica a las formas más crudas de machismo canalizadas en las dinámicas del “y mañana serán hombres” puede haber encontrado oídos atentos, es probable que su comentario sobre la hetero-normatividad forzosa se haya “perdido entre el ruido”. Al promocionar su disco, Moris -al borde de los treinta años, padre de un bebé- se posicionó como guardián de los valores fundacionales de la fraternidad de “pelilargos”, en un contexto en que la cultura del rock enfrentaba a un nuevo enemigo45. A comienzos de los setenta, mientras la persecución policial en recitales disminuía, las compañías discográficas fueron cruciales para modelar lo que entonces se conoció como el fenómeno beat. Entre 1967 y 1971, la producción y venta de discos se expandió desde 15.5 a 40 millones y el 60 por ciento de esos discos eran de “origen local”. Entre éstos, un 70 por ciento correspondía a “bandas beat”46. Presentada como “beat”, Almendra vendió 100.000 copias de su disco con “Muchacha (ojos de papel)”, cifra que empalidece en comparación con las 300.000 que bandas como Los náufragos o La joven guardia vendieron de sus primeros simples. El caso de Los náufragos, en particular, ilustra cómo se moldeaban y vendían esas bandas. Apropiándose de la noción de naufragio, CBS contrató un staff de músicos para componer y cantar para esa banda, junto a profesionales que escribieran letras. CBS se aseguró, asimismo, una fuerte cobertura mediática, ya sea en los cuatro programas televisivos que promocionaban la “onda beat” como en la prensa escrita -incluyendo

44 Moris, “Escúchame entre el ruido” en, Treinta Minutos de Vida, Mandioca, 1969 © Sony – BMG. 45 “El mundo frente a mí”, Pelo No. 4, mayo de 1970, 36-7. 46 “En materia de discos, los jóvenes mandan”, Mercado No. 35, 12 de marzo de 1970, 42; “Encuesta sectorial: discos”, Pulso No. 208, 5 de mayo de 1971, s/p. 20

las revistas juveniles La Bella Gente y Cronopios47. La prensa reproducía entrevistas con las “bandas beat”, promocionando una imagen edulcorada de inconformismo, y una permanente euforia por el mero hecho de ser “joven y argentino”48. La “implosión beat” fue comparable con -y heredera de- otros emprendimientos juvenilistas, notablemente del éxito que El Club del Clan había tenido la década anterior en la esfera mediática y comercial. Sin embargo, una de sus improntas más decisivas fue en el ámbito de la moda masculina. Mientras que a fines de 1966 un periodista se preguntaba si el “hombre argentino se esta[ba] afeminando” ya que, observaba, el rosa había devenido un color aceptado para las camisas, un informe de mercado mostraba que, en 1970, tras la “juventud beat”, solo un 30 por ciento de las camisas vendidas eran “las clásicas blancas o celestes”49. En ese mismo año, la casa de moda masculina Modart abrió un local destinado a un público joven aunque, de acuerdo a un informe, los “más atraídos resultaron los hombres de mediana edad”50. De modo más emblemático, fue en el ámbito del pelo donde la implosión beat tuvo su mayor impacto. Con el correr de los setenta, el uso del pelo largo ya no era un elemento que denotara una actitud anti- convencional. Aunque en las escuelas todavía era poco admisible su uso y numerosos empleadores se negaran a contratar a “pelilargos”, muchos se estaban dejando crecer el pelo, incluyendo actores y jugadores de fútbol famosos, además de los miembros de las bandas beat, por supuesto51. Un peluquero de un barrio obrero del Gran Buenos Aires, por ejemplo, comentaba que no sólo los jóvenes sino también los “hombres casi adultos” iban a su local con fotos de los “cantantes juveniles” y le pedían que les cortara el pelo como ellos52. En 1971 un periodista sentenciaba que “hoy es una moda lo que ayer, al menos, señalaba una protesta estilística”53. Reaccionando a la política de “anti-rebelión” de la moda beat y tratando de re-capturar el potencial simbólico del pelo para una fraternidad de “verdaderos” roqueros, en febrero de 1970 apareció Pelo. El objetivo de Pelo, como lo remarcaba una de sus primeras editoriales, era

47 “Desde el hit hasta lo imprevisible”, Mercado No. 54, 23 de julio de 1970, 132-4. 48 “Cómo es un joven beat”, Gente No. 255, 11 de junio de 1970, 36; “Cinco con cortocircuito”, Siete Días No. 167, 20 de julio de 1970, 42; “La música moderna y su joven guardia”, Clarín Espectáculos, 13 de julio de 1970, 3. 49 Horacio de Dios, “¿Los argentinos se afeminan?”, Atlántida No. 1197, diciembre de 1966, 40; “Camisas con apellido”, Mercado No. 81, 27 de enero de 1971, 39. 50 Oscar Caballero, “Qué compran y qué venden los jóvenes”, Mercado No. 38, 2 de abril de 1970, 40. 51 Ver, por ejemplo, “De cabelleras y barbas”, Análisis No. 469, 10 de marzo de 1970, 38-40; Eduardo Gudiño Kieffer, “Los argentinos y el pelo”, Gente No. 358, 1 de junio de 1972, 32-3. 52 “Cosmética masculina: la batalla cotidiana”, La Bella Gente No. 26, marzo de 1972, 39. 53 “Cuidado con la cabeza”, Primera Plana No. 425, 1 de junio de 1971, 26-8. 21

diferenciar “lo honestamente auténtico de la mera mercancía comercial”54. A diferencia de otras revistas juveniles, Pelo fue la primera publicación masiva específicamente dedicada al rock, representando un paso decisivo para la “auto-conciencia” de esta cultura musical en la Argentina, incluyendo sus dinámicas genéricas. Como recuerda Daniel Ripoll, el creador y director de la revista por 30 años, sus lectores -al menos en su primer lustro- eran casi invariablemente varones, muchos de ellos practicantes amateurs. Tras sus primeros doce meses, Pelo ya vendía un promedio de 150.000 ejemplares y se exportaba además a otros mercados latinoamericanos55. Desde sus inicios, la revista procuró traer la información más actualizada de las corrientes roqueras mundiales. Además de crítica de discos, Pelo se esforzaba por incorporar información sobre equipos musicales y, como otras revistas de rock en los setenta, participó del culto de los “guitar heroes” y de los virtuosos en general. El compromiso inicial de la revista, sin embargo, fue fijar el patrón para el desarrollo de una “verdadera” cultura del rock en la Argentina. Uno de los asuntos más urgentes para los periodistas de Pelo era establecer criterios para diferenciar lo “auténtico” de lo “meramente comercial”, criterios que se basaron en una visión jerárquica de lo femenino y masculino. En este sentido, Pelo inauguró una dicotomía entre “complacientes” y “progresivos”. Los complacientes eran las bandas o solistas cuyas decisiones creativas dependían de las compañías discográficas. Los progresivos, en cambio, eran las bandas o solistas que se involucraban en un movimiento hacia formas musicales y poéticas más sofisticadas que, se preveía, encontrarían menos eco en el negocio del disco56. En abril de 1970 la revista publicó una compilación con las 53 bandas que habían grabado o estaban por hacerlo. Así, Los náufragos o La joven guardia se encolumnaban decididamente entre los “complacientes”. Otras bandas eran descriptas del mismo modo, pero “quieren hacer algo más: habrá que esperar”. Por su parte, Manal, Los Gatos y Almendra comandaban el sitio de los “progresivos”57. En buena medida, con esta dicotomía Pelo traducía localmente la oposición entre pop y rock, tal cual se fue delineando mundialmente en los sesenta. Como sucedía con ésta, la propuesta por Pelo estaba anclada en términos de diferencias sexo-genéricas. Los “complacientes” eran dotados con los atributos que -como señalara el crítico cultural Andreas Huyssen (1986: 50-3)- se aplicaron desde fines del siglo XIX a la cultura de masas y a lo

54 “Editorial: Bueno/Malo”, Pelo No. 3, Abril de 1970, 4. 55 Entrevista con Daniel Ripoll, 27 de junio de 2007. 56 “Música pop argentina”, Pelo No. 1, febrero de 1970, 3. 57 “Los conjuntos de la música pop argentinos”, Pelo No. 3, abril de 1970, xvii-xxiv. 22

femenino; esto es, debilidad y pasividad -en este caso, respecto a la industria discográfica- y superficialidad. El mismo término “complaciente” porta, a la vez, sentidos sexuales poco disimulados: alude a alguien sexualmente pasivo, que “complace” los deseos del otro, rol usualmente asociado con lo femenino. Los “progresivos”, mientras tanto, ocupaban la posición dominante/masculina en esa relación jerárquica: eran activos, se movían hacia delante y eran “verdaderamente” creativos. Al promover solamente la música “progresiva”, Pelo reforzaba esos valores percibidos como masculinos, considerándolos necesarios para imaginar una fraternidad de “pelilargos” en la Argentina de los tempranos setenta. Nuevamente, la fraternidad de roqueros que Pelo perseguía estaba atada a la búsqueda de autenticidad. Como lo ha notado Vila (1989: 6-7), el reclamo de autenticidad fue crucial para definir el rock argentino como género: más que calificar buena o mala música, indicaba pertenencia lisa y llanamente. Los músicos cumplían con, a la vez que actualizaban, esa búsqueda de autenticidad cuando en lo más alto de su popularidad -o sea, al punto de devenir estrellas- decidían separarse. En 1970, cuando Almendra ya se había escindido y comenzaba a circular el rumor que Manal haría lo propio, un editorial avizoraba a la vez una coyuntura crítica y un futuro auspicioso para el rock argentino: los “progresivos” estaban evitando “la trampa comercial” y formarían nuevas bandas, multiplicando así el potencial creativo58. Igualmente importante, Pelo auscultaba en el estilo personal de los roqueros para evaluar su compromiso con lo auténtico. En una entrevista con Los Gatos antes de su disolución, por ejemplo, un periodista notaba que se los veía desprolijos: no eran “estrellas beat” sino, concluía, “pibes de la calle, como nosotros”59. De hecho, el proyecto de Pelo se centraba en la posibilidad de articular una fraternidad roquera sin distinguir entre audiencias y músicos, poniendo en práctica lo que el sociólogo Simon Frith (1981: 50-4) llamó “mito folk” que informaba los reclamos roqueros de comunidad. En este sentido, una editorial comentando la muerte de Jimi Hendrix también remarcaba que “por primera vez, hay un vínculo que une a una generación: ahora, los músicos no usan trajes brillosos sino ropa común, ahora hay menos ídolos y más seres humanos”60. Pelo fue indispensable para el intento de configurar una fraternidad de “iguales” basada en la edad, proveyéndola también de los sitios de encuentro: los festivales Buenos Aires Rock (BAROCK).

58 “La crisis más severa de la música pop argentina”, Pelo No. 8, septiembre de 1970, 6. 59 “Los gatos están cansados”, Pelo No. 1, febrero de 1970, 21. 60 “Los súper hombres”, Pelo No. 9, octubre de 1970, 6. 23

Comenzando en 1970 Pelo organizó tres BAROCK, mostrando que la fraternidad roquera se había expandido desde los días de La Balsa, e incorporando cada vez más chicos de clase media y obrera. A diferencia de lo ocurrido en el Primer Festival de la Música Beat en 1969, el primer BAROCK incluyó solamente a los “músicos que tocan progresivamente”. Tras esa experiencia, y temiendo alguna represión policial, Pelo aseguró también el apoyo de la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Los organizadores estimaron que seis mil personas asistieron a cada una de las cinco tardes del festival en 1970, y la cifra se triplicó el año siguiente61. Cubriendo la edición 1971, algunos periodistas acordaron que había sido “musicalmente pobre” pero impresionante en términos de concurrencia, al tiempo que indicaron que la audiencia se componía de “chicos de escuela secundaria y trabajadores, esos muchachones de pelo largo que ahora abundan en las fábricas y talleres”. De hecho, se hipotetizaba que esa audiencia tenía poco en común, más allá de su “gusto por el rock” y su sentimiento de “anti-autoritarismo”62. Los BAROCK, de esta manera, sirvieron para el encuentro de una fraternidad multi-clasista de varones jóvenes, que se extendía en ese espacio entre lo “comercial” y lo “politizado” que la cultura del rock creó y buscó preservar.

Un tiempo de definiciones: ideología versus sensibilidad

En los tempranos setenta, contingentes crecientes de jóvenes de sectores medios y obreros se involucraron en proyectos de transformación política radicalizada que ellos mismos ayudaron a modelar desde su activismo en grupos estudiantiles, partidarios o guerrilleros. Destinados a forjar un futuro socialista, la radicalización política tuvo su cenit entre 1972 y 1974, en coincidencia con la coyuntura en que el rock también experimentó su pico: de hecho, en 1972 salieron a la venta 32 discos, la cifra más alta hasta el momento y en los diez años por venir. Mientras numerosos jóvenes e intelectuales alineados con proyectos revolucionarios cuestionaron abiertamente al “fenómeno hippie”, las respuestas frente a la música “progresiva” fueron más ambiguas. Muchos varones que participaban en grupos políticos eran fans de rock, aunque les disgustara el “circo”, como vulgarmente se conocía a los fans de rock “despolitizados”. En ese marco, periodistas e intelectuales de izquierda requirieron una definición por parte de los

61 “BAROCK: Fundamental festival”, Pelo No. 9, octubre de 1970, 52-3; “El festival para sacar cabeza”, Pelo No. 10, noviembre de 1970, 52, entrevista con Daniel Ripoll, 27 de junio de 2007. 62 “Beat, un estilo de vida”, Clarín – Revista de los jueves, 2 de diciembre de 1971, s/p. 24

roqueros, argumentando que su “rebelión individual” no era suficiente y que debían clarificar su ideología y abandonar el ámbito de la sensibilidad. Esa oposición, sugiero, estuvo también anclada en términos de género, ya que se entendía jerárquicamente lo sensible/femenino frente a lo ideológico/masculino. Diversos intelectuales de izquierda y activistas jóvenes rechazaban de plano lo que consideraban como el “fenómeno hippie”. Como otros intelectuales latinoamericanos, algunos en la Argentina creían que el hippismo en los países “centrales” era un movimiento progresista frente a la tecnocracia y el consumismo pero que sus pares en las “periferias” reproducían una mala copia: “lo que allá es inconformismo saludable”, escribía un ensayista, “aquí significa marginalidad alienante”63. En una enciclopedia que circuló entre estudiantes secundarios, dos intelectuales explicaban que “en Latinoamérica, el movimiento hippie es dinamizado por las marcas de ropa” y argumentaban que el slogan de “paz y amor” sólo servía para distraer a los jóvenes de “formas más activas de rebelión”64. Estos intelectuales veían a los “hippies” locales como emuladores y -más serio aún- como desmovilizadores en términos políticos. Estas nociones reverberaban entre muchos jóvenes también. En 1972, en una mesa redonda con estudiantes secundarios, una chica vinculada a un grupo peronista afirmaba que los hippies locales eran “todos productos de la propaganda cipaya”. Un chico ligado a un grupo Trotskysta, por su parte, completaba el razonamiento diciendo que los hippies representaban “una forma por la que los yanquis colonizan a la juventud y la adormecen”65. Existió, sin embargo, una amplia zona de intersección entre la “música progresiva” y el activismo político: muchos chicos, de hecho, participaron al mismo tiempo en una sociabilidad roquera y en proyectos políticos revolucionarios. En sus memorias, algunos crearon una narrativa de vida caracterizada por una transición entre “rebelión” y “revolución” en la cual el rock tenía un lugar preponderante. Así, Carlos recuerda que a fines de los 1960’ él articulaba su “rebelión” mediante el uso del pelo largo, su participación en una banda de rock y el ir regularmente a conciertos, especialmente de Manal, donde aprendió a “odiar a la policía” porque “terminé en la cana varias veces”. Era ya un “rebelde” cuando comenzó a “desarrollar un pensamiento revolucionario sofisticado”, adentrándose en la militancia vía un grupo Trotskysta: aunque siguió

63 Horacio González Trejo, Formas de alienación en la cultura argentina (Buenos Aires: Carlos Pérez Editor, 1969), 57; para otros contextos latinoamericanos, ver Barr-Melej (2006) y Zolov (1999: 140-44). 64 Martha Brea y Hugo Ratier, “La adolescencia, hoy,” en Enciclopedia del Mundo Actual, vol. 2: Temas culturales (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1973), 238. 65 “Hablan los jóvenes: lecciones para adultos,” Panorama No. 249, 1 de febrero de 1972, 36. 25

yendo a recitales, dejó de tocar y se cortó el pelo “por razones de seguridad”, concluye66. Otros ex activistas construyeron narrativas diferentes de la relación entre rock y política. Luis Salinas, por ejemplo, recuerda con ironía que, en los primeros setenta, “yo quería ser exactamente lo que era: una mezcla de guerrillero y ”. Para Luis, no había una evolución desde el rock- rebelión y el activismo-revolución: como miembro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y fan de la “música progresiva”, creía encarnar a ambas constelaciones. Sin embargo, Luis es auto-reflexivo respecto de la zona de intersección que habitaba y comenta que, por un lado, los líderes de FAR eran “muy estrictos con el tema de la disciplina”, especialmente en lo tocante al consumo de drogas. Por otro, asegura que “el circo” era “muy hermético, muy escéptico con la militancia política, algo que yo veía medio ridículo, pero era así”, concluye67. El “circo”, en efecto, no encajaba en los modos en que la política se conceptualizaba en la Argentina de los primeros setenta y, para algunos intelectuales de izquierda, eso representaba un desafío encapsulado en la dicotomía entre sensibilidad e ideología. De hecho, fue Miguel Grinberg, uno de los primeros periodistas de rock y dinamizador de una serie de proyectos contraculturales, quien más abogaba por definir al rock como “mucho más que una cadencia musical”, notando que “aquí y ahora, es una nueva sensibilidad”68. Grinberg y otro periodista, Juan Carlos Kreimer, volvieron a esa definición al publicar la primera antología sobre la “música joven” en la Argentina69. Comentando esa antología, el intelectual marxista Germán García sostenía que, mediante la apelación a la noción de sensibilidad, los roqueros evitaban la ideología, a la que ellos entendían como “vulgar, inauténtica”. García correctamente subrayaba que los testimonios roqueros estaban repletos de metáforas relacionadas a la política, tales como “vivimos en una dictadura de la hipocresía” o “tiramos bombas contra el orden establecido”. Sin embargo, indicaba que esas metáforas vaciaban de sentido al lenguaje politizado que utilizaban. Los roqueros, concluía García, estaban creando una ambivalencia crucial: “los jóvenes son feroces, pero no dañan a nadie”70. Como otros intelectuales de izquierda, García no cuestionaba al rock argentino bajo las premisas del “imperialismo cultural”: su preocupación se centraba en cómo el rock creaba un espacio por fuera de la ideología -o una sensibilidad- en el cual cada vez

66 Entrevista con Carlos (nacido en 1951 en Valentín Alsina, Lanús), 13 de septiembre de 2007. 67 Entrevista con Luis Salinas (nacido en 1954 en Buenos Aires), Archivo Oral Memoria Abierta # 0260. 68 “Beat Buenos Aires: Canta la ciudad,” Panorama No. 121, 19 de agosto de 1969, 52. 69 Juan Carlos Kreimer, Agarráte!!! Testimonios de la música joven argentina (Buenos Aires, Galerna, 1970). 70 Germán García, “Música beat: los jóvenes frente al espejo,” Los Libros No. 18, abril de 1971, 26-8. 26

más muchachos interactuaban, apartándose de esa manera de proyectos “verdaderamente” políticos y, por ende, ideologizados. La dicotomía entre ideología y sensibilidad encapsulaba una batalla simbólica sobre la “masa” de varones atraídos por la cultura del rock. En esa batalla, algunos periodistas influyentes, como Jorge Andrés, jugarían un rol central. Desde sus columnas en el diario La Opinión, Andrés construyó un esquema para evaluar trabajos de lo que él ya llamaba “rock nacional” a partir del cual revisaba el grado de “definición ideológica”. Así, por ejemplo, condenaba de plano al grupo Arco Iris, del cual pensaba que era el ejemplo más obvio de la “actitud onírica” y del “excesivo formalismo” que caracterizaban al “vacío ideológico” roquero71. En cambio, vindicaba los proyectos que mostraran “una evolución hacia mayor claridad ideológica”, incluyendo las relecturas del “mensaje de Jesús desde la perspectiva del compromiso social” realizadas por el solista Raúl Porchetto o por Pedro y Pablo72. Las “definiciones ideológicas” de los roqueros eran urgentes, en la medida en que Andrés veía con nitidez que el rock argentino convocaba a una masa creciente de varones. En octubre de 1972, por ejemplo, un festival de rock en el Luna Park atrajo a alrededor de 10.000 personas y, antes que comenzaran a tocar las bandas, empezó una gran batahola que terminó con la suspensión del recital y con el enfrentamiento entre el público y la policía, afuera del estadio. Mientras la prensa más sensacionalista se regodeaba con mostrar la “violencia de los roqueros”, Andrés prefirió ensayar otra lectura: mientras identificaba que la audiencia se componía de “muchachones de clase media baja y trabajadora”, la calificaba como “el único exponente de delirio humanista y auténtica liberación de los convencionalismos”. Sin embargo, se lamentaba que los roqueros se hubieran “auto-excluido” del proceso político, limitando así el alcance de su “actitud liberacionista”: la única posibilidad de darle “contenido apropiado” a la actitud roquera, concluía, era “ideologizarla”73. Los poetas y músicos de rock respondieron de forma diversa a los requerimientos de “ideologización” de sus prácticas. De hecho, algunos habían participado desde tiempo atrás en la formación de una línea “de protesta” en la música rock, como era el caso de Pedro y Pablo, quienes en 1971 grabaron -para RCA- la conocida “Marcha de la bronca” que denunciaba al

71 “El grupo Arco Iris detenido en el formalismo y el vacío ideológico,” La Opinión, 24 de diciembre de 1971, 22; “Pretensión formal y vaguedad son los síntomas del actual rock argentino,” La Opinión, 2 de febrero de 1973, 21. 72 “Paráfrasis beat sobre el Padre Nuestro con visibles acentuaciones políticas,” La Opinión, 18 de diciembre de 1971, 23; “Una obra de rock critica la deformación del lenguaje de Jesús,” La Opinión, 8 de septiembre de 1972, 18. 73“Desórdenes en el Luna Park frustraron un recital de rock,” La Opinión, 22 de octubre de 1972, 11. 27

autoritarismo militar y policial, a la censura cultural y a los “explotadores” por igual. El disco simple con la “Marcha de la bronca” fue un hit -llegó a vender 80.000 copias en tres meses- al punto que Pelo sentenciaba que había reemplazado a “La Balsa” como el himno roquero74. La canción era tan ubicua que Raymundo Gleyzer, un cineasta vinculado al PRT, la eligió como cortina musical para acompañar las imágenes del Cordobazo en su filme Los traidores (1972). Con el correr de los setenta, otros roqueros “ideologizaron” sus prácticas mediante el uso de referencias políticas en las letras. En este sentido, la banda de jazz-rock Alma y Vida, por ejemplo, le dedicó una canción al Che Guevara, mientras que el solista Roque Narvaja - irónicamente, el antiguo líder de la “banda beat” por excelencia, La joven guardia- también dedicó una canción a Guevara -y a Camilo Cienfuegos- y otra al recientemente asesinado líder del PRT, Luis Pujals75. Mientras tanto, el guitarrista Claudio Gabis llamaba a sus pares a “dejar de lado el comercialismo” y a asumir un “claro compromiso con lo nacional y popular” a través de la música76. En marzo de 1973, en medio del triunfo de la fórmula peronista compuesta por Héctor Cámpora y Vicente Solano Lima tras una intensa campaña dinamizada por la Juventud Peronista, la ocasión pareció propicia de ser festejada de un “modo joven”. Alegando que la mayoría de los roqueros habían “votado peronismo” -muy probable, dado que el 50 por ciento de los electores lo había hecho- el productor Jorge Álvarez organizó un mega-festival para homenajear a la fórmula presidencial y para expresar “el deseo de los roqueros de tener al General Perón pronto entre nosotros”77. El 31 de marzo, ante una concurrencia estimada en 20.000 personas, las bandas más activas de los primeros setenta subieron al escenario, incluyendo a Pescado Rabioso, Sui Géneris, La Pesada y Pappo’s Blues. En su crónica, Jorge Andrés comentaba que los activistas de la Juventud Peronista intentaron imponer consignas entre la audiencia en general. Por ejemplo, al aparecer en el escenario el veterano Solano Lima, la multitud de activistas coreó, “Luchemos por la patria / luchemos por Perón / Los pibes y los viejos/ un solo corazón.” Sin embargo, Andrés notaba con amargura que la mayoría de la audiencia -“pibes que vinieron de los barrios humildes, en pequeños grupos”- había permanecido “indiferente a las connotaciones

74 “La marcha de Pedro hacia la bronca”, Pelo No. 12, enero de 1971, 15. 75 Mis referencias son a Alma y Vida, “Hoy te queremos cantar,” en Alma y Vida Vol. 2, RCA, 1972 © Sony – BMG; Roque Narvaja, “Camilo y Ernesto” y “Balada para Luis” en Octubre (mes de cambios), Talent, 1972. 76“Jazz y rock: Balance final de una encuesta,” Primera Plana No. 492, 4 de julio de 1972, 52. 77 “Numerosos conjuntos celebran el triunfo del FEJULI,” La Opinión, 30 de marzo de 1973, 22. 28

políticas del festival”. Ni siquiera en el momento cumbre de movilización política, parecía, los roqueros del “circo” habían adoptado “posiciones ideológicas claras”78. Mientras seguramente no se “ideologizaron” del modo en que periodistas e intelectuales de izquierda hubieran deseado, muchos roqueros se “definieron” ante una coyuntura signada por la preeminencia de ciertas palabras clave, como “revolución” y “liberación”. En ese sentido, en los días en que Cámpora estaba asumiendo y las promesas de “liberación nacional y popular” parecían cercanas a su cumplimiento, Spinetta indicaba que el rock le había permitido a muchos jóvenes -como a él- el inicio de un camino hacia la liberación, pero de los “procesos patriarcales y sociales de edu-castración en los que fuimos criados”79. Spinetta se apropiaba de la noción de “liberación” para señalar la importancia, que creía ineludible, de reacciones individuales e incluso generacionales frente a las “castraciones” represivas. Mientras tanto, un editorialista de Pelo sostenía que los roqueros argentinos nunca se opondrían a un proceso revolucionario, pero esa revolución no sería “un cambio en el nivel de la producción (aunque los roqueros no se opondrían) ni un mero cambio político en el cual una clase tome el poder sobre la otra”. La revolución que los roqueros perseguían, de acuerdo a ese editorialista, “sería una reorganización total del mundo: una Revolución Psíquica, una Revolución de los valores”80. Esta propuesta de “revolución total” recibió el apoyo de varios lectores: algunos veían a la nueva coyuntura política como una oportunidad, un “buen comienzo”, pero coincidían en que “no es suficiente”81. El “circo” se mostraba, así, fiel a la búsqueda de “autenticidad” y al anti-autoritarismo que había cimentado la fraternidad de “pelilargos” desde fines de los sesenta. Aunque ni los militantes revolucionarios ni los roqueros podrían haberlo previsto, las promesas de liberación social y nacional duraron un tiempo muy corto. El 20 de junio, Perón volvió definitivamente al país y el contexto de su bienvenida en el aeropuerto de Ezeiza sirvió como marco para que se hicieran trágicamente visibles las líneas antagónicas dentro del peronismo. Para conmemorar el primer mes de los sucesos de Ezeiza -donde al menos ocho militantes del peronismo revolucionario fueron asesinados- un grupo de la derecha peronista pagó una solicitada en los principales diarios: en letras de imprenta, se acusaba a los Montoneros

78 “Con música de rock, 20.000 jóvenes celebraron el triunfo peronista,” La Opinión, 1 de abril de 1973, 1. 79 Zully Pinto, “Rock nacional: en busca de una definición,” Panorama No. 317, 24 de mayo de 1973, 51-2. 80 Hugo Tabachnik, “Rock y revolución”, Pelo No. 37, marzo de 1973, 40-1. 81 “Correo”, Pelo No. 38, abril de 1973, 82-3; No. 39, mayo de 1973, 88-9. 29

de “haberse infiltrado en el peronismo con su horda de drogadictos y homosexuales”82. Mediante una retórica policial, este grupo construía así una representación que vinculaba “subversión” política, abuso de drogas y “desviación sexual”, algo que había sido usado como sinónimo para referirse a los roqueros. Muchos peronistas revolucionarios quedaron apresados en la retórica homofóbica desplegada por sus oponentes políticos, quizá porque definitivamente compartieran ese sentimiento, y en muchos actos callejeros repitieron el cantito “No somos putos / no somos faloperos / somos soldados / de FAR y Montoneros”. Al hacerlo, el abismo simbólico entre los roqueros y su supuesto compromiso con lo sensible-femenino, y los militantes revolucionarios y su defensa de lo ideológico-masculino adquirió una nueva dimensión. Reforzándose a partir de 1974, tanto los militantes revolucionarios como los roqueros sufrirían con la escalada represiva y la re-imposición de la censura. Ya en febrero de ese año, por ejemplo, Jorge Andrés se lamentaba que, “como en aquellos meses de 1969”, la policía había vuelto a perseguir a los roqueros dentro y fuera de los recitales83. Asimismo, algunos poetas y músicos vinculados al rock, como Piero y Miguel Cantilo, comenzaron a recibir amenazas de muerte por parte de la Triple A y debieron exiliarse. Quizá previendo un futuro sombrío, Moris, Billy Bond y Pappo también se fueron del país. El vaciamiento de la escena roquera y la evidente ausencia de nuevos proyectos llevaron a Andrés a sentenciar, en agosto de 1975, que el rock argentino estaba “muerto”84. El veredicto fue un tanto prematuro. En septiembre de ese año, Sui Géneris -que, como Almendra y Manal, se desmembró en el cenit de su popularidad- ofreció un concierto de despedida que reunió 36.000 personas. A diferencia de la fraternidad de roqueros construida desde fines de los sesenta, entre los fans de Sui Géneris había muchas chicas85. Presentado en ese recital, el tercer disco del dúo, Pequeñas anécdotas sobre las instituciones, fue no sólo el primero en que tocaron “eléctrico” sino el que sirvió para que radicalizaran su crítica al autoritarismo cristalizado en instituciones sociales y culturales, desde la escuela hasta el matrimonio. Uno de los discos más censurados en la historia del rock, al dúo se le había requerido remover una canción, que hicieron pública en el recital de despedida. Escrita por Charly García y describiendo sus sentimientos en la conscripción, “Botas locas” cuestionaba abiertamente a los militares: “Los intolerantes no entendieron nada/ ellos decían “guerra” y yo

82 “Solicitada: 20 de junio –Ezeiza—20 de Julio”, Clarín, 20 de Julio de 1973, 5. 83 “El contrabajista y cantante Alejandro Medina ratificó su originalidad”, La Opinión, 26 de marzo de 1974, 18. 84 “El rock argentino se ha muerto aburrido y en silencio”, La Opinión, 9 de agosto de 1975, 25. 85 “Sui Géneris y 36.000 personas demostraron que el rock es lo más grande en la Argentina”, Pelo No. 69, octubre de 1975, 3. 30 decía “no gracias” / amar a la patria ellos nos exigieron / si ellos son la patria yo soy extranjero”. La canción incitó un muy cerrado aplauso: muchos de los chicos y chicas posiblemente predecían lo que, a fines de 1975, parecía inevitable: un nuevo golpe de estado. De hecho, el recital de despedida de Sui Géneris fue el último evento masivo de cualquier tipo antes de la imposición de la última dictadura militar.

***** Entre 1976 y 1983, como dos investigadores lo mostraron (Vila, 1987; Pujol, 2004), el rock nacional devino un sitio privilegiado para que varones y chicas delinearan una resistencia práctica y cotidiana al terrorismo de estado y al proyecto disciplinario que el régimen militar intentaba imponer sobre el conjunto de la sociedad, y los jóvenes en particular. En la década anterior, sin embargo, el eje principal de la politicidad de la cultura del rock no se alineaba de manera sencilla con lo que activistas y militantes concebían como “político”. Si los roqueros articularon una política, ésta se relacionaba con sus contestaciones a las reglas y convenciones que regían su vida cotidiana, y esto incluía centralmente a los espacios, instituciones y valores que puntuaban las dinámicas del “y mañana serán hombres”. Antes que auto-consciente, los cuestionamientos de los roqueros fueron prácticos, cristalizados en estilos estéticos y de arreglo personal y prácticas cotidianas por las cuales fueron construyendo una fraternidad homo-social de pibes “pelilargos”. Al irrumpir en la arena pública, esa fraternidad -real e imaginaria al mismo tiempo- despertó una fuerte reacción homofóbica y conservadora que terminó por condicionar las bases genéricas e ideológicas de la cultura del rock en la Argentina. Por un lado, en su forma más extrema de persecución y represión policial y “civil” -recurrente a fines de los sesenta y, de nuevo, a partir de 1974- esa reacción ayudó a consolidar al anti-autoritarismo como un elemento central de la ideología roquera. Mientras muchos varones encontraron en las poéticas y prácticas asociadas con el rock los medios para criticar y oponerse a las rutinas y valores que la escuela y la conscripción intentaban inculcar, la persecución recurrente les permitió solidificar un ethos anti-institucional y anti-autoritario tanto como la identificación de un “enemigo” claro. Por otro lado, la permanente amenaza de represión policial a las prácticas socio-culturales de los roqueros contribuyó a reforzar la percepción de que se trataba de un tipo de sociabilidad no aconsejable para las chicas. Los espacios roqueros persistieron, así, fundamentalmente homo-sociales. 31

Igualmente significativo, la exclusión de las chicas estuvo sobre-determinada por una corriente fuertemente machista que atravesó a la fraternidad roquera, que se articuló a su vez con un intento de “purgar lo femenino” que, quizá, sirvió para contrarrestar simbólicamente el “chantaje homosexual” al que los roqueros estuvieron sujetos al intentar delinear su crítica a la masculinidad hegemónica. Dramatizada como una “crisis del hombre argentino”, esa reacción homofóbica que encontraron los roqueros estuvo anclada en un contexto de profundas transformaciones del orden genérico y los mandatos patriarcales, que implicaban nuevos grados de autonomía para las chicas jóvenes y una incipiente reformulación de la doble moral que regía la representación y la práctica sexual de mujeres y varones. Aún cuando desafiaran de manera práctica las construcciones hegemónicas de masculinidad, he sugerido, los roqueros compartían con otros varones -adultos y jóvenes- los temores y ansiedades respecto a lo “femenino”, muchas veces degradado como sinónimo de superficialidad y objetivación. Mientras la fraternidad de “pelilargos” pronto ubicó en la policía en particular y en las instituciones en general a sus enemigos privilegiados, a comienzos de los setenta encontrarían en el “fenónemo beat” otro, e igualmente poderoso, enemigo. De hecho, entrever un enemigo en las compañías discográficas -y los modos en que éstas impondrían reglas a músicos y poetas- fue parte del sentido común entre los roqueros alrededor del mundo en los 1960’ y 1970’ (Bebee et al, 2002), y en la Argentina sirvió de catalizador para la creación de sellos independientes, como Mandioca. Pero fue en el contexto de la oleada intensa del “beat” -entre 1969 y 1972- cuando los roqueros se preocuparon de manera especial. Esa oleada “beat” implicó una reelaboración, comercializada, de las actitudes y estilos asociados con los náufragos, y tuvo su impacto más significativo en la moda y los estilos -ropa, pelo- y en la expansión de un sentido de “anti- rebelión juvenil”. Reaccionando frente a esa tendencia, la revista Pelo jugó un rol fundamental en sus intentos de definir al “verdadero” rock, o música “progresiva”. Exitosamente le ofreció a la fraternidad de “pelilargos” que ayudó a reactualizar, las categorías para evaluar qué significaba el rock -un movimiento “hacia delante”, creativo, “masculino”, en contraste con el “femenino”, superficial y débil “beat”- tanto como las ocasiones para juntarse. Los tres BAROCK sucesivos mostraron que la cultura del rock en la Argentina atraía a una creciente y poli-clasista “masa” de varones, vulgarmente conocida como el “circo”. El “circo” se mostró reacio a la politizarse en los términos que muchos intelectuales y periodistas de izquierda imaginaron al producir la dicotomía que jerarquizaba entre sensibilidad e 32

ideología. Quizá más cercanos a las prácticas e ideas encapsuladas con el mote de “hippismo”, una mayoría de los varones que formaban el “circo” -como notaba el periodista Jorge Andrés al comentar el festival para celebrar la victoria de Cámpora en 1973- no se había “dejado caer en tentaciones políticas”. Hubo, sin dudas, muchos jóvenes que fueron fans de rock y compartieron las posturas anti-autoritarias de los roqueros argentinos a la vez que se vincularon a alguna forma de activismo revolucionario. Por su parte, muchos roqueros “comprometidos” -como los lectores de Pelo- también creyeron necesario, en 1973, “definirse” respecto a los significados de revolución y liberación: “revolución psíquica” y “liberación de la edu-castración”. Apropiándose del léxico de la contestación que atravesó a buena parte de los jóvenes en la Argentina de los primeros setenta, estos roqueros vindicaban aquello que cimentó a la fraternidad de “pelilargos” desde los días de “La Balsa”: un profundo anti-autoritarismo y el permanente deseo de vivir “auténticamente”, mediante los cuales criticaron a la vida cotidiana de los varones.

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