Javier Camarena
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México independiente El 10 de septiembre de 1823, dos años después del Plan de Iguala, la compañía operística de Luciano Cortés y Victorio Rocamora pone en escena El Barbero de Sevilla, dando así inicio a una larga década de representaciones operísticas enteramente protagonizada por Gioachino Rossini y sus óperas bufas y serias: Elisabetta Regina d’Inghilterra, L’Italiana in Algeri, La Gazza Ladra y Tancredi. En 1826, la llegada del gran Manuel García (1775-1832), tenor y compositor español, amigo de Rossini y primer interprete de algunas de sus óperas más exitosas, parece dar nueva energía a la vida teatral de la capital mexicana. Pero las esperanzas del público y de los liberales mexicanos desaparecieron: en poco tiempo García, invitado en calidad de voz rossiniana, terminó por dar la precedencia a sus propias composiciones. Sus tonadillas y sus zarzuelas, demasiado coloniales y muy poco rossinianas, terminaron por complicar la relación entre el tenor español y el público local. García terminó huyendo de México en 1829. México quería a Rossini y bien lo sabían las autoridades del gobierno. A partir de la presidencia de Anastasio Bustamante, nuevas voces y nuevas compañías desembarcaron en México, trayendo consigo el mejor repertorio italiano de la época y a renombrados cantantes. Entre ellos, cabe citar a Filippo Galli (1783-1853), glorioso bajo italiano, elegido por el mismo Rossini como intérprete ideal de muchos de sus personajes serios y bufos. Galli, expresamente invitado por el gobierno mexicano a través de su emisario Cayetano Paris, se quedó en México de 1831 a 1838 interpretando, con rotundos éxitos, todas las grandes óperas de Rossini: Maometto II, Semiramide, La Pietra del Paragone, Ricciardo e Zoraide, Filippo Galli Torvaldo e Dorliska y La Cenerentola, entre otras. Para la Ciudad de México la 2 Rossini en México presencia de Filippo Galli representó el auge de una fiebre operística que en Rossini había encontrado su máximo representante. En 1838, con el regreso de Galli a su patria italiana, Rossini fue lentamente desapareciendo de los escenarios mexicanos para dejar el lugar a las nuevas óperas de los jóvenes Bellini, Donizetti y, más tarde, de Giuseppe Verdi. Después de la independencia, México se encontraba en la necesidad de construir una nueva identidad. Esta primera etapa (1823-1838) constituye probablemente el momento más intenso en la relación entre México y Rossini. Después de la independencia, México se encontraba en la necesidad de construir una nueva identidad que, por un lado, le permitiera superar definitivamente el pasado español y colonial, y, por el otro, abriera las puertas de una modernidad que replicara los valores de las naciones liberales y posrevolucionarias de Europa, Francia e Inglaterra antes que todas. Rossini, que a partir del Congreso de Viena y del ocaso de Napoleón, se había transformado en el ídolo de esa Europa postrevolucionaria, representaba esta doble posibilidad: su música era uno de los embajadores ideales para importar a toda América Latina y, obviamente, a México, esa nueva modernidad. En México, más que en otras realidades cercanas, Rossini logró transformarse en una verdadera obsesión para los mexicanos: no había casa en donde no se tocara una composición del «gran Rossini», su vida era un tema de chisme social e incluso en la intimidad de la vida privada no era difícil encontrar neceseres «de mujer» (El Sol, 20 agosto 1830) con el rostro o algunas notas de Rossini amablemente dibujadas. Para el México independiente él era el «ídolo del mundo músico» (El Registro Oficial del Gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, 9 junio 1830): por casi veinte años su música fue una de las más fascinantes metáforas que el nuevo México buscó y construyó para nacer como nación moderna y entregar a la historia su pasado colonial. Con la partida de Filippo Galli en 1838, su música desapareció por unos años para regresar en 1854 con la célebre Henriette Sontag, gran soprano e íntima amiga de Beethoven y von Weber: con la crisis de Santa Anna y el inicio de las grandes reformas políticas y constitucionales, Gioachino Rossini volverá nuevamente a México para difundir, ante nuevas instituciones y nuevas estructuras sociales, su inagotable viento de modernidad y placer. Escucha El Barbero de Sevilla Rossini en México 3 Los años de Santa Anna A pesar de la En 1833, después de un largo recorrido político, Antonio López de Santa crisis, la ópera Anna alcanza finalmente la presidencia de México. Para la República inicia en México no uno de sus capítulos más turbulentos e intensos: crisis económicas, guerras dejó de crecer: y tensiones internacionales, junto a la pérdida de gran parte del territorio con el apoyo del norte del país y la consecuente crisis moral que provocó en la sociedad de Santa Anna. mexicana, abrieron una herida profunda a la que el narcisismo megalómano del presidente Santa Anna nunca fue capaz de reaccionar concretamente. A pesar de una crisis tan severa, la ópera en México no dejó de crecer: con el apoyo del mismo Santa Anna, aficionado a la grandeza y a la espectacularidad más que al teatro en sí, la vida musical de la capital vivió un momento de memorables éxitos. Ápice de este segundo capítulo de la historia de la ópera en México fue la construcción, a partir de 1842, del Gran Teatro de Santa Anna (luego, gran Teatro Nacional), inaugurado en 1844 con un recital sinfónico y operístico en el que participaron artistas traídos de Europa, como el chelista Maximilian Bohrer, y de distintas partes del país. Entre tanto cambio político y social, Gioachino Rossini siguió ocupando un lugar privilegiado en los teatros y en las casas de los mexicanos. Por un Gran Teatro de lado, sus arias acompañaban a menudo las reuniones sociales en distintos Santa Anna. espacios privados y seguían representando el repertorio privilegiado para aquellas damas y caballeros que deseaban deleitarse con el estudio de la música; por el otro, sus óperas seguían llenando los escenarios de la capital, aunque, a partir de los años treinta, compartió las temporadas con las nuevas composiciones de Gaetano Donizetti, Vincenzo Bellini y, poco más tarde, del joven Giuseppe Verdi. Primer protagonista fue Filippo Galli, uno de los más famosos barítonos de su época (para él, Rossini escribió sus óperas más celebradas) cuya 4 Rossini en México aventura mexicana había iniciado en 1831, durante la presidencia de Anastasio Bustamante. Como vimos en el capítulo pasado, Galli y su compañía introdujeron casi todo el repertorio rossiniano bufo y serio dejando poco espacio a las óperas de otros compositores. Lo que al principio había sido su fuerza, al final, terminó por transformarse en un elemento de crítica y rechazo: Ciudad de México y su afán de modernidad necesitaban música nueva. Ya había tenido suficiente Rossini. De 1835 a 1853, Donizetti, Bellini y Verdi llenaron los teatros de Ciudad de México, Puebla y Guadalajara. Norma, Lucia di Lammermoor y Ernani fueron verdaderos hitos, dejando a un lado a nuestro querido Rossini y abriendo finalmente las puertas al Romanticismo musical. Óperas como Il barbiere di Siviglia, Semiramide, Tancredi y Maometto II, aún sin desaparecer por completo, perdieron la actualidad y, por lo tanto, la modernidad, que las había traído a México. En los años veinte, Rossini era actual, era el compositor que todos querían. Ahora, tan solo una década después de su triunfal llegada, su música se estaba transformando en historia y perdía su valor actual, pero, al mismo tiempo, iba conquistando ese respeto y esa sacralidad que solamente las obras que ya pertenecen al pasado pueden poseer. Con ese respeto y esa sacralidad, la música de Rossini volvió a revivir en los teatros mexicanos a partir de 1854 con la llegada de una soprano que la historia sigue recordando por su estupenda voz, pero sobre todo por ser una de las protagonistas en la primera ejecución de la Novena Sinfonía de Beethoven: Henriette Sontag (1806-1854). Traerla a México no había sido una tarea fácil: para poder disfrutar de su voz en tierras mexicanas, dada la elevada compensación que la soprano alemana solía exigir incluso a los más prestigiosos teatros de Europa, fue necesaria la intervención de la primera dama, doña Dolores Tosta de Santa Anna, quien proporcionó al empresario René Masson la cantidad de dinero necesaria. El repertorio mexicano de Henriette Sontag era lo más italiano y tradicional que el público podía desear: este incluía La fille du régiment, L’elisir d’amore Henriette Sontag y Lucrezia Borgia de Donizetti e Il Barbiere di Siviglia y Otello de Rossini. El triunfo, como era fácil de esperarse, fue enorme. Y habría sido aún más grande si, en junio de 1854, una epidemia de cólera no hubiera contagiado a la célebre soprano y terminado trágicamente con su vida en pocos días. Rossini en México 5 Con la inesperada muerte de Henriette Sontag, para México se cerró un capítulo de su joven, pero ya gloriosa historia operística. El año siguiente, 1855, fue el momento de los cambios políticos: con el Plan de Ayutla, Santa Anna se vio obligado a dimitir marcando el inicio de una etapa de reformas constitucionales, tensiones políticas e intervenciones extranjeras que culminarían en 1864 con la llegada de Maximiliano de Austria. Para la ópera, ya profundamente radicada en la sociedad y en la política mexicana, se abrirá una página nueva dominada nuevamente por la ópera italiana, ahora a través de la figura amable y discreta de Giuseppe Verdi (1813-1901): sus óperas (Trovatore, Traviata y Rigoletto más que cualquier otra) compartirán el escenario con el nuevo repertorio francés de Gounod, Bizet. ¿Y Gioachino Rossini? Sus óperas seguirán siendo representadas, aunque con menor frecuencia. Y él mismo, desde París, su lugar de residencia desde 1823, hará sentir su voz en el México imperial con su característica ligereza e ironía al obsequiar a Maximiliano, emperador de México, con un regalo inesperado y, conociendo a Rossini,… probablemente un poco sarcástico.