Narcocultura de norte a sur Una mirada cultural al fenómeno del narco

Narcocultura de norte a sur Una mirada cultural al fenómeno del narco

Ainhoa Vásquez Mejías (editora) Título: Narcocultura de norte a sur. Una mirada cultural al fenómeno del narco Primera edición, 2017

Ilustración de portada: José Bustamante Diseño: Pablo Díaz

Universidad Nacional Autónoma de México Ciudad Universitaria, Del. Coyoacán C.P. 04510, Ciudad de México

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ISBN: 978-607-8529-12-4

Impreso en México | Printed in Mexico ÍNDICE

Una breve introducción Ainhoa Vásquez Mejías...... vii

Prólogo Nattie Golubov...... xi

¿Atípicas narrativas o expresiones inherentes al espíritu de los tiempos? (Postales para un reacercamiento autocrítico a la narconarrativa) Arturo E. García Niño...... 17

El boom de la narconarrativa y Contrabando de Víctor Hugo Rascón Banda como la obra maestra del género Diana Palaversich...... 47

Entre la música y Hollywood. Estéticas encontradas en la narconarra- tiva mexicana Felipe Oliver...... 63

La mirada desde el centro: el letrado y la nación en El testigo de Juan Villoro Alberto Fonseca...... 81

Literatura, infancia y narcotráfico: leer como el axolotl Ramón Gerónimo Olvera...... 101

Crueldad y masculinidad en las narrativas del narcotráfico en México Héctor Domínguez Ruvalcaba...... 115 Literatura y narcotráfico: distintas geografías, diversas legitimaciones Cecilia M. T. López Badano...... 133

Juvenicidio, sistema neoliberal y narco: ¿una generación “culpable” de su muerte? Las crónicas de Javier Valdez Cárdenas y Diego Enrique Osorno Elena Ritondale...... 153

Memoria y nuda vida: aspectos para una interpretación del espacio y del desplazamiento en Las tierras arrasadas de Emiliano Monge Christian Sperling...... 175

Los narcos también lloran: narcoseries y melodrama Ainhoa Vásquez Mejías...... 201 vii

UNA BREVE INTRODUCCIÓN

El 9 de noviembre del 2016, en el Centro de Investigaciones sobre América del Norte de la unam –lugar donde realicé mi posdoctorado– tuvimos un gran encuentro entre especialistas que trabajamos desde hace años, eso que se ha denominado narcocultura. A este primer Co- loquio lo bautizamos como “Narcocultura de norte a sur”, con el fin de describir un fenómeno cultural que ha inundado desde el norte al sur de México, pero también ha extendido su influencia a otras partes del mundo. Ese de norte a sur se transformó también en un “de este a oes- te”, porque la conversación congregó a académicos de nacionalidades diversas y múltiples geografías investigativas. A Ciudad de México llegaron profesores de distintas partes de la República: Felipe Oliver de Guanajuato, Arturo García Niño de Vera- cruz, Ramón Gerónimo Olvera de Chihuahua, Cecilia López Badano desde Argentina hasta Querétaro y desde Querétaro hasta acá. Otros llegaron desde más lejos, como Héctor Domínguez Ruvalcaba que vino desde Estados Unidos, al igual que el colombiano Alberto Fonseca. Ele- na Ritondale llegó desde España y Diana Palaversich desde Australia. Christian Sperling llegó desde la uam Azcapotzalco y yo, que viajando desde Chile he encontrado mi campo de investigación en estas tierras mexicanas. La manifiesta intención era llegar a ciertos acuerdos. ¿Qué es esto que se dice es narcocultura? ¿Podemos hablar de narcoliteratura? ¿Y si lo unificamos todo y nos referimos a una literatura de la violencia? En este mismo libro podemos ver que ese objetivo no ha sido cumplido hasta ahora y que todavía no podemos ni siquiera definir líneas co- munes para hablar de narcoliteratura, qué incluimos y qué dejamos fuera en un corpus tan extenso. Claramente, tampoco hemos logrado ponernos de acuerdo sobre si llamar a esto narconarrativas, narcofic- viii

ciones, narcoliteratura, literatura de la violencia, literatura del norte o literatura del crimen organizado, y quién sabe si en los próximos años surgirán nuevas terminologías clasificatorias que dificulten aún más la posibilidad de consenso. Optamos, entonces, por comprender la noción de narcocultura como un todo extenso que abarca muchos productos culturales: li- teratura, música, arte, cine, arquitectura y televisión. Y coincidimos en un punto importante: este un tema que nos interesa y aunque no tengamos respuestas sólidas queremos seguir buscando. Este li- bro es el resultado de eso, de divagaciones de y entre académicos de varias nacionalidades que encontramos en un fenómeno cultural que nace en México (y Colombia) –pero se ramifica constantemente ha- cia otras latitudes– una razón para escribir e investigar, pero también para abarcar y aproximarnos a la realidad de otros países, como lo hace Cecilia López Badano con el caso argentino, como lo aventura Arturo García Niño al remitir a un asunto transnacional, Elena Ri- tondale al confrontar sucesos similares en Italia y México o lo que intento referir yo misma al trabajar con géneros televisivos que se están produciendo en Estados Unidos por mexicanos, colombianos y, recientemente, por chilenos. Diferentes latitudes geográficas pero también diferentes registros interdisciplinarios: la música y el cine se convierten en formatos inelu- dibles al hablar de narcocultura, las series de televisión se están apo- derando de la atención de un segmento importante de la población y están suscitando múltiples respuestas a favor y en contra en un debate coyuntural acerca de la nocividad o inocencia de estas producciones. La literatura también se ramifica hacia novelas-corridos, hacia novelas cinematográficas, hacia novelas teatrales, hacia novelas policiales, hacia el formato testimonial e, incluso, novelas de temática de crimen orga- nizado que también forman parte de esta narcocultura de múltiples aristas. Fronteras geográficas, disciplinas, miradas y tonos diversos que dan cuenta de una realidad cultural compleja y quizás inasible. Pero en eso estamos: buscando respuestas, escribiendo, pensando, conversando y viviendo. ix

Agradezco a todos quienes componen este libro que es más un ejercicio de reflexión que un texto acabado. A estos académicos que me retan constantemente cuando pienso haber encontrado soluciones pero que, en cada conversación o lectura, me entregan nuevos enig- mas. También agradezco a todos los que ese día nos acompañaron en el Coloquio, a pesar de haber sido un día después de las elecciones en Estados Unidos y de la lluvia intensa que cayó en la ciudad. Agradez- co a los profesores, estudiantes y periodistas que fueron a plantearnos oposiciones, a cuestionarnos y compartirnos sus inquietudes respecto a la narcocultura. Agradezco a Leticia Núñez Hernández por el registro fotográfico; a Janisse Oviedo que procuró que todos los elementos téc- nicos funcionaran a la perfección; a Brenda Lameda-Díaz que coordinó todos los preparativos para el Coloquio; a Elizabeth Gutiérrez y a Silvia Núñez por prestarme el espacio e incentivarme con este proyecto. A mis amigos Diego Bugeda, Mariana Aparicio, Susana Vargas y Eugenio Santangelo por su incondicionalidad y apoyo. Agradezco especialmente a Nattie Golubov por acompañarme y guiarme durante los dos años que duró mi estancia posdoctoral en el cisan y, por supuesto, a todo el cisan que fue mi casa y un refugio para la investigación, la escritura y unas cuantas locuras.

Ainhoa Vásquez Mejías

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PRÓLOGO

Entre la lectura de este libro y la escritura de este texto han ocurrido muchas cosas en México. Estamos a escasos días del tercer aniversario del caso Ayotzinapa que conmemora la desaparición forzada de los 43 estudiantes aún no esclarecida satisfactoriamente por el Estado mexica- no que, por el contrario, se ha esforzado en olvidarlo, aunque la fecha está siempre presente, conjurada por cada asesinato, feminicidio, cuer- po desmembrado y campo de cadáveres que aparece en los medios de manera cotidiana y fugaz. Ejemplos no faltan. Hace algunos días, en Puebla, desapareció Mara Fernanda Castilla Miranda, joven de dieci- nueve años de edad que tomó un servicio de taxis mediante aplicación electrónica para volver a casa, pero jamás llegó. Su cuerpo fue hallado envuelto en una sábana, había sido violada y asesinada por el conduc- tor, quien pese a contar con antecedentes criminales fue contratado sin mayores reparos por la empresa Cabify; se trata del feminicidio 83 en Puebla este año. Uno más: circuló por las redes sociales la foto de tres adolescentes asesinados en Guerrero, el menor de ellos de quince años, sus cuerpos estaban recargados en un muro entre la maleza, la espalda de uno de ellos quedó de frente a la cámara de tal manera que lo que ve- mos en primer plano es la palabra “México” en letras grandes contra el fondo verde bandera de la camiseta, esto porque cuando lo mataron el muchacho llevaba puesta la playera de la selección mexicana de futbol. A lo anterior, hay que sumar el proceder de gobernantes y parti- dos que no dudan en lucrar con la tragedia humana en el país, sea ésta del tipo que sea. Así, a pocos días del terremoto que afectó a Oaxaca y Chiapas al sur del país el 7 de septiembre, circuló la noticia de que la ayuda enviada por la sociedad civil fue cooptada por los gobiernos locales para lucrar electoralmente. Ahora, tras el sismo del 19 de sep- tiembre que devastó la Ciudad de México, Morelos y Puebla, mientras xii

los rescatistas y voluntarios de la sociedad civil fueron los primeros en desenterrar sobrevivientes y cadáveres de los escombros de los edificios derrumbados por el temblor y organizaron el trabajo de rescate, aco- pio de víveres, herramienta, material médico, resguardo de animales de compañía y creación de albergues para damnificados, la ausencia, la ineficacia y la torpeza de las autoridades ha sido notoria y la debilidad de las instituciones evidente a grado tal que cuando se menciona a és- tas es para denunciar que, como en Morelos, ellas acaparan los víveres destinados a las personas que han perdido su hogar con el objetivo de lucrar políticamente con los mismos. El ritmo de la cotidianidad en México, desde hace mucho tiem- po, está puntuado por el asesinato y la desaparición forzada, el au- mento de la pobreza y la creciente incapacidad del Estado mexicano en sus tres niveles de gobierno –federal, estatal y municipal– para detener el proceso de descomposición social que se vive actualmente, situación que es más indignante aún en el mes de septiembre –“mes de la Patria”– porque el Estado festeja el Día de la Independencia, montando un simulacro de dignidad nacional, presumiendo su domi- nio del territorio nacional pese a que todo demuestra que esto no es así; el gobierno mexicano además de ser sordo y ciego ante el malestar de la población y la basurización de la misma, ha perdido legitimidad ante ella: la cultura popular es expresión del desdén por el poder gu- bernamental y el pueblo expresa su creatividad por medio de la burla. Éste es el proceso de deterioro que registra el fenómeno de la narco- cultura, en particular el de la narcoliteratura de ficción y la documen- tal que constituyen registros históricos que en los trabajos reunidos en este libro se interpretan como archivos que, en medio del universo de documentos y expresiones culturales disponibles, ofrecen narrativas individuales y colectivas que nos ayudan a entender los contextos que favorecen la normalización de la conducta criminal, los mecanismos de criminalización de ciertos grupos sociales, y las condiciones eco- nómicas, sociales y políticas regionales, nacionales y transnacionales que hilvanan narrativas locales con fenómenos globales en torno al fenómeno del narcotráfico. xiii

Es de resaltar que varios de los artículos de este volumen citan la opinión de algunos miembros de la élite intelectual mexicana ante la literatura sobre el narco y que se caracteriza por el desprecio y la burla. Este tipo de reacciones de la “intelectualidad” son predecibles y fami- liares para quienes nos hemos dedicado al estudio académico de los géneros de la literatura popular o de masas tales como la novela rosa, la policiaca, el género de la auto-ayuda o los best sellers, cuyo éxito fugaz es motivo de su desprecio entre la intelligentsia. Éste no es el lugar para discutir el campo literario mexicano y los anticuados valores que lo rigen, pero sí es necesario señalar que hay que saber cómo leer y apro- ximarse a la literatura popular relativa al mundo de los narcoscapes con las herramientas teórico-metodológicas ideadas para el análisis literario convencional para poder entender su éxito comercial y su resonancia cultural, tarea que desempeñan espléndidamente los y las colaborado- res de este libro. Además de que la literatura sobre el narco es un tipo de literatura que mueve tanto a la industria editorial como la imagina- ción del público consumidor, ésta se ha convertido –como lo fueron en su momento el realismo mágico o la autoficción–, en representativa no sólo de México sino de los países latinoamericanos asociados más inmediatamente con el narcotráfico, lo que abona a la imagen que se tiene de éstos y a la geografía literaria del continente. Entre más repre- sentaciones tenemos de la atrocidad, menos probable es que el Estado pueda sepultar la realidad, y la narcocultura forma parte de la guerra de las imágenes que marca el paisaje mediático contemporáneo. Dado que el narcotráfico es un fenómeno de gran complejidad, no es de sorprender que las narconarrativas tengan un alcance épico pervertido, ya que dan cuenta de procesos que afectan a una sociedad en su conjunto e imponen una atmósfera de inseguridad, desconfianza y complicidad a nivel nacional, que abarca clases sociales y geografías. Tampoco sorprende que los autores experimenten con diversos géneros literarios, ensayando el hibridismo característico de los géneros popula- res, precisamente porque las fronteras entre “los buenos” y “los malos” se han vuelto bastante difusas –incluso más que en la literatura policiaca, por ejemplo–, o porque la figura del “héroe”, sus ideales y valores, son xiv

más bien los del delincuente capitalista y no los del vaquero o guerrero clásico. Hay rupturas y continuidades en términos sociales, culturales y literarios identificadas por los autores de los ensayos reunidos que nos permiten entender mejor las desigualdades sociales, las configuracio- nes sexo-genéricas y los legados históricos que perviven trastocados en nuestra realidad. En este tipo de literatura el contexto regional se arti- cula con el nacional y el transnacional en un esfuerzo por representar el alcance global de los mundos criminales, una aspiración que pocos géneros literarios han alcanzado, precisamente porque la narrativa de ficción suele ser muy local. A diferencia del género policiaco que se ha globalizado en el sentido de que en cada lugar se adapta para reflexionar sobre circunstancias locales, la narconarrativa da cuenta de la dinámica misma de la globalización al conectar lo local e individual con lo colec- tivo y lo supranacional. El pastiche, los diálogos entre el cine de gánster y la literatura, entre los corridos y el hip hop, entre la y la ficción, la litera- tura de viajes, la novela negra y las series de televisión estadounidenses como Breaking Bad o The Shield, las narcomantas y los comunicados aparecidos en Youtube o las imágenes disponibles en Facebook –donde se hace ostentación de las armas y los automóviles de lujo– hacen que éste sea un género literario dinámico, actual, ideal para explorar la rela- ción entre criminales, políticos y empresarios, entre policías y asesinos y las condiciones históricas particulares de las que han nacido nuevos tipos de testigo y narrador, figuras antes marginales como reporteros, músicos, escritores que ahora aportan otras perspectivas sobre los he- chos, desfamiliarizando la violencia que se ha normalizado de manera tal que la lectora y el lector son cómplices –como lo es la sociedad ci- vil–, del establecimiento de una narcosociedad para la cual las personas son mercancías cuyo valor se traduce en un consumo ostentoso porque la ilegalidad es más lucrativa que la legalidad. No porque éste sea un mundo criminal es un mundo menos jerarquizado; el poder no está limitado más que por el poder mismo dado que no existe el estado de derecho y los más débiles son los más explotados por los nuevos mons- truos del capitalismo neoliberal, sucesores de esos otros seres Drácula y xv

Frankenstein, que ahora son especialistas en el juvenicidio y el femini- cidio, el tráfico de personas, órganos, drogas, animales. La crueldad ha dejado de ser el rasgo de un individuo enfermo para convertirse en un asunto social y colectivo, y esta antología es una invitación a la reflexión acerca de cómo hemos llegado hasta aquí y cómo la narcoliteratura puede ayudarnos a imaginar vínculos que desafían, no que perpetúan, el uso de la violencia como forma primaria de relación social.

Nattie Golubov

Narcocultura de norte a suR 17

¿ATÍPICAS NARRATIVAS O EXPRESIONES INHERENTES AL ESPÍRITU DE LOS TIEMPOS? (POSTALES PARA UN REACERCAMIENTO AUTOCRÍTICO A LA NARCONARRATIVA)

Arturo E. García Niño1 Hay gente que dice que me detengo en el lado feo de la vida. ¡Dios nos asista! Si tuvieran idea de lo poco que les he dicho de ella Raymond Chandler (“Carta a Dale Warren” el 07 de enero de 1945)

Primera postal: señores, voy a contarles

El 8 de septiembre de 1931 José Rosales llegó a los estudios de Vocalion Brunswick Radio Corporation, subsidiaria de Warner Bros Pictures en El

1 Arturo E. García Niño es Profesor Investigador de la Universidad Veracruzana. Doctor en His- toria y Estudios Regionales. Ha sido Secretario Académico y Director de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Veracruzana; Secretario de la Universidad Veracruzana Intercultural; Profesor Investigador Extraordinario en la Universidad de Quintana Roo, donde fundó y editó la revista Co/incidencias, de la Dirección de Ciencias Políticas y Humanidades. En 2007 fue galardonado con Mención Honorífica por el Premio Nacional de Investigación Histórica José C. Valadés, del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México. Último libro publicado: Convertimos la lucha en patrimonio. Testimonios de Don Manuel García Amador, un dirigente seccional en el movimiento ferrocarrilero de 1958-1959. En proceso de edición: Las olas rojas (violencia y narcotráfico en el puerto de Veracruz, 1920-2010). Trabaja historia social y cultural, narconarrativas e historia del narcotráfico. El presente texto es la síntesis de un trabajo de largo aliento que se publicará en un futuro cercano. 18 Arturo E. García Niño

Paso, Texas, para grabar nueve canciones acompañado por Norverto Gon- zález. Entre ellas un corrido acerca de la vida y muerte de Pablo González, “El Pablote”, marido de Ignacia Jasso, “La Nacha”, pionera capo regio- nal del tráfico de drogas asentada en Ciudad Juárez, Chihuahua2. Había caído “El Pablote” por fanfarrón once meses atrás a manos de un policía respondón apellidado Robles, según los testigos del hecho acaecido en el cabaret juarense “El Popular”3. Y casi ochenta años después, Juan Carlos Ramírez-Pimienta (“En torno”) descubriría que “El Pablote”, título del susodicho corrido, era y es el primer narcocorrido grabado en la historia, aunque quizás no haya sido el primero compuesto en esta línea temática. Cierto es que en el susodicho corrido no hay una sola línea que aluda al tráfico ilegal de drogas, lo que no obsta para estar de acuerdo con Ramírez-Pimienta: era y es sabido que “El Pablote” se dedicaba al contrabando, actividad fronteriza común en aquellos años que englo- baba coloquialmente tanto al tráfico ilegal –no pagando impuestos– a través de las fronteras nacionales de cualquier mercancía legal, como al de las drogas prohibidas, fueran éstas naturales o procesadas química- mente. Cierto es también que la palabra contrabando podría generar suspicacia acerca de si “El Pablote” es el primer narcocorrido de la his- toria, ya que, por ejemplo, “El corrido de Mier” y “Contrabando de El Paso”, datados por James Nicolopulos cerca de 1922, el primero, y en la década de los veinte, el segundo, hablan de esa actividad fronteriza y porteña. Sin embargo, más acá de la ambigüedad en el uso del término, y por supuesto reconociendo la solvencia demostrada por Ramírez-Pi- mienta, asumo a “El Pablote” como el iniciador de la atípica narrativa escrita para ser cantada acerca del tráfico ilegal de drogas y de los lla-

2 Acerca de “La Nacha” pueden verse Carey, Carey y Cisneros Guzmán y Linares. Aunque “El Pablote” y “La Nacha” eran importantes traficantes de drogas ilegales en la zona, trabajaban para “Enrique Fernández […] el verdadero ‘Padrino’ [...] en la región de Ciudad Juárez y El Paso [y cuyos] negocios [...] incluían, además del tráfico de licor y drogas, la falsificación de dólares y de metales preciosos y el robo de autos en gran escala” (Ramírez-Pimienta, “El Pa- blote” 43). En el mismo artículo puede verse el detallado seguimiento que Ramírez-Pimienta hace sobre la trayectoria de Pablo González. 3 Puede escucharse un fragmento del corrido de “El Pablote” en: http://frontera.library.ucla. edu/es/artists/norverto-gonzalez-y-jose-rosales; y en: https://soundcloud.com/render-ma- gazine-1/el-pablote-corrido-grabado-en Narcocultura de norte a suR 19 mados contrabandistas, dedicados, a partir de la emisión de la Volstead Act en Estados Unidos, al tráfico ilegal de alcohol, marihuana morfina y cocaína4.

Segunda postal: Once upon a time ha corrido

Originariamente rural y transmitido por vía oral, el corrido decimo- nónico y de inicios del siglo xx se centraba en el hombre valiente y justiciero emanado de los sectores subalternos que resiste al cacique o latifundista. Posteriormente, el corrido revolucionario y postrevo- lucionario, inserto y producto de la lucha armada durante la segunda y tercera décadas del siglo, acoge a los caudillos, muchos de ellos bandidos y/o rebeldes ante casos regionales de injusticia (Hobsbawm, Rebeldes; Bandidos) devenidos revolucionarios al incorporarse a la guerra contra la dictadura de Porfirio Díaz; acoge también a las bata- llas entre revolucionarios y el ejército federal, a las mujeres heroicas, a los caballos, etc. Y en el tránsito de la tercera a la cuarta década del siglo xx, con el advenimiento de la radio y el nacimiento de la industria disquera, inicia su andar por el medio urbano5. Es entonces cuando aparecen los primeros relatos cantados donde el contrabando en general, y el tráfico ilegal de drogas en particular, son el leitmotiv; y es en esta época cuando se manifiesta un primer punto de quiebre en la historia general del corrido: el bandido o el rebelde primitivo o el revolucionario, que se alzan en armas contra la injusticia y convo- can la simpatía/empatía de la gente, que los instala como héroes en la mitología popular no sólo en México sino en cualquier lugar del mundo6, empiezan a compartir espacio en los tópicos que atraen a los compositores, y por ende en el imaginario popular, con el capo, el se- ñor, el patrón; y hoy el chaca o el viejón. Luego, historia a contar más

4 Al respecto puede verse Recio, así como Piñera Ramírez y Verdugo. 5 Para una visión general histórica y temática del corrido en México pueden verse Mendoza y Contreras Islas. 6 Además de las ya referidas obras de Hobsbawm, puede verse Camilleri. 20 Arturo E. García Niño

adelante, éstos desplazarán a aquellos como los personajes nodales de esa atípica narrativa escrita para ser cantada7.

Tercera postal: del Puerto a Nuevo Laredo, bordean- do el Golfo de México

Alboreando 1976 acompañé al conductor de un tráiler que llevaría café de Córdoba, Veracruz, hasta Nuevo Laredo, Tamaulipas, para que de ahí otro conductor lo pasara a Laredo, Texas. El viaje, costeando el Golfo de México desde el puerto de Veracruz, fue mostrándonos de bulto la existencia de las regiones nacionales a través de la radio, recur- so acompañante e informante del trailero cuya programación musical incluyó nomás pasando la frontera interestatal, además de las baladas, el rock y las cumbias, un género casi ausente en el recorrido hasta en- tonces cubierto: el de los corridos con diversas temáticas. Y de entre éstos sobresalía uno; aquel que narraba el viaje amoroso/desamoroso con final mortal de Emilio Varela y Camelia, alias “La Texana”, trafi- cando droga8. Llegando a Nuevo Laredo guardamos el tráiler en un estacionamien- to a cielo abierto ocupante de una manzana, rodeado de malla ciclónica y con un solo portón. Había dentro una construcción rústica con techo de asbesto, donde vendían comida y cerveza y a donde al caer el día llegaban trabajadoras sexuales, de las cuales cinco de cada diez decían haber cono- cido a Camelia la del corrido, compuesto en 1972 por Ángel González y grabado en 1973 por unos jóvenes Tigres del Norte9. Sonó y sonó el corrido mañana, tarde y noche, desde la radio-

7 Al cabo de los años la industria cultural catapultaría, como ya señalé, al corrido en general, y al narcocorrido en particular, y la red de redes provocaría una estampida que arribaría al siglo xxi compitiendo en igualdad de condiciones con otras mercancías culturales sonoras. 8 La versión original puede escucharse en: https://www.youtube.com/watch?v=gpiC3A4cJtA 9 Acerca de cómo se encontraron en su camino con el corrido que les dio el impulso definitivo en su carrera a los músicos oriundos de Rosa Morada, municipio de Mocorito, en Sinaloa, y que en aquellos tiempos ya vivían en Estados Unidos, puede verse Jiménez Rivera. Y respecto a su trayectoria musical puede verse la buena crónica de Alec Wilkinson publicada en The New Yorker. Narcocultura de norte a suR 21 grabadora del local los tres días que estuvimos en Nuevo Laredo y ahí comimos; por cierto: ninguno de los traileros asiduos al lugar dijo ha- ber conocido a Camelia, pero sí contaron historias de fantasmas y apa- recidos carreteros. Era éste el segundo punto de quiebre del corrido en general, y el primero del narcocorrido en particular.

Cuarta postal: año del 89, a unas gentes conoció10

Durante el año que cerró la década de los ochenta encontré en Veracruz un álbum de los ya para entonces famosos e imprescindibles Tigres del Norte. El título era Corridos prohibidos, contenía seis tracks por lado, entre los que estaban algunos considerados clásicos del narcocorrido, y representó otro punto de quiebre en la historia del narcocorrido. Éste ya para el relanza- miento de esa atípica narrativa mexicana escrita para ser cantada, que si bien había arrancado en 1931 y tenido un segundo gran aire en 1973, a más de cincuenta años de su surgimiento como una mercancía cultural transclasista masificada, era ya un dato nodal del paisaje sonoro urbano y rural del país; y en muchos sectores sociales era el soundtrack del día y la noche: arremetía desde las bocinas de carros y comercios establecidos y ambulantes, diseminándose desde el norte hacía todo el país mediante agresivos decibeles. Atraía, y atrae, porque acrisola ficción y realidad, y el escucha consume el mensaje sin mediar negociación alguna que delimite dónde termina una y empieza la otra. La frontera es tan porosa entre ambas que sólo los involucrados historiados, y el autor, pueden saberlo. Y al no haber límites entre ficción y realidad, el narcocorrido espectacularizó literariamente ese mundo del que sólo se atisban los fragmentos dados a conocer mediante las redes tejidas por los propios traficantes de drogas11. Y devino elemento propagandístico a utilizar según los intereses de sus usuarios y promotores: fue y es usado como

10 Una versión del “Corrido del Monchi” puede escucharse en: https://www.youtube.com/wat- ch?v=zgsaeG9tY90 11 Una aproximación interesante en torno a los usos y apropiaciones de los elementos discursi- vos del narcocorrido, su integración a la vida cotidiana citadina y su incidencia en la construc- ción de imaginarios sociales, puede verse en Mondaca Cota. 22 Arturo E. García Niño

vehículo para violentar al enemigo12 y ajustar cuentas discursivamente, lo que condujo a que muchos mensajeros fueran asesinados por tomar partido13, ya desprendida del narcocorrido original una vertiente auto- denominada Movimiento Alterado14. Hoy esa atípica narrativa de la violencia de ficción y no ficción escrita para ser cantada, y su derivación legítima o bastarda, inundan el paisaje sonoro del país, y ahí estará en tanto exista la actividad o tópico que alimenta de información a los compositores, coexistiendo con la atípica narrativa escrita para ser leída, de la cual vendría a ser, según yo, presunta antepasada.

Quinta postal: traía llantas de carreras, con sus rines bien cromados 15

En 1991 le fue concedido a Víctor Hugo Rascón Banda el Premio Juan Rulfo de novela por su obra Contrabando; y en el mismo año el autor la canibalizó para una puesta en escena con el mismo título. Dirigida por Enrique Pineda, el libreto de lo que según el propio autor “no es nota roja, ni es periodismo, ni es crónica, ni es ensayo, es simplemente teatro, que habla de amor, contrabando y traición” (“En Contrabando”. 3 de agosto de 1991)16, sería publicado en 1993 por Ediciones El Mi- lagro. ¿Por qué esa primera novela premiada –y única escrita por el dra-

12 En un texto compendio del uso de la música como arma en la historia, Alex Ross afirma la importancia de quitarle el aura sensiblera a lo que él llama “la ficción de la inocencia de la música [lo que] no disminuye su importancia; al contrario, nos permite registrar el misterioso poder del medio. Admitir que la música puede volverse un instrumento del mal significa tomarla en serio como una forma de la expresión humana” (“When music is violence”. 4 de Julio de 2016). 13 Al respecto de los cantantes asesinados, una lista de ellos puede verse en: http://www.ba- dabun.net/2016/02/10-famosos-que-han-sido-asesinados-por.html. Y sobre los llamados corridos “por encargo” puede verse Simonett. 14 Respecto al Movimiento Alterado pueden verse Ramírez Paredes y González Flores. 15 “La camioneta gris” puede escucharse en: https://www.youtube.com/watch?v=pHYTh- QMSPFM 16 En su puntual y agudo análisis de la obra, Olvera pone de relieve su deuda/paralelismo con la tragedia griega. Narcocultura de norte a suR 23 maturgo chihuahuense– sería editada hasta 2008, año en que también murió su autor? Según Rascón Banda17

Por pudor […], está basada en hechos reales; aparece el per- sonaje de Caro Quintero y otros narcos del norte [...] con- tiene muchos géneros: el epistolar, el dramático, el cinemato- gráfico, tiene algo de ensayo, algo radiofónico, en fin, juego con todo. Pero muchas personas me han dicho que corrija el último capítulo y por esas ocho páginas no la he dado a la imprenta. Pero lo voy a hacer porque es de 1992 y cuando vuelva a salir van a decir que copié a otros escritores, lo que no es verdad (“La creación” 54).

Y sí, es verdad que no había copiado a nadie: Contrabando la no- vela, y por supuesto la obra de teatro, insertaba como leit motiv en la narrativa de ficción mexicana por escrito y para ser leída, una actividad ilegal, violenta y violentadora, soterrada hasta entonces, y que era con- substancial a la formación social mexicana moderna: el tráfico ilegal de drogas y de drogas ilegales. También era dicha obra la continuadora de esas atípicas narrati- vas de ficción escritas y musicalizadas para ser cantadas y escuchadas: los corridos; en específico los narcocorridos o corridos del tráfico ilegal de drogas o corridos marihuaneros o corridos de contraban- distas o.... Como se les quiera llamar, porque lo cierto es que Rascón Banda, chihuahuense y fronterizo, retomaba el término eufemístico abarcador de toda acción de tráfico ilegal en la frontera para titular ésa su primera, y hasta donde se sabe única novela, la cual como todo su trabajo según el autor, no era algo premeditado: “No es que lo planee [...] Escribo para explicarme lo que ni Dios ni la pgr18 me explican [...] Así escribí Contrabando [...] para encontrar respuestas,

17 En este apartado cederé el peso de la explicación acerca de su obra en cuestión al propio Víctor Hugo Rascón Banda, citando lo expresado por él en entrevistas con la redacción de la revista Proceso, con Becerra Pino, con Díaz Page y con Cruz. 18 Siglas con las que se conoce a la Procuraduría General de la República en México. 24 Arturo E. García Niño

para entender por qué en la sociedad ocurren cosas así” (“Escribo para” 65). Rascón Banda exponía en Contrabando lo acaecido en el pueblo minero de Santa Rosa de Uruachi –¿su Comala, su Macondo, su Santa María, su Yoknapatawpha? –, enclavado en la sierra chihuahuense y que para la fecha se había convertido, según el novelista y dramaturgo,

en refugio y sede de bandas de narcotraficantes [...] Me vi envuelto en diversos hechos que estaban ocurriendo en el municipio; un día antes [de mi llegada], había desapareci- do el presidente municipal, que es mi primo, secuestrado en un camino de la sierra por hombres que podían ser narcos o judiciales, porque son muy semejantes en todo: visten igual, usan sombrero tejano, cuernos de chivo, lentes oscuros, botas (“En Contrabando”. 3 de agosto de 1991).

El año en que Rascón Banda regresa a su pueblo para escribir, por encargo del actor y cantante Antonio Aguilar, el guión de una película que no le pagarían ni sería filmada, es 1989, mismo año en que se dan los hechos contados en Contrabando. Esch colige que la historia contada debió acaecer en 1987. Sea uno u otro año, estaban ya corrien- do esos nuevos tiempos del narcotráfico y la violencia que se habrían iniciado con los asesinatos de Manuel Buendía en 1984, y de Enrique Camarena Salazar en 1985, hechos que sacaron a la luz pública las íntimas relaciones entre los tres niveles del gobierno mexicano, la empresa privada y los cárteles del narcotráfico (Fernández Menéndez). Bajo tales circunstan- cias, Rascón Banda escribiría la primera novela que decididamente a/ bordaba el/sobre el tráfico ilegal de drogas y la corrupción político poli- cíaca como inherentes al espíritu de lo que dimos en llamar los tiempos del narco. Era un foco rojo acerca del estado de cosas originariamente propio del norte de México por su condición fronteriza, pero que igual había venido aparejada al desarrollo de los puertos y que dimanaba ya para los años ochenta hacia las otras regiones del país y exigía ser con- tado, cuestión que reclamaba su autor Narcocultura de norte a suR 25

a los escritores mexicanos y [a] los artistas en general, como los cineastas, que no quieren mirar la realidad y dejan en manos de los autores de corridos norteños el registro de vidas y luchas ligadas con esta problemática [y a] los productores de malas películas [...] lucrar con él [...] Los narcoteatristas de Contrabando no tememos a la censura [...] al riesgo: [trae- mos] a los escenarios [...] la cultura del narco, de sus víctimas, de un trozo del norte del país, que también es México, y de un tema que enluta muchos hogares mexicanos y enriquece a unos pocos (“En Contrabando”. 3 de agosto de 1991).

Lo dicho por Rascón Banda remitía a la obra de teatro, cierto, pero es susceptible de hacerse extensivo a la novela. Ambas son expre- siones autobiográficas, aunque distintas, según él: “la novela tiene tres- cientas páginas [y de ella] tomé tres monólogos: el de la reina de belleza, el de la madre del narco y el de la víctima del narco [...] inventé el personaje del escritor [...] para que a través de ese hilo conductor las tres historias se engarzaran” (“La creación” 54), “soy ese escritor que escucha a las tres mu- jeres hablar de sus ramas, que viven con sus maridos e hijos” (“El teatro” 17). Y al cual Damiana Caraveo se dirige con su último parlamento, al caer aquel bajo las balas de un tipo vestido de cowboy mientras intenta comu- nicarse por radio con la capital del estado: “¿Quién eres realmente? Si fueras escritor escribirías lo que pasó en Santa Rosa. ¿Quién eres, muchacho? ¿De qué lado estás? El contrabando y la traición son cosas incompartidas, pues” (Rascón Banda, Contrabando 1993, 78)19. El final de la novela es distinto: tres meses después de los he- chos, el escritor, ya en Ciudad de México, los recuerda viendo desde su apartamento unos estanquillos donde se venden flores; va atando

19 El final en la puesta en escena fue cambiado por el director y el dramaturgo estuvo de acuer- do, quedando descrito así en el libreto: “el Escritor habla por radio y, de pronto, de la calle llegan ciento ochenta disparos de ametralladora que destruyen todos los cristales de las ven- tanas, cuyos trozos caen sobre los espectadores de las primeras butacas. El Escritor muere en una caída espectacular. El espacio se llena de humo, las luces se apagan y sólo la llama del calentador ilumina el escenario” (Rascón Banda, Contrabando 1993, 78). 26 Arturo E. García Niño

los cabos sueltos para que sepamos qué pasó con cada uno de los involucrados e informa que al solicitante no le gustó el guión para Triste recuerdo porque dijo que se debe a su público y eso del nar- cotráfico no le va bien: “no puedo ofender a estos amigos, que van a verme a los palenques o a mis espectáculos en ferias y rodeos y me invitan a sus fiestas” (Rascón Banda,Contrabando 2008, 210). Por tal motivo, como se lo prometió a su madre, quemará todo lo escrito para que no vaya a caer en malas manos. Informa también que Guerrero Negro, obra de teatro incluida en la novela y que da su nombre al capítulo veinte, será montada por Luis de Tavira para inaugurar un nuevo recinto teatral. Que mientras transcurre la obra un conjunto norteño interpretará corridos de contrabando y famo- sos narcotraficantes irán apareciendo en cabinas de cristal alrededor de los actores. Y concluye: “Para olvidarme de Santa Rosa y darle la vuelta a estas páginas de contrabando y traición, sólo me falta pasar a máquina la letra de los corridos que estoy oyendo, porque para el montaje […] se necesitan, me dijo el director, cuando menos vein- tiún corridos de contrabando” (Contrabando 2008, 211). No sé si al final los corridos pasados a máquina por Rascón Banda/El Escritor fueron incluidos en el libreto e interpretados en escena. Si sé que El Escritor, personaje de la obra teatral y la novela, le respondió a Damiana Caraveo, valga la cuasi tautología, escri- biendo lo que pasó en Santa Rosa y estableciendo un diálogo inter- discursivo con su obra, donde los velados y revelados vasos comuni- cantes no sólo van y vienen entre la novela Contrabando y la obra de teatro homónima, sino entre éstas y, por ejemplo, otras muestras de su dramaturgia: la ya citada Guerrero Negro y Fugitivos20, publicadas en un volumen bajo el título de Escenario del crimen; y El baile de los montañeses. Y por supuesto con los trece relatos integrados en Volver a Santa Rosa, donde el tono rulfiano de la vuelta al origen, a la infancia, a la matria, impregnada de nostalgia por el terruño, se ve trasuntada por la presencia de la guerrilla –coincidiendo con su

20 Esta obra fue montada en 1992 bajo la dirección de Raúl Zermeño en el Teatro Coyoa- cán de la Ciudad de México. Narcocultura de norte a suR 27 paisano Carlos Montemayor21– y el narcotráfico como el negocio o el contrabando de drogas ilegales vuelta una práctica familiar y casi local, en la cual aún no entran los grandes intereses económicos que arranca- ron con la pugna intercárteles y la narcopolítica. “Llévense a mi ahijado el narquito, me rogó mi comadre, y si no le das el aventón se me va a sentir, qué pensará, que nomás estuvimos listos para comernos los quesos que nos mandó regalar y que no somos capa- ces de darle un aventón al muchacho” (Rascón Banda, Contrabando 2008, 98), le dice su esposa a Epigmenio Rascón y éste lo cuenta a su hijo el Escritor, mientras ambos viajan en la batea de la pick up, porque han ido levantando gente que va en el camino y han cedido sus lugares en la cabina a las mujeres. Es el tiempo en que “el negocio” a secas o “el contrabando” –actividad pueblerina y familiar desarrollada por vecinos como el seten- tón Baudilio Royval, el adolescente Cutberto Daniel, la madre Consuelo, ‘La Chelo San Miguel’, quien “empezó solita el negocio de la yerba con sus tres chamacos de diez, ocho y seis años” (Rascón Banda, Contrabando 2008, 56), el treintón Lino Largarde, el casi treintañero Adalberto Romo, el cincuentón Bernabé Gonzaga, el casi niño Erwin Luna, El Candelo y Astolfo– está desapareciendo. La lógica del capitalismo envolvente de la ilegalidad del narcotráfi- co a gran escala irrumpe en el pueblo. Cuestión que Damiana sintetiza: “¿Qué te parece, muchacho? La traición y el contrabando terminan con muchas vidas. Acaban también con pueblos. Santa Rosa es ahora un pueblo de puertas cerradas. Un caserío de antenas parabólicas por don- de pasa el dinero mal habido. Un mundo de extraños que no se saludan en la calle” (Rascón Banda, Contrabando 2008, 89). Un caserío aún lejos de Culiacán, la capital de estado, donde ocurrieron hechos mor- tales cuyo reporte radiofónico desde Los Ángeles, California, escucha Epigmenio Rascón y que a su esposa no le importan por la lejanía. “Pon atención, mijita, le ruega él, se parece mucho a lo que está pasando en Santa Rosa [...] Se acabaron familias enteras, cientos de hombres per- dieron la vida, es muy triste de verdad la historia, otros tantos desapa- recieron, no se sabe si existen con vida o tal vez en la quema murieron”

21 Acerca de la obra de Carlos Montemayor puede verse García Niño (“El cuarteto”). 28 Arturo E. García Niño

(Rascón Banda, Contrabando 2008, 170). El corrido, pues, el corrido, haciendo el crossover de lo narrado cantado a lo narrado para ser leído. Tal y como lo hace en el relato “El gusto por los bailes” Daniel Sada22. Esa comprensión/interpretación del narcotráfico, que pudiéramos llamar parroquial, hermana a Rascón Banda con César López Cuadras (Cuatro muertos por capítulo 2013) y Daniel Sada (El lenguaje del juego 2012) al ubicar a la familia inmersa en dos tiempos: el del negocio propio “en corto”, que no puede aislarse y sustraerse a la violencia porque su pro- pia dinámica expansiva la convoca, en el primer caso; y el de la irrupción de la lógica violentadora del narcotráfico ya expandido, que arrasa a la familia porque ya todos estamos expuestos a esa lógica envolvente, en el segundo. Los tres escritores, por cierto, son norteños fronterizos, nacidos en Chihuahua, Sinaloa y Baja California, respectivamente, donde narco- tráfico es sinónimo de contrabando y/o el negocio y sólo eso. Estaba ahí ya, pues, inserta en dicha realidad y alboreando la década de los noventa del siglo pasado, Contrabando, la primera obra de esa atípica narrativa mexicana escrita para ser leída, contada desde la óptica de alguien relacionado, a través de familiares y conocidos, con el mundo del tráfico ilegal de drogas no como un implante llegado de la nada y creado por un big bang sin historicidad alguna, sino como resultado de un conjunto de circunstancias histórico sociales edificadas con la decidida participación de la sociedad política y de la sociedad civil mexicanas. López Cuadras, autor de otro portento dentro de las narrativas de la violencia, apostilla con sa- piencia: “esa bestia tragahombres, que los periódicos llaman narcotráfi- co, pero quienes hemos habitado en sus tripas, engullidos, regurgitados y vueltos a tragar, si es que no arrojados por el culo, le llamamos ‘el negocio’ a secas [...] Es una cuestión de familia, de familias” (11), le dice Pancho Caldera a La Güera, estadounidense con quien se entrevis- ta desde su posición de sicario/guarura/mano derecha del mayor de los hermanos Simental, para el guión de una película que la mujer realizará acerca del ascenso de un narcotraficante eminentemente rural y cuasi analfabeta, quien heredará a los hijos el multicitado negocio.

22 El relato en forma de corrido, contenido en Ese modo que colma, “completa” y contextualiza el “Corrido de Rosita Alvirez”. Narcocultura de norte a suR 29

Paréntesis para echar la vista atrás

Un año antes de que Contrabando fuera premiada como novela y lle- vada a escena como obra de teatro, Paco Ignacio Taibo II contempla en Sueños de frontera –fechada su conclusión en la navidad de 1989– al crimen organizado como referente y/o generador, entre varios más, de un contexto específico: el fronterizo mexicano-estadounidense en el cual transcurre la séptima aventura vivida por Héctor Belascoarán Shayne, detective creado por el autor. El tráfico de drogas deviene aquí viento que sopla de la frontera noroeste hacia la noreste conectado con el centro y sur del país; y el tono de la obra está anclado a lo que el propio Taibo II ha denominado “neopolicial”, una narrativa a caballo entre la novela de aventuras melancólica y nostálgica y la novela negra, más cerca de la primera que de la segunda. Más adelante vendría, en 1993, Pino Cacucci, con San Isidro fútbol, una breve novela centrada en el fútbol llanero, donde el nar- cotráfico es la presencia velada que incide en los avatares y define los encuentros entre el equipo de San Isidro y el del pueblo vecino, y que insertará el mundo del narcotráfico y la corrupción guberna- mental mexicanos como trasfondo contextual y situacional en tono de gran guignol. Y durante el año en que vio la luz la novela de Cacucci, Michael Connelly publica, en inglés, Hielo negro23 como la segunda de las hasta hoy ¿veinte? entregas de la saga del detective angelino Harry Bosch, e incluye al crimen organizado transfronteras México-Estados Uni- dos como elemento nodal que trasciende la anécdota: a partir de las muertes de un agente policial encubierto y de un ciudadano latino se llega a descubrir el tráfico de una nueva droga producida por un cártel mexicano del narcotráfico; el nombre de la droga da título a –y articula la– novela. La narconarrativa llegaba así como continuadora de esa corriente narrativa originada en los años veinte y decididamente cimentada en los treinta desde la revista Black Mask (Rhum), cuando Dashiell Hammett,

23 La edición en español más antigua es de Ediciones B y la más conocida de Rocabolsillo. 30 Arturo E. García Niño

afirmó Raymond Chandler Cartas( ), sacó el crimen del jarrón veneciano y lo puso en la cotidianidad de las calles, creando así un estilo duro que inauguró en la narrativa realista el uso de un lenguaje coloquial.

Un género que aborda un mundo en el que los delincuentes pueden gobernar países y por supuesto ciudades [...] donde el alcalde del pueblo puede aprobar un asesinato si con ello obtiene ganancia [...] No es un mundo que huela muy bien [...], pero es el mundo en el que vivimos y algunos escritores con mente dura y una fría actitud de distanciamiento pueden sacar de él tramas muy interesantes y hasta divertidas. Aun- que, claro, nunca será gracioso que maten a un hombre nomás porque sí y que su muerte sea el precio de lo que llamamos civilización (Chandler, El simple 16).

Aunque el ensayo del cual extraje esta cita fue publicado ori- ginalmente en diciembre de 1944 en la revista Atlantic Monthly, de Boston, el mundo descrito en él es sorprendentemente semejante al de nuestros días. Mundo al que el género, redefinido como un tono y una atmósfera cinematográficas a partir de los años cuarenta (Schra- der), sirvió de vehículo para que un atípico subgénero narrativo para ser leído (la narconarrativa24) diera continuidad con la señalada Hie- lo negro, de Connelly, a lo que la atípica narrativa escrita para ser cantada (el narcocorrido) venía haciendo desde 1931: dar cuenta del tráfico ilegal de drogas y de sus circunstancias binacionales como hi- los conductores de las anécdotas en que se basa la construcción de la historia25.

24 Acerca de esta forma expresiva, entendida como subgénero de la llamada novela negra, puede verse García Niño (“La narconarrativa”). Otros autores han dado en llamarla narcoliteratura o literatura sobre el narcotráfico o literatura del narcotráfico o una vertiente de las literaturas de la violencia; entre ellos, argumentada y solventemente, Palaversich (“La narcoliteratura” y “¿De qué más”?), Felipe Oliver Fuentes y Olvera. 25 Palaversich considera (“¿De qué más”?) que Contrabando es la obra inaugural y magna de la literatura referente al tráfico de drogas en México. Olvera coincide con ella, hace la más pun- tual y aguda disección de la obra hasta ahora y pone de relieve su deuda/paralelismo con la tragedia griega. Narcocultura de norte a suR 31

Lo anterior signaba la diferencia con la novela de Rascón Banda: Contrabando era, como su autor lo definía, un magno y portentoso pastiche. Una no fiction novel con el autor como actor interviniente, que evoca al Norman Mailer de Los ejércitos de la noche (1969)26 y que como en los corridos difumina los linderos entre ficción y no ficción. Así como también homenajea a éstos, si no como las atípicas narrativas escritas para ser cantadas y precursoras de las escritas para ser leídas, que propongo son, sí como los vehículos supletorios y contadores de esas historias que los novelistas y cineastas, hasta entonces, no querían contar. Esos corridos tan caros a Rascón Banda que aparecen en toda su obra y que en la novela, al enterarse que es escritor, evocarán la fi- gura conocida por ellos cuyo oficio tiene que ver con eso de escribir: el compositor de corridos; el rapsoda que no canta hoy a Homero o a sus colegas o el juglar del Medioevo posmoderno hoy actuando como narrador de las alegrías y las tragedias que atañen al México de nuestra historia más y menos reciente. Es también Contrabando, la novela, un fresco de la cotidianidad vio- lentada en el cual los personajes van y vienen entre aquella y las obras de teatro El baile de los montañeses, Guerrero Negro, Fugitivos y Contraban- do, y de una de éstas a las otras, por lo que no puede afirmarse hasta hoy con certeza cuál fue primero, aunque puede especularse, partiendo de las fechas de edición, que éstas, y por supuesto los relatos de Volver a Santa Rosa, fueron el laboratorio en el cual ensayó el autor para irse aproximando a la novela, lo que le agrega un plus como pionero de esa atípica narrativa de la violencia trasuntada por el tráfico ilegal de drogas ilegales y de drogas ilegales. Y Hielo negro es una novela expresamente ne- gra, decantada hacia la denominada narconarrativa como un subgénero de aquella. El tono y las atmósferas las diferenciaban, pues; y si ésta era buena, la de Rascón Banda era un portento. Sería en 2009 cuando definitivamente esa expresión realista sub- sidiaria del género negro, resultante de la atención acuciosa a una situa- ción binacional –México y Estados Unidos– vuelta espiral de violencia

26 El clásico de Mailer, ganador del Premio Pulitzer y el National Boock Award en 1969, se divide en dos grandes apartados: la novela como historia y la historia como novela. 32 Arturo E. García Niño

creciente generada por la incidencia del crimen organizado en la vida cotidiana durante por lo menos los más recientes treinta años, y pro- ducto de la corrupción política, empresarial y ciudadana, alcanzara la cima con dos obras vueltas ya sus primeros clásicos: El poder del perro (Winslow)27 y Entre perros (Almazán)28.

Paréntesis para una exposición de hechos

Seguidor de la narrativa policial, y específicamente de la llamada novela negra desde que en 1972 descubrí Play back (Chandler) en la biblioteca familiar, el título en español era Coctel de barro, catapulté mi curiosi- dad, vuelta pasión al cabo de los años y trasmitida a mis hijos. Y en ese viaje sin regreso me di cuenta, mediando los noventa y a través de la citada Hielo negro, que un tópico –el tráfico ilegal de drogas– y sus circunstancias sociales empezaban a aparecer como vertebradores en la narrativa negra y policial estadounidense ubicada en la franja fronteriza compartida con México. La década siguiente vería emerger en México y Estados Unidos un conjunto de novelas que incluí en lo que al cabo del tiempo da- ría en llamar transitoriamente la narconarrativa. ¿Qué las vinculaba? fue la pregunta que inicialmente me plantee. Una región literaria, que remite a un estado de cosas y a la franja fronteriza entre ambos países, respondí inmediata y limitadamente para intentar aprehender y comprender una serie de expresiones “aún fluida, aún demasiado variada para la clasificación fácil, aún echando retoños en varias di- recciones” (Cartas 78), como afirmaba Chandler en 1949 respecto a la novela policial.

27 La publicación original en inglés es de 2005 y la escritura de la novela le llevó seis años a su autor. Acerca de Winslow y su obra puede verse García Niño (“Don Winslow” y “Don Wins- low, The Cartel”). 28 Acerca de Almazán y su obra pueden verse Reyes Zaga y García Niño (“Alejandro Almazán”). Narcocultura de norte a suR 33

Paréntesis para la autocrítica

Leído El poder del perro por recomendación del segundo de mis hijos quedé impresionado por la solvencia de la investigación y por la con- tundencia y alta calidad del relato. Agregué la novela a lo que ya empe- zaba a considerar un subgénero de la novela negra y fui en pos del resto de la obra de Winslow, a la par que empezaba a cavilar en torno a esa atípica narrativa emergente y el mayor de mis hijos me recomendaba Entre perros. La epifanía me encontró y decidí entonces analizar los porqués y las circunstancias históricas de dicha expresión literaria bajo un princi- pio vuelto punto de partida: acudir lo menos posible al estado del arte existente al respecto y mayoritariamente con mi erudición novelística y analítica de ficción negra y policial abordar la expresión literaria de marras. Y en 2012, poco más de quince años después de la inquie- tud despertada por Hielo negro, concluí una primera aproximación a la tal narconarrativa que le andamos diciendo, dejando de lado vo- luntariamente lo que bien pudiera considerarse una grave omisión: no considerar aquí a la vasta y relevante narrativa colombiana trasuntada por el tráfico de drogas y la violencia, acerca de lo cual dejo asentadas dos consideraciones: lo ya dicho acerca de que ubico a la narconarrati- va como una vertiente del género negro cuyas acciones se desarrollan, mayoritariamente, en el espacio geográfico conformado por la franja fronteriza México-Estados Unidos; y a que existen trabajos de solventes colegas al respecto del caso colombiano. Vayan como ejemplos de esto Lander, Fonseca y Osorio; incluso el segundo de ellos hace un relevante análisis comparativo entre autores mexicanos y colombianos. Asimis- mo, para una visión amplia y actualizada de lo narco como modelo cultural transfronteras puede verse Santos, Vásquez Mejías y Urgelles. Una lectura remisa de los trabajos de Palaversich, Felipe Oliver Fuentes y Olvera, a propósito de afinar y actualizar una propuesta de curso acerca del subgénero o vertiente narrativa en cuestión, me llevó a un flashbak y a revisar en 2015 algunas afirmaciones para enfrentar lo que venía considerando asignaturas pendientes. Resultando de ello 34 Arturo E. García Niño

el presente texto que se fue haciendo casi solo29. Paso a las revisiones críticas y autocríticas. La afirmación de Diana Palaversich respecto a queContrabando es la primera y la gran novela del narcotráfico, escrita casi veinte años antes del auge de la literatura en cuestión, me hizo leer dicha obra como novela, ya que sólo la conocía como obra de teatro, y en ambos géneros no entraba en mi esquema bajo la égida de la narrativa negra30. De esa lectura concluí sin duda, de acuerdo con la autora y con Olvera, que la –hasta donde sabemos– única novela del dramaturgo chihuahuense es la primera de la literatura del tráfico ilegal de drogas o narcotráfico o sobre el narcotráfico o de la narcoliteratura31. Estoy también de acuerdo con Olvera en que la pionera Contra- bando es un texto coral y pendular que transita de ida y vuelta entre el teatro y la narrativa; agrego que es tanto de la narrativa de ficción como la de no ficción y que no está contada en tono negro y sí en un tono rulfiano crepuscular, que ve arremeter la lógica de lo urbano en el ámbito de lo rural evanescente. Retomé en ese proceso de autocrítica también, dada su magna importancia dentro del desarrollo de las narrativas de la violencia cuyo tópico o referente, directo o circunstancial, es el tráfico ilegal de drogas o de drogas ilegales o narcotráfico, dos novelas que no pude incluir en 2013 dentro del corpus de mi primer acercamiento porque, aunque ya había sido publicada en abril de aquel año una, y la otra en 2012, pude leerlas hasta el segundo semestre de 2014: Cuatro muertes por capítulo y El lenguaje del juego. La obra de López Cuadras es la saga familiar de los Simental que Pancho Caldera cuenta inicialmente en la novela a La Güera, como ya señalé líneas atrás. Una panorámica en torno a “el negocio” que, mediante el encadenamiento de planos medios, primeros

29 Un apunte de esta revisión puede verse en García Niño (“La balada”). 30 La obra de teatro fue publicada como libro en 1993 por Ediciones El Milagro, aunque fue puesta en escena por Enrique Pineda en el verano de 1991 dentro de las actividades del Tercer Gran Festival Ciudad de México. Rascón Banda estuvo muy cerca del montaje. Acerca de ello puede verse Rascón Banda (“En Contrabando”). 31 Acerca de Contrabando y el debate puede verse también, además de Palaversich y de Olvera, Esch. Narcocultura de norte a suR 35 y primerísimos planos narrativos, da cuenta del periplo de la familia desde Las crucecitas, recóndita y diminuta ranchería serrana de la sierra sinaloenses de Badiraguato que es su lugar de origen, hasta el arribo y establecimiento en el rancho grande: Culiacán/Mazatlán, para de ahí expandirse hacia Tijuana y “al otro lado”. Inserto por nacimiento en el ámbito geográfico donde el nego- cio es originariamente asunto de familias, el autor sinaloense cuenta la cotidiana y nada extraordinaria historia de “una familia normal [...] dentro de lo que en ese medio se considera debe ser una familia ordinaria, pues traficar con marihuana y drogas peores no implica, para esa gente, escapar a los cánones de la decencia, al contrario” (75- 76). Y mediante el trazo de ese microcosmos faulkneriano, contado en tono de gran guignol y en dos tiempos y personas narrativas –las versiones de Pancho y del mayor de los Simental, iniciado desde niño y sin haber terminado la instrucción primaria–, seguimos a la familia en su transitar. De ser inicialmente marihuaneros vendedores de pe- queñas cosechas extraídas de la milpa que se ven obligados a huir, por causas no directamente atribuibles a su oficio, del rancho/pueblucho al que el negocio hizo desarrollarse y prohijó la llegada del pan en bolsas de plástico de la comida en latas, llegan a ser el cártel de los Simental: la huida los lleva a las ciudades de Culiacán y Mazatlán, donde se relacionan con el jefe de allá, don Amadeo, hermano de Heliodoro Fonseca, muerto ya y al que los Simental han proveído de “rama”, como llaman a la marihuana, y de goma de opio, de tiempo atrás, y de quien la familia hereda el negocio. Igualmente inserto en ese mundo, Sada narra desde el ficticio y “Pobre Mágico, [un] pobre país sumergido en un inexorable hoyo negro” (El lengua- je 85), cómo un migrante, Valente Montaño, retorna de Estados Unidos con el dinero ahorrado para abrir un negocio de comida en su pueblo, al tiempo que éste es tomado por las hordas del crimen organizado, lo que inserta a la familia en una densidad violenta que engulle a los hijos Candelario y Marti- na; y rompe con las balaceras, el cobro de piso, los cadáveres en las calles... la lógica aletargada de la vida cotidiana pueblerina. Todo arropado en la prosa del quizás más fino novelista mexicano de los más recientes sesenta años. 36 Arturo E. García Niño

Tomando en cuenta lo expresado, concluyo y reafirmo que bajo, y siempre sólo bajo, los parámetros que en términos estrictamente li- terarios se establecen para comprender a la narconarrativa como un subgénero o vástago del género negro, las novelas de Winslow (El po- der) y Almazán serían las cimas del tal subgénero. Y libre del corsé subgénero, por supuesto que estoy de acuerdo con que las hasta ahora cuatro cimas de la literatura del tráfico ilegal de drogas/literatura sobre el narcotráfico/literatura del narcotráfico/narconarrativa/narcoliteratu- ra/o narrativa de la violencia cuyo tópico o referente, directo o cir- cunstancial, es el tráfico ilegal de drogas, son, en orden alfabético, las novelas de Almazán, López Cuadras, Rascón Banda, Sada y Winslow. Asimismo, no incluyo a Contrabando ni a Cuatro muertos por capítulo ni El Lenguaje del juego dentro de lo que considero la narconarrativa como un subgénero negro. De hacerlo serían ejemplos atípicos de alta calidad dentro de lo atípico y prueba de que más allá de anatemas faci- lones, esgrimidos por algunos analistas exquisitos, debemos observar y privilegiar árboles como éstos dentro de un bosque lleno de poca lite- ratura y abundante mecanografía, alguna de ésta muy sobreestimada. One more time Chandler acerca de la novela policial, pero válido para la expresión que nos ocupa: “ha dado ejemplos de mayor pobreza artística que cualquier otro tipo de ficción, excepto la novela de amor, pero ha producido, probablemente, mejor arte que cualquier otra forma con la misma aceptación y popularidad” (Cartas 78). La argumentada reticencia de Felipe Oliver Fuentes y Olvera para anteponer el mercadológico/mercantilista prefijo narco a la expresión literaria que nos ocupa merece por lo menos un qué tal que si po- dríamos anteponerlo. Vale para ello citar a Astorga, quien afirma: “el término [...] ‘narcotráfico’ incluye una palabra (tráfico) que tiene un [...] significado [...] peyorativo y otro positivo. En el primero se le da el sentido de ‘comercio clandestino, vergonzoso e ilícito’. En el segundo se entiende como ‘negociar’ (traficar con), que nos lleva a ‘negocio’ del latín negótium (nec-otium) ‘ausencia de ocio’” (24). Luego entonces, más acá de asumir que irrecusablemente el prefi- jo obedece hoy a intereses no sólo mercantilistas y mercadológicos sino Narcocultura de norte a suR 37 incluso propagandísticos, considero que podemos utilizarlo en su defini- ción originaria ligada a estupefaciente, de donde surgió narcotraficante como alguien cuyo oficio es el tráfico de estos productos, sin el epíteto de ilegal que en lo coloquial le hemos adjudicado. Y aunque cierto sea que la invasión ad nauseam de los estereotipos creados por la industria respecto a la llamada narcocultura, los han vuelto cuasi arquetipos de una realidad que muta y se convierte en escenario creado por la tal industria cultural, apelemos a que los mundos los hace la palabra, la cual como todo producto elementalmente humano está sujeta a los usos y apropia- ciones que de ella hacemos en nuestra acciones sociales. Apropiémonosla y usémosla, con las prevenciones del caso, agregándole el calificativo de ilegal: narcotráfico o narcotraficante ilegales, si queremos; o no: simple- mente narcotráfico o narcotraficante. Independientemente de que para los habitantes del norte, el noroeste y el noreste mexicanos el narcotráfico no exista, como sí existen –recuérdese a López Cuadras, a Rascón Banda y a Sada–, el contrabando o el negocio, definiendo el presente perpetuo. Y los narradores que escriben para que sus relatos sean cantados, los que escriben para que sus relatos sean leídos y luego puestos en len- guaje audiovisual, y los que escriben directamente para que sus relatos se traduzcan en imágenes32, ahí estarán: viendo pasar el tiempo e ima- ginando la realidad, siempre y cuando ésta deje algo a la imaginación de los contadores de historias y no continúe encabalgándose en aquella para constreñirla y limitarla.

32 Acerca de éstos pueden verse los sesenta episodios de The Wire, serie de televisión creada y producida por David Simon en 2002, que integró en algunos momentos como productores y/o guionistas a los novelistas Dennis Lehane, George Pelecanos y Richard Price; y los sesen- ta y dos de Breaking Bad, creada y producida por Vince Gilligan en 2008. Y respecto al análisis y puntual seguimiento de las narcoseries en América Latina puede verse Vásquez Mejías (“Cuando los héroes” y “Narcoseries”), dos de los varios trabajos que la autora ha dedicado al tópico, así como Vargas Llosa, quien a propósito de The Wire escribió que la serie “tiene la densidad, la diversidad, la ambición totalizadora y las sorpresas e impon- derables que en las buenas novelas parecen reproducir la vida misma (en verdad, no es así, pues la vida que muestran es la que inventan), algo que [afirma el escritor] no he visto nunca en una serie televisiva, a las que suele caracterizar la superficialidad y el esquematismo” (“Los dioses indiferentes”. 23 de Octubre de 2011). 38 Arturo E. García Niño

Saliendo y concluyendo, casi huyendo

Una recapitulación en monólogo interior de lo hasta aquí expuesto me condujo a las siguientes consideraciones en tránsito y en grado de tentativa: 1.- La narrativa escrita para ser leída acerca del tráfico ilegal de drogas o narcotráfico, es la continuadora de la escrita para ser cantada iniciada en los años treinta del siglo pasado, relanzada en los años seten- ta y cimentada a fines de los ochenta, y ambas son las predecesoras de la narrativa escrita para ser puesta en imágenes con sonido. La segun- da apuesta mayoritariamente por la épica. Las tres son hoy productos culturales en permanente circulación: unas dan origen a las otras, se retroalimentan, se mimetizan, se imbrican33 y las tres han hiperboliza- do, literaria, sonora y audiovisualmente la violencia inherente a eso que hemos dado en llamar realidad. Y la primera y la tercera van en pos de escudriñar los entretelones y contribuir, hasta donde le es posible, al entendimiento del estado de cosas actual. Hoy comparten tópicos en el mismo tiempo y espacio, se super- ponen unas a otras y mantienen diálogos interdiscursivos a varias voces que hacen crossover al cine, al cómic… porque corridos y novelas y series televisivas, como las demás expresiones/productos culturales, son ficción que imagina la no ficción que hace a la realidad y a veces se queda corta frente a ésta vuelta ya hiperrealidad. Vaya una muestra: Ca- melia “La Texana”34, apellidada María y entrevistada en 1999 a sus cin- cuenta años, afirmaba ahí que no había matado a Emilio Varela –cuyo nombre real había sido Hermilo, su actividad traficante de drogas y sí había muerto en San Isidro, cuando ella estaba en Jalisco–. “Eso que se dice que lo balaceó es cuento, chisme, ficción. No tuve un hijo con él” (Güemes, “Camelia la Texana”. 28 de diciembre de 1999), afirma la Camelia de a de veras; confiesa también que siendo

33 Felipe Oliver Fuentes plantea que actualmente habría que distinguir dos procesos genéticos en el devenir de la literatura de la violencia, con el narcotráfico como tópico central, y escrita para ser leída: una cuyo origen es el corrido y otra cuya matriz primigenia son los productos culturales hollywoodenses. 34 De madre texana y padre tijuanense, Camelia María nació en Topolobampo, Sinaloa. De ahí el apodo, por vía materna (Güemes). Narcocultura de norte a suR 39 veinteañera fue a la cárcel por contrabandista y a pregunta expresa del entrevistador acerca de si sabe disparar responde: “Hay cosas que las manos nunca olvidan” (Güemes, “Camelia la Texana”. 28 de diciembre de 1999). Quede aquí el detalle. 2.- Contrabando es la novela inaugural de la narrativa acerca del trá- fico de drogas o narcoliteratura o de una de las expresiones de las litera- turas de la violencia, junto a Cuatro muertos por capítulo y El lenguaje del juego las cimas atípicas dentro de la atípica narrativa por escrito. Es tam- bién un magno pastiche que transita por variados géneros de ficción y no ficción, construida con el largo aliento alimentado por el conjunto de su dramaturgia previa y una muestra de cómo lo interdiscursivo puede erigir con solvencia la visión crítica y desprejuiciada de un autor. 3.- Bajo esta lógica dejo apuntado que las opiniones de Palaver- sich, Felipe Oliver Fuentes y Olvera deben ser retomadas por su solidez. De entrada propongo imbricar a las cada vez menos atípicas narrati- vas acerca del tráfico ilegal de drogas como parte de las narrativas de la violencia o de la cotidianidad violentada. Asimismo, considero en lo literario y genérico a El poder del perro, que hoy debe ser evaluada como díptico junto a su continuación El cártel, la hasta ahora novela más importante y acabada –sin ser, desde mi óptica, que conste, la me- jor– dentro del subgénero narconarrativa, y siempre sólo dentro de él. Igualmente, Entre perros es una novela que deja muy poco quehacer a la imaginación de autores, lectores y actores respecto al tema en cuestión, e inserta un conjunto de elementos para crear –insisto: desde mi óptica y enmarcada en lo ya dicho– la obra mayor, estilísticamente hablando, de la narconarrativa como subgénero de la novela negra y parte de las narrativas de la violencia. Ambas novelas son los espejos para confrontar las expresiones del subgénero producidas desde ese no tan lejano 2009 y hacia el futuro. Y en lo referente al tópico de manera integral, hay que confrontarlas con Contrabando, Cuatro muertos por capítulo y El lenguaje del juego, como las hasta ahora obras maestras de las narrativas de la violencia articula- das por el tráfico ilegal de drogas como tópico central o circunstancial. Nada más, pero nada menos. 40 Arturo E. García Niño

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Narcocultura de norte a suR 47

EL BOOM DE LA NARCONARRATIVA Y CONTRABANDO DE VÍCTOR HUGO RASCÓN BANDA COMO LA OBRA MAESTRA DEL GÉNERO

Diana Palaversich35

El primer factor –y más obvio– que ha contribuido a la proliferación de la narrativa con el tópico narco, tanto en el campo de la ficción como, sobre todo, en el periodismo investigativo, son las condicio- nes objetivas que rigen en el país, sobre todo el recrudecimiento de la violencia desde que, el ahora ex presidente, Felipe Calderón em- prendiera la lucha contra el narcotráfico en 2006. La controvertida decisión del mandatario de declarar una guerra que, según diversos analistas, era muy difícil de ganar, ha devenido una carnicería sin parangones en la historia reciente del país, con más de ciento setenta mil muertos hasta la fecha. El negocio del narco y sus violentas se- cuelas, interpretado habitualmente como una enfermedad endógena

35 Diana Palaversich es profesora en el Department of Spanish and Latin American Studies, University of New South Wales, Sydney. En los últimos años su investigación se ha centrado principalmente en México, particularmente en la literatura de la frontera norte. Es autora del libro De Macondo a McOndo: senderos de la postmodernidad latinoamericana y de numerosos estudios académicos sobre la literatura latinoamericana. Ha sido entrevistada sobre su trabajo por medios internacionales tales como Milenio, Reforma y Frontera en México, por los canales rcn y Caracol en Colombia y The New York Times en EE.UU. 48 Diana Palaversich

característica del norte del país, se ha convertido en un fenómeno (fronterización) que afecta a todos los estados de la república don- de las diversas organizaciones criminales se enfrentan en sangrientas luchas tanto por el control de las rutas de trasiego de droga hacia Estados Unidos como por el de un mercado interno creciente y de actividades criminales de diversa índole. El segundo factor en este proceso de incorporación del tema narco en el mainstream cultural mexicano lo constituye el mercado literario, es decir, el papel de las editoriales transnacionales –Random House-Mondadori, Planeta, Alfaguara (Santillana), Tusquets, etc.–, las cuales en su perenne búsqueda de tópicos vigentes en el mercado local y transnacional, han alentado la (hiper)producción de la narco- narrativa mexicana, tal y como lo habían hecho con anterioridad en la literatura colombiana sobre el mismo tópico36. Desde principios del nuevo siglo, las sucursales mexicanas de estas empresas han tenido un papel decisivo en la visibilización y legitimación de la narcono- vela, que durante el sexenio de Calderón (2006-2012) experimentó un boom editorial, llegando a dominar las mesas de novedades en las librerías y ocupando un lugar importante en las ferias de libros locales e internacionales37. Estos conglomerados –así como algunas editoriales españolas independientes como por ejemplo Almuzara y Periférica– han contribuido además a la conversión de la narconovela de una modalidad literaria, o un género literario regional (que se pu- blica en pequeñas editoriales locales, y se lee y disemina únicamente en su región y con virtualmente nula distribución en el resto de la república) a una modalidad literaria desterritorializada, practicada ya no sólo en el norte sino también a lo largo y más allá del país, donde

36 En un ensayo titulado “‘Se vende Colombia, un país de delirio’: El mercado literario global y la narrativa colombiana reciente” Alejandro Olaizola describe el interés de las editoriales transnacionales en esta temática como la expresión más reciente de la exótica barbarie lati- noamericana. 37 A diferencia del periodismo cultural mexicano que suele emplear el término narconovela de una manera peyorativa para describir una literatura comercial de calidad inferior, en el ámbito académico esta denominación se emplea como un término “económico” que describe una modalidad literaria –o si se prefiere, un género o subgénero literario– que aborda directa o indirectamente el fenómeno del narcotráfico y sus violentas secuelas. Narcocultura de norte a suR 49 el tema narco ha sido abordado tanto por autores consagrados como por los emergentes38. La desterritorialización y diseminación de la narconarrativa, por un lado, hizo posible que incluso un escritor español, Arturo Pérez-Re- verte, escribiera una narconovela de corte norteño; mientras que por otra parte, gracias a la reedición bajo prestigiosos sellos transnacionales, han salido del anonimato las obras de un selecto grupo de escritores regionales, desestabilizando así el estatus regional, léase marginal, de esta literatura. El ejemplo más notable en este contexto ha sido el caso del escritor sinaloense Élmer Mendoza, considerado el “padre” de la narconovela mexicana y su rostro más visible en los ámbitos nacional e internacional39. En este punto, no se puede desestimar el papel des- empeñado por el propio Pérez-Reverte. Cuando este célebre autor de best sellers publica en Alfaguara en 2002 su novela La Reina del Sur, que él mismo describe apropiadamente como “un narcocorrido en 600 páginas” y que pronto se convierte en la narconovela más vendida a nivel global, no pierde la oportunidad de señalar a Mendoza como su maestro y enfatizar que sin su amistad y ejemplo literario su novela no hubiera sido posible. Cabe anotar que se trata de una legitimación mutua: el sinaloense se ha convertido en una especie de “informante nativo” de Pérez-Reverte, y esta proximidad con la “fuente auténtica” legitima la narconovela del escritor español. Por otra parte, la amistad, afinidad literaria y “buena vibra” entre Mendoza y Pérez-Reverte abren

38 Por mencionar sólo unos cuanto autores que han abordado el tema: en el norte, Orfa Alarcón, Leónidas Alfaro, Alejandro Almazán, Armine Arjona, Julián Herbert, César López Cuadras, Élmer Mendoza, Alejandro Páez Varela, Eduardo Antonio Parra, Hilario Peña, Víctor Hugo Rascón Banda, Juan José Rodríguez, Álvaro Sandoval, César Silva, Martín Solares, Miguel Tapia, Carlos Velázquez y Heriberto Yépez; en el centro, Homero Aridjis, Bernardo Fernán- dez, Carlos Fuentes, Iris García, Sergio González Rodríguez, Mario González Suárez, Yuri Herrera, Rafael Ramírez Heredia, Juan Pablo Villalobos, Juan Villoro; allende México, sus dos exponentes más conocidos son Arturo Pérez-Reverte y Don Winslow. 39 El calificativo de “padre de la narconovela” –que la crítica cultural mexicana tiende a usar de una manera peyorativa, al igual que lo hace con la palabra narconovela– no le molesta al autor porque, como afirma en una entrevista, el narco es parte de la realidad objetiva de su estado: “Para mí es un tema natural, está en el ambiente. Es un tema con el que crecí, que ilusiona a los niños, alimenta a los policías y preocupa a los viejos. Estoy inmerso en ello. El tratamiento que le doy como escritor es diferente al que le doy como ciudadano” (“Entrevista con Élmer Mendoza”. 2 de mayo de 2008). 50 Diana Palaversich

las puertas para el éxito internacional del escritor sinaloense. De esta manera, se da una situación algo paradójica, pero entendible, dentro del contexto de poder que tienen los conglomerados editoriales y sus autores estrella: un escritor mainstream europeo, varón y blanco, quien desde España romantiza y exotiza el ámbito narco sinaloense, legitima y brinda visibilidad a un género marginal despreciado por la cultura canónica mexicana40. La participación de los conglomerados editoriales en la produc- ción y promoción de la narconovela mexicana ha tenido un efecto adi- cional sobre el antiguo carácter contestatario de la misma. Mientras que en la década de los ochenta y noventa del siglo pasado (período que se podría denominar como la “primera fase” de la narconovela) esta narrativa se gesta como un discurso regional contestatario –como se evidencia en los textos de los sinaloenses Élmer Mendoza (Cada res- piro que tomas [1991], Un asesino solitario [1999]), Leónidas Alfaro (Tierra Blanca [1997]), César López Cuadras (La novela inconclusa de Bernardino Casablanca [1994], Cástulo Bojórquez [2001]), el sonoren- se Gerardo Cornejo (Juan Justino Judicial [1996]) y el chihuahuense Víctor Hugo Rascón Banda (Contrabando [2008])–, en su “segunda fase” (comercial) la misma pierde, en la mayoría de los casos, este fuerte marco político. El carácter contestatario y antihegemónico de la primera fase de esta narrativa radica tanto en su postura política como en la estética.

40 En la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en 2008, Pérez-Reverte dio una bofetada a la cultura elitista cuando en una mesa titulada “Los Tigres del Norte, una Épica de la Fronte- ra: Música, Pueblo y Cultura”, apeló al interés académico internacional en la cultura popular mexicana para legitimar su representación de la narcocultura y promover al grupo musical Los Tigres del Norte como los mejores analistas de la sociedad mexicana. Es interesante notar que en una perfecta maniobra mercadotécnica entre Fonovisa y Alfaguara, es decir, entre el grupo musical y el escritor, los músicos lanzan en 2002 su disco compacto La Reina del Sur, lanzamiento que coincide con el de la novela de Pérez-Reverte. Acompañado de Élmer Mendoza y los integrantes de la banda, el autor español declara que “un país como México se entiende más por lo que han hecho Los Tigres del Norte que por el papel de los intelectuales o los escritores. Ellos son cultura mexicana; eso del folclor es secundario”. Este comentario provocó una reacción de parte de uno de los representantes de la literatura canónica en Mé- xico, Guillermo Sheridan, quien en su blog en Letras Libres acusó al español de populismo y a la academia internacional de la promoción de la narcocultura mexicana. Narcocultura de norte a suR 51

En cuanto a lo político, ésta cuenta cómo y por qué se hace uno nar- co en las condiciones de abandono y pobreza que rigen los espacios rurales del norte, donde se desenvuelven las tramas de la mayor parte de esta narrativa. En ella, la producción y el tráfico de estupefacientes se describen como una “industria casera” que en muchos casos cons- tituye la única fuente de trabajo y subsistencia para miles de familias rurales. El fenómeno narco se aborda desde un contexto social e his- tórico específico y las personas involucradas en esta actividad –desde los pequeños productores hasta los jefes del negocio– como parte inte- gral de las comunidades retratadas. Esta representación contrasta con la “demonización” del traficante en el discurso oficial, mismo que lo concibe como una encarnación del mal o cuando menos alguien que corrompe a la sociedad. La narrativa regional responde a esta posición oficial hipócrita y denuncia la existencia de una relación simbiótica en- tre el narcotráfico y las instancias del gobierno –décadas antes de que el discurso oficial aceptara de manera pública este hecho–, exhibiéndolos como una alianza lucrativa sin la cual esta empresa ilícita no hubiera podido funcionar con tanto éxito y por tanto tiempo. Al evidenciar el contubernio entre el gobierno y los narcos, estas obras borran la divi- sión maniquea entre “los buenos” y “los malos” –la piedra angular del discurso oficial de la guerra contra el narcotráfico– para presentar los narcoscapes mexicanos como un espacio social, político y cultural fluido en el cual todos los actores involucrados, desde los criminales hasta las instituciones designadas a combatir el crimen, ocupan una posición inestable: cambian de bando, forjan nuevas alianzas y son notoriamente susceptibles a la corrupción y la traición41. En cuanto a lo estético, el aspecto contestatario de la primera fase de esta narrativa descansa sobre todo en el empleo de idiomas vernácu- los que confirman orgullosamente la diferencia norteña. Este discurso literario, “popular” ya de por sí, representa un desafío a la literatura

41 En su libro Drug War Zone, el antropólogo estadounidense Howard Campbell utiliza el con- cepto de drug war zone (equivalente a narcoscapes) para describir “the political and social lands- cape […] that connect drug producers, drug smugglers, and drug consumers to their police, military, and intelligence counterparts in a strategic, tactical, and ideological fight” (7). 52 Diana Palaversich

canónica mexicana de orientación cosmopolita y urbana que hasta la fecha considera lo “regional” como marca de desprestigio literario. En contraste con las primeras obras de este género, las narconove- las publicadas en la segunda fase (comercial) –cuyo auge y proliferación coinciden con la fronterización del país y el recrudecimiento de la vio- lencia en la época de Calderón– demuestran en la mayoría de los casos poco interés por el contexto específico (social, político e histórico) del fenómeno narco. Más bien, se podría decir que un número importante de ellas parece tener más en común con el cine de acción que con la narconovela regional temprana. No obstante, es importante notar que aun las novelas más alejadas del contexto amplio del fenómeno narco preservan algunos elementos “políticos”. Es decir, contienen referencias obligatorias de los oscuros nexos entre el gobierno y los narcotrafican- tes, y manejan una premisa política aceptada a nivel de la calle: los gobiernos en turno y sus instituciones policiacas son tan corruptos que los narcos, en comparación, se ven como un mal menor.

El establishment crítico frente a la narconovela

Si bien debido a la circulación estrictamente regional de la narco- novela temprana ésta no inspiró el interés de los medios cultura- les capitalinos, esto ha cambiado desde principios del nuevo siglo, cuando la narconarrativa se vuelve una presencia ineludible en las letras mexicanas. Enfrentado con la proliferación de la narcona- rrativa y su promoción mercadotécnica, el establishment cultural mexicano se ha mostrado irritado con esta realidad. Aclaro que al decir “establishment cultural” me estoy refiriendo a las voces de crí- ticos y periodistas culturales quienes desde las páginas de revistas como Letras Libres o Nexos y suplementos culturales como los de Reforma, El Universal o La Jornada, y desde la capital (ese “meri- diano de Greenwich” de la cultura mexicana), definen el deber ser de la literatura (incluyen, excluyen, legitiman y deslegitiman obras Narcocultura de norte a suR 53 y autores)42. Las quejas de este sector giran en torno a tres puntos principales: primero, lo que al parecer molesta es el hecho de que una literatura que consideran comercial y de baja calidad se haya impuesto a nivel nacional e internacional como el rasgo más distin- tivo de la literatura mexicana de la primera década del nuevo siglo, logrando así opacar obras consideradas de “calidad” que abordan te- máticas diferentes; segundo, dado su desconocimiento de la trayec- toria histórica del género, ven a la narconovela como un fenómeno nuevo en las letras nacionales, efectivamente como una invención del mercado –cabe acordarse de que para la cultura canónica, el factor mercado y el éxito comercial suponen automáticamente una calidad literaria inferior–; tercero, casi sin excepción, lamentan la ausencia de “obras maestras” en ese mar de publicaciones. Es importante no perder de vista que esta evaluación negativa no se fundamenta en un conocimiento sólido de este abundante y variado corpus (en el cual, como en cualquier otro género o corriente literaria, hay obras malas también) sino, sobre todo, en una serie de prejuicios perennes: uno, ven a la literatura regional, en este caso la del norte, como una invención del mercado y como sinónimo de la narcoliteratu- ra; dos, la creencia romántica en la “Literatura”, con mayúscula, como un campo onírico de creación desvinculado del consumo (mercado), en el cual se privilegian las obras que poseen un “lirismo depurado” y existen lejos de nuestro realismo sucio cotidiano43.

42 Quisiera añadir que mi énfasis en la recepción que tuvo la narconarrativa por parte del establi- shment crítico se debe al hecho de que sus opiniones –diseminadas en las revistas y periódicos capitalinos– tienen un efecto incomparablemente más grande que el alcance, muy limitado, de los textos académicos, dirigidos a un público más reducido. El tema de la respuesta acadé- mica constituye un punto aparte que no se puede abordar en este texto por falta de espacio. Basta decir que hay numerosos estudios académicos que desde diferentes ángulos abarcan la representación del fenómeno narco en las letras mexicanas. Por mencionar sólo unos cuantos, los de Alberto Fonseca, Hermann Herlinghaus, Gabriela Polit Dueñas, Felipe Oliver Fuentes, Ramón Gerónimo Olvera, Heriberto Yépez y Oswaldo Zavala. 43 Un ejemplo reciente de esta preferencia estética de la cultura canónica se demuestra en el caso de la polémica antología Palabras mayores. Nueva narrativa mexicana –versión española del libro México 20– que representó a la narrativa mexicana contemporánea en la Feria del Libro de Londres en 2015. El hecho de que todos los textos (excepto dos, los de Emiliano Monge y Antonio Ortuño) se puedan describir como esencialmente apolíticos, intimistas y “cosmopo- litas”, completamente disociados del contexto social o político del país, y de que la colección 54 Diana Palaversich

Para ahondar en la posición que asume el establishment cultural en este tema, mencionaré dos casos emblemáticos de críticos cuyos argu- mentos se repiten hasta hoy en la mayoría de las reseñas de narconarra- tiva que circulan en la prensa mexicana. El punto cero de esta recepción negativa lo representa, desde luego, el ensayo clásico de Rafael Lemus, “Balas de salva. Notas sobre el narco y la narrativa mexicana”, publi- cado en 2005 en las páginas de la revista del establishment cultural por excelencia, Letras Libres. Este texto, como admite el propio autor, escri- to desde la perspectiva de un crítico del “centro”, gira en torno a una pregunta esencial: cómo narrar el complejo mundo del narcotráfico sin caer en lugares comunes y sin repetir la representación que ya circula día a día en la prensa. El autor observa un contraste entre la realidad violenta y caótica del narcotráfico y las herramientas convencionales usadas por los autores para abordar este tema en su narrativa. Lemus lamenta la calidad inferior y folclórica de la literatura sobre el narco y su esclavitud a lo que él califica como un “realismo ramplón”, caracteriza- do por un “costumbrismo minucioso, lenguaje popular, tramas popu- listas, violencia plástica” (“Balas de salva”. 30 de septiembre de 2005) cuyo objetivo es “retratar” y no “inventar” el mundo “alucinante” del narcotráfico. Además, vaticina que este género no alcanzará la cima por dos razones. La primera, porque se trata de una producción litera- ria efímera, propulsada por el mercado, cuya llama se apagará pronto. Otra, porque, como señala provocativamente, haciendo gala de su des- precio por la literatura del norte y sus autores: “el narco, puto caos, no es narrable, especialmente no por los escritores del norte ninguno de los cuales posee recursos para captar el desorden con una prosa brutal” (“Balas de salva”. 30 de septiembre de 2005). Cinco años después del ensayo de Lemus, y ya en pleno boom de la narconarrativa, el crítico literario más influyente en México, Christopher Domínguez Michael, lamenta (al unísono con Lemus

borre del mapa a la narcoliteratura –una veta literaria que ha marcado de manera profunda la narrativa mexicana contemporánea–, desmiente la afirmación del establishment crítico que sigue insistiendo en que las categorías premiadas en el campo literario mexicano son sólo lo norteño y la narcoviolencia. Narcocultura de norte a suR 55 y decenas de críticos) la ausencia de la gran obra del narcotráfico. Domínguez señala que es poco probable que surja un Azuela de la narcoliteratura mexicana, y añade que la prosa “depurada” y “lírica” de Yuri Herrera, por lo pronto, representa la cumbre de esta narrativa. Este crítico propone Trabajos del reino (2004) y Señales que precederán el fin del mundo(2009), de Herrera, como novelas que por la calidad de su propuesta literaria sobrevivirán el paso del tiempo, a diferencia de las “noveluchas prescindibles” que “irán perdiendo toda relevancia cuando se hable de México en los tiempos de las guerras del narco” (“Una nueva novela lírica” 30 de marzo de 2011). Si bien concuerdo con Domínguez Michael en cuanto al indu- dable valor estético del trabajo de Herrera –de hecho, añadiría que en cuanto a la invención de un lenguaje idiosincrático, el autor hidalguen- se es (casi) tan brillante como Daniel Sada– no comparto su opinión respecto de que las novelas de este autor representan el punto culmi- nante y el fin de la trayectoria de la literatura mexicana sobre el narco. Por muy radical que parezca mi propuesta, considero que la narconove- la mexicana alcanzó su cumbre mucho antes de que empezara el boom editorial, es decir, en la “primera fase regional” de la narconovela, cuan- do el dramaturgo chihuahuense Víctor Hugo Rascón Banda escribiera su novela Contrabando (1991), a mi ver, una obra maestra del género, hasta la fecha insuperada tanto estética como éticamente44.

Contrabando: obra maestra del género narco

Galardonada con el Premio Juan Rulfo en 1991, inédita, pero publica- da por Planeta en 2008 tras la muerte prematura del autor, esta conmo- vedora y hondamente sentida novela aparece en pleno auge de la narco- violencia, cuyas dimensiones épicas Víctor Hugo Rascón Banda había anunciado proféticamente dos décadas antes. En Contrabando, el autor demuestra una profunda postura ética hacia la materia narrada (que

44 Quisiera añadir que desde el año 2010 promuevo esta obra incansablemente y corriendo el riesgo de autoplagio, como la cumbre de la narconovela mexicana. 56 Diana Palaversich

brilla por su ausencia en la segunda fase comercial de esta narrativa). Por “postura ética” me refiero, desde luego, a la responsabilidad perso- nal y el compromiso moral asumidos por un autor ante el momento histórico que vive y el tema que narra, y cuyo resultado es una obra que tiene un profundo efecto en el lector y contribuye a la comprensión de la condición existencial y el sufrimiento del otro. Desde una distancia histórica de más de dos décadas, Contraban- do se lee como una suerte de espeluznante memoria del futuro, una obra visionaria que presenta el narcotráfico como una tragedia griega de proporciones épicas donde las causas sociales, culturales e históricas de la violencia en el norte se entretejen con el destino trágico y uni- versal del ser humano. La obra no es sólo brillante por su visión del narcotráfico como la gran tragedia mexicana, sino también en cuanto a su realización literaria, pues el autor logra crear un género híbrido en el cual se conjugan novela, guión, poesía, obra de teatro, testimonio y au- tobiografía. La suma de todos estos géneros le permitió plasmar, desde diferentes estilos y ángulos narrativos, los múltiples efectos del narco- tráfico que han cambiado para siempre la vida en la Sierra Tarahumara, escenario donde se despliega la novela. Enmarcados por una fatalidad y el pathos poético rulfianos, las historias y testimonios se cruzan y co- nectan; la última frase de cada capítulo abre el relato que se narra en el próximo, dando una cohesión perfecta al conjunto. Contrabando se construye como un texto polifónico. Desde cada capítulo –como si fuera una tumba solitaria de Comala– habla un alma en pena que cuenta su historia y pide, en vano, justicia o venganza. Éste es el caso de Damiana Caraveo, “una mujer muerta en vida” que aparece en un camino de terracería en la oscuridad de la noche frente a un carro en que viajan Víctor Hugo y su padre. Damiana pide que alguien cuente su desgarradora historia: la pérdida de toda su familia en la matanza en el pueblo de Yepachi –perpetrada por los federales y no por los narcos, como pretendía afirmar el discurso oficial–, tras la cual ella misma termina torturada y encarcelada, acusada injustamente de ser cabecilla de una banda de narcos. Tenemos también el testimonio de Jacinta Primera, otrora reina de las Fiestas del Tercer Centenario, a Narcocultura de norte a suR 57 quien deslumbra en su juventud la ostentación y bravuconería de un joven traficante. Su decadencia corporal, sobre la cual reflexiona a lo largo de su relato, refleja en un nivel metafórico la destrucción de todo un pueblo por los efectos del narcotráfico:

Quién iba a imaginar que también este pueblo cambiaría tanto. ¿Se acuerda? El aroma de los azahares en la plaza, la gente en el baile, bailando sin pistola y sin sombrero, los borrachos peleán- dose en el arroyo a mano limpia, no con armas […] ¿Y ahora? […] ¿A qué ya no ve lo mismo? Las tiendas cerradas, la gente escondida, las trocas abandonadas en los caminos. En dónde están los hombres. Puras mujeres enlutadas y niños huérfanos […] Ni me parezco, ¿verdad? Dónde quedaría mi cabello. Y mi cintura de avispa. Dónde quedó mi cutis tan blanco, tan suave como la piel de los duraznos, según decían. Y aquellas mis piernas, tan lozanas, tan torneadas; y mis ojos negros con sus pestañas grandes que sombreaban mis párpados (31).

Aparte de los testimonios, las historias personales se cuentan tam- bién a partir de los retratos hablados de la madre de Víctor Hugo en la caminata con su hijo por el cementerio de Santa Rosa. La señora, “como si rezara o conversara en voz baja” (53), fue diciendo a su hijo “quién dormía debajo de cada cruz de madera, todavía nueva, con letras pintadas de Sapolín azul, donde se lee el nombre, la edad y la fecha de muerte de sus dueños. Así fue haciendo de cada difunto un retrato, muchos retratos hablados. Retratos en blanco y negro” (53). Bajo tierra yace Cutberto Daniel, de 17 años, quien se mete de “chutamero” para poder casarse con su novia, pero una madrugada los judiciales lo des- piertan y “lo acabaron de siete balazos, entre los brazos de la Abril, que ahí en el suelo le recogió el último aliento” (55). Allí descansa también Consuelo San Miguel, una madre soltera de 27 años quien empezó solita con sus tres chamacos de diez, ocho y seis años y prosperó, pero una noche sus vecinos envidiosos la mataron buscando el dinero que ella, precavida, no guardaba en casa sino en un banco en Chihuahua. 58 Diana Palaversich

Rascón Banda devuelve la humanidad, el nombre propio y los rasgos particulares a los personajes. La microhistoria del hablante, re- construida en una serie de testimonios magistralmente logrados, reve- la la macrohistoria silenciada de los pueblos del norte, históricamente involucrados y afectados por el narcotráfico. El autor sitúa al lector en la primera fila de este drama humano, como testigo de la soledad y el abandono de un pueblo dejado a merced de narcos, policías y ejército; de las comunidades que parecen existir a espaldas de un país que duran- te demasiado tiempo ha ignorado la realidad del narcotráfico, descar- tándola como un fenómeno exclusivo del norte del país. Rascón Banda forja la novela con trazos de realidad y elementos autobiográficos. Él mismo, oriundo del pueblo minero de Santa Rosa de Uruachi, en Chihuahua, donde se desarrolla la novela, aparece como protagonista en el papel que interpretó en la vida real: abogado, periodista y escritor. Es por su calidad de letrado que sus interlocuto- res (campesinos y demás personajes despojados y desprotegidos de su pueblo natal) esperan ayude a difundir públicamente las injusticias y los abusos sufridos a manos de narcos y policías, bandos que, como afirman varios personajes, vienen a ser uno mismo:

Y tú, ¿eres narco?, me preguntó [Damiana]. Le contesté que no. Entonces eres judicial, afirmó con seguridad. ¿Por qué?, le reclamé. Es que miras igual que ellos, respondió. ¿Y de qué vives, entonces? Soy escritor. Ah, mira nomás, escritor. Pues haz un corrido de lo que me pasó, para que el mundo sepa. Yo no hago corridos. Qué lástima, dijo, como eres escritor, lo pensé (12).

Como puede inferirse de este y otros momentos de la novela, el texto problematiza de manera autorreferencial dos asuntos clave relacionados con la representación literaria del tema narco: por un lado, la cuestión de la posición ética del escritor frente al material que presenta; por el otro, la búsqueda de un género literario idóneo para captar la magnitud del efecto del narcotráfico en la vida indivi- Narcocultura de norte a suR 59 dual y colectiva del país. El asunto de la posición ética se evidencia en particular al final de la obra, cuando Víctor Hugo, quien llega a Santa Rosa para escribir en la tranquilidad de la finca de sus padres el guión de un narcomelodrama, abrumado por los hechos que presen- cia -masacres, secuestros, abusos impunes- abandona este proyecto y termina escribiendo el profundo drama que leemos. Lo hace a pesar de las advertencias de su madre que le pide olvidar todo lo que vio:

Acá en Santa Rosa no hay ley que valga ni gente libre de cul- pa, dice mi madre. No quiero que vuelvas a pisar este pueblo. Si sientes deseos de vernos, iremos adónde tú estés. Acá no se sabe quién es quién. Además, tienes una mirada extraña y una pinta que te perjudica, tiene razón Damiana Caraveo cuando dice que miras como un narco o como judicial, que para el caso es lo mismo. Y además vistes como ellos. No vale la pena que corras el riesgo, no quiero perder un hijo. Ya te encomendé a Santa Rosa de Lima y te entregué a ella. Olví- date de lo que viste y escuchaste acá. Haz de cuenta que fue una simple pesadilla (209).

Rascón Banda, desde el privilegiado conocimiento de un escritor oriundo de la zona en que se desarrolla la novela (Chihuahua), y desde la destreza técnica de un dramaturgo, concibe el narcotráfico como destino maldito de los pueblos del norte y como una inevitabilidad histórica. Considerada en un contexto más amplio de la narconarrativa lati- noamericana, la novela de este autor chihuahuense, en cuanto a su pro- fundo efecto emotivo, su postura ética y la excepcional calidad literaria, a mi manera de ver está a la par de la elogiada novela Los ejércitos (2007) del colombiano Evelio Rosero, quien también reconstruye el drama épico, nacional, desde los márgenes, desde los poblados alejados de la capital, devastados por la violencia perpetuada tanto por el ejército federal y los paramilitares como por la guerrilla y los narcotraficantes quienes, como dirían los personajes de Contrabando, vienen a ser uno mismo. La visión épica y profundamente ética del autor chihuahuense 60 Diana Palaversich

difiere de manera radical tanto en su estilo como en la postura política del enfoque de una buena parte de la narconarrativa mexicana surgida a partir del boom editorial y cuyos autores, como señalara Lemus con justa razón, tienden a acercarse al tema mediante la representación en los medios, la nota roja o en los mitos perpetuados en los narcocorridos o el cine hollywoodense. Los excepcionales valores éticos y estéticos de Contrabando, su vigencia y habilidad para trascender lo local y apuntar a lo universal, convierten a esta obra en la gran novela del narcotráfico, ésa cuya au- sencia lamenta la cultura canónica. Se puede decir que al cabo de los años Contrabando no sólo ha pasado la prueba del tiempo –acaso el mejor juez de la calidad literaria– sino también parece ser más relevante hoy en día que cuando fue escrita hace más de dos décadas. El abundante corpus de la narconarrativa mexicana, desde sus co- mienzos regionales hasta su conversión en un género desterritorializa- do, para los que sepan leerla (es decir, para aquellos capaces de acercarse a este género sin prejuicios) representa un lugar idóneo para estudiar cómo el narcotráfico afecta el imaginario nacional, y de qué manera las percepciones literarias del mismo entran en conflicto o diálogo con discursos locales y globales sobre este fenómeno. En su conjunto, dicha narrativa, por encima de las diferencias estéticas, éticas e ideológicas de las obras y entre dos diferentes períodos de gestación, ofrece testimonio de la prevalencia en la sociedad mexicana de lo que Rossana Reguillo llama “la cultura de la ilegalidad”, un entorno social en el cual la co- rrupción, la impunidad y la relatividad ética –practicadas incluso desde las cúpulas del poder– se han convertido en el marco (in)moral y la norma de la sociedad. Narcocultura de norte a suR 61

Referencias

** AA.VV. Palabras mayores. Nueva narrativa mexicana. México: Malpaso edi- torial, 2015.

** Campbell, Howard. Drug war zone: Frontline dispatches from the streets of El Paso and Juárez. Austin: University of Texas Press, 2010.

** Domínguez Michael, Christopher. “Una nueva novela lírica”. Letras Li- bres. 30 Mar. (2011). Web. 25 Ago. 2017.

** Herrero-Olaizola, Alejandro. “‘Se vende Colombia, un país de delirio’: El mercado literario global y la narrativa colombiana reciente”. Sympo- sium. Vol. 61 (2007): 43-56.

** Lemus, Rafael. “Balas de salva. Notas sobre el narco y la narrativa mexicana”. Letras libres. 30 Sept. (2005). Web. 25 Ago. 2017.

** Rabasa, Diego. “Entrevista con Élmer Mendoza”. SP Revista de libros. 2 May. (2008). Web. 25 Ago. 2017.

** Rascón Banda, Víctor Hugo. Contrabando. México: Planeta, 2008.

** Rossana Reguillo. “Miedos: imaginarios, territorios, narratives”. Metapo- lítica. N° 17 (2001): 70-89.

** Sheridan, Guillermo. “La clave son los Tigres”. Letras Libres. 5 Dic. (2008). Web. 25 Ago. 2017.

Narcocultura de norte a suR 63

ENTRE LA MÚSICA Y HOLLYWOOD. ESTÉTICAS ENCONTRADAS EN LA NARCONARRATIVA MEXICANA

Felipe Oliver45

Quisiera comenzar por un texto poco difundido pero sin duda meri- torio. Me refiero aMusiquito del talón (2013), del escritor sinaloense Alfonso López Corral. Se trata de un libro de cuentos integrales, es decir, de piezas autónomas pero interrelacionas entre sí; cada uno de los relatos, por consiguiente, contribuye a desplegar desde el fragmento un universo más amplio en el que personajes, escenarios y situaciones migran de un relato a otro. Dentro de esta dinámica, una pieza en particular resulta especialmente significativa: “Musiquito del talón”. Se trata de un relato autodiegético sobre un cantante de corridos cuyo repertorio de pronto caduca al tiempo que el público desaparece. En palabras del personaje: “Nadie pidió ya que le cantara corridos de la Revolución, de caballos; es más, ni siquiera de los primeros pistoleros

45 Felipe Oliver es Doctor en Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actual- mente trabaja como profesor e investigador en el Departamento de Letras Hispánicas de la Universidad de Guanajuato. Es vocero del Cuerpo Académico “Estudios de poética y crítica literaria hispanoamericana” y Coordinador Académico de la Maestría en Literatura Hispa- noamericana. Cuenta con dos libros publicados y una veintena de artículos académicos en revistas especializadas. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores Mexicanos. 64 Felipe Oliver

famosos, de aquellos valientes como Los Hermanos del Fierro. Querían que improvisara corridos de narcos y matones que no valían ni la to- nada” (13-14). La razón por la que los comensales habituales de las cantinas y res- taurantes han perdido el interés por los corridos tradicionales, responde a la súbita omnipresencia del narcotráfico. Los antiguos pistoleros o revo- lucionarios han perdido su antiguo atractivo y el cantante debe adaptarse o morir, artísticamente hablando. El problema se resuelve cuando una tarde cualquiera un cliente le pide un narcocorrido sobre un personaje local, y el narrador responde “No me sé el corrido, pero me sé su historia completa pues era de aquí del rancho La Noria” (14). A partir de ese momento el personaje muta de cantante a narrador: “No volví a rascar la guitarra. Dejé de cantar y me puse a contar. Los clientes llegaron solitos. No se dieron cuenta de que hacía lo mismo, sólo que sin forzar la voz ni cansarme las manos, y en vez de cantar veinte o treinta canciones contaba cuatro o cinco historias para asegurarme la noche” (14). A mi modo de ver, el singular periplo del músico que deviene en contador de cuentos es una declaración de principios que explica la poé- tica misma del libro. No en vano este relato es el que aporta el título a la antología. El gesto, pues, consiste en situar al corrido como el origen mismo del relato, de la historia. Alfonso López apuesta por la construc- ción de un lenguaje literario a partir del vasto repertorio que le ofrece la música popular. Esta hibridación entre los sonidos del norte de México y la literatura es tan profunda que interviene en todos los niveles del relato: a nivel lingüístico el texto constantemente alude a ciertas canciones o incluso reproduce explícitamente algunos fragmentos, como los icónicos versos del ya legendario Chalino Sánchez: “Me dejaste con el alma en- tristecida me llevaste la quietud de mi existencia y en mi pecho dejaste grande herida con el...recuerdo inolvidable de tu ausencia”. A nivel estructural el corrido igualmente guía la composición misma del discurso: no hay que olvidar que el narrador es un antiguo cantante de corridos, por lo que al hablar se sirve una y otra vez de las letras musi- cales para expresarse. Un ejemplo, en algún momento el narrador declara “Nadie pensaba que en su oficio todos mueren rápido y son contados los Narcocultura de norte a suR 65 que incumplen la promesa del negocio: más vale un año de vacas gordas, que cien de perro en cualquier lugar” (15); la última oración, más vale un año de vacas gordas que cien de perro en cualquier lugar, son una cita literal de la canción “Reproches al viento” escrita por Paulino Vargas e interpretada por La arrolladora, Los Broncos de Reinosa, Remmy Va- lenzuela y así un largo etcétera. Pero el narrador no menciona la fuente ni tampoco el texto otorga una marca que aluda o sugiera que se trata de una cita. Por decirlo de algún modo, el corrido está tan imbricado en el discurso del narrador que al hablar se sirve de él sin ser siquiera cons- ciente de ello. Dicho con otras palabras, cita hasta cuando no cree estar citando. El corrido entonces no hace su aparición de manera fugaz y en ciertos momentos como una curiosidad lingüística, sino que forma parte del principio estructural del relato pues incide en distintas instancias: los personajes se expresan a través del corrido, lo reinventan o simplemente lo propagan, y el texto mismo se construye desde la cita explícita e implí- cita del vasto reportorio que ofrece la música del norte de México. Por último, a nivel semántico el corrido es igualmente vital para entender a cabalidad la diégesis. No ha sido mencionado todavía que entre las historias que cuenta el narrador a quienes quieren escucharlo en cantinas y restaurantes, reconstruye la biografía de Gabino Gonzá- lez, el pistolero estrella del Pancho Buitre, amo y señor de Navajoa. Un pistolero que en algún momento comenzó a sentir remordimiento por sus acciones y en un afán por enmendar, hasta cierto punto, sus críme- nes, recurrió a la música para homenajear a sus víctimas. Así, después de asesinar a alguien, el propio Gabino contrataba los servicios de un compositor para componerle un corrido a la víctima y se aparecía en el funeral con música de banda para despedirlo como se merece. El cuen- to recupera entonces el sentido social del corrido como un instrumento que confiere capital simbólico. Como bien explican Rubén Tinajero y María del Rosario Hernández:

En primer término se puede señalar el simple hecho de que a alguien se le mencione, hable o dedique específicamente un corrido, esto implica de por sí el inicio de un probable 66 Felipe Oliver

mito, dado que esa persona es digna de ser mencionada por algún acto heroico o acción digna de ser contada; esto con- lleva a posicionar a dicha persona en un estatus más elevado al común de los mortales, es decir, se sublima el deseo de ser popular e inmortalizarse, o bien, pasar a la posterioridad en una especie de monumento o busto musical (135).

Si en el pasado los poetas cantaron las hazañas de griegos y tro- yanos, hoy los músicos parecieran hacer lo propio con los capos. Al echar mano de la música para rendir homenaje a sus víctimas, Gabino como personaje adquiere dimensiones trágicas al transformar los hechos en leyenda y a los implicados en mito. Casi no es necesario decirlo, la funcionalidad del corrido, y su valor simbólico capaz de transformar en epopeya a los personajes y eventos del narcotráfico, debe ser enten- dida dentro del imaginario popular sinaloense. Justo el imaginario que Alfonso López Corral reconstruye a lo largo de sus cuentos desde un lenguaje que, justamente, debe su especificidad a la música. Y ya no estamos hablando solamente a nivel lingüístico sino del espacio en el cual se generan y reciben los narcocorridos, y de su funcionalidad social en la construcción de un imaginario popular. En síntesis, en “Musiquito del talón”, López Corral construye un universo ficcional a partir de una hibridación entre la música y la literatura. Desde la oralidad del lenguaje hasta la mitificación de personajes, noticias y sucesos, el vasto y comple- jo universo del corrido interviene en todos los niveles del relato literario. El libro de López Corral supone acaso el ejemplo más evidente y mejor logrado de una narración que se construye desde el lenguaje y el imaginario del corrido, pero está lejos de ser un caso único o excep- cional. Pienso, por ejemplo, en la novela-corrido de Gerardo Cornejo Murrieta, Juan Justino Judicial. La definición no es mía; la primera edi- ción de la novela publicada en 1996 en la Colección Aura de la editorial Selector contiene la leyenda novela-corrido en la portada. Definición que no puede ser más acertada, pues el protagonista de la novela desea reescribir su biografía para borrar de la memoria un corrido sobre su persona del cual se avergüenza. Ahondemos en esta dirección. Narcocultura de norte a suR 67

La obra de Cornejo alterna la narración en tercera persona de la biografía de Juan Justino con la autobiografía autodiegética de Rodrigo Rodarte. Los capítulos nones de la novela describen los infortunios de Juan Justino como recolector de pizca en la Sierra Norte del país, su in- tento frustrado por cruzar la frontera para iniciar una nueva vida en los Estados Unidos, sus primeros ensayos como criminal y finalmente su in- corporación como agente de la policía judicial (institución coludida hasta la médula con el narcotráfico). Peripecias que forman parte del universo del corrido, como bien ha podido probarlo ampliamente Juan Carlos Ra- mírez-Pimienta46. En efecto, cientos de narcocorridos describen con de- talle la pobreza de la Sierra mexicana, la falta de oportunidades profesio- nales y el abandono del campo por parte del estado como una especie de justificación moral para exculpar al narcotraficante por haber elegido el camino de la ilegalidad. Por su parte, en los capítulos pares el propio Juan Justino, quien ha asumido ya el nombre de Teniente Rodrigo Rodarte para tratar de borrar su existencia anterior como miserable recolector, narra su espectacular ascenso y ulterior caída como agente policial. Aquí es justamente en donde el corrido cobra relevancia, pues su crueldad y corrupción como policía judicial le valieron un corrido cuya letra reza así:

Por ái dicen que el Rodrigo hizo algo muy criminal y que Dios como castigo lo convirtió en judicial, y que Dios como castigo lo convirtió en judicial

Cuentan que en La Costa Verde comenzaron sus hazañas y como los “judas” huelen los que son de su calaña le echaron pronto sus redes y le enseñaron sus mañas

46 Véase su valioso estudio citado en la bibliografía. 68 Felipe Oliver

Castro no era su apellido decían por los andurriales pero se ganó el apodo en las batidas rurales que por rumbo del Recodo emprendían los judiciales

A los narcos se enfrentaba con su “cuernitos de chivo” y aquel que se le escapaba o quedaba mal herido con navaja lo castraba para asárselos en vivo

Una duda lo atormenta decían por los mentideros y es que no sabe si cuenta con su hombría por entero y quiere que los demás sientan lo que es sentirse sin “cueros”

Hasta que un día el destino dándole vuelta a su suerte le invadió “lo masculino” con el carcoma más fuerte y tuvo que irse a su pueblo a rogarle al Dios clemente

Pero la cura no vino con su auxilio tan ansiado y rodó buscando alivio del uno al otro poblado hasta que ya bien podrido vino a parar desahuciado. Narcocultura de norte a suR 69

Mucho eran los parientes que trinaban por su herencia pero aquellas tres mujeres fueron toda su querencia por eso sin titubeos les dejó su pertenencia.

El corrido resume la biografía del personaje. De hecho los capí- tulos pares de la novela abren con una estrofa del corrido a manera de epígrafe, y la información contenida en ellos son una ampliación de los versos. Es posible entonces afirmar, una vez más, que el corrido ante- cede a la novela; dentro del universo ficcional creado por Cornejo, el ficticio relato autobiográfico de Rodrigo Rodarte es sólo posible gracias a la existencia previa de un corrido. La narración misma se construye como una especie de glosa a la pieza musical. En palabras de Reindert Dhondt, “a lo largo de la novela el lector va reconstruyendo esta canción popular que refleja la rumorología que le persigue a Juan Justino y que resultará la columna vertebral de la narración” (208). Así, dentro de la ficción, el relato autobiográfico del teniente Rodrigo Rodarte surge a raíz de una pieza musical. De no existir esta, el protagonista podría reservarse el derecho de narrar. Ya ha sido mencionado, el drama de la novela consiste precisamente en que el protagonista desea borrar el co- rrido de la memoria colectiva componiendo una nueva pieza que, a su parecer, le haga justicia. De ahí que el Teniente mande a llamar a un tro- vador para contarle su versión de los hechos. En palabras del personaje:

Por eso nada le reclamo y le alabo que haya llegado con la voz por delante y con la guitarra por detrás. Porque en eso fue en lo que quedamos. Así que yo cuento y usted recompone, por- que quiero que vaya poco a poco poniendo de moda el nuevo corrido hasta que borre de la memoria de todos esa zarandaja que se anda cantando por ái. Y sé retebien que si hay alguno que puede hacer eso es precisamente usté que tiene fama de corridero, componedor, cantaclaro y dicetodo pues (25-26). 70 Felipe Oliver

El gesto es más que significativo: el simple relato de Juan/Rodrigo no es suficiente para limpiar su nombre ante la comunidad y borrar de la memoria colectiva el recuerdo de sus excesos. Es necesario convertir el relato en corrido y propagarlo en las cantinas para dotar de cuerpo y credibilidad, de autoridad y existencia, la experiencia. El corrido con- densa y condena al personaje pero también puede redimirlo. Editar la letra del corrido o componer uno nuevo supone la increíble posibilidad de modificar el pasado y reescribir la biografía, tal es la compenetración entre vida y corrido en el norte del país. Por dar un último ejemplo, no puedo evitar conceder unas líneas a la que acaso constituya la obra maestra de la así llamada narcolitera- tura: me refiero a la conocida novela de Yuri Herrera Trabajos del reino (2004), protagonizada por un cantante de corridos reclutado por un poderoso capo. No quisiera detenerme mucho tiempo en la obra de Herrera pues ya ha sido objeto de múltiples estudios, pero no puedo dejar de citar el siguiente pasaje:

Ella rió con ternura, quizá, y luego lo condujo a un cuarto lleno de estantes vacíos. –La biblioteca– dijo sin énfasis, como si no hubiera dicho nada. Sí, había unos pocos papeles, una biblia, mapas, pe- riódicos con historias de muertos, una revista en la que los miembros de la Corte aparecían retratados a color en una boda. Mentalmente el Artista desarrugó un papelito para anotar la idea de un corrido sobre el Rey y los suyos planean- do la guerra (55).

Estas palabras sin duda encierran una declaración de principios poéticos. La biblioteca está prácticamente vacía. Tan vacía como la pro- pia palabra ‘biblioteca’ que la mujer pronuncia “como si no hubiera dicho nada”. En un palacio en el que abunda de todo escasean los li- bros. De ahí que frente a los anaqueles vacíos El Artista piense en su siguiente composición, como si el autor implícito del texto sugiriera que su reportorio no proviene de la literatura sino de la música. Se tra- Narcocultura de norte a suR 71 ta, desde luego, de una trampa, pues la novela de Herrera a todas luces toma prestado el molde de la tragedia isabelina. El resultado final, una vez más, es un texto híbrido en donde lo literario es inseparable de lo musical; la tragedia y el corrido se dan la mano. La música, sin embargo, no es el único referente al que acuden los narradores al abordar el complejo fenómeno del narcotráfico. Al mirar el cada vez amplio corpus de narcoficciones disponible en las librerías mexicanas, es posible detectar un conjunto de textos claramente mol- deados a partir del formato que ofrece Hollywood. Pienso en Tiempo de alacranes (2005) de Bernardo Fernández, Bef. Para comprobar la influencia de la cultura audiovisual estadounidense en la novela, basta con señalar que el primer capítulo de la obra se titula “Este mensaje se autodestruirá en treinta segundos” (15). Y en efecto, siguiendo con el formato de la exitosa serie de televisión llevada al cine que popularizó dicha oración, la ficción abre con la figura de un sicario profesional apodado “El Güero” recibiendo en secreto un encargo especial. Con la diferencia que el mensaje no le llega a través de un computador, un mi- crofilm o una grabadora que explota después de reproducir un mensaje, sino a través de “un morrillo chamagoso” (17) de “encías llenas de dien- tes podridos” (18) que se suicida de un balazo en la cabeza cuando “El Güero” terminar de escuchar los detalles de su siguiente trabajo. Con esta peculiar escena con la que abre la novela, Bef nos sitúa de inmedia- to en un universo ficcional inspirado en el imaginario de Hollywood pero adaptado a la realidad chamagosa y podrida de nuestro México contemporáneo. El hecho de que la misión se transmita a través de un joven mendigo que se dispara en la cabeza al terminar la comunicación, supone acaso una declaración de principios: el formato es Hollywood, pero el color, la podredumbre y el irracional pintoresquismo con el que se autodestruye el mensaje es local. El argumento de Tiempo de alacranes, de igual modo, es una com- binación de al menos dos populares películas de finales del pasado siglo, Three Fugitives (1989) y Natural Born Killers (1994). En la primera de ellas, protagonizada por Nick Nolte y Martin Short, un ex convicto es tomado como rehén durante un asalto bancario. Aunque no tiene 72 Felipe Oliver

relación alguna con el asaltante y sólo se encontraba en el banco como un cliente más al momento del atraco, el rehén decide ayudar a su captor poniendo a su servicio su propia experiencia criminal. Es decir, la víctima se convierte en cómplice y lejos de entregar al asaltante a las autoridades lo ayuda a evadirlas. Con variantes mínimas esta situación es recreada en Tiempo de alacranes. En efecto, “El Güero” es secues- trado por un trío de asaltabancos en el norte de México, y en lugar de desarmarlos o liquidarlos a la primera oportunidad, simpatiza con ellos y decide protegerlos. Aunque la película de 1989 es una comedia y la novela de Bef tiene el formato del thriller, las semejanzas del argumento son tales que hacen difícil pensar en una simple coincidencia. Respecto a Asesinos por naturaleza, bastará con decir que los asal- tabancos a los que “El Güero” termina protegiendo son Obrad y Lizzy (el tercer asaltabancos muere durante el atraco), un par de jóvenes que antes de toparse con “El Güero” llevaban varias semanas viajando por los Estados Unidos y México dejando una seguidilla de crímenes por el camino. De hecho la propia Lizzy en algún momento le grita a Obrad “se acabó cabrón dice ya me cagó andar jugando a Mickey y Mallory” (74), los famosos personajes del filme de Oliver Stone. Lejos de escon- der sus influencias, Bef las expone abiertamente. Por último, me parece oportuno señalar que la novela finaliza con una escena que el autor muy probablemente tomó del imaginario que ofrece Hollywood: una pequeña habitación de hotel atiborrada de de- lincuentes apuntándose a la cabeza unos a otros. La estructura de la obra supone un conjunto de distintas tramas criminales que poco a poco comienzan a cruzarse, como el road trip asesino de Obrad y Lizzy que termina por fundirse con el periplo de “El Güero” en un banco de un pueblo remoto del norte de México. Existen, sin embargo, otras tramas narrativas que por cuestiones de tiempo por ahora no resumiré. Baste con señalar que todas ellas terminan por confluir en una habita- ción de hotel en la que todo se resuelve en una balacera. Desenlace que hemos visto en Hollywood al menos dos veces de la mano de Quintin Tarantino: me refiero a cintas como True Romance (escrita por Taranti- no y dirigida por Tony Scott en 1993) y Reservoir Dogs (1992). Narcocultura de norte a suR 73

Tiempo de alacranes se construye entonces como un pastiche de pelí- culas norteamericanas de la década del noventa. Dentro de esta dinámica hay incluso una marcada preferencia por las road movies. No sólo porque las cintas de las que Bef abreva respondan en su mayoría a este formato, sino por la metáfora misma que ofrece el motivo del viaje para hilvanar las distintas tramas que configuran la novela. Me refiero al cliché de los ca- minos que se cruzan, de las vidas solitarias y errantes que en algún punto de una carretera se cruzan para después perderse de nuevo. La novela de Bef es un ensamble bastante ingenioso de situaciones, enredos y conflictos que ya hemos visto en el cine. Dicho con otras palabras, el texto transfor- ma en lenguaje literario un universo audiovisual que podemos localizar espacial y temporalmente en el Hollywood de los años noventa. Por mencionar otro ejemplo, quisiera dedicar unas líneas a la novela Mi nombre es Casablanca (2003) de Juan José Rodríguez. Para compro- bar la presencia abrumadora del cine, basta con atender los paratextos. Además del título que de manera obvia remite a la clásica cinta de Mi- chael Curtiz protagonizada por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, un vistazo rápido al índice arroja subtítulos como “Asesinos por naturaleza”, “Tony Montana” y “Buenos muchachos”. Más aún, a todo lo largo de la novela el protagonista y su colega de trabajo Roberto Andrade, ambos agentes del ministerio público, discuten una y otra vez sobre El padrino en sus dos versiones, literaria (1969) y fílmica (1972). Así, de manera explícita y otras veces velada, Juan José Rodríguez recrea escenas que el lector reconoce como un préstamo del cine, como la famosa cabeza cer- cenada de un caballo depositada en la cama de un gánster a manera de in- timidación. Escena clave que a nivel estético confirma la intertextualidad entre la novela de Rodríguez y El padrino, y a nivel argumental supone un movimiento estratégico dentro de un inverosímil juego de ajedrez. En efecto, la trama detectivesca de Mi nombre es Casablanca remite a una perversa partida de ajedrez orquestada por un psicópata colombiano conocido como Caicedo que concibe el Puerto de Mazatlán como un enorme tablero y a las víctimas como simples piezas que mueve a placer47.

47 Kristine Vanden Berghe ofrece un completo análisis de la novela de Rodríguez desde la teoría del juego de Roger Caillois y el Homo ludens de Johan Huizinga. 74 Felipe Oliver

Al igual que Bernardo Fernández, Juan José Rodríguez exhibe cla- ramente una propuesta estética que consiste en el diálogo permanente entre la literatura y el cine. De hecho el narrador y protagonista de Mi nombre es Casablanca recurre a su enciclopedia fílmica para intentar codificar y volver inteligible la realidad criminal que día a día enfrenta en Sinaloa: “No estábamos en una novela policiaca de Marcial Lafuente Estefanía, porque ese autor no hacía novelas policiacas, sino westerns al más puro estilo de cowboys de leyenda y enfrentamiento de indios y vaqueros. Nada de novelas de suspenso y muerte. Todos éramos perso- najes de una historia de pistoleros sanguinarios que no le pedía nada al mundo salvaje del oeste” (56). Juan José Rodríguez busca en el reportorio hollywoodense los referentes oportunos para ofrecer una radiografía del narcotráfico en México. Mientras los grandes capos de la droga pueden ser comparados con Don Corleone, Tony Montana o los buenos muchachos de Martin Scorsese, los sicarios y sus masacres a plena luz del día en espacios púbi- cos encuentran su correlato en el western. Incluso la inverosímil partida de ajedrez que pone en marcha la novela acaso fue inspirada en el cine; pienso en la película de 1992 Knight Moves dirigida Carl Schenkel y protagonizada por Christopher Lambert, en donde un asesino serial reta al campeón mundial de ajedrez en una macabra partida utilizando víctimas reales a manera de piezas en un tablero imaginario. El cine interviene activamente en la novela de Rodríguez pues a través del pastiche la obra muestra abiertamente su propuesta estéti- ca como un empalme de diversos géneros. El lector modelo del texto posee una vasta cultura cinematográfica que le permite jugar con las referencias y construir el sentido desde los constantes guiños intertex- tuales. Y más allá de lo estético, el referente cinematográfico posibilita la representación idealizada y sumamente cuestionable de los narco- traficantes locales. En efecto, la novela presenta a los capos sinaloenses como empresarios exitosos, hombres de familia y ante todo caballeros respetuosos de ciertas reglas y códigos de honor, como los antiguos jefes de la mafia siciliana tal como han sido representados por el cine nortea- mericano. El propio narrador reconoce en el capo Don Genaro Barreto Narcocultura de norte a suR 75 a un líder que “nunca rompió las reglas del juego” (53) y por tanto necesario “para equilibrar el mundo” (53). Si la violencia estalla dentro de la novela es por la intervención de un agente exterior, un psicópata colombiano que desea reorganizar el crimen organizado desplazando a los “buenos” mafiosos locales creados a partir del modelo inmortalizado por Don Corleone. ¿Cómo representar al narcotráfico? Para algunos narradores la cla- ve acaso reside en la música: después de todo, la música norteña forma parte de un imaginario popular dentro del cual se inscribe el narcotrá- fico y sus culturas. Conocida es la relación de amistad y muchas veces de asociación comercial entre conocidas figuras de la música y famosos narcotraficantes. Son mundos colindantes y muchas veces convergentes, siendo entonces inevitable que ciertos narradores se aproximen al narco- tráfico desde los ritmos y letras del corrido y la banda. Por el contrario, otros escritores prefieren buscar en Hollywood un formato, digamos, universal para abordar un problema local. En efecto, al traducir la reali- dad local al lenguaje cinematográfico que todos conocemos y sobre todo reconocemos, un fenómeno tan complejo se vuelve de pronto maneja- ble, incluso digerible. O quizá, y esto es lo más probable, el cine simple- mente vuelve el producto consumible, fácil de comercializar y degustar. Desde distintos formatos la música y el cine parecieran disputarse el modo idóneo de narrar al narcotráfico. Dentro de la muy amplia y variada oferta que ofrece el catálogo de narcoficciones mexicanas, es posible detectar al menos dos grandes propuestas estéticas a las que aquí he dedicado algunas líneas a través de ciertos textos representativos de una y otra. Propuestas que más allá de los lenguajes que utilizan o de la referencias intertextuales que reúnen, discurren por causes editoriales disímiles por no decir antagónicos. Aquellos que sitúan el origen de la así llamada narconovela en el corrido como Gerardo Cornejo y López Corral gozan de un alto capital simbólico dentro del campo literario mexicano, pero sus obras no reciben ni la distribución masiva ni la promoción publicitaria. La obra de Cornejo originalmente apareció en la Editorial Selector, empresa enorme dentro del mercado editorial mexicano pero enfocada a libros de autoayuda, esoterismo, y guías pa- 76 Felipe Oliver

rentales, y no fue reeditada sino hasta el 2015 por la editorial Aldus en una edición de homenaje con motivo del fallecimiento del autor. Desde el momento mismo de su publicación, la obra de Cornejo ha quedado confinada al mundillo de la academia en donde, eso sí, es una referen- cia permanente de la bien o mal llamada narrativa del desierto, de la literatura del norte de México y recientemente de la narcoliteratura48. Por su parte, Yuri Herrera y Alfonso López Corral dieron a conocer sus primeros trabajos gracias al Fondo Editorial Tierra Adentro, e incluso recibieron sendos galardones literarios: me refiero al Premio Binacional de Novela “Frontera de Palabras” en el 2003 en el caso de Herrera, y el Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2013 en el de López Corral. Sin embargo, ni el premio literario ni el capital simbólico que sin duda posee el Fondo Editorial Tierra Adentro garantiza la visibilidad en una escena literaria sobresaturada de títulos y regida por las leyes del mer- cado. Yuri Herrera, no debemos olvidarlo, consolidó su posición en el campo literario a raíz de la reedición española de Trabajos del reino por Periférica. Por el contrario, Bernardo Fernández o Juan José Rodríguez han recibido el espaldarazo de sellos editoriales como Océano y Mon- dadori y por tanto gozan de una mayor visibilidad dentro del campo literario nacional e incluso internacional. Lejos de proponer teorías de la conspiración, de denostar a aque- llos autores que publican en las editoriales comerciales y en paralelo enaltecer a figuras como Herrera o Corral por haber optado por la sub- vención estatal, la polarización acaso podemos explicarla apelando a los lenguajes que unos y otros emplean. El lector modelo de un libro como Musiquito del talón conoce la tradición corridística y es capaz de reconocer en distintos momentos del texto los versos que Corral toma del universo musical norteño y traslada al relato literario sin que necesariamente exista una marca que haga explícita la referencia. Como fue señalado en su momento, el corrido se integra de manera natural al relato literario a través del habla cotidiana de los personajes, como efectivamente ocurre en distintas localidades del norte de México. En su testimonio El karma de vivir al norte (2013), el narrador y perio-

48 Véase el artículo de Miguel Lozano Rodríguez. Narcocultura de norte a suR 77 dista Carlos Velázquez explica la importancia de la música popular en el inconsciente colectivo de los norteños. Trátese de la cumbia, el re- giovallenato o la música norteña, de acuerdo con Velázquez es impo- sible dimensionar hasta qué punto la música influye en la vida social y cultural de los norteños, dotándolos de una “soltura narrativa natural proveniente de la oralidad” (82). Bajo una lógica empresarial, un tex- to con dichas características posee un potencial económico más bien limitado pues sólo puede ser apreciado en su justa dimensión estética en el contexto local. No así con los autores que buscan sus referentes en el cine: la omnipresencia de Hollywood garantiza la funcionalidad de una novela como Tiempo de alacranes o Mi nombre es Casablanca en múltiples contextos culturales. Deformando las palabras de Velázquez, podemos afirmar sin reparos que no podemos dimensionar el impacto social y cultural del cine norteamericano a nivel global. Los modelos narrativos y los arquetipos impuestos por el cine permiten traducir las problemáticas locales en referentes globales. El complejo fenómeno del narcotráfico en México encuentra un paralelo en el popular cine de gánster, reduciendo la especificidad local a un simple de cuestión de de- corado. Por consiguiente, el texto puede ser distribuido prácticamente en cualquier contexto pues su inteligibilidad está garantizada de ante- mano. Una de las principales dificultades a la hora de tratar de definir la narcoliteratura reside en la diversidad de formatos: dentro del reportorio encontramos novela negra (Mezquite road, Tijuana dream, Balas de pla- ta, La prueba del ácido, Nombre de perro, Nostalgia de la sombra, Los minutos negros); crónicas (Malayerba, Chicas Kaláshnikov, Los morros del narco); novelas de (anti) formación (Trabajos del reino, Fiesta en la madri- guera, Perra brava); y picaresca (El amante de Janis Joplin, Malasuerte en Tijuana, Al otro lado), por dar sólo unos ejemplos. Hablamos de géneros disímiles que ponen dentro de la inmensa oferta, sin embargo, es posible localizar al menos dos estéticas en aparente conflicto: el narcocorrido y Hollywood. Aquí he tocado sólo algunas obras representativas de am- bas estéticas, pero el repertorio en uno y otro caso es bastante amplio. 78 Felipe Oliver

Referencias

** Cornejo, Gerardo. Juan Justino Judicial. México: Aldus, 2015.

** Dhondt, Reindert. “La narcoficción mexicana entre novela y corrido”. Narcoficciones en México y Colombia. Brigitte Adriaensen y Marco Kunz (eds.). Madrid: Iberoamericana Vervuert, 2016.

** Fernández, Bernardo Bef. Tiempos de alacranes. México: Océano, 2015.

** Herrera, Yuri. Trabajos del Reino. Cáceres-España: Editorial Periférica, 2010.

** López Corral, Alfonso. Musiquito del talón. México: Fondo Editorial Tie- rra Adentro, 2013.

** Lozano Rodríguez, Miguel G. Escenarios del norte de México: Daniel Sada, Gerardo Cornejo, Jesús Gardea y Ricardo Elizondo. Universidad Nacional Autónoma, 2003

** Ramírez-Pimienta, Juan Carlos. Cantar a los narcos. Voces y versos del narco- corrido. México: Planeta, 2011.

** Rodríguez, Juan José. Mi nombre es Casablanca. México: Mondadori, 2003.

** Tinajero Medina Rubén y María del Rosario Hernández Iznaga. El narcocorrido. ¿Tradición o mercado? Chihuahua: Universidad Autónoma de Chihuahua, 2004. Narcocultura de norte a suR 79

** Vanden Berghe, Kristine. “Juegos, aguafiestas y mascaradas en Mi nombre es Casablanca de Juan José Rodríguez”. Narcoficciones en México y Colombia. Brigitte Adriaensen y Marco Kunz (eds.). Madrid: Iberoame- ricana Vervuert, 2016.

** Velázquez, Carlos. El karma de vivir al norte. México: Sexto piso, 2013.

Narcocultura de norte a suR 81

LA MIRADA DESDE EL CENTRO: EL LETRADO Y LA NACIÓN EN EL TESTIGO DE JUAN VILLORO

Alberto Fonseca49

Investigar la producción cultural del narcotráfico en México es asomarse a una serie de textos que dialogan con este fenómeno de alcance global su- brayando entre otros, la cultura del dinero fácil, el poder de los cárteles y la posición de varios personajes frente al tráfico de drogas. La narconarra- tiva mexicana está ligada a ese otro branding denominado “literatura del norte” y a conceptos como contrabando, inmigración, pasos fronterizos, feminicidios, maquiladoras y, para muchos lectores, con las dos novelas más extensas del escritor chileno radicado en el país, Roberto Bolaño. En la historia de la narconarrativa encontramos textos recono- cidos como Juan Justino Judicial (1996) de Gerardo Cornejo que une ideológicamente a policías y narcotraficantes yLa conspiración de la fortuna (2005) de Héctor Aguilar Camín que señala los vínculos entre

49 Alberto Fonseca es profesor asociado del área de Español y Literatura en North Central College. Cursó sus primeros estudios literarios en la Universidad Nacional de Colombia con sede en Bogotá. Después, obtuvo una maestría en Historia y un doctorado en Literatura en la Universidad de Kansas. Es autor del libro Cuando llovió dinero en Macondo: Literatura y narcotráfico en Colombia y México (Universidad Autónoma de Sinaloa). Sus investigaciones más recientes estudian las conexiones entre violencia, desplazamiento y poder en la literatura colombiana contemporánea. 82 Alberto Fonseca

el poder político y el criminal. Recientemente, han surgido una serie de novelas que abordan esta temática desde estrategias narrativas diferen- tes. Podemos pensar en escritores jóvenes como Juan Pablo Villalobos y su Fiesta en la madriguera (2010) que utiliza la novela de formación para señalar las consecuencias de la narcocultura o en la novela negra de Martín Solares, Minutos negros (2006), que entrelaza el pasado y el presente del narco con una red de corrupción oficial al servicio del poder criminal. El narcotráfico empezó prometiendo riquezas y empleo, y creó en diversas comunidades una movilidad social en la que especialmente los jóvenes tuvieron acceso al mercado de las mercancías de lujo. La lucha por el poder de los cárteles creó divisiones, persecuciones y un miedo generalizado en los ciudadanos que ha logrado nuevos índices de violencia durante estas dos últimas décadas. En resumen, el narco- tráfico en México ha disparado la inestabilidad política y económica, desplazando a países como Colombia en el mercado y la distribución de las drogas. La narconarrativa de la primera década de este siglo explora las diferentes ideologías que subyacen a este fenómeno y también, gracias a su éxito comercial, provoca discusiones culturales con respecto a la literatura que se produce tanto en el norte como en el centro del país. La polémica más importante sobre la narconarrativa y su ubicación geográfica surgió a raíz de un artículo de Rafael Lemus publicado en la revista Letras Libres de octubre del 2005. En su artículo “Balas de salva: Notas sobre el narco y la narrativa mexicana”, Lemus critica el realismo de la narconarrativa mexicana, su costumbrismo minucioso y las “tra- mas populistas” que la caracterizan. En su opinión, las narconarrativas mexicanas no han encontrado un buen exponente de este género lite- rario como sí ha sido el caso colombiano con la famosa y ampliamente estudiada novela La Virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo. Para Lemus, las narconarrativas persiguen una fórmula fácil en la que la repetición, la carencia de técnicas novedosas y la publicación apresurada son sus principales características. Lemus lo resume de esta manera: “se explota un tema y se hace comercio” (“Balas de salva”. 30 Narcocultura de norte a suR 83 de septiembre de 2005). Esta actitud crítica hacia la narconarrativa tie- ne su contracara en la réplica que el novelista Eduardo Antonio Parra tuvo un mes después en la misma revista. En su artículo “Norte, nar- cotráfico y literatura” Parra considera que la realidad política y social hace del narcotráfico un contexto cada vez más necesario en la narrativa mexicana, especialmente en la del norte, gracias a su especial ubica- ción geográfica. Para Parra “los escritores del norte hemos señalado que ninguno de nosotros ha abordado el narcotráfico como tema. Si éste asoma en algunas páginas es porque se trata de una situación histórica, es decir, un contexto, no un tema, que envuelve todo el país, aunque se acentúa en ciertas regiones” (“Norte”. 31 de octubre de 2005). Si bien, Parra busca el reconocimiento de la narrativa mexicana del norte y de la legitimidad literaria de las narconarrativas, la realidad es que toda- vía existen autores, reseñadores y periodistas culturales que descalifican este tipo de literatura por características como el (neo) costumbrismo, la violencia masculina y quienes sobretodo la relegan a una región par- ticular: el norte de México. Lo que desconocen muchos es que desde el centro se están escri- biendo narconarrativas novedosas que (re)actualizan los diferentes cam- bios que ha traído el narcotráfico. Para escritores reconocidos como Juan Villoro, Xavier Velasco y Bernardo Fernández, entre otros, el poder de las organizaciones de drogas ha afectado todo el tejido social mexicano y es imposible marginarlo a una ubicación geográfica única. Sus textos exploran el fenómeno utilizando diferentes técnicas de géneros tan diver- sos como la novela de viaje, la novela negra y la novela de formación. Por ejemplo, en la novela Tiempo de alacranes (2005), Fernández utiliza el modelo del road novel en la construcción de su trama, con persecuciones a través de la frontera México-Estados Unidos. En su texto, Fernández mezcla la novela de viaje y la novela negra para acercar a sus lectores al mundo de las drogas y los narcojuniors. Diablo Guardián (2003) de Xa- vier Velasco narra la vida de Violeta, una muchacha de clase media que decide escapar de su condición social viajando a los Estados Unidos. En el texto, Violeta es una joven que sucumbe y a la vez reflexiona sobre el mundo del consumo y la sociedad wanna be del centro del país. 84 Alberto Fonseca

Estos textos evocan una nueva (re) apropiación de los personajes y temas que caracterizan la narconarrativa. En la novela de Fernández, los sicarios dejan de ser personajes desalmados como en las narconarrativas convencionales para convertirse en seres deprimidos y sentimentales. “El Güero” sufre una crisis moral que lo arroja a una serie de circuns- tancias en las que tendrá que enfrentarse a sicarios cómicos y a narcoju- niors. En Diablo Guardián la realización personal de su protagonista se logra coleccionando mercancías de lujo. En su viaje, Violeta comenta sobre las diferentes clases sociales y la influencia de la cultura del dinero fácil en la sociedad “de bien” de la capital. La novela El testigo de Juan Villoro, participa de esta corriente de textos que busca establecer desde la ficción las causas del resquebraja- miento moral y político de México. Por una parte, la trama explora el impacto en la vida cotidiana de la cultura del dinero fácil tanto en el norte como en el centro del país. Por otra parte, la novela pone en juego un mecanismo que permite aproximarnos a las diferentes posiciones que ejercen los letrados mexicanos frente a su realidad política y cultural. A su vez, proyecta la discusión sobre el norte y el centro al repre- sentar la influencia del narcotráfico en el campo cultural mexicano. Con la historia de Julio Valdivieso asistimos a las tensiones que genera una modalidad literaria que busca legitimidad y de autores que están adquiriendo un capital simbólico importante. En el texto se conjugan las discusiones que ha generado la narconarrativa, el posicionamiento de nuevos escritores que (desde el centro) descubren en la narcocultura una cantera de historias y los registros necesarios para acceder a las con- tradicciones actuales de México. Los personajes de El testigo son letrados que se han ido transfor- mando para dar cabida a una nueva categoría de neo-letrados dedica- dos a la asesoría de personajes del entretenimiento y la política. Félix Rovirosa, que participa como intermediario entre el poder político y el criminal; Gándara, que utiliza su participación en los medios de comu- nicación para lavar dinero y Constantino Portella, un escritor de narco- narrativas, son personajes que desde una posición específica sostienen relaciones con el mundo del crimen organizado. Narcocultura de norte a suR 85

De esta manera, el texto muestra la posición que la ciudad le- trada ha tenido frente al fenómeno del narcotráfico en la sociedad finisecular. Para el personaje principal, México está experimentando un período de transición y la inclusión de la narcocultura en la vida diaria. Julio reflexiona sobre las relaciones que los cárteles establecen con la política, la iglesia y la industria del entretenimiento al dialogar con diferentes letrados, que se han ido reconfigurando con los cam- bios que los medios de comunicación y la política han traído a esta figura. Las estrategias narrativas de Villoro al incluir a profesores, pro- ductores de televisión y narcoescritores, entre otros, buscan impulsar en el lector un conocimiento más profundo de las consecuencias y la función de la intelligentsia mexicana frente al tráfico de drogas. Finalmente, el texto es una reflexión sobre la imposibilidad de aprehender en su totalidad la realidad mexicana mediante la ficción. El personaje principal desconoce el México reciente, el gobierno del pan, los nuevos medios de comunicación y el poder criminal. Julio es un in- vestigador literario en un país con una realidad actual incómoda y que establece lazos con su pasado histórico. Esta cualidad del texto permite que el personaje evalúe la realidad nacional sobre la base de las distintas transformaciones que la sociedad mexicana ha experimentado desde el siglo xx. Sobre este aspecto, que une la novela con la búsqueda de una historia que agrupe las distintas transformaciones del ser mexicano, el crítico José Ruisánchez comenta:

El deseo del libro, entonces, no sólo corre hacia delante en di- rección de lo que va a pasar, de lo nuevo, traído por la “tran- sición” democrática, sino, simultáneamente, hacia el pasado cristero, porfirista, acaso colonial. Y también hacia el pasado como un esclarecimiento –siempre provisional: esa es su lec- ción, la ética de su historiografía– de lo que sucedió tanto en la vida como en la Historia (146).

Gracias a este vaivén entre el pasado y el presente, el protago- nista se convierte, sin buscarlo, en el testigo de los diferentes aco- 86 Alberto Fonseca

modamientos históricos entre la iglesia, el poder político y el poder del entretenimiento con el narcotráfico y su cultura. Por ejemplo, al regresar a la vieja casa familiar en el norte de México, Julio testifica la vuelta del fanatismo religioso de los tiempos de la cristiada con los nuevos personajes de leyenda como San Malverde. Además, el nuevo mapa político está determinado por la división de los cárteles de la droga. Los narcotraficantes parten por la mitad el pueblo de Julio obligándolo a reconocer la nueva cartografía espiritual y política que tiene el país. El testigo está dividido en tres partes. La primera parte “Posesión por pérdida” tiene un narrador en tercera persona que cuenta el regreso del protagonista a México después de un exilio voluntario en Europa. Julio es un profesor universitario que decide pasar un año sabático en México investigando la vida del poeta Ramón López Velarde. Al regre- sar a México, recibe la visita de un amigo de la facultad que lo invita a participar en un proyecto televisivo: una telenovela sobre la cristiada. Este encargo lo lleva al norte, a reconstruir la historia de la región y la de su propia familia. La segunda parte, “La mano izquierda” revela que la financiación del proyecto de la telenovela es parte de una operación de lavado de dinero. En esta sección, Julio empieza a reconocer las dife- rentes influencias que generan el narcotráfico y la inclusión de su poder en la economía “legal” del país. La tercera parte, “el tercer milagro”, narra el interrogatorio que tie- ne Julio con un judicial y el conocimiento de que la zona donde va a ser filmada la telenovela, su antigua hacienda familiar, es parte del cártel de Juárez. En esta sección descubre las negociaciones que la sociedad ilegal estableció con la sociedad tradicional. Al final de la novela, Julio se escapa a un lugar alejado de la civilización con una mujer que encuentra en una de sus excursiones por el desierto. El aspecto dinámico de la novela es la posición que el personaje principal sostiene frente a las nuevas condiciones generadas por el narcotráfico y las diferentes conversaciones que sostiene con personajes letrados que ven su rol modificado por el dinero de los mafiosos. El poder de los cárteles de la droga, la fe cristiana, su propio trabajo como profesor de poetas olvidados latinoamericanos, lo convierten Narcocultura de norte a suR 87 en un testigo muy peculiar de las fuerzas que dominan la cultura y el poder actualmente en México50. La figura del letrado en El testigo es el eje conector que mejor ex- presa la influencia que el narcotráfico tiene tanto en la esfera pública, como privada, de los individuos. Existen varios letrados que se posicio- nan de manera diferente en el campo cultural y cada uno (poeta, profe- sor de literatura, escritor de narconarrativas) comprueba la ambivalente relación que tienen con la realidad mexicana. Como Ángel Rama apun- ta en su libro La ciudad letrada, la historia de Latinoamérica siempre se ha caracterizado por la relación que los centros urbanos, en los que el poder y el capital se congregan, han tenido con la intelligentsia criolla. Para Rama, los letrados han ejercido un papel organizador en la forma- ción de los discursos nacionales latinoamericanos y han establecido una relación ambivalente con el poder. Unido a Rama, en The Decline and Fall of the Lettered City, Jean Franco recoge la figura del letrado y añade una nueva configuración en el contexto de la guerra fría y su influencia en el continente latinoame- ricano. Para Franco, los letrados en los años sesenta han redefinido su papel tradicional a través de discursos y artículos periodísticos que los posicionan como moderadores y evaluadores de la realidad contem- poránea. Para finales del sigloxx , el neoliberalismo y la crisis social y cultural en Latinoamérica redefine a los letrados como neo-letrados que se ubican marginalmente en un mundo que ha sucumbido a la lógica del dinero fácil. Del mismo modo, la heteroglosia de la novela nos acerca a las diferentes posiciones que rodean la relación entre la ciudad del narco- tráfico y la ciudad letrada. Julio Valdivieso, un historiador literario, y Constantino Portella, un escritor de narconarrativas serán los testigos más eficaces de la contaminación que el nuevo credo del dinero fácil

50 Este no es el único texto en que Villoro ha trabajado la influencia del narcotráfico en México. En Arrecife (2012), el personaje principal descubre la relación existente entre el turismo a gran escala y el narcotráfico. Mario Müller, exlíder de una banda de rock llamada Los extraditables descubre gradualmente las diferentes estrategias de lavado de dinero que tienen los centros vacacionales y las alianzas que establecen entre sí los narcotraficantes, los políticos, los guerrilleros y los miles de turistas deseosos de experiencias de alto riesgo. 88 Alberto Fonseca

ha creado en la mente de los individuos. Julio es heredero de una tradi- ción que busca la cultura tradicional y que ve en “los poetas olvidados” los verdaderos bastiones de la (C)ultura y la (C)ivilización. Portella en cambio, es el escritor de best seller que une al texto su propia imagen de escritor involucrado con la realidad del país. Cada uno de estos per- sonajes señala a su vez una posición frente a la producción cultural del narco: Julio desconfía al principio de Portella y su capacidad crítica; para terminar señalándolo como una pieza esencial en la comprensión del país. De esta manera, el texto de Villoro legitima la narconarra- tiva que se produce en el norte y la une a una historiografía literaria interesada en las grandes transformaciones sociales y literarias que ha experimentado México. Este cambio se da gradualmente en el protagonista: Julio define al principio a Portella como un nuevo tipo de escritor, emparentado más con el entretenimiento que caracteriza a las estrellas de la televisión, que con sus textos. En esta parte critica el tipo de escritura que practica Portella y se erige, él mismo, como crítico de una sociedad obsesio- nada con los best sellers y que escucha la música de los narcocorridos: “El narco-novelista estaba en una forma física imponente. Montaba a caballo, nadaba miles de metros, escalaba rocas y hacía submarinismo. Esa mañana, un fotógrafo brasileño había ido a retratarlo y le pareció divertido que el escritor posara lejos de sus libros, en la intemperie donde sus personajes se rifaban la vida” (275). En esta descripción Julio ve en Portella una extensión de las his- torias que habitan sus libros. Es un escritor alejado de la soledad y de los centros de poder culturales que caracterizan a los escritores clásicos para convertirse en un personaje más de sus historias. De esta manera el escritor de narconarrativas añade a su imagen de escritor amateur las historias de persecuciones, peligros y escapadas que caracterizan a los personajes de sus textos. Julio por su parte, es un letrado (un historiador literario) que establece relaciones con una ciudad y una historia familiar que no visita hace mucho tiempo. A la vez, Julio señala los nuevos signos que componen la sociedad mexicana como el espectáculo y la asimilación Narcocultura de norte a suR 89 de figuras que siguen el poder del dinero. Su posición como letrado que vuelve del exilio le permite ejercer una mirada nueva sobre el caos de la ciudad real, al mismo tiempo que se ocupa en evaluar el rol que la intelligentsia tiene frente al poder del narcotráfico. Julio, al estilo de la escuela de Frankfurt, se erige como un crítico de la influencia de la cultura de masas y a medida que “se adapta” a este nuevo México, descubre junto a un compañero de facultad (que ahora se dedica a hacer asesorías a políticos), los signos de una nueva cultura:

–Te voy a contar lo que me pasó una vez, volando de Tijuana al D.F. En el aeropuerto de Tijuana vi a un güey en un teléfo- no público. Me coloqué detrás de él pero el cuate tenía para rato: había puesto un fajo de tarjetas de larga distancia enci- ma del aparato. Vas a decir que eso es normal, que hay gente que hace llamadas de trescientos dólares. Perfecto. Subimos al avión y yo viajaba en primera, cortesía de Gándara. Él se sentó con otro cabrón, justo delante de mí. Llevaba una ca- misa como las de Orlando Barbosa, sólo que de seda. Versace narco. El otro iba de negro, muy acá, no de negro obvio sino como un chino vestido de negro. Se pasaron todo el vuelo jugando cartas. Apostaban billetes de cien dólares. Vas a decir que también es normal que en primera clase se apueste así. –¿Has volado en primera? (222).

A medida que las conversaciones suceden, Julio medita en los as- pectos principales de la narcocultura. Por una parte, Julio descubre la ostentación de personajes para los que el dinero es símbolo de estatus y movilidad social. Individuos que encontraron en el narcotráfico la revo- lución social tan buscada en la historia del país y que se han convertido en héroes en muchas de sus regiones. Por otra parte, Julio ve la reac- tualización de códigos culturales que utiliza el narco: símbolos como el versace narco, y la devoción a Malverde, junto con la narcoarquitectura y los narcocorridos forman parte de las nuevas coordenadas culturales del México de hoy. 90 Alberto Fonseca

A medida que el proyecto televisivo avanza, Julio empieza a involu- crarse en diferentes episodios que lo aproximan a la ilegalidad del sistema y a conectar las diferentes relaciones que existen entre los letrados y los cárteles. Por ejemplo, su antiguo compañero de facultad, Félix Rovirosa gana mucho dinero mediante asesorías a personajes del poder criminal. Julio comenta:

Rovirosa ganaba un dinero desmesurado para un profesor, producto de asesorías a fundaciones privadas y de una certera relación con los medios de comunicación. Rara vez abarataba su imagen apareciendo en pantalla, pero no perdía oportuni- dad de recomendarle a los gerentes una sesión de “lluvia de ideas” con la seguridad de un brujo maya que recomienda un sacrificio humano (173).

Sin embargo, pronto descubre que Rovirosa es también parte de la nueva estructura del narcotráfico. Cuando se encuentran en distin- tas reuniones, le responde con un aura de misterio: “estoy detrás del señor” (173). Rovirosa se convierte así, en un letrado que sucumbe al poder del dinero fácil y a su nuevo papel como narcoletrado. A partir de ahí, el personaje principal se obsesiona con los cambios que está experimentando el país, enfrentando diferentes puntos de vista e inter- pretaciones de la realidad nacional. En su viaje acumula las diferentes historias, de divisiones, fanatismos y diferencias políticas que forman su historia familiar y por extensión la de su nación. Sin embargo, es por su novedad que Julio no acepta como naturales los eventos que suceden en un país que ha aprendido rápidamente a no sorprenderse. Julio se convierte, gracias a su vuelta del exilio, en un testigo fresco del cuadro de transacciones políticas, económicas y criminales que forman parte de la realidad mexicana. De la misma manera que muchas otras narconarrativas (como La Virgen de los sicarios) El testigo retrata la búsqueda del amor, el tema del exilio y la importancia que tienen los letrados como observadores y tes- tigos de la nueva realidad del narcotráfico. Villoro señala la importancia que tiene esta figura en la génesis de su novela: Narcocultura de norte a suR 91

Toda la novela está atravesada por esta figura porque el per- sonaje quiere reaprehender su país y no está muy seguro de lo que ve; en primer lugar, porque mucha gente le dice cosas en su beneficio, y también lo influyen el desconocimiento de esas circunstancias, los prejuicios y su subjetividad. Me interesa la tensión entre los hechos reales y su interpretación desde la ficción (Bradu 17).

El texto de Villoro va un poco más allá y problematiza la figura del testigo al cuestionar su propia fiabilidad, la capacidad que tiene para rendir testimonio de la realidad. Julio busca entender un país que se le escapa; a medida que se involucra en el mundo de las transacciones de los cárteles de la droga, Julio mezcla su pasado, sus anhelos y su historia personal sin encontrar una respuesta unívoca. El personaje principal pone en tela de juicio lo que escucha y lo que ve y de esta manera cues- tiona si las cosas ocurren como realmente cree. Es en este momento cuando Julio abandona su “torre de marfil” y se involucra en el diario vivir de los habitantes de una región que ven sus vidas trastocadas por el dominio de los cárteles. El testigo participa de esta manera en el cómo y desde dónde na- rrar la crisis que atraviesa México, en especial la relacionada con el fe- nómeno del narcotráfico. Julio es un investigador literario que siente, al principio, que circunstancias ajenas (el proyecto televisivo) lo han llevado a mezclarse con criminales poderosos. Más adelante, de vícti- ma, Julio pasa a sentirse culpable. En un sentido moral, Julio participa en el negocio al servirse del dinero de la mafia para su investigación y la financiación del proyecto. La novela expone así las distintas etapas emocionales que ha sufrido el narcotráfico en la psique mexicana. Al principio, era considerado como un mal limitado a una región geográ- fica particular, para pasar a ser un fenómeno que afecta la totalidad del país y al que la sociedad le ha ofrecido un guiño cómplice. A medida que Julio establece la relación entre la necesidad de na- rrar la crisis y su propia responsabilidad, el escritor de narconarrativas 92 Alberto Fonseca

cobra mayor interés. El texto retrata muy bien las distintas tensiones que existen entre los escritores de narconarrativas y las instituciones que legitimizan la producción cultural desde el centro del país. Julio desconfía al principio de Portella y su capacidad para analizar la reali- dad. Después, su manera de pensar cambia y ve en las narconarrativas la necesidad que existe de escuchar las historias de la crisis y de saber quién controla la voz y la significación en el mundo cambiante del nar- co. Julio comenta sobre el escritor de narconarrativas:

Tal vez a Portella lo matarían pronto, o tal vez sus archivos se- cretos, las terribles conexiones que fuera capaz de revelar, serían disfrutados como ficción. A fin de cuentas, en México las -fa bulaciones conspiratorias gozaban de mayor prestigio que las limitadas informaciones reales. Aunque escribiera un reporte crudo, jurando que todo era verdad, sería interpretado de otro modo. Portella se había creado un contexto poderoso de fabula- dor de éxito: los horrores auténticos podrían parecer triunfos de su imaginación; en el fondo, le convenía ser leído en esa clave amortiguadora (285).

La tensión entre los hechos reales y su narración expone algu- nos aspectos interesantes de la recepción de narconarrativas. Para Julio, Portella señala el horror del narco que la historia y el medio oficial han dejado en un segundo plano. Sin embargo, el personaje principal es ambivalente frente a la recepción de este tipo de literatura que narra la crisis del país. Julio mira con desconfianza el éxito comercial de la nar- conarrativa. Como estudioso de los poetas “olvidados”, Julio no simpa- tiza con los nuevos escritores del best seller y de los letrados que van de la mano con el movimiento de las industrias culturales. Sin embargo, reconoce que la publicación de narconarrativas rompe el silencio que logra el narcotráfico en México. Nadie parece comentar e interpretar los hechos que lo circundan más que los escritores de las narconarrati- vas. Para Julio “Se hablaba muy poco del narco, quizá ésa fuera la peor de las noticias, un misterioso velo de control” (413). Narcocultura de norte a suR 93

Una aproximación que nos permite entender la función de la nar- conarrativa en el texto de Villoro es el interés que Portella tiene en apelar a un público más amplio y diverso. Este aspecto de la escritura de Portella está incrustado en su posición frente al mercado de bie- nes simbólicos. Portella, como varios escritores de las narconarrativas, utiliza a su favor las dinámicas del mercado y posibilita que un grupo diferente de lectores se acerque a una nueva propuesta narrativa. Fran- cine Massiello en “La insoportable levedad de la historia: los relatos best sellers de nuestro tiempo” señala la paradoja que subyace en el concepto de best seller en el caso latinoamericano: “Si por un lado es conveniente condenar la cultura de lectura superficial que tales productosbest sellers a menudo producen, por el otro es necesario también considerar que estos mismos textos ofrecen a un público amplio la posibilidad de ha- bilitarse como lectores” (800). Esta idea que ve al best seller no simplemente como productor de fórmulas de escritura fáciles sino como impulsor de hábitos de lectura, ilustra muy bien el rol de algunos escritores de narconarrativas en el mercado literario mexicano. El protagonista del texto de Villoro des- conoce (como lo hacen muchos críticos del centro del país) el diálogo que existe en las novelas de Portella con una amplia tradición de la nar- conarrativa tradicional. Villoro critica algunas características del texto y repite, sin darse cuenta, varias críticas que en el pasado ha recibido la narconarrativa tradicional. El éxito comercial que ha logrado esta mo- dalidad narrativa parece opacar las cualidades técnicas y literarias de un conjunto de textos que durante los últimos veinte años han aportado bastante al campo cultural mexicano con autores ya canónicos como Élmer Mendoza, Yuri Herrera y Gerardo Cornejo entre otros. En realidad, la narconarrativa ha logrado representar –mediante personajes como el detective y el periodista (variantes de los letrados en su mayoría)– la estructura de sentimiento que rodea la nación mexica- na en las primeras décadas del siglo xxi. Existe un conjunto de novelas que ven en el periodista que investiga el narco, un observador muy pri- vilegiado de las diferentes transacciones e intereses que circulan entre el poder criminal y el poder político. Unido al periodista, encontramos 94 Alberto Fonseca

al personaje del detective, que renueva el género de la novela negra en México. Narconarrativas como Balas de plata (2008) de Élmer Mendo- za y La Santa Muerte (2004) de Homero Aridjis unen estos dos perso- najes con policías egresados de literatura y periodistas que se involucran a fondo en los diferentes cárteles de la droga. El testigo, por su parte, utiliza personajes que se mueven entre las diferentes instituciones afectadas por el poder de los mafiosos. Julio y su visita al centro y norte del país representa la atmósfera política y social que ha creado el narcotráfico. En este sentido, no se limita al esclareci- miento de un crimen (al estilo de Solares) o a la descripción de las prác- ticas que circundan a criminales y judiciales (al estilo de Cornejo). Más bien, el texto utiliza al narco como una armazón en la que habitan las diferentes contradicciones y paradigmas que vive la nación mexicana. La reseña del crítico Christopher Domínguez Michael concuerda con esta perspectiva totalizadora que apuntala el texto de Villoro:

El testigo entusiasma y sorprende por el descaro con que Villoro decidió volver a intentar la Gran Novela Mexicana, como no se hacía desde que Carlos Fuentes, Fernando del Paso, Juan García Ponce o Jorge Aguilar Mora escribieron las suyas…Villoro se atrevió a presentar una imagen novelesca de México a la manera decimonónica, es decir, un mosaico que incluye al campo y a la ciudad, a los ricos y a los pobres, a los usufructuarios del poder cultural y a sus mecenas, a los escritorzuelos y a los criminales, al conflicto, en fin, de lo antiguo y lo moderno (677-678).

El testigo intenta convertirse en “la novela total mexicana” en su entrada al nuevo milenio. El éxito de este propósito es cuestionable, pero lo que sí está claro es que la novela logra una exploración doble de los discursos nacionales. Por una parte, narra la imposibilidad de dar un veredicto único sobre la historia reciente. La realidad mexicana requiere la adopción de distintos puntos de vista y la inclusión de varios testi- gos a la narrativa única que se construye desde el centro del país. Por Narcocultura de norte a suR 95 otra parte, la novela incluye una serie de reflexiones sobre el pasado de México, la guerra cristera y una serie de comparaciones con el presente de una nación en la que la superstición, la religión, la admiración por el bandidaje social y la política se han adaptado a la presencia de los cárteles de la droga. Julio es un personaje que busca en el pasado familiar e histórico su propia identidad y la de su país. En el transcurso de esta búsqueda es testigo de uno de los cambios más importantes que aquejan a la nación mexicana. Al preguntar a un amigo sobre la financiación del proyecto televisivo y su propia investigación, Julio es testigo de este nuevo poder: “Mira, si rascas y rascas, cualquier dinero tiene que ver con el narco. Así funciona este pinche país. La droga mueve tanta lana como el petróleo en un buen año. Algunos de esos billetes están en tu cartera, otros en la mía” (163). El México al que volvió Julio ha sucumbido a la cultura del dinero fácil. La economía de los pueblos y las ciudades mexicanas se ha visto contaminada con la capacidad adquisitiva del tráfico de drogas. Julio reconoce que ya no se trata simplemente de un conjunto de mafiosos ostentosos del norte del país sino de una sociedad que se convierte en cómplice del poder criminal. Villoro retrata, de esta manera, la influencia nefasta que el nar- cotráfico ha tenido en la sociedad tradicional mexicana. La cultura del dinero fácil ha influido en la forma en que los ciudadanos perciben el futuro y el trabajo. Una nueva generación de individuos tomará el lugar de los otros muertos, de los cientos de decapitados que deja anual- mente la organización criminal. “Gente del campo que empezaba a comprender las rutinas del delito, a integrarse a la red, aprendices de contrabandistas. Los siguientes muertos, los cuerpos decapitados, no dejaban lugar a dudas. Otro cártel había actuado. La puerta de Babi- lonia había quedado abierta, en espera que otras manos activaran el picaporte” (404). El texto señala las diferentes negociaciones ideológicas que esta- blece la sociedad criminal con la sociedad tradicional. Estas negociacio- nes refuerzan símbolos culturales como la religiosidad y una seducción 96 Alberto Fonseca

histórica por el bandidaje pero, a su vez, trasforman la tradicional escala de valores. El trabajo, la educación y la percepción del futuro es trasto- cada a medida que el narcotráfico penetra en la ideología tradicional. La experiencia de leer El testigo tiene dos aspectos principales. Por una parte, Julio, al igual que nosotros los lectores, desconoce el alcance y las distintas redes que teje el narcotráfico en la sociedad. A medida que Julio indaga en las diferentes conexiones, como lectores, nos pre- guntamos la necesidad de buscar una nueva manera de enfrentar este problema. Por otro lado, el texto señala la importancia de indagar en el pasado para comprender la crisis que vive el presente. El retorno al pasado familiar de Julio, la vuelta a su antigua hacienda, son carac- terísticas de una nostalgia que ve a la historia no como una simple concatenación de hechos sino como la búsqueda de nuevas maneras de entender el presente. El testigo comparte una visión que lamenta la ambivalencia de los letrados mexicanos en asumir su papel protagónico como críticos de la realidad; Julio no ha logrado producir un discurso capaz de asumir la realidad nacional, y en su visión, el narcotráfico es el único beneficiario de esta imposibilidad. Por otra parte, Julio, motivado por el propio fra- caso de su clase que se consideraba guardiana de un saber tradicional, ve al final, en el escritor de narconarrativas, un testigo apropiado de los distintos testimonios y voces que rodean la narcocultura. La última escena reacciona a la ideología que caracteriza el nar- cotráfico. En contraste con la violencia de los mafiosos, los elementos de la novela promueven otra resistencia, el sueño del amor, de la bús- queda de la poesía. En la parte final, Julio, al escapar de la civilización, escapa también de su crisis, evocando cierto triunfo de un mundo fuera de la historia oficial. También esta escena final, es al mismo tiempo una vuelta a la poesía de Ramón López Velarde en su poema “La suave patria”:

Una gota cayó sobre el papel. Julio estaba llorando. Ignacia son- rió, como si todo fuera normal, mientras él sentía sus inconce- bibles ropas mojadas, aferrado a una moneda vieja, y también Narcocultura de norte a suR 97

sentía la mano que lo sacaba de ahí y lo ponía en la orilla, fuera del mundo, donde se oía el paso de una carretela, con un es- tudiante de Santo Tomás al que un perro ladraba sin motivo. –Hice agua de semillas– Ignacia le tendió un tarro. Julio bebió. –¿A qué sabe?– le preguntó ella. Julio cerró los ojos. Cuando los abrió, todo estaba un poco nublado. Sintió que salía del agua. Ignacia aguardaba su respuesta. Lo vio con intención de algo, como si él fuera un problema y eso le gus- tara. –Sabe a tierra– dijo Julio (482).

Julio busca refugio en Ignacia, una mujer que vive fuera de la historia, en un lugar apartado y casi mítico. Esta escena funciona como una suerte de salvación personal de un letrado que encuentra en el campo, en una comunidad alejada de los círculos intelectuales, el valor de la poesía y la fuerza del amor. El testigo da una visión de la realidad del norte y del centro del país unida al fenómeno del narcotráfico. Julio testifica la influencia que la ciudad del narcotráfico inflige en la ciudad letrada. Nosotros, los lectores, percibimos cada vez más cerca la necesidad de un cambio en las políticas y los discursos que rodean al tráfico de drogas. Más allá de la necesidad de legalizar, combatir o reorganizar el fenómeno del nar- cotráfico, el texto de Villoro nos impulsa a plantearnos la necesidad de investigar y narrar la crisis personal y social que experimenta México. 98 Alberto Fonseca

Referencias

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LITERATURA, INFANCIA Y NARCOTRÁFICO: LEER COMO EL AXOLOTL

Ramón Gerónimo Olvera51

I.

El río es una figura casi arquetípica para designar el paso del tiempo. Siglos antes de Cristo el misántropo Heráclito ya nos advertía que na- die podía ducharse bajo las mismas aguas, ante un caudal, a decir de Borges: “Cuyo destino y cuyo nombre ignora” (129). El agua en su condición de espejo se muestra como instrumento para desdoblarnos. Ahí podremos encontrar nuestro rostro en la pesadilla por la que huyó Quetzalcóatl o el enamoramiento de Narciso. La vergüenza y el amor como consecuencias de lo trágico.

51 Ramón Gerónimo Olvera es licenciado en filosofía por la Universidad Autónoma de Chi- huahua y Master en Literatura en la era digital por la Universidad de Barcelona. Algunos reconocimientos recibidos: Premio Nacional de Debate Político (2007), Premio Nacional de Periodismo por la Asociación Nacional de Locutores (2011), Premio Regional de Perio- dismo Cultural (2011). Es autor de ocho libros de ensayo y poesía en editoriales de México, Argentina y Colombia. Colaborador en diversas literarias de México e internacionales, ade- más de coautoría en seis libros colectivos. Becario del Programa de Estímulos a la creación David Alfaro Siqueiros “La literatura y narcotráfico en México y Colombia”, residencia de investigación en la Pontificia Universidad Javeriana en Bogotá, Colombia. Maestro de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. 102 Ramón Gerónimo Olvera

La herencia positivista –introducida lo mismo en el realismo que en el formalismo literario– nos ha hecho creer que la literatura es un retrato de la realidad, un espejo de la misma. Retomo una pregunta de Carlos Fuentes en El espejo enterrado: “¿No es el espejo tanto un reflejo de la realidad como un proyecto de la imaginación?” (10). Atendiendo a la pregunta del autor toca tomar partido ante la misma. La literatura constituye una mirada profunda, crítica y algunas veces desafiante de la realidad. Nunca un reflejo. Siempre la arquitectura de la imaginación. Las narrativas sobre el narcotráfico no son el espejo donde este tema se posa, representan otro ángulo más de su complejidad. La ficción no es accesorio que esté por fuera de la realidad. Ante el tiempo: la memoria o el recuerdo. La memoria entendida como un ejercicio ordenado, sistemático y discursivo en nuestro ajuste de cuentas con el pasado. El recuerdo, como el golpe de azar que en- trelaza los hechos sucedidos, los yuxtapone, los imbrica, inclusive los difumina tras la bruma de la ficción. En uno de los pasajes de La Virgen de los sicarios (1994) Fernando, el gramático, se desmorona ante el paso de Cronos, “Wilmar no lo podía entender, no lo podía creer. Que alguien llorara por el paso del tiempo” (139), pero ante el peso del recuerdo lo levanta el deseo carnal por el sicario: “¡Nada de nostalgias! Que venga lo que venga, lo que sea, aunque sea el matadero del presente. ¡Todo menos volver atrás!” (140). El recuer- do es el más heurístico de los hijos de la vida, el presente su principal verdugo. Ante la descomposición social ocasionada por el narcotráfico en Colombia, el personaje tiene una nostalgia por el pasado que termina cediendo por el ansia de placer. En la escritura, la zona más profunda del río del tiempo es la infancia. Hoy nos atañen algunas reflexiones sobre el tema a partir de dos obras: Cartucho (1931) de Nellie Campobello, un libro capital de nuestra literatura que ha recibido de manera tardía su lugar, y Fiesta en la madriguera (2010) de Juan Pablo Villalobos, novela que sobresale por su buena hechura entre los muchos libros de escasa calidad literaria que se ocultan en la designación de “narcoliteratura”. Tochtli, protagonista de la novela de Villalobos, narra desde la Narcocultura de norte a suR 103 primera persona. Está enteramente ahogado por su presente. La socie- dad de mercado, la extravagancia de la riqueza súbita y la violencia de su entorno, no le permiten a los recuerdos fijarse con mucha claridad. Su estructura para atender el pasado es la siguiente: “Es una prueba que no falla. Te pones a repetir una cosa cien veces y si te sigue gustando es que es buena. Eso no nomás sirve para los nombres, sino para cualquier cosa, para la comida o las personas” (68). Hay una concepción mecánica y, por ende, instrumental del paso del tiempo y, en consecuencia, de los seres humanos. Reducidos du- rante toda la novela a un solo estado: persona en proceso de volverse cadáver. El ser humano es una herramienta al servicio del negocio, la pesadilla que con lujo de detalle describió Eric Fromm a lo largo de su obra. Ante la necesidad de la emotividad vinculada al pasado, trata de romper de manera radical: “Se supone que si no tienes mamá debes llorar mucho, litros de lágrimas, diez o doce al día. Pero yo no lloro porque los que lloran son maricas” (13). En Cartucho aparece la figura de la madre y su estereotipo norte- ño: fuerte y dispuesta a dar la vida por los críos y la causa. En Fiesta en la madriguera es la imagen de la madre desvanecida apenas nombrada, pero presente en la psicología profunda del protagonista. En Cartu- cho, la protagonista tras la ventana de su casa aprecia el estallido social, dentro de su hogar ve como su madre cura y protege a los soldados villistas. Con una voz única, la narrativa camina desde la ternura hasta la crueldad, todo en un tono de verosimilitud poética. Sus recuerdos de un pálido gris y todo personaje “Pensaba con la biblia en la punta de un rifle” (18). Separado por más de siete décadas, Fiesta en la madriguera de Vi- llalobos selecciona la voz de un niño para narrar desde adentro de la mansión de un narcotraficante su idea del mundo y la sociedad: “Si aca- so conozco trece o catorce personas y de esas cuatro dicen que soy un adelantado” (11). Si algo ha consignado la ficción es que el precio del poder es la soledad: desde Aureliano Buendía hasta el ciudadano Kane. La soledad cuando ha sido impuesta por la vida y en pago a los actos cometidos, se vuelve también desolación. La niña de Cartucho tiene 104 Ramón Gerónimo Olvera

soledad porque puede sublimar y articular en la ensoñación poética. El niño de Fiesta en la madriguera, padece la desolación. La novela se asemeja a otra obra de extraordinaria calidad Trabajos del reino (2004) de Yuri Herrera, ambas son construidas en un ambien- te cortesano. En la obra de Villalobos, con una insinuación al imperio azteca; en la de Herrera, con un lenguaje monárquico. Los protago- nistas de estas obras ven la violencia y la sangre desde una especie de burbuja donde sólo llegan ecos remotos de la sangre. En Cartucho y Fiesta en la madriguera ambos infantes, desde su óptica, darán testimonio de la guerra. En el caso de Nellie Campobello, menciona en la entrevista de Protagonistas de la literatura mexicana con Emmanuel Carballo, que se propuso reivindicar la imagen de Villa. Para ello desplegó un ejercicio de memoria que le permitiera articular un discurso legitimador, que extrañamente se contrapone con la vida propia del personaje; una niña que tiene recuerdos deshilvanados; en un libro que a la fecha se mueve entre la crónica, el cuento, la atmósfe- ra de la novela y una dosis de autobiografía. Campobello escribió una obra que la crítica literaria de su tiempo no encontró los referentes para situarla, en cierto sentido, la obra antecedió a los referentes de la crítica de su época52. Juan Pablo Villalobos asume el riesgo del narrador infantil y lo hace con pleno conocimiento de la obra de Campobello. Pero acude a los elementos de la estética de nuestros días: la intertextualidad, ciertas referencias a la globalización y eso que se ha venido a llamar narcoestéti- ca: mansiones decoradas como casa de disfraces, hipopótamos blancos de Liberia y zoológicos con depredadores que sirven para tragarse a los enemigos. En cierto sentido deconstruye Cartucho. Ante la presencia cotidiana de la violencia desatada, ni la memoria ni el recuerdo alcanzan a llegar enteramente al lector. La memoria es

52 En un brillante ensayo: “Vigencia de Nellie Campobello”, Margo Glantz aborda lo que Julio Jiménez Rueda llamó “Afeminamiento de la literatura mexicana” y la manera en que bajo este juicio sexista se encasilla a muchas obras literarias. En cierto sentido, Cartucho padeció de esta miopía por varios críticos literarios de la época. Honrosa excepción son Berta Camino de Gamboa y Antonio Castro Leal que son los primeros en darle un lugar importante a la obra de Campobello dentro del corpus de la literatura mexicana. Narcocultura de norte a suR 105 el tiempo irrecuperable, pero que afanosamente tenemos que buscar. Frente a la sociedad del neoliberalismo, ebria de novedad y consumo, el pasado es un lastre ominoso. La literatura tiene un lugar decorativo. Estas dos novelas, nos conflictúan sobre nuestro entorno y formulan interrogantes demoledoras de nuestro tiempo. Desde la delgada cuerda de la infancia, los personajes caminan sobre el abismo de la violencia y la forma en que tratamos de recordarla. Pasamos del río revolucionario donde reposan los cadáveres de una guerra, en apariencia ideológica, a las alcantarillas del narcotráfico, desde donde se asoman los despojos humanos.

II.

Reconozcamos una pregunta central de la teoría de la recepción ¿Desde dónde leemos? Para el lector contemporáneo, Cartucho pudo represen- tar una serie de postulados ideológicos: la revolución vista desde abajo, inclusive la heroicidad de los niños y la guerra. Si bien la obra no lo aborda, pero existieron “los niños de la bola”, quienes a pesar de su corta edad se enlistaron o fueron levantados en la leva como comba- tientes. Desde la óptica patriotera esto es un acto heroico que se refleja en una idea sólida del Estado Nación. Desde los derechos humanos de nuestros días está más cercano al infanticidio. Para un joven de nuestros días, la revolución mexicana puede leer- se como el ideario de algo que nunca se cumplió, el sacrificio inútil de la sangre inocente. Esto como consecuencia del desvanecimiento de los grandes discursos identitarios. En cambio, la era del narco en la que se desarrolla la novela de Villalobos, puede interpretarse como la pesadilla puntualmente cumplida. Fiesta en la madriguera nos muestra un mun- do sin ideologías. Al leer ambas obras no deja de conmover o indignar la presencia de los niños en la guerra. Es innegable que los ideales humanistas de la Ilustración tuvieron eco jurídico pleno en nuestro siglo, pero reconoz- cámoslo, la modernidad fue una en el discurso de la libertad y otra en 106 Ramón Gerónimo Olvera

la práctica de sus metarrelatos, desde el marxismo al capitalismo queda mucho a deber en materia de derechos humanos, máxime en el tercer mundo. La idea de la Revolución, anclada en la narrativa marxista, era principio y fin de todos los derechos. Bajo su nombre, todo exceso se volvió justificable. Incluido ver a niños cargando un fusil. Pronto la literatura denunció el contrasentido del discurso revo- lucionario en relación con las tropelías cometidas en su nombre. En relatos como El llano en llamas (1953), en específico: “Nos han dado la tierra” de Juan Rulfo; Los de abajo (1915) de Azuela; Cartucho y La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes, son textos que miran con rigor crítico la traición a los ideales revolucionarios. Cartucho da voz a los nombres anónimos, la reivindicación de Vi- lla se vuelve más bien la voz de los desprotegidos, de los nombres que la Historia con mayúscula abandonó. Leer a Campobello desde nuestros tiempos es reivindicar la microhistoria, la autobiografía y preguntarnos por el origen de nuestra violencia, anclada en la desigualdad, misma que la revolución muchas veces agigantó. En Fiesta en la madriguera hay continuidad en el clima de descom- posición social pero con la irrupción del narcotráfico como el poder de facto, la escala social construida a partir de la ley del más fuerte, la subor- dinación del poder político frente al hampa: “El gober es un señor que se supone que gobierna a las personas que viven en un estado. Yolcault dice que el gober no gobierna a nadie, ni siquiera a su puta madre […] Ahí fue cuando Yolcault se enojó […] –Cállate, piche gober, ¿tú qué chingados sabes? Pendejo, toma tu limosna, cabrón, ándale” (26-27). Aparece también el otro gran relato de la modernidad: la acumu- lación de la riqueza y el consumo como la firma de éxito en la vida: “Y me acaricia la cabeza con sus dedos llenos de anillos de oro y diaman- tes” (12). Este es el metarrelato del capitalismo, en ese sentido Sayak Valencia con su concepto de Capitalismo Gore nos sirve para entender la novela de Villalobos. Frente a un país con millones de personas en la pobreza, la agenda de vida del niño y su deseo sólo alcanza a imaginar “Yo creo que los franceses son buenas personas porque inventaron la guillotina” (30). Narcocultura de norte a suR 107

Ambas novelas son susceptibles a una lectura política muy clara: Son novelas de la tierra. En Cartucho se aprecia claramente porque se ubica en la revolución mexicana, en la obra de Villalobos en el narcotráfico, mismo que, si bien se da en la atmósfera urbana, tiene un hondo sentido rural. Se siembra amapola o marihuana porque el colapso del modelo de país ha vuelto inviable sembrar maíz o avena. Sin decirlo, el narcotraficante en su vestimenta, música y aparien- cia física evoca al mundo rural. En una forma de asimilar lo global, logrando un kitsch que nos muestra la era del vacío y lo que podríamos llamar narcdecó:

Abrimos la caja y adentro había muchas bolitas de plástico, miles. Las fui quitando hasta que descubrí las cabezas diseca- das de Luis xvi y María Antonieta de Austria, nuestros hipo- pótamos disecados […] Entre Yolcault y yo colgamos cabezas en una pared de mi habitación: Luis xvi a la derecha y María Antonieta de Austria a la izquierda (103-104).

De Cartucho a Fiesta en la madriguera hay una línea de continui- dad clara: la violencia motivada por la crisis social; la pobreza extrema como legitimación de la violencia ciega que se aprecian en la narrativa de la revolución, la novela sobre la guerrilla y la actual sobre el tema del narcotráfico.

III.

En Cantar de ciegos, Carlos Fuentes se pregunta “¿Hay algo más corrup- to que la inocencia?” (31), el tema es mayúsculo ¿Podemos salir de la ló- gica binaria del dolor/placer? Cuando pronunciamos la palabra inocen- cia necesariamente encontramos el envés: la perversidad. ¿Hay un límite claro entre estos que parecieran los extremos de la condición humana? Georges Bataille nos planteará, llevando a Freud a cierto extremo, que la relación Eros y Tanatos es inseparable. No como los dos extremos 108 Ramón Gerónimo Olvera

que se atraen y repelen, sino como un todo indisoluble. La perversión y la santidad son los caminos para la salvación o condena de nuestra frágil condición existencial. La infancia es el espacio de la ensoñación, donde las palabras y las cosas danzan en armonía, donde basta un pedazo de papel para convertirse en avión, donde nace la risa gratuita. ¿Qué hay cuando este paraíso protegido y tutelado se contamina con la guerra? Es la gran pre- gunta que formulan ambos libros. Uno, como se dijo, desde el bando de la revolución mexicana donde los combatientes son identificables y se supone tienen un sustento ideológico y otro, en el narco país, donde los bandos son cambiantes y cuya ideología hegemónica es el consumo. La niña de Cartucho, desde su inocencia, narra su mundo: “Tres des- cargas sofocadas se escucharon en la cárcel, yo estaba pendiente, las oí re- bien, entristecida por no haber podido ver los fusilamientos. Los muertos y la sangre era alimento necesario para mí, mi espíritu de niña se agran- daba y mis ojos se abrían inmensos, no se quería perder de nada” (108). El niño de Fiesta en la madriguera reflexiona: “Una de las cosas que he aprendido con Yolcault es que a veces las personas no se con- vierten en cadáveres con un balazo. A veces necesitan tres balazos o hasta catorce. Todo depende donde les des los balazos […] Pero los muertos no cuentan, porque los muertos no son personas, los muertos son cadáveres” (18). Lúgubre aparece ante nosotros el espacio del juego. Perverso para el adulto plenamente consciente del hecho ético de reducir la vida a un cadáver. Sin embargo, simpático para la niña de Cartucho que trae las tripas de un cadáver como si fueran cuerda de brincar o el niño de Fiesta en la madriguera que reflexiona: “En cambio noso- tros para cortar las cabezas usamos los machetes […] Mientras que usando los machetes necesitas muchos más golpes, mínimo cuatro. Además con la guillotina se hacen cortes pulcros, ni siquiera salpicas sangre” (53) ¿La maldad del entorno ha terminado con la inocencia? O ¿es tan grande la inocencia de la infancia que ante la catástrofe encuentra en el juego un bálsamo para permanecer intacta? ¿Ante lo abyecto de la visión de estos niños: hay lugar para la inocencia? Narcocultura de norte a suR 109

¿Puede poetizarse la barbarie? ¿No tener conciencia previa de un acto bárbaro nos exime de él? En su poema, Alfonso Reyes decía en tono meloso que “el sol de Monterrey lo perseguía”, en estas novelas son los ejecutados, secuestrados, amputados los que siguen y rondan los juegos de los niños protagonistas. Es profundamente pesimista el futuro que se les depara a los niños de estas narraciones. En Cartucho esto es incierto, ante una revolución que no dará frutos. En Fiesta en la madriguera en el final se le insinúa que deberá continuar el negocio del padre. Aquí la novela alcanza el clí- max de la desesperanza, del parricidio y la muerte violenta como única divisa para el niño. Así lo descubre:

En la película un samurái le cortaba la cabeza a otro samurái que era su mejor amigo. No es porque fuera un traidor, al contrario. Lo hizo porque eran amigos y quería salvarle el honor. Entonces no sé qué mosca le picó a Yolcault que al terminar la película me llevó a la habitación de las pistolas y los rifles […] Entonces me dijo la cosa más enigmática y misteriosa que me ha dicho nunca. Me dijo: –Tú un día vas a tener que hacer lo mismo por mí (102-103).

Estirando la pregunta de Fuentes ¿Hay algo más terrible que mu- tilar el futuro? Hay una línea de violencia gratuita que se ha mantenido casi in- tacta en la narrativa mexicana. Lo mismo en el Rodolfo Fierro que narra Martín Luis Guzmán en “La fiesta de las balas” (1928), quien se parece mucho a Sidronio de El amante de Janis Joplin (2001), dispuesto a matar a quien se encuentre a su paso. Fierro “El carnicero” se cobijó en el discurso de la revolución. En nuestros días se habría afiliado a cualquier cártel y seguramente superaría al mítico “Cochiloco”. ¿Desde dónde leemos? Cabe volverse a preguntar: ¿por qué visto Villa desde el siglo xix se parece tanto a Pablo Escobar? 110 Ramón Gerónimo Olvera

IV.

En Cartucho, la niña no tiene figura paterna. Francisco Villa es quien asume este rol. Se trata de un padre duro, totémico, patriarcal y en oca- siones amoroso. Así lo describe Campobello: “Hoy soy el padre de to- das las viudas de mis hombres” (39). En la novela de Villalobos, Tochtli dice “Yolcault es mi papá, pero no le gusta que le diga papá. Él dice que somos la mejor pandilla de machos en al menos ocho kilómetros a la redonda” (13). En la obra de Campobello, la Madre asume el rol valeroso del arquetipo de la Adelita: “Mamá sabía disparar todas las armas, muchas veces hizo huir a los hombres […] Los ojos de Mamá, hechos grandes de revolución, no lloraban, se habían endurecido recargados en el ca- ñón de un rifle” (90). Este arquetipo aparece referido enContrabando (2008) de Víctor Hugo Rascón Banda. En cambio, el niño de la novela de Villalobos encuentra en la figura de su padre el único referente y ejemplo a seguir. Es el Padre de proporciones villistas de la novela de Campobello, el mismo Padre que construye Laura Restrepo en Delirio (2006). El padre paradojal: omnipresente como juez implacable que está detrás de todos los actos y el padre ausente del espacio afectivo: “Una de las cosas que he aprendido con Yolcault es que a veces las per- sonas no se convierten en cadáveres con un balazo. A veces necesitan tres balazos o hasta catorce. Todo depende donde les des los balazos. Si les das dos balazos en el cerebro segurito se mueren” (18). El artificio literario en estas novelas se recrea en la mezcla de ino- cencia y crueldad. En los juegos de los niños dentro de la novela, la suerte es un fantasma que, parafraseando a Juan José Arreola, encuentra en el lector el lugar de sus apariciones. La narcosociedad, el estado fallido y la literatura que lo consignan se han visto saturadas por lo panfletario. Pero en el caso de Fiesta en la madriguera hay un guiño de reescritura de Cartucho, hecho con fina ironía y con un rasgo propio que nos presenta a un escritor capaz de crear su universo dialogante, desde este lado de la modernidad tardía de la necropolítica. Narcocultura de norte a suR 111

Estas novelas no reflejan nuestra realidad: la profundizan. Nos impiden salir intactos después de leerlas. Incómodas y retadoras, cons- tituyen un testimonio estético por la sagacidad en que bordean el tema de la guerra, ético en tanto que sin emitir juicio hacen visible la podre- dumbre, y político, porque nos demuestran el proyecto nacional en franco derrumbe. En ambas novelas queda como rastro la risa vinculada al humor negro. Fiesta en la madriguera por ejemplo: “Los mexicanos no usamos cestas para las cabezas cortadas. Nosotros entregamos cabezas cortadas en una caja de brandy añejo” (42). En Cartucho “Después lo colgamos; le pusimos un retrato de Carranza en la bragueta y un puño de billetes carrancistas en la mano” (129). Estamos ante la carcajada abismal, esa que se abre en los hoyuelos de las mejillas justo después de terminar un libro de literatura y narcotráfico donde no alcanzamos a distinguir entre los policías y los ladrones, entre las víctimas y los victimarios. Ter- minamos como el personaje del cuento del axolotl de Julio Cortázar: “Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna com- prensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo” (160). 112 Ramón Gerónimo Olvera

Referencias

** Azuela, Mariano. Los de abajo. México: Fondo de Cultura Económica, 2002.

** Borges, Jorge Luis. Antología poética. 1923-1977. España: Alianza, 1981.

** Campobello, Nellie. Cartucho. México: Gobierno del Estado de Chi- huahua, 2012.

** Carballo, Emmanuel. Protagonistas de la Literatura Mexicana. México: Se- cretaría de Educación Pública, 1986.

** Cortázar, Julio. “El Axolotl”. Antología de Literatura Hispánica Contempo- ránea Vol. II. Matilde Colón et al. (comp.). Puerto Rico: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1994.

** Fuentes, Carlos. Cantar de ciegos. México: Alfaguara, 2000.

** ______. El espejo enterrado. México: Fondo de Cultura Económica, 2008.

** ______. La muerte de Artemio Cruz. México: Alfaguara, 2004.

** Glantz, Margo. “Vigencia de Nellie Campobello”. Anales de Literatura Española. N° 16 (2003): 185-201.

** Herrera, Yuri. Trabajos del reino. España: Editorial Periférica, 2010.

** Restrepo, Laura. Delirio. México: Punto de lectura, 2006. Narcocultura de norte a suR 113

** Rulfo, Juan. El llano en llamas. México: Ediciones RM, 2013.

** Vallejo, Fernando. La Virgen de los sicarios. España: Punto de lectura, 2001.

** Villalobos, Juan Pablo. Fiesta en la madriguera. España: Anagrama, 2014

Narcocultura de norte a suR 115

CRUELDAD Y MASCULINIDAD EN LAS NARRATIVAS DEL NARCOTRÁFICO EN MÉXICO

Héctor Domínguez Ruvalcaba53

La Ciudad Letrada toma postura

La crueldad se despliega obscenamente a lo largo y ancho de la arena pública. Viola el buen gusto, desborda lo tolerable, es estridente, tre- mendista, abyecta. Por ello, hablar estética y éticamente de la crueldad significa también un desbordamiento de lo representable y lo decible. La crueldad es una intensificación de lo inexplicable, un escape de la razón, o los principios del orden que nos garantice la seguridad. La crueldad es terrible, e incluso debería entenderse como el elemento pri- mordial de todo terror. Se trata del exceso que convierte, de acuerdo con Immanuel Kant, lo sublime en monstruoso, es decir lo que lleva, según él, más allá de lo que es natural. Me interesa referirme al filósofo alemán porque en su categorización hay una sugerencia de censura a lo que supera nuestros marcos de lo razonable que traza con precisión

53 Héctor Domínguez Ruvalcaba es profesor investigador en la Universidad de Texas en Austin. Entre sus trabajos académicos se encuentran La modernidad abyecta (2001); Modernity and the nation in Mexican Representations of Masculinity (2007) y Nación criminal (2015). Sus artículos y capítulos de libros sobre frontera, género, sexualidad y violencia en la plástica, el cine y la literatura latinoamericanas, han aparecido en diversas publicaciones del continente. 116 Héctor Domínguez Ruvalcaba

moral: lo que se sale de lo grandioso y lo magnífico, lo que abandona lo noble y lo que degrada no podría considerarse ni bello ni sublime. Tales límites kantianos son sin duda vigentes en la crítica literaria con- temporánea y prescriben las formas de leer las narrativas de la violencia. Pese a los esfuerzos de la crítica por prescribir lo que es buena y mala literatura, ha sido inevitable en las representaciones literarias del Méxi- co contemporáneo narrar la crueldad en todos sus excesos. Indeseable, insoportable, expulsada de las conversaciones intelectuales, la crueldad resurge ignorando los llamados a la mesura representacional, como una escritura que se enfrasca en romper los límites, una rebelión de la bar- barie que habría que atenderse, aún con su terror, como una de las formas de degradación que definen la cultura de la muerte que afecta a un sector cada vez más amplio de la población mexicana. En gran parte de la crítica literaria al respecto, estas representacio- nes han sido comprendidas como estereotípicas, o bien, han sido recibi- das con precauciones estéticas y morales, de manera que tales cuidados se han tomado como criterio para evaluarlas negativamente. Parto de preguntar si este carácter estereotípico y estos señalamientos morales le restarían valor a estas obras como objeto de un análisis donde la cruel- dad se articule como parte de un sistema de género. La incomodidad en las descripciones de las prácticas violentas se debe a su naturalización, o mejor dicho, a darnos cuenta de que lejos de ser excepcionales son parte de una cultura de género. Esto significa que, lejos de ser un factor que afecte al buen nombre de la sociedad mexicana, se puede plantear como una voluntad de hacer nación el hecho de mantener inamovibles los rasgos caracterizadores de la masculinidad violenta. En obras críticas como las de Rafael Lemus, con su furiosa des- calificación de los escritores del norte pero nulo análisis de las obras a que alude; o Christopher Domínguez Michael, donde a partir de exaltar la obra de Yuri Herrera, por su depuración estilística, deplora el tremendismo de lo que él llama noveluchas comerciales y panfletarias; en la misma tónica, autores como Viviane Mahieux y Oswaldo Zavala, siguiendo las directrices de Lemus y Domínguez, han insistido en las fallas estéticas que la irrupción de narrativas centradas en el tema del Narcocultura de norte a suR 117 crimen organizado ha significado para las letras mexicanas. Si las narra- tivas protagonizadas por hombres violentos, además de ser estéticamen- te fallidas, reducen la complejidad de México, en particular de la zona norte, a la figura del sicario, el feminicida y las autoridades corruptas, no están haciendo justicia a la parte sana y honorable de la nación: su capacidad de ser un país moderno, su variedad y complejidad cultural, su competencia económica. De esta manera, las representaciones es- tereotípicas de los hombres violentos son una amenaza al imaginario nacional y a la pretensión de ser incluidos en la gran literatura univer- sal. Representar la violencia masculina sería entonces un atentado con- tra el nacionalismo. La crítica literaria tiene entre sus funciones la de preservar este imaginario nacional y para ello sus actividades públicas se dedican, por una parte, a descalificar a los autores que no cumplan con las preceptivas de la Ciudad Letrada y, por la otra, a homenajear incesantemente a las figuras que representan las mejores cualidades mo- dernas, nacionales y heteronormativas. Para Heriberto Martínez Yépez, la molestia sintomática de la élite literaria mexicana frente a la literatura del narco:

funciona como una dictadura cultural disimulada que re- quiere que los artistas y autores deseen una obra estilística- mente “perfecta”, desocializada, hiperliteraria, refinada, for- malista, donde, estratégicamente, no aparece la turbulencia o aparece debilitada o nulificada por la alta cultura del lenguaje o técnica estética (101).

De acuerdo con Yépez, el trasfondo de esta intolerancia hacia el realismo de la literatura del narco corresponde al deseo de la élite po- lítica de censurar toda alusión al descontento social. No se trata para nada de una molestia estética, sino política. Es difícil no advertir una confluencia entre las quejas de las autoridades ante sus críticos y las posturas promovidas desde los foros culturales identificados con la lectura kantiana, enfocada en reconocer y desconocer expresiones estéticas desde una moralidad nacionalista. Así, en su introducción 118 Héctor Domínguez Ruvalcaba

a Tierras de nadie Viviane Mahieux y Oswaldo Zavala juzgan como mitos las historias de narcotraficantes y de marginalización en la frontera mexicana-norteamericana; y denuncian que la gran ola de narrativas sobre violencia que se ambientan en esta región es parte de una estrategia comercial. Coincide esta crítica con la preocupación oficial porque no se difundan los hechos de violencia por afectar a los intereses económicos: así, los presidentes Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto han insistido en que la violencia en México no es tan grave como la prensa y la academia han difundido, creando una falsa percepción de un país violento. Este considerar la narración de la violencia mala literatura por su afán sensacionalista y sus efectos no- civos en la economía, termina por desplazar a las víctimas del centro del discurso público para poner en su lugar a una víctima abstracta: la ciudad, la nación, la sociedad, la economía, la tradición literaria. Magda Gilbert, la periodista que protagoniza la novela Tijuana: cri- men y olvido de Luis Humberto Crosthwaite (2010), opina que los gobernantes:

partían de la idea de que la ciudadanía debía ser defendida de la realidad: como si fueran niños, los habitantes de la ciu- dad no deberían enterarse de lo que hacen los adultos. Les repugna el periodismo que insiste en reportar malas noticias; el gobierno defiende el derecho de un ciudadano a la desin- formación. Se ofenden porque los periódicos insisten con sus encabezados salvajes (violencia, secuestros, asesinatos) como si no hubiera eventos más interesantes en la ciudad (91).

El control narrativo de las autoridades pretende suspender el mito de la violencia, desterrarlo del imaginario social porque produce una percepción falsa de lo real. Para Crosthwaite, es esta censura del estado la que pretende alejar al ciudadano del relato de lo real, es decir el relato de la crítica social. Según Mahieux y Zavala la construcción mitológica que le atribu- yen a los escritores y periodistas que narran el mundo del narco “descri- Narcocultura de norte a suR 119 be la inestabilidad social sin explicar sus raíces verdaderas, sin elucidar las redes de poder que la producen, sin cuestionar su trazo histórico” (12). Ellos cuestionan la pretensión de realidad de estas narraciones a partir de encontrar la falla discursiva de no contextualizar los hechos violentos para ofrecer un conocimiento amplio y certero del fenóme- no. Mahieux y Zavala destacan que la mayoría de los textos sobre la violencia son representaciones vacías y sin profundidad: esto es, en esa realidad que los autores pretenden representar no hay solamente muer- tes, también hay desarrollo cultural, no sólo hay desastre, también hay proyectos modernos. En la medida que esas narrativas invisibilizan los aspectos encomiables del país, optan por esencializar la violencia, im- posibilitar la nación y cancelar fatalmente la capacidad de ser moderno. En su lugar, estos críticos proponen atender a la heterogeneidad y flui- dez que caracterizan al norte de México. Es decir, no concentrarse en la descripción del hombre que ejerce violencia si ésta no se ancla en un análisis socioeconómico de las causas. Sin dejar de coincidir con la propuesta de desmitificar a par- tir de historizar y contextualizar la literatura, encuentro que justa- mente atender a la formación del hombre violento como uno de los ejes de la cultura de género es fundamental para el conocimiento del sistema de violencia y que esta relación es observable en gran parte de las obras que se juzgan deficientes desde la Ciudad Letrada por ser juzgadas estereotípicas y estéticamente desproporcionadas. Ni la muerte ni la crueldad son mitos, son una cultura legible, analizable y debatible; son un fenómeno histórico que como académicos tenemos la responsabilidad de abordar. Se hace necesario, por tanto, llevar la conversación sobre la representación de la violencia a otro escenario, el de la interdisciplina, sin dejar de beneficiarse de las metodologías de análisis literario. La representación del hombre emisor de violen- cia tiene que situarse en el plano de la cultura que genera símbolos y narraciones, mercados y políticas donde la violencia es insoslayable como tema central. 120 Héctor Domínguez Ruvalcaba

Las narrativas de violencia y el conocimiento de la mas- culinidad

La pregunta sobre las representaciones de la crueldad en el marco del crimen organizado nos lleva necesariamente a la revisión de un número de narrativas sobre la violencia para comprender formas de caracteri- zación masculina que se han propagado no sólo en la literatura sino también en el cine, los cómics, la música y la literatura de no ficción. Todo aquello que narra, desde testimonios orales hasta comentarios en Internet, constituyen un archivo vivo donde encontrar las claves de la cultura violenta: el gran archivo de lo que llamamos texto cultural. Es decir, opto por encontrar útil el análisis de los clichés y los estereotipos negativos siguiendo el objetivo de reconocer los modelos masculinos que nutren los imaginarios sociales, más que de valorar estéticamente las obras, como pertenecería a una crítica literaria al uso. El análisis filo- lógico valorativo ha cumplido tradicionalmente el papel intelectual de perseguir la consolidación de la ideología de la nación moderna (de la que se alejan las descripciones tremendistas y sensacionalistas de los he- chos violentos). En contraste a esta visión, lo que me interesa es explo- rar las subjetividades masculinas que se promueven en la esfera pública, lo que ser hombre significa para un grupo de narrativas sobre violencia en México de las últimas tres décadas, por encontrar ahí las claves del sistema institucionalizado que perpetúa la cultura de la muerte. Me propongo enfocarme en dos caracterizaciones que encontramos en las lecturas de estas narraciones: el sujeto desafectado y el jefe de jefes.

Crueldad y desafección

Tomemos como referencia el relato de Efrén Ordóñez Garza “Nueve Hieleras”, incluida en su libro Gris infierno (2014). Jesús Amor le cuen- ta al narrador su mínima biografía laboral. Trata de evadir la atención de un grupo de criminales que conoce por ser oriundo del mismo ba- rrio. Escapa por un tiempo a ser reclutado, trabajando en una parri- Narcocultura de norte a suR 121 lla donde destaza pollos. Finalmente es localizado y forzado a trabajar para la mafia: “no dijo que sí, pero tampoco podía decir que no” (14). Obligado a laborar para un grupo de sicarios, su trabajo consistía no en matar sino en destazar cadáveres que habrían de esparcirse por la ciudad. Era un empleado en una empresa de terror a la cual fue habi- tuándose hasta dejar de sentir repulsión. La estrategia narrativa consiste en minimizar el crispamiento que habría de producir el hecho de mu- tilar los cadáveres a partir de presentarlo como un acto del que no se piensa como responsable: cuerpos de quienes no conocía ni sabía por qué habían muerto; un trabajo que tiene que hacer coercionadamente; y un proceder lúdico de manera que termina por considerar obras de arte a sus desmembramientos al verlos en los noticiarios de la televisión. Estos son factores que banalizan la violencia, al modo en que Hannah Arendt encuentra en los oficiales nazis un recurso de reducción de res- ponsabilidad por el hecho de no ser autores intelectuales de las torturas y muertes en los campos de exterminio, sino solamente burócratas que acataban órdenes. Este relato de Ordóñez plantea, en efecto, que la responsabilidad de la muerte es colectiva y que la forma en que el crimen organizado se reproduce se vale de redes sociales establecidas, que se mantienen sólidas con capacidad de involucrar a una diversidad de individuos en la industria de la violencia. Supone principalmente que al regularizarse como una forma de trabajo asalariado, con reglas y horarios, el crimen está determinado por un sistema económico y cultural y no es precisa- mente parte de su excepcionalidad. La banalización de Arendt consiste en reducir la responsabilidad del sujeto que ejerce por obediencia la violencia sometido a una maquinaria burocrática productora de eje- cuciones masivas. ¿Habría optado el ejecutor por no hacerlo? En el personaje de Jesús Amor, encontramos a un colaborador post mortem que goza desmembrar cadáveres para su exhibición pública. Es en este goce creativo que encontramos el lado incómodo de su representación, cuando Jesús Amor, esclavizado laboralmente, se permite gastar bromas al público haciendo mutilaciones sólo para ver qué interpretaciones provocaba. La autoría de la muerte se diluye en el engranaje burocráti- 122 Héctor Domínguez Ruvalcaba

co de la empresa asesina. Todos se concretan a recibir órdenes, y parte de la eficacia del sistema depende de que los ejecutores no manifiesten ninguna conexión afectiva con el cuerpo victimado, lo que los hace idóneos para la empresa letal. La práctica de la crueldad no consiste en una euforia o intensificación emocional sino en la capacidad de actuar sin sentir empatía por la víctima. Hay una eliminación del discurso de la compasión, una despersonalización de la violencia y una desacraliza- ción del cadáver, todo por cumplir un deber laboral. Steve Porter y Sasha Porter observan que los criminales psicópatas actúan menos por impulso que los criminales no psicópatas, que esta- rían más inclinados a cometer ilícitos movidos por ímpetus pasionales. Sin distraernos en el debate sobre si la psicopatía es el principal rasgo de la caracterización en las historias de violencia, señalar que la falta de emocionalidad se sistematiza como característica deseable entre los actores criminales, nos acerca a plantear la desafección como reque- rimiento, como parte de una norma para la constitución de un tipo idóneo para la empresa criminal. Su funcionalidad instala una fría y despersonalizada racionalidad. El terror que las historias de crueldad criminal producen en la población se desata precisamente a partir de esta lectura de encontrar que la personalidad desafectada –el sujeto co- nocido tradicionalmente como desalmado y que protagoniza las histo- rias de impiedad impávidamente– se halla articulada como un oficio que reproduce oficiantes, es decir, que se sistematiza como una pedago- gía de la victimización. Para Kathleen Taylor, la crueldad implica “deli- beración, libre elección y responsabilidad moral” (7). Lejos de respaldar la visión patológica que el uso del término psicópata puede sugerir, la práctica de la crueldad se nos presenta como un hecho racional que persigue fines específicos. De acuerdo con Taylor, es deliberada, por tanto programada, intencional e incluso se concibe como un deber, como en diversos casos de socialización de la violencia, lo que hemos llamado “la cultura gandalla”. Proponer que la violencia es un sistema de control y dominación la presenta no como una estrategia política que persigue la perpetuación del poder de un grupo dominante que se aboca a la reproducción de la masculinidad violenta. Más aún, este Narcocultura de norte a suR 123 sistema de reproducción de las conductas abusivas se presenta como un modo de ser del género masculino, un modo de masculinidad diseñada para las necesidades de un régimen de lo criminal que se extiende por amplios sectores sociales. La relación entre sistema de género y violencia es intrínseca, por lo menos para el caso de las masculinidades desarrolladas bajo el influjo del mercado criminal, una de las expresiones extremas del neoliberalis- mo económico. Tal sería el generador histórico que yace detrás del es- tereotipo del país o de la sociedad violenta. En este ámbito, la violencia se estatuye como rasgo fundamental del sistema de género masculino. Esta afirmación no implica que el ser hombre supone necesariamen- te ser violento sino que la violencia es parte de una cultura específica del ser hombre que se reproduce mediante mecanismos culturalmente sancionados, como las redes homosociales masculinas que sostienen el mercado ilícito. En la medida que se impone sobre los cuerpos prescrip- tivamente para ajustarlos a un inventario de características deseables, el género ejerce una violencia primordial en el terreno de la identidad. Me refiero específicamente a la masculinidad que se forma en la crueldad como un comportamiento aprendido. La expresividad de la violencia que Rita Segato propone para des- cribir la crueldad, consiste en acciones letales que tienen un sentido pedagógico, que se nutre del carácter tremendista o sensacionalista que observamos constantemente en las narrativas de violencia. El exceso en la representación es entonces un mecanismo pedagógico, una forma de perpetuar un estado de terror a través de la destrucción indiscrimi- nada de los otros. En las narraciones revisadas podemos observar que esta pedagogía se da en dos formas: una que se desarrolla como una puesta a prueba de la masculinidad a partir de exigencias de desempe- ño en el plano de las actividades destructivas y autodestructivas; y la otra como un instrumento para disciplinar el comportamiento público con respecto a los grupos criminales: no criticar, no robar, no delatar, colaborar con los criminales... En tanto que pedagogías, se establecen, entonces, como sistemas de comportamiento, un ethos impuesto por la fuerza, no por consenso social, pero que otorga un reconocimiento 124 Héctor Domínguez Ruvalcaba

por el cual el emisor de violencia goza del privilegio de sumar la mayor hombría posible en una sociedad donde la virilidad se precia como símbolo de prestigio. La novela de Luis Felipe Lomelí Indio borrado (2014) despliega el proceso de aprendizaje del gandalla a partir de la imposición ho- mosocial de las reglas de la violencia. Como un bildungsroman de la periferia, “El Güero”, un adolescente pandillero de Monterrey, pasa toda la novela probándoles a los demás y a sí mismo que es un gan- dalla, que puede matar, como finalmente lo hace contra su propio padre, a quien describe siempre con repulsión, agusando el olfato para escapar lo más posible de su presencia. El espacio del gandalla clásico que marca una tradición en el cine latinoamericano desde Los olvidados (1950) de Luis Buñuel, es en esta novela un barrio popular de Monterrey. Las relaciones violentas intrafamiliares y la práctica de la humillación como método pedagógico para educar el resentimien- to son temas constantes que encontramos en la literatura, el cine y la etnografía, para delimitar un espacio social dominado por la in- seguridad y la marginación. En el caso de Indio borrado, el motivo que da significado a la violencia entre pandillas es la posesión del territorio. Estos grupos homosociales violentos trazan un mapa de dominio, lo resguardan, y desde ahí condicionan las actividades de las instituciones y de la comunidad. Este control se pacta como una responsabilidad de la pandilla formada paradójicamente, por despo- seídos, desempleados y criminales de barrio: la sociedad gandalla que domina la calle. “El Güero” termina por matar a su padre como un acto perfectamente calculado de destronamiento de la autoridad (las resonancias temáticas del parricidio rulfiano y paciano son innega- bles). Así como la posesión del dominio del barrio es un performance de poder, también lo es la muerte del padre. Nada remediará la condi- ción borrada del indio. Los gandallas de la periferia urbana son indios sin identidad. Es esta precariedad el lado oscuro de la moneda de la subjetividad criminal. Narcocultura de norte a suR 125

Jefe de jefes, la voluntad invisible

Del otro lado del peón desafectado que banaliza su violencia por no ser sino un recibidor de órdenes, nos encontramos con la figura del jefe de jefes, un personaje que habita los corridos y las murmuracio- nes, que no da la cara, pero cuyas acciones abusivas se propagan por todo el paisaje social. El jefe de jefes, o mejor, un sistema de perpe- tradores que gozan el privilegio máximo del criminal en este imagi- nario mexicano contemporáneo, permanece oculto tras las historias de los sicarios. Es un híbrido de político y capo, o un uniformado de alto rango que ha forjado un séquito de criminales, secuestradores, sicarios, vigilantes, bardos y profesionales de todos los ramos. So- bre esta fantasía de poder supremo ilícito se construyen narraciones como Trabajos del reino (2004) de Yuri Herrera y La Santa Muerte de Homero Aridjis (2004), donde todo un universo feudal da forma a esta gran sociedad que protege y reproduce el poder absoluto de los capos; Nostalgia de la sombra (2002) de Eduardo Antonio Parra, en la cual el sicario sólo recibe órdenes sin saber para quién ejecuta los asesinatos; gran parte de las narraciones literarias y fílmicas sobre feminicidios (If I Die in Juárez [2008] de Stella Pope Duarte; Traspa- tio [2009] de Sabina Berman e Isabelle Tardan; Hotel Juárez [2004] de Víctor Hugo Rascón Banda), e incluso series televisivas como El Señor de los Cielos (2013-2017). El tipo de crueldad que el personaje jefe de jefes ejerce, comparte con el de sus subalternos el carácter desafectado ante la saña aplicada a los cuerpos victimizados; pero además, un rasgo perverso se añade a su caracterización: ha forjado una forma de poder donde la crueldad consiste en manipular a su antojo hechos y voluntades. En la novela Tijuana: crimen y olvido de Luis Humberto Crosthwaite, arriba citada, al jefe de jefe lo encarna un ex coman- dante de la dea, Edén Flores, quien maneja las historias de los demás personajes. La segunda parte de la novela se centra en el personaje Juan Mendívil amante de Magda, ambos periodistas que desaparecen inexplicablemente, como en tantas historias impunes y misteriosas de 126 Héctor Domínguez Ruvalcaba

la frontera. Sin saber Juan de lo que el anciano Edén Flores es capaz, escucha de su boca la siguiente definición, que bien describe al propio policía:

Te voy a decir lo que es maldad, muchacho: [...] Maldad es entrometerse con los seres queridos de ese que mataste y escucharlos llorar, luego regresar para impedirles superar el luto; jugar con ellos, sentirte superior, causarles otra tragedia, tal vez para continuar con el ciclo. Maldad es arrimarse a la mamá del difunto, cuando está en su lecho, moribunda, cuando ya te considera un sustituto del hijo que perdió y agradece que estés a su lado, acercarte a su oído y decirle que tú fuiste el que le robó a su hijo y describirle cómo rogó por su vida y cómo le hiciste para que no se muriera tan pronto para escucharlo chillar (178).

Juan no sabe que esta descripción de Edén Flores es precisamente un autorretrato de su propia crueldad. Flores, como sabemos en las pá- ginas finales de la novela, mató a su sobrino Fabián, quien era novio de Magda. Sabemos que Flores le hizo ciertos regalos a Magda (una pistola que le pertenecía a Fabián, una foto donde no se distingue quién es el personaje retratado, pero que ella supone es su amado) con el fin de que ella no dejara de sufrir su pérdida. La maldad consiste, de acuerdo con Flores, no solamente en mostrar que no se tiene empatía, sino que esta capacidad es utilizada para causar dolor. El sujeto que ejerce maldad lo hace como un acto contemplativo, un gozar la capacidad de resistirse a la piedad con el que sufre, situando a la crueldad en el extremo opuesto de la compasión. En su estudio de la crueldad durante el iluminismo, el especialista en literatura del siglo xviii, James A. Steintrager, analiza la mirada del científico que observa la disección de los cuerpos huma- nos vivos. Por una parte, esta mirada se distancia emocionalmente del dolor del cuerpo que está siendo cortado por el escalpelo; y por la otra, está minuciosamente interesada en los procesos fisiológicos que se le Narcocultura de norte a suR 127 presentan a costa del dolor del individuo elegido para la disección. Para Steintrager, esta escena, justificada por el valor del conocimiento adqui- rido a partir del dolor de otro, subraya un contraste entre la sobrevalo- ración de la objetividad del pensamiento científico y el valor nulo del cuerpo bajo escrutinio. De acuerdo con este binomio, el yo que conoce ha de ser capaz de mantenerse distanciado del dolor del otro con tal de mantener su objetividad. El conocimiento sería entonces una fuente de crueldad sacrificial, en la que el sufrimiento del individuo elegido para la disección (por lo general un criminal, un cuerpo previamente expulsado de la categoría de los humanos) vale la pena por el conoci- miento médico que de esta operación se extraiga, para beneficio de la humanidad. Claramente, la crueldad descrita y ejercida por Edén Flores no contiene este rasgo sacrificial (el chivo expiatorio de René Girard, que muere en beneficio de la comunidad) que daba una justificación, aun- que débil, a narrativas de tortura donde el verdugo no muestra emoción alguna, como en el caso paradigmático de las novelas del Marqués de Sade. Para el contexto de las narraciones de crueldad en México, no es la ciencia el marco explicativo de la crueldad. Este marco habría que encontrarlo en las narrativas del optimismo capitalista, de acuerdo con la tesis de Lauren Berlant, donde el sujeto encuentra su valor en la pro- mesa nunca cumplida del sistema económico del capitalismo global. En el caso de la crueldad de Flores contra Fabián, se trata de atraer la voluntad de la víctima hacia una promesa, de esta manera, el aprendiz Fabián será sometido a pruebas mayores a sus posibilidades de manera que el error lo lleve al castigo de la muerte, por no haber alcanzado la expectativa. Este poner a prueba al subalterno en las actividades criminales, es un motivo constante en las narraciones del crimen en México. En Un asesino solitario (1999) de Élmer Mendoza, el protagonista que había sido contratado para matar al candidato a la presidencia, se da cuenta de que había un plan para eliminarlo inmediatamente después de la eje- cución, para evitar el riesgo de alguna delación. La promesa de retribu- ción, la opulencia que los peones de crimen sueñan con alcanzar, es el 128 Héctor Domínguez Ruvalcaba

motor que mantiene la maquinaria criminal en marcha. Hay un jefe de jefes que expide la promesa y corta con ella a su capricho. En este con- texto, la masculinidad criminal queda entendida como la capacidad de distanciamiento emocional para poder eliminar a los rivales, pero tam- bién la capacidad de control de los destinos de los subalternos. Como los científicos dedicados al conocimiento del cuerpo, sobre la base de cuerpos sometidos a tortura física, los jefes de jefes de las narraciones criminales, se aplican una regla infranqueable de muerte contra todo lo que pueda amenazar la realización de los negocios. Pero la maldad del comandante Flores parece no estar conectada a ninguna excusa, se pretende pura maldad. Tampoco Fabián es objeto de odio, sino objeto de una prueba que falla y que lo convierte en desechable. Ello basta para, como él dice, “aplastar botones” para que se volviera un imbécil y así mostrara que no merecía ser su heredero, para luego matarlo porque no le servía. Pero el hecho de revelarle el engaño a la madre de Fabián en el lecho de muerte y burlarse de su dolor parece haber llevado los límites de la crueldad más allá de lo tolerable. Nos encontramos ante el aceleramiento de una actitud de daño que es ante todo un reto a la comprensión moral. Flores alude al sentimiento supremacista de manejar a los demás a su antojo, guiar su mente en la dirección que a él le conviene, manejar sus vidas. Las diversas escenas de tortura de mujeres en varias novelas sobre feminicidios nos dejan preguntas semejantes. La banalidad de la violencia que caracteriza al ejecutante como un sujeto sin agencia, un burócrata que escapa a la responsabilidad del hecho, contrasta moral- mente con la del jefe de jefes que ejerce la violencia más allá de la fun- cionalidad o con la única aparente función de comprobar su poder. Así como Fabián tenía que probarle su capacidad de maldad e inteligencia para ejercerla, él también tiene que probárselo a sí mismo. Es aquí don- de es posible encontrar el principio de supremacía patriarcal asomarse en medio de la lógica de la acción criminal. Narcocultura de norte a suR 129

Definiciones finales

Si entendemos que una constante del texto violento es la caracteriza- ción de la masculinidad cruel, no estamos precisamente concibiendo la violencia como una irrupción transgresiva sobre el orden moderno de la nación, sino como el cumplimiento de una norma cultural, la norma de una sociedad violenta que está inscrita en la pedagogía de lo masculino. Quiero plantear que el conocimiento de esa violencia que irrumpe sobre la fantasía de la nación moderna, develando la raíz cul- tural y social de los hechos que la crítica describe como sensacionalistas tiene una de sus fuentes centrales en la formación del género masculino violento y que este género es hegemónico, dominante y determinante de las fuerzas políticas y económicas. Esta determinante cultural nos lleva a definir la violencia de una manera amplia como todo tipo de acción, condición, representación, o incluso omisión que resulta en la eliminación o reducción de los de- rechos de otros –incluyendo entes no humanos–, afectando su integri- dad, dignidad, posibilidades de sobrevivencia, el goce de la libertad y derechos a escalar socialmente. Esta interrupción de derechos desarti- cula el contrato social que limita el poder soberano mediante un estado de derecho. Se trata de establecer el poder de la masculinidad cruel como una garantía de un sistema de producción-consumo donde los sujetos se extingan como tales para constituirse en objetos al arbitrio del poder supremo del jefe de jefes (una categoría que habrá de definir menos a personajes signados por el exceso de crueldad que a un sistema que se sustenta en este imaginario). El pensamiento político ha llamado a esta interrupción “estado de excepción”, una situación de emergencia por la que se hace necesario cancelar temporalmente los derechos. Dicho estado de excepción su- cede por decreto y está contemplado en las leyes: es una interrupción legal de la ley. En el caso de la hegemonía del hombre violento no encontramos que la interrupción de la ley se haya dado por decreto. Se trata de una interrupción ilegal de la ley que, sin embargo, se manifiesta como violencia autorizada, siguiendo la lógica del crimen autorizado 130 Héctor Domínguez Ruvalcaba

propuesta por Schmidt y Spector, según la cual, no sería posible sin la simbiosis entre criminales y autoridades. Por lo tanto, la formación del hombre violento no se da en una espontaneidad que imposibilite comprender la violencia, como si fuera un fenómeno inevitable y fatal, una catástrofe natural ante la cual nada puede hacerse. En su lugar, propongo entender la violencia criminal en México a) como el goce de un prestigio de género forjado en relaciones homosociales altamente jerarquizadas; b) como responsabilidad laboral que subsume cualquier daño a otros al discurso del trabajo; y c) se reproduce a través de una pe- dagogía de la crueldad, donde el infligir dolor se manifiesta como una experiencia de aprendizaje que mantiene un sistema de dominación, donde los instrumentos de destrucción son soberanos. Narcocultura de norte a suR 131

Referencias

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LITERATURA Y NARCOTRÁFICO: DISTINTAS GEOGRAFÍAS, DIVERSAS LEGITIMACIONES

Cecilia M. T. López Badano54

En la literatura latinoamericana contemporánea, los narcotraficantes, y en algunos casos, los terroristas –como el personaje central de la novela El camino de Ida (2013) de Ricardo Piglia– adquieren un protagonismo que permite obtener conclusiones socio-históricas bastante más amplias que las que autoriza una lectura en clave “estética”; éstas están en relación con emergentes identidades disruptivas, quebrantadoras de aspectos éti- cos: perfiles sociópatas que antes no se manifestaban con tanta claridad. ¿Cómo abordar ese tipo de composiciones heterogéneas, pero ligadas por el uso que varios escritores hacen de una misma temática, mostrando a estos personajes? La interpretación en clave culturalista es una respuesta.

54 Cecilia López Badano es graduada en Letras en Buenos Aires (Mención Honorífica) y Ph.D. en University of Oregon (Eugene). Ha sido becaria en la Universidad Complutense de Madrid, Boston University, Instituto Iberoamericano de Berlín (allí como investigadora postdoctoral). Es profesora en la Universidad Autónoma de Querétaro y miembro del Sistema Nacional de Investigadores Mexicanos, Nivel I. Publicaciones: La novela histórica entre dos siglos: Santa Evita de paseo por el canon (España, CSIC, 2010); Inmersiones en el maëlstrom de Roberto Bolaño (Mención Honorífica, Casa de las Américas-Cuba; Alemania, 2011); como compiladora: Periferias de la narcocracia. Ensayos sobre narrativas contemporáneas (Corregidor, 2015). Investiga sobre literaturas disruptivas contemporáneas y narconarrativas; uno de sus artículos al respecto se ha editado en Latin American Perspectives, en EE.UU. 134 Cecilia M. T. López Badano

En esta exploración, en consecuencia con lo dicho, partiremos de una noción teórica: las “estructuras de sentimiento” (Williams) defi- nidas por el profesor inglés como la pulsión, el tono con que late una época. En ellas se manifiesta no sólo su conciencia oficial, doctrinaria, vuelta discurso compartido, conciencia que implica la ideología domi- nante, la noción jurídica hecha leyes (considerando allí también la idea de cumplimiento o transgresión compartida mayoritariamente), sino además, las consecuencias que este conglomerado de nociones implica, anímicamente, en la vida cotidiana. Ese sentimiento casi intangible constituye en un período histó- rico, en este caso, la contemporaneidad (las últimas dos o tres déca- das) el sedimento de una obra estética, ya que produce explicaciones significativas, justificaciones y legitimaciones racionalizadoras, es decir, representaciones simbólicas que, a su vez, inciden sobre qué se difunde, qué se consume y cómo se evalúa la cultura en cuestión. Si pensamos que Raymond Williams dice “En la mayoría de las descripciones y los análisis, la cultura y la sociedad son expresadas co- rrientemente en tiempo pasado. La barrera más sólida que se opone al reconocimiento de la actividad cultural humana es esta conversión in- mediata y regular de la experiencia en una serie de productos acabados” (150), no podemos entender esa noción teórica como un producto es- tático, sino como un proceso constitutivo, activo modelizador, forma- dor y formativo, en construcción o “en solución” (Zuccarino), vincu- lado a la dinámica de la temporalidad más que a un producto acabado. Williams habla alternativamente de “estructura de la experien- cia”; entiende por ello las tensiones constitutivas que existen entre la “conciencia oficial” –en nuestro caso, el pensamiento “oficial” sobre el narcotráfico, es decir, su repudio y condena extendidos– y la “concien- cia práctica”; qué legitimaciones muestran efectivamente las represen- taciones simbólico-literarias. Estas tensiones, manifestadas a través del significado controvertido y materializado en la representación estética, en su efecto, pueden leerse como un tipo de “sentimiento y pensamien- to efectivamente social que determina el sentido de una generación o de un período” (155). Al ser definidas como “estructura”, expresan, Narcocultura de norte a suR 135 más que un soporte formal fijo, una posibilidad de detectar relaciones modelizadoras internas en proceso, en la configuración de la actualidad y su propia interpretación dinámica. Este concepto ayuda, entonces, por la relación que establece en- tre la investigación de lo social y la temporalidad –y obviamente, en nuestro uso del mismo con la localización espacial– a captar diferencias que surgen de la confrontación entre evaluaciones socioculturales de un mismo fenómeno en diferentes regiones durante la misma época, y las diversas legitimaciones que se perciben en el discurso estético sim- bolizador. La corriente analizada bajo esta luz abarca un amplio espectro de autores de diversas procedencias regionales y diferentes concepciones estéticas. En ella, la geografía y la política latinoamericanas se unen a través de la codiciosa economía delincuencial de la droga, manifestada como textura estetizada, en la cual pueden leerse las marcas ideológicas legitimatorias particulares y dinámicas de esos significados “en solu- ción”. Esta corriente contemporánea, interpretada como “estructura de sentimiento”, en cierto modo, está expresando la determinación del sentido propio de una generación a través de su relación con hechos delincuenciales (así como en otros tiempos lo había hecho ya la novela policial estableciendo relaciones entre el delito y la racionalidad). La confrontación, por un lado, con el delito; por el otro, con el consumo adictivo, funciona como un barómetro de parte de las “pasiones” –y voraces ambiciones– actuales. Es precisamente, en la relación con estos delitos actuales y la vio- lencia que engendran, que, en el mismo sentido que lo hiciera Josefi- na Ludmer, podemos utilizar, entonces, el delito como “instrumento crítico” apto para configurar distintas operaciones de análisis, ya que “hoy el delito es una rama de la producción capitalista y el criminal un productor, y esto lo dijo Karl Marx en 1863, cuando quiso mostrar la consustancialidad entre delito y capitalismo” (15). Si “desde el comienzo mismo de la literatura, el delito aparece como uno de los instrumentos más utilizados para definir y fundar una cultura para separarla de la no cultura y para marcar lo que la cultu- 136 Cecilia M. T. López Badano

ra excluye” (Ludmer 16), ¿dónde explorar entonces, mejor, esa rama de producción, que en el delito tan contemporáneamente presente e historizado del narcotráfico? La presencia de ese crimen, a través de su presentación estética en la literatura de diferentes países, arma distin- tas “ficciones de identidad cultural” (Ludmer 17). En estos textos, las relaciones sociales reduccionistas, alienantes y/o alienadas que toman al otro por objeto de uso y descarte, se manifiestan claramente como diversos rostros (anti) culturales convergentes de la exasperación del capitalismo cosificador, con quien guarda una relación consustancial en la que se articula también, tanto la concepción de sujeto (consumidor/ consumista/consumido), como la de Estado nacional. Si bien en este trabajo me centraré en la relación con los estados y las geografías y las legitimaciones diversas a través del delito del tráfico de estupefacientes, es necesario hacer alguna breve mención a la noción del sujeto emergente, consumidor del producto de tráfico, que cambia de forma gradual. Un elemento debe tenerse en cuenta para la evaluación de estos cambios: en cierta literatura de violencia contemporánea los conceptos de sujeto y de “lo humano” se desplazan, y lo hacen también, según Gabriel Giorgi, los límites marcados por la concepción de lo animal. Ese sujeto vaciado por la droga o arrollado por la violencia, por la des- dramatización colectiva de su muerte sin ritual, por la expropiación de sus restos convertidos en anónima materia orgánica; está más cerca de lo animal, categoría que, según él, había fungido como el término ontológico del binarismo que definía lo humano frente a lo natural. Esta proximidad de lo animal o de la animalización, es visible en algunos textos que tematizan el consumo de droga. Respecto de ello, surge aquí una categoría de la teorización que comienza a hacerse visi- ble en nuestra literatura contemporánea: la de “sujeto postyoico”. Florencia Garramuño toma la noción de “posyoes” de un texto de la poeta y ensayista argentina Tamara Kamenszain titulado La boca del testimonio, editado en el 2007 en Buenos Aires, donde reflexiona Narcocultura de norte a suR 137 sobre poetas contemporáneos55. Caracteriza ese rasgo en los persona- jes como “vaciamiento y despersonalización radical” y parafraseando lo que Kamenszain observa en la poesía, agrega: “los sujetos líricos en primera persona se vacían de intimidad para ponerse fuera de sí en un yo acentuado por los otros” (36). De lo dicho sobre el “sujeto postyoico” y su consideración en la literatura latinoamericana contemporánea, se deriva otra cuestión: ese vaciamiento y esa despersonalización radical, que se ve en algu- nos de los ¿personajes? novelescos en relación con la droga –puede mencionarse como ejemplo tanto el “protagonista” (si esta categoría le sirviera a un marihuano que casi en ningún momento lucha por nada) en Bajo este sol tremendo (2009) de Carlos Busqued, o bien el de Arrecife (2012) de Juan Villoro– no sólo tiene que ver con la expe- riencia, tanto considerada ésta en general, como la experiencia de la droga en particular, sino que establece una relación también con la noción de memoria (individual) que tradicionalmente, era un factor relevante para la constitución de la subjetividad: ésta también se ha vaciado. En las novelas mencionadas, la droga tiene un lugar relevante. En la de Villoro, el protagonista intenta recuperarse como sujeto con memoria luego de experiencias alucinógenas que se la quebrantaron. Él no recuerda nada de su pasado y éste viene construido y “recuperado”, también como identidad, a través de lo que le cuentan los demás que hizo. En la de Busqued, el pasado apenas importa; se configura desde hechos externos a la “presentidad” del personaje y no queda registro emocional de ellos. Ahora bien, si la memoria era el factor relevante de la construc- ción de la subjetividad, de la intimidad, de la relación con la experien- cia, entonces, una pregunta iluminadora debe formularse ante el relato y es la que aparece en Desarticulaciones de Sylvia Molloy, donde se habla de otro tipo de “sujeto postyoico”, el del Alzheimer: “¿Cómo dice yo el

55 Puede consultarse en la red algunos de los programas que la poeta dictó en la New York University, sede Buenos Aires, donde reflexiona sobre la condición del yo en la literatura latinoamericana contemporánea. 138 Cecilia M. T. López Badano

que no recuerda, cuál es el lugar de su enunciación cuando se ha deste- jido la memoria?” (19). Puede verse, en consecuencia, que estos personajes vaciados de subjetividad de diversos modos, desmantelan irreversiblemente la cer- tera noción del yo anterior ¿cómo decir yo desde lo fragmentado y roto de la memoria que los altera, que los “desidentifica”, que impide leer al otro más allá de una imaginaria caricatura? ¿Cómo dice “yo” el personaje reducido a objeto consumidor de droga? La primera persona fuerte que aparecía en la literatura se ha diluido, o se vuelve vampíri- ca, “contagiando” a otros de “vaciedad”, como el personaje adicto del cuento “Soñar el sol”, en Cocaína (Manual de usuario) (2009) de Julián Herbert. Esos “sujetos desidentificados”, de memoria vaciada, comien- zan a aparecer transgeográficamente, como una consecuencia más de la cosificación internacional del otro como cliente-consumidor que pro- duce el tráfico de drogas y la arrasadora codicia que éste despierta. Dicho esto acerca del “sujeto individual (postyoico)”, que el con- sumo produce como personaje en la narrativa contemporánea, pode- mos pasar a una concepción más amplia, ya que, cuando el estado no puede garantizar su ley en medio del comercio ilegítimo, del flujo de un capital –y, por tanto, de una violencia– que no controla, de un “fisco” (en el sentido de “erario”, de “tesoro público”) imposible de “fiscalizar”, se generan los circuitos particulares de capital en circulación corrupto- ra como consecuencia del proceso de agudización de las desigualdades sociales que agravó el neoliberalismo. Si, como teorizaba Weber, el racional estado moderno –fundado sobre la existencia de un sistema fiscal, de fuerzas armadas, de un poder judicial centralizado y de un aparato administrativo autónomo y buro- crático– se basa en el monopolio racionalizado de la violencia, que así se volvería “legítima”, en las zonas del mundo donde circula el anómalo capital “no fiscalizado” de la droga (y a pesar de la negación expresa de los mandatarios); el estado –al menos en términos weberianos– está perdido, “fallido” cuando ese monopolio es ejercido (y aún con mejores armas) por los grupos de “narcos” con más eficiencia coercitiva, o exter- minadora, que por el propio estado. Narcocultura de norte a suR 139

Entonces, analizar la presencia literaria de este delito y sus con- secuencias divergentes y convergentes en diferentes países, pone de re- lieve su utilidad como instrumento crítico, ya que no sólo “funciona como una frontera cultural que separa la cultura de la no cultura, que funda cultura y que también separa líneas al interior de una cultura” (Ludmer 17) y construye “conciencias culpables y fábulas de fundación y de identidad cultural” (Ludmer 18), sino que también articula sec- tores aparentemente divergentes, en este caso “el estado, la política, la sociedad, los sujetos, la cultura y la literatura” (Ludmer 18). El narcotráfico –y el terrorismo– como delitos historizados, que manifiestan un estadio social del capitalismo “avanzado” con derivacio- nes políticas y jurídicas, en estos casos, delitos generadores de represen- taciones simbólicas literarias, se vuelven, a través de estas últimas, un instrumento de exploración para fundar una crítica de esas cuestiones que articula en la representación textualizada. A su vez, estas ficciones se constituyen como una nueva “capital fiction” (Beckman), ya que se juega en ellas, de manera predominante, la relación de los sujetos con el capital, con el mundo económico en general, en diferentes partes de América. En consecuencia, el presente trabajo, al conformar un corpus con textos de diversas procedencias geográficas, pretende extraer conclusiones a través de un trabajo comparativo que expone los diversos problemas de legitimación y/o representación y reconocimiento de la violencia expre- sados en los mismos en su carácter de “ficciones del capital” en el capi- talismo tardío, dando cuenta de las hipótesis que la “ficción” (narrativa) construye en esas figuraciones y que se manejan de modo diverso en las distintas regiones y en momentos diferenciados. Reflexionaremos así so- bre los procesos distintivos de naturalización legitimatoria que produce la localización y pertenencia de las historias narradas, ya que la literatura sobre el narcotráfico y la del terrorismo, que aparece en menor medida todavía en Latinoamérica; propone diversas formas localizadas de contar y, a la vez, de hacerse cargo del discurso social al respecto. El trabajo sobre objetos ficcionales, esos espacios simbólicos estratégicos donde se diseñan conceptualizaciones éticas, facilita el hecho de que la interpretación devenga “interpelación”, es decir, se 140 Cecilia M. T. López Badano

convierta en un mecanismo de intervención proactiva, que permita desmontar más claramente las localizaciones ideológicas y la “regio- nalización” de las posturas/imposturas enunciativas, que divergen en las distintas literaturas. También, al considerar su referencialidad, es imprescindible remitirse a la materialidad histórica a la que ésta alu- de, lo que no descarta de ningún modo la realidad social, sino que la reafirma. Lo que facilitan las narrativas inteligentes, de factura estetizada, como son algunas de las ficciones acerca del narcotráfico, es la com- prensión de la dimensión moral (en un sentido normativo y no “mo- ralista”) de los hechos que, con frecuencia, se nos escapa en el ramplón descriptivismo pseudo objetivo de los medios de comunicación social y que resalta en la maravillosa y original forma de informar que provee la literatura: como señala Eduardo Antonio Parra, para hablar de nar- cotráfico “el autor debe encontrar un ángulo que le permita adentrarse en sus secretos sin caer en el periodismo” (“Trabajos del reino de Yuri Herrera”. 30 de septiembre de 2005). Al respecto, las novelas producidas con parámetros de calidad (¿autonomía literaria? ¿postautonomía literaria?, un debate no resuelto) son, en general, bastante menos conocidas que aquellas que adquieren fama incluso como teleteatros. Es curioso que una de las pioneras en el tema, provenga de un país como Argentina –el más escueto por el mo- mento en producción al respecto, comparativamente con los pioneros latinoamericanos y que luego, hasta muy tardíamente, no volvería a to- car el tema– que debuta con Informe de París (1990) de Paula Wajsman, donde se produce una de las primeras actualizaciones del conflicto glo- bal-local que es inherente a algunas novelas del narcotráfico. En ella se unen originalmente los efectos del horror dictatorial (la localización) al tema del narcomenudeo en París (la globalización), a través de persona- jes perseguidos y exiliados quienes, en los últimos años de la década del setenta, sobreviven reconvertidos en dealers. Tengamos en cuenta este dato, porque también marcará un hito relacionado con el tráfico: la mi- gración, que se revertirá posteriormente en la escasa narrativa argentina al respecto y que retomaremos más adelante. Narcocultura de norte a suR 141

También entre las pioneras (y visionarias) sobre el tema se cuenta Contrabando (2008) de Víctor Hugo Rascón Banda, en México, que obtuviera el Premio Juan Rulfo en 1991 y sólo se editaría póstumamen- te, diez y siete años después, precisamente pensando en las condiciones de marketing favorable que la violencia creciente le ha dado al tema. En Colombia, pocos años más tarde, en 1995, aparece Cartas cruzadas de Darío Jaramillo Agudelo. Ambas inician en sendos países una sucesión de narrativas vinculadas al impacto del cambio social que el nuevo co- mercio floreciente comienza a producir. Estados Unidos tampoco escapa al fenómeno del impacto te- mático, y se publica allí en el 2005 No Country for Old Men, de Cormac McCarthy, llevada al cine por los hermanos Cohen en el 2007 (titulada Sin lugar para débiles en Hispanoamérica). También The Power of the Dog (2005) de Don Winslow. Por otra parte, actual- mente, en la vena realista que caracteriza gran parte de la narrativa en Argentina, ha aparecido allí un buen texto relacionado con el tema, pero no en clave ficcional, sino en la de crónica periodística escrita con técnicas tomadas de la literatura. El hecho de comparar enfoques de latitudes diversas, ya que el tráfi- co de drogas ilegales está marcando, como vemos, la producción literaria de varias naciones y definiendo una “estructura de sentimiento”, nos sitúa frente a ciertas hipótesis generales. Puede observarse que en este tipo de narrativas ficcionales producidas en México, el narcotráfico se presenta como un trauma local, vinculado repetidamente a la pobreza y a la falta de educación, sin evidentes características transnacionales, y en varias de las historias en cuestión (a veces de un modo pleno, en otras, incidental) se legitima de forma paternalista esa relación entre pobreza e ignorancia y narcotráfico como una vinculación natural, ¿o naturalizada?, aún entre autores de seria trayectoria intelectual, como Hugo Rascón Banda, o en la producida por profesores universitarios, como Yuri Herrera. En Rascón Banda, en el fondo de esa gran novela polifónica y coral que es Contrabando, late la relación legitimatoria entre pobreza y narcotráfico, en particular, a partir de los “Retratos en blanco y negro”; en Trabajos del reino (2004) de Yuri Herrera, el polvoriento mundo cir- 142 Cecilia M. T. López Badano

cundante se transmuta frente a la omniabarcadora figura patriarcal del delincuente, presentado desde un punto de vista omnisciente con foca- lización en la desmesurada admiración del muchacho marginal por él, al menos hasta que ésta empieza a vivirse como una amenaza, cuando el cantor escribe algo que no le gusta al amo. El arte del “Artista” (el arte y el “Artista”) se transforman en mercancía legitimatoria de consumo con fecha de caducidad: no hay tensión crítica entre arte (producido por el Artista) y sociedad, sino deslumbrada asimilación, homologación con el “dueño”, cuando sólo se tiene el cuerpo (y alguna habilidad especial) como única prenda y/o capital de “negociación”. Aunque el final –una revancha compensatoria simbólica ante las condenas del neoliberalis- mo, moralizante e intelectualizado, idealista– intente salvar distancias de forma idílica, cuando el Artista se niega a seguir participando ante el pedido del “nuevo rey” y escapa de aquel ambiente viciado, supuesta- mente cobrando conciencia, su camino no parece ser hacia la libertad, sino hacia las nuevas servidumbres que imponga el hambre, puesto que su opción no fue reflexiva, ético-social, sino dictada por la subjetividad del disgusto personal: “supo de inmediato que, aunque aceptara, no podría escribir nada para ensalzar al Heredero, le parecía un hombre con demasiados pliegues en el alma y él ya no tenía ojos para gente así” (123), es decir que sí podría cantar para quien no tuviera esos “plie- gues”, entonces, sólo se cambia de dueño, sin cuestionar la condición de posesión, en definitiva, determinada por la miseria56. Aquí no se discute si esas condiciones sociales son reales o no, si la pobreza se relaciona directamente con el narcotráfico o no (segura- mente existe una fuerte vinculación entre ambos factores), sino la direc- cionalidad de la legitimación que aparece marcada en la simbolización ficcional mexicana, y el hecho mencionado salta a la vista, por ejemplo, ante la comparación con cierta literatura colombiana, donde no se pa- tentiza la piadosa legitimación más allá de la ya mencionada “sicaresca” –y tampoco en la que, en este subgénero, muestra calidad y oficio na-

56 Por datos más detallados sobre la lectura de esta obra de Yuri Herrera, véase mi artículo “Narconarrativas de compensaciones ficcionales (y condenas neoliberales): Trabajos del reino, de Yuri Herrera; Perra brava, de Orfa Alarcón”. En colaboración con Silvia Ruíz Tresgallo. Narcocultura de norte a suR 143 rrativo– sino la cruda descripción realista de los límites a los que lleva la marginación, sin naturalizar mecánicamente, de forma paternalista, esa relación entre la pobreza, la ignorancia y el narcotráfico. Fuera de la sicaresca, la narconarrativa colombiana presenta la conexión de las clases medias y altas, letradas –ignoradas a estos efec- tos en la narrativa mexicana acerca del tema57– tanto con las cocinas y el mercado de la droga en novelas como Hijos de la nieve (2000) de José Libardo Porras, Delirio (2006) de Laura Restrepo, El ruido de las cosas al caer (2011) de Juan Gabriel Vásquez, como las conexiones transnacionales; particularmente en esta última, con la historia de los primeros “soldados” del Peace Corp kennediano durante la Gue- rra Fría y su vinculación con las plantaciones de coca en el país. La complicidad con el mundo mafioso no es sólo problema de rústicos iletrados deseosos de objetos de marca que les provean un nuevo sta- tus dentro de la sociedad consumista, o de muchachos inocentes que quieren mejorar su situación económica antes de formar una familia, o de viudas desamparadas que deben alimentar hijos pequeños, sino también de ambiciosos arribistas sin moral, o simplemente, de moral quebrada, congelada. En el trazo de la letra colombiana se advierte que el mundo de las “cocinas” y el tráfico internacional no está en manos del absolutamente iletrado, semianalfabeto, sino de jóvenes ambiciosos: ya bien hijos de una oligarquía venida a menos, ya bien de clase media, cansados de una breve vida de trabajo rutinario, cuyo ejemplo han recibido de pa- dres sacrificados y honestos que cifraban el progreso de sus hijos en la escolaridad y el estudio al que ellos mismos no habían podido acceder. Además, los literatos, los letrados, ocupan en estos textos un papel im- portante (puede verse eso tanto en Cartas cruzadas como en Delirio):

57 Cabe señalar la excepción de La conspiración de la fortuna (2012) de Héctor Aguilar Camín. La presencia del político y su relación con el narcotráfico es sólo a través de una visión románti- ca: la relación amorosa del hijo natural de ese personaje central con la hija del narcotraficante, que termina emparentándolos sin que medie su voluntad, y la situación de los jóvenes, se resuelve de un modo romántico, estilo foundational fiction decimonónica. Para más datos véase, también de mi autoría: “El símbolo decimonónico (fallido) de la pacificación del narcotráfico: La conspiración de la fortuna, o “las puertas falsas” de Héctor Aguilar Camín”. 144 Cecilia M. T. López Badano

como testigos, como cómplices, como narradores, como transportado- res de capitales, papel no tan claro en los textos mexicanos. En Colombia, más allá de la narrativa ficcional, aun en la docu- mentada biografía de Pablo Escobar escrita por Luis Cañón, se nota, a través de la escritura, que no era un iletrado: tiene incluso un dejo de corrección y estética en cuya textura se revela el hijo de una maestra, que recibió una buena educación primaria; terminó también, aunque dudosamente, la escuela secundaria, abandonada a favor del robo de lápidas y el contrabando de cigarrillos. El hecho, testimoniado tanto en el correcto fluir de su escritura, como en su propia y orgullosa afir- mación de “a mí nadie me escribe las cartas”, refuerza el sentido de que el problema es diferente de la relación mecánica entre narcotráfico y carencia educacional en la pobreza, que intenta naturalizarse en México a través de la narrativa, de un modo paternalista y descriminalizador. La narrativa norteamericana y la narración ya de corte ficcional, ya de corte periodístico testimonial en Argentina, ponen el acento en otro punto, alejado de la educación y la clase social a las que nos hemos referido brevemente: el problema de la droga se relaciona ya bien a la frontera y a México en la primera, como si la demanda dependiera de la oferta –y no al revés, como realmente ha sucedido– ya bien a la presen- cia de extranjeros marginales o no, en la segunda, donde aparecen, en la ficción, bolivianos de alta clase social dedicados al blanqueo de capi- tales (El otro Gómez [2001] de Diego Paszkowski) o bien, en la crónica urbana, peruanos, bolivianos y paraguayos pobres, expulsados por la miseria de sus propios países, que encuentran en el negocio de la droga en el extranjero una forma de ascenso y recolocación social en la nueva locación de residencia. Como puede notarse, reaparece la temática de la primera novela mencionada, en el sentido de que, en la narrativa actual, los dealers son extranjeros (en aquella eran los propios argentinos como extranjeros en Europa). Se mantiene, aunque invertido, el núcleo que une migración a narcotráfico. Lo dicho revela, en el primer caso, una legitimación del racismo que, en el segundo –por tratarse de narración testimonial muy bien lle- vada a través del narrador testigo e implicado a través de la amistad con Narcocultura de norte a suR 145 alguno de los informantes– queda solapado. No por ello deja de sugerir que el problema del narcotráfico se legitima como algo ajeno, que viene de afuera con los migrantes, aunque el relato evita una clara criminali- zación, y con la que los ciudadanos locales, al menos los marginales, no tienen mucho que ver, más allá de la adquisición para la cual caen en la delincuencia y el consumo que los desbarata: la voluntad parece estar allende ellos. Ese tema se trabaja desde el libro anterior de Alarcón (pre- miado en EE.UU. como crónica periodística): Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (2003), donde el periodista sigue el hilo biográ- fico de un chico marginal, algo así como un Robin Hood de la “villa” a quien la policía asesina cuando se estaba entregando, desarmado: en ese texto ya se configura la oposición entre jóvenes locales, arrojados y va- lientes (pero ladrones), y los dealers extranjeros que, para que la policía los deje trabajar en paz, entrega –al menos en la suposición del barrio– a los muchachos (“romantizados” por su riesgo cuando delinquen); ellos serán el tema de su siguiente libro Si me querés, quereme transa (2010). Es curioso que sea en estos dos países, de donde emergieron los re- latos, si bien no totalmente culpabilizadores del “otro” externo, ajeno, ex- tranjero, sí señaladoras del mismo como un factor ineludible involucrado en ese tipo de delincuencia, donde surgen también interesantes narrativas multiculturales que desestabilizan los relatos localistas nacionales y to- man claramente como tema la transnacionalidad de este tipo de delito tanto antes de la llamada “globalización” como en su apogeo actual. En EE.UU. lo ha hecho El poder del perro, presentándose como una novela de frontera, también en su personaje central, agente de la dea mestizo y tensionado entre las dos ciudadanías. Pero el conflicto no se dirime allí sólo entre norteamericanos y mexicanos, aparecen los complejos intereses de las mafias italianas y los sicarios irlandeses, am- bos grupos, residentes en Estados Unidos, cuando se avizora el negocio futuro de la droga, en los primeros año de la década del setenta, como también, la prostitución y el tráfico de armas en Centroamérica: nadie es inocente en una novela que se gestó durante siete años de trabajo del au- tor en los archivos de la dea y donde parte de la política latinoamericana y algunos de sus magnicidios se explican a través del tráfico creciente. 146 Cecilia M. T. López Badano

En Argentina, lo ha hecho recientemente el último (por el mo- mento) exitoso texto ficcional sobre el narcotráfico, aparecido en 2016. “Exitoso” porque se edita luego de obtener, en Cuba, por unanimidad, el Premio Casa de las Américas ese mismo año; además, acaba de ser nominado, en Colombia, para el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, cuyos cinco finalistas se conocerán en octu- bre, con designación de ganador prevista para el 1° de noviembre. Se trata de una novela transnacional, muy propia de esta era glo- bal, configurada por diferentes relatos que muestran sólidamente diver- sas localizaciones latinoamericanas. En Cuba, el jurado premió a No hay risas en el cielo (2016) de Ariel Urquiza (graduado en Periodismo y en Traducción y ya finalista en otros concursos locales) por: “el demostrado talento narrativo en historias que van desde Buenos Aires hasta México D.F., teniendo en cuenta el habla y las atmósferas de cada lugar, con gran virtuosismo en los diálogos y argumentos que abordan algunos de los problemas más acuciantes del presente de la América Latina; y por la sólida unidad del libro y su gran complejidad narrativa” (“Argentino Ariel Urquiza gana el Casa de las Américas”. 29 de enero de 2016). La “cuenti-novela” –que puede leerse de ambos modos, ya que la novela se trama en los cruces que enlazan historias, en las asfixiantes deduc- ciones finales– surge, más que de una técnica literaria elaborada a través de refinamientos auráticos (sin duda, excesivos para el tema), de una talentosa escucha, de una cuidada observación de rasgos culturales, de personalida- des disruptivas, disfuncionales: tanto las de los estólidos resentidos por la miseria que los inclina al “negocio” como única salida que dé cauce a una avidez estrellada contra la desesperación, hija del riesgo mortal; como las de los acostumbrados al lujo y la dilapidación en un vacío identitario que se rellena consumiendo droga; y las definidas a fuerza de trauma, de aque- llos que administran el delito y el crimen, inconmovibles y paranoicos, cincelados por el sino que los sentencia, como herederos, al “negocio”. La contratapa señala:

Entre México y Buenos Aires, en una lucha violenta entre la lealtad y la traición, los destinos de los personajes se entre- Narcocultura de norte a suR 147

cruzan, todos ellos sicarios y narcotraficantes, formando una trama más amplia, que hace de los relatos de No hay risas en el cielo una novela. El mundo del narcotráfico, narrado desde la ficción con duros golpes de realismo, revela un sinnúmero de experiencias violentas en las que las consecuencias últimas de nuestros actos y la búsqueda de la identidad cobran resonan- cias inesperadas. En última instancia, la narrativa de Urquiza revela la dificultad de seguir adelante en un mundo en que una vez que se entra, resulta imposible salir.

Esa construcción de imagen comunitaria que se había venido re- pitiendo en ambos países (donde el otro, el extranjero, es el delincuen- te, el dealer), donde, además, como ya se ha señalado, el local quedaba eximido de responsabilidad –con esta tendencia, rompe, por supuesto, también la serie Breaking Bad, donde la nacionalidad se reviste de am- bición delincuente con justificativo ético inicial–58; la droga, hasta estas narrativas innovadoras, era algo que venía de fuera y que delimitaba una nueva frontera entre el yo y los otros. Así, en tanto que narrativa nacional en conflicto con la “ajenidad”, mostraba, en ambos países, un relato conflictivo, un campo que permitía mirar la sociedad propia de otro modo, ya no unívoco, sino de lucha de identidades socioculturales confrontadas, mirada que no se patentiza en México y aparece esporá- dicamente en Colombia. En cambio, en estas nuevas narrativas transnacionales, la locali- zación regional se desdibuja mostrando un universo de identidades en tránsito, donde la codiciosa economía de la droga obliga a abrirse a otros mundos, coloca ante otras crisis, desestabiliza cualquier posibilidad de consolidación duradera, donde nunca se sabe quién será el enemigo ma- ñana y cuánto durará la vida ante un paso en falso: no hay ninguna coagulación duradera donde la sangre corre tan rápido, se derrama tan fácil y vale tan poco; la única certeza es que no hay “afuera” del mundo del negocio, y también, la de que el dinero no impide el tormento:

58 Para más datos sobre el tratamiento de las ciudadanías en la serie, véase “Apuntes interpreta- tivos sobre la serie Breaking Bad” de Óscar Ramírez Serrano, en coautoría conmigo. 148 Cecilia M. T. López Badano

Habían pasado casi tres años desde la mañana en que a mi hermano y a mí nos secuestraron. Nos tuvieron un par de días encapuchados en una habitación fría. Después telefonea- ron a papá. Le pidieron explicaciones por los nuevos socios que tenía en Colombia, en México, en Perú. Lo consideraban un traidor. Le dijeron que eligiera a uno de nosotros, que eligiera un hijo. Al otro lo iban a matar. El viejo no quería saber nada pero amenazaron con matarnos a los dos, así que al final, aflojó (Urquiza 53).

En todo caso, lo que revela la diversa conflictiva planteada por la narrativa de los países objeto de la comparación, es que las limitaciones locales del género (genre), de las visiones sesgadas, son también produc- to de limitaciones en la observación de una realidad política exclusiva, misma que, en cada lado, permite escribir sólo sobre lo emergente del iceberg; lo sumergido se va descubriendo entonces a través de la compa- ración, y ésta hace aflorar lazos globales que unen los hielos del iceberg emergentes aquí y allá, revelando que lo que hace casi cincuenta años era un tema regional, (falsa y pretendidamente) localizado, hoy en día se expande globalmente en el flujo del dinero rápido, no “fiscalizado”, incontrolable; entonces, “ajeno a la noción de frontera, el narcotráfico pasa con fluidez de la vida privada a las regiones, cada vez más remo- tas, de la vida civil que aún no ha comprado” (Villoro, “La alfombra roja”. 1 de mayo de 2013). Esto último es lo que se hace visible en el relato transcultural contemporáneo (la novela de Winslow va de los años setenta a los noventa; la de Urquiza es absolutamente actual: está sucediendo en nuestro hoy) cuando muestra las vidas privadas, íntimas, familiares, cotidianas, alteradas por la telaraña delincuencial en que ha caído, por ambición, algún amigo, o el marido y padre de nuestros vecinos, llevado de una punta a otra de Latinoamérica para servir de sicario, de custodio, de chofer, o los hijos del narcotraficante de la casa silenciosa y amurallada, contigua o cercana a la nuestra, ése que no sabemos bien de qué trabaja, pero tiene uno o dos autos importados. Narcocultura de norte a suR 149

Si, como señala el mismo Villoro: “el narcotráfico ha ganado ba- tallas culturales e informativas en una sociedad que se ha protegido del problema con el recurso de la negación: ‘los sicarios se matan entre sí’” (“La alfombra roja”. 1 de mayo de 2013), las literaturas locales son una rotunda afirmación que permite observar cuánto la trama de la corrupción ha permeado las sociedades, y las narrativas transcultu- rales nos alertan cuán cerca de nosotros está el delito, incluso, en las charlas con nuestros propios estudiantes. Por consiguiente, la compa- ración entre todas ellas, y en especial, la lectura de las que superan el regionalismo, revela que en los micromundos mostrados con artificio en los relatos ficcionales, se manifiestan las conexiones invisibles de los macromundos sociales que no siempre se perciben críticamente ob- servando las realidades sociales, u oyendo, simplemente, los relatos de nuestros alumnos: la observación parece confirmar que en esas tramas –y en las que genera el pánico al terrorismo, a que una camioneta ase- sina nos arrolle en cualquier calle del mundo– está la structure of feeling contemporánea. 150 Cecilia M. T. López Badano

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JUVENICIDIO, SISTEMA NEOLIBERAL Y NARCO: ¿UNA GENERACIÓN “CULPABLE” DE SU MUERTE? LAS CRÓNICAS DE JAVIER VALDEZ CÁRDENAS Y DIEGO ENRIQUE OSORNO

Elena Ritondale59

Introducción

En julio de 2001, la muerte de Carlo Giuliani de 23 años, durante las manifestaciones contra la cumbre del G8 en Génova, Italia, marcó el fin de los movimientos que en Europa, siguiendo la ola nacida en Seattle en 1994, protestaban contra las medidas económicas llevadas por la glo- balización y contra sus consecuencias (precariedad laboral, recortes al welfare state, injerencia del fmi y de los demás organismos económicos

59 Elena Ritondale es profesora asociada en el departamento de Filología Española de la Uni- versidad Autónoma de Barcelona, donde también está desarrollando un proyecto de tesis doctoral –bajo la dirección del profesor Mauricio Zabalgoitia Herrera– sobre la relación entre violencia, poder y representación en las obras de autores fronterizos de Baja California, Mé- xico. Forma parte del equipo editorial de Mitologías hoy. Revista de Pensamiento, Crítica y Estudios Literarios Latinoamericanos y, a partir de este año, del equipo de trabajo del proyecto de inves- tigación “Pedagogías masculinas. Educación, género y poder en los campos universitario e intelectual en México (s. xix - xx)” del iisue de la unam. Es periodista y traductora y, después de la carrera en Lengua y Literaturas extranjeras, sus estudios se han centrado en la crítica periodística y en la Teoría de la Literatura. 154 Elena Ritondale

internacionales en las políticas de los estados, etc...). Aquellos días aca- bados tan mal no afectaron sólo a los jóvenes italianos, pues la violencia contra los manifestantes (tanto en la calle como en la escuela “Díaz” y en el cuartel Bolzaneto de Génova) fue dirigida también a ciudadanos extranjeros (en su mayoría europeos) que habían acudido a la protesta. Dos meses después, los ataques terroristas contra los EE.UU. aca- baron con cualquier posibilidad concreta de denunciar los efectos de las políticas neoliberales, porque, frente a la amenaza contra occidente y sus instituciones, se impuso la idea de que fuese necesario marcar una dife- rencia entre los que estaban a favor y los que estaban en contra de las de- mocracias occidentales y del orden representado por ellas, sin posibilidad de matizar diferencias políticas o críticas al sistema económico. Hablando de políticas neoliberales me parece imprescindible re- cordar aquel movimiento, que fue casi como el personaje mitológico de Casandra, anunciando los efectos que el nuevo curso de la economía mundial iba a tener, sobre todo para los jóvenes de entonces y de ahora. Como Casandra fue silenciado, pero sobre todo se trató (y logró, en cierta medida), de criminalizarlo, de reducir sus instancias políticas a un problema de “orden público”. Culpabilización, precariedad, el pa- pel de los medios de comunicación en la construcción de identidades estigmatizadas, formas superficiales y sensacionalistas de relatar la vio- lencia o una parte de ésta, la más visible, son algunos de los temas que recurren a la hora de analizar la relación entre violencia y jóvenes, sean ellos víctimas o verdugos, y en el caso del narco, a menudo ambas cosas a la vez (Valenzuela “Remolinos”). Así, aunque la pregunta que me ha llevado a hablar del tema de hoy, ha sido ¿qué posición tiene la crónica mexicana respecto a la rela- ción entre jóvenes y violencia?, muy pronto me he dado cuenta de que el juvenicidio60 es un fenómeno que afecta varios países aunque tenga

60 Aunque el término “juvenicidio” es utilizado hace tiempo por distintas realidades del activis- mo y de la política, y por intelectuales y académicos, en este trabajo se estudia el fenómeno desde la perspectiva específica propuesta por José Manuel Valenzuela, autor, editor o coor- dinador de aproximadamente cuarenta libros, entre los cuales destacan: Jefe de Jefes: corridos y narcocultura en México (2002), Las maras: identidades juveniles al límite (2007), Sed de mal. Feminicidio, jóvenes y exclusión social (2012), Tropeles juveniles. Culturas e identidades (trans) fronterizas (2014), El sistema es antinosotros (2015). Narcocultura de norte a suR 155 características muy distintas según las áreas geográficas pero, más aún, según las condiciones económicas y sociales de sus víctimas. En la primera parte de mi artículo ahondaré en los pilares teó- ricos de este trabajo, luego reseñaré las características del fenómeno en América Latina y en Europa, y las formas en que se narra desde el discurso oficial; finalmente hablaré de la relación entre jóvenes y narco. En la segunda parte analizaré dos obras: Los morros del narco (2011) de Javier Valdez Cárdenas y La guerra de los Zetas (2012) de Diego Enrique Osorno. Tratándose de dos periodistas muy valorados y reconocidos, he querido averiguar si, y cómo, su crónica se distancia del relato oficial sobre jóvenes y violencia. No es posible ahondar en la teoría de la cró- nica, por razones de tiempo. Sin embargo, quiero destacar que utilizo el término refiriéndome al que se ha definido histórica y teóricamente como un género híbrido entre literatura y periodismo, que poco o nada tiene que ver con los artículos de los diarios y las notas de prensa y que, muchas veces en el pasado, ha tenido posiciones heterodoxas justamen- te respecto a las del periodismo oficial61. En la parte dedicada al análisis de los dos libros haré hincapié, entonces, en aquellas características del género que pueden permitir una lectura de los fenómenos criminales menos normativa de la que se encuentra en gran parte de los periódicos. Entre dichas características destaco la inmersión del autor en el contexto relatado, el punto de vista subjetivo, el recurso a ciertas herramientas narrativas, la extensión del relato, la presencia de tipos de textos distintos: entrevistas, fragmentos, a veces páginas de diarios y, hasta, recuerdos personales o canciones.

El juvenicidio en los sistemas neoliberales

Tomo aquí la definición de “juvenicidio” de José Manuel Valenzuela Arce, sociólogo, profesor e investigador en el Colegio de la Frontera Norte de Tijuana, autor de varios estudios sobre jóvenes y mujeres, así como sobre

61 Véase Jorge Carrión, Lluís Albert Chillón Asensio, Graciela Falbo, Darío Jaramillo Agudelo, Mark Kramer, Tomás Eloy Martínez y Mario Zimmerman. 156 Elena Ritondale

minorías urbanas y, en general, sobre el mundo de la frontera. En el libro titulado Juvenicidio, que recoge estudios de distintos investigadores sobre la condición juvenil en varias partes del mundo, Valenzuela amplía su tra- bajo anterior sobre el tema, publicado en Sed de mal. En su texto “Remo- linos de viento: juvenicidio e identidades desacreditadas”, en Juvenicidio, Valenzuela afirma que el juvenicidio “alude a la condición límite en la cual se asesina a sectores o grupos específicos de la población joven” (15), condición que, a su vez, es consecuencia de una multiplicidad de factores, de entre los cuales hace hincapié en la precarización económica y social, la estigmatización y construcción de grupos o identidades juveniles desa- creditadas, la banalización del mal o la fractura de los marcos axiológicos junto al descrédito de las instituciones y las figuras emblemáticas de la probidad, la construcción de cuerpos-territorios juveniles como ámbitos privilegiados de la muerte, el narcomundo y el despliegue de corrupción, impunidad, violencia y muerte que le acompaña y la condición cómplice de un Estado adulterado o narcoestado (“Remolinos” 15). Aunque se trate de una herramienta teórica reciente, se puede afirmar que el juvenicidio comparte ciertas características con el fe- minicidio: al igual que éste, de acuerdo con Valenzuela, se encuentra precedido por la violencia simbólica que prefigura y predispone el acto homicida, y suele tener como presupuesto la vulnerabilidad de las víc- timas (por esto, como acontece en el feminicidio, aunque dándose de forma transversal en variados sectores de la población, afecta de manera distinta según la clase social). La diferencia con el feminicidio es que, si en este caso la violencia proviene de las consecuencias de la organi- zación social de géneros, en el juvenicidio las que hay son estructuras adultocráticas que “reproducen sus intereses sobre perspectivas inyun- tivas y estereotipadas” (Valenzuela, “Remolinos” 28). Algunas de las condiciones que pueden causar la muerte violenta de los jóvenes se dan prácticamente en la totalidad de los países con economía neoliberal; otras, como se ha dicho, tienen que ver con ca- racterísticas particulares de algunos estados, como México, y se anali- zarán más detenidamente. De entre las primeras cobran importancia la precariedad, que implica la reproducción de condiciones sociales de Narcocultura de norte a suR 157 desigualdad y un escaso “capital simbólico” (“Remolinos” 15) Valen- zuela toma aquí la definición de Pierre Bourdieu. También recuerda a Zygmunt Bauman, cuando afirma que, debido a la precariedad y a la desigualdad económica, “amplios sectores de la población devienen ex- cedentes, superfluos o residuales” (16). Sus vidas serían entonces “pros- critas, prescindibles, sacrificables” (16). La relación entre capitalismo y vidas sacrificables ha sido estu- diada también por Giorgio Agamben, que, desarrollando los estudios sobre biopolítica de Michel Foucault, afirma que “In particolare, lo svi- luppo e il trionfo del capitalismo non sarebbe stato possibile, in questa prospettiva, senza il controllo disciplinare attuato dal nuovo bio-pote- re” (6). Antes que Agamben, el problema de la relación entre violencia, poder y cuerpo fue analizado por Pier Paolo Pasolini justo después de la derrota del fascismo. Hablando de juvenicidio y de jóvenes marginales resulta imposible no citar las dos novelas Una vita violenta (1959) y Ragazzi di vita (1955) pero, aún más, cabe recordar la película Salò (1975)62, a través de la cual Pasolini enseñó los efectos extremos de una cosificación de los cuerpos bajo el que consideraba un nuevo fascismo: el consumismo capitalista. Son los jóvenes los más afectados por el desempleo, llegando más fácilmente que otros al trabajo informal o a la para-legalidad, y al mis- mo tiempo es hacia ellos que los códigos consumistas tienen mayor appeal, en un mecanismo donde, sobre todo en los sectores desfavoreci- dos, se encuentran atrapados entre el espectáculo de la abundancia y de la acumulación de capital, por un lado, y la imposibilidad de acceder a dicho capital, como justamente Sayak Valencia analiza en “Capitalismo gore” (aunque éste análisis se desarrolle en el contexto específico de México, con referencia al narco y desde una perspectiva de género). De entre los elementos que determinan la condición de los jóvenes en Europa, EE.UU. y América Latina, destaca la construcción de identi- dades desacreditadas, o sea la descalificacióna priori de los integrantes de un grupo social, a través de un sistema de representación que recurre al estigma, de acuerdo con el concepto de Erving Goffman (Valenzuela

62 Saló o le 120 giornate di Sodoma es la última película dirigida por Pier Paolo Pasolini. 158 Elena Ritondale

“Remolinos”). El juvenicidio tiene que ser entendido entonces, según sus teóricos, como algo que empieza antes del acto de matar, a partir del momento en que se construye una imagen criminal del sujeto juvenil. En algunas realidades, como por ejemplo los EE.UU., los prejuicios contra los jóvenes surgen en contextos donde se dan, o se han dado, procesos de racialización. En su conocido trabajo “Formas del saber. Narrativas y poderes diferenciales en el paisaje neoliberal”, Reguillo insiste en fenómenos como individualismo y competitividad. En el caso mexicano, del que se ocupa, la retórica neoliberalista sobre estos temas empezaría a partir de la presidencia de Carlos Salinas de Gortari. Cabe hacer hincapié en el hecho de que, de acuerdo con la autora (que también retoma planteamientos de Bauman), la exacerbación del individualismo y de la competencia, junto con la ruptura de los lazos sociales, lleva consigo la sensación de culpabilidad sufrida por los sujetos frente a condiciones de dificultad, pobreza o desempleo, por ejemplo. Antes de la crisis mun- dial, antes del comienzo de la así dicha “guerra contra el narco”, antes de que fueran evidentes (o tan evidentes como hoy) las debilidades del sistema neoliberal, se ha impuesto el desplazamiento de la responsabili- dad de las instituciones a los individuos, cada vez más aislados. En el caso de México, existen algunas características sociales es- pecíficas que han permitido que el juvenicidio cobre una magnitud extraordinaria, porque acontece dentro de un “estado adulterado” o “narcoestado”, de acuerdo con el análisis de Valenzuela, y porque, de acuerdo con Sayak Valencia, que a su vez desarrolla conceptos introdu- cidos en parte por Beatriz Preciado, se ha dado una:

“cronología de las transformaciones de la producción in- dustrial del último siglo desde el punto de vista del que se convertirá progresivamente en el negocio del nuevo milenio: la gestión política del cuerpo, del sexo y de la sexualidad” y agregamos: la gestión de la violencia desde los medios auto- rizados para ello (el estado) y los desautorizados; es decir, los Otros. Narcocultura de norte a suR 159

A estos Otros, en nuestra taxonomía les denominamos suje- tos endriagos y se caracterizan por combinar la lógica de la carencia (círculos de pobreza tradicional, fracaso e insatisfac- ción), la lógica del exceso (deseo de hiperconsumo), la lógica de la frustración y la lógica de la heroificación (promovida por los medios de comunicación de masas) con pulsiones de odio y estrategias utilitarias. Resultando anómalos y transgre- sores frente a la lógica humanista (87).

Jóvenes y narco

La relación entre jóvenes y narco tiene una multiplicidad de formas: puede tratarse de jóvenes asesinados por el narco (siendo o no vincula- dos con el negocio), de jóvenes sicarios, de juniors o de dealers que oca- sionalmente han cometido acciones violentas. Pero los jóvenes también pueden ser víctimas de acciones violentas llevadas a cabo en circunstan- cias que no tienen nada que ver con el comercio de la droga, y que de todas formas, a menudo, se relacionan con el narco. Esto se debe (entre otras cosas) a estrategias de culpabilización de las víctimas, a quienes se dice o se sospecha que están afiliadas con el narco. El caso de Ayotzinapa parece estremecedor, porque simboliza este tipo de narración y de sospecha que lleva consigo la intención de des- acreditar a un colectivo juvenil. En el artículo del 5 de abril 2016 de la edición online de El Universal, titulado “El narco y Ayotzinapa” (y parece significativo que el narco es la primera palabra), se afirma que la desaparición de los 43 jóvenes de Iguala ha sido consecuencia de la pugna entre dos grupos criminales. También se dice que los padres de los estudiantes podrían haber recibido “recursos” por parte de los narcos y que, tras negarse a entregar dichos recursos a otro grupo criminal, han decidido denunciar las amenazas sufridas. Aquí no se quiere ni se puede investigar la verdad de la afirmación, pero sí se quiere destacar el tono de sospecha. Se lee en el texto: “¿Era necesario esperar a que presuntos delincuentes dieran a conocer el video para presentar la denuncia?” (“El 160 Elena Ritondale

narco y Ayotzinapa”. 5 de abril de 2016). Más adelante, el articulista añade “nada justificaría el menor vínculo del movimiento [...] con el narcotráfico. La situación tiene que ser explicada y el deslinde debe ser claro” (“El narco y Ayotzinapa”. 5 de abril de 2016); al mismo tiempo, sobre la desaparición de los 43 se afirma simplemente “en la honesta demanda de justicia de los padres” (“El narco y Ayotzinapa”. 5 de abril de 2016). Por cierto, hubo formas completamente distintas de relatar el acontecimiento, como por ejemplo la realizada por Marcela Turati desde las páginas de Proceso en su artículo “El rostro de Julio”, donde decide dejar la palabra a la pareja del joven, cuyo cadáver fue encon- trado descarado y desollado. A través de las palabras de ella y del tío de Julio César Mondragón, Turati logra entregar a los lectores una imagen “normal” del maestro, ni santo ni delincuente, a través de una visión subjetiva, cercana, llena de recuerdos, anécdotas, emociones. No es po- sible ahondar aquí en el caso de Ayotzinapa, pero quería subrayar, por un lado, una forma de desacreditación de las víctimas por sospechosa afiliación con el narco (hablando a menudo de grupos o colectivos, los padres, los estudiantes, el movimiento) y, por el otro lado, un tipo de crónica distinto, que se acerca a cada sujeto cuya vida quiere relatar, entregando detalles, puntos de vistas cercanos, volviendo a considerar dichos sujetos “personas”, con rostros, nombres, historias. Acotamos ahora el análisis al tema específico de la relación entre jóvenes y narco. La participación de los jóvenes en la actividad crimi- nal se debe a todas las razones antes mencionadas: pobreza o dificul- tad de acceder al mundo del trabajo legal, aislamiento y situaciones de abandono por parte de las familias, a veces participación de éstas, o de algunos de sus miembros, en el mismo negocio (Valdez Cárdenas), pero también se debe a la admiración hacia figuras antes identificadas como negativas, y ahora valoradas de acuerdo con códigos consumistas que han reemplazado criterios éticos, de acuerdo con el ya mencionado estudio de Valencia. Juan Villoro, desde las páginas de la Revista Ñ, afirmó: “el instinto de supervivencia ha llevado a aislar mentalmente las zonas de violencia. Mientras los que se aniquilen sean ‘ellos’, estaremos a salvo” (“La alfom- Narcocultura de norte a suR 161 bra roja”. 1 de mayo de 2013), significando sus palabras la actitud con que ha sido pensado y relatado hasta cierto punto el narco, sobre todo por las personas que no han participado nunca en actividades crimina- les y que no han querido o podido ver la responsabilidad colectiva de la sociedad en su desarrollo. Estudiar el uso del “nosotros” o del “ellos/ ellas” es una primera y simple forma para medir la distancia de los es- critores con respecto a los actores y víctimas de las violencias narradas.

La guerra de los Zetas. Viaje por una frontera de la necropolítica

En el caso de la crónica de Diego Enrique Osorno, el autor utiliza todas las personas verbales mencionadas, pero empieza por el “usted”, dirigiéndose al lector con las “instrucciones de uso” útiles para empezar lo que define un viaje a lo largo del nordeste de México, en la frontera chica. Luego sigue el “yo”, estableciendo desde los primeros párrafos algunos pilares de su relato. Osorno propone un pacto a su lector, un pacto entre un tú y un yo, donde se aclara que el yo es el principal tes- tigo de los acontecimientos relatados. La subjetividad del autor, las experiencias que vive en primera persona, son lo que se opone a la ecuación “objetividad=verdad v/s subjetividad=mentira”, siguiendo así una característica del género de la crónica literaria a partir de la segunda mitad del siglo xxi de acuerdo con sus teóricos, de entre los cuales quiero por lo menos mencionar a Jorge Carrión, Lluís Albert Chillón, Graciela Falbo, Darío Jaramillo Agudelo, Mark Kramer, Tom Wolfe, además de Gabriel García Már- quez y Carlos Monsiváis. Este aspecto resulta fundamental, porque permite subvertir la idea de que existe “una” verdad, objetiva, que lleva a leer el mundo según lógicas maniqueas y que excluye hipótesis in- terpretativas diferentes o disonantes con respecto a la Verdad Oficial. Además, Osorno mismo afirma que “la violencia mexicana exige una implicación personal total y algo bizarra para tratar de entenderla” (25), siguiendo también, como él mismo admite, una enseñanza de 162 Elena Ritondale

Alma Guillermoprieto. Sin embargo, Osorno no parece un “periodis- ta-Rambo” que, como él dice, cuenta muertes en lugar de intentar relatar las historias que había detrás de ellas; se trata, más bien, de alguien que escucha, mira, toma nota, como observa también Juan Vi- lloro en el prólogo del texto, donde opina que Osorno no estigmatiza ni simplifica a su informante. Por eso ahonda en el relato de detalles sobre el contexto y las personas que encuentra, pues la distinción entre lo “importante” y lo “no importante” tampoco tiene sentido cuando cada elemento, por muy sencillo que pueda parecer, ayuda a aclarar el complejo entramado de señales en medio de las cuales él se mueve, medio periodista y medio detective pero, sobre todo, narrador. La voz del periodista aquí no es impersonal y su discurso es complejo, va más allá del objetivo aparentemente neutral de “informar”: construye his- torias, presta su pluma para que episodios aparentemente disconexos y dispersos cobren sentido, convencido, como muchos de los teóricos de crónica que se mencionaron antes, de que la narración tiene un papel hermenéutico con respecto a la realidad y, por esto, es una arma imprescindible del periodismo. Osorno propone empezar la lectura de su libro/viaje por el aparta- do titulado: “Antes de empezar. Un joven Zeta mexicano”. El periodista (que en este capítulo utiliza más a menudo el “nosotros”) habla desde su posición de habitante del norte. Su primer relato es entonces una narra- ción de adentro. La clave de lectura de toda su interpretación sobre la relación entre jóvenes y narco está, quizás, sintetizada en estas palabras: “Escribí mi primera nota sobre los Zetas en abril de 2001, a los veinte años de edad” (22). Y luego sigue: “Aunque el alfabeto del idioma espa- ñol está compuesto por veintisiete signos, soy parte de un grupo genera- cional de mexicanos que será recordado, entre unas pocas cosas más, por la última letra del abecedario. No puedo escaparme: soy parte de esta ge- neración zeta. La guerra de los Zetas nos marca” (28). Dicha afirmación de Osorno es interesante y ambivalente a la vez, y tiene todo que ver con el juvenicidio. Osorno aquí “asume” (consciente o inconscientemente) el estigma con que su generación será posiblemente recordada. Enseña un marco común y esto, si por un lado disminuye la distancia entre él y Narcocultura de norte a suR 163 su objeto de investigación (él se pone dentro de un conjunto de perso- nas cuyo nombre es dado por su objeto de estudio), podría parecer que deje poco espacio a los casos específicos, a las historias individuales, a través de una categoría –la generación– demasiado común en todos los discursos que tienden a desacreditar a los jóvenes como grupo social. Por otro lado, dicha premisa resulta casi revolucionaria, si se compara a las palabras antes leídas de Villoro. Si en el pasado, de acuerdo con Villoro, los que se aniquilaban eran “ellos”, ahora Osorno no mira aque- lla aniquilación desde el punto de vista exclusivo del testigo, sino que justamente aquella aniquilación llega a ser una parte constituyente de su identidad histórica, por pertenecer a una generación. La técnica de Osorno prevé la alternancia de relatos que aquí se definirán “en primer plano”, refiriéndome claramente al cine y a la te- levisión, y otras que llamaremos “planos generales”. Su focus se centra en la dimensión local, cuando relata las opiniones de la gente común, los nombres de las calles donde acontecen los enfrentamientos entre los cárteles, y entre estos y la policía, las historias de las víctimas y de testigos desconocidos. Su mirada se extiende cuando abarca in- formaciones sobre el contexto internacional donde se desarrollan los hechos, cuando sugiere relaciones entre el comercio de la droga en México y en el Caribe, hablando de los vínculos entre cárteles mexica- nos y colombianos. El foco llega a ser aún más amplio cuando incluye el conflicto mexicano en el marco del contexto global y neoliberal, ci- tando el acuerdo Nafta entre EE.UU., México y Canadá. Para acabar con el silencio, Osorno alterna el tono oficial del relato periodístico a las voces de la calle, a los versos de las canciones hip hop y de los corridos que exaltan las hazañas de los jefes del narco. Añade la po- tencia visual de los comunicados de Youtube y de las pancartas que los Zetas cuelgan de los puentes en las autopistas para reclutar sicarios, entre los mal pagados soldados mexicanos, exhortándolos a desertar del ejército. El texto de Osorno es, antes que nada, heterogéneo. Su pluralidad de voces es la primera herramienta a través de la cual logra acabar con el discurso hegemónico sobre el narco, la política y, por lo que nos interesa, los jóvenes. 164 Elena Ritondale

Habla en el idioma de la multitud reflexionandosobre el idioma de esta multitud. Así nos enteramos de que un niño mexicano, al que los padres han prohibido pronunciar algunas palabras relacionadas con los narcos, utiliza la expresión “bolitas de nieve de nieve” cada vez que quiere decir algo sobre el tema. También conocemos palabras como “levantamiento”, “águilas”, y expresiones como “los de la última letra”, “los de las muchas letras”, “los que no son nadie”; se trata de fórmulas del habla popular que nos llevan a un universo lleno de terror, obligado a utilizar metáforas para describirse. Osorno se pone a sí mismo, narrador, dentro de la narración. No olvida contextualizar la información que proporciona. El particular está al servicio del general. La objetividad de la narración se basa en la com- probación de las informaciones, no en la exclusión del punto de vista subjetivo del autor. Así, por ejemplo, adjunta al texto también apuntes personales y, en la segunda parte del libro, unos apartados del diario de un jefe del narco. Acontecimientos y contexto se funden, porque el segundo es la clave para comprender el primero. Osorno no da respuestas definitivas, pero sabe sugerir al lector preguntas concretas. Es lo que hace, por ejemplo, cuando relata la saña de los sicarios contra los trabajadores de Pemex. Los muertos de las fábricas y los de la frontera, los migrantes centroamericanos matados por los narcos: todos parecen tener la misma explicación: a los Zetas no importa tanto el tráfico de droga como el control del territorio. Un territorio de pasaje, riquísimo de petróleo63. En un caso describe detalles, con mucha atención a los sujetos y objetos relatados; en otras circunstancias se aleja del particular para dejar que la conexión entre los elementos narrados quede más clara. Se trata de un recurso estilístico que me parece sumamente interesante, por distintas razones:

ΏΏPorque explica un episodio particular, o la acción de un su- jeto, contextualizándola. Así, por ejemplo, no deja ningún espacio a estereotipos bastante clásicos sobre la violencia del

63 Véase Elena Ritondale “Diego Enrique Osorno: Z la guerra dei narcos”. Narcocultura de norte a suR 165

narco, del tipo “feroz explosión de violencia”, u otras expre- siones que apuntan a conductas inexplicables, improvisadas e imprevistas, irracionales, desligadas de la sociedad, sin causas aparentes. ΏΏComo consecuencia, con respecto a los protagonistas de ac- ciones violentas, no deja de dar la impresión de que, por muy feroces y despiadados que sean (y sí, lo son), su conducta se parece más a la de títeres que a la de natural born killers. Una vez más: su violencia nace y pertenece al mismo mundo en que nos encontramos todos.

Por cierto, tampoco Osorno renuncia a un guiño a los estereoti- pos, de vez en cuando, quizás para atraer la atención del lector, que a través de pocas palabras o conceptos ya muy utilizados por otros, puede “ver” mejor la imagen que el autor evoca. Estereotipos o folclor como pinceladas expresionistas, se podría resumir. En la sección llamada “Ge- neración Zeta”, esto toma la forma, en la primera página, del recurso a palabras del slang del barrio, no sin cierta ironía, ajena a los relatos más sensacionalistas.

Nada los impresiona, sólo el dinero. Quieren la Hummer porque la Hummer da vieja. Son batos que no todos son buenos y no todos son malos. Tienen un caló con términos como dar piso, que significa “matar a alguien”, u otros como florecitas, para referirse a las mujeres de su banda. Cuando acaba un noviazgo, a la tragedia amorosa le dicen “aquí murió la flor” [...] El líder, un quinceañero de bigote, me dice que las balaceras en este cerro de la colonia Independencia [...] empezaron desde la Semana Santa, aunque allá abajo nadie las oiga. Cuando trascienden a la prensa la policía dice que son guerras de pandillas. Y lo son, pero también del narco. El problema con la realidad es que a veces no tiene nada que ver con lo que dicen los periódicos (Osorno 39). 166 Elena Ritondale

Los pandilleros, en el caso de Osorno, no son sólo objeto de un discurso, sino que son también una parte de los informadores que les permite construir un discurso. Les da créditos, por lo menos tras ve- rificar sus palabras. Así es cómo aprende lo que luego nos cuenta, por ejemplo el hecho de que los pandilleros de Monterrey han sido re- clutados por los cárteles: 200 dólares por semana sería el precio para “alquilar” a los chicos mejores, “para que hagan de todo, no sólo matar” (Osorno 40). Explica Osorno que, en el barrio del que habla, un barrio de “chabolas” en el medio de una ciudad indicada como una de las mejores en Latinoamérica para los negocios, los narcotraficantes han sabido capitalizar el resentimiento. Y, mientras describe una realidad de este tipo, no se sorprende por la “normalidad” de aquellos jóvenes, atentos a las modas como muchos jóvenes en el mundo: “La influencia de las pandillas estadounidenses es evidente y simpática. Hace un calorón y ellos visten sudaderas como las de los raperos de la Denver invernal. Hace frío en Monterrey y llevan camisas sin mangas, como los reguetoneros de Puerto Rico” (40). Osorno no olvida a las víctimas del narco, “los que no son nadie”, como les llama en contraposición con “los de la última letra” o “los de las muchas letras”, según cuál sea su cártel de pertenencia. En un apartado del texto, titulado “Pinches buitres de mierda”, aparece evidente también su intención de recordar a las víctimas del terror del narco. Terror utiliza- do por los medios de comunicación, de acuerdo con el autor. La historia, tristemente sencilla, es la de un grupo de personas muertas en un galerón de la Exposición Ganadera de Guadalupe por causa del terror desatado tras la explosión de algunos tiros. El autor explica que el hermano de Norma Lechuga, una chica “delgadita y pequeña, de unos veinte años” (Osorno 121) se estaba emborrachando junto con otros, sin en aparien- cia cuidarse del correo electrónico que había estado circulando durante semanas, en el que se advertía que “los nadie” no podían salir a hacer fiesta. Al escuchar los tiros, las personas empezaron a correr, pensando en un ataque de algún grupo del narco, “hasta que se hizo la estampida que arrasó con sillas, mesas, personas” (Osorno 121). Antes de investigar lo que posiblemente había ocurrido en el local, Osorno vuelve a denunciar Narcocultura de norte a suR 167 a los medios de comunicación, y lo hace a través de las palabras de la mu- chacha: “les gritó a los reporteros –como si fuera su culpa, y a lo mejor lo era en parte– que los periódicos nomás espolvoreaban a lo pendejo y que por eso había el miedo que prevalecía en la ciudad, y que la culpa del muertito al que estaban retratando, o sea su hermano, era de ellos” (122).

Los morros del narco

El estilo, el tono y la composición de Los morros del narco de Javier Valdez Cárdenas, son muy distintos de los elegidos por Diego Osor- no. Empezando por la cubierta del libro, donde un joven lleva en sus manos una hoja de marihuana, se podría afirmar que Valdez sigue una narración tradicional, aunque siempre en el marco del género crónica, así, por ejemplo, elige acompañar cada capítulo con un apartado titu- lado “voces de la calle”, construido como un “collage” que quiere co- mentar el contexto sobre el que se escribe. Por un lado está el relato de los jóvenes (se encuentra el sicario, la mula, el joven que trabaja en los campos de marihuana, el joven afiliado al cártel local) y, por el otro, la voz del periodista. Valdez comparte con Osorno el deseo de compren- sión y muestra hacia los chicos una empatía incluso mayor, a partir de la dedicatoria inicial, donde se lee: “Para las morras y morros que, por vivir en este país, son suicidas” (1). Destaca el término “suicida”, que remite a una elección personal, por muy dura que sea. Si con respecto a Osorno hablamos antes de la alternancia entre primer plano y plano general, aquí lo que se encuen- tra es una serie de primeros planos, que dirigen toda la atención a los sujetos, a sus historias personales. Aunque se explique que muchos de los chicos (pero no todos) tienen un pasado de pobreza y de abando- no familiar, la impresión general es que, mientras Osorno tenía como objeto de investigación a la sociedad, Valdez tiene a los muchachos, en una dimensión más íntima. Algunas afirmaciones del autor lo demuestran: “Es un niño asus- tado, derrotado. Busca rostros conocidos, quizá a su hermana, Elizabe- 168 Elena Ritondale

th, a quien se acusó, con otras hermanas suyas, de trasladar a los eje- cutados y decapitados a los puentes y parajes de carreteras y colgarlos” (55). “Este joven tiene en ese tierno, revuelto y añejado cuerpo –por las vivencias más que por el tiempo– un corazón con 18 muescas: cicatri- ces de las que habla y presume, no sin dificultad ni diálogos crípticos, por sus 18 muertos, algunos de ellos a balazos, otros con toda clase de mutilaciones” (7)

“Él empieza a formar parte de las bandas, pandillitas, pero luego se empiezan a coludir con el crimen organizado y siem- pre andaba con chavos mayores, ya ves que siempre en las pandillas hay un niño más pequeñito. Édgar se cría lejos de la mamá, con la abuela, y la mamá se junta con otro señor allá, en Estados Unidos, y tiene dos hijos más, y aquí el papá prác- ticamente se deslinda de ellos. Los dejó desamparados total- mente, olvidado”, contó una persona que vive en el sector y conoció a la familia, aunque no trató mucho con ellos (45).

Más allá de las responsabilidades del mundo del trabajo, de la es- cuela y de la política, el autor hace hincapié en la “falta de amor” que se produciría dentro de las familias. En este caso específico el objetivo del cronista parece más el relato en sí que la investigación. Él dice, más que preguntar, y, sin embargo, a pesar de la empatía que se percibe a través de sus palabras, parece existir un muro entre el autor y los chicos cuyas his- torias cuenta. Se trata de un muro de vidrio, por cierto, a través del cual Valdez logra seguramente entender los matices de cada historia. Dicha división parece depender, no obstante, del hecho de que el narrador se pone a sí mismo en un plano de realidad “otro” respecto al de los mucha- chos y muchachas: desde el punto de vista de la estrategia narrativa, ellos no dejan de ser los “otros”, aunque él demuestra tener toda la sensibilidad y el valor para entender qué los llevó a esta dimensión de “otredad”. Los textos incluidos son, en varios casos, entrevistas; la posición del narrador es, en este sentido, la misma del periodista en el momento de la entrevista: sentado frente al entrevistado, hablando o escuchando las res- Narcocultura de norte a suR 169 puestas que siguen las preguntas, sin que las voces se solapen, como en la narración de Osorno64. Destaca la impresión de un relato “ordenado”. En la narración no faltan algunos lugares comunes desde el punto de vista estético y de la representación del mundo del narco y del mun- do criminal en general. Se lee, por ejemplo:

Los rumores de la noche se arrastran sobre la ciudad. Una atmósfera espesa asfixia y somete, envenena con su oscuri- dad: sólo el ladrido de un perro corta el velo nocturno [...] Un automóvil rasga las avenidas, rebasa a la nada y se detiene de pronto. Escupe una ráfaga de resentimiento sobre unos ventanales y se aleja desbocado. A lo lejos canta aburrida una sirena (Valdez Cárdenas 11).

El tono algo poético es constante a lo largo de la narración. El autor logra diversificar el perfil de los muchachos, deconstruyendo muy bien la idea de que estos “otros”, alejándose de los relatos que tienen como obje- tivo el de estigmatizar a los jóvenes como grupo, se parezcan entre ellos. Así se lee del joven sicario que, en búsqueda de algún tipo de pertenencia, se afilia a la Familia Michoacana buscando en sus jefes una aprobación que reemplace el cariño no recibido por sus padres, del joven que no tuvo posibilidad de escaparse de su destino, porque fue levantado a los 11 años hasta transformarse en “El Ponchis”. Así lo describe Valdez:

– ¿Cómo te involucraste con esta organización criminal? – Me levantaron. Decían que iban a matarme. – ¿Cuál es tu edad? – Catorce años. – ¿Desde cuándo estás en esto? –Desde los once años. – ¿Cuál es tu apodo? – El Ponchis. [...] Una psicóloga, “especialista” en estos casos, se apuró a de- clarar ante medios informativos nacionales que Édgar era un psicópata. Pero no, sólo es un niño, uno que es al mis-

64 Aquí se hace referencia sólo a las partes del libro en las que se relatan las historias de los chi- cos y chicas. En la parte “voces de la calle” la estrategia es distinta, así como en los apartados donde se proporcionan informaciones oficiales. 170 Elena Ritondale

mo tiempo víctima y victimario, como muchos millones en este país, vivos y muertos, o que sin saberlo van muriendo, quedando a la orilla del camino. Por eso Édgar abandona el círculo del poder. Ya no está protegido ni blindado. Nadie lo resguarda más que esos policías y militares. Está ahí, fusilado por lentes, flashes, preguntas, micrófonos y cámaras, rendido y rodeado. Los militares que fueron por él a detenerlo hicie- ron gala de valentía, astucia y temeridad, al acudir en siete vehículos, todos ellos artillados, y con soldados amurallados por chalecos antibalas, cascos, lentes tipo goggles, abitualla- dos y con todas las fornituras. Y luego de una faena que no duró nada ni tuvo el menor esfuerzo, en un acto en el que nadie desenfundó armas, lo aprehendieron (58-59).

También Valdez escribe sobre la muchacha “de buena familia”, pero con un tío metido en el narco, que sólo decide ayudarlo de vez en cuando a pasar la droga al otro lado de la frontera. El caso de Jessica es muy interesante, porque nos encontramos frente a una chica que va a la escuela y que incluso tiene claro que quiere seguir con los estudios y llegar a trabajar e indepen- dizarse. Simplemente, en este caso, se trata de una muchacha rodeada por bienes a los que su condición, aunque no sea pobre, no puede darle acceso:

“Aquí estoy, por si se te ofrece”, le habría dicho él, por teléfo- no, coqueteándole. Y le tintinearon de nuevo los oídos. Pero se mantuvo: “No tío, quiero seguir estudiando, sacar la carrera, y luego ya veremos”. Entró a un curso de computación en una escuela privada, que duró alrededor de un año. De nuevo estaba cerca su cumpleaños. Era el mes de mayo de 2005. Ella quería algo grande para sus veinte: música de banda, luces y humo, un grupo norteño, cena de lujo y salón grande, de renta. Además, tenía que comprar ropa para su cumple, mandar a hacer las invitaciones. Era una gran fiesta, una de la realeza, propia de toda una reina. Pero no tenía lana, así que le habló a su tío, le explicó sus intenciones y le pidió ayuda (Valdez Cárdenas 23). Narcocultura de norte a suR 171

Valdez, de forma distinta de Osorno, no recurre a la ironía. La “distancia” de la que se ha hablado se traduce en su escritura en algo como un pudor. Él no juzga pero tampoco sonríe.

Conclusiones

Frente a ciertas dinámicas que suelen acompañar (y preceder, con Va- lenzuela) al fenómeno del juvenicidio (desacreditación de las víctimas, estigma, encasillamiento generacional en categorías), la crónica puede (aunque no siempre logre hacerlo) construir relatos diferentes, hetero- doxos, debido principalmente a características “anti autoritarias” del género, de acuerdo con sus más reconocidos y aquí ya citados teóricos. El caso de Diego Enrique Osorno resulta ejemplar en este senti- do porque el autor, a través de recursos formales (el uso de la primera persona, la incorporación de documentos de tipo y formato distinto, largas entrevistas a sus fuentes e inmersión en el contexto relatado) lo- gra construir una narración capaz de sugerir preguntas que llevan a recorridos investigativos sólidos. Al mismo tiempo, deconstruye la dis- tinción maniquea entre buenos y malos y sitúa el narco en un contexto más amplio, donde la sociedad y sus instituciones resultan un actor más entre otros y tienen sus responsabilidades concretas. Javier Valdez Cárdenas, por su parte, logra iluminar el fenómeno de la participación juvenil al narco a través del relato de historias per- sonales, que muestran características y matices múltiples y distintos. Aunque sin llegar a deconstruir del todo la diferencia entre “nosotros” y “ellos”, consigue acabar con la idea de que “el otro” es el enemigo. Si Osorno apuesta por las potencialidades hermenéuticas de la narración, Valdez busca la empatía de los lectores; en ambos casos, el resultado logrado es la humanización de los jóvenes, víctimas y victima- rios, a los que, finalmente, se devuelve cara, nombre y voz. 172 Elena Ritondale

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Narcocultura de norte a suR 175

MEMORIA Y NUDA VIDA: ASPECTOS PARA UNA INTERPRETACIÓN DEL ESPACIO Y DEL DESPLAZAMIENTO EN LAS TIERRAS ARRASADAS DE EMILIANO MONGE

Christian Sperling65

I.

Resulta paradójico que la literatura mexicana de las últimas décadas abunde en la experiencia del migrante mexicano, y tan sólo desde fe- chas recientes tematice la tragedia del centroamericano que atraviesa el territorio nacional. Sin duda alguna, el descubrimiento de centenares de cadáveres en las fosas clandestinas de San Fernando, Tamaulipas, en 2010 y 2011, contribuyó a que la catástrofe humanitaria tuviera una presencia, aunque efímera, en el discurso mediático y político. Sin

65 Christian Sperling es profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, Uni- dad Azcapotzalco. Desde 2015 coordina la Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea de esta casa de estudios. Se formó en Letras Hispánicas, Letras Inglesas y Estudios Latinoa- mericanos en la Universidad de Münster. Cursó el doctorado en Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México, donde se tituló en 2009 con una investigación sobre la rela- ciones entre el discurso científico sobre las enfermedades mentales y la narrativa modernista en México. Entre sus campos de investigación se encuentran la relación entre literatura y el discurso científico, la literatura electrónica, así como la comunicación sobre la violencia en la narrativa. 176 Christian Sperling

embargo, sigue vigente el término “víctimas invisibles”, con el cual la Comisión Nacional de Derechos Humanos (2011) se refiere a este gru- po en situación de vulnerabilidad. De acuerdo con Michael Jackson, la ausencia de las historias de los migrantes en el discurso público se explica mediante un régimen de discursividad arraigado en la “cultura sedentaria” que tendencial- mente privilegia relatos centrados en la construcción de la nación e identidades fijas, de modo que invisibiliza las experiencias que se desprenden de la trayectoria de los migrantes, sujetos inestables, des- arraigados, en condiciones de incertidumbre. De este modo, la ar- ticulación de la experiencia del migrante está condicionada por los marcos narrativos culturales existentes que permiten construir senti- do (Jackson), y así anticipan mecanismos como la exclusión, interna- ción, deportación, marginalización o asimilación. Desde luego, estas condiciones de posibilidad hacen que se perciba o no la existencia humana de alguien como precaria y vulnerable, y por extensión se reconozca o no su sufrimiento. Por otra parte, los relatos sobre la migración centroamericana remiten a una de las dimensiones más horrorosas del capitalismo en México: si bien, siguiendo a Zygmunt Bauman, se pueden considerar a los migrantes como “seres residua- les”, esto es, como población excluida del orden social –“fuera de lugar, no apta o indeseable” (16)–, el migrante centroamericano se vuelve objeto de un complejo “ciclo de producción” que lo como- difica; a saber, es explotado, esclavizado y extorsionado por bandas criminales y autoridades (Vogt). Los relatos ficcionales sobre el fenómeno arrojan luz sobre esta y otras dimensiones paradójicas y perturbadoras de la migración, ya que además describen la inexistencia de derechos humanos para los migrantes que transitan por el territorio mexicano, cuyo propio go- bierno, en cambio, reclama que sean sujetos de derecho sus migran- tes indocumentados radicados del otro lado de la frontera norte. En otras palabras, las novelas reflejan críticamente los marcos culturales existentes que permiten construir sentido sobre la migración, abordan las condiciones precarias y violentas que padecen los migrantes en el Narcocultura de norte a suR 177 trayecto, reconstruyen los mecanismos que posibilitan lucrar con el mi- grante, al tiempo que proponen formas de configurar memoria sobre el fenómeno. En este momento destacan tres ficciones extensas.Amarás a Dios sobre todas las cosas (2013) de Alejandro Hernández, integra una do- cumentación minuciosa en una novela de formación (bildungsroman), narrada en primera persona, que contrasta experiencias de migrantes que atraviesan el territorio mexicano en dos viajes en 2005 y 2009. La última fecha es representativa de nuestra actualidad, caracterizada por el control que ejerce el crimen organizado sobre las rutas migratorias, causa de la intensificación de la violencia, en particular, del surgimiento de una industria del secuestro y de la extorsión (cndh 2009 y 2011). Esta novela testimonial modula su voz narrativa de acuerdo con la vio- lencia experimentada por el narrador, quien se transforma paulatina- mente en un yo representativo del conjunto de los migrantes, al tiempo que pone en tensión su inexorable deshumanización bajo condiciones extremas y el intento por actuar solidariamente y conservar dignidad. Al igual que la novela de Hernández, aunque no tan detallada- mente, La fila india (2013) de Antonio Ortuño, refiere las acciones de las bandas criminales y autoridades migratorias que asaltan, extor- sionan, secuestran, maltratan, violan, torturan, asesinan y “desapare- cen”. Esta novela polifónica articula una dialogicidad eficiente entre las perspectivas de diversos actores (víctimas, victimarios, burócratas, instituciones, trabajadores sociales, voces representativas de la pobla- ción) para aproximarse críticamente a las modalidades con las cuales el fenómeno de la migración es construido desde los marcos de “la cultura sedentaria”. La fila india desmonta el discurso gubernamental sobre los migrantes, al tiempo que confronta a los personajes mexicanos con la “otredad” centroamericana para arrojar luz sobre la xenofobia. Este enfoque paralelo en la psicología del racismo y en la comunicación hegemónica es una estrategia para hacer conciencia sobre los discursos que generan invisibilidad de la migración. Dentro de este panorama, Las tierras arrasadas (2015) de Emilia- no Monge, una novela híbrida basada en elementos narrativos, drama- 178 Christian Sperling

túrgicos y testimoniales, ficcionaliza la perspectiva de los victimarios dentro de un espacio diegético saturado tanto de elementos intertex- tuales como de recursos simbólicos y retóricos. Las tierras arrasadas re- toma elementos importantes de las dos obras precursoras más “realis- tas”, pues las vejaciones de los migrantes que documenta Amarás a Dios sobre todas las cosas reaparecen en la novela de Monge, quien además profundiza en la intertextualidad con la obra de Dante, que ya se asoma en el epígrafe de la novela de Hernández, quien concibe la trayectoria del migrante como viaje al inframundo: “Dejad, todos los que aquí entráis, toda esperanza” (Monge 7). Al mismo tiempo, Las tierras arra- sadas tiene una elaborada polifonía –estrategia que así opera en La fila india– para enfrentar las voces de víctimas y victimarios. Con todo, Las tierras arrasadas es una obra ambiciosa en cuanto a la densidad de sus recursos retóricos e intertextuales que confluyen en un espacio simbóli- co, mismo que vincula lo testimonial con lo figurativo, porque, por una parte, integra elementos de la mencionada industria del secuestro y la extorsión, que lucra con la vulnerabilidad y conduce a la deshumaniza- ción del migrante, y por la otra, tematiza la construcción de la memoria de sus personajes, así como se concibe como lugar de memoria sobre la migración centroamericana. El eje que orienta las siguientes reflexiones es la relación entre espacios y desplazamientos, y eso no sólo en el sentido literal, o sea, en referencia a migrantes que se desplazan o que son desplazados. Las tierras arrasadas permite la observación de desplazamientos extraordi- nariamente dinámicos en múltiples niveles diegéticos, simbólicos, es- tructurales, intertextuales y psicológicos, los cuales implican cambios semánticos y reconfiguraciones del orden espacial, por ejemplo, (1) el desplazamiento en el sentido psicológico de represión que caracteriza la memoria y el olvido de los perpetradores, (2) el cambio de focalización narrativa sobre los acontecimientos dependiendo del grupo de víctimas o victimarios que genera dialogicidad, (3) el trayecto de los persona- jes por el “ciclo de producción” que explota al migrante, movimiento que además se refleja en la constante transformación de sus nombres, (4) la circularidad del discurso narrativo y el desplazamiento de los Narcocultura de norte a suR 179 personajes dentro de ese espacio simbólico, (5) el desplazamiento de intertextos, operación que se genera, entre otros, con base en testimo- nios de migrantes reales y en la reescritura de La divina comedia (6) los desplazamientos que conducen a la supresión de la diferencia entre diversos entes (humanos, animales, máquinas, espacios) y condensan el discurso narrativo. Debido a esa complejidad, en lugar de impo- ner un corsé teórico a Las tierras arrasadas, seguiré la lógica expositiva que trazan los desplazamientos en diversos niveles que configuran el espacio simbólico: después de un breve resumen de la trama, abordaré la construcción de la memoria y la representación de la deshumaniza- ción; después discutiré algunos fenómenos relacionados con la inter- textualidad y la permutación de los nombres de las víctimas. Siendo el desplazamiento uno de los ejes de la configuración textual, conduce a explorar la relación entre espacio simbólico y la función testimonial, lo cual permitirá justipreciar la propuesta particular que formula la novela con el objetivo de construir memoria, ya que “authors of literary texts like to explicate their own memory concepts. Some develop intricate ‘mythopoetic’ theories which betray the assimilation of philosophy or literary theory” (Lachmann 307).

II. Los amantes y traficantes de personas, Estela y Epitafio, protagonizan las dos principales líneas argumentales de Las tierras arrasadas. Después de secuestrar a un grupo de centroamericanos que acaban de cruzar la frontera sur, los caminos de Estela y Epitafio se separan. Las trayectorias de sus vehículos los llevan a lugares donde venden a los migrantes como esclavos, los obligan a prostituirse y los torturan para extorsionar a sus familiares. Enfocando las acciones de los victimarios, Las tierras arrasa- das no omite ninguna estación del vía crucis de los centroamericanos que pasan por el territorio nacional: describe un campo de labores for- zadas y un tiradero de cadáveres donde los cuerpos son descuartizados e incinerados en barriles. La novela mayoritariamente acontece detrás del volante: transita, entre otros lugares, por un retén militar, donde Estela 180 Christian Sperling

ofrece los cuerpos de las mujeres a los soldados; un hospicio donde ella recuerda su niñez conflictiva; el hogar de Epitafio donde éste violenta a su esposa, con la cual tiene un hijo. El hospicio es dirigido por el padre Nicho, la cabeza de la banda de traficantes. El cura es autor intelectual de una intriga en contra de los protagonistas que conduce al desenlace trágico: precipita a Epitafio a suicidarse cuando erróneamente presume la muerte violenta de Estela, y orilla a Estela a mutilarse con un ma- chete, de modo que queda ciega, al enterarse de la muerte de Epitafio. De esta forma, culminan simétricamente dos tramas que relatan una historia de amor imposible entre los protagonistas. Gran parte del dis- curso narrativo, se centra en los amantes cuyos deseos de coincidir o comunicarse en algún punto de su trayecto permanecen incumplidos. La novela cierra de forma circular, ya que inicia y concluye en un claro en medio de la selva donde otros migrantes recién llegados son acri- billados y despojados de sus bienes por otros miembros de la banda. Aunque se entrelazan las acciones en diversos espacios, la novela está dividida en tres capítulos extensos dedicados respectivamente a Estela y Epitafio, así como a los “chicos de la selva”, dos personajes que guían a los migrantes por la selva fronteriza para entregarlos a la banda de tra- ficantes. Intercalados entre esos capítulos, hay dos intermedios breves, dedicados a dos personajes, Mausoleo y Merolico, quienes transitan entre el grupo de las víctimas para “integrarse” a la banda de traficantes.

III.

Desde los orígenes de la reflexión sobre la memoria, se enfatiza la im- portancia de espacios e imágenes (loci et imagines) que permiten la re- construcción de los acontecimientos (Assmann)66. En Las tierras arra- sadas el orden espacial y las imágenes estructuran un lugar de memoria

66 Un referente ineludible de la mnemotecnia antigua es el poeta Simónides de Ceos, quien, de acuerdo con la leyenda recopilada por Cicerón, recurrió a la distribución de los asientos durante una festividad para identificar los cuerpos desfigurados de los asistentes que se encontraron debajo de los escombros después del colapso del edificio donde tomó lugar la celebración. Narcocultura de norte a suR 181 que, por una parte, da sentido a un discurso narrativo circular en el cual opera un ciclo de explotación; por otra parte, ese espacio contiene elementos que tematizan la construcción de la memoria y el olvido de los perpetradores. En este contexto, el desplazamiento vertiginoso de los protagonistas adquiere el sentido de una fuga de sí mismos, durante la cual se asoma a veces la presencia perturbadora del pasado:

Epitafio piensa en la primera vez que le marcaron la epider- mis y el recuerdo del olor de su propia piel quemada lo obliga a sacudir con rabia el cráneo. ¿Para qué pensar en eso?, se pregunta Lacarota y como si así pudiera alejarse del pasa- do acelera aún más su camioneta: no consigue, sin embargo, echar de sí el recuerdo del punzón del padre Nicho y en su pecho los latidos se aceleran (Monge 38).

La piel marcada figura como presencia latente de una experiencia traumática, de un recuerdo indeseable, y la correspondiente reacción somática se transmite por medio del acelerador a la máquina. Además de la relación simbiótica entre el ser humano y la máquina expresada en la cita, este impulso de fuga es característico de la relación que tienen los protagonistas con respecto a sí mismos y su pasado. En muchas oca- siones dicha simbiosis alude al fluir de la conciencia o la construcción de la memoria, de modo que el desplazamiento espacial remite al plano de la conciencia. Por ejemplo, el narrador caracteriza a Epitafio en las siguientes palabras: “reduciendo la marcha del gran Minos, al tiempo que acelera más y más su mente” (Monge 319). En otras partes, el zeug- ma logra articular esa fusión, por ejemplo, en una secuencia referente a Estela, aquí referida como “Oigosóloloquequiero”:

Oigosóloloquequiero pone en neutral su camioneta y su mente: el descenso del convoy que ella encabeza de igual for- ma que ha empezado, en su memoria, otro descenso: está Es- tela sumiéndose en los años que vivió en el Paraíso al mismo tiempo que se hunden su Ford Lobo y las dos viejas estaqui- 182 Christian Sperling

tas en las pendientes que conducen al balcón de las montañas donde se alza el Paraíso (Monge 73).

Como en el caso de la primera cita de este apartado hay figuras re- tóricas (el zeugma y el paralelismo) y el léxico espacial (“descenso”, “su- miéndose”, “hunden”, “alza”, etcétera) que vinculan al personaje con el vehículo para construir el desplazamientos en el espacio y el tiempo como movimiento que evoca la memoria. En este sentido, los personajes recorren una topografía simbólica, un espacio saturado de memorias, que figura a la vez como reflejo de su estado de ánimo. Por ejemplo, en el mencionado hospicio el Paraíso, que también opera como prostíbulo, Estela se enfrenta a los recuerdos desagradables de su niñez. Complementario al sentido de fuga que ad- quiere el continuo desplazamiento, el intento de olvidar está relaciona- do con metáforas espaciales y el empleo del zeugma:

los nombres que hace años rascó encima de las piedras de- solladas: Mario, Sixto, Valentín, Abelardo, Juan, Esteban y Ramiro. ¡Qué culera fuiste… mira que darme tantos nom- bres… que haber dicho tantas veces: ése de ahí… ése sí es tu papito! Sacudiendo la cabeza, Estela saca de su mente los nombres que leyó hace apenas un segundo y después saca del hospicio su mirada […] ahuyenta por completo su pasado, masticando la frase que le dijo un día Epitafio: el pasado está más cerca en la memoria que en el tiempo (Monge 90-91).

Los nombres que grabó Estela en su vieja habitación refieren a algunos de los clientes de su madre, quienes consecutivamente figuraron como padres en su fantasía infantil. El espacio interior es reminiscente de un pasado traumático y el exterior se antoja como posibilidad de libe- ración del mismo. También en el caso de Epitafio podemos observar cómo cambiando las velocidades de su camioneta, atraviesa fugazmente su memoria, al tiempo que el desplazamiento por el espacio lleva al personaje casi obsesivamente a lugares reminiscentes de su pasado. Su Narcocultura de norte a suR 183 trayecto adquiere el sentido de un intento fútil de poner distancia entre sí mismo y la presencia de sus recuerdos67.

IV.

Uno de los potenciales estéticos de la literatura es hacer que las abstrac- ciones sean figurativamente concretas y fenomenológicamente experi- mentables. En nuestro caso, la concepción del espacio simbólico alude constantemente tanto a la memoria y el olvido como a la deshumani- zación de los personajes, quienes, en palabras de la novela se reducen a “arrastrar su humanidad por el asfalto” (Monge 276). Una de las es- trategias para ficcionalizar la deshumanización es suprimir la diferencia entre lo humano y su entorno:

Sepelio y Mausoleo tirados uno junto al otro bajo el motor descompuesto y salpicado por la sangre del ternero, asfixián- dose además en el calor infernal al que dan forma el calor que emana del corazón mecánico del Minos y el calor que aplasta al Llano de Silencio a pesar de ser madrugada, escucharon el pasar del vehículo que sigue alejándose del sitio en que se encuentran (Monge 275).

El discurso narrativo indica posiciones dentro del espacio sim- bólico; incluso el único objeto en movimiento (el vehículo) sirve para

67 Otro elemento que contribuye a la espacialidad simbólica de la novela es el hecho de que los personajes se definen por medio del lugar que ocupan; hecho que, a su vez, es alusivo a la lógica de producción y explotación. También en las transformaciones de los nombres de los personajes, más que “individuos” los personajes figuran como “posiciones” en el espacio. Por ejemplo, al intuir que Sepelio conspira contra Epitafio para sustituirlo en la banda de trafican- tes de personas, Mausoleo expresa la siguiente fórmula enigmática: “Voy a ser tú yo dentro de un rato… seré al final del día el que tú has sido” (Monge 277). Este cambio de lugar es emblemático de un ciclo de producción que opera con base en continua lógica de aniquilación y suplementación de seres humanos. De este modo, el desplazamiento es un movimiento simbólico que no sólo adquiere el sentido de una huida ilusoria, sino que también figura como intento de escapar de la implacable lógica cíclica y repetitiva que opera con base en la continua sustitución (o desplazamiento) de los mismos sujetos que beneficia efímeramente. 184 Christian Sperling

concretar la ubicación de los personajes. A la par, se desnivela la di- ferencia entre los diversos entes, como sucede en el caso de la triple alusión al calor infernal (de camioneta, entorno y personajes). Esta ten- dencia a generar contigüidad conduce a la condensación narrativa en el espacio simbólico. Éste, a su vez, tiene múltiples connotaciones porque alude, como veremos, a un entorno selvático donde rige la ley del más fuerte, así como al “campo”, en el sentido de Giorgio Agamben, donde prima la violencia, se normaliza el estado de excepción y se produce “nuda vida”: un estado de deshumanización radical, en el cual el sujeto se vuelve irreconocible como ser humano. En este espacio los personajes carecen de autonomía, están com- pletamente sujetos a la lógica que impone la trata de migrantes. Emble- mática de la disminuida importancia que tiene el ser humano dentro de esa racionalidad de explotación, es la ausencia de un sujeto (gramatical) explícito en la primera oración de la novela. Además, a lo largo del primer párrafo, la acción principal emana de una máquina, misma que en otras partes es personificada con el nombre de un ser mitológico, Minos, que en ocasiones “eructa”:

También sucede por el día, pero esta vez es por la noche. En mitad del descampado que la gente de los pueblos más cercanos llama Ojo de Hierba, un claro rodeado de árboles macizos, lianas primigenias y raíces que emergen de la tierra como arterias, se oye un silbido inesperado, cruje el encen- derse de un motor de gasolina y desmenuzan la penumbra cuatro enormes reflectores (Monge 13).

La naturaleza se personifica mediante sus “arterias”, y así se trans- forma en un actor más, que condiciona el destino de los personajes. A esta prosopopeya complementan otros elementos que desdibujan las diferencias entre humanos y animales. En otra escena, en la cual los personajes atropellan premedita- damente a un ternero, se pone de manifiesto que el espacio simbóli- co condensa cuatro elementos (humanos/lugares/máquinas/animales). Narcocultura de norte a suR 185

Aquí la conjunción “donde” y los demás referentes espaciales no sólo consignan el lugar del choque, sino que, a modo de un cuadro cubista, traslapan diversas perspectivas:

Minos llega hasta el lugar donde el ternero aprieta la quija- da, vuelve la cabeza hacia la noche, cierra sus dos párpados y tensa cada músculo del cuerpo. El golpe del metal contra la carne, que recorre el Llano de Silencio haciéndole hoyos a la noche, sobresalta la cabina a los tres hombres que antes aún de que comprendan lo que sienten oyen cómo truena el quebradero de los huesos y tendones: no imagina ni uno de ellos que un pedazo de costilla ha alcanzado el motor que los arrastra (Monge 269).

La “simbiosis” violenta entre el vehículo y el bovino es otra mues- tra más de la tendencia a desdibujar las diferencias para condensar el relato. Debido a la seriación de acciones en la primera oración, el cho- que parece acontecer en cámara lenta: el tiempo se dilata para que el discurso narrativo pueda consignar las múltiples posiciones de objetos, personajes y sus relaciones. A la par, la supresión de las comas en la parte referente a la cognición de los tripulantes genera la impresión de la caótica simultaneidad de los acontecimientos. En un comentario me- taficcional, Las tierras arrasadas revela la intención paradójica de cons- truir contigüidad dentro de esos frenéticos movimientos de fuga que motivan las trayectorias de los personajes: “Encimándose unos sobre otros, como si alguien colocara las diapositivas de la historia de Epita- fio, Estela y los dos chicos de la selva sobre estas otras: las diapositivas de la historia de Sepelio, Mausoleo, el padre Nicho y Merolico, los su- cesos que aquí siguen emborronan sus fronteras, huyendo apresurando unos de otros” (Monge 284). La simultaneidad aludida se realiza en y conduce a la contigüidad espacial ya comentada: si bien inicialmente las tramas figuran como líneas de fuga que dan sentido a la construcción proporcional de los objetos en el espacio, lo que genera la proyección de las diversas tramas (y otros ele- 186 Christian Sperling

mentos) una sobre la otra es un espacio condensado, cuya profundidad simbólica aumenta al avanzar la condensación del discurso narrativo. El orden espacial simbólico tiene otras implicaciones: por una parte, la violencia que es ejercida sobre los migrantes es representada como propia de un espacio donde rige la ley del más fuerte, indiferente al sufrimiento humano. En general, el espacio de la novela es domina- do por el ritmo de la naturaleza: destaca la sonoridad de la fauna de la selva, distintiva de diferentes horas del día. Complementario a la lógica darwinista que rige el espacio, el escenario de la vejación de los migrantes es un lugar imaginario denominando “la patria”. No se trata de un espacio que coincida con algún territorio nacional, pues la novela da por hecho que los migrantes transitan entre dos “patrias arrasadas” (Monge 27), entre dos territorios, aunque separados por una frontera, indistintamente devastados. De modo que los migrantes pasan de un espacio de violencia a otro, de un círculo infernal al siguiente. En cam- bio, son los mismos personajes quienes evocan “la patria”, lo cual tiene una implicación directa para las características del espacio en el cual interactúan victimarios y víctimas68:

– ¿Quién es la patria? –vocifera Estela dándose la vuelta. – ¡Yo soy la patria! –responde Epitafio abriendo los brazos teatralmente. – ¿Y qué quiere la patria? – La patria quiere que se hinquen. – Ya escucharon: ¡hínquense ahora mismo todos!

68 De modo parecido, Amarás a Dios sobre todas las cosas concibe el espacio deshumanizador en el cual están recluidos los migrantes y el poder soberano de los victimarios que deciden sobre vida y muerte, un “campo” en el que se produce el estado de excepción y “nuda vida”. El jefe de la banda de secuestradores introduce a los migrantes a las reglas que rigen el campo de detención: “Yo soy la ley, hijos de la chingada, y con mi pinche ley no se juega […] Aquí ustedes no hablan, no piden, nada de tener hambre, de querer su peluche, de pedir por su madre, aquí ustedes son mierda, ustedes no son nada, cabrones, nada, y si por ahí les damos de comer no es porque creamos que son humanos, no, mierdas, les damos por puro corazón y para que no se nos mueran, porque luego empiezan a apestar, y se agusanan todos, y no se lo vamos a permitir, eso sí que no, este es un lugar limpio, y si alguien quiere morirse nos avisa y allá fuera le damos un tiro, pero aquí adentro nadie se muere, por eso les vamos a dar sus frijoles de mierda y su agua de mierda” (234-235). Narcocultura de norte a suR 187

– La patria dice: que se tumben sobre el suelo –añade Epitafio él también gritando y fingiendo, con los brazos una deferencia. – ¡Todos bocabajo! –ruge Estela: – ¡Y no se muevan… no los quiero ni siquiera ver temblando! (Monge 26-27).

De acuerdo con las reflexiones de Giorgio Agamben, “la patria” podría remitir a las modalidades operativas de un “campo”, donde los victimarios adquieren absoluta soberanía sobre vida y muerte, se suspen- de la ley para que el estado de excepción se erija como regla. Esta entidad fantasmagórica de “la patria” permite a los perpetradores actuar en su nombre, imponer reglas arbitrarias, normalizar la violencia y justificar la vejación y extorsión. Siguiendo al filósofo italiano, en el “campo” colapsa la distinción entre la vida biológica y la vida política –aquella que tiene derechos–, de modo que el sujeto, despojado de toda humanidad, se re- duce a la nuda vida, proceso que también reflejan los nombres que em- plea la novela en referencia a la víctimas. Como condición de posibilidad de la violencia extrema, el “campo” permite que el victimario actúe libe- rado de cualquier consideración moral o responsabilidad ética: la víctima puede ser violentada o asesinada sin que implique alguna consecuencia. En otro orden de ideas, pero también en términos de regla y ex- cepción, puede interpretarse el epígrafe de Las tierras arrasadas, tomado de La naturaleza de los dioses de Cicerón. Contrario a las expectativas de una trayectoria exitosa que tienen los migrantes que atraviesan el territorio mexicano, dicho paratexto invierte el panorama: “Entonces, vosotros los que pensáis que los dioses se desentienden de las cosas humanas, ¿qué decís de todos estos hombres salvados gracias a su inter- vención? Pues digo lo siguiente –contestó–: ahí no están representados los que se ahogaron, que son mucho más numerosos” (Monge 9). La salvación de pocos frente al hundimiento de la mayoría in- visible: de esta forma, Las tierras arrasadas pretende desenmascarar el fenómeno de la búsqueda del sueño americano como catástrofe hu- manitaria. Y es aquí donde a esa ficción que impulsa la migración año por año, la novela opone la representación de “otra economía”, la que explota y aniquila a los seres más excluidos y vulnerables. 188 Christian Sperling

V.

Como aclara una nota al final,Las tierras arrasadas integra testimonios de migrantes reales y se basa en la reescritura de La divina comedia, intertextos marcados en cursivas, los cuales así se distinguen del resto del discurso narrativo69. De esta forma, la novela recurre a una obra canónica que, amén de las ilustraciones de Gustav Doré, ha acuñado profundamente el imaginario occidental sobre el infierno. Esta inter- textualidad coadyuva a la construcción circular del espacio y se mani- fiesta tanto en los topónimos (El Paraíso, El Purgatorio, El Infierno)70 como en algunas analogías entre los protagonistas, Estela/Epitafio, y Dante/Beatriz71. Sobre todo, Las tierras arrasadas, transpone y actuali- za numerosos elementos dantescos para escenificar el desplazamiento

69 Otra dimensión intertextual es la dramatúrgica: el autor concibió el texto inicialmente como obra teatral (véase “Las tierras arrasadas, novela que busca…”), lo cual se nota en el predomi- nio del presente narrativo, el error trágico en la construcción de la intriga que gira en torno de la traición, la unidad del tiempo de la acción que no rebasa un día, la estructura del texto en tres capítulos (o actos) y dos intermedios, personajes y situaciones tragicómicos, las voces testimoniales intercaladas de los migrantes que contrapuntean el relato a modo de un coro y en la presencia de diálogos muy dinámicos que propulsan el avance de la trama. 70 El Purgatorio se encuentra en el inicio de la trayectoria de los migrantes: las cuevas escondidas en la selva, donde pasan la noche antes de cruzar la frontera. En varias ocasiones, la entrada de esas cuevas, ubicada en una selva oscura, es descrita como “garganta de la tierra” (Monge 307), otro eco de la obra de Dante. El crimen perpetrado en este lugar es significativo para la lógica mortífera del ciclo de producción en el cual entran a partir de ese momento los migrantes, porque el acto de asesinar a una mujer embarazada en dichas cuevas simboliza la destrucción del ciclo de la vida y consigna el sistema de tráfico de personas como ciclo de la muerte. El Infierno es el espacio donde los cuerpos son incinerados: “donde la pila de cadá- veres desechos se desangra y donde el humo tibio, serpenteante y ceniciento de los tambos, se convierte en denso, ardiente e irrespirable” (Monge 245). 71 La relación amorosa entre Estela y Epitafio, acusa algunas semejanzas con la relación entre Dante y Beatriz: si bien las visiones de Beatriz le sirven a Dante como guía a lo largo de su camino por el Purgatorio y el Paraíso, a Epitafio aparece el rostro imaginario de Estela; es su donna angelicata que podría significar su purificación y la salvación. En otra parte, como una inversión de La divina comedia, Epitafio figura como guía de Estela, lo cual expresa en una metáfora espacial: “¡te había dicho que sería siempre tu mapa… te lo había prometido!” (Monge 321). La parte del cuerpo más notoria de Beatriz –sus ojos– también adquieren un papel fundamental en el desenlace de Las tierras arrasadas, pues en un acto de automutilación Estela se corta los ojos después de enterarse de la muerte de Epitafio. Los deseos de los per- sonajes de unirse se frustran: mientras La divina comedia culmina en la visión del orden divino y celebra la unión entre Dante y Beatriz en el Paraíso, Las tierras arrasadas enfatiza la pérdida de orientación y de razón del sujeto. Narcocultura de norte a suR 189 de los migrantes como viaje al inframundo, en el cual paulatinamente aumentan las crueles vejaciones. De esta forma, Las tierras arrasadas, logra una hibridización entre una escritura realista y una narrativa den- samente simbólica, a la cual caracterizan rasgos arcaicos y figurativos. Por ejemplo, si bien Dante concibe a Minos como demonio cuya cola coloca a las almas de acuerdo con sus pecados en los diferentes círculos del infierno, enLas tierras arrasadas el nombre mitológico remite al tráiler que distribuye a los migrantes en los lugares donde sufren diver- sos maltratos. Asimismo, la novela alude constantemente a la pérdida de esperanza en los fragmentos que reescriben el intertexto dantesco, el cual es un motivo frecuente en La divina comedia, al tiempo que se sirve de la expresión “sombras” en referencia a las víctimas, palabra que emplea Dante para nombrar a las almas en pena, atormentadas por los demonios, que en el caso de Las tierras arrasadas son los integrantes de la banda de traficantes de personas. En la reescritura de fragmen- tos del texto de Dante hay una actualización del intertexto que genera una especie de efecto de extrañamiento, porque soslaya la referencia explícita a las acciones violentas, de modo que provee el relato con una dimensión figurativa, misma que requiere de una decodificación más elaborada por parte del lector: “¡Aquí hay otro baleado!, asevera el que obedece y el murmullo de los seres que cruzaron la frontera sube varios decibeles, al mismo tiempo que se escucha, en la distancia, el enjambre de los tábanos, moscones y langostas que a hacer presa de las cosas y los hom- bres viene” (Monge 339). En cursivas, la novela destaca la reescritura del intertexto72, y éste continúa narrando los efectos de las metralletas que se descargan sobre el grupo de migrantes y polleros: los insectos que atormentan a las al- mas del infierno dantesco, se vuelven metáforas de los proyectiles mor-

72 Cabe considerar que la mayoría de los fragmentos intercalados no son citas literales de La divina comedia, pues en la búsqueda en diversas traducciones al castellano no se pudo compro- bar su existencia tal como aparecen en la novela. Si bien figuran diferentes insectos entre la fauna que flagela a los pecadores en diversas partes de La divina comedia –en particular, halla- mos “tábanos y avispas” –, con alta probabilidad, no se trata de una cita literal, sino de una recreación. De este modo, nuestro ejemplo indica que el autor de Las tierras arrasadas se toma la libertad de reescribir el intertexto para actualizarlo y generar un espacio simbólico propio en su novela. 190 Christian Sperling

tales. De esta forma, las penas del imaginario medieval se actualizan dentro de un escenario contemporáneo, al tiempo que otorga profun- didad simbólica a la dimensión testimonial. La intertextualidad también genera contrastes entre tres registros estilísticos diferentes, los cuales conducen a una polifonía que enfrenta la perspectiva de víctimas y victimarios:

Obedientes, Sepelio y Mausoleo bajan la cabeza, rodean a Minos y así abordan el vehículo en que fueron encerrados los ciegos de esperanza, los sufrientes cuyas lenguas anudadas lanzan sus palabras inconexas. Hacia la espalda… sogas de plástico… grande, vieja, oscu- ra… pinzas afiladas… vendaron nuestros ojos… colgados con candados… frío en la espalda… que nadie grite… que- jidos, puros quejidos… cadena y tubos… motor sonando… mecernos… otra vez todo… tenso el cuello (Monge 144).

La mitad del primer apartado en letra redonda pertenece al re- gistro realista de la novela, se yuxtapone a la reescritura de La divina comedia. Ésta a sus vez sirve como comentario sobre la forma del si- guiente testimonio de los migrantes (aquí posiblemente ficcional, por las redondas), que está intercalado en una cita a bando. Destaca la di- ferencia manifiesta en el leguaje y la sintaxis arcaicos de las referencias al intertexto dantesco, por una parte, frente al lenguaje eminentemente coloquial y oral que prevalece en el discurso narrativo que relata sobre todo las acciones de los victimarios, y, por otra, frente a los testimonios reales que integran el discurso narrativo con la perspectiva de las vícti- mas. Ésa complementa la focalización predominante en los victimarios por medio de una perspectiva limitada, porque los migrantes se en- cuentran confinados a un contenedor del tráiler o encerrados en casas de seguridad. Algunos de los testimonios intercalados se encuentran literalmen- te en el segundo informe sobre el secuestro de migrantes de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (2011). Estos intertextos a menudo Narcocultura de norte a suR 191 expresan miedo y desorientación ante la violencia padecida, así como tematizan expectativas y motivaciones de los migrantes, recuerdos de los hogares que dejaron atrás y experiencias con estancias anteriores en los Estados Unidos. Los testimonios son presentados como una especie de coro, un contrapunto narrativo a las acciones de los perpetradores: ya en la primera página de la novela, el narrador introduce las voces que “dan comienzo al cantar de sus temores” (Monge 13). Los testimonios están ordenados para reconstruir una secuencia de un secuestro, misma que conduce a la paulatina deshumanización de las víctimas:

Ése me violó. Me puso bocabajo y me violó mientras hablaban. Otros dijeron que estaba yo bien rica y que querían también darme. Y me violaron esos dos al mismo tiempo. Otro me gol- peaba la cara con los pies. Y otro me pegó con la palma de un machete hasta sangrarme (Monge 47).

Nos devolvieron a la troca esa grandota… nos amarraron otra vez… nos aventaron al piso y nos pegaron y gritaron… nos vol- vió el miedo… pero ya era otro miedo… no había fuerzas de temblar… no había fuerzas de sentir nada… no había ni qué pensar ni qué decir ni qué llorar tampoco (Monge 143).

Estos testimonios contrastan con la actitud de los victimarios, para los cuales violentar a los migrantes parece una actividad cotidiana. Esa “banalidad del mal” destaca, por ejemplo, cuando los victimarios comentan un partido de fútbol mientras torturan a los migrantes. Es importante insistir que la violencia que describe Las tierras arrasadas está económicamente motivada: en cualquier momento la novela insis- te en el valor de cambio de los migrantes, de que se trata de una mer- cancía; incluso en el momento en el cual los cuerpos son incinerados, es contabilizado el costo de la desaparición de los cuerpos. Existe, posiblemente, una tercera dimensión intertextual que cobra relevancia para la organización del proceso de explotación y aniquilación de los migrantes: la historiografía del holocausto. Mon- 192 Christian Sperling

ge no deja ninguna duda acerca de su intención de reconstruir un “campo”, donde los migrantes figuran como vidas desechables. La úl- tima página de la novela califica la violencia que sufren los migrantes como “último holocausto de la especie” (Monge 341), al tiempo que la contraportada advierte al lector que Las tierras arrasadas “cuenta el holocausto del siglo xxi”. Siempre problemáticas, las comparacio- nes con el genocidio nazi suelen transmitir un mensaje de violencia superlativa (una clara estrategia mercadotécnica), además del “aura de sacrificio” que equivocadamente evoca el término “holocausto” (Agamben). No obstante, al igual que la literatura testimonial sobre el genocidio nazi, Las tierras arrasadas parte de la interrogante ¿qué pasa con el sujeto cuando está expuesto a condiciones deshumanizadoras que lo reducen a la nuda vida? Si revisamos la resignificación de la trayectoria del migrante frente al modelo mencionado, encontraremos elementos que refle- jan un proceso en el cual el migrante entra en un espacio anómico donde rige el estado de excepción, un proceso que culmina con su deshumanización y su aniquilación. Entre estos elementos reminis- centes del genocidio nazi, que resignifican la trata de los migrantes, se encuentran el despojo inicial de las pertenencias de la víctimas cuan- do entran al “campo” llamado “patria”; la selección de los migrantes que ingresan al ciclo de explotación y aniquilación; la masacre de los restantes que no pueden ser transportados; el trabajo esclavo en un campo vigilado; la integración forzada de víctimas al grupo de los victimarios para cometer actos de violencia; el acto de quemar los cuerpos recurriendo a la mano de obra de las propias víctimas y la pérdida del nombre de las víctimas.

VI.

En el contexto de la violencia ejercida contra los migrantes, el nombre es un elemento importante en la construcción de la memoria, pues conocer los nombres es el primer paso para trascender el carácter anónimo e inhu- Narcocultura de norte a suR 193 mano de las estadísticas de víctimas o desaparecidos. Al mismo tiempo, el nombre en posición de sujeto gramatical, junto con el predicado, bien puede considerarse un elemento mínimo para la integración de un relato, lo cual se refleja en la productividad de la perífrasis73 en Las tierras arrasa- das. Como parte de la estrategia testimonial, los nombres de los personajes ocupan un lugar central en el discurso narrativo que ficcionaliza un “ciclo de producción”, consistente en la explotación de migrantes y destrucción de vidas humanas, que inicia con la pérdida del nombre. Al mismo tiem- po, los personajes son referidos de acuerdo con el lugar y la función que ocupan dentro de dicho ciclo: el nombre se vuelve predicación. Así vistos, los nombres son fragmentos narrativos, porque relatan las expectativas, esperanzas y sentimientos, la posición, el estado físico y psíquico, el origen y el destino, la violencia y sus efectos, las relaciones entre los personajes. La función de los nombres en Las tierras arrasadas radica en trazar un mapa minucioso de ese territorio aludido en el título y ubicar en él a los sujetos que produce. Al mismo tiempo, es importante considerar la distribución espacial de los nombres a lo largo del discurso narrativo circular, pues éste relata un ciclo de producción, en el cual las víctimas quedan reducidas a la absoluta negatividad, la nuda vida. Es por me- dio de la permutación de los nombres que la novela reconstruye cómo las víctimas paulatinamente pierden su humanidad transitando por el espacio. A lo largo de la novela, existen diversos tipos de nombres que podemos clasificar de acuerdo con sus procedimientos formativos: (1) nombres de cuna que remiten a una identidad anterior al ingreso de los personajes al sistema de la trata de personas, (2) nombres “fúnebres”, préstamos del campo semántico de la muerte que se usan en referencia a los victimarios74, (3) nombres formados mediante perífrasis, en su

73 Perífrasis o circunlocución: “Es una figura que consiste en indicar una persona o una cosa indirectamente, mediante un rodeo de palabras” (Marchese y Forradellas 314). La caracteriza- ción de los personajes por medio de perífrasis es un procedimiento lingüístico productivo en el mismo intertexto de Dante; por ejemplo, en referencia al ser supremo, Dante se sirve de la siguiente expresión: “¡Y os castiga quien todo lo gobierna!” (151, mis cursivas). Así las perífrasis en el texto de Dante remiten a la esencia del ente nombrado. 74 Entre el grupo de los victimarios destacan los personajes que llevan nombres alusivos a la muerte. Además de Cementeria, Osaria, Ausencia, Hipogeo, Osamenta, Hoyo encontramos a los protagonistas Estela y Epitafio y a los antagonistas Sepelio y Nicho. 194 Christian Sperling

mayoría oraciones subordinadas con función adjetiva que consignan el lugar que ocupan los personajes en el ciclo de producción o explican la relación que existe entre ellos, (4) nombres que contienen una rees- critura de La divina comedia, a menudo integrados en dichas perífrasis, (5) contracciones de lexemas o perífrasis que funcionan como epítetos o sustantivos con mayúscula. En el grupo de las víctimas se observan más permutaciones nomi- nales. En muchas ocasiones, los migrantes son referidos como “hombres y mujeres” o “seres”, sustantivos de los cuales luego se desprende una oración subordinada. Como parte de la construcción circular de la no- vela, los nombres que aparecen en el comienzo y al final enfatizan que los migrantes acaban de cruzar la frontera75. En este sentido, la novela en su conjunto se construye como un círculo infernal: un espacio don- de consecutivamente entran seres humanos sin posibilidad de escapar. Cabe destacar que esta circularidad se refuerza con locuciones temporales insertadas en las perífrasis al final de la novela76. También en el caso de otros nombres, éstos refieren las coordenadas espacio-temporales de los personajes dentro del sistema de la trata de migrantes. Una lógica pare- cida rige la temporalidad que encontramos en las perífrasis que relatan el sufrimiento de los migrantes a manos de la banda de traficantes, como en el caso de la oración que encontramos al principio de la novela “que perderán también muy pronto el nombre” (Monge 27). Hacia el final de Las tierras arrasadas, en cambio, observamos nombres que contienen locuciones adverbiales que refieren características que “aún” o “todavía” poseen los migrantes, los cuales están a punto de entrar “al infierno” y perder estas cualidades. Este procedimiento temporal, cuyo referente fi- nal es el momento de la completa deshumanización, contribuye también a la construcción circular del espacio simbólico.

75 Por ejemplo, al principio de la novela: “que vienen de muy lejos” (13, 15, 74), “que cruzaron las fronteras” (14), “que salieron de sus tierras hace días” (14), “que vienen de otras tierras” (17, 23, 37), “que vinieron desde lejos” (23), “que escaparon de sus tierras” (26), “que viola- ron las fronteras” (37), “que vinieron de otras patrias” (40), “que llegaron caminando al claro Hojo de Hierba” (59). 76 Por ejemplo, al concluir la novela: “que cruzaron la gran borda hace muy poco” (257), “que llegaron de otras patrias hace nada” (261), “que hace poco atravesaron el gran muro que divide en dos las tierras arrasadas” (303). Narcocultura de norte a suR 195

Tanto en las perífrasis como en las sustantivaciones que se deri- van de ésas, observamos la presencia de los adverbios temporales que insinúan la inminente transformación de los sujetos en la maquinaria de explotación: de seres que pierden su nombre (o su alma, fe, sombra, voz, lengua, cuerpo), de modo que se transforman en seres despojados de alguna esencia vital77. Esta carencia es constitutiva de las víctimas, como expresan las perífrasis y sus sustantivaciones derivadas con ma- yúsculas que aparecen al final de la novela. Con respecto a estos nom- bres que integran la preposición “sin” podemos observar la tendencia de que aparecen en un primer bloque relacionado con oraciones subor- dinas que vinculan el sustantivo con las lamentaciones sobre la violen- cia padecida78. Avanzado el proceso de deshumanización, los nombres perifrásticos aparecen solamente como sustantivos, como si el ciclo de producción hubiera arrojado sujetos esencialmente reducidos a la nega- tividad79. Asimismo, encontramos nombres formados con fragmentos que presentan recreaciones de La divina comedia. Estos consignan, en las primeras dos terceras partes de la novela, los efectos de las acciones que padecen los migrantes: indefensión, impotencia, desesperación,

77 Por ejemplo, “Elqueaúnpresumedesombra” (201), “Elquetieneaúnnombre” (258, 302, 339), “LaquecuentaaúnconDios” (258, 264, 306, 339), “Quienaúnpresumedealma” (208, 258, 301, 339), “Elquetodavíatienecuerpo” (258, 264, 301, 306, 339), “Laquetieneaúnsusombra” (259, 302, 306), “que aún conservan la esperanza” (259), “que aún abrazan sus anhelos” (260), “Quienaúnnocantaasustemores” (264, 302), “que aún tienen un Dios, un nombre, un alma y una sombra” (300), “Quienaúntienesuvoz” (307, 308, 339), “Elquetodavíatienesulengua” (307, 339), “Elqueusarayamuypocosulengua” (340). 78 Por ejemplo, “los sinnombre cuyas almas traicionó el Dios sordo que invocaron al sentir que era su suerte arrebatada” (74), “los sinnombre que llegaron de otras tierras” (111), “los sinDios que vienen de otras patrias” (117), “los sinnombre que otra vez han sido encerrados en la caja del gran tráiler” (142), “los sinalma cantando sus horrores” (143), “los sinalma que aún yacen sobre el suelo de la estaquita azul marino y a los sinDios que siguen encerrados en la estaca rojo sangre, quienes ponen a andar sus pies de un lado al otro, deshaciendo el círculo que habían formado en torno del más viejo” (158), “los sinalma que cruzaron las fronteras, quienes no han callado aún sus lenguas temblorosas ni tampoco sus gargantas desgonzadas” (188). 79 Por ejemplo, “los sintiempo” (194), “los sincuerpo” (195), “los sinsombra” (196), “los sinlen- gua” (248), “los sinsombra” (248), “los sinvoz” (248). 196 Christian Sperling

dolor y sufrimiento80. Como una consecuencia de la deshumanización que acontece en el “campo” se produce el desconcierto sobre la con- dición humana de las víctimas, “que sin estar muerto camina ya en el reino de los muertos” (Monge 35). El conjunto de los nombres integra un proceso en el cual los migrantes pierden sus atributos humanos, y por ende, son reducidos a la nuda vida.

VII.

A modo de conclusión, los desplazamientos en el espacio simbólico de Las tierras arrasadas son alusivos tanto a la construcción de la me- moria como al ciclo de producción en que consiste la trata del mi- grante centroamericano. Víctimas y victimarios padecen una pérdi- da de orientación y una deshumanización dentro de este espacio. El movimiento frenético de los perpetradores refleja la desorientación de sujetos traumatizados, que carecen de autonomía frente a la lógica de una maquinaria que explota a seres humanos; el contrapunto narrativo

80 Por ejemplo, “que maldicen su ascendiente y su semilla” (26), “que sin estar muerto camina ya en el reino de los muertos” (35), “quienes no han dejado de escuchar aquella voz que inquieta, el rumor pues de ese ser que aquí aventura su tormento” (37), “que vinieron de otras patrias y escuchando el concierto de quejidos y de ruegos con que éstas bañan su tormento” (46), “cuyos cuerpos han sido horadados por la niebla de otros seres anhelan que el polvo se convierta en tierra y se les echan luego encima a paladas” (48), “los sombríos y mudos cuyas almas les han sido también ahora arrebatadas” (77), “los lamentos de los que ya no esperan nada de la suerte” (79), “que padecen los castigos de la patria que se traga los anhelos y sepulta los recuerdos” (80), “que no esperan nada ya del cielo porque su Dios los ha dejado” (82), “cuyo Dios es sordo a ruegos” (85), “los que duermen porque sólo así logran lograr su suplicio” (97), “que no pueden ya esperar nada del cielo” (99), “que no podrán pronto poner otra vez coto a sus lloreras” (111), “que yacen otra vez turbados, pálidos como aquel que se desmaya y rígidos de espanto como leños” (118), “que fueron arrancados de su alma” (119), “que segara el coro de las lenguas que a sí mismas se deshonran y se agravian” (120), “cuyos ojos ha cocido el llanto y cuyas almas ha el miedo descosido” (128), “los seres vueltos sombras que han perdido ahora su cuerpo y que si alguien intentara abrazar no asir podría” (134), “que no saben si aún les late el corazón dentro del pecho” (141), “los ciegos de esperanza, los sufrientes cuyas lenguas anudadas lanzan sus palabras inconexas” (144), “que en el pecho y en la garganta llevan ahora encerrada una tormenta” (148), “que agotaron hace rato su llanto y empujando por el ya-no- queda-nada comenzaron a contar su pasado” (185), “sus voces son de nuevo secuestrados y sus almas son de nuevo atropelladas” (189), “que vuelven a tragarse ahora sus lenguas” (191), “cuyas miradas ya no pueden referirse con palabras sólo atinan a escupir quejidos breves, hondos gritos y lamentos como ayes” (194), “cuyas almas sólo entienden de tormentos” (213). Narcocultura de norte a suR 197 de los testimonios de los migrantes complementa esta dimensión con manifestaciones de la angustia y la deshumanización. Dentro de esta configuración de un espacio simbólico, la transformación de los nom- bres es un fenómeno que, por una parte, refleja la deshumanización de las víctimas en el ciclo de explotación y, por la otra, remite a la pérdida del registro sobre las víctimas, quienes pierden, junto con su nombre, sus atributos humanos. Al mismo tiempo, los nombres son un registro de la violencia padecida dentro de la propuesta de configurar memoria sobre la migración centroamericana. De este modo, la compleja ma- quinaria narrativa de Las tierras arrasadas logra plasmar la dimensión traumática de la violencia y de la explotación que padecen los migran- tes centroamericanos: las diferentes escenas alusivas a la memoria y al olvido, las rupturas estilísticas debidas a la intertextualidad, así como la condensación narrativa que allana la diferencia entre humanos, má- quinas, animales y espacios confluyen en un relato que trasciende una escritura realista, para incursionar en la dimensión perturbadora del trauma que se resiste a la representación convencional en un discurso narrativo ordenado y transparente. En este sentido, cabe clasificar la propuesta narrativa como “realismo traumático”, porque el conjunto de los recursos estéticos contribuye a visibilizar la mediación entre ex- periencias límite y la (im)posibilidad de asimilarlas (véase LaCapra). 198 Christian Sperling

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Narcocultura de norte a suR 201

LOS NARCOS TAMBIÉN LLORAN: NARCOSERIES Y MELODRAMA

Ainhoa Vásquez Mejías81

Las narcoseries nos seducen, a pesar de la extrema violencia con que sus personajes actúan, a pesar de que a simple vista no tenemos héroes sino sólo villanos encargados de enviciar, torturar y asesinar inocentes, a pe- sar de que el amor pareciera no ser el tema central que nos engancha a la televisión capítulo a capítulo. Las narcoseries nos seducen, el alto rating que obtienen lo confirma y así vemos acrecentar el corpus televisivo con nuevas propuestas realizadas, incluso, en países tan ajenos a la industria del narcotráfico como es Chile o España. Pero, si simplemente vemos muertes tras muertes ¿qué es lo que nos atrae de este formato?, ¿cuál es el

81 Ainhoa Vásquez Mejías es Doctora en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam y de la Facultad de Le- tras de la Universidad Iberoamericana. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores Mexicanos. Ha publicado más de veinte artículos en revistas indexadas y capítulos de libros en torno a la violencia de género, el feminicidio y el narcotráfico, con enfoque en los estudios culturales. Es autora del libro Feminicidio en Chile: una realidad ficcionada. Este artículo es resultado del proyecto de investigación “EE.UU. mira a México/ México se mira a sí mismo: el narcotráfico como problema comparativo en las ficciones culturales estadounidenses y mexicanas”, que realicé como becaria posdoctoral unam, del Centro de Investigaciones sobre América del Norte. 202 Ainhoa Vásquez Mejías

factor que influye en que como espectadores nos sentemos a diario fren- te al televisor a seguir las hazañas de los grandes capos de las drogas, de sus sicarios y sus mujeres voluptuosas? En el siguiente artículo propon- go, que más allá de centrar el debate acerca de su contingencia, de si es moda pasajera o un producto que ha llegado para instalarse, la pregunta y la respuesta debiera dirigirse hacia su componente melodramático. En un primer acercamiento podemos ver que el eje melodramático por excelencia, el romance, ha sido desplazado. En un análisis más pro- fundo de sus contenidos, en cambio, podemos reconocer que muchos elementos del melodrama se mantienen intactos: existe una heroína/víc- tima, un villano y un héroe. La dinámica de premio y castigo se cumple y su justificación moral sigue siendo congruente con lo que se muestra a los espectadores: la maldad es castigada, mientras el bien triunfa. Las narcose- ries, por tanto, podrían ser circunscritas en el ámbito del melodrama y ser analizadas como cualquier telenovela. La diferencia consiste en que el bien y el mal, tan reconocibles en la telenovela clásica, tienden a difuminarse. La víctima/heroína a veces es una mujer ambiciosa, cuyo único fin en la vida es conquistar a un capo. En otras ocasiones, en cambio, son líderes de cárteles y, por ello, deben actuar con violencia y en la ilegalidad. Los hé- roes ya no son los sujetos valerosos que peleaban por el amor de una dama, sino narcos asesinos que, a pesar de derramar sangre, son generosos con su pueblo, padres de familia, aventureros. Los villanos, en tanto, son quienes están del lado de los gobiernos: mentirosos, desalmados y egoístas. Policías, militares, políticos, coludidos con narcotraficantes para obtener beneficios personales. Personajes en el polo del bien que, al final, reciben su premio y personajes en el polo del mal que, en el último capítulo, tienen un castigo. A lo largo de esta investigación se intentará desentrañar las simili- tudes y diferencias entre una telenovela clásica y este formato televisivo llamado narcoserie, motivados por un afán clasificatorio pero también con la idea de extraer las implicancias éticas que relacionan ambos gé- neros, separados a priori por una violencia excesiva. Partimos, entonces, sobre la premisa de que, a pesar del aparente distanciamiento entre un modelo romántico y otro sangriento, estas producciones conservan los rasgos predominantes del melodrama, otorgando una visión moralista Narcocultura de norte a suR 203 a un mundo atiborrado de lujos, drogas, traiciones y muertes. Debido a la gran cantidad de narcoseries que se han producido en los últimos años resultaría inabarcable centrarnos en cada una de ellas, sin embargo, el que posean estructuras y características comunes, nos permite recurrir a varias –aunque de manera superficial– con la intención de crear un cuerpo de análisis basado, no en las particulari- dades de cada una, sino en las tipologías que comparten y aquellas en las que difieren. Para efectos metodológicos, entonces, consideramos narcoseries cuya acción ocurre en Colombia: Sin tetas no hay paraíso (2006), El cártel de los sapos (2008), Las muñecas de la mafia (2009), Rosario Tijeras (2010), El capo (2009-2010), El patrón del mal (2012), La Viuda Negra (2013); narcoseries realizadas por la cadena que se ambientan en España, México y Estados Unidos: La Reina del Sur (2011), Camelia la texana (2014), Señora Acero (2014), El Señor de los Cielos (2013-2017), Dueños del paraíso (2015), (2016) y otras de Sony, producidas en conjunto con Teleset y : Señorita Pólvora (2015) y El Mariachi (2014). En este muestreo se ha intentado incluirlas a todas, al menos en lo que se refiere a la visualización de cada capítulo, no obstante, se recurrirá a ejemplos específicos sólo cuando se requiera, ya que desde el principio proponemos que las narcoseries presentan patrones comunes para efectos de catalogación e inserción en el melodrama tradicional. Para la com- probación de ello comenzaremos por explicitar los rasgos que definen a cualquier telenovela. Posteriormente, nos centraremos en el estudio de los personajes divididos en víctimas, héroes y villanos, como categoría de análisis narratológico propio del melodrama, con el fin de desentrañar a través de ellos, el código moral que transmiten este tipo de producciones.

Narcoseries y melodrama

En el 2016 se cumplieron diez años desde que el formato de las nar- coseries irrumpió en las televisoras latinoamericanas y pareciera que aún no sabemos a ciencia cierta de qué forma catalogar este producto, 204 Ainhoa Vásquez Mejías

si su éxito será momentáneo o si ha llegado para quedarse e imponer un nuevo género televisivo que irá más allá de sus detractores que lo acusan de extrema violencia o de sus fanáticos que crecen día a día. Lo indudable es que la cadena colombiana Caracol tv fue la responsable de las primeras conquistas de público debido al interés en retratar una historia nacional reciente, marcada por narcotraficantes poderosos y peligrosos que pusieron en vilo a toda la población. La vida de Pablo Escobar y las hazañas en torno al cártel del Norte del Valle y el cártel de Cali han servido de inspiración para crear ficciones televisivas que han alcanzado un alto nivel de audiencia. Caracol tv, desde entonces, abrió paso a un nuevo mercado audiovisual que potencializó Estados Unidos de la mano de guionistas, productores y actores latinoamericanos. Tele- visoras como Telemundo, Univisión, hbo, axn y tnt han incursionado también en la proyección de este tipo de realizaciones que se han dado en llamar narcoseries, debido a su formato dividido por capítulos y su vínculo con el tema del narcotráfico; eje central de la narración. Este formato, a pesar de su contenido plagado de sangre, violen- cia, asesinatos y traiciones, emparenta con las tradicionales, tal como lo han sugerido investigadores como Alfredo Cid, quien lo considera un subgénero situado entre la telenovela y la serie anglosa- jona; también Jorge Lozano, María Dolores Ordoñez y Diana Palaver- sich, quienes lo analizan, sin entrar en detalles, como un subgénero de la telenovela clásica que diverge de esta en relación a su contexto dramático que es el narcotráfico. Apreciaciones que compartimos y que buscaremos profundizar, por cuanto, hasta el momento, no existe una investigación contundente que no dé por hecho esta analogía sino que explique el porqué de esta afirmación. Para ello comenzaremos por de- finir qué es una telenovela y cuáles son sus matrices de sentido. La académica Marcia Trejo, define la telenovela de la siguiente manera: “es un melodrama televisado cuya historia se cuenta en capí- tulos o episodios seriados que deben seguirse consecutivamente para comprenderla. Por lo general gira en torno a una línea amorosa y una serie de dramas e intrigas que se estructuran con la intención de generar suspenso y así garantizar el seguimiento de la anécdota” (27). El amor Narcocultura de norte a suR 205 fue durante mucho tiempo el motivo melodramático por excelencia. No es posible imaginar una telenovela sin este componente: dos ena- morados que deben alejarse, a veces por razones de clases, a veces por influencia de terceros que buscan separarlos, otras veces por catástrofes naturales o acción del destino (Monterde; Fuenzalida, Corro y Mujica). El amor, así, debe superar miles de obstáculos antes de consumarse, muchas veces, en el matrimonio. Un premio al esfuerzo y la dedicación de los protagonistas que lucharon, arduamente, capítulo a capítulo, por estar juntos. Con el tiempo las telenovelas han ido modificando sus historias y de la clásica historia de la Cenicienta se ha dado paso a otras tramas más complejas que retratan la vida cotidiana de los habitantes de las metrópolis. Entre ellas, aparecieron las telenovelas cuyo centro era la aventura, con un protagonista que vivía diversos sucesos que ponían a prueba su inteligencia y vigor; las históricas, con una anécdota que giraba en torno a hechos fundamentales para la humanidad o un país determinado; las de terror y ciencia ficción, inspiradas en lo sobrenatu- ral, lo misterioso, lo imposible (Santa Cruz; Trejo). Asimismo, tomaron fuerza las telenovelas policiales, en las que un detective, siempre valero- so y atractivo, cumplía el rol de héroe siguiendo las pistas para resolver un misterio o un crimen y atrapar al villano. Homicidios, accidentes y asaltos eran frecuentes (Verón y Escudero). Quizás sea en esta última clasificación donde encontremos el antecedente más concreto de las narcoseries actuales, puesto que fue la primera producción en poner la violencia criminal en el centro82. Sin embargo, a esta tipología es necesario agregarle un eje básico que se repite en cada categoría, independiente de dónde se encuentre el énfasis temático: la lucha binaria entre el bien y el mal, el “espectáculo” del infortunio inmerecido (Real), la Virtud injustamente perseguida, y que tras muchas peripecias consigue, gracias a la ayuda de la Providen-

82 Este género se popularizó gracias a series norteamericanas de los años sesenta como Los intocables (transmitida desde 1959 hasta 1963) o El fugitivo (emitida entre 1963 y 1967). No obstante, al contrario de las teleseries policiales en que el héroe es un detective o policía desti- nado “a ser el que descubra el juego y muestre el culpable” (Munizaga 50), en las narcoseries los capos se presentan de forma heroica y los policías como seres corruptos. 206 Ainhoa Vásquez Mejías

cia, triunfar finalmente ante el vicio y la corrupción. Los actos del me- lodrama son, así, la puesta en escena de diversas formas de persecución que tiene que sufrir el inocente, cuyas desgracias se van intensificando a medida que avanza la obra hasta que en el último momento se produce el apoteósico triunfo de la víctima y el castigo definitivo del traidor. La moralidad, por tanto, es el foco que la constituye. Tanto las situaciones como los personajes ponen énfasis en virtudes como la ab- negación, el deber, la capacidad de enfrentar el sufrimiento, la genero- sidad, la devoción a las causas en que se cree, optimismo y confianza en lo divino. Asimismo, se realza la institución de la familia, la patria y la bondad; los villanos siempre serán los que busquen atentar contra esta estructura valorativa, mientras los héroes lucharán incansablemen- te por perpetuarla. La telenovela se constituye, en cierta medida, en una escuela de moralidad al retratar una ética inmortal. Consecuente con la búsqueda del bien y la lucha contra la mal- dad, los personajes “son tipificados y opuestos, representan una contra- posición de valores que se manifiesta en los hechos y en las palabras. Por un lado, el héroe y la heroína y, por el otro, los villanos, sin que medie entre ellos una reconciliación. Los héroes siguen conservando sus va- lores positivos, su pureza y los malvados continúan representando la transgresión a esos códigos morales” (Trejo 43). Esta oposición es la que propicia gran parte de las situaciones en la batalla entre estos dos polos. Este componente melodramático sustancial e inmutable se per- petúa también en las narcoseries. Existen personajes que se posicionan en el lado del bien y personajes que se circunscriben en el territorio del mal. No obstante, la bondad y la villanía parecen haber perdido, en cierto sentido, sus límites. Los propietarios de la violencia, tradicional- mente asociados a los villanos, son ahora los protagonistas. Este hecho que, a simple vista, pareciera un quiebre estructural con el melodrama clásico no hace sino continuar con la tradición de la telenovela, sólo que develando un problema social actual: la incredibilidad de la ciuda- danía frente a sus instituciones. En este caso, los traidores son aquellos que mienten garantizando al pueblo seguridad, tranquilidad y bienes- tar, mientras se enriquecen ilícitamente con el negocio de las drogas. Narcocultura de norte a suR 207

Los héroes, en cambio, son aquellos que, dedicándose a esta industria ilegal, ayudan a su gente, los apoyan económicamente, les dan trabajo y protección, todo lo que los gobiernos les niegan. Víctimas/heroínas, héroes y villanos mantienen sus características melodramáticas.

Heroínas victimizadas

En un melodrama tradicional las mujeres son víctimas. Si bien, son catalogadas como heroínas, este adjetivo no es producto de su conducta osada y épica, sino porque son la encarnación de la virtud y rebosan de cualidades sobrehumanas. Según indican Fuenzalida, Corro y Mujica, ellas son la concreción del bien en la tierra, puesto que pelean cons- tantemente por restablecer el orden moral y social que fue subvertido. La heroína/víctima, además de ser noble, humilde, sacrificada, sumisa, ingenua, bondadosa y bella, se puede decir que es “religiosa, de valores firmes y positivos, trabajadora, con limitada inclinación al erotismo, fértil, paciente, combina fragilidad y fortaleza, con poca inclinación a la defensa y mucho menos a la ofensa, educada, de aprendizaje fácil, tenaz, digna” (Trejo 113); y una interminable lista de cualidades ten- dientes al bien. Víctima, no obstante, por cuanto es la encarnación de la inocencia y la virtud, incluso hasta los límites de la estupidez, como indica José Enrique Monterde. Es por lo general un personaje poco activo pero que por su bondad obtiene un final feliz. La recompensa a su actuar es el ascenso social, la mayoría de las veces, legitimado en el matrimonio. Las narcoseries de Caracol tv y rcn (Colombia) han tributado de este modelo, convirtiendo a mujeres ligadas al narcotráfico en víctimas inocentes. Aunque muchas de ellas son más activas que las protago- nistas del melodrama tradicional, por cuanto luchan por ser amantes de capos (Catalina insiste en implantarse senos para conquistar a al- gún narco en Sin tetas no hay paraíso, Olivia arriesga a su familia y sus amigas, con tal de seducir a Braulio en Las muñecas de la mafia), son sicarias (Rosario Tijeras) o terminan encargándose de la producción y 208 Ainhoa Vásquez Mejías

distribución de la cocaína (Renata se convierte en mula, mientras Vio- leta ayuda a su padre zapatero a esconder la coca en los tacones en Las muñecas de la mafia), todas ellas, irremediablemente, son víctimas de su circunstancia: niñas que han sufrido la pobreza, el aislamiento, que provienen de familias inestables y seducidas por un mundo peligroso pero que les asegura lujos, al menos, momentáneos. Ingenuas, bobas, víctimas de narcos inescrupulosos que las usan como trofeos o como artículos de lujo para ostentar su poder83. Si bien no vírgenes, sí están expuestas constantemente a la agresión sexual del villano, como señala Marcia Trejo, por cuanto deben soportar violaciones a cambio de favo- res económicos o protección. Una primera impresión lleva a pensar que algunas narcoseries han roto con este modelo melodramático, al empoderar a sus protagonistas femeninas como las dueñas del narcotráfico. La Viuda Negra, La Rei- na del Sur, Camelia la Texana, Señora Acero y Dueños del Paraíso son producciones en que las heroínas no lo son por sus cualidades morales sino por su valentía, por su poder, por posicionamiento y liderazgo en un mundo masculino. Ellas son las propietarias de la violencia, ellas asesinan, trafican, establecen lazos con las diferentes mafias. Huyen, se esconden. Al contrario de las víctimas de las telenovelas clásicas, ellas lucen sus atributos físicos con ropa ajustada. En el melodrama más clá- sico, aquellas que se sitúan en el lado del bien, por lo general, tienen un maquillaje sencillo que demuestra la pureza de su rostro. Al contrario, son las villanas quienes visten provocativamente aludiendo a su lujuria. En las narcoseries, no obstante, ellas se exhiben. Su maquillaje es recar- gado y su vestimenta sensual. Con estos atributos podríamos posicionar a las protagonistas de estas narcoseries, no como víctimas ni heroínas, sino como villanas: trafican con sustancias ilegales, portan armas, asesinan, son perseguidas por el gobierno, se visten y maquillan de manera ostentosa. Una lectu- ra superficial, por cierto. En realidad, aunque parezca que estas series

83 Los críticos José Manuel Valenzuela Arce; Elsa Jiménez Valdez; Paola Ovalle y Corina Gia- comello y Lina Aguirre han analizado con profundidad el rol de las mujeres como trofeos o artículos de decoración en el narcomundo patriarcal. Narcocultura de norte a suR 209 quebrantan el estereotipo de mujer víctima, los atributos que se asocian a ellas no han variado en lo sustancial. Teresa Mendoza en La Reina del Sur, Griselda Blanco en La Viuda Negra, Anastasia Cardona en Dueños del Paraíso, siguen jugando el rol de víctimas inocentes. Hijas de ma- dres prostitutas que permiten que ellas sean violadas por sus clientes. Ante tanta miseria y promiscuidad buscan un mejor destino para esca- par de los maltratos, la indiferencia de sus progenitoras y la pobreza. Es en el camino que encuentran desvíos y comienza a operar el rol de víctimas al tropezar con hombres que las seducen. Camelia se enamora de Emilio, un mafioso casado, que la engaña para cobrar una recom- pensa; La Reina del Sur se hace novia de “El Güero Dávila”, un agente de la Administración para el Control de Drogas (dea) encubierto en un importante cártel mexicano; Anastasia se casa con Nataniel Cardona, un narcotraficante infiel y violento; La Viuda Negra se involucra con “Cejas”, un ladrón que la implica en el mundo de la delincuencia. Es a causa de otros que ellas ingresan en el narcotráfico84. Violadas, abandonas por sus madres y finalmente seducidas por hombre de dudosa calidad moral, ellas deben tomar las riendas de sus vi- das. Es por ello que, fuertes y decididas, rompen con el papel de víctimas y asesinan a sus amantes que las han traicionado. Camelia mata a Emilio de siete disparos porque él la abandona para regresar con su familia; Griselda le dispara a “Cejas” al enterarse de que le es infiel y pretende entregarla a la policía; Anastasia asesina a Nataniel porque espera un hijo de otra mujer y Teresa le desfigura el rostro al “Gato”, un sicario que pretende violarla y matarla. Este acto que las convierte de víctimas en victimarias, de heroínas en villanas es, probablemente, uno de los pocos, sino el único, comportamiento incorrecto que ellas realizan y, dentro del contexto del melodrama, puede ser justificado, ya que asumen el rol de justicieras. No asesinan a gente inocente sino a sujetos despreciables, traidores, infieles y malvados. Ellas eliminan a los verdaderos villanos.

84 Muchos investigadores, luego de entrevistarse con mujeres vinculadas al tráfico de drogas, concluyen que ellas se involucran en este negocio ilícito siempre a través de un hombre, que puede ser su familiar o su pareja sentimental. Véase José Carlos Cisneros; Bárbara Denton; Edith Carrillo. 210 Ainhoa Vásquez Mejías

En contadas ocasiones recurren a la muerte y siempre de una forma que exculpa su actuar: Camelia asesina a Arnulfo Navarro para defender a sus trabajadores; Teresa manda a asesinar en defensa propia o a hombres que trafican con el cuerpo de otras mujeres. Al contrario de lo que podría pensarse, ellas no buscan la sangre, ni la venganza por mano propia, en varias ocasiones, incluso, son capaces de perdonar, tal como ocurre cuando la Reina del Sur contrata como guardaespaldas al “Pote”, el mismo hombre que trató de asesinarla por seguir órdenes. Asimismo, cuidan a su gente (Camelia lucha por mejorar las condicio- nes de los migrantes, de los trabajadores tequileros y los campesinos que cultivan la marihuana), son bondadosas y generosas con todos (Te- resa apenas tiene dinero lleva a vivir a su amiga Fátima y su hijo a su mansión), buscan el verdadero amor sin importar las barreras de clase ni de hegemonía (Anastasia y Griselda se enamoran de sus guardaespal- das). Aunque son poderosas y valientes, jamás abusan de su poder, por el contrario, respetan a las familias de sus enemigos, desprecian trafi- car con sustancias ilegales, por ello, buscan siquiera entregar calidad a los consumidores. Como líderes recuperan los atributos asociados a las mujeres del melodrama. Por último, una característica que no puede faltar en un melodra- ma tradicional es el de la maternidad. En estos casos, se satisface tanto a nivel literal como simbólico. Aunque Anastasia y Camelia son estériles, Camelia adopta a Emilito (el hijo de Emilio y Alison), mientras Anas- tasia promete cuidar al hijo de Gina, ambas ya alejadas del mundo del narco. Griselda Blanco justifica cada uno de sus actos en pos del amor a su hijo, incluso, cuando este es secuestrado ella pretende entregar su vida a cambio de la de él. Teresa, por otra parte, decide denunciar a Epifanio Vargas e impedir que sea el nuevo Presidente de México, arriesgando su vida, con tal de encontrar protección en la dea y poder salirse del narcotráfico para darle una vida tranquila al hijo que espera. Las madres sacrificadas del melodrama, cuya motivación central en la vida es darles bienestar a sus pequeños, se reproducen desde las teleno- velas a las narcoseries. Narcocultura de norte a suR 211

Narcotraficantes heroicos

Las mujeres de las narcoseries recuperan del melodrama el rol de vícti- mas, por cuanto, han sido las circunstancias las que las han llevado por ese camino, todo para salir de la pobreza. De la misma manera, una vez empoderadas, se constituyen en heroínas, ya que no pierden valores trascendentales como la bondad, la virtud, el amor al prójimo, la capa- cidad de perdonar, así como la maternidad se convierte en el aliciente para dejar atrás la vida del narcotráfico. Atributos positivos que se so- breponen a cualquier delito que pudieran cometer, más si esos crímenes pueden ser exculpados en su actuar de justicieras. Nadie condenaría al héroe que asesina al villano al final de una telenovela. Al contrario de la heroína, el héroe de melodrama no es cien por ciento virtuoso, a pesar de ser un hombre de buen corazón, “generalmen- te está confundido, asustado, es infiel y es manipulado por un entorno familiar que le impide entregarse al verdadero y puro amor que siente” (Fuenzalida, Corro y Mujica 25). Muchas veces se deja seducir por otras mujeres, mientras, en ocasiones se vuelve preso de sus celos o de su or- gullo. No obstante, no por ello pierde cualidades como la honestidad, la lealtad, su preocupación por los demás, la valentía, la fuerza, la inteli- gencia, entre otros rasgos morales expresados por la teórica Marcia Trejo. En algunos casos, incluso, el héroe puede ser mujeriego, borracho e irresponsable pero, finalmente, se enamorará de una buena muchacha que le robará el corazón y lo hará cambiar (m8 en Señorita Pólvora). Lo mismo ocurre cuando el héroe joven cae en actos de rebeldía respecto a su madre: el destino se encarga de demostrarle su error y pagar por ello. Aunque la madre siempre termine perdonándole su debilidad y él arrepintiéndose por su vida pasada. De lo anterior se desprende que: “la mujer debe ser buena, honesta, sumisa, aguantadora y con una infinita capacidad de sufrimiento. El hombre no debe dejarse usurpar su papel de proveedor y sus deslices y defectos le serán perdonados, siempre que recapacite” (Trejo 49). Los héroes de las narcoseries recuperan esta dualidad intrínseca del héroe de telenovela. Por una parte, son mujeriegos, borrachos, os- tentosos, violentos y sanguinarios; por otra, son generosos, preocupa- 212 Ainhoa Vásquez Mejías

dos de su pueblo y su familia, valientes. El crítico colombiano Omar Rincón fue, probablemente, uno de los pioneros al vislumbrar una nar- coépica manifestada en las primeras narcoseries:

Filosofía que celebra un destino trágico por ser hijos de la injusticia social y la pobreza, la corrupción política y el des- precio de los ricos, la falta de padres y el querer a las mujeres, el orgullo patrio y la culpa de EE.UU. Las historias son las mismas que cuentan los periódicos, pero en su otra versión como héroes, valientes y leales; como seres nacidos del pue- blo y luchadores por el pueblo; como robin hoods que dan lo que la ley y el gobierno quitan (157).

A pesar de la violencia que ostentan (generada, además, por la falta de oportunidades, por la miseria, por abandono del estado), en el fondo poseen un corazón generoso. Siempre están preocupados de sus madres, esposas e hijos, sus trabajadores son una extensión de la fami- lia, otorgan oportunidades de empleo y grandes compensaciones eco- nómicas al pueblo que paga con lealtad este bienestar. Pablo Escobar, por ejemplo, de ser uno de los criminales más buscados por la policía deviene en el salvador de su comunidad, por cuanto, regala viviendas a los más desposeídos. En su honor bautizan la población. Tal como indi- ca Diana Palaversich, respecto a la serie El patrón del mal (y podríamos agregar que incluso en Narcos de , a pesar de la intencionalidad manifiesta de mostrar el lado más sangriento de Escobar), se refuerza el mito del narcotraficante: “lo que perdura es la imagen de un macho valiente y astuto, un berraco paisa que surge de las capas menos privi- legiadas […] También queda el retrato de un hombre que buscaba afa- nosamente poderío y reconocimiento social, que por encima de todo, amaba a sus hijos y su familia” (211). , el Señor de los Cielos, por su parte, es un padre presente, pendiente de sus hijos y que- rendón de su madre. Junto con estas cualidades, se presenta también como un sujeto extraordinario, sus capacidades para pilotar aviones no Narcocultura de norte a suR 213 son las de un hombre común y corriente. Es especial, es único85. El Ma- riachi y m8, asimismo, son representación de masculinidades sensibles. Viven dispuestos a todo por salvar a sus enamoradas, tanto que m8 se desvincula del cártel que maneja gracias al amor de la Señorita Pólvora. Si bien, algunos no son capaces de enmendar sus errores, como los verdaderos héroes del melodrama, el amor hacia sus familias y el deseo de su prosperidad los justifican. El problema de base es que confun- den felicidad con riquezas y poder, pero esto no los hace ser malos de corazón, sino sujetos imbuidos en un mundo salvajemente capitalista (Palaversich). Ellos también lloran, aman, se equivocan, se arrepienten, muestran sus debilidades, temen, son generosos y, sobre todo, darían su vida por proteger a quienes quieren. Son héroes que sueñan con en- riquecerse en un mundo en el que la miseria es la norma.

Los traidores a la patria, los verdaderos villanos

En el polo opuesto de la bondad de las heroínas/víctimas y de los mati- ces de los héroes que, a pesar de su crueldad fungen como protagonis- tas, encontramos a los antagonistas o villanos que encarnan lo negativo, el mal. Estos se definen por ser hipócritas, maquiavélicos, egoístas, do- minantes, violentos, utilitaristas, vengativos, chantajistas, ambiciosos, manipuladores, entre otra serie de adjetivos ligados a la maldad (Trejo). Para el teórico del melodrama, José Enrique Monterde, el traidor encar- na la ambición, el vicio y la prepotencia. En las narcoseries, sin embargo, no es posible adjudicarle tanta maldad a un personaje solitario. Al contrario, varios son los villanos que se movilizan, en ocasiones, con la aparente intención de contribuir con

85 No podemos negar, sin embargo, que tanto Pablo Escobar como Aurelio Casillas (ambos personajes de ficción) presentan también un lado perverso que, pocas veces, se vislumbra en las líderes femeninas de las narcoseries y jamás en los héroes del melodrama clásico. Escobar manda a asesinar candidatos, derriba aviones, pone bombas que matan a inocentes… Aurelio Casillas traiciona a su suegro, termina asesinando a su esposa Ximena, por error. Al ser perso- najes de matices tan complejos pueden ser analizados como villanos y como héroes. Para un análisis detallado de Aurelio Casillas como ser dual, véase Ainhoa Vásquez Mejías, “La villanía heroica de El Señor de los Cielos en la lucha contra un estado anómico”. 214 Ainhoa Vásquez Mejías

los héroes mientras planean cómo atacarlos para obtener beneficios. Los traidores tienen múltiples rostros: policías, agentes de la dea, polí- ticos, militares, gente, de una u otra forma, asociada a los gobiernos… hombres violentos, utilitaristas, que buscan enriquecerse a través del liderazgo de los capos, ambiciosos, maquiavélicos, hipócritas, concre- ción de cada una de las características de los malvados de telenovelas tradicionales pero que funcionan como un todo para dar cuenta de la corrupción, la ambición o, simplemente, la incapacidad de los estados para detener a los narcotraficantes86. Diversos rostros, funciones, ambiciones y fracasos que hablan de una misma impunidad. El Coronel Jiménez Arroyo en la primera tem- porada de El Señor de los Cielos, movido por la codicia y olvidando la amistad que lo unía a Aurelio Casillas desde niño, busca perjudicarlo, lo traiciona con el fin de salvarse. Para el mismo policía valiente, Marco Mejía, su móvil es la venganza, puesto que Aurelio fue uno de los asesi- nos de su padre. El agente de la dea Andrews mantiene intacto su cargo a pesar de ser un aliado en el cártel del Chema Venegas. Norm Jones, en La Viuda Negra, agente supuestamente incorruptible, alcohólico y despreocupado de su familia, se enamora de Griselda Blanco. Epifanio Vargas, líder del cártel de Sinaloa y senador de la República, llegaría a ser Presidente de México sin la oportuna intervención de la heroí- na, la Reina del Sur. Personajes que se reproducen en cada una de las narcoseries para dar cuenta de una ingobernabilidad y un descontento generalizado frente a tanta injusticia social. Este tipo de situaciones en que se tiende a difuminar la maldad y la bondad parece ser propia del modelo posmoderno de melodrama, en el que varios relatos se suceden en paralelo y la sicología de los perso- najes avanza aún más en complejidad y policausalidad. Por otra parte, el relato pierde por momentos su linealidad y relaciones de causali-

86 Diana Palaversich indica “Es importante notar que un denominador común de todas las series es precisamente la visión negativa del gobierno y sus representantes, los verdaderos villanos de estas producciones. La exposición de la corrupción endémica y la duplicidad moral de aquellos que en público demonizan a los traficantes y en secreto sacan provecho millonario de este negocio ilícito contrasta radicalmente con su (auto) representación como los buenos en el discurso oficial” (217). Narcocultura de norte a suR 215 dad interna. Asimismo, el conflicto de base entre héroe y villano sufre también modificaciones importantes, incorporando la posibilidad de desvíos éticos y oscuridades y diversidades sicológicas de ambos lados (Santa Cruz). Quizás llevado al extremo en las narcoseries donde ni siquiera se hace posible reconocer a un personaje malvado sino que este se transforma en una masa que concreta una inmoralidad casi pública, mientras el héroe también es propietario de una ética dudosa. En esta mezcolanza se vuelve difícil reconocer con claridad los polos del bien frente a los del mal, la resolución melodramática pone el punto final y desenmaraña el hilo. La dinámica de premio y castigo es la que orienta la moralidad. Los villanos tienen, así, dos desenlaces posibles: la conversión o el arrepentimiento, la muerte o el castigo. El castigo puede ser el encarcelamiento, la ruina o la muerte, ya que la bondad debe siempre triunfar sobre lo malo (Monterde; Fuenzalida, Corro y Mujica). Consecuente con ello, las narcoseries de Caracol tv y rcn castigan a todo aquel que ha traspasado las barreras morales: las protagonistas, aunque víctimas, son encarceladas (Olivia en Las muñe- cas de la mafia) o muertas (Violeta y Renata en Las muñecas de la mafia; Rosario Tijeras; Griselda Blanco; Catalina en Sin tetas no hay paraíso). Incluso Brenda, la única sensata y alejada del mundo del narcotráfico en Las muñecas de la mafia, una vez que se enamora del capo Braulio, termina embarazada pero sola, ya que el padre de su hijo cumple cade- na perpetua en una cárcel estadounidense. Nos sumamos, con ello, a la opinión del académico Jorge Lozano quien ve en estos finales “efectos moralizantes dirigidos especialmente a las mujeres, en tanto potencia- les víctimas dentro de sectores sociales en los que el narcotráfico suele presentarse como un hecho cotidiano” (“Presencia del narcotráfico en las teleseries colombianas” 2014). Lo mismo ocurre tanto con héroes como villanos: El patrón del mal culmina con el asesinato de Pablo Escobar, en El cártel de los sapos todos re- sultan presos o muertos, Pedro Pablo León Jaramillo, El capo, termina acri- billado. Norm Jones, el agente enamorado de Griselda Blanco, muere para salvar la vida de ella en La Viuda Negra. “El Rojo”, el amigo incondicional del Chema Venegas se deja apresar luego de que asesinan a su esposa e hijos 216 Ainhoa Vásquez Mejías

“No hubo forma ni manera de que El Rojo se dejara ayudar. No quiso que inventáramos un plan de fuga. No aceptaba visitas, se sepultó en vida. Fue su forma de matar su dolor” (cap. 84). Indefectiblemente todos quienes se relacionan con el mundo del narcotráfico y lucran de él, terminan con el final propio de los villanos. Nadie se salva del destino del melodrama. En las producciones de Telemundo las heroínas encuentran la expiación en el arrepentimiento. Teresa Mendoza, la Reina del Sur, sobrevive y logra salirse del negocio, a la vez que salva a México de con- vertirse en un narcoestado, declarando en contra de Epifanio Vargas. Camelia asesina a Arnulfo y rehace su vida. Anastasia finge su muerte para escapar junto Renato, su guardaespaldas. Para escapar del narco es necesario reinventarse y habitar otro mundo. Aurelio Casillas, el Señor de los Cielos, en cambio, padece una enfermedad larga y dolorosa que lo ha tenido varias temporadas con diálisis, además, ha sufrido con la muerte de su hijo, su esposa y su hermano Víctor. En el caso de El Mariachi, luego de varias vicisitudes, convence a Celeste de que él no ha asesinado a su padre y obtiene su recompensa en el amor. Él nunca quiso ser parte del negocio, por eso obtiene la felicidad. m8, al contra- rio, aunque se arrepiente y se transforma gracias al amor de su Señorita Pólvora, termina siendo acribillado, junto a ella, por el ejército. Los verdaderos villanos siempre mueren o son encarcelados: El Co- ronel Jiménez Arrollo en El Señor de los Cielos; el capo Arnulfo Navarro y el General Francisco Urdapilleta en Camelia la texana; Epifanio Vargas en La Reina del Sur; el zar antinarcóticos y futuro Presidente de la Re- pública Saúl Pedreros en Señorita Pólvora es apresado y humillado públi- camente… aquellos que traicionan al estado, aliándose a los narcos por beneficios personales, reciben su castigo en la cárcel o pagan con su vida.

Conclusiones. La moral melodramática de las narcoseries

La catalogación de los personajes de las narcoseries a la luz de la narra- tología de los arquetipos de las telenovelas clásicas, parece afirmar que este formato corresponde a un melodrama clásico. El código moral que Narcocultura de norte a suR 217 debiera difundir (villanos que pagan sus culpas con la cárcel o la muer- te; héroes y víctimas que triunfan), sin embargo, ha sido cuestionado. La telenovela tradicional tiene por función reflejar valores universales (Fuenzalida; Monsiváis). El público “halla en la telenovela un discurso en el que se ve expuesto, que documenta sobre los caminos adecuados para la obtención de fines, que le plantea una visión del mundo que encuentra eco en su conformación ideológica, que le explica cómo fun- cionan y deben funcionar las relaciones humanas” (Trejo 138). En las narcoseries de Caracol tv este reforzamiento queda claro y la enseñanza es concreta: cualquiera que se sienta seducido por el mundo del narcotráfico se arrepentirá: su único destino posible será la cárcel o la muerte. En las narcoseries de Telemundo, en cambio, la enseñanza ética se vuelve más dudosa, puesto que el héroe –aunque con rasgos positivos– sigue siendo un sujeto marginal, un delincuente, sanguinario con sus enemigos y capaz de todo con tal de conseguir lo que se propone. Los valores de los narcotraficantes héroes no son tan pulcros como los de los protagonistas clásicos, lo que ha dado pie a múltiples debates en torno a este modelo: no es posible que las narcose- ries promuevan la obtención de riquezas a costa de lo que sea, haciendo creer a los espectadores que la única manera de alcanzar sus expectativas es a través del asesinato. Las narcoseries estarían lejos de documentar los caminos adecuados para la obtención de fines, cuando el fin único parece ser el dinero. Dicho debate no es nuevo, incluso las teleseries policiales de los años sesenta, a pesar de su contenido moral (claro en la lucha de un detective valeroso contra delincuentes o mafias) debieron enfrentar de- tractores. Al ser la destrucción y la muerte ingredientes básicos en este tipo de producciones, originó que educadores, orientadores, sicólogos, etc. se manifestaran en contra, debido a lo que consideraron efectos ne- fastos, a corto y largo plazo, en la conducta de jóvenes que se exponían a una visión continuada de este tipo de programas. La pregunta que rondaba era “si la exposición a estas formas de comunicación puede ser considerado como causa directa o indirecta de conductas antisociales o desviadas” (Munizaga 2). Luego de muchas opiniones contrapuestas 218 Ainhoa Vásquez Mejías

se llegó a la conclusión de la imposibilidad de atribuir a un solo medio tanto poder, puesto que se dejaba de lado otros factores fundamenta- les como: “predisposiciones, percepción subjetiva, retención, selección, imagen de la fuente, pertenencia a un grupo, actividad de los líderes de opinión, pertenencia de clase, nivel de frustración, marco familiar, ni- vel educacional, naturaleza de los medios, etc.” (Munizaga 3), lo mismo que hoy podríamos responder respecto a las narcoseries87. Proponemos así, desligarnos de estas críticas y mirar un poco más allá de lo evidente, ya que, tal como los personajes pueden asociarse al melodrama al mantener las estructuras de víctima, héroe y villano, también el fin moral y educativo está presente en estas producciones: el verdadero enemigo no es el narcotraficante que busca salir de la pobreza ni menos la víctima a la que una sociedad machista y patriarcal le ha enseñado que su verdadero valor está en su cuerpo siliconeado. Ellos sólo hacen lo que pueden. Sobreviven en un mundo adverso que les ha negado todo: dinero, oportunidades, comida, hogar. Son los gobier- nos, sus funcionarios corruptos los que se ubican en el polo del mal. El estado al no garantizar los derechos básicos a sus ciudadanos y los empleados al utilizar la tortura contra gente inocente, apresar falsos cul- pables como chivos expiatorios, poner la ambición como centro para traicionar y ascender a costa de todo. El libro El Señor de los Cielos (escrito por Andrés López, el creador de El cártel de los sapos y actual guionista de la narcoserie sobre Aurelio Casillas) lo explica: “no somos iguales. La gente sabe a qué me dedico, mientras que tú, y algunos de tu Gobierno, engañan al mundo entero enriqueciéndose con la farsa de que hacen las cosas en nombre de la

87 Esta polémica no sólo responde a las series de televisión sino que alcanzó al terreno litera- rio en lo referente a la novela policial. Richard Alewyn en su artículo “Origen de la novela policiaca” da cuenta de este debate: “Contra la novela policiaca se objeta: se trata de actos sangrientos, y hace indiferente frente a ellos o excita su imitación, en cuanto los muestra bajo una luz romántica y suprime las inhibiciones naturales contra ellos. La novela policial es pues una escuela de delito. A eso se replica: los delincuentes verdaderos no leen novelas policiacas, y tampoco tienen necesidad de hacerlo. Al revés, los lectores de novelas policiacas no tienen necesidad de volverse delincuentes, porque su lectura les posibilita deshacerse de sus latentes instintos criminales de una manera inocente y no perjudicial. El lector de la novela policiaca, pues, se ve sometido a la misma catarsis que conoce el espectador de la tragedia griega” (207). Narcocultura de norte a suR 219 patria” (López 82), increpa el capo a su amigo General. “Es mejor ser narco con huevos que un vulgar agente sin palabra, sin decencia, sin có- digos de ética” (López 216), refuerza el Señor de los Cielos frente a un agente de la dea. Los narcotraficantes son portadores de una ética que vela por los intereses del pueblo frente a las políticas injustas y corruptas de los funcionarios estatales. De esta forma, aunque pareciera que no existe un contenido mo- ral en estas producciones sí se muestra un descontento social profundo, una crítica mordaz respecto a la función que debiera cumplir un go- bierno. Las narcoseries contribuyen a visibilizar la denuncia a la falta de oportunidades, a la corrupción política presente en los partidos ins- titucionales, a la violencia como la única alternativa para escapar del anonimato y la pobreza88. Estas producciones, más allá de la adrenalina de las balas, están hablando de nosotros. La conclusión es simple: las narcoseries se vinculan al melodrama clásico y como tal cumplen una función moralizante; cuestionan nuestra propia responsabilidad respec- to a lo que hoy es el mundo del narcotráfico.

88 El guionista de narcoseries y autor de Sin tetas no hay paraíso, Gustavo Bolívar, asegura en una entrevista que, aunque desprecia a los narcotraficantes, sí los justifica: “Entiendo por qué hacen lo que hacen. A Pedro León Jaramillo, protagonista de El capo, lo voy a ir mostrando desde niño para que la gente capte que son el estado y la clase política los culpables de que existan narcos” (“El capo va a ponerle…”. 29 de agosto de 2009). 220 Ainhoa Vásquez Mejías

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