TERCERA PARTE

DESDE c. 1875 HASTA EL PRESENTE

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, . 11 NI LIBERTAD NI ORDEN

EN LAS ÚLTIMAS DÉCADAS DEL SIGLO XIX SC adoptaroD, finalmente, los símbo- los duraderos de la nación colombiana: el himno, el escudo de armas y la Consti­ tución de 1886, que fue abolida en 1991 después de una profusión de reformas’. El escudo nacional data de 1834 y está flanqueado por el pabellón tricolor de la época de las guerras de Independencia. El cuerpio del escudo cuelga de una corona de laurel que lleva en su pico el cóndor de los Andes {Vultiir gryphus Linneo). Entre sus patas ondulan las palabras "Libertad y Orden" sobre una cinta dorada. Dividido horizontalmente en tres secciones, el cuerpo ofrece, de arriba abajo, una granada de oro y dos cornucopias doradas; una lanza coronada por un gorro frigio rojo y el Istmo de Panamá entre los dos océanos. Como ya se ha visto, el país ha sido más pobre y más aislado de lo que sugieren los símbolos dorados y los mares azules; la pobreza ha restringido la libertad, simbolizada por la lanza y el gorro frigio; la construcción del canal de Panamá y la pérdida del istmo en 1903 dieron cuenta de una acusada debilidad estatal que también hubo de obstaculizar el ejercicio y la ampliación de los dere­ chos políticos. Enseguida veremos que durante este periodo no se consiguieron ni la libertad, fervorosamente defendida por los liberales federalistas y radicales, ni el orden, propuesto por los conservadores unitarios y católicos; ni mucho me­ nos la sumatoria de libertad y orden que soñó la Constitución de 1886.

El himno solo es oficial desde 1920.

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El periodo abrió con la división irreparable del liberalismo en las eleccio­ nes presidenciales de 1875-1876 y terminó con la derrota liberal en la guerra de los Mil Días (1899-1902), cuya consecuencia más onerosa fue la separación de Panamá. Una guerra civil en 1885 permitió cambiar el modelo constitucional al año siguiente y Colombia pasó del federalismo a la república unitaria. Los tiempos de entre guerras se caracterizaron por el extremo facciona- lismo dentro de cada uno de los dos partidos, más intenso en el partido que estuviera en el gobierno. Es decir, los liberales lo resintieron más agudamente entre 1875 y 1886, cuando se pasó de la hegemonía de los radicales al ascenso de distintas parcialidades que se agruparían bajo el nombre de independientes. En 1878, por primera vez desde que derrocaron a Mosquera en 1867, los radicales perdieron la presidencia. En ese año, independientes y conservadores forjaron una acuerdo bipartidista que maduró en 1884-1887, durante la guerra civil y la hechura de una nueva Constitución. De este proceso surgió un partido nacional que los conservadores terminaron dominando. Pese a todo, a los pocos años muchos independientes retornaron a las tol­ das liberales y se hizo pública una enconada división en las filas gobiernistas. El conservatismo se partió en dos: el grupo disidente o histórico y el del gobier­ no o nacionalista. Los históricos promovieron alianzas tácticas con los liberales, sobre los que seguían pesando las viejas divisiones y otras nuevas, originadas en la brecha generacional. Un punto de encuentro de históricos y liberales fue la oposición al "virus del socialismo" atribuido a ciertas políticas del gobierno, principalmente al papel moneda de curso forzoso. El lapso de 1878 a 1900 se conoce como la Regeneración. El nombre deriva de una frase de Rafael Núñez, el árbitro central de la política colombiana desde 1874 hasta su muerte en 1894, aunque su influencia gravitaría muchos decenios después. En 1878, Núñez resumió la crítica al periodo radical diciendo que había puesto a los colombianos ante la alternativa de "regeneración administrativa fundamental o catástrofe". En los años siguientes desarrolló el planteamiento de este modo: el federalismo y el doctrinarismo liberal extremos habían llevado el país a la "catástrofe" de la que saldría mediante el advenimiento del "fecundo reinado de la paz científica". Colombia necesitaba una Constitución centralista que reconociera en principio el catolicismo como elemento medular de cohesión social. Pero el experimento habría de terminar en la guerra catastrófica de los Mil Días. En 1900, en medio del conflicto, los históricos dieron un golpe de Estado que puso fin a la Regeneración. Las maniobras faccionales eran seguidas con sorna en periódicos y pas­ quines, leídos ávidamente en la ciudades y por las capas populares y los artesa­ nos. Un panfleto de 1880 se mofa en verso de las nuevas alineaciones políticas:

En tres partidos Colombia Dicen que se dividió, No reconozco más uno.

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Y es el partido del Yo. Hablan de conservadores Mas no los alcanzo a ver, Pues qué podrá conservar Quien no hace más que perder? Hablan de la Oligarquía Del partido radical, Partido que en el poder Por cierto lo hizo muy mal Porque quiso radicarse Y fue su tema oprimir. El Partido independiente nos quiere regenerar Con un perpetuo Congreso que el Tesoro va a agotari.

Si el faccionalismo político tuvo sus propias reglas, en la base de la inestabi­ lidad que generó, deben considerarse las violentas fluctuaciones de los principales productos de exportación, con excepción del oro. Así, por ejemplo, el abatimiento de las exportaciones de tabaco (1878-1882), y de las quinas (1876-1877), que se desplomaron en 1883, o la fuerte depresión cafetera después de 1896, causaron desempleo, descontento e inestabilidad, particularmente en aquellas comarcas y regiones que estaban más ligadas a su producción y comercio. Este es el telón de fondo de una transición de la jerarquía regional que registra el ascenso de Antio­ quia, centro de la minería y de una colonización dinámica que, en el siglo xx, sería el próspero cinturón cafetero. La elite antioqueña se había unificado tempranamente en Medellín y el oro le daba seguridad. Por el contrario, el Gran Cauca, centrado en Popayán, y el Estado de Bolívar, en Cartagena, perdieron fuerza de gravitación en el país. Estas dos grandes regiones se fragmentaron más y en ellas surgieron nuevos polos urbanos: Cali, en el Valle del Cauca, y , cerca de la desembo­ cadura del río Magdalena, que relegó a Santa Marta y a Cartagena, y pasó a ser el principal puerto caribeño. En Santander, prominente en la política liberal y que también descendió en el panorama nacional, continuó el desplazamiento de poblaciones desde el sur, que continuó declinando, hacia el norte, más empren­ dedor: desde las provincias de Vélez, San Gil y El Socorro hacia Bucaramanga y Cúcuta. mantuvo, y acaso reforzó, su capitalidad.

¡A civilizarse!

El Anuario Estadístico de Colombia (1875) y la Estadística de Colombia (1876) dan fe de las esperanzas, mitos y racionalizaciones de las clases altas y educadas

Fiestas populares en Bogotá. Bogotá, 1883. Fondo Pineda, tomo 3781.

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en relación con el constitucionalismo liberal y el comercio internacional, las dos caras de la moneda del progreso. Los autores-compiladores de estos reportes subrayaron el esfuerzo que les tomó alcanzar algún rigor estadístico, propio, según dijeron, de 'Tas grandes naciones civilizadas": Gran Bretaña, Francia, Es­ tados Unidos y Alemania, que figuraban en la primera línea de las exportaciones e importaciones. A esas naciones viajaban por lo menos una vez en la vida los grandes comerciantes, políticos, publicistas y hombres de letras, a veces acom­ pañados de sus familias; desde allá irradiaba el espíritu de los tiempos; allá te­ nían sus agentes y corresponsales mercantiles y allá, principalmente en París, hacían imprimir sus libros. Al acentuar las deficiencias de estas estadísticas, las más completas pro­ ducidas por la república hasta esa fecha, los compiladores dejaron entrever la enorme distancia que aún separaba a los colombianos de los habitantes de las naciones civilizadas. Esto era palpable en asuntos de justicia, orden público, es­ cuelas, transportes. El atraso comenzaba por la precariedad de la administración pública; por la dificultad de recolectar, compilar, sistematizar y presentar la in­ formación estadística básica. Según esto, ningún gobierno local o nacional había conseguido organizar un sistema de registro civil que, conforme a la ley, debía reemplazar los libros parroquiales de bautizos, matrimonios y defunciones. Pero achacaron el fracaso a la religiosidad popular antes que a la fragilidad estatal. Nueve estados, disímiles en población y peso económico, acentuaban, quizás, tal fragilidad, como se aprecia en el cuadro 11.1. En este conjunto tendían a dominar políticamente los estados más poblados, como Boyacá y Cauca, puesto que tenían mayor representación en la Cámara de

Cuadro 11.1. Estados Unidos de Colombia: población y superficie, c. 1870.

3. Área 5. Área 1. Estados 4. Densidad 6. Empleados 2. P oblación poblada baldía soberanos de población' p úb licos" km^ km^

Antioquia 365.900 33.000 11,1 26.000 493 Bolívar 241.704 40.000 6,0 30.000 407

Boyacá 498.541 30.500 16,3 55.800 268

Cauca 435.078 63.000 6,9 603.800 474

Cundinamarca 413.658 23.100 17,9 183.300 313

Magdalena 88.928 25.000 3,9 44.800 146

Panamá 224.032 36.100 6,2 46.500 303

Santander 433.178 18.500 23,4 23.700 555

Tolim a 230.891 36.300 6,4 11.400 192

Total 2.931.910 305.500 9,6 1.025.300 3.151

■ Habitantes por km^ de área poblada. "A cargo de los estados. Fuente: Anuario Estadístico de Colombia, 1875, Bogotá, Imprenta de Medardo Rivas.

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Representantes. Pero el predominio económico estaba, naturalmente, en aquellos que, sin considerar la población, poseían más fuentes de riqueza para el comercio internacional, lo que generalmente iba acompañado de recursos institucionales como los bancos. En las "áreas baldías" se localizaban los Territorios Nacionales o Federa­ les, antecedentes de las intendencias y comisarías del siglo xx. Con excepción del Cauca, que mantuvo bajo su jurisdicción el extenso territorio de Caquetá, para el que se conjeturó una población de 30.000 indígenas, los demás estados cedie­ ron sus territorios federales a la Unión. Había en estos, según el censo de 1870, 45.076 habitantes distribuidos en 57 poblaciones. Los territorios cedidos fueron: Bolívar (El Opón), en Santander; Casanare, en Boyacá; Guajira, Nevada y Moti­ lones, en el Magdalena; San Andrés y San Luis de Providencia, en Bolívar, y, por último, los Llanos de San Martín, en Cundinamarca. Por esta cadena de cesiones, la Union se obligó a acometer las obras públicas necesarias para conectarlos al centro del país y buscar su poblamiento. Uno de los métodos principales fue la concesión de tierras públicas a los particulares. Los estados federados quedaron bajo la autoridad de un presidente o go­ bernador, elegido por voto directo o indirecto, universal (masculino) o censita- rio, según la legislación electoral de cada estado. El voto fue restringido en los tres estados de indisputado dominio radical: Cundinamarca, Boyacá y Santan­ der. La duración del mandato también varió. En Antioquia fue de cuatro años y el presidente podía ser reelegido para el periodo siguiente. Pero Antioquia fue la excepción porque en casi todos los demás estados el periodo fue, por lo general, de dos años, sin reelección en el periodo siguiente. Al parecer, los sistemas presi- dencialistas contribuyeron a la estabilidad política. Por ejemplo, la conservadora Antioquia, tan federalista como el que más, tuvo un solo presidente, Pedro J. Berrío, entre 1864 y 1873, y seis entre 1873 y 1885, incluyendo los tres radicales que debió soportar de 1877 a 1880, a raíz de su capitulación en la guerra de 1876. En cambio, en el lapso de 1873 a 1885 el Estado de Bolívar tuvo 24 gobernadores, y el de M agdalena, 10. Un minúsculo país oficial no podía gobernar ni administrar el país. Ha­ cia 1875, el número de empleados públicos de la Unión y de los estados rondó por los 4.500. En estas condiciones, el poder político nacía, retoñaba y fluía en las redes informales y tradicionales. El Estado no podía ser, sobre todo en los niveles locales, más que una de las tantas expresiones de combinaciones familia­ res y clientelares a través de las cuales se identificaron y confrontaron veredas, municipios, cantones, provincias. En 1916, el número de empleados públicos de todos los niveles había ascendido a 42.700. Pero "en la mayoría de municipios no había personal para Concejo municipal, alcalde, juez de distrito, recaudador de hacienda... y menos aún para juntas de caminos, ni de quién echar mano para la percepción y distribución de las rentas, ni quién se atreva a cobrar el impuesto predial ni ninguna otra contribución al potentado de influencia política, dueño

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de hacienda quien vive en la capital de la República o en la del Departamento", como escribió Rufino Gutiérrez en sus Monografías, publicadas en 1921, después de recorrer gran parte del país unos años atrás.

D el federalismo a l a R egeneración

En la década de los años 1870, el modelo federalista y los tonos libertarios de la Constitución de 1863 mostraban fallas y discordancias, aun para los radi­ cales que los habían inspirado. El ideal republicano de difundir la educación y llevar la escuela al pueblo solo podía acometerse como una empresa nacional, más allá de los intereses particularistas que predominaban en los estados. La reforma educativa de 1870, que intentó crear un sistema nacional, mostró que los partidos políticos estaban más divididos en aquellas regiones que no contaban con un centro efectivo de poder, como fue el caso del Cauca y Santander. Allí fue más sencillo para el bando conservador exaltado invitar a la guerra blandiendo la encíclica El Syllabus (1864), de Pío ix. La pugna regionalista fue más compleja aún en el tema ferroviario. Los ba­ luartes liberales del Caribe y del Gran Cauca se resistieron a aceptar que el 67 por ciento de los magros recursos presupuestarios de la Unión se invirtieran en el Fe­ rrocarril del Norte, una costosa línea que uniría Bogotá con Bucaramanga en un prolongado trayecto montañoso, para luego descender al río Magdalena. Adu­ cían que el proyecto premiaba desproporcionadamente la lealtad de Cundina­ marca, Boyacá y Santander, dominados por "la oligarquía del Olimpo radical". Sobre líneas regionalistas se dividieron los liberales en la campaña elec­ toral de 1875, que enfrentó al cartagenero Rafael Núñez y al candidato oficial del radicalismo, el santandereano Aquileo Parra, abanderado del Ferrocarril del Norte. La campaña terminó en guerra liberal intestina circunscrita a la región costeña. Panamá y Bolívar se declararon contra el gobierno de Bogotá y apoya­ ron a Núñez. Ante las discordias liberales en el Estado del Magdalena, el presi­ dente de la Unión, Santiago Pérez, intervino con tropas a favor de los parristas. Puesto que ninguno de los dos candidatos consiguió la mayoría de votos de los estados, la elección tuvo que verificarse en el Congreso nacional, donde Parra obtuvo una cómoda victoria. Derrotado, Núñez se hizo elegir gobernador de Bolívar en 1876. Ese año, el conflicto educativo derivó en una guerra civil de tono religioso, llamada en algunos lugares "la guerra de los curas". Todas las facciones liberales se unieron transitoriamente y después de once meses de combates vencieron a los conservadores. Victoria pírrica: durante la contienda empezó el ascenso incontenible de una facción liberal que juntaba mosqueristas caucanos, indepen­ dientes santandereanos y nuñistas costeños. La facción terminaría capitaneada por Núñez y en 1878 llevó a la presidencia al héroe de la guerra, el mosquerista caucano Julián Trujillo. La declinación de los radicales, agravada por la muerte de Murillo Toro en 1880, despejó el camino a la Regeneración, que en esta fase se

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presentaba corno un proyecto liberal. Aquel año Núñez, quien habría de dirigir el país hacia la centralización, ganó la presidencia por primera vez. Según la leyenda, cuando Víctor Hugo conoció la Constitución de Rione­ gro habría exclamado que estaba diseñada para un país de ángeles. El incidente fue en realidad más honorífico para el ideal liberal americano. Estando en su exi­ lio de Cuernesey, Víctor Hugo recibió del ministro colombiano en Cran Bretaña un ejemplar de la recién expedida Constitución acompañada de una manifesta­ ción sobre cuán definitiva había sido su influencia en la abolición de la pena de muerte. A lo cual el gran poeta contestó:

Su Constitución ha abolido la pena de muerte y usted tiene la bondad de atribuir­ me una parte en ese magnífico progreso. Agradezco con profunda emoción a la República de los Estados Unidos de Colombia. Al abolir la pena de muerte, ella da un ejemplo admirable. Hace un doble paso, el uno hacia la felicidad y el otro hacia la gloria. La gran senda está abierta. Que América camine, Europa seguirá.

En todo caso, no habían transcurrido cuatro años de expedida la Consti­ tución de los Estados Unidos de Colombia cuando los principales jefes radicales pedían reformarla. Advertían que una de las inconsistencias del seráfico docu­ mento se hallaba en el cómo conservar el orden público. En ese entonces era un tema comparar la Constitución de 1863 con la norteamericana, que estipulaba la obligación de la Unión de proteger a todos los estados de cualquier violencia interna. Con todo, en los Estados Unidos de Colombia una ley de 1867 había es­ tablecido que durante un conflicto civil en un Estado, "el Gobierno de la Unión mantendrá sus relaciones con el gobierno constitucional (del respectivo Estado), hasta que de hecho haya sido desconocida su autoridad en todo el territorio; y reconocerá al nuevo Gobierno y entrará en relaciones oficiales con él, luego que se haya organizado según los principios del sistema popular, electivo, represen­ tativo, alternativo y responsable". Echando reversa, la legislatura de 1880 apro­ bó una iniciativa presidencial por la cual el gobierno central adquiría la potestad de intervenir en los Estados soberanos en casos de grave perturbación del orden público que amenazara la paz nacional. Núñez abrió fuego contra las costumbres públicas, caracterizadas según él por y la inflexibilidad; la intransigencia y la intolerancia. Por esta razón, uno de los principales rasgos de los independientes fue el cambio de tono en materia del conflicto religioso y así, poco a poco, fueron atrayendo a los con­ servadores y al clero. En una peculiar versión del positivismo que recorría la América Latina, Núñez concluyó que la religiosidad popular era un elemento de integración cultural y de cohesión social, realidad ante la cual el discurso anticlerical resultaba obsoleto. Los independientes consideraban que el proyec­ to regenerador era una forma avanzada del liberalismo colombiano. Santander había sentado las bases de la organización administrativa y civil de la república.

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Bajo el liderazgo de M urillo Toro, el radicalismo había em prendido la lucha fi­ nal contra los vestigios del orden socioeconómico de la Colonia. Sin renunciar a estos legados, la Regeneración traería una nueva era de tolerancia y concordia, plataforma para dar comienzo al desarrollo económico del país. Ahora bien, al asumir la presidencia en 1880, el cartagenero nombró a va­ rios conservadores en puestos significativos y paulatinamente empezó a tomar forma una inusitada alianza bipartidista. Para sucederlo en 1882 escogió a un prestigioso jurista septuagenario, Francisco J. Zaldúa, confiando en que prose­ guiría sus políticas en armonía con un Congreso de mayorías independientes. No calculó que, con halagos de unidad liberal, los radicales tratarían de seducir al anciano presidente. La muerte de este agravó el problema porque el sucesor, José E. Otálora, sucumbió a las tentaciones de una posible candidatura radical. Así, durante el bienio Zaldúa-Otálora se envenenaron las relaciones entre los radicales y los independientes. El desenlace llegó con la elección de Núñez para un segundo periodo presidencial (1884-1886) en nombre del Partido Nacional. En 1884, Núñez enfrentó conspiraciones regionalistas de una clase que conocía muy bien desde sus épocas de federalista. A fines de aquel año la embro­ llada sucesión del presidente del Estado de Santander terminó en un alzamiento armado de los radicales contra la nueva alianza bipartidista regional, que estaba en condiciones de imponer candidato. Los episodios, seguidos por las fuerzas políticas en todo el país, culminaron en levantamientos liberales en diferentes estados, principalmente del Caribe. A comienzos de 1885, Núñez pactó con los conservadores la creación de un ejército nacional de reserva que, eventualmen­ te, enfrentaría las revueltas que se cernían en el horizonte. Desencadenadas, la dramática derrota liberal de 1885 abrió la segunda fase de la Regeneración, per­ mitiendo al cartagenero declarar la muerte de la Constitución de 1863. Sobre una alianza paritaria de independientes y conservadores, dio el vi­ raje hacia un nuevo modelo de organización estatal. Encontró su principal socio en Miguel Antonio Caro, uno de los escritores públicos más combativos del campo doctrinario católico-conservador. Ahora Núñez repudió el federalismo: "Además de la frontera exterior creamos nueve fronteras internas con nueve códigos espe­ ciales, nueve costosas jerarquías burocráticas, nueve ejércitos, nueve agitaciones de todo género". Se habían consagrado las máximas libertades sin considerar si­ quiera los medios mínimos para protegerlas; la libertad absoluta de prensa era una parodia de la libertad; la laxitud del sistema penal invitaba al delito; el anti­ clericalismo anacrónico de la "oligarquía" quemaba las energías nacionales. En septiembre de 1885, el Cobierno convocó un Consejo de Delegatarios para redactar una nueva Constitución. El Consejo, compuesto de dos delegados por cada estado, uno conservador y uno independiente designados por los res­ pectivos presidentes de los estados, se reunió en noviembre. Primero que todo aprobó la conducta de Núñez, lo reelegió Presidente para un periodo de seis años (1886-1892) y luego sentó las "Bases de la Reforma", sometidas a la apro-

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bación de las municipalidades. En agosto de 1886 expidió, "en nombre de Dios, fuente suprema de toda autoridad", una Constitución centralista y presidencia- lista. La religión católica fue reconocida como elemento esencial de la nacionali­ dad y del orden social, compatible con la tolerancia de cultos. La Constitución de 1886, con sus innumerables reformas, tendría larga vida, Se buscó, primero que todo, fortalecer la autoridad. Los estados soberanos fueron convertidos en departamentos, con gobernadores designados por el Presidente de la República. La nación recobró las minas, salinas y los pocos baldíos que había cedido a los estados. El periodo presidencial se amplió a seis años y se consagró un régimen de facultades especiales que el Congreso podía conceder al presidente, aparte de sus poderes extraordinarios consagrados en las normas del Estado de sitio. Se restableció la pena de muerte, se prohibió el comercio y porte de armas de fuego y una serie de leyes restringieron las libertades de prensa y reunión. Después de 1886, la alianza bipartidista empezó a perder adeptos libera­ les y el movimiento terminó conservatizándose. Ahí empieza la tercera y última etapa de la Regeneración. Uno de los aspectos fundamentales del nuevo cons­ titucionalismo fue la alianza del Estado y la Iglesia. Mediante el Concordato de 1887 y el Convenio adicional de 1892, la Iglesia obtuvo compensaciones mone­ tarias y fiscales por las expropiaciones de los años de la desamortización y se restauró el fuero eclesiástico. La orientación, y en algunos casos la administración, del sistema educati­ vo quedó en manos del clero. Se restableció el monopolio legal del matrimonio católico con sus efectos civiles respecto a las personas y bienes de los cónyuges y sus descendientes. Desde el aula, los textos escolares, la prensa, el confesionario y el pùlpito, el clero inculcó valores políticos y sociales que frenaron la incipiente marcha hacia el laicismo y en algunas provincias exacerbaron las pugnas polí­ ticas. Aumentó la inmigración de miembros de las congregaciones religiosas, femeninas y masculinas. Según una "Relación sobre el clero", del arzobispo de Bogotá, a mediados de 1891, la Iglesia empezaba a reponerse de unos 30 años de alejamiento de los asuntos públicos, desde los decretos de Mosquera en 1861. De 2.052 miembros del clero, 542 eran curas párrocos y 116 sacerdotes de las órdenes. El clero regu­ lar masculino estaba dedicado principalmente a la educación y a las misiones. El femenino, a los hospitales y a la enseñanza. La proporción del clero regular de origen extranjero era muy alta: 40 por ciento en las comunidades masculinas y 20 por ciento en las femeninas. {Véase cuadro 11.2). A partir de la década de los años 1890, la influencia de los sacerdotes ex­ tranjeros que llegaron a Colombia dentro de los convenios del Concordato fue decisiva en definir los rasgos de la cultura política del país. Miembros de aquel clero habían vivido y sobrevivido el Kulturkampf b'ismarckiano, el anticlericalis­ mo de la unificación italiana, del republicanismo francés y el conflicto religioso ecuatoriano en la época de Eloy Alfaro; los españoles, por añadidura, traían el

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Cuadro 11.2. El clero colombiano en 1892.

1. D ió cesis 2. Templos existentes 3. Clero 4. Clero secular* regular**

Templos Capillas Párrocos Capellanes Curas sueltos Sacerdotes Total Miembros

Santa Marta n.d. n.d. 26 n.d n.d. 33 Cartagena 86 n.d. 32 n.d. n.d. 44 Pasto 66 70 49 12 n.d. 118 M edellín 59 21 57 111 91

Pam plona 47 29 35 n.d. 61

Tunja 150 81 121 164

Popayán 60 78 58 n.d. 123

Bogotá 189 14 124 20 n.d. 509

Panamá 57 19 40 n.d. 57

Total 714 312 542 42 47 116 1.200

* No incluye obispos, vicarios, mayordomos y otros empleados. ** Incluye comunidades femeninas.

Fuente: Warming, S. Höeg, "La Santa Iglesia Católica", Boletín Trimestral de la Estadística Nacional 1892, Bogotá, 1892, pp.l4 y ss. espíritu cruzado de las guerras carlistas. El discurso y las actitudes de estos in­ migrantes cayeron en terreno abonado. En la memoria colectiva de muchos con­ servadores colombianos se mantenía viva la afrenta anticatólica de los liberales. Este clero inspiró una corriente nacionalista conservadora que habría de desarrollar el tema de la identidad nacional en una perspectiva antiliberal y antiyanqui. Aplicando los principios corporativistas de la encíclica De Rerum No- variim de León xiii (1891), el nacionalismo católico adquirió tintes anticapitalis­ tas. En todo caso, desempeñó un papel significativo en el desarrollo ideológico de la primera mitad del siglo xx. Resuelto en principio el conflicto religioso, la Regeneración no pudo so­ lucionar el asunto pendiente de la organización territorial del Estado. En 1888, el gobierno quiso replantear la división político-administrativa con el objeto de debilitar los nuevos departamentos, cuyos territorios eran los mismos de los Es­ tados soberanos. Propuso subdividir el Cauca, Bolívar y Antioquia. En esta ope­ ración fue fácil conseguir apoyo de sectores conservadores de Manizales, Santa Fe de Antioquia, Barranquilla y Pasto. Pero la iniciativa se estrelló con una cerra­ da oposición en Medellín, Popayán y Cartagena, que amenazó la unidad de las filas gobiernistas. El asunto quedó pendiente y después de muchos vaivenes se resolvió en la primera década del siglo xx. Después de un complicado proceso de subdivisiones, restablecimientos y nuevas divisiones, los ocho departamentos que quedaron después de la separación de Panamá, se convirtieron en catorce {véase cuadro 11.3).

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Cuadro 11.3. División político-administrativa, 1886-1912.

Departamentos 1886 Departamentos 1912 Intendencias C om isarías

A ntioquia Antioquia; Caldas Urabá

Bolívar Bolívar; Atlántico

Boyacá Boyacá Arauca

Cauca Cauca; Nariño; Valle C hocó Caquetá; Putum ayo; Juradó; V aupés

Cundinamarca Cundinamarca Meta

M agdalena M agdalena La Guajira

Santander Santander; Santander del N orte

Tolim a Tolima; Huila

Fuente: Censo de la población, 1912.

La centralización agudizó el déficit fiscal e intensificó el conflicto en tor­ no a la distribución del gasto público. El Gobierno nacional asumió la garan­ tía del orden público y, con ello, el sostenimiento del ejército nacional, que se reequipó y aumentó su pie de fuerza "en tiempo de paz" a 6.500 hombres en promedio. También quedaron a cargo del gobierno central el funcionamiento del poder judicial, el fomento de la navegación y de los ferrocarriles, el pago de las compensaciones contempladas en el Concordato, y de la deuda externa, cuyo servicio se trató de cumplir después de la negociación de 1896, al igual que el sostenimiento del servicio diplomático y consular. Para garantizar la "descentralización administrativa" se reconoció en 1887 a los departamentos un conjunto de rentas similares a las que recibían los Estados federales: degüello, minas, aguardientes y otras de gran valor para los del Caribe, como las salinas marítimas. Las de aguardientes de caña podían ad­ ministrarse bien por el sistema de monopolio, o por patentes rematadas entre particulares. El segundo fue el método practicado al occidente de río Magdale­ na, y auspició un extendido sistema de clientelismo. Las cargas fiscales se redistribuyeron territorialmente. Así, en 1892 los costos básicos de la educación primaria fueron transferidos a los departamen­ tos; la Nación quedó obligada a atender únicamente la educación secundaria y universitaria. Para compensar a los departamentos por la prohibición de estable­ cer impuestos al tránsito de mercancías, tal como se practicaba bajo el federalis­ mo, se acordó distribuirles el 25 por ciento de los incrementos a los derechos de importación. La penuria fiscal del gobierno central obligó a suspender la medida en 1896.

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Conservatizada la Regeneración en 1888, el conflicto político se alimentó de las disensiones azules. La muerte de Núñez en 1894, seguida unos meses des­ pués por la del hábil Carlos Holguín, radicalizó aún más las alas ultraclericales aliadas del régimen, y el vicepresidente Caro quedó en el centro de la escena. Entonces, una conjunción de factores contribuyeron a los descalabros del régi­ men y a su desplome en medio de la guerra civil de 1899-1903: el doctrinarismo oficial, la inestabilidad de la economía exportadora y las presiones fiscales. Pese a todo, durante la Regeneración las elecciones continuaron marcan­ do el ritmo de la vida pública. Pero no eran competitivas. A fines de la últi­ ma década del siglo y con excepción de Antioquia, los liberales quedaron sin representación en el Congreso. El sistema electoral ritualizaba las disputas en el partido de gobierno, que continuaron siendo personalistas, regionalistas, ge­ neracionales; muy tácticas y poco sustantivas. La consigna "Menos política y más administración", ideal del régimen de Porfirio Díaz en México, afín a la mentalidad de los gobernantes colombianos de la época, no tenía cabida en el ajetreo de las maquinarias locales. Igual que bajo el federalismo, el país vivía en campaña electoral: cada dos años había elecciones para concejales municipales y diputados a las asambleas; cada cuatro años para representantes a la Cámara, y cada seis para los electores que designarían al presidente y vicepresidente. El Se­ nado era rotativo y sus miembros eran elegidos cada dos años por las asambleas departamentales para periodos de seis años. En la elección presidencial de 1892, la disidencia antioqueña obtuvo el 20 por ciento de los votos. En la de 1897, a lo que podemos llamar una primera vuelta, concurrieron tres listas. La oficial de los nacionalistas solo obtuvo el 53 por ciento de los votos; la disidencia de los históricos, el 29 por ciento y los li­ berales unidos, el 18 por ciento. Los liberales ganaron en Cundinamarca, y los históricos, en Antioquia y Cauca. En una especie de segunda vuelta en 1898, las facciones conservadoras unidas aplastaron a los liberales. En 1904, la lista electoral se redujo a dos candidatos conservadores, identificados por la opinión como históricos y nacionalistas. Ganaron los primeros por 994 votos contra 982. Si la desmovilización política estaba deliberadamente consagrada en el programa regenerador y en el ideal centralista y presidencialista, la ley electoral y la fuerza de la costumbre de los cacicazgos municipales marchaban en direc­ ción opuesta. Puesto que el régimen debía tener abiertos los canales de comu­ nicación entre las localidades y las jefaturas nacionales, la ansiada estabilidad resultó imposible de alcanzar. A medida que el siglo llegaba a su fin, se acentuaron las disputas entre históricos y nacionalistas. A su vez, los liberales se alinearon en una facción ci­ vilista, la vieja oligarquía radical, que confiaba en una alianza con los históricos. En la esquina opuesta acechaban los "guerreristas", más jóvenes y radicales. Pero los primeros también se preparaban para la guerra y los segundos no des­ cartaban coaliciones con las disidencias conservadoras.

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Mapa 11.1. División político-adm inistrativa 1912-1947.

DEPARTAMENTOS

Riohacha<^ Antioquia — / Atlántico Bolívar Boyacá Caldas MAGDALENA Cauca Cundinamarca Meta Magdalena Nariño i NORTE Norte de Santander \ DE Santander r^SANTANDÉR Tolima ° Cúcuta Valle del Cauca

O Bucaramanga SITANDER.

BOYACÁ OTunja CALDAS

M a°niz¡;í¡s í CUNDINAMARCA

^illavicencio

META

NARINO

INTENDENCIAS

Amazonas AMAZONAS Chocó Meta San Andrés y Providencia

COMISARÍAS m ili / / Arauca Caquetá Guajira Putumayo Vaupés Vichada

Fuente: Instituto Agustín Codazzi.

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Para muchos gobiernistas el problema se reducía a reafirmar la conti­ nuidad de Caro en la presidencia. Algunas combinaciones políticas implicaban intereses económicos ligados al café y los bancos. Sobre el fondo de la crisis cafetera y fiscal que comenzó en 1896 y con miras a la sucesión presidencial, se profundizaron las líneas divisorias entre históricos y nacionalistas. Los prime­ ros entraron en acuerdos tácitos con los pacifistas liberales. Estos juegos pro­ dujeron un final de comedia. Caro renunció a presentarse a la reelección y, en desacuerdo con la candidatura del futuro presidente Rafael Reyes (1904-1909), "el vencedor de Enciso" en la breve guerra civil de 1895, sacó de la manga dos venerables abogados; Manuel Antonio Sanclemente y José Manuel Marroquín, cuyas edades sumadas alcanzaban 155 años y que resultaron elegidos presiden­ te y vicepresidente para el periodo 1898-1904.,Para entonces era claro que los "pacifistas", hombres ya viejos que habían tenido su oportunidad durante el Olimpo Radical, habían perdido prestigio en las nuevas generaciones liberales. En medio de una depresión comercial cada vez más aguda, los "guerreris- tas" hicieron el pronunciamiento en octubre de 1899. Al día siguiente, el gobierno siguió la rutina trazada para estas ocasiones. Dio a los gobernadores la investi­ dura de jefes civiles y militares con poder de decretar expropiaciones y emprés­ titos forzosos, que recaían entre los miembros más adinerados del liberalismo y en las localidades liberales donde estaban los "autores, cómplices, auxiliadores y simpatizadores" de la revolución. Este molde, frecuente en las contiendas civiles colombianas, reforzaba la orientación de las adhesiones. Dividía a los colom­ bianos por líneas partidistas más que por clases sociales. Todos compartían las cargas de la guerra, aunque quizás el intenso resentimiento de los pudientes, afectados en sus bienes y rentas por sus enemigos de bandería, resultaba más efectivo que el de los pobres. En resumen, el conflicto duró poco más de tres años y confirmó el su­ puesto según el cual la guerra es la continuación de la política por otros medios. Dentro de cada partido las facciones estaban atareadísimas luchando entre sí. Así fue como en 1900, incitado por los históricos, el vicepresidente Marroquín dio uno de los pocos golpes de Estado de la historia colombiana. Después de seis meses de combates más o menos formales, los liberales perdieron la iniciativa y la conflagración se disgregó en guerrillas. En 1902, los insurrectos corrieron con mejor suerte en Panamá, precisamente cuando estaban derrotados en el resto del país. Esto explica por qué la rendición incondicional del partido liberal habría de protocolizarse en el itsmo y, si la historia encierra sus ironías, a bordo de un buque de guerra norteamericano. Los Mil Días alimentaron la mitología de los dos partidos en el siglo xx. Las elites económicas inflaron sus desastrosos efectos. Pero el resultado más trascendente fue la pérdida de Panamá. Una historia bien sencilla. \ Primero, el estatus especial de Panamá en el federalismo colombiano res­ pondía a una realidad contundente: estaba físicamente separado de Colombia.

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El federalismo panameño tomó vuelo a mediados de siglo, cuando el auge del oro convirtió el istmo en el punto de tránsito de la costa este de Estados Unidos a California. El ferrocarril y la inmigración de centenares de aventureros y nego­ ciantes norteamericanos dieron a la oligarquía blanca de Ciudad de Panamá un sentido de su propia valía. Había, empero, otros lazos de los colombianos con los panameños. La penetración y movilización de los liberales en los arrabales negros de la ciudad; la influencia del conservatismo colombiano entre los terra­ tenientes del interior. Estos equilibrios finos fueron rompiéndose en 1879 con el anuncio de la construcción del canal y la formación de la Compañía Universal del Canal Interoceánico de Panamá. Dirigida por el afamado Ferdinand Lesseps, constructor del canal del Suez, la Compañía operó con capital suscrito por miles de ahorradores franceses y comenzó trabajos en 1882: Las enfermedades tropicales y la mala planeación de la obra llevaron a la quiebra en 1889. Lesseps supuso que, como en el Suez, todo el trayecto se construiría al nivel del mar. La quiebra desató el mayor escán­ dalo político de la Tercera República francesa. En 1890,1893 y 1900, el gobierno colombiano firmó sucesivos contratos de prórroga con la Nueva Compañía del Canal, también francesa. Todos estipulaban 10 años para concluir la construc­ ción. La tercera prórroga se acordó en plena guerra civil, que ya había llegado al istmo. Para entonces los sentimientos separatistas de los istmeños y las opciones norteamericanas por un Panamá autónomo circulaban con más insistencia. En el entretanto, en 1899 y 1900, el gobierno de Estados Unidos decidió construir el canal. Adquirió los derechos de la Nueva Compañía Francesa y fir­ mó con Colombia un tratado en 1903. El Senado colombiano lo rechazó porque algunas cláusulas violaban la soberanía nacional. Siguió una conjura de diversos intereses que concluyó con la declaratoria de la independencia de'Panamá, bajo la protección de la Marina de Cuerra de los Estados Unidos, y el reconocimiento de la nueva república por la Casa Blanca en noviembre de aquel año. Ante la afrenta, ¿dónde quedaba el nacionalismo? Interesa subrayar los contenidos del vocablo nacionalista, pues así se llamaron los hombres del nue­ vo orden. El asunto panameño los desbordaba. Las elites, sin distinciones de partido, estaban perplejas y azoradas. Antes que nada, su mentalidad les impe­ día proponer un nacionalismo basado en las virtudes del pueblo mestizo, en el

Cuadro 11.4. Exportaciones e importaciones colombianas, 1875-1910 (promedios anuales en miles de pesos oro).

1875/6-1877/8 1878/9-80-1 1881/2-188^3 1888-91 1898 1905 1906-10

Exportaciones 10.105 13.689 15.431 12.165 19.154 17.216 15.542

Importaciones 7.923 10.755 11.930 12.119 11.052 12.282 12.942

Fuente: Elaborado con base en Ocampo, José A., Colombia y la economia mundial, 1830-1910, p. 143.

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rescate de sus valores y en la imagen de una cultura nacional compatible con la modernidad, capaz de recorrer idóneamente los laberintos del mundo interna­ cional. Más acotadamente/'el nacionalismo conservador tendió a ser una vuelta a los fundamentos hispánicos y, un poco después, a la afirmación de derechos patrimoniales heredados por el Estado colombiano de la Corona española. En el primer caso se subrayó la grandeza de la religión católica, la lengua de Castilla y la institucionalidad pública y privada erigidas por los españoles durante la Co­ lonia. En el segundo, se reivindicaron derechos estatales preeminentes sobre el subsuelo frente a las empresas extranjeras de la minería y del petróleo. Ninguna de estas dos variantes del nacionalismo habría de ser suficientemente fuerte y sostenida como para prevalecer en el siglo xx en las embrolladas relaciones con Estados Unidos, primero en relación con Panamá y después con el petróleo.

L a s EXPORTACIONES Y EL DESARROLLO ECONÓMICO

Al ingresar Colombia al siglo xx era palpable el escaso desarrollo del capital humano, físico y financiero. Entre los países latinoamericanos, el país ocupaba uno de los últimos sitios de acuerdo con los índices de alfabetización, dotación de ferrocarriles, caminos, puentes, puertos; de urbanización, bancos y red de sucursales bancarias. Todo esto a pesar de que las exportaciones se habían reactivado en la segunda mitad del siglo, particularmente entre 1850 y 1882, como se ve en el cuadro 11.4. Pero habían partido de muy bajo y se caracterizaron por fuertes fluctuaciones originadas en los precios internacionales. Según los cálculos de José A. Ocampo, las exportaciones reales (quántum) per cápita aumentaron en­ tre 1835-1838 y 1905-1910,110 por ciento y su poder de compra en 170 por cien­ to. Siguiendo coyunturas de precios excepcionalmente altos o bajos, Ocampo establece cinco subperiodos; (1) Recesión y crisis (1874-1877); (2) Bonanza (1878- 1882); (3) Depresión severa y recuperación (1883-1892); (4) Bonanza (1893-1898) y (5) Depresión severa (1898-1910). Aunque las cifras del cuadro 11.4 sugieren la permanencia de superávit en la balanza comercial, se observa mucha inestabilidad en los valores anuales. Las importaciones seguían el movimiento coyuntural de las exportaciones. Las caídas de las ventas externas comprimían las importaciones y generaban crisis fiscales, dada la alta participación de los recaudos aduaneros. Las aduanas eran el principal medio por el cual el Estado podía obtener ingresos con un mínimo de controles administrativos y de empleados públicos. Los impuestos de salinas y del Ferrocarril de Panamá no representaban más de una cuarta parte de los ingresos totales y las demás rentas tenían un alto costo de recaudo. La particu­ laridad de las aduanas como fuente de recursos era universalmente reconocida, de suerte que en las guerras civiles la captura y defensa de los centros aduaneros fue la obsesión de rebeldes y gobiernos.

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En los altibajos del comercio mundial se encuentra una de las causas más importantes del círculo vicioso depresiones exportadoras-crisis fiscales-guerras civiles. La alternativa de los gobiernos ante la caída de los impuestos aduaneros consistía en pignorarlos emitiendo bonos o títulos de deuda interna por los que se pagaban elevadas tasas de interés. En las coyunturas depresivas los gobiernos cesaban pagos, comenzando por su escuálido cuerpo de empleados y, lo que era más grave, incumplían a los tenedores de títulos de deuda interna. Aumentaban la incertidumbre y el descontento. Pero los textiles, que comprendían dos tercios del valor de las importaciones en la década de los años 1870, la mitad, en la primera década del siglo xx, y probablemente proporciones mayores en los in­ gresos aduaneros, tenían una demanda poco elástica en tanto que eran bienes de primera necesidad para las capas populares. Así, los más pobres de uno de los países más pobres de América Latina mantenían con sus impuestos un famélico Estado. Debe subrayarse que en este periodo, pese a graves crisis exportadoras, la capacidad importadora del país aumentó por el descenso de los precios interna­ cionales de los textiles, los alimentos y bebidas. La participación en el comercio internacional reforzaba así los argumentos librecambistas. Las tres guerras civiles de consecuencias, las de 1876-1877, 1885 y 1899- 1902, se presentaron en coyunturas de recesión y crisis del sector externo. Por el contrario, la guerra civil de 1895 fue un mero ensayo; apenas duró tres meses, quizás porque el país atravesaba una bonanza cafetera. Algunos de los principa­ les instigadores del conflicto eran liberales con intereses cafeteros, que se habían opuesto desde 1894 a un impuesto extraordinario a las exportaciones del grano. El cuadro 11.5 ayuda a explicar los impactos regionales y nacionales de las crisis exportadoras. Por ejemplo, el desplome de las quinas (1882-1883) produjo

Cuadro 11.5. Composición porcentual de las exportaciones, 1875-1910.

Productos 1875-1878 1878-1881 1881 -1883 1888-1891 1898 1905 1906-1910

O ro’ 24,0 19,1 18,7 26,9 17,4 14,1 20,4

Café 22,3 21,4 16,9 34,3 49,0 39,5 37,2

Tabaco 13,3 7,5 1,2 6,9 8,3 3,3 3,0

Quinas 17,5 25,4 30,9 0,3 - 0,1 - O tros 13,3 19,1 17,8 19,1 16,6 35,0 24,0 agropecuarios^

O tros’ 8,6 7,5 14,5 12,5 8,7 8,0 15,4

' Hay que tener en cuenta que el oro es ideal para el contrabando, práctica muy extendida en Antioquia. ^ Incluye algodón, pieles, animales vivos, maderas, añil, caucho, cacao, bananos, azúcar. ’ Incluye plata, platino, sombreros panamá.

Fuente: Elaborado con base en Ocampo, José A., Colombia y la economía mundial, 1830-1910, pp. 100- 101.

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una aguda crisis fiscal en 1884 y no fue coincidencia que en Santander, la región más afectada, se desencadenara la guerra civil de 1885. Antioquia, por el contra­ rio, mantuvo más o menos su participación en las exportaciones legales de oro (es decir, sin considerar el contrabando), mientras que la severa crisis cafetera que se prolongó de 1898 a 1910 volvió a afectar a Santander que, no en vano, fue de nuevo el epicentro inicial de la guerra de los Mil Días.

T r a n s p o r t e s y comunicaciones

Desde la década de los años 1840, cuando el país empezó a participar crecientemente en la exportación de productos de agricultura tropical, las elites reconocieron por unanimidad que el atraso de las vías de comunicación merma­ ba la competitividad internacional. Desde entonces la prioridad incuestionable fue el desarrollo de vías hacia los puertos marítimos. Política compartida por las empresas extranjeras que buscaron controlar el negocio. Los centros dedicados a producir para la exportación estaban localizados en reductos geográficos aisla­ dos unos de otros y con permanentes problemas de embotellamiento. Aunque la apertura del Canal de Panamá en 1914 ayudó a desembotellar el Valle del Cauca con la conexión Cali-Buenaventura, y los productos santandereanos salían por Venezuela hacia el lago de Maracaibo, el río Magdalena era, como en los tiempos coloniales, el eje del país. Hacia el río Magdalena convergieron seis de los doce ramales ferroviarios construidos entre 1867 y 1910. Su longitud apenas sobrepasaba los 510 kilóme­ tros en 1903, de los cuales 136 habían sido construidos por el dinámico ingenie­ ro y constructor cubano Francisco Cisneros, entre fines del decenio de los años 1870 y la guerra de 1885, que lo llevó a renunciar a sus proyectos colombianos. De los doce ramales, el más corto, de 27 kilómetros, unía Barranquilla con los malecones del mar. El más largo, de Bogotá a Girardot, en el río Magdalena, era un trayecto de 132 kilómetros y fue terminado finalmente en 1909, después de 27 años de trabajos. Ni estos cortos tramos, ni los 400 kilómetros de vías que se añadieron en la primera década del siglo xx, formaron un sistema. Eran un mo­ saico de líneas locales, con diferentes administraciones, tarifas, especificaciones técnicas y distintas anchuras de las vías. No se anticipó que, quizás en el futuro, una red integrada podría unificar mejor los mercados provinciales del país. Aunque se dio prioridad al desarrollo de los transportes, los gobernantes, sin importar su denominación política, fueron conscientes de la necesidad de atraer inversiones extranjeras. Pero las empresas internacionales no respondie­ ron en la medida deseada debido a las bajas expectativas de la economía expor­ tadora colombiana, a los altos costos de construcción y mantenimiento y a la inestabilidad política. A pesar de las intenciones de los gobiernos fue imposible que el Estado pudiera acudir al crédito externo para construir ferrocarriles. A lo largo del siglo xix, Colombia encontró cerradas esas puertas debido al incumpli­ miento del servicio de la deuda externa, contraída principalmente en la década

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Cuadro 11.6. Desarrollo de la red telegráfica

A ñ o s K ilóm etros L íneas O ficin as 1865 50

1875 2.500 53 1880 3.430 102 1892 9.619 350

1913 20.000 10 500

1935 35.000 14 900

Fuentes: 1865-1892: Colombia (Consular) Report for the Year 1891, Londres 1893, p.4; 1913-1935: Anuario Ceneral de Fstadistica, Bogotá, 1937, p.l37.

bolivariana de 1820. La acción gubernamental se limitó a renegociar la moratoria para que, quizás, el siguiente gobierno volviera a incumplir los compromisos. La mayoría de la docena de empresas ferroviarias, y de las 70-80 socieda­ des mineras que se constituyeron para explotar metales preciosos, se registraron como sociedades anónimas bajo la ley británica. La participación extranjera en las 15 empresas que buscaron monopolizar el transporte del río Magdalena en­ tre 1870 y 1910 es un poco más confusa, porque algunas operaron por medio de firmas colombianas; pero de todos modos hacia 1910 era claro el predominio británico en los vapores del Magdalena. Los directores de estas empresas se que­ jaron de la mano de obra indisciplinada, de la incertidumbre de las relaciones laborales y de la exigüidad de insumos de origen local. Pero sus principales blancos de crítica fueron el papeleo, la ambigüedad legal, el auge del picapleitos y sobre todo la violencia y el desorden políticos. Al contrario, el cuadro 11.6 sugiere que el telégrafo, cuya primera línea se tendió en 1865, pudo haber sido más determinante que el ferrocarril para unifi­ car los mercados y la vida cultural del país. El telégrafo irradió desde Bogotá en todas las direcciones andinas y ca­ ribeñas y terminó formando un verdadero sistema. Las tres primeras líneas se tendieron hacia Medellín, Popayán y Cartagena. Posteriormente cubrieron el oriente hasta Cúcuta y fueron subdividiéndose. Pero todavía en 1910 las ciu­ dades portuarias del Caribe estaban desconectadas de los cables submarinos, de suerte que la comunicación telegráfica con Europa debía hacerse retransmi­ tiendo desde Buenaventura. En 1912, la estableció en sus instalaciones de la zona bananera de Santa Marta la primera estación de comunicaciones inalámbricas del país. El telégrafo aglutinó al reducido grupo empresarial ligado al comercio exterior que actuaba desde las distintas plazas del país. Ahora los empresarios pudieron negociar en varios mercados casi simultáneamente; aceptar y descon-

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tar en minutos letras de cambio y pagarés; hacer operaciones de cambio de di­ visas; comprar y vender café y ganado. En instantes circulaban de un extremo al otro del país las noticias públicas o privadas, las directrices de los jefes po­ líticos y eclesiásticos, los resultados electorales y las cotizaciones de las bolsas de Londres, París y Nueva York. Pero los daños de las redes eran frecuentes y las reparaciones tardaban, sobre todo cuando debían hacerse en sitios distantes y aislados. Por eso hizo carrera el chiste del esposo que envía a su esposa este mensaje telegráfico: "Cuando éste llegue a tus manos ya estaré en tus brazos".

M o n e d a y b a n c o s

A diferencia de los ferrocarriles después de 1880, el negocio bancario que­ dó prácticamente en manos de colombianos. ¿Quiénes podían demandar capital en un país pobre, con baja capacidad de ahorro y enormes diferencias de ingre­ so y de nivel de vida entre clases y regiones? Fundamentalmente el Estado y los empresarios, es decir, el puñado de comerciantes ligados a las actividades mineras, agroexportadoras y de importación y al desarrollo de los transportes modernos. Pero no se sabe con precisión cuál era la magnitud de la economía monetizada del país. Aunque desde la época colonial el sistema monetario había operado sobre una base metálica (plata y su paridad con el oro) era evidente que cada región tenía la moneda fiduciaria y fraccionaria que más le convenía. Por ejemplo, en Antioquia el medio de pago fue oro amonedado y oro en polvo; en otros lugares del país circuló la moneda de plata. Pero en 1873-1876 se dio un viraje en el mercado mundial cuando cambió la paridad del oro y la plata, devaluándose esta última. Al no cambiar la paridad en Colombia se creó un pre­ mio a la exportación del oro; este desapareció como moneda fiduciaria siendo sustituido por la plata, lo que dio lugar a una copiosa literatura periodística y panfletaria sobre "la escasez de numerario". En la década de los años 1870 se habían creado 42 negocios bancarios que funcionaban sin más control que el de los socios. En 1881, el capital pagado apenas llegaba a $ 2,5 millones en manos de unos 1.000 accionistas. Su distribución geo­ gráfica da una idea del reducido tamaño de la elite mercantil y del desigual avance del capitalismo comercial en las regiones. De estos pequeños bancos, doce funcio­ naban en Cundinamarca, once en Antioquia, cinco en Bolívar, cuatro en el Cauca, tres en Boyacá y tres en Santander. No lograron integrar un mercado nacional de capitales aunque sus billetes, que comenzaron a circular en las principales plazas del país, parecieron aliviar el problema de la oferta monetaria. Los más acredita­ dos resultaron ser el Banco de Bogotá y el Banco de Colombia, empresas bogota­ nas que pudieron establecer sucursales en otras ciudades y aún existen. Muchos desaparecieron rápidamente; otros se fundaron en las décadas posteriores. En el régimen federal, los bancos, como las sociedades comerciales en ge­ neral, se regían por el derecho privado de cada estado. En todo el país se con­ virtieron en los principales intermediarios del comercio exterior y obtuvieron

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el respaldo de las haciendas públicas de los estados. En el caso de los bancos bogotanos, el Gobierno nacional admitió sus billetes en pago de impuestos, los empleó para pagar a sus acreedores y se comprometió a mantener fondos per­ manentes. El estado de Antioquia fue un poco más lejos y además de aceptar estos billetes como moneda corriente en todas sus transacciones, se hizo garante ante sus portadores. Por añadidura, los grandes comerciantes y empresarios aprovecharon la puesta en marcha de un sistema de crédito externo a corto plazo, que operaba mediante pagarés y letras de cambio estipulados en una moneda convertible (li­ bras, francos, dólares) que los exportadores aceptaban pagar con futuras entregas de café, por ejemplo. Los proveedores de textiles, ingleses y franceses, conce­ dieron a los importadores nacionales créditos de seis a nueve meses. En ambos casos, las tasas de interés eran menores a las vigentes en Colombia. Después de 1880, la historia bancaria tuvo varias etapas, entretejidas con las luchas políticas de la Regeneración. Núñez pignoró en Nueva York las rentas del Ferrocarril de Panamá para obtener un empréstito de tres millones de dólares. Destinó un mi­ llón al Banco Nacional que abrió operaciones en enero de 1881, como ente oficial porque los comerciantes y banqueros se negaron a suscribir acciones. A cambio de mantener su derecho de emisión, los bancos privados quedaron obligados a recibir los billetes del nuevo banco estatal. Desde 1875, en su primera candidatura a la presidencia, Núñez se iden­ tificó con las facciones que combatían "la oligarquía del Olimpo radical". De allí que muchos considerasen que el objetivo del Banco Nacional era debilitar esa oligarquía mercantil y política. Aunque hubo casos en que fueron manifies­ tos los nexos de "los oligarcas radicales" y los bancos, pueden citarse ejemplos contrarios. Es decir, muchos banqueros de provincia, conservadores e inde­ pendientes, apoyaron a Núñez en 1875-1876 y luego en 1880. A la luz de estas circunstancias, lo más probable es que la meta de Núñez hubiese sido indepen­ dizar la Hacienda pública de los banqueros, sin distingos de a cuál partido o facción pertenecieran. Si en 1892 habían desaparecido 30 de los 42 bancos mencionados, seme­ jante tasa de mortalidad puede acharcarse con mayor razón a los vaivenes del mercado y a la imprevisión de los noveles banqueros que a cualquier control estatal sobre estas empresas. La crisis fiscal derivada de la guerra civil de 1885 llevó en los años si­ guientes a implantar lo que se llamó el curso forzoso del papel moneda. Es de­ cir, al monopolio de emisión del Banco Nacional y a la prohibición a los bancos privados de emitir dinero, disposición que se prorrogó hasta las postrimerías del siglo. Una serie de leyes y decretos fijaron los topes máximos de la oferta monetaria, mostrando con ello la temporalidad de la medida y el compromiso gubernamental de retornar al patrón metálico. En 1887, el gobierno se compro­ metió a no emitir por encima de $ 12 millones. Pero en 1889 la bancarrota fiscal, por la expansión burocrática y del gasto militar, y la difícil situación del Banco

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de Bogotá, a raíz de la insolvencia gubernamental para cubrir los papeles de la deuda interna, llevaron las emisiones por encima del tope de los $ 12 millones. En 1894 se denunció la operación efectuada en 1889 y se produjo el escándalo de las "emisiones clandestinas" y la liquidación legal del Banco Nacional. El Banco fue convertido en una dependencia del Ministerio del Tesoro y las emisiones quedaron a discreción del gobierno. Las acusaciones de la oposi­ ción política y de algunos banqueros de que la Regeneración emplearía el banco oficial para solucionar el déficit presupuestario parecían exageradas. Pero en 1898, a raíz de la depresión cafetera y sobre todo durante la guerra de 1899- 1902, el Gobierno emitió dinero por un valor 21 veces superior al del periodo 1886-1899. Imprimiendo billetes cada vez más devaluados pudo financiar las operaciones militares y aplastar a los liberales. La biperinflación de la guerra de los Mil Días fue tal que veinte años después todavía asustaba a los miembros de las elites, sin distinción de bandera política. Concluida la guerra civil, se decretó en 1903 el fin del papel moneda y co­ menzó el arduo retorno al patrón oro. La política monetaria de la Regeneración fue objeto de una de las más apasionadas polémicas ideológicas, solo compara­ ble con la que se suscitó en torno a la reforma educativa de 1870. Quedó enmar­ cada en el esquema de estatismo de la Regeneración y liberalismo económico de sus opositores. En los debates se mezclaron indiscriminadamente distintos tipos de ar­ gumentos. Los signos del estatismo se advirtieron por ejemplo en el carácter centralista y presidencial de la Constitución de 1886, en el Banco Nacional y en los incrementos "proteccionistas" introducidos al arancel aduanero en 1880. A esto se sumaron los "monopolios fiscales" de cigarros, cigarrillos y fósforos. In­ dependientemente de las intenciones de los gobiernos de esta época, boy parece claro que la política aduanera fue un arma fiscal y las emisiones del Banco Na­ cional no afectaron las transacciones del comercio exterior, que siguieron regu­ lándose en monedas internacionales convertibles. Además, en el país circularon monedas fiduciarias distintas del billete de curso forzoso. Los episodios monetarios de la Regeneración se ban utilizado en la segun­ da mitad del siglo xx para legitimar tal o cual política económica. Así, por ejem­ plo, la devaluación del papel moneda alimentó una nueva polémica en torno a las virtudes y defectos del estatismo y el liberalismo económico. El problema fue formulado por el influyente bistoriador Indalecio Liévano Aguirre, en su biogra­ fía de Rafael Núñez publicada en 1944. El novel biógrafo lanzó un feroz ataque al librecambismo del Olimpo Radical y concluyó, en un momento crucial para la industrialización del país, como veremos adelante, que Núñez podía consi­ derarse como el padre del moderno nacionalismo económico. Los pilares de la política del Regenerador habrían sido el manejo de los aranceles, de los bancos y de la moneda. Liévano halló eco y desde entonces el tema ha sido un tópico. Se argumen­ ta que la devaluación del papel moneda fue una política coherente que fomentó

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las exportaciones de café deprimiendo los costos de producción y favoreciendo a los grandes productores y exportadores y a los medianos cultivadores. Por esta vía la devaluación habría creado la suficiente demanda agregada interna para que la industria liviana pudiera despegar. A este razonamiento se ha respondido que, quizás, el papel moneda no resultó tan determinante en la expansión cafetera como el precio internacional, de un lado, y del otro, se ha subrayado el papel de los sistemas parcialmente monetizados prevalecientes en la producción de café, que permitían mante­ ner los costos laborales en un nivel muy bajo y aislados de los movimientos de la economía monetaria. También se sostiene que la Regeneración no tuvo una política monetaria; que el Banco Nacional nunca se planteó como un banco central; que la dinámica cambiaria y de la tasa de interés siguió ligada al ciclo exportador-importador y, de hecho, al patrón oro. El Banco Nacional y el papel moneda sirvieron en repetidas ocasiones a la banca privada para solucionar gra­ ves problemas de liquidez y muchos banqueros y comerciantes aprovecharon los diferenciales entre las tasas de interés internas y las tasas de devaluación. Tampoco se empleó el Banco para "comprar deuda interna", como denunciaron los críticos de la época. Los papeles de deuda interna debían ser, según Núñez, un mecanismo para fundir los intereses privados con los del Estado. Por eso, en los debates monetarios de 1892 se opuso enfáticamente a la propuesta de que el Banco Nacional comprase la deuda interna emitiendo circulante. Finalmente se duda si, al menos en esa época, dados el bajo ingreso per cápita y su distribución desigual, hubiera podido formarse la demanda agregada para un desarrollo industrial. Y en cuanto al arancel, aparte de su fiscalismo, se advierte la intención política de Núñez de ganar una base en el artesanado urbano local, cuya clientela seguían disputándose el clero y los políticos de distintas deno­ minaciones.

P o b l a c i ó n y colonizaciones

En las últimas décadas del siglo xix, la abrumadora mayoría de colombia­ nos vivía diseminada en comunidades campesinas más o menos autosuficien- tes. De 760 distritos municipales de los Estados Unidos de Colombia (sin incluir Panamá), solo 21 tenían más de 10.000 habitantes en 1870. La Estadística de 1876 apuntó que "la población civilizada de la República es de 2.951.323 habitantes, conforme al censo de 1870... Los aborígenes salvajes que ninguna relación tie­ nen con los hombres civilizados, pueden estimarse en 80.000". Adelante añadió que en los 1.331.000 kilómetros cuadrados de la República, "con mediano culti­ vo, podrían vivir y prosperar más de cincuenta millones de habitantes". Esta idea de un país despoblado se ilustró con cálculos del cuadro 11.1. Tres cuartas partes del territorio nacional estaban deshabitadas y en la región oriental, que tenía la densidad promedio más alta del país y albergaba el 58,2 por ciento de la población {véase cuadro 11.7), existían inmensas áreas despobladas.

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Entre tanto se desaprovechaban las altiplanicies y los valles fértiles, dedicados por los latifundistas a una ganadería superextensiva y de baja productividad. Colombia se ajustaba al patrón enunciado por Jovellanos para la España del si­ glo xviii: "tierras sin hombres y hombres sin tierra". Los hombres sin tierra de los altiplanos estaban formando un nuevo país en las áreas baldías. Desde la perspectiva de las regiones históricas, tal como surgieron del siglo xviii y se mantienen hasta el presente, era evidente la redis­ tribución de la población, debido, fundamentalmente, a las migraciones internas de la segunda mitad del siglo xix. Conforme al cuadro 11.7, los cambios más no­ tables eran el aumento de la población en la región occidental, particularmente en Antioquia, que forma una región separada de la caucana. Por el otro lado, disminuyó notoriamente el peso demográfico de la franja oriental, debido en particular a la caída de Santander. Al discurrir sobre las singularidades del pueblo, las elites sociales, con grados y matices, manifestaron un arraigado pesimismo no exento de tintes ra­ cistas. Muchas de las características negativas advertidas estaban asociadas a la ignorancia, resultado de la precariedad del sistema escolar. El progreso basado en las actividades exportadoras primarias era compatible con un pueblo anal­ fabeto. Ninguna técnica moderna sustituía la energía humana aplicada en los

C uadro 11.7. Distribución porcentual de la población por regiones históricas. 1851-1938.

Regiones’ 1851 1870 1912 1938* 1951*

Antioqueña 11,6 13,5 21,3 23,3 23,9

Caucana 14,9 16,1 17,1 17,0 19,1 Bolívar 8,7 8,7

M agdalena 3,2 3,5

Costeña^ 11,9 12,2 14,5 16,4 16,2

Boyacá 18,2 18,1

Cundinamarca 15,2 14,9 Santander 18,2 15,4

Tolima 9,9 8,2

Oriental 61,5 58,2 47,0 43,3 39,5

Habitantes 2.022.000 2.707.952 5.472.604 8.701.800 11.454.760

' La subdivisión corresponde a los Estados soberanos del periodo federal, de modo que las regiones Antioqueña y Caucana son los estados de Antioquia y Cauca, resp>ectivamente. ’ No incluye Panamá. ’ La división político-administrativa vigente en 1938 y 1951 se ba ajustado a las cuatro regiones.

Fuente: Censos de población.

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laboreos de la minería; en el descuaje de montes y praderas para la siembra, y el mantenimiento y la cosecha del tabaco o el café, ni en las faenas de extracción de quinas, caucho o maderas preciosas. Un buen ejemplo de los estereotipos dominantes fue la idea de la "raza antioqueña", de "origen vasco o judío"; por cierto que esta última característica pareció fijarse con más fuerza en el imaginario de algunos bogotanos de clase alta. Con todo, el empuje empresarial de estos "yanquis de Suramérica", como se llamaron a sí mismos, ha sido manifiesto en grandes empresas colectivas e individuales. En pocas palabras, las elites antioqueñas erigieron una frontera étnica mí­ tica entre su región y el resto de colombianos. Pese a que la población antioqueña puede caracterizarse como mestiza de base triétnica, el discurso regionalista de las elites caracterizó la energía empresarial como resultado de la pureza de la "raza", antítesis de las poblaciones negras y mulatas de las hoyas del río Cauca que atraviesan de sur a norte toda la región antioqueña, y también de las pobla­ ciones caribeñas y de los altiplanos, caucanos y cundiboyacenses, estas últimas consideradas "indias". Por tanto, no debe ser causa de asombro que los miembros de la elite manizaleña, en la región paisa del Viejo Caldas, el centro de la caficul- tura del siglo xx, se consideren como una segunda edición corregida y mejorada de los antioqueños. Aluden, entre otras cosas, a que en Caldas la proporción de "negros" es muy baja, comparada con la de Antioquia {véase cuadro 11.8). Ahora bien, los datos de los censos de 1851 y 1912, presentados en los cuadros 11.8 y 11.9, que son aproximados y subjetivos en cuanto dependen del criterio del encuestador y del encuestado, muestran unos paisas más mestizos de lo que ha supuesto la leyenda y más a tono con su desarrollo histórico.

Cuadro 11.8. Distribución porcentual de la población por razas, 1851.

E stados B lan cos In d ios N egros M estizos M u latos Z am bos M ezclad os so b era n o s (1) (2) (3) (4) (5) (6) (4+5+6)

A ntioquia 20,5 2,9 3,7 42,2 29,5 1,2 72,9

Bolívar 13,7 5,5 5,5 25,3 22,0 28,0 75,3

Boyacá 3,0 38,4 0,7 48,1 4,7 5,1 57,9

Cauca 19,4 7,9 13,0 37,3 21,8 0,6 59,7

Cundinamarca 24,5 29,4 0,3 45,0 0,6 0,3 45,9

Magdalena 6,7 10,7 6,7 26,7 29,3 20,0 76,0

Panam á 10,1 5,8 3,6 65,2 7,2 8,0 80,4

Santander 23,1 0,0 1,1 69,8 5,6 0,5 75,9 Tolim a 17,4 15,8 1,6 48,9 15,8 0,5 65,2

COLOMBIA 17,0 13,8 3,8 47,6 13,1 4,7 65,4

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MANIZALES, c. 1880: CIVILIZANDO EN LA FRONTERA '‘Reglamento para el gobierno doméztico de la fam ilia i de la casa" "Artículo lo. El padre de familia es el jefe superior de toda la familia i como tal se le debe prestar obediencia en todas sus órdenes, que no contengan un imposible ni se opongan a la religión i la sana moral. "Artículo 2o. La madre de familia es el segundo jefe de ella i de la casa, i en su carác­ ter de tal se le debe prestar obediencia por sus hijos i domézticos de la casa, bajo las mismas restriciones que tiene el padre de familia. "Artículo 3o. Es obligación del padre de familia trabajar constantemente, con el fin de adquirir lo necesario para dar a sus hijos alguna educación, la susbsistencia, bes- tuario, etc. "Artículo 4o. Es obligación imperiosa de la madre de familia manejar todo lo que su­ ministre el padre para bestuario i susbsistencia de la familia, con la economía i buen orden que demanda tan sagrado deber, pues que de él depende en su mayor parte la riqueza i sobre todo los buenos hábitos i sanas costumbres de los hijos i domésticas. Para conseguir tan precioso fin es preciso que la madre observe sin quebrantar jamás las reglas siguientes salvo un imposible. "la. Debe hacer que sus hijas se acostumbren por hábito a levantarse de la cama a las cinco i media de la mañana: que en seguida éstas hagan levantar a los niños que deben asistir a escuelas y colejios. "2a. Debe hacer que tanto las hijas como ios hijos se laven i aseen sus cueqx« de manera conveniente propio de gentes cultas i bien educadas. "3a. Debe ver que en seguida cada uno se ocupe de lo que le esté señalado hacer, como más adelante se expresará. "4a. Mientras que las hijas estén en el colejio debe hacerles observar estas reglas, que -antes de irse para su estudio, hagan todo lo que puedan para dejar el aceo i arreglo de la casa en buen estado, como hacer los despachos de la despensa para el almuerzo etc.- cuando salgan del enlejió al medio día -debe enseñarles a cada uno algún oficio para que pongan a hacerlo. "5a. Cuando las hijas salgan absolutamente del colejio, será necesario que la madre le señale a cada una un destino en la semana, poco más o menos así: a una le entrega la despensa para que la administre, se haga cargo de hacer preparar el almuerzo, comida, merienda [o sea refrescar] i desayuno; la cual debe vijilar constantemente la cosina, a fin de que esté aseada i que todo esté allí en el mejor orden -Otra se encargará del aseo de la casa, tender camas, limpiar los muebles, m udar i asear los niños chicos -La otra se encargará de las costuras, remendar ropa i colocarla en sus respectivos lugares i ver que todos los muebles i enceres de la casa se hallen convenientemente en su lugar -Estos destinos deben ser tumables para que cada una los aprenda a desempeñar todos

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llegado un caso en que para ello haya necesidad -Cada una de las hijas debe responder por todo lo conserniente al oficio que se le haya encargado. "6a. Debe la madre vijilar en que el almuerzo se ponga lo más tarde de las 9 á 91/2, i la comida de las 3 a las 3 1/2 -La merienda i refresco será de las 6 á las 7 -Se verificará en el comedor presidida por la madre -En seguida rezarán los niños la doctrina i después la madre rezará el rosario reuniendo para ello a todos los hijos i domézticos -La hora de dormir será a lo más tarde a las nueve de la noche. "Artículo 6o. Las costumbres cordiales se observarán por la madre i hijas, teniendo mui presente las reglas que establece la urbanidad para las relaciones i visitas acomodán­ dose en particular a las costumbres del lugar en que se vive -Debe procurarse en que unas de las hijas se quede en la casa i las otras salgan a las visitas con su madre, i nunca solas -Los días de hacer visitas los indicarán la premura i necesidad de hacer éstas i los quehaceres urgentes de la casa. "Artículo 7o. La madre debe visitar las casas de sus padres dos o tres veces en la semana procurando hacerlo los domingos i jueves por la tarde -Cuando haya algún enfermo u otra novedad de cuidado, debe ir siempre que sea necesario, sin descuidar en venir con frecuencia a dar sus disposiciones en su casa. "Artículo 8o. Ni el padre ni la madre de familia tomará parte en las reprensiones o castigos que el uno o el otro impongan a sus hijos. "Artículo 9o. Jamás ocultará la madre al padre ninguna falta grave de las que por desgracia cometan las hijas e hijos, pues la tolerancia u ocultación de faltas puede ser la pérdida perpetua de un hijo, por no haberse puesto remedio a tiempo. "Artículo 10o. No será leído por la familia ningún periódico ni libro alguno sin que el padre o jefe de familia haya dado el correspondiente permiso. "Artículo lio. Las llaves de la despensa, alacena, escaparate y demás, permanecerán siempre guardadas i en poder de la madre o de sus hijas que hayan obtenido la tenencia de la casa. Artículo 12o. Este reglamento será leído, en familia, cada ocho días -Las demás indi­ caciones que en lo sucesivo merezcan consignarse aquí, se harán en seguida".

Fuente: Don M anuel, mister Coffee, 2 v ., Bogotá, 1989, Vol. 1, p. 51. Preparación y edición a cargo de Otto Morales Benítez y Diego Pizano Salazar.

Esta información también indica que en la segunda mitad del siglo xix fue manifiesta el ansia de blanqueamiento en todo el país y quizás en todos los grupos sociales. En estos sesenta años los "blancos" subieron del 17 por ciento de la población nacional al 34,4 por ciento. Pero los "negros" aumentaron pro­ porcionalmente más que los "blancos"; en cambio, los "indios" disminuyeron a la mitad, y los "mezclados", en una cuarta parte.

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Cuadro 11.9 . Distribución porcentual de la población por razas, 1912.

B lancos N egros In d ios M ezclad os

Departamentos

Antioquia 34,5 18,3 2,2 45,0

Atlántico 21,1 11,5 4,9 62,6

Bolívar 19,6 21,0 10,3 49,1

Boyacá 25,8 0,0 8,0 66,2

Caldas 36,9 5,0 2,3 55,8

Cauca 25,3 19,8 34,5 20,4

Cundinamarca 47,5 3,5 5,1 43,9

Valle 48,2 13,7 3,9 34,2

Fiuila 29,7 3,9 8,5 57,8

Nariño 45,4 7,7 26,3 20,5

N.de Santander 43,4 6,0 0,3 50,2

Santander 36,0 6,2 0,8 57,0

Tolim a 25,1 5,0 8,8 61,0

COLOMBIA* 34,4 10,0 6,3 49,2

El censo de 1912 no trae datos de "raza" para el departamento del Magdalena.

La distribución racial de la población mantuvo el patrón geográfico de la época colonial. En algunas comarcas del occidente y del Caribe era más alta la proporción de "negros" y "mulatos". En la región cundiboyacense, que había pasado por un acelerado proceso de mestizaje durante la Colonia y el siglo xix, era mucho más bajo el porcentaje de "indios" en comparación con el dato censal de Nariño y Cauca. En todo caso, sobre la negritud y lo indígena ha pesado el estigma. Para los empresarios el pueblo colombiano era apenas un factor de producción. El aumento de la población en el siglo xix, estimado en una tasa anual promedio del 1,5 por ciento y la movilidad geográfica les permitió abrigar esperanzas sobre el advenimiento del progreso basado en exportaciones diferentes del oro. Con base en el censo de 1870 es posible calcular la fuerza laboral dedicada a las explotaciones de tabaco, quinas, café y a la minería (que en este periodo repre­ sentaban por lo menos el 80 por ciento del valor de las exportaciones y alrededor de un 10 por ciento-15 por ciento del PIB) en unas 82 mil personas, un 5 por ciento de la población económicamente activa del país. Lo cual sugiere que los niveles de productividad del sector no exportador eran muy bajos. A este respecto baste señalar la escala de la artesanía rural (350.000 trabajadores), actividad derivada de la economía familiar campesina, predominantemente femenina y concentrada en regiones de Santander, los altiplanos cundiboyacenses y el Gran Cauca.

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Mapa 11.2. Áreas de colonización; siglos XIX-XX.

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V. Areas de expansión y ftmwcolonización antioqueña siglo XIX A i## Primeras áreas colonizadas kMA a partir de 1950

Expansión del cultivo de café [mi a partir de 1880

Explotación de la quina (hasta 1867) □ Explotación de caucho (a partir de 1867) Colonización afrocolombiana A lto Baudó

Misiones capuchinas Área de colonización Decreto 110 1928 Principales fundaciones

Fuente: Atlas digital, Instituto Agustín Codazzi.

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L a f r o n t e r a d e " r e c u r s o s a b i e r t o s "

Las cuatro migraciones principales de la segunda mitad del siglo xix fue­ ron las de santandereanos que se desplazaron desde las provincias del sur hacia las regiones de Cúcuta y Ocaña y al Táchira y el Zulia en Venezuela. Las que partieron desde las provincias densamente pobladas y de viejo asentamiento del centro y el oriente de Boyacá y del oriente de Cundinamarca, hacia el occidente de Cundinamarca, el centro y sur del Tolima Grande, marginalmente, al Magda­ lena Medio, el piedemonte llanero y a los territorios del Casanare y San Martín. La tercera, la mejor conocida y quizás la más mitificada, fue la antioqueña que tomó varias direcciones. Se consolidó en los polos mineros del norte y nor­ deste antioqueños; también llegó hasta Urabá y el Chocó. La creciente escasez de baldíos en las comarcas del suroeste de Antioquia y Caldas empujó las mi­ graciones por la cordillera Central hacia el Valle del Cauca. Desde allí marchaba hacia el norte la cuarta corriente migratoria: la caucana. Antioqueños y cauca- nos confluyeron hacia las fértiles laderas del Quindío y del actual departamento de Risaralda. Otros grupos antioqueños remontaron la cordillera Central y se establecieron en el norte del Tolima, prosiguiendo más tarde hacia el sur. Los colonos que avanzaron a las vegas y valles de los ríos perdieron ante los empre­ sarios de Medellín, que los habían reservado para sus explotaciones ganaderas. La apropiación de baldíos fue allí, y en las selvas periféricas del Urabá, mucho más conflictiva que en el sur y suroeste antioqueños. El desplazamiento de las poblaciones campesinas de los altiplanos y tie­ rras frías hacia las zonas cálidas y templadas de las laderas y valles interandinos fue, quizás, el fenómeno social más relevante en el siglo que va de 1850 a 1950. Aunque las condiciones ambientales en las zonas subtropicales se expresaron en la difusión de malaria, anemia tropical y fiebre amarilla, que afectaban princi­ palmente a la población infantil, nada pudo contra el hambre de tierra. La vida en la frontera era un azar. En 1912, el médico norteamericano Hamilton Rice re­ corrió los Llanos y la selva oriental colombiana y quedó impresionado por la in­ vasión de la malaria. En San Martín encontró que, de una muestra de 300 casos, todos estaban infectados: niños y adultos; hombres y mujeres. Según Rice, en su experiencia como residente encargado de hospitales en Rusia, Turquía, Egipto o en las zonas apartadas de la Bahía de Hudson, "nunca había presenciado tanto sufrimiento". En Villavicencio, el único lugar donde podía conseguirse, la quini­ na alcanzaba precios exorbitantes. Sus descripciones pueden hacerse extensivas a los climas cálidos y templados de todo el país y están documentadas para las zonas cafeteras de la colonización antioqueña. Los campesinos emigraron porque las tierras planas y fértiles estaban acaparadas por las familias de terratenientes y comerciantes y las condiciones de explotación de la tierra no permitían aumentar la productividad en las unidades familiares que enfrentaban el aumento de población. En el periodo 1870-1905 se otorgaron más concesiones de baldíos que en cualquier otra época, anterior

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TRABAJO DURO Y VIOLENCIA EN LA FRONTERA "Tumbar monte para convertir el terreno en dehesas o siembras de tabaco era la gran­ de empresa. El terreno inculto se podía estimar a $16 la hectárea y en cada hectárea cultivada se cebaba una res que dejaba de utilidad $20 por año. "Jamás, ni en ninguna parte se había presentado especulación semejante. Para convertir a Guataquicito [un terreno en la banda derecha del río Magdalena, situado frente a la población de Guataquí, MP] en una sola pradera envié a Manizales por trabajadores; y el día menos pensado se me presentaron doscientos antioqueños con sus mujeres, niños y perros. Todos de guarniel atravesado, especie de almofrej, donde llevaban todo lo que puede necesitar un hombre, inclusive la navaja barbera para las peleas; sombrero alón, arriscado de un lado, capisayo rayado, camisa aseada y pantalón arremangado. Traían un negro maromero, dos o tres jugadores de manos que hacían prodigios con el naipe, tres micos, diez loros y una yegua. "Todos ellos llegaron a medio palo, y con la seguridad de que llegaban como judíos a la tierra de promisión [...] "Llevaron su campamento al sitio más fresco de la propiedad; estableciéronse por cuadrillas, bajo la dirección de capitanes, con quienes hice contrato para la rocería por cuadras de $ 25 cada una; y armados de calabozos o cuchillos de monte, empezaron la tala; y devoraron la montaña como por encanto 1...] A los tres meses el bosque íntegro había desaparecido; a los seis meses se recogían mil cargas de maíz; al año estaba formado el potrero de Lurá para cebar quinientas reses. "Los antioqueños trabajaban en su retiro infatigables y contentos. Sólo dos o tres muertos hubo entre ellos por celos y rivalidades; pero los jueves bajaban los capitanes o destajeros al pueblito al mercado y había las de San Quintín con sus habitantes, y por allí cada mes salían todos a descansar, y entonces era la desolación de la desolación. "Se bebían cuanto aguardiente había en la colonia, formaban querella con todos los habitantes, les quitaban sus mujeres, los estropeaban sin consideración, y cuando ya nadie quedaba y todos huían, se ponían a ver maroma, muertos de risa de las gracias del payaso. "¿Qué fue de los antioqueños? preguntará el lector. "Los antioqueños, habiendo cumplido conmigo sus compromisos y sin deber un cuar­ tillo a nadie, pues sí eran honrados, se fueron de Guataquicito para Lérida, contratados por otros hacendados; y tal guerra dieron, que en los archivos de aquella población se registra un decreto que prohíbe el trato con los antioqueños y el que éstos pisasen su territorio".

Fuente: Rivas, Medardo, Los trabajadores de tierra caliente, capítulo XII.

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o posterior, produciéndose una extraordinaria concentración de la propiedad territorial. Al establecer cafetales, o abrir potreros para la ganadería, los empre­ sarios ofrecieron empleo, convirtiéndose en un factor de atracción de los cam­ pesinos migratorios. Las estadísticas dicen mucho de lo que pasó, pero no todo. Miles de familias de colonos pobres no fueron registrados en esas estadísticas y pudieron subsistir por varias generaciones en un pedazo de tierra, sin títulos de propiedad y sin protección de la ley.

La EXPANSIÓN DEL CAFÉ, C. 1870-1896: LAS HACIENDAS PRECURSORAS

Después de 1880 el café se convirtió en uno de los principales productos de exportación y de él dependían en grado creciente las economías de Santander y Cundinamarca. Aunque hay noticias de cultivos de café en diversas regiones durante la época colonial, desde el punto de vista de la moderna historia cafetera podemos decir que arrancó en Santander como una prolongación de la caficul- tura venezolana. Los cafés santandereanos ocuparon un lugar prominente en los trabajos de la Comisión Corogràfica (1850-1859). Por la cordillera Oriental el café llegó a Boyacá y Cundinamarca y cruzó el río Magdalena hacia el sur del Toli­ ma. Más tarde se estableció en Antioquia, y después de 1910 se propagó masiva y velozmente por Caldas y el norte del Tolima y del Valle del Cauca. Aunque desde sus comienzos la producción de café en Santander tuvo una base social de pequeños y medianos cultivadores, atrajo el interés de comerciantes de las regiones promisorias para explotar el producto. De este modo se fundaron en el último tercio del siglo unas 600 haciendas, concentradas en algunos munici­ pios de Santander, Cundinamarca, Tolima y el suroeste antioqueño. Haciendas empero modestas en comparación con las de Guatemala, El Salvador y Brasil. Los comerciantes cultivaron café en tierras vírgenes pero con títulos le­ gales, algunos otorgados desde la Colonia. Es decir, operaron en lo que los geó­ grafos han llamado una "frontera de recursos cerrados", para contraponerla a la llamada "frontera de recursos abiertos", en la cual la ocupación misma genera eventualmente el título jurídico. Este tipo de frontera abierta predominó en las distintas fases de la colonización antioqueña. El encuentro de comerciantes urbanos con distintos tipos sociales y cul­ turales de campesinado migratorio se puede expresar simplificadamente en el cuadro 11.10 que muestra los arreglos laborales en las haciendas de tres zonas productoras de Santander, Cundinamarca-Tolima y Antioquia, las más sustan­ ciales del país a fines del siglo xix. En ninguna región cafetera prevaleció el trabajo asalariado. Tanto en las haciendas establecidas en el último tercio del siglo y más concentradas en la cordillera Oriental y en la región tolimense, así como en las pequeñas fincas, generalizadas en la cordillera Central, la caficultura mantuvo la estructura pre­ capitalista de la sociedad agraria colonial. El trabajo familiar era la base de las faenas de siembra, mantenimiento y recolección de café, que cotidianamente se

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entretejían con las labores usuales de la agricultura de pan coger: fríjoles, maíz, plátano, yuca, acompañada de unos cuantos cerdos y gallinas y quizás una vaca lechera. Para que los comerciantes consiguieran transformarse en hacendados del café fue menester que las inversiones en la compra de la tierra y en el desmonte y quema, siembra, cuidado y mantenimiento de los cafetales tuviesen un bajo cos­ to relativo. Cuando se aproximaba la primera recolección, unos cuatro a cinco años después, obtenían anticipos de casas comerciales inglesas, francesas y más tarde norteamericanas, por los que pagaban tasas de interés más bajas que las imperantes en el país. Así financiaron la compra de instalaciones y maquinaria para despulpar, secar, trillar, seleccionar y empacar el grano. Gradualmente la economía cafetera amplió los mercados de tierra y trabajo y surgió en las lo­ calidades una extraordinaria variedad de obligaciones contractuales entre pro­ pietarios y trabajadores y entre productores, arrieros, campesinos y pequeños comerciantes de los pueblos. En estas regiones, familias residentes de campesinos adquirían determina­ das obligaciones laborales con la hacienda, a cambio del usufructo de una parcela donde podían sembrar exclusivamente alimentos. Tales obligaciones se realizaban en un contexto disciplinario y de absentismo del propietario, quien, una vez esta­ blecida la plantación, debía cuidar fundamentalmente la comercialización.

Cuadro 11,10. Tipología de las haciendas de café a fines del siglo XIX.

Cunditolimense Antioqueña Santandereana

Origen social del Comerciante Comerciante Comerciante propietario

Sistema de trabajo Arrendamiento Sistema de agregados Aparcería d om in an te’ precapitalista

Patrón de asenta­ Difuso: parcelas Concentrado: aldeas Difuso: parcelas m iento d e la pobla­ dispersas nucleadas dispersas ción residente

Relaciones de clase y Propietario y Homogeneidad "racial" M ixto "raza" trabajador no y cultural del propieta­ pertenecen a la rio y el trabajador misma "raza"

Diversificación de ac­ Baja Alta N d. tivos del propietario

Tenencia de la tierra Latifundio Latifundio y campesi­ en la zona d e la ha- nado parcelario 1 cienda |

' Dentro de cada sistema hay una variada gama de posibilidades contractuales que, no obstante, se mantienen dentro de las características dominantes.

Fuente: Palacios, Marco, El café en Colombia, 1850-1970. Una historia económica, social y política, Bogotá, 1979, p.ll4.

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La organización interna de las haciendas varió más de una región a otra que a lo largo del tiempo. El elemento diferencial fue la distancia étnica percibi­ da entre el hacendado y las familias trabajadoras, residentes o estacionales. En zonas de mayor homogeneidad cultural y étnica, como Santander y Antioquia, fue raro el arreglo conocido como arrendamiento que prevaleció en Cundinamar­ ca y Tolima. Los sistemas de trabajo, las relaciones de clase y "raza" y los patrones de asentamiento de los trabajadores residentes dentro de las haciendas estuvieron ligados entre sí. Las empresas buscaban compartir riesgos con los trabajadores, siendo el caso más claro la aparcería. Aquí el trabajador y su familia atienden una cantidad convenida de cafetos y luego se dividen la cosecha en proporcio­ nes igualmente pactadas de antemano. En el arrendamiento el mecanismo es diferente. A cambio del disfrute de una parcela para que el trabajador cultive alimentos, este se obliga a trabajar para la hacienda un número determinado de jornales. Debe incluir el trabajo de su familia y contratar peones si la parcela que ha tomado es muy grande. El agregado antioqueño ocupa una posición interme­ dia entre el aparcero y el arrendatario. Su parcela para cultivar alimentos es más reducida y está alejada del lugar de su habitación, pero el agregado percibe una proporción mayor de ingreso en forma de salario monetario. En los tres casos se acepta implícitamente que los alimentos cultivados por los trabajadores formen parte del ingreso familiar total. Las relaciones de clase y "raza" estaban definidas en un contexto cultural. Seguramente los hacendados de Cundinamarca y Tolima consideraron "indios" a sus trabajadores, por mestizos que fuesen. En cambio, los santandereanos y an­ tioqueños prefirieron clasificarlos de "blancos". Parece entonces que la aparcería fue más viable en poblaciones que se consideraban pertenecientes a la misma "raza" que entre desiguales. Estos criterios cambiarían con el tiempo, de modo que los regímenes de aparecería de las décadas de los años treinta y cuarenta del siglo XX poco tienen que ver con este mundo "tradicional". Las pocas informacio­ nes disponibles sobre cuentas de haciendas sugieren que los salarios monetarios (que representaban un fracción del salario total) disminuyeron en el periodo del despegue cafetero en Cundinamarca, Tolima y Antioquia. Las haciendas fueron precursoras y difusoras del cultivo y pronto debie­ ron competir con pequeños y medianos propietarios familiares que, aprovechan­ do la ventaja de la virtual imposibilidad de mecanizar la producción y el carácter intensivo y permanente del trabajo requerido, se acoplaban bien a la caficultura. La mayor fertilidad natural del suelo, y mejores condiciones climáticas en las regiones colonizadas por antioqueños y caucanos principalmente, pusieron en desventaja la hacienda del centro y oriente del país. Después de la guerra de los Mil Días sobrevivieron muchas haciendas y algunas prosperaron. El espíritu ca­ pitalista del siglo XX se orientó de nuevo a las operaciones del comercio exterior. La urbanización y el crecimiento económico impulsaron la especulación de finca

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raíz en las ciudades, el establecimiento de empresas fabriles protegidas por el arancel y de compañías de transportes y de servicios públicos, principalmente la producción y distribución domiciliaria de electricidad. Oportunidades acrecen­ tadas por el fin de las guerras civiles.

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia. 12 LA COLOMBIA CAFETERA, 1903-1946

Los TEXTOS DE HISTORIA, "nueva" o "tradicional", suelen llamar "la época de la hegemonía conservadora" el periodo comprendido entre 1885 y 1930. Perio- dización que privilegia la continuidad basada en la alianza de la Iglesia y los conservadores, pero que relega aspectos fundamentales del cambio histórico. Si bien es cierto que la jerarquía católica se consideró parte del gobierno entre 1886 y 1930 y que fue confinada a la oposición desde 1930 hasta 1946, cuando un conservador volvió a ocupar la presidencia, también hay que considerar que después de la guerra de los Mil Días, y en particular después de 1910, el país entró en una nueva época. Pese al trasfondo de la aleve secesión de Panamá, Colombia pudo integrarse plenamente al mercado mundial en cuanto se conso­ lidó la economía cafetera. La guerra civil perdió el áurea decimonónica de forma válida de lucha política, aparecieron sindicatos de trabajadores y fue inevitable plantearse el tema de la ampliación de los derechos políticos y sociales. Sindica­ lismo y derechos sociales habrían de ser cuestiones nacionales de primer orden durante la llamada república liberal, 1930-1946. A su turno, todos estos cambios implicaron una transformación amplia del Estado. Nuevos problemas estatales surgieron con la centralidad ganada por los Estados Unidos a raíz de la cuestión panameña. También fueron problemá­ ticas la delimitación de las fronteras internacionales con Venezuela, Brasil, Perú y Ecuador, y el estatus legal de los territorios limítrofes. Este periodo, que lla­ mamos la "Colombia cafetera" terminó después de la Segunda Guerra Mundial.

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LAS ELECCIONES DEL 4 DE MAYO DE 1913 EN BOGOTÁ

El fraude en las urnas y la violencia asociada recorren la historia política del país cuan­ do menos hasta la elección presidencial de 1970. La jornada electoral del 4 de mayo de 1913 en Bogotá, dedicada a la elección de representantes a la Cámara y realizada al inicio de uno de los periodos más prolongados de paz política, revela la fuerza de una cultura sectaria, de un lado, y del otro, la inadecuación de las leyes electorales a lo que ahora llamaríamos equidad y transparencia del sufragio, bases de la confianza pública en el sistema. Para explicar la corrupción y violencia electorales imperantes en el medio colombiano y la necesidad de crear un sistema confiable, el diario bogotano El Tiempo amplió el arsenal argumentativo haciendo un préstamo de Oligarquía y caciquismo (Madrid, 1902), obra del influyente polígrafo aragonés Joaquín Costa. En la edición del 15 de mayo de 1913 el editorialista concluyó que las jornadas del pasado 4 estuvieron "manchadas por la violencia, en algunos lugares brutal, y por el fraude cínico y escandaloso en casi todos". Los reportajes y notas editoriales sugieren aspectos del cuadro social de la confronta­ ción en una ciudad como Bogotá, entre los republicanos y sus aliados, y otros sectores liberales y conservadores opositores y por tanto excluidos del nuevo régimen debido su apoyo ostensible al Quinquenio [1904-1909] que había dominado Rafael Reyes. Tal fue la situación que enfrentó el caudillo Rafael Uribe Uribe y su bloque electoral, en una ciudad mayoritariamente liberal que, sin embargo, nunca pudo dominar. En la edición del 6 de mayo El Tiempo destacó las "pedreas a varias imprentas, atenta­ dos salvajes, absurdos cuando los comenten individuos que se llaman liberales; hubo violentos ataques a ciudadanos que pudieran haber cometido una falta, como la de quienes querían votar dos veces y merecían un castigo legal, pero en manera alguna el ser apaleados con indiscutible cobardía por grupos de treinta o cuarenta energúmenos [...] Injusticia notoria sería la de hacer responsable a la conjunción de los desórdenes del domingo. Podemos asegurar que no pasaban de trescientos los que esgrimían el garrote y apedreaban casas editoriales en medio de inconscientes vociferaciones; gran cantidad de chiquillos que veían en aquello una diversión y daban rienda suelta a un perverso deseo de hacer daño que lo mismo que apedrearon La Sociedad, hubieran ape­ dreado El Tiempo, El Liberal o La Gaceta [...] Aún no se han extinguido los fermentos de violencia que nos dejaron pasadas contiendas; aún hay muchos para quienes la piedra y el garrote, cuando no la bala y el puñal, son la última ratio. Son ellos nuestros peores enemigos; pugnan más con nuestros sentimientos e ideas que los más retrógrados escritores de la peor Runta". El viernes 9 de mayo de 1913 el diario liberal bogotano comentó uno de los incidentes más graves de la tarde del domingo anterior. Cuando los manifestantes se tornaron más agresivos y trataron de tomar por la fuerza la casa de los Hermanos Cristianos,

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quienes se defendieron y dispararon a la multitud. Llamada la Caballería, una pequeña fuerza de 50 hombres llegó al mando del ministro de Guerra, quien fue agredido por "un sujeto desconocido que sujetó por las riendas al animal y trató de desmontarlo. Lo previno éste, lo intimó que le dejara libre el paso o que si no lo matara. El agresor, lejos de ceder, continuó en su loco intento. El Ministro disparó su pistola y el sujeto cayó al suelo. Suceso lamentable pero del cual no se puede responsabilizar al Ministro. En este caso, otro cualquiera hubiera procedido de la misma manera", concluyó el periódico.

Aunque el café anudó la economía colombiana a la norteamericana, la influencia cultural de Europa se mantuvo. En este terreno, la Iglesia, pese a ser una organización internacional, puede contarse en el campo europeo. Deslegitimada la guerra civil, el constitucionalismo volvió por sus fue­ ros. El país se rigió por la Constitución de 1886, reformada principalmente en 1910, 1936, 1945,1957-59,1968 y 1986. A pesar del consenso civilista de las eli­ tes gobernantes después de la guerra de los Mil Días, la lucha faccional conti­ nuó determinando las alianzas y los conflictos políticos. El cuadro 12.1 muestra simultáneamente la persistencia del enfrentamiento bipartidista y de las divi­ siones internas en los partidos. Estas fortalecieron el bipartidismo. Liberales y conservadores tuvieron alas moderadas que, eventualmente, se entendían y for­ maban un partido ad hoc, que suplía un verdadero partido de centro e impidió la formación de "terceros partidos". Hasta 1950, todos los cambios de gobierno se realizaron dentro de los pro­ cedimientos constitucionales. Las elecciones de 1904 y 1910 fueron indirectas y restringidas. La reforma constitucional de 1910 estableció la elección directa de presidente de la República. En 1936 se dispuso que todos los hombres mayores de 21 años eran aptos para votar. En las elecciones de 1926,1934,1938 y 1949, el partido de oposición no concurrió a las urnas, alegando falta de garantías. En las de 1914, 1918 y 1942, la opción quedó circunscrita a candidatos del mismo par­ tido, apoyados por disidentes del partido adversario. De las tres elecciones más disputadas, la de 1922 colocó al país al borde de la guerra civil, y en las de 1930 y 1946 perdió el partido de gobierno al presentarse dividido ante un candidato moderado de la oposición. El cuadro 12.1 ilustra estas alternancias y el aumento más o menos constante de la participación electoral. La historiografía económica y la política coinciden en señalar el año de 1930 como uno de los hitos del siglo xx colombiano. En realidad, Colombia pasó en 1930 por dos momentos críticos; la Gran Depresión y el arribo de los liberales a la presidencia, por primera vez en medio siglo. Sin embargo, los efectos de la Gran Depresión fueron más breves y leves en Colombia que en la mayoría de países latinoamericanos y la alternancia de gobierno en 1930 se facilitó mediante un régimen de partido ad hoc de centro.

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Cuadro 12.1. Elecciones directas de presidente, 1914-1950.

Presidente electo Porcentaje Participación* Partido del Candidatos de Total y periodos d el p residente op osición votación B% presidenciales ganador (%) Ao/o

J. V. Concha Cons. N. Esguerra, 331.410 89 6,4 N d (1914-18) Histórico Republic.

M. F. Suárez Cons. G. Valencia, Hist. 405.236 53 6,9 N d (1918-22) Nacionalista

P. N. O spina Cons. B. Herrera, Lib. 655.798 62 10,5 N d (1922-26) H istórico

M. Abadía Cons. Abstención 370.429 99 5,4 N d (1926-30) H istórico Liberal

A. Vázquez, Lib. E. Olaya Cons. Nal. G. m oderado 824.447 45 T l,l N d (1930-34) Valencia, Cons. Hist.

A. López Abstención Con­ Lib. radical 942.309 99 11,5 61 (1934-38) servadora

E. Santos Lib. m ode­ Abstención Con­ 513.520 99 5,9 30 (1938-42) rado servadora

A. López Lib. radical C. Arango, Lib. 1.147.806 59 12,1 56 (1942-46)

G. Turbay, Lib. M. O spina C onserva­ m od 1.366.272 41 13,2 56 (1946-50) dor. ]. E. Gaitán, Lib. rad.

L. G óm ez A bstención Cons. radical 1.140.646 99 10,3 40 (1950-54) Liberal

*La columna A es el porcentaje de la votación sobre la población total; la columna el B es el porcentaje de la vota­ ción sobre la población masculina mayor de 21 años.

Fuente: elaborado con base en Registraduría Nacional del Estado Civil, Historia electoral colombiana, 1810-1988, Bogotá, 1991, pp. 151-159. Las cifras de la columna A de participación y las de la elección de Abadía en 1926 se tomaron del Statistical Abstract of Latin America, James W. Wilkie and David Lorey, eds., Los Ángeles, 1987, Vol.25, p.874.

E l c a f é

Desde el último tercio del siglo xvm hasta el presente el café ha sido uno de los principales productos de exportación de América Latina. Haití fue el primer productor mundial hasta la gran sublevación de 1791, que acabó con la clase a la que pertenecían los plantadores coloniales. El centro cafetero se desplazó en­ seguida a Jamaica, Cuba y Puerto Rico, aunque la producción haitiana habría de

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recuperarse lentamente a comienzos del siglo xix, sobre una base social compleja en la que predominó un campesinado independiente. Los franceses también es­ tablecieron la caficultura en la Guayana y de allí pasó a Venezuela y Brasil que, desde mediados del siglo pasado hasta el presente, domina la oferta mundial. El primer gran ciclo cafetero, más caribeño que suramericano, llegó a su fin hacia 1830. El cultivo comercial del café avanzó imperceptiblemente por los Andes venezolanos hacia la cordillera Oriental de Colombia. Por esa época también ha­ bía empezado a cultivarse en México y Centroamérica, despegando antes que en Colombia. Al finalizar el siglo xix, la estructura social de la producción se había diversificado tanto como la geográfica. La abolición de la esclavitud en Brasil en 1888 puso fin a la producción esclavista. En la época postesclavista, en la mayoría de lugares prevalecieron distintos tipos de haciendas, con claros rasgos colonia­ les. Este fue el caso del Brasil, El Salvador, Guatemala y Chiapas en México. En el Estado mexicano de Veracruz, en Costa Rica, Venezuela y Colombia, al lado de las haciendas, surgieron medianos y pequeños cultivadores que sobrevivieron y en muchos casos prosperaron debido a la disponibilidad de tierras y aguas para los campesinos y a que el cultivo del café no tiene economías de escala. Los mercados también cambiaron. De artículo de lujo el café se volvió una bebida popular en Europa, con excepción de las Islas Británicas, donde no pudo desplazar al té, y en Estados Unidos que, durante y después de la guerra civil, surgió como uno de los consumidores más dinámicos. Una vez popularizado el consumo, el café se comportó como un producto básico, con baja elasticidad de la demanda. Es decir, se requieren enormes alzas del precio para que los consumidores abandonen el hábito de tomarlo. A su vez, la inelasticidad de la oferta requiere grandes caídas de precios para que los cultivadores descuiden y abandonen sus cafetales. Desde mediados del siglo pasado, el ciclo de precios dependió de la trayectoria de la oferta brasileña, sometida a su vez al clima. Las heladas del Brasil reducen súbita e imprevistamente la producción y abren un ciclo de precios al alza. Estimulados, los caficultores se dedican a sembrar y al cabo de cuatro o cinco años, que es el lapso entre la siembra y la primera cosecha comercial, el producto invade los mercados y los precios caen. Volverán a subir con la siguiente helada en el Brasil. Hay otras características que, aparte del clima, hacen del café un producto ideal para las especulaciones de bolsa. A diferencia del azúcar, el tabaco o el algodón, el café solo se produce en los trópicos; no es un bien necesario como el trigo o el petróleo y, finalmente, puede almacenarse por largos periodos. Genera así una cadena especulativa que contribuye a mantener altos índices de inestabi­ lidad de precios, de año tras año, mes tras mes, día tras día. Estas características crearon en las clases dirigentes colombianas un síndrome fatalista ilustrado en dichos populares como que no hay más ministro de Hacienda que el precio del café, o que la estabilidad colombiana dependía de las heladas del Brasil.

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Este fatalismo encubre un par de problemas centrales en el desarrollo eco­ nómico colombiano que probablemente comparten también en distintos grados, otros países centroamericanos. En el siglo xix, cuando no había un sector indus­ trial, las caídas de las exportaciones tenían graves impactos en un fisco exangüe y en el patrón de consumo de las elites. Pero a medida que fue avanzando el siglo xx y el país fue industrializándose, el flujo de materias primas y maquinaria para la industria dependieron crecientemente de la magnitud del ingreso de las exportaciones que, hasta la década de los años 1970, fueron fundamentalmen­ te café. De este modo las crisis del sector cafetero originadas en las caídas de precios se transmitían rápidamente a la industria y al resto de las actividades urbanas, financieras y de servicios. El segundo problema es de enmascaramiento ideológico. Las elites co­ lombianas del siglo XX han evitado reconocer explícitamente que Colombia pudo competir internacionalmente debido a que entre 1906 y 1989 el mercado mundial del café fue un mercado político. En otras palabras, que no fue guiado por la mano invisible del mercado sino por la mano visible del Estado brasileño (1906-1937) del gobierno norteamericano (1940-1948), y de los acuerdos cafete­ ros entre productores y consumidores (1962,1968,1976 y 1983). En su momento, los gobiernos del Brasil y Estados Unidos, y los pactos cafeteros, tuvieron como objetivo explícito elevar y estabilizar los precios por encima de lo que hubieran resultado en un mercado libre. En el siglo xx, el café se difundió rápidamente por las laderas colombianas porque el cultivador tuvo la seguridad de que siempre habría un comprador. En los cruces de caminos de Antioquia y Caldas surgió la figura del fondero, el primer intermediario en la cadena de comercialización. A través del sistema de anticipos sobre la cosecha formó una clientela de cultivadores. Figura central para estos y para las casas comerciales, nacionales o extranjeras, el fondero se convertiría en discreto o abierto intermediario en el mercado electoral. Pero pronto aparecieron los negocios norteamericanos en los distritos ca­ feteros y fueron evidentes los rediseños del poder regional. Por ejemplo, cuando a raíz de la crisis comercial de 1920 quebraron en Nueva York las grandes casas comisionistas de café de Medellín, el vacío fue llenado inmediatamente por las tostadoras norteamericanas. Dominarían en las plazas colombianas hasta el de­ cenio de los años 1930. En 1927 un destacado empresario antioqueño se refirió a ellas como "las garras del imperialismo yanqui". Garras que probablemente sirvieron a los fonderos y demás intermediarios de pueblos y caminos del café para sentirse un poco más autónomos ante la influencia de los notables de las ciudades capitales, e ir armando sus propias redes clientelares. En el siglo xx, el manejo político del mercado internacional se tradujo en protección política en el país. Surgió y se desarrolló un poderoso gremio, la Fe­ deración de Cafeteros, fundada en 1927, que siendo una entidad privada, pasó a ser cogobierno en materias de política económica. Colocándose por encima de

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las luchas partidistas, la Federación ha sido una de las principales plataformas del partido ad hoc de centro del que se habló arriba. No obstante, los pueblos de pequeños caficultores del occidente han sido para los conservadores lo que fue el artesanado urbano para los liberales: base electoral y símbolo de vitalidad democrática. Pero una diferencia significativa es que a través de las organizacio­ nes locales de la Federación fluyen premios y castigos que le dan más poder y pertinencia a las redes de clientelismo político. En la medida en que los sistemas de comercialización fueron intervenidos por la Federación, limitando los márgenes de utilidad de los intermediarios, cla­ sificando y certificando calidades, estableciendo almacenes de depósito, fijando precios y federando cultivadores, surgieron estructuras políticas informales que desplazaron o complementaron al fondero, según el lugar o el momento. En 1940, la Federación sufrió un cambio radical con el Fondo Nacional del Café, creado en desarrollo del Primer Pacto Interamericano de Cuotas. El Pacto obligó a los países productores a retener una parte de la cosecha para reducir las cantidades exportadas. El Fondo se estableció como cuenta pública, alimen­ tada con dos impuestos cafeteros, con el objetivo de financiar la compra de toda la cosecha nacional y los inventarios; su administración quedó en manos de la Federación. Manejando esta cuenta controló, primeramente, la comercialización del grano en el país y monopolizó las exportaciones. En segundo lugar, creó un conjunto de empresas e instituciones ligadas al financiamiento y seguros; al transporte interno y externo; al almacenamiento del grano. La mayoría de estas empresas e instituciones bancarias fueron establecidas en la década de los años 1950. Además de la creación del Banco Cafetero, la Federación, en nombre del Fondo, refinanció la Caja de Crédito Agrario y fue el principal socio de la Flota Mercante Grancolombiana. Años después la Federación se convirtió en la agencia que negoció y ad­ ministró a nombre del Estado los sucesivos pactos internacionales del café. De hecho obtuvo monopolios de información y monopolios comerciales frente a los grandes compradores mundiales. Pero adquirió, sobre todo, capacidad de negociar con los gobiernos de turno el precio interno del café, los impuestos, las políticas de crédito, monetarias y cambiarías. Desde 1937 la entidad solo ha tenido tres gerentes que han visto desfilar unos 20 presidentes de la República y medio centenar de ministros de Hacienda. Si en la década de los años 1930 la Federación había empezado a desplazar a las grandes tostadoras norteamericanas de los mercados del país, el manejo del Fondo le permitió desalojar, al menos por un tiempo, a todos los exportadores y pudo negociar en mejores condiciones con las multinacionales (General Foods o Nestlé) que, desde la década de los años 1950, controlan mundialmente el mer­ cadeo, procesamiento y venta al consumidor. El añol989 es el otro parteaguas en la historia de la Federación. Aquel año marcó el fin de los pactos internacionales o, en otras palabras, el fin de la mani­ pulación política de los mercados. El primer afectado fue el Fondo Nacional del

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Café, que fue acumulando un déficit cada vez más insostenible. El impacto polí­ tico no tardó en sentirse. Desde 1989, la Federación viene debilitándose, aunque continúa desarrollando sus servicios de investigación y difusión tecnológica y estadística; de compra y almacenamiento de café pergamino, y de defensa eficaz de los caficultores morosos con la banca. No hay duda del papel positivo que la Federación ha desempeñado en muchos municipios cafeteros, principalmente en el Cinturón de occidente, me­ diante la construcción de acueductos, escuelas y caminos, de donde obtiene le­ gitimidad local y nacional. Pero recientemente, en condiciones de mercado libre y de pérdida de peso de las exportaciones cafeteras, recibe críticas de burocra­ tismo e ineficiencia. Si el café dio energía a la moderna economía colombiana, Estados Unidos fue el cordón umbilical. El cuadro 12.2 señala cómo el proceso de desplazamien­ to de la influencia europea por la norteamericana coincidió con el comienzo del siglo XX y se acentuó durante las dos guerras mundiales. Sin embargo, a media­ dos de la década de los años 1960, cuando el café perdía influencia en la econo­ mía nacional, la balanza cafetera se inclinó nuevamente hacia Europa. Puesto que el patrón geográfico de importaciones colombianas no cambió al mismo ritmo que el de las exportaciones de café, tal como se ve en el cuadro 12.2, de 1918 a 1940 fueron frecuentes las quejas de los diplomáticos norteameri­ canos porque las importaciones de mercancías británicas se pagaban con dólares de las ventas del grano a los Estados Unidos.

Cuadro 12.2. Mercados del café colombiano, c.1863-1969. (Distribución porcentual del valor de las exportaciones).

Quinquenios EE.UU. Europa O tros

1863-67 26 74 -

1873-77 40 60 -

1883-87 65 35 -

1893-97 44 56 -

1903-07 72 28 -

1915-19 91 7 2

1925-29 92 7 1 1935-39 77 19 4

1939-43 93 4 3

1944-48 92 3 5

1955-59 81 17 2

1965-69 47 49 4

Fuente: Palacios, Marco, El café en Colombia, 1850-1970. Una historia económica, social y política, Bogotá, 1979, p. 300.

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Cuadro 12.3. Principales índices socioeconómicos, 1900-1950.

índices sociales 1900 1910 1920 1930 1940 1950

P oblación’ 3.998 4.890 6.213 7.914 9.147 11.946

Esperanza de vida^ n.d. 31 32 34 38 49

Alfabetismo’ 34% 39% 44% 52% 57% 62%

índices económicos

Exportaciones de café^ 49% 39% 62% 64% 62% 72%

PIB per cápita’ 118 146 172 230 291 360

' En miles. ^ Años al nacer. ’ Porcentaje de la población mayor de 15 años. * Exportaciones de café como porcentaje de las exportaciones totales. ’ PIB per cápita: valores absolutos en dólares, a precios PPA (Parity Purchase Prices) de 1970.

Fuente: Thorp, Rosemary, Progress, Poverty and Exclusion. An Economic History of Latin America in the 20th Century, Baltimore, Maryland, 1998, Statistical Apendix.

E1 crecimiento continuo de la producción de café es el fenómeno más deci­ sivo de la historia económica colombiana del siglo xx {véase cuadro 12.3.) Puesto que cumplió el papel de ampliar y diversificar la base productiva del país, su participación en el PIB descendió del 16 por ciento en 1925-1935 al 10,3 por cien­ to en 1950-1952, y al 1,8 por ciento en 1991-1998. En el valor de las exportaciones legales pasó del 70 por ciento en 1920-1925 al 80 por ciento a mediados del siglo y al 17 por ciento en 1990-1998. Ahora bien, el desarrollo de los transportes en la primera mitad del siglo XX no se comprende sino dentro de las posibilidades abiertas por el crecimiento de la economía cafetera. Las zonas productivas se desplazaron hacia el occidente del país y salieron pausadamente de su encierro. La apertura del Canal de Panamá en 1914 fue definitiva para integrarlas al país y al mundo. Por su localización en­ tre las promisorias tierras del café y el puerto de Buenaventura, Cali se convirtió en el nodo de los transportes del occidente colombiano. Pero la ruta por el río Magdalena siguió compitiendo en la medida en que el café alimentaba los circui­ tos comerciales y se ampliaba la red ferroviaria por el occidente. Así se tendió un cable aéreo entre Manizales y Mariquita para que los cafés de las pródigas tierras caldenses se embarcaran por La Dorada hacia Barranquilla. En 1931, por primera vez desde la época de los liberales radicales del siglo XIX, la prioridad oficial pasó del ferrocarril a las carreteras. Durante cada uno de los veinte años siguientes se construyeron 850 kilómetros de carretera conforme a un diseño nacional de troncales. A mediados del siglo xx, una red vial de 21.000 kilómetros integraba un poco mejor las economías regionales del país. En 1950 el plan avanzaba, pese a que resurgieron las presiones regionalistas. Los pequeños camiones de menos de dos toneladas y, después de la Segunda Guerra Mun­

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dial, los jeeps y más camiones de mayor tonelaje fueron decisivos en movilizar el producto de las fincas a las trilladoras y, en rutas paralelas a los ferrocarriles, hacia los puertos. Pese a estos desarrollos, la infraestructura de transportes te­ rrestres estaba desbalanceada. La densidad de tráfico era relativamente alta en la región dominada por Bogotá y en mucho menor grado en las de Medellín y Cali, frente a las demás. Aunque las carreteras habían ganado el predominio, el parque automotor era muy reducido, los fletes caros, y los itinerarios, inseguros debido en parte a la precariedad de la red sometida a las inclemencias del clima, la inestabilidad geológica y la corrupción de los contratistas de obras públicas. Algo que los colombianos comenzaron a entender mejor escuchando las trans­ misiones radiales de la Vuelta a Colombia en bicicleta, muy popular desde la prim era que se corrió en 1951. Hasta mediados de la década de los años 1930, el río Magdalena fue el principal medio de transporte de café, y Barranquilla, el primer puerto de expor­ tación, hasta que fue desplazada definitivamente por Buenaventura. En la déca­ da de los años 1940, las carreteras habían desbordado al ferrocarril, cuyo equipo rodante era obsoleto y los costos laborales demasiado altos. En consecuencia, a mediados del siglo xx, el complejo ferrocarriles-río Magdalena perdió la premi­ nencia histórica ante el empuje del transporte automotor. Si por entonces cada uno de estos medios (carreteras, río, ferrocarriles) transportaba un poco más de un tercio de la carga, en 1990 la proporción fue del 80 por ciento por carretera y 3 por ciento por ferrocarril. Una prueba de que el café diversificaba la economía nacional se encuentra en el avance de la aviación comercial que, evidentemente, no transportaba el grano. En 1950 la aviación, desarrollada inicialmente por los alemanes, acarreó 150.000 mil toneladas de carga y 800.000 pasajeros. Se dijo que Colombia había saltado de la muía al avión.

T r e s e t a p a s d e l c a f é

La historia cafetera y de las instituciones económicas ligadas a este pro­ ducto puede dividirse en tres etapas: (a) el ascenso, de 1910 a 1940; (b) el estanca­ miento, de 1940 a 1975, y (c) la reactivación, después de 1975 hasta c. 1994. Cada una ofrece rasgos peculiares que dependen de las condiciones de la demanda mundial, de la base social y técnica de la producción y de la geografía. Este capí­ tulo le presta más atención a la primera de las tres fases.

A. m O -1940. Colombia entró tarde al mercado mundial. El establecimiento de la caficul­ tura, desde c. 1850, tomó unos cincuenta años. El ascenso, 1910-1940, empezó con el aumento de los precios internacionales después de la prolongada depresión que había comenzado en 1896. En estas tres décadas, el quántum de las exporta­

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ciones colombianas creció a un promedio anual del 7,4 por ciento. En 1910-1915, las exportaciones, cuyo volumen solo igualaba el de Haití de 1791, apenas llega­ ban al 3 por ciento de las mundiales; pero en 1994-1999 fueron el 13 por ciento. En el decenio de los años 1920, Colombia ya era el segundo productor mundial y el primer productor de cafés suaves (milds). El producto era considerado el motor de la modernización económica del país. Se vivía en la Colombia cafetera. La recuperación de precios en la década de los años 1910 no parecía garan­ tizar un futuro cafetero y el país seguiría buscando opciones. Así, por ejemplo, con base en cierta modernización de la ganadería (nuevas razas y pastos, ma­ nejo técnico de los hatos), en la región de Cartagena se montaron empresas para exportar ganado a Panamá y Cuba, y azúcar, a Panamá y Estados Unidos. No resistieron la competencia de la ganadería de Texas y de los ingenios cubanos. Quedaba la promesa bananera alrededor de la United Fruit Co., u f c o , que había llegado a fines del siglo xix a la comarca de Santa Marta, y del oro en la región antioqueña. Hacia 1910 el café representaba menos del 5 por ciento del valor de las exportaciones antioqueñas de oro; por esos años Caldas, departamento de colonización reciente, se convirtió en un importante productor del metal. Otra promesa provenía del caucho amazónico. La ganadería costeña terminó integrándose a los mercados santanderea­ nos y de la región antioqueña, en la medida en que despegó la caficultura y aumentó la demanda de carne. A la producción de banano concurrieron muchos empresarios colombianos, grandes, medianos y chicos, pero el monopolio de comercialización internacional quedó en manos de la u f c o . En resumen, se re­ quirieron varios años de bonanza de precios para que el café fuese considerado la mejor opción empresarial. Entre 1918 y 1929, la economía creció a uno de los ritmos más acelerados de su historia. En esos años el poder de compra de las exportaciones se quintu­ plicó. En 1918 las inversiones norteamericanas en Colombia representaban alre­ dedor del uno por ciento de las realizadas en América Latina, y para 1929 habían llegado al seis por ciento. Aumento considerable si se tiene en cuenta que en ese lapso Estados Unidos triplicó sus inversiones en la región. La causa de este "re­ nacimiento colombiano" puede atribuirse a la bonanza cafetera originada en los esquemas de intervención del Brasil en el mercado internacional. Se ha calcula­ do que sin esta intervención, el ingreso cafetero colombiano en 1920-1934 habría sido un 60 por ciento menor de lo que en realidad fue. La bonanza cafetera, el ascenso sostenido de las exportaciones de banano y el prometedor despegue del petróleo, estos dos últimos enclaves norteameri­ canos, así como el pago de US$ 25 millones de la indemnización por Panamá, atrajeron el interés de los prestamistas de Nueva York. Si bien los especialistas otorgan una función determinante al endeudamiento externo y a la indemniza­ ción en el crecimiento económico de la década de los años 1920, debe recordarse que los ingresos del café triplicaron la suma total de los préstamos y la indemni­

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zación y explican, por lo menos en esa proporción, el dinamismo de las importa­ ciones y la expansión del crédito bancario. La inflación del decenio de los años 1920 politizó el debate sobre líneas partidistas. Al acuñar el término "danza de los millones", los críticos del go­ bierno consideraron que los dólares del endeudamiento público eran los únicos que estaban danzando. La crítica encubría la pugna de distintos intereses econó­ micos y regionales por controlar un Estado chico pero boyante. Hasta 1925, las expectativas del país giraron alrededor de la indemnización de Panamá. Pero de 1926 al primer semestre de 1928 el valor de los empréstitos públicos contratados llegó a unos US$ 180 millones, de un total de US$ 214 millones que ingresaron en la década. De estos, el Estado central captó un 27 por ciento, porcentaje bajo en América Latina. Antioquia, Caldas y la ciudad de Medellín, el corazón de la eco­ nomía cafetera, obtuvieron el 70 por ciento de la deuda de los departamentos, municipios y bancos. Los ferrocarriles, las canalizaciones en los ríos, principal­ mente del Magdalena, las mejoras en los puertos de Buenaventura, Barranquilla y Cartagena, captaron cerca de la mitad del valor de los préstamos. Sumados a los recursos propios del presupuesto nacional, la inversión pública en infraes­ tructura de 1922 a 1930 alcanzó unos US$ 200 millones. La Gran Depresión empezó a sentirse en Colombia durante el segundo se­ mestre de 1928. El primer síntoma grave fue el cambio de dirección de los flujos de capital externo; en lugar de ingresar al país, los capitales empezaron a salir. El segundo fue la caída de los precios internacionales del café. En consecuencia se desplomaron las reservas internacionales, lo que a su vez produjo una contrac­ ción monetaria y fiscal, desempleo y una aguda deflación entre 1930 y 1932. Sin embargo, los peores efectos de la Depresión se habían superado en 1933. Entre las causas externas de la recuperación hay que contar primero que todo con que Brasil destruyera 78,2 millones de sacos de café entre 1931 y 1940 (un equivalente de dos años de cosecha mundial). Otro factor que ayudó a la recuperación fue el inesperado aumento de la demanda mundial de oro y la escalada del precio del metal. De representar un 3 por ciento en el valor total de las exportaciones colombianas en 1925-1929, el oro ascendió al 12 por ciento en 1930-1938. Mencionemos tres condiciones internas que atenuaron los efectos de la crisis: (a) la base campesina de la caficultura permitió, primero, asumir costos bajos de la tierra y mano de obra y, por ende, responder a la caída de precios mediante el incremento de la producción; segundo, se pudo tolerar una redis­ tribución del ingreso cafetero en beneficio del sector mercantil y financiero, sin crear graves conflictos sociales o políticos, (b) El bajo peso relativo de las ex­ portaciones en el pib (24 por ciento en 1925-1935). (c) Un conjunto de medidas monetarias y cambiarías destinadas a enfrentar la contracción del crédito interno y de los ingresos fiscales, tales como el control de cambios y la devaluación del peso a raíz de la suspensión de la convertilidad de la libra esterlina por el Banco de Inglaterra en 1931.

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Estas medidas, y otras más específicas de intervención cafetera, causaron inestabilidad y breves pánicos pero permitieron reactivar la economía. La de­ valuación del peso ayudó a los exportadores y protegió a los industriales. Sin embargo, en el mediano plazo, la inflación acumulada habría de erosionar el arancel aduanero de 1931. Además, en 1935 el gobierno debió firmar un trata­ do comercial con Estados Unidos que limitaba los efectos del proteccionismo, a cambio de que el café no pagara impuestos de importación en el país del norte. Los préstamos que obtuvo el gobierno del Banco de la República, que desde 1923 opera como un banco central moderno, permitieron reactivar la eco­ nomía y el empleo. Pero quizás el elemento que más contribuyó al éxito de este conjunto de políticas intervencionistas fue el conflicto colombo-peruano. Cono­ cida en Bogotá la noticia de la ocupación del puerto amazónico de Leticia por fuerzas peruanas, el gobierno abrió un "empréstito patriótico". El presidente Olaya y su esposa donaron sus argollas matrimoniales excitando el fervor cí­ vico y el empréstito fue suscrito en un día. El conflicto amazónico justificó el incremento del endeudamiento interno y del gasto público, militar y de infraes­ tructura. Aumentó el empleo, cedió la agitación social y partidista y el ciclo deflacionario llegó a su fin. Al finalizar 1933 eran evidentes los síntomas de recuperación económica. En esta primera etapa cambió la distribución regional de la producción cafetera. Al comienzo del siglo el cultivo del café estaba concentrado en los Santanderes, Cundinamarca y Tolima. AI publicarse el censo cafetero de 1932, Antioquia, Caldas y el Valle del Cauca estaban formando el llamado cinturón cafetero del país. Una franja que se extiende desde el suroeste antioqueño hasta el norte del Valle del Cauca. Dilatada zona de tierras de ladera de clima tem­ plado, de origen volcánico y agua abundante. Tierras vírgenes desmontadas principalmente por las avalanchas colonizadoras de antioqueños y caucanos. Según el censo de 1932, unas tres cuartas partes de la cosecha nacional provenían de 146.000 fincas campesinas, aquellas que tenían menos de 20.000 cafetos, el 98 por ciento de todas las unidades productivas. Encuestas y estudios realizados en 1955 y 1956 mostraron lo poco que había cambiado esta distri­ bución. Ahora bien, al considerar el número de cafetos (1932) o la superficie sembrada en café (1955-1956), puede deducirse que el 40 por ciento de los cafi­ cultores no podían derivar su ingreso principal del producto. O bien el grano era secundario frente a otras cosechas de la parcela, o el sustento familiar dependía del trabajo temporal en otras fincas. Pero las cifras censales se explotaron polí­ ticamente: el país estaba bendecido por una vasta clase media rural sui gèneris; la democracia colombiana tenía una base social estable y la economía un futuro prometedor. De una encuesta realizada por la Federación a mediados de la década de los años 1930 en Caldas y Antioquia, los departamentos paradigmáticos de la clase media cafetera, el conocido estudio monográfico de Antonio García con­

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cluyó que "una familia promedio de siete personas vive y duerme en la misma habitación; carece de agua el 50 por ciento de los casos y de agua corriente el 100 por ciento; no tiene letrina el 97 por ciento y en el 3 por ciento restante no es hi­ giénica; no cultiva hortalizas el 93 por ciento y apenas se mantiene de una exten­ sión prom edio de 8 fanegadas (5,12 hectáreas)". El exam en concluyó que "la ruta de las enfermedades tropicales es la ruta del café y la del pequeño cultivador sin recursos económicos. La anemia y el paludismo, como las endemias, tienen el marco de la geografía cafetera". No era de mucho consuelo saber que era peor la situación médica y sanitaria de las familias de arrendatarios de las haciendas cafeteras de Cundinamarca, Huila, Tolima y el norte del Valle del Cauca.

B. Segunda etapa, 1940-1975. En 1940 empezó la etapa de estancamiento de las exportaciones de café, con la fuerte caída de precios a raíz del cierre de los mercados europeos. Termi­ nó unos 35 años después, en la segunda mitad de la década de los años 1970, con la bonanza de precios de esos años. En este lapso el quántum de las exporta­ ciones apenas creció a un promedio anual del 1,6 por ciento. Las exportaciones se reactivaron desde 1975, comenzando una nueva etapa, con una tasa de creci­ miento anual de 4,4 por ciento. Pero en los últimos cinco años del siglo xx parece empezar un nuevo periodo de estancamiento. La desaceleración del quántum de las exportaciones después de 1940 fue compensada por la extraordinaria alza de precios del grano en la segunda pos­ guerra, que llegó a su pico en 1953-1954. Esta bonanza de precios dio piso a las políticas industriales proteccionistas. La fase de 1940 a 1975 estuvo determinada por cuatro factores: (a) la violencia en el cinturón cafetero (1954-1964); (b) las fluctuaciones de los precios internacionales en uno de los pocos periodos de mercado libre o semirregulado del siglo (1948-1963); (c) la emergencia de los productores africanos como competidores principales, particularmente en los mercados europeos; y (d) los programas de restricción de la oferta en el marco de los acuerdos internacionales. La violencia repercutió en el mantenimiento de los cafetales. Los arbustos envejecían, disminuyendo la productividad física; no se habían hecho replantes y, en general, la técnica no era competitiva en el nuevo entorno mundial. La ideología cafetera dominante, construida por la Federación sobre el censo de 1932, había exaltado al pequeño cultivador y el cinturón cafetero se había pin­ tado con los colores de la democracia rural, de la tenacidad y la capacidad de sobrevivir en condiciones adversas en el mercado internacional. La clave residía en una supuesta distribución igualitaria de la tierra y en el sistema de cultivos intercalados con el café. Al lado de sus cafetos, el pequeño propietario producía alimentos básicos de la dieta. Lo que pasaba en esta microescala parecía verifi­ carse en una escala mayor. El prototipo sería Caldas, el principal departamento productor de café, que exhibía una agricultura diversificada y una ganadería próspera, puesto que la carne formaba parte importante de la dieta regional.

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Mapa 12.1. Zonas de cultivo del café.

Fuente: Federación Nacional de Cafeteros.

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Una encuesta realizada a mediados de la década de los años 1950 empezó a mostrar las faltas del pequeño caficultor. Entonces se descubrió que la finca campesina era de baja productividad y que las propiedades estaban fragmentán­ dose en unidades poco viables. Cayó el velo. El héroe fue convertido en villano. El nuevo prototipo ideal fue el cultivador capaz de romper rutinas y de asumir los riesgos del cambio tecnológico requerido para competir en el mundo. Al lado de esto debía saber administrar eficientemente la finca y ser buen cliente del Banco Cafetero, creado en 1953. La nueva ideología encontró apoyo años des­ pués en la política de contención de la oferta mundial, dentro de los Acuerdos Internacionales del Café. Esta ideología justificó el ascenso de un nuevo em­ presario, decididamente capitalista, y el desplazamiento de muchos pequeños propietarios, que se convirtieron en jornaleros. Es posible, con todo, que muchos de estos nuevos empresarios, especialmente en la región del Quindío, hubieran dado sus primeros pasos cafeteros en la redistribución de tierras y cosechas de la época de la Violencia. c. Tercera etapa, 1975-C.1994. Esta etapa, que veremos con más detalle en el capítulo siguiente, dismi­ nuyó la participación del café en el pib y en las exportaciones y disminuyó la contribución del cinturón cafetero a la cosecha nacional. La Federación dirigió entonces un proceso de transición hacia variedades botánicas de alta producti­ vidad (kilogramos por hectárea) y mayor escala de operaciones, las cuales, a la postre, resultaron ser de altos costos.

L a SELVA ENCANTADA

Si la Colombia cafetera era el centro del país, ¿qué había ocurrido en las periferias? Al comenzar el siglo xx miles de colombianos abrían monte. Es la historia de los saqueos de maderas preciosas en el Chocó y Urabá, o de la cace­ ría ilegal de garzas en los llanos del Arauca, estimulada por la demanda de las casas europeas de alta costura. Pero fue la demanda de caucho para la industria automovilística la que puso a la Amazonia en el mapamundi. Como enseñó José Eustasio Rivera en La vorágine (1924), violencia y vida de frontera eran consus­ tanciales. Y en más de media geografía colombiana la gente bregaba por salir adelante en una sociedad de frontera sobre la cual el Estado tenía poco conoci­ miento y aún menos control. Tal es el caso de las extensas regiones de la Orinoquia y la Amazonia. En la primera estaban la mayoría de los 2.220 kilómetros de frontera colombo- venezolana, acordada en 1891. En la Amazonia quedaban pendientes los lími­ tes internacionales con Brasil, Perú y Ecuador. Por aquellos años empujaba la ola colonizadora hacia los Llanos Orientales, siendo cada vez más frecuente la violencia de los "blancos" sobre los indígenas y el establecimiento de sistemas

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anacrónicos de explotación de los empresarios sobre los campesinos inmigran­ tes y llaneros pobres. En la frontera con Venezuela se suscitaban permanentes conflictos. Pasa­ do el laudo arbitral de 1891, quedaron poblaciones de mayoría venezolana en te­ rritorios asignados a Colombia; incluso, se denunciaba la existencia de un tráfico de indígenas de La Guajira colombiana esclavizados, según se decía, por orga­ nizaciones de contrabandistas venezolanos. Sucesivos gobiernos del país vecino prohibieron transportar el café santandereano hacia el lago de Maracaibo por el río Zulia, o bloquearon el río Orinoco al comercio de los llaneros de Colombia. A todo lo cual se sumaba la inestabilidad creada por los opositores políticos de uno u otro gobierno que, no más pasando la línea fronteriza, encontraban refugio y apoyos. El dictador venezolano Juan Vicente Gómez (1908-1935) calculó bien sus opciones con un doble fin: mantener buenas relaciones con los gobiernos de Co­ lombia y extender la potestad de facto del Estado venezolano sobre los amplios territorios que habían quedado del lado colombiano. Por ejemplo, manipuló há­ bilmente a Tomás Funes, sanguinario caudillo que, entre 1913 y 1921, estable­ ció en el alto Orinoco un imperio basado en el caucho y el terror. Desde San Fernando de Atapabo, Funes aseguraba el dominio territorial de extensas zonas del llano colombiano, forzando al gobierno de Bogotá a crear la Comisaría del Vichada. Su aparente carácter de jefe rebelde debilitó la posición colombiana, que no podía responsabilizar al gobierno de Caracas por las acciones de este. El caucho colocó a la Amazonia, principalmente la brasileña, en el centro de interés de gobiernos y grandes empresas internacionales. La importancia de los territorios colombianos del Putumayo y Caquetá era secundaria y radicaba en la población indígena, potencial mano de obra barata, puesto que la calidad del producto y el relativo aislamiento de los siringales no permitía competir con los brasileños. Con la perspectiva del caucho el frente colonizador se desplazó hasta los caseríos ribereños de ríos tributarios del Caquetá y del Putumayo. La situación dio un vuelco a principios del siglo con la entrada en escena del perua­ no Julio César Arana, quien en 1910 y sobre la base de sus estaciones caucheras en Colombia ya era uno de los principales productores suramericanos. En Iqui- tos, la capital de la provincia peruana de Loreto, Arana erigió una base de poder desde la que retó las pretensiones de soberanía colombiana en el Putumayo. Este personaje desempeñó un papel central en las relaciones colombo-peruanas entre 1906 y 1935. Los sistemas de trabajo y coerción del Putumayo asemejaban los del Vi­ chada de Funes, descritos por Rivera en su novela. La obra relata el abandono gubernamental de estas regiones; la corrupción de los políticos; las vicisitudes del cauchero machista e individualista, que trata en vano de competir con el mo­ nopolio; la espiral de una violencia que acecha en cada resquicio de las precarias relaciones sociales y la hostilidad mágica, omnipresente y antropomòrfica de la

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selva. Una óptica romántica deja en los lectores la idea de una selva encantada y sobrenatural. En 1906, Colombia y Perú establecieron un modus vivendi en el Putumayo, hasta el arreglo definitivo de límites internacionales. Los peruanos retiraron sus tropas de la zona, los colombianos aceptaron las operaciones de Arana y ambos se comprometieron a garantizar una abierta competencia de los caucheros de las dos nacionalidades. El tema se enredó unos años porque Ecuador también recla­ maba derechos sobre el Putumayo, aunque en 1916 se firmó el tratado colombo- ecuatoriano de límites. En 1907, Colombia y Brasil convinieron límites y Colombia aseguró otro modus vivendi para la navegación por el bajo Putumayo hasta su desembocadu­ ra en San Antonio de Iqa. Ese año la prensa peruana responsabilizó a la Casa Arana del genocidio de indígenas huitoto del Putumayo. Estas y otras denun­ cias obligaron al gobierno británico a investigar las operaciones de esta empresa registrada en Londres, y en la que participaban capitalistas del Reino. La investi­ gación fue encomenda(ia al cónsul en Río de Janeiro, Roger Casement, mundial­ mente famoso por sus informes sobre las empresas caucheras del Congo Belga. En junio de 1912, Pío X condenó a la Casa Arana. Simultáneamente fue publica­ do el informe de Casement. Describía el proceso de conquista del territorio y de sometimiento de la población indígena; los sistemas de trabajo y las formas de reclutamiento de capataces peruanos, colombianos y negros de la posesión colo­ nial británica de Barbados. Denunciaba una combinación de esclavitud, peonaje por deudas y explotación sexual de las mujeres. El desarrollo del caucho había diezmado a la población wuitoto, a cargo de los misioneros capuchinos quienes se desentendieron del Putumayo y se quedaran en el fértil y apacible valle de Si- bundoy, cerca de Pasto, donde impusieron a los indígenas un Estado teocrático. La Casa Arana aguantó la encíclica, las investigaciones británicas y los procesos penales que le adelantaron los tribunales de Iquitos. Se convirtió en el estandarte de los empresarios y aventureros de la provincia peruana de Loreto, que habían consolidado en el Putumayo sus intereses económicos, desplazando a los colombianos mediante empresas de navegación, control de los frentes de colonización y el dominio del comercio fronterizo. Para el gobierno de Lima, la empresa era una prueba de la posesión peruana del Putumayo. Durante aque­ llos años patrullas militares de ese país solían incursionar por el Caquetá hasta el caserío de Florencia. La incomunicación del centro de Colombia con estas re­ giones era casi total, a diferencia del fácil acceso desde Iquitos. Las relaciones colombo-peruanas fueron malas en todo este periodo. En 1911 el Gobierno colombiano se vio obligado a reconocer que un contingente co­ lombiano de 70 soldados, acantonado sobre el río Caquetá, en la Chorrera, cerca de la frontera con Perú, había sufrido una derrota a manos de una fuerza mayor de tropas de aquel país. Detrás de la operación peruana estaba Arana, cada vez más influyente en la política de Iquitos y quien ya contaba con poderosos amigos en el Senado peruano y en el gabinete de Lima.

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Después de 1915 se abatieron los precios internacionales del caucho, preci­ samente cuando empezaba a sentirse la presencia de colonizadores colombianos en el Putumayo, que sería más visible pasada la Primera Guerra Mundial. Ter­ minó entonces para Arana y los caucheros del Amazonas la época de las vacas gordas. La alta productividad de las plantaciones de Malasia y Ceilán los sacó del mercado. Simultáneamente, la pujante industria automotriz norteamericana necesitaba desarrollar fuentes alternativas de producción de caucho para libe­ rarse del monopolio de las empresas británicas. Las Filipinas y la Amazonia adquirieron valor estratégico para Estados Unidos. En 1922 se firmó el tratado colombo-peruano, que dejó a la Casa Arana en territorio colombiano. Colombia aseguró, además, un frente navegable de 115 kilómetros en el río Amazonas, la base de su trapecio y el símbolo de su estatus de país amazónico. El tratado de 1922 fue ratificado en el Congreso peruano solo en 1928, debido a la oposición de Arana y los loretanos. Ratificado, Arana trató de vaciar de indígenas el Putumayo, forzando un éxodo masivo hacia el Perú. En 1924, después de sondear el ambiente de los inversionistas en Estados Unidos, Arana se fortaleció en el Putumayo llevando un buen contingente de caucheros peruanos. La "invasión" provocó airadas protestas callejeras en Bo­ gotá y Medellín. En 1925, el Departamento de Comercio de los Estados Unidos conceptuó positivamente acerca del potencial cauchero del Putumayo, siempre y cuando se construyese un ferrocarril hacia el Pacífico. Arana y las elites de Loreto no se dieron por vencidos y quisieron recu­ perar el Putumayo. En la madrugada del 1 de septiembre de 1932 patrocina­ ron un grupo armado de policías y civiles peruanos que, sin disparar un solo tiro, coparon la guarnición colombiana de Leticia. El desconcertado gobierno de Sánchez Cerro, quien en 1930 había dado golpe de Estado al presidente Leguía (el "vendepatrias del Putumayo"), reconoció la "junta patriótica" establecida en Leticia. Comenzaba el conflicto colombo-peruano, que terminó militarmente en 1933 y diplomáticamente en 1935, cuando, en lo fundamental, se ratificó el tra­ tado de 1922.

L a e s t r e l l a p o l a r

Aceptado el fait accompli de la separación de Panamá, las elites políticas tuvieron que examinar sus consecuencias internacionales y nacionales y la cre­ ciente importancia del nexo comercial que mantenía el país con el "Coloso del Norte", como empezó a llamarse a la potencia norteamericana. El colombiano José María Vargas Vila, a la sazón quizás el escritor latinoamericano más leí­ do en Hispanoamérica, España y Brasil, resumió el sentimiento antiimperialista diciendo que los Estados Unidos eran "el Norte revuelto y brutal que nos des­ precia". Traslucía un estado de ánimo generalizado pero difuso. Los intereses comerciales en Colombia y Estados Unidos demandaban un arreglo diplomá­ tico a la cuestión de Panamá. Sin embargo, desde la separación del istmo hasta

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LAS INTRIGAS DE PANAMÁ Y EL PETRÓLEO

"La actitud de Colombia bacia los Estados Unidos de América sigue dominada por la cuestión del tratado del 6 de abril de 1914, pendiente de ratificación. En los últimos años, de tiempo en tiempo, llegan noticias según las cuales el Senado norteamericano está a punto de considerar el asunto, y de los argumentos a favor que eventualmente defenderían en sus discursos ciertos senadores que apoyan la posición colombiana. Todo lo cual aumenta las esperanzas de los más optimistas. "Sin embargo, algo ocurre invariablemente para suspender la discusión. El factor más serio ha sido últimamente la aprobación de una ley de petróleos en la legislatura de 1919, que los intereses norteamericanos consideraron confiscatoria y dañina. Esta le­ gislación fue aprobada en el momento menos oportuno. Precisamente cuando las pro­ babilidades de alcanzar un resultado satisfactorio en la cuestión de Panamá parecían más promisorias que nunca antes. Las negociaciones fueron suspendidas de inmediato y aunque la ley fue modificada después, en el Senado norteamericano se propusieron salvaguardias y modificaciones adicionales, inaceptables para Colombia. El asunto del tratado fue discutido recientemente en Washington, pero está claro que no hay ninguna posibilidad de avanzar hasta que el nuevo presidente asuma. "Se supone que entre las nuevas condiciones, Colombia deberá garantizar una opción para la construcción de un canal interoceánico por el Atrato y el arriendo indefinido de las Islas de San Andrés y Providencia. "El ministro norteamericano salió 'en licencia' para Estados Unidos pero, al parecer, no regresará a Colombia. Su posición ha sido difícil e ingrata, máxime en cuanto creyó que durante su periodo se arreglarían los asuntos pendientes; lo que ha tenido lugar es una prórroga tras otra y él ha sufrido la mortificación de leer casi a diario ataques de prensa al gobierno norteamericano. "Sobra decir que el idealismo de los discursos del presidente Wilson sobre la protección de los derechos de las naciones débiles contrasta con la situación de Colombia, que ha buscado en vano compensación por la separación de Panamá. Las palabras del presi­ dente Rooselvelt, 'Me tomé a Panamá', son muy citadas aquí, así como se exageran los alcances de los discursos del senador Thomas y de otros que hablan abiertamente del daño infligido a Colombia y de la necesidad de repararlo. "Parece apenas obvio afirmar que el fracaso de la negociación del tratado es una de las primeras causas del atraso de Colombia. El país necesita con urgencia capital extranjero para desarrollar sus comunicaciones y recursos naturales, pero las negociaciones con los capitalistas norteamericanos fracasan irremediablemente a causa de la violenta oposición del pueblo. La industria petrolera, de la cual pueden esperarse cuantiosos ingresos, permanece subdesarrollada y, a pesar de una legislación idónea, el gobierno

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no ha autorizado hasta el momento una sola adjudicación de campos para explotación. No cabe duda alguna que Estados Unidos inspira tal miedo al gobierno colombiano, que las propuestas británicas para operar en gran escala han sido postergadas inde­ finidamente perdiéndose la oportunidad de percibir ingresos adicionales de alguna magnitud y de obtener un empréstito sustancial".

Fuente: Public Record Office, Londres, Foreign Office, Documento A 2369/2369/11, originado en Bogotá el 6 de febrero de 1921, p. 5.

el tratado final en 1922 tuvieron que pasar veinte años cargados de intrigas y conspiraciones. Políticos y empresarios, desde Bogotá o desde las provincias, medraban en torno a las negociaciones del tratado. Dos presidentes, Rafael Reyes en 1909, y Marco Fidel Suárez en 1921, cayeron en medio de escándalos con ese trasfon­ do. El asunto se reducía al tamaño y al reparto regional de la indemnización norteamericana. El resultado fue que se repartió más de lo que se iba a recibir. También abundaron las intrigas entre empresas multinacionales y di­ plomáticos de Gran Bretaña y Estados Unidos sobre las concesiones y leyes petroleras. A diferencia del banano, el gobierno de Estados Unidos consideró el petróleo como un asunto estratégico. En este sentido hubo una evidente presión diplomática que, manipulando el arreglo de Panamá, neutralizó los apetitos británicos. El petróleo colombiano quedó en manos de multinacionales norteameri­ canas que, bajo los esquemas de libre empresa, debilitaron las tendencias estatis- tas y nacionalistas. Sus objetivos se facilitaron porque a medida que avanzaba la década de los años 1920 fue haciéndose más evidente lo modesto de la riqueza petrolera de Colombia comparada con Venezuela. En la década de los años 1930 se descubrieron enormes yacimientos en el Medio Oriente, lo cual debilitó aún más la capacidad de regateo de los gobiernos colombianos. La creación de la

Empresa Colombiana de Petróleos, e c o p e t r o l , una vez que en 1951 revirtiera al Estado una de las grandes concesiones, no amenazó los intereses norteamerica­ nos. Más bien alimentó conflictos en el seno de las elites colombianas, dado el interés de los capitalistas antioqueños por explotar la concesión. Las tensiones entre la representación colectiva de una agresiva potencia imperialista y la doctrina de la "estrella polar" del presidente Marco Fidel Suá­ rez (1918-1921), que reconocía la hegemonía norteamericana en el hemisferio, reaparecieron con frecuencia. Aunque los temas de Panamá, del petróleo, del café y de los bananos se teñían de antiimperialismo, siempre terminaban enre­ dándose con las maquinaciones de la conveniencia recíproca. "La estrella polar" produjo una luz más benigna con los desembolsos de la indemnización de Pana­ má (1922-1926) y con el flujo de préstamos e inversiones directas. La retórica del

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"buen vecino" del presidente F.D. Roosevelt entre 1933 y 1947 apuntaló la nueva amistad, de suerte que al comenzar la Guerra Fría las elites políticas y empre­ sariales colombianas ya habían aceptado plenamente la relación asimétrica: en términos de comercio e inversiones Estados Unidos era esencial para Colombia, aunque Colombia fuese marginal para Estados Unidos. En medio de ambigüedades fueron debilitándose los sentimientos anti­ norteamericanos. En la década de los años 1940, Manuel Mejía, el gerente de la fortalecida Federación de Cafeteros, empezó a ser llamado admirativamente M r. Coffee. Empero, las resistencias del gobierno de Truman ante la recién creada Flota Mercante Grancolombiana en 1947 provocaron ruidosas manifestaciones antinorteamericanas en Medellín, apoyadas por los empresarios. Después de esa fecha, el antiimperialismo quedó en manos de la izquierda liberal y comunista, y de la derecha admiradora de Franco, que muy pronto habría de rectificar pro­ tegiéndose bajo el alero de la Guerra Fría.

EL PRESIDENTE SUÁREZ Y LA INDEMNIZACIÓN POR PANAMÁ

Buga, 28 de febrero de 1920. Lecolombia. Washington.

Este cablegrama debe descifrarlo D. Urueta. Temiendo que cada día se disminuyan probabilidades aprobación Tratado, pienso que a Colombia le convendría tal vez negociar directamente con Panamá límites, deuda y relaciones. Así satisfaríanse grandes necesidades, aunque se olvidaran los 25 millones, equivalente hoy a mucho menos en otro tiempo. Creo difícil lo de límites dado el pro­ tectorado de Estados Unidos en Panamá, y las tendencias de los panameños a venir al Atrato. También creo difícil que los Estados Unidos permitieran a los panameños obrar independientemente. Pero si se lograra que los panameños reconocieran límites y estipulaciones referentes a deuda y lo demás, nada importaría dejar de pensar en dinero y hasta quedaría mejor el honor nacional. Colombia entonces podría decir: Fui despojada, insultada y burlada indefinidamente y no quiero seguir en semejante ex­ pectativa. Esta conducta de absoluta prescindencia sería un acto decoroso y la sanción tácita contra una de ias más grandes injusticias inferidas a una nación débil por una nación prepotente e inicua. Piense en esto, que confío a usted solo, solo, solo.

MARCO FIDEL SUÁREZ

Fuente: Archivo General de la Nación de Colombia, Documentos que hicieron un país, Bogotá, 1997, pp. 267-268.

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El antiimperialismo de la izquierda no se originaba solamente en las doc­ trinas, sino en la historia de las luchas sociales del emergente proletariado mo­ derno de los campos petroleros, los ferrocarriles, las empresas de navegación fluvial y las plantaciones bananeras. La ausencia de leyes y de un aparato de justicia laboral para solucionar los inevitables conflictos, así como la necesidad que sintieron los gobiernos conservadores de estrechar la amistad con Estados Unidos, llevaron con frecuencia a huelgas que terminaba reprimiendo el ejército. Esta es la historia del "sindicalismo heroico" que, como en casi toda América Latina, se desplegó de 1918 a c. 1928, y que en Colombia alcanzó mayor inten­ sidad entre 1925 y 1928. Historia a la que están ligados los orígenes del Partido Comunista y que es notoria por el paso de efímeras organizaciones de anarquis­ tas, librepensadores y revolucionarios de ocasión. Del otro lado, es evidente que en estos años, mucho antes de la Guerra Fría, la ideología anticomunista ganó fuerza en la oficialidad del ejército. Uno de los hitos de esta historia es la masacre de trabajadores bananeros de la United Fruit, en Ciénaga. El 6 de octubre de 1928, la Unión Sindical de Trabajadores del Magdalena, guiada por el Partido Socialista Revolucionario, precursor del Partido Comunista, declaró la huelga y 25.000 afiliados dejaron de cortar banano. El movimiento fue aplastado dos meses después, en una serie de matanzas y asesinatos de huelguistas, familiares y sospechosos. El mismo día que estalló la huelga, el administrador norteamericano se dirigió al presidente de la República describiéndole una situación "extremadamente grave y peligro­ sa". Este envió un contingente del ejército encargado de atender "la situación de orden público". El 5 de diciembre, entre 2.000 y 4.000 huelguistas se congregaron en la es­ tación del ferrocarril de Ciénaga, con la intención de marchar hacia Santa Marta. El gobierno declaró el Estado de sitio e impuso el toque de queda en la región. Las tropas llegaron a Ciénaga con órdenes de dispersar a los trabajadores. A la una y media de la madrugada del 6 de diciembre, "el comandante civil y militar" leyó a los huelguistas congregados el decreto de Estado de sitio y la orden de toque de queda y los conminó a dispersarse en minutos. Por respuesta obtuvo vivas a Colombia, a la huelga y al ejército colombiano. Lo que siguió fue un baño de sangre, conocido como "la masacre de las bananeras". En cuanto se conocieron los sucesos, el país se conmovió, el partido de go­ bierno se dividió más y aumentó el desprestigio del presidente. Desde entonces la masacre pasó a ocupar uno de los lugares centrales en la memoria colectiva de los colombianos. Memoria en transformación, que olvida, reinventa, altera el orden de los datos y reinterpreta sus significados. Más acusada en aquella región y en la izquierda. En 1967, ai publicarse Cien años de soledad, la afam ada novela de Gabriel García Márquez, oriundo de Aracataca, un pueblecito de la zona bananera, la narración de la masacre alcanzó ámbito mundial y embrolló la memoria colectiva.

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En una entrevista al Canal 4 de la televisión británica realizada en 1991, el autor explicó el problema que enfrentó al descubrir que no eran 3.000 los muer­ tos de la masacre. "Se hablaba de una masacre. De una masacre apocalíptica. Nada es seguro, pero no pueden haber sido muchos los muertos [...] Eso fue un problema para mí [...] cuando descubrí que no se trató de una matanza espec­ tacular. En un libro en el que las cosas se magnifican, tal como en Cien años de soledad, necesitaba llenar todo un tren con cadáveres". La conversación deja en claro que el problema no es del novelista sino de los historiadores que citan la obra como si se tratara de una fuente primaria. En la novela las magnitudes de la matanza obedecen a la magia evocadora de aquel "tren interminable y silencioso", cargado de cadáveres dispuestos "en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano", y en el que José Arcadio Segundo, después de sobrevivir a la masacre, despertó con "el cabello apelmazado por la sangre seca". Más que establecer el número de víctimas, interesa reconstruir los diver­ sos significados del episodio que, después de la separación de Panamá, ha sido el más traumático en el proceso de adaptación de los colombianos a la fuerza gravitacional de la estrella polar. Esto requiere replantear la noción de encla­ ve. Evidentemente la u f c o tuvo el control de las condiciones de producción, de transporte interno y marítimo y de la comercialización del banano en los países consumidores. Control que, por ejemplo, le permitía fijar estrategias de produc­ ción cotejando costos en sus plantaciones en los distintos países; o decidir a qué puerto dirigir sus barcos en altamar, según los precios de venta en los mercados. Pero esto no quiere decir que alrededor de la multinacional no hubiera permanecido un mundo local y regional complejo, con vida propia, arraigado en tradiciones e idiosincrasias que antecedían a la empresa, aunque esta con­ tribuyera a modificarlas. Los historiadores que se han encargado de investigar la sociedad regional registran la heterogeneidad social y local. Los trabajadores provenían de Antioquia, Santander y distintas comarcas caribeñas, tenían dife­ rentes tipos de relaciones contractuales y semicontractuales, diversos grados de acceso a algunos servicios que prestaba la empresa y mantenían distintas rela­ ciones con los habitantes de las ciudades y pueblos de la zona.

En adición a las plantaciones de u f c o , las había de comerciantes de Cié­ naga y Barranquilla y en los márgenes abundaban las parcelas de colonos. To­ dos ellos vendían banano a la multinacional o, eventualmente, buscaban otros compradores, u f c o , bienvenida en general, vivía en constantes conflictos con los plantadores colombianos por razón de los márgenes y criterios de comercializa­ ción y mantuvo un prolongado pleito con los gobiernos departamental y nacio­ nal en torno al control del Ferrocarril de Santa Marta. La zona bananera integraba tres centros principales: Santa Marta, el puer­ to a donde llegaba el ferrocarril bananero y donde estaba la sede administrativa de la empresa. Ciudad dominada por una especie de aristocracia que miraba con

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desdén a los comerciantes de Barranquilla y de Ciénaga involucrados en el ne­ gocio bananero y beneficiarios del empuje que este desencadenaba. En el mapa mental de los samarlos y cienagueros ricos París y Bruselas eran las capitales de lo que podía considerarse la civilización universal. La forma como fue aplastada la huelga y posteriormente desvertebrado el movimiento sindical en la zona sugiere un trasfondo cultural que, en distintas formas, reapareció durante la Violencia, y más recientemente en la represión mi­ litar de las marchas de cocaleros de 1996. Se trata del espíritu de conquista que suele acompañar a los cuerpos castrenses cuando llegan a imponer el orden pú­ blico en regiones "dominadas por el comunismo". Los testimonios presentados en los célebres debates de Jorge Eliécer Gaitán en la Cámara de Representantes en 1929 ofrecen un cuadro fragmentario pero ilustrativo de cómo operó el "régi­ men militar" en la zona bananera, puesta bajo Estado de sitio desde diciembre de 1928 hasta marzo de 1929. Las acciones del ejército sugieren un patrón de reconquista del territorio y sometimiento de los huelguistas considerados ene­ migos y de la población tachada de cómplice. Todos se habían enajenado de la nacionalidad y sucumbido ante agitadores antipatriotas. Los aliados eran las clases propietarias, sin importar su nacionalidad. Quizás por esto, en la denuncia de la masacre en 1929 se fueron desdibu­ jando las líneas antiimperialistas y cedieron ante un discurso antimilitarista. En el trasfondo quedaba, vagamente, la idea de un malvado enclave imperialista. Pero más que enfocar las causas de la huelga, es decir, el sistema económico y laboral de la multinacional bananera, la retórica de los liberales dirigió el j'accuse contra el gobierno y contra la oficialidad del ejército y no contra este como insti­ tución. Años más tarde la izquierda y García Márquez, al calor de la Revolución Cubana, reencontrarían los hilos de la madeja antiimperialista. La UFCO continuó en la zona hasta mediados del siglo. Los tejidos entre la compañía y la zona no se alteraron fundamentalmente. En una huelga de 1934 el gobierno liberal trató de manipular la memoria colectiva en términos naciona­ listas, pero la maniobra no llegó muy lejos. Lo que llevó al fin de una historia de cincuenta años fue la sigatoka, una enfermedad del banano incontrolable en 1939, que en 1943 había devastado las plantaciones. No bastó una breve recuperación unos años después, u f c o vendió sus tierras en la zona de Santa Marta. Con otro esquema empresarial se dirigió al Urabá, emprendiendo una segunda coloniza­ ción, como se verá en el próximo capítulo.

C osmopolitismo conservador

La década de los años 1920, llamada ora "la danza de los millones", ora "el renacimiento colombiano", fue un periodo descollante de las relaciones diplo­ máticas, comerciales y económicas de Estados Unidos y Colombia. No obstante, una muestra de las misiones extranjeras invitadas o contratadas por el Gobier­ no señala que Europa siguió siendo un punto cardinal. Esto es más evidente si

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consideramos que para los conservadores los temas educativos y militares eran tan fundamentales, o aun más, que los de la economía. De las misiones del cuadro 12.4, la encabezada por el economista de Prin­ ceton Edwin W. Kemmerer fue, con toda probabilidad, la más destacada. No se trató de una misión oficial del Gobierno norteamericano, aunque coincidiera con las grandes líneas de los intereses capitalistas de ese país. Inspirada en princi­ pios de liberalismo económico, la misión reorganizó el sistema bancario, el siste­ ma de contabilidad nacional y la administración pública en el campo económico. Con el establecimiento del Banco de la República pareció asegurarse la estabili­ dad monetaria y bancaria y de políticas acordes con el modelo exportador. En m edio de la Depresión, en 1931 el Gobierno volvió invitar al profesor de Princeton no tanto quizás para asesorarse técnicamente como para aprovecharse de su prestigio y asegurar préstamos en Nueva York, préstamos que, en efecto, consiguió. La reforma arancelaria elaborada por el suizo Hausermann en 1926 fue archivada discretamente. No solo contradecía las recetas de Kemmerer sino que su énfasis proteccionista hubiera afectado las relaciones colombo-america- nas. Pero el colapso de la economía norteamericana, velozmente transmitido a la economía mundial, y la fuerte presión de un Congreso de mayorías conserva­ doras, forzaron el viraje del gobierno de Enrique Olaya hacia el proteccionismo agrario que, de paso, favoreció la incipiente industria manufacturera nacional.

Cuadro 12.4. Diez misiones extranjeras en la década de los años 1920.

País Entidad Fechas C am po

EE.UU. Fundación Rockefeller 1917-60 Salud pública

Alemania Julius Berger 1920-28 Canalización del río M agdalena

EE.UU. E. W. Kemmerer 1923 Reforma bancaria, monetaria y de instituciones económicas

Alem ania Misión Pedagógica 1924-26 Reforma educativa

Italia Misión de Juristas 1926 Reforma del Código Penal

Suiza Ejército 1924-33 Reforma del Ejército

Suiza Misión Hausermann 1926 Reforma arancelaria

Internacional Consejo de Vías de Comu­ 1929-31 Plan Vial nicación

Internacional Comisión de Expertos de 1929 Legislación de Petróleos Petróleo

Alemania Ejército 1929-34 Reforma del Ejército

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El papel de la Fundación Rockefeiler, que llegó al país en 1917 sin respaldo del Gobierno norteamericano, indica mucho más que imperialismo filantrópico. Como ha sugerido el historiador Christopher Abel, sus actividades muestran los límites de una empresa científica y social que aborda una sociedad en la cual la salud todavía no se consideraba asunto público y un derecho básico de la población. Desarrolló sus primeras tareas en el campo de la erradicación de enfermedades tropicales como la anemia o la fiebre amarilla que, por ejemplo, infestaban las poblaciones de las zonas cafeteras, como se mencionó antes. Afa­ nes que tendían a chocar con los poderes locales, civiles y eclesiásticos, a cuyos representantes les parecía peligroso hacer explícito el nexo entre enfermedades y condiciones de alimentación y vivienda. También cuestionaba las ideologías dominantes que privilegiaban la medicina curativa y privada sobre la preventi­ va y pública, así como la carencia de una administración estatal en este campo. Su impacto fue considerable, por ejemplo, al inculcar en la población, particular­ mente en los niños de sucesivas generaciones, nociones de higiene para prevenir enfermedades. Aparentemente también influyó en las elites políticas, que ter­ minaron incluyendo la salud entre los derechos sociales. Esta fundación nunca logró imponer ni un modelo de organización ni políticas salubristas como sí lo hizo, por ejemplo, la Misión Kemmerer en los campos monetarios y bancarios. Pero la creación de un Ministerio de Salud e Higiene en 1947 algo debió a la ac­ ción filantrópica de la Rockefeiler. La modernización de las fuerzas armadas continuó inspirándose en pro­ totipos europeos. Las cuatro misiones chilenas (1907-1915) trajeron al país el es­ quema prusiano, reforzado por la misión alemana contratada en 1929. En 1921, los franceses fueron invitados a organizar una escuela militar de aviación (1919- 1921). Detrás de todos estos proyectos rondaba la idea de formar un ejército profesional que, por encima de las divisiones de partido, fuese pilar del Esta­ do nacional. Pero la politización partidista continuó en la oficialidad, aunque atenuada. Después de la Segunda Guerra Mundial, el modelo de organización militar provino de los victoriosos Estados Unidos. La concepción subyacente cambió: Colombia no enfrentaba problemas de fronteras internacionales. El ene­ migo estaba adentro, era el comunismo internacional que actuaba a través de sus insidiosos agentes nativos, el "comunismo criollo", como empezó a llamárselo en la prensa. La misión pedagógica alemana, integrada por católicos, fue vista con re­ celo por amplios círculos de educadores colombianos, liberales en unos casos, clericales en otros. Su proyecto de reforma fue rechazado en el primer debate en el Congreso, aunque luego de intensos regateos fue aprobado. La nueva ley instituyó el principio de la responsabilidad legal de los padres en la educación básica de sus hijos. Dejó abierto el camino a la obligatoriedad de la educación primaria, a lo cual se oponía la Iglesia hablando despectivamente del "Estado docente", un principio que había defendido, sin éxito, el presidente Carlos E.

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Restrepo (1910-1914). El Gobierno hizo caso a la Iglesia y rechazó la autonomía universitaria propuesta por los alemanes. La vehemencia de la lucha ideológica y doctrinaria anticipaba lo que vendría en la década de los años 1930, en un con­ texto de polarización bipartidista. En 1935-1936 el gobierno liberal recogería los postulados de la escuela obligatoria y la autonomía de la universidad.

L a I glesia

Hasta 1930, la Iglesia fue complemento del Estado. No hay suficientes da­ tos para esbozar una geografía eclesiástica, pero la información fragmentaria sobre la ubicación de los templos construidos y la distribución del clero en las di­ ferentes diócesis permite inferir que la Iglesia siguió atendiendo de preferencia las poblaciones de los altiplanos de las regiones oriental, caucana y antioqueña, mientras que las misiones se encargaron de las intendencias y comisarías. Esto quiere decir que quedaron descuidadas la región costeña y las hoyas tórridas de los ríos Magdalena y Cauca. Sobre un mapa étnico podría decirse entonces que la Iglesia atendió las poblaciones mestizas e indígenas y descuidó las negras y mulatas. Sobre un mapa electoral, esto último quiere decir la marginación de las bases históricas de los electorados liberales. Un mapa socioeconómico permite ver con más cla­ ridad que las regiones negras y mulatas formaban el eje de la nueva economía colombiana. Allí estaban emplazados los campos petroleros, las plantaciones bananeras, la navegación fluvial y los ferrocarriles que animaban la vida de ciu­ dades y pueblos ribereños, desde Neiva, Girardot y Honda hasta Magangué y Barranquilla. Como contrapartida, los baluartes conservadores de la región an­ tioqueña ayudan a explicar por qué de 34 obispos que tenía la Iglesia colombiana en 1960, 14 eran oriundos de los departamentos de Antioquia y Caldas. Final­ mente, un mapa de ciudades (clero sobre población) muestra una especie de sobrerrepresentación en Pasto, Tunja, Bogotá, Medellín, Manizales y Popayán. Aun así, más de la mitad de los nacidos en Bogotá eran "hijos ilegítimos", fuera del matrimonio.

Cuadro 12.5. Habitantes por parroquia, 1912-1960.

Años Habitantes por C iud ades Habitantes por parroquia en el país parroquia en 1960

1912 6.357 Bogotá 14.000

1938 9.844 Medellín 16.000

1950 10.144 Cali 22.000

1960 10,472 Barranquilla 24.000

Fuente: Pérez y Wust, La Iglesia.

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El numéro de párrocos se estaban rezagando respecto del crecimiento de la población, particularmente entre 1912 y 1938, periodo más conservador que liberal, como se m uestra claram ente en el cuadro 12.5. El Primer Concilio Plenario de la América Latina convocado en Roma por León XIII en 1898 abrió una nueva época en la historia de la Iglesia. Asistieron siete mitrados colombianos de los 53 obispos y arzobispos de 16 naciones del continente. A partir de entonces fue más orgánica la relación entre las directri­ ces vaticanas y la reorganización eclesiástica. Entre 1891 y 1950, la Iglesia tuvo dos jerarcas: los arzobispos de Bogotá, Bernardo Herrera Restrepo (1891-1928) e Ismael Perdomo (1929-1950). A ellos dos correspondió interpretar las orienta­ ciones vaticanas para adaptarse al mundo moderno. Las de León xiii (1878-1903), que hizo énfasis en la cuestión social, y las de Pío xii (1939-1958) que, bajo el anti­ comunismo de la Guerra Fría, se preocupó por reevangelizar la América Latina. Los dos momentos cardinales de la reorganización de la Iglesia fueron a principios y mediados del siglo xx. Entre los siglos xvi y xix se erigieron diez diócesis en la actual Colombia. Entre 1900 y 1917, seis, y doce en el año de 1950. El proyecto de Pío xii, que más o menos coincide con la época del Estado de sitio, registra los mayores promedios anuales de arribo de sacerdotes y monjas extran­ jeros al país entre 1880 y 1960 {véase cuadro 12.6). El rezago del clero colombiano se solucionó en parte gracias al espíritu misional de otros pueblos católicos, particularmente europeos. Sin los contin­ gentes aportados por las 86 comunidades femeninas y 28 masculinas que llega­ ron al país entre 1887 y 1960, no podría explicarse la influencia de la Iglesia en la educación y los hospitales, en obras sociales, en los Territorios Nacionales y, en algunas áreas de colonización {véanse cuadros 12.6 y 12.7). Debe subrayarse la influencia del clero regular masculino sobre el dioce­ sano, encargado de las parroquias. En 1960, el primero estaba conformado en

Cuadro 12.6. Llegada de comunidades religiosas extranjeras, 1880-1960.

P eriodos Comunidades

F em eninas M ascu lin as

Total Promedio anual Total Promedio anual

Regeneración (1886-1900) 11 0,79 8 0,57 República Conservadora 19 0,63 8 0,27 (1900-1930)

República Liberal(1930-1946) 18 1,13 0 0

Estado de sitio (1946-1960) 38 2,71 12 0,86

Total 86 1,08 28 0,35

Fuente: elaborado con base en Pérez y Wust, La Iglesia en Colombia, Bogotá, 1961.

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Cuadro 12.7. Sacerdotes del clero secular y del clero regular, 1891-1960.

Clero secular Clero regular Años Número % Número % 1891 607 84,0 116 16,0 1912 815 70,6 339 29,4 1938 1.397 61,9 860* 38,2* 1960 2.339 57,1 1752** 42,9

* Corresponde a 1944. ** El 36% son extranjeros. El 22% son españoles.

Fuente: elaborado con base en: 1891: Warming, S. Höeg, "La Santa Iglesia Católica", Boletín Trimestral de la Estadística Nacional de Colombia, Bogotá; 1892:1912-60, Pérez y Wust, La Iglesia, Bogotá, 1961.

un 36 por ciento por extranjeros, en su mayoría españoles. El segundo ha sido fundamentalmente colombiano {véase cuadro 12.7). Estos cuadros muestran un clero surtido. En las principales ciudades las comunidades se dedicaron principalmente a la educación y a la caridad. Tam­ bién evangelizaron en los Llanos Orientales, las selvas del Putumayo, Vichada y Chocó; en la región de la Sierra Nevada de Santa Marta y la península de La Guajira. Allí las misiones suplieron parcialmente al Estado. La politización parti­ dista fue más visible en las actividades del clero secular y en el trabajo misional. Para los curas párrocos era imperioso tomar partido en los procesos electorales y en el trámite de peticiones de los feligreses que requerían una conexión con el poder. Al respecto, un opúsculo de 1925 publicado en memoria de uno de los más destacados obispos del país mencionaba "préstamos, recomendaciones, co­ locaciones, auxilios en diversas formas [que] llovían de su mano bienhechora". La jerarquía no dudó en permitir que eventos públicos eminentemente religiosos, como los congresos eucarísticos, fueran utilizados para fines de pro- selitismo electoral. El de Bogotá de 1913 sirvió de plataforma política a los dos contendientes conservadores por la presidencia, el histórico José V. Concha y el nacionalista Marco F. Suárez. El de Medellín de 1935 fue un acto de oposición beligerante al gobierno liberal de Alfonso López Pumarejo y estuvo a punto de desencadenar una guerra religiosa. Algunas comunidades masculinas y femeninas establecieron en las ciu­ dades los principales centros educativos del país. Controlaron el acceso de los estudiantes, y no debe dudarse de que esta fuese una forma de control político. Empero, fueron frecuentes los enfrentamientos entre las comunidades en torno al modelo educativo. Los jesuítas criticaron acerbamente el énfasis lasallista en la enseñanza de las matemáticas y las ciencias naturales. Un racionalismo, decían, que quién sabe a dónde habría de llevar. Por esto insistían en la necesidad de fundamentar la educación en el latín y la lógica neotomista.

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Hubo campos más neutrales, particularmente el de las comunidades de­ dicadas a hospitales y lazaretos, más bien alejadas del ajetreo político. Se en­ contraron en situaciones un tanto inverosímiles en medio de un país y un clero sobrepolitizados. Por ejemplo, en las dos semanas de la decisiva batalla de Palo- negro, cerca de Bucaramanga (11-25 de mayo de 1900), y en los días posteriores, fue notable el papel de las monjas de Bucaramanga sirviendo de enfermeras y socorristas de los dos bandos. Algunos liberales comprendieron esta diversidad del clero. Miguel Sam­ per, por ejemplo, se ganó entre los artesanos liberales de Bogotá el mote de viejo rezandero porque en su estudio de 1867, La miseria en Bogotá, elogió la obra cari­ tativa de la Sociedad de San Vicente de Paúl. Rafael Uribe Uribe, arquetipo del liberalismo guerrerista y uno de los caudillos de la batalla de Palonegro, vuelto al civilismo en la posguerra, no dudó en elogiar la obra social de los padres sa- lesianos que, antes de dedicarse a fundar colegios para las clases medias en los años de 1930 y 1940, se consagraron a formar artesanos y técnicos en sus talleres y a difundir principios de agronomía en sus granjas. La jerarquía diocesana tam­ poco dudó en citar tales elogios. Frecuentemente, las estrategias católicas para influir en la vida pública y privada de los colombianos tropezaron con las costumbres populares, los patro­ nes de la cultura política y los intereses de las elites. Ahora bien, tales estrategias no fueron coherentes ni uniformes; tampoco la estructura administrativa y la cobertura territorial permitieron a la Iglesia realizarlas a plenitud. ¿Fue el poder eclesiástico una fuente de legitimidad política para el ré­ gimen conservador? Es difícil contestar con un sí rotundo. De 1905 a 1914, el clero se ocupó de su propia reorganización interna. Los asuntos de legitimidad estaban en otros campos. Así, durante el quinquenio de Reyes (1904-1909) un gobierno presidencialista semidictatorial, el asunto religioso fue opacado por los conflictos regionalistas y fiscales. La coalición bipartidista que terminó for­ zando el exilio del presidente impulsó en 1910 una reforma constitucional que restringió los alcances del poder presidencial. Limitó el periodo a cuatro años y le prohibió hacer emisiones monetarias. En el siguiente periodo presidencial, la Iglesia se enfrentó al republicano Carlos E. Restrepo en dos cuestiones educati­ vas: la centralización de la inspección de la educación primaria y el principio de la escuela obligatoria. Después de 1914, alejado el peligro del estallido de una guerra inminente al estilo del siglo xix, fue más evidente el activismo político de la jerarquía y más expedita la condena a los liberales al fuego eterno. En 1919 el párroco de Málaga, en Santander, enseñaba a los fieles que "San José fue el primer conservador y Satanás el primer liberal". Con mayor o menor sutileza esta fue la tónica del bajo clero y de unos cuantos obispos y vicarios de las tierras de misiones. Sobre el principio de que "el liberalismo es pecado", el arzobispo primado y la jerarquía propusieron fórmulas menos rudas que la del cura de Málaga y poco se inmis­ cuyeron en la politiquería de las localidades.

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INTELECTUALES Y PODER EN LOS ANOS VEINTE

"Las sociedades estratificadas y duras, donde todo parece ya hecho para la eternidad, y mal hecho, suelen producir fermentaciones como la que comenzaba a sentirse en el pequeño grupo de intelectuales que Los Nuevos conducían, a la vanguardia. Las reacciones de cada individuo sobre la circunstancia que lo rodea, no son, sino excepcio­ nalmente y en épocas realmente revolucionarias, homogéneas y decididas por razones semejantes. Entre nosotros, hacia la mitad de la década del veinte, lo único común era la general insatisfacción con lo establecido, que lo mismo se sentía en quienes, sin saber cómo, habían quedado ubicados en la derecha, que por quienes estábamos natural­ mente en una posición de izquierda, que presentíamos más a tono con el tiempo del resto del mundo, apenas adivinado a través de libros, revistas y escasas informaciones cablegráficas. Los primeros sentían las convulsiones de la extrema derecha francesa, de Mauirras, de León Daudet, de los novísimos Camelots du Roi, que se trenzaban a puñetazos y palos con la policía en los bulevares de París. Y desde luego Mussolini, con todo el drama y el espectáculo de la marcha sobre Roma, la disciplina, la obe­ diencia, la resurrección de la antigüedad romana y el nuevo sentido social, impuesto a patadas a una sociedad democrática envilecida, les parecía el prototipo de la nueva época. Su partido, el conservador, enmohecido y atontado en el ejercicio de un poder que nadie le disputaba a derechas, era, para ellos, el campo para intentar la revuelta.

De nuestro lado la seducción estaba en el polo opuesto. La revolución rusa, el triunfo del socialismo que se había juzgado inverosímil, por primera vez constituido en go­ bierno fuerte, luchando, como la revolución francesa contra todos los poderes de la tierra, y venciéndolos, ejercía una atracción casi irresistible. Lenín, Trotsky, con sus tropas rojas desarrapadas, derrotando en las fronteras occidentales y en las lejanísimas estepas asiáticas a las tropas que habían vencido a los alemanes en la guerra del mundo, quebrando las predicciones de Marx al hacer la revolución e implantarla firmemente sobre uno de los países menos industrializados de Europa, todo eso parecía un milagro, y una posibilidad para el resto del proletariado del planeta. Al lado de ese gigantesco panorama de sangre, violencia y apasionados discursos, el partido liberal, dividido sobre su dirección entre cooperacionistas y abstencionistas, los primeros encabezados por civiles sin mayor prestigio, los últimos por Herrera y Bustamante, con sus marchi­ tas espadas de la última guerra civil, rodeados de generales envejecidos, de coroneles áulicos, de intelectuales atemorizados, se presentaba en lamentable contraste.

"Las primeras declaraciones de Los Nuevos en su revista recogían esa ansiedad, ese desasosiego, esa angustia vital de una generación que no veía camino sino a miles y

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miles de kilómetros de distancia, en Rusia, donde todo parecía posible, o más locamente aún, en las barricadas improbables de París para restaurar la monarquía del Conde de París, o, un poco más realmente en el camino audaz de Mussolini. Pero no todos teníamos el mismo aliento revolucionario. Algunos pensaban que la situación podía enmendarse, sin que se alterara nada sustancial, o derribarse a grandes golpes, para saltar al vacío, o que era francamente desesperada e inmodificable, por la naturaleza de las cosas y de los hombres encargados de dirigirla. De todo esto había en nuestra pequeña viña, y aunque no se expresara así de claramente, cada una de nuestras inci­ pientes actitudes y resoluciones tenía un sentido en el cual se bifurcaba y se trifurcaba, se abría en infinitas ramas, el general descontento.

"Algunos de nosotros entrábamos en contacto con los revolucionarios clandestinos, p>er- seguidos por la policía y señalados por la reacción para la cárcel como causa suficiente de su acción política contra cualquier cambio; otros comenzábamos a leer literatura revolucionaria y a embarcarnos en estudios incompletos y complejísimos de marxismo; otros nos entusiasmábamos hasta el éxtasis con las páginas de Sorel y cualquier elogio de la violencia como partera de la historia; pero al fin y al cabo volvíamos a nuestros jarros de cerveza y a nuestros versos y a nuestras pequeñas diversiones ocasionales, mientras algo pasaba. Otros, en fin, pesimistas radicales, creíamos que el país no daba ni para una buena revolución, y nos trazamos el prospecto, confuso y lejano, del exilio, a buscar otro ambiente, otras tierras, y el mar entre nuestra vida de tedio y fastidio y otra que suponíamos llena de excitantes aventuras.

"Seguramente Los Nuevos habrían podido surgir sin tanto bullicio, y aun empleando otros medios de comunicación como los que escogimos. Pero un grupo y una genera­ ción sin revista no tenía para nosotros mucho sentido, aunque ya estaban en nuestras manos casi todas las facilidades de la prensa periódica para lanzar al mundo nuestro mensaje, cualquiera que él fuese. La idea no resultó completamente absurda, porque hasta la aparición del primer número de Los Nuevos nadie sabía que lo fuéramos, ni a nadie le importaba una higa qué tan nuevos fuéramos. La revista, claro, era un salto regresivo, en cuanto a la publicidad se refiere, porque pasábamos de los veinte o treinta mil ejemplares de cualquiera de los grandes periódicos, a unos doscientos, mal contado. La decisión no implicó muchos otros esfuerzos. La revista estaba modestamente editada, en una imprenta barata, cuyos operarios cometían atroces errores tipográficos y aun ortográficos, con toda impudencia".

Fuetíte: Lleras, Alberto, Memorias, Bogotá, 1997, pp. 243-245.

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Los problemas surgían en cuanto el alto clero tenía que arbitrar la pugna de las parcialidades conservadoras. Pugna en rescoldo que deparaba sorpresas como en 1917, cuando la supremacía de las órdenes religiosas en la educación secundaria encontró abierta resistencia en los personajes del conservatismo. La plataforma electoral de la "Coalición Progresista" que respaldó la candidatura presidencial del conservador histórico Cuillermo Valencia, integrada por libe­ rales, republicanos y conservadores, dirigidos respectivamente por Benjamín Herrera y los futuros presidentes Eduardo Santos y Laureano Cómez, reclamó que la enseñanza de la historia de Colombia estuviera a cargo exclusivamente de profesores colombianos. No pudo ser más claro el desafío a los planteles reli­ giosos de secundaria, en los cuales era abrumadora la proporción de profesores extranjeros. Cinco años después, la Convención liberal de Ibagué autorizó la creación de la Universidad Libre, que conjuntamente con la Facultad de Derecho abrió un colegio de secundaria. La Convención liberal de Medellín de 1924 invitó a los copartidarios a "retirar a sus hijos de los institutos eclesiásticos y procurar la fundación de planteles donde quede desterrada la influencia clerical y sectaria". En la entrega de premios de 1925 y en medio de los agitados debates de la reforma educativa propuesta por la Misión Alemana, el rector del Colegio de San Ignacio de Bogotá se quejaba ante el arzobispo primado del ambiente que hacía difícil educar a la elite juvenil. Habló de "la movilidad de su espíritu, el ansia de diversiones, la futilidad causada por el cine y otras diversiones y fiestas [...] la rebeldía que cada día progresa más en las masas estudiantiles no bien disciplinadas, gracias a la prensa disociadora, a la debilidad de los que deberían mandar y a la contemporización con los caprichos...". De allí, concluía, solo ha­ bía un paso a arrancar el crucifijo de las aulas, suprimir el catecismo y predicar el robo y la disociación, como hacían los maestros comunistas de las escuelas francesas. Los tiempos del café y del capitalismo eran tiempos de contemporización. En los debates públicos sobre el crimen y la pena de muerte, la familia, el matri­ monio y el Concordato (que obligaba a los católicos que deseaban casarse por la ley civil, a apostatar públicamente), surgieron ideas sobre la igualdad legal de la mujer y el divorcio. Para la Iglesia y para algunos gobiernos municipales, la prostitución y el alcoholismo eran temas de bienestar moral y de salud física. No solo afectaban la moralidad de todas las clases sino que eran un problema social que golpeaba con más fuerza a las capas populares. Como fuente de enfermeda­ des infecciosas, la prostitución fue controlada por las autoridades municipales mediante la reglamentación de las casas y las zonas de tolerancia. La estratifica­ ción era evidente. Las mujeres de la calle para los más pobres y los prostíbulos para los más pudientes. En las ciudades de la década de los años 1920 ya era pal­ pable el desarrollo de una cultura burdelesca que, en Bogotá, trataba de imitar supuestos modelos parisienses.

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A medida que avanzaba el siglo, los periódicos conservadores, más aten­ tos a los gustos e inclinaciones de los lectores, fueron secularizándose imper­ ceptiblemente. La prensa liberal empezó a renacer después de 1910. Surgieron por todo el país, principalmente en ciudades y poblaciones liberales, logias ma­ sónicas, sociedades de teosofía, espiritistas y rosacruces, con sus casas, ritos y órganos de divulgación. El clero no podía copar todo el sistema educativo. Para las capas móviles de las ciudades el "estudie y triunfe" era ya una verdad de a puño. El estudio de algunos grados de secundaria, en medios urbanos más complejos, empezaba a considerarse un requerimiento mínimo para obtener reconocimiento social. En las capitales departamentales y provinciales proliferaron secundarias privadas laicas y escuelas de comercio, manejadas como empresas familiares por exmaes­ tros, generalmente de bajo nivel académico y explotadoras de las aspiraciones de ascenso social. Aunque estos cambios sociales limitaban las posibilidades de que la Igle­ sia se mantuviese como una fuente de legitimidad del orden conservador, de 1914 a 1930 la jerarquía fue el gran elector. Tomó partido en las pugnas intestinas de históricos y nacionalistas, instándolos a alternar en la presidencia, como se aprecia en el cuadro 12.1. El juego se enredó en 1929. La contienda quedó entre el nacionalista Alfredo Vázquez Cobo y el histórico Guillermo Valencia. Este último era el candidato del gobierno y de la maquinaria oficial del partido. La jerarquía daba su apoyo a Vázquez, quien había cedido en 1925 ante el arzobispo Herrera, cuando este le prometió que sería el candidato en 1930. En realidad, amplios sectores del clero de las regiones más tradicionalistas no perdonaban a Valencia su "Coalición Progresista", "aliado de los masones", en la campaña de 1917-1918 contra Suárez. Ante una jerarquía al borde de la división abierta, el Nuncio papal prescribió neutralidad. Pero dos semanas antes de las elecciones, respondiendo al sos del pre­ sidente Miguel Abadía, el Vaticano cambió de línea. El arzobispo Ismael Per- domo, quien sucedió a Herrera, muerto en 1928, recibió la orden de apoyar a Valencia, el candidato oficial. Ocho obispos le notificaron que seguirían con Váz­ quez Cobo. Más abajo, el clero estaba dividido siguiendo las líneas faccionales conservadoras. Por añadidura la sucesión de Herrera en 1929 había sido una implacable lucha perdida por el obispo de Medellín, favorito de la jerarquía.

R o j o s a l p o d e r , g o d o s a l a o p o s i c i ó n

El viraje mundial del decenio de los años 1930 afectó de lleno a la su­ puestamente aislada Colombia. El librecambismo, el patrón oro y el liberalis­ mo político parecieron caer en picada. Ante la débâcle varios sistemas políticos y económicos entraron en crisis profunda, exacerbada por las ideologías. La Gran Depresión, la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial dieron testi­ monio de ello. Como alternativa surgieron el intervencionismo del New Deal, las

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variedades de fascismo europeo y el comunismo soviético. Proyectos encarnados en líderes como Roosevelt, Mussolini, Hitler y Stalin. También surgieron liderazgos más afines a la cultura política colombiana y con programas más híbridos: Lázaro Cárdenas en México, Getulio Vargas en Brasil, Juan Domingo Perón en Argentina o Francisco Franco en España. En estas décadas de búsqueda de paradigmas, el estilo de la política colombiana fue dic­ tado por líderes fuertes como el presidente Alfonso López Pumarejo (1934-1938 y 1942-1945) y los caudillos populares Laureano Gómez (1950-1953) y Jorge Elié- ccr Gaitán. Estos dirigentes tuvieron su contrapeso en el partido ad hoc de centro que personificaron los presidentes Enrique Olaya (1930-1934), Eduardo Santos (1938-1942) y Mariano Ospina (1946-1950). Varias razones ayudan a explicar la alternancia pacífica del gobierno en 1930. Primera, la alianza de moderados de los dos partidos, que el nuevo presi­ dente Olaya Herrera llamó la Concentración Nacional. Segunda, los conservado­ res dominaban el Congreso, los tribunales y los cuerpos legislativos regionales y locales y esperaban superar la división interna y volver a la presidencia en cuatro años. Tercera, la Iglesia aceptó el resultado y, cuarta, desde 1910 el ejér­ cito, pese a sus preferencias conservadoras, era el policía electoral del país. En cumplimiento de tal función venía cerrando el paso al expediente de la guerra civil decimonónica, como quedó claramente demostrado en la pugnaz elección presidencial de 1922. Los cuatro periodos presidenciales de 1930 a 1946 se conocen como la re­ pública liberal. Su figura central es López Pumarejo quien ocupó dos veces la presidencia en este lapso, el único caso de reelección en el siglo xx. La alternación entre moderados y radicales fue, de hecho, la alternación entre López y los mo­ derados. Común a los cuatro gobiernos liberales fue un formidable apetito cen­ tralista. Desde el poder, los presidentes se transformaron en árbitros supremos ce las finanzas públicas. El resultado más consistente de este centralismo quedó registrado en el movimiento inverso de los porcentajes de ingresos de aduanas, cue cayeron, y el simultáneo incremento de los impuestos sobre la renta {véase cuadro 12.8). Olaya comenzó la centralización como respuesta a la Gran Depresión. Pri­ mero nacionalizó el manejo de la deuda pública externa que habían contratado Eutónomamente los departamentos y municipios en "los felices años veintes", l a medida fue seguida de otras, poco ortodoxas, como la imposición al Banco ce la República de cupos de crédito interno destinados al Gobierno nacional; la i-nplantación del control de cambios en 1931 y de un sistema de controles de las importaciones; la intervención de las tasas de interés bancario y el rediseño de Us instituciones de crédito hipotecario y agropecuario. El conflicto militar con fl Perú en la Amazonia (1932-1933) facilitó un manejo presupuestal deficitario y tortaleció en todos los planos la figura presidencial. Construyendo sobre la reforma laboral de Olaya, López convirtió al go­ bierno en el gran mediador de los conflictos obrero-patronales y dio un fuerte

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Cuadro 12.8. Impuestos de aduanas y de renta y patrimonio, 1900-1950.

A ñ o s 1900 1910 1920 1930 1940 195i0

Impuestos de Aduanas' n.d. 77,9% 54,7% 45,3% 29,3% 19,2%

Impuestos de Renta^ n.d. n.d. n.d. 6,4% 25,1% 45,6%

'Ingreso de aduanas como porcentaje de los ingresos fiscales totales. ’Impuesto a la renta como porcentaje de los ingresos fiscales totales.

Fuente: Thorp, Rosemary, Progress, Poverty and Fxclusion. An Fconomic History of Latin America in the 20th Century, Baltimore, Maryland, 1998, apéndice estadístico.

impulso al sindicalismo. Con el arbitraje gubernamental aumentó el número de sindicatos, de sindicalizados y de demandas laborales. En Medellín fue desafia­ do seriamente el paternalismo de los grandes industriales. Las agitaciones cam­ pesinas en las zonas de haciendas cafeteras, que venían presentándose desde la década de los años 1920, y las huelgas de cosechadoras de café en el Quindío adquirieron un sentido sindicalista. Los campesinos y jornaleros obtuvieron en estas y otras regiones mejores condiciones de trabajo y, en algunos casos, el re­ parto de la tierra. En las condiciones excepcionales de la Segunda Guerra Mundial, Eduardo Santos no solo intervino en la expropiación de bienes alemanes y su reconversión en empresas colombianas, sino que creó un conjunto de empresas industriales del Estado. Su ministro de Hacienda, el futuro presidente Carlos Lleras Restrepo (1966-1970), anunció por primera vez en la historia que el déficit fiscal no era malo pjer se. Por el contrario, dijo, era un instrumento de reactivación de la economía. En efecto, en 1941 se creó el Instituto de Fomento Industrial, iFi, destinado a promover la sustitución de importaciones mediante inversiones directas del Estado en empresas de alto riesgo, de lenta maduración y que requerían cuan­ tiosos desembolsos iniciales como la siderurgia, la producción de abonos y pla­ guicidas y de sustancias químicas básicas como soda cáustica y ácido sulfúrico. Estas empresas se privatizarían en cuanto fuesen rentables.

Interesa subrayar el sentido regional de los aportes de capital del ifi en la década de los años 1940. Sin contar el más sustancial de todos, el proyecto de la Siderúrgica de Paz del Río, ubicada en Boyacá, que finalmente se estableció en 1947 y empezó a funcionar en 1954, figuraron los de la Empresa Siderúrgica de Medellín (1941), el de Icollantas, cuya planta se montó cerca de Bogotá en 1942, abasteciéndose de materia prima proveniente del Guaviare y del Vaupés, un nuevo frente cauchero abierto por una multinacional norteamericana, y final­ mente, el de la Unión Industrial de Astilleros Barranquilla (1943). Otros entes públicos afianzaron los elementos sociales y regionales del modelo intervencionista, como el Instituto de Crédito Territorial, icr, dedica-

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do a la vivienda popular y de clase media, y el Instituto de Fomento Munici­ pal, que canalizaba los recursos públicos hacia la construcción de acueductos y alcantarillados. En 1945, en su segunda presidencia, López introdujo otra reforma constitucional que consagró la elección directa de senadores por cir­ cunscripciones departamentales y dio más poder al Estado en la dirección de la economía. Más que Santos, López fue librecambista en el comercio internacional y ortodoxo en el manejo de la Hacienda pública. Fustigó el proteccionismo con­ centrador del privilegio en cabeza de los grandes industriales y siempre evitó el déficit fiscal. Pensaba que la base de la moneda sana estaba en una balanza co­ mercial equilibrada. No tuvo dificultades en firmar el Tratado Comercial con Es­ tados Unidos y nunca se planteó una reforma bancaria en favor de la industria. El intervencionismo estatal trató de cubrir todos los frentes. Así, por ejem­ plo, ante el auge que empezaron a tomar los radionoticieros, surgió el conflic­ to entre prensa escrita y radial. La primera, tradicionalmente ligada al mundo político, temió perder lectores y pautas publicitarias. Presionó para limitar le­ galmente a los radioperiódicos y alertó sobre la caída del nivel cultural que es­ tos representaban para el país. En 1936, el ministro de Gobierno, Alberto Lleras Camargo, uno de los más notables periodistas de la época, propuso y defendió un proyecto de estatización de la radio. Recibió una cerrada oposición de las emisoras y de los industriales que ya controlaban el medio. Las soluciones de compromiso que siguieron dieron al Estado considerables márgenes de control, ampliados después de las huelgas que recibieron a Mariano Ospina Pérez en 1946. A partir de entonces se prohibió radiodifundir noticias de movimentos huelguísticos. De allí siguió la instauración de la censura previa, impuesta en el autogolpe de Ospina de noviembre de 1949. La dimensión cultural y partidista de la república liberal no debe perderse de vista. El discurso liberal del decenio de los años 1930 llega hasta nuestros días gracias a la eficacia de una prosa política límpida y moderna que tuvo sus mejo­ res expresiones en los mensajes y discursos de López Pumarejo, Lleras Camargo y Eduardo Santos. El radicalismo de López sintetizó el sectarismo tradicional que él llamó la mística, y la búsqueda de fórmulas adecuadas a la sociedad que estaba surgiendo de los cambios económicos. López fue el único de los dirigen­ tes liberales que sostuvo en 1929 que el liberalismo estaba listo para la toma del poder. Su fórmula fue desatendida y se prefirió la conciliadora de Olaya. Su persistente acción en las bases del partido lo dejó en un liderazgo indisputado y lo llevó a la presidencia en 1934. Empezó con el clímax de las reformas de los dos primeros años de gobierno, "la Revolución en Marcha", y terminó con "la pausa". La segunda administración lopista perdió el lustre radical, terminó en la propuesta gaseosa de hacer un pacto bipartidista y en la renuncia del presidente en 1945. "La Revolución en Marcha" produjo una reforma constitucional que po­ larizó al país entre liberales y conservadores alrededor del lugar de Dios en el

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preámbulo de la Constitución y de la constitucionalización de los derechos de propiedad y de los derechos sociales y educativos. Hasta entonces los primeros pertenecían al reino de las transacciones privadas regidas por el Código Civil y los segundos, según el clero, eran parte de derechos naturales de los padres de familia y de la Iglesia, ante los cuales era intolerable la intromisión del Estado. El solo hablar de la expropiación por motivos de utilidad social, de la es­ cuela obligatoria y de la obligación de los planteles educativos a recibir a todos los estudiantes sin discriminación alguna (los colegios regentados por comu­ nidades religiosas no recibían "hijos naturales"), en el contexto polarizado de los conflictos de España, fue convertido en anatema, subversión y comunismo. La pugna ideológica inspiró la lucha por educar a las elites y el campo se partió en dos; de un lado, la Universidad Nacional y las universidades doctrinariamente liberales, como la Libre, y del otro, la Universidad Javeriana, refundada en 1931, y la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, establecida por el arzobis­ pado en 1936. La aparición de López en el balcón presidencial flanqueado por los diri­ gentes comunistas en las celebraciones del 1 de mayo de 1936 fue para las de­ rechas la prueba de que en Colombia dominaba el Frente Popular, esa "alianza antifascista" propuesta por Stalin en 1935. Enojados por el intervencionismo en los sindicatos, que manejaban conjuntamente con el clero, los industriales de Medellín resistieron la reforma tributaria de 1935 y emplearon las radiodifuso­ ras de su propiedad para organizar en 1937 una de las mayores manifestaciones en la historia de la ciudad. Esta clase de incidentes han puesto la primera presidencia de López como la antesala de una supuesta revolución burguesa, olvidando que el mandatario cedió y "la pausa" llegó a los pocos meses. Los dieciséis años de la república liberal comenzaron como un gobierno de coalición centrista que duró tres años, de 1930 a 1933. Terminó con otra coali­ ción centrista, cuando López renunció en 1945 persuadido de que el país necesi­ taba un gobierno bipartidista. Su sucesor, Alberto Lleras Camargo, gobernó bajo la bandera de la Unión Nacional, que convalidó el presidente conservador Os­ pina en 1946. Este centrismo fue cuestionado por los caudillos Laureano Cómez y Jorge Eliécer Caitán. El asesinato de este último cerraría por mucho tiempo el paso a las tendencias movilizadoras.

E l sindicalismo

La gran controversia ideológica de la república liberal giró alrededor de la cuestión sindical y esta ayudó a definir quién estaba en el centro y quién en los extremos. Puede decirse que, en términos de identidades y alianzas políticas, los sindicatos fueron a los liberales lo que la Iglesia había sido a los conservadores desde la Regeneración hasta 1930.

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La legislación laboral había empezado a desarrollarse tímidamente en la década de los años 1920, inspirada en la doctrina social católica y en el modelo de legislación propuesto a partir de 1919 por la Organización Internacional del Trabajo, o it , paralela a la Liga de las Naciones. Los liberales ampliaron esta legislación y siguieron más de cerca el sistema laboral mexicano de 1931 que, a su vez, recogía las tendencias de la legislación continental europea. Entre las normas más importantes expedidas en el decenio de los años 1920, y en las que parece más determinante su enunciación que su cumplimiento, hay que men­ cionar el derecho de huelga con excepción de los servicios públicos y previa conciliación (1921); el establecimiento de reglamentos de trabajo y de higiene en los talleres, fábricas y empresas y de un sistema de inspectores para asegurar su cumplimiento (1925); el descanso dominical (1926); normas de higiene y asis­ tencia social en los lugares de trabajo (1924 y 1925); protección al trabajo infantil (1929); higiene en las haciendas (1929). También se dieron los primeros pasos para establecer instituciones encargadas de atender los conflictos laborales y desde su fundación la Oficina Nacional del Trabajo (1923) intervino esporádi­ camente en las principales ciudades y en algunos conflictos de las haciendas cafeteras. Pero estuvo ausente en los grandes focos de conflicto de la década de los años 1920. El viraje en las relaciones del Estado y los trabajadores que se operó en los dieciséis años de gobiernos liberales no obedeció a transformaciones significati­ vas de la estructura productiva. Dependió más de la movilización política en un país que se urbanizaba. El ala radical del liberalismo monopolizó el campo de la izquierda y cerró el paso a la formación de un fuerte partido de izquierda, socia­ lista o comunista, como en Chile. En este proceso fueron definitivas la debilidad demográfica y la dispersión geográfica del proletariado moderno, y el influjo de la tradición política de los artesanos de las ciudades. Aunque mayoritariamente liberales, estos vivieron sometidos al juego bipartidista y a los sueños indivi­ dualistas de ascenso social. Las bases sindicales de las décadas de los años 1930 y 1940 reflejaban la debilidad de la industria moderna y el bajo peso de un proletariado estable den­ tro del conjunto de las clases trabajadoras. El pueblo urbano era un híbrido de familias de propietarios de pequeños almacenes y tiendas de comestibles, o de modestas casas en las que alquilaban habitaciones; de artesanos entre los que sobresalían sastres y modistas; panaderos, carpinteros y zapateros. Dentro de estos y otros oficios había dueños de almacenes o de talleres con varios obre­ ros o con trabajadores a domicilio, que elaboraban el producto para diferentes patronos. Muchos trabajadores urbanos, hombres y mujeres, eran campesinos inmigrantes de primera generación, cuya baja calificación no era impedimiento para engancharse en la industria de la construcción, o en talleres y fábricas no mecanizadas, y en los servicios, incluidos el servicio doméstico y la prostitución. Según el censo de 1938, solo un 12 por ciento del medio millón de trabajadores

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urbanos laboraba en lo que podemos llamar fábricas modernas de más de 100 trabajadores. Los sindicatos fueron creados, controlados o cooptados por los dos par­ tidos, el clero y la izquierda marxista. En las grandes empresas textileras de Medellín, los mismos empresarios y el clero atendieron el frente sindical. Las endebles máquinas sindicales representaron a los trabajadores en el plano de las reivindicaciones salariales y gremiales, pero no consiguieron inducirlos a cambiar sus lealtades políticas y a votar por tal o cual partido o candidato. No obstante, las memorias de los enfrentamientos y represiones a manos del ejército en 1925-1928, principalmente en el río Magdalena, en los campos petroleros y en las bananeras, dejaron tradiciones de rebeldía y radicalismo, constantemente actualizadas. Dada la ascendencia de socialistas y comunistas en los sindicatos y en general en las clases populares urbanas, la llegada de los liberales a la dirección del Estado creó una alianza de izquierdas que produjo reacciones de los libera­ les moderados, los conservadores y la Iglesia. Las alineaciones y divisiones de los partidos y facciones se proyectaron a los sindicatos. Así, la cuestión sindical llevó el sello del paternalismo gubernamental o empresarial y se desenvolvió conforme a las maniobras partidistas. El gobierno de Olaya formuló una legislación que garantizó los dere­ chos básicos del trabajador, protegidos por una relación contractual específica y promovió la negociación colectiva. Desaparecieron entonces la confrontación directa semianárquica de los sindicatos y la represión militar, características de la década anterior. El reconocimiento de los sindicatos, del derecho a sindica- lizarse, el establecimiento de la jornada de ocho horas diarias y 48 semanales, y la fijación de responsabilidades legales de los patronos, volcaron la simpatía popular en favor del liberalismo. La reforma laboral fue desarrollada en la admi­ nistración López con el fortalecimiento del sindicalismo. Las izquierdas, liberal, socialista y comunista, terminaron prevaleciendo en un sector infuyente de los sindicatos a través del control de la Confederación de Trabajadores de Colombia, ere, creada después de dos congresos sindicales, el primero en Medellín en 1936 y el segundo en Cali en 1938. Estos años fueron de tensiones internas de las izquierdas que terminaron en la época de la Violen­ cia, cuando los izquierdistas liberales se movieron hacia el centro. De su parte, los conservadores y la jerarquía católica consideraron a la ere como una fuerza clientelar al servicio del partido liberal. Puesto que los conservadores no consi­ guieron erigir una base sindical propia, fueron sustituidos en este papel por el clero que, después de una serie de intentos fallidos y conflictivos en la década de los años 1930, organizó en la década siguiente, y sin comprometerse abierta­ mente, la Unión de Trabajadores de Colombia, u t c . El miedo a las movilizaciones populares y sindicales llevó en 1937 a una clara mayoría liberal moderada a la Cámara de Representantes. Minoritario en

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SJ propio partido, el presidente López renunció, pero la renuncia no le fue acep­ tada y se vio forzado a proponer "la pausa" de su "Revolución en Marcha". Eduardo Santos asumió la presidencia en agosto de 1938, apoyado por el ninúsculo partido comunista. A la luz del espejo español, ocupaba el centro del espectro ideológico colombiano. Distanciado del franquismo y del comunismo, cpoyó la intelectualidad republicana en el exilio. El golpe de Estado de los co- nunistas a la República española, ya derrotada militarmente, le daba la razón y cemostraba la falacia comunista. Con estos argumentos, los liberales moderados cesacreditaron a los "muchachos de López". Lo que sigue es una historia de divisiones sindicales en función de los conflictos ele las izquierdas. La ere, criatura del liberalismo en el Cobierno, reco­ pa muchas tendencias y no siempre conseguía expresar los diversos intereses de ais sindicatos afiliados. Sus objetivos eran demasiado amplios y sus alianzas con bs políticos estaban sometidas a la incertidumbre del juego electoral de la iz- cuierda liberal y a las maniobras de los comunistas, que se definían en el espec- to del movimiento comunista internacional sometido a los intereses soviéticos. Así, por ejemplo, el pacto germano-soviético de agosto de 1939 dividió a Iberales y comunistas. En 1940 Fedenal, la organización de trabajadores del río Magdalena y el sindicato más poderoso del país, quedó en manos de los comu­ nistas y la división se propagó a la ere. Pero la invasión nazi a la Unión Soviética (n junio de 1941 limó las asperezas e hizo renacer la unidad de la ere, ahora controlada por los comunistas, quienes dejaron a los liberales un amplio margen (le visibilidad. Al ser disuelta la Internacional Comunista en 1943, los camara­ das cambiaron lenguaje y símbolos de identidad. El Partido Comunista pasó a lamarse Socialista Popular y postuló la revolución democrático-burguesa, de a cual el sindicalismo sería la vanguardia. Veredicto criticado por Caitán, otro zquierdista en busca de bases obreras. Como ministro de Trabajo, Caitán insta- ó aquel año el congreso de la reunificada ere y decidió lanzar sus dardos a los aparatos sindicales. De cuatro millones de trabajadores colombianos solo 90.000 estaban sindicalizados, dijo y preguntó: ¿dónde está el espíritu revolucionario leí sindicalismo? Pero si el sindicalismo no daba la talla revolucionaria, estuvo presto a de- ender las instituciones. Cuando en julio de 1944 un grupo de oficiales del ejér- ;ito hizo prisionero al presidente López en Pasto, las multitudes y los sindicatos expresaron un impresionante apoyo al gobierno civil a todo lo largo y ancho iel país. Bajo la legislación de Estado de sitio que siguió a la intentona golpista, .ópez produjo la más completa legislación laboral que consagraba principios )ásicos del derecho individual del trabajo y prohibió, por primera vez en la his- oria, el uso de esquiroles para liquidar las huelgas legales. La tolerancia y simpatía hacia los comunistas en los años de la Segunda juerra Mundial les ayudó en las elecciones de cuerpos legislativos de 1945, cuan- io obtuvieron la votación más alta de toda su historia; 3,2 por ciento. Ese año la JTC y la poderosa Fedenal también llegaron a la cima. La huelga desatada por esta

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ultima permitió al gobierno centrista de Alberto Lleras, uno de los "muchachos de López", quitarle la personería jurídica y declarar la ilegalidad del movimien­ to. En dos días las empresas navieras reanudaron operaciones con esquiroles. La huelga de Fedenal se había originado en las divisiones internas de los comunis­ tas. Pues bien, su colapso mostró la extrema vulnerabilidad del sindicalismo a los cambios de temperamento de los gobiernos liberales. En 1946, los aparatos sindicales dominados por los comunistas decidieron apoyar activamente al candidato liberal oficialista, Gabriel Turbay, contra Gai­ tán, quien era popular en las bases pero había intentado romper la unidad de la CTC cuando acarició la idea de crear un nuevo frente sindical que, irónicamente, se convertiría en la proclerical uxc. Aunque la sindicalización siguió aumentando, a fines de la década de los años 1940 no llegaba al 5 por ciento de la población asalariada; tres cuartas par­ tes de los trabajadores de la industria manufacturera fabril no estaban afiliadas a ningún sindicato. Debe subrayarse que en Barranquilla estos índices eran muy superiores y el sindicalismo de la ciudad fue uno de los pilares del ala radical de la CTC. La legislación impulsada por los liberales favorecía un sindicalismo con poder negociador dentro de la "empresa" pero no en la "rama industrial" u oficio. El único sindicato con poder de representar una "rama industrial" había sido Fedenal que, como acabamos de ver, en 1945 dio pie a su desintegración. La politización de las capas populares y la intensidad de los movimientos migratorios se tradujeron en un aumento del prestigio de los liberales, aliados de los sindicatos urbanos y de las reivindicaciones agrarias de colonos y arren­ datarios. En estos contextos deben enfocarse la legislación agraria que venía ges­ tándose en la década de los años 1920 y que los liberales presentaron como una reforma social aunque, en realidad, tuvo efectos muy limitados. Todavía más que los obreros, los campesinos enfrentaban la dispersión geográfica, la pluralidad de regímenes agrarios, las tradiciones localistas. Pese a una especie de sincronización de sus protestas entre 1920 y 1937, no tiene sentido hablar de "un movimiento campesino". Las pugnas de la izquierda liberal, socialista y comunista agravaron la fragmentación geográfica, social y cultural de las agitaciones agrarias. En 1926, una sentencia de la Corte Suprema de Justicia había sembrado inseguridad en los propietarios que no explotaban la tierra pero exhibían escri­ turas, y expectativas en los campesinos de regiones donde estos últimos alega­ ban ser colonos. Muchos líderes liberales habían empezado su carrera política en esas agitaciones. Con este trasfondo, Olaya tomó la iniciativa en 1932 y los convocó a preparar un proyecto de reforma agraria que debía incorporar las más recientes teorías del derecho francés sobre el carácter social de la propiedad inmueble y principios del agrarismo de la Revolución mexicana y de la reforma agraria de la República Española. El primer proyecto gubernamental, bipartidista, establecía la presunción legal de la propiedad a favor del Estado de "todas las tierras no cultivadas".

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Estas conformarían el fondo de bienes baldíos al cual solo accederían los particu­ lares si trabajaban la tierra. No se ha descrito cómo, cuándo y por qué el proyecto perdió este filo y quedó reducido en 1936, después de sufrir un embrollado pro­ ceso legislativo en las Cámaras, a la famosa "Ley de tierras". Privilegió esta la seguridad del título de propiedad sobre el reparto agra­ rio. De este modo aseguró el estatus jurídico de los grandes propietarios, aunque dio un respiro a los colonos que probaran buena fe en la posesión de las parcelas. Tal respiro dependía de la suerte que corrieran sus demandas de reconocimiento de mejoras por la vía judicial. Pero el número de juzgados de tierras creados para atender los conflictos fue ínfimo y sus funciones se reglamentaron un año después, dando tiempo a que muchos terratenientes desalojaran a los colonos. La protesta campesina estaba concentrada en las zonas cafeteras del Tequenda- ma y del Sumapaz, dominadas por los comunistas, y en menor medida a unas pocas comarcas de la zona bananera de Santa Marta, la provincia de Vélez en Santander, el valle del Sinú en la región Caribe y el rico Quindío cafetero. La Ley de tierras sirvió para solucionar algunos de estos conflictos por medios que, en realidad, venían empleándose desde la década de los años 1920: la parcelación oficial o privada de las grandes propiedades asediadas por los colonos y arren­ datarios y la adjudicación de baldíos "caso por caso". La reforma agraria no fue más que una promesa en el aire. Colonos, colo­ nizaciones y conflictos agrarios seguirían formando parte de la historia colom­ biana en la segunda mitad del siglo xx.

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia. 13 PAIS DE CIUDADES

DESDE LA INDEPENDENCIA LA SOCIEDAD Colombiana DO había experimentado cambios tan cargados de consecuencias como los sucedidos después de 1945. Al igual que en la mayoría de países de América Latina y el Caribe, estos se mani­ festaron en un vertiginoso aumento y redistribución geográfica de la población; urbanización sustancial; industrialización, relativamente débil y tardía, y des­ pegue de la agricultura capitalista en algunas áreas del país. Por otra parte, el fracaso de las políticas de redistribución de la tierra y la fuerte presión demográ­ fica llevaron a los campesinos a hacer su propia reforma agraria, colonizando. Nueve frentes de colonización se ampliaron en la segunda mitad del siglo xx y hoy forman el país traumático de guerrillas, paramilitares, narcotraficantes en disputa de territorios que producen divisas: coca, petróleo, oro, banano. Territo­ rios de alta movilidad geográfica y baja movilidad social, donde las instituciones estatales llegaron rezagadas y de la mano de los políticos clientelistas. Los cambios demográficos, sociales y económicos influyeron en la mayor participación de los ingresos y gastos del Estado en el PIB, en la expansión de las burocracias estatales y la creación, desaparición o reforma de un conjunto de instituciones. Algunos de estos cambios parecen revertir en la última década del siglo, cuando son manifiestas la desindustrialización y la hipertrofia del sector de servicios. Pese al crecimiento económico a lo largo del siglo, que permitió el sur­ gimiento de nuevas clases medias urbanas, el ingreso per cápita (US$ 2.000 en 1999) sigue siendo muy bajo en relación con los países ricos del mundo, aunque

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en el siglo xx aumentó ligeramente más rápido que la media latinoamericana. En 1950, Colombia ocupaba el puesto 10 entre 20 naciones de la región y en 1995 pasó al 8o. lugar. Es posible que la pronunciada recesión y contracción de fines del siglo XX hayan devuelto al país al décimo lugar o aun más abajo. La pobreza, en distintos grados, ha sido la condición común de la mayoría de la población. Pobreza y subempleo, que venían caracterizando a la sociedad rural, también llegaron a la ciudad. Aunque al mediar el siglo una red nacional de carreteras estaba a punto de completarse e integraba mejor el país, continuó la fragmentación en las cuatro grandes regiones establecidas en el periodo colo­ nial: caribeña, antioqueña, caucana y oriental. Entre 1945 y la década de los años 1970, las elites orientaron y manejaron la política económica con pragmatismo. Terminaron haciendo un híbrido de proteccionismo y librecambismo. El primero, inspirado por la Comisión Econó­ mica para la América Latina, c e p a l , y llamado de desarrollo hacia adentro, en contraposición al librecambismo o desarrollo hacia fuera, se justificó después de la bonanza cafetera que concluyó en 1956 con el argumento de que en el co­ mercio internacional eran negativos los términos de intercambio de las materias primas. El segundo, recomendado por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, interesaba especialmente al gremio cafetero y a los exportadores de café. Una confluencia de elementos ideológicos y de intereses, que esbozare­ mos en breve, muy específicos de la situación política colombiana en la coyuntu­ ra excepcional de 1945-1957 contribuyeron a formar el híbrido. En la década de los años 1980 empezó a percibirse una reorientación bajo los parámetros del llamado ajuste, más suaves en Colombia que en el resto de América Latina. En la siguiente década, la globalización de los mercados, las altas expectativas creadas por la renta petrolera y el impacto del narcotráfico limitaron las opciones de política económica y trajeron a escena el aire de libre­ cambismo dogmático de mediados del siglo xix.

L a t r a n s i c i ó n demográfica

En el siglo xx, la población colombiana se multiplicó por diez, al pasar de unos cuatro millones en 1900 a más de 42 millones de habitantes en el año 2000 {véase cuadro 13.1). Esta última cifra no incluye entre cuatro y cinco millones de colombianos que, según distintos estimativos de 1999, emigraron a partir de la década de los años 1960 principalmente a Estados Unidos, Venezuela y Ecuador. Los especialistas emplean el término transición demográfica para explicar el rápido ascenso (1951-1973) y posterior descenso de las tasas de crecimiento de la población. Esta transición alude al avance de una fase caracterizada por altos niveles de mortalidad y fecundidad, y de baja esperanza de vida al nacer, a otra en la cual la mortalidad y la fecundidad decrecen y aumenta la esperanza de vida. Colombia se distingue en América Latina por la velocidad con que realizó esta transición {véase cuadro 13.2).

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Cuadro 13.1. La población colombiana, 1938-1993.

Crecimiento A ñ o P oblación Natalidad (%o) Mortalidad (%o) anual (%)*

1938 8.701.800 2,2 38,3 25,1 1951 11.548.200 3,3 43,0 22,1

1964 17.484.508 2,7 44,2 14,0 1973 22.862.118 2,1 36,0 10,1 1985 29.481.100 1,8 27,5 8,1 1993 37.664.700 24,2 7,0

* La tasa de crecimiento se refiere al periodo siguiente. Es decir, la de 1938 corresponde al periodo 1938-51.

Fuente: Censos de población.

En la primera fase se mantiene elevada la fecundidad (número de partos por mujer fértil) y desciende la mortalidad. En consecuencia, crece la población total. Los altos niveles de mortalidad, particularmente infantil, se deben a des­ nutrición, hacinamiento y analfabetismo, que aumentan los riesgos de contraer enfermedades infecciosas y parasitarias como tuberculosis, tifoidea y malaria. Afecciones que se reducen con la provisión de agua potable, la ampliación de los servicios públicos de vacunación, medicina preventiva y curativa y la difusión de los antibióticos. En estas condiciones, las enfermedades cardiovasculares y el cáncer se convierten en las principales fuentes de mortalidad. En los últimos veinte años del siglo xx el homicidio es una de las primeras causas de mortalidad de los hombres entre 16 y 34 años en Bogotá, Medellín y Cali. Las tasas de fecundidad disminuyen en la fase siguiente. Las razones son socioeconómicas y culturales, principalmente, aunque los programas de plani­ ficación familiar han desempeñado un papel decisivo. La principal causa so­ cioeconómica que inhibe la caída de la fecundidad es la pobreza, como se aprecia en el cuadro 13.3.

Cuadro 13.2. La transición demográfica: Colombia y América Latina.

Fecundidad Mortalidad infantil Esperanza de vida (partos por mujer fértil) %o en años

A ñ os C olom b ia A m érica C olom bia Am érica Colombia América Latina Latina Latina

1950-1955 6,8 5,9 123,0 73,0 50,6 51,8

1990-1995 2,8 3,1 40,0 53,0 68,2 66,7

Fuentes: Alba, Francisco y Morelos, José B., "Población y grandes tendencias demográficas", capítulo X de: U N E SC O (ed.) Historia General de América Latina, vol VIH (próxim a publicación).

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Cuadro 13.3. Fecundidad y mortalidad infantil en Bogotá, 1985.

Condiciones de pobreza F ecundidad M ortalidad in fan til (%) N o pobres 1,9 28,0 Pobres 3,6 37,7

En m iseria 4,3 48,1 Total Bogotá 2,5 31,3

Fuente: Dureau, Françoise y Flórez, Carmen Elisa, "Dynamiques démographiques colombiennes: du national au local", en: La Colombie à l'aube du troisième millénaire, Jean-Michel Blanquer y Christian Gross (coordinadores), París, 1996, p.155.

Las tasas de fecundidad varían fuertemente de acuerdo con la ubicación de la madre en el continuo urbano-rural y según la región del país. Fenómenos propios de la heterogeneidad de situaciones colombianas que ya habían llama­ do la atención de la Misión del Banco Mundial dirigida por Lauchlin Currie en 1949-1950. Su informe consigna por ejemplo, que sobre una natalidad media nacional del 33 por mil (1946), la de Bogotá era de 31,4 y la de Medellín de 41,7. Algo similar ocurría con las demás variables demográficas. En sociedades tradicionalmente católicas, la disminución de los partos implica una revolución en los valores y actitudes de las mujeres. Investigaciones de campo, como las de Virginia Gutiérrez de Pineda, han demostrado brechas entre el tipo de familia católica tradicional que debía esperarse y los tipos de fa­ milia realmente prevalecientes en las regiones y subregiones colombianas. Aún así, no debe subestimarse el impacto de las convenciones de una pastoral un tanto atrasada que predominaba a mediados del siglo xx en el clero colombiano. Obispos y párrocos predicaban los tres bienes del matrimonio: tener hijos, la fidelidad que se deben los esposos entre sí y la indisolubilidad del sacramento. Y vigilaban desde el confesionario. Aunque después de muchas cavilaciones la Iglesia había aceptado el mé­ todo natural de control natal de Ogino-Knaus, solo era conocido en las capas educadas de las grandes ciudades. Pese a todo, es revelador el alto índice de abortos clandestinos. Pero lo que de veras asombra es la velocidad con que se propagó el uso de la píldora anticonceptiva. El despegue tomó un poco más de diez años y comenzó tímidamente a mediados de la década de los años 1960 entre las clases altas de las principales ciudades; luego se fue extendiendo por la malla urbana hasta alcanzar pueblos y regiones rurales. Los analistas coinciden en que el nivel educativo de la mujer es la variable más determinante para expli­ car la aceptación de los métodos modernos de control natal. En la década de los años 1970 Colombia era el país latinoamericano con la proporción más alta de mujeres que los empleaban dentro de los programas de planificación familiar.

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Al separar radicalmente la sexualidad de la procreación, la píldora anti­ conceptiva abrió el campo a nuevos valores y conductas sociales que tenían que ver con las relaciones entre los géneros, la educación de los afectos, la formación y la vida de las parejas, la preferencia sobre el número de hijos. Y aumentaron las posibilidades del ingreso de la mujer a la educación media y superior y a los mercados formales e informales de trabajo. Todo esto repercutió en el tamaño de las familias, el cuidado y manutención de los niños, la mayor aceptación social e igualdad legal de las madres solteras o abandonadas y de los hijos por fuera del matrimonio. Debe subrayarse la decisión e inteligencia de las elites políticas del Frente Nacional, en particular de las liberales, para lograr compromisos tácitos con la jerarquía católica y fomentar la creación de redes públicas y privadas a través de las cuales se administraron los programas de planificación familiar. Los obispos, por su parte, debían mitigar la tensión moral entre las doctrinas pontificias que condenaban tales programas y las demandas de muchos párrocos que atendían feligresías pobres y eran conscientes de la relación entre el número de hijos y las opciones de vida de estos y sus familias. La jerarquía concluyó que la decisión de las parejas sobre la procreación era un asunto privado, de conciencia. Pero las políticas de población eran un asunto público, de Estado. Aunque la confronta­ ción de posiciones nunca llevó a un conflicto religioso, las autoridades civiles se preocuparon cuando se comprobó que, luego de las prédicas de Semana Santa, una alta proporción de mujeres abandonaba la píldora. También debe resaltarse la progresiva debilidad de la Iglesia católica: la caída de la proporción de párrocos por habitantes en los barrios populares de las metrópolis y grandes ciudades; la deserción de las prácticas religiosas; la ausencia de párrocos en zonas del país donde había sido tradicionalmente débil, como la región caribeña o la franja del Pacífico, y su papel marginal en las colo­ nizaciones de la segunda mitad del siglo xx, en contraste con la influencia que había tenido en la colonización antioqueña.

U rbanización

Aunque tardía, la urbanización colombiana terminó ajustándose a pautas latinoamericanas. Según los censos, en 1938 un 29 por ciento de la población colombiana vivía en las ciudades y al finalizar el siglo el 70 por ciento. Partien­ do de niveles muy bajos, los ritmos de urbanización se aceleraron después de 1930 y alcanzaron máxima velocidad entre 1950 y 1960. En 1940, ninguna ciudad colombiana llegaba al medio millón de habitantes; en 1985 dos ciudades tenían más de dos millones, otras dos sobrepasaban el millón de habitantes y ocho ciu­ dades tenían más habitantes que Bogotá en 1940. En menos de medio siglo el país abrumadoramente rural y campesino se había transformado en "un país de ciudades".

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Un país de ciudades, así en plural, en el que se destaca cierta armonía. Cada una de las cuatro grandes regiones mantiene su capital, otras subcapitales y un conjunto de centros regionales. En 1970, treinta ciudades expresaban cierto equilibrio geográfico de la malla urbana {véase cuadro 13.4).

Cuadro 13.4. Jerarquía urbana y regional hacia 1970.

Jerarquía urbana Región Región Antio­ Región Caucana Región Oriental C aribe queña o Suroccidental

Metrópoli nacional Bogotá

Capitales regionales Barranquilla- Medellín-ltagüí- Cali-Yum bo Bogotá-Soacha Soledad Bello-Envigado -La Estrella

Centros regionales Cartagena Manizales-Villa Bucaramanga- principales Santa Marta María G irón- Pereira-Santa Rosa Floridablanca

Centros regionales Montería Arm enia Paimira Cúcuta secundarios Ciénaga Pasto Ibagué Sincelejo Buenaventura N eiva Valledupar Buga Girardot Tuluá Barrancabermeja Cartago Villavicencio Tunja Sogam oso- N obsa D uitam a

Fuente: elaborado con base en Departamento Nacional de Planeación, "Modelo de Regionalización", Rei’ista de Planeación y Desarrollo, Vol. ii. No. 3, Oct. 1970, pp.302-339.

Las corrientes colonizadoras han erigido otros centros regionales secunda­ rios, como Florencia en Caquetá, La Dorada en el Magdalena Medio o Apartado en Urabá. Este conjunto de ciudades continúa articulando un sistema urbano más equilibrado que el de otros países latinoamericanos. Por debajo de los centros regionales secundarios hay otros dos niveles: los centros semiurbanos y las po­ blaciones rurales. No hay la hipertrofia de un centro nacional en relación con el resto de las ciudades del país, como el caso de Montevideo, Buenos Aires y San­ tiago de Chile, y más tarde, Caracas, Ciudad de México o San José de Costa Rica. Por otra parte, si en 1938 el 10 por ciento de la población colombiana re­ sidía en la jurisdicción municipal de las cuatro capitales regionales, al finalizar el siglo esa proporción llega al 25,7 por ciento. De las cuatro, Barranquilla creció más despacio y Bogotá más rápidamente; de tener el 4% de los habitantes del país en 1938, la capital de la República pasó al 14,7% en 1998 y ha crecido más aceleradamente que la mayoría de las capitales latinoamericanas, como se apre­ cia en el cuadro 13.5.

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Cuadro 13.5. Tasas de crecimiento de las principales ciudades latinoamericanas, 1950-90.

C iudad 1950-60 1960-70 1970-80 1980-90 Bogotá 7,2 5,9 3,0 4,1

Buenos Aires 2,9 2,0 1,6 1,1 Caracas 6,6 4,5 2,0 1,4 Lima 5,0 5,3 3,7 2,8 M éxico 5,0 5,6 4,2 0,9 Río de Janeiro 4,0 4,3 2,5 1,0 Santiago 4,0 3,2 2,6 1,7 Sao Paulo 5,3 6,7 4,4 2,0

Fuente: Villa y Rodríguez (inédito), citado por; Gilbert, Alan, "El proceso de urbanización", capítulo IX d e U N E SC O (ed.). Historia General de América Latina, vol. v iii.

La desaceleración del crecimiento de las ciudades latinoamericanas en la década de los años 1980 se atribuye a la crisis económica, a la apertura comer­ cial que obligó a cerrar muchas industrias y al achicamiento del Estado, que dejó cesantes a miles de empleados públicos. Pero Bogotá continuó creciendo quizás porque en Colombia estos cambios fueron más tardíos y menos fuertes. Finalmente, la violencia e inseguridad en las zonas rurales ha forzado a miles de familias a desplazarse a los centros urbanos generando graves traumatismos sociales, de los cuales el puerto petrolero de Barrancabermeja ofrece un ejemplo contundente en la última década del siglo xx . La demografía de las grandes ciudades varía según las zonas. Por ejem­ plo, entre 1973 y 1985, la población del centro histórico de Bogotá se estancó y aun decreció, mientras que los pobladores afluyeron a las periferias del sur que registraron incrementos superiores al 10 por ciento anual. Medellín ofrece uno de los ejemplos más claros del impacto de los ritmos económicos en la vida urbana. Después del apogeo industrial, que alcanzó su cima entre 1940 y 1956, sobrevino una paulatina desaceleración de la actividad económica que, desde mediados del decenio de los años 1970, condujo a situa­ ciones peligrosas de desempleo, inseguridad, marginalidad y criminalidad. Al comenzar la década de los años 1970 sectores de las elites políticas y del clero estaban alarmados por el incontrolado éxodo rural que daba un papel pro- tagónico a las ciudades en la configuración del nuevo país. Alarma que aumentó a raíz de las elecciones presidenciales de aquel año. El vocablo éxodo esconde la selectividad de las migraciones. Las investigaciones han demostrado el móvil económico y el conocimiento de los migrantes de que tienen algo que ofrecer en los mercados urbanos. Por eso emigran más mujeres que hombres, una cons-

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tante desde el siglo pasado; en todo caso, emigran jóvenes con mejor educación y alguna habilidad u oficio. Los ancianos y quienes no posean calificaciones se quedan en sus lugares de origen. Tres generaciones de migrantes habrían de marcar uno de los cambios más significativos de las estructuras sociales urbanas: el impresionante aumento de la participación femenina en la fuerza laboral de Bogotá. En 1976 trabajaban el 36 por ciento de las mujeres y el 50 por ciento veinte años después. Al tiempo que las poblaciones migratorias tienen algo que ofrecer, esperan ganar en educa­ ción, vivienda y salud; mejorar los ingresos y tener más libertad personal. Mientras la brecha educativa entre el campo y la ciudad ha ido ensan­ chándose, la de géneros se redujo por lo menos hasta 1985 {véase cuadro 13.6). No obstante, son evidentes fuertes divergencias regionales. Es notorio, por ejem­ plo, el rezago del Caribe en educación y servicios de salud. La brecha entre la matrícula primaria y la secundaria ha disminuido en el país. La cobertura y la calidad siguieron correlacionadas con el grado de desarrollo económico de los municipios y con el ingreso de las unidades familiares. Pero los retrasos son formidables. En 1985-1989 terminaron la primaria apenas el 57 por ciento de los niños que iniciaron el ciclo y en 1989 solamente el 71 por ciento de la población en edad escolar recibía educación primaria. Aunque la expansión de la primaria se atribuye exclusivamente al papel del Estado y a la gestión de los políticos, investigaciones recientes apuntan a que gran parte del impulso proviene de la paciencia y tenacidad de las madres para que sus hijos estudien con el fin de abrirse un mejor camino en la vida. La adaptación de los migrantes a la vida de las grandes ciudades ha sido menos traumática de lo esperado, en parte porque una proporción ha pasado por ciudades pequeñas. Aunque sus condiciones de vida mejoran, la existencia sigue siendo dura. Cada vez deben emplear jornadas más largas en el transporte y trabajar en empleos por lo general mal remunerados. Pocos se afilian a sindi­ catos, asociaciones de vecinos o de cualquier otro tipo. Las ciudades no están equipadas para ofrecer a los habitantes, en particular a los pobres, opciones para

Cuadro 13.6. Porcentaje de la población analfabeta en mayores de 15 años, 1951-1993.

Años 1951 1964 1973 1985 1993

Urbana 21 15 11 8 7

Rural 50 41 33 26 23

H om bres 35 25 18 13 11

Mujeres 40 29 19 14 17

Total 38 27 19 14 11

Fuentes: Censos de población.

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Mapa 13.1. Jerarquía urbana y regional.

BARRANQUILLA

J Zona de influencia de Bogotá

I Zona de influencia de Medellín I Zona de influencia de Cali

I Zona de influencia de Barranquilla Influencia compartida

■ jerarquía urbana de nivel nacional

Fuente: Atlas digital, Instituto Agustín Codazzi.

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el tiempo libre. Probablemente muchos hombres dedican los fines de semana a beber y a jugar en el entorno de sus barriadas; acaso a presenciar un torneo de fútbol, una competencia ciclística o van a otros barrios populares de la ciudad a divertirse en sus ferias y fiestas; ocasionalmente hombres y mujeres viajan a sus pueblos de origen. Una de las principales metas de los habitantes de las ciudades es tener vi­ vienda propia. Meta posible puesto que ha disminuido la proporción de familias que pagan alquiler por la vivienda y acaso se hacinan con otras en inquilinatos (véase cuadro 13.7).

Cuadro 13.7. Porcentaje de familias propietarias de su vivienda en algunas ciu­ dades latinoamericanas, 1950-1990.

C iudad 1947-1952 (A) 1985-1990 (B) B-A

M éxico 25 62 37

Guadalajara 29 60 31

Puebla 21 53 32

Bogotá 43 57 14

M edellín 51 65 14

Cali 53 68 15

Río de Janeiro 23 63 40

Fuente; Gilbert, Alan, The Latin American City, Londres, 1994.

Desde fines de la década de los años 1940 hasta 1990 hubo control de los precios del alquiler de vivienda. En el decenio de los años 1940 se establecieron esquemas de construcción y financiamiento de vivienda popular y de clase me­ dia, que se ampliaron en las tres décadas siguientes y fueron abandonándose en la década de los años 1980. En algunos casos por la insolvencia financiera de las instituciones, o por la corrupción rampante de los políticos que las controlaban, como fue el caso del Instituto de Crédito Territorial a fines de la década de los años 1970. La variación de familias propietarias a lo largo del tiempo es más pronun­ ciada en ciudad de México, Guadalajara, Puebla o Río de Janeiro, que en las ciu­ dades colombianas que partieron de porcentajes más elevados de propietarios. Aún así la proporción de familias que no tienen vivienda propia sigue siendo muy alta en el llamado triángulo de oro colombiano (Bogotá, Medellín, Cali) y puede ser más alta en otras ciudades. Aunque los inquilinatos no han desaparecido del todo, los pobres viven ahora en inmensos campamentos en permanente renovación, que atestiguan el paso de tugurios a diferentes tipos de barrios normales. O sea, la transición de

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agrupamientos de covachas sin servicios a casas construidas con materiales mo­ dernos y de dos o tres pisos, que han formado barrios conectados a la red de transporte colectivo, con calles pavimentadas, servicios de agua y alcantarillado, electricidad y telefonía, y con escuelas y centros de salud. Al proceso de normalización, familiar y barrial, que toma entre 10 y 15 años, confluyen las aspiraciones de tener vivienda propia, políticas guberna­ mentales y la acción de especuladores y políticos profesionales. En la medida en que los planes oficiales de vivienda popular se rezagaron de la demanda, surgieron distintos tipos de asociaciones que suplieron esas funciones públicas. En grandes ciudades como Bogotá, algunas giraron alrededor del partido co­ munista. Pero fueron la excepción. Quienes sacaron la mayor ventaja electoral y comercial fueron políticos clientelistas de los dos partidos tradicionales. Un porcentaje muy elevado de viviendas familiares tienen origen ilegal. La ilegalidad presenta dos formas. La invasión, generalmente organizada con el apoyo de asociaciones y políticos. Aquí todo es ilegal: los invasores ocupan pro­ piedad privada y no tienen autorización de construir. La urbanización pirata, por el contrario, viola los estatutos municipales de construcción pero se estable­ ce sobre propiedad legalizada por el empresario-pirata, quien generalmente es un político profesional o alguien que ha comprado favores de las autoridades y la policía. Las nuevas poblaciones están asentadas en cinturones, alejados en lo po­ sible de las zonas residenciales de las clases media y alta y de sus centros comer­ ciales. Ocupan tierras consideradas marginales por los urbanizadores dedicados a construir unidades residenciales de clase media o zonas para la industria; mu­ chas de estas tierras de menor precio están ubicadas en terrenos anegadizos o en pendientes erosionadas. De allí las tragedias que ocupan la atención de los periódicos y noticieros de televisión en las temporadas de lluvia. Conjuntos populares como Ciudad Bolívar o Bosa, en Bogotá, Aguablanca en Cali o la Comuna Oriental en Medellín albergan más población que muchas capitales departamentales. Desbordados por la masividad de las nuevas pobla­ ciones urbanas, los políticos y sus asesores internacionales concluyeron que el tesón de los pobres y las leyes del mercado resolverían el problema de la vivienda antes que los esquemas estatales de oferta de vivienda popular. Al ocurrir así, se vio rápidamente el surgimiento de ciudades divididas o segregadas en diferentes submundos urbanos, cuyo nexo principal no son relaciones de ciudadanía. Prácticamente todas las ciudades de más de 200.000 habitantes acome­ tieron, con mayor o menor grado de éxito, planes de ampliación de la infraes­ tructura urbana y de los servicios públicos; de regulación del uso del suelo y esquemas de renovación física. Pero en muchos casos el endeudamiento por las inversiones tuvo que ser avalado y costeado desproporcionadamente por la na­ ción, como el notorio caso del tren metropolitano o Metro de Medellín. En estos casos parecen aumentar las tensiones entre los políticos munici­ pales y las nuevas burocracias, nacionales e internacionales, que fijan los pará­

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metros técnicos y financieros de los proyectos urbanos, y las redes de banqueros y proveedores involucrados en este proceso. Es posible que esta dependencia de los políticos con respecto a agencias técnicas haya permitido más eficiencia y transparencia. Pero también ha conducido a la inflexibilidad en la aplicación de las políticas de tarifas de servicios públicos, dando lugar a movimientos de protesta que, a veces, han terminado violentamente. En este contexto vale preguntarse cómo funcionan realmente los planes modernizadores. Quizás no sean más que una expresión del poder administrati­ vo que transforma la exclusión social en segregación espacial.

L a POBREZA

El asunto de la pobreza, analizado sucintamente por la primera Misión del Banco Mundial, ocupa desde entonces las investigaciones y análisis de prác­ ticamente todos los balances de la economía colombiana. Según el informe de la Misión, la mayoría de colombianos vivían en el campo, en condiciones apenas por encima de la subsistencia. Elevadas tasas de mortalidad infantil, analfabe­ tismo generalizado, hacinamiento en viviendas precarias, ausencia de servicios públicos o de instituciones de crédito y educación agrícola, técnicas de produc­ ción vernáculas y primitivas, bajísimos niveles de consumo de energía determi­ naban las formas y el nivel de vida de la mayoría de la población. El informe reconocía los avances económicos del país de los últimos 25 años (1925-1950), pero concluía que la mejoría para la mayoría de los habitantes era "muy inferior a lo que habría podido esperarse de acuerdo con el desarrollo ocurrido". En otras palabras, los beneficiarios eran muy pocos. Por ejemplo, en 1947 las ganancias de las sociedades anónimas y otras empresas individuales, propiedad de 80.000 personas, el 0,72 por ciento de la población, ascendían a un tercio del ingreso nacional. Lamentablemente no hay datos similares para un periodo más largo que corroboren cómo la concentración patrimonial afecta la concentración del ingreso. Dada la significación política y social de la pobreza, se han emprendido estudios y programas para abatirla. Estos estudios emplean diversas metodolo­ gías, no siempre compatibles entre sí, pero algunos resultados pueden dar una idea aproximada del problema. Una manera de enfocarlo es mediante inventa­ rios de las poblaciones que viven con necesidades básicas insatisfechas, es decir, en viviendas inadecuadas, sin servicios, en hacinamiento crítico, inasistencia es­ colar y alta dependencia económica. Esta última condición se refiere a la relación entre personas que trabajan y devengan un ingreso dentro de la unidad familiar y el número de las que dependen de ellas. Aquí la brecha urbana-rural es enor­ me. Pero en los últimos 25 años las mejoras han sido notables. Otro método calcula el porcentaje de población que sobrevive bajo líneas de pobreza y de indigencia. La línea de indigencia se calcula en el costo de ad­ quirir una canasta mínima de alimentos para subsistir. La de pobreza incluye.

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Cuadro 13.8. Porcentaje de población bajo líneas de pobreza y de indigencia, 1978-1995.

A ñ o s C abecera R esto' T otal

1978 49,6 (15,9) 76,0 (41,3) 59,1 (25,1)

1988 48,2 (15,9) 74,9 (43,3) 59,2 (27,2)

1992 47,5 (17,0) 74,5 (43,3) 55,9 (25,2)

1995 45,9 (12,9) 76,0 (37,2) 55,1 (20,3)

Entre paréntesis el porcentaje de indigentes. ' Equivale a población rural.

Fuente: Departamento Nacional de Planeación-Misión Social, Fvolución de la pobreza en Colombia, Bo­ gotá, agosto de 1997.

además de esta, otros gastos básicos como vestuario y vivienda. Uno de los en­ tes del gobierno colombiano más autorizados en estos temas calcula que estos índices de pobreza e indigencia no han mejorado sustancialmente en los últimos veinte años y siempre en detrimento de la población rural {véase cuadro 13.8).

Cuadro 13.9. PIB por ramas de actividad económica, 1945-1998.

S ectores 1945-1949' 1976-198ÍF 1993-1998^

A B A B A B

Agricultura 45,2 4,3 23,2 4,3 18,8 1,5

Minería y petróleo 3,4 4,1 1,3 -0,3 4,5 6,4

Industria 17,7’ 9,4 22,8 4,6 18,1 1,2

Construcción 5,2 -5,0 3,3 5,6 3,1 3,6 S ervicios 28,5 9,9 49,4 6,4 55,6 5,3

PIB 100,0 6,2 100,0 5,4 100,0 3,7

Estado/PIB" 9 ,T - 20,0 - 34,5 -

Tasas de participación (A) y crecimiento anual (B) en porcentajes. ' El PIB está calculado en pesos de 1950. ’ El PIB está calculado en pesos de 1990. ’ El sector está subdividido en industria fabril (14,4%) y artesanal (3,3%). * Es el gasto total del Estado en relación con el PIB. ’ Se refiere al periodo 1950-1954.

Fuentes: 1945-49: CEPAL, Fl desarrollo económico de Colombia. Anexo estadístico, Bogotá, 1957. 1976-80 y 1993-98: Puyana, Alicia, y Thorp, Rosemary, Colombia: Fconomía política de las expectativas petroleras, Bogotá, 1998, p. 82.

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T ransformaciones e c o n ó m i c a s

Desde la Colonia las ciudades desempeñaron el papel de dirigir y coordi­ nar la economía. Pero solamente a mediados del siglo xx las actividades urbanas se convirtieron en las principales fuentes del crecimiento {véase cuadro 13.9). Hacia 1950 la agricultura, que empezó a ser percibida como un freno al desarrollo económico, empleaba un poco más de la mitad de la población activa. Su baja productividad significaba bajos ingresos, de los cuales una proporción muy alta se gastaba en alimentos pobrísimos en proteínas; pero también baja demanda y, por tanto, un obstáculo al crecimiento del sector manufacturero. La producción de café generaba el flujo anual de divisas sin el cual habría sido inconcebible que la expansión urbana y de los servicios estuvieran a la par de la expansión de las grandes fábricas El contraste más notable de las tasas de crecimiento económico puede ver­ se cotejando los periodos de bonanza cafetera de la posguerra (1948-1956) que fue del 5,2 por ciento, y de bonanza petrolera (1990-1998) que bajó al 3,8 por ciento, antecedida del auge del narcotráfico {véanse cuadros 13.9 y 13.10). La caída de las exportaciones de café (no compensadas del todo por las otras exportaciones) y de la formación de capital fijo en 1956 incidió en la des­ aceleración del crecimiento del pib y particularmente del sector industrial. La agricultura, que se recuperó en la década de los años 1970, terminó compartien­ do con la industria la pérdida de dinamismo registrada en el cuadro 13.10. Al

Cuadro 13.10. Tasas de crecimiento anual promedio de algunas variables de ia economía colombiana, 1948-1998.

1948-1956 1957-1970 1970-1979 1980-1998

V ariables Café Crisis Recuperación Enfermedad h olan d esa

Exportaciones de café 10,9 0,5 39,2 -3,1

Exportaciones de bienes 9,9 2,2 35,3 8,9

Formación de capital fijo 11,4 4,5 6,5 -1,2

PIB real 5,2 4,8 5,1 3,8

-Sector primario 2,9 3,2 4,0 2,5

-Manufacturero 7,3 5,7 5,4 2,7

-Construcción 12,9 5,3 5,1 LO

-Servicios 5,8 5,6 5,7 4,6

Fuentes: 1948-1970: Díaz Alejandro, Carlos F., "Tendencias y fases de la economía colombiana y de sus transacciones internacionales, 1950-1970", Fedesarrollo, Bogotá, agosto de 1972, cuadro 1; 19"0- 1998: Puyana y Thorp, Colombia: Economía política, op. cit. p. 82.

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mismo tiempo, la expansión de los servicios se explica en gran medida porque el sector incluye gestiones modernas (financieras, electricidad) con actividades de bajísima productividad. Estas últimas han drenado gran parte de la oferta de mano de obra en las ciudades. Se conoce como "enfermedad holandesa" el retroceso prematuro de la industria y la agricultura en la generación del p ib en favor de los servicios. En el proceso de crecimiento económico ocurre que la agricultura y la industria pierden peso en el p ib . Pero esto sucede normalmente cuando las economías al­ canzan un elevado ingreso per cápita, como Estados Unidos, Japón y Europa occidental hacia finales del decenio de los años 1960. La causa de la enfermedad holandesa en Colombia fue la centralidad eco­ nómica del petróleo y del narcotráfico. Desde mediados de la década de los años 1980 ambos generaron abundantes divisas y el segundo recursos fiscales. Estos explican en parte uno de los datos más asombrosos de la economía colombiana de este medio siglo; el crecimiento del Estado. Como se ve en el cuadro 13.9, su participación en el p ib ascendió de 9,7 por ciento en 1945-1949 a 34,5 por ciento en 1993-1998. Este crecimiento forma parte del proceso de modernización. Los Estados adquieren nuevos compromisos en áreas como la dotación de infraes­ tructuras básicas, la prestación de servicios de salud, la ampliación de la cober­ tura escolar en sus tres niveles —primario, secundario, universitario — . Como se sugirió arriba, se lograron avances en los índices de salud y alfabetismo y en dotación de agua potable y alcantarillados. Pero, de otro lado, la expansión del gasto público contribuye a la revaluación cambiaría y a la inflación. Veamos brevemente los problemas estructurales y la trayectoria desde la bonanza de la posguerra a la pérdida de dinamismo en la última década del siglo.

B i p o l a r i d a d e n e l c a m p o

En este medio siglo, el sector agropecuario colombiano no ha resuelto en lo fundamental ni los problemas de generación de ingreso para la mayoría de la población rural ni los de productividad y eficiencia en las unidades de gran escala y mecanizadas dedicadas a producir arroz, algodón, azúcar y soya. Por el contrario, ha agudizado los problemas derivados de la polarización social. Casi 40 años después de expedida la primera ley de reforma agraria, a la que siguieron otras, la concentración de la propiedad de la tierra en Colombia sigue siendo una de las mayores del mundo, según un reciente informe del Banco M undial {véase cuadro 13.11). En 1988, un millón de predios campesinos, el 62,4 por ciento del total de las unidades agropecuarias, poseía apenas 1,15 millones de hectáreas, o sea el 5,2 por ciento de la superficie explotada. El tamaño promedio de sus parcelas era de 1,2 hectáreas, en tierras poco fértiles, de pendiente o erosionadas que no permitía obtener un mínimo nivel de ingresos, viéndose obligados a trabajar a jornal parte del año. En el otro extremo de la escala, el 1,7 por ciento de los

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Cuadro 13.11. Estructura de la tenencia de la tierra, 1960-1988.

Tam año Propietarios (%) Superficie Tamaño promedio (%) H ectáreas 1960 1988 1960 1988 1960 1988

Menos de 1 ha. 24,6 28,3 0,5 0,6 0,44 0,28

De 1 a 5 ha. 37,9 34,0 4,0 4,6 2,41 1,87

De 5 a 50 ha. 30,6 29,9 19,7 25,9 14,52 12,16

D e 50 a 200 ha. 5,2 6,1 20,9 28,9 91,10 66,53

Más de 200 ha. 1,7 1,7 54,9 40,0 730,59 214,90

Fuentes: 1960; Havens, A. E., Flinn, William L., Lastarria Cornhill, Susana, "Agrarian Reform and the National Front; A Class Analysis", en Politics of Compromise. Coalition Government in Colombia, Berry, R. Albert, Hellman, Ronald G., Solaún, Mauricio (eds.), New Jersey, 1980, p. 358; 1988: Puyana y Thorp, Colombia: Fconomía política, op. cit, p. 171. predios del país ocupaba el 40 por ciento de la superficie dedicada a la agricul­ tura y la ganadería. La concentración adquiere manifestaciones más agudas en las zonas de ganadería extensiva, como las caribeñas, o en algunos de los valles interandi­ nos más fértiles y mejor comunicados. Mucha tierra agrícola o potencialmente agrícola se ha desviado hacia el engorde de ganado. En la zona cafetera o en las tierras frías de Nariño, Cauca, Cundinamarca, Boyacá y Santander preva­ lecen propiedades medianas y pequeñas. Dadas las características geográficas y agronómicas del país, es muy difícil tener un denominador común para las propiedades rurales. El precio de la tierra y el nivel de productividad depen­ den de la localización, la fertilidad natural, el tipo de cultivo, las inversiones en infraestructura y así sucesivamente. Pero de todos modos debe subrayarse la importancia de un grupo intermedio (5 a 50 hectáreas), compuesto sin duda por varios estratos de una especie de clase media rural, que contribuye a disminuir los peligros de la bipolaridad. Los cambios en esta estructura de desigualdad han sido imperceptibles en este medio siglo, pese a los informes y recomendaciones técnicos y a las leyes sobre distribución de la tierra. La políticas redistributivas, a cargo del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria, Incora, fueron neutralizadas por otras po­ líticas oficiales que, además de responder al poder de los terratenientes, eran más fáciles de instituir. El Estado fomentó el aumento de la productividad de las grandes extensiones por medio de créditos y maquinaria a precios subsidiados y la construcción de costosos distritos de riego. De este modo se valorizaron las propiedades al punto que fue imposible aplicar las leyes de expropiación con compensación. Al mismo tiempo, las políticas castigaron la producción campe­ sina imponiendo controles sobre los precios de los alimentos. Las limitaciones

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legales y administrativas del Incora y una muralla de formalismos jurídicos en el proceso de adquisición de tierras fueron un impedimento adicional. En los primeros treinta años de vigencia de la ley de reforma agraria, unas 63.000 familias recibieron algo más de un millón de hectáreas, 15,9 hectáreas por familia en promedio. Ante este fracaso se diseñaron programas sustitutivos de la distribución. Buscaron mejorar los rendimientos físicos y los ingresos, pero se limitaron a una pequeña proporción de campesinos con tierra suficiente y bien localizados. La preferencia por los empresarios capitalistas fue evidente. Por ejemplo, en la década de los años 1970 se adoptaron programas de difusión de variedades de arroz y maíz de la revolución verde. Aunque estos cultivos son en sí neutrales a la escala de la unidad productiva terminaron convertidos en medio para apuntalar grandes propiedades. No obstante, la historia del café ha mostrado las virtudes empresariales y la alta competitividad de los propietarios medios y pequeños. Estudios técnicos recientes muestran que esas virtudes no son específicas del café sino que las comparten otros productos. Pero aquí, de nuevo, el problema colombiano es de poder. Comenzando por la Federación de Cafeteros. No estimula la producción campesina allí donde hay tierras aptas, mano de obra abundante y vías adecua­ das (Nariño, Cauca, Huila, Tolima, Cundinamarca, Boyacá y los Santanderes) porque de ese modo se afectarían los intereses regionales del cinturón cafetero del centro-occidente del país. Esto significa que se continúa subvencionando y protegiendo la expansión de una caficultura tecnificada y de alta productividad física, pero que mantiene costos de producción de los más elevados del mundo. Caficultores que no pueden competir ni con los campesinos colombianos, ni con los asiáticos que, en la última década, aumentaron su participación en las expor­ taciones mundiales. La exclusión de los campesinos pobres del crédito bancario para comprar tierra ha sido palmaria en este medio siglo. Pero aun si lo hubieran obtenido, los rendimientos de las fincas no les habrían permitido pagar las deudas contraídas con el Incora para adquirir los predios. Los pequeños propietarios y los mini- fundistas ya establecidos y con títulos legales de propiedad encuentran fuertes restricciones para acceder al crédito para comprar semillas, fertilizantes, herbici­ das y herramientas. También los afecta negativamente el enorme déficit en edu­ cación y salud, la carencia de infraestructura de riego y la ausencia de desarrollo tecnológico adecuado a sus necesidades. Desde el informe del Banco Mundial de mediados de siglo ha venido pro­ poniéndose un impuesto progresivo sobre la tierra que forzaría al fraccionamiento de las grandes extensiones. Aunque este impuesto reduciría la rentabilidad de la gran propiedad y desestimularía la propiedad de la tierra como forma de atesora­ miento en una economía inflacionaria, no elevaría el precio de la tierra de las pe­ queñas propiedades, ni mejoraría su posición como sujetos de créditos bancarios.

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L a s colonizaciones

Los campesinos colombianos han intentado hacer su propia reforma agra­ ria por medio de colonizaciones. De allí que uno de los rasgos más peculiares de la segunda mitad del siglo xx sea el dinamismo de nueve franjas de fron­ tera agraria, desplegadas sobre unos territorios que abarcan aproximadamente 300.000 kilómetros cuadrados, casi una cuarta parte de la superficie geográfica del país. Se ha calculado que la población de colonos pasó de unos 375.000 en 1964 a 1.300.000 en 1990 y que hasta esa fecha habían abierto unos tres millones y medio de hectáreas. Ante las dificultades para redistribuir tierra, el Incora se dedicó a titular baldíos, desarrollando programas que hasta ahora estaban en manos de otras agencias oficiales y algunos de los cuales databan de fines de la década de los años 1940. La mayoría de estos programas de colonización dirigida se localizaban en el Caquetá, Ariari, Lebrija, Carare y Galilea, en el Alto Sumapaz. Pero muy rápidamente los colonos espontáneos fijaron la pauta. Los programas del Caquetá, por ejemplo, fueron diseñados para 1.200 familias del Huila y Caldas, desplaza­ das por la violencia. Sin embargo, fueron quedando al margen ante el arribo sú­ bito de unas 20.000 familias de colonos espontáneos. Estos impusieron criterios sobre en dónde erigir los pueblos y dónde abrir parcelas, así como por dónde deberían ir las trochas. Todos los colonos, dirigidos o espontáneos, emplearon los métodos antiguos de quema y tumba. Historia que se repitió en los demás programas. En el Ariari la politiza­ ción fue evidente desde el inicio. Las tierras de la orilla izquierda del río se ad­ judicaron a conservadores y las de la derecha se distribuyeron entre liberales. El ejemplo cundió por toda la región; en los pueblos unas calles eran definiti­ vamente liberales y otras conservadoras. La transgresión de estas convenciones podía llevar a la muerte. De estas colonizaciones, la más dinámica, moderna y planificada por los capitalistas es la de Urabá, centro del nuevo enclave bananero que ha colocado a Colombia entre los primeros exportadores mundiales del producto. Comenzó

como una réplica del modelo de la u f c o , en la zona de Santa Marta en los dece­ nos de los años 1930 a 1950. Después de las crisis sociales y técnicas de la década de los años 1930, la compañía cambió de esquema. Vendió sus tierras y se dedicó a prestar asistencia técnica a los agricultores empresariales a quienes compraba la cosecha. El sistema fue llevado al Urabá a comienzos del decenio de los años 1960. A mediados de la década había unos 220 productores de banano con un promedio de 60 hectáreas. Para entonces se fundó un nuevo pueblo, Apartadó. Si bien los plantadores son nacionales, en su mayoría antioqueños, la par­ ticipación extranjera fue decisiva en la comercialización que en sus inicios estu­ vo totalmente en sus manos. Pero ya en 1978 dos multinacionales manejaron el 54 por ciento de las exportaciones totales de banano, y la Unión de Bananeros de Urabá, el 46 por ciento restante. Estas proporciones cambiaron y ahora la

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YO DESPLAZADO

Como desplazado tuve que dejar todas mis cosas. Tenía seis hectáreas de cacao, anima­ les, bestias, marranos, gallinas y todo se perdió. Bajaba a la comercializadora a vender el cacao. De eso vivía con mi hijo. El maíz y la madera los vendía en otras partes. A otro de mis hijos se le llevaron las vaquitas que tenía dizque por ser ganado robado. Años atrás tuve un ganado que compré con créditos de la Caja Agraria. Fue una buena época de la Federación Nacional de Cacaoteros. Pero cuando el negocio decayó me tocó vender el ganado para pagarle a la Caja lo que le debía. Luego un hijo dejó el estudio y me dijo que quería trabajar en la finca. Estábamos de socios, pero con el conflicto armado se tuvo que desplazar y, en este momento, está fuera del departamento. Supe que estaba enfermo, pero no he tenido los recursos para irlo a visitar. Aquí no hay nada en este momento. Para entrar a los campos a recoger las cosechas hay que pedir permiso a los paramilitares o al Ejército. Cuando volví, hace cuatro meses, después de los bombardeos de febrero (1997), que dejé 27 marranos, 3 bestias propias y 3 del hijo mío, se habían llevado todos los animales junto con las nueve reses de mi hijo y, más o menos, 70 reses que tenía mi señora. Además, están perdidas varias hectáreas de árboles frutales y 23 bultos de maíz que dejé recolectado. Había bajado al municipio de Turbo a vender un cacao cuando, de regreso, encontré el bombardeo por los lados del Salaquí. Mi familia estaba allá. Cuando pude —a los ocho días de ocurridos los bombardeos — entré a ver qué había quedado de mi familia. La felicidad es que a todos los encontré bien. Las cosas se agravaron cuando los armados mandaron a decir que toda la gente se saliera. Por una parte, la guerrilla recogió a muchos y se los llevó. Por la otra, los pa­ ramilitares sentenciaron que los campesinos colaboradores se iban a morir. Debido a tanto miedo, la gente se desplazó hacia Riosucio. Alcancé a entrar unos días a mi tierra para recoger las cosechas, pero cuando la co­ munidad de Salaquisito empezó a desplazarse hacia el pueblo, pensé que quedarme solo era como dictar mi sentencia de muerte y también salí. Mi finca, por la parte de arriba, linda con la del señor Amoldo Gómez, un hombre bueno al que mató la guerrilla. Tiene entre 70 y 85 hectáreas. Yo y mis hijos teníamos cuatro casas, más la que estaba haciendo el muchacho que desaparecieron antes de los bombardeos. La familia, cuando llegué después del bombardeo, se alegró mucho. Me contó la historia: la guerrilla mató al señor Amoldo, se tomó su finca y se adueñó de sus cosas. Como la guerrilla estaba allí y dominaba los alrededores del río, los militares decidieron atacar por el aire.

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Algunos desplazados que están en Pavarandó y Turbo dicen que se desplazaron debi­ do a los atropellos de los militares, pero eso no es del todo cierto. El Ejército no entró atropellando a todo el mundo. Fue duro con quienes eran guerrilleros o tenían vínculos con esa gente. La verdad es que los guerrilleros fueron los que tomaron la determinación de recoger a una cantidad de gente de varias veredas de los ríos Salaquí y Truandó, para sacarla del Departamento del Chocó. Por ejemplo, el día que nos desplazamos hubo una comisión de la guerrilla que pasó a recoger a la comunidad de Salaquisito, pero por fortuna ya habíamos salido para Riosucio. Fn el campamento que la guerrilla armó en la finca de don Amoldo en un tiempo hubo mucha gente: hasta 600 y 700 guerrilleros. Muchos llegaron a refugiarse, entre enero y febrero de 1996, porque habían sido perseguidos por el Fjército y los paramilitares en otras partes de Urabá. La guerrilla nunca abandonaba esa finca. Allá se turnaban en campamentos de varios días. Por eso en todos los pueblos del río Salaquí no había ley que valiera, sólo la de ellos. Incluso, cuando la gente tenía problemas, iba al campamento a que los guerrilleros dijeran lo que había que hacer. Casi todos los 285 habitantes de Salaquisito somos desplazados. Digo esa cifra exacta porque como yo era el representante legal de la comunidad en el proceso de titulación colectiva de tierras ante el gobierno, por medio de la Ley 70 de 1993, para proteger la cultura y territorio de las negritudes. Nuestra gente, casi toda, está en Riosucio, despla­ zada, en el más alto índice de calamidad. Fn las parcelas y en el caserío no hay nadie. Como campesinos, hemos ejercido la agricultura para subsistir y para dar subsistencia a otras personas que nunca le han dado un golpe a la tierra — la guerrilla, los paramilitares e incluso muchos terratenientes —. Producimos para nosotros, para el municipio, para el departamento y el país. Los productos de aquí —sobre todo el plátano —, se envían a Cartagena y Barranquilla por el río Atrato y luego por el Golfo de Urabá. Mejor dicho, trabajamos para subsistir nosotros y para otra cantidad de gente que nunca sabrá qué es trabajar la tierra en medio de esta violencia e indefensión. Que nunca sabrá que aquí nos quitan todo sin que nadie se dé cuenta ni diga o haga nada por nosotros. Ahora mismo estamos en Riosucio en calidad de miserables, porque los campesinos tenemos una moral y un orgullo muy concretos: no nos gusta robar ni pedirle a nadie. Fsa dignidad es trabajar para comer y compartir con los demás vecinos, brindarles un almuerzo. Si no hay nada que comer, matamos esa gallina para darle el almuerzo al amigo. Fl arroz lo tenemos cosechado, el plátano, la yuca. Nada falta ni sobra. Fsta tragedia nos está dispersando y en medio de todo se desbarata nuestra cultura de solidaridad, la perdemos. Perdimos los enseres y los bienes. Parece increíble que con todo lo que tenemos en el campo estemos como unos miserables, esperando a que cada quince días o cada mes llegue un mercado del gobierno.

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Los desplazados de mi vereda, como los de otros lados, estamos en casas que había desocupadas en el casco urbano de Riosucio. Cuando se metió el Ejército al pueblo había mucha gente que tenía vínculos con la guerrilla, que eran milicianos. Entonces, muchos se volaron porque pensaban que los iban a matar. Los milicianos se volaron y dejaron una cantidad de casas solas. En esas viviendas han albergado a los campe­ sinos desplazados. Desde enero (1997) no volví al campo. Es muy triste no tener derecho a ir al lugar donde estuve siempre, donde conviví siempre, donde derramé el sudor de mi exis­ tencia. En esa finca viví desde los 17 hasta los 54 años. Crié a ocho hijos, los metí a la escuela con lo que me daba la tierra. Cuando me dolía una muela, en mi finca me la aliviaban. Ahora estoy aquí, en calidad de miserable, a la espera de un mercado o de un almuerzo, sin nada que hacer, sin poderme ir para la finca. Además de todo esto, de sentirme con hambre, abandonado, es más fuerte la rabia que produce esta humillación que siente uno como campesino honesto, como gente buena. Es una humillación a la que no veo nombre que ponerle. Hasta dónde llega la vida de uno por consecuencias ajenas. Los campesinos no tenemos la culpa de que aquellos sinvergüenzas estén viviendo, como parásitos, de la sangre ajena y de que la sangre que se derrama sea la de nuestras venas, la de nuestros niños y mujeres que levantamos con tanto esfuerzo y dedicación. Y la esperanza de que esto cambie llena, pero no mantiene. O sea, que uno tenga esa esperanza y no tenga cómo trabajar con sus manos, en la tierra propia, es como no tener nada. Que habrá un cambio social, pero ¿cuándo?

Fuente: Giraldo, Carlos Alberto, Colorado, Jesús Abad, Pérez, Diego, Relatos e Imágenes. Fl des­ plazamiento en Colombia, Bogotá, 1997, pp. 127-131.

exportación también es prácticamente colombiana. El negocio está muy concen­ trado y las empresas tienden a cartelizarse en la contratación de la mano de obra, calculada en 1987 en 20.000 trabajadores, en su mayoría afrocolombianos del Chocó, distribuidos en 260 plantaciones. Al igual que en los otros polos colonizadores, empezaron a afluir torren­ tes de campesinos en busca de empleo o de tierras baldías, ubicadas hacia el norte del nuevo eje bananero. Pero también tenderos, comerciantes de todo tipo y prostitutas. En medio de la avalancha colonizadora y la desorganización, se manifestaron los problemas de carencia de escuelas, centros de salud y, lo que luego sería muy grave, de ausencia de policía y justicia. El desorden social conduciría al desorden político y este al trauma de nuevas formas de violencia. Durante largos periodos estas zonas de colonización se caracterizaron por la fragilidad de las relaciones sociales, la inseguridad de los derechos de propie­

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dad, el precario acceso de los campesinos a los centros de mercado. Situaciones más o menos parecidas a las que prevalecieron en muchas fases y lugares de la colonización antioqueña. La diferencia es que ahora el país está mejor comunica­ do. Los radios de pilas y transistores y aun los televisores acercan a los colonos a los gustos, corrientes, noticias y opiniones que circulan por el país. También es ostensible la temprana presencia de los intermediarios políticos, liberales y conservadores, siempre en busca de votos. Estos agentes precedieron el arribo de frágiles instituciones públicas que aun antes de implantarse ya estaban defor­ madas por el clientelismo. En estas condiciones de alta movilidad geográfica de la población, privatización de las funciones estatales y altos niveles de violencia, tanto las guerrillas como las cadenas de mafias del narcotráfico encontraron un nicho ideal. Aliados o en guerra, debieron participar en un juego más amplio que incluía nuevos empresarios agrícolas, ganaderos, militares, policías y políticos. Si para los campesinos colombianos la reforma agraria oficial fue una frustración, la colonización adelantada por ellos mismos terminaría siendo una tragedia de proporciones bíblicas, cuando menos para decenas de miles de fa­ milias, atrapadas en la frontera entre dos o más fuegos (del ejército, la policía, las guerrillas y los narcotraficantes) y forzadas a desplazarse y tratar, una vez más, de rehacer su vida. En el año 2()00 se calculó que desde 1985 dos millones de colombianos habían sido víctimas del desplazamiento forzado, de los cuales un millón y medio en el lapso de 1995-2000.

E n t r e l a p r o t e c c i ó n y e l librecambio

La protección industrial, más conocida como sustitución de importaciones, fue la política oficial desde la posguerra. Prevaleció hasta 1990, con modificacio­ nes que no alteraron la sustancia del modelo. El proteccionismo de los países desarrollados en la posguerra, que solo se atenuó en el decenio de los años 1970, justificó la protección. Entre los factores internos deben mencionarse: (a) la in­ dustrialización incipiente de las décadas de los años 1910 y 1920, que dio lugar a la aparición y desarrollo de grupos empresariales que aprovecharon las deva­ luaciones del decenio de los años 1930 y la acumulación de reservas en 1945, y presionaron políticamente hasta conseguir el arancel proteccionista de 1950. (b) La reinversión de las utilidades cafeteras, (c) La urbanización que facilitó unida­ des productivas de mayor tamaño y ofreció servicios modernos (electricidad, te­ lefonía, bancos, transportes), mano de obra barata y más calificada y un mercado concentrado para sus productos. Aparte de los aranceles proteccionistas, los gobiernos introdujeron otros mecanismos de subvenciones abiertas o disfrazadas a la industria: crédito ban- cario preferencial; dólares depreciados para importar maquinaria y materia pri­ ma a industriales predeterminados; estímulos fiscales a las inversiones privadas, e inversiones directas del Estado en industrias básicas, riesgosas y poco atrac­ tivas y subvención de tarifas de electricidad y de los servicios urbanos básicos.

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Para abaratar la mano de obra se controlaron los precios de los alimentos y de las materias primas de origen agrícola; se amplió la oferta de educación y salud públicas y, además de la vigilancia de los alquileres de vivienda, se subsidió la adquisición de casa propia para la clase obrera. Las políticas proteccionistas fueron posibles por la disponibilidad de divi­ sas de origen cafetero acumuladas durante la Segunda Guerra Mundial y, ade­ más, por los altos precios del grano, una parte de los cuales pudo trasferirse a los caficultores en forma de "derrame" económico. Aun así, la política industrialista tuvo una recia oposición en Caldas, el principal productor cafetero. La Federa­ ción de Cafeteros amortiguó esta oposición. En contrapartida, la Federación de Cafeteros consiguió aumentar sus prerrogativas, recursos financieros e institu­ cionales y se aseguró un lugar central en la formulación de la política económica. Esta expresaba una especie de sesgo urbano como se colige en los cuadros 13.9 y 13.10, sesgo más visible en el crecimiento de la construcción, que incluye vivien­ da e infraestructura física, especialmente la red vial para integrar los mercados interiores y los puertos y la expansión de los servicios entre los que sobresalen el comercio y la electricidad. Sesgo que también fue palpable en la asignación del crédito bancario y de fomento. En la posguerra, los industriales adquirieron suficiente poder para que la alternativa entre desarrollo hacia afuera/desarrollo hacia adentro se resolviera a favor del segundo. En estos años, el sector fabril marginó definitivamente los ta­ lleres del artesanado urbano tradicional. Las políticas industrialistas avanzaron hasta fines de la década de los años 1960 sin enfrentar serios desafíos. En 1945, cerca del 70 por ciento del valor del producto industrial se gene­ raba en las cuatro áreas metropolitanas, proporción que desde entonces no ha variado significativamente. En el proceso se advierten diferencias según el tipo de industria. Por ejemplo, Medellín se especializó en bienes de consumo final y Cali en bienes intermedios, mientras Bogotá, que en 1950 ya era el primer centro manufacturero del país, tuvo el desarrollo más equilibrado. En las décadas de los años de 1950 y 1960 más de dos tercios de la pro­ ducción industrial se concentraron en alimentos (que incluye la trilla de café), bebidas, tabaco, textiles, vestuario y calzado. Actividades que, con muy pocas excepciones, estaban a cargo de empresas de escaso desarrollo tecnológico, in­ tensivas en mano de obra y poco capital. E.sta estructura no debe sorprender. Orientada al consumo interno, la actividad industrial estaba limitada por el ta­ maño del mercado y por el bajo nivel de ingreso. De 1950 a 1970, la población pasó de 11 a 21 millones de habitantes y el ingreso per cápita, en dólares de 1958, subió de US$ 203 a US$ 281. Considerando la concentración del ingreso, el poder de compra de la mayoría de la población era muy bajo. En las décadas de los años 1960 y 1970 aparecieron sectores con mayores exigencias tecnológicas: plásticos, petroquímica, metal-mecánica y automotor; maquinaria de oficina y artes gráficas. A esta fase contribuyó el Estado mediante nuevas políticas de promoción industrial y de las exportaciones no tradicionales

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y esquemas de integración económica regional, como el Pacto Andino, creado en 1969. El Pacto permitía exportar manufacturas de baja demanda en el mercado interno y que no eran competitivas en el mercado internacional. Por otra parte, llegaron los flujos de inversiones de las empresas transnacionales que aprove­ chaban la protección del mercado nacional y su ampliación al mercado andino. Asimismo, se obligó a todas las dependencias del Estado a adquirir solamente bienes y servicios de origen nacional. El abaratamiento de las inversiones en maquinaria alentó la producción intensiva en capital. En consecuencia, se desaceleró la generación de empleo. Ante el aumento de la población urbana, una proporción cada vez mayor de los trabajadores debió buscar ocupación en el sector de servicios y por lo general en empresas informales y de baja productividad. Hacia 1970, la industrialización sustitutiva enfrentó, entre otros, los si­ guientes problemas: dependencia de los ingresos cafeteros; protección excesiva y casuística sin que mediara un plan industrial; gravosa dependencia de tecnolo­ gía, maquinaria y materia prima importadas; falta de especialización en muchas ramas industriales; lento crecimiento de la productividad. Unas pocas firmas controlaban sectores como el alimenticio, tabacalero, de maquinaria y eléctrico. En estas condiciones se dificultaba el desarrollo de las fases siguientes de la in­ dustrialización, a no ser que se reformaran los aranceles, los sistemas de crédito y el manejo de la tasa de cambio. Al llegar la crisis de la deuda la década de los años 1980, los gobiernos tuvieron que aplicar los paquetes del ajuste, que incluían este tipo de acciones. Otras medidas, como la reducción de los aranceles, debieron esperar hasta el decenio de los años 1990. Al eclipse de la protección industrial siguió la caída de la inversión, la desaceleración del crecimiento del sector y la pérdida de peso en la economía nacional, como se colige del cuadro 13.10.

E c o n o m í a y narcotráfico

Al com enzar el siglo xxi la economía del café y el ideal de la Colombia cafetera son cosas del pasado. Con el cese de la regulación del mercado interna­ cional del café en 1989, el país quedó más expuesto a los vaivenes de los precios. El descenso del café en las exportaciones fue contrarrestado por la cocaína, el petróleo y otros productos no tradicionales, entre los que se destacan las manu­ facturas, las flores y el banano. Hay que señalar de pasada que la economía de las flores fue posible por el amplio desarrollo de la aviación comercial, del que también se aprovecharon los narcotraficantes. Aunque los ingresos por narcotráfico son muy difíciles de calcular, las investigaciones de Roberto Steiner sugieren que entre 1980 y 1995 ingresaron al país por concepto de estas operaciones US$ 36.000 millones, equivalentes al 5,3 por ciento del PIB en el periodo. Porcentaje superior al que representaron el café, 4,5 por ciento, y el petróleo, 1,9.

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En la década de los años 1980, la cocaína y en menor grado el petróleo pusieron en escena nuevos actores económicos y políticos y ganaron protago­ nismo regiones hasta ahora periféricas, como Arauca o Caquetá. El ascenso del petróleo y de las drogas en cuanto generadores de divisas contribuyó a redefinir las relaciones políticas y regionales. Afectó, además, la rentabilidad de muchas actividades económicas. Entre los impactos más notables del narcotráfico en la economía podemos enumerar: (a) El abaratamiento de los dólares que desestimula las inversiones productivas, particularmente en aquellas industrias que compiten con los bienes importados. Efecto magnificado por el contrabando, mecanismo favorito para lavar dólares. Esto explica por qué, pese a la liberalización económica, ha flore­ cido el contrabando. Otro método preferido de lavado es la inversión en cons­ trucción y en comercio, (b) Este flujo de dólares, incalculable e incontrolable, y por definición imposible de incluir en las variables macroeconómicas, entrabó la orientación de la economía, (c) De todos modos, el ingreso constante de dólares ayudó a las autoridades monetarias a aplicar su política de mantener bajo el precio del dólar (en pesos) para tratar de rebajar la inflación a un dígito, (d) Al convertirse Colombia en uno de los principales productores mundiales de hoja de coca y de amapola, se encareció la tierra en las zonas de estos cultivos, pero también en aquellas adquiridas por los narcotraficantes, como en la Sabana de Bogotá o en el valle de Rionegro, cerca de Medellín. Al mismo tiempo, emigró mano de obra de otros cultivos y encontraron empleo los contingentes de jorna­ leros expulsados por los efectos de la liberalización comercial o por la caída de los precios internacionales del café, trigo o cebada. Esto frenó la caída del salario rural, perjudicando por esta vía la rentabilidad de muchos cultivos, (e) La com­ pra de tierra ha sido uno de los mecanismos más comunes para lavar dinero. Las

Cuadro 13.12. Porcentaje de los ingresos de las exportaciones de drogas ilícitas en relación con las exportaciones legales, 1980-1995.

P eriod os Café No tradicionales Petróleo Total legales Drogas ilícitas*

1980-84 50,1 40,4 9,5 100,0 65,4

1985-89 38,8 48,1 13,1 100,0 40,3 1990-95 17,7 63,9 18,4 100,0 30,6

1980-95 31,2 52,4 16,4 100,0 41,4

* Es el porcentaje de los ingresos de las exportaciones de drogas ilícitas respecto de las exportaciones legales.

Fuentes: Para las exportaciones de drogas ilícitas: Steiner, Roberto, "Los ingresos de Colombia pro­ ducto de la exportación de drogas ilícitas", en Coyuntura Fconómica, No. 1, 1997, pp.1-33. Para las exportaciones legales: Puyana, Alicia, Políticas sectoriales en condiciones de bonanzas externas, Fedecafé, Bogotá, 1997.

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cifras aportadas son meras conjeturas, pero es evidente que en muchas zonas del Caribe, Urabá y el Meta, individuos que se enriquecieron con el narcotráfico se han transformado en grandes propietarios rurales. Algunos de estos efectos, especialmente los relacionados con el abarata­ miento del dólar, se reforzaron por la llamada bonanza petrolera que comenzó hacia 1984. Los expertos calculan que entre 1993 y el año 2005 los ingresos petro­ leros (dependiendo de los volúmenes y precios internacionales) serán de unos 4.250 millones de dólares anuales. Esto equivale a un 20 a 25 por ciento de los ingresos totales del Estado. En estas condiciones se relaja la disciplina del gasto público y aumenta el déficit fiscal, dando piso al neopopulismo clientelar y a la irresponsabilidad y corrupción de sectores de la clase política.

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M apa 13.2, Principales vías de comunicación 2000.

Redes de carreteras Troncales Transversales - Acceso a capitales

Red férrea

Puertos marítimos O Aeropuerto

Fuente: Instituto Agustín Codazzi.

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia. 14 DEL ORDEN NEOCONSERVADOR AL INTERREGNO

UNA DE LAS CUESTIONES CENTRALES qu6 deben abordar los colombianos al co­ menzar el siglo XXI es si el Estado cumple las expectativas creadas en la Cons­ titución de 1991 o si, pese a la expansión de sus ingresos, gastos y burocracias, queda a deber su obligación de mantener y preservar la paz social. En este ca­ pítulo tratamos de explicar la paradoja de la expansión estatal y el retraimiento simultáneo de sus funciones esenciales. Ahí reside quizás una de las claves de la violencia de la segunda mitad del siglo. Se habla de la excepcionalidad de la democracia colombiana en América Latina; de la larga duración del sistema bipartidista y de la continuidad mani­ fiesta en la sucesión presidencial, conforme a las reglas electorales de las demo­ cracias de Occidente. Afirmaciones que no deben pasar por alto el paréntesis abierto por los gobiernos militares (1953-1958). Sin embargo, entre 1948 y 1958 el sistema político, como otros de América Latina o de la Europa mediterránea, no pudo satisfacer las demandas conflictivas de la modernización capitalista sin recurrir a métodos dictatoriales. Durante el periodo que considera este capítulo, la Iglesia y el ejército se transformaron internamente y mantuvieron relaciones cambiantes y en ocasio­ nes tensas y conflictivas entre sí, con el poder político y con una sociedad cada vez más secularizada. El Estado continúa siendo débil y en este sentido conservan plena validez muchas observaciones que adelantaron en su tiempo algunos de los últimos vi­ rreyes de la Nueva Cranada o los fundadores de la Cran Colombia. Debilidad que resalta en cuanto se cotejan la Constitución de 1991, que abolió la de 1886,

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con la ramificación de las redes de poder clientelar, con la inseguridad ciudada­ na y con el déficit de cohesión y convivencia sociales. La trayectoria de la política y del Estado en este medio siglo puede apreciarse en tres grandes fases. (1) El orden neoconservador, 1946-1958. El neologismo acentúa el entrelazamiento de los viejos principios, comúnmente asociados en Colombia al orden conservador de la Constitución de 1886, y las rápidas transformaciones económicas y sociales que parecieron arrollar a las instituciones liberales al mediar el siglo. (2) El constitucionalismo bipartidista y el desmonte, 1958-1986. Se concretó en un pacto formal, el Frente Nacional, que pretrendió hacer la síntesis del orden neoconservador y los principios civilistas de la república liberal de 1930-1946. (3) El interregno que comienza en 1986 y aún no termina. De acuerdo con el diccionario debe ser un periodo breve, pero en Colombia ya completa tres lustros, cuya característica más visible es la im­ potencia estatal ante las violencias, es decir, la impunidad.

El orden neoconservador, 1946-1958

El orden neoconservador se construyó sobre cuatro pilares: (1) el valor estratégico acordado a la industrialización y por ende al proteccionismo. (2) El control de los sindicatos y de las bases obreras mediante una combinación de represión, paternalismo empresarial y catolicismo social. (3) La desmovilización electoral, a lo que contribuyó la abstención liberal en todas las elecciones desde noviembre de 1949 hasta el plebiscito de diciembre de 1957, que consagró el Frente Nacional. (4) Finalmente los gobernantes encontraron en los Estados Uni­ dos el principal aliado para proseguir los planes de electrificación y ampliación de las redes de transportes y comunicaciones, acudiendo a los préstamos del Eximbank y del Banco Mundial. El paso de la Colombia cafetera al "país de ciudades" desestabilizó el siste­ ma político que había empezado a madurar después de la guerra de los Mil Días. Claro está que el constitucionalismo podía funcionar como fórmula de legitima­ ción mientras las elites de los dos partidos pactaran reglas básicas de convivencia, lo que pareció más urgente después de 1914, cuando el efecto de la elección direc­ ta de presidente de la República fue la expansión de los electorados. Aunque en los momentos críticos de sectarismo —como la elección presidencial de 1922, el cambio de régimen en 1930-1931, o la polarización ideológica de la "Revolución en Marcha" en 1935-1936 — , la violencia política aumentó, pudo contenerse. El problema de la modernización política comenzó, aparentemente, con el desafío populista de Jorge Eliécer Gaitán en 1944-1948, entrelazado a la violencia sectaria que acompañó la caída de la República liberal en las elecciones presi­ denciales de 1946. A esas elecciones se presentaron dos candidatos del partido de gobierno, el oficialista Gabriel Turbay y el disidente Jorge Eliécer Gaitán. La división permitió la victoria del conservador Mariano Ospina, quien obtuvo el 41,4 por ciento de los votos y enfrentó un Congreso de mayoría opositora.

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La urbanización y la inflación de la década de los años 1940 dieron lugar a movilizaciones y demandas populares que amedrentaron a los conservadores y a las clases altas. Las fórmulas populistas de Gaitán, en el registro de la oposi­ ción radical pueblo-oligarquía, diluían el sectarismo de suerte que podían debi­ litar los partidos y con ellos la fuente de una tradición de dominación política. El hijo mayor de una modesta familia bogotana, Gaitán había comenzado su carrera política cuando aún estudiaba secundaria, en la campaña electoral de 1917 bajo la dirección de Benjamín Herrera. Después de graduarse de abogado viajó a Roma con sus ahorros y allá se consagró como uno de los discípulos más aventajados de Enrico Ferri, el padre de la escuela positivista del derecho penal, y adquirió una disciplina intelectual y profesional que tuvieron muy pocos de su generación. En 1928 regresó al país y consiguió un escaño en la Cámara de Representantes, que convirtió en tribuna para lanzar uno de los ataques más memorables y devastadores contra el régimen conservador a raíz de la masacre de las bananeras. En el decenio de los años 1930 ocupó altas posiciones del Esta­ do, de modo que en la década de los años 1940 podía aspirar legítimamente a la presidencia. En 1945 aprovechó el vacío que dejó la renuncia de López Pumarejo y habló de las esperanzas traicionadas por la República liberal. Su consigna fue la restauración moral. Explotó los efectos de la inflación y del acaparamiento y atacó la ostentación de los ricos, que había vuelto a cundir en las capitales des­ pués de 1945. El movimiento de Gaitán presenta muchas características de los populis­ mos que agitaron por esos años a Argentina, Chile y Brasil. En esos países co­ menzaron a sentirse los efectos políticos de las migraciones a las ciudades y los impactos económicos del colapso del patrón oro y del librecambismo en la eco­ nomía mundial, a raíz de la crisis de la economía norteamericana en 1929, que se trasmitió velozmente al resto del mundo. Los movimientos populistas con­ sistieron en coaliciones de industriales, sindicatos, masas populares, urbanas (y rurales en México) que, por medio de un liderazgo carismàtico, desplazaron del poder a la vieja coalición de terratenientes, mineros, exportadores, importadores y banqueros, característicos de la economía exportadora. Coaliciones inestables por su misma naturaleza, se mantenían unidas gracias al hombre tutelar quien oficiaba simultáneamente de jefe del Estado y jefe del movimiento populista. En estos modelos, el industrialismo era una expresión nacionalista y el nacio­ nalismo aglutinaba intereses divergentes. En el populismo latinoamericano, los sectores populares se integraban mejor a la nación, no solo simbólica sino ma­ terialmente, por medio de la legislación laboral que protegía a los asalariados, salarios reales generalmente en aumento y la ampliación de las instituciones de seguridad social. En este sentido, el populismo manifestó una tendencia hacia la ampliación de los derechos de ciudadanía. Pero estos se ejercían dentro de mar­ cos autoritarios o semiautoritarios, no solo en la relación del líder con las masas sino en el conjunto de las nuevas organizaciones sindicales y populares.

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Hay, sin embargo, diferencias entre el movimiento populista de Gaitán en 1948 y elementos del modelo descrito. Por ejemplo, el gaitanismo, aparte de no tener el apoyo de la mayoría de los industriales, no hubiera podido jugar la carta sindical puesto que, como habría de comprobar el jefe del movimiento, era difícil desmontar el patrón creado desde los años 1920 y 1930, que daba al sindicalismo un sentido liberal, conservador, católico o comunista. Tampoco hubiera podido jugar una carta nacionalista dada la marginalidad de las inversiones extranjeras, muy concentradas en petróleo y minería. Más aún, a fines de la década de los años 1940 comenzó el proceso que culminaría en 1951 con la creación oficial de la empresa nacional de petróleos, e c o p e t r o l , y empezaron a municipalizarse al­ gunas empresas norteamericanas de electricidad. La restauración moral gaitanista armonizaba con una perspectiva conser­ vadora. El vocablo "restauración" era familiar en el lenguaje conservador y "mo­ ral" era la palabra favorita de Laureano Gómez. El caudillo conservador hacía fruncir el ceño a los empresarios cuando, en el tono del populismo falangista de la España de la década de los años 1930, hablaba de "la insufrible dominación de los más débiles por los más fuertes". La derecha doctrinaria advertía que la dicotomía favorita de Gaitán, "país nacional/país político", podía leerse en la clave de la crítica aplicada por el filósofo monárquico tradicionalista Charles Maurras al republicanismo francés: pays légal/pays réel. La consigna de Gaitán tuvo eco durante algunos meses incluso en El Siglo, el principal diario conser­ vador bogotano, dirigido por Gómez. Por todo esto no fue inconcebible que el conservatismo más doctrinario cortejara a Gaitán. Una consecuencia de este su- prapartidismo popular fue que la violencia sectaria no golpeara tan de lleno a las poblaciones de mayorías gaitanistas en las elecciones de 1946 y 1947, como habría de hacerlo con las poblaciones liberales de mayoría oficialista. Aun así, la fórmula de Gaitán también podía leerse en clave de la tradi­ ción popular del partido liberal. La almendra del país nacional era el pueblo trabajador, quintaesencia de "la raza indígena que nos enorgullece" y al que las oligarquías habían despojado de las bases materiales (incluido el elemento bio­ lógico, por la desnutrición y la falta de higiene pública) y de las bases morales y políticas de su dignidad. El país político era el maridaje del privilegio de la san­ gre o la riqueza con el poder del Estado. Conformaban el país nacional todos los excluidos por la oligarquía del país político. Por tanto, también formaban parte de él los industriales, agricultores, comerciantes y la pequeña clase media que incluía a los artesanos independientes. La violencia pueblerina se desbordó en las jornadas electorales de 1946 y 1947, y en este último año produjo unos 14.000 muertos. Los asesinatos y matan­ zas aumentaron en casi todos los municipios que, en razón de su violencia elec­ toral, habían sido reseñados en los informes presidenciales de Restrepo (1911) y Olaya (1931). Disminuyeron los márgenes de mayoría liberal en el Congreso. En Boyacá, por ejemplo, los liberales que tenían cinco senadores contra un conser-

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vador, empataron a tres. En Nariño y Norte de Santander, la proporción de dos senadores a uno, favorable a los liberales, se invirtió a favor de los conservado­ res. El cambio fue más pronunciado en las elecciones de concejales. Los liberales perdieron 157 concejos municipales de los 607 en que eran mayoría. Con el silencio y orden que Gaitán impuso a una multitud de cien mil personas vestidas de negro, congregadas en la Plaza de Bolívar de Bogotá el 7 de febrero de 1948, quiso dramatizar su poder sobre las masas y la rapidez con que la violencia política se extendía por el país. En aquella ocasión dijo que la paz pendía de la conducta presidencial. Pero el presidente no podía actuar sin tomar en cuenta las fuerzas locales. Políticos y notables, obispos, gamonales y párrocos orientaban el conflicto bipartidista, para enconarlo o atenuarlo según las circunstancias. El localismo se intensificaba cuando el Estado disponía de mayores recursos presupuestarios y aumentaban los canales de comunicación entre los jefes nacionales y departamentales con los directorios municipales, como resultado de la telefonía, la radiodifusión, el aumento del alfabetismo y el mayor tiraje de los periódicos. En abril de 1948, Gaitán fue asesinado a bala por un desconocido en el centro de Bogotá. Los graves motines que precipitó el asesinato unificaron inicial­ mente a las elites políticas. Pero una vez transformado en mártir el líder populis­ ta, había que menoscabar el carácter popular suprapartidario de su legado y para ello no había mejor alternativa que revivir el sectarismo. El proceso se facilitó por el ostensible fracaso de Gaitán en construir un partido moderno, ajeno a los caudillismos. Así quedaron sepultados el constitucionalismo y la convivencia. En 1949, el presidente Mariano Ospina Pérez no dudó en plantarse ante los liberales cerrando el Congreso y cambiando la composición de los altos tri­ bunales que estos dominaban. En la acometida obtuvo respaldo del ejército y el aval de los Estados Unidos, empeñados en la Guerra Fría. El ala más doctrinaria del partido conservador habló de la restauración del principio bolivariano de autoridad. El caudillo conservador Laureano Gómez ganó la presidencia para el periodo 1950-1954, en unas elecciones marcadas por la abstención liberal. En 1953 sería depuesto por la facción ospinista y el ejército en un golpe de opinión, como lo bautizó un prestigioso jefe nacional del liberalismo. Después de 1948 empezó a ganar terreno entre los dirigentes políticos y empresariales la idea según la cual las movilizaciones políticas representaban una amenaza para el sistema social y ponían en peligro el crecimiento económi­ co. Autoritarismo político y un limitado nacionalismo económico expresaron la alternativa de las clases dirigentes para transitar un campo abierto y minado de incógnitas. Surgieron formas de gobierno dictatoriales, inspiradas en el etéreo binomio Cristo y Bolívar. Desde 1949 hasta 1958, el país vivió bajo Estado de sitio, periodo que más o menos coincide con la bonanza económica de la posgue­ rra. Aunque los liberales hablaron de la dictadura del Estado de sitio, apoyaron al general en los dos primeros años de su gobierno.

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En el contexto autoritario del Estado de sitio se ensamblaron las institu­ ciones del nuevo modelo económico, más allá de la crítica ciudadana, de la fis­ calización del Congreso y de la rendición de cuentas de los funcionarios. Los conflictos provendrían más y más de las rivalidades de los grupos regionales. A mediados del siglo, los grandes intereses buscaban un ámbito nacional. Pero la impronta regional era muy acentuada. Por ejemplo, en Cali la mayoría de industriales provenían de la clase terrateniente tradicional, pertenecían al parti­ do conservador y participaban activamente en política. En Barranquilla, por el contrario, los industriales cuyo origen era comercial, como el de los antioque­ ños, estaban más involucrados con el partido liberal y la política costeña seguía siendo la menos sectaria de todo el país. Si los industriales de Bogotá, Medellín y Barranquilla podían decir que sus empresas habían sido fundadas entre 1890 y 1910, los azúcenos de Manizales, salidos de las familias caficultoras y comer­ ciantes de café, habían hecho sus fortunas acaparando bienes escasos durante las crisis de desabastecimientos de 1942 y 1943. Todos ellos envidiaban a los em­ presarios bogotanos, que gozaban no solo de la cercanía a los altos funcionarios del Estado, sino de una conexión mucho más estrecha con la banca comercial, altamente concentrada en la capital de la república desde mediados de la década de los años 1920. La rivalidad regionalista venía dando sentido a los conflictos entre indus­ triales y comerciantes. Un caso notorio fue la lucha por el control de los merca­ dos de textiles, librada entre los comerciantes caleños y medellinenses, todos beneficiarios de la prosperidad cafetera y del corredor de transportes del occi­ dente. El conflicto se agravó en el decenio de los años 1940, cuando uno de los principales importadores y exportadores de café del país, Adolfo Aristizábal, afincado en Cali, se enfrentó abiertamente con el clan textilero de los Echeverría de Medellín, que insistían en mantener su propio sistema de venta de telas al por mayor, "por fuera del comercio organizado", como denunciaba la Federación Nacional de Comerciantes, Fenalco, creada pocos meses después de la Asocia­ ción Nacional de Industriales, a n d i . La ANDI, fundada a fines de 1944, representó inicialmente un reducido grupo de firmas controladas por las familias de la gran industria antioqueña. Para crear opinión favorable al proteccionismo, la a n d i aprendió a emplear los medios de comunicación y a cabildear con los políticos y funcionarios. Así, por ejemplo, fue determinante en la posición oficial en la Conferencia del g a t t (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio) de 1949, al que Colombia no in­ gresó, y en la denuncia del Tratado Comercial con los Estados Unidos. Entre 1945 y 1953 a n d i y Fenalco libraron una lucha frontal por la política económica que, por momentos, tuvo matices partidistas. Fenalco y el partido liberal optaron por el librecambismo. La expedición del arancel proteccionista de 1950 definió a la a n d i abiertamente a favor del régimen conservador. La opo­ sición liberal sostuvo hasta 1953 que los gobiernos conservadores subordinaban

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SU política "a las fluctuaciones de la Bolsa y a las aspiraciones del capital indus­ trial". En la Convención Liberal de 1951 el arancel fue calificado de ignominioso y se atacó el montaje de una nueva oligarquía industrial, "la oligarquía del 175", refiriéndose a la tasa de cambio privilegiada entonces en $ 1,75 por dólar, cuan­ do en el m ercado negro estaba a $ 3,00. El recio liderazgo de Laureano Gómez fue otro elemento que apuntaló la visión industrialista. Admirador de la España de Franco, Gómez estaba con­ vencido de la necesidad de la industria en gran escala. Pero esta no podría ex­ pandirse sin el abrazo del Estado. Por esta razón vemos que en las disposiciones económicas del proyecto de reforma constitucional que debía presentarse a la Asamblea Nacional Constituyente, a n a c , en 1953, se estipulaba que "El Estado colombiano condena la lucha de clases y promueve la armonía social al amparo de la justicia". Replicando al artículo sobre la función social de la propiedad, consagrado en la reforma constitucional de 1936, Gómez propuso que "el régi­ men de producción económica está fundado en la libertad de empresa y en la iniciativa privada, ejercidas dentro de los límites del bien común. Sin embargo, el Estado podrá intervenir por mandato de la ley en la industria pública y priva­ da, para coordinar los diversos intereses económicos y para garantizar la seguri­ dad nacional". Y añadía: "el Estado estimulará a las corporaciones y empresas a distribuir sus utilidades con los obreros". Gómez se empeñó en que las empresas industriales del Estado, algunos institutos sociales como el de vivienda y el recién establecido Instituto Golom- biano de Seguros Sociales, icss, formaran el pivote de una nueva economía. Desestimó los ataques que Fenalco y a n d i lanzaron al unísono contra el nuevo organismo de seguridad social. Las políticas de este, puntualizó, eran afines con las tradiciones cristianas del empresariado. La moral económica debía recono­ cer en el trabajador y su familia el corazón de la relación laboral; las empresas y el Estado debían atenderlos como unidad, yendo más allá del mero salario que tiende a convertirse en el precio del trabajo deshumanizado. En consecuencia, la familia católica y prolifica debía recibir atención preferente del icss, mediante un sistema de préstamos y condiciones favorables para la educación de los hi­ jos. Así quedaría garantizada la paz social. Este tipo de principios fue incluido en el proyecto de reforma constitucional de 1953, que definía a la familia como "el núcleo primigenio y fundamental de la sociedad"... El matrimonio ligado con vínculo indisoluble, gozará de la especial protección del Estado". Gorolario: "El salario tiene una función familiar". Aunque el proyecto de reforma constitucional quedó archivado a raíz del golpe de 1953, todos los gobiernos neoconservadores subrayaron el papel benéfico del Estado en la economía y en la convivencia social, del que la legis­ lación laboral y de seguridad social ciaban muestra. Estos gobiernos también se cuidaron de controlar la inflación. Entretanto, aumentó la represión política al sindicalismo y la manipulación de las burocracias sindicales en un molde simi­

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lar al establecido por los liberales en la década de los años 1930. Ahora bastaba tachar de comunista a un sindicato para que fuera marginado y proscritos sus dirigentes. Se aconsejaba a los obreros organizados forjar con los patronos una red de solidaridades en torno al objeto mismo de la producción, formando la base corporativa. Pese a que los costos laborales aumentaron, los empresarios no podían quejarse del esquema y rápidamente pulieron las aristas corporativas. Completamente ajena a las preocupaciones gubernamentales fue la con­ dición laboral de los trabajadores agrícolas, aparceros o jornaleros, quienes, con muy pocas excepciones, continuaron atados a los arreglos tradicionales, por fue­ ra de la legislación. Tampoco se atacó el problema de la subutilización de las mejores tierras, ampliamente diagnosticado. Se archivaron las recomendaciones del Banco Mundial para crear un impuesto presuntivo a la renta de la tierra y jamás se utilizaron los preceptos constitucionales de expropiación.

L a DICTADURA DE RojAS

Rojas quiso revivir el populismo, pero el nuevo orden había cerrado la salida populista, asociada a la transición del desarrollo hacia adentro. En 1953, las facciones conservadoras se dividieron irrevocablemente. El 13 de junio, dos días antes de la instalación de la a n a c arreglada para asegurar la continuidad de su facción, Laureano Gómez reasumió las funciones presidenciales que había dejado por enfermedad en 1951. Desatendió el consejo de Alberto Urdaneta, el presidente encargado, y de varios miembros del gabinete, y destituyó al coman­ dante de las Fuerzas Armadas, general Gustavo Rojas Pinilla, y nombró como ministro de Guerra a uno de sus protegidos. Rojas no tuvo dificultad en unir a su alrededor a los cuerpos castrenses. Instigado y apoyado por la plana mayor de la oposición conservadora, esa misma noche anunció al país la consumación del golpe de Estado.

La Iglesia, a n d i , s a c (Sociedad de Agricultores de Colombia) y Fenalco, y todos los grupos políticos, con excepción del laureanismo y del partido comunis­ ta, aplaudieron el cuartelazo. Rojas prosiguió en lo esencial las líneas de política económica, pero en el segundo año de gobierno algunos observadores empeza­ ron a notar que se estaba distanciando de "la oligarquía". El expresidente López, por ejemplo, manifestó su inquietud por todos los "nuevos apellidos" ligados al régimen. Circulaban estos por la sección de contratos del Diario Oficial y por las páginas sociales de los periódicos capitalinos. La euforia liberal y la tutela que el grupo ospinista aún mantenía sobre el presidente velaron estos indicios. La pacificación del Llano, la bonanza cafetera, el control de la inflación, el flujo de empréstitos internacionales eran las cartas del general. En agosto de 1954, la ANAC prorrogó su mandato hasta 1958. Entonces empezó a desemba­ razarse de la facción ospinista, a reprimir la prensa, en particular la liberal, y a gobernar según su criterio. En el mensaje de año nuevo de 1955 anunció que no levantaría el Estado de sitio. Inspirado en el peronismo, trató de organizar el

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Movimiento de Acción Nacional, m a n , estrechamente ligado a una nueva orga­

nización sindical, la Confederación Nacional de Trabajadores, c n t . L o s partidos percibieron la amenaza y a fines de ese año formaron un "frente civil" de opo­ sición. La jerarquía eclesiástica, que había identificado la ere en la época liberal

como el mascarón de proa del comunismo y que ponía toda su fe en la u t c ,

lanzó los más duros ataques al gobierno por la c n t , que veía como un remedo peronista. Entonces Rojas intentó aplacar a los jerarcas endureciendo la posición antiprotestante y lanzando una cruzada anticomunista en toda la línea. Ilegalizado después de un breve resurgimiento a la vida legal, el partido comunista fortaleció sus áreas campesinas. En 1949 había planteado "responder a la violencia de los bandidos falangistas con la violencia organizada de las ma­ sas". Esta sería la "autodefensa". Línea ratificada en 1952: "Las guerrillas no han surgido por la aplicación de un plan revolucionario, sino que han brotado como una acción defensiva [...] Los focos de guerrilleros de los Llanos Orientales, del Tolima, de Antioquia, de otras regiones son expresión heroica de la resistencia popular [...] La extensión y alcance de la lucha de los guerrilleros ha sido, sin embargo, exagerada por aventureros o ilusos y por sectores más reaccionarios de la dictadura". Entre los aventureros se contaban quienes consideraban la lucha armada como "la principal forma de lucha" y habían organizado un fallido asal­ to a la base aérea de Palanquero, cerca de La Dorada. En marzo de 1953, Gilberto Viera, secretario general del partido y 130 campesinos de Viotá, fueron juzgados y absueltos por un consejo de guerra, acusados de pertenecer a la guerrillas. El partido recomendó a sus bases campesinas acogerse a la amnistía decre­ tada por Rojas, pero pidió organizar mejor la "autodefensa" y ampliar la lucha por las reivindicaciones agrarias. Tal fue la estrategia que siguió el movimiento de Juan de la Cruz Varela, veterano dirigente agrario del Sumapaz desde la dé­ cada de los años 1930. Se desarrolló la defensa de los colonos y organizaciones agrarias en la zona cafetera de Cunday, Villarrica e Icononzo. En este mundo agrario, el asesinato de Gaitán también había sido un parteaguas. Amparados en el anticomunismo, los hacendados buscaron la revancha y el gobierno empezó un esquema que se replicaría en muchas otras regiones conflictivas similares: los programas de colonización se emplearon para "sembrar conservadores" alrede­ dor de las zonas "rojas". En este proceso se produjo en 1952 una de las peores masacres de campesinos de la historia tolimense. Los jefes liberales locales huye­ ron a los centros urbanos liberales de la región y los campesinos emprendieron la colonización del Alto Sumapaz. En 1954 se denunciaban háleteos a los hacendados, el cobro de "impues­ tos" y un cierto control de las ventas de café por parte de las guerrillas de Varela. El Batallón Colombia, recién llegado de la guerra de Corea, tomó posiciones en el Sumapaz y en 1955 lanzó una ofensiva convencional contra la población de Villarrica, cuyo efecto más visible fue la columna de refugiados que llegaron a Ibagué; las columnas invisibles se desplazaron al Ariari, la sierra de la Macarena,

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el Pato, Guayabero y Riochiquito, futuros focos de las Fuerzas Armadas Revolu­ cionarias de Colombia ( f a r c ). Unos y otros llevaban la memoria de una terrible m atanza. El 29 de mayo de 1955, la Dirección Nacional Liberal envió al presidente un mensaje que, refiriéndose a las operaciones militares del Sumapaz, subraya­ ba: "El Partido Liberal es anticomunista [...] Pero entiende que la lucha contra el comunismo no requiere la eliminación física de los comunistas ni justifica la aplicación de tratamientos que no están autorizados por las leyes y admitidos por los principios de la civilización cristiana". En 1955 y 1956, el régimen empezó a perder prestigio entre las elites sin ganarlo en el pueblo. Es cierto que durante su periodo los salarios industriales crecieron más aceleradamente que en ningún otro periodo de la segunda mitad del siglo, pero los intentos de movilizar el pueblo en la vena gaitanista que a veces acometía con los socialistas que asesoraban al gobierno no pasaban de la fase propagandística. Rojas no pudo disponer de un aparato político efectivo y, pese a la represión, los partidos tradicionales eran muy fuertes. El 13 de junio de 1956 se organizó en el estadio de fútbol de Bogotá una gran reunión política para presentar el nuevo partido de Rojas, la Tercera Fuerza, que, usando el lema de Benjamín Herrera de la Patria por encima de los partidos, se presentó como "el binomio pueblo-fuerzas armadas". La jerarquía asumió nuevamente la vocería de oposición al nuevo movimiento político que nunca despegó. Estos débiles intentos populistas del régimen y su acento moderadamente antioligárquico estuvieron acompañados de inversiones en infraestructura so­ cial, vivienda popular, salud y educación; construcción de caminos y carreteras en áreas atrasadas, la titulación de baldíos a los damnificados de la violencia. Rojas también promovió la participación de la mujer. Hizo aprobar de la a n a c el reconocimiento de plenos derechos políticos a la mujer, estableció la Policía Femenina y designó la primera gobernadora y la primera ministra en la historia del país. Las mujeres concurrieron por primera vez a las urnas en todo el país el 1 de diciembre de 1957, cuando se celebró el plebiscito que legitimó el Frente Nacional, f n . Pese al faccionalismo de los partidos, sus jefes consiguieron armar una coalición creíble de liberales unidos y el grupo del expresidente Gómez. En dos pactos sucesivos en 1956 y 1957 se forjó el sistema del Frente Nacional. Pero Ro­ jas cayó fundamentalmente por la crisis económica y por su enfrentamiento al Banco Mundial, que le suspendió los créditos. La reglamentación del comercio exterior establecida ante la crisis cafetera aumentó la corrupción y la arbitrarie­ dad administrativas. Al abrir 1957 el deterioro de la balanza de pagos, cierta recesión industrial y comercial y el aumento del costo de la vida jugaban a favor de la oposición. El general insistió en reelegirse. La Iglesia volvió a guiar la oposición. El arzobispo primado envió al presidente una carta pública advirtiéndole que la ANAC no tenía el mandato para ello. Entonces Rojas cometió el error irreparable

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de precipitar su reelección sin estar dispuesto a reprimir rnanu militari un m ovi­ miento huelguístico que encabezaron la a n d i , Fenalco y la Asociación Bancaria y que embonó con la agitación de los estudiantes universitarios en las principales ciudades. Rojas decidió renunciar y dejó una Junta Militar de cinco miembros que rápidamente se puso a disposición del frente civil y de las agremiaciones económicas para que la transición hacia el gobierno constitucional se efectuara pacífica y ordenadamente.

E l CONSTITUCIONALISMO BIPARTIDISTA Y EL DESMONTE, 1958-1986

El Frente Nacional ( f n ) fue un pacto entre las facciones mayoritarias de los partidos liberal y conservador, cocido en la oposición a Rojas Pinilla en 1956 y 1957 y refrendado en plebiscito en diciembre de ese año. El f n estableció dieci­ séis años de alternancia presidencial entre liberales y conservadores y distribuyó por mitades entre los dos partidos los tres poderes públicos, en todos los niveles territoriales. El FN intentó hacer una síntesis de la civilidad de la república liberal y el orden neoconservador. El resultado fue la modernización del clientelismo. La fórmula legitimadora giró, de nuevo, alrededor de la Constitución a la cual se introdujeron las reformas del plebiscito, base del f n , y del artículo 1 2 1 sobre el régimen de Estado de sitio, aunque este se impuso durante la mayor parte del tiempo hasta 1991. El f n pacificó el país en cuanto las luchas sectarias de libera­ les y conservadores dejaron de ser la fuente de violencia. Pero desatendió otros semilleros potenciales de conflicto y violencia. La fórmula del f n , reformada en 1968, expiró en 1974 y de allí en adelante sobrevino una especie de limbo, llama­ do desmonte, caracterizado por la ausencia de nuevas iniciativas y alternativas políticas para un país en permanente transformación social y cultural. El FN marcó varios cambios con el régimen anterior: se pactó que el cum­ plimiento de la Constitución y las leyes sería la fuente de legitimidad; se reac­ tivaron los electorados, aunque un poco limitadamente por los compromisos implícitos; el clero dejó de ser el aliado natural de la derecha. Los gremios em­ presariales ganaron más perfil público, aunque perdieron influencia. Pero la alianza con los Estados Unidos continuó considerándose como una pieza central del régimen. En cuanto a las clases populares urbanas, se crearon las Juntas de Acción Comunal (ja c ), que luego se harían más rurales, y se dejó que los sindi­ catos crecieran bajo la ley. La Iglesia cedió terreno en la educación aunque, al igual que otras insti­ tuciones tradicionales, quedó desbordada por la urbanización y los medios de comunicación, que aceleraron la secularización. La jerarquía se colocó del lado de los gobiernos, o no se opuso abiertamente, aun en asuntos como la planificación familiar. El anticomunismo cerril de Pío xii dio paso al aggiomamento del popular Juan xxiii y su Concilio Vaticano Segundo. La teología de la liberación, en boga desde fines de la década de los años 1960 y durante unos quinces años más, no

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afectó a la Iglesia colombiana con la misma intensidad que al Brasil, por ejemplo. Esta corriente fue relativamente marginal y por esta razón más militante, como pone de presente el caso del padre Camilo Torres, precursor de dicha corriente y muerto en combate en 1966, bajo las banderas del Ejército de Liberación Nacio­ nal ( e l n ). Entre la inclinación tradicionalista de la jerarquía y el radicalismo de la teología de la liberación, prevaleció la posición intermedia de la Conferencia Episcopal Latinoamericana, c e l a m , de Medellín (1968). Pero el clero colombiano ha estado tan fraccionado como las fuerzas sociales, generacionales y regionales del país y mantiene latentes sus antagonismos internos. Para empeorar las cosas, desde c. 1960 se ha estancado la proporción de párrocos por habitante, fenómeno más alarmante en las grandes ciudades. Un resultado indirecto ha sido el aumen­ to considerable del número de iglesias y de fieles protestantes. Los principales gremios empresariales decidieron apoyar en lo fundamen­ tal a todos los gobiernos del f n y después. No se volvieron a presentar escaramu­ zas partidistas como las de a n d i y Fenalco en 1950. Por el contrario, aprendiendo de la Federación de Cafeteros, los gremios han sido apolíticos y bipartidistas.

Aunque el desarrollo económico durante el f n atenuó el regionalismo gremial, puede apreciarse en asociaciones que representan intereses de la caña de azúcar, el banano o las flores. Aquí es notoria la influencia vallecaucana, antioqueña y bogotana, respectivamente. ¿Cuál es el poder o la influencia de estas agremiaciones? Aunque sin duda todos los gobiernos prefieren contar con su apoyo, no temen la confron­ tación sobre puntos específicos de política. Cuando la confrontación adquiere tono político, los gremios pierden. Esa es la lección reciente, cuando la mayoría de gremios presionaron la renuncia del presidente Ernesto Samper (1994-1998), para solucionar la crisis a raíz de las acusaciones de narcotráfico en su campa­ ña presidencial. En general se ha desarrollado un sistema de consulta entre los funcionarios del Estado y los funcionarios de los gremios para formar consenso. Probablemente este sea más ficticio que real. En las décadas de los años 1960 y 1970 proliferaron los gremios especializados, de modo que los funcionarios públicos que los atendían podían jugar con la fragmentación y contraposición eventual de intereses. Últimamente los gremios se presentan como la sociedad civil y hablan en su nombre. Este es el caso, por ejemplo, cuando participan en el proceso de paz con las guerrillas. Aunque al finalizar el siglo continúan las rotaciones entre los expertos que sirven en algunos de estos gremios y los altos empleos gubernamentales, la llamada tecnocracia, lo cierto es que en la medida en que el Estado se concentra en el manejo macroeconómico y deja las políticas sectoriales al mercado, el nexo del Estado y los gremios se hace más tenue en comparación con las décadas de los años 1940 a 1980. La caída de los salarios reales a raíz de la depresión cafetera produjo una ola de agitaciones laborales entre 1957 y 1966. Aunque en 1960 los liberales ex­ pulsaron a los comunistas de la ere, los partidos como tales, con excepción de los

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comunistas, se desentendieron de los sindicatos. No desaparecieron las viejas identidades liberales y católicas, pero los nexos orgánicos entre las estructuras partidarias y las sindicales nunca intentaron construirse o reconstruirse. También se multiplicaron las huelgas de la clase media: pequeños em­ presarios y choferes de buses de transporte urbano; empleados de Avianca o bancarios, que se organizaron en un sindicato muy militante en sus inicios que impugnó la doctrina de que los bancos privados prestaban un servicio público. Proliferaron las marchas de maestros desde sus provincias hasta Bogotá, en de­ manda del pago de sueldos atrasados. Anticiparon que el magisterio sería una de los sectores más sindicalizados y huelguistas hasta el presente. De este oleaje, la huelga de los trabajadores de ec o pe t r o l en 1963 fue una de las más radicales y politizadas; movilizó a la población de Barrancabermeja, a los colonos de los alrededores y al movimiento estudiantil universitario. Esta huelga influyó en los orígenes del e l n .

Con la instauración del f n los conflictos laborales empezaron a pasar in­ advertidos. Entre las causas pueden mencionarse el crecimiento físico de las ciudades, el notorio desinterés de los partidos de la coalición gobernante, la creciente fragmentación espacial de las capas populares y la autocensura de la prensa. Lo que no significa que hubiesen disminuido los conflictos. En los oleajes huelguísticos se desgastó el liderazgo de las dos grandes centrales, en particular de la CTC, y fueron surgiendo confederaciones independientes, de base regional, controladas por la izquierda, especialmente por los comunistas. Ahora bien, en la década de los años 1980 las guerrillas comenzaron a influir en muchos sindi­ catos de trabajadores, particularmente en aquellos ubicados fuera de las urbes, en las periferias geográficas del país. De 1959 a 1965, los sindicalizados pasaron de 250.000 a 700.000 y en 1990 eran cerca de 900.000. Las tasas de sindicalización (en relación con toda la po­ blación ocupada) subieron en esos años del 5,5 por ciento al 13,4 y descendieron al 8 por ciento. Actualmente son de las más bajas de América Latina. En 1992, después de doce años de intrincados procesos de fusiones entre las diversas cen­ trales — las dos más antiguas, u t c y ere; las controladas por los comunistas y la izquierda; las de trabajadores del Estado— se formó la Confederación Única de Trabajadores, c u t . Sin embargo, esta unificación no se tradujo en un aumento del poder de negociación de los sindicatos. Por el contrario, muchos de los logros corporativos obtenidos desde el decenio de los años 1930 desaparecieron sin grandes conflictos a comienzos de la década de los años 1990, bajo los esquemas de la flexibilización de los mercados de trabajo. En las regiones más rurales y periféricas han crecido considerablemente las Juntas de Acción Comunal. Esta fue una de las creaciones más importantes del FN, de su primer presidente, Alberto Lleras, para organizar y cooptar inicial­ mente los pobres de las ciudades. El principio de las ja c es que en cada comu­ nidad (una manzana en un barrio, por ejemplo) hay un líder natural que puede organizaría y darle un sentido de cooperación. El Estado ofrece unos fondos

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ESTADOS UNIDOS Y LA GOBERNABILIDAD DEL FRENTE NACIONAL

"El programa de ayuda externa de los Estados Unidos a Colombia (la Alianza para el Progreso) ha conseguido su objetivo político básico, pero ha estado lejos de cumplir los propósitos económicos y sociales acordados en la Carta de Punta del Este. "Desde el primer préstamo dentro del programa en abril de 1962, el principal obje­ tivo ha sido la estabilidad política y el mantenimiento de las instituciones políticas democráticas mediante el apoyo a la sucesión de los gobiernos del Frente Nacional. Esto se ha cumplido. "De otra parte, entre 1961 y 1967 el Producto Interno Bruto per cápita creció a una tasa anual del 1,2%, mientras que el objetivo de Punta del Este se había fijado en 2,5% [...] En 1961 se aprobó una ley de reforma agraria pero hasta 1967 sólo ha entregado títulos de propiedad a 54.000 familias sin tierra, de las 400.000 a 500.000 que hay y que crecen a una tasa anual del 10%. Aunque la reforma agraria ha recibido algún apoyo de Estados Unidos, el mayor énfasis de la política de ayuda norteamericana se ha dirigido a aumentar la producción para la exportación. Estos esfuerzos se han visto compensados por cierto éxito, pero hasta fechas muy recientes se han concentrado en otorgar créditos y otras subvenciones a los grandes agricultores comerciales a expensas del progreso social rural [...] "Prácticamente Colombia no ha comenzado a enfrentar el problema de una distribución más equitativa del ingreso y la estructura social del país permanece esencialmente sin cambio, y cerca de dos tercios de la población no participan en los procesos de toma de decisiones en asuntos económicos y políticos [...] "Parece que, aunque el programa de ayuda alcanzó algunos éxitos en el corto plazo con respecto a la estabilización económica y a influir en las políticas fiscales y monetarias, el apoyo de Estados Unidos contribuyó a que muchos gobiernos, especialmente el de Guillermo León Valencia, pospusieran la realización de reformas básicas en campos como la administración pública, el sistema tributario, el gobierno local, la educación y la agricultura [...] "El programa de ayuda ha permitido que las instituciones políticas colombianas ganen el tiempo necesario para realizar los cambios que cualquiera en una posición de respon­ sabilidad en ambos países considera necesarios. Pero los colombianos han derrochado este tiempo. ¿Se habrían comprometido con más empeño de estar apremiados por falta de tiempo, o las presiones hubieran sido tan fuertes que se habría derrumbado toda la estructura del país ante la anarquía o la dictadura? Vistos a la luz de la experiencia, los sucesos sugieren lo primero. No obstante, el registro de los acontecimientos no alcanza a captar las presiones del momento en que fueron tomadas las decisiones por parte de los Estados Unidos en medio de situaciones extremadamente complejas y

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sutiles. De esas presiones, ciertamente que la menor no fue la tendencia a equivocarse, evitando asumir riesgos mayores de los necesarios [...] "Buena parte de la historia de la ayuda externa a Colombia puede escribirse alre­ dedor de la tasa de cambio del peso y el dólar. La Agencia Internacional para el

Desarrollo, a i d , y el Fondo Monetario Internacional, fm i, aconsejaron repetidamente al gobierno devaluar el peso; el gobierno se resisitió fuertemente [...] En parte la re­ sistencia a devaluar proviene del miedo a desencadenar la inflación, miedo que no está completamente por fuera de la experiencia. La devaluación es el remedio clásico para solucionar el déficit en la balanza de pagos porque estimula las exportaciones abaratándolas en dólares, y desestimula las importaciones encareciéndolas en pesos. Por tanto la devaluación puede producir un alza de precios de los bienes importados o que tienen componentes importados [...] Por último, al enunciar las razones de la resistencia a la devaluación, no pueden ignorarse los grupos beneficiados por las tasas de cambio sobrevaluadas. Ésta es la gente que generalmente guarda una parte de su capital fuera del país; la que consume más bienes importados y viaja al exterior -en una palabra, la oligarquía, la misma gente que también ejerce el poder político en la mayoría de países latinoamericanos. Las tasas de cambio sobrevaluadas abaratan la conversión de pesos en dólares o francos suizos. No sólo facilitan la fuga de capitales sino que son un incentivo para realizarla. Las tasas sobrevaluadas también abaratan la importación de bienes y las vacaciones anuales en Estados Unidos o Europa. "Debe subrayarse que la misma clase social que se beneficia de la sobrevaluación está sobrerrepresentada entre los empresarios que tienen inversiones en las industrias de la sustitución de importaciones, bien protegidas de la competencia internacional por aranceles y licencias de importación. En estas circunstancias, esta dase social no tiene estímulos para apoyar políticas orientadas a fortalecer las exportaciones y frenar las importaciones".

Fuente: Survey of the Alliance for Progress Colombia -A Case of U.S. Aid. A Study Prepared at the Request of the Subcommittee on American Republic A ^ irs by the Staff of the Committee on Foreign Rela­ tions United States Senate, U.S. Government Printing Office, Washington, 1969.

modestos para que la comunidad emprenda sobre la base del trabajo voluntario la construcción de escuelas, centros de salud, calles, obras de alcantarillado. Or­ ganismos privados nacionales y extranjeros también suelen aportar fondos a las JAC. Estas juntas han sido uno de los canales favoritos de los políticos clientelis- tas, otorgándoles auxilios parlamentarios. AI finalizar el f n , en 1974, se reporta­ ron 18.000 JAC con un poco más de un millón de afiliados, y en 1993, 45.600, con 2,5 millones de afiliados.

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Una de las principales banderas del f n fue la reforma agraria. En parte fracasó porque el gobierno del conservador Guillermo L. Valencia, que debía aplicarla, se desentendió para apaciguar la oposición laureanista. La reforma se reactivó en 1966, cuando llegó a la presidencia su principal inspirador, Carlos Lleras Restrepo. Puesto que la maraña de formalismos legales y la burocratiza- ción del Incora (Instituto Colombiano para la Reforma Agraria) eran obstáculos formidables. Lleras decidió establecer un movimiento que presionara por la re­ forma desde abajo y en 1968 creó la Asociación Nacional de Usuarios Campesi­ nos, ANUC. Pero ésta no cumplió sus objetivos, en parte por la dependencia del Estado y en parte por sus divisiones entre la "línea Sincelejo", radical, y la "línea Armenia", oficialista. La primera organizó en 1971, bajo el último gobierno del f n , un am plio movimiento de marchas campesinas e invasiones de haciendas, latifundios ga­ naderos y baldíos disputados con empresarios. Las invasiones tuvieron fuerza en la región Caribe, pero perdieron impulso en 1972 y dos años después habían desaparecido. Estas movilizaciones coincidieron con el abandono definitivo de la reforma agraria por parte de la coalición frentenacionalista. Pero en el fracaso de la línea Sincelejo también confluyeron las divisiones de las organizaciones marxistas que pretendieron dominarla. Por la represión estatal y de los latifun­ distas cayeron asesinados muchos dirigentes campesinos. Pese a las movilizaciones campesinas que aupó Carlos Lleras, la reforma agraria resultó una pobre estrategia de contención política. No despertó la ima­ ginación política ni desató las energías sociales como el agrarismo mexicano. Tampoco alcanzó los niveles institucionales mínimos de la reforma agraria chile­ na bajo el gobierno de la Democracia Cristiana. Además, como vimos, el Estado subsidió una fase de intensa inversión del sector capitalista que había quedado excluido, ex definitione, de la expropiación. En 1970 no se habló más de la polari­ dad latifundio-minifundio. El énfasis se desplazó a la cuestión de las economías campesinas y de la pobreza rural. Nada de esto, empero, mitigaría un sentido de frustración campesina que se expresaría en los años siguientes. En 1971, el Incora suspendió la distribución de tierras y a comienzos de 1972, en el "Pacto de Chicoral", los dos partidos acordaron abandonarla del todo. Como alternativa se ofreció imponer una renta presuntiva a los predios rurales. Un par de años más tarde el gobierno de Alfonso López Michelsen la propuso dentro de una reforma tributaria. Pero no pudo realizarse porque no había un catastro confiable, ni un método aceptado para fijar la base de esa renta. Bien recibida por la opinión pública, para los empresarios era el mal menor frente a la reforma agraria. Y lograron desmontarla en la legislatura de 1979.

E l d e s g a s t e

El f n demostró la fortaleza de los dos partidos, ante los que poca mella habían hecho el desafío populista de Gaitán o los débiles intentos de la tercera

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fuerza rojista. Conforme a su tradición, los partidos estaban divididos, en par­

ticular el conservador. Por ejemplo, los acuerdos que llevaron al f n se pactaron con la facción de Laureano Gómez. En las primeras elecciones de cuerpos cole­ giados del nuevo régimen, en 1960, ganó la facción de Mariano Ospina en alianza con la de Gilberto Alzate Avendaño y con ella hubo de funcionar el régimen. El faccionalismo conservador fue un lastre y amenazó sistemáticamente la continui­ dad de las políticas. Esto fue más evidente en la corriente de Laureano Gómez, cuya jefatura traspasó a su hijo Álvaro Gómez Hurtado. Su grupo de congresistas fue decisivo en torpedear la reforma agraria y, en general, las reformas sociales; en magnificar en 1964 la lucha contrainsurgente, cuando la guerrilla era incipien­ te y marginal, y en debilitar a la postre al partido conservador. Álvaro Gómez

Hurtado, vetado por los liberales bajo el f n , en el desmonte pudo ser candidato presidencial tres veces (1974,1986 y 1990), en jornadas que enconaron las divisio­ nes de su partido y terminaron relegándolo a un distante segundo lugar. En contraste, los liberales oficialistas fueron más exitosos: consiguieron limitar su oposición interna, circunscrita al Movimiento Revolucionario Liberal

( m r l ) , dirigido por Alfonso López Michelsen, hijo del presidente López Pumare­

jo. La trayectoria del m r l fue corta. Comenzó en 1958 como oposición a la alter­ nación presidencial. Su electorado, mayoritariamente rural, provino de aquellas

zonas de violencia cuyos jefes no se avinieron con el f n . El m r l buscó adeptos al calor de la Revolución Cubana. López fue "el compañero jefe", y su consigna

favorita de esos años, "pasajeros de la revolución, favor pasar a bordo". El m r l alcanzó su cénit en las elecciones de 1962 y empezó a decaer inmediatamente después, dividido en pequeñas facciones doctrinarias. López Michelsen terminó negociando su ingreso al oficialismo; en 1968 aceptó la gobernatura del recién creado departamento del Cesar, segregado del Magdalena, y avanzó así en la carrera a la presidencia. La vuelta de Rojas Pinilla a la política comenzó como un movimiento per­

sonalista dentro de la tradición conservadora. Alianza Nacional Popular, a n a p o , el movimiento de Rojas, llegó a ser la fuerza electoral conservadora más impor­ tante del país: del 3,7 por ciento de los votos en 1962, obtuvo en 1970 el 35 por ciento. La oposición de a n a p o fue diferente a ia del m r l . Rojas regresó al país en 1958 y en 1959 enfrentó un sonado juicio político en el Senado. Defensores y acusado trataron de convertirlo en una guerra de propaganda y en vano pidieron la transmisión directa por radio y televisión. Los primeros abrieron fuego contra la facción de Gómez, tachándola de responsable de la violencia y del asesinato de Gaitán. La acusación trató de reducirlo todo al enriquecimiento de Rojas y su familia. La opinión pública fue perdiendo interés por lo prolongado del juicio y la maraña de acusaciones. Finalmente Rojas fue sentenciado a la pérdida definitiva de sus derechos políticos con base en dos cargos aparentemente probados: contrabando de ganado y colusión en casos marginales. El episodio dividió más a los conservadores. La prensa ospinista

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no estuvo de acuerdo con el juicio; en más de una ocasión el presidente Alberto Lleras Camargo tuvo que dirigirse al país por radio previniendo conspiraciones y complots rojistas. A los pocos años, la Corte Suprema anuló el juicio y devolvió a Rojas todos sus derechos políticos. El juicio mismo y el tratamiento posterior al general, detenido cada vez que había una amenaza de "complot militar", lo convirtieron en héroe a los ojos del pueblo. En un comienzo Rojas abrigó esperanzas en un golpe militar. Pero se de­ dicó a conseguir votos cuando confirmó que el fn había ganado la lealtad de las Fuerzas Armadas. Redujo el tema gaitanista de pueblo y oligarquía al aumento del costo de la vida. Reclamó la bandera de la paz entre rojos y azules como una conquista de su gobierno y no del f n . La imagen fue tan poderosa que en muchos comandos locales anapistas era frecuente encontrar exsargentos del ejército de la época de la Violencia fraternizando con antiguos guerrilleros liberales. Su plataforma de "socialismo a la colombiana sobre bases cristianas" pe­ día la suspensión de la ayuda extranjera "atada"; limitar las inversiones extran­ jeras; unificar todas las federaciones sindicales; establecer la paridad del peso con el dólar; educación gratuita para todos; servicio médico-dental gratuito para los pobres; un nuevo plan de vivienda popular y el fortalecimiento del crédito bancario para el pequeño empresario. A fines de la década llegó a su clímax la polémica del control natal. Anapo tomó partido a favor de la encíclica Humanae Vitae, de Paulo vi en 1968, el año en que el Papa visitó Colombia. Esta posición natalista prestigió a Rojas entre muchos párrocos rurales y le ganó la simpa­ tía de todos los antiimperialistas que veían en el control natal un instrumento norteamericano para someter a la América Latina. El tema no estaba del todo resuelto en la conciencia de las gentes, en especial del campo y, al respecto, se denunciaron las prácticas de los empleados de las campañas de erradicación de la malaria, entrenados para convencer a las mujeres de adoptar métodos de control natal y aplicarles el dispositivo intrauterino conocido como churrusco. El crecimiento de los electorados rojistas obedeció a la incapacidad del fn de ganarse las masas de inmigrantes urbanos, al aumento del desempleo urbano en la década de los años 1960 y al encono de muchos políticos locales por la cen­ tralización estatal consagrada en la reforma de 1968. Pese al repunte en 1966, el desgaste electoral del f n fue notable {véase cuadro 14.1). En la jornada electoral de 1970, la coalición frentenacionalista quedó en entredicho. Horas después de cerradas las urnas, las radiodifusoras daban cuen­ ta de la victoria del general Rojas. A la medianoche el gobierno canceló la trans­ misión de resultados parciales y a la mañana siguiente anunció el triunfo del candidato oficial. Al otro día, el presidente Lleras Restrepo ratificó el resultado e impuso el toque de queda en las grandes ciudades. Rojas aceptó en privado. Un año después fundó un nuevo partido en un acto multitudinario en Villa de Le­ yva, en el corazón de su Boyacá natal. Hasta ahora Anapo había sido la coalición informal de rojistas liberales y conservadores. Con el nuevo partido se transforma­ ban en anapistas a secas.

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Cuadro 14.1, Votación a favor del FN y participación electoral.

Elección % de los votos % de los > 21 años Plebiscito de 1957 95 73 Elección de Alberto Lleras, 1958 80 48

Elección de Guillermo L. Valencia, 1962 62 28

Elección de Carlos Lleras, 1966 71 27 Elección de Misael Pastrana, 1970 40 19

Fuente: Palacios, Marco, Fl populismo en Colombia. Bogotá,1970, p.89.

La elección presidencial de 1970 puede considerarse un hito en la historia electoral colombiana. Ahora fue aún más claro que en la votación gaitanista de 1946 y 1947 el peso electoral de las ciudades y de los pobres. La victoria de Rojas en los principales centros urbanos del país sacó a la luz algunos aspectos del cambio cultural. Las migraciones no eran solo un asunto demográfico y social. Se estaba produciendo una migración de electores desde los partidos tradiciona­ les hacia nuevas fuerzas políticas. Estos cambios se advierten en el cuadro 14.2, que reorganiza los resultados electorales conforme al modelo de regionalización del país dentro de las jerarquías urbanas antes mencionadas {véase cuadro 13.4). El movimiento tradicionalista de Rojas ganó holgadamente en los centros urbanos. El f n , impulsor y paradigma de la modernidad política, logró la victo­ ria extrayendo más del 60 por ciento de sus votos de las zonas rurales. Pero el voto rojista fue urbano en un sentido más administrativo que sociológico. Es de­ cir, los pobres de las grandes ciudades colombianas dela década de los años 1960 tenían una mentalidad más campesina que citadina. Por el contrario, el voto por el conservador Misael Pastrana, el candidato del f n , fue relativamente débil en las ciudades y más fuerte en los distritos rurales en los que las maquinarias tra­ dicionales trabajaron más o menos bien.

Antes de emprender el desmonte del f n , conforme a la reforma constitu­ cional de 1968, había que desmontar la Anapo. Pastrana elaboró una retórica de conservatismo social; anunció una reforma urbana con el trasfondo de expro­ piaciones y redistribución que nunca se realizó, y empleó organismos estatales como el Instituto de Mercadeo Agropecuario ( id e m a ), para distribuir mercados populares en las zonas de alta votación rojista. Simultáneamente cooptó a muchos líderes de la Anapo y bloqueó financieramente las municipalidades en las que hubiera mayorías anapistas en los concejos. En 1972 comenzó el eclipse de Ana­ po y dejó de ser la amenaza populista. Para paliar el fracaso de la reforma agraria, los gobiernos del desmonte acogieron los programas contra la pobreza rural del Banco Mundial. Se echaron a andar el Programa de Alimentación y N utrición ( p a n ) y el Desarrollo Rural

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Cuadro 14.2. Comparación de la votación entre el candidato del FN y el general Rojas, 1970.

Rojas Pinilla Misael Pastrana

jerarquía urbana V otos % V otos %

Metrópoli nacional 261.456 16,7 236.303 14,5

Capitales regionales 244.478 15,7 153.017 9,4

Centros regionales 1 194.084 12,4 142.572

Centros regionales II 152.024 9,7 110.671 6,8

Centros semiurbanos 157.196 10,1 182.910 11,3

Centros rurales 552.130 35,4 799.462 49,0

Total 1.561.468 100,0 1.625.025 100,0

' Incluye los votos en el exterior; Rojas 3.986; Pastrana 10.606.

Fuentes: elaborado con base en Registraduría Nacional del Estado Civil, Organización y Estadísticas Electoral, Bogotá, 1970 y Departamento Nacional de Planeación, "Modelo de Regionalización" Re­ vista de Planeación, II, N" 3 (octubre 1970), pp.302-339.

Integrado, d r i, diseñados para detener la erosión del minifundio, más peligrosa en zonas aledañas a los focos guerrilleros. Al llegar el desmonte había pasado el miedo de la Revolución cubana y se abandonaron las promesas reformistas. El Estado debía orientarse a favorecer la acumulación de capital; después vendría la redistribución del ingreso. Del expe­ rimento de Anapo los dirigentes políticos concluyeron cuán peligroso podía ser movilizar a los pobres de las ciudades. Quizás por esto después de 1970 aumen­ tó progresivamente la abstención urbana y la votación de las grandes ciudades pesó cada vez menos en ei total de la votación del partido urbano por excelencia, el liberal. En las provincias irrumpió una nueva generación de políticos que relevó implacablemente a los caciques de la época de la Violencia, prominentes en el FN. Disminuyó entonces la deferencia y obediencia a los jefes naturales. De esta nueva generación salieron los "barones" regionales y sus maquinarias dieron legitimidad electoral al Estado, sin necesidad de canalizar la movilización y el conflicto social. Se amplió la brecha entre vastos sectores de la población y el con­ junto de instituciones políticas. La inflación también contribuyó al aumento del malestar de las clases medias. Si el incremento anual de precios durante los pri­

meros doce años de f n había sido del 11,1 por ciento, en los doce años siguientes subió al 20,8 por ciento, y en 1977, año de un paro nacional que tuvo ribetes de represión violenta, alcanzó 33,1 por ciento, el récord en la posguerra. En las elecciones de 1974, las primeras que se verificaban sin la paridad, los liberales arrasaron a los conservadores: 113 representantes y 67 senadores rojos

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contra 66 y 38 azules, respectivamente. Los dos partidos sumados tenían más del 90 por ciento de los escaños. Pero el desafecto por este sistema esclerosado llevó a muchos sectores de la clase media urbana a retirarse de las urnas. Algunos vieron con recelo la nueva alianza del otrora revolucionario del m r l , Alfonso Ló­ pez Michelsen, con la clase política encarnada en Julio César Turbay, un diestro componedor y hombre de maquinarias. Tal alianza derrotó en 1973 la precandi- datura de Carlos Lleras Restrepo. La alianza Turbay-López, convertida en 1977 y 1978 en "El grupo de los 90", aplastó a la "democratización", la corriente llerista de la que saldría el Nuevo Liberalismo, dirigido por Luis Carlos Galán. El país se había despolitizado en un momento de intenso cambio social. Problema que resaltaría con la desaparición de la oposición electoral y la evi­ dente inadecuación de las instituciones estatales y partidistas para canalizar las demandas sociales. El régimen se movía por las inercias clientelistas creadas du­ rante los dieciséis años de f n . Las experiencias del m r l y la Anapo enseñaron a la clase política los peligros de hacer oposición y la facilidad del gobierno de turno de cooptarla o desbaratarla. Así que los políticos eran gobiernistas por naturale­ za y no quisieron entender que la sociedad en transformación requería otro tipo de liderazgo. Confiaron en que los resultados electorales seguirían produciendo la gobernabilidad necesaria, así fuese tenue y volátil {véase cuadro 14.3). Al coincidir el desmonte con la crisis de la industrialización sustitutiva, hubo un cambio de acento en la política económica y social. López Michelsen, el primer presidente de este periodo, habló del "rescate de la vocación agrominera del país", para convertir a Colombia "en el Japón de Suramérica". Comenzaba así el pausado viraje hacia la liberalización, manifiesto en la adhesión al g a t t (1980), en el desmonte de la planeación indicativa y en el abandono de políticas activas de inversión industrial por parte del Estado. El gobierno de López aireó el tema de los costos de la protección indus­ trial mediante la sustitución de importaciones en una agria disputa con la a n d i . Afirmó que seguir subsidiando a la industria iba en desmedro de la eficiencia y competitividad y acentuaría la crisis fiscal. Entre tanto se llevó a cabo la libera­ lización financiera que, ante la au.sencia de instituciones reguladoras y eficaces, resultó en mayor concentración del capital y del poder económico y aumentó la inflación. Uno de sus efectos políticos fue que en 1980, bajo el gobierno de Julio César Turbay Ayala, afloraron los escándalos de dos poderosos grupos finan­ cieros. Situación que incidió en la división de los liberales y en el triunfo de un conservador, Belisario Betancur, en las elecciones presidenciales de 1982. En la década de los años 1980 hubo más consenso sobre la necesidad de diversificar la base económica y eliminar gradualmente la protección industrial, de modo que el sector fuera más competitivo y continuara orientándose a los mercados externos. Si bien el énfasis de los gobiernos de Belisario Betancur y Virgilio Barco fue social en un contexto de crisis política más que económica, el primero enfrentó una aguda crisis industrial, a causa del endeudamiento exter­ no de las empresas y el alza de las tasas de interés en el mercado internacional.

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Cuadro 14.3. Resultados electorales para la presidencia, 1974-1986.

A ño Liberal Conservador O tros Izquierda Participación

López, G óm ez María E. Echeverri 1974 M ichelsen 58% Hurtado, 31,4% Rojas 9,4% 2,6 % 56,2%

Turbay Aya- Betancur, Valencia, 3 candidatos, 1978 45% la, 49,5% 46,6% 1,3% 2,4% Betancur, Galán, M olina, 1982 López, 41,0% 50% 46,8% 10,9% 1,2 %

G óm ez Pardo, 1986 Barco, 58,3% Pardo, 4,5% 46% Hurtado 35,1 4,5%

Fuente: Hartlyn, Jonathan, La política del régimen de coalición. La experiencia del Frente Nacional en Co­ lombia, Bogotá, 1993, p. 198. La participación, que se refiere al potencial de sufragantes, está tomada de Registraduría Nacional del Estado Civil, Historia electoral colombiana, 1810-1988, Bogotá, 1991, pp. 151-159.

Esta coyuntura interna, acompañada de un aumento del déficit fiscal, coincidió con la crisis de la deuda en América Latina. El gobierno de Betancur tuvo que acordar el primer programa de "ajuste voluntario" con el Fondo Monetario In­ ternacional, que consistió en una drástica reducción del gasto público y una sus­ tancial devaluación del peso. La primera medida se tradujo en una congelación de los salarios y de los programas de educación y vivienda popular; como otros programas de ajuste en el Tercer Mundo, los más pobres pagaron despropor­ cionadamente. La devaluación protegió a la industria, pero la corriente iba en otra dirección. Barco empezó a desmantelar la protección arancelaria, obra que completó César Gaviria (1990-1994) entre 1990 y 1992.

El interregno, 1986 hasta el presente

'Interregno', dice el Diccionario de la Real Academia Española, "es el es­ pacio de tiempo en que un Estado no tiene soberano". No es un periodo de anarquía sino de suspenso. En Colombia, el Estado y la política quedaron en vilo ante poderosas fuerzas centrífugas como la globalización, los entramados de narcotraficantes y políticos clientelistas, los poderes locales de los guerrilleros y de los paramilitares. A pesar del enorme desgaste de las fórmulas del desmonte del f n , y quizás por pertenecer al partido minoritario en el Congreso, Belisario Betancur no se atrevió a replantear el asunto de la composición bipartidista del gabinete. Por otra parte, muchos analistas consideran que políticas de Betancur, como la bús­ queda de la paz con las guerrillas y la reforma constitucional que permitió la elección popular de alcaldes, marcaron una transición de apertura democrática, como él mismo bautizó su gobierno.

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La aplastante victoria electoral de Virgilio Barco en 1986 le permitió aban­ donar la última regla del constitucionalismo frentenacionalista. Ofreció a los con­ servadores tres ministerios, en un gabinete ministerial de trece, obligándolos a rechazar la oferta. Entonces Barco proclamó que iba a gobernar con su partido,

abandonando así la última regla del f n : la composición bipartidista del gabinete. Empezó el interregno que, al menos formalmente, ha debido terminar con la expedición de la Constitución de 1991. No fue así. Por una parte, los valores y prácticas subyacentes de la política informal seguían determinando la vida pú­ blica, aparte o contra la normatividad, conforme al conocido proverbio político latinoamericano: "para los enemigos, la ley; para los amigos, el favor". Por otra parte, se multiplicaron los problemas asociados con el narcotráfico y la guerrilla. Los hallazgos de los yacimientos petroleros en el oriente colombiano empeora­ ron los síntomas de la enfermedad holandesa. En esta coyuntura, la globaliza- ción golpeó con más intensidad las frágiles estructuras del Estado colombiano.

L a l e v e d a d d e l n u e v o constitucionalismo

Durante el primer gobierno del desmonte, las elites espantaron los miedos sociales. Vieron con claridad que la pobreza y la miseria en los cinturones urba­ nos no impulsaban a la población a levantarse o a secundar guerrillas urbanas. El principal desorden en las ciudades se originaba en los grupos militantes de extrema izquierda de las grandes universidades públicas. Con el tiempo tal des­ orden fue una rutina que pudo controlar la Fuerza Pública, a veces con saldo de muertos y heridos graves. De los alborotos se beneficiaron las universidades privadas, no solo porque las clases medias las buscaron con más premura, sino porque alegaron que, en educación superior, lo público era un desastre. Las guerrillas eran tan débiles que, aseguran testigos autorizados, el pre­ sidente López Michelsen impidió el aniquilamiento del e l n , en desbandada des­ pués del cerco militar en la región antioqueña de Anorí (1973) en el cual cayeron abatidos casi todos los miembros de la flor y nata de esa guerrilla. La sorpresa llegó en septiembre de 1977, cuando un paro cívico nacional, en aquel momento expresión de nuevas modalidades de protesta urbana, derivó en una violencia represiva, más improvisada que calculada, que apenas pudieron ocultar los me­ dios de comunicación. En esas protestas, más que en las operaciones militares del M-19 de la época, deben verse síntomas del descontento social, de la aliena­ ción de amplios sectores del régimen político y de la incapacidad de este para ofrecer respuestas institucionales y soluciones participativas. La serie de escán­ dalos de corrupción financiera y política que siguieron en los años siguientes, desprestigiaron a las elites ante los ojos de las clases medias. López Michelsen planteó una reforma constitucional, pero la iniciativa fue bloqueada en el Congreso. Los presidentes liberales Turbay y Barco, quie­ nes, como López, partían de mayorías en el poder legislativo, recorrieron in­ fructuosamente esa vía. El único que logró conducir exitosamente una reforma

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constitucional fue el conservador Betancur. Esta consagró la elección popular de alcaldes, que empezó a realizarse en 1988. La reforma aireó la política en algunas localidades, mientras que en otras fortaleció los poderes locales clientelistas. El cambio constitucional vino un poco inesperadamente, en una difícil coyuntura de orden público en 1988-1991. Como en muchos quiebres políticos de esta naturaleza, fue decisiva la audacia de los dirigentes. Al respecto pueden citarse a Núñez y Caro en 1885-1886, o a los padres del f n en 1956 y 1957. El objetivo, como en los casos citados, fue pacificar. En esta ocasión el enemigo era el narcotráfico, que desde 1988 había desatado una fulminante guerra terrorista, sin cuartel y en ascenso. Uno de los episodios más alarmantes de esta campaña fue el asesinato en 1989 del jefe del partido liberal Luis Carlos Galán, quien, como Gaitán en 1948, iba camino a la presidencia. El asesinato fue ordenado por Pablo Escobar, jefe de una de las organizaciones más poderosas y agresivas del narcotráfico. Con la bandera de la moralización política y el talante reformista de Carlos Lleras, Galán había consolidado una base en las clases medias liberales de las ciudades. En 1982 no dudó en lanzar su candidatura presidencial, dividiendo a su partido y cerrando el paso a una segunda presidencia de Alfonso López Mi­ chelsen. De ahí en adelante su ascenso fue meteòrico. Había que refundar el Estado: a esta conclusión llegaron sectores de las elites a fines de la década de los años 1980. De tal entendimiento surgió un nuevo orden constitucional más participativo y descentralizado; más social y justo; más transparente y menos corrupto. Pero llama la atención lo frágil de la legitimidad y legalidad del proceso constituyente. No existían bases legales para convocar la Asamblea Constituyente. Más significativo, a diferencia del plebiscito de 1957, en el cual votó más del 90 por ciento de la población apta, en 1990 la abstención para elegir Constituyente fue una de las más altas en la historia electoral del país, el 74 por ciento, muy por encima de la tendencia estadística desde 1958. Los constituyentes fueron elegidos con menos de la mitad de los votos depositados por los congresistas unos meses atrás y a quienes revocaron el mandato. El constitucionalismo del decenio de los años 1990 adhirió a la ola de- mocratizadora mundial, cuya cresta era, en ese momento, la caída del Muro de Berlín y el fin del sistema soviético. En este sentido, es notable el contraste con los orígenes del fn moldeado por la Guerra Fría con su reformismo preventivo de la década de los años 1960, expresado en la Alianza para el Progreso. En 1990, el espíritu de reforma nacía del espíritu de la posguerra fría: protección de los Derechos Humanos y del medio ambiente, sociedad civil participativa, descen­ tralización, desmilitarización. Hay otros aspectos en que también se diferenciaron los procesos de 1957 y 1991. En 1957 no se cuestionó la política económica central de industrializa­ ción sustitutiva. En 1990, con un retardo de una década con respecto al resto de América Latina, las elites políticas y empresariales colombianas se animaron a emprender la apertura comercial y financiera y la privatización. Principios que

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venían predicándose desde la crisis industrial del decenio de los años 1970 y para la que estaba abonado el terreno. Si este cambio no complicó el proceso constituyente, sí creó fuertes tensiones con los sindicatos del sector público, in­ mediatamente después de que fuera aprobada la Constitución. Otra diferencia con el proceso de 1957 es que el plebiscito, pactado a puerta cerrada, instauró un sistema bipartidista excluyente. En la Constituyente, entre los 70 miembros electos, sobresalieron jefes y voceros de las guerrillas desmo­ vilizadas. Así, la Alianza Democrática-M-19 obtuvo 19 escaños, contituyéndose en una de las tres fuerzas políticas que dominaron la Asamblea. Las otras dos fueron el partido liberal, 25 escaños, y la facción de Álvaro Cómez Hurtado, 11 escaños, bautizada como Movimiento de Salvación Nacional. Irónicamente, Mi- sael Pastrana, el último presidente del f n , quien encabezó un menguado Partido Social Conservador, con solo 5 escaños, quedó marginado en la Asamblea. Como en 1957, el proceso de 1990 fue organizado desde arriba. Los jefes liberales de un lado, particularmente Alfonso López Michelsen, y del otro, Alva­ ro Cómez Hurtado, mostraron que en Colombia las familias políticas aún siguen mandando. Quizás habían previsto que en los años siguientes los movimientos legales de los guerrilleros desmovilizados perderían fuerza hasta desaparecer del mapa electoral. Visto en una perspectiva a largo plazo, puede decirse que la Carta de 1991 enterró el pasado. No se la concibió ni presentó con referencia a tal o cual Cons­ titución anterior. Sus puntos de comparación fueron, más bien, las nuevas cons­ tituciones de España y Brasil, aunque su inspiración filosófica se remonta a los constitucionalismos clásicos de fines del siglo xviii. El documento de 1991 desarrolla la última generación de Derechos Hu­ manos y el derecho ecológico; reconoce la pluralidad étnica del pueblo colom­ biano; afirma principios actuales de descentralización fiscal y fortalece el poder judicial. Plantea, aunque sigue en el aire, el tema de la reordenación territorial del país, excepto por la jurisdicción especial que creó para las comunidades in­ dígenas, y más tarde, para las negritudes. Pero no tocó el papel de las Fuerzas Armadas en un orden democrático. Restringió las funciones del Cobierno en relación con la moneda y, para subrayar la apertura política, condicionó, toda­ vía más que la reforma constitucional de 1959, el régimen de Estado de sitio que ahora se llama "Estado de conmoción interior". En las circunstancias adversas de 1990, miles de colombianos deposita­ ron su esperanza en la fórmula ofrecida por el Cobierno, los grandes diarios de circulación nacional y los grandes grupos económicos, aunque la visibilidad se dio a grupos de estudiantes universitarios que pedían el cambio constitucional. La Constitución de 1991 aumentó las expectativas, pero sus logros, como bien podía esperarse dadas la improvisación y debilidad del proceso constituyente, han sido mínimos al no estar acompañados de cambios en la cultura política y reformas económicas y sociales sustanciales. Así, se desvanece otra quime­

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ra. Pocos años después de expedida la Constitución, es evidente que no hay más competencia política, que la corrupción prosigue, que no surgen partidos modernos y, sobre todo, que el país no se ha pacificado. Desde Betancur en 1982, todos los presidentes han propuesto y desarrollado procesos de paz con las gue­ rrillas. Aunque algunas se desmovilizaron entre 1989 y 1994, y participaron en la Constituyente, el problema es cada vez más embrollado.

El vacío que fueron dejando los dirigentes políticos del f n , muchos de los cuales habían comenzado su carrera política en las décadas de los años 1920 y 1930, fue llenado por una nueva clase política más dispersa desde una perspecti­ va nacional por estar más atada a los poderes tácticos locales. Esto se aprecia, por ejemplo, en la constante fragmentación electoral medida a través del número de candidatos. El surgimiento de corrientes cívicas y el potencial explotado por la Anapo fueron lecciones para la generación de políticos que alcanzó la madurez en la década de los años 1980. La elección popular de alcaldes fue un paso decisivo en formalizar esta fragmentación. La Constitución de 1991 la consolidó. Separó los calendarios y por tanto las campañas. Fijó cada tres años para las de alcaldes y gobernado­ res, concejos municipales y asambleas departamentales; cuatro años para las de Congreso, divididas en una circunscripción nacional de senadores y circunscrip­ ciones departamentales para la Cámara de Representantes. Igualmente, separó estas elecciones de las presidenciales, a las que se abrió la posibilidad de segun­ da vuelta si en la primera ninguno de los candidatos obtiene la mitad más uno de los votos emitidos. Parcelada la actividad electoral, aumentó la competencia individualista de candidatos y se debilitaron las maquinarias centrales de los partidos. Surgió el mi- croempresario electoral y se encarecieron las campañas. La televisión se convirtió en el medio esencial de propaganda. Pero los dos partidos tradicionales, con una notable ventaja del liberal, continúan dominando las instituciones políticas. A la luz de los altos ideales de los constituyentes, plasmados en nuevos derechos constitucionales, la última década del siglo xx ofrece mayores frustra­ ciones. Por ejemplo, el desempleo urbano que en los últimos años ha alcanzado las cotas más altas desde que hay estadísticas, contradice el principio constitu­ cional que coloca el derecho al trabajo como uno de los fundamentales. La nor­ ma según la cual los derechos de los niños prevalecerán sobre todos los demás no se conciba con el aumento de denuncias sobre abusos de todo tipo contra los niños, la mayoría de los cuales se realizan en el hogar y en el entorno del trabajo familiar; ni con el aumento del déficit de cupos escolares en muchas municipa­ lidades, particularmente del Caribe. El agudo y creciente problema social de los desplazados, en muchas ocasiones acosados por las Fuerzas Armadas, contrasta con la protección constitucional a los Derechos Humanos. Por otra parte, por la vía de las tutelas y del control constitucional ha avanzado la protección de muchos derechos laborales e individuales. Las ado­

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lescentes embarazadas no pueden ser expulsadas de los planteles educativos; los homosexuales no pueden ser discriminados en las Fuerzas Armadas y los mo­ ribundos tienen derecho a una muerte digna o asistida por sus médicos. Algu­ nos de estos derechos, particularmente el último, suscitan fuertes controversias políticas, morales y filosóficas en países que son paradigma de la democracia moderna y allí no han sido reconocidos en el grado colombiano. Esto sugiere la levedad del nuevo constitucionalismo en la espesura de una sociedad que tiene pocas oportunidades para prestarle la atención que, quizás, merece. Otro avance significativo tiene que ver con los equilibrios establecidos en muchas .sentencias de los altos tribunales sobre decisiones de las instituciones económicas del Esta­ do; por ejemplo, sobre la equidad social de las tasas de interés o de las políticas antiinflacionarias. Los desarrollos legales de la Constitución quedaron en manos de la clase política preconstituyente. El problema de fondo sigue siendo el mismo desde la fundación de la República: la distancia entre los sueños del constitucionalismo y las prácticas sociales.

Los NUEVO S p o d e r e s : narcotráfico y PETRÓLEO

En la globalización de los mercados de drogas, armas y dineros ilícitos, es manifiesto el papel de Estados Unidos, el principal país consumidor de drogas prohibidas, centro mundial de las operaciones de dineros ilegales e importante proveedor de armas a los mercados negros colombianos. El gobierno norteame­ ricano fija unilateralmente los parámetros dentro de los cuales países-fuente, como Colombia, deben colaborar en la guerra a las drogas. En la edición del 6 de julio de 1981, la revista Time citaba un estudio según el cual "Como las motocicletas, las metralletas y la política de la Casa Blanca, la cocaína es, entre otras muchas cosas, sustituto de virilidad. Su mera posesión da estatus: la cocaína equivale a dinero y el dinero a poder". Eran tiempos de per­ misividad y altos precios en las calles de las ciudades estadounidenses. Poco después, informes de diversas instituciones públicas y privadas de los Estados Unidos describieron la plaga de la cocaína y, lo que era peor, de subproductos aún más dañinos y adictivos como el crack que en Colombia se lla­ ma basuco. Epidemias que afectaban la salud pública y generaban epidemias de criminalidad y la corrupción de algunos policías. En poco tiempo se consolidó un consenso político de "cero tolerancia". Se pusieron en marcha diversos pro­ gramas de guerra a las drogas que en Colombia habrían de tener amplios efectos diplomáticos, políticos, militares y sociales. La estrategia de guerra de la Casa Blanca definió, primero, que el núcleo del problema estaba del lado de la oferta, es decir de países como Bolivia, Perú, Colombia y México. Segundo, que los ejércitos de estos países debían encargarse de la represión. Ante el fracaso del Ejército colombiano, evidente en la guerra a la organización de Pablo Escobar, el principal narcotraficante de la historia del

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país, se cambió de estrategia. La Policía nacional fue reformada y reemplazó al ejército en estas funciones represivas. La guerra a las drogas vino acompañada de sanciones unilaterales como la descertificación. También se pusieron en marcha tratados de extradición de nacionales a los Estados Unidos. Políticas que provocaron resentimientos nacio­ nalistas. La extradición llevó a la escalada terrorista de los narcotraficantes. Cen­ tenares de testigos, jueces y periodistas cayeron asesinados. El apaciguamiento llegó con la prohibición constitucional de extraditar colombianos, consagrada en la Constitución de 1991 y revocada por el Congreso a iniciativa del gobierno en 1997, bajo presiones del gobierno norteamericano. El cuadro 13.12 muestra que la dinámica económica del narcotráfico desbordó esta lógica de represión. Narcotráfico y petróleo implican una transferencia masiva de recursos a las clientelas locales y a las guerrillas. Fenómenos que, por supuesto, no excluyen la corrupción de los políticos en el plano nacional. El más claro ejemplo de esta es el llamado, "Proceso 8.000", que deja presumir un extendido sistema de rela­ ciones de protección, complicidad y soborno entre la clase política de ambos par­ tidos y los narcotraficantes. Relaciones tejidas desde la década de los años 1970. El cambio de opinión pública y las presiones de Estados Unidos transfor­ maron lo que era una práctica más o menos aceptada, pero discreta, en el mayor escándalo político del siglo xx. Que los empresarios financiaran políticos no era nada nuevo. La a n d i, por ejemplo, estableció el método desde su fundación y desde el f n prácticamente todas las grandes empresas financian campañas. Lo novedoso era que los narcotraficantes, además de ser empresarios, estaban por fuera de la ley y algunos manejaban directamente organizaciones criminales y, en todo caso, muchísimo dinero. Estos eran los usos y costumbres que explican cómo la campaña presiden­ cial de Ernesto Samper recibió del Cartel de Cali, una de las grandes organiza­ ciones de narcotráfico, cinco mil millones de pesos (unos dos y medio millones de dólares) para la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 1994. Por este delito purgan condenas de cárcel una docena de políticos liberales de pri­ mera línea. Aunque eran muy fuertes los indicios que apuntaban a la respon­ sabilidad directa del presidente Samper, al fiscal le faltó destreza y experiencia para cimentar un caso convincente. Para rematar el episodio, la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, en manos de la facción oficialista, precluyó el proceso. Por otra parte, la politización de la renta petrolera vigoriza el sistema clientelar. Según los presupuestos teóricos generales de la descentralización, se acordó que el Gobierno central debe transferir 49 por ciento de las regalías pe­ troleras a los municipios y departamentos donde hay explotaciones y a aquellos por donde pasan los oleoductos; una fracción va al resto del país. Las nuevas explotaciones petroleras están ubicadas en regiones de frontera. Allí son noto­ rios el vacío del poder institucional, el juego clientelar y la violencia guerrillera extorsiva. Y allí todo dinero público que ingresa se gasta.

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CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE COLOMBIA " Art. 44. Son derechos fundamentales de los niños; la vida, la integridad física, la salud y la seguridad social, la alimentación equilibrada, su nombre y nacionalidad, tener una familia y no ser separados de ella, el ciudado, el amor, la educación y la cultura, la recreación y la libre expresión de su opinión. Serán protegidos contra toda forma de abandono, violencia física o moral, secuestro, venta, abuso sexual, explotación laboral o económica y trabajos riesgosos. Gozarán también de los demás derechos consagrados en la Constitución, en las leyes y en los tratados internacionales ratifi­ cados por Colombia. "La familia, la sociedad y el Estado tienen la obligación de asistir y proteger al niño para garantizar su desarrollo armónico e integral y el ejercicio pleno de sus derechos. Cualquier persona puede exigir de la autoridad competente su cumplimiento y la sanción de los infractores. "Los derechos de los niños prevalecen sobre los derechos de los demás".

Males que agobian la niñez colombiana (cifras aproximadas) Que viven en las calles Entre 25 mil y 30 mil Que trabajan 2,5 millones Que están fuera del sistema educativo 2,8 millones En la prostitución 30 mil En el conflicto armado 6.000 menores de 18 años Que viven en condiciones de miseria 2 millones Que raspan coca 200 mil Sin resgistro civil 18,4% de menores de 5 años Vícitmas de maltrato 2 millones

Fuente: Unicef, 5 de abril de 2001, p. 6A

Las regalías se invierten en obras innecesarias, a veces extravagantes, pero que permiten ejecutar gigantescos contratos adosados por comisiones ilegales. La guerrilla tiene un poder tal que es un intermediario conocido de estos contra­ tos. Se trata por cierto de zonas con muy poca población, factor que no se tuvo en cuenta cuando se expidió la ley. Por ejemplo, las regalías per cápita de Arauca son 362 veces superiores a las de Antioquia, 1.300 veces las de Cundinamarca y 8.900 las de Risaralda. La elección popular de alcaldes, las transferencias obligatorias de recursos fiscales a los municipios y el énfasis neofederalista de la Constitución de 1991 están creando nuevos balances dentro de las unidades territoriales del Estado colombiano, para las cuales no existen las instituciones estatales adecuadas. Esto

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se aprecia en la atropellada expansión del gasto estatal. De un lado, entre 1992 y 1998 el Estado vendió a los particulares un conjunto de empresas prestadoras de bienes y servicios, liberándose de una pesada carga financiera. Simultáneamente se emprendieron estudios para racionalizar la actividad de las instituciones es­ tatales con miras a reducir la burocracia, simplificar procedimientos y acercarse a la ciudadanía. Se buscaba achicar el Estado, es decir, contraer y mejorar la eficiencia del gasto. Pero ocurrió todo lo contrario. ¿Por qué? Una razón fundamental es que, quizás por primera vez en la historia na­ cional y gracias al petróleo, el Estado tiene recursos patrimoniales y rentas deri­ vadas de una magnitud tal que da autonomía a los políticos en relación con las elites empresariales y económicas. Los gobiernos pueden gastar más sin incurrir en el costo político de aumentar impuestos. Simultáneamente, el sector privado puja por captar parte de la renta petrolera, exigiendo exenciones fiscales y sub­ venciones por la vía de las tasas de cambio e interés bancario. En solo cuatro años, de 1995 a 1998, el gasto público total pasó del 32,2 por ciento al 36,9 por ciento del PIB. En un país con infraestructuras físicas deficien­ tes (carreteras, autopistas, puentes, puertos, túneles) y con graves rezagos del gasto social, particularmente en educación y salud, este aumento sería bienveni­ do. Pero el 70 por ciento se destina al gasto corriente en el cual una proporción significativa se va en pagar las nóminas y gabelas de la burocracia, incluida la militar. Este desbalance entre el gasto corriente y la inversión pública se origi­ na en la racionalidad del juego político. Los horizontes temporales del político profesional dependen de un ciclo de corto plazo, en general el cuatrienio del presidente y de los congresistas (tres años de alcaldes y gobernadores), mientras que los efectos positivos de una política de educación o de dotación de vías solo se ven en el mediano plazo. Dada la naturaleza clientelista de la política, se incrementaron desmesu­ radamente los rubros de remuneraciones no solo del gobierno central sino de los departamentos y municipios, por medio de las transferencias ordenadas en la Constitución de 1991. Además, el conflicto armado y la represión al narcotráfico han colocado a Colombia en contravía de su propia tradición presupuestaria y de lo que está ocurriendo en América Latina. Por ejemplo, el gasto militar pasó del 1,6 por ciento del PIB en 1985 al 2,6 por ciento en 1995, y m antiene la ten­ dencia a crecer. Pero aquí también se ve que una parte sustancial del incremento va a pagar la nómina y las prebendas pensiónales y prestacionales del personal militar. La expansión del gasto público genera una permanente presión inflacio­ naria y una propensión al déficit fiscal. Aun cuando muchos sectores ciudada­ nos y empresariales quieren ver un Estado más activo en el frente de las obras públicas, la ideología en boga señala que el Estado inversionista y centralizado es ineficiente y corrupto.

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E l CAM BIO c u l t u r a l : c u l t u r a p o p u l a r y c u l t u r a d e ELITE

La pieza maestra del cambio cultural de la segunda mitad del siglo xx ha sido la secularización. Las pautas son mundiales, pero hay algunos matices es­ pecíficos. En este periodo se debilitó considerablemente la autoridad del clero católico en asuntos de moralidad pública y privada, de políticas educativas o de política partidista. La urbanización y la expansión del alfabetismo y de la escolaridad; del cine y de la televisión, y de nuevas formas de cultura popular, incluidos los deportes, crearon nuevos modelos y paradigmas. Los intelectua­ les, particularmente los columnistas de la prensa escrita, fueron quedando al margen en su papel tradicional de formadores y orientadores de opinión. Los traumas del Bogotazo y de la violencia del 9 de abril en provincia acentuaron la despolitización y, en ese contexto, el intelectual ideólogo cedió el lugar al intelec­ tual experto. Dentro de los expertos, el jurista perdió terreno ante el economis­ ta. Recientemente retorna un jurista más técnico, menos ideológico, y hay más equilibrio con el economista, aunque ambos están siendo desplazados por los especialistas en mercadotecnia comercial y electoral. La paz frentenacionalista requería enterrar, al menos temporalmente, las ideologías de los partidos. Quienes buscaron explotarlas fueron tachados de anacrónicos y sectarios. Dos condiciones enmarcan este proceso secularizador. Primera, en todo este periodo el número de lectores de libros, periódicos y re­ vistas ha sido uno de los más bajos de América Latina. Segunda, la televisión llegó al país a mediados de la década de los años 1950, bajo el predominio de la censura política y moral, combinada con la autocensura. Empezó, como en casi todo el mundo, la hora de los locutores y presentadores de noticias y progra­ mas culturales anodinos. Sus voces tersas y sus hablas sin dejos regionales se adecuaron a los nuevos públicos. Los programas de mayor densidad intelectual consistían en concursos de preguntas y respuestas de tipo enciclopédico, a cargo de unos sabelotodos que hacían creer al radioescucha o al televidente que allí se suministraban cápsulas milagrosas de sabiduría. Radio y televisión montados sobre los modelos norteamericanos de pautas comerciales fueron los sustitutos de la educación pública y nunca, ni siquiera cuando se habló en la década de los años 1980 de "universidad abierta", se consideró el modelo estatal de la televi­ sión británica o francesa, que asume la posibilidad de elevar el nivel educativo de la población entreteniéndola. La concentración del poder económico y la difusión de la televisión lle­ varon al retroceso de las elites eclesiásticas y laicas en su papel de moldeadoras de la visión del mundo de los sectores populares y de árbitros de la cultura po­ pular. Esto fue más evidente en el decenio de los años 1990. Entonces volvieron con fuerza inusitada los locutores chabacanos, de fuerte acento regional, aunque no desplazaron del todo a los más ecuánimes. El presidente Andrés Pastrana afianzó sus ambiciones políticas en la década los años 1980 como atildado pre­

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sentador de un telenoticiero. En representación de los primeros puede citarse a Edgar Perea, uno de los senadores más destacados de la legislatura 1998-2002, quien hizo nombre y prestigio como exaltado comentarista deportivo de la ra­ dio, sancionado en ocasiones por incitar a la violencia entre las barras de los equipos de fútbol. En los dos deportes nacionales más populares de la segunda mitad del siglo XX, el fútbol y el ciclismo, cuya profesionalización coincide con la época de la Violencia, el pueblo colombiano encontró y se identificó con nuevos héroes que, con esfuerzo y talento, representaban no solo la posibilidad del ascenso y reconocimiento sociales, sino los valores de sacrificio personal, modestia, apego al terruño. Los políticos estuvieron prestos a explotar estas nuevas expresiones populares y, probablemente, siguiendo modelos como los de la Tour de Trance, el Giro d'Italia y la Vuelta a España, trataron de capitalizarlas. Esto fue muy claro, por ejemplo, en la creación del equipo de ciclismo de las Euerzas Armadas du­ rante la dictadura de Rojas Pinilla para competir en la Vuelta a Colombia, equipo extraído de los más populares ciclistas del país, principalmente antioqueños. El inicio anticipado de la Vuelta a Colombia en 1970 alivió las tensiones de la dra­ mática elección presidencial del 19 de abril de aquel año. En el fútbol debieron influir los modelos de la Argentina peronista y de la España franquista. Gracias a la sobrevaluación del peso pasaron por el fútbol colombiano grandes astros argentinos, y a comienzos de la décad de los años 1950 los bogotanos pudieron presenciar "encuentros clásicos" entre el Real Madrid y Millonarios de la capital. La concentración de la propiedad y el control de los medios de comu­ nicación han sido notables desde la década de los años 1930, en los inicios de la radiodifusión. Hoy día es notorio el nexo entre los grandes empresarios, los medios y la política. Dos de los mayores conglomerados empresariales del país, el Grupo Santodomingo y el Grupo Ardila Lülle, se hicieron a la propiedad de las principales cadenas de radio y televisión privada, de revistas para las clases medias y el primero adquirió recientemente el prestigioso diario liberal El Espec­ tador. Ambos grupos, que rehúyen asumir la responsabilidad política directa, se han convertido en patrocinadores abiertos de este o aquel candidato presiden­ cial y de los políticos en general. La urbanización, la radio, la discografia, el cine y la televisión crearon nuevos gustos y nuevos públicos. Las músicas folclóricas regionales, andinas, caribeñas, llaneras, se adaptaron a estos. También fue manifiesta la predilec­ ción popular por el tango argentino, las rancheras mexicanas, el bolero cubano- mexicano y la música bailable afroantillana. En sus comienzos, la radionovela y los programas radiales de humor se importaban de la Guba prerrevolucionaria. Pero con el tiempo fue evidente que el arquetipo de la cultura de masas era norteamericano. En cuanto en Estados Unidos, la cultura popular compendia valores igualitarios, tal como Tocqueville observó perspicaz y tempranamente, aparece en Golombia un contrapeso a la cultura de las clases altas tradicionales.

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ahora más secular aunque elitista como antes. Consideremos, por ejemplo, el influjo de las fórmulas de la cultura popu­ lar norteamericana en las telenovelas de los últimos 10 o 15 años y en el incipien­ te cine colombiano. A comienzos de la década de los años 1990, los actos oficiales del Congreso y del presidente de la República evitaban caer en el horario de una telenovela que alcanzaba los más altos ratings: Café con aroma de mujer. La histo­ ria se desarrolla durante la bonanza del decenio de los años de 1970, en torno a una poderosa familia de cafeteros originaria de Manizales. Ofrece una miscelá­ nea convencional de estafas en las exportaciones de café, picardías en la trepada social, virginidades recicladas y maternidades fraudulentas. La narrativa, ajena al estilo acartonado del género, estaba dominada por un punto de vista cínico y retorcido. Pese al aparente realismo, el libreto suprimió los quebrantos de la extorsión, la criminalidad común y el secuestro, a los que han estado expuestas las familias colombianas. No todo es cinismo. La estrategia del caracol, una de las películas nacio­ nales más taquilleras, cuenta las peripecias de los ingeniosos inquilinos de un gran caserón republicano del centro de Bogotá para eludir una orden judicial de evicción. Con el canon del Hollywood de las décadas de los años 1930 y 1940, la película pone en ridículo a los poderosos (el propietario, un vástago que quiere recuperar el inmueble) y sus mañosos intermediarios (el abogado, el juez y los policías); enaltece al pueblo sencillo y laborioso y tiene final feliz. La alta cultura es al mismo tiempo más cosmopolita y más nacional. Es decir, ha encontrado los lenguajes universales para descifrar y describir idio­ sincrasias colombianas. En este medio siglo han conocido su edad de oro las artes plásticas y escénicas; la arquitectura y la literatura. En los últimos lustros Bogotá se convirtió en sede de un reputado festival mundial de teatro. En todo el planeta se ha consagrado el poderío del arte y el talento de un Fernando Botero o de un Gabriel García Márquez, que extraen su colorido y fantasía de la savia pueblerina y provinciana del país.

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GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ Y EL "GRUPO DE BARRANQUILLA"

"El Manifiesto; Volviendo a lo de tus influencias. Dentro de tu formación literaria, ¿qué significó el "Grupo de Barranquilla? "Gabriel García Márquez: Fue lo más importante. Lo más importante, porque cuando estaba acá en Bogotá, estaba estudiando la literatura de manera, digamos, abstracta a través de los libros, no había ninguna correspondencia entre lo que estaba leyendo y lo que había en la calle. En el momento en que bajaba a la esquina a tomarme un café, encontraba un mundo totalmente distinto. Cuando me fui para la Costa forzado por las circunstancias del 9 de abril, fue un descubrimiento total: que podía haber una correspondencia entre lo que estaba leyendo y lo que estaba viviendo y lo que había vivido siempre. "Para mí, lo más importante del "Grupo de Barranquilla" es que yo tenía todos los libros. Porque allí estaban Alfonso Fuenmayor, Álvaro Cepeda, Germán Vargas, que eran unos lectores desaforados. Ellos tenían todos los libros. Nosotros nos emborrachábamos, nos emborrachábamos hasta el amanecer hablando de literatura, y esa noche citaban diez libros que yo no conocía, pero al día siguiente los tenía. Germán me llevaba dos, Alfonso tres... El viejo Ramón Vinyes... Lo más importante que hacía el viejo Ramón Vinyes era dejamos meter en toda clase de aventuras en materia de lectura; pero no nos dejaba soltar el ancla clásica, esa que tenía el viejo. Nos decía: "Muy bien, ustedes podrán leer a Faulkxier, los ingleses, los novelistas rusos, los franceses, pero siempre, siempre en relación con esto". Y no te dejaba soltarte de Homero, no te dejaba soltarte de los latinos. El viejo no nos dejaba desbocar. Lo que era formidable es que esas borracheras que nos estábamos metiendo correspondían exactamente a lo que yo estaba leyendo, ahí no había ninguna grieta; entonces empecé a vivir y me daba cuenta exactamente de lo que estaba viviendo qué tenía valor literario y qué no lo tenía, de todo lo que recordaba, de la infancia, de lo que me contaban, qué tenía valor literario y cómo había que expresarlo. Por eso es que tú encuentras en La hojarasca que me daba la impresión que no iba a tener tiempo, que había que meterlo todo, y es una novela barroca y toda complicada y toda jodida... Tratando de hacer una cosa que luego hago con mucha más tranquilidad en El otoño del patriarca. Si pones atención, la estructura de El otoño es exactamente la misma de La hojarasca: son puntos de vista alrededor de un muerto. En La hojarasca está más sistematizada, porque tengo 22 ó 23 años y no me atrevo a volar solo. Entonces adopto un poco el método de Mientras agonizo de Faulkner. Faulkner es más... por supuesto... él le pone un nombre al monólogo; entonces yo, por no hacer lo mismo, lo hago desde tres puntos de vista que son fácilmente identificables, porque son un viejo, un niño, una mujer. En El otoño del patriarca, ya cagado de risa, entonces puedo hacer lo que me da la gana; ya no me importa quién habla y quién no habla, me importa que se exprese la realidad ésa que está ahí. Pero no es gratuito, digo. No es casual que en el fondo sigo tratando de escribir el mismo primer libro: se ve muy claro, en El otoño, cómo se regresa a la escritura, y no sólo a la estructura sino al mismo drama.

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"Y era eso. Fue formidable porque estaba viviendo la misma literatura que estaba tratan­ do de hacer. Fueron unos años formidables, porque, fíjate... hay una cosa que sobre todo los europeos me reprochan; que no logro teorizar nada de lo que he escrito, porque cada vez que hacen una pregunta tengo que contestarles con una anécdota o con un hecho que corresponde a la realidad. Es lo único que me permite sustentar lo que está escrito y sobre lo que me están preguntando... Recuerdo que trabajaba en El Heraldo. Escribía un nota por la cual me pagaban tres pesos, y probablemente, un editorial por el cual me pagaban otros tres. El hecho es que no vivía en ninguna parte, pero había muy cerca del periódico unos hoteles de paso. Había putas alrededor. Ellas iban a unos hotelitos que estaban arriba de las notarías. Abajo estaban las notarías, arriba estaban los hoteles. Por $ 1,50 la puta lo llevaba a uno y eso daba el derecho de entrada hasta por 24 horas. Entonces comencé a hacer los más grandes descubrimientos: ¡Hoteles de $ 1,50, que no se encontraban!... Eso era imposible. Lo que tenía que hacer era cuidar los originales en desarrollo de La hojarasca. Los llevaba en una funda de cuero, los llevaba siempre, siempre debajo del brazo... Llegaba todas las noches, pagaba $ 1,50, el tipo me daba la llave —te advierto que era un portero que sé dónde está ahora — , era un viejito. Llegaba todas las tardes, todas las noches, le pagaba los $ 1,50... ¡Claro! Al cabo de quince días ya se había vuelto una cosa mecánica: el tipo agarraba la llave, siempre del mismo cuarto, yo le daba los $ 1,50... Una noche no tuve los $ 1,50... Llegué y le dije: '¡Mire! Ud. ve esto que está aquí, son unos papeles, eso para mí es lo más importante y vale mucho más de $ 1,50, se los dejo y mañana le pago'. Se estableció casi como una norma, cuando tenía los $ 1,50 pagaba, cuando no tenía, entraba... '¡Hola! ¡Buenas noches!'... y ... ¡pah!... le ponía el fólder encima y él me daba la llave. Más de un año estuve en ésas. Lo que sorprendía a ese tipo era que de pronto me iba a buscar el chofer del gobernador, porque como era periodista me mandaba el carro. ¡Y ese tipo no entendía nada de lo que estaba pasando! Yo vivía ahí, y, por supuesto, al levantarme al día siguiente la única gente que permanecía ahí eran las putas. Eramos amiguísimos, y hacíamos unos desayunos que nunca en mi vida, que nunca en mi vida olvidaré. Me prestaban el jabón. Recuerdo que siempre me quedaba sin jabón y ellas me prestaban... Y ahí terminé La hojarasca. "El problema con todo eso del "Grupo de Barranquilla" es... Lo he contado mucho... ¡Y siempre me sale mal! Porque no alcanzo... Para mí es como una épixa de deslumbramiento total, es realmente un descubrimiento... ¡No de la literatura! Sino de la literatura aplicada a la vida real, que, al fin y al cabo, es el gran problema de la literatura. De una literatura que realmente valga, aplicada a la vida real, a una realidad".

Fuente: Entrevista a Gabriel García Márquez en El Manifiesto, 8 y 29 de septiembre y 13 de oc­ tubre de 1977, en: Repertorio crítico sobre Gabriel García Márquez, compilación y prólogo de Juan Gustavo Cobo Borda, 2 v ., Bogotá, 1995, v. 1, pp. 119-122.

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia. 15 LA VIOLENCIA POLÍTICA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX

LA AFIRMACIÓN SFGÚN LA CUAL Colombia lleva medio siglo de violencia con­ tinua es precaria. Para comenzar, la intensidad fluctúa: de 1950 hasta 1965 Co­ lombia mantuvo tasas de homicidios bastante elevadas, por encima de la media latinoamericana. De 1965 a 1975 se abatieron, quedando dentro de rangos com­ parables con los de Brasil, México, Nicaragua o Panamá. Pero en la segunda mi­ tad de la década de los años 1970 comenzaron un ascenso vertiginoso, de suerte que en la última década del siglo xx Colombia era renombrada como uno de los países más homicidas del mundo. La tasa nacional de homicidios por 100.000 habitantes (que presenta fuer­ tes variaciones entre municipios, comarcas y departamentos) evolucionó aproxi­ madamente de la siguiente manera: 32 de 1960 a 1965; bajó a 23 entre 1970 y 1975 y empezó a subir hasta situarse en 33 en 1980, 32 en 1985, y registró un fuerte incremento hasta llegar a 63 en 1990 y alcanzar la cima, en 1991-1993, de 78, para ir descendiendo hasta 56 en 1998, aunque volvió a aumentar a 63 en el bienio 1999-2000. Si desde 1992 hasta 1997 los homicidios urbanos declinaron, en 1998-2000 volvieron a crecer, de suerte que parece prematuro hablar de una tendencia a la baja. Pero Colombia no solo ocupa los primeros lugares en las tablas de índices de delitos contra la vida y la integridad personal (lesiones). También es promi­ nente en las estadísticas mundiales de secuestros y desplazamiento forzoso de familias y vecindarios.

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En estas circunstancias, y quizás como pocas veces en el pasado, en la últi­ ma década del siglo xx los colombianos se han sentido desprotegidos en su vida y bienes. El poder fáctico de los agentes de esta violencia y la profusión de sus formas choca de frente con los postulados de la Constitución de 1991, expedida para remediar estas y otras injusticias que padece la sociedad colombiana. ¿Por qué los colombianos viven y sobreviven en medio de tanta violencia? ¿Cómo ha llegado el Estado colombiano a semejante grado de impotencia? ¿Cuál es la rela­ ción entre la impunidad y el aumento del delito violento? En la trayectoria de la segunda mitad del siglo xx se pueden encontrar algunas respuestas.

L a V io l e n c ia

Esta historia empieza con La Violencia, con mayúscula y bastardillas, que dan cuenta de su especificidad, pues así escrito el vocablo se refiere a una serie de procesos provinciales y locales sucedidos en un periodo que abarca de 1946 a 1964, aunque descargó su mayor fuerza destructiva entre 1948 y 1953. En es­ tos años se partió en dos el siglo xx colombiano. Las variaciones de los cálculos estadísticos ofrecidos, que van de 80.000 a 400.000 muertos, revelan el cariz par­ tidista. Visto como proceso político nacional. La Violencia resulta, de un lado, de la confrontación pugnaz de las élites por imponer desde el Estado nacional un modelo de modernización, conforme a pautas liberales o conservadoras, y del otro, del sectarismo localista que ahogaba a todos los grupos, clases y grandes regiones del país, aunque fue más débil en el Caribe. En todo caso, la Guerra Fría exacerbó la división liberal-conservadora de arriba abajo en la escala social y La Violencia adquirió significados ambiguos por razón del cambio de valores y cos­ tumbres en los habitantes del país urbano y por la desorientación que produjo en las elites gobernantes. Uno de los supuestos del libro seminal de monseñor Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna, La violencia en Colombia (Bogotá, 1962), fue que lo peor ya había pasado y podía localizarse entre 1948 y 1953. Este fue también el supuesto de la defensa de Rojas Pinilla en el proceso ante el Senado en 1959. Lo que seguía eran coletazos, muy destructivos como en Caldas, que las fuerzas del orden podían reducir y contener, en efecto ocurrió hacia 1964. Pero a la luz de la útltima década del siglo xx, lo peor estaba por venir. Con diferencias de interpretación sobre los subperiodos o sobre la jerar­ quización de los epicentros del fenómeno, estas periodizaciones han servido de base a todas las investigaciones posteriores. Para referirse a lo que sucede des­ pués de 1964 se habla, por ejemplo, de la violencia revolucionaria o guerrillera que aparece inequívocamente a mediados de la década de los años 1960 y de la violencia del narcotráfico que, con las guerras de la marihuana, preludio de las de la cocaína, irrumpe en el panorama nacional a mediados del decenio de los años 1970.

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Al dar cuenta de una extraordinaria multiplicidad y entretejido de for­ mas, organizaciones y escenarios que acompañaron la escalada de homicidios en la década de los años 1980, un grupo de investigadores universitarios propuso considerar "las violencias", en plural, siendo la violencia política una de tantas. La propuesta, inteligentemente recogida en Violencia y democracia (Bogotá, 1987), tuvo extraordinaria influencia social y ha servido de guía, al igual que el libro de 1962. De este modo es frecuente oír que Colombia lleva medio siglo de lucha armada, o medio siglo de guerra, o medio siglo de violencia, o medio siglo de violencias. En este capítulo se ofrece una breve descripción histórica de la violencia política, vista como un proceso nacional. Este enfoque no niega la validez del análisis local y regional. Por el contrario, la violencia política se entiende mejor como una galaxia de conflictos sociales, donde cada caso adquiere pleno signi­ ficado en una historia de entornos locales o provinciales, quizás únicos e irre­ ductibles. Pero toda esa variedad de situaciones transcurre dentro de un tiempo colombiano y mundial, pues la Guerra Fría y la Posguerra Fría influyen, y todos los escenarios forman parte del tejido territorial colombiano, por débil o dispa­ rejo que este sea. Siempre ha sido difícil establecer qué nexos median entre la violencia po­ lítica y otras formas de violencia. Aún así, en este capítulo tratamos de ofrecer un esbozo narrativo de la violencia política describiendo cuatro fases sucesivas, sin menoscabo de que algunos elementos característicos de una fase puedan estar presentes en otras. Primera. La violencia del sectarismo bipartidista, que comenzó en las cam­ pañas electorales de 1945-1946 y terminó en 1953, con la amnistía y los progra­ mas de pacificación ofrecidos por el gobierno militar del general Rojas Pinilla. Fase germinal y de amplia geografía, dejó sembrado el campo de mitos, identi­ dades, repertorios y representaciones que, indistintamente, serán cosechados en las fases siguientes. Segunda. De 1954 a 1964, la violencia se condujo a través de redes partidis­ tas y facciosas, aunque su objetivo era interferir los mercados de café, de mano de obra en las fincas cafeteras y en el mercado de tierras. Puesto que fue un me­ dio de redistribución y ascenso social podemos llamarla "mafiosa", siguiendo conocidas sugerencias interpretativas de Eric Hobsbawm. Quedó circunscrita a las vertientes cafeteras de la cordillera Occidental, principalmente al norte del Valle del Gauca y al Gran Galdas. Sin embargo, en esta fase también se presen­ taron luchas armadas de tono agrarista y comunista en el sur del Tolima y en el macizo del Sumapaz, algunas de las cuales pueden considerarse como un ante­ cedente directo del periodo guerrillero. Tercera. Guerrillera por antonomasia, va de principios del decenio de los años 1960, a raíz del impacto de la Revolución cubana, hasta fines de la década de los años 1980 cuando se produjo el colapso del sistema soviético. Pese a que el periodo estuvo enmarcado en estas fechas de la Guerra Fría y a que las guerrillas

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se identificaron con postulados insurreccionales leninistas, guevaristas o maoís- tas, los factores explicativos son de tipo interno y uno de los más significativos tiene que ver con el dinamismo de las colonizaciones en nueve grandes frentes. El impacto estadístico de esta violencia política en la tasa nacional de homicidios fue marginal. Cuarta. Empieza hacia fines de la década de los años 1980 y no termina aún. Ofrece una combinación fluida de situaciones y teatros de guerra insurrec­ cional de baja intensidad y de guerras mañosas. Teatros emplazados, de una manera más evidente que en la fase anterior, en los nueve frentes colonizadores de la segunda mitad del siglo xx, aunque en muchos la colonización haya comen­ zado antes. Como apuntamos atrás, el fracaso de las políticas de reforma agraria condujo a los campesinos selva adentro, en un proceso en el que terminaron for­ mándose nueve regiones o frentes de colonización: Urabá-Darién; Caribe-Sincé- San Jorge; Serranía del Perijá; Magdalena Medio; Zonas del Pacífico (Nariño y Chocó); Saravena-Arauca; Piedemonte andino de la Orinoquia; Ariari-Meta y Caquetá-Putumayo {véase mapa 15.1, de las principales zonas de colonización, p. 521). Estas tierras de colonización se han convertido, cada vez más, en zonas traumáticas, altamente conflictivas y violentas. Zonas del poder táctico por an­ tonomasia, en las cuales convergen, según circunstancias de tiempo y lugar, nar­ cotraficantes, guerrilleros y paramilitares; unos y otros entreverados en alianza o en conflicto con políticos clientelistas, ganaderos, militares y policías.

2. La violencia del sectarismo bipartidista, Í945-1953 En el mensaje a la nación en vísperas de las elecciones de 1946, el presi­ dente Alberto Lleras señaló:

La violencia desencadenada se ordena, se estimula, fuera de todo riesgo, por con­ trol remoto. La violencia más típica de nuestras luchas políticas es la que hace atrozmente víctimas humildes en las aldeas y en los campos, en las barriadas de las ciudades, como producto de choques que ilumina el alcohol con sus lívidas lla­ mas de locura. Pero el combustible ha sido expedido desde los escritorios urbanos, trabajado con frialdad, elaborado con astucia, para que produzca sus frutos de sangre... ¿Por qué se pide a las gentes sencillas que vayan a las votaciones resuel­ tas a sacrificarse? Porque todavía se desconfía de las elecciones.

Un com entario de la revista Semana, en su edición del 13 enero 1947, qui­ zás de la pluma del mismo Lleras, mostraba cómo el sectarismo de los pueblos estaba encubriendo guerras privadas:

Los partidos que coléricamente se disputan la palma del martirio, contribuyen decisivamente a que los hechos (de violencia) vuelvan a provocarse, a que haya impunidad, a que la criminalidad ocasional se tape con sus banderas y levante testigos para amparar a los ofensores o derivar la responsabilidad hacia las per­ sonas inocentes.

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En los municipios de alto riesgo se emprendían operaciones de limpieza sectaria en las veredas dominadas por el partido minoritario en el municipio, a las que seguía la venganza casi inmediata, en particular si el municipio colin­ dante era un rival político tradicional. Este patrón geográfico de propagación de la violencia adquirió velocidad e intensidad a raíz del asesinato de Gaitán en la cordillera Oriental y en el Valle del Cauca, Cauca y Nariño. Solo en el año 1948 se triplicó el número de muertos por la violencia de los tres años anteriores. A la una de la tarde del viernes nueve de abril de 1948, al salir de su ofici­ na, en pleno centro de Bogotá y cuando transcurría la ix Conferencia Panameri­ cana, Jorge Eliécer Gaitán cayó asesinado. Nunca se ha probado la hipótesis de un complot. Pero así lo creyeron las multitudes que se apoderaron de las calles al instante de regarse la noticia. ¡Mataron a Gaitán! Ellos, los oligarcas; ellos, los del gobierno conservador. Así se produjo una de las asonadas más destructivas, masivas y sangrientas de la historia latinoamericana. Centenares de edificios gu­ bernamentales y religiosos y de residencias de particulares fueron arrasados por turbas enardecidas; centenares de ferreterías y almacenes fueron saqueados; los amotinados incendiaron los tranvías y automotores que hallaron a su paso. Pero no pudieron tomarse el palacio presidencial. A la mañana siguiente, mientras el presidente Mariano Ospina Pérez anunciaba al país que había llegado a un acuerdo con los liberales para formar un gobierno bipartidista, centenares de cadáveres ya estaban apilados en el Cementerio Central de la capital. La mayoría fueron a dar a la fosa común. Días después, algunos serían desenterrados, iden­ tificados por sus deudos, y enterrados de nuevo. En muchas ciudades y pueblos se replicaron los motines. Estos episodios del nueve de abril marcan un hito definitivo en la política y en el transcurso de la violencia. El acuerdo de unidad bipartidista se despedazó en menos de un año. Los pedazos eran del sectarismo exacerbado y con ellos la violencia ascendió en espiral. La confrontación entre las elites alcanzó el clímax en el segundo semestre de 1949, y no hay duda de que el ascenso del caudillo conservador Laureano Gómez fue uno de los factores determinantes para impedir el acuerdo que bus­ caban el presidente Ospina y los liberales. Si queremos fechar el choque pode­ mos proponer ell2 de octubre de 1949, cuando el partido conservador lanzó la candidatura presidencial de Gómez para el periodo 1950-1954. Los liberales optaron por la abstención, como un arma para deslegitimar al nuevo presidente y al régimen conservador en general. La abstención liberal en esas elecciones presidenciales de noviembre de 1949 marcó el punto de no retorno; dio razones a Ospina para cerrar el Congreso y declarar el Estado de sitio. En 1950 cambiaron la geografía, los actores principales y las formas de organización de la resistencia liberal. Mientras se apaciguaron un poco las pro­ vincias de Nariño, los Santanderes, Boyacá y el Valle del Cauca, la violencia se desplazó al piedemonte llanero, a los llanos del Casanare y al Meta; al macizo del Sumapaz; a las comarcas antioqueñas de Urrao, el Bajo Cauca y el Magdalena Medio, y al Tolima, donde se ensañaría por un largo periodo articulándose con la

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LA HISTORIA DE FLORINDA

Cuando tenía 20 años nos fuimos para el Meta con mis padres y mis hermanos, porque un hermano mío compró allá una finca. Eso fue el 48. Yo me junté con un señor llamado Campo Elias. Él era, como llaman ahora, "revolucionario". Él estaba en las filas. Él era liberal y pues como todo el que era liberal, por allá, formaba parte de la chusma. En ese tiempo las familias de los guerreantes vivíamos reunidas en ranchitos aparte y los hombres, pues, estaban guerreando y ellos venían a cada nada a visitarnos, a traernos cualquier cosa. Cuando veíamos que el ejército iba a como a querernos coger, entonces nosotros salíamos y nos íbamos p'a más lejos y por allá hacíamos otro campamentico y allá nos dejaban ellos y se iban a lo que estaban haciendo. Es que ésa era una lucha absurda, porque era peleando conservadores con los libera­ les. Entonces no había a qué atenerse, sino que los liberales. Entonces no había a qué atenerse, sino que los liberales topaban un conservador y lo mataban y un conservador topaba un liberal y lo mataba. Yo conocí a Juan de la Cruz Varela en el Duda, más arriba de La Uribe, pasando la cordillera, en una reunión. Él trataba de lo que dice ahora co­ munismo, ¿no?. Que había que trabajar en comunidad y que era para trabajar iguales, que ninguno era más rico que otro, y la gente lo seguía mucho en ese tiempo. Pero a mí me tocó un tiempo muy duro. Un 27 de diciembre que no me acuerdo de qué año, dentraron los liberales que eran comandados en ese tiempo por Guadalupe Salcedo, que era la máxima autoridad de la chusma. A él lo mataron después en Bogotá. Llegaron como cien hombres a Granada y cogieron un poco de conservadores y los mataron y siguieron p'arriba, matando conservadores, y endespués, más atrás, llegó el ejército. Entonces el ejército llegó y fue sacando familias y matando también, haciendo lo mismo, en junta con los conservadores, o sea que los conservadores se unieron con el ejército para matar a los liberales. Jué cuando nos tocó dejar el ranchito que teníamos: cinco marranos engordando, un caballito, las gallinitas nos tocó dejarlas, echarles un bulto de maíz a los marranos en el patio y coger la ropita más buena que teníamos y arrancar a irnos. Eso caminamos hasta San Juan de Arana y luego seguir de noche por allá, p'a eso que llaman Lejanía y Mesetas, y meternos a la montaña p'a seguir p'a La Uribe. A nosotros nos tocaron unos tiroteos tremendos, por que las familias íbamos en junta con los guerreantes. Un día estábamos haciendo un sanccKho grande p'a darle a todos esos chusmeros cuando oímos el tiroteo y le estaban quemando la casa a mi suegro y eso nos zumbaban las balas y nosotros a coger p'al monte. Y nos decían: corran mujeres, háganse al pie de los palos grandes. Y había mujeres que llevaban niños pequeñitos. Esos aparatos bombardeaban hasta las seis de la tarde. No podíamos prender candela de día ni extender la ropita para que se secara porque los aviones, donde veían humo o ropa, ¡bombardeaban! Nosotros duramos como tres años huyendo. Siempre voltiando.

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sólo con un líchigo, un morralito, con lo poquito que podíamos cargar. El 13 de junio, el general Pinilla mandó una avioneta a regar boletas, pidiendo a los guerreantes que se entregaran para que se siguiera la paz. Como decir ahora, ¿no? Que él se comprometía a darnos comida y ropa p'a que saliéramos. Y en verdad que era muy crítica la vida, porque habíamos mujeres que nos tocaba ponemos remendado, hacer vestidos de los toldillos y a los hombres, hacerles calzones de las hamacas. Nos tocaba comer sin sal o esclarar la sal negra que era para el ganado. Entonces la gente se fue recogiendo y nosotros cogimos y nos regresamos p'a la finca, pero cuando llegamos al ranchito no había nada y el rastrojo estaba grandísimo. El General Pinilla nos mandaba unas cajas que venían con aceitico, frijolito, harinita. Eso nos daban por familia cada quince días. También nos mandaban una cajita de ropa, unas enaguas, una falta y una blusa, eso no venía ropa interior. Y aunque era muy severo, pues eso tenemos que agradecerle. Con el llamado del General, los que estaban en armas bajaron a la Hacienda El Turpial y allí entregaron las armas. Dumar AIjure no se entregó, y entonces siguió una per­ secución muy brava. El que daba fe de ese hombre, o sea el que se metía a sapo como dicen, eso lo pelaban, en la forma que lo toparan. Eso murió mucha gente, ese hombre era muy severo. Mi mamá y mis hermanos, como eran conservadores, tuvieron que huir, así fue como ella llegó al Caquetá, después de mucho andar.

Fuente: Uribe Ramón, Graciela, Veníamos con una manotada de ambiciones. Un aporte a la historia de la colonización del Caquetá, 2^. ed., Bogotá, 1998, pp. 47-49. más siniestra que se apoderó de Caldas y el norte del Valle, en la oleada posterior a 1954, y con las guerrillas comunistas del Sumapaz y del sur del Tolima. Ahora la resistencia liberal trató de organizarse en guerrillas. Por momen­ tos, en esos años de 1950 a 1953, la violencia pareció perder su carácter de guerra municipal, semianárquica y de venganzas familiares y ganar el estatus de guerra civil. Pero este carácter de una violencia más pública que privada, más nacional que localista, no fue avalado ni por el gobierno ni por los jefes liberales. Ninguno de ellos quiso formalizar una guerra civil. Los liberales eligieron ser dirigentes civilistas antes que jefes del pueblo sublevado. Pensaron que si apoyaban lealmente a las guerrillas darían pretextos al Gobierno para mantener el Estado de sitio y postergar el retorno a la institu­ cionalidad republicana. Por lo demás, algunos jefes liberales debieron desconfiar profundamente de esas guerrillas, toda vez que en muchas militaban dirigentes de las juntas revolucionarias locales que surgieron a raíz del asesinato de Gaitán. El ala lopista, con su jefe a la cabeza, optó más tarde, y con poco éxito, por ser­ vir de mediadora oficiosa entre el Gobierno y las guerrillas. Rotas las líneas de comunicación dentro del partido liberal, su liderazgo enfrentó una división aún más profunda, aunque del lado conservador también arreció el faccionalismo

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entre laureanistas, ospinistas y alzatistas. Las facciones de los dos partidos juga­ ban a la guerra y a la paz. Así, por ejemplo, mientras duró un frágil pacto entre el directorio liberal y el conservador, dominado en ese momento por los alzatistas (octubre de 1951 a febrero de 1952), descendió la intensidad de la confrontación armada. Pero volvió a recrudecer en el segundo semestre de 1952, cuando el Gobierno anunció que la Comisión de Estudios Constitucionales no sería paritaria. Alcanzó uno de sus picos después del incendio y saqueo por turbas conservadoras, auxiliadas por la policía y detectives, de los diarios bogotanos El Tiempo y El Espectador y las residencias de Alfonso López y Carlos Lleras Restrepo. Entre tanto aparecieron las "guerrillas de la paz", grupos armados de campesinos conservadores, algunos espontáneos y otros organizados por jefes políticos departamentales o directamente por la policía y el ejército. Entre las guerrillas liberales más famosas se cuentan las de Juan de Jesús Franco, en la región de Urrao; los frentes de Eduardo Franco y Guadalupe Salcedo en Cusia- na-Arauca y Cusiana-Humeá-San Martín, en los Llanos Orientales; las limpias o liberales de Gerardo Loaiza y las comunes o comunistas de Jacobo Prías Alape, en el sur del Tolima. Limpios y comunes terminaron combatiendo entre sí y estos últimos establecieron contactos con los focos agraristas del Sumapaz, encabeza­ dos por Juan de la Cruz Varela. La llanera fue parangón de la guerrilla liberal. En marzo de 1950 la re­ vista Semana dio gran despliegue a una excursión realizada por un jesuíta en un "Chevrolet 48" en la ruta Bogotá-Villavicencio-Puerto López-Orocué. El sa­ cerdote se apresuró a concluir que "a pesar de las bolas terroríficas que corrían por Bogotá... por el Llano pasó, como por el pajonal, una fugaz intranquilidad; pero volvió la calma... y los hombres que ya olvidaron esos días, regresaron a la tarea con nuevo entusiasmo". No debe sorprender la estrechez de una visión del Llano desde un automóvil. Más significativo, sin embargo, es que un semana­ rio nacional acreditado hubiera tomado seriamente un reportaje tan superficial. Solo en aquel 1950 se registraron más de 50.000 muertos en el país y los Llanos empezaron a transformarse en el gran escenario de la guerra de guerrillas. Las guerrillas estaban auxiliadas por simpatizantes que los aprovisiona­ ban de armas, municiones, medicinas, dinero, sal, panela e información. Pero no hubo un comando unificado con autoridad nacional. De todos modos, las más organizadas, como las de los Llanos, lograron imponer impuestos sobre el ganado y negociar con el ejército treguas ganaderas permitiendo el trasiego de animales para su venta. Los grandes propietarios liberales se desentendieron de la suerte de sus copartidarios en armas. Lo que realmente hacía a las guerrillas efectivas era la organización social subyacente, la parentela, el compadrazgo, el apego a la patria chica. En estas estructuras surgió un nuevo tipo de dirigente con atributos de valor personal, don de mando y astucia, en derredor de los cua­ les se fraguaron lealtades indivisibles de la población local.

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Las fuerzas conservadoras y la oficialidad de los cuerpos castrenses y de policía calificaron a los guerrilleros liberales de chusmeros y bandoleros. A su tur­ no, los liberales deslegitimaban a la policía llamándola chulavita. El vocablo se refería a que en los comienzos del gobierno de Ospina Pérez (1946-1950) y pro­ bablemente durante el nueve de abril, la policía había sido reclutada en la vereda Chulavita, en el municipio boyacense de Boavita, que junto con Chita, La Uvita, Soatá, Susacón y San Mateo habían formado el antiguo cantón de Soatá, que des­ de 1837 ha sido uno de los enclaves electorales del conservatismo. Al finalizar la década de los años 1940 emprendieron una guerra contra los liberales de El Cocuy, forzándolos a refugiarse en el páramo y luego a engrosar las filas de las guerrillas del Llano. Cuando la chulavita llegaba a los pueblos liberales, actuaba como una fuerza de ocupación. Por eso no fue raro que muchos notables conser­ vadores se unieran a los liberales para detenerla. El nombramiento de alcaldes militares frenó por momentos la espiral, pero perdió eficacia en la medida en que el ejército, que en sus inicios no se in­ volucró en las comisiones de la chulavita y era visto por los liberales como una fuerza imparcial, fue perdiendo esta áurea. En Bogotá nunca se sintió realmente amenazada la seguridad del Esta­ do. Laureano Gómez (1950-1953), quizás para hacer olvidar en Washington sus simpatías fascistas del decenio de los años 1940, fue el único gobernante lati­ noamericano que envió tropas a la guerra de Corea, casi un tercio del pie de fuerza. Como temían los jefes liberales, las guerrillas servían al gobierno para justificar la prolongación indefinida del Estado de sitio y el receso del Congreso, el más largo en la historia nacional: dos años, de noviembre de 1949 a diciembre de 1951. La copiosa legislación de Estado de sitió era el preámbulo de la "revo­ lución del orden", una peculiar versión importada por Gómez de la península ibérica, sometida por las dictaduras de Franco y Salazar. La Guerra Fría desempeñó su papel. En la medida en que Pío xii alineó vigorosamente a la Iglesia en el campo anticomunista, se exacerbó la pugnaci­ dad entre liberales y conservadores. Los segundos, con el baculazo de muchos obispos, tacharon a los primeros de filocomunistas. Por otra parte, la Guerra Fría también alejó más aún a las clases altas del pueblo y tuvo un efecto unificador sobre las elites. Por ejemplo, muchas organizaciones sindicales, cuyo activismo venía siendo legitimado en el discurso liberal desde la década de los años 1920, fueron suprimidas y reprimidas sin miramientos, con el expediente anticomu­ nista al que empezaron a acostumbrarse muchos jefes liberales. Las elites buscaron en la Guerra Fría señales para redefinir el orden político. Tarea más azarosa en cuanto ganaba más velocidad la modernización del país y se desquiciaba el orden basado en la familia patriarcal, el vecindario, la afiliación partidista y el catolicismo tradicional. Un orden que se disolvía por los ritmos vertiginosos de crecimiento y movilidad geográfica de la población; por el ensan­ chamiento de las ciudades con sus secuelas de criminalidad y secularización; por la escolaridad y las oportunidades, reales o ilusorias, de promoción social.

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Exiliados los grandes líderes liberales, esta etapa concluye con la desmo­ vilización guerrillera en el segundo semestre de 1953, ante la amnistía ofrecida por el general Rojas Pinilla. Para los jefes liberales, para el gobierno militar y para los conservadores, la entrega de armas y rendición de las guerrillas libe­ rales de los Llanos, Antioquia y algunas del Tolima, cerraba el capítulo de la violencia sectaria.

2. La violencia mafiosa, 1954-1964 En esta fase la violencia tomó la forma de empresas criminales con mó­ viles y objetivos económicos. Pero quedó encubierta por la lucha fratricida bi­ partidista de la fase anterior. Esta violencia que llamamos mafiosa se desarrolló con particular intensidad en el Gran Caldas, el norte del Valle del Cauca y el norte del Tolima, zonas que se crearon durante la colonización, principalmente la antioqueña, cuyos conflictos sociales fueron enfocados por Antonio García en su m onografía geográfica de Caldas (1937). Desde las épocas tempranas de la colonización en las regiones quindianas y del noroeste del Tolima, del otro lado de la cordillera Central, la tierra fue el medio de ascenso económico y social de hombres que partían aún más abajo en la escala social antioqueña en comparación con los colonizadores de Sonsón o de Caldas central. En el Quindío geográfico, luchando contra la concentración de la tierra, algunos pioneros, que ya se habían labrado una influencia local, eran desconocidos en Manizales, Pereira o aun Armenia, hasta que su capacidad de controlar electorados les abrió las puertas. En la colonización se desarrollaron diversos tipos de conflictos por la tie­ rra: los que enfrentaron a colonos pobres y compañías colonizadoras de terra­ tenientes; a colonos situados en el fuego cruzado de disputas de linderos de un municipio con otro; los pleitos entre colonos medios y grandes terratenientes. Todos estos conflictos pasaron por una criba de regateos y luchas, a veces ho­ micidas, en las cuales intervenían alcaldes, policías, notarios, jueces, tinterillos y agrimensores. Pero detrás del escenario acecharon dos figuras del poder local: los gamonales y los curas párrocos y dos figuras del comercio local: los fonderos y los arrieros. Este mundo de la colonización agitó indistintamente las banderas del pa­ triotismo municipal, del populismo agrario de las juntas repartidoras de baldíos, del ascenso social según la habilidad de cada cual para colocarse en una escala de peldaños cada vez más estrechos en cuanto menos tierra baldía quedara por repartir. La violencia, legitimada por los intermediarios políticos, fuesen libera­ les o conservadores, se constituyó en elemento fundador del orden social y pue­ de verse como resultado de la debilidad institucional del Estado nacional. Es la historia que Alejandro López llamó "la lucha entre el hacha y el papel sellado". Este es el legado que recibe la sociedad del café a mediados del siglo xx: fuerte estratificación dentro de grupos medios; lejanía del Estado central;

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omnipresencia y feroz pugnacidad de las redes políticas locales; fragilidad de los derechos de propiedad, que a la sombra de la violencia sectaria penden de un gamonalismo que antes de formalizar los traspasos de fincas en las notarías ha empleado eficazmente grupos que saben administrar amenazas y extorsio­ nes. En la frase lapidaria de Carlos Miguel Ortiz, en una de las investigaciones centrales de esta historia, es "la violencia como negocio". El café es compatible con guerras civiles prolongadas y de baja intensi­ dad. Eso lo prueba la historia del África; pero también la de Colombia en los Mil Días. Quizás esto se deba al carácter de cultivo permanente y a la extraordinaria estacionalidad del tipo arábiga tradicional, que por aquel entonces era el pre­ dominante. La estacionalidad obliga a las cuadrillas armadas a concentrar sus recursos en la temporada de cosecha para controlar a los cosecheros y la cosecha. La pérdida de productividad por envejecimiento y descuido de los cafetales se notará muchos años después. El desorden y ambigüedad que anotaba Alberto Lleras en el citado men­ saje de 1946 se acentuó en el cinturón cafetero cuando aparecieron bandas arma­ das que, aunque ligadas a las luchas partidistas y a los gamonales, crearon sus propios espacios y sus propias reglas. En sus comienzos el negocio de los fonde­ ros que compraban café robado y el de los mayordomos o agregados de las fin­ cas cíe propietarios fugitivos que lo vendían, transcurrió sin que fuese menester la existencia de cuadrillas. El negocio prosperaba en razón directa a la expulsión de propietarios y a la consiguiente conservatización de veredas y pueblos. Las bandas surgieron de la confrontación entre liberales y conservadores; pero más adelante, muchos propietarios, ante el temor de ser barridos por sus enemigos, acudieron a ellas. Imperceptiblemente engranaron con el negocio y el negocio se cobijó en el conflicto político. Ortiz describe una especie de división del trabajo: mientras las cuadrillas conservadoras trasegaban café robado, las liberales se dedicaban al abigeato. Pero del café y del ganado se pasó a la compraventa de las fincas, extorsionando y haciendo huir a los propietarios de los municipios en proceso de conservatización o, posteriormente, de reliberalización, bajo el gobierno de Rojas Pinilla. Característica del cinturón cafetero colombiano fue la temprana conso­ lidación de un tapiz de pequeñas ciudades y pueblos, bien comunicados e in­ tegrados al circuito del comercio del café y con alta capacidad de compra. Allí prosiguió el negocio de la violencia. Una modalidad, la del pájaro, el asesino a sueldo que se originó en el norte del Valle del Cauca en el periodo anterior, reapareció en el Cran Caldas, dando credibilidad a sistemas mañosos de control del comercio de las ciudades y expulsando o eliminancio a los competidores. En algunas ciudades operó un sistema que ahora conocen muchos habitantes de Cúcuta o de Medellín. Líneas invisibles que se trazan en una calle y que alguien considerado enemigo no puede cruzar a riesgo de caer asesinado. Cuadrillas de bandoleros, gamonales y mafiosos en ascenso convergie­ ron, muchas veces acentuando el poder municipal de una facción conservadora

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contra el poder departamental de la facción rival. Pero en 1958 el Frente Nacio­ nal amenazó cambiar este cuadro. Así se interprete inicialmente como un mo­ vimiento de paz de las elites, lo cierto es que fue sintiéndose una intención de extender el poder del Estado nacional a las localidades traumatizadas por la violencia. Bandas y gamonales quedaron ante la alternativa de desmovilizar­ se o enfrentarse con la autoridad. La mayoría hizo lo primero y las luchas de facciones continuaron por los medios legales y constitucionales que terminaron en que, para reconocer el ascenso de las elites sociales y políticas de Armenia y Pereira, el Departamento de Caldas terminó dividiéndose en tres: Caldas, Risa­ ralda y el Quindío. Los liberales reticentes, incluidas algunas bandas, se pasaron al recién fundado m r l , y rápidamente quedaron aislados hasta desaparecer en una larga serie de confrontaciones esporádicas. Las complejas y entrecruzadas relaciones entre partidos, facciones, gamo­ nales y bandoleros han sido finamente descritas y analizadas por Gonzalo Sán­ chez y Donny Meertens para la misma región cafetera a partir de 1958 y hasta 1965. La pregunta que aborda su análisis, y reponde afirmativamente, es por qué se presentaron tendencias autonómicas de las cuadrillas con relación a los partidos y gamonales que, aparentemente, los representaban. Es decir, ¿fue la lejanía e ineficacia de las instituciones del Estado central lo que hizo converger los intereses de unos y otros? ¿Fue la amenaza centralista de 1958 lo que las dis­ persó, las contrapuso y, finalmente, las llevó al antagonismo? En esta clave de amenaza centralista puede verse otro tipo de violencia mafiosa entrelazada con la lucha sectaria: la de las zonas esmeraldíferas de Bo­ yacá que, a través de la figura un poco mítica de Efraín González, el jefe de bandas conservadoras más destacado del país, vincula esta fase del conflicto con las guerras posteriores entre esmeralderos, de las que saldrán también fuerzas param ilitares en la década de los años 1980. Pero hubo otras lecturas sobre la marcha. ¿Podrían transformarse estas bandas en guerrillas revolucionarias con un proyecto más social que político, más popular que oligárquico, más socialista que liberal? ¿Podrían generar una moralidad menos depredadora y más altruista? Contestando positivamente las dos preguntas nuevos líderes universitarios, conmovidos por la Revolución cu­ bana y las lecciones de la Sierra Maestra, se fueron al monte dando paso al tercer periodo de violencia política.

3. Las guerrillas reiwlucionarias, Ì96Ì-Ì989 Justamente cuando el ejército liquidaba las últimas bandas de la cordillera Central, como las de "Sangrenegra" y "Desquite" en el norte del Tolima, empezó a tejerse la trama de un nuevo tipo de violencia. El periodo que abre a comienzos de la década de los años 1960 suele llamarse "del conflicto armado". Con este término se alude a la lucha insurreccional de organizaciones guerrilleras cuyo fin es transformar revolucionariamente el orden social y el Estado que lo protege, y

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la respuesta de los institutos castrenses y de organizaciones paramilitares. Entre 1962 y 1966 se fundaron el Ejército de Liberación Nacional, e l n , y las las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, f a r c , las dos organizaciones guerrille­ ras que siguen combatiendo a principios del siglo xxi. Atendiendo a sus oríge­ nes representan dos grandes modalidades guerrilleras: la agrarista-comunista y la foquista. La primera corresponde a las f a r c y la segunda al e l n y otras organiza­ ciones, como el Movimiento 19 de Abril, m-19. El Ejército Popular de Liberación, EPL, la otra formación creada en la década de los años 1960, compartió, de alguna manera, rasgos foquistas y comunistas, al menos en la fase inicial. Los orígenes de las f a r c se encuentran en las agitaciones campesinas diri­ gidas por el partido comunista que se libraron, desde la década de los años 1920 y hasta la época de La Violencia, en las provincias cundinamarquesas de Tequen­ dama y Sumapaz y en el oriente y sur del Tolima. En esas luchas prevaleció una forma de organización conocida como las Autodefensas Campesinas. Resultado de una tradición de lucha por la tierra y la colonización autónoma, las Auto­ defensas vivieron arropadas por viejas lealtades de una población campesina. Al comenzar el Frente Nacional (1958-1974) se localizaban en remotos parajes de Marquetalia, Riochiquito, El Pato y Guayabero, vasto e intrincado territorio que incluye porciones del sureste del Tolima, Huila, Meta, Caquetá y Cauca. Si las F a r c provienen del agrarismo comunista y La Violencia, el foquismo nace de la Revolución Cubana. La lección cubana, sistematizada en los escritos del Che Guevara, tuvo la mejor respuesta en Venezuela, Guatemala y Colom­ bia. En nuestro país su paradigma ha sido el e l n . Según el Che, en el mundo tricontinental de Asia, África y América Latina, una vanguardia armada como el M ovimiento 26 de Julio de Cuba realizaría la misión de acelerar las condiciones objetivas para el cambio revolucionario. El primer paso consistía en crear un frente clandestino urbano; luego había que montar un campamento rural, el foco revolucionario, ubicado en una zona donde simultáneamente pudiera preservar la fuerza militar, precaria en los comienzos, y ganarse la simpatía y el apoyo del campesinado. Una organización solo puede ser auténticamente revolucionaria si se sumerge en el mundo campesino. Las dos organizaciones guerrilleras colombianas que entraron al siglo xxi ‘ han tenido como base el mundo rural y las regiones de frontera interna. Esto quiere decir que la insurgencia urbana, en la forma de terrorismo, ha sido más bien excepcional. Pueden citarse a este respecto los casos del e l n en sus orígenes (1962-1964) y del m -19 en la década de los años 1970, aunque sus acciones más espectaculares fueron perpetradas en Bogotá en 1980 y 1985, o las voladuras di­ namiteras de las FARC en algunas ciudades de Urabá en la última década.

L a s F a r c Al comenzar la década de los años 1960, las Autodefensas del partido comunista eran más defensivas que ofensivas. No estaban orientadas hacia ope-

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raciones de sabotaje o terrorismo, ni a emboscar policía o ejército. Tampoco se defendían del Estado. Protegían comunidades campesinas que, tozudamente, alimentaban rivalidades con otras comunidades campesinas, también protegi­ das por fuerzas clientelares armadas. Legado de las luchas entre limpios y comu­ nes del sur del Tolima. En 1964, las Autodefensas se transformaron en guerrillas móviles. Des­ pués de ser acusadas por los políticos más derechistas del Erente Nacional de constituir 16 repúblicas independientes, las Autodefensas fueron blanco de una amplia ofensiva militar. Conocida como "el Plan Laso". La operación era una aplicación de manual de la doctrina de la contrainsurgencia que Estados Unidos empezaba a experimentar en Vietnam. Después de sobrevivir el cerco y la em­ bestida, las Autodefensas formaron del Bloque Sur y en 1966 se constituyeron formalmente en las farc. Por un largo trecho quedaron bajo la tutela del partido comunista que avanzó todavía más en su línea del ix Congreso de 1961 de "com­ binar todas las formas de lucha". Expresión simultánea de la Guerra Fría y de la escisión sinosoviética, he­ cha pública en 1963, para la burocracia del prosoviético partido comunista (pc ) las FARC cumplieron el papel de brazo armado. Que las condiciones del país no estaban maduras para ese tipo de lucha pareció comprobarse cuando buscaron establecerse en el Quindío y fueron diezmadas. Habían incurrido en lo que la jer­ ga comunista llamaba una "acción aventurera". Error que no volverían a repetir. Repuestas de estas pérdidas crecieron pausadamente y consolidaron modestas bases de apoyo campesino en las periferias, lejos del corazón económico del país. La fase siguiente empieza a fines de la década de los años 1980, cuando las FARC dejan de estar sujetas al partido comunista y se convierten en una for­ mación guerrillera independiente, que postula y desarrolla su propia doctrina política y militar y ganan la atención pública y el estatus de actor político. A esta transformación confluyeron varios factores: (a) los acuerdos de paz de La Uribe, celebrados en 1984 con el gobierno (el eln decidió que ni siquiera valía la pena conversar), pusieron a los comandantes de las farc en el papel de antagonistas de primera línea, papel que jamás habían disfrutado mientras operaron bajo la interm ediación y tutela del partido com unista, (b) En la segunda m itad de la dé­ cada de los años 1980 el pc sufrió dos golpes contundentes: primero, el aniquila­ miento de la Unión Patriótica, up, un producto de los acuerdos de La Uribe, que le hizo perder muchos cuadros. Segundo, la crisis y el colapso final de la Unión Soviética, (c) La irrupción de los narcotraficantes en el mundo del latifundismo ganadero, especialmente en el Magdalena Medio, Urabá, Meta, Caquetá, Putu­ mayo y Guaviare, la mayoría en zonas de frontera interior y de influencia de las FARC. Esta es una historia confusa. El narcotráfico encontró un nicho en algunas regiones de colonización guerrillera o espontánea. Y allí se fraguaron alianzas y rupturas de diversa naturaleza e intensidad entre guerrilleros y narcotraficantes. Al parecer en 1987 se rompieron estas alianzas. Paramilitares asociados al Cartel

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de Medellín, en complicidades locales con el ejército, la policía, los latifundistas y los políticos tradicionales, abrieron fuego. Pero el blanco fue la up y la pobla­ ción civil simpatizante, no la guerrilla. Aplicando el principio guerrillero de pre­ servar la propia fuerza, las farc se replegaron dejando expuestos su brazo legal y la población civil. Alienadas de los procesos de paz del gobierno de Virgilio Barco (1986- 1990) y bajo el influjo de la experiencia la up, las farc participaron con el eln y la facción minoritaria del epl en los diálogos de paz de Cravo Norte y Caracas (cuatro rondas de negociaciones de junio a noviembre de 1991) que terminaron lánguidamente en Tlaxcala (marzo a junio de 1992). Fracasados estos, las farc replantearon su papel estratégico y terminaron adoptando los atributos del foco guevarista. Por eso se ha dicho que "Tirofijo", el jefe histórico de las farc, es un Che que funciona. "Tirofijo", el nombre de guerra de Pedro A. Marín, o Manuel Marulanda Vélez, nació en Cénova, Quindío, en 1928, y desde la "primera vio­ lencia" del sur del Tolima en 1950-1951 ha estado vinculado a la lucha armada, excepto un par de años en que trabajó como cadenero de obras públicas. En la década de los años 1990, las farc hicieron explícito que asumían el papel de vanguardia armada. A esta reorientación debió contribuir la situación social del país. La contracción de la producción agrícola, el creciente desempleo rural y la descomposición campesina, aceleradas por la apertura comercial de 1991-1992, tuvieron una válvula de escape en los cultivos ilícitos, primero hoja de coca y posteriormente amapola. Desplazándose hacia zonas de colonización aptas para estos cultivos y en donde previamente tenían alguna influencia local las FARC, los cocaleros, en sus distintos estratos, terminaron formando la base so­ cial más sólida que jamás haya tenido un grupo insurgente en Colombia, desde la época de las guerrillas liberales del Llano en 1950-1953. Esta ampliación de ba­ ses sociales no significó una profundización de la política sino, por el contrario, el fortalecimiento del aparato militar, respaldado por cuantiosos recursos prove­ nientes del secuestro extorsivo, la extorsión, las rentas petroleras y municipales y la protección a los cultivadores y comerciantes de drogas ilícitas.

Los FOQUISTAS: EL CASO DEI. ELN, 1962-1985 Aceptada la premisa maoista de que en el Tercer Mundo el campesinado constituye la verdadera vanguardia de la revolución y, por tanto, que el campo es el escenario privilegiado de la lucha de clases, los foquistas deben decidir en dónde montar el campamento guerrillero. La respuesta está en estas claves: conjuntamente con la geografía física y administrativa del país, deben conside­ rar aspectos como la tradición política atribuida a la población de la zona. Los insurrectos de la década de los años 1960 edificaron sus sueños sobre una su­ puesta rebeldía tradicional que el campesinado liberal habría demostrado du­ rante los años duros de La Violencia. En consecuencia, se dedicaron a establecer contactos con exguerrilleros liberales y fueron a buscarlos a sus reductos. Pero

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cuando estos existían, no eran más que una modesta y precavida red clientelar de familias campesinas, tejida en el decenio de los años 1950, ubicada en una zona remota y por lo general simpatizante del mrl. La etapa embrionaria del campamento encierra los mayores peligros. Cualquier delación o información en manos del ejército puede llevar al aniquila­ miento. La tolerancia de la población (no delatar la presencia guerrillera) es insu­ ficiente. No en vano la tasa de mortalidad de los campamentos suele ser elevada. Para comprobarlo están los desastres de 1961-1963: Antonio Larrota con el Mo­ vimiento Obrero Estudiantil Campesino, moec, en el norte del Cauca; Federico Arango Fonnegra, en Puerto Boyacá; Roberto González Prieto, "Pedro Brincos", en Turbo, Antioquia; Tulio Bayer, en el Vichada. Y el azar debe incluirse entre los factores que explican la supervivencia de los campamentos originarios del ELN y e l EPL. En la década de los años 1960, solo el eln y el epe consiguieron consoli­ darse entre campamentos. Realizaron tareas de adoctrinamiento y propaganda entre la población local, compuesta principalmente de colonos, y construyeron algunas redes deshilvanadas de inteligencia, avituallamiento y reclutamiento. Al igual que las farc, el eln se entiende mejor a la luz de sus periodos. Primer periodo, 1962-1964. Impulsados por la Revolución Cubana, grupos de universitarios, en su mayoría militantes de las Juventudes del mrl, jmrl, de­ nunciaron el reformismo y "cretinismo parlamentario" del pc; se movieron hacia los extremos y terminaron rompiendo relaciones con las alas moderadas de la débil izquierda doctrinaria del m rl. Con el lema del abstencionismo electoral después de los comicios de 1962, cuando apoyaron la candidatura de Alfon­ so López Michelsen, anticonstitucional según las reglas del fn, se proclamaron marxistas-leninistas. Inspirándose en las faln de Venezuela, de las jmrl surgió un núcleo clandestino que sería uno de los orígenes del eln. Con esta etiqueta apareció a mediados de 1962, en diversos reportes de la prensa nacional que da­ ban cuenta del estallido de petardos más bien inofensivos, y en todo caso inefi­ caces, en Bogotá, Barranquilla y Bucaramanga. Poco después se formó en Cuba la Brigada Internacional José Antonio Galán bajo la dirección de Fabio Vásquez Castaño. De regreso a Colombia, la Brigada terminó instalándose en el Cerro de los Andes, vereda liberal del municipio de San Vicente de Chucurí, donde per­ manecía la memoria del guerrillero Rafael Rangel. La Brigada, llamada Frente, terminó controlando el eln. Segundo periodo, 1965-1973. Presionado por los compromisos que había adquirido en septiembre de 1964 con Manuel Piñeiro, el comandante "Barba- rroja", el encargado cubano de las relaciones con los movimientos insurgentes latinoamericanos, Fabio Vásquez organizó y dirigió el asalto al casco urbano de la población comunera de Simacota, el 7 de enero de 1965. Después del asalto ya no hubo vuelta atrás en las operaciones de sabotaje y emboscadas a la fuerza pública y terminó cualquier ambigüedad que hasta entonces hubiera existido

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entre el núcleo clandestino urbano y el campamento. El primero pasó a ser una mera red logística. En cuanto la teoría del foco se deriva de la experiencia cubana de 1956- 1959, tiene en mente algún tipo de apoyo político urbano que luego quedó com­ pletamente obliterado en el canon del Che. En el campamento del e l n se supuso que tal apoyo podía proveerlo el recién fundado Frente Unido del Pueblo ( f u ), dirigido por al sacerdote Camilo Torres Restrepo. El e l n terminó visualizando el fu como una fuente de enlaces y apoyo. De ahí la ligereza con que manejaron las relaciones con Camilo Torres y otros líderes del movimiento la cual facilitó que el ejército descubriera los nexos clandestinos y apremió al cura revolucionario a huir al campamento, donde siguió su trágica y absurda muerte en febrero de 1966. La propaganda del e ln entre el anuncio de la incorporación del presti­ gioso sacerdote a la guerrilla y la noticia de su baja en combate con el ejército puede leerse a la luz de una visión que colocaba la táctica militar por encima de cualquier estrategia política. Sin haber resuelto satisfactoriamente las relaciones entre el trabajo político y el militar, el e l n , incluidas sus redes urbanas, sufrió terribles castigos a manos del ejército entre 1967 y 1973. Desde sus orígenes hasta comienzos de la década de los años 1980, la historia del e l n es una historia atormentada y tormentosa del núcleo dirigente, atravesada por errores tácticos, conflictos ideológicos o de origen social, todos revestidos de intenso carácter personalista que, hasta 1973, se saldaron con un fusilamiento ritual. Aquel año, después de una cadena de derrotas sucesivas, el e l n quedó al borde de la extinción en la Operación Anorí y Fabio Vásquez debió retirarse a La Habana. Tercer periodo, 1973-1985. Siguió una década de indigencia organizativa y confusión política. Historia que demuestra las enormes dificultades de consoli­ dar los campamentos y desdoblarse. Continuó el patrón de relaciones precarias e insatisfactorias con los campesinos; de fragilidad de la red de enlaces urbanos; de creciente dogmatismo ideológico y de aislamiento político. La situación co­ menzó a disiparse en la década de los años 1980, a raíz de los procesos de paz impulsados por los presidentes Belisario Betancur y Virgilio Barco, los hallazgos petroleros en Arauca, las agitaciones sociales en el nororiente colombiano y el ascenso al liderazgo del cura español Manuel Pérez, quien planteó la necesidad de desarrollar una línea política que conectara con los movimientos sociales y con los sindicatos. La organización ¡A Luchar! fue una de sus expresiones, aun­ que puso en tensión la relación de "lo militar" y "lo político" dentro del e l n .

O r R o s f o q u i s t a s

En la década de los años 1970 entró en acción el m -19 (1972) y la más bien marginal Autodefensa Obrera, a d o (1974). Urbano en sus comienzos, inspirado en las experiencias de Montoneros y Tupam aros, el m -19 aprendió de los san- dinistas triunfantes en 1979 y de ahí en adelante se orientó hacia un modelo

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MANUEL QUINTÍN LAME DEFIENDE LOS DERECHOS DE LOS PUEBLOS INDÍGENAS El misterio de la naturaleza educa al salvaje indígena en el desierto. Dirigido a los señores miembros indígenas en su carácter de representantes de tribu o tribus, gobernadores, presidentes de los cabildos o los que representen a las agrega­ ciones de indígenas en los 14 departamentos que constituye la República de Colombia. Hoy día, después de pasar por en medio de esa raza privilegiada por la naturaleza divina y abandonada por todos los gobiernos y ya casi muerta en su totalidad, en me­ dio de la envidia y del dolor, la que ha sido cubierta en un baño de lágrimas y sangre desde el día 12 de octubre de 1492, hasta el día 12 de enero de 1927, donde se levanta el genio de mi persona, iluminado, no por la luz que existe en las escuelas y colegios de la civilización del país, sino por esa luz que hirió mis labios y el ministerio de mi mente [...]

Señores indígenas del país colombiano: A ustedes les llamo la atención desde el antro de prisión donde me encuentro detenido por la mano gigantesca y usurpadora de la raza blanca y mestiza, quienes por la fuerza sin ley ni caridad se han venido usurpando por dicha fuerza nuestras propiedades territoriales cultivadas de Mieses, derroques de vírgenes montañosas y también usurpándose nuestras minas de todas clases, des­ terrándonos de las cuatro paredes de nuestros hogares [...1 El pueblo colombiano está hundido en la polvareda del engaño y de las amenazas por los católicos, y sin poder tildar sus hechos y pretensiones. Esos dos partidos liberal y conservador han sido los que han arruinado en todas sus partes las propiedades territoriales y de cultivo de los indígenas naturales de Colombia, y no sólo en Colombia, sino en el Perú, Ecuador, Chile, etc. Para nosotros los indígenas, tengamos delito o no lo tengamos, están las cárceles abier­ tas, y para los verdaderos asesinos, ladrones, cohechadores y perjuros están cerradas, por que tienen plata y son conservadores. Queridos hermanos y compañeros indígenas: Despidámonos de esos dos viejos partidos pero sin darles la mano, sin decirles adiós... Por lo tanto es nulo y de valor ninguno los repartos de tierras de indígenas que han hecho en todos los departamentos que constituyen el país colombiano, porque todo ha sido a sabiendas de los ricos, quienes se han acompañado con los alcaldes, jueces, gobernadores, etc. Yo, como jefe de 197 pueblos entre resguardos, tribus y agregaciones de indígenas, en los 14 departamentos que constituyen al nombre de Colombia, les envío un fraternal saludo y también los saludan todos mis compañeros indígenas que sufren prisión sin justicia y sin caridad, desamparados. En esas soledades donde yo nací y conocí la juventud del mundo [...]

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Este conocimiento lo publico a pleno sol, por que soy hijo de un par de agricultores indígenas, quienes derrocaban al golpe del hacha esas selvas de que hablé. No tengo la desgracia que por mis venas corra sangre española ni que un español me haya educado, por lo tanto no tengo nada que agradecer [...] Denuncié criminalmente con las formalidades establecidas en el artículo 359, Ley 105 de 1890, ante el señor Ministro de Gobierno y Procurador General de la Nación, a los señores Alcaldes Ángel María Salcedo y Gabino Tovar de los distritos de Ortega y Coyaima; Salcedo por incendiario, por abuso de autoridad, por atentar contra los derechos individuales y denegación de justicia. Ah, claro, los denuncios los pasó el señor Ministro de Gobierno y Procurador General de la Nación a los jueces segundos del circuito del Guamo y Purificación, quienes han hecho dormir el profundo sueño. También presenté un denuncio probado contra el señor Estanislao Caleño, Roque Cerquera y Benito Sogamoso, ante el señor Ministro de Gobierno, quien lo remitió al mismo juez 2° del Guamo. Con la franqueza de hombre que me caracterizó firmo en compañía de mis hermanos desheredados de la justicia y la caridad, que son los siguientes: Florentino Moreno B., Gabriel Sogamoso, Leovigildo Madrigal, Severo Viuche, Esta­ nislao Viuche, Isidro Ducuara, Custodio Moreno, Joaquín Ducuara, Santiago Ducuara, Eufracio Ducuara, Matías Ducuara, Jerónimo Quezada, Inocencio Bocanegra, Octavio Ducuara, Félix Moreno, Agustín Sogamoso, Remigio Sogamoso, Pablo Ducuara, Isidro Silva, Wenceslao Moreno. Quienes hace 10 meses que sufrimos detención y el calumnioso expediente no está sino en sumario hasta hoy, violando las autoridades y la sagrada doctrina de la ley 104 de 1922 y la Constitución Nacional y demás leyes. Guamo, enero 12 de 1927 Manuel Quintín Lame

Fuente: Discurso de Manuel Quintín Lame, editado en la Imprenta de Girardot de la ciudad del Guamo, A.G.N., Sección República, Ministerio de Gobierno [Sección la], legajo 952, folios 315- 316. Archivo General de la Nación de Colombia, Documentos que hicieron un país, Bogotá, 1997, pp. 702-705.

de guerrilla rural, sin olvidar las posibilidades de combinar con una eventual insurrección urbana. En el decenio de los años 1980 surgieron el Movimiento Armado Quintín Lame, m a q l , peculiar guerrilla indígena enraizada en las co­ munidades del Cauca, y disidencias de las fa r c (el Frente Ricardo Franco), del FPL (el Partido Revolucionario de los Trabajadores, pr t , y el M ovim iento de Iz­ quierda Revolucionaria, MiR-Patria Libre) y del e l n (la Corriente de Renovación

Socialista, c r s).

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El MAQL se desmovilizó en mayo de 1991, reconociendo una fuerza de 157 hombres en armas. Este gesto y su trayectoria de reividicaciones contaron para que la Constitución de 1991 estableciera que en el Senado, de 100 miembros, los indígenas tuvieran dos senadores adicionales. En 1980, el m-19 alcanzó el cénit de popularidad con la toma de la Emba­ jada de la República Dominicana. Al asaltar el Palacio de Justicia en noviembre de 1985, una de las acciones terroristas más delirantes y desproporcionadas de la historia del conflicto armado, el m-19 inmoló gran parte de su dirigencia y pagó muy caro en popularidad. Con una línea política errática, sin claridad intelectual ni orientación ideológica discernible, acosados sus líderes por las fuerzas de se­ guridad, la coyuntura de la Asamblea Constituyente de 1990 dio a los jefes del M-19 la oportunidad de rendirse y pactar honorablemente su retorno a la vida civil. Ese fue el camino seguido por casi todas estas agrupaciones foquistas, que algunos llaman de segunda generación. Lo mismo hicieron los miembros de la facción mayoritaria del e p l . Entre 1989 y 1994, más de 4.000 guerrilleros depusie­ ron las armas. Muchos reingresarían a otras guerrillas o a las formaciones de pa­ ramilitares. Los movimientos electorales que fundaron terminaron en el fracaso.

4. Las violencias de la década de los años 1990 En los diez años trascurridos entre 1990 y 1999, 260.690 colombianos fue­ ron víctimas de homicios. Los índices de este delito ofrecen una primera aproxi­ mación para entender esta nueva violencia o violencias. A m ediados de la década de los años 1960, cuando la lucha arm ada pare­ cía polarizarse entre dos bandos, las guerrillas revolucionarias y el Estado que según estas representaba el sistema capitalista, podía sostenerse que la insurgen­ cia representaba la mayor amenaza al orden institucional y a la viabilidad de la democracia liberal en Colombia. Desde mediados del decenio de los años 1980 tal afirmación fue haciéndose más cuestionable porque la presencia masiva del narcotráfico y de la criminalidad organizada permitió inscribir la insurrección guerrillera dentro de la categoría nebulosa de las violencias sociales. Aunque todavía no se han establecido con suficiente precisión las conexio­ nes entre diversos tipos de violencia, las hipótesis más aceptadas apuntan al narcotráfico organizado como el gatillo que disparó los índices de criminalidad. Bogotá, Medellín y Cali concentran cerca del 70 por ciento de los homicidios y asesinatos. La mayoría de estos crímenes son perpetrados en calles y bares, con armas de fuego ilegales, en barrios en descomposición o en barrios populares, y sus móviles aparentes son, primero que todo, ajustes de cuentas entre bandas; pero también riñas bajo la influencia del alcohol y atracos. El 93 por ciento de las víctimas son hombres, en su gran mayoría menores de 30 años. Por otra parte, a mediados de la década de los años 1970 comenzaron en Pereira, y luego se propagarían a otras urbes, las limpiezas de población marginal delincuente. Se calcula que todos los días de los últimos diez años, un colombiano "desechable".

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según cierta habla generalizada, ha caído asesinado en alguna ciudad del país. Y, por otro lado, aumentan las denuncias de violencia dentro del núcleo conyu­ gal contra niños y mujeres. En cuanto a los delitos contra el patrimonio, también es incuestionable la centralidad que adquirió el crimen organizado; entre 1991 y 1996, los delitos que más crecieron fueron la piratería terrestre, los atracos a bancos y el robo de automóviles. Aunque los cálculos sobre la magnitud económica del negocio del narcotráfico son imprecisos, no hay duda de que ha generado nuevos com­ portamientos y códigos de valores (el dinero fácil), unidos a los viejos (el honor machista, o que "la vida no vale nada"). Desde una perspectiva regional, una mirada a las cifras confirma algunos aspectos de la hipótesis del narcotráfico como mecanismo disparador. Por ejem­ plo, la región caribeña que, con excepción de algunos municipios, fue ajena a las oleadas de la violencia sectaria, presenta niveles de homicidios bastante por de­ bajo de la media nacional en Bolívar, Sucre y Córdoba, mientras que durante la llamada bonanza de la marihuana (1977-1982) estos fueron elevados en La Gua­ jira, Cesar y Atlántico. Llaman la atención las bajas tasas de homicidios en Cór­ doba, epicentro de las guerras más encarnizadas entre paramilitares y guerrillas. Antioquia, uno de los departamentos más pacíficos en el siglo xix, parece comprobar mejor que cualquier otra región cómo el narcotráfico desata diversas fuerzas criminales. Aunque ya hemos dicho que la colonización del país antio­ queño no fue ajena a la violencia implícita en todas las colonizaciones, en el si­ glo XX Medellín venía siendo el vivero del clero católico, masculino y femenino, centro de las más pujantes y mejor organizadas empresas fabriles y, en general, de la inciativa privada. ¿Qué ocurrió para que desde fines de la década de los años 1970 esta ciudad modelo empezara a ser el criadero de las organizaciones de contrabandistas en gran escala, de los robos de automóviles y del narcotrá­ fico más violento? Con índices de homicidios por debajo de la media nacional, Antioquia y su capital muestran desde 1980 una pronunciada pendiente de la curva de muertes violentas que se abate un poco a medida que avanza la segun­ da mitad del decenio. Ningún otro departamento alcanza las cotas de Antioquia en 1991: 245 homicidios por 100.000 habitantes. Pero es probable que la mortali­ dad violenta no provenga directamente del narcotráfico sino del entorno social, cultural y psicológico que este crea para reproducirse, en particular cuando hizo agua en Medellín el modelo de industrialización sustitutiva del que había de­ pendido la prosperidad durante unos 70 años. En un entorno de desempleo, inseguridad y marginalidad puede expli­ carse mejor el ascenso de la empresa de Pablo Escobar, caracterizada por Ciro Krauthausen como la combinación de dos organizaciones: una de tipo militar, encargada de imponer el orden mafioso a otros narcotraficantes y a los agentes del Estado, mediante extorsiones, asesinatos y secuestros; y otra comercial, dedi­ cada al tráfico de drogas prohibidas en todas sus facetas, incluidas las fachadas

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legales del lavado de dinero de un lado y, del otro, de protección política, en un ámbito clientelar y populista. En medio de las trasformaciones urbanas y de los paradigmas culturales y empresariales de Medellín, los jóvenes pobres encontraron nuevas oportuni­ dades empleándose como sicarios en un contexto de banalización de la muerte. Esta nueva subcultura ha sido magistralmente novelada por Fernando Vallejo en La Virgen de los sicarios, y de ella se encuentran crudos testimonios en textos como el de Alonso Salazar J., No nacimos pa'semilla, y en las películas de Víctor Gaviria, como Rodrigo D, no futuro.

N u e v a s g u e r r i l l a s

Entre 1975 y 1995, el conflicto armado habría producido unos 11.000 muer­ tos en combate y otros 23.000 en episodios de asesinatos y ejecuciones extrajudi- ciales; estos 34.000 muertos representan un 10 por ciento de todos los homicidios cometidos en esos dos decenios. Sin embargo, la incidencia de esta violencia polí­ tica, entendida como las muertes en combate y los homicidios políticos de pobla­ ción civil inerme (asesinatos, ejecuciones extrajudiciales, masacres, desaparición de personas) perpetrados por guerrillas, paramilitares y en mucho menor grado por la fuerza pública, aumentó considerablemente después de 1997. En el trienio de 1998-2000 se registraron en el país 73.978 homicidos totales (excluyendo para el año 2000 las muertes por accidentes de tráfico), de los cuales 12.984 son direc­ tamente imputables al conflicto armado. De suerte que esta guerra es la única en expansión de América Latina, habida cuenta de la paz negociada en Centroamé­ rica y de la postración de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru en el Perú. Desde 1995, el conflicto armado ha forzado el desplazamiento de un mi­ llón y medio de colombianos de sus hogares y vecindarios. El 65 por ciento en forma familiar o individual y el 35 por ciento restante como éxodo colectivo. El 66 por ciento de los refugiados son campesinos, pobres en su mayoría; 57 por ciento son mujeres y 70 por ciento menores de 18 años. En cuanto a los causantes de esta tragedia, en el 43 por ciento de los casos son paramilitares de derecha, seguidos por las guerrillas, a las que se atribuye el 35 por ciento, el 6 por ciento a la Fuerza Pública y el 16 por ciento a otros agentes. Cifras inquietantes si se considera que en el pico de la década de los años 1960 las organizaciones insurgentes no llegaban al medio millar de combatien­ tes. Década de inicio promisorio al que pronto siguió el estancamiento. Sin em­ bargo, según algunos especialistas, entre 1986 y 1996 la guerrilla habría crecido más que en los 32 años anteriores. Las f a r c habrían pasado de 3.600 hombres y 32 frentes en 1986, a unos 7000 hom bres distribuidos en 60 frentes en 1995. En ese lapso, el e ln habría pasado de 800 hombres y 11 frentes a 3.000 hombres y 32 frentes. Crecimiento que, ante el deterioro de los valores políticos e ideológicos y la sobreoferta de recursos económicos, termina en militarización.

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Entre las actuales interpretaciones del fenómeno guerrillero una de las más conocidas se basa en este acelerado desdoblamiento de frentes y en la difu­ sión geográfica desde zonas marginales hacia otras más ricas, pobladas y estraté­ gicas para la economía y la seguridad nacionales, incluidas comarcas limítrofes con Venezuela, Panamá y Ecuador. La guerrilla avanza desde sus campamentos originarios y busca consolidar el apoyo campesino en regiones de colonización, caracterizadas por baja densidad humana y alto crecimiento demográfico a cau­ sa de los flujos migratorios. Pero también asedian poblaciones más integradas a la malla urbana. Otra forma de ilustrar la expansión guerrillera consiste en re­ gistrar algún tipo de presencia guerrillera, ocasional o permanente, en los muni­ cipios. Según fuentes oficiales, en 1996 cerca del 60 por ciento de los municipios colombianos experimentaron alguna forma de presencia guerrillera. Del trípode que caracteriza la economía exportadora colombiana desde 1980, drogas ilícitas, petróleo y café, las dos primeras habrían contribuido a in­ crementar la renta de los insurgentes. Allí estaría una clave tanto de su poderío como de la distribución geográfica de sus fuerzas. La expansión de los cultivos de amapola en regiones de frontera del sur del Tolima, Huila, Cauca y Nariño, y de coca en el Caquetá, Meta, Putumayo y Guaviare, queda en manos de un

campesinado de colonos sobre el cual las f a r c han ganado fuerte influencia. Al respecto se afirma que el movimiento de campesinos cocaleros de 1996 no hubie­ ra alcanzado las dimensiones, intensidad y proyección que tuvo sin un decidido

respaldo de las f a r c . El descubrimiento y explotación de nuevos yacimientos petroleros en el Arauca y la construcción y funcionamiento de oleoductos como

el Caño Limón-Coveñas han permitido al e l n desarrollarse sobre una economía de extorsión (el impuesto a las empresas) y ejercer operaciones de sabotaje me­ diante voladuras dinamiteras a los oleoductos que ya pasan el medio millar. La insurgencia también ha explotado las oportunidades que le brindan la elección popular de alcaldes (1988) y de gobernadores (1991) y ha sabido manipular clientelarmente el incremento sustancial del situado fiscal a los mu­ nicipios. De este modo ha conseguido consolidar el papel de clase política alter­ nativa en muchas comarcas de Arauca, Meta, Caquetá o Guaviare. Según los análisis políticos más recientes, entre los que se destacan los de investigadores del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad Nacional, lEPRi, las guerrillas ya no son portadoras de un proyecto político nacional. Por el contrario, se distinguen por su localismo y bandolerización. Ya no buscan el po­ der para hacer la revolución socialista, sino que se dedican al control clientelar de muchos gobiernos locales para ampliar el control territorial y negociar me­ jor la desmovilización cuando llegue el momento oportuno. La mentalidad en las filas guerrilleras también habría cambiado. De ser agrupaciones compuestas por campesinos y universitarios altruistas, deseosos de acelerar el cambio social, las actuales guerrillas serían una próspera empresa militar de combatientes a sueldo.

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LOS TRAQUETOS Lo que hoy día se ha generalizado como mafia es una organización muy compleja que maneja mucho billete, y para uno entrar en ella se necesita que lo enganchen a través de alguien de mucha confianza, ojalá mediante un "traqueteo" que apenas esté empe­ zando, para que uno logre ganarse la amistad, para que le suelten trabajitos, misiones, en fin, siempre empezar desde abajo. Algunos de los trabajos pueden ser directamente sobre asuntos de narco u oficios bien, como pintar una casa, cuidar una finca, hacer de mandadero... Entre otras cosas, la semana pasada estuve cuidando una quinta del patrón en el lago Calima. A mí me toca estar llamando a un teléfono cada dos o tres días, y pregunto si hay algún trabajo que realizar, mediante una comunicación indirecta, medio en clave, como por ejemplo: "Aló, qué hubo, ¿siempre vamos a ir a pescar?". En realidad esto quiere decir que si siempre vamos a ir a "cocinar", pues yo trabajo para un "mágico" como cocinero; somos un grupo de cuatro amigos. El domingo entrante, si Dios quiere, por la madrugada nos recogen en un campero; allí va todo: secadores, pesas, planta eléctrica y pasta; nos metemos quince o veinte días en una finca hasta que sacamos diez o veinte kilos de "maicena". La finca está arreglada; es decir, la alquilan por el periodo de refinada, luego se desmonta todo y los que se van para otro lado. Después se dejan unos días de descanso y así nos la pasamos, según como pinte, o bien porque el mercado está duro, o por los operativos del cuerpo elite; hay veces que esta vaina se pone pesada y a uno le toca quedarse uno o dos meses parado, marcando. Siempre, entre cada tanda, hay una parada, mínimo de una semana, pues si se trabaja de seguido los químicos lo joden a uno, y también por la conseguida de la finca, que toma tiempo, y para prevenir cualquier seguimiento o aventada. A uno no le pagan de una; siempre le mantienen mucho billete represado, siempre le deben, le van dando poquito a poco. Esto es por seguridad, por cuidarse ellos; en una cocinada yo me puedo sacar de 500.000 a 1.500.000 de pesos, depende de la cantidad de merca y del riesgo. A mí me deben harto, y si se cae o quiebran al de arriba la plata se puede perder; cuando a uno se le ha acumulado mucha plata y no le pagan, lo mejor es perderse, porque esto puede indicar que lo tienen a uno en lista para "muñequiar- lo", por no pagarle o porque le han perdido la confianza. Mucho man que aparece en un zanjón o en un cañaduzal o en el río Cauca "levantáo", puede ser un caso de esos. Cuando nos desplazamos con la "carga" el que va manejando el carro, lleva billete en efectivo, y va pilas, por si hay que arreglar a la poli o hay algún problema; muchas veces va un carro adelante con dos o tres manes "enfierraos", para cuidar la merca, sobre todo cuando está lista, cuando ha pasado por todos los procesos y sólo hace falta mandarla para arriba para cambiarles el rostro a los gringos, pues allí es donde hay más peligro que a alguien se le dañe el corazón y se pierda con la carga, o que caiga

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otro grupo de malosos y nos haga el favor de meternos en líos, o la ley para negociar o vendérsela a otra gente. Siempre hay mucho riesgo, pero uno cocinando se dedica es a eso, siempre se va es a lo que se va, y si le caen, sólo se da cuenta uno ya sobre el momento, y entonces hay que dar o recibir del bulto. Gracias a Dios, estoy contento, hasta ahora no me ha pasado nada. Trabajo con mi primo; desde hace rato él está metido allí, fue él quien me recomendó.

Fuente: Betancourt Echeverry, Darío, Mediadores, rebuscadores, traquetos y narcos. Valle del Cauca, Í890-1997, Bogotá, 1998, pp. 159-160.

Independientemente de la validez de estas aseveraciones, no hay señas objetivas para asegurar que las fa r c y el eln estén preparados para librar una guerra regular, pero tampoco para pactar la desmovilización. Ambas forma­ ciones prosiguen una ruta bien establecida: combinar "trabajo político" en sus bases rurales y populares y desgastar al ejército en una versión de la guerra de muerde y corre, a la que se presta la geografía física y humana del país. No debe confundirse el ataque a la infraestructura física que la guerrilla emprende con solvencia, con la guerra de posiciones. Las f a r c no han cambiado su directriz de 1982, cuando añadieron las siglas ep. Ejército del Pueblo, de cubrir el país con 60 frentes. Por experiencia saben que el crecimiento encierra los peligros de infiltra­ ción y dificultad de centralizar el mando. Según las f a r c , la Séptima Conferencia de las f a r c (octubre de 1983) "nos dio un nuevo modo de operar, que tiene que convertir a las f a r c - ep en un m o­ vimiento guerrillero auténticamente ofensivo. Nuevo modo de operar significa que las f a r c ya no esperan a su enemigo para emboscarlo, sino que van en pos de él para ubicarlo, asediarlo y coparlo, y si aquel cambiara otra vez su modo de operar volviendo a su antigua concepción, atacarlo en ofensiva de comandos móviles".

Los paramilitares A pesar de tener en la guerrilla un enemigo de medio siglo, el ejército no ha cambiado sus doctrinas ni sus formas de organización, orientadas hacia una guerra regular. Está por verse si el "Plan Colombia", un programa norteame­ ricano en la estrategia antidroga, que en lo fundamental es de ayuda militar, producirá un cambio fundamental. Por eso, quizás, los paramilitares aparecen ante el público como la fuerza contrainsurgente verdaderamente efectiva. De los actores del actual conflicto armado el paramilitar es el más elusivo. La lite­ ratura tiende a comprenderlo a partir de un carácter reactivo y supletorio del Estado ante la acción insurgente: el paramilitar empieza siendo autodefensivo.

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enraizado en una sociedad rural tradicional y de frontera. Con el tiempo algunas autodefensas reciben patrocinio de viejos y nuevos señores de la tierra como los narcotraficantes. Adquieren movilidad y poder ofensivo que buscan proyectar, como los hermanos Castaño, en una escala nacional. Pero la imagen que, al me­ nos desde 1990, quieren ofrecer estas organizaciones es la de la legítima defensa. Para entender mejor la trayectoria y las formas de acción del paramilita- rismo hay que distinguir fases, zonas y contextos. Si en la fase de autodefensas el denominador común es el carácter reactivo, en su desarrollo de paramilitares adquieren un carácter preventivo. Así, los paramilitares son núcleos de guerra irregular cuyo primer objetivo es impedir que aumente el nivel del agua del pez revolucionario, siendo la población el agua, en la conocida metáfora de Mao Zedong. En estas condiciones, lo que solemos llamar paramilitar puede ser un actor local, un grupo de jóvenes de la comunidad que, defendiéndose de las guerrillas, mantiene relaciones ambiguas con el ejército, los políticos locales y los terrate­ nientes. Pero en más zonas del país el paramilitar se nos presenta como un com­ batiente externo al vecindario, que llega en plan de matón, encuadrado en una organización vertical remota; a veces visible para todo el mundo excepto para los cuerpos de seguridad del Estado. Los paramilitares salen de unos campa­ mentos a buscar áreas en donde se presume una influencia real o aun potencial de las guerrillas. El modelo operativo paramilitar copia el modelo guerrillero. En muchos casos el paramilitar es un excomunista o un exguerrillero (generalmente del EPL en Urabá-Córdoba) impulsado por la pasión de los conversos. Los campamentos paramilitares se establecieron, más o menos en un orden cronológico, en parajes del Magdalena Medio, Córdoba, Urabá, Meta y Putum ayo. Puerto Boyacá y el Magdalena Medio ofrecen el paradigma tal como lo describe Carlos Medina Gallego. Puerto Boyacá es una zona de colonización. Du­ rante La Violencia fue refugio de la guerrilla liberal; en la década de los años 1960, la población vio con alguna simpatía las tentativas de montar campamen­ tos guerrilleros; votó mayoritariamente por el m r l en 1960-1964, y por Anapo en 1970. Por entonces ya se había hecho notoria la penetración del partido co­ munista y el arribo de las f a r c . Hacia 1977, el cam pesinado em pezó a resentir el aumento de las exacciones de parte de las f a r c . En este punto llegó el ejército. Estableció retenes permanentes, obligó a los campesinos a inscribirse y portar carnés para transitar, vigiló los mercados, retuvo campesinos a discreción. Este régimen aumentó sus rigores durante el "Estatuto de Seguridad", bajo el gobier­ no de Turbay Ayala.

En 1982 empezó la guerra política a las f a r c y al PC, mediante las brigadas cívico-militares. Ahora podía eliminarse al enemigo comunista, previamente identificado. Los agentes de la empresa fueron el Batallón de Infantería Bárbula No. 3 y la población civil encuadrada en formaciones milicianas. Bajo el para­

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guas de la paz de Betancur, el ejército, con el apoyo de la Texas Petroleum Co., el Comité de Ganaderos, la Defensa Civil y los comerciantes y autoridades, diseñó un plan de recuperación del Magdalena Medio. La limpieza de campesinos que

apoyaban al p c y a las f a r c empezó en Puerto Boyacá y se extendió a toda la región. Las denuncias de los campesinos y de sectores de la opinión ante los "ex­ cesos" (incluidos asesinatos a dirigentes de otras organizaciones como el Nuevo Liberalismo) culminaron en febrero de 1983 con la publicación del primer "In­ forme del Procurador General de la Nación sobre las actividades paramilitares". Acusaba a 163 personas, de las cuales 59 eran miembros activos de las Fuerzas Armadas. La institucionalización local y regional de las autodefensas se apoyó en marchas campesinas. Culminó en octubre de 1984 con la creación de la Asocia­

ción Campesina de Agricultores y Ganaderos del Magdalena Medio, a c d e g a m , que "combina las formas legales e ilegales". No en vano Pablo Guarín, uno de sus principales dirigentes, había sido militante de la Juventud Comunista. La organización manifestó que estaba aplicando la Ley 48 de 1968 y coordinó un sistema de "ayudas voluntarias" para financiar su proyecto social de ayuda a los más pobres. Cuando los narcotraficantes buscaron protegerse de la represión desatada contra ellos por el asesinato del ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla (abril de 1984), encontraron un santuario en esta "república independiente anticomu­ nista". Rápidamente descubrieron que estaban en un prometedor campo de in­ versión. A medida que los ganaderos de la región vendieron y emigraron a las ciudades, llegaron los narcos con sus capitales y cambiaron las funciones de las autodefensas. Para combatir eficazmente en los múltiples frentes (los grupos competi­ dores en el negocio de la droga, la represión nacional e internacional del narco­ tráfico y, ahora, la subversión comunista) los nuevos latifundistas reorganizaron a las autodefensas, las equiparon y entrenaron con el apoyo del ejército e instruc­ tores mercenarios, británicos e israelíes. De 1986 a 1989 desataron una campaña de exterminio de grupos y partidos políticos y cívicos, sindicatos, asociaciones campesinas, funcionarios públicos, periodistas. A partir de estas lecciones, los paramilitares pretendieron: (1) ser un mo­ delo anticomunista en el plano nacional. (2) Ganar estatus político oponiéndose activamente a las iniciativas presidenciales de paz, con apoyo popular local. (3) Estar representados en los municipios que recibían ayuda del Programa Na­ cional de Rehabilitación, p n r , especialmente destinado a solucionar problemas sociales y de infraestructura física en los municipios afectados por el conflicto arm ado. Simultáneamente tejieron complicidades con organizaciones políticas y con políticos de nivel nacional. En junio de 1987, el ministro de Gobierno infor­ mó que en el país estaban operando "por lo menos 140 autodefensas" dedicadas

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a combatir, con métodos de guerra irregular, a las guerrillas de izquierda y a sus amigos en el frente legal. Aplicando el modelo del Magdalena Medio, Córdoba se convirtió en un centro de difusión paramilitar en el norte del país. Siguiendo la localización del complejo guerrillero, crearon dos corredores: Córdoba-Urabá y Córdoba-Bajo Cauca antioqueño. Allí se realizaron entre 1988 y 1990 terribles matanzas de campesinos inermes. Las alianzas de antiguos esmeralderos y narcotraficantes llevaron el modelo de Puerto Boyacá a los Llanos y el Putumayo. Los estimativos sobre el tamaño de los grupos paramilitares reposan en conjeturas. En 1993 se habló de 24 frentes paramilitares: nueve en Córdoba y Urabá, cinco en los Santanderes, dos en el Magdalena Medio, dos en el Cesar, dos en el Meta, dos en el Putumayo y uno en Casanare y otro en Arauca. La referencia es muy vaga y las precisiones no ayudan a aclarar el asunto. Estos 24 frentes estarían compuestos por unos 80 grupos que se manifestarían de alguna forma en 373 municipios. Recientemente se especula con la cifra de 4.500 a 5.000 hombres armados. Los paramilitares buscan legitimación, como el grupo de Pablo Escobar en 1989-1991. Desatan oleadas de masacres de campesinos con el propósito de amedrentar gobiernos y adquirir estatus de actores públicos. Si amplios secto­ res de la población urbana del país repudian a los paramilitares, estos logran la aceptación en regiones como Urabá, hastiadas del fuego cruzado. Eso explica su éxito en expulsar a las f a r c . En 1996, las desplazaron hacia el Chocó, después de una serie de operaciones caracterizadas por la crueldad y el terror indiscrimina­ do. En mayo de 1997 las a c c u (Autodefensas de Córdoba y Urabá) declararon que el nivel de hostilidades había disminuido al grado que solo estaban cumpliendo tareas de vigilancia. Llegaba la hora, dijeron sus líderes, de que la sociedad, o sea las cooperativas "Convivir", impulsadas por el gobernador de Antioquia y que se crearon oficialmente en Urabá por esa misma época, asumieran el papel de guardianes del orden. Pero, como siempre, las fa r c defendieron ante todo sus hombres, su fuerza militar; se replegaron y dejaron expuestos los territorios y la población que les había sido fiel, esperando el momento de regresar. El eclipse de las grandes mafias de la droga restó recursos a los paramilita­ res. Ante la situación, se reorganizaron a mediados de la década de los años 1990 tratando de disponer en el nivel local de unas autodefensas y en el nivel nacional de una organización móvil y centralizada. Por otra parte, la actual ubicación de sus campamentos sugiere un nexo orgánico con los nuevos narcotraficantes. El medio en que actúan paramilitares, guerrillas y narcotraficantes es similar según un estudio de Fernando Cubides. Es decir, los tres operan en municipios que tienen el mismo perfil socioeconómico y la intensidad de la violencia es mayor allí donde convergen por lo menos dos de estos actores. Según el c in e p , las acciones conjuntas de fuerza pública y paramilitares crecieron en los últimos años así: de cero en 1998 se pasó a 20 en 1999 y a 162 en el año 2000.

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Mapa 15.1. Zonas de colonización de la segunda mitad del siglo XX y principales concentraciones armadas ¡legales, 1990-2000.

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E l l a b e r i n t o d e l a p a z

Ninguno de los últimos cinco presidentes, desde Belisario Betancur hasta Andrés Pastrana, ha conseguido articular políticas de paz que tengan consen­ sualidad, eficacia, coherencia y continuidad. Si cada uno de los procesos de paz dirigidos por ellos exhibe marcados altibajos, no puede esperarse que el conjun­ to sea coherente y progresivo. Exceptuando la transición del gobierno Barco al de Gaviria, los demás proyectos arrancaron prácticamente de cero. ¿Por qué no han sido exitosos los modelos de paz, en el sentido de que la intensidad y extensión territorial del conflicto antes que atenuarse se ha amplia­ do? Inclusive si consideramos el caso de los pactos de 1990-1991 y de abril-junio de 1994, que protocolizaron la desmovilización de considerables contingentes guerrilleros, ¿por qué el resultado fue, a la postre, tan limitado? Para tratar de responder estas preguntas delicadas hay que hacer un breve repaso de la histo­ ria reciente. Subrayemos tres elementos: primero, el objetivo explícito de los gobier­ nos ha sido pactar con las formaciones insurgentes su transformación en fuerzas políticas capaces de operar y competir dentro de los marcos del orden constitu­ cional y legal. Pero es preciso reconocer que, pese a las reformas institucionales y a nuevos aires en la política de las grandes ciudades, las prácticas en el país siguen sujetas a lógicas clientelistas Segundo, las iniciativas de paz provienen formalmente del presidente de la República y por eso solemos hablar de proyec­ tos presidenciales. Aunque los procesos se formulan inicialmente con claridad, la agenda y el cronograma de las negociaciones son indeterminados, de suerte que disminuye la credibilidad y legitimidad. Tercero, las políticas de paz se han convertido en la arena donde se procesan los conflictos conforme a las reglas implícitas del sistema político. Veamos con algún detalle cada uno de estos aspectos. 1. La transformación de las guerrillas en movimientos políticos legales requiere que el liderazgo insurgente perciba que la oferta gubernamental re­ presenta una mejoría indiscutible de estatus político en relación con la posición presente y que las fuerzas políticas y sociales reconozcan la validez de la oferta. Ahora bien, la percepción que tengan los alzados en armas depende en gran me­ dida del momento en que se formule la oferta que, por lo demás, debe ser clara y convincente. Sobre la significación del momento valga recordar que cuando Belisario Betancur formuló su proyecto de paz, inicialmente con una ley de am­ nistía, las FARC acababan de hacer una lectura de la coyuntura política y habían concluido que era el momento de crecer militarmente. Para el m -19 la oferta no fue creíble. Sus dirigentes entendieron que Betancur quería "robarse la bandera de la paz". Además, en ese momento la ley de amnistía no interesaba por igual a todos los grupos guerrilleros y el proyecto era incierto debido a duras críticas y oposiciones veladas que empezaron a surgir contra el presidente.

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Sorpresivam ente en 1984 las faí^c y el i’C se avinieron a participar en

un curso gradual de incorporación a la vida política legal mediante la u p . La historia es bien sabida. Ante la despreocupación de los funcionarios guberna­ mentales del más alto nivel, los poderes tácticos locales (políticos, latifundistas, narcolatifundistas, narcotraficantes, militares, policías y demás agentes de la seguridad del Estado) apoyaron grupos paramilitares para exterminar la na­

ciente UP, aunque en algunos lugares las acciones armadas de las f a r c contra los políticos locales dieron pie a las retaliaciones. La miopía e indiferencia del

alto gobierno habría de crear en las fafíc una profunda desconfianza que se ha pagado muy caro. El camino abierto por Betancur culminó, un tanto inesperadamente, en las

desmovilizaciones del e p l , del m -1 9 y de otros grupos menores, muchos años des­

pués. En efecto, los pactos con el m -1 9 (marzo de 1990) y el e p l (febrero de 1991) parecían comprobar que es posible negociar la desmovilización de un grupo ar­ mado a cambio de ofrecerle garantías plausibles para que pueda transformarse en un movimiento político legal. La promesa de reforma política, y luego la con­ vocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente, fueron el punto de referencia

de las negociaciones del gobierno con el m -1 9 y el e p l . Muy pronto este caso se convirtió en el ejemplo negativo para las f a r c ,

que habían pasado por la dura experiencia de la u p , y para el e l n , que empezaba a recorrer los caminos de la negociación. En efecto, la trayectoria electoral de los grupos desmovilizados fue decepcionante. No es fácil competir por votos en el mundo clientelar y mediático. Mantener la organización legal, crecer, difundir el discurso y sacar votos resultó muy difícil, una vez que fueron agotadas las cláusulas de los acuerdos que permitieron a los grupos amnistiados tener re­ presentación y vocería en la Asamblea Constituyente. Al principio todo pareció

marchar bien: el m -1 9 bordeó el millón de votos en la elección de Constituyente, obteniendo el 27 por ciento de la votación total. Convertido en Alianza Demo­ crática M -19, a d - m -1 9 al juntarse el ep l (como Esperanza, Paz y Libertad) y el p r t , soñó en construir y mantener una base electoral de votantes independientes, lo que se llama un electorado de opinión. Pero el sueño se redujo a una breve pa­ rábola hasta prácticamente tocar suelo en las elecciones locales de 1997, cuando apenas obtuvo 60.000 votos, el 0,6 por ciento de la votación. 2. La segunda característica de los procesos es que aparecen como si fue­ ran eminentemente presidenciales. A fin de cuentas, el presidente es el jefe del Estado, de la administración y el comandante de la Fuerza Pública. Aunque nuestros presidentes actúan en el entorno de un Estado débil, tienen más re­ cursos a su disposición y en cierto sentido un mayor grado de legitimación que cualquier otro actor alternativo. Los procesos de paz quedan amarrados al ciclo y a las prácticas per­ sonalistas de la política colombiana; dependen del estilo personal de gobernar del primer mandatario de turno; del tornadizo estado de ánimo de la opinión

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pública; de los cálculos electorales de los contendientes; del cambiante cuadro partidista y faccional en el Congreso; de las presiones de la Iglesia, los grupos empresariales y las organizaciones no gubernamentales (o n g ) que hablan a nom ­ bre de la sociedad civil. De esta manera, la "paz" ha devenido en una rutina más de las prácticas político-electorales y forma parte del arsenal retórico corriente del Cobierno, de la llamada sociedad civil y de las guerrillas. Este carácter presidencialista ha expuesto la fragmentación estatal y polí­ tica. Dentro de la rama ejecutiva los presidentes están limitados por los coman­ dantes de la Fuerza Pública y más concretamente del ejército. En ocasiones ha sido manifiesta la hostilidad, que suele expresarse en renuncias más o menos intempestivas de los ministros de Defensa, originadas en desacuerdos sobre el manejo de la paz. Las relaciones civicomilitares son entonces un sustrato que no puede de­ jarse a un lado en cualquier análisis, pese a que la información sea sumamente limitada. Empero, la profesionalización de la Fuerza Pública, que empezó hace unos pocos años, da señales más promisorias porque permite desarrollar la re­ lación civil/militar apegada cada vez más a las reglas del Estado de derecho. Pero un presidente debe lidiar en otros frentes. En su propio gabinete pue­ de haber políticos que, por estar arraigados a bandos partidistas e intereses regio­ nales, manejan agenda propia. Este asunto de las relaciones del presidente con la clase política se desarrolla en regateos imprevisibles con las fuerzas maleables pero necesarias del Congreso. Estas situaciones subrayan la magnitud del pro­ blema de que el país carezca de partidos políticos modernos, disciplinados, con liderazgos establecidos y reconocidos por todos. Por eso es más azaroso el ma­ nejo presidencial de la paz, que debe ajustarse día tras día a un cuadro faccional enredado e incierto. A todo esto deben añadirse los tribunales de justicia o la Fiscalía que, a través de fallos y providencias, pueden alterar en un momento determinado la marcha de las negociaciones con la guerrilla. El sistema presidencial enfrenta la limitación de los cuatro años del pe­ riodo. Apremiados por el tiempo, particularmente cuando han transcurrido dos años del mandato, los presidentes y el círculo de consejeros terminan aceptando que lo esencial de los procesos consiste en infundirles forma y ritmo, sin que importe qué dirección tomen o qué legado dejen al próximo gobierno. Sin repa­ rar en los límites intrínsecos de la negociación, quedan atrapados en la táctica y descuidan los objetivos estratégicos del Estado de derecho. De este modo las negociaciones, bastante apegadas a los apremios de la coyuntura, van desovi­ llando día tras día hilos que nadie logra anticipar. La indeterminación de agenda y cronograma de la negociación, si bien puede dar respiro a un gobierno, lleva en últimas a que la iniciativa política efectiva de la operación de los procesos no provenga del presidente, aunque este cargue con los costos. Esta desventaja ha sido hábilmente explotada por la insu­ rrección, que mantiene un liderazgo vertical estable y por tanto ha conseguido

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acumular una experiencia negociadora y sabe manejar los tiempos del sistema político. Ante la imprecisión, la insurgencia (o el gobierno, ostensiblemente en el caso de Gaviria) juega moviéndose de lo sustantivo a lo procedimental o vi­ ceversa, de suerte que siempre haya sobre el tapete algún tema que deba ser aclarado y negociado. En otras palabras, los diálogos no han conseguido crear un campo común de significados sobre qué se entiende por "solución política al conflicto armado". La contrapartida de esto es que la insurgencia puede conside­ rarse como formando parte de un entramado consolidado de negociación; como un jugador más que reconoce las reglas del juego y actúa como los otros actores, según conveniencia. En estas condiciones se diluye el objetivo central: que las formaciones ar­ madas se transformen en movimientos políticos legales. Esto pasa a segundo plano puesto que la insurgencia, respaldada en la retórica del Estado y de sec­ tores sociales, religiosos y políticos, redefine el modelo de paz como un medio de hacer reformas sustantivas. Aparte de que esas reformas podrían adelantarse dentro del sistema político, es decir, independientemente de los diálogos y ne­ gociaciones, el Estado ha hecho una concesión significativa: da a entender a la insurgencia que es necesaria para que el país entre en la fase de reformas. Con todo, cualquier presidente o negociador gubernamental sabe que no es titular del mandato democrático para acordar reformas sustantivas que, even­ tualmente, deben dejarse a una segunda instancia, sea el Congreso, un referendo o una nueva Asamblea Constituyente. 3. Finalmente está el tema de los procesos como escenario normal de ne­ gociar el conflicto político. Las políticas de paz (con alguna participación de la llamada sociedad civil) resultan altamente conflictivas en el sentido de que se han convertido en un campo más de la competencia por la distribución del po­ der dentro del sistema, como fue evidente en la campaña presidencial de 1998, cuando los dos candidatos, Horacio Serpa y Andrés Pastrana, se alinearon con cada una de las grandes formaciones guerrilleras bajo la bandera de negociar la paz. Estos procesos también marcan la competencia por fuera del sistema entre las guerrillas rivales, así como el juego de los paramilitares y sus patrocinadores dentro y fuera del sistema. Tampoco deben descartarse las tensiones que diá­ logos y negociaciones producen en el seno de cada una de las organizaciones insurrectas. De este modo, los diálogos gobierno-guerrilla son obstaculizados en dis­ tintos grados por la táctica electoral, por la táctica de cada una de las agrupacio­ nes guerrilleras que esté participando en el esquema de paz, por la táctica de la derecha paramilitarista y , además de todo esto, por los juegos florales de la llama­ da sociedad civil, concretamente los gremios empresariales y las o n g , principal­ mente las que dependen de financiamiento externo. Estas interferencias inciden planteando distintos tipos de objetivos, itinerarios y escenarios de paz que, bajo el manto del pluralismo y el libre juego de opiniones, cuecen una sopa de letras

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espesa y más bien indigesta. Asimismo, en la competencia de guerrillas rivales por llevar el protagonismo de la "paz", los negociadores oficiales deben trabajar simultáneamente en varias pistas evitando al máximo que una guerrilla neutrali­ ce la marcha de la negociación con la otra. En cuanto la sociedad civil demanda el carácter público y abierto de los diálogos y negociaciones, termina por favorecer un modelo de "paz televisada" y por hacer del proceso de paz una pieza de teatro que no tiene fin. Algo que conviene al gobierno de turno, pues la paz es una cortina de humo para no de­ sarrollar políticas o para no rendir cuentas acerca de problemas sustanciales del país.

Violencia, poder judicial e impunidad

En la segunda mitad del siglo xx colombiano, el poder judicial y la policía recibieron el impacto de La Violencia, del que aún no se reponen del todo. En la década de los años 1950, la policía ganó, al menos entre los liberales, una repu­ tación de brutalidad e ineficacia que no ha conseguido disipar completamente pese a los cambios en los últimos años: reorganización interna, con un función más clara para las secciones encargadas de la lucha antidrogas y en general contra la criminalidad organizada; expulsión de oficiales y agentes de dudosa conducta y modernización de equipos. Según la policía colombiana, su flota de helicópteros es la mayor de las policías latinoamericanas. Estos cambios han contribuido al desmantelamiento de grandes redes de narcotráfico, la captura de miles de toneladas de droga y otras actividades derivadas. Por estas acciones han recibido aplausos y medallas de la Drug Enforcement Agency, d e a , y de otros organismos de Washington. Pero el ciudadano común sigue sufriendo y percibiendo la inseguridad de siempre. Las tasas de secuestros y robos, lejos de abatirse, se consolidan. El poder judicial estuvo marcado por la baja cobertura de juzgados en el territorio nacional, la venalidad y el partidismo de los jueces. Además, estaba en una posición subalterna del poder ejecutivo. Apenas en 1945 se creó un minis­ terio específicamente dedicado a atender la organización administrativa del po­ der judicial. Desde fines del siglo xix, los jueces estuvieron sujetos al Ministerio de Gobierno, encargado de manejar asuntos de la política interna, como las re­ laciones puramente políticas del Gobierno nacional con los congresistas, pero también con los gobernadores y alcaldes de las grandes ciudades en asuntos de orden público. Los oleajes de violencia sectaria impidieron que cristalizara una judicatura independiente y confiable. En este medio siglo, el Estado ha enfrentado sus enemigos mediante la justicia de Estado de sitio. El aparato judicial y la legislación penal han sido mecanismos empleados por el poder ejecutivo para fortalecer y legitimar las medidas de excepción, ya sea contra el partido contrario, el narcotráfico, los mo­ vimientos de protesta social o la guerrilla izquierdista. Entre 1950 y 1987, por

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ejemplo, la justicia penal militar juzgó en consejos de guerra a civiles acusados de delitos contra la seguridad del Estado. Tan lenta e ineficiente como la justicia ordinaria, había ampliado su campo de acción al punto que en la década de los años 1970 cerca de un tercio de los delitos consagrados en el Código Penal podía caer bajo la jurisdicción de jueces militares. La justicia de excepción fragmenta y desarticula la acción de diversos organismos del Estado. Por ejemplo en 1995, ante el aumento alarmante de la inseguridad ciudadana y presionados por los medios de opinión (entre los que saca la delantera el periodismo sensacionalista), los políticos se vieran precisa­ dos endurecer las penas y a criminalizar diversos tipos "anormales" de conduc­ ta social, como las pedreas estudiantiles, asimiladas a terrorismo. El resultado inmediato fue el aumento de la población carcelaria, el hacinamiento de presos (la gran mayoría pobres que no pueden pagar abogados) y la politización de los motines en medio de extraordinaria violencia, como se vio en las pantallas de televisión en 1997 y 1998. En 1999 se habló de despenalizar conductas y en mu­ chos casos cambiar la cárcel por la casa para que salieran un 25 por ciento de los presos. Pero quedamos a la espera de una nueva oleada de indignación pública para que vuelva a comenzar el ciclo. A esto debe añadirse la laxitud mostrada frente a los transgresores po­ derosos. Por ejemplo, una vez consagrada la prohibición constitucional de ex­ traditar nacionales, el Gobierno negoció el "sometimiento" de Pablo Escobar a la justicia. Confiando en una nueva legislación de reducción de penas, a pesar de estar sindicado de ser el autor intelectual de una oleada de crímenes como el asesinato de varios candidatos presidenciales, un ministro de Justicia y un procurador General de la Nación; del secuestro de periodistas y familiares de la gente de poder, la demolición dinamitera de dos grandes periódicos liberales y de la sede nacional de la policía secreta, y la voladura de un avión de pasajeros en pleno vuelo. Escobar impuso las condiciones de su cautiverio. Fijó el terreno donde debía construirse la cárcel, aprobó los planos, hizo el reglamento interno de la prisión y se encargó de dirigirla. Puesto que se "sometió" junto con su pla­ na mayor, con esta convirtió la cárcel (conocida como La Catedral) en guarida desde la cual continuó dirigiendo, ahora con protección estatal, sus operaciones de tráfico de drogas y de extorsión a otros narcotraficantes. Fugado, Escobar prosiguió una lucha feroz contra sus enemigos internos; trató de neutralizar al gobierno secuestrando miembros de las familias políticas y prosiguió la guerra contra sus competidores de Cali, quienes pudieron continuar tranquilamente en su negocio mafioso a cambio de dar información y ayuda para eliminar al demonizado Escobar. En vista de la capacidad de infiltración de los narcotraficantes y de su po­ der de extorsión respaldado en un formidable aparato militar, la ley estableció justicias especiales o "la justicia sin rostro", en que los jueces y los testigos eran secretos. Aunque en muchos aspectos este tipo de justicia fue eficaz, impidiendo

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la efectividad de las amenazas de los narcotraficantes a los jueces, terminó, en más de un 90 por ciento de los casos, dedicada a acusar y detener por conductas engranadas a luchas cívicas y populares o al control militar del orden público, a veces en abierta complicidad con las violaciones a los Derechos Humanos. Esta justicia, cuyo balance es ambivalente, desapareció recientemente, aunque hay presiones para que continúe. Si desde 1987 se declaró inconstitucional que los civiles fueron juzgados en consejos de guerra, instituciones como los jueces sin rostro continuaron sirviendo para violar las garantías procesales de los enemi­ gos del Estado, fueran narcotraficantes o guerrilleros. Otro caso de bloqueo a la justicia es el de los militares que gozan de un fuero limítrofe con la impunidad. Puede citarse, entre otros, el caso de los ofi­ ciales y suboficiales del ejército sindicados por los jueces, junto a otros civiles, de participar en distintas masacres de campesinos sospechosos de apoyar gue­ rrillas, ocurridos desde 1988. En estos casos, mientras algunos cómplices civiles han sido juzgados y han recibido penas acordes (no es para nada el caso de Car­ los Castaño, el principal jefe paramilitar del país), los militares han conseguido ser juzgados por militares. En algunos casos, los jueces son antiguos subalternos. Protegidos por esta muralla del fuero, el juicio ha quedado en el limbo, los acu­ sados prosiguen su carrera y ganan ascensos, pese a estar sub júdice. Otra de las instancias judiciales creadas por la Constitución fue la podero­ sa Fiscalía General de la Nación. La oficina, con plena autonomía administrativa y presupuestaria, quedó expuesta en sus debilidades en 1995, cuando el fiscal, al mando de sus unidades investigativas, acusó al presidente Ernesto Samper de complicidad en el ingreso y manejo de dineros provenientes del Cartel de Cali en la campaña electoral de 1994. En manos de un político profesional y no de un jurista, se vio cómo la Fiscalía fija y desarrolla sus estrategias de investigación sin rendir cuentas a nadie. El fiscal fue incapaz de construir un caso sólido contra el presidente, dedicó obsesivamente casi todos los recursos a su disposición a "tumbar" a Samper, se alineó ostensiblemente con los enemigos políticos de este y, para rematar la faena, renunció a la Fiscalía postulándose de precandidato liberal a la presidencia. La judicatura trampolín y la facilidad de judicializar la política al precio de desatar una crisis nacional terminaron desprestigiando, aún más, la justicia del Estado.

A LAS PUERTAS DEL CIELO

En cuanto a la impunidad, no todo es asunto del Estado. También hay que examinar la llamada sociedad civil. A fines de 1999, unos 12 millones de colom­ bianos marcharon por las calles y avenidas de las principales ciudades pidiendo paz. La consigna fue "No más", queriendo decir, genéricamente, no más vio­ lencia. Se gritó con más fuerza "No más secuestros" y "No más terrorismo". La guerrilla propuso gritar "No más desapariciones", "No más torturas", "No más desempleo", "No más neoliberalismo"... Las marchas se realizaron una mañana

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dominguera, en grupos familiares y aire de carnaval. Los padres se esforzaron por dar una lección de civismo a sus hijos, aun a los más pequeños. La mayoría de manifestantes portaban globos de colores vivos y vestían camisetas blancas con dibujos alegóricos a la paz, principalmente palomas. Los grandes periódicos nacionales y de provincia, así como las cadenas de radio y televisión, dieron gran despliegue y cobertura a las marchas. Políticamente las guerrillas resintie­ ron la operación y sus jefes concluyeron que se trataba de una manipulación más de sus enemigos. Quizás estas caminatas matinales hablen más de los cambios en la cul­ tura urbana y en la cultura política de la segunda mitad del siglo xx. No puede ser más palmario el contraste con la gran manifestación del silencio por la paz convocada por Gaitán en febrero de 1948, cuando el dirigente liberal pidió a la gente vestir de negro en señal de luto y arengó a las multitudes en la penumbra del atardecer en la plaza de Bolívar, el corazón simbólico y ritual del país. ¿Estamos frente a dos formas diferentes de la "democracia directa" de las calles? Quizás no. Estas dos expresiones colectivas no parecen equiparables ni por sus formatos ni por su origen, ni por las interpretaciones posteriores que de ellas se hicieron, ni tampoco por los significados para los participantes. El vocablo "sociedad civil" también sirve para justificar la inepcia de sec­ tores de las elites frente a otro transgresor poderoso: la guerrilla. Llamándose a sí mismo "la sociedad civil", un grupo de dirigentes de las organizaciones gremiales del país, algunos periodistas notables y funcionarios públicos, como rectores de universidades oficiales, un magistrado de la Corte Constitucional y el procurador General, se reunieron en Puerta del Cielo, un convento carmelita de Maguncia, Alemania, con representantes del e l n y firmaron con ellos un do­ cumento que serviría de punto de partida para nuevas negociaciones de paz con esa organización. El párrafo décimo de este acuerdo de mediados de julio de 1998, llamado de Puerta del Cielo, acredita a l secuestro como arma legítima de la lucha del e l n :

10. El ELN se compromete a suspender la retención o privación de la libertad de personas con propósitos financieros en la medida en que se resuelva por otros medios la suficiente disponibilidad de recursos para el e l n , siempre que mientras culmina el proceso de paz con esta organización no se incurra en el debilitamien­ to estratégico. También, a partir de hoy, cesa la retención de menores de edad y mayores de 65 años, y en ningún caso se privará de la libertad a mujeres embara­ zadas.

El giro de Maguncia quitó a las f a r c cualquier reserva para reconocer que también secuestran y en racionalizar esta conducta. Lo mismo pasaría con los paramilitares. Secuestrando se habían abierto espacios políticos el m-19 en 1988 y Pablo Escobar unos años después. En suma, el e l n ganó carta blanca para secues­ trar en las condiciones del citado punto del acuerdo. Y eso han hecho los líderes

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de la organización para reclamar del gobierno de Andrés Pastrana "igualdad de trato" con las f a r c en las negociaciones de paz. Para mejorar su posición ne­ gociadora secuestraron un avión de pasajeros en abril de 1999 y, unas semanas después, irrumpieron en una misa dominical en un barrio de clase alta de Cali, tomando como rehenes a más de 150 feligreses, incluido el párroco. Cuando al último relevo de siglo los índices de desempleo urbano y de violencia política alcanzan las cotas más altas de los últimos cuarenta años, es difícil pensar que los colombianos puedan sentirse más cerca de las puertas del cielo.

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