Muerte Digital
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Voces desde el infierno Muerte digital Aún sometido en la vigilia a las leyes y a sus padres…, pronto se convertirá en el hombre en que se transforma a veces en el sueño… Entonces no se abstendrá de ningún crimen, de ningún alimento malsano, de ninguna fechoría. República, IX. El Infierno de Amaury, Jaime Alejandro Rodríguez Muerte digital Muerte digital Primer sueño e desperté con la impresión de haber dormido poco. Traté de aco- modar la vista a la oscuridad, pero antes de lograrlo, una confusa M sensación comenzó a ascender lentamente sobre mi cuerpo desde los pies, una sensación que se arrastraba torpemente al rededor de las piernas y que pasó luego a las rodillas, que se pasmó por un momento y dio de pronto un salto, que se instaló en mi pecho donde se sacudió con fuerza, como tomando im- pulso para llegar a lo que parecía su destino final: mi garganta. La conciencia súbita, terrible, de una piel lastimada hizo que la consoladora idea de que vivía en un mundo armonioso con la que surgí del sueño, que la tonta idea de que mis padres eran seres bondadosos que comprendían mi vida y mis pensamientos, se desvaneciera sin piedad alguna. Y comenzó entonces la angustia, Padre, la verdadera angustia. Supe que en cualquier momento mi papá entraría, furibundo como la noche anterior, a levantarme a estrujones para que fuera al baño a tomar esa ducha de agua helada con la que tenía que lavarme como castigo a mis torpezas. Algo recordaba de lo sucedido. Mi incapacidad para comprender los ejerci- cios de matemáticas, la mala redacción de un discurso, tal vez las manchas de tinta sobre el cuaderno, alguno de esos descuidos que tanto enervaban al viejo. Pero no estaba seguro. Quizá la maestra había llevado de nuevo cuentos a la casa, o se había recibido la queja de algún papá por las trompadas que recibió su hijo de mi parte. Tal vez fue mi negativa a orar durante la cena o el haber escuchado de nuevo la radionovela a una hora en que debía repasar lecciones. Cualquiera de esas cosas daba para morir a correazos, para sufrir el terrible castigo de mi padre, pero de ninguna tenía la certeza que fuera esa vez la razón de su terrible ira. Pasaban los minutos y no acontecía nada. Volví a respirar con normalidad. De modo que, aún a oscuras, Padre, me atreví a levantar una cobija y luego la otra. Saqué un pie de las sábanas y levanté la cabeza, todo tratando de no hacer ruido. Con espanto oí que la cama rechinaba, así que me quedé inmóvil a medio camino, hasta que no aguanté más el peso y eché hacia adelante el torso para quedar sentado. La espalda me dolía y la oscuridad cercenaba mi rostro. Encendí de memoria la lámpara que estaba al lado, en la mesita de noche. Entonces percibí un aroma. Era un olor ácido que se revolvía en mi memoria. Las imágenes que El Infierno de Amaury, Jaime Alejandro Rodríguez El Infierno de Amaury, Jaime Alejandro Rodríguez 142 Muerte digital Muerte digital ahora pasaban por mi mente eran extrañas. Labios carnosos, femeninos, guarida de una lengua larga y babosa que presentía placentera. Piernas torneadas que convergían en una oscura y frondosa vulva que parecía tener vida propia. Cabello abundante y movedizo que ocultaba el rostro de alguien situado de espaldas a mi vista y que acariciaba mis piernas y mi pene. Sentí de nuevo rechinar la cama y volví a la parálisis, pero entonces la sen- sación de que algo se escurría debajo de las sábanas me horrorizó. Pensé en la presencia de un animal salvaje o de un ser fantasmagórico, mis miedos más terri- bles. El corazón se me puso a mil, la lengua se me resecó, mis manos se congelaron y me hundí en un miedo imposible de contener. Sentí entonces, Padre, unas ganas imparables de gritar, de gritar, de gritar. ¿Qué pasa, qué pasa mi amor? Escuché que alguien me decía, alguien que estaba cerca, muy cerca de mí, al lado, entre las sábanas, el animal, el fantasma, mi pareja. Y entonces la vi: una mujer joven, bella, cariñosa que surgía de entre las sombras, que se exponía ahora al círculo de luz de la lámpara y que me acariciaba las mejillas y me daba un beso, con ternura, con amor. No sé, estaba soñando, una pesadilla, mi padre, atiné a decir, y noté en mi propia voz la familiaridad de quien ha vivido con alguien por años. Ella se sentó, removió mis cabellos y me abrazó. Olvidé por un momento la angustia que me despertó tan intempestivamente Y me animé a contarle algo de lo que había estado sufriendo en silencio en los últimos días, esa vida paralela que se desarrollaba en mis sueños con una ve- racidad que me desconcertaba, que justificaba mis descuidos, mis preocupaciones, mis malos genios. Soñaba, había soñado en esos últimos días, Padre, que estaba en- fermo, que permanecía en un cuarto de hospital y que estaba inmóvil, más que inmóvil, medio muerto, en coma profundo, aunque escuchaba lo que decían los otros, lo que hablaba la gente que me visitaba, y eran cosas terribles, cosas que la gente me reprochaba. Pero algo no funciona- ba, Padre, pues quien vivía en mis sueños como si fuera yo era un hombre viejo, un clérigo. Lo sabía porque podía verlo cuando salía de ese cuerpo inerte y sobrevol- aba la habitación del hospital y desde arriba observaba la cama y al anciano; y sin El Infierno de Amaury, Jaime Alejandro Rodríguez El Infierno de Amaury, Jaime Alejandro Rodríguez 143 Muerte digital Muerte digital embargo estaba seguro de que era yo mismo, ese anciano del que podía inferir que había vivido una intensa y larga aunque no del todo feliz vida. Extraño, muy extraño, oí que dijo mi mujer, Padre, pero me di cuenta de que lo había dicho sin creer nada de lo que yo le contaba o por lo menos sin el interés que esperaba despertar en ella. Así que me levanté, fui al baño, tomé una ducha helada que maltrató mi piel herida por esos azotes que papá me había propinado, me vestí rápido y bajé al comedor, azuzado por las órdenes del viejo. Mientras comía, vi cómo el General, que aún era Coronel, parloteaba, pataleaba, manoteaba, escupía fragmentos de comida y por fin se levantaba de la mesa. Yo había aprendido a escuchar sin oír, de modo que las terribles palabras de mi padre, el aún joven Coronel, no me hicieron ya ningún daño. MI hermano y mi madre per- manecieron en silencio, sumisos, cobardes, pero a la vez alcahuetas, comprensivos frente a mis comportamientos. Desconcertado por las imágenes que se obstinaban en atravesarse en mi vida, ahora hasta en la vigilia, Padre, y convencido de que me estaba volviendo loco, salí a la calle en búsqueda de un taxi que me llevara rápidamente a la oficina. La mañana del 30 de abril de 2000, Silvia Domínguez pensó que su hijo por fin mostraba signos de recuperación. Y no era para menos: después de casi dos meses de estricto encierro voluntario, Angel por fin salía a la calle. Se levantó a eso de las siete, pasó por encima del desayuno que su mamá le había dejado al lado de la puerta de su cuarto y después de tomar un generoso baño, justo antes de las ocho, salió sin despedirse. Pero la verdad es que las razones que habían llevado a Angel a abandonar momentáneamente su clausura, nada tenían que ver con el deseo de sus padres de verlo conduciendo una vida normal. Llevaba un objetivo muy claro que de- mandaba el contacto físico con una persona y esperaba realizar esa diligencia de la manera más ligera posible para volver a su refugio, a su seguro y tranquilo modo de vivir. Silvia llamó a Ernesto Maldonado, su exmarido, el papá de Ángel, para comu- nicarle lo que creyó era una buena nueva y salió para su lugar de trabajo, tratando inútilmente de alejar de su mente las hipótesis sobre el paradero de su hijo. Hacia las ocho de la mañana, de ese mismo 30 de abril, Luis Ramírez, obrero de la construcción, entró a una cafetería del centro, después de haber sido sometido en un consultorio cercano a los exámenes que había ordenado su médico a solicitud El Infierno de Amaury, Jaime Alejandro Rodríguez El Infierno de Amaury, Jaime Alejandro Rodríguez 144 Muerte digital Muerte digital suya, razón por la cual no se encontraba todavía laborando en la obra civil de la que hacía parte desde hacía más de dos meses. Las cosas transcurrían según lo previsto, pero aún así se le notaba nervioso. Pidió un café con leche y una empanada y se dispuso a matar la media hora que faltaba para su cita con Ángel Maldonado. Pensó que si todo salía bien podría retirarse un tiempo de su oficio y poner algún negocio, pero en seguida, temeroso de que le pasara lo de la lechera, desvió su pensamiento hacia otros rumbos. Se fijó en los extraños y a la vez hermosos ojos de la mesera que le sirvió las viandas y pensó que parte de la plata que esperaba recibir pronto podría utilizarla en contratar una putica que aquietara esos deseos suyos aplazados ya por tanto tiempo. Disolvió los dos cubos de azúcar y sintió un corrientazo que levantó involuntariamente su miembro, pero que no le produjo vergüenza, sino más bien una especie de jactancia vulgar. Después de ofrecer misa ante un auditorio vacío (lo que no era del todo ex- traño), el Padre Amaury Gutiérrez pasó al comedor de la casa de la comunidad a tomar el desayuno.