Amor Cómplice
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AMOR CÓMPLICE Cova Galena Para mi secundaria favorita. Índice de capítulos: 1. El día en que todo cambió. 2. Un brillo especial. 3. Así llegó Marcos a mi vida. 4. Mi triángulo de la amistad. 5. Andrés “el visionario”. 6. Buceando en el interior de Samuel. 7. La primera pseudo-cita. 8. Las consecuencias del aire puro. 9. Tan cerca y tan lejos. 10. ¡Por fin! 11. De vuelta al pasado. 12. Celos 13. El secreto de Andrés. 14. La estancia de Samuel en Milán. 15. Organizando la agenda . 16. La fiesta. 17. Imprevisible como el mar. (1ª Parte) 18. Imprevisible como el mar (2ª parte) 19. La angustia de Samuel. 20. Los latidos de mi corazón nunca mienten. Epílogo. El amor cómplice. Agradecimientos: La complicidad es la unión entre dos seres humanos que implica un profundo conocimiento del otro, de sus necesidades, de sus gustos, de sus puntos débiles y de sus fortalezas. Ser cómplice de alguien, significa estar juntos tanto desde un punto de vista físico como mental, entenderse y completarse mutuamente. El amor cómplice es el amor verdadero, el amor perfecto. 1. El día en que todo cambió. Érase una vez, una chica que creía en el amor verdadero, en los cuentos de hadas y en los finales felices con confeti de colores y fuegos artificiales. Sabía que su príncipe azul no llegaría a lomos de un corcel blanco para salvarla de la bruja malvada, ni la despertaría de un sueño eterno con el más apasionado de los besos; pero estaba segura de que el día que encontrase al hombre de su vida, lo sabría con una sola mirada, con un solo beso, con un solo gesto. Pobrecita nuestra princesa, pues estaba equivocada y, después de pasarse años besando al mismo príncipe, descubrió que era una rana. Bueno… una rana, lo que se dice un anfibio de ojos saltones, piel húmeda y lengua extralarga, puede que sea un poco exagerado. Bastante, diría yo. Pero su radiante sonrisa ya no era capaz de derretirme como si estuviese bajo el insoportable sol del verano y el calor de su mirada, ya no me cobijaba ni protegía del frío helador de un invierno polar. Mi príncipe ya no endulzaba con chocolate mis desayunos, sino que se me indigestaba como una galleta de Beckelar que se había quedado abandonada durante años en un armario de la cocina. Aquella mañana, podía haber sido una mañana cualquiera en un pequeño palacio en el que una enamorada pareja de la realeza daba rienda suelta a los latidos de su corazón. Pero yo era una princesa más triste que bella, Marcos ya no era mi amor y la pasión se había esfumado por una grieta recóndita de nuestra relación. Me senté a los pies de la cama mientras me abotonaba los botones de mi camisa blanca. Una blusa elegante y ridículamente cara que Marcos, mi apuesto príncipe, me había regalado por mi último cumpleaños. ¡Con lo que me gustaban a mí las tiendas low cost! Pero no era un día cualquiera. Me sentía como una de esas mujeres cincuentonas que se sientan frente a sus maridos y se quedan en silencio porque no tienen absolutamente nada que decirles, ni siquiera, un reproche. Podía verme convertida en una anciana amargada con cara de uva pasa, porque el desamor le había quitado las ganas de vivir. No podía seguir así, aunque… a decir verdad, vivir con un pudiente príncipe me permitía vestir blusas de marca. Porque… ¡qué delicadeza de tejido, menuda caída tenía la dichosa blusa y con qué gracia realzaba mi pecho! Pero no… el mundo con una Ángela Channing ya había tenido suficiente. “Soy una princesa y me merezco pasar toda la vida comiendo perdices junto al hombre de mis sueños" me dije con lágrimas en los ojos. Tic, tac, tic, tac… algo sonaba en el interior de mi mente, pero no podía distinguir si era mi reloj biológico o la dinamita que estaba a punto de hacer saltar mi corazón por los aires. Marcos, el príncipe más deseado del baile, había acabado la carrera un año antes que yo. Él, además de guapo y encantador, era un alumno aventajado y aunque yo no era mala estudiante, no había tenido demasiada prisa por darme de bruces con el mundo laboral. La idea de engrosar las colas del paro no me resultaba demasiado atractiva y quería retrasar el momento de tener que pasar mis mañanas con un termo y un libro frente a la oficina de empleo. Una conocida empresa del sector energético había arrancado a Marcos de las cuatro paredes de la facultad, y en solo dos años, el flamante príncipe ya formaba parte del consejo de administración. A punto estuvieron de celebrar su fichaje con una fiesta con decenas de cornetas entonando melodías alegres y banderas de llamativos colores ondeando a los cuatro vientos. Siempre había tenido claro que Marcos triunfaría en el mundo empresarial y lo había conseguido, incluso, en menos tiempo del que me había imaginado. Estaba muy orgullosa de él. Se lo merecía, era lo que se dice un crack. Marcos no era un príncipe tontorrón que lo único que sabía hacer era montar a caballo y desenvainar su espada (aunque esto último lo hacía muy bien, ejem, ejem), sino que era un hombre brillante con un futuro prometedor y un tupé rubio ceniza cual caballero legendario. En cuanto firmó su primer contrato laboral, Marcos me propuso irnos a vivir juntos a un piso más grande y yo acepté encantada, cargada de ilusión y esperanza, porque tenía ganas de comenzar una nueva etapa de nuestra vida y nuestra relación a su lado. Era cuestión de tiempo: las perdices llegarían y alimentarían todos y cada uno de nuestros días. —He encontrado el palacio ideal para mi princesa y nada me haría más feliz que quisieras compartirlo conmigo —me dijo una noche estrellada, seguramente con otras palabras, mientras cenábamos bajo la luz de las velas. Y a pesar del calor insoportable, de los moquitos y del vino caliente, recordaría aquella noche de verano como una de las más románticas de mi existencia. Estaba escrito. Marcos era el amor de mi vida y estábamos predestinados a estar juntos hasta la eternidad. No pude decirle que no. Al año siguiente, acabé la carrera y comencé a trabajar en un puesto bastante más mediocre que el del ejecutivo de mi novio, primero como becaria y, tres meses después, con un contrato indefinido aunque poco remunerado. Él trabajaba en las Maldivas del mundo laboral, mientras yo me perdía en el triángulo de las Bermudas de mi oscuro futuro profesional. Y todo parecía ir bien, hasta que poco a poco y casi sin darme cuenta, mis sentimientos, y quién sabe si también los sentimientos de Marcos, comenzaron a cambiar. Mi vida era como aquel poema de Rubén Darío: «La princesa está triste… ¿qué tendrá la princesa? los suspiros se escapan de su boca de fresa, que ha perdido la risa, que ha perdido el color. (…)» Ya no quedaba nada del colocón del enamoramiento, ni siquiera de la desenfrenada atracción sexual de los primeros momentos. Había estado totalmente enganchada a él, su amor había sido para mí una droga, pero ya no lo necesitaba para sentirme bien, ni para alcanzar el placer. Aunque sobre este tema tan íntimo, mejor que corramos un tupido velo. No mucho tiempo atrás habría atravesado océanos, habría movido montañas y habría luchado contra cualquier ejército, sólo por estar a su lado, pero ya no me quedaban fuerzas ni para nadar, ni para empujar, ni para luchar. Observaba a Marcos durmiendo plácidamente sobre la cama y no tenía la sensación de que todo mi mundo, de que todo lo que realmente importaba, estuviese entre aquellas sábanas. Y me sentí terriblemente culpable porque esa indiferencia no había surgido de la nada, sino que se había ido creando día tras día, cruel y sibilina, en los últimos años de nuestra relación. Y yo, ciega y pasiva, había permitido que sucediera. Hasta aquí, seguro que pensáis que yo, lo que era, era una auténtica pava por creer en cuentos de hadas, por no decir una auténtica gili… y sí, tenéis razón. Era demasiado inocente y soñadora, creía en el hombre perfecto y el amor verdadero. Era una ilusa e inmadura que pensaba que su vida era una clásica e infantil novela romántica. Pero me equivoqué y aunque tardé en hacerlo, de la noche a la mañana, la manzana verde maduró y vi, con toda claridad, el amargo resplandor de la vida real. El cuerpo largo e inerte de Marcos sobre el colchón ya no era capaz de provocarme nada. Meses atrás me habría quitado mi blusa de diseño (o mi camiseta de las rebajas) y habría intentado alargar mi despertar con un fugaz momento de pasión. Le habría asaltado en sueños para conseguir un poco de sexo mañanero. Habría hecho lo imposible por pegar mi piel a la de mi dulce amor y habría besado cada rincón de su cuerpo de forma canalla, sin haberme importado la hora que marcaban las manecillas del odioso despertador. A él le volvían loco mis impulsos y yo perdía el control viendo los límites de su excitación. Pero Marcos ya no despertaba mi deseo. Me levanté de la cama y fui directa a la cocina con la intención de desayunar, pero no pude hacerlo, la angustia que sentía me había quitado el apetito. A algunos el desamor les engorda porque sienten la necesidad de desahogarse con litros de helado y de vodka, pero por suerte, ese no iba a ser mi caso.