Peregrinos Y Vagabundos La Cultura Política De La Violencia Milton Benitez Torres
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Peregrinos y Vagabundos La Cultura Política de la Violencia Milton Benitez Torres Peregrinos y Vagabundos La Cultura Política de la Violencia Abya Yala 2002 Peregrinos y Vagabundos. La Cultura Política de la Violencia Milton Benitez Torres Editorial Abya Yala Ave. 12 de Octubre e Isabela Católica Primera Edición: Quito, julio de 2.002. Diseño y Diagramación: Ma. Belén Santillán N. ISBN-9978-22-256-1 A los jóvenes, víctimas de la violencia, porque de ellos será el reino de este mundo. Quienes construyen lo sagrado con su propia violencia son incapaces de comprender la verdad. R. GIRARD I.- IDEOLOGIA Y PODER Entre la visión del ojo y la visión de la mente hay un con- flicto: la visión del ojo quiere afirmar el orden de las co- sas, la visión de la mente el orden de las ideas. No es lo mismo lo uno y lo otro. El conflicto está justamente en el hecho de que las dos visiones corresponden a órdenes distintos. En la película cubana, Lista de Espera, un hombre que se hace pasar por ciego, advierte en el lugar donde se en- cuentra la presencia de una mujer. Su compañero de via- je, un vidente cualquiera, al darse cuenta de la inquietud del ciego, le pregunta por el motivo de su inquietud. <Hay aquí una mujer>, contesta éste simulando que olfatea en el aire su aroma, y le pide que la describa. <Es bella>, responde el compañero de viaje. El ciego protesta y dice que no es esa la forma de describir a una mujer. <¿En- tonces?>, pregunta intrigado sin saber cuál es exacta- mente la demanda del ciego. <Dime cómo tiene las tetas y el trasero>, dice éste al darse cuenta que los dos se han ubicado en referentes desencontrados. 9 La demanda del ciego y las respuestas de su compañe- ro corresponden a órdenes distintos. Pedir que le descri- ba cómo es el cuerpo de la mujer __pues eso es lo que está pidiendo el ciego__, tiene que ver con una demanda que se ubica en el orden de lo sensible. Quiere el ciego en efecto la imagen visual de ella, su cuerpo. Su compa- ñero de viaje, por el contrario, le entrega una imagen que se corresponde más bien con el orden mental. De ese modo, entre lo que el ciego demanda y lo que su compa- ñero le ofrece hay un conflicto respecto del modo cómo se presenta la realidad. Es necesario que digamos en este punto en qué descan- sa lo distinto de lo uno y de lo otro, que parece ser lo mis- mo pero que en realidad no lo es. En la imagen visual es- tá el modo de ser del mundo concreto y real, el ser sen- sible del mundo. En la imagen mental, en cambio, está el modo de ser del mundo como ética y moralidad. La trampa de la ideología consiste en homologar estas dos visiones, hacer que entren en un juego de correspon- dencias homogéneas, que la una se disuelva en la otra. Ahora bien, como es desde la ética y la moralidad desde donde el poder construye orden social y sentido de reali- dad, la visión de la mente ha de terminar por dominar a la visión del ojo, la imagen mental se ha de apoderar de la imagen visual, el orden ético y moral se ha de imponer al orden de lo concreto y real. Este acto no es simple en lo más mínimo, pues está con- 10 tenido en un complejo proceso que une lo emotivo con lo intelectivo, para de ese modo hacer posible la aprehen- sión unificada de lo real. Ello es así debido a que es ne- cesario definir el estar del hombre en el mundo. En ese estar del hombre en el mundo, el hombre construye la certidumbre de su existencia, es decir su ubicación en el interior de un espacio y un tiempo en el que es. Todo es- te proceso descansa en la ideología como dominio del or- den mental sobre el orden real. Así, pues, entre la visión del ojo y la visión de la mente hay un forcejeo, una gue- rra de posiciones. El terreno en el que se desarrolla esta guerra no es otro que el de la subjetividad del individuo. Por efecto de lo anterior, el individuo mismo se convierte en un campo de operación del poder. Cuando la imagen visual termina al fin por ceder a la presión de la imagen mental, cuando ha sido posible la homologación de los dos sentidos que re- posan en ellas, cuando esas dos imágenes no se presen- tan como diferentes y contradictorias __contradictorias en el sentido de que cada una de ellas dice cosas dife- rentes__, la ideología ha cumplido su propósito y el orden del mundo queda asegurado. Es el triunfo del poder, del que surge una nueva apariencia que envuelve al hombre en ese estar en el mundo como sensación. Se trata de la paz. La paz es el sentimiento subjetivo de ese estar del hom- bre en un mundo en el que reina la armonía entre el or- den de lo real y el orden del pensamiento, entre el orden de lo sensible y el orden de la moral, entre el orden de las cosas y el orden de las ideas. Cuando esto no sucede, 11 cuando por alguna circunstancia no se cumple este prin- cipio, estamos ante la presencia de una fisura, una grie- ta que amenaza el orden del mundo. En estas circunstan- cias los hombres se lanzan a la lucha y adviene entonces la guerra, que en un primer momento asume una forma piadosa __teorética__, para desembocar luego en una forma más terrenal y menos sublime: la guerra como ma- nifestación de la violencia pura. En la cisura de esa grie- ta abierta, no es la imagen de la visión del ojo la que cam- bia, sino más bien la imagen de la visión de la mente. Es- to significa que cambió el orden de la realidad, que el mundo se hizo distinto. Como quiera que ello sea, en la visión de lo real que no se deja alcanzar por la visión de la mente hay ya una quiebra de la hegemonía como alte- ración de las condiciones sobre las que descansa el con- trol intelectual y moral de la sociedad. Al orden visual de lo sensible corresponde una caricatu- ra de Roque, publicada en el diario El Comercio, que es preciso describirla. El plano vertical está divido por una lí- nea horizontal, que simula un horizonte lejano. Sobre la línea se levanta el cielo, vacío por estar carente de ele- mentos, que obliga de ese modo a fijarnos en lo que su- cede en la tierra, que se perfila de la línea horizontal ha- cia abajo. Está formada ésta por un paisaje árido y roco- so, regada de piedras y terrones, que insinúan un desier- to. En medio del desierto se levantan dos figuras, dis- puestas de tal modo que ocupan con su presencia todo el espacio. Están enfrentadas en un cara-a-cara a la es- pera de lo que va a suceder. La figura de la izquierda re- presenta a un hombre, una especie de muñeco formado por una gran cabeza que se levanta sobre un tablero que 12 reemplaza al cuerpo, sostenido por la parte de atrás con un trinquete. En el tablero hay un conjunto de círculos que se van cerrando sobre aquella parte que de ser el cuerpo del hombre señalaría el corazón. La cabeza del hombre insinuado en el muñeco corresponde a la de un musulmán, pues tiene barba larga y está cubierta por un turbante. La figura que está a la derecha, en cambio, no es la de un muñeco, sino la de un hombre real, volcado sobre el suelo, con traje de campaña y en actitud de com- bate. Mira hacia fuera del recuadro, es decir hacia el es- pectador que contempla la caricatura, con atención con- centrada y gesto dramático, advirtiendo de ese modo que el acto que está por realizar es esencial. El sentido esen- cial de ese acto aparece en aquello que hace de vínculo con la figura de la izquierda, un objeto que adquiere de pronto un significado especial. Se trata en efecto de una ametralladora de punto, que está apoyada en un trípode sobre el suelo, con la cinta de balas cruzando la recáma- ra, la mira apuntando al hombre del turbante, justo a aquella parte en la que los círculos concéntricos señalan el corazón. El conjunto de la caricatura, por los elementos así descri- tos, muestra una sola cosa: el hombre de la derecha es- tá a punto de disparar sobre el hombre de la izquierda. Se trata, por supuesto, de un asesinato. Alguien podría decir que no hay tal, pues el disparo que el hombre de la derecha está por efectuar tiene como ob- jetivo la figura no de un hombre, sino más bien la de un muñeco, que como tal expresa al musulmán. Este aspec- to no desvirtúa en lo más mínimo el sentido del acto. Por 13 el contrario, lo confirma. En la imagen del musulmán, cu- ya identidad particular ha sido borrada por efecto del ar- tificio en el que ha sido dibujado, aparecen más bien to- dos los musulmanes. No sucede lo mismo con el hombre que está a la derecha, la del soldado armado con la ame- tralladora de punto, al que se lo puede reconocer de in- mediato: se trata de Bush, el presidente norteamericano actual. Lo importante aquí no son los rasgos particulares de su rostro, sino más bien aquello que su presencia ín- tegra muestra: vestido con traje de campaña, en medio de ese desierto, es la personificación del poder de la na- ción más poderosa del mundo justo en el momento de hacer uso de todo ese poder.