e l alm a y lo s p e rro s En “ EL ALMA Y LOS PERROS”, Clara Silva torna a darnos olrn versión del motivo de la angustia existencial, que ya tratara «mi su novela anterior, “ La Sobreviviente” , de 1951. En aquélla, **'•** estado de alma (característico de nuestra época por su agu­ dización, aun que, en el fondo, es de toda época) está dado en un personaje intelectual que, en cierto modo, pudiera ser la auto­ ra misma, pero no biográficam ente sino en cuanto a su in ter­ pretación de la vida, vista a través del mundo de su cultura, «Ir sus lecturas, parte integrante y actuante de su vivencia psi­ cológica, hecho éste perfectamente real y que ya, por lo demás, tic'iie su ilustre antecedente nada menos que en El Quijote. En esta nueva novela (o “nivola”, que diría Unamuno) esa an­ gustia está dada en una mujer de condición más natural, más simple, más directamente en función de la realidad cotidiana común de la clase media; más no por ello menos intensa y significativa en su planteamiento. La novela se perfila dentro de las tendencias renovadoras más avanzadas de la narrativa contemporánea, aun que de modo propio. La simultaneidad de tiempos —retrospectivos, introspec­ tivos— de la memoria, en que está estructurada la narración, no es, sin embargo, en este caso, mero artificio técnico, si bien éste es jegítimo; es representación de una realidad psicológica, del funcionamiento de la conciencia del personaje inmersa en un tiempo subjetivo, durante un trance de crisis vital y mez­ clándose caóticamente a sensaciones inmediatas de su contor­ no. Es característico y original de esta autora dar el mundo de su protagonista a través de la propia subjetividad del personaje y no visto por el autor, objetivamente; seres y cosas existen, así, como contenidos ae conciencia ael sujeto. Este es, tam­ bién, otro hecho psicológico universal. El sentido religioso que la obra adquiere en su visión final, rescata un proceso dolorosamente humano de frustración y so­ ledad, figurado en escenas de un crudísimo realismo, amarga­ mente sarcástico, que se conjuga con el onirismo simbólico del subconciente; y todo en una escritura tensa, sintética, incisiva de ritmo alucinatorio, cuyo fin es sugerir más que contar. Pero, más allá del realismo —objetivo y subjetivo “EL ALMA Y LOS PERROS” se entreabre a otra dimensión más pro­ funda: la de su significación abstracta, sostenida paralelamente L*n casi todas sus escenas. El personaje, que tiene, en el fondo, un algo angélico, caído en su “pequeño infierno cotidiano” deí mundo, es rescatado y liberado, al fin, por el sentido del amor no en cuanto libido sino en cuanto caridad. Y la autora lo ha ido a buscar, no entre los soberbios sino los pobres de es­ píritu, de quienes está dicho será el reino de los cielos. Probablemente pueda afirmarse, de esta segunda novela de Clara Silva, lo que el autorizado crítico chileno Alone, declaró ti© la primera, en “El Mercurio”: — “La Sobreviviente” puede, a miMHtro juicio, figurar entre lo mejor, dentro de su género, que •«' ha hecho en América Latina” . El Alma y los Perros

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COLECCION CARABELA

dirigida por BENITO MILLA CLARA SILVA

EL ALMA Y LOS PERROS

Queda hecho el depósito que marca la ley Copyright by Editorial Alfa. Ciudadela 1389. Montevideo

Printed in Impreso en el Uruguay ALFA OBRAS DE LA AUTORA A mi esposo ALBERTO ZU M FELDE LA CABELLERA OSCURA, poemas. Es­ tudio Preliminar de Guillermo de Torre. Editorial Nova. Bs. Aires. 1945.

MEMORIA DE LA NADA, poemas. Edi­ torial Nova, Bs. Aires. 1948.

LA SOBREVIVIENTE, novela. Ediciones “Botella al Mar”. Bs. Aires. 1951.

LOS DELIRIOS, sonetos. Ediciones “Sala­ manca”. Montevideo. 1954.

PRELUDIO INDIANO Y OTROS POE­ MAS. Edición “Lírica Hispana”. Caracas. . 1960.

LAS BODAS, poemas. Ediciones “Atenea”. Montevideo. 1960. —“Elvira, Elvira, me oyes?”... Si, oye, pero de tan lejos, tan apenas perceptible, que retrocede en la fragilidad de su esfuerzo, para entrar otra vez en el refugio de su soledad. —“Elvira... Elvira...”. —“No, no me llamen, no quiero volver. No se dónde estoy”. Es un abismo de dicha, una plenitud de paz, de silencio, tan intenso y tan leve a la vez, que no pesa sobre ella, pero en el cual se sumerge, intro­ ducida por su propio silencio, su misma paz. Y los rumores se van espaciando cada vez más, en una distancia cada vez más lejana, cada vez más pró­ xima. —“Elvira, Elvira...”. —“Me voy a tapar la ca­ beza con la frazada para no oirlos. Voy a gritar pa­ ra no oirlos. Hay pasos alrededor mío. No los veo, pero están en acecho. Manos enguantadas de goma me buscan, giran alrededor. Pero, ¿dónde están mis gritos? No los siento. Están tan lejos... Pero son m íos”. Una irritación oscura la hunde en el fondo de ella misma. Quiere ponerse fuera de su alcance. Escapar de recuerdos penosos, emociones agrias, el remordimiento de algo que no quiere aclarar; más bien perderlo en lo más remoto de su conciencia, para salir a flote como un barco encallado en un banco de arena. Por un instante rompe las liga-

9 duras terrestres, el hilo que une las delgadas capas —“Tengo miedo. No me dejes” —grita desesperada. de silencio, y queda vagamente en reposo, aislada “No me dejes”. Pero la ola gris avanza dentro de del mundo exterior. Y sin embargo sujeta a él por otra ola, suspendida en el vacío. Una ola dentro algo indefinible, inacabado. de otra ola, ahora una claridad perdida en otra La avidez de la vida sube como una fiebre por claridad, algo radiante, indefinible, sin contorno. las palabras, apremiantes, exigentes, como manos Súbitamente un rumor lejano, confuso, un zum­ que la tocan, la sacuden, la van alejando cada vez bido, un musitar de labios, viene a rebotar sin fuer­ más de aquel abismo de dulzura, de aquella paz zas sobre su rigidez. “Yo, pecador, me confieso, a que la cubría totalmente como un agua mansa. Dios...”. Y una humedad pegajosa, una untuosidad Pero está atada a la cama por las intermitencias casi rancia se le pega a los oídos, a la nariz, a los punzantes de ese nombre: “Elvira... Elvira...”. labios. “Por ese óleo santo y la dulce misericordia Un golpe visceral la sacude, rebota dentro del del Señor”... Como de lejos, siente sobre sus pies cuerpo dolorido, pero no alcanza a descomponer un ligero temblor. Y de lejos, como si no le perte­ la inmóvil superficie, reducida a su mutismo. El necieran, siente que se levantan las sábanas... „te pelo sudoroso, con oscuras manchas de sangre, to­ laven de cualquier pecado que hayas cometido con davía húmedas, abandonado sobre la almohada, le los pies. Amén”... Un cosquilleo amargo le va su­ cubre, con la frazada, parte de la cara exangüe. biendo por la nariz. Y un olor, un olor progresivo, Un ojo grande, abierto, donde la pupila dilatada, impregnado de miedo, como la punta de un alfiler. gira en la superficie lechosa, opaca. Los labios se­ Y de aquel olor pegajoso, húmedo y rancio, va cos, entreabiertos sobre la tiza de la dentadura. creciendo su miedo sin resistencia. Y el remolino —“Basta, basta..., no quiero pensar. ¡Qué fati­ imperceptible, confuso, de las sensaciones, la os­ ga! Quiero volver. Pero, ¿a dónde? ¿Dónde estoy?...”. curidad llena de vagas, indecisas imágenes, distin­ Corre detrás de una nomenclatura borrada por la tas, terriblemente oscuras, la va retomando en su niebla, donde todo se confunde en su espesura gris, movimiento, como un agua estancada que empieza más allá de una nada. Ningún nombre, ningún nú­ a sentir la presencia del viento en su superficie. mero, ninguna forma para apoyarse. Sólo una semi - Y siente que empieza a subir desde el fondo inde­ oscuridad proyectándose en remolinos cada vez más finible de sí misma, la marea oscura de la memo­ lejanos, hasta perderse en un punto neutro del si­ ria. Le acuden nombres olvidados, fechas, caras, lu­ lencio. —“Buscaré de nuevo. ¿Es un jardín, una gares, el curso despiadado de la vida que había per­ casa? Un patio, dos palmeras. ¿Un muro largo, dido, que había olvidado, en una rapidez confusa. blanco, solo?”. —“Elvi... Elvi..., vení a jugar con Va chapoteando entre ellos para asirlos, recom­ nosotros”. —“Pasó un caballero pidiendo posada...”. ponerlos. “Elvira Olmos: acepta usted por mari­ Una ola que crece y la arrastra y la envuelve. Una do?...”. “Desgraciada, ¿qué has hecho?” —grita la ola gris que avanza. —“Tengo miedo. Tengo miedo”. madre. “Ya, ya, ya, no se haga la remilgada”... Y —“Dios te salve, Maria, llena eres de gracia”. dos guantes de goma la despojan de su ropa, la

10 11 dejan desnuda, con las piernas al aire. Siente el vientre, a su garganta. La amarra como un fardo. frío de los guantes de goma junto a su piel, a sus Y allí queda tendida, expuesta y sin defensa, en la muslos, a su vientre. “No, no me toque, no se acer­ orilla cenagosa, dando los últimos coletazos del que”. Las imágenes se van ordenando en combina­ desmorir. ciones de formas atrevidas, vertiginosas. De movi­ Mientras, ávidamente, un pulular de extraños bi­ mientos desordenados. De voces suaves. De dudas. chos, bultos oscuros, se acercan a su destrucción. De escarnio. “¿A qué viniste entonces, debajo del Le llegan ruidos, vibraciones, extrañas voces con­ árbol?; ¿no era para besarnos... ¿no era para...”. fundidas. Atrapada. “Elvira..., el pan nuestro de “Porque este fenómeno que lleva el pomposo nom­ cada día”... “No deje de concurrir hoy a la vein­ bre de ley de los satélites... Y por todos esos tiuna hora”... “El S’eñor es la fortaleza de su pue­ movimientos, por todas esas voces, va trepando a blo y un castillo de salvación para su ungido”... lo inmediato de la vida, al mundo de su fatalidad. El golpe de la cisterna resuena y el agua desciende Oye gritos. ¿Quién es? ¿Quién la llama? ¿Dónde precipitadamente, inunda el inodoro y se va debili­ refugiarse? Volvían, la traían. tando en un gorgoteo confuso... “Votando la lista —“Elvira, que la Santísima Virgen del Rosario...”. doce, usted llevará al gobierno un hombre joven, ¿Dónde encontrar ese hilo de ausencia y desapare­ dinámico” “Ascensor, puerta, imbéciles, otra cer en su profundidad? ¿Si por aquellos intersti­ vez la dejaron abierta”. “Salva, Señor, a tu pueblo cios, débiles, sí, pero de una intensidad persuasiva, y bendice tú”... “El pacto con la dieciocho es trai­ va subiendo, no, la van subiendo como por frag­ cionar el nombre de”...; “botellas, fierros viejos, mentos, rescatándola del vacío donde yace flotan­ máquinas usadas, comproooo todas clases”...; “tu do, hacia el otro viejo vacío superpoblado de hastio, heredad y sígueles para siempre”...; “nuestro lema de zozobra, de miedo, de incertidumbre? es servir al país, y nuestro partido es el único que —“Doctor, parece que respira mejor. Tal vez no no está vendido al oro yanquee”...; “a tí, Señor, sea necesario el oxígeno... Y cómo tarda”... Ine­ clamaré”...; “no lleve al Consejo a un traidor”...; xorablemente, la red la cerca, la va envolviendo “no te hagas sordo a mis ruegos”...; “puerta, as­ con movimientos lentos, seguros, definitivos. Y en­ censor”. ..; “no calles, no sea que me asemeje”. ..; tre las sordas olas de aquel mar, con sobresaltos “no, está equivocado, habla con el cuatro cinco seis bruscos, crispados, con un angustioso esfuerzo, sal­ siete dos”. ta en la última cresta, en la última zambullida. —“No se acerquen tanto a la cama, déjenla res­ “Elvira... Elvira... Tienes que dar un gran salto pirar; cómo tarda el oxígeno”... y caer endurecida y salvada”. Ella y la ola, la ola —“iAhí si pudiese apartar de mí esta pesadilla, y ella. Abrazadas. Atónitas. Subiendo y bajando a este algodón negro que me cubre... estas manos la deriva en su lucha contra la corriente. Cosas sin negras que me tocan”. “Lista, puerta, ascensor, traii- nombre la golpean y el cordón umbilical de la vida doores”...; “que bajan al sepulcro, gloria al Pa­ se arrolla otra vez a su cintura, a su pecho, a su dre”. “¿Cómo, todavía estoy aquí?”... Pasos apa­

12 13 gados. Voces apagadas. Movimientos rápidos, domi­ tristeza que viniera de lo profundo y desconocido, nados, rodean su cama. Allí afluye la marea, el sin causa, algo como un deslizarse, un flotar de apremio, la ansiedad oscura del vivir. Y hay que fantasma apacible, libremente, en un mundo de vivir. ¿Pero cómo? ¿Y por qué? “Puede decirme al­ formas o cosas vagas, sin exigencias, sin resisten­ guno de ustedes por qué estoy aquí?Hay alguno de cias, algo como un estar o no estar entre los muer­ ustedes que pueda darme la razón de todo esto? tos, recuperados a la voracidad de la nada. Señores, pido cuentas del por qué y para qué de Pero ahora es el llamamiento imperioso a la vi­ mi destino, de mi humilde destino”. Ahora las vo­ da, el llamado duro, implacable, ineludible, sin sa­ ces forman alrededor de la cama un círculo cerrado. lida; el terrible, tiránico mandato, de volver de Un círculo de angustia. Agrias. Severas. Inescrupu­ aquella niebla dulce, a la luz cruda de todos los losas. Elvira. Nada... Un objeto: “Es necesario que días, de levantarse de aquella penumbra honda y reconquistes tu dignidad de sujeto trascendente y apacible, de aquella plenitud de nada, sin deseos; libre, asumiendo tu condición carnal”... —le dice dé reconstruirse en su cuerpo, en sus huesos, en su compañero de oficina, pasándose la lengua de su ansiedad, en sus miedos, de incorporarse en su goloso sibarita por los labios— “tu condición car­ hablar, en su moverse, en su sufrir. nal”. .. “Repite, hija mía, muchas veces, el nom­ —“Elvira... Elvira”... Voces, pasos, gorgoteos del bre de Jesús”. Hay que vivir. agua llenando la cisterna, bocinas en la calle, el No es el acto de una elección voluntaria, acep­ aullido de la sirena de los bomberos, el chirriar de tada en su duplicidad, sino una fatalidad sin ra­ una puerta, la toman, la desentierran brutalmente, zón; acto fallido, en que ávidas manos destruían, la arrojan sobre la tierra. Crucificada en sí misma, enderezaban y quebraban, recomponían sin riesgo sin nombre, o con un nombre cualquiera, que no de perder su nombre, Elvira. No era un nombre por tenía sentido: Elvira. Sin situación, o con una si­ sí mismo, un nombre conteniendo su humilde e in­ tuación forzada, impuesta por los otros, obligada transferible destino. Era un nombre para ubicarla por la vida. Exigida de vivir, le devuelven su propia entre la gente, un nombre cualquiera para desem­ vida, como un trompo; pero el trompo es ella mis­ peñar en un fondo de zozobras, angustias, igno­ ma, girando en la libertad del hilo que le da im­ rancias, su único oficio de mujer. pulso. Le entregan su propia vida com0 un salario Los ojos cerrados, las manos inertes, se siente amargo de su trabajo de vivir. Como si fuera un tendida, caída, sobre el lecho, sin un movimiento cuarto vacío donde cada uno va poniendo su cinis­ todavía. Se siente como en una caída blanda de mo o su escrúpulo. O su avidez 0 su indiferencia. todo, huesos, nervios, pensamientos, deseos, casi en O su insaciable instinto de reproducción. Una cama, un derrumbamiento interno, silencioso, como de ho„ un espejo, un reloj, una máquina de escribir. Y su jas, hacia una indefinible conciencia de un no - existencia debatiéndose sin salida en el marco es­ existir, que no es, sin embargo, un no-ser, tan trecho y glacial de esos poderes. Bañada en sudor, intensa y ligera a la vez, como una alegría o una exhausta en el deseo desesperado de retroceder o de

14 15 dar un salto extremo y caer. ¿Dónde? Si cada vez hasta que siente en su boca el gusto agridulce de se van acercando más, rodeándola, sitiándola. ¿Có­ la leche recién ordeñada. mo retroceder y reinstalarse en el coágulo ciego, Quiere saltar sobre el círculo de las sensaciones, musgoso, en la oscuridad de la placenta? en el que va entrando a pesar de ella, empujada —“Madre, madre, dónde estás?”. por una fuerza ineludible. Confusamente sabe que —“Estoy aquí, ¿no me ves?”... Se hamaca en va cayendo en una trampa de voces, de movimien­ un sillón de paja, en el fondo de una galería ce­ tos, de exigencias. Grita. Un grito visceral de bes­ rrada por vidrios blancos y azules. Tiene un traje tia , buscando el agujero de su evasión, claro, blanco con rayas celestes, en el pecho una la sacude sin moverla; no sale de la garganta. La cadena con un guardapelo de oro. Sus largas tren­ boca permanece patéticamente cerrada. De los la­ zas negras le caen a los costados, los extremos so­ bios finos, pálidos, cae un hilo de saliva espesa so­ bre la pollera, como dos sombras. Da de mamar bre la blancura de la almohada, formando una a un niño, envuelto en un rebozo. Su seno blanco mancha húmeda. Y en la leve contracción de su y redondo como una bola de nieve brilla en la se- nariz, un palpitar apenas tembloroso, apenas sen­ mi-oscuridad de la galería. sitivo, un explorar sorprendido, temeroso, en la —“¿Quién es ese niño?” —le dice en voz baja, enorme madeja de los olores. Y el oído, implaca­ tal vez con miedo de despertarlo. Pero en su voz ble, va recogiendo las vibraciones de la vida, des­ hay una rabia contenida. cifrando los ruidos, desenmascarando las voces. Y —“Es mío” —contesta la madre con un susurro. los dedos sobre las sábanas van abriendo la pun­ Hay en ella una serena, orgullosa maternidad. Sus zante realidad del tacto. —“Elvira... Elvira...”. ojos oscuros, acerados, se han vuelto dulces, casi ¿Era sólo una voz o eran dos a la vez mezcladas, mansos. confundidas, en un llamado apenas sensible?... En —“No lo conozco. Si nunca tuviste hijos después la confusión de aquel murmullo repetido, insistente, de mí. Si mi padre te abandonó. Si soy hija única. su oído quiere separar su sentido, de la envoltura Y además, sos vieja” —le grita con rabia, acercán­ anónima de su vibración. Las perdía, las encontra­ dose a ella hasta rozarla. ba, por encima y por debajo de su ansiedad. —“El­ —“¿Pero no ves que sos vos?” —contesta con voz vira. .. Elvira...”. Súbitamente claras, simultáneas, suave, desconocida. “Miralo”. Alza entonces el niño, se separan del dibujo oscuro de la trama. Cobran bien alto entre sus manos. No tiene cara. Es como su diferencia, se incorporan a su persona, adquieren un paquete envuelto que se deja en los umbrales su proporción humana, exacta, de ojos, de boca, para que se lo lleve el basurero. manos, huesos. Su exigencia. Su ruego. —“Elvira...”. —“Sos vos misma”. Y se lo pone entre los bra­ Se alejan. Vuelven a intermitencias bruscas, como zos. Pero entonces ella, pegada al seno de su ma­ un viento agazapado entre las piedras. O se abren dre, se pone ávidamente a mamar del oscuro pezón, como un abanico sobre la cara, nerviosas, presuro­

16 17 sas, torbellino cargado de presentimientos. De pron­ saltar sobre ella, como un gato en acecho; sobre to se elevan imperiosas, sin resistencia: —“Elvira...”. su sangre vigilante, pero ya entregada, buscando en un manoteo desesperado en el delantal, un equi­ librio, un punto de apoyo para no caer, entre un remolino de olores, tazas de café, cigarrillos, re­ banadas de pan tostado y el gorgoteo de la canilla en la pileta de la cocina. “Fidel Castro anuncia vasto plan de obras pú­ blicas”. “El team celeste hizo ayer una buena fac­ —“Ya voy” —dice desde la cocina, secándose las tura”... S'e detienen sus ojos indecisos en esa di­ manos en el delantal. Montevideo, jueves, 26 de rección. Las manos grandes, huesudas, sostienen el marzo de 1961... “El team celeste dejó buena im­ diario, abierto delante de su cara, con tanta ener­ presión en la práctica de anoche”. “Khrushchev gía reprimida, que sus bordes están ajados, casi confía en que las relaciones entre Estados Unidos rotos. Está sentado sólidamente sobre la silla. Su y Rusia tomen un cariz pacífico” —lee en el diario respiración fuerte, acompasada, hincha levemente abierto delante de su cara. La cara de él. Así em ­ las páginas del diario. La pierna cruzada, el pie se pieza el día. Su día. Un día cualquiera, que surge balancea, sosteniendo la zapatilla. Un balanceo rít­ automáticamente del diario abierto delante de sus mico hacia atrás, hacia adelante, para sostenerla ojos. Ranura donde cae también automáticamente en la extremidad del dedo. la moneda y va surgiendo la canción siempre igual. —“Qué embromar —dice la voz detrás del diario- Sin anterioridad, sin mañana. Pero que se va gas­ no puedo oir más esa gota de agua en la pileta. tando débilmente, progresivamente, a través de de­ Cerrá la canilla, querés”. masiadas vueltas iguales, sin dejar por eso de ser Su voz (la de ella) sube ennegrecida, como de le­ menos tremendamente terrible en su continuidad. jos. Una voz ahogada, apareciendo, desapareciendo, El humo del cigarrillo y del café con leche suben entre los olores, los ruidos y la ansiedad. en finas espirales, deshaciéndose en los anchos cai­ —“Está rota; hay que llamar al plomero”. reles de vidrio facetados de la araña del comedor, —“¿Qué es lo que no está roto en esta casa de de un falso brillo dorado. —“Elvira...”. No es pre­ mierda?... ¿Qué es...”. cisamente su voz. Es la voz. A través del diario o “C X 6. Estación Oficial. Servicio de Difusión Ra- enmarcada en el diario, pesada, arenosa, sin én­ dioeléctrica de Montevideo. República Oriental del fasis. Casi inexpresiva. Simplemente, como el fu­ Uruguay. boya roja. Canal Punta del mar o el sorber el café con leche. —“Elvira...”. Un Indio. Dentro de un instante avisos urgentes a los sonido desembarazado de todo sentimiento. Pero en navegantes”. esa voz casi sin énfasis, en ese sonido casi imper­ Queda junto al diario un poco anhelante, como sonal late una voluntad, reclamándola y pronta a quien viene corriendo y se detiene en seco, junto a

18 19 un peligro. La punta de la nariz lustrosa del calor iría al empleo. Se lavaría la cabeza o iría al cine, de la cocina. Despeinada, con mechones de pelo ca­ por ejemplo. yéndole por la frente, las mejillas, mientras trata, Detrás de ella, la claridad violenta de la ma­ con un movimiento maquinal de la cabeza, de lle­ ñana ensaya las perspectivas del cuarto, recoge la varlo hacia atrás. Como una ciega, las manos hacia inanidad de los objetos en el espejo del aparador, adelante, imaginativamente palpan a través del dia­ como un pozo adormecido de luz, donde flotan ja­ rio, las superficies duras, sensibles a su angustia. La rras, vasos, copas, formando con sus bordes dora­ armazón descarnada de su cara, la piel seca, ce­ dos irisaciones intermitentes. Un juego de té de pla­ trina, casi a punto de estallar en los pómulos, el tina, un reloj eléctrico devolviendo la opacidad de mentón poderoso, brutal, su ciega e irrefrenable las horas, un florero de vidrio verde con unos cri­ másculinidad. “En los primeros cuarenta días mi­ santemos artificiales negros, tiesos. Sobre el empa­ les de personas han participado en los tres millo- pelado descolorido, con manchas de humedad, una nes”. “El hombre en la miseria es una profanación oleografía. El sofá de cretona extiende sus grandes de Dios” —dijo el abate Fierre. “Tome cerveza uru­ racimos multicolores, sin tiempo; el círculo sucio del guaya”. El cigarrillo apretado entre los dedos, las sudor, en los brazos y en el respaldo. En el extremo zapatillas gastadas sosteniéndose en la punta del de la mesa, las rebanadas de pan tostado, sobre un pie, el leve balanceo, hacia atrás, hacia adelante, él plato de material plástico. está ahí, detrás del diario, con la animalidad im­ El cigarrillo apretado entre los dedos, la zapati­ periosa de su cuerpo. lla gastada sosteniéndose en la punta del pie, el Desintegrada, el corazón en la boca y el pregusto leve balanceo, hacia atrás, hacia adelante, él está de su sumisión adelantándose a la fuerza sorda, ti­ allí, detrás del diario, trampa tendida a su secreta debilidad, donde es atrapada como una cosa. Tal ránica, proyectada sobre ella, está atónita frente vez por ser esa misma cosa. al diario. Ella, envejecida de dos mil años de su­ misión. Pero, sin embargo, queriendo erguir la pe­ —“Elvira” —ella lo ve erguir su alta estatura, sin queña estatura, sobreponiéndose al miedo. El rompe- dejar el diario. Sus ojos oscuros arden con una lla­ vientos azul, apenas insinuando los pezones sobre ma intensa que la inhiben. un pecho casi plano, precario, de adolescente. Er­ —“Vení...”. Ahora hay apremio en su voz, una guida, sí, pero la piel retrocediendo, encogiéndose falsa entonación patética. como un caracol al contacto, huyendo en su pasiva —“No, no me siento bien, estoy enferma. Me due­ resistencia, aprisionada en el propio agujero de su le la cabeza. Y aquí...” —dice, señalando vagamen­ evasión. Estrecho corredor, cuya única salida es su te partes del cuerpo, pero sin convicción de ser propia soledad agitándose en aquel vacío. Aquel va­ creída por él. ¿Está convencida ella misma? O es cío lleno de los días del almanaque. Los feriados con su instinto de defensa el que, sin saberlo bien, le tinta roja, para marcar solamente que ese día no hace sentir, fingir esos dolores?

20 21 —“Qué aburrida sos. Siempre con esas enferme­ nunciadas entre los dientes apretados, un gancho dades. Qué calamidad las mujeres”. de oro incrustado en el camino, un poco imploran­ Quiere alejarse de él. Volver a la cocina. Pero un te. Mientras dentro de sí estalla una sorda rebelión, hormigueo en su sangre, una mezcla confusa de un odio oculto, tenaz, contra esa fuerza que cae odio y sumisión, de hastío y conformidad, la de­ sobre ella y contra su propio impotencia para do­ tiene. “Esta tarde a las 19, esta emisora trasmitirá m inarla. de su planta C X la ópera completa de Puccini, Se pasa el día entero rumiando su defensa, en la Madame Butterfly”, mientras él, arrastrando las calle, en la oficina, como en una obsesión, inten­ zapatillas, el diario en la mano, se dirige al dormi­ tando actitudes para eludir ese imperio, esa fuerza, torio. componiendo otra mujer fuerte, valerosa, que sabe Tácitamente, con un movimiento maquinal lo si­ estar frente al hombre de igual a igual, como ha gue. Tiene la impresión de que ya lo ha hecho, de visto en muchas películas. que hace miles de años que lo sigue y lo seguirá, —“Elvira...”. Ya conoce esa voz ronca, sem i-ve­ sólo al sonido de su voz. “Elvira”. Y tácitamente, lada, en la selva oscura del hombre. Ya conoce el con un movimiento maquinal pero que sube desde camino por donde la conduce esa voz. Como si su lejos, desde antes del mundo, desde las mismas nombre comenzara con un determinado acto de su raíces de su angustia, sus manos buscan el nudo cuerpo, ese que arrastra a una cama, donde cae del delantal y lo deshacen. Vacilante, aprensiva, lo junto con el diario, entre el odio y la resignación. sigue, mientras el hormigueo de su sangre le va —“Hay otras horas para acostarnos. Estoy apu­ subiendo a lo largo del cuerpo, de sus piernas, de rada, tengo que hacer”. Y va y viene por la habi­ sus caderas, sin poder dominarlo, entre la impo­ tación acomodando, o vistiéndose, sin hacerle caso. tencia, la rabia y la fatalidad. —“E lv ira .. “C X 6. Estación Oficial. Dentro de unos instantes —“Estoy harta de esto” —diría. “Me das asco que desde nuestra planta emisora instalada en Carme­ me busques como una necesidad. No quiero, ¿me en- lo, trasmitiremos el discurso del Ministro de Ha­ tendés?, no quiero...” —y se iba dejándolo solo. Y cienda sobre la escala móvil en la jubilación.. aunque esa otra mujer está dentro de ella, espo­ Y aunque dice (o cree decir) “Hoy no me siento leando su instinto de rebelión, ella no dice eso sino bien”, con aquella voz quemada, una voz de sobre­ que vuelve a estar fatalmente frente a él. O frente viviente, manoteando desesperadamente las tiras al diario abierto, bajo el dominio de su voz, de su del delantal, sabe que no será escuchada. Y aun­ presencia física, enconada, pero sumisa, Y aunque que dice (o creyó decir) con un murmullo amargo dijera o hubiese dicho esas palabras: “hoy no me de sabor a café con leche agriándose en el estó­ siento bien” o “tengo que ir al empleo”, sabe que mago: “Hoy no me siento bien” o “Se me hace tar­ resbalarían por el diario abierto como resbala una de, tengo que ir a la feria”, no está muy segura de gota de agua sobre una hoja. O serían absorbidas haber pronunciado esas palabras. Tal vez sí, pro­ por su desdén, como §s absorbido el polvo por la

22 23 aspiradora, entre el zumbido del enchufe eléctrico pujándola, se pone las medias rotas con tanta rabia y los ruidos lejanos y próximos que envuelven el que el agujero se hace más grande todavía. Acaba departamento. de vestirse frenético. Pero estaban allí, entre el olor del detersil filtrán­ —“Me voy” —dice. “Vendré luego a cenar con dose por los intersticios de la puerta, mientras la Juan. ¿No podrías dejar de bobaliquear y arreglar encargada fregaba el corredor, arrastrando el balde un poco la casa? Es un asco como está”... Y po­ de agua sobre el monolítico; la puerta del ascensor niéndose el sombrero, sale dando un portazo, que abierta y cerrada con violencia; los gritos de los hace caer fragmentos de reboque de la pared. vendedores ^e la feria debajo de la ventana; el incesante rumor de la gente arrastrando los zapa­ ¿Se puede arreglar el infierno? ¿Se puede salir tos en el asfalto; el cacareo de las gallinas; y el del infierno después de haber entrado en él?; ¿des­ zumbido quejumbroso de un acordeón. pués que han caído las puertas sobre su sueño?; ¿y el fuego negro la va devorando en una pesadilla, día tras día, sin consumirla? —“Señorita” —había dicho, un poco asustada de la audacia de su pregunta— “¿cómo es el Infierno?” La catequista la miró a través de sus lentes os­ curos. Era una mujercita seca, la piel rugosa y una nariz que le caía sobre los labios delgados, como “El electorado del país está pidiendo a gritos un un gancho. El pelo corto, canoso, echado hacia atrás hombre como nuestro candidato. Al votarlo, us­ sin compasión, sujeto con dos peinetas. Vestía de ted...”. Suena un timbre apagado. En el piso de negro, una larga cadena de plata al cuello, con la arriba una mujer canturrea: “eras linda, eras bo­ medalla de la Virgen Milagrosa cayéndole sobre el n ita...”, mientras golpea las alfombras, sacudién­ magro pecho. Entraba en la iglesia para dar la cla­ dolas en el balcón. “La voluntad del pueblo consa­ se de catecismo como escurriéndose entre los ban­ grará a nuestro candidato”, aúlla el altoparlante. cos; una sonrisa pálida, pegada a la cara como la de —“Elvira, ¿no tenés otras medias?; mirá éstas una careta para infundirles confianza a los chicos, cómo están, parecen un colador”. Y saca por un dejaba al descubierto unos dientes largos, amarillos. agujero su dedo largo, lleno de pelos, la uña cua­ —“Un lugar de suplicio eterno preparado para los drada y corta. “Apúrate; tengo clase a las nueve”. pecadores”. Y ella se apura. Busca y encuentra una agu­ —“Y ¿cómo es el suplicio eterno, señorita?”. La ja despuntada de coser un zapato y el algodón catequista quedó un instante pensando, la boca de zurcir hecho una pelota, como si hubiesen ju­ apretada. Los chicos callaron de repente, hacién­ gado los gatos. Quiere enhebrar la aguja pero no dose más grande el silencio de la capilla. N0 en­ ve bien y le tiemblan las manos. Entonces él, em­ contrando respuesta mejor, se le ocurrió decir:

24 25 “Es como si tu mamá te llevara todos los días al parecer y que al contacto del otro desfallece... al dentista, a sacarte una muela”. Y agregó, tras Y la otra, llorando de protesta, de repulsión. ¿Cuál una pausa reflexiva: —“Dios da este castigo a los de las dos es la verdadera? ¿La otra? ¿Ella? El que cometen pecado mortal y no se arrepienten”. café con leche le sube a la boca en una náusea Entonces extendió, como un mapa arrollado, una desagradable. Si fueran los síntomas de un hijo... lámina grande, en colores violentos. Un diablo enor­ Dicen en la oficina que vienen así, con náuseas y me, asistido por otros más chicos, saltarines, hun­ una gran tristeza...” ¿Para qué quiere hijos?... día con su tridente al rojo, la cabeza de un pecador Mire como están las cosas,... Y los infantos juve­ que intentaba sacarla de un fuego horroroso. Ella niles... Después que uno los cría se van y le dan cerró los ojos con terror. una patada... Mucho mejor así...”. “Y ¿yo iré al infierno, señorita?”. Sintió tanto Por la ventana mal cerrada entran los gritos de miedo que, sin esperar la respuesta, cayó sentada los vendedores de la feria, el cacareo de las gallinas, en el largo banco, pálida, descompuesta, con ganas el zumbido quejumbroso del acordeón. —“No me de vomitar. importa la cegera— no me importa la ceguera,— No, no iría. Está en él. Baja sobre el pecho el porque en la ceguera encuentro la luz de la inspira­ rompevientos azul, sobre sus piernas la pollera, ali­ ción”. Mira con hostilidad el dormitorio, el papel sándole las arrugas. Le pasa maquinalmente una crema con manchas de humedad, la ancha cama mano, mientras con la otra lleva hacia atrás sus deshecha, con el pijama y su camisón revueltos cabellos que le caen por la cara... El mundo pare­ entre las sábanas. Junto a las zapatillas, en la ce muerto. Está muerto a horas tan tempranas de alfombra, el diario abierto. “Las aguas del Río Ne­ la mañana. Si pudiera quedar con los ojos abiertos, gro crecen dramáticamente, minuto a minuto. La si hubiera quedado con los ojos abiertos, tal vez ciudad en estado de sitio”. Sobre el tocador, la pol­ pudiera oponerse a esa voluntad imperiosa y cruel vera entreabierta deja ver la bola rosada, gastada, que se le viene encima, que la cubre. Pero no, los del cisne. En la mesa de luz un montón de colillas cierra. Y en ese estúpido desfallecimiento, está la aplastadas en un cenicero de vidrio. Y un retrato, trampa. Un abandono, una entrega, la sumisión de proyectándose en el fondo oscuro del espejo. su ser. Y queda prendida a él, aferrada a él, que —“Señorita, yo también tengo una figura”. la va arrastrando, precipitando en la oscuridad de —“Elvira, mostrala” —gritaban los chicos a su la carne. alrededor. “Que la muestre”. “Cx 6. Estación Oficial. Servicio de difusión ra­ —“Mire, señorita, mire”. Y sacó un retrato del bol­ dio eléctrica. Predicciones del tiempo. Una corriente sillo del delantal. de aire polar está entrando en la ciudad. Una de­ —“Los novios , los novios” —gritaban los chicos. presión barométrica cubre el país...”. Se siente —“Elvira” —dijo severamente la maestra— “¿Có­ como dividida, separada entre dos personas. Una mo te atreves a traer el retrato de tus padres, a la que se deja abrazar, cuerpo a cuerpo, complaciente clase y decir eso?”.

36 27 ña, una muchacha alta, fornida, los ojos grandes y “No son mis padres, señorita; somos yo y é l . .saltones, masticando un chicle. El delantal le había crecido desmesuradamente. Sacó de un largo guardarropa uno de raso de Era ef S e de novia que su madre había alquüado algodón y lo extendió sobre el mostrador. Estaba para la boda. quebrado por las innumerables arrugas y los bordes —“Madre, no quiero un traje alquilado. Haceme de la pollera sucios; en el escote huellas de rouge. uno nuevo, mío. Vos sabés coser tan bmn °on Y olía a transpiración. Tenía un aspecto lamen­ poco gasto me lo hacés. Me voy a casar. Es el día table. más importante de mi vida”. —“Cincuenta pesos de seña” —dijo, masticando _ “No tengo tiempo” —respondió secamente.— el chicle. “Hay mucha costura que entregar. Por lo que dura Pasaron a la trastienda. La mujer le ayudó a la ceremonia, no vale la pena”. ponérselo, corriendo el cierre relámpago en la es­ Fueron a una tienda de la Unión, donde ^ decían palda. Le arregló la cola entre los pies. De un que todo era muy barato, para ver cuanto « ^ a b - í'Jorero sacó un ramo de flores artificiales y se lo La pollera amplia, muy armada. El cuerpo *]US^ J puso entre las manos. Compuso el tul de algodón de encaje bordado con canutillos, se cerraba en el que le caía de los hombros flacos, como llovido. pecho con una hilera de botones. El tul corto caía —“¿Qué le parece, señora?”. por los hombros, sujetos en la cabeza por un dia­ dema de perlas. Una caída sobre la frente como una La madre hizo un gesto frío, desdeñoso, entre in­ lágrima. Giraba en la vidriera sobre una plata- diferente y conforme. —“Mírese al espejo, señorita. Con otros tacos y form a. —“Quinientos pesos? —dijo la madre, escanda­ un poco de maquillaje, será otra cosa.. Claro que, después de planchado y que le saquemos las man­ lizada— Es mucha plata para nosotros. chas, quedará mucho mejor, como nuevo”. —Y se­ —«pero mire, señora, la calidad, el trabajo de guía masticando el chicle. este vestido”. —Levantó la amplia pollera que es­ Ella se ahogaba de odio, de vergüenza, de indigna­ taba sobre un v is o armado de gTuesa Ufeta. y ción. ¿Cómo podía su madre hacerle semejante co­ dirigiéndose a ella, que estaba embobada. — Le va a quedar espléndido. Usted tiene la figura mignon sa, humillarla así?. Le deseó la muerte, la viruela, para este vestido”. Quedó sonroj acia ante este pirop . y se alegró de que su padre la hubiera abandonado. “Bah, para un momento no vale la pena gastar Su padre... ¿hubiera permitido semejante cosa? Donde estatría su padre ahora?... los pocos pesos que tenemos ahorrados para —“No lo quiero” —dijo con rabia. Y pensó sacár­ enfermedades”. selo a manotones de encima y pisarlo una y cien Fueron por un aviso del diario: “Se alquilan tia- veces, en una especie de demencia.— “Quiero uno ies de novia. Todos los talles. Como nuevos . nuevo; soy tu hija, no una sirvienta”. —“Este es el que le queda mejor” —dijo la due­

29 28 Pero su madre, sin mirarla, sin contestarle siquie­ ra, abrió la cartera vieja y descolorida. Y sin una Cambian los anillos; ella tan torpemente, que él palabra, depositó los cincuenta pesos sobre el mos­ tiene que ayudarla a deslizárselo en el dedo. Se trador. ofrecen así, el uno al otro, para entrar el uno en a carne del otro, el alma del uno en la del otro Y allí están en el retrato, fauna triste del tiempo, según dijo el sacerdote. En la iglesia casi desierta,’ capturados como insectos por un distraído coleccio­ los dos reclinatorios cubiertos de terciopelo rojo. nista de especies. Ella con el traje blanco que su La luz entra por los altos ventanales, tamizada en madre había alquilado para la boda, la cola deposi­ una opacidad grisácea. Frente a ellos, el cura, con tada entre sus pies, en la mano el ramo de flores una voz monocorde, pero tan solemne que ella siente falsas, el tul cayéndosele de los hombros flacos, un escalofrío en la raíz de los cabellos: puntiagudos. El magnesio la había sorprendido con — ‘Esposo: Dios os entrega esta compañera. Sed una sonrisa tímida, un poco incierta, como si no se su generoso protector. Colocadla al amparo de vues­ sintiera muy cómoda dentro de aquel vestido anó­ tra benignidad”. nimo de desposada. Pero él estaba ahí, arrogante, Y haciendo sobre ellos la señal de la cruz, dice en una actitud casi solemne de circunstancias. Los algo en latín que ella entiende como “Profitar» hombros cuadrados, el mentón agudo, desafiante; Dómine”... Mientras, la madre, a su lado, secaé los ojos entrecerrados, atenuaban lo impávido dé su m irada. sin una emoción, sin una sonrisa, sin una lágrima, como si se las hubiese tragado todas hace tiempo’ Elvira Olmos: ¿acepta usted por esposo...?”. con su traje negro pasado de moda, que guardaba —“Sí, lo acepto” —susurran sus labios pálidos para las ocasiones, presencia la ceremonia, para temblorosos. ella una justa reparación de la falta. Y el alivio de Siente que se desprende de él, de su impavidez, las habladurías de los vecinos. como algo vagamente amenazador, un peligro ace-’ Pero al salir de la iglesia, aferrada a su brazo, se chante, una forma de hacer sufrir. Tal vez a causa siente mas ligera, casi feliz, con una esperanza in­ de ese mismo equilibrio físico de toda su persona, genua y confusa de felicidad. No sabe muy bien lo de esa latente voluntad, subordinada a su razona­ que espera. Pero algo como una confianza en la miento. Su gesto de hombre condecendiente y al­ vi a sube del fondo de su misma juventud desam­ tanero, al casarse con ella después de lo sucedido, parada. La mañana de noviembre es luminosa. Ve se escapa, se proyecta del retrato como una dura e cielo lejano y azul entre las casas. Los plátanos sombra dispuesta a cubrirla, a reducirla a ese mon- brotan jubilosos en el aire ya tibio. Respira pro- toncito de huesos que es su cuerpo atemorizado, a undamente, como quien está a punto de ahogarse esa cosa medrosa que es su alma, escondiéndose, y encuentra la tierra firme para posar el pie. Son­ hurtándose, callada, por los rincones. ríe al pequeño grupo de vecinos y amigos que la —“Yo os declaro marido y mujer”. esperan. Dos o tres compañeras de la oficina se acercan a besarla. Y de repente, casi se olvida de 30 31 su soledad de muchacha, de su minúscula vida, su toa con tuco. Y las conversaciones ruidosas, entre- infancia triste, la ajada amargura de su madre. Y • i azadas, vacías, con doble sentido, que se cambian a pesar de su madre, seca, sin una lágrima, metida on alta voz, con la boca llena, la aturden, la inhiben. en su traje negro pasado de moda, del sacerdote uniéndolos ritualmente para toda la vida; y de él, Los novios, ¿eh?...”. Los ojos chispeantes por a su lado, erguido en el reclinatorio, sin una som­ <•1 vino la traspasan con malicia. “Quieren quedarse bra de emoción, sólo consintiendo, sí, consintiendo «oíos, ¿verdad?”. Y los hombres, un poco achispa­ a la piedad o al convencionalismo de las mujeres, dos, se tocan con el codo. Pero el marido de la del del mundo. Y esa esperanza ingenua y confusa de segundo piso, un hombre gordo, calvo, que se las felicidad, esa muda y confiada súplica, no la aban­ ilaba de medio literato, dice levantando un vaso dona todavía durante el almuerzo, en el pequeño rebosante de sidra, una frase que viene rumiando cuarto que hacía las veces de comedor, al cual le desde que entró. habían pasado rápidamente una mano de pintura —“El amor es un palacio azul flotante...” Y se sobre las paredes. En algunos lados, la delgada ca­ queda mirando a todos para ver el efecto que cau­ pa de cal deja transparentar el fuerte rosado del san sus palabras. Y entonces la señorita maestra fondo, ahora desvanecido. La ventana del reducido Jubilada, Presidente de la Comisión de Fomento apartamento del Block Municipal cae casi sobre el del barrio, la piel amarillenta y sus cabellos oxi­ cementerio. Sobre las altas tapias, calle por medio, genados color paja, se levanta con la copa en la emergen los cipreses oscuros en la claridad del me­ mano y recita con su tono más declamatorio de los diodía. días de fiesta escolar: Apenas caben los pocos vecinos y amigos alre­ Esposa ya!... lo indican tus niveos azahares, dedor de la mesa, tendida con el mantel blanco, lo indica el blanco tra*e de virgen desposada, ese mantel con bordados “richelieu” que su madre y el bello tul tan blanco te muestra ya alcanzada” guarda celosamente, como la alianza que lleva en etc., etc. el dedo, algunos muebles y copas de cristal, sím­ Todos aplauden, encantados. Pero esas alusio­ bolos fieles de su pasado, testigos irrecusables, para nes... El traje de novia..., la virginidad... Mira a la gente, de que había sido “una señora” y no este su madre de reojo. Su madre permanece impasible ser venido a menos, del cual ella cree, humillada, que todos se compadecen. Dentro de su traje negro pasado de moda, conserva su aire seco, hosco, su no entregarse a nada ni a na­ El espacio es tan reducido que, cada vez que su die; sólo a su pasado, continuando. El está sentado madre saca algo del aparador, tienen que levan­ a su lado. Ha tomado algunas copas de más. Sus tarse los invitados, sentados alrededor de la mesa, manos inquietas la buscan, no con grosería, pero restregándose la boca con la servilleta colgada al sí con una intimidad demasiado directa, que la cuello. Ella siente casi una repulsión por los pe­ avergüenza delante de los invitados. Mientras su sados platos que circulan, el fuerte olor de las pas- madre tiembla por las copas prestadas por los ve­

32 33 cinos. Y el mantel, el famoso mantel “richelieu”, —“La renuncia, la abnegación hasta el sufri­ se cubre de manchas rojas, húmedas, desagradables. miento, nos son impuestas a veces para salvar el alma de la condenación eterna. Piensa en el pe­ cado que cometiste...”. La voz, a través de la espesa reja del confesio­ nario, viene fría, remota. Una voz sin color, sin fronteras, descarnada en el servicio de Dios. Es co­ mo un puente tendido entre sus bocas. La del Pa­ dre, invisible, en la oscuridad del confesionario. La “Padre... no puedo más. No soporto más esta de ella, convulsa en la palidez de su cara. Y por vida”. ese frágil puente, por ese pesado puente, por esa —‘“Yo creía que en el matrimonio encontraría la nadita de puente, circulan Dios y el Demonio, lle­ paz, la dicha, el amor, todo lo que no encontré con vando y trayendo los pecados, los malditos pecados, mi madre, que fue tan dura conmigo. Pero entré sacándolos de una boca para meterlos en la otra, en un infierno peor, porque antes tenía una espe­ transformados. ranza y ahora la he perdido para siempre. Voy a Y esa voz que transforma los pecados, que hace hacer cualquier locura para salir de él, por librar­ de los pecados, por un instante, una pelota de nie­ me de él. ¿Me entiende Padre?”. ve, disuelta por el calor vivo del amor, llega seca, Está arrodillada en el confesionario. Tiene apo­ árida, tal vez a causa de su terrible acento espa­ yado un brazo en la repisa y sostiene con su mano ñol, tan dogmático; pero tan profundamente arrai­ su cara pegada a la espesa rejilla. Como el pañuelo gada en el ejercicio de su ministerio, que, a veces, que lleva atado a la cabeza le impide oir bien se adquiere una riqueza de sentido extrañamente ines­ lo saca con violencia. perada, que la desgarran, la conmueven a pesar de “El matrimonio está establecido por Dios; es ella. Infierno. Pecado. Paraíso. Terribles presencias un compromiso sagrado. Si no has encontrado en de una realidad invisible, que exigían de ella una él lo que buscabas, debes aceptarlo, no como un me­ responsabilidad, una madurez de espíritu, de que dio sino como un fin”. carecía. Y entonces lloraba sin comprender. Sus lá­ En este silencio grave, mullido como una alfom­ grimas corrían por su cara, le mojaban las manos, bra, donde todos los rumores se apagan como pi­ la nariz. Y era incapaz de sacar el pañuelo para sadas cautelosas, y el cuerpo es inconscientemente enjugárselas. Las absorbía haciendo mucho ruido. llevado a tomar la actitud externa de la oración, —“Cuando no nos asiste la fe, estamos solos en se siente incómoda, como si estuviera en una si­ el mundo físico del cuerpo, del pecado; el alma se tuación que no le pertenece, entrando en una casa debate entre fantasmas monstruosos. Debes orar; donde nadie la conociera y ella no conociese a en la oración hallarás el remedio, la fuerza, el con­ suelo”. nadie.

34 35 Está segura de no ser escuchada ni comprendida; tre el buey y el asno, salía armado del pecado, como siempre, como nunca lo ha estado, ni por su para golpearle las espaldas débiles, curvadas. Can­ madre, ni por su marido. Pero sí exigida, en el acto sada, triste, casi hasta la desesperación, se va re­ de arrodillarse ante algo que no acaba de entender, lajando su tensión nerviosa. Esa misma atmósfera en su poca instrucción, de lo cual no está, tampoco, cargada de silencio le produce un malestar casi fí­ muy convencida. sico. Su cabeza se pierde en una idea elemental de La voz sigue grave, monótona: Dios, en una idea oscura de pecado y castigo. Una “Elvira, la vida es una prueba con una salida. ignorancia rebelde, cerrada, la confunde. De tí depende hacerla como Dios dispone o hun­ Arrodillada en ese rincón de la iglesia en penum­ dirte para siempre en el pecado”. bra, se siente culpable de algo que no ha come­ —“Elvira, ¿dónde están las toallas? No hay una tido, de algo que todavía no alcanza a concretar; toalla seca. ¿Pero es que nunca hay nada en este y de lo que debe liberarse como quien lleva un cuarto de baño? ¡Qué desorden! ¿Y este jabón lle­ atado de basura y lo deja subrepticiamente abando­ no de pelos? ¡Qué porquería! ¿A qué me habré ca­ nado en el rincón de una puerta. Pero que quieren sado?... Sabía que eras una inútil. Si no hubiera hacerle creer que ha cometido. Y que es culpable, sido por los ruegos, por los llantos de tu madre... porque ha creído en ellos, y ha sufrido un engaño, Cuándo me iré de esta casa a la gran p .. un fracaso, por algo que ellos llaman amor. Y en Es que hay muy pocas toallas. Siempre húmedas el correr de los días, ese engaño, ese fracaso, van des coloridas, gastadas por el uso y los lavados. Aun­ creciendo, mezclados, confundidos en proporciones que eran celestes y casi nuevas, con flecos en los de angustia, sin haberle dejado nunca ninguna ho­ bordes, cuando entró en el cuarto aquella tarde, ra de felicidad. Ninguna oportunidad de existir. secándose las manos y vino a ayudarla a vestirse. —“Hija mía, sólo el amor a Dios te librará de Pero que no olían a jabón, precisamente, cuando le las desventuras de la tierra, te llevará a la feli­ apretó la boca con violencia para que no gritara. cidad, que es la paz, la esperanza en otra vida —“Padre, usted no me entiende; yo no pensé m ejor”. hacer un mal, pecar. El me convenció que era un Pero en ésta... El no se había sacado el saco, y acto natural de amor entregarme a él. Que en eso la aspereza de la tela le raspaba la cara, hacién­ no había ningún mal irreparable. A lo mejor, tal dole cosquillas desagradables. Y la empujó violen­ vez, no pude pensar nada...”. tamente a lo ancho de la cama. Y ahí quedó, ti­ Porque era amor lo que él le ofrecía; y aunque rante, estremecida, bajo el otro cuerpo bañado en no era lo que ella había soñado, tomaba oscura­ sudor, la cabeza echada hacia atrás, el pelo descu­ mente su misma apariencia. Pero estaba ahí, detrás, briéndole las orejas, las sienes. Pero temblando por el pecado con su pesadez sucia y horrible. ¡Qué te­ dentro. Asustada, perpleja. Y expectante. Entre el rrible era Dios!... De la infancia del pesebre, de miedo y la curiosidad, entre la sorpresa y el asco la ternura cálida en que se ofrecía, desvalido, en­ de esta proximidad carnal del hombre, tan íntima,

36 37 entre la inconsciencia de ser pura y la inercia de la voluntad. En la fatalidad de su destino de mujer. trano amor que se le ofrece. Amar a Dios. Aún sin Y de este sentimiento de miseria por sí misma y, conocerlo. Aún sin entenderlo. Arrojar como un vó­ también, por el hombre que jadeaba, resoplaba so­ mito el amargo alimento del mundo. El miedo vis­ bre sus senos, se engendró algo como el ambiguo ceral a vivir. Y quedar limpia del asco de las no­ placer de sentirse justificada; ella, tan sola, tan ches. De la convivencia vacía. Y por qué no es la débil, tan temerosa. Mientras la mano del hombre, voluntad de Dios que ella pueda estar allí, arro­ seca, cálida, subía y bajaba a través de sus ropas, dillada en la sencillez de su ser, nada más que su buscando su pasividad húmeda, vulnerable, el cen­ ser, esa cosa dolorosa y frágil, que El, Dios, ha tro oscuro de su ser. No hizo un movimiento de re­ puesto sobre la tierra? Su semejanza. Y no el tor- l urado reflejo de los hombres. sistencia, de huida. Pero un miedo áspero, convulso, un miedo compuesto de todos los miedos, le retorció Siente venir como de lejos, devueltas, las cam­ el vientre como una descompostura. panas llamando a los fieles. Cerca de ella, las cuen­ —“Elvira: la felicidad sólo podemos hallarla en­ tas de un rosario, al pasar entre los dedos, golpean ns maderas del banco, con un ruidito sordo seco tregándonos a la voluntad del Señor y no a la Incomodo. ’ ’ nuestra. El es quien dispone de nuestra suerte, en este mundo y en el otro. En la aceptación de sus ti no*1 ®denc*° Ia iglesia suena una campana designios está la única solución de nuestras des­ lina, diáfana, insistente. Pasos apagados, conteni­ venturas”. dos pasan junto a ella, arrodillada, en la óscu­ ¿Cuál es la voluntad de ella, cuál es la voluntad lodad, la cara pegada a la reja del confesionario. Siente en torno de sí, envolviéndola, un peso enor­ de Dios? No sabe bien discernir en ese límite del­ me, como si los altos vitrales, los santos en las pa- gado, cuál es lo uno, cuál es lo otro. Cuál fue su oportunidad de existir, de entregarse, como un niño, jcdes quietos, cargados de sabiduría antigua, la hi­ lera de confesionarios, como un negro convoy es­ a la confianza de sus padres, sin que perros ham­ lieran o en su silencio las llagas, las miserias del brientas merodeasen en torno a su carne, en torno mundo, toda esa grandeza indescifrable, se le vinie­ a su alma, olfateando la inseguridad de su refugio. se encima para aplastarla. Su miedo a vivir. ¡Y parece tan hermoso vivir! ¡Y tan sencillo recuperar lo perdido y tener fe en la ... había quedado pegada al otro cuerpo, velludo vida! Respirar libremente. Dormir libremente a lo ■ii doioso, sudoroso. Involuntariamente, sus brazos largo de la cama. Despertar sin inquietud, sin te­ seídnS d T V 61 hombre> ^ e trataba, como po- mores. El rumor del gas en la cocina, la caldera Z ’ 1 cada vez más el contacto físico jadeando en la hornalla. El buen día familiar del en la debilidad de su carne, subordinada a la otra muchacho que trae el pan. Estar sencillamente, carne, por la asquerosa voluntad sometida, en un confiadamente entre las cosas. O abandonarse, allí silencio espeso, roto por monosílabos ahogados so­ mismo, en el confesionario, sin fatigas, a ese ex- peados, sobre su cuello, su pelo, su boca. Oscuro asedio apretado a su alrededor, dogal que la iba 38 39 asfixiando, quebrando su aliento, como, en la feria, ser; darse, aunque en esta entrega no hubiera nada el vendedor quebraba el pescuezo del pollo. más que eso: el acto irresponsable de su fatalidad. —“No quiero enloquecer. Tengo que encontrar el —“Yo no comprendo nada, Padre. Soy una igno­ camino, el camino más fácil para escapar a esta rante. No sé pensar. Sólo tengo ideas fijas. Una tortura. Yo sé cuál es...”. ilusión de felicidad desesperada. Pero me siento —“Hija mía, nos es muy difícil aceptar lo que confundida cuando usted me habla de la bondad nos es penoso. Y todo lo que elijas va en contra de Dios. Yo,... que,... bueno,... cuando me le­ de tí misma. Sólo en la obediencia, en el sacrificio, vanto, todas las mañanas, siento que van a cruci­ están la libertad, la felicidad verdadera”. ficarme de nuevo”. ... y sin embargo, aún con disgusto de sí mis­ —“Cuanto más crucificada es la vida, Dios se va ma, había sentido bajo él, bajo su cuerpo cálido, levantando en tí. El es el buen pastor que te lle­ pesado, pegajoso, un regusto amargo de placer, el vará sobre sus hombros”. de su propia debilidad ante esta fuerza avasalladora ... ¡ah! la mirada de su madre cuando llegó muy que la sometía. Una justificación de su inercia, de tarde del empleo. Estaba ahí parada, tristemente, su soledad de muchacha. Como si el deseo del hom­ en la pequeña habitación que les servía de dormi­ bre encrespado alrededor de su cuerpo, perteneciera torio a las dos. Las mejillas flácidas, mechones de a otra, y no a ella, que había descorrido con tré­ cabellos grises cayéndole por la cara, arrebujada mula mano el cierre relámpago de su pollera roja en un saco de lana descolorido. Le recorrió el cuer­ y había desabotonado torpemente la blusa de con­ po con una mirada terrible, de repudio, de derrota. fección barata... Y refregando un pie contra el Lo sabía. Lo sabía. Las dos sabían que “eso” había otro, dejó caer un zapato gastado. Porque el otro pasado. No dijo una palabra. Temblaba por miedo quedó colgado del pie cuando cayeron los dos sobre de que se enterasen los vecinos. Entonces ella pasó la cama; no, cuando fue empujada, derribada, so­ a su lado sin mirarla. Su aliento agitado le rozó bre la colcha, una mano agarrada al cuello del hom­ las mejillas. Entró en el cuarto de baño y cerrán­ bre para sostenerse, con los lentes en la otra, sin dolo de un portazo, que hizo saltar los cepillos de saber dónde dejarlos. E iba a gritar “no me toques, dientes en el porta - vasos, se arrodilló en el suelo no quiero”. Pero su voz se quebró y su mirada se mojado. Y haciéndose la señal de la cruz, dijo: perdió en el techo blanco, con manchas de hume­ “Dios, te detesto. ¿Por qué me dejaste hacer esto? dad, próximo y remoto. Un aturdimiento de su ino­ No tengo la culpa. Yo no lo elegí...”. Y abrió las cencia, de su juventud, la había sostenido fuera canillas con tanta fuerza que se lastimó las ma­ del sensualismo, mientras iban zozobrando uno a nos. Y metida hasta el cuello en la bañera se lavó uno, el pudor (“vamos, no seas mala”), el decoro hasta que las uñas se le hundieron en la carne; (“nadie te verá”), como en una fatalidad de su mientras la voz de su madre, dura, pero fingiendo función de mujer; en la que el darse era casi como naturalidad para que los vecinos creyeran que no un acto necesario de natural sumisión hacia el otro había pasado nada, la llamaba a tomar la sopa. Y

40 41 arriba, como un caso perdido: “Quién entiende a "'ni un nombre en la guía del teléfono. Es un estas mujeres. C hau...”. Suena un portazo. El con­ iminbre borrado. Ella sabe que empieza con una le- sabido portazo. Sus pasos, fuertes, pesados, se pier­ ini, también borrada. Tantas personas han mano- den en el corredor... m*iuto la guía, le han puesto sus dedos sucios en­ Si hubiera tenido un padre que cuidase de ella, cima... Todos los hombres maduros que pasan a ¿hubiera sido tan desgraciada? ¿Hubieran preva­ mu lado le parecen poco para ese nombre fabuloso lecido todos así —antes su madre, después su ma­

44 45 hombro de su madre para ver algo de esa casa tan ni ni algarabía de voces, risas, besos, llantos... Las misteriosa. tmuiré, los padres, los recibían como a dioses, les En el almacén, en la carnicería, el comadreo se arreglaban las cintas de los delantales, sujetaban avivaba alrededor de ella, indefensa, que compren­ las moñas en el pelo. Los escuchaban en sus ale­ día, por estos cuchicheos, que a su madre le pa­ grías, en sus penas. Y a veces se ponían enérgicos saba algo. “¿No tenés papá, vos sos huérfana?”. Y y los retaban. Ellos les pedían plata y compraban la miraban con compasión, pero sondeándola por chocolatines al vendedor, que esperaba en la acera. ver si le sacaban algo. “Tu mamá no sale, ¿qué le Después se iban todos. Se hacía un gran vacio pasa? ¿Está enferma?”. “¡Pobrecita! —suspiraban— l rente a la escuela, un silencio... Los veía partir tan flaquita” (y hablaban entre ellas, soslayándola). y se sentía muy sola, muy desdichada. Los seguían “Qué desgracia, en vez de venir ella y no mandar sus ojos y pensaba lo felices que serían en sus ca­ a la pobre gurisa... Así anda el mundo. Yo, antes sas... ¿Cómo sería un padre?... Pertenecía a un de mandar a mi pobre hijita... La muy comodo­ reino desconocido para ella, como un personaje de na... En fin..., cosas de la vida”. un cuento de hadas. Y como en los cuentos, era Con la carne, el pan y los fideos, volvía a su bueno, afectuoso. Le enseñaba los deberes. A en­ casa. Le gustaba que se ocuparan de ella, ser el contrar las palabras difíciles. A resolver las cuen­ centro de las conversaciones de las mujeres de] ba­ tas. De noche, antes de acostarse, le iba a dar un rrio, de su compasión. Pero al mismo tiempo le beso, arreglaba las cobijas; y se iba de puntillas daba vergüenza el no tener padre, como Marisa, apagando la luz. (Eso le había contado Marisa, que que la iba a buscar casi todos los días a la puerta hacía su padre). de la escuela, el impermeable bajo el brazo si llo­ —“Papá” —decía ella. Le gustaba decir “papá”. vía, o una bufanda para el frío. Ella se le prendía Era tan dulce cobijarse en ese nombre. Y esa cara al cuello y lo besaba y los dos se iban contentos y que no tenía ojos, ni boca, ni dientes, ni pelo, esa felices como en un cuento que había leído. El pa­ cara sólo trabajada por su deseo, por su imagi­ dre le llevaba la cartera repleta de libros y cua­ nación se volvía para mirarla, sonriendo. dernos. —“¿Qué, m’hijita?”. Pero a ella, nunca nadie la esperaba a la puerta —“¿Es verdad que tengo un Angel de la Guarda de la escuela. Ni padre ni m adre... Nadie se inte­ a mi alrededor, que me cuida y protege?”. resaba por ella y le preguntaba a la maestra por —“Si m’hijita. ¿No lo ves a tu lado? Ahora es­ sus notas, su conducta... A veces, a la salida, es­ pera que te duermas... ’\ peraba un rato parada en los escalones, viendo el —“Papá, está oscuro. ¿De qué color son sus alas?”. desfile de los padres, agrupados, que esperaban a —“Del color del sueño... ”. sus hijos, oyendo sus conversaciones. Hablaban —“Papá... ¿la ausencia es una llaga?...”. también con la señorita Directora que, muy tiesa Entonces la cara que no tenía ojos, ni boca, ni y solemne, presenciaba la salida de los chicos. Era dientes, ni pelo, se acercaba. Y una mano que no

46 47 era una mano, sino un además, un humo en el al comedor, del comedor al dormitorio. Ella se co­ aire, le acariciaba los cabellos, la írente, los pár­ me las uñas, en la espera. pados. Era todo como un humo. Y sin embargo Hace muy poco que se conocen. Muy poco. En el ella no tenía miedo. ómnibus. Van parados, apretados uno junto al otro. —“Ahora te quedás para siempre, papá... ¿Ver­ y a cada frenada brusca, él se le viene encima, dad que no te irás m ás?...”. locándola descaradamente. Ella trata de escabu­ —“SI, hijita, si, hijita... La ausencia es una lla­ llirse por entre la doble fila de pasajeros. Impo­ ga, una llaga...”. sible. Queda aprisionada en esa barrera humana de Como era tan grande su pena, como se sentía tan alientos, sudores, paquetes, el portafolio apretado sola y no sabía muy bien lo que estaba esperando, bajo su brazo... El sigue a su lado, dominándola. se distraía con la gente que pasaba, con los ómni­ Siente a lo largo de su cuerpo, incrustados a su bus llenos, que iban como pesadas tortugas, despa­ cuerpo, su calor, la dura angulosidad de su rodi­ cito, frente al cartel amarillo que decía: “Despacio. lla. Se ha puesto roja. Y el sudor le corre por la Escuela”. Hasta que la voz perentoria de la seño­ raíz del pelo... Sin embargo, sus ojos tímidos se rita Directora la sacaba de su embobamiento: alzan hacia él, lo miran... Cruzan sus miradas. La de ella azorada. La de él segura, desafiante. Le —“Elvira, vete ligero a tu casa. ¿Qué haces allí, sonríe. Después baja detrás de ella y la acompaña parada, y tu mamá esperándote?...”. hasta su casa. Y entonces se iba, ligero, como un perrito, la cola Su madre no quiere que ande por las calles' con entre las piernas. él como “una cualquiera”. Se mata la vida traba­ Un día, inesperadamente... ¿Cómo abarcar un jando para que sea una mujer decente. Y además, día, un día flotando en la superficie del mar? La ¿por qué no? Se siente halagada (sobre todo por ola lo trae, lo lleva. De la oscurirad a la luz. De los vecinos), de que un profesor venga a hacerle la la luz a la oscuridad. “Elvira... Elvi...”. El nom­ primera visita “oficial” a su hija. Quien iba a pen­ bre se va ahuecando como en un túnel, se alarga sarlo. La mosquita m uerta... Tan insignificante. hasta el infinito. Y el eco responde hasta el infinito Ella no está enamorada. Se dejó seguir por él, su nombre “Elvira”. “Elvira”... Y el eco persiste con docilidad, con cierta pasiva indiferencia, hasta en su cerebro, lo golpea, lo vacía. “Elvira”... con un poco de fatalidad. Ni sabe si lo quiere. Jun­ Los dos están en el comedor, esperándolo; es su to a él sólo siente que su inhibición, su timidez, se primera visita... Han arreglado la casa desde tem­ hacen mayores. El tiene unos ademanes desenvuel­ prano. Le dieron cera al piso. Lavaron los vidrios y tos, precisos, nada afectados. Una seguridad en si colocaron unas cortinas recién almidonadas... Una mismo, frente a esas dos mujeres, casi indefensas, vecina que vino a felicitarla, le trajo de regalo un que lo miran de tan distinta manera. Desde la va­ ramo de rosas artificiales “que se siente su olor”. nidad hasta la fascinación, desde el cálculo hasta Están nerviosas. La madre va y viene de la cocina el sometimiento. Pero de esa timidez, de esa inhi­

48 49 bición que él provoca en ella, nace una especie de "Padre, usted siempre me pregunta eso...”. sugestión misteriosa, un dominio que la atrae y la Poro con él, la pureza se transformaba en algo rechaza al mismo tiempo. Siente su autoridad y se illM.lnto, maravilloso. Una blancura solitaria, como entrega a ella. Su carne se pliega dócilmente, in­ Ih.m estrellas. conscientemente, a su tuerza, a su oscuro asedio... "La pureza es la libertad” —le decía. "Cuanto Descansa en su experiencia, silenciosa, pasiva... mú,s puro se es, se es más libre...”. Aunque siente que en esa atracción, casi agresiva, Y como lo mirara asombrada: casi imperiosa, se esconde un dolor, lo acepta, se ‘Vos no entendés nada. Ahora te vas a creer siente sujeta a él, como a una fuerza superior que

50 51 sobre el grueso saco de paño, su madre, joven, son­ muclre, y que, como Dios, eran muchos y no eran ríe, mientras su padre, de pie a su lado, mira como ninguno, en esa suprema representación de bondad, desde lejos, desconocido. Delgado, erguido, buen <\r Ilimitada esperanza, que había en ellos. Y aho­ mozo, un pequeño bigote lacio acentuaba la varo­ ra, ¿qué hacer con éste?... nilidad del rostro, entre su lejana sonrisa y la ener­ "Veníamos siempre juntos de la escuela —dice gía de su mirada. «ii madre—, y un día hicimos el juramento, sobre ¡Su padre! Toma el retrato, estremecida. ¿Ese una cruz, de morir antes que separamos”... era su padre? Aprieta el retrato en sus manos acer­ .este desconocido que era su padre, que ha es- cándolo a sus ojos, para verlo mejor, identificarlo ludo veinte años en la oscuridad y ahora viene a con alguno de sus sueños. Su corazón late precipi­ ocupar el lugar del otro? El otro, buscado, perse­ tadamente. No se parece a nadie. Veinte años de guido por las calles, en una esperanza loca de feli­ encierro lo fueron transformando, alejando de si cid ad ... mismo para dar entrada a otro y otro. El había "Yo le di una medallita de plata —sigue ella, sido como un sueño, alimentado por su vida. Sabe en voz baja, como si hablara sólo para ella— único que es él, pero no hay nada en él para que ella recuerdo de mi madre; y él me dio esta composi­ pueda reconocerlo. Había estado veinte años por ción, que había tenido el primer premio en la es­ entrar, golpeando la puerta. Y ahora la puerta ce­ cuela. día. Y él entraba con violencia, de repente, ocu­ A ese, el fantasma, lo conoce, lo ve mejor que a pando el lugar de sus distintas encarnaciones; pero •*u propia madre. El llora con ella, sueña con ella, no tenía ningún parecido con ninguno ni con nadie, y abrazados, él con ella, ella con él, confunden sus ni consigo mismo. Y la introduce a ella en una zona desdichas. Pero a éste, ¿cómo reconocerlo, sino co­ de realidad extraña. mo a aquel que las abandonó, según su madre? Lo mira. Lo vuelve a mirar. Pasa suavemente, ¿Por qué se había ido? Nunca se atrevió a pre­ tiernamente, su mano, encogiéndola un poco, como guntárselo. Era como poner el dedo en el enchufe achicándola, por los ojos, claros, indefinidos y un de la plancha eléctrica. "Mi adorada Matilde, qué poco borrados, que parecen mirarla tristemente, largos son los días sin verte...” empezaba una por las mejillas, delgadas, por el óvalo fuerte, pero carta. "Te amaré hasta la muerte... ”. "Fuera de al mismo tiempo delicado, por toda esa superficie tí el mundo no existe.. "Hasta que la muerte amarillenta del retrato, que es su padre. Quiere nos separe...”. Así otras. "Azahares. Himeneo verá conmoverse, pero no puede. No siente nada. Le ingresar a su templo...’ —en un recorte de diario. cuesta meter este retrato medio desvanecido en su "El inteligente y caballeresco amigo Samuel Olmos idea del padre. y la simpática y distinguida señorita Matilde Gó­ ¿Y cóma es su idea del “padre”? Como ha sido mez, unirán para siempre sus almas y sus volun­ hasta ahora. Un fantasma que ha vivido de su des­ tades, cuando los perfumes, las flores y los trinos amparo, de su abandono, de la indiferencia de su anuncien los días venturosos de setiembre. Que el

52 sol de la dicha no se oculte jamás para ellos. Que después, en explosión de blancura, en un dosel agri­ la felicidad teja su nido en el nuevo hogar, for­ dulce sobre la cabeza inclinada de la Virgen. Y mando bajo los auspicios de la fe, del amor y de rllu, arrodillada en el comulgatorio, en la mano el la nobleza.. Un timbre largo y nervioso sacude pequeño libro de misa blanco, con un cierre de pla­ el apartamento. ta, el rosario pequeñito con sus cuentas blancas como dientes de leche, en la limosnera las estam- 1)1 tas: “Recuerdo de mi primera comunión, Elvira Olmos”, con un Dios-niño, mofletudo y gracioso, lili tul ceñido a los lacios cabellos por una coro- nlta de rosas artificiales, los pies doloridos en los /.apatos nuevos, estrechos, comprados a último mo­ mento, las manos torpes bajo los guantes de al­ godón. El órgano llena la iglesia, la desborda de una vi­ bración estremecedora, en una profundidad miste­ Temblando, con la boca seca y un malestar en riosa. De las altas ventanas historiadas, en peque­ el estómago, por el ayuno, alza tímidamente los ojos ños vidrios azules, rojos, amarillos, entra una fran­ y mira a la Virgen, rutilante en el centro del altar. ja de luz espesa como un jarabe, espolvoreada de Está tan nerviosa que ha olvidado las oraciones oro. Y se van entrelazando en guirnaldas, de ven­ que le había enseñado durante los meses de prepa­ tana a ventana, festivas e inocentes, como si án­ ración a la doctrina, la señorita catequista; y sólo geles juguetones tirasen serpentinas a manera de atina a decir: “María, María”, sin poder articular apoteosis. Envuelta en la niebla del incienso y el otra palabra, paralizada, con las manos chorrean­ temblor de los cirios, le parece que gira vertigino­ do dentro de los guantes de algodón. Pero por mo­ samente la cúpula. Sube el olor de Dios. Familiar, mentos su atención se distrae, y sus ojos miran reconfortante, impregnado de dulzura. Es como los cosas que tiene delante, tan perfectas, tan or­ cuando su madre abre el ropero y el olor honesto denadas, tan misteriosas... Se extiende ante ella, pero un poco picante de la alhucema, que le hace ontre el altar y el comulgatorio, hasta el pie de cosquillear la nariz, se expande de las sábanas api­ los escalones, un gran espacio, flotando entre la ladas, las toallas, los blancos y almidonados cami­ luz movible de los cirios y la que cae de los altos sones, la ropa de su casamiento, que conserva como ventanales. En el centro, una alfombra profunda­ un lujo y un testigo de un pasado no muy pró­ mente azul, es un pequeño mar, donde los acólitos, ximo, en el que, tal vez, fue feliz. vestidos de blanco, piadosos y descuidados, son los El altar vibra de blancura, los manteles prepara­ peces de plata, escoltando el gran barco, empave­ dos para el sacrificio. Las azucenas altas y recata­ sado, de Dios. Sobre la alfombre, un alto sillón de das, temblando en el misterio de la liturgia, se van terciopelo encarnado. Arriba, en el vitral coloreado escalonando en las gradas del altar para aparecer, de rojo, amarillo, verde, azul, una señora bellísima

54 55 sentada a los pies de Jesús, lo mira extasiada, mien­ rretir como los cirios del altar, mientras balbucea tras otra, cargada de platos, se aleja desconsolada. ■■María, María, José”. Apoya la barbilla en el bronce Un perrito, inmóvil, sostiene en el lomo una franja del comulgatorio con una ansidedad insostenible. de sol. Llora sin darse cuenta. Se siente incómoda con toda esa ropa nueva que —“¿Cómo voy a comer a Dios?”. “Corpus Domi­ le han puesto. Le duelen los zapatos en la punta no”. “Voy a lastimarlo y va a salir otra vez sangre del pie. Pero más que nada la desazona el temor do su dolor? Madre, qué hago?...”. de tragar aquella “cosa”. ¿Cómo podría ser Dios La madre cosía velozmente el vestido de tul blan­ esa “cosa” tan chiquita (casi como las obleas que co. La amplia pollera la envolvía como una ola de toma su madre para dormir) sostenida entre los nieve. Elvira tenía puesta una larga enagua de ba­ dedos del sacerdote? ¿Cómo se lo va a poner en la lista con un entredós en el ruedo. boca para comerlo y no tocarlo? El sacerdote se da —“No tengas miedo de lastimarlo. El nos ha las­ vuelta, casi en el centro del altar; extrae con el timado ya bastante. Al tomar nuestros pecados cre­ índice y el pulgar la blanca forma, y con un ade­ ció nuestra miseria. No vas a ir al infierno. Ya es­ mán amplio y perfecto, la levanta como una pe­ tamos. . queña luna sobre las cabezas inclinadas, mientras —“No me toque” —gritó asustada. “No quiero”. el monaguillo roza apenas con el badajo la cam­ La mujer miró a la madre y retrocedió unos pa­ panilla de bronce dorado. “Domine non sum dig­ sos. De un cajón empezó a sacar guantes de goma, nus. . manchados de talco, húmedos, pegados. Los sacu­ —“Madre, tengo vergüenza de abrir la boca y que día pausadamente, esparciendo un olor agrio, bus­ me vean tomar la hostia. No sé tragarla. Voy al cando un par entero para ponerse. La túnica con infierno si muerdo a Cristo y lo lastimo”. manchas sanguinolentas, frescas, recientes, estaba Solemnemente el sacerdote baja los escalones al­ desabrochada, dejando al descubierto un buzo ama­ fombrados de un azul de heliotropo, el copón rebo­ rillo, gastado, estrecho por la ampulosidad del pe­ sante de pequeñas formas blancas. Cierra un ins­ cho y el estómago. tante los ojos, de miedo de ser arrebatada por aquel —“¿Madre, qué es el pecado? ¿Cómo es el pe­ viento silencioso, que hincha los pliegues del há­ cado?”. Miraba ansiosamente la cara de su madre. bito, hace temblar la llama de los cirios, y va cre­ Por su mirada fría, dura, vio que iba a contestarle ciendo en sus oídos como el rumor de un enorme algo terrible, como cuando volvía de la escuela con caracol marino, más grande que el que hay en la las notas de la semana muy bajas. Tal vez pensó escuela, guardado en una vitrina y que la maestra decirle (como ya le había dicho alguna vez) “Tu saca para la clase de Historia Natural. pecado es haber nacido”. Pero al mirarla cambió “Corpus Domine”. Está ya tan cerca, que ella, de expresión. Se dulcificó. Puede ser que al verla con un calambre en el estómago, se achica, se ha­ tan chica, desvalida, con su enagua larga y blanca ce como un ovillo para desaparecer. Se siente de­ que la hacía todavía más flaca, sus mejillas páli­

56 57 das, desnutridas, los brazos con sus finas muñecas hundido, una boca, una nariz, unos ojos. El pelo de venas azules, tuvo el sentimiento de que era su teñido desde el amarillo al violeta, crespo, duro. En hija, una criatura triste y dulce, al margen y den- las orejas regordetas, un poco separadas de la ca­ tro de su angustia. Levantó los hombros despecti­ beza, aros de un falso brillo. vamente y siguió cosiendo. El rostro huraño, joven, La mujer dejó de canturrear. Abrió la boca fren­ enflaquecido, vuelto como hacia adentro, enmar­ te al espejo y sacó la lengua de un gris pálido, cado por dos trenzas negras, sueltas, cayéndole so­ pesada, elástica, y moviéndola hacia la izquierda, bre la espalda inclinada. A ella le gustaba desenre­ hacia la derecha, la examinó atentamente, como dar aquellas largas trenzas, hundir sus manos en algo ajeno, pero que, sin embargo, era el índice la masa cálida, como en un césped húmedo; pero claro de su malestar. Después la apretó con un dedo siempre su madre la rechazaba sin violencia, aun­ de goma, que se fue hundiendo en su gordura, un que con fastidio. poco viscosa. Se oía el tic-tac del reloj sonando más ‘"Corpus Domine...”. Con el rabillo del ojo ve despacio, como si el tiempo hubiera perdido su me­ al lado suyo una niña, también de blanco como dida y se deslizara a modo de un reptil sobre el ella, la boca abierta, la cabeza y el delgado cuello linoleum. De pronto, la mujer salió de su abstrac­ estirados para recibir a Cristo... ‘‘¿Cómo será tra­ ción anatómica, se dio vuelta rápidamente. garse un cuerpo? Tal vez crezca dentro de mí y —'‘Sacate la ropa detrás del biombo y acostate”. me lastime. Madre dice que yo la lastimaba antes —“No quiero —gritó—. No me tutee. Me voy. de nacer, que le daba patadas en el vientre; y que No quiero estar aquí”. Y con una mirada de animal estaba pesada y con tanta fatiga, que no podía acorralado, se dirigió, o intentó dirigirse hacia la caminar ni subir escaleras. ¿Y si Dios crece en mi puerta, para escapar. Pero entonces su madre. .. vientre y no puedo jugar más a las escondidas? Hasta ese momento, ¿dónde había estado su ma­ ¿Y si no puedo comer más chocolatines?”. Los la­ dre?. Qué lugar ocupaba ( o había ocupado hasta tidos de su corazón se hacen, en la espera, más ahora) en el mísero cuarto, sólo habitado por el alocados y dolorosos. canturreo de la mujer y el tic-tac del reloj?. Porque —“Acostate” —dijo la mujer brevemente. Lívida hubo un momento incalculable de tiempo, —de ese de terror, ella miró la mesa alta, con los dos es­ tiempo que no tenía relación hasta ahora con nin­ calones de hierro para subir, el papel blanco que guno de los tiempos vividos, o conocidos por ella, la cubría, arrugado, con las huellas de otro cuerpo. como un tiempo “colado” a último momento para La mujer ya había conseguido ponerse un par de desbaratar su destino, e irse después, como el rep­ guantes enteros y se lavaba, canturreando. Por el til sobre el linoleum—, en que se sintió sola en espejo, encima de la pileta, vio su cara. Una masa ese cuarto. Separada de todos, arrancada de todo, blanda como la que ponía su madre en la tabla de a oscuras, como fuera del mundo. O en el centro la cocina para hacer las tortas y donde, por ca­ del mundo?. Sólo había un espacio en la habitación, pricho o por juego, un dedo hubiera marcado, no, el espacio tenebroso que la separaba de la mujer.

58 59 Un espacio abismal, recorrido por perros rabiosos; que desconocía puesto que venía de una descono­ y esos perros estaban prontos a lanzarse sobre ella cida, que se rebelaba en un tiempo emplazado en­ y devorarla. tre el canturreo de la mujer y el tic-tac del reloj, “Estaba la niña bordando pañuelos —con agu­ una voz que tenía un lejano timbre a la voz de su jas de oro y dedal de plata”. Subía el canto de los madre, pero que era presumible que no lo fuera, chicos por la ventana abierta. por la falta de piedad, de amor, por el implacable “Elvira, Elvi..., vení a jugar con nosotros...’ rencor que había en ésta. .. “Madre, vos no querés a Dios. A quien querés —“Corpus Domine, Corpus Domine”. Ya la “cosa” más, a Dios o a mí? está instalada en su boca entre su paladar y su len­ Ya el traje blanco está extendido sobre la cama, gua. Ella queda un instante paralizada; las manos todavía sin hacer. La madre levanta el rostro, jo­ empapadas dentro de sus guantes blancos de algo- ven, fatigado. En los ángulos de la boca, profundas don. El calor del cirio que lleva el acólito, golpeándo­ arrugas. Un mechón de pelo gris, que le nace en le la mejilla. Revuelve un instante en la boca aquella medio de la frente, atraviesa la oscura cabeza como "cosa” que se le va deshaciendo al contacto de su una tiza sobre el pizarrón. „ saliva, con gusto a pan. Y entre el temor de atra­ “Dios no me quiere a mí. Se quiere a sí mismo . gantarse y el miedo de ir al infierno, si lo mastica “¿Madre, y a mí me quiere Dios?”. —como le había dicho la señorita catequista le —“Sí, para la muerte”. vienen ganas como de vomitar. ¿Y esto era Dios?. ...Pero entonces su madre... (adonde había es­ ¿Y no le había sucedido nada?. Y estaba igual que tado hasta ese momento su madre?) apareció de siempre, con las piernas acalambradas por la larga pronto, rápidamente, como si entrara en ese mismo genuflexión?. ¿No le habían dicho que se iba a instante, inaugurando el otro tiempo que nacía en­ transformar en una niña nueva, que una inmensa tre el canturreo de la mujer y el tic-tac del reloj. alegría la iba a desbordar?. Sólo siente en el estó­ Era una desconocida hasta para ella misma, y se mago una náusea oscura; y un retorcimiento en el rebelaba en ese tiempo, como una actriz que sale vientre la hace palidecer. a escena, encarnado un personaje odioso, confuso, Pasó un caballero —pidiendo posada si mi mísero. No lloraba, n0 estaba enfurecida. Pero el madre quiere le daré entrada”. llanto y la furia se escapaban de sus movimientos —“Elvira, vení a jugar con nosotros”. “Madre, reprimidos, sofocada por el poco espacio que había dónde está mi padre? Nunca lo veo, como a Dios”. en la habitación y el miedo a que la gente se ente­ La madre se recogió en sí misma como un animal rara si alzaba la voz. Ella no tuvo tiempo de medir golpeado. Sus manos cayeron como medias vacías, la distancia que la separaba de su madre, cuando de la manta de tul que disponía sobre sus cabellos. sintió que la tomaba violentamente de la mano, El espejo brillante, pulido, del ropero de tres cuer­ que la deshacía en aquella argolla de hierro que pos, recogió las imágenes, las proyectó hacia el fon­ la sujetaba. Y con una voz sorda, colérica, cada vez do más oscuro del azogue. El viento que entraba

60 61 por la ventana abierta, mecía suavemente la cor­ “Tengo miedo de Dios. Es un pecado”. tina, e iba depositando en vaivenes livianos una “Dios?...” —dijo la madre casi con sarcasmo, franja de sol, ya en la cama de caoba sin hacer, • i*.;! con desprecio. Quién lo inmiscuía en sus asun­ ya en la cómoda, donde una Virgen, bajo su fanal ta? El en el cielo, en un lejano trono de nubes: de vidrio, esparcía en la opaca habitación una zona Hlas en la tierra, crucificadas. Y la empujó como misteriosa de realidad sobrenatural, de confiada mi­ un pelele hacia el biombo de cretona floreada, tras sericordia. Después de un largo silencio, que ella cI cual, en un ángulo de la habitación, se oculta- contaba con los latidos de su corazón, la madre di­ bu n una percha y una silla. jo lentamente, mascullando las palabras, sin mirar­ Quedó detrás del biombo, desarticulada, rota. Co­ la, los ojos fijos lanzados al espejo, por encima de mo un muñeco que se tira. Las piernas abiertas, los ella, la voz quebrada, como si tuviera atravesado i m u zo s colgando de sus hombros caídos, el pelo des­ en la garganta un viejo sollozo. ordenado, cubriéndole una mejilla, las manos in­ —“Dios está demasiado arriba Tu padre dema­ fries. Ya no lloraba. Ya no imploraba ayuda. Ya no siado abajo. Quién sabe dónde...” maitía vergüenza. Ni temor. Ni nada. Estaba ven­ Con el rabillo del ojo mira temerosa a las otras cida. S’ólo sus ojos, en los que ardía el odio (no niñas que junto a ella han tomado la comunión. precisamente el odio sino la desesperación conteni­ Están sentadas con sus trajes blancos y el misal en da , como el agua en un pozo, la débil desespera­ las manos, sus caritas pálidas por el ayuno. Tal vez ción del conejo puesto en la mesa del laboratorio) tuvieran alas rosadas, celestes, como los ángeles. «eguían los movimientos de la mujer, desolados. So­ Tal vez fueron como el niño Dios en el pesebre. lar un calentador a alcohol hervía en una des­ Pero están, si no iguales, peores, más nerviosas, más cascarada pescadera algunos pobres instrumentos impacientes por salir a correr y a tomar el cho­ de metal. Sobre el papel arrugado de la mesa ex­ colate. Pelean entre sí por las estampas, se mue­ tendió otro. Levantó el tapón de la palangana que ven agitando como un mar sus enaguas almidona­ oficiaba a manera de pileta, en un complicado apa­ das. Ella queda quieta, desilusionada. Próxima al rato de fierro. El delgado chorro de agua corrió ha­ Llanto. La han engañado otra vez, como cuando los da el balde, también descascarado, con manchas Reyes Magos. oscuras en la superficie, produciendo al caer en —“Dónde vas? Querés matarme? Por qué no es­ el fondo un chasquido que resonó en el cuarto. Pu­ capaste así cuando él te fue a buscar y te llevó ro sobre una mesa algunos frascos en orden, para adonde quiso? Querés que los vecinos se enteren y darle tiempo. El tic-tac del reloj se sentía con seamos el escarnio del barrio? No te hagas la ne­ más violencia acompasada. Ella tuvo la sensación na. Qué vas a hacer en la oficina? Querés que te de que vivía en una pesadilla; y que la pesadilla echen del empleo y nos muéramos de hambre?... era como un espejo, que le iba devolviendo las os­ Ella levantó su cara bañada en lágrimas como curas y terribles imágenes sin poder moverse ni gri­ un niño. tar. Estaba allí, entre la mujer y su madre, dos

62 63 parcas vestidas de negro; no precisamente vestidas Junto a la suya, tiene colgada una jaula con un ca­ de negro; la mujer con su buzo amarillo, su ma­ nario ciego. Su canto sube hacia un cielo lejano, dre con su viejo tapado marrón. Eran sus almas, hacia una luz desconocida, hacia un bosque remo­ sucias, negras, como los vidrios de una vieja cla­ to. De las ventanas abiertas vienen olores de pu­ raboya. Ella estaba allí, alelada, entre su madre chero, papas fritas, canturreos de mujeres golpean­ y la mujer, como entre dos fatídicas alegorías do colchones con la paleta. Al verla en la ventana abriendo la puerta del infierno. Y allí iba a entrar loa chicos hacen una algarabía estruendosa. ella, Elvira, dramatizando su pequeña vida de mu­ -“Vení a jugar con nosotros”. chacha, que no quiso ser esa, sino otra. No sabía —“No puedo bajar” —dice con su voz débil... cual. Pero ahora estaba allí, su cuerpo y su alma - “Por qué? —gritan los chicos. en una laxitud colérica, llevada por una sucesión —“Mi mamá me está poniendo el vestido de co­ de causas, que casi no le pertenecían, que casi le munión. ..” eran ajenas, a un desenlace en el que fatalmente iba a ser siempre la víctima. Y que tenía que tras­ Como una autómata se quitó la pollera, los za­ patos, que fue dejando sobre la silla detrás del poner esa puerta, la del infierno, ese lugar irrevo­ biombo floreado; y como una autómata recorrió el cable al cual había sido llevada, no por la mujer, largo minúsculo camino que separaba el biombo de ni por su madre, ni por ella misma, sino por... la cama. Los pies descalzos sintieron el frío pega­ qué? joso, húmedo, del linoleum gastado que cubría en —“Si mi madre quiere le daré posada...” —“El­ parte la pieza. La mujer se le acercó y con una voz vira... Elvi... Vení con nosotros a jugar” —gri­

64 65 vira de blanco tomó la comunión, —se cayó en el luidos a su alrededor: “El alma es lo que nos dife­ barro— su madre le pegó.. rencia de los animales”. El Pocho gritó: —“Y por Pero su madre, sentada en la silla detrás del qué mi perro no tiene alma?”... Y se puso a llo­ biombo, permanecía en un silencio obstinado, ta­ rar entre las risas y la algarabía de los otros chi- piada por un muro de dureza, sin moverse. Ella tra­ o o » . tó de recordar alguna oración, un punto de apoyo • “Elvira”. Una voz paralizante. Desde el sarcas­ donde aferrar su desamparo. Una ayuda hacia mo a la indiferencia. No muy alta, más bien con­ adentro puesto que lo de afuera era una piedra fuida, hasta juiciosa, para humillarla más, demos­ donde se rompían sus uñas al golpearla. En su tri­ trando su superioridad de hombre. Su reacción, en- bulación, no recordaba nada, sólo que era inmen­ í i n (‘1 miedo y la estupidez, le corta la respiración. samente desgraciada. Y estaba inmensamente sola. •Elvira, Elviiiira” —alargando mucho las íes, sil- “Dios mío, por qué no me ayudás, por qué me de­ tmudólas. Ella está a veces en la cocina; o hacien­ jas torturar así?” Y subió los dos escalones de fie­ do la cama; o vistiéndose para ir a la oficina. La alenté. Más que sentirla, la adivina por el temblor rro de la cama. de su cuerpo, por la vacilación de sus manos, por el tironeo de la otra que ha despertado en ella. Viene sofocada como a través de muros de derro­ te. bajo un tropel de caballos desbocados, que ame­ nazan destrozarla, lanzar sus relinchos de victoria «obre su piel erizada. Quisiera huir. Hacia dónde? El balcón se abre en un tercer piso, sobre una calle ruidosa, velozmen­ Las alfombras golpean en el balcón de arriba. te transitada. Sus dedos buscan, a veces, como in­ Golpes secos. Tras. Trás. La vecina con su vigor voluntariamente, el redondo y blanco enchufe de acostumbrado dale que te dale. Y canta “eras lin­ la luz, donde de noche ponen la radio, para escu­ da, eras bonita— y tras la primera cita...”. “Ciu­ char las preguntas de los veinte mil pesos. dadanos... Esta noche en la explanada Municipal los ciudadanos de todos los partidos políticos le di­ Huir? Hacia dónde? Está como un pájaro fasci­ rán la verdad de lo que pasa en Cuba, y no lo que nado ante las fauces de un gato. Y la voz alcanza habla la prensa vendida...”. “Llaman al profesor la puerta, sin que ella lo pueda impedir. Al con­ por teléfono. El profesor... Sí. No. Claro. Bueno. trario, la atrae. Y él tira su cigarro a medio con­ Iré a las diez. Está convenido”. —“Con quién habla­ fuir, donde caiga. Tienen el piso, los muebles y bas?”. Se encoge de hombros y hace un gesto con Incita la ropa, agujereados por su fuego. Y el dia- los labios. “Tu miedo a la vida es cómico”. —Ríe a • lo cae también, abierto entre ellos. carcajadas. “No ves que el alma no existe?”. En­ Es una maraña de brazos, piernas, bocas, sudo­ tonces la señorita catequista dijo a los niños agru- res. Una maraña sacudida por la violencia que se

66 67 va cerrando a su cuerpo, que la va asfixiando, co­ luelón latente contra su desdichada sensibilidad de mo el gas abierto en la cocina. Es un acto de amor? muchacha, que llama “histerismo de mujer”. El único que ella conoce. En su ignorancia, no sa­ Nada. El sigue siendo un rostro desconocido. Tan be darle otro nombre que ése, el que le han ense­ • tcHconocido, como le son desconocidas las horas de ñado: amor. Pero en el fondo, piensa que el amor «uh ocupaciones, su vida fuera de la casa. Está en­ tiene que ser otra cosa; suave, delicado. Cubrir de durado dentro de sí mismo, y como en otra casa, pudor como un velo lo que va descubriendo, reve­ cu la que ella golpea sin poder entrar. Vislumbra lando, a la misma criatura estremecida. No. No es por sus rendijas, sus ideas, las preocupaciones de un acto de amor. Es un ímpetu brutal, animal, que »u lucha de hombre frente a la vida, pero no la empieza como la arremetida de un toro y termina Intimidad del marido, del hombre que se ha casado en un derrumbe gris, ceniciento. ron ella. ¿Por amor? Quién sabe por qué? Sabe que Ella es torpe. Tal vez tiene un concepto extraño, •’/itá trabajando desde hace largo tiempo, esperán­ oscuro, casi ingenuo, sobre el matrimonio. Sobre el celo, para obtener la cátedra de Astronomía. Está hombre. Sobre sí misma. Además, su juventud, su Míimpre consultando libros, papeies. Habla por te ­ inexperiencia, no tienen, nunca han tenido nada lefono con sus colegas, sus amigos. Discuten. Pero donde apoyarse. Su madre es como un ser lejano; como si fuera en otro idioma del que ella casi na­ y vive sólo entre rencores y recelos. Rumiando su tía entiende. Sólo le llegan el sí o el no de las con­ desastroso pasado y el temor “al que dirán” de los versaciones. Y el sí o el no de sus diálogos con ella. vecinos. Le había parecido que é!, por su fortaleza, Cómo te va con las clases?” —pregunta alguna por su carácter, por todo lo que sabía, podría sos­ vez para iniciar una conversación. El sigue sorbiendo tenerla, guiarla, en el camino desconocido que se l‘« sopa con mucho ruido y con la boca llena. abría delante de ella. —“Como siempre...”. Pero entre las cuentas del gas, las medias aguje­ Hoy estuvieron unos muchachos a preguntar readas, el diario abierto ante su cara, la baraúnda por vos. Querían hablarte a propósito de la huelga”. de cosas que la inundan y su sensualismo, brutal, “Ya sabés que en casa no estoy para esas co- animal, no hay un punto de apoyo, de resistencia. *US”. En cambio, hay uno donde el naufragio se hace Es siempre la postulante frente a la casa cerra­ más espeso, más oscuro: la cama. Una barca perdi­ da. No le tiende una palabra, una sola palabra que da en el mar, llevada, traída por el incesante oleaje Indique un cambio de actitud, una comunicación, que amenaza hundirla; y de la que ella sale, a la la sospecha de que van a reanudar algo; por lo orilla de sus días grises, como una sobreviviente, demás, algo que nunca había empezado sino en sucia, rota, desamparada. «u deseo. No siendo su voz de reconvención o de apremio, Tal vez, si fuera más atractiva... Si tuviera los no le conoce otra. Salvo frases a desgano. Pero co­ «tmos más acusados, que se notaran más debajo de noce de sobra, a través de sus monosílabos, la irri- la blusa, y los pudiera mostrar con arrogancia, con

68 69 desafío. Decían en la oficina que haciendo ejerci­ —“Insufribles somos nosotros” -—grita ella con un cios respiratorios, se le redondearían, poniéndose « oraje desconocido. más turgentes. Pero... ¿adonde iba a ir ella a ha- Entonces él, sorpresivamente, se ablanda. Desha­ eer ejercicios respiratorios? No tenía tiempo para ce esa coraza que lo tiene cerrado frente a ella, nada y además costaban un ojo de la cara. Si no como un extraño; y surge en él, como por arte de hubiera perdido el examen de ingreso y hubiera se­ encantamiento, la ternura. guido en el liceo... Ahora podría leer los libros que “Bueno, se hará como vos quieras”.— Y se él tenía apilados sobre los muebles del departa­ «lospide de ella besándola en la boca. mento; y podría conversar con él, seguirlo en sus Pero esto nunca ocurre. El riesgo la asusta, la pa­ explicaciones sobre la luna y otras cosas. En las raliza aún antes de acabar de pensarlo. Y queda fases lunares...”. Y ella contestaría muy suelta de fíente al diario abierto a lo ancho de sus páginas, cuerpo... —“producidas por el doble movimiento si­ donde sus miradas ansiosas sólo recogen el ruido, multáneo de... la agitación del mundo. “Todo pronto en Ginebra Está sentada frente a un terreno baldío. Ladran pura la conferencia de Cancilleres”. Y el humo del los perros. No existe. O existe cada vez menos. El cigarrillo. Y su mano seca, descarnada, agarrando el papel, arrugándolo. no la necesita. O si la necesita es para hacer sen­ tir su masculinidad imperiosa, su soberanía de Aquel día, inesperadamente, vence su timidez, hombre frente a su poquedad, a su falta de espíritu. i labituada a su continua represión de sentimientos, Si ella no hubiera sido tan ignorante y tan apoca­ u guardarse todo para sí, por temor, porque siem­ da, tal vez, quizás, se hubiera lanzado con decisión pre la han hecho callar, o porque sabe que no tiene dentro de su vida, de su ser, hubiera disputado pal­ ninguna gracia para expresar sus ideas, frente a él mo a palmo su derecho a existir, lo hubiera hecho o a sus compañeros de oficina, que saben desarro­ retroceder, para que apareciera en su lugar el otro, llar magníficamente las suyas, le dice: el desconocido, que tal vez había en él. En su ti­ —“¿Qué pensás de Dios?” —Y su voz suena tan midez, en esa vacilación en que \ive, imagina esce­ extraña en el silencio de la habitación, que se pone nas. Por ejemplo: ella quiere un hijo. Lo deseaba colorada. aún antes de casarse. Quiere darse a algo, volcar Él baja el diario que está leyendo y la mira en otro ser, suyo, su desesperada ansiedad de ter­ un poco perplejo. Pero ella no se intimida, no se nura. detiene; y casi tartamudeando por el esfuerzo, agre­ ga: “ E s un capricho de mujer. Hay tiempo”. “No. No es un capricho” —3e dice implorante, —“Porque no acabo de entenderlo. Es para mí una oscuridad”* pero con valentía—. “Es una necesidad . “Palabras, por ahora no podemos afrontar esa —“El problema de la existencia de Dios nunca responsabilidad. Además, los chicos son insufri­ me ha preocupado mucho. Pero recuerdo que cuan­ do iba al colegio religioso, me enseñaban que Dios bles”.

70 71 es una esencia pura, espiritual’’. —Su voz suena -“¿Por qué de mujeres?...”. con una gravedad que ella desconoce, que no es —“Porque ustedes las mujeres” —y al decir mu­ habitual en él. Piensa que así hablará a sus alum­ jeres lo subraya con su tonito entre desdeñoso y nos de Cosmografía. compasivo— “viven de emociones, de fantasías. Dios —“No, no me comprendés. Yo no entiendo eso y la Iglesia colman esa ansiedad”.— Y sigue le­ de esencia. Yo digo el otro, del que habla siempre yendo el diario. “Hora cero de la era cósmica”. “Se el Padre”... estrelló en la luna el cohete lanzado por los sovié­ —“Ah! Cristo...” ticos”. “Lamentable estreno en la Comedia Nacio­ —“... el que vino a salvarnos, el que se crucificó nal”. “Paros de m edia h o ra el 30”. por nosotros, que dicen es amor, protección, con­ Queda desconcertada. Y, sin embargo, le parece suelo, alegría. Todo es tan triste, tan desamparado. «•vidente que Dios la abandona; que la abandonó Parece que estamos solos. Es ése el que yo no com­ .lempre. Quisiera saber por qué. prendo, el que yo no veo...”. Pero no se anima a seguir, a decirle todo lo que piensa. Porque ella piensa que —ése— la ha aban­ donado, que no se ocupa de ella. Lo siente en su deslizamiento hacia la desesperación, en ese ser desvalido que ha hecho de ella. “Despacito, despa­ cito” como decía su amiga, le ha ido quitando todo amor, todo consuelo. Toda esperanza. La ha des­ ...“Chicas de buena presencia. Perspectivas de pojado de todo, desde el nacer. De su padre. Y en un gran porvenir. Buen sueldo para empezar. Pre­ cuanto a su madre, más valía no pensar en ella. sentarse de mañana en Mercedes 6 ...”. Su madre Élla nunca la quiso. Y cuando había encontrado un le había arreglado el pelo rebelde (la noche an­ ser que se ocupara de ella, que le hablaba de igual terior le puso unos ruleros), le da un poco de co­ a igual, que le había enseñado que no había pre­ lorete a las pálidas mejillas y a los labios. Y con ferencia en la elección de Dios, que los elegidos la camisola celeste recién planchada, los gastados eran aquellos que lo deseaban, porque era necesa­ zapatos lustrados y las uñas con un poco de es­ rio ambicionar los bienes espirituales para alcan­ malte, se dirige hacia las “perspectivas de un gran zarlos, se había ido al Congo, dejándola más sola porvenir”, “El Día” bajo el brazo. que nunca. Había entrevisto corno a través de un Trata de no mirarse a las vidrieras de los comer­ cuarto oscuro el esplendor de una luz, que duró lo cios, para no descorazonarse. Las calles están lle­ que un relámpago. Y él a su lado, como un testi­ nas de gente y un viento cálido agita el ramaje de monio viviente de este despoj amiento. los plátanos. Una fina pelusillá se le mete en los —“La religión es cosa de mujeres”. —Y alza los ojos, en la nariz, haciéndola estornudar. Pasan a hombros, como siempre, con superioridad. nu lado algunas muchachas, radiantes, esbeltas. Los

72 78 cabellos sueltos como unas “madonas”, taconeando l úneas de bebés (algunos con el trasero al aire) en con firmeza, despreocupadas, felices. Las mira con todas las posibles muecas del llanto. Entre medio, un sentimiento que es a la vez de admiración, de unos carteles blancos con misteriosas leyendas en envidia, de tristeza. Piensa “qué feliz la vida para azul. “El amor es progreso. El odio es derrumbe”. ellas!”... Ella, que no ha encontrado hasta ahora “No se trata de saber quién tiene razón, sino qué ubicación, ni dentro de sí misma, ni en el mundo. es lo justo”. En fotos espectaculares, las hetairas Ni en su casa, donde su madre es como una des­ del siglo, Sofía Loren, Loló, Brigitte. Los senos casi conocida. El cascarón de la vida se ha abierto so­ ni aire. bre su ser no acabado; y ella está allí, como un Pero no. Si Dios existe, la abandona. Es una al­ pollito aterido, buscando desperadamente, inútil­ ternativa más fácil de llevar, para justificar su mente, unas alas para cobijarse. Es incapaz de dar desamparo. No sabe. No está segura de lo que existe un salto sobre la realidad. Siente que hay una entre ella y Él de comunicable. Pero... si Dios no desarmonía entre ella y el mundo, como dos ins­ existe ¿quién entonces la abandona? trumentos tocados a diapasón distinto. Apenas se Piensa que es a causa de su ignorancia que no ha asomado a ese mundo, y ya un viento helado puede comprender el abandono de Dios; la razón o la va descarnando, dándole una turbia experiencia, la sinrazón de su desamparo. Ella, que no sabe na­ condenándola a un destino opaco, pasivamente, sin da, que apenas ha cursado el 6? año escolar, entre casi haber participado en la tragedia anónima en enfermedades; o ayudando a su madre a entregar que la hacen vivir. la costura. Una niña tímida (con aire de persona —“Madre, por qué no me acompañás?..,?”. mayor) comiéndose las uñas, en el fondo de una —“Tengo mucha costura...”, clase superpoblada, donde los niños se sentaban de —“Es que...” a tres en los bancos. Una atmósfera nerviosa, tur­ Tenía miedo. Cruza la diagonal Agraciada. El re­ bulenta, contenida apenas por la voz aguda, chillo­ loj da exactamente las nueve. Los estudiantes de na, de la maestra. Se empujaban, cambiaban figu­ Arquitectura la rodean, le ofrecen un número para ritas, sellos, bolitas, entre los bancos. Y cuando la rifa de un departamento amueblado. “Cuando us­ sonaba la campanilla, salían al patio de recreo co­ ted se case, ya tiene todo pronto Cómprelo, chica, mo locos, dando patadas, alaridos, las túnicas de­ es su oportunidad”. Mira en “El Día” el aviso se­ sabrochadas. Ella quedaba en el patio ruidoso, asus­ ñalado con un lápiz rojo. “Mercedes 8...7...6... tada de esa vitalidad, de esos juegos tan bruscos, “Instantáneas en el acto”. “Revelamos toda clase de esas risas. Su aislamiento, su timidez provocaban de copias”. “8 fotos por 2.50”. “Conserve el instan­ las burlas y se encarnizaban sobre ella. “Elvira” te que pasa”... Una puerta de negocio entre dos —la llamaban—. Y cuando se daba vuelta, caían angostas vidrieras. Se pone los lentes y mira con sobre ella cáscaras de naranja, de maníes, de pan. atención. Niños de primera comunión. Muchachas —“Flaca, por qué no jugás con nosotros?”. Y se mostrando dos hileras de dientes agresivos. Instan- iban remedándola, frunciendo los labios. —“Mi, ma­

74 75 má no me deja”. —“Mamita”. “Mamita”. Y se ale­ lülmido a contestar, confusa, inhibida, ante aque­ jaban a empujones, riéndose, y ya distraídos, olvi­ llos señores, calvos y de anteojos, que se habían dados, en sus juegos. pnsndo el día, con aquel calor, despachando repro­ —Elvira, pero ¿cómo tienes esos cuadernos? Has­ bados; y la miraban, esperando su contestación, ta una mancha de grasa. Es el colmo!... Miren, desde atrás de la mesa examinadora, cansados, niños”. Y la maestra levantaba el cuaderno alto, malhumorados, de prisa. para que todos lo vieran. Y equivalente a su escasa noción de geografía, Cómo decirles que hacía sus deberes en la mesa el*» gramática, está Dios en su alma. Un señor ab­ de la cocina, porque su madre decía que rayaba soluto que ha hecho el cielo y la tierra y todas las la mesa del comedor? Si sólo su nombre, pronun­ rosas que le dan tanto miedo, y que puede man­ ciado por la maestra, la ponía roja de vergüenza?... darla al infierno si peca, como le había dicho la —“Elvira, con qué cabeza has copiado el verbo ahorita catequista cuando la preparaba para la hacer?”. primera comunión. Algo oscuro y remoto que ella —“Elvira, esta suma de quebrados es un dispa­ Iba a ver los domingos a la capilla, con los otros ra te ”. chicos del Block Municipal. Qué relación hay entre Muda, pálida, delante de toda la clase, que le ose “señor tan extraño” y el niño del pesebre, que hacía muecas a espalda de la maestra, no podía 011 los días de Navidad la extasiaba con una emo­ contestar. El propio sonido de su voz la estremecía, ción tan profunda y tierna? El niño estaba bajo las junto con la mirada de sus compañeros. Volvía al alas abiertas de los ángeles, cobijado entre el banco, con las lágrimas en los ojos, mientras dos aliento tibio de los animales. Con los bracitos abier­ chicos sentados atrás querían levantarle la polle­ tos la llamaba, mientras la virgen permanecía de ra, le tocaban las piernas por debajo del banco, rodillas a sus pies. Pero el “Otro”, alguna vez la iniciando, ya, la torpe maniobra del sexo. ha llamado?. Cuándo se acordó de ella?. Qué An­ Y cuando perdió el examen de ingreso? Se sin­ gel la detuvo (como en esa estampa que le han re­ tió feliz, a pesar de la dura mirada de su madre, galado), en el mismo momento en que iba a caer?... de sus agrios reproches. Y cuando los perros se avalanzaban sobre ella?... —“Sx>s una inútil. Me mato trabajando, cosiendo ...No se anima a entrar. “Chicas de buena pre­ hasta la madrugada para poder darte una ins­ sencia”. Y se ve reflejada en la vidriera del nego­ trucción, un porvenir, y es así como me pagás?... cio. Tan insignificante!... El pelo, con los ruleros Te meteré en una fábrica a trabajar. Sos como tu que su madre le había puesto la noche anterior, padre, un egoísta, un mal bicho”. (Y murmuraba está peor. Parece un gallinero por lo alborotado. por lo bajo), “aquel canalla...”. Se lo alisa con fuerza y se pasa la mano por la Ahora descansaba de toda responsabilidad en su cara para sacarse el colorete. Retrocede. Pero des­ ignorancia. Y, sin embargo, sabía aquello que le pués, acordándose de los reproches que la esperan, habían preguntado. Pero en el momento no había vuelve sobre sus pasos. Y se queda otra vez inde­

76 77 cisa frente a la puerta, siempre con “El Día” bajo n,mo podría haberle preguntado “es usted griega” el brazo. usted sirvienta”, sin contar para nada con su Desde el mostrador le hacen señas para que en­ rtwipuesta. Se le acerca con familiaridad excesiva; tre. Deslumbrada, ve en la penumbra (siente que limite en las mejillas su aliento pesado a alcohol. se le viene encima) un hombre alto, imponente, las Hurle a “Coty” o “Arpége”, esos perfumes caros sienes canosas, con un aire marcial. Tiene lentes que usan las señoras. oscuros, casi negros, que le dan un aspecto terro­ “Dese vuelta. Camine. Sonría...”. Le toma un rífico. mechón de pelo (de ese pelo tan tristemente on­ —“Pase señorita, pase sin temor..., —cecea al dulado por los ruleros que le había puesto su ma­ hablar; tal vez porque no tiene dientes; sólo un dre la noche anterior) y lo mira, como si fuera un enorme canino, amarillo. —“Por el aviso de “El M.énero, o un objeto, subestimándolo con indiferen­ Día”, verdad?”—. Siente la negra mirada recórre­ cia. le el cuerpo, la cara; detenerse en sus senos, en su Si hubiera leído... Si se hubiera instruido... Por vientre. Adivina, cree sentir un gesto de impercep­ qué su madre no insistió más para que fuera al tible desdén. Uceo?. ¿Por qué no la obligó, como lo hacía para —“Diez y ocho años?. Parece menos. No menti­ Imitas otras cosas?. Por qué la emplea tan joven, rá, como lo hacen las otras chicas?. Se da más «in saber nada, y la larga a la vida?. Es verdad edad para emplearse”.— Levanta un dedo, amena­ que la costura no da para nada; y ella (su madre) zándola en broma, y ríe, dejando ver el diente ama­ uniere dinero... dinero... Para pagar las cuentas, rillo y largo, solitario dentro de la boca vacía. pura ahorrar. Tiene la obsesión de las enfermeda­ —“Ah! no tiene padre,... y su mamá trabaja de des; y para eso ahorra con una desesperación de modista, y usted quiere ayudarla. Me parece bien, loca. Guarda en el ropero de tres cuerpos debajo re q u e te b ié n —Y se restrega las manos pálidas, de las sábanas varias libretas de banco, con pe­ haciendo crujir las falanges. queñas, insignificantes cantidades. ¿Y por qué no Aparece una mujer rubia, muy bien vestida, de puede leer ahora?. No es tan joven?. Tal vez los una edad indescifrable. Los cabellos cortos, de un libros le den una respuesta a su angustiosa situa­ bronceado encendido, artísticamente peinados. Los ción. Tal vez le enseñen a comprender a Dios, Tal ojos grandes, miopes, saltones. Al caminar cojea un vez le enseñen a encontrarse a sí misma. poco. La mira. La mira de hito en hito, entrece­ ...Después se aleja detrás del mostrador. Tiene rrando los ojos, las pestañas tiesas de rimmel. Des­ una bota ortopédica, con un taco enorme; y al ca­ pués mira al hombre, como interrogándolo. minar, la cadera le sale brutalmente, levantando •—“Viene usted por el aviso?”. —Y sin esperar la pollera. Discuten. Ella cree que es ruso, como el respuesta —“Es usted estudiante?”. —Habla con cobrador que va a su casa y grita que si no le pagan marcado acento extranjero (los dientes le brillan se lleva la frazada. La palabra “joven” es lo único como un collar de perlas) con un tono indiferente, que alcanza a comprender.

78 79 “Doscientos pesos para empezar y la promesa de «mi propio destino, el de su realización existencial. viajar al Interior... y, quien sabe,... tal vez a Verás que tu existencia depende de ti misma. Por­ Buenos Aires... “Doscientos pesos” es una suma fa­ que tienes que hacerte sola. Y cuando tengas con­ bulosa. Casi tanto como la que gana su madre co­ tienda de que estás realmente sola, serás libre...”. siendo y arreglando vestidos en un mes. Frente a No sabe qué contestar. No se le ocurre nada. Dice las vidrieras de “La Madrileña” hay una “hiper- «le pronto, como por decir algo: liquidación”. Se queda embobada frente a una po­ «—“Y D ios?...”. llera a tablas escocesa (como tiene la hija del mé­ “Dios...?. Dios no existe. Es una puerilidad de dico que vive enfrente) y una blusa verde. “Dos­ las mujeres. Tienes que hacerte sola; no compren­ cientos pesos para empezar”. Y su madre pagaría des?, sola, sin nadie, y, desde luego, sin Dios...”. al ruso. Y ella se arreglaría las muelas que las —“Pero, quiere que esté más sola de lo que es­ tiene todas cariadas. “Doscientos pesos”... toy?”. —Le contesta con rabia— “quiere...”. La trastienda es lóbrega. Una lamparilla la ilu­ —“Yo no quiero nada... Eres tú la que debes mina, dejando grandes zonas en oscuridad. Después querer. Pero no es esa tampoco la soledad que tienes de atravesar un corredor estrecho, lleno de valijas, que encontrar. La soledad que te digo es un pro­ se entra en un gran salón con un diván que debe ceso de dentro a afuera; es la conciencia de nuestro servir de cama. Un espejo de marco dorado, des­ destino de soledad...” comunal, contra la pared. Una ropería sin puertas, No comprende mucho a la tal “Sobreviviente”, deja ver vestidos de todas clases y colores, colga­ ese ser tan intelectual, tan retorcido, tan descon­ dos, como un pretexto de algo que se escondía de­ certante. —“Es una sofisticada” —había dicho otro trás de ellos. Una cortina de arpillera a lunares compañero de Oficina, medio comunista. Sólo en­ rojos, blancos, azules, separa un ángulo del resto tiende que es terriblemente infeliz en su búsqueda de la habitación... ansiosa de ella misma y de Dios, y de su ubicación Si hubiera leído?. Si se hubiera instruido?. Si su en la vida, en un mundo hostil y que parece sin madre se hubiera ocupado un poco más de ella, no sentido. Eso sí. Y en eso se parece a ella. Pero des­ apartándola de su lado, o más bien teniéndola a su pués de todo, es menos infeliz que ella, que vive lado, como su hija, no como el reproche vivo de su realmente la tragedia oscura de su pequeña exis­ desgracia... Está todavía a tiempo?...; empeza­ tencia, mientras que aquella, imaginaria, está fija ría a leer... Pero después, cuando, por consejo de en un libro. Que es eso de “la responsabilidad ac­ un compañero de oficina, con el cual comparte el tiva de sí misma?”; y, más, eso de “una mística escritorio, y a quien ella confía sus cuitas, lee “La creadora”, sin Dios?, y “dentro de su tiempo?”. Sobreviviente”...... hasta ahora, como ensayo de modelo, sólo le —“En este libro verás reflejada la lucha de una han hecho poner un vestido rojo de gasa, desco- mujer de nuestros días por encontrarse en su li­ tado en la espalda hasta la cintura. Ytambién un bertad, por crearse su propio sentido de la vida y kimono japonés, que tiene bordados en la gruesa

80 81 seda negra paisajes de una delicadeza extrema. Una —“Responsable?... de qué? De ser tan desgra­ muchacha con un gran abanico abierto, se pasea ba­ ciada?. .. de que nadie la quiera... de que... jo las ramas de los cerezos en flor. A veces vienen —“No se hace uno lo que los otros quieren, sino otras chicas como ella, pero nunca pueden cambiar lo que se es... Tu miedo a la vida, tu cobardía impresiones, porque está siempre la mujer de la frente a tu madre, a tu m arido...” bota ortopédica o el hombre de los lentes oscuros, —“Lo que se es... Y yo qué soy?... Un cuerpo casi negros. Vienen también algunos hombres y mu­ Mln alm a?...” jeres que la miran de un modo extraño. El “pa­ —“El alma no existe” —dice él rápidamente— trón”, vagamente, como al descuido, quiso tocarla "sólo existe la vida. Tienes que elegir tu propio ca­ varias veces. mino. Atravesar el puente que te separa de la na­ —“Cómo, no fuma?... un vasito de whisky... da, y caer en ella, endurecida y salvada”. Hasta no? Su mamá no quiere... me parece muy bien... que... requetebién...”. Y se restregaba las manos pálidas, —“Señora” —dice el comisario indignado— “cómo haciendo crujir las falanges. ha dejado emplear a su hija en semejante lugar? Se avergüenza de ser tan torpe. De no saber Ks usted una irresponsable. Dónde está el padre?; desempeñar con soltura el empleo que le ofrecie­ por qué no vino con usted?...” ron. Y al mismo tiempo siente una desconfianza La madre está verde, desencajada, muda de te­ que la ronda. No se anima a decírselo a su madre. rror, de vergüenza. La ha ido a buscar la policía No sabe en realidad qué es. Pero un malestar, un en un auto cerrado. Todos los vecinos del Block Mu­ desasosiego le perturba la pequeña alegría de es­ nicipal salen a ver lo que pasa. Piensan que la ma­ tar trabajando, de ser útil en algo. Y los doscientos tó un auto. La calle está llena de curiosos. Gente pesos prometidos; y viajar a Buenos Aires con los que va para el cementerio, con sus ramos de flores. modelos. La mujer de la bota ortopédica le acon­ Hin vestirse, con el batón de entrecasa, el dedal seja, siempre con aire lejano, indiferente... —“Hay todavía puesto, se echa un tapado sobre los hom­ que sonreír..., hay que sonreír. Usted no se limpia bros y sigue al policía, recogiéndose las trenzas. bien los dientes.,. Tiene que cortarse el pelo y ha­ Ella está acurrucada, de espaldas, sentada en un cerse una permanente... Hay que cuidar más la largo banco, en el patio de la jefatura. Las espal­ ropa interior...” das dobladas, vencidas. Tiene puesto el kimono ja­ Qué quiere decir él con eso de que la soledad es ponés, bordado con un paisaje de ensueño y deli­ un proceso? Un proceso..., como? Quiere repetir cadeza. La envuelven las ramas de los cerezos en sus palabras, pero se le escapan. El prosigue. flor... Los cabellos recogidos en un rodete, pintada —“Quiero ayudarte un poco a pensar, a que com­ (•orno una rea. prendas que tú sola eres responsable de lo que —“Elvira” —grita su madre— “Elvira...! qué hi­ e re s .. . ” ciste, desgraciada?...”

82 83 Sus ojos se encontraron. Los de ella, inanimados, blancos, sin un destello. Es tan sobrecogedora su uso, ha depositado su pobre bastón de ciego un desesperación, hay una entrega tan muda y total y nudoso Pal°. ? ™ platillo para las monedas. en su miseria, que su madre, con los puños alzados, Los puestos de la feria, con sus tolderías mul­ pronta a pegarle, a matarla, a cualquier cosa, se ticolores, forman una calle angosta: y olores, y detiene, desolada. Un borracho, y dos o tres chicas, «ritos por donde la gente va y viene, hablando llevadas junto con ella en la redada, contemplan «estlculando, tropezando, dando codazos. Algunas la escena, impávidas. mujeres arrastran un carrito de alambre para la —“S'eñora” —-le dice el comisario al entregárse­ verdura,' otras, canastas llenas, colgando de sus bra­ zas. A veces, un niño en su cochecito. la— “otra vez la pondré presa a usted, si vuelve a repetirse una cosa semejante. Todavía puede dar Junto al puesto de Subsistencias, en una larga gracias que la sacamos a tiempo. Cuide más a su I <> a de a cuatro, doblada como una herradura ella hija, señora,... Qué embromar!” .•«pera su turno para el café, el azúcar, la manteca, distraída, ensimismada, cuando una voz a su espal- d.i la hace dar vuelta sorprendida, repentinamente - Elvira, cómo estás?” Se encuentra de cara frente al muchacho. Se turba. Sus ojos la miran ron franqueza, con fijeza; pero, en lo más profun- (lo, brilla un destello de malicia. ¡Qué sorpresa! Lo que menos me imaginaba —“No me importa la ceguera —no me importa la wra encontrarte aquí, de compras”. ceguera— porque en la ceguera encuentro la luz Ella inclina la cabeza; trata de sonreír y mues­ de la inspiración”. El ciego canta, la boca sin un tra la red rebosando, mientras que con la otra ma- diente, las pupilas cenicientas, inmóviles. Una ma­ se arregla el pelo desordenado. Bajo la luz cruda no seca, rugosa, como tronco de árbol, sostiene la componen un cuadro donde está elimi- nudo todo lo que no sea el color, en violentos con- la boca abierta, oscura como un pozo, esperando. ' rostes, en una plenitud de vida natural y campe- Sobre la caja negra de la guitarra, gastada por el ‘ilna.

84 85 “Se te ve muy bien” —le dice él. Se miran y (lerna, en la que, el amor se iba insinuando, sin los dos se echan a reir sin saber bien por qué, o decírselo. sabiéndolo sin querer. Entre los gritos agudos de —‘‘Doña, qué le vendo? Distraídamente, nervio­ los vendedores, el confuso rumor de las conversa­ sa, ella toma de un cajón una manzana, y ante la ciones entrecruzadas, el arrastrar de los pies sobre protesta del puestero (—“eh, no manosee la fru­ el asfalto, la voz del ciego sube en un diapasón ta í...”) la vuelve a dejar en su lugar. sostenido, sobre la multitud, —‘\ . .porque en la ce­ —“Estudiás?”. guera encuentro... (“gracias” —dice—, a cada mo­ —“Sí, ya entré en Preparatorio de Arquitectura. neda que cae sobre el platillo) ...“porque en la Y vos, qué hacés? Qué es de tu vida?...”. ceguera encuentrooo —gracias— la luz de la inspi­ —“Yo...? Mi vida?...”. “Mejórales a 0.80 el sobre. Lleve las mejores sar­ ración”. Caminan juntos. Ella quiere disimular su turba­ dinas en lata”. ción en aumento. Se siente incómoda. Tomada de —“Buenos días, Elvira; cómo está su esposo,”. improviso, no puede, no sabe reaccionar con soltu­ —“Bien, bien. Gracias”. ra. Y a esto se une el sentimiento de su desaliño. “Las mejores hojas de afeitar”. “Y yo le dije, en La blusa ajada, de donde cuelga el hilo que había cuanto falte le descontaré el día. Pero, claro; tiene sostenido un boíón, el pelo cayéndole por los hom­ usted razón. Si son unas sabandijas...”. bros, lacio y opaco; un monedero gastado en la ma­ —“Cuando salimos juntos?” —le dice él, de re­ no, la otra sosteniendo el peso de la red. El va a pente, a boca de jarro. su lado, seguro de sí mismo, como consciente de —“Juntos?” —contesta, enarcando las cejas, con fingida extrañeza. su atracción. “Tenía muchos deseos de verte. Siempre me —“Juntos?” —repite él, remedándola. “No íbamos acuerdo de vos. Desde que te casaste has desapa­ antes al cine? O al Parque? No te acordás ya de recido. Bueno, el barrio está ahora muy cambiado. nuestros paseos, de nuestras charlas?”. Te acordás del Pocho?; cuando le sacó un ojo al —“Sí, siempre me acuerdo. Pero...”. s a p o ? .. . ” Ella camina a su lado con la cabeza gacha, te­ rriblemente tensa (si pudiera mirarlo y sacarse esa Corrían por la gramilla que rodeaba al block mu­ opresión...) Pero una gota que le cae de la nariz nicipal. Detrás de una pelota. O cantaban en la le impide todo movimiento de soltura, de ligereza. ronda, tomados de la mano. En la escuela se sen­ Desearía no haberlo conocido, no admitir que ha taba a su lado. El no perdió el examen de ingreso. salido con él, que... Después..., después... Cuando se puso los panta­ lones largos, la invitó a tomar un helado. Y así “Apoye usted la campaña contra el cáncer —vo­ empezaron. Tímidamente al principio, después más cea el altoparlante—. Todos los días mueren mu­ seguros, a salir juntos, a ir, a veces, al cine. Y los chos en el país. Dé un peso y usted evitará...”. juegos de la infancia, se cambiaron en una amistad —“Bueno; qué te parece mañana?”.

86 87 —“No, mañana no” —dice con la respiración en­ ya tan naturalmente armada de reservas, de sen­ trecortada— “Lo pensaré”. sibilidades, que ios hacía al mismo tiempo lejanos “A $ 3,50 el atado de zanahoria?. Pero esto es y vulnerables, aún para ellos mismos, aún para el el colmo, es un robo!”. mundo. Ella sentía la alegría vital que venia de —“Doña, la culpa es del gobierno que la manda él, como un torrente, por el cual iba vacilante, dan­ al extranjero”. — ‘Faltan 100 gramos para el peso. do tumbos, como esos barquitos de papel que cuan­ Pero qué hace usted con la balanza?... ”. do chica echaba en el estanque del parque, movi­ —“No, no me llames a casa; mejor a la oficina”. dos por el viento. Un caballo relincha con tal fuerza, que queda por Ella, que se había hecho vieja, o la habían hecho, unos instantes flotando en el aire, el vapor espeso sin haber vivido, sentía que aquel calor que venía de su respiración, sus fauces rojas, trémulas, mien­ de su persona cómo una ola de vida, entraba en tras un chorro caliente, espeso y áspero lo va va­ i lla con cierta resistencia de su temor pero ya an­ ciando lentamente. cestralmente dominada; era una ola a veces brus­ El le aprieta la mano con franqueza, mirándola ca hasta la violencia, a veces tierna, casi infantil, a sus ojos escurridizos de animalito amedrentado. ambivalencia confusa donde iba a golpearse como —“Chau, Elvira”... “Porque en la ceguera encuen­ un pájaro en los barrotes de la jaula. Algunas ve­ tro — porque en la ceguera encuentroo — la luz ces, en el cine, él le tomaba la mano resueltamen­ de la inspiración”. Canta el ciego, en nota, cada vez te, casi con agresividad. Ella se encogía temblorosa más débil, más lejana, sosteniéndose apenas en un <‘n su reserva, en su miedo; pero lentamente, como vértice de gritos, cacareos y relinchos. cera que se derrite, su mano iba cediendo y queda­ Siente la necesidad de volverlo a ver. No es ca­ ba abandonada entre las suyas, inerte. pricho, ni siquiera curiosidad. Y menos un deseo apasionado. Es más bien la necesidad de sentirlo a su lado, de estar en su compañía, de recrear aque­ llas tardes de libertad, de camaradería, cuando sa- lián juntos a escondidas de su madre. Solos entre la gente, a través de las calles populosas, sencillos, casi pueriles. Como dos cabritos retozones que sa­ len al prado a comer gramilla. A veces compraban El Parque Rodó aparece de pronto, silencioso, con helados e iban lamiendo meticulosamente la torre- su masa oscura de árboles. El balasto cruje bajo cita blanca y húmeda hasta dejarla trunca dentro sus pies. Los últimos pájaros del día desaparecen del cucurucho. No estaban enamorados. Y si lo es­ entre el ramaje, piando dulcemente. Ella quiere sen­ taban un poco, eso iba implícito en ese estar jun­ tirse feliz, pero no sabe qué hacer ni qué decir. Se tos, en la secreta emoción que los dominaba, en siente incómoda, como si los zapatos le apretasen. el impulso de su misma juventud sin defensas ,pero Ha caído repentinamente, como una silla en el sue­

88 89 lo, la tensión nervioso que la sostuvo en vilo du­ eoiatines. De los juegos del parque, vienen voces de rante los días que han precedido al paseo. No sabía niños, gritos, el chirriar de los ejes en las calesitas. esperar, no podía esperar. Pero si le hubieran dicho —“Sería lindo cambiarme en otra, si pudiera” qué era lo que esperaba, le hubiera sido difícil con­ -dice de pronto. testar. Había veinte razones, sin que ninguna de —“Para qué? No le veo”. ellas fuera la verdadera. Porque no lo sabía. Porque —“Para vencer el miedo. Cada vez tengo más estaba sola. Porque él podía darle a sus días grises, miedo de la vida”. desiertos, un color, una certidumbre de que algo —“Y el a m o r ...? ”. todavía existía, puro, sin sombras; porque con él —“El a m o r ...” sentía que, del otro lado de la carne (y aunque la Sabe, está segura, que esa palabra, como la re­ fascinación proyectada por él fuera imperiosa), ha­ donda suma de dos más dos, va a caer entre medio bía un equilibrio feliz entre la muerte y la vida, de ellos, igual que una piedra en el agua. El amor... un inclinarse al abismo sin caer; y no sólo el fre­ el amor... No era una ilusión de óptica producida nesí ciego, brutal, del instinto. por un espejo? Lo más vulgar, lo más prosaico y Cuando colgó el tubo, quedó pálida de vergüenza. mísero, se presentaba bajo una realidad deslum­ Creyó que sus compañeros de oficina la miraban bradora por medio de ese espejo mágico. El am or... con malicia. Le persistía un malestar, una amar­ Pobre Elvira, joven vieja de repente, quemada como gura en la boca. por un ácido, por la ligereza de sus emanaciones. —“Mañana?” preguntó la voz clara, neta, desde El amor... vamos... el otro lado. —“Elvira..., esta sopa es salmuera. No se puede —“No, no. El lunes”. Dijo el lunes por decir algún comer. Para qué te casaste, si no sabías ni siquie­ día, como podía haber dicho el martes o el jueves. ra hacer una sopa?”. Y por qué habí dicho enseguida que sí? Y si la —‘Elvira, mirá estas medias, son un colador” —y vieran? Quedó un instante parada en el centro de .saca su dedo largo, huesudo, con la uña cuadrada, la habitación que le servía de escritorio, con las fi­ por un agujero, acusándola de su incapacidad. chas en la mano, porque no sabía donde dejarlas —“Elvira” —y ella acude desde la cocina secán­ cuando la llamaron a gritos —“Elvira, teléfono”. dose las manos en el delantal, la nariz brillante, Por qué había dicho que sí, por qué había dicho el pelo largo y opaco, cayéndole sobre el rompevien- que sí tan fácilmente?... Y hasta creyó sentir un tos azul. “El satélite con la perra Laika cayó antes ligero asombro en su voz cuando le contestó que de entrar en la órbita de la lima”. “Entregue su iría. Y ahora, qué hacer?. contribución en la cuenta N

90 91 detrás de aquel muro, no de las lamentaciones có­ nuevo a ser otra. Miedo de que la sacaran de esa mo el de los judíos, sino del grito estridente del especie de marasmo en que está sumergida. día, espera su inmolación. Por qué, ¿no es una in­ “Somos jóvenes. Y la vida no es ganancia ni molación, y ella la víctima despeñada, por el pre­ pérdida, sino intensidad”. dominio, la insensibilidad, la lascivia? Por qué está —“Yo ya perdí” —dice en voz baja, taciturna. unida a él? Por qué no puede destruir lo que la “Ya he dicho que sí a mi suerte. No tengo otro une a él, que ni siquiera la mira, como si no exis­ rum ino”. tiese; o existiese sólo como un instrumento de su —“No, todavía no. Podés elegir la felicidad. Yo voluntad? ir la ofrezco. Soy la vida” —dice él, jactanciosa­ —“Padre, yo no lo soporto más. No comprende us­ mente. ted que lo detesto? . ..”. Pero, pensándolo bien ¿en qué podía consistir la —“Elvira, no digas eso. El placer más grande es­ lelicidad? Seguramente en algo menos superficial, menos fácil; como una planta cuyas raíces se hun­ tá en la obediencia”. dieran en lo profundo de nuestra vida, en lo más —“Padre, a los 22 años, usted me quiere enca­ oscuro y desconocido de nuestro ser; algo indefi­ denar a la obediencia, al sacrificio. Tengo derecho nible, inasible, angustioso, que ella no podía com­ a vivir”. prender. Cuanto más pensaba en ello más le pa­ —“Tienes que resignarte, hija mía ,a la voluntad recía imposible una elección, una decisión. Era co­ de Dios. En ello está la felicidad de la criatura”. mo tirarse a una corriente que no sabe adonde la —“Usted verá, padre, cómo me resigno. . .”. llevaría; o a una pendiente resbaladiza en la que, El parque ha quedado solitario. Anochece. Pasan ya no podría retroceder. Adonde quiere o debe ir? al lado de ellos algunas mujeres con sus chicos, de Elegir...,! Elegir qué? En qué puede estar su fe­ vuelta a su casa. Un viento fresco se agita entre licidad? ¿En el dinero? ¿En el amor? ¿En la li­ los árboles, produciendo un rumor de hojas. bertad? ¿En el olvido de todo? ¿Qué hay detrás —“Yo te puedo dar la oportunidad de ser feliz, de esas cosas, detrás de esas máscaras mudas? Por­ de no tener miedo a la vida”. que todo eso le parecen máscaras de algo que está Y sin embarlo, le es tan fatigoso pensar que su detrás, de un verdadero rostro desconocido con el vida podrá ser de otra manera, desprendida de esa que siente terrible miedo de encontrarse. ansiedad que lleva dentro de sí como una herida —“La felicidad —decía siempre su compañero de mal cerrada. Es tan peligroso pensar que ella, un oficina— es una operación mental”. día, podrá abrir las ventanas a la luz, sin inquie­ ¿Podría estar la felicidad, por ejemplo, en entre­ tud, sin temor al reloj que estaría dando las seis, garse a esta aventura, cerrando los ojos a todo lo ahuyentando violentamente los fantasmas, las pe­ demás, a todo lo que es su realidad presente?. ¿Qué sadillas, la tristeza, que siente un miedo absurdo, hay detrás de esa máscara hermosa, de su cara, sus como si le propusieran vivir de nuevo, empezar de ojos, sus palabras?. Elegir, en este caso, es lo irre­

92 93 mediable, lo irrenunciable, lo fatal. Se acuerda de fiante a las zigzagueantes reacciones de su sensi­ algunas de sus compañeras de oficina ,amargadas, bilidad. Despreocupado y con cierto desdén burlón, resentidas, infelices. Han elegido. Han buscado la detallan sus 23 años con brutalidad de látigo so­ felicidad. Y ahora tienen frente a sí su otra cara, bre (‘l flanco del caballo; pero al mismo tiempo hay la que está detrás, la del desengaño. La del arre­ algo de delicado, incierto, en sus cabellos negros pentimiento. Tal vez, la de la vergüenza. Porque la «juo caen por detrás del cuello del pullover verde, felicidad, ésa, sobre todo, era tan pasajera, como mi sus movimientos afelpados, contenidos, de joven lo había visto siempre en tantos casos, a su alrede­ liare. En la sombra oscura que se dibuja en el la­ dor. Y después? Qué quedaba entre sus manos, si­ bio superior de su boca gruesa, en la obstinada no la copa vacía? terquedad de sus respuestas. ¿Qué era la felicidad —“Si —repite él— debemos elegir... Debemos” pura él? ¿Y cuál y quién era él, en el claroscuro —“Yo quisiera, más bien, ser elegida... Mi ami­ «Ir su ser?. Lo ve alzarse delante de ella como un ga, la que se fué a Nigeria, dice que sólo en el peligro, con su otra cara, la desconocida, la que abandono de nuestra voluntad a la de Dios...” fronde como una ropa íntima, pero que saca a luz —“Dios?... A qué viene Dios, ahora?” —contesta « ii esos momentos, en que ya se va a franquear el él, extrañado, haciendo un gesto despectivo con los limite... La sacude un pánico: que él quiera que labios—. “Dios no me interesa”. nlla sea de otra manera, que le pida, atravesar jun­ Lo mira. Los ojos se entrecruzan una y otra vez. ios el puente que separa la materialidad del sueño, Los de ella, un poco oblicuamente. Lo encuentra des­ que se rompiera el encantamiento. conocido, como un niño que hubiera crecido dema­ Antes que su piel, su pelo, su sensibilidad, su siado pronto y ya no le bastaran los juegos de la instinto sabe, como un pájaro siente la proximidad infancia. Y ahora quiere otros juegos. Ya no es «le la tormenta, lo que él haría dentro de un ins­ aquel muchacho de antes, el de los paseos después tante, en seguida, lo que nunca había hecho, por­ de la clase; o cuando iban al cine a ver películas que antes era un niño, y había crecido de repente policiales, la gran pasión de él; y ella agonizaba en y tenía prisa, mucha prisa por descubrirse a sí mis­ el suspenso. Un día le trajo, para Reyes, una pe­ mo su hombría. Algo de irrecuperable le llega a queña petaca dorada. Se la dio con torpe ademán y ella a través de su mirada, un poco obstinada, un ella la guardó conmovida, sin darle las gracias. poco dura, pero siempre dentro de su gracia fasci­ Ahora había avidez en su mirada. En los ojos os­ nante de muchacho. Y en esa duda queda vacilan­ curos que acechaban, en su voz que había cambia­ te como en un suspenso, pero secretamente arma­ do repentinamente, como de la luz a la sombra. da y hostil frente al peligro. Ahora se parecía a los otros. Se metamorfoseaba —“...pero no dejés perder esta oportunidad que en el otro, su marido, un hombre pronto al zarpa­ nos ofrece la vida. Somos jóvenes, existimos”. zo, un hombre dispuesto a satisfacer su egoísmo, —“Yo existo menos que nunca”. rutinario, agresivo, indiferente, con su superioridad —“Pero es que vas a renunciar antes de empe­

94 95 zar?. Es idiota. Dejá que te enseñe a ser joven, a Ho ha sacado la casulla roja, con una cruz de oro vivir”. m la espalda, que cae como una capa pluvial sobre La inutilidad de este paseo le golpea el corazón. nu hábito blanco, y la ha puesto sobre el altar. Alto, Quisiera asomarse a su juventud, colocar su voz en descarnado, sin un pelo en el cráneo luciente, los el péndulo de la vida, pero está otra vez frente al l><.mulos secos, tirantes en la delgadez de la cara, mismo baldío, donde empieza con el día, su vida, o como afiebrada, avanza por el presbiterio y se sitúa el infierno gris de su vida, su trabajo inútil, su m» el centro del comulgatorio, sobre un fondo rojo soledad buscada y protegida por su falta de comu­ «le claveles y cirios encendidos. nicación con los otros seres. De pronto él la toma •“Qué es este viento impetuoso? Qué son estas por los brazos y la hace girar frente a sí. Es tan lenguas de fuego, mis hermanos? Qué es este es­ pequeña que apenas le llega al hombro. Con su truendo divino, celeste, que no se parece a ningún vestido blanco a lunares rojos, cerrado sobre su mido de la tierra?”. pecho plano de niña, sus lacios cabellos cayéndole Una voz potente, apasionada en el combate de sobre los hombros, debe tener un aspecto triste y tu fe. Tan llena de calor, de vida mística, que ella cómico a la vez, como un pollo mojado. Sus ojos *e siente por un momento transportada a un mun­ esquivos, que nunca miran de frente, no por sen­ do extraño, desconocido, sobrenatural, del cual quie­ tirse culpable de nada, sino por no poder afrontar te escapar .Pero no quiere. la malignidad de los otros, como previendo burlas o —“Es que se están cumpliendo las profecías” __ castigos o sinsabores, van y vienen inquietos como El Espíritu Santo vendrá sobre ti y por eso el hijo un pájaro en la jaula, en el temblor de sus pár­ engendrado será santo, y será llamado Hijo de Dios” pados. - le dice el Angel a María— “y entonces desciende Hobre sus entrañas el rayo celeste...”. Permanecen juntos, indecisos, en apretada som­ bra, mientras la luna llena va creciendo en blancura Los brazos del sacerdote se extienden; sus manos, sobre los árboles del parque. pulidas, patéticas, hacen el ademán de recoger el «Ion que cae del cielo sobre el vientre de la Virgen. Eos palabras ascendentes, enérgicas, como un ejér­ cito en marcha, la clavan en el banco, le quitan l<| respiración. Buscando un apoyo, mira como a hurtadillas a .*m amiga. Tiene la cabeza hundida entre los hom­ —“Mis amados hermanos. Hoy es el día glorioso bros, la boca entreabierta. Y su cara respira tanta de Pentecostés. En un día como hoy vino de pronto lelicidad, que desvía los ojos, turbada, sin compren­ un estruendo del cielo, como de un viento que so­ der. Piensa, con cierta envidia, cómo sería sentir pla con ímpetu, y lenguas de fuego se posaron en usí, esa felicidad, ese arrobamiento. Quisiera ser cada uno de los Apóstoles reunidos”. «*IIa un instante; sentir por ella, aunque no fuera

96 97 más que por un instante, el peso de Dios, ese li- nuevo: como si llevara dentro de sí un poder, un gerísimo peso que era como la fuerza oculta que recurso de libertad. Se siente como una presa que la hacía vivir, marchar sin tropiezos en la vida, tan e/ítú a punto de ser libre. segura de sí. Esa seguridad sin alardes... La vio —“Cómo entra Cristo en el mundo? Cómo entra entrar a la clase de la Academia por primera vez, « f isto en el hombre? De qué modo? Por qué ca­ y ya sintió, al verla, de una manera incomprensi­ mino?. Por la fe”. ble, una atracción, un deseo de acercarse, de co­ Sus ojos profundos, brillantes, miran intensamen­ nocerla, de ser su amiga. Y lo fue. Un dia le pidió te a los fieles. Vibra su cuerpo al impulso de su un lápiz. Otro hablaron del tiempo, de la lluvia, urdor; y sus manos subrayan la gravedad encen­ qué se yo... Después salieron juntas; y a veces la dida de esas palabras. invitaba a ir al cine. El tema de sus conversaciones |E1 alma! Ella que nunca había tenido nada, en­ era Dios y el Alma. O su alma y Dios. Nada ni tonces, como por arte de encantamiento, cree po- nadie la sacaba de allí. Si por algún motivo se «ecir algo valioso, algo sólo de ella, que escapa al apartaba un momento, a allí volvía. Todo estaba terrible control de su madre, mandándola, exigién­ en relación, viva y necesaria con ese tema, desde el dola, desde el peinado que se hacía hasta los pen­ vuelo de un pájaro a la caída de una hoja, hasta la samientos que no pensaba. gente que pasaba, o las lecciones del profesor en - “Elvira, por qué te peinás así? Estás horrible; las clases de Secretariado, donde se sentaban jun­ parecés una mona; recógete ese pelo, querés? Así tas. Era la palanca que movía el mundo, a la iz­ te queda mejor”. quierda, a la derecha. La razón de todas las cosas. — “S í, m am á”. A veces quedaba anonadada. Tanto como cuando - “Elvira, no hay leche. Andá a hacer la cola an­ iba a la escuela y, frente al pizarrón, la maestra le tes de ir a la clase”. exigía la declinación del nombre. —“Sí, m am á”. — . .el Espíritu Santo. Y Cristo entra en el mun­ -“Elvira, en qué estás pensando con esa cara de do. En la historia. Y Cristo entra en el hombre”. boba?. En ese idiota de al lado?”. Qué ha sido Dios hasta entonces para ella? Un - “Sí, m am á”. desconocido. Y su alma?... Trata vanamente de Al fin podía sentirse en poseción de algo que, sentirla, de representársela, para reconocerla. Pe­ aunque invisible, incomprensible, era privativo de ro le es imposible. Se le escapa de entre los dedos ella, secreto: su alma. como una lagartija. —“El alma es nuestro ser —le había dicho su Y qué relación había entre Dios y esa alma que ii m iga— . ! i * su amiga le descubría de modo tan extraordinario, La voz del sacerdote se eleva llenando la nave. tan cautivante?. No puede concretar bien ni lo uno Hu cráneo brillante, sus mejillas, están inundados ni lo otro. Y sin embargo este misterio la atrae. de sudor; corre por su cara como lágrimas; pero La hace sentir como si en su persona naciera algo él no hace ningún movimiento para enjugarlas; ilu­

98 99 minado como por una llama interior, sólo parece ewpora su turno. Y cuando cae de rodillas, su ca- sentir el ardor de su fe, punzándolo. Mi pegada a la espesa reja del confesionario, es un Se había dicho muchas veces la palabra “alma”, Mr anestesiado por su propia inhibición, incapaz “alma”, como para sorberla dentro de sí. Penetrar­ «le hablar, ni siquiera pensar. Pero, oscuramente, la. Con ella podía pensar, hacerse un mundo pro­ «lente la necesidad de esa atmósfera exasperada, pio. Ser libre. Sí. Pero, no le pertenecía a Dios, que *m que él la introduce. Como en un vértigo. nos la había dado?. Era confuso. Y le atraía. . .nos amamos los unos a los otros?. Nos com­ . .Cristo que es el pan eterno del amor. Cris­ prendemos los unos a los otros?...”. to que es Dios. Y se hace hombre y vive entre Y la hace, aún sin comprender, entrar en la zona los hombres para enseñarnos amor... porque nos • le una ansiedad nueva. Es implacable de amor. To- am a”. «lit herida, todo resentimiento, toda miseria, la lla­ Empiezan a ir a misa los domingos. Ella le acon­ na más oscura e inconfesable, se cura, se corrige seja que vaya a hablar con el sacerdote, a consul­ por virtud de aquel amor. tarlo. Dice que él disipará sus dudas, sus zozobras, La llaga más oscura e inconfesable se cura, se la guiará por el verdadero camino de su felicidad.. corrige en virtud de aquel amor. Amor. Amor. En Pero cada encuentro con él es un temor loco, una indos los posibles tonos de su voz, como un poseído, sensación de espanto. Su inhibición, su timidez, se ni amas todo lo que te rodea te parecerá distinto. agudizan frente a su palabra, a su persona ascética, Ki tu propio bien el que buscas amando. Al reple­ que despierta en ella un sentimiento desconocido, garte sobre ti misma, en el egoísmo de tu yo, has alterno, de culpa y de rebeldía. Siempre que lo va proyectado en la sombra a tu madre, a tu marido. a ver, es la misma sensación sobrecogedora. Una Con el amor los sacas de esa oscuridad, los ilumi­ caída en el centro mismo de la angustia. Ya, la nas. Y es entonces que los verás bajo una luz nue- espera en la oscuridad de la iglesia, haciendo cola, vn El Amor. El gran transformador del hombre... como cuando iba a buscar la leche al expendio, Sube el ascensor. Entra rápidamente a su casa. la hace sentirse sucia, cómplice de un delito no Viene del empleo sofocada. Tiene que cocinar. Deja, conocido. más bien tira, sobre el sofá de cretona, el porta­ — . .pero, qué hemos hecho de Cristo?”. Su gesto folio; en una silla el tapado. El reloj mecánico, se hace grave, pausado. Tiene los párpados enroje­ «obre el aparador cubierto de libros, da las doce cidos, la frente surcada de arrugas y la humedad campanadas. Sus apuntes, sus papeles sobre la me- de la saliva alrededor de la boca. -—“Qué es Cristo it todavía puesta, con las tazas del desayuno. El para nosotros?... qué es el amor para nosotros?. cenicero rebosante de colillas. No se ha barrido. Cómo administramos ese caudal, esa herencia di­ Nadie ha tocado nada. Hay un olor a cerrado, a vina?. . tabaco, a café con leche. De la cocina viene el gol­ Con la boca seca, las manos empapadas en sudor, peteo de la gota de agua cayendo sobre la pileta. y una amnesia total de todo lo que quería decirle, “En Laos, la acción bélica, recrudece peligrosamen­

100 101 te”. “Pro-acuerdo sobre el desarme nuclear”. “Hoy que t urban por un momento sus almas. se proclamará en Piriápolis, con un gran baile, la . .veo yo a Cristo en ustedes?. Ven ustedes a Reina de la Belleza”. Suben las volutas de humo del

102 103 Qué fácil era hablar del amor! No sabía tjien m>lo con mirarla la convertían en una baba, en un por qué, pero le hacía recordar a su compañero de *.rr balbuceante, aquellos ojos que la dirigían hasta oficina, cuando hablaba de la Nada. La misma pa­ < n los sueños, quebrándole la voluntad, la miran sión. La misma seguridad. La Nada. El amor, Amor- iMTdidos, im plorantes. Buscando en los de ella, nada... Qué extremos tan difíciles y peligrosos, «i< .sesperadamente, algo que no encuentra. Parecen entre los que ella va y viene sin saber establecer decirle: “no soy tan mala como creés. He sufrido bien las comparaciones... Pero sintiendo la impo­ lK>r ser así, con vos...”. Pero esos ojos como desar­ sibilidad de una y de otra. Para amar era necesario mados, atrapados en un momento de debilidad, le que empezara por amar los defectos, la maldad de producen tanta desazón, tanto miedo, como si hu­ los otros, que besara cada palabra dura, abrazara biera sorprendido un secreto de su madre, algo ce­ cada injusticia. Que se transformara, ella, a través losamente escondido; o su desnudez en la cama. de la sensualidad, las hipocresías; los sufrimientos Male del cuarto apresurada, casi corriendo. Le pa­ que le causaban los otros... Y la Nada?... Sólo rece que se le doblan las piernas. Temblando de co­ el pensar en ella le da un vértigo de miedo, un bardía, de estúpida cobardía; su corazón saltando, horror de vacío... Había que verlos a través de desordenadamente, en el pecho. su propia alma. Tenía que limpiar su alma como —“...Hemos de pedirle que insufle la gracia del se limpia un vidrio sucio por el polvo, el humo, las Espíritu Santo para que salgamos a su encuentro; moscas. La suciedad que le habían puesto los otros.

104 105 no, mis amados hermanos”. Abre los brazos con un «a n por encima, en torno a ellos, traen como en las gesto amplio. Sus grandes mangas blancas caen co­ intermitencias del viento, afanes, alegrías, derrotas, mo las alas de un pájaro que quisiera cobijar con el vaivén del mundo. su calor a todos los fieles—. “Ser cristiano es vivir, He sientan bajo un árbol en el suelo, silenciosos. no para el mundo sino para Cristo en el mundo. Despreocupado él, con cierto desdén burlón, fuma. Por Cristo y para Cristo, para cumplir su palabra, Quiere besarla. La echa sorpresivamente sobre la para que el mundo la reconozca, la cumpla”. tierra. Pero su boca no responde. Y en el movimien­ Pero en la realidad de sus días, su soledad se va to brusco que hace para esquivarlo, sus labios se haciendo más grande. Y sólo acierta a sentir, a pegan a su oreja. El cuerpo de ella se le escapa de comprender su alma, como el refugio que le había mitre las manos, desesperadamente. El vestido blan­ abierto su amiga. Aquel lugar suyo, misterioso, don­ co con lunares rojos es como un trapito que ape­ de podía recogerse, esconderse ,imaginarse que su nas la cubre. Siente el olor fuerte de sus axilas. Sus vida era otra cosa. No le queda otro camino que /irnos blandos, sin vigor, como dos gomitas desinfla­ volver a encerrarse en sí misma sin ayuda, sin Dios. das, su respiración anhelante. Puede hacer de ella (Sin Dios?.). Se vuelve cada vez más concentrada, lo que quiera. Pero así no le interesa. No lo provoca más recelosa. La sensación de su insuficiencia, de esta brusca y extraña negativa. Casi le produce un su ignorancia, de su abandono, se va haciendo más sentimiento de rechazo. La encuentra impura. El aguda. tiene sus teorías. La entrega absoluta de los cuer­ pos. N aturalm ente. La prom esa tácita sin explica­ ciones, de darse cada uno, para sí y para el otro, en la reciprocidad de los sentidos. El espasmo es la recuperación del hombre por el amor. Es su afir­ mación de ser, en libertad... No busca una aventu­ ra bajo la luna. Busca la vida. Su misterio. Pero este rechazo de ella lo decepciona. Lo enfría. Re­ Blanco. Oscuro. Blanco. Oscuro. La luna en es­ cuperado, fuma lentamente. plendor, flota solitaria, suspendida entre las nubes, Entiende ella algo de esto?. Ella busca secreta­ que le abren, aquí, allá, ventanas para asomarse a mente al amigo, al compañero. Al que iba junto a la tierra. Apenas una brisa. Casi un susurro sobre ella en sus paseos, despreocupados, casi felices, don­ la superficie de las hojas... La noche ha caído. Se de el amor estaba entre ellos sin exigencias. Pero ha cerrado sobre ellos resumida en la inmensidad ahora, en la sombra es otra cosa. Como el otro. del tiempo. Viene de lejos, asordinado, el chirriar "Luna, luna. Adonde vas?. Qué sola estoy... que...”. de los fierros en las calesitas; las bocinas de los ... el conocimiento más perfecto de la luna se debe autos. Pasos apresurados, pausados, se acercan, se a Galileo que con su telescopio abrió de par en par alejan, mordiendo el balasto. Y las voces que pa- las puertas a nuevas investigaciones” —dice en el

106 107 A balcón, su mano sobre el hombro de ella—. “Esas lióles. Sólo la frente, alta, está ilum inada por los manchas oscuras se conocen desde el principio del rayos que se filtran a través de las hojas. Herrné^- mundo. Y su visión con telescopio de escasa poten­ tico, la negativa de ella no lo ofende. No trata de cia las hace. obligarla. De afirmar su virilidad. El amor físico La lima llena va subiendo allá, en el horizonte, no lo lleva un instante más allá del límite exacto en el límite de la arboleda, como un enorme plato de sí mismo. Pero ella queda a su lado más desam­ de cobre. El apartamento, orientado hacia el Este, parada que nunca. No hay una brecha por donde está envuelto en una luz casi espectral. Están en « ntrar, un refugio adonde transportar su pequeño la pequeña terraza. El cielo está blanco, casi lí­ mundo. Su alma. Esa cosa vacilante e indecisa. Y vido. Pero sobre la superficie de las cosas, flota co­ plantarla allí, como una tienda, en medio de la ari­ mo una niebla amarillenta. Envuelve las casas. Los be'/, del desierto. No alcanza a comprender las fron­ jardines. Sus caras. Los ómnibus que pasan velo­ teras que bloquean las comunicaciones humanas. A ces. Es algo extraño que la sobrecoge. Se siente mi lado él descansa sobre su propio cuerpo, como presa en la noche. Como un hilo que se le enredara una libertad. El de ella es una prisión. Dudas. Ten­ a los tobillos. Y quiere caminar. Y no puede. Su taciones. Pecados. Frustraciones. Miran las nubes cuerpo vacila como si estuviera a punto de caer. arremolinadas entre los ramajes, sobre sus cabezas. Entonces queda quieta, esperando, dentro de su pro­ Ráfagas de viento agitan los árboles. Caen algunas pio miedo. La tensión que siempre la mantiene co­ hojas secas. Giran un instante, y caen sin peso, con mo al acecho de algún peligro, le impide ver y sen­ blandura. tir con claridad. Oye lo que él habla en la terraza, —“Me gustaría beber, empezar a beber” —dice de sobre la luna. Le interesa?. Podría importarle lo pronto ella, para romper ese silencio embarazoso, que él pensara sobre tal y cual cosa?. Sólo quiere como una tentativa de reconciliación. saber porqué es tan desgraciada. De lejos, aunque tan próxima que siente el calor ...“Ves? —y el largo brazo apunta la luna, en­ de su aliento, pero sin revelar la más leve sorpre­ trecerrando los ojos para alargar la vista— como la sa, su voz contesta. luna en su revolución alrededor de la tierra gira de —“Sería cómico, por qué?”. .. La mira. Es como tal modo que siempre nos muestra un solo hemisfe­ un animalito acurrucado en la sombra. Debe inspi­ rio, es decir, tiene sincronizadas...”. rar lástima y risa a la vez en su gravedad; el pelo Y la luna, redonda, solitaria, callada, en la in­ cayéndole por la cara, una humildad azorada en mensidad del cielo. Su luz blanca sin límites, sin .sus ojos oscuros. distancias, cae en el pozo de la noche, haciendo Ella aprieta en sus manos unas hojas secas que más misteriosas las sombras. crujen entre sus dedos. El fuma lentamente a su lado. Siente su respira­ —“Para olvidar que nací...”. ción pausada, regular... Su cabeza, su cuerpo, es­ —“Si no fuera por mi madre, me iría a Cuba...”. tán oscurecidos por la apretada sombra de los ár- —“A Cuba, ta n le jo s ...”.

108 109 —“Sé que allí voy a encontrar un sentido exacto Había oído, oía muchas conversaciones en la ofi­ de la vida, una mística del amor”. Su voz es calma, cina, sin aclararlas mucho, pero que la perturbaban serena. Sube en la noche, consustanciada con su y la llenaban de confusión. Decían, por ejemplo, que abstracción misteriosa, desolada. una muchacha necesita del hombre para formarse, —“De qué amor, del de Dios?...”. ijuu la mujer no es nada sin el hombre, que ser mujer es una desgracia, una porquería, con eso que —“Vos estás siempre especulando con Dios. Dios es un asunto de curas y de mujeres. Cuba es asunto Ir viene todos los meses, una carga, etc., etc. Una de hombres. De hombres nuevos, de este tiempo.

110 111 punto cero de la afectividad. El es el dueño abso­ gu ensimismada; el flequillo le cae sobre los ojos. luto de su destino. Y cuanto más es el dueño de su Ln gran fachada marrón, rosa y blanco, del edificio destino, menos la conoce. El es casi un desconocido del Block Municipal, se alza como un plano lumi­ a su lado. Y dirige su vida... Sin proponérselo. Un noso, caliente todavía del sol de verano. Los huecos flujo y reflujo. Viene la ola saltando, rebotando. de los porches y las ventanas abiertas, meten una Una ola dentro de otra ola. Y caen sobre su cuerpo. negra hendidura como ojos vacíos. Las voces de los La inundan. Una tregua. Y su cuerpo queda tendido ehlcos, persiguiéndose, tirándose en la gramilla, re­ en la orilla. Exánime... Roto. Sucio. Un jadear an­ suenan claras, como de amanecer. helante sobre su cuerpo. La voracidad de sus labios. -“Elvi, vení a jugar. Hemos agarrado un sapo” La rudeza de sus piernas como tenazas entre las gritan los chicos. suyas. Su calor animal y contagioso. Una crispación Mas vecinas descansan, sentadas en sillas o en los rápida, convulsiva. Un grito. Y el extranjero levan­ umbrales, las piernas abiertas, las manos lacias, taba su tienda; para tomarla de nuevo, después, co­ ^apechugadas, sofocadas de calor. Alguna, con un mo un alto en el camino. Pero secretamente, oscu­ niño dormido entre los brazos. Le ha dado de ma­ ramente, siendo sincera con ella misma, ¿es que re­ mar. Y el seno ha quedado al aire, blanco y redondo chaza ella sus besos, sus abrazos, su violencia? ¿No romo la luna, en el centro el pezón, más oscuro. siente bajo su dominio el ambiguo e incierto placer Mu madre ha bajado el sillón de hamaca. Tiene un de sentirse “cosa”, “objeto” como dicen en la ofici­ vestido claro. Las dos trenzas negras, sueltas, caen na?. No hay en ella un sometimiento a ese mismo «obre el traje floreado como dos sombras... Con ardor que la horroriza?. No está esperando fatal­ una pantalla de paja se abanica lentamente, al vai­ mente lo que rechaza?. vén rítmico del sillón que cruje un poco. Está blan- Luna, adonde vas?. Llévame luna, llévame conti­ <*it de luna. Y ausente. No ha contestado a su pre­ go. Estoy herida. Me tengo lástima. Y la luna re­ gunta. Tal vez ni la ha oído. Ella insiste, tirándole donda, callada, solitaria en la inmensidad del cielo. suavemente de una trenza. Su luz fría sin distancias, sin límites, cae en el po­ —“Madre, quién hizo la luna?”. zo de la noche, haciendo más oscuras las sombras. Sin detener el balanceo de su cuerpo en el sillón, —“Madre, quién hizo la luna?...”. «us ojos fríos en el fondo de las órbitas, le saca Están sentadas en el terreno gramillado que se ex­ do la mano la trenza, la lleva hacia atrás; y sin tiende a ambos lados del Block Municipal. Mientras mirarla, distraída, como arrancada a sus hoscos ella, Elvira, acurrucada a sus pies, juega con un pensamientos: bichito de luz. Lo ha encerrado en una caja de —“Tal vez Dios...” fósforos vacía. Quiere ver la luz mágica de cerca, tenerla entre sus manos. Pero la luz ha desapare­ —“Y a Dios, madre, quién lo hizo?”. cido y en el fondo de la caja vacía, sólo hay una Se esconde la luna. Una nube gigantesca la en­ cosita pequeña, oscura, como una mosquita... Jue- luta, la cubre de miedo. De los cipreses del cemen­

112 113 terio próximo pasa sobre ellas, graznando, una le­ “Quiero vomitar” —grita con un calambre que chuza. te ir tuerce el estómago—. “Esto es pecado. Quiero —“Cruz diablo” —dice una vecina, santiguándose. Iiiiic, Irme. Dios, dónde estás...?”. —“Elvi, vení pronto. El Pocho le sacó un ojo al - “No te hagas tan remilgada, mosquita muerta. sapo. Elvi, vení, está tuerto, tuertooo.”. Ai H.itute” —le dice mirando el reloj pulsera que le El sillón queda parado. La pantalla en el aire, cine la gruesa muñeca— “Cómo?, ya son las nue- abanicando sombras, recuerdos. Y siempre distraída: v»*?“. —Se lo acerca al oído—. “Tengo las horas —“A Dios?... pienso que el pecado del hombre...”. muladas. No puedo perder la mañana con ustedes. La mujer mira a su madre con ojos inexpresivos. tu 1 trabajo”. —Y la cara de masilla sonríe con No participa del sórdido drama que las convulsiona. «tu i ni - “Cuido el honor de las familias”. —“Así yo no puedo trabajar. Váyanse a su casa, . .este fenómeno lleva el pomposo nombre de pónganse de acuerdo y vengan mañana. Yo no les "ley de los satélites”, como si el hombre fuera capaz hago más que un favor, y con tantos aspavientos iltt conocer el comportamiento rotativo-evolutivo de y gritos me van a reventar. Si se entera la policía, litro satélite que no sea el nuestro... Se dan va- que anda siempre husmeando por las puertas, nos iiiiíi teorías”. llevan presas a las tres; no, a vos, a un reformato­ Delante de ellos, la luna avanza solitaria en rio. Lo hago? Sí o no?. Esto es menos que sacarse ni cielo. Su luz va envolviendo la tierra, haciéndola una muela. Y vos —la mira de arriba a abajo con mino un sueño. Brilla limpio, pulido, el Obelisco desprecio, tan insignificante, tan mal vestida— tan­ u los Constituyentes. Los árboles del parque Batlle to pamento... Y vuelve las espaldas macizas, y Ordóñez, apretados, sumisos bajo el polvo lunar, rebosando de los breteles del soutien. El trasero tan t.u curva del horizonte es dilatada. Pocitos. Punta enorme, duro y tirante por la estrechez de la po­ < n creta. La mole del Hospital de Clínicas parece llera que a ella le dan unas ganas locas de hincarle todavía más grande, proyectada por el plenilunio. las uñas, de mordérselo. fiu.s cientos de ventanas, brillan centelleantes. En —“Qué juventud la de ahora, que no tiene res­ los techos de los apartamentos, de las casas, las an­ peto por los padres. En mis tiempos... Bueno, si tenas de los televisores son como telas de arañas mi madre me hubiera llevado así —y abarca con tejidas en el aire. Pasa un trolley. Otro. Las bocinas la mira la sordidez del cuarto— de cabeza me di* los autos rasgan el silencio. Un muchacho vo­ hubiera dejado cortar...”. ceando “Acción”, “El Plata”, “Diario”. En la pe­ La madre está ahí, parada, las gruesas trenzas, queña terraza del departamento, botellas vacías, una con algunos mechones blancos, arrolladas alrededor escoba vieja. Medias, calzoncillos tendidos, ondean de la cabeza. (Puede esconder el rostro de una ma­ levemente. “CX14. El Repórter Esso. Ultimas noti­ dre cosas tan tremendas?). Lee en él, el qdio, la cias exclusivas. Hoy fueron enterrados en Salto los vergüenza, la venganza contra “aquel canalla” que restos del gran escritor... Fume cigarrillos La las abandonó. Paz... Cerveza doble Uruguaya... Basta la casa

114 115 propia en Conypar... ”, se oye la radio en el co­ ItviUculas morados, caídos en la gravedad de su medor. pe«o. El miembro como un badajo, meciéndose. Va —“...para explicar el fenómeno, pero la que ha v viene indiferente a sí mismo. Pero en la desen­ merecido más crédito es la que atribuye los cráteres voltura de sus movimientos hay una consciente, lunares, no a la acción volcánica, sino al bombardeo una orgullosa decisión. Así, a la fuerza, le impone, de grandes meteoritos interplanetarios, en épocas le Impuso, la estructura de su cuerpo. Como a gol­ muy remotas.”. pea ha entrado en sus ojos esta masa ósea, peluda, Para quién habla? Para ella? Para él? Para sus i n cada de venas. De nervios. De músculos tensos, discípulos ausentes? Y ella no sabe qué es lo que I liantes bajo la piel. Y así también entró en su la intimida más frente a él. Si este soliloquio vida, en su carne, agresivo, vanidoso. Con él sube astronómico o su hermetismo en la intimidad. Si la empinada noche del sexo. Con él, descubre la o no. No sale de ese hermetismo sino para decirle implacable realidad de cada día. Ella creyó, creía, cosas agrias. Reproches. Las medias sin zurcir. La «pía de su existencia mediocre, de la terrible do­ casa sin barrer. Su frigidez en la cama. Etc., etc. minación de su madre, de la opacidad de sus días, Pero también su misma intimidad, su desenfadada i\t> la humillación de aquellas señoras ricas que intimidad, la horroriza. Sin grosería, es verdad, pe­ ludan las costuras a su casa, sin mirarla, como ro de un crudo realismo que la hiere. Al sacarse » nadie, o mirándola como se mira a un gatito, las ropas, perece que se las arranca en la prisa ihit a remontar un universo. Un universo inventa­ de sentirse libre de ellas, cómodo, a sus anchas. do por ella, como cuando jugaba a las muñecas Los pantalones, los calzoncillos, caen a sus pies; v «lia misma se hacía las preguntas y las res­ y sin agacharse, con un pie los recoge en el aire. puestas. Tira la camisa sobre la cama; y antes de ponerse -“Elvi, vení pronto a ver al sapo. Está tuerto. el pijama, se queda desnudo. Va y viene del cuarto n:i Pocho le hundió un ojo y el sapo le meó un de baño al dormitorio. Del dormitorio a la cocina. Pie Vení...”. Lavándose los dientes. Canturreando. Tomando un —“Madre, quién hizo la luna?”. vaso de agua. En una libertad casi desafiante de “Elvi, vení. El sapo nos meó, nos meóoooo... ”. su cuerpo, sin trabas, sin secretos. Se basta a sí “Madre, yo quiero la luna —“Elvi... Elviiiii”. mismo. Ella, admirada, lo sigue en el ir y venir. Todo es blanco. Todo está envuelto en las gra- Quiere apartar su mirada de ese cuerpo musculoso, durlones del blanco. Blancos los techos. Blancos los ergido, violento, sin pudores. Pero a pesar suyo sus bloques de los departamentos. Blanca su cara. Sus ojos lo siguen como alelada. El pecho velludo casi mimos. Las hojas de los árboles. Los caminos que hasta el obligo. Una cosa oscura y tupida como »e extienden. Hay olor a tierra seca. Hace mucho una selva.. Los glúteos separados por una raya lar­ ipn* no llueve. ga y apretada, apenas sobresalen en la delgadez “Por qué vine? Por qué estoy aquí? Si me vie- de la carne, El vientre hundido, casi plano. Los i u n ... ”.

116 117 . .Fidel Castro nos ha dado a nosotros, los jóve­ Induras... Establece un orden nuevo, como dicen ahora; pero este orden nuevo sin libertad...”. nes, el impulso decisivo que nos faltaba. El nos está Por qué no consintió?... A su pregunta, casi a liberando de nuestras trabas, de nuestros miedos. boca de jarro, a su pregunta tajante, casi cínica El es el caudillo libertador contra la prepotencia, la “Por qué viniste, entonces...?”, no sabe contes- opresión del dólar. El tiene las manos limpias. Y tur.Sabe, sin embargo, en cierto modo, a qué ha recuperándose de la servidumbre de los canallas, venido. Un deseo de recuperarse, de encontrar a su nos recupera. E l.. ludo los días perdidos, cuando salían a vagabundear El balasto cruje. Cruza un ómnibus. Otro. Pre­ por las calles, despreocupados, comiendo helados o cedidas por la luz de los cigarrillos, las voces se manises. El amor estaba implícitamente entre ellos. acercan. Diálogos que adquieren, en la sombra, un Iba entre ellos sin palabras. En sus miradas. En sus significado, una resonancia extraña. Vendedores de «llencios. En la vibración apasionada de su juven­ helados gritan a lo lejos “Barritas, bombones hela­ tud, que los envolvía. El era como un oasis donde dos, frutilla, limón”. Los sapos y las ranas en el ella se refugiaba contra la dureza del mundo. Con­ lago del Parque, cantan, agitan sus crótalos enlo­ tra su insignificancia. Y la dureza, la obstinación quecidos, delirantes, por el influjo lunar. de su madre, pegada a ella como una ventosa, suc­ —“Tengo una litografía de Fidel Castro, muy bue­ cionándole el aire. Estaba encadenada a su madre. na. La vendemos a beneficio de E. C. U. No querés Aunque no la viera; aunque no la sintiera. Lo sabía. una? Son a diez pesos...”. Pero con él a su lado, por un instante, la olvidaba. Sonrió en la sombra. Llegar a su casa con el re Olvidaba todo. trato de Fidel Castro, “el barbudo del paredón”! —“Los padres —decía él, despreocupado— hasta Se paseaba colérico por el cuarto, con el diario por ahí... Cuando dejen de ver en mí una conti­ abierto. Vociferando contra su nefasta influencia nuación de ellos y no otro, un ser viviente, inde­ entre los estudiantes, contra la explotación de su pendiente, con su destino propio, los escucharé. Por sensibilidad en pleno desarrollo. “Los atrae por su ahora, son cero”. fuerza demagógica. Por su violencia expeditiva. Esta —“Pero quién me saca a mí el terror, la culpa juventud que no sirve para nada, esta manga de de haber nacido, que ella me regaló al nacer?. atorrantes, sin responsabilidades, embobados por Por qué lo rechaza ahora, tan cerradamente? los slogans. Justificando el asesinato en nombre de Miedo al qué dirán? Si lo supieran sus com pañeros las ideas, de la cultura. Pura demagogia. Es la ju­ de oficina...? Pudor? No es ella una mujer casada ventud de ahora. Una juventud de idiotas, de pede­ y no está cometiendo un acto condenable, un pe­ rastas. Vos también sos como ellos, una tarada, todo cado, sólo al estar allí en la sombra, consintien­ el día pensando en las musarañas”. Y la mira, sin do?. .. El ya no es el mismo. Su lenguaje ha cam­ fijar en ella la mirada, al azar, delante de él. “Son biado. Cuando habla del amor, dice “hacer el amor”, el producto de esta experiencia moderna de las dic- romo si fuera una función natural, que se cumple

118 119 normalmente al lado de una mujer, pero que, fuera Kh inflexible. Otros. Otros... del acto físico, no arrastra nada tras de sí, no deja —“Pero yo quiero éste, el que tengo ahora dentro nada. Salvo el deseo de volver a hacerlo. Está dis­ dti mi vientre” —grita. Pero sin que de sus labios puesto a tomarla. Y a dejarla. Y a volverla a tomar. íiulga una palabra. Un solo gemido. Su frialdad la Pero de ahí, ni un paso más adelante. Ella, aparte enloquece. Su fisonomía dura, imperturbable, sin de su vida. El en la suya. iiiul emoción, sin una alternación en sus gestos, Siente por su voz que lo ha defraudado. Las lá­ fiólo una leve contracción en sus párpados y el ci­ grimas le punzan los ojos. Con recelo avanza una garrillo estrujado enre sus dedos. mano. Intenta tocarle una rodilla, en un leve ade­ Tiene algún argumento para rebatir su lógica mán amistoso de reconciliación. Pero él ya está rila, despiadada?. No encuentra palabras y sólo se lejos, fumando despacio, indiferente, entre sueños queda con lo inexpresado de su desesperación. Aco- heroicos. i miada, recurre a las únicas que la atormentan. Tiene como la intuición del mal. Sigue sentada al borde de la cama. El camisón de jersey celeste, des­ colorido, no tiene un botón. Se le han caído todos. Y continuamente, con un movimiento nervioso se IUíva sus manos al cuello para abrochárselo. Rápi­ damente dice, sin mirarlo, o mirándolo furtiva­ —“No estamos casados si eliminamos los hijos” mente: —se anima a decirle torpemente. No tiene elocuen­ —“Es un pecado lo que querés que haga, lo que cia para discutir las razones de esta maternidad. voy a hacer...” —Y se encoge, desaparece como un Pero sí, sabe que tiene razón, que la necesita. blchito dentro del camisón celeste, descolorido. Hu­ Están sentados al borde de la cama deshecha. biera querido ser sorda, quedarse sorda de repente Sobre la pantalla de falso pergamino han puesto para no oir las andanadas de insultos, de lógicas un hoja de diario a manera de caperuza. No se terribles contra el pecado, los curas, su debilidad anima a decirle, no sabe explicarle, que un hijo le de dejarla ir a la iglesia, etc. Pero, inesperadamen­ centraría en sí misma. Que es “algo” misterioso te, él se levanta de la cama. Se sujeta la cinta del que espera, y que la arrancaría de esa amargura en pantalón del pijama. Saca la hoja del diario que que se encuentra. Tal vez piensa, también, que un cubre la pantalla de falso pergamino; y mientras hijo le daría respeto, la consideración que le falta, se va al cuarto de baño arrastrando las zapatillas, de él principalmente, de sus compañeros de oficina, dice ante su asombro, sin mirarla: de los vecinos. —“El pecado es el más grandes de los miste­ —“Un hijo es un accidente cualquiera. No tiene rios. . . ” esa importancia que vos le das. Además, ya vendrán Pero ella está presa en el pecado, envuelta en otros”. sus redes. Sin tener conciencia bien clara de él,

120 121 pero sufriendo su horror. Qué podía hacer con esc tcrlo. La película exige una atención apasionada, misterio tan grande y desconcertante? Y que, ade­ Inteligente. Es una lucha sin cuartel por Dios, un más, se lo había puesto Dios en su camino, entre encadenamiento de hechos terribles, confusos, con­ sus pies, como una sombra?. tradictorios. Dios los trae, los lleva, como posesos, En cambio, su amiga nunca la habla del pecado. como si una forma diferente de fe los impulsara a Sólo el amor existe. El amor que anega a los pe­ uno y a otro. Su amiga dijo —“En esa película es­ cados. Qué había hecho ella de su alma?. De aque­ tán los principios misteriosos de la gracia y la li­ lla alma que le descubrió como el más frágil y eter­ bertad humana”. no de los regalos, incitándola a su perfección?. Con Las calles están llenas de gente que sale de los esa alma se iría enamorando de Dios. Sería libre. cines. O se pasea mirando las grandes vidrieras ilu­ Comprendía?. Tal vez no muy bien. Qué era ser li­ minadas de las tiendas. Es un atardecer de domin­ bre, así, de esa manera? Camina a su lado oyéndo­ go. La acompaña a su casa, ella colgada de su la. Quisiera no llegar nunca a su casa. Necesita que brazo. Pero su amiga va como absorta, transpor­ le siga hablando de su alma. Su palabra la envuel­ tada. Su palidez asusta. Cruzan la calle sin ver ve en una atmósfera superior, misteriosa. La hace la señal roja del semáforo. Entre los insultos, los participar en una vida distinta de la que ha co­ bocinazos de los autos, y nubes de bencina. Pero nocido hasta ahora. Su sensibilidad se estremece después se van alejando del centro, internándose con esta voz nueva. “El alma es la inteligencia. Y por las calles más tranquilas, más silenciosas. En­ con la inteligencia podemos elegir. Y en esa, elec­ tonces le habla más claramente de Dios y de su al­ ción está nuestra libertad”. De repente se detiene. ma. Y le aprieta el brazo con tanta fuerza que casi La calle silenciosa, oscura. Ladra un perro a lo le­ la lastima. Y en esa alma está nuestra libertad, jos. Están paradas frente al Block Municipal, con algunas ventanas iluminadas. La noche es tibia, de —repetía—. Y con la ayuda de la gracia es que una dulzura transparente... Y entonces cita una puede actuar nuestra voluntad de ser libres... Ele­ frase que suena en el silencio como una campana. gir nuestro destino...” “Sun Pablo dijo (San Pablo?)... que es Dios quien —“También en mi oficina, un compañero que sa­ trabaja en nosotros el querer y el hacer...”. be, que lee mucho, dice que el hombre se hace li­ Vienen de ver “Le Défroqué”. La película provo­ bremente a sí mismo por sus actos, elige su des­ ca muchas discusiones... Pero es muy comple­ tino”. ja, por su contenido teológico. No la entiende —“No —contesta ella con desacostumbrada vehe­ muy bien. Esa lucha de los personajes. Ese desga­ mencia—. No. El hombre es libre en el acto que rramiento por un Dios ausente, y que parece huir­ elige a Dios, cuando se compromete por decisión los, dejándolos en su desamparo, en su muerte, en de su libre albedrío... ”. su locura. Y sin embargo, en ese paralelo existe Pero ahora, a su alma la habían meado los pe­ la unidad de Dios... Cómo?. Para ella es un mis- rros. Y estaba allí, maloliente, humillada.

122 123 Pasó delante de su madre como queriendo evitar n ihle esa verdad?. Sólo midió la magnitud del he­ su presencia. Estaba con los ojos bajos, inclinada rbó, recién se dio cuenta, por la cólera ciega, sin sobre la costura. Las trenzas le caían deshechas medida, de su madre, por su frenesí contenido. Y sobre los hombros. No alzó la mirada. No le dio mi rechazo mudo, fatalista, la dejaba no contando los buenos días; ni ella tampoco. No estalló ni en como siempre, más que con su soledad. Y ella, aho- reproches ni en improperios. No hizo un movimien­ m, ¿de dónde sacaba fuerzas de sí misma para to. Pero toda su actitud, sumida en su trabajo, era afrontar sola, eso, si era incapaz de hacer un como una ira terca, obsesiva. Y en la manera co­ movimiento, el más leve ademán para aliviar su mo metía la aguja en la costura, se notaba su deses­ angustia?. Sólo podría saltar por la ventana abier­ peración, su orgullo frustrado. Se había levantado ta, para terminar con su triste situación. entre las dos como una muralla infranqueable. Y —“Has pecado gravemente. Has manchado tu también la comprobación de que eso tenía que es­ rarne y tu alma. Has ofendido a Dios cediendo a perarse, tenía que suceder, siendo la hija de aquel la concupiscencia de la carne”. mal bicho, de aquel monstruo, etc., etc. —“Padre, quién es el culpable de todo esto sino Si. Había entre las dos como una barrera de odio, Dios?. Por qué ha hecho esto de mí, por que ha una muralla infranqueable. Eso. Y eso había ocu­ dejado que hicieran esto de mí, de una muchacha rrido. Por qué? Cómo? Y cómo justificarse de algo .sola, sin p a d re .. . ”. que casi le era ajeno, como si otra hubiera actuado —“Pero tienes a tu madre, que ha luchado por tí, por ella, entre la curiosidad por saber lo que era que trabaja hasta matarse para sostenerte. Tienes el amor y la fatalidad de su destino de mujer sus­ que amar más a tu madre... escucharla...”. tituyéndola?. Cómo explicar que de eso, de la vio­ —“¿Para qué te traje al mundo, desgraciada!”. lencia a que había sido sometida, sólo le quedaba La madre está terrible. Sus ojos fríos, acerados, la un asco, un rencor?. Y el tránsito sangriento de su traspasan. Al secar los platos en la cocina se le pasaje de muchacha a mujer?. han caído dos al suelo, haciéndose añicos. “Igual Con el portafolio debajo del brazo, tomó, parada que tu padre, un vago... Todo el día pensando en en la cocina, el café con leche, con gusto a ceniza. no sé qué cosas...”. Grita. Pero sus gritos son más Apenas se había peinado. Y ni se había lavado para desahogar sobre su hija sus fracasos, su aban­ la cara. Con las mismas ropas arrugadas, la polle­ dono, que por la pérdida de los platos. Ella se enco­ ra roja y la camisola blanca que ni tuvo tiempo ge asustada, no por miedo a un golpe sino por esta de sacarse cuando había sido derribada sobre la mirada, que no es la de su madre, sino la de una cama. ¿Cómo enfrentar ahora a sus compañeros de desconocida, que se le viene encima. Tiene pren­ oficina?. A sus risitas, a sus frases de doble senti­ dido en el pecho su alfiletero azul, lleno de alfi­ do, a la inutilidad de todo lo que la rodeaba?. Tenía leres. Ella tiembla pero no retrocede. “Sos una car­ miedo de que, en su cara, se leyera la terrible ver­ ga para mí. Estoy loca de trabajo para darte de dad. Y en resumidas cuentas, ¿por qué era tan te­ comer y me hacés esto”. Y su mirada abarca el

125 piso de la cocina cubierto de loza, como un testigo Desde el primer día de clase en que se sientan de su desgracia. Ella no larga una lágrima. Quisie­ Iuntas, y en las breves palabras que cambian, se ra justificarse. Introducirse en su amor de madre. establece entre ellas una amistad que, después se Treparse a su corazón y allí acurrucarse. Pero en lu irá íntim a. el lugar del corazón está el alfiletero azul con dos­ Hlcnte su influencia. Y aunque le inspira una cientos, mil, millones de alfileres. Su madre la re­ e«i ><*(*,ie de respecto por su inteligencia, por sus chaza. Y queda otra vez afuera, sentada en el tris­ Uleas, por todos los idiomas que sabe, y por ese te umbral de su infortunio. Y la cantinela sigue... misterio de irse al Africa, no la teme. No la hieren “Cuando quedé gruesa y me empezaron los vómitos, sus palabras, como las que le dicen los otros; por debí matarme para no arrastrar esta vida, este in­ ejemplo, su madre. Más bien le producen un alivio. fierno ... AKUijonean su curiosidad de saber, de entender más —“Tú quieres que el Creador sea tu servidor, Iuh cosas del espíritu, y las del mundo... Le gus­ mientras tú te rebelas contra toda autoridad y re­ ta apoyarse en ese cariño, en esa amistad que se chazas los auxilios divinos. Has pecado, y no quie­ Ir ofrece tan espontáneamente, a ella, tan insigni­ res reconocer tu pecado”. ficante, que hasta perdió el examen de ingreso, Rechazar? Ella rechazar... Qué?. Si hasta ahora billa, que no tiene nada ni a nadie, que está tan no ha sido más que como una pelota en manos del sola, siente de inmediato ese efluvio, rodeándola. jugador. Para aquí. Para allá. Y la pelota iba y Y su ascendiente se hace cada vez mayor, sin pro­ venía. Tocaba el suelo. Volvía a subir. Sin encon­ ponérselo. Sólo con su presencia. trar jamás un punto de apoyo. Siempre en el aire. A cada instante Dios está en sus labios. Como ¿Y cómo eran los auxilios divinos? Sabía, sí, cómo instalado en su boca. Es el protagonista de todas eran los auxilios de un médico... Cuando tuvo mus conversaciones, el principio y fin de todos sus aquel ataque al hígado, vino el doctor. Calmó sus actos. Y de todos los actos de los hombres. El eje dolores presentes y previno los futuros, aconseján­ m el cual gira su vida. Dice por ejemplo: “Uno no dole un régimen alimenticio. Pero los divinos, ¿qué acaba de convencerse de que esta vida es de paso. eran, si no habían impedido que ella subiera los es­ Miramos las cosas con miradas de hombres cuando calones de aquella casa?. Y dejaron que su cuerpo en realidad debiéramos mirarla con mirada de eter­ fuera el cómplice consciente del pecado?. Así decía nidad”. el Padre. Pero hay una frase, como un aforismo, que repi­ —“Pero si tú no reconoces que has pecado, cómo te sin cesar, en cualquier instante, por cualquier vas a tener un buen acto de contrición? Es nece­ circunstancia, adversa o favorable... Es una de sus sario que tú misma te des cuenta.. favoritas. La dice con secreta, deliberada unción. Y el Congo tan lejos! Por qué no le había escrito Pero también forma parte de su apostolado, que una carta larga como le había prometido?. Ella sí ejerce aun sin proponérselo. “Despacito, tenemos que podría sacarla de ese infierno ,animarla! que conseguir que nuestra vida se convierta en una

126 127 continua disponibilidad de Dios”. ¿Una disponibili­ Dios. Sus aforismos son escasos. Solamente cuan­ dad de Dios?... ¿Qué quiere decir con eso de una tío dice “sólo con la infinita misericordia de Dios disponibilidad de Dios. —“Bah, es una histérica” podemos contar”, ella cree ver en la cara de su —dice su madre con desprecio, mientras saca un niudre un crispamiento alarmante. Pero la cosa no alfiler del alfiletero azul clavado en su pecho— pumi de allí. Después, al irse, su comentario es: “El día que tenga que coser, lavar, trabajar de la "Bah, una hipócrita santurrona”; pero sin mucha mañana a la noche como una bestia, para mante­ convicción, casi sin ironía. Más bien en su interior ner a sus hijos, verá que la continua disponibilidad un siente halagada de que su hija, tan insignifican­ de Dios es ahorcar al desgraciado, despacito, des­ te, tan poco instruida, tenga esa amiga. Y que, ade­ pacito más, es seria “y no va tras los hombres como una Entre las burlas, los sarcasmos de su madre, em­ «abra”. pieza a imitarla. Quiere vestirse de oscuro. Ser pá­ Pero, ¿quién la saca ahora de este infierno? Dios? lida. Tener los ojos celestes. Pero, sobre todo, qui­ M| la había dejado ir, era difícil que ahora se acor­ siera tener su conversación, tan espiritual. Su voz nara de ella. ¿Quién le iba a creer esos cuentos?; suave. Demasiado suave tal vez, como si fuera un «mlén iba a creer esas patrañas de que quiso, no propósito tenerla y no una condición natural. Ha­ quiso, de que él la obligó, como si ella fuera otra; blar siempre en voz baja y como por aforismos. y patatín y patatán?. Dios?. No lo había ofendido Esas frases cortas, sentenciosas, secretas, que ella nravemente?. O era El que la había ofendido a ella, no siempre comprende bien, pero que la llenan de dándole como regalo los pecados que cometieron turbación y de esperanza. los otros?. La maldad del mundo, que le caía sobre Y cuando la lleva a su casa a tomar el té, como el alma, ensuciándola?. Ellos le habían trasmitido un trofeo!... Su madre saca las famosas tazas del • I pecado como se trasmite el sarampión, por ejem­ aparador, cerrado con llave, que guardaba como re­ plo. Y al otro día estaba, no su piel, sino su alma, liquias de los tiempos en que había sido una se­ llena de pequeñas e inmundas manchas rojas, ta­ ñora, y no este ser venido a menos. Se recoge las chonada de ellas. Y encima, Dios la castigaba. Y trenzas; y hasta hace una torta. Ella le espía la ella tenía que purgar los pecados —de quién, de cara para sorprender sus reacciones, por temor a los otros?— gota a gota hasta, las heces?... sus repuestas duras, crueles, tajantes; sobre todo, ¿Quién le iba a creer?... Su madre?. La esté­ porque su amiga en todas sus conversaciones habla ril, hosca incredulidad de su madre?. Rígida, hela­ de Dios, enemigo personal de su madre y causante, da, acartonada en un principio oscuro de honesti­ según ella, de todas sus desgracias. Guarda todo el dad. Más que honestidad, era el terrible miedo al tiempo una reserva altanera, distante. No sucum­ “que dirán” de los vecinos, que espiaban de la ma­ be al hechizo de su amiga, que trata de ser lo más ñana a la noche, según ella, agudizando el oído, a amable con ella. Hasta le lleva un ramito de vio­ sus menores y más inocentes movimientos. Era una letas. Verdad que está muy discreta en cuanto a lucha sorda, subterránea. Casi como una paz en la

128 129 superficie... Su madre hablaba siempre con calma, los caníbales. En la oficina decían que todos los con una pausada voz. Una voz convencional, diri­ misioneros desaparecían así, en la barbarie negra, gida a los vecinos (“La sopa está pronta”, por ejem­ <•1 infierno del Africa. Un día toma un mapa. Y si- plo; o “andá a buscar el pan”, o cualquier otra que con el dedo aquel tórrido laberinto de ríos y cosa). Pero sus ojos coléricos mantenían la casa en selvas. Y se detiene en una pequeña palabra negra: un estado de tensión, de ansiedad insostenible. La "Congo”. Sólo una vez le envió una tarjeta llena seguía. La espiaba, esperando día a día con curio­ de sellos exóticos, con un saludo, diciendo que re­ sidad, zozobra, y el cumplimiento de su “ya lo había zaba mucho por ella, por su alma. ¡Su alma! Y los dicho”, que su vientre fuera creciendo con el fruto p erro s... del pecado, entre el escándalo de los vecinos. —“Y ahora quién se casará contigo, desgracia­ da?. Seremos el hazme-reir del barrio, el es­ carnio. Y adónde me voy a mudar de casa, con los alquileres tan altos... No sabías que al hombre no se le puede dar nada antes de casarse, ni esto?” —y enseñaba su dedo meñique—. “Y si se casa, te despreciará toda la vida por lo fácil que fuiste. Se­ —“Sr. Director de ARCE, Don Alcides Carámbula. rás su esclava, su sirvienta”. De nuestra más alta estima: —Por la presente...”. Más desgraciada, más sola que ahora?. Cualquier Entra con un libro y “El País” bajo el brazo. cosa seria preferible a esta mujer que era su madre, —“Buen día, Elvira. Que ta l...?”. maldiciendo en voz baja por los vecinos. Esto era —“Regular” —contesta, sin dejar de teclear, ni más terrible que los gritos o un castigo. De la ma­ levantar la cabeza de la máquina. ñana a la noche, de la noche a la mañana. Con el desayuno, la sopa, al acostarse, al levantarse. Esta­ “... tenemos el honor de dirigirnos a Vd., comu­ ba siempre allí, entre las dos camas turcas sin hacer, nicándole...”. Se detiene, pone un papel entre el con sus largas trenzas cayéndole por los hombros, carbónico y la hoja. Borra. Sopla el polvo que deja su alfiletero azul clavado en el pecho. Rodeada de la goma sobre el papel, “...que esta dependencia, costura. Montañas de costura por el suelo, por los a los efectos de... ”. rincones, sobre las sillas. —“Qué pasa? Qué mosca te picó? Has venido muy Y sin embargo, el Dios que su amiga le traía, trabajadora hoy” —le dice, mientras se quita el como un recién nacido, este Dios nuevo, del amor, saco y lo cuelga en el perchero. del perdón, del cual ella, recién ahora, adquiere —“El Director quiere esta nota en seguida” — Es­ como una vaga conciencia, dónde está que no la tá inclinada sobre la máquina, la punta de la na­ saca de este infierno? Y dónde está su amiga? Tan riz lustrosa. Le caen algunos mechones sobre la ca­ lejos, en el Congo... Tal vez se la habían comido ra. —“Y no puedo hacerla. Me equivoco a cada mo-

130 131 una mesa un calentador eléctrico, tazas, jarros des­ mentó. Cuando vea estos borrones me la va a de­ cascarados, vasos, pilas de bizcochos, panes. Masti­ volver, furioso”. can, ríen, conversan a tontas y a locas. El se encoge de hombros. S*e sienta. Encienda un cigarrillo y abre “El País”. —“Qué plato la película de anoche. Mi marido es­ —“Bah, para que se vaya a amontonar con otros taba furioso. Después de tanta propaganda de los expedientes...”. diarios, hay que ver lo que es. IJn paquete...”. “...a los efectos de una mejor organización y —“Es que algunos cronistas están en combinación más eficiente servicio...”. con las empresas... ”. —“Elvira, el panadero... ”. —“Permiso. Estoy apurada. Tengo unos calam­ Sobre uno de los escritorios el muchacho pone la bres...” —Se abre paso entre las rodillas de su canasta rebosando de bizcochos, croissants, panci- compañeras. Abre el cuarto de baño, lo cierra. Al tos. Por el salón se expande un apetitoso olor, tier­ cabo de un instante el agua en la cisterna corre no, dorado, caliente. De los más apartados rincones ruidose, precipitadamente. Sale prendiéndose el cin­ de la oficina, detrás de las mamparas, aparecen los turón dorado. empleados. Se acercan a la canasta, eligen, pagan, —“Estás loco... Son insobornables. Son una ge­ discuten el precio y el tamaño. Algunos, apresura­ neración de cronistas que... ”. dos, sin poder contestarse, comen glotonamente, a dos carrillos, hablando con la boca llena. —“Me vas a decir a m í... Quién es insobornable Ella compra una galleta y se la lleva al escritorio. en este país; vamos a ver? Mirá lo que está pasan­ Su compañero sigue leyendo “El País”, imperturba­ do en el Casino...”. ble. —“Y eso, qué tiene que ver?...”. ...“y de acuerdo a la ley del 14 de Junio de —“Entonces, te espero en la puerta del cine a 1943...”. las seis y media. No hay problema”. .. —“Otra vez me equivoqué. Qué fastidio. Dónde —“Fenómeno, che”... puse la gom a?...”.— Revuelve los papeles que se —“Mirá, vi un género en la liquidación de Cauba- apilan sobre su mesa, se levanta, se agacha, abre rrere, así; regio”. los cajones y al fin la encuentra debajo de la ga­ —“Qué precioso el collar. Es un amor. ¿Cuánto te lleta. Pone un papel secante entre el carbónico y costó?”. la hoja, borra, sopla el polvo de la goma. —“Dios —“Un crédito, m’h ija...” mío, esto está impresentable. Tengo que...”. —“Perm iso...” —pasa apurado entre las conversa­ —“Elvira, el café está pronto” —la llaman desde ciones. Cierra ruidosamente la puerta. Glu, glu; co­ el fondo. Algunas de sus compañeras están para­ rre el agua rítmicamente en la cisterna. das, otras sentadas, en un cuartito destartalado, en —“Pero, che, qué comieron, que están tan apu­ las paredes un calendario atrasado. A un costado, rados. ..?”. la puerta del cuarto de baño, entreabierta. Sobre

133 132 i —“Sabés?— La vieron salir de una casa”. —“...la vieron salir del despacho del Director —“Pero, a quién? —Bajan la voz. abrochándose la blusa..., arreglándose el pelo... —“A la rubia esa, tan pintada, la nueva, que es­ Dicen que quiere el puesto vacante de... Pero, estás tá en el Archivo... en babia, verdad?”. —“Pero no es casada?.. —“Zulma, teléfono...”. —“Y eso que tiene que ver? Esta está siempre en —“SI?. Ah! Usted! Bueno. Que v a... Si. No. bue­ la luna”... La miran y se ríen. Suena un timbre. Dos no. Le parece?... Adiós. timbres. Tres timbres. Callan un momento. Escu­ —“Señora, el Director está esperando la nota. Di­ chan. El Director llama. —“A mi”. —“A mí”. —“A ce que tiene que firmarla antes de irse a una re­ mí”. Y salen casi a la desbandada, masticando, lim­ unión de la Comisión de Presupuesto”... piándose la boca, arreglándose la faja, tironeándose Su compañero levanta la cabeza del libro. Sus ojos la pollera. miopes, saltones, la miran vagamente detrás de los “Una mejor organización y más eficiente servi­ gruesos lentes. Apaga el cigarrillo en el cenicero cio. . . ”. y le dice: —“Esto está impresentable. Tengo que hacerlo de —“Mirá, Elvira, esto que estoy leyendo te viene nuevo”. Saca la nota. Hace con rabia una pelota y de perlas; escuchá... —‘La elección consiste en ele­ la tira al canasto. Vuelve a colocar el carbónico en­ girse a sí mismo. Cualquiera sea el objeto aprehen­ tre dos hojas; las mete en la máquina. dido, la aprehensión es también auto-aprehensión. “Montevideo, Diciembre 5 de 1959. Sr. Director Además no se debe interpretar la aprehensión... \” d e . . . ”. —“López, teléfono...”. —“López, teléfono...” —gritan. —“No puede ser; yo tengo en mi poder el com­ —“Si, si. Está bien. No hay problema. Convenido. probante. Está equivocado. Qué? Cómo?. Ta, ta, ta. No hay problema. Chau. Hasta mañana”. —“.. .la aprehensión de sí mismo como una elec­ “... de Arce. De nuestra más alta estima. Por la ción de preferencia como si fuéramos... ”. presente comunicamos a Vd., que, a los efectos de —“Che, por favor, calíate, no oigo el teléfono.— * una mejor organización...”. De acuerdo. No hay problema. Mañana a las 10. —“Elvira...”. Bueno, no hay problema. Chau”. —“Qué? —sin levantar la vista del papel. —“.. .libres de elegir o de elegir algo que no fue­ Se le acerca una compañera, alta, miope, desabri­ ra nosotros mismos. Así como somos angustia, so­ da, y le dice cuchicheando, entre risitas contenidas mos auto-elección. Aun cuando yo sufra no puedo y chispeo de ojos. dejar de ‘asumir”...”. —“Supiste?... Lo saben todos en la oficina...”. —“Arismendi, teléfono...”. Encorvada sobre la máquina, levanta los ojos per­ —Y quénes son los oradores?... Ese?... En el plejos, ausentes. Se saca los lentes, los limpia, y se club no quieren saber nada con él. Ah, sí... Suá- queda con ellos en la mano. rez? Me parece macanudo. Creo que es el más in-

134 135 dicado. No hay problema. Hasta luego. No te olvides La voz del otro lado, suena lejana, confusa. Una de pasar por la imprenta. No hay problema. voz bloqueada, tratando de abrirse paso en la dis­ —“...m i propio sufrimiento, la justificación de tancia, por lugares helados, cavernosos. Se queda mis fuerzas”. —Se detiene, mirándola con cierta parada con el tubo todavía en la mano, con la mi­ compasiva perversidad. Espera ver como reacciona- rada perdida, frente a sus compañeros, que la mi­ rá, que contestará. ran, sin saber qué hacer. Hace miles de años, millones de años que todos En el taxi, su corazón golpea con latidos desorde­ han asumido mi sufrimiento, mi fracaso. Quién me nados. La sacude un temblor de frío, de miedo, de saca de este pantano?. Si yo pudiera elegir ahora, soledad. “No estoy nerviosa. No es nada”. Luz ro­ qué haría?. Elegiría mi nacimiento? Volvería a na­ ja. Luz verde. Rojaverde, verderroja. Las calles se cer. .. mujer otra vez?... proyectan en una luminosidad radiante. Departa­ “mayor eficacia en el logro de su ...”. mentos. Horizontales. Vendidos, vendidos. Omnibus. —“Otra vez me equivoqué; Dios mío, qué pasa? Tiendas. Escuelas. Entran los niños. Pollera azul, Soy una inútil. No tiene razón él, cuando dice que blusa blanca. Corbata azul. Delantal blanco. “Hoy, no sirvo para nada, que soy una tarada? Y además, gran estreno. ‘Los Inadaptados1 ”. Frenada. Se viene una mujer frígida; y no sé cuantas pamplinas casi de bruces sobre el asiento delantero. m á s ...? —“Hijo de... Vas a buscar la partera, tan apu­ —“En el nuevo presupuesto —sigue la discusión rado. ..?”. El varita alza una mano. Mujeres, niños, del otro lado de la mampara— nos han asignado hombres. Los plátanos abren su sombra en la vere­ en ese rubro una partida inferior a ...”. da. Nylon, un peso el metro. Jabones. Cepillos. Pei­ —“Es el equivalente del porcentaje determinado nes, la ciudad, con su implacable ritmo, va corrien­ en el inciso...”. do, pegada a su angustia. —“Martínez, teléfono!”. En el Block Municipal la esperan algunas vecinas. —“Ta, ta, ta... No hay problema .Fenómeno. —“Qué desgracia. Qué desgracia”. “No me toquen. C hau”. No me besen”, grita convulsa. Pero no dice nada, “Montevideo, Diciembre 5 de 1959. Sr. Director de por miedo de oir su propia voz. Su saliva es amar­ ARCE.— De nuestra más alta estima.— Por la pre­ ga. Se pasa las manos por la cara. El contacto de su sente comunicamos a Vd. que, a los efectos de una piel, fría, tensa, la estremece. Al entrar no ve nada. mejor organización y una mayor eficiencia de este Sólo a su madre, sólo a ella. Está sobre una de las servicio.. camas turcas, tendida con la colcha de cretona. Hi­ —“Elvira, teléfono... ”. lachas de todos los colores sobre su batón de en- —“Elvira?”. trecasa. Las puntas de los zapatos gastadas. Sin una —“Si. Si. ¿Quién es?...”. Era una vecina. mirada, sin un reproche. Muda, rígida, secreta. Los —“Tu mamá, vení pronto, enseguida. brazos cruzados sobre el pecho. En las manos un pe­ —“A h ... queño crucifijo. Se acerca. —“Madre. M adre...”. Es

136 137 su madre esta mujer tendida allí, supina, blanca?. dre— las cosas hubieran sido de otra manera?. Por­ —“No siento nada. No siento nada... ”. Su rostro que, según el Padre, no estaban en los otros la mal­ se levanta sobre la almohada, sereno, firme, las fo­ dad, la indiferencia. Estaban en ella. Dependían de sas nasales tirantes, la boca entreabierta. Sólo en ella misma. Al cambiar ella, cambiaría todo a su el entrecejo, una pequeña y profunda raya. La hue­ alrededor; porque vería a todos los seres a través lla indeleble del dolor, del resentimiento. Aprieta del amor, del perdón.”. “Todo está en ti, no en el pañuelo entre sus manos, lo muerde. “No siento ellos”. ; nada, nada. Madre. M adre...” — “Cómo fue?” Pero ella era así. De esa sola manera. Como la —“Sentimos un gran golpe; la recogimos y la pu­ había tallado su madre, en su lección diaria, amar­ simos sobre la cama. El médico dijo que ya no ha­ ga, de dureza, de pesimismo, de fatalidad. bía nada que hacer”. —“Tienes que querer más a tu madre, amarla por —“Pobrecita..,” —susurra una vecina. encima de todos. Cómo puedes amar a Dios, acer­ —“Siempre trabajando...” —contesta otra. carte a El, si no empiezas por amar a tu madre? A —“Dios te salve, María. Llena eres de G racia...” tener piedad de ella, a comprenderla? Cómo pue­ —rezan en un rincón, mientras van cerrando las d e s ...? ”. ventanas. El cuarto queda en penumbra. “No sien­ Se pasa las manos por la cara. Debe tener el co­ to nada. Debo llorar. No puedo”. Aguza el oído. Es­ lor del azafrán. “Padre nuestro que estás en los cucha algo. —“Para qué te traje al mundo, desgra­ cielos...” “El pan nuestro” —sigue, aunque sus la­ ciada”. —“Madre, a quién querés más, a Dios o a bios permanecen inmóviles. Y el rezo queda allí, en mí?”. Le traen una silla. Se sienta, rígida, a su la superficie de los labios. Rebota sin poder entrar lado. —“No quiere un poquito de caldo? Una tacita en su conciencia. Vuela una mosca. Se posa en su de café?”. mejilla. En el fanal de la virgen. Revolotea insis­ —“No, no”, dice con una movimiento de cabeza, tente alrededor de su madre. Viene una vecina y sin hablar. Sus largas trenzas con mechones blan­ con un trapo se la espanta de la nariz. Un reloj cos, le llegan, extendidas hasta la cintura. Sobre la da la hora. 7 8 9 10 11. Ya las once? Acerca su mu­ mesa de noche, el alfiletero azul, con cien, doscien­ ñeca al oído. Otra vez parado. Tan ordinario. Si pu­ tos alfileres. En la cómoda, el fanal de vidrio, con diera tener uno mejor, con malla de oro. “Tendré dos velas encendidas... Sigue escuchando. “Me pa­ que vestirme de negro. Dicen que tiñen la ropa en so la vida trabajando, matándome de trabajo para veinticuatro horas”. “Qué sola estoy. Y él no vino que seas una mujer decente...”. El Comisario, co­ todavía... Anoche. Bueno... Mejor ni acordarse... lérico: —“Señora, cuide más a su hija... Qué em­ Ay, cuándo me libraré de él. Lo detesto”. —“Es idio­ bromar... Otra vez la meto presa a usted...”. ta tu miedo a ella... Y cuando sintió aquellos sín­ —“No estamos casados si no tenemos hijos”. —“Hi­ tomas, cuando le empezaron los vómitos... ¡Cómo jos, para qué querés hijos, tarada?...”. se puso!... Cuántos días de licencia me darán en —“Si yo hubiera cambiado —como decía el Pa- la oficina?... —“Dios?... Dios en su trono de nu­

138 139 bes, nosotras crucificadas en la tierra”... “Madre, y Dios a mí me quiere?.. vira. Elige tu camino. Elvira, elige tu felicidad”. “Da -~“Sí, para la m uerte...”. “Tengo que llorar. Van el salto, Elvira, da el salto sobre la nada”. Y allí a decir las vecinas que... Como tengo las uñas. estaba ella sentada, la cara achatada contra la ven­ “Cómo podría tenerlas largas, ovaladas, pintadas de tanilla, sobre el paredón, negro sobre negro. ¿Por rojo? “Madre. Madre”. “Ahora está en manos de la qué lado bajaría? ¿A la derecha-. ¿A la izquierda?. infinita misericordia del Señor”. Pero el Congo es­ Sólo depende de ella. Se le pone la carne de gallina. tá tan lejos... Por qué nunca le escribió una carta Y ya se siente comprometida en ese acto de elegir. larga como le prometió?. “Sólo reza por mi. Decía Su propia vida. Su propio desamparo. Su propio in­ que eso era la comunión de los Santos... Debería fierno. Ella que nunca tuvo nada. Ni siquiera su rezar... “A ti clamamos los desterrados hijos de cuerpo, traído y llevado por las circunstancias. Por­ Eva; a tí...”. que este cuerpo para vivir, para desarrollarse, de­ —“Elvira...”. —Un susurro en su oído. Sobre­ pendía de los otros. Este su cuerpo, en el que por saltada mira a la vecina, que se inclina sobre ella, canales subterráneos, vinieron a filtrarse, come so­ como a través de un sueño. Era una pesadilla, ver­ bre una pared la humedad, los viejos gérmenes de dad? Su madre allí, rígida, blanca, fría, sobre la la vida; esa movediza y turbia ciénaga del pasado. colcha de cretona. —“El Director de la oficina vie­ Llevándola, trayéndola, haciéndola saltar como un ne a darle el pésame... ”. pelele, sobre la activa y frágil corriente de la san­ gre. Un ser pasivo. Una arcilla blanda donde todos metían la mano, dándole sucesivas y opacas for­ mas, una semejanza de sí misma vista a través de lentes ahumados. ¿Cómo puede afirmar que no tie­ ne nada? ¿Por qué afirma, en su abandono, en su desesperación, que nunca ha tenido nada, ni siquie­ ra su cuerpo, es decir, su existir cotidiano, su peso —“Tienes que elegir tu propio camino. Atravesar físico, el momento concreto?. Y su alma, ese cepo el puente que te separa de la nada y caer en ella, que la va aprisionando, hasta dejarla medio sofoca­ endurecida y salvada... da en su imperiosa exigencia? Ya no repite “alma”, “alma”, para absorberla dentro de sí, penetrarla, “Tienes que elegir tu felicidad, tienes que elegir” como cuando su amiga le reveló su secreto irreem­ “Al elegir a nuestros candidatos para el gobierno Ud. plazable, maravilloso. elige el destino del país...” “Sólo en el abandono de nuestra voluntad en la voluntad de Dios” “jOh, Porque siente que ya está absorbida, penetrada tengo miedo”. Un rumor confuso y lejano, un bis­ por ella, como la tierra por la lluvia; pero no sabe biseo de labios viene a rebotar sin fuerzas, desma­ adecuarse a su radiación, como si estando en un yado, sobre su rigidez de estatua. “Elvira”! No. “El­ cuarto a oscuras se abrieran de pronto las ventanas a la luz.

140 141 —“...porque tú atraviesas el puente que te sepa acto libre gratuito, de la nada y qué sé yo cuántas ra de la nada y caes en ella, endurecida y salvada”. cosas más! Como si ella, fuera el espejo en el que Se le acerca tanto para decirle estas palabras, que él se viera, o la razón permanente de que existiera, siente su aliento cálido sobre su cara. Retrocede un por la atención de ella. O por su destrucción. poco, cohibida ante este avance repentino y confu­ —“Nosotros nos creamos a nosotros mismos, de so, pero él se va acercando más y más, empeque­ nuestra propia nada” (dice “nada” sorbiéndola co­ ñeciéndola, cubriéndola con su sombra. Trémula, ju­ mo un bombón vacío, con fruición, con deleite, guetea con las fichas en el escritorio, teclea nervio­ apretando los dientes largos, amarillentos, de lobo), samente la máquina de escribir. “porque nada existe antes que nosotros ni después. —“Es necesario hacerse uno mismo, en ruptura Sólo existimos como hijos de la nada y ésa es nues­ con su propio pasado”. tra libertad de elegir nuestro compromiso, lo que —“Pero el Padre —arguye tímidamente— dice que seremos...”. hablar de la nada es un pecado, porque Dios nos Día a día, como el saludo matinal, como el café sacó de la nada para hacernos libres”. traído por el mozo del bar, como los expedientes y —“Pecado es como vivís. Malgastando tu juven­ el libro de entrada, van cayendo sus palabras. Co­ tud con un hombre que no te quiere”. mo una gotera en un jarro de lata. Los compañeros, Se siente turbada. Y admite en el fondo que él en manga de camisa, en el trajín incesante, vacío e tiene razón. inútil de la oficina, lo miran con el rabillo del ojo, Desde el primer día que entró en Locomociones, meneando la cabeza, como si fuera un chiflado; o su pelo, como un escobillón —son sus palabras— su un avivado. Es en uno de aquellos compartimentos aire huidizo y amedrentado, su esquivez, su timidez, estrechos, separados por delgadas mamparas de ma­ que la hacen semejante a una niña, no a una mujer dera con vidrios esmerilados, donde los dos traba­ —algo que había quedado a mitad de su desarrollo, jan juntos. Las respiraciones, el ruido y el humo frustrado, como si una terrible desilusión la hubiera van depositando en el techo como un plafón húme­ dejado en un punto intermedio, entre el gusano y do ceniciento; un calendario colgado de las paredes ia mariposa— atrajo su atención entre burlona y peladas, alrededor del teléfono una especie de in­ protectora. Y día a día, en la anónima intimidad trincado mapa grasiento formado de números y fe­ de la oficina, entre el incesante golpeteo de las má­ chas para recordar; los vasos vacíos de leche o café, quinas, los platillos rebosantes de viejas y super­ los anaqueles cubiertos de papeles que nadie mira. puestas capas de colillas, el campanilleo del teléfo­ El va depositando sus cinismos como una araña sus no, los gritos de los empleados llamándose por sus huevos, en el hueco de su alma titubeante, sacu­ nombres, él va desenvolviendo sus teorías. Abriendo dida por reflejos, impresiones, donde el miedo atroz como un enorme abanico, pintarrajeado y absurdo de vivir había sentado sus reales; y como una ara­ ante ella, oyente boquiabierta, fascinada, sus difí­ ña que adormece a su presa, para alimento vivo de ciles e ilusorias teorías, sobre la libertad del ser, del su cría, la va triturando lentamente, en una agonía

142 143 larga, provechosa. esa libertad, me impresiona como una voluntad aje­ Siempre cargado de libros, con unos títulos im­ na; me hace sentir instrumento del diablo...” —no presionantes, que ella mira de reojo, sin atreverse a dice, grita ella, con esa fuerza intempestiva, un po­ tocarlos. Y a veces le lee un pasaje, o recita un co desorganizada, de los débiles. poema, con una voz baja, sin matices, pero persua­ —“No quiero elegir, no quiero experiencias. No siva —más que persuasiva, incisiva— que da a cada quiero nada. Estoy harta de todo esto! Quiero un palabra una atracción extraña, misteriosa, tal vez poco de paz, de felicidad”. Alza tanto la voz para a causa de su pronunciación como masticada. decir estas palabras, que algunos compañeros se acercan a la puerta a ver qué pasa. Está pálida, el A ella le es casi imposible penetrar esa maraña pelo más en desorden y una sensación desagrada­ confusa, desesperada, del existir, de la nada, de la ble, como de estar atragantada. Le traen un vaso de libertad. Como si en un pizarrón le pusieran pro­ agua y todo vuelve a la calma. Menos su corazón, blemas de la regla de tres compuesta y los tuviera que salta desordenadamente. que resolver de inmediato. No sabe por qué ni qué —“Usted me quiere llevar a la locura con sus pa­ relación hay entre esto y su recuerdo. labras; todos me quieren llevar a la locura... De­ Hilvana mentalmente frases para contestarle. Pe­ bería morirme. Si, morirme. No me mire con esa ro se siente intimidada ante esta sabiduría, ante es­ cara asombrada; el día menos pensado me mato”. ta especie de profesor que la contempla con risueña —“Tienes miedo a la vida porque no sabes usar­ imperturbabilidad. Ella, tan ignorante, que ha per­ la” —contesta él sentenciosamente. dido el examen de ingreso, que ni siquiera sabe bien el inglés, que no es linda, que anda a la deriva en Y un día de esos, para remachar bien el clavo, los problemas que le crean los otros... Su marido, para hundirla bien en su fatalismo, para que ella sensual, limitando; su m adre..., oh, su madre! ¿Qué gritara “basta”, “basta”, y él la bautizara en la parca, al nacer, se la había destinado? Amarga, du­ pila helada de sus palabras, la invita a ir a ver jun­ ra, con el drama oscuro de su juventud, cuando el tos, un pieza muy famosa que está dando en esos marido —su padre— la abandonó “como un trapo, días un teatro independiente. Dice que es una obra contaba— que se deja en la vereda para que se lo maestra del teatro moderno, que allí se va a dar lleve a la otra mañana el basurero, y tuvo que ha­ cuenta, más que en los libros, de cómo los seres cer frente a la casa como un hombre. Coser de la son víctimas de sí mismos y del mundo; y cómo mañana a la noche, con ella, su hija, siempre páli­ los demás son nuestro infierno, cuando no tenemos da, siempre débil, agarrada a su pollera hasta para el valor de elegirnos a nosotros mismos y conquistar ir al cuarto de baño... nuestra libertad. —“.. .tu miedo a la vida es el principio de tu li­ Ella va muy poco al teatro. Casi nunca. Cuando bertad, de tu existencia. Si tú lo asumes, no lo sen­ le pide a su marido de ir juntos, a ver piezas que tirás más, por más pesado que sea, pues es tu acto”. se comentan mucho en la oficina, él dice que es un —“Yo no quiero esa libertad que usted me ofrece; perdedero de tiempo, que tiene que levantarse tem­

144 145 prano para ir a las clases, y qué, además, es un oscuros, profundos, y los dientes duros y brillantes, entretenimiento de bobos e histéricas. Un poco ner­ no la dejan naufragar en un cuerpo sin curvas, en viosa, tarda varios días en aceptar su invitación. una nariz sin expresión; y en ese desaliño, que es No está muy segura de que hace bien en ir sola lo más característico de su persona, y que ella cul­ con él al teatro, aunque sea a la vermouth, y él, tiva, ya, en cierta manera, porque es una de sus ün compañero de trabajo. “Soy casada” —piensa— defensas contra la malignidad. De pronto surge de­ “y como tal debo comportarme ante el mundo”. Es lante de ella, en el espejo, llenándolo con su pre­ decir, que todos sus actos, sobre todo los exteriores, sencia soberana, Zulrna, la pelirroja de la oficina. deben ser consecuencias de ese acto, el de casar­ Parece que lleva ajorcas en los tobillos; se siente se. .. Sabe, por los comentarios de la oficina, con venir, como un viento cálido, arremolinando los cuánta sorna y con cuánta malicia se cuchichean corazones a sus pies. Habla y todos quedan en sus­ estas aventuras. Siente un asco tan grande al pen­ penso. El timbre de su voz es como una campana sar que esa baba maloliente de la maledicencia pue­ de plata. da caer sobre ella, que le da náuseas; como cuan­ Entran al teatro a oscuras. Hacía unos momentos do está indispuesta y él se acerca con intenciones que había empezado la función. En el escenario, un desagradables. hombre joven, se pasea nerviosamehte haciendo Pero si ella está casada con él, él lo está con muecas. Después entra con paso solapado, con algo ella. Cuál es la consecuencia de su acto? Era mejor de fiera, una mujer toda vestida de negro, horrible; ni pensarlo, porque se enfermaba. Se siente casi li­ y al rato otra, deslumbrante, con un aspecto cana­ bre de toda culpabilidad, de toda sospecha a oscu­ llesco. Están muertos. Son tres muertos, en el infier­ ras, de toda tentación, aunque no sabe bien si en no; una atmósfera enrarecida de la que quieren lo más remoto e ignorado de sus intenciones, anda hacer creer que es la realidad. Un cuarto implaca­ bordeando y haciendo equilibrios, como caminando blemente iluminado, con tres divanes, uno en cada por una cornisa. costado. Es el infierno. Pero qué infierno? Le cuesta Plancha con mucho esmero el único vestido pre­ entender bien lo que dicen, pues parecen picados sentable que tiene, un estampado a flores rojas so­ por una víbora, en las contorsiones, en los movi­ bre un fondo blanco. No es gran cosa, pero no tenía mientos desordenados, y sucios que hacen. Parece manchas ni marcas de sudor en las axilas. Se peina que están bajo el dominio de un domador, que, con hasta diez o veinte veces, para atrás, para adelan­ su látigo restallante, los hace pasar entre aros en te, pero no hay caso; se pone brillantina para ali­ llamas ,arrodillarse, caminar en cuatro patas, la­ sar los cabellos, quitarles esa apariencia de “esco­ mer el suelo. Pero más exacto es compararlos a billón”. Se mira al espejo. Quiere ignorarse, para encadenados; llevando cada uno un grillo en el pie, ver si se puede ver de otra manera... Qué fea, qué la cadena colgando de la cintura. Cada movimien­ insignificante se siente! La frente estrecha, las me­ to de uno arrastra a los otros dos personajes, en­ jillas con un tinte hepático, cansado. Sólo los ojos trechocándose los tres con dolorosos golpes y gemi-

146 147 dos. Vomitan los tres una angustia verde, como el Se aferra cada vez con más fuerza a la butaca. agua estancada del lago. Y en ese vómito verde, Siente que ellos, los tres personajes, la tironean, se revuelcan frenéticos, salpicándose, manchándose la arrastran a su juego. Ya la han alcanzado las la ropa, ensuciándose la cara, las manos. Ella quiere emanaciones de su vómito verde. Su cara está sal­ entender bien lo que dicen. Aprieta sus manos en picada. La han bloqueado en el centro de su an­ los brazos de la butaca. Tiene la boca seca. El a su gustia y hacen alrededor de ella una ronda ena­ lado, está como en un éxtasis. Es como un perro jenada, una ronda que la lleva a través de su deses­ maltratado, pateado, lamiendo la mano del amo. peración como a un abismo. Cierra un instante los Cuanto más lo castiga, más agradecido está. Ella ojos. Cuando los abre, ellos están en calma. Se mi­ quiere entender. Se clava las uñas en las piernas. ran como si nunca se hubieran visto, como si tra­ Las manos le chorrean sudor. Pero las palabras se taran de descubrirse o descubrir lo más vulnerable le escapan como una pulga en la cama. del otro para herirlo. Sentados cada uno en un so­ —“Señores, les ruego que hablen más claro, no fá, la mujer rubia de cuerpo voluptuoso y cabelle- oigo nada. Qué dicen? Dónde están? Para quiénes * ra de ramera, la otra, horrible, vestida de negro, representan ustedes la comedia?”. y el hombre sin sangre chupado por las dos muje­ —“Estamos entre nosotros. Entre asesinos. Esta­ res. De repente se alzan como electrizados. Se ha­ mos en el infierno, mi pequeña. Aquí no hay jamás cen caricias extrañas, forman un remolino oscuro. error y no se condena a la gente por nada”. Se gritan. Se injurian. Las manos como garras, los —“Pero, por qué están en el infierno? díganmelo. rostros desmesurados, enrojecidos, descompuestos. Desconozco ese infierno. Como no hay espejos en la habitación, se miran, se proyectan entre ellos, desnudos, indefensos, so­ Una de ellas se acerca con su cabellera rubia y los. Como si cada uno fuese para el otro una puerta su vestido azul eléctrico. Ella le ve sus senos blan­ abierta para escapar de sí mismo. O como si fue­ cos, redondos, separados, por el gran escote del ves­ ran náufragos de sí mismos, ahogándose por los tido. —“Porque el autor, que no cree en el infierno, otros, en la oscuridad. Se escupen las palabras más necesita de él para explicar cómo el hombre está horribles. encadenado a sí mismo y a los otros”. Horrorizada, de pronto les grita: —“Pero entonces él me engañó” —y mira a su —“Pero es necesario que para que ustedes exis­ compañero que, al lado suyo, sigue deglutiendo el tan, tengan que ser tan repugnantes, tan viscosos bombón amargo de la nada— “cuando me dijo que como los sapos?”. Sartre afirma que el hombre es libre”. La mujer de negro le grita. No, no grita: blasfe ­ —“Bueno, ahora estamos representando, no? Su ma; tal es lo innoble y canallesco de su boca. libertad será su infierno”. —“Me parece una cosa absurda...”. —“Quiere dejarnos tranquilos? Su estúpida mora­ —“Si no fuera absurdo no estaríamos aquí”. lidad burguesa —aquí ríe a carcajadas, y ella le ve

148 los ganchos de oro que sujetan sus dientes— se en­ ¿Por qué no había estudiado?. Por qué no insistió rojece... Vaya a ver piezas rosas”. su madre para que siguiera en el liceo?. Sabría un —“Pero por qué no lloran? No pueden llorar? Por poco más y entonces podría darse cuenta donde qué no piden perdón por sus pecados?.. estaba la falsedad de ellos, su punto flaco. Pero vi­ Pero entonces se acerca la rubia, insolente, y dice. ve entre dos aguas, temblando entre el sí y el no, —“Perdón.. a Quién, si Dios no existe?”. como entre dos poderes, sin saber dónde dirigirse. —“El Padre dice que Dios. . .V Sin el coraje de tomar una decisión. “Y si existie­ —“Dios, Dios, Dios —gritan los tres a coro—. Pero ra, ¿dejaría que yo fuese tan desgraciada?”. Un usted no sabe que Sartre dice que es una lástima bocinazo discreto suena a su espalda. Y el auto se que no exista? Por eso somos así; como nos hemos detiene junto al cordón de la vereda. Una voz me­ hecho a nosotros mismos. No ve que él nos ha ce­ losa, acariciadora, vulgar. —“Botija, dónde vas tan rrado el camino de Dios?”. pensativa?. Querés que te lleve?”. Sorprendida se —“Pero, entonces, dónde está el castigo? Dónde da vuelta y mira a través de los vidrios la cara que está el demonio, el fuego, el rechinar de dientes...?”. la invita a subir. Reaccionando, se aleja brusca­ —“Le parece poco castigo el devorarnos a nos­ mente, casi corriendo. Se detiene a mirarse en una otros mismos y ser, siempre iguales, sin poder dejar vidriera. Sufre por su aspecto, por su torpeza. Lleva de ser? Le parece todavía poco lo qué sufrimos?. recogidos los cabellos en el extremo de la cabeza, Su infierno es el de los niños. Este es el verdadero”. cayéndole en una cola de caballo, un poco desluci­ Y golpea con el taco en el entarimado. da. Una camisola verde, deja al descubierto sus Entonces el hombre, que está siempre excitado, brazos flacos y su cuello. La opinión que tiene de sí agarrándose la cabeza con las manos, caminando, misma es tan deplorable que se transparenta en su maldiciendo, entre la curiosidad perversa de las dos manera de caminar, de llevar la cabeza, de mirar. mujeres, se acerca y dice tan fuerte que casi salta Quisiera pasar desapercibida, que nadie la notase. en la butaca, sorprendida, asustada: Y así va por las calles, como un ratero, deslizándo­ —“No. El infierno no son los otros; somos nos­ se a lo largo de las paredes, escamoteando su cuer­ otros mismos.”... po, como borrándolo de la pizarra del día. “Yo creo en El o no creo? Tengo fe o no tengo? Cómo darme cuenta que El está en mí, que me ha creado? A mí!”... Alza un hombro despectivamente, con ges­ to mezclado de amargura, considerando cómo podría manifestarse tanto amor sobre tanta miseria, sin transformarla. “Y si ellos tuvieran razón?. Y si no existiera?. La luz roja del semáforo la detiene. Pasa una Están tan seguros de lo que dicen Sus palabras larga fila de autos, entre las complicadas manio­ son como sentencias, irreversibles. Horrorizan. bras de un trolley-bus y un pesado camión, pare­

150 151 ciendo hundir el asfalto bajo su peso. “Qué diferen­ transatlánticos. Rechinan las grúas. Grupos de es­ cia hay entre el infierno en que ellos están muertos, tibadores, con una bolsa al hombro, atraviesan la y este infierno en que ella vive?”... Sobre las ace­ zona portuaria. Aúllan las sirenas de los remolca­ ras brillantes de sol, la multitud va y viene entran­ dores. Marineros del puerto pasean indolentes por do en las tiendas, en los almacenes. Con el porta­ los depósitos. Las gaviotas vuelan bajo, persiguién­ folio debajo del brazo, va deslizándose entre la gen­ dose. El reloj de la Aduana da, solemnemente, des­ te, como una comadreja. Pasa un negro junto a ella de su alta torre, las ocho de la mañana. De re­ vendiendo diarios. Chasqueando los abultados la­ pente, sin saber cómo, se encuentra frente a la enor­ bios, le dice casi al oído: “¿Dónde están las canas­ me fachada de cemento, alejada de la calle por un ta s? ”. gran espacio de piedra reververante al sol, desnudo Sí, porque es un infierno, con la sola diferencia como una plaza de armas. El edificio, sin expresión, que ella no quería entrar en él y la pusieron sin es de una frialdad anónima, abstracta. querer. Y quién la eligió para el infierno?. Porque “... es como buscar un camino en la oscuridad. ella no lo eligió, la eligieron para el infierno. ¿Dios?. Pero después que la noche lo cubre, —decía el pa­ El diablo?. O los dos a la vez?. Cómo ella iba a dre— se hace la luz con la fuerza de la oración”. elegir?. Ella, tan poca cosa, tan ignorante, hacién­ La oración me fastidia, me aburre, me hace boste­ dose responsable de su propia vida, erigiéndose en zar. Es para la gente que puede pasarse las horas juez de su destino, eligiendo su propia angustia, su con el pensamiento fijo, “en qué, en quién?”. Qué propio veneno, transformándose, por su voluntad? tormento buscarlo detrás de esa espesa cortina de Al pasar junto a la vidriera de un café, pulida, bri­ palabras, ininteligibles, convencionales; descubrir llante, se pone los lentes para mirarse bien, fran­ que está vivo, presente entre nosotros, sin verlo, sin camente, casi con rabia. Junto a la mirada resba­ tocarlo, sólo porque oramos... ladiza de algunos hombres sentados a una mesa, el Mira casi con temor hacia arriba la inmensa mo- ■ cristal le devuelve su imagen, pequeña, huesuda, la le. El cuello estirado por el esfuerzo, la cola de ca­ frente estrecha y plana, como una cinta blanca en­ ballo cayéndole desflecada por la espalda. Las pa­ tre el oscuro del cabello y los ojos; y ese no sé qué redes concretas y lisas están cruzadas por cientos de perrito asustado o extraviado. de ventanas desnudas, mirando hacia la bahía. Tie­ —Ve? —dijo extendiendo un brazo largo y seco, nen un aspecto de falsa alegría matinal, de orien­ entrecerrando los ojos, como para proyectar la dis­ tación saludable, como una persona que viviera al tancia— bandeando aquel depósito, doblando a la día, sin problemas. Falsa alegría, tal vez, a causa izquierda, lo encontrará... de esos “guiños” del sol al aparecer y desaparecer Rápidamente atraviesa la calle. Un viento del entre las nubes; y que hacen resplandecer sus vi­ noroeste arremolina papeles. Levanta su pollera, se drios en explosivos o intempestivos relámpagos. Más la envuelve a las piernas. Trae un olor sucio de arriba, el cielo azul lejano, entre nubes blancoscu- resaca, de mar. Ondean las banderas en los altos ras. No hay un árbol. No hay una brizna de musgo.

152 153 No hay un papel. No hay nada. Un paisaje de ce¿ hacía los deberes para la escuela, se entretenía en mento desnudo metido en su propia desnudez. Su­ apilar, unos sobre otros, como pesadas torres. be los amplios, descansados escalones que dan acce­ “...esta ausencia de Dios, esta comprobación de so al hall, pasando las monumentales entradas de serié indiferente, no fue enseguida, súbita como un granito pulido, con sus puertas giratorias. rayo que pasa y deja como saldo, un árbol fulmi­ ..“o somos nosotros que inventamos ese doble nado. Y aunque está fulminada, no es de esa ma­ en nosotros mismos, para hablarnos, para escuchar­ nera, (podríamos decir de esa manera casi espec­ nos, para consolarnos, para no estar tan solos, y no tacular) sino por un modo lento de incubación des­ caer en el vacio. ¿Por qué se ha alejado Dios?, Cuál tructora, silenciosa, activa. Pequeños incidentes, os­ es la causa, o la serie de causas, por las que un día curas alternativas, en que el tormento de Dios, sin ya no llega a interesarle? Cuándo es que se deshace, Dios, la llevan hasta el confesionario, como un en­ como un castillo de naipes, su esperanza vuelta ha­ fermo ante el médico. No es su inteligencia que lo cia El?. Una esperanza un poco ciega, limitada, es busca. O lo niega. Siente que El está más allá de verdad, pero en la que ha depositado, como una mo­ todo, fuera de su inteligencia. Ni sostiene con su neda en la alcancía, la esperanza de que Dios se carne las batallas del deseo. Su inteligencia y su manifestaría. Es tal vez cuando su angustia, su va­ carne son casi diáfanas de inocencia y de culpabi­ cío, desborda el vaso colmado. Y El se le hace cada lidad. Sólo sabe, siente, que se hunde. Que no pisa vez más lejano, se le va borrando como uno de esos firme. Que no está ubicada, Que no tiene lugar en daguerrotipos antiguos que guardaba su madre en el mundo. Y que Dios la deja abandonada . el cajón de la cómoda, de rasgos desvanecidos; e Un poco cohibida, a pequeños pasos, traspone el inclinado sobre ellos, uno se preguntaba curiosa­ todavía casi desierto hall a las ocho de la mañana. mente: “Quién será? Es tal vez...?”. Sólo, dejaba del hueco de la monumental escalera, —“Me voy a ir de esta casa a la gran p..... Elvira, un letrero negro: “Informes”, indica un lugar pre­ mirá estas medidas (del agujero sale un dedo, lar­ sumiblemente habitado. El portero, instalado detrás go, peludo, de uña cuadrada). Mirá esta camisa, mi­ de la reja, la gorra echada sobre un ojo, lee pláci­ rá todo esto, y esto, y esto, (como si agarrara la damente un diario. Se para y después de unos ins­ casa entera con las manos y se la tirara a la cara) tan tes de hondas cavilaciones: —“No. No lo conoz­ —“Hijos... hijos..., ¿para qué querés hijos?... A co. Tal vez en el 6

154 155 nes y salones, con sus mostradores. Sus máquinas que viene al mediodía, apurado. O bajando y su­ de escribir. Sus teléfonos. Y sus pisapapeles. Es una biendo las escaleras, con vital disposición. oficina modelo. .. .si, sólo el asco de todo aquéllo. Un asco que '...no es devota. Su piedad no va más allá de la quería apartar de ella, como se aparta de un cajón misa dominical, en la que muchas veces se aburre los frutos podridos. Un asco furioso, donde habían porque le son desconocidos los ritos, la liturgia; su naufragado sus sueños de adolescente. Y la crisis sensibilidad no percibe bien el lenguaje del misterio de una amarga experiencia había despertado en que se celebra ante sus ojos. No pone de sí misma ella, violentamente, la madurez. La habían hecho nada más que una especie de obstinación infantil ingresar de pronto en ella, dejándole un sentimien­ en un juego difícil, negado. Y ese juego ansiado to de cansancio, una desconfianza cautelosa, torcida. era la paz, nada menos. La confianza. La justifica­ El la había esperado en un café, en la esquina ción. La alegría. De qué?. Y empieza a separarse de la oficina. Estaba dueño de sí mismo, calmo, cada vez más de El. No era su creador. El y ella. El dominante. Aunque un imperceptible temblor en la en sus evangelios. Ella en el infierno creado por sus mano cuando llevaba el cigarrillo a la boca indica­ actos. O por los actos de los otros... ba su nerviosidad reprimida. Ella estaba lívida. Arre, — ‘Tienes que casarte, hija mía. Has mancha­ pentida de haber ido, odiando su corbata blanca do tu carne y tu alma accediendo a sus deseos. Si con franjas de un rojo intenso. Y su voz. Y sus ma­ no, no serás una mujer honrada”. neras. Y aquellas horribles manos, como el estran- —“No me diga eso, Padre. Me siento inocente. Soy gulador del cine, subiendo y bajando por su cuerpo. pura por dentro, aunque usted me condene .Sólo me Le parecía, sentía el horror de que estaba con los queda el asco de todo eso”. guantes de goma, pronto a operarla sin anestesia, Deslumbrada, recorre el corredor desierto. Algu­ a trabajar en su carne viva, desesperada. Quedó nos letreros sobre las puertas de los salones: “Asun­ atravesada en la cama, los lentes en la mano, un tos Legales”; “Los ficheros al servicio del público”; zapato sostenido en la punta del pie. Sin tiempo “Reservado”; “Horario para el público de 8.30 a para desvestirse, respirar. Su violencia era brutal, 11.30”. Se queda mirando, vacilante. Perpleja. Las apremiante, con algo de tristemente desconsolado, salas vacías. Los libros abiertos con la estilográfica como un animal sediento. Junto con el asco, se des­ en el centro. En los percheros los sacos cuelgan co­ pertaba en ella una especie de terrible compasión. mo espantapájaros del trabajo. Suenan los teléfo­ Era como un muñeco flojo, desarticulado, esperan­ nos. Se adivina que los empleados están en algún do de ella su equilibrio. lado, tras los anaqueles. Tal vez consultando los ma­ Se detiene tímidamente frente a un salón, con pas de cabotaje; o la salinidad de las aguas; o la la puerta entornada. Y va a empujar para entrar, jurisdicción del aire en los sonidos. O descansan cuando sus ojos caen sobre un letrero “Prohibido escondidos, en el cuarto de baño. O en el despacho pasar a toda persona ajena a la Administración”. del “señor Director” (los pies sobre el escritorio) Vienen como de lejos, aplausos, breves pero calu­

156 157 rosos, enérgicos; y una voz de radio: “A los efectos ca” —y la mira con compasión maliciosa—. “Aquí del Artículo 30 inciso b”, —aplausos— ‘‘declaramos no es. En el 6? piso, donde está el archivo personal que el sueldo no puede ser menos”... La puerta se de los funcionarios”. Y se sienta, sin ningún mi­ abre y aparece un empleado hermético, lacónico y ramiento, a proseguir la lectura del diario. apresurado, con un cardigan marrón, la camisa ver­ El ascensor abre y cierra otra vez las puertas si­ de desabrochada, una visera azul sobre los ojos y lenciosamente. Ahora el ascensorista va marcando una taza de café en la mano. “No. No lo conozco”. en el tablero los números. 29, 29 y2, 39, 49, 69. .. Y Termina de beber el café empinando el pocilio; echa van entrando y saliendo como tragados y arrojados atrás la cabeza, dejando al descubierto una nuez por una ballena, hombres, mujeres, muchachos. Y vigorosa; después, con el dorso de la mano se res- de nuevo empieza a deambular por los corredores. trega los labios salientes, húmedos y gruesos: “Va­ Pero antes se detiene, apresurada, en una discreta ya a Informes”. Se abre el ascensor. En la amplia puerta pintada de blanco. “Damas”. Entra, no hay caja pintada de rojo, es empujada brutalmente ha­ nadie. Sólo el blanco deslumbrante de las paredes, cia el otro extremo por una avalancha de personas de las baldosas, reflejándose sobre el blanco de las que subían hablando, gesticulando. “No hay lugar piletas y el inodoro. Y el tubo de luz fluorescente. a dudas”; “lo establece la ley”; “el derecho al pa­ El olor encerrado y colectivo de muchos olores le ro” ... dilata la nariz. Y sin mirarse al espejo, sale, arre­ .. .el asco, el odio, a él, y más que él, a sí misma; glándose la pollera, aliviada. la curiosidad de todo eso atragantándola, sofocán­ —“Pero joven, le he dicho que aquí no trabaja” dola. Su aniquilamiento, su furor de animal des­ —contesta el empleado con fastidio—. “Hace 20 bordado sobre su cuerpo, su ternura torpe y babosa años?... Pero cómo quiere que yo sepa... Hay que sobre su cuello, su pelo, sus senos, su boca, la inhi­ revisar los archivos; y ahora no están los emplea­ bían de terror. Pertenecía a algo salvaje y fatídico dos para eso... Venga otro día...”. que ella no entendía claramente, pero que aceptaba ... cuando dieron las 8 en el gran campanario de con una pasiva rebelión, como algo implícito en la iglesia vecina, y entraron por la ventana entre­ su condición de muchacha. Tal vez lloraba silencio­ abierta (no había tenido tiempo de cerrarla) lle­ samente (aunque no lo cree); tal vez dijo (aunque nándola de reminiscencias, de ritos, genuflexiones, no lo cree) “y... era esto... (aunque no lo dijo cuando el dim-dom de las campanas, grave, sono­ tampoco) el am or!...?”. Pero había en ella como ro, cayó sobre su alma como un llamado divino, una un asombro extraño, no de pasión, no de placer, no parte de su ser se lanzó hacia su encuentro, como de sensualidad, sino de encontrarse, de pronto, pro­ a un viento de frescura. Se había levantado de un tagonizando algo hasta ese momento soslayado: los salto como picada por un bicho. Se abrochó la blu­ problemas del sexo y su miseria. sa, mientras buscaba un zapato perdido debajo de —“No, señorita... Ah!, señora?, mire, eh! Qué la cama. Y sin arreglarse el pelo, había salido co­ jovencita se casó!... Mismo, mismo, parece una chi­ rriendo, mordiéndose las manos para no llorar, o

158 159 llorando a gritos por dentro sin que se le oyera un voz baja un largo rato, soslayándola con intención. solo gemido. Mientras él, atrás, un poco ridículo, —“Está usted segura que era aquí donde trabaja­ venía secándose las manos del cuarto de baño, y ba?”. —“Te repito que no es el padre. El hijo”. quería contenerla, ayudándola a vestirse. —“Pero che, qué pesado que sos. Cómo va a ser el —“Con O dice?... un señor rubio, alto, casado?... hijo... Tenía hijos, señorita?” “Pero quién le dijo Pero, para qué son esos informes, señorita?... No, que figuraba en este personal?... No. Aquí no tra­ le repito, aquí no trabajó nunca. Buenos días”. bajó nunca. Buenos días”. Y se retira bruscamente. Vuelve sobre sus pa­ ...No había amor, sólo dureza, humillación y el sos; la mira unos instantes temor de que él no se casara después con ella “que —“Venga conmigo”. Levanta un mostrador de ma­ había consentido en ir a revolcarse con él —(eran dera y la introduce en un largo y estrecho corredor sus palabras)— como una cualquiera”. Y una espe­ formado por una avenida de ficheros, A.B.C.D.J.K. cie de monstruosa solidaridad femenina, de carne a Abre una puerta. “Prohibida la entrada a toda per­ carne, en el hecho de que las dos estaban crucifi­ sona ajena al servicio”. Aparece otro empleado, con cadas por el hombre. Ya no había distancia entre guardapolvo blanco, calvo y mofletudo “Con O?. ellas... Y en eso no contaba para nada su condi­ Quiere escribirlo?...”. Pasan las fichas entre sus ción de hija. dedos. Ocampo, Olaso, Ordóñez... Allí estaba su madre, parada entre las dos camas .. .Y su madre, amarga, dura, esperándola en el turcas, calculando cómo hacer para que los vecinos, centro de la pequeña habitación, entre las dos ca­ que se pasaban la vida atisbándolas, no se entera­ mas gemelas con colchas de cretona. No estaba pre­ ran. Y el temor de verle crecer el vientre. Y la in­ cisamente alarmada por lo tarde de la hora, sino diferencia atroz del drama. Fue entonces que se en­ por la sospecha que había crecido en ella y se ma­ cerró en el cuarto de baño, dándole dos vueltas a nifestaba en la dureza de su fisonomía. No era la llave; y casi se arrancó la ropa. Y todavía con las tampoco como una madre preocupada, sino como medidas puestas se metió en la bañera hasta el una mujer que esperase a otra mujer. No había pescuezo, para sacarse, para borrarse hasta la últi­ amor en la mirada que la recorrió toda entera, sino ma caricia. Y de repente, de rodillas, con la cabeza ansiedad; como si buscara los estigmas sangrientos casi adentro del agua, gritó, escupió, blasfemó: de la violación. No, no había amor, ni siquiera pie­ —“Dios, te odio. Por qué me dejaste hacer esto?. dad por la muchachita que se había vuelto adulta Soy tu criatura y me hundiste”. en la noche del sexo. —“No, No, señorita, hay una equivocación en todo —“No te acordás” —dijo el empleado volviéndose esto. Aquí no está. Los archivos están al día”. —Se al del cardigán marrón—, “es el hijo de aquél.. — acerca un negro portero, mirando tristemente con “Pero no, hombre, no, como va a ser el hijo, si dice un ojo de vidrio. —“Cómo dijo el nombre?. Con O?. que desde hace 20 años estaba aquí”. “Te digo que El que yo digo era un señor bajito, que hacía re­ es el hijo... No te acordás, aquél...?” —Hablan en puestos de máquinas. Me acuerdo que siempre que

160 161 pasaba a mi lado me decía: “Mirá, Urbanito, no taciones, que escondía en el fondo de un misterioso te casés, no te casés nunca... ” “Se siente mal, se­ jardín, defendido por las enormes hojas de la filo- ñorita ?” “Quiere sentarse? A ver, un vaso de agua... drendra... Y en cada patio, en cada habitación, se Bueno también qué calor, ché... Y sin leones”. iban separando más, ella y Dios, Dios y ella, deses­ —“Es que Dios te está buscando, Elvira; y para peradamente, sin comprenderse, como dos amantes conquistarte pone en movimiento la gran palanca que, amándose, no se entienden. Y entonces, ella, de las causas segundas. Es necesario...”. empezó a vivir sin El su vida. Una cuestión aparte. —“Padre, usted dice que Dios es amor, misericor­ El quedó en la última puerta. Y ella desapareció dia: y cómo, entonces, le va a poner una trampa en el jardín defendido por las inmensas hojas. Bus­ a mi inocencia?. No soy un ratón, Padre”. —Estaba cando la infancia que no tuvo. De cualquier manera, rígida detrás del confesionario. No era una mucha­ comprendía que había perdido la partida. cha. No era una penitente. Era como un animalito —“Elvira, lo que viene de Dios, no se ve ense­ que se lanza contra una reja cerrada y espera so­ guida. Al comienzo es como impalpable, pero toca corro con sus lastimeros quejidos. el alma, la conmueve en secreto”. —“Es que todo, aún los castigos más amargos de —“Padre, estoy desposeída. Tengo más miedo que la tierra, son pocos para salvar nuestra alma de la nunca. Todo lo que soñé es una pesadilla. Quisiera condenación eterna. De todo mal Dios saca un pro­ morir”. —Ella lo sintió remover bruscamente den­ vecho para tu alma”. tro del confesionario—. —“Que trabajó aquí? Mire, éste es el secretario, —“Hija mía”, —su voz temblaba— “tienes que re­ el empleado más antiguo de la oficina”. —Se acerca zar, lanzarte en sus brazos, como un niño en los de un hombre bajo, robusto, de abundante cabellera su padre, implorando su misericordia. El nos ama, blanca, cejas oscuras y peludas, con voz ronca— El nos ama. De cada noche tuya, de cada herida “No. Nunca lo vi”. —Hace memoria apretando los tuya, de todo tu despojo, El nace cada mañana en ojos— “Tal vez... Ah, ya recuerdo... Hace tiem­ t i . . . ”. po, había un señor calladito, calladito... que se Pensó, pero no se lo dijo, que eran frases muy fue”. —La mira y le dice —“Pero no, no puede ser lindas, que para ella no tenían realidad. Que iba ese. No lo conozco. Nunca lo hemos visto en esta cayendo día a día, en un vacío espantoso. Y que oficina”. —Y dirigiéndose al de túnica blanca —“Mi. seguía tan sola, que a veces hablaba fuerte para raron los ficheros?”. — “No, ese nombre no figura oírse. Mientras una desconfianza y una reserva para nada”. —Hablaron un momento entre ellos y miedosa la alejaban de todos . antes de retirarse al interior del salón. —“Es inútil —“Sigue por acá?” —le dice el ascensorista, mien­ buscar más, es perder el tiempo. Diríjase al 10 tras aprieta el botón del décimo piso. “Dura la vi­ piso. Allí está la oficina...” da para el pobre..., verdad?... Tal vez yo pueda Así fue entrando en un infierno, lentamente, co­ ayudarla...”. —Y la mira como con cara de ratón mo en una antigua casa de muchos patios y habi­ junto al queso— “Qué anda buscando?”.

162 163 En el décimo piso, la luz entra como una avalan­ canso dentro de sí misma. Allí. Donde nadie po­ cha incontenida. Golpea puertas, cristales, pisos. dría alcanzarla, lastimarla... Derrumba los colores. Hace trizas las sombras. Sien­ —“Pase una solicitud. Papel sellado $ 2,50”. La te el viento zumbar. A lo lejos, abajo, se ve el mar, máquina sigue velozmente devorando el papel. como un juguete de niño. Olitas pequeñas, como ...como en un vértigo se da cuenta del poder burbujas, saltan, persiguiéndose. Los barcos son de que Dios le ha puesto, que tiene en sus manos. Su papel. Fatigada, se interna por un corredor silen­ libertad. Y como en un vértigo piensa, que ella, cioso. Las puertas cerradas. “Canje” “Contaduría”. (Elvira), a la que nunca habían consultado ni pa­ De pronto aparece una empleada, meneando las ca­ ra nacer, ni para vivir, iba a elegir su destino (en deras, con un vestido de jersey ceñido, peinado ba­ este caso su muerte). Se para en medio de la calle. lón, la boca pintada al rojo vivo, fumando... Sin Levanta los ojos; y a través de los lentes oscuros alzar los ojos de unos expedientes que lleva en una mira los plátanos, el cielo azul, la gente que pasa mano, sin dejar de fumar “No sé nada. Soy nueva apresurada, indiferente, a su lado. Y por primera en la oficina. Llame allí” —y hace un gesto con la vez siente el verde profundo de los árboles, el cielo cabeza. Ahora golpean las máquinas. Los emplea­ azul, la vitalidad rebosante de la mañana. Algunas dos, con las mangas de la camisa arrolladas por personas la miran y ella afronta sus miradas como encima del codo. Los cigarrillos a medio concluir liberada de un peso. ¿Quién podría detenerla, en en los ceniceros. Un olor asfixiante, pesado, llena el ésta, su carrera hacia la liberación?. Atraviesa abs­ salón. Sin dejar de escribir, sin mirarla... traída, resuelta, la calle, el portafolio debajo del ...“Me mataré” —piensa de pronto. Como si de brazo, la cola de caballo moviéndose rítmicamente pronto, después de haber buscado por mucho tiem­ sobre sus estrechos hombros. po algo perdido (como un guante en un cajón de la cómoda), lo encontrase de repente. Por un mo­ mento queda fascinada con este encuentro. Cierra los ojos y se ve extendida, muerta, apenas indiferen­ te, recogida en su gran soledad. —“Qué desea?...” —Pero como no contesta, le­ vanta la cabeza y la mira—. “La alternativa es clara. O vota con nosotros, o —“Qué desea? No se pueden dar informes a me­ todo queda como está”. “Elvira”. “No me importa nores de edad” “Ah! Veintidós años?...” —Hace un la ceguera, no me importa la ceguera”... Una mano gesto de incredulidad fruciendo los labios. la palpa en la parte más vulnerable para destro­ ...no se tiene lástima, sino una cierta admira­ zarla. “Si usted vota la lista 208, usted elige para ción por su coraje, por poder proporcionarse ella, el País un candidato que...” “Elvira, vení a jugar que no tiene nada, que no es nadie, semejante des­ con nosotros”... “Ascensor”!. “Puerta”! El agua en

164 165 el inodoro trepida, cae de la cisterna ruidosamente, rra. Y el tiempo, detenido y fluyente, en el mismo como en una detonación. Lo que está lejos, casi re­ borde de las cosas, como un mazo de cartas aban­ moto, se va acercando con un fragor sordo, subte­ donadas sobre una mesa. De pronto, un manotazo rráneo. —“Tienes que elegir tu propio camino. Atra_ las desbarata, las mezcla, las confunde, formando vesar el puente que te separa de la nada y caer con las figuras el juego más extraño de las horas. en ella, endurecida y salvada”. El sacerdote desciende los escalones del altar, el —“Madre, dónde está mi padre que nunca lo veo?” capón en la mano, el acólito con la vela encendi­ —“Elvira, Elvira” —Quién me llama?”.— Pero se da. Resuenan sus pasos en la concavidad de la bó­ desvanece en un fondo oscuro de pesadumbre. veda, y ella lo siente llegar con una congoja de te­ —“Doctor, acérquese —dice la enfermera—. Vuel­ mor infantil. ve en sí. Mire sus párpados”. , —“Madre, no me peines tan fuerte que me lastí- —“Es idiota. Vas a renunciar antes de empezar? más”. —La madre le ajusta la coronita de flores Somos jóvenes. Estamos juntos. Qué más?”. Quiere artificiales a la cabeza y le echa unas gofas de agua hacerse sorda, a los rumores. “No estoy muerta?. de colonia, de esa que guarda en el ropero, para No quiero volver, Señor. Ayúdame a morir. Adelanta los desmayos. —“Tengo miedo de morder a Dios tu misericordia y no me juzgues... Y no me juz­ (“Corpus Domine”. ..) lastimarlo.”. Siente el roce de gues. ..” —“Acostate” —dice la mujer— “No me to­ la casulla sobre su cara. —“Madre, qué hago?”... que; quiero irme”. —“Es bueno lastimarlo; tal vez así nos oiga... pues —“Madre, quiero irme. Tengo miedo”. Y la ma­ de otra manera... (“Corpus Domine”...) “No me dre, parada entre las dos camas turcas con colchas peines más, voy a llegar tarde”... Entra fatigada de cretona, la mira, hosca, terrible, porque sabe a la iglesia, formando filas de dos en dos con las que eso ha pasado. Y tiene miedo que se enteren otras chicas, de blanco como ella — . .custódiat los vecinos. —“Nuestro lema es servir al país. No ánimam túam ...”. estamos vendidos al oro yanqui”. —“Elvira, descan­ —“Hay que sentarla en la cama para que respire sa en la promesa del Señor”. mejor. A ver, por favor, una almohada para ponerle Los rumores se hacen tan próximos que es inútil debajo de la cabeza. Cuidado, parece que va a vo­ negarles su evidencia. El ruido de los ómnibus, la mitar. El pulso está bien”. estridencia de los altoparlantes, van abriéndose ca­ Dedos invisibles aprietan su muñeca. Sus manos mino a través de la neblina oscura de la conciencia, empiezan a palpar la sábana, con un movimiento junto al olor abstracto del algodón y las vendas que leve de reconocimiento, como si estuvieran en la la cubren. Un sollozo amargo la recorre toda entera. oscuridad, ciegas. —“Déjenme, se lo ruego, —dice su Se anuda en el estómago, sube a la garganta. Las boca cerrada—. “No puedo volver. Estoy perdida. intermitencias de la memoria, como reflejos en el Perdida. Di el gran salto sobre la nada”. —“Pero agua, se le hacen cada vez menos distantes; sus ustedes no lloran?. No están arrepentidos?. No pi­ bordes se van juntando como una herida que se cie­ den perdón de sus pecados?. El Padre me dijo que

166 167 Dios...” “Dios, Dios, Dios”, reían a coro los tres, ella se acerca al diario abierto, y casi con dulzura, la mujer de negro, horrible, la rubia lasciva, el hom­ casi con persuación... bre chupado por las dos mujeres. Se ponen las ma­ —“Nunca he tenido nada. Ni infancia, ni madre, nos en el vientre para contener las convulsiones. ni amor. Ni a vos”. (E iba a decir: “ni a Dios”) pe­ —“Rica, por qué no lo llamas ahora que te estás ro se calló tragando la palabra. hundiendo?” —“Dios, ¿dónde estás?”— “No existe. —“Pamplinas, sentimentalismo de mujeres. Para No existe”. —“Por qué se aleja de mí?”... El grito qué dar hijos?. Total, para que se mueran o se pier­ resuena, se ahueca como en un túnel —“Elvira, El­ dan. Basta con nosotros. Buena presa”. vira...” —“Ya voy” —grita desde la cocina, secán­ —“Pero yo lo quiero” —le dice ella—. “Lo ne­ dose las manos en el delantal. cesito. Estoy sola. Quiero un apoyo. Querer a al­ “Los Cancilleres de Gran Bretaña, Francia y Ale­ guien ... Necesito... ”. mania, se preparan para negociar con Rusia”. “Goes Pero él sigue, sin contestarle directamente: con Trouville en un encuentro de mucha atracción”. —“Además, ahora tengo que trabajar. Estudiar. La voz, la cara, detrás del diario, como a través Prepararme para el concurso. La casa es chica. de un muro. El cigarrillo aplastado entre los dedos. Nuestra situación es precaria, y vos tenés que tra­ El sol entra por la ventana abierta. Cacarean los bajar también”. Y agrega a manera de conclusión gallos en los puestos de la feria. —“Elvira, tenés que —Tal vez más adelante... ”. ir hoy mismo a la médica. No podemos, no quiero —“No, no... No habrá más adelante!...” —grita, hijos por ahora. Para qué?. Son un estorbo”. fuera de sí... —“Se mató”. .. “No, no” —dijeron algunos—. “Vi­ El terror se apodera de ella. Los ojos leen en el ve”. “Pero no ve la sangre que le sale de la bo­ diario que los separa. “Aunque parezca mentira, ca?”...” —“Pobrecita, tan joven. Parece una niña”. aplaudieron al Uruguay”. “Reunión de A.U.D.A.F.” —“Mire,, tiene puesto el delantal. Seguro que esta­ “Imedia en pomo”... Cruza inconscientemente las ba en la cocina”. —“Bájele la pollera”... —“No se manos sobre su vientre, como una defensa, aguijo­ puede hasta que venga la Policía”. —“La mata­ neada por las palabras del hombre. ron ... es un crimen”. —“Qué va a ser un cri­ —“Otra vez allá...” —piensa, cerrando los ojos—. men !... Usted ve crímenes a las ocho de la ma­ “No quiero, no quiero”, —grita enloquecida— “Me ñana?” —“Por qué no?. En la esquina de mi casa, repugna y además es pecado”. mataron a una así. De esta manera”. —“Hay que —“Pecado es echar hijos al mundo sin poder sos­ llevarla en seguida, en seguida”. —“No se puede”. tenerlos ... ”. Aúlla una sirena. Cacarean los gallos. —“Porque en —“Si me obligás a ello, me mataré, entendés?. la ceguera encuentro la luz de la inspiración... ” Entendés?”. —El sacude el diario con fastidio. Sus —“Elvira... Elvi..., vení a jugar con nosotros”. hombros hacen un gesto de indiferencia. “Por m í... Entonces siente que una mano la levanta, la pone podés hacerlo ahora mismo”. —La desafía. Ahora, de pie, ordena sus cabellos ,sus vestidos, descom­

168 169 puestos, le acomoda los lentes que se han caído a olvida sus nombres. Sólo quiere ver su rostro en la sus pies. Ella no ve su rostro. Pero siente que la oscuridad. envuelve una dulzura, una ternura, como un amor —“Déjame m irarte...” —Pero el sigue a su lado, nuevo y poderoso. Como debía ser el amor de ma­ misterioso; parece que no toca el suelo, aunque ella dre, el amor de esposo, el amor de padre, que ella adivina que los pliegues de su ropa caen serenos, desconocía; ella, que no ha tenido amor de madre, a sus costados. Sabe, aunque oscuramente, como por ni de esposo, ni de padre. relámpagos, que ella existe para El, que El sufre —“Quién sos?” —le dice— “No te conozco. No por ella, que está desgarrado por su sufrimiento. puedo verte”. —Siente que su boca absorbe una a Que toda la maldad, que toda la indiferencia, que una la sangre de sus heridas. Restaña hasta la úl­ toda la angustia que había sostenido sobre sus hom­ tima gota. Y allí donde han estado sus heridas que­ bros, se transforma. Es una sensación extraña, nue­ da la piel lisa, transparente, casi diría luminosa. va, desconocida; saber que alguien se interesa pro­ —“Te duele, Elvira?.. fundamente por ella; y más que nada, saberse al­ —“No. No. Soy feliz ahora. Pero quién s o s ? .. . ”. guien ella misma. Y que se le da una importancia, Siempre de la mano, van atravesando calles de­ como nunca, rmuie, le había dado hasta ahora, ni siertas. Todas las casas están cerradas. Han dejado a sus males, ni a su soledad, ni a su frustración. en los umbrales y debajo de los árboles paquetes de Y que toda esa pequeña vida de muchacha que basura envueltos en papel de diario, en torno a los puede caber en el puño de su mano, es tan impor­ cuales se ven pequeñas sombras merodear. En una tante para El como el hijo que ella lleva en su esquina un farol rojo, como un semáforo, ilumina vientre. de pronto, en un relámpago, la oscuridad. Ella, que nunca ha tenido derecho a nada, que —“Tienes miedo, ahora?... nunca ha poseído nada, siente que alguien, en la —“No. No.”. (Cruza a manera de escudo las ma­ oscuridad, la eleva a la categoría de ser. Esto es nos sobre su vientre). El ve su gesto, lo adivina en tan dulce, tan insostenible, que tiene deseo de vol­ la sombra. ver a morir. De pronto, le asalta el temor de que —“Tu h ijo ...? ”. pueda ser un sueño sustituible. —“Sí, —dice tímidamente—, pero lo he matado. Los párpados le arden. Ha dominado la timidez, La mujer me puso...”. el temor a expresar sus sentimientos. Una necesidad —“Yo sé cual es el momento de la muerte... ”. de conversar con este desconocido que va a su lado, Parpadean las estrellas en la profundidad de la con ella, la hace casi comunicativa; y lágrimas de­ noche. Ella conoce algunas constelaciones. Su ma­ rriten su corazón agriado. Pasan por una gran ex­ rido, en algún momento extraño de amabilidad, más tensión desierta. Ni un soplo de aire. De pronto, bien de indiferencia tranquila, se las enseñaba, en aparece la luna, fantástica, enorme; y una extraña el balcón de su departamento, como lo hace en su blancura flota sobre el vacío, con algo de sobrena­ clase de astronomía. Pero ahora, ella se confunde, tural. Una ternura ciega la dobla toda hacia El,

170 171 como un arbusto a impulsos del viento. Ha desata­ guio pesado, oscuro, le cae de entre las piernas. do el nudo de su lengua. Algunos perros se acercan a olfatear. Ahora doblan —“Qué va a ser de mí, ahora?. Quería un hijo por una calle angosta, empinada. Se siente ya, por y lo he perdido. Lo he matado. Dios me castigará el frío húmedo, la madrugada. Al fondo de la calle, por lo que he hecho...” en el cielo, tan bajo que parece tocar la copa de Entonces, él le habla. En realidad, no sabe bien los plátanos, va desapareciendo la Cruz del Sur. comó es su voz, no puede traducirla en sonidos, Canta un gallo. Otro y otro contestan en la leja­ en comparaciones, como las otras voces; la supone nía. Ya casi se olvida de todo, de sí, cuando de de una dulzura inmaterial, como nacida de un sue­ pronto siente en la oscuridad que su mano aprie­ ño. Es como un fulgor que entra en ella y aclara ta la suya con más fuerzas y la ayuda a subir la sus ideas; una exigencia que la obliga a salir de empinada calle. Viene de ella, con su calor, una ella misma, para entrar en El, con familiaridad ternura dolorosa, pero fuerte, la seguridad de ser admirable, respetuosa. llevada desde la oscuridad de la calle hacia la luz, Tiene el presentimiento, más que el presenti­ la intimidad, de qué?... No lo sabe bien. Todo su miento, la seguridad, de que entre los dos existe amor se le traspasa entero, sin límite. Ahora, se un secreto; y que de ese secreto ella saldrá como siente más liviana, más descansada; como si el peso renovada, como renacida. enorme que sostiene su pecho, se aflojara; y su Quiere encontrar una comparación acertada a sangre corriera entre sus venas libre de todo lazo. esta experiencia. Pero no la puede expresar con El miedo, el odio, la pena, la vergüenza, el resen­ palabras: es como si de pronto se hubiera hecho timiento de su vida, ya no son más que el áspero transparente, semejante a un vidrio, y un rayo de recuerdo de una pesadilla. Del hueco de una puer­ sol la traspasara. ta sale un gato enarcado el lomo. Sus ojos fosfores­ —“Dios no castiga. Corrige. Ningún castigo, nin­ centes brillan en la oscuridad. Maúlla tierno, bajito, guna pena, alcanzará a cubrir la inmensa pena y los sigue un rato restregándose perezoso con­ del Hijo del Hombre”. tra las paredes y las piernas, la cola flaca, enhies­ —“No sabía que pudieras estar tan cerca de mí. ta con un signo. ¿Por qué no viniste antes? ¿Por qué me has dejado —“Elvira, Elvi... Vení a jugar con nosotros” — sufrir tanto?”. “Pasó un caballero pidiendo posada, — si mi ma­ —“Yo sé cuál es la hora mejor para encontrarme”. dre quiere...” “Elvira”. Se asoma a la ventana. Pero su misma pregunta, tan sencilla, la hace En el patio cuadrangular juegan los chicos alrede­ revivir, otra vez, su vida. La recorre de pronto como dor de un arriate, con dos palmeras altas. Sus ca­ una cruz, pero una cruz vacía. bellos caen como flecos y le barren la cara. Se siente cada vez más confusa. Va dejando atrás “No puedo ir, ahora...”. un reguero de sangre. Tiene un momento de ver­ —“Por qué?” —gritan los chicos—. “Falta uno güenza; siente sus mejillas rojas cuando un cuá- para hacer la rueda. Vení...”.

172 173 Ella pone sus dos manos en la boca a modo de bre hasta afable, hasta afectuoso. “Muy bien, se­ bocina; y al mismo tiempo, como con una voz mis­ ñora. Muy bien...”. teriosa, para ellos solos: —“Buenos días, Elvira”. “Elvira, como estás?”. “No puedo.. No puede decirles que está con Dios. Se reirían, la —“Por qué” —insisten los chicos... tomarían por loca. Las máquinas de escribir gol­ —“Estoy con Dios...” pean duramente el papel. Dejan un instante de jugar. Después alzan la —“Señora, le traigo el café con leche” —le dice cabeza y quedan en suspenso; pero, uno más atre­ el mozo del bar, con su saco blanco manchado de vido, pregunta: grasa, un trapo a manera de servilleta sobre el —“Elvira, cómo es Dios?...”. brazo. —“Es una m ano...”. —“No. Gracias. Hoy no necesito nada”. —“Una mano?”. —Los chicos quedan un momen­ Sentado en el escritorio, los guesos lentes sobre to desconcertados; pero después gritan todos jun­ la cara lampiña, somnolienta, su compañero, a me­ tos: dia voz lee. Declama enfáticamente, como un mal —“Que venga la mano a jugar con nosotros, que actor. Cuando entra, le hace señas de que no lo venga a jugar con nosotros...” interrumpa y escuche. Queda parada frente a él. Sube las escaleras polvorientas de la oficina. Han Canta sobre la muerte que estrena lo innacido retirado un viejo caminero de cáñamo; y la tierra Sobre el polvo, el número, el gusano, depositada ha formado otro caminero debajo, den­ Y el reloj, devorándonos. so y seco. Desde la entrada se oye el repiqueteo de Acércate a sirenas, a querubes las máquinas de escribir; y una fila de gente es­ Y a aquello que en la flor solicita la fragancia, pera en el corredor los certificados, junto a la ven­ Mientras la nada asoma su pálida exigencia tanilla, todavía con la cortina baja. Seencuentra Su angustia sin palabra, con el Director, que, con un expediente bajo el Tú, que eres sólo un riesgo entre la vida y la ceniza, brazo, cruza para ir al despacho del Secretario. Tú, la indecisa rosa del alba... —“Otra vez fuera de hora, verdad, señora?”. Y al decir la “indecisa rosa del alba” la señala —Mirando el reloj le dice, con su voz gangosa y un con el dedo. Comprueba, extrañada, pero con se­ modo bastante duro. Tiembla. Su presencia es su creta alegría, que él ya no la molesta ni la tortura. suplicio. —“Es que...” —Se iba a disculpar, como Que ya no siente esa sensación de inferioridad fren­ siempre, de su atraso. Pero de repente lo mira y te a él, por su falta de cultura, su ignorancia de le dice resueltamente —“Desde mañana vendré libros. Ya no la incomoda su pelo descuidado (“el siempre a la hora”.— El la mira y ella sigue— “Sa­ escobillón” según sus palabras), ni su pobre ropa be usted que soy muy feliz?”. Ve que su cara de siempre arrugada, ni sus zapatos con los tacos gas­ “Director” cae y es reemplazada por la de un hom­ tados. sin lustrar, ni sus uñas quebradas por el de-

174 175 tersil. Tiene una completa libertad en sus movi­ quien va a levantar el velo que los separa; y que mientos, una seguridad, más que una seguridad, ella no podrá levantarlo en ese círculo secreto que una confianza luminosa en sí misma, que no viene los envuelve, si no hace un esfuerzo sobre sí mis­ de nada exterior, sino de algo nuevo, que la sos­ ma. Cómo?... A cada paso que da, retrocede uno, tiene adentro, en su interior, como si ella fuera como si fuera una puntada mal hecha. Es posible la imagen de otra persona. Y cosa curiosa, se han que El, que ella... Hay que apurarse. Ya se va cambiado los papeles. Ahora ella lo mira a él, a sintiendo la mañana en la propia vibración de la su compañero de oficina, su verdugo ocasional, noche. Moscas negras, pesadas, caen, aplastándose casi con compasión, como a un pobre extraviado en un zumbido de alas sobre la luz. entre sus papeles y sus libros, dando manotazos —1“No quiero, no me toque” —grita fuera de sí. en ellos para sostenerse en el vacío en que vive. La mujer alza la goma roja del irrigador. Hay en Mientras el suyo, su vacío, se va llenando, colman­ el cuarto un olor a líquido carrel, que la descom­ do, misteriosamente. Se acerca a su mesa, le pasa pone. Se aprieta un instante la nariz, para rechazar suavemente, con ternura, su mano sobre su cabeza aquel olor, pero su boca ya lo traga, con náusea. engominada. Empieza a vomitar. Gotas heladas de sudor cubren De pronto se oscurece todo como si viniera la su frente. Levanta su cara convulsa, crispada, ha­ noche de nuevo. Siente aullar los perros y aprieta cia su madre, dura, fría. con fuerza la mano que la conduce. Nubes pesadas —“Madre, por qué sos tan cruel conmigo?. Por cubren el cielo y una luz densa, violeta, los envuel­ qué nunca me quisiste?. Por qué me hacés culpable ve. El gato asustado desaparece en un zaguán. de haber nacido?”. —Pero ella sigue sentada detrásr Quiere ver el rostro que va a su lado, tomar concien­ del biombo, sin inmutarse, Enajenada, le grita: cia de su realidad, cerciorarse bien de que existe, de que no es un falso sueño, una vana esperanza. —“Qué has hecho de mi padre? Dónde está?. Quie­ Pues, aun que su mano la lleva y siente sobre su ro verlo. Quiero que me saque de aquí”. —Tiene piel, más que sobre su piel, en el pulso de su san­ como un ataque de locura. La cólera, el odio, la gre, su presión, fuerte, suave, alentadora, hay algo ciegan. Se pega. Se da de cachetadas en la cara, que todavía la separa de El, que lo hace como inac­ hasta que le quedan las mejillas ardiendo. cesible y remoto. No es la oscuridad que le impide Entonces su madre su hace chiquita. Es como verlo: pues a veces pasan por el halo de luz que una niña asutada; como ella, cuando venía de la proyectan los focos eléctricos y tampoco consigue escuela y la madre la humillaba, por las malas verlo. Talvez va distraída en ese momento que pasa notas que traía. Se encoge bajo sus palabras, como bajo la luz. Pero hay algo extraño: un obstáculo ella cuando era niña y se encogía bajo las suyas. que todavía no puede saltar, como si un velo espe­ —“Cuando tenía el vientre así” (y con los brazos so se interpusiera entre los dos y del otro lado es­ hace un círculo enorma sobre su cuerpo), “me de­ tuviera su rostro en claridad. Siente que no es El jó, me dejó. Se fue con otra, una cualquiera. Cuan­

176 177 do salía a la calle los vecinos cuchicheaban. Se Porque es el compromiso más duro, más riesgoso reían de mí. Me llamaban “la abandonada”.” de su comportamiento. Pero El la había invitado, ineludiblemente. Y aunque una inquietud extraña —“Madre, madre” —grita loca de dolor, de com­ la devora, obedece. Se hace dócil. Después, con el pasión, de ternura—. “Pobrecita, cuánto habrás gesto de todos los días, cierra violentamente las sufrido... Por qué no me lo dijiste antes?. Por qué puertas del ascensor. Aprieta el botón negro con nunca me hablaste?...” —Corre a abrazarla. Tira el N

178 179 como si fuera la primera vez que lo viera, o los vie­ Dice de pronto, con una voz mansa, casi humil­ ra de nuevo, al regresar de un largo viaje. Cuánto de, como disculpándose, una voz que se le derrite desorden! Cuanto descuido! Las cortinas del venta­ en las entrañas. nal del living están tiesas, grises, como almidonadas —“Perdí el concurso para la cátedra de Astrono­ por la tierra y el sol. m ía'. —“Cómo estás?” —le dice a tiempo que deja en —“No importa —le dice ella—. Estarías nervio­ el sofá, cubierto de diarios, su portafolio. Se acerca so. Te preparas mejor y te presentarás a otro. Te a él. No contesta. O contesta con un gruñido. Tie­ veo cansado. Debes reponerte. ne el cigarrillo apagado entre los dedos. Ella sien­ Mientras habla se acerca más a él. Y de pronto te que viene de él, aunque está oculto detrás del le pasa sus brazos alrededor del cuello. Y besa pia­ diario, un abandono, una laxitud de hombre amar­ dosamente, tiernamente, sus ojos, sus mejillas re­ gado, frustrado tempranamente por la vida; y que cién afeitadas, que huelen a Palmolive. Y sus ma­ ella, sorprendida, percibe por primera vez. nos, que la rechazan, pero sin violencia. —“Dios mío, qué hiciste de nosotros!”. Sufre. Está más solo que ella; su soledad de hom­ bre es tan terrible que la asusta. Tiene que ponerse Ya es de día. Los lecheros dejan las botellas en los umbrales y los primeros autos cruzan veloces las en punta de pies para alcanzarla como cuando era calles, todavía desiertas. Se oyen vocear ios prime­ niña y se asomaba al borde de un viejo aljibe a ros diarios “El Día”, “El País”.:. —“No me dejes. mirar el agua estancada del fondo. Se acerca tanto No me dejes” —grita desesperada. Se siente cada que ve la fecha escrita en el diario: jueves 26 de vez más pequeña, como si su cuerpo fuese desapa­ marzo de 1961... Siente el olor de la tinta fresca reciendo entre sus manos. “No me dejes. No me del diario. El no se mueve. Entonces le quita sua­ dejes”. vemente, primero el cigarro aplastado entre sus El ascensor se detiene en el tercer piso y el tim­ dedos, que se deshace y cae en ceniza sobre la mesa bre repercute en el departamento. “Es el oxígeno. y en sus manos. Después el diario. El la mira sor. Pero ya no hace falta. Mire. Su pulso es casi nor­ prendido. Pero sin cólera. Ve en sus ojos apagados mal. Está volviendo en sí”. “No me dejes No me una expresión de tristeza, desconocida para ella. dejes...”. “La alternativa es clara: o vota con nos­ Innumerables pequeñas arugas lo circundan, como otros o todos queda como está”. Compro fierro vie­ un abanico. Alguna vez lo ha mirado? Cree que jo. Máquinas de coser, camas”. “Ascensor. Ascensor. nunca. Sólo se veía ella misma, su víctima. Sobre Puerta”. “No me dejes” (sigue gritando desespera­ un costado de la mesa ha dejado sus apuntes de da). “Cómo voy a vivir sin tí!”. matemáticas, su pasión. Siempre ha querido publi­ Mira, asustada, alrededor. Ve sobre su pecho un carlos. Y con esa ilusión lo ha conocido siempre. hueco rojo, caliente, profundo. Arde como un fue-

180 181 go. Con un último esfuerzo desesperado, quisiera cruzar los brazos, juntar sus rodillas con su bar­ billa, y, con su forma fetal, treparse, acurrucarse en el hueco rojo de ese corazón. —‘“Ya vuelve en sí. Sosténganle la cabeza. Mire, doctor, está abriendo los ojos...”. Va a repetir, como un niño obstinado; “No me de­ jes... Cómo voy a vivir sin tí...” Pero entonces lo ve, frente a ella, crucificado en la blancura de la pared.

182 Editorial Alfa Colección Carabela Dirigida por Benito Milla

Títulos publicados:

1. Ramón J. Sender: L a L l a v e (novela). 2. M. M aidanik: Vanguardismo y Revolución (ensayo). 3. Mario Benedetti: L a T r e g u a (novela). 4. Ariel Méndez: La Ciudad Contra los Muros (novela). Este libro se ierminó de imprimir en la 5 . Juan Carlos Somma: C l o n i s (novela). Imprenta P A N A M E R IC A N A , calle 21 de Setiembre 2 7 9 2 , el día 3 0 de noviembre 6. Roger Munier: Contra la Imagen (ensayo). de 1962, para la Editorial ALFA, 7. Mario Benedetti: M ontevideanos (2^ edición). Montevideo (Uruguay) 8 . Roberto Fabregat Cúneo: M e t r o (novela). 9 . C. Barrios Sosa: M uchachos (cuentos). 10. Mario Benedetti: Q ié n d e N o s o t r o s (29- edición). 11. Sylvia Lago: T rajano (novela). 12. Emir Rodríguez Monegal: Narradores de esta A m é r i c a (ensayos). 13. Clara Silva: El alm a y los perros (novela).

En P rensa:

Asdrúbal Salsamendi: La ventana interior. Arturo Ardao: Filosofía de habla española. Ariel Méndez: La otra aventura.