El Manantial En El Desierto—
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TOMO II Ayn Rand EL MANANTIAL EDITORIAL PLANETA EDICIONES G.R. Título original: THE FOUNTAiNHEAD Traducción de LUIS DE PAOLA Portada de GRACIA © Ayn Rand, 1958 © Editorial Planeta, 1975 Depósito Legal: B. 40.793 (n) –1975 ISBN: 84-0143973-6 (Obra completa) ISBN: 84-0143282-0 (Tomo II) ISBN: 84-320-5407-0 (Publicado anteriormente por Editorial Planeta) Difundido por PLAZA & JANES, S. A. Espulgas de Llobregat: Virgen de Guadalupe, 21-33 Buenos Aires: Lambare, 893 México 5. D.F.: Amazonas, 44,2.° piso Bogotá: Carrera 8.a Núms. 17-41 LIBROS RENO son editados por Ediciones G. P., Virgen de Guadalupe, 21-33 Esplugas de Llobregat (Barcelona) e impresos por Gráficas Guada, S. A., Virgen de Guadalupe, 33 Esplugas de Llobregat (Barcelona) – ESPAÑA TERCERA PARTE GAIL WYNAND I Gail Wynand se colocó el revólver en la sien. Sintió la presión del anillo metálico en su piel... y nada más. Podía haber tenido en la mano un tubo de plomo o una joya; no era nada más que un pequeño círculo sin significado. —Voy a morir —dijo en voz alta, y bostezó. No sentía ni consuelo ni desesperación ni temor. El momento de su fin no presentaba siquiera un poco de seriedad. Era un momento anónimo. Hacía pocos minutos había tenido el cepillo de los dientes en la mano; ahora tenía una pistola con la misma indiferencia. «Uno no muere así —pensó—. Es preciso sentir gran alegría o un saludable terror. Uno no debe saludar su propio fin. Que sienta un espasmo de terror y apretaré el gatillo.» No sintió nada. Se encogió de hombros y bajó el arma. La estuvo golpeando ligeramente en la palma de la mano izquierda: «La gente siempre habla de una muerte negra o de una muerte roja —pensó—; la tuya, Gail Wynand, será una muerte gris. ¿Por qué no ha dicho nadie jamás que éste es el horror último? Ni gritos ni súplicas ni convulsiones. Ni la indiferencia de un limpio vacío, desinfectado por el fuego de un gran desastre. Pero esto... un horror insignificante, tiznado, pequeño, incapaz de producir espanto. Tú no puedes proceder así —se dijo a sí mismo, sonriendo fríamente—, sería de muy mal gusto.» Se dirigió a su dormitorio. Su residencia se hallaba situada en el piso quincuagésimo séptimo de un gran hotel residencial que le pertenecía en el centro de Manhattan. Podía contemplar toda la ciudad, que se extendía abajo. El dormitorio era una caja de vidrio que estaba sobre el tejado de la casa. Las paredes y el techo eran inmensas láminas de vidrio. Había cortinas azuladas para cubrir las paredes y cerrar la habitación cuando lo deseaba, pero no había nada para cubrir el techo. Yaciendo en la cama, podía estudiar las estrellas que estaban sobre su cabeza, ver el fulgor de los relámpagos u observar la lluvia rompiéndose en furiosos y brillantes estallidos como pequeños soles contra la protección transparente. Le gustaba apagar la luz y descorrer todas las cortinas cuando estaba en la cama acompañado. «Estamos durmiendo a la vista de seis millones de personas», le decía. Ahora estaba solo. Las cortinas estaban descorridas. Miraba la ciudad. Era tarde y el gran tumulto de las luces de abajo empezaba a morir. Pensó que no le había importado contemplar a la ciudad muchos años, y que no le importaría verla de nuevo. Se apoyó contra la pared y sintió el vidrio frío a través de la fina seda oscura de su pijama. Tenía un monograma bordado en blanco en el bolsillo de arriba. G. W., reproducción exacta de como firmaba sus iniciales con un solo trazo violento. La gente decía que la mayor paradoja de Wynand, entre muchas, era su aspecto. Parecía un producto decadente, final, refinado, de una larga estirpe, y todo el mundo sabía que procedía del arroyo. Era alto, demasiado delgado para la belleza física, como si toda su carne y sus músculos hubiesen sido eliminados. No le era necesario permanecer erguido para dar impresión de dureza. Como una pieza de costoso acero, se doblaba con la mirada cabizbaja y daba la impresión de un resorte feroz que pudiera saltar en cualquier momento. Este aviso era todo lo que necesitaba; raras veces estaba completamente erguido; solía estar repantigado. Cualquier ropa que usase le daba aire de consumada elegancia. Su rostro no pertenecía a la civilización moderna, sino a la antigua Roma; era el rostro de un patricio. Sus cabellos, sembrados de gris, estaban peinados hacia atrás. Su piel aparecía tirante sobre los agudos huecos de la cara, su boca era grande y fina; los ojos bajo sesgadas cejas eran de color azul pálido, y en las fotografías parecían dos óvalos blancos y sarcásticos. Una vez un artista le había pedido que posase para pintar un retrato de Mefistófeles. Wynand se había reído, rehusando, y el artista lo había observado tristemente, porque la risa tornaba al rostro perfecto para su propósito. Inclinó indolentemente el cuerpo contra el vidrio del dormitorio, con el peso del arma en la mano. «Hoy — pensó—, ¿qué era hoy? ¿Ocurrió algo que me podría ayudar ahora y que diese significado a este momento?» Aquel día había sido igual a muchos otros días pasados cuyos rasgos peculiares eran difíciles de reconocer. Tenía cincuenta y un años y estaba a mediados de octubre de 1932; esto lo sabía con seguridad; lo demás requería un esfuerzo de memoria. Se había despertado y vestido a las seis de la mañana. Durante su vida de adulto no había dormido más de cuatro horas por noche. Bajó al comedor donde el desayuno estaba servido. Su casa, una pequeña estructura, estaba al borde de una vasta terraza dispuesta como un jardín. Las habitaciones eran una proeza superlativamente artística. Su sencillez y belleza habrían provocado suspiros de admiración si aquella casa hubiese pertenecido a cualquier otro, pero la gente permanecía silenciosamente asombrada cuando pensaba que era la casa del propietario del New York Banner, el diario más vulgar del país. Después del desayuno fue al estudio. Sobre su mesa estaban amontonados todos los diarios, libros y revistas importantes recibidos aquella mañana de todas partes del país. Trabajaba solo durante tres horas, leyendo y escribiendo breves notas en las páginas impresas, con un lápiz azul. Las notas parecían los signos taquigráficos de un espía. Nadie las podía descifrar, excepto la seca secretaria de edad madura que entraba en el estudio cuando Wynand salía. Desde hacía cinco años no oía su voz, pero la comunicación no era necesaria. Cuando volvía a su estudio, por la noche, la secretaria y el montón de papeles habían desaparecido; en su escritorio encontraba en páginas netamente escritas a máquina las cosas que deseaba recordar del trabajo de la mañana. A las diez llegó al edificio del Banner, una construcción sencilla, triste, en un barrio poco elegante de Manhattan. Cuando recorría los estrechos pasillos del edificio, los empleados le daban los buenos días. El saludo era correcto y él contestaba correctamente, pero su paso producía el efecto del rayo de la muerte capaz de paralizar el motor de los organismos vivientes. Entre las muchas reglamentaciones duras impuestas a los empleados de todas las empresas Wynand, la más dura era la que exigía que ningún hombre cesara en su trabajo si el señor Wynand entraba en la habitación donde trabajaba. Nadie podía predecir qué departamento elegiría para visitar ni cuándo. Podía aparecer en cualquier momento y en cualquier parte del edificio, y su presencia era como una descarga eléctrica. Los empleados trataban de obedecer la regla como mejor podían, pero preferían tres horas de trabajo extra a diez minutos de trabajo bajo su observación silenciosa. Aquella mañana fue a su oficina a ver las pruebas de los editoriales del Banner del domingo. Trazó rayas azules en los renglones que quería eliminar. No firmó con sus iniciales, pero todo el mundo sabía que solamente Gail Wynand podía hacer aquellos trazos azules, rayas que parecían eliminar la existencia de los autores del trabajo. Terminó de leer las pruebas y pidió que lo conectasen con el director del Herald de Wynand en Springville (Kansas). Cuando telefoneaba a sus provincias, su nombre no era anunciado jamás a la victima. Esperaba que su voz fuera conocida por cada ciudadano importante de su imperio. —Buenos días, Cummings —dijo cuando el director contestó. —¡Dios mío! —suspiró el director—. ¿No es...? — Es —replicó Wynand—. Escuche, Cummings. Un poco más de porquería en la charlatanería de ayer sobre «La última rosa de verano», y puede preparar los bártulos. —Sí, señor Wynand. Wynand colgó el receptor. Pidió comunicación con un eminente senador de Washington. —Buenos días, senador —dijo cuando el caballero habló al cabo de dos minutos—. Gracias por la amabilidad de contestar a esta llamada. Lo tomo en cuenta. No quiero hacerle perder su tiempo, pero le debía la expresión de mi más profunda gratitud. Lo llamo para agradecerle su trabajo por hacer pasar la ley Hayer-Lanston, —Pero..., ¡señor Wynand! —La voz del senador parecía temblar—. Es una amabilidad suya, pero la ley no se ha aprobado aún. —¡Oh, cierto! Es una equivocación mía. Se aprobará mañana. Una reunión del Consejo de las Empresas Wynand estaba prevista para las once y media de la mañana. Las empresas Wynand consistían en veintidós diarios, siete revistas, tres agencias de noticias y dos noticiarios cinematográficos. Wynand poseía el setenta y cinco por ciento de las acciones. Los directores no estaban seguros de sus funciones ni de sus propósitos. Wynand había ordenado que las reuniones empezasen con puntualidad, estuviera o no él presente. Aquel día entró en la sala de juntas a las once y veinticinco. Un viejo caballero distinguido estaba hablando.