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Les habla Tania

Los pájaros alzaron el vuelo. Un aletear de alas cubrió la selva. Las aves se asustaron con el inusitado ruido de los disparos. El canto de muerte de los fusiles y las ametra- lladoras rompió el silencio de hierro por el monte inmen- so. Entonces se escuchó el grito de una mujer: —¡Están rodeados, ríndanse, se les respetará su vida. El ejército guerrillero del Frente de Liberación de no asesina a los prisioneros, ríndanse... Les habla Tania. Ríndanse! Poco después, ante los ojos sorprendidos de los solda- dos bolivianos surgió de entre la maleza la esbelta figura de una muchacha que portaba en las manos una liviana carabina M-1. Por debajo de una boina negra asomaba su larga cabellera rubia, casi dorada. Iba vestida con panta- lones y camisa de mezclilla y el apretado cinturón que ce- ñía su cintura anunciaba unas anchas caderas. Era alta, espigada como una palmera joven y su voz delataba el manejo de un lenguaje fluido, como si le fuera habitual estar frente al micrófono o una grabadora.

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Detrás de ella surgieron varios hombres igualmente armados, pero resultaba obvio para el capitán al mando de la tropa boliviana que ella estaba al frente de los gue- rrilleros. Dio la orden de rendición, pues tanto él como sus hombres habían quedado deslumbrados por aquella presencia femenina de belleza extraordinaria en medio de la selva y del combate. La batalla apenas había durado unos minutos sin que uno solo de sus hombres hubiera sido alcanzado por las balas. A diferencia de otros oficia- les entrenados por los rangers yanquis, el capitán les ha- bía advertido a sus hombres que entre militares de honor se debía respetar las leyes de guerra: no se debía asesinar a los prisioneros o matar por el puro gusto de hacerlo, como era usual para Vargas Salinas, un despiadado asesi- no cuya permanencia en las fuerzas armadas de Bolivia era una vergüenza para el ejército. Después de quitarles todas sus armas, tal y como ha- bía prometido la guerrillera Tania, y después de que otro guerrillero, que dijo ser médico, comprobó que nadie ha- bía sido herido, los militares fueron puestos en libertad. Al despedirse de ella el capitán pudo ver los ojos de Ta- nia: eran de un verde esmeralda y le dieron la sensación de una profundidad marina, como las postales que un compañero suyo había traído de un viaje al Caribe. Ya de regreso, el joven capitán se decía a sí mismo: «Todos los guerrilleros suelen tener un nombre de

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guerra… ¿Cuál será el de esta belleza que se nombra Tania?»

En plena primavera, el 12 de mayo de 1961, llegaba al aeropuerto de La Habana, , Haydeé Tamara Bunke Bider, de 23 años de edad, nacida en de padres alemanes, Nadia y Erich, quienes se la habían llevado a la República Democrática Alemana, junto a su hermano Olaf, cuando ella tenía apenas 14 años recién cumplidos. Era una joven polifacética: hasta ese momento se había desempeñado en Berlín como traductora, pues domina- ba cinco lenguas: español, alemán, francés, inglés e ita- liano. Llegó invitada a la isla junto con Fernando y Ali- cia Alonso, maestro y bailarina, a quienes había servido como intérprete durante su estancia en Europa. Por ges- tión de los Alonso comenzó a trabajar en el Ministerio de Educación y en el Instituto de Amistad con los Pue- blos (ICAP). Hija de padres comunistas, educada en las ideas mar- xistas-leninistas, la joven desde 1959 soñaba con visitar Cuba, donde se estaba desarrollando una revolución que había transformado totalmente la vida del pueblo cuba- no. Esto se había convertido en un firme propósito para ella a partir de que, en 1960, tuvo la oportunidad de ser- vir como traductora del hombre más inteligente y guapo

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que se le había cruzado en el camino… por cierto, un ar- gentino como ella: Ernesto Guevara, también conocido como el Che. Un porteño con bien ganada fama de va- liente por sus 25 meses de combate guerrillero en las montañas de la isla de Cuba. Era lógico que la bellísima muchacha de 23 años se sintiera atraída por el famoso comandante, bello como hombre y apenas unos años ma- yor que ella. Ninguno de los dos adivinó que el destino les deparaba un futuro compartido. Tamara se insertó muy pronto en la vida de los cuba- nos con toda la fuerza de su apasionado corazón. Hizo amigos y vistió el traje de las milicias revolucionarias. Pe- se a ser extranjera se le vio con una pistola a la cintura y hacía guardia frente a centros de importancia económica o social que pudieran ser blanco de los sabotajes que la CIA estadounidense preparaba contra el gobierno revolu- cionario. Los cubanos la sintieron cubana y ella misma se asumió una revolucionaria más, dispuesta a empuñar las armas para defender a la joven revolución. En una carta a sus padres, Nadia y Erich, les escribe entusiasmada so- bre el calor humano y la belleza de «nuestra islita» y fir- ma rimando con el diminutivo de su nombre: «Ita», co- mo le llamaban sus padres. Tamara trajo a Cuba, junto con su seductora sonrisa, las aficiones de su juventud en Alemania: la llamada mú- sica clásica o tal vez mejor decir música culta, en especial

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la de Bach; la música folclórica de América del sur y, cla- ro, también la de su patria natal, Argentina, a la que siempre soñaba volver y por la cual sentía saudade, esa palabra musical utilizada por los marineros portugueses para nombrar la nostalgia por su tierra. Tocaba la guita- rra y el acordeón, cantaba, bailaba, practicaba natación y el tiro con fusil, deporte en el que había ganado recono- cimientos cuando militaba en la juventud libre del Parti- do Comunista alemán. Y si portaba una pistola, como me contó hace muy po- co Pedro Margolles, periodista y director de Prensa Latina por más de 20 años (agregando con un dejo de travesura en la voz «quién sabe quién se la dio»), resulta natural que también practicara el tiro con arma corta. Esto no lo constata ninguna imagen o testimonio escrito que consul- té. Margolles la recuerda así: «Siempre de miliciana con una pistola a la cintura, muy bonita. Nunca la vi con fal- da o vestidos, lo que seguro la haría ver más hermosa…, pero con pantalón y camisa de mezclilla no dejaba de lu- cir muy femenina. Toda una belleza de mujer». Concuerdan los testimonios de otras personas que la trataron en Cuba, a quienes entrevisté, que no era en ab- soluto fotogénica. Tal vez no hubo para ella un fotógrafo como Korda, o un Chino López, quienes captaron a su fa- moso compatriota el ; o un poeta como Ni- colás Guillén, que cantara con musicales versos el verde

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de sus ojos. Seguro hay poemas de aquellos que conocie- ron personalmente a Tania, pero no de Tamara. Quizá fue la música folclórica argentina la que hizo que los dos jóvenes porteños se pudieran reconocer... Es- to sucede en la primavera isleña, en mayo, época que los cubanos llamamos «mes de las flores»; en el que se sue- le afirmar que la naturaleza nos inclina al amor y a la amistad. Germinan plantas y flores. Germinan la amistad y el amor. En ese año de 1961 se encontraban en La Habana al- rededor de 400 argentinos, así como tantas otras personas de todo el orbe. La Revolución Cubana era el de aten- ción de intelectuales, poetas, artistas, pero también de científicos y técnicos de las más variadas disciplinas del conocimiento humano, que acudían a la patria de José Martí a ofrecer sus servicios en las más disímiles tareas del quehacer cotidiano, como lo hicieron Ernesto y Tamara. La fecha posible de su reencuentro quizá fue el 25 de mayo. Los organizadores de una verbena van a ver al co- mandante argentino (muchos de sus compañeros de la guerrilla me contaron que, además del Che, también le conocían simplemente por el Argentino) para invitarlo a participar en esa reunión festiva. Éste se entusiasma con la idea y aporta sugerencias: preparar un asado con cue- ro, una parrillada con ternera y aconseja que busquen a Tamara, una compatriota muy entusiasta que toca la gui-

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tarra y el acordeón. Les dice que trabaja como traductora en el Ministerio de Educación, pero igual la pueden loca- lizar en la Federación de Mujeres Cubanas o en el ICAP. Han pasado casi dos años desde que la conoció en Ber- lín… ¿La ha vuelto a ver?, ¿cómo sabe de ella? Ninguna de las muchas biografías publicadas y los testimonios que re- copilé sobre el Che lo aclaran. Durante los viajes que rea- lizó Paco Ignacio Taibo II a Cuba, cuando preparaba su biografía sobre Guevara, personas como Manresa, secre- tario del comandante, estaban dispuestas a hablar de las campañas de Guevara en la guerrilla, pero nos invitaban un café cuando Taibo preguntaba sobre los servicios de in- teligencia cubanos previos a la llegada de quien se conver- tiría en «Ramón» y en «Tania», la guerrillera del Che en las selvas de Ñancahuasú. Volvamos entonces sobre la pregunta que formulé: ¿cómo sabe de ella, a través de quién?, ¿tal vez por otros argentinos que tenían contacto con ambos? No parece serlo, pues Carolina Aguilar, otra argentina amiga de Ta- mara, al finalizar su testimonio se pregunta: «Lo que siempre he ignorado es cómo el Che sabía de las cualida- des de Tamara». ¿Y no sería que el ya inefable Barbarroja, el desapare- cido comandante Manuel Piñeiro, creador del aparato cu- bano de inteligencia y contrainteligencia, el Dzerzhinsky criollo, haya puesto los ojos en ella por reunir los atribu-

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tos intelectuales, físicos y políticos necesarios para realizar audaces labores de inteligencia a favor de la naciente revo- lución socialista, acechada por el país más poderoso y agre- sivo del mundo? Como sucedió con Manresa, en las dos ocasiones que Piñeiro mismo me llamó a su casa para con- versar acerca de mis libros sobre el Che, al tocar este pun- to, ¡me invitó un café y me brindó una generosa sonrisa! Si entro al campo de las suposiciones podemos asu- mir que, ya por esas fechas, Guevara comenzaba a preparar su lanza en ristre para partir, cual Quijote sobre Rocinan- te, a otras tierras del mundo que pudieran necesitar de sus «modestos esfuerzos». No olvidemos que, como na- rro en mi libro Las huellas del Che Guevara,1 en lo alto de una montaña de la Sierra Maestra, Conrado Martínez, militar que le dio nombre al lugar, pues se llama «los al- tos de Conrado», me confió que el Che le había dicho en aquel lugar donde estábamos parados: «Cuando acabe de tirar los cuatro tiritos de esta guerra, yo me voy a liberar a otros pueblos del mundo, Conrado». Y nadie mejor que esa compatriota bonita para ayu- darle en sus sueños y Barbarroja en echarle una mano en lo que era un maestro indiscutible: reclutar futuros agen- tes de inteligencia.

1 Mariano Rodríguez Herrera, Las huellas del Che Guevara, México, Plaza y Janés, 2002.

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Quizá fue así como se volvieron a ver aquel 25 de ma- yo, pues apenas se le dijo a Tamara sobre la misión que se preparaba, quiso ocuparse de todo con la vitalidad y el entusiasmo que le era característico. No hubo asado de cuero porque la ternera era pequeña, pero sí se cebó ma- te en abundancia y Tamara tocó su guitarra y hubo can- ciones y cubanas. Ernesto habló al final de la fiesta sobre la lucha en América Latina, que veía como obligación de todo el que quisiera ser revolucionario. Volverían a verse poco después en un trabajo volun- tario, ese invento de Guevara para que todo el pueblo participara con trabajo físico en la construcción de la nueva sociedad que él soñaba y así ir en pos del hombre nuevo que se imaginaba. Es a partir de la edificación de una escuela que patrocinaba la Unión Internacional de Estudiantes que comenzaron a verse y a tratarse. Vemos a un Guevara que aún conserva el cuerpo del guerrillero, sin una gota de grasa en el abdomen, con pañuelo blan- co anudado al cuello y con un sombrero de yarey para cubrirse la cara, como lo suelen usar los campesinos cu- banos, los guajiros. A su lado se encuentra otro hombre y, al lado de éste, Tamara, con una blusa a rayas de arriba abajo. Es de llamar la atención que ella usa un pañuelo igual al del comandante, anudado alrededor del cuello. En este encuentro se forman dos brigadas. En una se encuentra Guevara y en la otra, Tamara. Se propone una

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competencia para ver cuál de las dos gana. En el descan- so del almuerzo, ella toma su guitarra, interpreta algunas canciones y dice al Che: «Ahora sí creo que no me gana, comandante…» ¿Esta frase tiene un doble sentido, que acompaña con una traviesa sonrisa? Es un producto de la natural coquetería de una joven ante un guapo mozo, además famoso. Ella tiene 24 años, el 33. Lo cierto es que… «Tamara no era nada coqueta… era una pesa’a (aburrida) que sólo hablaba de política. Por eso llegaba a nuestra casa, que eso sí no tenía nada suyo, un departa- mento que le cambió a mamá porque nosotros éramos cuatro chicos y nuestra progenitora, cinco en total, y ella una sola, y se fue a uno más pequeño… No se pintaba, siempre andaba vestida de miliciana; y creo que por eso se afirma que no era fotogénica. Porque bonita lo era y mucho… pero, como dije, lo de ella era la política. Por eso se hizo amiga de mamá, que podía haber sido su ma- dre, porque Paz Espejo, como tú sabes, también hablaba todo el tiempo de política, y, claro, de filosofía. También Tamara».2

2 Entrevista a Paquita, hija de la profesora Espejo, París, 1995.