Capítulo II Quito En El Siglo XIX
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Capítulo II Quito en el siglo XIX Una pequeña ciudad de los Andes Los viajeros de los siglos XVIII y XIX que llegaban a la meseta desde los valles cercanos o se aproximaban por los caminos hacia las entradas norte (San Blas) o sur (Santo Domingo), podían percibir los cambios en el ambiente al acercarse a Quito: no sólo aumentaban los sembríos y pastiza- les así como las edificaciones, que se hacían cada vez menos dispersas, sino que había un mayor trajín de personas y animales de carga1. En el pasado, se podían sentir variaciones en el microclima, el paisaje, el tipo de cultivos. Esas diferencias difícilmente pueden apreciarse hoy en día desde un vehículo, cuando los cambios se suceden de manera rápida y cuando la mayoría de los sembríos, bosques nativos, quebradas con su vegetación y fauna características han desaparecido. Igualmente notorias eran las diferencias en los “usos y costumbres” de los diversos pueblos cer- canos a la ciudad. Los pintores costumbristas no retrataron al indio gené- rico sino al indio de Nayón, de Zámbiza, al yumbo del Noroccidente, así 1 “El camino hacia Quito, ciudad que está a casi cinco leguas de Tambillo, atraviesa ricos pastizales y fértiles campos; desde el camino se pueden ver fincas y huertos elegantes, así como chozas de indígenas. Los indios que llevan cargas o que guían a las mulas nos indican que estamos por llegar a la gran ciudad. Nos sorprende ver a muchas indias lle- vando no solo una carga a las espaldas sino también a su bebé atado a dicha carga, al tiempo que van trotando y tejiendo algodón. También se ven a otras indígenas y cho- las cabalgando en sus animales de la misma forma como lo hacen los hombres” (Has- saurek [1865] 1997: 114). 104 Eduardo Kingman Garcés como sus diversas ocupaciones: barbero, barrendero, cajonero, aguatero, carguero, vendedor de hierba o de leña. Se trataba de pinturas costumbris- tas descriptivas, orientadas al registro de los tipos humanos, “resultado de la búsqueda romántica del ser nacional a través de la representación de la propia diversidad y de los usos y las costumbres” (Muratorio 1994: 157). Hoy han desaparecido la mayor parte de esos localismos. Ni siquiera la meseta de Quito (actualmente urbanizada por comple- to) constituye un espacio uniforme. El clima difiere radicalmente en sus dos extremos: el Sur (Turubamba y Chillogallo) es frío y húmedo, mien- tras que el Norte (Pomasqui) es caliente y seco. El área construida, lo que constituía la antigua ciudad, estaba ubicada en una hondonada estrecha, de temperatura y pluviosidad medias, con relación a la meseta. Para muchos, era una ciudad ubicada entre montañas, más arriba de las nubes. Entonces pensé que esto era Quito, la ciudad que ha tenido tan ocupada mi imaginación (...) La ciudad montañosa, la ciudad que está más arriba de las nubes (Terry [1834] 1994: 122) Algunos viajeros describían una pequeña urbe rodeada por elevaciones, que daba la impresión de un espacio amurallado: el Pichincha y las lomas del Itchimbía, el Panecillo, San Juan Evangelista. Desde todos esos lugares se podía contemplar la ciudad, con su área central prácticamente llana y sus barrios periféricos ubicados en pendiente y de modo poco concentrado, “asemejando un bellísimo anfiteatro” (Cicala [1771] 1994: 153). A las montañas se sumaban las quebradas. Todo esto generaba cierta sensación de encierro: de monasterio o de fortaleza. En la descripción que hace el padre Cicala se evidencian Santa Prisca, hacia el norte, y la Recoleta de Santo Domingo hacia el sur, como límites urbanos, más allá de esos espa- cios asistimos a la presencia de los llamados “barrios”2. La descripción de Quito que nos dejó Cicala es interesante ya que diferencia la ciudad pro- piamente dicha, “simétricamente levantada y distribuida”, con las calles “anchas y rectas, bien empedradas” de los “barrios”: 2 La idea de la ciudad como espacio concentrado en oposición a “los caseríos más o menos dispersos” se puede encontrar en Weber. Sin embargo, para este autor, el tama- ño no es suficiente para caracterizar a un asentamiento como ciudad ya que muchos asentamientos grandes se asemejan a aldeas (Weber 1964: 938 y ss.). Capítulo II: Quito en el siglo XIX 105 La periferia y alrededor del centro de la ciudad, es un conjunto de muchí- simos barrios (...) todos barrios muy extensos. Además, alrededor de dichos barrios, o entre barrio y barrio hay otros suburbios más peque- ños... (Cicala [1771] 1994:155). En una descripción mucho más reciente, de 1912, se decía que Quito se hallaba situada en una meseta bastante accidentada que formaba el callejón interandino, en la falda oriental del Pichincha, dominada al sur por el Cerro del Panecillo, al este por las lomas de Puengasí e Itchimbía, y limi- tada al norte por la meseta de Iñaquito y al sur por la planicie de Turu- bamba (Jijón Bello 1902: 37). En esos mismos años, el viajero Enock la ubica dentro de una jerarquía de ciudades: “se la puede comparar con una ciudad europea de tercera clase”. Enock destaca el carácter compacto y ordenado de la ciudad, su trazado en damero: “a pesar de lo resquebrajado del suelo”. Las elevaciones y las quebradas marcan los límites de la ciudad (Enock [1914] 1994: 293). Los mismos límites del siglo XVIII, a los que hace referencia Cicala, parecen mantenerse durante el siglo siguiente. No obstante, existía una confusión permanente entre los cronistas y, más tarde, entre los publicistas que elaboraban las guías de la ciudad, al momento de determinar lo que conformaba realmente la urbe, lo cual influía poderosamente en el recuen- to demográfico. La distinción hecha por Cicala entre la ciudad propia- mente dicha y los “barrios” estaba vinculada, posiblemente, con el tipo de población que habitaba esos “barrios”, población plebeya con un doble ros- tro: el del mestizaje y el del mundo indígena, pero también con el carácter relativamente disperso de esas poblaciones y con las ocupaciones “no urba- nas” de sus habitantes. Hasta inicios del siglo XIX, San Sebastián y San Roque eran percibidos aún como barrios semirurales en los que se daba una producción obrajera (Büschges 1995). Para los viajeros en particular, existía una relación directa entre ciudad y civilidad: las zonas de la perife- ria no eran percibidas como urbanas. Resultaba difícil, en realidad, establecer los límites urbanos de Quito. “No existe ordenanza ni decreto que marque los límites de la ciudad”, se quejaba en 1906 el Director General de Estadística quien intentaba levan- tar un censo de Quito. No se contaba -de acuerdo con el mismo Director- con un mapa moderno de Quito que expresase las modificaciones que se 106 Eduardo Kingman Garcés habían producido desde el plano levantado con fines catastrales por Gual- berto Pérez, en 1888. Tampoco había una demarcación clara de las parro- quias ni una enumeración de calles y casas. Lo único que procedía era esta- blecer esos límites a partir de los lugares donde comenzaban y donde ter- minaban las calles; las que iban de oriente a occidente y las que iban de sur a norte. Eso dejaba fuera de la ciudad a los asentamientos dispersos de los alrededores y a los que se ubicaban junto a los caminos o formaban con- glomerados con sus propias calles y plazuelas. Quito, en un sentido aún más amplio, no sólo abarcaba el espacio urbanizado y sus alrededores urbano-rurales sino las zonas agrarias aleda- ñas y las parroquias con las que mantenía vínculos permanentes. Circun- dando a la ciudad se encontraban parroquias, pueblos y caseríos. Los ejidos hacían las veces de frontera entre la ciudad y el campo que constituían, al mismo tiempo, una suerte de “espacios públicos en disputa”3. Existía una relación estrecha entre la vida social rural y urbana, una prolongación del tipo de “economía subterránea” a la que hace referencia Martín Minchon (1985), quien advierte sobre la existencia de sistemas complementarios y combinados para asegurar el abastecimiento de la ciudad. Por un lado, el comercio oficial por otro, una economía subterránea resultante de los vín- culos de Quito con la economía rural y semirural circundantes. Esto no significa que a Quito se le pueda aplicar la idea de continuum urbano-rural autosubsistente. Durante la Colonia, conformó un sistema económico más amplio, como parte del Virreinato de Lima y, más tarde, del de Nueva Granada; y pese a que el intercambio a larga distancia dismi- nuyó, no dejó de tener vínculos con otras regiones, durante los primeros años de la República. En la ciudad confluían varios caminos, desde los que se dirigían hacia las zonas remotas del litoral hasta los que comunicaban con pueblos y parroquias ubicados en su ámbito, pasando por las trochas que, remontando las cordilleras, conducían a las tierras de los yumbos4. 3 El Ejido norte se extendía desde Santa Prisca (que era el límite de la ciudad) hasta Iña- quito, y se requerían cuatro horas, aproximadamente, para cruzarlo (su extensión era, en ese entonces, de dos leguas). En la época del padre Cicala, El Ejido era aún más extenso y llegaba hasta Cotocollao. Cicala dice que al entrar a Quito hizo una parada en la mitad de El Ejido y señala “el sitio llamado Chaupicruz” (actual zona del aero- puerto) (Cicala [1771] 1994: 137). De hecho, la extensión de El Ejido se iría redu- ciendo a lo largo de la República. Capítulo II: Quito en el siglo XIX 107 Todo eso había hecho de Quito un espacio muy rico de intercambios eco- nómicos sociales y culturales5. Quito, en el siglo XIX, estaba aprovisionada no sólo de los productos provenientes de la meseta sino de los originarios de los valles y de las estri- baciones de montaña (Mindo, Pacto, Gualea, Nanegal) e incluso de zonas selváticas como las de Quijos.