LAS_Interiores_CC.indd 1 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 2 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 3 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 4 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 1 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 2 12/14/15 2:41 PM Las águilas serenas

LAS_Interiores_CC.indd 3 12/14/15 2:41 PM LAS ÁGUILAS SERENAS

Leer para lograr en grande

colección letras

ensayo

LAS_Interiores_CC.indd 4 12/14/15 2:41 PM Hugo Gutiérrez Vega

LAS ÁGUILAS SERENAS

LAS_Interiores_CC.indd 5 12/14/15 2:41 PM Eruviel Ávila Villegas Gobernador Constitucional

Simón Iván Villar Martínez Secretario de Educación

Consejo Editorial: José Sergio Manzur Quiroga, Simón Iván Villar Martínez, Joaquín Castillo Torres, Eduardo Gasca Pliego, Raúl Vargas Herrera Comité Técnico: Alfonso Sánchez Arteche, Félix Suárez, Marco Aurelio Chávez Maya Secretario Técnico: Ismael Ordóñez Mancilla

Las águilas serenas © Primera edición. Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México. 2009 © Segunda edición. 2015

DR © Gobierno del Estado de México Palacio del Poder Ejecutivo Lerdo poniente núm. 300, colonia Centro, C.P. 50000, Toluca de Lerdo, Estado de México

© Hugo Gutiérrez Vega

ISBN: 978-607-495-444-9

Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal www.edomex.gob.mx/consejoeditorial Número de autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal CE: 205/01/100/15

Impreso en México

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.

LAS_Interiores_CC.indd 6 12/14/15 2:41 PM Índice

11 Prólogo

De narradores

17 Mariano Azuela, Demetrio Macías, Tácito y Antonius Primus

21 Leduc, la mosca y un codazo

25 La prosa de acción de Rafael F. Muñoz

29 Sobre Agustín Yáñez

35 Las palabras, los murmullos y el silencio de Juan Rulfo

49 Arreola, La feria, los abajeños y los alteños

65 El carnaval de Pitol

69 Luis Tovar y un poco de mantequilla

73 Las diosas de Sergio Fernández

LAS_Interiores_CC.indd 7 12/14/15 2:41 PM De poetas

81 Abad y los ilustrados jesuitas del siglo XVIII

85 Acercamientos a Manuel José Othón

105 Dos poetas en la sombra

133 Amado Nervo

149 González Martínez y la fila interminable de los sueños

153 Discurso para Carlos Pellicer

163 Recuerdos de Pellicer

167 Los cien años de un forjador de palabras

169 En Cocula con Nandino

175 Una voz en medio de la ruina y los discursos

181 Jorge Cuesta: lo extraordinario es lo único que fascina

189 Discurso por Villaurrutia

193 Un libro sobre el gran cocodrilo

197 Con Bonifaz en la bizarra

205 Para acercarse a la poesía de Enriqueta Ochoa

LAS_Interiores_CC.indd 8 12/14/15 2:41 PM 211 Sobre Juan Bañuelos

217 Esbozos para un retrato de José Carlos Becerra

225 Eduardo Hurtado, poeta en la ciudad

De voces periféricas

231 De Anda y Salado Álvarez

233 El teatro de Ignacio Arriola

237 Lección de antropología con alimentos incluidos, un libro de Agustín Escobar

241 Los riesgos de la libertad

249 Contra esto y aquello

De diplomáticos y escritores

255 Balbino Dávalos, hombre polifacético

259 Efrén Rebolledo: los viajes, el decadentismo y el amor sexual

275 Torres Bodet, la educación y la paz

281 Memoria de García Terrés

285 “El crecimiento de la tarde”

291 Alejandro Estivill y “la otra mirada”

LAS_Interiores_CC.indd 9 12/14/15 2:41 PM De textos varios

297 “Nombre de niña en su almohada”

301 López hermosa llegó tarde (Elena Garro)

305 Carlos Fuentes y el conde Alucard

309 Recordando a Juan Vicente Melo

313 Cartas de don Enrique a don Alfonso

317 Carmen Leñero, la luna y el espejo

323 La francofonía mexicana

LAS_Interiores_CC.indd 10 12/14/15 2:41 PM Prólogo a la primera edición

En un pequeño libro que antologa expresiones aforísticas de Paul Valéry, leí una frase que parece retratar la vida de Hugo Gutiérrez Vega: “Jadea el árbol bajo la carga de sus frutos…”. Pues en el tumulto de sus setenta y cinco años, ha sido director y actor de tea- tro, poeta y ensayista, promotor cultural, dirigente y maestro univer- sitario, diplomático y conferenciante, militante, tribuno y periodista. Un torrente de vida o de muchas vidas, vividas en una sola, intensa, comprometida a su manera, valerosa y, a la par, prudente, enemiga de las disputas que ponen en riesgo una bien cultivada elegancia del espíritu. Por doquier ha dejado la huella de su libertad, de su corte- sía, de su buena semilla. Es dueño de una presencia poderosa; envi- diable y envidiada es la sonoridad de su voz, y amplísimo el caudal de su memoria. Es ese árbol jadeante de Valéry. Lo conocí cuando él tenía apenas veinticinco años; fue de Literatura en la escuela secundaria por breve tiempo, pues cambió la enseñanza por la carrera diplomática. Ha vivido en Roma, Londres, Washington, Madrid, Atenas, Río de Janeiro, San Juan de Puerto Rico. En cada residencia su vocación literaria ha cre- cido. Su poesía lleva la impronta de ese peregrinar. A pesar de su tono intimista, unas veces melancólico, otras rebosante de humor e ironía, es también un trasunto de los paisajes físicos y humanos recorridos con los ojos y los oídos siempre alertas: las nieblas lon- dinenses, las cadencias del jazz, la fuerza del alma hispana, los soles

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griegos, la vitalidad de Brasil. Nunca faltó un canto para cada sin- gularidad. Su experiencia griega lo sorprendió sencillo, maduro, en la plenitud de sus figuraciones poéticas, en la cima de su ideal: “Lo único que hace la poesía es cantar lo que a todos pertenece”. De Buscado amor a Una estación en Amorgós, han transcurrido medio siglo y una veintena de poemarios. De su periplo diplomático —como consejero cultural, cónsul y embajador— no sólo sacó provecho para aprender otras lenguas, sino para leer, comentar y conocer a cuantos escritores le fue posi- ble. Me consta que cumplió con discreción y sentido de respon- sabilidad sus labores administrativas pero, en cambio, brilló en la amistad literaria y en la propagación de las letras de México. Como diplomático fue, ante todo, un misionero cultural en tierras extrañas. Hugo ha ejercido la crítica literaria, pero no en sentido con- vencional: no juzga ni pierde el tiempo en polemizar, aunque sus aseveraciones puedan suscitar polémicas en ocasiones, con motivo de sus preferencias. Por ejemplo, Paz no es una de las suyas. En esto es explícito: “yo sólo hablo de lo que amo y admiro. Lo que no me gusta sale de mi campo visual y evito detenerme a analizarlo o con- denarlo”. Viaja por la obra de otros con amor y respeto, aunque lo haga, por momentos, de manera coloquial y con un desenfado con- secuente con su actitud vital, como defendiéndose de cierta solem- nidad académica. Me atrevo a afirmar que su método se acerca a lo que Tzvetan Todorov llama “crítica dialógica”. Hugo dialoga con la obra del otro, conversa amablemente, sin aspirar a verdad alguna. En la irremediable asimetría de su diálogo —pues se trata de un dis- curso abierto que se engarza a otro ya cerrado— elude toda ventaja: su crítica es un gesto de simpatía, cuando su palabra fluye solamente dentro de los cauces literarios, pues a menudo trasciende lo literario y da pie a enunciados sobre la vida. Y nada hay de extraño en ello, pues la crítica no sólo versa sobre libros, sino también sobre la rea- lidad que los fecunda. Así, Hugo deja entrever sus convicciones: la

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libertad del cuerpo, la tolerancia, el justo odio ideológico al yugo político y moral que oprime a los seres humanos. En Las águilas serenas, que reúne textos sobre escritores mexi- canos, se entreveran el crítico y el humanista; la reverencia literaria y el grito de protesta. Habitan en sus páginas vivencias teatrales, conversaciones con poetas entrañables, homenajes, reseñas, recuer- dos, palabras de aliento, deslumbramientos. Lo mejor de Hugo está aquí: el lector atento, el amigo solidario, el excavador que pone en relevancia poetas marginados o convertidos en polvo de recelos o modas literarias. Dice Mircea Eliade que, a veces, las obras necesitan otras experiencias estéticas para iluminar su grandeza. A Hugo le viene como anillo al dedo esta afirmación cuando sale al encuentro de la poesía erótica de Efrén Rebolledo, de la profundidad lírica de González Martínez, más allá de lo admonitorio; de la gloria escon- dida de Francisco González León y de Alfredo Placencia, del injusto destierro histórico de un Amado Nervo y sus erasmianas meditacio- nes poéticas sobre la vida y la muerte. Por eso, la Biblioteca Mexiquense del Bicentenario se honra en publicar esta antología de crítica en su Colección Letras. Letras, sí, porque es una obra de creación, como lo es toda la crítica, al decir de Oscar Wilde, cuando ésta es libre e independiente. Hugo nació en Lagos de Moreno, Jalisco, ya lo dije, hace tres cuartos de siglo. Creció en Guadalajara bajo el manto tutelar de su abuela materna, a quien así evoca en un hermoso poema:

Has pasado diez años en la tumba hablando con tus ángeles percibiendo las voces de tantas insolentes primaveras “La muerte es grande”, dices y la vida se concentra en tu trenza. No hemos perdido nada. La mañana sigue entrando a la casa; entrando sin cesar.

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Si nada cesa tu nunca cesarás. La muerte grande te besó en las mejillas y nosotros lloramos y reímos. Estábamos contigo. Tu memoria no se detuvo nunca.

Su mundo ha sido poblado por la figura femenina: la abuela, cuya sombra se repite no lo abandona; Lucinda su compañera, anfi- triona sin par, dotada para el fogón y los idiomas; y sus tres hijas, Lucinda, Fuensanta y Mónica que se ha ido en la edad más jubilosa. Merecidamente, le llueven los afectos y los reconocimientos, que no dejan de gustarle. Humano es. Mentiría si dijera que no lo veo cansado de tanto vivir, amar, sufrir por los que se han ido, por este país que se hunde cada mañana. Y sin embargo, su presente es un ir y venir constante, lleno de entusiasmo por las pequeñas cosas: las charlas en los pueblos más recónditos, los amigos, los goces culi- narios… Y cuando llegamos a tocar el tema del momento decisivo, cita siempre a esa alma sabia que es una de nuestras afinidades, el gran Epicteto: “no soy el primer hombre que va a morir”.

Augusto Isla

LAS_Interiores_CC.indd 14 12/14/15 2:41 PM De narradores

LAS_Interiores_CC.indd 15 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 16 12/14/15 2:41 PM Mariano Azuela, Demetrio Macías, Tácito y Antonius Primus

En el prólogo escrito por Valéry Larbaud para la edición francesa de Los de abajo, publicada por Fourcade en 1930, el gran crítico y buen conocedor de la literatura mexicana nos dice que leyendo las escenas de pillaje y asesinato de Los de abajo, se sorprendió y reanimó en su imaginación los capítulos 31 y 34 del libro III de las Historias, en donde Tácito describe la toma y saqueo de Cremona. Hay en ambos textos un aparente desinterés, “la misma claridad impasible en el relato de las atrocidades; solamente que con Azuela vemos más cer- cano el detalle de la acción y los rostros de los grandes personajes”. Piensa Larbaud que el personaje colectivo de la novela son Los de abajo, pero al mismo tiempo se pregunta: “¿Quién podría asegurar que Demetrio Macías no perdurará en nuestra memoria tan larga- mente como Antonius Primus?”. El crítico francés prefiere La malhora, pero considera que la obra total de don Mariano forma un conjunto ordenado que inte- gran una serie de narraciones y cuadros de la vida mexicana, desde los últimos momentos de la dictadura de Porfirio Díaz hasta los tiempos de la revolución institucionalizada. Realista en el mejor y más centrado sentido del término, Azuela no se impuso un plan preconcebido, contó lo que veía en los momentos trágicos vivi- dos por su país y su prosa fue creciendo en belleza y en eficacia. Como otros muchos críticos de distintos países, Larbaud se acercó a la ociosa discusión sobre el carácter apologético de la revolución

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implícita en Los de abajo, o el pesimismo que permea la gran novela convirtiéndola en contrarrevolucionaria. Ni una cosa ni la otra, pues Azuela no fue maniqueo ni jamás vistió la sotana de turiferario. Así como exclama, lleno de entusiasmo juvenil: “¡Qué hermosa es la Revolución, aun en su misma barbarie!”; en otra parte su ánimo cambia y se lamenta desolado: “¡Pueblo sin ideales! ¡Pueblo de tira- nos... lástima de sangre!”. Por estas razones y ya con la distancia necesaria podemos alabar la capacidad crítica del doctor Azuela, así como su notable clarividencia. Jalisco ha dado dos grandes revolucionarios capaces de hacer la crítica de las desviaciones, traiciones, pillerías y críme- nes de los deturpadores del movimiento popular: Orozco y Azuela. Recordemos los murales del abajeño en los que aparecen los falsos líderes, los farsantes, marrulleros, contlapaches, alicuijes y bandi- dos que se pegaron como lapas al navío revolucionario. Veamos a los caciques, burocratillas, chupatintas, asesinos y saqueadores que circulan por las páginas del corpus narrativo del alteño. En los dos hay una lucidez que los obliga a describir los rasgos esenciales del revolucionario sin concesiones de ninguna especie, con un optimismo que la realidad negaba constantemente o con un pesimismo atenuado por la presencia candorosa y trágica de Los de abajo, esos seres humanos demasiado humanos, marchando hacia Zacatecas con sus precarias armas y su confusa esperanza puesta en el porvenir, y unidos en la trilogía revolucionaria pintada por Orozco en el momento en que los falsos líderes empezaban a apoderarse del movimiento revolucionario y ya habían acuñado los estereotipos de su demagogia. Ambos usaban grandes trazos y formas caricaturales para expresar y describir sus vivencias. Tal vez uno de los mejores legados de Orozco sea el de su conjunto de caricaturas; en el caso de Azuela, hay momentos de sátira y de humorismo que enriquecen su proyecto narrativo. Recordemos su “Domitilo quiere ser dipu- tado”, relato en el cual describe con tintes goyescos los extremos

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de la ambición, el mal gusto, la ignorancia y la pillería. El que esto escribe fue, en sus años mozos, un actor más o menos eficiente. Por eso, al preparar estos comentarios, recordé el papel de escribiente honesto y temeroso que representé en la obra Del Llano Hermanos, Sociedad en Comandita (adaptación que el mismo don Mariano hizo de su novela Los caciques). Jorge Galván dirigió esa puesta en escena y recuerdo el trazo exacto que creó para que la sátira de costumbres cumpliera en plenitud el deber que Dánchenko señalaba al género: lograr, por medio de la risa y el ridículo, un retrato capaz de descri- bir las figuras contrahechas de un grupo de personajes zarandea- dos por la historia, pero capaces de sacar los mejores peces de las aguas del río revuelto. El magnífico trabajo de Luis Leal, publicado por Conaculta en su colección Memorias mexicanas, nos permite encontrar las estre- chas relaciones que se dan entre la vida, la obra y la vocación médica de Azuela. Como la de todos los laguenses, su niñez y su adolescen- cia fueron presididas por el capricho geológico de la Mesa Redonda, por las torres de la enorme parroquia y los ritos cotidianos de la agricultura. Eran las tierras de María Luisa, Mala hierba, Los fracasa- dos, Andrés Pérez, maderista y Sin amor. En se levantó el remo- lino en el que giraron Los de abajo, Los caciques y Las moscas. En la pequeña ciudad se pensaba y se escribía. Ahí había nacido Rosas Moreno y ahí se reunían Bernardo Reina, Francisco González León, José Becerra, Antonio Moreno y Oviedo, Vicente Veloz, Federico Carlos Kegel y Mariano Azuela. La sombra tutelar y protectora era la del canónigo, juarista y gran historiador don Agustín Rivera. De él se ocupa don Mariano en un magnífico ensayo, como lo hizo también con don Pedro Moreno, el caudillo insurgente. Vinieron después Guadalajara, la medicina, la guerra, México, el constante camino de ascenso entre María Luisa y La luciérnaga, el amor por la lectura y la insobornable actitud crítica. Sin embargo, tiene razón Larbaud cuando dice que “sus descripciones y sus escenas no tienen cabida

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en ningún sistema moral o filosófico, pues no juzga los hechos de sus personajes, no señala, jamás dice lo que piensa ni lo que debe- mos pensar nosotros de los sucesos que nos presenta”. Tal vez esta actitud provenga de las cualidades humanas que Vasconcelos reco- nocía en él: “Azuela es un ejemplo de un hombre reservado pero franco cada vez que hace falta, cortés pero firme ante la injusticia o la mentira, muy cuidadoso de su decoro, pero afable constantemente en el trato, uno de esos hombres incorruptibles; en ellos descansa el futuro de la nación”. Fue miembro fundador del Seminario de Cultura Mexicana y del Colegio Nacional, recibió el Premio de Literatura y el de Artes y Ciencias, leyó mucho a los novelistas franceses y poseía una infor- mación que manejaba discreta y elegantemente. Por último, es preciso reconocer el papel que desempeñó la novela Los de abajo dando a conocer al mundo entero los contras- tados aspectos de la Revolución mexicana, la primera revolución agraria del siglo XX. Hace unos días revisé el prólogo de The under dogs escrito por Carleton Beals y recordé las traducciones al italiano, francés, japonés, checo, ruso y griego con sus respectivos prólogos. La traducción al inglés de Enrique Munguía es un ejemplo de pre- cisión y de respeto; la traducción al griego de Dracondaidis tiene en el prólogo una interesante comparación de los revolucionarios campesinos mexicanos con los griegos que lucharon contra La Gran Puerta. La integridad moral y la honestidad a toda prueba de Demetrio Macías son, como dice Beals, “parte de la historia de toda una raza”, de la lucha constante y desesperanzada de las razas indí- genas. La novelística de Azuela es un trabajo de amor enriquecido por la crítica insobornable, la creciente pericia formal y los eternos valores de la compasión.

LAS_Interiores_CC.indd 20 12/14/15 2:41 PM Leduc, la mosca y un codazo

Sentí mucho no haber podido participar en la presentación de la obra reunida de Renato Leduc que se celebró en el Salón 6 de la Feria Internacional del Libro (FIL) tapatía. Me lo impidió una erráti­ca invitación de los editores y el oportunismo del señor Jorge Esquinca y de sus, sin duda, valiosos amigos (tiene razón García Montero cuando dice que los poetas andan en las nebulosas de la inspiración, pero armados de cuchillos cachicuernos y de machetes costeños). Estos personajes se apoderaron de la presentación, publi- caron un desplegado en el periódico Mural y armaron una confusión muy curiosa, pues en el anuncio pagado por los señores editores apare­ció la programación original. Ni modo. Quise evitar problemas (cada vez que ese señor aparece en mi camino tengo que hacerme a un lado, pues en materia de codazos es más entusiasta que un entregador de currículum al presidente electo) y preferí no asistir. Expliqué a Patricia Leduc mis razones para hacerme a un lado y me puse a escribir estas líneas sobre uno de los poetas fundamentales del pasado siglo mexicano. Renato Leduc no tenía la voluntad tenaz de la mosca y, por lo mismo, se resignó a no hacer obra perdurable. El destino lo traicionó y, sin proponérselo, una parte de su obra se convirtió en nacional, aunque para su fortuna y la nuestra nunca accedió a la peligrosa categoría de canónica.

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Eran muchas sus curiosidades y entusiasmos. Amó a la ciudad capital y la vio crecer de manera teratológica; su afición a la fiesta de los toros tenía que ver con su espíritu bohemio; y cultivó una tran- quila aceptación de la precariedad de la condición humana, mientras buscaba la belleza y mantenía su alegre apego a todos los “alimen- tos terrenales”. Así lo decía: “que el caramelo que mi boca chupe será siempre tu nombre, Guadalupe”. Irreverente y alegre, Renato no bajó la cabeza ante “caca- grande” alguno. De todo se burló sin acrimonia y lo hizo para ejer- cer la crítica, divertirse y divertir a sus muchos lectores. Amó las formas poéticas y las buscó y encontró con una nota- ble facilidad. Su oído era privilegiado. Como sus buzos diamantistas, alcanzaba grandes profundidades y, con un gesto lleno de natura- lidad, recogía extraños corales y flores pulidas por el padre océano, mientras veía pasar sirenas, nereidas y otros seres del mundo de Poseidón. Tal vez, la mayor irreverencia de este genial burlón sea la que extrajo de la metafísica para ubicarla en el corazón mismo de lo humano más canalla y tabernario, su Prometeo sifilítico. En esta inte- ligente parodia (algunos críticos superficiales han creído ver en ella un simple “divertimento”), el benefactor del género humano casti- gado por los dioses, el dador del fuego indispensable para la vida, recibe al mensajero del padre Zeus con palabras ingeniosas y llenas de una sorna heroica. Al último, lo despide a la mexicana, diciéndole: “Mensajero fatal, chinga tu madre”. Estas son las palabras finales que se escuchan en las rocas del suplicio. Damas deseosas de conocer elefantes, personajes de los “tiem- pos en que era Dios omnipotente y el señor don Porfirio presidente”; manos inquietas en la penumbra de las salas de cine abriendo bra- guetas, luchando con ligueros estrictos o descifrando inextricables sostenes; los tiempos del amor y de la retirada, el tiempo perdido que los santos lloran; personajes de la ciudad nocturna, novias

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insolventes; rimas invitadas, ritmos perfectos, música encontrada, ingenio a borbotones encauzado por la sabiduría formal... todo esto y mucho más constituye el ser poético de un personaje de la vida pública mexicana que, como López Velarde, nunca tomó en serio los sesos de su cráneo y, sin proponérselo, se convirtió en un poeta nacional y en un testigo imprescindible de algunos momentos esen- ciales de nuestro tiempo histórico. En la Plaza de Toros, sentado junto a María Félix y Agustín Lara que padecían con gozo el jovial abucheo de los asoleados (con o sin frío, la Doña se envolvía en su visón de invierno europeo), Renato tomaba el pulso de la contradictoria sociedad mexicana. Por otra parte, periodista de tiempo completo, seguía el acontecer del mundo y del país y lo comentaba socarronamente, en verso o en prosa, en revistas como Don Timorato y en los diarios de la capi- tal. Abominaba de la superchería, la demagogia y la corrupción de la clase política y sabía burlarse de los autoritarismos de todos los signos. El stablishment­ en esos tiempos, tan seguro de sus fuerzas y de la eficacia de sus dueños, asumía la burla del poeta e inten- taba limarle los filos con el argumento del pintoresquismo y el comentario­ sobre las excentricidades de los bardos, pero es claro que cuando esas burlas­ rotundas daban en el blanco, algo se des- cascaraba en el muro del sistema monolítico. Algunos poemas de Leduc cumplen la función crítica que, en un tiempo, llevó a cabo el expresionismo alemán. En ellos lo carica- turesco, fortalecido por el excelente oído del escritor, no se pone al servicio de una ideología o de un programa político, pues pertenece por entero a los mundos de la ética y de la estética y, por lo tanto, lamenta la fealdad del sistema sociopolítico, los horrendos contras- tes económicos y la injusticia radical que corrompe a la sociedad en todos los niveles. Otros se realizan en el puro regocijo de la forma y en el jugueteo verbal: “hay elefantes blancos, pero no son comunes. Son como la gallina que pone huevo en lunes”, informa a la dama

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interesada en los elefantes y, en su poema más memorizado y hasta musicalizado (nunca le entusiasmó la idea de “verse en discos”), se autodesafía con la palabra “tiempo” que es de oro y se pierde dicho- samente en la indolencia del amor de la que hablaba Villaurrutia. Renato resolvía el tema de la vida y la muerte del poema des- interesándose por completo de su perdurabilidad. Se recreaba en su carácter efímero y huía de los actos consagratorios. Ver reunida la obra de Renato Leduc, gracias al esfuerzo de Edith Negrín y al apoyo del Fondo de Cultura Económica, es muy importante para la poesía moderna de nuestro país. A Renato estas cosas le importaban un rábano. Tal vez por eso su poesía mantiene intocada su novedad y, dando cabriolas, se sale del canon y regresa a la nebulosa primordial para que un nuevo ímpetu creador le dé una nueva forma.

LAS_Interiores_CC.indd 24 12/14/15 2:41 PM La prosa de acción de Rafael F. Muñoz

“¡Adentro los colorados!”, gritaban los soldados orozquistas al entrar en batalla contra los “pelones” del ejército federal. Así nos lo cuenta Rafael F. Muñoz en su impecable novela Se llevaron el cañón para Bachimba (“ya ni la chingan los federales”, continuaba la mar- cha). Álvaro Abasolo, el personaje central de la narración, fue oroz- quista como habría podido ser villista. Lo guiaban el destino y el afán de aventura, la deserción de su padre y el magisterio guerrero del general Marcos Ruiz. Mucho hemos olvidado a Rafael F. Muñoz. Los cinéfilos tal vez lo recuerden por la película Vámonos con Pancho Villa de Fernando de Fuentes, basada en la novela de Muñoz (el mismo don Rafael actuó en el papel de uno de los “leones”). En la edición agotada de la Novela de la Revolución Mexicana (publicada por la legendaria Aguilar) aparecen algunos de sus textos y en las librerías de viejo a veces es posible encontrar su Santa Anna..., el que todo lo ganó y todo lo perdió. La descripción de la batalla de Cruz de Neira, capítulo central de Se llevaron el cañón para Bachimba, es uno de los grandes momen- tos de la narrativa de la revolución. Lucha de sombras y de graniza- das de balas, ramas tronchadas, soldados profesionales del ejército federal y campesinos armados con viejas carabinas Winchester, de las fuerzas de ese opaco, pero insistente líder que fue Pascual Orozco. Todos estos elementos se juntan para crear una atmósfera

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alucinante en la que el entusiasmo, la ebriedad producida por el ruido de las balas y la presencia de una muerte que siempre (así lo pensaban los luchadores) pasa de lado, son la substancia de una prosa transparente, bien construida y puesta al servicio de la acción. Muchas reflexiones sobre la génesis de las revoluciones y la psicología de los combatientes se desprenden de las novelas y cuen- tos de Rafael F. Muñoz. Realista a su modo, ni optimista ni pesi- mista, cuenta las cosas tal como fueron y esboza sus teorías con una gran prudencia haciéndolas brotar de la elocuencia de lo acontecido. Así, un espeso mezquital anuncia la ceremonia de la muerte (y la constancia de la vida) y Alvarito entra a la batalla casi como un autó- mata que cumple un deber que no sabe quién se lo ha impuesto. Por eso bosteza cansado mientras dispara su carabina contra los indecisos contornos de la torre de la iglesia en la cual se refugiaban los “pelones”. Las novelas de Muñoz son sagas en las que resalta el valor sereno de un Marcos Ruiz, la inexplicable osadía del muchacho Álvaro Abasolo y el oscuro liderazgo de un lejano y titubeante general Pascual Orozco. Por otra parte, la certeza de la derrota en Bachimba era compartida por todos los colorados que entra- ban en batalla contra los federales, disciplinados y bien armados, con una especie de resignación y de cumplimiento de una orden del destino. Hay, por lo tanto, un aliento trágico en la prosa de Muñoz y un toque de humorismo negro en los desolados comentarios de los colorados. Viajé por Medio Oriente e Irán, acompañando —como secre- tario de la delegación mexicana al congreso de la Unesco celebrado en la capital del “modernizador”, corrupto y represivo Sah— a Agustín Yáñez, Rafael F. Muñoz y Manuel Alcalá. Rafael (conocido en ese viaje como Raf el Muz) era jefe de Prensa de la Secretaría de Educación y el bueno de don Manuel era nuestro embajador ante la Unesco. Recuerdo las sobremesas en un restaurante cercano al

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mercado de Teherán y la granizada de anécdotas disparada por el alegre e ingenioso Raf el Muz. Nos quedábamos callados para escu- char sus historias de la Revolución y, de vez en cuando, le pedíamos que hiciera comentarios sobre algunos aspectos de la todopoderosa acción. Nos contestaba con la acción misma y de esa manera hacía su personal teoría de la novela. Los jóvenes deben leer las novelas de Muñoz. Encontrarán en ellas una claridad sobrecogedora y el testimonio de un agudo obser- vador de los acontecimientos revolucionarios.

LAS_Interiores_CC.indd 27 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 28 12/14/15 2:41 PM Sobre Agustín Yáñez

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Recientemente, Alfaguara y El Colegio de Jalisco publicaron, con el título Imágenes y evocaciones, los libros de Yáñez que nos entregan el fiel retrato de su Guadalajara, de su Yahualica y de los personajes intelectuales de la ciudad y los seres de todos los días de sus barrios y del pueblo vivo en el recuerdo. Despertar en Guadalajara tiene su sede en el barrio del Santuario. Escrito en 1971, recoge (qué exacta es la palabra inglesa, recollection) los primeros momentos de la héjira intelectual y de la formación de la sensibilidad de un niño nieto de dos placeros: don Timoteo, vendedor de frutas, y don Leonides, vendedor de pan y de dulces y encuadernador por afición de los libros que confiaban a su habilidad artesanal. A Yáñez le parece placentera esta raíz democrá- tica de su gente. En el texto recuerda a Alejita Camarena, la maes- tra de primeras letras y de “sentimiento de la vida”. Ramón López Velarde, el padre soltero de la poesía mexicana moderna, fue des- cubierto por Yáñez en las páginas de El Regional, diario dirigido por Eduardo J. Correa. La tía Nico fue muy importante en la formación del pequeño lector. Su emocionado recuerdo de la amable tía trajo a mi memoria el poema de Francisco González León en el que habla de la “viejecita que le contaba cuentos de brujas y encantamientos”. Así le dice: “no todo es ido, no todo ha muerto, llevo en el alma tu

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umbroso huerto, aún brilla el brillo de tus agujas que me bordaron el pensamiento...”. Guadalajara, “la clara ciudad”, fue recorrida por el niño des- lumbrado. Sus asiduas visitas a la biblioteca de la ciudad le abrieron las páginas de los libros de Galdós, Pereda, López Portillo y Azorín. La figura de la madre lo acompaña en los descubrimientos del tiempo y de la muerte, y ya en la escuela conoció la emoción de las pintas. Muchos años más tarde, el ajuar austriaco de la casa del padre lo regresó al pasado con su doblar de las campanas que lla- maban a misa, ordenaban trabajos, señalaban obligaciones y, even- tualmente, algunos momentos de plenitud. Genio y figuras de Guadalajara es un libro de homenajes. La ciu- dad, algunas instantáneas de su vida cotidiana, la descripción de sus plazas, calles, lugares de reunión, barrios, colonias, etcétera, tienen la precisión de un poema japonés: “Camposanto de Santa Paula. En marzo las golondrinas bajan a beber agua. No hay lágrimas”, y hay en sus retratos la mirada del niño, los deslumbramientos y la soledad de la adolescencia y el entusiasmo de la primera juventud. Su interés principal es el de hablar del pueblo, de los trabajadores y artesanos, de personajes del trajín cotidiano, pero hace también el recuento de los intelectuales y de los creadores artísticos. Así recorre las calles y entra a las casas de los amigos. El poeta Manuel Martínez Valadez, injustamente olvidado; su compañero de aventuras literarias, Alfonso Gutiérrez Hermosillo, escritor ligado a los Contemporáneos; el bro- mista e historiador José Cornejo Franco; el musicólogo, traductor y animador cultural José Arriola Adame; el traductor, político y ensa- yista Efraín González Luna; el filósofo Antonio Gómez Robledo y el pintor José Guadalupe Zuno, entre otros muchos, son los dueños de esas casas en las que se escuchaba música y se hablaba en fran- cés, pues la elite cultural de Guadalajara en eso del afrancesamiento era muy parecida a la sociedad de San Petersburgo. La lista es larga, así como los méritos de los enlistados y reina el ambiente espiritual

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de la ciudad, sus muchas y muy hondas complejidades ideológicas, sus heridas de las guerras civiles y religiosas todavía abiertas o mal cicatrizadas, su gazmoñería y su progresismo conviviendo bajo el mismo cielo protector y estallando con frecuencia cada vez menor después de las terribles contiendas cristeras. El observador de la ciudad escucha los toques de las campanas, los pregones y los rui- dos, tanto los familiares como los inusitados; entra a los patios de influencia andaluza llenos de jaulas de pájaros y de macetas, y escu- cha el canto de las muchachas y todo lo que llama “andante sin- fónico del trabajo provinciano”. Llega la atardecida y las iglesias se llenan de devotos que van a rezar el rosario y a recibir la bendición. Las calles se van vaciando y la noche se va rindiendo a los ruidos. “El resto es silencio”, como decía el príncipe indeciso. El libro incluye los datos históricos de la azarosa fundación de la ciudad, de sus constan- tes peregrinajes y de su establecimiento definitivo, gracias al valor y al tesón de una mujer fuerte, Beatriz Hernández. Por estas páginas pasa con demasiada frecuencia la controvertida figura del conquis- tador Nuño de Guzmán (“nadie malvado y rufián como Nuño de Guzmán. De Matienzo y Delgadillo el segundo era el más pillo”, dice la copla anónima sobre los jueces de residencia) y se hace el elogio de los misioneros y de los primeros hombres de letras que se ocu- paron de la organización social de la Nueva Galicia. En Por tierras de Nueva Galicia, Yáñez amplía y perfecciona sus métodos narrativos y sus aproximaciones a la microhistoria que lle- gan a su momento culminante en la Epopeya de Yahualica. En estos primeros libros ya aparecen los signos y los temas de Al filo del agua. Las poblaciones jalisciences gobernadas desde el púlpito y el con- fesionario, en la suntuosa prosa de Yáñez, nos obligan a pensar en Vetusta, la ciudad de La Regenta de Clarín. El estilo y la temática pasaron por las páginas de Archipiélago de mujeres y de Melibea, Isolda y Alda en tierras cálidas para llegar al “pueblo de mujeres enlutadas” de la gran novela de nuestro autor.

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En el ensayo El clima espiritual de Jalisco, Yáñez da otra vuelta de tuerca ensayística a sus temas y descripciones. En este texto des- bordante de entusiasmo, el paisaje físico y humano de la antigua Nueva Galicia son celebrados líricamente y analizados con perspi- cacia sociológica. En las obras memoriosas de Yáñez, la Guadalajara con sus barrios tlaxcaltecas y sus colonias marsellesas, Jalisco y su tierra pró- diga, Jalisco y sus tierras flacas son metáforas del mundo. De todas esas pequeñas cosas brota la gran verdad del mundo y de la vida.

II

No la pasaba uno muy bien en los separos de la policía municipal de Guadalajara de mediados de los cincuenta. El menú no era del todo aceptable (a estas alturas ya no recuerdo si daban algo o no daban y los confundo con otras instituciones carcelarias en las que pasé los momentos más brillantes de mi carrera juvenil de político de opo- sición); los servicios sanitarios eran de círculo dantesco y la compa- ñía, salvo algunas contadas excepciones, no era parte de las “familias conocidas de la ciudad”. Por andar de revoltosos, pegando propa- ganda en las paredes con mensajes tendientes a soliviantar al prole- tariado para que pusiera en su sitio a los líderes charros, nos detuvo la policía y, por órdenes precisas del gobernador Agustín Yáñez, nos ubicó en la crujía 8 de los famosos separos. Nuestros compañeros de celda eran, en su mayoría, travestis y sexoservidores del rumbo de San Juan de Dios. Esta circunstancia provocaba en un preso de la crujía 9 la compulsión de gritar, cada cinco o seis minutos: “A esos de la ocho les gusta la pescuezona”. De esta manera resultaba muy difícil dormir y nosotros, “los políticos” y los degustadores de la pescuezona, establecimos una especie de pacto solidario. Nuestros compañeros de celda nos pusieron al tanto de los usos y costum- bres del lugar y de los rasgos característicos de los carceleros y de los

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burócratas del Ministerio Público. Gracias a ellos nos pusimos al día en materia de horrores carcelarios. Una semana duró el encierro y, de acuerdo con los informes proporcionados por varios amigos del señor gobernador, fue él quien dio la orden de que se nos pusiera en libertad, pues consideraba que el castigo ya había sido suficiente. “Esos niños bien metidos a redentores recibieron ya la lección que les hacía falta”, dijo el gobernador al padre de uno de los castigados, el lenguaraz, inteligente y carismático Alfonso Arriola. Pasaron muchos años sin ver a Agustín Yáñez. Fui su lector admirado y persistente y observé los cambios que, con el paso del tiempo y el aumento de su poder político, registró su obra que, a pesar de todo, conservó siempre el impulso lírico, la transparencia y la elegancia de estilo de sus primeros textos y de la novela que sigo considerando genial, Al filo el agua. En 1965, la Unesco celebró en Teherán, bajo el auspicio del “modernizador”, corrupto y represivo Sah, su reunión mundial sobre el tema del analfabetismo. Yáñez, secretario de Educación, encabezaba la delegación mexicana. Manuel Alcalá, hombre de libros, brillante y amabilísimo; el gran novelista Rafael F. Muñoz, varado desde hacía muchos años en la Jefatura de Prensa de Educación, y yo, a la sazón agregado cultural en Roma, formába- mos la pequeña representación de nuestro país. Nos encontramos en Roma y Yáñez me observó con mucho cuidado. Cenamos en una fonda del Trastevere y ahí recordamos la prisión tapatía, la lección inútil y la desaparición de toda clase de rencores y de resquemores. El jovial Rafael F. Muñoz hizo el papel de hábil componedor y se inició una amistad que superó la prueba de los años e hizo crisis en 1968 (todo hizo crisis en ese otoño de “nuestro descontento”). Viví de lejos su tragedia personal, la entrega de la renuncia al desa- forado masacrador que se negó a aceptarla y lo amenazó duramente. “A mí ningún hijo de la chingada me renuncia”, fueron las palabras del histérico. Me apenó saber que Yáñez bajó la cabeza y acató la

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orden del energúmeno. Me dolió el dolor de mi amigo y maestro y aplacé mi reprobación, pues sabía que una tormenta de sentimien- tos encontrados se agitaba en su pecho sin reflejarse en su impasible rostro de nieto de honrados “placeros” del mercado de Yahualica. Ahora se acaban de publicar sus primeros textos. Guadalajara, “la clara ciudad”, es el personaje principal de esta joven saga y su elite intelectual aparece en una serie de veloces retratos que recuer- dan un poco a los dublineses joyceanos. La ciudad, sus despertares, las campanas de sus muchas iglesias, los pregones mañaneros, las noches de retreta, sus construcciones eclécticas, su peculiar catedral, los barrios de daifas y pícaros, sus conflictos, los ramalazos de las cristiadas, las tertulias afrancesadas, los bellos árboles, tabachines, flamboyanes, jacarandas... Todo este caudal urbano está presente en los primeros libros del escritor que llegaría a su mejor momento en el acto preparatorio de Al filo del agua, una de las novelas esen- ciales de nuestro agitado siglo XX.

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I. El alejamiento irónico de Rulfo

En medio del tumulto publicitario crecido en torno a ese curioso fenómeno de marketing conocido con el nombre de “boom literario latinoamericano”, la obra de Juan Rulfo, breve, ajustada, exacta, se sostiene por su propia esencia lírica y por la permanente vigencia de su lenguaje, sus personajes, temas y situaciones. Rulfo se ha mantenido alejado de la garrulería de los publici- tarios alquilados por los editores, y su tono menor hace un nota- ble contraste con las ampulosas y autoencomiásticas declaraciones de algunos novelistas latinoamericanos. En Rulfo todo es comedi- miento y discreción. Su actitud frente a la feria de vanidades es la de un alejamiento irónico. Gozó escribiendo sus pequeños y genia- les libros, le divertía la idea de que algunos críticos insistieran en la involuntariedad de su talento literario y ocultaba, con esmerada prudencia, su cultura y su erudición monumentales.

II. Aquí hablamos “castilla”

En México, el castellano más rico en giros de lenguaje y en metáforas espontáneas es el hablado en los campos del centro y el occidente del país. Las formas coloquiales del castellano antiguo y algunas expresiones indígenas castellanizadas son la columna vertebral de

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una lengua incomparablemente más rica y auténtica que la de las ciudades. Los campesinos de esas regiones son grandes ahorradores de palabras, pero su aparente sequedad se compensa con la preci- sión de su habla y la claridad de su vocalización. Los muchos siglos de lucha con la tierra, con los amos feudales, los elementos adversos, la demagogia, la corrupción y el abandono, los han hecho callados y los han llenado de una explicable desconfianza. Tal vez por estas razones huyen de la verbosidad (“en boca cerrada no entra mosca”, “quien mucho habla, mucho se equivoca y más se compromete”, dice admonitoriamente el sensato refranero) y procuran dar a sus palabras un impecable sentido inequívoco. Algunos términos toma- dos de la liturgia, una gran cantidad de refranes, los giros de len- guaje transmitidos de generación en generación y las expresiones relacionadas con las tareas agrícolas y enriquecidas por la observa- ción del campo y sus ritos naturales, son el bagaje de esta lengua usada para comunicarse con los otros y, frecuentemente (esta fre- cuencia es mayor en las ciudades), para enmascarar los sentimien- tos y ocultar las realidades. Los personajes de Rulfo se expresan en esa hermosa lengua; los deja en meditada libertad para que extraigan de ella las más recónditas posibilidades expresivas. Rulfo no es el padre terrible que impone conductas y formas de lenguaje a sus criaturas. Por razones de timidez, comedimiento, maestría formal y elegancia sabe respe- tar a sus “entes de ficción” y, ante el peligro de restarles autentici- dad, se retira prudentemente, dejándolos construir sus palabras y organizar sus discursos. Es, en suma, el padre inteligente que sabe hacerse a un lado para permitir el crecimiento natural de los hijos, y evita los sentimientos de posesión y dominio. Tamaño comedi- miento puede resultar extraño a los partidarios de la dictadura del creador literario y puede confundir a los críticos de entendederas formadas —o, más bien dicho, deformadas— por las academias simplificadoras y convencionales.

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III. El autor intenta clarificar sus propósitos

Este trabajo tiene como principal propósito el de rendir homenaje a un novelista ejemplar y a su lenguaje prodigioso. De ninguna manera pretende meterse a averiguar sus procedimientos y técnicas o incurrir en los farragosos análisis de su psicología individual. Es, abierta y descaradamente, ditirámbico. Busca, por otra parte, hacer algunas observaciones discutibles sobre la influencia que los mitos, la historia, la política y la moral social ejercen en las conciencias y modos de conducta de las mujeres y los hombres de un país deter- minado en un momento de su acontecer. Mucho se ha hablado y escrito sobre estos temas. Los especialistas en literatura latinoameri- cana de las universidades estadounidenses, inglesas, francesas, ita- lianas, etcétera, etcétera... han escrito robustas tesis sobre Rulfo, y los jurados de los premios obtenidos por el escritor mexicano a lo largo de su vida han dado a conocer sus inapelables fallos sobre la impor- tancia y la función cumplida por la obra de Rulfo en el corpus­ de la literatura en lengua castellana. Sin embargo, algo puede agregarse a estos homenajes, haciendo notar que Rulfo, como López Velarde, observa “con una sonrisa depravada, las ineptitudes de la inepta ­cultura” y se divierte con las espesas y frecuentemente descabella- das teorías que sobre su vida, su obra y su silencio hacen los críticos, tanto los académicos como los mercantiles.

IV. “En Jalisco se quiere a la buena”

Es Jalisco el escenario en donde viven, intentan sobrevivir y mueren (nunca del todo) los personajes rulfianos. Jalisco está claramente dividido en dos regiones geográficas, raciales y espirituales: los Altos y los Bajos. A pesar de compartir similares pautas culturales y parecidos criterios de moral social, los “alteños” y los “abajeños” tienen marcadas diferencias, cultivadas con esmero para lograr el

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propósito de hacer patentes sus irreductibles identidades. Los alte- ños se muestran orgullosos de la pureza de su sangre castellana, manifiesta en la blancura de su piel y en el rubio de sus cabellos. En esa región (versión americana de las arideces de la alta Castilla) apenas se dio el mestizaje y las familias de los colonizadores se mez- claron entre sí, exterminaron a los “chichimequillas” irremediable- mente belicosos, y trajeron del centro del país grupos importantes de indios más dóciles para que se hicieran cargo de los trabajos ser- viles. En cambio, los “abajeños” muestran los marcados rasgos del mestizaje y la influencia del clima semitropical. Un juego constante de relaciones se da entre las dos zonas y conviene recordar que, a principios de este siglo y al término de la guerra cristera, muchos alteños se fueron a las tierras del sur y establecieron nuevos cam- pos de cultivo, comercios y algunos negocios demasiado imagina- tivos (véase la novela La tierra pródiga de Agustín Yáñez). Juan Rulfo reúne en su persona y en su palabra a las dos regio- nes. Nació en los Bajos, pero sus familiares venían de los Altos. Tal vez por esto en su lenguaje se engloban las dos cosmovisiones y su mesurada elocuencia combina la propensión al silencio de los alte- ños con la riqueza metafórica de los abajeños (estoy pensando en voz alta. Tal vez todo esto no sea más que un conjunto de especu- laciones alegres).

V. “Madre mía de Guadalupe, por tu religión me van a matar”

La llamada Guerra Cristera fue un hecho social predominantemente jaliscience. Otros estados (Colima, Michoacán, Guanajuato, Guerrero, Querétaro, Zacatecas, San Luis Potosí, Durango, Aguascalientes, Oaxaca, México, Hidalgo, Morelos...) participaron activamente en la contienda, pero el ojo de la tormenta se localizó en las zonas áridas de los Altos de Jalisco y en las estribaciones tropicales del volcán de Colima. Esta guerra, que marcó indeleblemente a varias

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generaciones de campesinos, burócratas, soldados, obreros, políti- cos, estudiantes, etcétera, no ha sido suficientemente estudiada. El señor Jean Meyer, investigador francés, reunió abundante informa- ción, entrevistó a sobrevivientes de la guerra y a sus descendientes, y publicó un voluminoso estudio sobre el tema, cuya objetividad histórica quedó manchada por las antipatías y las simpatías que el autor procura hacer patentes, sobre todo en el momento de pro- poner conclusiones y de asentar juicios de valor. Por otra parte, la literatura producida durante y al final del conflicto tiene, en su mayoría, un signo partidista; y las heridas, aún no bien cerradas, todavía escuecen y, a ratos, sangran. Tal vez Los cristeros y Los braga- dos, novelas de José Guadalupe de Anda, sean los mejores (y, cier- tamente, los más bien escritos) testimonios sobre esta guerra que, aunque recuerda los conflictos religiosos de Europa, tiene un signo muy especial y exige un análisis apegado a las características del desarrollo sociopolítico y económico de su tiempo y de su espacio. Corridos, poemas, refranes, leyendas, narraciones de sucedi- dos, libros hagiográficos, estudios de pretendido rigor científico, novelas, películas, obras de teatro, estampas, fotografías, dibujos, periódicos, hojas sueltas, octavillas... Son muchos los elementos capaces de dar a los investigadores una idea de las posiciones soste- nidas por las partes en conflicto y del ambiente espiritual de esta trá- gica etapa de la historia mexicana, a primera vista agobiada por los matices más variados, pues debemos reconocer que la mayor parte de los campesinos integrantes de los ejércitos cristeros actuaron de buena fe, creyendo firmemente en sus rudimentarios ideales. En cambio, no puede decirse lo mismo de los directivos ocultos en las grandes ciudades o de los hacendados proveedores de armas y orga- nizadores de partidas. Las cuestiones económicas, los antiguos ren- cores y la defensa de los privilegios tradicionales fueron los motivos esenciales de su participación en el conflicto. El papel desempeñado por tantas complejidades nos obliga a la cautela y exige un estudio

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más profundo e imparcial. Ojalá que alguien emprenda muy pronto esta tarea fundamental para el conocimiento y la interpretación de uno de los capítulos más conflictivos de nuestra historia reciente. Para los efectos de este trabajo, lo realmente importante es señalar la influencia ejercida por el conflicto religioso en el desa- rrollo del lenguaje de los campesinos del centro-occidente del país. Los largos años de lucha durante los diferentes periodos de la Revolución mexicana también influyeron determinantemente en el idioma y, tanto el prolongado movimiento revolucionario como la Guerra Cristera, provocaron modificaciones profundas en la moral social, en el ambiente espiritual y en las estructuras socio- políticas, económicas y culturales de México. Todos estos conflictos, cambios profundos y modificaciones coyunturales se registran, de manera especialmente clara, en el lenguaje de los habitantes de las ciudades. Los campesinos, aislados en sus desiertos y montañas, fueron ­los actores principales de los movimientos armados y, en su mayoría, regresaron al término de las contiendas a sus tierras aban- donadas y a sus villorrios y rancherías. Por esta razón, su lenguaje apenas sufrió algunos cambios y la contaminación derivada de las arengas militares, los manifiestos políticos y el trato con gente de las ciudades, se reflejó casi imperceptiblemente en su habla coti- diana. Fueron la radio, el cine, la televisión y el progreso general de las comunicaciones, los que produjeron el cambio en las costum- bres, la pérdida de los usos lingüísticos arcaicos y la uniformidad (no absoluta, por supuesto) de la lengua. Por otra parte, el aumento del bracerismo hacia los Estados Unidos y el éxodo hacia las grandes ciudades han ido diluyendo paulatinamente los signos de identidad cultural de los campesinos.

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VI. Palabras, murmullos y silencios

En las obras de Juan Rulfo, el lenguaje se detiene y queda fijado en un tiempo que desafía con éxito todas las presencias modificadoras. Los personajes de El llano en llamas y Pedro Páramo van más allá de la pura anécdota, superan todas las circunstancias concretas de las historias y se instalan en una intemporalidad que les otorga la sus- tantividad independiente, propia de las obras de arte y de los gran- des arquetipos producidos por la imaginación. Muertos o vivos, moribundos o condenados a muerte, idiotas, caciques, pistoleros, mujeres enamoradas, visionarios, revolucionarios... todos sus per- sonajes se encuentran en una situación creada por una realidad histórica que trascienden y fijan en su tiempo individual o en la permanencia de su memoria y de los efectos causados por sus accio- nes. Pedro Páramo está muerto y sigue vivo en el alma de su hijo y en los fantasmas de las personas, los lugares y las casas sobre las cuales se proyectaron su existencia y su acción, y todavía se proyec- tan su sombra y su memoria. Todo este universo negador de las leyes convencionales se sos- tiene por la palabra. Por esta razón, lo esencial de la obra de Rulfo es el lenguaje. El tiempo ya no puede modificar los hechos pasa- dos. Sólo pueden hacerlo las palabras utilizadas por los personajes para dar sus propias versiones. En este juego profundo, el narra- dor es un testigo que observa —sin involucrarse demasiado para mantener el indispensable alejamiento— esta reconstrucción del pasado levantada con lentitud, como un castillo de naipes. Nada puede cambiar, nada puede transformarse en este universo estático compuesto de vocablos, pero, sobre todo, de murmullos y de largos silencios más elocuentes y significativos que las mismas palabras. Rulfo, como los grandes compositores, conoce el valor del silencio y pide a los lectores que lo llenen con sus propias palabras, pensa- mientos y sensaciones.

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Algunos escritores y críticos siguen insistiendo en un tema ya convertido por el tiempo y la repetición en un tópico por todos conceptos revisable. Me refiero a la extendida imagen de Rulfo como amanuense de las palabras con que habla el pueblo campesino del occidente de México. Esta afirmación es, por una parte, una pero- grullada y, por la otra, una generalización irresponsable. Rulfo habla como lo hacen nuestros campesinos pero, además, se expresa de una manera personal e intransferible; es, en síntesis, el inventor de un lenguaje, el creador de un estilo y, al mismo tiempo, el fiel, discreto y silencioso testigo de la palabra y, por ende, de la cosmovisión de su pueblo. Ni el costumbrismo anecdótico ni el bien intencionado y, a veces, contraproducente populismo, forman parte del mundo literario del Rulfo, personaje de sus propias historias, siempre ale- jado del sentimentalismo, pero siempre inmerso en las aguas pro- fundas de sentimientos tales como la compasión, el autoescarnio y la burla entendida como mecanismo de defensa para combatir las asechanzas de la soberbia propia de los titiriteros despóticos. Esta actitud de alejamiento y de aparente inseguridad le permite tras- currir, sin peligros de ninguna especie, por los caminos del melo- drama, género que, como afirma Carlos Fuentes, es un signo de identidad de todas las culturas populares de Iberoamérica.

VII. Aquí es donde el cine torció el rabo

Todos los intentos hechos para llevar al lenguaje cinematográfico la obra de Rulfo han acabado en insignes —y menos insignes— fraca- sos. Directores de la talla de Carlos Velo o con la despierta intuición del Indio Fernández, se han topado con la terrible dificultad de tradu- cir en imágenes las palabras en Rulfo. El tratamiento lineal de Pedro Páramo y de algunos de los cuentos de El llano en llamas no era, de ningún modo, el más adecuado para lograr esa transposición (la crí- tica de cine no encaja dentro de esta especie de ensayo, así que me

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limitaré a señalar las imposibilidades cinematográficas de la prosa de Rulfo). Basta recordar el folclorismo comercializado de El gallo de oro para aventurar la conclusión de que la obra de Rulfo ha tenido una notable mala suerte en estos terrenos. No es el único escritor con esa maldición sobre su cabeza. Lowry, García Márquez, Martín Luis Guzmán y algunos más han padecido idéntica suerte. Y es que para llevar al cine estas compactas, frágiles y precisas construccio- nes hechas de palabras, silencios, sueños y monólogos interiores, se necesita realizar un verdadero trabajo de traducción, pues se trata de lenguajes distintos, de diferentes nociones del tiempo y del espacio. Sólo algunos directores —Von Sternberg, Buñuel, Visconti, Losey, Welles, Camus, Fernando de Fuentes, Bertolucci, Bresson, Wajda, Forman, Donskoi, Ford, Curtiz...— han logrado trasladar a la gramá- tica cinematográfica la atmósfera espiritual, los significados poéti- cos y la tensión emocional de la prosa narrativa. Todos los lectores de Rulfo nos hemos formado una idea de la apariencia física de los personajes de su obra. Hemos fabulado sobre sus gestos, ademanes y tonos de voz. Por esta razón, no siem- pre coincidimos con los criterios sostenidos por los directores cine- matográficos en materia de repartos. Comprendo que la “realidad” del cine es distinta a la de la prosa narrativa y acepto de antemano el marcado tono individualista y hasta caprichoso de mis reflexiones sobre cine y literatura. Sin embargo, debo decir, en mi descargo, que he aceptado sin mayores reparos a Burt Lancaster (príncipe Salina), a Tony Perkings (Joseph K.), a Emil Jannings (profesor Unrat), a Paco Rabal (Nazarín) y a Catherine Deneuve (Tristana). He acep- tado que Dirk Bogard, muera en Venecia, mientras la música de Mahler nos enerva y un Tadzio escandinavo, disfrazado de ángel del romanticismo alemán, se recorta contra las luces de un crepúsculo a lo Guardi. Sin rechistar he dado mi brazo a torcer y he asumido con gozo las reglas del juego. En cambio, los miscast perpetrados por los directores metidos en el mundo de las criaturas rulfianas

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me parecen lamentables y, por lo mismo, les he opuesto una terca incredulidad. El territorio de Rulfo sigue abierto al cine. Ojalá que el próximo invasor entre armado con los atributos del genio.

VIII. A manera de larga conclusión

“Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos aga- rrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros eso pasó”, dice Rulfo en “Diles que no me maten”. Los personajes de este hom- bre de “ideas idas” flotan en un mundo sin puertas y aceptan su destino de criaturas sin salida, sin ventanas abiertas para acer- carse a cosas mejores. Años y más años de violencia, de humillacio- nes, de precariedad, miden los movimientos de la esperanza. Sin embargo, no hay asomo de queja. Todos han asumido la inexisten- cia del porvenir y se aferran a esa raíz volandera e inestable que tiene el presente, conteniendo la respiración para pesar menos y evitar el derrumbe en el vacío. “Diles que no me maten” aunque la vida valga tan poco. No vale nada, pero es nuestra única fortuna. He conocido a muchos campesinos mexicanos que actúan y hablan como personajes de Rulfo. Están y estarán ahí, en sus cam- pos requemados por un sol de justicia, esperando la lluvia borrada por el viento enemigo. Están ahí, en medio de su abandono, obser- vando con ironía toda la demagogia y la mala retórica vertidas sobre sus cabezas por los “salvadores” de todos los signos ideológicos. Las tierras de Rulfo son “un lugar moribundo” en el que los hombres, a pesar de todo, se aferran a la vida. Nada se mueve en estos parajes. Sólo las ramas de los árbo- les azotados por el viento constante. Allá “los muertos pesan más que los vivos”, los aplastan y las casas abandonadas, las calles solas se llenan de murmullos entrecortados con silencios largos. La Revolución y la Cristiada pasaron con sus cuatro jinetes por esas tie- rras y les mataron el tiempo, congelaron a las personas y provocaron

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una constante indeterminación de la muerte y de la vida. En esas tierras, “en el llano”, dice Carlos Monsiváis, “hay que disponer del día como si fuera toda la vida”. En las noches cerradas, sin una luce- cita (la de todos los cuentos) en el horizonte, sólo el ladrido de los perros es la constancia de la vida latente, esa vida que adquiere en el amor su única posible manifestación Por eso el amor y la muerte son las dos caras de la moneda rulfiana. El amor da sentido a las palabras, las impregna de vida; “lo demás es miseria”, decía Cesare Pavese. Pedro Páramo y Susana San Juan comprueban su condición de vivos a través del amor. El resto de su tiempo se la pasan agoni- zando (“malviviendo”, dirían los campesinos de Jalisco), persegui- dos por una moral social enemiga de la vida, por la tristeza decretada desde el púlpito anunciador de los castigos infernales. “Mejor será no regresar al pueblo, / al edén subvertido que se calla / en la mutilación de la metralla”, decía en pleno conflicto revo- lucionario, Ramón López Velarde. Esta nostalgia del “edén subver- tido” tiene en Rulfo una entonación trágica. Las palabras recuperan, a través de la estética, ese pasado perdido e identifican aquello que en la vida de una colectividad tiene un carácter permanente. Por esta razón, la prosa de Rulfo tiene la enorme virtud de fijar en el tiempo y en el espacio la atmósfera espiritual de un país en un momento de su historia y, simultáneamente, logra, por medio de su esencia lírica, garantizar la intemporalidad, la validez permanente de esas formas de expresión y de esas criaturas de ficción eminentemente subjetivas y no por eso menos capaces de reflejar los datos objeti- vos de la realidad. La realidad del país en el que nació Juan Rulfo encontró en un grupo importante de escritores, músicos y artistas plásticos, sus mejores observadores, sus críticos más lúcidos y, en algunos casos, sus “estetizadores” más entusiastas y, con frecuencia, delirantes. Los muralistas Rivera, Siqueiros y, de manera muy especial, Orozco, buscaron, en una buena parte de sus obras, fijar, con el propósito de

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provocar los cambios, los aspectos más duros y contradictorios de esa realidad. Los novelistas como Azuela y Martín Luis Guzmán atestiguaron los acontecimientos de la lucha revolucionaria y, a su manera, describieron las contradicciones y errores de una época con- vulsa. Rulfo bebió esas fuentes y supo combinar sus informaciones librescas con la tradición oral y con lo que vio y vivió en su infan- cia, adolescencia y juventud. Por estas razones, nuestro escritor ha logrado reunir la erudición oculta con la llaneza y la exuberancia de estilo con el ahorro de palabras. Comala, Luvina, el llano reseco y las casas abandonadas y lle- nas de presencias ausentes no existen. En las cartas geográficas de Jalisco y de Colima no se encuentran registrados esos lugares (la Comala del estado de Colima no es, ciertamente, la de Rulfo). Todo: pueblos, llanos, hombres, mujeres, animales... fue inventado por el fabulador y todo corresponde a una realidad concreta, conocida por todos y que rechaza cualquier tipo de adjetivos. Pedro Páramo tiene una identidad intransferible y es, al mismo tiempo, uno de tantos caciques del campo mexicano; Susana San Juan, Micaela, Dorotea, el padre Rentería, Fulgor Sedano, Lucas Lucatero... sólo existen en el mundo interior de Rulfo y son iguales a la gente que hemos visto caminar por las calles empedradas de los pueblos de Jalisco y por las veredas perdidas en los llanos ardi- dos y espinosos. Tal vez estas contradicciones hayan favorecido la rápida catalogación de la obra de Rulfo en el apartado del “realismo mágico” o de lo “real maravilloso”. Está bien puesta la etiqueta y dis- cutir su exactitud es una tarea irrelevante. Lo fundamental es señalar que el mundo entregado por Rulfo es (paradoja insigne) totalmente inventado y, paralelamente, es el conocido con nuestros propios ojos, o a través del testimonio de nuestros mayores. Rulfo no es un cronista, ni un cuentista, ni un esteticista, ni un “escritor comprome- tido”. Es un cronista, un cuentista, un esteticista y un “escritor com- prometido”. ¿Cómo se combinan en sus obras todos esos elementos

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y cómo se concilian tantas contradicciones? No es fácil contestar esta pregunta. Para hacerlo sería necesario aceptar la existencia de los milagros en el llano en llamas de la literatura.

LAS_Interiores_CC.indd 47 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 48 12/14/15 2:41 PM Arreola, La feria, los abajeños y los alteños

Les va a hablar de La feria —uno de los textos narrativos más importantes e innovadores de nuestro siglo XX literario— un plu- mífero nacido en Guadalajara, el monstruo centralista que, a imita- ción del monstruo mayor que con apetito insaciable todo se devora en la sala de banquetes de su altiplano mexica, desde su antes ama- ble valle de Atemajac, lanza sus tentáculos por todos los rumbos del estado y apenas permite el desarrollo de las otras poblaciones. El plumífero, decía, nació en el valle central, pero su gente venía de la región alteña y mucho sabían de “tierras flacas” (Yáñez dixit) y de nubes arrastradas por el viento enemigo. Confiesa, por lo tanto, su origen alteño y, para comentar y alabar sin límites el prodigioso libro de Juan José Arreola, se pone a pensar en la pequeña ciudad de sus mayores, Lagos de Moreno, y hace que su memoria regrese a los campos en espera de la lluvia, a las calles empedradas y al caserío protegido y amenazado por la hermosa parroquia, dictadora de las órdenes que anulaban la alegría y dadora de los casi siempre apla- zados consuelos. Pienso que la mayor parte de los lectores de este “apocalipsis de bolsillo” (editores morticianos dixit) llevan a cabo un proceso mental, memorioso y emocional parecido al del que esto escribe, cuando se enfrentan a la ciudad de Arreola con toda su historia, sus gentes, sus trabajos, sus fiestas, sus miedos, sus gozos, sus gen- tes decentes, sus tlayacanques y tequilastros siempre exigiendo las

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tierras que dizque les había reconocido el rey; sus zapateros poetas, sus licenciados voraces como la brisa bienhechora de sus pompo- sas esquelas que, en la realidad, a todos dejaban temblando y en cueros; sus colores comedidos, sus fríos prudentes y su cielo limpio a pesar de tanta sangre derramada en guerras civiles o religiosas y luchas constantes por la tierra. Por todo lo antes dicho, pienso que a lo mejor el ejercicio de lectura, memoria, glosa y comentario de La feria que intentará hacer este plumífero, puede ser de algún interés para los pacien- tes lectores. Puede ser por muchas razones (la brevedad es una de ellas), pero sobre todo por el hecho de que se pondrá en juego una visión del mundo de origen alteño para hablar de una ciudad real e inventada (o real por ser, en buena medida, inventada y, por ende, mitificada) totalmente abajeña. En fin... la novela de Jalisco anda por esos caminos y podemos hacer una teoría sobre las afinidades y diferencias ­que se dan entre sus grandes creadores, partiendo de la región a la que pertenecieron y pertenecen. Así, diremos que Azuela y Yáñez son alteños, Arreola es aba- jeño y Rulfo pertenece y trasciende las dos cosmovisiones. Con el mismo criterio podríamos ubicar a los otros novelistas, pero esto no pasaría de ser un juego simpático que, a la postre, resultaría más bien reduccionista y hasta un poco psicologizante. Ambas carac­ terísticas pueden ser dañinas para un análisis literario que aspire a abarcar todos los detalles y matices, formas y colores del fenómeno creativo. En fin... reconozcamos que, para la historia de la literatura y del análisis serio y riguroso, la audacia que hoy perpetrará el alteño deslumbrado por el abajeño tendrá una importancia notablemente reducida. Por otra parte, estará llena de chismes y de localismos que intentarán hablar de otros localismos. Andaremos por los rum- bos de la microhistoria, los textos breves y las ciudades pequeñas. Nada habrá de grandioso o de mayor en estas ociosidades (una tía acusaba a mi locuaz abuela de utilizar muchas palabras “ociosas”;

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recordemos que los alteños gustan del ahorro de palabras), y empe- zaremos por decir a Juan José que Lagos es más viejo que Zapotlán y Guadalajara y, por lo tanto, es la primera ciudad del estado. Con eso pongo en su sitio al verboso abajeño, maestro del texto breve junto con Borges y otros muy pocos domeñadores del torrente lin- güístico que han alcanzado la perfección, y comienzo mis comen­ tarios pidiendo el auxilio de Isaías y reconociendo que ni las mismas brasas podrían meter en cintura a esta lengua que se me desboca. Trataré, pues, de sujetarla para que el delito cumpla su propósito y la admiración suscite la relectura de la genial novela de Juan José Arreola.

1. Arreola parte del amor por su tierra para encomiar sus paisa- jes y gentes, hacer la crítica de las costumbres, contar su historia y recorrer de nuevo los vericuetos de la infancia llenos de peque- ñas glorias­ y de largas sombras. Mistral, el provenzal, le da el epí- grafe y el profeta con la boca ungida, para poder decir las verdades, le torga la fuerza necesaria para entrar, de la mano de fray Juan de Padilla, catequista bueno; de don Alonso de Ávalos que, como Nuño de Guzmán, era “malvado y rufián”; y del músico Juan Montes, al mundo de los cantores y danzantes de Tlayalan, dueños de sus tierras hasta que se las quitaron las gentes de razón. Más bien, les quitaron todo, como decía Juan Tepano, el más viejo de los tlayacanques...

2. Las églogas y las geórgicas de Publio Virgilio Marón (“Mantua me engendró, Calabria me arrebató. Ahora Nápoles me hospeda. Canté a los campos y a los guerreros”, dice su lápida) están al fondo de la descripción arreolana de los trabajos agrícolas. Hectáreas, yuntas, hectolitros de maíz, lienzos, postes de mezquite, arados de palo y de metal, pacientes bueyes y esforzadas mulas, melgas y cuarteles, la danza esperanzada de la siembra, los “surcos derechos

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en edificantes barbechos” (López Velarde dixit), cruzar y asegun- dar las yuntas en reata o cada una abriendo su besana; las dudas de sembrar en seco o con la tierra ya mojada por las primeras llu- vias, el riesgo de que lleguen los cuervos y tililes o de que las tuzas asomen los feroces dientecillos; la coyunda y el sebo que suaviza las terribles tiras de cuero (de los politiquillos de pueblo decíamos hace años que “prometen los bueyes y las carretas y, a la hora de la hora, ni el sebo de las coyundas dejan”. Creo que las cosas siguen casi igual; que quien sea me agradezca el casi, pues en estos exce- sos es difícil superar a ese conjunto de cuervos, tililes y tuzas que pululaba y pulula en el insaciable PRI)... Todas estas palabras y estos ritos agrícolas constituyen una de las columnas vertebrales de esta historia de gentes que se acercan al misterio del nacimiento de las milpas.

3. En primer lugar, el santo patrón de la ciudad, el glorioso patriarca señor san José, protector desde 1749. Su imagen entro- nizada en la parroquia venía de Guatemala, y en su factura veíase la influencia de Berruguete. Zapotlán fue pionero en el culto del santo y paciente varón que tantas habladurías y expresiones de dudas tuvo que sufrir en vida... in nomini Beati Joseph, inclyti ejus- dem virginis sponsi...

4. La otra cara del trabajo es la fiesta, los portales llenos de fuere- ños, la muerte de todos los puercos, chivos y borregos, el pozole, el tequila, las danzas, cortejos y paseos. En fin... la fiesta tiene la misma seriedad que los trabajos y acontece bajo la mirada vigi- lante del cura que —como don Fermín de Pas y los otros canóni- gos de Vetusta— veía la ciudad desde la azotea de la parroquia: “A ver al pueblo por arriba. Estoy cansado de verlo por debajo”. El pobre clérigo lamenta las malas cuentas que entregará al Señor: “Un puñado de almas podridas como un montón de mazorcas

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popoyotas”. En el centro de la vida social, el confesionario y el púlpi­to intentan poner en orden las costumbres. En su contra cons­ piran las fuerzas de la carne, el mundo y el demonio, tan poderosas en el siglo corrupto. Así, los burros persiguen a las burras y destro- zan las tiendas. Los inmorales arrieros se niegan a pagar los daños, “alegando que esos son accidentes de la naturaleza”. Por su parte, el medio ido Hojarascas toca su arpa y recuerda a su entusiasta con- sorte a la que le estaban “pegando a dar”. De esos cuernos nació una locura apacentada por la música. El muchacho confiesa pecadi- llos ingenuos, pero preocupa al clérigo cuando en la canción ense- ñada por los pillos de la imprenta la mano se coloca en el pecho de una amada tan atrevida que es capaz de decir “por ái vas derecho”. Estaba como la alteña enemiga de los discursos seductores y de las engañifas de los machos. Esa güera de rancho no se andaba por las ramas y cuando le interesaba un cristiano le decía: “A mí no me platique tanto. Dígame piruja y agárreme una chichi”.

5. A lo largo del Virreinato, el Siglo de las Luces, la Revolución y la Cristiada, los indios siguieron reclamando su tierra. Insistían como el don Bolchevique que andaba perturbando la paz. El orden era el de los señores latifundistas, los políticos demagogos, el clero defensor a ultranza de la propiedad, los tinterillos y los legule- yos. Tantos y tantos años y el mundo sigue dividido en gentes de razón y en naturales que a lo mejor ni alma tienen. Estas historias de tlayacanques y tequilastros, sus cofradías, sus luchas por la tierra­ y su casi derrotada esperanza, recorren esta novela hecha de fragmentos que funcionan solos, pero que, al juntarse, nos entre- gan la historia de una colectividad formada por individualidades irreductibles.

6. Hojarascas, Pedazo de Hombre, Marcial, el niño y la niña del Colegio de San Francisco, los que juntaban virutas para irse con

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las putas, Celso, doña María la Matraca, los secretos de Las Siete Naciones, la Trafique, don Tiburcio, las muchachas decentes y las casas coloradas, el Callejón del Diablo, Concha de Fierro, Leonila, la nueva zona de tolerancia como símbolo de la modernidad, Perico Verduzco, Gallina sin Pico a la que se llevó la chingada (no en balde se le paró encima una mariposa negra); don Isaías, “zángano padre”, la mamá de Filemón, Pedro Corrales, el torero que acabó casán- dose con Concha de Fierro, Chayo, don Salva, don Fidencio, Odilón, Paulina, la suicida; Pitirre, María Helena, Ofelia, Esther, Conchita, Luz María, amores de terremoto, las mánfulas ardientes y desespera­ das, a los que hay que poner a vender tamales en la plaza con man- diles blancos manchados de mole, el que se acusa de todo... todas y todos girando en una ronda, como la de Schnitzler, con su amor, su ­desamor, sus encuentros y desencuentros a cuestas; con sus pla­ceres y sus miedos, con el perdón que debe llegarles por haber amado tanto.

7. El campanero borracho, Urbano, ese día en lugar de las doce dio las trece, y don Epifanio se negó a suspender la partida de ajedrez por una cosa menos importante como es un temblor de tierra. “Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal... ¡Me lleva la chingada, está temblando! ¡Jesucristo aplaca tu ira, tu justicia y tu rigor!”. De Colima y sus volcanes viene la tembladera y Zapotlán casi se acaba. La prostituta desnuda se mete al confesionario “para decirse sola sus pecados”, la letanía se repite hasta el infinito y el terror no es de este mundo... “Goce el puerto el navegante y la salud los enfer- mos...”. Tres temblores seguidos, los tres del grado séptimo en la escala de Mercalli y la procesión de la amargura sacó a san José en hombros para recorrer la plaza. Fue un ensayo del juicio final organizado por el Patriarca y Patrón, y el que se confesó de todo cargó “con todas las culpas de ese pueblo de rajones”. La gran puta de Babilonia meneó las caderas enormes y la tierra se abrió. Los

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ángeles suspendieron su vuelo y se quedaron fijos con un dedo en los labios. El loco Juan Vites dijo las únicas palabras que siempre dice y que son la pura verdad de los locos y los niños, y la carta del padre Núñez reafirmó la creencia en el castigo divino. Ese día la ciu- dad dejó de ser la misma y ya nada fue igual. La ira de Dios se abatió sobre los hombres malhechores, mentirosos, adúlteros, rebeldes, ateos, impíos y amantes de las tinieblas. Así lo anunció Isaías (“Ah que usted, don Isaías”). A lo lejos, el volcán de fuego se coronaba de humo y se escuchaban ruidos ominosos. Hasta Guadalajara llegaron ­las cenizas y los alteños supieron lo que les había suce- dido a los abajeños. Ambos habían peleado su Cristiada. Gorostieta comandaba a los alteños y Degollado Guízar a los del sur. El cura Vega, el Catorce, el cura Pedroza andaban y peleaban en las tierras secas. En el semitrópico, los cristeros se apoderaron de los volcanes. Los camiones llegaban a Lagos y a la Unión de San Antonio reple- tos de cadáveres con cruces en el pecho o con cabezas rapadas que venían de la Mesa Redonda. De los árboles de Zapotlán, Colima, Tamazula y Comala colgaban los siniestros racimos de cristeros que ahí se pudrían para que todos los vieran. Lo mismo sucedía en los postes de la luz o del telégrafo que pasaban al lado de los trenes. Terrible fue la Cristiada... como un temblor. Dejó miles de muertos y tantas y tantas heridas abiertas.

8. Por esos años había muchos miedos y pocos consuelos. Por la mañana se rezaba así: “Gracias te doy gran Señor y alabo tu gran poder, porque con alma en el cuerpo me dejaste amanecer”. Por las noches el miedo venía de la mano de una terrible admonición: “Pecador no te acuestes nunca en pecado. Puede ser que despiertes ya condenado”. En el sur, la buena cosecha se celebra “con grandes arcos de carrizo verde con todo y hojas”, fiestas y cohetes. En las tie- rras secas no había nada que celebrar. Por eso los rancheros con- testaban escuetamente: “Pos aquí, malviviendo”, cuando alguien

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se interesaba por su estado. En los Bajos, la tierra daba su alegría y se celebraba con bateas de chicharrones, cajones de birria, chi- quihuites de tortillas, ponche y cigarros de los de paquete. Todo lo pagaba el patrón, que “era como el gallo de tía Petoraca, sin cola, pero cantador...”.

9. La vida cultural tiene su brillante sede en el Ateneo que se reúne todos los jueves. Aislados del resto del estado, gracias a don Alfonso, proyectan intercambios culturales con los pueblos vecinos. Sigue vivo el recuerdo de un poeta de Tamazula ya fallecido, que visitó Zapotlán y dejó el preciado recuerdo de un soneto en el cual can- taba a su pueblo natal: “Al pie de una escarpada azul montaña, yace Tlamazolán, la hermosa villa...”. El poeta de Zapotlán tiene moti- vos de inspiración en la hermosa quinceañera de rostro trigueño y ojos grandes y claros y en la única —y becqueriana— ventana de su casa. El poeta la asedia desde la calle. La estricta madre de la muchacha cierra la ventana y todo desaparece. En la Plaza de Armas se ven los muchachos y las muchachas cuando dan la vuelta. Se regalan flores­ y se lanzan puños de confeti. A veces les declaran su amor y las muchachas se toman su tiempo para responder. Por esa época se leía el poema de “La flor de Lis” y se pensaba en el niño que se cayó en el agua de la acequia cuando quería cortar la flor de iris. En La feria aparecen las costumbres sociales y la división de los roles (como dicen los sociólogos serios). El programa doméstico del patriarcado señala a la mujer la obligación de ser hija de María y de callar y obedecer. Volviendo al Ateneo nos encontramos a Palinuro, dueño de una bien cortada pluma que lucía en Guadalajara sus habilidades literarias y libatorias y, de estas últimas, dio pruebas en el suelo de la casa de don Alfonso, el generoso patrón del Ateneo zaputla- tena. Aquí vale la pena hacer un paréntesis para recordar las inicia- ciones literarias de nuestro autor, quien recuerda con afecto a sus

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compañeros de labores de encuadernación y de impresión, don José María Silva y el Chepo Gutiérrez, a su maestro de primaria, José Ernesto Aceves, quien le abrió las puertas de la poesía, y a su padre que todo lo intentó para salir adelante, que en todo fracasó pero tenía “alma de poeta”. Juan José nos cuenta estas memorias y rinde estos homenajes en su texto titulado “De memoria y olvido”. En él nos habla de Zapotlán, de Orozco, el gran artista “de los pinceles violen- tos”. En esa ciudad y bajo el signo de la carpintería y de la herrería­, se gestó su pasión artesanal por el lenguaje. Esta pasión rindió hermosos frutos, pues leer su prosa o acercarse a su poesía es una experiencia de la estética y del espíritu que rara vez puede alcanzarse. No vacilo al declarar que se trata de uno de los mejores momentos de la lengua castellana.

10. La feria poco a poco se va convirtiendo en un diario cuyos per- sonajes son el cronista, María Helena, el ateneísta y los ya conoci- dos en las páginas anteriores (la voz principal es la del abuelo del autor). El diario abarca del 10 de julio al 23 de septiembre de un año como tantos otros años de la ciudad de costumbres sólo alteradas por las guerras y los temblores. Los días se suceden y en ellos (“días como tirados a cordel”, decía Francisco González León, el poeta de Lagos de Moreno, “tan lisos y tan sin detalle”) no pasa nada y pasa todo, pues Arreola, al igual que Italo Svevo, es un enamorado de la constante variedad del mundo y de la originalidad de cada uno de los días. Por eso, en la parte del diario, la novela se subjetiviza y aparecen narradores que en las otras partes tienen también presen- cia, pero se unen a la voz coral que relata la historia colectiva, tanto la grande y solemne como la pequeña y doblemente solemne. La seriedad la ponen el humor y el autosarcasmo. El diario tiene como hilo conductor el romance del cronista y María Helena. Contiene además algunos breves relatos —o viñetas— como la del historia- dor sayulense, rata de biblioteca que demostró, con saña, mala fe y

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documentos, el carácter traidor de los habitantes de Zapotlán. Una falla eléctrica provocó la desbandada de los ateneístas que habían soportado la andanada de insultos del conferenciante. Otras her- mosas viñetas son la de don Fidencio, el cerero satisfecho de sus habilidades artesanales y asediado por clientes molestas, pobres y preguntonas; la de Atilano el cohetero y la de la poetisa Alejandrina, procedente de Tamazula y autoinvitada al Ateneo. La perturbadora Erato soliviantó a los ateneístas con sus almizcles, sus miradas, su voz de contralto y sus poemas espirituales, pero cargados de ero- tismo. Patrocinado por una marca de automóviles, su libro estaba a disposición de los ateneístas en el cuarto de hotel de la poetisa, junto con una crema para la cara. Por cierto que el ardiente poemario se titulaba Flores de mi jardín. Su edad, suavizada por la crema de su invención, pasaba de los cuarenta y su entusiasmo mercantil corría al parejo con sus efusiones líricas. Sobra decir que Alejandrina par- tió, ganó Matilde y el ateneísta volvió, mansito y arrepentido, al redil doméstico.

11. Es claro que La feria tiene, además del abuelo del autor, muchos narradores y que es el pueblo entero el que cuenta la historia. Por eso Pedro Bernardino, el anciano comunero, va adquiriendo una importancia creciente. Lo mismo sucede con los miembros de la comunidad indígena que pelean por sus tierras contra los gran- des hacendados. El cura simpatiza (teólogo de la liberación avant la lettre) con los “naturales”. Los hacendados, por su parte, ponen al patrón del pueblo, san José, en un predicamento: o los ricos o los pobres. Y le advierten que son los ricos los que financian los enor- mes gastos producidos por las fiestas patronales. Estas luchas reco- rren todo el libro y son, junto con la hermosa descripción de los ritos y trabajos agrícolas, las tareas del amor, la furia de la natura- leza y las bellas labores artesanales, otra columna vertebral de una novela cuyo personaje principal es una moral social y una visión

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del mundo. Fiestas grandes son las dedicadas a la patria. Desfiles, juegos de cucaña, el apogeo del sebo, combates de flores (piedras y lodo embozados dentro de los ramos de cempasúchiles o de santa- marías), oradores llenos de ardor guerrero. El joven Juez de Letras se encargó del discurso y lo hizo muy bien. Para referirme a un acto similar en la región alteña, recurro a la memoria del poeta leonés, radicado en Lagos, don Celestino González. El buen hombre, liberal de pura cepa y personaje de retórica cuidada, pero tal vez demasiado pintoresca, estaba a cargo de los discursos del 15 de septiembre en Lagos. Los preparaba en versos bien medidos e inflamados de amor patrio que declamaba desde el balcón de la presidencia municipal. En la noche a la que me estoy refiriendo, asistió al acto un grupo de reventadores de la peor ralea que se dedicaron a chiflar y a lanzar chirigotas a don Celestino. El orador y poeta aguantó hasta donde pudo y, ya cansado de tantas y tan pesadas burlas, improvisó estos versos: “Y si a alguno no le cuadre mi patriótica elocuencia, que vaya y chingue a su madre y viva la Independencia”. Dicho esto aban- donó la tribuna y, por algunos años ofendido e inseguro, no volvió a pulsar la lira. La aventura de don Fidencio, el cerero, está compuesta de necesidades económicas, habilidades artesanales, compromisos de trabajo y una hija a la cual le desgraciaron. Era hombre tranquilo y, después de su vergüenza, hasta dejó que las gentes del pueblo “le manosearan sus velas, les clavaran la uña y se fueran sin comprar- las”. Chayo ya no regresó a la tienda de don Salva y don Fidencio se encerró a piedra y lodo en su casa. Esas cuestiones del honor pue- den acabar con todo.

12. De repente, la pequeña ciudad se llenó de anónimos que pro- vocaron desasosiego y crearon un clima de absoluta desconfianza. No hay vida privada ni honor que se salve. El chocarrero autor de los anónimos con todos se mete y nada respeta. Los hacendados se

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aprovecharon de la situación para culpar a los indios. Recordemos que el racismo jalisciense se manifestaba, entre otras cosas, a tra- vés de dichos y de chistes: “No tiene la culpa el indio, sino el que lo hace compadre”. Así rezaba el anónimo que recibió el cura pro- tector de los tlayacanques y tequilastros. En los Altos, cuando un individuo muy moreno y de rasgos indígenas lograba enriquecerse y, por lo mismo, ascender en la escala social, antes muy estratifi- cada, se le llamaba “prieto polveado”. Además a los indios o mes- tizos se les daba el nombre de “mecos” (apócope de chichimeco). Esta palabreja adquirió después una curiosa connotación sexual, tal vez dictada por la mezcla de puritanismo y de racismo característica de la mentalidad conservadora. En La feria, la culpa de los anóni- mos fue echada sobre los hombros del tlayacanque Mucio Gálvez y del tequilastro Félix Mejía Garay. Todo esto se inscribe en las luchas por la tierra. Por esos años, quienes necesitaban un pedazo de tie- rra para mantener a sus familias eran calificados de bolcheviques. Las luchas siguieron y aún no se ha logrado la reivindicación de los derechos de las comunidades indígenas.

13. San José fue coronado como patrono de la ciudad, en virtud del breve que el santo padre concedió a Zapotlán de manera especialí- sima, pues algo así sólo fue concedido tres veces en toda la historia de la Iglesia. Preciosas fueron las coronas de la virgen, el niño y san José. Todo esto se debe al entusiasmo del señor Farías, el paisano ausente que pasó de empleaducho a gran hombre de empresa.

14. Las ánimas del purgatorio a veces dicen dónde está el tesoro. Se dice que hay uno en la cueva de la Encina. A veces, las ánimas andan en parejas y se convierten en un hombre raquítico y otro gigante; una vecina, gracias al ánima, se encontró un cazo de cobre lleno de monedas viejas; se dice que hay un tesoro en la barranca de Beltrán y se sabe que, cuando los buscadores se dejan invadir por la envidia,

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el oro se vuelve carbón. Algunos han hecho pozos profundos y sólo han encontrado monos de barro muy viejos, y se sigue buscando el tesoro en el cerro del Soyate. Todo esto está bien, pero lo que importa es la agricultura y las plagas que la asedian. Por eso se reza: “Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, líbranos del chagüistle”.

15. Los Juegos Florales estuvieron a punto de suspenderse, pues el municipio, el Comité de Feria y la Cámara de los Lores se que- daron sin dinero. Todo se lo llevaron las coronas de oro. La flor natural será de plata y ahora lo que preocupa es que los trabajos recibidos son muy pocos y muy malitos.

16. San José es patrono de este pueblo tan católico y hasta don Isaías, el protestante que tiene “don de lenguas y la boca llena de Biblia”, está contento por las fiestas y ceremonias. Sin embargo no faltan pícaros que repartan décimas burlonas y uno anduvo distri- buyendo copias de “El ánima de Sayula”.

17. Las fiestas fueron grandes, mucho más que las del 15 de sep- tiembre. Ahí estaban los Caballeros de Colón uniformados y habían ido los arzobispos de México y Guadalajara junto con el legado apostólico. Lo que lamentamos fue la muerte del indio Sahuaripa, domador de víboras, escorpiones y alacranes; al pobre le pegó tres mordidas un hocico de puerco y pasó a mejores. Como el monseñor muy viejito que habló en la fiesta de la coronación de san José, los del pueblo y los lectores de este libro, debemos decir: “¡Oh Zapotlán, Zapotlán el Grande, deja que yo corra el velo de tu historia...!”. En esto consiste la entrañable novela de Juan José Arreola. Quisiera terminar esta glosa y estas admiraciones con cinco imágenes: la de los modestos juegos florales que acabaron siendo

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un “holocausto melancólico a las musas”. A pesar de la esca- sez de recursos líricos y financieros, los pocos espíritus reunidos en torno a la poesía lograron que se abrieran las rosas provenza- les de Clemencia Isaura en el jardín de Academo. La segunda es la vela de cera de doscientos pesos con la que don Fidencio y su clienta cumplieron su compromiso. Sería bueno mandar una igual al Vaticano para que la cera labrada por las abejas de Zapotlán ilu- mine la basílica de San Pedro. La tercera nos la da la indignación porque los ricos se apo­deraron de la fiesta. Ahí estaban los panzo- nes Caballeros de Colón que apenas cabían en sus trajes apretados. Ahí va la única anda que todavía se lleva en hombros, la del trono de san José. La van cargando los miembros de la comunidad indígena. Arriba van los señores con sus señoritas y sus niñas y niños vestidos de ángeles, arcángeles, querubines, serafines, tronos y dominacio- nes. Los cargan doscientos indios que, para darse fuerzas, circulan en la sombra su botella de tequila. Ésta es una metáfora del país y así nos lo dice Arreola: “¡Adelante con la superestructura, pueblo de Zapotlán! ¡Ánimo, cansados cirineos, que el anda se bambolea peli- grosamente como una barcaza en el mar agitado de la borrachera y el descontento!”. La última imagen se pierde entre llamas. Se escucha el pre- gón: “Pasen a tomar atole, todos los que van pasando”; San Miguel le acomoda su tiznadazo al diablo y el hijo del hombre es un arte- sano, “un carpintero de obra blanca” que vive en un pueblo fin- cado sobre un valle de aluvión y sobre una colosal falla geológica. Aquí La feria abarca todo este país que (Juan José se alegrará de que utilice en este momento las palabras de López Velarde) “como la sota moza vive al día, de milagro como la lotería”. Lo abarca por- que hablar de un pueblo es hablar de todos los pueblos que pade- cen los mismos “valores”, sufren las mismas carencias y soportan a esos líderes falsos retratados en el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara por José Clemente Orozco, paisano de nuestro autor y

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de todos nosotros, así como a los políticos demagogos y corruptos que, enquistados en las distintas banderías, hacen difícil nuestra transición hacia la verdadera democracia. Jalisco ha dado cuatro grandes novelas: Los de abajo de Azuela, Al filo del agua de Yáñez, Pedro Páramo de Rulfo y La feria de Arreola. Demetrio Macías, Gabriel, Comala y Zapotlán el Grande, son los personajes de esta saga contada por muchas voces de una región que creció, decreció, progresó y retrocedió a lo largo de las guerras civiles y religiosas, la lucha por la tierra y la búsqueda del amor. Todos ellos y nosotros sus lectores podemos decir, al tener en las manos estas palabras: “Tengo remordimientos. He disfrutado un día feliz, sin merecerlo”. Gracias, Juan José, por habernos hecho merecedores­ de tus palabras.

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No es casual que los personajes de El desfile del amor sean extranjeros que huyeron de sus países en llamas y que intentaban reconstruir sus vidas en una nueva realidad. La estructura de esta novela con crímenes sin solución, historias paralelas y personajes auxiliares (attendant lords en el lenguaje shakespeariano) es, a la vez, sólida y volandera. En ella, la caricatura y el esperpento agregan fuerza expre- siva a las biografías de los aristócratas arruinados y aferrados a la hacienda perdida, arribistas del nuevo aparato lleno de prestigiosa retórica revolucionaria; toda clase de seres danzantes, pintantes, escriturantes y musicantes y, para completar el cuadro renacentista, el castrato mexicano y sus gorgoritos. Todo esto exigía una estruc- tura ágil y ajena a las convenciones al uso. Sergio escogió la choca- rrería, la descripción de las ineptitudes que inútilmente tratan de ocultar la retórica, el lenguaje hecho de rupturas y el desenfreno actoral de esos personajes que arma con cuidado y que abandona para que se descoyunten y vivan sus fracasos con una especie de ebriedad y una carga de irónica desesperanza. Domar a la divina garza, dice Sergio, es “un buen remedo del caldero faústico”. Es una ópera del absurdo, una flatulencia sonora en la mesa del banquete, un conjunto de impecables diálogos de comedia inglesa, un exceso pantagruélico, la dispepsia inflamada del Ubu Rey, la maestría para sobrevivir hasta el desayuno de mañana de los genios de la picaresca y, sobre todo, las desmesuras gogolianas y

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los reflejos en el espejo convexo del esperpento del señor marqués de Bradomín. Es todo eso, cierto, pero es algo más. Es el nuevo estilo regoci- jado de la fiesta que nos propone el autor. Fiesta que pierde los pies y la cabeza y explota en humoradas carcelarias y en una orgía copro- fágica que convierte a los personajes en la materia que los ensucia y los llena. En esta obra genial (uso la palabra con cuidado, no a tontas y a locas, no para alabar sin medida, sino para justipreciar a una de las novelas fundamentales de nuestro tiempo), el fracaso del escri- tor de sesenta y cinco años que aspira a escribir un libro lleno de “estruendo y de furia” se torna disparate, ridículo de mala retórica y lugar común desmesurado. En él, Fabrizio del Dongo, Lord Jim o Aliocha Karamazov son los modelos que iluminan un momento fugaz de los personajes pitolianos que a la brevedad terrible se convierten en marionetas gesticulantes. En esta obra implacable, el autor no perdona y hunde en el ridículo a las estereotipadas perso- nillas producto de nuestras contradicciones sociales, de la corrup- ción generalizada y del autoritarismo de la clase política. Su retórica campanuda queda al desnudo, su incultura se manifiesta en ple- nitud, y debajo de los ropajes ceremoniales se retuerce el gusano sin seso, la salmonela oratoria, el productor incansable de lugares comunes. La casa de campo en Cuernavaca y el salón de té del Pera Palace de Estambul (Constantinopoli, por favor) con sus meseros de frac bien remendadito y los músicos jurásicos del cuarteto que toca sin parar plaisir d’amour, son algunos de los escenarios de esta novela que va desembocando aceleradamente en el absurdo total. La vida conyugal nos muestra los entretelones de la institución del matrimonio y de la “primera célula” de la sociedad, esa forma mágica —ya lo decían los antipsiquiatras ingleses— de neuroti- zación de sus miembros. Mostrar las inepcias, crueldades y ton- terías de la respetabilísima y sacralizada institución es el propósito

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—nada solemne, más bien burlón y compasivo— de esta tercera parte de nuestro carnaval. Los born loosers y los gesticuladores (¿por qué tenemos tan olvidada la obra de Usigli? Sería útil para analizar las actuales y pésimas farsas del poder que no quiere dejar de serlo) de esta novela muestran sus entresijos gracias al minucioso meca- nismo narrativo utilizado por nuestro miglior fabbro. Este tríptico (Sergio habla de lo carnavalesco, lo delirante, lo grotesco) nos entrega una baraja de personajes contrahechos por su entorno y por sus conciencias naufragantes. Los retratos tienen la justiciera precisión crítica de las caricaturas de Daumier o de Orozco y, en su fondo, late esa forma del amor que es la compasión. Las tres novelas nos proporcionan los deleites de la claridad narrativa, la erudición sin pomposidad y su belleza estructural. Recordemos que su autor vive una fiel pasión por la trama y practica del difícil arte de la fuga. En este momento todos los de nuestra generación hacemos muecas en el espejo para ocultar las arrugas de nuestros rostros cruzados por los años. Éste es un buen ejercicio, sobre todo des- pués de leer el tríptico y los nuevos libros de su autor, y de darse cuenta de que queda mucho por decir y sigue el work in progress de otras muchas novelas y ensayos. Decía Virginia Woolf que “el novelista se encuentra terriblemente expuesto a la vida”. Estas tres novelas son el producto de años y años de lecturas y de una carga de vida bien asimilada. Hay —debe haber siempre— un preciso artificio pero, sobre todo, un amor por la literatura que ocupa todos los momentos de la vida de este hombre de letras que mira al mundo con la burla y la compasión mezcladas con justicia por los novelistas “humanos, demasiado humanos”.

LAS_Interiores_CC.indd 67 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 68 12/14/15 2:41 PM Luis Tovar y un poco de mantequilla

Escenas de la vida urbana, desconocidos que se acercan y, sin acri- monia alguna, se separan y nunca —ni les interesa— llegan a cono- cerse, pues sólo lo hacen físicamente y esto, en nuestra época de desconfianza y desasosiego, es una manera particularmente intensa y entrañable de conocerse. Para contar estos encuentros es necesaria una prosa muy especial, hecha de tocamientos, miradas, roces, pene- traciones. Una prosa capaz de decirnos los misterios del organismo, de hacernos escuchar la voz de la carne, la que viene de los contac- tos, el intercambio de humedades y la comunión efímera y bella de las soledades. Todo esto y mucho más contiene el libro de cuentos de Luis Tovar, Amor que crece torcido. Luis, hombre de cine, sabe de prosas rápidas y precisas que deben convertirse en imágenes y pasar de la gramática literaria a la cinematográfica por medio de un fascinante trabajo de traducción que, cuando es bueno y justo, se convierte en una categoría especial de esa complementación que es la esencia misma de los multidisci- plinarios en la creación artística. Por eso, lo decía Ingmar Bergman, “un buen guión es un buen cuento y un buen cuento es un buen guión”. El ejemplo de esta teoría nos lo da un amante del cine que fue, además, uno de los escritores fundamentales de su generación, don Ramón María del Valle-Inclán. La lectura de su novela, la primera que se acercó al tema de los dictadores latinoamericanos, Tirano Banderas, nos lleva directamente a las formas y al lenguaje cinematográfico.

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El cuento de Luis que puede considerarse como un homenaje al cine, tanto por la exacta celeridad de la prosa como por la manera de sugerir imágenes a través de un hábil juego con dos gramáticas diferentes y complementarias, es el de “Victoria”. Hay en este cuento, gozoso y triste a la vez, un eco de la película de Bertolucci, El último tango en París (tal vez con menos mantequilla). Así resuelve este cuen- tista lleno de autenticidad emotiva y de pericia formal, el complejo juego de soledades compartidas: “Julio se dio cuenta de que después de un orgasmo era todavía más difícil averiguar el nombre de ella, la mujer que ahora le daba la espalda y dormía o fingía dormir”. Por esta razón, utilizando a profundidad el lenguaje bíblico, Julio declara escuetamente: “Conocí a una chava. Se llama Victoria”. El amor y el desamor, el encuentro y el desencuentro reco- rren y dan sentido a los cuentos de este libro que mantiene viva la aspiración a lograr una problemática perfección amorosa. Luis Tovar no teoriza sobre este tema, pues su actitud y su método son esencialmente líricos: “Así debes recordarme ahora, como me viste la última vez, con los pechos como torres después de la llovizna: limpios, brillantes, mirando al cielo”, nos dice en su prosa poética titulada “De este lado”. “El rostro inmóvil” sigue, en algunos aspectos, el complejo método de Manuel Puig. Lo coloquial presenta dificultades de gran magnitud que sólo se resuelven a través del dominio del artifi- cio. Éste evita las tentaciones de la parodia o del folclore lingüís- tico. Oscila, además, en la cuerda floja de lo sentimental y no teme a los riesgos del melodrama. Un buen ejemplo de esta forma de narrar se encuentra en “El rostro inmóvil”. Veámoslo: “claro que vas a hacerme falta, quién crees que soy, no podría olvidarte así como así, de la noche a la mañana, si te estoy diciendo que es gracias a ti que me he dado cuenta de cosas muy grandes en la vida...”. La sorpresa del día viernes, derrotada por la horrible tarde del domingo, es el tema de un cuento que es, a la vez, melancólico y

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lleno de buenos augurios. La expectación que despierta el viernes (la sesta feira del Brasil enfiestado) de repente vacila ante el hecho incontrovertible de que vivimos para trabajar o mejor dicho, traba- jamos para vivir. Esto instala la rutina y atenta contra la sorpresa. Sin embargo, el asombro sobrevive y la quiet desperation de Thoreau admite y enaltece la capacidad de admiración por todo lo terrenal y, en particular, por los frutos del arte y de la ciencia. En fin, en este cuento, Luis, ayudado por la sagaz Marcela, nos entrega una apasio- nante teoría del día viernes. Sabores, texturas, rumores, jadeos, frotaciones, roces, olores­ vio- lentos o suaves aromas compuestos de mar y de sándalo. Con estas sustancias escribe su cuento “Para cuando te vayas”, una reflexión lírica sobre la sensualidad y sus misterios que crean una comunica- ción clamorosa o esa incomunicación en blanco y negro que recorría las películas de Antonioni, hechas en el momento de los milagros económicos y los desastres humanos. Por encima de la tentación psicologizante, Luis coloca los emblemas misteriosos de la relación humana. “Yeah” es un cuadro de costumbres en el cual nada pasa. Sólo las palabras y su impacto en las conductas y las conciencias de las mujeres y los hombres. Aquí aparece otra mujer importantísima para el proceso de formación sentimental (“educación sentimen- tal”, decía Flaubert) de los personajes de Luis que son y no son el mismo autor, como Madame Bovary era y no era el mismo Flaubert. Esa mujer es Martha, quien hace un contrapunto a otra fémina, la mítica Marigel fumando un cigarrillo light muy cerca del escenario de la pequeña boite. En este cuento irrumpe el cine de la mano de la música de Morricone, y el humor es el único capaz de describir “las peticiones marigelescas”, tan poderosas que sacan del juego a la indecisa Martha, quien regresa hacia el final de una noche que se retira para dar paso a la madrugada lechosa de una nueva dolce vita fellinesca.

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Joaquín Sabina y Rayuela, la novela emblemática de mi genera- ción, constituyen la columna vertebral de un relato que implica un desafío a la forma, “La canción de Alicia”. Un gato “atigrado y pere- zoso” cruza con sus “secretas pisadas de resorte” (gracias a Gorostiza por la metáfora) y Alicia se va perdiendo en su propia sombra. Siguiendo las técnicas de la narrativa de Estados Unidos, construye la frágil estructura de una “muñequita sensual” que, en mi fantaseo, tomó el rostro de gacela de Audrey Hepburn (más generosa de formas en este relato, por supuesto). Aquí, el monólogo antes del desayuno (O’Neill dixit) y en la azotea va dibujando poco a poco los perfiles del personaje y de su Sonia real e inventada. Este relato reúne todas las características de una short story y funciona como tal dentro de los rasgos esenciales de una forma que mezcla la condensación del relato breve con el amplio fluir de la novela. Algo parecido sucede con el relato titulado “Por la mañana” y con otra de las mujeres soñadas por el autor, Li, la china de puro marfil, enmarcada por los mundos y submundos del café, sus “bisquetes” y sus azucarados “lecheros”. Estos amores crecieron torcidos, pero fueron o intentaron serlo. Luis Tovar nos los entrega con más preguntas que certezas, pues el autor y los lectores nos movemos en sus resbaladizos terre- nos y para solucionar sus enigmas de poco nos sirve la experiencia. Cada uno tiene la originalidad del mundo en cada amanecida y por eso Luis nos dice que, aunque torcidos y maltratados por la realidad, esos amores al haber sido, todavía lo son.

LAS_Interiores_CC.indd 72 12/14/15 2:41 PM Las diosas de Sergio Fernández

Tengo en mis manos un libro lleno de prodigios y de bellas perso- nas en el cual se entrelazan, enriquecen o contradicen gramáticas diferentes y complementarias: la narrativa, el teatro, el cine y la tele- visión. Un ejemplo de esta problemática conjunción nos lo da la short story de Henry James, The turn of the screw (Otra vuelta de tuerca). El relato es perfecto e inquietante, la adaptación teatral de William Archibald captó el alma original del cuento gótico y la película diri- gida por Clayton, musicalizada por Auric y actuada por Deborah Kerr y Pamela Franklin, tradujo a la gramática de las imágenes y los claroscuros la terrible historia sobre la permanencia del mal. Lo único que rompió el encanto fue la forma en la que los mercachifles tradujeron el título The innocents: Posesión satánica. Sergio Fernández ha sido el responsable de que, siguiendo el método que utiliza en este libro, yo haya regresado a uno de los momentos principales de mi experiencia de espectador multidisciplinario: novela, teatro, cine. Cada una de las divas (diosas del olimpo cinematográfico) y de sus películas aquí estudiadas muestran las radicales diferencias, los contrastados encantos y las diversas fascinaciones de las diosas del panteón grecolatino. Hay artemisas, eros, eos, anfititres, junos y, sobre todo, afroditas. Comparto con Sergio el amor por el cine. La pantalla fue para nosotros una educadora sentimental. No olvidemos que Francesca Bertini, Pina Menichelli, Giovanna Almirante Mazzini y

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Giovanna Terribile González enseñaron a los jóvenes de su tiempo las muchas formas del beso y del abrazo, la languidez y el frenesí. Leyendo este libro de Sergio Fernández tan lleno de goces, sor- presas, nostalgias y discretas erudiciones; hundiéndome en su prosa que fluye con naturalidad y sentido del artificio (Sergio es, lo sé desde que leí con asombro creciente su testimonio sobre los desfiguros de su corazón, texto fundamental de la literatura contemporánea,­ un encantador de lectores) recordé el poema cine- matográfico de Francisco González León, uno de los primeros poe- tas mexicanos que encontró en el cine las imágenes necesarias para enriquecer sus metáforas. El boticario de Lagos de Moreno, ciudad en la cual terminan los dramáticos Altos de Jalisco y comienzan las fértiles tierras del Bajío de Guanajuato, para describir a una her- mosa monja, llamada sor Asunción, que le causaba los “calosfríos ignotos” de los que hablaba Ramón López Velarde, recurre a las imágenes de las grandes divas del cine mudo italiano: “Monjita que te pareces a una artista de cine, de película italiana que yo vi bajo la luna en el arco lumínico de una convaleciente noche de abril”. El primer cuento nos habla de Bette Davis y sus cejas arquea- das, su enorme inteligencia actoral, su sonrisa desdeñosa y sus aparatosas entregas. Pienso en Margo Channing destruida por la modosita Eva, bajo la mirada y el inglés clamorosamente perfecto de Addison de Witt (George Sanders) despiadadamente “witty”. La Davis lleva a Sergio a los terrenos de Virginia Woolf y de Somerset Maugham, el maestro del análisis de las servidumbres y los des- lumbramientos. Y es que el cine nos lleva a la literatura y la litera- tura nos regresa al cine. No siempre, por supuesto, jamás aceptaré al bembo de John Gavin como Pedro Páramo y, en cambio el cir- quero Burt Lancaster, me pareció un príncipe Salina inmejorable. Sergio ve, siente y glosa una de las más perfectas películas de la Davis, La carta, basada en un texto de Maugham. Su personaje, Leslie Crosbie, recorre toda la gama de las emociones y sabe darle

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una contención arduamente alcanzada o derrumbarla en los exce- sos emocionales, el desasosiego y el desaliento. En 1969 apareció en el escenario del Palladium londinense una figura envuelta en un abrigo de armiño. Cantaba “This is the time to let you be”, la notable versión al inglés de la canción de Trenet (quien por cierto se nos fue hace unos meses a los ochenta y siete años de edad)1 que hablaba de amores, nieve y relojes. Ahí estaba Marlene, Lola, falling in love again y el público de Londres nueva- mente se rendía ante “la perla que juega en el lodo”. Con ella, Sergio incurre, para nuestra fortuna, en un ditirambo digno de una oda de Píndaro: “La envuelve una aureola dorada, como la que desprende Venus, cualquiera que la cambiante diosa sea: la Pandemia, la Urania, la de Milo, la de Botticelli saliendo de la espuma...”. Todo nos lleva a sus muslos jónicos realzados por las medias en el cabaret­ y ante los ojos alelados y saltones de Emil Jannings, el profesor Unrat de Heinrich Mann. Sergio nos recuerda el espectacular baño que nues- tra eterna Lola propinó a un lánguido Jimmy Stewart, siempre el muchachón del sueño americano y de la wonderful life a la Frank Capra y, frente a la diosa cachonda, una ovejita tristona sin saber qué hacer. A su lado brillan Misha Auer y Brian Donlevy; y en algu- nos momentos Keaton, Laurel y Hardy y Lloyd comunican algo de su ilustre sentido del grotesco al western iluminado por la Lola tan constante como la ninfa de Margaret Kennedy. Tennessee Williams, El dulce pájaro de la juventud, la princesa Kosmonopolis, Alexandra del Lago, Geraldine Page... todos estos elementos se unen para que Sergio pueda hablarnos de las estrellas caídas, del decline and fall de las grandes divas. Aquí están la temida vejez y el close up que pone en peligro al ego temeroso del paso depredador del tiempo. Pienso en Chance Wayne, un Paul Newman arrobado ante sí mismo y en la declinante Geraldine Page, en el texto

1 Charles Trenet murió en 2001. (N. del E.)

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precioso de Williams y en la forma en que Sergio nos hace virar la cabeza para ver pasar el Issota Franchini de Gloria Swanson, con- ducido por Von Stroheim y rumbo a un Sunset Boulevard, con su piscina en la que flota la padrotería derrotada de William Holden. Ana Magnani es una fuerza de la naturaleza, un volcán nacido en una callejuela del Trastevere, pero también, como nos lo dice Sergio, una tormenta súbita sobre la tierra de Delos, el viento hura- canado sobre Agrigento y “todas las mujeres hacinadas en una sola”. Desmelenada, jadeante, perturbando con la mirada y el arqueo de las cejas, esta mujer de armas tomar, esta actriz hecha para representar a Clitemnestra, Fedra, Eco, Bernarda Alba o la Malquerida (un segundo para pensar en don Jacinto tan olvidado ahora: “el que quiera a la del Soto tiene pena de la vida. Por quererla quien la quiere le dicen la Malquerida”), es la Signora delle Rose de Tennessee Williams, levantando huracanes en Nueva Orleans, haciendo brotar volcanes sicilianos en las costas de Louisiana. Ingrid Thulin, actriz amada por Bergman (todos la pensamos agonizando de tisis en el misterioso hotel de El silencio) es vista por Sergio en la horrenda saga familiar de Visconti llena de látigos, medias negras y suásticas, Los malditos. Con gran agudeza, Sergio, nos dice que la película proviene del final de los Buddenbrook de Mann, del momento en que la vieja burguesía se hunde y emerge la locura pequeño burguesa del nazismo. La Thulin “se apodera de egregios momentos del film”. Actriz poderosa y versátil, levanta la cabeza y su boca nada perfecta concita a la sexualidad y al desaliento. Joan Crawford irrumpe con sus elásticas piernas (las vimos en su papel de secretaria en Gran Hotel, cruzadas y convidadoras) y devora todo lo que se pone a su alcance: fortunas, hombres, situa- ciones, mansiones oscuras, apartamentos de lujo blanco... Su juego se balancea en el filo de la navaja en Humoresque, película que oscila entre el cinismo y la voracidad ante los “alimentos terrenales” (Gide dixit). Todo, pómulos, ojos ávidos, piernas flexibles, cabellera hecha

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de muchos látigos, todo esto conforma la imagen de la mujer fuerte y, casi siempre, derrotada. Maggie Smith, la Miss Brodie tan escocesa, pelirroja, pecosa, de ojos verdes y nariz afilada, en fin, toda ángulos y repliegues puri- tanos, se entusiasma con el discurso fascista y alienta a sus alum- nas para que vayan a pelear del lado de la Falange en la guerra civil que llevó a España al infierno franquista. Seductora egregia, perora ante sus alumnas aleladas y las electriza y convence. Su piel casi transparente muestra tonos aristocráticos que se hacen patentes en la elegancia de Edinburgo. La frágil y ensañada maestra cuida a sus niñitas que son “la creme de la creme”, adora el renacimiento y las envía a morir al lado de los falangistas. Arbitraria, frívola y trá- gica, sus muchas facetas sólo podían haber sido interpretadas por Maggie Smith. Catherine Sloper (Olivia de Havilland) pasea su casi abso- luta falta de gracia y sus herencias por los salones de Washington Square. Henry James la retrata con trazos implacables y Olivia le da su rostro, especialmente sus ojos entre vacuos y trágicos, su gloto- nería y su insignificancia. Vivien Leigh como la frágil y acosada Blanche Dubois de Un tranvía… de Williams (obra escrita en San Juan Cosalá, que el autor tenía en Chapala. Recordemos el pregón en español recorriendo las calles de Nueva Orleans: “flores, flores para los muer- tos”), se instala en el terreno del mito más quintaesenciado y ofi- ciado por Vivien, Brando y Williams. Algo parecido logran Ingmar Bergman e Ingrid Bergman en la Sonata de otoño, que resume y corona las carreras del director y de la actriz. La Hepburn, solterona en Venecia, comprando cristal rojo, cayéndose a los canales y, perpleja y ansiosa, enamorándose del estereotipo de galán latino, Rossano Brassi. Sergio sitúa la acción interna en Akron, Ohio y en Venecia. Jessica Lange posee, nos dice Sergio, “una sexualidad extrovertida y penetrante” (veo sus calzones

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blancos y baratos sobre la mesa de la cocina del restaurante del griego y escucho de nuevo el jadeo que acompaña al ritmo de las largas piernas abiertas). Trajo loquito al amoroso King Kong (nueva bella, nueva bestia). Sergio, al hablarnos de Cielo azul, convoca a todos los personajes revividos por la Lange, especialmente Maggie the Cat en el tejado ardiente de la obra de Williams. En fin... un para- digma de la “radiante obscenidad”. Otra Maggie the Cat, Elizabeth Taylor, llama la atención de Sergio por una película aparentemente menor, Zee and Co. Claro que el coro de Cleopatra, el “who is afraid of Virginia Woolf?” y la gata están al fondo, pero Zee and Co. ocupa el corazón del análisis. Cerca del final del libro aparece la actriz mito por excelen- cia, Greta Garbo, componiendo su lánguida y oscilante Mata Hari. Sergio se contiene y no estalla de admiración ante la divina cara comentada por Cecil Beaton. Se muestra comedido, pero vende her- mosamente su trama cuando compara a la diva con una escultura de Brancussi y sus delirios verticales. Buster Keaton, travesti e hijo de Neptuno, cierra el prodigioso desfile y nos despide con su impasible rostro, sus ojos melancólicos y su comicidad insuperable. Gracias, Sergio, por este, como ahora se dice, libro multidis- ciplinario, en el cual triunfan la admiración, el deslumbramiento, la erudición sin alardes, natural como el discurrir de un río, y por la transparencia de un estilo que, a mi entender, es uno de los más poderosos y originales de nuestra literatura.

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LAS_Interiores_CC.indd 79 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 80 12/14/15 2:41 PM Abad y los ilustrados jesuitas del siglo XVIII

Para Javier Sicilia

Nuevamente los medios de la cabezota de este país (Efraín González Luna describía con gran precisión nuestra realidad centralista, diciendo que era como un enano cabezón; ya sabemos de las enfer- medades y tumoraciones que aquejan a la inmensa testa. El cuerpo, por su parte, es débil y desmedrado) ignoraron un importante acon- tecimiento cultural celebrado en tres ciudades que para los ensi- mismados capitalinos están más lejos que Comodoro, Rivadavia o Wellington. Me refiero a Querétaro, Guadalajara y Morelia. El acon- tecimiento fue el homenaje que las universidades de Querétaro y Michoacán, el ayuntamiento de Morelia, El Colegio de Michoacán, el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente (ITESO), la Casa Clavijero de Guadalajara, La Jornada Semanal y el Seminario de Cultura Mexicana ofrecieron a la memoria del padre Diego José Abad. Un grupo de importantes especialistas en filosofía e historia virreinales, en la vida y la obra de los ilustrados jesuitas del siglo XVIII —Clavijero, Alegre, Landívar, Castro, Abad, Cerdán y Campoy, entre otros—, y en la vida y los muchos trabajos del gran poeta, Diego José Abad, participaron en tres mesas redondas acompaña- dos por las autoridades académicas y políticas de las tres universi- dades y de la otra vez bella ciudad de Morelia. Yo, aprendiz de todo y maestro de nada, eché también mi cuarto a espadas y, en prueba de admiración por el padre Abad, volví a airear los latines aprendidos

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en los colegios de Guadalajara y en la época en la que la educación se basaba en buena medida en las culturas clásicas. Diego José Abad fue rector de los colegios de San Francisco Javier y San Ignacio de Loyola de Querétaro y es el paradigma de la vocación humanística, del amor por las letras y las ciencias y de la curiosidad abierta a todos los aspectos del espíritu y la materia, de la forma y el contenido. La retórica, la filosofía, el derecho, la geo- grafía hidráulica, el álgebra, la crítica de arte, especialmente de la arquitectura, y la traducción de textos latinos, fueron algunas de las especialidades de quien es, sobre todas las cosas, un poeta excep- cional “a lo divino” y un enciclopedista fascinado ante la naturaleza y la humanidad. En 1767 era rector del Colegio de Querétaro cuando los jesui- tas fueron expulsados de los territorios de la corona española. Esta medida mostró un carácter altamente contradictorio, pues la tomó el más ilustrado de los Borbones, Carlos III, con la asesoría de sus ministros modernizadores: Aranda y Floridablanca. Abad, enfermo y cansado, se refugió en Ferrara y murió en Acena en 1779. De su hermoso y extenso poema De Deo Deoque Homine Heroica (su edición definitiva contiene cuarenta y tres cantos; este poema acompañó al padre Abad a lo largo de su vida y sus trabajos; se imprimieron en Cádiz los primeros veintinueve; más tarde el poeta agregó otros seis; su aventura editorial se dio en Cádiz, Venecia y Ferrara), quisiera recordar unos versos que concentran todo su pen- samiento humanístico y su amor por el filosofar: “Tú, de quien es la sapiencia toda, asísteme: envía tú mismo de tu solio los rayos y benigno la luz da a mi mente: y haz que conmigo esté y conmigo trabaje”. Abad, situado entre el modernizador radical que fue Clavijero y el prudente Alegre, vivió su vida académica apegado a la tradi- ción escolástica y buscando la manera de adaptarse a las nuevas ideas y de enriquecerlas con las aportaciones de la modernidad,

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tanto filosófica como científica. Para nuestra desgracia su Tratado del conocimiento de Dios se perdió en alguno de sus muchos viajes. En cambio, está entre nosotros su Curso filosófico, modelo de esa conjunción entre el sistema tradicional y las ideas modernas. Por eso, en el cuerpo del libro, la física y las matemáticas se unen a la enseñanza de la lógica aristotélica. El padre Francisco Suárez fue una de las influencias principales de Abad (el maestro Heredia, sabio y generoso, me recordó que sobre este tema debemos leer de nuevo a fray Alonso de la Veracruz; tiene razón). De ahí su visión moderna sobre el origen de la autoridad y el papel desempeñado por el pue- blo en el proceso de legitimación de los gobernantes. Todos estos esfuerzos modernizadores son guiados por las nociones metafísicas concebidas como el sustrato de la filosofía de Abad. Es necesario recordar sus grandes logros en los campos de la filosofía natural, entendida en los términos establecidos por el sis- tema aristotélico. De esta manera, se asoma a los terrenos de la psi- cología al hablar de los problemas de la vida cognoscitiva, de la voluntad y de la emoción, y es un pionero de la llamada psicología empírica, demostrando así la audacia combinada con la sensatez que caracterizaban su mentalidad científica. Quisiera, para terminar estas admiraciones, regresar al poema heroico y detenerme un poco en sus contenidos filosóficos, pero sobre todo en su fuerza lírica. El poema parte de una demostración de la existencia de Dios: “Artificem Magnum esse aliquem, qui sidera coelum qui more, qui terra, totumque vocaverit orbem...”, para acercarse a las criaturas, a los otros, a esa otredad indispensable para que el ser se actua- lice: “Menester es una mente suprema que desde el alto cielo rija en acuerdo la población de los astros que giran a una en concierto tan inalterable y diverso...”. Podemos pensar en el poeta contem- plando el cielo desde la terraza de la casa paterna (Leopardi dixit) y bajo el sortilegio de “las vagas estrellas de la Osa Mayor”. De

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inmediato aparece el hombre protegido por el creador y sujeto a una ley natural. Su conocimiento de Dios es limitado, como limi- tada es su naturaleza. Por eso se detiene ante lo incomprensible y se atiene a sus fuerzas y a su bondad natural. En el poema se glosan los atributos de la divinidad y se dan las pautas para alabarlos y gozar de los reflejos de la luz que llegan a los seres humanos. Como es un verdadero poema teológico, está impregnado de humanismo y gira en torno a las virtudes teologales. Como tiene una gran fuerza lírica fija las pupilas en ellas y las celebra como uno de los mejores dones otorgados por el creador, “nuestra única esperanza”. Estas palabras me recuerdan los días de Abad en el exilio italiano, en su nostalgia mexicana y en su casi invencible esperanza. No se habló en la capital de estos actos de homenaje. No importa. Tarde o temprano se hará justicia a los grandes momen- tos y a los ilustres representantes de la cultura católica en nues- tro país (la generación de los jesuitas ilustrados del XVIII, decía el padre Gómez Fregozo, es una de las más brillantes de la historia de la Compañía). Por lo pronto, y en estos tiempos de escasísimas luces eclesiásticas, de mochería palurda y de fundamentalismos que quieren­ regresarnos a la barbarie, el recuerdo de Abad, Clavijero, Alegre, Landívar y sus compañeros, nos hace pensar en los momen- tos de nuestro pasado que fueron presididos por la inteligencia y por la verdadera bondad.

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Hay poemas, muy pocos, que testimonian con estremecedora sin- ceridad los grandes estragos causados por una pasión en un alma marcada por las pautas culturales judeocristianas. En ellos, la emo- ción extinta es evocada con pena y disgusto, pero el deslumbra- miento y el éxtasis permanecen empozados en el alma y su aleteo perturbador revive momentos de abandono, de total desnudez, de “lianas retorcidas en el torso viril”, que subyuga. Uno de esos poe- mas, tal vez el más bello y angustioso de nuestro paso del siglo XIX al XX, es el “Idilio salvaje” de Manuel José Othón. Está formado por siete sonetos, concentra en el “Envío” las sensaciones contra- dictorias provocadas por el cataclismo amoroso y las trepidaciones que siguieron sacudiendo el alma del amante deslumbrado y cul- pable a la vez. Pasó el terremoto y todo lo arrasó: “do se alzaban los templos de mis diosas / ya sólo queda el arenal inmenso”. Las pasiones le provocan angustia, pero el olvido pesa como una lápida. Esta dicotomía recorre todo el cuerpo del poema, estremecido por el remordimiento, pero también por la evocación del deseo y su gozosa culminación. El sentimiento de culpa y el olvido, la urgen- cia de huir de la pasión y el apego a los momentos de belleza y de entrega, se expresan con trágica sinceridad en las acongojadas repeticiones del quinto soneto; en lo que describe como un “campo de matanza” predomina el miedo y la sombra de la noche y de la culpa avanza, avanza, avanza... Es la misma llanura que Othón había

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llamado “enjuta cuenca de océano muerto”, el cielo es de plomo y el sol, desastre máximo, está también muerto. Sólo queda en los “des- garrados corazones / ¡El desierto, el desierto y el desierto!”. A veces se me ocurre leer, después de enfrentarme al “Idilio...” de Othón, otro poema lleno de zozobra y de tormentas: “Una noche” de José Asunción Silva. En él, la repetición cumple también y, no sólo como un recurso retórico, su función dramatizadora plas- mada en la desnuda confesión: “y eran una sola sombra larga / y eran una sola sombra larga / y eran una sola sombra larga”. Hay en el “Idilio salvaje” el deslumbramiento de los sentidos, la interpretación de un delirio amoroso, la soledad de un paisaje hostil, el abandono y el olvido. Para Othón, la naturaleza, madre nutricia, crecía en los inmensos bosques. Buen alumno de Virgilio, de los mexicanos árcades de Roma, Ipandro Acaico y Clearco Meonio (los arzobispos Montes de Oca y Pagaza, latinistas notables, muy correctos traductores y olvidables poetas) y de los soporíferos­ y muy bien hechos Carpio y Pesado, cultivó una visión bucólica que incluía, por supuesto, los misterios del Walpurgis teutón, las visiones nocturnas en las que el bosque cambia y muestra su otro rostro enmarcado por las amenazas informes de las sombras. En el “Idilio...”, la naturaleza, “asoladora atmósfera candente / do se incrustan las águilas serenas / como clavos que se hunden lenta- mente”, es una enemiga franca y abierta y, al mismo tiempo, un escenario que sobrecoge. Así lo demuestra “el galope triunfal de los berrendos” rompiendo el lóbrego silencio de la “sabana pensativa y adusta”. Evodio Escalante habla de una “dimensión eminente- mente moral del poema” cuyo título original fue En el desierto. Idilio salvaje. Por su parte Alfonso Reyes, admirador de la otra vertiente de la poesía othoniana representada por los “poemas rústicos”, define a “Idilio salvaje” como una obra “tremenda y maldiciente” y observa a su amigo poeta “castigado por remordimientos infor- mulables”. Si bien Othón asume la pena derivada de su culpa hasta

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sus consecuencias más extremas: “el terremoto humano ha des- truido / mi corazón, y todo en él expira”, por otra parte mantiene viva su admiración por la “talla escultural y fina”, el “dardo negro de pasión y enojos” en la mirada y la “bruna cabellera de india brava” de su compañera de delirios y pecados. Al final y ya con una nostalgia entreverada de remordimientos, la “ardiente” cabellera se vuelve una maldición, la “arrastrante falda” se aleja, la frente se olvida y sólo se ve la espalda de la que huye eternamente. Sin embargo, la memoria le entrega cuentas de humanidad pura y entera, y sobre el cataclismo, el desierto, la sombra y la conciencia sobrecogida prevalecen “una des- hojazón de primavera / y una eterna nostalgia de esmeralda”. Para Marco Antonio Campos, el “Idilio salvaje” es un poema “desgarradoramente melancólico”. Tiene razón, pues siendo jus- tamente prolijo en el enunciado de los estados de conciencia y de los sentimientos encontrados, apenas nos permite asomarnos al drama humano que no produjo en ella “ni la moral dolencia, ni el dejo impuro, ni el sabor del llanto”. Y sí produjo en él un “horri- ble disgusto de mí mismo”. Hay en este alto poema exaltación y desesperanza; en él se reúnen la emoción y la perfección formal y su escenario dramático da profundidad tanto al impulso lírico como al deslumbramiento de los sentidos. Por estas razones, pido disculpas a los maestros de la catalogación y evito detenerme en las considera- ciones sobre la estirpe neoclásica, premodernista o modernista del “Idilio...”. Es difícilmente clasificable. Abramos un apartado único y exclusivo para él en el gran recuento, canónico o marginal, de la poesía de todas las lenguas y de todos los tiempos. Othón fue neoclásico en su momento, entró al mundo del romanticismo con su poema “El canto de Lord Brock”, incursionó por los aires del modernismo del que abominaba y fue siempre fiel a su propia voz y a sus preocupaciones más íntimas. Todas estas influencias y la originalidad irreductible encuentran su cumbre mayor en el “Idilio salvaje”. Pero consideremos algunos aspectos

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de su biografía para intentar una mejor comprensión de su obra. En su caso, como en el de muchos otros poetas, funciona la idea de Ungaretti: “Todo libro de poemas es una —o en parte— bella biografía”. Mucho se ha discutido sobre el lugar de su nacimiento. El padre Montejano y Aguiñaga y Marco Antonio Campos, junto con el padre Peñalosa, han puesto coto a las prolijas especulaciones al afirmar, con todos los documentos del caso en la mano, que Manuel José Othón nació el 14 de junio de 1858 en la calle que ahora lleva su nombre y que antes se llamaba Diamante, muy cerca de la cate- dral de San Luis Potosí. El país vivía la contienda entre liberales y conservadores y las ciudades eran tomadas o liberadas en un cons- tante vaivén. El niño Manuel José estuvo muy ligado a su madre, por quien sentía gran apego y admiración. El padre, conservador y tenaz defensor del imperio del archiduque Maximiliano, fue una figura sentimentalmente lejana. Estudió en una “amiga” cercana a la casa paterna la primaria, y para poder seguir sus estudios se vio obligado, como tantos otros de su generación, a ingresar en el Seminario Conciliar de su ciudad natal. Todo esto se registra en el formidable trabajo de Montejano y Aguiñaga titulado: Manuel José Othón y su ambiente, y en el libro de Marco Antonio Campos, El San Luis de Manuel José Othón y el Jerez de López Velarde. En el seminario afirma su vocación literaria y la enri- quece con la lectura de los clásicos latinos y de algunos románticos. Ahí empezó a escribir su primer libro, Ensayos poéticos, y a ordenar sus proyectos más queridos: el de los Poemas rústicos y el de la Noche rústica de Walpurgis. Al igual que todos los preocupados por las humanidades y sin vocación sacerdotal, tuvo que estudiar derecho en el positivista Instituto Científico y Literario de San Luis. Ahí se recibió de abo- gado y partió rumbo a sus pueblos solitarios, sus “urbes de tapias caídas”, como dijo otro gran solitario en pueblos abandonados, el

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padre Alfredo R. Placencia. Antes de iniciar su periplo por las regio- nes desérticas de San Luis, Durango, Tamaulipas y Coahuila, el joven abogado ya había cumplido sus obligaciones amorosas y conyuga- les. Después de seis años de noviazgo, “a la luz de dramáticos faro- les”, como decía López Velarde, y en contra de la opinión de una suegra realista y llena de desconfianza por los poetas pobretones, Othón y Josefa Jiménez Muro se casaron en una iglesia pobre, la del barrio de San Sebastián. La joven fue Pepita para los amigos y parientes y Esther para su esposo responsable y respetuoso, pero no fanáticamente fiel. Dice Marco Antonio Campos que “salvo un poema de 1883 titulado ‘A mi esposa’ hasta el ‘Idilio salvaje’, no volvió a escribir un poema de amor”. Tal vez su vida conyugal se dio entre las manos suaves de un amor callado. El cataclismo del amor en el desierto fue lo que despertó su poesía erótica, convulsionando alma y for- mas expresivas. Antes de eso, el personaje central de su poesía es el paisaje real o inmediato, las estepas y los bosques profundos, las mitologías germanas y los sueños pastorales de los clásicos lati- nos e ibéricos. Manuel José viaja al lado de Josefa. Ella pone y quita casas, ordena las mudanzas, apoya al marido, a veces perplejo, distraído y no demasiado contento con las rutinarias tareas judiciales. Santa María, Cerritos, Guadalcázar, Tula, Saltillo, Torreón, Lerdo y retor- nos a San Luis Potosí. Casi siempre viajaron juntos. A veces Josefa se quedaba en alguna de las casas provisionales y Othón enfrentaba una soledad rodeada de peligros. No tuvieron hijos. Me contaba el padre Peñalosa que Othón heredó a Josefa una casa que la pobre tuvo que vender para pagar las deudas. Unos años después de la muerte de su marido, consiguió un trabajito de taqui- llera en el cine Manuel José Othón y ahí la encontró don Antonio Vives, quien a pesar de dedicarse a la política profesionalmente, era

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persona generosa y amante de las artes. La nombró intendente del Teatro de la Paz y le habilitó dos camerinos como vivienda. Josefa, al igual que mi santa abuela, amaba el mes de febrero, pues sólo tenía veintiocho días y, por lo tanto, le alcanzaba su limita- dísimo gasto. Recuerdo, también, a doña Deifilia Cámara de Pellicer, la madre de nuestro amado poeta quien de ella decía: “Cuando la pobreza se ha quedado a vivir en nuestra casa, mi madre le ha hecho honores de princesa real”. Más tarde, Pedro de Alba consiguió a Josefa una pensión oficial que le permitió poner la casita en la que murió a los noventa y nueve años de edad. Poco antes de morir, la buena señora ordenó que se quemara lo que no había destruido de los “papeles” de Manuel (tal vez por ahí andaba algo relacio- nado con los grandes amores en los desiertos del norte). El padre Peñalosa, para nuestra fortuna, no acató el mandato y preservó lo que quedaba del magro legado. En la correspondencia de Othón con Esther y con Juan B. Delgado hay muchos datos sobre sus estancias en la ciudad de México. Ahí se reunía con escritores, artistas y miembros de la Academia de la Lengua a la que pertenecía. Deslumbrado por la gran ciudad en donde trabajaba como secretario del gobernador potosino, habla con entusiasmo del viejo dictador ya ilustrado y todavía matón, del éxito de la pieza teatral que estrenó María de Jesús Servín, de las reuniones con el Duque Job, Urbina, Justo Sierra y otros muchos escritores y de su enorme afición por la ópera y sus intérpretes italianos de paso por México. En 1906 dejó a Pepita en Lerdo, se fue a San Luis y siguió su viaje a México sintiéndose ya muy enfermo (el enfisema ape- nas lo dejaba respirar). Se sobrepuso, vio tres óperas italianas, se salió furioso de una obra de Ricardo Castro, asistió a tres recitales, y regresó a San Luis en donde murió el 28 de noviembre. El parte médico habla de enfisema y paro cardíaco.

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Detrás de su poesía, así como de su narrativa y teatro, se agitan las presencias de Virgilio, Dante, Shakespeare, Goethe y, de manera muy especial, Cervantes. Están además fray Luis de León, Garcilaso de la Vega, don Jorge Manrique, Lope, los místicos españoles y los románticos como Espronceda, Zorrilla y Acuña. Intercambió opinio- nes con Urbina, Nervo, González Martínez y Tablada; y admiró, sobre todos, a Salvador Díaz Mirón, a quien llamaba “excelso y querido”. Los clásicos españoles y los románticos guiaron sus primeros pasos. Abominó del modernismo, especialmente, a Darío y a Lugones. Este último fue la bestia negra de las preceptivas literarias católi- cas. Recuerdo que el padre Ruano lo acusaba de inmoral, retorcido y estrambótico. Al percatarme de que alababa las vomitonas homéricas y condenaba las de los personajes de Zolá, descubrí su arbitrariedad y lo dejé por la paz. Othón, enemigo jurado de los “modernismos” probó la justicia del refrán que afirma: “más pronto cae un hablador que un cojo” y, para nuestra fortuna, dejó que el virus modernista se metiera por la puerta entreabierta e infectara maravillosamente algu- nas de sus obras. Algo parecido le sucedió a González Martínez: le torció el cuello al cisne del modernismo siendo, en muchos aspectos, un entusiasta seguidor de Darío, Lugones, Nervo y Gutiérrez Nájera. Pienso que, en el fondo, lo que odiaban Othón y González Martínez eran los retorcimientos de algunos malos imitadores de los grandes modernistas. Ya lo decía Debussy: “bienaventurados nuestros imi- tadores, pues de ellos serán nuestros errores”. Othón negó la paternidad de sus libros Poesías y Nuevas poe- sías y, menos enfático admitió haberlos escrito, pero aseguró que estaba arrepentido y pidió para ellos un piadoso olvido. Para él, los Poemas rústicos eran su iniciación en la poesía. Empiezan los vein- ticinco poemas con una dedicatoria a Guadalajara que tal vez deba verse como un homenaje a Josefa Jiménez, nacida en esa ciudad; una cita de la égloga IX de Virgilio transcrita en prosa y una intro- ducción “Al lector”.

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Othón corrigió y volvió a corregir los textos, cuidó la tipografía y, ya vencidas todas las reticencias y satisfecho el ataque de perfec- cionismo, dio a la imprenta el libro que Reyes calificó “como digno de ocupar un alto puesto en la antología española”. En el prólogo al lector aventura una serie de ideas que constituyen su poética ini- cial: “el artista ha de ser sincero hasta la ingenuidad [...] el Arte es Amor, amor a las cosas que están dentro y fuera de nosotros [...] el Arte debe ser impopular, inaccesible al vulgo”. No piensen que hay en esta última afirmación un asomo de dandismo, un prurito eli- tista. Todo lo contrario: pretendía que el “vulgo ascendiera”, dejara de ser una masa indocta e informe. Pensaba, además, que el arte no puede rebajarse, pues “es imposible que pierda su sustantividad”. En los Poemas rústicos sobresalen el amor a la naturaleza; el deslumbramiento ante sus dones y amenazas; el ceremonial latino, cristiano, pagano, druida, germano, celebrado en lo más profundo del bosque y con la vista puesta en el cielo, sus constelaciones pro- picias, sus planetas y estrellas señalando el camino o anunciando calamidades: “Sólo Venus esplende, vibrando / su mirada imperiosa de reina”. A esta línea pertenecen sus “sonetos paganos”, especial- mente “Pulcherrima Dea”: “Estático el Olimpo adora en ella / y se siente feliz. De polo a polo / un himno Pan enamorado entona”. En esta sección del libro, la voz oculta es la de Horacio (uno de los sonetos está dedicado al traductor de las odas escritas por el poeta que se reconocía como “un cerdo criado en las piaras de Epicuro”. El traductor era Ambrosio Ramírez). En el resto prevalece el Virgilio de las bucólicas. Un poema titulado “Íntima”, aparecido en la Revista Azul en 1895, anuncia ya el tono dramático y la originalidad de la poesía othoniana. Al referirse a los recuerdos, el poeta aventura un final punteado con suspensivos: “hay oquedades hondas y som- brías / que abrigarán en sus oscuros senos / a las lechuzas pardas y siniestras / y a los pájaros negros...”. El ánimo virgiliano se exalta con la contemplación de la belleza de las cosas naturales: “¡Oh, mi

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naturaleza azul y verde!”. Con premura nombra las cosas para fijar- las. “Nada agrega la poesía a la realidad, pero revela algunos de sus aspectos y rostros ocultos”, dice Odisseas Elytis. El “Himno de los bosques” avanza solemne y deslumbrado, encontrando las palabras exactas para decir la admiración, y las for- mas, a la vez clásicas y novedosas, son capaces de expresar la nos- talgia de la vida retirada y de cumplirse en sí mismas y por encima de sus temas. La alabanza de la aldea va en este poema más allá, pues el autor busca un “sosegado apartamiento” en el corazón del bosque profundo. Ahí intentará encontrarse con su ser más íntimo, reconciliarse con la otredad, fundirse con la naturaleza, regresar a la primera voz, al primer día de la creación: “¡Del gigante salterio en cada nota / el salmo inmenso del amor palpita!”. En la égloga othoniana hay momentos de gran serenidad, de contemplación de las cosas más entrañables, pequeñas y cotidianas: “torpes en el andar, los recentales / se quejan blanda y amorosamente / con un tierno balido entrecortado”. El final del poema es un inesperado himno mariano que entonan los tiempos, las estaciones, las cria- turas de los reinos animal y vegetal: “el himno de los bosques alza el vuelo / sobre lago, colinas, valle y sierra; y al par de la expresión que en su agonía / la tarde eleva a la divina altura, / del universo el corazón murmura / esta inmensa oración: ¡Salve, María!”. La ori- ginalidad de este poema no está en sus métodos o en sus formas. Un clasicismo sin amaneramientos permea tanto el tema como el procedimiento cuidado con inspirada meticulosidad: “el sonro- sado idilio de la aurora, / de estrofas cremesinas que el sol dora, / la égloga de la verde pastoría, / la oda de oro que al mediar el día / de púrpura esplendente se colora”. Detrás cruzan las voces y los nom- bres de las églogas latinas e hispánicas, pero hay también un eco de Wordsworth y de Browning, un lejano sonido del romanticismo alemán: “El fragor lejano / del viento aún estremece la colina / y las espigas del trigal inclina, / que han dispersado por la tierra el grano”.

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La Noche rústica de Walpurgis se llamó originalmente La noche de las selvas, según Joaquín Antonio Peñalosa. Othón lo cambió al entusiasmarse con las mitologías germánicas y los ritos adivina- torios. En sus veintidós sonetos busca la comunión con las cosas y los seres de la nocturnidad. Quiere escucharlos y siente que en el bosque profundo hay un lenguaje que debemos interpretar, un sonido al cual no está acostumbrado nuestro oído: “Sube al agrio peñón, y oirás conmigo / lo que dicen las cosas en la noche”. La naturaleza es maternal y nutricia, pero también misteriosa. Sus ame- nazas rodean a quien se atreve a comulgar con ella. Acaricia y cas- tiga. Sus vigores son ciegos y nada podemos hacer para detenerlos: “Noche profunda, noche de la selva, / de quimeras poblada y de rumores, / sumérgenos en ti: que nos envuelva / el rey de tus fantás- ticos imperios / en la clámide azul de sus vapores / y en el sagrado horror de sus misterios”. Los druidas, los germanos, los pastores de todas las mitologías, se unen en la admiración y en el pavor. Del bosque sale un canto y se eleva para celebrar la creación: “la más grande oración que desde el mundo / se ha alzado hasta las cúpu- las del cielo”. En el poema se combinan las palabras consagradas y propias del lenguaje poético que podríamos calificar de canónico, con otras de timbre novedoso capaces de ensanchar los significa- dos y de tocar una música rara y con nuevas sugerencias: “chorro garrulador, sobre la honda / cóncava quiebra, rómpete en jirones”. De clara estirpe romántica es el soneto “Los muertos”, en el que se dan la mano la gravedad más sincera y el estilo directo, claro, sin concesiones, pues el tema exige desnudez y eficacia expresiva: “Mas no podéis imaginar los otros / tormentos que hay bajo la losa fría: / ¡la falta, la carencia de vosotros; / la soledad, la soledad impía!”. Bécquer influye sobre el poema, pero hay también una premoni- ción existencialista; Gabriel Marcel pensaba que “decir a alguien, yo te amo, significa, tú no debes morir”. La noche de Walpurgis se llena de brujos y demonios de todas layas y colores. El aquelarre es

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multinacional, pues a él acuden nahuales y coyotes, el diablo cam- pirano conocido con el mote de El Vaquero Marcial, las brujas euro- peas que andan “sin Dios y sin Santa María” y las macbethianas con sus víboras y sapos: “no cese, no cese el trabajo aunque pese, / que hierva el caldero y la mezcla se espese”, cantando en los llanos géli- dos de Escocia. En el bosque othoniano giran de manera parecida: “Hijas sois de la víbora y el sapo: / de vuestro hediondo seno sacad presto / las efigies rídiculas de trapo...” y los nahuales danzan alre- dedor del brujerío. Termina la noche y “la madrugada / va a empaparse en el agua sonrosada / que ya muy pronto verterá la aurora”, y sus sortilegios se deslién en la “blancura inmaculada” del alba. El poema termina con un saludo y un homenaje al médico, senador, poeta y drama- turgo, José Peón Contreras. Othón lo saluda “desde el rincón oscuro de mi aldea” y le entrega uno de los más hermosos poemas de nues- tro luminoso y horrendo siglo XIX que, a su manera, fue Walpurgis y Lumen. “Poema de vida”, “Salmo de fuego”, “Procul Negotiis”, “Pastoral” y otros poemas como “Una estepa del Nazas”, com- pletan la “Rusticatio” othoniana (sirva esto para recordar al padre Landívar). De los poemas sueltos debemos rescatar la hermosa “Elegía” escrita a la memoria del maestro Rafael Ángel de la Peña: “De mis oscuras soledades vengo / y tornaré a mis tristes soledades / a brega altiva, tras camino luengo”; así dice el primer terceto que homena- jea al clásico y define las creencias de Othón: “y endulzo el amargor de mi ostracismo / en miel de los helénicos panales / y en la san- grienta flor del cristianismo”. Eliot se definía de manera similar: “Monárquico en política, clásico en literatura y anglocatólico en la religión”. El homenaje termina con un sonoro ditirambo: “¡Cuánto envidio a los muertos cuya estela / marca en los mares el camino luengo / que dejará su nave de áurea vela! / Y con esas envidias que

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yo tengo, / abandono el rumor de las ciudades. / De mis desiertas soledades vengo / y torno a mis oscuras soledades”. Dice Joaquín Antonio Peñalosa que a Othón “se le despertó el interés por el cuento en 1878, cuando frisaba en los veinte años, y escribe ‘Blanca de nieve’, un cuento en verso que posteriormente incorporó a su libro Poesías, publicado en 1880”. Los cuentos fantás- ticos: “Encuentro pavoroso”, “Coro de brujas” y “El nahual” mezclan los elementos del estilo gótico con los temas clásicos de las leyendas mexicanas y las historias de espantos de origen prehispánico cris- tianizadas por la colonización española. Esta serie, dedicada a José López Portillo y Rojas, autor de La parcela, tiene como fundamento las consejas populares, pero también algunas aventuras vividas por el propio Othón en sus constantes viajes o escuchadas de boca de amigos en las tertulias de las boticas de los pueblos y las pequeñas ciudades en las que el escritor ejercía su profesión legal. Aparecidos, brujas y nahuales giran incansablemente en estas narraciones escri- tas, según lo cuenta Othón a Delgado, “a vuelapluma”, en un estilo directo y sencillo. Sin embargo, hay momentos en los que la prosa adquiere tonos líricos y el escritor goza con el sonido de las pala- bras y sus acertadas combinaciones: “¡El tigre!, el sanguinario hués- ped de las selvas de tierra caliente, dice el jinete nocturno al sentir que su caballo se encabritaba ante la presencia de un ser aterrador”. En “Coro de brujas” describe los conjuros de la brujería mexi- cana: la saliva, el huevo de gallina prieta, las limpias con ramas de pirú, los sahumerios, las oraciones católicas dichas al derecho o al revés, según el caso, las predicciones, los rezos a san Antonio Abad o a san Isidro Labrador —“quita el agua y pon el sol”—; las reco- mendaciones del utilísimo catecismo de Galván, el mal de ojo, la medicina basada en conocimientos botánicos de origen prehispá- nico y todos los conjuros hechos para que el enfermo “recupere su centro”; los amuletos y el conjunto de supersticiones que, por razo- nes moralizantes, ridiculiza y combate. El cuento tiene relación con

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el poema que ya hemos comentado, Noche rústica de Walpurgis, y recuerda las reuniones de Brooken y la montaña del Harz donde la leyenda alemana ubica los grandes aquelarres con la presencia del macho cabrío, cuyos genitales y ano recibían el beso ritual de las delirantes brujas adoradoras. Sus cuentos realistas siguen las pautas del realismo mexi- cano en el cual Rafael Delgado adaptó las reglas del realismo euro- peo a las costumbres y tradiciones locales. Influyen en su obra, además, su admirado José María de Pereda —el novelista santan­ derino autor de Peñas arriba, El sabor de la tierruca, Sotileza y Don Gonzalo González de la Gonzalera— y el escritor jalisciense José López Portillo y Rojas con sus escenas típicas y campesinas. Pero la adora­ ción mayor es el Cervantes de las Novelas ejemplares. Admiraba al autor del Quijote, novela que conocía muy a fondo y que viajaba con él de pueblo en pueblo. Algunos de estos cuentos son verdaderas crónicas, producto de sus vivencias, recordadas y escritas con fide- lidad, sin adornos ni añadidos. Otro aspecto interesante de sus narraciones breves es la pre- sentación de cuadros costumbristas con fines meramente descrip- tivos, propósitos moralizadores o el puro placer de recordar y dar testimonio de su tiempo histórico. En este apartado, las fiestas, bai- les y comilonas típicas ocupan un lugar preferente, y son descritas con lujo de detalles: “comimos la clásica sopa de arroz con rebanadas de huevo cocido en nauseabundo maridaje con la de pan, adornada ésta de tornachiles en vinagre y bolas de chorizo. Vino, enseguida un estofado de pollo que, en obsequio a la verdad, súpome a gloria, como entreés dos platones de guacamole y sardinas condimentadas con cebolla picada, queso rallado y piquines encurtidos”. Seguía el mole, “mar de manteca y chile con arrecifes de miembros pavunos”; llegó el “turco” (platillo cuya receta se atribuye a la madre Juana Inés de la Cruz, tesorera del convento de las Jerónimas y que se forma con más de treinta elementos culinarios); lo siguieron los

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chiles rellenos y el plato de frijoles para “llenar huequitos”. Todos bebieron agua fresca, cerveza, y con el mole un milagroso pulque curado de almendras y plátano. Estas prolijas descripciones gastro- nómicas recuerdan a las de Payno (los banquetazos de Relumbrón, Lamparilla o el notario) y a las de Facundo y su “baile y cochino en la casa del vecino...”. En fin, la vida decimonónica con tiempo para todo, comidas interminables y las “dulces charlas de sobremesa” del Duque Job, con fresas, perro faldero y la presencia de las muy ilus- tres “entretenidas” que no eran ni españolas ni yanquis ni francesas. En algunos de sus cuentos aparece su admiración por la ópera y su deslumbramiento ante lo europeo. Sin embargo, nunca se deja arrebatar por la fantasía y prefiere mantenerse fiel a su realismo testimonial. Por otra parte, en sus cuentos románticos aparece el melómano convicto y confeso y, en algunas ocasiones, se percibe la admiración por el Bécquer de las leyendas, por el vigoroso aliento del Juan Valera de Pepita Jiménez. En otros, como “El pastor Corydón”, asoma su gusto por la poesía latina, especialmente la de Virgilio. En este curioso cuento el sacristán don Sixto, seminarista destripado y latinista irredento, sostiene diálogos en un latín impecable: “inclina hidriam tuam ut biban” (“inclina tu cántaro para que yo beba”), y el salaz latino mexicano parafrasea a Virgilio para reprochar a la rancherita ­sus desdenes: “O crudelis Alexa, nihil mea carmina curas?”. Sus días de seminario, la vida bucólica y el amor virgiliano son la substancia de esta sátira con amores desérticos y suicidio final. Pero, tal vez, su cuento más vigoroso sea “El nahual”. Peñalosa busca en González Obregón, en Virginia R. de Mendoza y en el dic- cionario de aztequisimos de Luis Cabrera una definición del ser de la ultratumba prehispánica. El diccionario dice que “era un indio viejo, brujo y hechicero, desaliñado y de grandes ojos colorados que solía transformarse en perro lanudo”. Hay en esta descripción una clara influencia europea: el hechicero es indio y se transforma en un perro lanudo de los que llegaron después de la conquista. Doña Virginia

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se acerca más a los orígenes cuando afirma que “adquiere la forma del animal que le sea afín”. Othón en el cuento no profundiza en la esencia del nahual. En cambio, lo hace en el poema de Walpurgis, pues insinúa el carácter infernal del fantasma y, lo que está más ape- gado al concepto indígena, la posibilidad de que sea nuestro alter ego, la parte oscura que nos acompaña, la perturbadora dualidad de la mitología indígena nahua. El nahual cristianizado de Othón es un viejo pícaro que usa a un coyote amaestrado para procurarse comida, pero por encima de la anécdota flota la inquietud del autor al enfrentarse con un personaje que no entiende del todo. En ese terreno ambiguo está lo mejor del cuento, su inteligente vaguedad, su poder sugerente. El coyote lanza al final su “lastimero grito” que es como “el toque lúgubre de salvaje clarín, que para contemplar en tanta pequeñez la augusta grandeza de la muerte, convocara a todos los espectros de la montaña”. El padre Peñalosa ordenó con atinado criterio la obra teatral de Othón compuesta de proyectos incumplidos y obras terminadas, algunas de ellas puestas en escena y casi todas de valor discutible. Es necesario ubicarnos en su tiempo, comprender las limitaciones del medio teatral y localizar algunas influencias desastrosas. Sin ellas, su teatro hubiera sido considerablemente más interesante. Los pro- yectos eran muy ambiciosos: una Francesca de Rimini, dramas de capa y espada, comedias de costumbres, una descomunal tetralogía cuyas partes tratarían los períodos fundamentales de la historia de México y un don Juan del que poco se sabe. Su teatro representado y publicado consta de seis obras de méritos dispares. La cadena de flores, escrita en verso, es breve y bien construida; Después de la muerte, también en verso, pero en tres actos, fue su mayor éxito de público y se representó en varias ciudades, incluyendo la capital de la república. Se trata de un trabajo muy influido por el culebrón de don José de Echegaray, El gran galeoto. Recordemos que don José recibió el Premio Nobel en medio de las

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protestas y hasta las cuchufletas de sus paisanos. Valle-Inclán, su principal detractor, decía que los carteros de Madrid eran unos crí- ticos de teatro muy inteligentes, pues había mandado una carta diri- gida a un conocido, marcando la siguiente dirección: “Calle del viejo idiota, número 28”. El cartero, culto y perspicaz, la había entregado en el número 28 de la calle de Echegaray. La influencia del “galeoto” sobre el drama othoniano es poderosa, pero no se vuelve apabu- llante gracias a la ingenuidad de su autor y a cierta frescura nove- dosa en la versificación. Coincido con Peñalosa en que la mejor obra de Othón es el monólogo Viniendo de picos pardos. Hay en él una intención experi- mental que recuerda los mejores momentos del teatro de Tamayo y Baus. Es ingenioso y su construcción muy acertada. En lo que se refiere a sus traducciones debemos recordar su paráfrasis de la tragedia de Shakespeare, Macbeth, obra que Othón admiraba y sabía casi de memoria. Lo llamaba “el genio de los genios del teatro”. Otras de sus admiraciones fueron Esquilo, Eurípides, Calderón, Tirso, Molière, Schiller, Goethe, Alfieri (en una carta habla del Orestes del autor italiano), Tamayo y Baus. Debemos recordar de manera especial su obra de homenaje a Cervantes, El último capítulo, fallida, pero muy interesante en su glosa del teatro cervantino. Los personajes son el mismo Cervantes, las mujeres que lo rodean y, entre quienes integran la lista, un curioso individuo con el que hace un juego equívoco y anacrónico: un Gutierre de Cetina de cincuenta y siete años quien, ciertamente, no es el madrigalista muerto en un lío de faldas poblanas, pero lleva su nombre y, por lo tanto, es una especie de guiño que el autor hace a los espectadores. Al final, Cervantes mata a su criatura, don Quijote, cuando éste recu- pera la razón. Hay en esto una clara referencia a la intención cervan- tina, pero, cuando afirma que el caballero había recuperado la razón “porque había perdido la esperanza”, Othón se adelanta a su tiempo y por encima del juego calderoniano y de los hallazgos tomados de

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don Manuel Tamayo y Baus anuncia los desarrollos temáticos y for- males que en torno al autor y sus criaturas hicieron años más tarde Unamuno y Pirandello. Hizo crítica teatral y mostró en ella rigor y, a veces, hasta severi- dad y cierto mal humor. En una de ellas vapulea educadamente a su admirado Peón Contreras por su débil obra El conde de Peñalva. Hace además patente su adhesión a Tamayo y Baus y a sus obras El tejado de vidrio, El tanto por ciento y, sobre todo, Un drama nuevo. A los actores y actrices los trata siempre bien y no es demasiado sañudo con los directores de escena, que, por aquellos tiempos, eran generalmente los primeros actores. Glosa con veneración una obra calderoniana, El mayor monstruo, los celos; pero no olvida su tarea crítica y da testi- monio de sus discrepancias con el clásico en materia de construc- ción dramática y versificación. En otra crítica considera “detestable” el libreto de la opera Atzimba de Ricardo Castro y alaba algunas arias. Su música en general le parece modesta y hasta equivocada en su propósito de ambientar la ópera en el mundo tarasco. Le reprochó ser más wagneriano que Wagner al atentar contra los tímpanos de los sobrecogidos espectadores y no ahorra ironías para describir las fallas de producción y la ambientación estrambótica. Termina su reticente nota (en una carta dice que se salió del teatro molesto y aburrido) señalando los plagios de la Aída de Verdi, una Aída ali- mentada de corundas y uchepos y folclorizada con pésimo gusto. Escribió además impresiones de viaje y de lecturas, algunos artículos y una abundante correspondencia. Estas impresiones son poemas en prosa impregnados de su amor por la naturaleza, basa- dos en sus frecuentes contemplaciones del cielo nocturno que en los desiertos despliega dramáticamente sus planetas y constelacio- nes. Shakespeare, Cervantes, Arcadio Pagaza, Horacio y el amado Virgilio, Calderón, Molière, Schiller, los clásicos griegos... son algu- nas de sus admiraciones mayores.

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En sus cartas desahoga muchos temas que nunca quiso ven- tilar en público, y habla con entusiasmo de sus grandes pasiones: la música, el teatro, los paisajes, la poesía. En ellas encontramos una serie de claves para acercarnos a su poética más íntima y esen- cial. Desde México cuenta a Josefa sus idas a la ópera, le describe la gran ciudad y las sesiones de la Academia de la Lengua. Le habla de Díaz Mirón, Nervo, Urbina, González Martínez, Gutiérrez Nájera, Tablada... de las tertulias, las veladas, los cafés, comederos y res- taurantes, el esplendor de Plateros, los éxitos desarrollistas del dic- tador tan alabado por Tolstoi, los aires de Francia corriendo por las calles de la alta burguesía y otros muchos deslumbramientos. Desde sus pueblos del desierto, estas cartas a Delgado y otros amigos, adquieren un tono grave y reflexivo, lleno de nostalgia, pero también iluminado por el mundo sin límites de las inmensas planicies escal- dadas por el bochorno. Urbina y Valle Arizpe se hicieron lenguas sobre la charla encantadora de Othón, sin freno cuando estaba en la gran ciudad y se vengaba de la dietas de silencio impuestas por el sobrecogedor desierto. Esta facilidad para contar historias o impro- visar epigramas según algunos de sus críticos, se incrementaba con su afición por el vino (en una carta, la reconoce como “vicio”). Mucho se habló de su sed, unos la consideraban acuciante, otros lo veían como un bebedor ocasional que a veces “hacía el oso” y se ponía violento, mientras su discurso se desbarataba en la incoherencia. Estas cosas no tienen ya relevancia y palidecen frente a la obra del escritor, que es lo permanente. Sin embargo, quisiera fabular un poco: lo veo con la corbata gris adornada con su fistol de perla, el bigote bien arreglado y el pelo ya un poco ralo; los bondado- sos ojos un poco saltones y las manos largas y finas. Está sentado en una mesa de La Lonja de San Luis, rodeado de contertulios; ligera- mente achispado cuenta historias de espantos, dice poemas y mani- fiesta sus admiraciones literarias. En el centro de la mesa, la botella de coñac y, a su alrededor, los fiambres potosinos, enchiladas con

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queso, fruta en vinagre, bocoles huastecos y queso de tuna. La ter- tulia se alarga y, de regreso a casa, se encuentra con la comedida reprobación de Pepita; promete enmienda, pero muy pronto vol- verá a cultivar sus debilidades. En fin... estos son, como decía Gide, “los alimentos terrenales” y Woodsworth piensa que no hay que entristecerse aunque nada pueda devolvernos “las horas de esplen- dor en la hierba”. Quisiera terminar estas admiraciones agradeciendo a los otho- nianos sus enseñanzas y consejos. Gracias a los padres Peñalosa y Montejano, a Morrison y Herrera Zapién, traductores al inglés y al latín, a José Joaquín Blanco, a Miguel Bernal Jiménez que musicalizó el “Himno de los bosques”, a Bustos Cerecedo, Carballo, Castro Leal, Novo, Speratti, Udick, Noyola, Escalante, Campos y Zavala. Todos ellos han enriquecido los estudios othonianos. Los desgarradores versos de la culpa se atemperan por obra y gracia de las palabras celebratorias, de la nostalgia del deseo y de la permanencia de la exaltación plena de los sentidos. “Ya sólo queda el arenal inmenso”, pero la “bruna cabellera de india brava” se agita y brilla en la memoria. Mucho se ha hablado de los remor- dimientos y las culpas que cruzan como latigazos nocturnos la celda del pecador. Es cierto. Todavía podemos escuchar el temible chas- quido, pero este lenguaraz admirador quisiera irse por la pura e inconfesable sensualidad (mala cosa en estos tiempos de cardena- les y obispos tan enfurecidos por nuestras irremediables y hasta ale- gres malas costumbres de seres humanos hechos de carne gozosa y empavorecida). Por la sensualidad y sus pasmos para recordar a la prodigiosa mujer que llegó “a la helada soledad” de nuestro poeta y todo lo incendió. Vamos a quedarnos con esa hoguera que exalta nuestra condición de seres humanos con sus grandezas y miserias, sus derrotas y felicidades. No importa que después venga “el desierto, el desierto y el desierto”, pues las lianas de los cuer- pos se retorcieron en el juego del amor. El poema se plasma en lo

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que Octavio Paz llamaba “la desolación escultórica de Othón”; en él, como en “Piedra de sol”, el amor se hace “por defender nuestra porción eterna”. Por eso se nos alegra el pensamiento cuando pen- samos en Manuel José Othón.

LAS_Interiores_CC.indd 104 12/14/15 2:41 PM Dos poetas en la sombra

I

Por ese parentesco que tengo con la tarde y porque el alma ya se me ha quedado inútil en su afónica tristeza, con el ademán callado de quien se encuentra apoyado a la orilla de una mesa pensativo y olvidado...

Así escribía, pocos años antes de su muerte, el poeta Francisco González León, boticario de la pequeña ciudad de Lagos de Moreno, punto en el que terminan los secos, dramáticos Altos de Jalisco y comienzan las tierras llanas y fértiles del Bajío de Guanajuato. La biografía del poeta puede decirse con unas cuantas palabras: nació en 1862, en Lagos de Moreno, estudió Farmacia en Guadalajara, regresó a su pueblo y ya nunca salió de él. Su farmacia, frente a la gigantesca parroquia de la ciudad, fue centro de reunión de los escri- tores locales y de algunos intelectuales de paso. Dio clases en el Liceo, escribió algunos libros que se publicaron no porque a él le interesara su aparición sino por los buenos oficios de algunos ami- gos y compañeros, particularmente Ramón López Velarde y Pedro

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de Alba; ganó en 1903 los Juegos Florales de su ciudad; leyó mucho, especialmente a los simbolistas franceses, a Machado y a Unamuno; habló poco, se casó (llamaba a su esposa, con afecto y condescen- dencia la insubstancial Petra); no tuvo hijos; mantuvo una esporá- dica correspondencia con Rodenbach y murió en 1945. Yo lo vi una vez, de lejos. Mi recuerdo tiene mucho de sueño. Era de mediana estatura, muy delgado, de rostro afilado y frágil y usaba unas gafas redondas en precario equilibrio sobre la nariz ligeramente corva. Vestía siempre de negro con camisa de cuello de palomita y corba- tín oscuro. Su único lujo era un sombrero de alas anchas que usaba más para las manos pálidas que para la cabeza cana. Lo veo en el recuerdo-sueño, sentado en una banca de la plaza, frente a la parro- quia, rodeado de amigos y, más tarde, tal vez a la hora de la comida, caminar despacio rumbo a la botica, mientras el reloj decreta las dos de la tarde desde lo alto de la torre parroquial. Lagos es una ciudad hermosa y extraña. Sus colores son tenues y las vidas de sus gentes se dan, casi siempre, en un complicado tono menor. La enorme parroquia, construida con cantera de un suave color rosa, es el centro de la ciudad, su dato esencial de identificación cuando se le ve desde lejos en el corazón de un valle rodeado por la sierra de Comanja y las caprichosas formas de los montes conocidos con los nombres de Mesa Redonda y Mesa Larga. Las amanecidas y los crepúsculos del valle de Lagos tienen colores tenues e ignoran las estridencias. Sus viejas casas, cerradas a piedra y lodo, ocultan las vidas de sus moradores tras gruesas cortinas y deli- cados visillos de tela bordada. Por las habitaciones inmensas circu- lan las voces pasadas y las horas marcan los cambios de la sombra, acentúan o disminuyen los efectos de la luz sobre los muebles, los pisos pulidos, las desnudas paredes y los cielos rasos que ostentan respiraderos finamente labrados. Por las azoteas anda el sol jugando con vidrios puntiagudos y los gatos duermen la siesta. De noche la ciudad calla y las soledades se dan a la tristeza o a la desesperación.

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En 1922, la publicación del libro de González León, Campanas de la tarde, con prólogo de Ramón López Velarde, despertó la aten- ción de algunos críticos de la ciudad capital. López Velarde llama al boticario de Lagos: “Monje de emociones intermedias” y al entre- garlo a la “popularidad” le da el título de “poeta consanguíneo” y afirma su creencia en la absoluta originalidad de su poesía: “su ori- ginalidad poética; la de las sensaciones... González León nunca la ha desviado, él sabe que la poesía es el pasmo de los cinco sentidos [...] La originalidad, en mi concepto, es el sexo mismo del poeta [...] su simplicidad tiene paréntesis laberínticos...”. González León, a pesar de los esfuerzos de sus amigos, nunca quiso pelear para conquistar la fama. No era ése su proyecto. Después de la temporada de estudios en Guadalajara, regresó y ya nunca salió de su ciudad. Así lo reconoce en una carta: “Me resigné, entonces, a la penumbra, a esta sordina, a las costumbres inaltera- bles de mi pueblo”. Ahora son más los que lo olvidan que quienes lo recuerdan. Su obra es aún escasamente conocida. Así debe ser. Al poeta le gustaba el silencio y su constante perplejidad no admitía los elogios enfáticos ni el barullo de la crítica superficial. Libre Dios a su obra poética del entusiasmo de los mitificadores, del engañoso elogio de quienes no leen poesía. Sin embargo, trataré de buscar las razones de tanto olvido, tanto silencio, tanta penumbra. El centralismo cultural mexicano ha sido responsable de muchas pérdidas literarias y de incontables olvidos. La capital exige a los escritores de todo el país que se trasladen a ella y, cuando los tiene atrapados, les impone las reglas de su juego obligándolos a cumplir los ritos y las ceremonias de un poder literario dividido en bloques y capillas que se pelean entre sí, niegan el valor del adversario y, en los casos extremos, lo ignoran y lo expulsan del Parnaso. En suma, lo “ningunean” (el ninguneo es la más refinada forma de estar muerto en vida). Y no es que González León haya sido ninguneado del todo.

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Como no participaba en las contiendas del poder literario no era considerado peligroso. Además, él nada hizo para dar a conocer su obra y demostró claramente un vago deseo de permanecer en la sombra y el silencio. Lo que sucede es que, en esa sombra propicia, se estaba escribiendo una poesía de refinada originalidad y algunos de los que no se percataron de este hecho, se apresuraron a clasifi- carla a la ligera y a descargar sobre ella un cúmulo de lugares comu- nes que estuvieron a punto de minimizarla, de asfixiarla. La poesía de González León despide un perfume extraño, hay en ella una esen- cia que no puede producir el entusiasmo de los acostumbrados a los grandes perfumes conocidos. No es su obra una enorme catedral, de naves vertiginosas, tremendas nervaduras y vitrales resplande- cientes. Es una iglesia pequeña, disimulada entre los árboles de una plaza vieja, entrevista en el claroscuro de una tarde de otoño. Una de esas iglesias que uno contempla sentado en una banca de piedra, mientras los pájaros hablan comedidamente en las ramas y no hay nadie por esos rumbos. El crepúsculo llega y todo empieza a difu- minarse. Los colores se mezclan y suavizan. Todo es imprecisión y vaguedad. La poesía de González León es como un pequeño cuadro de Rembrandt, como una pincelada en un rincón de un cuadro de Zurbarán. Puede ser, también, algo como un fragmento de adagio de un barroco italiano poco conocido o como un soneto perdido entre las páginas de una de tantas flores o silvas de varia poesía del Siglo de Oro. Tanta vaguedad corre el riesgo de pasar desapercibida, pero esto no la afecta. Está ahí, viva y latiendo, para que la descu- bran los buenos buscadores. Los que no sepan buscar pagan el pre- cio de perdérsela. Repito que no fue ignorado del todo, pero su obra fue vista con descuido y rápidamente catalogada. Ya hemos visto que sólo López Velarde se dio cuenta de lo que representaba la poesía del viejo boticario. Pedro de Alba la trató con simpatía e ineptitud crí- tica; Castro Leal, tan dado a las generalizaciones, la llamó pequeña

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y la envió al apartado de las voces provincianas; Alfonso de Alba la minimizó al verla como militante a favor de la sencillez de la pro- vincia; José Emilio Pacheco la ha reivindicado en parte; mientras Elizondo, y otros críticos capitalinos no han salido de su perple- jidad frente a los refinamientos teñidos de ingenuidad que dan y quitan forma a esta poesía y, amedrentados, han caído de nuevo en la alabanza de la poesía aldeana que se da por milagro y no por el esfuerzo lírico y el infatigable laboreo con sensaciones y pala- bras que el poeta ha tenido que gozar y sufrir. Sin duda, Phillips, el gran crítico norteamericano, y Ernesto Flores son quienes más se han aproximado al pozo oculto de donde manan las aguas de esta rara poesía. Ingenuidad, simplicidad, amor por las cosas pequeñas, por las emociones mínimas. Esos elementos son los esenciales de la poesía de González León, pero hay mucho más que eso. Su inge- nuidad es producto de una amargura que fue violenta y se remansó con el paso de los años. Su fe católica está hecha de dudas y, como dice Ernesto Flores, sufre de una permanente erosión. Era dema- siado sensual para aceptar la renuncia de los sentidos. Y pensar que algunos críticos despistados han visto en él una especie de poeta místico. Su poesía es simple porque viene de regreso del mundo de las formas barrocas. No le interesaba el paisaje, sino el efecto de la luz sobre los seres y las cosas. Por eso es un impresionista obse- sionado por las vibraciones del color y por el clima espiritual o, más bien dicho, sensorial que producen y alientan. Los colores firmes y los rasgos precisos no eran de su agrado. Como un pintor japo- nés, difuminaba los tonos y gustaba de los trazos pálidos, apenas esbozados. Más que las figuras, le importaba el halo que las rodea, la sensación lumínica que de ellas se desprende: “Aquella iglesia con el alma oscura...”. Veía el mundo con ojos anestesiados y en su poesía las cosas brillaban oscuramente, todo se movía con ritmo lento. Su amor al

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silencio, entendido como algo irremediable que se asume, late en el fondo del alma con una especie de vibración mórbida, está claro en su poema “Íntegro”:

Tardes de beatitud en que hasta el libro se olvida porque el alma está diluida en un vaso de quietud. Tardes en que están dormidos todos los ruidos.

Las tardes en que parece que están como anestesiadas todas las flores del huerto, y en que la sombra parece más sombría, y el caserón más desierto.

Tardes en que se diría que aun el crepitar de un mueble fuera una profanación de absurda cacofonía y herética intromisión.

Tardes en que está la puerta de la casa bien cerrada, y la del alma está abierta...

Tardes en que la veleta quieta en la torre no gira y en parálisis se entume, y en que el silencio se aspira íntegro como un perfume.

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Su simplicidad, decía, era una forma que regresaba del laberinto de las sensaciones. A mí siempre me sorprenden esas peras guardadas en frascos que contienen un fino aguardiente. Pasan los años y la superficie de la pera se arruga pero, al morderla, el sabor frutal, oculto en el interior, nos estalla en la boca, entregán- donos la gloria de la tierra. Así, González León guardaba sus sensa- ciones, las almacenaba en pequeñas compoteras y las ocultaba en el más sombreado rincón de la casa. Al abrir los frascos, la sensación acidulada, quintaesenciada, derramaba su aroma, produciendo una especie de silencioso enervamiento. De ese rescoldo obtenía sus ilu- minaciones, sus momentos de plenitud retrospectiva:

Emoción, vieja emoción dormida en algún rincón oblicuo del corazón.

Bastó el roce de una falda, un femenino ademán, y el perfil de unos perfiles que ignoro dónde estarán...

Refranes en el armónium: repiques en las esquilas; la mirada mordorada de evangélicas pupilas; la plástica churriguera de una iglesia conventual; el altar hecho una ascua, y en mi pecho toda una pascua pascual, bajo la tarde eclesiástica...

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La ciudad con más de treinta iglesias, conventos, escuelas reli- giosas, rezos y más rezos. Vetusta, como la de Clarín, gobernada desde el púlpito y el confesionario, puso el clima en el que se movía su obra. Ciudad cristera de cristianos viejos, ciudad de señores crio- llos y de peones indios, de haciendas con grandes casas solariegas cuyos dueños “paseaban por Europa”, que, a pesar de todo eso, no inclinó al poeta hacia los terrenos místicos. Asombran su despierta —y contenida, por supuesto— carnalidad y su gozo ante la pompa litúrgica, el silencio y la penumbra de los conventículos. De lo primero tenemos un ejemplo en su poema “Procesional”:

Aquella Hermana de la Caridad: aquella Sor Asunción, que bajo la toca lleva una boca en forma de corazón.

Corazón que es dilución de una escala cromática: (el color del labio superior es sonrosado, y rojo ultrasanguíneo el inferior).

Aquella monja que se parece a una artista de cine, de película italiana, que yo vi bajo la luna, en el auge lumínico de una convaleciente noche de abril. Monjita que a la artista te asemejas en la dulce mansedumbre de tus ojos y en el rictus doliente de tus cejas.

Tarde de procesión en los claustros del Hospital.

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Palio que es un toldo al Sacramento formado por bordados de un gran chal.

Temor de los gorriones del jardín que vuelan desde el boj de los parterres hasta un alto pretil, si miran la invasión de la procesión.

Enfermos que se asoman hasta el marco de una vidriera cercana; tintineos de una campana; todo un frívolo ocaso que se esponja, y acaso, mi indevoción, si miro que aparece aquella monja de boca de corazón...

Y de lo segundo hay constancia en “Agua dormida”:

Agua dormida, agua que contrastas con mi vida, agua desierta...

Pegado a la cancela de la huerta, de sus rejas detrás, ¡qué de veces de lejos te he mirado!, y con hambre espiritual he suspirado: ¡Si me dieras tu paz!

Pero volvamos a su premura por decir las cosas, por nom- brarlas para que adquirieran existencia personal e intransferible. Deliberadamente he jugado con los términos cosas y personas. Los

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buenos poetas como González León son dados al animismo. Además, san Francisco de Asís fue su maestro en cuestiones sensuales y en la obsesión de hermanarse, es decir, de fundirse con todos y con todo. En sus primeros poemas tremendamente desiguales, por cierto, hay un anhelo de viaje. Desde su pueblo, veía las cosas de Europa y las dotaba de un prestigio mágico. Dumas le abría las puertas de los pala- cios del Gran Guignol de Francia y sus lecturas románticas le llena- ban la cabeza de princesas provenzales, gallardos paladines, juglares y palacios de milagrería. La resignación apaciguó su ansiedad y volvió su atención hacia las miniaturas sensoriales. Así describe las manos de Graciela, la novia escolar: “Sus manos: lenidades de paloma, / sus manos escolares que me empeñé en besar; / sus manos que exhala- ban el aroma / de un lápiz acabado de tajar”. A doña Juana Nepomucena, la viejecita que le contaba “cuen- tos de brujas y encantamientos”, le dice: “Aún brilla el brillo de tus agujas / que me bordaron el pensamiento”. Y hay una extrema precisión de corte modernista (no olvi- demos que leía incansablemente a los simbolistas franceses, a Rodenbach, a F. Jammes, a Darío, Machado y López Velarde) en estas descripciones:

¡Quién diría, quién diría que el fulgor deslumbrador que vívido flamea, no es sino un fragmento de vidrio de azotea herido por el vértigo del sol!

[...]

El insolvente bienestar del río donde se arruga un calosfrío de acero;

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[...]

Momento de puericia; momento en que, en el aire, se agita la actitud de una caricia...

Este vidrio deslumbrador aparece, muchos años después, en la poesía de Montale. También el poeta italiano padecía el delirio de nombrar las cosas para apresarlas y hacerlas permanentes. Pero tal vez en el poema “Despertar” aparezca, con mayor claridad, su forma peculiar de asir el significado oculto de lo cotidiano, de ver en todo el trasunto de una fiesta que gozamos aunque no hayamos sido invitados formalmente a ella:

Despertar indolente en que se siente la necesidad de continuar el diálogo interrumpido con la fantasmagoría nocturnal.

[...]

Y en tanto bruñe un espejo un dejo en la oscuridad, y descifra una rendija una ecuación matinal, en un pretil de la casa, una saltapared repasa sus métricas de cristal...

Los sentidos de González León tan despiertos y capaces de pro- ducirle agudísimas experiencias que lo enriquecieron y enlutaron

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a pesar de que pasó gran parte de su vida observando las cosas desde la puerta de su casa, lo obligaban a oscilar entre la realidad y el deseo, la vigilia y el sueño. No hay en su poesía los precisos lími- tes que marcan las fronteras entre distintos estados de la conciencia. La memoria no le entregaba cuentas claras, sino que se confundía con el sueño y con el cúmulo de anhelos frustrados:

Présbita para el pasado, miope para el porvenir, me he quedado como aquel que en la selva se ha extraviado sin hallar rumbo fijo que seguir.

Desconfiaba de la memoria. El presente era más seguro que la nostalgia plagada de espejismos, amenazante como una bestia disfrazada con los colores de su entorno: “Y el ejemplo de la mujer de Lot / me enseña por demás, / el bíblico peligro / de mirar atrás”. Algunos han creído ver que detrás de esa agudización de los sentidos hay algo más que la enorme capacidad que tenía para fijar las sensaciones:

La nave de China trájole al Virrey, para su hija Pía, la milagrería que abre un abanico tejido en carey; y para su esposa el cristal tallado de esencia de rosa.

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Pero a mí me trajo algo que es mejor: a mí me ha traído olvido de amor.

Pena que se queda del camino a un lado; fórmula anodina de oriental receta; humo que las penas ve con telescopio.

La nave de la China hoy ha facturado para mi dolencia cansina y secreta una libra neta de ensueños y olvido bajo la etiqueta que asegura: ¡Opio!

No merece la pena (esta charla no quiere meterse en los terre- nos de la psicología del arte) ahondar en la posible ayuda proporcio- nada por el láudano, sustancia que contenía opio y a la cual tenían fácil acceso los boticarios. No creo que sea demasiado importante dilucidar si el poema se basa en experiencias reales o inventadas. Lo que sí conviene señalar es que la placidez que algunos críticos han creído ver en la poesía de González León era el producto de una constante ansiedad, de una tensión apaciguada por el silencio aceptado y la resignación asumida. El poeta, auto-crítico, más que eso, cultivador del autosarcasmo, quita importancia a sus cuitas, se

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burla de sus emociones y de su melancolía: “La vida es enigmática y artera; / y mi emoción es tan pequeña, / que...”. El poema termina con los tres puntos suspensivos más elo- cuentes de la poesía mexicana. En ellos está oculto el más claro de los subtextos. Pienso que este final, vago, pesaroso, difuso, encierra uno de los momentos más dramáticos de la obra de González León. Sin embargo, como el poeta padecía, para fortuna nuestra, un alto sentido del pudor, el drama se expresa en este vacío habitado por tres pequeños puntos que callan y hablan sin voz. La presencia del destino, visto sin garrulería melodramática, se palpa en este poema que no termina nunca, que deja abierto el posible final, no para que el lector determine la forma de culminarlo, sino para que poeta y lector se queden suspendidos en el espacio nebuloso de la duda. No hay cosa peor que la certeza iracunda y tajante. Este vacío corres- ponde, con mayor precisión, a la naturaleza humana, a las cosas de la vida enigmática y artera, que... Duda, gozo, deleite ante lo pequeño y cotidiano, sensaciones laberínticas, silenciosos tensos, comedimiento, ausencia de auto- compasión, resignada visión de las cosas del mundo, palabras nue- vas, malicia formal, sinceridad sin límites, religiosidad en crisis, pero sin melodrama, tono menor asumido con humorismo amargo, alegría en la tierra... Estos y otros muchos son los elementos de la poesía de este simbolista mexicano que permanece en la semios- curidad. Repito que está bien que así sea. Está ahí, con sus libros: Megalomanías, Maquetas, Campanas de la tarde, De mi libro de horas y Agenda, en un rincón de su casa ya deshabitada, con sus gatos, grillos, cajitas de música, tardes de lluvia, monjas hermosas, casas abandonadas, desconocidas becquerianas sin manos, melenas cas- tañas, pesadas y brillantes, ingenuas visiones de castillos proven- zales, pianos fantasmales y silencios que se prolongan en un largo, inaudible aullido interior:

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Penumbras friolentas alumbran mi estancia. Roto sedimento de amarga fragancia vaga en el recuerdo de vieja ilusión.

Hay algo que vuela y algo que se esconde. Y en estos instantes que el tiempo alargó, callan dos silencios y hablan dos rumores: el gato y el grillo; las sombras ¡y yo!

II

Alfredo R. Placencia, el otro poeta en la sombra de este ensayo, fue sacerdote de la iglesia católica y ejerció su ministerio en pueblos lejanos y olvidados de la orgullosa Arquidiócesis de Guadalajara. Durante muchos años, su persona y su obra se mantuvieron en el olvido. En 1946, la Universidad Nacional publicó una antología de su obra, preparada y prologada por Alfonso Gutiérrez Hermosillo, poeta miembro de la generación de los Contemporáneos. Más tarde, Castro Leal incluyó algunos de sus poemas en una antología general de la poesía mexicana, acompañándolos de un prologuillo vacuo; y en otras antologías de poesía hispanoamericana aparecen algunos poemas de Placencia, perdidos entre la hojarasca mexicana, colom- biana, peruana, etcétera. Sólo José Emilio Pacheco, siempre vigi- lante, y Ernesto Flores, buzo de aguas profundas, se han ocupado de Placencia con mayor detenimiento. Las editoras comerciales de

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poesía para consumo masivo lo publican, a veces, dentro del capítulo de la poesía mística y religiosa. Debo recordar, además, que Alejandro Avilés se ocupó de su obra en el estudio que acompaña el disco sobre poesía religiosa de México, grabado por la Universidad Nacional. Por otra parte, su nombre nunca aparece en los grandes recuentos de poesía mexicana y muy pocos estudiosos del tema han demostrado interés en profundizar el conocimiento de una obra llena de comple- jidades, deslumbrante en sus aciertos, deplorable en sus caídas, pero siempre capaz de iluminar y de conturbar el espíritu de los lectores. La Arquidiócesis de Guadalajara lo mantuvo alejado de la ciu- dad. Su comportamiento no era considerado ejemplar. Tuvo varios hijos, los reconoció a todos, dándoles su apellido. Dos de ellos aún viven y recuerdan con veneración a su padre que, personalmente, los bautizó (supongo que, en este momento, todos estamos pensando en Lope de Vega). Placencia en su poema “Ad Altare” nos entrega una certeza ambigua: “Os anuncio una nueva: / Hay que bajar al río, / y lavar en sus aguas al hijo mío / donde el dolor abreva”. ¿Se trata del hijo de su carne o tal vez, de su vocación sacerdo- tal? Yo, dado a las cosas de los sentidos, me quedo con la primera de las posibilidades:

[...]

Disponed la partida, inflamad las estrellas, juntad todas las noches que hubo en la vida y envolvedme con ellas.

[...]

¿Qué mucho es que yo corra con el pequeño y que mis fuerzas hallen leve esta carga?

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En mis brazos el niño, de quien soy dueño, ni la cuesta que bajo se me hace larga, ni las piedras me muerden, ni me despeño.

Y es que el amor me ayuda y hasta me hace sentirme con menos años. No cabe duda: el cuerpo solamente se rinde y suda cuando carga los hijos de los extraños.

En este poema, la metáfora inmensa “todas las noches” adquiere una dimensión incalculable:

Hemos llegado al río. Tendidas a lo largo de la ribera se ven todas las noches en doble hilera; las noches congregadas al grito mío.

Todas ellas salieron del antro oscuro de las cosas pasadas; y a la voz poderosa de mi conjuro, ocupan las riberas envenenadas.

Y se abrazan, se ciñen y se confunden, y se ciñen y alargan, y en el vacío, a cual más, las cabezas gigantes hunden por asomarse al río.

De ese negro de noche tejí mi veste que del cuello me baja y al suelo toca. Reverbera en mis canas la luz celeste. Y una palabra grande llueve en mi boca.

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Tiene razón Pedro Henríquez Ureña cuando dice que “a medida que avanza la edad, todo poeta lírico, cargado de vida contra- dictoria y de emociones complejas, tiende a poeta dramático”. Este poema con el que abro mis comentarios sobre la obra de Placencia, inicia la última etapa de su poesía, la más cargada de dramatismo, de cansada desesperación, de urgencia de calma y de sosiego. Alfredo R. Placencia nació en Jalostotitlán, en los Altos de Jalisco, la más castellana de nuestras regiones, en 1873. A los doce años se fue con su familia a Guadalajara. Su familia era muy pobre y tuvo que vender periódicos para costearse los estudios en el semi- nario. Al ordenarse, por razones que nunca explicó el Arzobispado, se le entregaron parroquias lejanas en pueblos casi abandonados: Temaca (diez casuchas y una iglesia menesterosa, dice Gutiérrez Hermosillo); Bolaños, mineral abandonado; Atoyac, pueblo calci- nado en medio de un desierto salitroso, y Amatitlán, villa recos- tada en los flancos de un terrible barranco. Nunca se quejó. Cumplió su oficio con desgano, sufrió constantes remordimientos, conjugó amores sórdidos con experiencias luminosas y mantuvo en pie una invencible capacidad de asombro: “¡Oh, Bolaños! La urbe de las tapias caídas / que en tiempo de los reyes fueron de cal y canto, / y que ahora se acuestan para que así derruidas / vayan los alacranes a beber su quebranto”. El Arzobispado sintió colmada la paciencia y suspendió al difícil sacerdote. Placencia vagó por pueblos de Estados Unidos y por villorrios de Sudamérica. Regresó viejo y cansado. Su situación ablandó al iracundo arzobispo, quien le permitió vivir en una casa de ejercicios de San Pedro Tlaquepaque. Ahí, en la total miseria, sor- damente desesperado, perplejo y humorista, pasó sus últimos años. Murió en 1930.

Me he aferrado al gran sueño de morirme por lo que Dios ha visto qué me pasa.

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Desde el 4 de enero no es mi casa ésta en que estoy. Por eso quiero irme.

Desde cuando despierto hasta el dormirme, afónico dolor viene y me abrasa sin que logre mi fe, débil y escasa, de sus brazos convulsos desasirme. Mi alma es un alma en pena. ¿Qué paz tiene desde la noche aquella maldecida que nada ha hallado en mí que no envenene?... Así es que si la muerte me convida, bien hará en no tardar. Más me conviene la casa nueva que la casa ida.

¿Cuáles fueron las lecturas de Placencia? Conviene asomarse a ellas, no para encontrar influencias, sino para tratar de dar con la posible fuente de una poesía natural, desaliñada, vagamente román- tica, no del todo modernista, clásica —o neoclásica— a martilla- zos. Pocos libros viajaban con él. La Biblia, devocionarios, rimas de Bécquer, poemas de Rosalía de Castro, de Zorrilla de San Martín, su Nebrija, los neoclásicos mexicanos, Carpio, Pesado, Montes de Oca, Pagaza y algunos poetas latinos, sobre todo, Virgilio. Nunca estuvo en contacto con los cenáculos literarios y, muy de tarde en tarde, llegaron a sus manos Revista Moderna y Bandera de Provincias, publicación, la única, que le rindió un breve homenaje a los pocos meses de su muerte. Utilizó, con descuido e ingenuidad, las formas clásicas y llegó a dominar el soneto. Pero nunca se acercó a los parnasianos. El uso reiterado, siempre fresco y natural, de giros de lenguaje popular,

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lo libró de caer en los lugares comunes, en la estrecha prisión del neoclasicismo. Además, nunca estuvo al día en materia de modas poéticas. Escribía para conjurar fantasmas, para cantar ya que no sabía hablar, para dar testimonio de una lucha perdida desde antes de que la comenzara. Lucha con el ángel, con el amor divino, su dudosa vocación, su apego a las cosas de los sentidos y su mil veces contrariado deseo de perfección. Alguna vez comentó que la lectura de fray Luis de Granada le erizaba hasta los pelos de la espalda. Yo pienso que, desde el punto de vista estrictamente literario, Placencia tiene una importancia muy reducida. Romántico tardío e involuntario, modernista por intuición, no fue ni pionero ni precur- sor de nada. En esto radica su fuerza, fuerza derivada de la naturaleza misma, de la tradición imprecisa, caótica, del turbión de conflictos que agitaban su sangre. Catalogado entre los poetas místicos por las ratas archiva- doras, se le conoce por dos o tres poemas que niños vestidos de marineritos, muchachitas cloróticas y monjas enfebrecidas, recitan en las fiestas de fin de cursos o en los actos religiosos de provincia. “Ciego Dios” ha sido su poema más zarandeado, manoteado, des- vencijado y declamado hasta el gimoteo:

Así te ves mejor, crucificado. Bien quisieras herir, pero no puedes. Quien acertó a ponerte en ese estado no hizo cosa mejor. Que así te quedes.

Dices que quien tal hizo estaba ciego. No lo digas; eso es un desatino. ¿Cómo es que dio con el camino luego, si los ciegos no dan con el camino...?

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Convén mejor en que ni ciego era, ni fue la causa de tu afrenta suya. ¡Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera...! Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.

¡Cuánto tiempo hace ya, Ciego adorado, que me llamas, y corro y nunca llego...! Si es tan sólo el amor quien te ha cegado, ciégueme a mí también; quiero estar ciego.

Bien. De acuerdo. Místico a su modo. Místico forzado, mís- tico que vivió más la “noche oscura del alma” que el deleite de la revelación. En su primer libro, El libro de Dios, extrañamente publicado en Barcelona por un sacerdote amigo, el poeta reconoce su terror ante lo divino: “Aquí sí que no puedo / nada, si no es temblándome la mano”. Y pide más la compasión que el amor o, digamos barojiana- mente, el amor que nace de la compasión: “Mientras anda la noche y todo duerme, / me sentaré a raíz, sobre la tierra, / dando tiempo a tu amor a que me enferme”. Su truncado anhelo de perfección, le producía un dolor cons- tante que, con conmovedora ingenuidad, así explicaba: “Puedo muy bien ser réprobo. Aquí abajo / es tan resbaladizo...”. Los ejercicios de san Ignacio (recordemos El retrato del artista adolescente de Joyce y Al filo del aguade Yáñez) lo atormentaban y sin embargo, sólo alcanzaba la plenitud cuando se entregaba al amor humano o cuando escribía: “Y todo esto lo escribo / porque escri- bir todo esto es necesario / ya que es nomás entonces cuando vivo”. Dice Gutiérrez Hermosillo que la poesía le permitía “arribar a playas de escape, de ensueño verdadero. Playas muy poco serenas, pero capaces de guardar su intimidad”. Cumplía, de esta manera, la orden de estar ebrio que Baudelaire dio a sí mismo y a los de

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su casta. Esta ebriedad tenía, por supuesto, un desesperado conte- nido religioso. Abandonado por los hombres, reprobado por sus ­superiores, el hombre y el poeta buscan refugio, nadan tentaleando para encontrar una tabla de salvación:

[...] Si quieres contarte entre los pocos andadores de las sendas de Cristo, nunca esperes el favor de los hombres. Sus favores harán que nunca miren a quien eres por tenerte mirando a tus señores.

San Francisco de Borja y san Ignacio de Loyola se agitaban detrás de esta inquietud, de este desasosiego buscador de la “franca inmensidad”. Ese hombre débil, desnudado por el tiempo, vejado, roto, desengañado, dirigió sus entusiasmos a la exaltación de sus muer- tos amados. En ellos encontraba un trasunto de lo que quiso ser. Por eso, arbitrario pontífice, canonizó a su amigo, el padre Luis.

Hoy, después de cien años de no verte, al amigo como tú le llamaste, el amor le reclama que congregue los versos que ha pensado contigo en el libro que “El Padre Luis”, como tú se llama. De las cosas que sueño, casi ni una te digo. ¿Quién no sabe en la vida lo que un muerto se ama?

En Barcelona publicó, también en 1924, otros dos libros: El paso del dolor y Del cuartel y del claustro. Muy pocos ejemplares de esos libros llegaron a México y Placencia vivió en la sombra hasta que en 1946, como ya lo había dicho, la Universidad de México publicó la antología con el prólogo de Gutiérrez Hermosillo. En esa

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antología aparecen algunos poemas que dan muestras del sentido del humor del acosado clérigo:

Es Viernes Santo. Enfermo está en Amatitlán, pero no de cuidado, el padre capellán. El pobre no ha podido, aunque bien lo quisiera —porque lo pide a gritos el pueblo sanguinario, que, como en todas partes, el Nazareno muera—, ni con cajones viejos simular un calvario, ni fingir la agonía de un Cristo de madera. Y hay su alarma en el pueblo: la puerta del zaguán del que llaman curato está toda invadida. Andan todos los indios que vienen y que van. Temen que el Nazareno vaya a salir con vida por las delicadezas del padre capellán.

Obligado por las circunstancias y ayudado por el párroco de Tequila, da instrucciones al sacristán para que arme el calvario, toque la matraca de cuaresma y prepare la brea para los efectos teatrales:

Ciertamente la hora es ya muy avanzada, pero pienso dos cosas para mí: la primera es que aplaco a estas gentes con que haya el cataclismo y otra es que las horas para que el Cristo muera son iguales; la muerte le ha de doler lo mismo.

La originalidad de Placencia está más en su caudal interior que en sus procedimientos poéticos. Tal vez, el uso de coloquialismos jalisciences y la arbitraria manera de valerse de las formas clásicas, sean sus únicas aportaciones en materia estilística. Sin embargo,

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sabía escribir, tenía ideas muy claras sobre la poesía y lograba que los aspectos autobiográficos rebasaran los estrechos linderos de lo anecdótico. Estoy seguro de que su educación clásica y su amor por Virgilio, a quien intentó traducir en varias ocasiones, le permitieron alcanzar un buen grado de pericia que a veces sufría tremendas caí- das. Gutiérrez Hermosillo le llama “modernista selvático”. Tiene razón, como la tiene al señalar el descuido que, tal vez por fatiga, mancha una buena cantidad de sus trabajos. Sus otros libros: Claros varones, El Padre Luis, La franca inmen- sidad, El vino de las cumbres, Tumbas y luces y Poesías no coleccionadas, fueron publicados y olvidados en México. Como dije, al hablar de González León, está bien así. Placencia tampoco escribía para buscar la fama. Escribía para poder vivir. No era un profesional. Y consigno esto, no porque tenga algo en contra de los escritores de profesión, sino porque, en el caso de Placencia, escribir era una compulsión, un goce, un sufrimiento. Era, en suma, más un desgarramiento que un oficio. Digamos, por último, que su dolencia no era fingida. Placencia es el poeta del abandono. La vida le fue quitando cosas, sin per- mitirle ninguna defensa. Cuando se detenía para mirar hacia atrás, apenas distinguía los girones que se había dejado en el camino y, bajando la vista, miraba su creciente desnudez. Así, recordando al poco recordable Bolaños, busca solidarizarse con otra víctima del abandono: “¿Cuándo volveré a verte? Si ‘Dios hace la yunta / —como dicen los pobres— y ella sola se junta’, / tiempo es ya de juntarnos. Tu abandono y el mío / tengan un solo lloro y hagan nomás un río”. Sus perros le hacen compañía y le son más fieles que los hom- bres: “Desde que no soy nadie, / desde que vivo solo, / mis perros son mis únicos amigos, / mis parientes y todo”. Los paisajes dramáticos del árido norte de Jalisco sirvieron de marco a ese abandono: “¡Qué aridez la de esta tierra! El sol ardiente / quema todo, todo abrasa”.

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Sentado, junto a las tapias caídas de sus pueblos jubilados, sólo lo acompañan los alacranes que salen a “beber su quebranto”, pero no se daba por derrotado —sólo, al final, viajando por Estados Unidos y Sudamérica y viviendo en la enorme casa de San Pedro Tlaquepaque, baja los brazos y adelanta la cabeza para esperar el golpe— y encontraba motivos de admiración, pequeños asideros en las cosas pequeñas: “El Temaca ignorado tiene sus sabineros / de cuya espesa fronda fui a suspender mi hamaca”. Pienso en Machado y en sus “veinte años en tierras de Castilla”, dedicado a un oficio oscuro y hermoso. Placencia, más solo y dramá- tico, describe así la ausencia: “Soledad temerosa / borra todo sen- dero. / Hace aquí tanto frío / que se nieva el cabello”. Ausencia que le exige el tremendo tono de los salmos en el último tramo de su desolación:

Bienaventurados nosotros los que opresos con grillos y embriagados por el ajenjo amarguísimo de la pena aún tenemos la boca libre para llamar a Dios...

Oh, Señor, compadece el vellón triste y sucio, lana que no encontró su crecimiento y está hecha nudo cerca del hombro, lana que era gracia en la gracia del rey, lana que era color y púrpura, lana y seda...

Por último, Gutiérrez Hermosillo, autor del prólogo a la anto- logía de la que tanto he hablado, escribía en 1931, para justificar las imperfecciones de la obra de Placencia: “La imperfección es con- natural de los espíritus de América. Somos aún monstruos, hasta en nuestras altas manifestaciones. Partes son de nuestro cuerpo

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más finas que otras y de su conjunto nace la inarmonía”; y, des- pués de ejemplificar estas afirmaciones con los nombre de Darío, Vasconcelos, Mistral, J. E. Rivera, Rodó, Güiraldes y Díaz Mirón, cul- mina su teoría con esta conclusión: “Nuestra autodidaccia contumaz es signo de que la cultura no nos fortalece a través de una muy larga herencia”. Estas son opiniones típicas de un miembro de la genera- ción de los Contemporáneos y son buenas suscitadoras de polémi- cas y de especulaciones. No sé si ahora tales puntos de vista puedan mantenerse en pie. Sirvan, en fin, para iniciar la caracterización de una cultura mestiza en proceso de formación que sigue adelante su camino, a veces a tientas y otras con firmeza. Las contradicciones en la obra de Placencia son testimonios de esa lucha, de ese rostro cultural en plena crisis de crecimiento. Resulta, además, muy sinto- mático que estas contradicciones crezcan en el interior de un poeta religioso, místico a su modo, sensual, melancólico, fanático, reac- cionario, audaz, invadido de iluminaciones, desgarrado, culto, pro- saico, aterrado, inseguro, flagelado, admirado, alegre, sarcástico. En ese escenario luchaban las tesis y las antítesis. Que los clérigos de las distintas ortodoxias nos digan dónde anda la síntesis. A mí me entusiasman las dos primeras parte de la dialéctica y me aterrorizan las conclusiones y las certezas tajantes. En un poema de juventud, Placencia tuvo una premonición de su abandono final y la expresó con un dramatismo contenido:

Quiero un lecho raído, burdo, austero del hospital más pobre; quiero una alondra que me cante en el alero; y si es tal mi fortuna que sea noche lunar la en que me muero: entonces, oíd bien qué es lo que quiero: quiero un rayo de luna

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pálido, sutilísimo, ligero... De esa luz quiero yo; de otra ninguna.

Como el último pobre vergonzante, quiero un lecho raído en algún hospital desconocido, y algún Cristo de Cobre, agonizante, y una tremenda inmensidad de olvido que, al tiempo de sentir que me he partido cojan la luz y vayan por delante. Con eso soy feliz, nada más pido.

¿Para qué más fortuna que mi lecho de pobre y mi rayo de luna y mi alondra y mi alero, y mi Cristo de Cobre, que ha de ser lo primero...? Con toda esa fortuna y con mi atroz inmensidad de olvido. Contento moriré; nada más pido.

Escogí este poema, uno de los más representativos de Placencia en su tardío romanticismo (en él, Bécquer, Rosalía, Shelley y Keats se dan la mano con los poetas del Siglo de Oro y con todos aquellos que padecieron la nostalgia de la muerte), porque pienso que en él están presentes todos los signos y símbolos de un lenguaje poético personal y enemigo de las concesiones. Hay una alondra inglesa, un rayo de luna español, un dramático Cristo de Cobre de la cultura católica y esa “atroz inmensidad de olvido” que tanto hiere y exalta a nuestra mestiza visión del mundo.

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González León y Placencia, poetas en la sombra, siguen cre- ciendo, pero se trata de un crecimiento profundo, “hacia la semilla”, como decía Gorostiza. Ambos siguen vivos en su “muerte sin fin”.

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Son muchos los poetas en lengua castellana que han profesado una admiración sin reticencias por Amado Nervo. López Velarde y Pellicer fueron, entre otros también distinguidos (y lo que es mejor: distinguibles), los principales admiradores de la obra de Nervo y, por lo mismo, los más fervientes defensores de un poeta amplia- mente memorizado por su pueblo, y tan clamorosamente recono- cido que este hecho resfrió a los enemigos de una popularidad que, desde sus trincheras exclusivas, consideraban sospechosa y, por supuesto, alejada del refinamiento provocador de incomprensio- nes y temerosos encierros en la digna torre de marfil. Para algunos críticos sólo las primeras épocas de la poesía de Nervo son rescatables; pero la última, sentenciosa en extremo, debe ser objeto de nuestro olvido. Otros más consideran que la cre- ciente popularidad dañó el espíritu selectivo del poeta y melló su autocrítica. Por estas razones publicaba todo lo que escribía, jun- tando el poco grano con la mucha paja. Todos los grandes poetas merecen una antología estricta. Pellicer tenía el proyecto de hacer una selección rigurosa de la poesía de Nervo, pero la muerte se lo impidió. Para algunos académicos, a la muerte de Darío, Nervo se convirtió en el caposcuola del modernismo; y, más rigurosos que sus colegas de los cuarenta y los cincuenta, han dedicado sus esfuer- zos al análisis de las distintas facetas de su vida y de su obra sin intentar, para nuestra fortuna, separarlas para poner el énfasis en

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las contradicciones, dicotomías y dualidades que se unen para for- mar el cuadro de una vida particularmente intensa y de una muerte en pleno triunfo y prestigio. En estos campos han encontrado al poeta, al cuentista y al periodista, al diplomático, al promotor cultural y, sobre todo, al codirector de una revista semanal orientadora de la vida artística del país y provocadora de largas discusiones y ardorosas polémi- cas. Nervo fue todo eso y mucho más: viajero incansable por la tie- rra y por los espacios ignotos, caudaloso escritor y sabio consejero. Su retrato, en el cual dos vigorosos dedos sostienen toda la fábrica de la cabeza pensativa y melancólica, fue, en su momento, el modelo de la elevación del espíritu tanto occidental como oriental, del refinamiento y de una sabiduría que juntaba a Cristo con Buda y Confucio. Su poesía encerraba todas las ansias de perfección y daba a los lectores las palabras necesarias para expresar los sentimientos conturbadores y los anhelos de altura espiritual. Por todo esto reu- nió las características de poeta nacional (me refiero, por supuesto, a la nación de la lengua castellana y parafraseo a Pessoa para ser más preciso), y su cuerpo muerto recorrió en triunfo los mares de América Latina, desde Montevideo hasta Veracruz, para regresar a su patria, afirmando de paso los valores de la comunidad lingüística y el apara- toso triunfo del credo modernista. La prensa de la época describe las apoteosis de Veracruz y de la capital y nos deja ver que nunca hemos tenido un poeta más popular que Nervo. Dejo a los de la torre de mar- fil y a los analistas de los movimientos de la fama y sus intrincados fenómenos las conclusiones que puedan derivarse de este apabu- llante hecho social. Yo me abismo en la admiración que me producen las lágrimas de gentes de todas las clases sociales recibiendo tumul- tuosamente a su poeta, escuchando a toda la gama de oradores y panegiristas y, lo que es más emocionante, diciendo de memoria los versos que amaban porque habían figurado en momentos esenciales de su vida, su emoción, sus amores y sus desencuentros.

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La fama de Nervo no se limitó a su país natal y a su comunidad lingüística sino que se extendió a otras lenguas, particularmente la francesa. Su obra fue traducida y muy pronto atrajo la atención de los lectores y los críticos de varios países europeos y de Estados Unidos. Su curiosidad constante lo hizo asomarse a Kempis, el misticismo oriental, la primera ciencia ficción, las leyendas, el eso- terismo, los experimentos de Kardek, las distintas vanguardias y todas las manifestaciones artísticas (recordemos las ilustraciones de Julio Ruelas en la Revista Moderna), y lo convirtió en un moderniza- dor y en un diletante enterado y capaz de profundizar en muchos terrenos del pensamiento y del arte. Además, supo construir su ima- gen y la cultivó con esmero (su manera de posar para las fotografías y los retratos así lo demuestra). En pocas palabras, siguiendo la idea de Yeats, forjó su máscara y la convirtió en su propia cara, creó su leyenda y llevó a cabo todas las instrucciones para alcanzar la fama e instalarse en ella. Nada de esto era una pose. Por el contrario, no había imagen más auténtica que la del personaje y su máscara. Esto lo percibía su público y, por lo tanto, se le entregaba sin escatimarle aspecto alguno de los ritos y festejos de la admiración al poeta para- digmático y al pensador dedicado al cultivo de los jardines espiri- tuales, en los que crecían a veces “las flores del mal” baudelairianas. A despecho de los elitistas que nunca se acercaron al este- ticismo de Nervo y se enfrascaron en sus condenaciones al tono sentencioso y ejemplarizante de la etapa final de su poesía, carac- terizada por su deseo de permanecer fiel a los rasgos esenciales de su personaje, yo incurro con frecuencia en la repetición de versos tales como: “muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, Vida, / porque nunca me diste ni esperanza fallida, / ni trabajos injustos, ni pena inmerecida”. Pienso por lo bajito que el poeta tiene razón cuando afirma ser el arquitecto de su propio destino y reconoce que la vida nunca le dijo “que mayo fuese eterno”. Todas estas reflexiones par- ten de una especie de platonismo (sobre todo el neoplatonismo de

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Gemistos Pletón) y de la idea expresada en El Fedón: “filosofar es prepararse para la muerte”. De esta manera, nuestro poeta se apro- xima al minuto final con una resignación de la estirpe de Epicteto, pues sabe, como años más tarde pensó Heidegger, que somos seres para la muerte. No hay queja ni lloriqueo sino una alta resignación y un deslumbramiento por todo lo que la vida nos entrega: “Amé, fui amado, el sol acarició mi faz. / ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, esta- mos en paz!”. Nada, ni la relectura más o menos constante ni las condenaciones y pitorreos de los poetas del cánon me ha retirado de estas memorias dedicadas a todos los lectores en estado de pre- paración para la muerte. Basta de disculpas y de salvedades. Seamos sinceros y dejé- monos de circunloquios y de subterfugios. Prefiero la poesía de la primera etapa de Nervo y me entusiasman su prosa y sus trabajos de periodista cultural. Hecha esta declaración, me olvido de las vuel- tas y revueltas y entro, sin reparo alguno, a hacer mis panegíricos de su obra y su vida. Yo sólo hablo de lo que amo y admiro. Lo que no me gusta sale de mi campo visual y evito detenerme a analizarlo o condenarlo. Cuando me acerco a la biografía de Nervo, me detengo a pen- sar en la advertencia hecha por el poeta en un momento de intros- pección: “y a ejemplo de la mujer honrada, no tengo historia: nunca me ha sucedido nada”. Tal vez este “fraile de los suspiros, celeste anacoreta” (Rubén Darío dixit), por timidez o por elegancia, no quiso dar importancia a la narración de los pasos de su vida, tal vez, modernista y admirador de los simbolistas, le interesaba más su personaje que su persona real y cotidiana. Su biografía está en sus poemas y en su magnífica prosa, en sus tareas periodísticas y en la promoción de todas las artes realizada en la Revista Moderna. Por último, conviene recordar que al igual que su maestro, com- pañero, casi hermano, Darío, fue blanco predilecto de los detrac- tores del movimiento modernista que calificaban de retorcida su

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poesía y abominaban de su forma de expresar los sentimientos endilgándole los epítetos de “sensiblero” y “literal”. Estas torpes y mal intencionadas críticas deben ser tajantemente olvidadas y debe- mos, en cambio, recordar el entusiasmo de Juan Ramón Jiménez por el libro Perlas negras y la admiración que le profesó don Miguel de Unamuno. No se piense que estas precisiones carecen de sentido, pues a estas alturas del siglo todavía hay ignorantes que hacen gala de su formación —o mejor dicho deformación— estereotípica, y siguen incurriendo en los ataques y en los lugares comunes sobre Nervo. Recientemente, vociferante, se intentó atacar a Jaime Sabines, diciendo que era el “Amado Nervo de nuestros tiempos”. El autor del desdichado sarcasmo mencionaba la popularidad y la crudeza sentimental de los dos poetas como las circunstancias que le moles- taban y le hacían dudar del valor de sus obras. De paso, el avieso sujeto (como decían las crónicas policiales de los cuarenta) demos- tró su ignorancia de las admiraciones que poetas como Pellicer y López Velarde le profesaron, e hizo gala de un romo elitismo y de una prejuiciada actitud de crítica literaria. Desde una posición aparentemente­ sofisticada, no alcanzó a ver que, en su tiempo, Nervo era el ejemplo de la sofisticación y el precursor de muchas modas. En fin... de nuevo caigo en la excesiva defensa de una obra que se defiende por sí sola y que, en estos momentos, exige más que nunca lectores bien informados y libres de prejuicios. Los ha habido, por supuesto: Alfonso Reyes publicó los veintinueve volúmenes de la obra de Nervo; Alfonso Méndez Plancarte y Francisco González Guerrero publicaron, tanto las obras del poeta, como sus prontas y justas valoraciones. Nervo salió de Tepic en 1884. Vienen más tarde los semi­narios de Jacona y de Zamora y los conflictos con una vocación que apare- cía y desaparecía, dejándolo en un constante desasosiego. Poco salvó de su obra temprana, tanto en verso como en teatro: algún cuento, unas memorias en las que aparece el arzobispo Montes de

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Oca (Ipandro Acaico, como árcade de Roma, membresía adquirida gracias a sus amorosas traducciones de algunas églogas y geórgicas virgilianas) y dos o tres poemas. En algunas de sus colaboraciones publicadas en El correo de la tarde de Mazatlán, reconoce su admira- ción por Gutiérrez Nájera y su afiliación entusiasta al modernismo. No hubiera creído en esos tiempos que unos años más tarde iba a conocer a Darío y a convertirse en su mejor amigo y más fiel com- pañero. Esta etapa mazatleca está siendo debidamente documen- tada, para nuestra fortuna, por Gustavo Jiménez. Las colaboraciones fueron­ firmadas por Nervo con los pseudónimos de Román o El Duque Juan. Ya con su bien establecida fama de poeta modernista, llegó a la capital para dedicarse al periodismo. Gutiérrez Nájera, Urbina y Tablada lo reciben con generosidad y pronto publica en Revista Azul. Trabajando en El Universal conoció a Martí y, más tarde se hizo amigo de Francisco M. de Olaguíbel, poeta y orador miembro del famoso grupo El Cuadrilátero, quien hizo el retrato del Nervo recién llegado a la Babilonia mexicana. En su texto habla del can- sancio marcado en la espalda del poeta, de su rostro afilado y de la barbita puntiaguda que le daba un aire de caballero de El Greco. Sin embargo, tanta espiritualidad se atenuaba con los amores mazatle- cos, capitalinos y toluqueños, y con los primeros deseos de viaje. En la capital atendió, para poder cumplir sus cada día más urgen- tes compromisos de ayuda económica a su familia, sus obligacio- nes periodísticas, dio clases en varios colegios, corrigió pruebas de imprenta y realizó toda clase de trabajos relacionados con las letras. Sus Semblanzas y crítica literaria publicadas en El Imparcial y en El Mundo, son, junto con las “Semblanzas íntimas” y algunos cuentos, modelos notables de una prosa que sabía combinar la erudición con la transparencia y la profundidad en el análisis con una amenidad sabedora de que, al divertirse y no tomarse demasiado en serio, iba a divertir y a proporcionar datos útiles a los lectores. Por esas épo- cas (1895), su novela El bachiller, armó un escándalo: lo acusaron de

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inmoral, audaz y “demasiado explícito”, lo cual sirvió para consoli- dar la figura del Nervo escritor. Esta noveleta bien construida se ins- piró en uno de los “cármenes” de Catulo y, ahora, sería considerada como candorosa y moralizante. Traducida al francés, fue su carta de presentación ante “los decadentes” del momento literario parisino. En 1905 aprobó su examen de ingreso al servicio diplomá- tico. Su primer puesto es el de segundo secretario de la legación en Madrid y Lisboa. Los biógrafos de esta etapa de la vida de nuestro poeta no dan pie con bola y naufragan en una serie de contradiccio- nes y datos confusos. No saben si Ana Cecilia Luisa Daillez lo acom- pañó en Madrid (ella fue el amor central de su vida, detenida en el tiempo después de su muerte por obra y gracia del hermoso libro de poemas en prosa y en verso, La amada inmóvil). No saben bien si cumplió la encomienda del ministerio de Instrucción Pública que le señalaba la obligación de estudiar los métodos europeos de ense- ñanza de la lengua y la literatura, e ignoran las razones por las cua- les informó a sus amigos en varias cartas urgentes, que muy pronto regresaría a México. En su formidable libro de memorias, Los balco- nes (mezcla de autobiografía y de novela con fantasmas y presen- cias impalpables), habla de sus días con Ana en México, en 1902. En el prólogo de La amada inmóvil reconoce que ese “cariño inmenso no estaba sancionado por ninguna ley”. Tal vez por eso no quiso o no pudo exponerlo a la luz pública, al chismorreo literario y diplo- mático y a la reprobación de la tartufería porfirista. París es la ciudad fundacional de la visión del mundo y de la literatura de Nervo. La conoció en 1900 como periodista acredi- tado para reseñar la Exposición Universal y, desde esa visita, ya no apartó los ojos de las aguas del Sena y de las calles de la capital de la Belle Époque. Ahí conoce a Darío, a Valencia, a Gómez Carrillo; ahí vive la miseria y la bohemia. El frío es (el de la ausencia de Ana era el más cortante) el signo de sus últimas jornadas europeas. Ese frío, por otra parte, fue esencial para su carrera. Así lo dice en un texto

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autobiográfico: “¡qué amable era mi soledad! [...] tornaba a encon- trarme en mí mismo, tornaba a sentir la pura integridad de mi yo artístico”. Entre 1905 y 1907 se publicaron en México sus Actualidades europeas, crónicas escritas en Madrid y llenas de noticias curiosas y de inteligentes comentarios sobre la vida cultural de Europa. Vivió trece años en España y, por los informes de los jefes de misión, se sabe que fue un diplomático cumplido y eficiente que mucho hizo por ampliar las relaciones culturales entre España y América. Este propó- sito no fue siempre bien entendido por la diplomacia porfirista. Por esta razón dijo alguna vez que esos carcamales turiferarios del viejo dictador eran “unos animales jerárquicos”. En cambio, los penin- sulares supieron valorar su obra y su persona, que se unieron pru- dentemente al movimiento regeneracionista nacido de la pérdida de las últimas colonias y de la bancarrota moral del ex imperio, las cuales era necesario reconocer para poder regenerarlo. “Una nación que comienza a reconocer sus defectos, sin duda habrá de corregirse de ellos”, dice en una de sus “actualidades” ya plenamente identi- ficado con la problemática española. El ministro Mariscal, en 1908, le marcó el alto y le ordenó que sujetará sus escritos a la aprobación de su jefe cuando tuvieran contenido político. Se disciplinó y limitó sus siguientes trabajos periodísticos a temas literarios y lingüísticos. El 7 de enero de 1912 muere en Madrid Ana, y la vida de Nervo recibe un hachazo que lo divide en dos: antes y después de Ana. “Tú no eres el fantasma: ¡el fantasma soy yo!”, afirma en un dramático poema de despedida. Durante los años de estancia en la península afina su pen- samiento latinoamericanista y coincide con la “Oda a Roosevelt” de Darío en la defensa de nuestros pueblos y del rostro de nuestra cultura. En contraste, su visión de la política mexicana, de la caída de Díaz, la breve democracia maderista y la dictadura del espadón dipsómano, es bastante errática y está muy influenciada por sus

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preocupaciones personales. Es una etapa ésta llena de ceses, retor- nos, nuevos ceses, conflictos con los jefes de misión; y, por fin, durante las penurias carrancistas, se suceden su encargaduría de negocios, el apoyo emocionante de los intelectuales españoles y, más tarde, su nombramiento de ministro. Son de esta época sus mejores informes oficiales que contienen datos y reflexiones muy útiles sobre la Gran Guerra y la neutralidad mexicana coincidente con la española. El regreso a México en 1918 es triunfal. Se le reco- noce como la personalidad más distinguida de nuestra literatura. Es nombrado ministro plenipotenciario ante los gobiernos de Argentina, Uruguay y Paraguay; los banquetes y reuniones se mul- tiplicaron; los países que lo tendrían como ministro manifestaron su agradecimiento; López Velarde lo llamó “as de ases”; Ortíz de Montellano celebró su magisterio; y el país dijo de memoria sus versos (su extraordinaria prosa aún no había sido suficientemente valorada) y se encantó con su figura de “pequeño filósofo”, con su sinceridad poética, su rostro de místico y sus largas manos de marfil. De paso por Estados Unidos se convierte en “Poeta de las Américas” y recibe una admiración sin reticencia alguna. El resto es la llegada al cono sur, los primeros síntomas de la enfermedad, los com- promisos, el ajetreo y la muerte en un cuarto del Hotel Parque de Montevideo... y es, también, el retorno a México, los homenajes, las guirnaldas, los buques de guerra, la llegada del cuerpo inmóvil a la ciudad, la rotonda, las lágrimas de los admiradores y las enamora- das del personaje y del poeta... “el resto es silencio”. La crítica puertorriqueña Concha Meléndez escribió un minu- cioso ensayo en el cual estudia la figura de Nervo sin separar sus distintas facetas ni establecer compartimentos estancos. Le gus- taba de manera especial La amada inmóvil con toda su desenfre- nada carga de sinceridad, su dolor desbordado, sus excesos líricos y su diálogo con los “pensamientos afines”. El libro dictado por un nuevo dolor, “el más formidable de mi vida” solloza y se entrecorta

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por las lágrimas. En él cuenta los minutos y los días transcurridos desde el 7 de enero de 1912, fecha en que sufrió “la amputación más dolorosa de mí mismo”. Para despedirla usa las palabras, amargas y tiernas a la vez, de Meleagro: “¡Oh, Tierra madre: sé leve para ella! / ¡Ha pesado tan poco sobre ti!”. Todo esto nos inclina a entender un elogio que nos sigue conmoviendo: “¡Cuánto, cuánto la quise! ¡Por diez años fue mía; / pero flores tan bellas nunca pueden durar! / ¡Era llena de gracia como el Ave María; / y a la Fuente de gracia de donde procedía, / se volvió... como gota que se vuelve a la mar!”. Este poema resiste hasta las manoteantes declamaciones. En la parte central del libro, la angustia metafísica ronda los terrenos esotéricos: “Oye mi imploradora / voz, ¡oh Isis!; desgarra tu capuz... / y tú, lucero ignoto en que ella mora, / ¡por piedad, hazme un signo de luz!”. Es natural que un dolor tan sincero, expresado con la transparencia de las palabras directas haya calado hondo en las almas de quienes han sufrido pérdidas y, por lo tanto, provocado afinidades y admiraciones. El poeta les estaba dando las palabras para expresar sus propias tragedias. Todos sus libros anteriores: Serenidad, Perlas negras, Místicas, Los jardines interiores, van señalando los pasos de un itinerario poé- tico que, en su tiempo, fue seguido con interés creciente por sus fieles lectores y por sus principales críticos. Poesía de la experien- cia, está hecha de deslumbramientos e inspirada en las cosas de la vida. Por eso los primeros libros contienen aspectos esteticistas que de­saparecen en la desnudez pura y desesperada de La amada inmóvil. Su cultura católica y, por lo tanto, propiciadora de sentimien- tos de culpa, lo inclinó hacia los terrenos de un vago misticismo que buscaba “los rectos derroteros del justo” y, para alcanzarlos, pedía fuerza para huir “del caliente alabastro de los senos erectos...”. Dice Chumacero que Nervo fue, lo mismo en prosa que en verso, “el des- piadado verdugo de todo aquello que significara fatuidad”. Escogió

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a Kempis como su maestro, se propuso seguir los caminos del asce- tismo, y la poesía le daba la fuerza moral necesaria para expresar sus anhelos y dejarlos pasar no obstante toda su sed de ternura. Buda, los poetas de las mil y una noches, los parnasianos... son muchas y muy variadas las influencias que asumió y permeó con su espíritu cristiano. Hay en toda su poesía una búsqueda de las gran- des verdades que conducen a la perfección del espíritu y a la sere- nidad del ánimo. Por eso cita a Krishna y frecuenta los caminos de la Biblia: “quien de volver la espalda al dinero es capaz, / quien ama sobre todas las cosas al Arcano, / ¡ése es el victorioso, el fuerte, el soberano, / y no hay paz comparable con su perenne paz!”. Su bús- queda de lo absoluto nunca fue una pose y anduvo por los cami- nos del cristianismo, pero también por los rumbos de la filosofía oriental y por las visiones de Baudelaire: “yo me figuro a la natura- leza como a la gran giganta de Baudelaire”. En sus senos enormes descansa el poeta hasta que llega el momento de todo despertar. En medio de los anhelos místicos brillan algunos asombros y algunas comedidas ironías. Así manifiesta su deslumbramiento ante París, “Prestigio de flores de lis, / perfume de labios en flor... / ¡París! ¡París! ¡Oh, París, / invencible amor!”; y se burla de las sufi- ciencias académicas: “Abomino de la pedantería, / y el solo título de ‘humanidades’ / me indigesta el almuerzo”. Se queja y encomia la búsqueda de las consonancias:

Consonante, redoble pueril, murga liviana que hace a todos los simples salir a la ventana [...] Como alma de carne quizá el Verso puro logrará, sin embargo, librarse del conjuro de tu molicie gótica, llena de sortilegios, de la cadencia bárbara que llora en tus arpegios...

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Su admiración por Bécquer, el inconmensurable poeta román- tico, quién también sufrió las ineptitudes de la crítica y fue reivin- dicado en su Sevilla por la Generación del 27, está presente en el “Canto de amor” de Serenidad:

¡Eres el numen que grita con inflexión soberana: el numen del Ramayana, robusto como un atleta en el ánfora discreta de una rima becqueriana!

He aquí juntos a dos de los más memorizados poetas de nuestra lengua, a dos iniciadores de tantas y tantas personas que entraron­ a la casa por la puerta de sus versos. Las afinidades con Lugones y López Velarde se hacen paten- tes en algunas imágenes, dice Nervo: “unos ojos verdes color de sul- fato de cobre”, y dice Ramón: “ojos inusitados de sulfato de cobre”. Lugones por su parte celebra a otros ojos cúpricos. En estas imáge- nes brilla, como siempre, el milagro del adjetivo lópezvelardiano. Su novia castellana: “Tener una novia que al blanco reflejo / vespertino, salga, de luto vestida, / a mirarnos mucho desde el balcón viejo / de una vieja casa semiderruída...” podía ser una jerezana de las “ins- titutrices del corazón” de López Velarde; y la irlandesa (así le contó la anécdota a un amigo) que pasó por las calles de Madrid y tenía “rubios cabellos de trigo garzul”, obligando al temeroso admirador a salir huyendo, pudieron ser compartidas por toda una generación de admiradores cautelosos. Tal vez “Primera página”, el poema inicial de Elevación, sea el mejor ejemplo de la espiritualidad que lo convirtió, en un momento de su vida y de su creación, en un místico que, sin proponérselo, señalaba caminos y rutas de perfección:

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ni hay ya la “azul mentira” de los cielos, sino el glacial vacío, el astro hirsuto, con sus lenguas de hidrógeno inflamado, lamiendo la negrura del abismo. ...Y después, el vapor de lo absoluto, donde está el increado, en silencio, mirándose en sí mismo.

Desde Perlas negras y Místicas, libros fundamentales del moder- nismo, hasta Serenidad, Elevación, La amada inmóvil y La última luna, fue formando su voz y creando una forma única de decir las cosas. Contra lo que se piensa, nunca hizo concesiones e impuso su manera de hablar y su forma de construir el poema. Libro tras libro crecía el número de sus lectores y de las señoras que lo asediaban en busca de consejo, de confesión y de orientación para la vida y sus quehaceres. Para algunos se convirtió en una especie de “gurú”, si bien nunca hizo de papel de orientador o de consejero universal, y prefirió adquirir una buena educación literaria y escribir. Sin embargo, siempre cedió ante las admiradoras persistentes y jamás les negó un consejo, un autógrafo o un poema. Las admira- doras (D’Annunzzio es un caso parecido) lo acompañaron hasta el último momento y llenaron de flores la Rotonda de los Hombres Ilustres. Hay un último aspecto de su obra que me gustaría glosar para dar por terminadas estas admiraciones: su prosa magistral y, en particular, sus cuentos fantásticos, sus notas de crítica literaria, sus crónicas y otros trabajos periodísticos. Todo este caudal de prosa caracterizada por los atemperados lujos verbales su origi- nalidad en los temas y situaciones, se une a la poesía para entre- garnos la imagen de un hombre de letras en el sentido integral que los franceses dan al concepto. Desde la tribuna de la Revista Moderna, y auxiliado por su amigo, el escritor y buen financiero,

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Jesús Valenzuela, informó puntualmente sobre todas las nove- dades literarias y los movimientos de las vanguardias europeas. Las menciones de Maeterlinck, Malherbe, Verlaine, Villiers de l’Isle-Adam y su Axel, Bergson, Boutroux, Baudelaire y los parna- sianos franceses al lado de los esteticistas de la Escuela de Pater y de los anuales Oxford book of verse, son constantes así como los recuentos y valoraciones periódicas de los principales movimien- tos y publicaciones culturales. Toda esta luminosa carga de vida y este amor a la literatura nos entregan la imagen del personaje y del hombre que, de acuerdo con los modernos métodos de análisis establecidos por los especialis- tas en estudios culturales, fue un ícono cultural, una leyenda viva, el paradigma de la espiritualidad poética, el orientador que sostenía una filosofía sobre la muerte capaz de dar sentido a la vida, el mís- tico que frecuentó todas las formas religiosas y no temió a las eso- terías y a las metafísicas marginales. Miles de latinoamericanos vieron el paso de su cuerpo muerto y presenciaron su regreso a la tierra. La fama lo alcanzó en vida y fue pródiga con él a manos llenas. En la muerte se volvió veleidoso y se vistió de estereotipos y prejuicios. Todo esto pasó y Nervo ocupa de nuevo, sin estridencias, el lugar que le corresponde en la litera- tura en lengua española. Fue el arquitecto de su propio destino y cosechó las rosas que plantó. Su aceptación de la vida lo acerca a los estoicos, sus deslumbramientos y asombros son de origen epi- cureísta, mientras que Montaigne, Pascal, san Agustín y Kempis lo ubican en el corazón del pensamiento cristiano, sin que jamás se ostentara como dueño de la verdad:

Y se quedó en el fondo de su charca... Miraba pasar aves y nubes, con blando volar quedo,

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y le decían: “¿Subes?” y él gemía: “¡No puedo!”.

Un alma sincera, como Darío, pedía para los poetas un amor constante por la poesía, un itinerario vital “humano, demasiado humano”... todo esto y más, mucho más, formó el retrato de uno de nuestros mayores hombres de letras. “¡Amé, fui amado, el sol acarició mi faz! / ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!”, dijo ya muy cerca de su ocaso... y nosotros lo repetimos, pues ese poema, como muchos otros de Nervo, nos dieron la idea de la poesía, nos entregaron las palabras para expresar las dudas, angustias, desaso- siegos, asombros y amores, y son ya parte del patrimonio lingüístico de esa patria íntima y cotidiana que tiene su territorio en el alma de sus habitantes y en las palabras capaces de revivir cada mañana la imagen de la esperanza.

LAS_Interiores_CC.indd 147 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 148 12/14/15 2:41 PM González Martínez y la fila interminable de los sueños

Para Mariluz y Luisa

“Trópico, papagayos, oferta en portugués, / comentario burgués sobre la gran riqueza del Brasil, / dama alemana con dos críos y un tercer anuncio de maternidad. / Orgullo de dos senos que almace- nan dos ríos, / capaces de nutrir a toda la ciudad”, así comentaba Enrique González Martínez las peripecias de su viaje en el barco alemán que lo llevaba a Buenos Aires y a su cargo de ministro de la Legación de México en Argentina. Santiago, Buenos Aires y Madrid fueron las ciudades de su periplo diplomático. Hizo en ellas muchos amigos del gremio literario, cumplió sus deberes profesionales con creces y continuó la escritura de una obra poética que tuvo como personaje emblemático al “romero alucinado”. El viaje se inició en Guadalajara, siguió en la Escuela de Medicina y en los campos de cultivo de Sinaloa donde cumplió sus obligaciones de médico rural. Viene después la ciudad de México, su ingreso al mundo de la literatura y una desafortunada experiencia política. Pasado el tiempo en el Servicio Exterior, el poeta regresa a México y regresa a la escritura como actividad principal. Se convierte en el poeta por antonomasia y está presente en las fundaciones de El Colegio Nacional y el Seminario de Cultura Mexicana. Encabeza el Comité Mexicano por la Paz, recibe el Premio Nacional de Literatura, publica sus magníficas traducciones en el libro que titulóJardines de Francia, así como su notable versión de “El cuervo” de Edgar Allan Poe. Sus dos libros de memorias, El hombre del búho y La apacible

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locura, nos hablan de sus amores y lealtades, de sus muchos ami- gos y del discreto magisterio ejercido en revistas y conferencias, así como de sus actividades en El Colegio, el Seminario y la organiza- ción pacifista. La muerte de su esposa le causó una herida tan pro- funda que requirió de un poema para poder salir a la superficie y buscar formas de resignación que le permitieran continuar, asu- miendo la soledad:

Para qué guardar adentro tanta locura escondida, si se fue la que en el centro de mi granja florecida, me acompasaba la vida [...] que escape al monte la fiera que a su voz se adormecía, y que afuera la destroce en su carrera el furor de la jauría. Ya se fue quien la tenía domeñada y prisionera...

En esta emocionada confesión aparece el temblor humano que dio fuerza y sentido a la poesía de González Martínez, ya que en lo más entrañable de la vida y de la muerte echa su raíz la poesía verda- dera. A veces, el poeta no se atreve a entrar a estos terrenos por temor al exceso emocional, y a fe mía que tiene razón, pues son muy pocos los que superan el simple sentimentalismo y profundizan en esas emociones tan contrastadas y complejas. Pensemos en don Jorge Manrique, en García Lorca, Nervo, Sabines y Becerra. González Martínez hizo una nueva reflexión sobre el tema cuando murió otro ser amado, su hijo Enrique (“decir a alguien yo te amo, significa: tú no debes morir”, afirma Gabriel Marcel). En el poema “Pecesillos rojos” se plasman el dolor y la desesperación ante lo único que es absolutamente irrevocable. De regreso a la casa, después del sepelio, el poeta observa a los peces rojos que giran en su pecera. El desasosiego lo incita a quitarles la vida, pues no hay razón para que sigan respirando mientras el hijo se ha ido para

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siempre. Guarda en secreto esa especie de sacrificio vanamente com- pensatorio y el arrepentimiento que le provocó y, al final del poema, pide al hijo que pregunte a los peces si ya lo perdonaron: “haz que yo lo sepa, una de esas noches en que tú me hablas”. En el homenaje que hace algunos años se ofreció a la memoria de González Martínez, hubo algunas intervenciones que demos- traron una grave ignorancia de los contrastes y matices que enrique- cen la obra de un poeta que tuvo muchos registros y una formidable variedad en los temas y en las formas. Recuerdo una —se dice el pecado, pero no el pecador; se dice la bula, pero no el pontífice; no olvidemos que en nuestras letras pululan los pontificadores y los cuchilleros y alicuijes que atacan a mansalva— especialmente boba- licona y hecha desde el deseo de escandalizar. No quiero comentar sus torponas afirmaciones. Me limito a pedir al terrorista literario que lea de nuevo (o tal vez por primera vez, digo esto por la sencilla razón de que muchas de sus “críticas” eran copias al carbón de las opiniones vertidas por uno de sus mayores en saber y gobierno) la obra de González Martínez. Así podrá encontrar una poesía entra- ñable y profunda que va mucho más allá del sermón, de los conse- jos moralizadores o de las admoniciones. Alguna vez, en una sobremesa con personajes literarios, perio- dísticos y burocráticos del viejo régimen, el memorioso Carlos Monsiváis y su discípulo (es decir, yo) nos pusimos a decir de memoria uno de los poemas fundamentales de don Enrique: “Casa con dos puertas”. Dos o tres de los contertulios recordaban algunos pasajes y la tertulia en pleno hizo un silencio para que regresara la voz de González Martínez: “Casa del corazón vasta y sombría, / que he visto en el tumulto de los años, / llena a veces de huéspedes extra- ños / y otras veces, las más, casi vacía...”. Pregunté a los memoriosos dónde habían aprendido aquellos fragmentos y no pudieron con- testarme con exactitud. Una de ellas pensó que en un libro de texto, otro en alguna antología... Esta cuestión tiene su miga, pues no son

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muchos los poetas o los escribas de versos verdaderamente memori­ zables. Me vienen a la mente Quevedo, Garcilaso, sor Juana, Lope de Vega, Darío, Santos Chocano, Acuña, Plaza, Nervo, los del “declama- dor sin maestro”, Gutiérrez Nájera, Alfonsina Storni, Barba Jacob, Neruda, Machado, Miguel Hernández y otra vez Lorca y Sabines... Hay, en cambio, otros grandes poetas no memorizables. Muchas y muy complejas razones y sinrazones hay en este fenómeno. Tendremos que analizarlo con toda clase de medios y de armas, pues para lograr un estudio más profundo, a la crítica literaria habrá que agregar la sociología, la psicología, la historia de las mentalidades y otras disciplinas que podrán arrojar más luces al tema.

Cuán raro fue el viador que en la partida dejó para los tránsitos futuros, una hoguera encendida en la piadosa puerta de salida o una noble inscripción sobre los muros. Los más dejaron el fulgor incierto de un prematuro ocaso, algún jirón en el umbral desierto, el alma errante de algún himno muerto o un desgaste de piedras a su paso...

Al llegar a la última estrofa, se unieron todas las voces y forma- mos un coro que fue el mejor homenaje a nuestro poeta:

En el silencio de la paz nocturna prende su lamparilla taciturna, huésped desconocido, y se pregunta mi inquietud cobarde si es un cansado amor que llegó tarde o es mi viejo dolor que no ha salido

Terminó el coro y nos quedamos callados. Pasó un ángel.

LAS_Interiores_CC.indd 152 12/14/15 2:41 PM Discurso para Carlos Pellicer

Decía William Butler Yeats que, conforme se hacía más viejo, su poe- sía se rejuvenecía. Algo similar sucedió en la vida y la obra de Carlos Pellicer. La proximidad de la muerte —presente sin angustia— lo llevó a afirmar de nuevo —aunque de distinta manera— lo que había dicho en “Colores en el mar”: “En medio de la dicha de mi vida / deténgome a decir que el mundo es bueno / por la divina sangre de la herida”. El viejo atleta solar, el originario de las tierras acuáticas, el amante de las piedras con voz, el ordenador poético de los paisajes, se acercó a la muerte con los sentidos intactos, con las manos ardi- das de sol, de vida, con la sensualidad y el erotismo que no naufra- gan, sino que vencen a la nada. Siempre podemos decir: “Muerte, ¿dónde está tu victoria?”. La materia poética de Pellicer es la vida misma. Pocos poetas han sentido la existencia con tanta claridad, con tanta fuerza: “Mi corazón, Señor, como el poema, / sube la escalinata de la vida”. Su poesía está ligada a la ascensión —misterio humano que muy pocos hombres desentrañan—. Por eso era un poeta candoroso y, a la vez, lleno de santa malicia, de humor, de sentido de la oportu- nidad y de la cabriola. En su cortesía había siempre un dejo amable y burlón; su solemnidad estaba hecha para divertirse y para divertir. Poco antes de que muriera, un guajolote pomposo —articulista sen- tenciador— le preguntó: “¿Maestro, por qué no va usted al Senado?”, y Pellicer contestó: “Ay, mi señor, es que no sé dónde está”.

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Si bien toda poesía verdadera es autobiográfica, al final del poema y de la vida, la anécdota se pierde y flotan suntuosamente las barcas construidas con palabras. La poesía permanente es la que se hace con la propia vida; la que sabe ser un trabajo de amor. La pura pirotecnia divierte un rato y desaparece; el cielo de la noche borra su memoria: “Ser bueno como el agua del camino, / ser dichoso, Señor, no es ser divino”. Para el poeta, franciscano sensual, dueño de su cuerpo, goza- dor de lo dado por los sentidos, “todo es gracia”. Las olas innumera- bles, los jardines submarinos, los lentos y profundos naufragios, la suave espuma, la amarga sed, la vida y la muerte unidas en el tiempo marítimo, en la puntualidad misteriosa de las olas que a la vez ale- gran y matan. Todo esto es la sustancia de la vida y de la poesía. El azul del modernismo adquiere en Pellicer una tonalidad nueva: “Y el silencio dijo en coro: / ya mañana no hay azul”. Marino (como Valéry, Pessoa, Alberti, Seferis y Quasimodo) y selvático, unió al azul el verde de las vegetaciones que crecen, mueren ­y vuelven a crecer; el de las tierras tropicales que acaban por vencer al hombre: “Y el verde dijo: ¡Después!”. La selva y la nostalgia de la selva —paraíso perdido, tiempo recobrado— le dieron los ritmos majestuosos de una poesía mayor: “A la cintura tórrida del día / han de correr los jóvenes aceites / de las noches de luna del pantano”, y en contrapunto, las cosas pequeñas, “las islas de juguetería”, aportan la profunda gracia de lo íntimo. Aquí el poeta recompone el paisaje, ordena, dicta, da sus reglas para que todo sea perfecto y, al mismo tiempo, pide permiso para hacer su inofensivo juego ordenador: “Jugaré con las casas de Curazao, / pondré el mar a la izquierda / y haré más puentes movedizos. / ¡Lo que diga el poeta!”. Y el poeta no cesa de decir; se embriaga con las palabras, juega, colorea, admira lo creado y, en el anhelo de lo perfecto, recrea y arrogante y humildemente modifica. No nos escandalicemos ante

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tamaña pretensión. También las palomas modifican los perfiles de la loma y los tonos de la luz cambian la forma del paisaje. En medio de éste, el hombre, aparentemente pequeño, en virtud del placer, de la dicha, del dolor, de la muerte y del don de decir las palabras y hacerlas cantar, observa y siente. El poeta habla por todos, inaugura el día, percibe los sortilegios, describe los tonos de un misterio que todos tenemos al alcance de la mano. Decía Montale: “La vita che sembraba / vasta e piú breve del tuo fazzoleto”. El cuerpo humano, especialmente en el trance de la creación, es suma y compendio de la belleza creada. Hay algo, que sobre- pasa los límites de lo físico, moviendo los músculos tensos, impul- sando los ágiles tendones, dando una nueva vida al esqueleto. López Velarde defendió a Tórtola Valencia, la bailarina española, de los embates de una crítica convencional, roma, ciega y sordomuda: “No merecías las loas vulgares / que te han escrito los peninsulares”. Pellicer la sorprendió en el éxtasis de decir con el cuerpo: “El rito hecho incensario / desdoblaba versículos sagrados / en la sagrada combustión doliente”. El cuerpo humano canta y el poeta comunica su gozo ante el milagro:

Es el instante en que los brazaletes al encogerse el bíceps se ensañan en la carne, y entonces la sonrisa felinos dientes muestra en lúgubre gesto amenazante.

El poeta, enervado ante el cuerpo que oscila y sólo se expresa a sí mismo; maravillado ante la forma, las precisas curvas, las redon- deces armoniosas, debe cantar así: “De pie la bayadera, / inicia los sensuales movimientos / del vientre y la cadera”. Todo se mezcla. Herodes, nuestro hermano mayor en hedo- nismo, jadea de asombro y lujuria ante el último velo de la Salomé

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eterna. Nada es la cabeza del Bautista para ese cuerpo milagroso que se curva ante los ojos iluminados y el labio inferior trémulo (sirva esto de homenaje a Charles Laughton). Cómo entiende uno a Herodes y desconfía de todas las condenaciones que han caído sobre su carne flaca y deslumbrada: “¡Hasta que la embriaguez de la espiral continua / la rindió entre el escándalo del crescendo final!”. Se ha dicho —afortunadamente Pellicer no fue objeto de la torpona atención de los críticos que, durante la vida del poeta, apenas se asomaron a su obra— que el paisaje es el tema central de la poesía ­de Pellicer. No hay tal. El tema central de cualquiera de sus poemas es el propio poema. Si bien, como afirma MacNiece, “un poema siempre es acerca de algo”, el mismo poeta irlandés reconoce que “el poema es en sí mismo” y que, por lo tanto, puede decirse que es “un organismo autosuficiente; en suma, una creación”. Es claro que la naturaleza y la descripción de las cosas naturales son valores poéticos que poseen una sustantividad independiente, pero en los poemas que abordan estos temas, lo fundamental son los ojos del hombre que observa y dice. No quiero que se me acuse de esteticismo trasnochado o de individualismo victoriano, pero debo declarar que lo realmente importante es la relación del paisaje con el hombre. El valle de México, pintado por Velasco, es el perso- naje esencial del cuadro, pero los ojos y las manos del pintor, sus sentidos despiertos y su aguda sensibilidad son los que hacen posi- ble la obra de creación. Algo parecido sucede con el pintor Pellicer y, por lo mismo, reducir su poesía a la mera descripción testimonial de un paisaje equivale a empobrecerla: “Sus mujeres y sus flores / hablan el dialecto de los colores”. Hombre y paisaje se funden. El uno influye sobre el otro. Su relación es dinámica, dialéctica, llena de absurdos, de contradiccio- nes, de admiraciones y deslumbramientos. Por el mar de Valéry cru- zan las viejas mitologías, los remeros del pasado; el mar de Pessoa es surcado por marinos laboriosos y por presencias humanas

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intangibles; Alberti niño ve el mar desde lo alto de su roca anda- luza; Eliot ve nacer, de la tierra muerta, las lilas del mes más cruel; los personajes de José Eustasio Rivera son devorados por la selva y las lianas rodean el torso de Pellicer, mientras la ceiba agita sus gallar- detes y las enormes flores perfumadas brotan del lodo fecundo. Así, se acerca a la naturaleza y ésta le entrega un color que se hará parte de su sangre y de su carne: “Si mojara mis manos en el lago / me quedarían azules para siempre”. La sensibilidad del poeta —que nada tiene que ver con la del místico, aunque ambos padezcan y gocen una forma de sentir par- ticularmente aguda— adquiere sus primeros colores en el paisaje de la infancia y en los gigantescos seres —reales o imaginados— que habitan las fantasías de sus primeros años. Sin embargo, una auténtica sensibilidad poética no está obligada a guardar fidelidad a sus primeros signos. Todo lo contrario; debe acrecentar su apetito de paisajes nuevos, de seres lejanos, de mundos desconocidos, en suma, debe buscar siempre la ampliación de los panoramas, aun- que permanezca parada —como el hombre de Pavese— en la puerta de su casa. Pellicer fue siempre fiel a su signo inicial, fiel a sus bellos pan- tanos, a los días calurosos, a los sabores frutales, a las enormes lunas del trópico. Se mantuvo parado en la puerta de su casa y viajó sin descanso. Su segunda fidelidad —inspirada por Vasconcelos, ser tumultuoso y múltiple— fue por la América española, sus luchas libertarias y la búsqueda de su identidad cultural. Sus entusiasmos no siempre fueron plasmados en buena poesía. Sin embargo, algu- nos ejemplos son suficientes para demostrar la autenticidad de sus preocupaciones. Recordemos especialmente “Piedra de sacrificios”: “Agua de América, agua salvaje, agua tremenda, / mi voluntad se echó a tus ruidos / como la luz sobre la selva”. Y el poema dedicado a Juárez: “Un nopal de paciencia por tu vida responda / y detrás de unos robles se escuche siempre el mar”.

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Vasconcelos, en el prólogo a Piedra de sacrificios, descubrió la universalidad de que es capaz un poeta fiel a su realidad étnica y social: “Los más bellos lugares del mundo serían entonces las patrias más amadas, no los sitios donde nacimos o a donde irán a parar nuestros huesos, sino allí donde la presencia divina se revela más pura en el lenguaje de encantamiento, de visiones magnífi- cas”. Así el poeta americano descubre, en sus frecuentes viajes, el paisaje total del mundo de los hombres: “Mediterráneamente ancló mi mano / —por las olas de Nápoles urgida— / y acarició en la luz el sol pagano”. La Italia luminosa retuvo el corazón del poeta y le abrió las puertas de una Grecia joven, esbelta y fuerte como un atleta; llena del movimiento profundo de las viejas estatuas: “Tardes de Atenas, inéditos asuetos, / cuyas perfectas horas me llevaban / los ojos gran- des y los labios netos”. El viaje continúa, y el poeta sensual se bebe a grandes tragos el perfil agudo de Constantinopla: “Constantinopla, canto y aban- dono, / perla grabada, sombras de poema, / palomar de diamante, flor y trono...”. Hasta llegar a Palestina, soñada por una fe sincera, ingenua, alejada de lo convencional; una fe que podríamos llamar personal, única, sólida y arbitraria:

Y yo vi la que Él vio. Mis pies pasaron por donde Él caminó. Sueltos y reales los lirios salomónicos alzaron el himno al libre lujo de sus telas y la sombra olivar, agria y torcida, se cruzaba de pájaros.

Este amor por el paisaje lo llevaría a consolidar su tercera fide- lidad, dedicada íntegramente a la naturaleza. En esa etapa, Pellicer es

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un río incontenible y, en ocasiones, propenso a los desbordamien- tos. De ella quedaron su amor por la historia concebida como una gran aventura humana y su pasión por los testimonios de los pue- blos perdidos en el tiempo; su obsesión por las ruinas; su deseo de poner al alcance de todos los ojos los rastros de una belleza humana intemporal, registrada en la historia, pero independiente de su pro- pia anécdota por la virtud de su milagro artístico. Su cuarta fidelidad es al paisaje íntimo, el amor humano. Para mí este es el que más me aterra y me ilumina:

En una soledad de todas las cosas, ciego, mudo, sólo me quedan unos cuantos dedos para tocar las piedras y las rosas que tú tocaste o que solamente rozó el viento de suave gloria que te trajo.

En el paisaje está el ser amado, presente en las cosas que tocó, en los soles que lo tocaron, en las noches que vieron su cuerpo:

Tu ausencia ha dejado sobre las piedras una florecita que tal vez es negra. Y en la vida de la piedra y la flor tras de tu sombra, mis manos ven y oyen y graban un signo que compendia todas las cosas. En las horas en que se perpetúan los instantes de tu ausencia presente de paloma.

Los poemas de esta cuarta fidelidad tienen la virtud de inaugurar palabras. No tiene objeto hablar de las influencias

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predominantes en la obra de un poeta. Creo que es más útil encon- trar las afinidades que lo ligan con otros poetas. En el caso de Pellicer resulta sumamente difícil encontrar influencias. Bien cono- cidas eran sus lealtades a Rubén Darío, Lugones, López Velarde, Díaz Mirón y Gabriela Mistral, y sus constantes lecturas de Quevedo y sor Juana. Pero la originalidad de Pellicer le permitió no tratar de ocultar esas lealtades y evitar, con éxito, el prurito de ser el inven- tor de las palabras que utilizaba. Las palabras pertenecen al patri- monio común de los hombres. La originalidad radica en la forma de sentirlas y de utilizarlas. La fidelidad al amor joven, hace más dolorosa su ausencia. El vacío se refleja en todas las cosas: “Vuelvo a encender la luna de tu amor sobre mis labios trágicos / y sembraré en las noches sutiles de tu ausencia / el trigo de mi canto”. El pasado se embellece con la presencia amada: “Y el tiempo de los dulces tiempos / cenital en el alma”. Y el recuerdo es una forma, a veces dolorosa, de la dicha: “Floresta submarina de la evocación / ceñida de palabras mágicas”. La memoria recorre los jardines submarinos en los que el amor naufraga. Bajo una iluminación verdosa, de encendidas fosforescen- cias, se despliegan “las galas profundas” de las que hablaba Ungaretti, y el misterio lo embellece todo: “El teléfono llama, pero todo es inútil, / porque tú y yo estaremos siempre azules de ausencia”. Las estaciones del amor se prolongan a lo largo del año. Cada una tiene su forma de amar, y en todas están vivas la presencia y la ausencia: “Ausente de tu voz la mía siente / que el diálogo pro- longa lo que diera, / árida de tu voz una primera / ventana hacia el otoño se presiente”. Mas la llegada del otoño no significa la liquidación del entu- siasmo. Tan sólo anuncia la llegada de otras maneras del amor. No olvidemos que al igual que Pavese, Pellicer pensaba que “la gran for- tuna del hombre es estar vivo. Lo demás es miseria”.

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La muerte de su madre le dictó uno de sus poemas más altos. La admiración y el afecto se unen para entregarnos el retrato de la anciana amada: “Cuando la pobreza se ha quedado a vivir en nuestra casa / mi madre le ha hecho honores de princesa real. / Doña Deifilia Cámara de Pellicer / es tan ingeniosa, enérgica y alegre, como la tierra tropical”. El amor lo acerca a sí mismo: “Nunca ha estado más cerca de mí que esta noche”. Y lo acerca al mundo de la completa beatitud: “El ángel alto de la medianoche, / llega”. Su quinta fidelidad tuvo un carácter político y lo mantuvo siempre cerca de las causas populares. Supo enfrentarse a las dicta- duras que desangran a América y combatir al imperialismo. Su fidelidad esencial fue para con la poesía. La palabra sagrada fue objeto de su veneración y reconoció la influencia que sobre ella ejercían los días, los colores, el amor, la muerte, las estaciones y el paisaje: “Junio me dio la voz, la silenciosa / música de callar un sentimiento...”. El jardín de junio, las manos azules, el Valle de México inun- dado de flores, la gran ceiba tabasqueña. El paisaje y el hombre uni- dos por obra y gracia del poema. Quisiera terminar este discurso sobre un poeta y sus fidelida- des, recordando su sentido de la muerte. Tarea difícil ya que se trata de un poeta de la vida. Un gozador tan pleno, un alma tan impreg- nada de amor por lo creado, un corazón que ardía constantemente al contacto de la vida, se acercó a la muerte con una resignación alta, de árbol, de pirámide, de minarete: “Lo que pasa pasará sin pasar, / ya estoy callado”. Pero habla con la voz de los árboles, de las plantas, de los ríos subterráneos; con la voz de la marea baja. Era su corazón piedra de río, y al río volvió, y en el río viaja.

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Al año de morir todos los días los frutos de mi voz dijeron tanto y tan calladamente, que unos días vivieron a la sombra de aquel canto.

Canto y sombra. Siempre el canto vence a la tiniebla. La sole- dad no es.

LAS_Interiores_CC.indd 162 12/14/15 2:41 PM Recuerdos de Pellicer

Acababa de salir el primer número de la colección Material de Lectura, publicada por la Dirección de Difusión Cultural de la UNAM (se trataba de una antología de la poesía de Carlos Pellicer, prologada y seleccionada por Guillermo Fernández), cuando me enteré de la muerte del poeta tabasqueño. Fui a Bellas Artes con Manuel Núñez Nava. En el gran vestíbulo y entre las geométricas columnas y los már- moles de distintos colores de nuestro templo mayor del art déco, se alzaba el sencillo catafalco del último Señor de la Venta. Para escapar­ de una serie de lugares comunes derramados por los oradores pro- fesionales que combinaban su sincero dolor por la muerte de un poeta que conocían por encima, con su acuciante deseo de ­aparecer en televisión en su calidad de intelectuales dolientes, me puse a pen- sar en unos versos de Hora de junio: “Al año de morir todos los días, / los frutos de mi voz dijeron tanto / y tan calladamente, que unos días / vivieron a la sombra de aquel canto...”. Recordé, además, que el poeta era senador de la república. Hacía unas semanas un imper- tinente reportero le había preguntado con tono de denuncia mayor: “Maestro, ¿por qué no va a las sesiones del Senado?”. Pellicer lo miró con sus ojillos a la vez amables, tranquilos y burlones y le contestó: “Ay, mi señor, es que no sé dónde está”. Lo que el periodista no sabía era que el senador trabajaba con el campo tabasqueño hablando con la gente, organizando museos, rescatando la memoria de los eternos niños de la cultura olmeca, gestionando los imperativos de la justicia.

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Terminó la ceremonia y salimos al inicio de una tarde soleada (“Hermano sol, cuando te plazca vamos / a colocar la tarde donde quieras...”) que dividía en dos las calles y la Alameda. Caminábamos pensando en el amado poeta muerto, cuando nos alcanzó la bai- larina y coreógrafa Gloria Contreras. Agitada y triste me recordó que esa noche debía estrenarse su coreografía basada en tres sonetos de Hora de junio. La idea era muy sencilla: combinar el sonido de las palabras con una serie de movimientos contenidos, envolven- tes y puestos al servicio del poema. Se había programado el estreno para las ocho de la noche en el teatro de Arquitectura, sede del Taller Coreográfico. En el programa, que ya había circulado ampliamente, se informaba que Carlos Pellicer diría los sonetos y que Gloria Contreras bailaría la pieza. El estreno no podía suspenderse, sobre todo en los momentos de muerte que estábamos viviendo. La fun- ción, por lo tanto, se convertiría en el primer homenaje a uno de los poetas más intensos y originales de la lírica castellana. Mientras Gloria hablaba pasó por mi cabeza la imagen de Pellicer leyendo en el vetusto y positivista salón de actos de la Universidad Autónoma de Querétaro su “Discurso por las flores” y una serie de poemas amorosos y viajeros. Lo habíamos nombrado maestro honoris causa de la joven y endeble universidad y él, en cambio, nos entregaba su poesía, su hermosa biografía, sus andanzas por las antiguas culturas mexicanas y su visión de la realidad americana. Allí estaba, pequeño y atlético, en el estrado del pomposo salón, secándose el sudor con un gran pañuelo y diciendo los versos con los ojos cerrados para que cada palabra encontrara su sonido, su dulzura y su fuerza. Gloria proponía que salváramos la función bailando ella su homenaje y diciendo yo los sonetos. Acepté con una mezcla de ale- gría profunda y de temor reverencial (ante la muerte se impone la genuflexión. Sólo ante la muerte). Ensayamos unas horas antes de levantar el telón y pedí que nada se dijera al público sobre el cam- bio de voz. Algunas personas ya estarían enteradas de la muerte del

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maestro, otras estarían en espera de escucharla. Vestido de negro, me situé al fondo del escenario, se encendieron las luces, sentí el resplandor del cenital sobre mi cabeza y empecé con una voz que tardó un poco en reafirmarse: “Junio me dio la voz, la silenciosa / música de callar un sentimiento...”. Gloria, solemne y triste, inició su danza; se escuchó el rumor del público que se ponía al corriente de lo sucedido y, en pocos segundos, se hizo un silencio de iglesia en penumbra. Al terminar, el público inició un aplauso que Gloria y yo interrumpimos con ademanes perentorios. Una voz, al fondo de la sala, comenzó a decir el Padre Nuestro. La seguimos; las lágri- mas nos llenaron los ojos, se nos entrecerraron las gargantas y, para hablar con el poeta cristiano, recurrimos a “la esperanza más dulce y espaciosa”. Nunca, en mi larga y dispareja vida en los escenarios, había sido tan obediente a las órdenes del fantasma. No hice otra cosa más que prestar mi voz y entregar mi emoción más limpia y verdadera.

LAS_Interiores_CC.indd 165 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 166 12/14/15 2:41 PM Los cien años de un forjador de palabras

Germán List Arzubide, forjador de palabras, fue hijo de un forjador de hierro, jefe de los Talleres del Ferrocarril en Apizaco. Su madre le enseñó a leer y lo inició en los amores literarios. Hay en la sangre de Germán glóbulos alemanes, irlandeses, vascos y mexicanos. Nació en Puebla el 31 de mayo de 1898. El 31 de mayo de 1998 le mandé un enorme abrazo con toda nuestra admiración por su obra inno- vadora y valiente, por su vida honesta y por su ejemplar fidelidad a sus ideas, sus amores. A los pocos meses murió y no pudo llegar a su tercer siglo. Fue maestro normalista y las vicisitudes revolucionarias lo sal- varon de convertirse en abogado. Enseñó literatura en Xalapa y en la Escuela Normal de México. A los doce años de edad, sus excesos oratorios y su maderismo lo llevaron a la cárcel. En la pared de su celda escribe su primer poema, “Amo a las sombras”. Carrancista fiel y más tarde desilusionado, acompaña al Primer Jefe en el éxodo a Veracruz. Aljibes le interrumpe la aven- tura. Germán acaba en la prisión, don Venustiano en la choza de Tlaxcalantongo. Lo que sigue es documentado por Casasola: el Primer Jefe yace en su féretro con los poros de la nariz tapados con algodones y la barba trágicamente desordenada. Zapatista convencido, escribe el primer libro de alabanzas al caudillo sureño (para la furiosa reacción variopinta, El Atila del Sur), Exaltación. La última edición de este libro fue ilustrada por Diego Rivera

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y Leopoldo Méndez. Funda publicaciones anarquistas y de vanguar- dia, sigue a los ultraístas españoles y al errático futurismo de Marinetti. Su primer libro anarquista, Plebe, despierta la furia de los ultras del nacionalismo por su “Poema a la Bandera”. Le amena- zan de expulsarlo del país. Lo salva un joven diputado y gober- nador interino de Puebla llamado Vicente Lombardo Toledano. Discurre con brillantez ante Vasconcelos y trabaja para el “maes- tro de América” como maestro rural con sueldo permanentemente aplazado. Truena contra los “libros verdes” y rompe con el Ulises a quien califica de traidor y de fascista. Se une a Maples Arce y juntos escriben el Segundo Manifiesto Estridentista. Pelean contra los Contemporáneos, se cagan en el general Zaragoza y vitorean el mole de guajolote. Es la época de la revista Horizonte (ahí están Diego, Tina Modotti, Leopoldo Méndez, Abraham Ángel...) y de los libros estrindentistas: El viajero en el vértice y Esquina. En ellos giran las vanguardias, sus versos cortados y concebidos como unidades independientes se integran insólitos en un todo. Su vida de activista transcurre entre huelgas, movimientos sin- dicales, motines, garrotazos policiacos, crímenes institucionales y prisiones. Disputó con Díaz Mirón y lo persiguió el feroz Maximino Ávila Camacho. Se refugió en Europa. A su regreso a México apoyó a Cárdenas y, al mismo tiempo, lo criticó. El Vaticano lo trató peor que a los condones y, sin más, lo metió de por vida en el Índice, sin salida posible. Todo por un libro que tituló... Prácticas de educación irreligiosa. No aceptó irse de embajador a la URSS y dedicó sus esfuer- zos a la Universidad Obrera. Editor, viajero, sandinista, defensor de la utopía socialista, lucha, pierde, huye, regresa. Nunca claudicó. Mucho escribió... poe- mas, cuentos, ensayos, crónicas, manifiestos. Su efigie anda ya en el Bosque de Chapultepec y seguirá andando y estridentiendo. Querido Germán, te respetamos, pero te queremos más de lo que te respetamos.

LAS_Interiores_CC.indd 168 12/14/15 2:41 PM En Cocula con Nandino

Hay muchas cosas que recordar en torno a la vida y la obra de Elías Nandino. Con flores, poetas, palabras y silencios, quisiera ahondar en la memoria para hablarles de mis encuentros con Elías. En 1958 fui a verlo a su consultorio. Unos meses antes había aceptado formar parte del jurado de un premio de poesía que se daba en Querétaro y que, ese año, por razones que se escapan de mi memoria y corren a refugiarse detrás del espejo, yo organizaba. Elías ya se había leído todos los poemas enviados al concurso y lo había hecho con gusto y paciencia (tal vez más con la segunda que con el primero). Caminamos por las calles del “Buen Tono” y nos sentamos a comer en una de las cocinas económicas (sopa de fideos, arroz con un huevo, guisado, frijoles para “acompletar”, postre, café y varios litros de refresco Lulú) y hablamos y hablamos sobre el con- curso, el poema premiado, Jalisco, Villaurrutia, Estaciones y “Otras voces y otros ámbitos...”. Mucho había hecho Elías por los jóvenes escritores de ese tiempo: Pitol, Monsiváis, Pacheco, entre otros. La revista Estaciones, conservando una calidad estricta, era un lugar de iniciación y Elías apoyaba con consejos y estímulos a los muchachos. Monsiváis tiene la colección completa de Estaciones. Hace unos días me puse a hojearla y me detuve en algunas páginas que atrajeron mi atención especial. Hay en ellas trabajos de casi todos los que ahora forman el canon de la literatura mexicana y, también, para nuestra fortuna,

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de algunos marginales que, por muchas y muy complejas razones, nunca accedieron a ese canon. Hay algunos, muy pocos, anuncios en la revista y sé que los patrocinios oficiales fueron irregulares y menguados. En cambio, la generosidad de Elías no tenía límites e incluía invitaciones a copas, comidas y cenas a los poco prósperos y muy hambrientos y sedien- tos colaboradores. El aspecto de las traducciones estaba bien cubierto por los jóvenes siempre al tanto de lo que sucedía en otros lugares del pla- neta. No en balde, Elías los había puesto al tanto del espíritu de la generación de los Contemporáneos y de los riesgos representa- dos por los nacionalismos excluyentes (uso esta palabra para pro- testar por el uso demagógico y reiterado de la palabra “incluyente”. En la actual campaña todo el mundo la incluye a tontas y a locas). A su regreso a la provincia continuó sus tareas de enseñanza y apoyo a los jóvenes creadores. Revistas, talleres, recitales... todas estas actividades formaron los días de una ancianidad llena de vigor y de generosidad. Elías Nandino no ejercía la profesión de médico por razones alimenticias. Era médico de cuerpo entero y de alma solidaria (o compasiva que es mejor palabra). Se mantenía informado y cum- plía sus obligaciones con precisión y alegría. Hubo un momento en que se convirtió en el médico del gremio intelectual y artístico, pero nunca descuidó a su clientela del barrio, a quienes, a veces, no les cobraba ni consultas ni análisis ni operaciones. Otras veces recibía a cambio de sus servicios una canasta de huevos, una gallina viva y llena de quejas o un cerdito dispuesto a vender su muerte con valor y estrépito. Médico de cuerpos y de almas (muchas veces hablamos de sus colegas médicos y escritores: Chéjov, Duhamel, Cronin, Ramón y Cajal, Bulgákov, Marañón, Peón Contreras, González Martínez, Mariano Azuela... entre otros), su consultorio cubría un horario

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de 48 horas al día que, con las visitas a pacientes, llegaba a las 72 horas. En su poesía y, sobre todo, en su prosa, se asoma el buen doctor siempre tan cerca del dolor humano, siempre cumpliendo los deberes del consuelo. Nandino es un pionero de los movimientos de liberación de la sexualidad humana. Valiente y adelantado a su tiempo, sabía que sólo hay una sexualidad con manifestaciones diversas y que el mundo avanzaría hacia la igualdad y el respeto a todas las actitudes tomadas por los adultos en pleno uso de sus facultades y motivados por el placer, el deseo de comunicación y el imperativo del amor. Por estas poderosas razones era enemigo de la censura y defensor de las libertades esenciales de los seres humanos. Sus memorias son un buen ejemplo de esta actitud. Es claro que escandalizó a los de la doble moral, a los puritanos y a los sexistas. A pesar de eso mantuvo su lucha y se enfrentó a los desatentos y a los detractores. Desde su primer libro, Espiral (1928) pasando por los poemas publicados en los cuadernos de México Nuevo, en Estaciones o en Cuadernos de Bellas Artes, y por Eco, Suicidio lento, Sonetos, Nocturno amor y Eternidad del polvo, hasta llegar a sus libros más juveniles Cerca de lo lejos (1979) y Ciclos terrenales (1989), dedicado a los poetas jóvenes de México, Nandino siguió una linea personalísima y muy ligada a la aventura poética de los Contemporáneos y, de manera muy especial, a la de su amigo y maestro, Xavier Villaurrutia:

De tanto saberte mía, muerte, mi muerte sedienta, no hay minuto en que no sienta tu invasión lenta y sombría. Antes no te conocía o procuraba ignorarte, pero al sentirte y pensarte he podido comprender

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que vivir es aprender a morir para encontrarte

Maestro en décimas y sonetos, autor de ágiles y precisas pala- bras, la muerte y el amor fueron el leitmotiv de su trabajo poético. Desde su juventud, el tema de la muerte se colocó en el centro de su escena. Manrique, Santa Teresa, Quevedo, García Lorca, Villaurrutia, Gorostiza, Sabines... son algunos de los poetas que han dedicado al final de la vida sus preocupaciones esenciales y han encontrado la forma para expresar ese desasosiego, esa angustia, el consuelo de la memoria o la quiet desperation de los lakistas: “que aunque la vida perdió / dejónos harto consuelo / su memoria”. Así termina el inmenso poema de Manrique: “y he que- dado / presentes sucesiones de difunto”, dice Quevedo en su grave soneto, mientras que en otro mezcla el amor con la muerte: “serán ceniza mas tendrán sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado”. Gorostiza ve a la “putilla del rubor helado” desde la perspectiva de sus “ojos insomnes”, y Villaurrutia la convierte en señora de los cua- tro elementos fundamentales: “no serás, ¿Muerte, en mi vida, agua, fuego, polvo y viento?”. Elías Nandino enfrenta el tema con rabia, deseo y una especie de ardiente júbilo:

Ayer, era un infierno. Ahora soy ceniza; pero ceniza en brama, nostálgica de fuego.

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En “Triángulo de silencios”, un poeta difunto representa una paradójica “verdad victoriosa”. Así lo dice la perfecta décima:

Como voces sumergidas en el aire que me roza, la existencia misteriosa de tu muerte me rodea, con la invisible marea de tu verdad victoriosa.

A pesar de todo esto hay en la poesía de Nandino una afir- mación de la vida y sus emblemas. “La muerte material, indolora, acariciante”, permite, antes de su llegada definitiva, ciertas escapa- torias líricas para contemplar el sol que late sin descanso y resucitar regresando al grito con el que llegamos. Los fantasmas amados rea- parecen en el momento de las sombras para hablar de nuevo, hacer conjeturas y adquirir el rostro de la misma muerte. Poeta de estremecedora sinceridad, obediente del mandato de Darío, habla de su longevidad en la que encuentra “un íntimo invierno de recuerdos y rostros”. En esto coincide con Cicerón pero, al mismo tiempo, deplora la muerte del deseo y las nuevas formas de la soledad. De manera originalísima asegura que en los últimos años se presenta una extraña manera de la libertad parangonable al movimiento de las nubes, el aire y el sonido. Nada es tan suyo como el mar libertario y terrible. Recordamos a Elías, le llevamos flores y le agradecimos lo que hizo por nuestra cultura, así como su generoso apoyo a quienes ini- ciaban su aventura con la palabra, su sinceridad sin fisuras y su poe- sía solar y nocturna en la cual la palabra se frustra, muere y al poco tiempo renace y, paradójicamente, del lado de la muerte penetra en las esencias de la vida.

LAS_Interiores_CC.indd 173 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 174 12/14/15 2:41 PM Una voz en medio de la ruina y los discursos

Una tarde de julio de 1963, me dirigí a la Secretaría de Relaciones Exteriores para despedirme de José Gorostiza, poeta y secretario en funciones. Unos días después debía dejar el país para cumplir mi primera misión diplomática en Roma y quería agradecer al maestro el interés que se había tomado para que el nombramiento de tercer secretario, así ordenado por el escalafón, sorteara con buena fortuna el oleaje burocrático y saliera del mundo de los acuerdos, sellos, palomitas rojas y oficialías de partes, con una prudente celeridad. La cita era a las siete de la tarde y a esa hora fue. Lo veo (cuando la admiración se apodera del entonces primerizo diplomático, la memoria funciona sin tropiezos) viéndome tras los cristales de sus anteojos redondos y sonriendo con tal fineza que de la sonrisa huían la impostación y el deseo de agradar. No se habló mucho:

Esa palabra que jamás asoma a tu idioma cantado de preguntas, esa, desfalleciente, que se hiela en el aire de tu voz, sí, como una respiración de flautas contra un aire de vidrio evaporada, ¡mírala, ay, tócala! ¡mírala ahora! ¡mírala, ausente toda de palabra,

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sin voz, sin eco, sin idioma, exacta, mírala como traza en muros de cristal amores de agua!

Me pidió que lo acompañara al teatro y nos fuimos caminando por la Alameda rumbo a Bellas Artes. No recuerdo guaruras a su alre- dedor, sólo al amable chofer que ya nos esperaba en la esquina de la catedral de nuestro art déco. Por esa época ya tenía casi listo para la imprenta mi primer libro y don José se interesó por él. Se llamaría Buscado amor y, por eso, pensó que el título tenía una clara influen- cia de Novo. Lo que yo quería era hacerle preguntas sobre un poema que mucho me inquietaba, “Declaración de Bogotá”:

En la virtud de su mentira cierta, transido por el humo de su engaño, he aquí mi voz en medio de la ruina y los discursos...

Lo único que me comentó fue la circunstancia en la cual escri- bió el poema:

Detrás de tu figura que la ventana intenta retener a veces, la entristecida Bogotá se arropa en un tenue plumaje de llovizna.

Respeté su silencio y su anhelo secreto de alcanzar una palabra más profunda, más esencial, menos engañosa e inútil:

Esa palabra, sí, esa palabra esa, desfalleciente, que se ahoga en el humo de una sombra,

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esa que gira —como un soplo— canta sobre bisagras de secreta lama...

En el escenario de Bellas Artes resonaba la voz de Vittorio Gassman recitando el “Orestes” de Alfieri. La escenografía blanca y el vestuario negro iban cambiando hasta que, al final, todo el ves- tuario era blanco y el escenario negro. Gorostiza habló de la tradi- ción griega y de su continuación latina y renacentista. Lo hizo con brevedad, usando las palabras estrictamente necesarias. La tem­ porada del Stabile di Roma, compañía de corta vida, debía terminar pronto. Sólo quedaba pendiente una obra de Pirandello. Me reco- mendó la lectura de dos obras de Ugo Betti: Lucha hasta el alba y Derrumbe en la Estación del Norte. Betti había sido magistrado y escri- bía sobre la problemática de la justicia. Al terminar la obra fuimos a merendar a la Fonda Santa Anita que estaba en la calle de Humboldt. Ahí me recomendó escribir por lo menos un verso al día para mantener el pulso de la tarea poética. Con respeto y admiración me quejé por el silencio en que se había recluido después de escribir “Muerte sin fin”. Recuerdo casi literal- mente su respuesta: “¿Usted cree que se pueda escribir un poema después de decir cincuenta veces al día: ‘reitero a usted las seguri- dades de mi más atenta y distinguida consideración’?”. Repliqué que Claudel, Leger, Seferis, Gabriela Mistral, Reyes, Nervo, González Martínez, Neruda y Owen, entre otros, lo habían logrado. No con- testó, pero me quedé con la impresión de que se había inquietado. Ahora siento que esa impresión era muy pretenciosa, pues Gorostiza ya había escrito todo lo que consideraba necesario escribir, entre otras cosas, el poema mayor de nuestro siglo XX. Pensamos que los dos escritores principales de la poesía moderna de México, López Velarde y Gorostiza, así como Juan Rulfo, nuestro mayor novelista, en su obra breve y exacta dijeron todo lo que querían decir. López Velarde partió en plena juventud, Rulfo y Gorostiza se decidieron

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por el silencio y a él se atuvieron. Sabían que “Muerte sin fin” y Pedro Páramo, al lado de “La suave patria”, eran ya los textos principales de nuestra literatura moderna. Había otras obras más extensas, muy valiosas también y tal vez superiores en su conjunto, pero esos dos poemas y la novela se habían convertido en los paradigmas de la literatura de un momento histórico de su país. Más tarde, y en medio de los viajes, vino a mi memoria la cita de Lao-Tsé que Gorostiza destacó en sus “Notas sobre poesía”: “Sin traspasar uno sus puertas, se puede conocer el mundo todo; sin mirar afuera de la ventana, se puede ver el camino del cielo. Mientras más se viaja puede saberse menos. Pues sucede que, sin moverte, conocerás; sin mirar, verás; sin hacer, crearás”. Estas palabras hacían polvo mi pedantería viajera. Algo sospechaba sobre la pretendida utilidad de los peregrinajes, desde el momento de la despedida del señor secretario. Así me dijo: “Recuerde, Hugo, que los viajes ilus- tran, pero también estriñen”. Gorostiza nos enseñó que la poesía “se halla más bien oculta que manifiesta en el objeto que habita. La reconocemos por la emo- ción singular que su descubrimiento produce y que señala, como en el encuentro de Orestes y Electra, la conjunción de poeta y poe- sía”. Amaba todas las artes y gustaba de encontrar paralelos entre la pintura del Beato Angélico y las estrofas del “Cántico espiritual” de San Juan de la Cruz, alfa y omega de nuestra poesía. Su pasión por la música lo llevó a afirmar que “la poesía es música y, de un modo más preciso, canto”. Esta realidad artística compuesta de palabras y de silencios (parecida a la del mundo rulfiano), suntuosa en sus imágenes, humilde en su brevedad y casi siempre ubicada en los terrenos de las notas mayores, todavía produce perplejidades en los perezosos o en ese conjunto, afortunadamente pequeño, de pedantes que, con un gesto de suficiencia eurocentrista, aseguran no entender “Muerte sin fin”. No es mi intención asestarles leccio- nes sobre lo que Auden llamaba, con ironía británica, the meaning of

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the poem. Que cada quien lo busque y pida a los dioses de la inteli- gencia, tal vez a Palas Atenea, que iluminen su búsqueda. Lo que sí puedo asegurarles es que el camino, a través del canto, será gozoso y la aventura espiritual llegará a su fin de la mano de la tradición judeocristiana, de la fuerza musical de la alabanza ambigua (“ale- luya, aleluya”), del deslumbramiento ante los bellos seres de la crea- ción, del horror ante su decadencia y caída, de la idea del Dios que crea y aniquila, y del baile medieval o el Día de Muertos de nuestro mestizaje, ambos presididos por la “putilla del rubor helado”. Gorostiza nos enseña (y advierto que nunca actuó como un pedagogo autoritario, dueño de un repertorio de certezas tajantes) que “todo está sujeto a medida, y la libertad puede no consistir en otra cosa que en el sentimiento de la propia posesión dentro de un orden establecido. Las reglas del ajedrez no oprimen al jugador, le trazan una zona de libertad en donde su ingenio se puede desenvol- ver hasta lo infinito”. Esta poética conduce al poema largo por los caminos del canto y, por otra parte, asegura la libertad asumida por el creador. El “Cántico espiritual”, “El barco ebrio”, “El cementerio marino”, la “Oda marítima”, el “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías”, “La suave patria”, “Altazor”, “España, aparta de mí este cáliz”, “Piedra de sol”, el “Canto heroico y fúnebre por el subte- niente caído en Albania” y “La tierra baldía”, entre otros, son ejem- plos insignes de esa poética del poema largo tan comedidamente definida por Gorostiza. “Hubo poetas que, a través de toda su obra, no buscaron sino perfeccionar un poema; y hay poemas que, en el dilatado proceso de su maduración, debieron consumir los afanes de muchos poetas”, decía el maestro, pensando en Jorge Guillén, Gilberto Owen, Jorge Cuesta y otros escritores afines a esa poética nacida de la ilumina- ción y realizada con esmero. La violeta de Gorostiza, como la margarita de Elytis, son mila- gros que la prisa del mundo hace que pasen inadvertidos: “Nadie

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sino el Ser Único más allá de nosotros, a quien no conocemos, podría sostener en el aire, por pocos segundos, el perfume de una violeta”. Gorostiza, como Montale, gozó y sufrió el delirio de nom- brar las cosas y de alabar y padecer la grandeza y el horror de lo creado. Por eso le podemos llamar con justicia “un hombre de Dios”. Así lo decimos, mientras en el salón vacío, la putilla del rubor helado lanza una carcajada, la danza y el danzón comienzan y terminan y la luz se apaga lentamente.

LAS_Interiores_CC.indd 180 12/14/15 2:41 PM Jorge Cuesta: lo extraordinario es lo único que fascina

Poniendo como ejemplo la poesía de Villaurrutia y pensando en Baudelaire (“poesía moderna significa, en rigor, poesía posterior a Baudelaire”), en Edgar Allan Poe, “ingeniero de la poesía”; en Mallarmé, Valéry, Gide, Nietzsche y Goethe, especialmente en su Fausto y su Mefistófeles, Jorge Cuesta, “el más triste de los alquimis- tas”, mezcla sustancias, juega con los elementos químicos, con la tabla de los minerales, con fórmulas, reacciones, coloraciones súbitas, explo- siones provocadas o inesperadas, para llegar a una síntesis siempre anhelada y rara vez alcanzada, e inclusive negada por los simplifica- dores. Me refiero a la que reúne a la poesía con la ciencia, a la inteligen- cia con la imaginación. De esta manera, triunfa lo fáustico y la poesía muestra todo su carácter diabólico. Por eso recuerda la frase de André Gide: “No hay obra de arte sin la colaboración del demonio”. “El arte es la acción del hechizo” y detrás de la fascinación de la belleza resplan- decen los ojos del diablo. De ahí el sentido revolucionario del arte, su necesaria contravención, su espíritu provocador, pues “no se conforma con lo natural” ya que “lo extraordinario es lo único que fascina”. Es la poesía un arte lleno de peligros. El poeta oscila en la cuerda floja de la cordura y del desvarío y requiere de la serenidad para plasmar esa intensa aventura espiritual:

¡Qué ruidos, qué rumores apagados allí activan, sepultos y estrechados,

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el hervor en el seno convulso y sofocado por un mudo! Y graba al rostro su rencor sañudo y al lenguaje sereno.

Ya López Velarde había dicho que “la poesía es el pasmo de los cinco sentidos” y T.S. Eliot recomendaba a los poetas realizar trabajos que los mantuvieran cerca de la realidad, pues la poesía y sus “iluminaciones” (Rimbaud dixit) se mueven en el mundo de las sensaciones, en los territorios ambiguos del inconsciente. A propósito de López Velarde, Cuesta recuerda los puntos de vista de Mencken sobre la poesía y el hombre maduro. Para el crí- tico norteamericano es la prosa razonable y serena lo que conviene a la madurez, pues la poesía, con su carga instintiva y sus feroces pasiones, produce una especie de “puerilización” y se corre el riesgo de parecer un viejo verde, un anciano ridículamente enamorado de una jovencita. Sin embargo, esa puerilidad forma parte de nuestro paraíso perdido y se opone a la depresiva grisura que preside los últimos años de los que han alcanzado un equilibrio espiritual de corte ciceroniano en lo que se refiere a la serenidad, pero al mismo tiempo preñado de la angustia que produce la falta de sorpresas, la ausencia de deslumbramientos. Por eso Cuesta piensa que “el puerilismo de la poesía de López Velarde no sacrifica al hombre maduro, sólo lo enriquece, sólo lo pone en posesión de los sentidos que la juventud encendió y que no logrará apagarlos ni la muerte”. Me he referido al ensayo de Cuesta sobre López Velarde, escrito con motivo de la aparición de la antología preparada por Villaurrutia, porque me resulta claro que Cuesta se sobrecogió al leer la trágica poesía de nuestro padre soltero. Así lo dice cuando analiza el desaliento causado por la imposibilidad de regresar al pueblo, “al edén subvertido” y, sobre todo, cuando el erotismo y la

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muerte se unen en uno de sus poemas más desolados: “mi sed de amar será como una argolla empotrada en la losa de una tumba”. Un soneto de Cuesta recoge el caudal de nostalgia por la infancia. En él, “la frente bárbara del niño” reflexiona sobre el paso del tiempo y sobre los paraísos que vamos perdiendo año con año, minuto con minuto: “Pues, mirando que más tuvo que quiso, / si al sueño sus imágenes suspendo, / de la niñez, como de un arte, aprendo / que sencillez le basta al paraíso”. Como todos los Contemporáneos, Cuesta tuvo como tema fundamental de su poesía el misterio del verbo, el prodigio del len- guaje y de la forma que permanece y mantiene en vida al poema:

En la palabra habitan otros ruidos, como el mudo instrumento está sonoro y la templanza que encerró el tesoro el enjambre sólo es de los sentidos [...] Y en el silencio en que se dobla y dura como un sueño la voz está futura y ya exhausta y difunta como un eco.

Decía Villaurrutia que Cuesta era el mejor dotado de los Contemporáneos. Su aguda inteligencia y su capacidad de observa- ción están presentes en sus ensayos, mientras que su poesía sigue manteniendo una serie de incógnitas que hunden a varios críticos y a un buen número de lectores en una perplejidad que, a veces, se manifiesta a través de conclusiones enfáticas como la afirmación de que la inteligencia abrumó a la pasión y el juego de las ideas melló las formas retóricas y produjo un extraño barroquismo, hecho de abstracciones y de distorsiones del lenguaje. Sobre la compleja poética de Cuesta se han dicho muchas cosas y debe- mos agradecer a Villaurrutia, Chumacero, Schneider, Augusto Isla y Capistrán sus análisis y sus muy loables hipótesis. Sin embargo,

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es necesario que cada lector se juegue la aventura de desentrañar los métodos de Cuesta y de hallar la profunda fascinación que emana de la temática, las formas y, más que nada, del lenguaje de un poeta que, por una parte busca una desnudez extrema, y por la otra aplica su alquimia barroca y logra una gran tensión espiritual en cada verso y, sobre todo, en cada silencio cargado de significados:

El lenguaje es sabor que entrega al labio la entraña abierta a un gusto extraño y sabio: despierta en la garganta; su espíritu aún espeso al aire brota y en la líquida masa donde flota siente el espacio y canta.

Muchos espíritus poéticos laten al fondo de estas construc- ciones de ideas y palabras: Calderón, Quevedo, Góngora, Salinas, Villamediana, sor Juana, John Donne, Spender, Poe, Mallarmé, Supervielle, Éluard, Valéry, Gorostiza, Villaurrutia... Se trata de pre- sencias intangibles que colaboran para dar a la poesía de Cuesta una atmósfera y una tensión irreductible. Su traducción de un verso de Spender es una prueba de esta actitud frente al poema: “Y esto que escribo es cuanto vuela y huye”. Los Contemporáneos publicaron tres poemas largos: “Muerte sin fin” de Gorostiza, “Sinbad el varado” de Owen y “Canto a un dios mineral” de Cuesta. Mi lectura de este último poema ha sido especialmente cuidadosa y me ha producido deslumbramientos y perplejidades que intentaré explicar en estos esfuerzos por gozar al máximo la inteligencia, el amor por la ciencia y la minuciosa retórica que forman la esencia peculiarísima de este poema que, como decía Salazar Mallén “no es oscuro sino exigente”.

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En el poema, una conciencia infatigablemente curiosa, diríase científica, observa a la naturaleza. Se detiene frente a la masa ondu- losa del mar “que siempre está empezando”; mira las corrientes del cielo y, a la vez, admira y duda, “sueña en la soledad y está despierta en la conciencia muda”. Vuela por los espacios siderales, vuelve a hundirse en las ondas, retorna a los hielos de las alturas y, de repente, penetra en las rocas y ve las sangres minerales, así como los destellos y las galas profundas de los cristales. En el poema, como en los autos sacramentales calderonianos, están presentes los ele- mentos: agua, fuego, tierra, aire, así como los instrumentos de la alquimia y los milagros naturales de la química. Las nubes son una presencia constante e influyen en el estado de ánimo del autor:

Nada perdura, ¡oh, nubes!, ni descansa cuando en un agua adormecida y mansa un rostro se aventura, igual retorna a sí del hondo viaje y del lúcido abismo del paisaje recobra su figura.

El mundo es un juego de reflejos, de imágenes truncas que se unen o se destrozan, de espejos cóncavos y convexos en los cuales la realidad se desordena y las figuras (cuánta razón tenía Valle-Inclán) encuentran, de repente, su verdadera forma, su rostro escondido. Como en Gorostiza, uno de los elementos, el que toma la forma del vaso que lo contiene, el agua, en Cuesta navega, se ilu- mina en las auroras marinas y zozobra una y otra vez, frustrando los intentos de cumplir el necesario navegar (“navegar é preciso, viver não é preciso”). Aquí, el poeta formula un deseo de paz y de sereni- dad: “en una isla a salvo de las horas, / áurea y serena al pie de las auroras / perennes del futuro!”.

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Él quería, como Lampedusa al interrogar a la estrella matu- tina, “un reino de perenne certidumbre”. La materia regresa a su costumbre. No hay sorpresas. Todo, hasta lo inesperado e incierto, está previsto en el orden natural. “La ilusión no se rehace” y el ser va hacia su ruina “como si fuera nada”, como ha sucedido siempre, como lo dice Epicteto al filo de su muerte. Nos salva la ficción, la fantasía nos redime:

Embriagarse en la magia y en el juego de la áurea llama, y consumirse luego, en la ficción conmueve el alma de la arcilla sin contorno: llora que pierde un venturero adorno y que no se renueve.

También está presente el agua de las lágrimas (una vieja oración pide el don de lágrimas) y se aproxima la agonía. En ese momento aparece la condenada historia de todos y de cada uno, pero el alma se pone a recuperar estrellas. Estamos en los terre- nos del ser más íntimo, ése que ilumina y aterroriza a la vez, y nos hundimos en el sueño: “suelta al nocturno paladar el sueño / sus sabores obscuros”. El resto del poema se encierra en la cueva del ser absorto, pleno y enemigo. Dante y Virgilio caminan entre sepulcros y el laberinto gira hacia abajo: “en su entraña ya vibra, densa y plena, / cuando allí late aún, y honda resuena / en las eternas rocas”. Es la palabra, es el lenguaje del hombre resonando hasta el final; es el verbo flotando en las aguas del Génesis, quebrándose entre las rocas del desastre. Más allá brilla, con luz ambigua, la eternidad:

Oh, eternidad, oh, hueco azul, vibrante en que la forma oculta y delirante

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su vibración no apaga, porque brilla en los muros permanentes que labra y edifica transparentes, la onda tortuosa y vaga.

La eternidad, la muerte, el azar, la fragilidad de nuestras vidas y las horas vividas que “allí graban su marca”, se acercan y se contraponen. La palabra zozobra pero sigue ardiendo. Ya todo es diferente, ajeno: el oído y la boca, los sonidos que se emiten y sus alteradas significaciones. Por la mañana, el laberinto se cierra y Dante y Virgilio inician la ascensión. En Cuesta, la palabra y el amor son las realidades que buscan la plenitud del ser: “al instinto un amor llama a su objeto; / y afuera en vano un porvenir completo / la considera extraña”. El instinto y el amor se cumplen a pesar de todas las asechan- zas naturales o culturales. Hay en esta precaria certidumbre un asomo de júbilo:

El aire tenso y musical espera; y eleva y fija la creciente esfera, sonora, una mañana: la forman ondas que juntó un sonido, como en la flor y enjambre del oído misteriosa campana.

Misteriosamente, al final del poema, aparece la “perenne cer- tidumbre” y “el futuro domina”. Estamos frente a un poema reli- gioso (en el sentido de religar) que busca una aventura espiritual. Yo lo siento dantesco en algunos momentos, pero también veo en él la noche oscura del alma y un cántico espiritual que se prolonga y cruza, impávido, por entre los desastres y las calamidades. El mismo

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Cuesta me va a dar el final de estas asombradas reflexiones. Y me lo va a dar con las palabras últimas de su texto sobre “Muerte sin fin” de Gorostiza: “¡Momias del amor de Dios, fósiles de la fe, pará- sitos del intestino espiritual, salid a respirar un poco de aire reli- gioso fresco!”.

LAS_Interiores_CC.indd 188 12/14/15 2:41 PM Discurso por Villaurrutia

Para recibir un premio que lleva el nombre de Xavier Villaurrutia, siendo como soy, un escritor de antes perpleja y ahora asumida marginalidad, lo más indicado es atenerse a las memorias para poder agradecer cumplidamente el otorgamiento de una distin- ción que sobrepasa con mucho mis merecimientos. Vaya, enton- ces mi recuerdo a encontrarse con Francisco Zendejas, fundador del premio, con Alicia Zendejas que lo ha mantenido en vida y movi- miento, con el INBA, Conaculta y los miembros del jurado y, sobre todo, con Xavier Villaurrutia, figura fundamental de las letras de México y el mundo. Es Xavier Villaurrutia un poeta que, como Ramón López Velarde, ejerce una seducción intensa en sus lectores y nunca les permite quedar indiferentes. En su ensayo sobre el padre soltero de nuestra poesía moderna, Xavier habla de un “intrincado laberinto” cuyo hilo conductor permanece en el misterio. Entrar en él es una aventura presidida por la zozobra del espíritu del poeta. Algo pare- cido sucede con la poesía de Villaurrutia hecha de luminosas ascen- siones y de profundos descensos a los territorios del miedo, la duda y las esperanzas frustradas:

Y es inútil que otros cuerpos quieran mirarte de cerca con los ojos misteriosos

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que hay en la piel, con los ojos de los dedos, con los sensibles, despiertos, de los labios. Te has hecho un mundo de estatua, lleno de ti, para ti.

Los espíritus de Quevedo, Whitman y Gorostiza se agitan detrás de estas palabras y Xavier encuentra su morada, siempre pre- caria y asediada por la muerte, en su propia piel y en los caminos de su sangre. Ya en la morada comprende que el refugio es poco con- fiable y se pone a buscar una salida: “cuando me encuentro tan solo, tan solo, / que me busco en mi cuarto / como se busca, a veces, un objeto perdido, / una carta estrujada, en los rincones...”. En lo alto del poema, la muerte acecha y se anuncia en cada signo de los elementos primordiales:

Si en todas partes estás, en el agua y en la tierra, en el aire que me encierra y en el incendio voraz; y si a todas partes vas conmigo en el pensamiento, en el soplo de mi aliento y en mi sangre confundida, ¿no serás, Muerte, en mi vida, agua, fuego, polvo y viento?

Muerte con mayúscula, su muerte particular, la que nació con él, fue a New Heaven escondida en un rincón de la maleta y le siguió los pasos por las calles de la ciudad nocturna. Sin embargo, los días

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de oro llegaron y se instalaron para siempre en la memoria, de la mano de una primavera temprana:

Porque la primavera es la sonrisa y, también, la promesa y la esperanza.

La sonrisa del niño que no comprende al mundo y que lo encuentra hermoso: ¡del niño que no sabe todavía!

En esos días de oro, el amor lo llena todo. Y por eso, el poeta intenta asomarse a sus profundidades, lograr el encuentro con su esencia:

Amar es una insólita lujuria y una gula voraz, siempre desierta. Pero amar es también cerrar los ojos, dejar que el sueño invada nuestro cuerpo como un río de olvido y de tinieblas, y navegar sin rumbo, a la deriva: porque amar es al fin, una indolencia.

El cinematógrafo, la traducción, las artes plásticas, la historia y la crítica literaria, la creación dramática, la teoría y la enseñanza de las técnicas teatrales. Por todos esos ámbitos se movió la vida y se cum- plió el trabajo de Xavier Villaurrutia. Sor Juana Inés de la Cruz, López Velarde, Efrén Rebolledo, Valéry, Baroja, Morand, Cervantes, Jules Romains, Elmer Rice, José Clemente Orozco, Juan Ruiz de Alarcón, Urbina, Vasconcelos, Cordero, Velasco, Nerval, Pirandello, Whitman, Rilke, Cuesta, Francis Jammes, Giraudoux, Clausell, Ruelas, Diego Rivera, Santayana, Zalce, Álvarez Bravo, Tamayo... son algunos de

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los grandes creadores que Xavier estudió y revaloró. Por eso su obra fue fundamental en el proceso de actualización de la cultura nacio- nal que “el grupo sin grupo” realizó contra el viento y la marea del nacionalismo obtuso. Sus ideas sobre el color gris perla de la poesía mexicana moderna conservan toda su vigencia, pues, para nuestra fortuna, ese tono suaviza y matiza a todos los otros colores. Por eso pensaba que el ópalo es “la piedra preciosa que puede simbolizar la poesía lírica mexicana” con sus luces amortiguadas por la entraña de la piedra. Hace cien años nació Xavier Villaurrutia. Su obra ha hecho que su memoria sea imperecedera. Recibir el premio que lleva su nom- bre en esta efeméride, al lado del premio que recibe también mi amigo, el gran poeta Juan Bañuelos, me llena de júbilo y de agrade- cimiento. Hoy, por encima de las miseriucas de la vida literaria, debe brillar, como ese ópalo y sus luces nacidas del milagro mineral, la poesía que es capaz de restaurar una lengua y de acercarnos al cora- zón mismo del prodigio humano. La memoria de Xavier Villaurrutia hoy se enciende profundamente y como él lo quería, entre las ramas del “manso sauce” pende su lira, pues así lo anhelaba: “porque entonces quiero / oír sus notas, cuando el cierzo helado / pulse sus cuerdas”. Hoy escuchamos esas notas y revivimos todas y cada una de sus prodigiosas palabras.

LAS_Interiores_CC.indd 192 12/14/15 2:41 PM Un libro sobre el gran cocodrilo

En este libro, Raquel Huerta Nava reúne a varias voces jóvenes: Raúl Bravo, Kenia Cano, Luis Vicente de Aguinaga, Eduardo Aguirre, Roxana Elvridge-Thomas, Carlos Oliva, Diana Espinoza, Heriberto Yépez y Norma Garza, para que podamos darle otra indispensable vuelta de tuerca a la obra de Efraín Huerta. Raquel, en su presentación, habla del poeta, del periodista, el memorioso, el culto (en el humanista sentido del término), el padre, el amigo Efraín Huerta. Recuerdo (esta palabra es muy usada por los carcamales de mi rodada; la usamos hasta que nos llega el Eisenhower) su último viaje a España. Fuimos a Toledo y recorrimos las estrechas calles. Lo veo sentado en una banqueta esperando a que Raquel visitara la catedral y se detuviera ante los altares barro- cos hechos con oro y plata de las minas de los virreinatos ameri- canos. Efraín se quejaba de algunos males menores y, con una elegancia de gran cocodrilo africano, soslayaba los muy mayores, ésos que le habían cercenado pedazos del cuerpo, pero le habían dejado inalterada la alegría y el amor por la vida y sus alimentos. Por eso, sentado en la acera frente a la catedral toledana, me confió que ya le dolían los pies cuando caminaba más de veinte cuadras. Esta anécdota nos permite acercarnos al misterio de una vida generosa, honesta, coherente y fiel a sus verdades y a sus emociones. Lo veo, una tarde y en el Palacio de Minería, defendiendo a Octavio Paz de la rechifla de un grupo de intolerantes. Cuando Octavio empezó a

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leer un poema, los fundamentalistas pretendieron callarlo (eran los días de la hermosa lucha libertaria de los sandinistas que Octavio no pudo o no quiso entender y condenó sin matizar). Efraín se levantó, abrazó a Octavio, le dio un beso en la mejilla y con gestos peren- torios (su garganta ya había sido asesinada) pidió a los chillones que se callaran. Lo logró y Octavio leyó, con voz trémula, tres poe- mas magníficos. Los autores de estos ensayos sobre el gran humorista de los poemínimos, el épico cantor de nuestro pasado histórico, el poe- tizador de nuestra ciudad, sus calles, noches, piernones brutos, puñaladas traperas, vejámenes, humillaciones, contrastes abisma- les, soledades y alegrías; el lírico profundo de los poemas absoluta- mente amorosos, viajan por todos los rumbos de su poesía. Espero que pronto revisitemos su prosa y recuperemos el asombro ante la rara perfección de sus reseñas cinematográficas y la honesta claridad de sus pronunciamientos sociopolíticos. Raúl Bravo lo llama “romántico realista” y rememora muchos momentos, aficiones, deslumbramientos, compromisos y amores­ de Efraín. Bravo pasea con buen humor y afecto por algunas face- tas de la biografía cocodrilesca y se detiene para hacer acertadas reflexiones sobre su escritura, sus postales de viaje, su manera libre y personal de acercarse al haikú amado por Basho, Tablada y Rebolledo. El ensayista lleva sus reflexiones hasta la cúpula del Hospicio Cabañas y, pensando en Efraín, ve la ascensión del hom- bre en llamas orozquiano. Kenia Cano nos confía su manera de leer los poemas de Efraín y la califica de “desordenada y antipoética”. Tal vez por esto sea tan humana, demasiado humana y logre penetrar hasta los relieves más profundos de la caverna lírica. Hermoso ensayo éste de Kenia, tan acucioso y libre en su búsqueda de definiciones del acto poético en Efraín Huerta. Lo llama “contorsión corporal” y para leerlo nos sugiere “espigarnos hasta el asombro”, aunque nos quedemos con

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“la respiración entrecortada”. Tres poemas culminan admirable- mente el ofertorio de Kenia: “Ennoblecida verdad la del olvido, purí- sima verdad aquella de la ternura muerta...”. Luis Vicente de Aguinaga analiza Los hombres del alba, el libro de Efraín que más lo ilumina, se detiene en la idea del amor impa- ciente y de ella parte para vivir en la lectura la férvida visión del erotismo. Hacía tiempo que no leía un estudio tan acucioso de un poema nacido de la mayor sinceridad posible y, por lo mismo, tan “verdaderamente” amoroso. Eduardo Aguirre entra con solvencia y afecto en los terrenos de “absoluto amor”. Su lectura es muy cuidadosa y alaba la claridad, la transparencia del poemario publicado por Fábula en 1935. Eduardo compara las juventudes de ayer con las de hoy y, en mi opinión, es un poco severo con las actuales, aunque, debo decirlo, comparto su disgusto por los retorcimientos y los plagios. El ensayo de Roxana Elvridge-Thomas nos habla de los dis- tintos orbes internos que se entrelazan en el itinerario creativo de Efraín Huerta. Partiendo de los sentidos, el poeta conoce y goza al mundo, y a través del amor se reconcilia con la otredad y vive gracias “a la sencilla geografía” de los labios amados. Carlos Oliva se mueve por el terreno de las muchas voces de la poesía de Efraín: las estrictamente líricas, las del compromiso con su tiempo y con la sociedad, las del ingenioso juego alburero y las capaces de describir y reinterpretar poéticamente a nuestro pasado histórico. Diana Espinosa habla de las afinidades de nuestro poeta, así como de sus variados temas y atmósferas: Nietzsche, la Guerra Civil española, Stalingrado, la Diana Cazadora y la avenida Juárez, Alberti, Neruda, Whitman, García Lorca. Su estudio comparativo enriquece la crítica de la poesía de Huerta y culmina con una afinidad emocio- nante: don Francisco de Quevedo.

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Heriberto Yépez desentraña el sentido de los poemínimos que son mucho más que los chistes de los que hablaba Paz. Amorosos, burlones, políticos, los poemínimos se aproximan al haikú, algo tienen de aforístico y son un permanente desafío para sus imita- dores. Son, en fin, un género que nació y murió con su creador. Los que se hicieron después son o simples copias o, tal vez, homenajes involuntarios al inventor, ese “poeta de segunda del Tercer Mundo” tan complacido de serlo y de burlarse, como López Velarde, de “los sesos de su cráneo”. El último ensayo del libro, el de Norma Garza, se inicia con dos epígrafes: uno de José Emilio Pacheco y otro de Carlos Fuentes. Ambos se refieren a “la más monstruosa aberración urbana del planeta: el DF...”. En este preciso texto vemos a Efraín recorriendo la terrible y entrañable ciudad que escogió para vivir: México- Tenochtitlán. El odio, pero también el amor son las dos caras de esa moneda poética. Es claro que en el lado del odio triunfa la compasión. Nueve puntos de vista, nueve lecturas de la obra de Efraín. Y las nueve son de jóvenes. ¿Qué más puede pedir el mejor y más querido de los cocodrilos?

LAS_Interiores_CC.indd 196 12/14/15 2:41 PM Con Bonifaz en la bizarra

Rubén Bonifaz Nuño recibió, de manos del secretario de Educación del gobierno de Zacatecas, el Premio de Poesía Iberoamericana Ramón López Velarde el 11 de octubre. Fui convocado por el Seminario de Cultura Mexicana para presentar una semblanza de Rubén, el poeta, el maestro, el traductor, el fundador. Así comencé mi perorata: (como broma espiritista) señor doctor don Rubén Bonifaz Nuño representante personal del señor licenciado don Ramón Modesto López Velarde y Berumen. Dicho esto, ataqué de nuevo y hablé de mis nueve encuentros con Rubén Bonifaz Nuño en el camino de López Velarde:

1. En la capital de México, lugar de horas ojerosas y pintadas, cala- veras catrinas con boas de marabú trágico, el teléfono (¿Ericsson? ¿Mexicana?) de Ramón López Velarde, funcionario de la Secretaría de Gobernación, pregunta por “consabidas náyades arteras que salen del baño al amor” y se tienden sin reticencia alguna en los lechos situados bajo la luz violácea de una alcoba submarina. Rubén Bonifaz Nuño ve a la mujer en el cuarto transmutado en claustro prenatal, mientras las ondas bienhechoras del agua tibia oscilan y aquilatan el milagro del cuerpo recorrido por los toca- mientos cuidadosos que lo vuelven cóncavo y convexo. Para ambos, unidos en el camino de las sensaciones cuya originalidad es la que levanta la ágil arquitectura del poema, el cuerpo femenino,

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húmedo, acariciado por las propias manos, por la lascivia del jabón perfumado, ocupa el centro de los deslumbramientos. Así, la poe- sía brota del cuerpo, del amor, del deseo y de todos los emblemas de la vida que vivimos.

2. La carta de López Velarde es la sota moza, la que en piso de metal vive al día de milagro como la lotería. La carta de Bonifaz Nuño es el siete de espadas, el siete, número cabalístico, conteo de horas en la fosforescencia del esoterismo. Ambos se unen, desde distintas perspectivas, en el asombro por el mundo azteca. Ramón lo ve en el momento de la derrota, cuando los ídolos se escapan a nado, sollo- zan las mitologías y el tlatoani se desata del pecho de la emperatriz, viendo cómo su mundo se hunde en las aguas que iniciaban su repliegue. Rubén, cordobés, cercano al trópico, vecino de esa afir- mación de la vida que son las caritas sonrientes del Totonacapan; académico en el buen sentido de la palabra, ve los propósitos triun- fales de los padres aztecas, de sus órdenes militares y de los jóvenes guerreros recién salidos del Calmecac y dispuestos a conquistar el mundo hasta más allá del Tlayacapan, que era la nariz de la tierra. “Todos somos grandes señores”, contesta el noble azteca al eurocen- trista don Hernando Cortés. Por eso el tlatoani no se cubre de rubor patricio y su cabeza desnuda es aún nuestra moneda para apostar a la sota de oros o al siete de espadas.

3. López Velarde se asume como el “mendigo cósmico y mi inopia es la suma de todos los voraces ayunos pordioseros”. En su Tebaida recibía la visita del cuervo que no lograba calmar su desasosiego y sólo dejaba la sombra de su paso en forma de “una flor inaudita, un rizo prófugo y una migaja”. Por eso, en el falso festín volcaba su cornucopia, sí, pero sobre un cadalso. Años más tarde otro poeta grande, Bonifaz Nuño, se acercó al tema, con su propia e intransferi- ble manera, y encendió el “fuego de pobres”. El poeta aguanta como

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los hombres “tanta pobreza, tanto oscuro camino a la vejez; tantos remiendos, nunca invisibles, en la piel del alma”. Ambos necesitaban una mujer para sobrevivir y creer en la vida. López Velarde pedía que le fuera “periférica y central” y estaba seguro de que su ángel guardián era un ángel femenino. En la eclo- sión de elogios a la amada la llama “torcaz humilde que zureas al alba en un tono menor para ti sola...”, “aliada tímida, criatura peque- ñita e insigne apoderada de la cumbre del corazón...”. Rubén la cele- bra como “poderosa y benigna, blanda como amapolas, consistente como hermosas corazas; casta copa de placer, fuente sin tregua de inundaciones cadenciosas”. Y todo esto para conjurar la amenaza de no tener “ni traje que no apriete, ni mujer en que caerse muerto”.

4. “Entonces era yo seminarista sin Baudelaire, sin rima y sin olfato”, y ahí, en el seminario de Aguascalientes, López Velarde se acercó a los clásicos latinos. Tal vez los leyó en las traducciones de los arzo- bispos Montes de Oca y Pagaza y, por lo mismo, anduvo más por los terrenos de Virgilio y Horacio (algunas de sus odas no eran muy bien vistas por el claustro académico. No olvidemos que nuestro amado poeta se autodefinía como “un cerdo criado en las piaras de Epicuro”), que por los de Ovidio o Catulo. Rubén Bonifaz Nuño, poeta amoroso como él solo, tiene un amor indoblegable por el mundo clásico grecolatino. Lo ha plas- mado en sus traducciones, en las enseñanzas que prodiga a sus alumnos y en esa colección que enorgullece a una universidad entera: la Grecorum et Romanorum. Gracias a ella se mantienen abier- tas las puertas del más vivo de los panteones, el del mundo greco- latino. Tan vivo que su canon provoca todavía sanas discusiones y, para nuestra fortuna, sigue sin ser un caso cerrado.

5. Tiene Rubén, en estas materias, muchos pendientes que, sin duda, cumplirá con el entusiasmo otorgado por Palas Atenea o por otra

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de esas diosas o dioses tan detalladamente descritos por ese eru- dito, desenfrenado, piadoso e irreverente que fue el exiliado Ovidio, capaz de entretener el tedio de los grandes y vacíos bosques de la Dacia con sus lecturas y recuentos de fastos, metamorfosis y triste- zas. Ahora bien, conociendo a este académico sin miedo, sin tacha, sin concesiones ni pedantería, creo que deberíamos celebrar con la seriedad del humor este fasto que a todos nos ha llenado de júbilo. ¿Qué hacemos, maestro de palabras?, ¿una oda como la de Píndaro a Hierón de Siracusa?, ¿un epigrama de Marcial?, ¿una épica tirada de Lucano? No. Lo mejor será buscar un lírico griego por esas islas del Dodecaneso que ahora se asfixian bajo el peso del desenfreno turís- tico. Pensemos en Arquíloco de Paros y en su amor que le duró toda la vida, y tal vez toda la muerte, amor por otra persona, por la obra de una vida, por las generaciones nuevas que deben ser mejores que la nuestra, por la fragilidad de nuestras vidas y por la permanencia del destino humano. Así, en medio del azar, del hado, nuestros amores seguirán siendo clásicos.

6. Rubén Bonifaz Nuño se acerca a otros clásicos diezmados, vejados y humillados por el eurocentrismo y por el descuido o el prejuicio de sus descendientes. Los mundos nahua, maya, azteca, mixteco- zapoteco-olmeca... son objeto de la inagotable curiosidad científica y lírica de un escritor que, siguiendo la tradición renacentista, se interesa por todo lo humano. Así, los cantos nahuas y los himnos aztecas han encontrado en Rubén a un estudioso que defiende sus puntos de vista frente a ciertos canónigos pontificales, y un autor de versiones y de glosas enriquecidas por la belleza de su lírica. Nos habla del orgulloso pueblo azteca y de los tlatoanis conquista- dores: “Sólo venimos a triunfar”, deben haber dicho los señores de un imperio desaparecido. Estaban seguros de que ninguna fuerza prevalecería sobre México-Tenochtitlán y ante el señor Malinche y sus aliados comprobaron la fragilidad de las humanas obras. Hace

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un momento les hablé del señorío de nuestros padres procesales y del inicio del mestizaje. Ahora, sus himnos y su teatro, sus estatutos militares y sus comercios, son puntos aislados en el caos histórico. Por eso celebramos los ordenamientos que nos propone Bonifaz Nuño.

7. Es Rubén, sobre todas las cosas, un poeta amoroso que encontró sus caminos para celebrar, anhelar o para quejarse del amor que, como decía Federico García Lorca, “reparte coronas de alegría”. En el bello combate se suceden las victorias y las derrotas. Por eso, Rubén dice a la amada: “Dependiente fiel soy de tus fármacos benévolos” y reconoce venerar sus caminos y respirar sus savias placenteras. El niño iracundo, dueño de grandes reinos (Ovidio dixit) se apodera del ánimo del poeta: “abandonados mis escudos me tie- nes; / vencido me convocas, inerme, / a enfrentar lo que me vence...”. Rubén es, al igual que López Velarde, un cazador furtivo y, tal vez, en sus excursiones haya sido objeto de la protección divina. Ramón así lo cree: “Dios que me ve que sin mujer no atino / ni en lo pequeño ni en lo grande / diome de ángel guardián / un ángel femenino”. En ambos poetas, las imágenes fluyen sin reticencias para celebrar el misterio de lo femenino. López Velarde ve con pena a las recata- das señoritas de sus rumbos, girando en una insatisfecha hoguera carnal, y sacando a los balcones sus sexos, “cual sañudos escorpio- nes”, para que el aire los calme, pues la moral represiva impide que sean colmados. En Rubén, el elogio, digno de Catulo o de los fero- ces y delicados persas, brilla y aroma con inusitada intensidad lírica y biológica: “Las caderas móviles; / la vulva de ensortijados atavíos: modesta entre los muslos juntos, ostentosa cuando sus carnívoros­ vestíbulos levanta en vilo”. López Velarde imaginaba las fiestas amorosas y concurría a muy pocas. La amada ideal, Fuensanta, ve desdibujarse en la luna de su armario en puño esquelético y, unos años más tarde, se convierte en la “prisionera del Valle de México”,

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resucitada y con sus guantes negros en el más dramático poema de nuestro padre soltero que tanto sabía de ironías y que con tanto ingenio se burlaba de sus ineptitudes y carencias. Bonifaz Nuño, gran maestro de ironía, despide así a la persona que la canción popu- lar llamaría “ingrata”: “Me ajusticiaron tus recuerdos de una pasión; / tus malos modos me dieron el tiro de desgracia­”. Eso es, Rubén, como buenos hijos de esta tierra tan perdedora, cantemos el “Viva mi desgracia” y el “Ahora soy libre” vanamente compensatorio.

8. En la búsqueda amorosa que forma el meollo de la poesía rubeniana, el cuerpo es explorado con total y gozosa franqueza. Siguiendo el imaginario renacentista, el poeta ve los dos grandes polos del cuerpo humano: boca y ano, el Ártico y la Antártida. Este esoterismo no carece de sentido. Todo lo contrario: nos describe con una precisión tal que lo estrictamente científico resulta demasiado experimental y, por lo mismo, sujeto a comprobaciones intermina- bles. En su asedio del cuerpo, prefiere los recuentos exhaustivos y, por lo mismo, ajenos al prejuicio y al escándalo de los puritanos. “La flor de cuatro pétalos, el ano. / La materia enérgica de fuego, de agua, de aire, de tierra”; los cuatro elementos de la vieja alquimia y, tam- bién, de la teología. Calderón, sor Juana, Tirso y casi todos los dra- maturgos del teatro nacional de España basan su idea del mundo, las ideas y el cuerpo en esos elementos que el Próspero, de La tempes- tad de Shakespeare, controlaba apoyado por Ariel, el genio del aire, y atacado por el retorcido Calibán, carcomido de envidia y frustra- ción. Los “radares rústicos” detallan los perfiles del cuerpo “tendido y lánguido a la sombra del reciente placer”. En el caso de Rubén, grecolatino y convicto pagano, el amor encuentra todos sus regoci- jos físicos, mientras que el padre soltero, asfixiado por la dualidad funesta de la cultura católica fracasa en sus intentos: “mis peones tantálicos al rodearte a deshora, / fracasan en sus ímpetus vandá- licos”. Para ambos (como para Paz y sus “misterios paralelos”), el

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cuerpo es un templo en el que se ofician las ceremonias esencia- les. En Ramón, hay en estos deleites el recóndito sabor de lo blas- femo, en el grecolatino que hoy coronamos lopezvelardianamente el amor se consume. Vendrán después los mil rumores de la noche y la imperfección de nuestros sentimientos a liquidarlo y a entroni- zar el olvido. Pero antes de que eso llegue: “en silencio, entre acordes convulsiones mudas, / entre arpegios de espasmos tácitos, / resu- citado, me vacías...”.

9. Por la scriptorum, por sus alumnos, por su amor grecolatino, nahua y maya, por sus fundaciones (carmelita descalzo hasta el cue- llo para el bien de las palabras amorosas), por Imágenes, Los demo- nios y los días, Fuego de pobres (libro esencial de nuestra lírica), Siete de espadas, Del templo de su cuerpo, El manto y la corona, La flama en el espejo, As de oros, El corazón de la espiral y Albur de amor; por tantos ensayos que buscan, encuentran y provocan afinidades y desacuer- dos, y por su cercanía con López Velarde, Rubén recibe este premio y nosotros lo acompañamos para testimoniar sus enormes mere- cimientos. Ramón quería un amor que descansara “en los cuatro cimientos de la fábrica de los universos”. Rubén recibe del cuerpo amado “los santos óleos del postrer bautismo y la primera extre- maunción” y ella lo absuelve. Para ambos y para nosotros digamos sursum corda en esta bizarra capital.

LAS_Interiores_CC.indd 203 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 204 12/14/15 2:41 PM Para acercarse a la poesía de Enriqueta Ochoa

Hace unos días nos reunimos en la Sala Manuel M. Ponce de la catedral de nuestro art déco (musas y diosas en el pórtico, gracias musculosas, cúpulas de caramelo, mármoles, precisiones geométricas, chacmoles, máscaras aztecas y todo el entrañable exceso decorativo que hemos aprendido a amar y a gozar sin pudores clásicos) para acercarnos a la poesía de Enriqueta Ochoa. Víctor Sandoval, siempre dispuesto a “desfacer entuertos”, enfrentar ninguneos y a dar honor a quien honor merece; Esther Hernández Palacios, crítica rigurosa; Myriam Moscona, autora de un bello trabajo televisivo sobre la vida y la obra de Enriqueta; y yo, más perplejo que de costumbre los domingos por la mañana; hablamos, leímos nuevamente y admiramos una poesía que crece y encuentra su justa dimensión con el paso del tiempo. Con el poemario titulado Las urgencias de un dios, inició Enriqueta una singladura que, en mi opinión, alcanzó su punto óptimo de navegación con el Retorno de Electra, libro publicado en 1978. Las urgencias de un dios, profundamente religiosa, fue objeto de las condenaciones de la feroz curia lagunera que convocó a las buenas conciencias y a las organizaciones propensas a la censura, para que se le unieran en la prohibición de una poesía heterodoxa y cargada de erotismo. Ya en el primer libro brillaba la voluntad de ser fiel a la propia voz y de correr los riesgos de la sinceridad: “Desarráigame ahora que un viento de sepulcros / me golpea en las arterias. / Desarráigame ahora...”.

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En el libro circulaba libérrima la voz de una poeta valerosa que defendía a las mujeres y exigía respeto a sus derechos conculca- dos por el machismo en todas sus formas, entre otras, la clerical y la ultramontana que las juzga inferiores y limitadas y, por lo mismo, sujetas a tutela o, a veces, a curatela. Nos dice Enriqueta: “que en mí no dispersaras el polvo de otro polvo, / que no abrieras­ conmigo más rutas de la sangre”. Aquí ese “no” es la clave del poema, la afirmación de una rebeldía que aspiraba a lograr la libertad indis- pensable para establecer los valores de la compañía y del placer compartido. Durante mi intervención en el homenaje no me interesé en la búsqueda de influencias sino en la constatación de afinida- des. De esta manera, brotaron espontáneamente los nombres de Josefa Murillo, Concha Urquiza, Aurora Reyes, Margarita Michelena, Margarita Paz Paredes y Rosario Castellanos. Recordamos, además, a Nancy Cárdenas, paisana de Enriqueta, y talentosa y valiente tea- trera (siguen vivas en mi memoria su puesta en escena del t de Darío Fo y la gritería fundamentalista que rodeó la Casa del Lago). Todas fueron­, como dirían Alberto Isaac en su película y Angélica Abelleyra en su columna, “mujeres insumisas”. En otro momento, la poesía de Enriqueta alcanza la fuerza serena de “Las vírgenes terrestres”: “En vano medirás los sur- cos sementados / queriendo hallar mis propiedades. / No tengo posesiones”. No, no las tiene, está “ligera de equipaje” como Machado, pero es suyo “el subterráneo rumor de la semilla”. En ese momento puede ser intensa y serena a la vez: “y sostener equilibrio de rodillas, / con un racimo de luces extasiadas / sobre el pecho”. Rimbaud siempre tiene razón al recordarnos que la poesía es una iluminación. En “Las vírgenes terrestres”, Enriqueta habla de las caracterís- ticas de la educación tradicional de las mujeres:

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Dicen que una debe morderse todas las palabras y caminar de puntas, con sigilo, cubriendo las rendijas, acallando el instinto desatado...

Frente a esos grilletes se alza el cuerpo con todos sus triunfan- tes derechos: “Pero es que si el cuerpo / pide su eternidad limpio y derecho, / es un mordiente enojo andarle huyendo...”. Frente a la triste, opaca, represiva cultura judeocristiana (“viejas causas, cánones hostiles, fervorosos principios maniatán- dome...”) se alza el cuerpo (volvamos siempre a Foucault) y galopan los corceles del deseo, brincándose las trancas: “¿Es lícito permitir que se extinga / en servidumbre enferma / el bárbaro reclamo que nos sube / de abordar a la tierra por la tierra?”. En todos sus poemarios prevalecen un firme humanismo y su defensa de la libertad y del derecho a escoger, a afirmar o a negar. Se trata, en suma, de un apasionado discurso libertario:

El vértigo sanguíneo esplende arrebatado al canto y ni le puedo contener el paso ni sustraerme a los labios que me caen al papel como dos brasas.

En el elogio de “Las abastecidas” expresa su temor ante uno de los flagelos más terribles de la condición humana, el recelo. E. M. Forster se expresaba así sobre la suspicacia: “No tenemos que luchar todos contra la alegría mecánica, contra la suspicacia. Yo lucho recor- dando a los amigos, algún lugar o algún árbol querido”. El horrendo recelo, la aniquiladora suspicacia nos obligan a apoyarnos en el árbol que abastece nuestra esperanza. Ya lo decía Pedro Garfias: “Yo

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conocí a un árbol / que me quería bien / a él le dolía el tronco / a mí el tronco y la sien”. En la poesía de Enriqueta late la fuerza de la tierra que nos recorre las entrañas. Se trata de una presencia constante —‌vida o muerte— que alimenta a la esperanza y al desasosiego que se enlazan a través de unas formas poéticas personales y originalísimas. La esperanza toma el color de la alegría que crece entre los cuerpos unidos:

Atestiguo que hubo noches en que el destino tendió sobre las playas nuestro tálamo y la gracia, el furor, el arrebato de los cuerpos tuvo los tumbos y la ansiedad del mar.

Un gran poema titulado “Sin ti, no” ocupa un lugar eminente en el corpus de la poesía de Enriqueta y, en general, de nuestra poe- sía actual:

De improviso se oye el bramido de mis toros en celo que embisten contra las trancas. Los maderos crujen, se astillan, arden bajo el impacto, y ya está: corro a tu lado, abrevo en ti...

En el poema se funden la alegría, el frenesí y la ternura, pues Enriqueta tiene días: “en que Dios me caía / igual que gota clara entre las manos”. Nos reunimos para celebrar la poesía de Enriqueta Ochoa. Leyéndola y releyéndola mucho encontrarán en ella las mujeres y mucho aprenderemos los torpes varones. Le damos las gracias por

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evitar la admonición y por afirmar esa sinceridad que Darío exigía a los de su raza: “Si hay un alma sincera, ésa es la mía...”.

LAS_Interiores_CC.indd 209 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 210 12/14/15 2:41 PM Sobre Juan Bañuelos

Por su Premio

Tiene varios sentidos el festejo de los setenta años de Juan Bañuelos. Así lo digo, desde mis sesenta y nueve años (un precioso número al que espero poder hacerle los honores reglamentarios). Varios senti- dos, pues no sólo celebramos al poeta que ha escrito una obra arrai- gada en los mitos de su tierra, original, variada y personalísima sino, también, al promotor cultural, al catedrático y al ejemplar coordi- nador de talleres literarios en los que la poesía rebasaba el ejercicio retórico para alcanzar la tensión espiritual que le es indispensable para plasmarse en el tiempo y en el espacio. De manera muy espe- cial reconocemos su compromiso con su tierra y con su pueblo, su constante defensa de la paz y de la justicia, su respeto por una cul- tura varias veces masacrada que, a pesar de la furia de los imperios y de los centralismos, de la crueldad coleta, de la rapiña y el racismo de politicastros, finqueros y esbirros, sigue viva y, a su muy original manera, sigue defendiendo su cosmovisión, las formas de la soli- daridad, sus valores y sus ideales más entrañables. Hay en la poesía de Juan momentos que la equiparan con los grandes de la poesía social de nuestro continente y que, para nuestra fortuna, superan los límites estrechos del compromiso rudimentario o del panfleto cuya torpeza liquida cualquier forma de buena voluntad. Su poesía es clara en su identificación con las causas populares y mantiene la sana subjetividad de las creacio- nes originales, de las personales que se integran al todo social y

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defiende a los humillados y ofendidos de esta nación nuestra tan manchada por la demagogia, tan vejada por los rezagos y las abis- males desigualdades:

Las palabras son hijas de la vida. Sufren, paren; también tienen sus muertos. Y en la honda capital de la miseria las armé de fusiles y de verbos. (En esta patria muda, perseguida, donde hasta el aire mismo va a dolernos.) Yo fui el autor. Lo que suena a dolor me suena a pueblo. Nací en el Sur. Mi nombre: Juan Bañuelos.

De esta manera, el poeta, al ser el pueblo, no es nadie, pero, al mismo tiempo, afirma su ser más íntimo y mantiene la sustantivi- dad independiente de su poesía, al librarla de los lugares comunes y de los estereotipos. Hay, como en algunos de los poemas socio- políticos de Vallejo (pienso en su “España, aparta de mí este cáliz”), Neruda, Palés Matos, Huerta, Celaya, Hierro y Otero, una actitud genuina alejada de cualquier tipo de programación y ajena a los encargos: “Te escupo y bien sabes que estoy del lado de la vida. Madrota de la censura y de los bancos...”. He aquí el mismo pro- fundo disgusto de Ezra Pound o de Theodor Adorno respecto a la usura institucional. Recordamos que este último pensaba que, a veces, “es menos delictuoso robar un banco que fundarlo”. Su preocupación por lo humano lo hace interrogar a lo divino con la religiosidad más auténtica, aquella que, al margen de las afi- liaciones a esos poderes fácticos que son las iglesias, piensa que lo fundamental es religar a los seres humanos y entabla un diálogo con la divinidad que se plasma en una poesía de estremecedora

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sinceridad: “Soy el látigo que arrojó del templo al mercader. Acepta los cuatro clavos, que cuando doy, doy lo que puedo.” En estos ver- sículos que nos recuerdan al Claudel de las “Cinco grandes odas”, Juan nos entrega su visión del cristianismo y, claro está, se inclina por el evangelio de los pobres. En 1968, la voz de Bañuelos estuvo al lado de los estudiantes perseguidos, humillados, encarcelados, masacrados por el régimen cruel y temeroso (tal vez cruel por temeroso):

—Aquí tejones —les dijo el coronel de granaderos.

DO-RE-MI-FA-SOLdados. Qué madriza.

Danzón dedicado a los chavos estudiantes.

No consta en actas es un libro fundamental para acercarnos a la tragedia del 68, para entender la actitud y la lucha de los jóvenes y para enfrentar la violencia y la estupidez de los inseguros podero- sos. Todo esto se observa desde una perspectiva lírica en la que se mezclan la música popular y la palabra antigua de nuestro pueblo: “¿Con coágulos de sangre escribiremos México?”. El poeta moderno se une al viejo, al cantar de la derrota de una cosmovisión: “Esto ha hecho el Dador en Tlatelolco, / cuando nuestra herencia es una red de agujeros”. Poesía urgente la de este libro —también lo fueron la de Viento del pueblo de Miguel Hernández y algunos de los poemas del Canto general de Neruda— que los estudiantes hicieron suyo y convirtieron en un “lienzo de las vejaciones”. Tal vez uno de los signos principales de la poesía de Juan sea el de la variedad temática que se desprende de su interés por la vida, de su humanismo radical y de su compasión. El poeta busca al otro y, en el asombro del encuentro, se reconcilia con la otredad y busca la plenitud del ser, no sólo como un acto de introspección sino como

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la ocupación de la palabra para cumplir la obligación señalada por Bertolt Brecht: “dejar el mundo un poco mejor de como lo encontra- mos”: “Una lealtad de raíz para la tierra. / Un no sé qué de la amis- tad me llama”. Por estas razones, bajo el sortilegio de la noche de enero que tiembla en estrellas (gracias a Francisco González León por la pará- frasis), el poeta reúne a sus ausentes en torno a la voz del padre. Las antes prodigiosas vegetaciones del sur y los esbeltos y tímidos (“ariscos”, dice Juan) animalitos selváticos, son los testigos de la reunión de las sombras que, en la hora augural, regresan a la vida: “Ya nadie falta. / Y sentados en medio del patio de la casa / nos inunda la brisa de los amigos viejos”. Hay en la poesía de Juan una búsqueda genuina de los mitos y de su influencia en la historia de todos y en nuestras mínimas historias personales. Los clásicos grecolatinos y las presencias de los dioses del mundo americano se unen en este campo misterioso y capaz de iluminar algunos aspectos ocultos de la conciencia humana: “Y todavía, todavía Tiresias va cojeando mientras recuerda el mar. / El astro de Quetzalcóatl anda buscando sitio entre la noche”. En esta búsqueda, las imágenes siempre nuevas dan mayor claridad y señalan los caminos para llegar a lo humano perdido a través de los años y los daños:

Este día huele a lienzo menstrual de adolescente, a cosa bien sabida, a níspero y a juncia derramada [...] Mas esperen, que traigo una piedra intensa de sollozo y voy a romper la pantalla para que entre la vida...

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Chiapas, la ciudad de México, su Grecia (todos tenemos nues- tra idea de Grecia; antes de ser un país real, es una idea), Weimar, el Mekong, Playa Girón, los campos de Cuba... son muchos los cami- nos que Juan ha recorrido y muchos los lugares en los que ha depo- sitado su vista deslumbrada. Hay en esta capacidad de asombro un candor infantil; pues los buenos poetas son como niños cuando juegan con las palabras y las agitan como piedras de colores en el caleidoscopio del poema:

non ha fambre sin frío pulula esferas lodo piedras lobos a las devezes plumas desprendidas...

Y en este juego de las formas del lenguaje, en esta ardua tarea que Juan desempeña y ayuda a desempeñar a los alumnos de sus talleres, algo tan trivial como una noticia oculta entre las páginas de un diario: “18 indocumentados mexicanos murieron por asfixia en un tren de Texas”, por ejemplo, se convierte en un tema de reflexión y en una protesta que toma su fuerza del proceso poetizador:

Cuando el árbol abandona sus raíces muere asfixiado en un vagón de Texas, cae el sol ahorcado en nuestras plazas, las espejeantes cuerdas de una guitarra acompañan las voces de las calamidades...

“Turno de noche” fue escrito bajo la palabra y las fosforecen- cias del Primero sueño de sor Juana Inés de la Cruz, la madre sol- tera de nuestra poesía: “Piramidal, funesta, de la tierra, / nacida

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sombra...” y también bajo el signo del despertar, del abrir los ojos para ver el mundo iluminado, tal y como estaba el último de los días de la creación. En el poema de Bañuelos se dice: “como tiembla la noche / entre los brazos de los dormidos...” y el polvo gris gira incansable entre la mugre unánime de la terminal de autobuses de la zona industrial de Naucalpan. Messiaen pone la música (su “Cuarteto para el fin de los tiempos”) y todo lo ocupan el hambre, la contaminación, la violencia, la demagogia y la superchería que, desde hace veinte neoliberales años, se han abatido sobre este país desdichado y el entero subcontinente:

El cubo de despojos sin fondo de la mercadotecnia no se oxida [...] mira esos niños de la calle arrastran su nariz como un caracol sobre los vidrios del banco.

Rara vez Juan expresa dudas sobre el valor y la permanencia de la palabra: “Me salgo de esta hoja. / No sirve ya el papel. / No sirve el llanto”. Pero al final recupera el canto. Gracias Juan por tu poe- sía, por tus luchas y tus amores. Mucho nos has enseñado con tu actitud y con tu ejemplo. Por cierto, Juan, el teatro se sigue derrum- bando sobre nuestras cabezas y el escenario está ardiendo, pero los actores todavía no estamos muertos. Recordamos, en tus setenta años, a Cesare Pavese: “La gran fortuna del hombre es estar vivo. Lo demás es miseria”.

LAS_Interiores_CC.indd 216 12/14/15 2:41 PM Esbozos para un retrato de José Carlos Becerra

El 26 de mayo recordamos a José Carlos Becerra en el patio central de la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Amigos, parientes, compañeros de generación y un nutrido grupo de jóvenes estudian- tes participaron en una sesión que incluyó un número de danza basado en “Oscura palabra” y una conferencia mía. La noche perfecta, el viejo cielo tabasqueño y un río Grijalva apacible, ayudaron a la recordación organizada con afecto y buen tino por las autoridades de la Universidad. Sabedores de que mi arrebatada elocuencia anda ya muy cabizbaja y, por lo tanto, aque- jada de una brevedad impuesta por los años y los malestares, me invitaron. Con Lucinda regresé a una de las pocas ciudades con río de nuestro país y, sin decir agua va, cometí un nuevo delito de con- ferencia. Me salva la calidad de la poesía de José Carlos y el fraterno afecto que nos profesamos. Antes de entrar al tema, quiero alabar la iniciativa de la univer- sidad tabasqueña que ha decidido celebrar año con año unas jorna- das de estudio de la obra de José Carlos Becerra. En un día y medio de estancia apenas nos alcanzó el tiempo para cumplir los ritos pellicerianos: la visita a su casa-museo y el recorrido por uno de sus mejores poemas: el museo al aire libre y húmedo del trópico en el Parque de la Venta. Saludamos a la abuela, a la deidad joven, a los jaguares, águilas arpías y a las prodigiosas cabezas de la cultura de los baby face y de la perfecta “petricidad” tan

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admirada por Henry Moore. Seguimos las huellas de Pellicer por los vericuetos y admiramos ceibas, palos mulatos y otros muchos árbo- les que en el resto de Tabasco han destruido los taladores, los gana- deros y los señores del petróleo. Ramón Bolívar y el amigo Luis Carlos fueron nuestros guías y Pellicer estuvo a nuestro lado todo el tiempo. El día 28 hicimos el recuerdo y el estudio de la vida y la obra de José Carlos en la Sala Ponce. Hubo poca gente y esto nos per- mitió mantener un tono íntimo, familiar. Los organizadores no cometieron la vulgaridad de anunciar el acto y fueron el rumor, la invitación telefónica o algunos anuncios en programaciones genera- les, los que convocaron a los pocos, pero muy selectos fieles a la poe- sía de José Carlos. Elsa Cross y yo hablamos sobre el poeta y Myriam Moscona leyó algunos de sus poemas. Los organizadores, como era de esperarse, no pudieron acompañarnos. En su lugar aparecieron grupos de muchachos que leen con amor y admiración la poesía de Becerra. Todo esto será para bien. He aquí el texto que dedico a María Carlota, Deifilia y María Cristina, hermanas de José Carlos:

Esperaba una carta de Lezama Lima y la llegada de Octavio Paz a Londres y, mientras los dos acontecimientos advenían, se dedi- caba a recordar capítulos de Paradiso y a decir de memoria versos de “Para llegar a Montego Bay” y del prodigioso poema celebra- torio de la pericia del mulo para sortear los riesgos del abismo. Improvisaba poemas a la manera de Paz, García Lorca, Nervo, Díaz Mirón y Pellicer. No eran, ni mucho menos, parodias sino verda- deras recreaciones. Recuerdo sus esfuerzos para enfrentar los desa- fíos que, en su momento, enfrentó Díaz Mirón, tanto en la cuidadosa selección de palabras, como en los acentos y en las novedosas rimas. López Velarde y sus adjetivos exactos le creaban problemas que resolvía con desparpajo tabasqueño.

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En las noches del invierno londinense, desde las ventanas del flat de Arthur Court (situado en el viejo barrio de Paddington que en épocas victorianas estaba lleno de casitas grises para las “entreteni- das” o las amantes más formales de los aristócratas o de los men of property de las novelas de Galsworthy) veíamos pasar las largas pier- nas coloraditas de frío de las minifáldicas muchachas del Londres de los sesenta, hippy, neorromántico, permisivo, exhibicionista y en plena y gozosa revolución sexual. Muy cerca de nuestros ojos (después de una noche de espera en las riberas del Serpentine o en las playas de Ramsgate) queda- ban Hendrix, Joplin, los Beatles y los Stones; el Electric Cinema de Portobello Road nos llenaba de películas sobre el flower powery su hornazo llegaba a dos cuadras. El National Film nos daba cinco pelí- culas al hilo los sábados en la noche (los Marx, musicales de Busby Berkeley, Bogart, Lorre, Curtiz, los expresionistas y muchos vam- piros y vampiras enamoradas y colmilludas), y en las fiestas se que- maban motas y hachiches y alguno de los conocidos se nos quedó en los laberintos de “Lucy in the sky with diamonds”. “Oscura palabra” y “Relación de los hechos” habían sido leí- dos cuidadosamente por Lezama Lima. Esto explica su tardanza en enviar la carta con sus comentarios llenos de entusiasmo y de sugerencias (la recibimos en Londres dos semanas después de la muerte de José Carlos). Becerra se entrevistó con Octavio Paz en su elegante bed and breakfeast de Chelsea (tal vez uno de los mejores desayunos de Londres, y Pérez de Ayala, embajador de la república española ante el gobierno británico, lo recomendaba a los intere- sados en comer bien en tierras del Reino Unido diciendo que desa- yunaran tres veces al día). Regresó a Arthur Court emocionadísimo y nos contó con detalles (era un relator colorido y exacto) la larga conversación. Estaba impresionado por la lectura que había hecho Octavio de poemas como “El halcón maltés”, “Batman” y “La corona de hierro”. Los nombres de Claudel y de Perse fueron citados por el

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maestro. Esto nos llevó al recuerdo de la traducción de El viacrucis de Claudel hecha por Efraín González Luna: “Oh madres que visteis morir al hijo primero y único...”. José Carlos construyó los poemas de la primera etapa de su obra con largos versículos de acento bíblico. En cambio, el manus- crito que nos devolvió la policía de San Vito de los Normandos (lo encontró en el interior del automóvil del accidente fatal), conte- nía poemas de formato pequeño y versos de pocas sílabas: “planta virgen y venenosa, / todas sus flores tienen / olor fuerte y nausea- bundo”, dice en “La quimera del oro”, un poema hecho bajo el signo de Ezra Pound y de su odio a la usura institucionalizada por la banca mundial. Las artes plásticas, la arquitectura y el cine eran, entre otras, las mayores admiraciones y fidelidades de José Carlos. Recorrió paso a paso y cuadro por cuadro los museos de Londres y se detuvo largas horas frente a las nubes encendidas y los fantasmas de barcos de Turner. Nos encontrábamos en el Simpson’s del Strand para comer y hablar de sus descubrimientos y asombros cotidianos. Frente a una pierna de cordero asada, servida con papas al horno y la tra- dicional salsa de menta, salían a relucir sus nostalgias del pejela- garto, de la tortuga en verde, de los plátanos rellenos y del dulce de marañón que le traía recuerdos de la infancia, de la madre y de una temporada escolar en tierras yucatecas. Tenía muy presente el “color pus” de la piel de las muchachas de su tierra y se interesaba en la accidentada y contradictoria historia política de Tabasco. En las largas reuniones celebradas en la casa de Alberto Díaz Lastra (cocinero sabio en el uso del achiote que conseguía en los merca- dos jamaiquinos o trinitarios del rumbo de Shepperd’s Bush) se hablaba de Garrido Canabal y de sus excesos, puritanismos y pro- yectos utópicos tan interesantes que valía la pena releer y anali- zar a profundidad. Díaz Lastra, muerto hace unos años en Cancún, trabajaba para la BBC y escribía una novela que se desarrollaba en

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Paraíso, Frontera y algunos puntos de la Chontalpa, en los tiempos de Garrido. Creo que nunca llegó a publicarla. A las reuniones de Alberto y su esposa, Less, asistían Bárbara Litwin, “londondóloga” y mano derecha de todos los embajadores; Fernando y Socorro del Paso, compañeros de Alberto en el Servicio Latino Americano de la BBC y algunos escritores y escritoras que cumplían el rito del paso por la capital del mundo hippy, sus autenticidades y sus comercia- lizaciones. Por esas épocas, Becerra escribía con denuedo su prosa sobre tulipanes, fusilamientos y su pariente Calcáneo Díaz. Por lo mismo, estaba muy cerca de los paisajes de su infancia, de la tierra- agua de Tabasco y de los conflictos de la política tropical. Le importaba más la poesía que su propia reputación de poeta, como afirmaba Eliot al referirse a Yeats. Para él también “el arte era más grande que el artista”. Esta condición de su espíritu le aho- rraba las tensiones provenientes de la politiquería cultural, del poder literario y la lucha por alcanzarlo, arrebatarlo y conservarlo (algunos de sus amigos cercanos andaban en la grilla de los gru- pos, las alabanzas estratégicas y los feroces ninguneos). Por otra parte, le permitía asumir las influencias de otros escritores, afirmar lo irreductible de su originalidad y correr los riesgos de una aventura que lo llevaba al encuentro de su propia voz. Ya en “Oscura pala- bra” aparecen los rasgos esenciales de su personalidad poética y su manera de oficiar el misterio de las palabras y de las sensaciones. Alguna noche, en pleno Park Lane, declamamos con grandes mano- teos la precisa definición de poesía escrita por Díaz Mirón: “pugna sagrada, rabioso arcángel de ardiente espada, tres heroísmos en con- junción: el heroísmo del pensamiento, el heroísmo del sentimiento y el heroísmo de la expresión”. Los aromas, los colores y los sabores de Tabasco constitu- yeron su mundo infantil que lo acompañó toda la vida. Cuando lo sitiaba la nostalgia nos poníamos a convocar nombres y rostros del mapa tabasqueño: Chontalpa, Paraíso, Frontera, la centralista

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Villahermosa, La Venta... y a invitar a Pellicer diciendo los “Esquemas para una oda tropical” o el “Discurso por las flores”. La memoria siempre iba a dar en el bello franciscanismo del maestro: “Hermano Sol, cuando te plazca vamos / a colocar la tarde donde quieras...”. “El otoño recorre las islas”, verso de Lezama Lima, fue un buen título para reunir la obra de José Carlos. José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid fueron los editores del libro publicado por Era. Es notable la diferencia que se da entre las tres épocas de su poesía. La primera se centra en un largo poema sobre la muerte de su madre, “Oscura palabra”; la segunda es la de “Relación de los hechos” y la tercera es la escrita poco antes de salir de México como becario de la fundación Guggenheim y durante sus días en Nueva York, Londres, Francia, España e Italia y reunida bajo el título de “Cómo retrasar la aparición de las hormigas”. Se trata no tan sólo de diferen- cias formales sino de cambios de una temática que se ampliaba conforme aumentaban los asombros, las preocupaciones (los acon- tecimientos del 68 le dejaron una honda huella) y la noción del paso del tiempo. En la segunda etapa hay un deslumbramiento que sólo puede romper la muerte: “La magia ha arrojado sus armas en el centro de la habitación”. Pero esa magia tiene dos caras: “todos los ríos esperan la alfombra de la luna, el cuarto cerrado...”. La promesa, el misterio del cuarto cerrado donde todo puede pasar, pero en Betania y en el amanecer “se desvisten los que se ahogaron de niños”. Esta es una constante en su poesía: la oscilación entre Eros y Tanathos, entre el regocijo, la decadencia y la caída. Ningún poeta de su generación alcanzó la perfección retórica de José Carlos. Pero su poesía va más allá de las habilidades formales y de la intensidad emocional. Va más allá y llega a ese territorio de sinceridad sin medida que Darío consideraba como el único posible espacio para la poesía. Lo demás es pirotecnia algunas veces muy bella, pero no más que eso.

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Fue un poeta fiel a los emblemas de su tiempo, a los mitos de su momento histórico. Su poema “El halcón maltés” es suma y com- pendio de ese heroico intento por acercarse a una totalidad que nos ha sido negada y de la cual apenas avizoramos algunos destellos y aferramos unos cuantos fragmentos. El halcón de la novela y de la película estaba hecho “de la materia de los sueños” (de lo mismo estamos hechos los hombres, decía Shakespeare); por lo tanto, José Carlos nos conminó a no creer en ese pájaro prodigioso, pues “tal vez era de mala suerte para encontrarlo creer en él”. Mujeres de larguísimas piernas y rostros angulosos, bares en la penumbra, el sonido de un viejo fox, “Night and day”, por ejemplo, en el piano del bar y la partida de dados que siempre acabamos perdiendo. Nuestra obligación de seres humanos es jugarla. El resultado no depende de nosotros. Mallarmé nos enseña la preeminencia del destino. Sin embargo, seguimos haciendo castillos en el aire, pues en eso nos van la vida y el poema. José Carlos, como casi todos nosotros, recibió la poderosa influencia de T. S. Eliot, la asumió y, de alguna misteriosa manera, hizo que se diluyera en poemas como “La corona de hierro”. Es obvio que todos somos deudores de Eliot, pues con él se inició una nueva tensión espiritual en la poesía. Los títulos de los poemas de “Relación de los hechos” demuestran la influencia del cine y del jazz en su escritura. Estas influencias fueron constantes en la vida y la obra del poeta, pero, a su lado figuraron la fascinación ante el misterio de lo femenino, ante el pasado histórico de nuestro país (“La Venta” es el ejemplo prin- cipal de esta vertiente) y ante los tiempos nuevos que se iniciaron y se hundieron en los sesenta. En el invierno de Londres íbamos algunas tardes a sentarnos en una banca del parque de Golder’s Green. La había donado Mr. Alton, esposo de Elly Alton, y así lo hacía constar en una pequeña placa colocada en el respaldo hecho de buena y sólida madera: “A la

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querida memoria de Elly Alton. Ella amó esta vereda. Amó todo lo vivo”. José Carlos también amó todo lo vivo y por eso cuando pen- saba en las vidas de sus muertos decía: “ahora un poco de flores para mí de las que te llevan, también en mí hay algo tuyo a lo que deberían llevarle flores, ese algo es el niño que fui, ya nada nos une a los tres, a ti, a mí, a ese niño...”. La noche de Tabasco, “el sonido y la furia” del 68, alguna calle- juela londinense, un piano en la madrugada de Nueva York, las mujeres amadas con la minuciosidad del admirador total, los cami- nos de España, Francia, Italia y el precipicio cercano a San Vito de los Normands, ahí donde se tiene la primera visión del mar Jónico... En todos esos lugares creció la poesía de José Carlos como una vegeta- ción del trópico, pero también como las luces de una ciudad enorme “y por las calles de la ciudad el invierno se yergue como un guerrero blanco”.

LAS_Interiores_CC.indd 224 12/14/15 2:41 PM Eduardo Hurtado, poeta en la ciudad

Un colibrí levanta y sostiene el vuelo en los poemas que inician la andadura de Sol de nadie, poesía reunida de Eduardo Hurtado. El hermoso ser alado tiene en esos primeros poemas una presencia ambivalente, pues es, a veces, un “olvidado del alba, pionero de regiones poco amadas”. Sin embargo, siempre canta para el poeta, y su voz al igual que la de otro pequeño de los jardines, el caracol, sigue creciendo. Tal vez, como la poesía de Eduardo, mantenga un crecimiento sostenido y se dirija con vuelo seguro y con bien medi- tada parsimonia hacia la mansión del dios azul, “único juez del sin- gular combate”. En 1985, Eduardo Hurtado publicó un libro, Rastro del des- memoriado, en el cual una notable madurez formal daba sustento a una temática innovadora y llena de una carga vital tan poderosa que convertía en método de trabajo el verso de Sandburg utilizado como epígrafe: “Poetry is the synthesis of hyacinths and biscuits”. Recorre este libro un cauteloso entusiasmo por los “alimentos terrenales” y una serie de reflexiones sobre la razón del quehacer poético, sus misterios, y de la palabra escrita: “Una pausa menor. Me mataría. / El tiempo de una coma me da miedo”. Y también está el mar que es una presencia serena y, al mismo tiempo, muda ante nuestras preguntas, cerrada “como un párpado”. En este libro, Hurtado se reconoce como urbanista convicto, confeso y capaz de trasponer los umbrales subrepticia y mágicamente. La enorme

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ciudad, los pasillos de sus hoteles, las cantinas que reúnen angus- tia y gozo, las madrugadas turbias en el “inmundo cuarto” y todos los “ludibrios cotidianos” que incluyen el desasosiego del “trajinar doméstico” y “la gracia del deseo”, pasan por las páginas del libro y levantan la frágil arquitectura de una teoría de la ciudad con sus amores plácidos y tibios, sus atardecidas asombrosas, su estruendo nocturno y sus dolorosas madrugadas. Una ternura mayor des- cribe a la novia vista tras la ventana. Este formidable poema gira en torno a los ritos, sus grandezas, miserias y a las “manos domésti- cas que ciñen el vestido”, mientras el muro queda desprovisto de adornos y la realidad cotidiana asoma sus premoniciones de cuer- pos ateridos y débiles soles. Tiene Eduardo Hurtado un respeto por la metáfora que da a su poesía una rara contención y una manera precisa de expresar las emociones, de dar testimonio de los deslumbramientos, de enco- miar la constante originalidad del mundo o de lamentar las penas, agravios y humillaciones derivadas de la condición humana. El poema que dedica a un amigo suicida es un buen ejemplo de esa compleja dialéctica que oscila entre la alegría candorosa y la más refinadamente cruel forma de la destrucción: “Esa erección final / y las moscas prendidas al fundillo / de tus livais de pana / (que ayu- naste dos días nadie dijo)”. El hombre de todos los días, sus “grandes esperanzas”, sus escapatorias de lo terriblemente concreto, sus goces e infortunios son la substancia de la segunda parte del Rastro del desmemoriado que, para lograr una precisión mayor, lleva un epígrafe de Cesare Pavese, el poeta de El oficio de vivir, en el cual habla de nuestra manera de presentir las “profundidades funcionales” del espíritu, cuando “nos hallamos en desequilibrio”. La segunda parte de este libro contiene una contrastada reflexión sobre el amor, el cuerpo y su fragilidad, el placer en compañía o en soledad y los fracasos representados por esa desmemoria que cunde nuestros miembros.

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De la poesía anglosajona ha tomado Eduardo el tono intimista y coloquial que lo libró de las caudalosas elocuencias características de algunos poetas de su generación. Por otra parte, su buen oído y su sentido del ritmo lo ubican en las mejores regiones de la poesía actual en lengua castellana. Y digo esto por la sencilla razón de que algunos poetas que rondan el medio siglo y otros más jóvenes dan la impresión de haber traducido sus poemas de otros idiomas y así disfrazan esta tendencia de cosmopolitismo o de menosprecio a las formas “facilonas”. Todos los sentidos (prevalece el olfato) se ponen en juego para hacer la evocación del “Hotel Pescaditos”. Habiendo renunciado a todos los propósitos, la única verdad viva es la de la carne y sus con- tactos y deleites. El estruendo de la vida se interpone y el momento de las intensas humedades desaparece. En su lugar queda el cuarto abandonado y convertido en “sitio del desastre”, en ese “campo de matanza” del cual habla Manuel José Othón en el “Idilio salvaje”. En este mismo libro, el autor nos presenta un momento de su infierno personal: “Mejor un té de nervios. / Ya tanto alcohol fermenta clari- dades: / trepan incontenibles como eructos”.

LAS_Interiores_CC.indd 227 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 228 12/14/15 2:41 PM De voces periféricas

LAS_Interiores_CC.indd 229 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 230 12/14/15 2:41 PM De Anda y Salado Álvarez

Ernesto Flores, sabio y memorioso, y yo dedicamos una tarde llu- viosa a la tapatía: con gran maquinaria de truenos y rayos, torrentes incontenibles y, de repente, el cielo limpio y el gran sol hundién- dose por los rumbos del Pacífico, al recuerdo de Victoriano Salado Álvarez, historiador, cuentista, memorialista, diplomático y hom- bre de cultura descomunal y de memoria sólo comparable a la de Carlos Monsiváis. Sus Episodios nacionales, reeditados por el Fondo de Cultura Económica, registran, a la manera de Galdós, los momen- tos fundamentales de nuestra historia de invasiones, vejaciones y algunos, muy contados, momentos de gloria (de acuerdo con los nuevos valores que integran la llamada “identidad nacional”: el triunfo del 5 de mayo y el gol que Luis Hernández les encajó a los holandeses). Por años y años, don Victoriano examinó los inmensos fondos documentales y bibliográficos de la Biblioteca del Congreso. Trabajaba en nuestra Embajada y le robaba horas al sueño para rea- lizar sus investigaciones. Don Guadalupe de Anda murió siendo senador de la repú- blica (representaba al gremio ferrocarrilero de acuerdo con el pecu- liar sistema corporativo que siempre ha privado en el PRM, el PNR y el PRI). Era conocido por su novela Juan del riel, y apenas unas cuantas personas sabían de la existencia de una trilogía novelística que no llegó a terminar. La formaban Los cristeros, Los bragados y El catorce. Hace unos años, la Secretaría de Cultura de Jalisco, dirigida

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por el infatigable promotor Juan Francisco González, publicó Los cristeros. En ella se hace la crítica objetiva de las guerras cristeras y, muy lejos del maniqueísmo y de la hagiografía (actitudes constan- tes en una buena parte de la literatura que trató temas relacionados con el conflicto), nos entrega un conjunto de preciosos retratos de personajes de ese momento trágico y un lenguaje campesino lleno de sorprendentes claridades. Juan Rulfo leyó con entusiasmo el tra- bajo de don Guadalupe y luchó por su publicación. La edición está agotada. Afortunadamente, en Guadalajara, Guillermo Schmidhuber y Carlos Eduardo Gutiérrez Arce emprenderán muy pronto la tarea de publicar una nueva edición enriquecida con trabajos críticos.

LAS_Interiores_CC.indd 232 12/14/15 2:41 PM El teatro de Ignacio Arriola

A Ignacio Arriola, dramaturgo jalisciense, le interesaba profun- damente la escritura sobre la relación entre el autor y sus perso- najes. Sus lecturas juveniles de Unamuno, Calderón de la Barca, Cervantes, Pirandello, Jacinto Grau (toquen ustedes madera, pues el bueno de don Jacinto, muerto en su exilio argentino, era con- siderado por sus amigos como un “gafe” de tiempo completo), Bulgákov, Chéjov y Molière, entre otros, le abrieron una amplia perspectiva del tema y de sus incontables variaciones. Diálogo de personajes fue la primera obra en la que trató el problema de la libertad de los personajes, el de su rebeldía frente al todopoderoso autor y el de la búsqueda de su ser autónomo e intransferible en el tiempo y en el espacio. Ignacio sabía que los rebeldes son cas- tigados por los déspotas, pero jugaba con la idea de que el autor, como el de El gran teatro del mundo, de Calderón de la Barca, repar- tiera los papeles entre los personajes que se presentaban cuando los convocaba: “mortales que aún no vivís, y ya os llamo yo mor- tales, / pues en mi presencia iguales / antes de ser asistís”. El uno era un rey, el otro labrador, la otra pastora y todos eran dejados por el autor en el pleno e irrestricto libre albedrío. Esta circunstancia los convertía en lo que Amado Nervo llamaba “arquitectos de su propio ­destino”. Sus limitaciones eran las mismas que padecemos las personas sujetas al “estruendo y la furia” del mundo y a todos los peligros que rodean a la libertad.

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De esa manera, los personajes, Criticus y LaVinia emprenden una lucha ardua y, en el fondo, desesperanzada, para llegar a ser y poder encontrarse el uno con el otro. El autor testimonia esa lucha y acaba por otorgar la libertad (esa precaria libertad de los persona- jes y de los seres humanos) a los seres de ficción que pensó y que, al final, son ellos los que lo piensan a él. Arriola lleva así el juego pirandelliano, calderoniano y unamunesco hasta sus últimas conse- cuencias (pensemos en Niebla, de Unamuno, y en Questa sera si recita a soggetto, de Pirandello), ya que los conduce hasta una absurdidad que tiene como única salida el mismo absurdo. Ionesco y Beckett influyen en esa escapatoria frustrada, aunque, es preciso recono- cerlo, las soluciones truncas del teatro de Arriola tienen una inquie- tante y bien meditada originalidad. Otro aspecto importante del teatro de Ignacio Arriola es el de su juego constante con las palabras. En obras como Réquiem por la luna y Onich Norvak, pero muy especialmente en esos juguetes escé- nicos, bastante angustiosos por cierto, a los que podemos dar el nombre genérico de “garrulerías”, Arriola retuerce las palabras para dar con sus más recónditos y a veces contradictorios significados. Le interesaba demostrar la ambivalencia del lenguaje y el fondo carica- tural de todas las actitudes solemnes y pomposas. Algo del esper- pento valleinclanesco hay en este conjunto de reflejos contrahechos y de sombras que recuerdan al teatro de títeres de Bali. Le bastaba colocar un nombre enfrente de su espejo para encontrar una especie de farfulleo carrolliano carente de sentido inmediato, pero lleno de un significado que sólo podía encontrarse del otro lado del espejo. En una de sus obras, los personajes (todos con nombres al revés, no para disfrazarlos sino para convertirlos en parodias de sí mismos) acaban vitoreando, angustiados y al mismo tiempo enervados por el absurdo, a la mierda, a la derrota, a la náusea, a sus propias y ridículas personillas importantes, al dia- blo y al buen Dios. Todos ellos, Mingolo, Batolo, Urik, Onich Norvak,

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Madranálgara, Madratímbara... giran en un laberinto que conduce a otro laberinto y (Enrique de Villena y Juan de Mena se ocultan entre las bambalinas) se convierten en figuras simbólicas, en esperpen- tos, en sapos insuflados o en lamentables seres para la compasión. Hace tiempo, la Universidad Nacional Autónoma de México publicó algunas obras de Arriola y, cuando murió, se publicó en Jalisco su obra completa con el excelente prólogo de Olga Martha Peña Doria. Ambos libros son difíciles de conseguir y, como Ignacio pasó casi toda su vida en Guadalajara, sus obras apenas se esceni- ficaron un par de veces en la abstraída capital de la república. Lo conocí bien y sé que ese silencio y ese olvido le importan (allá donde esté) un soberano carajo. Se las han perdido los teatreros capita- linos. Ni modo. Así son de arrogantes y descuidados con algunos escritores de la provincia. Desde este rincón me atrevo a pedirles que se asomen a este teatro sobre el teatro, a estas ideas y palabras bien instaladas en el escenario de lo absurdo, a estos juegos teatrales a los que Ignacio apostó la vida entera y todo su amor y su disgusto por la tragedia, la alegría y el ridículo de lo humano.

LAS_Interiores_CC.indd 235 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 236 12/14/15 2:41 PM Lección de antropología con alimentos incluidos, un libro de Agustín Escobar

Con unas líneas de Octavio Paz que agregan poco a la sabiduría y una buena cita del escritor anónimo relacionada con la verdadera función del picante, tanto en la gastronomía como en la sexuali- dad, Agustín Escobar nos abre los caminos culinarios de la Sierra Gorda de Querétaro. Me detengo en otro epígrafe: “Donde comen dos comen tres comen cuatro...”. Tiene razón, pero en el actual momento del país y de la sierra es difícil que coman dos, pues la escapatoria es individual y tiende al peligroso norte. Agustín nos describe una gastronomía que no sólo es pro- ducto de la necesidad capaz de aguzar la imaginación, sino que tiene una voluntad de estilo proveniente de culturas ancestrales y mezclas de actitudes y cosmovisiones. Habla de pueblos esperanzados en la lluvia y con los ojos fijos en un cielo avaro y engañoso. Algunos de ellos a veces son envuel- tos por la niebla y les crecen los ríos de agua tibia y zarca, alimenta- dos por las lluvias huastecas. El eje es el maíz, pero el aguardiente también es importante. Por lo demás, en el recetario hay flores, jíca- mas, cacahuates, calabazas, pulque, piloncillo y, de vez en cuando, sólo en las fiestas en que se tira la casa por la ventana, chivos y chicharrones. Escobar es un antropólogo capaz de escribir con amenidad y sentido del humor. Conoce bien a sus clásicos y ha convivido con los miembros de varios pueblos del centro del país. Mantiene

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buena relación con los cronistas municipales y con las viejas y vie- jos de las etnias que habitan la gran sierra. Mucho sabe de cuisillos y de entierros, testigos de siglos, y mucho también de los refinamien- tos hechos con ingredientes desconocidos para muchos cocineros convencionales y rutinarios. Su recetario contiene jacube, amaranto (gran lujo prehispánico cargado de proteínas), jícama rayada con hojas de higuera agregadas al azúcar y a la leche y hasta un mara- cuyá venido de Brasil, adaptado a esos climas y añadido a los ato- les y aguas frescas. Algunas de estas recetas tienen la sabiduría de muchos años. Todos los pueblos de la sierra aportaron sus informaciones culinarias al curioso antropólogo. Arroyo Seco, Landa de Matamoros, Jalpan de Serra, Peñamiller, Pinal de Amoles, San Joaquín... los lugares de las misiones franciscanas y otros dejados de la mano del poverello y sus herederos que siempre oscilan entre la fraternidad y el integrismo, la utopía y el interés en cosas menos utópicas. Una de las informantes de nuestro goloso autor es doña Beneranda Elías Arvizu, cocinera llena de recursos que vive al lado del río del Carrizal. Esta región es queretana, pero su econo- mía depende de Río Verde y de las humedades huastecas. Mangos, naranjas, ciruelas, guayabas y guayabillas son algunos de los frutos de esa región. El río, a veces generoso, ofrece a los buenos pesca- dores mojarras, tilapias, bagres, truchas y las gloriosas acamayas. Doña Beneranda prepara atoles de sabores y cuenta calorías a su manera. Sus cinco hijos crecen a su lado y se les ve saludables y brin- cones. El recetario se aleja de las tierras de Arroyo Seco con un aroma de limones y con la vista de las palmeras gigantes con nostalgias marinas. Felipa Zamora es otra notable informante que recuerda el canto del “Santo Dios” en el ingenio de “El tepame”. De sus cal- deras, y con sabor de azúcar morena, salían charamuscas, greñudas y chancanilla.

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El autor no podía dejar de lado las misiones de fray Junípero Serra y su barroco popular. Se regocija con ellas y nos entrega una atinada descripción de Concá y sus símbolos y emblemas de la uto- pía franciscana, así como de las lunas, soles y conejos de la imagi- naria indígena. Ahí, otra informante, doña Rufina Manríquez, guisa en su fonda las delicias del mestizaje. Un capítulo especialmente atractivo y útil es el que nos enseña las técnicas de la pesca de la aca- maya, el gordezuelo langostino de los ríos serranos. Los trapiches, los atoles, las fiestas, los licores y los sencillos alambiques, los guisos de flores, las hierbas y más hierbas ocupan una parte del interés de Agustín. Me llamó poderosamente la aten- ción un guiso de flores de artiga donde el sabor y el peligro se unen. Lo fundamental de este libro (que al final nos entrega, tal vez por razones humorísticas, una bibliografía un tanto estrambótica) son las mujeres y los hombres de nuestra sierra, su lucha por la vida y su amor por el arte culinario efímero y cotidiano.

LAS_Interiores_CC.indd 239 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 240 12/14/15 2:41 PM Los riesgos de la libertad

Augusto Isla no festeja, como su peluquero y los señores Bush, la caída de la utopía socialista. La constata, documenta y lamenta, pues el fracaso de las utopías, en general, casi siempre es imputable a la ambición y a la búsqueda enfermiza del poder. El fundamentalismo de los seres humanos es sin duda de lamentar. Es doloroso ver cómo se deshacen las ideas benefactoras, cómo enloquecen y se vuelven autoritarios y absolutistas los esfuerzos inicialmente liberadores. Este dolor de la inteligencia, de la confianza en la constante supera- ción de la raza humana, permea a “Las ilusiones perdidas”, el pri- mer ensayo del libro al que Augusto Isla da el título desasosegado e irónico de La jaula sabia. Caminando por las calles en la nueva primavera moscovita, nuestro autor observa los perplejos movimientos de los ciudada- nos recién salidos de la sociedad carcelaria. Todavía no se olvidan­ del obligado silencio para evitar los peligros del habla, de la delación como forma de vida, del Gulag en donde la muerte era la culmina- ción de los arduos esfuerzos reformadores. Todo esto es pavorosa- mente cierto como verdadero es el entusiasmo de los primeros días de la revolución, precedidos por la idea de formar un hombre nuevo. Días de un Maiakovski que no pensaba en la autodestrucción, de un Malevich construyendo el arte del futuro, de un Eisenstein desbor- dante de talento al servicio de la bondad, de un Gorki haciendo de la vida creadora la mejor de las universidades, de un Lunacharski

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amigo y protector de Stanislavski, Danhceko y Bulgákov... Al poco tiempo, Lenin erradicaba cualquier forma de pluralidad y encargaba a la “checa” la vigilancia estrecha de la ortodoxia revolucionaria... más tarde Dzabiv entronizaría el realismo socialista y Stalin sepul- taría, bajo varios millones de cadáveres, lo poco que quedaba de la utopía socialista para establecer el reino del terror, proteger a la nomenklatura y garantizar la perdurabilidad de la burocracia central. Sin embargo, este terrible fracaso no invalida de ninguna manera la hermosa aventura revolucionaria que transitó por los pasillos del Smolni, los andenes de la estación de Finlandia, las aduanas ale- manas, los sótanos donde funcionaba el partido y se imprimían las páginas del Iskra y, sobre todo, por los meandros del pensamiento de Marx y Engels. Tiene razón Augusto Isla cuando nos dice que “Marx, llevando de la mano a la economía política, aunque some- tiéndola a su recelo crítico, dio con la clave de las contradiccio- nes sociales. Así el plusvalor deja de ser un hecho económico para adquirir la magnitud de un fenómeno que permite ver la sociedad moderna por todos sus costados, comprender en su virulenta his- toricidad”. De este profundo análisis de la realidad brotó uno de los grandes mitos de nuestro tiempo, un mito movilizador de multitu- des esperanzadas y que pretendía hacer de la política una tarea de alto valor estético, anuladora de las asimetrías, propiciadora de una armonía tan plena que haría innecesaria la presencia del gobierno, la nocturna y amenazadora cadencia del garrote policíaco golpeando las farolas. Todo ese entusiasmo naufragó, pero “el diagnóstico político de una realidad histórica y de la conciencia que la organiza” sigue siendo la gran aportación de Marx a las ciencias sociales. Por otra parte, la utopía derivada de esa visión crítica produjo monstruos, como el sueño de la razón en la obra de Goya, cubiertos con los emblemas de la dictadura del proletariado, y casi todo lo que se programó en los momentos del primer entusiasmo fue derivando

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trágicamente hacia el Gulag, la delación, el terror cotidiano, el fra- caso económico y el desenfrenado armamentismo. Algunos de los aspectos esenciales de este ensayo de Augusto Isla son su equilibrio crítico, la ausencia de cualquier forma de par- cialidad y la prosa alejada de las rigideces académicas. Una prosa que fluye de manera natural. En ella, los adjetivos tienen la preci- sión necesaria para dar vida y fuerza a los hermosos sustantivos. Estamos, por lo tanto, frente a un ensayista maduro que maneja con soltura sus palabras y sabe cuál es la función del ensayo: sugerir, provocar la discusión, propiciar nuevas lecturas y crear la atmósfera adecuada para el libre y sincero intercambio de ideas. Todo lo con- trario del discurso partidista que se llena de conclusiones enfáticas y no cree en la inteligencia del lector. No olvidemos que en México hay muchos “ensayistas” enemigos del diálogo, autores de pliegos de instrucciones, de conclusiones que, debido a su vasta sabiduría y deslumbrante talento, son inapelables. Al recordar la experiencia de la Comuna de París en 1870 y su impacto en el pensamiento de Marx, Isla nos dice que “la alterna- tiva histórica de los obreros revolucionarios consistía en una demo- cracia más completa”. Por lo tanto, en el pensamiento de Marx, “la dictadura del proletariado no era, paradójicamente, una democra- cia extraña a las formas burguesas: era el sueño de su perfección”. En ese párrafo luminoso, nuestro autor nos entrega la síntesis del pensamiento que dio origen a la utopía más importante de nuestro siglo y, con base en una afirmación de Baunac, resume el espíritu dominante en el periodo leninista: “Bajo la dictadura del prole- tariado pueden existir dos, tres, cuatro partidos, pero con una con- dición: que uno de ellos esté en el poder y los otros en prisión”. Ya todos los caminos iban hacia el Gulag y la utopía se hundía en su propia sombra aterida. Este ensayo transita con mucha frecuencia por los caminos de Cioran. Así, observa a un Lenin que ya avizoraba la consolidación del

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centralismo burocrático, con la mirada perdida y el corazón apesa- dumbrado: “La utopía socialista se muere en los brazos extenua- dos de Lenin”, nos dice Augusto Isla quien, para nuestra fortuna, cada vez construye con mayor eficacia y belleza esas frases que, en sí mismas, constituyen un llamado a la discusión, una estimulante manera de obligarnos a ejercitar la inteligencia para ver todos los matices y contrastes de un trabajo crítico alejado por completo de las tentaciones maniqueas. Al final, el autor se pregunta: “¿Hemos de resignarnos a la uto- pía del instante?”. No lo sé, mi querido y provocador amigo. Tal vez así sea. Si todos juntamos nuestras utopías instantáneas, el mundo será mejor por un perecedero minuto de oro. En el ensayo “El alma de Ismene”, nuestro autor nos habla de la reducida gama de alternativas que se abren para el hombre en los últimos años de este siglo. Una de ellas, la más clara e ilustre, es una vieja utopía de la Ilustración que conocemos con el nom- bre de democracia. Han pasado muchas aguas bajo el puente y, a pesar de que su vista cansada no le deja ver “el esperpento que lleva dentro”, sigue siendo lo mejor que el hombre ha inventado para gobernarse. La Ilustración se basó en la experiencia griega para regresarla a la Tierra y nosotros la vemos a través de los cristales ilustrados para intentar su actualización y revivir sus laureles medio marchitos y cariacontecidos. Es claro que su alianza con el capita- lismo le hizo mucho daño al deshumanizarla y ponerla en manos de la demagogia y de los mercachifles. Ya sólo unos cuantos se atre- ven a repetir la enorme tontería que considera la caída de la utopía socialista como un triunfo del capitalismo. Este capitalismo ha sido todo menos una utopía y ha demostrado a lo largo de su historia una deliberada incapacidad para atender las demandas más elemen- tales de los “humillados y ofendidos”. Tal vez sólo al señor Bush y al peluquero de nuestro autor se les ocurra que el capitalismo ofrece soluciones reales para la espesa problemática socioeconómica de

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nuestros días. Otro sistema tendrán que inventar los hombres del futuro, pues nosotros ya agotamos nuestra imaginación y seguimos dando palos de ciego y defendiendo, con retórica campanuda, nues- tros persistentes desaciertos. “Al igual que Ismenes, privados de la presencia fraternal, nos resulta difícil amar la vida”, nos dice nuestro autor en la parte más inquietante de su ensayo. Aquí, el personaje de Sófocles, la trágica her- mana de Antígona, nos pone frente a los ojos esa pusilanimidad carac- terística de los débiles que acaban por convertirse en cómplices. Se podrá o no estar de acuerdo con las ricas reflexiones de Augusto Isla sobre la democracia actual y su impredecible porvenir. Se podrá o no aceptar sus dudas sobre la cultura democrática que “desactiva vehe- mencias y compromisos políticos y promueve la apatía, es decir, la actitud más conveniente para que el poder se haga obedecer”, pero no se podrá negar la validez de esas reflexiones ni descalificar el método utilizado por su autor para, como se decía en el siglo XIX, poner “en el tapete de las discusiones” este conjunto de temas sobre el compor- tamiento del hombre frente a los poderes políticos y fácticos. Hay en todas las propuestas de nuestro autor un tono crítico, a veces áspero, ajeno a las concesiones y a los optimismos, ya sean inte- resados o bobalicones. No hay desesperanza; hay malestar y sobre todo protesta por la aplicación de esas técnicas y tácticas de domi- nación para anular la conciencia crítica. Nos atrapan y las aceptamos, pues nos resultan cómodas y nos evitan enfrentarnos a los riesgos implícitos en el ejercicio de la libertad. Decía que no hay deses- peranza porque confía en las fuerzas renovables de la razón crítica opuesta a la ya degradada “razón instrumental”. Kant y Nietzsche, mueven sus fantasmas vivos y vigentes en los terrenos resbaladizos de esa diosa revolucionaria y libertaria que aparecía con el gorro fri- gio en la cabeza y la estricta balanza en la mano, coronando los diplo- mas escolares. Tampoco hay optimismos ni se da el recetario para las soluciones. Sabe Augusto Isla que el signo de los tiempos es el de

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“una burocracia que, si bien libera las fuerzas del mercado, extiende su organización y sus controles en virtud de que, justamente, el éxito que guía a la racionalidad moderna, se lo exige”. Esto crea y consolida una atmósfera de desconfianza permanente —el Estado desconfía de los individuos y éstos a su vez del Estado— de incredulidad radi- cal. La mentira y las medias verdades son las constantes del discurso oficial y del comportamiento de los gobernados. Por otra parte, las instituciones que atenuaban el impacto del capitalismo brutal sobre los sectores débiles de la población, como el “estado de bienestar”, se van eliminando a pasos agigantados. Sobre este tema fundamental, el autor aventura una hipótesis perturbadora y atrozmente compro- bable: “la crisis del welfare state no es tanto la de sus costos o modelos de gestión centralizada; procede más bien de la victoria del libre mer- cado sobre la utopía socialista”. Ya agregaría otros datos como el de la victoria de Reagan sobre el New Deal rooseveltiano, de la Thatcher sobre Palme o Wilson, de la CIA sobre Salvador Allende... Montaigne le enseña los extremos de la tolerancia que se ejerce no por compla- cencia sino porque sabe que “la obstinación y el fervor en la opinión son la prueba más segura de la estupidez”. De esta manera el ensayo renuncia a las tentaciones dogmáticas e insiste en esta actitud dialo- gante que tanto odian los fundamentalismos de todos los signos y los integrismos rabiosos, enemigos de la razón crítica y del “libre exa- men” de la realidad del mundo y del hombre. Sin embargo, Augusto Isla, decidido a sujetar sus ideas a un minucioso escrutinio, hace la crítica actual de la tolerancia clásica recordando los trastabilleos que, en sus terrenos, dio con frecuencia ese bondadoso creador de ideas sobre la justicia que fue Spinoza. No hay desesperanza en este discurso, pero sí hay rabia, can- sancio ante el fracaso de tantas ideas, de tantos afanes generosos. Nos pide no desdeñar del todo a la democracia y a sus altos valores psicosociales, entre otros el de la formidable libertad para criticarla y ponerla en la tela de las dudas mayores.

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“Los ecos de la desesperanza” nos recuerdan la parusía, el reino de la reconciliación y la dicha. En este ensayo giran incesante- mente las utopías soñadas por el cristianismo. Moro, Campanella, Bruno, Vasco de Quiroga, los franciscanos, los jesuitas, los demó- cratas, el marxismo y los milenaristas de todos los credos habidos y por haber: Pessoa el sebastianista, Antonio el de Canudos y los soñadores de la “Nueva Jerusalén”... Guiado por Dubi, nuestro autor hace un fascinante análisis de las ideas utópicas y de los crímenes cometidos en nombre de esas ideas, tan detalladamente documen- tado por “la visión de agudo taladro” de Cioran. Es emocionante el recuerdo de nuestro señor don Quijote sobre la Edad Dorada en el capítulo XI de la primera parte del libro de ese hombre perseguido y pobre que fue el ingenioso hidalgo don Miguel de Cervantes. En ese discurso late la aventura del espíritu que no se preocupa por el fracaso sino que tal vez lo espera y anhela para evitarle a la pureza las contaminaciones del triunfo. La sección del ensayo dedicada al levantamiento zapatista de 1994 mantiene un delicado equilibrio, casi de balanza, y evita sim- plezas incapaces de observar los matices de una sublevación tan sui generis como la del subcomandante Marcos y los “indios remi- sos” (Carlos Monsiváis dixit). Esto da pie a Augusto Isla para entrar en los terrenos de la utopía indigenista tan vapuleada por “moros y cristianos”, objeto de discursos integristas o de repulsas igual- mente elementales. La jaula sabia nos depara muchas sorpresas, goces y disgus- tos. Augusto Isla no quiere quedar bien con nadie. Quiere exponer, sin énfasis dogmáticos, sus ideas sobre nuestro mundo y sobre ese futuro que “ya no es lo que era”. Leamos con fruición estos textos. Nos están invitando a coincidir, a refutar, a discutir, pues son la obra sabia y madura de un pensador dispuesto a vivir todos los riesgos de la libertad y de la democracia.

LAS_Interiores_CC.indd 247 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 248 12/14/15 2:41 PM Contra esto y aquello

Augusto Isla, a lo largo de varios años de tareas periodísticas y ensa- yísticas, ha venido cumpliendo las obligaciones impuestas por la conciencia crítica que consisten, según T.S. Eliot, “no sólo en redes- cubrir la tradición, sino también en reinterpretarla y reinventarla”. De esta manera, la ambivalente y resbaladiza tradición cultural deja de ser la terrible lápida esculpida grotescamente por los tradiciona- listas, y se convierte en un capitel sobre el cual —si la fortuna nos ayuda y los fundamentalistas y los pillos del negocio neoliberal no nos destruyen del todo esta Tierra que es nuestra única y maltratada herencia— podría construirse un porvenir más justo y más libre, fincado en el corazón de ese humanismo defendido por Platón, Erasmo, Luis Vives, Nietzsche, Marx, Freud, Camus y por todos los que pensaron en un futuro mejor para ese conjunto de seres privi- legiados por la razón, al cual Teilhard de Chardin llamaba “grupo zoológico humano”. Augusto Isla ejerce la crítica desde una perspectiva que no admite componendas y rechaza cualquier tipo de suavizaciones. Siguiendo el ejemplo de Unamuno, se lanza “contra esto y aquello” y prefiere caer en el exceso a quedarse corto en sus juicios, sus obser- vaciones, sus coincidencias y, sobre todo, en sus diferencias. Por estas razones nos obliga a discutir con sus textos y, en muchas oca- siones, a coincidir y a entusiasmarnos con sus reflexiones, sus hipó- tesis brillantes y sus disgustos, desacuerdos y tajantes refutaciones.

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Augusto ha venido tomando el pulso del acontecer mexicano y ha publicado sus puntos de vista en revistas y suplementos cultura- les. Siguiendo el ejemplo de Karl Kraus no acostumbra hacer conce- siones y, por lo mismo, no intenta congraciarse ni con los tirios ni con los troyanos que dirigen (sic) nuestra vida sociopolítica. Al igual que Georges Balandier, reflexiona sobre el desorden moral que aflige a una república cada día menos republicana y lamenta la pérdida de algunos principios que rompieron la tradición e intentaron forjar una socie- dad más acorde con la llamada modernidad. Me refiero al laicismo, la educación pública gratuita y varios aspectos del welfare state que, a pesar de la corrupción en que se hundieron los últimos gobiernos “emanados de la revolución”, mantenían una precaria sensatez ase- diada por el capitalismo salvaje y sus falanges privatizadoras, empre- sariales y organizadoras del culto al becerro de oro del consumismo, de la libre empresa y del libre mercado, deidades que otorgan toda clase de libertades a los miembros de los grupos integrantes de su “aparato de coherencia interna” (Gramsci dixit), dejando al resto de la sociedad una sola libertad: la de morirse de hambre. No es un recurso retórico o una expresión de neurastenia la constatación de que nuestro país vive desde 1968 una crisis captada, de acuerdo con el método de Balandier, “como generadora y revela- dora de una sociedad enferma”. Por eso tampoco es excesivo califi- car de caótica nuestra realidad sociopolítica. Algunos pensaron que las elecciones de 2000 fueron un parteaguas entre el autoritarismo y la corrupción del régimen anterior y la transición a la democra- cia. Es indudable que el respeto a los resultados electorales fue un paso adelante, pero la esperada “transición” y el tan abundante y rudimentariamente cacareado “cambio” no se vieron por ninguna parte. Y era difícil, pues el programa neoliberal del nuevo régimen fue una continuación o, mejor dicho, una exacerbación de los plan- teamientos económicos de los últimos gobiernos priistas que, sin reconocerlo públicamente, seguían el pensamiento de Friedrich von

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Hayek, profeta feroz de una derecha enemiga de cualquier forma del llamado “voluntarismo social”. En lugar de ese “voluntarismo”, al decir de Balandier, propone “una sociedad que no define ni los fines colectivos ni el orden y se entrega, en cierto modo, a un espon- taneísmo del presente ponderado por un tradicionalismo funda- mental”. En otras palabras, pone todo en las manos de la clase empresarial y, para que actúe sin restricción alguna, coloca a su ser- vicio los aparatos represivos. Esta equivocada y crudelísima estrate- gia ha provocado en el mundo y en nuestro país una forma inédita del caos que implica una regresión a la barbarie y la anulación de las formas de la solidaridad y de la justicia social. El big stick del señor Bush y el trueque de la equidad por una beneficencia televisada y publicitada hasta la náusea practicado por el gobierno de Fox fueron manifestaciones claras de la nueva barbarie que se da en medio del rumor cibernético, de la acumulación de informaciones y del, cada día más errático, progreso tecnológico. Estos Resplandores del caos son vistos y analizados por Augusto Isla con una mezcla de pesimismo provocado por la ausencia de salida y de confianza en la cada vez más disminuida y desorientada racionalidad que, desde el principio de los tiempos, ha sido la carac- terística esencial del “grupo zoológico humano”. Para poder des- cribir estas agudas contradicciones, Augusto aprovecha al máximo la fuerza de su prosa exacta y las claridades de su argumentación. Escribió estos ensayos para dialogar con los lectores y para discu- tir con algunas figuras importantes de nuestra vida cultural; por lo tanto, corre los riesgos derivados de esa sinceridad que obliga a decir lo que se piensa para servir a la sociedad, y provoca la ira de los productores en serie de verdades inapelables y de últimas pala- bras sobre los graves problemas de un país tan necesitado de nuevas ideas y de amplias, serenas y rigurosas discusiones. Augusto es un liberal de la vieja escuela que, en muchos aspec- tos, coincide con la defensa del individualismo hecha por Kymlicka

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y otros herederos de los principios teóricos sobre la autonomía personal. Se enfrenta a los fundamentalismos de la derecha y a las contradicciones internas y externas de la izquierda; reconoce los logros de la Revolución mexicana y deplora los excesos y errores de la clase política que generó y engordó hasta el regüeldo ubureyesco; admira a Thoreau, a Gandhi y a los valores humanos que buscan rescatar la desobediencia civil; anhela la llegada de un verdadero Estado de Derecho y estudia, con simpatía no exenta de rigor, los problemas de la universidad pública y el desasosiego de la comu- nidad académica. Con el mismo talante crítico analiza las debilida- des y contradicciones de la doctrina social de la Iglesia de Roma y las “aversiones, la misoginia y la homofobia” de la derecha católica. Por otra parte, expresa sus desacuerdos con el movimiento zapatista y alaba algunos aspectos de su lucha y de sus reivindicaciones; se detiene para encomiar la habilidad de los autores del bellísimo mito guadalupano y fustiga a la izquierda de nuestro país, a los medios de comunicación y, en particular, a varios personajes con los cuales está en completo desacuerdo. Los invito a entrar en estos deslumbrantes ensayos sobre el caos del mundo actual y de nuestra mil veces defraudada nación. Yo estoy de acuerdo con muchos puntos de vista de los Resplandores del caos, pero no coincido con varias de sus afirmaciones y, sobre todo, de sus conclusiones. Por eso recomiendo con entusiasmo la lec- tura de sus bellos e inteligentes textos que van a provocar la adhe- sión o la refutación y nunca la indiferencia de los lectores. Vamos a polemizar con este provocador sincero y valiente. Sus propuestas tienen carácter de urgencia, pues “la enfermedad del tejido social de nuestro mundo y de nuestro país se agrava y se vuelve difusa e incontrolable”. En la noche de la historia se destacan siniestramente los resplandores del caos. Por eso es absolutamente necesario pro- piciar, a través del diálogo, el retorno del humanismo.

LAS_Interiores_CC.indd 252 12/14/15 2:41 PM De diplomáticos y escritores

LAS_Interiores_CC.indd 253 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 254 12/14/15 2:41 PM Balbino Dávalos, hombre polifacético

La personalidad de Balbino Dávalos tiene muchas facetas memora- bles: el poeta, el diplomático, el traductor, el académico, el maestro, el estudioso de la literatura. En los anales de la Secretaría de Relaciones Exteriores figura de manera prominente la labor realizada por don Balbino. Ingresó a la carriere en 1897 y muy pronto se le encomendaron importan- tes responsabilidades. Sirvió en nuestras Legaciones en el Reino Unido, Portugal, Suecia y Alemania. Fue jefe de la Legación en Rusia y en dos ocasiones se encargó de nuestra representación en Washington. En la embajada se conservan copias de sus lúcidos informes, así como de las minutas de sus negociaciones y de sus impecables notas verbales redactadas en un inglés preciso y ele- gante. Victoriano Salado Álvarez recoge en sus comentarios sobre la política bilateral entre Estados Unidos y México algunas de las opiniones de don Balbino y alaba su actitud firme, digna y amplia- mente negociadora con los poderosos señores de Washington. Tal vez a los actuales diplomáticos les convenga asomarse a esos docu- mentos, opiniones y actitudes, para que normen sus conductas y refresquen su dignidad y su espíritu de defensa de la soberanía y de la autodeterminación. En las publicaciones de la Secretaría de Relaciones sobre asuntos bilaterales figuran algunos de sus tex- tos que tratan delicados temas sobre litigios de límites y espacios territoriales. En ellos, la voluntad de estilo triunfa sobre la aridez y

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el escaso poder comunicativo de la usualmente deplorable prosa burocrática. Otra faceta de la vida, la personalidad y la obra de Balbino Dávalos es la de catedrático. Queda buena memoria de su paso por las universidades de Minnesota y de Columbia en Nueva York; su presencia en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) fue especialmente amable e inspiradora en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Facultad de Filosofía y Letras. Ernesto de la Torre recuerda sus interesantes anécdotas, su temperamento jovial y sus profundos conocimientos del mundo clásico romano. Como rector interino de la UNAM realizó una importante obra negociadora que logró restaurar la concordia en una comunidad que había sufrido divisiones y desacuerdos. Con prudencia y buen tino cumplió sus obligaciones rectorales al promover una revisión de los programas de estudio y de los métodos de enseñanza. Durante su estancia en distintos países, encontró el tiempo necesario para adentrarse en el conocimiento de varios idiomas y cumplir la hermosa tarea de traducir a los escritores que admiraba. Don Balbino es un ejemplo insigne de diplomático escritor. Ambas vocaciones tuvieron para él la misma importancia y supo combinar- las y hacerlas complementarias. Su dominio del alemán le permitió lograr una admirable traducción de la obra México desconocido del antropólogo e historiador Lumholtz. Del francés tradujo dos textos de Théophile Gautier, “El Arte” y “Sinfonía en blanco mayor”, así como “Las ingenuas” de Verlaine. Enrique González Martínez estu- dió el método de traducción de don Balbino y, de alguna manera, lo siguió para realizar su admirable volumen de traducciones que tituló Jardines de Francia. Dávalos reunió sus versiones del francés en su libro, Musas de Francia y las del inglés en Musas de Albión. En este último figuran poemas de Edgar Allan Poe, Longfellow y Whitman notablemente vertidos al español. Por último, su aventura de traduc- tor se adentró en los terrenos del italiano y en la obra de Stecchetti.

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Los clásicos latinos ocuparon un lugar especial en su vida y en su trabajo. Antonio Gómez Robledo consideraba magníficas las tra- ducciones de algunas odas de Horacio y admiraba el acucioso estu- dio que don Balbino tituló “Sobre la poesía horaciana en México”. En él se analizan y se comentan los trabajos del arzobispo Montes de Oca (“Ipandro Acaico en la Arcadia romana”) y del arzobispo Joaquín Arcadio Pagaza (“Clearco Meonio en la institución pas­ toril”) y se hacen el recuento y la crítica de las muchas traducciones de Horacio hechas en nuestro país a través de los años y, particular- mente, en las épocas neoclásicas representadas por Montes de Oca, Pagaza, Carpio y Pesado. Tal vez el libro más importante sea el que dedicó al estudio de la rima en la antigua poesía clásica romana. Se trata de un trabajo académico riguroso y, al mismo tiempo, ameno y pletórico de entusiasmos y de admiraciones por los perfectos ver- sos de Virgilio, Horacio, Ovidio, Catulo y Tibulo. Sus afanes filo- lógicos encontraron su mejor momento en su admirable Ensayo de crítica literaria, obra que actualizó los estudios sobre las teorías literarias y dio a conocer las nuevas posiciones de la crítica europea. Completan el cuadro de su tarea crítica sus homenajes a Joaquín Arcadio Pagaza y a Luis G. Urbina, el entrañable poeta que cumplió también algunas tareas diplomáticas. Sus artículos y poemas publi- cados en la Revista Azul de Gutiérrez Nájera —tribuna de nuestro modernismo— y en la Revista Moderna —dirigida por Amado Nervo y Jesús Valenzuela—, se suman a la obra de don Balbino y demues- tran la utilidad de su aportación a la cultura literaria de su momento histórico. Así lo reconoció la Academia de la Lengua que lo nom- bró miembro correspondiente en 1901 y miembro de número en 1909. Su paso por esa institución dejó una huella imborrable. Así lo demuestran los Discursos leídos ante la Academia, prueba elocuente de su talento crítico, entusiasmo y asiduidad. Por último, quiero referirme a su poesía reunida en Ofrendas, publicado inicialmente en España y, más tarde, en México. No ha

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sido suficientemente difundido y su comentario y valoración están pendientes. Sus poemas no figuran en las antologías de la poesía en lengua española y los críticos no los citan en sus recuentos. Ignoro las razones de este olvido y me parece indispensable repararlo, pues, tanto en los poemas de corte neoclásico como en los románticos y en los de búsqueda modernista no del todo asumida, ya que hay elementos dignos de un análisis cuidadoso. Esta tarde, en su Colima, recordamos a Balbino Dávalos, via- jero incansable, diplomático ejemplar, latinista, crítico, traductor, maestro, periodista cultural, académico, poeta y hombre de mundo que dedicó sus mejores esfuerzos al servicio y al mejoramiento de la cultura de nuestro país.

LAS_Interiores_CC.indd 258 12/14/15 2:41 PM Efrén Rebolledo: los viajes, el decadentismo y el amor sexual

El profundo refinamiento de Efrén Rebolledo, uno de los grandes de nuestro art nouveau, lo llevó a interesarse y a hundirse, en el más decimonónico sentido de la palabra, en el mundo lleno de vague- dades, de líneas difuminadas y de trazos capaces de entregarnos las vibraciones y el aura que rodea las cosas, los seres, los colores y los paisajes de la poesía japonesa. Esta vertiente de su obra, presente en Nikko, Hojas de bambú y en el poemario Rimas japonesas, publi- cado en Tokio e ilustrado por Shunjo Kihara, se une a su amor por los países nórdicos y por las sagas y las eddas de la cultura escandi- nava que encontraron su mejor momento en la épica vikinga y en la lírica que canta los amores entre los infatigables navegantes gue- rreros y las damas del mar, evocadas por Ibsen, siempre brillando entre la niebla, los castillos construidos a la orilla del mar y el largo invierno con sus tormentas de nieve y sus noches de amor tendidas en las pieles de oso polar, al lado de las chimeneas menos cálidas que los cuerpos empeñados en el combate amoroso. Joyelero, publi- cado originalmente en la Cristiania de Ibsen y la Saga de Sigrida la Blonda, recogen los amores escandinavos del poeta y diplomático Efrén Rebolledo, nacido en Actopan en 1877 y muerto en Madrid en 1929. En 1990, invitado por la Universidad de Oslo, fui a Noruega para dar un par de conferencias sobre poesía mexicana moderna y contemporánea. Era el principio del invierno y el gran fiordo

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amanecía en los brazos, día a día más estrechos, de la niebla. Desde la ventana de nuestro hotel se veían el Teatro Nacional y las estatuas de Ibsen y de Björnson. Unos años antes había asistido con Usigli al Festival Ibseniano. Vimos, en el palco que reservaban al teatrero y embajador, las memorables puestas en escena de La dama del mar, Rosmersholm y El pato salvaje. Al terminar íbamos a comer los ilustres arenques y el bacalao hervido acompañado de papas de la gastro- nomía noruega. En la sobremesa se iniciaba la interminable y alu- cinante ronda del acquavit y se escuchaban canciones y apasionados preludios de Grieg. En mi primera charla en la universidad hablé con gran entu- siasmo de Rebolledo y sus aficiones noruegas. Leí dos sonetos de Caro Victrix y unos fragmentos de Saga de Sigrida la Blonda. En la pri- mera fila escuchaba con atención concentrada un señor muy serio y con apariencia latinoamericana. Hablé, tal vez demasiado, contesté varias inteligentes preguntas y, ya en la cafetería y frente a uno de esos bocadillos abiertos del lunch escandinavo (queso, crema, salmón y caviar), iniciamos los comentarios y el intercambio de opiniones. El señor serio y latinoamericano se me acercó con una especie de tímida cortesía. Hablamos de Nervo, Tablada y González Martínez, de los diplomáticos escritores y, poco a poco, me fue llevando al tema que le interesaba, el de su padre, Efrén Rebolledo. Su lengua materna, el rotundo noruego, estaba presente en su español hablado con tonos peninsulares y suavizado por los barrocamente corteses giros de len- guaje de los mexicanos. Había reconstruido la imagen de su padre partiendo de los testimonios maternos; de su aprendizaje del español y de la lectura de Joyelero, el libro publicado en Noruega que conte- nía su poesía reunida. Me contó que sus padres, Thorborg y Efrén, se casaron en Oslo en 1922. Me habló de sus hermanos Thor y Gloria, de los periplos diplomáticos de : Bruselas, México, Cuba, Chile y España. Recordó la muerte de su padre en Madrid, el 10 de diciembre de 1929. Efrén Rebolledo Blomkvist regresó a Noruega con su madre

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y hermanos. El resto de su vida se desarrolló en noruego y en medio de grandes dificultades económicas, pues su madre jamás recibió la pensión prometida por la Secretaría de Relaciones Exteriores. Los res- tos de su padre nunca fueron trasladados a México. Se encuentran en la fosa común del cementerio de Nuestra Señora de la Almudena. El joven Efrén fue traductor de nuestra embajada en Oslo y escribía poesía en su lengua materna, y su sobrino Thor Blomkvist es uno de los principales poetas noruegos actuales. No sé lo que ha sucedido con el resto de la familia noruega del escritor y diplomá- tico Efrén Rebolledo, pero en mi memoria están vivos los momen- tos pasados al lado de su hijo en la tarde invernal de Oslo. En ellos resonaron los nombres de Petra Rebolledo, la madre de un Santiago Procopio que, más tarde, cambiaría sus nombres para llamarse Efrén; el de un tal Petronilo Flores, ricachón de Actopan y garañón infatiga- ble que, posiblemente, fue su padre; el de David Noble, maestro de Efrén en la Escuela Primaria de Actopan; el del Instituto Científico y Literario de Pachuca, centro positivista que proporcionó al joven estudiante sus primeras nociones de la poesía y de la jurispruden- cia. Recordamos su paso por la Escuela de Derecho de la Universidad Nacional, su título de abogado, sus primeros ensayos literarios, su primer poema, “Medallón”, publicado en el periódico El Mundo: “y tu cuerpo de líneas elegantes / evoca las palmeras arrogantes / que crecen en las márgenes del Nilo”. Y su primer éxito literario, el entusiasta poema dedicado a don Emilio Castelar y titulado “Marcha fúnebre”:

todos llevan antorchas en las manos que agitan como trágicos pendones, y narcisos —el símbolo del luto— y dolorosos álamos y bojes que lloran el dolor de su perfume en el ánfora negra de la noche...

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Vimos en las Obras completas de Rebolledo, ordenadas, prolo- gadas y publicadas por Luis Mario Schneider, el lugar importante ocupado por la novela El enemigo. En ella aparecen por primera vez los temas eróticos y sexuales que se convirtieron en el motivo cen- tral de las reflexiones y de la temática de la obra de nuestro poeta. La carne, los deseos, la belleza del cuerpo, la moral social y sus excesos represivos, son la substancia de este trabajo narrativo de carácter experimental que ubicó a Rebolledo en el gremio literario y provocó el escándalo de las buenas conciencias. Esta actitud puri- tana se mantuvo cada vez que apareció un texto del poeta, ya que el carácter explícito de sus descripciones y la claridad de sus metá- foras producían el desasosiego de los censores enemigos de lo que Freud llamaba el instinto de placer y, por ende, partidarios siniestros del instinto de muerte. En fin, detractores del amor que, como dice García Lorca, “reparte coronas de alegría”. Nos detuvimos un poco en su examen para obtener el título de abogado y su casi inmediato ingreso al Servicio Exterior. En esa época se consolidó la tradición mexicana de enviar escritores a los puestos diplomáticos o, como en el caso de Rebolledo, asimilar en las filas del servicio de carrera a los escritores que aprobaban los exámenes de ingreso. Esta tradi- ción se inició con Eduardo de Gorostiza, Manuel Payno, Altamirano y, más tarde, Federico Gamboa (Rebolledo fue su jefe de cancillería ­ en Guatemala y colaboró con él en las arduas tareas de interme- diación para lograr la paz en Centroamérica). Nervo, González Martínez, Urbina, Tablada, Icaza, Reyes, Maples Arce y, unos años después, Owen, Gorostiza, Torres Bodet, Usigli, Paz, Fuentes y Pitol, entre otros, siguieron adelante con la tradición y, en su mayoría, ingresaron­ a la carrera por el camino del examen que garantizaba su conocimiento de los distintos aspectos del servicio diplomático y consular. Nuestro recuento biográfico siguió por los caminos de la diplomacia. En 1901, y precedido por la fama de El enemigo, recibió

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y cumplió la orden de trasladarse a nuestra legación en Guatemala, una de las más complicadas del Servicio Exterior. Va como tercer secretario con un sueldo anual de dos mil pesos. Por esos años, don Federico Gamboa fungía como encargado de negocios de México en Centroamérica. El autor de Santa simpatizó de inmediato con su doble colega y lo nombró cónsul de México en Guatemala. Fue arduo el trabajo desempeñado por el joven diplomá- tico, quien agregó a sus funciones administrativas los trabajos de mediación en la disputa de límites entre Honduras y Nicaragua. Tuvo que soportar, además, las agresiones y torpezas de Estrada Cabrera, el matarife dictador guatemalteco retratado con fuertes tin- tas por Miguel Ángel Asturias en El señor presidente. Lo que sigue es la encargaduría de negocios (dice Benjamín Rocha que el destino de Rebolledo mucho tuvo que ver con las suplencias, los interinatos, las jefaturas de cancillerías y el papel de segundo de a bordo) cuando Gamboa regresó a México. Su carácter independiente y su sentido de la dignidad personal y de la dignidad de su oficio le acarrearon dificultades de las que salió de la mejor manera posible. Lo que sigue es Tokio en la carrera y tres libros publicados en Guatemala: Cuarzos, un recuento de los poemas publicados entre 1896 y 1901; Hilo de corales, que contiene sus nuevos poemas y un hermoso texto en prosa en el cual nos entrega el retrato de la polifa- cética Guatemala, “Más allá de las nubes”. En México publica otros dos libros, Estela y Joyeles. José Juan Tablada, otro doble colega suyo, escribió el prólogo de Joyeles. Su texto, admirativo y preciso, alaba las cualidades formales y el espíritu decadente de la poesía de Efrén, pero advierte que la vida, sus contradicciones, escasos goces, dolores y conflictos harán que madure la lírica del poeta enamorado de la forma. Así describe esa deseada madurez: “Qué hondo y sonoro, qué grande y humano será el grito de dolor o de pasión que vibrará sobre las orfebrerías y las ‘figulinas’ hechas polvo...”. Sobre este tema, Rocha acierta cuando dice que el pudor natural de Rebolledo

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lo obliga a evitar la autobiografía y sus riesgos sentimentales y lo inclina a ocultarla “tras la exquisita elegancia de su verso”. La esposa noruega de Rebolledo, la dulce Thorborg, contaba a su hijo que el poeta cayó en la fascinación japonesa al poco tiempo de desembarcar en Yokohama en 1907. Ese mismo año publicó Rimas japonesas en Tokio, poemario deslumbrado y lleno de pre- sencias líricas tan poderosas como la del poeta Basho. En él se com- bina el refinado erotismo japonés con los hermosos retorcimientos del modernismo y el homenaje al placer sexual tiene los dos acen- tos. Así nos habla de una geisha, la señora Flor:

Cual se rompe con el viento un casto lirio de tus galas vaporosas te despojas, y ofreciéndote obediente a mi delirio te deshojas, te deshojas, te deshojas.

El poema tiene las veladuras, los trazos apenas esbozados, la vaguedad y los tenues colores de un dibujo japonés. La misma des- cripción del orgasmo tiene esa tenuidad:

Mas tu espasmo es como un tierno espasmo de ave, tus miradas si no ardientes son sumisas, es tu cuerpo de una seda muy suave y tus labios un venero de sonrisas.

Su conocimiento de Japón, al igual que el amor de Paul Claudel por las cosas del Oriente, se consolidó mientras desempe- ñaba con seriedad y competencia sus trabajos diplomáticos. Estaba acreditado como segundo secretario, pero en varias ocasiones tuvo que desempeñarse como encargado de negocios. Recoge sus experiencias e impresiones, tanto de diplomático como de admira- dor de la cultura local, en su libro Nikko. Por esas épocas asciende a

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primer secretario, aunque jamás le envían su aumento salarial. Lo solicita en cartas tal vez demasiado comedidas, pero, mientras la burocracia de Relaciones se da cuenta de su error, el poeta cumple sus tareas con su acostumbrada honestidad y dedica sus tiempos libres a ampliar su conocimiento de la cultura japonesa. Le entu- siasman los tres tipos de teatro: el poético Noh, el épico Kabuki y el realista Joruri, el espectáculo de los títeres de Osaka. Se fascina ante las damas novelistas de las antiguas dinastías y lee fragmen- tos de las obras de Izumi Shikibu. La pintura y las artes decorativas son objeto de su admiración y se acerca al budismo zen y al shin- toismo. Se apodera, en suma, del alma japonesa y vive plenamente las formas complicadas de la sensibilidad oriental. La madre del poeta muere en 1910:

Mi madre idolatrada sufre mortal dolencia reza el papel nefasto, y un cruel remordimiento por mi culpable olvido se hinca en mi conciencia rasgando y lacerando como un puñal sangriento.

Deja en Japón un amor suave y comedido que quería marchar con él:

¡Que si vendrá conmigo! Y acaricié la vana resolución que había poco después proscrito: la llevaré como una preciosa porcelana, como una laca espléndida, como un netské exquisito.

El primer síntoma de la enfermedad que lo llevaría a la muerte fue una parálisis facial que sufrió en San Francisco cuando regre- saba a México. Hojas de bambú, otro conjunto de observaciones sobre la cultura japonesa, fue su siguiente libro. Durante los cua- tro meses que duró su licencia en México publicó artículos en la

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Revista Moderna que dirigían Amado Nervo y Jesús Valenzuela. En esos días salió en su portada el retrato que le hizo Julio Ruelas. En él aparece sin anteojos y toda la fuerza se concentra en el bigote recor- tado y en la mandíbula tensa. Sin embargo, lo que predomina es la mirada inquisitiva, un deseo de ver, de tocar, de apurar los licores de la vida y del arte. Regresa a Japón cumpliendo órdenes de la Secretaría en 1911. México había cambiado de manera radical, el viejo dictador vivía su otoño en París y la república dirigida por Madero en medio del ven- daval revolucionario ensayaba las reglas de una democracia sitiada y cada día más débil. Rebolledo no perteneció a ningún grupo político y siempre sostuvo su posición de servidor del Estado por encima de las facciones y, justo es decirlo, al margen de los acontecimien- tos sociopolíticos. Sin embargo, siendo ya encargado de negocios en Japón, manifestó su preocupación y su disgusto por la dictadura huertista. Esto le produjo un recrudecimiento de su enfermedad. Regresó a México pagando sus gastos de viaje y, mientras esperaba la decisión de la Secretaría carrancista, reanudó su vida literaria y asistió a la tertulia de la librería Porrúa. Enrique González Martínez, Antonio Caso y Genaro Estrada fueron sus guías en el laberinto literario más que nunca confuso y caníbal en medio de las asona- das, golpes militares e idas y venidas de los señores de la guerra. Esta es la época de los 12 perfectos sonetos de Caro Victrix y de la admiración y el escándalo que despertaron. Dice Xavier Villaurrutia que estos sonetos son “los más intensos, y hasta ahora mejores poe- mas de amor sexual de la poesía mexicana. Es entonces cuando el poema de Rebolledo no es ya como una joya sino una joya”. Asimiló todos los aspectos internos y externos de la cultura finisecular y de los primeros años (tres décadas) del siglo XX. Se puede decir que es clásico en la estructura de estos sonetos, art nou- veau en sus decoraciones y audaz y novedoso en sus formas de apro- ximarse y describir todos los aspectos del acto amoroso. El Marqués

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de Sade, Barbey D’Aurevilly, Baudelaire, Mallarmé, Verlaine, Gautier, Huysmans, Wilde y D’Annunzio son algunos de los autores que influyeron en su obra. Safo, Arquíloco, Catulo, los poetas persas, especialmente Saadi, Hafiz y Kayyam, y los dibujos eróticos del Oriente, laten en su atmósfera poética y le ayudan con temas y, sobre todo, con la creación de un clima espiritual y de una tensión emo- cional a las cuales el poeta imprime su propio e intransferible sello. En algunos aspectos se hermana con los esteticistas france- ses e ingleses, especialmente con Villiers de l’Isle-Adam y Pater. Sin embargo, su admiración por Wilde agrega contenidos profun- dos a las suntuosas decoraciones. Con su hijo fabulamos sobre las aficiones y deslumbramientos del poeta y acudieron de inmediato las palabras de la Salomé de Wilde y las imágenes decorativas de Beardsley. Pensamos, además, en la siesta del fauno mallarmeano y escuchamos las notas del preludio de Debussy. D’Annunzio y su San Sebastián manierista, de nuevo con la música de Debussy, nos dieron otras imágenes y otras afinidades. De todo este riquísimo magma cultural brotó el canto a la carne victoriosa y al instinto de placer estudiado por Freud. Lo clásico, lo romántico, lo modernista, lo decadente e innovador... todos esos estilos y elementos se dan en Caro Victrix y se enriquecen con la originalísima adjetivación y con la minuciosa espontaneidad de las rimas: “Tu seno se hincha como láctea ola, / el albo armiño de mullida estola / no iguala de tus muslos la blancura...”. Las descripciones explícitas no sólo de los cuerpos sino tam- bién de la tensión sexual y de sus manifestaciones acústicas, olfati- vas, gustativas y ópticas, así como de todas las formas del tacto y de los enlazamientos, arqueos e imaginativas posiciones, admiraron a sus compañeros de generación y molestaron a las buenas con- ciencias de los gerifaltes de la decencia, las buenas costumbres, la represión y el instinto de muerte, pues por primera vez y expresado

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de manera tan clara el acto sexual ocupaba el centro del poema y le daba todo su sentido:

En el vivo combate, los pezones que se embisten, parecen dos pitones trabados en eróticas pendencias, y en medio de los muslos enlazados, dos rosas de capullos inviolados destilan y confunden sus esencias.

Esta es la época de mayor producción de Rebolledo: Libro de loco amor (poemas), una obra de teatro, El águila que cae, un texto en prosa, El desencanto de Dulcinea, y una novela excepcional, Salamandra. Schneider afirma que esta novela es un compendio del bizantinismo, dandismo y afrancesamiento que caracterizaban a los años de finales y comienzos de siglo en México. La salaman- dra es un extraño animal que se convirtió en emblemático de la mentalidad esteticista y, para él, representa a “una diosa sagrada- mente perversa, sacerdotisa de la belleza maldita, mujer-vampiro, también araña, reveladora, despertadora del masoquismo congé- nito de sus víctimas”. En suma, el ser mítico que nunca se quema en medio de las llamas y ve cómo arde su contrario que le atrae y al que atrajo y liquidó. Dice González Martínez que esta novela es casi un poema en prosa. Tiene razón, pues la búsqueda de las palabras y las cadencias narrativas pertenecen al mundo de la lírica. Tal vez el poeta juzgó indispensable utilizar una tan extremada precisión lingüística para poder adentrase en el alma femenina y en sus inter- minables laberintos. El hijo del poeta se conmovió cuando nos acercamos al siguiente puesto diplomático de su padre, el de primer secretario de nuestra legación en Noruega. Antes de ese nombramiento fue secretario particular del director general de Bellas Artes, diputado

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por el estado de Hidalgo en el Congreso de la Unión, presidente de la Gran Comisión de la XXVIII Legislatura y de la Comisión de Relaciones Exteriores. Durante su campaña recorrió su estado natal y visitó los lugares de su infancia. En 1919, después de su efímero paso por la Oficialía Mayor del gobierno del Distrito Federal, se rein- corporó a Relaciones y partió rumbo a Noruega. Llegó a Cristiania, el actual Oslo, el 20 de agosto, y de inmediato inició sus amores con el mundo escandinavo. De acuerdo con su destino burocrático fue encargado de negocios a.i. (ad interim) varias veces, hasta que en 1922 llegó a Noruega el humanista, poeta y diplomático Balbino Dávalos, en calidad de ministro plenipotenciario. Su boda con Thorborg, los viajes por Italia y Alemania, sus tareas cotidianas, la escritura de su última novela, Saga de Sigrida la Blonda, y la publicación de Joyelero, su poesía reunida, en una editora de Cristiania, son los acontecimientos fundamentales de su vida escandinava. Vienen después su promoción a consejero, Bruselas, el regreso a México, su desempeño como jefe de proto- colo, Cuba, Santiago de Chile y el nuevo regreso a México. En fin... el desarraigo como forma de vida, el caracol con la casa a cues- tas, el funcionario disciplinado y la familia que lo sigue y apoya. Eso era lo que recordaba el hijo del poeta. Eso y la enfermedad y el cansancio que concedieron una tregua al Consejero y su familia cuando fueron enviados a España. Partieron con gran entusiasmo en enero de 1929. Rebolledo revisaba por esas fechas los “poemas noruegos” que nunca terminaría. Madrid fue generosa con la fami- lia pero, parafraseando a Wordsworth, el inclemente señor venía ya en camino y se manifestaba a través de una creciente parálisis facial. Como ya lo dije a principios de este texto, el poeta murió la noche del 10 de diciembre de 1929. Thorborg y los tres hijos regresaron a Noruega y México, o más bien dicho la casi siempre ingrata Secretaría de Relaciones se olvidó de ellos. Muchos años y muchas penurias más tarde, el hijo del poeta fue contratado como

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intérprete de nuestra embajada. Así, y en una conferencia sobre su padre, nos conocimos e intentamos reconstruir la vida del poeta y diplomático en varias tardes de charla, lectura de poemas y revi- sión de algunos documentos amarillos por la acción del tiempo, los muchos viajes y el exceso de miradas nostálgicas y ansiosas en la búsqueda del padre. Rebolledo ocupa un lugar muy especial en la historia de la literatura mexicana, no sólo por su audacia temática sino por la perfección de sus formas poéticas. Algo similar puede decirse de su prosa, pues fue escrita desde una perspectiva lírica y desde el conocimiento profundo del valor de las palabras y de sus combina- ciones. Pensemos en la moral dominante de su época, la judeocris- tiana, y en su carácter represivo que afectaba primordialmente a las mujeres y a la homosexualidad. Predominaba una cultura machista y negadora de la sensualidad y, de manera obsesiva, de la sexuali- dad. López Velarde se condolía de la situación de las mujeres de su tierra, sujetas al rígido sistema autoritario. Decía que las víctimas de la represión “salen a los balcones, a que beban el aire los sexos cual sañudos escorpiones”. Yáñez, por su parte, hablaba de los “pue- blos de mujeres enlutadas” y de la tristeza y el fortalecimiento del instinto de muerte provocados por la moral católica. El régimen de Porfirio Díaz coincidía en intolerancia con la moral dominante, aun- que mantenía vigentes las leyes de Reforma y cuidaba las formas en materia de laicismo. El viejo dictador y su decentísima esposa habían establecido un pacto tácito de no agresión con una jerarquía eclesiás- tica que, en buena medida, había recuperado muchos de los bienes y privilegios perdidos por la desamortización realizada durante el gobierno de ese ejemplar modernizador que fue Gómez Farías, y por las reformas de Juárez y los liberales. Por todas estas circunstancias, la moral dominante no sólo era represiva sino también puritana. Es decir, estaba teñida de hipocresía y mantenía una doble moral.

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Por todas las razones anteriores, los perfectos sonetos de Caro Victrix provocaron reacciones furiosas y rasgamientos de vestiduras. Quisiera recordar dos y hacer una breve y admirada glosa de cada uno de ellos:

Saturados de bíblica fragancia se abaten tus cabellos en racimo de negros bucles, y con dulce mimo en mi boca tu boca fuego escancia.

Se yerguen con indómita fragancia tus senos que con lenta mano oprimo, y tu cuerpo suave, blanco, opimo, se refleja en las lunas de la estancia.

En la molicie de tu rico lecho, quebrantando la horrible tiranía del dolor y la muerte exulta el pecho,

y el fastidio letal y la sombría desesperanza y el feroz despecho, se funden en tu himen de ambrosía.

Dice Luis Mario Schneider que los sonetos de Caro Victrix son los primeros poemas eróticos de la literatura mexicana. Yo extendería este primado a la lengua castellana, pues ningún poeta había sido tan explícito en sus descripciones y en el uso de palabras prohibidas en el vocabulario de la poesía. Algunos hablaban de los senos, las cin- turas, los ebúrneos brazos, los rostros, las ágiles piernas, pero ahí se detenían. El sexo era un territorio insinuado con grandes reticencias y el sexo masculino, ya flácido ya erecto, era tema prohibido, entre otras cosas, por el buen gusto y las buenas costumbres. En fin... había

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una zona intermedia en los cuerpos humanos que no existía para la lírica. Efrén Rebolledo rompe esos tabúes y abre la puerta a la expre- sión libre de esos bellos aspectos de la vida que tienen una relación indisoluble con la libertad, el amor y la plenitud del ser. Algunos críticos han intentado establecer una diferen- cia tajante entre la poesía erótica y la sexual. Yo no encuentro esa diferencia, pues ambas pertenecen al instinto de vida y compar- ten el mundo de lo sensual. La relación sexual, aun en las llama- das aventuras fugaces, tiene una fuerte carga erótica (si no la tiene nos encontramos frente a un desarreglo psicológico causado por la moral puritana). Siendo, a veces, un desahogo de la libido, sus sen- saciones tienen una raíz erótica. Recuerden que el sexólogo judío neoyorquino Woody Allen decía que le gustaba la masturbación porque era una buena forma de hacer el amor con la persona más querida: con uno mismo. En el soneto brillan los personajes bíblicos, especialmente la sulamita de el Cantar de los Cantares, el beso de la lírica greco- rromana (pensemos en Catulo: “dami basia mile, deinde centum, deinde altera mille, deinde secundum centum”) que es de puro fuego derretido; el cuerpo de la amada recorrido por las caricias expertas y reflejado, como en una escena art nouveau, en las lunas de la estancia. Así, la pareja lucha contra el dolor y la muerte, opo- niéndoles un momento dorado, el de la plenitud de los cuerpos y el tedio (el tedio es el diablo, decía Baudelaire) y la desesperanza, a pesar de todos sus poderes, son derrotados por un “himen de ambrosía”. Sabemos que esa victoria es efímera, pero es la única a la que podemos aspirar.

Vivir encadenados es su suerte, se aman con un anhelo que no mata la posesión, y el lazo que los ata desafía a la ausencia y a la muerte.

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Tristán es como el bronce, obscuro y fuerte, busca el regazo de pálida plata; Isolda chupa el cáliz escarlata que en crespo matorral esencias vierte.

Porque se ven a hurto, el adulterio le da un sutil y criminal resabio a su pasión que crece en el misterio.

Y atormentados de ansia abrasadora, beben y beben con goloso labio sin aplacar la sed que los devora.

En varios sonetos de esta serie, el poeta, usando imágenes generalmente afortunadas, habla de onanismo, orgasmo, fellatio, cunnilingus, homosexualidad y otros aspectos de la vida sexual. En el de “Tristán e Isolda”, Rebolledo, fiel a la leyenda, une al amor sexual otros aspectos de la conducta, como el adulterio, la imposibilidad de la unión permanente, la sed de amor y de sensaciones que produce desasosiego y desesperanza. Hay en todos los sonetos un deslumbramiento creado por la vista y el movimiento del cuerpo femenino:

Jardín de nardos y de mirtos rojos era tu seno mórbido y fragante, y al sucumbir, abriste palpitante las puertas de marfil de tus hinojos.

Mármol, marfil, palomas, nardos y mirtos, vellocinos, ágiles bestias, lumbre, rosas, objetos de la liturgia religiosa, nieve, per- las, aromas, olas, leche, armiño, espesuras lóbregas, páramos, lino, mariposas, velos, gemas, pebeteros, ríos, vampiros de la tradición

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gótica, el desierto, margaritas y huertos, hábitos de estameña, lirios, el tálamo, la luna, gatos sensuales y enarcados, torneos y combates, lanzas, cañas y corceles, alabastro, granadas y la noche... estos son algunos de los elementos y los materiales con los que el poeta cons- truye sus poemas. Algunos de esos símiles se convierten en emble- máticos y aparecen en otros poemas. Vienen del mundo clásico, de Safo de Lesbos, Simonides de Ceo, Arquíloco de Paros, Horacio y Catulo; de la tradición romántica, de la lírica de la Biblia, de la imagi- nería simbolista, del espíritu decorativo del art nouveau y del reper- torio amplio y ecléctico de todos los decadentistas. Así es, pero es necesario reconocer en Rebolledo una originalidad irreductible, un valor a toda prueba y una forma personalísima de acercarse a las palabras y de ordenarlas en la arquitectura del poema. Para terminar veamos a uno de sus personajes más finamente concebidos y descritos: Elena Rivas, la salamandra sonorense. Así nos la pinta: “Una tarde, a la hora de la siesta vestida con un ´negligé´ color paja, se encontraba Elena en el espacioso hall de lustroso piso de taracea, recostada perezosamente en un diván cubierto con una piel de tigre”. Wilde, Ingres, los poetas persas, Beardsley, Julio Ruelas, Darío, Herrera y Reissig, Loti, Al Sharif al-Radi, el Nervo de Perlas negras y los simbolistas y los decadentes, están al fondo de esa escena que Rebolledo, con su arte de poeta, resucita y crea. Una vida laboriosa en el Servicio Exterior, un inusitado refi- namiento literario, una sana y bella manera de hablar de lo sexual; los viajes y la admiración por “los alimentos terrenales”; todo eso y mucho más pasó por la vida de Efrén Rebolledo, literato y diplomá- tico nacido en Actopan, enterrado en la fosa común del Cementerio de Almudena en Madrid y vivo en las palabras que amó y nos dejó como testimonio de su aventura humana.

LAS_Interiores_CC.indd 274 12/14/15 2:41 PM Torres Bodet, la educación y la paz

Hay en Tiempo de arena, el primer volumen de las memorias de Jaime Torres Bodet, un capítulo inquietante que refiere algunos momen- tos de la “educación sentimental” del poeta, ensayista, político, diplomático y funcionario internacional que fue don Jaime (como diplomático de carrera corrido por Salinas y Zedillo, debo llamarle, con respeto y afecto, don Jaime. Los otros diplomáticos mexicanos que merecieron ese trato fueron don Federico Gamboa, don Genaro Estrada, don Alfonso Reyes, don Pepe Gorostiza, don Manuel Tello y don Alfonso García Robles). Se trata del titulado “Aparición del inmoralista” y se inicia con la descripción del encuentro con el poeta y huracán colombiano, Ricardo Arenales, que era además Maín Ximénez, Miguel Ángel Osorio y Porfirio Barba Jacob. Don Jaime vio en el autor de varias prodigiosas jitanjáforas, a “un desterrado del mundo entero” que, a pesar del tumulto y del estruendo de su vida, siempre mantuvo firme una idea de la dignidad de la poesía. Del conocimiento del poeta colombiano y del respeto que le inspiraba su trabajo poético, don Jaime descubrió su teoría de las sensibilida- des opuestas. Sería, en su vida y en su obra, un hombre y un artista diametralmente distinto a Barba Jacob, pero, a pesar de esas radica- les diferencias, reconocía que ambos pertenecían al mismo planeta, el de la literatura. Pienso que, en algunos momentos de su vida, don Jaime sintió el peso de una especie de dicotomía en la cual oscila- ban el poeta y el funcionario público. Algo parecido deben haber

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experimentado autores como Claudel, Saint-John Perse, Seferis, Senghor, Malraux, Alfonso Reyes, Federico Gamboa, José Gorostiza, Martín Luis Guzmán, Vasconcelos, Carpentier, Guimaraes Rossa, Manuel Azaña, Neruda, Mistral y Agustín Yáñez. En el mismo capí- tulo y al referirse a El inmoralista de André Gide, Torres Bodet extrae una lección, casi a contrario sensu, del provocador texto gideano: “La obra de arte es obra de razón y de voluntad. del genio está en ser lo más humano posible y la libertad, en poesía, no es la con- secuencia de una falta de obligaciones, sino del dominio de esas obligaciones por el ejercicio del talento”. Mucho se ha especulado sobre el peso de esa dicotomía en la vida de Torres Bodet. Algunos críticos piensan que el funcio- nario asfixió al poeta y limitó al escritor. Otros consideran que sus tareas de hombre de Estado se vieron perturbadas por una sensibi- lidad artística que le impedía entregarse al frenesí del poder, con el menosprecio de la ética característico de la mayor parte de los polí- ticos. Las dos posiciones son, a mi entender demasiado tajantes y carecen de los matices indispensables para acercarse a una aventura vital, en la cual las muchas facetas a veces lograban unirse y las dico- tomías se reconciliaban en algunos hermosos momentos. Digamos pues, que, en términos generales, el escritor alimentó de ideas, de honestidad intelectual y de bellas maneras de expresión al político y al diplomático, y que el político robó tiempo al escritor y, con fre- cuencia, le impidió una mayor dedicación al ejercicio de las letras. Lo más notable de esta aventura humana es que la forma literaria, para nuestra fortuna, siempre se impuso al galimatías mendaz y tram- poso de una buena parte de los políticos. Los discursos e informes de don Jaime, como los de Senghor y Malraux, son modelos de buen estilo, de claridad y de sinceridad. Reconozco que no tengo ideas muy claras sobre el papel que han desempeñado los intelectuales en el campo de lo político. Recuerdo que Platón no solucionó muchos problemas, pero organizó una serie de muy placenteras reuniones

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orgiásticas; Cicerón y Séneca son recordados por su honradez y buen consejo; Dante escribió una serie de reflexiones sobre su acti- tud en la compleja política toscana; Franklin navegó con habilidad por el mar agitado de la lucha política; Castelar pronunció discursos ejemplares; Vasconcelos echó a andar el más importante programa educativo y cultural de nuestro país; Senghor fue un jefe de Estado sabio y prudente... en fin... no intentaré llegar a conclusiones tajan- tes, sobre todo en estos tiempos de antiintelectualismo rampante, tanto en México como en otros países (junto con esta actitud cre- cen la intolerancia, el racismo, la discriminación y la injusticia). Es suficiente decir, sin pomposidades ni estridencias, que Jaime Torres Bodet, como intelectual, como político y como diplomático comba- tió esas aberraciones y dedicó sus mejores esfuerzos a la defensa y el incremento de uno de los derechos humanos esenciales, el de la educación. Su labor en nuestra Secretaría y el notabilísimo papel que desempeñó en la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) así lo demuestran. Son muy claras las presencias de su prosa y de su pensamiento en el Acta Constitutiva de dicho organismo. Sobre todo en las considera­ ciones respecto a la paz. Recordemos uno de esos párrafos: “Una paz fundada exclusivamente en los arreglos políticos y económicos de los gobiernos no contaría con la adhesión unánime de los pue- blos, porque la paz debe establecerse, ante todo, en la solidaridad intelectual y moral del linaje humano”. Esa Acta, ejemplar en la his- toria de los organismos internacionales, fue en buena medida pro- ducto de la inteligencia y de la escritura de dos poetas: Jaime Torres Bodet y Archibald MacLeish. Lo veo como secretario de la Escuela Nacional Preparatoria, como secretario del rector José Vasconcelos. Lo veo en la foto- grafía amarillenta al lado de Jorge Guillén, Pedro Salinas, Rafael Alberti y Federico García Lorca; como codirector de las revistas Falange y Contemporáneos; como embajador en Francia, secretario de

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Relaciones Exteriores, secretario de Educación Pública (despachaba en la oficina de Vasconcelos, bajo la mirada de Palas Atenea y entre las figuras clásicas pintadas por Roberto Montenegro y otros artis- tas); como director de la UNESCO y promotor de una gran campaña de alfabetización y de la producción y libre distribución de los textos escolares gratuitos. Algunos de los mejores momentos de nuestra política exterior y de nuestra educación laica y gratuita fueron prota- gonizados por el poeta de Fervor, Canciones, Nuevas canciones, Cripta, y Destierro; por el ensayista que entró con minuciosa capacidad de análisis y enfoques nuevos a las obras de Flaubert, Stendhal y Balzac; por el reseñista de la aventura de los Contemporáneos; el novelista, el cuentista, el orador y el escritor de memorias. Creo que su amor principal fue la poesía y que supo cultivar los valores de la amistad y de la lealtad. Su proyecto poético consis- tía en alcanzar “un equilibrio justo, una concordia entre la tradición y la novedad”. Lo logró en buena medida y siempre lamentó el no haber dedicado más tiempo a la poesía:

En el fondo del alma un puntual enemigo —de agua en el desierto y de sol en la noche— me está abreviando siempre el júbilo, el quebranto; dividiéndome el cielo en átomos dispersos, la eternidad en horas y en lágrimas el llanto.

Es necesario para este país revisar con la mayor frecuencia posible las vidas y las obras de las personas que han contribuido a darle forma e intentado hacerlo viable dándole algunas buenas

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instituciones que, a pesar de la corrupción, la ineficacia y nuestra tendencia a zozobrar, funcionaron bien y, gracias al esfuerzo de un pueblo admirable, nos han permitido sobrevivir a los desastres coti- dianos. Ahora recordamos a Jaime Torres Bodet y, después de hablar de sus intensos trabajos y de los muchos honores que recibió en vida, nos quedamos con dos versos: “de la niñez, como de un arte, aprendo / que sencillez le basta al paraíso”.

LAS_Interiores_CC.indd 279 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 280 12/14/15 2:41 PM Memoria de García Terrés

En tres cargos fue Jaime García Terrés mi antecesor y maestro:­ la Dirección de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México, la dirección de la Revista de la Universidad y la Embajada de México en Grecia. Cuando ocupé esos puestos estu- dié la forma en que Jaime los había manejado y traté de seguir su ejemplo y su magisterio. Creo que lo logré en parte (mi colección de errores es abundante) y por eso le vivo agradecido. Recuerdo a Jaime promotor cultural, periodista excelente, poeta original y muy poderoso, cronista y memorialista, diplomático particularmente interesado en los intercambios culturales, editor sin miedo y sin tacha y —sobre todas las cosas— erudito, memorioso y hombre bueno en el sentido machadiano de la palabra. Quiero referirme a la relación de García Terrés con Grecia y su cultura, tanto antigua como actual; con la poesía helénica de todos los tiempos y, en particular, con la obra del poeta Giorgos Seferis. Aparte de otros muchos textos, Jaime publicó algunos libros que testimonian su paso por Grecia y sus conocimientos sobre la cultura griega, madre de toda la cultura occidental. Con cuanta razón Michelet llamaba al mundo clásico de los helenos, “la primavera eterna del espíritu”. Recuerdo sus Materiales de Lectura con traduc- ciones de Seferis y de Sikelianos; Grecia 60: poesía y verdad, Tres poe- mas escondidos de Giorgos Seferis, Reloj de Atenas (páginas de un diario) y “Versos a un poeta griego” que aparecen en Todo lo más por decir.

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García Terrés, en los años que pasó en Atenas, se sumergió en el conocimiento de los poetas que tanto influyeron en la independencia de su patria y que consolidaron los elementos esenciales de la lengua demótica. Así, Jaime se acercó a la obra de los poetas del Eptaneso: Solomos, el iniciador de la nueva poesía griega; Kalvos, el poeta que reunió en su poesía las tres lenguas griegas —la clásica, la kathare- vusa (lengua pura y singular creación académica) y la demótica, la lengua del pueblo que se mantuvo viva a través de los largos años de la dominación turca—, y Valaoritis. Asimismo, conoció a fondo la obra del alejandrino Kavafis, del gran académico Palamas, del poeta de Lefkada, promotor de una nueva anfictionía, Angelos Sikelianos, del surrealista Embirikos, de Engonopoulos, Livaditis, Karouzos, Kavadias, Elytis y, de manera especialisíma, Giorgos Seferis. En Reloj de Atenas nos habla de Giorgos, Seferiádes, nacido en Esmirna en 1900 y muerto en Atenas en 1972. Nos cuenta que su primer contacto con la poesía de Seferis (el nombre literario que escogió) fue la lectura de “Helena” en una revista inglesa. A raíz de esa lectura y de su segunda visita a Grecia en 1960, García Terrés decidió conocer a fondo la lengua demótica y escribió una carta a Seferis, en esa época embajador en Londres. El poeta le contestó y le envío algunos de sus libros. Siendo ya embajador en Grecia, Jaime estableció una estre- cha amistad con Seferis. De esa experiencia imborrable nos dice que el poeta de Esmirna tenía todas las virtudes que Henry Miller en El coloso de Marussi describió con tanta precisión, y nos cuenta que Seferis abrió la puerta de su casa de Pangrati a Celia y al embajador. Es aquí donde aparece una personalidad fuerte y delicada a la vez, la de María Zannos, la esposa del poeta. Jaime en su Reloj de Atenas nos describe con detalle los rasgos principales de la casa de los Seferis, las acuarelas de Edward Lear, el cuadro de Theophilos, el genial pin- tor popular, la colección de conchas marinas y de figurillas arcaicas, los muchos libros y el pequeño jardín invadido por el sol ateniense.

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Jaime y Giorgos hablaban no como embajadores sino como compañeros en las letras. Giorgos le transmitió su amor por el mundo griego y Jaime lo inició en el conocimiento de México. Todavía se conservan varias imágenes de los poetas y de sus com- pañeras, tanto en la residencia de la embajada como en la casa-isla de Pangrati. Reloj de Atenas recoge algunos aspectos de la gestión diplomá- tica de García Terrés. Cuando llegué a Grecia muchas personas me hablaron del embajador-poeta que era amigo de Seferis y que tanto se interesó en la vida cultural de Grecia. Incluye, además, una parte de la terrible etapa de la dictadura militar y la forma en que Seferis vivió su exilio interior, criticó a los coroneles golpistas y defendió el orden institucional. Es una gruesa ironía el hecho de que el último poema de Seferis, “Sobre los aspá- latos” haya sido publicado en París y en lengua francesa. La censura del gobierno de los espadones prohibió que el poema se publicara en Grecia. Dice Jaime que para Seferis “Grecia es una actitud que la tra- dición mantiene y vivifica”. Esta posición es muy clara en su poe- sía, pero sobre todo en su prosa reunida en El estilo griego, conjunto de textos publicados por iniciativa de Jaime, en el Fondo de Cultura Económica, con la excelente traducción de Selma Ancira. Seferis enseñó a Jaime los aspectos más sutiles de la cultura popular griega, presentes, entre otras muchas manifestaciones, en la pintura de Theophilos Hadzimijáil, el artista de los soles plenos nacido en Mitilene. Jaime recuerda las palabras de Henry Miller sobre el helenismo seferiano. “Poco tiene que ver con la erudición, menos con la vanidad, mucho con la sabiduría”, concluye Jaime en sus justas alabanzas a Seferis. Las traducciones de García Terrés de la poesía de Seferis son notablemente fieles. No se limitó a traducir las palabras sino a bus- car el espíritu que las anima. Puso en la cosmovisión del español

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las poderosas construcciones en lengua demótica. De esa manera, la traducción se amplió y nos permitió no sólo entender un estilo sino ver un alma. Recuerdo una tarde en la oficina de Jaime en el Fondo de Cultura Económica. Había ido a entregarle, con culpable y vergon- zoso retraso, varios capítulos de mi traducción del libro de Louis McNiece sobre Yeats. Veo el humo de la pipa de Jaime haciendo recorridos caprichosos y su escritorio lleno de pilas de libros colo- cados en un orden que Jaime manejaba a su manera. Hablábamos de Yeats, pero, muy pronto, pasamos a Seferis. Recordamos su tra- ducción de “Helena” y la dijimos en voz alta:

Grave dolor había llovido sobre Hélade. Tantos cuerpos lanzados a las fauces del mar, a las fauces de la tierra; tantas almas trilladas cual espigas en piedra de molino. Los ríos exudaban entre el lodo la sangre por una ondulación de lino, por una nubecilla, un aletear de mariposa, por la pluma de un cisne, una prenda vacía, por una Helena. ¿Y mi hermano? Ruiseñor, ruiseñor, ruiseñor, ¿qué cosa es dios?, ¿qué cosa no lo es?, ¿y en medio de ambas cosas?

Por todas estas razones, pienso que podría representar a Grecia en este homenaje. Me une a Jaime su amor por la Hélade y por su gente. A ambos no nos dejaron en Platres dormir los ruiseñores.

LAS_Interiores_CC.indd 284 12/14/15 2:41 PM “El crecimiento de la tarde”

Bajo la piel de las cosas más cotidianas se agitan los emblemas del mundo y de la vida. El poema los hace palpables y, en un acto de pura milagrería, los regresa a su misterio y el poeta se agazapa para cazar otro momento revelador. Por eso, lo que entrega son frag- mentos de una biografía (Ungaretti dixit), trasuntos “de los hornos donde el sol se incuba” (lo dice nuestro Rubén nacional) y la mara- villa de un cuerpo desnudo en la ceremonia de secar y de peinar su cabello en el interminable espacio del baño (Jorge Valdés Díaz-Vélez nos lo cuenta). De esta manera, la poesía cumple sus ritos y sirve a lo humano. De esta manera, la poesía hace palpables los momen- tos de magia pura que laten en el fondo de los momentos sencillos, los ademanes conocidos, las emocionantes ceremonias de cada des- pertar, de cada atardecida o de cada noche cerrada en la cual la única luz que salva y redime es la del amor, la de la entrega a otra alma, a otro cuerpo. En Jardines sumergidos Jorge Valdés Díaz-Vélez aparece en plena madurez formal y su acercamiento al soneto muestra antiguas vir- tudes y la novedosa manera de unir los versos para integrar una sola corriente lírica: “Nada impide / su vuelo hacia el crepúsculo”, “desiertas huellas / del mar en rotación, el crecimiento / de la tarde...”, “Cuántas veces he oído este paisaje / mudar a voluntad frente al oleaje / del alba o del ocaso...”, nos dice en “Nox”, poema que hace patente el finísimo oído de Jorge y en el cual se logra domeñar un

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impulso lírico de estirpe neorromántica con el freno sutil de la forma precisa y ajustada a las exigencias del tema. Conserva la frescura de Voz temporal, pero tiene la novedosa madurez del poemario con el que ganó el Premio Nacional de Aguascalientes, La puerta giratoria. Sigue siendo fiel a sus voces tutelares (hablar de influen- cias es una ociosidad crítica): Saint-John Perse, López Velarde, Drummond de Andrade, Seferis, Ungaretti, Kavafis, Alfonso Reyes, Dante, el Cantar de los Cantares, Villaurrutia, Borges, Pessoa, Gil de Biedma y dos músicos, Bach y Satie, que tanto ayudan a fortalecer la música interna del poema y el sentido del ritmo: “Escuchamos el arco de hojarascas de Bach contra el vacío. El espacio sonoro en la piel de una presencia dibujándose leve, certera como el verbo de alguna frase dicha al azar...”, mientras escuchando las notas de Satie regresa a otro tiempo y a otro libro y las presencias se acercan para recrear el pasado: “Escucho entre las notas el crepúsculo / y en sus pausas el viento y la hondonada / similar al paisaje que encendió / el aroma cautivo de aquel libro...”. Aquí están todos los sentidos despiertos, sirviendo al espíritu, dando sentido a la materia, a “los alimentos terrenales”: el tacto, el olfato, el oído, el gusto, la vista y, debajo, en la geografía oculta, las presencias que pasan como sombras de novela de Henry James o como las manos impalpables de las hermosas ocultas de las rimas becquerianas. Sólo un espíritu refinado y fuerte a la vez es capaz de percibir esas figuras entre la niebla y de convocarlas a través de la palabra y de la música del poema. El viaje es la otra presencia y otro motivo fundamental en la poesía de Jorge que, como todos sabemos, es otro de los muchos y variopintos escritores diplomáticos de nuestro país. No un escritor convertido por decreto en diplomático, sino un diplomático de carrera que es escritor y que, con modestia y honradez, dice como Machado, “a mi trabajo acudo, con mi dinero pago”. No estoy diciendo que una de esas categorías sea superior a la otra. Me limito a describir sus

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distintas características. Valdés Díaz-Vélez ha hecho del desarraigo una forma de vida, ésa que va dejando pedazos de alma por todos lados y que nos faculta para ser de muchas partes del mundo llevando nuestra ciudad sobre los hombros, al igual que Kavafis, y como un aroma persistente en la piel del alma: “Otro ya en mi lugar lleva el idioma. / Otro toma el avión en que me alejo, / y otro más la ciudad donde alguien cierra / un portón de metal que se desploma”. El viaje exterior y las estancias en lugares que acaban por des- pertar nuestro amor y que hacemos nuestros con toda la cauda de seres, paisajes y climas de la geografía y del espíritu, son la substan- cia de algunos poemas de este libro hecho de evocaciones, de pro- fundas nostalgias:

Llueve fuego en Madrid y en Buenos Aires han salido a la calle las bufandas. La Habana está sumida entre ciclones. En México hay buen sol y es tan radiante que hoy podemos creer que los volcanes son auténticos dioses...

Otra constante del poemario es el amor y sus transformacio- nes, los climas por donde pasa y a los que da sentido, sus momen- tos distintos bajo la piel de su rostro inalterable. Se trata de hablar de las estaciones del amor y de su permanencia en medio del ciclón; se trata, en suma, como lo hacen Catulo y Ovidio, de celebrarlo y de hacer ofrendas a ese niño todopoderoso:

Donde dice la noche debe leerse el día, donde aparezca sombra deben estar tus manos; en donde diga brisa, ciudad que me abandona; donde dice relámpago, memoria o travesía; donde se nombra el fuego puede escucharse música...

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De esta manera, la palabra poética adquiere su natural poli- valencia y, por lo mismo, tiene tantos rostros como el autor quiera darle y tantas combinaciones de notas y de silencios como lo exijan las músicas internas y externas del poema. Por último, quiero decir que hay en este poemario un vago aroma impresionista, una tenue coloración de aurora marina hecha con trazos de un pincel levísimo y unas notas difuminadas de pre- ludio de Debussy o de pavana de Ravel. Jorge busca esos momentos indecisos de la luz y del ánimo para expresar su duda y para comu- nicar una desesperanza unida a un amor desbordante por el mundo, la vida y sus emblemas. Desbordante, sí pero contenido por la brida de la forma y la elegancia del espíritu:

Llegábamos del sur. También llegaban al mantel de la noche las heridas, las ásperas palabras. Era inútil convocar las imágenes dispersas, el aroma del té, del eucalipto donde hablaba la bruma con sus hojas...

Hay una queja amable contra el tiempo en estas palabras que tiemblan y hablan como las frondas de los eucaliptos que han per- manecido fieles a su raíz a pesar de las sequías, las lluvias excesivas o la depredación de los humanos que son, sin duda, uno de los más dañinos grupos zoológicos. Pero Jorge declara inocente al tiempo y no se atreve a hacerlo suyo. Viaja hacia el pasado y teme “a los nue- vos rencores ya servidos”. Encuentra más digno al pretérito imper- fecto y, sin embargo, se asombra ante la tenacidad de las últimas estrellas fieles a su noche. Predominan en el poemario las naturalezas vivas: Cydno, Ishmar, la erótica canción de febrero, los murmullos del olivar y, sobre todo, el mare nostrum de la tradición latina. A él me atengo

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para terminar estas divagaciones: “Es uno mismo el que acaricia mis ojos / en su cuerpo de sal y el que devora el curso / de la tarde o el ronco estertor de los ahogados...”. Es nuestro mar “color de vino”, nuestro mar oteado por Palinuro, el mar grecolatino que sigue y sigue, cambia en Portugal y se viene hasta las Américas para seguir siendo nuestro.

LAS_Interiores_CC.indd 289 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 290 12/14/15 2:41 PM Alejandro Estivill y “la otra mirada”

Alejandro Estivill forma parte de la tradición mexicana de los diplo- máticos escritores y, por lo mismo, su obra y, en particular su pri- mera novela, debe haber sido escrita en otros países y debe tener la influencia y la presencia misteriosa de otras voces y de otros ámbi- tos. Es interesante preguntarse qué parte de Santa fue escrita por Gamboa en Guatemala, si Manuel Eduardo de Gorostiza escribió Contigo pan y cebolla en Londres, Icaza sus estudios cervantinos en Madrid, González Martínez su Romero alucinado en la misma ciudad y Octavio Paz su Libertad bajo palabra en París. Sabemos que Usigli ter- minó su Corona de sombras en Francia y escribió sus últimas obras en Noruega, que ese gran poema de amor, “La declaración de Bogotá”, fue escrito por José Gorostiza en los días del “bogotazo”, Torres Bodet terminó su estudio sobre Balzac en París, Owen su Simbad en Filadelfia, Salado Álvarez algunos de sus episodios nacionales en Washington, Nervo su La amada inmóvil en Madrid, Reyes una parte fundamental de sus estudios griegos en Río de Janeiro, Fuentes su Cristóbal Nonato en París, Pitol su Tañido de una flauta en Bristol y Varsovia y varios libros en Praga y Moscú, y Fernando del Paso su Palinuro de México en Londres y sus Noticias del Imperio en París... En fin... se trata de una buena tradición, pues así como escribían su obra cumplían sus funciones y decían como Machado: “A mi trabajo acudo, con mi dinero pago...”. Eran funcionarios del Estado mexi- cano y tenían derecho a opinar. Acataban órdenes, pero las discutían

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si no estaban de acuerdo con ellas. No eran empleados del señor secretario hechos “para callar y obedecer”. Tal vez por eso, nuestra política exterior fue siempre acertada y mostró generalmente un alto grado de coherencia y de fidelidad a una serie de principios rectores que dieron a nuestro país un perfil sólido y destacado en eso que los juristas pomposos llamaban “concierto de las naciones”. Los editores de El hombre bajo la piel ubican a Alejandro dentro de un grupo de distinguidos y jóvenes escritores cuyas obras han tenido un gran impacto en nuestro país y en otras latitudes. Nos recuerdan, además, que escribió, junto con Volpi, Padilla y Urroz, el cuentario Variaciones a un tema de Faulkner, libro que no se anduvo por las muchas ramas o afluentes del llamado “realismo mágico” y se fue directo al corazón del árbol o al río principal, es decir, al condado mítico del autor de Las palmeras salvajes, Santuario y El sonido y la furia. El hombre bajo la piel parte de los terrenos más íntimos del pensamiento de Nietzsche y se enfrenta a esos horrores que engen- dran amores terribles y sacrilegios contra Dios y el amor. Owen y Machado son las otras voces que acompañan el principio de esta saga en tierra extranjera que muestra, con ingenio notable, una especie de actitud antinabokov que tiene sus raíces en la admira- ción por el autor de los avatares de Lolita y Humbert Humbert. La ciudad es Boston y el preso es Maximiliano Gómez, uno de esos mexicanos que se ven obligados a enfrentar los fríos y “la falta de estimación” (don Eulalio González Piporro dixit) del norte para librar lo que no podían librar en el clima de injusticia y de violen- cia que sufre su país. Maximiliano no es un típico emigrante, pues Alejandro nos lo describe oyendo música suave de saxofón o piano (tal vez “Misty” de Errol Garner) en la sección para enfermos men- tales de la prisión. El autor de la novela conoció y no pudo conocer el ser más íntimo de Maximiliano, pues su personaje estaba ya rodeado por una bruma casi impenetrable, entre la cual se destacaban las torres de un

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pensamiento religioso de gran originalidad, de las muchas lecturas y de su amor por la teología y el derecho canónico. A veces, el autor lograba interrumpir el diálogo que el personaje mantenía consigo mismo y de esos momentos brotó un relato en el que se mezclan los claros con los oscuros, las luces con las sombras. Sobra decir que estas circunstancias agregan un encanto especial a la narración y nos permiten escapar de las certezas tajantes y de las excesivas efusio- nes de moralina, de las conclusiones sociopolíticas o de la sañuda crítica de las costumbres o análisis de las mentalidades. Estamos a salvo, además, de la jerga psicoanalítica y de la presencia de madres obsesivas en materia de limpieza dental y de padres dispuestos a ges- tionar la felicidad de sus retoños a su modo y a como dé lugar. En fin... lo que nos intenta dar Alejandro es “la otra mirada” de su per­ sonaje, y lo hace valiéndose de una prosa rica en matices, de una ima- ginación fuerte, pero bien domeñada, y de una especie de inteligencia narrativa y de sincera amenidad que mucho se agradecen en estos tiempos de retorcimientos y de vueltas y revueltas en torno a la noria. Para nuestra fortuna, una música, tal vez de rap o de jazz, sirvió de fondo a la entrega de las notas de El perro Max. El autor, pirande- lliano o unamunesco a su modo, respetó el estilo, los balbuceos y las palabras en otras lenguas del personaje, así como su tipografía y su manera de concebir la topografía de las páginas y de caer delibera- damente en un desaliño que desalinea, pero que da su sinsentido al laberinto cerebral del cual brotan las palabras, los neologismos, los silencios, el humor, el desasosiego y las angustias que forman la materia de este relato. Los lectores pasarán por momentos de algo que podríamos llamar escritura automática y por las aventuras de un discurso visitado con frecuencia por la alucinación y la fractura de la realidad. En otras partes se encontrarán con una prosa tersa y una argumentación llena de equilibrio y de sensatez: “un animal que consagre mi pluma, que reciba sus dones; que al igual la retri- buya; consistorio divino, halago y reverencia”.

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Este párrafo ejemplifica la primera corriente. De la segunda, leamos este fragmento: “Pensamiento, ¿adónde vas, blasfemo dei- cida? Tu soberbia te atolondra, pero eres un voto incontrolado por ganar la gloria; y ni siquiera por un instante dejas atrás los pasos de tu voraz y batiente andada...”. En el personaje de la niña están Maitreya, Sita, Ravana, Whitman y la acompañan las cucarachas de la Sra. Robinson y vie- jos motivos musicales de Dizzy Gillespie, Williams o Babs González. Todo lleva al callejón sin salida de los atrapados. El letrero dan- tesco tiene aquí el tono de las instrucciones hoteleras: you can check out any time you like, but you can never leave. En el mundo del con- finamiento y del Ognuno sta solo sul cuor della terra de Quasimodo, se suceden las realidades y los delirios, la inocencia infantil y los amores ­turbios. Todo lo preside Alegría, ese “Ángel inocente y helado” que perturba los sueños del personaje de ficción que vive, con intensidad creciente, esa ficción que él ha creado y ha impuesto al autor por razones literarias y por esa urgencia de contar las cosas que avasalla a los narradores atrapados en un juego en el cual, tarde o temprano, acaban atrapando a sus lectores. Por eso podemos esco- ger la perspectiva desde la cual observaremos los hechos reales y fingidos. Yo me quedo con la de Héctor, el vecino y su all that jazz. Para lograrlo pongo un disco de Less McCann y lo escucho mien- tras veo a los personajes en movimiento. No olvidemos que Héctor práctica un “chismorreo cautivador” y, por lo tanto, es el que, a pesar de la aparente frivolidad de su camisa hawaiana, sabe más cosas y es capaz de profundizar en sus contenidos. Gracias a Alejandro por este libro inteligente, espontáneo, lleno de tensión —de sonido y de furia— y de una extraña serenidad adormecida por las palabras. Cada vez que leemos un libro con esos matices, volvemos a creer en la literatura y en su magia, ganamos un día y vemos de nuevo ese “esplendor tan encendido antaño”.

LAS_Interiores_CC.indd 294 12/14/15 2:41 PM De textos varios

LAS_Interiores_CC.indd 295 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 296 12/14/15 2:41 PM “Nombre de niña en su almohada”

En el feroz cuadro de Antonio Ruiz el Corcito, los Contemporáneos, encabezados por Salvador Novo, avanzan contoneando el cadera- men, mientras conversan y subrayan sus palabras con ademanes delicados. Así, el pintor, como otros muchos críticos del grupo sin grupo, ponía todo el énfasis machista en la burla de las “desvia- ciones” y de los “reflejos invertidos” (¡vaya ingeniazo el de Maples Arce!) que “padecían” algunos de los miembros de la generación artística más importante del siglo pasado. Novo, el más valiente, ocupa el centro del cuadro y, de alguna misteriosa manera, marca el paso y señala el derrotero. Sus actitudes fueron, para su época, francamente suicidas y supo salirle al paso a la maledicencia burlándose de sí mismo y reconociendo sin tapujos sus preferencias sexuales y estéticas. Esta actitud le dio una fuerza tal que lo convirtió en pionero de una de las luchas de liberación más importante del siglo, la de los homosexuales. Este y otros muchos aspectos de la vida y la obra de Novo (per- sona y personaje) son analizados con lucidez asombrosa por Carlos Monsiváis en Salvador Novo, lo marginal en el centro. Uno de los aspectos principales del libro es el del análisis del papel jugado por los Contemporáneos en el desarrollo de la cul- tura nacional en los años que siguieron al largo y doloroso proceso revolucionario. Fueron objeto de odio de los nacionalistas a ultranza y de los estridentistas que preconizaban la urgencia de establecer

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un compromiso sociopolítico de vanguardia. Tanto la argumenta- ción nacionalista como el discurso del estridentismo carecían de la fuerza e inteligencia capaces de enfrentar al talento y al genio de los Contemporáneos. Por esa razón recurrieron a los ataques persona- les y a las descalificaciones puritanas. Destaca Monsiváis el hecho de que los Contemporáneos no constituyeron un grupo homogéneo interesado en el poder literario o en el monopolio de las actividades artísticas. Owen pasó muchos años fuera del país, Cuesta y su monstruosa inteligencia se refugiaron en una soledad ominosa, Gorostiza y Torres Bodet (el primero con una discreta biografía y un poema inmenso; el segundo con un largo e importante curriculum) se dedicaron al trabajo diplomático; el teatro llenó partes esenciales de las vidas de Novo y Villaurrutia, mientras que Ortiz de Montellano tenía un proyecto de difusión cultural bien organizado y coherente. Pellicer mantuvo siempre una cercana marginalidad y González Rojo, Gutiérrez Hermosillo y Elías Nandino participaron en la empresa fundamental del grupo: la revista Contemporáneos. En ella expusieron y defendieron la idea que los unía: hacer que México actualizara su información cultural, rompiera el aislamiento pro- vocado por los largos años de luchas revolucionarias y se con- virtiera en contemporáneo de los grandes centros culturales del mundo. Esto explica la inquietud expresada por Villaurrutia en sus reseñas de cine o en sus notas sobre pintura, la preocupación política de Cuesta y el interés de Novo por el teatro de su momento histórico. Por otra parte, todos ellos colaboraron en el desarro- llo de la cultura nacional e iniciaron los estudios críticos en nues- tro país. Recordemos la antología realizada por Cuesta, los ensayos de Villaurrutia sobre López Velarde, el interés de Novo por la cul- tura nahua y la militancia latinoamericanista de Pellicer. Por todos estos contrastados hechos, el ensayo de Monsiváis nos enseña que en estas materias los matices son tan constantes e intensos que no

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es fácil —ni necesario— llegar a conclusiones tajantes o a defini- ciones restrictivas. Monsiváis nos presenta a un Novo de cuerpo entero y no incurre en las idealizaciones o en la usual hagiografía. La valerosa juventud, la frivolidad wildeana (y el posterior disgusto ante algunas de las acti- tudes del genio irlandés), la capacidad satírica y caricatural, la male- dicencia y, a veces, hasta la suspicacia; el genial oído para la poesía, el paso seguro de la prosa, la aventura política que se dio al lado de Lombardo Toledano y su P.P.; el invencible reaccionarismo, la contras- tada carrera teatral, la fascinación ante los poderes políticos y económi- cos, la capacidad de provocación, la fidelidad al personaje que obtuvo de sí mismo, la vejez que traicionó toda una vida y se desplomó en el apoyo a los asesinos de Tlatelolco... todas estas facetas son objeto del análisis lúcido, afectuoso, admirativo y justo de Monsiváis, que ya en el prólogo a La estatua de sal había iniciado su estudio a profundidad de uno de los personajes fundamentales del siglo XX mexicano. Desde el Novo que enfrentaba a la maledicencia con un valor unido a un gran talento, a una lengua afilada y a una versificación de alcurnia quevediana, hasta el anciano empelucado y maquillado casi como el personaje viscontiano de Muerte en Venecia, que apoyaba a los matarifes del diazordacismo y se negaba a entender la importan- cia sociopolítica del 68; pasando por el cronista, el cocinero muy efi- ciente (el filete a la Wellington, el huachinango relleno de nopales, los chiles en nogada y la sopa de flor de calabaza fueron algunas de sus especialidades) que servía banquetes a politicastros y ricacho- nes que lo admiraban y zaherían; hasta el buen actor, experimen- tado director, promotor teatral y mediano dramaturgo... en el libro de Monsiváis aparecen y desaparecen todos esos personajes en un juego pirandelliano lleno, a veces, de “estruendo y de furia” y casi siempre de risas contenidas, de fulminantes hallazgos irónicos, de párrafos suntuosos y de ternezas insignes expresadas por una de las voces poéticas principales de nuestro tiempo.

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Gracias a este libro recuperamos al Novo personaje, al Novo de los poemas amorosos, al amigo de sus amigos, al enemigo terri- ble, al pionero de la liberación gay, al cronista de una ciudad que ya iniciaba su camino hacia la degradación y “al niño que escribía nombre de niña en su almohada” y era visto con una mezcla de compasión, de gozo y de ternura por otro grande del siglo, Federico García Lorca, en su poema dedicado a Walt Whitman.

LAS_Interiores_CC.indd 300 12/14/15 2:41 PM López hermosa llegó tarde (Elena Garro)

Cuando hablé por teléfono con Elena Garro, para informarle que el estreno de su Felipe Ángeles en el teatro de Arquitectura de la Universidad Nacional había sido todo un éxito, la entusiasta res- puesta de la escritora retumbó por los pasillos del décimo piso de la torre de Rectoría: “¡Ahora sí México puede salvarse!, ¡esto significará el regreso de Ángeles y de la verdad revolucionaria!, ¡que tiemblen los farsantes y los simuladores!...”. La escuché con calma y, apenas cesó el chorro emocional, le dije lo que pensábamos sobre su obra: “Es, sin duda, lo más importante del teatro histórico del México moderno”. No me escuchó y, con su precisa habilidad de charlista experimentada, me regresó a la figura del general, a la descarga cerrada que cegó su vida en los sótanos del Teatro de los Héroes de Chihuahua con el telegrama del indulto tardío en la mano trémula. Por esos tiempos Elena vivía en una habitación amueblada en la Plaza de San Juan de la Cruz, cercana al centro de la capital española. Me contó que, en compañía de su hija, Helena Paz, había pasado una terrible temporada en un asilo de ancianos en Ávila y que su situación mejoraba poco a poco gracias a la llegada de la pensión enviada por Octavio y a la ayuda que les prestaban José Bergamín y el futuro alcalde socialista de Madrid, entonces viejo profesor, Enrique Tierno Galván. El drama de Felipe Ángeles está construido con rigor histórico en sus dos primeros actos y adquiere un bien medido tono épico

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en el tercero. La señorial prosa de Elena Garro domina los ritmos, señala al director (el del estreno fue el cuidadoso ecuatoriano Hugo Galarza, modesto y eficiente; Memo Gil, exacto en su dicción, con- vincente en su agonía, hizo un Ángeles inmejorable) y a los actores un estilo que debe ser, a la vez, sereno y angustiado, mientras la obra despliega las alas de un sostenido tono poético. La señora en su balcón, El Encanto, tendajón mixto, El árbol, El ras- tro, La dama boba, Un hogar sólido... son algunas de las obras de nues- tra dramaturga mayor, caracterizadas por un estilo personal y sin desmayos ni devaneos, por la maestría en la construcción de los diá- logos y un casi milagroso sentido de la idea dramática. Los recuerdos del porvenir es su novela más alta y la más perfecta de las publicadas por nuestras escritoras, mientras que La semana de colores reúne una serie de excelentes cuentos. Pienso en “La culpa es de los tlaxcalte- cas” y en el humor ácido, certero e implacable de su autora. En Madrid, algunos mexicanos visitábamos a las dos Elena (yo les llevaba la pensión enviada por Octavio Paz). En esos días ella andaba por los caminos de la Rusia revolucionaria, la tragedia de Ekaterinburgo, el oportunismo de Kerenskim, las sesiones intermi- nables del Smolni, el cañonazo del Aurora, el Potemkin filmado por Eisenstein y la toma del Palacio de Invierno. Una tarde le llevé mis traducciones de Schwartz y de Bulgákov y hablamos de cine, actores­ y actrices. La imagen de Emil Jannings en la prodigiosa película The last command nos regresó el tema de Felipe Ángeles. Fumando sin parar, Elena fabulaba y era absolutamente encan- tadora (mientras no tocaba los temas que le producían tanta moles- tia, furia y angustia) cuando nos hablaba del humo que rodeaba a Lenin perorando en la Estación de Finlandia, y nos hacía el retrato de la Primera Comisaria de Instrucción Pública y Embajadora en México, Alejandra Kollontay.

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Vamos a leer de nuevo la obra entera de Elena Garro. Ahora que ya habita el hogar más sólido que el destino le deparó, entremos a los deslumbrantes territorios de su plenipotenciaria prosa.

LAS_Interiores_CC.indd 303 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 304 12/14/15 2:41 PM Carlos Fuentes y el conde Alucard

A fines de los sesenta vivíamos en un departamento situado sobre la estación del metro londinense (tube en su más precisa definición) que lleva el hermoso nombre de Belzise Park. Carlos Fuentes, Rita Macedo y Cecilia vivían muy cerca de nuestro flat y nos veíamos con frecuencia. Íbamos al cine a ver Nazarín, de Buñuel, y a enfrentar- nos con la putilla desdentada que Rita compuso con mucho talento o a ver a la Taylor y a Burton en alguna de sus desaforadas y extra- ñamente precisas interpretaciones o, en un día especial, la versión cinematográfica de la novela Decadencia y caída de un observador de pájaros, de Evelyn Waugh. Lucinda, Fuensanta y Mónica iban a jugar con Cecilia a la casa de Rita y Carlos (la noche final del paliducho y agorero 1967 cenamos con Octavio Paz, Cabrera Infante, Myriam Gómez y los Vargas Llosa en la misma casa; recuerdo a Mario lívido al enterarse de que el pastel que Guillermo había aportado a la cele- bración era de chocolate con hachís), y merendaban a la inglesa y veían algún programa de televisión (tal vez Top of the pops o una curiosa serie en la que aparecía una bruja llamada “Witchy fu”, famosa por sus fallidos hechizos y su contrariada maldad). Lucinda y yo pasábamos por ellas y caminando pian pianito regresábamos al flatsacudido periódicamente por los estertores del tube. Una de esas tardes notamos a Mónica muy inquieta, y sus her- manas, divertidas, nos contaron que a la hora del crepúsculo estaban tomando el té cuando escucharon lamentos y pasos solemnes. Al

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fondo del pasillo apareció Carlos Fuentes vestido de conde Alucard: frac impecable, condecoración, capa con vuelos rojos, mirada diabó- lica y colmillos salientes. Cecilia y sus amigas gritaron de miedo y Mónica se escondió debajo de la mesa. Carlos soltó la carcajada y la broma cumplió su objeto en medio de las risas de las niñas. El conde les contó la historia del personaje, sus hábitos y la ardua manera de eliminarlo o, por lo menos, de espantarlo con crucifijos y ristras de ajos. Escribió en la pizarra el nombre de Alucard que, al refle- jarse en el espejo, entregaba el verdadero nombre de Drácula (el dra- gón o demonio de los rumanos, el histórico empalador Vlad Tepes, Voivoda de Transilvania). A los dos días le hablé a Carlos para pedirle que fuera a dormir a Mónica, ya que la pequeña apenas cerraba los ojos veía al vampiro aleteando por los pasillos de su insomnio. En una semana pasó la impresión y Mónica le pidió a Carlos que vol- viera a disfrazarse de Drácula. Accedió e hizo su papel dos o tres veces más para regocijo y temor de las niñas que gozaban su ama- ble e hipócrita saludo: “Buenas noches... Soy el conde Alucard...”. Estas memorias londinenses familiares y amistosas salieron a flote leyendo la última narración de Fuentes, “Vlad”. Los personajes de esta historia de monstruos son licenciados y políticos que chu- pan más sangre que la succionada por el patriarca de los vampiros a lo largo de los siglos. Este país nuestro sufre frecuentes sangrías y, debido a una especie de milagrería, no se ha hundido por completo y, heroica y tercamente, se mantiene a flote, mientras los incansables tiburones de la política, el comercio y las empresas rondan y ases- tan mordidas feroces al cuerpo cada vez más enfermo y debilitado. Cuento de vampiros y de licenciados acomodaticios y maes- tros en el deporte de siempre caer parados, en su seno se agitan Transilvania, los Cárpatos, los colmillos del patriarca, los bajos fon- dos de la clase alta de este país de chupasangres y, sobre todo, la pasión por las leyendas y esa mezcla de curiosidad, miedo y rego- cijo con la que los niños escuchan las historias de terror. Mónica

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veía, entre los dedos con los que se cubría los ojos, a Bela Lugosi subiendo la ruinosa escalera de su castillo de Sigishoara y a Carlos Fuentes con su capa de utilería y sus colmillos falsos caminando por el pasillo de la casa de Hampstead. En fin... pura literatura y, a veces, pura ficción derrotada por la realidad. Sin embargo, en estos terre- nos hay más cosas que las soñadas por nuestra filosofía. Así lo dice ese dramaturgo inglés que hizo vida de la ficción y ficción de la vida.

LAS_Interiores_CC.indd 307 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 308 12/14/15 2:41 PM Recordando a Juan Vicente Melo

Para el autor de La obediencia nocturna, el homenaje que le rendimos, uno de esos domingos con lluvias adelantadas en la Casa del Lago, debe haber resultado bastante divertido y hasta un poco engorroso en materia de adjetivos. Recordemos que uno de los rasgos esencia- les de la prosa de Juan Vicente Melo es el de la precisión de sus cali- ficativos. En estos terrenos siempre logró alcanzar ese justo medio recomendado por Aristóteles y tan venerado por nuestro mayor pro- sista del siglo pasado, Martín Luis Guzmán. Carmen Carrara ha logrado que la Casa del Lago recupere el tiempo perdido (los terribles reglamentos del bosque, la demago- gia cletense, la roma imaginación de los ingenieros o contadores que por ahí anduvieron dirigiendo y otras calamidades, estuvieron a punto de liquidar al Centro de Difusión Cultural por excelencia de nuestra zarandeada universidad) y cumpla su misión con eficacia y brillantez. Esto se notó en el homenaje y llenó de júbilo a todos los que amamos a la vetusta casa refundada para la cultura por el inmensamente sabio, Juan José Arreola. Situada en uno de los corazones de la ciudad, la casa es visi- tada todos los domingos por miles de capitalinos que recorren las galerías, asisten a conciertos, conferencias y recitales, funciones de cine o representaciones teatrales. Otros juegan ajedrez o participan en talleres y cursos. Hasta hace unos cinco años yo tenía la impre- sión de haber sido director de la casa lacustre, pero algunas historias

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escritas por estudiosos de la difusión cultural, los recuentos ofi- ciales de la UNAM y los videos preparados para celebrar el aniver- sario del Centro Cultural, me han puesto a dudar sobre el tema. En fin... asumo la historia oficial y el fallo de los glosadores y declaro que nunca fui director de la casa por dos años estupendos. Yo no estuve ahí. Fue mi sombra (perdón a Eurípides por la paráfrasis); “Yo no soy yo. Soy otro que va a mi lado sin saberlo yo” (gracias a Juan Ramón por la cita), en fin soy, en ese entrañable lugar, un fan- tasmón tan patético como el de Canterville. Estos ninguneos (son, sin duda menos dañinos que los “cultivos” yucatecos) me obli- gan a corregir algunos de mis textos sobre la ciudad de México, sus calles y sus plazas, sus bosques y jardines, especialmente un poema titulado “Horas de la Ciudad” y otros dos: “Retrato de mi amigo Carlos” y “Una carcajada de la cumbancha para Carlos Monsiváis”, así como algunas prosas que aparecieron en un libro llamado Bazar de asombros. Quiero dejar constancia de mi agradecimiento a Vicente Quirarte, pues según me dicen, citó algunas cosas de esos textos (señaladamente de la “Oda a Borola Tacuche de Burrón”) en su libro sobre la ciudad de México y los escritores. Le aprecio mucho que haya tomado en cuenta esos modestos testimonios. Juan Vicente Melo jugó un papel primordial en la formación del alma de la Casa del Lago y en la planeación del impacto que tuvo en el proceso cultural, especialmente el artístico, de nuestra ciudad y nuestro país. Con Juan José Gurrola, uno de los principales hom- bres de teatro, hice el recuento de las muchas y siempre exitosas experiencias juanvicenteanas. Traté de organizar estos recuerdos ante el numeroso y encantador público que asistió al homenaje, y el resultado es el que ahora ofrezco a los lectores:

a) Su amor por la música lo llevó a organizar los conciertos-con- ferencias, a presentar al gran Convivium Musicum (ilustre grupo barroco) y a iniciar la tradición de los conciertos de los sábados.

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En uno de ellos se reestrenó “El renacuajo paseador” de Silvestre Revueltas; en otro se presentó El taller de Carlos Chávez y en todos se promovió la música nueva. Por esos años la casa recibió el pre- mio de los críticos de teatro y música por la impecable organización de conciertos de obras del siglo XX. Revisando los programas me encontré con los nombres de Hindemith, Jolivet, Cage, Stockhausen y Ginastera. Todos recordamos el reestreno del concierto para clave- cín de Manuel de Falla, la puesta en escena, dirigida por Gurrola, de El teléfono de Menotti y el estreno del Pierrot lunaire de Schöenberg. Manuel Enríquez, Raúl Cosío y Joaquín Gutiérrez Heras fueron algunos de los músicos mexicanos cuyas obras se presentaron en la pequeña sala de conciertos. Recuerdo con precisión un magní- fico espectáculo dirigido por Gurrola, “Jazz-palabra”, en el cual la música se combinaba con los poemas de Octavio Paz y los de E.E. Cummings.

b) En las galerías se celebraron exposiciones de Chucho Reyes Ferreira, Lilia Carrillo, Juan Soriano, Vicente Rojo, Helen Escobedo, Ángela Gurría, Waldemar, Fernando García Ponce, José Luis Cuevas... En los días de inauguración estaban ahí todos los que debían estar.

c) Por esos años si no dabas una conferencia a la orilla del lago, te asestaban una sin misericordia. Gracias a Juan Vicente se escucharon las voces de los poetas mexicanos de la época y mucho se habló de todas las cosas del cielo y de la tierra.

d) Juan Guerrero promovió el cine mexicano y se dieron a conocer películas de los grandes polacos, suecos y japoneses.

e) En el capítulo de teatro brillan los nombres de Gurrola, Mendoza y José Luis Ibáñez. Algunas de sus puestas se convirtieron en míti- cas; como la de La moza del cántaro de Lope de Vega realizada por

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José Luis Ibáñez. Viéndola reafirmé mi amor por el teatro. Héctor Mendoza hizo un impecable Woyzeck de Büchner, en el que actua- ban Sergio Jiménez, Martha Navarro, Manuel Ojeda, Angelina Peláez y Claudia Millán. Gurrola (again) logró la mejor puesta de La can- tante calva de Ionesco; ahí estaban Tamara Garina y Pixie Hopkins. En este juicio crítico tengo plena autoridad moral, pues “Los cómi- cos de la lengua” de la universidad queretana estrenamos esa obra el año de 1961. Era la primera vez que se ponía en español y Jorge Galván, Carmen Cepeda, Estela Belaunzarán, Paco Rabell, Licha Aguilar y yo hicimos grandes esfuerzos en el escenario del Teatro de la República que, en esas funciones, recuperó la coherencia que había perdido por obra y gracia de la superchería y la demagogia de políticos y floridos oradores. Carlos Fernández dirigió Leoncio y Lena de Büchner. La escenografía era de Vicente Rojo y la música de la inolvidable y talentosa Alicia Urreta. Ambos colaboraron con José Luis Ibáñez en la puesta del Diálogo entre el amor y un viejo de Rodrigo de Cota. Otra escenificación mítica fue la del Landrú de Reyes (la capacidad de trabajo y el talento de Gurrola eran inagotables) en la que actuaron Pixie, Tamara, Martha Verduzco y el formidable actor, Carlos Jordán. Mencionaré, además, otro divertimento gurroliano: 2 + 8 en pop.

La lista es impresionante y consolida el lugar que debe ocupar el grupo de la Casa del Lago en la historia cultural. Por esa audacia, por su amor a la libertad, la independencia y la experimentación artística, Juan Vicente Melo fue, es y será uno de nuestros próceres. Sé que este título le va a caer (Veracruz dixit) en los meros güevos. No importa. También los marginales de la sociedad, la política y la academia tenemos nuestros próceres que son, aquí entre nos, más divertidos que los de los distintos cánones.

LAS_Interiores_CC.indd 312 12/14/15 2:41 PM Cartas de don Enrique a don Alfonso

Leonardo Martínez Carrizales subtitula acertadamente como El tiempo de los patriarcas este libro que contiene distintas manifesta- ciones, principalmente poéticas y epistolares, de la relación intelec- tual y amistosa que enriqueció las vidas de dos grandes de nuestra cultura y nuestra diplomacia, Alfonso Reyes y Enrique González Martínez. En su cuidadoso prólogo, el autor recuerda a la revista Ábside, a los hermanos Gabriel y Alfonso Méndez Plancarte, a Miguel Palacios Macedo, a un Vasconcelos converso tardío pero ferviente y a otros representantes de la cultura católica tradicional. Estos recuerdos no tienen un matiz ideológico sino que se limitan a algunos aspec- tos del pensamiento católico: su respeto por la cultura grecolatina, el hispanismo lingüístico y las distintas formas del nacionalismo literario. Todas estas observaciones sobre la cultura católica vienen al caso por la sencilla razón de que fue Ábside la primera que publicó el epistolario Reyes-González Martínez. El prologuista y ordenador del material de este libro nos entrega una serie de textos indispensables para entender el pro- ceso cultural de nuestro país en la primera mitad del siglo xx. Don Alfonso, el polígrafo incansable, el notable helenista, el cono- cedor profundo de los siglos de oro, del romanticismo alemán, del Anáhuac de nuestros padres procesales, el poeta, el memoria- lista, el dramaturgo, el comediógrafo, y don Enrique, el poeta por

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antonomasia de ese momento histórico, el memorialista, el médico rural, el traductor de los poetas de Francia y de la lengua inglesa, el defensor de la paz, el fundador de instituciones culturales... nos dan los grandes perfiles de una cultura universal que partía de los aspectos entrañables de la realidad inmediata. Ya don Alfonso adver- tía que para conocer el todo es necesario amar y conocer lo propio. El estudio introductorio de Martínez Carrizales es un docu- mento indispensable para los investigadores no tan sólo de las obras de Reyes y de González Martínez o de los datos de su amistad y de sus relaciones literarias, sino para todos los interesados en el ambiente espiritual de los últimos años del proceso revolucionario y de las primeras épocas de la formación de una cultura que venía de la tradición, se había formado en “la escuela de baile” (Paz dixit) del modernismo y andaba en busca de la renovación encontrada por la siguiente generación, aquella que, por razones de método, se conoce con el nombre de “la generación de la ruptura”. Es mucho más que anecdótica la circunstancia de que los dos escritores fueron miembros del Servicio Exterior Mexicano. Y al decir miembros me refiero a una profesión y no a una misión temporal y circunscrita al aspecto cultural de la tarea diplomática. Por lo tanto, su dedicación abarcó todos los campos profesionales y gozaron y padecieron los extremos de un trabajo lleno de contras- tes y presidido por el deslumbramiento del viaje y los constantes desarraigos. Como escritores, la tarea diplomática fue doblemente enriquecedora, pues les permitió acercarse a muchas voces, cono- cer muchos ámbitos y vivir constantes novedades, aunque mantu- vieron la sensación de no tocar nunca tierra firme y de estar de paso en todas las casas, ciudades y países. En su estudio el autor cita frecuentemente la revista Ábside y a Gabriel Méndez Plancarte. Al hacerlo establece los rasgos princi- pales de lo que llama “recurso ideológico de la tradición”. Tanto Reyes como don Enrique, y el Vasconcelos transformado por su

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dolorosa aventura política y por su conversión a la fe religiosa, se apegaron a la tradición helénica, latina, cristiana, española, nacio- nal e indígena (en este aspecto brillan con gran intensidad las joyas literarias de la Visión de Anáhuac) para establecer los rasgos prin- cipales de su proyecto civilizatorio y humanístico. Ya Vasconcelos, durante su gestión educativa y en su campaña política, había seña- lado que los diversos aspectos de nuestra cultura mestiza eran el capitel sobre el cual se levantarían una nueva nación y esa confusa síntesis que llamó “raza cósmica” y que nunca llegó a explicar de una manera satisfactoria. La iniciativa de la publicación del epistolario partió de don Alfonso Reyes y fue recibida con entusiasmo por el padre Alfonso Méndez Plancarte quien había pedido a los escritores mexicanos “levantar una estela de misivas sobre la tumba de Enrique González Martínez”. El padre Méndez Plancarte comprendió la necesidad de hacer ese merecidísimo reconocimiento y, de esta manera, se ade- lantó a los detractores de don Enrique que ya empezaban a lanzar sus torpes dardos en contra de quien había sido y, de alguna manera, seguía y sigue siendo uno de nuestros poetas paradigmáticos. Martínez Carrizales hace un recuento de las empresas cul- turales y sociales que don Enrique inspiró y, en algunos casos, con- solidó: El Colegio Nacional, el Seminario de Cultura Mexicana, el Comité Mexicano de la Paz y la Academia de la Lengua, entre otras. En todas ellas está viva su memoria y se conservan los distintos aspectos de su magisterio, su sabiduría serena y su hombría de bien. Estas cualidades son celebradas por don Alfonso en sus generosos comentarios. Don Enrique, por su parte, siempre confesó su des- lumbramiento ante la monumental obra alfonsina y celebró, con especial énfasis: La crítica en la edad ateniense y la Visión de Anáhuac. Es emocionante el poema-pésame que don Alfonso le envió el día de la muerte de su hijo, el poeta Enrique González Rojo. También hubo dimes y diretes atemperados por la amistad profunda. De este

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género son algunos sonetos satíricos con menciones freudianas, batracios y helenismos de toda laya. Martínez Carrizales organiza esta correspondencia de tal modo que, a través de ella, podemos seguir tanto los pasos de una amistad como los desarrollos culturales y, en particular, el aconte- cer literario de una época convulsa en la que se retomaban las ideas de la tradición clásica y se intentaba crear una nueva cultura más justa y más libre. Un ejemplo señero de estas preocupaciones nos lo da don Enrique en una carta fechada el 29 de febrero de 1944: “El Comité Mexicano contra el Racismo pretende desarrollar una cam- paña sistemática y permanente ante la opinión pública para difun- dir el principio de la igualdad de las razas”. Por estos caminos circularon la correspondencia y la amistad de estos dos grandes escritores, civilizadores y humanistas.

LAS_Interiores_CC.indd 316 12/14/15 2:41 PM Carmen Leñero, la luna y el espejo

Querer asir el eco y encontrar sólo el muro y correr hacia el muro y tocar un espejo

Así, con el perfecto epígrafe dado por Xavier Villaurrutia, Carmen Leñero inicia su paso al otro lado del espejo. Ahí se encontrará con ella misma por un momento y, más tarde, se perderá para ini- ciar un nuevo juego de espejos. La poderosa presencia de Luigi Pirandello se avizora al fondo del espejo. Una luz lunar preside la aventura. Toda la vida del autor siciliano pasó bajo esa luz: “yo sé que a mí siendo niño, me pare- cía verdadera la luna reflejada en el pozo”. En su “Caos” [Xaos] (Agrigento, Sicilia), rondaba la locura y la luna llevaba los ritmos. Recordemos el aullido delirante en el caserío, a Enrique IV en su reino de utilería y, sobre todo, a la esposa del autor y su trágico des- tino. Algunos aspectos de este maleficio se insinúan en el diálogo con la madre muerta y en el recuerdo de la infancia rodando por los farallones de la isola delle pumice, el lugar del descanso fatigoso de todos los veranos. La disolución del yo está presente en la preocupación humana y literaria de Pirandello. El lunático, el hombre lobo, nuestros nahua- les son seres destrozados por el sortilegio, las dos caras de una moneda, las identidades fragmentadas o misteriosamente reconci- liadas por la misma división. Carmen Leñero nos habla en su excelente ensayo de “La frag- mentariedad y azar de las circunstancias”, coincidiendo en esta noción con el mismo Pirandello, con Joseph Roth, Kafka, Musil,

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Unamuno, Canetti... Todos ellos asumen que no nos ha sido otor- gada la visión de la totalidad. Esto implica “el inevitable resquebra- jamiento de la identidad frente a los otros”. Somos personajes en busca de un autor y compartimos problemática con el “Otro” y con el Augusto Pérez de Unamuno, así como con los seres ficticios de la obra de Jacinto Grau, El señor de Pigmalión. Su libro se ajusta plenamente a la definición de ensayo en su más estricto sentido, pues propone ideas, proporciona puntos de vista, suscita interés, acuerdos o desacuerdos. Es en suma, una invitación al diálogo. Decía Gómez de la Serna que en el ensayo hay siempre una persona desdoblada en dos (o tres o cien...). Este género siempre va dirigido a alguien (al amigo lector-atento o bené- volo) como se decía en el siglo XIX), pero, al mismo tiempo crea dificultades e intenta un constante juego dialéctico hecho de contra- dicciones, de premisas mayores y menores que no siempre desem- bocan en la conclusión, sino que mantienen abierto el libre juego de las ideas. Carmen Leñero nos dice que sus ensayos “han seguido el trazo de la inventiva pirandelliana”. Logra su propósito en buena medida, pues sabe conducir el diálogo con el autor con pulso firme, evitando los engorros del análisis literario. Parte de la admiración y a ella se atiene. Tengo para mí que este libro es un largo ensayo dividido en capítulos. Se trata del curso de un río con afluentes que regresan a la corriente principal, de un solo aliento lírico, de una tensión espiri- tual con sus facetas independientes, pero unidas en un solo brillo. Se lleva a cabo en el escenario de un teatro en el cual se representa el Enrique IV de Pirandello. Contiene un conjunto de inteligentes reflexiones sobre la esencia del teatro (“dimensión esencial de lo humano”, así definía Carlos Marx el arte en general), y la natura- leza profunda del trabajo actoral. Carmen concibe el teatro como una “actividad estética, atávica y ritual”. Stanislavski, Danchenko,

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Vajtangov, Meyerhold, Chéjov, Artaud, Grotowski; los más recien- tes, Kazán, Strasberg; y los nuestros, Seki Sano, Gurrola y Margules, todos aparecen y desaparecen en el juego dialéctico emprendido por la autora. El primer ensayo, “La estatua dormida”, parte de una reco- mendación hecha por Pirandello a los actores: “para significar, finge”. Esta sugerencia recuerda la idea de Pessoa sobre el poeta como un fingidor que acaba sintiendo de verdad el dolor que finge. En la puesta en escena del Tío Vania, dirigida por mi buen amigo Margules (en el reparto estábamos Julieta Egurrola, Memo Gil, Alejandro Aura, Mabel Martín, Lolita Beristáin, Macrosfilio Amilcar, Valentina Hernández y Edgardo Benítez), me pasaron cosas muy extrañas (mi personaje era el del pomposamente patético profesor Serebriakov y el proceso de la puesta en escena duró nueve meses), pues poco antes del estreno empecé a experimentar los males pade- cidos por el personaje: artritis, problemas respiratorios a la manera de Turgueniev, depresión y efusiones verbales incontenibles. Para fortuna del público, de mi familia y de mis amigos, los excesos de elocuencia pasaron pronto. En el ensayo, Carmen glosa algunas afirmaciones que Gastón Bachelard hizo en torno al sueño y la ficción y, de una manera sutil, se asoma a la tensión espiritual de I nostri sogni, la casi olvidada obra de Ugo Betti. Hacía mucho que no se reflexionaba sobre el espacio y el tiempo escénicos. Tal vez por esa razón algunos narradores han cometido obras teatrales que ignoran los rasgos intransferibles de ese espacio y de ese tiempo. En el Enrique IV pirandelliano, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y marqués demente (¿cuál de las dos personalidades es la enmascarada?) y en su mundo del confinamiento, espacio y tiempo obedecen a conven- ciones especiales, separadas de lo estrictamente real (¿y hay algo estrictamente real?). Yeats, en su “teoría de la máscara”, nos dice

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que la máscara que con tanto cuidado vamos forjando a lo largo de la vida en un momento llega a convertirse en algo más real y natural que nuestro propio rostro. Este juego de máscaras se desarrolla en otras obras de Pirandello: Il giocco delle parti, La signora Morli, una e due y Questa sera si recita a soggeto, en la cual el mismo público toma parte y se enmascara. Pero, tal vez la noción de los “intrapersona- jes” en el Enrique IV sea la que nos da una idea más clara de esa problemática. La teatralidad se funde con el sueño e impone sus convencio- nes. En La larga cena de navidad, Thornton Wilder nos muestra el paso de los años a través de una cena con pavo y puré de castañas: los muertos salen por la izquierda y los nuevos comensales ingre- san por la derecha. El sueño se da en el espejo que cruzan actrices y actores creando una total indefinición de lo corpóreo y lo imaginado. Es el espejo de Gorgona que no refleja rostros sino dioses. “Sólo esta- tuas divinas y el rostro de la diosa terrible”, dice Pausanias. Sucede, entonces, que la teatralidad puede ser una metáfora de la locura (los psicólogos hablan de lo teatral en la histeria) que piensa el subter- fugio del espejo para poder mirar el misterio del ser que, nos lo dice Carmen, “es su propia desnudez inafrontable”. San Pablo en una de sus cartas a los Corintios, manifiesta su preocupación ante esos sub- terfugios: “videmus nun per especulum in aenigmate”. Una obra teatral en la cual los personajes son las sombras de Pirandello y Artaud (me lo imagino con el delirante tocado de “Heliogábalo”), la guionista y el lector cierran estos ensayos de Carmen Leñero. Enrique IV muere: el monarca ha cerrado sus pár- pados al fin y todas sus máscaras se inmovilizan... “La commedia é finita”. En este ensayo útil y provocador, escrito con exacta prosa, la autora opone a la supermarioneta de Gordon Craig y a los realis- tas títeres del Joruri, la contracara del caos pirandelliano, la idea del

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hombre como rey expulsado y caído. Así resume estas inquietudes: “Pero esta noche quizá no quiere sino que todos olviden que es rey y lo vislumbren como una pesadilla, una figura solitaria y fantasmal grabada en las arrugas de una oblea: el rostro taciturno de la luna”. Esta inteligente observación se hermana con una obra de Ignacio Arriola: Requiem por la luna, modelo de teatro sobre el teatro. Regresemos al sueño de la mano de Calderón de la Barca: “que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son”.

LAS_Interiores_CC.indd 321 12/14/15 2:41 PM LAS_Interiores_CC.indd 322 12/14/15 2:41 PM La francofonía mexicana

La lengua francesa se encuentra en buen estado. Escritores del norte de África, de Canadá y otras latitudes francófonas se sirven de la len- gua común para expresar diferentes visiones del mundo, distintas actitudes frente a los misterios de la palabra y de eso que las viejas preceptivas literarias llamaban “estilo”. Como miembro de una generación que alcanzó a vivir los últimos desarrollos de la Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial, Corea, Vietnam (etapa francesa y etapa estadounidense, el fin de Indochina y la derrota de los invencibles sobrinos del rijoso Tío Sam), y otras muchas pequeñas guerras localizadas e inscritas en la llamada Guerra Fría, me tocó pasar de la cultura francesa (“afran- cesada”, decían los nacionalistas a ultranza) al inglés de Estados Unidos y su modernidad literaria. Espero que los miembros de mi generación tan deslumbrada por la cultura de Francia me acompañen en este recuento de lec- turas y admiraciones. Conviene recordar a algunos de los grandes: Senghor, el político y académico de Senegal; Césaire, el poeta cari- beño en quien se mezclan las sonoridades románticas con lo que Palés Matos llamaba “el fiero Calulé de Martinica”, y, sobre todo, Albert Camus, el norteafricano bondadoso e inteligente que tanto nos ayudó a observar, con piedad y tolerancia, los contradicciones del mundo moderno y las redefiniciones de conceptos tales como la libertad, la justicia, la democracia, el poder y sus delirios y la

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soledad, a veces defensiva, del hombre frente a los temibles apara- tos del Estado. Algunos de mis maestros tapatíos (Efraín González Luna, José Arriola, Gómez Robledo...) pertenecían en muchos aspectos a la cul- tura francesa. González Luna tradujo La anunciación a María y El via- crucis de Paul Claudel; Arriola Adame conocía muy a fondo a Charles Dubois y traducía con mucho cuidado (tanto que no llegó a ter- minar su trabajo) la gran novela católica de entreguerras: Agustín o el maestro está allá de Joseph Malegue. Ignacio Arriola era un lec- tor crítico e inteligente de Mauriac (El desierto del amor fue su obse- sión recurrente), de Bernanos, el novelista de la “gracia divina” y sus aventuras humanas, tan bien llevado al cine por Bresson, y del doctor Duhamel y su “Salavín”, sus aspiraciones a la santidad y la sospechosa respetabilidad burguesa representada por las pompas notariales. Leíamos el Juan Azul de Giono, los alegatos rabiosos y mendi- cantes de León Bloy, las clarividencias de Péguy, traducido al espa- ñol por Manuel Gómez Morín, y entrábamos en el mundo alpino del fracófono Ramuz y en algunos temas de la literatura de Rumania, país ligado muy estrechamente a lo francés y no tan sólo por los proyectos políticos de Napoleón El Pequeño, o por el hecho de que Bucarest fuera conocido como el “París de los Balcanes”, sino por una verdadera relación amorosa con las letras francesas. Uno de sus escritores más originales, Panait Istrati, fue protegido de Rolland, y algunos geniales artistas y pensadores como Cioran, Ionesco y Eliade reiniciaron su vida en Francia, aunque Eliade se marchó muy pronto rumbo a Estados Unidos. Recuerdo mis lecturas casi afiebradas de las “novelas- río” de Martin du Gard y de Romains... libro tras libro —La sore- llina, La muerte del padre—, los Thibault nos entregaban una serie de reflexiones sobre el ambiente espiritual de la Francia de antes y de la Primera Guerra. Jean Barois y Confidencia africana completaban el

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cuadro de la obra de Martin du Gard. Romains, por su parte, nos abrió muchas perspectivas filosóficas y literarias con sus Hombres de buena voluntad. Dos escritores especialmente estimulantes y provocadores fueron ­André Gide y Julien Green. Si la semilla no muere y la Sinfonía pastoral siguen iluminándonos. Las novelas y los diarios de Green son ejemplos señeros, no sólo de un bilingüismo muy bien mane- jado, sino de la descripción de un itinerario espiritual, de la vida en familia, de los primeros pasos en el mundo real y de la intensa actividad intelectual que redime y, al mismo tiempo, hunde en la angustia. El arte y el pensamiento de Francia han agregado muchas riquezas al patrimonio de los hombres.

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Las águilas serenas, de Hugo Guiérrez Vega, se terminó de imprimir en enero de 2016, en los talleres grá- ficos de Jano, S.A. de C.V., ubicados en Ernesto Monroy Cárdenas núm. 109, manzana 2, lote 7, colonia Parque Indus- trial Exportec II, C.P. 50200, en Toluca, Estado de México. El tiraje consta de mil ejemplares.­ Para su formación se usó la familia tipo- gráfica Borges, de Alejandro Lo Celso, de la fundidora PampaType. Concepto editorial: Félix Suárez, Hugo Ortíz, Juan Carlos Cué y Lucero Estrada. Formación y portada: Juan Carlos Cué. Cui- dado de la edición: Cristina Baca Zapata. Supervi- sión en imprenta: Adriana Juárez ­Manríquez. Editor­ ­responsable: Félix Suárez.

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