TEATRO Y ANTITEATRO LA VANGUARDIA DEL DRAMA EXPERIMENTAL BIBLIOTECA DEL CONGRESO DE LITERATURA ESPAÑOLA CONTEMPORÁNEA

14 TEATRO Y ANTITEATRO LA VANGUARDIA DEL DRAMA EXPERIMENTAL

Edición dirigida por Salvador Montesa

Han colaborado en la celebración de este Congreso y en la edición de las presentes Actas Area de Cultura y Educación. Diputación Provincial de Málaga Concejalía de Cultura. Ayuntamiento de Málaga Secretaría General de Universidades e Investigación Junta de Andalucía

PUBLICACIONES DEL CONGRESO DE LITERATURA ESPAÑOLA CONTEMPORÁNEA Actas del XV Congreso de Literatura Española Contemporánea Universidad de Málaga, 12, 13, 14, 15 y 16 de noviembre de 2001

Organización del Congreso: Presidente de honor: Cristóbal Cuevas García Director: Salvador Montesa Peydro Comisión Científica: Enrique Baena, Ana Gómez Torres, Antonio A. Gómez Yebra, María Isabel Jiménez Morales, Amparo Quiles Faz y María Victoria Utrera Torremocha

Primera edición: noviembre 2002

© Congreso de Literatura Española Contemporánea

Edita: AEDILE ISBN: 84-921919-4-5 Depósito legal: MA-1.407-2002 Impresión: Imagraf impresores. Tel. 95 232 85 97

Impreso en España - Printed in ÍNDICE

PONENCIAS

Las vanguardias en el teatro occidental contemporáneo, por Angel Berenguer...... 7 Antecedentes de la vanguardia escénica, por César Oliva... 33 Sobre un teatro (en) vivo, por José Romera Castillo...... 45 Teatro y antiteatro: la ardua cuestión del público, por Felipe B. Pedraza Jiménez...... 63 La guerra no ha terminado, por José Monleón...... 79 Barroco y neo vanguardia: la obra dramática de Miguel Romero Esteo, por Pedro Aullón de Haro...... 113 La poética teatral de Francisco Nieva, por Jesús Rubio Jiménez...... 127

CREADORES

Entrevista con Fernando Arrabal...... 157 ¿Realismo versus vanguardia?, por Jerónimo López Mozo..... 169 Mi experiencia y esperanza en el teatro español, por José Martín Recuerda...... 179 Riaza y las vanguardias, por Luis Riaza...... 185 Mi generación realista, por José María Rodríguez Méndez 199 Mi teatro, por Miguel Romero Esteo...... 207

COMUNICACIONES

Jerónimo López Mozo: últimas tendencias (1990-2001), por José Paulino Ayuso...... 223 El teatro último de Jerónimo López Mozo: combate de ciegos y la Infanta de Velázquez, por José Luis Campal Fernández... 241 José Martín Recuerda: un teatro de libertad poética, por Miguel Avila Cabezas...... 257 Martín Recuerda: un paso comprometido, por Antonio A. Gómez Yebra...... 267 El Nudo (1982) de José Luis Sampedro: balance de una tentativa teatral, por Francisco Martín M artín...... 287 Parábasis para una dramática conjetural, por Juan Hurtado .... 299 Formas del teatro español actual: génesis y renovación en el período transitorio, por Manuel Pérez...... 309

MESA REDONDA

Orígenes, contexto y actualidad del teatro experimental e independiente...... 327 PONENCIAS

LAS VANGUARDIAS EN EL TEATRO OCCIDENTAL CONTEMPORÁNEO

Ángel Berenguer Universidad de Alcalá

En un artículo publicado recientemente, el Premio Nobel Steven Weinberg afirma (y mide perfectamente el alcance de sus palabras): “Here we can make a prediction with fair confidence-that sooner or later we shall discover the physical principies that govern all natural phenomena.” (“Podemos predecir, con bastante confianza, que antes o después descubriremos los principios físicos que rigen todos los fenómenos naturales”)-1 La cuestión no deja de tener interés ya que plantea cuestiones fundamentales relacionadas tanto con el desarrollo de la ciencia como también el de la mente humana que elabora esas teorías. No olvide­ mos que su objetivo fundamental es la comprensión de los fenóme­ nos complejos que pueblan nuestra vida cotidiana para elaborar una explicación plausible de los mismos. Naturalmente, una Teoría Ge­ neral de la Física exige una aplicación eficaz en otros terrenos cien­ tíficos como son la biología y todas aquellas ramas del saber que, desde ella, estudian sus efectos en la comunicación humana com­ prendida cual rama de la que nacen otras (que en ella se sustentan y, al mismo tiempo, la nutren), como son los lenguajes humanos y su empleo como signos y como símbolos. 1

1. “The future of Science, and the Universe”, The New York Review of Books, 15-11-2001, pâg. 5 8 ,1. La traduction es nuestra. Sin embargo, el camino es largo (aunque científicamente viable), y posible puesto que la mente humana (en este caso un premio Nobel de Física, es decir una persona fiable a la hora de formular una afir­ mación tan importante) puede imaginar un sendero viable para su elaboración. Esta futura teoría que, aunque parece viable, aún exige un recorrido cuya duración ignoramos hasta alcanzar su formula­ ción, tiene un punto de partida cuya fecha conocemos. Se sitúa en los albores del siglo XX, es decir hace menos de cien años. En efecto, los trabajos de Einstein y sus primeras publicacio­ nes sobre la Teoría de la Relatividad plantean la evidencia de las interrelaciones existentes entre los fenómenos así como entre las di­ ferentes ramas del conocimiento. Frente a los sistemas hieráticos precedentes (la dura ciencia decimonónica) se planta un sistema elaborado con elegancia y cuya fragilidad aparente es, sin embargo, su mayor fuerza. Así, su sistema de interrelación que asume los hallazgos de los distintos campos y los incluye, pone en duda el catálogo inflexible de la ciencia del siglo XIX y, al mismo tiempo sus métodos y principios. Son éstos los que han inspirado nuestra Historia Literaria y los mismos cuya heterogeneidad me sorprendía ya en mis tiempos de estudiante de la Facultad de Letras de Granada. No entendía aquella nomenclatura de generaciones que no explicaban nada y que, sin embargo, parecían mostrar una carencia absoluta de comprensión y explicación del fenómeno literario que deseaban aclarar. Años más tarde, en el París de los años sesenta y setenta se materializó ese escepticismo en una convicción clara y doble: alguna vez España entraría en el Mercado Común y los criterios literarios en la Historia de su Literatura. Lo primero ya ha ocurrido, lo segundo se está ha­ ciendo. Pero volvamos al párrafo de más arriba y continuemos nuestra presentación. Como la ciencia decimonónica, la expresión artística había mostrado una tendencia chocante a elaborar sistemas (que ve­ nían a proponer nuevos acercamientos a nuevas realidades desde conciencias individuales también nuevas) que terminaban por encorsetarse, academizarse, y exigir el respeto que sus hallazgos in­ negables les hacían merecer.

10 Por estos mismos años en que Einstein pensaba la Relatividad, Picasso estaba atento y al corriente de los caminos que abría la nueva ciencia gracias a Maurice Princet (le mathématicien du Cubisme) y a sus lecciones de física en la tertulia a la que asistía también Max Jacob y el resto de la bande à Picasso. En ellas los artistas se entera­ ban de los últimos avances de la ciencia no euclidiana, la cuarta di­ mensión y las aclaraciones vulgarizadoras de un libro científico fun­ damental para explicar la revolución cultural de aquel principio de siglo: La science et l ’hypothèse, de Elenri Poincaré.2 En esa pasión desbordada por el descubrimiento de que la Gran Ciencia Decimonónica estaba siendo puesta en duda por uno de sus grandes pilares académicos y desbordada por la imaginación rompedora de un oscuro empleado de la Oficina de Patentes de Zurich, hay que situar la aparición del creador vanguardista. Su juventud desenfrenada acerca su estilo de vida al de un tropel decimonónico cuya bohemia muestra más el desencanto ante el sistema que la ca­ pacidad de abrir brecha en él para plantarle cara y deshacer su encorsetado universo de afirmaciones y certezas. Los bohemios constituyen, pues, el resultado desilusionado de la última verdad artística del siglo XIX, el simbolismo, mientras que los vanguardistas abordan su entorno con una actitud bien diferente, propia del siglo XX: la puesta en duda de las bases de la realidad en que se sustenta el sistema y que también cuestionan los nuevos (y también vanguardistas) científicos liderados por Einstein. Poner en duda las bases de la realidad significa romper los prin­ cipios estáticos que gobiernan las relaciones humanas, su universo simbólico y los modos de comunicación establecidos. Como señala William H. McNeill refiriéndose a las bases teóri­ cas de la actual historiografía:

Durante el siglo XX las ciencias de la física convergieron con la biología para transformar la máquina newtoniana del mundo, gobernada por leyes matemáticas eternas y universales, en un cos­

2. Véase el libro de Arthur I. Miller, Einstein, Picasso, Basic Books, New York, 2001, pág. 100 y siguientes.

11 mos que evoluciona -e incluso estalla- en el que prevalece la in­ determinación, y los esfuerzos humanos de observación afectan lo que observan. Ello acerca las ciencias matemáticas a las ciencias sociales y convierte a la historia en otra especie de agujero negro del cual ninguna rama del saber puede ahora escapar. Pocos historiadores han prestado, hasta ahora, la atención de­ bida a esta extraordinaria transformación intelectual, pero ha lle­ gado la hora de que la profesión historiadora ensanche su heredada aspiración de realizar una historia “científica” basada en la crítica de fuentes y similares, e intente conectar los asuntos humanos con este retrato revisado de una realidad que evoluciona, ajustando la carrera humana sobre la tierra con sus contextos cósmicos, bioló­ gicos y sociales...... Lo que nos hace diferentes de otras formas de vida es nuestra capacidad de inventar un mundo de sentimientos compartidos y sig­ nificados simbólicos y, después, actuar sobre ellos concertadamente. A través de los milenios que ocupa la vida humana sobre la tierra, el esfuerzo de cooperación entre grupos cada vez mayores de seres hu­ manos ha probado la capacidad de obtener los resultados persegui­ dos de una manera más o menos fiable. Más aún, los significados concertados, asociados a nuevas habilidades o ideas que funciona­ ban mejor que sus precedentes tendían a imponerse y cambiar la forma en que los seres humanos hacían las cosas. Los significados compartidos, en otras palabras, eran capaces de producir una evolu­ ción rápida, descartando radicalmente viejos procesos biológicos para la mutación genética y la supervivencia selectiva. Pero el pro­ ceso de la evolución simbólica no parece ser fundamentalmente más diferente de la evolución biológica que ésta lo es de la evolución fí­ sica y química del cosmos que la precedió y la sostuvo. ¿Cómo pudieron los símbolos alzarse y conseguir tal poder? ¿Cómo un acuerdo sostenido por significados simbólicos se sus­ tancia entre grupos de seres humanos? ¿Y cómo cruzan fronteras entre diferentes sociedades humanas significados convenidos, que provocan actuaciones inusualmente satisfactorias? Estas son las cuestiones principales que se le plantean a una historia de la hu- 3 manidad satisfactoriamente científica...

3. William H. McNeill, “A Short History of Humanity”, New York Review of Books, 29 de junio de 2000, págs. 9-11. La traducción es nuestra.

12 Así pues los grupos humanos se relacionan estableciendo siste­ mas simbólicos aceptados. Pero la evolución de la ciencia y la de la especie humana que la sustenta pone en duda, por aquellos años, la eficacia de ese universo cerrado convertido en sistema que es múlti­ ple pero se expresa en el aislamiento de los campos en que se ali­ menta. Tal situación debía ser cuestionada por la nueva generación de personas que en los distintos campos del conocimiento y su ex­ presión artística pretenden hacer avanzar el complejo sistema sim­ bólico occidental. Desde este inicio, la vanguardia plantea claramente su identidad y va cobrando prestigio con los años. Tal prestigio aprovecha, más tarde, a otros creadores que identifican ruptura de las bases de la realidad con provocación. La ruptura vanguardista entraña provoca­ ción, pero no nos engañemos, su objetivo no es provocar sino rom­ per el sistema establecido. La provocación complaciente (aquella que rompe el sistema en uno sólo de sus parámetros, no en todos) se convierte, poco a poco en moneda habitual y constituye un lenguaje artístico ilegítimo del arte, pues se presenta como algo que no es. ¿Qué es la vanguardia?. La pasión por colocar el sistema de la representación simbólica frente sus propios límites convertida en acti­ tud artística. Lo que une a los vanguardistas es esta actitud vanguardis­ ta que no constituye un estilo sino que concita los lenguajes del arte y los enfrenta con sus posibilidades de destrucción. Porque, en definiti­ va, el arte del siglo XX que mejor lo representa es el que adopta la actitud vanguardista, asumiendo la labor de destrucción y fragmenta­ ción que servirá de denominador común al siglo que nos precede. Un siglo de Guerras Mundiales, Guerras Frías, causas naciona­ listas donde se exporta el terror que terminará demoliendo las bases de una convivencia al parecer imposible, al menos en el contexto de esos lustros en los que los amaneceres radiantes del futuro han justi­ ficado las actitudes destructivas que lo delimitan y definen. El viaje de los lenguajes artísticos que se acaba de hundir en el océano de la historia nos transporta desde una realidad imposible a otra desconcertante. De la figuración al abstracto, del símbolo elabo­ rado al sueño gratuito, del tiempo vivido al tiempo perdido, de lo público a lo privado, de la razón a la sinrazón...

13 Así lo reconoce una reciente publicación francesa Dictionnaire culturel des sciences.4 5 A ella se refiere Jean-Paul Thomas de modo muy significativo.

Louis Jouvet, comme Baudelaire et Marie Curie, figure au Dictionnaire culturel des sciences. L’acteur a, en effet, rédigé un mémoire sur “L’apport de l’électricité dans la mise en scène au théâtre et au music-hall”. L’entrée de Louis Jouvet dans l’histoire des sciences, celles du savant Cosinus, de Bouchard et Pécuchet et d’Hedy Lamarr, manifestent la volonté de s’écarter des représen­ tations communes du savoir. Entre les sciences et les arts, la littérature, le cinéma, la politique et la philosophie, les interférences prolifèrent et des agencements insoupçonnés se créent et se défont. Le splendide isolement d’une science sacralisée n’est qu’un leurre, sorte d’image d’Epinal destinée à préserver de toute critique -comme de toute véritable admiration- le travail scientifique. La première ambition de ce dictionnaire culturel des sciences est de contester cette vision scolaire, furtivement religieuse. Est-ce pour mieux imposer une autre conception, moins édulcorée, mieux informée des multiples biais par lesquels les sciences, vulgarisées ou non, affectent nos manières de vivre, de penser et de ressentir?

Como podemos ver, la actitud vanguardista no sólo afectará con el tiem­ po a la expresión de la investigación artística sino que acabará, lógicamente, imponiéndose en los terrenos plurales de la investigación científica. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? La presunción científica decimonónica nos impulsaba a crear sistemas historiográficos an­ clados en grandes sistemas que pudieran contener, de un modo u otro, la plural actividad artística. Nos refugiamos en la Historia, cuya metodología ya hemos visto poner en duda, y agrupamos a los indi­ viduos en grupos generacionales que muestran lo que no pueden ex­ plicar, ni siquiera comprender.

4. Publicado bajo la dirección de Nicolas Witkowski. Ed. du Regard/Seuil, Paris, 2001, 450 p. 5. Jean-Paul Thomas, “Une invitation à la navigation culturelle”, Le Monde des livres, 1-11-2001, pág. VI.

14 Partimos de una visión diacrònica lineal y nos quedamos con los estilos sucesivos, más bien con su formulación técnica que con su gé­ nesis estructural. Al considerar el arte individual como el hilo conduc­ tor de la historia del Arte dejamos de lado la interrelación existente en la génesis de la obra de Arte. No era sólo el yo creador quien iba a darnos las pautas de la creación imaginaria. Porque su acción artística consistía en buscar otro sistema de simbolización más adecuado a la constante evolución del entorno en que se hacía el creador individual, la base de toda sistematización tenía que ser, al menos, binaria. En efecto, la linealidad histórica estaba ahí, a nuestra disposi­ ción, y tenía un valor importante para establecer el desarrollo tempo­ ral de la creación artística en general, y del teatro en particular. Pero sólo como mediación histórica, no como teoría general de su desa­ rrollo y las leyes que lo rigen. Además de ello necesitábamos cono­ cer otras mediaciones que nos permitieran comprender y explicar el fenómeno artístico teatral desde la perspectiva de su creador como individuo en una sociedad concreta. Ello constituye lo que he llama­ do la mediación psicosocial. Pero la propia obra y su representación tenían sus propias leyes, su modo de materializar el universo simbó­ lico imaginado y necesitado por el artista que busca en el arsenal del lenguaje artístico las palabras, los silencios, los conflictos, la ima­ gen, el tiempo del acto creador que transmita al espectador la enor­ me tensión del creador. Este campo es el que trata de cubrir la m e­ diación estética. En el marco de la mediación psicosocial, se incluyen las relacio­ nes complejas del individuo creador con su ámbito social, desde su entidad como persona afectada por la sociedad de su tiempo. Los creadores pueden, de esta forma, ser considerados en su calidad de personas en un contexto social que responde a las señales (concep­ tos, factores sociohistóricos...) del tiempo histórico que les ha toca­ do vivir. En muchos casos el lugar social del individuo lo marca, y se expresa a través de sus obras. En algunos, es el creador quien impo­ ne a un determinado grupo vías de expresión y de análisis de la reali­ dad no evidentes en el plano conceptual de la realidad. Aquí se produce la relación compleja del creador con su entorno que, como queda dicho, puede definirlo (en los casos de una produc­

15 ción menos original) o ser definido por la excelsa realidad imagina­ ria elaborada en la obra artística producida por un autor de genio. Todo lo dicho nos ha llevado a la conclusión de que la historia del teatro (como la de todas las artes, incluida la literatura) en la Edad Contemporánea, está íntimamente ligada al desarrollo de dos conceptos operativos (antes apuntados y a los que ahora confiero su exacto alcance, en este contexto sociopolítico), a través de los cuales he reagrupado la aparición de mentalidades colectivas cuya expre­ sión aclara la producción artística en general y la del teatro español contemporáneo durante el siglo XX. Estos dos conceptos son:

• El entorno, como conjunto de señales y circunstancias que, de algún modo, imponen al yo un marco definido de actuación. Es modificado por las propuestas felices de los individuos renova­ dores y revolucionarios, y por las consecuentes iniciativas institucionales que atienden a la transformación de las condicio­ nes de vida. Constituye este marco el fermento en el que se desa­ rrolla una visión de la realidad que afecta al grupo, conforma el universo en el que se identifica un colectivo determinado, y sirve de sustento a la génesis de ortodoxias. En este plano de la expe­ riencia humana se va consolidando una visión del mundo que comprende e interpreta las distintas experiencias de esa colecti­ vidad. Desde esta perspectiva, el entorno se relaciona exclusiva­ mente, de modo significativo, con el yo transindividual, aunque afecta e incita al individuo material para actuar creativamente. • El yo, es decir, la perspectiva del individuo como medida de la realidad en que está inmerso. Aquí los valores más radicales del Arte (no necesariamente de la sociedad) encuentran su expre­ sión. La persona humana define “su” realidad, la crea, la comba­ te, la destruye. Desde esta visión se explica la aparición de acti­ tudes personales {“artisticidad”) que se constituyen en lengua­ jes artísticos, como ocurre en el caso de las vanguardias. En este ámbito de la experiencia humana debemos situar las característi­ cas básicas de un sujeto, y su acumulación de experiencias indi­ viduales que se concretan en una forma personal de enfrentarse con la realidad del entorno en que nace y se desarrolla. En este

16 plano se sitúa la conciencia individual, a través de la cual una perso­ na decide y diseña su posicionamiento así en la vida como en el arte, y se generan fórmulas heterodoxas. Conocemos la naturaleza del yo únicamente por sus efectos públicos, en la medida en que alteran el entorno. En sí mismo (ensimismado) es completamente hermético e irrelevante en el contexto de la contemporaneidad.

Desde la flexibilidad y movilidad que caracterizan a la Edad Con­ temporánea (frente a la inmovilidad del sistema anterior) el indivi­ duo genera una respuesta al variable entorno (del artesanado a la industria, de la servidumbre al proletariado, de la ciudad a la gran urbe, de la familia extendida a la nuclear, etc.) en el que debe sobre­ vivir, y lo hace de un modo particular, con un estilo personal, que acaba convertido en un lenguaje a través del cual expresa, en el pla­ no de la realidad imaginaria, las noticias y las circunstancias cam­ biantes y contradictorias del plano de la realidad conceptual, cuyos datos y circunstancias nos revela el estudio de la mediación históri­ ca. En esta nueva forma de intervención del individuo en los proce­ sos históricos, con su también nueva identidad individual (sujeto y objeto de la historia, percepción diferente de la realidad sensorial), reside la definición del yo que se inaugura a partir del último cuarto del siglo XVIII en la civilización occidental, y se irá implementando en los dos siglos siguientes. Contenido en los grandes principios de las revoluciones burgue­ sas, el concepto de persona y su lenta implantación representan un largo camino, no lineal sino realizado desde un constante retorno a los grandes principios que inspiraron aquellas revoluciones. Esta vía transcurre a través de un paisaje constantemente nuevo y en transformación: el entorno en que evoluciona la experiencia indi­ vidual (la cual incluye la necesidad imperativa de una transvaloración que afecta a todos los valores, y constituye una visión de la realidad entendida como ruptura y salto respecto a las condiciones imperantes, para conseguir una existencia auténtica, es decir regida por los idea­ les revolucionarios contemporáneos). Como podemos ver, el concepto de persona más que una defini­ ción estable es un proceso de actualización inherente a la esencia

17 misma del sistema occidental contemporáneo. Su puesta en duda acarrea necesariamente un efecto regresivo en su desarrollo y consti­ tuye un atentado punible desde la concepción más avanzada de los principios cuyos valores definen la contemporaneidad. En dicho entorno se sitúa el marco para la producción de distin­ tas visiones del mundo. Es el lugar de la acción colectiva y el espacio de las transacciones entre individuos y grupos. Se trata del ámbito histórico de la colectividad que tiene su propia entidad (duración en el tiempo y en el espacio), frente a la parcialidad dispersa y efímera del YO, que preserva o ataca los valores establecidos aceptando o discutiendo el sistema de alienaciones (existencia inautèntica) a que se ve sometido en su entorno. La agónica lucha del yo con dichas alienaciones (ampliamente contempladas por la teoría psicoanalítica) deja huellas indelebles en los productos de la creación artística y sirve de base a las actitudes vanguardistas. Así, por ejemplo, ocurre con las obras de arte en que se critica la tecnificación o la burocratización de las relaciones hu­ manas, consideradas como elementos de una nueva racionalidad re­ presiva propagada, generalmente, desde los espacios institucionales. La relación problemática del yo con su entorno nos parece cons­ tituir la base de una realidad cada vez más ligada a la experiencia individual que, por tanto, deja de ser estable y objetiva como en las edades históricas precedentes. El discurso de la Gran Historia se atomiza en múltiples historias particulares cada vez más especializa­ das (desde la nación hasta el ámbito más local, de la humanidad a sectores minoritarios, de las grandes fuentes historiográficas a los detalles de lo singular y lo cotidiano). Ello contribuye a la falta de valores establecidos de modo absoluto y también a la búsqueda de los mismos. El ser humano se tiene que ir instalando en la provisionalidad y la inestabilidad como consecuencia de un sistema de valores así ca­ racterizado, que no será ajeno a las manifestaciones efímeras del arte (con su carga de inaccesibilidad al tráfico mercantil), que indagará las posibilidades expresivas de la transitoriedad. En el seno de estos valores se plantearán las opciones del individuo en relación con los demás individuos, formando grupos que promueven mentalidades

18 en constante proceso de realización entre la afirmación y la nega­ ción, y el retorno a los ideales de la contemporaneidad. Esos conceptos (entorno/yo) muestran bien, como podrá verse, el desarrollo dialéctico de las artes y del teatro, oscilando entre dos polos de atracción cuya identidad está más en su acción que en su definición. Si repasamos someramente los valores sociales que se desarrollan en la Edad Contemporánea, podremos distinguir, con bastante claridad, lo que de tradicional y de innovador existe en las teorías teatrales formuladas en dicho período histórico. Fundamentalmente (y volvemos a insistir en ello), se trata de la consagración como práctica social del individualismo, y el descubri­ miento de un entorno completamente nuevo (y siempre en proceso de ser redefinido), en el que se desarrolla un nuevo concepto indivi­ dual inédito impuesto por las revoluciones burguesas del siglo XVIII, y sus corolarios económicos, sociales y políticos durante los siglos XIX y XX.

Las actitudes vanguardistas y el teatro

Como hemos visto, la vanguardia es una actitud generalizada durante los primeros años del siglo XX. Todo debe ser reformulado puesto que el sistema, aparentemente sólido, heredado del siglo XIX, se tambalea y se pone en duda sistemáticamente. Del mismo modo, en el terreno teatral, lo verdaderamente vanguardista será poner en duda la estructura del sistema. La vanguardia formula más preguntas que respuestas. Es el espacio artístico de la pregunta, no de la siste­ matización. Resulta de un interés enorme colocar también esta fórmula tea­ tral en su contexto, como una expresión soterrada (el “verdadero tea­ tro” de la época está en los escenarios comerciales) del conflicto interno del ser humano (y de su arte) desarrollado desde el inicio de nuestro siglo, consecuencia de la incertidumbre provocada por el derrumbamiento del orden presente en las postrimerías del siglo XIX, y el desarrollo, en occidente, de una carrera desenfrenada hacia el futuro, como orden posible. Recordemos, a continuación, algunas circunstancias y sus formuladores durante el siglo precedente.

19 Guillaume Apollinaire, en el temprano y pletórico ensayo Los pintores cubistas, publicado en París en 1913, define la tarea creado­ ra del artista con concisión y lucidez espléndidas.

Los grandes poetas y los grandes artistas tienen la función so­ cial de renovar constantemente la apariencia que reviste la natura­ leza ante los ojos de los hombres. Sin los poetas, sin los artistas, los hombres se cansarían enseguida de la monotonía natural. La sublime idea que tienen del universo caerla a una velocidad verti­ ginosa. El orden que se manifiesta en la naturaleza y que no es más que un efecto del arte se desvanecería enseguida.

El Manifiesto de los pintores futuristas, firmado por Boccioni, Carra, Russolo, Baila y Severini, y fechado el 11 de febrero de 1910, en medio de una desenfrenada gesticulación contiene afirmaciones sorprendentemente certeras; así, después de execrar el culto al pasa­ do y la “pereza vil”, que se contenta con una imitación insignifican­ te, reclama un arte al servicio de la vida moderna.

Es vital sólo ese arte que encuentra sus elementos en el am­ biente que lo rodea [...] ¿Y podemos permanecer insensibles ante la frenética actividad de las grandes capitales, ante la psicología novísima del noctambulismo, ante las figuras febriles del viveur, de la cocotte, del apache y del alcohólico?

De esta apuesta nacieron los primeros esbozos futuristas en el territorio europeo. No debemos, sin embargo, olvidarlos porque su presencia en España (en hora muy temprana) parece evidenciar su influencia en nuestros artistas, así como la buena disposición ante el futurismo existente en un sector de la intelligentzia española. En efecto, si la publicación parisina del Manifiesto del Futurismo de Filippo Marinetti se realiza (en la primera página del Fígaro) el 20 de febrero de 1909, esa misma primavera se publica en España, 67

6. Lourdes Cirlot (ed.), Primeras vanguardias artísticas: textos y documentos, Labor, Barcelona, 1993, págs. 66-67. 7. Ibid., pág. 85

20 incluido en el número 6 de la revista Prometeo (correspondiente al mes de abril) ,8 Esta publicación (tan temprana) en España de una fórmula tan radical para la acción artística, constituye la aparición del primer movimiento vanguardista del siglo dirigido expresamente contra los ideales defendidos por el simbolismo y, en buena parte, por el “tea­ tro del arte”: primacía del texto, vuelta a los clásicos, relevancia del actor, simplificación del escenario, etc. La actitud radical de los futuristas proclama un nuevo credo en el que resaltan el culto a la velocidad, la violencia (la Guerra), el humo de las fábricas, las ma­ sas, y la sustitución de la Victoria de Samotracia por el (más hermo­ so) automóvil de carreras “que parece correr sobre metralla...” La definición del “jefe”, el patriotismo, y el “gesto destructor de los anarquistas” (como elementos positivos del nuevo orden necesario), así como el desprecio no sólo del moralismo, los museos y las bi­ bliotecas, sino también del feminismo e incluso de la mujer, pro­ mueven una animación generalizada en el mundo intelectual de la segunda década del siglo, que hereda algunos presupuestos filosófi­ cos debatidos en la Viena de Sigmund Freud y Otto Weininger. Más que una estética definida o un proyecto ideológico, este movimiento representa una actitud desde “el promontorio extremo de los dos siglos” (Marinetti) de renovación radical no exenta de una marcada herencia romántica. Precisamente por su carácter de ideal combativo y su escasez de “recetas” precisas, encontrará un eco con­ tinuo y profundo entre los artistas españoles que reniegan de una atmósfera tan mediocre como la heredada por nuestra Edad de Plata. Es necesario anotar que este vanguardismo radical será conocido y recogido en España pero no compartido de un modo tan activo como en otros países europeos. Se podría pensar que la afirmación de la marginalidad como valor artístico incuestionable, se mantiene más en la permanencia del ideal bohemio finisecular hasta bien entrados los años 20.

8. Además del señalado, otros manifiestos futuristas aparecieron en Prometeo'. “Un manifiesto futurista para España” (núm. 19, 1910) y la “Proclama a los españoles” (núm. 20,1910).

21 Aunque los futuristas se proponen cantar “a las grandes muche­ dumbres agitadas por el trabajo, el placer o la rebeldía”, su eco mo­ viliza sobre todo a las élites intelectuales europeas. Entre 1909 y 1910, Marinetti organiza Serate, reuniones futuristas donde se leen proclamas y poemas ante un público que les es, con frecuencia, hos­ til. El rechazo del público se convierte, de hecho, en un factor positi­ vo que demuestra la validez del “mensaje” y desarrolla “la voluntad de ser abucheado”. En ellas, como en sus publicaciones, Marinetti insiste en la necesidad de desmantelar el teatro tradicional comba­ tiendo las técnicas heredadas (construcción de personajes, elabora­ ción catártica, planteamiento lógico de las situaciones, etc.), y desa­ rrollando realidades no fotográficas, en las que se condensen situa­ ciones, sensaciones y símbolos. El teatro debe convertirse en un “gim­ nasio” en el que se ejerciten los espectadores para comprender la nueva realidad creada por los también nuevos factores inaugurados con el siglo: el espíritu científico y la velocidad. Marinetti, en el Manifiesto del futurismo, entre otros exabruptos, arroja lo siguiente

Para los moribundos, para los enfermos, para los prisioneros, pase: el admirable pasado es tal vez un bálsamo para sus males por­ que para ellos el futuro está bloqueado... ¡Pero nosotros no queremos 9 volver a saber del pasado, nosotros, jóvenes y fuertes futuristas.

Lo admisible en cierto sentido a principios de siglo, es hoy, ya en otro siglo, un patético y triste disparate. En el polo opuesto del tono autocràtico y marcial, que no tolera ré­ plica ni desviación, ostentado por el líder futurista, se halla el humor deconstructivo del dadaísmo, que incluye en la dinámica incondicional de su discurrir toda especie de contradicción y diferencia. En definitiva, proclama la equivalencia siguiente, “Libertad: dada, dada, dada, aullido de dolores crispados, entrelazamiento de los contrarios y de todas las contradicciones, de lo grotesco, de las inconsecuencias: la vida.”10 9

9. Lourdes Cirlot (ed.), Primeras vanguardias artísticas: textos y documentos, Labor, Barcelona, 1993, pág. B2. 10. Lourdes Cirlot (ed.), ibid, pág. 109.

22 Esta propuesta vanguardista se mantendrá vigente en el teatro italiano hasta la década de los años treinta y debe situarse como an­ tecedente claro del movimiento dadaísta que, aunque más disperso que el italiano y aún desarrollando una estructura organizativa me­ nos evidente que éste, se manifiesta en torno de una figura central: Tristán Tzara (1896-1963). Los dadaístas ofrecen una actitud más libre y radical (en el marco de las propuestas vanguardistas generali­ zadas en la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial) que la de su inmediatos predecesores, los futuristas. Como señala Tzara en su Chronique zurichoise (1919), refirién­ dose al primer espectáculo dadaísta realizado en Zurich el 14 de abril de 1917, en él

se decidió el papel de nuestro teatro, que conducirá la direc­ ción escénica hacia la invención del viento explosivo; el escenario en el público; una dirección visible en términos grotescos; el Tea­ tro Dadaísta. Ante todo, máscaras y pistoletazos, la efigie del di­ rector.

En unas afirmaciones algo más coherentes vertidas en “El da­ daísmo y el teatro” (1922),

Tzara saludó el paso del realismo y del “teatro de lo ilusorio”. Liberado del peso que le suponía imitar la vida, el teatro podría “pre­ servar su autonomía artística, es decir, vivir por su propios medios escénicos”. Los actores podrían liberarse de la jaula del escenario, y los efectos escénicos y luminosos podrían ser colocados a la vista de 12 los espectadores, convertidos así en parte del mundo teatral.

Al apostar por la autonomía del hecho artístico, como señala el mismo Carlson, se sitúan los dadaístas en una práctica artística que se acerca al surrealismo de Appolinaire, expresado en el prólogo al ballet Parade (1917) de Cocteau, Picasso y Satie, cuando afirma que en el espectáculo la realidad está presente 1112

11. La obra era Sphitvc und Strohman, de Oscar Kokoshka. 12. Mervin Carlson, Theories of the theatre, Londres, 1984, pag. 343.

23 por una especie de síntesis-análisis que encuadra a todos los elementos visibles, y también, si ello fuera posible, a la esquematización integral que trata de armonizar contradicciones, mientras que, en ocasiones, renuncia al aspecto inmediato del ob- 13 jeto.

En realidad, se está iniciando con estas experiencias, la línea más cercana (dentro de los vanguardismos), a lo que será el movimiento surrealista. La teatralidad de la vanguardia se despierta como un acto de afirmación y se irá definiendo, a través de sus distintas propuestas futuristas, dadaístas y, más tarde surrealista, hasta encontrar un nudo de expresión material (siguiendo la fórmula teórica “disidente” de Artaud) en los años de la segunda postguerra mundial, con el grupo bautizado como Teatro del Absurdo por el crítico Martin Esslin.13 14 Walter Gropius, director de la Bauhaus hasta 1928, responsable del proyecto del Teatro Total para Erwin Piscator, manifestó siempre un gran interés por el teatro y las artes escénicas, a causa del carácter sintético que les atribuía, lugar de confluencia y enriquecimiento de las diversas actividades artísticas. Oskar Schlemmer, renovador de la danza y el teatro de los años veinte, finaliza el sugerente artículo “Hombre y figura artificial” (1925) con reflexiones, que transfieren el esquema que propongo (para el estudio de la actitud vanguardista en el teatro español del siglo XX), de la dimensión ideológica aquí operativa, a un plano estético-formal. En sentido estricto, el autor entiende por “artista del mundo del teatro” el que desempeña las labores de escenógrafo, artífice de los efectos ópticos Una interesan­ te extrapolación a otros dominios viene realizada por el propio Schlemmer.

¿Así pues, actualmente al artista del mundo del teatro sólo le quedan tres posibilidades?: busca la realización dentro de los lí­

13. Carlson, págs. 343-344. 14. Curiosamente, Jean Cocteau en su “Prólogo” a Los novios de la torre Eiffel (1922) emplea el término en el mismo sentido con que Esslin lo acuñará más tarde, al contraponer su concepto al de un crítico nostálgico del pasado, “lo que es tan absurdo. No el absurdo organizado, deliberado, el buen absurdo, sino el absurdo a secas”, Buenos Aires, 1957, pág. 101.

24 mites de la situación dada. Esto significa colaborar con la forma existente de la escena. Se trata de realizar escenificaciones en las que se sitúe al servicio del autor y del actor Busca de la reali­ zación bajo unas condiciones de libertad máxima. Esta puede de­ sarrollarse en las áreas de la escena destinadas a efectos visuales, aquéllas en las que el autor y el actor quedan en un segundo plano [...] O bien queda completamente aislado respecto al teatro exis­ tente y echa el ancla allá lejos, en el mar de la fantasía, lleno de in­ finitas posibilidades. En este caso, sus proyectos sobre el papel, modelos y materiales quedarán para efectuar conferencias y expo­ siciones de arte teatral. Sus planes fracasan en tanto que resulta imposible llevarlos a cabo. Pero esto carece de importancia para él; su idea ha quedado expresada y su realización dependerá del tiempo, de los materiales y de la tecnología. [...] La realización dependerá de la transformación interna del espectador. El hom­ bre es el alfa y el omega de toda actividad artística, pero la reali­ zación práctica de ésta será utópica, mientras no halle la receptividad espiritual necesaria.

Durante los años de las vanguardias a que nos hemos venido re­ firiendo, surgen propuestas que García Lorca conoce y ensaya en sus obras teatrales vanguardistas. Desde 1925, año en que Guillermo de Torre publica su Literaturas europeas de vanguardia, los posiciona- mientos de las mismas eran evidentes. Sin embargo, es necesario distinguir entre las experiencias vanguardistas, que representan más una actitud que una formulación de escuela, y la materialización del espíritu vanguardista (cultivado también por Lorca, a su manera y con su talento) en un proyecto artístico estricto y coherente; la cons­ titución y ordenación del grupo surrealista liderado por André Bretón.

Dada, como el cristianismo primitivo (señala David Sylvester) es férvidamente nuevo, algo nómada, poco metódico en su doctrina, sin burocracia; el superrealismo se parece a la Iglesia establecida, con su dirección centralizada y su imperialismo, su jerarquía y su hagiogra­ fía, su ortodoxia y sus herejías, sus excomunicaciones y sus cismas.15 16

15. Lourdes Cirlot (ed.), Primeras vanguardias artísticas: textos y documentos, Labor, Barcelona, 1993, págs. 265-266. 16. Citado por Ian Gibson en Federico García Lorca, Barcelona, 1985,1, pág. 417.

25 En las palabras que preceden puede identificarse un elemento de diferenciación entre ambas vanguardias, que se convertirá en factor decisivo a la hora de comprender la diferencia que las separa. El movimiento surrealista se centra en las actividades del Grupo Surrealista que dirige, con mano firme, André Bretón, convertido en el pontífice de la nueva iglesia: fuera de ella no hay surrealismo en sentido estricto.

Teorías vanguardistas del teatro tras la Segunda Guerra Mundial

Terminada la Segunda Guerra Mundial, el teatro occidental se plantea la urgencia de renovar los lenguajes legítimos (estética y so­ cialmente) del teatro. El momento histórico exigía a los creadores una respuesta adecuada a las nuevas realidades sociales, políticas y económicas. Los dramaturgos se plantean, en términos escénicos, esas demandas y se dividen en tres grupos que formulan respuestas bien distintas al nuevo entorno. Los primeros se identifican con el nuevo orden y practican en la escena una representación éticamente conservadora del estatuto im­ plantado por la pax americana, que se formula en los múltiples pro­ ductos del teatro comercial. Entre ellos destaca la comedia de corte tradicional, que recoge asuntos teatralmente válidos por sus implicaciones anecdóticas o éticas. Una segunda opción aparece entre los autores que ponen en duda el sistema implantado en las democracias occidentales y tratan de reformarlo. Para ello acuden a las contradicciones de la sociedad capitalista empleando los argumentos políticos, sociales y éticos de los distintos modelos existentes en los estados socialistas y comu­ nistas. En cierto sentido, se podría decir que, para ellos, el teatro se convierte en una opción más entre todas aquellas que pretenden reformar el orden establecido. Para conseguir su propósito emplea­ rán, mayoritariamente, un lenguaje escénico realista, claro en sus propuestas y eficaz ante el público. El realismo social se convierte así en un lenguaje legítimo del teatro y los dramas realistas investi­ gan formalmente los aspectos más conflictivos de las relaciones

26 humanas, en tanto que consecuencias de un orden social básica­ mente injusto. En tercer lugar, debemos recordar la aparición de un teatro que incorpora el panorama trágico del destino humano en la nueva socie­ dad y hunde sus raíces formales en la tierra fértil y oscura de los lenguajes vanguardistas producidos entre las dos guerras mundiales. El legado de dichas vanguardias que nos afectan al referirnos al teatro vanguardista, se sitúa en la tradición surrealista y pretende materializar en los escenarios un lenguaje artístico bien planteado ya en otros medios de la expresión imaginaria como la poesía, la narra­ tiva, la pintura, etc. La dudosa comprensión del arte escénico y sus posibilidades por parte de André Bretón y su grupo surrealista, les llevó a pensar que no podía existir un teatro verdaderamente surrealista. Como conse­ cuencia de ello observarán una actitud muy crítica hacia sus defen­ sores, llegando incluso a la expulsión de Antonin Artaud del grupo. Sin embargo, y curiosamente, será el mismo Artaud quien siente las bases del nuevo lenguaje escénico vanguardista de expresión surrealista. En efecto, terminada la Segunda Guerra Mundial, la pro­ puesta estética artaudiana seguirá tres vías bien diferenciadas, aun­ que íntimamente relacionadas, en el desarrollo de los escenarios vanguardistas. La primera en formularse se referirá fundamentalmente al len­ guaje teatral. Martin Esslin estudiará más tarde y dará nombre a esta tendencia general bajo el epígrafe de Teatro del Absurdo. La inclu­ sión indiscriminada de autores en su estudio hará que figuren juntos algunos que no coinciden ni en el tiempo ni en las propuestas escénicas. Sin embargo, es cierta la enorme revolución que en el lenguaje teatral supuso la aparición de autores como Ionesco o Beckett, quie­ nes expresaron de manera eficaz y legítima su percepción del entor­ no en el que se desenvolvían. En efecto, la soledad de la persona, su aislamiento y su existencia en un espacio degradado y desperso­ nalizado forman el lugar escénico adecuado para contener los cáus­ ticos y absurdos diálogos de sus personajes. A través de ellos plas­ man todas las circunstancias que afectan al desarrollo de las perso-

27 nas en un entorno donde el anonimato y la pérdida de toda autentici­ dad conviven con la incapacidad, cada día más manifiesta, de los individuos para transformar o, al menos, influir en los cambios so­ ciales de la sociedad implantada tras la Segunda Guerra Mundial en los países occidentales, como ya había señalado Adamov: “he tenido siempre la impresión de una imposibilidad de comunicar, de un ais­ lamiento, de un encerramiento.” A lo que Beckett respondía: “Yo exploto la impotencia, la ignorancia.17 Si en los diálogos se encerraba toda esta circunstancia, los direc­ tores, actores y escenógrafos tenían que buscar también las formas adecuadas para enmarcar las palabras pronunciadas en la escena. Algunos actores y directores se lanzaron a la aventura consiguiendo representar los textos con técnicas adecuadas. Las experiencias de Roger Blin y Jean Marie Serreau, siendo de enorme importancia, planteaban (más que resolvían) la cuestión fundamental de las nue­ vas técnicas para desarrollar con libertad y plenitud los aspectos más básicos de la representación: la actuación, la propuesta escénica que integrara los distintos factores de la realización, y las nuevas formas para acotar los sectores más contradictorios de la realidad. Las respuestas no se hicieron esperar. En lo que se refiere a la segunda vía del lenguaje vanguardista, la actuación, Grotowski pro­ pone fórmulas eficaces para la formación de los actores, recurriendo a desnudar de todo ropaje accesorio el cuerpo de los actores y a in­ cluir en su imagen los aspectos más vigorosos de su actividad. En el escenario los cuerpos se nos ofrecen cercanos y en toda su desnudez expresiva. Son cuerpos humanos que, al actuar, asumen las expresio­ nes (y sus consecuencias) del ser humano en el mundo. Frente al anonimato, la asepsia y el conformismo en el atuendo, se erige el nuevo actor con su cuerpo flexible y capaz de conmovernos en sus acciones múltiples, sus gestos inéditos, sus secreciones animales. El nuevo actor se desnuda para conocer los resortes de su cuerpo, dominarlos y ser capaz de construir los personajes desde dentro, no sólo en el plano emocional, sino también en su aspecto físico identi- ficable por la complejidad de sus gestos unificados por una identi­

17. Michel Corvin, “Une écriture plurielle” en Jacqueline de Jomaron, Le théâtre en France, vol. 2, pág. 420, Armand Colin, Paris, 1989.

28 dad inconfundible. Se está iniciando el largo viaje del actor: desde Humphry Bogart a Robert de Niro. Finalmente aparecerán unas respuestas adecuadas al problema de la propuesta escénica desde los últimos años de la década de los cincuenta. Por aquellos años se inician experiencias en dos lugares apartados y sin ninguna comunicación. En New York, dentro de las actividades de la Brooklyn Academy ofthe Arts, un grupo de artistas provenientes de campos muy distintos, tratan de formular las rela­ ciones existentes entre las distintas áreas de la creación artística. John Cage, el compositor musical, Merce Cuningham, el baila­ rín que revolucionaría la danza, Jaspers Jones y Andy Warhol, artis­ tas que marcarían los derroteros nuevos de la pintura actual y Alan Kaprow, el creador del happening en Estados Unidos, entre otros, plantearon las bases comunes de la representación una de cuyas con­ secuencias sería la aparición de la performance. Lejos de allí, en París, otro grupo de artistas realizaban actos escénicos y planteaban fórmulas teóricas que, plasmadas en los es­ cenarios, recuperaban y hacían avanzar las bases del lenguaje teatral que habían sentado sus antecesores y contemporáneos, ya bien esta­ blecidos en los escenarios de todo el mundo, Ionesco y Beckett. En este grupo, que surgió como una herejía del grupo surrealista, militaban (y el verbo empleado tiene aquí su exacto valor), dentro de los círculos intelectuales franceses, pintores como Roland Topor, artistas que practicaban la literatura y el cine como Alejandro Jodorovski y el dramaturgo español Fernando Arrabal. Sus propuestas ampliaban las de Ionesco, Beckett o Génet en el sentido de la puesta en escena: su plástica, su sentido ceremonial, la marginalidad de sus infantiles héroes y su búsqueda del espectáculo total eran elementos nuevos y frescos que acabarían transformando la desnudez de los espectáculos anteriores y se irían, poco a poco, adentrando en los círculos del concepto renacido de lo barroco como signo de un deseo de intimidad rica y ensimismada, caótica y orde­ nada (como un ritual), transcendente y auténtica, capaz de recuperar los viejos valores del individuo libre y creador en una sociedad cada vez más alejada de los valores que constituyeron su propia esencia. “La ruina del lenguaje conlleva la de la comunicación: ‘Nadie en­

29 tiende a nadie’, dice Adamov; a lo que le responde Tardieu: 'La pala­ bra es inútil y nadie se comprende. Como es sabido: no hay nadie’. De hecho, la incomunicabilidad provisional es el rechazo de los pos­ tulados de la comunicación normal (principio de identidad, referen­ cia a una memoria común, principio de causalidad), la fragmenta­ ción y la explosión del discurso (por el empleo de diálogos desco­ yuntados en un Dubillard) empujados hasta el babelismo en Arrabal {Concierto en un huevo, 1958) no significan que no haya otros me­ dios de comunicación. El ritmo y el gesto.” 18 Todo ese perfume, denso, rico y aplastante, era el incienso de sus llamadas representaciones efímeras pánicas, tan cercanas a los happenings norteamericanos y tan ligadas, al mismo tiempo, a las celebraciones y fiestas surrealistas. Bretón se admiraba, Sartre les abría las puertas de su revista Les temps modernes, Ionesco recono­ cía en ellos su propia casta, Beckett los observaba y bebía de ellos en los pozos profundos de la conciencia humana, alejada del ruido en­ sordecedor de un entorno cada día más bullicioso y sin sentido. Así lo ha señalado el mismo Michel Corvin:19

Como un ejercicio de terapia personal, el teatro de Arrabal lo encamina hacia un lenguaje directo, no verbalizable, del cuerpo. Puede ser que se dé cuenta, aunque un poco tarde, de lo que Artaud había soñado, tanto más que la imagen no pierde en abso­ luto lo esencial de su poder para dejar de ser virtual. En ese caso, se saldría del teatro-representación en el que la palabra -interme­ diaria- se interpone entre la escena física y el espectador para con­ vertirse en teatro-acción, en el happening.

Lo que he venido recordando en esta conferencia son realidades evidentes en los círculos científicos actuales. Mis reflexiones y la aportación de datos que las acompañan, pretenden solamente conci­ tar algunos elementos de reflexión sobre la génesis de las actitudes vanguardistas con que iniciamos el nuevo siglo. A través de ellas, el público paciente ha podido seguir varios caminos diferentes. Abu­

18. Michel Corvin, ibid,. pág. 418 19. Ibid., págs. 432-433.

30 rrirse y desconectar su cerebro, reafirmar sus convicciones teóricas sedentarias ante tamaño desorden, aclararse a sí mismo que ese des­ orden ambiental bien podría explicar el caótico universo en que se mueve... En realidad, he querido, en la forma y en el fondo, documentar la complejidad de los sistemas artísticos vanguardistas. Quizás estas palabras consigan aclarar cómo concibo las vanguardias, esas actitu­ des a través de las cuales el artista dialoga consigo mismo y ataca frontalmente las coordenadas que le impone una realidad ordenada por un orden de bronce cuyos pies se deshacen en su barro.

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ANTECEDENTES DE LA VANGUARDIA ESCÉNICA

César Oliva Universidad de Murcia

Origen de la vanguardia escénica española

Si quisiéramos hablar con propiedad de vanguardia escénica, parece evidente que tendríamos que tener en cuenta las fechas en las que aparecen las primeras innovaciones artísticas del siglo XX. Re­ cordemos que el manifiesto Futurista de Marinetti es de 1909; de 1918, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, el manifiesto Dadá de Tzara; en 1919 es cuando Gropius crea el Bauhaus en Weimar, plena extensión del expresionismo (El gabinete del doctor Caligari, de Weine, es de 1920); y en 1924, Bretón publica el primer manifiesto del Surrealismo. Pocos años después lo documenta Buñuel, residente en París, acompañado de la pareja Dalí-Lorca, pues de 1929 es su primera película, Un perro andaluz, modelo del surrealismo cinematográfico. En España se producirá un impacto inmediato en los círculos artísticos más avanzados, aunque, en el teatral, no tiene la fuerza que era de esperar. Será la generación del 27 la que acepte y asuma la mejor vanguardia de nuestras letras y nuestro teatro. El reflejo de ese clima de inquietud lo había dado de manera admirable Ortega en La deshumanización del arte (1925), ensayo que recogía el creciente sentimiento de arte minoritario, y que proponía la divi­ sión del público entre los que entienden las obras contemporáneas y los que no. Pero el teatro español había dado antes evidentes muestras de preocupación por la renovación, abriendo pequeños caminos hacia determinadas formas de vanguardias. Dejemos para otro lugar si ésas podrían denominarse con rigor vanguardia o no, porque lo que nos interesa ahora es rastrear los primeros comportamientos escénicos que se salen de la norma, formas distintas a las habituales, rupturas tanto de contenido como de continente, es decir, la evidencia de que la vanguardia teatral existía antes de que llegara del exterior. Existía en la teoría, pues en la práctica de los escenarios pocos son los ejem­ plos que podemos aportar. Esta desproporción entre teoría y práctica tiene su razón en los siguientes postulados:

1. En el siglo XX se produce con todas sus consecuencias una pa­ tente separación entre mayorías y minorías en la recepción de las formas artísticas. 2. En el terreno teatral, las minorías se circunscriben a un tipo de teatro sin público, que caracteriza las empresas de producción de los teatros íntimos, primero, y de cámara y ensayo, en tiempos de la dictadura de Franco. 3. La vanguardia, sea la plena de los años veinte, o sus anteceden­ tes, se sitúa por derecho propio en el campo de las minorías, ya que lo exige su enfrentamiento a cualquier tipo de imposición comercial.

Estos tres puntos (de los que no vamos a demostrar ahora su evidencia) van a servirnos para desarrollar nuestra propuesta, que no es otra sino hacer un recorrido por una serie de creadores y obras en los que, a nuestro entender, haya intentos de superar lo establecido, abandonar la reiteración del hábito, dejar de repetir constantes visitadas desde mucho tiempo atrás por otros. Intentos que difícilmente titularemos de vanguardia, pero que se relacionan de manera exhaustiva con ella. Esos puntos serán observados des­ de el plano de la escena, aunque a veces, ante la ausencia de docu­ mentos, nos tengamos que apoyar en la literatura, a sabiendas de que la letra escrita o impresa en teatro está siempre presta a su actualización en los escenarios.

34 En los primeros intentos de renovación de la escena española po­ demos encontrar los antecedentes más lejanos de la vanguardia espa­ ñola teatral. Y ninguno tan evidente como los que proceden de los hombres del 98. Es allí en donde están los gérmenes iniciales de una forma de entender el arte diferente a lo que se veía. Todos esos autores coincidieron en oponerse al naturalismo, y todos sufrieron una evi­ dente limitación para ser producidos por las empresas comerciales. Los casos de Unamuno, Azorín y Valle-Inclán son de sobra cono­ cidos. Sus esfuerzos por situarse en las carteleras convencionales chocaron con la cruda realidad de no contar con un público predis­ puesto a sus innovaciones. Es la gran enseñanza que nos trae la pers­ pectiva del tiempo. La vanguardia está reñida con el público y con la empresa comercial. Unamuno, Azorín y Valle-Inclán sin proponér­ selo eran vanguardistas. Sorprende el empeño de los tres por estre­ nar, por llevar a los escenarios propuestas renovadoras, sin darse cuen­ ta que los escenarios habituales no lo iba a consentir. Era un momento en el que el teatro buscaba refugio en la intimi­ dad de los espacios menores, en donde el público fuera tan cercano como distinto. Strindberg había inventado el concepto de teatro ínti­ mo para pocos actores y pocos espectadores. Era una relación mino­ ritaria que parecía adecuada a los nuevos tiempos. Los empeños de Paul Fort y Lugné-Poe, a finales del siglo XIX, estaban abocados al fracaso como empresa comercial, aunque tuvieran éxito al descubrir nuevos comportamientos escénicos. De pronto el naturalismo, que había surgido como oposición a las postreras formas románticas, se había convertido en vía por donde discurría el negocio del teatro. Otra cosa será cómo se utilizaba ese naturalismo. Mientras, el simbolismo se dirigía hacia empresas de talante poco o nada comercial, idealistas, de público restringido. Las primeras innovaciones vendrían por esa moda, aunque no faltaron tampoco quienes aplicaron el nuevo estilo para modernizar el viejo naturalismo, con excelentes resultados de taquilla. Es lo que hizo con primor Benavente y el propio Martínez Sierra. Pero entonces, quienes se­ guían experimentando, dando siempre pasos adelante, ya habían roto con el simbolismo para tentar nuevos caminos. Es el caso del primer Ramón Gómez de la Serna cuando publicaba en Prometeo su teatro

35 muerto y pantomimas. El proceso de «reteatralización», en el que tanto insistiría Pérez de Ayala desde las páginas de Las máscaras (1917), estaba iniciado. Fenómeno éste de la reteatralización que aparece precisamente cuando el Naturalismo muestra sus carencia, y se le combate desde la propia esencia del teatro.

Teatros íntimos y vanguardia

En este tiempo, los teatros íntimos se habían consolidado como espacios en donde representar lo que no se podía en las salas comer­ ciales. El propio Benavente, a partir de La comida de las fieras tenía sitio seguro en las carteleras, había propiciado un Teatro Artístico, en 1899, en donde Valle-Inclán se estrenaba como autor con Cenizas. En 1909, el propio Benavente impulsaba el Teatro de los Niños en el que presentaba obras de diferente recepción a la habitual, comedias de apariencia infantil, que encerraba inventos del interés de El príncipe que todo lo aprendió en los libros o La cabeza del dragón. El crítico Anselmo González (Alejandro Miquis) puso en marcha en 1908 otra iniciativa de enorme interés, el Teatro de Arte, nombre que procede del proyecto de Stanislavski, y que se repetirá con fre­ cuencia en otras empresas posteriores. Todo ello sin olvidar que el verdadero introductor de este teatro minoritario en España fue Adriá Gual, cercano a las experiencias de Antoine, Fort o Lugné-Poe, a los que conocía directamente, y que en 1898 inició en Barcelona una larga trayectoria de búsqueda de nuevos recursos escénicos. Una tra­ yectoria que tuvo altibajos e intermitencias, pero que resulta ser la más propia y genuina de los orígenes de las vanguardias escénicas españolas. Volviendo a la relación de experiencias que se producían en Ma­ drid en las primeras décadas del siglo XX, el también crítico Ricardo Baeza impulsó en 1919 un ambicioso grupo, llamado Atenea, que proyectaba presentar títulos y autores fundamentales en el teatro con­ temporáneo. Mayores dimensiones, y por consiguiente, más discuti­ bles resultados como línea de vanguardia y experimentación, consi­ guió Martínez Sierra con su Teatro de Arte, que desarrolló de 1917 a 1925 en el Teatro Eslava. La entidad del local, uno más de los del

36 circuito madrileño, daba una condición ambigua a su ambigua pro­ gramación. Más entidad de grupo minoritario tuvo El Mirlo Blanco, en 1926, entre otras razones, porque sus representaciones se celebra­ ban en un espacio más pequeño, como es la casa de Ricardo Baroja y Carmen Monné. La empresa, de la mano de Valle-Inclán, uno de sus colaboradores, intentó continuar en una sala más amplia, la del Cír­ culo de Bellas Artes, con el grupo El Cántaro Roto. En la línea de actuación en salones privados, el matrimonio Martínez Romarate y Pilar de Valderrama montaron, en su casa de la calle Rosales, Fantasio, en donde produjeron una serie de obras de idéntica tendencia mino­ ritaria. Este breve repaso a las empresas que cargaron con la respon­ sabilidad de investigar en las formas escénicas modernas no debe concluirse sin citar El Caracol, propiciado por el director escénico Cipriano de Rivas Cherif que, instalado en la Sala Rex, en 1928, presentó algunos de los hitos de la nueva escena, como el estreno de Orfeo, de Cocteau, o Lo invisible, de Azorín. Así mismo, en 1933, Anfístora, iniciativa de Pura Maórtua Ucelay, con inspiración de García Lorca, se benefició del clima de pujanza cultural que propi­ ciaba el gobierno de la Segunda República. Los nombres que han desfilado por esta rápida relación atestiguan un talante intelectual y comprometido fuera de toda duda. No se mete a una empresa tan altruista quien no mide bien el alcance de sus pasos. Son humanistas los que acometen estos proyectos de renovar nuestro teatro, pues la vanguardia no deja de ser más que una suerte de huma­ nismo. Los títulos de las obras que programaron estos grupos, así como los nombres de sus autores, conforman la mejor guía para conocer los primeros pasos de la vanguardia teatral española. Es lo que vamos a hacer a continuación, con vistas a fijar algunas claves elementales para ver cómo la escena interpretó esas ideas que se oponían al canon de la representación de esos años. No será un rastreo exhaustivo, pues, por una lado, va acomodado a los límites de tiempo de esta exposición, y, por otro, la ausencia de una comple­ ta documentación gráfica de esas representaciones condiciona de­ masiado cualquier valoración crítica que podamos acometer. He­ mos de conformarnos con las acotaciones escritas por el autor, aun­ que también intentaremos descifrar las imágenes que nos dejan bo­

37 cetos y escenas. En cualquier caso, no dejamos de trabajar sobre supuestos, más que sobre la evidencia escénica.

La vanguardia de la escritura teatral

Partimos de un primer período en el que se intentó cambiar las formas en los escenarios españoles desde la intelectualidad del 98. Unamuno, con su oposición al realismo, buscando espacios vacíos, propios de la teatralidad desnuda e innata de los trágicos griegos. Esa desnudez está patente en la propia descripción inicial del medio en el que se desarrollan los dramas, pues no pocas de sus obras care­ cen de toda indicación explícita del espacio (Fedra, El pasado que vuelve, El otro, Sombras de sueño) y algunas, sólo tienen escuetas indicaciones (Soledad, Raquel encadenada, El hermano Juan). No olvidemos que los textos escritos para el teatro comercial estaban llenos de indicaciones sobre cómo presentar la escenas y los perso­ najes. Las empresas lo exigían para facilitar la puesta en escena. Azorín es también escueto, aunque inclinado a dar las explica­ ciones técnicas propias de la época. Es la espléndida contradicción del autor de Monóvar: deseoso de innovar, sobre todo por vía del simbolismo de Maeterlink, tropieza él mismo con la evidencia de unos escenarios preparados para el naturalismo, en donde todo se leía desde la perspectiva figurativa. Es algo propio de la época, pues en idéntica paradoja cayeron no pocos creadores del teatro europeo. El deseo de renovar el lenguaje escénico se encontraba con el pro­ blema de la forma, de cómo mostrar en las tablas una innovación que no fuera más allá de las palabras. Y no nos referimos sólo a la esce­ nografía sino también a la interpretación. De ello se quejaba, y mucho, Valle-Inclán: no había actores pre­ parados para decir los nuevos textos con otros modos y ademanes distintos a los de la declamación. Don Ramón es otro de los autores del 98 que hace un teatro distinto al que querían los empresarios. No tenemos más que recordar sus terribles polémicas con las grandes figuras de la época para comprobar que más allá de sus enojos había una imposibilidad para hacerse entender por el público mayoritario. Los actores no lo querían montar porque tachaban a sus textos de

38 exceso de literatura. Y tanto. Como que terminó por no saber si lo que escribía era teatro o novela. El teatro lo imaginó creyendo en lo fronterizo con la novela, aunque una profesión intelectualmente dota­ da hubiera estrenado sus textos con regularidad. No es más literario el teatro de Valle-Inclán que el de Claudel, pero éste encontró el poeta escénico que no tuvo don Ramón. Al contrario que Unamuno, Valle aderezaba de más las indicaciones técnicas de sus obras, desbordándolas de imaginación para que no cupiesen en los viejos escenarios. Multi­ plicó escenas y personajes con el deseo de vulnerar la convención de su época, más que de renovarla. Pero sería Gómez de la Serna el que inició un proceso de cambio más profundo. Al menos en los libros. En la revista Prometeo publi­ có, de 1909 a 1912, diecisiete piezas, la mayor parte de pequeño formato. De La Utopía se anunció su estreno, pero ni ésta ni el resto vieron los escenarios. En todas ellas da muestra de la influencia que las nuevas corrientes del teatro experimentaron en él. Pero ninguna responde a un concepto o teoría dramática concreta, sino que son meros bosquejos, tanteos sobre las posibilidades escénicas que el teatro tenía cuando se apartaba de manera radical del dicentismo de la época. Utiliza espacios vacíos, curioso juegos de luces, personajes que no lo son, sino meros fantasmas que desfilan y no parecen pre­ tender la representación. No se vieron en los escenarios. El concepto de experimentación alcanza así su máximo significado. Sin embar­ go, la escritura escénica no indica novedades visuales tangibles, pues detalla con la misma minuciosidad que los naturalistas la composi­ ción del decorado: tienda de imágenes sagradas, para La Utopía; un amplio salón oscuro de paredes tapizadas, para El drama del palacio deshabitado, en el que necesita de un epílogo narrado a modo de cuento, etc. Mayor originalidad tiene El teatro en soledad, pues el decorado era el mismo teatro. Bastantes años después, en 1929, es­ trenó Los medios seres, logrando cierto favor de la crítica pero la total repulsa del público. El mismo autor habló de «el calvario del teatro» que suponía la representación. Empieza a evidenciarse que la vanguardia teatral más pura es la que no se representa. Martínez Sierra dirigió varias obras de vanguardia, con similar recepción a la de Los medios seres. Recordemos que fue el artífice

39 del fracasado montaje de El maleficio de la mariposa, de García Lorca, en 1920. Pero su Teatro del Arte se abría todos los días a la taquilla, y tuvo que ser tan ecléctico y ambiguo como su propia personalidad. Renunció a estrenar El señor de Pigmalión (1923), de Grau, aunque sí lo hizo con El hijo pródigo (1918), del mismo autor. Alternó tex­ tos insólitos con otros absolutamente convencionales, como los su­ yos propios o los de Muñoz Seca. Su mayor mérito fue incorporar a una serie de pintores de gran imaginación al campo de la escenogra­ fía y de la ilustración. A la cabeza de ellos, Sigfredo Bürmann, de cuyas aportaciones trataremos después. Para encontrar el gran autor de vanguardia español de los años veinte hemos de citar por fuerza a Federico García Lorca. Una rápi­ da mirada sobre su obra dramática nos demuestra la naturaleza que­ bradiza que las nuevas tendencias ejercieron sobre él, pero también la enorme relación que guarda la escena con el público que la susten­ ta. Autor bifronte, fue capaz de avanzar en la sensibilidad del drama rural, cargado hasta él de costumbrismo folklorista, tanto o más como en la renovación más absoluta de las imágenes teatrales. Sus obras cortas, desde El paseo de Buster Keaton hasta Quimera, son el mejor modelo de vanguardia surrealista, en la que es más importante la imaginación leída que la representación. No son obras de espectado­ res, como bien lo entendió el propio autor, aunque tan surrealista o más es Amor de don Perlimplín, y quizás sea la más bella síntesis del tema clásico del viejo y la niña. García Lorca entendió tan bien que el problema de la renovación era más un problema de público que de creación, que escribió una enorme y cruel metáfora que lleva por irónico título El público. Incluso en sus dramas poéticos, de aparien­ cia naturalista, los artistas encontraron motivos suficientes para con­ tinuar la renovación plástica de la escenografía. Otros autores que en la encrucijada de los años veinte con los treinta aportaron textos que sirven para medir el alcance de la van­ guardia, son Sinrazón (1928) [«Al levantarse el telón, sala y escena­ rio están completamente a oscuras. Siluetados, con pasta luminosa, se ven todos los aparatos de un Laboratorio moderno. Entre ellos se mueven las tres batas blancas de dos médicos y un ayudante»], del torero Sánchez Mejías, estrenada con cierto éxito por Lola

40 Membrives; ¡Tararí! (1929), de Valentín Andrés Álvarez; Tic-Tac (1930), de Claudio de la Torre, y El sonido 13 (1930), de Mario Verdaguer. En todos ellos no es difícil advertir la influencia de las teorías de Freud, popularizadas en España durante esos años, y que se reflejaron también en textos de Azorín (Cervantes o la casa en­ cantada) y García Lorca {Asíque pasen cinco años), los dos de 1931. Poco antes, hacia 1927, el surrealista Buñuel había dejado un Hamlet en el que negaba la tradición de la comedia española, desde el Siglo de Oro hasta los intentos de pervivencia románticos. De ese mismo año cabe citar otra singular obra de Bergamín, Enemigo que huye, en firme oposición al habitual naturalismo.

La vanguardia de la representación

Considerados los autores como pioneros de la vanguardia escénica española, hemos de pasar enseguida a los directores y escenógrafos para comprobar la aportación plástica que ofrecieron al teatro de este tiempo. Situamos a la cabeza a Cipriano de Rivas Cherif, cuya in­ fluencia en la técnica de la representación fue decisiva. Formado con Gordon Craig en Italia, de 1911 a 1914, su vida fue una continua expe­ riencia teatral. En 1918 había dirigido la Fedra de Unamuno, en el Ateneo de . Un año después está en París, en donde coincidió con Azaña, conociendo de primera mano los trabajos de Lugné-Poe, Pitoeff, Gémier, Copeau y Diaghilev, el famoso organizador de los ballets de Moscú. En España puso en marcha multitud de experien­ cias, desde el Teatro Escuela de Arte, en 1920, hasta El Caracol, en 1928, pasando con sus colaboraciones con El Mirlo Blanco y conti­ nuando con su larga etapa de director artístico de la compañía de Mar­ garita Xirgú. Sin duda fue el hombre de teatro más decisivo para el establecimiento de la vanguardia escénica española, encontrando en sus propias contradicciones, las de la renovación teatral de ese tiempo. Director de escena fue también García Lorca, al que se deben no pocas ideas de montaje, sobre todo con los clásicos en La Barraca. Pero el momento más interesante para la consolidación de la van­ guardia fue cuando un grupo de pintores se hicieron escenógrafos, con la tendencia de ir más allá de la vieja consideración del teatro

41 como verdadero cuadro en movimiento. Esas nuevas tendencias se activaron con el establecimiento en España, durante unos años, de los famosos ballets rusos de Diaghilev, pues permanecieron aquí lar­ gas temporadas: en 1916, 1917, 1918 y 1921. El decorador Bakst demostró las posibilidades de la luz, así como el uso de colores vivos no necesariamente complementarios. De la estancia de este ballet surgió el estreno de Le tricorne (1919), una versión de El Corregidor y la Molinera (1917), pantomima de Martínez Sierra sobre la novela de Pedro Antonio de Alarcón El sombrero de tres picos, y música de Manuel de Falla. Los decorados y vestuario de esta producción diri­ gida por Diaghilev fueron de Picasso. El artista más decisivo para la renovación de la escenografía en España fue Sigfredo Bürmann, formado en su Alemania natal junto a Reinhartd, y que desarrolló una amplia labor desde 1917 a 1980. Su trabajo fue enorme, como lo fue el salto que produjo la decora­ ción de simples telones pintados a elementos corpóreos, así mismo pintados, pero dispuestos en un juego de volúmenes que dotaba al espacio de una profundidad hasta el momento ignorada. Los practi­ cables y plataformas a diversas alturas, los giratorios cuando el esce­ nario lo permitía, los elementos fijos que se transformaban con pe­ queños aditamentos, hizo posible que los autores rompieran con la obligación técnica de partir las obras en tres actos, con entreactos más o menos prolongados para los cambios. Todas estas circunstancias se beneficiaron del uso de nuevos sis­ temas de iluminación que, aunque tardaron en entrar en España de manera plena, se aplicaban con más imaginación que medios. Más que inventar, Bürmann trajo en su bagaje de artista formado en el norte de Europa una serie de posibilidades aptas para el genio y ner­ vio de los dramaturgos españoles, con algunos de los cuales se iden­ tificó de manera plena. Pudo trabajar con libertad gracias a las faci­ lidades que encontró con Martínez Sierra, el cual montó un verdade­ ro taller para su Teatro de Arte. Junto a aquél trabajaron el uruguayo Rafael Pérez Barradas, excelente ilustrador aunque no dotado plena­ mente para la escena, y Manuel Fontanals, decorador y cartelista catalán que se reconvirtió para el teatro gracias a la influencia de Bürmann. Esta triada, en un momento dado, y a falta del director

42 pleno que nunca tuvo nuestro teatro, fue cabeza de la renovación escénica española. Barradas proyectó un decorado con elementos corpóreos para El maleficio de la mariposa, de García Lorca, aun­ que finalmente fue sustituido por objetos de Mignoni y un dispositi­ vo escénico del propio Bürmann. En 1925 tuvo lugar en Madrid una Exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos, de la que surgieron las escenografías más vanguardistas del momento. Muchos de ellos se integraron al teatro después, en la experiencia de La Barraca, donde, a pesar de que su repertorio estaba formado en su mayoría por autores clásicos, desa­ rrollaron de manera admirable una plástica plenamente surrealista. Colaboraron en ello artistas como Santiago Ontañón, Alfonso Ponce de León, Ramón Gaya, Benjamín , Pepe Caballero y Alber­ to Sánchez, entre otros. De Benjamín Palencia, por ejemplo, hemos de recordar su escenografía para La vida es sueño, formada por un gran telón de fondo, flanqueado por dos rompientes laterales, todo ello en tonos grises, azules y blancos. De Alberto Sánchez, el telón de boca para la Numancia, dirigida por Rafael Alberti y María Tere­ sa León en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, en plena guerra civil, obra cuyos decorados fueron de Santiago Ontañón. Una serie de conclusiones surgen de la contemplación de las escenografías de algunos de estos pintores, sobre todo, del paso de sus bocetos a las tablas, según las fotos que nos permite documentarlos. En primer lugar, lo que empezó a cambiar no era el concepto en sí del decorado (como sucedió con la puesta en escena), ya que las escenografías de Dalí, Picasso o Bartolozzi se apoyaban en los mismos telones pintados que había en el naturalismo, sólo que con distinto tratamiento pictórico (Mariana Pineda, Orfeo, Divinas palabras). En ese sentido es bueno advertir la diferencia entre el decorado del pintor o el de un hombre de teatro, como Adriá Gual, que él mismo era autor de escenografías llenas de intención teatral. A ve­ ces, los telones pintados adquirían gran importancia por su textura expresionista {Yerma). Cuando los montajes son en espacios más li­ mitados que los habituales, la escenografía se reduce a cortina de fondo, espacio vacío y objetos {El Caracol). Más frecuente es aún la

43 puesta en escena naturalista para textos que no lo son (Sombras de sueño), aunque a veces no falte cierto atrevimiento, dentro de la mis­ ma estética (El otro). Finalmente, advirtamos que Bürmann fue el escenógrafo que más sentido teatral dio a los decorados, pues junto a elementos de todo punto pictóricos añadía volúmenes, practicables, que permitían los cambios de nivel y, por consiguiente, la búsqueda de profundidad (Bodas de sangre). Es una aportación que seguiría con rigor Ontañón (Numancia) y Emilio Burgos, en sus trabajos pos­ teriores a la guerra civil.

44 SOBRE UN TEATRO (E N ) V IVO 1

José Romera Castillo UNED. Madrid

Pórtico

Me complace enormemente intervenir, por segunda vez, en uno de los Congresos Internacionales, dedicados a la Literatura Españo­ la Contemporánea, que con tanto acierto y tino organiza la Universi­ dad de Málaga, anualmente -desde hace quince años-, que se han convertido, gracias a la calidad de sus contribuciones y a la puntual publicación de sus Actas, en un punto de referencia obligada para los interesados en este ámbito literario, en sus diversas manifestaciones genéricas y autoriales. Gracias a la generosidad de una serie de cole­ gas -el amigo y maestro Cristóbal Cuevas; el compañero querido Salvador Montesa; el dilecto Enrique Baena y los otros componen­ tes de la Comisión Científica: Antonio Gómez Yebra, Amparo Quiles, Ana Gómez, María. Isabel Jiménez Morales y María. Victoria Utrera, a quienes doy las gracias más sinceras, en esta sesión inaugural del Congreso me dispongo a compartir con todos ustedes -a quienes también agradezco su deferente atención- unas (unas pocas) reflexio­ nes sobre el hecho teatral en un momento de nuestra historia, por otra parte no tan lejana. 1

1. Este trabajo se inserta dentro del proyecto de investigación (n° BFF2000- 0081; años 2000-2003), concedido por el Ministerio de Ciencia y Tecnología, para el estudio de la reconstrucción de la vida escénica española. Creo que ha sido un acierto elegir como ámbito de estudio en este Congreso el teatro en la época final del franquismo (los últimos años de la década de los sesenta y los primeros de los setenta) porque se presenta como etapa muy viva -y empiezo ya a remitir al rótulo de mi intervención-, por lo que significó, por una parte, de revulsivo ideológico contra un sistema autocràtico (base semántica que no podemos olvidar, aunque no me pare a examinarla con detenimiento por razones de espacio), y de otra, por el vanguardismo y la experi­ mentación en la dramaturgia del llamado -entonces- nuevo teatro español.2 Con todas las precauciones que toda etiqueta comporta -máxime si a lo que nos referimos es a un conjunto teatral variado y, por lo tanto, difícil de encasillar siempre-, partiremos del rótulo de Nuevo Teatro, acuñado por los historiadores de nuestra dramaturgia cerca­ na, que nace a mediados de los años sesenta como reacción a lo que se estilaba entonces: de un lado, la llamada generación (aunque el concepto no sea sostenible en la actualidad) o grupo realista; y, de otro, el teatro más convencional, inserto en lo tradicional, evasivo y adicto al régimen. Dejando a un lado ambas rotulacional es genéricas, me centraré en este trabajo en el nuevo teatro, el cultivado por diversos autores (el teatro independiente, el universitario o el de creación colectiva, el de los grupos, merece otra mirada), con sus características propias (y variadas) -que, por conocidas, no me voy a detener en ellas-, como han puesto de manifiesto las numerosas historias teatrales,3 así como importantes investigaciones, entre las cuales figuran,4 por citar algu­ nas -muy pocas-, desde la pionera -y discutible- de George E. Wellwarth, Teatro español underground,5 pasando por las de L. Te­

2. El grupo de dramaturgos ha recibido diversas denominaciones, además de la indicada: generación simbolista, teatro experimental y neovanguardista, etc. 3. Como las muy conocidas de Francisco Ruiz Ramón, César Oliva y tantas otras... 4. Posteriormente me referiré a estudios teóricos de algunos integrantes del nuevo teatro, que tratan sobre el tema. 5. Madrid, Villalar, 1978, con interesante prólogo de Alberto Miralles, un nuevo autor (traducción de Spanish Underground Drama, University Park, Pennsylvania, The Pennsylvania State University Press, 1972); complemento de su estudio sobre el nuevo teatro europeo: Teatro de protesta y paradoja (Barcelona, Lumen, 1966).

46 resa Valdivieso, España: bibliografía de un teatro "silenciado”,6 7891011 María Pilar Pérez-Stanfield, Direcciones del teatro español de pos­ guerra. Ruptura con el teatro burgués y radicalismo contestatario,1 Klaus Pórtl (ed.), Reflexiones sobre el Nuevo Teatro Español,8 Ri­ cardo Salvat, El teatro de los años 70,9 Juan Emilio Aragonés, Veinte años de teatro español, 1960-1980,10 Ignacio Bonnín Valls, El teatro español desde 1940 a 1980. Estudio histórico-crítico de tendencias y autores,11 Fernando Cantalapiedra, El teatro español de 1960 a 1975. Estudio socio-económico,12 Riaza, Hormigón y Nieva, Tea­ tro,13 14 Manuel F. Vietes (ed.), Do novo teatro á nova dramaturxia (1965-1995),14 etc. Como no pretendo hacer un estado de la cuestión sobre los estu­ dios dedicados al nuevo teatro, me interesa destacar, en este pórtico de mi exposición, algunas investigaciones muy recientes que, sin duda alguna, nos conducirán a los objetivos previstos (que expondré des­ pués). Ni que decir tiene que algunas revistas teatrales, además de reflejar carteleras, difundir artículos y publicar piezas dramáticas, han servido también para dar impulso a la renovación dramatúrgica. Por ello, conviene tener en cuenta para el estudio de este grupo tea­ tral las recientes publicaciones del Centro de Documentación Tea­ tral (especialmente sobre dos revistas señeras): los dos volúmenes de Primer Acto, 30 años: I. Antología y II. índices (desde 1957 a 1986), editados por la citada revista en 1991, bajo coordinación de Moisés Pérez Coterillo15 y Yorick. Revista de Teatro (1965-1974).

6. Boulder, Colorado, Society of Spanish and Spanish-American Studies, 1979. 7. Madrid, José Porrúa Turanzas, 1983. 8. Tübingen, Niemeyer, 1986. 9. Barcelona, Peninsula, 1974. 10. Boulder, Colorado, Society of Spanish and Spanish-American Studies, 1987. 11. Barcelona, Octaedro, 1998. 12. Kassel, Reichenberger, 1991 (con prólogo de José Romera Castillo). 13. Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1973. Cf. las páginas introductorias de Miguel Bilbatúa, “En tomo a la dramaturgia española actual” (págs. 5-23). 14. Vigo, Xerais, 1999. 15. Cf. la continuación: Primer Acto. Historia, antología e índices 1987-1998 (Madrid, CDT, 1999).

47 Historia, antología e índices,16 que nace precisamente en estos años.16 17 Como visión de las diversas parcelas escénicas que articulan el nue­ vo teatro -sobre todo por la bibliografía actualizada de las mismas- remitiré a la empresa llevada a cabo, también recientemente, por ADE Teatro, la revista de la Asociación de Directores de Escena de Espa­ ña. De las tres entregas monográficas dedicadas al Teatro de la Es­ paña del siglo XX, nos interesan las dos últimas.18 Los años que van desde 1939 a 1985 se estudian en los números 82 (septiembre-octu­ bre, 2000) y 84 (enero-marzo, 2001). Del número. 82 destacaré el estudio de César Oliva “Literatura dramática española de los seten­ ta: auge y variedad estética” (págs. 154-161),19 así como los diver­ sos trabajos de la sección VI sobre “La dirección de escena” (centra­ dos en la labor de Luis Escobar, José Tamayo, José Luis Alonso20 y Adolfo Marsillach21 y otros). Del número 84 habría que resaltar, en la sección VII (“Alternativas estéticas”), los actualizados trabajos - sobre aspectos que yo no voy a tratar- de César de Vicente Hernando, “Los teatros de cámara y ensayo: un espacio de negociación estética para la posguerra” (págs. 38-45), Jesús Rubio Jiménez, “Teatro uni­ versitario entre 1939 y 1965. Una aproximación” (págs. 46-56), Cris­ tina Santolaria Solano, “Eslabones para una historia del teatro inde­

16. Madrid, CDT, 2001. 17. Como la labor de los integrantes del nuevo teatro proseguiría tras la muerte de Franco (en 1975), conviene tener en cuenta los recientes volúmenes: Pipirijaina 1974-1983. Historia, antología e índices (Madrid, CDT, 1999) y El Público. Historia, antología e índices (1983-1992) (Madrid, CDT, 1999). Sobre otras revistas teatrales, señalaré, por ejemplo, que no es casual que Estreno (EE.UU.), publicada desde 1975, iniciara su andadura con la publicación de obras de algunos de nuestros autores: vol. 1.1, Guernica, de López Mozo; vol. 1.2, Paraphernalia de la olla podrida, la misericordia y la mucha compasión, de Romero Esteo; vol. 1.3, Los placeres de la egregia dama, de Martínez Ballesteros; vol. 2.2 (1976), El arquitecto y el emperador de Asiria, de Arrabal, etc. 18. La primera comprende los años 1900-1939 (n°. 77, octubre, 1999). 19. Más los artículos de Joan Abellán, “El teatro catalán de 1940 a 1985: una dramaturgia en permanente estado de recuperación” (págs. 162-167) y Dolores Vilavedra, “Begin the beginning: la literatura dramática gallega” (págs. 168-174). 20. José María Pou, “Una visión personal: José Luis Alonso” (págs. 297-302). 21. Carlos Rodríguez, “Adolfo Marsillach o la pasión teatral” (págs. 303-306). Con motivo de su muerte, el día 21 de enero de 2002, le dedicó un número monográfico la revista ADE Teatro 90 (abril-junio, 2002).

48 pendiente” (págs. 57-70) y José A. Sánchez, “Las fronteras de lo escénico: arte y acción en la España pre-democrática” (págs. 71- 76).22 Un conjunto de estudios, muy actualizados bibliográficamente, que bien vale la pena tener en cuenta. Pero sin duda alguna la investigación más profunda, aparecida recientemente, sobre esta etapa teatral (y sobre el espectáculo teatral en su conjunto) -fruto de la tesis de doctorado (defendida en la Uni­ versidad Autónoma de Madrid, en 1997) y la participación en diver­ sos proyectos de investigación- es la de Óscar Cornago Bernal, que ha dado lugar a dos libros fundamentales (además de diversos artícu­ los23). El primero, Discurso teórico y puesta en escena en los años sesenta: la encrucijada de los “realismos”,2* tiene como finalidad acercarse, de un lado, “desde una metodología estructural a la historización de la escena, para exponer el proceso de consolidación de los nuevos modelos de sistemas teatrales llamados a definir el actual paisaje escénico, así como su repercusión en la generación de los lenguajes teatrales contemporáneos”; y de otro, centrarse en el análisis de las puestas en escena, a través de “diferentes opciones dramatúrgicas”, a través de diversas “propuestas escénicas”, de quie­ nes destacaron en la renovación escénica: José Luis Alonso, Adolfo Marsillach, Francisco Nieva, José Carlos Plaza, José Tamayo, Fabiá Puigserver, Ricard Salvat, César Oliva, y tantos otros, que constitu­ yen “un amplio abanico de lenguajes estéticos, actitudes teatrales y opciones ideológicas desplegadas en torno a una idea clave de ‘rea­ lismo’, entendido éste de muy diversas formas”. Y el segundo, La vanguardia teatral en España (1965-1975). Del ritual al juego,25 que continúa en la misma dirección y amplía la labor anterior de análisis. Con todo ello, cierro el pórtico de algunas novedades bi­ bliográficas.

22. Asimismo son de interés las secciones dedicadas a “La interpretación” (VIII), “La plástica del espectáculo” (X), “El teatro musical” (XI), “La crítica y la investigación” (XII), “Sociología, pedagogía y formación teatral” (XIII), para terminar con una bibliografía de César de Vicente (XIV). 23. Como “Claves formales de la renovación escénica en España (1960-1975)”, Revista de Literatura, 121 (1999), págs. 177-212. 24. Madrid, CSIC, 2000. 25. Madrid, Visor Libros, 1999.

49 ¿Un teatro v iv o ?

Son varios los caminos que se pueden recorrer cuando remito al sintagma teatro vivo. Entre otros, destacaré tres. El primero, referido tanto a la dramaturgia, a cuya renovación de sus lenguajes (y de sus temas ¿por qué no?) tanto contribuyeron los autores del nuevo tea­ tro, que por haberlo estudiado muy bien Oscar Cornago no me voy a detener en ello.26 El segundo -cuyo estudio dejaré para otra ocasión-, se refiere tanto a los ensayos teóricos metateatrales como a los escritos autobiográficos (confesionales) de los componentes del mundo tea­ tral, que tan útiles son para reconstruir esta historia viva del teatro que venimos postulando. Por lo que respecta a la primera ramifica­ ción, señalaré que frente a posturas teóricas anteriores (las de Buero Vallejo,27 Alfonso Sastre28 o las del grupo realista, como las de José María Rodríguez Méndez29 30) los autores del nuevo teatro harán las suyas propias, como es el caso, por ejemplo, de Jerónimo López Mozo, en Teatro de barrio, teatro campesino,30 Alberto Miralles, en Nuevo teatro español: una alternativa cultural [sic] social,31 323334 los apun­ tes de José Ruibal, Teatro sobre teatro32 así como los posteriores de Fermín Cabal y José Luis Alonso de Santos, Teatro español de los 80,33 Fermín Cabal, La situación del teatro en España,34 etc. Y por

26. Cf. además, entre otros trabajos, el de Maria M. Delgado (ed.), Spanish Theatre 1920-1995. Strategies in Protest and Imagination, Contemporary Theatre Review (1998) 7.2, 7.3 y 7.4. 27. Cf. Antonio Buero Vallejo y otros, Teatro español actual (Madrid, Fundación Juan March / Cátedra, 1977). 28. Con una obra teórica abundante, reeditada en Hondarribia por la editorial Hiru, Prolegómenos a un teatro del porvenir (1992), Crítica de la imaginación (1993), Drama y sociedad (1994), La revolución y la crítica de la cultura (1995), Anatomía del realismo (1998; Barcelona, Seix Barral, 1965, Ia. ed.), etc. 29. En obras como Comentarios impertinentes sobre el teatro español (Barcelona, Pem'nsula, 1972) y La incultura teatral en España (Barcelona, Laia, 1974). 30. Madrid, Zero-Zyx, 1976. 31. Madrid, Villalar, 1977. Cf. además su estudio más genérico, Nuevos rumbos del teatro (Barcelona, Salvat, 1974). 32. Madrid, Cátedra, 1971. 33. Madrid, Fundamentos, 1985. 34. Madrid, Asociación de Autores de Teatro, 1993.

50 lo que se refiere a la escritura autobiográfica, poseemos ya algunos textos de gentes del teatro de gran interés como, por ejemplo, los de Fernando Fernán-Gómez, El tiempo amarillo. Memorias ampliadas (1921-1997),35 Alfredo Marsillach, Tan lejos, tan cerca. Mi vida,36 Albert Boadella, Memorias de un bufón,2,1 Francisco Nieva, Las co­ sas como fueron. Memorias,38 el diario -un tanto surrealista- de Fernando Arrabal, La dudosa luz del día,29 las memorias -todo lo sui géneris que se quiera- del polifacético Luis Escobar, En cuerpo y alma. Memorias,40 la recopilación postuma de los papeles de uno de los directores de escena más importante que ha tenido España en estos últimos tiempos, el malogrado José Luis Alonso, Teatro de cada día. Escritos de teatro de José Luis Alonso41 y algunos otros más (de dramaturgos, actores y actrices, etc.),42 así como una bibliografía al respecto.43 También son de interés, para la reconstrucción de este

35. Madrid, Debate, 1998. Cf. además de F. Fernán-Gómez, El actor y los demás (Barcelona, Laia, 1987); Cristina Ros Berenguer, Fernando Fernán-Gómez, autor (Alicante, Universidad, 1997; Tesis de doctorado en versión electrónica, 2 disquetes); Diego Galán, La buena memoria de Fernando Fernán-Gómez y Eduardo Haro Tecglen (Madrid, Alfaguara, 1997), etc. 36. Barcelona, Tusquets, 1998. 37. Madrid, Espasa Calpe, 2001. 38. Madrid, Espasa Calpe, 2002. Volumen aparecido después de la realización de este Congreso. 39. Madrid, Espasa Calpe, 1994. 40. Madrid, Temas de Hoy, 2000. 41. Madrid, ADE, 1991; edición de Juan Antonio Hormigón. Cf. especialmente de José Luis Alonso, “Autobiografía: un trabajador del teatro” (págs. 117-131), además de los artículos de Andrés Amorós, Angel F. Montesinos, María del Carmen Calvo, Luis Escobar, Francisco Nieva, José María Pou, Andrés Peláez y una entrevista a María Jesús Valdés. Vid. además Jesús Rubio, “José Luis Alonso. Su presencia en los teatros españoles”, en Andrés Peláez (ed.), Historia de los teatros nacionales: 1960-1985 (Madrid, Centro de Documentación Teatral, 1995, págs. 1-89). 42. Como los testimonios de Antonio Gala, Ahora hablaré de mi (Barcelona; Planeta, 2000), Jaime de Armiñán, La dulce España: memorias (Barcelona, Tusquets, 2000), etc. No puedo tampoco recoger en este trabajo las biografías de gentes del teatro, que tanto interés tienen para el objetivo propuesto. 43. Cf. los repertorios de José Romera Castillo, “Panorama de la literatura autobiográfica en España (1975-1991)”, en Suplementos Anthropos 29 (1991), págs. 170-184 -luego ampliado en “Hacia un repertorio bibliográfico (selecto) de la escritura autobiográfica en España (1975-1992)”, en José Romera et alii (eds.),

51 teatro vivo las entrevistas con gentes del teatro, recogidas luego en libro, como, por ejemplo, las de Armando C. Isasi Angulo, Diálogos del teatro español de la posguerra,44 Miguel Ángel Medina Vicario, El teatro español en el banquillo45 el volumen colectivo, Conversa­ ciones con el autor teatral de hoy,* 444546 etc. Al tema dedicaremos el XII Seminario Internacional del Centro de Investigación SELINET @T,47 que versará sobre Teatro y memoria en la segunda mitad del siglo XX, bajo mi dirección, en la Universidad Nacional de Educación a

Escritura autobiográfica (Madrid, Visor Libros, 1993, págs. 423-505)-; “Senderos de vida en la escritura española (1993)”, en Manuel Criado de Val (ed.), Actas del II Congreso Internacional sobre Cominería Hispánica (Guadalajara, Aache Ediciones, 1996, vol. II, págs. 461-478); “Senderos de vida en la literatura española (1994)”, en Estanislao Ramón Trives y Herminia Provencio Garrigós (eds.), Estudios de Lingüística Textual. Homenaje al Profesor Muñoz Cortés (Murcia, Universidad / CAM, 1998, págs. 435-445). Así como los estudios de Juan Antonio Ríos Carratalá, Cómicos ante el espejo. Los actores españoles y la autobiografía (Alicante, Universidad, 2001, 191 págs.), complemento de otro interesante libro suyo, El teatro en el cine español (Alicante, Universidad, 2000, 2a. ed.), en el que trata también sobre testimonios de actores. 44. Madrid, Ayuso, 1974. Con entrevistas a Max Aub, Rafael Alberti, Buero Vallejo, Alfonso Sastre, Salvador Espríu, Alfonso Paso, Manuel de Pedrolo, Femando Arrabal, José Martín Recuerda, José María Rodríguez Méndez, Lauro Olmo, Luis Matilla, José Ruibal, Manuel Martínez Mediero, Jerónimo López Mozo, Josep Maria Benet i Jornet, Diego Salvador, Miguel Romero Esteo, Grupo Tábano, Nuria Espert, José Monleón, Ricard Salvat, George Wellwarth, Peter Handke, Edward Bond y Peter Hacks. 45. Valencia, Fernando Torres Editor, 1976. Con cincuenta y dos entrevistas a diversos profesionales de la escena, para establecer las líneas básicas (tanto éticas como estéticas) del teatro español en los años finales del franquismo. 46. Madrid, Fundación Pro-RESAD, 1998. En el mencionado volumen, Andrés Amorós conversa con José Luis Alonso de Santos, “Del manuscrito al escenario, del escenario a la publicación” (págs. 17-45); Juan José Granda con Francisco Nieva, “El teatro y la transgresión” (págs. 47-71); Luis Landero con Fermín Cabal, “Fuentes y temas del autor” (págs. 73-106); José Monleón con Alfonso Sastre, “El autor y el compromiso” (págs. 107-134) y Femando Doménech -con la participación de Miguel Medina- con Lourdes Ortiz, “El diálogo en el teatro y en la novela” (págs. 135-162). 47. Cf. José Romera Castillo, “El Instituto de Semiótica Literaria, Teatral y Nuevas Tecnologías de la UNED”, Signa. Revista de la Asociación Española de Semiótica, 8 (1999), págs. 151-177. La revista puede consultarse también en la siguiente dirección: http://cervantesvirtual. com/hemeroteca/signa/.

5 2 Distancia (del 26 al 28 de junio de 2002) -cuyas Actas, como las anteriores, serán publicadas por Visor Libros-, al que invito a parti­ cipar a los interesados en el tema. El tercer aspecto, dentro del estudio del teatro vivo -sobre el que intentaré aportar algo-, está muy vinculado a una de las líneas de investigación que estamos llevando a cabo, también bajo mi direc­ ción, en el seno del mencionado Centro de Estudios. La investiga­ ción se centra en la reconstrucción de la vida escénica en España, desde la segunda mitad del siglo XIX y siglo XX, así como la pre­ sencia del teatro español, puesto en escena, en diversos lugares de América (México) e Italia,48 Nuestros esfuerzos, unidos a los lleva­ dos a cabo por otros grupos de investigación,49 están arrojando mu­ cha luz sobre la historia de nuestra escena (el teatro en vivo) que tanta importancia ha tenido en la cultura española y que, muchas veces, lleva un rumbo diferente de la historia de nuestro teatro (como texto dramático literario).

El nuevo teatro en escena

Antes de abordar este aspecto, creo que es necesario hacer algu­ nas precisiones. Ante todo, hay que tener en cuenta que los drama­ turgos del nuevo teatro escriben y escriben sin cesar. Generan y pu­ blican muchos textos dramáticos, reciben muchos premios, pero las puestas en escena de sus obras -como suele ocurrir- se refugian en los grupos (independientes o universitarios) y salas alternativas (como

48. Los resultados de las numerosas Tesis de Doctorado y Memorias de Investigación, realizadas bajo mi dirección, pueden verse en la página web: http:// www.uned.es/centro-investigacion-SEUTEN@T. 49. Dejando a un lado la labor llevada por investigadores de forma individual o Congresos dedicados al tema, mencionaré como grupos de investigación más destacados en esta dirección, por ejemplo, el del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, bajo la dirección de María Francisca Vilches de Frutos y Dru Dougherty; el de la Universidad de Alcalá, bajo la dirección de Ángel Berenguer -lo s dos sobre el teatro representado en Madrid en el siglo XX -; el de la Universidad de Alicante, centrado en la actividad escénica de la ciudad levantina en la segunda mitad del siglo XX, bajo la dirección de Juan Antonio Ríos Carratalá (sobre todo); el de la Universidad de Granada, bajo la batuta de Antonio Sánchez Trigueros, etc.

53 diríamos hoy). Tal es el caso, por poner un ejemplo muy significati­ vo, de Jerónimo López Mozo, un autor premiadísimo -que no cesa de escribir-, pero con una escasa presencia en los escenarios.50 Asimismo, para la etapa del teatro (en) vivo que aquí nos ocupa, es preciso señalar que no abundan las reconstrucciones de carteleras y, sobre todo, el estudio profundo que éstas requieren. Por ejemplo, además de carteleras más o menos generales,51 poseemos algunas calas en la vida escénica de Valencia,52 Alicante,53 Cataluña,54 etc. Ni que decir tiene que ha sido la cartelera de Madrid la más estudia­ da. Por lo que respecta a las piezas teatrales de los autores del nuevo teatro llevadas a la escena en la capital de España contamos con bibliografía pertinente,55 Destacaré unos pocos trabajos para la épo-

50. Cf. el prólogo de José Romera Castillo a Jerónimo López Mozo, Combate de ciegos. Yo, maldita india... (Dos obras de teatro) (Madrid, UNED, 2000, págs. 9-24). 51. Como los diversos anuarios teatrales, El espectador y la crítica. El teatro en España en [año...], de Francisco Alvaro -que inician su andadura en 1959 (Valladolid, Server Cuesta)-, que son una fuente inagotable de informaciones y críticas de estrenos teatrales para cada una de las temporadas (los volúmenes desde 1960 hasta 1972 fueron editados en Valladolid, Edición del Autor / Gráficas Ceres y posteriormente, hasta 1977, se publicaron en Madrid, Prensa Española); las series de Federico Carlos Sáinz de Robles, Teatro español [años] (publicadas en Madrid, por la editorial Aguilar, desde 1954 para la temporada 1952-53), etc. 52. Como los trabajos de Ferrán Carbó, El teatre a Valencia entre 1963 i 1970 (Valencia, Universitat / Departamento de Filología Inglesa y Alemana, 1999); Ramón X. Roselló (ed.), Aproximado al teatre valencia actual (1968-1998) (Valencia, Universitat / Departamento de Filología Inglesa y Alemana, 2000), etc. 53. Como por ejemplo la tesis de doctorado de Eva García Ferrón, El teatro en Alicante entre 1966 y 1993 (Alicante, Universidad, 1997, versión electrónica, 2 disquetes) y la Memoria de Licenciatura (inédita) de Jesús Moreno Ramos, La cartelera teatral de Alicante (1970-1975) -defendida en la Universidad de Alicante, dirigidas por Juan A. Ríos Carratalá- y el artículo, “Cinco años de vida teatral en la ciudad (Alicante, 1970-1975)”, Canelobre (Alicante, Diputación) 28 (1994), págs. 41-46. 54. Cf. los trabajos de Ramón Batlle i Gordo, Quinze anys de teatre caíala (Barcelona, Instituí del Teatre, 1984); Xavier Fábregas, De l’ojf Barcelona a l'acció comarcal. Dos anys de teatre caíala, 1967-1968 (Barcelona, Institut del Teatre, 1976); Teatre en viu: (1969-1972) (Barcelona, Instituí del Teatre, 1987); Teatre en viu: (1973-1976) (Barcelona, Instituí del Teatre, 1990), etc. 55. Además de los diversos anuarios teatrales de Francisco Alvaro y Federico Sáinz de Robles -ya mencionados- conviene tener en cuenta también trabajos como los de Crisógono García, Estrenos teatrales en el Madrid de las últimas décadas (Madrid, Grupo Libro 88, 1993); María del Carmen Pérez Cabrera, Teatro

54 ca que nos ocupa: la tesis de doctorado (defendida en la Universidad Complutense) de Paloma Cuesta Martínez, Comunicación dramáti­ ca y público: El teatro en España (1960-1969),* 56 la Memoria de Investigación de Juan Pedro Sánchez Sánchez, La escena madrileña entre 1970 y 1974, dirigida por Angel Berenguer,57 el artículo de María Francisca Vilches de Frutos, “La generación simbolista en el teatro español contemporáneo”,58 en el que proporciona datos sobre la presencia en los escenarios de obras del grupo desde los años fina­ les del franquismo hasta 1994, etc.59

Español de Madrid: un cuarto de siglo de cartelera (1950-1975) (París, Université de París IV, 1984; Tesis de doctorado); Nathalie Cañizares Bundorf, Memoria de un escenario. Teatro María Guerrero (Madrid, Centro de Documentación Teatral, 2000); Andrés Peláez (ed.), Historia de los Teatros Nacionales, 1960-1985 (Madrid, Centro de Documentación Teatral / Ministerio de Cultura, 1995, vol. 2); César Oliva, “Cuarenta años de estrenos españoles”, en César Oliva (ed.), Teatro español contemporáneo. Antología (México, Centro de Documentación Teatral / Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Gran Festival de la Ciudad de México, 1991, págs. 11-54); José María de Quinto, Crítica teatral de los sesenta (Murcia, Universidad; con edición de Manuel Aznar Soler) -que recoge las críticas teatrales aparecidas en ínsula (1965-1968)-; Juan Mollá, Teatro español e hispanoamericano en Madrid (1962-1991) (Boulder, Colorado, Society of Spanish and Spanish-American Studies, 1993); Óscar Comago Bemal, “Historia del teatro en España: la escena madrileña 1969-70”, Anales de la Literatura Española Contemporánea 22.3 (1997), págs. 405-448-; Luciano García Lorenzo, “Cartelera teatral”, en El año literario español 1974 (Madrid, Castalia, 1974, págs. 49-65), etc. 56. Madrid, Universidad Complutense, 1988. Cf. además de Paloma Cuesta Martínez, “Hacia una historia recepcional del teatro español (Madrid, 1960-1969)”, Siglo XX/20th Century 6 (1-2), (1988-89), págs. 65-79. 57. Publicada en el número monográfico de Teatro. Revista de Estudios Teatrales 12 (1997), 390 págs. Labor que sería continuada por Manuel Pérez Jiménez en La escena madrileña en la transición política (1975-1982), Teatro. Revista de Estudios Teatrales 3-4 (1993), 509 págs. -número monográfico- y El teatro de la transición política (1975-1982). Recepción, crítica y edición (Kassel, Reichenberger, 1998). 58. En Martha T. Halsey y Phillis Zatlin (eds.), Entre Actos: Diálogos sobre teatro español entre siglos (University Park, Pennsylvania, Estreno, 1999, págs. 127-136). 59. Como el trabajo de Óscar Comago, “Historia de la puesta en escena en Madrid: temporada 1969-1979”, Anales de la Literatura Española Contemporánea 22.3 (1997), págs. 405-448.

55 La investigación de Juan Pedro Sánchez consiste en reconstruir la cartelera madrileña (desde 1970 a 1974) y proporcionar, funda­ mentalmente, una serie de fichas,60 Pues bien, mi labor va a consis­ tir, basándome en los datos proporcionados por el citado investiga­ dor, en examinar la presencia viva de nuestros autores en las tablas de la capital de España, durante los cinco años señalados, con más de tres obras estrenadas.61 En primer lugar, hay que señalar que los dos autores más destaca­ dos fueron Alfonso Paso y Juan José Alonso Millán, con veinte y quin­ ce obras (respectivamente) puestas en escena. No podía ser (pero no debía) de otra manera: su teatro evasivo y adicto al régimen, así lo pone de manifiesto,62 Les siguen dos clásicos: Cervantes (con nueve obras) y Lope de Rueda (con ocho) -al igual que Enrique Bariego (¿quién se acuerda de él?), también con ocho-; Valle-Inclán (con seis) y Federico García Lorca (con tres); Antonio Buero Vallejo (con cin­ co); Calvo Sotelo, Antonio Gala y Ana Diosdado (con cuatro), etc. ¿Dónde están los autores del nuevo teatro? De Antonio Martínez Ballesteros se ponen en escena cinco piezas: Los opositores (en el teatro Marquina) y Retablo en tiempo presente (en el teatro Cómi­ co), en los Ciclos de Teatro Nacional de Cámara y Ensayo (28-6-70 y 22-3-71, respectivamente, siempre con una representación); Los esclavos (en el teatro-Club Pueblo, el 28-4-71, con una representa­ ción por el grupo Pigmalión; y en el Pequeño Teatro Magallanes, el 9-7-71, por el TEI, con otra representación); El hombre vegetal (en el Teatro-Club Pueblo, el 28-4-71, con una representación, por el

60. Las fichas están organizadas del modo siguiente: texto (autor, país, adaptación, traducción y género); montaje: lugar y tiempo (lugar, fecha de inicio y final de la representación, carácter de la primera representación, representaciones semanales y semanas en cartel); montaje: responsabilidades (dirección, producción, escenografía, decorados, vestuario, figurines, coreografía, ballet, iluminación, música, realización, procedencia de la compañía e intérpretes) y observaciones (si las hubiere). 61. Para ello -por razones de espacio-, tengo en cuenta la Tabla III (págs. 332- 333) de la citada investigación, con todo lo señalado en ella. Aunque, como es obvio, convendría ampliar el estudio a los autores que estrenaron una o dos obras en este periodo. 62. Por ejemplo, de José María Pemán se ponen en escena tres obras.

56 grupo Pigmalión); hasta llegar a la farsa, La muy leal esclavitud, versión de su obra Los esclavos (estrenada en el Pequeño Teatro Magallanes, el 7-7-71, permaneciendo en cartel 15 semanas). De José María Bellido, se escenifican cuatro piezas: dos en cir­ cuitos ocasionales: El vendedor de problemas (en el teatro Marquina, en el ciclo de Teatro Nacional de Cámara y Ensayo, el 28-6-70, por el grupo Pigmalión, con una representación) y Tren af... (en el Salón de Telefónica, el 4-6-72, con una representación); y otras dos en cir­ cuitos comerciales: la comedia Milagro en Londres (en el teatro Goya, el 23-6-72, con 42 semanas en cartel, bajo la dirección de Luis B alaguer; que posteriormente se repondría en el teatro Arlequín, desde el 7-6-73 hasta el día 29 del citado mes) y la comedia dramática Letras negras en los Andes (en el teatro Arlequín, el 1-3-73, bajo la dirección de Luis Balaguer, con 4 semanas en cartel).63 64 Se ponen en la escena tres obras de José Ruibal y Manuel Martínez Mediero (a los que me referiré después); Juan Antonio Castro, con Ejercicios en la noche (en el Ciclo de Teatro Nacional de Cámara y Ensayo, en el teatro María Guerrero, desde el 22 al 30-6-71), Quijotella (en el Café-Teatro Ales, el 6-12-71, con 3 semanas en cartel) y la de mayor éxito, Tiempo de 98,64 puesta en escena en el teatro de la Comedia, el 20-5-71, bajo la dirección de José Manuel Garrido, que permaneció en cartelera 17 semanas); Luis Matilla, con El adiós del mariscal y El piano (en el Colegio Mayor Calasanz, el 29-4-70, en la misma sesión, con una representación) y Post mortem (en el teatro Español, al haber ganado el Premio Tirso de Molina, bajo el seudónimo de Eduardo Puerta, el 11-5-70, bajo la dirección de Aitor de Goiricelaya, con una representación). Es cierto que otros nuevos autores también estuvieron en la esce­ na madrileña, pero con menos de tres obras durante los años indica­ dos. Citaré un caso: el de Miguel Romero Esteo, del que se represen­ taron dos obras: Paraphernalia de la olla podrida, la misericordia y

63. Sobresalen dos casos de mujeres que escriben teatro: Pilar de Molina y Concha Llorca, de las que se representan cuatro obras, de cada una de ellas, en cafés-teatros. 64. La obra se estrenó en el teatro Rosalía de Castro de La Corufia, el 3 de octubre de 1969.

57 la mucha consolación (estrenada por el grupo Ditirambo Teatro- Studio, en el Teatro Goya, el 5-2-73, con 8 días en cartel) y Pasodo- ble (en el teatro Alfil, por Ditirambo, el 26-10-76 y el 14-11-74, con 3 representaciones en total). Y también es cierto que de algunos au­ tores, como es el significativo caso de Jerónimo López Mozo, no aparece referencia a alguna puesta en escena. Tras lo anteriormente expuesto, conviene, sin más dilación, ha­ cemos una pregunta: ¿qué presencia tienen, en estos cinco años, los autores más vanguardistas65 (Arrabal, con su teatro pánico-, Nieva, con su teatro furioso y Martínez Medierò, con su teatro antropágicol). De Arrabal,66 nada (condiciones geográficas y políticas así lo deter­ minaban); de Nieva,67 nada (que por entonces estaba dedicado a otras

65. Si esto sucedía con los autores españoles ¿qué estaba pasando con los dramaturgos extranjeros, sin tener en cuenta los hispanoamericanos? Bertolt Brecht figura en primer lugar con seis obras en el período (tres en teatros comerciales y tres en circuitos minoritorios) -cf. Alberto Fernández Torres (ed.), Brecht en España (Sevilla, Diputación Provincial, 1999)-; le siguen Chejov, Ionesco y Molière (con cinco); Pinter, Roussen y Shakespeare (con cuatro); Coward, Dorin, Dürrenmatt y Strinberg (con tres); Albee, BUchner, A. Cristie, Frisch, Goldoni, Hanke, Ibsen, Miller, Pirandello (con dos). ¿Dónde estaban otros autores que dejarían huellas en nuestra escena? ¿Por ejemplo, Antonin Artaud? Pues relegado a la escenificación del Grupo de Teatro Experimental de Barcelona (T.U.C.) que escenificó Los Cenci, en el teatro Marquina, en el ciclo de Teatro Nacional de Cámara y Ensayo, el 19-4-70, con una sola representación. Y punto... 66. Cf. su diario (un tanto surrealista), La dudosa luz del día (Madrid, Espasa Calpe, 1994). 67. Cf. además de Francisco Nieva, “Autobiografía”, en José Monleón (ed.), Cuatro autores críticos: José María Rodríguez Méndez, José Martín Recuerda, Francisco Nieva y Jesús Campos (Granada, Universidad / Gabinete de Teatro, 1976, págs, 99-102); “Autobibliografía”, Primer Acto 153 (1973), págs. 18-21; el diálogo de Juan José Granda con Francisco Nieva, “El teatro y la transgresión”, en el volumen colectivo, Conversaciones con el autor teatral de hoy (Madrid, Fundación Pro-RESAD, 1998, págs. 47-71); además de Las cosas como fueron. Memorias (Madrid, Espasa, 2002). C f además J. Francisco Peña Martín, El teatro de Francisco Nieva (Alcalá de Henares, Universidad, 2001, 2 vols.); Francisco Nieva: exposición antològica. Teatro Albéniz (marzo-mayo 1990) (Madrid, Comunidad Autónoma, 1990); el número monográfico coordinado por Jesús María Barrajón, Francisco Nieva en la vanguardia del teatro español, Insula 566 (1994); Andrés Peláez y Fernanda Andura Varela (eds.), 50 años de figurinismo teatral en España: Cortezo, Mampaso, Narros, Nieva (Madrid, Comunidad de Madrid / Consejería de Cultura, 1988), etc.

58 labores como las de escenógrafo y figurinista). Manuel Martínez Mediero es el único de los tres del que se montan algunas de sus obras y que podemos utilizar como prototipo de lo que le sucedía a nuestros autores. De Martínez Mediero se escenifican tres piezas: La primera, la farsa grotesca El último gallinero, obra premiada en el Festival de Sitges (1969), que se pone en escena, dentro del Ciclo de Teatro Nacional de Cámara y Ensayo, en el teatro Marquina, una sola vez en la noche del 24 de mayo de 1970, por el grupo bilbaíno “Akelarre”. La segunda, una pieza breve, de un acto, El convidado (escrita en 1968, dentro del teatro de la crueldad, que continuaría en Las planchadoras, de 1971, una de sus mejores obras que no llegó a estrenarse en la época), puesta en escena el 28 de abril de 1971, con una sola representación, por el Grupo Chrysler España, bajo la dirección de Emilio Ruiz Quintana. ¿Pero dónde se representó? en el Teatro-Club Pueblo, un lugar habili­ tado para la práctica teatral de grupos minoritarios (no aficionados), en cuyo seno se llegaron a representar en total treinta y cinco obras. La única obra que llega a los escenarios comerciales, con gran éxito de crítica y de público, es la tragedia vodevilesca El bebé furioso, estre­ nada en el Teatro Alfil, bajo la dirección de Ángel García Moreno, que estuvo en cartel desde el 8 de agosto hasta el 20 de octubre de 1974 (con reposición posterior en el mismo teatro desde el 15 de noviembre de 1974 hasta el 12 de enero de 1975). Muchos de los autores del nuevo teatro, para poner en escena sus piezas teatrales, además de estos tres circuitos anteriormente men­ cionados, tuvieron que recurrir a los festivales (el de Sitges, funda­ mentalmente) -sobre lo que no me puedo detener- o a los cafés- teatros. Así, por ejemplo, de José Ruibal se pondrían en escena algu­ nas de sus piezas cortas: El rabo y La secretaria, en los Cafés-Tea­ tros Lady Pepa (2-5-1969) y Folies (11-4-1971), etc. Hasta aquí un pequeño muestrario de lo que sucedía en este teatro vivo en estos cinco años: presencia escasa (una representación en general) en ámbitos oficiales (Ciclo de Teatro Nacional de Cámara y Ensayo),68 re­

68. Cf. Francisca Bemal y César Oliva, El teatro público en España (1939- 1978) (Madrid, J. García Verdugo, 1996).

59 presentaciones en lugares universitarios o “alternativos” de los gru­ pos independientes, lugares habilitados para tal fin, festivales, cafés- teatros y, por fin, teatros comerciales, para algunos autores, en los que alcanzarían algún éxito en los años cercanos a la muerte del dictador, no exento de algún que otro altercado y prohibición. Prohibición surgida de la negra y larga mano de la censura. De ello sabían mucho los grupos teatrales, los del teatro independiente o el universitario, que, aunque redujesen sus actuaciones a un público minoritario, en locales habilitados para tales eventos, sin embargo la sufrieron en sus carnes. Hay un caso significativo, entre otros, cual fue el del espectáculo Castañuela 70, una parodia de una revista musical, creada por el grupo teatral Tábano69 y el musical Las Ma­ dres del Cordero. La obra se escenificó en el Ciclo de Teatro Nacio­ nal de Cámara y Ensayo, en el teatro Marquina, el 21 de junio de 1970, haciéndose una función extraordinaria -junto con La sesión de Pablo Población- por haber sido la pieza de mayor éxito en el citado Ciclo, el 5 de julio. En vista del triunfo (más de público que de crítica), la obra se repondría en el teatro de la Comedia, el día 28 de agosto del citado año (con calor incluido), estando en cartel hasta el 26 de septiembre, siendo prohibida por la censura, tras cien repre­ sentaciones, debido a una serie de incidentes protagonizados por gru­ pos políticos que arremetieron contra los actores. Al tratar de uno de estos grupos, es preciso añadir que muchos de los autores del nuevo teatro que trabajaron colectivamente, abando­ narían los grupos para iniciar o seguir una trayectoria de creación teatral individual. Pondré un ejemplo, entre los muchos que se po­ drían aducir, el del leonés Fermín Cabal, quien en un retazo de su autobiografía dialogada,70 al referirse a la génesis de su obra Tú es­ tás loco, Briones (estrenada en 1978), contaba lo siguiente:

69. Cf. Equipo Pipirijaina, Tábano, un zumbido que no cesa (Madrid, Ayuso, 1975). 70. En el diálogo de Luis Landero con Fermín Cabal, “Fuentes y temas del autor”, en el volumen colectivo, Conversaciones con el autor teatral de hoy (Madrid, Fundación Pro-RESAD, 1998, págs. 73-106).

60 “Yo escribí la obra porque había trabajado durante varios años en la compañía del grupo Tábano y, de pronto, estaba un poco has­ ta las narices del grupo, de los compañeros del grupo, de las actua­ ciones del grupo, de la mecánica... y necesitaba cambiar. Entonces dije: ‘Pues voy a dejar el grupo Tábano’”.

En la calle, y sin dinero, tuvo que ganarse la vida en otros menes­ teres. Entonces pensó:

“Estoy haciendo encuestas para el Banco de Bilbao, qué cosa más absurda, voy a escribir una obra y me la voy a escribir para mí, porque si yo voy en un seiscientos que tengo de segunda mano y puedo meter toda la escenografía en el seiscientos, me puedo re­ correr el circuito de Tábano [...] Con mi seiscientos me voy, ense­ ño la obra, la escribo para mí, la interpreto yo, me la dirijo, no ten­ go ningún problema de discusiones estéticas, que si Brecht, que si Artaud, que si no sé qué no sé cuantos, no, yo voy a escribir la obra como a mí me dé la gana”.

Y así, teniendo como referencia el Diario de un loco de Gogol, tras la experiencia del teatro de grupo, surgió la obra individual, el texto de Tú estás loco, Briones.

Final

Pese a lo discutible que pueda ser el fragmento temporal tenido en cuenta, los datos analizados nos proporcionan una radiografía de la realidad de la escena madrileña que puede servir como elemento emblemático de lo que estaba sucediendo por entonces en España: mientras se renovaba el teatro en la factura de textos dramáticos por los nuevos autores, dicha renovación, en general, se mantenía aleja- 71

71. A este respecto, convendría tener en cuenta también la formación de los actores, sobre la que es preciso constatar, que en España, a inicios de la segunda mitad del siglo, dentro del teatro amateur y al margen de los circuitos oficiales y comerciales, “nacen dos iniciativas que resultaron con el paso del tiempo de gran importancia para la trayectoria futura de la actuación en España”. De un lado, “en Barcelona, de la mano de Ricard Salvat -recién llegado de Alemania- y de María Aurelia Capmany, abre sus puertas la Escuela de Arte Dramático Adriá Gual, una

61 da de los escenarios,71 Habría que esperar unos años, tras la muerte de Franco, para que algunos espectáculos de los nuevos autores adqui­ riesen notoriedad manifiesta. Y si esto pasaba en Madrid, intuimos que la situación fuera de la capital de España -exceptuando quizás Barcelona y alguna que otra población universitaria- era todavía peor. Habría que esperar a la transición política para que el nuevo teatro tuviese una presencia mucho más viva.72 Pero ésta es ya otra historia...

escuela de formación de actores que basaba su método en los sistemas alemanes inspirados en las técnicas de Brecht”; y de otro -y paralelamente-, “en Madrid da sus primeros pasos el T.E.M. (Teatro Estudio de Madrid), donde William Layton, profesor y director americano, discípulo de Sanford Meisner, enseña una de las múltiples variantes del Método de Strasberg. Es decir, se produce el primer acercamiento del actor español a Stanislavski, aunque fuera a través de un prisma norteamericano”, como constata Juan Manuel Joya, en “Cincuenta años de interpretación en España", ADE. Teatro 84 (2001), págs. 88-107. Cf. además Juan A. Ríos Carratalá, Cómicos ante el espejo (Alicante, Universidad, 2001). 72. Según María Francisca Vilches de Frutos (“La generación simbolista en el teatro español contemporáneo”, en Martha T. Halsey y Phillis Zatlin, eds., Entre Actos: Diálogos sobre teatro español entre siglos, University Park, Pennsylvania, Estreno, 1999, págs. 127-136), fue entre 1976 y 1986 “cuando hubo una importante presencia en los principales escenarios”, como lo avala “el elevado número de estrenos de algunos de ellos”: los siete títulos de Nieva -La carroza de plomo candente [1976], El combate de Ópalos y Tasia [1976], Sombra y quimera de Larra [1976], Delirio del amor hostil [1978], La señora Tártara [1980], El rayo colgado [1980] y Coronada y el toro [1982]-; cuatro de Riaza -Retrato de dama con perrito [1976], El palacio de los monos [1979], Medea es un buen chico [1984] y Retrato de niño muerto (Novela de amor) [1984]-; tres de Romero Esteo -El vodevil de la pálida, pálida, pálida, pálida rosa [1978], Antigua y noble historia de Prometeo el Héroe con Pandora la Pálida [1986] y Fiestas gordas del vino y el tocino [1986]-. Destaca, a continuación, los autores y obras que descollaron en aquellos años: Martínez Mediero, Alberto Miralles y López Mozo (con cinco piezas cada uno de ellos), García Pintado (con cuatro), Luis Matilla (con una), etc. Señala, además, que entre 1986-1990 “la presencia de esta generación fue disminuyendo paulatinamente”, siendo a partir de 1991 cuando “los teatros del sector público comenzaron a presentar algunos textos de estos autores”: Nieva y Gómez Arcos (con tres obras cada uno de ellos), así como Martínez Mediero, Martín Elizondo y Alberto Miralles (con una).

62 TEATRO Y ANTITEATRO: LA ARDUA CUESTIÓN DEL PÚBLICO

Felipe B. Pedraza Jiménez Universidad de Castilla-La Mancha

La comunicación dramática: el ejemplo del príncipe de los poetas cómicos

Recordemos una muy conocida y significativa anécdota que re­ coge Ricardo de Turia en su Apologético de las comedias españolas (1614):

el príncipe de los poetas cómicos de nuestros tiempos, y aun de los pasados, el famoso y nunca bien celebrado Lope de Vega, suele, oyendo así comedias suyas como ajenas, advertir los pasos que hacen maravilla y granjean aplauso, y aquellos, aunque sean impropios, imita en todo, buscándose ocasiones en nuevas come­ dias, que como de fuente perenne nacen incesablemente de su fértilísimo ingenio, y así con justa razón adquiere el favor que toda Europa y América le debe y paga gloriosamente.

Desde la antigüedad es bien sabido que la comunicación no se produce si no existe un receptor. Ese polo del acto comunicativo es especialmente relevante en la relación desinteresada que aspira a es- 1

1. Federico Sánchez Escribano y Alberto Porqueras Mayo, Preceptiva dramática española del Renacimiento y el Barroco, “Biblioteca románica hispánica”, IV, 3, Gredos, Madrid, 1972, 2a ed., pág. 179. tablecer la obra de arte. A diferencia de los mensajes ordinarios, en que existe un interés práctico ajeno al propio mensaje, la codifica­ ción artística ha de atraer por sí misma al receptor y, si no lo logra, el acto comunicativo no se consuma y de hecho no existe. Nuestro Marcial (libro 3, epigrama 9) lo dijo en un rotundo y agudo dístico dirigido contra el poetastro Cinna:

Versículos in me narratur scribere Cinna. Non escribit, cuius carmina nemo legit.

Que podemos traducir en una coplilla, como se hacía con fre­ cuencia en otros siglos

Hoy me han contado que Cinna escribe contra mí versos. No escribe si nadie lee los poemas que ha compuesto.

Estos versos los aplicó Quevedo a Góngora con manifiesta im­ propiedad. Don Luis siempre tuvo un público entusiasta y, en mu­ chos sentidos, amplio:

Dices que don Luis me ha escrito un soneto, y digo yo que, si don Luis lo escribió, será un soneto maldito. A las obras me remito: luego el poema se vea; mas nadie que escriba crea, mientras más no se cultive, porque no escribe el que escribe 2 versos que no hay quien los lea.

A la poesía lírica podemos suponerle una existencia potencial sin el público. Como las esporas de los hongos, puede esperar siglos2

2. Obra poética, ed. de José Manuel Blecua, Castalia, Madrid, 1969-1981, tomo IV, pág. 451.

64 hasta que llegue el lector que la haga germinar. Como el arpa de Bécquer, puede encerrar las notas músicales hasta que ‘ ‘llegue la mano de nieve que sepa arrancarlas”. Pero el teatro no. El teatro es un arte que exige la estricta coincidencia cronológica y espacial de su producción y recepción. García Barrientes lo expresó con un conceptuoso juego paranomásico:

El espectáculo no solo se consume, sino que también se consu­ ma en el trascurso de su realización. Producción y consumo no son 3 estrictamente procesos simultáneos; son el mismo proceso.

Es cierta la afirmación de Stepun: “Jamás se ha dado un teatro sin público [...]. Un actor al que nadie mira no es un actor”3 4 5. Por eso tiene algo de absurdo el crear teatro para un público inexis­ tente. Eso es lo que en buena medida hicieron muchos dramaturgos del nuevo teatro español. Así lo declaraba Luis Maúlla en 1973:

...¿qué sentido tiene esto?, ¿qué sentido tiene escribir teatro para una sociedad conformista que lentamente ha ido perdiendo su sentido crítico positivo y que en ningún momento va a necesitar de autores que vengan a poner en cuestión unas verdades tras las cua­ les se atrincheran con una desesperación tal, que consigue poner en evidencia la endeblez de sus postulados? Es totalmente necesa­ rio ir en busca del público del futuro allí donde este se encuentre.

La historia del teatro -si, en efecto, la historia es maestra de la vida- debería enseñarnos que las creaciones más perennes del dra­ ma y de la escena nacieron para ser consumidas en caliente. ¿Escri­ bían Sófocles o Aristófanes para el público de un hipotético futuro? Evidentemente, no. Escribían para los atenienses (y no para los lacedemonios) de su tiempo. ¿Escribía Shakespeare para los directo­ res de la calle 42? No. ¿Escribían Lope y Calderón para unos espec­ tadores distintos a los que encontraban en los corrales de comedias?

3. José Luis García Barrientes, Drama y tiempo. Dramatología, I, CSIC, Madrid, 1991, pág. 50. 4. F. Stepun, El teatro y el cine, Taurus, Madrid, 1960, pág. 55. 5. Luis Matilla, “Algunas desordenadas notas”, Primer acto, núms. 123-124 (agosto-setiembre de 1970), pág. 74.

65 Francisco Ruiz Ramón reflexionó unos años más tarde sobre las contradicciones y puntos débiles del razonamiento de Matilla y su­ brayó los riesgos, la imposibilidad quizá de un teatro sin público:

En el presente radical en que el autor dramático escribe, ¿cómo escribir para un público del futuro, para un público que no existe hoy sino como pura posibilidad y aun pura posibilidad im­ previsible? ¿Es seguro que, de existir en el futuro, acepte un teatro escrito hoy para mañana? La aporta [de la tesis de Matilla], sin embargo, tiene profundo sentido: la eficacia del teatro solo puede venir de la negación dialéctica del “público de teatro”. A su muer­ te como “público de teatro” encaminan sus esfuerzos buena parte de los dramaturgos de este grupo. [...] Ahora bien, cuando llegue ese momento, si llega, ¿existirá todavía el teatro o se habrá consu­ mado su destrucción desde dentro?

En otras épocas esa pretensión de escribir teatro al margen del público era insólita. En el Arte nuevo de hacer comedias se puede observar cómo Lope, poeta que habla ante una academia literaria sobre el arte de escribir, no de representar, tiene siempre en cuenta al más importante de los elementos del espectáculo: el público. Véase la cadena, no exhaustiva, de afirmaciones sobre este punto (las cursi­ vas son mías):

.. .describa los amantes con afectos que muevan con estremo a quien escucha. Los soliloquios pinte de manera que se trasforme todo el recitante y, con mudarse a sí, mude al oyente, [vv. 272-276]

Remátense las scenas con sentencia, con donaire, con versos elegantes, de suerte que al entrarse el que recita no deje con disgusto al auditorio, [vv. 294-297] 6

6. “Prolegómenos a un estudio del nuevo teatro español”, Primer acto, núm. 173 (octubre de 1974), pág. 8.

66 El engañar con la verdad es cosa que ha parecido bien. [vv. 319-320]

.. .siempre el hablar equívoco ha tenido, y aquella incertidumbre anfibológica, gran lugar en el vulgo... [vv. 323-325]

Los casos de la honra son mejores porque mueven con fuerza a toda gente, [vv. 327-328]

.. .que doce [pliegos] están medidos con el tiempo y la paciencia del que está escuchando... [vv. 339-340]

Un teatro contra el público

Con los matices que indudablemente existen, el nuevo teatro, y de manera particularísima el antiteatro independiente, se empecinó en el desprecio suicida al público. Ni se preocupó de “moverlo con fuerza” ni atendió a los límites razonables de “la paciencia del que está escuchando”. Admira la contumacia con la que algunos dramaturgos y escenificadores fueron abiertamente contra el público. Luis Riaza co­ mentaba en septiembre de 1974 la desoladora situación del festival de Sitges, en el que se estrenaban una obra suya y otra de Romero Esteo:

...la [crítica] de Barcelona, de una forma sistemática, a excep­ ción de Manegat, ha dicho de mi teatro que no entiende ni una sola palabra. [...] En Sitges se estrenó también Paraphernalia, de Ro­ mero Esteo. Se esperaba la obra con una gran expectación. Bueno, pues en el entreacto ya noté una repulsa casi general a través de los comentarios del ambigú. En el segundo acto el teatro quedó casi vacío; se podían contar con los dedos de las manos los espec­ tadores que estábamos: los cinco gatos de siempre. ¿Por qué?...

Cabría esperar, después de este intento de comunicación fallida, una consideración autocrítica de su concepción dramática. Sin em­ bargo, la conclusión no va por ese camino:

67 7 Lo que hoy falta en España [...] es un público.

Una y otra vez se repite en las revistas teatrales de la época la quimérica idea de “fabricar un público al servicio de un teatro hecho de antemano sin contar con él por una minoría selecta”,7 8 910 Los patrocinadores de esta operación son, como señala Serafín Adame,

los paladines de una dramaturgia oscura, antiteatral, capaz úni­ camente para deleite de minorías seleccionadas entre selectos por autodeterminación. Con la sorprendente paradoja de que, al patro­ cinar tales productos, lo hagan bajo la pancarta de “Hay que acer­ car las masas al arte teatral”.

Fue una época en que el público estaba abandonando el teatro, motu proprio, porque las costumbres habían cambiado y porque otros espectáculos (cine, televisión) competían ventajosamente con la esce­ na. Parecía que la crítica joven y los dramaturgos y directores tenían una prisa grande por consumar la expulsión de los pocos espectadores que seguían asistiendo a las representaciones. Cargado de razón, Ri­ cardo Doménech describía con hostilidad al público teatral:

minoritario, reducidísimo, integrado por unos matrimonios bur­ gueses que van allí como podrían ir a merendar a una cafetería [...]. Van al teatro -ellos son los primeros en decirlo- a “distraerse”.

Desde que leí esta frase, me estoy preguntando por qué el públi­ co no puede acudir a “distraerse” al teatro. El mismo Aristóteles -que algo ha aportado a la crítica teatral- señalaba como fin del arte dramático “dar contento y gusto al pueblo”, o dicho con palabras

7. Ángel García Pintado, “El Dante Riaza: entre el más allá y el más acá” [entrevista], Primer acto, núm. 172 (setiembre de 1974), pág. 10. 8. Sol Nogueras, “John Littlewood y el teatro popular”, Primer acto, núms. 123-124 (agosto-setiembre de 1970), pág. V. 9. Serafín Adame, “Inventar el público”, Primer acto, núm. 121 (junio de 1970), pág. I. 10. En Documentos sobre el teatro español contemporáneo, ed. de Luciano García Lorenzo, SGEL, Madrid, 1981, pág. 42

68 literales de la Poética-, “es connatural al hombre [...] el regocijarse o complacerse en las imitaciones”,11 Lo que hacían o pretendían hacer esos pobres espectadores aristotélicos, que con tanta inquina descri­ be Doménech, era precisamente eso: “regocijarse o complacerse en las imitaciones”. Si esto era considerado un grave delito contra el arte y la cultura, ¿a qué habían de acudir al teatro? Conste que soy de los que se suman a la paradójica opinión que expresaba hace unos días Fermín Cabal: “El teatro de entretenimien­ to no me interesa, básicamente porque me parece muy aburrido”.11 12 13 En efecto, piensen ustedes en los espantosos, perversos teatrillos con que José Luis Moreno atormenta a los espectadores de la 1 los sába­ dos por la noche, o en esa representación deleznable con que una compañía de comicastros acaba de destrozar Usted tiene ojos de mujer fatal de Jardiel Poncela, con la pretensión de convertirla en “teatro de entretenimiento”. Enseguida añade Fermín Cabal un detalle trascendental desde mi perspectiva: “Como yo hago teatro para divertirme, y como casi siempre lo consigo, sospecho (y espero) que algo de esa energía se comunique a los espectadores”. Fermín Cabal se formó en aquellos años setenta, pero no olvidó nunca la necesidad imperiosa de comunicarse con el público. Sin embargo, aquel era un tiempo en el que críticos y dramaturgos -determinados críticos y determinados dramaturgos- echaban sobre las espaldas del espectador extrañas responsabilidades. Así, José Monleón, en una interminable frase muy de la época, abogaba por

un teatro que imponga sobre el público una actitud fundamen­ talmente activa que implique una elaboración personal del espec­ tador, sin que la propuesta sea inútil, porque esto en definitiva su­ pone la realidad compleja y disfrazada que la propia vida ofrece y, al mismo tiempo, de un determinado sistema cultural que circula por los consabidos y lineales moldes con los que nos apedreamos unos a otros cuando nos comunicamos.

11. Poética, trad. de F. P. Samaranch, Aguilar, Madrid, 1972, cap. 4, pág. 66. 12. “Cara a cara con los dramaturgos que mañana estrenan sus últimas obras: Fermín Cabal, Ramírez de Haro”, El cultural. El mundo (7-11-2001), pág. 40. 13. “Ditirambo, entre la profanación del rito y la degradación de la tragedia”, Primer acto, núm. 157 (junio de 1973), pág. 7.

69 El espectador tenía que ir al teatro a que dramaturgos, directores y actores le impusieran, contra su voluntad, una “actitud fundamen­ talmente activa” y se convertía en culpable de no complacerse en los espectáculos que una parte del teatro independiente le ofrecía.

Los malos ejemplos: Valle-Inclán

Los intentos fallidos de comunicación con el público se mitifican y se convierten en paradigma de la creación artística. Es el momento en que Valle-Inclán adquiere un prestigio nuevo. Todavía en el libro de Díaz-Plaja Modernismo frente a 98,14 don Ramón es el cincela­ dor de la palabra, el creador para un público exquisito, selecto y entusiasta. Poco a poco, deja de ser el prosista del Modernismo y se recuperan las ideas que Salinas esbozó en “Significación del esper­ pento o Valle-Inclán, hijo pródigo del 98”.15 De esteta evasivo y re­ accionario pasó a ser contestatario en conflicto con el público bur­ gués, sobre todo en su dimensión teatral. Jean-Paul Borel había planteado agudamente la cuestión:

¿A qué público va dirigida la obra que estudiamos [los dramas de Valle-Inclán]? Es una pregunta que hay que hacerse si quere­ mos comprender este extraordinario “teatro”. Ya hemos hablado de la importancia del factor burgués en el teatro español contem­ poráneo. [...] En él [Valle] hay el mismo odio al burgués que en Rimbaud, y este odio es una desventaja terrible para un autor dra­ mático de principios del siglo XX. Valle-Inclán no quiere escribir para el público burgués. Ni sus poemas ni sus novelas van dirigi­ das a él; pero esto no es tan grave como en la obra dramática. Una novela impresa, un poema que casi nadie lee, siguen siendo una novela o un poema. El teatro de Valle-Inclán estaba destinado, desde su creación, a no ser representado, o a casi no serlo. Desde las primeras obras se ve que el autor es completamente consciente de este fenómeno: no sólo no hace concesión alguna al único pú-

14. Modernismo frente a 98. Una introducción a la literatura española del sigloXX, Espasa-Calpe, Madrid, 1951; 2aed., 1966. 15. Reimpreso en Literatura española. Siglo XX, Alianza Editorial, Madrid, 1970, págs. 86-114.

70 blico capaz de llenar una sala de espectáculos, sino que ni siquiera intenta hacer sus obras técnicamente representables.

Cabe matizar un punto de lo dicho por Borel. La cuestión no radica sólo en que una novela o un poema sin público sigan siendo, más o menos, una novela o un poema, sino en que las novelas, inclu­ so los poemas, de Valle-Inclán encontraron un número de lectores suficiente entre la burguesía ilustrada para existir en la conciencia colectiva. En cambio, sus dramas no lo consiguieron como teatro, aunque sí como obra legible en forma de libro, de folleto o de folle­ tín de periódico. Valle culpó mil veces a los actores y directores de su ausencia de los escenarios. No tenía razón. Mantuvo amplias aunque conflictivas relaciones con el mundo del teatro y buena parte de sus obras las estrenaron los mejores actores, compañías y directores de su época: María Guerrero, Margarita Xirgú, Cipriano Rivas Cherif... Fue el público, acostumbrado a un determinado tipo de escenificación, el que rechazó una vez tras otra sus propuestas. Pero esa misma socie­ dad que no lo quería en los escenarios era capaz de sostener la publi­ cación de sus obras completas y seguir con el interés necesario su exigente evolución estética. Simplificando la compleja realidad sociocultural, podemos afir­ mar que en los años sesenta y setenta el ejemplo de Valle-Inclán, el “mal ejemplo” de Valle-Inclán sirvió como coartada a los fracasos del nuevo teatro. Los dramaturgos podían poner en paralelo el desin­ terés por sus obras del público burgués y adocenado, con el desinte­ rés, todavía vigente, por las representaciones de Valle-Inclán. En medio de la amargura del fracaso, habían encontrado una compañía prestigiosa. No se tenía en cuenta que Valle mantenía su crédito como autor literario, que la colección “Austral” había incorporado a su catálogo el conjunto de la obra, incluidos los dramas que no habían podido ser vistos aún en el teatro.16 17

16. El teatro de lo imposible, Guadarrama, Madrid, 1966, págs. 180-181. 17. Las ediciones que pudimos comprar y leer los aficionados revelan cómo creció el interés por el teatro de Valle-Inclán en aquellos años. En “Austral”

71 De la figura literaria de Valle-Inclán se potenciaron dos rasgos: su disidencia radical del entorno burgués en que le tocó vivir y la “invisibilidad” de su teatro.18 Se convertía así en símbolo de la marginalidad y avanzado de un drama que caminaba hacia su ruptu­ ra interna por la vía de la degradación, la caricatura grotesca y el absurdo existencial. Se olvidó que Valle crea los esperpentos como resultado de una trayectoria literaria coherente en extremo. El satanismo decadentista de las Sonatas está en la base del universo moral de Divinas pala­ bras o Luces de bohemia. El estilo relamidamente modernista de las primeras obras es el que evoluciona hasta el impresionismo expre­ sionista (valga el oxímoron) del Ruedo ibérico. Sin haber escrito nada que se parezca a las Sonatas, sin ese disci­ plinado ejercicio de miniaturista, el nuevo teatro corrió hacia la cari­ catura bufa, las retahilas machaconas, los símbolos nihilistas. El re­ sultado sólo se parece a Valle-Inclán en el rechazo del públicos tea­ tral. Pero difiere en que no consiguió tampoco lectores adeptos.

Trasgresiones a costa de los espectadores

El “mal ejemplo” de Valle-Inclán se complementó con toda una estética de la trasgresión en la que el público, burgués él -ya se sabe-, era el enemigo a batir. Evidentemente a aquellas sesiones de provo­ cación y ruptura no asistíamos más que exiguas minorías a las que había que suponer, cuando menos, cierta adhesión al nuevo teatro. Algunos espectáculos llegaban a ser un ejercicio sadomasoquista en el que el público inquieto se convertía en representación del audito-

aparecieron sucesivas impresiones de la totalidad de sus dramas: Cuento de abril y Voces de gesta (1944, 1954, 1960). Águila de blasón (1946, 1964, 1972). Cara de plata (1946, 1964, 1970). Romance de lobos (1947, 1961, 1968, 1973). La marquesa Rosalinda y El marqués de Bradomín (1961, 1971). Divinas palabras (1961, 1964, 1966, 1970, 1972, 1974). Luces de bohemia (1961, 1968, 1971, 1973). Martes de carnaval (1964, 1968, 1973). Tablado de marionetas (1961, 1970). Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte (1961, 1968). 18. Vid. Francisco Ruiz Ramón, “La invisibilidad del teatro español contemporáneo”, en Estudios de teatro español clásico y contemporáneo, Fundación luán March/Cátedra, Madrid, 1978, págs. 130-132.

72 río burgués que iba abandonando los teatros. Los creadores escénicos infligían humillaciones, flagelaban sin piedad, ponían incluso en peligro la integridad física del público adepto a sus radicalidades, ya que en aquel extraño juego encarnaba vicariamente a la odiada bur­ guesía. No piense nadie que exagero. Yo soy uno de los privilegiados asistentes a una representación de Estricta vigilancia de Jean Genet en una “Escola d’estudis artistics” que dirigió Ricard Salvat por bre­ ve tiempo en Hospitalet de Llobregat.19 La función se celebraba en una buhardilla ocupada por una maraña de tela metálica, con estre­ chos pasadizos (había que entrar a gatas) y huecos, a modo de nidos o nichos, en los que nos alojábamos los espectadores sobre balas de paja. Cerca de nosotros los focos iluminaban a los actores. La menor chispa hubiera provocado una catástrofe: hubiéramos muerto achi­ charrados por el fuego y apresados por la tela metálica. El director había dispuesto todo perfectamente para que sintiéramos la angustia del preso en una cárcel de alta seguridad; pero no lo consiguió por­ que aquel público juvenil, del que yo formaba parte, acudía a aque­ llas peligrosas ceremonias con una desconcertante inconsciencia. Nadie dio el menor relieve al peligro que corría ni tampoco al hecho, entonces insólito, de que los actores aparecieran enteramente desnu­ dos a escasos centímetros de los espectadores. A lo largo de una hora y pico nos llegaron en vivo y en directo los sudores, los olores, los esputos de aquellos aficionados iconoclastas que jugaban con fuego al anfiteatro. En el mismo edificio pero en otra sala, unos días más tarde, junio caluroso y húmedo de Barcelona, acudimos a ver otro Genet: Las criadas. Sólo veintinueve espectadores. La acción dramática se de­ sarrollaba en una bolsa hecha con sábanas, una esfera irregular de unos cuatro metros de diámetro. Los espectadores (los veintinueve espectadores) teníamos que introducir la cabeza por sendos agujeros ad hoc. Los actores nos colocaban una máscara, convenientemente sudada por los asistentes a la representación anterior. Durante el tiem­

19. Esta institución dependía del Patronato Municipal de Cultura. Las representaciones a que me refiero a continuación tuvieron lugar en el mes de junio de 1976, dentro de la 1 setmana de teatre de l’Hospitalet.

73 po de la acción, espectadores y actores respirábamos el aire viciado de la bolsa, participábamos de los jadeos, compartíamos olores y aun sabores de aquella atmósfera nauseabunda. Eran tiempos en que la renovación teatral corría a menudo hacia la provocación, la agresión y el desprecio al espectador. Se habló con cierta frecuencia de teatro de participación. A veces la participación se limita a que el público se mueva de un lado para otro. Casi siempre se le añade la provocación. Provocación falaz y ventajista puesto que el autor-director-actor incordia, insulta, a veces escupe o zarandea a los espectadores, pero estos no tienen el derecho de réplica. A Dios gracias, la participación del público nunca llegó a darse. Por esas fechas Henri Gouhier anunciaba extraños horizontes para el arte escénico: “lo que interesa [es] que la representación deje de pa- recerme una representación”20. Si se produjera este fenómeno, el re­ sultado sería la desaparición del teatro. Hoy todos los estudiosos del tema parecen estar de acuerdo en que la vivencia dramática engen­ dra una paradójica simpatía entre actor, personaje y espectador que se basa en la conciencia de la ficción. En el momento en que público e intérpretes se confunden y son todo uno, se acaba esta experiencia singular a la que llamamos teatro. Pero la verdad es que el antiteatro nunca llegó a persuadir a los asistentes de que aquello no era una representación. Nos persuadía más bien de que estábamos ante algo burdamente teatral, plomizo, que establecía una distancia insalvable entre los intérpretes y el pú­ blico, entre la acción dramática, en estado larvario, y la emoción del espectador. No seguía el modelo aristotélico de la comunión simpá­ tica del escenario y la platea, ni el del extrañamiento brechtiano. El antiteatro de los años 70 era, en realidad, un teatro de profundas antipatías, de odio al auditorio.

El desencuentro con los espectadores

Había también un teatro que, pidiendo disculpas, buscaba que el público vibrara con la acción dramática, se riera con ella, se divirtie­

20. La cita de Gouhier la trae a colación Enrique Cerdán Tato en su artículo “Problemática de la participación”, Primer acto, núm. 133 (junio de 1971), pág. III.

74 ra.21 22 Cuando lo conseguían, sus creadores se veían en la necesidad de justificarse. Así, en noviembre de 1973, “Los goliardos” tienen que contestar con un desplante a la redacción de Primer acto, repre­ sentada por Ricardo Arana, que les exige “diferenciar entre ‘teatro popular’ con carácter alienatorio, y el que nace de una inquietud, de una concienciación.. Y dicen:

Puestos a hablar de teatro popular, diremos que Manolita Chen es quien tiene unas campañas realmente populares... Pues bien, ese aspecto sí lo tuvimos en cuenta al montar el Buenalma. Incluso los intelectuales, la crítica seria, nos reprocharon una especie de excesiva facilonería, que nosotros estábamos utilizando deliberada y no muy desatinadamente, puesto que recibimos comentarios 22 como “es teatro clásico y nos hemos reído como en la revista”.

Un año más tarde, “Tábano” hace propósito de la enmienda: “Que­ remos hacer textos que interesen y que tengan una historia construi­ da, con solidez dramática”.23 La confesión es reveladora pues indica que, hasta ese momento, habían querido hacer textos que no intere­ saran y que carecieran de solidez dramática, es decir, teatro contra el espectador. En la renovación formal de los años setenta hubo de todo, pero no cabe negar que pesaron mucho, más de lo necesario, las doctrinas que propiciaban un radical desencuentro entre los dramaturgos, el teatro y el público. Hubo autores que en un momento habían sintonizado con sus posibles espectadores. Lauro Olmo, por ejemplo, consiguió esa especialísima comunicación propia del teatro al estrenar La camisa. No supo o no quiso o no pudo perseverar en esa línea. Pronto derivó, a impulsos de lo que dictaba la crítica, hacia un expresionismo des­

21. En ese teatro de simpatías estaban algunos de los dramaturgos, actores y directores que han alcanzado el éxito en etapas posteriores: Ángel Fació, José Luis Alonso de Santos, Fermín Cabal, El Brujo... 22. Ricardo Arana, “Goliardos o la desintegración de un grupo” [entrevista], Primer acto, núm. 162 (noviembre de 1973), pág. 58. 23. “Con Tábano, una reflexión en voz alta” [entrevista anónima], Primer acto, núm. 172 (setiembre de 1974), pág. 48.

75 carnado y mala sombra que disgustó al auditorio: al tradicional y al nuevo público juvenil hipercrítico, reventador y contestatario, criado a los pechos de las revistas teatrales de aquellos tiempos. Al cumplir­ se las 50 representaciones de English spoken, ese público nuevo armó la marimorena. Tina Sainz lo contó para Yorick:

En el segundo acto la cogieron con un gran pitorreo. A los estu­ diantes les parecían pueriles algunas escenas y personajes. En un mo­ mento de la obra que salen unos policías se oyó arriba: “¡Con la Social, no, eh!”, y al bajar el telón, en el patio de butacas se gritaban “¡Bravos!” y en la general “¡Fuera!”, “¡Muy malo!”, y tacos, muchos tacos. Al salir Lauro -¡porque salió, vaya si salió!- a presentar a Paco Ibáñez, aquello ya no era un teatro sino un circo romano. Lauro aplaudía a los actores y los actores al público, la general insultaba a los del patio de butacas y el patio de butacas a la general. Dos coches de la policía había en la puerta del teatro sin saber si entrar o no. Una fila de barbudos -mo lo digo en sentido peyorativo, eh- coreaba “¡Libertad. Libertad. Libertad!” y a Lauro le llamaron “comunista de mierda”...

La conclusión es que tampoco este nuevo público es el adecuado:

Este movimiento estudiantil se lo carga todo y no aporta nada.

Ya en la transición (en junio de 1978), Luis Riaza sigue pensan­ do en la culpabilidad del espectador:

La principal causa [de que no se estrenen sus obras], creo, consiste en la inexistencia de un público (¿una sociedad?) capaz de encajar otro teatro de mayor enjundia que la que le ofrecen los tenderos del espectáculo. [...] a un público cadavérico, teatralidades cadavéricas. Y no hay más carbón.25

Poco después de publicarse estas palabras de réquiem por un tea­ tro muerto, se afirmaban sobre los escenarios algunos textos y es- 2425

24. “Lauro Olmo víctima de la necesidad del mito” [nota anónima que recoge las declaraciones de Tina Sainz], Yorick, núm. 28 (noviembre de 1968), pág. 48. 25. “Encuesta a los que no estrenan”, Pipirijaina, núm. 7 (junio de 1978), pág. 63.

76 pectáculos que volvían a interesar a los espectadores y se convertían en grandes éxitos; Fermín Cabal estrenaba Esta noche gran velada y Vade retro (1982); Rodolf Sirera, El veneno del teatro (1983); Fer­ nando Fernán Gómez, Las bicicletas son para el verano (1982); José Luis Alonso de Santos, Bajarse al moro (1985); Sastre, La taberna fantástica (1985; escrita en 1966); Sanchis Sinisterra, ¡Ay, Carmela! (1987)... Abandonamos las tinieblas del antiteatro. El público se reconcilia con el drama, como se reconcilia con la novela o con el cine español. Con una diferencia significativa: el nuevo cine de la democracia, la nueva novela arraigan y se desarro­ llan con fuerza hasta nuestros días, crean un público constante y adep­ to. ¿Y el teatro? Pronto surge una crítica paralizante. Se habla des­ pectivamente del tono sainetesco, de un neorrealismo de escaso inte­ rés, de la pobreza del lenguaje... Se intenta desprestigiar y marginar ese teatro que ha logrado comunicarse con el público. La nueva dramaturgia de la democracia, que rechaza las aventuras antiteatrales precedentes, no logra consolidarse. No puede renovar temporada tras temporada los lazos que la unen a sus espectadores.

Hacia un teatro de repertorio

El teatro gira entonces hacia el repertorio. Los clásicos se adue­ ñan de la escena. Alguno de los dramaturgos reacciona contra esta moda. Alberto Miralles estrena Céfiro agreste de olímpicos embates (1981), la historia de una compañía teatral que se ve obligada, para recibir una subvención, a representar una obra calderoniana, mitológica por más señas.26 La obra de Miralles, bien construida, no tuvo éxito, en mi opinión, por una razón muy sencilla: a los especta­ dores no les interesan ni poco ni mucho los problemas de las compa­

26. No es malo recordar que las comedias mitológicas de Calderón son auténticas obras maestras del teatro simbólico, poético y espectacular. Además, su comicidad, su humor, ocasionalmente absurdo, las convierten en piezas en extremo divertidas. Algunos de los mejores momentos que he vivido como espectador en los últimos años se los debo a Calderón, representado por el Aula de Teatro de la Universidad de Alcalá, dirigida por Luis Dorrego (Céfalo y Pocris), o por el Teatro Corsario, dirigido por Femando Urdíales (El mayor hechizo, amor). Miralles erró los tiros al atacar obras tan bellas y de estética tan de nuestros días.

77 ñías teatrales. Las representaciones se hacen para que el público ría o llore, no para que los actores nos cuenten sus penas. Yo soy entusiasta de los clásicos y celebro que hoy se represen­ ten algo sus obras; pero lamento que la literatura dramática corra hacia la esterilidad. Como la ópera, el teatro se nutre casi exclusiva­ mente del pasado. A menudo se levantan voces de los dramaturgos vivos protestando por su marginación, pidiendo que se les saque a la luz de los focos; pero, contra el gusto del público, esas protestas son inútiles. El espectador no es el dueño del teatro. Es un interlocutor de la comunicación artística. Hay que contar con él. Algunos dramaturgos y directores actúan como el que quiere mantener una conversación, pero desprecia a su interlocutor, farfulla frases ininteligibles y se ofende cuando el escuchante lo dejo solo con su incoherente monó­ logo. Todavía hablar es un acto voluntario. No se puede obligar a nadie a escuchar lo que no quiere oír. La comunicación exige com­ plicidad, esfuerzo mutuo. El narcisismo es inherente a todo el que quiere comunicarse; pero si no se limita, aborta cualquier conato de entendimiento. Si no se respeta y se quiere al interlocutor (y se le debe querer, al menos porque quizá nos escuche), la comunicación es imposible. ¿Han perdido los poetas dramáticos de hoy la capacidad de ha­ cerse oír por el público? No lo sé. Pero sí sé que sus creaciones (hay excepciones, pero son eso: excepciones) apenas existe en la realidad de las tablas. Se ha perdido la sintonía entre dramaturgos y especta­ dores y en esta pérdida les cabe cierta responsabilidad a las expe­ riencias antiteatrales, al mito de la renovación estética sin tregua y a la execración crítica del éxito.

78 LA GUERRA NO HA TERMINADO

José Monleón Crítico teatral

En el programa del Congreso se dice que éste “va a estar dedica­ do básicamente al grupo de autores dramáticos que protagonizaron la renovación del teatro en España sobre presupuestos neovanguardistas y experimentales en torno a los primeros años 70". Para comprender a los distintos autores, más allá de su singulari­ dad, se impone interrogarse sobre cuáles eran las circunstancias que se daban en la España de la época, extremo éste que permitirá vertebrarlos entre sí. Porque palabras como Nuevo Teatro, Generación Realista, Tea­ tro Independiente, Vanguardia, Experimentalismo y otras que, sin duda, van a barajarse, deberían ser entendidas según lo eran en la España de entonces y no desde los supuestos que esas mismas palabras significan hoy, en un tiempo de normalización cultural y vida democrática. Para algunos, el afirmar que durante los años sesenta y los primeros setenta - prácticamente hasta la muerte del dictador- seguía gravitando la Guerra Civil, parece una especie de tozudez ideológica. De hecho, hay muchas personas que han llegado después a la vida cultural española o, incluso, que participaron en la asfixia intelectual de aquellos años, aunque luego haya resultado más cómodo olvidarlo, que ven en juicios como el mío poco menos que un enfermizo empecinamiento. Y, por consiguiente, que esa memoria debe ser eliminada para poder hablar, simplemente, de arte, de teatro, de literatura, sin permitir que las circunstancias históricas pesen en la estimación estética. Personalmente, pienso que tan absurdo sería que pretendiéramos valorar toda la creación literaria y teatral española de aquellos años, aludiendo una y otra vez a la existencia de una censura previa, mini­ mizando los discursos poéticos, las aportaciones personales, y cuan­ to había en las obras de creación real y no de mero eco de una situa­ ción política, como eliminar la incidencia de la Dictadura sobre nues­ tra realidad poética. Es cierto que los años sesenta parecen muy lejos del año 39, pero ésa es una percepción distinta a la que teníamos entonces. Hoy, la duración de los meses y de los años, más allá de las estimaciones dic­ tadas por las situaciones subjetivas, responde, más o menos, al tiempo real, cosa que no sucedía entonces. Hoy, un año, en la vida política y la vida social, tiene doce meses, en los que pueden pasar muchas cosas. Y cuatro años agotan una legislatura, con la posibilidad de pasar de un gobierno socialista a un gobierno popular, o viceversa. La conciencia del tiempo que tenemos hoy no es la que teníamos entonces. Y creo que ese fue un sentimiento colectivo fundamental, que debemos tomar en consideración para entender muchas de las manifestaciones de aque­ lla época. Por ejemplo, la creciente explicitud del teatro de la oposi­ ción, que fue pasando desde el sentimiento de la eternidad del Régi­ men a una conciencia de su final, de manera que si, en una primera época, la mayor parte de nuestros dramaturgos tuvieron claro que, de no sortear la censura, sus obras estaban definitivamente condenadas, se fue pasando a otra época en la que algunos pensaron que la censura sólo era un obstáculo temporal, y que, en el peor de los casos, las obras podrían estrenarse tras el fin del franquismo. Cuando en el último parte de guerra -significativamente bautiza­ do como Parte de la Victoria-, se decía que la guerra había termina­ do, parecía proclamarse literalmente que iba a comenzar la paz; pero no era cierto. Empezaba una larga posguerra en la que íbamos a estar todos: los que ganaron, los que perdieron, y los que nacieron des­ pués, o, como sucedía con la mayor parte de los autores que van a ser estudiados en este Congreso, los que fueron niños durante la guerra y estaban marcados por ella. Yo recuerdo, por ejemplo, cuando, muchos años después del 39, a cuenta de El verdugo, de Rafael Azcona y Luis García Berlanga, el

80 Ministro de Información y Turismo, señor Sánchez Bella, nos recor­ dó en un discurso que el debate ideológico había sido zanjado, de una vez para siempre, en el 39 y, por tanto, que no tenían cabida en nuestro país las obras que no respetaran el resultado de la contienda. Es decir, que el 39 fue interpretado por la sociedad vencedora y, más concretamente, por sus rectores políticos, como una norma -dotada del radicalismo que es propio de una guerra-, establecida para siem­ pre. Por tanto, aquellas producciones, o creaciones, o ideas, o re­ flexiones, que estuvieran en contra, no eran simplemente la expre­ sión de otro punto de vista, sino de lo que entonces se llamó la “anti- España”, de un mundo que había sido definitivamente aniquilado. La vieja identificación de los adversarios políticos con los vagos y maleantes, con los delicuentes, se reencarnaba entre nosotros des­ pués de haber sido eliminada desde hacía tiempo en los países occi­ dentales. O, más exactamente, en los países democráticos, que no era el caso de España. En este orden, recuerdo que cuando en un Festival de Teatro Universitario, celebrado en Murcia, se estrenaron Los cuernos de Don Friolera, de Valle-Inclán, la obra, además de sufrir numerosos cortes, tuvo que reducir su título a Don Friolera, y soportar una crí­ tica local en la que se explicaba que no se había ganado una guerra para que se representara ese tipo de teatro y menos por estudiantes jóvenes e inocentes. El desenlace del 39 contiene una vocación de rescribir la historia de la cultura española; de, por ejemplo, calificar a García Lorca de un mal autor teatral, de un poeta homosexual -a cuya causa se atribuyó su muerte en la tesis de Schonberg, publicada en La Estafeta Literaria -elevado a las alturas por la propaganda antifranquista, ávida de sacarle provecho a las circunstancias de su muerte. O de puntualizar que Muñoz Seca -y así se reiteró seriamen­ te por algunos críticos durante años-era un referente del pensamien­ to occidental. Se ignoró a los escritores del exilio, o se les evocó con breves juicios peyorativos, encaminados a mostrar que su obra no tenía nada que ver con la nueva historia que se estaba construyendo. A Valle se le convirtió en un esteta resentido y malhumorado, cuyo modernismo literario era la negación del lenguaje dramático. Lógi­ camente, las vanguardias, encarnadas en Unamuno, Bergamín, o Max

81 Aub, fueron literalmente borradas. Y si, a veces, se citaba a Azorín, es porque, como Benavente, había escrito numerosos artículos -¡que lejos del Azorín finisecular!- de elogio al nuevo Régimen. De manera que aquí teníamos una España dispuesta a aceptar esa historia -salpicada de referencias al Imperio, a los Reyes Católicos, y a la Contrarreforma- y, frente a ella, una España que intentaba, poco a poco, construir un discurso crítico, que analizara lo sucedido, sin aceptar cortes ni anatemas. Si cuando escribo estas notas tengo a mi lado la novela que acaba de aparecer, Rabos de lagartijas, de Juan Marsé, ambientada en la posguerra, es porque, para su autor, esa posguerra española sigue estando, de algún modo, presente. Han pasado varias décadas y, sin embargo, es un tema que seguimos manejando no como un episodio del pasado, sino como un espacio oscurecido que es necesario clari­ ficar, para entender lo que sucedió entonces y mucho de lo que ha sucedido después. Curiosamente, son muchas las personas que cuando oyen que una obra de teatro, una película o una novela están situadas en la posguerra, manifiestan un rechazo, como si se volviera sobre algo requetedicho y conocido por todos hasta la saciedad. Yo pienso que, en realidad, tales personas saben poco de lo que sucedió, aunque se haya generado un subconsciente colectivo para el cual eso no tiene interés o no hay por qué contarlo. Por mi parte, además de pensar que el ejercicio de la desmemoria histórica es una pereza de la inteligencia, creo que no podemos ha­ blar del teatro de aquella época sin tener presente la singularidad de sus circunstancias. Cuando acabó la guerra, asistimos a la proliferación de los jui­ cios sumarísimos, concebidos como un ajuste de cuentas, con la con­ dena o la ejecución de miles de personas. Es decir, a la liquidación terrorífica que es propia de todas las guerras civiles, sobre todo cuando alcanzan el encarnizamiento de la nuestra. Paralelamente, se creó la estructura política y policial del nuevo Estado y se puso en marcha la cultura de los vencedores. Esta cultura, refiriéndonos al teatro, es la que va a potenciar a sus dramaturgos, su concepto del teatro y la revigorización de la tradi­

82 ción conservadora, de manera que, para el sector de la sociedad es­ pañola disconforme, va a surgir la progresiva necesidad de un teatro que, si no su réplica, se asiente cuanto menos en una historia que esa cultura de la Victoria ignora, niega o menosprecia.

España reserva espiritual frente a una Europa decadente

El curso de los acontecimientos internacionales, tras la Segunda Guerra Mundial, nos van deslizando, poco a poco, desde una España oficial que comulga claramente con el nazismo, que desea la victoria de Hitler y Mussolini, que aporta la División Azul, e incluso llega a plantearse qué ventajas territoriales podrá sacar de esa victoria, a un triunfo de los Aliados, que para muchos -en España y fuera de ella- debe significar el fin de la Dictadura. Cosa que no sucedió porque las potencias occidentales pensaron en la previsible confrontación con la Unión Soviética -Capitalismo contra Comunismo- y el anticomunismo de la Dictadura española era un pequeño tesoro que podía ir al traste en una España democrática, quizás abocada, tras una liquidación violenta del franquismo, a una realidad política cer­ cana a la Unión Soviética. Esta situación, que políticamente se explica muy bien, no se co­ rrespondía, sin embargo, con la realidad intelectual y literaria. Por­ que en toda la Europa Occidental de la posguerra germina una litera­ tura democrática, una literatura crítica, unas tendencias encamina­ das a la construcción de un mundo laico y solidario, donde la ideolo­ gía fascista, con sus exaltaciones bélicas, su elitismo y su pseudoidealismo histórico, no tenía lugar. Lo que situó a nuestro país fuera de su tiempo. Esa es la razón de que, por ejemplo, la mayor parte de las compa­ ñías europeas se negaran a trabajar en España, sencillamente porque consideraban que la persistencia de la Dictadura franquista contra­ decía un mundo que se calificaba a sí mismo de libre y democrático. No basta, pues, pensar que había un aparato de control que obs­ truía la expresión de aquellas ideas críticas o antagónicas respecto de las postuladas oficialmente. Lo importante fue que, durante mu­ chos años, Europa tuvo una cultura que aquí era frenada e interpreta­

83 da como una especie de consigna internacional contra España. La afirmación de que la única cultura española era la que se había pro­ clamado en el 39, no hacía, pues, sino radicalizar la dicotomía. Y esto, durante varias décadas, controlado desde el poder, y asumido como normalidad por la mayor parte de los españoles. Del alcance de esa dicotomía no tuvieron, sin embargo, concien­ cia quienes se limitaron a encarar los periodos de estrechez o de crecimiento, ajenos como estaban a la acción política y sometidos a una propaganda tranquilizadora. Recordemos que, por ejemplo, to­ das las emisoras del país estaban obligadas a difundir los mismos boletines informativos, que se retransmitían desde Radio Nacional. Boletines no ya sujetos a la previsible orientación ideológica, sino presididos por la enmascarada selección e interpretación de la infor­ mación. En última instancia, todos los departamentos de censura es­ taban enmarcados en el Ministerio de Información. Para esa España pasiva, el ascenso económico, fruto del turismo y de cuanto sucedía en la economía occidental, eran argumentos más que suficientes para su adhesión. Posición que, lógicamente, no podía ser la de quienes sabíamos que una gran parte del pensamiento y del curso de la histo­ ria europea no nos llegaba o, como sucedía en el caso del teatro, sólo estaba al alcance de una reducida minoría. Me refiero a la venta clan­ destina en las trastiendas de las librerías, o a las deslumbrantes esca­ padas a Francia, o a las sesiones únicas de los Teatros de Cámara. Práctica esta última que permitía, en una especie de hipocresía esta­ dística, afirmar que en nuestro país se habían estrenado buena parte de las obras consideradas fundamentales en el panorama occidental, sin añadir que se habían representado una sola vez y ante un reduci­ do número de espectadores de las grandes ciudades. Eran estrenos que alimentaban la erudición de unos pocos espectadores, más o menos especializados, pero que en absoluto llegaban al “público es­ pañol”, ni menos aún a la sociedad española.

La Vanguardia

Es importante a los efectos del temario de este Congreso, com­ prender que las palabras tenían una significación -a menudo

84 subtextual- muy influida por las circunstancias. Por ejemplo, el con­ cepto de Vanguardia tenía en Francia, por citar el lugar más cercano, donde los ismos de las Vanguardias maduraron y, desde allí, influye­ ron sobre ciertos sectores de la vida española, un valor “normaliza­ do”, propio de una expresión enfrentada a las formas tradicionales, pero incorporada a la vida del teatro francés. En España, desde la crítica y la posición oficial ese valor era negado. Cabía, por supues­ to, un cierto formalismo inocuo cuyos contenidos tenían bien poco de transgresores, pero cuando la obra no se entendía desde el pensa­ miento tradicional, se encendía la luz de alarma y se le arrojaba, como si fuera una piedra, el epíteto de Vanguardia. Vanguardia era lo oscuro, lo que no declaraba su significado, juz­ gado por muchos críticos como un “camelo”, como producto snob jaleado por una reducidísima minoría. En la lista aparecían autores muy heterogéneos, ligados simplemente por su no pertenencia a la preceptiva de la escena española burguesa. Para muchas personas no se trataba de que hubiera un teatro apacible y reiterativo, de ingenio y entretenimiento, frente a otro considerado, por su no aceptación de la norma, experimental o de vanguardia. Para este sector, el primero era, llanamente, el Teatro, cuanto mejor escrito, por supuesto, tanto mejor, pero en el que no cabían una serie de preguntas, o aventurar lenguajes nuevos. Esta lectura conservadora incluso tenía la conno­ tación de proponernos la existencia de un teatro sano, claro, donde el espectador nunca era sorprendido, frente a otro teatro enfermizo y transgresor. No creo que en lo que acabo de decir exista exageración alguna. Basta un repaso a las críticas de la época para comprobarlo. Pero, en todo caso, contamos con una reflexión explícita de José María Pemán. Es la que hizo en un homenaje a los hermanos Álvarez Quintero contraponiendo la salud y el clasicismo de un “teatro de lo sabido” al carácter neurótico de un teatro de lo ignorado. Los Princi­ pios estaban ahí -y Pemán los identificaba con lo clásico- y lo mejor que podía hacer el teatro era afirmarlos. Es evidente que esta concepción de la cultura y el arte era opues­ ta, más allá de cualquier divergencia, a la de cuantos creíamos que una de las funciones del arte en general y del teatro en particular es la de cuestionar los principios establecidos, contemplarlos dentro de

85 su relatividad histórica, desvelar las contradicciones o injusticias de su aplicación, como parte de un proceso crítico ininterrumpido. Una característica de todo el mejor teatro del siglo XX ha sido la indaga­ ción en los subtextos, en las realidades escondidas detrás de las apa­ riencias, explorar cuanto esconden los imaginarios personales y co­ lectivos. Privar al teatro de esa posibilidad, sacralizar la explicitud de las palabras, cerrar las puertas a la indagación del subconsciente, considerar que la sociedad necesita que los seres humanos sean sólo lo que aparentan es, sin duda, una tranquilidad para quienes gobier­ nan en cualquier esfera social, pero también es la condena del arte teatral. Y no lo digo porque no crea en la existencia de personajes transparentes, angélicos y sin contradicciones, ni en manifestacio­ nes y relaciones sociales elementales y sin sombra alguna. Sólo que el ámbito de su expresión está en la cotidianidad, en el automatismo social, y no tiene sentido que tales personajes suban a escena para mostrarnos su obviedad. Este es el nudo de la cuestión. Detrás de la actitud de los censo­ res, de la política teatral, de la formación de los públicos habituales, de las ideas de los críticos oficiales, del rechazo sistemático de una serie de escritores, generalmente incluso sin conocer su obra, lo que realmente existía era un tejido intelectual alimentado por los princi­ pios del 39, que se oponía a dos cosas: a nuestra percepción de la contemporaneidad, que nada tenía que ver con ese camino, y a nues­ tra negativa a atribuir al conjunto de la sociedad española un credo que sólo correspondía a los vencedores y a quienes, consciente o pasivamente, se identificaban con ellos.

La Segunda República: sociedad española y público teatral

Por lo demás, esta reflexión, que podría parecer extremada, re­ sulta del todo explicable en el caso del teatro español a poco que hagamos un poco de historia. No debemos olvidar que el ideario de la Segunda República Española incluía el rescate y desarrollo de una cultura popular, como parte fundamental de la incorporación de ese medio social a la vida política. Nuestra realidad política y cultural giraba en torno a un pequeño sector, y lo que proponía la República

86 es que se diera entrada en la vida española a los millones de personas que se limitaban a subsistir o a expresarse en su círculo estrictamen­ te inmediato. Los movimientos obreros habían mostrado la pujanza y la capacidad de organización de una clase social. Y la República significaba no sólo su reconocimiento político sino la voluntad de poner en marcha el proceso cultural correspondiente. Es decir, no se trataba de un simple cambio de régimen, sino de un cambio de país, y, si uno lee a los poetas del 27 o examina las iniciativas culturales de la República, advierte de inmediato este pro­ pósito. Concretamente, en el campo del teatro, por no citar otros ejemplos, hay uno que tiene el carácter de emblemático y que sirvió de referencia en otros muchos países. Me refiero a La Barraca, que nació, administrativamente, del apoyo de un ministro, pero que con­ tó de inmediato con la adhesión de numerosos sectores, instituciones y municipios que estaban a favor de la República, al tiempo que obstáculos para presentarse en ciudades gobernadas por los conser­ vadores. Siguiendo las declaraciones de García Lorca en torno a La Barraca, se ve como en un plazo, relativamente breve, pasa del entu­ siasmo a la decepción, simplemente porque la experiencia de La Barraca estaba montada sobre un proyecto de cambio que no se estaba produciendo. Cuando La Barraca tiene graves problemas de sub­ vención, nuestro autor llega a preguntarse, un tanto irónicamente, por la nueva actitud gubernamental -tras las elecciones del 34, gana­ das por la CEDA- ante lo que sólo era una representación de los clásicos en el medio popular. Naturalmente, la cuestión era otra. Y estaba ligada a ese debate sobre un proyecto de país, que conllevaba otro sobre la función y el concepto de cultura. Precisamente, un sector de la izquierda -por ejemplo María Teresa León- reprochará a La Barraca su repertorio, apoyándose en la evidencia de que la República no va a producir la transformación social inicialmente programada, lo cual, conduce a la necesidad de ofrecer respuestas más militantes y políticas. Proba­ blemente, lo que en el proyecto inicial estaba lleno de sentido, luego, a la vista del curso de los acontecimientos, fue resultando un tanto ingenuo. Basta pasar de las declaraciones de Federico en torno al nacimiento de La Barraca o al concepto de poesía sostenido durante

87 años -cuando le reprochó a Albertí la militancia de sus versos- a La casa de Bernarda Alba y a sus últimas reflexiones en torno a las relaciones entre la poesía y la sociedad española de su tiempo, para comprender que también él tuvo una clara conciencia del cambio de situación. En este punto hay que referirse a un hecho que ha sido consus­ tancial con la vida teatral española: la distancia entre nuestros públi­ cos habituales y el conjunto del país. Sin caer en generalizaciones radicales, cabe afirmar que el público teatral ha representado básica­ mente los intereses y el pensamiento de una clase concreta, sin que los movimientos registrados fuera de la misma tuvieran el debido reflejo en los escenarios. Eso explica la perplejidad de Rafael Alberti y Margarita Xirgú frente a la violenta reacción del público y la crítica ante su Fermín Galán, cuando la obra se estrenó en el Español y los héroes de Jaca eran todavía magnificados en los murales y en el nuevo romancero popular. No fue, evidentemente, un simple rechazo teatral sino, básicamente, un rechazo político, porque el público no represen­ taba la movilización democrática y popular que se estaba produciendo en España. La Segunda República tiene un censo de grandes escritores y poetas, pero incide muy ligeramente en el teatro. Es cierto que se auspician determinados Teatros de Cámara; es cierto que existen ejem­ plos, como el caso de La Barraca o El búho de un nuevo Teatro Uni­ versitario; es cierto que nacen iniciativas como el Festival de Mérida, de la mano de Margarita Xirgú, que pertenecen a la nueva corriente. Pero, si examinamos las carteleras, veremos que este teatro ocupa es­ pacios minoritarios -que era, justamente, lo contrario de su vocación- mientras la práctica escénica habitual sigue dominada por los criterios conservadores. Podríamos decir que la República “rescata” dos auto­ res, Valle Inclán y García Lorca. Pero, al mismo tiempo, no debemos olvidar que Valle Inclán alcanzó un respeto literario, entre ciertas mi­ norías, en nada equiparable a la proyección escénica; y que García Lorca fue objeto de durísimas críticas que, en buena medida, confor­ maron la imagen que motivó el asesinato de Viznar. Luego, cuando llega la Guerra, la República, a través sobre todo de la figura de Rafael Alberti y María Teresa León, crea el Teatro de Arte y Propaganda, el Teatro de Urgencia o Las Guerrillas del Tea­

88 tro, cuyas características no sólo responden a la situación bélica del país sino que, además, entrañan un sentimiento de vacío, de no con­ tar con una tradición teatral inmediata en la que apoyarse, de tener poco menos que inventárselo todo: desde los textos y puestas en es­ cena a los públicos. Un artículo de Luis Cernuda sobre las dificulta­ des para conformar el repertorio del nuevo Teatro de Arte y Propa­ ganda ilustra a la perfección este desconcierto. Cita Cernuda a Valle y a Federico García Lorca, muertos ambos en el 36, a Rafael Alberti -quien había guardado silencio tras el escándalo del Fermín Galán- y alguna obra primeriza de Benavente. Luego, ha de mirar hacia atrás, muy hacia atrás, a nuestro Siglo de Oro, para encontrar la presencia del pueblo en el censo de personajes, fuera de la pasiva sumisión de coros, figurantes y domésticos.

Vuelta a empezar

De manera que, cuando acaba la guerra, el teatro español lo úni­ co que hace es apretar de nuevo sus filas y reafirmar la tradición conservadora que tenía antes del 31 y que había mantenido básica­ mente durante todo el período republicano. De los disidentes, unos se exilian, y van a alimentar esa España Peregrina, cuya producción dramática se ignora, o, cuanto más, sólo unos pocos consiguen leer, gracias a la difícil circulación de algunas editoriales argentinas y mexicanas; otros, como Carlos Arniches, son puestos en entredicho por no haberse definido claramente a favor del franquismo; a Jacinto Benavente también se le piden cuentas por haber suscrito declara­ ciones antifranquistas en su época de Valencia, a lo que él responde diciendo que le obligaron y que accedió para proteger su vida -cosa que se entiende perfectamente-, escribiendo en contrapartida una serie de artículos con los que obtuvo el perdón y ocupó el puesto que en verdad le correspondía. Artículos en los que Don Jacinto tuvo que escribir cosas que tampoco se correspondían con el tono liberal de su conservadurismo, como, por ejemplo, el reprocharse haber sido tolerante con ese liberalismo, origen de todos los radicalismos ulte­ riores, o denostar el sufragio universal comparando a determinados grupos étnicos con los conejos, etc.

89 Así que el teatro de la posguerra fue, entre nuestras expresiones artísticas y literarias, la que menos problemas tuvo. Porque le bastó retomar una tradición conservadora, que había sido muy firme en el teatro español y defenderla con los instrumentos que proporcionaba la Dictadura.

El teatro de ninguna parte

Esta radicalización no dejó de producir un malestar entre los sec­ tores críticos que se habían alineado con el bando vencedor. Porque, lógicamente, de ese pensamiento no emergió ningún gran teatro, hipotéticamente ligado a la España Nueva, sino que, simplemente, se entronizaron los caminos del teatro viejo, desde el melodrama de Adolfo Torrado a los juguetes cómicos de Tejedor, siguió oyéndose la voz del apuntador, se rechazó la función creadora de la puesta en escena -salvo en los dos teatros nacionales de Madrid- y se mantu­ vieron las catorce funciones semanales. Es decir, que se impuso un teatro que tenía bien poco que ver con la promesa de una España nueva, de una juventud radiante, que, aún dentro del fascismo, tuvie­ se una cierta calidad y grandeza, siquiera formal, coherente con la promesa histórica del 39. Cuando uno repasa el intento de determinados autores para salir de ese atasco, se encuentra con comentarios -y recuerdo, en ese sen­ tido, algunos de Alfredo Marquerie- que revelan el entusiasmo e ilusión con que esos críticos esperaban la aparición de nuevos textos y de criterios de montaje que rompieran con lo que Jardiel Poncela se atrevió a llamar el “teatro asqueroso de la época”. Resulta signifi­ cativo que la operación no pudiera hacerse con autores jóvenes, cu­ yas propuestas -aún cuando no fueran explícitamente críticas- casi siempre resultaban incómodas, por su forma o por la ambigüedad de sus mensajes. Así que fueron López Rubio, Miguel Mihura, Edgar Neville, Víctor Ruiz Iriarte, Jardiel Poncela o Jacinto Benavente, quienes merecieron las palmas, precisamente porque su teatro no ponía el dedo en ninguna llaga y era sensible e inteligente. Era un teatro que no exaltaba al franquismo, pero que no era hostil y que aceptaba el principio fundamental del teatro conservador: que el tea­

90 tro y el arte son expresiones para eludir el mundo, para soslayar su rea­ lidad, verdaderos refugios, que, en consecuencia, no tienen por qué en­ cerrar los conflictos de la vida social y personal. Ese teatro fue recibido con enorme entusiasmo y, a veces, metido con calzador en la historia del teatro europeo, citando a dramaturgos y directores de escena cuya ambi­ ción había sido muy distinta. Nombres que figuraban en los manuales de la historia del teatro europeo contemporáneo y que, indudablemente, no cabía invocar en la práctica escénica española. Padecíamos un teatro rutinario, rutinariamente celebrado, que no podía satisfacer a un grupo de autores que habían mostrado su adhe­ sión al franquismo, pero que no suscribían la realidad de la época y que se inventaron un teatro de “ninguna parte”, al que corresponde el título de una de sus obras, Ni pobre ni rico sino todo lo contrario, precisamente cuando riqueza y pobreza acababan de ser dos de los argumentos de una sangrienta guerra civil. Es la época en la que Miguel Mihura reprocha a un escritor tan poco sospechoso como Alvaro de la Iglesia que se permita algunas observaciones críticas elementales, diciéndole que eso era más propio de una crónica mu­ nicipal y que “La Codorniz” no había sido hecha con esos fines. Lo poético era un ejercicio de la fantasía y no un modo de transcender lo inmediato e ir más allá para descubrir -o crear- los sentidos ocultos de lo real. En este punto del viaje estábamos cuando comenzó a ma­ durar un teatro de la oposición. Oposición política en último término -y esto es fundamental-, pues lo fue, en primer lugar, oposición cul­ tural, un distinto modo de entender la vida social y el respeto a la persona.

Los realistas

Esto es tan importante y ha sido después tan mal entendido, que yo, que fui uno de los responsables de la calificación de Generación Realista, he tenido que explicar, en reiteradas ocasiones, que para nosotros el realismo no significaba un estilo, sino una actitud ética. Y que'en ninguna de las declaraciones teóricas de los escritores de esa Generación existe afirmación alguna en torno a la “forma” de teatro que debería hacerse; su discurso era siempre histórico y políti­

91 co, vinculado a un compromiso y nunca a una opción formal. Realis­ mo era lo contrario de evasión; significaba, frente a todo ese tejido cultural apoyado en una herencia nacionalista, en el desenlace del 39, alzado contra las distintas vías democráticas, y que consideraba la disidencia como una traición al país, significaba, digo, una llama­ da a la observación de lo real y una apelación a la libertad. Tal vez el término “realismo” no era bueno, por la misma razón que sentimiento es un concepto noble y no lo es sentimentalismo, o lo es islam y no lo es islamismo. Quizá sea un problema de la lengua castellana. Al poner el ismo se hace una especie de esquematización, cuando lo que se está queriendo decir es que en el sustantivo, y no en las dogmatizaciones que puedan hacerse a partir del adjetivo, hay una demanda que recla­ ma la fidelidad. Para nosotros, el problema estaba en que la cultura oficial española nos prohibía la realidad, obstruía el acceso a una serie de libros fundamentales, reinterpretaba interesadamente los aconteci­ mientos, manipulaba los hechos, y, en consecuencia, estimulaba nues­ tra necesidad de acercarnos a lo real. Por eso en el Realismo convivie­ ron muchos ismos, según la personalidad y la respuesta estética de cada autor, cosa que hubiera sido absurda de tratarse de un compromi­ so de estilo. Hablábamos, sin ver en ello contradicción alguna, de un realismo expresionista, de un realismo naturalista, de un realismo sicológico, de un realismo simbólico, etc., que diferían en su poética, pero que coincidían en su propósito ético y político. Fue Buero quien en un artículo del 63, titulado Sobre teatro, in­ cluido en la revista Agora, dijo que

La cuestión de la realidad es el mayor deber del dramaturgo pero tiene justamente que hacerse cuestión de ella, porque no está resuelta. Cuando se recomienda el realismo se expresa un propósi­ to saludable, pero que carece de fórmula inequívoca. Lo que ayer no era realista, resulta serlo hoy; lo que hoy se tilda de antirrealista, puede ser realista mañana.

Añadía -y con ello, sin duda respondía a determinadas simplifi­ caciones de los antirrealistas- que no había que confundir el realis­ mo con el teatro “solucionista”, el de las respuestas claras, que solía ser teatro de propaganda:

92 Si los problemas sociales sufriesen en la escena un tratamiento exclusivamente didáctico y basado en generalidades racionaliza­ das, las obras serían sociología, pero no serían teatro social. Cuan­ do los problemas sociales se encaman en conflictos singulares y en seres humanos concretos, puede haber teatro social. Una obra de teatro que puede ser ventajosamente sustituida por la explica­ ción de sus contenidos es una mala obra.

En última instancia, la misma dificultad de aproximarse a lo real sin dejarse conducir por las ideologías, expresa cuanto hay de esti­ mulante e inaprensible en un concepto que ocupa el centro de la filosofía y de la existencia humana. Ya que cito a Buero, recordemos que cuando estrenó Historia de una escalera, en el 49, provocó el escándalo que provocó, precisa­ mente, porque desveló una dimensión de lo real que por entonces esta­ ba vetada. Para quienes han conocido la obra mucho después y no vivieron su estreno, resulta bastante inexplicable lo que ocurrió con ella, ya que les parece algo así como un sainete, en el que se cuentan las desventuras cotidianas de un grupo de vecinos. Pero no es así. La obra es la historia de un fracaso y lo que expresa es la evidencia de que buena parte de la sociedad española estaba sometida por la propagan­ da oficial a un proyecto de vida que, luego, no se cumplía. Se trata, sin duda, de una experiencia, contada en muchos lugares y en muchos dramas. Pero, a partir del talento del autor, la historia cobraba entre nosotros una dimensión reveladora frente al optimismo oficial y la reiterada usurpación de la imagen del país por los representantes de los vencedores. Aquí eran los otros, la inmensidad de los perdedores silenciosos, el hombre común, quienes, lejos de las sirenas de la Victo­ ria, mostraban la vida popular en la gran ciudad. La obra indignó al público conservador y entusiasmó a quienes nos rebelábamos contra la exclusión oficial del fracaso, en una so­ ciedad vigilada y sujeta a las normas derivadas de una victoria mili­ tar. En el teatro de la época eran muchos los conflictos que no podían ser abordados, muchas las conductas que debían ser ocultadas, mu­ chos los problemas cuya solución debía ajustarse a las normas de censura. Existía una prédica ideológica que nos impedía el acerca­ miento a lo real. Y aquí me permitiré la referencia a un texto lumino­

93 so del siglo XIX, el Manifiesto de Zola, en el que señalaba que una de las primeras exigencias del teatro era la de liberarse de la conduc­ ción ideológica, que si, en su tiempo, correspondía al romanticismo, posteriormente, éste ha sido sustituido por una sucesión de dogmatismos igualmente opuestos a una libre indagación en lo real, y cuando hago esta reflexión pienso en todo el teatro de “cartilla” - en el que se ilustra un credo preestablecido- que, tantas veces, por esta sumisión, ha incumplido o incluso deteriorado la función políti­ ca que se había impuesto. Este era el contexto histórico y cultural donde creció el teatro examinado en el Congreso.

La obra y su contexto

Llegados a este punto, quizá sea procedente interrogarse por la necesidad de conocer el contexto de una obra para su comprensión. En principio, las obras valen por sí mismas y, por ejemplo, una tra­ gedia de Esquilo, o de Shakespeare, pueden ser gozadas y valoradas sin conocer las correspondientes realidades históricas en las que fue­ ron escritas. Tales obras contendrían en sí mismas los valores poéti­ cos que explican su supervivencia y determinan la emoción y el en­ riquecimiento de sus espectadores. ¿Hasta dónde, entonces, es nece­ sario conocer los contextos? Creo que es una pregunta importante que tiene varias respuestas. Probablemente, tan absurdo es decir que el conocimiento del con­ texto es irrelevante como sostener lo contrario; entre otras cosas, porque tendríamos que referirnos a obras concretas y a estrenos pun­ tuales, que, en algunos casos, no necesitan de ese conocimiento, y a otras obras y otras circunstancias, en las que sí es relevante. Rehuyendo, pues, cualquier generalización, sí quiero decir que, por ejemplo, cuando en aquellos años leíamos los estudios de algu­ nos hispanistas referidos a los autores críticos españoles de la época, sentíamos cierta desazón. El hecho de que Buero estrenara con re­ gularidad, incluso en los teatros nacionales, alcanzara la condición de académico y fuera tratado con respeto por la crítica oficial, con­ ducía a presentarlo como un autor “integrado” en las líneas domi­

94 nantes del teatro español. El propio López Rubio, en su discurso de ingreso en la Academia, lo incorporó a una lista de buenos escritores -entre los que figuraba el propio López Rubio- con los que Antonio Buero tenía escasa relación. Buero, viejo soldado republicano, con­ denado a muerte por los tribunales franquistas, pendiente de su eje­ cución durante meses, era, a nuestro entender, gravemente traiciona­ do en estos estudios “descontextualizados”, porque en la obra de Buero sí había una percepción de la realidad española, que buena parte de sus espectadores entendíamos muy bien, y que era minimi­ zada o excluida por la crítica oficial y por muchos estudiosos de su obra. En Buero estaba presente su conciencia de la guerra y la pos­ guerra civil, y de ella surgió la alegoría de La fundación, donde pre­ senta una sociedad a la que se quiere convencer de que está en una plácida fundación cuando en realidad está en una cárcel. ¿Cómo aceptar un estudio de la obra que no parta del carácter histórico de la alegoría? ¿Significa eso, entonces, que si el especta­ dor no conoce las circunstancias en que fue escrita la obra, ésta care­ ce de sentido? Pues no exactamente. Porque la alegoría contiene una serie de reflexiones sociales que los espectadores que no conocen la experiencia española habrán podido situar en su propia realidad o en otras que forman parte de su perspectiva política. Lo que sí me pare­ ce evidente es que se trata de un conflicto político, cuya significa­ ción social no puede ignorarse. Algo análogo podríamos decir de La casa de Bernarda Alba, que también para algunos estudiosos es una invención lorquiana, capaz de construir una serie de conflictos dramáticos. Independientemente de la existencia probada de unos hechos y unos personajes que sir­ vieron al autor de inspiración, hay que decir que la obra no se le ocurrió a Federico, sino que ocurrió realmente en el ámbito granadi­ no y que el autor la rescribió hasta hacer de ella el drama de una represión, transferible a otras sociedades, a más de una premoción poética de la inmediata Guerra Civil española y de sus profundas causas. Teníamos que saber que detrás de sus conflictos existía un testimonio social, un alimento que procedía de la historia, como en el caso de los esperpentos de Valle Inclán. ¿Qué importa que noso­ tros viéramos los esperpentos durante el franquismo y cambiáramos

95 el nombre del Dictador? ¿Acaso la propia dictadura franquista no mostraba un celo especial frente a los esperpentos por su paralelis­ mo? Lo que no hubiera tenido sentido era creer que los esperpentos eran invenciones deshistorizadas, meras propuestas de la fantasía. Había que desarrollar nuestra conciencia histórica para entender como se insertan en los esperpentos, conflictos, claudicaciones y perver­ siones que reconocíamos en la continuación de una historia que era, precisamente, la que estábamos viviendo.

Teatro independiente

Pensemos en el Teatro Independiente que tuvo entre nosotros unas características que lo distinguen de los movimientos que, con ese mismo nombre, se dieron en numerosos países de América. La itinerancia, por ejemplo, que fue uno de sus rasgos fundamentales, nació como una respuesta al control censor y a la rigidez de la es­ tructura comercial; asociaciones culturales, centros diversos, univer­ sidades y hasta parroquias, ofrecían sus locales en pequeñas y gran­ des ciudades, para que los grupos, con escasas exigencias técnicas, presentaran sus trabajos y desaparecieran rápidamente. Algunas de las obras estaban autorizadas para una sola representación y la res­ puesta fue hacerlas una sola vez pero en muchos lugares. A la censu­ ra de los ensayos generales, se respondió, a menudo, con una repre­ sentación recortada que luego, y ante los públicos, se ampliaba o mantenía según la presumible ausencia o presencia de policías e ins­ pectores. A los textos de los autores vivos reconocidos, se prefería el collage de textos del pasado o los escritos por miembros del propio grupo, precisamente, por la posibilidad de cambiarlos con toda li­ bertad. Conjunto de circunstancias que determinaron, -aun con dis­ tintas poéticas-, un estilo, un modo de concebir el teatro y la profe­ sión teatral y, en otro orden, la presencia del teatro en muchos luga­ res donde, ni antes ni después, se ha dado con la misma intensidad. O, incluso, no se ha dado en absoluto. El público del Teatro Independiente se caracterizaba por su sen­ sibilidad política, que contribuía al carácter militante -compatible con la exigencia estética en muchos casos- de la actividad. Hablar

96 hoy del Teatro Independiente sin analizar las circunstancias que lo determinaron y su proyección en la sociedad de la época carece de sentido. Muchos se sorprendieron de que el Teatro Independiente, que había sido una de las expresiones de la resistencia a la Dictadu­ ra, agonizara con la llegada de la Democracia. Sin embargo, fue del todo lógico, porque se hallaba profundamente ligado a una realidad social que, con la Democracia, se alteró. Y si los grupos de mayor calidad estética -Cuadra, Joglars, TEI, Comediants- siguieron ade­ lante fue, porque, manteniéndose fieles a sus principios, se replantearon sus bases organizativas -pasando de cooperativas a socie­ dades mercantiles- y orientaron sus trabajos tomando en considera­ ción la actitud de los nuevos públicos.

La complicidad

Estas reflexiones nos sitúan ante otro punto fundamental para enten­ der buena parte del teatro de la época: la complicidad. Cuando los con­ textos son afines -como, por ejemplo, ocurría entonces en el Occidente democrático-, no es necesario estar atento al lugar de donde proceden los dramas. Para quienes vivían en esa realidad, las claves contextúales eran básicamente las mismas, más allá de las singularidades de cada lugar. Incluso en el caso de tratarse de realidades muy específicas, como era la Alemania derrotada, enfrentada a su reciente pasado nazi y a todas sus consecuencias -como había sido el holocausto-, no había problema, porque estábamos informados y, sin el menor esfuerzo, situábamos los textos, las ideas y los repertorios de sus grandes compañías en la conmo­ ción ética y política que sacudía al país. España era diferente. Aquí vivíamos, según hemos visto, en una situación muy distinta de la que se daba en la Europa democrática, a la cual, sin embargo, por razones estratégicas, pertenecíamos. Nues­ tro teatro nos sólo emergía de un contexto antagónico, sino que, ade­ más, por su propio anacronismo, tendía a enmascararse en la retórica oficial. Es decir, que la parte más viva de nuestro teatro no sólo ope­ raba sobre claves distintas a las habituales, sino sobre claves que no cabía analizar y exponer con regularidad. Así, Buero hablaba de las “limitaciones expresivas”, término lo bastante ambiguo como para

97 que la censura lo tolerara, en tanto que esas limitaciones podían te­ ner distinta procedencia: del autor, de la producción, de las caracte­ rísticas de la industria teatral o editorial, etc. “Limitaciones expresi­ vas” no señalaba a ningún responsable y, sin embargo, para todos los que nos movíamos dentro del pensamiento “realista” contenía una alusión concreta. De ahí emergía el principio de complicidad. Yo, hacía por entonces crítica teatral en la revista Triunfo. Cuando veía una obra adscrita al pensamiento oficial, mi sistema de alarma per­ manecía apagado: la obra significaba lo que parecía. En cambio, cuan­ do mediaba algún dato para sospechar que no era así, la alarma se encendía y no sólo tenía que preguntarme por aquello que la obra quería y no podía decir, sino que, además, debía renunciar, porque hubiera sido contradictorio, a explicarlo en mi crítica. Nuestros cen­ sores eran los mismos. Así que, en este punto, mi trabajo era un nue­ vo eslabón en ese enmascaramiento revelador. A la alegoría del au­ tor, yo debía responder con una interpretación de esa alegoría que, sin embargo, no traspasara descaradamente la frontera que se había impuesto el propio autor. Y ello porque, de un lado, habría roto las reglas del juego y, lo que no es menos grave, reducido la obra a una especie de acertijo, aclarado desde la crítica. Es decir, atribuyendo a la obra la condición de un sermón “solucionista” -según la adjetiva­ ción propuesta por Buero- artificiosamente oscurecido para sortear la censura. En algunos casos, el propio censor entraba en la complicidad, fingiendo ignorar la significación de la alegoría, y ateniéndose a su calculada falta de explicitud. Eran los casos en los que el censor le pedía al autor que se limitara a eliminar las referencias concretas a la vida española, es decir, autorizando historias que sólo el público de­ bería “españolizar”. Recuerdo, por ejemplo, el caso de El tintero, de Carlos Muñiz, cuya primera versión fue prohibida, y para cuya auto­ rización bastó que el autor sustituyera los nombres españoles de los personajes por nombres irreales, que contribuían, aparentemente, a alejar el drama de nuestra sociedad. En tales casos, los censores menos rigurosos resolvían un problema de conciencia, puesto que viabilizaban la presencia de esos textos y cubrían sus espaldas al eliminar la cita española. Fue una extraña y difícil historia, alimenta­

98 da por un sistema de complicidades y por la doble moral, en el que muchos buscaban simplemente conciliar su inteligencia con su peno­ so ejercicio de censores. Los censores se comportaban de modo dis­ tinto según los autores, y los autores defendían con distintas estrate­ gias sus textos. Ciudades había donde no podían representarse obras que habían circulado o circulaban normalmente por el resto del país. Era un laberinto, a veces peligroso, a veces relajado. Una historia, al comienzo nítida, luego cada vez más ambigua y contradictoria, en la medida que se fueron debilitando los clarines de la Victoria.

Posibilismo, distanciación estratégica, distanciación poética

Esta situación determinó, desde la posición de los autores, varios tipos de respuesta. Había una en la que el recurso a la complicidad era tan evidente, que, en la inmensa mayoría de los casos, tales obras no pasaban la censura y se limitaban a circular, mecanografiadas, entre una minoría. Otras veces no se llegaba a esos extremos en la expresión literaria y la obra era autorizada para una sola representa­ ción, en la que, a partir de la actitud del público y la expresión gestual de los actores, se conformaba un verdadero e inequívoco acto políti­ co. A veces también, como sucedió con la versión castellana de El retablo del flautista, del catalán Jordi Teixidor, presentada por el grupo Tábano de Madrid, y autorizada para su presentación regular, era la explicitud escénica de las, en principio, veladas alegorías, la que iba otorgando a la obra un carácter de manifestación nítidamente políti­ ca que el sistema no podía tolerar y que, en este caso, se resolvió con el tumulto organizado por una asociación de la derecha y la subsi­ guiente prohibición gubernativa. Tales casos y otros semejantes es­ taban más cerca del agit prop que del teatro. Simplemente, carecía­ mos de una serie de derechos fundamentales y el teatro se convertía en el pretexto para su ejercicio. Pero también existía otro tipo de complicidad, mucho más rica, que no debe ser identificada con la anterior. Es la que solicitaban ciertas obras que sostenían un discurso dramático complejo, nos pro­ ponían un lenguaje escénico renovador y creativo, y en tanto que estaban alimentadas por algo que no se podía decir, solicitaban, inex­

99 cusablemente, a partir de la mediación creadora del espectador, su disposición a la complicidad. La existencia de este código producía con frecuencia lamentables y pueriles consecuencias, sobre todo en los espectadores que no vivían en España y buscaban sistemáticamente en nuestros dramas y nuestras películas las pistas que pudieran llevarles a descubrir la velada intención de sus autores. Y es que la complicidad, salvo los casos en que era solicitada de forma elemental, del todo irrelevantes en mi reflexión, funcionaba como una realidad incorporada a la vida social, como un lenguaje y un ejercicio del imaginario que se producían espontáneamente, sin la deliberada búsqueda de equivalencias. Aprendimos a hablar de casi todo sin nombrarlo, no tanto a través de una autocensura deliberada, como de un modo de sentirnos libres, de integrar a los valores del subtexto -fundamentales en el teatro y en la literatura- una mirada política que, a su vez, los destinatarios se habituaron a percibir. Y que, desde luego, no cabía traducir a un juego de sim­ ples sustituciones. Las ideas brechtianas sobre la distanciación, además del valor dramático de la ambigüedad -como propuesta que dejaba abiertas distintas interpretaciones o lecturas que debía concretar el especta­ dor- se sumaron en una práctica y una forma de comunicación que resulta irrepetible en otras circunstancias. Quien parta de la signifi­ cación “evidente” de muchas de aquellas obras, o quien se empeñe en clarificar el sentido de sus hipotéticas alegorías, se equivocará igualmente, porque ningún texto de Buero, de Sastre, o de los auto­ res señeros de la Generación Realista o del llamado Nuevo Teatro Español, carecía de elementos críticos refugiados en la alegoría, ni, a su vez, aquellos eran susceptibles de ninguna reducción pedagógica. Existía, en definitiva, un arte que había incorporado, de un modo orgánico, natural, la complicidad. Entre otras razones, porque, a tra­ vés de los años, había asumido la Dictadura como una limitación permanente, y necesitaba crecer y manifestarse dentro de ella, burlándola sin hacer del engaño un ejercicio del ingenio. Sabíamos, por seguir con la alegoría bueriana, que estábamos en una cárcel y jugábamos a aceptar que estábamos en una Fundación. Y cuantos compartíamos ese conocimiento, nos entendíamos.

100 Quisiera ahora evocar brevemente la polémica del “posibilismo”, cuya resonancia probó que excedía de la confrontación entre Antonio Buero y Alfonso Sastre, que fueron, en las páginas de “Primer Acto”, que yo dirigía, sus protagonistas. La cuestión vino suscitada por los modos de encarar la existencia de la censura. ¿Debía el escritor consi­ derar los criterios de la misma y buscar el modo de sortearlos? ¿Hasta dónde al hacerlo, y puesto que tales criterios no estaban nítidamente establecidos, no se incurría en una “autocensura” y se facilitaba, de algún modo, el trabajo de los censores? Eran preguntas que, por entonces, debían de hacerse muchos de nues­ tros jóvenes escritores, para los que el enfrentamiento entre Buero y Sas­ tre, dada la estimación que merecían, vino a ser una disputa “magistral”, un cruce orientador de opiniones. Buero pensaba que el autor debía me­ dirse con la censura buscando los modos de sortearla; Sastre rechazaba ese cálculo y sostenía que el autor debía escribir libremente y presionar con su obra para que la censura, de fronteras inciertas, fuera abriéndose. Es obvio que ambas posiciones, expresadas en términos extremos, carece­ rían de sentido. Ni Buero defendía la autocensura, ni Sastre postuló nunca que debía escribirse cualquier cosa, aunque para algunos resultó cómodo radicalizar la posición del escritor que les merecía menos simpatía. Los dos se planteaban el mismo objetivo, los dos se preguntaban por el mejor camino para alcanzar la mayor libertad, aunque la perspectiva era lógica­ mente distinta entre quien había hecho la guerra, como militar del ejército republicano, y la había perdido, y quien, más joven, había conocido la guerra en su infancia. Para el primero, que había sido juzgado por los tribunales de los vencedores, condenado a muerte y pasado varios arios en las cárceles, España estaba sujeta a un cuerpo de celadores que era preciso burlar mediante estrategias bien calculadas; para Sastre, que no había per­ dido la guerra, se trataba, precisamente, a través de la escritura y del teatro, de declararla, reavivando sus términos ideológicos. El hecho de que el nombre de Alfonso Paso se incorporara al deba­ te y algunos lo colocaran junto al de Antonio Buero frente a Alfonso Sastre, bastaría para revelar la torpeza o mala fe con que tales personas analizaron una discrepancia que, en el caso de Buero y de Sastre, era del todo coherente con su biografía, con su obra y con su común resis­ tencia al autocratismo de la Dictadura.

101 El valor de la memoria

Estas reflexiones en torno a las posiciones -igualmente honestas, en mi opinión- de Antonio Buero y de Alfonso Sastre, me llevan al tema del valor de la memoria. Los autores examinados, y otros que no aparecerán por los límites naturales del Congreso, pero que po­ drían estar con el mismo derecho, habían vivido la guerra civil desde la infancia. Es decir, no habían nacido con la suficiente antelación para participar en ella -como sí era el caso de Buero-, ni habían nacido después. Era una generación que tenía una memoria infantil de la guerra; memoria que luego confrontó con la España de la pos­ guerra. Para quienes habíamos sido niños en la zona republicana, nos quedaba la memoria de las escuelas mixtas, donde habíamos cantado La Internacional y la Joven Guardia, y, si recordábamos epi­ sodios crueles -como la visión de cadáveres en las cunetas de las carreteras, las lágrimas de los familiares de personas asesinadas por­ que iban a misa o gozaban de una buena posición económica, o las casas recién bombardeadas, con los vecinos sepultados por los es­ combros- lo cierto era que, en muchos de nosotros, dominaba el recuerdo de un estallido de promesas, en el que se anunció un futuro que, efectivamente, tenía muy poco que ver con la realidad de la Dictadura. La guerra civil, enfrascados los adultos en la contienda, había supuesto para buena parte de la infancia un periodo de libertad, de aventura, de acceso a una serie de experiencias que habían desapare­ cido radicalmente en la nueva época. Pienso que el triunfo de los aliados nos salvó de la educación ideológica que nos habían destina­ do. Ciertamente, incluso en las carreras universitarias, se integraron cursos de religión, de formación política y de educación física, tres pilares en la teoría pedagógica del nuevo Estado; pero lo cierto es que, pese a los rigores de la vida cotidiana -presidida por la propa­ ganda oficial, el anatema de los diversos grupos e ideas considera­ dos enemigos de España y un permanente temor al pecado-, la infor­ mación europea, aun celosamente controlada, puso patas arriba mu­ chos de los principios oficiales. Bastaba confrontar la aún reciente apología del fascismo hitleriano con las fotos y documentales de los

102 campos de concentración, o la información, que sí llegaba, del Juicio de Nuremberg, para que la educación del Nuevo Régimen abriera vías de descrédito, que se fueron multiplicando y contribuyeron a distanciar la realidad oficial de esa otra expresada por los autores disidentes. Paralelamente, también comenzó a llegar la información de los procesos stalinistas -que tenían entre sus víctimas a periodis­ tas y soldados que habían luchado en las filas republicanas durante la guerra civil-, pero, paradójicamente, el sectarismo del Régimen bloqueó la influencia de ese tipo de noticias, que a muchos parecían mera invención del poder. Este es otro punto que conviene recordar, pues, ante las revela­ ciones sobre la conducta del stalinismo, no sólo con los disidentes políticos sino con los grandes artistas revolucionarios que no acepta­ ban las directrices estéticas del dictador, más de uno ha atribuido la pasividad crítica de nuestros escritores de la oposición a su condi­ ción de militantes sin criterio ni independencia. No fue así exacta­ mente. Y, aparte de que la realidad soviética la conocimos tarde y mal, la censura franquista vino a ser, contra toda previsión, la que nos inmunizó contra esa información que interpretábamos como una mascarada de la propaganda oficial. Citaré dos obras. Una, Murió hace 15 años, en la que se sostenía que el comunismo era un microbio y que quien lo sufría no podría curarse jamás. Recuerdo que aparecía un personaje que era uno de los muchachos españoles que los rusos evacuaron a su país al térmi­ no de la guerra civil. La familia conseguía que volviera y el tipo se comportaba de un modo abominable, porque en realidad era ya un individuo sin voluntad, a quien quince años antes le habían inocula­ do el microbio del comunismo. También recuerdo otra obra, aunque no el título, que se presenta­ ba como una réplica a El vicario, de Hochuht, defendiendo la con­ ducta del Papa frente a la acusación de no haber defendido a los judíos del genocidio hitleriano. Lo curioso es que la obra de Hochuht estaba prohibida. Elijo estos dos ejemplos, entre otros muchos posi­ bles, para mostrar hasta dónde nuestra interpretación de las noticias estaba influida por la hipocresía del sistema y la necesidad de defen­ dernos. De otra parte, también eran muchos los que aplicaban la cali­

103 ficación de fascista con ligereza como si, a partir de ella, ya no hubiese nada más que discutir. Así que entre las afirmaciones o acusaciones de fascismo y comunismo, a menudo hechas a la ligera, quedaba muy poco espacio para el juicio libre, las matizaciones y aún las correccio­ nes autocríticas que son propias del ejercicio intelectual. A la división esquemática propuesta por los vencedores en la guerra civil, se añadía el enfrentamiento de los dos grandes bloques internacionales, forzan­ do a cada paso la necesidad de definirse de un modo elemental. La conocida y tantas veces reiterada afirmación de que “quien no está con nosotros está contra nosotros”, unida a la de “Franco sí, comunismo no”, nos condujo a muchos, a la vista del pensamiento y la conducta de quienes hacían estas afirmaciones, no sólo al antifranquismo sino a la identificación, nominal o real, con las corrientes que expresaban, en el orden internacional, la misma oposición. Así que se sumaron dos dicotomías radicales, que, como sucede siempre en estos casos, empo­ brecieron el discurso crítico. El hecho de que amplios sectores que militaban en la izquierda se sintieran ideológicamente desamparados cuando la liquidación del orden bipolar abrió el camino a un nuevo y más democrático análisis de la realidad internacional, forma parte del fenómeno. Porque fueron muchos los que, en vez de sacar las perti­ nentes conclusiones, olvidaron sus preguntas o radicalizaron las res­ puestas que habían mostrado ya sus errores.

Formalismo, experimentación y respuestas “totales”

Formalismo y experimentación son dos conceptos opuestos que, sin embargo, en muchos casos, se confunden. Aquí, desde luego, la diferencia nunca se cargó de ese dogmatismo que castigó a tantos creadores soviéticos y, en algunos casos -quizá el más escandaloso, Meyerhold-, incluso los llevó al juicio sumarísimo y a la muerte. Si definimos el formalismo como una especulación, derivada de la imi­ tación y la moda, las corrientes más en boga, reducidas a sus corres­ pondientes modelos, tuvieron entre nosotros sus episódicos epígonos formalistas: Brecht, Living, Beckett, Artaud... Pero, junto a ese formalismo efímero y de escaso interés, tuvi­ mos también un experimentalismo, en el que, de hecho, militaron

104 cuantos rompieron la rutina confortable, el “teatro de lo sabido”, e intentaron construir el teatro español lúcido de la época. En este sen­ tido no creo que puedan hacerse análisis meramente formales. De­ trás de cada obra significativa de los años sesenta y primeros setenta hay una respuesta “total”, que, lógicamente, incluye la “experimen­ tación” del lenguaje, inseparable, como es sabido, de la estilización que el dramaturgo -y luego el director- proponen como la poética de su indagación. Cada autor fundamenta el estilo de cada una de sus obras en un mismo compromiso, y si un dramaturgo alterna sus estilos -como es el caso de Carlos Muñiz, de Lauro Olmo, de Rodríguez Méndez, de Alfonso Sastre, de Antonio Buero, de Domingo Miras, de Jerónimo López Mozo, de Manuel Martínez Mediero, etc.- no se debe a una decisión formal sino a la distinta naturaleza del conflicto. No creo, pues, que, fuera de cierta práctica académica, tenga mucho sentido desmenuzar las diferencias formales entre la Genera­ ción Realista y el Nuevo Teatro Español. Autores inscritos en la pri­ mera, sujetaron luego su obra a criterios adscritos a la segunda. Bási­ camente eran respuestas que conciliaban el curso de la historia so­ cial española con la evolución personal del autor, y que arrojaban, en su conjunto, un discurso vertebrado por la confrontación cultural y política que vivía nuestro país.

Cultura popular y populismo

La lenta recuperación de la literatura republicana y el progresivo conocimiento de la obra del Exilio -alimentada en su mayoría por la memoria de la República y de la guerra civil- nos acercó, como an­ tes señalábamos, a uno de los discursos centrales del pensamiento revolucionario: la cultura popular. Discurso que había cruzado por las reflexiones de nuestros Valle y Unamuno, primero, y García Lorca y Alberti, después. El debate tenía múltiples frentes, a partir ya de un entendimiento opuesto del concepto. De una parte, estaba el propósito de hacer lle­ gar la cultura y el arte al medio popular, en ocasiones excepcionales, como una Fiesta y una muestra de la atención del poder. Ese fue el

105 principio de los Festivales de España, que tuvieron el valor de ocupar una serie de espacios de gran belleza -Teatro Romano de Mérida, ruinas de Sagunto, Cástrelos, Plaza Porticada de Santander-, y que, a través de un repertorio heterogéneo, presidido por los clásicos y las compañías de danza, cumplió los objetivos que se había propuesto: favorecer el consu­ mo de la cultura establecida en ámbitos donde no era posible hacerlo, o lo era en muy escasa medida, durante el resto del año. Frente a esa posición -conectada con el populismo- estaba la que trataba al medio popular no como mero consumidor del arte mesocrático, sino como “sujeto” de la cultura. Lo cual, obviamente, no era obstáculo, sino más bien lo contrario, para que se intentara llevar esos textos y espectáculos ante públicos populares. Autores como Lauro Olmo o José María Rodríguez Méndez se­ rían difíciles de entender sin asociarlos a esta preocupación. La ad­ miración por el Carlos Arniches de los Sainetes Rápidos, la identifi­ cación de uno y otro con sectores populares castigados por el orden social -la emigración obrera, los vecinos del barrio barcelonés de Verdún, los muchachos que no podían pagar la cuota liberatoria y eran mandados a la guerra de África, etc.-, su admiración por el Valle de los esperpentos, impregnado de materiales del género chi­ co, y aun muchos de los compromisos y experiencias personales - como fue el caso de “La Pipironda”, de Ángel Carmona en Barcelo­ na- estaban vinculados a esa visión transformadora, y opuesta al paternalismo, de la cultura popular. Fenómenos teatrales tan impor­ tantes como el de La Cuadra o Comediants quizá no hubieran sido posibles sin ese camino, mal andado y siempre latente, en toda la historia del teatro español.

La difícil y desordenada relación con el teatro europeo

Otro extremo significativo en el teatro de la época fue la desor­ denada percepción del mejor teatro foráneo. Por las razones ya ex­ plicadas, el Régimen mantuvo una posición de vigilancia y suspica­ cia ante el teatro del Occidente democrático. Esta suspicacia, unida a la resistencia conservadora de nuestra práctica teatral, determinó, en el mejor de los casos -pues, en el peor, no existía relación alguna-,

106 una comunicación difícil, discontinua, y, a menudo, compulsiva con el teatro occidental. De muchos dramaturgos y compañías, cuyo pro­ ceso de creación, de trabajo nos era desconocido, nos llegaban refe­ rencias puntuales, que, desde nuestro páramo escénico, algunos con­ vertían poco menos que en sagradas escrituras. Era lógico. Nuestra teoría teatral era pobre, porque pobre era la experimentación escénica. Volvía a cumplirse la antigua paradoja de Valle, quien para escribir un buen teatro tuvo que romper con la industria escénica española, aunque siempre nos quedará la duda de saber hasta dónde hubiera llegado Don Ramón sin ese divorcio. Así que nuestra teoría escénica tenía que apoyarse en ejemplos que apenas conocíamos directamente, de los que sólo teníamos las referencias de algún que otro artículo, algún que otro testimonio, unas fotos y, a veces, algún libro teórico. Pese a ello, y aunque la crítica tradicional siguió encerrada en las adjetivaciones habituales, gracias a las revistas experimentales y a la multiplicación de los foros y los coloquios, en nuestro país se teorizó sobre el teatro como nunca se había hecho antes. A las estimaciones de los textos y de los autores se añadió una creciente atención a la poética escénica, a cuanto proponían los directores más renovado­ res, con su correspondiente incidencia en las técnicas de actuación, en la escenografía, en el trabajo dramatúrgico e, incluso, en el trata­ miento del espacio teatral, que algunos pensaban que debía ser dis­ tinto para cada obra. Nuestra industria teatral rechazaba aún la figura del Director de Escena en la década de los cuarenta. Los dos teatros nacionales de Madrid y, muy pronto, la aparición de José Tamayo al frente de la Compañía de Lope de Vega, contribuyeron a que fuera aceptado que dirigir una obra no era simplemente ilustrar inteligentemente un tex­ to. La batalla de la iluminación, a partir de la exigencia de una míni­ ma dotación técnica en los teatros, también se dio en aquellos años, y no se ganó siempre. Los escenógrafos eran más admirados por su habilidad técnica para resolver en poco tiempo los cambios de deco­ rado que por su aportación a la poética del espectáculo. En muchos lugares seguían usando los tresillos donde los personajes despacha­ ban sus largas parrafadas, catorce veces por semana, y hasta quince

107 si el éxito aconsejaba hacer tres funciones el sábado. Para nuestros profesionales mas cualificados, Stanislawsky o no era nada o era un nombre pasado de moda, que se asociaba a pueriles ejercicios y a una cierta jerga presidida por la palabra motivación. El teatro era otra cosa y la Escuela de Arte Dramático lo probaba llamándose Conservatorio. Si la trinidad era Stanislawsky, Artaud y Brecht, nin­ guno de ellos tenía un puesto en nuestros altares; de hecho, su afán de indagar en la psicología subyacente de los personajes, en la con­ dición humana desvelada por las situaciones límite, o en la inciden­ cia de las relaciones de producción, eran tres impudicias alzadas contra la transparencia de las palabras y de los sentimientos del buen teatro, donde todas las trampas se hacen a la vista y el espectador sabe siem­ pre a que atenerse. Sabe siempre más de los personajes que los pro­ pios personajes, como escribió Sender en un estudio del teatro de Valle Inclán cuando señaló su inferioridad respecto del teatro de Benavente. Frente a ese rutinarismo y ese menosprecio de la investigación escénica, frente al tardío y desordenado conocimiento de las prácti­ cas renovadoras de la escena europea, fue necesario interpretar y construir una teoría, ganar tiempo, con el riesgo, a menudo vence­ dor, de sumergirnos en posiciones dogmáticas, en iluminados descu­ brimientos de un Mediterráneo cultural que había sido eliminado de nuestros mapas. El llamado “teatro del absurdo” fue uno de los cam­ pos de batalla. Mientras la revista Primer Acto incluía el texto de Esperando a Godot en su primer número, numerosos críticos y co­ mentaristas teatrales repetían sus aburridas pullas cada vez que se estrenaba, en sesiones de cámara, algún título integrado en esa co­ rriente. Cuando le dieron el Nobel a Beckett más de uno debió de pensar que el mundo ya no tenía remedio.

La visión endógena del teatro

Nuestra crítica teatral conservadora siempre se ha resistido a re­ lacionar las obras y las puestas en escena con las realidades sociales de donde procedían. Y la incidencia, en la significación variable de las primeras y en los criterios de las segundas, de las circunstancias

108 del lugar donde se leen o representan. La historia del teatro aparece como una sucesión autónoma de manifestaciones escénicas y litera­ rias, regida por los hábitos y el talento personal de sus creadores. Las circunstancias favorecen o dificultan su expresión, pero cualquier intento de enraizar regularmente la historia del teatro -y aún los tér­ minos de su concepción y existencia- en los procesos sociales de cada lugar parece, a ese pensamiento conservador, una impertinen­ cia política. Según esto, sólo en casos excepcionales tendría sentido la referencia sociológica. Y además, disponemos del término “parateatro”, para aquellas expresiones populares, españolas o no, que no encajen en la tradición teatral reconocida. Si ésta es una constante, en la España de la Dictadura se impuso con especial contundencia. Y es lógico que así fuera, porque el exa­ men de las circunstancias que conforman las características de la expresión teatral -desde la libertad de los autores a la composición de los públicos, desde el apoyo al teatro privado a la presencia o ausencia del teatro de los planes de educación, desde el número y funcionamiento de los teatros públicos a la realidad social inmedia­ ta, etc - conlleva una interpretación política de la historia, necesaria­ mente atenta a los factores culturales, ingerencias religiosas y des­ igualdades económicas que se han cruzado en el camino. El examen de la historia del teatro desvela la relatividad de los valores, el complejo de razones culturales, políticas y económicas, que modifican, según el tiempo y el lugar, sus formas, su función social y su sentido. Todo lo contrario de lo que solicita cualquier idealismo que haga de su sociedad la medida del mundo y defienda sus valores como verdades absolutas. La censura, la manipulación de la información, la sacralización del pensamiento oficial, la misma tosquedad de la interpretación na­ cionalista de la historia de España -desvirtuando su pluralismo y la riqueza de sus mestizajes culturales-, la visión demonizada de Euro­ pa, las salpicaduras del nacional-catolicismo, eran verdaderas losas para el ejercicio regular de la conciencia histórica. Y el teatro tam­ bién lo sufrió. Para la mayor parte del pensamiento y del público tradicional, en cuanto uno se salía de las referencias teatrales espa­ ñolas mas o menos aceptadas, en cuanto intentaba asomarse a los

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BARROCO Y NEOVANGUARDIA: LA OBRA DRAMÁTICA DE MIGUEL ROMERO ESTEO

Pedro Aullón de Haro Universidad, de Alicante

Mi exposición consta de tres partes. La primera de ellas está des­ tinada a presentar de manera breve y funcional las categorías artísti­ cas de Barroco y Neovanguardia, teniendo en cuenta naturalmente que esta última presupone la de Vanguardia. En segundo lugar plan­ tearé la distinción de dos épocas en el conjunto de la obra dramática de Miguel Romero Esteo. En tercer y último lugar, guiado por un fuerte propósito de síntesis, me voy a proponer enunciar los que con­ sidero diez grandes conceptos o principios técnicos que rigen la cons­ trucción dramática de las obras de Romero Esteo.

Barroco y Neovanguardia

Barroco es categoría estética e histórico-artística, o histórico-cul- tural incluso, cuya especificidad mayor se sitúa como superación dinámica del canonismo clasicista representado por el arte renacentista. Se trataría así del Barroco histórico. No es el caso ofre­ cer aquí una caracterización conceptual del Barroco.1 Ahora bien, siguiendo a Eugenio D’Ors,1 2 mantendremos una categorización de

1. Véase especialmente Luciano Anceschi, La idea del Barroco, Madrid, Tecnos, 1991. 2. Eugenio D ’Ors, Lo Barroco, Madrid, Tecnos, 1993. Barroco como constante, como eón, que tiene lugar de manera aná­ loga en distintas épocas de la historia frente a un eón clasicista, digá­ moslo así. Por ello lo barroco sería helenístico, gótico, romántico, lo que llamamos Barroco histórico o lo que también se ha dado en lla­ mar Neobarroco referido al siglo XX, a la segunda mitad, pero he­ mos de decir que también a la primera.3 Por lo demás, es evidente que el Barroco es precedente del Romanticismo. La Vanguardia es categoría definible por su proyecto de novedad. Lo nuevo es el afán y la predicación constante del programa vanguardista internacional, que constituye un proceso de desubjetivización antirromántico-simbolista.4 Neovanguardia es categorización perfecta­ mente aceptada (y de naturalidad histórica y no meramente metodológica, según en principio se pudiera creer) en el orden artístico de la segunda mitad del siglo XX y que, como otras de análoga naturaleza y función terminológica (por ejemplo, neorrealismo, neodecadentismo), describe al fin un fenómeno de reflujo que se funda en principios de avanzada revolucionaria retomados de la Vanguardia histórica, esto es de la pri­ mera mitad del siglo XX, en un intento de reimplantación.5 El concepto romántico de originalidad es kantiano, atribuido al genio, que es naturaleza, como primera cualidad en la Crítica del Juicio.6 La originalidad se puede extender como tal, retroactivamente, hacia el Barroco histórico, y en sentido histórico contrario, hacia la Vanguardia pero transformada en Novedad, que hemos dicho, esto es objetualizada en supresión antipsicológica y antisentimental.

3. Es preciso establecer la categoría de Neobarroco, o cuando menos de barroquismo para la literatura de la primera mitad del siglo en España, tan influida por Góngora, y en coincidencia con las decisivas interpretaciones barrocas de la época. En todo esto es preciso además tener en cuenta a Hispanoamérica. Para los aspectos más generales de décadas posteriores, véase Omar Calabresse, Neobarroca, Madrid, Cátedra, 1987. 4. Puede verse mi “Teoría general de la Vanguardia”, ahora compilada en La Modernidad poética, la Vanguardia y el Creacionismo, Málaga, Analecta Malacitana, 2000; y Javier Pérez Bazo, “La Vanguardia como categoría”, en J. Pérez Bazo (ed.), La Vanguardia en España, París, Ophrys, 1998, págs. 7-29. 5. Cf. Jesús García Gabaldón y Carmen Valcárcel, “La Neovanguardia literaria española y sus relaciones artísticas”, en J. Pérez Bazo (ed.), La Vanguardia en España, cit., págs. 439-482. 6. Parágrafo 46.

114 El Barroco histórico fue por primera vez debidamente interpreta­ do y asumido durante la primera mitad del siglo XX, justo en la época de la Vanguardia histórica. Es una operación que llevó a cabo un buen número de hombres entre los que se encuentran Wolfflin, Benjamín, Dámaso Alonso o Eugenio D’Ors. Ese Barroco histórico tiene su lugar central en el mundo hispánico, y esto es así porque la cultura española y su lengua poseen las condiciones para que así pueda suceder, pues define un aspecto sustancial de su tradición más propia. De ahí el peculiar relieve adquirido en España por el barro­ quismo tanto en la Vanguardia como en la Neovanguardia, y tenien­ do en cuenta, en cualquier caso, que barroco y vanguardismo detentan constituciones de convergencia. Pues bien, la obra dramática de Ro­ mero Esteo se origina en esa convergencia hispánica, y desde un primer momento revela una singularidad francamente notoria.

Epocas en la obra dramática de Romero Esteo

La obra dramática de Romero Esteo se configura en dos períodos o épocas fácilmente determinables en razón sobre todo de su materia temática. Esta distinción se puede efectuar de manera nítida, aun indicando alguna mínima excepción.

Ia Época Pizzicato irrisorio y gran pavana de lechuzos 1966. Pontifical 1966. - Patética de los pellejos santos y el ánima piadosa 1970. Paraphernalia de la olla podrida, la misericordia y la mucha consolación 1971. Pasodoble 1971. - Fiestas gordas del vino y el tocino 1972-73. - El barco de papel 1975. El vodevil de la pálida, pálida, pálida, pálida rosa 1975. La oropéndola 1980. - Horror vacui 1974-94.

- Bricolage 1997.

115 Tinieblas de la madre Europa o Las naranjas de la tropa 1999. 2a Época Tartessos 1982-83. Antigua y noble historia de Prometeo el héroe con Pandora la pálida 1985. Liturgia de Gerión, rey de reyes 1985. Liturgia de Gárgoris, rey de reyes 1986. Norax, rey de reyes 1998. Habbis, rey de reyes 2000. Omalaka 2001.

- Argantonio.

Las dos obras enumeradas al final de la lista de la primera época, pertenecen técnica y temáticamente a ésta, a pesar de su datación. La segunda de ellas, Tinieblas de la madre Europa o Las naranjas de la tropa, es una obra decididamente menor. Por último, Argantonio, el título que cierra la lista de la segunda época, es un texto que actual­ mente se halla en estado de elaboración.

Principios en la construcción dramática de la obra de Romero Esteo

A mi juicio, existen diez grandes aspectos o principios técnicos que rigen la construcción dramática de Romero Esteo. Para esta dis­ criminación me baso en los varios análisis que en distintas ocasio­ nes, desde 1979, he efectuado sobre la obra del autor.7 Éstos, al me­ nos en un cierto orden aparente, desde la generalidad a la particulari­ dad, son los siguientes:

7. Por orden cronológico, “El texto del teatro”, Revista de Literatura, 83 (1890); “La obra dramática de Miguel Romero Esteo”, en M.R.E., Tartessos, Madrid, Pipirijaina, 1983, pág. 519; “Prolegómenos”, en M.R.E., Teatro, Universidad de Málaga, 1986, págs. 7-16; “Prólogo”, en M.R.E., Liturgia de Gárgoris, Rey de Reyes, Málaga, Diputación Provincial, 1990, págs. 5-8; “Ritual barroco”, en la antología Teatro Español Contemporáneo, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1991, págs. 699-707.

116 1) lo trágico 2) desmecanización en general 3) dualidad temática correspondiente a las dos épocas antes se­ ñaladas: heteróclita grotesca y homogénea protohistórica 4) desproporción anticlásica 5) apertura estructural del texto, que se modera en la segunda época 6) integración de contrarios 7) primitivismo y pedestrismo como novedad por contraste ideologizada 8) perversión retórica 9) desestructuración de la fábula 10) desestructuración del personaje.

Como se supondrá, estas distinciones, finalmente, se superponen.

1. Lo trágico En general, las obras de Romero Esteo son trágicas, a excepción de la bellísima El barco de papel, que es obra infantil aunque tam­ bién destinada a una recepción más general. Aquí cabría suscitar el concepto de tragedia en relación a su consideración factual así como, sobre todo, a su consideración genérica y al paradigma griego que lo creó para Occidente. La constitución trágica es en principio de ca­ rácter no vanguardista sino barroco, pero en este último el problema conceptual, que ahora no es momento de dirimir, se refiere a la dua­ lidad, asumida por Benjamín,8 drama/tragedia. A mi modo de ver, las obras de Romero Esteo pertenecientes a la primera época sólo resisten la denominación de tragedias si mantiene ésta la calificación de grotescas (sólo tragicómicas en apariencia, pues es una risa de contraste que nos aniquila el horror), cosa que por otra parte el mis­ mo autor propone barrocamente mediante el término de grotescomaquias. En ellas, el alto grado de ironización paródica in­ terrumpe, de manera muy premeditada e incisiva por otra parte, la

8. Walter Benjamín, El origen del drama barroco alemán, Madrid, Tauros, 1990.

117 entereza trágica. Esto al margen de que sea o no el par aristotélico compasión/terror, concebido como causa final, efecto, el elemento definitorio, pues la risa entrecortada que procuran los textos pervier­ te esta fenomenología. Por contra, la segunda época de las obras de Romero Esteo, desde la monumental Tartessos, surge radicalmente ideada por un orden trágico análogo al clásico antiguo, si bien ante­ puesto históricamente, lo cual no contraviene los preceptos aristotélicos, y en cualquier caso otorga un carácter preeminente a la concepción de Karl Jaspers consistente en que lo trágico se mani­ fiesta bajo forma histórica. Esto dicho más allá de que el aspecto esencial de histórico reservado por Jaspers para la tragedia reside en una concepción de lo trágico que se funda no en el ser sino en el aspecto de la aparición de éste en el tiempo.9 En Romero Esteo la tragedia histórica es una epopeya trágica reintegradora del drama musical curiosamente mediante la liturgia. De este modo erige una portentosa síntesis.

2. Desmecanización en general Subsumiendo los conceptos formalistas de desautomatización y deshabitualización prefiero usar el término “desmecanización” con sentido más abarcador. El principio desmecanizador que promueve la obra de Romero Esteo atañe a tantos elementos y en tan diversos planos de la misma que es posible afirmar que se trata en último término de su fórmula constructiva, bien sea respecto de las realiza­ ciones del lenguaje verbal, de las estructuras textuales y de fábula, de personaje y, lo que es muy importante, de la significación y cier­ tamente del proceso de recepción, ya de lectura o ya espectacular. Todo esto tiene lugar en un grado extremo, radical de vanguardización con base barroca. Por consiguiente, aquellos conceptos o aspectos a los cuales nos vamos a referir en lo que sigue habrán de ser necesa­ riamente considerados en tanto que conceptos o aspectos de dicha desmecanización general.

9. Karl Jaspers, Lo trágico. El lenguaje, de. J.L. del Barco, Málaga, Agora, 1995.

118 3. Dualidad temática En primer término es preciso partir del punto de que la dualidad temática, relativa a primera y segunda época, responde permanente­ mente, casi, a la categorización también temática de tragedia, a su vez grotesca respecto de la primera y protohistórica o histórica res­ pecto de la segunda. Ahora la gran diferenciación consiste en la múl­ tiple entidad heteróclita de la tragedia grotesca frente a la posterior homogeneidad de la tragedia histórica, que lo es, con base arqueoló­ gica y antropológica, de los orígenes de España y Europa. Ahí lo trágico posee fundamento mítico y arcaico, es decir originario. Por su parte, en la tragedia grotesca no sólo la diversidad temática es referible al todo de las obras sino a la particularidad de cada una de ellas, al juego fortísimo de contraste determinado por la intromisión de contrarios, si bien predominantemente habría que hablar más a este propósito de subtemas y sus peculiares entretejimientos que no de temas propiamente. En cualquier caso, la multiplicación de mundos actuales y pasa­ dos en un orden espacio-temporal superador precisamente de las determinaciones históricas por sí, posee una base formal barroca, pero en unos extremos de radicalización y entremezclamiento sólo posibles desde un régimen vanguardista. El extremo heteróclito de Horror vacui al reunir varias obras como parte de un todo, aunque puede recordar algún ejemplo memorable calderoniano, incluso en una de esas partes integradas, lo cierto es que propone una supera­ ción tal que habría que llegar a planteársela en tanto que historia del teatro occidental. No es ahora momento de ejemplificar, pero téngase de todo pun­ to presente lo antes referido respecto de la intromisión de contrarios y el hecho de que la distinción temática de géneros no es sino formu­ lación parcial, puesto que lo temático no es fácilmente desglosable de las formas. Por último, nótese cómo las tematizaciones a menudo literalmente no son más que pseudoalegorizaciones que enmascaran un puro conflicto esencialista sin más adjetivos, tal puede ser el caso de hombre/mujer en Pasodoble.

119 4. Desproporción anticlásica Barroco y Vanguardia definen artísticamente los momentos ma­ yores de la realización anticlásica. Esta última en doble grado, por posición histórica. Ahora bien, no se piense vagamente en que el rompimiento del orden canónico acostumbrado de las proporciones constituye una mera expresión de desbordamiento. De entrada ha­ bría que tener muy en cuenta en este sentido el fuerte racionalismo subyacente tanto a la ideación barroca como a la vanguardista, o mejor neovanguardista o incluso supravanguardista, si se pudiera decir, puesto que los elementos lúdicos de este teatro, aun en sus grados extremos de vaciedad, o precisamente mejor en éstos, hacen patente el fondo de la nada y son solidarios con la actitud trágica que a este punto se torna absurdo, nunca un jugar por jugar o un ludismo infantilista al que fue tan proclive la Vanguardia histórica y cuya justificación consistía en una regresión a la infancia con el proyecto de volver a ver el mundo por primera vez. La densa concepción barroca disuelve en estas obras esa pers­ pectiva lúdica e intensifica un intelectualismo anticlásico problematizable mediante el concepto histórico-artístico de Manierismo, creo que mejor allegable al concepto de estructura que después se considerará. La desproporción ha de referirse más bien y como tantas otras veces, a un radicalismo caracterizado por la des­ mesura, el valor de lo ingente que se configura en la frecuente inabarcabilidad de las obras en razón de su extensión. Desde el pun­ to de vista del discurso lo que se observa es su capacidad de encade­ namiento autorreproductivo y, al fondo, la extremosidad de las pro­ pensiones barrocas a la infinitud. La desproporción es de discurso, de disposición textual parlamento/acotación y de estructura general o segmental de la obra. Temáticamente también podría plantearse la cuestión desproporcional, pero más relevante a este punto es lo relativo a las posibilidades de representación escénica que ofrecen estas obras. Son obras muy difíciles de representar, pero que en su propia naturaleza, o disposición, brindan, más o menos alejado de la luz, el principio de su ordenación a fin escénico, el sentido selectivo y reductor con que el dramaturgo o realizador ha de enfrentarse a una masa textual para

120 poder conducirla a ese fin. Tanto en la primera como en la segunda época el problema es análogo, sólo que en esta última se presenta de forma más lineal.

5. Apertura estructural del texto Ya lo he señalado en alguna otra ocasión, pero quizás no sea éste un mal lugar para empezar por decir que el concepto de apertura fue enunciado primeramente por Wolffin, y además en un lugar muy visible, en sus Conceptos fundamentales de la historia del Arte, a fin de diferenciar la forma barroca de la renacentista estática y cerrada. Pues bien, la desmesura antes referida, especialmente en dos ocasio­ nes, en los prólogos del propio autor a Pizzicato irrisorio y gran pavana de lechuzos y a Fiestas gordas del vino y el tocino, viene referida o racionalizada por un proyecto de ejecución según varias posibilidades. En el caso de Fiestas gordas se trata de que el autor brinda las tres posibilidades de “gran fiesta desenfadada”, “gran fiesta trágica” y la intermedia “gran fiesta agria” según se proceda a selec­ cionar unos u otros núcleos dramáticos de los que presenta organizadamente el texto. Estas técnicas de disposición, muy cultivadas por la música de la neovanguardia, las publicitó grandemente Umberto Eco en un escri­ to famoso en su tiempo en el cual se refería en particular a obras de Stockhausen y Boulez; pero en el caso de Romero Esteo hay que pensar más bien en Ligeti. Las tragedias históricas presentan una regularización del orden estructural de los textos en correspondencia con una moderación del radicalismo determinado por la dominante especificidad de formas que tienden a servir ahora a un mundo de representaciones mítico-arcaicas. En estas tragedias históricas se pro­ duce, pues, una linealización que hace sin embargo no menos difícil la posibilidad de reducción textual con linealidad escénica, sobre todo por carecer de fuertes evidencias estructurales, señaladas inclu­ so por el autor en varias ocasiones. Con todo, por sus dimensiones, es Tartessos, indudablemente, la obra más problemática en este sentido. La disposición extremada­ mente multiplicada, formulada como expresión laberíntica del enga­ ño de artificio que alcanza su culmen técnico y de sumarización ar­

121 tística en Horror vacui, final prodigioso y auténtica síntesis superadora con que se cierra la primera época del autor, cede aquí al sentido de unidad dramática como consecuencia de la regularización de la fá­ bula. Las tendencias de apertura guardan, pues, limitadas, formal­ mente, a lo que permanece, que es la extensión y rasgos heterodoxos de parlamentos y acotaciones, más los elementos musicales, muy frecuentes y que pasan a desempeñar una función más directriz en orden a la configuración litúrgica de las obras.

6. Integración de contrarios El Romanticismo alemán, sobre la base anterior de los grandes maestros iniciadores del Idealismo, especialmente Schiller, formuló en términos prácticos y poetológicos concretos la idea de mezclar for­ mas distintas, el romance con la filosofía y la narración, el verso, etc. En realidad, sin darse propiamente cuenta de ello, estos poetas alema­ nes habían establecido una fórmula que cabe sea elevada a principio constructivo global pero también, en consecuencia, a principio expli- cativo-descriptivo del arte de su época, desde los elementos menores de verso y estrofa, pasando por las disposiciones de estructura hasta los aspectos semántico-temáticos. Esta intromisión de opuestos o con­ trarios, se recordará, fue popularizada por Víctor Hugo en su famoso prólogo a Cronwell, tomado en Francia como manifiesto romántico, pero su ascendencia remonta especialmente al Lope del Arte Nuevo. Pues bien, el hecho es que Romero Esteo funda el que es proba­ blemente el aspecto más radical y revolucionario de su teatro en este principio de la integración de contrarios. Y esto lo hace en dos pla­ nos decisivos y convergentes, el del lenguaje y el del género. Básica­ mente, el procedimiento consiste en la integración de un lenguaje eminentemente artístico con otro eminentemente popular, y, desde el punto de vista del género, la integración de las formas litúrgicas y ceremoniales con las del teatro bufo. Todo ello define, sobre la base de una disposición laberíntica, la primera época del autor. En la se­ gunda época tiene lugar una disolución de contrarios justo en la me­ dida en que los componentes enjuego permiten una conducción ge­ nérica asumible en el marco de un diseño trágico-epopéyico acerca del mundo histórico de los orígenes.

122 7. Primitivismo y pedestrismo La originalidad romántica así como la novedad vanguardista po­ dían ser realizadas mediante procedimientos de contraste. Es lo que yo he denominado para la Vanguardia histórica como “novedad por contraste”. Este tipo de novedad, principalmente fundada en el exo­ tismo según los criterios románticos, que prefirieron olvidar por ilus­ trada la figuración del “buen salvaje”, se constituyó para la Vanguar­ dia en un intento de recuperación de las “artes salvajes o primitivas”. El primitivismo, que vanguardistamente también sería asociable a la ingenuidad o al infantilismo lúdico, en la obra de Romero Esteo po­ dría ser referido a la materia arcaica de su segunda época, pero suce­ de que aquí el proceso de reconducción de este elemento deviene poco menos que inconmensurable. Lo cierto es que aquel radicalismo primitivista de la vanguardia histórica, en la vanguardización que efectúa nuestro autor accede a un radicalismo básicamente vinculado a las formas muy gruesas de la realización de su lenguaje popular, en cualquier caso artistizado, y que convendrá denominar “pedestrismo”. Estamos, pues, ante un modo revelador y perverso de agresión a la burguesía culta, cosa que en último término no deja de ser una de las intenciones más constan­ tes e incisivas de todo movimiento de vanguardia.

8. Perversión retórica Desde un punto de vista retórico elocutivo, que es el que aquí más concierne, la inicial perversión retórica de Romero Esteo viene regida por esa intromisión de contrarios consistente en la integración de un lenguaje artístico y un lenguaje fortísimamente popular. El autor, de hecho, al poner en marcha un discurso de procedimientos ampliamente morfosintácticos y tropológicos conducidos a una de­ formación que transciende con mucho cualquier consideración prosaísta, popularista o coloquial, eleva a categoría de norma el de­ fecto del discurso. Decía él en el prólogo que antepuso a Pizzicato irrisorio, que existe “una sacrosanta preceptiva literaria y una sacro­ santa preceptiva teatral que a toda una larga serie de cosas y quisicosas las consideran unos vicios infaustos. Y la verdad es que, utilizándo­ las sistemáticamente como recursos, con todas esas prohibidas cosas

123 y quisicosas se pueden organizar cursos y el gran esplendor de unos fastos nefastos (....) Todas esas cosas y quisicosas -aliteraciones, cacofonías, disonancias, reiteraciones, anacolutos, etc - las ha ve­ nido utilizando la música tan impertérrita, y no le ha ido tan mal. Esos vicios literarios y teatrales les rompen a las reglas del juego sistemáticamente el corazón. Porque la sacrosantas reglas de juego tienen su corazón, y hasta incluso su corazoncito. Una poética de las reglas de juego como delito, ahí está el intríngulis del asunto.” Esa transgresión delictiva desenvuelve una elocución de encadena­ miento altamente reiterativo y encadenadamente multiplicado como proyección descodificadora cuya mecanización deshabitual agrede e interrumpe el orden de la habitual mecanización literaria o psí­ quica.

9. Desestructuración de la fábula La obras de la primera época son aquellas que consuman la des­ integración de las estructuras tradicionales de fábula regidas por el orden aristotélico. Las estructuras de fábula son sometidas a una alta atomización por medio de la dispersión de multiplicidades significa­ tivas que de manera sucesiva se tejen y se destejen y podríase decir que propenden al paroxismo. El hecho es que los elementos acceso­ rios de la fábula en ocasiones alcanzan la función de básicos, mien­ tras que los elementos básicos en ocasiones pueden resultar relega­ dos a la situación de accesorios, cuando menos en la medida en que éstos pueden ser utilizados con el fin único de articular meras inci­ dencias. Quiere decirse que frecuentemente se produce un entrecru­ zamiento en el orden gradatorio de las modulaciones de lo esperable y lo inesperable. Viene a ejecutarse una proyección fabular laberíntica. La intensidad dramática deja de estar sustentada en el núcleo evolu­ tivo de la fábula y tiende a expandirse, más o menos simultáneamen­ te desde diferentes niveles. Por contra, las obras de la segunda época contienen un retorno al orden aristotélico de la causalidad y la nece­ sidad apto para la constitución de una acción trágica unitaria, esca­ samente anecdótica destinada a reconstruir mistéricamente el mun­ do primordial de los orígenes.

124 10. Desestructuración del personaje Análoga y solidariamente con el caso anterior de la desestructuración de la fábula, el personaje es asimismo sometido a un tratamiento riguroso de disolución de los paradigmas tradiciona­ les. Incluso se diría que con frecuencia los personajes se disuelven engastados en la propia dominancia de una corriente dramática me­ diante el juego de continuidad y discontinuidad del discurso lingüís­ tico y teatral. En su conjunto, las obras de las dos épocas ofrecen una extraordinaria gama y riqueza de personajes. En la primera, éstos se caracterizan por su multiplicidad heteróclita; en la segunda se carac­ terizan por su homogeneidad de base temática. Aquéllos se entrecruzan, se hacen planos en el sentido de la pérdida de las con­ venciones psicológicas y dramáticas tradicionales, pero se complejizan sumamente, devienen contradictorios, pluriformes, detentadores de una faz poliédrica que sumerge las posibilidades de identificación por parte del lector o del espectador en el régimen de lo imprevisible o extrañamente acuciante y desgastador.

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LA POÉTICA TEATRAL DE FRANCISCO NIEVA

Jesús Rubio Jiménez Universidad de Zaragoza

Hubiera querido escribir este ensayo dentro de cuatro o cinco meses, después de leer las memorias de Francisco Nieva, cuya edi­ ción anuncia Espasa Calpe para la próxima primavera.1 Es un impo­ sible y apenas he podido adivinarlas en los fragmentos que cita Juan Francisco Peña en su reciente libro El teatro de Francisco Nieva.1 2 Mi deseo tiene una explicación: en ellas es presumible que ofrecerá Nieva una visión de conjunto de su trayectoria, ordenada y decanta­ da con la perspectiva que da el paso de los años. No es que Francisco Nieva haya sido parco en declaraciones so­ bre su relación con el mundo del teatro. Al contrario. Ha prodigado en entrevistas y en diversos escritos sus opinions.3 Con frecuencia incluso ha recurrido en los títulos de estos a términos como “auto­ biografía”, “autobibliografía”, “confesiones” (“Confesiones en voz alta”, “Confesiones de un autor indigno”), y otros más cercanos al que encabeza este ensayo o coincidente con él: la “Breve poética

1. Suelto de ABC Cultural, 3-XI-2001. 2. Juan Francisco Peña, El teatro de Francisco Nieva, Universidad de Alcalá de Henares, 2001,2 vols. 3. Un repaso de sus escritos ofrece no menos de 200 entradas sobre temas teatrales entre artículos y entrevistas. Su estudio excede este ensayo donde serán citados sólo los principales. teatral” que acompaña a Malditas sean Coronada y sus hijas y Deli­ rio del amor hostil.A El título de este ensayo parte de estos escritos y ha sido utilizado antes en aproximaciones a sus ideas teatrales: La poética de Francisco Nieva (1987), tituló Jesús María Barrajón un libro madrugador.4 5 6 O casi todos sus estudiosos y editores dedican un espacio más o menos extenso a sus ideas teatrales. Todos ayudan a buscar las líneas de fuerza, que soportan su sistema teatral, que no ha sido descrito ni con mucho como se merece. Aquí usaré el sintagma “poética teatral” para referirme a los es­ critos de Nieva, que arropan sus textos dramáticos y sus creaciones escénicas en sentido amplio, ya que se trata no de un autor teatral, sino de un hombre de teatro, que ha compaginado la escritura dra­ mática con las labores de escenógrafo y figurinista, director de esce­ na y esporádicamente hasta las de empresario teatral o crítico teatral. Nunca como en nuestro tiempo la creación artística va acompa­ ñada de una reflexión del artista sobre su arte. Lo ha recordado el mismo Nieva en su “Breve poética teatral” al comenzar:

cada vez son más apremiantes -sin que se me haga muy clara la razón- las peticiones de autodefinición del escritor. Peticiones que parecen un tanto insidiosas; “díganos usted “por quién se tiene a sí mismo” y nosotros le diremos quién es usted en realidad.

4. Francisco Nieva, Malditas sean Coronada y sus hijas y Delirio del amor hostil, Madrid, Cátedra, 1980, págs. 93-117. Edición de Antonio González. Véanse, los artículos de Francisco Nieva, “Lo que he escrito. La magia anecdótica y el realismo psíquico”, Primer Acto, 132 (mayo de 1971), págs. 65-66. “Autobibliografia”, Primer Acto, 153 (febrero de 1973) págs. 18-21. “Confesiones en voz alta”, Primer Acto, 153 (febrero de 1973), pág. 23. “Autobiografía”, en Teatro jurioso: Coronada y el toro, Madrid, Pipirijaina Textos, 1974, págs. 5-6. “Autobiografía”, en José Monleón ed., Cuatro autores críticos. José María Rodríguez Méndez, José Martín Recuerda, Francisco Nieva, Jesús Campos, Universidad de Granada, 1976, págs. 99-102. “Confesiones de un autor indigno. Pipirigallos”, Pipirijaina, 4 (1977), págs. 33-35. 5. Jesús María Barrajón, La poética de Francisco Nieva, Ciudad Real, Diputación de Ciudad Real, 1987. Y “La concepción teatral de Francisco Nieva”, Primer Acto, 219 (mayo-agosto de 1987), págs. 70-79. También, Urszula Aszyk, “En busca de la teatralidad total: Francisco Nieva”, en Entre la crisis y la vanguardia. Estudios sobre el teatro español del siglo XX, Varsovia, Universidad de Varsovia-Cátedra de Estudios Ibéricos, 1995, págs. 175-194. 6. Francisco Nieva, Malditas sean Coronada y su hija, ed. cit., pág. 93.

128 La propia obra de arte adquiere con facilidad dimensiones re­ flexivas sobre sí misma, en nuestro caso metateatrales: Nieva ha ofre­ cido ejemplos magníficos en piezas completas como Sombra y qui­ mera de Larra, Tórtolas, crepúsculo y... telón o Salvator Rosa y en un sentido más amplio permea esta actitud toda su escritura.7 Esta conciencia crítica se acentúa en los artistas de vanguardia y más to­ davía cuando deben introducir sus creaciones experimentales en un medio no sólo ignorante sino declaradamente hostil. Cualquier crea­ dor teatral que tratara de cambiar la situación del teatro español en los años sesenta o setenta se encontraba en este trance. Francisco Nieva -es sabido- lo hizo, y de aquí la oportunidad y aun la necesi­ dad de estudiar su obra comenzando por sus ideas estéticas -su poé­ tica teatral- que ha ido exponiendo a lo largo de los años indicando vías de acceso a sus piezas teatrales y a sus espectáculos. Escritos y declaraciones que deben ser analizados desde distintos puntos de vista entre los que sobresalen de entrada: lo autobiográfico, la nece­ sidad de explicar y explicarse unas creaciones rompedoras; y la ne­ cesidad también de poner orden en un proceso creativo desbordante y polifacético en el que se han ido produciendo constantes reajustes. Los ensayos teatrales de Francisco Nieva oscilan entre el manifiesto provocador y la nota explicativa de un trabajo concreto; entre la ex­ posición sucinta de un planteamiento estético rompedor y la nota explicativa que aclara algún aspecto de una edición o de una función en su programa. Todos estos escritos tienen un carácter fragmentario, que es de suponer habrá quedado remediado en esas deseadas memorias, que habrá que esperar un poco más, conformándonos con jugar de mo­ mento con las piezas conocidas del rompecabezas, pero sin la lámi­ na de conjunto del puzzle que oriente su colocación como unas ins­ trucciones para armar el artefacto de su estética teatral. Para escribir este ensayo he procurado reunir, ordenar y encajar un buen número

7. Véanse, en especial, los estudios de José A. Hernández, “El teatro de la crueldad en Tórtolas, crepúsculo y...telón”, Estreno, 12-2, 1986, págs. 72-74; José Antonio Zabalbeascoa, “Metatheatralicism and Nieva's Sombra y quimera de Larra”, Gestos, 7 (1989), págs. 65-73; Phyllis Zatlin, “La metateatralidad de Francisco Nieva”, Insula, 566, 1994.

129 de piezas del complicado puzzle que conforman los escritos sobre el teatro de Francisco Nieva. Piezas que se encuentran muy dispersas, ya que la edición de su Teatro completo,8 muy incompleta aún en sus textos teatrales, prescindió de estos otros escritos. Las dos recopila­ ciones de artículos periodísticos que se han hecho son claramente insuficientes en este aspecto: En tela de juicio y El reino de nadie.8 9 Lo que voy a exponer es una primera ordenación de estos materiales; se advertirán las calvas del puzzle, piezas que no acaban de encajar aún, etc. De aquí mi deseo de haber podido leer sus memorias, para contrastar el dibujo resultante de esta ordenación con la del escritor. Para poder calibrar mejor cómo espejean unos textos en otros y cómo Francisco Nieva, además de haber dado testimonio de su permanen­ te pasión por el teatro, ha ido perfilando una estética teatral que des­ borda lo biográfico -aunque recalca constantemente su dedicación al arte escénico como una honda pasión- para convertirse en una de las más incitantes propuestas teatrales de la segunda mitad del siglo XX en España. No pretendo escribir su biografía, sino describir algunas de las líneas maestras de su sistema estético, las ideas que han arropado sus creaciones de hombre de teatro que ha tenido una insistente presen­ cia en muchos de los hitos que permiten hoy diferenciar el teatro de los años sesenta y setenta del de los decenios anteriores. Y adivinar también algunas de las tendencias del teatro de hoy mismo en los albores de un nuevo siglo. Desde niño jugó con teatrillos y asistió al teatro en Madrid; se familiarizó con la música de ópera y realizó numerosas lecturas de textos dramáticos.10 Su vida parecía predestinada al teatro. Ya en los años cuarenta se formó como pintor en la Academia de San Fernan­ do de Madrid, participó en el movimiento postista, marchándose

8. Francisco Nieva, Teatro completo, Toledo, Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, 1991, 2 vols. Con prólogos de Angélika Bécker, Carlos Bousoño, Jesús María Barrajón y Phyllis Zatlin-Boring. 9. Francisco Nieva, En tela de juicio, Madrid, Arnao, 1988. El reino de nadie, Madrid, Espasa Calpe, 1996. 10. Aproximaciones biográficas de interés pueden verse en el estudio de Peña y en la edición de Antonio González, ya citados. O el número monográfico de Cuadernos El Público, 21 (febrero de 1988), dedicado a su teatro.

130 después becado a París a comienzos de los años cincuenta.11 Vivió allí intensamente el mundo artístico y cultural, trató a grandes artis­ tas y escritores del momento y asistió a espectáculos que han resul­ tado hitos fundamentales en la historia del teatro universal de la se­ gunda mitad del siglo XX: La cantante calva, de Ionesco; Esperan­ do a Godot, de Beckett; las representaciones en 1954, en el Teatro de las Naciones, de Madre Coraje del Berliner Ensemble, que descu­ brieron a Occidente la compleja poética del teatro brechtiano.12 Tuvo ocasión también de investigar sobre la obra de los dos gran­ des dramaturgos españoles que son los hitos indiscutibles de la pri­ mera mitad del siglo XX: Valle-Inclán y García Lorca. Es un pionero en la reivindicación de los aspectos más modernos de su dramaturgia. Con el complejo mundo simbolista de don Ramón tratará de empa­ rentar su teatro: con su plasticidad, con su ritualidad, que revela muchos de los aspectos soterrados de la cultura española. La plasti­ cidad de Valle le llegará a parecer cinematográfica.13

11. Jaume Pont, El Postismo: Un movimiento estético-literario de vanguardia, Barcelona, Edicions del Malí, 1987. Y “Nieva, en el postismo”, Insula, 566 (febrero de 1994). Este movimiento marginal duró unos cinco años y acabó con la diaspora de sus miembros; trataba de recuperar el horizonte vanguardista como señaló el propio Nieva en un artículo de ABC el 22-VII- 1984, evocándolo como una anticipación del posmodemismo actual. Opiniones de Nieva sobre el movimiento postista en sus ensayos: “A partir de una exposición. Los movimientos de vanguardia en la postguerra (El postismo)”, Informaciones, 11-XI-1976, Suplemento, 435, págs. 1-2. “El Postismo una vez más”, ABC, 22-VII-1984, pág. 3. Sobre sus miembros: “Con Carlos Edmundo de Ory en el Madrid de nadie”, Litoral (Homenaje a Ory), 19-20 (abril-mayo de 1971), págs. 129-32. “Eduardo Chicharro: la realidad del arte y lo que podemos contra ella”, Trece de nieve, 2 (invierno 1971-1972). Homenaje a Chicharro. “Gracias Arrabal: el homo de una imaginación irritada y lírica”, Informaciones, 12-V-1977. Suplemento “Artes y letras”, 461, pág. 7. Y “¿Conjura contra Arrabal?”, El País, 18-XII-1977. 12. Francisco Nieva, “El espectáculo como técnica de persuasión en Brecht”, Primer Acto, 184 (abril-mayo de 1980), págs.29-37. Ionesco figura entre los autores para los que trazará escenografías: véase, F. Nieva, “El escenógrafo: solución a un problema escenográfico”, Primer Acto, 59 (diciembre de 1964), págs. 18-19 (sobre El rey se muere).“Bs difícil traducir a Ionesco”, Primer Acto, 155 (abril de 1973), págs. 40-43. 13. Véanse los escritos de Francisco Nieva: “Vertus plastiques du théâtre de Valle-Inclán” (1958), y en español 1967: “Virtudes plásticas del teatro de Valle- Inclán”, en El teatro moderno. Hombres y tendencias, Buenos Aires, Eudeba, 1967,

131 Y cuando se refiera a García Lorca se tiene la impresión de que está apuntalando su propia poética al comentar el “auroral teatro” de Federico, que tanteó muy diversos géneros hasta el punto de que considera que

Esta movilidad genérica es propia de un incipiente Picasso del teatro. Es posible que lo hubiera sido de haber vivido más. Recoge vientos escénicos que le vienen de los cuatro puntos cardinales. Todo el teatro le atrae. El sentido del espectáculo es innato en él. Si el liberalismo romántico es su regalo de las hadas, el surrealis­ mo -consecuencia extrema del simbolismo- es su talismán con­ temporizador. Entiéndaseme, contemporizar la tradición es atribu­ to de los grandes creadores. El clasicismo de Lorca es tan evidente como su modernidad, y de ello surge el misterio expresivo que insufla las viejas esencias de vida nueva.

Con la obra de ambos ha mantenido un diálogo permanente muy fructífero en la elaboración de sus ideas teatrales. Es obvio, pero hay que decirlo una vez más: cada escritor inventa su propia tradición. Y ----- diálogo también con la mejor tradición de la literatura y del teatro españoles, ampliado su horizonte hacia el pasado, según se irá vien­ do, y con una visión nada ortodoxa de los modelos. El Libro de Buen Amor, La Celestina, los entremeses cervantinos o el teatro barroco *14

págs. 231-248 y PA, 82, 1967, págs. 12-22. “Lorca y Valle-IncIán:dos latifundios culturales”, Informaciones, 10-VII-1975, Suplemento “Artes y Letras”, 365, pág. 5. “La visualización del tema en Valle-Inclán”, en Busca y rebusca de Valle-Inclán, J. A. Hormigón ed., Madrid, Ministerio de Cultura, 1989, I, págs. 387-390. “Valle- Inclán cinematográfico”, En tela de juicio, op. cit., págs. 216-220. “Facetas sobre Valle-Inclán”, en Valle-Inclán. Homenaje del , Madrid, Ateneo, 1991. Y “Un acontecimiento: Las comedias bárbaras”, ABC, 2-VI-1991. Una aproximación a sus relaciones en Jesús Rubio Jiménez, “Prolegómenos para un estudio de las relaciones entre Francisco Nieva y Valle-Inclán”, Insula, 566 (febrero de 1994). 14. Francisco Nieva, En tela de juicio, op. cit., págs. 209-210. Véanse también, “García Lorca, metteur en scène: les intermèdes de Cervantes”, en Jacquot y Veinstein eds., La mise en scène des oeuvres du passé, Paris, Centre National de la Recherche Scientifique, 1956, págs. 81-90. Y “Vanguardia y epigonismo de Así que pasen cinco años, de F. García Lorca”, Primer Acto, 182 (diciembre de 1979), págs. 36-39.

132 serán estudiados por Nieva atendiendo a sus potenciales de teatrali­ dad e integrados en su sistema decididamente orientado hacia una visión del arte escénico como convergencia de artes. O manifesta­ ciones teatrales en apariencia menores como el género chico en cuya elementalidad descubre un primitivismo que lo acerca a algunos de sus presupuestos vanguardistas tal como lo sostuvo en su discurso de ingreso en la RAE.15 El mismo valor halla en géneros populares como el melodrama o el teatro libertino del siglo XVIII:

Es incontable lo que aún se puede decir y especular sobre el teatro libertino del XVIII. Éste fue un tema que me fascinó desde el principio de mis trabajos literarios o escénicos. La generación de los sesenta, en la cual cuentan intemacionalmente escritores como Italo Calvino, Pasolini, García Márquez, Mishima, practi­ cantes digamos que de un “realismo mágico”, ha tenido verdadera fruición por estos temas graciosos y desorbitados, las formas po­ pulares y arcaicas, el cuento mágico, el teatro menor. Por circuns­ tancias biográficas y cronológicas, me honro en pertenecer a ella. Dio al traste con el verismo y naturalismo social y convirtió al per­ sonaje de ficción en alguien que carga con algo paradójico y mis­ terioso que lo acerca más al personaje romántico y nos aproxima también sensiblemente al símbolo y al mito. La verosimilitud in­ ventada fue un hallazgo de Kafka, que esta generación adoptó y completó de forma casi virtuosista. Fue el segundo descubrimiento de Freud y la entronización formal de Sade en la gran literatura. Fue también la aparición de Foucault, con sus trabajos científicos sobre la culpa y la enfermedad, y de la revisión crítica del hasta entonces coactivo marxismo. El exotismo, el extrañamiento histó­ rico -véase I antenati, de Calvino- fueron para esta generación una apoyatura considerable. Mishima practicó un teatro moderno en formas arcaicas, como el No japonés. Para mí, las antiguas ma­ nifestaciones europeas de teatro menor, desde el clásico entremés español hasta el cabaret expresionista de Viena, pasando por las “parades” del siglo XVIII en Francia, han sido grandes incentivos.

15. Francisco Nieva, Esencia y paradigma del Género Chico. Discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua, el día 29 de abril de 1990. Madrid, Real Academia Española/Comunidad de Madrid, 1990. Se cita por Teatro completo, ed. cit., II, págs. 1135-1150.

133 Uno de mis primeros estrenos, El combate de Ópalos y Tasia, lo deja ver.

Nieva busca la teatralidad allí donde se encuentre. Y al pregun­ tarse “¿Dónde está el teatro?”, no dudará en responder que no sólo en la gran literatura sino en la pantomima, en la comedia atelana, en los minigéneros teatrales y musicales de ayer y de hoy. Comenta un concierto “Por África” dado en televisión. Para Nieva Plauto y Terencio se dan la mano con los Rolling Stones:

Trabajamos por conservar la esencia de las cosas con las que te­ nemos que convivir. La esencia del teatro ¿dónde está? Donde se la encuentre. Si yo la encuentro en el estadio de Wembley, me lío el manteo y allá voy a decidir por qué la gente no va al teatro y conti­ núa viendo a Mick Jagger; por qué principios básicos, clásicos o conservadores esto tiene que tener más esencia teatral que lo otro. Y si veo salir a esa fiera sexual de Tina Tumer, esa imagen de otra moral, de un feliz mundo sin “doble vida”, al lado del andrógino David Bowie, cuya vida no es doble sino múltiple, estoy viendo algo equivalente a lo que también mantenía efervescente al afanoso y sensual pueblo romano: un principio humano de belleza, una dra- matización simple y una necesidad de forma, pero “propia”.

Con serenidad clásica miro a Tina Turner y, por dentro, me en­ ciendo. Con una melena feroz, cuyas mechas tienen un volar de plu­ mero, Tina se mueve encaramada en unos increíbles zapatos de agu­ ja; se mueve como se tiene que mover una cómica, como una desver­ gonzada bacante y como un ser divino. Luego aparece el grupo Queen: Freddie Mercury, un “rockero” de la clase apolínea, hace con armoniosa procacidad la serie de mo­ vimientos que debían enloquecer a las “señoras” de Roma, muchas de las cuales regalaban villas a sus preferidos de esta especie exhibi­ cionista y narcisoide. Como un oficiante taumaturgo, hace que se muevan a su voluntad veintisiete mil personas y lo adoren como a un héroe antiguo. Para qué quiero más prueba. Teatro es siempre “esta 16

16. Francisco Nieva, “El teatro libertino”, en En tela de juicio, ed. cit., págs. 181-182.

134 carne en este asador”. Teatro es siempre donde se levantan los atri­ butos de Dionisios: sexualidad y muerte. Teatro es tentación siempre renovada. Y meditación también, porque los sentidos meditan. La meditación de los sentidos es muchas veces más clara que la del cerebro programado y preceptista”.17 Nada resulta en principio ajeno a este hombre de teatro defensor tenaz de las posibilidades del arte del pastiche en el teatro actual, si bien entendido éste no como mera acumulación sino como resultado de una aguda conciencia de los problemas de nuestro tiempo, que se expresan artísticamente con un rigor formal exquisito. Espectáculos como los citados y copiosas lecturas resultaron de­ cisivos en la conformación de sus gustos teatrales y en la decisión de dedicarse al teatro a cualquier precio. Entre las lecturas de Nieva en sus años parisienses hay que recordar al menos las de las teorías del teatro de la crueldad de Antonin Artaud (1896-1948) ;18 novelas como El balcón (1957), de Jean Genet (1910-1986), para él una “ceremo­ nia dionisíaca”, que dinamitaba la vieja sociedad;19 el pensador Georges Bataille (1897-1962) y sus reflexiones sobre la transgresión o el erotismo; las teorías sobre la forma pura del polaco Stanislaw Ignacy Witkiewicz-Witkacy (1885-1939); o las radicales teorías de Foucault.20 Iban a resultar decisivos también -aunque con cierto desfase tem­ poral- en la renovación teatral español de los años sesenta, jugando Nieva un papel notable en su difusión, porque llegó oportuno y pre­ parado, con lo cual no quiero decir que encontrara facilidades, sino todo lo contrario, ya que iba a defender una poética teatral radical y minoritaria en un medio decididamente hostil a lo renovador.

17. Francisco Nieva, “¿Dónde esta el teatro?”, Un tela de juicio, ed. cit., págs. 198-202. El texto citado, en pág. 200. 18. Sus opiniones al respecto en: “El hipnótico y sibilino Artaud. Miscelánea”, Primer Acto, 159-160 (agosto-septiembre de 1973), págs. 34-35. Y “Artaud y Vitrac”, id., págs. 47-53. 19. Francisco Nieva, “Esencia teatral del relato de Genet”, Pipirijaina, 7 (junio de 1978), págs. 38-41. “Final de partida: la cosificación oficial de Genet”, El Público, 32 (mayo de 1986), pág. 3. 20. Un repaso de sus lecturas en el volumen primero del libro de Peña, ya citado.

135 Tras unos años viviendo en Venecia decidió regresar a España, intentando abrirse camino en el proceloso mundo del teatro, distan­ ciándose de algún modo de su dedicación a la pintura. Es el momen­ to en que comienza a interesar para la historia del teatro español, aunque haya que hurgar en su prehistoria y en como se fueron con­ formando sus gustos que ahora debían rendir sus frutos en un mo­ mento en que entraban en crisis formas teatrales realistas que habían predominado en las décadas anteriores. Oscar Cornago ha historiado en un libro reciente -Discurso teó­ rico y puesta en escena en los años sesenta: la encrucijada de los "realismos el debate suscitado por el agotamiento de ciertas fór­ mulas realistas teatrales en aquellos años.21 O si se prefieren relatos más vividos y ceñidos a la crónica de lo sucedido aún son útiles libros como el de Alberto Miralles, Nuevo teatro español: una alter­ nativa social.22 El debate sobre el realismo social fue intenso y no hay que olvidar su variedad y riqueza. No es que de repente llegara Brecht y barriera todo con su drama épico-, otras formas realistas -el realismo norteamericano, los angryyoung me«-presentaban ya gran complejidad en sus técnicas realistas y venían tensando la discusión desde los años cincuenta. Lo sabemos mejor ahora tras estudios como el de Angel Abuín -E l narrador en el teatro-, donde analiza este procedimiento en autores como Paul Claudel, Thornton Wilder, Tennessee Williams, Arthur Miller, el teatro No japonés, Brecht y los recursos de identificación y distanciamiento en Buero Vallejo.23 Cualquiera de ellos ejemplifica bien que para nada ya se creía en la traslación mecánica de la realidad a la escena, sino que se procedía con una gran conciencia autocrítica y un consciente uso de los convencionalismos escénicos. O si se trata de descender de las abstracciones a la realidad histó­ rica, la controvertida recepción de estos autores en España da la

21. Óscar Cornago , Discurso teórico y puesta en escena en los años sesenta: la encrucijada de los "realismos", Madrid, CSIC, 2001. 22. Alberto Miralles, Nuevo teatro español: una alternativa social, Madrid, 1977. 23. Angel Abuín, El narrador en el teatro. La mediación como procedimiento en el discurso teatral del siglo XX, Universidade de Santiago de Compostela, 1997.

136 medida de cuánto se ha simplificado después el debate presentando sin más, enfrentados los autores del realismo social español a los nuevos autores entre los que se contaría a Nieva. Y en la propia pre­ sentación que hago del problema se advertirá una distorsión restric­ tiva más: se habla mucho de autores, pero poco de la vida escénica de sus dramas, del sistema completo de producción teatral y de cómo se fueron insertando determinados dramas en la vida cultural espa­ ñola, que es donde realmente se debe medir la importancia y operatividad de un texto dramático con las adhesiones que suscita y también las reticencias o rechazos. John London ha ejemplificado los avatares de algunos de estos dramaturgos o el centenario de Brecht ha permitido evaluar las insufi­ ciencias de su recepción junto con el revulsivo que supuso.24 Su difu­ sión fue minoritaria y distorsionada. Con demasiada frecuencia se rea­ lizaban análisis contenidistas de las funciones y mucho menos de la forma en que eran presentados. Se creía más en la eficacia de los te­ mas que en la de su formalización adecuada, para hacerlos verdadera­ mente eficaces. Pero fue por este lado por donde vendrían las críticas más sagaces y la valoración de la verdadera aportación al teatro occi­ dental por Brecht. Nieva contribuyó a esta correcta valoración.25 Cuando Nieva regresa a España en los años sesenta entra en con­ tacto con gentes del teatro, que venían luchando desde hacía años contra la inercia de la crítica y del público españoles, tratando de ensanchar sus gustos aunando audacia temática y formal: pienso en Luis Escobar, quien no le dio trabajo, pero le animó;26 o sobre todo,

24. John London, Reception and Renewal in Modern Spanish Theatre: 1939- 1963 (London, 1997). Sobre al recepción de Brecht, al menos, véanse el monográfico que dedicó al tema la revista ADE-Teatro (números 70-71, octubre de 1998) y las Actas del Encuentro Internacional Brecht. Brecht en España, Diputación Provincial de Sevilla, 1999. 25. Véanse, al menos, Francisco Nieva, “El espectáculo como técnica de persuasión en Brecht”, Primer Acto, 184 (abril-mayo de 1980), págs. 29-37. Y un tiempo antes -en 1976- había expuesto su “Pequeña teoría sobre un teatro histórico- didáctico”, acompañando la edición de Sombra y quimera de Larra, Madrid, Fundamentos, 1976, págs. 5-28, que parte de este riguroso espíritu brechtiano. 26. Lo acaba de recordar él mismo en unas declaraciones recogidas en el catálogo Luis Escobar y las vanguardias, Madrid, Comunidad de Madrid, 2001, págs. 155-160.

137 en José Luis Alonso y Adolfo Marsillach con quienes iba a protago­ nizar como escenógrafo algunos de los estrenos más memorables de la década de los sesenta. Con ellos se encontró en unas trincheras desde las que se luchaba por el buen teatro artístico y rompedor, forzando casi siempre los límites de la permisividad de la censura. Hoy se les reconoce el haber sido de los grandes hombres de teatro de aquellos años. Alonso, sobre todo, desde la dirección de los Tea­ tros Nacionales. Con Nieva puso en escena: El nuevo inquilino y El rey se muere (1964), de Ionesco; Intermezzo (1965), de Giraudoux; El zapato de raso (1965), de Paul Claudel; La dama duende (1966), de Calderón; Romance de lobos (1970), de Valle-Inclán. Años más tarde sería Alonso uno de los directores que se arriesgaron a estrenar a Nieva.27 Con Marsillach, más sinuoso en sus movimientos y más indeciso en sus planteamientos renovadores durante algunos años, iba a montar: Pig- malión (1964), de Bernard Shaw; Después de la caída (1965), de Arthur Miller; Biografía (1969), de Max Frisch; El tartufo (1969 y 1979), de Molière; y sobretodo Marat-Sade (1968), de Peter Weis, para algunos el espectáculo español más rompedor de aquella década.28 Habría que recordar también: La marquesa Rosalinda (1970), de Valle-Inclán, dirigida por Miguel Narros; Los secuestrados de Aliona (1972), de Sartre, dirigida por José María Morera; La muerte de Danton (1972), de Büchner, dirigida por Alberto González Vergel;

27. Sobre estos montajes, véase, Historia de los Teatros Nacionales, Madrid, Ministerio de Cultura, vol. II, 1993. Ed. de Andrés Peláez. Sobre los estrenos de Nieva, véanse los estudios de Oscar Cornago La vanguardia teatral en España (1965-1975). Del ritual al juego, Madrid, Visor, 1999. Y Discurso teórico y puesta en escena en los años sesenta: la encrucijada de los “realismos", Madrid, CSIC, 2001.Y los ensayos editados por Manuel Aznar en Teatro y democracia en España (1975-1995), Barcelona, Cop d'idees-Citet, 1996. Mercé Pujadas, “No es verdad y Te quiero, zorra, de Francisco Nieva: una doble aventura”, págs. 155-162. Claudia Ortego, “El estreno de Teatro furioso en 1976: el dramaturgo emerge de los subterráneos”, en Manuel Aznar ed., 1996, págs. 41-50. Claudia Ortego y Mercé Pujadas, “Francisco Nieva y los escenarios españoles”, en Manuel Aznar ed., 1996, págs. 35-40. 28. Oscar Cornago ofrece un balance sopesado de estos y de los siguientes espectáculos en sus libros, ya citados , La vanguardia teatral en España (1965- 1975). Y Discurso teórico y puesta en escena en los años sesenta.

138 La boda de los pequeños burgueses (1973), de Brecht, dirigida por Angel Fació. Aun sin abundar en ejemplos salta a la vista, que conviven auto­ res clásicos (Molière, Calderón, Büchner, Shaw) con otros más cer­ canos que bordean formas complejas de realismo (Miller, Frisch, Weiss). Representan lo que entonces se consideraba vanguardia (Ionesco, Brecht) o testifican la voluntad de recuperar la mejor tradi­ ción próxima española (Valle-Inclán). Alguno fue impuesto por los caprichos políticos del momento: Claudel en cuyo drama ensoñaba Manuel Fraga Iribarne quién sabe qué nostalgias político-religiosas. La gran novedad, sin embargo, estaba más que en la literatura dra­ mática -que no era poca- en la manera de entender la puesta en escena, más rigurosa y moderna de que lo que se solía hacer. Una literatura de verdadera entidad permitía embarcarse en valientes fun­ ciones. Apenas unos ejemplos: con El rey se muere realizaron un montaje hiperteatralizado; resultaba sorprendente el seguimiento de la agonía del rey medieval con música de jazz; la interpretación gro­ tesca y hasta circense; los decorados, que tenían algo de collages surrealistas, recreando imágenes barrocas. Después de la caída, se representaba sin mobiliario, diferenciando niveles en el escenario para acompasarlos a los distintos estratos de la memoria del perso­ naje; al fondo, un espectacular collage con recortes de periódicos que daban la noticia de la muerte de Marilyn Monroe. En El Tartufo, la farsa se reforzaba con el gran armario del que se iban sacando elementos de la obra. Al Pygmalión, de Shaw, se le dio un tono de farsa y la escena desbordaba el escenario para ir al encuentro del espectador. A Romance de lobos, de Valle-Inclán, mediante un juego de rampas se le otorgaba una dimensión de retablo, que engrandecía la música de Cristóbal Halffter... Nieva aplicaba a estos montajes su excelente oficio de escenógrafo adquirido en su ya contrastada trayectoria de artista plástico y en el estudio cuidadoso de las tendencias escenográficas internacionales más importantes. Tenía muy clara la enseñanza de Brecht de que el interés de un espectáculo no venía tanto de su contenido como de su montaje y en este sentido, el decorado era el emblema visual de toda la obra, contribuyendo decisivamente en su formalización.

139 Hay que subrayar e insistir en que, después de todo, estamos en el teatro de repertorio y en el corazón del debate del realismo escénico pero entendido éste no como una fórmula cerrada, mimètica y sim­ plista, sino abierta y preocupada tanto por los contenidos como por su formalización. O mejor, especialmente, centrado en la discusión de las formas como requisito indispensable para hacerlo eficaz esté­ tica e ideológicamente. Que este repertorio fuera visto como van­ guardista responde al desfase del público español respecto a los rum­ bos internacionales del teatro. En 1977 dirá Nieva en unas jornadas sobre Teatro español ac­ tual, organizadas por la Fundación Juan March:

Si el teatro ha cambiado de manera esencial es, sin duda, en el terreno de lo formal, tanto en escritura como en puesta en escena y actuación. Pero este cambio apenas se ha hecho notar en nosotros. Con evidente superficialidad hemos creído -seguimos creyendo- que los temas tratados son el todo, sobre cualquier otra reflexión, si en especial esos temas expresan la actualidad. La actualidad es llamada por muchos “realidad”. La realidad de nuestro tiempo, exigida con perentoriedad y hasta con un poquito de malos modos por el público más juvenil y menos habituado a Shakespeare o 2 9 Moliere.

Acusaba a la crítica de haber ayudado a este conformismo, in­ cluida la crítica progresista que fundaba toda su esperanza en que “sobre una escena se tratasen temas de salarios, exilios, emigracio­ nes, miserias del subdesarrollo. Sin advertir que la primer miseria del subdesarrollo consistía en la forma en que el propio tema era tratado”.2930 Por esos caminos sólo era posible un teatro “noblemente feo, dignamente ramplón”, que no interesaba a Nieva y era lo que encontraba que había dominado en España en los años cincuenta. El venía a defender un teatro diferente, nacido de “una nueva moral que genera también una nueva estética”. Frente a la cerrazón española de los años cincuenta, en ese tiempo

29. F. Nieva, “El nuevo teatro”, en Teatro español actual, Madrid, Fundación Juan March, 1977, págs. 265-266. 30. tó.,pág. 266.

140 Por el contrario, fuera de España se hace un nuevo descubri­ miento de Artaud y su teatro de la violencia. El surrealismo descu­ bre nuevos brotes. El mundo de Genet, Gombrovitz, Vitkievich, Mrozeck, Beckett comienza seriamente a interesar. Pensadores como Georges B atadle minan mucho más eficazmente el sistema de coherencias moralizantes para escarbar en el corazón humano de forma mucho más conflictiva, angustiosa, interrogante. Ya el artista no intenta ser justo, sino confesar humanamente su propia verdad hasta los límites del jeroglífico personal. Aparecen en el cine personalidades tan importantes como Bergman, Fellini, Passolini... El resultado en su doble vertiente lo tenemos ahora en realizadores como Eric Rhomer o Miclos Jackso, cuya obra -el cine puede unirse también al teatro como sistema de expresión es­ pectacular- se halla en estos momentos en lo opuesto del realismo ejemplar y despersonalizado. No hay militancia oposicionista a un sistema concreto y local. El arte trata no de defender unos dere­ chos sociales concretos, sino de descubrir nuevas zonas inexploradas del espíritu humano. Cosa bien palpable en el, por desgracia, último film de Passolini, Saló o los 120 días de Sodoma.31

Nieva siente la necesidad de romper la inercia española y sus múltiples represiones, “de hablar claro y firme sin temor a la violen­ ta controversia”, sosteniendo que

Para que haya evolución, es preciso, sin la menor duda, sentir profundamente la necesidad de ruptura. Y a veces es necesario romper con todo. Romper con la saturación de un teatro intimida­ do por el deber de calibrar la injusticia, de acusar a los malos de su maldad y enaltecer la inmaculada bondad de los buenos. Romper con una crítica salomónica que pone en la balanza lo que pesa el dolor de los doloridos y la crueldad de los crueles para justificar el servicio que el arte debe rendirle a la sociedad.

Reclamaba un teatro capaz de algo nuevo, donde la juventud no cargara con las frustraciones de sus mayores, propensos al confor- 3132

31. M.,pág. 269. 32. Id., pág. 279.

141 mismo y a la desconfianza, a la autocensura. Nieva escribía esto muerto el dictador intuyendo que la transición no acababa de satisfa­ cer su anhelo de libertad que yo calificaría de artaudiana:

Celoso de esa libertad me encrespo un tanto contra la amenaza de nuevas e inmerecidas inquisiciones para nuestra autonomía de pensamiento, para nuestro derecho a la experimentación, para lo que pudiera ser nuestro gusto por el matiz, por la singularidad, por la diversidad, por nuestra necesidad de una moral más abierta, de una conducta más irresponsable y feliz, por nuestra exigencia de nuevas luces, nuevos prestigios, valores e, incluso, mitos. Hay.que descargarse de ese fardo de sensatez y de ejemplaridad para gustar como recién nacidos la aventura del mundo. (...) Aún no hemos gozado en España un teatro en libertad. Pues bien: hagámoslo po­ sible y por el tiempo que sea posible, por crear un terreno de tole­ rancia expectante en el que la libertad, como un ávido y osado acto de alto erotismo, no encuentre trabas dogmáticas que la coar­ ten, la entristezcan, la despersonalicen y la suman en nuevos cala­ bozos.

¿Y si en el fondo no hubiera libertad posible? Ah, pues entonces sigamos siendo marginales si sólo en la marginación queda una vaga sospecha de libertad”.33 Sorprende este tono en Nieva en un momento en que era recono­ cido como gran escenógrafo y figurinista, que iba estrenando piezas aunque con dificultades: Sombra y quimera de Larra (Teatro María Guerrero, 4-III-1976); del Teatro furioso: La carroza de plomo can­ dente y El combate de Ópalos y Tasia (Teatro Fígaro, 27-IV-1976); La paz. Celebración grotesca sobre Aristófanes (1977); Delirio del amor hostil o el barrio de doña Benita (1977). Y reconocido no sólo en España sino solicitado por grandes teatros europeos -la Komische Oper, de Berlín Oriental- y norteamericanos: había montado La dama duende, de Calderón, en Nueva York con José Luis Alonso. Nieva lanza una proclama, apelando a la marginalidad si es pre­ ciso antes que renunciar a la libertad creativa. En realidad, es una actitud recurrente en el escritor manchego. Los escritos programáticos

33. Id., págs. 274-275.

142 de Nieva son artaudianos, proféticos, poéticos; se repiten cíclicamente y me parece que ahí está el meollo de su poética teatral: la ruptura permanente, el convencimiento de que no hay fórmulas cerradas; se inserta de modo natural en la tradición de la ruptura que diría Octavio Paz, colocándose bajo la enseña de la oposición al realismo aristotélico. Cuando se leen sus artículos y declaraciones, ya desde el comienzo de su trayectoria, llaman la atención las continuas anda­ nadas contra el realismo doméstico dominante y la progresiva confi­ guración como alternativa de una personal teoría de su teatro como teatro poético, intuido instintivamente en sus primeros escritos, pero decididamente asumido en otros más cercanos. Así, en el prólogo a Nosferatu, explicando su decisión en 1969 de lanzarse a competir públicamente como autor dramático, escribe:

Iba a tratar de enlazar voluntariamente con una gran tradición escénica, y mis obras habían de pasar por un tamiz muy fino que formaban aquellos oyentes “de buen juicio” y no poco exigentes [Se refiere a Aleixandre, Bousoño, Brines, Hierro o Claudio Rodríguez a quienes leía sus dramas]. Dadas las características de lo que había escrito, mi intento parecía ser el de un “teatro poéti­ co” -y de vanguardia para mayor inri- que tenía parientes de la más alta talla en Yeats, en Claudel, en Ghelderode, en T. S. Eliot, en Singe, en Christopher Fry y en tantos otros, todos ellos poetas francotiradores, ninguno proveedor asalariado de la industria del espectáculo. Y había antecedentes españoles de la medida de Va- 34 lle-Inclán y Lorca.

El rechazo matizado del realismo y la defensa del teatro poético es el primer vector sobre el que monta su idea del teatro Nieva. Aho­ ra bien, enlazando con un determinado teatro poético y rechazando otro. Valle-Inclán y García Lorca, pero no Villaespesa o Pemán. Cal­ derón y Beckett por sus procedimientos ceremoniales. Se pregunta Nieva: ¿Qué es lo poético en el teatro? Responde: 34

34. Francisco Nieva, Nosferatu, Zaragoza, Biblioteca Golpe de Dados, 2000, pág. XII.

143 No sólo se reduce a una mera expresión en verso rimado. Creo que muy bien puede ser la facultad de enfatizar simbólicamente toda realidad, cualquiera que ella sea, de elevar cuanto concierne nuestra percepción al poderoso cuanto complejo y ambiguo plano de los símbolos. La creación de estos símbolos, que son concentra­ dos emocionales e intuitivos del pensamiento y la sensibilidad. Única vía posible para la entera consecución del mito, la más po­ derosa invención que cabe darse. Hamlet, Fausto, don Juan, Celes­ tina, Harpagón...

Lo que mi teatro más temprano expresaba era esa tendencia, uni­ da a una percepción intuitiva de la comicidad aristofanesca. Yo había leído algo de Aristófanes en mi adolescencia, con bastantes dificul­ tades -aunque con no poca pasión- [...]. Con los años y de manera quizá inconsciente, se fue formando en mí ese sistema que enlazaba espontáneamente con la arcaica fórmula aristofanesca: poesía satírica, religiosa, ditiràmbica, poesía teatral en todos sus términos. Tal cosa no suponía ningún tipo de limitación ni de carencia, porque en un poema cómico-dramático, cabía todo y de todo”.35 36 La mezcla de géneros, la escritura libre a ultranza, la intuición temprana de que

lo más genuinamente teatral no era la verosimilitud ilusionista, sino todo lo contrario, para que los espectadores, no perdieran en ningún momento el sentido de estar asistiendo a la materialización de un poema escénico y no a la imitación de una realidad objeti- 36

Esto suponía una apuesta vanguardista sin concesiones. De gran exigencia para el dramaturgo pero no menos para unos hipotéticos espectadores:

Yo requería, pues, unos espectadores muy depurados “a la in­ versa”, próximos a los del auto sacramental, aunque se tratara de un auto profano. Pero no de otro modo era recibida la tragedia clá­

35. Id., pág. XIV. 36. Id., pág. XV.

144 sica, con todas las diferencias que puedan separar estos géneros entre sí. Hablamos de super-realidad. En tal sentido me tendía la mano un movimiento de vanguardia, que había terminado por in­ crustarse en la sociedad, el surrealismo. Y luego su curiosa deriva­ ción en el “postismo”, curioso movimiento de vanguardia español del que hube de sentirme muy próximo al igual que Fernando Arrabal. El gran vector del surrealismo -como del ignorado y na­ cional postismo- fue la poesía. Había convivido por un tiempo con el inefable cuanto gran poeta Carlos Edmundo de Ory, cuya despeñada inspiración había sido ejemplo para mí de confianza en 37 la palabra mágica y profètica.

En el momento de apostar por la escritura dramática, Nieva re­ torna a sus orígenes vanguardistas, a su escritura poética, que enton­ ces y ahora son ejercicios de libertad en un doble sentido: liberan de represiones y producen un placer, el placer que disfruta quien escri­ be por gusto y no por obligación poemas escénicos. Nieva ha recordado en numerosas ocasiones cómo durante sus años parisienses cuando asistía a determinados espectáculos y leía ciertos textos tenía la impresión de haber caminado en la misma di­ rección en sus escritos juveniles, que tenía guardados y que solo a partir de los años setenta iban a comenzar a ser editados o retomados para ser reescritos. La semilla vanguardista cultivada durante años afloraba ahora pujante, abonada y ratificada con el profundo conoci­ miento de la mejor cultura europea. En los años setenta Nieva trata de poner orden y dar un desarrollo coherente a lo que en gran parte hasta entonces habían sido intuicio­ nes. No es extraño que se prodigue entonces en textos de autodefinición, que desbordan la divulgación de lo que sucedía en el teatro internacio­ nal y otros en los que explicaba su labor de escenógrafo en espectácu­ los como los citados antes. Superaba esta fase e integraba su reflexión sobre la escenografía y la puesta en escena en un nivel superior de la concepción estética del teatro como un arte total. Durante los años sesenta insistía una y otra vez en difundir los cambios que se estaban produciendo en el teatro; en “Un nuevo sen- 37

37. Id., págs. XV-XVI.

145 tido de la puesta en escena” daba cuenta de las novedades introduci­ das en Estados Unidos y Gran Bretaña por la cultura pop\ el Berliner Ensemble en Berlín, o el teatro en Checoslovaquia y Polonia. Pero sobre todo lo que subrayaba Nieva era lo que llamó “El estilo como conciencia”, que asociaba a “la emancipación del realismo” para buscar hacer un teatro que desbordando las fronteras, creaba un nue­ vo estilo:

Ese estilo lo forma la voluntad de comunicar por medio del divertimento, del fasto de la asimilación del surrealismo, de la abs­ tracción y de tantas cosas más. Con mayor conciencia que el pop, ese estilo pretende también un ‘provocación atractiva’ y una trans­ misión de la cultura sin formalismos ni dogmatismos. [...] Nos ha­ llamos ante un teatro puro, emancipado y...materialmente libre a causa de subvenciones que lo defienden contra el público mismo. No de otro modo -a pesar de las apariencias- Alfeed Radok u Otomar Krejca han conseguido puestas en escena que desde un principio, fueron ‘vanguardia popular’ y no minoritaria.

Una protección suficiente pero no excesiva, compensada por el compromiso de dar un número suficiente de funciones; una crítica a la que se exigía sobre todo un análisis riguroso de los espectáculos; un público, en fin, dispuesto a una mayor atención y tolerancia eran, según él, las claves de este nuevo estilo teatral, que proponía seguir por dos motivos: porque indicaba los nuevos rumbos del teatro y ya, personalizando, porque se identificaba placenteramente con él:

La escenografía ha cambiado radicalmente ayudada por Svoboda, el arquitecto teatral checo, inventor de la “Linterna Má­ gica” -un compendio de cine y teatro para mi gusto excesivamente sometido a efectos visuales- y creador de nuevos espacios escénicos fascinantes. Mi entusiasmo ante la nueva escenografía viene de una coincidencia de temperamentos que me ha valido el honor de colaborar con Walter Felsenstein. Y, a decir verdad, ja­ más seguí tal dirección por considerarla teóricamente una imposi- 38

38. Francisco Nieva, “Un nuevo sentido de la puesta en escena”, Primer Acto, 88 (1967), págs.48-52. El texto citado, en pág. 50.

146 ción evolutiva del arte escénico, sino por ser ésta el camino más placentero de mi afición al teatro. Es decir, que a ello me ha guia­ do especialmente un sentimientio de libertad, desde luego afortu­ nadamente estimulado por la actitud del público y de la crítica res- , . . 39 pecto a casi todos mis intentos.

Lo importante, en definitiva, era que detrás de un espectáculo se descubrieran unos hombres conscientes que habían elegido y arries­ gado en su montaje. Dirá: “Ese es todo el riesgo y toda la gloria del moderno arte escénico”.39 40 Realizó una nueva exposición de estas ideas en “La estética mo­ derna y las nuevas tendencias del teatro”, que publicaron Yorick y Primer Acto, reclamando un teatro no sobrecargado “de intenciones éticas”, con intención “provocativa”, eso sí, porque “Toda verdad recién conquistada es provocativa. Toda convicción firme también lo es”.41 Un teatro imaginativo, dispuesto a una revisión de los clásicos para recrearlos y también para conservarlos virtuosamente como había aprendido de Walter Felsenstein. Pero un teatro también atento a la realidad moderna y a los profundos cambios que han experimentado las artes en el siglo XX con los que se sentía más identificado y cuyo aprovechamiento en el teatro reclamaba. Tras realizar un recorrido por las propuestas más exigentes que se habían dado desde la Segun­ da Guerra Mundial en Francia -Sartre y Camus; luego Ionesco y Adamov; más exigente, Beckett; la sorpresa de Brecht- concluía apelando al horizonte que abría el mayo del 68:

Las jomadas estudiantiles de mayo han barrido en París mu­ chas cosas. En ese solar desbrozado pudiera surgir un teatro que fuera todo ‘compromiso’, pero compromiso con el mundo circun­ dante, un nuevo compromiso con la vida. La iconoclastia y la vio­

39. Id., pág. 52. Sobre Felsenstein, véase la necrología que le dedicó Francisco Nieva: “En la muerte de Felsenstein: un creador de teatro total y popular”, Informaciones, 16-X-1975. Suplemento Artes y letras, 379, págs. 6-7. 40. Ibid. 41. Francisco Nieva, “La estética moderna y las nuevas tendencias del teatro”, que publicaron Yorick, 33 (abril de 1969) y Primer Acto, 107 (abril de 1969), págs. 8-27. El texto citado, en esta segunda, pág. 14.

147 lencia que no fueran fruto involuntario de una profunda originali­ dad del ser continuarían sosteniendo el intimidante, oscuro y viejo edificio en que, después de unos espléndidos comienzos para el arte -en que se anunciaban libertades ilimitadas- se nos está con- 42 virtiendo nuestro propio siglo XX.

En el espacio fronterizo entre la tradición moderna evocada y las radicales propuestas nacidas del mayo del 68 se situaba Nieva justo en el momento de reiniciar la escritura dramática, realizando una “Defensa condicionada del teatro de autor”, como tituló un ensayo sobre las formas abiertas en la dramaturgia de Peter Weiss, que tras­ ciende al análisis de este dramaturgo para defender un teatro moder­ no de ideas aliado a cierta sensualidad espectacular, resultado de una colaboración entre el dramaturgo y sus intérpretes, que contaban con libertad para la puesta en escena, con lo que los viejos textos dramá­ ticos cerrados eran sustituidos por otros abiertos, que buscaban com­ pletarse en la puesta en escena.4243 La concurrencia de Weiss-Brook había dado origen a un Marat-Sade inolvidable, verdadero hito del teatro occidental. Opiniones similares le merecían trabajos como el Orlando furioso de Ronconi y otros.44 Un tiempo después, en 1973, iba a llamar a esta manera de escri­ bir teatro “escritura teatrante”. La misión del autor era algo así como la del libretista en la ópera. Debía orientar el texto escrito hacia el texto teatral sin temor a “la derrota de la palabra por la restricción que el nuevo teatro, el teatro futuro, le ha necesariamente de impo­ ner en beneficio de una totalidad de recursos escénicamente tan legí­ timos como es la palabra misma”.45 Nieva recurre otra vez al ejemplo de Valle-Inclán, que fue consi­ derado autor para lectura porque su peculiar teatro poético no era

42. Id., pág. 27. También, Francisco Nieva, “Las escuelas de arte dramático: la imaginación al poder y la inteligencia al teatro”, Informaciones, 26-11-1976. Suplemento Arte y letras, 398, pág. 3. 43. Francisco Nieva, “Defensa condicionada del teatro de autor”, Primer Acto, 123-124 (agosto-septiembre de 1970), págs. 42-44. 44. Véase, Primer Acto, 126 (noviembre de 1970), pág. 62. 45. Francisco Nieva, “En torno a una escritura teatrante”, en Riaza, Hormigón, Nieva, Teatro, Madrid, Edicusa, 1973, págs. 155-164. El texto citado, en pág. 155.

148 fácil. Sus obras de este periodo que él consideraba reóperas exigían para su comprensión cabal y plena la puesta en escena, puesto que eran piezas que miraban hacia un teatro total:

Toda frase o situación sugeridas exigen ser completadas por la puesta en escena y sus numerosos recursos expresivos: mímica, expresión corporal, clima visual y sonoro. El mismo lenguaje ex­ tremoso, patético y nada realista debe incluir a este género de pro­ yección.

Las reóperas como las ha definido recientemente

Son funciones que no embarcan al espectador en un argumen­ to, sino en un tema, y en la exposición de sus muchos aspectos es­ triba su auténtica progresión dramática, como si hojeáramos las páginas de un álbum. Presenta una serie de cuadros que se super­ ponen e inciden todos, con variaciones, en la explicitud de esa idea general. El coro como intérprete. Los personajes se distin­ guen por una pequeña entidad simbólica, integrados todos al con­ junto ideológico como en un auto sacramental. Esta es su forma. En cuanto al fondo, ya puede comprenderse que no tiene la inten­ ción dogmática ni moralizadora de un auto sacramental, sino la li­ bertad crítica y satírica de la comedia antigua, cuyo paradigma es Aristófanes.

Era una escritura abierta e imaginativa que causó verdadera sor­ presa cuando empezó a ser conocida y se produjo su primer estreno, el de un texto menor dirigido por Santiago Paredes en la Real Escue­ la Superior de Arte Dramático: Es bueno no tener cabeza, función para luces y sombras (1971). Suscitó comentarios como éstos:

Técnicamente, el espectáculo estaba lleno de ingenio y de su­ gerencia, Las siluetas desplazándose tras un telón transparente, a contraluz, tenían la plástica de los dibujos y pinturas de la cerámi­ ca helénica. El tono era, decididamente aristofanesco, aunque Nie- 4647

46. Id., pág. 160. 47. Francisco Nieva, Nosferatu, ed. cit., págs. XX11-XXI11.

149 va trascendiera lo erótico con incitaciones intelectuales de la ale­ goría y la exaltación del mundo sensorial con una vivencial melan­ colía. [...] Teatro feérico; teatro fantástico; teatro quizá menor, pero inteligente, culto y calculadamente irrespetuoso. Nadie se olvide al leer el texto que se trata de una “función para luces y sombras”, donde las palabras -grabadas en una cinta magnetofónica- tienen un peso y un juego distinto al que tendrían entre personajes de car­ ne y hueso.

Y Angélica Becker marcaba sus diferencias con el teatro del ab­ surdo para recalcar que “El teatro de Nieva pretende ser captado a la vez por la mente, la emoción y todos los sentidos. [...] En escena, la obra adquiere un dinamismo virulento, una explosividad casi insos­ pechados en la mera lectura.[...] La plástica es de peculiar violencia. Se les ha dado una bella y grotesca solución escénica, un aire trági­ camente convincente al cuerpo que anda sin cabeza, a la criatura bicéfala, al niño con testa de viejo, subrayándose de esta manera el trasfondo filosófico-crítico de esta pornografía ‘despornografiada’ por el humor, la poesía y la continua sorpresa”.48 49 Las constantes rupturas durante sus quince secuencias producían sorpresa y obligaban a hacerse preguntas, porque la función resulta­ ba a la postre como un breve auto profano, acaso no del todo ajeno al Valle-Inclán de los “autos para siluetas”. Y el propio Nieva recorda­ ba que retomaba así su costumbre adolescente de escribir “absurdas comedias”, después cada vez más insólitas y no naturalistas. Volvía ahora a la escritura con su experiencia plástica, con énfasis operístico. Anunciaba haber escrito en los doce últimos años seis comedias largas y unas diez pequeñas, además de libretos operísticos para su herma­ no.50 Insertaba su escritura sin vacilar, aunque con despreocupación, en la tradición antirrealista a la que vengo aludiendo. Declara su creencia en las fábulas antiguas, libres y ambiguas, capaces de fundamentar un

48. Primer Acto, 132 (mayo de 1971), pág. 61. 49. A. Becker, “Un teatro de la sorpresa”, Primer Acto, 132 (mayo de 1971), págs. 62-64. 50. Francisco Nieva, “Lo que he escrito”, Primer Acto, 132 (mayo de 1971), pág. 65.

150 teatro de dimensiones míticas. Y para justificar su escritura disparata­ da en apariencia recurría a citar una serie de modelos:

Es cierto que los sueños pueden ser aleccionadores. Esta idea es de una gran tradición humanística. Hay en los sueños de Quevedo y en los de Goya un clima de “temerosa lección”, mez­ clada de libre delirio. Estra tradición -que por cierto es muy espa­ ñola- me es sumamente atrayente, como puede serlo también el esperpentismo apocalíptico de Valle-Inclán y las chistosas asocia­ ciones deformantes de Gómez de la Sema. Es así que no intento hacer un teatro de personajes, sino prefe­ rentemente de temas, acaso basado en cierta crueldad atávica del español hacia el individuo, que casi siempre se nos convierte en si­ lueta grotesca sumida en un conflicto.

De la mención de modelos españoles -tanto literarios como plásti­ cos- pasa después a referirse a otros como Aristófanes, Ghelderode, Artaud sobre todo, que se había convertido quizás en su lectura más influyente en ese momento, con sus ideas sobre el teatro de la crueldad. También de pintores como El Bosco, de gran capacidad sugestiva. Dirá:

En Es bueno no tener cabeza, como en algunas otras obras cortas, he intentado, mediante el juego de situaciones tensas y má­ gicas, un sentimiento de liberación en los instintos básicos, algo que en la plástica aparece dado de forma tan natural. Es verdad que esto se da en el Arcipreste o en Rabealis, pero muy escasas veces y muy tímidamente en el teatro. Creo natural que, frente a las normas establecidas de pensamiento, toda proposición plástica de una realidad deseada -y el teatro es plasmación física de ideas- tenga que tener un carácter milagroso y mágico. Esto quizá sea lo que nos haga atribuirle un sentido alegórico o simbólico excesivo. Un sueño o un deseo son realidades. Pueden ser muy claros, pue­ den ser contundentes, pueden incluso carecer de misterio y apare­ cer como algo cotidiano. Sólo la ya larga tradición naturalística 52 del teatro puede dar aquella impresión de simbolismo abstruso. 5152

51. Francisco Nieva, “La magia anecdótica y el realismo psíquico”, Primer Acto, 132 (mayo de 1971), págs.65-66; El texto citado, en pág. 66. 52. Art. cit, pág. 66.

151 Y seguía el inevitable ataque a las limitaciones del teatro realista:

En la tradición naturalística y realista los personajes de un modo o de otro, de forma más o menos hábil, deben de contamos lo que les pasa. Sin embargo, en el teatro de Beckett, en el de Artaud, en el mismo teatro de Weiss, a quien le pasa algo es al au­ tor, el cual no considera necesario hacer creer en los personajes , . , 5 3 sino en el conflicto .

Todo cuanto ayude a conseguir un espectáculo poéticamente su­ gestivo es válido. De aquí la creación de una tradición personal le­ yendo a autores como los que vengo citando a los que habría que añadir otros como Jarry o también las tradiciones teatrales orienta­ les. Y autores y textos no necesariamente teatrales como Cervantes. La breve poética teatral que incluyó al frente de Malditas sean Coronada y sus hijas. Delirio del amor hostil (1980) sintetiza o su­ giere los tanteos en múltiples direcciones emprendidos por Nieva durante aquellos años. Un texto singular y sin duda de los más inte­ resantes producidos por el nuevo teatro español. Construido sobre modelos artaudianos tiene un desarrollo desordenado y consciente­ mente fragmentario. Un pequeño tratado de estética teatral lleno de máximas relativas a múltiples aspectos de la creación escénica, im­ prescindible pórtico que hay que cruzar para internarse en sus dra­ mas. Casi al comienzo, el tratadito incluye un poema que marca la pauta de por donde irá su exposición:

El teatro es vida alucinada e intensa. No es el mundo, ni manifestación a la luz del sol, ni comunicación a voces de la realidad práctica. Es una ceremonia ilegal, un crimen gustoso e impune. Es alteración y disfraz: Actores y público llevan antifaces, maquillajes, llevan distintos trajes... o van desnudos. 53

53. Ibid.

152 Nadie se conoce, todos son distintos, todos son “los otros”, todos son intérpretes del aquelarre. El teatro es tentación siempre renovada, cántico, lloro, arrepentimiento, complacencia y martirio. Es el gran cercado orgiástico y sin evasión; es el otro mundo, la otra vida, el más allá de nuestra conciencia. Esa medicina secreta, hechicería, alquimia del espíritu, jubiloso furor sin tregua.

Como en los viejos tratados sigue una glosa o ampliación a este concentrado y provocador poema donde la estética artaudiana está claramente asumida, para en el tramo final volver a repetirlo mezcla­ do con una visión más reducida de la glosa en el colofón. Y ejemplifica, además, sus apreciaciones con el teatro que ha escrito y sus modalidades de escritura, cómo ha teatralizado sus ideas en las modalidades de “teatro furioso”, de “farsa y calamidad” o de “cróni­ ca y estampa”, dando al desarrollo de las piezas un carácter en cierto irracionalista, fiel a la idea de progenie vanguardista de que por ese camino se obtiene, a veces, lo imprevisible y revelador. Un teatro con la lógica de los sueños, onírico. El teatro es una ceremonia que descubre los estratos más profun­ dos del ser humano, que las modernas sociedades han inhibido, su­ primiendo su carácter orgiástico. Nieva defiende la vuelta a un teatro perturbador, que asuma los riesgos del pensar en una sociedad repre­ siva. Traspasar las prohibiciones sociales es el gran reto, pensarlo todo. La transgresión social fascina, pero crea también conciencia de culpa. En ese espacio fronterizo sitúa Nieva su dramaturgia, bus­ cando en el humor una dimensión conciliadora. Si el argumento es sometido a la movediza lógica de los sueños no lo serán menos movedizos otros niveles: los personajes, decidida­ mente alejados del psicologismo del teatro burgués, cuyos persona­ jes son sustituidos por otros con sentido prototípico o simbolizante.

54. Ed. cit., pág. 94.

153 La palabra constituye otro centro de experimentación: “la pala­ bra se mueve”, dirá Nieva para referirse al inacabable poder creador de la palabra en todas las direcciones y en todos sus niveles. Coinci­ de en estos con los primeros tiempos de la vanguardia, con Ramón Gómez de la Serna muy en particular, que ya por los años diez lanza­ ba proclamas desde Prometeo sobre estas posibilidades.55 Una vi­ sión no académica del lenguaje, que aspirará a utilizar tanto el len­ guaje culto como los lenguajes de argot para construir sus artefactos lingüísticos. El lenguaje de argot tiene niveles de irracionalidad pro­ digiosos, tantos como la mente del artista más alucinado. “La pala­ bra se mueve”. Estoy naturalmente simplificando y abreviando esta sugestiva poética que sirve, como digo, de perfectas andaderas para internarse en su teatro “secreta y constantemente guiado por una complacencia desafiante, saturnal, convulsiva”.56 Nada tiene de extraño por ello que haya sido definido con ex­ presiones como teatro de los sentidos, “la orgía de lo real”,57 “un teatro de la sorpresa”58 o “teatro de lo maravilloso”.59 Es lógico que Francisco Nieva haya sido catalogado como una “figura in­

55. La relación entre la escritura ramoniana y la de Francisco Nieva necesitaría una cuidadosa investigación. Sobre las ideas teatrales de Gómez de la Serna véanse nuestras ediciones de su teatro: Teatro muerto, Madrid, Cátedra, 1995. Esta realizada en colaboración con Agustín Muñoz Alonso. Y Teatro de vanguardia, vol. XIII de sus Obras completas, Barcelona, Nueva Galaxia Gutenberg, en prensa. 56. Francisco Nieva, art. cit., pág. 114. 57. José Monleón, “Francisco Nieva o la orgía de lo real”, Primer Acto, 153 (febrero de 1973), págs. 14-17. También, “Francisco Nieva”, en Cuatro autores críticos: José marta Rodríguez Méndez, José Martín Recuerda, Francisco Nieva, Jesús Campos, Granada, Gabinete de Teatro-Universidad de Granada, 1976, págs. 22-31. Y “Francisco Nieva”, Primer Acto, 239 (separata), (marzo-abril de 1991), págs. 14-23. 58. Angélika Bécker, Un teatro de la sorpresa”, Primer Acto, 131 (mayo de 1971), págs. 62-64. También, “Sorpresa enelteatro español: un nuevo autor “antigua””, Cuadernos Hispanoamericanos, 253-254 (enero-febrero de 1971), págs. 260-268. 59. Emil Georges Signes, “Francisco Nieva; spanish representative of the theater of the marvelous”, en AA. VV., The contemporary spanish Theater. A collection of critica! essays, Lanham, 1988, págs. 147-161. Y “Francisco Nieva y el ‘teatro de lo maravilloso’”, Insula, 566 (febrero de 1994).

154 sólita”.60 Yo definiría su teatro situándolo donde justamente él ha querido: en la tradición del mejor teatro poético español del siglo XX, cuyos dos grandes representantes fueron Valle-Inclán y García Lorca en la primera mitad del siglo y en la segunda, con toda proba­ bilidad, Nieva. Como ellos, ha tenido que vencer múltiples reticencias sociales. Ha tenido reconocimiento en ciertos momentos, pero muchos más de olvido; ahora mismo casi se podría hablar de su vuelta a la marginalidad, refugiándose en la escritura de novelas no ya libres sino libérrimas. Como ocurrió con Pérez Galdós a comienzos del siglo XX o después con Valle-Inclán y el García Lorca más difícil y arriesgado. ¿Otra vez un dramaturgo cuyo teatro es teatro para lec­ tura'? Otra vez movimientos en ese territorio mixto donde se sitúan obras como La Celestina, La Dorotea, las novelas dialogadas galdosianas, el teatro de Valle-Inclán, el teatro imposible de García Lorca... No son malos espejos en que mirarse. Nieva tiene ya un peso específico y un lugar insustituible en la historia del teatro español. Responde ante la tradición evocada y ante sí mismo; es de esos autores que no tienen empacho en publicar un artículo titulado “Uno mismo y la libertad”.61

60. César Oliva, “Los autores que surgieron de la transición política: de la figura insólita de Francisco Nieva a un aparente nuevo realismo”, en El teatro desde 1936, Madrid, Alhambra, 1989, págs. 435-459. 61. F. Nieva, “Uno mismo y la libertad”, ABC, 3-XII-1992.

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CREADORES

ENTREVISTA CON FERNANDO ARRABAL

F.A. Primeramente felicitarte y, puesto que has hablado mucho de ciencia, voy a emplear un término que solamente podemos em­ plear en la ciencia, y hablo de la patafísica. Yo diría que tu conferen­ cia1 es una conferencia trascendente, ¿no? A.B. Pero en la conferencia, como sabes, una cuestión que me parece importante, porque finalmente la historia de la literatura es­ pañola la hemos hecho de una manera un poco peculiar, es justamen­ te que expliques algo del surrealismo, es decir, todo el mundo habla de surrealismo: esto es surrealista, Lorca escribe surrealista, pero en realidad, no tenemos una idea muy exacta de lo que es eso del su­ rrealismo. Tú llegas a París en el año cincuenta y cuatro y te metes en el grupo surrealista, ¿qué es aquello? F.A. Yo solamente he vivido tres años en el grupo surrealista, que era un grupo de una disciplina férrea, que comenzaba a las seis en punto de la tarde y terminaba a las siete y media. Y en ese grupo, no se podía hablar de teatro puesto que el teatro estaba reservado para los triunfadores, para el sol de la literatura que era el dramaturgo. Por lo tanto, el grupo surrealista no interesaba al dramaturgo. El su­

1. Es entrevistado por Ángel Berenguer. Se refiere a la conferencia de Ángel Berenguer reproducida en este volumen. rrealismo es un avatar de la modernidad. Yo prefiero la palabra mo­ dernidad a la palabra vanguardia pero en fin, tú, hablando de van­ guardia, lo has hecho con mucho talento. Yo diría que la moderni­ dad, la actualidad, estaba representada en ese momento por el futurismo, aunque el futurismo ya empezaba a coquetear con el fas­ cismo. El dadá es el primero que va a decirnos lo que van a decir, poco más o menos, todas estas corrientes científicas que, a caballo con la ciencia, intentan echar un vistazo al mundo con mucha mo­ destia. La primera de ella es dadá y, más que en el diecisiete, en el seno del catorce y con la presencia capital y teatral de Lenin. Hoy sabemos, gracias al profesor Dominique Nogés, que Lenin, cuando estaba exilado en Zurich, vivía en la calle del espejo, exactamente en la bien llamada callejuela del espejo, enfrente de Tristan Tzara; y los primeros textos y manifiestos dadaístas van a estar escritos de puño y letra por Lenin, es decir, que en ese momento, este líder que va a ser atroz, duda, en un momento dado, entre ser dadaísta-leninista o marxista-leninista. El acto fundador, como ha muy bien recordado Berenguer, va a desarrollarse en el café Voltaire de la ciudad de Zurich y en él van a participar los dos: Lenin y Tzara. Este último ha tenido la suerte y la desgracia de conocer y jugar mucho al ajedrez al final de su vida cuan­ do él ya era comunista-estalinista. Entonces, hay que imaginar a Tristan Tzara, que es un hombre muy masculino, bailando desnudo con un tutú en el café Voltaire, con el deseo de matar a la danza, de asesinar al teatro, todo lo que de teatral tiene el teatro, todo lo que de danzante tiene la danza. Y para el público de Zurich, acostumbrado a ver espec­ táculos sorprendentes, eso era demasiado.Ver a este gordinfloncete, tan masculino, bailando casi desnudo con un tutú “El baile de los cis­ nes” era imposible, y todo el mundo gritó “¡No, no, esto no!”. Y una sola persona gritó “Dadá! Oui, ouil". Este es el origen probable, aun­ que el profesor Nogés, colega de mi mujer, más bien hermana espiri­ tual, ha estudiado la posibilidad de que esta leyenda, como las otras leyendas de la fundación de dadá, no sea la cierta. ¿Y qué es el dadaísmo? ¿Y qué es el futurismo? ¿Cuáles son los pilares de dadá? Los pilares de dadá son dos: el primero es que en el arte, en la filosofía, en el arte de vivir tan bien, todo es posible. Y el

160 segundo pilar es que la moral no existe. A partir de ahí, todos van a seguir el dictado, se van a interesar por la ciencia y van a estar a caballo con la ciencia, porque, como muy bien señala el doctor Berenguer, la literatura se ha echado a la espalda la ciencia. No es el caso de Cervantes o Shakespeare, pero es lo que va a suceder a la llegada de Hegel que, cuando podíamos esperar que los hombres de literatura se interesaran por la ciencia, es cuando dejan de interesar­ se. Muerto Goethe habrá que esperarnos a nosotros para que nos volvamos a interesar por la ciencia. Y cuando van pasando los años, todos estos grupos rompedores de la modernidad, con lo efímera que es la palabra “moderno”, más aún incluso que la palabra “vanguar­ dia”, van a conceptuarse a través de sus dos pilares. ¿Y qué va hacer el grupo surrealista? El grupo surrealista es el más hermoso en el que, quizás, hemos vivido más hermosamente mi mujer y yo. Como me dijo poco antes de morir Octavio Paz: “Tú y yo hemos estado en los bancos de esa universidad”. Y en efecto, eran como los bancos de la universidad en la que era maravilloso hablar de ciencia y ele filosofía, y era un poco menos maravilloso hablar de política porque casi podía derivar en un tiro en la nuca, al menos espiritual. ¿Qué hace el grupo surrealista? El grupo surrealista apor­ ta una variedad vaticanista o bolchevique. Decían Tzara o Lenin, probablemente fue Lenin el que lo dijo primero: “Los pilares son, la moral no existe, y en el arte y el amor, todo es posible”. A.B. Quería preguntarle una cosa, ¿cómo ejemplarizarías tú esa relación extraña entre el dadaísmo y el surrealismo? F. A. El paso está señalado en los manifiestos que ha escrito Bretón, que añade un tercer pilar: el que no acepte los dos primeros pilares, es decir, que en el arte todo es posible y que la moral no existe, ése será expulsado. Y así, comienzan las terribles épocas de expulsiones. Yo creo que sí ha habido autores dramáticos como yo. Me parece que si fui el primero y el único que fue publicado y editado por Bretón, es porque consideró que mi teatro no era teatro, sino antiteatro y, por lo tanto, podía entrar en los márgenes que ellos se conceptuaban. El surrealismo es hermoso, pero está lleno de ponzoña. Ocasionó muchas muertes, muchos suicidios, como los que lo hicieron por el hecho de ser homosexuales. Porque la homosexualidad no entraba

161 dentro de esa moral antimoral en la que creía Bretón, y así, no cabe otra posibilidad que el suicidio. A nosotros, y cuando digo nosotros somos muchos de todo tipo, nos interesó inmediatamente la ciencia, de ahí, el pánico. Mucha gente ha pensado que el pánico es el teatro pánico, no cabe duda de que efectivamente es el teatro pánico, pero también es el movimiento pánico que hemos creado, trenzado con la ciencia desde el primer momento hasta hoy. ¿Y qué significa para nosotros ciencia? Ciencia significa dudar. En el principio dudamos sobre cosas evidentes, sobre los dos pilares, es decir, el azar y la memoria. ¿Es que no será todo azar? ¿Es que la memoria puede existir? ¿Qué es la imaginación? ¿Es que la imagi­ nación no será nada más y nada menos y, sobre todo nada menos, que el arte de servirse de los recuerdos, y la inteligencia nada más que el arte de servirse de la memoria? Y empezamos a calcular a partir de ese momento, a interesarnos por la ciencia, y a no cobrar ningún respeto por las bases que tenía el teatro de ese día. Pero el teatro nos interesó sobremanera. ¿Por qué nos interesó sobremane­ ra? Porque la ciencia, a la que se ha referido el doctor Berenguer y que ha llamado las matemáticas de Euclides, aunque yo diría más bien la geometría de Euclides, en la que hemos vivido casi todos hasta el final, hasta hoy, nos decía una cosa evidente, que es que podemos contar las cosas y, por eso, las cosas serán siempre definiti­ vas y habrían sido definitivas. Y cuando nosotros nos interesamos por este nuevo concepto de las matemáticas, que es un concepto filo­ sófico y teatral, ¿qué significan el tiempo y el espacio que el doctor Berenguer ha puesto muy bien en duda? Solamente lo podemos mi­ rar a través de su representación teatral. Es por eso por lo que muy a menudo se me pregunta: pero, ¿y su teatro pánico? Imaginando que el teatro pánico existe. El teatro de vanguardia, ¿qué tiene que decir hoy?, ¿está pasado? ¿Puede estar pasado el teatro? ¿Puede estar pa­ sado el tiempo? ¿Puede estar pasado el espacio? Podemos verlo de una manera o de otra, podemos verlo a través del conflicto que exis­ tió desde tiempos de Sófocles y que lo plasmaron mejor Aristóteles y Platón, el conflicto entre el mito y la razón, y ahí estamos, y en ese punto nos apasiona.

162 Por eso, sí es importante para mí la representación de mi teatro y todo eso, aunque yo diría que hay una cosa un poquitín más impor­ tante, una cosa que aún me llena más de dudas que mí propio teatro y el teatro de mis colegas, y eso que me llena de dudas son mis re­ uniones con hombres de ciencia. Me interesa lo que ha dicho el doc­ tor Berenguer que os ha hablado, sin referirse demasiado, de una cosa capital, la mecánica cuántica; pero se ha referido al principio de indeterminación, es decir, a las matemáticas, visión filosófica del contar del uno más uno, igual a dos. Se ha referido a eso, pero se estaba refiriendo a algo más interesante aún, y es el hecho de que, llegado el momento, nuestras dudas sobre las matemáticas y sobre la física, sobre la astrofísica, sobre eso que sería el comienzo del mun­ do de una manera verdaderamente cómica, ese bang, big bang, o ese final del mundo, que sería otro bang en el sentido opuesto, son infe­ riores, y hay algo que empieza a interesamos más. Por eso, cuando nos reunimos en París, por ejemplo, con Kundera o con físicos y matemáticos de hoy, nos interesan algunas cositas más que el arte y la filosofía del contar, hoy nos interesa la biología. La biología era y es formidable. Era el principio del que habló a lo largo de su conferencia con tanto arte y tanta profundidad el pro­ fesor Berenguer. Pero hay algo con lo que dudamos, parecía que las cosas eran el principio de causalidad, parecía que no podía nada más que aplicarse la biología molecular, que no podía nada más que ser cierta la biología molecular. Podíamos filosofar a partir de las mate­ máticas fractales y, sobre todo, a partir de las de hoy, tan interesan­ tes, tan pánicas, es decir, la teoría de motivos, encontrar la fórmula matemática para saber por qué creo en Dios o por qué no creo en Dios, eso es lo que interesa a los grandes matemáticos, a los mayo­ res genios en vida. Pero antes, la biología molecular, ¡que felicidad!. Creíamos que existían estafilococos, bacilos y virus, no podíamos imaginar que pudiera haber enfermedades, objetos, sujetos de biolo­ gía molecular tan teatrales, en que el espacio y el tiempo se pusieran como en un escenario teatralmente y nos hicieran dudar ¿Cuál es la enfermedad de la que probablemente muchos de nosotros morire­ mos si algunos de nuestros amigos chistosos y bromistas no hacen en el jardín de su casa un poco de ántrax para damos un susto? ¿De

163 qué moriremos realmente todos o la mayoría de nosotros? ¿Morire­ mos de una enfermedad? ¿De la enfermedad que llega, que está lle­ gando? El prión, enfermedad teatral por antonomasia como diría el profesor Berenguer, enfermedad vanguardista, enfermedad de la modernidad diría yo, enfermedad de hoy, de la que conocemos per­ fectamente las lesiones que causa en el cerebro, conocemos como ocasiona la muerte de la vaca, de la oveja, sabemos por qué baila la vaca y por qué bailan los seres humanos que se están muriendo de esto, unos con el nombre de Alzheimer y otros con otros nombres. Pero he aquí que no conocemos la causa cuando nuestros amigos hablan de prión. Prión que significa primitivo, ¡qué broma primiti­ vo!, lo que nunca se vio, lo que quizás nunca se verá. Por eso, esta­ mos dudando, estamos queriendo saber y si nos reunimos en París en mi casa, y si nos reunimos en casa de Berenguer, nos reunimos para saber, para intentar saber, porque no sabemos, porque estamos en la plena teatralidad y no nos satisface el creer en lo que no vemos y en lo que no pensamos. A.B. Habría, quizá, una pregunta que todo el mundo se hace y es que, cuando se habla con Fernando Arrabal o cuando aparece Fer­ nando Arrabal, la gente se pone un poco nerviosa. F.A. ¿Ah sí? A.B. Sí. F.A. ¿Por que soy muy guapo? A.B. Porque eres muy guapo, muy joven y muy atractivo. Pero al margen de eso, a mí me da la sensación de que hay una especie de relación de amor y de odio entre el público español y, no sólo tu obra -en realidad tu obra tiene un gran éxito, como sabemos por las edi­ ciones que se venden-, pero hay una sensación de que estás jugando con una serie de conceptos y de actitudes que en España nunca han estado bien vistas, es decir, en España la gente que ha dicho las cosas que no eran convenientes, que ha adoptado las actitudes que no eran usuales, siempre ha estado mal vista desde el siglo XIX. Pero al mis­ mo tiempo, es también verdad, que todo el mundo te concede una calidad, no diré vanguardista para que no te metas conmigo, pero sí muy moderna y efímera como da tu aspecto de oráculo. Tú eres una persona que con tu forma de comportarte, con tu forma de hablar,

164 con tu forma de escribir, con tu forma de enfrentarte con una reali­ dad -a la que nosotros en este país estamos acostumbrados a enfren­ tar por las cortas, a pelearnos, a hacer manifestaciones, a decir que esta ley es buena, que esta ley es mala, es decir, el español se ha vuelto un ser completamente racional, estamos llenos de grandes razones, de grandes verdades, de grandes enemistades y de grandes discusiones-, ya que tú de pronto llegas y dices unas cosas y de una manera que colocan a la gente ante la necesidad de hacerse pregun­ tas. Ese es tu aspecto de oráculo, el que ve, el que prevé, el que adopta actitudes que más tarde van a ser generalizadas, tienes una forma especial de percibir la realidad, por eso, en este momento ¿cómo ves tú tu relación con el proceso de creación? Por último, tú eres una persona fundamentalmente creativa, a ti lo que te interesa es la crea­ ción, y lo haces en el teatro pero lo haces también en la novela, en el cine, en la poesía y en tu vida ¿cómo ves tú tus líneas de la creación?, es decir, ¿hacia dónde vas? F.A. Se nos abren a todos dos posibilidades. Hasta una persona, sin hacer demagogia, tan tonta como yo, puede aprender. Cuando estuvo a Nueva York, por ejemplo, Mandelbrot, en presencia de la viuda de Picasso, nos enseñó los últimos avatares de las matemáti­ cas, y yo creo que si me pongo a ello, a pesar de no ser inteligente, sobre todo matemáticamente, puedo llegar a repetirlo y a aprenderlo. Ésa también fue la impresión que tuve estando en Tel-Aviv, en lo que pasa por ser el mejor seminario de matemáticas del mundo. En el mundo de las matemáticas, en el de la biología molecular, en el de la astrofísica, en el de la filosofía, e incluso en el amor puedo imitar, puedo copiar, y llegar casi al amor del amor, levitar con Sócrates como nos cuenta Platón en El banquete. Y me parece muy mal lo que me dijeron mis amigos japoneses, y entre ellos Mishima, que imitar quería decir crear. Creo que hasta los más tontos pueden imitar, pue­ den seguir lo que ha aparecido en la moda. Lo que creo que no está al alcance de ninguno, y sobre todo de mí, es la creación. Pero eso es también lo único que nos apasiona: ¿cómo nos puede colmar imitar cuando tenemos la posibilidad de crear? Yo quisiera ser un Dios. Me acuerdo de cuando El País pedía a los famosos -hago un paréntesis para decir que yo soy relativamente célebre en España, todo lo céle­

165 bre que puede ser un escritor, pero completamente desconocido en el fondo- pues cuando El País me pide, como célebre, la foto que pide a todos, a Felipe González o a José María Aznar, para que le repre­ sente en la imagen de la persona que querría ser, y uno se pone en la figura del don Juan, otro de un conquistador español, pues para mí, parecía evidente, que si me daban a elegir, yo elegía ser Dios, es evidente. Cuando he observado a mis colegas, y he tenido la suerte de tener junto a mí a colegas que eran verdaderos creadores, y que eran infinitamente superiores a mí, y no me refiero a gente baladí como Picasso, me refiero a los verdaderos creadores, a gente como Dalí, Beckett, como Ionesco, tengo la impresión de que jugaron en el sentido más noble, lúdico, angélico y diabólico de la palabra jue­ go, jugaron a ser Dios, y alguna vez lo consiguieron. España me da para esta creación, por eso es tan interesante esa pregunta, como todo lo que hace el doctor Berenguer, algo que no me gustaría tener porque a mí me gustaría no tener raíces. Me gusta tener piernas. Me dicen mis amigos del premio Nobel “Vamos a te­ ner muchos problemas si un día queremos darte el premio Nobel porque tú no eres español, España no te puede presentar, pero tam­ poco eres francés, porque los franceses tampoco te puede presen­ tar”. Y qué satisfacción no tener raíces, tener piernas como San Igna­ cio de Loyola y salir desde Salamanca hasta París. Sin embargo, esas raíces, ese lugar en que nací hace cosas por mí, y ha hecho cosas por mí que no las puedo pagar, entre ellas, la grandeza que hace conmi­ go, excepcionalmente, de no tomarme en serio, y al no tomarme en serio, me permite tomarme yo a mí mismo en serio debido a la falta de seriedad de los demás. Y no tenemos una palabra en castellano para decir que mi arte de vivir o de crear indigno, me hacen digno y gano dignidad en la indignidad con la que me consideran los demás, y no me quiero comparar a ellos pero, como Cervantes y como Shakespeare, yo también estoy en plena ambigüedad. Es que Shakespeare..., ¿qué era Shakespeare? ¿a quién amaba Shakespeare? ¿en qué ciencia cría Shakespeare? ¿Y Cervantes? No sabemos nada de Cervantes. Lo que sabemos es que Cervantes se refiere a Fernan­ do de Rojas a la hora de hablar de dramaturgos, nos lo ha repetido todo el mundo, que Cervantes se refiere a La Celestina de Rojas.

166 Pero nunca se ha referido a Rojas, se puede crear una falsedad, repe­ tirla en el ruedo ibérico y que termine por ser cierta, Cervantes nunca se refirió a Rojas, e incluso odiaba a Rojas. Es normal, Rojas es un cretino, es un mal autor de teatro. ¿Quién le gusta a Cervantes? Le gusta Feliciano de Silva y, desde la primera página de El Quijote, se refiere a Feliciano de Silva y, cuando va a hacer un libro, ¿adonde lo va a hacer? Con el Duque de Béjar, que es el que hace La Celestina de Feliciano de Silva, la verdadera Celestina. E, imaginemos, no es ironía, que nos pegamos un gusto los que estamos a veces un poquitín perseguidos, ese mismo gusto que se da Cervantes cuando de pronto da a entender en su libro que Feliciano de Silva es un malísimo autor de textos infames, que escribe frases pasadas de moda, retóricas y sin sentido, y es la frase de más sentido que nunca escribió la filoso­ fía ni la literatura española antes de Cervantes que es “La razón de la sin razón que a mi razón se hace”. En todos los libros, hablando de Cervantes, estos hombres que nacieron en la misma geografía que yo, y que hubiéramos tenido que tener las mismas raíces, nos dirán siempre que esa frase es tonta, cuando es la frase que le gusta a Cervantes y, a lo largo del libro, si hay alguien de quien habla, es de él, con gran elogio. Cuando se refiere a La Celestina ¿qué dice en sus poemas, versos que llama de pie quebrado? ¿Por qué quebrado? ¿Qué tiene que decir que no puede decir? ¿Qué inquisición anda allí detrás? ¿Qué gulag va a matarle? ¿Qué talibán? ¿Qué dice Cervantes hablando de La Celestina? “Libro que sería divino si escondiera más lo humano”, pero es evidente que se refiere a Feliciano de Silva y no a Rojas. Entonces, hasta en nuestra insignificancia y modestia, estos retrasos nos alimentan y nos nutren en ver lo poquito que hicimos alguna vez de nuestra vida. A.B. Hay una última pregunta que me gustaría hacerte que creo que puede tener sentido. Acaban de darte el Premio Nacional de Tea­ tro y yo he dicho unas cosas, desde mi punto de vista, con las que a lo mejor tú no estás de acuerdo, con la que probablemente tú no estés de acuerdo. ¿Para qué querrías tú que sirviera ese Premio Nacional de Teatro que te acaban de dar?

167 F.A. La pregunta es muy interesante y creo que ¿por qué centrar­ nos solamente en este premio? Cuando tenía diez años me dieron un premio, el Premio Nacional de Superdotados. Creo que es el único premio que realmente merecí puesto que fue a través de un concurso nacional. Pero, a partir de ese momento, los premios son una lotería. Por ejemplo, Borges no pudo participar porque dijo dos o tres evi­ dencias sobre los sistemas sociales que había en el este. Los premios se dan así. Siempre he tenido la misma opinión sobre ellos, y respeto mucho lo que tú dices porque me parece muy exacto ese criterio de que un premio tenga una cierta legalidad, pero pienso que un premio es algo que no se debe nunca solicitar, que nunca se debe rechazar, ¡qué cosa tan ridicula rechazar un premio! Sabéis, entre paréntesis, que Sartre tenía once novias a las que siempre les daba el dinero que podía. Al final ya no tenía dinero, y a última hora tuvo que pedir el Premio Nobel que había rechazado anteriormente. Por eso digo que un premio no se debe solicitar, no se debe rechazar y no se debe exhibir. Yo como soy un poquitín presumido y como a casa vienen una vez por semana, para que mi Dulcinea les encante, algunas de las personas que yo más admiro y respeto del siglo, hemos colocado todos los premios en el retrete y espero que algún día no se atasque.

168 ¿REALISMO VERSUS VANGUARDIA?

Jerónimo López Mozo

Sí el teatro de un país se define exclusivamente por lo que se ve en sus escenarios, el teatro español rezuma realismo por cada uno de sus poros. Se diría que todos hemos acabado siendo realistas. Hasta los más jóvenes. Es cierto que no se puede hablar de un realismo único. Los hay de diverso cuño y cada cual emplea el suyo.1 Nos sentimos cómodos instalados en ese realismo plural, no sólo los au­ tores, sino los demás sectores de la profesión teatral, desde los acto­ res y los directores hasta el eslabón último, que es el público. Apenas existen propuestas teatrales que se salgan de sus amplios cauces. Es difícil encontrarlas, incluso en las salas independientes, esos espa­ cios gestionados por profesionales jóvenes e inquietos que luchan 1

1. Eso ya pasaba en tiempos de la llamada “generación realista”, la de Buero Vallejo, Alfonso Sastre, Rodríguez Méndez, Martín Recuerda, Lauro Olmo y Carlos Muñiz. Así la bautizaron los estudiosos, pero los propios autores se ocuparon, en cuanto pudieron, de poner apellidos a su realismo, o de negar su militancia en él, que de todo hubo. Se habló de realismos reivindicativo, sensual, reformista, expresionista, sarcástico... El etcétera era tan largo como larga la nómina de autores. Y es que, como bien dice Rodríguez Méndez, los caminos del realismo son tan infinitos como infinita e inagotable es la realidad. De estas cuestiones se trató en el ciclo “Teatro español actual”, celebrado en la Fundación Juan March, de Madrid, en junio de 1976, cuyas comunicaciones y coloquios fueron recogidos en Teatro español actual, Madrid, Fundación Juan March/ Cátedra, 1977. por atraer a un público también joven. La presencia en sus progra­ maciones de nombres como Carlos Marqueríe o Antonio Fernández Lera, por citar dos ejemplos significativos, es cada vez más escasa. Las excepciones que confirman la regla son Rodrigo García, Eusebio Calonge y su compañía La Zaranda y, tal vez, La Fura del Baus. Ex­ cluyo otras experiencias que sólo tienen una relación tangencial con el teatro o en las que el texto tiene escasa presencia o está totalmente ausente. Adelanto que mi reflexión gira en tomo al teatro llamado, no sé si correctamente, de autor. Una reflexión provocada por el conteni­ do de este Congreso de Literatura Española Contemporánea. Tan sumergidos estamos en el realismo, que uno llega a dudar de que, en el pasado reciente, existieran corrientes teatrales que pudie­ ran catalogase, si no de vanguardistas, entendidas como provocadoras de rupturas, sí, al menos, como inquietas o experimentales. Duda absurda, pues yo mismo navegué por ellas. ¿No será más bien que evitamos volver la vista atrás porque renegamos de aquella expe­ riencia y la mejor forma de hacerlo es fingiendo que no tuvo lugar? Muy probablemente. De ahí que la convocatoria de este foro tenga un enorme interés. En primer lugar, la enumeración de los temas propuestos confirma que hubo un movimiento que pretendió introducir aires nuevos en nuestra escena. Teatro y anfiteatro, vanguardia, drama experimental, ruptura o nuevas fronteras son expresiones que lo evidencian. Pero, la invitación a que los autores aborden, junto a especialistas en la materia, estas cuestiones tie­ ne algo de sana provocación. Obliga, a los que tenían los ojos cerrados, a abrirlos, e invita a otros a que mostremos nuestros puntos de vista. En mi caso, lo hago con agrado, porque el teatro que ahora escribo, aunque abunde en elementos realistas, es deudor del anterior. No hay ruptura entre uno y otro, aunque en algún caso las apariencias parezcan desmen­ tirlo. Pero me mueve, además, otro interés, cual es el de reivindicar el papel, todo lo modesto que se quiera, que el teatro inquieto español2 ha jugado, contra viento y marea, a todo lo largo del siglo pasado.

2. Bajo ese título -Teatro inquieto español- la editorial Aguilar publicó en 1967, en su colección “Teatro contemporáneo”, las siguientes obras: Sombras de sueño, de Miguel de Unamuno; Angelito, de Azorín; El señor de Pigmalión, de Jacinto Grau; Los medios seres, de Ramón Gómez de la Serna; Así que pasen cinco

170 Hace algún tiempo tuve la oportunidad de referirme a ello en otro foro. Titulé mi intervención El teatro vanguardista en Espa­ ña: los ojos del Guadiana.3 Reconocía las dificultades que cual­ quier proyecto vanguardista encuentra en el teatro por la especial naturaleza de éste. Recordaba que Arthur Miller lo llamaba el arte de lo posible, y lo es porque requiere más que ningún otro el con­ curso y la aceptación del público. Pero, a pesar de ello, en otros países de nuestro entorno cultural, las vanguardias teatrales han encontrado, primero, acomodo y, luego, han gozado del reconoci­ miento de su enorme aportación al arte del siglo pasado, hasta el punto de que no sería posible explicarle prescindiendo de ellas. Por otra parte, gracias al apoyo de amplios sectores de la sociedad, el teatro convencional fue asimilando con provecho una parte im­ portante de sus propuestas. En España también ha habido vanguardias. Para algunos no han pasado de ser un pequeño repertorio de gestos aislados y sin relie­ ve. Pero no es así. Un recorrido por la historia del teatro español del siglo XX, proporciona una lista nada desdeñable de dramatur­ gos empeñados en una renovación profunda de nuestra escena. En ella figuran, entre otros, Azorín, Jacinto Grau, Ramón Gómez de la Serna, García Lorca y Valle Inclán. Pero ellos no tuvieron la fortu­ na de alcanzar un reconocimiento parecido al de sus colegas euro­ peos, a pesar de que estudiosos de su teatro consideran que su obra está vinculada a las mismas corrientes innovadoras y que han vivi­ do todas sus etapas evolutivas. Esto último es cierto, aunque sea difícil percibirlo. De ahí la referencia, en el título de aquella conferencia, al Guadiana, pues a nuestras vanguardias escénicas les ha sucedido como al río, que, unas veces, discurrían a la vista de todos, y otras, demasiadas, des­

años, de Federico García Lorca; y Espejo de avaricia, de Max Aub. Curiosamente, el volumen que, en la misma colección, reunía obras de Beckett, Ionesco, Adamov y Schéadé se titulaba Teatro francés de vanguadia. 3. Conferencia pronunciada en la Universidad de Murcia el 7 de noviembre de 1997. Publicada con el título “La vanguardia teatral española: los ojos del Guadiana” en Mariano de Paco (ed.), Creación escénica y sociedad española, Murcia, Universidad de Murcia, 1998, págs. 73-98.

171 aparecían bajo tierra para reaparecer dónde y cuándo menos se es­ peraba. La última salida a la superficie fue la que se produjo en la década de los sesenta. Lo hizo de la mano del llamado Nuevo Teatro Español y del Teatro Independiente, movimientos ambos a los que estuve estrechamente vincu­ lado. Aunque no tuvo una vida fácil a causa del permanente acoso que sufrió por paite de la censura, lo cierto es que su presencia -a veces, su ausencia4- se hacía notar. Curiosamente, a partir de 1975, cuando las esperanzas depo­ sitadas en la nueva situación política hacían presagiar tiempos mejores, su­ cedió todo lo contrario: desapareció sin que hasta el momento haya dado nuevas señales de vida. Tan prolongado paréntesis alimenta la duda a la que me refería más arriba sobre su existencia real y, más aún, cuando voces autorizadas niegan que, en aquella época, existiera en nuestro país algo que mereciera el nombre de vanguardia. Su argumento más rotundo es que, en realidad, lo que hacíamos era practicar una escritura confusa, cuyo único objetivo era poner a pmeba la inteligencia de los censores. Sin embargo, otras voces no menos autorizadas tienen otra opinión. Entre ellos, César Oliva, que, al referirse a algunas de las peculiaridades del Nuevo Teatro, ha destacado su búsqueda de formas teatrales imagi­ nativas como el absurdo, la farsa esperpéntica y el drama postbrechtiano.5 Genoveva Dieterich, por su parte, afirmaba en su Diccionario del teatro que el Nuevo Teatro Español propugnaba un teatro abierto y experimen­ tal en consonancia con las corrientes vanguardistas y los movimientos teatrales coetáneos.6 Justo es decir, sin embargo, que no todos los miem­ bros del Nuevo Teatro Español fueron vanguardistas y, algunos, ni si­ quiera dieron pruebas de sentirse atraídos por lo experimental. Algo conviene decir sobre esta cuestión. Es cierto que, salvo esas excepciones, la mayoría rechazábamos el realismo y nos proclamá­ bamos vanguardistas. Pero, ¿a que realismo nos referíamos y a qué

4. George E. Wellwarth, autor de Teatro de protesta y paradoja, publicó en 1972 un ensayo sobre el Nuevo Teatro Español titulado Spanish Underground Drama, en clara alusión a las dificultades que tenía para ser publicado y representado. De hecho, tuvo acceso a buena parte de los textos analizados gracias a las copias mecanogafiadas que le proporcionamos los propios autores. 5. César Oliva, El teatro desde 1936, Madrid, Alhambra, 1989, pág. 338. 6. Genoveva Dieterich, Diccionario del teatro, Madrid, Alianza, 1995, pág. 191.

172 vanguardia? Porque, como he comentado, no había uno, sino varios realismos. Y, en cuanto a la vanguardia, no hacíamos ascos a ninguna de las que habían existido a lo largo del siglo. Para nosotros, todas se resumían en una sola, que iba, desde las históricas, hasta el absurdo, que vivía, fuera de España, sus mejores momentos. Tiempos de confu­ sión, sin duda, en que cualquiera podía declararse, a un tiempo, dadaista, artaudiano, pánico y brechtiano. Admito que yo lo hice porque es ver­ dad que bebí en todas esas aguas. Esa confusión hizo posible que en el cajón de sastre vanguardista cupiéramos todos y que, además, según parecía, estuviéramos bastante a gusto. Buena prueba es que, por en­ tonces, casi nadie hizo el más mínimo intento por salir de él. Andando el tiempo, y a medida que cada cual desarrollaba su obra, se produjeron algunas mudanzas que a nadie sorprendieron porque eran fruto de una evolución lógica. Pero simultáneamente, se produjo otro fenómeno que también redujo la nómina vanguardista. Cuando empezamos a comprobar que, en la nueva situación política, seguían soplando malos vientos para nosotros, algunos entendieron que aquél no era el mejor camino y cambiaron de rumbo. Unos lo hicieron pro­ clamando con voz irritada y bastante ofendidos que alguien les había colocado allí sin razón alguna. Otros, con mayor sigilo, tanto que sólo percibimos su marcha quienes, seguidores de su obra, advertimos sig­ nificativos, por oportunistas, cambios de estilo en su escritura. En la conferencia sobre la vanguardia teatral española a la que antes he aludido, resumí todo esto con las siguientes palabras:

No todos sus miembros [los del Nuevo Teatro Español], ni bue­ na parte de los que fueron incorporándose a él, participaban de ese espíritu vanguardista. Ni siquiera creo que, algunos de los que nos considerábamos acreedores a tal título, fuéramos algo más que in­ quietos dramaturgos en busca de una estética que se adecuara a nuestra idea del teatro y que resultara original por estos pagos tan devotos de las tradiciones más rancias. En resumen, no eran todos los que estaban, como el tiempo se encargo de establecer. Pero tam­ poco estaban todos los que eran. Autores había que, por las razones más diversas, permanecieron al margen del Nuevo Teatro Español y que, sin embargo, proponían un teatro absolutamente innovador. 7

7. “La vanguardia teatral española: los ojos del Guadiana”, op. cit., pág. 93.

173 Son palabras pronunciadas hace cuatro años. Hoy las suscribo, pero a pesar de la distancia, que parece mayor por aquello de que hemos saltado de un siglo a otro, contemplo aquellas deserciones con cierto regusto amargo, no tanto porque se produjeran, sino por­ que, junto a las explicaciones que se dieron y siguen dándose para justificarlas, han contribuido a echar tierra sobre un periodo impor­ tante de la historia del teatro español contemporáneo. Antes de reafirmar mi pertenencia a aquel movimiento renovador y de reconocer lo que a él debe mi actual teatro, no quiero dejar de citar algunos nombres que lo hicieron posible. Me parece un acto de justicia, sobre todo para aquellos que lo dieron todo y fueron injustamente olvi­ dados con el paso de los años. Entre ellos, José Ruibal. Otros autores importantes fueron Angel García Pintado, Luis Matilla, Miguel Romero Esteo, Luis Riaza, Alberto Miralles y Arias Velasco. Entre nuestro con­ temporáneos, aunque alejados de nosotros, estaban Femando Arrabal, Manuel de Pedrolo, Joan Brossa y Francisco Nieva. Por lo que a mi respecta, siempre he reconocido mi interés por las vanguardias europeas, cuya influencia es muy patente en mi pri­ mer teatro. En numerosas ocasiones me he declarado deudor del movimiento Dadá, el surrealismo, el teatro de la crueldad, el del ab­ surdo y el happening. Fui lector o espectador de las obras de Beckett, Ionesco, Artaud, Grotowski, Jacques Level, Lúea Ronconi, Genet, Peter Weiss, Peter Brook y Brecht, entre otros. Todavía hoy conser­ vo vivas en la memoria las imágenes de espectáculos como el Orlando furioso, de Ronconi, Esperando a Godot, representado por Dido, Antígona y Paradis Now, del Living Theatre de Julián Beck y Judith Malina, Marat-Sade, de Weiss, y Las criadas, de Genet. Huellas de todo ello pueden encontrarse a lo largo de mi producción dramática, pero de forma más evidente en la comprendida entre 1964 y 1972.8 También he dejado constancia de mis inclinaciones vanguardistas en artículos e intervenciones en congresos y seminarios.

8. A dicho periodo pertenecen obras como Los novios o la teoría de los números combinatorios (1965), El testamento (1966), Moncho y Mimí (1967), Collage Occidental (1967), Blanco en quince tiempos (1967), Negro en quince tiempos (1967), Crap, fábrica de municiones (1968), Matadero solemne (1969), Guernica (1969), Anarchía 36 (1971) y El caserón (1972).

174 En 1981 manifesté mi alarma porque ya era palpable el rechazo que nuestro teatro -y, en general, todo cuanto tuviera que ver con la vanguardia escénica- sufría en nuestro país.9 1011 En la revista norte­ americana Estreno escribí lo siguiente:

España, en el campo del teatro, apuesta por la tradición, no siempre ejemplar, en perjuicio de la vanguardia, que ha sido y es sistemáticamente rechazada. Y es esa ausencia de vanguardia cau­ sa muy importante de su estado de postración, porque en la van­ guardia y sólo en ella se contiene la savia que permite que el arte dramático no envejezca, sino que permanezca vivo y sin arrugas .

Más adelante pedía que la vanguardia fuera, si no recibida con los brazos abiertos, respetada y que no se la condenara antes incluso de nacer. Aludía con ello al escaso interés por lo experimental que sentían otros profesionales de la escena, que se hizo más patente a partir del rápido desmoronamiento del Teatro Independiente. Su ne­ gativa a asumir las más arriesgadas propuestas de los autores nos condenaba al silencio, dado que la puesta en escena no es posible sin su concurso. He de decir que, para entonces, este debate había deja­ do de interesar a bastantes autores que hasta poco antes habían inter­ venido en él. Lo descubrí en un encuentro de dramaturgos celebrado en Caracas.11 Allí me expresé en términos muy parecidos a los del artículo y, al concluir, algunos de los colegas españoles presentes se

9. Recientemente me he referido a ese periodo con estas palabras: “En los años 80 percibí un salto atrás en autores que, por su talante y antecedentes profesionales, podrían haber enarbolado la bandera del vanguardismo. Entendieron que en el realismo estaba la respuesta a las necesidades de la sociedad española en la época de la transición, pero no en el realismo de nuevo cuño que se había instalado en el teatro europeo, ni siquiera en el realismo ibérico de los Martín Recuerda o Rodríguez Méndez, sino en formas degradadas que nos devolvían al tiempo del sainete y del costumbrismo con un lenguaje que reproducía el de la calle, pero que, desde el escenario, sonaba a falso”. Jerónimo López Mozo, “La búsqueda del despojamiento”, Acotaciones, n° 6 (enero-junio 2001), pág. 52. 10. Jerónimo López Mozo, “El teatro de vanguardia en España”, Estreno, vol. VIII, n° 1 (primavera 1982), págs. 4-7. 11. “Encuentro de dramaturgos de España y latinoamertica”, celebrado en Caracas (Venezuela) en julio de 1981 en el marco del Festival Internacional de Teatro.

175 sintieron molestos con mi intervención. Apenas un año después vol­ ví sobre el tema de la vanguardia. Esta vez fue en las páginas de la revista Pipirijaina12. Escribí un artículo áspero, en el que denuncia­ ba a quiénes nos impedían transitar por los caminos de la investiga­ ción y en el que exigía, como antaño lo hiciera Bretón, toda clase de licencias para el arte. Jamás abdiqué de aquella vocación primera. Sin embargo, cuan­ do en el 95 publiqué Eloídes,13 escrita cinco años antes, algunos co­ nocedores de mi teatro manifestaron su sorpresa. ¡Era un texto rea­ lista! No faltaron quienes me felicitaron por el cambio, pues, aunque tardíamente, me había apeado del burro y corregido mi trayectoria para bien, como pronto podría comprobar. En efecto, había alumbra­ do una obra realista, como lo fue Ahlán,14 escrita a lo largo de casi un lustro y concluida en el 95. En ambos casos, elegí el realismo porque me parecía el vehículo más adecuado para platear sus argu­ mentos. Pero no era, o al menos yo no lo pretendía, un realismo en estado puro, sino contaminado con otras estéticas a las que me siento cercano. Así lo vieron algunos estudiosos y críticos. Eduardo Pérez Rasilla encontró en la primera de ellas ecos clásicos y contemporá­ neos. Entre éstos, los de Woyzeck, Max Estrella y Edmon.15 Por su parte, Pedro Manuel Villora ha calificado Eloídes de tragedia con resonancias koltesianas.16 Con ocasión de su estreno, la periodista María José Zaragoza aludió a suaves pinceladas de surrealismo y breves muestras del teatro de vanguardia.17 Respecto a Ahlán, su prologuista, Virtudes Serrano, señalaba que

12. Jerónimo López Mozo, “¿Vanguardia? ¡Sí, por favor!”, Pipirijaina, 23 (julio 1982), págs. 43-45. 13. Jerónimo López Mozo, Eloídes, Sevilla, Padilla Libros Editores & Libreros, 1995. Editada también por Visor, Madrid, 1996. 14. Jerónimo López Mozo, Ahlán, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1997. 15. Eduardo Pérez Rasilla, “JerónimoLópez Mozo: Eloídes”, ADE Teatro, 52- 53 (julio-septiembre 1996), págs. 151-152. 16. Pedro Manuel Villora, “Eloídes”, ABC Cultural, 12 septiembre 1997. 17. María José Zaragoza, “Simposium y sentimientos humanitarios”, La Prensa de Alicante, 21 octubre 1999. El estreno tuvo lugar el 19 de octubre de 1999 en el Aula de Cultura de la CAM, en Alicante, por la compañía Acción Futura, dirigida por Antonio Malonda.

176 a pesar del cañamazo clásico, la propuesta espectacular ideada por López Mozo muestra bien a las claras su conocimiento de los más actuales y diversos procedimientos dramatúr|icos y mantiene viva la llama del “nuevo autor” que sigue siendo.

Por su parte, María Francisca Vilches de Frutos advierte, en las dos piezas, la presencia de una de las técnicas más queridas por mí y, al mismo tiempo, de las más utilizadas por el discurso de renovación teatral del período comprendido entre los años 1960 y 1975, como es la presencia de narradores externos a la acción dramática.18 19 De nada he desertado, pues. Obras posteriores, como Combate de ciegos (1997), El engaño a los ojos (1997), El arquitecto y el relojero (1999) y La Infanta de Velázquez (1999), lo atestiguan, sobre todo la última. En ella planteo dos imaginarios encuentros entre La infanta Margarita y Tadeusz Kantor, por el que siempre he sentido verdade­ ra admiración. El primero, muy breve, en el museo del Prado, en la sala en que se expone el cuadro Las Meninas, de Velázquez, en el que ella aparece retratada. El segundo, en Cracovia, ciudad natal del artista polaco, a la que la Infanta llega tras escaparse del cuadro. Carmen Perea, autora del prólogo que acompaña su edición,20 consi­ dera que se trata de una obra compleja y transgresora en su estructu­ ra y desarrollo, en la que el cuerpo central no es el viaje de la Infanta, sino su representación, en la que se mezclan personajes reales e ima­ ginarios, muertos y vivos, y hay un continuo fluir de épocas y de espacios. A modo de conclusión, he de decir que, cuando elegí el camino de la experimentación, estaba en contra del realismo. Justificar el rechazo alegando que el que conocía no me gustaba y que no adiviné que existían otras variantes, puede parecer pueril, pero es cierto.

18 Virtudes Serrano, “Prólogo: Escenarios del presente”, en Jerónimo López Mozo, Ahlán, ed. cit. 19. María Francisca Vilches de Frutos, “El compromiso del hombre con la historia: Eloídes (1992) y Ahlán (1996), de Jerónimo López Mozo”, Estreno, volumen XXV, 2 (otoño 1999), págs. 43-47. 20. Carmen Perea, “Prólogo”, en Jerónimo López Mozo, La Infanta de Velázquez, Bilbao, Ayuntamiento de Santurtzi, 2001, págs. 5-13.

177 Durante años estuve convencido de que realismo y vanguardia eran incompatibles. Pero desde que Peter Weiss demostró, con la ayuda de Peter Brook, que Artaud y Brecht podían convivir en un escena­ rio, todo es posible. He incorporado el realismo a mi teatro, pero no a costa de prescindir del que hice antes. Al contrario, con el ánimo de que los dos convivan y lleguen a una gozosa promiscuidad. La citada Carmen Perea encabezaba su prólogo con esta frase que puse en boca del Autor, personaje de la obra: “Aunque en el teatro casi todo es posible, bien sé que no es bueno transgredir sus reglas. Prometo no volver a hacerlo. Gracias y perdón”. Y más adelante hacía el siguien­ te comentario: “Desde luego, a la luz de lo visto hasta ahora sobre el autor, [la cita] es poco fiable. Subvertir el funcionamiento de los com­ ponentes del sistema dramático es algo que Jerónimo López Mozo lleva haciendo muchos años, y seguramente es germen de su inque­ brantable vocación investigadora”. Así es, en efecto. Aunque la vanguardia, la experimentación, la curiosidad por lo nuevo o como quiera llamársele no esté de moda, yo seguiré instalado en ella.

178 MI EXPERIENCIA Y ESPERANZA EN EL TEATRO ESPAÑOL

José Martín Recuerda

Desde la infancia, mi vocación fue siempre el teatro, a pesar de alguna incursión en la novela. Mi pasión siempre ha sido, puede de­ cirse, el crear vida desde un escenario. Así es que concibo la escritu­ ra teatral en función de su representación escénica, sacrificando cual­ quier expresión retórica o literaria que no pueda “mantenerse en pie” desde la realidad escénica y pueda menoscabar la verdad dramática. Nunca he estado de acuerdo con que a mí, y a otros compañeros míos, se nos llame “generación realista”. No hay tal si por “realismo” se entiende un estilo decimonónico y pretendidamente fotográfico... Yo, hace ya muchos años declaré que hacía, y quería hacer, un teatro “iberista”. Y así ha sido. Y así es como, desde hace ya bastante tiempo, se está analizando mi teatro: formal e ideológicamente “iberista”. Con el término “iberismo” yo quise expresar lo que tanto oí decir a Ángel Ganivet y a Unamuno. Es lo siguiente: “para hacer verdaderas crea­ ciones hay que saber arrancar el terruño de donde vivimos”. Yo llamo “iberista” a mi teatro porque lo saco de las entrañas de nuestra raíz ibérica: un teatro que aspira a la “violación” de las con­ ciencias, cuyo personaje protagónico (en su fase evolucionada) es coral, su estructura y acción dramática tienen como vehículo la fies­ ta española; fiesta que ha de llevar hasta el paroxismo y la crueldad ibérica... Este es el teatro que he querido hacer, y que estoy tratando de hacer. Y he aquí cómo trata, en síntesis, de explicarlo Ángel Cobo: Estando de acuerdo con el propio Martín Recuerda al conside­ rar poco acertada la denominación de “realistas” dada a él y a sus compañeros de generación, ¿en qué consiste su proclamado “iberismo”? Sin duda, la designación de “teatro iberista” o “iberismo” sólo adquiere pleno significado en la obra dramática de Martín Recuerda: existencialismo, absurdo y crueldad, con raíces en nuestra tradición teatral y literaria popular, desde los pasos de Lope de Rueda al esperpento de Valle Inclán, pasando por los en­ tremeses de Cervantes, nuestro género chico -¡tan grande!- y la asimilación de una idiosincrasia acosante -con símil en nuestra se­ cular afición a la tauromaquia- reflejada en una técnica que po­ dríamos denominar “circular”, o en espiral, en oleadas que van ro­ deando al personaje, o personajes, hasta llegar al “grito” final, y una catarsis que se nos da no sólo por piedad ante el ejemplo del drama o tragedia, sino también por liberación participativa ante la rebelión del personaje (individual o coral).

Mi modesta, aunque apasionada, pretensión, desde que con diez o doce años escribiera una obra infantil titulada El país de las tonte­ rías, ha sido ir creando y poder ofrecer una obra y una labor teatral nunca, hasta ahora, interrumpida, como ejemplo de lo que podría ser una sencilla y primigenia definición del teatro, mejor dicho, del tea­ tro al que siempre aspiré: “Un medio de expresión artística -igual podría decirse: “información o cultura sensibilizada”- que en su con­ tinua lucha por la libertad busca la liberación y transformación del hombre”. Esta definición, claro está, deja claro e invalida cualquier duda o sospecha de esa vieja superchería que nos ha vuelto a invadir: “el arte por el arte” . Siempre me ha parecido que el arte sin conteni­ dos éticos, “el arte por el arte”, es, por lo menos, una majadería cur­ si. Además, todo aquel que proclama esa pretendida pureza artística, está tomando, obviamente, una actitud ética muy definida. Ese “arte por el arte” venía disfrazado de vanguardia, haciendo tabla rasa del texto teatral: viejas rémoras nos invadieron años atrás, modas interesadas que como insignes catetos nos tragamos en este país, entre el arrobo y los intereses creados de muchos; modas que, a 1

1. Cobo, A., José Martín Recuerda: vida y obra dramática, Granada, 1998, págs. 276-277.

180 Dios gracias, están pasando, y que vinieron con los “bolos intemacionalistas” o espectáculos creados para los llamados Festiva­ les Internacionales. También ha sido algo muy propio de los llamados directores que, ante su impotencia creadora, solían, como se dice, “po­ ner el huevo en nido ajeno”. Pero creo que se está restableciendo el equilibrio necesario en todos los elementos componen el hecho tea­ tral. Estamos, creo, ante una nueva conciencia del valor del texto. Por lo demás, y ateniéndome a la definición del teatro más arriba expresada, habrá que convenir en que hoy, el teatro, es un reducto de libertad teórica, sólo “teórica”, ya que tiene que buscar, necesariamen­ te, las subvenciones. Por tanto, el autor escribe, si aspira a estrenar, amordazado por las circunstancias económicas en que está el teatro: que si pocos personajes; que si le gustará o no, al organismo subvencionador de turno; que la compañía llamada comercialmente solvente (¡qué risa!), una vez aceptada tu obra, a lo único que aspira es a sacar la ganancia en las subvenciones: ¿el público, y ése quién es? En cuanto a la función del teatro en esta sociedad de fin de un siglo y milenio, y principio de otro, que nos ha tocado vivir, pienso que debe ser más revolucionaria que nunca. Yo, desde luego, ni estoy dispuesto -como no lo he estado nunca- ni puedo escribir obras bur­ guesas españolas, ni otras que algunos creen -o pretenden creer- modernísimas, sacadas a imitación de vanguardias trasnochadas... No sé de ninguna obra que pueda ser equivalente a El jardín de los cerezos, de Chejov, La casa de muñecas, de Ibsen, o Un tranvía lla­ mado deseo, de T. Williams, y otras. En España no sé si habrá alguna obra que refleje el fin de siglo. Si las hay, estarán muy escondidas. Siempre ha sido -y sigue siendo- muy peligroso sacar nuestra ver­ dad a flote. Por lo demás, la función liberadora que el teatro tiene, como hecho vivo, para mí, es más necesaria que nunca en esta socie­ dad decadente de entre siglos y milenios... También quiero dejar constancia aquí de una reflexión que, allá por el año 1979, me hacía yo, con motivo de mi obra El engañao:

Estamos en una Granada física cuya orografía, ciertos lugares y monumentos, configuró y configura a poderosos o indigentes. No podemos decir, por otro lado, que hayan cambiado gran cosa

181 las estructuras religiosas. Y la noción y fines del Poder son los mismos, aunque los estímulos y resortes hayan cambiado. En fin, podremos observar a las mismas gentes desheredadas del Poder y los poderosos; gentes a la deriva en busca del espíritu de San Juan de Dios. Un Poder que siempre dejará a los hombres indefensos, con la sola esperanza puesta en la llegada de un espíritu liberador, de una fuerza revolucionaria que conmocione el determinismo fa­ talista que, en forma de destino, han acuñado los eternos podero­ sos: un guerrillero de Dios -caso de San Juan- o del mundo, que restituya la confianza en el semejante y la fe en la vida.

Ni que decir tiene que abordo la creación de mis obras, tanto las históricas como las que tratan temas actuales, desde una misma rea­ lidad actual y con igual proceso de elaboración y valorización de fuentes. Siempre con un mismo afán y deseo: fijar en el presente al hombre eterno, o también podría decir, como todos los poetas, que busco en el hombre ese Presente inmanente, en la eternidad de los tiempos. También quiero dejar constancia y decir que tanto la Historia, como la actualidad son, para mí, el mito o pretexto para la celebra­ ción de un rito o praxis teatral. Los hechos históricos o actuales son sólo, en sentido teatral, convenciones desencadenantes de una reali­ dad superior, la realidad dramática, que será la que nos conduzca a que el teatro cumpla esa “transfiguración mágica del hombre”2 3 de que nos hablaba Nietzsche. No olvidemos que el teatro, en su géne­ sis, no obedece a una trasposición, imitación, de la realidad -históri­ ca o actual-, sino que es una invocación de fuerzas, intuidas pero desconocidas, que nos llenan de interrogantes físicas y metafísicas: dolor y miedo ante lo desconocido que se libera o conjura por medio de un ceremonial, un rito que da la medida -en cada época o autor- de nuestra lucha o “agón” por mitigar ese dolor o la comprensión de lo desconocido o fin último.

2. Martín Recuerda, J., Génesis de “El engañao". Versión dramática de la otra cara del Imperio, Universidad de Salamanca, 1979, pág. 15. 3. Nietzsche, F., El nacimiento de la tragedia, ed.1973, pág. 202.

182 Sigo creyendo, con Duvignaud, y hago acto de fe, en que “el teatro es una revolución permanente”4 y que, su esencia misma es una continua transformación... En cuanto al futuro de nuestro teatro... Yo no me fío mucho de las esperanzas. Mejor dicho, en el teatro no se pueden tener muchas esperanzas. Se sueña, se vive esperando; pero los sueños y esperan­ zas son casi siempre baldíos, sobre todo, para aquel que hace arte escribiendo teatro, e incluso busca, por encima de todo, una profun­ da verdad dramática. Y casi mejor que estos dichos es aquel que encierra la siguiente idea: “si haces arte en el teatro, indagando en las raíces de la sociedad en que vives, casi condenarás tu vida”. No hay cosa más peligrosa que reflejar en las obras teatrales la sociedad en que se vive sin pensar en la trilogía de “él, ella y el amante” que tan al uso estuvo en todos los tiempos decadentes, y en éste en que vivimos, por supuesto también. Pero lo terrible de todo esto es que el teatro -más allá de “espectaculitos”, más o menos “digestivos” o espectáculos de gran presupuesto, pero, naturalmente, totalmente intrascendentes, a ve­ ces, de un “vanguardismo intemacionalista” absolutamente trasno­ chado- casi no existe en la actualidad, lo cual nos dice que puede existir una gran decadencia cultural, debida a que los políticos que están en el poder, mejor dicho y, sobre todo, con mayor propiedad: al capitalismo salvaje que sin freno ni control rige, en la actualidad, nuestro país -¡y el mundo!-, no le interesa que se diga la verdad existente en que se vive. A pesar de todo, observo que en los pueblos españoles se va levantando una juventud desorientada tal vez, que quiere luchar por el teatro; juventud que quiere decir con angustia lo que bien sabe, aunque le cierren las puertas en sus caminos. Aunque mis esperanzas en el presente, a veces estén llenas de escepticismo, sin embargo, sin querer o queriendo, tengo que seguir luchando por el teatro, siempre, claro está, haciendo el teatro que hice y que hago, sin pensar que éste pueda llegar a realizarse. No me importa. Escribo como escribo y todo mi teatro va quedando como un hermoso desahogo de mi conciencia. Y sí, a veces tardé en estre­

4. Duvignaud, J., Sociologie du Théatre, PUF, París, 1965.

183 nar obras unos diez años. Obras que ya estaban escritas. Por eso sueño en que lo que se escriba con amor y arte reflejando el mundo y la sociedad en que se vive, tarde o temprano, llega a los escenarios o a la lectura de muchos, no sólo españoles, sino extranjeros. Termino estas líneas, pero no quiero dejar de decir que tengo obras empezadas y tengo muchas que quisiera vivirlas más. Sueño con ver y ver mundo cada día. Sueño con conocer más y más la vida humana. Conocer la vida de mis andaluces y de mi España. De aquí, como muchas veces he dicho, ha brotado siempre mi teatro. Me pa­ rece, en estos momentos, ver y ver todo un mundo andaluz y español que me dice casi a gritos: “¡Sigue, sigue! ¡No dejes de luchar conti­ go mismo y con las obras que te aprisionan y desean salir de ti! ¡Si­ gue, sigue!”.

184 [RIAZA Y LAS VANGUARDIAS]

L u is R ia za

Empecemos la cosa hablando del verdadero inventor del esper­ pento, un cuarto de siglo antes de que lo hiciese el que presumió de serlo. Empecemos la cosa hablando de Alfred Jarry. De sus ubús nace no sólo un contrateatro de la época, sino, incluso, de todo teatro posible. ¿Acaso el ubú rey no pretende cargarse, ya desde el título, al mismísimo Sófocles y a su “Edipo Rey”? Pero, poniedo coto al tiem­ po, digamos que el padre al que, sobre todo, quiso apiolar el primer vaguardista del siglo fue al teatro de boulevard como paradigma del teatro de éxito. La vanguardia es siempre un intento de acabar con el padre o, al menos ponerle con el culo al aire, y el padre, casi siem­ pre, es lo que gusta al público y lo que el público, como dueño abso­ luto de la mediocridad de cada época, pone de moda. Penetremos en la patria y veamos quién era, por entonces, el pa­ dre triunfante de aquí dentro. Se trataba de cierto Don José de nom­ bre y, de sonoro apellido, Echegaray. Se trataba del ínclito autor de El gran Galeota, un culebrón con cuernos de entre siglos cuyo titulito ya era indicio de lo que se traía entre las tripas. En todo caso el viejo idiota, como le llamó uno que pronto saldrá en esta tira de vanguardistas, es nuestro primer Premio Nobel de Literatura. ¿Quién es el correspondiente matador oficial del padre, siempre en el inte­ rior del jaulón nacional? Cierto Don Jacinto, segundo Premio Nobel de la escena autóctona y que lo es porque escribe como los públicos medianeros suponen que lo hacen los ángeles benditos. ¿Qué más se puede decir de Banavente respecto a posibles “vanguarderías” for­ males? Allá lejos, las vanguardistas rusos, Meiekhold y comparsa, po­ nen las patas por alto al teatro anterior a la revolución, que para eso, se creían, los muy ingenuos, se había tomado el palacio de invierno. (Ya vendría, si no el tío Paco, si el tío Pepe, con la rebaja y acabarían todos, cuando no bajo tierra, sí en Siberia o en el realismo soviético, sin que se sepa cuál de las dos acabamientos era el más lindo). Un poco más cerca, en un café de Zürich, Dadá y la comparsa surrealista ponen patas arriba no ya el teatro anterior sino todas clases de herra­ mientas que sirvan para fabricarlo; Dadá y la comparsa surrealista, escamada por el derrumbe de la confianza en el ser humano y por el hundimiento del Titanic, a pesar que se le cacareaba como ejemplo del progreso imparable y de la técnica insumergible; Dada y com­ parsa, asqueadas por la hecatombe de la primera y gorda matanza europea, prueba de que el hombre está hecho para la guerra, la mujer está hecha para la guerra, la literatura está hecha para la guerra y todo lo demás son cosas del amigo Federico. Y don Jacinto y comparsa en la más dulce de las inopias creyedo que, con sólo clavar alfilerazos en el gordo trasero de la burguesía, a la que el propio Don Jacinto pertenece, todo queda resuelto. En resumidas cuentas, un mero intento de limpiar la engorrinada conciencia de las clases medias y de los intereses creados en la mediocridad. Benavente y la comparsa que se alarga en forma de Calvo Sotelos, Lúea de Tenas, y Pemanes. Todos adictos al correctísimo lenguaje de la tercera página del ABC y al de los “Libros de Estilo” de otros rotativos menos monárqui­ cos pero igual de correctos en cuanto al hablar y el escribir. Y Don Ramón María, que ya fue anunciado cuando lo del viejo memo, aparece todo tremebundo, ya con todas las barbas, aunque todavía no manco. Se trata del próximo asesino de la serie. Pero hay dos Valles y sólo el segundo asesina al primero y a todo lo que se le ponga por delante. O, si se prefiere, el uno es la vanguardia respecto a la retaguardia del otro. El “retaguardero”, católico y sentimental, escribe Sonatas de todas y cada una de las estaciones, escribe poe­ mas modernistas, al modo del Rubén de moda, escribe sobre las gue­

186 rras carlistas en las que se siente más requeté que el propio Carlos no sé cuántos. Escribe sobre el señorío feudal a la gallega, modelo de toda nobleza bienacida y a la que aspira a pertenecer aunque, para su desgracia, no consigue integrarse en su seno sino, ya postumo, me­ diante hijo interpuesto, al que se le nombra, aunque con un cierto retraso, Marqués de Bradomín. El otro, el matador de viejos estúpi­ dos, el “vanguardero”, se pasea por el callejón del Gato y pone a parir y a deformar a los que le negaron la posesión de un pazo galle­ go. También reinventa la “revolución” de la bohemia ya sacada a colación, hasta en la ópera, casi un siglo antes. Eso en cuanto a significados que por lo que respecta a significantes, su teatro es hasta tal punto enlenguajado que hace lite­ ratura incluso en las didascalias, pedante forma literaria de llamar a los acotaciones. También ejerce de experto en preceptiva literaria haciendo que alguno de sus personajes explique en qué consiste el esperpento, presuntamente inventado por el autor que lo arrojó al tablado, siempre olvidándose del amigo Alfred. ¿Pero fue el segun­ do Valle, en realidad, un continuador de la preceptiva exigencia de cargarse progenitores? Nos permitimos dudarlo. No se mata a nadie desde el fondo de un armarito de los venenos casi irrepresentados en donde no le recluyeron solamente sus innovaciones sino, sobre todo, el poner verdes a los mandamases, pasados y presentes, desde la castiza reina de las Españas hasta el Ministro del Interior o como se le llamara por entonces. Si hubiera continuado siendo el primer Valle, dada la buena plu­ ma que se gastaba, seguramente hubiera sido nuestro tercer Premio Nobel y a D. Jacinto lo hubiera arrumbado en la morgue de los no resucitables, en la que ahora permanece, aunque muchos nostálgicos de la media clase, quieran ignorarlo y retrotraérnoslo. Pero no fue así y sus famas se extendieron, sólo después de muerto, por las Españas y por parte, la verdad que no demasiado grande, del extran­ jero. Tal vez este humilde servidor al que llaman, como a casi todos los teatreros de detrás, discipulejo de Valle, desde luego sin merecer tan inmarcesible honor, habla de él con la saña del que se dirige a uno de los muchos muertos puestos de pie y repintados para ser uti­ lizados para enterrar vivos.

187 Todavía no había salido a la palestra de la patria otro gallego pardo, no solamente por el palacio donde moraba los inviernos (en verano lo hacía en un pazo gallego que le regalaron los gallegos agra­ decidos al ver como mandaba en el solar de la patria uno de sus paisanos), sino por el color a mierda seca que se extendió por el solar de la patria durante su generalisifato. Sin embargo, ya andaba por allí, con un mono de obrero y una camioneta, otro Federico que no quería que le llamaran Federico. Y andaba por allí intentando despa­ rramar esa vanguardia que los izquierderos de entonces llamaron tea­ tro popular (como si al honrado pueblo le interesa otro teatro que no fuera el de ir a las Ventas, a ver los toros, y el de atiborrarse, a la salida, de mollejas y de morapio en los puestos de la “calcalá”, en compañía de la parienta, como el buen lenguaje popular denominaba a la señora esposa). Un Federico que, como le sucedió a Valle , no fue único, pues existieron dos Federicos dentro del mismo pellejo. Un Federico Caín, y un Federico Abel, matado por el primero, y no sabemos cuántos Federicos le hubieran sucedido si al asesino no le hubieran asesina­ do los camisas viejas y azulpardas de su patria. El primer Federico (esa especie de traidor a su cuna de señorito andaluz, pero no hay que olvidar que sólo los finos traidores, asqueados de haber nacido donde les obligaron a nacer, son los capaces de romper con su clase y condición) se empapuzó de marianas pinedas, bordadoras de pen­ dones predemócratas, de don perlimplines de cachiporra y de gita­ nos marginaditos que morían de perfil, tiraban limones al agua de paso que iban a Sevilla (no a las Ventas del Espíritu Santo) a ver los toros. El primer Federico se preocupó de la inmensa desgracia de la que no podía parir sin parar. (Hoy las tales mujeres son las menos paridoras del mundo, véanse las estadísticas demográficas, y si no son yermas, casi como si lo fueran, digámoslo entre paréntesis y a toro pasado). El primer Federico se dedicó a escribir sobre la triste condición de las mujeres de España, (hoy las mujeres de España se reirían a mandíbula liberada de Federico, de su Bernarda y hasta del empalmado garañón del patio, digámoslo entre paréntesis y a toro pasado) hasta que a la segunda mitad de Federico le llega la onda de lo que pasó en en el Cabaret Voltaire de Zürich y escribe, aparte de

188 sus mejores libros de poesía, como Poeta en Nueva York, unas cuan­ tas piezas de las pocas verdaderamente vanguardistas de la España del siglo veinte, como Así que pasen cinco años, Comedia sin título y, sobre todo, El público, donde ya cala como se las gasta el tan poco respetable respetable. Lo que es seguro es que no le habrían dado el Premio Nobel aunque no se lo hubieran cargado tan pardamente. Y formando parte de la Profesión, con P mayúscula, aparece un tal Enrique, revuelto con críticos aleccionadores de los secretos del asunto y de empresarios caricaturizados detrás de un cigarro puro. Aparece cierto Jardiel al que ahora, aprovechando su centenario, (esa efemérides repetida, (con absoluta pleitesía hacia el sistema decimal como dijo el amigo Jorge Luis)) al cumplirse un número de años re­ sultante de multiplicar diez por diez, esa purificación y lavado de la encochinada conciencia del olvidadizo, esa resurrección provisional mediante la cual se blanquea un sepulcro y se esparce por todos los teatros de la patria su pútrido contenido para, una vez pasado el múltiplo de diez, devolverle a su olvidada sepultura de la cual, en la mayoría de los casos, no hubiera tenido que salir) se le quiere hacer pasar como ejemplo de la innovación teatrera y como antecesor de lo que, de fron­ teras para afuera, se vino a llamar teatro del absurdo. Pero no hay que olvidar que éste fue hijo también, aunque un tanto postumo, de cierto Cabaret, que fue hijo también del desengaño de la especie humana, que fue hijo también, ya se ha dicho, de la escabechina del cartorce, que fue hijo también del horror que se experimenta en cuanto uno se asoma al borde del mundo y contempla el vacío que se abre a los pies del asomado, que fue hijo también del desencanto que ya empezaba a sentirse en eso que bien prontito se llamaría la posmodemidad. ¿El amigo Poncela experimentó algo parecido que le hiciera padre de tan­ to hijo? No nos lo llegamos a creer. Todo lo que pretendió es lo que pretendía todo plumífero: tener éxito y que se aceptasen sus radicales novedades consistentes en una nueva manera de contar chistes, siem­ pre dentro de la estructura del juguete cómico con sus tres actos, su exposición, su nudo y su desenlace, sin jamás salirse del eterno arte de hacer comedias ingeniosillas. Ya se extiende como una mancha de mierda la época parda y, del pardo teatro tapado por ella, poco queda. En cuanto a vanguardia

189 escénica, ni virutas. Ño obstante, por aquello de presumir de mente abierta a la cultura en general y al teatro en particular, entre censura y censura, el pardo régimen se deja dar algunos arañazos que no le hagan demasiada pupa. Sobre todo cuando el Gran Padre Pardo ya se va convirtiendo en una ruina temblequeante por el párkinson y por los mucho años de cabalgar sobre el machito pardo. Entre estos con­ sentidos arañadores superficiales figuran los pertenecientes a la ge­ neración de La codorniz. Los chistes del amigo Enrique, por cierto, dan lugar al brote de esta camada de chistosos y no, desde luego, se insiste, al de esa otra cosa que es el teatro del absurdo. El añorado Mihura es una de las glorias de esa quebradora generación codornicera, ¿Acaso cierto señor de Murcia no es una muestra total de la vanguardia desplegada en todo su esplendor? Y entre estos con­ sentidos arañadores o picoteadores, figura Castañulea 70, esa bom­ ba del teatro no pobre, sino progre, que acabó por fin, de manera absoluta y definitiva, como es bien sabido, con el régimen del enano sangriento. Y otra muestra de la revolución consentida nace, ya declinante el imperio amarronado, por no repetir tanto lo de pardo, hacia los mis­ mos setentas de la explosiva castañuela. Es la llamada posvanguardia para distinguirla de la vanguardia a secas, de la antevanguardia, de la antivanguardia, de la supervanguardia, de la transvanguardia, de la retrovanguardia o retaguardia de la vanguardia y de otros cuantos guar­ dias de guardia. Justamente sobre la que incide la presente reunión para debatir el teatro, el anfiteatro y la vanguardia del drama experi­ mental, de manera que lo dicho hasta ahora sólo constituye una espe­ cie de prólogo, más o menos prolijo, de lo que ahora interesa. Existió cierto trío como representante de la posvanguardería. Lo aseguran la mayoría de los teoretas, como los denomina uno del triun­ virato que no es otro que el amigo Miguel. Existen, indudablemente otros insignes colegas fuera del tríptico mentado y a algunos de ellos se tendrá el inmenso placer de escucharlos. De descuageringar la escena establecida no tienen la menor culpa, pero su presencia es del todo precisa. No hay manera de saber lo que es una fría sombra antiteatrera si no se la contrasta con la cálida luz del eterno teatro. Como no es posible conocer la muerte si se desconoce la vida. Ro­

190 mero, Nieva, Riaza, y es una lástima que el de en medio no tenga un apellido empezando por la misma letra que el primero y el último porque, de haber gozado de tal inicial, a la trinca antiteatrera se la hubiera podido denominar la de la triple Erre, la misma con la que comienza Revolución. Empecemos por el primero de la lista aunque ya se ha hablado de él en este evento, con mucha mayor erudición y conocimiento que el que tiene el ex-dramaturgo ahora metido, con notorio intrusismo, a teoreta. A Miguel Romero Esteo se le ha considerado el demoledor más importante del llamado teatro al uso. Y no sólo del de la época, sino del tiempo todo. Y no sólo de dentro de casa, sino del universo completo. Empieza por romper con la duración de la representación y con el tiempo patrón fijado como el habitual en nuestras tablas, según se asegura en las bases de un importante premio nacional de teatro con el fin de fijar los límites que deben tener, por arriba y por debajo, las obras que al mismo se presenten. El mamotrético Pontifical debería representarse, para evitar que el respetable se muera de ham­ bre, de modo que la señora esposa del señor respetable le lleve al teatro una tartera como la que su parienta aportaba a los albañiles hasta el tajo. Hoy, el curre. Y, ahora, aprovechando que ha enseñado su respetable faz, se me permitirá, o se nos permitirá, un larguísimo paréntesis para hablar del público de teatro, del propio teatro y de algunas cosas más. ¿Qué es el público? Desde luego la más importante de las tres patas en que se apoya, sobre el vacío, el teatro, siendo las otras dos el Actor y el Autor. Pero para mejor explicar el asunto habría que pre­ guntarse, con antelación, qué es eso del teatro. Y responderse: el teatro es ese lugar, o ese no lugar, en donde alguien, una de las patas, la nombrada, justamente, en último lugar, huye de lo que es y de las miserias de su día a día, convirtiendo los fantasmas que se le atravie­ san en patas de mosca, de manera que otros, la segunda pata, la que no se enterraba en sagrado hasta hace poco, la de los que, también hartos de ser lo que son, abandonan su personalidad cotidiana y to­ man la apariencia mentirosa, (palabra clave para definir el teatro esa de la mentira) y materializan el simulacro de ser uno de los persona­ jes embadurnados por la ya mentada pata como primera en meter la

191 pata. De modo y manera que se pavonean y patalean mientras per­ manecen sobre el tablado tal si fueran Cleopatra, Napoleón o la ma­ dre que parió a cualquiera de los dos. Todo para que los mirones/ escuchantes también se crean, mediante el conocido truco de la indentificación, que son Cleopatra, Napoleón o la madre que parió a cualquiera de los dos. Huidiza necesidad de todas las patas, en resu­ midas cuentas, de ser, o al menos de parecer, algo diferente a lo que se les obligó a ser desde que nacieron. Lo que no es en nada diferente a ser lo que continúan siendo en casa. Sólo falta aclarar antes de salir del maldito paréntesis, si es verdad que el público es la más impor­ tante de las tres patas del gato. ¿Existe un teatro sin manipuladores que mueva los hilos de los pataleantes sobre el tablado? Teatro ha existido en el que los propios pataleantes se han erigido, colectiva, casi koljósicamente, en titiriteros movedores de sus propios hilos. ¿Existe un teatro sin pataleantes? Hay quien dice, sobre todo si el dicente es vendedor de libretos, que el teatro también se lee. ¿Existe un teatro sin público? El amigo Grotowski lo consideraba como la ceremonia ideal y suprema y hay quien se imagina su creación tea­ tral, con puesta de luces y todo, en medio de la oscuridad, sin siquie­ ra encender la bombilla de la mesilla. Y, asimismo, hay quién se con­ vierte en el único lector de lo que ha escrito, antes de quemarlo o hacer que lo queme un buen amigo. De manera y modo que no existe certeza sobre cuál es la más importante de las patas engañadoras, engañadas o engañosas. Pero, aun con riesgo de convertir esta in­ crustación en el paréntesis interminable, no nos privamos de encajar una cita del amigo Michel a propósito de las relaciones entre la pata/ ’’creador” y la pata/público. Dice Tournier: “Toda obra [...] debe permanecer independiente de la acogida del público. El artista que trabaja en función del éxito esperado, esforzándose por responder a la demanda que creyó detectar en la sociedad, ese artista tendrá éxi­ to, sin duda, pero no creará nada importante”. Y ahora si que nos libramos de la cárcel parentesitera). Hablábamos ayer, antes del paréntesis, del Pontifical y de su aguante por el público. Hablemos hoy de otra conocida obra, que no ha sido posible conocer por los cuartos que acarrearía su puesta en escena y por la desconfianza sobre si los cuatro gatos mal contados

192 que acudirían al hecho consumado y escenificado, compensaría el monetario montón del montaje. Es posible que sí, que lo compensara ese ingente montón de gentes conformado por eso que llaman la pos­ teridad, que acudiría el mañana y el mañana y el mañana a la repre­ sentación negada en el hoy. Pero cualquiera sabe lo que se hará con el teatro en eso del insondable futuro, aunque, puestos a profetizar, no es muy creíble que haya manera de resucitar ese muerto. La obra sobre la que intentamos hablar, sin terminar de hacerlo, es la llamada Tartessos y una de las maneras de soslayar la necesidad de un público consiste en la utilización en ella de un lenguaje priva­ tivo del autor (con tantísimas sospechosas “kas” [óigase la siguiente muestra musical: urristubiarrunku biarrunkurristesko urrunkunarrunku urrunkunarrunkuu] que seguramente fue fabricado a base de imitar otra lengua oprimida por los que niegan a sus neohablantes al dere­ cho al recobre de un tiempo original, dorado y perdido, de una iden­ tidad autóctona y vernácula, desde luego superior a la de los simila­ res ojos-del-culo del resto de la península) y que el autor se saca de un supuesto manuscrito hallado por los arqueologuetas en el fondo de una muy añorada madre Atlántida. Pero dejémonos de verbos inventados y ciñámonos al resto de los utilizados por Miguel Romero para llevar a cabo su superteatralidad. Hablemos del origen absolutamente vanguardista de los mismos. Es indudable que el teatro barroco, escrito sobre todo por cuatro frailes o parecido género, ha utilizado hasta la náusea el lenguaje barroco y hasta el churrigueresco, sobre todo para fascinar a los que empezaban a no creérselo. Es indudable que los del teatro grotesco, desde Aristófanes hasta Jarry, pasando por Rabelais, han utilizado hasta la náusea el lenguaje popular como liberación del encorsetado lenguaje de los expertos y se han ido a tomar del frasco mientras yo me la casco. Es indudable que desde los pulpitos de los padres de la Iglesia, hasta los seminarios de los aspirantes a padres de la Iglesia, pasando por la catcquesis de los sábados, ha sido utili­ zado hasta la náusea lo de la mucha santidad, la mucha piedad y la mucha consolación. Es indudable que desde La traca hasta el El Frailón, los poetajas callejeros y bajeros, más o menos obsesionados por el metisaca, han rimado lo de la cebolleta sacada de la bragueta

193 ante la teta de Enriqueta. Es indudable todo eso, pero no se había conocido en jamás de los jamases de un montaje de tan de acojonante como ese de ingente de potaje o de mejunge que de acoge, de encaja y de arrejunta del de ensamblaje o del de maridaje de los de despojos del de lenguaje. Ese enfrentamiento de los contrarios, más viejo que mear en una tapia, como resulta el emparejar lo procaz con lo sublime, lo soez con lo celestial, lo raez con lo angélico, lo zafio con el cogérsela con un papel de fumar, lo profano con la sagrado, lo humano con lo divino, como cuando se habla de los huevos bienventurados o los nabos del ánima. Tanto y tanto contralenguaje desintegrador de la tragedia no se ha dado nunca con la sabia intensidad vanguardista que en el teatro de Romero Esteo. Con todo, nos creemos, dentro de nuestra piadosísima ignorancia y nuestra sacrosantísima resignación, que el contralenguaje de Romero es un lenguaje superenlenguajado (con didascalias conver­ tidas en otros interminables culebrones por entregas) elevado a la máxi­ ma potencia. Pero, antes de seguir adelante, cumple admitir la posibi­ lidad de que todo lo que uno del tríptico ha dicho sobre el otro tribuno sólo sea producto de la más cochina de las envidias. Y como, igualmente, otros sabios doctores han hecho uso de sus muchos saberes para hablar de Nieva, este vulgar autodidacta se abs­ tiene de dar su indocta lata sobre el segundo de la lista. Sobre Riaza no tiene Riaza mucho que decir, sobre todo porque apenas si lo conoce. No obstante el que Riaza hable de Riaza tiene la ventaja de que el Riaza puede soltarle al Riaza cuatro verdades como puños. Sin que el segundo Riaza se enfade con el primer Riaza. Y si se le enfada, que se le enfade. Este cuarteto de verdades se presenta en forma de cuatro interrogaciones y Riaza, siempre generoso con su homónimo, permite a éste cuatro contestaciones para cubrirse del ataque riacesco. Primera verdad como puño: ¿Por qué Riaza, presume de ex-dra- maturgo y jura y perjura que no volverá a escribir una pieza de tea­ tro? ¿No será que no están maduras y que, si le encargaran la paridura de, incluso, una pieza para el teatrito encristalado o le dieran el Pre­ mio Nobel de Literatura, (enésimo para la patria) me correría, como alma que lleva el Maligno a cumplir con la Circe (esa Maga

194 convertidora de los telemirones en cerdos) y a escribir el discurso para Estocolmo? Primera contraverdad, ya en primera persona. So­ bre lo primero, y pongo a todos los dioses por testigos, juro que jamas utilizaré el argumento del primum vivere. Mejor morirme de hambre que hundirme en la mierda hasta morir ahogado en un tonel rebosante de mierda. En cuanto a lo del Premio Nobel tan pronto como me lo den, lo que no tardará en suceder, ya veremos. Segunda verdad como puño: Si considera que el teatro es el padre de todo el maldito simulacro sustituidor de la realidad, porquería desparramada en nuestro tiempo hasta el punto de que se terminará por damos por el saco virtual, ¿por qué continúa haciéndose cómplice del engaño y no cesa de acudir a tertulias de teatro y en hacer lo que hace en esto momento, que no es otra cosa que hablar de teatro? Segunda contestación: Porque el hom­ bre o se engaña o revienta. Porque el hombre tiene necesidad de una religión que le garantice un trasmundo con premio, tiene necesidad de un “aleti” que le integre en la tribu, de alguien del sexo contrario a quien amar antes de degollarlo, incluso de un dinero y de un cigarro puro, siempre de alguna mentira que dé sentido al sinsentido de la existencia. Y Riaza, como buen humanista que es, quiere facilitar al ser humano el que pueda engañarse. En cuanto a las tertulias teatreras sólo son velatorios de cuatro deudos, desheredados a mayor inri, del cadáver del teatro, todavía de cuerpo presente. Tercera verdad como puño: ¿Por qué, si se ha pasado la vida pen­ sando en el público, por mucho que lo niegue, no le facilita la cosa y en lugar de hacer que uno de sus personajes suelte aquello de “Mi espíritu, mi buen Boni, se disuelve en las delicuescencias del crepús­ culo”, el actante se limite a informar de su situación, a Bonfacio, di- ciéndole, simplemente, “Envejezco”. Tercera contrargumentación, res­ pondiendo esta vez a la pregunta con otra pregunta: ¿Por qué al amigo William, en lugar de poner en la boca de uno de sus personajes mori­ bundos un secillo par de palabras, como podían ser “Me muero”, se suelta aquello de “But thought’s the slave of life, and life time’s fool; and time, that takes survey of all the world, must have a stop”. Y Riaza, al amigo Luis, como cuarta y última verdad como puño. De tu última contestación -Riaza se permite ahora tutear a Riaza- se

195 deduce que Shakespeare, como más tarde Valle, como todavía más tarde Romero y Nieva sólo son una tira de enlenguajada retórica des­ plegada a través de los tiempos. En cuanto a Riaza basta y sobra con fijarse en estas mismas verbosidades con las que ahora regala las orejas del auditorio. Y aquí se concreta la última pregunta de Riaza a Riaza. ¿No ha­ bría sido mejor que, de una puñetera vez, te hubieras callado? La cuarta y última respuesta será un tanto larga y ocupará casi todo el final de este borboteante verboteo. En ella se ofrecerá la última sali­ da del terreno patrio en busca de saber cómo se las gastan por ahí afuera en la cuestión de las últimas vanguardias. O de las penúlti­ mas, no hay manera de acabar con ellas. Por ahí afuera no se busca la sustitución de un lenguaje por otro, sino que la desconfianza hacia el verbo, ya iniciada en un café de Zürich, ocupa todos los rincones de los cráneos. El hombre es el único animal que habla pero, sobre todo, el único que se complace en matar a su prójimo. Cuando habla y poetiza lo único que pretende es poner una alfombra de palabras para tapar la sangre. ¿Después de Auschwitz, aunque sea un topicazo repetirlo, es lícito seguir soltando poesía o prosa, sea dramática o sin dramatizar? Desde el Cambridge del amigo Ludwig, hasta el Friburgo del amigo Martin (pasando por la Venecia donde el amigo Ezra [no todos ha­ brían de ser filosofetas] a punto de morir, escribe en su Canto CXX y último “I have tried to write paradise. Do not move let the wind speak that is paradise”), la desconfianza hacia el decir o el escribir se ha hecho patente. La Sprachkritik constituye la madre del cordero en los extramuros hispánicos y los que viven de la semántica positiva quedan amenazados con caer en el paro. En cuanto al teatro, el ver­ dadero vanguardista del siglo no es otro que el amigo Samuel el cual busca desesperadamente la palabra, o la antipalabra, con la que, pre­ cisamente, se termina este parlotaje. Por lo que respecta a Riaza debería intentar, igualmente, ponerse al pairo, y callarse. Pero no hay manera de que lo haga y los que, quizás, se aprestaban a los corteses aplausos, se quedan sin saber si ha llegado la hora de hacerlo. Todavía pretende enjaretar la última traca, alegando que la tiene prometida de antiguo. No para hablar de

196 las vanguardias comparadas sino de la vanguardia monda y lironda y de su inevitable fracaso, sea en cualesquiera géneros literarios y en el lugar y el tiempo en que aparezca. La tragedia de los neologismos es que se encuentran encadenados a los logismos aunque intenten desesperadamente escapar de los mismos. La tragedia de lo nuevo es que se encuentra encadenado a lo viejo. La tragedia de la vanguarddia es que se encuentra encadenada a la retaguardia. La tragedia del len­ guaje es que se encuentra encadenada a lo que dispusieron los ante­ pasados sobre la relación de las cosas con las palabras, sepultas al efecto en los cementerios llamados diccionarios. La tragedia de la vida es que se encuentra encadenada con la muerte. A no ser que las cadenas se rompan y se conquiste aquello a lo que aspiraba desespe­ radamente Beckett y que se dejó un tanto en el aire, sin decir de qué se trataba. Se conquiste, con cierta antelación, lo que, según Hamlet, nos llegaría en el después, impepinablemente y de regalo, sin esfuer­ zo alguno para conquistarlo. Se conquiste el Silencio. Y, ahora, sí que sí, ha llegado el momento de agradecer los corteses aplausos. O el silencio.

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MI GENERACIÓN REALISTA

José María Rodríguez Méndez

“Tras de la generación realista no ha surgido otra con intención aglutinadora, igual talante estético común e incluso motivos temáti­ cos tan similares”. Así define a mi generación realista el maestro César Oliva, que ha estudiado en profundidad esta generación, que se abre en 1949 con la obra del recientemente fallecido Antonio Buero Vallejo Historia de una escalera, y que tal vez se cierre también con su última obra Viaje al pueblo desierto. Pero tal vez antes de entrar en la exposición de las intenciones y resultados de lo que se conoce como Generación Realista, habrá que hablar una vez más de lo que ha sido y es el realismo literario en España. No siempre, pese a que lo mejor de nuestra literatura es la realista, se ha mirado con buenos ojos. Más bien se ha mirado como algo de segunda categoría y con no poca desconfianza. Ante la reali­ dad (adequatio intelectus rei, adecuación del intelecto al mundo de la realidad) siempre se han levantado los libros de caballerías en for­ ma de invenciones de mundos, de lenguajes, de ideas. En suma, frente a la realidad, se ha construido siempre una vanguardia más o menos estética y formalista. Cuando, sin embargo, es posible que no haya cosa más vanguardista que el decir, o intentar decir, la verdad, la pura verdad de lo que vemos y nos rodea. Vanguardismo y peligroso vanguardismo es éste, aparte de que la realidad es infinita y nunca llega a agotarse. Lo que sucedió es que cuando apareció un nuevo realismo teatral en la segunda mitad del siglo que ha terminado, a los componentes de esa generación nos interesaba primordialmente hablar de la reali­ dad que nos rodeaba, de lo que estaba simplemente sucediendo. Y así, el teatro de la generación realista fue, principalmente, un teatro de perdedores y de marginados de una historia oficial plagada de gestas “históricas” y pronunciamientos grandilocuentes, como había sido la tradición del teatro habitual no sólo en España, sino también en Francia o en Alemania. El teatro de Buero Vallejo -desde la historia aquella en que unos vecinos de una casa de vecindad que han ido conociéndose a través de una escalera contaban la historia de los continuos descalabros sociales y morales que tienen que ir asumiendo- exhibía la dureza de la vida en aquella sociedad popular, la española, que contrastaba duramente con la sociedad del poder o adscrita a ese poder que va subiendo en estimación material y hasta espiritual. A este propósito habría también que hablar de una obra de la que no se habla pero que casi coincidió con Historia de una escalera, y fue aquella obra de Benavente titulada La honradez de la cerradura, que fue un alegato tremendo contra los indeseables que se hicieron ricos gracias al lla­ mado estraperlo. Quiere decirse que con Buero empezó a escribirse la intrahistoria, esa corriente subterránea que como un guadiana ha ido corriendo y surgiendo desde los tiempos de La Celestina, a veces enmascarada por la retórica de Calixto y Melibea. Claro que no sólo la marginación y los perdedores de la sociedad y de la historia fueron los motivos de esta dramaturgia social realis­ ta. También se unió a ella el didactismo brechtiano que late en las obras de casi todos ellos, así como el fenómeno del existencialismo francés de Sartre, de Camus y de Marcel. Yo recuerdo frecuentemen­ te los artículos que Alfonso Sastre escribía en aquella revista univer­ sitaria titulada La Hora, artículos encabezados por el título general de “De Sartre a Sastre”, en los que se nos informaba de una manera solapada de las obras que en el país vecino se iban estrenando y que naturalmente nos estaban vedadas por la censura. El mismo autor, Alfonso Sastre, se iría convirtiendo en uno de los puntales del realis­

200 mo dramático español, cargado de una crítica contundente, siguien­ do los postulados de la filosofía sartriana. Llegó incluso a formarse un grupo denominado “Teatro de Agitación Social” en el que se pre­ tendía sacudir conciencias y posturas mediante el realismo del so­ cialismo marxista. Y cuando ya entrados los 60 se forme un Grupo Realista más moderado, que ponga en escena unas cuantas obras como El tintero de Carlos Muñiz, junto con algo de Pirandello para disimular, y alguna otra obra de Alfonso Sastre con el antecedente de Buero, creo que ya tenemos lanzado a la palestra el grupo que José Monleón llegaría a bautizar como “Generación Realista”, y que a mí me parece muy bien denominado, porque por la edad y por la convi­ vencia en una realidad común, creo que así puede denominarse, aun­ que el realismo de todos nosotros fuera evolucionando, porque la realidad es infinita y porque el arte admite distintos y variados ángu­ los. El mismo César Oliva escribiría su tesis doctoral acerca de la evolución que el realismo de estos autores fue experimentando al compás de los tiempos y los acontecimientos. La fructífera realidad favoreció el despliegue de un puñado de autores que hasta el final, es decir, hasta hoy, no han abjurado de los postulados realistas del teatro español, aquellos que están ya inscri­ tos en La Celestina y se han continuado en otros autores más jóvenes tras el salto de aquella generación vanguardista que pretendió conso­ lidar Wellmann. En el mejor de los casos, como digo, era la postura ética lo que nos caracterizaba y definía. Y luego estaba lo que César Oliva llama “la impermeabilidad realista de los primeros años de la generación, desde Buero Vallejo, el más fiel seguidor de sí mismo, hasta Martín Recuerda o Rodríguez Méndez, que en no pocas ocasiones rechaza­ ron incluso con rotundidad las influencias llegadas del exterior”. Se debe referir a lo que Martín Recuerda quiso bautizar con el nombre de “iberismo”, para caracterizar un talante o, más bien, un impulso para la creación. Pero tal vez no sea exactamente así. Creo que a ninguno de nosotros se nos podría acusar de xenofobia literaria pues, al perseguir fundamentalmente la verdad, que es lo que persigue cual­ quier escritor honesto, no podía estar ajena a nuestra obra lo que influía en aquel momento, y están claras las influencias en todos

201 nosotros de Brecht, Williams, Miller, Sartre, etc. Lo que pasa es que más patente tenía que ser en nosotros la gloriosa tradición del Siglo de Oro español, de los entremeses cervantinos y de los sainetes populares del XVIII y XIX, que la última aventura de un vanguardismo forma­ lista que estuviera de moda. En todo caso ningún escritor que lo sea realmente tiene o debería tener vocación de mero epígono. Lo que pasa es que en ningún caso -y sigo citando a Oliva- esta generación perdió del todo su origen realista. Lo cual es verdad. Creo que no había tiempo que perder en esas invenciones de lenguaje y esa “imagi­ nación” tan buscada por los más novedosos que nos siguieron. Volviendo a nuestras pretensiones, nos preguntamos ahora, ya prácticamente liquidada la generación realista: ¿qué pretendíamos nosotros con eso de hacer realismo para buscar la verdad? Nosotros queríamos hablar de los hechos y los problemas coti­ dianos con su correspondiente carga crítica, y hablar claro está de personajes vivos y corrientes. Algo que sucedía también en Italia con el neorrealismo cinematográfico y ocurría también en la Francia existencialista y continuaba en Alemania con Bertold Brecht y sus sucesores. Quiero decir que no dejábamos de estar, pese a la dictadu­ ra que padecíamos, conectados a todo un mundo de ideas y vivencias que componían una era histórica. De manera que a través de nuestro teatro, por ejemplo, pudiera reconstruirse la intrahistoria de nuestro tiempo con lo que parece ser, como dice muy bien César Oliva, que nuestro aglutinamiento y nuestros motivos estéticos, más o menos comunes, hayan sido suficientes para perfilar lo que se entiende por una “generación”. Lo malo es que, si escribir así, crear así, supuso enfrentarse peligrosamente a los sistemas políticos, también, sin quererlo, nos vimos opuestos por algunos críticos a otras generaciones más “ima­ ginativas”, calificándonos a nosotros, los realistas, de moralistas, tes­ timoniales, éticamente correctos, etc. Pero como siempre dejando bien sentado que literariamente, que para ellos era lo importante, dejábamos mucho que desear y que nuestro destino no podía ser otro que el costumbrismo garbancero, lo que ya se había dicho de Galdós. Pero a nosotros nos insultaron más, nos dijeron que éramos la “Ge­ neración de la berza”.

202 Tras de nosotros venían los escritores de la “imaginación”, los del boom hispanoamericano, los vanguardistas, los de la invención del lenguaje, etc., y aunque nosotros no teníamos nada contra ellos, el caso es que supuso aquella moda literaria un freno, poderoso fre­ no, tal vez más fuerte que el que nos ponía el sistema dictatoria] que nos rodeaba. ¿Qué pretendíamos? Pues contestando un poco presuntuosamen­ te podíamos decir lo que aquel no menos pedante principito de Dina­ marca denominado Hamlet dice: “¡Maldición, el mundo es un caos y yo he tenido que venir a poner orden en él...!”. Y la verdad es que nuestra generación había recibido una herencia verdaderamente caó­ tica, aunque no creo que las generaciones siguientes, incluida la ac­ tual, recojan algo mejor. Nosotros creíamos tenerlo todo perdido, pero teníamos una ventaja: que nos parecía que podíamos hacer algo por un mundo futuro, solidario, humanista, etc. Habíamos salido de una guerra civil verdaderamente dura, algunos habían intervenido en ella, como el propio Buero, y los demás habíamos asistido en la reta­ guardia a sus secuelas de hambres, bombardeos, asesinatos, perse­ cuciones y demás. Yo recuerdo que en mis años de bachillerato, cuan­ do la segunda guerra mundial estalla en Europa y el Eje vencía en todas las fronteras, estábamos convencidos plenamente de que noso­ tros teníamos claro un destino: el frente de batalla, y nos veíamos arrancando con los dientes la cinta de la granada de mano. Y así se nos educó castrensemente, acostumbrándonos a la milicia, seguros de que una tercera guerra mundial era inevitable. Carlos Muñiz ha­ blaba algunas veces de sus andanzas de niño por lo que habían sido o eran campos de batalla, rebuscando proyectiles y chatarra bélica... Por eso, ¿cómo íbamos a preocuparnos solamente de la estética como los que nos siguieron cuando ya todo parecía aquietado? Talante ético, dijeron. Porque teníamos la pretensión de abrir los ojos críticos de nuestros semejantes. Pero era porque creíamos en ellos y en una posible salvación. Porque, claro está, la realidad es como el mar y vuelve a llenar los espacios que se han pretendido hacer y, por consiguiente, tras aquella generación llamada “underground” o “neosimbolista”, han ido apareciendo nuevos y jóvenes autores realistas como Antonio

203 Álamo y sus interesantes interpretaciones de personajes realmente históricos, que han vivido y que no son símbolos, en Los borrachos, o el desfile de figurones de la política internacional en Los enfermos; Paloma Pedrero y sus personajes noctámbulos bajo la luna alegre de los parques y los suburbios; Ignacio del Moral, Ernesto Caballero, Onetti. Una nueva generación que se orienta al mundo real y practica la adequatio intelectus rei. Puede que estos nuevos autores atisben una nueva realidad, un ángulo realista que abra nuevas perspectivas críticas o poéticas. Como sucedía en nuestra generación en la que la acotación, o mejor dicho, el asedio constante a la realidad que nos circundaba, estaba lleno de matices poéticos. Puesto que a la dura crítica de Alfonso Sastre, ha­ bía que enfrentar la poética crítica de Martín Recuerda que ponien­ do, por así decirlo, un poco de orden en la desmesura lorquiana, en el mundo poético de su paisano granadino, revivía la historia de Mañanita Pineda en Arrecogías del Beaterío de Santa María Egipciaca, dando una nueva dimensión a la historia granadina, del mismo modo que había acertado a crear el clima bélico civil en La llanura, o el amortiguado dolor de los perdedores en El teatrito de Don Ramón y en Las salvajes de Puente San Gil. Preocupados por nuestra historia estábamos todos los de la generación realista y qui­ simos aportar nuestra visión personal o nuestra intrahistoria de per­ dedores. Tal hizo Buero con sus historias de Velázquez (Las Meninas) o con El concierto de San Ovidio; y Carlos Muñiz en La tragicome­ dia del Príncipe Don Carlos; y yo mismo al estudiar el mundo de la restauración borbónica a través de sus marginados, el desastre del 98, las épocas de la dictadura primorriverista y las causas de la gue­ rra civil en obras como Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga o el año 1898, Historia de unos cuantos, Vagones de ma­ dera o Flor de otoño. Para contrarrestar la visión heroica de los triun­ fadores nos entregamos a bucear en la intrahistoria, por lo que pedía­ mos el testimonio de todos los perdedores que en nuestra historia han sido. Pero pese a nuestros fallos, que los ha habido como es natural, no cabe la menor duda de que nuestro realismo ha alcanzado, como dice el maestro Oliva, una cierta coherencia y, si no puede mostrar

204 grandes resultados artísticos o por mejor decir estéticos, sí que pode­ mos decir que hay algunos resultados humanos dignos de tenerse en cuenta, como puede ser en caso de Lauro Olmo y su obra La camisa, donde aparece ese personaje inédito, y que tanto dará que hablar después, del emigrante. El emigrante que tiene que abandonar su tierra para poder subsistir en el extranjero con todo lo que ello supo­ ne. El emigrante no había sido más que un elemento folklórico, has­ ta que Lauro Olmo mostró la humanidad de la tragedia. ¿Qué hubiera sido del majo dieciochesco si Ramón de la Cruz o González del Castillo no lo hubieran tratado en sus sainetes y entre­ meses? ¿Qué hubiera sido del Lazarillo de Tormes si un escritor no lo hubiese descubierto entre los callejones de la vieja Castilla? ¿Y tantos picaros como arrastraron su vida en un mundo que no estaba hecho para ellos, como es el mundo de La Celestina, ese mundo secreto y recóndito? Nosotros quisimos presentar, poner ante las candilejas, el mundo de los perdedores, no sólo de nuestra época, sino de épocas prece­ dentes para que viéramos lo que sucedía. Porque como dice Shakespeare: “El teatro, una de las cosas que traduce, es el atribula­ do corazón del hombre”.

205

[MI TEATRO]

Miguel Romero Esteo

Buena tardes, tengo un resfriado bastante fuerte y he venido de casa así, un poco como el oso de las cavernas. Estoy allí muy retira­ do del mundo, tengo una biblioteca con unos diez mil libros, estoy escribiendo mucho y estoy disfrutón. Ahora por fin estoy de escritor, que es lo que quería hacer cuando era niño; quemé veinte años de mi vida en esta universidad tontamente, ¿qué hacía yo aquí de profesor? Hice lo que buenamente pude. En fin, me iba a presentar. Empecé a escribir y quería ser escritor, pero estudié Periodismo y después Ciencias Políticas. Era el principio de los sesenta y, por aquellos tiempos, estaba muy politizado, era muy izquierdoso. Tra­ bajaba desde las seis de la mañana hasta las cinco de la tarde y luego me iba a la universidad. Me pagaba los estudios y los libros, lo que me ha hecho ser como muy independiente y un poco feroz. Este país no me ha dado ni un duro, y eso te hace ser un poco orgulloso y un poco intratable. A veces soy tratable, a veces soy intratable. Total, que me daban tres mil pesetas al mes y me podían echar al paro cuando me descuidara. Estaba trabajando con los yanquis de pinche en una cocina, luego pasé a la contabilidad y, finalmente, ya me metí de periodista en el Plan de Desarrollo. Podría escribir una novela sobre mis estudios de periodismo pues, por aquella época, trampeaba mucho. Quería ser periodista en el Hola o en el Diez Minutos, ganar un pastón, fotografiar a tías divinas y ligar lo que pudiese por allí. Así que me puse a escribir y he terminado siendo, más o menos, un escritor, aunque no me lo creo mucho. Ultimamente lo que escribo es mucho ensayo: Orígenes de Euro­ pa, Orígenes de España, Orígenes de Andalucía, Orígenes de Mála­ ga. Tenía una obra sobre Málaga a medio hacer, ¡Oh, Malaca!, que es la Málaga de los Tartesos 1000 años a.C. , y este verano la he terminado. Es un espectáculo muy bonito y muy simpático, con muchos iberos ligando a iberas, las iberas que se desnudan en lo arroyos, los Tartesos que llegan, un niño malagueño negro que busca a su madre, que es una mami malagueña negra guapísima, y que va a ser rey de los Tartesos, etc., etc., etc. Está bonito. Ahora he estado haciendo otro libro sobre los Orígenes de Euro­ pa-, tengo otros varios que irán saliendo. También he escrito narra­ ciones breves y poemillas muy simples. Creo que a mí lo que mejor me sale es lo que escribo como si fuera subnormal. Aquí al hablar de teatro voy a tener que decir cosas que son como grandezas megalomaníacas, teatrales, pero yo en teatro nunca me he creído un autor teatral, me siento como un infiltrado, como medio autor, me­ dio teatral. Sin embargo narrador sí me he creído, creo que la narra­ tiva se me da muy bien, creo que es lo mejor que escribo, me salen unos cuentecillos como subnormales con mucho talento. De vez en cuando la vena de talento se me va de cretina. Total que me pongo a escribir. Escribo una primera obra que se llama Pizzicato, el zorro y la lámpara de lechuzo. Como estoy muy politizado, la obra también está muy politizada, es como una especie de gamberrada, pero la escribo porque estoy muy concienciado con la izquierda. En el fon­ do, en ese tiempo soy un majaron muy inocente y quiero hacer un arte muy arte, que dure, que perdure, que no sea de consumo. Ya ha empezado un poco la masificación de la universidad; en el curso primero de Ciencia Económica, yo era un mil quinientos. Entonces en el Rectorado decidieron, en plan de sabiduría académica, dividir­ nos en tres secciones de quinientos cada una. Pero era lo mismo, un tortillón inmenso, donde el tío se ponía aquí abajo con el micrófono, y yo me ponía allí arriba con una novela a leer, en fin, cada uno hacía lo que podía.

208 Entonces escribí esto que yo creo que es bastante divertido. La historia es la de un estudiante universitario, un poco adicto a las teo­ rías del Ché Guevara sobre la guerrilla como un fermento revolucio­ nario que se comunicaba a toda la masa poblacional y que se llama­ ba técnicamente revolución en la revolución. Este muchacho univer­ sitario quiere hacer la revolución en la revolución. Es un niño bien burgués, de una familia burguesa con un gran chalé, con un papi y una mami que son unos señorones y que toman el té al estilo inglés. Un día, mientras están tomando el té con la novia del muchacho que es una pijilla que no es universitaria, aparece, de repente, (yo creo que es lo mejor de la obra) la pierna de un obispo que ha sido arran­ cada con un hacha, la han pasado por la barbacoa y se la llevan en una bandeja de plata para que se la merienden con el té inglés. Así que ponen la pierna del obispo, peluda y sangrienta, allí. Creo que es lo más gamberro de la obra. Pero detrás de esto, hay una meditación política: dentro de la iglesia, Juan Pablo I ha girado un poco hacia la izquierda, o hacia el centro derecha por lo menos, por lo que la iglesia y el Papa se están izquierdoseando un poco, y como este obispo, que es conocido de estos señores, ha izquierdoseado un poco, lo han matado. Total, que el niño quiere hacer la revolución, y la quiere hacer en su casa, aca­ bar con el padre y con la madre, fusilarlos. El padre y la madre tie­ nen conversaciones de rollo generacional, sobre que la juventud está muy loca, sobre la música rock, la revolución, etc. Entonces, para que el niño tome conciencia política de en qué mundo vive, una se­ mana lo tratan con píldoras laxantes y el niño tiene cagalera, otra semana con píldoras astringentes y el niño está estreñido, es decir, que es un estudiante universitario que tiene el culo prácticamente mártir. El muchacho estudia Medicina y, de vez en cuando, va por la facultad entre cagalera y cagalera con un esqueleto. Al esqueleto unas veces lo llama la muerte canina y otras veces lo llama la universi­ dad. Esto tiene cierta mala idea por mi parte, ya ha empezado la crisis de la universidad que sigue hasta ahora con la masificación. Cuando el niño dice que quiere acabar con el capitalismo burgués y con la burguesía, y con el padre y la madre, cogen al muchacho entre el papá, la mamá, la novia pijilla, los padres de la pijilla, un profesor

209 universitario y unos policías y le dicen que le van a hacer un lavado de cerebro para integrarlo en la sociedad. El lavado de cerebro consis­ te en que le bajan los pantalones y los calzoncillos y le ponen una lavativa de agua caliente y, luego, intentan meterle por el trasero la guía telefónica, el Derecho Mercantil, el Derecho Civil, el Anual de Banca y Bolsa, y cuando el universitario tiene el trasero realmente hecho ya una pura calamidad, cae el telón y acaba la obra. Yo creo que es bastante divertida. Como veis va del problema universitario y, como estoy aquí en la universidad, creo que es bueno sacarlo ¿no? La envié a un concurso muy izquierdoso en San Sebastián, y les debió parecer una gamberrada, aunque una gambe­ rrada con mucho arte, muy simpática; pero, ¿qué hay detrás? Pues detrás de esta obra está, por un lado, la masiñcación de la universi­ dad, y, por otro, que la universidad masificada se ha dividido, en gran medida, en extrema derecha y en extrema izquierda. Este mu­ chacho, que es de extrema izquierda, es delirante. El final de la teo­ ría del Ché Guevara es lo de la ETA, una minoría iluminada y mesiánica, que realmente va a contagiar un fermento. O sea, que la obra es gamberra pero no lo es del todo, hay una meditación, porque aunque estudié mal Periodismo, Ciencias Políticas lo hice muy bien. Detrás de todo esto está el filósofo marxista heterodoxo Herbert Marcuse y su famoso libro de principios de los años sesenta Eros y civilización. Este hombre es un marxista evolucionado y heterodoxo, que dice que lo que diría Carlos Marx es que la revolución con base en el obrero ya ha pasado a la historia, porque eso es muy de princi­ pios del siglo XIX; que realmente los obreros están llegando a la clase media, sus hijas están estudiando bachillerato, algunas van a la universidad, tienen su cochecito, quieren un apartamento, e incluso quieren una parcelita para sembrar árboles, y que ya no están para el aventurismo de la revolución, para destruir todo el sistema y empe­ zar de cero a ver qué pasa. Y entonces dice que el fermento para transformar a la sociedad ya no son los obreros, sino que son los estudiantes universitarios, y claro, los muchachos universitarios lo leíamos y se nos caía la baba, decíamos que éramos los héroes que íbamos a transformar el mundo. También Marcuse dice que a la ju­ ventud hay que quitarle la miseria sexual y darle permisividad sexual

210 porque, realmente, el control de los órganos genitales significa eco­ nomizar energía para la producción y que hay exceso de producción en las sociedades capitalistas postindustriales, y que entonces ya no hay que ser tan duro en la represión sexual de la juventud, sino que hay que ser permisivo. Entonces, los estudiantes estábamos muy con­ tentos con esto, es decir, éramos los auténticos revolucionarios y además íbamos a ligar como locos porque realmente Marcuse nos dice que eso es lo que tenemos que hacer. Esto es un poco lo que hay detrás de Pizzicato, el zorro y la lámpara de lechuzo. Luego sigo con los marxistas heterodoxos y escribo una obra un poco inspirada en La revolución sexual de Wilhelm Reich. Este fue un marxista heterodoxo al que echaron del Partido Comunista. Nor­ malmente a estos marxistas heterodoxos los echaban de allí. En gran medida yo estoy con unos pocos estudiantes que estamos en una onda que se llama de Nueva Izquierda. Somos cuatro gatos mal mirados, que leemos a Foucault, a Roland Barthes, a Marcuse, lee­ mos lo que podemos y, un poco en esa onda, yo estoy cogido de la Nueva Izquierda, de los renovadores. Por fin han llegado los míos con esto de Rodríguez Zapatero, tarde han llegado, pero algo es algo. Este país lo tiene muy duro con la renovación. En fin, yo estoy allí y creo que Madrid es una jaula de fieras, en la que todo el mundo es más o menos trepa. Además todo es cutre, el fascismo español es muy cutre porque, además, una cosa que deben saber ustedes del fascismo español es que el fascismo español iba muy de izquierdas, era como la tercera vía, anticapitalista, antiburgués, anti Washington, antimperialismo americano, antieuropa, antipapa, \ojú\ Eran fachas perdidos de extrema derecha y parecían de extrema iz­ quierda. \Ojá, qué gente más viva, más espabilados! Juegan con todas las cartas de la baraja, van de extrema derecha pero dan una imagen de extrema izquierda, había que andarse con mucho cuidado. Entonces, escribo esta obra que se llama Pontifical. Se hizo como una cosa clan­ destina y se la apropió la censura. No me había atrevido a enviar a la censura el Pisicato, el zorro y la lámpara de lechuzo, pero ésta sí la envié. Después la envié a Sitges y la echaron fuera, pero la parte izquierdosa del jurado me dijo que la volviera a enviar al año siguien­ te, y así, en el sesenta y seis, la volví a enviar y la volvieron a echar

211 fuera. El alcalde era un facha perdido, posiblemente iba de izquierdas, iba de antiburgués, anticapitalista, antipapa, antitodo. Carlos Marx ya dijo que España y Rusia eran países muy primitivistas y que cualquier rollo de evolución política era una evolución fatal. Pero Pontifical, ¿qué es Pontifical? Pues es un parque zoológico como el que había en Madrid, que no era de estos parques que hay ahora con árboles, donde las fieras están al aire libre, eran muchas jaulas y en cada jaula una fiera, en una jaula un tigre, en una jaula un león,... ése era el parque zoológico de Madrid. Yo había pasado por allí de vez en cuando y estaba muy solidarizado con lo de las fieras. Parece que era demasiado izquierdoso porque era solidario hasta con las fieras. Total que se me ocurre hacer una obra sobre eso, sobre el desa­ rrollo económico en el que entra el parque zoológico, pero claro, el desarrollo económico en un parque zoológico son más jaulas y más fieras y, a ser posible, muchísimas jaulas y muchísimas fieras, así que los barrenderos del zoológico dicen que no, porque están hartos de limpiarle la mierda a las fieras y, para ellos, el capitalismo zooló­ gico es un capitalismo de mierda, y están hartos. Entonces, los man­ dos sindicales dicen que sí, que tienen que hacer la revolución. A todo esto, el problema que tiene el zoológico es que la gente paga más si ve al elefante con la elefanta, así que tienen que copular y la elefanta se queda preñada y pare elefantitos, pero el elefante tiene un problema en el pito y llaman al veterinario que dice que hay que circuncidar al elefante. Cuando llega el veterinario trae un falo muy grande para practicar un poco, pero le meten prisa porque va a venir el obispo a las nuevas instalaciones del parque zoológico. Esto realmente pasaba en Madrid, venía el obispo y bendecía como si tal cosa. Igual que en la obra anterior, en el trasfondo de ésta también está una iglesia católica izquierdosa, aunque aquí es más bien derechosa; hay que repartir a un lado y a otro, hay que ser ecuá­ nime. Así que viene el obispo y los barrenderos inician una revolu­ ción violenta para acabar con todas las jaulas y las fieras, y con el capitalismo y todo el desarrollo económico. De alguna forma, lo que ellos defienden en su delirio también es de extrema izquierda, de­ fienden el anticapitalismo, la descapitalización, ni más fieras ni más jaulas, pero los mandos sindicales dicen que no, y los barrenderos se

212 pelean con ellos y empiezan la revolución. A todo esto, el veterinario está con los técnicos para circuncidarle el pito al elefante, pero se equivocan y lo que hacen es que le circuncidan la trompa, que se le desangra, y entonces el elefante muere y, mientras se escuchan los barritas, aprovechan para hacer la revolución en el parque zoológi­ co, y aparecen con sus escobas cantando la revolución. Los mandos sindicales, que son como una izquierda moderada, son totalmente desbordados por esta izquierda de los barrenderos con sus escobas hartos limpiar, de las fieras y de las jaulas. A todo esto, ha llegado el obispo para bendecir con unos canóni­ gos y también han llegado el gobernador civil y el alcalde. Entonces, aparece un falo enorme, de la anchura de todo este tinglado, que va avanzando desde el fondo del escenario y destruye la luminotecnia, los decorados, destruye al obispo, a la mecanógrafa, a los barrende­ ros, a la revolución, destruye todo. Es un inmenso falo de diez me­ tros de ancho por treinta o cuarenta de largo, que avanza sobre el patio de butacas y aterroriza a los espectadores, y algunos técnicos del zoológico le disparan, lo desinflan y muere. Mi idea sobre el desarrollo, el capitalismo y todo esto sigue siendo ésa, que cada vez hay más jaulas y más fieras, y que a dónde vamos a llegar. Esto es, como la otra, una gamberrada. La tercera que escribí se llama Patética de los pellejos santos y el ánima piadosa. Son dos estudiantes universitarios que abandonan la universidad, la revolución política y la revolución social, y se van al Himalaya y dicen que lo que hay que hacer es la revolución interior del alma, buscar la paz interior, autorealizarse uno mismo, seguir la mística y el misterio del universo. El se llama Pataleta y ella Patale­ ta. Lo más bonito de esta obra es que todos los personajes son subnormales y lo que hablan normalmente son cretinadas. Se me presenta un problema cuando los especialistas académicos se en­ frentan con esta obra y dicen: “Esto es una cretinada”. Claro, si es que son unos cretinos. Así que Pataleta y Pataleta se van al Himalaya a buscar la paz interior en plan hippie: las flores, la paz del alma, el misterio del universo. Allí caen en manos de un gurú hindú muy gordo, muy comilón, que come como una bestia, y que les habla de la mística de las flores y la mística de la miel, la filosofía de la miel

213 que nos da la dulzura del alma; pero hay otro gurú que es vegetaria­ no, que come lechuga, que dice que para entender la mística del uni­ verso lo que hay que hacer es tomar vinagre en las ensaladas, es decir, comida a la vinagreta, que el vinagre te da conciencia de en qué mundo vives, un mundo áspero, un mundo agrio, un mundo des­ agradable en el que la gente se muere de hambre. Total, que quieren violar a la chica en un campo de flores con girasoles enormes, allí está la gran tinaja de vinagre y al gurú avinagrado, porque es el gurú izquierdoso, lo meten en la tinaja, lo ahogan y se baja el telón. Bue­ no, también es una gamberrada, pero tiene cierto encanto. Luego ya no sé qué escribir y pasa el tiempo. Yo odiaba la facilonería porque mi vida era muy dura, tres mil pesetas para todo el mes y estar en el paro en cualquier momento, ustedes me dirán. Si mi vida era dura, mis obras serían duras y los lectores de mis obras, los espectadores y los lectores profesionales que son directores de teatro tendrían que apechugar con la dureza de la obra, es decir, iba a hacer obras duras, erizadas y ásperas. Para lograr esto, lo que hacía, en lugar de una obra unilineal, era una plurilineal. Como bien dice el profesor Aullón de Haro, yo en la obra prodigo mucho lo que en informática se llama ruido, es decir, las interferencias parasitarias. Todos los argumentos están llenos de interferencias parasitarias, con lo cual, en la lectura uno se hace un lío porque realmente nunca sabe por donde va. A mí lo que más me apasiona del teatro son las acotaciones. Siento vergüenza cuando me llaman autor teatral, yo no me acabo de sentir autor teatral, es decir, soy como un aventurero en el teatro, como un intruso o algo así, medio autor, medio teatral. En realidad, las obras las escribo para mi disfrute, disfruto escribiéndolas y realmente es­ cribo un espectáculo muy bien hecho, el espectáculo que a mí me gustaría hacer sobre esos temas. A las acotaciones las contagio de las cachondadas y, si los diálogos son cretinos, las acotaciones que ex­ plican lo que pasa en la escena son acotaciones disfuncionales que también están llenas de cretinadas, se contagian del diálogo y real­ mente son, como dice alguno, como novelas teatralizadas o cosa así. A veces las acotaciones pueden tener cuatro o cinco páginas, y así, estoy muy entretenido, disfruto escribiendo cretinadas en las acota­

214 ciones y, claro, un director teatral lee una acotación con cuatro pági­ nas de cretinadas y no sabe como ponerlas en el escenario. Cuando tradujeron Pontifical al alemán, que acaba diciendo: en ese momento terrible cuando revienta el gran falo [...], miles de cuervos se lan­ zan sobre la sala y le arrancan los ojos a los espectadores, el traduc­ tor de la lengua alemana me dijo: “Señor Romero realmente eso es muy atrevido y muy temerario porque, técnicamente, es casi no rea­ lizable, pero creo que se podía intentar”. Así que sí, se interesaron por la obra, la tradujeron al alemán y me dieron treinta y dos mil pesetas. Creo que el mayor dinero que he ganado con el teatro. A partir de aquí imprimen Pontifical en una imprenta clandestina por­ que estaba prohibido por la censura, y se vende por aquí, por allá, a los nuevos autores, a los grupos de teatro, etc. Luego, ya más calmadito, escribo Parafernalia de la olla podri­ da, la misericordia y la mucha consolación. Es como una parábola de España y del fascismo español. Este país es un país que tiene tela marinera y sigue teniéndola, un país bastante cutre. Sin democracia o con democracia, esto no se acaba de arreglar. Hay un dato relevan­ te: somos, según estadísticas, el país que menos lee, tenemos el nú­ mero uno de Europa en volumen de libros publicados, el número uno también en volumen de traducciones hechas, pero el último en volumen de lectores. Un poco, éste es el país. Lo de la obra es un manicomio, llevado por unas monjas, donde los cocineros hacen rituales. Entonces llega un aprendiz nuevo y jo­ ven, como de Nueva Izquierda o cosa así, un renovador que quiere cambiar las cocinas del manicomio porque todos los días sirven olla podrida. Olla podrida es un guiso castellano en el que echan de todo en una gran perola: nabos, puerros, coles, carne, pescado, chorizo, morcilla..., y todos los días van sacando cosas de ésas y, cuando lle­ vas quince días sacando cosas de ésas, está todo medio podrido. El muchacho dice que hay que cambiar un poquito la comida española y pasar, no digo a la dieta mediterránea, pero sí un poco a las ensala­ das. También hay un pinche de cocina, que por ser sólo un poquito renovador, pone a los otros histéricos. Total, que hacen allí unos ceremoniales con la viuda de un coci­ nero que se mató ahorcándose de una pata en vez de ahorcarse del

215 cuello, y que todavía sigue ahí colgado. La viuda anda por allí con negros crespones y se enamora del muchachillo, y el muchachillo de ella y, en los ceremoniales, cantan una canción que creo que es de lo mejorcito que he escrito, es como una metáfora de España. Dice: Gloria al garbanzo que es nuestra esencia, nuestro futuro, nuestra existencia, nuestro pasado, nuestro esplendor. Gloria al garbanzo, gloria y honor, gloria al garbanzo sin discusión, gloria al garbanzo, que siga la olla podrida, la gran garbanzada. Esto lo representó el grupo Ditirambo que hacía cosas muy raras. La obra fue a Sitges, lo que creo que fue un pequeño triunfo, y luego la pusieron en circuitos independientes de izquierda. Al final, al pinche de cocina que quería cambiar un poco la cocina mostrenca de la gran garbanzada españo­ la, lo sodomizan como al estudiante universitario, pero no lo violan por el trasero, sino por la boca, le meten un embudo y le echan mu­ cho zumo de tomate. El muchacho hace sus conclusiones mientras suelta zumo de tomate, y la gente ya no distingue si es sangre o zumo de tomate. Desde luego cantaban unas canciones muy bonitas y creo que esta obra me quedó bastante bien. Luego, hice Pasodoble que era, un poco, la lucha desatada entre el macho y la hembra, el hombre y la mujer. Ella es derechosa, él izquierdoso; se aman, se adoran, se casaron enamorados, pero ahora se quieren matar. Toda la obra cuenta como él quiere matarla a ella y ella quiere matarlo a él. Al final, hacen como una especie de pacto de convivencia porque se necesitan mutuamente y, entonces, parece que van a bailar un pasodoble que no bailan nunca. También son unos cretinetes, pero ya no lo son tanto; ya voy haciendo algo más natura­ lista. También funcionó bien porque lo llevaron por los teatros de izquierda, por los circuitos del teatro independiente y progresista. Lo mejor del espectáculo son los pasodobles toreros que yo elegía, sobre todo cuando él quiere hacerle daño a ella, que es una latifun­ dista, en su fe religiosa. Esto surgió porque fui a Extremadura y ha­ bía un latifundista que pegaba tiros en la nuca a los jornaleros, y tanto su hija como su mujer lo odiaban. Llamarlo fascista sería algo honorable, es un animal y un psicópata homicida. Todo esto es lo que está detrás de ese cortijo de Extremadura. En un momento dado él dice que el obispo que tiene allí en el palacio, que es un obispo

216 izquierdoso, es un santo varón, y ella, que no está de acuerdo, coge un cuchillo y se lo clava al obispo en mitad del corazón, y luego se pone a llorar diciendo que ha matado al santo de su devoción, y el marido la acusa de ser una víbora y una puta. Total, que después de esto escribo Fiestas gordas del vino y del tocino, y luego, una cosa de niños: Viaje en el mar. Los mitos del mar son algo muy bonito, muy lírico. Ahí no hay cretinadas, es ya un momento en el que acabo un poco con las cretinadas. Entonces ven­ go a Málaga, a la universidad, a dar clase como profesor. No había oído nada sobre los Tartesos, esa civilización que hubo en Andalucía pero, de repente, empiezo a leer mucho y se me ocurre hacer sobre ellos un gran ensayo, pero no me sale, intento escribir un gran poe­ ma, y tampoco me sale, así que al final escribo una obra de teatro, un tocho de unas quinientas páginas. Más tarde representan unas cuan­ tas páginas porque éste es un tocho que no se puede ni leer, es una reconstrucción de lo que hubo en Andalucía hace mil años, antes de su final cuando llegan los Cartagineses que son los que, según los expertos, acaban con los últimos Tartesos, esa civilización antiquísi­ ma, que es incluso citada en la Biblia en cuatrocientas ocasiones. A partir de ahí, gano el Premio Pablo Iglesias y me presento al Premio Europa y lo gano compartido. Algunos del Premio Europa lo llevaron a la antecámara del Premio Nobel en Estocolmo, y explica­ ron que podía ir con Cien años de soledad de García Márquez como obra extraordinaria y que España lo único que tenía que hacer era una traducción al francés o al inglés, y de ahí una traducción al sue­ co. Entonces, entraba por la vía extraordinaria de obra extraordinaria y yo me embolsaba los ciento setenta y cinco millones limpios y el Premio Nobel. Allí hubo algo feo por parte de España. Pero bueno, ya sabéis que este premio está muy desprestigiado, que se lo han dado a muchos cretinos. A mí que más me daba; ahí lo interesante era que a mí me dieran los ciento setenta y cinco millones. En fin, pusieron la obra como broche de oro para terminar la Expo 92 pues venían el rey y la reina. La iba a hacer un valenciano que estaba en Madrid que se llama... no lo sé. Total, que se quería gastar un presupuesto como de tres mil o cuatro mil millones, tal vez por eso la echaron del broche de oro. Cuando me preguntaron “¿Qué

217 opina usted, señor Romero, de este presupuesto, cómo cree usted que va a salir?”. “Una mierda”, dije yo, “cuando hay cuatro mil millones por medio, todos van a trincar; aquí se podía poner menos dinero”. Querían poner al orfeón donostiarra, dos orquestas con noventa profe­ sores de violín y violonchelo en el escenario y los bailarines. Entonces le dije al director que tenía una objeción técnica, “¿qué objeción técni­ ca?”, me preguntó el director. “Que si están en el escenario el orfeón, los profesores de orquesta y los cantores, dónde ponemos a las actri­ ces y a los actores ¿en el patio de butacas?” Total, al mismo tiempo quieren hacer un congreso sobre Tartesos muy académico y científico y me dan a mí la lista de todos los cate­ dráticos de protohistoria que van a venir. Cuando la vi, me di cuenta de que todos los catedráticos de la lista eran de los que decían que no hubo Tartesos, eran de los que sólo hablaban de fenicios, griegos y babilonios. Propuse dar una lista de los catedráticos de protohistoria izquierdosos que o admitían que hubo Tartesos o, al menos, que pudo haberlos, porque si no, ¿cómo se iba a poner Tartesos como origen de la civilización hispana? De hecho, fue un gran espectáculo del origen de la civilización hispana. César Oliva, en un libro suyo, dice que es una obra mons­ truo y que parece que es una ópera. Realmente es una ópera, hay muchos coros, muchos cantos, muchas danzas, mucho barullo. Es una épica donde se pelean los grandes machos, yo te mato a ti, tú me matas a mí. Hay un problema político que es el acoso al que está sometido el centro izquierda por la extrema derecha, la derecha, la extrema izquierda y los anarcas. Todos contra la opción moderada de centro izquierda con la que los Tartesos puedan existir sobrevi­ viendo pero, esa opción moderada y esa opción de centro izquierda, es batida por todos, es una tragedia y los grandes machos se matan. Los coros y algunos diálogos están hechos en lengua tartesia. La lengua tartesia existe y hay muchas inscripciones, el alfabeto es, más o menos, el nuestro, o sea, que transliterar el alfabeto tartesio al alfa­ beto latino es fácil, lo que pasa es que cuando se translitera de un alfabeto a otro, salen unas palabras que no se sabe que es lo que dicen. El único libro que vendí aquí de Tartesos en la librería Ibérica en calle Nueva lo compró un ancianito y, como al principio hay co­

218 ros en la lengua tartesia, lo devolvió al día siguiente diciendo que le devolviesen su dinero porque había empezado a leerlo y estaba en inglés. Después de esto, he seguido escribiendo Reyes tartesos, del que ya tengo un tocho impresionante, pueden ser cinco mil páginas. Tam­ bién los libros de ensayo: Orígenes de Europa, Orígenes de España, Orígenes de Andalucía, Orígenes de Málaga, Orígenes de Asia, que eso, aunque sea un poco medianero, un poco mediocre, son diez mil páginas, eso impresiona. Cuando ya escribes tantas páginas no se puede saber si aquello es mediocre, pero es impresionante. Yo mis­ mo me impresiono. Ahora, yo no las voy a leer ni loco porque soy muy mal lector. Cuando hay más de veinte, treinta, cuarenta páginas me lo pienso muy bien. De hecho, las correcciones de Tartesos no las he podido hacer, se las di a una chica para que ella corrigiera las erratas. ¿Leer­ me quinientas páginas?, si ya con ochenta estoy mareado. Cuando llegué a la página cincuenta o sesenta de La Regenta pensé: quita, quita. Y el Ulises de Joyce, famosísima novela, me costó cuatro años leerla y al final, ¿para qué? Ulises de Joyce ¿qué es? Una catetada de un cateto que va por Dublín por las tabernas catetas de borrachera en borrachera, se va con unas putas, no se come un rosco... ¡anda ya! Por lo menos, al final, hay un monólogo de una gibraltareña, muy española, muy caliente. Bueno, yo creo que ya les he contado suficiente, he cumplido mi tiempo, me siento por ahí o me voy a fumar un cigarrito. Muchas gracias.

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COMUNICACIONES

JERÓNIMO LÓPEZ MOZO: ÚLTIMAS TENDENCIAS (1990-2001)

José Paulino Ayuso Universidad Complutense. Madrid.

Vamos a suponer que a mediados de los años ochenta la aventura del llamado Nuevo Teatro hubiera entrado en un proceso de acaba­ miento, que tal cosa haya sido testificada por quienes formaban par­ te de ese movimiento; y que ello ocurriera sin que llegaran a realizar­ se las expectativas de los dramaturgos, desviada la sociedad y la po­ lítica institucional hacia otras tareas urgentes y otras preferencias culturales. A los diez años del comienzo de la transición, y ya asen­ tada la línea directriz de la cultura dominante, los presupuestos del Nuevo Teatro quedaban al margen y del mismo modo los autores que los habían promovido e intentado aplicar.1 En medio subsistía el reconocimiento ofrecido por los trabajos de Wellwarth y de Ruiz Ramón y el apoyo de las revistas críticas.1 2

1. Conviene recordar la complejidad del fenómeno en su momento, con una estética realista acomodada, otra realista crítica, el teatro de estética neovanguardista, en sus vertientes de ritual escénico o de juego, la relación con los grupos de Teatro Independiente y la adquisición de nuevos espacios para la representación, así como la importancia de algunos Festivales. Véase ahora el libro de Oscar Comago Bemal, La vanguardia teatral en España (1965-1975). Del ritual al juego, Madrid, Visor Libros, 1999. 2. George E. Wellwarth, Spanish Underground Drama, Pennsylvania, University Park and London, The Pennsylvania State University Press, 1972. Jerónimo López Mozo es estudiado individualmente en Francisco Ruiz Ramón, Historia del Teatro Español. Siglo XX. (a partir de la segunda edición, 1972, págs. 71-80), Madrid, Cátedra, 1981. Ante esta situación cabe lamentar que no se hubieran podido cum­ plir los deseos y proyectos de renovación que apelaban a tradiciones teatrales distintas de las vigentes; pero es necesario preguntarse tam­ bién por los elementos comunes y por los verdaderos trazos de cohe­ sión de ese movimiento y sus diferentes agrupaciones, tarea en parte realizada en manuales y libros de historia del teatro español, como los mismos de Ruiz Ramón y de César Oliva.3 También, aunque no se menciona a Jerónimo López Mozo, en el estudio de Angel Berenguer y Manuel Pérez.4 Pero es lícito también tratar de seguir esa historia después del límite señalado. Y ahora es necesario. Porque la actividad de un au­ tor como Jerónimo López Mozo no ha quedado encerrada en el pro­ ceso de esa agrupación, en la cual ha sido incluido con su propio testimonio, sino que es imprescindible atender a su obra como la creación individual de un escritor que ha tenido un empeño constan­ te en investigar las posibilidades del género, una constante autorreflexión acerca de la dramaturgia y, en los últimos años, un proceso de decantación y de concentración que le proponen como uno de los escritores teatrales más significativos e importantes del cambio de siglo. Que esto haya sido reconocido por los numero­ sísimos premios y, en particular, por el Premio Nacional de Literatu­ ra Dramática del año 1998 (a su obra Ahlan, de 1997) no deja de ser una corroboración externa, que suscita, sin embargo, la pregunta por las características de esta su particular escritura teatral. Se trata, por consiguiente, en este acercamiento, de analizar los rasgos propios de lo que -a mi juicio- constituye una época bien definida de Jerónimo López Mozo y que tiene su comienzo, y no por casualidad, en el momento de la crisis institucional del Nuevo Tea­ tro, es decir, en la segunda mitad de los años ochenta. Se cumple así

3. César Oliva, El teatro desde 1936, Madrid, Alhambra, 1989, dedica una amplia atención a este teatro y, en particular a Jerónimo López Mozo, en págs. 337- 339, 363 y ss. y 409-212. Hay que recordar también del mismo crítico El teatro de Jerónimo López Mozo. Análisis del Teatro español, Madrid, Ministerio de Cultura, 1980. Y véase María José Ragué Arias, El teatro de fin de milenio en España.fDe 1975 hasta hoy), Barcelona, Ariel, 1996. 4. Angel Berenguer y Manuel Pérez, Tendencias del teatro español durante la transición política (1975-1982), Madrid, Biblioteca Nueva, 1998.

224 una tarea que es también imprescindible: pasar de la historia del tea­ tro, desde sus configuraciones en grupos y movimientos, al análisis de los autores, para constituir un corpus crítico acerca de la literatura dramática que cada uno ha impulsado: no se trata de excluir ninguno de los aspectos, pero parece que este segundo ha tenido hasta el momento menor importancia. En el caso de López Mozo los trabajos de César Oliva y Ricard Salvat, entre otros, y, recientemente, la tesis doc­ toral de Carnien Perea5 han ofrecido un importante desarrollo teórico y analítico. Queda todavía abierta la posibilidad de acercamos hasta los años inmediatos (que descriptivamente ha comenzado a situar el prólogo, rico en noticias, de Romera Castillo6). Y quiero proponer como hipótesis que esos años de transición en los ochenta significan precisamente el eje de un cambio tal vez central en la obra de López Mozo, lo que finalmente nos permitiría hablar de dos largos y complejos ciclos, el segundo de los cua­ les -aún abierto y en evolución- se inicia al superar personalmente la decepción del fracaso colectivo y la desesperación de una escritura que había sido puesta en cuestión7 por causas que inmediatamente describiré. Esto nos deberá llevar a ver los trazos permanentes en su evolución (como él mismo ha cuidado de analizar en un artículo de Acotaciones8) y los

5. Ricard Salvat es otro de los directores, estudiosos y críticos que más interés ha demostrado por López Mozo. Véanse en particular los páginas que le dedica en las ediciones de Cuatro Happenings, Murcia, Cuadernos de teatro de la Universidad de Murcia, 1986, y de Yo, maldita india, en su primera edición en los Cuadernos de El Público, Madrid, 1990. La tesis doctoral de Carmen Perea, Jerónimo López Mozo: El teatro de la desilusión fue defendida en la Universidad Complutense en el curso 1999-2000. Es también una referencia necesaria su prólogo a La infanta de Velázquez, Santurce, Ayuntamiento, 2001. 6. José Romera, “Prólogo” en Jerónimo López Mozo, Combate de ciegos. Yo, maldita india. (Dos obras de teatro), Madrid, UNED Ediciones, 2000, págs. 9-24. 7. César Oliva escribe en su Prólogo a El arquíetcto y el relojero, Alicante, Ayuntamiento, 2001: “López Mozo se ocultó en el ninguneo de los autores; también hay que decir que lo ocultaron; como otros, dudó de todo, pero siguió escribiendo, alternando esa modernidad que se le exigía con su comprometido pasado... en vez de bajar la guardia, siguió con más ahínco. Se había dado cuenta de que el camino de Eloldes era el suyo. Después de atravesar el desierto del teatro blanco, sin color, olor ni sabor, se afirmó más aún si cabe en que en su propio compromiso estaba la solución” (págs. 7-8) 8. Jerónimo López Mozo, “La búsqueda del despojamiento”, Acotaciones. Revista de investigación teatral, 6 (2001), págs. 41-55.

225 nuevos procesos, que he dicho ya de decantación y concentración, como renovación de su escritura, más o menos equivalentes a lo que el propio López Mozo llama “despojamiento” o “sobriedad”, térmi­ nos todos que -ante la abundancia nunca reprimida de su produc­ ción- aún quedan demasiado generales.9 Ya en 1985 Alberto Miralles sentenciaba “El Nuevo Teatro Espa­ ñol ha muerto ¡Mueran sus asesinos!”10 11 Y al revisar las causas de ese fracaso, podía anotar dos series relacionadas: una de carácter socio- político, que tenía que ver con la relegación general del teatro frente a una política de prestigio cultural a corto plazo, promovida por la administración, la situación de un público más bien desorientado y, consecuencia de ello, la decepción recíproca de los dramaturgos y de ese público que esperaba obras que, por haber estado prohibidas, deberían ser buenas. La otra serie atendía al mismo hecho teatral: escasez de medios y pobreza de resultados en las representaciones, irregular calidad de los textos, crisis de los grupos que eran habitua­ les cómplices de los dramaturgos, desprestigio general de la van­ guardia de los años sesenta que había unido de nuevo la utopía del cambio social y la revolución cultural. Con todo ello, “desapareció la alternativa y con ella la posibilidad de una verdadera vanguar­ dia”... Y así, “en 1984 se llegó al índice más bajo de estrenos de autores españoles vivos”.11 De esta manera el llamado Nuevo Teatro Español no llegó a culminar su pretensión de ser el Teatro Alternati­ vo que la sociedad en cambio parecía necesitar.

9. Si parece un tanto exagerado o arbitrario reducir la compleja, extensa y variada trayectoria dramática de López Mozo a estas dos épocas, debo decir que no se trata de una reducción o simplificación que olvide los pasos intermedios, sino el modo de destacar la importancia y renovación de estos años, juicio que se apoya en testimonios ajenos y en el suyo propio, coincidentes en afirmar, al menos, un cambio en la dramaturgia del autor a partir de Eloldes. Véanse el Prólogo citado de César Oliva y el artículo de Eduardo Pérez Rasilla, “López Mozo, Jerónimo: Eloídes", ADE Teatro, 52-53 (1996), págs. 150-152. 10. Estreno, XII, 2 (1986), págs. 21-24. Alberto Miralles ha ido trazando la trayectoria contemporánea de este desencuentro y desencanto en varios artículos, por ejemplo: “Epílogo. De la agonía a la esperanza y se van a cumplir cinco años”, Primer Acto, 184 (1980), págs. 121-123; “La peripecia del desencanto en el teatro español: la culpa es de todos y de ninguno”, Estreno, VI, 2 (1980), págs. 7-10. 11. Ib., págs. 23-24

226 Y, sin embargo, esa tendencia alternativa perdura en el trabajo de los dramaturgos como López Mozo. Pero para ello tuvo que dar fe también del fracaso de las propuestas colectivas (del Teatro Indepen­ diente y del Nuevo Teatro) y superar el juicio negativo exterior que entonces se abatió sobre la función social de su obra y sobre al estética “simbolista”, alegórica y vanguardista que les caracterizaba. A este respecto, él mismo dijo y escribió: “...hoy, apenas diez años después de la inauguración de un nuevo sistema político, nuestros pronósticos [habría que decir también deseos o propósitos] y los de muchas perso­ nas que confiaron en nosotros, no se han cumplido”. Y al ocurrir la marginación y por ella el fracaso, “el argumento esgrimido por el sec­ tor más influyente de la crítica era que una vez concluida la etapa de oposición al franquismo quedábamos incapacitados para asumir las funciones que correspondían a la nueva situación”.12 En esta tesitura, ¿cuál era el camino que se podía seguir? Desde luego, la fidelidad a un compromiso renovador del teatro y crítico con la sociedad implicaba la ausencia de los escenarios convencio­ nales y más vinculados a las instituciones. Parece que de esto era bien consciente López Mozo en esos años, tal como muestra su diag­ nóstico del fenómeno que comentamos en el artículo “¿Dónde está el Nuevo Teatro Español?”13 De este texto es significativo, en primer lugar, el detenido análisis de las causas del fracaso y, entre ellas, la distinción entre el aspecto ideológico o sociopolítico y el aspecto estético y teatral; pero es también importante la reflexión implícita sobre la propia labor, con una reafirmación en la línea planteada, no exenta de cierto voluntarismo: “Quede claro que lo que escribimos lo hacemos por propia voluntad, que si concebimos el teatro de una forma determinada es porque entendemos que así podemos contri­ buir a la necesaria renovación teatral en nuestro país”. Y, sin embargo, la reflexión parece encaminarle hacia otra di­ mensión, que es la que justifica el planteamiento de estas páginas:

12. Jerónimo López Mozo: “Breve panorama del teatro español durante el postfranquismo”, Estreno, XIII, 2 (1987), págs. 25 y 26. 13. Publicado también en la revista Estreno, XII, 1 (1986), págs. 36-39 (y 35). En este tiempo hay otros trabajos del mismo tenor en otras publicaciones, Reseña, 171 (1987), y 184 (1988), por ejemplo.

227 más precisamente, hacia una autonomía de la creación dramática, fiel a sí misma pero desvinculada ya de la pertenencia a grupo y a tendencia que, en cuanto fenómeno colectivo, habían quedado defi­ nitivamente clausuradas.14 Aparecía ahora la necesidad de una redefinición personal (que en López Mozo es siempre fiel a su ori­ gen y a su doble dimensión crítica y experimental) ante el horizonte de la propia creación dramática: “Me pregunto, por si acaso se hu­ biera agotado, si no sería más correcto hablar desde ahora de dra­ maturgos libres de etiquetas globalizadoras”. Lo que López Mozo ha hecho, pues, es revisar el propio concepto de Nuevo Teatro y ponerlo en cuestión. La certificación va más allá del final de un proceso: duda de su existencia -más allá de un marbete de identificación colectiva- al llamarlo “fenómeno ficticio”. Esto nos permite abordar su obra des­ de el origen, con una perspectiva crítica particular, sin olvidar que es­ tuvo vinculada a ese movimiento autoafirmado y a una etapa de lucha antifranquista. Pero nos permite también pensar que, a partir de esta sospecha, que es una forma encubierta de afirmación, López Mozo se planteó escribir también un teatro “libre de etiquetas”. Y que eso abría verdaderamente una nueva etapa para su creación. Todavía en un texto muy reciente emite una queja acerca de la reducción crítica a que se le somete por vincularlo, sobre todo, con su etapa anterior de 1975 y a la creación de un teatro marcado por la

14. Respecto de la denominación Nuevo Teatro español, que estoy usando por economía, pero también por cierta fidelidad histórica, dice López Mozo: “denominación generacional que, por otra parte, muchos han rechazado y que yo mismo puse en tela de juicio hace algunos años cuando respondí a una encuesta diciendo que se trataba de un fenómeno ficticio creado por la existencia de un grupo de autores enfrentados a problemas comunes. La existencia de esos problemas, añadía, ha representado la imagen del grupo, cuando en realidad las diferencias entre nosotros eran abismales”, Estreno, XII, 1 (1986), pág. 39. La reflexión de López Mozo entre 1986 y 1989 se resume en los siguientes enunciados: negación de un grupo coherente que responda al nombre de Nuevo Teatro Español; sospecha del agotamiento de sus propuestas como algo que pudo ser y no fue (cambios de momento histórico); salida de los dramaturgos, de acuerdo con su propia estética individual; esperanzas, aunque de nuevo insatisfechas, en fórmulas como el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas. Con todo ello, cierta sensación de injusticia respecto de su pasado, a la que se suman las dificultades para entenderse con los “jóvenes profesionales” de los años ochenta o con grupos que olvidan el texto dramático.

228 sociedad de la censura. Desde que inicié la actividad profesional - escribe- “hasta la muerte de Franco sólo transcurrieron diez años. Diez años frente a veintitrés. Y, sin embargo, aquellos, que apenas representan un tercio del total, pesan como una losa”. Y añade significativamente: “Volviendo al presente, insisto en que siguen existiendo obstáculos que dificultan el trabajo de los creadores.

Tales obstáculos, cuya existencia niegan algunos porque ape­ nas son perceptibles, en el caso que nos ocupa, que es el teatro, es­ tán apartando a no pocos autores de su compromiso con la socie­ dad a la que pertenecen y convirtiéndolos en obsesivos contempla­ dores de su propio ombligo

Pero la justificación del cambio hay que encontrarla también en su propia obra dramática. Y, en primer lugar, en lo que escribe preci­ samente en este periodo de los años ochenta. Porque su producción (conocida y desconocida) nos señala en un sentido que implica clau­ sura y nuevo comienzo, cuyos rasgos más generales trataremos de concretar, aunque, en resumen, se pueden ya anticipar: en el punto de conexión del fenómeno teatral con el social, aparecerán nuevos aspectos vinculados a la crítica del sistema y de su realización, fruto de los cambios económicos y sociales en que se consolida la transi­ ción, con nuevos personajes víctimas y con el debate acerca de los discursos ideológicos; desde la perspectiva de su estética teatral, los textos parecen más autorreflexívos, es decir, frecuentemente metateatrales, y su investigación en las formas dramáticas se hará revisando e incorporando la historia misma de esas formas y mante­ niendo siempre una exigente construcción del texto. Dos son las obras que nos resultan de interés. La primera de ellas es su drama Yo, maldita india,'6 en el que parecen acumularse y culmi­ nar algunos de los procesos dramatúrgicos anteriores: complejidad 1516

15. Jerónimo López Mozo, “Teatro y silencio”. ALEC, 24 (1999), págs. 685- 686. 16. Escrita en 1988 y publicada en la colección de teatro de El Público en 1990. Recibió el Premio Hermanos Álvarez Quintero de la Real Academia Española en 1992. Las ediciones manejadas son las que figuran en las notas correspondientes.

229 del texto, tanto literario como espectacular, revisión de la historia y, en este caso particular, de un caso histórico convertido en mito y presentado en su vertiente conflictiva, gran alarde verbal y desarro­ llo de parlamentos, importancia de una escenografía cambiante y, además, como complemento, proceso de escritura que parte de una colaboración, hecho que está presente de distintas formas en la his­ toria de López Mozo como autor. Por otra parte, enlaza con la pers­ pectiva de la historia contada desde los débiles o las víctimas, juega con los aspectos de realidad y fantasía, historia y ficción, representa­ ción escénica y fantasmagoría mental, aspectos que encontrarán un amplio desarrollo posteriormente, como centro de su concepción tea­ tral en los últimos años. (En estos aspectos coincide también con otro texto coetáneo que contiene igualmente una propuesta de desmitificación. Me refiero a D.J., reflexión y crítica acerca del mito teatral de Don Juan Tenorio). Mi impresión es que Yo, maldita india puede verse como un cierre o mejor como la adecuada síntesis de muchos procesos dispersos en su obra anterior, y como reafirmación del valor del texto, ya que en esa obra “la palabra es algo más que una palabra de autor, pues llega a formar parte del argumento”, al convertirse Mariana {La Malinché) en el cauce de comunicación de las tres lenguas, culturas y etnias.17 Aunque no sólo, porque en ella se cumple también la unión física, biológica del mestizaje. Precisamente a partir de la década siguiente, Eloídes planteará un nuevo tipo de obra dramática, con lenguaje directo y seco, adhe­ rido como la piel a las situaciones del personaje que, a su vez, siguen un proceso discursivo lineal dentro de una poética que, en líneas generales pero no reductoras, podemos considerar realista, algo que es una incorporación en el caso de López Mozo. Y en este aspecto, a Eloídes le seguirá Ahlán. Aunque soy muy consciente de los rasgos de simbolización de oscuras fuerzas que proyecta López Mozo en algunas escenas y de la virtualidad mágica o poética de otras, así como de la elaboración lingüística y discursiva de un texto, de nuevo basado en la pura dialéctica verbal, como es El arquitecto y el reloje­ ro. Pero quede esto para otro momento y ocasión.

17. Jerónimo López Mozo, “La búsqueda del despojamiento”, cit., pág. 50.

230 Es posible que también esta tendencia esté influida -como reac­ ción creadora- por lo que él llama el realismo fácil e incluso degra­ dado de algunos autores de los años ochenta, de quienes había podi­ do esperarse otra andadura más arriesgada. Sin embargo, esta situa­ ción compleja, que he descrito antes, desembocó en un texto, escrito para su uso particular, y cuyo protagonista es el Teatro. De él sólo conozco lo que López Mozo ha contado y lo que puedo deducir que haya llevado a obras como El engaño a los ojos y La infanta de Velázquez. Ese texto es de 1987 y se titula Los personajes del drama. El conflicto estalla entre dos concepciones del teatro, mostradas en el escenario grande y en otro más pequeño que ocupa el fondo del grande y que reviste caracteres anacrónicos, como la presencia de la concha del apuntador.

En él se representaban, con decorados pintados, fragmentos del teatro que dominaba la cartelera: burgués, de la derecha, de tresillo... del teatro que yo odiaba. En el escenario grande habita­ ban mis autores queridos o sus personajes [Gómez de la Sema, Ionesco, Beckett, Mihura, Arrabal] Y yo, representado por un jo­ ven espectador que acababa desentendiéndose de lo que ocurría en el escenario pequeño para volcar toda su atención en lo que suce­ día a su alrededor. Disfrutaba escuchando a esos seres sorprenden­ tes y entrañables y acababa uniéndose, uniéndome a ellos...

Después de una pelea, en la que llegaban refuerzos de los nuevos autores, como García Pintado o Romero Esteo e, incluso, de Kantor y La Fura deis Baus, y se vencía a la prosa rancia y ramplona,

el joven debería estar satisfecho, pero advirtió que los nuevos in­ quilinos del escenario, convertidos en marionetas, no empleaban pala­ bras para expresarse. Así acaba la obra. Con la frustración del joven, con mi frustración ante el declinar de la oralidad en el teatro.

Tal es como -a la vista de los testimonios- se me ha presentado el proceso del autor en esos años cruciales. No estará de más, sin

18. Id., págs. 52-53.

231 embargo, hacer caso una vez más a la consideración de López Mozo, lo que nos llevaría a retrasar algo el punto de inflexión o de partida para situarlo en la escritura de otra obra de gran envergadura: Bagaje (1983). En cualquier caso, creo que de sus palabras no se deduce una visión fundamentalmente distinta de la esbozada:

Eran, aquellos años, de confusión y de chalaneo en procura de una transición pacífica. Para mí fueron años de relativo silencio porque la confusión también me alcanzaba. Escribí algunas obras, cinco o seis, de las que no reniego, pero que no me satisfacen ple­ namente. En 1983 concluí Bagaje, balance personal de lo vivido hasta entonces y punto de arranque de una nueva etapa que llega hasta hoy.

Los procesos de cambio suelen ser lentos y éste se realiza en un lapso entre cinco y siete años (desde Bagaje a Yo, maldita india), centrado en tomo a esa mitad de los ochenta para culminar en la década siguiente. En resumen, a partir de la conciencia de final de un movimiento que había sido también el suyo, del triunfo de un teatro de consumo con la recuperación de modos tradicionales y de un lenguaje colo­ quial, costumbrista y callejero, López Mozo plantea y comienza a escribir un teatro que acepta, como él reconoce, cierto tratamiento realista y que, por otra parte, reelabora la tendencia simbolista do­ tándola de un contenido más explícito y, sobre todo, de una dimen­ sión metateatral de gran densidad, en la cual confluyen y se integran teatro e historia, como en la otra vertiente se integran historia y tea­ tro. Quiero decir que estos son los dos vectores esenciales de las obras siguientes, de modo que en Eloídes o Ahlán se cuenta dramáti­ camente una historia, mientras en La infanta de Velázquez, por ejem­ plo, se teatraliza la historia reconstruida como un escenario o una representación. Del cúmulo de textos producidos por la fecundidad inagotable de López Mozo a partir de los años noventa, los más importantes, que han sido editados, reconocidos con premios y, hasta cierto punto,

19. Jerónimo López Mozo, “Teatro y silencio”, cit., pág. 686.

232 difundidos, son seis que pueden ser clasificados en tres grupos, a mi juicio:

Io. Dos obras de carácter social, estructura narrativa lineal y esté­ tica de un realismo que convendrá adjetivar luego. Sus perso­ najes son dos seres marginados, y su trayecto vital se escenifica como un viaje hacia el fondo: Eloídes (1990. Premio Herma­ nos Machado, 1992) y Ahlán (1995. Premio Tirso de Molina, 1996). 2o. Dos obras sobre las consecuencias morales del mal, que se convierten en un juego dialéctico entre la memoria y el olvi­ do, como posibilidades -auténtica e inautèntica- de vivir la historia desde el presente: Combate de ciegos (1997) y El arquitecto y el relojero (Premio Carlos Arniches, 2000). A su vez, estas obras incluyen explícitos homenajes teatrales que exigen una lectura intertextual de los diálogos y las didascalias. 3o. Dos obras sobre el teatro e, incluso, más en particular sobre el espacio escénico que se convierte en dramático y donde co­ bra presencia la historia, bien sea del teatro español mismo, y, más en particular, de algunos habitantes fantasmales que proceden de Cervantes mismo y de sus criaturas escénicas; bien sea de la historia de Europa, reconstruida como un juego de espejos y proyecciones, de la realidad y del arte.

De este modo se puede resumir el conjunto en términos de un tra­ yecto, realizado por varios caminos y con diversos lenguajes escénicos, que va de la realidad (histórica, por tanto colectiva) a la conciencia (sub­ jetiva e individual) y de la conciencia a la historia. En cualquier punto de cruce de este doble sentido aparece una obra actual de López Mozo, que nunca puede ser enteramente leída desde uno solo de sus extremos, aun­ que necesariamente uno de ellos sea el punto de enfoque o de partida.20

20. Una de las características que se mantienen en el teatro de López Mozo es el recurso a escenas de una gran crueldad, sea con violencia física, casi siempre, o psicológica. Parece que hay una denuncia constante en sus obras a la condición de violencia social que se esconde y enmascara en nuestras formas habituales de relación y que el drama muestra en su escueta y desnuda realidad, con una misión de conciencia y de depuración.

233 Y lo que actúa como catalizador para mostrar este punto preciso es el escenario, bien sea espacio que representa (sugiere o propone) referentes sociales y lugares reales; o bien ámbito de la conciencia, espacio de la representación interior y de la memoria. Aunque hay un caso atípico (en realidad por su doble valor semiótico). Porque, a mi juicio, el espacio dramático de El arquitecto y el relojero tiene la concreción de un lugar conocido y la ambigüedad y amplitud inconcreta de un espacio simbólico o casi onírico en su clausura y su desnudez, y con su pantalla de proyecciones (memoria) al fondo. En esta nueva etapa López Mozo ha verificado también algunas correcciones en su dimensión crítica, lo que podríamos considerar la temática de la que hablan sus obras y, a veces, de la que habla en sus obras. Creo que la necesaria oposición al franquismo con que se ini­ ció el Nuevo Teatro tenía como motivo principal (aunque no exclusi­ vo) la falta de libertad, y, más en concreto, la represión del pensa­ miento, de la opinión y de la palabra. Y esto vuelve ahora, aunque como motivo de reflexión del presente sobre el pasado, en El arqui­ tecto y el relojero. Es la llamada a mantener viva una memoria colec­ tiva acerca de la historia, que puede ser expulsada por las nuevas formas de autocomplacencia y de autocensura. Sin embargo, desde Eloídes y Ahlán la denuncia directa apunta también a la marginación, destrucción de los seres y de los valores humanos y, finalmente, a la injusticia no sólo como estructura social, sino como modo no cons­ ciente de comportamiento habitual de nuestra sociedad burguesa y democrática.21 La inhumanidad de la humanidad egoísta. Y con esto López Mozo corrige pero no altera su fundamental actitud de denun­ cia militante en un nivel doble: a los hechos políticos (sea del Régi­ men de Franco o de la democracia maquilladora) y a la estructura de la sociedad burguesa occidental, basada en la explotación, la marginación y la violencia.

21. Véase el Prólogo “Escenarios del presente” de Virtudes Serrano a la edición de Ahlán. Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1997, (Agencia Española de Cooperación Internacional), págs. 9-13. Francisca Vilches, “El compromiso del hombre con la historia: Eloídes (1992) y Ahlán (1996), de Jerónimo López Mozo”, Estreno, XXV, 2 (1999), págs. 43-47.

234 También en el aspecto de la estética teatral López Mozo ha se­ guido manteniendo algunos principios constitutivos de su quehacer anterior. Y por ello insiste en que la “estética simbolista” o plantea­ miento no realista de las categorías dramáticas era un modo volunta­ rio y no primariamente un efecto de la censura, es decir, un modo obligado de salvar el mensaje crítico cifrándolo de manera artificial. De este modo, la desaparición de la censura política no implicaba necesariamente un cambio radical de su estética. Ahora, sin embar­ go, ha trazado unas líneas nuevas, especialmente en función de la representación realista y didáctica de los conflictos sociales más co­ tidianos. Reconocemos, en esta nueva etapa, la persistencia del do­ ble pivote de su dramaturgia: el espacio escénico, variable y protei­ co, y el texto, dotado de complejidad verbal y discursiva. Espacio y lenguaje articulados y en esencial y estricta correspondencia. Am­ bos se reclaman en las obras de López Mozo y crean la situación y le confieren su teatralidad.22 Porque el espacio escénico, antes de ser dramático, mimético o representativo es exactamente la pura matriz de la teatralidad en su entidad y en su desnuda materialidad de ámbi­ to: y el texto adquiere un grado de precisión y de eficacia directa en los diálogos, que puede verse realizado de forma diversa en la dialé­ ctica retórica de El arquitecto y el relojero o en la brutal sobriedad de la escena XXI, “Mascarada”, de Ahlán (entre Larbi y un Hombre),23 en una evocación lírica o en un discurso incrustado. También en este momento seguimos reconociendo su tendencia a la experimentación y a la asimilación de las fuentes del teatro. Si al comienzo encontramos a los autores del teatro del absurdo, luego

22. Del conflicto entre ambos sistemas de signos teatrales, el visual y el verbal, con que se encontró en las representaciones de su texto Moncho y Mimi (1967) en el Festival de Sitges, ha pasado a esta fecunda y madura integración de ambos sistemas. 23. Acerca de esto ha escrito César Oliva: “Son estas últimas obras irregulares, en que el autor no duda en utilizar la palabra de manera más acentuada que en otras de anteriores: es su actual refugio cierto. Salvo Eloídes... las demás tienen amplias divagaciones sobre el tema central que mueve a sus personajes...” Y respecto de El arqutitecto y el relojero añade: “Con una expresión oral cada vez más depurada, López Mozo acierta de pleno a la hora de contar los puntos de vista de sus personajes...” “Prólogo” a El arquitecto y el relojero, cit., págs. 8-9.

235 hay que mencionar a Bertolt Brecht y más tarde al Living Theatre y a los grupos de teatro de calle. Ahora será Kantor, por ejemplo, la referencia última, mientras reelabora mental y dramáticamente la lí­ nea genética -y más bien anticanónica- del teatro español en la cual se inserta {El engaño a los ojos). La novedad, sin embargo, parece también a la vista y se aprecia en esta obra citada. Y es que -como ya he dicho, pero debo volver a resaltar- la experimentación o vanguar­ dismo asumido ya como tradición se integra dentro de su reflexión acerca del teatro. Forma ahora parte de esa misma reflexión. Cada texto va más allá de lo que ideológicamente representa y de lo que temáticamente denuncia, para ser una prueba y una experimentación acerca de los límites de la representación y del teatro, una investiga­ ción en las virtualidades de la escena y de la palabra en la constitu­ ción de verdaderos espacios dramáticos, cuya autonomía y vigencia les confieran el estatuto de mundos definidos y autosubsistentes, Y, en este sentido, la recuperación de ciertos recursos y modelos del realismo no es sino otro medio de configurar un mapa completo de las posibilidades teatrales en este momento de la escena española y de su evolución como autor. Creo que merece la pena abordar en particular este punto, último de la presente exposición. López Mozo se manifestaba de este modo en su reflexión acerca de su carrera como autor:

A un autor no encasillado no le basta un único molde, sino que habrá de buscar los más adecuados para dar forma a cada una de sus ideas. Desde el momento en que asimilé las influencias recibi­ das y creí disponer de mis propias herramientas de trabajo, traté de que cada obra nueva que abordaba, poseyera la forma que, en mi opimon, mejor le convenía.

Sin embargo, para ese momento que describe en el texto citado, el realismo aún no se le había presentado como una opción posible y válida dramáticamente. Será precisamente después de esa crisis de la segunda mitad de los ochenta y con la escritura de Eloídes, cuando su teoría se encuentra con la nueva práctica. Porque, según se expre-

24. Jerónimo López Mozo, “La búsqueda del despojamiento”, cit., pág. 49

236 sa el autor, no parece una opción premeditada, sino hallada al buscar la “forma” para “la idea”. He aquí su explicación:

La estructura y el sentido de Eloídes es el resultado de la bús­ queda del molde adecuado al argumento. Consideré que le conve­ nía un tratamiento realista, movimiento por el que nunca tuve sim­ patía, hasta que algunos autores contemporáneos me convencie­ ron, con sus obras, de que era posible y hasta conveniente recupe­ rarlo.25 26

Pero en esta aceptación creo que sigue arrastrando mucho de su vanguardismo, al extremo de que en verdad prefiero hablar -pese a la aparente contradicción- de un realismo expresionista de estas dos piezas de López Mozo, ya sugerido por Virtudes Serrano cuando, en el prólogo de Ahlán había escrito:

Las dos últimas criaturas de López Mozo son descendientes de Woyzeck en su itinerancia hacia la destracción y guardan relación con otros seres surgidos al tiempo que ellos, productos extranjeros de un mismo modelo social, como algún personaje de Mamet o el Roberto Zueco de Koltés.

En este sentido el realismo no es mimètico ni estrictamente cos­ tumbrista, sino que acepta el esquematismo, la deformación, la cua­ lidad abstracta de una situación que no describe tanto el exterior como radiografía el interior de la realidad social y que presenta al persona­ je sujeto en su ejemplar relación conflictiva con un medio hostil. De esta manera, y aunque suene de modo muy impreciso, hemos de ha­ blar de un realismo abierto, crítico y complejo. Más allá del realismo convencional. Y sus cualidades dramáticas me parece que se pueden describir de manera sucinta: se trata de fábulas reconocibles con per­ sonajes situados en marcos sociales definidos; estos personajes apa­ recen con cualificaciones que les confieren un grado de humanidad concreta y particular, desde sus mismos nombres; el lenguaje es di­ recto, conciso (antirretórico) y mantiene cierto decoro respecto del

25. Id., pág. 55. 26. Virtudes Serrano, loe. cit., pág. 11

237 personaje que lo usa, aunque con libertad, ya que tampoco los perso­ najes son réplicas exactas de modelos individuales; las referencias a la actualidad y a sucesos verdaderos y recordables (incendio de las chabolas de Peña Grande en Madrid) contribuyen a dotar de concre­ ta precisión las circunstancias dramáticas de los personajes. Hay un personaje central protagonista que articula la sucesión de espacios y tiempos en la forma abierta del drama; y estos protagonistas son des­ plazados y víctimas; los demás personajes conforman sólo la cir­ cunstancia humana y ocasional del personaje; además, la secuencia de la fábula -pese a su carácter abierto- se articula también median­ te conexiones de causa-efecto que determinan el proceso externo de la acción y justifican el proceso interno del personaje. Por todo ello, estas obras de López Mozo elaboran renovadora­ mente la tradición, pues seleccionan no sólo elementos de la reali­ dad social, sino que los disponen de suerte que todo queda referido a ese proceso singular, a esa aventura humana de “descenso al fondo” del ámbito social o de viaje ejemplar hacia la destrucción. Y aquí está la cualidad expresionista de su realismo que configura una nue­ va propuesta de teatro narrativo: lenguaje breve, despojado; escenas igualmente breves, sucesivas, multiplicidad de espacios y, a la vez, capacidad de salir hacia espacios oníricos o simbólicos (estación de Atocha en Eloídes o cacería de conejos en Ahlán)\ centralidad exclu­ siva de un personaje víctima.27

27. Tendrá que quedar pendiente la posibilidad de establecer las corres­ pondencias que nos reclaman estas obras de López Mozo con el teatro esperpéntico de Valle; sin ser una copia, nos parece una remodelización de la estética valleinclanesca, perfectamente actual, por otra parte. Véase El engaño a los ojos, diálogo de la primera escena entre Cervantes y Vagal y relación entre estos dos y Valle en la escena segunda. Salamanca, Junta de Castilla y León, 1998, págs. 16-17 y 21-44. Tiene que quedar también para mejor ocasión comentar la reflexión que incluye esta obra sobre el teatro en general y sobre los modelos que López Mozo reconoce, que son un indicio para comprender lo que en estos momentos pretende. Por ejemplo, lo que dicen estas afirmaciones de Vagal: “Su teatro es el patrón del mío, señor Cervantes... Las máscaras se humanizaron. Desde entonces, los personajes se miran y se interrogan sobre el sentido de su existencia... Estalla el duelo entre el ser y el parecer, entre lo real y lo ficticio... Usted ha inventado el teatro de la libertad. Un teatro que se niega a ser espejo de disparates” etc.

238 Pero es preciso terminar con una afirmación complementaria: tampoco ahora López Mozo ha recalado de forma definitiva en este puerto integrador de lenguajes y de modelos dramáticos. Sus obras siguientes, antes mencionadas y cuyo análisis queda también para otra ocasión próxima, mantienen una estética de expresionismo oní­ rico y subjetivo y un planteamiento más ceñidamente dramático, que, sin perder de vista la realidad, la abordan, como ya dije antes, desde el otro lado, desde la conciencia moral y la memoria histórica que construye dentro de sí esa realidad, conciencia y memoria cuyo ám­ bito es el mismo espacio escénico. De esta manera continúa un pro­ ceso que está dando sus frutos mejores porque camina hacia una definitiva integración personal de todos los aspectos o categorías dra­ máticas en una fórmula de gran complejidad. O, al menos, así me lo parece.

239

EL TEATRO ÚLTIMO DE JERÓNIMO LÓPEZ MOZO: COMBATE DE CIEGOS Y LA INFANTA DE VELÁZQUEZ

José Luis Campal Fernández Real Instituto de Estudios Asturianos (Oviedo)

Jerónimo López Mozo es, antes que nada, un hombre de teatro inasequible al desaliento, un autor que ha escrito mucho pero publi­ cado en formato de libro en menor cantidad, y estrenado en el ámbi­ to comercial1 infinitamente menos, ya,que durante el franquismo la censura no le dio paso a bastantes de las piezas que presentó para su dictamen, generalmente por causas ideológicas, dado su contenido crítico, desde una óptica simbólica, con el régimen dictatorial imperante. Ocasionalmente, se les concedió a las obras de López Mozo el recurso de la representación única por grupos de cámara y ensayo. En contra­ partida por la ausencia de los escenarios, incluso cuando el país entró en normalidad democrática, muchas de sus piezas fueron galardona­ das, lo que compensó la desatención o indiferencia. La casi totalidad del teatro1 2 de López Mozo se distingue por la permanente innovación y asimilación de elementos que refuercen y

1. No tenía López Mozo buena opinión del teatro comercial. En una entrevista de mediados de los años 70, declaró: “El teatro comercial me repugna por principio. Yo distingo entre el teatro comercial y el profesional. No entiendo el teatro como un producto de consumo” (Miguel Ángel Medina, El teatro español en el banquillo, Valencia, Fernando Torres Editor, 1976, pág. 107) 2. Sobre la bibliografía de López Mozo, puede consultarse nuestro trabajo: “Introducción a una bibliografía de la obra dramática de Jerónimo López Mozo”, La Ratonera [El Entrego, Asturias], 4, 2002. asienten el mensaje que nos lanza; el teatro irrealista de López Mozo tal vez pueda fundamentarse en 4 puntos: 1) la búsqueda de un cauce expresivo experimental que redunde en un mayor rendimiento dramatúrgico de sus propuestas; 2) la reinterpretación del hecho tea­ tral como espectáculo total; 3) la multiplicidad y hasta heterogenei­ dad confrontada de recursos que incorpora al desarrollo de sus plan­ teamientos escénicos; y 4) una tendencia indisimulada al compromi­ so social inmediato, ojo avizor a la realidad circundante. Como genuino representante que fue de lo que en su día se llamó “Nuevo Teatro Español”, y cuyos presupuestos transformadores o de transgresión no ha abandonado en sus obras últimas, López Mozo rom­ pe en sus planteamientos escenográficos la barrera que separa el escena­ rio del patio de butacas, a fin de integrar al espectador en lo que se está contando y solicitar su intervención activa en el desentrañamiento del problema dramático. Las piezas de López Mozo no se cierran con la bajada del telón, sino que permanecen abiertas, puesto que para él el teatro es una experiencia globalizante, compleja y colectiva en la que hay una serie de preguntas planteadas a las que se busca responder.3 4 La importancia otorgada a la cooperación entre autor del texto y escenógrafo que va a materializarlo en un espectáculo, queda patente en lo que escri­ be, por ejemplo, en las palabras preliminares de la edición de Yo, maldita india..., a raíz de su colaboración con Antonio Malonda

Surgió, como colofón a muchas horas de charlas informales, la idea de afrontar un nuevo trabajo basado en una estrecha colabora­ ción desde el mismo instante de haber seleccionado el tema. (...) La autoría de Yo, maldita india... no es cosa de uno, sino el fmto del trabajo de dos profesionales que, por pertenecer a distintas esferas creativas, han logrado compaginar sus aportaciones sin estorbarse.

3. Carmen Perea, estudiosa de la obra de López Mozo, afirma que “este desplazamiento de interés -de lo individual a lo colectivo- es el responsable del dinamismo que alienta la producción dramática de López Mozo y, paradójicamente, de la coherencia básica que late en tanta diversidad” (“Prólogo”, en Jerónimo López Mozo, La Infanta de Velázquez, Santurce, Vizcaya, Ayuntamiento de Santurtzi, 2001, pág. 9). 4. Jerónimo López Mozo, “A propósito de la autoría de Yo, maldita india...”, en Yo, maldita india... Madrid, El Público/Centro de Documentación Teatral, “Teatro”, 8,1990, pág. 22.

242 Distingue López Mozo entre esta clase de colaboración, en la que cada una de las partes interviene, y el proceso seguido en las creaciones colectivas en los grupos independientes, “consistente en que el autor elabora el texto a partir de las improvisaciones que los actores realizan apoyándose en un guión o en las indicaciones del director”.3 El rechazo del escenario a la italiana de los teatros al uso le em­ pujó, en sus comienzos, a emplazar sus obras en espacios atípicos para la mentalidad teatral

Apoyé -escribe López Mozo- el uso de locales no teatrales como lugar de actuación, tales como naves industriales, cafés o es­ pacios urbanos y la conveniencia de crear espectáculos que pudie­ ran representarse en espacios escénicos distintos al escenario a la italiana que, entre otras ventajas, posibilitaran nuevas y originales formas de comunicación entre los actores y el público.

Aspira, pues, López Mozo a un teatro entendido como espectáculo total,5 67 no únicamente como texto susceptible de ser representado.8 Para la ordenación de su producción creo que resultaría pertinen­ te una distribución entre dos ejes que no son incompatibles: un pri­ mer bloque en el que la herencia experimental y del teatro del absur­ do prevalece formalmente; y un segundo momento en el que hay una mayor decantación por un teatro documento,9 por un fresco o sátira

5. Ibídem. 6. Jerónimo López Mozo, “Bio-bibliografía de Jerónimo López Mozo”, Cuatro happenings, Murcia, Universidad de Murcia, “Antología teatral española”, 4, 1986, pág. 30. 7. El malogrado crítico y profesor universitario Amando Carlos Isasi Angulo piensa que López Mozo alcanzó por vez primera tales pretensiones con Guernica (Amando C. Isasi Angulo, “Blanco en quince tiempos/ Negro en quince tiempos”, en Jerónimo López Mozo, Cuatro happenings, op. cit., pág. 21). 8. “El texto por sí solo no es teatro -dice López M ozo-, sino literatura dramática. El hecho teatral se produce cuando se alcanza la representación sobre el escenario” (Jerónimo López Mozo, “Bio-bibliografía de Jerónimo López Mozo”, Cuatro happenings, op. cit., pág. 30). 9. La transcendencia concedida por el autor a la documentación previa al abordaje de determinados asuntos, queda reflejada, por ejemplo, en el hecho de que

243 historicista que bucea y adapta las fuentes bibliográficas en las que se basa para la construcción escénica.* 10 11 No son las enunciadas dos vías autónomas que no se interfieran, si bien la primera de ellas, en la que el influjo de Beckett, Ionesco o Kafka es muy fuerte, se co­ rresponde con sus producciones de los años 60. A partir de los 70, cuajan las enseñanzas de Valle-Inclán y el esperpento, las ideas de A. Artaud y del teatro político de Piscator, las aportaciones del Living Theatre de Julián Beck y Judith Malina o del dramaturgo alemán Peter Weiss, y fundamentalmente de la versión cinematográfica de su Marat-Sade, realizada por Peter Brook; a éstos se añadirían los planteamientos de Harold Pinter, John Littlewood o el teatro pobre de Grotowski. Todo ello, junto a un interés progresivo por la reflexión metateatral y el pasado literario, parece ser lo característico a partir de la década de los 70 en el teatro de López Mozo. Las obras de López Mozo presentan cierta variedad temática, dentro de una línea de compromiso humanista dotado de un senti­ miento desencantado pero afianzado en una firme voluntad de de­ nuncia y resistencia.11 Dramaturgo interesado en su tiempo y en el hombre coetáneo, en sus creaciones suele plasmar los interrogantes que le suscita un mundo tan poliédrico y contradictorio como el que le ha tocado vivir. Cuando se retrotraiga al pasado cercano o lejano, lo hará para extraer una mínima enseñanza de los errores cometidos;

Bagaje tenga 144 folios de texto, a los que hay que añadir “otros 110 folios en los que se incluyen notas sobre las fuentes de inspiración” (Jerónimo López Mozo, “Escritura reciente”, El Público [Madrid], 5 (febrero de 1984), pág. 42. En el prólogo de El engaño a los ojos, se señala que una parte del texto “procede de los escritos y de las ideas de diversos dramaturgos y ensayistas” (Jerónimo López Mozo, El engaño a los ojos, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1998, págs. 7-8). El prólogo de D.J., por otra parte, es una larguísima relación de obras y autores que, dentro y fuera de nuestra historia literaria, han tocado el mito de Don Juan. 10. Afirma Gómez García que las obras de López Mozo son “un valioso y comprometido testimonio sobre su tiempo histórico”, Manuel Gómez García, Diccionario Akal de teatro, Madrid, Akal, 1997, pág. 488. 11. Benítez Pedraza y Rodríguez Cáceres afirman que López Mozo “asume lo que considera un compromiso del dramaturgo: poner las cartas boca arriba para que la gente tome conciencia de los problemas”, Felipe Benítez Pedraza y Milagros Rodríguez Cáceres, Manual de literatura española. XIV. Posguerra: dramaturgos y ensayistas, Pamplona, Cénlit Ediciones, 1995, pág. 478.

244 las siguientes declaraciones del autor, efectuadas en torno a 1976, pueden tomarse como orientativas

Mi preocupación actual se centra en un teatro social y político. Es decir, mi teatro es un vehículo de ideas. Ahora el teatro me pa­ rece que tiene una labor formativa (...) en el plano social. El teatro 12 es un arma de denuncia, pero nunca un arma revolucionaria.

En sus creaciones, López Mozo habla de la soledad que engen­ dra incomunicación, de la educación como liberación del lastre del pasado; del paso del tiempo; de la guerra como negocio infame o como patraña ideológica; de la hipocresía del poderoso; de la dife­ rencia generacional; de la inmigración ilegal y el horizonte de ex­ pectativas ante el nuevo milenio; de la pena de muerte; del egoísmo ideológico; de la esterilidad como modo de frenar el sufrimiento; del capitalismo consumista, etcétera. Remite, así, su mirada al desvali­ miento del situado en el escalafón social más bajo, del ser próximo indefenso ante los embates del poder. López Mozo busca, como ha escrito recientemente Adelardo Méndez, “atacar el germen de lo es­ tablecido, refrescar la memoria”.12 13 El tema de la guerra civil (sus causas y consecuencias) y la dic­ tadura le ha servido de motivación más o menos reincidente para elaborar un teatro socio-político poco complaciente, pero no ha sido una preocupación obsesiva, como ha subrayado el propio autor.14 El submundo de la dictadura y sus ramificaciones oscuras está muy pre­ sente en Combate de ciegos, pieza escrita en 1997 y nunca estrena­ da, por lo que hablamos, como en el caso de La Infanta de Velázquez,

12. Miguel Ángel Medina, op. cit., pág. 108. 13. Adelardo Méndez Moya, “Prólogo”, en Jerónimo López Mozo, El arquitecto y el relojero, Madrid, Asociación de Autores de Teatro y Consejería de Cultura de la Comunidad de Madrid, 2001, pág. 15. 14. “Fui crítico con el régimen político existente, pero en contra de las afirmaciones de los recientes y numerosos detractores del teatro que hacemos los autores integrados en el Nuevo Teatro Español en el sentido de que fuera del tema de la dictadura franquista nada habíamos hecho, he de decir que traté esa cuestión de manera directa en no más de cuatro obras” (Jerónimo López Mozo, “Bio- bibliografía de Jerónimo López Mozo”, en Cuatro happenings, op, cit., pág. 29).

245 de nuestra lectura textual, nunca espectacular, que por el momento, desgraciadamente, no existe. Combate de ciegos representa, dentro del teatro de López Mozo, una regresión madurada y sin el impedimento de la mordaza de la censura, al tema de las sangrantes consecuencias de la imposición por la fuerza de las ideas y de los efectos de la reconducción de la disidencia por vías violentas y crueles. Se dramatiza, en clave alucinatoria, la devastación que constituye para la memoria la anula­ ción del pasado, a la par que se hace una reflexión sobre la imposibi­ lidad de borrar del recuerdo las atrocidades de la tortura, y por exten­ sión de cualquier mutilación, física o psíquica. La pieza es un ejerci­ cio de mostración valiente de una de las fallas de la sociedad con­ temporánea, ya que López Mozo trata de combatir la amnesia colec­ tiva. Combate de ciegos no se queda en la mera denuncia del proce­ dimiento de la tortura, sino que transciende tales coordenadas histó­ ricas para convertirse en una potente constatación de la fragilidad humana incapaz de domeñar sus pulsiones interiores. El dramaturgo lleva este caso al extremo, encarnándolo en Anglada, un torturador de la dictadura, no especificado, pero sí que intuido cuando en el segundo acto ya declara: “Tengo mucho respeto a los voltios”.15 Luego se nos dirá que trabajó en la Brigada de Investigación y que es dies­ tro en el manejo de armas.16 La sospecha de acciones ilícitas practi­ cadas por Anglada se explicita ya en las incursiones nocturnas del protagonista en las habitaciones de los demás internos y el acto de cegarles con el haz de luz de la linterna. La conjunción antitética de luz y sombra halla su expresión más contundente y efectiva en la estancia/celda de castigo donde no existen interruptores y las bom­ billas no se apagan, creando una desazón desagradable y preludiando lo que vendrá después. La oscuridad lo invade todo, y a ella se rinde, en su desesperación postrera, el derrotado Anglada, tirándose al pozo del jardín, que toma por el gran ojo, por su personal demiurgo.

15. Jerónimo López Mozo, Combate de ciegos y Yo, maldita india... Madrid, UNED, 2000, pág. 51. 16. “Siempre han elogiado mi puntería. Donde pongo el ojo, pongo la bala”, vid. nota 15, pág. 57.

246 En un clima de inconcreción temporal, y con el auxilio de com­ ponentes altamente definidores de la naturaleza de los hechos que se están revisitando, el dramaturgo va tejiendo, en la relativa irraciona­ lidad de las situaciones que se suceden, un discurso indirecto sobre la confusión que propicia el remordimiento en quienes han desahu­ ciado su propia humanidad al servicio de fines viles. Este desorden moral conlleva a la postre un aturdimiento cronológico, que hace que el personaje central entre en el territorio de la ceguera, con lo que de angustia conlleva esto para el actante y su repercusión en el receptor/espectador. Se crea, entonces, dentro de la primera línea argumentativa del texto, otro mundo complementario, y asistimos a los acontecimientos que tienen lugar en ese universo mixto de reali­ dad y virtualidad, un terreno alegórico donde el tiempo transcurre de otro modo: entre el primer y último acto pasan sólo unas horas, pero del tercero al cuarto han transcurrido años, información que se nos transmite por vía olfativa, ante el olor nauseabundo que despide la habitación cuando llega a ella un personaje. En el submundo creado por el desquiciamiento se desencadenan los temores ocultos, y el protagonista se encara con el espectro de una de sus víctimas, David Gondar,17 ciego como lo estará muy pronto él, de ahí el título de la obra. Se produce, en esta nueva realidad creada por la conciencia, un intercambio de roles y un retroceso que, bajo la apariencia de manía persecutoria, le hace sentirse, al protagonista, manipulado por un sentimiento de culpa del que no puede librarse. Anglada piensa que todos, sin excepción, confabulan contra él para buscar su perdición. En este descenso a las mazmorras de la dignidad, López Mozo elige a una víctima, pero, como apunta en la literaria acotación final del tercer acto, son muchos más los damnificados; escribe López Mozo Anglada tiembla de ira. A su alrededor, los hombrecillos, cuyos cuerpos muestran tales mutilaciones que apenas pueden moverse, se van metamorfoseando en raros ángeles, diablos negros, reptiles, sal­ tamontes, perros alados, peces voladores y pájaros.18

17. A diferencia de su torturador, al que conocemos sólo por el apellido, la víctima tiene también nombre propio. 18. Jerónimo López Mozo, Combate de ciegos..., op. cit., pág. 73.

247 Combate de ciegos se divide en cinco capítulos dramatúrgicos equivalentes a actos sin divisiones, ya que en ningún momento habla López Mozo de “actos, cuadros o escenas” al modo tradicional. Los capítulos primero y quinto, que actúan a la manera de prólogo y epí­ logo, transcurren en un espacio reconocible y más o menos real, mien­ tras que el grueso de la acción, los tres capítulos restantes, se desa­ rrollan en la cabeza del protagonista, en dos escenarios que se fun­ den: la celda en la que se le recluye y la hipotética casa de su vícti­ ma; el emplazamiento desconcentra, dado el sentido ionescano del ambiente reproducido, que le hace manifestar a Virtudes Serrano que estamos ante “una pieza intranquilizadora, extraña” porque “el es­ pectador percibe lo anómalo, lo inhabitual de los comportamientos (...) sin llegar a explicarse el porqué”.19 El autor gerundense empla­ za el arranque de la acción en una institución misteriosa en la que “se duerme hasta muy tarde”,20 según nos informa el conserje, pues “[los residentes] necesitan dormir mucho para ahorrar energía vital”,21 según la enigmática explicación de Anglada. En ese otro mundo paralelo donde interaccionan pasado y pre­ sente, el dramaturgo enfrenta a sus criaturas con la memoria históri­ ca, con sus propias convicciones y responsabilidades, orquestando entre los personajes unos diálogos ajustados a los caracteres y muy bien organizados, que ilustran la hondura de la meditación dialéctica que se pretende trasladar a los oyentes y la circularidad de la expe­ riencia que se revive. Los personajes, al modo de los interrogatorios policiales, diríamos que “combaten” por parejas, como ocurre con Anglada y su hija Adela en el acto primero, escenificando un choque de ideologías y comportamientos; o, en el segundo con Damián y Anglada, donde se produce una inversión de valores (amabilidad del guardián y exigencias petulantes del recluido); o entre torturador y antiguo torturado en el acto siguiente. Se establece, del mismo modo, un paralelismo entre las causas de la ceguera de ambos contendien­ tes, ya que ésta se la provocan ellos mismos: Gondar para no ver la

19. Virtudes Serrano, “Combate de ciegos y Yo, maldita india..., de Jerónimo López Mozo”, en Las Puertas del Drama [Madrid], 4 (Otoño de 2000), pág. 28. 20. Jerónimo López Mozo, Combate de ciegos..., op. cit., pág. 32. 21. Ibídem, pág. 36.

248 vejación de su mujer y Anglada para librarse de la luz que le hace proferir en un momento dado “¡No hay quien lo soporte! ¡Se me quiebran los ojos!”.22 El cuidado puesto por López Mozo en la con­ catenación de situaciones y referentes sígnicos habla de una esmera­ da elaboración por parte de su autor, donde los hechos que desfilan ante nosotros tienen sus motivaciones y sus efectos, el paso de unas a otros ha sido meticulosamente calibrado. En una obra en la que se reafirma la vigencia del pasado en el presente como un espejo de continuidades, elementos como el reloj de agua (la clepsidra) cobran una importancia crucial y cíclica, hasta el punto de que el primer acto se rotula “Bajo la clepsidra” y el últi­ mo “La clepsidra rota”. El símbolo de la clepsidra equilibra los dos espacios en los que se libra el conflicto, el real y el pesadillesco. Ese tiempo detenido o que va a re-escribirse23 permite el retomo de los muertos, para que se sumen al carrusel de la contravenganza que se urde en la mente del verdugo, donde un fantasma del pasado acude en procesión ritual a saldar sus deudas y azuzar el subconsciente inculpatorio del torturador; venganza que encuentra su culmen en la violación de su propia hija en el penúltimo capítulo, donde él entien­ de, (espantado de su infame comportamiento en un instante de luci­ dez, aunque sin salir del estado de alucinación) que tal horror no puede castigarse más que con el suicidio. La recurrencia en el tema de la ceguera resulta algo muy bueriano, dramaturgo por el que López Mozo, como se ha señalado, siente gran admiración. En la residencia de Combate de ciegos parece pla­ near la sombra del espacio mudable de La Fundación de Buero Vallejo, y en el caso del torturador que sufre en su demencia el mis­ mo daño infligido años ha a sus semejantes nos sentiríamos muy prestos a realizar equivalencias con La doble historia del doctor Valmy. Con todo, las pretensiones del teatro bueriano no son adscribibles en su integridad a las intenciones de López Mozo, excepción hecha de la de provocar en el receptor una catarsis que lo sitúe en el centro del problema y le induzca a tomar posiciones al respecto.

22. Ibídem, pág. 55. 23. El polvo acumulado en el mostrador de recepción por el que pasa su dedo la hija del torturador, al comienzo de la obra, constituye un claro indicador.

249 La ceguera ya la tenemos en los primeros compases de la obra de López Mozo, asociada, en su carga de incertidumbre y amenaza, a la noche, cuando el protagonista refiere a su hija el extravío que sufrió viniendo del pueblo. Una de las partes de Combate de ciegos se titu­ la “Los ojos de Edipo”, en directa alusión al mito helénico del hijo de los reyes de Tebas Layo y Yocasta que se arrancó los ojos cuando descubrió que el terrible oráculo de Delfos se había cumplido en su persona; en Combate de ciegos el personaje de David Gondar se autolesiona cuando contempla la violación de su esposa a manos de Anglada, tal y como le recuerda a éste: “Incapaz de contemplar du­ rante más tiempo la atroz escena, desgarré con las uñas mis párpa­ dos, hundí los dedos, convertidos en aguijones, en los ojos hasta lle­ narlos de sangre”.24 En la obra sofoclea Edipo rey, interviene, como es sabido, un adivino ciego llamado Tiresias cuya invidencia se con­ trarresta con la virtud de predecir el futuro, un don que conserva incluso más allá de la muerte. La referencia a Sófocles y Edipo no es gratuita, ya que, como apunta García Gual, el eje de la obra griega es la búsqueda de la verdad, por lo que Edipo es “el buscador de la verdad que le lleva al conocimiento trágico”.25 La ceguera es la espi­ ta que da paso al reconocimiento de los errores del pasado y a la expiación. La insistencia en la actualización del mito edípico se completa con la música de la ópera-oratorio de Igor Stravinsky Oedipus Rex (1927), que se basa no en Sófocles sino en la versión que firmó Jean Cocteau (1889-1963), y que suena al final del segun­ do capítulo, cuando Anglada entra en la ceguera reveladora. El empleo de obras sinfónicas con valor significativo en el dis­ curso teatral se repite en el capítulo cuarto, cuando la fingida hija de Anglada toca al piano unas notas de la ópera de Benjamin Britten La violación de Lucrecia (1946). El piano es en esta obra, a nuestro juicio, el objeto-puente entre el pasado de Anglada y la venganza que su mente imagina que está sufriendo en un presente multiplica­ do. No son los únicos indicios de ceguera diseminados por la obra, ya que, entre otros, nos encontramos con un antifaz, con el juego de

24. Jerónimo López Mozo, Combate de ciegos..., op. cit., pág. 58. 25. Carlos García Gual, Diccionario de mitos, Barcelona, Editorial Planeta, 1997, pág. 145.

250 la gallina ciega que Anglada sueña en su reclusión, con la caja de bombones que contiene ojos de cristal, con la lámina anatómica del ojo que preside la cuarta parte o mismamente el bastón del que se ayuda y con el que trata de agredir a sus atípicos carceleros. Por otra parte, la ceguera lleva aparejada en quien la padece la desorientación, y López Mozo ha añadido una representación espa­ cial de la misma en la asimetría arquitectónica y la perspectiva vi­ sual de escaleras que ascienden hacia pisos inferiores y viceversa, y que están sacadas del mundo del dibujante holandés M. C. Escher (1898-1972). Semejante diseño escenográfico cuestiona la falta de sintonía entre lo que se representa y la forma de representarlo, por lo que no están alejadas ni mucho menos de las pautas dramatúrgicas de López Mozo. “El laberinto de Escher” es el título del acto III de Combate de ciegos, en el que el personaje del guardián Escher ad­ quiere relevancia en el juego de simulación y engaño a que se some­ te a Anglada. Si Combate de ciegos constituía un viaje mental al pasado opro­ bioso, en La Infanta de Velázquez, escrita en 1999 y premiada en el concurso “Serantes” del Ayuntamiento vizcaíno de Santurce en el año 2000, López Mozo recurre a la recreación metateatral para con­ ducirnos en un itinerario heterodoxo y simbiótico por la Europa de los últimos cuatro siglos, a la que se enjuicia negativamente, inci­ diendo en que los errores se cometen ininterrumpidamente.26 Por la obra desfila desde el servilismo cortesano de Felipe IV,27 al que los personajes velazqueños tildan de cobarde y lascivo, hasta nuestro presente más crudo del conflicto bélico de los Balcanes, con paradas en las guerras mundiales, el holocausto judío, la guerra civil, el esta- linismo y el Telón de Acero, el Muro de Berlín, la Primavera de Pra­ ga, el mayo del 68, el franquismo28 y la transición española. Con

26. Afirma el personaje de Kantor en el último acto: “Así eran España y Europa hace trescientos años y así son ahora. (...) Explotan a los que huyen de la barbarie de las guerras que ellos mismos alimentan y a los que van llegando de continentes todavía más miserables” (pág. 107) 27. El personaje de Nicolasillo proclama que “lo nuestro es dar gusto al amo” (pág. 25). 28. Reproduce, ridiculizadas espléndidamente, la muerte agónica y el velatorio de Franco, así como su célebre testamento (pág. 85)

251 este fragmentarismo crítico que facilita una visión caleidoscópica de la realidad, pretende el autor involucrar activamente al receptor en la asunción de las incoherencias que la civilización occidental presenta en lo que atañe a la libertad, la guerra,29 la explotación y el poder del dinero. Ahí tenemos, para corroborarlo, la diatriba del personaje del viajero, que se erige en la obra en voz de la conciencia, proclamando que “están creando gigantescos aparatos de producción que aplastan al individuo”.30 No vierte López Mozo tales preocupaciones en una farsa sim­ plista, sino que las enmarca dentro de una aguda meditación sobre el teatro, y singularmente sobre los aportes y el mundo personal e in­ transferible del dramaturgo y pintor polaco Tadeusz Kantor. La In­ fanta de Velázquez31 es un inteligente homenaje intertextual al teatro total de Kantor. Una parte sustancial de la obra recoge, en un juego de transferencias e identificaciones, las representaciones llevadas a cabo por el célebre grupo de teatro Cricot 2, fundado por Kantor en 1955, y cuyos actores dan vida aquí a más de una veintena de perso­ najes, donde los reales se entremezclan con otros ficticios o anóni­ mos, o con los extraídos de las producciones de Koltés, Kafka o Kantor, como es el caso del tío Carlos o de Adas, presentes en el espectáculo Wielopole, Wielopole (1980), o de los empleados de la funeraria, que remiten tal vez al propietario del depósito de cadáve­ res del cementerio que aparecía en ¡Que revienten los artistas! (1985).32 La presencia de López Mozo como el personaje del autor de la obra alude directamente a la alteridad kantoriana, al deseo de éste de que el arte fuera verdadero y personal para así conmover al público. La forma de trabajar de Kantor ya quedó plasmada en el retrato que el guía del Prado hace de Kantor al principio de la obra: “Me han dicho que, en el teatro, acostumbra a entrar en el escenario

29. Dice el viajero en el penúltimo cuadro: “El negocio de la guerra sigue dando buenos dividendos” ( pág. 101) 30. Jerónimo López Mozo, La Infanta de Velázquez, op. cit., pág. 72. 31. López Mozo ya había escrito en 1998 un cuento titulado El día en que la Infanta de Velázquez conoció a Tadeusz Kantor. 32. Grito que López Mozo pone en boca de Nicolasillo al comienzo de La Infanta de Velázquez.

252 durante la representación y a mezclarse con los actores. E incluso que, en presencia del público, corrige sus movimientos y les repren­ de cuando lo que hacen no le gusta”.33 El escenario se puebla de seres vivos, alguno asesinado en actos anteriores y al que se revive; y de otros que son sólo la representación de personajes, como los com­ ponentes de Cricot 2 que gracias a sus trajes se convierten en trasun­ to de personajes históricos. Aparecen también maniquíes y figuras de cera, empleados constantemente por Kantor y a cuyos espectácu­ los nos emplazan. No faltan personajes literarios como Roberto Zueco o Gregorio Samsa, así como un sinfín de materiales inútiles, despo­ jos que se cargan de sentido cuando son accionados por los actores en un contexto determinado. No se olvida el autor español de recu­ perar artefactos como la maquina familiar que Kantor utilizó en La clase muerta (1975), y con la que se persigue infructuosamente que la Infanta dé a luz un hijo al que bufonescamente llamarán Euro. Asistimos, pues, a una liturgia de la integración y el desdobla­ miento, borradas definitivamente las distancias espacio-temporales, como advertimos rápidamente en el tercer cuadro, cuando en el fra­ gor de la revuelta que llega a las puertas de palacio, en un reflejo especular de la conflictiva política militar del monarca y la España republicana, los hechos se solapan con la irrupción de milicianos que están desalojando los cuadros de la pinacoteca del Prado, una de cuyas obras inconclusas, Las Meninas, por expreso deseo de Velázquez, se factura en dirección a Cracovia. La asociación que López Mozo hace entre la Infanta y Kantor se funda en la atracción de éste por Goya y Velázquez, veneración que se tradujo en dos se­ ries pictóricas concebidas en momentos distintos: Mofa del museo (1966-1970) y En adelante nada más (1988).34 Una nueva represen­

33. Jerónimo López Mozo, La Infanta de Velázquez, op. cit., pág. 18. 34. A la primera serie pertenece el cuadro Infanta según Velázquez, que Turowski ha descrito así: “El lienzo de tela de saco está dividido en dos partes unidas con bisagras y cerrado con un cerrojo de madera. Es como un díptico portátil, el altar devocional de un peregrino.(...) En la parte superior del cuadro se encuentra (...) la cabeza de la Infanta y, encima de ella, en lugar de la mirada reinante, del espejo transcendente con la pareja real, una banal tabla de madera sujeta con dos clavitos. En la parte inferior del cuadro está atado un saco-mochila lleno de correas y hebillas que cuelgan del marco. Un envoltorio pobre, quizá un

253 tación de la Infanta de los Austria con traje oscuro es una instalación de 1990 destinada al que sería su espectáculo postumo Hoy es mi cumpleaños,35 La percepción de pobreza y marionetización, tan gra­ tas a Kantor, nos la traslada López Mozo en la siguiente acotación de La Infanta de Velázquez, que denota un aplicado estudio de la imaginería del escenógrafo polaco; dice así: “Ya no viste el traje blanco (...) sino otro negro de parecida hechura tan gastado y deshi­ lacliado que con él parece, no la modelo del pintor, sino su espectro. Viene descalza, con los brazos al aire y el torso oprimido por un rígido corsé. Abierto el vestido por delante, quedan al descubierto, entre la maraña de hierros y ballenas que sostienen la falda, unas piernas flacas y ensangrentadas”.36 Hay también guiños intratextuales, caso de la gelidez del semblante de la Infanta, que quizá tenga rela­ ción con la actuación de Cricot 2 en un glaciar. La Infanta de Velázquez se articula en 14 cuadros heterogéneos que se desenvuelven,37 a partir ya del número IV, en “el cuarto de la imaginación de la memoria de su propietario”.38 El encuentro imagi­ nado de la Infanta Margarita con Kantor se produce en primera ins­ tancia en el Museo del Prado ante la contemplación expresionista del famoso lienzo, en el que ella se encuentra atrapada y del que, durante la obra de López Mozo, entra y sale constantemente, tratan­ do de burlar las leyes de la lógica física y dramática. Pensaba Kantor, como dejó escrito, que la acción no se encontrará en la escena, ya que, a su entender, “la acción no existe. Se trata más bien de un viaje hacia el pasado, hacia los abismos de nuestra memoria, hacia el tiempo que ya se ha ido y que no cesa de atraemos”,39 declaración que debió

bolso vacío, sinónimo metonímico del viajero” (Andrzej Turowski, “Infantas y soldados” en Tadeusz Kantor. La escena de la memoria, Madrid, Telefónica/ Fundación Arte y Tecnología, 1997, pág. 44). 35. En referencia al cual viene dado el parlamento final de Kantor en La Infanta de Velázquez'. “Hoy es mi cumpleaños. El último” (pág. 109). 36. Jerónimo López Mozo, La Infanta de Velázquez, op. cit., pág. 36. 37. A semejanza de como ocurría en el caso de la regresión expiatoria de Anglada en Combate de ciegos. 38. Jerónimo López Mozo, La Infanta de Velázquez, op. cit., pág. 35. 39. Tadeusz Kantor, / Que revienten los artistas!, Madrid, Cuadernos El Público, 11 (febrero de 1986), pág. 51.

254 inspirarle a López Mozo su proyecto. Para Kantor el arte es “un viaje mental, el desarrollo de la idea, el descubrimiento de nuevas áreas de exploración”, y “el teatro se identifica con el viaje”.40 En el contacto de Kantor y la Infanta, el autor polaco la dibuja como dulce, distraí­ da y ansiosa,41 contradiciendo al guía que le había dicho que se creía que tenía “algo de marioneta”.42 El encuentro Infanta-Kantor sirve para recrear las etapas más significativas de una biografía imagina­ ria de la Infanta, y hacer entrar en escena, a la mínima indicación de aquélla, a los actores de Cricot 2, que ponen en pie episodios de nuestra historia reciente sin reparar en veracidades realistas.43 La mención, por parte de la Infanta, de un soldado, una maleta o un viajero, abre el juego representativo, ya que, como dice el Kantor de López Mozo, “el episodio aparentemente más insignificante sirve para iniciar una representación”, igualando realidad y ensueño. López Mozo nos propone un Kantor dispuesto en todo momento a darle gusto a la Infanta, que es la que guía su movióla con la complicidad del creador polaco, hasta que la muerte le sobreviene y con ella con­ cluye la representación y todo retorna a su estado primigenio.

40. Vid. “Cricot 2, 1955-1981. Itinerario de una vanguardia radical”, en Pipirijaina Textos [Madrid], 19-20(octubre de 1981), pág. 16. 41. Jerónimo López Mozo, La Infanta de Velázquez, op. cit., pág. 19. 42. Turowski ha definido a ia marioneta kantoriana como “construcción racional de la realidad artificial” (Andrzej Turowski, “Infantas y soldados”, op. cit., pág. 43). 43. Así, por ejemplo, el emperador Leopoldo se nos presenta como un aficionado al golf y el cine cuyos discursos se emiten por televisión.

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JOSÉ MARTÍN RECUERDA: UN TEATRO DE LIBERTAD POÉTICA

Miguel Ávila Cabezas Crítico literario y teatral

El teatro es un hecho total de comunicación viva y directa. Con­ venimos con Samuel Selden en que “las mejores obras dramáticas tienen un valor de esclarecimiento, ayudan al espectador a verse a sí mismo, a los otros seres y al mundo en general en una forma más comprensiva. Y más aún, pues cuando una obra esclarece y estimula, también puede inspirar una nueva visión, puede exaltar y señalar un rumbo”.1 En efecto, la fuerza del teatro, en ese espacio mágico e inimitable de la sala en el que se cumple su plena función comunicativa, reside esencialmente en su capacidad para producir en el público “diversión, estímulo y esclarecimiento”, y ello dentro de un proceso de interacción actor-espectador en el que si el “grado de inteligibilidad” se establece entre el que dice y el que escucha, entre el que observa y es observado, entre el que interpreta y es inter­ pretado... a su vez el proceso de transferencia y transcripción se com­ pleta en la línea de un propósito común por el que se intercambian innumerables sentidos y se revelan no menos significados, y siempre en el plano de lo instantáneo. Evidentemente, no vamos a pretender, en la exigua relación espacio-temporal que permite una actividad académica como la que nos ocupa, ofrecer una “teoría de la comuni­

1. Vid. Selden, Samuel, La escena en acción, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1972, 2“ ed., pág. 12. cación teatral” aplicada a la ingente obra de un dramaturgo de la talla de José Martín Recuerda (Granada, 1922). Bien es cierto que hablar de teatro (de su teatro) supone referirse en todo momento a esa su “virtualidad representativa”, pues si, como afirma Anne Ubersfeld, el teatro “es el arte de la paradoja; a un tiempo represen­ tación literaria y representación concreta; (...) arte de la representa­ ción, flor de un día...”,2 no en vano el autor que en este género artís­ tico se precie de tal ha buscado y buscará siempre que el destino último de su obra sea el de servir de centro, eje, razón y forma en un acto de raíz y esencia litúrgica por el que también se busca desvelar conciencias, propias y ajenas, y expulsarlas del templo falso y cobar­ de de la autocomplacencia. He aquí la clave sobre la que se funda­ menta la producción teatral de José Martín Recuerda en su significa­ ción y finalidad plenas: la de una incansable (por irreductible) lucha en pos de esa libertad tan negada a sus personajes como a sí mismo en una etapa histórica en la que el ser estaba secuestrado y hundido en el zulo asfixiante de la simulación y el miedo. Todos los más destacados críticos y estudiosos de la dramaturgia de Martín Recuer­ da (desde Ángel Cobo Rivas a la cabeza, hasta Martha T. Halsey, pasando por Alicia Marchant Rivera, César Oliva, Gerardo Velázquez Cueto, Sixto E. Torres, Cornelia Weege o Denise Glanadda Mills) coinciden en destacar como uno de sus signos fundamentales el de “la reivindicación y búsqueda incesantes de la libertad, concebida como sostén, motor y vínculo de un teatro proyectado en el plano de la rebelión; la libertad como signo determinante y decisivo...”3 En efecto, si nos enfrentamos con cualquiera de sus treinta y cin­ co obras, desde la aún inédita La Garduña (terminada de escribir el 20 de noviembre de 1942) hasta la última, Queremos la revolución, también inédita y que al día de hoy continúa padeciendo los más diversos avatares de cambios de título y planteamiento argumental, comprobaremos que es ese imaginario trascendido de una realidad

2. Vid. Ubersfeld, Anne, Semiótica teatral, Cátedra/Universidad de Murcia, 1989, Murcia, pág. 11. 3. Vid. Ávila Cabezas, Miguel, “La liturgia de la libertad en el teatro de José Martín Recuerda”, en Actas Jornadas-Homenaje a José Martín Recuerda. Edita: Ayuntamiento de Salobreña, 1999, pp. 79-80.

258 lacerante lo que el autor proyecta en su amplia producción, que no deja de ser, asimismo, la expresión más sangrante y auténtica de su yo transformado en absoluta materia teatral a través, fundamental­ mente, de tantas mujeres protagonistas que representan la voz y el grito y la conciencia de una libertad que quiere hacerse cuerpo y sangre de otros cuerpos desde la escena verdadera donde todo asume su sentido y su realidad, esto es, su verosimilitud. Hemos de tener en cuenta que la palabra en su dimensión dramáti­ ca no explica una teoría del pensamiento, ni aún menos sirve, aquí, para construir el edificio inestable de los sueños. La palabra en el tea­ tro de José Martín Recuerda explica, como decimos, un estado del vivir en la forma de un grito constante que traspasa la batería de la escena, quiebra cuantas paredes (sean terceras o cuartas... o quintas) se le interpongan y se hace verdad amplificada dentro y fuera de la sala, gracias, entre otras constantes suyas, a la repetición verbal que los personajes realizan continuamente, pues es con dicho procedimiento como ellos mejor afirman su “verdad”, ya que carecen de capacidad discursiva (y no precisamente por causa de una falla, digamos, “esti­ lística” del autor) aunque sí poseen un alma cargada de razón, de irre­ primible fuerza sexual y de libertad absoluta. Tal sucede, por ejemplo, con la Madre y la Hija de La llanura o tam­ bién con la Madre y la Muchacha de Los Átridas, o bien con sus ‘ ‘arrecogías’ ’ (aquí más que con su Mariana Pineda, que se nos presenta con pruritos de personaje teórico y discursivo), con su “engañao” San Juan de Dios, con El Poeta de El payaso y los pueblos del sur, con el Hermano Aníbal de La cicatriz, sin duda con su Trotski y sus compañeras de fatigas, La Miura y La Carajaca, e incluso con el Don Ramón de aquel su “teatrito” del ático de la casa familiar, en el núm. 9 de la Plaza Bibarrambla en Granada, los cuales no dejan de ser, todos ellos, y bastantes más (las “hermanas viaje­ ras”, Julita Torres, la Paula de El caraqueño, “el escultor de su alma”, Ángel Ganivet, Enrique IV en Las conversiones, el Padre Juan de El Cris­ to...), trasuntos, como decimos, en mayor o menor medida, del propio autor, quien igualmente proyectaría su experiencia norteamericana en La deuda (1988) y El enamorado (1994). Según hemos apuntado más arriba, la sexualidad (y la condición sexual) es un aspecto determinante en la configuración del persona­

259 je, no sólo en lo concerniente a la relación que mantiene con su pro­ pio universo personal sino también con el de aquellos que le rodean y, por lógica extensión, con ese ámbito de falso orden y concierto en el que todos se encuentran absolutamente perdidos. Los personajes de Martín Recuerda se debaten en un nivel de causalidad y contra­ dicción en el que la represión más virulenta (y no digamos “castrante”, por ser más que evidente la correlación semántica de este término con el anterior) de continuo está ejerciendo su presión metastásica sobre el yo y sus circunstancias. Así, podemos afirmar, y sin procurar parecer por ello exagera­ dos, que en el acto repetido de la ritualización de su existencia, prác­ ticamente todas las personas de sus dramas, tragedias, comedias o tragicomedias (y así hasta sus 35 obras escritas hasta la fecha), de una manera más o menos patente, evidencian una sexualidad que podríamos definir como “anormal”. En efecto, nadie llega a sentirse realizado sexualmente en el teatro de José Martín Recuerda,4 y es por ello que su actitud de permanente conflicto nos está desvelando una verdad dramática que, por mucha evasión compulsiva o trascendentalismo que se le eche al asunto, nos lanza a gritos otra verdad más sangrante y dolorosa: la de la pérdida definitiva de la armonía y la reconciliación con un cosmos que, indife­ rente, ve cómo ellos y ellas sufren, se consumen, enloquecen y mue­ ren obsesionados por el advenimiento de un día (y un cuerpo) que los redima del caos, la degradación y el definitivo aniquilamiento. Bien es cierto que podemos encontrar excepciones (por ejemplo, la de aque­ llos personajes que se atreven a traspasar las fronteras del miedo y los límites del “qué dirán”), pero más cierto es aún que esas excepciones (como pudiera ser el caso de Julita Torres, en Como las secas cañas del camino, o el mismo de las “salvajes”, o el de la Trotski... tal vez, si bien nunca el de la Hija de La llanura o el de La Hija Menor o La Muchacha de Los Atridas, por citar de nuevo) no los rescatarán ni salvarán jamás de su desolación y extrañamiento frente al mundo.

4. Evidentemente ni el propio autor que, siguiendo una de las premisas fundamentales de la creación literaria, ama tanto a sus personajes como a sí mismo, y en ellos por consiguiente se reconoce.

260 Para las mentes bienpensantes de la época en que José Martín Recuerda escribe Como las secas cañas...5, la protagonista, Julita Torres, responde exactamente al perfil de una “corruptora de meno­ res”. (¡Una maestra de un pueblo del sur como la Salobreña de aque­ llos años rancios, amargos y retorcidos..., una mujer entera que se muestra expansiva, vitalista, que quiere gustarse y gustar y que, para mayor delito, se enamora de uno de sus antiguos alumnos...!6 Algo impensable entonces... y quizás también ahora.) Ocurría lo mismo con la protagonista de Un tranvía llamado deseo de Tennessee Williams. Por lo visto, en su escuela de Laurel, Blanche Dubois se dedicó a seducir y “corromper” a varios de sus alumnos. Como afir­ ma Ángel Cobo Rivas, “sea verdad o mentira, lo cierto es que seme­ jante episodio es un dato importante que configura el carácter frus­ trado de Blanche y, por otro lado, ello dice mucho sobre la actitud social-moral del universo dramático que la rodea”.7 En definitiva, ambas mujeres viven una vida ilusoria, una ilusión sin futuro ni pre­ sente, un presente que quieren llenar a toda costa con un amor tan grande como imposible. Julita y Blanche, Blanche y Julita no pre­

5. Nuestro autor la terminó de escribir, en 1960, en la pensión San José de Salobreña, con el título de “Ricitos de oro”. Fue estrenada el 6 de noviembre de 1965, con dirección de José Ariza, en el Teatro “Capsa” de Barcelona, y emitida por T.V.E. el día 12 de noviembre de 1968, a partir de las 22:05 horas, en el Programa “Estudio 1”, bajo la dirección de Pilar Miró. En 1983 fue estrenada en el Teatro Antas de la calle 42 de Nueva York. Fue publicada por vez primera en el número 17-18 de la revista teatral Yorick (1966). En 1967 fue editada por Escelicer, Colección de Teatro, n° 536. 6. Recordemos en este punto las palabras que La Reverenda, “llena de odio y rencor” (también de envidia), le lanza, como dardos envenenados, a Julita: “¡Vamos, Conchita! ¡Reputación! ¡Qué risa! (A voces.) ¿Quién le da dinero a ese niño para que se emborrache? ¿Quién? ¡Habla, honrada mujer! ¿Quién ha trastornado, ha enviciado al hijo del guerrillero? (...) ¡Habla! ¡Todo el mundo sabe que esta mujer, con su capa de buena, lo ha trastornado porque se ha enamorado de él a la vejez! ¡Iros las dos de aquí, que ocultáis la una y la otra vuestros pecados! ¡Pero pronto vais a sentir pedradas en vuestras ventanas! ¡Que no hay cosa más grave que a tu edad enamorarse de un menor, y el niño enviciado por ti! ¡Por tu culpa!”(V'!'d. pág. 54 de la edición de Escelicer.) 7. Vid. Cobo, Angel, “Blanche Dubois y Julita Torres: sensibilidades afines en mundos diferentes”, en Actas Jornadas-Homenaje a José Martín Recuerda, Ayuntamiento de Salobreña, Salobreña, 1998, pág. 54.

261 tenden otro objetivo que gozar de su “alegría y su persona”, esto es, de esa utópica libertad por medio de la cual pudieran saberse proyec­ tadas por encima de un tiempo histórico lleno de desencanto e hipo­ cresía y vaciado a la vez de su sentido primordial. (Lo mismo le sucedería a la Soledad Montoya del “Romance de la Pena Negra”, pero ésa, como diría el crítico, es una transferencia lorquiana de cuerpo y tono muy diferentes.) Del gesto nace la palabra y la palabra en libertad es la verdadera, la no fingida, el signo definitivo en boca de los personajes que la trasmutan en grito, sin posibilidad de cambio o de retorno. Si quere­ mos entender el gesto en toda su magnitud, lo hemos de hacer desde su sentido de esfuerzo físico con el que el personaje pretende extraer de su adentro la palabra precisa, la que diga justamente lo que siente y lo que demanda. De ahí que la mayor parte de los personajes del teatro de Martín Recuerda se encuentren sometidos a un movimien­ to continuo y frenético, aunque dialécticamente limitado y condicio­ nado, para poder encontrar esa palabra precisa. En dicha afirmación de su “verdad dramática”, un ademán, un suspiro, una mera jitanjáfora, una onomatopeya, funcionan como reactivos, como puntos de in­ flexión a través de los cuales el actor-personaje persigue la complici­ dad, la connivencia, la vía de interacción comunicativa con el públi­ co-personaje a la que nos referíamos más arriba. En tal sentido, Las salvajes en Puente San Gil es un claro ejemplo de lo que aquí afir­ mo. En esta obra,8 la acción es ya, sin discusión alguna, un elemento absolutamente protagonista puesto que el escenario dentro del esce­ nario funciona como un juego de espejos que la reflejan hasta el enervamiento total de las protagonistas, y también del público. De hecho, tras el estreno en Madrid, prácticamente todas las críticas - que fueron numerosísimas- coincidieron en valorar la transforma­

8. Terminada de escribir en el verano de 1961, en la localidad costera de Torrenueva, fue publicada en 1965 por la Editorial Escélicer (Colección Teatro, núm. 452) y su estreno se produjo en el Teatro Eslava de Madrid el día 30 de mayo de 1963, bajo la dirección de Luis Escobar. Tuvo su versión cinematográfica dirigida por Antonio Ribas, con guión propio y de Miguel Sanz. Su estreno se llevó a cabo en París el 27 de mayo de 1967 y también se ofreció de la misma un pase privado en el Festival Internacional de Cannes.

262 ción escénica que llevan a cabo las nueve “salvajes” de la “Compa­ ñía de Revistas de Palmira Imperio” con adjetivos como “constan­ te”, “vertiginosa”, “imparable”. Rescatamos aquí la del Diario “Arriba” de Madrid (sábado, 1 de junio de 1963) realizada por Francisco García Pavón quien aporta ficha técnica y de reparto, por orden de aparición, y en cuyo arran­ que, con un estilo algo “redundante” de conceptos, destaca ese am­ biente trepidante, enérgico y electrizante de la obra: “Una furia escénica, de revuelo y ademán ibérico; de voces, vino, curas, beatas, prostitutas,9 locas, guardias, rasgó anoche el viejo escenario del tea­ tro Eslava.” Continúa ofreciendo un pequeño resumen de su argu­ mento y una relación de los diversos ingredientes que la conforman: denuncia de unas constantes arcaicas e inhumanas en la vida rural española; gama variada (y airada) de situaciones, a veces enfrenta­ das en su estilo e intención (“de alto bordo dramático”, unas, otras más débiles, y casi en la antesala de lo sensiblero, y algunas “desafi­ nadas que hacen reír al espectador inoportunamente”). Señala asi­ mismo la sobreabundancia de gritos de falsete (“gritos postizos”) en la representación y se extiende en una consideración sobre los moti­ vos que impulsaron al autor a escribir su obra: abordar “...la vieja pugna española de “las locas” por el hambre, por la falta de caridad, por la desorganización social, y por otros imponderables raciales, frente a los escalofriantes muros de la moral pública mal entendida; de la moral energuménica y sin espiritualidad, que es tan popular y lamentable como el arrebato de “las locas”, porque en ella influyen parecidos condicionantes sociales, psicológicos y económicos.” Fi­ naliza la crítica refiriéndose a la excelente dirección de Luis Esco­ bar, al predominio de “momentos felices” en el plano de la interpre­ tación y al entusiasmo del público que con sus aplausos interrumpió varias veces la representación, premiándola al final con aclamacio­ nes y una “apoteósica” ovación al autor que saludó desde el prosce­ nio. En realidad, Las salvajes... representan un proceso de “hiperbolización” que, en pos de alcanzar lo grotesco y chocante,

9. Aunque del ejercicio de la prostitución no hay nada de nada en esta obra, pues si, en todo caso, La Chica comete “desliz” sexual con Don Jorge, a fin de cuentas no le cobraría ni un céntimo por ello, pues lo hizo simplemente por caridad.

263 llegará a su cota máxima con el personaje de La Trotski quien con­ vertirá su grito en un gesto sarcástico, manifestado casi siempre a destiempo, puesto que este personaje representa como ningún otro el sentido del contraste hilemórfico entre cuerpo y alma, es decir, la lucha de contrarios en un universo aparente y, como tal, falso. Ve­ mos, por tanto, que en esa búsqueda (infructuosa) de la libertad (el bien perdido, la catarsis absoluta), los personajes, sin excepción, ex­ perimentan una caída ineludible hacia la más absoluta de las derro­ tas, aunque ello no los privará jamás de su perentoria necesidad de gritar, digamos, desproporcionada e inconscientemente, pues no en vano son hijos de un único padre que trasladaba su observación de la realidad a las instancias “ilógicas” de seres reprimidos en un modelo de sociedad restrictivo y represivo de las libertades. Esto es, con un estupor casi infantil. En Las salvajes..., José Martín Recuerda se sitúa en un aleph escénico, desde el que podrá “copiar” literalmente todo lo que allí está “viendo”; como Luis Escobar, por su parte, hiciera al disponer a los personajes de la obra en un escenario de estructura corporal, de tres pisos, donde la mujer quedará trascendida a la categoría de mito y quedará igualmente convertida en un arquetipo actancial, en un personaje que se halla atosigado por las convenciones, la hipocresía y la insidia, y que acabará finalmente emplazado frente al muro, cie­ go, de la frustración, puesto que no llegará nunca a consumar su ideal de amor y de vida. Desde la perspectiva de la acción dramática, Las salvajes... supo­ nen una aportación definitiva (y podríamos decir que absoluta) al teatro español contemporáneo en la forma que su autor tiene de pre­ sentar a los personajes (29 en total). Ciertamente, ante una obra de estas características, cualquier espectador se podría llegar a plantear qué hacer tras el primer acto, que posee una fuerza tremenda, casi definitiva, puesto que la obra comienza con un clímax y acaba en una cima tensional muy difícilmente alcanzable en otras obras. Esta es, sin duda, la verdadera esencia del “iberismo” y de su hermana de sangre la “crueldad ibérica”, como modelo de dramaturgia que pone los sentimientos y las sensaciones de los personajes en un nivel altí­ simo de enardecimiento. No podemos decir que se trate de un teatro

264 “pánico”, ya que en el mismo no detectamos ningún elemento carac­ terístico del teatro del absurdo, pero sí podemos contemplar (y sen­ tir) puntos de tremendismo en la concepción (y en la solución tam­ bién) de determinadas situaciones que se nos muestran extremas, como ya ocurriera en La llanura, una obra “suicida” para el tiempo en que se escribió -1947- e intentó vanamente representar sin las habituales amputaciones de la censura, como Las arrecogías del Beaterío de Santa María Egipciaca, como El engañao y Caballos desbocaos y Carteles rotos, y como tantas y tantas obras más en las que la proyección emocional de la rabia ante la represión es pura lucha y agitación interior que saca a la luz el sentido de una paradoja incontrovertible: el que resiste, aunque al final acabe siendo venci­ do, gana.

265

MARTIN RECUERDA: UN PASO COMPROMETIDO

Antonio A. Gómez Yebra Universidad de Málaga

En torno a la obra

En 1965 Martín Recuerda está en Madrid dedicado a la enseñan­ za en el centro filial del instituto Ramiro de Maeztu. La ciudad y sus gentes, de modo particular los intelectuales que por ella se mueven, le resultan sumamente decepcionantes. Se había creado la ilusión de que hallaría una urbe moderna, abier­ ta a novedades, dispuesta a romper todo tipo de barreras, en rápida progresión a la modernidad. Y se encuentra una ciudad anclada en sí misma, más en su pasado que en su presente histórico. El dramaturgo, entonces provinciano, que iba dispuesto a desa­ rrollar en la capital todas las ideas que germinaban en su mente des­ de la época del TEU granadino, se siente prisionero justo en el lugar donde pensaba que hallaría mayores posibilidades de libertad en cual­ quier tipo de expresión. Ya en diciembre de 1963 había manifestado en la revista Primer Acto: “En Madrid veo muchísimo más una especie de vida-cárcel, y comprendo que el teatro madrileñista de La historia de una escalera o de La camisa tenga una perfecta razón de existencia”.1

1. Primer Acto, n° 48 (diciembre de 1963), tomado de Ángel Cobo, José Martín Recuerda. Génesis y evolución de un autor dramático, Granada, Diputación, 1993, pág. 124. Las dos obras, y algunas otras, habían significado sendos aldabonazos en la conciencia de la opinión pública, al delatar situa­ ciones de asfixia de un pueblo incomprendido, desarraigado, aislado en su indefensión. Los personajes de ambas piezas dramáticas repre­ sentaban un pueblo oprimido por las penurias económicas o por las trabas individuales y sociales que le impedían levantar la cabeza. Y que, cuando la levantaban era para descubrir en todo caso su laceran­ te situación, y, cuando mucho, rescatar a alguno de sus miembros por su especial valía. Aquel Madrid de corralón, aquel Madrid donde la mayoría de sus habitantes malvivía a la espera de tiempos mejores apenas vis­ lumbrados aún, no era el Madrid que Martín Recuerda se había ima­ ginado. Pero es el que se encuentra.

Yo he venido a clamar, -dirá asumiendo una voz profètica que lo dignifica- a rebelarme contra esta razón de existencia, porque quiero respirar otros aires españoles y no quiero ahogarme en “el pozo del tío Raimundo” [...] quiero [...] huir para seguir haciendo un teatro de ferias y caminos, de cartelones ibéricos que un día ex­ pliquen un crimen pasional, otros la muerte de un torero, la despe­ dida de un soldado, el amor de una maestra de escuela, vieja, a la orilla del mar, o las terribles denuncias de unos pueblos a otros, todo menos “el sueño de las calaveras” de Quevedo, o las desola­ das casas de vecinos del Madrid viejo, o del Madrid que empieza detrás de los palacios de Oriente, ¡ese Madrid tan nuevo y tan do­ minado!

En cierto modo se estaba considerando, y así se ha dicho en otras ocasiones, como un continuador de la labor de García Lorca en su actividad de director de La Barraca tanto como en la producción de sus propias obras. Martín Recuerda es, como su paisano, un ardiente apasionado del teatro de acción social, y como aquél, empezó traba­ jando con jóvenes en la presentación al pueblo de obras clásicas, y terminó con obras propias. Para él, como para el autor de Mariana Pineda, “el teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos 2

2. Ibid., id.

268 para la edificación de un país y el barómetro que marca su grandeza o su descenso”3. Ya había dado a la escena con notable éxito, fuera de Granada, El teatrito de Don Ramón (1959, Teatro Español de Madrid), Las sal­ vajes de Puente San Gil (1963, Teatro Eslava de Madrid), y tiene escrita desde 1960 Como las secas cañas del camino (que estrenará a finales de 1965 en el teatro Capsa de Barcelona). Pero quiere más, mucho más. Ha terminado El Cristo, y teme que una obra de tal talante no llegue a escena por culpa de una censu­ ra particularmente activa cuando se trata de poner en escena asuntos que tienen que ver con la religión. Sus peores vaticinios se cumplie­ ron. La obra sigue sin ser llevada a los escenarios comerciales aun­ que se ha pasado por la televisión italiana y ha sido publicada. La negativa a poner en escena esta obra podría haber acabado con muchas de sus esperanzas de autor, tal como había acabado con algunas de sus energías. Pero Martín Recuerda no se desanimó por ello. Buceando en nuestros autores y obras clásicas se había sentido atraído, sin duda desde la época granadina, por la figura del Arcipreste de Hita y su Libro de buen amor. Una carta a su maestro y mentor, don Benigno, así lo delataba en 1963:

Estos días también se me ocurre una obra que puede ser estu­ penda, El arcipreste de Hita, con lo cual, sin perder fuerza ni españolismo, cambiaría de ambiente. ¿Sabe usted que Hita, pueblo de la Alcarria, fue en el siglo XIV, villa de arciprestes que guarda­ ban los tesoros de los Reyes de Castilla? Nuestro arcipreste estuvo preso en Toledo por mandato de un arzobispo. ¿Robaría de aque­ llos tesoros, para satisfacer sus aventuras amorosas, sus ansias de gozar de la vida? Creo que esto es el tema. Gran tema...

Había encontrado un filón del que ningún dramaturgo anterior se había percatado. Porque en el siglo XIX, cuando se volvieron los ojos a la Edad Media para localizar personajes y asuntos de interés, nuestros mejores autores teatrales se habían fijado especialmente en

3. Federico García Lorca, “Charla sobre teatro”, en Obras Completas, til, Madrid, Aguilar, 19S7, pág. 459. 4. Carta a don Benigno desde Almufiécar, 24-7-1973, en A. Cobo, cit., pág. 129.

269 los de tipo legendario, tradicional o épico, muchos de ellos proce­ dentes del Romancero. Donceles más o menos dolientes, trovadores, bastardos, infantes, juglares, mozárabes, héroes de distinto pelaje (pajes, corsarios, grumetes, capitanes, monjes) habían aportado per­ sonalidades variopintas a nuestro teatro, pero todos los dramaturgos habían olvidado al Arcipreste de Hita como posible protagonista de una obra teatral. De hecho el interés por el Libro de buen amor, con contadas excepciones, había sido muy escaso desde el siglo XVI al XX, tanto en nuestras letras como en las universales. A principios del 65, durante un encuentro fortuito en el café Gi- jón con el actor Fernando Guillén, le contagia su entusiasmo por la idea, hasta el punto de que éste la dará a conocer al recién nombrado director del Teatro Español de Madrid, Adolfo Marsillach. Pretendía Marsillach en aquel momento dar un giro al teatro, y, al mismo tiempo “vivificar y hacer un espectáculo actual de los au­ ténticos valores clásicos”.5 6 La obra, aún en sinopsis, le llegaba como caída del cielo, y enseguida acordó con nuestro autor que la pondría en escena ese mismo año. El joven escritor granadino se percata de la oportunidad de triunfo que esa puesta en escena le brinda, y se lanza con pasión a la redacción de la obra. A mitad de mayo la tiene prácticamente finalizada, y se siente como un auténtico poeta jurens cuando escribe a su maestro

Nada nunca me salió con tal donaire y soltura. Estoy entusias­ mado. No crea usted que, por este fenómeno de rapidez, la obra es­ tará descuidada, todo lo contrario. Estoy escribiendo desde las siete de la mañana, son las doce y media. Llevo escritos 80 ó 90 folios.

No se ha limitado a estudiar a fondo el Libro de buen amor. Ha visitado la ciudad de Hita y otros lugares7 que el Arcipreste había

5. Ángel Cobo,, cit., pág. 131. 6. lbid., id. 7. “Fui también a Sopetrán, a Atienza, a Guadalajara, a Guadarrama, a Talavera, y ante el misticismo y soledad de esta Castilla, sentí imperiosa necesidad de llevar a nuestro Juan Ruiz a orillas del Guadalquivir, a tierras andaluzas, con su mucha luz y alegría”, J. Martín Recuerda, “Autocrítica”, en ABC, martes 16 de noviembre de 1965, pág. 99.

270 pisado por diversos motivos. Martín Recuerda ha pretendido situar­ se en la piel del protagonista, poniendo sus ojos en los hitos paisajísticos, rurales y urbanos, que Juan Ruiz (arcipreste o no) ha­ bía tenido ocasión de contemplar, así como en los tipos humanos (hombres y mujeres) con cuyos antepasados aquél se relacionó. No descuidó tampoco otros aspectos socioculturales, religiosos y profa­ nos. Locuciones, situaciones, elementos de la gastronomía, modos de vida, todo lo que le hablaba de otras épocas, lejanas pero ancladas en las gentes humildes de los pueblos de Castilla, lo fue recopilando para introducirlo como elemento concordante en un mundo que él había decidido recrear varios siglos más tarde. Iniciados los ensayos, surgió el primer gran problema: la censura había prohibido la representación. Y lo hacía en base a que

la figura del Arcipreste se presenta de forma casi exclusiva en sus momentos alegres e inmorales, utilizándose para ello aquellos poemas de El libro de Buen Amor que determinan esa acusada ca­ racterística, y el resultado es que Juan Ruiz, del que casi nada se sabe, queda convertido, a la vista de los espectadores, en un cléri­ go lleno de defectos [...] se evidencia una cierta tendencia anticlerical que exige unas matizaciones, teniendo en cuenta ante todo que la obra ha de representarse ante un público mayoritario y en un Teatro Oficial, y no debe presumirse de la formación cultu­ ral del espectador en general le permita apreciar, sin consideracio­ nes o consecuencias negativas, aquellas escenas, situaciones o diá­ logos en las que tales reparos se acentúan. [...] se origina una vi- sualización teatral muy parcial del mismo, objeción a la que hay que añadir una cierta complacencia en el exabrupto verbal [...] y junto a ello la utilización de un vocabulario y unas expresiones mucho más eróticas y cínicas de las familiares al de Hita. // La es­ cena final [...] presenta un tinte social particularísimo, que cabe considerar ajena al texto y al contexto, tanto de la obra original objeto de estudio, como de todo aquello que ha escrito Juan Ruiz, o de lo que del Arcipreste se conoce. 8

8. “Documento censor de ¿Quién quiere una copla del Arcipreste de Hita?” en A. Marchant Rivera, Claves de la dramaturgia de José Martín Recuerda, Málaga, Universidad, col. “Estudios y ensayos” n° 35, 1999, pág. 191.

271 En extracto, la prohibición se fundamenta en estos puntos: 1) El arcipreste aparece como un personaje inmoral, lleno de defectos. 2) Se advierte anticlericalismo. 3) El pueblo no está preparado para discernir. 4) El vocabulario deja mucho que desear. 5) La escena final presenta connotaciones sociales. Los puntos 1 y 2 tienen que ver con la clerecía, supuestamente intachable; el 3 y el 4 pretenden salvaguardar la teórica inocencia del receptor; el 5 tiene que ver con cuestiones sociopolíticas que pare­ cen intocables. Iglesia intachable, pueblo dormido y sociedad que está bien como está, son los motivos de una censura aún activa, pese a que con Fraga en el Ministerio parecía que iba a desaparecer. Pero lo cierto es que, como advierte, sobre el Libro de buen amor, la crítica especializada, “el arcipreste protagonista, en efecto, es un transgresor más de los mandamientos divinos”9 que se encuentra con la paradójica misión de “hacer cumplir en su jurisdicción la nor­ mativa eclesiástica sobre el celibato”.10 Y el libro, en general, se ha venido considerando como una ficticia autobiografía erótica a la que se incorporan otros múltiples elementos de diversa índole. El origi­ nal, para su época, era mucho más inmoral que la pieza de Martín Recuerda, y así lo entendieron quienes a lo largo de la Historia, y para desesperación de los estudiosos, arrancaron las páginas en don­ de lo erótico tenía mayor relevancia: esos censores previos que nos han privado, entre otras, de escenas como la de la consecución sexual de doña Endrina por parte de Don Melón. Y que han dejado, sin embargo, los textos que demuestran cómo tantos clérigos del siglo XIV incumplían, cuando menos, el voto de castidad que su estado exigía y aún exige. Si la censura oficial pudo salvarse, con algunas matizaciones de la escena final y arreglos varios, peor fue la de los críticos, miopes o míseros en sus apreciaciones tras el estreno, y la de grupos como la Asociación Nacional de Padres de Familia, que se quejaron porque en el primer Teatro Nacional “se pusiera la historia de un cura golfo

9. Nicasio Salvador Miguel, “Estudio preliminar” a Libro de buen amor, Madrid, Alambra, 1994, pág. 41. 10. Menéndez Peláez, El ‘Libro de buen amor’: ¿Ficción literaria o reflejo de una realidad?, Gijón, 1980, tomado de Nicasio Salvador Miguel, cit., pág. 41.

272 cuando el país había luchado y derramado tanta sangre por mantener la fe unida”.11 Pérez Fernández, crítico del diario Informaciones, dirá al día si­ guiente del estreno: “Martín Recuerda ha llevado a cabo su trabajo con una enorme dignidad, con una fidelidad muy estimable y el he­ cho de que no haya logrado unos resultados completos hay que acha­ carlo a lo desproporcionado y lo ambicioso de su intento”.12 Claro que el intento era ambicioso, por eso nadie se había puesto manos a la obra hasta ese momento. La obra del Arcipreste puede considerarse a la altura de las mejores de nuestra literatura de siem­ pre, como La Celestina, El lazarillo, Don Quijote, El Buscón, Don Juan Tenorio, y su personaje central no tiene nada que envidiar a ninguno de las obras recién citadas y de muchas otras. La dificultad era evidente, pues se trataba de dar vida, además, por primera vez, a un protagonista bastante diluido en la obra original. Un protagonista que se autodenomina en la obra medieval de diversas maneras, como si su autor no lo tuviera demasiado claro, o como si pretendiese os­ curecer su personalidad, o como si la repartiera entre varios persona­ jes que al final configuran uno solo.13 Un protagonista que podía ser, en todo caso ese Johanne Roderici, archipresbitero de Fita que enca­ beza la lista de los ocho venerabilibus testigos de una sentencia dic­ tada en Alcalá de Llenares a principios de 1330.14 Martín Recuerda había de crear un personaje que asumiera el protagonismo de la obra, así como darle cuerpo escénico a un con­ junto de textos medievales mejor o peor hilvanados, que la crítica ha estudiado sin terminar de ponerse de acuerdo. Todavía hoy, 36 años después del estreno (16/XI/1965) de ¿Quién quiere una copla del

11. Ángel Cobo, cit., pág. 133. 12. Pérez Fernández, Informaciones, 17/XI/1965, pág. 18. 13. “Concurren en el Libro de buen amor, en resumen, el yo del arcipreste protagonista, cuya persona actúa como vehículo conductor de la ficción autobiográfica; el yo protagonista de otros episodios, desdoblado o identificado, a veces, con el autor o con el protagonista principal (cruce obvio en el episodio de don Melón); el yo moralista que apostilla didácticamente algunos pasajes; y el yo del poeta que integra su yo histórico y el de escritor”, Nicasio Salvador Miguel, cit., págs. 22-23. 14. Ver Jacques Joset, “Introducción” a Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, Libro de buen amor, Madrid, Taurus, 1990, pág. 12.

273 Arcipreste de Hita?, y tras no pocos nuevos estudios de primera mag­ nitud sobre el Libro de buen amor, que nuestro autor no pudo cono­ cer por ser posteriores al estreno de su obra, seguimos sin noticias absolutamente fidedignas sobre Juan Ruiz, al que unos consideran nacido en Alcalá, otros en Hita, y algunos, los menos, en Alcalá la Real, provincia de Jaén. Todavía hoy desconocemos la verdadera causa de su prisión, y si ésta fue auténtica o de tipo metafórico, pues argumentos hay a favor de una y otra posibilidad. Todavía hoy igno­ ramos si llegó a ser arcipreste de Hita en la época en que debió serlo, pues las dudas se mantienen al respecto. Y se encontraba el escritor granadino ante la difícil tarea de si­ tuarlo en escena con otros personajes a los cuales también tenía que proporcionar cuerpo y entidad propia. Martín Recuerda se vio en la obligación de dar cuerpo a su prota­ gonista y acompañarlo con un grupo de personajes que le dieran el pie y el contrapunto. Algunos de ellos podía extraerlos de la obra que seguía, pues gozaban de cierta identidad en el Libro de buen amor, caso de Trotaconventos, de Doña Endrina, de la panadera Cruz, de la monja doña Garoza, o de Fernando García, su infiel escudero. Pero eran pocos para urdir unos ambientes donde se recrease el espíritu de la Edad Media. Un espíritu que no todos han entendido igual. Porque ese período se ha visto a veces como una etapa gris, encerra­ da en sí misma, donde los vasallos vivían bajo la tutela de un señor guerrero que los ataba a su antojo sin permitirles la alegría de rela­ cionarse y disfrutar del momento presente que todo ser humano ne­ cesita para seguir adelante, para ser feliz aunque sólo sea unos mo­ mentos del día o del año. Poner esto en las tablas, cuestionándolo, era, en buena medida, el objetivo de Martín Recuerda con ¿ Quién quiere una copla del arcipreste de Hita? No todos lo comprendieron, pero Alfonso Paso se dio cuenta, y lo hizo público, felicitando al dramaturgo granadino por su obra, unos días después del estreno a través de las páginas del diario Madrid.

No es posible concebir la Edad Media sin la orgía de vino y carne, sin el arrepentimiento, sin la ira, la cólera, el miedo, la ven­ ganza. No es posible, pues, concebir la Edad Media sin la pasión [...] Tras los muros de las tabernas, en los bosques, en las plazas

274 de las aldeas, que ni tal nombre merecen, el pueblo se divertía como no se ha divertido nunca, se desordenaba como jamás se ha desordenado [...] se había hecho del cristianismo una religión llena de santo y seña, de consignas, esotérica, más plantada en el temor al castigo que en el amor a Dios y al prójimo. Pero no estoy segu­ ro de que de esto tuviera la culpa el pueblo, sino [...] los malos obispos.

Martín Recuerda, en palabras de quien podía entender, por su condición de dramaturgo, las grandezas de una obra de teatro, había acertado plenamente en su plasmación escénica de la época en la cual había situado la acción a lo largo de, y esto hay que recalcarlo, “un texto formidable”.15 16 Dispuesto a incorporar personajes que concedieran la dimensión pretendida a su obra, el autor de Las arrecogías llegó a la configura­ ción de 40 inexistentes en El libro de buen amor. Pese a ello, fue acusado de plagio, y hubo de defenderse señalando que nunca pre­ tendió arrogarse los versos del Arcipreste, como se advierte con la simple lectura del título, y matizando que la suya era obra de teatro, con tres cuartas partes en prosa y una en verso.

Lo propio y lo ajeno

Martín Recuerda escribe una obra de teatro a partir de una obra en verso. Pasa de un género donde lo que predomina son los senti­ mientos a otro donde lo que importa es el desarrollo de una trama a través de la acción y del diálogo. Tenía que crear caracteres, empe­ zando por el arcipreste, del cual apenas conocía datos más o menos autobiográficos que lo mostraban como una especie de clérigo apicarado, quizás goliardo, un hombre que conoce las poéticas me­ dievales tanto como el público al que va destinada su obra. El autor (y hasta cierto punto personaje central) del Libro de buen amor da por hecho que las gentes a las que pueden llegar sus escritos se en­ cuentran vitalmente prendidos por la dicotomía buen amor / loco

15. Alfonso Paso, “Pepe Martín, gracias”, Madrid, 30/XI/1965. 16. Ibid., id.

275 amor, y que, como él, aunque intenten usar del buen entendimiento para actuar con corrección, unas veces lo harán bien y otras lo harán mal. El que actúe cristianamente escogerá el buen camino, mientras el que se mueva con otros parámetros, buscará el de la perdición. Y sugiere ambas posibilidades, de modo que cada cual escoja según su sentido común le dicte. Pero no olvida tampoco que incluso quien intente seguir el cami­ no recto, se torcerá en ocasiones. El cristiano traiciona a veces su ideario en busca de los placeres que le proporciona la carne, y ha de rehacer su vida mediante actos de reconciliación con Dios, que siem­ pre acoge al pecador. El seguro perdón de Dios permite el tira y afloja entre la carne y el espíritu, motivo por el cual el arcipreste confía en el buen amor que salva a todos los hombres. A partir de ahí el escritor granadino propone un protagonista que se deja llevar por el amor a la mujer, una especie de donjuán prime­ rizo del que todas las mujeres abominan pero al que todas quisieran tener consigo alguna vez. El Arcipreste de Martín Recuerda ha robado los tesoros que los reyes de Castilla tenían depositados en Hita, y parte con ellos para utilizarlos a lo largo de sus correrías. Además de mujeriego, y amante de la buena mesa, de la que el vino no está ausente, es un ladrón a quien la justicia perseguirá hasta conseguir que dé con sus huesos en la cárcel, y ésta no será metafórica, aunque en ella sea donde dé térmi­ no al Libro de buen amor, del que hasta entonces sólo habrá compues­ to algunas canciones para escolares nocherniegos, ciegos, etc. Sus cuitas amorosas están extraídas del libro original, si bien las aventuras con las cuatro serranas17 quedan reducidas a dos. Sólo mantiene un encuentro sexual, y será con La Chata, ya que de Menga Llórente sale huyendo al no soportar el mal olor de sus ropas. La serrana de Gadea y Alda de Tablada han desaparecido de ¿Quién quiere una copla del Arcipreste de Hita?

17. Para Pérez Fernández, sin embargo, el autor de El engañao ha construido “un texto demasiado dilatado, en el que sobran algunos cuadros -lo s dos de las serranas, por ejemplo-”, cit.

276 La historia con doña Endrina, que pudo haber dado pie a escenas eróticas de mucho calibre de haber llevado a las tablas las estrofas censuradas en El libro de buen amor, no pasa de unas secuencias en que los amantes se toman de la mano y se dan un púdico beso. Aun­ que con doña Endrina parece surgir el amor redentor, el que salva las barreras del tiempo y de la carne, el que le hace gritar, en la última escena del primer acto: “¡Por ti me salvaré! ¡Oh, bendita mujer de Castilla!¡Por ti saltaré tapias y ventanas, pasaré ríos y cruzaré tie­ rras, y volveré allí donde tú estés!”.18 Doña Endrina se deja vencer, quizás con demasiada facilidad, por las artes de Trotaconventos y por las palabras del propio Don Melón. La sustitución del nombre del protagonista por el de Don Melón en la fase de conquista de Doña Endrina, tan analizada por los especialistas en el Libro de buen amor, se debe, en la obra teatral, a que están en época festiva, carnavalesca, y el Arcipreste se disfraza de mancebillo: cambiado el traje, cambiado el nombre, algo bastante frecuente en la literatura posterior al Libro de buen amor. Trotaconventos es quizás el personaje más trabajado por Martín Recuerda, y en el que aporta mayor número de novedades. Actúa con la sabiduría de la Urraca casamentera y correveidile, y con ca­ racterísticas que luego desarrollará Celestina. Pero también se muestra como hembra maternal que cuida al Arcipreste cuando se encuentra en mala situación física tras sus devaneos por el territorio agreste donde padeció dos rigores opuestos: el del frío climatológico y el del vigor y el calor sexual de las serranas. Esta vividora asume una posición de liberalidad en lo sexual. Para ella todo el amor es bendito y sagrado, razón por la que no puede considerarse pecado la relación entre el Arcipreste y cualquier mujer, incluida la monja Doña Garoza. Trotaconventos, que morirá en escena, invita al Arcipreste a otra de las novedades de la obra respecto a su antecedente literario: viajar a la frontera con la tierra de moros, donde se vive una vida más ale­ gre, más desenfadada, sin los apremios de la religión cristiana, pues allí se puede disfrutar de varias mujeres sin que ello represente rompi­

18. José Martín Recuerda, mecanoscrito de ¿Quién quiere una copla del Arcipreste de Hita?, pág. 31.

277 miento de norma alguna. Y aquí es indudable que el escritor granadino parte una lanza a favor de su tierra, aunque en el momento de concep­ ción de su obra no podía tener noción de las hipótesis de Sáez y Trenchs, quienes, en el I Congreso Internacional sobre el Arcipreste de Hita (1972) dieron a conocer la sugestiva teoría de que Juan Ruiz era originario de Alcalá la Real, en Jaén, y había regresado a Castilla hacia los 10 años. Doña Garoza se convierte en un personaje de mucho calibre, por cuanto alcanza gran dimensión humana hasta el punto de fallecer por encontrarse ante una gran diatriba: amar a Dios o amar a un hombre, algo que su estado de desposada mística no puede permitir. De alguna manera doña Garoza puede considerarse, así, una figura de Doña Inés. Pero no menos una imagen de Melibea, pues se siente desasosegada, como ésta por la acción de las palabras de Celestina. La escena de “La noche en el huerto” es significativa al respecto, aunque entre la monja y el Arcipreste no llegue a existir contacto. En cuanto a Fernando García, escudero del Arcipreste, asume mayor protagonismo que en el Libro de buen amor, acompañándolo en algunas bellaquerías y francachelas y convirtiéndose en una espe­ cie de criado nada bobo, próximo a los que acompañaban a los seño­ res en nuestro teatro áureo. Personajes de la clerecía (Chantre, Tesorero, Legos) o de baja estofa (El Ciego de la Extremadura, Mendigos), damas de alcurnia verdadera o falsa, caballeros cruzados, troteras, penitentes, mesone­ ros, moros, moras y escolares, dan cuerpo a una obra en que se suce­ den vistosas escenas a un ritmo frenético, un ritmo acompañado muchas veces por la música19 y la coreografía.20 La puesta en escena en el estreno fue elogiada por todos los críti­ cos, y por el mismo autor, quien observó que se sentía contento con la obra “en lo que se refiere a la dirección sabia de Marsillach, los geniales decorados de Caballero, los exquisitos figurines de Cortezo, la calidad de los intérpretes, Rodero, Mari Carillo, Nuria Torray... y todos los demás actores, insuperables en sus papeles respectivos”21.

19. La música, en el estreno, era original de Carmelo A. Bemaola. 20. Corrió a cargo de Alberto Portillo. 21. Francisco Ochoa, “Después del estreno de ¿Quién quiere una copla del Arcipreste de Hita?", en Informaciones, 10/XII/1965, pág. 19.

278 Por lo que se refiere al texto en sí, sobre el que ya la censura previa había advertido cómo Martín Recuerda se apropia los pasajes correspondientes a los momentos alegres e inmorales, ha de señalar­ se que los utilizados son, en su mayoría, los que suponen acciones del protagonista. Y esto es comprensible porque ahora estamos ante una obra de teatro, como se advirtió más arriba. Cierto que el comediógrafo granadino sabe hacer uso de diversos apólogos procedentes del texto primitivo que pone en boca de algu­ nos personajes de su obra, aprovechando perfectamente el material del que disponía22. En ocasiones reorganiza el orden de algunas estrofas, o lo invier­ te, o suprime versos, o los modifica. También incorpora otros de su propia invención, para ponerlos en boca de sus nuevos personajes. Suele ser bastante fiel al modelo, y sigue en general la disposi­ ción temporal del Libro de buen amor. Pero a veces da saltos hacia atrás o hacia delante, para sacar mayor partido a una secuencia o a un personaje. Crea un hilo argumental nuevo sobre el original del siglo XIV. Y lo hace siguiendo las aventuras del arcipreste original, al que sitúa en escena por primera vez en una secuencia que corresponde a los últi­ mos momentos del Libro de buen amor. Si hacemos un seguimiento de las estrofas del Libro de buen amor incorporadas a ¿ Quién quiere una copla del Arcipreste de Hita? ob­ servamos lo siguiente:

• Primera parte: estrofas 1692-1709, y 71 a 788. Evidentemen­ te, las 1692 a 1709 estaban al final del Libro de buen amor, pero el resto pertenecen a la primera mitad del Libro, que situaremos hacia el final de la estrofa 891. • Segunda parte: estrofas 953-1069,217-249,1047-1711. Tam­ bién en este caso se produce un salto hacia otra zona del Li­

li. Baste recordar la conversación entre Trotaconventos y dofia Garoza, cuando Martín Recuerda pone en boca de la monja el ejemplo del hortelano y la culebra, al que aquélla responde con el del galgo y el señor, y Garoza replica con el del ratón de Guadalajara.

279 bro de buen amor (estrofas 217-249), pero la gran mayoría de las estrofas corresponde a la segunda mitad del Libro.

Un esquema puede ejemplificar lo recién expuesto:

PRIMERA PARTE

El itinerario que el dramaturgo sigue a través de la primera parte de la obra del Arcipreste23 es el siguiente: empieza por las estrofas finales (1692-1707); efectúa un salto atrás (71-76) regresa al final (1709); nuevo salto atrás (11, 44, 20-21, 80-101, 82-88, 100-102, 123, 152); salto hacia delante (a 427, hasta 500); salto atrás (a 115- 120, 174-177, 166-169); salto adelante (a 712); pequeño salto atrás (a 627-653-686, 669,723-761, 782-788). La primera parte de la obra de Martín Recuerda no tiene en cuen­ ta las estrofas 788 a 1692, que configuran el cuerpo general de la segunda parte de el Libro de buen amor.

23. Los números hacen referencia a las estrofas del Libro de buen amor.

280 SEGUNDA PARTE

La segunda parte de ¿Quién quiere una copla del Arcipreste de Hita? empieza haciendo uso de estrofas situadas hacia la mitad de El libro de buen amor (953), y sigue hasta 1069; salto atrás, (a 217, 230, 249, 248, 221); salto adelante (a 1047,1045); nuevo salto ade­ lante (a 1332); avance hasta 1397; pequeños saltos adelante (a 1485- 1487, a 1500-1506); nuevo salto adelante (a 1608, hasta 1711); salto atrás (a 1510-1512; avance hasta 1572); salto adelante (a 1711). En esta zona no encuentran cabida las estrofas 249 a 953 de El libro de buen amor, que configuran la segunda parte de esta obra. Por tanto, el itinerario cronológico en la obra primitiva y en la de Martín Recuerda es muy similar, aunque no idéntico. A través del texto de ¿ Quién quiere una copla del Arcipreste de Hita?, se tiene una lectura bastante cabal, aunque incompleta del Libro de buen amor, pero no está de más la observación de lo que se dejó en el tintero Martín Recuerda, cuál fue el tipo de textos descar­ tados.

281 De la primera mitad del Libro de buen amor el dramaturgo ha omitido las estrofas 1 a 10, y todas las estrofas entre la 44 y la 71, donde se abordaban dos asuntos: “de cómo todo hombre se debe alegrar”, y “de la disputa entre griegos y romanos”. Tampoco ha utilizado las estrofas 250-428, donde aparecían nu­ merosos ejemplos24 y otros textos sobre los pecados capitales, así como el asunto de las horas que reza Don Amor, la pelea que éste mantuvo con el Arcipreste, y dos espléndidos relatos humorísticos: parte del de los perezosos que se querían casar, y el del pintor Pitas Payas completo. Sólo se ha servido parcialmente del texto sobre las propiedades del dinero, pero no ha hecho lo mismo con otros textos sobre las mujeres, las casamenteras, las buenas costumbres (también la de no beber), el abandono de Don Amor al Arcipreste, y los consejos de Venus (500-527). Apenas ha hecho uso de los textos sobre doña Endrina y la alca­ hueta, que Juan Ruiz dice haber tomado de la historia de Pánfilo y Nasón, y no lo ha hecho en absoluto de los consejos a las mujeres, los nombres de las alcahuetas, y de la vieja que va a ver al arcipreste (788-949). De la segunda mitad del Libro de buen amor el autor de Las con­ versiones ha olvidado, como ya se advirtió, todo lo referente a dos serranas (1005-1042). Tampoco utiliza los apartados donde se aborda la Pelea de Don Carnal con Doña Cuaresma (1069-1127), y todos los que se refieren al pecado, al pecador, al Miércoles de Ceniza, a la Cuaresma, y a cómo recibieron a Don Amor los miembros de la clerecía (1128- 1314). Y ocurre lo mismo con las siguientes, donde el Arcipreste llama a su vieja para que le consiga una dueña y luego se enamora de la que hace oración (1315-1331).

24. Ejemplo del lobo, de la cabra y de la grulla (252-256), ejemplo del águila y del cazador (270-275), ejemplo del pavo y la corneja (285-290), ejemplo del león y el caballo (298-303), ejemplo del león que se mató con ira (311-316), el pleito del lobo y la raposa con Don Simio (321-371), y ejemplo del ratón topo y la rana (407- 422).

282 Asimismo olvida las estrofas 1397 a 1485, casi un centenar, pues, donde aparecen varios ejemplos,25 algunos de mucho interés. Omite también algunas de las estrofas tras la muerte de Trotaconventos (1569- 1575), el epitafio de la sepultura de Urraca (1576-1578), las armas del cristiano (1579-1605) y parte del texto sobre las cualidades que las mujeres chicas han (1606-1607), del que utiliza lo esencial. Por fin, de los cantares de ciegos, no se ha servido de ninguno de los dos (1710-1728). Traslada, a su obra teatral, 550 de los versos originales del Arcipreste, lo que equivale a un 8% del total, algunos de los cuales prosifica y otros modifica. Incluye 66 estrofas completas en la pri­ mera parte y 35 en la segunda, lo que significa una proporción mu­ cho menor, si tenemos en cuenta que en el Libro de buen amor hay 1728 estrofas. Por su parte, creó cuatro composiciones poéticas: la de las morillas de Sopetrán (12 versos), una puesta en boca de Trotaconventos (20 versos), otra en la del protagonista (8 versos) y una más a cargo de doña Endrina (3 versos). En general, Martín Recuerda ha hecho una buena selección de textos, rechazando la mayoría de los ejemplos, que resultaban dema­ siado narrativos, y quedándose con aquellos que invitaban a la ac­ ción de su personaje central. Pero también ha omitido textos sobre el pecado, que echaba en falta la censura, y sobre el pecador, con lo que, en efecto, proporciona una visión festiva y transgresora de la figura del arcipreste, que apenas se sentirá emocionado penitencial­ mente cuando llega a la iglesia de Santa María del Vado. Su mayor aportación está en la creación de personajes (que he­ mos visto) y escenas, aunque también ha incorporado un número de versos de interés inexistentes en el texto de Juan Ruiz. En cuanto a las escenas, son de resaltar las que tienen que ver con la clerecía talaverana, cuyos miembros se encuentran en mala

25. Parte del ejemplo del gallo que encontró un zafir en el muladar, ejemplo del asno y del perro (1401-1411), ejemplo de la raposa que comía gallinas (1412-1424), ejemplo del león y del ratón (1425-1436), ejemplo de la raposa y del cuervo (1437- 1444), ejemplo de las liebres (1445-1453), ejemplo del ladrón que dio su alma al diablo (1454-1484).

283 disposición ante la llegada del Arcipreste en la primera parte de la obra. Pero resultan mucho más vistosas las que tienen de fondo una bodega (bodego), mesón o tugurio, donde Martín Recuerda crea si­ tuaciones con muchos personajes, casi siempre de diversas etnias y religiones, que salen y entran, cantan, bailan y tocan instrumentos26 de un modo difícilmente controlable. Es la desmesura y grandiosi­ dad del autor granadino, aspecto éste en el que se han fijado algunos críticos: “hay siempre un desequilibrio entre la eficacia dramática de las escenas sueltas, que no hacen sino revelar la pericia desde el pun­ to de vista técnico-teatral del autor, y el cierto descuido en la estruc­ tura total”.27 Llamativa y novedosa resulta, también, la última escena de la obra, donde tras acontecimientos de gran importancia, como la muerte de Trotaconventos, el Arcipreste es cogido prisionero. Su actitud en ese momento dista mucho de la del hombre pesaroso por sus delitos (robo de los tesoros del rey, vida disoluta) al que llevan a prisión. Se muestra, y ahí la censura hallaba una quiebra respecto al texto de Juan Ruiz, como un hombre vitalista que anima a todos a continuar la fiesta y a seguir cantando a pesar de haber sido él apresado. También hallaba la censura un motivo de tensión en el lenguaje del personaje central, especialmente en el uso de algunos vocablos como cabrón, cabrito, etc. Más determinantes, y de mayor proyec­ ción me parecen ciertas alusiones sexuales como la encerrada tras la expresión metafórica “conejo”. Porque sirve para referirse al miem­ bro masculino tanto como para el femenino. Aquél, cuando Fernan­ do García ha birlado su presa (la panadera Cruz) al Arcipreste y se excusa en estos términos: “No le miraba el canalillo, sino que mi conejo empezó a dar saltos dentro de mi zurrón, hasta salir y caer en la cama de ella, y, por buscarlo, tuve que meterme entre las sába-

26. “¡Vengan zampoñas y tamboriles, y que baile de nuevo la Grimalda! ¡Ea, ya sube al tabladillo!¡Menea, menea! Que el de Hita te hará las coplas, para que las cantes en el moro” José Martín Recuerda, mecanoscrito de la obra, cit., pág. 18. 27. Antonio Morales, “Estudio preliminar” a José Martín Recuerda, Las ilusiones de las hermanas viajeras. Las Conversiones, Murcia, Editorial Godoy, 1981, pág. 45.

284 ñas”.28 El femenino cuando el protagonista va por la Sierra de Guadarrama y se queja en estos términos: “Días sin ver conejo llevo por esta sierra, que lo que fue primavera en Talavera se tomó en invierno desde que ando por estos peñascos”.29 La sexualidad, desde luego, se explica con metáforas campesi­ nas, que le dan un tono de medieval ruralidad a la obra, por ejemplo: “si el trigo está en molino, quien antes llega, antes muele”;30 “mas como en mi zurrón había conejo vivo, ella prefirió conejo vivo al trigo añejo”;31 “sino que está echada en camisa sobre la cama, como la que se hartó de comer cordero”;32 “Seguramente la tal serrana está de fiesta, o tiene gana que le embista un toro de la Atienza”;33 o de tipo musical: “¿Sabes qué es esto que tengo aquí bajo la sotana? Un tamboril”.34 Tales alusiones sexuales tienen sabor antiguo, con lo que Martín Recuerda da muestras de saber lo que tiene entre manos. El hilo argumental es suyo, los personajes son caracteres de su invención en gran medida, y algunos versos también pertenecen a su musa. La obra supuso un toque de atención a los dramaturgos dormi­ dos o adormilados a la sombra de la quietud aparente impuesta por un gobierno que no quería que nada se moviera, aunque pretendía demostrar lo contrario ante el exterior. Si ¿Quién quiere una copla del Arcipreste de Hita? no alcanzó un sonoro éxito en su estreno se debió, sin duda, a que el público (y ahí tenía razón la censura, pero con otros matices), pero especial­ mente el crítico teatral, no estaba preparado para recibir un persona­ je así en una obra total. Martín Recuerda se adelantó a su tiempo y dio un paso comprometido. Ese tipo de teatro en que se delataban situaciones amorales y donde la acción, la música, el baile, las can­ ciones, forman una unidad, tardaría aún unos años en llegar a nues­ tro país.

28. Mecanoscrito, cit., pág. 20. 29. Id., pág. 31. 30. Id., pág. 23. 31. Id., pág. 20. 32. Id., pág. 21. 33. Id., pág. 35. 34. Id., pág. 33.

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E L N U D O (1982) DE JOSE LUIS SAMPEDRO: BALANCE DE UNA TENTATIVA TEATRAL

Francisco Martín Martín l.E.S.Teruel

José Luis Sampedro comenzó su andadura teatral conocida entre la denuncia burlesca y satírica -un tanto valle-inclanesca- de La paloma de cartón (1950)1 y la parodia grotesca y la predestinación pesimista de Un sitio para vivir (1955).1 2 Se trata de unas obras escri­ tas en los años cincuenta, que gustan de conocer y desentrañar un trasfondo político y económico cifrado en clave, en el que rebusca

1. José Luis Sampedro fue galardonado con el primer Premio Calderón de la Barca, que se repartió entre cinco, en un jurado compuesto por Guillermo Reyna, el marqués Lúea de Tena, Luis Escobar, Alfredo Marqueríe, Luis Fernández Ardavín, David Jato y como secretario José María Ortiz. El fallo del jurado y la posterior discrepancia por el resultado fue publicado por el diario ABC (15-XI-1950). La obra se representó dos años más tarde por el Teatro Español Universitario, en una sesión de cámara, bajo la dirección de Modesto Higueras, el 22 de diciembre de 1952. Los intérpretes fueron María Adela Bugler, Cecilia Ferraz, María Paz Carrero, Ana María Gutiérrez, Aurora Hermida, Germán Cobo, Leopoldo Rodao y José Burgos. 2. Esta obra fue estrenada el 28 de noviembre de 1955 en el “Teatro María Guerrero”, bajo la dirección de Modesto Higueras, ayudado por Carmen Troitiño, en la “Compañía Nacional de Cámara y Ensayo”. La escenografía estuvo a cargo de Miguel Narros y fueron intérpretes Julita Martínez, Julia Delgado Caro, José Luis Heredia, Valeriano Andrés, Agustín González, María Recio, Ramón Corroto, Juan Alberto, Bárbara Orbis y Rafael Gil Marcos, luego ha seguido siendo representada en teatro de cámara y por compañías de aficionados. Esta obra sólo ha sido publicada por ediciones ALFIL en su colección Teatro (184), 1958. un lenguaje adecuado a este tipo de códigos: un lenguaje simbólico - verbal o artístico-gestual- capaz de desplegar la ambigüedad y fuerza necesarias con que poder expresar lo prohibido, desvelar los tabúes, deformando y transformando para ello la materia literaria cuyo refe­ rente inmediato es la realidad objetiva. El teatro de José Luis Sampedro, desde el primer momento, se orienta hacia un acto de comunicación llevado a efecto con medios de expresión propios del código literario y artístico, pretendiendo con ello provocar la reacción del público, mas no como pasivo espectador sino para ejercer potestad en el hecho dra­ mático al que asiste. Los problemas para llevar a las tablas sus obras dramáticas nos señalan, bien a las claras, que su teatro tiene algo de provocador.3 Tras un largo paréntesis en la creación dramatúrgica, José Luis Sampedro vuelve a tomar la pluma farandulera en 1982, año en el que crea su última obra de teatro, por el momento: El nudo. La pregunta se nos antoja inmediata, ¿se presenta El nudo, tras el largo descanso como dramaturgo, como un cambio en la trayectoria teatral de Sampedro? Si en las primeras obras teatrales de nuestro autor su escritura revela un perfil comprometido, donde lo dramático estriba en la palabra y poco en la acción, adoptando elementos autobiográficos para proyectarlos sobre un fondo onírico; en El nudo su palabra escudriña la analogía entre lo real y lo teatral, dentro de un espacio que se crea entre el protagonista y el espectador. José Luis Sampedro vendría a crear una alegoría abierta en la que cada cual pudiese rellenar con elementos de su propia vida. En la obra que aquí nos ocupa, Sampedro busca como fuente de inspiración la realidad que le rodea, haciendo resaltar una serie de códigos circunstanciales, que operan en el mundo cotidiano y que el autor entiende relevantes para testimoniar el momento histórico en que se sitúa la acción de la obra, códigos, por otra parte, familiares a la mayoría del público, como ha resultado ser cada una de las teselas que componen el mosaico creativo del autor.

3. Ya su primera incursión en la creación teatral, con tan sólo 19 años, se propuso escribir una obra con clara inspiración del expresionismo de O'Neill, y que tituló El que no tiene nombre, que formaba parte de su revista de particular creación UNO, que más tarde (1986) ha editado de forma limitada. Esta primera creación forma parte de la prehistoria de nuestro dramaturgo.

288 Nos hallamos en El nudo ante una estructura dramática equi­ librada, en función de la cual los personajes actúan conforme a los imperativos de la intriga, el nudo conflictual y el desenlace. Por lo que se refiere a los registros del lenguaje, se da fundamen­ talmente el nivel coloquial del mismo y, dentro de él, predomina el argot de la marginalidad moral. Diríase que estamos ante una obra que responde fielmente a una receta teatral, destinada a con­ vertirse, a la hora de su representación, en un producto de presu­ mible éxito, integrado en la dinámica de la sociedad de consumo de los años ochenta.4 El nudo, drama que parodia la estructura social de un pequeño pueblo de los Estados Unidos que, a fuer de ser sinceros, podría va­ ler para la España profunda, es una caricatura del enjambre de códi­ gos lingüísticos y socio-culturales. La distorsión de la realidad y la suave esperpentización de la misma, permite a Sampedro construir una trama inspirada en el amor como sustituto de la hipocresía de la sociedad: la injusticia social, la explotación del hombre por el hom­ bre y por la sociedad, la lucha de clases, el desenmascaramiento de los criterios y valores totalitarios impuestos por la minoría oligárquica, la invalidez de los actuales valores sociales y de las represiones reli­ giosas, morales y políticas, así como la deshumanización y pérdida de la identidad del hombre, quedan escenificadas en la piel de unos secuestradores esperpénticos, una familia grotesca, y una policía

4. No es aquí el momento -estudios más acertados y concretos que el mío existen- de aproximarme hacia un planteamiento sobre qué tipo de público y cartelera teatral conformaba el mundo teatral de la transición española. De modo sucinto se podría recurrir al trabajo de María Francisca Vilches de Frutos, “El teatro español de los años 80. Tendencias predominantes”, Insula, n° 456-457 (noviembre-diciembre 1984), pág. 14-15; así como sus trabajos sobre las carteleras teatrales de los ochenta publicados en las revistas ALEC y Gestos-, pero tampoco debemos olvidar el estudio de Ángel Berenguer y Manuel Pérez, Tendencias del teatro Español durante la Transición política, (1975-82), Madrid, Biblioteca Nueva, 1988; el volumen de María Pilar Pérez-Stanfield, Direcciones del Teatro español de posguerra, Madrid, ed. José Porrúa Turanzas, 1983; como también el estudio de María José Ragué-Arias, El teatro de fin de milenio en España (de 1975 hasta hoy), Barcelona, Ariel, 1996; y una extensa nómina de investigadores en la que figurarían Luciano García Lorenzo (1981); Víctor García Ruiz (1999); Manuel Gómez García (1996); Alfonso de Toro y Wilfried Floeck (1995), etc.

289 despótica y tiránica, en asunción de la propia sociedad. Si a todo le añadimos el simbolismo de los aparatos tecnológicos, como poder y alienación del ser humano alcanzamos el universo que el autor quie­ re interpretar. En las siguientes líneas queremos demostrar, en su justa medida, la trascendencia de esta obra inédita, que se encarta dentro del deno­ minado Nuevo Teatro Español, y pergeñar la dedicación de un autor, que lejos de las corrientes teatrales del momento, decidió agregar su soledad como dramaturgo y romper con la estética del teatro burgués del momento.

Desatemos E l n u d o (1982)

Resumamos brevemente el argumento. La historia se desarrolla en una pequeña ciudad, cabeza del condado de Georgia, en verano y en dos días: sábado y domingo. La vida aparentemente apacible de una pareja en una pequeña granja a las afueras de la ciudad se ve violentada por la llegada de dos presos fugitivos de la justicia. Entre la pareja, Elka, la mujer y Gray, el hombre, convive Deborah la ma­ dre, y no sólo de forma espacial, sino en una asfixiante relación don­ de la nuera intenta resistir los acosos de la suegra celosa y castradora. Cuando aparecen los presos, Arp y Nikos, fugados de una cárcel próxima, la pareja se halla en una sorprendente soledad, ya que su madre les ha dejado solos, motivo sorprendente por lo inhabitual. Lo que comienza con un secuestro forzado por las circunstancias se enrevesará al entablar relaciones sexuales entre los secuestradores y la pareja, que acabará con la huida de los cuatro, unos huyendo de la justicia, los otros de su vida pasada. El Sheriff aprovechará la oca­ sión para constatar su potestad e inmolar a los fugados y a sus acom­ pañantes en una escena final, teñida de travestismo, sadismo y con­ notaciones bíblicas.

Subamos el telón: la arquitectura teatral

La obra se desarrolla a lo largo de tres actos, a los que el autor ha añadido, en la acotación inicial, que los dos primeros deben ir sin

290 interrupción.5 En el plano más superficial, la obra se articula en una serie de líneas intertextuales, en una relación ya coordinativa, ya subordinativa. Podemos destacar, en primer término, el código del orden social frente al de la marginalidad, códigos éstos que se mani­ fiestan sea de forma explícita (lingüística), sea de forma implícita (situacional): el del código familiar frente al de los partidarios de la libertad conyugal, el código de la hipocresía educacional frente a las relaciones homosexuales, el código de la sociedad moralmente insti­ tuida frente a la conducta temperamental de los jóvenes, etc. La pugna y el contraste entre los códigos socialmente homolo­ gados, de una parte, y de otra la conducta y la actitud del individuo refractario a ellos marcan la clave para entender la esencia dramática del texto. Como texto dramático presenta a sus personajes principa­ les de forma súbita. Surgen en escena y en primer término Deborah (madre), Gray (hijo) y Elka (nuera). Todo parece en orden. “En América todo está en orden” atestigua con fuerza moral la madre, con lo que tenemos un primer cuadro donde se respira tranquilidad y paz. Sin embargo, otros dos personajes pronto van a romper ese re­ manso de paz ambiental, son los presos fugados de una cárcel próxi­ ma: Arp y Nikos. El desequilibrio desde esta primera parte, aparen­ temente sosegada, viene por la secuencia temporal que impone el autor sobre la escena. Los presidiarios fugados van acercándose a la casa desde las calles próximas y Sampedro nos relata este acota­ miento espacial desde acotaciones como éstas: “Calle Primera, Ca­ lle Segunda, Calle Tercera”, de esta forma se acerca el peligro a la casa de los protagonistas. Aparte de estos personajes principales te­ nemos a otros que van apareciendo a lo largo del primer acto como es el Sheriff y Willie, aprendiz de policía se nos dice, pero con la carrera de abogado terminada. La intención connotativa que a lo largo de la obra se perfila, aso­ ma onomatopéyicamente ya en los nombres de algunos personajes.

5. Hemos consultado la cuarta y última versión de El nudo, (septiembre de 1983) depositado en la Biblioteca Nacional. El volumen está mecanografiado por José Luis Sampedro, con los dibujos sobre la ambientación de la escena y acotaciones sobre la música, practicables en escena y efectos visuales. La obra consta de 112 páginas.

291 Así, frente al de Deborah cuya carga implícita es evidente (devoradora), tenemos el de Gray (Gay) que cree que es homosexual o el Sheriff6 que carece en la obra de nombre propio, siendo ese nombre común suficiente para saber que él es el orden o el desorden, pero en todo caso, el autoritario. En este espacio agobiante nos encontramos con un personaje, tal vez, el principal: Elka, cuyo aspecto reviste ribetes de antihéroe. Desempeña un pesado trabajo de esposa y resignada nuera ante la prepotente suegra. Su pasado es difuso y complicado. Hija de emi­ grante polaco, ha trabajado como prostituta en Chicago y ahora fe­ lizmente casada e intentando olvidar su pasado es brutalmente gol­ peada psicológicamente y chantajeada por la madre de su marido, precisamente, recordándole su pasado. La intensa relación con la suegra y la incomprensión de un marido dominado por su madre se fragmenta en mil pedazos con la irrupción en escena de la pareja de fugados. El autor se esfuerza para que veamos la necesaria comu­ nión de los intrusos y los habitantes de la casa. Una y otra pareja son los representantes de la desintegración y de la marginalidad. La obra gira, pues, en relación con el proceso iniciático de Gray y con la resignación desesperada de Elka, que ante los acontecimientos cae en la vorágine aniquiladora que inicia su marido. Si Gray y Elka forman una pareja con indudables problemas de comunicación, la llegada de los delincuentes les une, en un principio, pero el nudo de la trama traza un espectacular lazo cuando descubren la sexualidad y la sensibilidad en cada uno de los intrusos, lo más anecdótico y esperpéntico es, sin duda, la relación homosexual en la que cae Gray. La trama se bifurca en dos caminos, cuando Deborah, la madre, que había salido de viaje comienza a preocuparse por el estado de su hijo que ha dejado solo, por primera vez, desde que se casó. Los diálo­ gos, que a partir de entonces inician Deborah y el Sheriff, nos permi­

6. El Sheriff es el único personaje que no posee nombre propio en la obra. En este punto José Luis Sampedro sigue la tendencia que persigue la abstracción desde el alegorismo, y donde los personajes no dejan de ser meros discursos críticos que encarnan de forma global un pensamiento. José Ruibal y Nieva encabezan este planteamiento estético, sin olvidar a Martínez Medierò y García Pintado. Una leve aproximación de esta tendencia se puede esbozar en Francisco Ruiz Ramón, Historia del Teatro Español. Siglo XX, Madrid, Cátedra, 1986, págs. 527-540.

292 ten conocer aspectos oscuros de la vida de los personajes y de las ambiciones, poco nobles, que cada uno persigue. Como al héroe clá­ sico, precede a Deborah la aureola de la fama. El espacio reservado a él en la casa es tabú para los demás. Ella se presenta como la perfecta madre americana, que ante su viudez prematura ha sacado a su hijo adelante, pero que no ha podido impedir que se casase con alguien que no era de su agrado. Su majestuosa solidez de pensamientos le hace ser respetada,7 pero esa admiración está sustentada, como nos hace ver el Sheriff, en su aspecto personal y en oscuros aspectos de su vida, que rodean enigmáticamente a Deborah. Así pues, lo sagra­ do se manifiesta en forma mítica, por vía de referencia, y no con la presencia del ser mitificado. Al decir lo sagrado, sin embargo, debe tenerse en cuenta juntamente lo tabú, lo vitando, que viene a ser lo sagrado negativo. Lo sagrado en Deborah es su casa, su hijo y su difunto marido. El efecto cómico que inspiran sus grotescas referen­ cias a la bebida, la muerte de su marido -en accidente de coche cuando estaba acompañado por una prostituta y que el propio Sheriff se en­ cargó de ocultar- le sirven a José Luis Sampedro para aproximarnos a una realidad que se debate entre esperpento e ironía, entre hipocre­ sía y ambición. Este clima dramático, que hemos ido componiendo a través de estas acuarelas de los personajes, estaría incompleto si no planteára­ mos el boceto de los presidiarios fugados y buscados por la policía de Estados Unidos. Sus nombres y sus situaciones personales son peculiares: Arpad Varosz es un condenado a muerte por matar a un policía. Nikos Bastiades está condenado por tráfico de drogas. El juego de lo sagrado, el matrimonio, y de lo profano, el acto del se­ cuestro, tienen valores relativos en función de cada personaje, que responden de distinta forma y, en ocasiones, de forma paródica. Lo sagrado opera en la realidad en cuanto inaccesible; mas ya una vez las cosas al alcance de la mano, se ve en ellas el lado lucrativo. En fin, y en lo que afecta a nuestros intereses, una vez presenta­ dos los personajes, con las dos parejas principales, se trenza el moti­

7. La madre en un momento del primer acto afirma que: “En América todo está en orden”, “vivir en comunidad en diálogo con el vecino”, “tener confianza en la Ley y en Dios”, El nudo..., op. cit., pág. 4.

293 vo argumental con los preparativos de la aventura. Los secuestrado­ res entablan relación amistosa con los secuestrados (¿síndrome de Estocolmo?), el lazo va cerrando un nudo de imprevisibles inciden­ cias, a saber, la declarada homosexualidad de Nikos y la debilidad de Gray que afirma su inclinación sexual, como el amor sorprendente, por pasional e intenso, de Arp y Elka. La descripción de lo que he­ mos llamado viaje iniciático se desarrolla desde lo más fútil y pro­ saico como la promesa de Nikos a Gray de que si se fugan juntos, éste podrá por fin trabajar como diseñador de ropa femenina “la vo­ cación de mi vida”,8 a una visión idílica de un amor platónico en el sentido amplio de la palabra, ya que la imagen de su amor va a ser transmitida por el hijo que Elka cree tener engendrado en su primera relación con Arp. Y en el acto segundo los vínculos entre estas pare­ jas en las horas que transcurren dentro de la casa son cada vez más intensos, mientras los esposos se distancian, señalando el autor cómo el mundo de los casados se está separando irremediablemente. Gray persuadido de que ha llegado el momento de “romper el nudo” y dejar a “mi cuerpo vomitando la farsa”9 se explaya en monólogos cortos en los que quiere romper las ataduras que le oprimen; sin embargo, Elka no quiere “volver a ese desorden”.10 El relato de Sampedro da soporte a una doble lectura: una hori­ zontal, icástica, literal; en vertical la otra, entendida como el rito iniciático del descensus ad inferos en busca del objeto misterioso. Elka desde la inminente ruptura de su, por fin, ordenada vida, está desalentada, se resiste a volver al mundo que ya ha conocido, y por ello intenta convencer a su marido, Gray, que reconsidere su actua­ ción. Elka que ya ha perdido toda esperanza se ha encariñado de Arp, el otro secuestrador, de origen húngaro y bajo nivel social. En el tercer y último acto, los secuestradores preparan la huida, aunque hay discrepancias de cómo llevarla a cabo. En estos momentos Sampedro recurre a la utilización de la televisión del gran salón, por la que nos enteramos de la huida de los dos presos, un sofá será el lecho de amor entre Elka y Arp, mientras las motocicletas sirven

8. El nudo, op. cit., pág. 46. 9. El nudo, op. cit., pág. 47. 10. El nudo, op. cit., pág. 47.

294 para encontrar el nudo fatal.11 Elka sabe que acompañar a Arp significa embarcarse en la aventura rumbo hacia un mundo degradado, lleno de peligros; sin embargo, para Gray ese mundo al que se enfrenta lejos de la casa materna es una vorágine irresistible. Salir de la casa representa la transfiguración del peregrino, logrando su objetivo. Mas no acaba la prueba en este punto, ya que los procesos iniciáticos continúan y una vez que Gray ha logrado desenmascarar y burlarse del poder de su ma­ dre, travestido de mujer y burlándose frente al retrato de su madre, acaba su borrachera física y vital en una reivindicación de la memoria de su padre, vistiéndose con la cazadora de su difunto padre y ostentando con aire marcial el protagonismo que nunca había tenido un hombre en esa casa. Finalmente, tras este éxtasis de alcohol y a la mañana siguiente cuando deben partir hacia su destino trágico, Gray entraña el remate final de la prueba: al igual que Perseo no ha de mirar de frente la cabeza de Medusa, trofeo de su hazaña, si no quiere convertirse en piedra, las dos parejas deben llevar oculta su victoria, única manera de que ésta llegue a salvo a su destino. Este plan de los delincuentes se torcerá, ya que serán delatados por su supuesto enlace en la fuga; de este modo, el binomio guía-héroe queda fundido en un solo personaje. El final se pre­ senta con una anagnórisis trepidante y fugaz. La madre, tan casta y tan pura, fue amante, recién enviudada, del Sheriff. El Sheriff busca deses­ peradamente terminar la operación “Nudo”, que le reportará un ascenso y podrá dejar “este pueblo de mierda”. Elka le confiesa su pensado em­ barazo a Arp y la lucha que, ahora sí, deben emprender por su futuro hijo. La muerte final, violenta, dramática y las escenas inmóviles de los personajes en su caída mortal, nos revelan al Sampedro más romántico de toda su trayectoria dramatúrgica. Obsérvese este final de trágica pau­ sa en las acotaciones del autor:

A la izquierda Arp muere en el acto. Elka vive unos segundos más, que le permiten sostener a Arp como la Pietà de Rondatimi, hasta caer abrazada a él. 1112

11. Así lo expresa en la acotación general de la Escena 58 donde además añade: “Si es posible, por el pasillo de butacas un fotógrafo con su equipo y una periodista”. 12. El nudo, op. cit., pág. 122.

295 Sin duda esta secuencia surte un efecto cómico en el público. La muerte es grotesca y esperpéntica, no sólo por la intensidad desme­ dida de estas escenas, sino porque Gray para no ser reconocido por la policía iba travestido de mujer, el destino fue a buscarle y lo en­ contró con sus mejores galas. Cuando un modelo clásico de estirpe mítica (cuyos actantes están recubiertos por personajes hieráticos, solemnes, arquetípicos) es trasladado a un contexto profano y trivial, el efecto será tanto más cómico cuanto mayor disparidad exista entre los personajes homólogos del modelo originario y los de la versión paródica. Frente a estas limitaciones, más o menos flexibles, del texto dra­ mático, es necesario decir, que el relato se mueve por espacios ima­ ginarios y oníricos sin limitación alguna; de ahí que los recuerdos que salpican los actos sean más bien unas pequeñas acotaciones im­ plícitas para poder comprender el drama, que una representación real de un flash-back, tan difícil por otra parte en el mundo del teatro. El espacio del escenario en la obra está caracterizado por una casa, con salón, cocina, alcoba izquierda y derecha, porche, escale­ ras y pasarela, junto a la casa debe haber una iglesia. Los efectos visuales también ayudan simbólicamente a los espacios y remiten a espacios oníricos, el autor apostilla: “Escenas mímicas, televisión en gran pantalla, muy recomendables sombras chinescas en las alco­ bas”.13 El espacio escénico presente no suele ser un lugar abstracto, sino que generalmente se concibe como una parte de un continuo: la ciudad, la casa y el campo, que se segmenta en el escenario, pero en ningún caso se aísla y, paralelamente, el tiempo de la escena fluye como una incesante secuencia temporal de la historia, que el autor recoge por su especial intensidad, por su dramatismo.

A la hora de bajar el telón...

Se nos podrá decir, con razón, que el cúmulo de datos ofrecidos en estos párrafos no dice nada en sí mismo, o no dice demasiado. Sin

13. Esta acotación se encuentra en la página 2 de El nudo, op. cit., y se acompaña de los practicables necesarios como moto, banda sonora, ruidos fuera de escena, etc.

296 embargo, creemos sinceramente que eliminando la vetusta teoría de las generaciones de Pinder y Petersen, José Luis Sampedro se enmarca entre los dramaturgos que alrededor de los años setenta, en plena transformación cultural y política de España, se atreven con un tea­ tro que Wellwarth estudió como Spanish underground drama.14 En­ tre esta corriente de teatro rupturista se encuentra el grupo que Ruiz Ramón denomina “generación perdida” o “generación realista”, que cronológicamente corresponde a los primeros atisbos del Nuevo Tea­ tro.15 Porque en definitiva, como ya expuso Angel Fernández Santos esta vanguardia también estaba formada por autores no tan nove­ les.16 Si hubo renacimiento efímero o tan sólo consolidación a una nueva realidad social no es este el lugar donde plantearlo, lo que nos importa es que Sampedro se suma a la corriente temática de la injus­ ticia social, de la hipocresía moral y social, la violencia, la pérdida de identidad del hombre, la miseria de las llamadas clases bajas, la inmisericordia de las críticas sociales, la sexualidad reprimida por falsos puritanismos, etc. Todos estos elementos están tratados con particular distanciación, esperpento y farsa, sin olvidar la alegoría y el absurdo. Los personajes generalmente pierden la nominación par­ ticular y representan conceptos (poder, miseria, violencia, etc.). La ambientación escenográfica requiere el uso de objetos como partes del discurso dramático (máquinas, cuadros, televisión, motocicletas, etc.). Aún con todo, los personajes arrastran su culpa y la expiación

14. Wellwarth, George E, “Teatro español de vanguardia”, Primer Acto, 119 (1970), págs. 50-58. 15. Ruiz Ramón..., op. cit., pág. 487. En esta clasificación de autores del Nuevo Teatro hay dramaturgos jóvenes y no tan jóvenes, juntos más por los temas elegidos y la manera de tratarlos en escena, que por un sentimiento de grupo que nunca tuvieron. Una aproximación a los temas, técnicas y lenguajes del Nuevo Teatro nos la ofrece con meridiana exposición la obra de María Pilar Pérez- Stanfield, op. cit., pág. 286-306. Para la nómina sobre quiénes pudieron ser constituyentes de esta tendencia teatral se puede consultar el trabajo de la misma profesora en Direcciones de Teatro..., op. cit., págs, 279 y ss; o el estudio de César Oliva, op. cit., pág. 349 y ss. 16. Para Ángel Fernández Santos “No es este teatro ni mejor ni peor que el de entonces; simplemente es el mismo, y ésa es su nueva muerte”, véase su interesante exposición en “La vanguardia calva”, ínsula, 456-457 (noviembre-diciembre 1984), págs. 5 y 7.

297 que el autor quiere que interpreten. Estéticamente, la destrucción de la realidad conlleva la desorientación de la conciencia, que se trans­ forma en pánico, crueldad y provocación: un teatro como respuesta a un mundo que no es racional17. Por todo lo expuesto, parece más que evidente, que cuando el conjunto de las anteriores propuestas éticas y estéticas, escenográficas y dramatúrgicas se imbrican nos ofrecen una obra rupturista y reveladora, que no deja de ser una obra exce­ lente. No hay duda de la calidad de la obra de Sampedro en El nudo, que amén de asimilar las nuevas tendencias escénicas, como ya he­ mos ido demostrando, sirve para presentar un aspecto esencial de la obra dramatúrgica del autor: la palabra, que le convierte en un dra­ maturgo que compagina la idea de un teatro catártico y liberador, cuya finalidad es mostrar la esencia humana. José Luis Sampedro rebusca en la idea de la rebeldía y de la trans­ gresión desde sus primeros escritos teatrales. El mito antropofágico de Cronos y Saturno que Sampedro encuentra cruelmente vigente en la sociedad de los años cincuenta le inspira las dos obras que hemos citado, pero también su drama inédito El nudo, en el que su libertad de creación roza con la disciplina autoimpuesta en su afán de expre­ sar los sentimientos, anhelos y temores de su existencia y del futuro de la humanidad.

17. Véase M. Bilbatúa, “¿Qué es la vanguardia teatral?”, Cuadernos para el Diálogo, 39 (1966), pág. 42.

298 PARÁBASIS PARA UNA DRAMÁTICA CONJETURAL

Juan Hurtado

Todo es simbología y analogía

“Todo es símbolo y analogía / el viento y esta noche tan fría / son otra cosa que noche y viento / sobras de vida y pensamiento”. Con estos versos inicia F. Pessoa su particular tragedia subjetiva “Faus­ to”, anunciando el tema esencial de cualquier escritura teatral: el origen de la dramática está en la antinomia Pensamiento-Vida. Lo que hay en común a todo lo existente es el ser. La existencia es un haber. Vivir es actuar sobre el mundo de una manera creativa. En cuanto al ser humano para no diluirse en la nada vegetativa indaga sobre el marco circunstancial de su existencia. La creación es una manera de dilucidar la vida, una forma instrumental de interro­ gar al misterio. La dramática conjetural es una interrogación, la ex­ presión de una pregunta. Antígona, Segismundo, Hamlet, o hasta el mismísimo Don Quijote de la Mancha, son una extensa y fecunda pregunta. La pregunta si bien realizada, permanece en el tiempo ge­ nerando continuos estados de respuestas a la vez sustento de nuevas preguntas. La respuesta, como finalidad artística tiende a diluirse en la entropía de un tiempo histórico convencional pues siempre es axiología (valorativa moral o ideológicamente). La vida no es un eterno de lo mismo, como tampoco el teatro es una recreación de la vida en cuanto conservación. Para eso ya se inventó la fotografía, los congeladores frigoríficos, los best-sellers, las Navidades de “Corte Inglés” y el B.O.E. El individuo es criatura dispuesta a perseguir una meta en conti­ nua recesión. De la necesidad de conocer y evolucionar surge la ne­ cesidad de la obra de arte como elucidación del ser humano en el devenir. “El texto dramático, resulta, una oscilación entre alternati­ vas penosamente inadecuadas, articuladas para salir de la confusión”. Para organizar la realidad y tratar de comprenderla hay que re­ presentarla, re-crearla, intentando atrapar su fugacidad y sus enigmas. La realidad es fenoménica en un sentido radical. El mundo es un escenario y todo lo que ocurre sucede en el ser. El ser habita en el lenguaje, es palabra en el tiempo. “El tiempo no es más que el paso de una palabra a otra, -nos dice Peter Handke- El tiempo no es exterior al mundo, fuera del tiempo no existen hechos reales”. El texto conjetural puede entenderse como una interrogación so­ bre el ser enunciada formalmente dentro de una estructura analógica en un espacio simbólico significativo. “El ser se revela mediante sig­ nificados. El significado señala el principio de conciencia. Merced a la creación y comprensión de significados somos capaces de repre­ sentamos el mundo” refiere Jaspers. El texto dramático, pues, no es más que la materialización de ese interrogante en sus diversos géne­ ros, estilos, modos, contra-modos, formas, etc. Tanto el autor como el texto siempre son re-presentados, altera­ dos, modificados. “La representación del texto literario pertenece a otro orden físico y artístico”, nos dice Gordon Craig. La materiali­ dad espacial permite escapar al texto dramático de su narratividad, y por ello tanto valor artístico tiene una indicación escenográfica, la creación de un ambiente, la acotación intencional de los personajes, la trama, la música o la estructura de la fábula, como su intención semántica o sus recursos estilísticos. El lenguaje del teatro es una gramática interrogativa de la conje­ tura, en cuanto aspecto de la imaginación operando como posibili­ dad sobre la realidad, una construcción artificial e intelectiva del in­ dividuo funcionando con intención epistemológica donde la metáfo­ ra se convierte en herramienta clarificadora del misterio y de las pa­ radojas del ser y del tiempo. Toda obra dramática no es más que la

300 formulación de una operación ontològica conducente a entender el mundo en todas sus manifestaciones. Concepto este -el ontológico- que ha sido uso exclusivo de filósofos y que nos remite a la inoperan- cia de ciertas retóricas metafísicas. Tal vez por ello nos produce pavor en estos días pragmáticos. Pero no hay que olvidar que “el ser habla por todas parte y a través de todos los lenguajes”, Heidegger dixit. Lo que hace apreciable una obra dramática es las ideas en ella expresadas y el valor trasgresor de su “explosión lírica” en cuanto comunicación y experiencia esencial para descubrir nuevos esta­ dos de conciencia y conocimiento. “El dramaturgo que no es poeta es sólo un dramaturgo a medias”, refiere Lawson. El estado lírico trasciende formas y estilos y sobre todo transforma la realidad ofre­ ciendo nuevas perspectivas. Una obra que carezca de novedad en el sentido de creación incitadora carecerá de posibilidad en el campo del arte, entendiendo por arte la capacidad de ofrecer la forma más clara, y por tanto aprensible, de una idea. Arte y novedad son sinó­ nimos. Lo contrario es oscuridad, miedo, plagio, repetición, trai­ ción y muerte. Toda involución en el campo de las ideas es una traición que se produce sobre el ser, sobre todos nosotros, sobre la esencia misma de la vida. A un período de teatro más o menos realista, comprometido con la ética social del momento, le siguió en los escenarios españoles una etapa de cierto eclecticismo artístico, durante la cual algunos críticos cretinos y ciertos teóricos lapidarios se encargaron de difun­ dir la idea de que el teatro era una plasta mortecina que no entendían ni los propios creadores. Sabido es que el espectáculo teatral sufre la crítica feroz de la parte por el todo. Cuando a un espectador no le gusta un espectáculo dice: “el teatro es un aburrimiento”, cosa que no ocurre con el cine ni con la música, donde la crítica se hace de manera particular sin con­ fundir la mala película o la mala composición con el medio que la produce. “El teatro es una de las artes que más indiferencia y odios produce en el espectador”, señala Alain Badiou; y yo añado: porque el espectador es convocado no exclusivamente a la contemplación y al gozo sino que necesariamente al pensamiento.

301 Mayakowski señalaba en los años 20: “no hay que bajar el arte al pueblo (léase hoy: al público), sino que hay que subir el pueblo al arte”. (“Los espectáculos de humor son los que más pide el público. La vida es ya bastante dura de por sí, y la gente va al teatro a divertirse”, Cristina Higueras, dixit). Frente a ese estado de opinión se generó una respuesta irreal: el público va al teatro a divertirse y no a que le cuenten problemas. Y creadores, gestores, programadores y empresarios deslizaron sus tra­ seros por el gran tobogán de la risa a cualquier precio. Y hasta hoy esa es la opinión más extendida -salvo muy honrosas excepciones-. El teatro como concepto artístico tiene muy poca presencia en los escenarios españoles actuales. (Y los dramaturgos vivos, pues siguen expatriados de la escena. De los 35 estrenos anunciados para Madrid en esta temporada, sólo 4 son autores españoles vivos). La risa fácil se asocia a una intención mercantil, a una estética de la fealdad y a la humorada soez, produciendo estados narcóticos en la conciencia del público y separando el género cómico de la inteli­ gencia del espectador. Si imposible hoy la tragedia moderna en cuanto género escénico, y abundante hasta la náusea el drama urbano neo- costumbrista, mitad sádico-mitad lacrimógeno, creo en lo ya apun­ tado por Tadeusz Kantor en el año 44: “el teatro en su forma actual es una creación artificial de una pretensión insoportable”. Esa pretensión insoportable -en superficie- no es otra que la in­ tención de algunos por hacer del teatro una industria convencional, frívola y productiva como lo es el cine de consumo o la T.V. Y a la vez que esto pretenden, consiguen hacer de la Dramática un sub­ producto mercantil para espectadores conformes y uniformados cuyo índice de analfabetismo semántico es cada día mayor (vivimos en un lenguaje sintético precario. ¡Los autores neo-barrocos lo tienen difí­ cil! Un espectador medio no decodifica más de trescientas palabras) (¡Pues, vamos al teatro, nos echamos unas risas y después nos vamos a cenar! ¿Qué obra ponen? -No lo sé, pero es de una compañía cata­ lana, será divertida. O: No lo sé, pero trabaja Maribel Verdú, estará bien. ¿Y el autor? -Ah, no tengo ni idea).

302 “Pensamos con nostalgia en un universo donde el hombre en vez de actuar furiosamente sobre la apariencia de lo visible, se emplee no sólo en deshacerse de ella sino en desnudarse lo bastante para descubrir en nosotros mismos ese lugar secreto a partir del cual será posible una aventura humana muy distinta de la actual”, refiere Jean Genet. Tengo la sensación de que hemos vuelto a poner de actualidad la prédica del Concilio de Nicea, siglo IV, donde se dejó sentado que a los artistas les tocaba ejecutar aquello que ordenaban los padres de la iglesia infundidos por la gracia del espíritu santo - o sea, del po­ der- y poseedores de la verdad absoluta -o sea, de los dineros-, que­ dando los artistas como meros palafreneros de esas elevadas ideas. Así hoy los gestores y programadores de la empresa pública y los empresarios de la cosa privada. La autocensura por las leyes del mer­ cado, por lo culturalmente conveniente, por la frivolidad de la moda y por las públicas subvenciones sectarias, está más vigente que nunca. (Esta dependencia esclavista entre el artista y el mecenas se rompió en los años post-ilustrados y más concretamente con Mozart, a quien de­ bemos no sólo su genial música sino también su deseo de libertad frente a las imposiciones del exterior. Años más tarde Beethoven re­ mata la faena y ya podemos hablar de libertad plena del creador a la hora de plantear sus obras ¡El esfuerzo de poco nos ha servido!). La ideología -operatividad de las ideas actuando sobre la reali­ dad de la vida con deseo de transformación- interesa a muy pocos. Y la estética de las ideas, en cuanto compromiso ético del creador con su obra, pues menos. (Si lo pagan bien montamos cuatro Autos Sacramentales, mañana mismo. Y si hace falta, pues versionamos La Lozana Andaluza. O si se trata de epatar por vía de ingenio, pues ponemos en escena a los Alvarez Quintero con una perspectiva brechtiana; y el “Baal, Babilonia” de Bretch, pues nos lo montamos a lo Carlos Arniches; y el sainete “Sandías y Melones”, pues a lo “Satán-nislavski”, dado que a las sandías hay que sacarle todas las endo-emociones que guardan en su dulce corazón). ¡He aquí la van­ guardia de la escena española! Si se aceptan ciertas divergencias es para mostrar que en este mundo limpio y moral toda infección viene del exterior. Los malos y

303 los buenos, oriente y occidente, la dualidad moral y Manix y Zoroastro y Moisés y Mahoma y hasta el Mesías resucitado, cabalgando de nuevo entre las sombras y la luz, entre el infierno y el paraíso, entre la hambruna del cuerno de África y la abundancia de Bill Gates. Y ya tenemos presente el eufemismo del ideario occidental: “la libertad perdurable y la justicia infinita”, como panorama absolutista de los nuevos tiempos. Pero, no hay que desesperar... El grito es la mejor manera de expresar el dolor, decía Isadora Duncan. Ocurre que el grito en los espacios sociológicos del teatro resulta un recurso poco recomendable. El gran dramaturgo de los silencios Antón Chéjov, escribió una carta a Stanislawsky a propósito del montaje de una obra suya: “Mire, si usted es capaz de hacer pasar un tren por escena sin que haga ruido, pues póngalo”. (El analítico Stanislawsky se quedó perplejo). Pues de eso se trata, de hacer pasar el tren por escena sin que el ruido apague la palabra, pero procurando que el tren y los viajeros lleguen a su destino.

De los nuevos paradigmas científicos y su encarte en la escena actual

Igual que ocurriera en el siglo XVIII cuando la geometría estaba de moda, los matemáticos daban charlas por las esquinas, en los ca­ fés se polemizaba sobre axiomas euclidianos con la misma pasión que hoy se discute de fútbol, y hasta las damas más refinadas pedían a sus amantes que les hablasen de la cuadratura del círculo antes de obtener sus favores, en los actuales tiempos es moneda común en­ cartar el arte del teatro con los nuevos paradigmas de la ciencia. Per­ dido el horizonte de los sistemas filosóficos y de las ideologías so­ ciales, es usual en cualquier intervención o ponencia manejar con­ ceptos de la física cuántica, de la astrofísica o de la genética con total desparpajo. Así, no es difícil coincidir en el manejo de ciertas termi­ nologías con un señor de Albacete cuando se habla de atractores, simetrías, fractales, parámetros, sistemas invertibles, variables y otras jergas utilizadas como referentes analíticos para despejar el paisaje dramático. Hace treinta años se hablaba de la sociología del espectá­

304 culo, del compromiso político del creador en su obra, de la transfor­ mación del modelo teatral burgués, de la censura, del realismo so­ cial, del realismo fantástico, del realismo subversivo, del anti-realis- mo, del teatro pobre, del teatro de guerrilla, del teatro de trinchera y hasta de si Lady Macbeth era la figura trasunta de la mismísima Car­ men Polo de Franco. Diez años después sólo se oía hablar de mode­ los lingüísticos, de la semiología de la representación y la jerga teó- rico-teatral no salía de estructuras y macro-estructuras, oxímoron, actantes y deconstrucciones (por cierto, salvo William Forsythe y algunos otros creadores de danza-teatro, pocos han sacado partido teatral a las teorías de Jacques Derrida). La teoría sobre los procesos artísticos suele convertirse en una categorización expresada en una terminología que le hace -a veces- apartarse del objeto mismo causa de su análisis. Ocurre que los encartados en este oficio del teatro no se ocupan demasiado en re­ flexionar sobre su propio arte, y como apunta Fernández Lara: “se preocupan más por gustar que por investigar”, y sólo los más conse­ cuentes discurren, leen y viajan abriendo nuevas perspectivas a su crea­ ción y los más avispados se limitan a adaptar -como camaleones- los inventos más floridos de la dramática europea o norteamericana. La tópica prédica noventayochista (citada hasta la náusea): “que piensen ellos”, salvo excepciones -que las hay- nos tiene inmersos en un pe­ ríodo de Climaterio Creativo: una parada biológica, un receso produc­ tivo en cuanto a las ideas en el teatro, que no es más que el reflejo recesivo del espacio intelectual español en le terreno del pensamiento. Los actuales tiempos con sus nuevos paradigmas están reclamando nuevas ideas para la escena. Y no melodramas sobre temas de aparente actualidad: sida, maltrato a la mujer, o seudo-comedias baratas sobre la represión del macho y los equívocos de la convivencia, o didácticos discursos sobre la integración del negro sub-sahariano, o burdas trasposiciones de guiones cinematográficos exitosos: {El hombre ele­ fante, El verdugo, Trainspotting, La tentación vive arriba. No me ex­ trañaría ver en escena -pronto- una adaptación de Ciudadano Kane dirigida por Miguel Narros, o Con faldas y alo loco dirigida por José Carlos Plaza, o Los diez mandamientos, puesta en escena a todo color por Gustavo Pérez Puig en el Teatro Español de Madrid).

305 Para innovar hay que investigar y no van por ahí precisamente los aires de actual teatro español. Parece que la investigación es te­ rreno exclusivo de la ciencia y/o de algunos sesudos especialistas que pasan veinte años de su vida -normalmente los más floridos- estudiando la vida sexual de los lagartos de Islas Columbretes o el sinarmonismo de las lenguas turcas. O investigando sobre algoritmos genéticos en la música, tal como Al Bites, de cuyo jazz-genético ya salen piezas tan hermosas como hermosos tomates transgénicos de la huerta murciana, y tan alegres y fecundas como la más inspirada composición de Louis Armstrong. Leonardo -el maestro renacentista- sostenía que el arte es cien­ cia, punto culminante de la observación y estudio sobre la naturaleza y el hombre. La ciencia encuadrada tradicionalmente en conocer los fenómenos físicos y en establecer leyes acerca de su funcionamien­ to, entiende hoy que no puede separar al ser humano del mundo. La ciencia, en los actuales tiempos, tiende a sustituir sus lenguajes abstractivos de signos por lenguajes metafóricos singulares. Algu­ nos de estos lenguajes se asimilan más al subjetivo lenguaje de la fábula que el lenguaje oscuro y categórico de la lógica. En los labo­ ratorios actuales hay más invenciones, duendes y fábulas que en los escenarios del teatro europeo. O no les parecen fábulas portentosas: la reversibilidad del tiempo, los mundos paralelos, los principios antrópicos (aquellos que señalan que el mundo es de la forma que es porque si fuese diferente no estaríamos aquí para contarlo), o las órbitas homoclínicas, o la singularidad desnuda (que no es precisa­ mente una señora en cueros, sino un punto en el espacio-tiempo no rodeado por un agujero negro). Todas nuestras percepciones, sensaciones y construcciones for­ man parte del mundo físico. El dualismo espíritu-materia quedó in­ tegrado en un monismo neutral, después de Mach. La distinción en­ tre lo mental y lo físico es superficial y resulta irrelevante, nos dice Bertrand Russell. Frente al esquematismo dual del racionalismo mecanicista, el holismo propone la integración del ser en todos los territorios posibles de la existencia. Pero tengamos cuidado con las neo-jergas por muy apetecibles que estas resulten y por mucho que nos liberen de la sensación de

306 orfandad intelectual. Las ideas no son sólo visiones significantes del aspecto de una cosas, ni exclusivamente entidades mentales, sino conceptos que han de ser equiparados con una cierta realidad. “Las falsas teorías crean horarios ficticios para trenes que nunca emprenderán la marcha”, nos dice el gran compositor galo Pierre Boulez. Personalmente, yo, refractario al optimismo universal, no creo que los actuales tiempos estén para categorizar la creación, sistema­ tizar la realidad y homogeneizar la vida propagando antinomias del tipo: discriminación positiva, integración controlada, liberalización de los parques cementerios, control del jolgorio juvenil, y otras puertas abstrusas que a la mar se le quieren poner y que al teatro no les hace falta pues ya tenemos sobre nuestras cabezas los telones de acero para prevenirnos de las catástrofes. Estamos necesitados de nuevas ideas acerca del ser y de la exis­ tencia, aunque éstas se planteen como meras conjeturas en la trasposición del ser humano hacia metas no definidas. Y no se trata tanto de diseñar el plano ideal de una nueva Arcadia o de rescatar el lenguaje de la utopía artística y mesiánica de ciertas vanguardias, como del lenguaje abierto de la posibilidad de la vida, última defen­ sa contra la invasión homogeneizadora y reduccionista que amenaza por asfixiar al ser humano. El lenguaje artístico pierde su valor ontològico cuando se desna­ turaliza y se convierte en un mero instrumento de evasión. Converti­ do el arte del teatro en arte-facto, sus creadores se convierten en manufactureros a sueldo, des-nortados e incapaces para salirse de la cadena de montaje o del espíritu castrante y envolvente de las ideas dominantes. El creador, cautivo enamorado de un arte, acaba pen­ sando como el individuo aquél condenado a galeras que se evadía de su esclavitud soñando que él guiaba la nave, cuando en realidad era ajeno al rumbo, desconocía su puerto de arribada y el motivo mismo de su ardua travesía. Cetegorizadas las ideas, necrotizado el pensamiento. Ocurre que las cárceles del pensamiento sistemático, iglesia de creadores me­ diocres ¡no tiene puertas de emergencia! Y así, todos atrapados en la sutil telaraña global de lo políticamente correcto y de lo aséptico y

307 conveniente. Y es que, cuando socialmente más se nos globaliza, pues más se nos extraña y erradica interiormente. Cuanto más lejos queda el ser de la palabra, más infecundo el arte y más distante la vida. Ser es pensar y pensar es ser. Y es que el genial Shakespeare tenía razón: “ser o no ser, he aquí la cuestión”.

308 FORMAS DEL TEATRO ESPAÑOL ACTUAL: GÉNESIS Y RENOVACIÓN EN EL PERÍODO TRANSITORIO

Manuel Pérez Universidad de Alcalá

Propósitos y perspectivas

A través del presente estudio pretendemos trazar una reflexión sobre varios aspectos que, a nuestro entender, comienzan ya a ser tarea ineludible para la investigación teatral de nuestros días, si es que ésta desea liberarse de lugares comunes (impuestos quizá por la relativa proximidad del período germinador del teatro español ac­ tual) y abordar, desde perspectivas metodológicas acordes con los nuevos tiempos, la sistematización de nuestra historia y de nuestra estética teatrales de hoy mismo. Es el primero de estos aspectos la necesidad de desvelar los elemen­ tos específicamente estéticos de la creación y producción teatrales, para lo cual se hace preciso realizar estudios pormenorizados de los estilos o lenguajes escénicos puestos en juego y dibujar el panorama general de la evolución de los mismos en las últimas décadas. El breve texto que aquí presentamos trata de colaborar modestamente en dicha tarea, adop­ tando para ello una perspectiva fundamentalmente estética, que se tra­ duce en el esbozo de las formas o estilos presentes en el teatro de hoy. El segundo aspecto aplazado se refiere a la correcta valoración de la etapa teatral conformada por los años anteriores y posteriores a 1975. Desde el promontorio de nuestros días, resulta obligada la asi­ milación de las transformaciones producidas en el teatro español de aquellos años a la revolución experimental llevada a cabo en el tea­ tro occidental en las décadas precedentes1 y cuya materialización en el teatro español constituye la verdadera esencia y razón de ser de aquellas transformaciones. El tercero de los aspectos aludidos apunta a la trascendencia efec­ tiva de aquella etapa. En efecto, a las descripciones y sistematiza­ ciones, ya efectuadas, que han aclarado notablemente el universo teatral de aquellos años,1 2 es preciso añadir de inmediato el estableci­ miento de las relaciones entre el teatro de aquel período y el del siguiente, esto es, el de nuestro presente mismo. Se trata, en suma, de precisar el concepto de renovación aplicado al teatro de este pe­ ríodo transitorio (últimos años sesenta y década siguiente, esto es, tardofranquismo y Transición Política) y de calibrar el alcance y ca­ pacidad germinadora del mismo. Entendemos, así, que el sentido de dicho concepto vendrá dado por la efectiva contribución de los len­ guajes escénicos entonces vigentes a la formación y desarrollo de los cauces formales de nuestro presente teatral. En virtud de los supuestos anunciados, iremos arrojando, a lo largo de este estudio, miradas alternativas al presente y a aquel in­ mediato pasado teatral, tratando de precisar si la abigarrada activi­ dad experimentadora que caracterizó a aquel período transitorio ge­ neró efectivas vías de renovación de las que pudieran haber surgido los lenguajes teatrales de nuestra actual época democrática.

Los lenguajes escénicos del teatro actual

El conjunto de estos lenguajes o estilos dibuja un panorama que, en síntesis, proponemos compendiar en tres principales apartados,

1. Ángel Berenguer, “Bases teóricas para el estudio del teatro español del siglo XX”, en Théâtre et Territoires. Espagne et Amérique hispanique 1950-1996, VV.AA., 17-56. Bordeaux, Presses Universitaires de Bordeaux, 1998. 2. Ángel Berenguer y Manuel Pérez, Tendencias del teatro español durante la Transición Política (1975-1982), Madrid, Biblioteca Nueva (Historia del Teatro Español del Siglo XX, 4), 1998; Manuel Pérez, “La escena madrileña en la Transición Política (1975-1982/’, Teatro. Revista de Estudios Teatrales 3-4 (junio- diciembre de 1993); y Manuel Pérez, El teatro de la Transición Política (1975- 1982). Recepción, crítica y edición, Kassel, Reichenberger, 1998.

310 determinados por el predominio en cada uno de ellos de los tres con­ ceptos siguientes: espectacularidad, dramaticidad y textualidad. Dichos conceptos se corresponden, a nuestro entender, con otras tantas modalidades del ya clásico (y, en modo alguno, preciso ni práctico) concepto de teatralidad, de manera que cada una de ellas consistiría en la materialización de la teatralidad característica de un lenguaje escénico (o de un conjunto de ellos) a través de los siguien­ tes tipos de elementos preferentes: códigos escénicos, acción dramá­ tica y texto autónomo. Así, las que denominamos formas de la espectacularidad, for­ mas de la dramaticidad y formas de la textualidad constituyen, a nuestro juicio, las principales vías o cauces estéticos apreciables en la creación teatral de nuestros días. Dicha diferenciación resulta discernible, incluso, desde la propia instancia de la escritura teatral, esto es, a través de la variada configuración de los textos que actual­ mente están siendo o acaban de ser publicados, los cuales, como es natural, no hacen sino traducir la diversidad de concepciones que afectan, de un lado, a la composición interna de las obras y, de otro, a las materializaciones escénicas propuestas por sus creadores y con­ figuradas tanto por los aspectos plásticos y espaciales de la represen­ tación como (muy especialmente hoy) por el tipo de trabajo interpretativo demandado en cada caso. A continuación, al referirnos separadamente a cada uno de di­ chos modelos formales, nos interrogaremos sobre su posible génesis en la revolución teatral de la coyuntura transitoria, atendiendo así al segundo de los objetivos implícitos en el título de este trabajo, cual es el intento de valorar la efectiva capacidad renovadora de aquellos estilos y de aquel período teatral en su conjunto.

Las form as de la espectacularidad

Las formas de la espectacularidad articulan sus lenguajes teatra­ les en la preeminencia de los elementos escénicos dentro del conjun­ to de los componentes de la teatralidad. La esencia de la composi­ ción de estas obras aparece constituida por la evidenciación de los códigos específicos del escenario, en donde la plástica (estática o

311 dinámica) se erige en objeto primordial de la comunicación con el espectador y en elemento articulador de la puesta en escena. Los modos de la ritualidad, singularmente efectivos entre los aspectos dinámicos de la espectacularidad, vehiculan con frecuencia la pro­ gresión de las piezas. Y, como es natural, la actuación persigue la integración del intérprete en el conjunto general de los códigos escénicos, a la vez que el máximo despliegue de todos los signos externos deparados por la imagen dinámica del actor. Los modos de la teatralidad así descritos recorren, hasta hoy, el último tercio del siglo XX y su génesis debe ser situada, precisamen­ te, en la actividad experimental de las décadas sesenta y setenta. Los espectáculos creados por Salvador Távora constituyen quizá el más acabado ejemplo de esta vigencia. Tanto Carmen (1998) como Don Juan (2000), por no citar sino dos de los más recientes, ponen un énfasis considerable en el despliegue de los signos visuales, auditivos e incluso de otros órdenes sensoriales, y ello hasta el punto de incluir elementos (taurinos, sobre todo) que, si extraños a la sus­ tancia teatral de sus espectáculos, manifiestan sin embargo la efica­ cia que la espectacularidad más impactante adquiere en las creacio­ nes de La Cuadra de Sevilla. El ejemplo resulta, además, especialmente revelador de los vín­ culos genéticos existentes entre este grupo de lenguajes y la coyun­ tura marcadamente experimental de la época transitoria. Dichos len­ guajes, en efecto, surgen (con evidente acento de novedad, clara­ mente vislumbrado por la crítica coetánea)3 en un contexto que, co­ incidiendo precisamente con aquella época, hace de la transforma­ ción de la teatralidad tradicional uno de sus objetivos y de sus valo­ res irrenunciables. En el marco de dicho propósito, merecidamente considerado como revolucionario, los modos tradicionales de la tea­ tralidad son identificados de inmediato con el predominio abruma­ dor que venían ejerciendo los códigos verbales en la creación y re­ presentación de las obras, de manera que el cuestionamiento y la negación de la verbalidad discursiva viene a ser estandarte preferen­

3. Manuel Pérez, El teatro de la Transición Política (1975-1982). Recepción, crítica y edición, op. cit. 1998.

312 te del general impulso renovador. La recepción de Quejío (1972), Los palos (1975), Herramientas (1977) y Andalucía amarga (1979),4 primeras creaciones de La Cuadra de Sevilla, muestra hasta qué pun­ to el despliegue de los códigos espectaculares es identificado en aquel contexto con uno de los principales requisitos de la deseada y nece­ saria renovación. El efecto de esta consideración es el interés por dichos códigos espectaculares suscitado en todas las tendencias y subtendencias tea­ trales de la Transición Política,5 6 a través de obras representativas de todas ellas. Animados por los nuevos aires deparados por el nuevo juego de las mediaciones en la España de la época, autores y colec­ tivos prestan una creciente atención a lo que (con abuso y simplifica­ ción terminológicos) se empieza entonces a denominar la “teatrali­ dad”, mientras que la crítica hallaba en otra expresión de moda, la .de “teatro total”, el ideal de una renovación entendida como huida apre­ surada del dominio del discurso. Si el estreno de Las arrecogías del beaterío de Santa María Egipcíaca (1977), de José Martín Recuer­ da, resulta, en ese sentido, emblemático, también es cierto que los ejemplos podrían multiplicarse sin dificultad.7 Así pues, este interés por lo espectacular alcanza, como hemos dicho, a determinadas manifestaciones de la Tendencia Restauradora (obras de Eloy Herrera y, sobre todo, de Antonio D. Olano) y de la Tendencia Innovadora (especialmente, los espectáculos estrenados por Juan José Alonso Millán). Sin embargo, el despliegue significati­

4. ídem, págs. 495-501. 5. Angel Berenguer y Manuel Pérez, Tendencias del teatro español durante la Transición Política (1975-1982), op. cit. De este libro proceden el esquema y las denominaciones que, para las tendencias teatrales del período de la Transición Política, seguimos en el presente trabajo. El lector puede consultar allí la definición y contenido de cada una, lo cual nos exime aquí de detenernos a realizar dicha tarea. 6. Ángel Berenguer (2001), “El teatro y su historia (Reflexiones metodológicas para el estudio de la creación teatral española durante el siglo XX)”, Teatro. Revista de Estudios Teatrales 13-14 (junio 1998-junio 2001), págs. 9-28. 7. Manuel Pérez, El teatro de la Transición Política (1975-1982). Recepción, crítica y edición, op. cit. 1998. Véanse especialmente las páginas 220-223, referidas a la obra mencionada de Martín Recuerda.

313 vamente acusado de los códigos escénicos hallará en los autores y grupos de la Tendencia Renovadora la atención preferente que de la denominación y características de dicha tendencia teatral cabría es­ perar. En efecto, la búsqueda, en el interior de esta última, de una renovación estética capaz de traducir en el plano formal la mentali­ dad de cambio mayoritaria en la sociedad española de la Transi­ ción, hace que el campo prometedor y fértil de la espectacularidad sea cultivado de modo especialmente relevante por determinados autores inscritos tanto en la Subtendencia Radical (el caso más notable es el de Martín Recuerda) como en la Subtendencia Reformadora, en ésta última bajo la forma de otros tantos esfuer­ zos por remozar los lenguajes del realismo introduciendo elemen­ tos del musical, del cabaret, o bien, fórmulas de carácter ritual o festivo (son los casos, sobre todo, de Juan Antonio Castro y de Jesús Campos García, pero también de los espectáculos estrena­ dos por José Heredia, Juan Margallo, Jesús Morillo o Adolfo Marsillach).8 De manera especialmente intensa (en el seno de ambas subtendencias recién mencionadas) los grupos independientes ha­ cen de la aceptación incondicional de los códigos espectaculares uno de los postulados de su quehacer teatral, basando en dichos códigos buena parte de la eficacia e inmediatez que caracterizó por entonces a unos espectáculos fundamentalmente contestatarios y destinados a establecer comunicación inmediata con la complicidad del especta­ dor. Ello es así, sobre todo, para colectivos tales como Els Comediants, Dagoll-Dagom, Tábano, TEI, GIT y Cómicos de la Legua, entre los más notables de los que durante la coyuntura transi­ toria practican la creación colectiva. Precisamente, al carácter marcadamente coyuntural de la intención crítica de este teatro habrá que añadir el mantenimiento de una espectacularidad cada vez me­ nos acorde con los nuevos tiempos, si es que se quieren explicar las razones intrínsecas (modos de producción aparte) de la extinción

8. Ángel Berenguer y Manuel Pérez, Tendencias del teatro español durante la Transición Política (1975-1982), op. cit. 1998, págs. 30-31.

314 progresiva e inexorable del singular y extremadamente relevante fe­ nómeno del teatro independiente.9 Con todo, serán los creadores de la Subtendencia Rupturista quie­ nes harán de la espectacularidad su principal instrumento para mate­ rializar sobre los escenarios la mentalidad de separación con respec­ to al entorno inmediato que los caracteriza. En efecto, algunos de estos dramaturgos y colectivos (Arrabal, Riaza, Matilla, Ruibal, Nieva, Els Joglars y La Cuadra) llevan a cabo, de manera efectiva, la asun­ ción decidida de los lenguajes generados por la revolución experi­ mental, cuyo aspecto más evidente es la incorporación de los signos de la materialidad escénica como elementos fundamentales para la configuración de sus creaciones. De esta manera, la experimentación vanguardista acontecida en el teatro occidental desde los años sesenta tuvo su materialización efectiva, también, en el teatro español de la Transición Política y de los años precedentes, especialmente, como decimos, a través de los autores de esta Subtendencia Rupturista. Como ha puesto de relieve Angel Berenguer,10 dicha revolución tiene su germen en la vanguar­ dia surrealista, su estímulo inexcusable en Antonin Artaud, su pri­ mera formulación eficaz en los hallazgos verbales y escénicos de los autores del absurdo y su pleno desarrollo (en los ámbitos concretos de la puesta en escena y del trabajo actoral, respectivamente) en las creaciones del happening y del movimiento pánico, así como en la teoría y práctica llevada a cabo por Jercy Grotowski. Sin embargo, este mismo investigador ha mostrado cómo la mé­ dula de la revolución vanguardista occidental reside en el descubri­ miento y desarrollo de la gestualidad, de tal forma que ésta constitu­ ye tanto el núcleo vertebrador de los nuevos conceptos teatrales ge­

9. El caso de Tábano resulta especialmente revelador de lo que apuntamos, en tanto que este colectivo llevó a cabo, en sus últimos espectáculos, un meritorio esfuerzo por evitar, o retrasar al menos, el presentido final; y lo hizo, precisamente, ensayando diferentes combinaciones de fórmulas teatrales inscritas, todas ellas, en las formas de la espectacularidad. 10. Angel Berenguer, “El cuerpo humano como imagen dinámica de representación en el escenario”, Teoría y crítica del teatro (Estudios sobre teoría y crítica teatral), págs. 11-26. Alcalá de Henares: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alcalá, 1991.

315 nerados, cuanto el elemento distintivo de la teatralidad actual. Este aspecto, no percibido por la crítica española anterior y posterior, cuen­ ta sin embargo con formulaciones teóricas tan elaboradas como las de Peter Brook y constituye, como decimos, la verdadera piedra de toque del trabajo teatral moderno. La cuestión es importante porque las opuestas actitudes de aten­ ción o de olvido de los aspectos gestuales, no sólo han creado las diferencias entre los estilos de los distintos autores españoles del último tercio de siglo, sino que han sustentado las razones de la vi­ gencia y modernidad de dichos estilos, más allá de la inicial identifi­ cación de la vanguardia con la espectacularidad y una vez superados los períodos en que aquella identificación simplista resultaba posi­ ble. En consecuencia, la común asunción inicial de la espectaculari­ dad por parte de los autores de la Subtendencia Rupturista durante la Transición Política no comporta necesariamente la homogeneidad estética entre ellos, de modo que el evidente impulso de renovación formal generado por esta subtendencia tenderá a encauzarse a través de fórmulas de desigual fortuna e influencia en el teatro posterior. Y, si es cierto que dicha desigualdad es debida, en parte, a la incorpora­ ción (sobre el común molde de la espectacularidad) de fórmulas ex­ presivas propias de cada creador, que singularizan por lo mismo a autores y colectivos, pensamos que el hecho verdaderamente dife­ rencial (y trascendental, como hemos dicho, para la eficaz renova­ ción del teatro posterior) aparece constituido por la capacidad para incorporar la gestualidad como elemento primordial y para, con ello, situar al actor y al desarrollo de los signos deparados por la imagen dinámica en el centro mismo del proyecto y de la escritura teatral generada por cada creador. Así, resulta posible afirmar, desde las perspectiva actual, que los rasgos formales constitutivos de las señas de identidad de las respec­ tivas labores creadoras de Luis Riaza, José Ruibal o Luis Matilla no han configurado (pese al indudable valor concreto de sus obras) efec­ tivos derroteros para la progresión del teatro español desde la época transitoria hasta la actualidad. Así también, pensamos que el intenso brillo de su verbalidad, barroca y desbordante, condicionó la poten­ cial capacidad del teatro de Francisco Nieva para señalar a futuros

316 creadores vías efectivamente transitadas. Bien es cierto que la indu­ dable raíz vanguardista del teatro de este autor, así como su capaci­ dad para generar imágenes que traducen las obsesiones aprendidas en la tradición surrealista, han sido compatibles, en los numerosos estrenos que van desde la Transición Política hasta hoy, con un des­ pliegue de los códigos espectaculares especialmente privilegiado en algunos casos; pero no es menos cierto que, tanto la complejidad material de sus puestas en escena, como la abundante carga de una verbalidad muy elaborada, parecen estar circunscribiendo (en el pa­ norama de nuestro presente teatral) la obra dramática de Nieva a los contornos de una labor genial vinculada a la circunstancia y al talen­ to personales del dramaturgo. Junto a la trayectoria de este autor, también las de Femando Arra­ bal, Albert Boadella y Salvador Távora mantienen hasta hoy un salu­ dable vigor cuya capacidad vivificadora de nuestro teatro tiene su origen en la revolución experimental de los años transitorios. Y ello, no sólo por la perduración efectiva de la labor creadora de estos au­ tores, ni por su presencia regular en los escenarios, sino sobre todo por sus respectivas posiciones centrales en el seno de lenguajes escénicos que les son propios. Y, con todo, lo manifestado unos pá­ rrafos más arriba nos advierte sobre la necesidad de reflexionar por separado acerca de la efectiva capacidad renovadora de la obra de cada uno. Como hemos señalado, la especificidad (bien demostrada) del lenguaje escénico de Salvador Távora y de La Cuadra de Sevilla viene dada, en primera instancia, por una preferencia por los códigos espectaculares que convierte en divisa de sí misma la proscripción casi absoluta de la verbalidad. En consecuencia, cromatismo, plasti­ cidad, dinamismo escénico y, en suma, aquellos elementos destina­ dos la estimulación sensorial del espectador vienen a constituir los procedimientos expresivos esenciales de dicho lenguaje escénico. Sin embargo, estos aspectos (que recogen, como hemos dicho, una parte de las propuestas de la experimentación occidental de los años sesenta) no se ven acompañados por la incorporación sistemática ni por el desarrollo primordial de los aspectos gestuales, elemento fi­ nalmente medular (como se ha señalado) de la revolución teatral

317 vanguardista. En efecto, en el lenguaje escénico de la compañía sevilla­ na, el trabajo interpretativo, lejos de responder a una voluntad expresiva preponderante y autónoma, queda supeditado a una dinámica escénica destinada a materializar sobre el escenario los patrones folclóricos y rituales de la tradición andaluza. Si el cante y el baile (sobre todo, fla­ mencos) se constituyen en los procedimientos comunicativos más di­ rectos, la actuación se pone al servicio de los elementos musicales y melódicos, mientras que la imagen dinámica del intérprete queda inte­ grada en la molde de la danza o del rito recreados. No ocurrirá lo mismo en el caso de Els Joglars, colectivo cuya trayectoria guarda no pocos paralelismos cronológicos (desde su co­ mún origen dentro de los grupos independientes de la época transito­ ria) con La Cuadra de Sevilla. En efecto, la evidente dosis de especta- cularidad presente en las creaciones del grupo dirigido por Albert Boadella iba a servir de fundamento, antes que de obstáculo, para el desarrollo de una gestualidad asumida ya desde la inicial proximidad de Els Joglars al lenguaje del mimo (El Diari, 1969). De este modo, la nítida singularidad del lenguaje escénico del colectivo sitúa a éste en pleno centro de la corriente renovadora del teatro occidental y garanti­ za, hasta el mismo momento actual, la actualización de su estilo a través del aspecto más relevante del quehacer teatral de nuestro días. La configuración ritual de las creaciones de La Cuadra iba a cons­ tituir, como hemos señalado, otro de los rasgos propios del estilo del grupo. En el origen de su labor creadora (Quejío, 1972), situado de lleno en el contexto del proceso transitorio, dicho rasgo iba a signifi­ car un indudable elemento de renovación, en tanto que alteraba la construcción dramática tradicional y destruía la coherencia semánti­ ca esencial a la tradición realista.11 Ahora bien, la sucesión de los espectáculos de La Cuadra iría desvelando progresivamente la limi­ tación expresiva que dicho recurso impone, a la larga, en los lengua­ jes escénicos que lo mantienen como elemento predominante. Así, a nuestro entender, la insistencia del colectivo sevillano en recrear universos imaginarios preexistentes (desde la novela o el teatro uni­

11. Óscar Cornago Beraal, La vanguardia teatral en España (1965-1975). Del ritual al juego, Madrid, Visor, 1999.

318 versales, hasta el acervo legendario andaluz) se ha correspondido con la progresiva atenuación de la carga conceptual de sus propues­ tas, de modo bien contrario a lo que constituye un objetivo tan co­ mún a la creación teatral de nuestros días como lo es la intensifica­ ción del conflicto generador de la obra y la organización en tomo a él de la composición interna de la misma. Ello se relaciona, en nues­ tra opinión, con la situación un tanto señera que, inserto en una vía teatral escasamente transitada, mantiene el colectivo sevillano en el panorama de la creación teatral de nuestros días.12 También en este aspecto resulta diferente la trayectoria de Els Joglars. A la vista de sus últimas creaciones (especialmente, La increí­ ble historia del Dr. Floity Mr. Pía, 1998), puede afirmarse que la com­ pañía catalana ha llevado a cabo, especialmente en la última fase de su labor creadora, una integración de los procedimientos expresivos que le eran característicos y de aquellos que, tradicionalmente ausentes de su lenguaje escénico, resultaban sin embargo imprescindibles para la renovación conceptual de su teatro y para la normalización de sus po­ sibilidades expresivas en el contexto teatral actual.13 En efecto, la acer­ tada incorporación de la instancia conflictual y de la composición in­ tema presidida por el concepto de progresión dramática ha supuesto, a nuestro entender, una renovación enriquecedora en el lenguaje escénico de Albert Boadella, viniendo a materializar la asunción parcial por la compañía catalana de las que denominamos (en el siguiente apartado de este estudio) formas de la dramaticidad. Consideración aparte merece la dilatada trayectoria que, ya des­ de antes del período transitorio, ha venido desarrollado hasta el pre­ sente Femando Arrabal. La función esencialmente renovadora que, desde el vórtice de la revolución vanguardista occidental, lleva a cabo este autor a través de las varias fases de su obra,14 nos permite com­

12. Manuel Pérez, “Un jardín de senderos que se bifurcan”, Anuario Teatral 1998, págs. 47-50, Madrid, Centro de Documentación Teatral. 13. ídem. 14. Véanse, para la sistematización de las etapas del teatro arrabaliano llevada a cabo por Angel Berenguer, las referencias siguientes: Ángel Berenguer, edición y estudio introductorio a Pic-Nic. El triciclo. El laberinto, Fernando Arrabal, Madrid, Cátedra, 2000; y Ángel Berenguer, edición y estudio preliminar a Teatro completo, Femando Arrabal, vol. I, Madrid, CUPSA, 1979.

319 prender el verdadero alcance transformador de las formas de la es- pectacularidad, a las que hemos dedicado los párrafos precedentes. En este sentido, resulta enormemente revelador el hecho de que la atención sistemática (y, a veces, tan minuciosa y predominante como en las piezas de su “teatro pánico”) prestada por el autor melillense a los códigos espectaculares se nos aparezca, contemplada desde la perspectiva actual, como instrumento, antes que como fin, de su in­ gente obra dramática. En efecto, de manera correlativa a la incorpo­ ración de los códigos espectaculares, y a través de la asunción de los mismos, Arrabal ha ido recorriendo todos los estadios del desarrollo de la vanguardia teatral de los años sesenta y setenta, desde la inicial función de aquellos signos consistente en suplir unos códigos verba­ les ya cuestionados, hasta su posterior misión de favorecer la labor experimentadora de los códigos gestuales, hasta, finalmente, su inte­ gración en unos lenguajes teatrales que, cosechando los frutos de la transformación operada, acogerían de nuevo los códigos verbales antes desechados, si bien situándolos ahora en un plano de igualdad con el resto de los aspectos escénicos.15 De este modo, creaciones de tan lograda madurez como El arquitecto y el emperador de Asiria (1967) muestran bien cómo la potenciación de la espectacularidad aparece compaginada con el desarrollo de las posibilidades de la gestualidad y, a la vez (culminando con ello la capacidad renovadora del teatro arrabaliano), con la configuración de la progresión dramá­ tica en torno a un conflicto que, como veremos a continuación, re­ gresa al teatro de hoy articulando el conjunto de las formas de la dramaticidad.

Las form as de la dramaticidad

El conjunto de lenguajes escénicos que describimos bajo el mar­ bete deformas de la dramaticidad hacen del conflicto y de su desa­ rrollo los elementos centrales de su teatralidad específica. Circuns­ tancias de diverso género han determinado la concreción de estos

15. Ángel Berenguer, “El cuerpo humano como imagen dinámica de representación en el escenario”, op. cit. 1991.

320 modos compositivos como una vía especialmente transitada y fértil en la creación teatral actual. Numerosos autores consagrados, como Josep María Benet i Jornet (Testamento, 1995) o Jesús Campos García (Triple salto mortal con pirueta, 1997), así como otros de trayecto­ rias menos dilatadas, como Ernesto Caballero (Auto, 1992; Retén, 1991) o Antonio Álamo (Los borrachos, 1993), han configurado buena parte de sus obras más notables en torno a un núcleo conflictual y a una acción muy concentrada (esto es, sostenida en un reducido número de antagonistas y en una notable contención en los elemen­ tos accesorios), a los que sirve un discurso cuyas réplicas vehiculan la progresión dramática y, a la vez, traducen las posiciones adopta­ das por los personajes. Si bien los textos de estas piezas suelen contener, junto a una precisa codificación de las réplicas, indicaciones de diversa natura­ leza y alcance sobre los aspectos de la puesta en escena, en ellos sucede con frecuencia que los elementos espectaculares (por lo ge­ neral, parcamente indicados) poseen una clara función subsidiaria con respecto a la acción y a la vehiculación de la misma a través de unos actores que cifran la esencia de su trabajo interpretativo en la encarnación de los antagonistas, por lo general, con el concurso de las técnicas de la simulación procedentes de la tradición stanislavskiana. Pese al aparente carácter tradicional (por esencial al ser mismo del teatro) de estas formas, en la precisa configuración que acaba­ mos de describir el conjunto de las mismas constituye un lenguaje específico del teatro de los últimos años, sin otras manifestaciones (por lo tanto) en la Transición Política que los contados dramas El veneno del teatro (1992), de Rodolf Sirera, o Vade retro (1982), de Fermín Cabal. Pese a ello, resulta razonable aceptar que las formas del drama cultivadas en el período transitorio por el común de los autores de la Subtendencia Reformadora constituyen el correlato, si ya no la fase anterior, de las actuales formas de la dramaticidad. En efecto, el lenguaje predominante entre los autores de dicha subtendencia había sido el drama reformista que, en su propósito de dialogar con el entorno inmediato, adoptaba el molde figurativo pro­ porcionado por la tradición naturalista como instrumento apto para

321 lograr la deseada homología entre sus universos imaginarios y los de la experiencia real que sirve como objeto y referente. Bien es verdad que en el seno de este teatro reformista de la Transi­ ción se aprecia una considerable variedad entre los procedimientos des­ tinados a la renovación actualizadora del patrón dramático del realismo, variedad que (desde la perspectiva de la teoría de las mediaciones)16 se corresponde con la voluntad de renovación que, en todos los órdenes de la vida española, caracteriza a la mentalidad de reforma durante el pe­ ríodo. Se explican así las personales y muy características alteraciones del molde realista llevadas a cabo durante la Transición Política por au­ tores como Buero Vallejo, Lauro Olmo, Rodríguez Méndez o Carlos Muñiz, así como, también, la incorporación sistemática de elementos extraños al realismo, tales como los esperpénticos y farsescos (Juan Antonio Castro), festivo-populares y celtibéricos (Alfredo Mañas) o de carácter documental (Miguel Signes), a lo que habría que añadir los tanteos creativos llevados a cabo por autores nuevos en el período tran­ sitorio, tales como José Sanchis Sinisterra, José Luis Alonso de Santos, Femando Fernán Gómez, Fermín Cabal y Francisco Ors, entre otros.17 Sin embargo, por encima de esta variedad constatable, las obras más representativas del drama reformista de la Transición (La con­ decoración, Jueces en la noche, Flor de Otoño, Motín de brujas, Contradanza)18 ofrecen un patrón común, cuya comparación con las actuales formas de la dramaticidad permite establecer, junto a la deuda genética señalada, un significativo contraste. En efecto, a diferencia de sus predecesoras, las actuales formas de la dramaticidad basan su eficacia (como hemos puesto de relieve al comienzo de este aparta­ do) en el énfasis otorgado a una acción esencialmente condensada, la cual predomina sobre una mimesis naturalista que (ahora) se deja alterar sin que sufra por ello la naturaleza de la pieza ni su relación con el universo imaginario dramatizado.19

16. Angel Berenguer, “Bases teóricas para el estudio del teatro español del siglo XX ”, op. cit. 1998. 17. Angel Berenguer y Manuel Pérez, Tendencias del teatro español durante la Transición Política (1975-1982), op. cit. 1998. 18. ídem. 19. Véase nuestro Prólogo a Jesús Campos, Triple salto mortal con pirueta, Delegación de Cultura del Ayuntamiento de Alcorcón, 1997.

322 Las form as de la lextualidad

El tercero de los conjuntos que estamos considerando dentro de los lenguajes teatrales de hoy se refiere a las formas de la textualidad y comprende manifestaciones ya abundantes en los últimos años, tales como las de José Sanchis Sinisterra (Lope de Aguirre, traidor, 1992; Naufragios de Alvar Núñez, 1991); Rodrigo García (Acera derecha, 1990); Juan Mayorga (Más ceniza, 1994); YolandaPallín (Lista negra, 1997); o las varias de Borja Ortiz de Gondra (Metropolitano, 1992; )Dos?, 1993; Mane, Thecel, Phares, 1997), entre otras notables. La propia configuración textual de estas obras revela el carácter predominante que (hasta el punto de adquirir un valor prácticamente autónomo) poseen en ellas los elementos verbales. Como ha señala­ do Patrice Pavis,20 este predominio de las elementos discursivos sir­ ve, en último término, al despliegue de la alteridad, entendida como descubrimiento e intento de relación comunicadora con el otro, y no tanto a la dramaticidad, entendida ésta como mantenimiento de una oposición entre agonistas. Las manifestaciones más unidireccionales de esta alteridad deparan, ya en la totalidad de las obras, ya en frag­ mentos de las mismas, la adopción de la narratividad como configu­ ración textual preferente, a veces incluso codificada en los moldes de la oralidad narrativa. Dicho cauce formal, que comporta nuevas concepciones de la práctica escénica y del trabajo interpretativo, constituye en sí mismo una vía específica del teatro de los últimos años, sin que su segura contribución a la renovación de los lenguajes escénicos actuales ten­ ga contraída deuda directa con ninguno de los lenguajes concretos puestos en marcha por la revolución experimental que precede y abar­ ca el período de la Transición Política española.

La renovación sin descendencia

Si hasta el momento hemos considerado el concepto de renova­ ción, referido a las formas del teatro español de la coyuntura transi-

20. Patrice Pavis, “Síntesis prematura o cierre provisional por inventario de fin de siglo”, Las puertas del drama -2 (primavera de 1999), págs. 4-12.

323 toria, en los términos de su efectiva aportación a la creación de nue­ vas vías para el teatro actual, ahora parece justo interrogarse sobre aquello que quedó en el camino. Encontramos así que una parte con­ siderable de las formas escénicas surgidas y desarrolladas en los pe­ ríodos tardofranquista y transitorio estaba llamada a extinguirse al compás de unos procesos históricos y psicosociales que iban a dife­ rir cada vez más de aquéllos que las habían propiciado. Precisamen­ te, dicha porción es aquélla que en la memoria colectiva (y también en algunos enfoques de la historia teatral contemporánea) ha sido considerada como la más representativa de aquella circunstancia his- tórico-social hoy prescrita. Estos lenguajes escénicos carentes de descendencia renovada en el panorama teatral actual caracterizaron principalmente al teatro de la Subtendencia Radical de la Transición Política, el cual traducía a su vez una mentalidad rupturista en el plano ideológico, esto es, no acorde con el ritmo y la naturaleza del proceso de cambios puestos en marcha durante aquellos años en todos los órdenes de la sociedad española y materializados especialmente en el carácter reformista (y no rupturista) que adoptó el proceso transitorio. A ello debe añadirse que, debido a que la génesis del teatro radical estuvo vinculada a formas y actitudes derivadas de una mentalidad de oposición a los aspectos deficientes del tardofranquismo, la combatividad que man­ tuvo durante la Transición Política iría quedando sin objeto a medida que el nuevo sistema democrático fue resolviendo aquellas deficien­ cias.21 Este teatro adoptó como forma predominante el drama crítico de carácter radical, que incluiría diferentes procedimientos para atacar y/o degradar la realidad que deseaba combatir. La fórmula del drama del realismo socialista seguiría siendo cultivada durante el período por autores como Alfonso Sastre o José Martín Recuerda, así como también lo fue la fórmula alternativa del teatro crítico occidental es­ tablecida por Bertolt Brecht, si bien ésta antes como conjunto de procedimientos técnicos que como modelo de composición de las

21. Ángel Berenguer y Manuel Pérez, Tendencias del teatro español durante la Transición Política (¡975-1982), op. cit. 1998, pág. 83 y ss.

324 obras {La sangre y la ceniza, Crónicas romanas y otras obras de Alfonso Sastre son ejemplos de lo que acabamos de afirmar). Con todo, la forma predominante de este teatro radical iba a venir depara­ da por la simbolización alegorizadora, de referencialidad indirecta, cuya utilización, según señala Angel Berenguer,22 responde a razo­ nes no principalmente de censura, sino, sobre todo, a una voluntad de crítica integral del sistema, diferente del carácter aspectual de la crítica codificada en el lenguaje escénico del realismo social cultiva­ do por autores como Buero Vallejo, Lauro Olmo, Rodríguez Méndez o Rodríguez Buded. Este drama simbolizador, que ampliaría su capacidad de atrac­ ción a obras de autores de las Subtendencias de Reforma (tales como Jesús Campos) y de Ruptura (como José Ruibal), halla, como hemos dicho, cultivadores especialmente relevantes dentro de la Subtenden­ cia Radical, tales como Manuel Martínez Medierò, Antonio Martínez Ballesteros o Miguel Romero Esteo, junto a los mencionados Alfon­ so Sastre y José Martín Recuerda. Por otra parte, el abundante teatro histórico producido en aquella época adoptaría también el lenguaje de la alegorización, como lo muestran las notables creaciones de Domingo Miras, de Martín Recuerda y del propio Buero Vallejo. Como hemos señalado, estos lenguajes escénicos estaban llama­ dos a desaparecer. En efecto, tanto el cambio de la coyuntura históri- co-social, como la evolución de los estilos teatrales acontecida en la época democrática, han acabado por privar de continuación a aque­ llas fórmulas. Es cierto que en nuestro teatro más reciente no han faltado manifestaciones de las mismas durante los últimos años; de ello son buena prueba algunos estrenos de Alfonso Sastre (Tragedia fantástica de la gitana Celestina, 1985; El viaje infinito de Sancho Panza, 1992); José Martín Recuerda {Las conversiones, 1985) y Agustín Gómez Arcos {Queridos míos, es preciso contaros ciertas cosas), así como también los sobresalientes textos creados por Fer­ nando Martín Iniesta, entre otros autores notables. Sin embargo, tan­ to la singular circunstancia de tratarse de creaciones realizadas casi

22. Ángel Berenguer, “José Ruibal y la tradición del Teatro de Resistencia”, en Teatro español contemporáneo. Autores y tendencias, Alfonso de Toro y Wilfried Floeck, eds., págs. 191-215. Kassel, Reichenberger, 1995.

325 siempre por autores provenientes del período transitorio, cuanto la percepción que de las mismas reciben el espectador y la crítica ac­ tuales, vinculan de algún modo la teatralidad de estas formas con los recursos expresivos, ya envejecidos, del antiguo teatro combativo, antes que con los procedimientos eféctivamente renovados de la crea­ ción teatral de nuestros días.

326 MESA REDONDA1

ORÍGENES, CONTEXTO Y ACTUALIDAD DEL TEATRO EXPERIMENTAL E INDEPENDIENTE

E nrique Baena. Vamos a celebrar esta mesa redonda que es, desde luego, una mesa de honor. Está compuesta por Enrique Llovet, uno de los críticos de teatro más importantes en las últimas décadas en nuestro país, malagueño además. María Jesús Valdés, una actriz ex­ celente; quien la haya visto en sus actuaciones pensará como yo. Milagros Rodríguez Cáceres, profesora de literatura de la Universi­ dad de Castilla-La Mancha, coordinadora en la compañía de teatro clásico e investigadora de literatura. José Luis Sirera, catedrático de la Universidad de Valencia y también autor teatral. Y Jerónimo López Mozo, uno de nuestros más representativos autores teatrales. Mi pro­ puesta a la mesa es que cada uno intervenga en este orden unos mi­ nutos porque se trata de hablar de un mismo fenómeno con puntos de vista diversos, con experiencias distintas y, a partir de ese peque­ ño parlamento, podemos dialogar entre todos, de manera que Enri­ que Llovet tiene la palabra. E nrique L lovet. Voy a tratar de ser muy preciso, por eso, he hecho unas notas, porque no quiero que el tiempo me quite la posibi­ lidad de ser muy concreto. Todo hecho teatral formula de alguna manera un dibujo, un retrato, por parcial que sea, de la sociedad en

1. Modera Enrique Baena. Intervienen Jerónimo López Mozo, Enrique Llovet, Milagros Rodríguez, José Luis Sirera y María Jesús Valdés que se produce. Entre Lope de Vega o Calderón, entre el absolutismo político y la vida económica del siglo XVII español, debió existir cierta correlación indiscutible como debió existir igualmente, aun­ que en ámbitos más limitados, entre los primeros escritores liberales y los primeros burgueses de nuestra modestísima ilustración. Hoy sabemos muy bien que está sintonía está en parte perdida o muy debilitada, sabemos muy bien que la provocación y la rebeldía de la literatura teatral indican, una y otra vez, su aspiración no servil como un gran objetivo del teatro soñado, pero ese mismo chirrido genera una brutal e inmisericorde sanción. El convenio entre el teatro y su público, o mejor dicho, entre el creador y la dirección económica y social de la cultura dramática tiene un sistema defensivo de eficacia total. No estrena el autor, no se estrena la obra que intenta salirse de ese marco convenido, hoy, como siempre en el teatro español, sólo se estrena lo que acepta el ámbito social de cada época. Se puede escribir un texto, efectivamente no hay censura porque sólo será con­ siderado como prueba de una atención personal. Pero representar ese texto es convertir de alguna manera la afirmación personal en afirmación general, es pedir de alguna forma a la sociedad que sus­ criba con su asistencia una propuesta determinada y eso, nos guste o no, es lo que nuestra sociedad no hace si no está conforme con ella. Todos estamos de acuerdo en la necesidad de que nuestra vida teatral testimonie la vida real española y colabore en su evolución y cam­ bio, ampliando su área de proyección mediante el ensanchamiento de su problemática y la mejoría de sus formas expresivas. Con ello, parecen buscarse nuevos destinatarios precisamente en aquellas par­ tes del cuerpo social más necesitadas de iluminaciones y esclarecimientos, sin perder la vieja población adicta, es decir, la burguesía a la que esa nueva vida teatral también debe hacer reaccio­ nar enérgicamente. Me temo que salir de ahí es, con seguridad, ju­ guetear a las exquisiteces minoritarias y, bajo una capa de maximalismo patronal, caer en el vicioso círculo de los lenguajes crípticos, cuyas claves ignora la mayoría aunque su posesión pro­ duzca un muy legítimo placer a la minoría mejor informada. Pero además no es eso sólo. Nuestra población teatral, casi toda integrada en la burguesía media, se ha encontrado desorientada en su

328 gusto, pasiva en su consumo y aburrida e incierta. Esa ausencia de interés y el miedo económico de los empresarios tradicionales no han podido enfrentarse con el nacimiento de una vida política promotora por sí sola de un gran cupo de emociones, variantes de tensión y teatralidad superior a veces a la ofrecida por los escena­ rios. Habría sido el momento de intentar la captura de un público nuevo, pero no ha sido posible. La perseverancia también se nota, ese drama experimental del que hablamos hoy ha hecho que las quemaduras, y aun los fracasos de autores y grupos, hayan llevado a unas cuantas cosas que no son muchas pero sí importantes. Son: una cierta corrección evidente del inmovilismo tradicional, así que la audiencia española, creo yo, ha aceptado con facilidad una actualización del lenguaje, especialmen­ te en cuanto se refiere al ensanchamiento del vocabulario. Por decir­ lo de alguna manera, el público ya no tiembla ante los tacos. Un retoque de los caracteres, que ya pueden desplegar casi con plenitud toda una nueva dialéctica de los instintos. Un ensanchamiento gran­ de de los análisis, de las afectividades y de su censo completo: pode­ mos ver en escena, sin escándalo, todo tipo de personajes. Una ma­ yor importancia teatral de los conflictos producidos por la concien­ cia de la soledad humana, la famosa problemática de la comunica­ ción y el sentimiento de la angustia. Una denuncia de la injusta orga­ nización social, un supuesto general de inestabilidad. Esa misma audiencia ha admitido, aunque con más duda y con cier­ to disgusto, la dramatización indiferente a la conceptualización clásica de los espacios y, sobre todo, de los tiempos; la supuesta irracionalidad de los comportamientos; las ficciones automáticas, oníricas o sencilla­ mente intuitivas; los comportamientos de explicación puramente existencial, ese famoso drama y, en general, todas las abstracciones que incluyen elementos surrealistas; la fértil incorporación del simbolismo modernista a la tradición española de las retorsiones exasperadas y crí­ ticas -por ejemplo, la agria, digna y frontal violencia de Quevedo parece potenciada, lista para afrontar la batalla con armas muy capaces contra los todavía tremendos rescoldos del naturalismo-. No todo es positivo en esta propuesta, la sociedad contra la que Valle disparó sus fantásticas andanadas no es más que un anteceden­

329 te biológico de la actual, y gran parte de su mitología se pulverizó en los últimos cincuenta años. Su diana ya no existe y el arco de sus disparos está sostenido por las incopiables columnas de su lenguaje. Lo que sí, en cambio, es absolutamente válido con vigencia riguro­ sa, imperativa y urgente es el código comunicativo que trató, sin for­ tuna, de imponerse a su época, y cuyo rescate es casi cuestión de vida o muerte para la nuestra. Este código, refrescado por el surrea­ lismo y retocado por los beneficios de la gran escritura teatral que llega hasta Becket, es un signo de identidad muy visible y muy claro de nuestro actual momento teatral. Pero es lógico que sea aquí, en esta propuesta experimental y antirealista, donde haya que afrontar las máximas dificultades de instalación y acomodo. Hay que reconocer que el desencanto y aun el ademán de antipa­ tía producidos en nuestro público por los primeros montajes no rea­ listas se debió, que duda cabe, al desamparo cultural en que surgie­ ron. Los signos no eran entendidos, faltaba información, hábito de lectura y traducción personal. Posiblemente faltaba también ilusión por descifrar unas propuestas aparentemente poco conectadas con el imperativo complejo de ilusiones inmediatas con que el espectador español se instalaba finalmente en la libertad. Un valor necesario, pero incapaz por sí sólo de descodificar los signos de un no realismo altivo y violento. Ya llegaremos. Hay que darle tiempo a esa libertad, tiempo y discernimiento, porque gran parte de sus propuestas ade­ más instaladas en el irracionalismo, en la simbología, en la surrealidad, hasta alguno de nuestros espectáculos, que se autodefinen como so­ ciales o neopopulares, se cargan muchas veces de un ingrediente sa­ tírico que los transforma en simbólicos y por supuesto culturalistas. Y por último, otra atención que nuestro no realismo, que el experimentalismo está viviendo es el conflicto, relativo pero exis­ tente, entre imagen y lenguaje. Curiosamente, este tiempo, esta épo­ ca es la de la imagen, y los directores de teatro naturalmente lo sa­ ben, lo que olvidan es que no existe ninguna imagen, según creo yo, que tenga un valor superior a la del rostro humano. La luminotecnia ha servido muy bien a esta potenciación del rostro del actor, subra­ yando inteligentemente que ese rostro transparentaba o está obliga­ do a transparentar una idea. El famoso narcisismo de ciertos actores

330 es seguramente una forma de proyectar esa idea e incluso de fortalecerla pero, a la vez, esa potenciación de la imagen coincide en España con una especie de sacralización autónoma del lenguaje, no es sólo la influencia y la veneración valleinclanesca, es una concien­ cia apasionada de que el lenguaje anda tan vinculado a la propia identidad que, sin él, pierde todo color cualquier reivindicación de las culturas nacionales. Y nosotros estamos, sobre todo, en pleno proceso recuperador de identidades que fueron y se sintieron largos años menospreciadas y marginadas. Imagen y lenguaje, dos importantísimos mitos de nuestro teatro no realista que, por el mo­ mento, aún no hemos sido capaces de integrar. Sucede, finalmente, y no quiero olvidar ese tema, que todas estas vocaciones de identidad y planteamientos de novedad tropiezan ade­ más en el teatro, cuando es más lógico que tropiece cualquier trabajo teatral en la economía. De toda la cadena productiva de bienes cultu­ rales, el teatro es sin duda el eslabón más encarecido. En las viejas etapas de reducción aristocrática o aun burguesa de la población tea­ tral, esas clases se pagaban el teatro que querían y ahí terminaba la cuestión. La lógica aspiración a ensanchar esas bases supone una llamada a toda la sociedad, o sea, una petición formal cada vez más fuerte al estado y a sus dineros. Es natural. El viejo modelo econó­ mico no es válido para el nuevo modelo teatral, el desajuste produce ansiedad, desasosiego, frustración y sentimientos de fracaso. Enton­ ces se culpa a la derecha torpe, al centro tonto, a la izquierda intran­ sigente, al espectador, al estado evidentemente mediocre, al centra­ lismo, a las autonomías, al empresariado, a la fiscalidad, al intrusismo, a la crítica, a la burocracia, a la crisis económica y al Espíritu Santo. Y claro, en esa enorme relación de culpables, la culpabilidad se re­ parte, se diluye, se borra y desaparece. Es un fuenteovejuna tan in­ maculado como impunible, un fuenteovejuna revelador de que el tea­ tro no sabe venderse a sí mismo y se revuelve con angustia ante tantas indiferencias frente a su doloroso empobrecimiento. Una so­ ciedad en tránsito tiene naturalmente un teatro en evolución, por eso chirrían los gritos de la vanguardia y crece el reverencialismo ante el repertorio; por eso se abre la compuerta de la centralización y nacen como primer gesto gigantescas unidades de producción domestica­

331 das en Madrid naturalmente; por eso se han desestabilizado las vie­ jas rutas itinerantes y se aferran a su parcelilla local los nuevos esta­ bles que a su vez reconstruyen la imagen más clásica y tradicional de las antiguas compañías titulares; por eso en fin, esta crítica de fin de siglo nos ha sorprendido con una base teatral mayoritariamente ser­ vida por espectadores de clase media, que van al teatro como van a comer o a tomarse una copa, y con un centro de actores que lógica­ mente prefieren ser seres humanos a ser actores. Nos sorprende so­ bre todo la no respuesta a la inquietante pregunta de siempre, ¿es forzoso que una sociedad en crisis tenga un teatro en crisis? Y final­ mente, ¿debemos primero hacer una buena sociedad para que ella nos permita después un buen teatro?, o ¿debemos hacer ya un buen teatro para contribuir a crear una mejor sociedad? Creo que no co­ nozco, que no conocemos la repuesta y ésa es la crisis. Muchas gra­ cias, buenas noches. M aría J esús Valdés. Queridos amigos todos, después de las pa­ labras de Enrique Llovet que han sido muy claras, muy precisas y, quizás, un poco tristes, creo que yo soy mucho más optimista con respecto al teatro, aunque en ese momento también estoy muy pre­ ocupada por el teatro de vanguardia, que es del que estamos hablan­ do aquí en este momento, y que es el que nos ha hecho reunirnos aquí esta tarde. Hace ya bastantes años, hubo un actor, un autor que todos conocéis, Alfonso Sastre, que escribió una obra titulada Es­ cuadra hacia la muerte. Esta obra fue considerada por todos primer teatro de vanguardia fuerte, escrita por un hombre vanguardista, que quiere anticiparse a su época. Después empezaron a imitar, a existir una serie de grupos, pequeños grupos en las facultades, y ha llamar a todo lo que hacían “teatro de vanguardia”. Con ese afán, esa ilusión de hacer cosas diferentes, cosas distintas, estos grupos y estas escue­ las -que, en ocasiones, han estropeado mucho a los actores- han iniciado, a veces, sin darse cuenta, una serie de funciones, de estilos distintos diciendo que son “teatro de vanguardia”. Hace muy pocos días, un actor joven, muy preocupado también por el teatro de vanguardia y por el teatro en sí, me preguntó: “Pero vamos a ver, dígame usted, teatro es cuando dos personas caminan por la calle y van hablando: eso ya es teatro; ¿Gran hermano no es

332 teatro?; hay un grupo de gentes que están hablando, que están expe­ rimentando una serie de sentimientos que es teatro; y no me diga usted que la vida no es teatro”. Y yo le dije: “Vamos a ver, yo creo que ninguna de las tres cosas: dos señores que van hablando sin más por una calle no están haciendo teatro, están dialogando, ahí no exis­ te absolutamente nada; en cuanto a esa especie de cárcel de Gran hermano tampoco me dice nada; y, desde luego, que la vida es tea­ tro, tampoco. La vida es el reflejo, eso sí es cierto, del teatro, el teatro es el reflejo de la vida. Porque el teatro, para ser teatro en sí, necesita una dramaturgia; el teatro necesita sobre todo un tercer ac­ tor que es el público, que es el que está colaborando; yo estoy ha­ blando como actriz, naturalmente. Yo he sido una actriz muy rompedora, seguramente demasiado osada, pero creo que hay que romper las cosas siempre con talento, no dejarnos llevar por esos aires que vienen de pronto. Evidentemente, ha habido un “teatro de vanguardia” que ha echado al público del teatro. Sólo la expresión corporal no es teatro, hay que tener la palabra, la magnífica palabra que tenemos nosotros en nuestro idioma. Me divierte mucho más el rompimiento que pueden hacer nuestros autores españoles, me di­ vierto mucho más con una obra de Riaza o de López Mozo o de señores que están aquí, que con Fedeau, por ejemplo. Y no porque sea mejor ni peor, sino porque necesito mi idioma, en el que hablo, para expresarme en el teatro. Y después, si se puede hacer una tra­ ducción de Fedeau, se hace, pero ya no es lo mismo que el lenguaje directo. Hemos defendido muchísimo más todo lo que ha venido de fuera que lo nuestro, nuestros autores y literatura, que es de una riqueza excepcional. Pienso que todo esto pasará, y espero que nuestros au­ tores, muchos y magníficos, escriban y sean ayudados, y que el tea­ tro tenga una ayuda, que no es precisamente llevar a los niños a ver una obra interesantísima en la que se van a aburrir o van a tirar las coca-colas en las butacas porque no están preparados. Creo que se necesitan muchas cosas alrededor nuestro para que el teatro, y este teatro nuevo de vanguardia y de rompimiento, sea bueno, sea espe­ cial; pero hecho por nosotros y que no se confunda de ninguna ma­ nera con el teatro de ceremonia, con el teatro de rito, que es intere­

333 sante también, pero, sobre todo, hay que tener en cuenta que tene­ mos una línea que ha de ser pura y clara para nosotros, y aquí tienen que intervenir las autoridades porque solos no podemos hacer abso­ lutamente nada. Me dicen si es bueno el teatro en televisión, yo me niego a hacer teatro en televisión y todo el mundo me mira con una cara terrible, pero es imposible estar haciendo una escena de Hamlet y, en un momento determinado, que el ama de casa se vaya a la cocina por­ que se le quema la tortilla de patatas y que cuando llegue, pregunte: “¿Qué ha pasado, por fin?”. No, es imposible. La gente tiene que salir de casa y pagar una entrada para el teatro, no es suficiente la televisión. Sí es necesaria la televisión para una amplia y gran propa­ ganda, que enganche, que tenga imán para algo que se haga, para un autor que se estrena, para emocionarle, para que se produzca esa magia, si no, es imposible. Hay algo curiosísimo, me contaba Agustín González que un día en televisión, le dijeron: “Mire, no puede usted hacer este persona­ je”. “Pero, ¿por qué? Pero si ya me han apalabrado el personaje”. “No, porque a usted se le entiende lo que habla, tiene que decirlo, de una manera más natural, como si no se le entendiera”. Y a veces, eso ocurre en la televisión, en los teatros y en los grupos de vanguardia. Eso no puede ser, hay que ser optimista y hay que luchar en este sentido, la gente joven ha de luchar, yo todavía estoy luchando con los años que tengo. Yo con mi compañía no puedo hacerlo, porque no la tengo, pero, en la medida que pude, lancé a Jaime Salóm o a Alfredo Mañas con La feria de cuerno y cabra, es decir, proteger siempre al autor español que me parece que es lo mejor del mundo, sin despreciar, por supuesto, el teatro de lo absurdo, pero sabiendo que hay que anteponer, ante todo, el teatro español y nuestro idioma. Perdonadme porque tienen que hablar todos estos señores y les vamos a dejar a cada uno diez minutos o cinco. Nada más. M ilagros R odríguez Cáceres. Buenas tardes a todos. Antes que nada, quisiera dar las gracias al comité organizador por haberme invitado a estar aquí presente. En realidad, no tengo otro mérito que el haber sido durante mi juventud una asistente asidua y entusiasta a toda clase de funciones. Bien es verdad que luego tuve la inmensa

334 fortuna de trabajar durante varios años en la Compañía Nacional de Teatro Clásico, con lo que se amplió considerablemente mi horizon­ te de experiencias. Pero mi palabra no tiene más valor que la de un entusiasta cualquiera. Lo que sí es cierto es que a lo mejor podemos pensar que cualquier persona entusiasta del teatro puede expresarse, y sus opiniones pueden tener cierto valor. No quiero sentar ninguna tesis porque hay aquí personas mucho más autorizadas para hacerlo que yo. Pretendo recordar unas experiencias que viví como especta­ dora en otros tiempos, en la medida en que la memoria me lo permi­ ta, que no siempre es lo suficientemente fiel. Mi etapa universitaria coincidió con los años de esplendor del teatro independiente, tuve la suerte de ser un testigo permanente de ese magnífico movimiento renovador en una ciudad como Barcelo­ na, que desempeñó un papel muy importante. Tenían lugar numero­ sas funciones que se desarrollabon en el teatro Capsa y en la sala Villarroel, que eran lugares emblemáticos. Fueron tiempos de entu­ siasmo que eso es lo que principalmente los diferencia de los de hoy en día. No hay que negar, desde luego, que ayudó muchísimo el ali­ ciente de la resistencia antifranquista, el morbo de asistir a veces a representaciones semiclandestinas, o el saber que en cualquier mo­ mento podía pasar algo, eso daba una emoción innegable pero, al margen de esto, fue un movimiento de renovación que a mí me me­ rece toda clase de alabanza y desde luego de nostalgia. A la hora de clasificarlo, todo aquello que vi pertenecía al teatro o lo que podíamos llamar antiteatro, aunque pienso que de todo hubo en la viña del señor. Bien es cierto, que mis inclinaciones tendían a que los espectáculos a los que asistía fuesen lo más parecido al tea­ tro, me gustaban más las formulaciones del teatro que las del anfiteatro, pero en cualquier caso, vi de todo. Quería valorar dos as­ pectos muy importantes de este universo teatral, por un lado, la labor interesantísima de los grupos de teatro independiente, recuerdo a muchos: Aquelarre, Tábano, Els Juglars, etc. Para mí, la actividad que ellos eligieron fue extraordinaria y supuso una renovación es­ pléndida de las fórmulas caducas del teatro comercial. Por otra par­ te, otro aspecto también importante fue la actividad de los nuevos autores que tuvieron la osadía, rayando en la temeridad, de romper

335 con las fórmulas habituales en los circuitos de teatro y que lo paga­ ron con la marginalidad, teniendo muchos inconvenientes para acce­ der a los escenarios. Bien es verdad, que dificultaron en buena medi­ da que ese público no se enganchara al teatro pero, en cualquier caso, su actitud de expresar inquietudes que estaban más de acuerdo con la insatisfacción de buena parte de los asistentes es válida, y algunas obras en concreto merecen una apreciación particular. Me gustaría también romper una lanza, lo digo muy sinceramen­ te, por esa promoción que se llamó la generación realista. Creo que, aunque luego merecieron duras críticas por parte de sus continuado­ res del teatro underground, fue una promoción que inició un camino de renovación interesantísimo porque sus primeros planteamientos fueron realistas, pero luego caminaron hacia el expresionismo, hacia otras formulaciones más atrevidas y, sin romper con la esencia del teatro, sin crear un teatro cerrado para el público, lograron una reno­ vación que personalmente me parece muy interesante. Quisiera, pues, romper esa lanza por autores como José María Rodríguez Méndez, Martín Recuerda, y algunos ya fallecidos como Lauro Olmo o Car­ los Mufiiz, que pertenecen a esa generación que ya evolucionó y que su teatro ya no se puede denominar realista, pero que lo fue en su momento. En fin, me parece que esa generación dio un paso muy importante en ese camino y quiero hacer constar mi aprecio por esos primeros pasos que llegaron a un grado de renovación que a mí me parece francamente satisfactorio. Bueno, pues si hay qup tocar otros temas ya los tocaremos. J osé Luis Sirera. Quiero agradecer, por supuesto, a la organiza­ ción del Congreso el haberme invitado a participar en la mesa y tam­ bién quiero felicitarles por la brillante idea de organizar el Congreso de un tema particularmente actual. Hace una hora escasa, Jesús Ru­ bio recordaba un texto de Paco Nieva del año setenta y siete, donde sacaba a colación palabras como “ruptura”, “marginalidad” o, refi­ riéndose al público, acababa por decir que hacía falta que el público tuviese una cierta disposición mística, emotiva hacia el teatro que se le representaba. Creo que son términos que actualmente vuelven a salir mucho, es decir, hay muchos autores y muchos grupos que re­ cogen ese espíritu, y volvemos a oír el término “teatro marginal”,

336 mejor incluso que teatro independiente, que juega con la idea de que público y espectáculo, público y actor tienen que tener una relación de comunión emotiva y, por supuesto, teatro que rompe las fronteras del lenguaje escénico. Por eso, recordar esa época me parece muy interesante y, precisamente en esta especie de proyección, respon­ diendo un poco al último apartado del título de la mesa que es la actualidad de este teatro, me gustaría poner un poco a reflexión dife­ rencias que, quizás, sean algo preocupantes -y puedo valorarlas como autor y como escritor- entre rasgos que tenía ese teatro, no diría únicamente de las vanguardias, sino el teatro español desde finales de los cincuenta hasta bien entrado los setenta, y que quizá ahora sería conveniente también que se tuviesen en cuenta. Pienso, por ejemplo, en el optimismo del que hablaba la profeso­ ra Milagros Rodríguez, y que yo tenía que apuntarlo: vitalismo, es­ pontaneidad, una gran carga de ingenuidad, es decir, creo que en aquel momento éramos todos muy ingenuos pero, al mismo tiempo, había una gran vitalidad en las propuestas, en la escritura, en los planteamientos escénicos que se hacían; ahora, por supuesto, predo­ mina quizás lo contrario, predomina una formación muy superior. Curiosamente, alguna vez se nos dice en mi facultad que somos una fábrica de autores pues de Valencia surgen muchos premiados de veintipocos años, y realmente son autores con una formación que yo no tuve a su edad. Yo he ido adquiriendo mi formación poco a poco, y también es positivo ese aspecto vitalista de ir uno mismo creándo­ se el currículo, ir descubriendo las trampas de la escritura. Los que siguen la cuestión del teatro actual, por ejemplo en Ali­ cante donde la semana que viene se hacen unas jornadas sobre la muestra de teatro de autores españoles contemporáneos, siempre or­ ganizan y participan en una mesa de debate donde se discute el mis­ mo tema y surgen reflexiones por parte de los autores jóvenes sobre, por ejemplo, hasta qué punto el exceso de talleres es bueno o no para la formación de un autor. Nosotros no teníamos talleres y ahora qui­ zás sobran talleres, lo que provoca que surjan bromas y se hable ya de autores clónicos (no voy a decir clones de quien porque los nom­ bres son bastante conocidos). Quizá un segundo contraste es que los autores de los años 50 ó 70 éramos autores con una dramaturgia

337 amplia y me temo que en el teatro de los noventa, (ciertamente el periodo es muy breve todavía pero hay indicios preocupantes) lo que predomina es la reiteración de esquemas, autores dramáticos que escriben la misma obra de teatro. No me extraña, pues escriben tres o cuatro obras en un mismo año y, a la vez, hacen otras cosas, lo que es admirable, pero claro, al final resulta que la memoria falla y es difícil llegar a distinguir unas obras de otras en según que autores. Creo que es un elemento del que tendrían que aprovechar­ se esas generaciones del teatro independiente y tenerlo en cuenta ahora que la evolución del autor forma parte inexcusable en la pro­ pia escritura. Finalmente, una tercera diferencia es que creo que en los años setenta la ingenuidad nos llevó a plantear un teatro optimista y un teatro que pensaba en la transformación, no sólo del lenguaje dramá­ tico, sino también de las estructuras teatrales -Enrique Llovet ha hablado de esto muy bien-. De alguna forma había una idea de que era posible llegar a una transformación del teatro hasta alcanzar tam­ bién una transformación de la sociedad. Creo que en los autores de ahora hay síntomas en sentido contrario que me alegran mucho. Pero ha predominado durante muchos años la idea del autor testigo, del autor notario, del autor que levanta acta de la realidad inmediata. Creo que esa imagen utópica de teatro independiente habría que po­ nerla en contraste con esta imagen del notario que levanta acta. Creo que son tres diferencias, tres contrastes que me parece que para el teatro de ahora mismo sería conveniente que tuviésemos en cuenta. Gracias. J erónimo L ópez Mozo. Bueno, en primer lugar, creo que hay materia más que suficiente para un coloquio con todo lo que se ha oído aquí. En segundo lugar, llevo dos días en este congreso y todas las intervenciones que he oído han partido de la mesa hacia allá y, desde luego, no me gustaría marcharme de Málaga sin que en algún momento se invirtiera la dirección de las voces. De verdad, me gus­ taría oír a los que nos están escuchando y escucharles yo también, porque esto es la esencia de todo coloquio y de todo encuentro. Por tanto, voy a intentar ser breve para dar oportunidad a que hablemos todos. El tema es muy amplio pero hay dos términos en el título:

338 “experimental e independiente” que, aunque parece que están uni­ dos, yo no diría tanto. Hago esta reflexión a partir de la intervención de ayer de José Romera, que nos dio unos datos muy interesantes y, a pesar de que las cifras en estas materias son manipulables y se puede hacer maravillas con ellas, realmente aportó unos datos muy interesantes que quisiera tener en cuenta. Del título me gusta lo de “experimental” más que lo de “vanguardia” porque, aunque nos he­ mos llamado vanguardistas y a mí me gustaría que me llamaran van­ guardista, reconozco que quizá sea excesivo. Es decir, la vanguardia ya estaba inventada, ya se estaba haciendo por toda Europa y noso­ tros íbamos por detrás de ellos en algunas cosas y en algunas ocasio­ nes. Así que no estábamos rompiendo, sino subiéndonos a un tren que ya estaba en marcha, los vanguardistas eran ellos y nosotros éra­ mos viajeros de ese tren, gente que estaba experimentando, por eso, me parece que es más modesta y más correcta la definición de “ex­ perimental”. El teatro experimental y el teatro independiente siempre han apa­ recido ligados el uno al otro, sin embargo, son dos movimientos dis­ tintos coincidentes en el tiempo. Aquí viene al hilo lo que decía ayer José Romera, él hablaba de los autores que se estaban representan­ do, lo que llamaba el teatro vivo, el teatro que se ve, el teatro que se queda en las carteleras. Por supuesto, la generación realista aparecía con más frecuencia que nosotros, lógico pues habían empezado an­ tes y sus planteamientos eran más comprensibles; nosotros venía­ mos intentando romper algo y era más difícil. Es cierto que en las carteleras de aquellos afios hay una ausencia casi absoluta de los autores realistas y sobre todo del Nuevo Teatro, que generalmente se explica por la existencia de la censura que prohibía y nos impedía contactar con el público. Sin embargo, la censura ha sido utilizada muchas veces para tapar otras cosas. Yo creo que esto hay que desvelarlo porque muchos se han refu­ giado en la censura para no confesar qué es lo que rechazaban, es decir, no se estrena la obra de alguien porque la han prohibido o la van a prohibir, pero cuando desaparece la censura, esa misma perso­ na sigue sin estrenar, ¿por qué? Bueno, en realidad, entre el autor y el público hay un intermediario que no se da en otros géneros litera­

339 rios y que es el aparato que hace posible la producción del espectá­ culo, me estoy refiriendo fundamentalmente al director, al productor y a los actores. Nosotros tuvimos un problema, no sólo de censura, sino también a causa de ese intermediario que tenía que actuar entre nosotros y el público, y que, realmente, no conectaba con nosotros. Yo esto lo sospechaba, lo intuía, lo sabía y pude verificarlo en una conversación con un director de aquella época, Juan Antonio Hormi­ gón. Coincidimos los dos solos en un diálogo en una mesa, Hormi­ gón conocía mi teatro pero nunca se había interesado por él y yo conocía a Hormigón y nunca me había entusiasmado. Al final llega­ mos a la conclusión de que realmente entre los autores de Nuevo Teatro y los directores de entonces no había habido ninguna comuni­ cación, ellos no entendían nuestro teatro y por lo tanto no lo repre­ sentaban. Los autores no éramos un grupo homogéneo, sino un grupo hete­ rogéneo unido por un planteamiento político común, y en eso está­ bamos todos de acuerdo, también estábamos de acuerdo con la Ge­ neración Realista y eso era lo que creaba una falsa unidad, pues en lo estético no existía tal unidad, como se ha demostrado en la medida que cada cual ha ido evolucionando. Con los grupos independientes ocurría otro tanto de lo mismo. Claro que había grupos avanzados pero, ¿alguien me puede decir si el espectáculo Castañuela del gru­ po Tábano era de vanguardia o experimental? No, aquello no era ni de vanguardia ni experimental. Encontró una fórmula eficaz para hacer la labor que tenía que hacer y está muy bien que en el teatro español haya existido Tábano. Pero, esto lo digo aquí y se lo he di­ cho también a Juan Margallo, aquello no tenía nada que ver con lo experimental ni con la vanguardia. No todo el teatro independiente experimentaba. Fuimos aliados pero aliados a medias, según con quién. Tendría que hablar, refiriéndome más al área de Madrid que es la que mejor conozco, de gente que sí conectó, ¡qué suerte tuvo Miguel Romero Esteo de que Luis Vera entendiera su teatro desde el primer día! Si no me equivoco Luis Vera estaba en la Escuela de Arte Dramático, como alumno supongo, y estos alumnos tuvieron una serie de iniciativas y nos llevaron a unos cuantos autores de Nuevo Teatro para que charláramos con ellos. Una iniciativa realmente in­

340 teresante, por allí pasamos unos autores, pero de pronto estos seño­ res dijeron “aquí hay un autor que nos interesa: Miguel Romero Esteo”, y todo el teatro que se ha hecho de él es interesante, lo han hecho ellos. Yo tengo experiencias satisfactorias en el teatro universitario, fun­ damentalmente con César Oliva, que ha montado muchos espectá­ culos míos y nos hemos entendido muy bien. Podrían citarse más nombres, un hombre que lo perdió el teatro y lo ganó la política, no sé si para bien o par mal, José Manuel Garrido que dirigía un grupo, el TUM (Teatro Universitario de Madrid) e hizo cosas muy intere­ santes. Es decir, que hubo gente del Teatro Independiente que conec­ tó con nosotros pero no es algo global. No voy a insistir en esto, y sí quiero apostillar algo que ha dicho José Luis muy interesante, porque aquí se ha hablado también de actualidad. Yo creo que el último movimiento experimental que hubo fue el nuestro, el de Nuevo teatro, al menos desde el punto de vista de la autoría de textos. La única excepción sería Rodrigo García, que es un autor de la nueva ornada, que creo que ese hombre está experi­ mentando otra cosa a partir del texto. Respecto a los nuevos autores, no me duele prenda hacer crítica de ellos porque soy un gran defen­ sor de ellos, esto está escrito y por eso no hay duda de cuánto apoyo a los nuevos autores, cuánto me gusta que haya tanto apoyo a los nuevos autores, cuánto me gusta que haya tantos autores y cuánto me sorprende siempre que, después de los padres y de los abuelos que han tenido, todavía hayan querido hacer y estén haciendo teatro porque, después de la experiencia realista y la del Nuevo Teatro, es para no coger los bártulos. Quiero creer que algo influyó en animar a que siguiera la escritura teatral casos como el de José Luis Alonso de Santos que llegó allí en los años ochenta, y su éxito fue quizá lo que movió esta proliferación tremenda de autores, pero es cierto que de estos autores muy poquitos son interesantes, experimentan y avan­ zan. Me sorprende, viendo algunos espectáculos y sobre todo leyen­ do algunos textos que me suenan mucho a textos que escribíamos nosotros, que estos autores, como me ha confesado alguno, no hayan leído jamás ni nuestro teatro ni el realista Incluso cuando se puso el último montaje de una obra de Buero en el Centro Dramático Nacio­

341 nal, alguien muy ligado a la producción de aquel espectáculo confe­ só que jamás había leído una obra de Buero Vallejo. Uno se queda de piedra y no le sorprende, por tanto, que de pronto encuentre textos que hubiera podido firmar cualquiera de nosotros hace ya treinta años, siempre están las excepciones afortunadamente y hay un grupo de ocho o diez autores que están haciendo un teatro innovador. ¿Por qué ocurre esto? Primero porque no hay curiosidad, nosotros fuimos enemigos de la Generación Realista, pero leíamos a la Genera­ ción Realista y veíamos sus obras. Por eso después, nos tirábamos los trastos a la cabeza con conocimiento de causa, cada uno defendía su postura porque la conocíamos; ahora no se conoce lo que se ha hecho antes, y entonces, se está repitiendo, ya que no se puede decir plagian­ do porque no puede plagiarse lo que no se conoce. Hay un hecho que puede influir que son los talleres, yo no me he formado en talleres, y me asustan, sé que hay malos talleres y buenos talleres, pero como todo, también abundan más los malos que los bue­ nos, y me asusta porque creo que se están creando autores clónicos. Me parece un fenómeno muy peligroso y recomendaría a la gente que vea con quién estudia y diversificara sus estudios para recibir más in­ fluencias que una sola. Creo que ya he agotado el tiempo. E.B. Creo que si a la mesa le parece bien podemos invitar al pú­ blico para que entre todos hagamos una mesa redonda completa. - Quería decir que no puedo estar más en desacuerdo con algunas de las cosas que has dicho, Jerónimo, además sorprende que lo digas tú, que conoces bastante lo que es la escritura de la gente joven, y que digas que Salvo Rodrigo García no hay autores de vanguardia. Yo lo cogería con muchas reservas. Hay autores jóvenes muy impor­ tantes, por ejemplo, Juan Mayorga, Pere Peiró que José Luis lo co­ noce bastante bien. Podría empezar a decir nombres y no parar, nom­ bres que no sólo no son clones ni de Sánchez Sinistierra, ni de Fermín, ni de los talleres de esta gente, sino que están aportando una visión nueva desde el texto. También has hablado al principio de tu inter­ vención sobre la censura como excusa. Antonio Buero decía que siem­ pre se escriben las mejores obras de la literatura universal y del tea­ tro en particular en época de censura porque hay que buscar la forma de esquivar y de transmitir a una gente de lejos y de otros tiempos

342 algo que es permanente en toda época y lugar. A mí eso me parece muy peligroso y no estoy de acuerdo, pienso que la censura es algo impresentable. En cualquier caso, gracias a todos por la intervención y nada más. J.L.M. Como tú me conoces muy bien, me sorprende que no ha­ yas entendido lo que he dicho. Claro que hay autores que están ha­ ciendo un teatro importantísimo, he dicho diez, pueden ser veinte, pueden ser quince, no lo sé. Tú has dicho que no querías agotar la lista y has dicho tres o cuatro, estoy de acuerdo en los tres o cuatro que has dicho y seguramente en otros seis más que añadas, pero lo que sí me sorprende es que tú, que tienes unas de las mejores bi­ bliotecas de obras publicadas e inéditas del teatro contemporáneo, di­ gas esto porque está clarísimo que hay un porcentaje muy alto de tex­ tos que repiten esquemas muy antiguos. Y esto es lo que he dicho, no he dicho otra cosa y además insisto en que está por escrito la defensa que en muchos foros he hecho y seguiré haciendo de los autores jóve­ nes españoles. No sé exactamente que es lo que me has criticado. Y en cuanto a lo de Buero, qué quieres que te diga, la censura es mala, no creo que ayude a escribir y sea un estímulo, y además, la censura sigue existiendo, no es censura política, pero hacer una obra con treinta personajes es una forma de censura en la producción, así que si eso me estimula a escribir, acabaré haciendo monólogos. El otro día me censuraba Enrique Centeno en otro foro: “Jerónimo, ¿cómo quieres estrenar si escribes obras con veinte personajes y quin­ ce escenografías?” Entonces saqué ese último libro mío que tiene dos personajes, y mi primera obra Moncho y Mimí que eran eso, Moncho y Mimí, dos personajes y la escenografía un lienzo blanco de fondo. La censura no es nunca un estímulo. - Quería plantear la cuestión de que se ha estado hablando del teatro separando por un lado el texto, y por otro la representación, no sólo en esta mesa sino en otras tantas intervenciones durante el Con­ greso, y lo que yo me he planteado es si cuando el teatro ya no tiene texto o empieza a ser una representación gesticulada, ¿sigue siendo teatro tal como se ha entendido? ¿se tendría que interpretar como algo diferente? ¿un nuevo género incluso? ¿tendríamos que seguir estudiándolo desde la misma perspectiva? ¿sería, por tanto, compe­

343 tencia de filólogos y críticos de teatro o sería otro tipo de arte? MJ.V. Yo creo que sin texto no existe teatro, es imposible, es otra cosa, es distinto, es otro tipo de espectáculo, muy válido, pero creo que siempre tiene que existir el texto. Sin el texto, sin una dramaturgia alrededor, no puede existir teatro. Me niego absolutamente a decir que eso es teatro. (María Jesús Valdés) E.LL. Ya hemos vivido aquella famosa inflación de la archifamosa expresión corporal, que subió como un cohete y bajó como un rayo, porque es evidente que si no hay texto, difícilmente hay teatro. Hay otras cosas, por ejemplo, en las calles están los mimos que reciben algunas monedas, es heroica su actitud y a veces su técnica es sober­ bia. Pero, en realidad, sin texto no creo que pueda haber teatro. Son estas contradicciones de vocabulario, “el teatro independiente”, que lo primero que hace es ir a pedir dinero al ayuntamiento, esto en la vida privada no se soporta y en la pública tampoco se debería sopor­ tar, pero esas contradicciones están en la vocación por un lado, y por otro en el deseo de hacer las cosas y en el hecho, evidente e indiscu­ tible, de que el teatro se escribe, no para satisfacción personal, es decir, para que lo vea nuestra madre y un primo nuestro, sino para una audiencia fuerte. Es un producto cultural que en los últimos años se ha encarecido y que, por lo tanto, no peligra su independencia porque basta con que no acepten lo que le proponen, pero sí está rozando el ser devorado por la organización social tal como ésta ya existe. Dicho brutalmente, y aunque la cortesía lo disimule, el que paga manda, y eso hay que saberlo, porque si no, se pierde la sub­ vención y se pierde la esperanza. M.R.C. Si hay alguien que es partidaria del texto sólido que ten­ ga una trama bien trabada, que tenga un argumento progresivo, que mantenga la tensión, desde luego soy yo. A mí me gusta muchísimo ese tipo de teatro, pero tengo que reconocer que en esa época dorada a la que antes aludíamos de los grupos de teatro independiente, había otras opciones que también vi, espectáculos muy valiosos con una dramaturgia pero que no siempre respondían a esta concepción tan sólida. Había grupos como Tábano, Cambio de tercio, etc., que eran renovadores, pero era otra concepción, es decir, eran escenas sueltas con una concepción menos trabada y abierta. Y sinceramente, yo,

344 que soy partidaria del texto y lo sigo siendo, vi cosas muy bonitas con una concepción distinta, con trabajos que eran colectivos, y dada esa experiencia, no me atrevería a negar que aquello fuera teatro. No soy particularmente aficionada a la expresión corporal pero reco­ nozco que grupos como Els joglars, por ejemplo, eran espectáculos que incluso sin voz, mantenían la coherencia, la atención del público y aportaba cosas nuevas. Y si hay alguien a quien le guste la palabra, es a mí, para mí la palabra es lo esencial en el teatro, pero tengo que reconocer que tam­ bién a veces podemos transmitir prescindiendo de ella, cosa que no me parece que sea un modelo fundamental, pero que a veces lograba que las cosas quedasen muy redondas. Son distintas concepciones del texto. Para mí es importante que haya una estructura pero puede haber espectáculos sin tener un texto tan sólido. La verdad es que no he visto en los últimos tiempos nada en ese sentido tan bien elabora­ do, la verdad es ésa. J.L.S. Yo quería decir una cosa pero voy a decir dos. La primera es que hay algo que me hace reflexionar mucho y es el problema de los autores de los noventa pese a lo que he dicho. Creo que hay una docena de buenos autores, y decir que hay una docena de buenos autores en diez años es decir muchísimo. Creo que hay un problema de malas etiquetas, ¿hasta qué punto podemos hablar hoy de teatro de vanguardia y de teatro experimental? Creo que es imposible por­ que esas etiquetas, objetivamente cuando surgen, parten del hecho de un teatro como tal, es decir, se refieren a un conjunto teatral que tiene una vida normal, o sea, hay una vanguardia o un teatro experi­ mental respecto a una situación teatral normalizada. Creo que el pro­ blema de base es que hay vanguardias y cuerpo de ejército, o hay experimentos y no experimentos. El teatro no es como hace treinta años cuando aparecieron las vanguardias históricas. En aquel mo­ mento sí que había un cuerpo teatral perfectamente normalizado que permitía hablar de esto. Hoy no, por eso esas etiquetas hay que mati­ zarlas. Yo prefiero hablar más bien, en lugar de teatro experimental, de teatro de investigación. Y respondiendo en concreto, tengo que decir que estoy en una situación muy paradójica: como autor de teatro, me pongo con la

345 mayoría de la mesa; como profesor universitario que reivindico que las en enseñanzas de teatro tienen que estar en la universidad, me pongo en contra. Digo que, por supuesto, eso también es teatro y que a Els joglars y a La fura deis baus hay que estudiarlos en la facultad. En mi situación, no sabría qué decir, creo que objetivamente me iría por la segunda rama, pero entraríamos en una discusión sobre si hay texto en última instancia, salvaríamos diciendo que en el fondo Els joglars y La fura del Baus tienen un texto, hay detrás un texto, tal y como entendemos el concepto texto en Teoría de la Literatura. No hay teatro sin texto aunque el texto no sea oral en ese sentido. J.L.M. Contestando y para que tengas también una pluralidad mayor, yo creo que sí es teatro el que no utiliza las palabras. Se ha puesto el ejemplo de Els juglars o La fura deis baus. Lo que sí creo es que el teatro, que es una suma de signos, se enriquece cuando están presentes cuantos más signos mejor, y la palabra evidentemen­ te es uno de ellos. Durante algún tiempo se dijo lo de que una imagen vale más que mil palabras, eso es mentira, una imagen vale lo que vale, y en un momento determinado de desarrollo del teatro sin pala­ bras y de la eliminación del texto, surge de pronto la necesidad de recuperar el texto, de hacer aquello más comprensible, de añadirle un signo que, si fue quizás justamente expulsado del teatro o castiga­ do, porque fue excesivo en épocas anteriores, una vez cumplida la penitencia de la palabra, justo es que retomase a los escenarios en su justa medida, no para ocupar aquel lugar único que tuvo, sino para ocupar el lugar que le corresponde dentro de un conjunto que es el teatro. Para mí el hecho de que Els joglars en un momento determi­ nado incorpore el texto y dé lugar a los espectáculos que tiene ahora, que son puro texto, es un hecho significativo. Pero es casi más signi­ ficativo que La fura deis baus, que empieza sin texto, hace ya un espectáculo sobre Lorca y el Fausto en el que ya incorpora texto. Quizá La fura deis baus comienza ha encontrarse encorsetado. Y de la validez de las palabras, un ejemplo muy claro para mí es el de Kantor. Yo he admirado a Kantor, he visto sus espectáculos, los he entendido, me han encantado pero no entendía el texto, no entendía lo que decían aquellos actores. Cuando tuve ocasión de leer las tra­ ducciones, entendí mucho mejor a Kantor y entonces me di cuenta

346 de la importancia de la palabra, porque si antes lo entendía, ahora que leía el texto lo entendía mucho mejor. Creo que la palabra es esencial en el teatro en su justa medida. - No voy a entrar en el terreno que se estaba discutiendo sobre el texto, la representación, etc. Pero sí quiero valorar la labor de los directores a la hora de la puesta en escena, y en la época que aquí nos ocupa, creo que el director que más renovó el teatro en estos años fue José Luis Alonso. Como tenemos la magnífica oportunidad de tener a alguien que lo conoció tanto y que trabajó con él, querría, si no es pedir mucho, que María Jesús nos contase sus experiencias, en una especie de confesión personal, y lo que significó José Luis para esta renovación del teatro. Sería magnífico que nos dijese algo. Mu­ chas gracias. M.J.V. Siempre que hablo de José Luis, lo recuerdo como una gran película de mi vida y me emociona. José Luis era un hombre que se adelantó en su época con una forma de hacer teatro absoluta­ mente moderna, que no tenía nada que ver con ampulosidades, era un teatro absolutamente natural. Y respecto a la expresión corporal que decíamos, fue capaz de montar Unafierecilla domada con texto pero como un ballet. Esto se ha hecho después, pero esto ya lo hacía José Luis hace muchísimo tiempo. Recuerdo que la mayoría de los actores, divinamente dirigidos por él y que él ha formado -Jesús Puente, Berta Riaza, Agustín González, Julieta Serrano, José María Prada, Paco Valladares, etc.- han llegado a ser primeras figuras. Re­ cuerdo ensayos curiosísimos en los que se representaba todo, si tenía que hacer que había un caballo, él se subía encima de una silla. Tenía su mímica especial y lo recuerdo, sobre todo, haciendo un gesto que repetía a veces, se rascaba la cabeza cuando tenía que pensar en algo interesante sobre la marcha de la escena. Era un creador impresionante y magnífico director de actores, que es esencial. Me acuerdo de montajes como El cuarto de estar, por la que fui multada por la censura dos veces, La obra de la fanta­ sía de Ana Bonachi, por la que también fui multada con veinticinco mil pesetas que, por aquel entonces, era bastante dinero. Pero todo esto él lo hizo con mucho encanto y la compañía era de gente muy joven, que quería hacer lo mejor y que las puestas en escena del

347 teatro fueran de verdad, con poca escenografía, pero todo muy mo­ derno. Hizo incluso un Macbeth absolutamente moderno, no había más que tres módulos importantes, un texto bien hecho y la expre­ sión corporal que, por supuesto, es necesaria. Nosotros no hemos tenido escuela, hemos sido autodidactas, yo para hacer Volpone tuve que aprender a batirme a puñal, pero todo se lo debemos a ese estí­ mulo nuestro, a ese entusiasmo, a esa alegría de querer hacer bien las cosas, de hacer un gran teatro. Creo, además, que es una generación que seguimos siendo jóve­ nes, jóvenes con arruguitas pero jóvenes, y tenemos curiosidad, por­ que al perder la curiosidad por las cosas es cuando uno se siente verdaderamente mayor, y eso no hay que perderlo jamás. Gracias por tu recuerdo tan cariñoso a una de las personas que han valido tanto en mi vida. Lo tengo así siempre presente. Gracias. - Bueno, en cierto sentido se ha respondido ya un poco a mi inte­ rrogante. Planteo la cuestión de si el texto exclusivamente, sin otra cosa, es realmente teatro. El texto por si sólo, ¿es teatro? Si es un texto que se muere en la escena, que está mal dicho, que adormece, que no se levanta del libro, como diría Lorca, que queda muerto, ¿qué pensáis del texto solo? M.J.V. Yo pienso que el texto debe ir adornado con muchas co­ sas, porque si no, en un momento dado, puede resultar inaguantable o reservado para una élite muy especial. Tiene que acompañarse de una luminotecnia, de una escenografía bien hecha y de la participa­ ción, siempre lo digo, de ese tercer actor que es el público. Natural­ mente, ahí está el director para agilizarlo mucho más y para dirigirlo bien. Creo que Camilo José Cela tiene escrita una Celestina que dura cuatro horas y media, eso es realmente insoportable, dentro de un texto maravilloso. Todo tiene su medida. - Quisiera decir, ya que se ha hablado tanto, que a mí no me parece tan importante esta discusión sobre el texto. Al fin y al cabo, pienso que el teatro es una combinación de lenguajes y lo importante es alcanzar un equilibrio, y si no hay textos, el autor o el director o quien sea, tendrá que hacer lo posible porque en escena emerja toda esa combinación y surja lo que él tiene en la cabeza. Si no hay texto, lo suplirá con la luz, con el color, con esto o con lo otro.

348 M J.V. Pero sería otro espectáculo, sin texto, sería un mimo ma­ ravilloso. Si no hay conflicto, no hay teatro. - Yo no estoy diciendo eso, es que yo pienso que el lenguaje es mucho más que la palabra, es una combinación de signos, de cosas que están ahí y que muchas veces ni siquiera las vemos. Sé que es importantísima la palabra, pero si hay autores que son capaces de prescindir de la palabra y crear una obra con todos los demás refe­ rentes, esto es tela marinera, eso es tremendo. M.J.V. Eso es un espectáculo. - Tras esta mesa redonda, me han surgido una serie de dudas, yo soy fanática, por decirlo de alguna manera, de los tres componentes del Tricicle que me parecen excepcionales, hasta ahora, les llamaba actores teatrales, me gustaría saber cómo los denominan ustedes o en dónde los encasillan. Pienso que se debería dar la misma impor­ tancia a estas personas que, prescindiendo de un texto explícito, causa en el público el mismo sentimiento.

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ÍNDICE

PONENCIAS

Las vanguardias en el teatro occidental contemporáneo, por Angel Berenguer...... 7 Antecedentes de la vanguardia escénica, por César Oliva... 33 Sobre un teatro (en) vivo, por José Romera Castillo...... 45 Teatro y antiteatro: la ardua cuestión del público, por Felipe B. Pedraza Jiménez...... 63 La guerra no ha terminado, por José Monleón...... 79 Barroco y neo vanguardia: la obra dramática de Miguel Romero Esteo, por Pedro Aullón de Haro...... 113 La poética teatral de Francisco Nieva, por Jesús Rubio Jiménez...... 127

CREADORES

Entrevista con Fernando Arrabal...... 157 ¿Realismo versus vanguardia?, por Jerónimo López Mozo..... 169 Mi experiencia y esperanza en el teatro español, por José Martín Recuerda...... 179 Riaza y las vanguardias, por Luis Riaza...... 185 Mi generación realista, por José María Rodríguez Méndez 199 Mi teatro, por Miguel Romero Esteo...... 207

COMUNICACIONES

Jerónimo López Mozo: últimas tendencias (1990-2001), por José Paulino Ayuso...... 223 El teatro último de Jerónimo López Mozo: combate de ciegos y la Infanta de Velázquez, por José Luis Campal Fernández... 241 José Martín Recuerda: un teatro de libertad poética, por Miguel Avila Cabezas...... 257 Martín Recuerda: un paso comprometido, por Antonio A. Gómez Yebra...... 267 El Nudo (1982) de José Luis Sampedro: balance de una tentativa teatral, por Francisco Martín M artín...... 287 Parábasis para una dramática conjetural, por Juan Hurtado .... 299 Formas del teatro español actual: génesis y renovación en el período transitorio, por Manuel Pérez...... 309

MESA REDONDA

Orígenes, contexto y actualidad del teatro experimental e independiente...... 327