Historia De Satanismo Y La Brujería
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IMPRIMIR HISTORIA DEL SATANISMO Y LA BRUJERÍA JULES MICHELET INTRODUCCIÓN Sprenger dice (antes de 1500 ) : "Hay que decir la herejía de las brujas y no de los brujos: éstos son poca cosa". Y otro, en tiempos de Luis XIII: "Por un brujo, diez mil brujas". "La naturaleza las hace brujas..." Es el genio propio de la mujer y de su temperamento. La mujer nace hada. Por el retorno regular de la exaltación, es sibila. Por el amor, maga. Por su finura, su malicia (con frecuencia fantástica y bienhechora) es bruja y echa suertes, o por lo menos engaña, adormece las enfermedades. Todo pueblo primitivo tiene el mismo comienzo: lo vemos por los Viajes. El hombre caza y combate. La mujer se ingenia, imagina: en- gendra sueños y dioses. Cierto día es vidente: tiene las alas infinitas del deseo y del ensueño. Para contar mejor el tiempo, observa el cielo. Pero la tierra no está por ello menos en su corazón. Con los ojos bajos sobre las flores enamoradas, ella misma joven y flor, la mujer traba con las flores un conocimiento personal. Es mujer y les pide que curen a los que ella ama. ¡Sencillo y conmovedor principio de las religiones y de las cien- cias! Más adelante todo se dividirá, se verá empezar al hombre espe- cial, juglar, astrólogo o profeta, nigromante, sacerdote, médico. Pero, al principio, la mujer es todo. Una religión viva y fuerte, como el paganismo griego, empieza en la sibila y termina en la bruja. La primera, hermosa virgen, a plena luz lo acunó, le dio el encanto y la aureola. Más tarde, decaído, enfermo, en medio de las tinieblas de la Edad Media, de las landas y de los bos- ques, fue escondido por la bruja; su piedad intrépida lo alimentó, lo hizo vivir todavía. Así, para las religiones, la mujer es madre, tierna cuidadora y nodriza fiel. Los dioses son como los hombres: nacen y mueren en su seno. ¡Cuánto le cuesta esta fidelidad! . ¡Reinas magas de Persia, ma- ravillosa Circe! Sublime Sibila, ¡ay!. ¿Qué ha sido de vosotras? Y ¡qué bárbara transformación! . Aquella que, en el trono de Oriente, 3 enseñó las virtudes de las plantas y el viaje de las estrellas, aquella que, junto al trípode de Delfos brillaba con el dios de la luz y daba los orá- culos a un mundo de rodillas... es la misma que, mil años después, es cazada como un animal salvaje, perseguida en las encrucijadas, exe- crada, despedazada, lapidada, sentada sobre carbones ardientes. El clero no encuentra bastantes hogueras, el pueblo bastantes in- jurias, el niño bastantes piedras para lanzar contra la infortunada. El poeta, (también niño) le lanza otra piedra, la más cruel para una mujer. Supone, gratuitamente, que ella es siempre vieja y fea. Ante la palabra "bruja" surgen las horribles viejas de Macbeth. Pero sus crueles proce- sos nos enseñan lo contrario. Muchas perecieron, precisamente, por ser jóvenes y bellas. La sibila predecía el destino. Y la bruja lo realizaba. Ésta es la grande, la verdadera diferencia. Ella evoca, conjura, opera sobre el destino. No es la Casandra antigua, que veía tan bien el porvenir, lo lamentaba, lo esperaba. La bruja crea este porvenir. Más que Circe, más que Medea, ella lleva en la mano la varita del milagro natural para ayudar a la hermana naturaleza. En ella se ven ya los rasgos del mo- derno Prometeo. En ella comienza la industria, ante todo la industria soberana que cura, rehace al hombre. A la inversa de la sibila, que parecía mirar hacia la autora, ella mira hacia el poniente; pero justa- mente este crepúsculo sombrío da, mucho antes que la aurora (como sucede en los picos de los Alpes), un alba anticipada del día. El sacerdote presiente bien que el peligro, la enemiga, la ri- validad temible está en aquella a quien finge despreciar, en la sacerdo- tisa de la naturaleza. De los antiguos dioses, ella ha concebido dioses. Frente al Satanás del pasado, se ve que ella da a luz un Satanás del porvenir. Durante mil años el único médico del pueblo fue la bruja. Los emperadores, los reyes, los papas, los más ricos barones tenían algunos doctores de Salerno, moros o judíos, pero las masas de todo Estado, podemos decir todo el mundo, no consultaban más que a la Sala, o comadrona. Si no curaba, la injuriaban y la llamaban bruja. Pero gene- ralmente, por un respeto mezclado de temor, se la nombraba Dama 4 buena, o Bella dama (bella donna), el mismo nombre que se daba a las hadas. Y sucedió con ella lo mismo que ocurrió con su planta favorita, la belladona, y otros venenos saludables que ella empleaba y que fueron el antídoto de los grandes flagelos de la Edad Media. El niño, el tran- seúnte ignorante maldecían aquellas sombrías flores antes de conocer- las. Los aterraban con sus dudosos colores. El nombre retrocede, se aleja. Y son, sin embargo, las consoladoras (soláneas) que, discreta- mente administradas, han adormecido y con frecuencia curado tantos males. Se las encuentra en los lugares más siniestros, aislados, de mala fama, entre los tugurios, entre los escombres. En esto se parecen una vez más a la mujer que las utiliza. ¿Donde podía vivir si no en las lan- das salvajes la desdichada tan perseguida; la maldita, la proscrita, la envenenadora que curaba, que salvaba? ¿Dónde podía vivir la novia del diablo y del mal encarnado, que tanto bien hizo, según el decir del gran médico del Renacimiento? Cuando en Basilea, 1527, Paracelso quemó toda la medicina, declaró no saber nada fuera de lo que había aprendido de las brujas. Esto merecía una recompensa. Y las brujas la tuvieron. Se les pa- gó con torturas, con hogueras. Se descubrieron suplicios especiales, se inventaron dolores para ellas. Se las juzgaba en masa, se las condenaba por una palabra. Nunca hubo tanta prodigalidad de vidas humanas. Sin hablar de España, tierra clásica de hogueras, en que el moro y el judío no dejan jamás de acompañar a la bruja, se quemaron siete mil en Tré- veris, no sé cuántas en Tolosa; en tres meses, quinientas en Ginebra (1513 ), ochocientas en Wurtzburg, casi en una horneada; mil quinien- tas en Bamberg (dos pequeños obispados). El mismo Fernando II, el mojigato, el cruel emperador de la Guerra de los Treinta Años, se vio obligado a vigilar a sus buenos obispos: había peligro de que quemaran a todos sus súbditos. En la lista de Wurtzburg he encontrado un brujo de once años, que iba a la escuela; una bruja de quince. En Bayona dos de diecisiete, condenadamente bonitas. 5 Prestemos atención a que en ciertas épocas, por el sólo nombre de bruja, el odio mata a quien quiere. Las envidias de las mujeres, la con- cupiscencia de los hombres se apoderan de esta arma tan cómoda. ¿Esta es rica? . Bruja. ¿Aquella es bonita? Bruja. Vemos así a la Murgui, pequeña mendiga que marca con esta piedra en la frente, para la muerte, a una gran dama muy hermosa, la castellana de Lancinena. Las acusadas, si pueden, prevén la tortura y se matan. Remy, el excelente juez de Lorena, que quemó ochocientas, triunfa en medio de este terror. "Mi justicia es tan buena -dijo-, que dieciséis brujas arres- tadas el otro día no pudieron esperar y se estrangularon". En el largo camino de mi Historia, en los treinta años que le he consagrado, esta horrible literatura de la brujería ha pasado y repasado frecuentemente por mis manos. También he agotado los manuales de la Inquisición, las asnadas de los dominicos. (Látigos, Martillos, Hormi- gueros, Fustigaciones, Linternas, etcétera) son los títulos de sus libros. Después he leído las historias de los parlamentarios, de los jueces lai- cos que sucedieron a estos monjes a quienes despreciaban, sin ser por ello menos idiotas. En otra parte he dicho una palabra sobre esto. Aquí haré una sola observación: de 1300 a 1600 y un poco más, la justicia es la misma. Salvo un entreacto en el Parlamento de París, hay siempre y en todas partes idéntica ferocidad de tontería. Los talentos no hacen nada. El inteligente De Lancre, magistrado bordelés del reino de Enri- que IV, muy avanzado en política, cae, cuando se trata de brujería, al nivel de un Nider, de un Sprenger, de los monjes imbéciles del siglo xv. Uno queda sorprendido al ver estos tiempos tan diversos, estos hombres de cultura diferente, que no pueden avanzar un paso. Después se comprende bien que unos y otros fueron detenidos, digamos más, cegados, irremediablemente embriagados y convertidos en salvajes por el veneno de su principio. Este principio es el dogma de la injusticia fundamental: "Todos perdidos por uno solo, no sólo castigados sino dignos de serlo, arruinados y pervertidos de antemano, muertos para Dios aún antes de nacer. El niño que mama es un condenado". 6 ¿Quién dice esto? Todos, hasta el mismo Bossuet. Un doctor im- portante de Roma, Spina, maestro del Sagrado Palacio, lo formula claramente: "¿Por qué permite Dios la muerte de los inocentes? Lo hace por justicia, pues si no mueren por los pecados que han cometido, mueren siempre culpables del pecado original". ( De Strigibus, c. 9 ). Lógica y justamente dos cosas derivan de esta enormidad. El juez está siempre seguro de su condena: el reo es siempre culpable y, si se defiende, lo es aún más. La justicia no tiene por qué sudar a mares, romperse la cabeza para distinguir lo verdadero de lo falso. En todo, se parte de un parti pris. El lógico, el escolástico, no tiene por qué anali- zar el alma y darse cuenta de las tonalidades por las que pasa, su com- plejidad, sus oposiciones interiores y sus combates.