XXIX Volví, Pues, Al Taller. Ahora Que Lo Había Decidido, Me Empujaba
XXIX Volví, pues, al taller. Ahora que lo había decidido, me empujaba una especie de desaforada ansiedad. Apenas llegué, le pedí que me hablara de la ciega. Pero Domínguez estaba borracho y empezó a insultarme, como era peculiar en él cuando perdía el control. Encorvado, torvo, enorme, con el alcohol se convertía en un terrible monstruo. Al otro día pintaba apaciblemente, con aquel aire bovino. Le pregunté sobre la ciega, le dije que tenía curiosidad por observarla, pero sin que ella se enterase. Volvía, pues, a la investigación, pero mucho antes de lo previsto, ya que, de todos modos, una distancia de quince mil kilómetros equivale a un par de años. Esto es lo que tontamente pensé en aquellos momentos. Inútil aclarar que nada dije a Domínguez de estas reflexiones secretas. Aduje simple curiosidad, curiosidad morbosa. Me dijo que podía instalarme arriba y escuchar y mirar todo lo que se me antojase. Supongo que conocerán la estructura de los talleres de pintor: una especie de galpón, bastante alto, en cuya parte inferior el artista tiene el caballete, los armarios de pintura, algún camastro para la modelo, mesas y sillas para estar o comer, etcétera; y a un costado, a unos dos metros de altura, un entarimado con la cama para dormir. Aquél sería mi observatorio: ni construido a propósito podía ser más adecuado para mi tarea. Entusiasmado con la perspectiva, conversé con Domínguez de viejos amigos, a la espera de la ciega. Recordamos a Malta, que estaba en Nueva York, a Esteban Francés, a Bretón, a Tristan Tzara, a Péret.
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