Río De Pasiones Kathleen Woodiwiss
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Río de pasiones Kathleen Woodiwiss http://www.librodot.com Librodot Río de Pasiones Kathleen Woodiwiss 2 Capítulo 1 Newportes Newes, Virginia 25 de abril de 1747 El London Pride rozó contra el muelle cuando las ráfagas cada vez más intensas de un viento del noreste mecieron lentamente el barco amarrado. Cerca de los topes de los mástiles pasaban las nubes, como oscuros presagios de la tormenta que se avecinaba. Las gaviotas se zambullían desde el cordaje del barco, acompañando con sus roncos graznidos el ruido de las cadenas que cargaba una doble fila de convictos flacos y harapientos, que salían por la escotilla arrastrando los pies todos a una sobre las gastadas tablas de la cubierta. Los hombres, sujetos con grilletes en los tobillos y unidos entre sí por menos de un metro de cadena, recibieron la orden de alinearse para ser inspeccionados por el contramaestre. Las mujeres, en cambio, estaban engrilladas por separado y podían moverse a su propio ritmo hacia proa, donde les habían ordenado aguardar. Más lejos, a popa, un marinero que pasaba el lampazo, interrumpió su tarea para observar a este último grupo. Tras una cauta mirada al puente de mando, la persistente ausencia del capitán Fitch y de su bovina esposa lo animaron y, tras guardar de prisa su cubo y su lampazo, se acercó con paso confiado por la cubierta. Contoneándose como un gallo alrededor de las zaparrastrosas mujeres, con su sonrisa salaz y sus rudos modales, provocó un muro casi sólido de defensa, constituido por torvas miradas. Hubo sólo una excepción: una ramera de ojos oscuros y cabello renegrido, que había sido condenada por robar dinero a los hombres con quienes se acostaba y de causar heridas graves a un buen número de ellos. Ella fue la única que dedicó una sonrisa prometedora al marinero. -Señor Potts, hace casi una semana que no veo a la pequeña trotona -comentó con aspereza la ramera, dirigiendo una mueca triunfal a sus furiosas compañeras-. No creerá que la pequeña mendiga ha encontrado la muerte en el pañol de las maromas, ¿no? Se lo tendría bien merecido por golpearme la nariz. Una chiquilla menuda de lisa cabellera castaña se abrió paso entre el racimo de mujeres y replicó con vivacidad a la prostituta: -Puedes mover esa lengua mentirosa todo lo que quieras, Morrisa Hatcher, pero aquí todas sabemos que milady te dio tu merecido, ni más ni menos. ¡Por el modo en que le golpeaste las costillas cuando ella no estaba mirando, tú deberías haber sido encerrada en el pañol de las cadenas! Si no fuera por tu pequeño perro faldero -dijo, indicando a Potts con quemante desprecio-, que va con sus cuentos a la señora Fitch, milady podría haber dicho lo que pensaba sin consecuencias. Poniendo en jarras sus carnosos brazos, Potts enfrentó a la menuda mujercilla. -Y tú, Annie Carver, podrías habernos hecho un gran bien si llenaras las velas con el viento que produce tu lengua al moverse. No me cabe duda de que con ese ventarrón habríamos llegado mucho más rápido. El ruido de cadenas que llegaba desde la bodega atrajo la atención del marinero. Sus pequeños ojos, como cuentas, adquirieron un brillo sádico. -¡Bueno, caramba! Creo que oigo venir a milady -riendo para sí, se acercó a la escotilla y se inclinó para escudriñar las sombras abajo-. ¿Eh, trotona? ¿Eres tú misma, capullo, la que sube desde las alcobas inferiores? 2 Librodot Librodot Río de Pasiones Kathleen Woodiwiss 3 Shemaine O'Hearn alzó la mirada de sus llameantes ojos verdes hacia la gruesa silueta que se asomaba en la abertura. Por el atrevimiento de defenderse de la querida de ese palurdo de a bordo, había pasado los cuatro últimos días aislada en un húmedo calabozo, en las profundidades del barco. Ahí se vio obligada a disputar a ratas y cucarachas cada trozo de pan que le arrojaban. Si no fuese porque sus fuerzas estaban casi agotadas, habría trepado por la escalerilla y desollado el feo rostro del marinero con sus uñas, pero sólo le quedaban energías para un grueso sarcasmo. -¿A qué otra pobre desgraciada habría ido a buscar este sapo pestilente, si no a mí, señor Potts? -preguntó, indicando con la cabeza al regordete hombrecillo que cojeaba su lado-. Estoy segura de que ha convencido a la señora Fitch de que reserve esas habitaciones sólo para mí. Potts lanzó un desmesurado suspiro de fastidio, exagerando el menosprecio de la muchacha. -Shemaine, ya estás insultando otra vez a mis amigos. El sujeto que la acompañaba estiró la mano y le pellizcó el brazo, por segunda vez desde que la había liberado del encierro. Freddy era tan malvado como Potts, y no necesitaba que nadie lo animara a volcar su desprecio en cualquier ser indefenso. -¡Cuida tus modales; tú, bocazas presuntuosa! Shemaine le respondió entre dientes, quitando su brazo de los gruesos dedos que la aferraban: -Eso lo haré el mismo día en que todos ustedes hayan aprendido alguno, Freddy. Desde la escotilla llegó la voz gruñona de Potts: -Será mejor que subas, y rápido, Shemaine, si no quieres que te dé otra lección. Ante la rápida disminución de la eficacia del ogro, la muchacha se burló: -Puede que el capitán Fitch tenga algo que decir con respecto a su mano demasiado pesada, si él quiere venderme hoy. -Seguramente el capitán tendrá algo que decir -concedió Potts, dirigiéndole una sonrisa jactanciosa mientras ella luchaba con esfuerzo para ascender, impedida por el peso de las cadenas y los grillos-. Pero todos saben que, en este viaje, la que tiene la última palabra es su señora. Desde que había sido llevada a bordo, engrillada y esposada, Shemaine se había convencido de que ningún otro sitio de la tierra era más parecido a las mazmorras del infierno que un barco inglés encargado del transporte de prisioneros a las colonias. Y no cabía duda de que ninguna otra persona había hecho más para convencerla que Gertrude Turnbull Fitch, esposa del capitán e hija única de J. Horace Turnbull, único dueño, a su vez, del London Pride y de una pequeña flota de otros barcos mercantes. Con el formidable recuerdo de Gertrude Fitch advirtiéndole que tuviese prudencia, Shemaine se detuvo a acomodarse en la cabeza un pañuelo improvisado. Varias veces, al salir a cubierta, sus vivos cabellos rojos habían sulfurado a la robusta mujer de agrio semblante, induciendo a Gertrude a vituperar a todos los irlandeses, tildándolos de torpes, retardados, y a la propia Shemaine, de sucia lechuza de los campos, término despectivo que muchos ingleses tenían la costumbre de aplicar a los irlandeses. -No te atrevas a perder el tiempo -la reprendió Potts. Sus ojillos de cerdo brillaban, atestiguando su tendencia a la crueldad, a buscar, ansioso, cualquier infracción que pudiese castigar. -¡Ya voy, ya voy! -refunfuñó Shemaine, surgiendo de la escotilla. Las injusticias que había sufrido durante los tres meses del viaje pasaron por su mente en amargo recuerdo, reavivando tanto su resentimiento que tuvo ganas de escupir una expresión de rencor en la 3 Librodot Librodot Río de Pasiones Kathleen Woodiwiss 4 carota de ese torpe. Pero, desde su detención en Londres, la experiencia había sido una dura maestra y le había enseñado que una fría sumisión era el único modo en que una prisionera podía abrigar la esperanza de sobrevivir en una corte judicial inglesa o en alguno de sus infernales barcos. Shemaine detestaba revelar el menor indicio de su menguada fuerza; logró mover sus entorpecidos miembros con módica dignidad. La golpeó el intenso viento; separó un poco los pies para no caer y enderezó la espalda con tenaz resolución. El aire fresco constituía un lujo que se había vuelto muy escaso en los últimos tiempos; alzó la cabeza para deleitarse con la esencia salabre de las aguas costeras. Potts entrecerró los ojos al ver la postura de la muchacha: era demasiado orgullosa e impávida para su gusto. -Conque dándose aires otra vez, ¿eh? Como cualquier engreída mujerzuela de la corte - señalando con un ademán las ropas destrozadas, bramó, exagerando su burla-: ¡Yo diría, en la corte de los mendigos de Whitefriars! A Shemaine no le costaba nada imaginar lo patético de su aspecto, con esos trapos sucios y cargada de hierros. Si bien su traje de montar de terciopelo verde había sido una vez la envidia de muchas hijas consentidas de ricos aristócratas (las mismas que habían lamentado su compromiso con el soltero más apuesto y posiblemente más rico de Londres), la situación en la que se encontraba en ese momento provocaría en esas mismas damas gozosas y altaneras carcajadas. Sin duda, el suspiro abrumado de Shemaine fue más sincero que fingido. Antes de ser detenida, sólo había gozado de una vida fácil y confortable, hasta que fue arrojada sin motivo en una cruel prisión, donde la pobre desamparada no encontró más que odio, opresión y la más profunda desesperación. -Por cierto, es en extremo incómodo cuando una dama de alta cuna debe viajar al extranjero sin sus sirvientes y su modista -repuso, con satíricas intenciones-. El personal que me ha atendido últimamente no tiene verdadero conocimiento de lo que es un buen servicio y no conoce las más sencillas funciones de un criado. Potts se volvió suspicaz; intuía el insulto pero no alcanzaba a ver dónde estaba. La suave manera de hablar de la muchacha podía poner incómodo a cualquiera en lo que se refería a su propia lengua, sobre todo en un caso como el de él, que había huido muy joven de su hogar cuando su madre viuda intentó cortar sus vagabundeos con rufianes. Potts cerró su mano sobre la cadena que colgaba entre las muñecas de Shemaine y la alzó bruscamente, hasta que su ancha cara patilluda y un ciclópeo ojo enrojecido cubrieron todo el campo de visión de la muchacha.