pasiones sin nombre: ensayos de sociosemiótica

Eric Landowski ensayos de sociosemiótica

Eric Landowski Traducción: Desiderio Blanco Colección Biblioteca Universidad de Lima Pasiones sin nombre: ensayos de sociosemiótica Primera edición digital: noviembre, 2017

© Eric Landowski, 2004 © De la edición francesa: Presses Universitaires de France, 2004 © De la traducción: Desiderio Blanco © De esta edición: Universidad de Lima Fondo Editorial Av. Javier Prado Este 4600 Urb. Fundo Monterrico Chico, Lima 33 Apartado postal 852, Lima 100 Teléfono: 437-6767, anexo 30131 [email protected] www.ulima.edu.pe

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ISBN versión electrónica: 978-9972-45-420-2 Índice

Introducción 11

Primera parte: de la junción a la unión 25

Capítulo 1. La mirada implicada 27 1.1 Textos y prácticas 27 1.2 Entre semiología y deconstrucción 31 1.2.1 Más acá de los signos y de los códigos 31 1.2.2 Éticas de la lectura 35 1.3 La construcción semiótica del sentido 38 1.3.1 Apropiación o logro 39 1.3.2 Figuras de la alteridad 45 1.3.3 Sentido y experiencia 48

Capítulo 2. Hacia una semiótica sensible 51 2.1 A partir de De la imperfección 51 2.2 Fracturas y escapatorias 54 2.2.1 De la estesis y de la pasión como accidentes 54 2.2.2 Razón y sinrazón en la semiótica de las pasiones 56 2.3 “Mehr Licht!” 62 2.3.1 Un auto-aprendizaje 62 2.3.2 Sentido y no-sentido 63

[7] 8 Eric Landowski

Capítulo 3. Sentido e interacción 71 3.1 Junción versus unión 71 3.1.1 La junción: una economía narrativa 72 3.1.2 La unión: el régimen de la copresencia 76 3.1.3 La identidad en juego: ser y devenir 81 3.2 Lógicas del valor 84 3.2.1 Tener o ser 84 3.2.2 Poseedores y poseídos: del intercambio al gasto 88

Capítulo 4. Hacer signo, hacer sentido: regímenes de significación del cuerpo 93 4.1 El cuerpo desemantizado 94 4.2 El sentido desencarnado 100 4.3 Cuerpo a cuerpo, hacer sentido 105

Capítulo 5. El encuentro estésico 109 5.1 Efectos sin causa 109 5.2 El texto-mundo como presencia 112 5.3 El sentido de la rima 116

Segunda parte: el contagio del sentido 119

Capítulo 6. Más acá o más allá de las estrategias, la presencia contagiosa 121 6.1 Rupturas y continuidades 121 6.1.1 Formas de textualidad, problemáticas del sentido 122 6.1.2 A partir de la estesis 124 6.2 Los cuerpos conductores 130 6.2.1 Dos regímenes de contaminación 130 6.2.2 Lo deseable: entre juicio estético y captación estésica 135 6.2.3 Cuerpos-objetos, cuerpos-sujetos 138 6.3 Coordinaciones 141 6.3.1 Después de todo, “hacer como” versus “hacer conjuntamente”, en cadencia 142 Índice 9

6.3.2 Reproducción unilateral, o ajuste creador de sentido y de valor 146 6.3.3 Hacia una gramática de lo sensible 150

Capítulo 7. Sabor del otro 155 7.1 Yo y el otro 155 7.1.1 El espejo 155 7.1.2 El encuentro 157 7.1.3 Nadie, alguien, algo 159 7.2 La alteridad sin nombre 161 7.3 En pro de la costumbre 165 7.3.1 Románticos y moralistas 166 7.3.2 La estesis como proceso y como aprendizaje 170

Capítulo 8. El tiempo intersubjetivo 177 8.1 A tiempo – a contratiempo 177 8.2 El tiempo de la cita y el tiempo del accidente 179 8.3 La alternancia 182 8.4 “Quanto resta da dire” 186 8.5 El tiempo compartido de la danza 189 8.6 El tiempo diferido de la correspondencia 195

Capítulo 9. Modos de presencia de lo visible 197 9.1 “Un encanto no totalmente ciego” 197 9.2 Sentido musical de la imagen 201 9.3 Hacer sentido, hacer imagen 205 9.4 La modulación del sentido 210

Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 215

Capítulo 10. Diana, in vivo 217 10.1 De la política a lo político 218 10.2 Crisis de regímenes 221 10.3 Desdoblamientos 224 10.4 En situación 229 10.4.1 Masas tímicas en movimiento 229 10 Eric Landowski

10.4.2 La práctica sociosemiótica 232

Capítulo 11. Comunidades de gusto 235 11.1 Del placer de los sentidos al sentido como placer compartido 236 11.1.1 Una puesta en valor paradójica 237 11.1.2 Cosméticos y narcóticos 240 11.2 Cervezas de los trópicos 244 11.2.1 Tipos de actantes colectivos 245 11.2.2 Figuratividades 251 11.3 Giros y vueltas 256

Capítulo 12. El gusto de la gente, el gusto de las cosas 259 12.1 El gusto y su sujeto 259 12.1.1 Un don recíproco 259 12.1.2 Condiciones de una semiótica del gusto 262 12.2 Formas del gusto 266 12.2.1 La inconstancia necesaria 266 12.2.2 El gusto de los placeres – el gusto de agradar 269 12.2.3 Formas de logro [d’accomplissement] 274 12.3 Políticas del gusto 279 12.3.1 Entre estésico y etológico 279 12.3.2 Apolo y Dionisos 283 12.3.3 Problemas de epistemología y de metodología del gusto 285 12.4 Recorridos y estrategias 290 12.4.1 El Camaleón y compañía 290 12.4.2 De la mundanidad al ser-en-el-mundo 297 12.4.3 El Oso y sus congéneres 301 12.4.4 El gusto de las cosas 309 12.5 Hacia una semiótica “existencial” 314

Referencias 327

Índice de nociones y de temas 335 Introducción

El gesto científico fundamental que hemos aprendido es un gesto de exclusión. Para conocer, es necesario –exigencia epistemológica y metodológica primera– proponerse objetos claramente delimitados y plantearse acerca de ellos cuestiones que tienen que ver con alguna problemática precisa. Nos hemos acostumbrado, pues, a descartar, o al menos a suspender, desde el comienzo de cualquier investigación, todo aquello que no nos parece directamente pertinente en relación con el punto de vista que hemos elegido a nuestro gusto para comenzar, y al cual debemos atenernos a lo largo de nuestro recorrido. Investigar, analizar, hacer “trabajo científico”, es renunciar de entrada a tratar lo real en la forma como lo aprehendemos y lo vivimos en la inmediatez de la experiencia, es decir, como totalidad. Y, sin embargo, aun asumiendo la finitud de los esfuerzos, de los resultados y hasta de los objetivos que nos hemos propuesto, ¿cómo no aspirar a un saber que supere esos estrictos y casi austeros límites? Decir que en este asunto no se darán milagros no impide imaginar una comprensión penetrante, íntima, global y al mismo tiempo lo más cercana posible de las cosas mismas, y no, como quiere el Método, par- cial, a distancia, y con frecuencia insípida. Pero como, aun soñando de ese modo, volvemos a pesar de todo, por costumbre, por escrúpulo o por necesidad, a fijar, en nombre del buen método, un punto de vista

[11] 12 Eric Landowski

determinado y a adoptar una distancia de observación particular en relación con el objeto que nos disponemos a estudiar, nos encamina- mos de nuevo, y eso es desde el principio, hacia el mismo sentimiento de frustración a la llegada: el de haber pasado, a pesar nuestro, al lado del objeto elegido sin haber podido decir de él lo que hubiera sido ne- cesario para dar cuenta de lo que es en sí mismo, en su globalidad. Y en la descripción que finalmente damos de él, no llegamos a reconocer lo real cuyos contornos nos habíamos propuesto circunscribir y cuyo misterio hubiéramos querido comprender, como si la manera misma que hemos adoptado para abordarlo nos hubiese impedido irremedia- blemente captar lo que tenía de más viviente o dejado escapar lo que verdaderamente en él nos afectaba. Desde ese punto de vista, nada nos hubiera convenido mejor que la desengañada fórmula que Raymond Queneau, en Les Fleurs bleues, pone en boca de su (anti)héroe el duque de Auge, moderno caballero del Grial, indefinidamente decepcionado de su búsqueda irrisoria, en su caso modestamente gastronómica: después de cada una de sus co- midas, festines siempre esperados, y por supuesto indefectiblemente decepcionantes, como para nosotros al término de cada uno de nues- tros artículos, de cada uno de nuestros “ensayos”, una sola y misma constatación: “¡Otro desastre más!” [“Encore un de foutu!”]1. De ahí la tentación, poco razonable tal vez, pero no por eso menos insistente, de reintegrar en el marco mismo de nuestros análisis algunas dimensiones por lo menos de nuestra relación con el mundo, lo que nos hace perder el punto de vista selectivo que hay que adoptar cuando nos decidimos a mirar las cosas como objetos de un conocimiento estricta- mente “científico”. ¡Dejemos de excluir! Y resulta que las dimensiones que a uno le gustaría recuperar son precisamente, ante todo, aquellas cuyo descarte se considera, desde la otra perspectiva, como más necesa- rio para la construcción de un saber riguroso, basado en la toma de dis- tancia y en la objetivación. Esas dimensiones perdidas son, ante todo, la de la presencia inmediata de las cosas ante nosotros, antes de la aparición de cualquier forma de articulación y de reconocimiento convencional, y la de lo experimentado [l’éprouvé], que puede ser definido como la expe- riencia de un sentido que procede directamente de nuestro encuentro con las cualidades sensibles inmanentes a las cosas presentes.

1 R. Queneau, Les Fleurs bleues, novela, París, Gallimard, 1965. Introducción 13

¿Qué podemos, pues, recuperar de nuestra relación vivida con el otro, con el mundo, con las cosas mismas? La experiencia, entendida como momento de emergencia del sentido, ¿tiene que quedar irreme- diablemente para nosotros en el orden de lo que hay que callar porque, semióticamente, no tiene nada que decir? ¿O por el contrario, podemos esperar hablar de ella sin dejarnos llevar por la mera ensoñación o por un vago impresionismo, es decir, permaneciendo en los límites de una búsqueda de inteligibilidad razonada y comunicable? Apostar, como lo haremos, por la posibilidad de una respuesta afir- mativa significa, en realidad, optar por una vuelta a los orígenes. Antes de desarrollarse (durante los años 1970-1980) como una gramática del discurso, la semiótica se había constituido, en efecto, a partir de una reflexión de inspiración fenomenológica sobre nuestra relación con el mundo percibido, considerado como “lugar no lingüístico” de la emer- gencia de la significación2. Pero por el simple hecho de que el discurso verbal, y solo él, puede ofrecer los medios metalingüísticos necesarios para dar cuenta (mal que bien) de otras semióticas, se ha llegado rápidamente a privilegiarlo en la práctica, aunque no por derecho. Dejando de lado el ámbito de las prácticas significantes en acto, donde lo verbal goza apenas de una su- perioridad relativa en relación con otras semióticas –gestual, visual o proxémica, por ejemplo–, por las que pasan nuestras relaciones con el otro, y a fortiori con el mundo natural, se ha considerado preferible, o más razonable, limitarse, al menos para comenzar, al análisis de los discursos enunciados, de los “textos” stricto sensu. Pero como lo provisional tiende a convertirse en permanente, el plano de la experiencia vivida, en cuanto tal, será permanentemente “olvidado” como nivel de realidad potencial- mente analizable, en provecho casi exclusivo de aquello que los sujetos llegan a decir. Como a Greimas le gustaba repetir –el primer Greimas, el de Semántica estructural–, “¡Fuera del texto, no hay salvación!”. Como en la época se daba más importancia al didactismo a fin de velar por la “salvación” [semiótica] de los novicios analistas, se orga- nizó una verdadera guía de “normalización” de los textos con vistas al análisis. Se ofrecía en ella la lista de las marcas discursivas que era preciso anular para pasar del objeto empírico al objeto de análi- sis: aquellas, precisamente, que indicaban la presencia originaria de

2 Cf. A.J. Greimas, Semántica estructural, Madrid, Gredos, 1971, p. 13. 14 Eric Landowski

un yo, cuerpo-sujeto enunciante in vivo, en un aquí-ahora inasible como tal3. Como resultado de esos procedimientos de limpieza metódica que apuntaban fundamentalmente a los índices de la persona y a los “deíc- ticos”, uno podía estar seguro de obtener, por eliminación, un objeto- texto lo más alejado posible de las circunstancias particulares de su producción: material artificial por construcción, palabra separada de su origen y colocada fuera del tiempo y del espacio, aunque en esa misma medida más cómodamente analizable que el acto enunciativo que presupone. Lo mismo, más o menos, ocurre en ciencias naturales con esos materiales brutos, por así decir, demasiado vivientes, que co- mienzan por prepararse purificándolos y acondicionándolos antes de colocarlos cuidadosamente in vitro, porque de otra manera no podrían ser observados en buenas condiciones. Hay que considerar, pues, la sabiduría de las precauciones metodo- lógicas asumidas en los años sesenta, sin las cuales, probablemente, no se hubiera establecido ningún modelo semiótico eficaz. Era necesario proponerse en ese momento un plan de análisis drásticamente sim- plificado para sentar los fundamentos conceptuales de un método de análisis operativo y forjar instrumentos precisos de lectura. Pero hoy, gracias justamente a las conquistas obtenidas por las investigaciones conducidas desde entonces sobre aquellas bases, es posible la supera- ción de aquellas premisas reductoras. Y ha sido, precisamente, otro li- bro del mismo autor –esta vez, del “último” Greimas– el que nos coloca en la nueva vía. Ese libro, aparecido en 1987, es De la imperfección4, libro que marca el tránsito de una etapa decisiva después de un recorrido jalonado por la publicación de Del sentido I y II, de Maupassant y del Diccionario de Semiótica. En unos veinte años, esos trabajos, así como aquellos de los miembros del equipo constituido en torno al seminario semanal de la Escuela de Altos Estudios, permitieron desarrollar sistemáticamente una aproximación objetivante, inaugurada por Semántica estructural, y concretar un gran número de promesas, esencialmente acerca de una gramática narrativa de aplicación cada vez más amplia, hasta incluir finalmente, conSemiótica de las pasiones, la problemática de los “estados

3 Cf. “La normalización” y especialmente “La objetivación del texto”, Semántica estructural, op. cit., pp. 234-236. 4 A.J. Greimas, De la imperfección, México-Puebla, Fondo de Cultura Económica/ UAP, 1990. [Edición original francesa: Périgueux, Fanlac, 1987]. Introducción 15 del alma” del sujeto5. Con el pequeño volumen publicado en 1987, tra- bajo a primera vista tan “literario” que la mayor parte de lectores, sobre todo en Francia, lo tomaron como una renuncia a las exigencias de una semiótica rigurosa, Greimas vuelve a las fuentes fenomenológicas de las que había partido y a las cuales nos hemos referido más arriba, y renueva con ello las perspectivas de la investigación, introduciendo un concepto clave, totalmente ignorado hasta entonces en semiótica: el concepto de estesis. A partir de ahí, comienza a tomarse en cuenta la reintegración de las dimensiones perdidas de la significación, a las que hemos aludi- do antes. Por nuestra parte, después de La sociedad figurada, ensayo de descripción de las condiciones de emergencia del sentido en diversos tipos de interacciones, basado en una toma de distancia objetivante en relación con el objeto, hemos esbozado, con Presencias del otro, un pri- mer paso en la dirección de una semiótica que trata por el contrario de adoptar lo más cerca posible el punto de vista de los sujetos implicados en las experiencias vividas, tomadas como objetos de estudio6. La am- bición del presente ensayo consiste en dar un paso más en la misma dirección, proponiendo una conceptualización de tipo interactivo que permita describir semióticamente la manera como el componente sen- sible –estésico– interviene en la captación del sentido in vivo, es decir, en acto y en situación. La dimensión estésica de nuestra relación con el mundo es aquella por la que nos es dado experimentar (éprouver) el sentido como presencia: formulación deliberadamente provocadora frente a los defensores de una “semiótica racional”. Hasta el presente, se han venido analizando significaciones articuladas, consideradas como pertenecientes al orden de lo inteligible y de lo cognitivo, y, de pronto, de lo que ahora se trata es de tomar por objeto un sentido del orden de lo sensible y de lo afec-

5 A.J. Greimas, Du sens [En español: En torno al sentido, Madrid, Fragua, 1973]; Del sentido II, Madrid, Gredos, 1989; Maupassant. La semiótica del texto, Barcelona, Paidós, 1983; con J. Courtés, Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, Madrid, Gredos, 1982; con J. Fontanille, Semiótica de las pasiones. De los estados de cosas a los estados de ánimo, México/Puebla, Siglo XXI-UAP, 1994. 6 La sociedad figurada. Ensayos de sociosemiótica. México-Puebla, Fondo de Cultura Económica/UAP, 1993; Presencias del otro, Bilbao, Universidad del País Vasco, 2007; Lima, Fondo Editorial de la Universidad de Lima, 2007. 16 Eric Landowski

tivo. Se pueden fácilmente imaginar, a partir de ahí, dos semióticas distintas y hasta, no tardando, dos escuelas rivales, que, en el peor de los casos, lleguen a ignorarse mutuamente, y en el mejor, puedan en- trar en conflicto abierto: de un lado, los especialistas de lo discursivo, de lo cognitivo, de lo racional, de lo articulado, de lo categorial, de lo formalizable (y hoy, de lo tensivo); del otro, los amantes de lo predis- cursivo, de lo sensitivo, de lo afectivo, de lo amorfo, de lo estésico, de lo impresivo (y, como veremos, de lo contagioso)… Pero en realidad, si puede constituirse una semiótica “de lo sensible” –o mejor, una semió- tica capaz de dar cuenta de los principios de eficiencia de lo sensible en los procesos de constitución del sentido en general–, eso no podrá lograrse ni yuxtaponiéndose a la semiótica “de lo inteligible” bajo las diferentes formas que pueda adoptar, ni pretendiendo ponerse en su lugar. Una y otra de esas posibilidades terminarían por admitir como una necesi- dad incuestionable un corte, cuando, por el contrario, el verdadero de- safío consiste hoy precisamente en lograr superar semejante dualidad. Ciertamente, los semióticos no hemos inventado la distinción en- tre lo inteligible y lo sensible –entre alma y cuerpo–. Y nuestra meta tampoco consiste en descubrir la manera de pasarla por alto. Lo que nos debe preocupar en este momento es cómo dejar de oponerlos en teoría, y lograr mostrar, por el contrario, que más allá o más acá de la diversidad aceptada de los regímenes de construcción y de captación de sentido, el sentido es uno. Lo cual viene a postular que el acto de “comprender”, entendido como la captación de significaciones discursivamente articuladas, no excluye sino que incorpora la experiencia sensible de un mundo vivi- do en el momento mismo en que hace sentido, y que, inversamente, el “sentir” constituye ya en sí mismo un primer modo de captación del sentido, de tal suerte que en la manera misma como experimentamos, incluso físicamente, nuestra presencia ante el mundo, está ya diseñada una forma de comprensión. Lo cual quiere decir que, desde nuestro punto de vista, lo sensible no constituye una suerte de suplemento cuyo estudio vendría ahora a enriquecer una problemática primera, más fundamental, que sería la de lo inteligible considerado como el terreno propiamente dicho de la investigación. De hecho, las dimen- siones en cuestión son constitutivas, en conjunto e indisociablemente, de nuestro objeto. Estos puntos de vista, que antes de De la imperfección hubieran choca- do a no pocos semióticos, han llegado a constituirse ya, por así decirlo, Introducción 17 en banalidades. Lo que resulta aún más difícil de hacer aceptar es la idea de que la superación de la concepción dualista que durante tanto tiempo ha llevado a fundar el desarrollo de la semiótica sobre el des- carte sistemático de la presencia, de la sustancia, de la vivencia y de todo aquello que tenga que ver con lo sensible, pasa además por una revisión conceptual que concierne al estatuto, a la función, a la identidad misma del sujeto –el enunciador, que se considera que vive las interacciones que analizamos, y también el enunciante, que efectúa su análisis, los cuales tienden, por lo demás, a encontrarse, si no a confundirse–. Mientras que la identidad ha sido definida en semiótica por el tipo de roles que un sujeto cumple dentro del universo narrativo, organiza- do este como un sistema de relaciones cerrado sobre sí mismo, no ha habido necesidad de entrar en los detalles de ciertas especificidades individuales, de orden existencial o material. En el marco de esos siste- mas, toda identidad individual estaba dada de antemano en términos generales bajo la forma de funciones, de recorridos y de programas a realizar. La vida, o su simulacro narrativo, no hacían más que actuali- zarlos. Pero se puede defender también una concepción dinámica que haga de la persona-sujeto una construcción que adquiera forma en si- tuación, en función de interacciones concretas con otro, con las cosas, y, por supuesto, con los textos, considerados igualmente como realida- des de orden indisociablemente inteligible y sensible. Eso supone cierta disponibilidad para la interacción con las realidades de todo tipo con las que el sujeto se encuentra confrontado, una participación plena y total en los contactos con el otro, cualesquiera que sean su forma y su estatuto, una presencia efectiva y directa en el mundo sensible. Desde este punto de vista también, la misma lógica de la marcha comprensiva que tratamos de desarrollar, nos impone la integración de lo somático y de lo sensible –de lo estésico– entre las dimensiones pertinentes del análisis. Lo sensible no debería, por consiguiente, oponerse jamás a lo inteligible. Ni siquiera como su contrario por naturaleza. En cuanto objeto de conoci- miento teórico y analítico, no difiere esencialmente de la otra dimensión. También él extrae su eficiencia de articulaciones que le son propias, decua - lidades sensibles diferenciadas y modulables entre sí. Y, sobre todo, en cuanto que está investido en la materialidad de los seres y de las cosas, tiene sus figuras, su consistencia, un espesor, una plástica y un ritmo que, por pre- sentar cierto número de regularidades, se especifican en cada uno de sus lugares de manifestación. Todo ello, con el mismo derecho que su com- 18 Eric Landowski

plementario, constituye una positividad analizable. Además, si contribuye de manera decisiva al modo como lo real hace sentido, es en función de la competencia estésica de sujetos capaces de experimentar sus efectos, y esa competencia reclama también la mirada semiótica. ¿Pero qué es lo que quiere decir exactamente “experimentar” [éprou- ver]? Para elaborar semióticamente esta noción (ausente también de nuestro dominio hasta que Anne Hénault la introdujo por primera vez7), conviene tomar en cuenta, en el plano del metalenguaje, las dos acepciones principales que recubre este verbo en la lengua usual. Como se entiende en general casi exclusivamente, probar [éprouver] consiste en probar algo, es decir, resentir pasivamente el efecto de algún proceso que nos afecta, trátese de metabolismos internos (tener náuseas, ador- mecerse), de un dato exterior que viene a marcarnos con su huella (ex- perimentar la sensación de una quemadura, la voluptuosidad de una caricia), o de una combinación de ambos (experimentar un sentimiento de bienestar, de angustia o de pánico). Pero es también, activamente, probar a alguien, dicho de otro modo, someterlo a prueba. De hecho, el sentido –el sentido sensible, estésico, re- sentido, experimentado– solo puede nacer de un encuentro en el que el sujeto se halle ante todo puesto a prueba, casi ante el desafío de vivir la presencia sensible del otro, del mundo, del objeto (y en última instan- cia de su propio cuerpo) como haciendo sentido: es necesario que el suje- to encuentre, en relación con la configuración sensible que el mundo le ofrece, una manera de ajustarse de tal modo que pueda emerger, para él, sentido y valor. Eso requiere de su parte un mínimo de apertura al otro, con frecuencia un verdadero trabajo (en relación con su propio grado de sensibilidad), en otros casos la aceptación de un riesgo (el de ser conta- minado por la alteridad con la cual se enfrenta), y siempre una suerte de generosidad consistente en reconocer en el otro, más allá de su posición de objeto probado, la cualidad al menos potencial de otro sujeto, de un suje- to probante; probante, primero, en el sentido de que el otro nos prueba [nos

7 Cf. A. Hénault, “Éprouver et savoir”, Le pouvoir comme passion, París, PUF, 1994, pp. 3-14. Mientras que el aporte de este estudio consiste en proponer un anclaje textual y sensible de la semiótica de las pasiones, a partir de una elaboración teórica original del concepto de eprouvé / er [probado, experimen- tado / probar, experimentar], el presente ensayo, partiendo de la misma no- ción, se orienta en una dirección complementaria que apunta resueltamente al plano estésico. Introducción 19 somete a prueba] con su presencia, y luego, porque jamás puede excluir- se por completo que ese-otro-que-nos-pone-a-prueba no esté a su vez en trance de experimentar los efectos de nuestra propia presencia ante él. Considerado desde esta perspectiva, el “probado”, en tanto que hace sentido, no es un simple dato: se construye en la interacción, gracias a una puesta a prueba (con frecuencia recíproca) del sujeto por medio de las cualidades sensibles inmanentes al otro. Y no culmina en una fusión cuyo efecto sería reducir el uno al otro, sino en una realización mutua y coordinada, que presupone la autonomía de uno con relación al otro. Ciertamente, para sentir en primer grado, para “resentir” una sensación determinada, de ningún modo es necesario vivir la relación al otro como una relación dinámica. Lo es, en cambio, para captar en esa relación la emergencia de un sentido y la creación de un valor, por ejemplo estético. Por el contrario, aquello que no nos ha probado primero podrá sin duda tener significación, ser reconocido, descifrado, decodificado, interpreta- do, leído, pero, en comparación, tendrá poco sabor y no contribuirá a nuestra realización, a hacernos ser diferentes de lo que somos; a lo más podrá contribuir a que tengamos más, más posesiones o más saber. En esas condiciones, si probar tiene que ver, sin duda, con los estados del sujeto y con lo que habitualmente se llama las “pasiones”, se trata no obstante, desde nuestro punto de vista, de un género de pasiones paradójicamente muy activas en tal caso. En realidad, aquí están en jue- go dos maneras distintas de concebir el acercamiento a las pasiones. Al lado –y no en lugar– de la descripción de una pasión determinada (el sentimiento de “frustración”, por ejemplo) en términos de estados que pueden ser definidos con la ayuda de un vocabulario de la gramática modal (se siente “frustrado” aquel que se encuentra disjunto del objeto que quiere y que cree que le es debido), se pueden tomar también como objeto de una analítica de la pasión los procesos que se desarrollan entre un sujeto y su otro en el estadio de la puesta a prueba, unilateral o re- cíproca, en que consiste su puesta en contacto, cuerpo a cuerpo –relación que solamente se podrá describir, en cambio, en términos estésicos–. El momento de la pasión no viene en ese caso después de la acción, como resultado de un dispositivo modal presupuesto, sino que coincide con el momento de la interacción. En lugar de preocuparnos por afinar semióticamente la tipología de los estados pasionales ya repertoriados por la tradición filosófica y la gran literatura –admiración (Descartes), amor-pasión (Stendhal), avaricia (Molière), cólera (Nietzsche), entu- siasmo (Kant), celos (Proust), y así sucesivamente–, nos interesaremos 20 Eric Landowski

más bien en explorar la dinámica sin fronteras a priori de toda suerte de pequeñas pasiones vividas día a día, en cuerpo y alma (porque no ponen en juego la psique sino tocando al mismo tiempo el soma), en la experiencia de una confrontación de todos los instantes con las formas más diversas del otro en cuanto presencia sensible a nuestro lado. Gracias a los clásicos de la fenomenología francesa, comenzando por Sartre y Merleau-Ponty, y a una vasta literatura volcada a la explo- ración de la propioceptividad del sujeto en contacto con el mundo sen- sible, donde encontraremos autores tan diversos como Musil o Svevo, Proust, Simon o Sarraute, Sterne o Woolf, las pasiones de este tipo, en cierto modo modestas –vinculadas a nuestro simple ser-en-el-mundo–, tienen también, desde hace buen tiempo, su lugar en nuestro imagina- rio. Pero tal vez porque forman parte, muy humildemente, del curso ordinario de la vida, y además, sin duda, porque apenas se distinguen de las fluctuaciones o de los tropismos cambiantes a cada instante, li- gados a la manera misma de sentirnos, o a nuestros “humores”, no for- man parte, como dice Simmel, de las “formaciones puras a las que la lengua les presta nombre”8. Como de ellas vamos a hablar a lo largo de este libro, las llamaremos pasiones sin nombre. Dado que toda denominación tiende a congelar las identidades y a fijar programas, es claro que al sustraernos de este modo a la denominación, al sustantivo, tratamos de evitar deliberadamente circunscribir a priori y de reificar lo que, en nuestra opinión, debe que- dar en el orden de lo abierto y de lo procesal. Como la semiótica sola- mente se ha ocupado hasta el presente de pasiones con nombre, faltaba, en efecto, explorar aquellas otras innombradas, que pueblan el espacio de las formaciones impuras, es decir, indefinidamente en formación, y mostrar que no se confunden necesariamente con lo indecible. Porque si esas pasiones no tienen nombre, tienen en cambio un principio gene- ral y común que nos va a permitir dar adecuada cuenta de ellas. Dicho principio es el que nosotros llamamos contagio del sentido. Con ocasión de un coloquio organizado en 1995 por Ignacio Assis Silva, ya desaparecido, sobre las condiciones de una aproximación semiótica a las relaciones entre cuerpo y significación, introdujimos la idea de contagio como matriz de un conjunto de pasiones interactivas

8 G. Simmel, “La philosophie de l’aventure”, en Mélanges de philosophie relati- viste, París, L’Arche, 2002, p. 86. Introducción 21 y estésicas9. La explicitación de esa propuesta a lo largo del presente volumen se inscribe en el marco de la teoría del sentido en general, y representa, por lo menos para nosotros, una vía posible para superar la visión dualista evocada más arriba, que se mantiene aún hoy fuerte- mente arraigada en nuestro dominio. Para poner a punto estas propuestas, hemos tenido que proceder a un examen crítico de diversos aspectos de la teoría semiótica clásica, y sobre todo del modelo de la junción, en torno al cual ha sido articulada, así co- mo de sus prolongaciones más recientes en términos de “tensividad”, y a fijar en contrapartida los contornos de un segundo régimen de sentido posible, el de la unión. Lo cual nos ha conducido a completar el aparato conceptual ya establecido, añadiendo un conjunto organizado de nocio- nes nuevas, entre las cuales, además de las de unión y contagio, se encuen- tran las de ajuste y realización [accomplissement], y a título complementario, las de costumbre, proximidad, dispendio, e incluso imagen. Esta construcción constituye el objeto de la primera parte: De la junción a la unión. La se- gunda parte: El contagio del sentido, está consagrada a la confrontación del régimen de sentido anteriormente esbozado con diversos planos de la experiencia vivida (relación a la alteridad, a la temporalidad, al objeto visible). La última parte: Entre estesis y sociabilidad, propone una serie de ilustraciones en forma de análisis de casos, donde podremos ver cómo opera el contagio del sentido en el plano interindividual o colectivo. Sin embargo, el examen de los ejemplos no constituye, a nuestro mo- do de ver, un momento de la investigación separado de la construcción de la teoría propiamente dicha. En la perspectiva de una semiótica de la experiencia, ni el objeto de conocimiento, ni siquiera los conceptos que responden de él pueden, en verdad, convertirse en objeto de defi- niciones especulativas a priori. Se constituyen, por el contrario, a través de la descripción misma de las situaciones y de las interacciones ge- neradoras de sentido, como puede esperarse de una marcha que, per- maneciendo semiótica en sus principios y por su método, saca partido deliberadamente del retorno a las fuentes de inspiración fenomenoló- gica de los primeros años. De ahí, también, una forma de escritura que, sin descuidar el enfoque modelizante, no trata en absoluto de ocultar la implicación del sujeto enunciante (es decir, en este caso, analizante)

9 E. Landowski, “Viagem as nascentes do sentido”, en I. Assis Silva (ed.), Corpo e sentido, Sao Paulo, Edunesp, 1996, pp. 21-43. 22 Eric Landowski

en tal o cual de los procesos tomados por “objetos” de análisis. De esa implicación (o de esa confusión, dirán algunos), el Greimas de De la imperfección nos ha dado igualmente el “mal” ejemplo. Bien o mal inspirada, así avanza nuestra sociosemiótica, con fre- cuencia contra las resistencias –siempre estimulantes– de la academia semiótica, y gracias sobre todo a la complicidad de algunos investi- gadores cercanos: visión y desafío de Ana Claudia de Oliveira, obje- ciones, sugerencias, instigaciones de Raúl Dorra, de Nijolė Keršsytė, de Gianfranco Marrone, de Francesco Marsciani, miradas críticas de Jacques Geninasca, intercambios regulares con Jean-Marie Floch hasta su muerte, en abril de 2001. Aquí y allá, nos interrogan a veces por los avances de nuestras investigaciones: la “sociosemiótica”, nos pregun- tan, ¿tiene verdaderamente un objeto, un campo de ejercicio, métodos propios que la distingan de la semiótica a secas? ¡De ninguna manera! Al contrario, el edificio teórico que nos esforzamos en construir sigue siendo, así lo esperamos, parte integrante de la semiótica general. Diría- mos incluso, si la modestia no obligase a cierta reserva, que todo este trabajo es la semiótica misma, sin prefijo ni adjetivo, tal como actualmen- te pensamos que es posible desarrollarla. Y por qué no confesarlo: de todas las semióticas imaginables, la que preferimos, sin la menor duda, lo mismo que en el caso de las pasiones, es una semiótica sin nombre.

Vilnius, marzo de 2003.

NOTA.- Salvo el capítulo 3, “Sentido e interacción”, inédito, los textos que siguen sustituyen a versiones anteriores ya publicadas, pero que han sido íntegramente reescritas para la presente edición:

− Capítulo 1: “La mirada implicada”, versión reformulada de un texto apareci- do con el mismo título en Revista Lusitana, 17-18, Lisboa, 1997 (Trad. española en Anthropos, 186, Barcelona, 1999; trad. portuguesa en Galaxia, 2, São Paulo, 2001; trad. lituana en Kulturos Barai, Vilnius, 2004). − Capítulo 2: “Hacia una semiótica sensible”, versión traducida y totalmente reformulada del texto “De la imperfección: el libro del que se habla”, en E. Lan- dowski, R. Dorra, A.C. de Oliveira (eds.). Semiótica, estesis, estética, Puebla-São Paulo, UAP/Educ. 1999 (Trad. portuguesa en A.J. Greimas, Da imperfeição, São Paulo, Hacker, 2002). Introducción 23

− Capítulo 4: “Hacer signo, hacer sentido”, versión reformulada de “Fron- teras del cuerpo: hacer signo, hacer sentido”, en Caderno de discussão. VI Coloquio do Centro de Pesquisas Sociosemióticas, São Paulo, CPS, 2000 (Trad. italiana en P. Bertetti y G. Manetti (eds.),Forme Della testualità, Turín, Testo e imagine, 2001; trad. portuguesa en M.A. Babo y J.A. Maurão (eds.), O campo da semiótica, Revista de Communicação e Linguagens, 29, Porto, 2001). − Capítulo 5: “El encuentro estésico”, versión reformulada del texto “Del con- tagio”, en E. Landowski (ed.), “Sémiotique gourmande”, Nouveaux Actes Sé- miotiques, 55, Limoges, 1998; trad. española en Semiótica, estesis, estética, op. cit.; trad. inglesa en I. Pezzini (ed.), Semiotic efficacity and the effectiveness of the text. From effects to affects, Turnhout-Bologne, Brepols, 2001. − Capítulo 6: “La presencia contagiosa” traducción, refundición y reformu- lación de “Viajen às nascentes do sentido”, en I. Assis Silva (ed.), Corpo e Sentido, São Paulo, Edunesp, 1996 (Trad. española en Cuadernos Lengua y Ha- bla, 1, Mérida, 1999), y de “En deçà ou au-delà des stratégies, la présence contagieuse”, en Caderno de discussão, VII, São Paulo, CPS, 2001 [reedición en Nouveaux Actes Sémiotiques, 83, Limoges, 2002]; trad. italiana en G. Manetti, L. Barcellona y C. Rampoldi (eds.), Il contagio e i suoi simboli, Pisa, ETS, 2003. − Capítulo 7: “Sabor del otro”, versión totalmente reformulada de un texto aparecido con el mismo título en Texte, 23, Toronto, 1998 (Trad. española en Tópicos del Seminario, 5, Puebla, 2001), y de “Pour l’habitude”, en Caderno de discussão, IV, São Paulo, CPS, 1998 (Trad. italiana en P. Fabbri y G. Marrone, Semiotica in nuce, vol. II, Roma, Maltemi, 2001). − Capítulo 8: “El tiempo intersubjetivo”, versión completamente reformu- lada de “Il tempo intersoggetivo: in difesa del ritardo”, en P. Basso y L. Corrain (eds.), Eloquio del senso. Dialoghi semiotici, per Paolo Fabbri, Milán, Costa e Nolan, 1999. − Capítulo 9: “Modos de presencia de lo visible”, versión totalmente reescrita de un texto aparecido con el mismo título en Caderno de discussão, V, São Paulo, CPS, 1999 (Trad. italiana en P. Basso (ed.) Modi dell’imagine, Bologna, Esculapio, 2001; trad. portuguesa en A.C. de Oliveira (ed.), Semiótica plásti- ca, São Paulo, Hacker, 2004). − Capítulo 10: “Diana, in vivo”, versión reformulada de “Diana, in vivo. Una lectura de la Princesa que bajaba la mirada”, en O. Quezada (ed.), Fronteras de la semiótica. Homenaje a Desiderio Blanco, Lima, Fondo de Cultura Econó- mica/Fondo Editorial de la Universidad de Lima, 1999 (Trad. portuguesa en Farol, 1, Victória, 1999; trad. portuguesa revisada en Galaxia, 2, São Paulo, 2001; trad. lituana en Kulturos Barai, Vilnius, 2004). − Capítulo 11: “Comunidades de gusto”, versión traducida y completamente reformulada de E. Landowski y A.C. de Oliveira, “Análise semiótica das companhas publicitárias da indústria brasileira de cerveja”, en Research In- ternacional, Buenos Aires, 1996, y de íd., “Entre o social e o estésico”, en Ca- derno de discussão, VIII, São Paulo, CPS, 2002 [reeditado en E. Peñuela (ed.), Rumos da semiótica, São Paulo, A. Blume, 2003]; trad. italiana en A. Semprini (ed.), Lo sguardo sociosemiotico, Milán, Angeli, 2003. 24 Eric Landowski

− Capítulo 12: “El gusto de la gente, el gusto de las cosas”, traducción y re- formulación completa y aumentada de “Gosto se discute”, en E. Landowski y J. L. Fiorin (eds.), O gosto da gente, o gosto das coisas, São Paulo, Educ, 1997 (Trad. italiana en íd., Gusti e disgusti. Sociosemiotica del quotidiano, Turín, Tes- to e imagine, 2000). Primera parte De la junción a la unión

Capítulo 1 La mirada implicada

1.1 Textos y prácticas

Durante largo tiempo, la semiótica ha sido considerada y se ha consi- derado a sí misma como un método de análisis de contenido. Ingenua- mente, desde dentro o, por desafío, desde fuera, se le pedía que dijese el sentido de los textos. Y, por supuesto, no podía hacerlo. Y no por falta de instrumentos de lectura, pues los había forjado y muy eficaces, sino a causa de un malentendido acerca del objeto. De hecho, aun dando por entendido que los textos, y muchas otras cosas también, hacen sentido, no por eso ese sentido que les sería propio –esa suerte de “perfume” que parece emanar de ellos1 y que tan pronto nos cautiva inmediata- mente, tan pronto solo se deja definir con grandes esfuerzos– estaría de antemano allí presente como un tesoro escondido bajo la superficie de las palabras o como la solución de un enigma disimulada tras las apa- riencias. Para que así fuese, el sentido tendría que ser un componente sustancial de los textos o una suerte de substrato de las cosas en gene- ral, que existiría fuera de nosotros y estaría esperando nuestro paso

1 La comparación es de Greimas. Cf. “Notes manuscrites sur la sémiotique des passions”, en A.C. de Oliveira (ed.), Algirdas Julien Greimas: Testemunhos, Sao Paulo, Educ, 1994, pp. 18-21.

[27] 28 Eric Landowski

para darse a conocer. Ahora bien, comprender no consiste en descubrir un sentido ya hecho por completo, sino, por el contrario, en constituirlo a partir de los datos manifiestos (de orden textual u otros), con frecuen- cia en negociarlo, y siempre en construirlo. En una primera aproximación, esa construcción puede comprome- ter dos clases de manifestaciones. Unas presentan la apariencia de ver- daderos productos finales, estructuralmente autosuficientes: un filme, un cuadro, una catedral, un reporte de inspección, una carta de amor, los restos de una ciudad después de una batalla, un ramo de flores, una sopa de cebolla, una novela. Realidades que parecen remitir a una tota- lidad de sentido potencial ofrecido a nuestro trabajo de interpretación como si se tratase de textos, verbales o no verbales, pero todos autóno- mos por naturaleza y como cerrados sobre sí mismos. Pero, por otra parte –caso más interesante a nuestro parecer–, existen operaciones de construcción de sentido con vocación de ser efectuadas a partir de ma- nifestaciones en devenir, abiertas y dinámicas, que solamente se deja- rán captar en acto. No se trata en ese caso de textos sino de procesos, de interacciones, de prácticas, por ejemplo sociales, en vías de desarrollo: una huelga, una crisis internacional que se anuncia o se prolonga, una nueva moda que se difunde, o, en otro plano, una “riña conyugal” que a fuerza de repetirse termina por convertirse en un estilo de vida, o más trivial tal vez, una pasión que uno siente nacer o apagar en sí mis- mo o en otro. Aquí no existe ninguna equivalencia con la “clausura del texto”, sino solamente configuraciones móviles cuyos efectos de senti- do solo podrán ser construidos in vivo, en situación, y que, no obstante, también quisiéramos poder analizarlos, tanto más porque en lugar de ser meros testigos u observadores indiferentes (como el turista delante de una catedral), nos hallamos con frecuencia directamente implicados en los resultados que pueden derivarse de la manera en la que hacen sentido ante nuestra vista al desarrollarse. Sin embargo, por cómoda que sea, esta distinción de buen senti- do entre textos y prácticas no es absoluta. Un rápido examen de un caso concreto nos permitirá mostrar su relativa debilidad en el plano conceptual. Tomemos como ejemplo una huelga: ¿“texto” o “práctica”? De hecho, se trata de una configuración compleja, donde intervienen conjuntamente por lo menos tres suertes de elementos heterogéneos por lo que se refiere a su estatuto: leyes y reglamentos de alcance gene- ral, destinados a organizar el “derecho de huelga”; movimientos sociales efectivos y reacciones patronales –suspensiones de trabajo, ocupación Primera p arte: de la junción a la unión 29 de locales, cierre patronal de la fábrica (o del negocio), manifestaciones, entrevistas y negociaciones–, y ciertamente también, en la prensa, por poca importancia que tenga el asunto, relatos y comentarios relativos a lo que está pasando. Es obvio que no se estudia la misma cosa según que se analice uno u otro de esos conjuntos de elementos. Cada uno de ellos hace sentido, aunque no todos de la misma manera. La ley y los reglamentos, y también el relato periodístico de los acontecimientos en curso, son objetos-textos que se refieren a ciertos procesos –procesos considerados o bien (desde el punto de vista del derecho) como virtua- les y dentro de ciertos límites, o bien (en la perspectiva de la prensa) co- mo ya o en parte realizados y listos para ser evaluados–. El movimiento de huelga en sí mismo, por el contrario, no es un “texto” que habla de un proceso. Es ese proceso mismo, una prueba cuyo resultado es aún incierto, donde se están confrontando actores que, por sus prácticas respectivas, tratan, unos y otros, de defender sus intereses. Estudiar semióticamente la huelga como un todo2 no se reducirá a trabajar úni- camente con textos sino que tratará también, y sobre todo, de captar la organización y los efectos de sentido desde el punto de vista de las di- versas partes en juego, y de toda una serie de prácticas en curso. Hasta aquí parecería que la distinción se mantiene. No obstante, aunque la confrontación sea violenta, podemos supo- ner que las partes implicadas no se pasan, a pesar de todo, la totali- dad del tiempo en pelearse: ni los huelguistas ni los patronos que se les enfrentan, ni el gobierno que probablemente trata de actuar como árbitro, ni los usuarios, ni, a fortiori, la “opinión pública” que sirve de testigo de la situación. En los intervalos entre las acciones en el terreno, es decir, al lado de aquello que, visto desde ambos campos, se podría llamar la “práctica militante” (por oposición a las “prácticas re- presivas” atribuidas al otro campo), se toma un respiro para leer, por ejemplo, el texto de la ley a fin de saber cómo aplicar o sortear lo que se prevé que pueda suceder en ese género de circunstancias, y para leer la prensa a ver qué dice en el caso presente. Una lectura semejante no es ni puede ser para nadie una lectura cualquiera “desinteresada”. Cada una de las partes lee, por el contrario, los textos (en este caso, los mismos textos) desde un punto de vista propio. Cada uno construye allí el sentido según una óptica inseparable de aquello que fundamen-

2 Cf. J. Courtés, “Pour une approche modale de la grève”, Actes Sémiotiques- Documents, V, 23, París, 1982. 30 Eric Landowski

ta su tipo de práctica específica (sindical, gubernamental, “mediática”, etc.). Por tanto, aunque los textos son siempre “textos”, su sentido no resulta tal cual, directamente, de lo que “son” en cuanto textos. De- pende además de los puntos de vista de lectura adoptados por cada cual, es decir, de la posición de cada lector en cuanto actor inscrito en un universo de prácticas en conflicto. Y así, la lectura misma llega a adquirir el estatuto de una práctica entre otras, no menos estratégica que, por ejemplo, la ocupación de los locales de trabajo o el envío de la policía para desalojarlos. No solo, por consiguiente, el sentido de los textos que se leen se construye en acto, sino que también el “acto de lectura”, realizado en situación, ad- quiere por sí mismo valor de acto, sin más. Podemos ver ahora en qué plano la distinción entre textos y prácticas comienza a perder terre- no. No ciertamente en el plano de las formas de manifestación, pues desde ese punto de vista, se puede mantener la distinción sin incon- veniente alguno entre la noción de objetos clausurados, acabados, está- ticos, que seguiremos llamando “textos”, y la idea de procesos abiertos, en devenir, bautizados como “prácticas”. La oposición se difumina en el nivel de las modalidades según las cuales esas manifestaciones de órdenes diversos hacen sentido. Mientras que las prácticas (la ocupa- ción de la fábrica o su evacuación) solo hacen sentido a condición de ser “leídas” como si fueran textos, los textos, a la inversa –la ley, los comentarios de prensa–, solo hacen sentido, en definitiva, en función de las prácticas específicas de sus lectores. Se produce ahí una suerte de quiasmo metodológico, cuyo reconocimiento ha contribuido, en el curso de los últimos decenios, al acercamiento en el plano epistemo- lógico entre semiótica y fenomenología. Cuando los textos han dejado de aparecer ante nosotros como unidades con una significación en sí, y cuando hemos advertido que su análisis podía, en consecuencia, ser efectuado completamente desde fuera y a distancia (con toda “objeti- vidad”), entonces comenzaron a constituir también para nosotros, los semióticos, realidades que, dentro de lo posible, tenemos que practicar como sujetos si queremos dar cuenta de ellos en cuanto unidades que hacen sentido. No por eso deja de ser cierto que para que un objeto –texto o prácti- ca– signifique algo, es necesario que presente en sí mismo un mínimo de rasgos estructurales que permitan “leerlo”. Y es ahí donde comien- zan a plantearse nuevos y delicados problemas. Primera p arte: de la junción a la unión 31

1.2 entre semiología y deconstrucción

En términos casi triviales, si el sentido puede ser construido a partir de un objeto manifiesto determinado, ¿de dónde procede entonces ese sentido? ¿Directamente del objeto en cuestión, que habría que conce- bir entonces, en rigor, no solamente como dotado de una significación unívoca que le sería inherente, sino también organizado de tal mane- ra que dicha significación no pudiera dejar de imponerse a cualquiera que pretendiese “leerlo”? ¿O del sujeto, que, en ese caso, debería poder disponer soberanamente de las características intrínsecas de lo dado sometido a su lectura, y construir con ellas el sentido a su gusto, úni- camente en función de sus determinaciones “subjetivas” propias, sean de orden individual o dependientes de su cultura y de su pertenencia social? ¿O más bien de la relación entre esas dos instancias, es decir, de una forma o de otra, del ajuste entre aquello que el objeto, por sus propiedades inmanentes, propone como operaciones de lectura (y en consecuencia, como posibilidades de interpretación), y la manera como cada lector-sujeto puede disponer de ellas en función de su competen- cia específica de lectura? Como sabemos, cada una de esas hipótesis, una objetivante, otra subjetivista, y la tercera de tipo relacional, ha sido explorada en el marco de las reflexiones contemporáneas sobre el len- guaje, y más generalmente, sobre el estatuto de la significación y del sentido del mismo “sentido”.

1.2.1 Más acá de los signos y de los códigos

La primera opción, a la cual se adhiere la corriente positivista, nos lan- za brutalmente hacia atrás, dado que, desde un punto de vista estruc- tural, el sentido no puede ser concebido como una cosa instalada entre las cosas. Sigamos, no obstante, el razonamiento que se nos propone. Para que el mundo haga sentido, es necesario y suficiente, sostienen los más realistas, que los productos de la cultura, lo mismo que los objetos del mundo natural, estén adecuadamente “codificados”. A ese precio, la realidad nos habla, y lo que es más importante, se habla a sí misma. Si los genes o las bacterias pueden, según parece, “comunicar” entre ellos, es porque un código, genético o de otro orden, les proporciona los medios para hacerlo. Lo mismo ocurre entre nosotros, los “sujetos”. La versión francesa de esa aproximación cientista, bautizada como “se- miología”, se autodefine como la “ciencia” de los “sistemas de signos”. 32 Eric Landowski

El interés, ciertamente paradójico, de esa definición radica, a nuestro parecer, en el hecho de que dice con toda exactitud, en solo tres puntos, lo que la opción semiótica que nosotros adoptamos nos lleva a rechazar. Primer punto: lejos de proponerse dogmáticamente como una cien- cia, la semiótica que nosotros practicamos es concebida, a lo más, co- mo una teoría del sentido, y más restrictivamente aún, como una teoría indefinidamente en construcción. No precisamente porque el tiempo o las fuerzas nos hayan faltado para agotar el conocimiento de nuestro objeto de estudio, sino más bien por la naturaleza del objeto que he- mos elegido, el sentido. Estando como está él mismo indefinidamente en construcción (por oposición a los signos inmovilizados en los códigos), invita por todos los medios a todas las tentativas de modelización, pero excluye la idea de un saber acabado. Bien entendido que esas reservas de orden epistemológico no dispensan a ningún semiótico de imponer- se el máximo rigor en sus comportamientos analíticos, muy al contrario; pero tampoco nos impiden plantearnos, como los demás investigadores en ciencias sociales, una mira científica, mira que podemos definir como un esfuerzo de construcción conceptual orientado a la elaboración de modelos de comprensión lo más generales que sea posible3. Segundo punto: permite explicitar lo que acabamos de decir, y nos permite ver que, en completa oposición, igualmente, con la semiolo- gía, perspectiva atomizante que hace del signo su objeto exclusivo a título de pretendida “unidad mínima”, el acercamiento semiótico se desinteresa por principio de esa noción, hasta el punto de prescindir, en general, del término mismo. La razón reside en que, en el plano de la significación, único nivel de análisis pertinente desde nuestro punto de vista, las configuraciones de las que se trata de dar cuenta se presentan como totalidades de sentido irreductibles a simples yuxtaposiciones o combinaciones de signos.

3 Recordemos que Greimas, después de haber considerado el proyecto de una semántica de alcance universal, optó, desde finales de los años sesenta, por una problemática de los micro-universos de significación, mucho más cercana a un cuestionamiento de tipo antropológico que a las actitudes propias de las ciencias “formales” (lógica, lingüística, ciencias cognitivas), anticipándose en eso a los planteamientos de los años setenta y ochenta sobre la pluralidad de los sistemas de racionalidad. Cf. A.J. Greimas, “Le savoir et le croire”, en H. Parret (ed.). De la croyance, Berlín, De Gruyter, 1983 (recogido en Del sentido II, Madrid, Gredos, 1989), y E. Landowski, “Le sémioticien et son double”, en Lire Greimas, Limoges, PULIM, 1987. Primera p arte: de la junción a la unión 33

Tercer punto: la problemática semiótica apunta a la comprensión de los procesos de producción de sentido, y no a la descripción de sistemas (sígnicos u otros) cerrados sobre sí mismos. Esta última opción com- pleta la oposición entre, por un lado, una semiología acantonada en el reconocimiento de códigos más o menos rígidamente institucionaliza- dos, encargados de asegurar la reproducción de esquemas de significa- ción ya constituidos, y, por otro, una semiótica concebida como teoría de los procesos de significación, interesada esencialmente en el estudio de las condiciones de la creación o de la transformación del sentido, y lo que es más importante, dispuesta a implicarse, en cuanto tal, en ciertas formas de participación de las prácticas mismas de producción de sentido (aunque solo sea, por ejemplo, en el ámbito publicitario)4. Si recordamos estos puntos esenciales, es porque definen las condicio- nes de posibilidad de un proceder no dogmático que se propone tratar del sentido en cuanto desafío siempre renovado de dinámicas relaciona- les abiertas y creadoras. Se trata de la constitución de una semiótica an- clada en la experiencia del día a día de los sujetos que somos; dicho de otro modo, inscrita en la vida misma, en cuanto búsqueda de sentido. Por lo demás, sobre la base de tales opciones –modestia, o más bien posicio- namiento dialéctico frente a la cientificidad, rechazo de la reducción del sentido a lo sígnico y a lo codificado, insistencia en lo procesual y en lo interaccional–, autores tan diferentes como Barthes o, más recientemente y más explícitamente, Paul Ricœur, y en nuestros días, un gran número de investigadores extranjeros, en primer lugar italianos, se encuentran en el plano conceptual y metodológico mucho más próximos de Greimas y de la semiótica que de la semiología stricto sensu, aunque, sin embargo, por razones diversas, han preferido con frecuencia conservar la etiqueta5. Pero consideremos aún por un instante las consecuencias de esa semiología que nosotros recusamos. Ha sido ilustrada especialmente

4 Para más detalles sobre estos puntos, cf., por ejemplo, J.-M. Floch, “Quelques concepts fondamentaux en sémiotique”, Petites mythologies de l’oeil et de l’esprit, París-Amsterdam, Hades-Benjamins, 1985 (reed. en A. Hénault, Questions de sémiotique, París, PUF, 2002). 5 Cf. los Éléments de sémiologie, de Roland Barthes, y L’aventure sémiologique, título puesto por el editor a una colección póstuma de sus obras (París, Seuil, 1985). Ver también P. Ricœur, “Entre herméneutique et sémiotique”, Nouveaux Actes Sémiotiques, II, 7, 1990, y P. Fabbri, El giro semiótico, Barcelona, GEDISA, 2000. 34 Eric Landowski

por el estudio minucioso de los blasones y otros lenguajes artificiales, incluidos sobre todo los sistemas de las señales de circulación vial, pero nada más. Además, como para reforzar nuestra perplejidad, se da el caso de que, en el otro lado del Atlántico, la escuela semiológi- ca norteamericana, heredera de Sanders Peirce, partiendo del mismo género de postulados reduccionistas, aunque con más audacia en su aplicación, amplía por el contrario el campo de sus pretensiones ex- plicativas al universo entero, concebido como una inmensa red de mensajes constituidos de señales, unas convencionales, forjadas por las culturas, otras naturales, inscritas en la materia misma de las co- sas en forma de impulsos físico-químicos, electromagnéticos u otros: de ahí, por ejemplo, una “fito-semiótica” o ciencia de la comunicación aplicada al reino vegetal. Sea lo que fuere, que el universo del semiólogo se reduzca hasta lle- gar a lo irrisorio o que, en el extremo opuesto, se infle hasta el punto de virar hoy día hacia una suerte de misticismo cientista en busca de no se sabe qué piedra filosofal, el asunto se reduce siempre a la misma teoría simplista de la significación. Si el sentido es concebido como con- dicionado y clausurado por la existencia de códigos, es porque se dan por adquiridos cortes del sentido en unidades de contenido fijas, con las cuales la naturaleza o la cultura hacen coincidir, término a térmi- no, otras tantas unidades de expresión igualmente discretas y puntua- les. Dicho de otro modo, según esa doctrina, todo “átomo” de sentido –todo aquello que puede ser “significado”– se encuentra de una vez por todas acoplado a un “significante” encargado de “denotarlo”; correla- tivamente, toda manifestación susceptible de ser interpretada con la ayuda de algún código tiene por definición “su” significación, aquella que le asigna dicho código, se supone, y ninguna otra, lo que no es tan evidente. Por ejemplo, el acceso de rubor al rostro (como unidad de expresión) se considera que “significa” naturalmente “vergüenza” (unidad de contenido), exactamente de la misma manera explícita y unívoca que el cambio del semáforo al “rojo” significa convencional- mente la “prohibición de pasar”. Por una vez, se trata de “descubrir” contenidos semánticos –de sentido– detrás de ciertas manifestacio- nes; pero como, por postulado, ese sentido solo podría existir aquí bajo la forma de contenidos biunívocamente asociados a unidades de expresión cuya sola función consiste precisamente en “significarlos”, resulta evidente que no se podrán encontrar jamás, en un marco se- mejante, más que significaciones ya repertoriadas, ya categorizadas Primera p arte: de la junción a la unión 35 y clasificadas, en una palabra ya codificadas: Perogrullo no hubiera encontrado nada mejor. En cambio, manifestaciones finas y complejas como, por ejemplo, las expresiones sutiles de un rostro, como el tono de una conversación o la forma prosódica de un texto, por poco elaborada que esté, o en un orden de ideas completamente distinto, como la manera en que puede ser amoblado y decorado un salón –manifestaciones potencialmente significantes sin ninguna duda, pero cuyos efectos de sentido no están ni categóricamente fijados por alguna convención social ni son sus- ceptibles de ser referidos a un orden de causalidad natural reconoci- ble–, quedan fuera del campo del análisis semiológico. Lo que quiere decir que el semiólogo termina su tarea en el momento en que toca el umbral (siempre demasiado próximo cuando no ya superado) a par- tir del cual la significación deja de estar convencionalmente fijada de antemano, dicho de otro modo –extraña paradoja–, desde el momento preciso en que un análisis se haría necesario y podría resultar incluso interesante. Ciertamente, los defensores de la problemática del signo responderán que es posible que más allá de los códigos instituidos, hay también, en alguna parte y para algunos, “sentido”, pero que de ese sentido que solamente puede ser aleatoriamente proyectado sobre las cosas por no encontrarse objetivamente codificado, nada se puede decir. Admitamos, por nuestra parte, que esa es una manera riguro- samente “científica” de considerar la cuestión del sentido. Pero con eso, lo que haremos será evacuar muy expeditivamente la vivencia del sentido tal como la sienten los sujetos, porque ellos –volveremos sobre esto dentro de un momento– no tienen la menor preferencia por sig- nos ni por códigos cuando se trata de la aprehensión global del hacer sentido de su propio estar-en-el-mundo.

1.2.2 Éticas de la lectura

Sin embargo, puesto que nos colocamos en posiciones radicales, tene- mos que evocar también, al otro extremo, otra concepción de la signi- ficación, casi simétrica de la anterior. Tampoco será la nuestra, por su- puesto, aunque, en principio, nos encontremos más próximos de ella en la medida en que se trata –al menos en el origen, en las versiones aún no vulgarizadas– de una problemática radicalmente abierta y dinámi- ca. Por ese lado, en efecto, en el post-estructuralismo y la deconstruc- ción, la clausura del sentido cede el lugar a la proliferación ilimitada. 36 Eric Landowski

“El Texto practica el retroceso infinito del significado”6, escribe Barthes, uno de los representantes mayores de esa tendencia. En ese sentido, no es el sujeto el que va a quedar excluido, sino el objeto, “el texto”, y poco a poco, a partir de ahí, el Otro en general. En razón de su propio juego indefinidamente “dilatorio” (el término es también de Barthes), el texto se desvanece por completo. Correlativamente, frente a ese objeto que ha llegado a ser evanescente, o deliberadamente conver- tido en tal, el sujeto se encuentra muy pronto con que nada puede fijar límite alguno a su libertad de interpretación. El semiólogo prefería que todos los enunciados se redujesen a mensajes unívocos que habrían de ser “decodificados”. El post-estructuralismo, a la inversa, cuestiona las condiciones mismas de toda interlocución. En su forma más grosera, la que se cultiva en Estados Unidos (a partir, claro, de productos de exportación franceses) convierte el texto en una especie de puzzle a “re- construir”, que hay que descomponer en piezas en un primer tiempo, a fin de permitir luego que el lector reordene como mejor le parezca las piezas desparramadas y las reajuste a su gusto o de acuerdo con sus intereses (por poca dimensión política que el texto ofrezca). Para ser breves, la deconstrucción, o el proceso de intención, instaurado como disciplina académica. De acuerdo con esa perspectiva, todo lector está invitado a cons- tituirse en pequeño soberano en materia de construcción de sentido. Lo único que puede poner límite a la deriva interpretativa, una vez enrumbados por esa pendiente, es cierta ética de la lectura. Yo recibo esta mañana una carta. Su sentido no me resulta del todo claro, pero me da la impresión de que si la tomo “al pie de la letra”, pone en riesgo todas mis relaciones con mi corresponsal. ¿Puedo, no obstante, decir de buena fe que la carta que me han enviado autoriza verdaderamente esta lectura que he hecho, a la cual se presta, sin duda, literalmente el texto que he recibido? ¿O no será más bien que estoy creando casi deliberadamente algún malentendido al focalizar sospechosamente mi atención en determinados detalles formales del mensaje que tengo ante los ojos, en algunas de sus figuras o de sus metáforas, por ejemplo, zo- nas de indeterminación sobre las que fácilmente podría apoyarme para denunciar hipotéticas intenciones ocultas (y tal vez hasta “inconscien- tes”) de mi interlocutor? Del mismo modo, en la fuente de muchas esce-

6 Roland Barthes, “De l’œuvre au texte”, Le bruissement de la langue. Essais cri- tiques IV, París, Seuil, 1984. Primera p arte: de la junción a la unión 37 nas evocadas más arriba a propósito de la “vida de pareja”, ¿no habría con frecuencia, por parte de al menos uno de los interlocutores, algo así como un prejuicio interpretativo, un querer hacer decir a la palabra del otro algo distinto de lo que, en el fondo, sabe que quiso decir? Prejuicio consistente en jugar con la literalidad de lo dicho –con la estructura superficial y figurativa del enunciado, como producto– en contra de la enunciación misma, como acto. Para detener ese delirio interpretativo, sería necesario que, en un momento dado, aquel que ha comenzado a dejarse llevar por él renuncie a la parcialidad de su lectura o a la paranoia de su audición, y se resuelva, por el contrario, a reconocer la positividad que, justamente, ha decidido ignorar: el discurso del otro en toda totalidad que hace el sentido. Dicho de otro modo, sería necesario que, dejando de privilegiar algunos signos artificialmente aislados del todo del que forman parte, postulase la posibilidad de un efecto de sen- tido global, ligado a la presencia del otro en cada uno de los niveles de articulación semiótica que sostienen lo que enuncia. Y sin esa apuesta, o sin esa generosidad, ¡no hay diálogo posible!, puesto que en el fondo se trata de dar crédito al otro acerca de un sentido que, si bien pasa por la letra del texto, la sobrepasa con creces, y por tanto no está ni puede estar inscrito allí por entero. ¿Con la ayuda del post-estructuralismo, del post-modernismo y del deconstruccionismo, no hemos entrado, de hecho, en la era del soli- loquio y del cada uno para sí? Aparentemente, no se trata ya de par- ticipar en la construcción de un sentido compartido, sino de jugar a manipularlo unilateralmente, y de “gozar” al hacerlo. ¿Pero de qué, concretamente? No del texto mismo, claro está, sino de la denegación que se le impone al gozar ese “placer” no con él, tomándolo como una alteridad que se ofrece para ser escuchada, sino contra él, reduciéndolo a su literalidad de objeto textual. Placer literalmente a contrasentido, del cual pueden distinguirse dos formas tipo: una, amparándose en el “libre juego de los significantes” (o de cualquier elemento interpre- tativo), nos retrotrae más acá de la crítica impresionista de antaño y desemboca por lo general, a falta de talento, en la insignificancia y en el lugar común; otra, menos inofensiva, participa de la denuncia militan- te (o “deconstruccionista” en sentido estricto): sistematiza el prejuicio de lectura al modo del oscurantismo terrorista7.

7 Cf. la puntualización, siempre de actualidad, de J.R. Searle, “The word tur- ned upside down”, New York Review of Books, oct. 1983; y U. Eco, “Notes sur 38 Eric Landowski

Como se ve, el desnivel entre las diferentes prácticas de lectura y de interpretación a las que hemos pasado revista, tienen finalmente menos que ver con la elección entre una actitud objetivante y una po- sición previa subjetivista que con la idea misma que uno se hace del sentido y de su estatuto. Y desde ese punto de vista, semiólogos y de- constructivistas terminan asombrosamente por encontrarse a pesar de todo lo que los separa. Para los primeros, la transparencia atribuida a los significantes en relación con los significados garantiza la univoci- dad de los discursos; el estatuto conferido al sentido es, en el fondo, el de una sustancia encerrada en los enunciados (verbales u otros) en forma de marcas precisas y estables que remiten a otros tantos significados repertoriados en el marco de códigos preestablecidos. Y lo más sor- prendente es que postulando, exactamente en el polo opuesto, la opa- cidad de los significantes y su autonomía en relación con las unidades de contenido (opacidad y autonomía relativas pero incontestables, una vez que se sale del dominio restringido de los sistemas de signos tan caros a los semiólogos), los deconstructivistas no se liberan de ningu- na manera de la problemática sustancial precedente. La decodificación mecánica es sustituida, ciertamente, por un “trabajo” del texto –“traba- jo de las asociaciones, de las contigüidades, de las postergaciones”, que apunta, como dice el mismo Barthes, a “una liberación de la energía simbólica”8–. Pero haciendo eso, desemboca en estrategias de lectura que se reducen igualmente a una serie de manipulaciones del discurso enunciado únicamente, con exclusión de lo que hoy cualquier semiótico, por el contrario, tomaría en cuenta en primer lugar, a saber, la relación dialéctica y procesual que, con vistas a la construcción negociada de un sentido, se instaura necesariamente entre instancias enunciativas.

1.3 la construcción semiótica del sentido

Colocándose a distancia de esas dos posiciones, la semiótica estructu- ral (o discursiva, o también, si hubiera que personalizar las tendencias, “greimasiana”) trata de plantear la cuestión de la emergencia del sen- tido concentrándose, por su parte, en la dinámica de la relación misma entre las instancias (“sujetos” u “objetos”) que toman parte decisiva en

la sémiotique de la réception”, Actes Sémiotiques-Documents, IX, 81, 1987, e Interprétation et surinterprétation, París, PUF, 2002. 8 R. Barthes, art. cit., p. 74. Primera p arte: de la junción a la unión 39 su construcción. Y en este punto, también para nosotros, a través de los problemas técnicos de la interpretación, se plantea la cuestión de una ética de la lectura, es decir, más allá del texto, la cuestión de nuestras relaciones con el objeto e incluso con el Otro en general. Efectivamente, no se nos oculta que no es solamente una pura mira de inteligibilidad la que guía nuestra mirada semiótica, ni en el pla- no teórico ni en el plano de las prácticas cotidianas de lectura. “Com- prender”, hemos dicho, es construir. Es, pues, hacer-ser algo: hacer-ser el mundo en cuanto mundo significante, pero también hacernos ser a nosotros mismos en cuanto sujetos. Sin esta construcción, estaríamos, sin duda, situados en alguna parte de este mundo, pero no estaría- mos presentes en este mundo. Hacer-ser el sentido constituye entonces una exigencia primera en relación con nosotros mismos: es la condi- ción fundamental de nuestra propia realización. Mas esta operación de construcción no se reduce en ningún caso –salvo tal vez si rozamos la psicosis– a un acto de creación unilateral donde cada uno sería, por su propia cuenta, el único y todopoderoso demiurgo. Por el contrario, si “construimos el mundo”, lo hacemos siempre en un proceso de interac- ción con una positividad exterior –una alteridad– que nos hace frente y que no podrá ser pura y simplemente reducida en todos los casos a la posición y al estatuto de “objeto”.

1.3.1 Apropiación o logro

Pero es preciso explicitar en este punto una opción teórica que ha per- manecido hasta ahora en el trasfondo, a pesar de que caracteriza por derecho propio y hasta condiciona la problemática general que trata- mos de construir. Para nosotros, poco importa, al menos en un primer estadio, el tipo de positividad frente a la cual tenemos que constituirnos y a la que, para hacerlo, no podemos menos que atribuirle sentido. Desde el punto de vista de la teoría de la significación, es casi lo mismo que aquello cuyo sentido tenemos que construir en la práctica cotidiana, se pre- sente con forma de textos en el sentido literal y usual del término, de objetos de uso corriente, de fragmentos del mundo natural (un paisaje, por ejemplo), de obras de arte, o simplemente de presencias humanas en acción, es decir, comprometidas en prácticas, o también –el caso más frecuente, sin duda– de situaciones globales que integren cualquier combinación imaginable de esos diversos tipos de elementos. En todos 40 Eric Landowski

los casos, nos encontramos en relación con alguna ocurrencia particu- lar del “mundo”, o lo que es lo mismo, con el Otro. Pero a partir de ahí, lo que va a constituir un factor de diferencia- ción esencial es que cualquiera que sea la forma de positividad con la que nos enfrentemos, caso por caso, será siempre posible considerarla y tratarla de dos maneras profundamente distintas: el mismo texto, el mismo paisaje, el mismo interlocutor o, de manera general, la misma configuración que manifiesta la presencia de otro ante nosotros, podrá ser tratada como un objeto o como un sujeto. La diferencia entre esas dos posibilidades de tratamiento consiste en que, en la segunda, el sujeto de referencia, Ego, atribuirá (o reconocerá) al “otro” una autonomía que, por el contrario, le niega en el primer caso. Podemos, sin duda –y es tal vez lo más sencillo y lo más usual–, “ob- jetivar” al otro, es decir, mirar el mundo de modo instrumental y leer el comportamiento manifiesto de nuestro interlocutor (y también el texto, el paisaje, etc., en fin, la positividad que nos da la cara) reduciéndolo a aquellos de sus elementos susceptibles de corresponder directamente, sea en el plano material (y en última instancia, económico), sea en tér- minos de intencionalidad más difusos, o incluso de pura cognición, a nuestras propias miras o centros de interés. Lo cual quiere decir que nos colocamos entonces en una perspectiva global de apropiación del mundo. El modelo semiótico clásico de la “junción” (en gramática na- rrativa) rinde cuenta eficazmente de ese régimen: el sujeto se realiza ahí por la adquisición de objetos cuyo sentido se configura y cuyo valor se mide unilateralmente, desde el único punto de vista del sujeto en cuestión y de sus programas propios, cuyos objetos así configurados aparecen como correlatos necesarios9. Pero podemos también imaginar, en el polo opuesto, al menos en algunos contextos, y lejos de toda instrumentalización, modos de ajuste entre nuestras disposiciones, nuestras curiosidades o nuestros propios proyectos, y aquellos de la instancia que se nos enfrenta, la cual puede también enunciarse de manera autónoma. A partir de tales ajustes, se deja entrever otro estatuto del sentido: un sentido que ya no será, por construcción, entera y unilateralmente fijado de antemano en función

9 Cf. A.J. Greimas y J. Courtés, Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lengua- je, Madrid, Gredos, 1982, entradas: “Valor”, “Objeto”, “Sujeto”, “Conjunción”. Cf. igualmente, aquí mismo, cap. 3. Primera p arte: de la junción a la unión 41 de los únicos criterios de pertinencia utilizados por el sujeto de referen- cia, sino que su emergencia será inseparable de la construcción recíproca de los dos participantes puestos en relación, el que cumple el oficio de “sujeto”, que solo llegará a realizarse como tal condicionalmente, y gracias únicamente a la realización simultánea del otro, o sea, del susodicho “objeto”. Esta segunda estrategia de construcción de sentido no supone, por parte del sujeto de referencia, una actitud radicalmente más altruista ni más desinteresada que la precedente, porque, si según la primera perspectiva, de lo que se trata es de “realizarse” de acuer- do con ciertos programas preestablecidos, por medio de la conjunción con determinados objetos de valor, lo que aquí más le interesa es una forma de afirmación de sí mismo, menos directamente egocéntrica en verdad que la anterior, y sobre todo más dialéctica: se trata ahora de “lograrse” a sí mismo, fuera de toda programación o limitación a priori, dando libre curso a sus propias potencialidades, por medio esta vez del establecimiento de una suerte de relación de carácter interactivo con el otro en cuanto sujeto. Veamos, a título de ilustración, diversos tipos de prácticas interac- tivas. Bailar, por ejemplo: si al bailar quiero interactuar con el otro de manera que haga verdaderamente sentido en mi propio cuerpo, no bas- ta con que yo espere del otro que él siga correctamente los “pasos” co- dificados del baile que bailamos. Si así fuera, lo que conseguiría, en el mejor de los casos, sería acoplarme con una suerte de “objeto danzan- te” capaz de textualizar –a la perfección tal vez, pero mecánicamente– un programa genérico predefinido, como, por ejemplo, el del “vals”: lo mismo que si bailase en ese caso con un autómata o con una suerte de robot y no con el cuerpo vivo de un “partenaire” sujeto. En cambio, si aspiro a algo más gratificante –a una relación sensible creadora de sentido–, será preciso en primer lugar que yo mismo actúe de tal suerte que mi acompañante pueda, como yo, dar a su propio cuerpo todas las posibilidades de expresarse a su gusto –razón por la cual yo deberé considerarlo como mínimo y tratarlo, en el plano gestual y somático, como un verdadero co-enunciador–. Asimismo, si se trata de interpretar al piano una pieza de música, puedo, por mi lado, contentarme con un modo de ejecución estricta- mente ajustado a la partitura, como si la pieza a ejecutar se redujera a un puro algoritmo concebido para ser reproducido invariablemen- te de manera idéntica. Excelente ejercicio sin duda para la digitación, pero si me quedo en él, amenaza con encerrarme rápidamente en un 42 Eric Landowski

estilo de interpretación, en el mejor de los casos, académico y, en el peor, puramente escolar; dicho de otro modo, esencialmente repetitivo y tan aburrido como estéril. Ser músico (aunque sea uno muy modesto, un simple aficionado) consiste, por el contrario, en emanciparse de esa relación unilateral con el texto objetivado de la partitura y en saber comprender la enunciación que reclama el enunciado. Entonces, de la simple ejecución nota por nota, podré llegar poco a poco a una praxis interpretativa más abierta, potencialmente creadora de sentido con ca- da nueva interpretación. Pero para eso, en lugar de reducir la obra a su objetividad literal, será necesario, sin dejar, no obstante, de respetar su estructura, que yo logre hacer de tal suerte que el texto de la sonata que estoy ejecutando pueda lograrse lo más plenamente posible; dicho de otro modo, que yo le dé los medios de desplegar todas sus potencialidades de senti- do, de tal manera que yo mismo, simultáneamente, me logre también plenamente a través de él como pianista. O, en otra dimensión, esteta en contemplación ante la “naturaleza”, será preciso que dé crédito al paisaje sobre todo aquello que puede “querer decir” para que, paseante solitario, me descubra yo allí a mí mismo plenamente presente y me expansione en él. En todos los casos de este género, el sujeto da crédito de sentido a alguna figura particular del Otro, y no llega a lograrse él mismo sino permitiendo que el otro actualice también sus propias po- tencialidades, por ajuste recíproco en la interacción. La primera actitud –la del tipo “juntivo”– objetiviza y hasta reifica al otro, cualquiera que sea su forma manifiesta. El sujeto que solo apunta a relaciones de apropiación o de control sobre aquello que lo rodea, transforma en objetos todo lo que se encuentra a su alrededor, fijando de una vez por todas su estatuto, su sentido y su valor, trátese de cosas propiamente dichas, de personas, de obras de arte o de cualquier otro tipo de magnitudes. De lo que resulta que no logrará tener bajo ese régimen ninguna relación directa de sujeto a sujeto. En ese régimen, solo son concebibles relaciones intersubjetivas económicamente mediati- zadas por medio de transferencias de objetos. Y eso es lo que traduce de manera concisa la definición del relato como puesta en circulación de valores entre sujetos10. Podríamos decir incluso que para el sujeto

10 Cf. A.J. Greimas y J. Courtés, Diccionario, op. cit., por ejemplo en la entrada “Narrativo (esquema)”, § 5. Primera p arte: de la junción a la unión 43 de referencia, Ego, no existe en ese marco otro “sujeto”: a sus ojos, no hay en torno a él –fuera, evidentemente, de los objetos-valores de toda naturaleza– más que otros poseedores, actuales o virtuales, ahora o todavía, en posesión ya de los objetos que él mismo ansía: aquí, usur- padores o rivales que desposeer, porque retienen indebidamente (a sus ojos) los objetos o los valores modales de los que él mismo quisiera dis- poner; más allá, posibles informadores, cuyos secretos (pues todo co- nocimiento es para él una forma de tener) tratará de penetrar; por otra parte, clientes eventuales con los que trata de reconciliarse (carecen de lo que él tiene, pero piensa que si los gratifica, podrá obtener de ellos, como intercambio, otros valores de los que desea igualmente apropiar- se); están, además, los ambiciosos, los indigentes, los hambrientos –en sentido literal o “figurado”–, dispuestos todos a robarle, según cree, sus riquezas, su posición social, su saber, tal vez incluso el poder que man- tiene, en suma, todo su haber, todas sus posesiones, de las que parece surgir su identidad como la suma de una serie de bienes objetivados. A la inversa, lejos de reificar nada, la otra perspectiva, concebida no ya en términos de junción con los objetos, sino de unión entre suje- tos (terminología que tendremos ocasión de retomar en lo que sigue y de precisarla en cada caso), es una perspectiva que “animiza” al otro (incluso cuando, desde un punto de vista realista, ese otro no es más que una cosa), que le atribuye un “alma”, que transforma en otro sujeto todo aquello que puede entrar en relación con el sujeto de referencia. Se pone entonces en movimiento toda una cadena de presuposiciones de carácter recursivo, como dicen los lingüistas, o más filosóficamente, dialéctica: para que Ego se “logre” plenamente, será necesario que el otro se lo permita; para eso, es preciso que ese otro llegue a ser lo que sus potencialidades le permitan ser; pero para lograrlo hace falta que Ego sepa invitarlo a hacerlo. De ese modo, el sentido y el valor del Otro no están nunca fijados de antemano, como no lo están tampoco el sen- tido y el valor de la existencia de cada uno para sí mismo. Solamente en acto, en la interacción con el otro –con el texto, con la cosa, con el interlocutor–, el valor significante de ese otro y el sentido mismo de la relación con ese otro (sentido y valor no entendidos como algo “en sí”, sino como probados [experimentados] en situación por Ego) se defini- rán o se descubrirán dinámicamente, sin poder jamás ser definitiva- mente detenidos. Ya no hay aquí diferencia entre teoría de la acción (o más exacta- mente, de la interacción) y teoría de la significación. La (inter)acción, 44 Eric Landowski

en lugar de presuponer valores ya instituidos, que la motivarían, hace emerger el sentido y el valor por su desarrollo mismo. El sentido y el valor no se constituyen ya como un sistema (semiológico o axiológi- co) presupuesto, que hace actuar; son, por el contrario, el resultado del proceso, es decir, aquello que la interacción hace ser. La interacción no se reduce a la ejecución de programas cuyo sentido ha sido fijado de antemano, sino que lleva, propiamente hablando, a descubrir el valor y el sentido –no como si se tratase de tesoros hasta ese momento ocultos “bajo la superficie de las apariencias” o detrás de los “significantes” del semiólogo, sino como la actualización condicional de puras potencia- lidades, dicho de otro modo, como efectos que no “existían” antes más que en potencia–. Desde ese punto de vista, la interacción es verdadera- mente creadora de sentido. Correlativamente, se puede apreciar ahora que la construcción del sentido solo se deja concebir, semióticamente, como un proceso que compromete, que implica al sujeto en su relación con alguna forma del otro. En consecuencia, no puede haber jamás ni interpretación neutra ni construcción de sentido completamente desinteresada. Dicho esto, el abanico de las modalidades de dicha “implicación” o de dicho “in- terés” está abierto. Un sujeto puede concebir el sentido de su relación con el otro, o más generalmente, con todo aquello que lo rodea, ya en términos de confrontación, mientras se mantenga con una óptica ins- trumentalista y juntiva, ya en términos de ajustes entre actantes, si la relación se organiza según el régimen de la unión. Conforme con otro modelo bien conocido en semiótica narrativa, el régimen de la “con- frontación” puede, como se sabe, revestir o bien un carácter polémico, si Ego debe (o cree que debe) eliminar adversarios o rivales para ase- gurar la posesión de los objetos de valor que tiene en la mira, o bien una forma contractual, si, para obtener esos valores, puede (o cree po- der) contentarse con remunerar al otro que se supone ser el poseedor de dichos bienes11. Distinciones análogas pueden hacerse igualmente acerca de las figuras delajuste . En contextos muy diversos, este segundo régimen de sentido y de interacción podrá tomar la forma de un talante implícitamente contrac- tual, en la ocurrencia de la unión propiamente dicha entre partes inte-

11 Cf. A.J. Greimas y J. Courtés, Semiótica. Diccionario, op. cit., entradas “Prueba” y “Confrontación”. Primera p arte: de la junción a la unión 45 ractuantes, siempre que cada fase del desarrollo del otro se convierta en una condición del desarrollo del sujeto de referencia. Sin embargo, figura sin duda más paradójica, el ajuste también puede desenvolverse en una forma polémica. Es el caso en que, en lugar de buscar el com- pleto desarrollo recíproco de los participantes, la unión se transforma en proceso de destrucción. Lejos de favorecer el despliegue recíproco de las potencialidades creativas y vitales, la interacción juega enton- ces a favor de las virtualidades negativas y (auto)destructivas de al menos uno de los participantes, mientras que el otro se aprovecha de esa situación para impulsar su propio desarrollo. En el plano de la estrategia militar, este régimen es bien conocido por los teóricos post- clausewitzianos de la guerra. No se trata ya, como en la confrontación polémica “clásica”, de infligir pérdidas al otro atacándolo desde el ex- terior (en términos de sintaxis narrativa, conjuntándolo con antiva- lores), sino de acoger sus fuerzas y sus debilidades, o, en los términos del filósofo François Jullien, de apoyarse en la “circunstancia” y en la “propensión” adversa a fin de volverlas contra él, y eso ajustándose lo más posible a él –casi como sucedía más arriba en la danza, pero en una danza desviada de su finalidad, o invertida12–.

1.3.2 Figuras de la alteridad

Nos acercamos aquí a un punto crítico de toda nuestra construcción. Si el sentido nace de la relación con el otro, ¿cómo lo que ocupa el lu- gar y cumple la función, caso por caso, de ese “otro” es construido, en cuanto haciendo sentido, precisamente, como otro? ¿En virtud de qué privilegio “la alteridad”, en cuanto atributo significante vinculado a un objeto cualquiera, podría ser dada y no construida como todos los demás efectos de sentido, y eso en acto, gracias a alguna interacción “con el Otro”? Para no comprometernos en un proceso recursivo que no tendría fin, planteamos de una parte, a sabiendas de que eso no re- suelve el problema de fondo, que la alteridad del otro es evidentemente siempre relativa, es decir, constituida desde el punto de vista de un

12 Cf. Fr. Jullien, Traité de l’efficacité, París, Grasset, 1996; también, J. Baudrillard, “L’esprit du terrorisme”, Le Monde, 2 de noviembre de 2001. Igualmente, E. Landowski, La sociedad figurada, op. cit., p. 241, y “De la stratégie, entre pro- grammation et ajustement”, prólogo a E. Bertin, “Penser la stratégie dans le champ de la communication”, Nouveaux Actes Sémiotiques, Limoges, 2003. 46 Eric Landowski

sujeto de referencia, y de otra parte, que desde el punto de vista de ese sujeto aparecerá “como otro” simplemente aquello con lo que él interactúa: definición puramente sintáctica, que tiene al menos la ventaja de no atribuir ningún contenido ontológico (sustancial) a la definición de la alteridad. Entonces, todo aquello que “actúa” en relación con el sujeto, todo lo que le resiste, e incluso todo lo que simplemente “existe” enfren- tándose a él (en último término, todo lo que para él es perceptible) se constituye para el sujeto, ipso facto, en figura ocurrencial del otro. Por ejemplo, la lengua –la que hablamos o escribimos– que “ponemos en práctica”: ¿alteridad que nos resiste y que, en esa misma medida, sus- tenta todos nuestros intercambios (todos nuestros “juegos”, para hablar como el filósofo del lenguaje) y que tenemos que aprender a apropiár- nosla (según Benveniste)? ¿O, por el contrario, forma misma de nuestra identidad? Desde cierto punto de vista, fenomenológico, el lenguaje es, efectivamente, indisociable de nosotros mismos: es nosotros mismos, lo vivimos, estamos “en él” y él está “en nosotros”; nos es tan poco “otro” que, si no fuera por la escuela, la cual nos distancia de él por principio, nos resultaría casi seguro imposible (como para el niño) captarlo como una exterioridad. Pero, de otro lado, ¿qué ocurre con el escritor? Para él, el lenguaje sería, sin duda, más bien el equivalente del granito, figura típica de la alteridad para la mano del escultor que trata de construir (de constituir o revelar) formas significantes partiendo de una materia bruta, terriblemente resistente, a la vez sólida y estructurada, con sus líneas de separación tan secretas como indescifrables. Si para unos –para la mayoría sin duda–, la lengua es la transparen- cia misma –como el aire que respiramos, impalpable como si no existie- ra–, para otros, gentes de pluma, la lengua (como el aire) es, al contrario, el elemento que nos resiste al mismo tiempo que nos sustenta: una de las formas por excelencia del Otro. E interactuar con esa forma particu- lar de la alteridad que son, en su existencia de magnitudes autónomas, las palabras y las reglas de una lengua, será enfrentarse ahí, con vistas a hacer-ser, a partir de ellas, sentido, idealmente (mallarmeanamente, si se puede decir), en forma de Poema –puro ser de lenguaje–, ayudando a que las palabras se pongan, por decirlo así, por sí mismas en orden de acuerdo con afinidades propias. Evidentemente, antes de esa prueba en la que el “poeta” se prueba a sí mismo en contacto con una entidad no menos viva y determinada que él, con sus resistencias y casi, se di- ría, con su intencionalidad propia (como la del granito que solo se deja poner en forma a condición de que se respeten sus potenciales líneas Primera p arte: de la junción a la unión 47 de ruptura), nada –ningún sentido articulado, ningún objeto de valor, ningún “poema”– existe si no es como pura potencialidad de la lengua. Desde este punto de vista, habría en el trabajo de la escritura un “pla- cer de la lengua” (del juego con sus potencialidades) que se podría po- ner en paralelo con lo que, por el lado de la lectura, concebida también como un “trabajo”, se ha llamado el “placer del texto”. Si el paralelo se justifica es porque, evidentemente, en la medida en que, en un caso y en otro –escritura y lectura–, tenemos globalmente que ver con los mismos tipos de procesos interactivos de construcción de sentido. En el trabajo de la escritura, la positividad que el sujeto enfrenta en cuanto alteridad resistente es la lengua misma, y a través de ella, la infinidad de discursos, toda la “cultura” de la que ella es uno de los principales depositarios; de manera análoga, si se tratase de escritura musical, la alteridad por enfrentar estaría representada, para el compositor, por las potencialidades y las resistencias inherentes al sistema musical (to- nal) que explora. El escritor trabaja en y con la lengua, el compositor musical en y con el universo sonoro ya también estructurado, cuya ex- ploración y manifestación se impone como tarea. Paralelamente, en el trabajo de la lectura, el lugar y el rol del Otro corresponden al “texto”. Pero entonces, ¿en qué sentido exactamente se puede decir que el texto también “interactúa” con el sujeto, convertido en “lector”? ¿Qué procedimientos semióticos precisos deben ponerse en marcha para que la lectura pase de una simple decodificación, que sería el equivalen- te de una ejecución académica o de un ensayo puramente escolar de la partitura musical, a lo que podríamos llamar una dicción, entendiendo por eso una lectura que, como la interpretación musical “de calidad”, adquiriese en cada ejecución la forma de una re-creación (al menos par- cial) de sentido? “Practicar” un texto, ¿no sería en definitiva esencial- mente algo como esto: rehacerlo como acto de construcción de sentido? No agotar unilateralmente sus virtualidades, sino acoger su estructura productiva misma y desplegar interactivamente sus potencialidades; no reconocer solo en su superficie una serie finita de significaciones, completamente hechas, sino reencontrar en él, en su espesor y en su opacidad, eso que está listo para hacer sentido, en acto, a cada nueva lectura, por poco que le demos los medios para hacerlo, es decir que logremos re-enunciarlo nosotros mismos. Eso implica una lectura que trascienda la pertinencia de los contenidos enunciados, la “letra” del texto, y que logre captar la efectividad enunciativa, o sea, la producti- vidad significante. 48 Eric Landowski

De nuevo, aquí la aproximación al texto musical y a su interpreta- ción nos parece esclarecedora. En sí misma, la partitura, por “musical” que sea, es con toda evidencia literalmente muda: no es más que un enunciado sin voz, objetivado por medio de una notación convencio- nal. Solamente la ejecución, que es una puesta en acto del texto, una enunciación, dará vida a las notas figuradas en el papel, haciéndolas resonar, dándoles un cuerpo, una voz. ¿El texto lingüístico no reclama algo equivalente? No es sin duda únicamente una metáfora decir, como Raúl Dorra, que el texto (en la ocurrencia, el romancero de tradición ibérica), con su “voz”, con su “cadencia”, con su “respiración”, con su “color”, con el conjunto de sus cualidades estésicas, nos toca directamente al cuerpo, o, como François Jullien, que al reportar ciertos preceptos de la tradición china, afirma que son un “alimento” y que conviene “moverlos” en la boca e incluso “masticarlos” en silencio13. Mas, para justificarlo semióticamente, es necesario darle todo su alcance al ac- to enunciativo que constituye la lectura como trabajo de construcción del sentido. La enunciación se define, ciertamente, primero, de manera puramente negativa, formal y relativa, como lo que no es el enuncia- do, sino lo que él presupone y lo que lo condiciona: simple diferencia, puro desnivel jerárquico entre un plano y otro. Pero la enunciación es también lo que hay probablemente de más sustancial –de más carnal, incluso– en todo el proceso de la producción del sentido: es la que toma a su cargo el texto por medio de una “voz”, la del “enunciador” preci- samente (en este caso, la del lector), que diciendo el texto le da cuerpo. Y según esta segunda acepción, la enunciación aparece a la vez como una puesta a prueba de sí misma –¿cómo trabajar el texto para realizarlo?– y, si esa prueba es felizmente vivida, como una encarnación del otro, es decir, del texto: doble y recíproco logro.

1.3.3 Sentido y experiencia

Presencia, situación, estesis, interacción: tales son algunas de las prin- cipales nociones que conviene retener para circunscribir la especifici- dad del “hacer” semiótico en lo que tiene hoy, en nuestra opinión, de más vital. Al ponerse como objetivo la captación del sentido en cuanto

13 R. Dorra, Materiales sensibles del sentido, México, Plaza y Valdés, I y II, 2002 y 2003; Fr. Jullien, Éloge de la fadeur. À partir de la pensée et de l’esthétique chinoise, París, Philippe Picquier, 1991, p. 86. Primera p arte: de la junción a la unión 49

dimensión experimentada de nuestro ser en el mundo y al pretender estar en contacto directo con lo cotidiano, con lo social, con lo vivido, la investigación en nuestro dominio se orienta, cada vez más explíci- tamente, hacia la constitución de una semiótica de la experiencia, muy particularmente en forma de una sociosemiótica. En ese marco, el privilegio otorgado a la relación entre instancias enunciantes, y en consecuencia, a la problemática del ajuste en acto y de la unión entre protagonistas que concurren a la construcción del sentido, permite comprender las afinidades que enlazan, en el plano de los principios, la presente perspectiva con la corriente fenomenológica. El sentido, desde nuestro punto de vista, no tiene que ser “descubier- to” tal cual entre las cosas, ni “reconocido” en mensajes codificados, ni siquiera “liberado” jugando con la literalidad de los enunciados. Es necesario construirlo, y construirlo por lo menos entre dos. Porque si existe como materia viva, solamente puede serlo como el producto de la puesta en presencia de dos instancias competentes para interactuar en situación, una en cuanto “sujeto”, otra en cuanto “objeto”, sin olvidar que, en teoría, esas posiciones son siempre intercambiables. En un pasado reciente, estos puntos de vista generales han estado en el origen de una evolución teórica que ha conducido, primero, a la radicalización de los principios de la semiótica narrativa clásica –una teoría de la acción “en papel” fue sustituida poco a poco por una teoría de la praxis “en acto”14–, luego, a su reinterpretación en el marco de una semiótica que se podría caracterizar, en su principio, como estética15. El paso se efectuó por medio de una serie de trabajos bastante heteróclitos en apariencia por sus temas –investigaciones sobre la percepción, sobre la presencia, sobre el gusto, sobre el contagio, sobre el cuerpo en gene- ral–, pero que, de hecho, arrancan todos de la noción de estesis tal como fue formulada por Greimas en De la imperfección16. Dos grandes pistas

14 Cf. J. Fontanille, “Compte-rendu”, Nouveaux Actes Sémiotiques, 52, Limoges, 1997. 15 Cf. G. Marrone (ed.), Sensi e discorso. L’estetica nella semiotica, Bologna, Esculapio, 1995; íd., Il dicibile e l’indicibile. Verso un’estetica semio-linguistica, Palermo, L’Epos, 1995; íd., “Tre estetiche per la semiotica”, en E. Landowski, R. Dorra, A.C. de Oliveira (eds.), Semiótica, estesis, estética, São Paulo-Puebla, Educ/UAP, 1999. 16 A.J. Greimas, De l’imperfection, Périgueux, Fanlac, 1987. Cf. Fr. Marsciani, Ricerche intorno alla razionalità semiotica, tesis, Universidad de Bologna, 1990; T. Keane, “Figurativité et perception”, Nouveaux Actes Sémiotiques, 17, Limoges, 1991; P. Ouellet, “Signification et sensation”, Nouveaux Actes 50 Eric Landowski

se diseñan a partir de ahí. Mientras que la primera conduce al análisis de la experiencia estética stricto sensu y a una renovación de la semió- tica de las obras literarias y de los objetos plásticos17, la segunda des- emboca generalmente en una mejor comprensión de las condiciones de nuestro ser en el mundo en cuanto mundo significante18. Como puede comprenderse, esta última orientación es la que más nos interesa aquí, dadas las perspectivas que abre en lo que concierne al estudio más es- pecíficamente “socio”-semiótico de los regímenes de sentido en situa- ción y de sus transformaciones. Ciertamente, existen otras corrientes que dan testimonio en particular de preocupaciones más marcadas por la coherencia metalingüística, por la autonomía epistemológica, y con frecuencia por un formalismo que coexiste en el seno de la disciplina. Por nuestra parte, tratamos de construir una semiótica extrovertida, menos interesada en probar su propia existencia que en dar cuenta de la manera en que el mundo hace sentido a nuestro alrededor19.

Sémiotiques, 20, 1992; I. Assis Silva (ed.), Corpo e sentido, São Paulo, Edunesp, 1996; E. Landowski y J.L. Fiorin (eds.), O gosto da gente, o gosto das coisas, São Paulo, Educ, 1997; E. Landowski (ed.), “Sémiotique gourmande”, Nouveaux Actes Sémiotiques, 55-56, 1998. 17 Cf. J. Geninasca, La parole littéraire, París, PUF, 1997; M.P. Pozzato, “Le mon- de textuel: Greimas, Merleau-Ponty et quelques autres”, Nouveaux Actes Sémiotiques, 18, 1991; G. Bucher, “De la perfection de la théorie à l’imperfection des lettres”, en E. Landowski (ed.),Lire Greimas, Limoges, PULIM, 1997. 18 Cf. J.-M. Floch, Identités visuelles, París, PUF, 1995; Fr. Marsciani, “L’occhio, lo spirito e la scritura”, en G. Marrone (ed.), Il testo filosofico, Palermo, L’Epos, 1994; íd., “Le Nouveau Monde”, en E. Landowski (ed.), “Sémiotique gour- mande”, op. cit.; G. Marrone, Corpi sociali, Turín, Einaudi, 2001; M.P. Pozzato (ed.), Estetica e vita quotidiana, Milán, Lupetti, 1995; M.P. Pozzato y C. Marmo, “Dai sensi al senso”, Carte Semiotiche, 6, 1989; R. Dorra, “Entre el sentir y el percibir”, en E. Landowski et al. (eds.), Semiótica, estesis, estética, op. cit.; íd., “El soplo y el sentido”, Entre la voz y la letra, México, Plaza y Valdés, 1997 (trad. fr. en Lire Greimas, op. cit.); A. Semprini (ed.), Il senso delle cose. I significati sociali e culturali degli oggetti quotidiani, Milán, Angeli, 1999; A.C. de Oliveira y E. Landowski (eds.), Do inteligível ao sensível, São Paulo, Educ, 1996; E. Landowski (ed.), Lire Greimas, op. cit. (3.a parte). 19 Para un panorama razonado, a la vez histórico y de actualidad, que cubre el conjunto de las grandes tendencias de la disciplina, cf. P. Fabbri y G. Marrone, Semiotica in nuce, Roma, Meltemi, 2000-2001, 2 vols. Capítulo 2 Hacia una semiótica sensible

2.1 a partir de De la imperfección

En la mayor parte de nuestras actividades cotidianas, desde las más triviales hasta las más científicamente sofisticadas, privilegiamos, sin ni siquiera darnos cuenta de ello, la eficacia práctica, el poder-hacer o el saber-hacer en detrimento de otros modos de relación posibles con nuestro entorno. Porque hemos olvidado que es posible otra mirada, una mirada que, haciéndonos ver el mundo en sí mismo, nos permitiría conocerlo, aunque de una manera menos inmediatamente interesada: como objeto de contemplación antes que como campo de acción, o, en la acción, como copartícipe más que como medio e instrumento. Ahora bien, ya sea que se trate de las cosas que manipulamos o de las perso- nas con las que interactuamos, nos contentamos de hecho, la mayor parte de las veces, con operar sobre ellas o con ellas. En esas condicio- nes, lo que más nos interesa acerca de ellas se limita casi, en el fondo, a buscar aquello por lo que nos pueden ser útiles o dañinas, agradables o desagradables, en función de los programas que consideramos que son capaces de dejarnos realizar. Esa manera de fijar, a partir de criterios de orden instrumental, el valor de los objetos, así como las significaciones que proyectamos sobre el mundo, coloca por principio los seres y las cosas en el estatuto de realidades a distancia y en cierto modo sin alma. En breve, la perspectiva funcional que sostiene nuestras prácticas más

[51] 52 Eric Landowski

ordinarias nos conduce espontáneamente a objetivar el mundo y, al hacerlo, a distanciarnos de él. Hasta fechas recientes, la semiótica ha asumido en cierto modo co- mo algo obvio esa visión dualista que coloca ante el sujeto un mundo- objeto cargado ciertamente de significación y de valor, pero visto como una pura exterioridad extraña y distante. Con De la imperfección, por el contrario, Greimas ha abierto la vía a una serie de investigaciones complementarias conducentes a otra forma mayor del encuentro entre sujeto y objeto, el encuentro estético1. En ese plano, no se trata ya de una distancia objetivante sino de una proximidad inmediata e incluso de cierta forma de intimidad efusiva que se establece entre los dos polos de la relación, entre un sujeto “experimentante” para quien el “conocer” no se separa del “sentir”, y un objeto (o un casi-sujeto) cognoscible bajo la misma modalidad del “sentir” o del “experimentar”. No se trata evi- dentemente, para Greimas, de preconizar el retorno, entre los hombres y la naturaleza o entre los hombres mismos entre sí, a formas de rela- ción participativa que, en otros tiempos, gracias a un modo de apre- hensión de lo real, que podemos retrospectivamente considerar como fundado en el poder unificador del simbolismo mítico, permitiría –por lo que uno se imagina– vivir en armonía con el universo en una suer- te de gran Todo sin exterioridad, o como dice Greimas, de “pancalia original”* (De l’I., 95). Independientemente de ese género de nostalgia, la cuestión consiste en saber si es aún posible concebir algún modo de relación con las figuras del mundo capaz de aportar remedio al desen- canto de la separación. El camino propuesto en De la imperfección pasa por la mediación de lo sensible, y por tanto de lo estético, o más fundamentalmente de lo “estésico”. En la experiencia estésica –ese momento en que, como dice Michel Tournier, las cosas se nos revelan en su “esencia”, “sin buscar

1 De la imperfección, op. cit. En adelante, abreviado De l’I., seguido del número de página. * Pancalia. Neologismo formado por los componentes griegos pãn (todo) y ká- llos (belleza). De este término deriva pancalismo, nombre de la doctrina de J. Mark Baldwin que postula que la contemplación estética pone en contacto con la realidad total (y por lo tanto con la verdad suprema) en cuanto resuel- ve la contradicción entre teoría y experiencia. [Nota de Raúl Dorra, traductor de la versión española: De la imperfección, México-Puebla, Fondo de Cultura Económica-UAP, 1990, p. 91]. Primera p arte: de la junción a la unión 53 otra justificación que su propia perfección”2–, la realidad exterior pue- de adquirir sentido y valor de modo casi fusional, como si el contacto con el “perfume” de los objetos fuese suficiente para hacer al sujeto ple- namente presente al mundo, y al mundo inmediatamente significante. La convocación del sujeto por la forma inmanente de las figuras del mundo sensible parece coincidir entonces con la revelación del sentido, de tal suerte que no se puede, en ese caso, oponer conceptualmente el sentir, con su carácter inmediato, a la reflexividad del conocer, ni sepa- rarlos analíticamente. Debemos, por el contrario, tratar de dar cuenta de la manera en que esas dos dimensiones constitutivas de nuestra cap- tación de lo real –esas dos formas complementarias de un solo “saber” sobre el mundo– se entrelazan y probablemente se refuerzan una a otra: no solamente lo sensible “se siente” (por definición), sino que tam- bién, por sí mismo, hace sentido, lo mismo que, inversamente, el sentido articulado incorpora algo que emana directamente del plano sensible. En el fondo, ¿no está la significación ya presente en lo que los sentidos nos permiten percibir, y el contacto con las cualidades sensibles del mundo no permanece de cierto modo aún presente hasta el nivel en el que el sentido articulado es construido? La reflexión sobre la emergencia y el modo de existencia del sentido en la experiencia estética conduce también a considerar una superación de la concepción dualista –sensación versus cognición– que la tradición tiende a imponernos. Y nuestra hipótesis consiste en que tal superación es posible. Y no se trata, propiamente hablando, de desarrollar una se- miótica de “lo sensible” entendida como lo opuesto a una semiótica de lo “inteligible”, sino más bien de una semiótica que se convierta, ella misma, en más sensible, y por lo mismo, tal vez, en más inteligible. Dicho esto, si bien es cierto que, en este punto, Greimas nos ha abier- to sin duda alguna la puerta, no por eso nos ha facilitado la tarea. Al contrario, la “teoría” estética, ampliamente implícita, que esboza en De la imperfección, admite por lo menos dos interpretaciones bastante dife- rentes, que, como vamos a ver de inmediato, están lejos de presentar, tanto una como otra, alguna utilidad desde el punto de vista de la mar- cha de nuestro proyecto unificador.

2 M. Tournier, Vendredi ou les limbes du Pacifique, citado por Greimas, op. cit., pp. 14 y 18. 54 Eric Landowski

2.2 Fracturas y escapatorias

2.2.1 De la estesis y de la pasión como accidentes

La primera de esas interpretaciones, convertida en Vulgata entre los se- mióticos, se apoya en los cinco análisis de “eventos estéticos” realizados por el autor en la primera parte del libro (“La fractura”), a partir de bre- ves textos de M. Tournier, I. Calvino, R.M. Rilke, J. Tanizaki y J. Cortázar. Vemos allí cómo la experiencia sensible del encuentro entre sujeto y ob- jeto adquiere la forma de una irrupción súbita, inexplicada e inexplica- ble –accidental– del sentido y del valor sobre un fondo de cotidianeidad marcada por la monotonía y vivida con indiferencia, si no con tedio. A partir de ahí, muchos se han creído autorizados a reducir la “vi- sión estética” de Greimas a una suerte de algoritmo elemental, a la vez catastrofista por la forma y romántico por su giro espiritual. El esque- ma propuesto desde esa óptica es completamente simple. Primero, como es de rigor (después de Propp), una carencia, engen- drada en la ocurrencia por la monotonía y el aburrimiento de la vida cotidiana, una suerte de nostalgia (a lo Bovary) rebautizada como “es- pera de lo inesperado” (De l’I., 86). Luego, verdadero milagro destinado a colmar esa espera, una aparición súbita, una “fractura” en el orden de las cosas viene inesperadamente a provocar el éxtasis del sujeto, haciéndole entrever, más allá de las apariencias, un mundo “otro”, car- gado de sentido: ese es el momento estético propiamente dicho, en rup- tura completa con lo que le precede y con lo que le seguirá. El accidente estético introduce en el flujo de una continuidad postulada como in- mutable y necesaria, una súbita discontinuidad, tan imprevisible como efímera (De l’I., 31-32). De hecho, apenas llegado el instante del deslum- bramiento, comienza el ineluctable retorno hacia el punto de partida, la “recaída” en el mundo “banal” y “automatizado” de todos los días (De l’I., 84). Recorrido en tres etapas, pues, cuya sucesión en forma de ida y vuelta no hace más que traducir en el plano sintagmático una articu- lación paradigmática estrictamente binaria: de un lado, la experiencia estética, presentada como un “relámpago pasajero”; de otro, el trajín cotidiano, verdadero océano de “anestesia” del que el sujeto emerge, apenas un instante, para mejor sumergirse de nuevo. El problema reside en que el modelo así esquematizado no tiene ningún valor explicativo. La insistencia puesta en las rupturas, que Primera p arte: de la junción a la unión 55 supone la alternancia entre maneras de “ser-en-el-mundo” radicalmente opuestas, remite sin duda a una serie de rasgos categóricos, suficientes para sistematizar las diferencias entre los estados considerados, pero eso no equivale en absoluto a la instalación de un dispositivo teórico que ayude a comprender cómo se articulan entre sí esas maneras de ser. De hecho, la marcha desemboca solamente en la ilustración tautológica de la perspectiva dualista implícitamente adoptada en el punto de partida, multiplicando para ello los planos en los que se pretende captar las manifestaciones de la oposición de base que se supone la fundamenta. De ese modo, lo mismo que la experiencia estésica es presentada como la simple y pura negación de la anestesia que presupone, el momento propiamente dicho de esa experiencia solo se caracteriza, a su turno, por su puntualidad accidental, en negativo, por oposición a la duración monótona que la precede y que la sucederá. Y tratándose de las significaciones susceptibles de desprenderse de esa sucesión de secuencias heterogéneas, uno se limita a resaltar el contraste entre dos regímenes de existencia del sentido, propuestas como radicalmente antitéticas, a saber: por un lado, un sentido en cierto modo para todo el mundo y para todos los días, considerado como meramente “denotativo” y calificado, bastante paradójicamente, de “desemantizado” (por el “desgaste” – De l’I., 84, 89-90), y, por otro lado, un sentido conocible exclusivamente en el éxtasis, pero considerado como revelador del “ser” mismo de las cosas. Y entre esos dos polos, nada más que la brecha de una discontinuidad radical. El mismo tipo de dualismo categórico, que no proporciona ni vías de paso ni transición entre los extremos, ni considera relación dialéc- tica alguna entre ellos, reaparece, asumido esta vez de manera explí- cita, en la base del ensayo sobre Semiótica de las pasiones, escrito casi en el mismo momento, aunque publicado algunos años más tarde, en colaboración con Jacques Fontanille3. A la “tensividad” ordinaria y anodina de las “formas cotidianas del discurso pasional”, “siempre presente en el desarrollo discursivo”, los autores oponen el caso de las “pasiones violentas” como la cólera, la desesperación, el deslumbra- miento o el terror (SdP, 18). Reaparece allí el tema de la “fractura”, tan fuertemente acentuado si no aún más que en De la imperfección (SdP, 18;

3 A.J. Greimas y J. Fontanille, Semiótica de las pasiones. De los estados de cosas a los estados de ánimo, México-Puebla, Siglo XXI/UAP, 1994 [Edición original, París, Seuil, 1991]. En adelante, abreviado SdP, seguido del número de página. 56 Eric Landowski

De l’I., 72). Ninguna expresión les ha parecido excesiva a los autores para subrayar la fuerza de ruptura que acompaña, según ellos, lo que se podría llamar el evento patémico, paralelo del “evento estético” del otro libro: “Una suerte de entrada en trance del sujeto –se nos dice–, lo transporta a una dimensión imprevisible”… Es la “carne viva, la pro- pioceptividad ‘salvaje’ la que se manifiesta y reclama sus derechos”. Cuando el “sentir” viene tan irresistiblemente a “desbordar” el “perci- bir”, el sujeto del padecer es rápidamente conducido a una “suerte de desdoblamiento” (SdP, 18-19). El “sujeto del discurso” ordinario cede así el lugar a un “sujeto apasionado” que, “perturbando el decir cog- nitiva y pragmáticamente programado” del primero, hace que su “ra- cionalidad quede a la deriva, […] perturbándola con sus pulsaciones discordantes” (SdP, 16-17). Tan trastornadora como el accidente estésico en medio de la triste continuidad de lo cotidiano, la irrupción de la pasión aparece aquí, por consiguiente –de manera no menos conforme con cierta idea del “romanticismo”–, como una verdadera pequeña catástrofe en relación con el curso ordinario de la vida. En otros términos, el evento patémi- co se destaca sobre un fondo de apatía, en todos sus puntos comparable al trasfondo de anestesia que presuponía hace un momento el “deslum- bramiento” estésico. En ambos casos, el mismo tipo de ruptura hace surgir de golpe si no otro sujeto, al menos un sujeto “fuera de sí”, “en trance”. Única diferencia a primera vista, pues mientras que el acci- dente estésico permitía al sujeto salir de la insignificancia para acceder a la plenitud del sentido, el accidente patémico, en sentido inverso, se presenta como una regresión, ya que su efecto primero es, en suma, hacer perder la razón a aquel que, según todas las apariencias, es la víctima impotente. ¡Tales son los que podemos llamar, si seguimos la concepción de los autores, estragos de la pasión! Pero eso no es todo.

2.2.2 Razón y sinrazón en la semiótica de las pasiones

La irrupción de la dimensión pasional, se nos dice, no produce sola- mente, en efecto, perturbaciones en la organización narrativa de los textos-objetos (o en las prácticas) que el semiótico tiene por costumbre analizar; va a alterar también las condiciones de edificio del metadis- curso descriptivo mismo, poniendo de golpe al teórico en la obligación de reorganizar, al menos en parte, su propio lenguaje y sus conceptos. Primera p arte: de la junción a la unión 57

La contratapa de Semiótica de las pasiones llega incluso a hablar de ¡“una revisión completa del edificio semiótico”! Se podría creer que se trata allí de un simple argumento de venta, pero todo indica que no es ese el caso: lo “patémico” es realmente el diablo en casa. En el plano de los discursos enunciados, en primer lugar, es poco decir que los autores ven en la pasión la causa de los más graves “dis- funcionamientos”. Captada “en su desnudez”, la dimensión pasional reclama por su parte una denuncia precisa y decisiva. La consideran como “la negación de lo racional y de lo cognitivo”, ni más ni menos (SdP, 18): Pasión contra Razón, en suma, según un retorno inesperado de lo que proclama desde tiempos inmemoriales la doxa, y no Pasión versus Acción, como pediría una aproximación estrictamente sintáctica a los juegos de las relaciones en cuestión, y como será, por lo demás, aplicado luego en la parte analítica del mismo libro. En los capítulos 2 y 3, respectivamente consagrados al estudio de la avaricia y de los ce- los, lo que vemos efectivamente construir es una sintaxis (modal) del hacer y de los estados de los sujetos (más precisamente, de sus estados “de alma”); dicho de otro modo, una semiótica de las pasiones que se sitúa en la prolongación directa de la semiótica de la acción ya en pla- za desde larga data y conocida con el nombre de gramática narrativa. Algo totalmente diferente ocurre en las dos secciones iniciales y más teóricas de la misma obra –la introducción y el capítulo primero–. Lo que allí domina no es la preocupación de construir, sobre la base de descripciones textuales precisas, una sintaxis de la pasión en cuanto discurso. Es más bien la confianza, de algún modo ciega, en la validez de un paradigma fundador constituido previamente a todo análisis, y que opone, a la manera de una polaridad de tipo mítico, la sabiduría bien temperada, la sofrosine de un sujeto capaz de “mantenerse razona- ble” en tanto que la “música de fondo patémica” (SdP, 19) no se trans- forme en él en “ruido y furor” incontrolables, a la sinrazón, a la hybris, del mismo sujeto súbitamente convertido en juguete de una propio- ceptividad “salvaje” que “reclama sus derechos” (SdP, 18). Porque, an- tes incluso de que tal o cual pasión particular haya adquirido forma articulada, la dimensión patémica en cuanto tal, acompañada de lo que supone como “precondición” –a saber la foria, una suerte de pulsión en estado puro, direccionalmente aún indeterminada–, constituye para los autores el verdadero doble perturbador en relación con el discurso de la “racionalidad” y con el buen funcionamiento de la “dimensión cognitiva” (SdP, 19). El dualismo que hemos señalado, está anclado en 58 Eric Landowski

lo más profundo, y es comprensible que, en esas condiciones, no pue- da haber conciliación posible, en el plano del relato enunciado, entre la temperancia del sujeto cognitivo y la intemperancia del sujeto patémico, entre el tiempo mesurado de la razón y la desmesura puntual de la pasión, como tampoco la había, en la primera parte de De la imperfección, entre el tiempo extendido, tan aburrido como tranquilizador, de la insigni- ficancia, y el instante bendito, aunque terriblemente perturbador, del deslumbramiento. En el plano metadiscursivo y teórico, es cierto que el proyecto declarado de los autores parece orientarse, no obstante, en el sentido, exactamente inverso, de una superación de esa visión dualista bastante gastada; hay que reconocerlo. “Poder hablar de pasión –escriben con todas las letras–, es tratar de reducir [el] hiato entre el ‘conocer’ y el ‘sentir’” (SdP, 21). Lo tomamos en cuenta, sin tratar de incriminar el hecho de que es, sin embargo, esa dicotomía la que les sirve precisamente –como a nosotros– de punto de partida, pues para franquearla es necesario sin duda hacer referencia a ella. En cambio, habrá que admitir, de todos modos, que no se cuestiona verdaderamente dicha visión dualista, sino que más bien se garantiza cuando se plantea, como requisito teórico previo a todo análisis, la necesidad de “pronunciarse sobre la prioridad de derecho de lo sensitivo en relación con lo cognitivo, o inversamente” (SdP, 22). No queda ninguna duda de que los autores son, en principio, partidarios de la “cohabitación” (SdP, 22) entre las “dos lógicas” en discusión. Queda en pie la cuestión de saber si se dan los medios más eficaces para instaurarla, o si, en realidad, se mantienen encerrados en el interior del marco dicotómico que desean sobrepasar. Sería en vano buscar la respuesta a esta cuestión en los capítulos analíticos que siguen a esas consideraciones generales, porque Grei- mas, a propósito de la avaricia, y luego Jacques Fontanille, en lo que concierne a los celos, olvidando aparentemente las promesas de su In- troducción y del capítulo inicial, regresan, en lo esencial, a un estadio metodológico y teórico anterior, al de la gramática narrativa de los años 1970-1980. De hecho, las dos descripciones en cuestión se desa- rrollan en el único terreno modal –a lo cual nada se puede objetar, ex- cepto porque, en lo que aquí nos interesa directamente, eso lleva a los autores a privilegiar a tal punto la dimensión del conocer en relación con la del sentir (lo “cognitivo” en detrimento del “sentir”) que, final- mente, el problema de las formas de la “cohabitación” esperada entre esas dos dimensiones ni siquiera es planteado–. Primera p arte: de la junción a la unión 59

Al concentrar de ese modo su trabajo en la modalización, que, al de- cir de ambos semióticos, se centra exclusivamente en la “organización categorial” de los discursos, Greimas y su colaborador no podían si- no dejar de lado otros dispositivos igualmente previstos por ellos, no categoriales, bautizados en este caso como modulaciones, y que tienen, en principio, el interés de “sobrepasar las simples combinaciones de contenidos modales” (SdP, 21). Dado que, nos dicen ellos en la primera parte, esos “arreglos estructurales de otro tipo”, esas “modulaciones”, “escapan a la categorización cognitiva” –dicho de otro modo, que per- tenecen esencialmente al sentir–, no podemos menos que lamentar vivamente que no reaparezcan en su práctica descriptiva ulterior. Sin embargo, aunque las modulaciones en cuestión pudieron haber sido integradas por los autores a los parámetros de sus análisis, hay otro elemento pertinente, a saber, la dimensión estésica, que no debieron dejar tampoco de lado –elemento, no obstante, esencial, por poco en serio que se tomen las declaraciones proclamadas al comienzo, en par- ticular aquella que conduciría a aprehender “la pasión en cuanto tal sometida al sentir” (SdP, 93-94)–. El tratamiento semiótico del sentir no puede, en efecto, reducirse al registro, en forma de modulaciones, de las variaciones de intensidad (o de “tensividad”) susceptibles de afectar cuantitativamente las con- diciones de nuestra percepción del mundo exterior. El mundo percibi- do, que reconstruimos espontáneamente a cada instante como mundo significante, nos solicita, por cierto, energéticamente, en función del grado variable –la intensidad– de su presencia en torno de nosotros o delante de nosotros. Pero tales variaciones “tensivas” presuponen evidentemente la presencia de algo que percibir (más o menos “inten- samente”), y ese “algo” no puede ser sino un conjunto de propiedades o de cualidades materiales inherentes a los objetos perceptibles. Dicho de otro modo, para tomar el título de una obra cofirmada por Jacques Fontanille, pero reubicándola, si se puede decir, en el lugar adecua- do para nuestro propio uso, no es la cantidad mensurable la que está primero, sino la cualidad sensible y significante de las cosas; y es esa cualidad la que puede, secundariamente, ser objeto de todas las “mo- dulaciones” cuantitativas que se quiera, y no a la inversa4.

4 Cf. J. Fontanille (ed.), La quantité et ses modulations qualitatives, Limoges, PULIM, 1992; y E. Landowski, “Prolégomènes à une théorie du double prin- 60 Eric Landowski

A nuestro modo de ver, no solamente se puede dar cuenta de los “más” y de los “menos” de manera accesoria. Medir intensidades (o li- mitarse, de hecho, más modestamente, a compararlas, dado que, en ese dominio, nadie dispone, propiamente hablando, de unidades de medi- da) no constituye un gran avance, semióticamente hablando, mientras no se pueda decir nada preciso de los contenidos mismos sobre los cua- les recaigan los cambios de intensidad en cuestión. Y no obstante, en esa dirección se ha orientado, a grandes rasgos, a partir de la aparición de Semiótica de las pasiones, la problemática conocida con la etiqueta de “se- miótica tensiva”. Esa tendencia focaliza, por principio, las variaciones cuantitativas que afectan, si entendemos bien, el grado de percepción por los sujetos de los efectos inducidos por los elementos que componen su “campo de presencia” –y eso con la ayuda de toda una panoplia de “gradientes” de aires aritméticos, con esquemas de amplificación y de despliegue, de atenuación y de reducción, etc.−5. Por nuestra parte, al contrario, sostenemos la idea de que la prioridad corresponde a la construcción de modelos cualitativos, comparables en sus grandes líneas a aquellos que antaño fueron elaborados para sentar las bases teóricas de una semiótica visual6. Se trataba entonces de dar cuenta de la organización estructural de las cualidades plásticas propias de los objetos visibles. Hoy se trata, más generalmente, de saber con qué categorías se pueden explicar semióticamente los efectos cualitativos –los efectos de sentido simplemente– inducidos por nuestro contacto con el con- junto de las cualidades sensibles (más allá o más acá de lo meramente visible) inmanentes a los seres o a las cosas con las que nos enfrentamos. ¿Con qué categorías analizar el discurso estésico que nos dirige el mundo perci- bido? Tal es actualmente la tarea primordial que tenemos que emprender, porque es prácticamente la única vía posible, en semiótica, para abordar con eficacia la dimensión sensible de nuestra interacción con el mundo7. Es cierto que en la parte inicial del libro sobre las pasiones, lo que los autores llaman “estesis” no está del todo ausente. Le consagran

cipe d’efficience de la discursivité”, Prólogo a R. Dorra, “Le nid de la voix”, Nouveaux Actes Sémiotiques, 94-95, 2004. 5 Cf. por ejemplo J. Fontanille, Sémiotique du discours, Limoges, PULIM, 1998. 6 Habría que remitir aquí al conjunto de la obra de Jean-Marie Floch. Cf. tam- bién A.J. Greimas, “Sémiotique figurative et sémiotique plastique”, Actes sémiotiques-Documents, VI, 60, 1984. 7 Cf. más adelante, cap. 9, “Modos de presencia de lo visible”. Primera p arte: de la junción a la unión 61 una página entera en el marco de una reflexión muy general sobre las “precondiciones” de la emergencia del sentido. En ese pasaje, que, por confesión de los mismos autores, se sitúa en el límite de la fabulación mítica (se trata de la construcción del “imaginario de la teoría” (SdP, 16)), la relación estésica es descrita “como el movimiento inverso de aquel que resuelve los sincretismos”, o, un poco más adelante, “como ‘resentir’ del estado límite y espera del retorno a la fusión, que reposa en la fiducia” SdP( , 28-29). Lamentablemente, la continuación no añade nuevas luces a esas evocaciones bastante sibilinas. Y los dos análisis que constituyen el cuerpo del libro tampoco aportan gran cosa, pues, como hemos visto, se centran de hecho en un nivel de pertinencia gra- matical (actancial y modal) purificado de toda determinación de or- den estésico: opción tanto más inesperada cuanto que las dos pasiones particulares que los autores han decidido analizar, la “avaricia” y los “celos”, hubieran podido ser consideradas como pasiones fundamen- talmente ancladas en relaciones estésicas con el cuerpo del otro, senti- do o “resentido” en su materia misma, oro o carne. Por todas estas razones, no podremos encontrar en Semiótica de las pasiones instrumentos conceptuales capaces de ayudarnos a la elaboración de una semiótica que no siga oponiendo lo cognitivo a lo sensitivo, lo racional a lo pasional, lo inteligible a lo sensible, lo energético a lo material, o lo tensivo a lo estésico, sino que más bien trate de articular esas dimensiones de tal manera que permitan dar cuenta de los modos de significación de lo sensible en cuanto tal. Las premisas de una orientación semejante hay que buscarlas en otro sitio: precisamente en la segunda parte del otro libro, De la imperfección. Allí, en la sección acertadamente titulada “Las escapatorias”, nos percatamos de que el esquema un tanto desesperado (aunque solo sea por su naturaleza estrictamente binaria) comienza a ser cuestionado, e incluso es superado. No de manera explícita y sistemática, es cierto, pero al comienzo en un tono discretamente irónico (Greimas aplica a la “gran estética” casi el mismo tono que otros aplican a los “grandes relatos” heredados de una tradición ideológica secular obsoleta), y luego, más profundamente, por el acento puesto en la idea de un hacer estético inscrito en la duración y marcado por un cierto voluntarismo. El catastrofismo comienza entonces a dejar lugar a una orientación constructivista. Tal es el principio de la segunda lectura que se puede hacer de ese libro. 62 Eric Landowski

2.3 “Mehr Licht!”

2.3.1 Un auto-aprendizaje

En contrapunto con la temática de la “fractura” y del “accidente” –brus- cas discontinuidades, irrupciones imprevisibles, eventos puntuales–, que dominaban hasta entonces, vamos a ver ahora cómo se diseña una problemática articulada en términos de intencionalidad y de progresivi- dad, una y otra orientadas por la preocupación de una inteligibilidad que no se detendrá en la frontera de lo sensible, sino que intentará por el contrario englobarlo. A pesar de lo que la experiencia pueda tener, en cuanto tal, de “cognitivamente inaprehensible” (De l’I., 72), no hay que “cerrar los ojos”, grita Greimas (De l’I., 95), sino tratar de comprender, como semióticos, la manera en que hace sentido. Primera diferencia notable que marca el paso de la “fractura” a las “escapatorias”: la captación de una forma sensible del sentido a través de la experiencia estésica va a ser planteada ahora como posible, no so- lamente en circunstancias excepcionales y fortuitas, sino también “en nuestros comportamientos de todos los días” (De l’I., 78). La experien- cia estética no será ya, o no lo será necesariamente, una gracia provi- dencial. Puede proceder igualmente de la iniciativa del sujeto y de un trabajo de construcción que depende solo de él. En ese caso, nada de eventos estéticos fortuitos ni de deslumbramientos que esperar. Y de hecho, al relato anterior, canónicamente proppiano (suspenso, peripe- cia, resolución), sucede ahora el de un verdadero no evento: menos he- roico y menos espectacular que el destino del sujeto transportado por el éxtasis o los trances de la pasión, pero también menos estereotipado; podemos asistir ahora a una lenta y perseverante búsqueda de sentido, alejada de todo sentimentalismo y de todo recurso a la trascendencia. Para el sujeto de esta búsqueda, la cuestión central ya no será aquella, especulativa, de la prioridad de lo cognitivo o de lo sensitivo, vistos como polos irreconciliables, sino una “cuestión de método”: ¿cómo dar cuenta de la inteligibilidad de lo sensible a través de la observación de los comportamientos humanos “vividos” o de sus simulacros, por ejem- plo, literarios, “dignos de fe” (De l’I., 72)? Y lo mismo ocurre con la posición del semiótico en cuanto sujeto supuesto de un “saber”. En lugar de considerar lo sensible como un plano autónomo que se debe mantener a distancia, en posición de ob- Primera p arte: de la junción a la unión 63 jeto, al cual se superpondría, como en Semiótica de las pasiones, un plano cognitivo concebido como jerárquicamente superior y como reservado a una instancia cognoscente desligada de la experiencia misma a ana- lizar, Greimas propone, en De la imperfección, la figura de un sujeto, por así decir, completo, o simplemente humano: a la vez “inteligente” y “sensible”, indisociablemente implicado en la experiencia del mundo sensorialmente perceptible y comprometido en la búsqueda reflexiva del sentido que allí se inscribe. “Mehr Licht!”* (D l’I., 95), sí, pero sobre la experiencia misma de un sujeto que conjuga ahora tanto la dispo- nibilidad para sentir como la disposición para comprender. Nos en- frentamos, pues, con un trabajo de edificación o incluso de deducción semiótica, con una suerte de aprendizaje que tiene en mente un mejor control de la competencia latente que cada uno de nosotros posee para sentir en torno a sí la presencia del sentido, y para comprender aquello que puede ser significado a través de esa presencia sensible.

2.3.2 Sentido y no-sentido

A fin de extraer de estas observaciones una interpretación crítica de conjunto, podríamos decir, de manera deliberadamente un tan- to provocativa, que la primera parte de De la imperfección trata en el fondo de las formas posibles del no-sentido, poniendo de relieve dos de ellas, complementarias entre sí: la primera procede de la pura continuidad –es la supuesta uniformidad pesada y engorrosa de lo cotidiano, capaz de “desemantizar” todas las cosas–, mientras que la otra, su contraria, nace de la discontinuidad radical –de una dispersión que impide que el sentido “cuaje”–. Por el contrario, la segunda parte del libro apunta al restablecimiento de un mundo que hace sentido, y sugiere para eso un doble proceso de negación creadora que des- emboca en la producción, por un lado, de formas de lo no continuo que permitan la aparición de efectos de sentido “modulados”, y por otro, de articulaciones no discontinuas, potencialmente generadoras de “armonías” significantes.

* “¡Más luz!” (en alemán, en el original). Alude a la frase que, según es fama, pronunciara Goethe antes de morir. [NdT tomada de R. Dorra en la versión española de De la imperfección, México, FCE, 1990, p. 95]. 64 Eric Landowski

Podemos esquematizar esta interpretación de la manera siguiente:

Dos formas de existencia del no-sentido Modelo catastrofista (De la imperfección, 1ª parte, y Semiótica de las pasiones) {

1 3 Lo continuo: Lo discontinuo: una sucesión monótona una sucesión caótica regida por la necesidad. regida por el azar. Efecto de sentido: Efecto de sentido: exceso de cohesión: exceso de dispersión: lo “desemantizado” el “sinsentido” (la “rutina”). (los “accidentes”).

4 2 Lo no discontinuo: Lo no continuo: una sucesión una sucesión “no caótica” “no monótona” regida por lo no aleatorio, regida por lo no necesario, i.e. por el orden. i.e. por opciones. Efecto de sentido: Efecto de sentido: lo “armónico” lo “melódico” (la “costumbre”). (la “fantasía”). {

Dos formas de emergencia del sentido Modelo constructivista (De la imperfección, 2ª parte)

En Greimas, la primera de esas formas, la del no-sentido, ligada a un tipo de manifestación de lo continuo que él denomina “rutina” (en posición 1 en el esquema), está explícitamente vinculada a la idea de un mundo desemantizado, totalmente idéntico a sí mismo, muerto en cierto modo, o en todo caso que “no representa la vida”, puesto que apela a la constitución de “otro lugar imaginario alimentado de espera y de esperanza” (De l’I., 84). La otra forma de negación del sentido (en Primera p arte: de la junción a la unión 65 posición 3 en el esquema) es la de un mundo no “desemantizado” por la repetición o por la permanencia de lo mismo, es decir, por el exceso de previsibilidad, sino convertido en sinsentido por la imprevisibilidad de los “accidentes estéticos” que provocan ahí aleatoriamente las ins- cripciones siempre posibles de una alteridad radical. Es cierto que, contrariamente a las perturbaciones de orden pasional del otro libro, ninguno de los accidentes estéticos en cuestión nos es presentado como sinsentido en sí mismo, puesto que, al contrario, cada uno de ellos hace figura de brusca revelación del sentido por la mediación de lo sensible. Por ejemplo, la suspensión de la última gota de la clepsidra provoca en Robinson, el héroe del relato de Michel Tournier, la intuición súbita de un “mundo otro”, es decir, “verdadero”, deslumbrante justamente porque hace sentido, a diferencia del mundo “ordinario”, del que se podría decir, por contraste, que apenas tiene una pizca de “significación”. No por eso el conjunto de los “accidentes” analizados (tanto en el texto de Tournier como en los otros cuatro) deja de inscribirse dentro de un sintagma narrativo global que encadena una sucesión de experiencias absolutamente heterogéneas y hasta contradictorias entre sí. De donde surge, por decirlo familiarmente, su carácter de “sin pies ni cabeza”: del tedio del día a día al deslumbramiento inesperado, del marasmo al éxtasis, y luego, del éxtasis al marasmo; si tales idas y venidas tienen algún sentido, ¡lo que quieren decir es por lo menos enigmático! Tanto y más que en cada uno de esos casos, el accidente propiamente dicho –la catástrofe o el milagro responsable del “deslumbramiento”– no parece resultar de nada que lo preceda. “Evento” inexplicado que cae “del cielo” sin que se lo pueda prever ni pueda uno prepararse para él, es decir, sin hacerlo venir. Después, una vez que ha ocurrido, deja que el sujeto recaiga como aturdido en un estado que no tiene, de nuevo, ninguna relación con la experiencia anterior. Como pura secuencia de discontinuidades, un sintagma semejante, considerado como un todo, solo puede producir, por decirlo de otro modo, un efecto de falta de ilación que constituye, propiamente hablando, en el plano de la viven- cia, el equivalente de un caos semántico. Es comprensible que, en tales condiciones, el sujeto, milagrosamente privado de todo control sobre su entorno y sobre sí mismo, únicamente pueda guardar, a lo sumo, de su “deslumbrante” aventura, un poquito de “nostalgia” (De l’I., 17, 90). Por el contrario, la segunda parte del libro cambia la vida, o al me- nos trata de introducir en ella un verdadero sentido por medio de la 66 Eric Landowski

superación de ambos polos de la categoría continuo versus discontinuo –sobre la cual reposa la filosofía catastrofista precedentemente desa- rrollada–. Una primera posibilidad (figurada en el esquema por el paso de 1 a 2) es ofrecida por la negación de lo continuo, de lo monótono, de lo rutinario, de lo perfectamente programado, operación susceptible de traducirse en superficie por la aparición de cierta “fantasía”, es de- cir, por un margen de inesperado en la realización de los programas, por ejemplo por la introducción de variaciones cualitativas, o, por qué no en este estadio, de modulaciones cuantitativas a lo largo del sin- tagma. Pero es más bien la otra posibilidad sugerida por el modelo la que parece retener la atención de Greimas, la que consiste en explotar la negación de lo discontinuo: superación de lo aleatorio y de lo caótico (paso de 3 a 4). Allí aparece de manera decisiva lo que el autor llama el “hacer estético” del sujeto (De l’I., 79), actividad concertada y orientada que apuntará esencialmente a introducir encadenamientos, “enlaces”, una sintagmática controlada, y –elemento crucial– un espesor tempo- ral en las interacciones entre las gentes y las cosas, de tal manera que resulta posible organizar la búsqueda del sentido, si no programarla, en lugar de quedar reducidos a esperar que la revelación advenga de pura suerte, por gracia o por accidente. Eso supone, cuando menos, el reco- nocimiento de cierta cohesión (tal vez también de alguna forma de “in- herencia”, según expresión de Merleau-Ponty8) entre las magnitudes de diversos órdenes que están en juego: entre un hacer y otro hacer, o en- tre un hacer y el estado resultante. En otros términos, el estado de alma, la “pasión”, y más generalmente el padecer, cuya experiencia de orden estésico constituye evidentemente una parte esencial, no se plantearán ya como la antítesis de la “razón”, sino que serán considerados desde el punto de vista de la manera como se articulan con el hacer (con la “ac- ción”) del sujeto, y más especialmente con la manera de interactuar con el objeto –o con otro sujeto–, ajustándose en acto. Solo, en efecto, un de- terminado modo de “ajuste” [adecuación] (el término se encuentra en Greimas: De l’I., 40), una forma u otra de permeabilidad y de sintonía, en definitiva de orden somático, entre elementos copresentes en el es- pacio o articulados en el tiempo puede dar, poco a poco, un sentido, si no a “la vida” en general, por lo menos a la copresencia de los sujetos, a su

8 Sobre la noción de inherencia, tal como ha sido retomada en semiótica, cf. Fr. Marsciani, “Le goût et le Nouveau Monde”, en “Sémiotique gourmande”, Nouveaux Actes Sémiotiques, op. cit. Primera p arte: de la junción a la unión 67 estar-conjuntos, y eso no en un “mundo otro”, por así decir trascenden- te, sino, hic et nunc, en la inmanencia sensible de la existencia cotidiana. De manera más general, se podría decir que ese paso de lo discon- tinuo a lo no discontinuo da cuenta del paso de la discordancia a las diferentes formas de armonía donde las partes se arreglarán entre sí para construir un todo que se sostenga a sí mismo. Podemos pensar, por ejemplo, en lo que cambia entre el momento en que los músicos de una orquesta “afinan” sus instrumentos cada uno por su lado (o a lo sumo de dos en dos, o de instrumento en instrumento) y, en esa me- dida, “no se ponen de acuerdo” entre sí –de donde surge ese efecto de cacofonía y de “caos” (posición 3 del esquema)–, y el momento siguien- te (indicado en 4), cuando, por el contrario, comienzan a tocar todos juntos, precisamente cuando se ponen de acuerdo unos con otros, es decir, cuando ajustan sus diferencias (sin neutralizarlas), haciendo que “se acoplen” unos con otros: la cacofonía se transforma entonces en sinfonía. Paralelamente, si por continuo en sentido estricto se designa un sintagma hecho únicamente de la repetición indefinida del (o de los) mismo(s) elemento(s) –monotonía perfecta, representable, por ejemplo, por un mismo sonido indefinidamente “mantenido” (posición1 del es- quema)–, queda claro que un sintagma semejante se opone tanto a la cacofonía representada por lo discontinuo en sentido estricto, pura al- teridad de los componentes, de unos con respecto a los otros (posición 3), como a la armonía sinfónica que se puede oír con la aparición de lo no discontinuo, configuración en la que los elementos se ajustan unos con otros, y tienden por eso mismo a crear un efecto de diversidad –de vida– en el interior de una unidad englobante dotada en sí misma de sentido (según la posición 4, de nuevo). Para prever, por lo demás, algunos de los valores que los términos polares de la categoría de base que aquí opera –lo continuo y lo dis- continuo– pueden teóricamente adquirir no solamente bajo el ángulo estésico, sino también más generalmente en términos ideológicos, hay que advertir que tanto uno como otro tienen grandes posibilidades de aparecer, en numerosos contextos, como muy cercanos de lo intolerable, y hasta de lo “mortal” en sus efectos. Así, lo continuo, por poco que se manifieste con insistencia, por ejemplo en el plano de la percepción visual o sonora –ya como repetición indefinida, ya como persistencia inmutable–, se convierte rápidamente en insoportable. Por su parte, el caos total, o la inconstancia radical que sería el equivalente de un dis- continuo en estado puro, donde no se pudiese uno fiar absolutamen- 68 Eric Landowski

te de nada, donde ninguna regularidad pudiera ser identificable, se- ría igualmente insoportable. No obstante, aunque esos dos extremos nos parezcan, en ese sentido, igualmente “inhumanos”, no lo son de la misma manera: mientras que lo continuo nos llevaría, en términos schopenhauerianos (y también, como lo hemos constatado, “greima- sianos”), a hacernos morir de tedio (porque es siempre lo mismo lo que acontece), lo discontinuo nos llevaría más bien al polo del dolor (la ca- cofonía perfora los oídos). Además, las variables de orden aspectual en torno a las cuales se articula implícitamente nuestro modelo (la iteratividad de lo rutinario, la puntualidad de lo accidental, etc.) son bastante generales para que el dispositivo valga, en principio, también para dimensiones de la expe- riencia distintas de las temporales. Por ejemplo, en primer lugar, para la dimensión espacial. Para seguir por un momento a Greimas en su gusto por las realidades “de todos los días” (lejos, una vez más, de la “gran estética”), retengamos por un instante el tema del ordenamiento de los paisajes urbanos, y consideremos las diferentes maneras como dichos paisajes pueden llegar a hacer sentido, o no. Podemos tener, pa- ra empezar, configuraciones de tipo barrio industrial “a la europea”, con filas sin fin de casas idénticas, pegadas unas a otras: realización -ba nal de un continuo donde el exceso de cohesión, y por consiguiente de previsibilidad, contiene todas las probabilidades de inducir un efecto de monotonía desesperante; tal sería el ejemplo típico del paisaje “dese- mantizado” (posición 1). En el polo opuesto, igualmente estereotipado aunque más pretencioso, tendremos (en 3) el estilo del barrio “chic” –a la americana, se entiende–, mezcolanza más o menos extravagante de estilos desprovistos de toda coherencia, caos urbanístico o capricho arquitectónico, que, en términos estéticos, engendra el sinsentido. Pero, complementariamente, vemos cómo se podría poner remedio a una y otra de esas formas de lo inhabitable: de un lado (pasando de 1 a 2), por medio de un urbanismo que trate de romper la monoto- nía, de modular la uniformidad introduciendo un poco de “desorden”, de “inesperado”, o de “pintoresco” en el decorado, en una palabra, de “fantasía”, es decir, de lo no continuo –sin sobrepasar, claro está, ciertos límites, pues en tal caso, correríamos rápidamente el riesgo de caer en lo discontinuo (remontando de 2 a 3 según una implicación lógica, a la vez prevista por el modelo y comúnmente constatable en las realidades empíricas de las que pretendemos dar cuenta)–; y de otro lado (yendo de 3 a 4), por medio de estrategias orientadas, por el contrario, a la pro- Primera p arte: de la junción a la unión 69 moción de lo no discontinuo, tratando simplemente de introducir, fren- te a la proliferación de estilos, un mínimo de cohesión: corresponde evidentemente a la municipalidad, instancia homogeneizante, poner en práctica un principio unificador de ese género, aunque solo fuera plantando, por ejemplo, unas filas de árboles, o instalando un sistema de alumbrado público susceptible de dar a la ciudad un semblante de homogeneidad (si no de armonía), a pesar del carácter heteróclito de las opciones “estéticas” locales. La lectura de De la imperfección invita, pues, a multiplicar las vías de acceso a la inteligibilidad de lo sensible. Hemos distinguido dos gran- des líneas de interpretación, una catastrofista –rutina y accidente– y otra constructivista. La segunda se orienta hacia configuraciones en las que la presencia de un sentido se hace sentir de un modo “melódi- co” o “armónico”, que suponen, a su vez, el reconocimiento de un rol igualmente activo en los dos participantes –sujeto y objeto– implicados en los procesos de construcción del sentido. A esta última lectura nos atendremos en adelante. Ante todo, porque es la única que nos pare- ce conforme con la actitud epistemológica adoptada por Greimas a lo largo de todas sus obras, pero además, y sobre todo, porque, como se verá por lo que sigue, abre numerosas pistas nuevas para el avance de la investigación.

Capítulo 3 Sentido e interacción

3.1 Junción versus unión

Con la perspectiva de los años, resulta bastante fácil medir hoy la relatividad de los modelos elaborados en semiótica durante los años 1970-1980, cuando se trataba de construir las bases de una gramática narrativa, es decir, en realidad, de una teoría de la acción, y sobre todo, de la interacción. Esta noción, esencial en la perspectiva de un análisis sociosemiótico de las condiciones de emergencia y de captación de la significación, supone, en todos los casos, al menos dos actantes, entre los cuales interviene, por hipótesis, alguna relación de carácter dinámi- co, un proceso del cual resultarán determinadas transformaciones que pueden afectar a una o a otra de las dos partes, cuando no a las dos, y por lo mismo, probablemente, a la naturaleza misma de sus relaciones. A partir de ahí, son concebibles diversos tipos de modelos, a fin de formalizar y de describir después empíricamente el funcionamiento, los efectos y, en definitiva, el sentido de las relaciones y de los procesos observables en ese marco. Ahora bien, como sabemos, la arquitectura de los modelos que se ponen en marcha depende siempre, en parte, de las mallas de lectura a las que, a veces casi sin darnos cuenta, recurri- mos en el estadio de observación intuitiva inicial. Y desde ese punto de vista, nos podemos dar cuenta ahora, retrospectivamente, de que la inspiración lingüística, y hasta gramatical, que dominaba en aquella

[71] 72 Eric Landowski

época, tuvo por efecto centrar la atención en una sola de entre las di- versas formas posibles de interacción, y lo que es peor, si lo pensamos bien, en una forma bastante extraña, en el fondo.

3.1.1 La junción: una economía narrativa

Para dar cuenta de las peripecias de la historia, grande o pequeña, se recurrió, en efecto, a un principio de reducción consistente en hacer como si los protagonistas –los actantes “sujetos”– no actuasen jamás directamente los unos con los otros, o contra los otros, sino solamente con actantes “objetos”, terceros elementos a los que se consideraba car- gados de valor y, a la vez, separables de los sujetos, y destinados, por ese hecho, a circular de mano en mano entre los sujetos*. Dicho de otro modo, en lugar de dejar abierto el abanico de los modos de aprehensión de las cosas tales como se presentan en la vida misma (considerando “la vida” como una suerte de gran discurso), se ha prejuzgado en gran medida sobre su modo de organización, dando por hecho que el único instrumento válido para dar cuenta de ella tenía que ser aquel, bastan- te particular sin duda, pero el único verdaderamente familiar para los análisis del momento, que preside las relaciones sintácticas entre suje- tos, predicados y objetos en el universo de la gramática. De todo ello resultó un modelo de sintaxis narrativa que ofrece, sin duda, la ventaja de prestarse fácilmente a una cierta formalización, cu- yo alcance, en contrapartida, se halla estrechamente limitado por una serie de restricciones a priori. En la base de esa gramática, se encuentra la hipótesis de que todas las fluctuaciones de estado que afectan a los sujetos dependen únicamente de las operaciones de junción que los po- nen en posesión de los objetos de valor (conjunción) o que los separan y los privan de ellos (disjunción). Tal modelo se justifica plenamente mien- tras se razona teniendo en cuenta un espacio de referencia concebido como cerrado y saturado, dentro del cual todo lo que un protagonista pierde, otro debe necesariamente ganarlo. En un contexto como ese, se comprende que un sujeto pueda ponerse por meta esencial, si no única, conjuntarse con los objetos de sus deseos, o hacérselos atribuir transi- tivamente por otro, y que, correlativamente, los estados, eufóricos o

* Aunque esos “objetos” fueran seres humanos, capaces de actuar como “sujetos”. Por ejemplo, las mujeres [NdT]. Primera parte: de la junción a la unión 73 disfóricos, de los sujetos en presencia dependan únicamente, a cada instante, del resultado de las operaciones de transferencia de los obje- tos de valor: apropiaciones o atribuciones, privaciones o desposesiones. Y poco importa en tales casos que esos estados concuerden entre sí, como ocurre, por ejemplo, cuando sobre una base contractual o con espíritu “altruista”, la satisfacción de uno de los participantes presupo- ne la satisfacción del otro, o que, por el contrario, vayan en direcciones opuestas, como cuando la felicidad de uno es suficiente para provocar la desdicha del otro, envidioso o malévolo. Todo esto corresponde sin duda a una manera concebible de “inte- ractuar”. Atraer a sí, tomar, apropiarse de las riquezas, y con ello, aun- que no sea el objetivo primero de la operación, privar a un compañero o a un rival de esas mismas riquezas, o en sentido inverso, alejar de sí algún objeto aun deseable, separarse de él, eventualmente privarse de él, para intercambiarlo por otro, o con el único fin de beneficiar “gene- rosamente” a algún feliz elegido. Y todo constituye incontestablemente una manera de actuar sobre otro. Pero el hecho de privilegiar, en teoría como en el análisis, los desplazamientos o transferencias de objetos de valor, especialmente de orden pragmático, hasta el punto de considerar las variaciones que afectan los estados respectivos de los protagonis- tas y hasta la naturaleza de sus relaciones como exclusivamente y, por decirlo así, mecánicamente dependientes de la posición que ocupan en relación con ellos ciertos valores objetivados, no puede menos que sus- citar algunas implicaciones en el plano epistemológico. Lo que implica esa concepción de una intersubjetividad sistemática- mente mediatizada por los objetos, podemos resumirlo en una palabra diciendo que la gramática narrativa, tal como ha sido presentada en su forma clásica, se reduce a una economía de intercambios intersub- jetivos. Desde el material “tener más” hasta el “saber más” abstracto, todo termina por monetizarse en forma de valores, unos atesorables o consumibles, otros modales, y, en tal sentido, con vocación de transitar entre poseedores, actuales o virtuales, como mercancías que, por de- finición, están siempre a la espera de algún nuevo adquiridor. De ahí que, a veces, nos encontremos con un género de descripciones parti- cularmente artificiosas. Todo el mundo ha podido constatar, en efecto, a qué aberraciones puede conducir, en algunos analistas (¡y no única- mente los más novatos!), el gusto por la “formalización”, cueste lo que cueste, aliado a una posición previa y sistemática hacia la reificación de todos los valores: hablando con total serenidad, por ejemplo, de sujetos 74 Eric Landowski

“conjuntos con la felicidad” o “disjuntos de la libertad”, como si la liber- tad o la felicidad pudieran ser consideradas como cosas que, al modo de cualquier mercancía, tuviesen el estatuto de unidades discretas, men- surables y transferibles entre vendedores y compradores. De hecho, es la noción misma de junción, y especialmente la de conjunción, la que reclama un análisis conceptual más fino que el que se ha hecho hasta ahora. ¿Cuál es exactamente la naturaleza de la relación que se estable- ce entre sujeto y objeto en el momento de su “conjunción”? Para examinar esta cuestión, nos limitaremos a los casos en los que la conjunción pone en relación un sujeto con un objeto de naturaleza pragmática y no, como en los ejemplos que acabamos de comentar, con valores inmateriales como la libertad o la felicidad, o con atributos como la belleza o la juventud, aptos para inspirar fórmulas “clownescas” como embellecer = “conjuntarse con la belleza”, o “envejecer” = “disjuntarse de la juventud”. Es cierto que, desde el punto de vista sintáctico, todos los ob- jetos vienen a ser lo mismo. Pero no es menos cierto que tales fórmulas, que, por principio, tienen por finalidad transformar los enunciados tra- dicionalmente llamados calificativos (“ser grande”, “bello”, etc.) en enun- ciados de “junción”, tan extraños al genio de la lengua que a simple vista (“tener el grandor”, “la belleza”) solo se justifican –en rigor– desde un punto de vista estrictamente formal y práctico. Por otra parte, Greimas se resolvió a adoptar, en Semántica estructural, ese principio de reducción únicamente para asegurar la homogeneidad del lenguaje de descripción (y no sobre la base de consideraciones teóricas). Lamentablemente, lo que no era al principio más que una comodidad de escritura quedó ensegui- da instituido, por otros, en dogma y en práctica escolar automatizada. A pesar de estas reservas, el modelo narrativo clásico no es capaz de dar una respuesta explícita a nuestra cuestión, concerniente a la natu- raleza exacta de la relación que se establece entre el sujeto, considerado como un todo –como una “persona”–, y el objeto –el objeto material y palpable, cosa o cuerpo– en el momento de su “conjunción”. Todo pare- ce indicar, sin embargo, que se trata, ante todo, de una relación de sim- ple yuxtaposición en el espacio. A contrario, el objeto del que el sujeto se halla “disjunto” está siempre, práctica o imaginariamente, alejado; se lo ve como fuera de alcance, y por eso mismo, deseado; en términos mí- ticos, pertenece al espacio utópico, es decir, al espacio del Otro, a quien será necesario arrebatárselo para poder apropiárselo. La conjunción, en contrapartida, es ante todo una operación de acercamiento espacial entre los términos de la relación. Pero, al mismo tiempo, al menos en Primera parte: de la junción a la unión 75 superficie, el acto conjuntivo desemboca en el establecimiento de una relación de dominación, cuya forma arquetípica es la de la relación de propiedad: desde el momento en que está conjunto con el sujeto, el ob- jeto se convierte en su cosa para él; este tiene todo el poder sobre ella, ella “le” pertenece; está cerca de él y al mismo tiempo a su disposición: él la posee. Aunque parece que nadie le ha prestado gran atención, la terminología metalingüística lo ha dicho siempre explícitamente: las operaciones juntivas constituyen “apropiaciones”, “desposesiones”, etc. Más en superficie, esa relación fundamental de posesión puede tra- ducirse luego de diferentes maneras, particularmente por la consunción. Adquirirá entonces la forma de una absorción –consunción o fusión–, o la forma de una monopolización, es decir, de una salida del circuito de los intercambios: hablamos entonces de atesoramiento cuando se trata de bienes materiales, y de secuestro cuando, como en ciertas relaciones impropiamente calificadas de “amorosas”, el objeto poseído y celosa- mente monopolizado presenta, desde el punto de vista actorial, el es- tatuto de una persona. En fin, cuando se trate de objetos cuyo valor es de orden modal, la consunción propiamente dicha deja lugar al uso del objeto: por ejemplo, el sujeto ejercerá el “poder” que ha podido adqui- rir, o sacará partido de su “saber” a la hora de la acción. Mientras que la consunción de los valores materiales tiende lo más frecuentemente a su aniquilación, el uso de los valores modales, así como su comunicación (llamada “participativa”), no afecta su integridad (aunque no se puede excluir completamente su “desgaste”; pero ese es otro problema)1. Lo que sobre todo importa en todo esto es que entre sujeto y ob- jeto se mantiene, de comienzo a fin, una relación de exterioridad. Aun en el caso extremo en que el objeto es alimento y donde la conjunción adquiere la forma de una anulación física del objeto en el cuerpo del sujeto, el poseedor-manducador y lo que come permanecen estricta- mente como ellos mismos hasta el último momento, hasta el instante mismo de la toma de posesión y de la absorción destructora del uno por el otro. Se pasa entonces, sin solución de continuidad, de la sepa- ración y de la diferencia, es decir, del estado de disjunción, a su opues- to, como si, antes de fusionarse, sujeto y objeto no tuviesen ninguna otra relación que la que consiste en ser, respectivamente, el sujeto y el objeto de una misma apetencia. Porque, de una manera general, en

1 Sobre el “desgaste” del poder, cf. Presencias del otro, op. cit., pp. 140-142. 76 Eric Landowski

el modelo juntivo no hay lugar previsto, entre independencia de los actantes, aun a distancia, y su fusión, que por definición los reduce a una sola y única identidad, para una forma de interacción que respete la autonomía de las partes, permitiendo al mismo tiempo una comuni- cación profunda entre ellas. Y si, una vez cumplida la operación juntiva final (en este caso, la absorción del objeto comido por el sujeto que se alimenta con él), el esquema narrativo no tiene nada que decirnos de lo que sucede con las relaciones entre los dos protagonistas (o, es el momento de decirlo, entre los dos “conjuntados”), ni tampoco nos dice nada de los proce- sos ulteriores de asimilación del objeto por el organismo del sujeto, ni de las mezclas y metamorfosis de identidades que se pueden adivinar entre actantes en ese estadio del proceso, es aparentemente porque se pasa entonces, si no a otra semiótica, al menos a otro aspecto de aquella que conocemos, a una semiótica de la materia, que está aún por elabo- rar en su totalidad2.

3.1.2 La unión: el régimen de la copresencia

Se puede imaginar, sin embargo, un esquema completamente diferen- te, aunque lógicamente complementario, donde los estados de alma de los protagonistas, y también, hay que añadir, sus estados somáticos, no dependerían única y totalmente de las regulaciones sintácticas de sus estados de junción con los objetos, sino donde las variaciones concer- nientes a lo que experimentan “en cuerpo y alma” a lo largo del tiempo resultarían directamente, por lo menos en parte, de relaciones de co- presencia mutua, cara a cara o cuerpo a cuerpo, no solamente de sujeto a sujeto, sino también entre sujetos y objetos, a condición, sin embargo, de redefinir el estatuto de lo que recubren esas denominaciones. En el régimen de la copresencia, cuyos principios nos proponemos despejar, los “objetos” no quedarán, en efecto, reducidos a simples magnitudes intercambiables, cuyo valor se aprecia solamente sobre la base de criterios de orden funcional, fijados por referencia a los progra-

2 Únicamente Françoise Bastide había emprendido, en los años ochenta, un trabajo semiótico que iba en ese sentido. Fue interrumpido por su muerte prematura. Cf. Fr. Bastide, “Le traitement de la matière. Opérations élémen- taires”, Actes Sémiotiques-Documents, IX, 89, 1987, 27 pp. (con un prólogo de A.J. Greimas). Primera parte: de la junción a la unión 77 mas de acción predefinidos de los sujetos. Los mismos objetos serán aprehendidos ahí, por el contrario, en cuanto realidades materiales ca- paces de hacer inmediatamente sentido gracias a las cualidades sensi- bles que los “sujetos” podrán descubrir en ellos; pero los sujetos serán también redefinidos desde el punto de vista de su estatuto y de sus competencias, pues se verán dotados en adelante de algo esencial que les faltaba en el régimen de la junción: sencillamente, de un cuerpo, y por lo mismo, de órganos sensoriales. En ese sentido, aquellos que hasta ahora eran, a lo sumo, inteligentes –capaces de conocer, de juzgar, de decidir, de evaluar a distancia y como desde fuera su relación con el mundo y con el otro–, serán además sensibles, es decir, directamente, sensualmente, o en todo caso, sensorialmente receptivos ante las cuali- dades inherentes a la misma de los “objetos” –gentes y cosas– con los que entrarán en relación. La mecánica de las operaciones de junción entre actores programa- dos y valores objetivados, va a ser sustituida ahora por la infinita diver- sidad de las formas que puede adoptar esa relación que convendremos en llamar de aquí en adelante (a fin de marcar explícitamente el paso de un régimen a otro) no ya en términos de “junción”, sino en términos de unión: unión entre un ego y su otro, cualquiera que sea la forma que re- vista ocurrencialmente esa alteridad –alter ego–, objeto de arte o de uso cotidiano, o simple fragmento del mundo natural. Pero el paso de uno a otro régimen supone un cambio de perspectiva que es necesario expli- citar. Según la problemática de la junción, los sujetos y los objetos son descritos desde el único punto de vista de las posiciones relativas que ocupan sucesivamente a lo largo de sus “recorridos narrativos”: un su- jeto puede, por turno, encontrarse separado de su objeto (estado de dis- junción), aproximarse o alejarse de él (hacer conjuntivo o disyuntivo), o estar “conjunto” con el objeto, y esto bajo un modo que puede ir, como hemos visto, de la yuxtaposición (S posee O) a la fusión (S absorbe O, o a la inversa), pasando por el uso (S se sirve de O). La problemática de la unión es totalmente distinta en lo que concierne no tanto a los estados juntivos sucesivos como a lo que pasa entre los actantes, o mejor aún, a lo que pasa, estésicamente y a cada instante, de uno a otro, cualquiera que sea su estado de junción momentánea. Porque, disjuntos o conjuntos, los actantes interactúan entre sí por el solo hecho de su copresencia, sea inmediata o más o menos a distancia, desde el momento en que uno de ellos, por lo menos, está en condiciones de sentir estésicamente al otro, de experimentar en sí mismo la manera de estar en el mundo del otro. 78 Eric Landowski

Contrariamente a lo que corre el riesgo de sugerir el término, la “unión” no es un estado –ni un estado de conjunción de cierto tipo, ni, menos aún, un estado de fusión–. Es un modo de interacción (y, por lo mismo, de construcción de sentido), condicionado por la sola copre- sencia de los actantes, por la sola posibilidad material de una relación sensible entre ellos. Recubre configuraciones muy diversas, pero que tienen todas en común el hecho de articularse por medio de contactos estésicos, a favor de los cuales dos o más unidades, inicialmente pro- puestas como distintas, llegan, ajustándose entre sí (unilateralmente o recíprocamente), a constituir en conjunto, al menos por cierto tiempo, una entidad compleja nueva, una totalidad inédita. En ese sentido, las presentes proposiciones constituyen al mismo tiempo una prolonga- ción de las reflexiones esbozadas en los años setenta sobre la consti- tución de los actantes colectivos, y una renovación radical de dicha reflexión, por el hecho de que integramos ahora en ella la dimensión, entonces ignorada, de las relaciones sensibles entre actantes3. En térmi- nos de grados de intimidad entre protagonistas, se podría decir que la unión es bastante menos que la conjunción-fusión: pues no anula las iden- tidades respectivas, sino que, a la inversa, las mantiene en su propia autonomía y tiende incluso con frecuencia a exaltarlas, poniéndolas en comunicación. Y al mismo tiempo, sin embargo, es también mucho más que la conjunción-posesión (o apropiación), en el sentido en que deja lugar entre “partenaires” para un tipo de relaciones que podemos caracteri- zar provisionalmente como pertenecientes al orden de la influencia, re- cíproca con frecuencia, o al de una participación mutua. Sin tener nada de necesariamente místico, un modo semejante de relación va mucho más allá de las relaciones superficiales de promiscuidad (más que de verdadera proximidad) y de dominación unilateral que recubre casi siempre la noción de conjunción4.

3 Cf. A.J. Greimas y E. Landowski, “Analyse sémiotique d’un discours juri- dique”, Documents et prépublications, Urbino, CISL, 1971; reeditado en A.J. Greimas, Sémiotique et sciences sociales, París, Seuil, 1976. [En español: Semiótica y ciencias sociales, Madrid, Fragua, 1980]. 4 Sobre estos diversos puntos, nos desmarcamos de recientes proposiciones avanzadas por Herman Parret, que, por momentos, parece asimilar las nocio- nes de “junción” y de “fusión” y, en otros, opone la “fusión de los sujetos” a su “simple junción”, dejando, por lo demás, en suspenso la idea (¿comple- mentaria?) de “comunión” (La voix et son temps, Bruxelles, De Boeck, 2002, pp. 39, 143, 160, 173). Primera parte: de la junción a la unión 79

Tomemos aquí de nuevo el ejemplo del objeto alimento. A primera vista, la gramática de las relaciones posibles con ese tipo de objetos se reduce a una alternativa de tipo juntivo que no podría ser ni más sim- ple ni más categórica: o bien el sujeto está disjunto del objeto de valor, y entonces se dice que tiene hambre, o bien la conjunción ya ha tenido lugar, en cuyo caso podemos suponer, por el contrario, que está saciado, más o menos, por supuesto. Antes de la conjunción-consunción, el ob- jeto tenía una existencia autónoma manifestada por una forma, y pro- piedades físico-químicas que evidentemente ha perdido para siempre por efecto de la masticación, primero, y, luego, de la digestión: en la óp- tica de la junción, la comida constituye sin lugar a dudas una auténtica catástrofe para el objeto; para el sujeto, en cambio, puede ser un peque- ño milagro, pero igualmente puntual. De hecho, antes de la consun- ción, no conocía –no verdaderamente– el objeto (a no ser de oídas o por reminiscencia), y solamente comiéndolo descubre –comprueba– exacta- mente el sabor. Y en el mejor de los casos, es decir, aun suponiendo que ese sabor le guste, una vez pasado el “deslumbramiento”, correrá grave riesgo, siempre desde la óptica juntiva, de que no le quede más que “un resabio de la imperfección”5. Porque en ese régimen, el sujeto y el ob- jeto solo entran en comunicación en el instante mismo en que uno toma posesión del otro. Antes, eran absolutamente impermeables uno a otro, y después, uno de los dos desaparece, fundido en el otro. En el régimen de la unión, las identidades son concebidas, por el contrario, como fundamentalmente permeables unas a otras y como capaces de comunicarse entre sí de modo no discontinuo. Y eso hasta los casos límite como el del alimento. Recordemos a este propósito el bello pasaje de la Fisiología del gusto, de Brillat-Savarin, sobre la fritura, páginas revaloradas antaño por Barthes y más recientemente escruta- das con mirada de semiótico por Gianfranco Marrone6. Lo que surge de esa superposición de comentarios es que una fri- tura no es solamente un objeto de consunción con el que un gourmet se “conjuntará” puntualmente en su momento, una vez que el plato esté debidamente preparado y extraído de su más allá mítico (la cocina). De

5 De la imperfección, op. cit., p. 72 (donde Greimas coincide con Raymond Queneau y con el duque de Auge). 6 G. Marrone, “Réception et construction de l’objet du goût chez Brillat- Savarin”, en “Sémiotique gourmande”, Nouveaux Actes Sémiotiques, X, 55-56, 1998. 80 Eric Landowski

hecho, la fritura es a la vez por lo menos dos cosas que, al darse a sen- tir una y otra, tienen el poder de actuar mucho más allá del momento mismo de la ingestión. Es ante todo una consistencia específica del alimento, consistencia que el gourmet experimenta sinestésicamente (porque además del gusto y del olfato, compromete también cierta cualidad auditiva y táctil, lo crujiente), antes incluso de hacerlo crujir. Y es también, más ampliamente, una verdadera disposición general del cuerpo y del espíritu, casi una manera de estar-en-el-mundo. A este propósito hay que distinguir aquí entre el que simplemente come y el gourmet. El primero, que se limita, si nos atrevemos a decirlo, a la alternancia de los momentos de relleno y de vaciado de su cuerpo, solo tiene una relación funcional y puntual con el alimento: su visión de las cosas es exactamente de tipo a la vez juntivo, cuantitativo y hasta tensivo (dado que, desde el ayuno a la indigestión, todos los grados de la “junción” pueden entrar en consideración). El gourmet mantiene, en cambio, con lo que come, con lo que cocina, y hasta con aquello de lo que habla con otros en términos de gastronomía, una relación cualitativa modulada aspectualmente, en la que se integra la duración, y estésicamente cargada de contenidos que se intercambian en pie de igualdad, por decirlo así, entre él, sujeto, y una materia-objeto elevada a la dignidad de un casi-sujeto. Brevemente, comer representa para él una experiencia total, casi en el mismo sentido en que se habla de “hecho social total”. Así, pues, pasar del régimen juntivo al régimen de la unión no consiste solamente en abandonar el universo de las relaciones categoriales y entrar en un campo de relaciones aspectualizadas (y por consiguiente “tensivas”); es también, y a nuestro modo de ver, sobre todo, pasar de la función a la experiencia, es decir, de una visión económica a una concepción existencial de la vida7. Es, en todo caso, situarse en un

7 Las distinciones así establecidas pueden acercarse a dos formas de relaciones que constituyen, según Sartre, por un lado, el “simple deseo del objeto”, que hace del sujeto y del objeto dos sustancias independientes, unidas (nosotros diríamos más bien conjuntas) durante un tiempo por relaciones externas tales que “el objeto poseído no es realmente afectado por el acto de apropiación”, y por otro lado, “el deseo de unirse al objeto por una relación interna”, asimi- lable a la relación denominada aquí unión (El ser y la nada, Madrid, Alianza Editorial, 1991, p. 611). Primera parte: de la junción a la unión 81 plano dentro del cual las entidades van a poder comunicarse entre sí e interactuar mediante algo que hay que concebir como una relación generalizada entre los cuerpos, cuerpos-objetos con sus consistencias propias y con el conjunto de sus cualidades sensibles, y cuerpos-sujetos capaces de sentir esas cualidades y de probarse [experimentarse] a sí mismos con su contacto.

3.1.3 La identidad en juego: ser y devenir

“Junción” o “unión”, siempre se da el caso de que, lo mismo en un ré- gimen que en otro, lo que denominamos interacción termina por regla general, casi por definición, en alguna transformación de por lo menos uno de los participantes en presencia, y probablemente, de hecho, de los dos con mucha frecuencia. Pero es preciso analizar aquí las delica- das diferencias que se presentan entre tipos de transformaciones posi- bles, en términos de naturaleza y de grado al mismo tiempo. Por lo que concierne al régimen de la junción, dejaremos provisionalmente de lado el caso particular de la conjunción-fusión, donde uno (al menos) de los actantes pierde de hecho su identidad, y nos limitaremos al caso más general de la conjunción vista en términos de contigüidad espacial entre actantes, y a partir de ahí, de posesión y de dominación. A primera vista, lo que caracteriza a las interacciones inscritas en ese marco por oposición a las que dependen del régimen de la unión, es que no cambian en el fondo nada esencial. Cualesquiera que puedan ser la extensión y la importancia de las transformaciones funcionales inducidas por las operaciones conjuntivas o disjuntivas que las afectan, los actantes, como vamos a ver, permanecen siempre, fundamentalmente, existencialmente, idénticos a sí mismos. Es cierto que los protagonistas pueden intercambiar entre sí, o darse, o robarse unos a otros todos los objetos de valor imaginables –riquezas, informaciones, armas, dinero, mujeres, prestigio– y acrecentar o reducir con eso la amplitud de su poder-hacer respectivo, y en términos más amplios, su grado de satisfacción en la existencia; pero –y ese es el punto decisivo– sin llegar no obstante a alterar cualitativamente, en un plano más global, ni el objetivo general –el “proyecto de vida”– que sirve de fundamento a su identidad, ni el de sus participantes o el de sus adversarios. Pongamos como ejemplo el recorrido imaginario del joven arribista a lo Balzac: su sueño consiste en llegar a París y, una vez allí, convertir- se lo más rápidamente posible en un hombre rico, poderoso, por tanto, 82 Eric Landowski

adulado; a fuerza de ahínco, y gracias al apoyo discreto de algún pro- tector bien colocado, lo veremos muy pronto a la cabeza de los millones codiciados, y envidiado entre sus pares. Todo lo que le faltaba ya lo tiene ahora, y la abundancia, la plenitud, casi excesiva, han sustituido a su alrededor a la carencia, al vacío, a lo insuficiente. Todo eso se puede leer en su rostro, que, a imagen de su cartera que va engordando, ha adquirido también un aspecto interesante. Inflado de su nueva impor- tancia, se tiene por un hombre “rico” en todos los planos. Y sin embar- go, por indiscutibles que sean todos esos cambios factuales –más peso, más poder, más dinero, más placeres, en suma, más de todo–, nada hay en todo eso que, en rigor, permita afirmar que nos hallemos ante un hombre transformado. Metamorfoseado, tal vez, aumentado, inflado, engrosado todo lo que se quiera por todas las “conjunciones” posibles, y, no obstante, ¡siempre estrictamente el mismo! Porque con su nueva fortuna y con todas las buenas fortunas que ella pueda proporcionarle, no ha hecho nada mejor, a fin de cuentas, que seguir siendo exactamente lo que ya era, puntualmente, desde el origen. Lo que es hoy lo era ya desde el comienzo, exactamente con los mismos rasgos, de acuerdo con una imaginería estereotipada indisociable de las “ambiciones juveniles” de un joven de su época y de su medio. Realizando su “sueño”, es decir, poniendo en práctica un programa cuyo contenido era de parte a parte y desde el origen socialmente (o en todo caso, literariamente) preestablecido, no ha cambiado en absoluto en relación con lo que era al comenzar, sino que, a lo más, ha dado testimonio de su adhesión a un proyecto de vida trazado de antemano. No ha hecho en el fondo otra cosa que reafirmar día a día, reificándola en las prácticas cotidianas, una identidad cuyos contornos estaban ya fijados. En esas condiciones, no sería suficiente decir que, una vez ins- talado en su posición de nuevo rico y de hombre feliz, continúa siendo, a pesar de las apariencias, lo que siempre ha sido; en verdad, hace algo más que eso: lo que es desde siempre, lo es ahora superlativamente. Y lo que se complace en resaltar de manera ostentosa ahora que lo tiene todo, es simplemente el estatuto de poseedor que era ya secreta- mente, en potencia, mientras no poseía nada. Mejor aún, la condición del poseedor que seguirá siendo toda la vida, pase lo que pase, incluso cuando se arruine si por un vuelco nada improbable de la suerte, se vuelve a encontrar un día desposeído de su oro y de todo lo demás. Pues la experiencia de la “ruina” solo puede tener sentido, e incluso solo es pensable en cuanto tal (exactamente, por lo demás, como la Primera parte: de la junción a la unión 83 experiencia de la “indigencia” inicial o la de la “opulencia” adquirida después), como una de las etapas, la última, de un recorrido fundado de principio a fin en una sola y misma pasión económica, y más preci- samente, en un deseo de apropiación incansablemente orientado a los mismos objetos, a las mismas cosas y gentes primero codiciadas, luego poseídas, y un día, finalmente, perdidas otra vez. Devenir así, siempre más, lo que uno es desde siempre (en lugar de ser mínimamente aque- llo que uno está en vías de devenir), es ciertamente un tipo de recorrido posible, sin duda demasiado banal. Es preciso reconocer, en efecto, que toda vida consiste, en buena parte –la parte que corresponde al modelo juntivo, precisamente–, en la ejecución dócil de programas que el su- jeto no ha escogido, o no verdaderamente, y cuyo curso, al realizarlos, solo marginalmente puede modificar, simplemente porque, por mil ra- zones diferentes, se le imponen desde fuera. Pero, al mismo tiempo, ¿cómo, de otro lado, no ver que, incluso en este marco, hay lugar para sujetos que no se limitan a ejecutar mecáni- camente su “programa”? Por “condicionados”, por alienados que estén, por conformistas que sean, tendrán que tomar posición, en un momen- to dado (aunque solo sea la posición de distanciamiento), ante la suerte que se les ha impuesto, o en todo caso, decidir acerca del sentido (o del no sentido) que en su fuero interno creen posible descubrir en ello. ¡Hagamos al menos esa apuesta metodológica y semiótica tanto como moral y filosófica! Si no, ¿cómo hablar de “identidades” y de “sujetos”? ¿Y cómo entender la posibilidad de interacciones que no se inscribiesen por completo en los límites de programas y de recorridos previamente fijados? Para que los sujetos puedan transformarse, en acto, por sus re- laciones con sus semejantes o con el mundo que los rodea, es necesario con toda evidencia que no se hallen completamente encerrados dentro de esquemas de acción y de esquemas identitarios totalmente hechos, sino, por lo menos en algún grado, maleables, abiertos a las contingen- cias de la experiencia vivida, y aún mejor, disponibles. En ese caso, en lugar de partir exclusivamente en busca de conjun- ciones con objetos reconocidos de antemano como si fuesen los úni- cos que corresponden a lo que exige la realización de algún programa de vida convencional –suerte de confirmación tautológica de su iden- tidad propia–, el sujeto, dejando de proyectar lo existencial sobre lo funcional, deberá admitir que para conocerse no hay otro recurso que lanzarse a un recorrido ampliamente aleatorio de descubrimiento: des- cubrimiento no de lo que es (pues según esa perspectiva, nada está 84 Eric Landowski

de antemano completamente definido), sino de lo que está en vías de “devenir” –y eso en la inmanencia de sus relaciones de orden a la vez inteligible y sensible con el mundo que lo rodea–. De golpe, el progra- ma estereotipado puede dejar lugar a algún proyecto de vida auténtico, donde la aventura tendrá necesariamente su parte.

3.2 lógicas del valor

Solamente en relación con una noción de identidad redefinida diná- micamente, el régimen de la unión se hace concebible, y comienza a tener sentido la idea de encuentros efectivos, susceptibles de producir transformaciones verdaderamente profundas, concernientes, a la vez, a las relaciones entre protagonistas y a la relación misma que un sujeto mantiene de cara a su propio devenir. Indiquemos simplemente, por el momento, que esas interacciones, ejercidas por la mediación del plano sensible, pueden intervenir tanto de persona a persona como a partir de elementos no humanos, y particularmente a partir del contacto con las cosas mismas, incluidos, por supuesto, los textos y los objetos de arte, considerados unos y otros como sujetos o como casi-sujetos, sus- ceptibles de revelar al sujeto de referencia afectado por ellos una parte de sus propias potencialidades, influyendo, momentáneamente o más durablemente, sobre su manera de estar-en-el-mundo.

3.2.1 Tener o ser

Es posible que se nos objete que proyectar hipotéticas diferencias de grados de “profundidad” que afectan a los efectos de la interacción so- bre el reconocimiento de regímenes de interacción distintos responde a un proceder circular, por tanto trivial. Sin embargo, para que un ac- tante actúe sobre otro, es necesario, al menos, que de alguna manera se encuentre con ese otro y se confronte verdaderamente con él. Pues bien, eso es precisamente lo que excluye de entrada el régimen juntivo, puesto que, como hemos visto, los protagonistas jamás se ponen allí en contacto directo, sino, a lo sumo, por intermedio de valores reificados que circulan entre ellos. Todas sus relaciones se hallan mediatizadas por transferencias de orden objetal (gracias a las cuales, cada uno toma en cuenta exclusivamente la realización, por su propia cuenta, de un recorrido preprogramado); es la definición misma de ese régimen la que impide considerar en su marco cualquier relación de “influencia”, Primera parte: de la junción a la unión 85 o, como lo justificaremos más adelante, de “contagio”8. En las condicio- nes creadas por el modelo del intercambio y de la junción, los protago- nistas, en el mejor de los casos, solo pueden ayudarse mutuamente, y en el peor, entorpecerse unos a otros, funcionalmente, en la ejecución práctica de sus respectivos proyectos, acelerar o retardar, facilitar o complicar la marcha de sus recorridos, pero de ningún modo desviar su trayectoria. Dicho de otro modo, el efecto de las interacciones coloca- das bajo ese régimen solo puede consistir en confirmar o en reforzar lo mismo que ese régimen presupone, a saber, las distancias que separan, unas de otras, unidades ancladas cada una en su propia actitud. A decir verdad, el régimen alternativo, el de la copresencia y de la unión, manifiesta, mutatis mutandis, el mismo género de redundancia, pues permite confirmar también, por su funcionamiento, sus propias condiciones de posibilidad. De hecho, toda influencia en profundidad, de sujeto a sujeto, parece suponer algún grado de afinidades mutuas (o de “inherencia”) entre “partenaires” en trance de interactuar, en parte ya establecidas, como si, según la fórmula consagrada, fuese el “desti- no” el que hubiese vinculado a uno con otro. En todo caso, así como la sintaxis de las junciones confirma siem- pre una distancia fundamental, la de la unión tiende a sugerir, por construcción, la existencia de una proximidad establecida de antema- no entre actantes, a tal punto que, si su encuentro resulta feliz, adquie- re con frecuencia para ellos el sentido del retorno de una suerte de “déjà vécu” [“ya vivido”]9. Sea lo que fuere, las relaciones de tipo inmediato que se van a desarrollar ahora entre actantes tendrán el poder de afectarlos cualitativamente en su ser mismo, por oposición a las transferencias de tipo juntivo, las cuales solo conciernen al registro y a la cantidad de sus haberes. ¿No se dice, por ejemplo, que escuchando interpretar e interpretando a Haydn, el niño Mozart llegó a ser Mozart? Si tal fuera el caso, la partitura escrita por el primero –el maestro– no cumplió la función de un simple objeto de valor –objeto de conocimiento o de agrado– que el segundo –el alumno– hubiera querido apropiárselo, con

8 Cf. más adelante, capítulos 5 y 6. 9 Caso ejemplar desde este punto de vista, y que merecería ser analizado se- mióticamente, es el de Norbert Hanold en Gradiva, fantaisie pompéienne, de W. Jensen (1903), París, Gallimard, 1986. 86 Eric Landowski

el que hubiese deseado “conjuntarse” para liquidar alguna carencia, o incluso, con el que hubiera soñado “fundirse” por mero placer. Por el contrario, el llamado objeto, el texto, la cosa musical, interviene en este caso como un interactante en el sentido pleno del término, como un verdadero co-sujeto capaz, por su contacto intencional y dinámi- co, de poner estésicamente a prueba al joven músico, y a través de ese contacto en forma de prueba, de hacerlo ser, de una vez por todas, otro distinto del que era, de transformar sus potencialidades (sus “dones”) en una manera efectiva y nueva de estar-en-el-mundo; en una palabra, de revelarlo a sí mismo, y haciéndolo, de contribuir de manera decisiva a hacer nacer al futuro compositor. Una de las cuestiones que se plantean en este estudio consiste en saber hasta qué punto es posible llevar la diferencia entre los dos regí- menes de sentido y de interacción que venimos considerando, a la opo- sición entre una lógica fundada en el “ser” [être] y una lógica del “tener” [avoir]. Es cierto que el empleo de esos predicados en el metalenguaje semiótico no ha dejado nunca de plantear problemas. Decir que alguien “tiene fortuna” (o “riquezas”) o decir que “es rico”, ¿es afirmar dos veces exactamente la misma cosa? Según la gramática, las dos fórmulas serían funcionalmente equivalentes. Con una pequeña diferencia, sin embar- go. En el caso del enunciado atributivo –“tener dinero”–, se trata de su- jetos que parece que asumen, en cierto modo, además de lo que “son”, el rol, visto como más o menos accesorio y casi accidental, de poseedores de cantidades determinadas de bienes; fulano es así o asá, y además, se da el caso de que “tiene” una gruesa suma en el banco. Del otro lado, en cambio, con los enunciados calificativos del género “ser rico”, la po- sesión de los valores, cualquiera que sea la cantidad, constituye parte integrante de la definición cualitativa, existencial del sujeto, y su cuali- dad misma de “poseedor” aparece entonces como aquello que hace de él lo que es, no accidentalmente, sino, por así decirlo, por naturaleza: un afortunado, alguien que es “rico” –algo, medianamente, inmensamen- te–, como otros pudieran ser, de una vez por todas, “bellos” o “feos” (más o menos), “brutos” o “inteligentes”, etcétera. Para testificar el alcance de estas distinciones, volvamos por un instante al caso del joven arribista que marcha a la conquista de París: no carece, en efecto, de cierta ambigüedad en relación con el aspecto que nos ocupa. A pesar de que ha partido de nada y de que antaño se haya sentido despojado de todo, su satisfacción presente se debe menos a los goces pragmáticos que su holgura actual le permite, que a una Primera parte: de la junción a la unión 87 suerte de satisfacción moral: altivez por haber llegado a tener finalmente de qué vivir (incluso en demasía), y, sobre todo, satisfacción de orgullo unida a la seguridad íntima que ha adquirido de ser ahora, de veras, ante los otros, y también, lo más importante, a sus propios ojos, “un rico”. Desde este punto de vista, el “ser” prima para él sobre el “tener”. Y sin embargo, lo hemos caracterizado hace un momento por su vinculación con el tener, definiéndolo fundamentalmente como un “poseedor”. De hecho, nos encontramos ante un caso relativamente paradójico, en el sentido en que, en él, solamente por el “tener” se constituye y se define el “ser”: solo podrá evolucionar dentro de relaciones del tipo “posesión”, y solo se reconoce a sí mismo a través de ellas. En otros términos, se define por sus “propiedades” en el sentido primero de esa palabra, por las propiedades-posesiones, la mayor parte de ellas de carácter cuantificable, que ostenta porque le han sido conferidas desde fuera, o porque se las ha quitado a otro, y no por las propiedades-cualidades que podrían caracterizarlo desde el interior. Eso nos ha conducido a afirmar que incluso si un personaje de ese género solamente llega a ser lo que es (solo accede a su propia “entelequia”) en el momento en que llega a ser verdaderamente rico, era, no obstante, ya un auténtico poseedor, aunque se encontrase aún privado de todo, y lo seguirá siendo hasta el fin, aun cuando un día vuelva a quedar en la ruina.

Pero –paradoja suplementaria– las relaciones que un sujeto consti- tuido de ese modo puede establecer con los objetos que tanto le cuesta adquirir, no serán jamás relaciones de las que pueda nacer, entre ellos, alguna forma de connivencia, de inherencia o de intimidad. Porque un auténtico, un puro, un verdadero poseedor, un poseedor de alma ra- ramente es capaz de gozar de las cualidades inmanentes y específicas que un objeto puede presentar. Lo que basta para satisfacerlo es el he- cho mismo, o al menos el sentimiento –la certeza íntima– de poseerlo. Su placer supremo es, como se dice, un placer “celoso”, ante todo de or- den cognitivo: placer de saber (o de creer) que la cosa es absolutamente suya, que puede disponer de ella en todo momento, ejercer sobre ella sus derechos de propietario; en breve, que él es el único y todopode- roso dueño, hasta la destrucción, dado el caso. A esa forma de pasión de objeto, paradójicamente tan desatenta a las cualidades intrínsecas de las magnitudes poseídas, vemos de inmediato que se puede oponer otra; exactamente con idéntica relación a las mismas entidades coloca- das en posición de objetos: una pasión muy cercana y no obstante bien diferente, que, frente a las cosas y frente a las personas, consistiría en 88 Eric Landowski

gozar no ya en abstracto y como intelectualmente de la posesión de lo que se tiene, sino concretamente, sensualmente, intersubjetivamente e intersomáticamente, de sus “propiedades” específicas, es decir, de sus cualidades intrínsecas.

3.2.2 Poseedores y poseídos: del intercambio al gasto

Sea el objeto de valor por excelencia: el dinero. En relación con ese bien, es trivial constatar que para muchos (¡entre los que tienen los medios!), la única pasión imaginable es una pasión propiamente económica, de poseedor, orientada a la cantidad, una pasión especulativa, a la vez en sentido bursátil y según la acepción filosófica del término, es decir que cuando actúa en estado puro, conduce a contentarse (como buen capi- talista) con acumular en el banco, por tanto de manera muy abstracta, una riqueza que no tiene otra consistencia que la de puros juegos de escritura. Pero existe también, de cara al mismo objeto, una disposi- ción pasional completamente distinta, si no antitética, ciertamente tan fuerte, aunque menos difundida en nuestro mundo de lo “virtual”, que consiste en proyectar sobre el dinero, esta vez en cuanto especies con- tantes y sonantes, todas las pulsiones de una auténtica pasión estética e incluso estésica: placer propiamente erótico, en los verdaderos harpa- gons* [avaros], el de tener, el de acariciar, el de abrir el cofre, el de hun- dir en él las dos manos, el de palpar allí su oro, el de hacerlo deslizar como una cabellera o como un licor, el de respirar su olor… Y es que el dinero presenta, con toda evidencia, dos caras, entre las que se enlazan una serie de relaciones altamente reveladoras. Por un lado, el dinero –el capital, la moneda– es la abstracción misma: un puro “equivalente general”, como dicen los economistas. Representa el valor en estado puro, en forma inteligible y como inmaterial. Pero, por otro lado, el dinero es también, por comparación, la forma más impura que pueda darse del valor, su cara materializada y perfectamente sensible: no se trata ya del “dinero” en general, sino de aquello que parece haber constituido desde siempre su encarnación casi sagrada: el oro en una palabra. Bajo la primera forma, en su estado tanto mejor mensurable cuanto más descarnado está, el dinero tiende a presentarse como algo de lo que podemos o podríamos ser poseedores –por conjunción–; bajo la

* Harpagon: protagonista de El avaro, comedia de Molière [NdT]. Primera parte: de la junción a la unión 89 segunda, reviste imaginariamente los rasgos de una sustancia y hasta de un poder que amenaza a cada instante con poseernos haciendo que nos sintamos –esta vez bajo el modo de la unión– poseídos. En cuanto equivalente monetario, el dinero nos pone a distancia como si fuera una cosa, y nos aleja también de las cosas mismas al amparo de sus poderes de seducción, puesto que en tal caso se limita a “representar” la rique- za, una riqueza en verdad cuantificada (hasta la obsesión), aunque cua- litativamente aún indeterminada, y por tanto una riqueza cualquiera. El oro, en el extremo opuesto, es por su parte la seducción misma, ya que, en lugar de limitarse a valer por las riquezas posibles y como tales, ausentes, actualiza ante nosotros, aquí y ahora, en su propia materia, la presencia misma del valor –un valor concreto e inmediatamente apre- hensible, que se ofrece, por decirlo así, en persona y que se presta sin el menor pudor al contacto y como a una suerte de goce compartido entre sujeto y objeto, o mejor aún, en la ocurrencia, entre dos “poseídos”, uno en el modo del “ser”, otro en el modo del “tener”–. La primera perspectiva remite a la lógica calculadora y abstracta, utilitarista y pragmática de la junción. La vemos perfectamente ilus- trada, en particular, en los capítulos de Semiótica de las pasiones consa- grados a esas “pasiones de objeto” en que se convierten, bajo la pluma de los autores, no solamente el amor al dinero, sino también el amor a secas, reducidos, respectivamente, a un deseo abstracto de acumulación de riqueza y a la obsesión de una posesión exclusiva del otro, sin que se vislumbre la eventualidad de una relación sensible entre el sujeto “amante” y la sustancia misma de la cosa o del ser “amados”. La segun- da perspectiva, articulada figurativamente, coloca, al contrario, al suje- to en contacto directo con las propiedades significantes de los aspectos más sustanciales de la presencia del otro, y concuerda con las pasiones pródigas de la unión. Según el punto de vista juntivo, el actante sujeto, instalado como puro poseedor, no es de hecho más que un lugar de paso, un punto de intersección casi inmaterial entre dos trayectorias –la suya propia y la de los valores en circulación–, un espacio de tránsito vacío por natura- leza, donde el actante objeto hace escala por un momento en el curso de su recorrido, sin que nada, ni en cuanto al objeto mismo ni en cuanto al sujeto que lo acoge, corra el riesgo de ser duraderamente alterado por el hecho de su encuentro, o más restrictivamente, por el hecho de una “conjunción” que no representa en realidad más que una coincidencia factual entre dos entidades perfectamente independientes la una de la 90 Eric Landowski

otra. De suerte que no solamente los objetos aparecen, en esa óptica, como intercambiables, dado que se presentan como de igual valor, sino que los sujetos mismos se comportan correlativamente como entidades anónimas, prácticamente sin carne y sin cualidades propias, simples paradas funcionales en la ruta de los valores en movimiento. Sujetos y objetos adquieren, por el contrario, una sustancia y una consistencia propias –un cuerpo– desde que uno se coloca en la otra óptica, cualitativa y material, estética y estésica, de la copresencia y de la unión. En ese régimen, cualquiera que sea la suma exacta que pueda poseer, cualquiera que sea la cantidad de mi haber, puedo considerarme siempre, casi indiferentemente, como si fuese rico, o como lo contrario, porque el hecho de sentirme como tal no depende ya de ningún criterio pragmático preestablecido. Solo puede, en ese caso, determinar para mí el valor –el valor existencial– de los valores funcionales que poseo, la manera misma en que los experimento yo mismo en mi relación de copresencia con el objeto. Y si eso es así de cara a ese valor fungible por excelencia que es el dinero, será lo mismo, a fortiori, ante las otras magnitudes que pueda poseer como lugares de investimiento del va- lor: para el sujeto definido según el “ser”, nada, en último término, le será dado de antemano como si tuviera un precio determinado. A di- ferencia de las mercancías a la espera de la conjunción, cuyo valor de cambio aparece fijado en una etiqueta, convencional y funcionalmente detenido, el valor de ser del objeto en cuestión, aquel que reviste no en sí mismo y por referencia a algún criterio de evaluación contractualmen- te fijado, sino el que tiene aquí y ahora, “para mí”, solo se deja descubrir en el uso, o mejor, en la “probación” –en la experiencia que tengo de la cualidad específica de mi relación con el objeto en el momento mismo en que estoy viviendo esa relación–. Salimos entonces del campo de las relaciones económicas –el de las interacciones mediatizadas por los intercambios más o menos equi- librados entre cantidades mensurables de bienes– y entramos en el universo del gasto, el de relaciones cualitativas siempre únicas, con las propiedades sensibles intrínsecas de las gentes o de las cosas. Todo objeto, incluso el más ordinario, es susceptible desde ese momento, de gozar, respecto al sujeto que lo valoriza, de un estatuto cercano al de la obra de arte, o al del ser amado. Porque el objeto estético, lo mismo que el objeto patético (que se orienta a la pasión), se sitúan, estatuta- riamente y por construcción, en el extremo opuesto del dinero, o en todo caso, de la moneda: valores que no son ni reproductibles ni inter- Primera parte: de la junción a la unión 91 cambiables, que carecen de patrón de medida y de referencia; si uno los “ama”, lo hace fuera de todo cálculo, como si se tratase de objetos de elección perfectamente injustificables, como puros valores de por sí, situados más allá de toda comparación y más acá de toda “razón” par- ticular, porque solamente encuentran su fundamento en la unicidad de la relación misma.

Capítulo 4 Hacer signo, hacer sentido: regímenes de significación del cuerpo

En su empresa de exploración de los lugares más diversos de manifes- tación del sentido, la semiótica aborda hoy día formas de textualidad de carácter incierto, de las cuales resulta difícil decir a priori si es que pertenecen a regímenes de sentido ya explorados, aunque poco sistemá- ticamente estudiados todavía, o si su reconocimiento en curso equivale al descubrimiento de objetos o de terrenos verdaderamente nuevos. El cuerpo es uno de esos elementos ambiguos, a la vez extraño y familiar. Si, por un lado, nos es tan próximo que no logramos distinguirlo bien de lo que constituye nuestra identidad misma en cuanto personas, por otro lado, no obstante, esa familiaridad no impide en modo alguno que la mayor parte de nosotros vivamos en la ignorancia casi completa, y a veces deliberada, de las determinaciones “objetivas” de su funciona- miento. Porque eso que conocemos muy de cerca y, en cierto sentido, a las mil maravillas, nos parece al mismo tiempo lo menos reductible al estatuto de un objeto de conocimiento ordinario: como si ese cuerpo que es nosotros mismos tuviese, por naturaleza o por algún privilegio inex- plicable (o tal vez, justamente, por el simple hecho de ser nosotros mis- mos), vocación de escapar a los poderes de investigación de la ciencia. De hecho, en relación con nuestro cuerpo, más aún que en relación con otro objeto cualquiera, la práctica de una mirada externa, por ejem- plo médica, orientada a describirlo y a explicarlo en términos de funcio-

[93] 94 Eric Landowski

nes objetivables, se opone a la experiencia de una captación efectuada desde el interior, fundada en una “probación” [experimentación], cuya propiedad primera consiste, de arranque, subjetivamente, y es probable que también intersubjetivamente, en hacer sentido. Aunque solamente es intuitiva, esta distinción entre dos regímenes de mirada en relación con- sigo mismo resulta esencial para nosotros en la medida en que tiene por apuesta la posibilidad, o no, de construir una problemática del sentido que, integrando la dimensión del cuerpo, permita articular lo inteligible con lo sensible antes que separarlos y oponerlos, como es costumbre. Para avanzar en esa dirección, examinaremos a continuación dos concepcio- nes tradicionales, casi simétricas, del cuerpo y del sentido –la primera, que desemantiza el cuerpo; la segunda, que desencarna el sentido–, con la intención de superarlas a ambas y de proponer un acercamiento no dualista, que considere el cuerpo como realidad significante. Lo que estaría en juego a través de este examen sería la definición del tipo de positividad que la semiótica, siempre fiel al principio de empirismo, heredado de Hjelmslev, puede proponerse hoy por objeto. ¿Con qué título una realidad empírica como el cuerpo puede conver- tirse en objeto de nuestros análisis? ¿A título de “texto”? No es segu- ro que esa sea, en la ocurrencia, la única, ni siquiera la mejor opción posible desde el punto de vista terminológico, y sobre todo concep- tual. Trataremos de mostrar también que, al lado de las perspectivas de tipo sígnico que reducen el cuerpo a una superficie de inscripción textual descifrable mediante el conocimiento de un código de lectura adecuado, es posible otra problemática: una problemática del cuerpo en cuanto instancia discursiva viviente, y del sentido en cuanto producto de relaciones intersomáticas.

4.1 el cuerpo desemantizado

Nadie, por supuesto, discute la capacidad de las ciencias naturales para objetivar en forma de leyes (por naturaleza sujetas siempre a revisión) la mayor parte de las regularidades anatómicas, fisiológicas o patoló- gicas, que rigen el funcionamiento de nuestro organismo. No se puede decir, en sentido literal, que el cuerpo, en cuanto tal, exceda los po- deres de la Ciencia. Pero no es menos cierto que se encuentren muy pronto, en ese dominio, ciertos límites insuperables. La razón reside en que el cuerpo, en cuanto objeto de un saber científico, solo puede ser, por construcción –de acuerdo con una necesaria multiplicación de Primera parte: de la junción a la unión 95 los ángulos y de los niveles de aproximación–, un cuerpo parcelado, desmembrado, despedazado, “desglosado”, como se dice también del sentido en la perspectiva semiolingüística más clásica. Pues bien, aun viable desde un punto de vista funcional, un cuerpo considerado y tra- tado de esa manera, como si no fuera más que un agregado de órga- nos, solamente podría parecernos, a nosotros que, desde otro punto de vista, lo “habitamos”, como irreparablemente mutilado, como privado de algo absolutamente esencial –¿“alma”?, ¿“soplo vital”?, ¿“conciencia” de sí?, ¿presencia ante sí mismo?–, y que cualquiera que sea la termi- nología que se adopte, hace de nuestro propio cuerpo, para cada uno de nosotros, una totalidad irreductible, inmediatamente sentida como cargada de sentido. A tal punto que semeja en el fondo algo como un organismo muerto, que, por contraste, parece constituir el objeto de las ciencias llamadas, no obstante, “ciencias de la vida”, desde la bioquími- ca molecular hasta la medicina experimental. Desde el punto de vista positivista, que domina tradicionalmente el pensamiento y las prácticas médicas, los dos modos de aprehensión del cuerpo aquí en juego son evidentemente irreconciliables, y solo el primero –la mirada exterior y objetivante– se presenta como suscepti- ble de conducir a resultados válidos en el plano del conocimiento. En estricto rigor, hacer obra de ciencia solo puede consistir en extraer en teoría o en aplicar con fines prácticos las leyes de funcionamiento de los objetos, independientemente de la comprensión de los efectos de sentido que se encuentren eventualmente asociados a ellos desde el punto de vista de los sujetos: conocer consiste en identificar o en poner en marcha puras funciones, abstracción hecha de lo que, por lo demás, puedan “significar”. Es cierto que, hoy en día, son raros los dominios de investigación científica en los que ese género de purismo (o de sim- plismo) epistemológico sigue vigente. Para numerosos investigadores, incluidos los de las ciencias naturales, explicar ha dejado de oponer- se categóricamente a comprender, y muchos estarían dispuestos, sin duda, a admitir que toda modelización construida “desde fuera” se articula con una comprensión primera de orden intuitivo, suscitado “desde el interior”. Pero las ciencias de la vida, justamente, constituyen en parte una excepción en este plano. Porque si bien la investigación biológica, realizada en laboratorio, sigue la corriente epistemológica general y se orienta en el sentido de la atenuación de las concepciones positivistas de antaño, nada de eso se observa, en cambio –salvo raras excepciones–, en el plano de las prácticas terapéuticas de cada día. 96 Eric Landowski

Al contrario, el refinamiento de los instrumentos de medida permi- te controlar mejor el funcionamiento biológico del cuerpo que “tene- mos”. Los prácticos que recurren a las técnicas correspondientes tienen menos razones para sentirse concernidos por lo que, para nosotros, los pacientes, ese mismo cuerpo puede significar cualitativamente, desde el interior, dado que es también, y con mucha exactitud, el cuerpo que “somos”. A tal punto que el gabinete médico, lugar de un saber cada vez más sofisticado, se presenta paradójicamente, en razón del inmo- vilismo conceptual que allí perdura, como el santuario del positivismo más sumario. Ciencia obliga; todo está allí regulado a partir de la dis- tinción de base –mejor aún, de la separación de principio– entre, por un lado, los estados de alma eventuales del enfermo, es decir, de la persona, subjetividad sufriente que será, de una vez por todas, abandonada a su suerte, no por maldad, eso es obvio, sino por principio epistemológico (sin contar además con que todo enfermo constituye en alguna medi- da, y tal vez ante todo para su médico, un peligro), y por otro lado, los estados científicamente observables y en lo posible mensurables de organismos anónimos, de esas verdaderas no-personas que son o que se- rán, no tardando, en la mesa de auscultación o en el lecho del hospital, los “pacientes”: cuerpos despersonalizados, desnudos, y que solamente serán tocados, en sentido propio, con guantes –cuerpos objetivados por el examen y luego incluso cosificados por la intervención–, únicas reali- dades pertinentes para el ejercicio de la medicina llamada moderna, la “nuestra” desde siempre, o al menos desde Diafoirus*, a grandes rasgos. Piénsese, por ejemplo, lo que pasa en la medicina mental, la que se ejerce en el asilo o en el tratamiento psiquiátrico, caricatura de todas las demás. Ahí como en otras partes, aunque de manera más brutal aún1, se opera la reducción del sentido a la función, en ese caso por asimila- ción sistemática de las perturbaciones del espíritu a puras disfunciones orgánicas, de las que solo podremos evadirnos por medio de la acción

* Diafoirus es el nombre del médico pedante descrito por Molière en su comedia satírica El enfermo imaginario. Referencia irónica, por supuesto [NdT]. 1 Como lo prueban las voces de alarma o de indignación de una minoría he- terodoxa rechazada por la institución. Cf., por ejemplo, J. Guyotat, “Deux regards sur les maladies mentales”, Le Monde, 21 de marzo del 2000; Fr. Parot, “Un bain de mots qui calment et humanisent”, Le Monde, 4 de abril del 2000; Cl. Bursztejn et al., “Ne bourrez pas les enfants de psychotropes”, Le Monde, 7 de mayo del 2000. Primera parte: de la junción a la unión 97 química o, más recientemente, gracias al choque eléctrico. Aunque pre- sentado siempre –de manera cínica hoy más que nunca– como un “ar- te”, el ejercicio de la medicina sigue apareciendo como el dominio del saber donde persisten las formas de cientismo más reduccionistas, y accesoriamente las más crueles. Como se trata de curar científicamente un cuerpo enfermo, de nada serviría perderse por los laberintos de la experiencia del sujeto sufriente que allí se oculta. Experimentar, se nos deja entender, no es conocer. Y curar no es compadecer. Por lo demás, la noción misma de curación no debe hacer ilusión: “curar”, medicinal- mente hablando, no consiste en cambiar cualitativamente de estado y sentirse mejor, consiste solo en obtener en los análisis resultados cuan- titativos (coeficientes, ritmos, presión, etc.) que encajen en los “rangos correctos”. Así definido, el éxito del tratamiento se aleja a tal punto de las apreciaciones del enfermo, que parece, en último término, que no se refiriese a él o que hubieran sido mal planteadas. Las cosas se complican, sin embargo, porque ese dispositivo que el paciente no ha escogido, tiene que ser él el primero en ponerlo en marcha, a pesar de todo. A ese respecto, hay que poner aparte los casos extremos que se refieren a las urgencias, donde el sujeto, víctima de accidente o bajo alguna crisis o “ataque” agudo, no puede ser conside- rado responsable de lo que haga la institución médica. Quedan todos los demás casos –la inmensa mayoría–, en los que nada pasa: dolores aparentemente anodinos y pequeñas molestias que pueden llegar a ser grandes, pero a las que uno prefiere amoldarse en la medida en que son soportables, hasta que un buen día, una vez traspasado no se sabe bien qué umbral imperceptible, se llega a constatar la presencia, hasta entonces inapercibida o voluntariamente ignorada, de algún elemento descuidadamente patógeno. En tal caso, ¿quién sino el sujeto mismo se condolerá, a partir de cierto momento, de una parte determinada de su propio cuerpo, como si se tratase casi de un elemento extraño a su persona? Y designando, denunciando casi al médico por esa parte descompuesta de sí mismo ya objetivada, es justamente él, el paciente, el primero en renunciar a considerarse en la integridad de su ser. Sin embargo, las ambigüedades y las contramarchas solo han comen- zado, pues adoptar la actitud de relativo alejamiento que implica el he- cho de confiar su cuerpo de esa manera a la Ciencia, trozo por trozo, o función por función, es, paradójicamente, hacerse cómplice de los pre- supuestos reduccionistas que sirven de fundamento a la mirada médica sobre el cuerpo, y al mismo tiempo, desmarcarse de ella. Por un lado, 98 Eric Landowski

nadie puede dejar de confiar a la ciencia el restablecimiento de la buena marcha de tal o cual función orgánica deficiente sin tomar en cuenta el abanico de especialidades médicas existentes, ya que es el conocimiento, aunque sea aproximativo, que se tiene de ellas el que predetermina la visión que uno puede hacerse de su propio cuerpo en cuanto organismo eventualmente curable. Al dar un nombre a nuestro mal, nos estamos sometiendo ya a ese desglose objetivante, y además le estamos rindiendo implícitamente homenaje, creyendo en la posibilidad de una curación global, a partir de los cuidados, por definición locales, que corresponden a esa denominación. Y no obstante, por otro lado, la decisión de acudir a un experto supone un sujeto cuya libertad de elección trasciende todos los avatares del cuerpo-objeto y todos sus desgloses técnicos posibles. Es claro, en efecto, que para ir a hacerse “curar” es necesario al menos considerarse “enfermo”, lo cual equivale, de hecho, a estatuir sobre su propio estado, colocándose, respecto a su propio cuerpo, en una posición de evaluación global relativamente autónoma. De hecho, si bien “yo soy” este cuerpo que “tengo” o, a la inversa, si es posible que en realidad él “me posea” (en la medida en que me limita y me encierra en sí mismo a tal punto que todo aquello que a él le ocurre me afecta –me da inmediatamente placer o dolor–), no me reduzco sin embargo a eso. Porque ni el placer ni el dolor de ese cuerpo pueden por sí solos (¡hasta el presente!) decidir nada por mí. Puedo, efectivamente, dejarme llevar por el placer o por el dolor que me van “invadiendo”; puedo, por el contrario, tratar de desprenderme de ellos y, de una manera o de otra (incluso aunque el éxito sea improbable), intentar superarlos, ya “ignorando” algún dolor realmente presente, ya “abstrayéndome” de algún goce sensual a punto de arrebatarme. Todo eso, como se dice, al precio de meritorios “esfuerzos sobre mí mismo” –expresión que no hace sino consagrar lingüísticamente la idea de una relativa autonomía de sí en relación consigo mismo–. Teniendo en cuenta tales desdoblamientos, podemos comprender que en muchos casos no es en absoluto suficiente padecer corporalmen- te los efectos sensibles de alguna disfunción de orden orgánico para considerarse con mala salud. Un cuerpo puede muy bien ser clínica- mente deficiente, hasta el punto de producir toda suerte de dolores o de incomodidades crónicas, sin que por eso la persona afectada se resigne por largo tiempo, y tal vez jamás, a considerarse “enfermo”. Una de- negación semejante puede ciertamente comportar riesgos, mortales en algún caso; pero de morir (aunque la fe por sí sola puede, por lo demás, Primera parte: de la junción a la unión 99 también salvar), ¿por qué no morir al menos con “buena salud”, o por lo menos sintiéndose como tal? Y lo mismo en sentido inverso: no es abso- lutamente necesario que el cuerpo esté dañado para que su “poseedor” se declare sufriente, pues se conocen desde hace largo tiempo casos, al menos tan paradójicos como los precedentes, de enfermos auténticos, impropiamente llamados “imaginarios”, cuyo cuerpo justamente rebo- sa de salud; y de vivir, ¿por qué no vivir eligiendo de una buena vez la “mala salud” declarada? Sea lo que fuere, mientras que la enfermedad o el accidente no nos ha- ya reducido al estado de simples cosas, de puros y simples cuerpos-obje- to, de cadáveres vivientes, seguimos siendo, por definición, “sujetos”, es decir, dueños, en principio, no por cierto de los cambios que nos afectan en nuestra carne, sino de la manera como los asumimos, dándoles un sentido y un valor. Por tanto, librémonos de distanciarnos –más o menos– de eso que estamos en vías de llegar a ser, y sobre todo de ponernos, o no, frente a nosotros mismos como “sufrientes” –de instalarnos, o no, en estado de enfermedad–, o al contrario, ¿por qué no en estado de salud recuperada! Desde ese punto de vista, la enfermedad se parece mucho al “amor”: de la misma manera como uno se imagina “enamorarse”, uno cree que “se enferma”, cuando la verdad es probablemente más bien que uno escoge en buena parte sentirse como tal. Solamente un acto de juicio y de voluntad da efectivamente sentido y valor propios a lo que uno siente en su cuerpo (o en su “corazón”) con ocasión de un encuentro físi- camente doloroso con una parte de sí mismo (o afectivamente perturba- dora con otro) y que nos pone a prueba. Interviene aquí, por consiguiente, algo que tiene todo el aire de una decisión, o por lo menos que supone en nosotros la existencia de una instancia autónoma distinta de la simple “suma de órganos” que nos sirve de envoltura o de “quincallería” carnal. Pero si en ese sentido preciso aunque totalmente relativo, somos noso- tros los que “decidimos” soberanamente acerca del sentido que revisten para nosotros nuestros propios estados físicos, entonces, ¿cómo definir esa parte de nosotros mismos capaz de estatuir sobre lo que nos ocurre en cuanto cuerpos? ¿Cómo concebir ese núcleo irreductible en cada uno de nosotros sino como una instancia que pertenece a un orden de realidad totalmente otro, libre de toda determinación material, sino como del orden del puro “espíritu”? “Espíritu” liberado del peso de la “carne”, o alma más allá del cuerpo. He aquí, en suma, el antagonismo fundador de toda la metafísica occidental, convocado de nuevo, y ahora, lo que es peor, en el plano de la vivencia cotidiana. De hecho, para muchos enfermos no 100 Eric Landowski

solamente desamparados ante el dolor, sino también sistemáticamente negados en su integridad (reducidos a una combinación de humores) por la institución misma encargada de socorrerlos, ¿existen realmente otras soluciones distintas de la huida hacia ese género de idealismo o incluso de espiritualismo? ¿O lo más sabio sería resignarnos a aceptar que no me- rece la pena decir nada sobre lo que nos afecta en nuestro cuerpo? Está claro: el “sentido” no tiene en absoluto el mismo sentido según que se lo considere –como el paciente– desde el punto de vista de la construcción del cuerpo propio, o –como el médico– en la perspectiva del tratamiento del cuerpo de otro. Por lo que respecta al enfermo, todo lo que le viene de su cuerpo o lo experimenta como haciendo inmedia- tamente sentido o, en su defecto, solo podrá vivirlo como un enigma que generará una demanda de sentido más o menos imperiosa, más o menos angustiosa. La enfermedad ciertamente somete a prueba ante todo en el plano somático. Pero también en el plano propiamente se- miótico nos pone a prueba en la medida en que, para superarla (o para acomodarse a ella), no hay otro medio que darle, además de un trata- miento médico adecuado (si es que existe), un mínimo de sentido. Pues bien, a esto precisamente no puede o no quiere responder la institución médica. A lo sumo dará una “significación” (sabia, técnica, “objetiva”) a aquello que la observación permite poner de relieve en el plano fisio- lógico, pero dejará necesariamente en suspenso la cuestión misma del sentido en cuanto dimensión inherente a la experiencia vivida, desde el interior, por el sujeto. En pocas palabras, el “sentido”, tal como es experimentado por aquel que vive su propio cuerpo –su propio mal–, no tiene prácticamente, para el médico, ningún sentido. Por esa razón, se puede decir que la medicina (en todo caso, la dominante, que es la que tenemos a la vista), curando los cuerpos, mata sistemáticamente las al- mas, o, lo que es lo mismo, que nos salva físicamente –que nos permite sobrevivir– a costa de reducirnos a la condición de no-sujetos.

4.2 el sentido desencarnado

Sin embargo –constatación inesperada–, esa misma actitud positivista que, adoptada por el médico, desemboca en la cosificación de la per- sona, en su deshumanización, en la medida en que desemantiza su cuerpo, la volvemos a encontrar, al otro extremo del espectro del cono- cimiento, en cierta forma de positivismo instalado en el corazón de las ciencias que se dicen “humanas”. A la visión de los fisiologistas, que re- Primera parte: de la junción a la unión 101 ducen el cuerpo a un conjunto de funciones orgánicas, sin dejar ningún lugar para una dimensión de tipo reflexivo –dicho de otro modo, para la dimensión del sentido–, hace contrapeso una actitud casi simétrica por el lado de las problemáticas del lenguaje y de la significación. Con- siste en colocar esta vez el sentido en el primer rango entre los objetos legítimos y reconocidos de conocimiento, pero –restricción decisiva– concibiéndolo como un objeto a la vez independiente de los sujetos y sin lazo alguno con el peso de la materia, incluida la que se presenta en la forma orgánica y viviente del cuerpo de los sujetos comunicantes. Efectivamente, en nuestras disciplinas, el sentido, tanto desde el punto de vista de su producción como de su captación, no parece depender directamente, o apenas, del cuerpo –del cuerpo empírico, de carne y hueso, del cuerpo que siente y que se siente–. Se le hace depender más bien de instancias y de competencias específicas, designadas como “cognitivas”, y que, sin que se las tenga necesariamente por inmateria- les o incorporales, parecen remitir a una suerte de materia sublimada y de cuerpo evanescente (y en último término, hoy día, a un puro siste- ma neuronal), separando en cualquier caso el sentido de toda relación íntima –probada, experiencial– con la carne viva de los sujetos. Se desemboca así en dos maneras complementarias de consolidar, entre el “cuerpo” y el “sentido”, una relación de pura exterioridad re- cíproca: de un lado, el de las ciencias de la naturaleza, cuerpos conce- bidos como radicalmente separados del sentido, y del otro –el nuestro, o, puesto que también se le llama así, el de las “ciencias del espíritu”–, una interrogación centrada en la cuestión del sentido, pero donde el senti- do, tomado por una pura producción del intelecto (por una realidad de orden “cerebral”), se da como radicalmente separado del cuerpo. De ahí la cuestión central que nosotros nos planteamos: si la experiencia por cu- yos fueros luchamos, la de un sentido probado [experimentado], obliga a dejar de lado tanto el cuerpo desemantizado de los “naturalistas” como el sentido desencarnado de los intelectualistas o de otros “humanistas” (o “culturalistas”), entonces ¿cómo concebir teóricamente y describir luego empíricamente una relación que restablezca entre esos dos po- los –el cuerpo, el sentido– la posibilidad de un equilibrio dinámico y de interacciones recíprocas? ¿Cómo sustituir el dualismo dominante por una perspectiva dialéctica que permita dar cuenta de una vivencia inseparablemente corporal y cargada de sentido, dicho de otro modo, donde lo inteligible no sea concebido, ni siquiera concebible, indepen- dientemente de lo sensible? 102 Eric Landowski

Es cierto que a este género de cuestiones, diferentes doctrinas del signo dan respuesta de alguna manera, haciendo a su modo “significar” a los cuerpos. Por un lado, la semiología, esa antigua parte de la medi- cina que trata de los síntomas, o, como también se dice, de los “signos” de las enfermedades; por otro lado, una semiología que data de los años cincuenta, muy cercana de la lingüística funcional, y que por un mo- mento se tuvo por la “ciencia de los sistemas de signos”. La primera perspectiva se inscribe en la línea positivista ya evocada: la presencia de una enfermedad en un sujeto se detecta no por la manera particular de sentirse (mal), sino desde el exterior, gracias a un conjunto de rasgos observables, previamente repertoriados como los síntomas de la afec- ción considerada. Clínicamente hablando, tener por ejemplo la rubéola es simplemente (o mejor, tautológicamente) presentar en la piel los sig- nos convenidos del mal que denominamos con ese nombre, dando por sabido que dicha enfermedad se define como aquello que produce pre- cisamente, a título de efectos visibles, los “signos” en cuestión. La otra perspectiva, semiológica, no hace más que generalizar esa misma con- cepción ampliándola más allá del dominio de los síntomas patológicos. De hecho, la relación biunívoca que, para el médico, enlaza la en- fermedad, contenido manifiesto, con los signos o con los índices que la manifiestan, se encuentra, a los ojos del semiólogo, transpuesta, aunque formalmente idéntica, al dominio de los signos, entre el plano de los significados, magnitudes abstractas o conceptuales, y el plano de los sig- nificantes materiales, por ejemplo, gestuales, escogidos por convención, en tal o cual contexto, a fin de “significar” los precedentes. Pertenecen al mismo registro toda una gama de teorías, que van de la psicología behaviorista a cierta sociobiología. En ese terreno, es decir, simplificando al extremo, de Darwin a Konrad Lorenz, encontra- mos un vasto saber enciclopédico meticulosamente repertoriado, rela- tivo a las mil maneras como, en función de la diversidad de ambientes y de circunstancias, el cuerpo humano, y también, por lo demás, el animal, hace signo. En ese espíritu, se ha tratado incluso de desarrollar –especialidad tomada en serio en los Estados Unidos– una ciencia de las señales relativa a la expresión fisonómica de las pasiones, fundada en la idea de que los contenidos de la vida afectiva podrían ser redu- cidos a un pequeño número de estados de alma elementales y estables (el asombro, la alegría, el miedo, etc.), a los cuales corresponderían (¡del mono al hombre!) ciertas mímicas, ciertas posturas, ciertas expresiones del rostro de carácter unívoco. Primera parte: de la junción a la unión 103

Cuestionar ese tipo de aproximaciones cientistas no consiste evi- dentemente en señalar sus aspectos simplistas; y tampoco se puede ne- gar el hecho de que nuestro cuerpo puede en ocasiones servirnos para emitir (intencionalmente o no) ciertos mensajes por medio de signos gestuales, de posturas o de fisonomías codificadas. En cambio, consiste en afirmar que al mismo tiempo, o además, el cuerpo hace mucho más que eso en el orden de la producción y de la captación del sentido, y que convendría igualmente dar cuenta de ello. Porque, como sabemos por experiencia, independientemente de toda codificación explícita de nuestras expresiones, de nuestras posturas o de nuestros gestos, nues- tro cuerpo no cesa jamás, en sí mismo y por sí mismo, de hacer sentido. Pero, en ese caso, ¿sobre qué base podemos sostener que “hacer sen- tido” es otra cosa, y mucho más, que “hacer signo”? El matiz pudiera parecer tenue, y no obstante cada una de esas fórmulas remite a un régimen de relaciones específicas entreexpresión y contenido. Al mismo tiempo, implican, respectivamente, tipos de prácticas significantes ne- tamente distintas en cuanto a la gestión de nuestra corporeidad, e in- cluso, más generalmente, maneras profundamente diferentes de vivir nuestras relaciones con el mundo que nos rodea. La primera fórmula, “hacer signo”, remite a una concepción instru- mental. Cualquiera que sea el contenido transmitido, hacer signo con su cuerpo, “expresarse” por la fisonomía, por el gesto o por la mane- ra misma de comportarse, es sencillamente servirse de su propia masa carnal (y de las prótesis susceptibles de ser a ella incorporadas) como pudiera hacerse de cualquier otra materia significativamente articulable para “comunicar”, es decir, en general, para hablar a otro de otra cosa distinta del lenguaje, y por tanto, en la ocurrencia, de otra cosa distinta de su propio cuerpo. De hecho, para que el cuerpo se limite a lo que los semiólogos pretenden reducirlo, es decir, a no ser más que un “signo” –o en todo caso para que pueda ser utilizado como tal–, es necesario que, como cualquier otro signo, sea, como se dice, “transparente”, o sea, que remita a otra cosa distinta de sí mismo. Igualmente, acantonar el cuerpo en funciones de orden estrictamente semiológico es impedirle por prin- cipio mostrarse y significarse a sí mismo: hacer de él un signo es, por de- finición, exigir de él que se oculte detrás de lo que pretende “significar”. Se supone que a ese género de exigencias responden tipos muy di- versos de “significantes” corporales. Por ejemplo, el brazo alzado para hacer signo de detenerse, o el rubor, del que se dice que sube al rostro “para expresar” la vergüenza, o también el gesto deíctico del dedo que 104 Eric Landowski

señala alguna cosa, allá, más lejos, a condición evidentemente de que no se señale a sí mismo en trance de señalar. De hecho, así como el dedo que, para señalar, tiene que ser visto pe- ro no mirado en sí mismo, el cuerpo entero, para servir eficientemente de plano de la expresión que remita a algún contenido distinto de sí mismo, tiene que mantenerse ausente en cierto modo, o por decirlo así, invisible (en cuanto soporte de contenidos propios). Se puede observar ahí el carácter paradójico del estatuto de esos signos a los que, desde el punto de vista semiológico, se reduce todo: de manera bastante curio- sa, se trata de manifestaciones, a la vez corporales y desencarnadas, de medios de hablar con el cuerpo sin que sea, no obstante, el cuerpo mismo el que hable. Ese estatuto híbrido se explica por el hecho de que, lejos de tomar en cuenta el cuerpo en cuanto tal, se convierte en un utensilio, en la ocurrencia de orden cognitivo: el cuerpo-signo no es un cuerpo presente en carne y hueso, sino una simple superficie de inscripción, que puede ser explotada tanto para emitir información (dado el caso, relativa a sí mismo), como para recoger en ella señales provenientes de otro, cuyo cuerpo será considerado entonces –quiéralo o no su dueño– como “expresivo”, es decir, como “haciendo signo”. A semejanza del síntoma (por definición, revelador de alguna dis- función que se supone que lo ha causado), la mayor parte de las mani- festaciones corporales consideradas como “expresivas” interpretadas semiológicamente, pueden, en efecto, pasar también por la traza o la marca perceptible –y denunciadora– de aquello que se supone que las ha provocado. “¿Qué quiere decir este rubor?” o “¿A qué es debido? ”, a m - bas preguntas son tomadas de ordinario como equivalentes, al punto de recibir las dos la misma respuesta: “Es la rubéola, o bien la ver- güenza”, sin más explicación, sin otra significación posible, como si toda significación tuviese que ser, en el fondo, de carácter indicial, es decir, fundada en alguna relación de orden causal. Los signos, con- cebidos como elementos que forman un sistema comparable al léxico (simplificado) de una lengua, una vez repertoriados, clasificados, me- morizados, darían acceso, en definitiva, a partir del cuerpo, a aquello que estaría encargado de significar por la organización convenida de sus formas. De ahí ese sueño cientista: extraer los principios, todos los principios posibles, para, algún día, llegar a penetrar los secretos del “alma” que se considera que se expresa en ellos. La utopía semiológica se encuentra aquí con la obsesión inquisitorial del encuestador, del “sabueso”, del policía. Primera parte: de la junción a la unión 105

La dificultad en todo esto reside en que, en realidad, por más que les pese a los semiólogos y a los funcionalistas, una “expresión” –lingüís- tica, gestual u otra–, lejos de ser neutra y transparente, es inevitable- mente opaca, es decir, portadora de contenidos propios, en cierto modo parásitos en relación con lo que quisiera una perspectiva estrechamente funcional. Continuando con el ejemplo del rubor del rostro, nos damos cuenta de que es por simple comodidad práctica –para ir rápido–, por lo que le atribuimos comúnmente (fuera del contexto médico) la única fun- ción de “significar la vergüenza”. No solamente es evidente que puede corresponder además (o al mismo tiempo) a muchos otros estados emo- cionales (la confusión, la sorpresa, el placer), sino, sobre todo, que todo el mundo siente perfectamente que ahí hay siempre algo más: un sentido que no puede reducirse a ningún saber categorizado de antemano, que no tiene nombre y que solo se comprende en acto, en el momento mis- mo en que se experimenta; un sentido que nace del hecho mismo de ver enrojecer a otro delante de uno mismo, de sentir que, de pronto, sube al rostro ese rubor, y, si la interacción se prolonga, de sentir que a su vez ese otro siente que lo que él está en trance de sentir, uno lo está percibiendo. Ninguna significación textualmente objetivada se puede leer en ese pro- ceso; sin embargo, de cuerpo a cuerpo, entre sujetos copresentes, nace entonces una forma de inteligibilidad inmediata de lo sensible. ¿No reside acaso en eso la parte esencial de los efectos de sentido inherentes a la experiencia en cuestión? Con toda evidencia, ese preciso sentido, de orden existencial, excede de lejos todo lo que prevén tanto la convención semiológica como cierta concepción de las buenas maneras, o dicho de otro modo, una estética y una moral bastante convencionales. Y ese excedente de sentido –en verdad, su parte más decisiva–, no permite inferirlo ni comprenderlo el conocimiento de ningún código fisonómico por refinado que sea. Únicamente nuestra “sensibilidad”, a condición de que se ejerza libremente, o sea, en primer lugar, liberada de los códigos que tienen justamente por misión social enmarcarla, puede, en situación, conducirnos a percibirlo, a captar su tenor al modo de un sentir compartido, y permitirnos finalmente sacar partido de él para todos los fines útiles.

4.3 cuerpo a cuerpo, hacer sentido

Pero semejante participación en el sentido supone una verdadera inte- racción entre al menos dos cuerpos, cosa totalmente distinta de la que 106 Eric Landowski

propone el régimen de relaciones exclusivamente unilaterales acepta- das en diversos contextos evocados hasta aquí, sea el enfoque médico del cuerpo, o la concepción semiológica del sentido. A tal punto que si intentamos ahora (para tratar de sistematizar las afinidades y las in- compatibilidades) caracterizar lo que más acerca la mirada médica a la mirada semiológica, y al mismo tiempo lo que más drásticamente dis- tingue esas dos perspectivas, tomadas en conjunto, de la problemática semiótica que tratamos de desarrollar, podemos decir, por lo menos como salida del paso, que todo se reduce a una cuestión de efectivos: ¿cuántos cuerpos intervienen en una propuesta y en otra? En el contexto médico, lo mismo que en el plano semiológico, la res- puesta es simple y categórica: uno solo. No hay lugar para más en las operaciones de desciframiento que el médico y el semiólogo realizan, el primero en su búsqueda de síntomas, el segundo en su lectura de signos en la superficie del cuerpo de otro. Desde ese punto de vista, diagnosticar médicamente el estado de un cuerpo, o leer en él semio- lógicamente las expresiones, constituyen dos operaciones sorprenden- tes. Una y otra ponen en relación, ciertamente, dos posiciones, y por lo general también dos personas, pero tanto una como otra solamente requieren la presencia efectiva de un solo cuerpo, el de la parte que es colocada en posición de objeto observado, mientras que la otra parte, la que ocupa el lugar del observador (del sujeto “cognitivo”), se reserva el privilegio extraordinario de intervenir como un ser que no tuviese cuerpo en absoluto. Existen para eso dos razones que se refuerzan mu- tuamente. En primer lugar, por vocación, el objeto del saber médico, o semiológico –cuerpo a auscultar o a escrutar–, es evidentemente el cuerpo del otro; y, en segundo lugar, para leer en la superficie de ese ob- jeto, no es de ningún modo necesario que otro cuerpo se entrometa, ni menos que se comprometa: basta con una mirada –una mirada compe- tente, atributo por excelencia del sujeto cognitivo y primer instrumento de su poder objetivante–. La mirada del semiólogo, como la del médico, es la mirada de un sujeto, propiamente hablando, intocable al mismo tiempo que insensible –una mirada sin cuerpo–, la mirada, en suma, de la Ciencia misma, concebida como el conocimiento (positivista) de las relaciones indiciales (y si es posible, causales) que vinculan los conteni- dos con sus expresiones físicas. Un régimen muy distinto de relaciones se abre, por el contrario, a partir del momento en que, más allá del “hacer signo”, se admite la posi- bilidad teórica de un sentido que emana no ya de un cuerpo-objeto –el del Primera parte: de la junción a la unión 107 otro– en virtud de algún código (social o natural) preestablecido, sino de la manera misma en que un cuerpo-sujeto interactúa, aquí y ahora, con el cuerpo de otro sujeto que le da la cara. En ese caso, el sentido emergerá, en acto, de la confrontación misma entre coparticipantes y de su ajuste cuerpo a cuerpo. Siempre ante ese mismo rostro ruboroso que está frente a nosotros, o que se voltea, lo que veremos, si dejamos de atenernos a las conveniencias semiológicas o al distanciamiento semeïológico, no será únicamente el rubor-signo, sino el rubor mismo, el rubor-piel, estado del cuerpo del otro, el que, pudiendo evidentemente servir de significante, se da también a sentir estésicamente, aunque en otro plano. Como todo aquello que depende de un régimen semiótico en el que la emergencia del sentido no depende del reconocimiento de signos re- pertoriados que remiten a otra cosa distinta de sí mismos, ese “sentir” compromete los cuerpos en una relación recíproca entre presencias in- mediatamente sensibles, que abren al mismo tiempo la posibilidad de relaciones de sentido donde la inteligibilidad pasará por una interso- maticidad, así como por una intersubjetividad. Eso supone, entre otras cosas, la posibilidad de reconocerle al cuerpo el poder de significar, en su opacidad propia, aquello mismo que el sujeto está precisamente sin- tiendo –y de significarlo no como lo hacía precedentemente, al modo de un contenido al que correspondería alguna expresión codificada, sino haciéndolo sentir directamente, sin mediación externa ni remisión a nin- gún otro plano que no sea él mismo–, en una palabra, por contagio2. De ese modo, antes incluso de la más mínima interpretación, el solo rubor del otro nos hace ruborizar, o su súbita palidez nos hace palidecer, de angustia, por ejemplo, o de miedo. Y es que el “lector”, en tales casos, no decodifica los signos (que, por lo demás, nadie ha querido emitir) de tales o cuales estados de alma: por el contrario, experimenta en sí mis- mo esos estados, los asume, los comparte, al menos hasta cierto punto, en la medida en que llega a conocerlos desde el interior, sintiendo el sentir del cuerpo que está frente a él. Para plantearse este género de hipótesis como punto de partida, y emprender la exploración de la capacidad del cuerpo en general –el nuestro, el del otro– para hacer sentido en cuanto tal en la interacción, es necesario, ante todo, renunciar a considerarlo bajo un modo instrumental. No tratamos con una sustancia plástica –el soma– en la

2 Cf. más adelante, capítulos 5 y 6. 108 Eric Landowski

que vendrían a inscribirse, para hacerse visibles, las profundidades ocultas de la psyché, de acuerdo con los principios de algún sistema de correspondencias a priori. Más generalmente, si el cuerpo, como cuerpo, quiere decir algo, lo que tiene que decir no puede ser concebido como un inventario de contenidos fijados al margen de él y luego codificados somáticamente para dirigirlos a otro. En pocas palabras, el estatuto semiótico del cuerpo no es el de una sustancia de expresión disponible para ser articulada a fin de traducir contenidos externos a él. Conviene considerarlo más bien como una forma indefinidamente en construcción, cuyo sentido y valor solo pueden ser captados relacional y dinámicamente, con relación, constantemente móvil, a sí mismo y al otro al mismo tiempo. Por esa razón, el cuerpo no puede ser para nosotros ni un signo y ni siquiera un texto, sino que se define como instancia discursiva. Con ese título, genera sentido en relación con los otros cuerpos en el marco de relaciones de copresencia, donde los efectos de sentido solo pueden surgir y ser experimentados hic et nunc al amparo de experiencias recíprocas y directas, de orden estésico, entre participantes. Tales experiencias comprometen doblemente la copresencia somática –presencia del otro y ante el otro– en cuanto articulación específica, a la vez inmanente y cambiante, de ciertas cualidades sensibles precisas. Según esta óptica, los cuerpos se dan recíprocamente a sentir en su opacidad, con un espesor, con un volumen y con una dinámica propios, convirtiéndose, al mismo tiempo, para los sujetos en interacción, en uno de los lugares de emergencia del sentido –de un sentido que se ofrece a la captación, indisociablemente, como configuración inteligible y como presencia sensible–. Capítulo 5 El encuentro estésico

Era piccolo e magro e si ergeva come poteva,tanto che quando parlavo con lui mi sentivo un lieve dolore simpatico al collo, la sola simpatia che provassi per lui.

Italo Svevo, La coscienza di Zeno.

5.1 efectos sin causa

Cuando un médico prescribe un tratamiento a un enfermo y por buena suerte el enfermo se cura, se dice que la prescripción ha sido “eficaz”: humilde manera de rendir homenaje a la ciencia y de profesar su fe en el principio de causalidad. Pues para ver allí una demostración de efi- cacia, es necesario evidentemente considerar la curación como el efecto necesario, previsto y explicable, de un encadenamiento de transforma- ciones causadas por la medicación –aunque, en realidad, todo el mun- do ignora a qué se debe exactamente su poder sobre el organismo–. Sin embargo, las curaciones más bellas, en todo caso las más completas (porque no tienen “efectos secundarios”), escapan a ese principio. Son aquellas que se obtienen por placebo, es decir, administrando al en- fermo –sin que él lo sepa–, en lugar del medicamento, una sustancia neutra, sin capacidad de acción en el plano fisiológico: curaciones sin

[109] 110 Eric Landowski

intervención bioquímica, transformaciones sin agentes transformado- res, efectos sin causas. El médico se convierte ahí un poco en chamán: un simple mediador entre el enfermo y su cuerpo. Pero como en tales casos, los pacientes, y a veces el médico, no saben nada sobre la sustitu- ción operada entre el medicamento y su simulacro, la presencia mani- fiesta del efecto –la evidencia de la curación– basta para acreditar la de su causa supuesta (y no obstante, ausente), de suerte que la creencia en la eficiencia de los encadenamientos deterministas sale reconfortada. Ahora bien, pensemos, por ejemplo, en el género epistolar, o en el político, o incluso en el literario, y hasta en el religioso; sucede curiosamente con los textos algo parecido a lo que pasa con los medicamentos. Como ellos, son productos manufacturados, concebidos para hacer efecto. Que la naturaleza de sus propiedades agentes sea en general mal conocida, no impide en absoluto a sus fabricantes señalar cuidadosamente la composición, con el objetivo de controlar en ambos casos lo mejor posible las transformaciones de estado que tratan de inducir en los consumidores. Porque un texto bien construido es, de hecho, en relación con los estados de alma, lo que un medicamento eficaz es con relación a los estados del cuerpo –con la diferencia de que todo ocurre aparentemente como si sus principios de acción respectivos se entrecruzasen–. Así como una medicina tiene que, con frecuencia (como lo muestra el éxito del placebo), dirigirse primero al alma para hacer finalmente efecto sobre el plano fisiológico, del mismo modo, pero inversamente, la plena eficacia de muchos textos solo puede medirse, en definitiva, por su poder de contagio sobre el humor, y por tanto sobre el cuerpo. Textos y medicamentos –impresos y comprimidos– persiguen, en general, los mismos programas: aliviar el dolor, neutralizar algún anti-sujeto perjudicial, calmar o estimular determinada función específica, sensibilizar o anestesiar, o, a veces, provocar la euforia. Más aún, el consumo textual, lo mismo que el medicinal, es capaz de crear adicción, así como de producir alergias (de ahí la necesidad de contraindicaciones en ambos casos), de inmunizar contra los riesgos de ciertas contaminaciones, o, al contrario, de propagarlas (recuérdese el Werther y la moda del suicidio). De manera general, igual que la acción farmacéutica que regula las funciones orgánicas, el comercio con los textos es un regulador de la “salud” moral y del humor, o, si se prefiere, de la “foria”. Y la biblioteca es la farmacia del alma, una reserva de formas actuantes donde cada cual, llevado por la necesidad de una dosis suficiente de sentido y de valores para sobrevivir, puede Primera parte: de la junción a la unión 111 encontrar remedio a sus malestares, o, al menos, un medio para vivir felizmente su locura. Pero el paralelo no se detiene ahí. Así como existen, al lado de los verdaderos medicamentos, simulacros que curan, es decir, remedios que no son la causa de sus efectos, se pueden concebir también textos, equivalentes a placebos, que inducen en su plano propio ciertos efec- tos –de sentido, en este caso–, sin que se pueda decir, no obstante, que ellos son la causa eficiente. En la práctica terapéutica, es necesario que se dé primero la curación como efecto posible de una nada, para que esa nada –el placebo– se tome a posteriori como una causa eficiente, como un “medicamento” eficaz. Del mismo modo, en la práctica semiótica de la lectura del mundo, es preciso que advenga primeramente la gracia del sentido para que solo después se revele a qué presencia –a qué género de “texto”– se debe ese “milagro”, por hipótesis ya consumado, que hace que, para el sujeto, allí haya sentido. Sentido hay: ¿pero a partir de qué exactamente? O también, jugando apenas con las palabras, ¿bajo qué “pretexto”? Lo que el mundo quiere decir antecede al reconoci- miento (o, al menos, a la investigación) de aquello que lo hace significar. La tradicional búsqueda del sentido, conducida a partir del texto –la interpretación–, es sustituida ahora por la búsqueda del texto, es decir, por la búsqueda del lugar de emergencia del sentido en cuanto expe- riencia inmediata. De ahí la necesidad de distinguir dos concepciones del objeto “texto”. La primera, dictada por el buen sentido, lo asimila al discurso manifiesto, verbal o no verbal. El término designa entonces una clase de realidades empíricas deliberadamente construidas por algún enunciador- manipulador a fin deproducir , caso por caso, ciertos efectos precisos de cara a los enunciatarios, programando, en la medida de lo posible, el régimen de su lectura. La otra concepción, más paradójica, y la única que nos interesa aquí, nos conducirá, por el contrario, ampliando la noción de texto, a admitir que un texto –cualquier soporte que permita la emergencia de un sentido– no tiene necesariamente el estatuto de un discurso manifiesto, actualizado, reconocible como tal a priori, y además que pretende traducir la intención comunicativa de algún enunciador conocido o hipotético. Admitiremos, al contrario, que se trata de un orden de realidad que a veces solo accede a la existencia a posteriori, como resultado de sus propios efectos sobre un sujeto que, colocado en posición sintáctica de “enunciatario” si se quiere (y sin embargo, sin “partenaire” presupuesto), instituye soberanamente, 112 Eric Landowski

como “texto”, por la captación que opera de un sentido presente, y por el solo hecho de esa captación, el espacio mismo en el que, para él, adviene tal presentificación de sentido. En el primer caso, un discurso enunciado preexiste, como dispo- sitivo estratégico y como querer-decir, a la lectura que de él se hace; en el segundo, a la inversa, es una captación, puro acto semiótico de presentificación de un sentido asociado por un sujeto a tal segmento determinado de realidad –un paisaje (a lo Rousseau), cierto modo de ser de la materia (a lo Sartre), tal disposición del cuerpo del otro (a lo Svevo)–, lo que hace del mundo percibido el equivalente a un discurso enunciado. En ese caso, no es la actividad eficaz de un interlocutor, ni siquiera la organización adecuada de su producto, el enunciado, lo que “causa” la existencia de un sentido en cuanto efecto. Es, por el contra- rio, la captación de un efecto (de sentido) la que se da como primera: no ya la lectura del texto como traza, como marca o como “mensaje” dejado por algún “emisor”, sino la captación inmediata de un sentido a través de la forma misma de la presencia del objeto; captación capaz, desde ese momento, de hacer advenir a la existencia, como instancia textual, una nada, algo más acá de todo enunciado, una presencia pura –pura, en todo caso, de toda “intención de comunicación”– que, hacién- dose de golpe efectivamente presente al sujeto, se ponga ahí mismo a hacer sentido, al menos para él, conmoviéndole, por decirlo así. Hay que suponer, por consiguiente, que más acá de todo principio cognitivo de categorización del mundo, existe una configuración de otro orden –el orden de lo “sensible”– que, directamente, sin la mediación de ningún lenguaje socialmente instituido y formalmente aprendido, se hace entonces inteligible porque responde a la forma de estar-en-el- mundo del sujeto, y se la descubre, cuerpo a cuerpo, en la coincidencia entre su propia disposición inmanente y la del mundo-objeto.

5.2 el texto-mundo como presencia

Ningún proceso de este orden podría avanzar, es cierto, sin un verda- dero cambio de régimen relativo al estatuto del sentido tal como habi- tualmente es concebido, y, en consecuencia, a la manera misma como el sujeto vive su propio modo de presencia ante el mundo. Un estado de separación –aquí, un mundo-objeto, a distancia y como vacío de sen- tido; y allá, un sujeto, pero como si no estuviese (pues la única relación posible entre uno y otro pasa por la mediación de algún sistema sígni- Primera parte: de la junción a la unión 113 co de representación y de comunicación)– tiene que ser sustituido por una forma de copresencia entre ambos elementos, de tal naturaleza que aquello que, por lo general, es del orden del “espectáculo”, simplemente percibido, a distancia, o a lo sumo, nombrado, de manera totalmente desligada, se haga, de pronto, íntimamente, imagen –imagen capaz de configurar desde dentro la modalidad misma de la mirada del sujeto, y con eso, su propio modo de ser en relación con aquello que lo rodea–. En lugar de tener que tratar solamente con un mundo de objetos colo- cados delante de sí en cuanto cosas o siluetas ocurrenciales del otro, o con una red de signos cuya lógica interna impone su forma a la apa- riencia del mundo, tendremos que reconocer entonces el nacimiento de un sujeto que está presente a sí mismo y atento a la llamada de eso que, en el objeto, se configura y le “habla”. ¡Momento en que el mundo adquiere gusto! En este caso, aquello de lo que hay que dar cuenta no puede ser sola- mente de las regularidades gramaticales que aseguran la legibilidad de los textos-objetos, como en el marco de una semiótica textual clásica. Tampoco se trata de una problemática de las condiciones de lectura solamente, ni de una simple “estética de la recepción”. De lo que se tra- ta es, de hecho, de una coalescencia, o más precisamente, de un ajuste en acto, que solamente se deja aprehender y luego comprender en el momento mismo en que tal relación se establece: efecto, por decirlo así, sin causa, o por lo menos, que no encuentra su razón de ser ni en el ob- jeto ni en el sujeto, sino que depende por completo de su mutua puesta en presencia. Porque ninguno de los dos términos de la relación, ni el objeto de la captación, ni el sujeto que la efectúa, existe, propiamente hablando, independientemente de la manera como el otro lo hace ser, de suerte que es la modalidad precisa de su encuentro la única que im- porta. Momento tan tenue que corre el riesgo de escapar a toda captura, y que es necesario convocarlo siempre de nuevo y tratar de revivirlo como experiencia viva si uno quiere ponerlo como objeto de análisis. Por lo demás, al intentar ir más allá o quedar más acá de la semiótica textual, ¿no corremos el riesgo de caer en el dominio de lo inefable, en cuyo caso lo único que tendríamos que hacer sería callarnos? ¿Es posible entonces una semiótica de la experiencia, de esa experien- cia viva que consiste en la captación del sentido en su emergencia como pura presencia? Haría falta precisar aún de qué régimen de surgimien- to del sentido podría depender exactamente tal experiencia. ¿De un régimen de captación estética? En parte, sin duda, en la medida en que 114 Eric Landowski

el estudio de nuestras relaciones con las obras de arte plantea un modo específico de captación de sí por el encuentro con “el otro”, en la ocu- rrencia, por medio del contacto con esa forma particular de la alteridad que es justamente la materialidad de una obra, esa cosa consistente y resistente que está ante nosotros, que nos constituye antes de que la leamos. Pero más allá de las obras, todo segmento de realidad per- ceptible puede también hacer sentido, ofreciéndose a una aprehensión directa en cuanto configuraciónsensible y actuante, y no solamente legi- ble. Sin embargo, a partir del momento en que aquello que constituye el pretexto de nuestra captación de un sentido presente deja de perte- necer al universo de los artefactos y –un paisaje o un rostro– tiende a presentarse más bien como un puro fenómeno del mundo natural, no puede tratarse únicamente de estética, y en todo caso, no en el sentido canónico del término tal como ha sido heredado de la tradición. ¿Se trataría en ese caso, más elementalmente, de estesis? Y más específica- mente, si se admite que el cuerpo forma siempre parte importante de las operaciones en virtud de las cuales la superficie del mundo-objeto es susceptible de transformarse en una red de imágenes que compro- meten la inteligibilidad de lo sensible, ¿no sería más bien en términos de contagio como podría aprehenderse el núcleo, el principio dinámico, el “resorte” de toda forma de experiencia en la que un sujeto se recono- ce, o se descubre –en la que se revela a sí mismo como otro distinto de lo que era– en y por la asunción de su copresencia con el objeto? Tratemos de circunscribir el reto de ese encuentro, precisando ante todo el estatuto de los elementos que va a poner en presencia. ¿A qué modos de existencia del sujeto y del objeto, y también a qué tipos de operaciones podemos referir el efecto “contagioso” que postulamos en- tre ellos? En un primer tiempo, solo se trata, de una parte y de otra, de actantes en potencia, que solo se pueden considerar bajo el modo de la potencialidad. De un lado, un sujeto en espera aún de sí mismo, aun- que ya, sin saberlo, en capacidad de aprehender aquello que se confi- gura ante él. A tal punto que, si está efectivamente disponible para esa forma emergente del otro, se descubrirá muy pronto a sí mismo no del todo “como un otro”, sin duda, pero al menos como otro en la medida precisa en que la experiencia estésica (y, a fortiori, estética) le revelará, si la acoge, una parte nueva de aquello que es. Y del otro lado, una con- figuración en formación, cuyos elementos, a su vez, aunque ya en su lugar, solo adquirirán verdadera forma y solo se actualizarán en la me- dida en que quien los mira sepa captarlos como un todo. Para que una Primera parte: de la junción a la unión 115 configuración potencialmente actuante comience solamente a aparecer a la mirada del sujeto, hace falta además que lo que está en vías de con- figurarse ofrezca cierta “objetividad”, o por lo menos una positividad. Si la mirada no puede o no logra capturar algo a partir de lo cual pueda ajustarse, nada se hará visible; más aún, nada que pertenezca al orden de lo visible accederá a la inteligibilidad de lo sensible. Dicho de otro modo, es inicialmente el observado el que da su forma al observante, ofreciéndole su propia configuración. Y es en ella donde el sujeto se descubrirá si logra proyectarse en ella, escurrirse por ella, y dejarse envolver allí por “contagio”. ¡Momento dichoso en el que el sujeto, ya disponible, abrazará la disposición de aquello que se configura delante de él, dejándose agarrar por ello, y configurándose a su vez él mismo, abandonándose allí, o donándose! Una vez más, eso supone que el objeto pone allí “lo suyo”: la cosa, el paisaje, o el otro en general, o cualquier otro en particular (el interlocu- tor o la interlocutora) tiene que presentarse como una estructura tota- lizante, capaz de “hacer imagen”, es decir, susceptible de reconfigurar también, en cuanto totalidad, a aquel que lo mira, o más generalmente, que lo percibe, y con eso, de atraerlo a sí como pura presencia, al menos momentáneamente saturado (sin remanencias, sin distracción, sin po- sibilidad de dispersión). Es necesario, en suma, que el otro, el “objeto”, se presente como un conjunto de puntos distintos en el tiempo y en el espacio, pero formando un conjunto, por sus relaciones (como las rimas de un poema o como la trama de una gran novela), un dispositivo loca- lizador a través del cual viene a condensarse un sentido que, al modo poético, designa la pura inmanencia del texto en sí mismo, o sea, del aquí-ahora. Lo que no excluye en modo alguno que, en otros momen- tos, el sujeto capturado “desenfoque” –escape– y recaiga de golpe en el vacío de la no-presencia y en el tedio: desembrague, retorno al no- encuentro y a lo extraño, también puro. Mundo sin gusto. Así, pues, da la impresión de que todo se juega en la emergencia aza- rosa de un “casi nada”: ya sabemos que, sobre el fondo de la no-presencia, el advenimiento del sentido como experiencia de una presencia adquiere con frecuencia figura de “accidente”. Y claro está, siempre es posible que el sujeto pase sin que nada se configure –sin que “nada pase”–; que espe- re (sin saber qué, exactamente) y que finalmente nada ocurra a su paso. ¿Fracaso de su parte, carencia de visión, incapacidad, disponibilidad in- suficiente, error de orientación? ¿O es que efectivamente no había nada que captar? El encuentro, como advenimiento de un sentido, presupone, 116 Eric Landowski

en todo caso, que el sujeto encuentre al menos ante sí una base consisten- te, algo así como una figuralidad objetivable, aunque solo sea después, la cual permita al menos llegar lo que pudiera llegar: cierta disposición inmanente del objeto, que responda a su disponibilidad de transeúnte y pueda, a su paso, dejarse “desposar”. De lo contrario, el acontecimiento será pura alucinación, o el efecto de alguna intervención de carácter má- gico, un don, una gracia “caída del cielo”… ¡matrimonio místico o simple ilusión de un cuerpo desiderante! Al extremo opuesto, admitamos que si el sujeto “espera”, su espera no es pasiva y que no presupone ninguna trascendencia (ni siquiera aunque, a posteriori, la experiencia del sentido advenido pueda incitar a postular alguna). Al mismo tiempo, mantiene los ojos bien abiertos, está siempre a la escucha, en busca de articulacio- nes que supone presentes y que trata de reconocer y de captar, y además “trabaja” sobre sí mismo para estar disponible, dicho de otro modo, para liberarse de las configuraciones totalmente hechas –mallas culturales a priori o automatismos de orden fórico o pulsional– que tienden a formar pantalla y a impedirle ver o sentir.

5.3 el sentido de la rima

Experiencia, encuentro, puesta en presencia –o efecto de presencia–, todo eso tiene ya uno o muchos nombres: accidente, “estética” en Greimas, captación “impresiva” en Jacques Geninasca1, y tal vez evento de orden “poético” en el lenguaje de un Lévi-Strauss o de un Jakobson. Si, a título de hipótesis, nos atenemos por el momento a esta última expresión, lo que podría haber aquí de “poético” parecería ser, en primer lugar, algo del orden de la rima, es decir, situado bajo la dependencia de un principio general de correspondencia entre elementos: rima propiamente dicha, como recurrencia en un desarrollo sintagmático, donde el elemento que “reaparece” hace, en realidad, aparecer al precedente, el “primero”, y le da retroactivamente su valor y su sentido, en tanto que inicialmente había pasado más o menos desapercibido y como insignificante; o bien, al ins- tante, rima como efecto de resonancia entre dimensiones distintas: una luz que pone de relieve una forma, una música que pone fondo a una conversación, un ángulo del paisaje que hace eco o contrapeso a algún otro, o más generalmente, todo lo que pertenece al orden de la sinestesia.

1 Cf. J. Geninasca, “Le regard esthétique”, Actes Sémiotiques-Documents, VI, 58, 1984 (recogido en La Parole littéraire, París, PUF, 1997). Primera parte: de la junción a la unión 117

Sea una mano: uno no se enamora de una mano –de esta mano–, sino de lo que significa por la relación que tiene con aquello que, en virtud de su plasticidad específica, de su manera de ser (complexión, posición, ritmo, postura, gesto), parece decir algo distinto de lo que ella es, y habrá sido ya dicho, sin duda, en algún otro lenguaje: por ejemplo, con el tono de la voz. Una presencia inmediata convoca otra, más dis- tante, que le responde como un eco. La postura de esa mano, rimando sinestésicamente con ese tono (o contradiciéndolo), crea, por el juego de las correspondencias, una isotopía y un estilo al mismo tiempo, anun- ciando con ello la formación posible de una “imagen” experimenta- da como un todo, y, de golpe, contagiosa. Más allá de ese rostro de durmiente con los ojos cerrados que el narrador contempla, lo que en verdad encuentra es una ausencia, figura que viene de otra parte y de otro tiempo, que encuentra ahora, presente, y que lo tiene prisionero: la reminiscencia (proustiana en la ocurrencia, sin duda) es una forma de la rima. Así como la recurrencia, que actualiza lo que no era más que virtualidad de una presencia, el eco sinestésico permite igualmente la cristalización de una serie de índices ya entrevistos, pero que, tomados uno a uno, no podrían hacer sentido, propiamente hablando. En presencia de las cosas (una ciudad, el mar, un jardín) o, igualmente, de las gentes, ¿de qué queda uno “prendado” en definitiva? Cuestión de gustos, se dirá, y en ese caso, “a cada cual sus gustos”. No obstante, cualesquiera que sean las predilecciones y repulsiones de cada uno, podemos formular una pregunta de orden general. Es la que se refiere a las condiciones del reconocimiento del objeto (cualquiera que sea) sobre el cual recae la preferencia llamada “subjetiva”. Tal reconocimiento no puede ser, salvo excepción, el de un modelo preestablecido de una vez por todas, que un cuerpo ocurrencial venga milagrosamente a encarnar, hic et nunc, como si uno y otro –este sujeto de aquí y aquel objeto de allí– estuvieran hechos desde siempre “el uno para el otro”. Si hay reconocimiento ahí, es más bien asunto de captación del sujeto por una estructura, es decir, por un juego de relaciones. Pues el aquí- ahora solo se hace presencia porque rima con algo que, por su parte, no es (o no es ya) donado; y es justamente de esa relación a una ausencia –que él convoca– de donde nace su sentido presente: reminiscencia, o, al contrario, inducción de alguna otra figura, no presente pero necesaria, del orden de lo potencial. Escribe Proust: “La naturaleza, con frecuencia no me había permitido conocer la belleza de una cosa 118 Eric Landowski

sino a través de otra”2. Dicho de otro modo, no son los elementos sustanciales, específicos y aislados (una voz, tal color rubio, esa mano, etc.), sino siempre una red de envíos entre elementos casi cualesquiera, la que, a condición de ser captada como tal, hace sentido en términos de captación “amorosa” (estética): una voz que modula una “rubiez”, una fluidez del aire o de la luz que responde a la textura de una fachada de piedra, el pequeño panel de pared amarillo en contrapunto con… Porque solamente la recurrencia (en la duración), o la rima (en la extensión), es decir, la relación entre unidades aprehendidas como copresentes, hace ver, sea por retrolectura (y por tanto, por puesta en relación), sea por captación, “entre líneas”. La rima, por cierto, no hace nacer el sentido, sino que hace que se capte el hecho de que estaba allí, potencialmente –por decirlo así, ya presente y, no obstante, que había pasado desapercibido–. De suerte que, al descubrirlo, al verlo al fin, el sujeto se descubre a sí mismo –otro en profundidad, otro en cuerpo y alma–, puesto que finalmente ve. Y así, para que el encuentro tenga lugar, es necesario y suficiente pasar en el buen momento y encontrarse colocado en el buen ángulo, en el momento y en el ángulo en que, ocurrencialmente, podamos ponernos de hecho en presencia de un juego de relaciones, eficaz por sí mismo, aunque solo dependa de ese preciso instante y de nuestra propia posi- ción: recompensa a una disponibilidad querida o conquistada, pero no armonía preestablecida ni gracia caída de lo alto. Un segundo antes, los mismos elementos sustanciales podían, sin duda, estar ya en ese sitio; pero dispuestos de otra manera, o no pudiendo ser apercibidos desde el mismo punto de vista, no había allí aún, por así decirlo, nada que ver, y nada, probablemente, podía pasar. La ocasión, si se presenta, solo será en un instante, y es muy posible que se deje entrever una sola vez. Azar del momento fugitivo, y sin embargo, una vez que las circunstan- cias están dadas y la hora ha llegado, por la eficacia de la estructura, por la necesidad del contagio, y por el nacimiento del texto, ¿no será que el encuentro y la experiencia estética no son en definitiva más que la captación de una ausencia que, haciendo eco a una presencia, trans- forma el estar-allí en un estar-con?

2 El tiempo recobrado, Madrid, Alianza Editorial, 1985, p. 239. Segunda parte El contagio del sentido

Capítulo 6 Más acá o más allá de las estrategias, la presencia contagiosa

6.1 rupturas y continuidades

Describir la marcha hacia adelante de una disciplina no consiste forzo- samente en establecer el inventario de sus descubrimientos, a pesar de lo que pudiera inclinar a pensar una concepción demasiado ingenua del “progreso científico”. En ciencias humanas y sociales, en todo caso, comprender el desarrollo de un proceso de investigación consiste más bien en llegar a captar el movimiento que, a lo largo del tiempo, guía la reflexión hacia objetos y hacia problemas nuevos, y conduce perió- dicamente a renovar el tipo de positividades de las que pretende dar cuenta la disciplina considerada. Visto desde esta óptica, el devenir de la semiótica estructural en el curso de su corto medio siglo de exis- tencia (contado, a grandes rasgos, desde finales de los años cincuenta), se ha reducido a la integración sucesiva –a la “semiotización”– de tres tipos de objetos. En pocos decenios, se pasó de una semiótica de los discursos enunciados a una semiótica de las situaciones, antes de llegar a lo que en estos días está en vías de tomar la forma de una semiótica de la experiencia sensible, concerniente a nuestra relación con el mundo en cuanto mundo significante. Todo se ha desarrollado, en suma, como si la investigación, inicial- mente centrada en las manifestaciones de sentido más alejadas de lo

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“vivido”, hubiese descubierto la vocación de volverse, finalmente, al -fi nal de un largo recorrido, hacia aquello que le es más próximo. La pa- radoja radica en que esa renovación regular de las problemáticas, y las sucesivas redefiniciones concernientes a los tipos de objetos que debían, a su turno, ser tomados en consideración, a pesar de que han necesitado (o exigido) inevitablemente algunos retoques parciales de los métodos de análisis, no han implicado, en cambio, en ningún momento verdade- ras rupturas en el plano de los grandes principios teóricos. Al contrario, en cada una de las etapas de ese recorrido, el punto de vista genérico proyectado sobre aquello que se proponía estudiar permaneció suma- mente constante. En definitiva, lo que llamamos “la semiótica” debe su identidad, precisamente, a la especificidad y a la relativa permanencia de cierta mirada sobre el mundo, sobre la acción, la vida y los discursos, y a la manera como todo eso llega a hacer sentido. Y lo que caracteriza a esa mirada es ante todo el modo como transforma sistemáticamente las formas de lo dado en formas significantes, es decir, textuales.

6.1.1 Formas de textualidad, problemáticas del sentido

Al comienzo, la dimensión textual del acercamiento semiótico pare- cía obvia, en la medida en que fue efectivamente a los “textos”, textos stricto sensu –los “discursos enunciados”– a los que se aplicó en una primera fase, por lo menos a lo largo de todos los años sesenta. Tra- bajando entonces casi exclusivamente sobre producciones verbales es- critas o, en su defecto, transcritas (cuando se trataba de discursos de origen “oral”), se proponía como meta, según la expresión en boga por aquella época, descubrir su “arquitectura conceptual”, o, como se decía también, su “contenido ideológico”. Pero la búsqueda del sentido no podía encerrarse por mucho tiempo en el marco de las manifestaciones verbales, como terreno de análisis, ni mantenerse sometida indefinida- mente a la referencia lingüística, como modelo de descripción. De ahí que, durante los años setenta, se produjo una primera reformulación de la problemática “textual”. En lugar de tomar el texto como un objeto empírico inmediatamente dado, se fue llegando a considerarlo cada vez más como el resultado de una construcción que implicaba un juego complejo de relaciones entre aquello que depende del hacer de los sujetos que perciben o “leen” (lec- tores “ingenuos” o analistas teóricamente más advertidos), y, al mismo tiempo, como una realidad susceptible de articular entre sí diferentes Segunda parte: el contagio del sentido 123 lenguajes, o mejor aún, diversas semióticas, verbales o no verbales. De esa nueva consideración surgió la idea de una semiótica de las “situa- ciones”, noción que llegó progresivamente a designar otro tipo de texto semiótico, y, correlativamente, otro estado del sentido (algo así como los fí- sicos se vieron obligados a distinguir diversos “estados” de la materia): un sentido que hay que captar en el instante de su emergencia antes de que sea realizado, un sentido a cuya producción pueden contribuir las formas más diversas de expresión lingüística y, sobre todo, no lin- güística, consideradas como variables significantes, y un sentido en el que la distinción tradicional entre “texto” y “contexto” pierde prácti- camente toda pertinencia1. Pero lo que estaba fundamentalmente en juego en el paso de una de esas etapas a otra, no era solamente, como pudo creerse en el momento, el estatuto del texto en relación con su contexto (y la integración del segundo como elemento pertinente para la constitución y el análisis del primero), ni menos únicamente la posi- bilidad de integrar la descripción de los enunciados en una perspectiva dinámica que incluyese la toma en consideración del acto enunciativo. En realidad, se trataba también, y sobre todo, de la relación entre dos acercamientos posibles al sentido en cuanto tal. Se puede, efectivamente, concebir el sentido, ante todo, como una magnitud realizada, presente, por decirlo así, “en” los enunciados (aun- que de manera inmaterial), o sea, como una sustancia (semántica) in- manente a los discursos. Pero se puede pensar también el sentido como una forma indefinidamente en construcción, como una suerte de espe- jeo o de efecto captable “al vuelo”, en acto y, precisamente, en situación, por tanto, en el presente mismo del proceso que lo hace aparecer. Poco importa entonces que los actos generadores de sentido que componen ese proceso se refieran aactos lingüísticos propiamente dichos, a “enun- ciaciones” stricto sensu (o sea, verbales), o que asuman la forma más general de actos semióticos, es decir, de operaciones capaces de generar sentido a partir de la articulación de una materia de expresión cual- quiera, en cuyo caso la “enunciación” puede hacerse con gestos, por

1 Cf. E. Landowski, La sociedad figurada, op. cit. (cap. VIII); lo mismo que “Le donné et le négocié: du langage en contexte au discours en situation”, en V. Fortunati (ed.). Bologna: La cultura italiana e le letterature straniere moderne, Rávena, Longo, 1992; “Para uma abordagem sociosemiótica da literatura”, Significação, Revista Brasileira de Semiótica, 11, São Paulo, 1996; “Estatuto e prá- ticas do texto jurídico”, ibídem, 14, 2000. 124 Eric Landowski

ejemplo, con distancias, con espacios, o con cualquier otro orden de expresiones. En todos los casos, ese sentido, del cual decimos que “ad- viene” o que “emerge” en el proceso en curso, es claro que no puede ser concebido ni como un objeto (un producto), dotado de una existencia en sí, ni como una concreción (aunque fuera de orden semántico) ligada de una vez por todas a tales o cuales trazas textuales particulares que tuviesen por rol, o al menos por efecto, objetivarlo. Porque, considerado como forma emergente, el sentido solo puede darse a captar en cuan- to efecto para sujetos, y más precisamente, en primer lugar, para los sujetos enunciantes que se encuentran directamente implicados en la interacción misma que lo está haciendo advenir. Hace mucho tiempo, en efecto, sabemos que la significación no procede de relaciones término a término entre el lenguaje y el mundo (entre las “palabras” y las “cosas”), sino que adquiere forma en la interacción entre sujetos co-enunciantes. Enunciando, tomando la palabra o gesticulando, o al contrario, por la suspensión del gesto, del movimiento o de la palabra –es decir, haciendo advenir el sentido por sus actos semióticos, cualquiera que sea su naturaleza, verbal u otra–, los actantes-sujetos se construyen a sí mismos al construir el mundo –su mundo– en cuanto mundo significante. Y desde ese punto de vista, tampoco la segunda gran mutación a la que hemos hecho alusión –el paso actual de una semiótica de las situaciones a una semiótica de la experiencia sensible– constituye, propiamente hablando, un cambio de paradigma teórico; no más, en todo caso, que el que supuso diez o veinte años antes la superación de una primera semiótica, limitada en principio al análisis de los discursos enunciados. De hecho, por lo que se refiere a los desarrollos más recientes, el único rasgo que marca verdaderamente el paso de una etapa a la siguiente es la asunción de una dimensión de los fenómenos de significación hasta ahora descuidada, la dimensión estésica, que ha venido desde hace poco a añadirse (y no a sustituir) a las ya tomadas en consideración en el marco del acercamiento “situacional” de las interacciones productoras de sentido. Pero para medir el alcance exacto de la integración de esta nueva dimensión, es necesario volver por un instante hacia atrás.

6.1.2 A partir de la estesis

Hasta la época de la publicación de De la imperfección –último libro de Greimas publicado en vida, dejando aparte Semiótica de las pasiones y Segunda parte: el contagio del sentido 125 el Diccionario del francés medio, obras escritas en colaboración, la pri- mera con Jacques Fontanille, la otra con Teresa Keane2–, nos habíamos concentrado en el análisis de interacciones que podríamos caracterizar retrospectivamente, en términos de gramática narrativa, como media- tas. Como ya lo hemos subrayado, dichas interacciones solo ponían a los sujetos en relación unos con otros por intermedio de objetos de valor con vocación de circular entre los sujetos3. Según aquel modelo, la po- sición de los objetos por sí sola determinaba casi mecánicamente, por simple “junción”, todas las variaciones de estados susceptibles de afec- tar a los sujetos hasta en su “interioridad” (o “subjetividad”). La “vida interior”, o por lo menos su simulacro discursivo, quedaba reducida a una sucesión de alternancias entre estados, unos eufóricos, vinculados a las “conjunciones” con los valores positivos, otros disfóricos, que se derivaban evidentemente de las “disjunciones” correspondientes (o de conjunciones con objetos valorados negativamente). No solamente to- da la teoría de la acción inducida por la gramática narrativa se inscri- be dentro de este modelo, sino que también a él obedece la semiótica de las “pasiones”, desarrollada más tarde, donde vemos que el mismo principio de la circulación de los objetos de valor (modales o descripti- vos) rige los “estados de alma” de los sujetos. Así, poco a poco, desde los más antiguos textos de Greimas sobre los “objetos de valor” hasta las reflexiones más recientes acerca del “va- lor de los valores” (o “valencias”)4, se diseña un verdadero continuum temático, asombrosamente homogéneo, cuyo carácter globalmente eco- nómico, señalado ya más arriba, se confirma en detalle hasta en el aná- lisis de las pasiones. Un modelo general de la “búsqueda”, o mejor aún, de la conquista (o de la pérdida) de los valores, se impuso desde un principio –a partir de Propp– en función del motivo de la liquidación de una “carencia” puesta como originaria y presentada como si no pu- diese ser vivida más que al modo de la privación si no de la frustración: lógica explícita de la apropiación del mundo por los sujetos, o de su rea- propiación. Paralelamente, se ejerce una lógica de la posesión del otro en

2 Semiótica de las pasiones, op. cit.; Dictionnaire du moyen français, París, Larousse, 1992. 3 Cf. véase más arriba, capítulos 2 y 3. 4 A.J. Greimas, “Los objetos de valor” (1973), recogido en Del sentido II, Gredos, 1989; “Valencia”, en J. Fontanille y Cl. Zilberberg, Tensión y significación, Lima, Fondo Editorial de la Universidad de Lima, 2004. 126 Eric Landowski

los análisis de configuraciones pasionales (la espera, la cólera, la ava- ricia, los celos), donde el “otro” se encuentra acantonado no solamente en la posición de objeto sintáctico (objeto de deseo), sino también en la de “objeto-bien” (tesaurizable o consumible, según el caso), es decir, en la posición y en el rol de cosa de la que se puede disponer a gusto de uno, una vez que el sujeto se haya convertido en poseedor y dueño, en propietario (por discordante que sea la palabra en el ámbito académico)5. Para el sujeto narrativo en busca de conjunción, no se pueden conce- bir, en efecto, otras relaciones con los “objetos” –con el mundo en su conjunto, comprendidos los otros sujetos, sus semejantes– sino las que consisten en hacerlos suyos. En ese contexto, el descubrimiento, o el redescubrimiento de los años noventa, directamente vinculado con la aparición de De la im- perfección, y al mismo tiempo, a una relectura de los fenomenólogos franceses de la segunda posguerra6, es la intuición de que existen tam- bién, como positividades semióticamente analizables, interacciones no mediatas, independientes de toda transferencia de objetos entre sujetos. Porque, para retomar una expresión que une a unos sujetos con otros, o que los lanzan, al contrario, unos contra otros, en breve, independientemente de las relaciones que mantienen de cara a lo que consideran (o al menos a lo que tratan) como si fuera del orden del tener, los sujetos viven también, entre sí y en relación con su entorno, algunos “lazos de ser”7. O, según una terminología diferente, tomada de Merleau-Ponty, antes de descomponerse en unidades discretas car- gadas de valor y de significación, que se nos presentan como magni- tudes particulares ofrecidas a nuestra captación o a nuestra codicia, el mundo se hace presente en cuanto totalidad que hace sentido, y es nuestro “ser-en-el-mundo” el que, en cuanto tal, inmediatamente, hace que haya

5 Para un conjunto de análisis inscritos globalmente en esta línea, podemos señalar el volumen, sin equivalente en francés, organizado por I. Pezzini y P. Fabbri, “Le passioni nel discorso”, Versus, 47, 1987. 6 Cf. en particular, G. Marrone, Il dicibile e l’indicibile. Verso un’estetica semiolin- guistica, Palermo, L’Epos, 1995; L. Tatit, “A semiótica e Merleau-Ponty”, en A.C. de Oliveira y E. Landowski (eds.), Do inteligível ao sensível, São Paulo, Educ, 1995; I. Pezzini y F. Marsciani, “Premessa”, prólogo a la traducción italiana de Sémiotique des passions, Milán, Bompiani, 1996; M.P. Pozzato, “L’arc phénoménologique et la flèche sémiotique”, en E. Landowski (ed.), Lire Greimas, Limoges, Presses Universitaires de Limoges, 1997. 7 Cf. J.-P. Sartre, El ser y la nada, op. cit., especialmente p. 289. Segunda parte: el contagio del sentido 127

(o que pueda haber) sentido en nuestras relaciones con el otro y, en general, con lo real que nos rodea8. De ahí el trabajo que nosotros hemos emprendido con vistas a la for- mulación, en términos semióticos, de una problemática del sentido co- mo presencia9. Y ese mismo proyecto es el que tratamos de profundizar aquí, apoyándonos en la intuición de que, al lado de un régimen de sig- nificación supeditado a la circulación de objetos de valor que cumplen el rol de mediadores entre los sujetos, se puede reconocer también la existencia de un régimen de sentido diferente, fundado en la copresen- cia sensible y directa de los actantes entre sí, cara a cara o cuerpo a cuerpo. En esta perspectiva, lo esencial está por hacer, y lo que es más funda- mental, por concebir. Pues, si desde algún tiempo, algunos semióticos se han aplicado, a su vez, al tema del “sentir”, las modelizaciones que han puesto en marcha siguen marcadas por una excesiva distancia ob- jetivante para que podamos considerarlas como tratamientos verdade- ramente sensibles de su objeto, lo “sensible” precisamente. Incluidas en ellos, o al menos entre las más potentes esquematizaciones recientes, están las propuestas por Jacques Fontanille y sus próximos10. Pero se me preguntará, sin duda, ¿por qué pretender que el metadis- curso reproduzca las cualidades mismas de su objeto? Exigir que la se- miótica se muestre más sensible con el pretexto de tratar en adelante de lo sensible parece tan absurdo, o tan ingenuo, como lo sería esperar, por ejemplo, de la semiótica de la música que sea musical. En esas condicio- nes, oponer, como nosotros lo hacemos, dos líneas teóricas sobre la base de su grado respectivo de sensibilidad con respecto al objeto que abor- dan, ¿no se reduce a sostener con pinzas una simple preferencia de estilo? ¿O es que existe, de hecho, detrás de las apariencias aparentemente super- ficiales entre estilos de investigación, un verdadero desnivel teórico que compromete la naturaleza de aquello que se estudia en su totalidad? Esa es nuestra interpretación, y volveremos sobre esto en unos momentos.

8 Cf. M. Merleau-Ponty, Phenomenología de la percepción, pássim; cf. también La prose du monde, París, Gallimard, 1969, p. II. 9 Presencias del otro, Lima, Fondo Editorial de la Universidad de Lima, capítu- los 3 y 5 a 7. 10 Cf. por ejemplo, “Modes du sensible et syntaxe figurative”, Nouveaux Actes Sémiotiques, 61-63, 1999; o “De la sémiotique de la présence à la structure ten- sive”, en E. Landowski, R. Dorra y A.C. de Oliveira (eds.), Semiótica, estesis, estética, São Paulo-Puebla, Educ/UAP, 1999. 128 Eric Landowski

Por ahora, notemos, en todo caso, que desde que uno se propone integrar entre los elementos pertinentes del análisis semiótico, dimensiones como las de la presencia, lo sensible y la estesis, se sale necesariamente de los límites de una semiótica de la junción para pasar a un régimen de sentido de un tipo diferente. Y si el modelo juntivo deja de parecernos adecuado, es porque la manera de hacer sentido característica de las interacciones no mediatizadas que a nosotros nos interesan, se basa en la puesta en contacto directo entre uno que “prueba” y otro que “es probado”, instancias definibles, ambas, en términos estésicos y no solamente modales. Entran entonces en relación, de un lado, sujetos con aptitudes para “sentir” –competencia estésica–, y de otro, manifestaciones dotadas, en cuanto realidades materiales, de cierta consistencia estésica, es decir, de cualidades sensibles, principalmente de orden plástico y rítmico, ofrecidas a la percepción sensorial. El estatuto actorial de esas realidades no es a priori pertinente desde el punto de vista de su definición en cuanto magnitudes captables en el plano de lo sensible, y en tal sentido pueden presentarse indiferentemente como “sujetos” animados, humanos o no, o como simples “objetos” –obras de arte, paisajes o modestas cosas que pueblan nuestro entorno cotidiano–. Por ello, la extensión considerable del campo de análisis empírico que recubre la problemática estésica que puede desarrollarse a partir de ahí. Dicha problemática, sin embargo, no pretende proponerse ni como una superación, ni menos como una alternativa con relación a la se- miótica narrativa clásica y a su modelo juntivo. En su propio nivel, la semiótica de la junción conserva toda su validez y su eficacia descrip- tiva. De lo que se trata, en cambio, es de construir, paralelamente a ese componente ya adquirido de la gramática narrativa, una aproximación complementaria que responda a la necesidad de prever, al lado de la lógica de la junción entre sujetos y objetos, que sostiene el acercamiento a los fenómenos de interacción pensados al modo estratégico de la per- suasión y del hacer-hacer, una problemática del hacer-ser, que ponga en juego otro tipo de relaciones entre actantes, del orden del contacto, del “sentir”, y en general de eso que hemos convenido en llamar la unión. Esquemáticamente, mientras que lo propio del régimen de la junción es hacer circular, entre sujetos, objetos considerados de antemano como cargados de significación, según el régimen de la unión, donde los actan- tes se ponen estésicamente en contacto, es la presencia misma de unos para otros, hic et nunc, la que es apta para hacer sentido, en acto. Una vez recordadas estas distinciones de base, podemos precisar ahora nuestra Segunda parte: el contagio del sentido 129 posición concerniente a las diferentes opciones estilísticas y epistemológi- cas posibles a propósito del estatuto semiótico de lo “sensible”. A decir verdad, la distinción de regímenes de sentido y de interac- ción que nos sirve para aprehender la competencia semiótica de los sujetos analizados (que construyen el sentido de su estar-en-el-mundo de dos maneras diferentes: según la junción y según la unión al mismo tiempo), se aplica también, en nuestra opinión, o debería aplicarse, a los meta-sujetos que son los semióticos, cuando pretenden analizar lo que hacen los sujetos del nivel precedente. Lo cual quiere decir que la teoría semiótica debería poder construirse, a la vez –aunque, en la práctica, las tareas estén repartidas entre actores-investigadores dis- tintos, como sucede actualmente–, en “unión” con aquello que analiza o describe (según un régimen de relación sensible plenamente asu- mido) y en relación de exterioridad objetivante por lo que se refiere a su “objeto” (según el vocabulario del otro régimen, de tipo juntivo u, hoy en día, “tensivo”). A partir de esas premisas, se constituye episte- mológicamente la diferencia constatable entre un estilo semiótico que trata, ante todo, de esquematizar y de objetivar su objeto, y que, en esa misma medida, se queda en la esfera de una “semiótica racional”, y la actitud metadiscursiva no “irracional”, por supuesto, sino más comprensiva, que, por nuestra parte, es la que queremos promover. Pues asumimos deliberadamente la intención de conocer de otro modo, precisamente “uniéndonos” de la mejor manera posible (¡y hasta cuerpo a cuerpo, en el mejor de los casos!) al “otro” –interlocutor, texto, obra de arte o fragmento del mundo natural–. Cualesquiera que puedan ser la forma y el estatuto, se trata, para nosotros, de intentar comprender a ese “otro”, si no totalmente a su interior, por lo menos acercándonos lo más y mejor posible a él como a un sujeto con el cual debemos interactuar para que nuestro encuentro con él haga verdaderamente sentido, sabiendo que, paralelamente, otros semióticos, alejados metodológicamente de nosotros, se aplican de preferencia a modelizar su funcionamiento en cuanto objeto. En ese sentido, el “estilo” no es accesorio, sino perfecta- mente constitutivo de cada una de las orientaciones planteadas: repre- senta el cuerpo mismo del pensamiento en acto, de un pensamiento que, de un lado, identifica, define y esquematiza, y del otro, trata más bien de aprehender cómo la cosa se da y nos capta en el plano vivencial, y, a partir de allí, intenta describir, casi fenomenológicamente, la expe- riencia misma del encuentro entre sí y el otro, entre una disponibilidad para sentir y un dispositivo sensible. 130 Eric Landowski

Podemos ahora explicitar mejor los principios de funcionamiento de este segundo tipo de régimen de sentido y de interacción, al que, por costumbre, le hemos dado un nombre un tanto metafórico, hablando a propósito de él, no solamente, como aquí, de unión, sino también, en varios otros lugares y desde hace un buen tiempo, de contagio11.

6.2 los cuerpos conductores

La acepción que damos a la palabra “contagio” diverge en parte de las que tiene en los usos más corrientes, que provienen, como es sabido, del dominio médico, y más especialmente epidemiológico, y accesoria- mente, en nuestros días, del vocabulario de la informática. Considerado en términos epidemiológicos, o desde el ángulo “viral”, el contagio es analizado como un proceso de comunicación que obede- ce exactamente a la lógica de la junción; al contrario, considerado desde la óptica específica que tratamos de consolidar y de ilustrar, vamos a ver que depende por completo de una lógica de la unión. Encontramos en este punto los dos grandes principios de interacción anteriormente reconocidos; el criterio de distinción entre ellos está referido al hecho de que una transformación de estado sufrida por un sujeto puede re- sultar de que un objeto, procedente de otro sujeto, termina por estar conjunto con él, o de que los dos actantes de la interacción considerada se encuentran en presencia directa, uno de otro, cuerpo a cuerpo.

6.2.1 Dos regímenes de contaminación

Veamos, a título de ejemplo, la gripe, de una parte, y de otra parte, la risa loca: una y otra son, como se dice, “contagiosas” –se “atrapan” [se “contraen”] al contacto con otro–, y ambas inducen a las claras algunos cambios de estado en el protagonista sobre el cual se ejerce el contagio. Dicho esto, es fácil ver en qué dependen, respectivamente, de los regí-

11 Cf. “Viagem às nascentes do sentido” (en I. Assis Silva (ed.), Corpo e Sentido, São Paulo, Edunesp, 1995), trabajo consagrado a una primera elaboración de la noción de contagio, término muy cómodo en portugués gracias a las derivaciones que permite: contagioso, y sobre todo contagiar, contagiado. El francés no ofrece esos recursos. Aunque está disponible “contaminación”, con toda la gama de derivados deseables. En general, los dos términos tie- nen el mismo valor. Segunda parte: el contagio del sentido 131 menes de interacción que nos interesan. En el primer caso, puedo ser testigo de lo que el otro experimenta –de su estado “agripado”–. Puedo incluso estar más o menos afectado por su estado (verlo enfermo me inquieta, me entristece, etc.), pero no por eso voy a caer enfermo. Pue- do, en suma, constatar el estado enfermizo de otro sin por ello contraer- lo. Pero en el caso de la risa, y sobre todo de la “risa loca”, no siempre ocurre lo mismo, pues ver reír tiende por sí mismo a hacer reír: todo pasa entonces como si existiera una suerte de eficacia performativa de la copresencia, o por lo menos como si la percepción de las manifesta- ciones somáticas de ciertos estados vividos por otro tuviese por efecto hacernos, casi automáticamente, contraer los mismos estados. Podemos ver, pues, en qué consisten esas diferencias: la contami- nación intersomática no procede, en un caso y otro, de los mismos principios. En el caso de la gripe, como de cualquier otra enfermedad infecciosa, para que el contagio tenga lugar, no es suficiente que sea testigo, ni siquiera cercano, del mal que afecta a otro sujeto; es nece- sario además que algún agente transmisor –microbio, bacilo, virus u otro– encuentre un camino que le permita pasar del cuerpo del otro, que ya está infectado, a mi cuerpo, que aún está “sano” a primera vista, aunque en cierto modo tenga ya el talante de esperar ser contaminado. Por el contrario, en el estado de hilaridad de mi interlocutor, es ese mis- mo estado el que, directamente en ausencia de todo agente transmisor, puede, en ciertas condiciones –especialmente cuando no es oportuno reír–, llegar a sumergirme en el mismo estado de hilaridad. Dicho de otro modo, la gripe, a diferencia de la risa, no se transmite por simple simpatía, y menos aún por “empatía”: excepto tal vez en algunos casos excepcionales, no es suficiente que yo vea, ni que com- prenda, ni siquiera que crea sentir (como por reminiscencia o por anti- cipación) el estado patológico del otro para que, propiamente hablando, lo viva yo mismo de verdad. De hecho, no lo experimentaré verdadera- mente (y eso, lo más frecuentemente, a mi pesar) sin la intervención de una verdadera causa externa, de orden biológico, que, en nuestros días, acostumbramos a objetivar con los rasgos del virus, es decir, de un ob- jeto de valor negativo, capaz de actuar en el plano microbiológico, y do- tado al mismo tiempo de una autonomía bastante amplia para circular de cuerpo en cuerpo (o, de acuerdo con la metáfora del “virus informá- tico”, de máquina en máquina), y, de ese modo, conjuntarse indefinida- mente con nuevos cuerpos-objetos (o con nuevas máquinas) sin tener que disjuntarse para eso de los cuerpos precedentemente contamina- 132 Eric Landowski

dos (en lo cual reconocemos una figura ya repertoriada hace tiempo en semiótica narrativa con el nombre de “comunicación participativa”). Por oposición, el tipo de interacción contagiosa que nosotros tene- mos en mente, y de la que la “risa loca” representa un primer ejemplo, no resulta de ninguna operación de conjunción entre sujeto y objeto –entre alguien que se pone a reír y algo que le sea transmitido por otro, y que aparezca como la causa de su risa, o en el plano moral, como su justificación–. En el plano físico, en todo caso, es evidente que el tipo de hilaridad del que hablamos afecta al cuerpo tanto al menos como al espíritu, y es un estado que se nos impone sin la intervención de ningún agente transmisor externo: no hay virus, no hay vector físico- químico de la risa loca. Y más trivial sin duda, no hay tampoco moti- vación de orden psicocognitivo que venga a justificarlo. Eso aparece, sobre todo, por contraste con otras configuraciones a primera vista ve- cinas. Cuando alguien hace delante de nosotros una broma o un chiste, y respondemos con una sonrisa o incluso con una carcajada, nuestra respuesta procede entonces, globalmente, de una actitud de tipo cogni- tivo y analítico, relativamente distanciada, que consiste en el fondo en evaluar implícitamente el grado de “comicidad” del discurso que nos han dirigido, y enseguida, por el grado de intensidad de nuestra risa (o al contrario, de su ausencia), para sancionarlo. El principio de la risa loca es de un orden completamente distinto. Con él, la dialéctica inter- subjetiva del hacer persuasivo y del hacer interpretativo aplicados a un objeto-mensaje que circula entre interlocutores y articula la risa razo- nada del receptor con el hacer reír calculado del gracioso, no tiene curso. Los únicos mecanismos que intervienen, en cambio, son precisamente aquellos, intersomáticos, de cierta forma –semiótica– de contagio. No es, pues, la supuesta agudeza de la broma o del chiste, o de la es- cena que veo, la que, una vez reconocida, me hace reír, después de todo razonablemente y casi con seriedad, porque estoy seguro de que me río “conscientemente”, por buenas razones. Es, al contrario, la hilaridad mis- ma de mi interlocutor la que, por sí sola, desencadena inmediatamente –¿locamente?– la mía, como si por ser testigo de ella fuese casi inevitable sentirla, y mejor aún, compartirla. De hecho, ese género de buen humor (llamado con justo título “comunicativo”), una vez instalado, es muy po- sible que, bien pensado, no tenga nada, a mis propios ojos incluso, de cómico, y que, no obstante, no logre, sino con gran esfuerzo, detener la risa, cada vez más incontenible, que me sacude. El orden lógico de las cosas queda trastornado de arriba abajo, y el hecho mismo de haberme Segunda parte: el contagio del sentido 133 puesto a reír de esa manera –con solo ver reír al otro– me hace estimar tan gracioso lo que está pasando o lo que me cuentan. No solamente el contagio opera aquí sin la mediación de ningún agente físico detecta- ble en la dimensión pragmática, sino que además se propaga al mismo tiempo independientemente de la transmisión de algún objeto de valor, aunque sea en el plano cognitivo. Trabaja, en suma, a la vez más allá de lo psicológico, pues no tiene causa, y más acá de lo cognitivo, en la medi- da en que interviene, sin motivo particular, donde no hay razón para ello. Sin embargo, a menos que se relegue el fenómeno al orden de lo inefable, es necesario que, de todos modos, algo pase de un sujeto a otro si es que ha de haber “interacción” entre ellos. Eso no lo podemos negar, y más bien lo hemos planteado desde un comienzo, implícita- mente, cuando hemos dicho que el tipo de contagio que nos interesa presupone, a falta de causas y de razones, al menos la presencia de un sujeto ante otro. Ahora bien, estar presente ante algo, o ante otro, es ya precisamente “comunicar”, aunque lo que se intercambie en ese caso se sitúe más acá de lo cognitivo. Es cierto que lo que se dice con la sola presencia solamente puede revelar la pura manifestación somática: pe- ro justamente con el simple estar-allí de dos cuerpos-sujetos presentes uno a otro, cada uno de los “partenaires” ofrece ya al otro, y percibe en el otro, una suerte de texto mínimo. En este tipo de comunicación, el cuerpo no hace signo sobre la base de algún código preestablecido (pues, en tal caso, nos hallaríamos ya en el orden del discurso articu- lado), sino que hace sentido inmediata y dinámicamente –en acto– al modo del cuerpo a cuerpo estésico12. En relación con el régimen de sentido fundado en el intercambio de objetos cognitivos, se perfilan ahora diferencias profundas en cuanto a la manera de estar-en-el-mundo, y por lo mismo, de interactuar con otro. El cálculo interpretativo y judicativo que moviliza un supuesto saber apreciar y apunta a estar seguro de que si uno se ríe lo hace “a justo título” (porque eso “vale” la pena), es sustituido por la modalidad con- tagiosa de una risa inmediata, que es puro derroche de sí en la relación con el otro: abolición de la distancia crítica, suspensión de la competen- cia cognitiva e interpretativa (es decir, objetivante), y, en contrapartida, sintonización de los sujetos en su relación recíproca de cuerpo sensible a cuerpo sentido, de experimentante a experimentado [d’éprouvant à

12 Cf. capítulo 4. 134 Eric Landowski

éprouvé]. Eso permite comprender que la “risa loca” surge con frecuen- cia en situaciones de carácter solemne, que implican, en términos de civilidad, un “no-deber-reír”. Admitamos que la solemnidad pueda de- finirse semióticamente como una forma de suspensión requerida por la presencia de los cuerpos. Alineados lado a lado, o más exactamente codo con codo, ¿los participantes de una ceremonia fúnebre (o acadé- mica, por ejemplo) no deben, por un momento siquiera, ser, por decirlo así, “espíritus puros”? Por contraste, el contagio de la risa loca adquiere en un marco semejante el valor de una reafirmación transgresiva, casi erótica, de la copresencia de los participantes en cuanto cuerpos, preci- samente. Como una suerte de energía subliminal y transindividual, la hilaridad pasa entonces de unos a otros (¡por los codos en contacto!) co- mo pasa a veces, según parece, de mano en mano, alrededor de las mesas giratorias (en lugar de la “corriente”), justamente en la medida en que, también en esa situación, se impone una obligación de seriedad que, en el fondo, no es más que una forma de denegación de los cuerpos presentes (en provecho, en tales ocasiones, del “desaparecido”). Lo que quiere decir que el efecto de contagio, analizable en términos estésicos, depende, en parte esencial, del contexto en el que los sujetos se ponen en contacto, contexto analizable, por su parte, en términos actanciales y modales. La semiótica de lo sensible no sustituye de ninguna manera a la semiótica narrativa, sino que se articula con ella y la completa. Dicho esto, se pueden advertir de inmediato los matices que exige este género de esquematización. En teoría, las dos formas descritas pue- den considerarse como opuestas entre sí, como verdaderos contrarios. De un lado, una risa “de razón”, cognitivamente controlada, risa “adul- ta” que responde a una comicidad de orden intelectual, fundada en el humor o en el “ingenio”; del otro, la “risa loca” incontrolable, risa “pue- ril” que, agarrándonos estésicamente “por el vientre”, se impone en un plano puramente somático. Sin embargo, en la práctica, es raro que las cosas sean tan netas. Existe, claro está, un humor “socarrón”, y en el ex- tremo opuesto, una comicidad de la farsa, y correlativamente, una risa “de cabeza”, intelectual, sin carne, por decirlo así, frente a una risa “car- nosa”, que es como la exacta antítesis. En la mayor parte de los casos, si nos reímos es porque ante nosotros hay, a la vez, algo gracioso que desci- frar, que interpretar, que sancionar, y ante nosotros también, pero más cerca, demasiado cerca, casi tocándonos, hay alguien que ríe, otro cuerpo sometido ya a un proceso de hilaridad. Y en tal situación, no sentimos la menor necesidad de zanjar entre los términos de una alternativa. Segunda parte: el contagio del sentido 135

En realidad, cuanto más difieren y hasta se oponen las dos variantes analíticamente, tanto más parecen destinadas a juntarse y a mezclarse en cuanto dimensiones de la experiencia vivida. Y es que la agudeza de un objeto-mensaje que intelectualmente nos agrada por su carácter es- piritual, y por otra parte la especie de gusto instintivo que nos viene en el plano somático con solo ver o sentir la risa de nuestro interlocutor, o aunque solo sea su sonrisa –¡euforia profundamente primitiva conoci- da ya por el lactante!–, no constituyen en modo alguno, a pesar de todo, lo que los diferencia, no son elementos que deban excluirse entre sí. Solo en los tratados de lógica los contrarios se comportan, unos frente a otros, de manera tan rígida. Por ahí adelante, los polos de una cate- goría, si (por construcción) se someten a oponerse lógicamente entre sí, es raro que eso les impida articularse prácticamente unos con otros, conjugarse entre ellos y, en definitiva, apoyarse y reforzarse mutua- mente, con frecuencia como complementarios. Y por eso, en lo que nos concierne aquí directamente, los componentes cognitivos y estésicos de la risa pueden muy bien, globalmente, andar juntos en la misma dirección y acumular sus efectos. Para precisar estas hipótesis y, al mismo tiempo, para ponerlas a prueba, podemos intentar transportarlas a un plano diferente y, no obs- tante, comparable: el de la propagación no ya de la risa, sino del deseo. Veremos que allí se encuentran, mutatis mutandis, las mismas clases de unidades que las que hemos analizado precedentemente –a la vez distin- tas unas de otras en el plano conceptual, e inextricablemente mezcladas en el plano de las prácticas–, a saber, de una parte, elementos que tienen significación en el universo ideológico de la “junción” (en este caso, de los cuerpos-objetos), y de otra parte, elementos que hacen sentido inmediata- mente, en la óptica de la “unión” (es decir, de los cuerpos-sujetos).

6.2.2 Lo deseable: entre juicio estético y captación estésica

Desencadenamiento de la risa loca, encadenamiento del deseo: a pesar de la heterogeneidad de los estados que esos procesos difunden entre los sujetos –estados del “alma” y del cuerpo indisociablemente liga- dos–, lo que autoriza a acercarlos es al mismo tiempo el resorte inter- somático que actúa en las dos configuraciones, y la intervención, poco aparente a veces, del componente cognitivo. Como lo constatábamos hace un momento, según la lógica de la jun- ción, tenemos hasta cierto punto razón para reír desde que algo “risible” 136 Eric Landowski

se presenta ante nosotros; en la misma línea, es también el mismo buen sentido el que quiere que nos pongamos a “desear” tan pronto como se cruce en nuestro camino algo –o mejor, sin duda, alguien– “deseable”. En ambos casos, es lo “-ible” o lo “-able”, cierta cualidad propia de los objetos –la risibilidad de una sentencia o de un comportamiento, o la “deseabilidad” que otro nos deja percibir en su cuerpo–, lo cual le da a nuestro propio estado, a nuestra alegría o a nuestra concupiscencia, una suerte de legitimidad de orden a la vez racional y moral13. En esas condiciones, así como para apreciar (cognitivamente) el hu- mor o, a fortiori, la ironía de una broma (y reírse de ella “razonablemen- te”), hace falta saber descifrarla y, por tanto, haber aprendido, con el uso, a reconocer en ella ciertas marcas retóricas que la señalan pragmática- mente como cómica (como destinada a hacer reír, o por lo menos son- reír); del mismo modo, para captar el valor potencialmente (y si se puede decir, razonablemente) erótico de un cuerpo-sujeto, es preciso, desde un cierto punto de vista (rápidamente superable, como vamos a ver), haber pasado también por una suerte de aprendizaje, en este caso de lo que es deseable, de orden ya no pragmático-retórico, sino anátomo-estético. Y de hecho, sometidos como estamos ahora a una marea continua de imágenes edificantes gracias al discurso mediático y publicitario, no dejamos prácticamente en ningún momento de aprender qué es lo que hace que un cuerpo pueda, o deba, en nuestro contexto social y cultural, ser reconocido como deseable. En el corazón de esa estética social que se nos propone o se nos impone por todas partes en forma de modelos de orden anatómico, fisonómico, cosmético o vestimentario, los criterios de “deseabilidad” cumplen una doble función. Guían el reconocimiento común de lo que, en otro tiempo, se denominaba, con

13 Desde ese punto de vista, es siempre el otro, el interlocutor, por definición, el que ha comenzado. Por ejemplo, si yo me río y mi risa le ofende a alguien, podré argüir que no era necesario que él comenzase por comportarse de ma- nera tan risible. Pero es evidentemente en los casos verdaderamente litigiosos, por ejemplo, si la manifestación del deseo de uno ha podido ofender al otro, cuando se manifiesta la tendencia a objetivar, como justificación externa del comportamiento de uno –en la ocurrencia, del acusado–, ciertos aspectos del comportamiento del otro –de la pretendida víctima–, con el propósito de llegar al menos a un reparto de responsabilidades. ¿De qué sería culpable el ofensor si su conducta no ha sido más que una reacción inducida por alguna provoca- ción del ofendido? En eso se funda, potencialmente, donde menos se esperaba, toda una ciencia discursiva (una casuística) de las figuras de la seducción. Segunda parte: el contagio del sentido 137 bastante vulgaridad, los “señuelos” de un cuerpo expuesto a la vista, y sirven al mismo tiempo de normas de referencia para el modelaje de los mismos cuerpos, proporcionando a partir de ahí la base de toda una ciencia –de todo un comercio, de toda una industria– de los “aprestos”, con cuya ayuda se considera que se puede efectuar la transformación programada del cuerpo propio en imagen para el otro, en cuerpo- objeto construido artificialmente (e indefinidamente a reconstruir), con vistas siempre a nuevas evaluaciones o reevaluaciones. En el plano de las relaciones interpersonales, la preocupación, com- partida por cada cual, por acercar de ese modo su apariencia física a lo que exigen los cánones estéticos del lugar y del momento, se inscribe en el marco de estrategias de “seducción”. En cambio, en un plano más global, y contrariamente a lo que se oye decir y repetir, la conformi- dad sistemática de las anatomías que de eso resulta, y la educación de la mirada que todo ello implica, tienen por efecto probablemente, en conjunto, mucho menos provocar o liberar el deseo que controlarlo, ca- nalizándolo. Hay en la sistematización y la codificación sociales de los rasgos pertinentes de la “deseabilidad”, una suerte de “fetichización” generalizada que es esencialmente normativa. Al señalar en la super- ficie de los cuerpos puntos de fijación, si no obligatorios, por lo menos fuertemente recomendados para la buena gestión de nuestra libido (en función de una normalidad implícita de los gustos), tal codificación va, por construcción, al encuentro de toda libre captación del cuerpo del otro, y si se aplicase al pie de la letra excluiría toda experiencia un tanto creativa en ese dominio. Desde ese punto de vista, el discurso mediáti- co y publicitario no desembrida en modo alguno las pasiones del eros, contribuye a su domesticación. Pero frente a esa forma aceptada de la seducción, forma juntiva en su principio, existe otra, totalmente diferente y mucho menos fácil- mente controlable, tal vez, en el fondo, tan loca como, en plano muy próximo, nuestra risa “loca”. Lo característico de esta nueva forma, que nos hace pasar ahora al lado de la unión, consiste en situarse de entrada, más allá, o si se quiere, más acá de toda mira estratégica, así como de todo cálculo. Y lo que la hace posible es simplemente el hecho de que el deseo camina de buen grado también, por vías ajenas a todas las razones y codificaciones socioculturales que acabamos de mencio- nar. Pues es evidente que aquello que lo suscita no se debe necesaria- mente –o en todo caso, salvo excepción, no únicamente– a la presencia ante nosotros de tal o cual conjunto particular de formas deseables 138 Eric Landowski

que reproducen una configuración estética fijada convencionalmente, cuya presencia o ausencia (con todos los grados intermedios posibles) hubiéramos aprendido, por hipótesis, a reconocer en el otro. Tales for- mas pueden, en último término, si eso tiene algún sentido, hacer que el cuerpo que las posee nos resulte “más deseable” que otro; pero an- tes de eso, para que pueda ser percibido como deseable en cuanto tal, es necesario haber pasado ya a la otra dimensión, la de lo puramente sensible, que nos permite experimentar [probar] la cualidad de una presencia sin tener que comparar valores entre sí, sin contarlos, sin medirlos. Independientemente de todos los aprestos y de todos los se- ñuelos específicos que se quiera (o, verosímilmente, al mismo tiempo que con ellos), el nacimiento del deseo surge, como en el caso de la risa, del estado mismo del cuerpo del otro, aprehendido como un todo, y, correlativamente, de nuestra propia capacidad para captarlo en su estado (hipotético) de cuerpo deseante. De hecho, para retomar la bella fórmula de Claude Simon, son los cuerpos mismos –entre sí– los que constituyen los mejores “conducto- res”: en materia de deseo (y de risa loca), sin duda, pero también en el caso de otras muchas pasiones del cuerpo y del alma, de carácter inter- somáticamente transmisible14.

6.2.3 Cuerpos-objetos, cuerpos-sujetos

Si existe algo de comunicativo, o mejor, de contagioso, en ese estado de “cuerpo deseante” que acabamos de postular, es porque difícilmen- te puedo, yo, sujeto-cuerpo, a quien ese otro cuerpo-sujeto se muestra (o también, yo, a quien él se está dirigiendo), limitarme a constatar tal estado a distancia, estáticamente, a través de tal o cual de sus mani- festaciones exteriores. Quiéralo o no, soy llevado más bien a sentirlo, o a resentirlo, dinámicamente, en lo interior, no como un fenómeno del que fuera testigo objetivo, desinteresado, y en el fondo indiferente, sino más bien como una acción, o al menos como un movimiento del que me considero, en cierto modo, parte importante, virtual o potencialmente –incluso si estoy dispuesto no solo a no dejarme llevar por él, sino, al contrario, a resistirme–.

14 Cl. Simon, Les corps conducteurs, novela, París, Minuit, 1971. La misma expre- sión, con un sentido apenas diferente, en Sartre (El ser y la nada, op. cit., p. 579). Segunda parte: el contagio del sentido 139

Como dice Rousseau, algunos “acentos”, que llegan del cuerpo del otro (en su caso, por la voz), “penetran [en nosotros] hasta el fondo del corazón, hasta allí llevan los movimientos que los arrancan y nos hacen sentir aquello que escuchamos”15. Ciertamente, eso no quiere decir que, para saber a qué atenerme acerca de lo que el otro está experimentando, sea necesario que yo lo experimente también, ni que deba, en todos los casos, compartir la ex- periencia del otro con el pretexto de adivinarla o de comprenderla; por el contrario, una observación distanciada y objetivante es siempre, en principio, posible. Sin embargo, en sentido opuesto, lo que sabemos o creemos saber de otro no procede exclusivamente de una actitud de ob- jetivación que tenga por efecto reducir por principio al otro al estatuto de una imagen, de una representación, de un “objeto de valor”. Parale- lamente, habrá siempre lugar también, tanto en el plano intersubjetivo como en el plano intersomático, para un tipo de conocimiento distinto, estésico precisamente, de tal modo que el hecho de captar en el otro al- guno de los estados de los que aquí tratamos –estados de deseo, de hila- ridad incontrolable, o más generalmente, según la expresión de Jacques Geninasca, “estados de comunicación”– apenas se distinguirá del hecho de experimentarlo como si fuese ya nuestro propio estado, al menos un poco, y tal vez sin que nosotros lo sepamos16. El otro deja entonces de ser visto como un cuerpo-objeto, colocado allá, a distancia, y viene por el contrario a ser captado –sentido–, por decirlo así, desde dentro, en cuanto sintiente él mismo, en una palabra, como cuerpo-sujeto. En otros términos, trátese de risa o de deseo, el juicio estético tiende, en un momento dado, a ceder el paso a la captación estésica. Mientras que el deseo permanezca motivado por el juicio estético (regulado por ciertas normas socioculturales en vigencia), la lógica que lo guía mo- viliza en primer lugar un observador –actante cognitivo por esencia–, cuya función consiste en mirar al otro como un objeto. Y una mirada que observa, que escruta, que evalúa (aunque sea altamente experta), no es y no podrá ser una mirada deseante: es, al contrario, por definición, una mirada “fría”, distanciada, evaluativa, de suerte que el deseo, la

15 Essai sur l’origine des langues, citado por J.-Fr. Lyotard y D. Avron, “A few words to sing Sequenza III”, en Musique en jeu, 2, 1971. 16 Cf. J. Geninasca, “Notes sur la communication épistolaire”, en Cl. Calame (ed.), La lettre. Approches sémiotiques, Fribourg, Éditions Universitaires de Fribourg, 1988, p. 46. 140 Eric Landowski

relación propiamente erótica, solo advendrá, dado el caso (¿en el mejor de los casos?), posteriormente, una vez justificada y de alguna manera autorizada por la evaluación cognitiva que la habrá precedido. En cam- bio, en el régimen de la captación estésica, no tiene lugar esa separación de funciones que induce una programación esquemática, casi mecáni- ca, en dos tiempos sucesivos. Toda distinción a priori entre lo sensible y lo inteligible aparece entonces como inoperante, y la percepción deja de ser de orden “puramente” cognitivo y debe ser reconocida como ya, en sí misma, del orden del deseo, al mismo tiempo que, en el otro sentido, la captación estésica se convierte por sí misma en una auténtica forma de conocimiento. No existe en este caso un observador que mide, que juzga y finalmente decide, sino un cuerpo que experimenta éprouvant[ ] en presencia de otro cuerpo. Y como ese otro cuerpo –cuerpo experimentado [corps éprouvé], desde el punto de vista de “ego”– es al mismo tiempo, también, a su vez, cuerpo que experimenta [corps éprouvant], la emergencia del deseo solo es concebible, en esta configuración, como necesariamente bilate- ral. Abrazo recíproco, el deseo no aparecerá entonces como el efecto calculable de una causa independiente, primera, y que, más o menos hábilmente, haya sido instalada a modo de estímulo por el provoca- dor desde fuera. Por el contrario, se constituye como el efecto de un efecto, como la experiencia de una experiencia, formulación que solo tiene sentido, evidentemente, en función de un principio fundamental de inherencia entre el que siente y el que es sentido, de tal modo que no puede haber aquí ni determinación causal, ni un “antes” presupuesto por un “después”, sino solamente co-acción, concomitancia, co-emer- gencia, o, como preferimos decir nosotros, contagio, es decir, transfor- mación dinámica recíproca y en acto. Podemos precisar ahora un poco mejor, a propósito tanto del deseo como de la risa, la forma que adoptan nuestros dos regímenes de sen- tido y de interacción. El primero, que depende de la gramática de la junción, supone la existencia de criterios de evaluación que permitan a los sujetos medir el valor social de los objetos en los diversos órdenes a los que puedan pertenecer. Según el otro régimen, esa objetivación, y la distancia que supone, es sustituida por la proximidad, si no por la inmediatez, y por la participación, si no por la unión. En ese sentido, no me río de algo sino con alguien: no de algo que sería reconocido co- mo más risible que otra cosa, sino porque entro en contacto con otro, en cuanto cuerpo riente él mismo; de manera parecida, lo que hace que Segunda parte: el contagio del sentido 141 yo “desee” no es la vista de algo que, en el otro, sería particularmente deseable (que lo haría más deseable que otro), será mi captación de una presencia en persona, como totalidad, en cuanto cuerpo deseante. De todo lo cual resulta que se puede decir, en este caso, que el de- seo no tiene verdaderamente objeto y que ni siquiera podría tenerlo. Al margen de toda mediación, se instala directamente, de cuerpo experi- mentante a cuerpo experimentado, al modo de una captación somática recíproca y de un descubrimiento mutuo. El deseo no es entonces un deseo de –de tal o cual cualidad o atributo destacable que vendría a ob- jetivar el valor del “partenaire”–. Y tampoco tiene que ver con alguna cualidad sobresaliente ni con ninguna pregnancia propia del cuerpo- objeto que se halla delante de mí y que me haría soñar con apropiár- melo, “conjuntándome” a él como a una presa. El deseo del que aquí se trata se forma, por el contrario, totalmente en la relación misma con el otro, sin apoyarse en nada exterior o anterior a ella: puro deseo con, que solo se sustenta, entre cuerpos-sujetos, en su copresencia hic et nunc.

6.3 coordinaciones

Con este presente de la relación, definido como tiempo de la emergencia misma del sentido, volvemos a encontrar un punto de crucero decisivo entre formas distintas del contagio. A fin de retomar la comparación entre esas formas a partir de un punto de vista lo más global posible, convengamos por un momento en definir el fenómeno en cuestión de manera bastante amplia, como un proceso de transmisión que, impli- cando al menos dos “partenaires”, consiste en la reproducción por uno de ellos de un encadenamiento organizado de estados y de acciones cuyo modelo habrá sido proporcionado por el otro, directamente o no (por contacto inmediato o por medio de un vector autónomo). En el plano general, podemos ver qué es lo que hay formalmente de común entre procesos tan diversos como la acción del bacilo que me pone en- fermo, la del “virus” que afecta a mi computadora, y la del deseo (o la de la risa) de otro cuando no puedo resistirme a ellos: en todos los ca- sos, algo con lo cual, o alguien con quien entro en relación, me impone, en mi cuerpo, o más generalmente en el plano de mi poder-hacer, ciertas transformaciones que se derivan del hecho de que, de una manera u otra, vienen a instalar en mí (en mi cuerpo, o dentro de mi máquina) un programa de comportamiento traído de fuera y que difiere del que era el mío hasta ese momento. 142 Eric Landowski

Ahora bien, en ese marco, se plantea de inmediato la cuestión de la organización temporal, y especialmente aspectual, de los procesos considerados como pertinentes. En cada uno de los casos evocados, la manera como un programa determinado, de orden biológico, psicoso- mático o informático, se transmite de una entidad a otra, como pasa de un contaminante actual a un contaminado potencial, ¿debe ser con- cebida como una suerte de herencia, es decir, al modo de la sucesión, o, por el contrario, al modo de la simultaneidad, como si se tratara de una huella que, por simple contacto, hiciese inmediatamente pasar una forma determinada de un cuerpo a otro cuerpo?

6.3.1 Después de todo, “hacer como” versus “hacer conjuntamente”, en cadencia Visto por el epidemiólogo o por el médico, el contagio es esencialmente un fenómeno secuencial que implica una serie de fases escalonadas en la duración. Concebido en términos semióticos, tiene, al contrario, como se ha podido apreciar ya por las observaciones precedentes, vocación para realizarse ante todo según el modo de la simultaneidad. Esos dos modos de propagación, uno diacrónico, otro sincrónico, remiten, no obstante, en el comienzo, a un solo y mismo fenómeno de base: en ambos casos nos encontramos en presencia de cierto número de actores (dos o más) que pueden ser considerados inicialmente como distintos y autónomos –puros organismos, simples cuerpos-objetos para el médico; o al contrario, verdaderos cuerpos-sujetos, desde el punto de vista del semiótico–, y que, por hipótesis, van a cumplir, por contagio, un solo y mismo programa. Se trata, tanto aquí como allá, de la constitución de una suerte de actante colectivo (o por lo menos dual), y las diferencias ulteriores de modelización se atendrán, en el fondo, simplemente al hecho de que existen varias maneras posibles de construir las relaciones entre unidades destinadas a constituir las partes de un todo, o de un conjunto, o de una serie, en pocas palabras, a convertirse en los elementos de un “colectivo” en una u otra de sus formas concebibles. No hay duda, en efecto, de que la figura en que dos o más actores hacen la “misma cosa” en sucesión –limitándose cada cual a repetir lo que ha hecho su predecesor–, no implica en absoluto el mismo tipo de relaciones de sentido entre sí y el otro que la actividad que consiste en hacer la “misma cosa” que otro en concomitancia y, eventualmente, de acuerdo con él, “conjuntamente”, cooperando ambos a la realización de aquello que, en algunos casos, podrá aparecer, después, como una obra creada en común. Segunda parte: el contagio del sentido 143

La modelización epidemiológica corresponde a la primera de esas opciones. La enfermedad parece allí como un programa biológico au- todeterminado y fijado de una vez por todas. Cada enfermo, una vez contaminado, tiene que seguir a su vez, y por cuenta propia, cada una de las etapas de ese programa predefinido, exactamente de la misma manera que aquellos que han sido contaminados antes que él (y tam- bién, bien seguro, que los que lo serán después), y al mismo tiempo, no obstante, totalmente aislada de todos ellos. En eso reside una de las pa- radojas del contagio médico. Multiplica al infinito, siempre de idéntica manera, los casos de infección, sin inducir por sí mismo, sin embargo, la menor comunidad de afección entre sus víctimas. Los cuerpos de los en- fermos se pasan unos a otros el mismo virus y, en consecuencia, viven todos, por turno, con ligeras diferencias, la misma experiencia, recorren el mismo itinerario patológico, y sin embargo no por eso se puede con- siderar, en ningún momento, que los enfermos, en cuanto sujetos del padecer, sientan conjuntamente nada en común que pueda reunirlos. No obstante, en otras circunstancias y en otros lugares, en el teatro por ejemplo, se pueden ver corrientemente grupos enteros de sujetos patéticos –todos los espectadores de una función– que ríen, lloran, tiemblan de miedo, jadean de sorpresa, todos juntos, arrastrados por un mismo impulso, comulgando por un momento del mismo entusias- mo o de la misma desesperación figurada ante ellos a través del dis- curso y el cuerpo de los actores que actúan en la escena. Experiencia estésica y estética compartida, la participación en el acto dramatúrgico instaura una suerte de comunidad viviente entre espectadores, basada en una proximidad sentida que une los cuerpos-sujetos. Pues bien, es exactamente lo inverso de aquello que ocurre en el hospital, donde la promiscuidad impuesta a los enfermos tratados como puros cuerpos- objetos, en lugar de propiciar cualquier tipo de experiencia estésica compartida, tiene por efecto único la yuxtaposición de un número in- definido de sufrimientos, todos más o menos idénticos, pero que no se comunican de ningún modo entre ellos. En otros términos, mientras que el público del teatro (o del concier- to, o incluso, a veces, del mitin político y hasta de la manifestación callejera) tiene vocación de convertirse en lo que hemos llamado en otra parte una totalidad integral –todos juntos formando cuerpo y cons- tituyéndose en una masa orgánica, unida en la experiencia presente de alguna pasión común–, la clientela del hospital, por el contrario, se encuentra desesperadamente confinada en el estatuto de una totalidad 144 Eric Landowski

partitiva, suerte de masa solitaria donde cada uno está afligido por la misma infección, y la afección que de ello resulta seguirá siendo irre- mediablemente, en cada paciente, un sufrimiento estrictamente para él solo17. ¿Cómo no admirarse incidentalmente de que, en el momento mismo en que el cuerpo se encuentra más gravemente afectado, en lo más grave de la enfermedad, el sujeto se halle abandonado radicalmen- te a sí mismo? Ironía suprema (al menos para aquellos que no creen), solo la extrema-unción vendrá a restablecer, in fine, la isotopía de la unión perdida. Pero es que, en realidad, antes que de sujetos, de lo que aquí se trata es de simples lugares de paso. Entre las víctimas de una enfermedad contagiosa no existe efectivamente, a priori, nada en co- mún, a no ser el hecho de haber sido cada uno visitado a su turno por el mismo objeto-virus, y de haber franqueado, cada uno a su debido tiempo, las etapas más difíciles de un mismo algoritmo fijado de mane- ra idéntica para todos, puesto que se deriva totalmente de las propieda- des patógenas específicas del agente infeccioso que lo causa. Bajo esos diversos aspectos, la versión informática del tema viral reproduce tan fielmente el esquema médico que hace aparecer por contragolpe, con mayor fuerza, el estatuto puramente objetal, y por decirlo así, maquinal del enfermo, una vez que ha sido científicamente reducido a su función de cuerpo contaminado. La segunda forma de contagio, que podríamos llamar, por contraste, “afectiva” y no ya infecciosa –el contagio concebido como reparto de los afectos del cuerpo y del alma–, implica, por el contrario, un continuum del padecer que solo podría ser del orden de la unión entre cuerpos- sujetos. Esa forma de contagio supone unidades a las que no separa, por principio, ninguna solución de continuidad, sino a las que acerca, por el contrario, un sentir recíproco, al menos potencial, y teóricamen- te, sin límite de extensión: reciprocidad del sentir que podrá hacer na- cer, como mínimo, parejas, o reunir masas enteras18. En el curso de los procesos de contaminación, la concomitancia de las acciones de cada participante sustituye en este caso a la sucesividad, y por lo mismo son sujetos propiamente dichos los que vemos construirse, unos en relación

17 Sobre estas diferentes nociones de “totalidad” (y de “unidad”), cf. A.J. Greimas, “Analyse sémiotique d’un discours juridique”, Sémiotique et sciences sociales, París, Le Seuil, 1976. Sobre la noción de masa orgánica, E. Landowski, “Regímenes de presencia y formas de popularidad”, Presencias del otro, op. cit. 18 Cf. cap. 10, “Diana, in vivo”. Segunda parte: el contagio del sentido 145 con los otros. No asistiremos más aquí a la repetición indefinida de programas genéticamente inscritos en tal o cual molécula perniciosa y mecánicamente transmisibles de individuo a individuo por intermedio de algún vector autónomo, sino que se desarrollarán, por el contrario, auténticos procesos de coordinación interactancial directa. Jugando tanto en el plano intersomático como en el plano intersubjetivo, tales proce- sos son, en sí mismos, generadores de sentido y susceptibles por tanto de hacer emerger nuevas identidades, individuales o colectivas. En este estadio, encontramos así la noción de un “hacer conjuntamente”, al mis- mo tiempo, y lo que es más importante, si fuera posible, al mismo ritmo –en medida y en cadencia–, sea por alineamiento unilateral de uno (o de varios) de los protagonistas sobre algún otro, o por ajuste recíproco. Estas observaciones generales se pueden formular con más preci- sión en los términos de una problemática de la presencia. Se dirá en- tonces que las relaciones tomadas en cuenta por la mirada médica son todas relaciones in absentia. De hecho, los participantes del contagio de estilo viral no tienen necesidad de ser contemporáneos unos de otros. Pueden muy bien, caso frecuente, no haberse encontrado nunca –ni visto, ni tocado, ni siquiera conocido–, puesto que, fisiológicamente ha- blando, lo que nos contamina no es jamás, por sí misma, la presencia de algún otro que esté cerca de nosotros, sino solamente alguna pro- piedad precisa inherente a alguna cosa de la que ese alguien pudiera ser portador, y que tenga la capacidad, por hipótesis, de migrar entre los cuerpos, entre los “enfermos” que todos nosotros somos, desde esta óptica, unos en estado actual, aún sin saberlo, y otros virtualmente, como a plazos. Por esa razón, la forma medical del contagio, que, en el espacio, no puede, como lo hemos señalado, ser más que mediata, es decir, relevada (con la ayuda ocasional del correo como portador del mal), tiende, por lo demás, desde el punto de vista temporal, a operar de manera diferida, a corto, a mediano o a largo plazo. En el plano moral, esas particularidades no dejan de tener sus ven- tajas, bastante ambiguas, es verdad. Puesto que el contacto entre suje- tos, aun directo, no es jamás, por sí mismo, una condición suficiente para que la contaminación tenga lugar, pues todo el peligro depende del trujamán, nunca absolutamente asegurado, de un tercero que fun- ciona como mediador, o como relevo entre participantes, para tocarnos los unos a los otros, ¿por qué no contar con las distracciones posibles de ese mediador, o tal vez con su indulgencia, o incluso con el azar, para convencernos de que lo peor no es jamás seguro? Cualesquiera que 146 Eric Landowski

sean los riesgos en los que incurrimos, quedarán siempre, al menos, algunas pequeñas posibilidades de que el virus hipotético del otro –o, ¿por qué no?, el mío–, “renunciando” gentilmente (¡por una vez!, pues es de nosotros de quien se trata) a aprovecharse de la ocasión, se abs- tenga de cumplir su oficio. Y es bien cierto que, con frecuencia ocurre, con ayuda únicamente de la fe, la inmunidad nos es otorgada. En cambio, la otra forma de contagio, la concebida en términos se- mioestésicos, que solamente puede actualizarse in praesentia, no tiene probablemente tales complacencias. Aquí, ningún agente patógeno au- tónomo y objetivable interviene, puesto que, en este régimen, la presen- cia misma de un sujeto –que ríe, que desea, etc.– ante su otro hace por sí sola que el segundo, de buena gana o a pesar suyo, se encuentre de al- guna manera influido, transformado, contaminado por el primero. Ningún determinismo de orden físico opera en este caso, y sin embargo no es del todo cierto que el régimen de influencia directa, vinculado a la sola copresencia entre los cuerpos, que sustituye aquí al juego de los deter- minismos fisiológicos, represente necesariamente una liberación. Para decidir al respecto, hay que reexaminar la noción misma de presencia. ¿Somos nosotros mismos los que hacemos “presente” al otro, o es más bien la presencia del otro la que nos invade como una fuerza oculta? La contaminación que puede resultar de ella, ¿es una sujeción irresistible o más bien somos nosotros los que, deliberadamente o sin saberlo, nos ponemos a su disposición, o incluso la buscamos? Brevemente, si el efecto de la presencia es del orden del poder, al mismo tiempo que del orden del sentido, ¿el sentido que se construye a través de ella es fruto de una imposición unilateral o de un modelaje recíproco?

6.3.2 Reproducción unilateral, o ajuste creador de sentido y de valor

Hemos llegado así a un criterio fundamental: el de la reciprocidad o, por el contrario, el de la unilateralidad de las influencias que se pueden ejercer entre las partes comprometidas en los diversos tipos de procesos de contaminación. A primera vista, este criterio es suficiente para demarcar las dos epistemologías del contagio que venimos analizando, y no obstante veremos que las cosas no son tan simples. Según la problemática médica, el contagio se presenta como un proceso de carácter masivamente unilateral. El virus (el agente infeccioso, cualquiera que él sea), y solo él, tiene la iniciativa. Frente a él, el organismo puede ciertamente intentar resistir, con frecuencia, incluso con éxito, pero en ningún caso podría Segunda parte: el contagio del sentido 147 actuar de vuelta –retro-actuar– sobre él. Un cuerpo amenazado puede efectivamente defenderse, organizarse (o mejor, reorganizarse) para no dejarse contaminar. Para hacerlo, pondrá en marcha los dispositivos de protección adecuados, como por ejemplo barreras infranqueables destinadas a impedir la progresión del agresor –“programas antivirus” puestos al día–, o mejor aún, instalará trampas capaces de destruirlo: diversos medios de preservar su propia integridad contra el peligro que lo amenaza desde fuera, evitando la conjunción temida con el vector del programa patológico. En cambio, por lo que sabemos (según lo que nos dice la medicina), lo que el organismo no puede hacer (ni la máquina tampoco) es modificar desde dentro el programa mismo del virus que se dispone a infectarlo. Para marcar mejor el contraste, consideremos un nuevo ejemplo de contagio, en el sentido semiótico del término: la configuración del mie- do, estado no menos comunicativo que los anteriores. Antes incluso de saber qué peligro preciso nos amenaza, ¿no es a veces suficiente aper- cibir la máscara del miedo, o peor, del horror, en el rostro de otro, para que el terror nos invada a nosotros mismos? Que en ciertas circunstan- cias nada nos parezca más terrorífico que el hecho de ver al otro redu- cido al estado de un cuerpo asustado, añade al carácter contagioso del miedo un efecto acumulativo de redoblamiento, en bucle o en espejo. Los especialistas en movimientos de masas saben algo de eso: el miedo de unos pocos engendra enseguida el miedo de los otros, y basta un poco de proximidad entre cuerpos encerrados, aislados (por ejemplo, cuando la “tenaza” de las llamadas fuerzas del orden se cierra en torno a un grupo de manifestantes), para que, progresivamente, el miedo de un pequeño número se transforme en pánico generalizado. En sentido inverso, ¿qué hay más tranquilizador para aquel a quien comienza a invadir el miedo, que sentir a su lado la tranquilidad y la sangre fría de otro? Porque aquí, contrariamente a lo que se observa en el caso de la agresión viral, resistir a la propagación del mal no consiste en poner obstáculos contra un agresor externo. Se trata más bien de proceder a una nueva configuración de sí mismo, del propio cuerpo, propiciada por la presencia ante sí de una configuración somática similar, o por la misma imagen corporal ya adoptada por otro. De ese modo, en una aventura un tanto arriesgada (pilotaje acrobático o deporte “extremo”…), es probable que, oponiendo a mi miedo naciente la apariencia sensible de una disposición interior más serena, la tranquilidad de ánimo que muestra mi compañero, embarcado a mi 148 Eric Landowski

lado, sea suficiente para contaminarme, esta vez en el buen sentido, es decir, para neutralizar el programa de pánico o de fuga que estaba a punto de arrastrarme a la catástrofe. Dicho de otro modo, la forma de contagio que nos interesa es, por naturaleza, de doble sentido, indisociablemente activa y retroactiva, es decir, circular y dialéctica –sin pies ni cabeza–, en el sentido de que en muchos casos no se podría decir de dónde parte ni adónde va, quién con- tamina y quién es contaminado. El contagio fisiológico, por oposición, es unilateral, y el vector encargado de propagarlo funciona de manera cate- górica y unívoca: es necesario que, a cada instante, el agente infeccioso se encuentre o bien conjunto, o bien disjunto con nuestro organismo, y según se trate de una u otra de esas eventualidades, seremos infectados o no. El miedo, o la tranquilidad, por el contrario, no tienen ninguna existencia fuera de los sujetos que los ostentan: no son objetos en circulación, sino disposiciones inherentes a los sujetos, y efectos relacionales. Por esa razón, el principio de la reciprocidad tiende a presidir las condiciones de su instalación y de su difusión. Como lo hemos visto ejemplarmente en el caso del deseo, en el juego circular y acumulativo del sentir recíproco se fomenta el sentido, es decir, se construye mutuamente la figura del otro en cuanto sujeto deseante-deseado. Lo mismo ocurre en la dialéctica del miedo-pánico y del retorno a la calma, donde uno y otro se analizan también como el resultado de contaminaciones intersomáticas en bucle. Nos queda un paso más por franquear, porque la problemática ge- neral del sentido que tratamos de construir en torno a la noción de contagio no pretende recubrir únicamente procesos interactivos de creación de sentido analizables en términos de cuerpo a cuerpo entre sujetos en el sentido usual del término, es decir, entre personas. Qui- siéramos que permitiese dar cuenta también de procesos que ponen en relación a los sujetos –a los actores humanos– con las cosas mismas. Se trata, en efecto, de procesar semióticamente, a plazo determinado, la relación entre nuestra receptividad y las propiedades vivas (tonici- dad y tonalidad, potencialidades dinámicas y plasticidad, consisten- cia y ritmo) de la materia en general, incluida la del género llamado (impropiamente) “inanimado”19. Y, por supuesto, hay que entender

19 En esta dirección, cf. A.J. Greimas, De la imperfección, op. cit., en particular los análisis consagrados a los textos de Rilke sobre el perfume y de Tanizaki sobre la luz; igualmente, F. Thürlemann, “Physionomique (mode de signi- fication–)”, en A.J. Greimas y J. Courtés, Semiótica 2. Diccionario, op. cit. Cf. Segunda parte: el contagio del sentido 149 que no todo se presenta en todos los puntos de la misma manera en estos diversos planos. Por un lado, si se observan las relaciones intersomáticas que se te- jen entre sujetos, la reciprocidad y la acumulatividad de los procesos de contagio parecen por lo general obvias. Hemos examinado ya al- gunos ejemplos referidos tanto a las condiciones de la propagación de diversos estados del alma (el miedo, el deseo, la risa) como a las de la resistencia a su propagación (la “sangre-fría” opuesta al pánico, o “re- frigerándolo”, aunque esta vez ante el reclamo del deseo naciente, la impasibilidad –la “frialdad”– como respuesta a los “ardores” del otro). La interacción adopta entonces la forma de un verdadero diálogo en- tre presencias –entre cuerpos, voces o miradas–, o en todo caso, entre sensibilidades en contacto, cada una con su tono propio, e incluso, con frecuencia, como acabamos de sugerirlo, con su “temperatura” especí- fica, tomando el término tanto en sentido literal como figurado, como metáfora de un estilo de presencia somática a la vez plástica y rítmica. Cada uno, en este tipo de situación, interviene en relación con el otro como “experimentante” y como “experimentado” al mismo tiempo, es a la vez “influido” agi[ ] por el otro y “actuante” [agissant] sobre él: en este dominio no se trata, en suma, como escribía –de nuevo– Rousseau, más que de “encender [o de apagar, añadiríamos nosotros] en su propio corazón el fuego que vemos arder [o calmar] en el de los otros”20. En cambio, cuando pasamos al examen de las relaciones entre los su- jetos y el universo de las cosas mismas que los rodean, ¿en qué sentido podemos seguir hablando de interacciones de naturaleza contagiosa, y lo que es más, que se desarrollen al modo de la reciprocidad? No podría haber, evidentemente, reciprocidad sin un mínimo de simetría entre participantes, que permita considerar que cada uno de ellos, en el marco de una interacción determinada, actúa sobre el otro, y eso, más específi- camente, “sintiendo” al otro. ¿Cómo tal modelo podría valer para el con- junto de figuras de las que pretendemos tratar? De hecho, si los sujetos humanos, e incluso, en el límite, el conjunto de los seres animados, son capaces (aunque en grados desiguales) de “sentirse” unos a otros, no se ve, a priori, cómo esa capacidad podría ser atribuida a las cosas inanima-

también los análisis de Sartre relativos a las “significaciones existenciales” ligadas a los estados de la materia (lo “resbaladizo”, lo “viscoso”, lo “fluido”, lo “pastoso”, etc.), en la tercera parte de El ser y la nada, op. cit. 20 J.-J. Rousseau, “Accent”, en Dictionnaire de musique, 1764. 150 Eric Landowski

das, a la materia bruta, a los “objetos”. El violinista siente con seguridad a su violín, pero ¿cómo el instrumento en cuestión gozaría, en cambio, del mismo privilegio? Y ese paisaje, cuya presencia experimentamos tan intensamente que en cierto modo nos transforma casi en otro –más ligero, más clarividente, más feliz, al menos por un momento (como el Jean-Jacques Rousseau de las Rêveries)–, ¿cómo nuestra presencia a no- sotros mismos, por emocionados que nos encontremos ante él, podría, en sentido inverso, transformarlo a él, por poco que fuera?

6.3.3 Hacia una gramática de lo sensible

Desde este punto de vista, lo que nos falta aún es una teoría verdadera- mente global que permita incorporar el conjunto de los fenómenos que la intuición (y también, como vamos a ver, el sentido común) nos incita a considerar, a pesar de su heterogeneidad evidente, como otras tantas manifestaciones diferentes de una sola y misma gramática general de la interacción “por contagio”. Pensemos, por lo que se refiere al sentido común, en una banalidad como la siguiente, en forma de consejo: “Si quieres conocer mejor a tu amiga, vete a verla a su casa, examina de cerca el nido que se ha cons- truido, mira el mundo que ha elegido para vivir”. O en esta otra, en for- ma de pregunta desengañada sobre los efectos de la vida en pareja: “A fuerza de frecuentarse esta dama y su perrito, ¿cuál de los dos ha empe- zado a parecerse al otro, al punto de que hemos terminado por confun- dirlos?”. Lo que nos dicen las fórmulas de este tipo, suerte de transcrip- ciones ingenuas de lo que podría ser un acercamiento fenomenológico al tipo mismo de relaciones y de procesos que nos interesan, es que en- tre sujetos, o más bien, entre los sujetos y su entorno no humano, basta a veces la cohabitación –la forma más elemental del estar-juntos– para que se depositen, poco a poco, en la superficie de las cosas, lo mismo que so- bre la piel de los animales y sobre el rostro de los humanos, las marcas sensibles de una identidad que termina por serles común. Como si el hecho de compartir, en el plano cotidiano, cierta manera de estar-en-el- mundo condujese por sí misma a una forma de ajuste recíproco entre los elementos en presencia, independientemente de su voluntad. Porque, bien entendido, ni el perrito ni el mobiliario han tenido ne- cesidad, para llegar a ser lo que son, de experimentar la menor “empa- tía” con la dueña de casa. Aquí, nadie “imita” nada, y si el animal en particular llega a ser “como” su dueña (y recíprocamente), de ningún Segunda parte: el contagio del sentido 151 modo es necesario suponer que él, o ella, o los dos, hayan tratado de “comprender” los estados de alma de su “partenaire”, ni de vivirlos, ni mucho menos de reproducirlos. Lejos de toda sobreinterpretación psi- cologizante, que nos remitiría a una interioridad igualmente desplaza- da tanto en el caso del animal como en el de los muebles, lo que está en juego son exclusivamente las relaciones sensibles que se establecen entre superficies en contacto, organizadas de acuerdo con ciertas configuracio- nes estésicas definidas. Ciertamente, una superficie entraña casi siempre la “profundidad” que, por definición, recubre, de suerte que, raspando la envoltura exterior, es posible que en realidad movilicemos el cuerpo entero, y a veces hasta las entrañas. Pero esa profundidad es también de orden estésico, es decir, extraña e incluso radicalmente opuesta a la idea de interioridad psíquica (trascendente y autónoma con relación a la corporeidad del sujeto), que supone una relación “empática”. Si cada uno de los participantes, humano o no, deviene en la ocu- rrencia más o menos “como el otro”, será sin haberlo “querido” –sin proyecto de asimilación, ni de identificación, ni siquiera de imitación–, sino, simplemente, por un lento proceso de ajuste recíproco entre for- mas copresentes. En numerosos aspectos, tal proceso se asemeja a una forma de desgaste. Con el “uso”, las piezas de una máquina (y espe- cialmente de un motor) se ajustan mutuamente. Algo parecido sucede entre los participantes de cualquier interacción de carácter iterativo. Desde ese punto de vista, contrariamente al prejuicio generalizado, el “desgaste”, como la costumbre, no debe considerarse como una pérdi- da: uno y otra inducen más bien una ganancia progresiva de valor y de sentido21. Y de esa manera, precisamente, se presenta también la relación, evocada más arriba, entre el violinista y su violín. Si el pri- mero está perfectamente capacitado para “sentir” al segundo, también es cierto que el segundo, en retorno, terminará, como se dice, por “ha- cerse” al primero, a su usuario –a su “partenaire”– habitual. Simple cuestión de tiempo, pues lo necesitan, sin duda alguna, antes de que cada uno de los interactantes logre, a fuerza de contactos, adaptarse a la forma del otro, “desposarlo”. Pensemos igualmente en la manera como el vestido o el automóvil, la casa y el jardín que la rodea, se van amol- dando poco a poco a la hexis* del sujeto que los constituye en contra- partes, en el plano estésico, de su manera de habitar el mundo. El mismo

* “hexis” = constitución, manera de ser y de comportarse [NdT]. 21 Cf. más adelante, cap. 7.3, “En pro de la costumbre”. 152 Eric Landowski

principio de construcción dinámica y recíproca entre actantes, animados o no, a través de un lento ajuste mutuo entre sus respectivas formas en continua transformación, se aplica a la relación del sujeto con su entorno completo. Sin entrar aquí en el detalle de los análisis, podemos ver que, por lo menos, se destacan dos dimensiones esenciales desde ese punto de vista: una, plástica; otra, rítmica22. Mitológicamente, la figura del Cen- tauro ofrece una imagen oportuna de su articulación, al mostrar que la conquista más bella del hombre no es, finalmente, el caballo, sino la pareja (el actante dual) que forma con su caballero. El uno sin el otro (como el violinista sin su “instrumento”, y recíprocamente) no son gran cosa, y lo único que cuenta es, en la ocurrencia, la obra común que representa su perfecto ajuste estésico. Lejos de tener que pensar- lo al modo de una comunicación entre interioridades (ni tampoco, en términos más semióticos, entre competencias cognitivas), un éxito de ese orden no supone más que una sensibilidad fina en cada uno de los cuerpos-sujetos colocados en contacto dinámico, y dispuestos a entrar en armonía, plástica y rítmica al mismo tiempo. Esa es, en definitiva, la razón por la cual la problemática semiótica general del contagio, que venimos proponiendo, reclama la elaboración de una gramática de lo sensible, es decir, de una sintaxis de las relaciones entre el cuerpo en general, entendido al mismo tiempo como soma (el cuerpo propio, la carne, sujeto y objeto) y como physis (la materia, la “carne” del mundo, “inanimada” tal vez, pero no por eso menos atravesada –aunque solo sea imaginariamente– por movimientos potenciales). Una vez que hemos postulado que las diferentes configuraciones por abordar dependen de una problemática común, a pesar de sus di- ferencias manifiestas, tendremos que dar cuenta de los determinantes estésicos precisos que entran en juego, sea en el marco de experiencias directamente vividas (que habrá que comenzar por textualizar), o de configuraciones ya reconstruidas por algunas obras literarias, pictóri- cas, o de cualquier otro tipo. En el estadio actual, la manera más simple de organizarlas consiste en ordenarlas a lo largo de un eje construido a

22 Cf. A.J. Greimas, “Sémiotique figurative et sémiotique plastique”, Actes Sémiotiques-Documents, VI, 60, 1984 [En español, en Hernández Aguilar, G. (ed.), Figuras y estrategias, México, siglo XXI-BUAM, 1974]; R. Dorra, “Le souffle et le sens”, enLire Greimas, op. cit.; J.-M. Floch, Une lecture de Tintin au Tibet, París, PUF, 1997. Segunda parte: el contagio del sentido 153 partir de algunas distinciones elementales. En un extremo, colocaremos el conjunto de los casos en los que una de las unidades en presencia impone unilateralmente a la otra, o a las otras, su propia manera de estar-en-el-mundo, su modo de comportarse somáticamente, su “estilo”, su ritmo, su configuración, su hexis. Correlativamente, su “partenaire”, sea que se pliegue de buen grado a la fuerza agente de esa presencia que se halla ante él, sea, a fortiori, que la padezca contra su voluntad, no puede dejar de perder, al menos en parte, su autonomía, e incluso, dado el caso, su identidad de partida. Se trata entonces de aquello que hemos convenido en llamar el modelo del contagio por impresión. Tal sería el caso, por ejemplo, de nuestra relación con el paisaje, cuando decimos, a la manera de los “románticos”, que la “atmósfera” particular que de él emana y que nos absorbe, nos dicta nuestro estado de alma. Aunque ese tipo de relación, descrito frecuentemente como de orden fusional, sea favorecido por muchos teóricos de la experiencia estética, no constituye más que un caso particular, si no marginal, desde el punto de vista de la gramática general que tratamos de construir. De hecho, la lógica de la unión no puede reducirse a una mística de la fusión entre sujetos y objetos. Toda fusión implica una reducción al uno. Por el contrario, la unión exige el mantenimiento –el respeto– de la dualidad (o de la pluralidad). Tanto más que aquello de lo que nos importa dar cuenta es también, y sobre todo, la posibilidad de prever, bajo este régimen, algunas formas de realización mutua entre participan- tes dotados por completo, uno y otro, en partes iguales, de una existen- cia semiótica plena y completa. Solo la reciprocidad de las interacciones, que facilita a los actantes contaminarse mutuamente, permite comprender cómo, a favor de la interacción misma, ocurre que, no pocas veces, emer- ge entre “partenaires” una manera de ser y de hacer que no pertenecía inicialmente a ninguno de ellos, sino que han aprendido a inventarla conjuntamente, en acto. De igual modo, solamente cuando la integridad de los participantes, cualquiera que sea su número, se mantiene, y eso en lo más íntimo de la interacción, podemos ver que la gramática de lo sensible produce algo verdaderamente nuevo e inédito: una obra común, fruto del ajuste entre cuerpos-sujetos a la vez autónomos y unidos. Una infinidad de casos intermedios pueden ubicarse entre esos dos polos: entre lo que aparece como del orden de la imposición casi enteramente unilateral, dicho de otro modo, de la impresión (como sería también el caso, por ejemplo, de la sugestión por hipnosis, forma de contagio más posesiva que dialógica, aunque se requiera siempre 154 Eric Landowski

un mínimo de consentimiento de la parte sometida), y lo que, al otro extremo, parece depender de la reciprocidad perfecta, tal el modo de organización de actantes colectivos como las formaciones musicales –orquestas y coros–, ejemplos de conjuntos intersomáticos en movimiento, donde cada participante –cada voz, cada instrumento– solo se puede realizar plenamente dejándose llevar por sus compañeros, aportando a cada uno de ellos, en retorno, una parte del soporte indispensable, sin el cual ninguno llegaría a dar “lo mejor de sí”. En el caso del contagio por impresión, la interacción se desarrolla ciertamente en el modo de lo sensible (y, en ese sentido, por medio del contagio intersomático); sin embargo, todo ocurre, desde el punto de vista del resultado, como si nos encontrásemos aún bajo el régimen de la junción, y no en el de la unión. De hecho, aunque contagiosa, la interacción desemboca, en ese caso, en formas de reproducción, más o menos concertadas según los casos, de procesos predefinidos: ni más ni menos que la clásica “manipulación” esquematizada en el marco de la gramática narrativa, esa forma unilateral de contagio tiende efectivamente a hacer recorrer al sujeto contaminado las etapas de un programa cuya definición solo depende del contaminador, y al contaminado no le queda más remedio que ejecutarlo. Al lado opuesto, en un encuentro ubicado bajo el signo del contagio semioestésico stricto sensu, nada puede aparecer como predefinido, ni siquiera como verdaderamente previsible, porque únicamente en el marco de la confrontación interactancial misma pueden advenir a la existencia, en el plano del ser y del hacer conjunto, formas, figuras (como se dice en el ambiente de la danza) y procesos inéditos: en otros términos, colocado bajo el régimen de la unión en su forma más pura, el encuentro deja de repetir lo mismo y se convierte en creador de sentido. Capítulo 7 Sabor del otro

[…] es, a pesar de renovarse, puntual, cada noche, un momento singular, y, de todos sus atributos, el de repetirse, periódico, como el paso de las constelaciones, el más luminoso y el más benévolo.

Juan José Saer, El entenado.

7.1 yo y el otro

7.1.1 El espejo

El amante, el amado, y entre ambos, el intercambio de dos miradas: a través de ese ir y venir, comenta Sócrates en el Fedro, lo que el primero ve en el segundo –su otro– es a sí mismo, “como en un espejo” (255 d). En esta conocida metáfora, se apoya toda una tradición, toda una teoría de la subjetividad como conciencia de sí: para saber lo que soy, para descubrirme o reconocerme en mi estatuto de “sujeto-que-se-conoce”, es preciso que mi mirada pase por la mirada del otro que me mira. Verdadero tercero entre mí y mí, solo él puede, objetivando mi imagen, hacérmela visible: así como no puedo verme sino a través del espejo

[155] 156 Eric Landowski

que me representa a mí mismo, así como no me conozco sino por la mediación de ese otro que, no siendo por el momento nada más que mi semejante, me ofrece la réplica de lo que yo soy. Aquí tenemos, de pronto, al “amante” –el yo, el sujeto de referen- cia– salvado al menos de una ilusión: la de imaginar que puede insta- larse como tal por sí mismo, que puede autoconstituirse y conocerse en la pura relación de inmediatez de sí a sí. Pero este apólogo tiene, por otra parte, su costo, a la vez desde el punto de vista del otro, del “amado” –pues, al asignarle el lugar vacío y únicamente la función de espejo, lo instrumentaliza en lugar de honrarlo–, y desde el punto de vista del espejo mismo en cuanto cosa. Porque, al no ver en él más que una superficie transparente, susceptible de devolver frontalmente al observador su propia imagen, apenas se hace justicia a la riqueza de ese instrumento mediador y olvidamos que, antes de reconducirnos a nosotros mismos reflejándonos, los espejos tienen el poder de difun- dir la luz por refracción de los rayos luminosos. Hay incluso algunos cuya superficie opaca no nos permite, o solo difícilmente, discernir nuestros propios rasgos, pero que no por eso son menos capaces de informarnos, si los miramos un poco en sesgo, orientándonos oblicua- mente a otros lugares, por ejemplo, a las fuentes de la luz, y lo mismo a mil otras cosas distintas de nosotros: al Otro en general, o a cual- quier otro en particular, cuya presencia andaríamos buscando –el amado tal vez, o por lo menos su imagen–. Cambiar así la orientación de nuestra mirada implica dejar de interrogar exclusivamente la figu- ra de nuestro propio yo, o la de nuestro doble, y volvernos hacia la al- teridad en cuanto tal: hacia una multitud de elementos cuya aparición, entrevista a través de esos juegos de reflejos, contribuye a hacernos ser lo que llegamos a ser, en lugar de hacernos saber, narcisistamente, lo que somos. El espejo, a partir de ese momento, comienza verdaderamente a des- plegar sus poderes, revelando su naturaleza. Poderes de apertura al mundo, y poderes inherentes a un dispositivo esencialmente transitivo: el espejo, camino hacia el otro y hacia lo diverso, y no solo instrumento al servicio exclusivo de un acto de “forclusión” reflexiva, excepto si el “amante” termina, a pesar de todo, por encontrarse de nuevo, en cierto momento, frente a sí mismo, pero transformado, convertido en “otro” (a sus propios ojos incluso) por aquello, justamente, que, entre tanto, le haya venido del otro, del “amado”. Segunda parte: el contagio del sentido 157

7.1.2 El encuentro

Reflexividad y transitividad corresponden así, para el sujeto, a dos pro- gramas posibles que implican, cara a cara con otro, regímenes radical- mente distintos, y entre los cuales es necesario aparentemente elegir. Sin embargo, esa elección presupone en realidad otra anterior y más decisiva, relativa al estatuto que el sujeto de referencia se atribuye im- plícitamente a sí mismo. Dos soluciones extremas pueden, a este respecto, ser consideradas. O bien, en buen racionalista, aquel que (se) dice “yo” se considera por principio como sujeto uno, autónomo, que supone ser desde siempre ya, en sí y por naturaleza, lo que es. O bien, partiendo más problemá- ticamente del postulado inverso, o dejándose simplemente guiar por la imposibilidad en que se encuentra de no reconocerse jamás como siendo exactamente “lo que es”, el mismo “yo” se descubre irremedia- blemente desfasado en relación consigo mismo, hombre sin cualidades; en todo caso, sin nada de inmutable y de unívoco a sus propios ojos que le permita fijar, de una vez por todas, a qué se debe que sea, no obstan- te, “él mismo”. De tal modo que aquello que podría, en tal caso, tener lugar de identidad no podría ser concebido sino como en devenir, como una configuración siempre en construcción. En el primer caso, aquel que se basa en el postulado de la (casi)auto- suficiencia reflexiva del sujeto, cuando “ego” vuelve la mirada hacia el otro, solo puede ser para encontrar en él, objetivada bajo la apariencia de un otro yo, una figura en la que le sea posible reconocer –“como en un espejo”– la forma misma que él asigna a aquello que ya tiene de antemano como definición de su propia identidad. Subordinada de ese modo a la mira autotélica de una toma de conciencia de sí a través de la mediación del otro, si no a una pura y simple voluntad de afirmación de sí contra el otro, la confrontación con la figura de un “Otro”, que no goza en semejante caso más que de un estatuto abstracto y genérico, solo podría representar un punto de partida, necesario tal vez, pero en todo caso superable. De hecho, una interrogación que sigue orientada enteramente hacia sí, a la vez como sujeto y como objeto exclusivo de su propia atención, solo puede desembocar en esta certeza tautológica y estéril: “Yo soy Yo”. Y en la misma óptica, en un plano más concreto, que toca a la gestión de lo social y de lo político, si el otro (ahora sin ma- yúscula: el otro de carne y hueso) opusiera, en razón de sus diferencias de “naturaleza” o de cultura, demasiada resistencia a la voluntad de 158 Eric Landowski

aquel que trata de encontrar en él su propia imagen en espejo, tendría que proceder entonces a su normalización, a su asimilación de grado o fuerza, o también, si eso resultase imposible, a su exclusión del campo de visión del “yo” –más aún, del espacio vital del “nosotros”–, por ha- ber tenido, por hipótesis, la audacia de asumir su desemejanza1. Cosa distinta ocurre en el segundo caso. La identidad deja de ser allí tenida por algo dado, donde el sujeto, como afirma Platón, solo tendría que “rememorar”, o, en términos psicologizantes, le bastaría con tomar conciencia. Los contornos cambiantes que adoptará deberán, por el contrario, ser concebidos como el resultado de aquello que la experiencia del día a día, en su contingencia, hace de cada uno de nosotros. Por consecuencia, lo que en el caso precedente no era más que un ir y venir de sí a sí, transitando no en realidad por el otro, sino por aquello que, en él, podría servir de reflejo a lo mismo, puede finalmente comenzar a dejar lugar a un auténtico encuentro con otro, con el otro considerado al presente en su singularidad individual y concreta. Y por el solo hecho de que provenga ahora de la experiencia vivida y no de una suerte de Gedankenexperiment, la confrontación entre el sujeto y su otro cambia de significación. La opacidad irreductible de un ser de carne, presente ante sí, sustituye a la transparencia del espejo, y por eso el encuentro constituirá esta vez el momento mismo en que uno, el “yo”, se tiene que especificar, a su vez, como singularidad, en y por la relación a una alteridad experimentada, encarnada en un “tú” que, haciéndole frente, le impone inmediatamente su presencia sensible, a la vez extraña y familiar. De un régimen al siguiente, el Otro ha cambiado de estatuto. Mien- tras que, primero, era aprehendido en negativo, como un no-yo anó- nimo, a la vez necesario y suficiente para que el sujeto de referencia pudiese recibir del exterior su propia imagen, este Otro, desprovisto de rostro propio, se ha encontrado, en un momento dado, encarnado, y se ha convertido, positivamente, en un otro. Donde antes no había más que un Él de orden genérico, simple testigo de la común pertenencia del sujeto y de su otro a una misma clase, aparece de pronto un Tú, único y singular. Mas esta sustitución solo ha podido tener lugar por- que el sujeto de referencia se ha metamorfoseado también, pues para entrar concretamente en relación con el otro y escuchar la llamada que

1 Cf. Presencias del otro, op. cit., cap. I, “Búsqueda de identidad, crisis de alteridad”. Segunda parte: el contagio del sentido 159 se desprende de su presencia en cuanto Tú, se requiere un verdadero corresponsal, un Yo propiamente personal.

7.1.3 Nadie, alguien, algo

Nos queda, sin embargo, un paso más que dar, hacia el otro de nuevo, si queremos seguir hasta el final la serie de sus avatares posibles. Ante todo, simple reflejo del “amante”, el otro (el “amado”) no era, estricta- mente hablando, nadie. Pero ya hemos visto cómo su figura se ha ido precisando, su simulacro evanescente ha dejado lugar a la presencia de un ser de carne y hueso, y donde antes no había nadie ha aparecido ahora “una persona”, alguien. Y lo que es más, alguien cuya presencia es bastante fuerte como para ser resentida a la manera de una llamada, o, al contrario, provocando repulsión. De pronto, el sentido de la relación se ha invertido: no es ya el sujeto de referencia el que toma la iniciativa, el que convoca a su otro con la mirada y por ese medio se conforta a sí mismo en la certeza de ser él; es la presencia misma del otro la que, atractiva o repulsiva, se impone ahora en primer término, y amenaza (¿o promete?) transformarlo en su ser. En lugar de un sujeto que se piensa soberanamente a sí mismo por la mediación del otro, y de ser necesario, a sus expensas, se establece ahora una nueva relación que compromete por igual a uno y a otro, o mejor aún, que compromete a los dos participantes en su misma relación de copresencia mutua. Ahora bien, para que tal cambio de régimen se produzca, para que el otro, que no era nadie, se haya convertido en alguien, ha sido necesario –y es aquí donde se presenta el paso que hay que dar a fin de alcanzar el principio que hace que el otro sea verdaderamente otro– que, en al- gún momento dado, haya sido posible aprehenderlo como siendo, por lo menos, algo: todavía no, o en todo caso no de inmediato, un “indivi- duo” particular, identificable entre otros y en el mismo plano que ellos, en función de un juego de similitudes y de diferencias suficientes para hacer de él, como con cualquier otro, un caso de especie, sino, simple- mente, primero, una pura presencia perceptible en cuanto tal. De hecho, para que se instaure, entre él mismo y algún otro, una relación del tipo “Yo-Tú”, no basta con que el segundo aparezca al primero como alguien que solo se distinguiese más o menos de sus parecidos (así como del Yo que lo observa), en razón, por ejemplo, de su lengua o de sus opiniones, de su edad o de su sexo, o más globalmente, en función de cierta manera de ser, propia de su persona, o característica de su cultura. 160 Eric Landowski

Hace falta “algo” más: algo mucho más elemental que todas las di- ferencias de ese tipo, y que solo se puede situar en un plano más pro- fundo, donde la alteridad de otro se dé a sentir, por decirlo así, en bloque, independientemente de toda comparación y de todo análisis. Porque, en realidad, antes de toda indagación de marcas individuales, que hacen que tal o cual otro me sea (como todos los demás) relativamente otro, y sin que haya sido en absoluto necesario detallar a qué se debe especí- ficamente lo que lo singulariza en relación con cualquier otro (y, entre otros, conmigo mismo), desde el momento en que su presencia ante mí me capta de repente como la de un Tú, es para mí perfectamente ya otro. ¿En qué consiste entonces ese elemento que, más acá de todas las diferencias significantes, hace ya sentido? ¿Está verdaderamente “en el otro”, o solo depende de mi propia mirada “sobre él”? O mejor, co- mo todo lo que hace sentido, ¿ese “algo” no existirá más bien en y por la relación misma en trance de actualizarse, esa misma que designa el término de “presencia”? ¿Cómo analizar el efecto de llamada que de ahí resulta y que, si llego a escucharlo, entrañará para mí el tránsito a un nuevo régimen de relaciones, no solamente respecto de ese otro singular, sino probablemente también respecto de mí mismo, e incluso, tal vez, en relación con todo aquello que me permite, en general, dar sentido a mi propio ser-en-el-mundo en cuanto mundo significante? Nadie, alguien, algo: en torno a estos términos se articula, por con- siguiente, la distinción entre tres regímenes de aprehensión del otro, o, lo que viene a ser lo mismo, entre tres maneras de concebir (a pesar de la tautología) la alteridad “del otro”. Sin embargo, ese trío sólo es homogéneo en apariencia (tres pronombres indefinidos), y en realidad el primer elemento está demás, pues, en la configuración que designa, la susodicha alteridad-del-otro (del “amado”) se halla reducida, como hemos visto, a una pura y simple identidad-de-lo-mismo. Por tanto, en adelante, nos abstendremos de referirnos a ella. Quedan, entonces, las dos posibilidades siguientes: el otro es alguien –alguien diferente–; el otro es algo –algo extraño–. En el segundo caso, ¿los dos juntos, o bien, primero este, luego aquel? ¿Y en qué orden? Que desde nuestro punto de vista el algo tiene derecho a la prece- dencia, ya lo hemos dejado entender. Sin duda, sería más justo ir más adelante y decir que la alternativa entre los regímenes de relaciones con el otro que venimos proponiendo –considerado el otro como “alguien” que puedo identificar, pero que, en el fondo, me es indiferente (una alteridad cuya significación creo poder agotar en la representación que Segunda parte: el contagio del sentido 161 de ella hago de antemano), o captado el otro como “algo” apenas identi- ficable, pero que me “toca” profundamente (una alteridad cuyo sentido quisiera asumir viviendo plenamente su presencia)– solo traduce, en realidad, una opción de orden más general entre dos maneras posibles de concebir, y sobre todo de vivir nada menos que nuestra relación con el mundo mismo. Dicho de otro modo, lo que aquí está en juego no son solamente diversas maneras posibles de pensar las formas y el funcio- namiento de la intersubjetividad; son también distintas vías para dar cuenta de la producción y de la captación del sentido. El sentido, como la “alteridad” según cierta óptica, ¿sería entera- mente reductible a un juego de diferencias que se articulan en sistema? ¿O bien, uno y otra pueden dejarse aprehender también, como pensa- mos, antes de toda marca de diferenciación concebida para segmentar unidades discretas, es decir, inmediatamente, en la copresencia de dos totalidades, como un Yo frente a un Tú? Lo diferente, concepto sistemá- tico, dejaría entonces lugar a lo diverso, a lo extraño, definibles úni- camente en situación. Si nos colocamos en el marco de esta segunda perspectiva, no puede bastar con decir que el otro es para mí otro en función de un conjunto de rasgos analíticamente identificables. Antes de eso, es para mí otro absolutamente, aunque me sea íntimamente fa- miliar. Cualquier cosa que de él me venga, que emane de su presencia, cualquier cosa que no valga por diferencia, sino que tenga que ver con su simple estar ahí, aquí y ahora, hace eco en lo más profundo de mí. De ahí, la concepción tan amplia de la alteridad, que quisiéramos de- fender, mostrando de qué modo la alteridad “del otro” en cuanto sujeto incorpora la de las cosas mismas, en la medida en que hacen sentido, y en lo esencial se deriva de ellas.

7.2 la alteridad sin nombre

Para mostrarlo, partiremos de dos constataciones. La primera la en- contramos en Sartre, y la segunda, en Buber: dos autores que sin duda tienen muy poco en común, pero que, inscribiéndose uno y otro en la perspectiva de una filosofía de la experiencia, ajena a la tradición plató- nica, han tratado, cada uno a su manera, de fundar el sentido de nues- tra relación con el otro. Lo que encontramos en ese fundamento no es precisamente el “alguien” en primer término, sino más bien el algo: en uno –La náusea–, la piedra (el guijarro) y el árbol (la raíz del castaño), y en el otro, en Yo y Tú, el árbol igualmente, y también, aparición bienve- 162 Eric Landowski

nida (en los Fragmentos autobiográficos), el caballo2. Sería evidentemente absurdo deducir de ahí que en la puesta en presencia del yo con el otro (en Sartre), o del Yo con el Tú (en Buber), no hay nada más que el encuentro del sujeto con una simple cosa, aunque esa “cosa” fuese el cuerpo de otro sujeto. Toda captación significante es, en efecto, supera- ción del puro “en-sí”. Y, sin embargo, tanto el Otro como el Tú surgen, en ambos autores, de un fondo de alteridad radical, que es –por decirlo en términos semióticos– del orden de la pura presencia estésica. Como si las otras modalidades de la relación intersubjetiva –la relación ética, por ejemplo, y sobre todo la apelación a alguna forma de “responsabi- lidad” de cara al otro (otro tema común a los autores)– solo pudieran desarrollarse ulteriormente sobre la base de esa primera forma de reco- nocimiento de carácter intersomático y estésico: no, primero, la del otro como sujeto, sino antes de ella, y fundándola, la de una alteridad aún sin nombre, la de la cosa misma, carne o materia radicalmente extraña y totalmente ajena –indiscerniblemente atrayente y rechazante–, y, no obstante, capaz ya, en cuanto conjunto de cualidades sensibles, de im- poner al sujeto la especificidad irreductible de su modo de presencia:

Entonces el jardín me sonrió. Me apoyé en la verja y lo contemplé durante largo tiempo. La sonrisa de los árboles, de la mata de laurel quería decir algo, ese era el verdadero secreto de la existencia. […] ¿Era a mí a quien se dirigía? Yo sentía con fastidio que no disponía de ningún medio de comprender. Ningún medio. Sin embargo, esta- ba allí, a la espera, y se parecía a una mirada. Allí estaba, en el tronco del castaño… era el castaño (La náusea, p. 142).

Curiosamente, y probablemente eso no es una pura coincidencia, en el último de sus libros, De la imperfección, Greimas, a través del análisis de diversos fragmentos literarios, ha dado cuenta de experiencias en muchos aspectos análogas. Allí vemos cómo la experiencia de la alteri- dad adopta la forma de una conmoción repentina provocada, también allí, por la captación de la presencia misma, sensible e inmediata, de las cosas: no es el árbol, sino el olor que sube del parque (en un poema de Rilke), no el estremecimiento del caballo, sino la redondez de un seno femenino entrevisto a lo lejos (en un relato de Calvino), o incluso la simple caída, iniciada, después interrumpida, de una gota de agua

2 J.-P. Sartre, La náusea, Madrid, El Mundo, col. Millenium, 1999; M. Buber, Je et Tu, París, Aubier, 1969; íd., Fragments autobiographiques, París, Stock, 1978. Segunda parte: el contagio del sentido 163

(en Michel Tournier). En cada uno de esos casos, la brusca captación, por el sujeto, de un puro estar ahí, ante él, hace que, a pesar del aspecto después de todo trivial o anodino de las apariciones evocadas, esos encuentros adquieran, de golpe, valor de “revelaciones”. Como si, irra- diando su presencia a la manera de un halo en el que el sujeto se sen- tiría de pronto englobado a pesar suyo, el objeto se impusiese, al modo de un casi-sujeto, de un “otro” en persona, como el equivalente de un verdadero “tú” en trance de dirigirse al “yo” que lo contempla. A pesar de todo lo que los separa en otros aspectos, los tres autores a los que hacemos alusión concuerdan aquí en diversos puntos. Reten- dremos dos de ellos. El primero es la distinción, planteada más o me- nos explícitamente de una obra a otra, entre dos tipos de miradas sobre el mundo. De un lado, una mirada que, por decirlo así, no “ve” y no puede ver: la del observador que ya sabe. Conociendo de antemano las gentes y las cosas por lo que ellas son, todo lo que puede hacer un tal sujeto es reconocerlas en función de criterios preestablecidos, verificar su conformidad con el género del que se considera que forman parte, y utilizarlas de conformidad con el destino que les asigna. Se puede com- prender que, en un marco semejante, nadie puede ver al otro en cuanto tal, puesto que aquello que lo hace ser otro es precisamente el hecho de que escapa a todo sistema de reconocimiento fundado en criterios de diferenciación puntuales. No se puede excluir de ningún modo que, pase lo que pase más profundamente, el sistema de pertinencia puesto en marcha hace que la alteridad misma del otro permanezca ciega. En tal sentido, la presencia del otro podrá ser tolerada, pero la posibilidad de un encuentro en el que sea verdaderamente aprehendido como otro quedará excluida. Lejos de acoger la “extrañeidad” y de experimentar su sentido o su “sabor”, el sujeto se limitará a reducirla al orden de lo conocido, a incluirla en el repertorio ya establecido, categorizándola, nombrándola, explicándola. Pero…

El mundo de las explicaciones y de las razones no es el mundo de la existencia. […] Esa raíz […] existía en la medida en que yo no podía explicarla. Nudosa, inerte, sin nombre, me fascinaba, me llenaba los ojos, me llevaba sin cesar a mi propia existencia (La náusea, p. 142).

Inversamente, para ver al otro (y también para “saberlo”, en el sen- tido etimológico del término: sāpěre: “saborear”, “gustar”), la primera condición consiste en dejar de lado los esquemas preestablecidos. No más eso de proyectar sobre el mundo rejilla alguna de inteligibilidad 164 Eric Landowski

determinada, dejar de dirigir a las gentes y a las cosas una mirada que se limite a clasificarlas como si no fuesen más que objetos a utilizar:

El hombre que ha hecho con el mundo de Eso un compromiso fun- dado en la experiencia y en la utilización, impide que se realice ese sentido y ese destino; en lugar de desligar lo que está encerrado en el mundo del Tú, lo reprime; en lugar de contemplarlo, lo observa, en lugar de acogerlo, se sirve de él (Je et Tu, p. 67).

Hay que olvidar, por consiguiente, hasta las denominaciones de aquello que podría ser lo que está en vías de advenir, o que fijan antici- padamente aquello a lo que debe servir. De hecho, solo cuando “las cosas se hayan librado de sus nombres” será posible enunciar esta constata- ción: “Yo estoy en medio de las cosas, las innombrables” (La náusea, p. 138). Del mismo modo, en Buber, sustituir la designación por medio de nombres por la apelación por medio del pronombre –Tú–, es mirar las cosas en su existencia misma, hacerse disponible a ellas, darse a ellas, o abandonarse a ellas a fin de escuchar el murmullo que nos dirigen:

El hombre libre es aquel cuya Voluntad está exenta de arbitrariedad. […] No interviene en nada, y sin embargo no se contenta con dejar ha- cer. Está al acecho de lo que va a pasar en el fondo del ser […]. Cree, he dicho; lo que quiere decir: se ofrece al encuentro (Je et Tu, p. 93).

O también:

Siempre atento al quién-vive, pero sin buscar nada, él sigue su ruta; de ahí su serenidad respecto de las cosas, y esa manera que tiene de tocarlas como si fuera a ayudarlas. Pero cuando ha encontrado la relación verdadera, su corazón no se aparta de las cosas, por más que en instantáneo presente se le ofrezcan de golpe (ibídem, p. 120).

Entre la actitud de “conocer”, que hace del otro un Eso e impide “probarlo” en cuanto tal, y el gesto del encuentro, es decir, la entrada en relación de Yo con el otro en cuanto Tú, existe, en Buber, aproxima- damente la misma distancia que la que se encuentra en Sartre entre estas dos orientaciones: o bien “pensar de lejos” los objetos –recono- cerlos, explicarlos, deducirlos, nombrarlos–, o bien “tocar de cerca” la cosa que no hace más que existir, o al otro, mientras que lo único que hace es estar ahí. Porque para Sartre también, “los existentes aparecen, se dejan encontrar, pero jamás se los puede deducir” (La náusea, p. 144). Segunda parte: el contagio del sentido 165

El otro punto de convergencia, por lo demás directamente ligado al precedente, es el carácter de excepción atribuido al tipo de experiencia en cuestión. En Greimas, ya lo hemos visto en detalle, el “evento estéti- co” se presenta en gran medida como una irrupción súbita del sentido y del valor3. Aparece como un “accidente” (lo más frecuente, aunque no necesariamente, eufórico) que se destaca sobre un fondo de cotidia- nidad marcada por la monotonía: “deslumbramiento” inesperado del encuentro con el otro, ruptura pasajera de efectos tanto más perturba- dores cuanto que nada parecía anunciarlos, y que nadie podrá garanti- zar tampoco que volverán a repetirse. Si, en Sartre, el surgimiento del otro (del “existente”) aparece más bien como algo “de más”, como una invasión que provoca la “náusea”, no por eso deja de arrastrar brusca- mente al sujeto fuera de sí mismo. De manera semejante, en el poema de Rilke examinado por Greimas, donde la ascensión del “existente” (en la ocurrencia, el perfume que sube del jardín) configura una ame- naza y provoca el rechazo La existencia no es algo que se deja pensar de lejos: es necesario que eso los invada bruscamente, que eso se deten- ga sobre ustedes, que eso pese fuertemente sobre sus corazones como una gran bestia inmóvil (La náusea, p. 144). En Buber, finalmente, el paso del modo de relación “Yo-Eso” al mo- do del tipo “Yo-Tú” (que por muchos aspectos recuerda la oposición entre captación cognitiva y captación estésica en Greimas, o entre capta- ciones “molar” e “impresiva” en Geninasca4) genera figura de “evento”, sin inducir, no obstante, la idea de una “salida” fuera de lo “ordinario”. Al contrario, la relación “Yo-Tú”, una vez vivida en el encuentro, no desaparece, aunque haya sido efímera: lo único que hace es pasar del estado actual al estado latente, y siempre podrá ser reactualizada. La experiencia, en ese caso, se ha convertido ya en acumulativa.

7.3 en pro de la costumbre

Estos elementos, procedentes de horizontes bastante diversos, aunque todos globalmente tributarios de la misma “episteme” fenomenológica, abren para nosotros perspectivas esenciales. Por lo pronto, creemos que confirman la idea de que la cuestión del otro, la de las condiciones de emergencia y de captación del sentido, y la de la relación entre

3 Cf. supra, capítulo 2.2. 4 Cf. J. Geninasca, “Le regard esthétique”, La parole littéraire, op. cit. 166 Eric Landowski

lo inteligible y lo sensible a través de la experiencia estésica no son separables unas de otras. Para intentar articular a ese respecto una problemática global, hemos creído conveniente descartar una visión de tipo categorial que oponga el mundo de lo “mismo” (el de la significación del día a día) al mundo de lo “otro” (espacio de un “más allá del sentido”, accesible solamente por accidente) en términos tales que no exista entre ellos ninguna vía de paso fuera del “relámpago pasajero”. Optamos, al contrario, por una concepción interaccional organizada en torno de la idea de transformaciones recíprocas de los actantes por medio de su puesta en contacto repetida y duradera5. Esta orientación, centrada en el análisis de los procesos de aproximación y de ajuste entre sujetos u objetos (personas o cosas, poco importa), más que en la búsqueda de diferencias susceptibles de fijar sus identidades respectivas, nos lleva a otorgar un lugar esencial a una noción, cuya ambivalencia ya se puede adivinar: la noción de costumbre. Y para justificarla, nuestro punto de partida será una vez más la lectura crítica de De la imperfección.

7.3.1 Románticos y moralistas

Si, salvo error, la palabra “costumbre” no aparece como tal en el libro de Greimas, en cambio, lo que designa está lejos de estar ausente. Por- que es, de algún modo, cierta manera de concebir la costumbre –como compulsión a la repetición de un mismo hacer– lo que el autor pone en marcha cuando atribuye a la “rutina de lo cotidiano” el poder de “usar” [desgastar] el sentido y el valor de toda cosa6. ¿No es acaso ella la que, petrificando nuestras relaciones con las gentes y con las cosas que nos rodean, hace, como se dice, que “uno se harte de todo”? Si eso es así, si la costumbre “desemantiza” el mundo, es sin duda alguna porque, instalando automatismos donde antes se creía que se ejercía y se ex- presaba un querer, nos “desmodaliza”. Economizándonos el esfuerzo de desear, nos quita incluso hasta el gusto de los placeres. A tal punto que, si se la sigue dócilmente, nos hará perder prontamente la calidad misma de sujetos. De ahí surge la oportunidad de “fracturas”, estéticas entre otras (pues, como hemos visto, nada excluye que pueda haber otras, por ejemplo “patémicas”7), que, interrumpiendo la iteratividad

5 Sobre las justificaciones de estas opciones, cf. capítulos 1.3 y 2. 6 De la imperfección, op. cit., pp. 83-85. 7 Cf. “De la estesis y de la pasión como accidentes”, supra, cap. 2.2.1. Segunda parte: el contagio del sentido 167 de nuestros programas de acción, forzándonos a salir de la redundan- cia, en breve, quebrando el curso de nuestras costumbres, puedan sal- varnos de la insignificancia y hacer que nuestros comportamientos no se transformen en gestos convencionales, que nuestro pensamiento no se fije por completo en clichés, y que nuestros sentimientos más fuertes no terminen, o al menos no tan rápidamente, en la indiferencia. ¡Pero nada de esto, se dirá, milita a favor de la interpretación cons- tructivista que venimos preconizando! Al contrario, esa es la confir- mación misma de la lectura romántica. De hecho, no estaríamos en condiciones de negar que se puedan encontrar en De la imperfección toda suerte de elementos, comprendidos los relativos a la manera de tematizar la “costumbre”, que bien pueden ir en el sentido de esa vi- sión “romántica”, que convendría, en nuestra opinión, superar. Ve- remos enseguida, no obstante, que hay allí también otros elementos que justifican una lectura completamente diferente. Sea lo que fuere, al presentar la costumbre como aquella situación de la que es preciso salir para acceder al sentido y al valor, y al mismo tiempo como de la que solo se puede salir (aunque sea por un instante) por medio de una brusca ruptura, el texto que tenemos ante los ojos invita ciertamente a una interpretación típicamente catastrofista, por lo menos si uno se contenta con leerlo en un plano bastante superficial: por un lado, la costumbre –régimen de la insignificancia y de la anestesia–, por el otro, algo casi indecible, según nos dicen: “la esperanza de una vida verdadera”8, y entre las dos, aparentemente, ningún pasaje posible, ¡a no ser por la gracia aleatoria del “deslumbramiento”! Nos encontra- mos aquí, pues, ante dos tipos de experiencias radicalmente separa- das y opuestas –una, dotada de sentido; la otra, no–, de tal suerte que, entre ellas, lo único que podemos hacer son breves idas y venidas, de tiempo en tiempo. Greimas mismo compara esa situación irónica- mente, a las “salidas liberadoras” y festivas del sábado en la noche, que se consideran como una ruptura de la monotonía laboriosa de los demás días de la semana9. No obstante, en el mismo libro podemos leer, con todas sus letras –a condición de no detenernos ante la segunda parte–, que “ese algo del que no tenemos más que una vaga idea, y que la lengua cubre con el

8 De la imperfección, p. 72. 9 Ibídem, p. 88. 168 Eric Landowski

término extraño de ‘estético’, está presente en nuestros comportamien- tos de todos los días”10. Nos sentimos entonces con derecho a pregun- tarnos si para ir de lo “cotidiano” a lo “estético” –esos dos “mundos” propuestos antes como categóricamente separados–, o mejor aún, si para conciliarlos y vivirlos conjuntamente no existirán medios más posi- tivos que la simple “espera de lo inesperado”, otro nombre para la espe- ranza en la gracia. Y vista bajo este ángulo, la “costumbre” adquiere de pronto un talante totalmente diferente. La lengua misma, por lo demás, deja abierta la alternativa entre dos tipos de usos, dos acepciones y, por decirlo así, dos “filosofías” de la costumbre –en todo caso, dos discur- sos sociales– casi antitéticas. De un lado, está la temática de las “buenas costumbres”, aquellas que conviene adquirir para aprender. Volveremos sobre esto. Del otro, tenemos que ver con un discurso, tan extendido al menos como el otro, que parece venir a reforzar eso que hemos llamado la visión romántica. Todo pasa entonces como si solo hubiese malas costumbres, o como si toda costumbre tuviera que ser una suerte de dueña incorregiblemente abusiva de la que fuera necesario librarse para ser o para volver a ser sí mismo –para pensar libremente, para elegir, para sentir… en una palabra, ¡para vivir!–. Porque hablar de las costumbres de alguien no es solamente evocar, de manera inocente, el carácter recurrente y la frecuencia de tal o cual de sus comportamientos; lo más frecuente es emitir al mismo tiempo a ese respecto una suerte de juicio moral, al menos implícito. En un primer plano, la palabra denota simplemente aquello que se puede llamar, en términos técnicos, el “aspecto iterati- vo” de una actividad que el sujeto ejerce regularmente: así, a fuerza de frecuentar el café de su preferencia, uno se convierte pronto en un “ha- bitué” [asiduo, parroquiano]. Pero al mismo tiempo, decir que alguien “ha adquirido la costumbre” de hacer algo, es con frecuencia insinuar que, una vez instalada, es, en sentido inverso, la costumbre en cuestión la que ha tomado posesión de aquel que se ha sometido a ella, termi- nando por obligarlo a hacer aquello a lo que está acostumbrado (o a lo que lo han acostumbrado) a hacer. En todo caso, de esa manera es como se articula cierto discurso beato preocupado por denunciar toda una gama de costumbres con- sideradas como reprensibles. Basta con pensar en las amonestaciones

10 Ibídem, p. 79. Segunda parte: el contagio del sentido 169 que se dirigen a los fumadores y, más generalmente, en el discur- so social difuso destinado a “desestabilizar” psicológicamente (con fines, indudablemente, de salvación) a todos aquellos inclinados al consumo habitual de cualquier tipo de narcóticos (incluidos los más suaves y civiles, pues los hay de todas las clases y para todos los gus- tos): discurso paradójico que consiste en hacer de nuestras mejores costumbres –las estésicamente más agradables y por tanto las más fuertes– las “peores”. De hecho, los custodios de la moral encuen- tran formalmente excelente ocasión para sostener que en la medida en que las costumbres en cuestión son “fuertes” –es decir, difíciles de abandonar–, no pueden ser “agradables”. ¿Cómo, se preguntan los censores, pueden gozar sin reservas de productos que los someten a su poder, dado que, por hipótesis, se han convertido en los compañe- ros y a veces en la condición misma de su bienestar, al menos físico? ¿Cómo pueden amar aquello que, a fuerza de acostumbrarse a ello, ha llegado a privarlos de su libertad de elección? Y eso no es todo. No solamente, de creer a nuestros ángeles custo- dios, la mala costumbre hace perder al sujeto la autonomía de su vo- luntad, sino que, además, arrebata a su cuerpo la capacidad misma de gozar. Desemantiza los objetos y, por añadidura, anestesia a los sujetos. “Cuanto más fuman, menos sienten el gusto del tabaco, y lo que es peor, nos advierten gentilmente, lo sentirán cada vez menos si siguen fumando”. En consecuencia, el que quiera preservar su capacidad de apreciación en la materia, lo más urgente que debe hacer, lógicamente, es pasar de inmediato a la abstinencia. Ironías aparte, la misma adver- tencia tiene lugar, a fortiori, como argumento contra las adicciones más hechizantes aún, contra las drogas propiamente dichas, que, como es bien sabido (es siempre el moralista o el higienista el que razona así), son precisamente más susceptibles de perder por completo su encanto, mientras que conservan y hasta refuerzan su dominio. Para que eso sea así, sería necesario que el simple habituado se haya convertido ya en un intoxicado, lo cual no es evidentemente la misma cosa, e incluso es exactamente lo contrario. Por cierto que el debate no está cerrado, pero no por eso es menos evidente que entre esas dos figuras –entre la costumbre, por un lado, y la manía obsesiva, o la com- pulsión neurofisiológica, por otro– se sitúa una infinidad de posiciones intermedias en que la “dependencia”, totalmente relativa, no excluye en modo alguno la experiencia del placer ni el control del sentido de ese placer; dicho de otro modo, donde la costumbre no se reduce ni a un 170 Eric Landowski

condicionamiento alienante, que neutralizaría todo poder de decisión, ni a un puro automatismo, que cortaría el circuito del querer, o peor aún, lo contradiría, ni tampoco a un comportamiento automático, dese- mantizado a fuerza de repetición. Sensatez de la costumbre cuando el acostumbrado sabe aún lo que hace y por qué lo hace: puesto que en- cuentra en ello por lo menos algo de sentido y de valor en función de su cultura, de su sensibilidad y de sus gustos. Este era el primer punto al que queríamos llegar: la iteratividad de una práctica no implica necesa- riamente el desvanecimiento del sujeto en cuanto fuente de un querer e instancia de juicio; y tampoco entraña automáticamente la pérdida de significancia de esa práctica ni su “anestesización”11.

7.3.2 La estesis como proceso y como aprendizaje

Para prolongar esta rehabilitación, pasemos de la defensa a la ilus- tración. Si, después de todo, las malas costumbres no son tan malas como algunos quisieran, ¿qué podemos decir de aquellas que la mo- ral no reprueba, o que, al contrario, recomienda? “¡Acostúmbrate a levantarte más temprano!”, “¡a practicar un poco el inglés todos los días!” y “¡a comer algo que no sean papas!”. O, en otras variantes: “¿No le gusta el whisky, el jazz, Duras, los callos, la vida de familia, los domingos en el campo, el bridge, los coloquios? Insista un poco, vuelva a empezar, retómelo otra vez, así hay que hacer: cuestión de costumbre”. Recomendaciones preciosas, buenas costumbres sin du- da alguna, ¿pero cómo arreglárselas para adquirirlas? ¿Y “buenas” para qué exactamente? Un viajero llega a una ciudad que no conoce. Como no posee ningu- na costumbre respecto de ella, no tiene recorridos preferidos ni lugares favoritos. Podemos suponer que después de una primera exploración pragmática que le permita ubicarse pronto (aunque no ver la ciudad aún), le gustaría descubrir sin tardar demasiado desde qué ángulo po- dría sacar partido del paisaje que se le ofrece, no necesariamente de or- den estético todavía, pero al menos de orden estésico: ¿cómo sentirse a gusto en este ambiente que lo rodea y que a primera vista no parece tan acogedor? ¿Cómo encontrar una manera de mirar, de desplazarse, de “habitar”, que le haga ese espacio extraño por lo menos vivible, aunque

11 Cf. S. Montes y L. Taverna, “Fumer: formes du goût et formes de vie”, en Sémiotique gourmande, Nouveaux Actes sémiotiques, op. cit. Segunda parte: el contagio del sentido 171 solo sea durante el tiempo de una breve estancia? El desarrollo de esa búsqueda, y más especialmente el proceso de transformación que ella implica desde el punto de vista de las relaciones entre sujetos y objetos, merecerían ser analizados: ¿cómo llega uno a habituarse, a “hacerse”, y dado el caso, a tomarle gusto a esa forma particular de la alteridad que constituye ante sí una ciudad desconocida?12 El estado de desarraigo que va ligado al viaje, así como los esfuerzos de adaptación que puede inducir, no constituyen más que un ejemplo. De manera más general, ¿qué tipos de acomodaciones entre sí mismo y lo extraño implica el encuentro con el otro para adquirir sentido y valor? ¿Cómo, en la práctica, vivimos la alteridad del otro? Cualquiera que sea la forma, trivial o insólita, de su aparición, ¿cómo arreglárse- las? Para seguir en el plano de los encuentros ordinarios, admitamos que se trata del nuevo automóvil que nos disponemos a conducir, de la persona con la que vamos a bailar por primera vez, del poema que descubrimos y cuyo misterio queremos penetrar, de la lengua extran- jera cuyo acento deseamos atrapar, de la bebida o del plato de sabor desconcertante que los azares del viaje nos obligan a no rechazar, o también del caballo, ensillado, embridado, pero que todavía hay que montar si se va a practicar la equitación, o del instrumento si uno se ejercita por ejemplo con el piano, o simplemente del prójimo, conside- rado individualmente o en grupo, con todo lo que sus comportamien- tos y su manera de ser pueden tener de inesperado –en la conversación, en el juego, en el amor, en la actividad “pedagógica”–. En todos esos casos, se trata de la adquisición de ciertas competencias relacionales, del aprendizaje de un saber-ser en la relación, y no pocas veces por la relación en vías de establecerse con tal o cual forma del otro. En lo esencial, tal saber no puede transmitirse bajo la modalidad de reglas a aplicar. Se adquiere únicamente con el ejercicio mismo –y a veces solo a condición de ser asiduo– de la práctica considerada: por la costum- bre precisamente, o también, jugando un poco con las palabras, por la cohabitación con el otro, caballo, obra, “partenaire”, o piano, poco importa hasta cierto punto. En muchas de las interacciones así consideradas, resulta evidente que es la dimensión estésica, y más precisamente sensorio-motriz, la que entra en juego. En particular, en el caso de la equitación, y de la

12 Cf. Presencias del otro, op. cit., cap. III. 172 Eric Landowski

danza, todo el cuerpo es reclamado para que, como se dice en térmi- nos ecuestres, encuentre su “equilibrio”: no simplemente una postu- ra adecuada o algún esquema programático codificado de antemano (como son los pasos de un baile, que podrían aprenderse sin el otro), sino un verdadero equilibrio dinámico, inestable por naturaleza, que solo se puede descubrir con el otro, por aproximaciones sucesivas, en acto, y por el modo del sentir, y que es el único que puede permitir conjugar armoniosamente, en un mismo ritmo, tanto el movimiento del cuerpo propio como el del otro. Además, dado que en varios tipos de prácticas de las que venimos hablando, el otro, el “partenaire”, el “objeto” –el caballo en particular, o la bailarina–, es también un su- jeto hecho y derecho, con las mismas condiciones que el jinete y el bailarín, la relación cuerpo a cuerpo que se establece entre ambos reviste un carácter simétrico. De suerte que el encuentro –ese “querer recíproco de conjunción”, como Greimas lo ha definido13, o, como di- ríamos nosotros de mejor gana, esa potencialidad de una unión inte- ractiva– adquiere entonces, en sentido estricto, la forma de un ajuste somático mutuo y progresivo entre dos maneras de ser, entre dos hexis corporales, o también, pues es tal vez, etimológicamente, la palabra más exacta, entre dos hábitos. Se nos objetará, tal vez, que entre las diferentes prácticas interacti- vas a las que hemos hecho alusión, hay algunas que, al contrario, no tienen nada en común a primera vista con el tipo de coordinación que supone la ejecución exitosa, en pareja, de las figuras de una danza, co- mo el piano, por ejemplo. Frente al sujeto, el lugar del “partenaire” no está ocupado, en ese caso, por ningún otro sujeto, ni siquiera por algún otro cuerpo, sino por una simple cosa, por un “instrumento”. Sin duda, ese instrumento en el que uno toca, lo mismo, por lo demás (por abrir de nuevo el registro y tomando el ejemplo de una página conocida de Sartre14), que la nieve sobre la cual se esquía –o, a fortiori, la musicali- dad propia de la lengua extranjera de la que uno trata de impregnarse, o también, el texto que estamos leyendo, o la sonata que escuchamos–, no oponen al sujeto el mismo tipo de resistencias que la bailarina o que la montura, ni lo solicitan con el mismo modo de presencia: diversos regí- menes interactivos parcialmente diferentes cuyos resortes específicos convendría analizar en lo sucesivo. Pero cada uno de esos elementos

13 De la imperfección, op. cit., p. 41. 14 El ser y la nada, op. cit., pp. 604-605. Segunda parte: el contagio del sentido 173 no deja de tener por eso su “hábito” propio, de suerte que para tocar, esquiar, leer, hablar o escuchar sin perder el sabor mismo de lo que uno está haciendo, el conocimiento de las “reglas del arte” no resulta por sí solo de gran ayuda. El arte está precisamente en lo que las reglas no dicen, y no pueden decirlo porque eso solo puede aprenderse con la “práctica”, es decir, mediante la experiencia reiterada de la relación dinámica con el otro. De hecho, la relación puede no ser en tales casos estrictamente del género “cuerpo a cuerpo”; sin embargo, la dificultad, el desafío –la puesta a prueba–, siguen siendo de la misma naturaleza. Incluso frente a aquello que tiene la apariencia de lo más inanimado –el suelo neva- do, el instrumento de música, la página impresa–, de lo que se trata es de llegar a acoger cierta manera de ser que emana del objeto. Ahora bien, solo la puesta en contacto repetida con las cualidades sensibles inmanentes al objeto tiene alguna posibilidad de hacernos ser aquello que, por su alteridad misma, ese objeto que está frente a nosotros exi- ge que lleguemos a ser, aunque la dimensión sensible en cuestión se manifieste –según la esfera de actividad considerada– a través de cier- tas propiedades materiales que afectan directamente a los sentidos, o de manera figurativa que remite a ellas (como en el caso del texto). Y de nuevo, solamente aprendiendo a conocer de ese modo, en acto, el “objeto” con el cual entramos en relación –dejándonos penetrar por contagio–, el sujeto llegará, con el uso, a profundizar en el valor y a des- plegar las potencialidades de sentido, y en consecuencia llegará, dado el caso, como se dice, a “amarlo”, o más generalmente, a tomarle gusto. Por lo menos, tal podría ser la forma, o una de las formas mayores, de ese “hacer estético” (en los antípodas del accidente imprevisible) que Greimas describe como un “programa complejo” que engloba una su- cesión “de reflexiones, de puntualizaciones, de vacilaciones”, las cuales implican la “inteligencia sintagmática del sujeto y lo conducen “poco a poco a la construcción de un objeto de valor”15. Con todo lo anteriormente dicho, se puede advertir la ambivalencia de la costumbre. A buen seguro, desde cierto punto de vista, es aque- llo que, por definición, priva al objeto de uno de los atractivos que, en nuestros días, se tiene por esencial, el de la “novedad”. Y peor aún, puede ocurrir muy bien que llegue, con frecuencia, a embotar hasta la

15 De la imperfección, op. cit., pp. 78-79. 174 Eric Landowski

capacidad misma del sujeto para gozar, por exceso de acostumbramien- to. Sin embargo, por otro lado, ¿no es acaso con la costumbre como se aprende la manera específica de “estar-en-el-mundo”, la cual constituye el valor propio del otro, y con él, podemos descubrir aquello mismo que al parecer nos hace perder de vista: el sabor del otro y el sentido de las cosas? Entre esos dos aspectos –la costumbre como aquello que devalúa el objeto, o al contrario, como lo que condiciona la posibilidad de gozar de él, y en consecuencia, como aquello que cierra al sujeto sobre sí mis- mo, o como lo que lo abre hacia el otro–, “la” semiótica en cuanto tal no tiene, a priori y por principio, razón de elegir. No obstante, ¿cómo no ver que siempre hay, semióticamente hablando, una parte de novedad hasta en la repetición –aunque solo sea porque la acumulación de las precedentes modifica el valor de cada nueva ocurrencia–, y por tanto, que hay lugar para lo inesperado hasta en el casi-nada-de-nuevo de “cada mañana”16? La alteridad, en efecto, de la que procede lo inesperado, no está en otra parte, en el “otro mundo”, allá lejos, al otro extremo del eje de la “contrariedad”. Está presente aquí mismo, en este mundo de aquí, del cual constituye la parte inmanente de extrañeza. La costumbre es, justamente, al mismo tiempo, el proceso de entrada en relación con esa presencia inmediata del otro y el medio de acceso al sentido que pro- mete la interacción con aquello mismo que hace su alteridad. Por esa razón, en lugar de privar al objeto de su novedad, se la renueva desde dentro, como el efecto mismo del ajuste entre esas dos fuerzas vivas que son uno para el otro, en la relación, el sujeto y su otro. En todo eso están en juego dos concepciones de la experiencia es- tética. Una, que privilegia sin reservas lo inédito, lo nunca visto, como fundamento del valor; suspende la captación estética a la improbable llegada de alguna revelación deslumbrante por ser única y total. La otra hace del acceso al sentido y al valor la meta de una mira y el resul- tado de un aprendizaje, es decir, de un trabajo de ajuste progresivo entre sujeto y objeto, trabajo que supone una puesta en presencia en la dura- ción; mejor aún, la puesta en contacto reiterada de los dos polos de la relación, y al mismo tiempo su puesta a prueba recíproca, no una sola vez, ni siquiera de tiempo en tiempo, sino siempre a reexperimentar. Esto es al menos lo que resulta de la confrontación entre dos lecturas posibles de De la imperfección. De una a otra, se pasa de una problemá- tica del accidente puntual a una reflexión sobre prácticas inscritas en el

16 Ibídem, p. 93. Segunda parte: el contagio del sentido 175 tiempo –en la duración de interacciones vividas–, y de una lógica de las junciones entre actantes a una perspectiva que integra la corporeidad de los elementos puestos en contacto en la experiencia estésica. A lo largo de esos procesos, aunque los sujetos sigan siendo nominalmente lo que eran al comienzo, no por eso dejan de ir siendo, a cada instante, en profundidad, diferentes de sí mismos, unos para otros. De lo cual resulta que, según esta óptica, el objeto jamás se agota desde el punto de vista del sentido y del valor que puede emanar de él, como tampoco el sujeto llega nunca a saturarse: habrá siempre, para el segundo, algo nuevo que asimilar en el primero, de tal suerte que cada una de las ocurrencias de su encuentro crea la figura de una situación inédita en relación con las que la han precedido. La “novedad” es decididamente una noción muy relativa.

Capítulo 8 El tiempo intersubjetivo*

Contro Achille e la sua veloce compulsione a inferire e concludere, la Tartaruga fa valere l’eccezione e il ritardo: interpola, temporeggia, ripropone.

Paolo Fabbri1

8.1 a tiempo – a contratiempo

Entre Aquiles, apurado por concluir porque ya sabe, y la Tortuga, que temporiza y goza de hacerse esperar, la etiqueta elige una tercera modalidad de la gestión del tiempo: la coincidencia de los programas, forma por excelencia de la cortesía entre los reyes y, según se dice, condición de la buena armonía entre amigos. Ni con retraso ni por adelantado, hay que salir a punto para llegar a tiempo a la cita, en ese

* Versión reformulada de un texto redactado en honor de Paolo Fabbri: “Il tem- po intersoggettivo: in difesa del ritardo”, en P. Basso y L. Corrain (eds.),Eloquio del senso. Dialoghi semiotici, per Paolo Fabbri, Milán, Costa e Nolan, 1999. 1 P. Fabbri, “Introduzzione” a A.J. Greimas, Dell’imperfezzione, trad. G. Marrone, Palermo, Sellerio, 1988, p. XXV.

[177] 178 Eric Landowski

punto del espacio-tiempo donde no será suficiente que nuestros cami- nos se crucen, sino que será necesario también que, aunque solo sea por un instante, nuestras temporalidades se junten. Simplezas, y no obstante la etiqueta parece tener razón. No anticiparse, dejarle al otro el control de su tiempo, darle el espacio para disponer de sí mismo de tal manera que, al momento en que el encuentro tenga lugar, haga sentido también para él. Y en el otro sentido, no llegar tarde, no sea que, por haber sido es- perada largo tiempo, la convergencia de los recorridos lo tome al otro a contracorriente, a contrapelo, a contrasentido, y en consecuencia le re- sulte molesto: “¡Por fin has llegado!”. Ni “¿ya?” (que todavía no te espe- raba) ni “¡por fin!” (que ya no te esperaba), sino “a tiempo”, como debe ser. Para estar juntos, hace falta, en efecto, que sean dos los que están allí, que coincidan, y la transformación de la simple contemporaneidad en concomitancia –superación del “cada uno para sí” hacia alguna forma del actante dual– es tal vez, de hecho, en superficie al menos, uno de los ingredientes necesarios de los buenos modales del encuentro. Pero más en profundidad, ¿cómo puede bastar eso para asegurar la felicidad? Lo contrario, a contratiempo, no va siempre ni necesariamen- te a contrasentido. La experiencia parece probar más bien, a la inversa, que son los pequeños retrasos los que hacen justamente los grandes amigos. En su impecable exactitud, la pura coincidencia (de la que la puntualidad es algo así como su aplicación en el plano de la civilidad) tiene, por el contrario, algo de demasiado, a la manera de una tautología: “La hora es la hora”. Ciertamente, pero esa hora exacta, fundada en la positividad de una convención totalmente realista, presupone un tiem- po más que prosaico: saturado, codificado, preestablecido, mecánico, vacío casi de sentido a fuerza de no ser estrictamente más que lo que es. Y solo da testimonio del hecho, más bien trivial, de que nuestros re- lojes están sincronizados; dicho de otro modo, de que habitamos, uno y otro, el mismo tiempo de referencia. A ese tiempo de metal y de cuarzo –tiempo “crónico” universal, es decir, de nadie– se opone tradicional- mente el tiempo vivido de la experiencia, el tiempo interior de la “con- ciencia”. Pero se puede concebir también un tiempo aún diferente: ni el “objetivo” del “ser-en-sí”, ni el de “para sí”: aquel del estar- conjuntos. Ese tiempo, tiempo intersubjetivo de la copresencia y de la interacción, es el que quisiéramos explorar aquí. Segunda parte: el contagio del sentido 179

8.2 el tiempo de la cita y el tiempo del accidente

Por supuesto que seguir la etiqueta y encontrarse según las reglas, pun- tualmente, con cita previa, en el lugar y a la hora señalados, es ya una manera de asegurar el hecho de estar “conjuntos”. Conjuntos, por cierto, ¡pero por poco tiempo! No porque el lapso de tiempo mutuamente con- cedido deba ser necesariamente breve, sino porque, una vez anotada, de antemano y en su lugar, en las agendas respectivas de los interesados, la entrevista entra de frente en un sistema que inevitablemente le asigna no solo una duración que no se debe sobrepasar (no se puede faltar a la cita siguiente), sino, sobre todo, una función (uno se ve para algo) más bien que un sentido. En esas condiciones, cuanto más gruesa es y más cargada está la agenda, más se acerca a la forma tipo en este dominio: la de la “consulta” –médica, jurídica, de negocios–, en la que uno no puede ser más que un fantasma de sujeto (el Experto, el Cliente, el Paciente), y la conversación solo es simulacro de diálogo porque la materia, de prin- cipio a fin, está preprogramada. Es el tiempo de lo Mismo. Si cada cual hace su papel y cuenta con que el otro haga el suyo, ¿cómo esperar en ese marco otra cosa que no sea lo convenido? Los participantes pueden muy bien encontrarse, de hecho, en presencia uno de otro, pero su cara a cara corre el riesgo de permanecer como el encuentro de dos ausentes, sabiendo cada cual que en esas circunstancias, lo que deja traslucir al interlocutor no dice gran cosa, y a veces nada en absoluto de aquello que, por lo demás, de una parte y de otra, uno es para sus adentros, o también, incluso, para terceros, en otros contextos. Pero incluso entre las gentes “planificadas”, las hay a las que les gusta planear, de tiempo en tiempo, sobre la improvisación. Y de la lógica de la cita, pasamos ahora a su opuesto, a la lógica del acciden- te. Del accidente “estético”, aquel que, en el encuentro con las cosas, y también a veces con el prójimo, nos coloca de golpe, como por el efecto de un “guizzo”, en la presencia inmediata de su puro y simple estar ahí2. Conocemos los ejemplos canónicos de ese género de experiencias del encuentro. Tematizados en Greimas al modo de la “fractura”, y en otros autores, a primera vista muy alejados, como Sartre o Buber, al modo de la “revelación”3, tienen siempre algo del deslumbramiento, si no de la gracia: un gesto, una silueta o una mirada, una luz o un perfume,

2 Cf. A.J. Greimas, “Le guizzo”, De la imperfección, op. cit., pp. 29-37. 3 Cf. más arriba, cap. 7.2. 180 Eric Landowski

una forma, una materia, un movimiento, que, dejando por un instante de responder a su nombre, o de asumir una función, se ponen súbita- mente a no hacer otra cosa que existir, aquí y ahora, ante nosotros, a la manera de una llamada. Nada impide, por cierto, vivir a la espera de encuentros tan providenciales. Pero como no serían del orden del accidente, ni de la gracia, si uno pudiese estar seguro de que se van a producir, su espera solo puede ser la de lo inesperado. Lo que quiere decir que, si sobrevienen, solo lo harán al modo de la irrupción, en un tiempo que tiene que haber dejado de ser lineal, y que no ha sido ni marcado ni contado de antemano. El contenido de tales encuentros fuera de programa, por no inscri- birse en el marco de una función precisa (puesto que responden a una forma de espera que tiene precisamente por objeto el surgimiento de lo imprevisto), se abre, por construcción, a todos los posibles. No existe en esos casos límite a priori para el horizonte del sentido que tal vez ad- venga. Pero el tiempo maravilloso de esos encuentros, cuya hora y cuyo tenor no obedecen a ninguna regla, a ningún interés, a ningún cálculo de orden práctico, tiene en contrapartida, entre otros, el inconveniente de ser por naturaleza demasiado efímero. Un breve intermedio en el flujo ordinario de la cotidianidad, un “relámpago”, y luego nada en ab- soluto, o a lo más la nostalgia de una presencia, manifestada de manera tanto más fugitiva, como al margen del tiempo, cuanto más intensa ha- ya sido. No hay “ida sin retorno”, como suele decirse: del mismo modo, ¿cómo no tener por ineluctable que después del deslumbramiento vuel- va la grisalla, y después de la gracia del accidente regrese la recaída en el universo de lo no accidental, de las citas, triviales o importantes? Y así como no se sabe qué o quién ha hecho posible semejante accidente (o tal vez necesario, pero entonces, en función de determinismos de talante trascendente, que escapan a nuestro conocimiento), tampoco se pueden controlar las condiciones susceptibles de hacerlo durar (a costa de transformar la naturaleza), o de hacer que vuelva a ocurrir. Tenemos, pues, ahí dos modos de inscripción en el tiempo, cada uno de los cuales remite a una manera específica de estar-en-el-mun- do y de construir el sentido, y que, correlativamente, implica también regímenes de intersubjetividad –de maneras de estar presentes, o no, al otro– que todo parece oponer. De un lado, cuanto mejor progra- mado está el tiempo de la cita, mejor instala, de hecho, la ausencia en el corazón mismo de la presencia. “Cita concertada, cita tenida”: ya estamos aquí uno y otro, cara a cara por un momento, y sin embargo Segunda parte: el contagio del sentido 181 todo indica que cada uno de nosotros solo ha venido por procuración de otro yo, más auténtico, pero por mala suerte indisponible, y por ese hecho está en otra parte: si no en su casa, por lo menos en “lo que a él le interesa”. Y en verdad, el accidente, del otro lado, pone en juego las mismas determinaciones, invirtiéndolas. Presuponiendo de su parte una total disponibilidad recíproca, el tiempo del accidente realiza una perfecta copresencia efectiva entre sí y el otro –entre sujeto y objeto (persona o cosa)–, pero sobre un fon- do de ausencia tanto más perceptible cuanto que la satisfacción del encuentro haya sido más intensa. De hecho, si el accidente estético (y la pretendida fusión que de ahí resultaría con el objeto) constituye, como se nos dice, una escapada fuera de lo cotidiano, un momento de excepción, es necesario postular la existencia de dos planos distintos y de dos mundos antitéticos, con sus temporalidades respectivas: el de la presencia del sentido, que solo se entreabriría por instantes, y el del “sentido común”, o sea, por comparación, el de la “insignificancia” (y lo que es más, duplicada de “anestesia”): mundo de todos los días, en el que, por grado o fuerza, habitamos y del cual –admitámoslo a título provisional– no nos evadimos jamás si no es para volver infa- liblemente a él casi de inmediato. El paso de uno a otro mundo pre- senta, en esas condiciones, la figura de una improbable transgresión de los límites, y el “relámpago” que se deja entonces entrever aparece como el momento de una verdadera contradicción en los términos. Porque acantonar, por principio, toda relación al sentido en instantes de excepción es atribuir a contrario valor de normalidad a la insignifi- cancia. Es experimentar, en el momento mismo en que el sentido y el valor se dejan aprehender, la necesidad de su ausencia. Y finalmente, es plantear como algo fatal la separación en relación con la “verdadera vida”, tal como es entrevista frente al “existente” cuando nos invade con su presencia (como el castaño de Sartre, como la gota de agua del texto de Tournier, como un olor a jazmín en Rilke), o frente al otro, en los instantes en que su rostro (o su cuerpo, en el relato de Calvino) nos parece que, misteriosamente, hace sentido4.

4 La serie de ejemplos que analiza Greimas en De la imperfección invita a buscar otros, diferentes pero comparables. Se puede pensar principalmente en la obra de André Dhôtel, que está plagada de ellos: por lo que se refiere al ros- tro en particular –signo de una “cruz florida”–, ver, de este autor, Lumineux rentre chez lui (París, Gallimard, 1967). Sobre la relación entre accidente y no- 182 Eric Landowski

¿Cómo esa lógica paradójica –la de un sentido cuya aparición mis- ma, por el hecho de parecer milagrosa, subraya la inaccesibilidad, o la improbabilidad radical– dejaría de desembocar en una suerte de va- cilación de los estados de alma ante la ambivalencia de los estados de cosas? El sujeto se siente presente a su objeto, pero al mismo tiempo, no puede dejar de dudar de que lo esté, pues sabe muy bien (o se imagina) que solo lo está por accidente. Estar-conjuntos, sentirlo y hasta gozarlo, y no obstante no llegar a creer en ello no es, por cierto, una experiencia inédita. Como si la proximidad, no solo buscada sino efectivamente sentida, no se dejase experimentar más que como la negación engañosa –¡ilusoria, injustificable, sin sentido!– de una distancia real e irreducti- ble. Desde ese punto de vista, el accidente estético no es el momento en que se realiza la problemática “confusión” de las identidades, sino, a lo más, el punto en el que vienen a cruzarse aleatoriamente sus recorridos: coincidencia en un puro aquí-ahora, tan puro que el sentido no puede permanecer ahí sino como en suspenso. Aislado de toda referencia y de todo antecedente que permita comprender su necesidad, el encuen- tro así concebido solo remite a sí mismo, y no podría abrirse a ningún mañana. Un relámpago aparece siempre sin razón, y por lo general (felizmente) no deja huella.

8.3 la alternancia

A pesar de las diferencias que los separan, los dos regímenes que aca- bamos de considerar comparten muchos rasgos comunes. Lo más apa- rente tiene que ver con la manera como hacen converger las trayectorias: cómo lo que organizan tanto uno como otro no es en realidad más que un entrecruzamiento de hecho, mantienen más distancia entre actantes que la proximidad intersubjetiva que instalan. Admitiendo incluso (o esperando) que haya citas que puedan deri- var en accidentes, la finalidad de ese género de encuentros (con el mé- dico, con el ejecutivo de negocios, etc.) no es por cierto la puesta en contacto de las subjetividades en cuanto totalidades –manera de glosar la noción de “proximidad”–. Tampoco en el accidente se dan los medios para una puesta en contacto semejante, aunque tienda más claramen- te a hacerla desear. Necesitará por lo menos un poco más de tiempo.

sentido, cf. más arriba, cap. 2.3.2. Segunda parte: el contagio del sentido 183

Mientras no se le exija a una cita más que confirmar la posibilidad de una no-disjunción, es decir, la posibilidad de reunirse, de ser necesario, a pesar de la divergencia de los programas respectivos, el accidente, de por sí, hace “probar” (y deplorar) la necesidad de una no-conjunción, en el sentido en que la copresencia que establece, por viva que sea, no borra jamás por completo el sentimiento de que los participantes se encontrarán, en breve e ineluctablemente, separados. De tal suerte que, restricción más bien querida en la óptica de la cita, más bien padecida en la del accidente, la yuxtaposición, simple coincidencia en el espacio- tiempo, prima en ambos casos sobre la interacción, es decir, sobre aque- llo que aparecerá por lo demás como la condición y como el efecto al mismo tiempo de una verdadera proximidad entre “partenaires”. Otro punto común, que refuerza el primero al mismo tiempo que permite explicarlo, consiste en que el hecho de encontrarse no halla, en ninguna de las dos configuraciones, su razón de ser sino en la rela- ción misma que –según otra óptica– los sujetos en cuanto tales pudie- ran mantener. Si se encuentran por un momento cara a cara, lo hacen únicamente en función de ciertos factores externos, de orden funcional, que motivan el encuentro si se trata de la cita, o de orden trascendente, por lo que se considera inevitable (y si es necesario, sirven para excu- sarlo), si se trata del accidente. Uno hace una cita porque, bajo un ángulo u otro (donde lo agradable puede ir unido a lo útil), la entrevista tiene su justificación en la programación de un tiempo objetivo considerado como “valor monetario”: “Es necesario que vea a fulano para…”, cita indispensable. Y en el caso del accidente, si el deslumbramiento del en- cuentro tiene lugar, es porque lo ha querido así uno de esos “azares de la vida” que hacen, de golpe, que el destino decida hacernos perder ese tiempo tan precioso y controlado, el de las agendas bien llevadas (trabajo, familia, entretenimientos), rebasándolo por una vez, sin haberlo calcu- lado: “Había allí una persona extraordinaria…”: ¡accidente fatal y pura gratuidad! Pero, urgencias cotidianas o don del cielo que hace irrup- ción, es en todo caso algo que viene de fuera o de lo alto, lo que, regulan- do (en general) o desregulando (en la ocasión) nuestras temporalidades, decide por nosotros y hace que nos veamos, sea porque “es necesario”, sea “interrumpiendo todos los demás asuntos” (porque “estaba escrito”). Entre esas lógicas temporales y los diferentes modos de relaciones con el otro que entrañan, ¿es necesario elegir? No es absolutamente seguro, porque se pueden tener en cuenta ciertos arreglos, comenzan- do por la alternancia, estrategia banal (y hasta un poco vulgar tal vez) 184 Eric Landowski

pero cómoda para quien aspira a acumular las ventajas respectivas de los dos regímenes. Uno vacila casi en dar la receta por lo simple que es, al menos en teoría: a) organizar una vida tranquila, mesurada, es decir regulada por el ritmo bien temperado de las “citas”; b) de cuando en cuando (lo más frecuente posible) dejar que algunas de esas citas se transformen en accidentes; c) no hacer nada a partir de ese momento que pueda comprometer un pronto retorno a a), visto como lo normal; d) recobrarse y retomar animosamente el hilo de las cosas tal como fue presentado en el punto inicial. Es necesario, sin embargo, poner de relieve la existencia, en c), de una posible alternativa entre dos eventua- lidades. En principio (hipótesis c’), el intermedio b –la “salida”, como la llama Greimas5– habrá tenido que ser conforme a lo que ese género de cosas exige que sea: nada más que un “relámpago”, un capricho sin porvenir, dicho de otro modo, sin efecto sobre el curso habitual de la vida; en cuyo caso, no será difícil reencontrarse pronto consigo mismo, indemne en cierto modo, en el punto del que había partido, y dispuesto a “reanudar la tarea” d, en el peor de los casos, con un poco de “nostal- gia”. Pero como los accidentes no tendrían el menor interés sin correr sus riesgos, es posible considerar otra eventualidad (hipótesis c”). Ac- cidente en el accidente, puede ocurrir efectivamente que el intermedio, adquiriendo más consistencia que en los casos ordinarios, manifieste cierta tendencia a alargarse y dé la impresión de anunciar un retorno menos fácil al trajín de todos los días: apariencia engañosa, porque, en tal caso, el remedio está contenido en el mal mismo. Un accidente que se prolonga ya no es un accidente. Es un interme- dio que se ha transformado, por el hecho de durar, en comienzo de una nueva rutina. Por definición, lo excepcional como tal no se reproduce jamás de manera idéntica, y por consiguiente, alimentar la esperanza (o, dado el caso, el temor) de que se repita, o creer que es posible hacerlo durar tal como fue la primera vez, es exactamente desnaturalizarlo, o por lo menos resignarse a su “desemantización”: es imaginar que se puede traducir la experiencia única de una presencia en el lenguaje del sentido común, el cual admite ciertamente la repetición, pero solamen- te si reduce a formas aceptadas la singularidad de lo que se repite. Y, no obstante, tratar de conciliar los dos polos, de prolongar la aventura en lo cotidiano, sin desnaturalizarla, es decir, intentar unir los opuestos en

5 De la imperfección, op. cit., pp. 84-85. Segunda parte: el contagio del sentido 185 lugar de aceptar sin más como una necesidad su exclusión mutua, ¿no sería, en sí, un programa defendible en la misma medida en que puede parecer irrealizable? Siempre es posible que el conflicto entre los dos órdenes de tempo- ralidades persista. Se traduce con frecuencia, en la vida de todos los días, bajo la forma de una pequeña guerra entre dos campos opuestos. De un lado, los rigoristas, un tanto “hormigas”; del otro, los laxistas, ciertamente “cigarras”: los adeptos del reloj exacto, y aquellos para los que el tiempo “no cuenta”, sin duda porque han tomado la actitud de “dar tiempo al tiempo” y dejar que cada cosa “llegue a su hora”. Y los primeros reprocharán siempre a los segundos sus retrasos (que se han vuelto casi indoloros a fuerza de ser previsibles) y se molestarán por su asombro ante el hecho de que uno pueda irritarse por haber teni- do que esperarlos. Incomprensión recíproca muy comprensible, pues mientras que el más apurado, el hombre puntual, creía que era el único que “esperaba”, el otro, el retrasado, en realidad esperaba algo también, pero distinto que el primero. ¿Qué exactamente? Algo, sin duda, que solo se encuentra, justamente, retrasándose: lo inesperado. Y eso es tal vez lo que explica el asombroso privilegio del que gozan los grandes, los verdaderos retrasados, aquellos que saben hacer de sus retrasos un verdadero estilo de vida: de buena gana y a pesar de todo, uno sigue esperándolos. ¡Y, sin embargo, sería tan fácil no dejarse atrapar! Puesto que fijarles citas equivale a lo sumo a tenderles una suerte de trampa que sabemos de antemano que siempre van a sortear, y con la que uno lo único que logrará es atraparse a sí mismo, ¿por qué no renunciar a eso de una vez por todas? ¡Querido amigo, no me harás perder más tiempo! Y no obstante, seguimos jugando juntos el mismo juego, segui- mos indefinidamente dándole citas. Una vez más, hemos convenido el lugar y la hora. Y la hora se acerca. Llega ya… Ya llegó… y ya se pasó… y con exceso. Aparece entonces el querido amigo, con la sonrisa de quien se precia de estar siempre a la hora justa. ¿Cómo poner mala cara ante tan buen humor? Adoptar el aire del que acaba de llegar, es lo mínimo que se puede hacer si queremos mantener las apariencias. Pero al mismo tiempo, tanto o más que un asunto de civilidad, existe detrás de ese intercambio de sonrisas algo así como la confesión tácita de una complicidad: lo que no sería a los ojos del buen sentido más que un imperdonable retraso, representa, desde otro punto de vista, el mejor y tal vez el único medio de estar verdaderamente “a la hora”. No trivialmente, a la hora objetiva de la cita, ni tampoco a la 186 Eric Landowski

hora incontrolable del accidente, sino a la hora que, más allá de todo cál- culo, pero independiente igualmente del azar, podría ser, en definitiva y propiamente hablando, la del estar-conjuntos, intersubjetivamente.

8.4 “Quanto resta da dire”

Antes de pasar a lo que pudiera ser una lógica del tiempo compartido, donde el estar-conjuntos no representaría más que la simple coinciden- cia, y donde la experiencia de la proximidad podría al mismo tiempo imponerse a la de la distancia (sin anularla), es necesario señalar con más precisión los límites de los intercambios posibles entre participan- tes, en el marco de los dos regímenes precedentes. Tanto en un caso co- mo en otro, ¿qué es lo que pueden decirse? A pesar de las apariencias, no mucho si coinciden en el modo de la cita, y prácticamente nada si lo hacen por accidente. Respecto del primer caso, el ejemplo paradigmático, apenas carica- tural, es el del marqués de la canción que encuentra a otro marqués. Lo que se cuentan, por supuesto, son “historias de marqueses”6. ¡Nada más natural! Uno habla de lo que puede hablar. Para que pueda articu- larse una conversación, es necesario que entre los interlocutores exista algo en común –un gusto, un proyecto, cualquier centro de interés– o alguna complementariedad que motive el intercambio de informacio- nes, de impresiones o de opiniones, y dado el caso, de servicios. No es poco poder encontrarse sin esfuerzo en la misma “longitud de onda”, y de ese modo “comunicarse”, ya sea para pasar el rato, para arreglar algún problema del momento, o simplemente para hacer ver que uno es “sociable”; tanto es así que, aunque la mayor parte de las conversaciones no tengan demasiado sentido, todas, en cambio, cumplen una función. Más allá de esas evidencias, lo que la canción nos dice también es que aquello que sirve de punto de partida, de tema o de motivo para charlar, tiene por efecto, al mismo tiempo, cerrar el intercambio sobre sí mismo, a riesgo de una gran monotonía. Cada cual sabe de qué puede y de qué no puede hablar (entre próximos o amigos), o de qué “es nece-

6 Antiguo motivo, retomado y musicalizado por Charles Trenet en los años cincuenta: “Cuando un marqués se encuentra con otro marqués, ¿qué es lo que se cuentan? –Historias de marqueses… Cuando una duquesa se encuen- tra con otra duquesa, ¿qué se cuentan? –Historias de duquesas…”. Cuando un semiótico se encuentra con otro semiótico… Segunda parte: el contagio del sentido 187 sario hablar” (en una consulta), que, finalmente, cuando se ven, termi- nan siempre por repetir indefinidamente las mismas historias, caen en los mismos programas conocidos por adelantado, representan impe- cablemente los mismos roles regulados, a tal punto que casi adquieren el talante de instituciones. Pues bien, si el régimen de la cita tiende a imponer ese género de conversaciones –especie de monólogo a dos o más entre identidades fijas–, es porque colocarse bajo ese régimen es lo mismo (aun en los encuentros en los que no hay marqueses) que renun- ciar a relaciones de persona a persona, donde cada cual se dirigiría a su interlocutor en cuanto totalidad. Por el contrario, bajo ese régimen, uno se limita a tomar en cuenta una faceta determinada del otro, reduciéndolo, diría Buber, a un Eso, en lugar de tratarlo como un Tú7. En términos de la teoría de conjuntos, se podría decir que la relación se organiza al modo de una pura intersec- ción, lo contrario exacto de una interacción. Como cada cual se aplica a mostrar solamente algunos elementos de sí mismo considerados co- mo contextualmente pertinentes, no se ven más que por fragmentos, en cuanto esto o aquello, abstracción hecha de todo lo demás, de todo aquello que no puede “coincidir” porque en ello reside precisamente la alteridad del otro, o su propia identidad. Si esa es ciertamente una con- dición de la buena marcha de numerosos tipos de intercambios sociales, al mismo tiempo que una regla de civilidad, excluye, en contrapartida, toda posibilidad de diálogo en un sentido mínimo del término. Por tanto, que se hable de cosas fútiles o de asuntos importantes, estamos seguros de que, de todos modos, la conversación no desbordará (salvo accidente) el orden de las cosas accesorias, de aquellas que no afectan más que a una parte de sí, mientras que sobre lo que se puede considerar como más esencial, el saber-vivir aconseja, en la ocurrencia, callarse. El otro régimen, el de los accidentes, desemboca (y eso, paradójica- mente, en los casos más felices) en un resultado equivalente, aunque por vías totalmente diferentes. A falta de algún saber previo acerca del otro y de otro centro de interés común a priori, los interlocutores no tienen aquí nada de particular que compartir. Lo que los tiene reunidos no es alguna conveniencia recíproca mutuamente reconocida por ellos de antemano entre tal y cual faceta específica de sus personas respectivas, sino úni- camente la experiencia misma, actual, de la copresencia de uno ante el

7 M. Buber, “Les Mots-principes”, Je et Tu, op. cit. 188 Eric Landowski

otro, relación inmediata que los absorbe esta vez, justamente, en su tota- lidad. De suerte que la única cosa que pueden aspirar a decirse les parece a ellos mismos sencillamente indecible: ¿cómo decir, en efecto, el misterio de una presencia recíproca sentida, en acto, como la promesa de la más inmediata de las proximidades? Si han leído los buenos autores, ya lo saben: “Sobre lo que nada se puede decir, mejor es callarse”. Habrá que buscar, por tanto, más acá o más allá de esos dos regí- menes, lo que nos pueda permitir dialogar por fin de verdad, decir(se) no lo indecible de una experiencia “total” en vías de ser vivida, ni lo fácilmente decible que alimenta la charla de la cita, “ma quanto resta da dire”, sino lo que queda por decir8. Ese “resto” lo podemos circunscribir ahora un poco mejor. Primero, en negativo: tiene que ocupar el lugar o bien de aquello que no debía ser dicho en el tiempo programado de la cita (so pena de alterar su naturaleza), o bien de aquello que no podía ser dicho “fuera-del-tiempo” del accidente. Luego, positivamente: dialogar consiste en permitir que cada uno de los “partenaires” no solo viva su relación con el otro al modo del Yo-Tú (y no del Yo-Eso, como en la cita), sino –lo que es más difícil, sin duda– vivirla como tal en la duración (y no únicamente en el instante, como en el accidente). Por consiguiente, lo que se pretende integrar en los parámetros del encuentro, si se quie- re pasar a otro modo de estar-conjuntos, es un modo de relación dife- rente al tiempo del otro: del otro en cuanto tal, a quien todo hasta aquí tendía a reducir a lo mismo, sea a priori y por principio, en la lógica de la cita (donde la alteridad propiamente dicha del interlocutor no tenía lugar), sea a posteriori, en la del accidente (puesto que, apenas pasado el deslumbramiento, dicha alteridad, que pudo haber hecho sentido un instante, debía disolverse de inmediato en la insignificancia). No obstante, como lo muestra la posibilidad misma del accidente, ¡el otro, en su radical “extrañeidad”, existe! E incluso, postularemos por añadidura, persiste como tal a través del tiempo. Esa parte de “extra- ñeidad” que, delante de las cosas o frente al prójimo, a veces nos sor- prende de golpe, estaba de hecho, por lo menos podemos suponerlo, ya allí mucho antes de que hubiéramos sido captados: simplemente no la habíamos visto, o no habíamos sabido hacernos allí presentes a noso- tros mismos. Tal vez hubiera bastado con que hubiéramos dejado hacer al otro, o a los objetos, y, como lo sugiere Buber, con que los hubiésemos

8 P. Fabbri, op. cit., p. XXIV. Segunda parte: el contagio del sentido 189

“espiado” mejor para que hicieran sentido un poco antes9. Y además pueden hacer sentido aun después del “accidente”. En ese caso, salvo que nos resignemos a no ver más que insignificancia por todas par- tes, una vez pasado el instante de la “fusión”, y a esperar pasivamente la ocasión siguiente, somos nosotros los que tenemos que inscribirnos diferentemente a la vez en la relación con el otro y en el tiempo [del otro]. Con esta condición, pudiera ocurrir que, en definitiva, el proyecto de conciliar los opuestos –de prolongar la aventura, es decir, la presencia del sentido, sin desnaturalizarla– no fuera tan insensato.

8.5 el tiempo compartido de la danza

En todo caso, es perfectamente concebible un tipo de relaciones con el otro en el tiempo, diferente de los que hemos descrito. Para decir lo que podría ser, le daremos primero un nombre: el tiempo de la danza. La expresión puede tomarse en sentido metafórico, pero vale en primer lugar por lo que dice literalmente. En la danza, que consideramos como una forma de diálogo perfecta, la dinámica interna de la relación mis- ma entre dos cuerpos-sujetos da sentido a una copresencia vivida en la duración como proceso y como intercambio. El retraso encuentra aquí de nuevo su lugar en cuanto circunstante del encuentro, no con el valor de una falta, sino como una condición esencial del buen funcionamiento de la relación interactiva que se va a entablar. Eso a condición, es cierto, de no concebir la danza ni como la ejecución soldadesca de una secuencia de pasos completamente fija- dos de antemano (en cuyo caso solo asistiríamos a una mecánica de la posición de “firmes”, tan regulada como la de la cita, que presentaría las mismas limitaciones), ni como la de la fusión extática, fijada en el instante (aunque solo sea porque los cuerpos en movimiento no son es- tatuas). Por oposición, la danza, tal como nosotros la concebimos, se de- fine como un ajuste sutil del ser-conjuntos, como la búsqueda continua de una armonización entre las temporalidades –los ritmos propios– de cada uno de los “partenaires”. Y un arte de ese género no puede fundar- se más que en la experiencia estésica, compartida y repetida, del justo retraso. Desde este punto de vista, saber bailar, es decir, moverse con mesura con el otro, adoptando conjuntamente la cadencia de la música,

9 Cf. más arriba, cap. 7.2. 190 Eric Landowski

consiste, en el fondo, en saber estar intersubjetivamente a tiempo: es lle- gar a sentir, a cada instante, cuánto tiempo estará el otro “con retraso”. Pasar a este régimen supone una competencia relacional (noción totalmente extraña a la filosofía del accidente) que sobrepasa la sim- ple disponibilidad mínima requerida para acoger, en cuanto que hace sentido, el relampagueo del guizzo*. Semejante competencia, necesaria para captar la presencia del sentido no únicamente en el instante, sino en la duración, se adquiere a su vez con el tiempo: tomando el tiempo que hace falta para “hacerse” al objeto o para “acostumbrarse” al otro, y eso “con el uso”, por contagio, es decir, transformándose progresi- vamente a sí mismo en función de la manera en que la relación con el otro, con su hábito propio, tiende a hacernos ser10. Sin embargo, ese tipo de aprendizaje del tiempo del otro lo encontramos también en la base de numerosas prácticas distintas de la danza, principalmente en aquellas donde la dimensión interlocutiva stricto sensu se adelanta a las relaciones intersomáticas. La dinámica interactiva de los cuerpos es sustituida en esos casos por procesos de ajuste entre sujetos hablantes, o conversantes, o en otros casos se le añaden procesos similares. Si a pesar de eso evitamos hablar a este respecto de intercambios “conversacionales”, es para subrayar que el tipo de interacción que tene- mos ahora en la mira es de una naturaleza totalmente diferente de la que tiene lugar en las charlas consideradas anteriormente. El monólogo a dos de la cita, predeterminado en su sustancia y en su forma por la defini- ción casi institucional de las posiciones y de los roles, deja su lugar ahora a algo así como una danza de interlocución. En la conversación usual, la sometida al régimen de la cita, menos que las personas presentes, era la lengua misma la que (se) hablaba sola a sí misma. Una vez delimitada la isotopía del discurso (o el logos del “diálogo”), cada intervención entraña- ba casi mecánicamente su réplica, la conversación tendía a desarrollarse tan fácilmente por sí misma que los enunciadores podían permanecer ausentes uno al otro (y a sí mismos), como si su texto hubiese estado ya escrito en algún diccionario de fórmulas de uso11. La danza de la inter-

* “Guizzo” significa ya “relampagueo”, “centelleo” [NdT]. 10 Cf. capítulos 6.3 y 7.3. 11 Cf. por ejemplo, Maurice Thérond, Du tac au tac. Formules, réflexes et images de la conversation française actuelle (París, Didier, 1955); y, por supuesto, el Bouvard et Pécuchet de Flaubert; o, de nuevo aquí, Raymond Queneau (“el conjunto de su obra”). Segunda parte: el contagio del sentido 191 locución realiza exactamente lo contrario: un dúo (o una sinfonía) entre actos enunciativos sin programación a priori, tales que no solamente las figuras trazadas en el espacio discursivo, sino también los enunciadores y el modo de relación que entablan, se constituyen en y por la interacción misma. El diá- se impone entonces al logos, lo interactivo a lo ya institui- do, y se crea sentido a través de la dinámica de las relaciones entre suje- tos copresentes. Y la primera condición para dar sentido de esta manera al encuentro consiste precisamente en la instauración de otro tipo de relaciones con el otro, tomando en cuenta su tiempo. El ejemplo de la danza propiamente dicha lo muestra bien. Como la conversación, admite dos regímenes. Cuando los bailarines, tengan o no “oficio”, se limitan a seguir, bien o mal, las reglas de uso que definen tal danza determinada (el vals, el tango, etc.), el baile queda reducido al equivalente de un puro logos. En ese caso, el baile se baila a sí mismo, o simula, como hace un instante el lenguaje se hablaba solo, intransi- tivamente, un “tac, tac” mecánico, a través de los locutores reducidos al estatuto de simples “portavoces”. En casos semejantes, la danza no tiene evidentemente nada de interactivo y sin duda nada de gratifican- te: ejercicio de salón sin alma y casi sin cuerpo, o rutina profesional desemantizada. Para que adquiera vida y haga sentido en cuanto tal, es necesario, y tal vez suficiente –aunque eso no siempre es fácil–, que los interesados sepan articular la métrica externa, en cierto modo objetiva, que les proporciona la orquesta, con la métrica interna de su propia relación, que tiene que ver con su ritmo vital respectivo, con la respira- ción y con la dinámica de conjunto de sus cuerpos. Tal ajuste intersomático no puede, por definición, efectuarse más que en movimiento, a través de un juego sutil de retrasos y de rodeos, de aceleraciones y de “ralentizaciones”, dicho de otro modo, por medio de un control delicado y bien coordinado de los impulsos corporales intercambiados entre “partenaires” en el espacio. Más allá de la exacti- tud, que se define por referencia a una regla impersonal (la del maestro de baile, que se dirige a todo el mundo, como el péndulo), de lo que se trata es de alcanzar la precisión, es decir, un equilibrio por naturaleza inestable, que solo se obtiene al precio de un mínimo de atención al otro, a la singularidad de su modo de ser en cuanto cuerpo-sujeto en busca a su vez de realización a través de su relación dinámica con su “partenaire”. De ese modo, el ejercicio vale solamente a condición de admitir como parte del juego –y de saber controlarlo– lo que aporta de nuevo una exacta apreciación recíproca de las anticipaciones y de los 192 Eric Landowski

retrasos del otro. Una multitud de pequeños desajustes se resuelve en- tonces en una confluencia de conjunto entre ejecutantes. Es obvio, de todos modos, que entre amigos, por lo general, se habla más que se baila. ¿En qué consistiría entonces, como dice André Dhôtel, una “verdadera conversación”, un diálogo donde el intercambio de pa- labras hiciera sentido como una danza? Para ser “verdadera”, escribe Dhôtel, una conversación tiene que ser “desconcertante”12. Es necesario, en efecto, que se desarrolle como una puesta a prueba recíproca, pues solo así se hacen los “buenos amigos”; por eso mismo, la conversación auténtica aplaza, sesga, hace sinuosidades, se interrumpe y se recobra, se desvía, y finalmente, por sorpresa, hace surgir o deja entrever su sentido. En re- sumen, como la Tortuga, la interlocución dialógica “interpola, contempo- riza, repropone”; va al asunto esquivándolo; dice exactamente lo que no dice, y como el rodeo, llega a su meta tomándose su tiempo. En una pala- bra, la conversación danza. Y como, de preferencia, se baila de a dos, crea entre los bailarines –entre los locutores– la mayor de las proximidades. Una cosa al menos es segura: entre amigos, la palabra es libre. Ni par- titura a seguir ni réplicas concertadas por adelantado; y como, por hipóte- sis, el marco del intercambio no es el de la cita, en el sentido definido más arriba, ninguna finalidad particular fija el contenido ni los límites de lo que se puede decir. Sin maestro de ceremonias, exenta de motivo prede- terminado, la palabra no depende más que de las potencialidades propias de los interlocutores, y únicamente la lógica interna de la relación inter- subjetiva regulará la modalidad de su estar-conjuntos. Por cierto que los interlocutores no estarán limitados a hablar de sí mismos. La calidad de la relación que puede establecerse entre ellos no depende de lo que hablan, sino de la naturaleza de la interacción que los implica al hablarse. Lo que queda por precisar es aquello que, en el funcionamiento enunciativo de la interlocución, puede conferir un carácter propiamente dialógico a sus re- laciones. Y también ahí, se trata de un ajuste recíproco al tiempo del otro. De hecho, si “dialogar” constituye una manera de estar-conjuntos, es sobre todo hacer conjuntamente algo, y algo muy preciso, que además nun- ca es adquirido por adelantado: es llegar, dirigiéndose uno al otro, a hacer de tal suerte que la copresencia haga sentido, y, con ello, a transformar una promiscuidad de hecho en proximidad sentida. Mientras que la pro- miscuidad es dada de entrada, como un puro estado de cosas (estamos o

12 Op. cit., pp. 235 y 270. Segunda parte: el contagio del sentido 193 no estamos, aquí y ahora, cara a cara), la proximidad (o el sentimiento que tenemos de ella) se conquista en y por el diálogo mismo, en acto. Hay que concebirla como un efecto de sentido del encuentro en cuanto proceso; un efecto incierto, condicional, que solo se dejará probar si la interacción desemboca efectivamente en una forma de logro mutuo entre los parti- cipantes. Uno se siente próximo, por ejemplo, porque, bailando, descubre que bailar con otro –una manera entre otras de dirigirse uno al otro al modo del Yo-Tú– hace verdaderamente sentido, y no porque, cuando se baila, uno se halla, de hecho, contra el otro, más o menos. En breve, la proximidad no procede de la conjunción (ni entre los cuerpos ni, como hemos visto, entre esferas de interés comunes), sino de una coordinación dinámica cuyos principios dependen del régimen de la unión. Por definición, en la interlocución, los actantes tienen que encontrar un modo de coordinación entre sus maneras de ser y de dirigirse uno al otro, y no directamente en el plano intersomático. Pero el sentido y el valor de su desempeño común no cesarán por eso de depender de la posibilidad de ajuste entre sus estilos enunciativos respectivos. Ahora bien, que la enunciación pase por la voz o por el gesto (o incluso, mu- tatis mutandis, por la escritura), su “estilo” depende, en todos los casos, desde el punto de vista de la tonalidad y del ritmo, de la hexis corporal del enunciador. Cualidades como, por ejemplo, la fluidez, o al contrario, la brusquedad de una entonación, su suavidad o su dureza, su ligereza o su insistencia, y finalmente la “facilidad” o la “torpeza” que pueden carac- terizarla globalmente, proceden de aquello que el ser-en-el-mundo del sujeto tiene de más íntimo y de más profundo, que es lo que designa precisamente el término “hexis”. Por ese motivo tienden a marcar el conjunto de las expresiones de un sujeto, somáticas o no. En el plano de las interacciones cuerpo a cuerpo, el ajuste entre “partenaires” (o, en diferentes formas de lucha, entre adversarios) pasa por todo un juego de mociones y de golpes13 –de agarres, de roces, de escapes, de apelaciones– articulados en el espacio-tiempo de la

13 Tomamos de Barthes (“Rasch”, en Langue, discours, société, París, Seuil, 1975) el término de moción (cf. más adelante, cap. 9.2). Por lo que se refiere a golpe [coup], de hecho bastante próximo del anterior (traduce el inglés move), en- cuentra su primer lugar entre los teóricos de la estrategia (cf. E. Landowski, “De la stratégie, entre programmation et ajustement”, prólogo a Erick Bertin, “Penser la stratégie dans le champ de la communication”, Nouveaux Actes sémiotiques, XV, 89, 2003). 194 Eric Landowski

relación intersomática: resbalones, rotaciones, detenciones en forma de intimación, evasiones, encadenados, aberturas, doblegamientos, estiramientos, encogimientos, cruzamientos, bruscos avances o retrocesos sincopados, son algunas de las innumerables formas estésicas posibles que un bailarín, un floretista o un judoka pueden usar para dirigirse al cuerpo del otro. Aplicada al discurso stricto sensu, la misma competencia dialógica se expresa en forma de figuras tan diversas como las precedentes, y que funcionan de manera equivalente en el plano interlocutivo: eufemismo, ironía, omisión, elipsis, alusión, réplicas en eco, sobreentendidos, etc. Tantos giros, o al contrario, tantos recortes que, jugando con la elasticidad del tiempo discursivo, concurren a integrar en una dinámica o en una cinética compartida del sentido los saltos enunciativos: ganancias o pérdidas de espacio-tiempo, condensación de las intervenciones o, en el extremo opuesto, excursos aparentemente inútiles, digresiones y hasta finalmente silencios. Y como ocurre en el plano somático, cada sujeto tenderá a privilegiar en el plano verbal, y en función de su hexis corporal propia, tales tipos de figuras y de golpes (o de caricias) más bien que otros, en la aplicación de su estrategia enunciativa. Nada extraño, por lo demás, desde que sabemos que, con esta familia de nociones que están diversamente cercanas a la estesis –hexis, hábito, tono, ritmo–, los instrumentos de descripción, aunque son con toda evi- dencia de gran utilidad para dar cuenta de las modalidades estésicas de cualquier tipo de interacción cuerpo a cuerpo, conservan también toda su pertinencia cuando se aborda el análisis de relaciones interactivas que, sin que puedan ser consideradas como desencarnadas, prescinden, no obstante, de contactos físicos constantes y directos. El “cara a cara” sustituye entonces al “cuerpo a cuerpo”, y la dinámica intersemiótica de- ja lugar a una rítmica de la palabra alternada –trátese de diálogo interper- sonal o, también, entre actantes colectivos–14. Cualquiera que pueda ser la preponderancia aparente de lo verbal en la interacción, es, de hecho, la hexis de los sujetos la que sigue manifestándose indirectamente, con la única diferencia de que, en lugar de traducirse por una gestualidad en el sentido propio del término, da lugar más bien a una gesticulación, en sentido metafórico: a un estilo retórico, a una plástica de la voz, a un

14 Cf. J. Alonso Aldama, Le discours du terrorisme (tesis de doctorado sobre el rol del ritmo en las estrategias de negociación entre la ETA y el gobierno espa- ñol), Limoges, PULIM, s/f. Segunda parte: el contagio del sentido 195 ritmo discursivo, a una tonalidad y a una tonicidad que impregnan por completo la manera de dirigirse discursivamente al otro. Pues bien, todos esos elementos, que se pueden considerar como otras tantas especificaciones, en el plano sensible, de la competencia relacional de cada participante, integran, a título de componentes esenciales, una ciencia de las anticipaciones y de los retrasos. Escuchemos a algunos de los maestros en la materia: Diderot, Le Voyage de Bougainville; Sterne, Le Voyage sentimental; Dostoïevski, Nietotchka Niezvanov. Como en el arte del contrapunto, en los textos de ese género (especialmente en los diálogos, que constituyen una parte esencial, o la totalidad) el sentido no es dado jamás ni de frente ni en el momento en el que podría esperárselo. Con una elegancia que solo es posible por la complicidad que supone la existencia de contratos enunciativos forzosamente implícitos (por ser indefinida- mente renegociados), el sentido –que es preciso captar “entre líneas” y de preferencia diferido– da la impresión de estar siempre extraviándose (co- mo el tiempo) para que pueda ser mejor recuperado a través de ciertos ca- minos cruzados, o de alguna rima que dé razón de su errancia aparente.

8.6 el tiempo diferido de la correspondencia

Dicho esto, se podría objetar que en ese género de intercambios a lo su- mo hay pequeños, pequeñísimos retrasos, ínfimas suspensiones, que no son, en realidad, más que hábiles fintas para decir mejor lo que se tiene que decir. Y es cierto que en la danza de la interlocución, como en la danza sin más, los tiempos de espera que abre la suspensión del sentido, permanecen siempre contenidos en límites estrechos. Esa bre- vedad relativa de los retrasos tiene que ver con el hecho de que, en tales casos, los interlocutores se hallan directamente in praesentia, cuerpo a cuerpo en un caso, cara a cara en el otro. Pero entonces, ¿qué sucedería si, por una razón o por otra, esa relación se alargase? ¿Y si el otro no es- tuviera aquí? ¿De qué naturaleza debería ser, en tal caso, la relación de cada uno de los interlocutores con el tiempo del otro, para que el sen- tido subsistiese? Por lo visto, quedaría por describir un último modo, más paradójico, de la copresencia, interactivo también y significante, pero in absentia. Sino, ¿cómo dar cuenta del hecho de que, a pesar de la distancia factual entre participantes, su relación siga haciendo sentido en cuanto tal, y duraderamente, como proximidad sentida? Por oposición al tiempo de la danza y de la interlocución dialógica, ese tiempo de la proximidad a distancia lo bautizaremos, jugando apenas 196 Eric Landowski

con las palabras, como tiempo de la correspondencia, y lo caracterizaremos como un tiempo no bailado con mesura, sino prodigado sin medida: sin espera de ningún gesto, de ninguna palabra, de ningún eco con retorno inmediato. Como el nombre lo indica, uno puede, sin duda, o uno podría “escribirse”. Pero eso no es indispensable para “corresponderse” en el sentido en que nosotros lo entendemos aquí, intersubjetivamente. En el régimen de la correspondencia entre sujetos, la interacción, siendo siem- pre efectiva y recíproca, deja de lado el contacto y la simultaneidad. Pues, aunque el tiempo de la separación es, por naturaleza, el de los mayores desniveles, también es el de la confianza, si no el de la fe. Ni las tempo- ralidades ni los espacios respectivos de los interlocutores se superponen aquí, y no obstante una y otra parte saben –o más bien se toman el riesgo de creerlo– que sigue existiendo una forma de copresencia en relación con el sentido15. El encuentro cara a cara ha sido ciertamente diferido, tal vez sine die, pero su efecto de sentido –la proximidad– conserva su lugar en los intersticios de nuestros presentes respectivos, y eso sin que haga falta, no obstante, pasar el tiempo esperando algo. Nos hemos alejado “con la promesa de volvernos a ver… al azar de las circunstancias”16. Cada cosa a su tiempo: es el régimen de la pura inmanencia y de la acep- tación de los grandes y de los pequeños retrasos. Porque ese tiempo de larga duración es, finalmente, también el tiempo de la connivencia en la reminiscencia: el presente hace ahí eco al “accidente”, ese misterio (¿o ese milagro?) por el cual todo ha comenzado17. Y, de golpe, todo adquiere un sentido nuevo: no era el amigo, en definitiva, el que andaba siempre retrasado, es el sentido el que, prefi- riendo el rodeo a lo inmediato, exige y toma su tiempo.

15 Cf. “La carta como acto de presencia”, Presencias del otro, op. cit. 16 A. Dhôtel, op. cit., p. 120. 17 A. Dhôtel otra vez, para terminar: “Imposible […], eso no puede comenzar por un milagro. Eso no puede comenzar de otra manera” (op. cit., p. 278). Capítulo 9 Modos de presencia de lo visible

As they neared the shore each bar rose, heaped itself, broke and swept a thin veil of white water across the sand. The wave passed, and then drew out again, sighing like a sleeper whose breath comes and goes unconsciously.

Virginia Woolf1

9.1 “Un encanto no totalmente ciego”

Imágenes o edificios, objetos manufacturados, obras de arte o figuras del mundo natural, las cosas están ahí, visibles. Visibles, reconocibles, nombrables, y al mismo tiempo indiferentes o, en última instancia, peor aún, pesadas y aburridas: piezas de museo, “maravillas” arqueológicas sobre las cuales resbala la mirada, pero que no nos dicen nada, catedra- les, paisajes y castillos masivamente colocados delante de nosotros y, en cuanto tales, impenetrables, paralizantes. ¡Recuerdos de infancia y de domingos! De tal suerte que el sujeto quisiera estar diferentemente presente a todo eso: presentimiento, más allá de lo visible, no de lo invi-

1 The Waves, p. 1.

[197] 198 Eric Landowski

sible, sino de un vivible que ofreciese sentido y que diera de otro modo presencia a todas esas cosas. Como si el mundo, más allá de las signifi- caciones puntuales que le atribuimos en cuanto conjunto de elementos que participan de principios de lectura aceptados y aprendidos (bien o mal), pudiese ponerse de pronto –o tal vez poco a poco, aportando a ello lo suyo– a hacer sentido de una manera totalmente diferente: en cuanto “presencia efectiva, ambiental, inmediatamente accesible”, como escri- be Proust2. Admitimos, intuitivamente, la posibilidad de distinguir dos maneras de vivir nuestra relación con el mundo sensible, y correlativa- mente –según que nos mantengamos a distancia de las cosas o que nos dejemos, por decirlo así, contaminar por ellas– dos regímenes de sentido tales que el paso de uno al otro implicaría algo así como un salto cualita- tivo en el orden de la inteligibilidad. Tal dehiscencia, diversamente tra- tada por la literatura, ha sido tematizada también algunas veces, como es sabido, en el lenguaje de la filosofía. En un autor como Schopenhauer, por ejemplo, corresponde al régimen del “concepto” –régimen del “co- nocimiento común de las cosas particulares”– lo que nosotros ponemos en la mira al hablar del desciframiento de las significaciones, mientras que la captación del sentido en cuanto “presencia efectiva” remitiría más bien, en el mismo autor, al reino de la “Idea”: convertido en “puramente cognoscente y exento de voluntad”, el sujeto deja entonces de “buscar relaciones de conformidad con el principio de razón, absorto en la con- templación profunda del objeto que se le ofrece, liberado de toda otra dependencia, allí reposa y allí se expande”3. No obstante, si se observan las manifestaciones en el plano de los textos literarios o en el marco de los discursos filosóficos, tal distin- ción desemboca en una paradoja que no deja de crear problemas. De un lado, hablar de “presencia efectiva, ambiental, inmediatamente ac- cesible” de las cosas en cuanto que hacen sentido, equivale a admitir o a postular la posibilidad de una relación con el mundo que permi- te acceder a una forma de conocimiento que, en términos a la vez de efectos de verdad y de intensidad patémica, si no siempre de euforia (Schopenhauer habla, no obstante, de un sujeto que “se expande”), ex- cede de entrada los límites de todo aquello a lo que puede conducir una orientación metódica aplicada a la búsqueda de las significaciones. De ahí que, según esa perspectiva –y ahora no habla un literato, ni un

2 Por el camino de Swann, Madrid, Alianza Editorial, 1989, p. 106. 3 Le monde comme volonté et comme représentation, París, PUF, 1966, p. 230. Segunda parte: el contagio del sentido 199 artista, ni siquiera un filósofo, sino un sabio–, “la obra del pintor, del poeta o del músico, los mitos y los símbolos del salvaje” (producciones colocadas bajo el régimen de la captación inmediata del sentido como presencia) “deberían aparecérsenos si no como una forma superior de conocimiento, al menos como la más fundamental, en particular cuando se las relaciona con el régimen de significación y con los principios de inteligibilidad que pone en práctica el “pensamiento científico”4. Pero, al mismo tiempo, de otro lado, si el mundo hace sentido bajo el modo que depende de la inmediatez inherente a la experiencia vivida (por oposición a la distancia que debe tomar la ciencia frente a sus obje- tos, a fin de extraer de ellos alguna significación), ¿ese simple hecho no basta para invalidar, precisamente en cuanto formas de conocimiento, el conjunto de dichas producciones, y principalmente todas las “obras” (pictóricas, poéticas, musicales, etc.) que pueden resultar de ellas? ¿Có- mo podría la captación de un sentido del orden de lo experimentado [éprouvé] desembocar en la producción de un saber? ¿O es que hay que admitir que toda experiencia de sentido, incluso la más inmediata, deja lugar para cierta forma de retorno reflexivo sobre ella misma? Dadas las incertidumbres que se ciernen sobre estas cuestiones, se comprende que desde el punto de vista de los espíritus positivistas, apurados por palpar resultados, tratar de superar el régimen de “co- nocimiento de las cosas particulares” y el plano de las significaciones articuladas que a ello asocia el discurso del sentido común o el de la ciencia –eso, con la esperanza de acceder a un plano más “profundo” de un sentido que se dejaría aprehender directamente a la manera de una “presencia efectiva”–, apenas puede llegar a intentar (como el “poeta” o el “salvaje”) captar lo inefable y decir lo indecible. En esas condiciones, se nos preguntará: ¿por qué perdernos en la persecución de ese “otro” sentido, que se supone que es más “fundamental” que lo que el “princi- pio de razón” autoriza a pensar? ¿No es evidente que tal “ultra-sentido”5 sólo puede pertenecer a un orden de realidades que escapa a toda em- presa con vocación científica, y excede forzosamente los límites de aque- llo sobre lo cual está en derecho de interrogarse una práctica semiótica racional, epistemológicamente consciente de sí misma, y aplicada a dar cuenta de fenómenos objetivables en términos de alcance general?

4 Cl. Lévi-Strauss, Tristes trópicos, Buenos Aires, EUDEBA, 1970, p. 109 (el su- brayado es nuestro). 5 El término es de Greimas, De la imperfección, op. cit., p. 77. 200 Eric Landowski

Este género de objeción ha sido ya refutado en el marco de discipli- nas vecinas, y con seguridad tan “científicas” como la nuestra, comen- zando por la antropología. Queriendo, por ejemplo, defender cierta “concepción cualitativa del espacio” ante la cual se rebela espontánea- mente nuestro “espíritu euclidiano”, a pesar de que se atiene a las “con- diciones de nuestra experiencia humana” (y más precisamente, a las creencias que imprime en cada uno de nosotros la simple orientación del movimiento solar), Claude Lévi-Strauss, en Tristes trópicos, llega a sostener que, por más que disguste a los defensores de un estricto ra- cionalismo, “el espacio posee sus valores propios, como los sonidos y los perfumes tienen colores”. Y a mostrar cómo, lejos de ser “un juego de poetas o una mistificación”, esa “búsqueda de correspondencias”, así como los “misteriosos factores” que con ellas se vinculan, forman parte integrante de las formas de relación que el sabio debe analizar con vistas a la “elaboración de un humanismo global y concreto6. Un “no-sé-qué” que solo requiere ser sentido tiene todo el derecho a una mirada rigurosa de la ciencia antropológica. Guardadas las debidas proporciones, nos corresponde a los semióti- cos, según creemos, no trazar fronteras ni proponer exclusiones al en- cuentro de tal o cual modo de emergencia del sentido, arguyendo su carácter de excesivamente evanescente o de demasiado poco “euclidia- no”, sino más bien de tratar de definir la perspectiva semiótica –inédita tal vez, o ya esbozada, aunque sin desarrollar aún– que nos permita dar cuenta de ella. De tal modo que las cuestiones que se nos plantean son, más o menos, de este orden: si, como la experiencia inmediata parece atestiguar, hay “sentido” más allá de la “significación”, o en sentido in- verso (y en términos más próximos sin duda a Merleau-Ponty), si para tener significación es necesario que las cosas puedan, primero, ser apre- hendidas en cuanto partes integrantes de un todo que, en sí mismo, bajo un modo global y concreto, hace sentido, ¿cuál es entonces el estatuto de ese “sentido” y de qué es efecto? A pesar de las apariencias, ese “ultra- sentido”, o ese sentido primero, ¿es por su naturaleza tal que se pueda decir? O por lo menos, ¿podemos decir de él algo sensato [con sentido], aunque solo sea por lo que se refiere a sus condiciones de emergencia? En suma, ¿cómo dar cuenta de eso que queda por captar, una vez fran- queada –o mejor, al franquear– la frontera, más allá o más acá de la cual, por encima de las significaciones que proyectamos ordinariamente so-

6 Op. cit., pp. 120-121. Segunda parte: el contagio del sentido 201 bre el mundo (y fundándolas o sobrepasándolas), se abre el campo de otra experiencia, más inmediata o más originaria, del sentido, tal como lo aprehendemos en nuestras relaciones con las cosas mismas, o por lo menos con sus propiedades inmanentes, cuya naturaleza y el modo de articulación es capaz de tocar directamente nuestra sensibilidad? Aunque tales preocupaciones hayan aparecido recientemente en semiótica y aún no se reflejen más que en un número restringido de trabajos, no pueden ser consideradas en sí mismas como verdaderamente nuevas. Un sentido “otro”, “deslumbrante” en relación con el orden de las significaciones fijadas por el uso, y ante el cual, por tanto, no estaríamos obligados a “cerrar los ojos”, ¿es posible, y sobre todo, es decible?, se preguntaba Greimas en la segunda parte de De la imperfección. El objeto que el semiótico se asigna de esta manera no es otro, en el fondo, que el que se proponía explorar, con otros medios, el autor de En busca del tiempo perdido, puro semiótico también él, aunque al pie de la letra, cuando, tomando su propia relación con el mundo sensible como campo de observación y de análisis con vistas a reconstruir el sentido probado [experimentado, vivido], se “obligaba” a “ver más claro en [su propio] encanto”7. Del mismo modo, más cerca de nosotros, ese llamado, tomado por Jacques Geninasca del poeta Pierre Chappuis, a favor de “un encanto no totalmente ciego”, el cual, indicando también un límite eventual del conocimiento, nos incita a apostar por la posibilidad de superar ese límite, o, en todo caso, por intentarlo8.

9.2 sentido musical de la imagen

A fin de ir en esa dirección, nos apoyaremos en una problemática ya conocida, que intentaremos ampliar: la de la imagen. Sin embargo, nos serán también útiles en un primer tiempo algunas observaciones generales relativas a otro dominio de experiencia directa del sentido –el de la música–. Subrayamos con este propósito que la perspectiva que adoptamos en relación con la cuestión del sentido –del sentido experimentado [éprouvé]– nos impide considerar como pertenecientes a semióticas separadas e independientes las manifestaciones perceptibles

7 Por el camino de Swann, op. cit., p. 188. 8 J. Geninasca, “Un ravissement non totalement aveugle”, La Revue de Belles Lettres, 3-4, Lausanne, 1999. 202 Eric Landowski

de cada uno de nuestros cinco sentidos (y mejor aún, si se incluye también la sensación del cuerpo propio). El oído, la vista y los demás sentidos tienen, sin duda, sus propias especificidades, pero el efecto de sentido que se desprende de la percepción constituye siempre, en el plano semiótico, una totalidad. Incluidos los casos de efectos sinestésicos fundados en la convocación simultánea de dos o más canales sensoriales, como, por ejemplo, cuando en un concierto escuchamos un cuarteto de Mozart siguiendo con los ojos la gestualidad y las mímicas del primer violín. Los dos niveles de percepción concurren entonces a una sola experiencia estética vivida de manera global y concreta. Volveremos sobre esto, pero, por el momento, lo que está fundamentalmente en juego aquí es una distinción teórica entre niveles de captación y de descripción del sentido en general. En un primer plano, es un hecho evidente que el sentido se articula en sustancias diversas (aquí visual, allá sonora, más allá las dos con- juntamente) y según principios de organización formal que tienen que ver, por una parte, con las especificidades de cada uno de los lenguajes de manifestación utilizables (por ejemplo, las exigencias de linealidad ligadas a la expresión verbal, no se imponen, o no de la misma ma- nera, en el dibujo o en la pintura). Pero, en un plano más elemental, el sentido constituye, en sí mismo, una totalidad, cuyas articulaciones fundamentales trascienden no solamente la diversidad de los “lengua- jes” (pictórico, musical, cinematográfico, etc.), ya fortiori las diferencias entre géneros, definidos por sus “códigos” específicos (como las conven- ciones de la representación pictórica propias de una época o de una escuela determinadas), sino también las diferentes semióticas (verbales o no verbales). Por naturaleza, el sentido atraviesa todas esas distin- ciones, o, como se dice, es “transversal” a todas ellas. La punta acerada de un cuchillo, la penetración de una mirada acusadora, la estridencia de un grito penetrante, la acidez de amarillo chillón, de un reproche hiriente o de una vinagreta mal dosificada, el gesto incisivo del índice bruscamente dirigido al interlocutor: son otras tantas manifestaciones que, aunque pertenecen a semióticas distintas, son todas portadoras de un mismo efecto de sentido global, donde lo agudo, en el plano estési- co, se combina con lo agresivo en el plano de los afectos (por oposición a lo grave y a lo modulado, a lo suave, a lo ameno o a lo acariciante). Lo que tenemos que esforzarnos, en primer lugar, por reconocer y por describir, son precisamente las constantes subyacentes que articulan, en profundidad, “transversalmente”, ese género de efectos de sentido. Segunda parte: el contagio del sentido 203

Se comprende, a partir de ahí, que hablar de música en el momento en que nos proponemos tratar de la imagen, no constituye un rodeo más que en apariencia. La imagen es portadora de un sentido musical, y la música, en retorno, hace imagen. Aunque la música no es propia- mente hablando un lenguaje (un sistema de relaciones entre unidades discretas portadoras de significaciones articuladas), estamos en gene- ral de acuerdo en considerarla como una “semiótica” productora de ciertos efectos de sentido (aunque a veces llegamos a autonomizarla demasiado en relación con “otras semióticas”, en contra exactamen- te de lo que acabamos de plantear). Nadie, probablemente, estaría en condiciones de explicitar lo que “quiere decir” con exactitud tal pieza de Schumann, y sin embargo nadie podrá negar que, a su manera es- pecífica, nos habla. Aquí, nada de sistema de signos en acción –a no ser que reduzcamos el trozo de música a un sistema semiológico de notación, que, por principio, escamotea el sentido y el valor estéticos–, sino, retomando una palabra de Benveniste, todos los armónicos de un campo de “significancia”9. Término bastante enigmático, es cierto, pero que marca el reconocimiento de un régimen de sentido “otro”, no in- mediatamente reductible a una combinatoria entre unidades discretas que forman sistema, más difícil por tanto de captar, y que sin embargo también merece ser descrito. Lo que la música nos dice –o tal vez, mejor, su no-dicho, pero que hace sentido–, ¿puede ser constituido en objeto de conocimiento? Y sobre todo, ¿cómo? Respondiendo irónicamente, Barthes escribía, en “Rasch”, a propósito de la Kreisleriana*: “Bastaría con que fuésemos escritores para que pudié- ramos dar cuenta de esos seres musicales, de esas quimeras corporales, de una manera perfectamente científica”10. Declaración liminar decidi- damente poco estimulante para quien no se haga demasiadas ilusiones sobre sus talentos literarios, y nos devuelve a la paradoja con la que he- mos comenzado, la de una ciencia de lo inefable… “¡Ah, si yo supiera es- cribir!”. Sin embargo, en el desarrollo del mismo ensayo, Barthes –el “es- critor”– esbozaba, de hecho –como semiótico–, un verdadero análisis de

9 E. Benveniste, Problèmes de linguistique générale, París, Gallimard, vol. II, 1974, cap. III. * Kreisleriana (Opus 16, 1838): ocho piezas para piano de Robert Schumann. Es considerada como una de las mejores obras para piano de este compositor [NdT]. 10 En Langue, discours, société. Pour Émile Benveniste, París, Seuil, 1975, p. 224. 204 Eric Landowski

la partitura de Schumann, que prueba que no es lo indecible lo que trata de captar en las redes de una escritura con poderes misteriosos, sino que, por el contrario, la manera específica como la composición considerada hace sentido (y que Barthes, citando a Benveniste, llama a su vez “signi- ficancia”) tiene que ver con un conjunto de rasgos que pertenecen a un orden de realidad completamente positivo –estésico en la ocurrencia–, y que, por esa razón misma, son, en principio, analizables. Lo esencial de la demostración consiste en un levantamiento minucioso de toda una serie de “movimientos sutiles” y diferenciados, ligados a los diversos “acentos” del texto musical: alargamientos, retorcimientos, doblamientos, gol- pes, deslizamientos, detenciones, rutilancias, vacíos, dispersiones. Figuras es- tésicas en forma de apelación, de “mociones” que ponen el cuerpo del oyente a prueba, “quimeras corporales susceptibles de movernos direc- tamente, por contagio, con las cuales pueden correlacionarse toda una serie de efectos no menos diferenciados, en el plano que hoy denomina- mos “patémico”: prisa, deseo, ahogo, angustia, y así sucesivamente11. En verdad, tenemos ahí ya el bosquejo de una semiótica del sentido musical, que, en su principio, nada tiene que envidiar a los más rigu- rosos estudios textuales. El objeto está claramente diseñado: a falta de unidades de una gramática de la significación (o del “sentido”; Barthes emplea indistintamente uno y otro término, al menos en el artículo citado), las configuraciones plásticas y las pulsaciones rítmicas condicionan estésicamente la emergencia del sentido. Y se diseña un método –una “semántica del cuerpo musical”– para describir los dispositivos, “la es- tructura paragramática” del texto schumanniano, con sus “acentos” y sus “golpes”. Ciertamente, queda mucho por hacer, pues el estudio en cuestión no pretendía agotar el tema, y mucho menos proponer una sistematización. No obstante, es Barthes mismo quien, a pesar de su proclamado escepticismo, nos muestra, con su práctica de análisis, que no es necesario ser escritor para emprender la construcción de una “se- miología segunda”, la del “cuerpo en estado de música”12. ¿Cómo dejaría de valer esta lección para otros dominios compara- bles, y en particular para la imagen? Hoy en día está constituida, indu- dablemente, una semiótica visual. Pero al lado de esa rama particular

11 Ibídem, p. 225. 12 Ibídem, p. 228. Expresión muy cercana a la de J. Geninasca, quien, en un análisis consagrado a Stendhal, habla del “estado musical” del sujeto estético (“Le regard esthétique”, La parole littéraire, op. cit.). Segunda parte: el contagio del sentido 205 de la semiótica general, que uno se contenta con definir, un tanto tau- tológicamente, por la clase de datos empíricos –“las imágenes”– cuya vocación misma es la de aplicarse a destacar sus significaciones discre- tas y articuladas, se puede considerar una problemática complemen- taria, una poética de la imagen orientada a la “significancia” (el “sentido musical”) de lo visible en general, e inclusive, más ampliamente aún, de lo perceptible en cuanto tal, y a través de eso, finalmente, de lo experi- mentado [de lo éprouvé]. Sin salir del marco semiótico, nuestro objetivo último consiste en construir una problemática de la presencia sensible del sentido en las manifestaciones más diversas, cualquiera que sea el canal sensorial particular y la materia del significante que puedan en- trar en juego para hacer imagen global y concretamente –“como ocurre [escribe Proust] cuando una visión no se dirige solamente a nuestra mirada, sino que reclama las percepciones más profundas y dispone de todo nuestro ser”13–.

9.3 hacer sentido, hacer imagen

Si se trata de justificar la pertinencia de este proyecto, además de las propuestas generales de Greimas, recogidas a lo largo de los capítulos precedentes, los trabajos de Jean-Marie Floch nos servirán de principal punto de apoyo, y más particularmente, entre ellos, el esbozo de una semiótica que integra explícitamente la dimensión de lo sensible que encontramos en su último libro, Lectura de Tintin en el Tibet14. Es para nosotros, efectivamente, del mayor interés ver cómo, en ese estudio, la lógica del trabajo realizado sobre el objeto –en este caso, la lectura de la historieta de Hergé, escrutada viñeta por viñeta hasta el menor detalle– fuerza, por decirlo así, al semiótico a dirigirse paso a paso hacia un punto, a partir del cual se abre ante él no lo “indecible”, sino, claramente, la presencia de otra dimensión del sentido: otra al menos con relación a las que en ese momento se habían tomado en conside- ración por la mayor parte de los “visualistas”, y sobre la cual, aunque no sea la de lo puro y simple inefable, “no resulta fácil hablar”, constata

13 Por el camino de Swann, p. 171. Sobre la noción extensiva de imagen, cf. Fr. Marsciani, “Processi di efficacia somatica”, Esercizi di semiotica generativa, Bologna, Esculapio, 1999. 14 Jean-Marie Floch, Une lecture de Tintin au Tibet, París, PUF, 1997. 206 Eric Landowski

Floch15. ¿Dónde se sitúa, entonces, el umbral a partir del cual esa di- mensión se manifiesta, y qué misterioso salto cualitativo se efectúa allí, para complicar de ese modo la tarea del analista? El autor localiza esa frontera en el “lindero del sentir”, en un punto en el que todo parece indi- car que si se configura sentido para el sujeto, es únicamente al modo de “una impresión, en el sentido propio del término”, como por la virtud inmediatamente eficiente de un puro contacto“ entre sí y el mundo”16. Y si resulta difícil decir algo más, es, explica Floch, porque “las cua- lidades sensibles del mundo que uno vive” –aquellas mismas de las que el sentido parece emerger espontáneamente bajo el modo impre- sivo– no son “ni el hecho de una sensación” que nos devolviera a un estadio anterior a lo semiótico (al plano neurobiológico tal vez), “ni el objeto de una verdadera captación, organizada y articulante”, la cual, por el contrario, reduciría el sentido a un juego de significaciones par- ticulares ya constituidas, enviándonos de ese modo a un plano de or- den estrictamente cognitivo. Todo el problema radica, justamente, en que el sentido, en este caso, solo parece aprehensible en acto, como un todo, y en su estado emergente: a la manera de una presencia lo sufi- cientemente fuerte como para imprimirnos su marca y, en esa medida, convertirnos momentáneamente en “otro”, como si incorporásemos las cualidades estésicas mismas –plásticas y rítmicas– de la manifestación. De ese modo, sin tener que apartarse en lo más mínimo de los prin- cipios más clásicos del análisis textual en semiótica (pero sin “aplicar- los” tampoco dogmáticamente como si un día hubieran sido fijados para siempre, sino, más bien, afinándolos progresivamente en función de las conquistas de la lectura que ellos mismos permiten), Jean-Marie Floch llega a un tipo de cuestionamiento que concierne a los regímenes de sentido que actúan en su texto-objeto, el cual nos parece del mismo orden que el que nosotros tratamos de formular en términos generales. Una vez alcanzado ese “lindero”, donde lo sensible no se deja ya sepa- rar de lo inteligible, sino donde ocurre más bien como si lo fundase, ¿cómo “ver lo que hay que ver en las imágenes […] sin correr el riesgo de caer en el formalismo?”17. Más allá de la superficie de un mundo que se deja segmentar en una yuxtaposición de imágenes-figuras discretas, reconocibles y nombrables desde el comienzo, pero cuyas significacio-

15 Op. cit., p. 39. 16 Ibídem. 17 Ibídem, p. 193. Segunda parte: el contagio del sentido 207 nes fijas hacen por lo mismo de pantalla, se trata ahora de aprehender y de describir la imagen, la cual, por el contrario, está aún viva en su principio y es irreductible a lo ya conocido, cuya función consiste en ha- cer sentido, restituyendo a lo visible su coherencia: la coherencia de una totalidad no simplemente presente ante nosotros, sino que nos rodea, nos engloba y a partir de ahí está lista para contaminarnos. En esa perspectiva, ocupa su lugar la idea de una “figuratividad profunda”, transversal, capaz de estructurar de manera homogénea el mundo sensible. Solo el análisis de este nivel justifica la esperanza de llegar a rendir cuenta del poder que tienen las cosas para dirigirse directamente a nosotros, globalmente y “en términos impresivos”18. Floch muestra cómo, a la asunción de ese nivel por un sujeto, en el pla- no de la vivencia, corresponde una “visión del mundo” particular, en su caso la atribuida a Tintin19. Esa “visión” (o ese régimen de sentido) es tanto más claramente identificable cuanto más radicalmente zanja con la de su amigo el capitán Haddock. Lo que “hay que ver”, para Tintin, es, a cada instante, la presencia sensible, inmediata e irrefutable de un sentido. Para Haddock, en cambio, ante el mismo universo de referencia, la ausencia de sentido lo determina todo. Consideradas una a una, las cosas tienen, para él, significaciones (que, por lo demás, él, con harta frecuencia, capta al revés, tratando de construirlas a tientas, en un plano puramente cognitivo y por inferencias fundadas en una con- cepción apriorística de lo verosímil); en cambio, tomadas en conjunto, no constituyen, en su caso, el soporte de ningún efecto de sentido de alcance global y de orden concreto; y por supuesto, ese trasfondo de no- sentido explica la sistematicidad de las torpezas que no cesa de cometer en sus relaciones con el mundo y con los otros20. De hecho, el régimen de presencia “al mundo que uno vive” impo- ne el régimen de sentido según el cual, para un sujeto, el mundo pue- de significar. Pero en retorno, el mundo-objeto es a su vez un mundo sensible cuyo modo de presencia, en relación con nosotros, condiciona la manera en que nosotros lo vivimos, y en consecuencia nuestro grado

18 Une lecture de Tintin…, p. 197. “Impresivo” remite a los trabajos de Jacques Geninasca. 19 Como se recuerda, la palabra visión es también la que Proust utilizaba para designar el tipo de imágenes que, englobándonos, “disponen de todo nuestro ser” (Por el camino de Swann, p. 171). Cf. también infra, cap. 12.5. 20 Ibídem, pp. 196-197. 208 Eric Landowski

de disponibilidad ante él en cuanto lugar de emergencia potencial de un sentido. El análisis de las “formas de vida” que adoptan los sujetos, es decir, en definitiva, la explicitación de sus regímenes de presencia ante el mundo, no es separable de un análisis correlativo de las propie- dades de orden estésico inmanentes a los objetos (discursos o imágenes, seres animados o cosas), sin el cual sería imposible dar cuenta de los diversos modos como se dirigen a nosotros y nos hacen ser aquello en que nos convertimos a su contacto. En esa perspectiva ampliada, la “semiótica de las imágenes”, en sen- tido restringido, no pierde nada de su pertinencia. Ante todo, metodo- lógicamente hablando, tenemos ahí un modelo siempre a seguir. Pero, sobre todo, nuestra orientación apunta a integrar en ella y a explotar en su seno las conquistas de una búsqueda de alcance más general. En lugar de autonomizar lo “visual” y de convertirlo en objeto de estudio por sí mismo, nosotros consideramos la visibilidad de las cosas como una de las dimensiones estésicas de lo real, entre otras, pues todas en conjunto participan de una sola problemática del sentido tal y como se constituye a partir de nuestra presencia ante el mundo sensible. La imagen ya constituida –cuadro, fotografía, monumento emplazado de una vez por todas y como vitrificado–, por interesante que sea su aná- lisis, “se dirige –según la expresión de Proust ya citada– solamente a nuestra mirada”. Y lo que reclama, a lo sumo, es que la “leamos” re- construyendo sus significaciones. Lo que hace imagen, en cambio, “dis- pone de nuestro ser entero”. Pasar de uno a otro de esos dos tipos de objetos sería, mutatis mu- tandis, algo así como operar un salto análogo al que efectuaron los pin- tores cuando, saliendo de sus talleres para pintar en directo, en vivo, comenzaron a dejar de lado el registro convencional de las vistas de la “naturaleza”, articuladas en forma de motivos fijados por la tradición, para intentar sustituirlos por una captación más directa del “paisaje”, tal como era experimentado en su presencia “global y concreta”. Salto deseable incluso, aunque, por naturaleza, no podrá llegar jamás a su término. Porque, tanto como semióticos (visualistas o no) o como con- templadores profanos del mundo que nos rodea en la vida cotidiana, seguimos habitualmente prisioneros de rejillas de reconocimiento y de lectura del mundo, que son tan estrechas por lo menos como los esque- mas iconográficos que, en pintura, comandan necesariamente, en una época determinada (incluso después de la “revolución” impresionista), la manera si no de ver lo real por lo menos de figurarla plásticamente. Segunda parte: el contagio del sentido 209

De hecho, ¿qué es lo que miramos? ¿Qué es lo que vemos? En gene- ral, pocas cosas… ¡apenas algunas más que el capitán Haddock! Nues- tro entorno de todos los días nos es tan familiar que nos movemos en él, por decirlo así, con los ojos cerrados; y cuando se nos presenta la posibilidad de “algún accidente estético”, tenemos tendencia, ante el deslumbramiento que nos amenaza, a pasar de largo como si nada ocu- rriera, o a cerrar los ojos. Se dan, no obstante, dos situaciones tipo, a las que concedemos, por excepción, el derecho de hacernos abrir los ojos: son la exposición (o el museo) y el viaje. ¡En esos casos, recobramos la vista! Pero para ver exclusivamente lo que hay para ver. De preferencia, guiada, la organización misma de la visita (o de la excursión) dispone las cosas de tal manera que, incluso aunque miremos con la mayor aten- ción, lo más que podemos ver es algo “visible” recortado por adelan- tado, puesto en vitrina, catalogado por lo que puede significar, y cuyo valor está por demás garantizado. Sitios arqueológicos que “merecen la gira”, obras de arte que “es preciso haber visto”, panoramas dignos de estar marcados con estrellas en las guías [de turismo], todo lo cual está instituido como objeto de un deber-ser-visto-conocido-memorizado, cuya admiración y respeto serán sancionados, en última instancia (a la salida), con la compra de la indispensable tarjeta postal. El mundo, sin embargo, no se reduce a esos trozos escogidos. ¿En qué consiste entonces una mirada liberada de esas limitaciones? Si no nos dejamos llevar por los criterios de reconocimiento de los objetos que consideramos que merecen una ojeada (o el disparo fotográfico que le suele seguir, tanto más que, al fijar definitivamente lo visible, da testimonio, en lo sucesivo, del deber cumplido), no nos queda más que reintegrar la visibilidad de las cosas en la globalidad concreta y dinámica de lo experimentado [l’éprouvé]. Tal cambio de perspectiva no implica que tengamos que apartar la vista, por principio, de los ob- jetos consagrados por la institución (aquellos que indica la guía o que reproduce el catálogo), pues no existe razón a priori para dudar de su valor estético. Supone, en cambio, otra manera de verlos, o más bien, de aprehenderlos globalmente –y no solamente con los ojos–. En relación con las obras reconocidas por la “alta estética”, lo mismo que con los objetos fuera de catálogo que pueblan nuestro entorno estésico de todos los días, tenemos que orientarnos hacia una aproximación no por cierto impresionista (aunque las opciones asumidas por los pintores que se ubican bajo esa etiqueta no dejen de tener relaciones con las que noso- tros defendemos), pero al menos impresiva. 210 Eric Landowski

9.4 la modulación del sentido

Aprehender lo visible en la perspectiva de una captación impresiva orientada hacia la experiencia del sentido probado, consiste, en pri- mer lugar, en reintegrar el ver en la globalidad del sentir. Veamos de nuevo la catedral: está ahí delante de nosotros, o mejor aún, nosotros dentro de ella. Podemos reconocer su estilo, admirar las bellezas de detalle, iden- tificar aquello que la acerca o que la diferencia de sus similares, y así sucesivamente. Eso es lo que nos enseña la guía, y podemos, por cierto, encontrar en eso verdaderas satisfacciones. Pero no es menos cierto que esa lectura arqueológica (y hasta cierto punto, ya estética), que nos da, en cierto modo, la “clave” del edificio haciéndolo significar, no será -su ficiente, en ningún caso, para dar cuenta de los efectos de sentido (de orden estésico antes que estético, y a fortiori que cognitivo) que nos cap- tan de entrada a su contacto, por poco que nos dejemos llevar por una manera de estar-en-el-mundo totalmente particular y que sentimos que nos penetra al recorrerla. Ese sentido probado [éprouvé], vivido co- mo una presencia muy precisa, aunque no logremos siempre localizar su origen ni explicitar su tenor (lo cual ocurría ya en el caso del con- cierto), no depende de ningún detalle de arquitectura o de decoración considerado aisladamente, y sobrepasa por lo demás el plano de lo que vemos. Porque lo que verdaderamente hace imagen en la ocurrencia in- tegra la visión sin reducirse a ella: es más bien algo así como el efecto armónico de conjunto que parece resultar del juego (“sinestésico”) de cierta luminosidad aliada, a la vez, a una temperatura, a una calidad del aire, a un ambiente sonoro muy específico, al mismo tiempo que a cierta impresión de movimiento sugerida por el juego de las formas y de la luz, que envuelve, como un chal, nuestro cuerpo de observadores. La imagen, desde ese punto de vista, es la fuerza misma de las cosas presentes, su principio organizador y actuante, que hace que todo lo que nos rodea nos imponga determinados estados de orden estésico –del cuerpo tanto como del “alma”–, en general, demasiado heterogé- neos como para que podamos darles un nombre. Y aquello que afecta entonces al observador, lo que lo contamina, es la percepción del prin- cipio dinámico mismo de aquello que se da a ver y a sentir. Puede ser, como en Proust, la captación de cierto contraste de luminosidad, cam- biante a cada instante, de donde surge, al amanecer, del fondo de una alcoba, la presencia vivida del “verano”: Segunda parte: el contagio del sentido 211

Cette obscure fraîcheur de ma chambre était au plein soleil de la rue ce que l’ombre est au rayon, c’est-â-dire aussi lumineuse que lui et offrait à mon imagination lespectacle total de l’été.

[Aquel oscuro frescor de mi alcoba era al pleno sol de la calle lo que la sombra es al rayo de sol, es decir, tan luminosa como él, y brinda- ba a mi imaginación el total espectáculo del verano]21.

Por poco dispuestos que estemos a la manera como eso nos solicita, surge entonces de las cosas mismas la evidencia de un sentido inma- nente que su presencia irradia. Y sin embargo, el objeto que llega así a hacer sentido, no podrá, cualquiera que sea su naturaleza, ser solamente lo que él es, es decir, puramente idéntico a sí mismo. Por el solo hecho de estar ante nuestra mirada, que persiste en el tiempo, es de hecho siempre algo más que aquello a lo que, físicamente, se reduce. Aun perfectamente inmóvil (como lo es por naturaleza la obra de arquitectura), es al menos, en el tiempo, algo que se afirma y que dura. Ahora bien, durar es siempre modular, de una manera u otra, su propio ser, como saben hacerlo ejem- plarmente –plásticamente– la estrella, el follaje o el agua, por medio de su “centelleo”. Pero las otras cosas también, cada una a su manera. Decimos alegremente que son inanimadas, pero todas, en efecto, tie- nen, como nosotros, su hexis, dicho de otra manera, su específico mo- do de estar-en-el-mundo, que se traduce dinámicamente (en un modo potencial o actual) en la manera como ostentan ante nosotros su estar- ahí. Fluidez del agua, hieratismo de la montaña, resistencia de la pie- dra, pegajosidad de la materia viscosa que amenaza con absorbernos: ahí tenemos otros tantos programas de interacciones potenciales, que, haciéndose sentir a su contacto, o presentir nada más verlas, hacen que, aunque inmóviles, las cosas estén ya –estésicamente hablando– en movimiento ante nosotros. Si el objeto puede, efectivamente, adquirir sentido para un sujeto, es porque ha dejado ya de ser lo que es (o tal vez porque nunca estuvo reducido a serlo). Porque para hacer sentido haciendo imagen, es necesa- rio, ante todo, que, en la extensión o en la duración, una cosa se mueva, como mínimo respecto a ella misma. O bien, si ese no es el caso, la mo- dulación que la haga diferir de sí misma, y por tanto, vivir –como objeto

21 M. Proust, Por el camino de Swann, op. cit., p. 106. 212 Eric Landowski

de sentido–, deberá venirle de fuera. De la luz, por ejemplo, que la ba- ña y la cambia, o de algún movimiento externo que viene a animarla, que la “declina”*. En otro plano, la música, igualmente, puede jugar ese rol de operador de armonías: luminosidad y musicalidad (alianza de lo plástico y de lo rítmico) son, sin duda, los dos operadores más generales que se pueden concebir, suerte de moduladores universales, indefinidamente superponibles, que ayudan al mundo a hacer sentido, porque haciendo eco a las cosas al modo de la rima en poesía, les otor- gan el poder redoblado de hacer imagen**. Pero si la reverberación luminosa y el eco sonoro, como operadores de sentido, actúan al modo de modulaciones puras, encuentran tam- bién sustitutos posibles en otros tipos, muy diversos, de formas en movi- miento. Por ejemplo, en las volutas del humo –incienso, opio, tabaco– o, en otro registro (más profano), en el “ruido de las olas y en la agitación del agua”22. Flujo y reflujo, “ruido continuo dilatado a intervalos” (fór- mula, en sí misma, cargada de sentido estésico por su contorno prosó- dico), el balanceo fórico del agua se presta perfectamente también (lo mismo que los acentos del discurso musical, o que las pulsaciones de la luz) a dejarse acoger, dando así, en acto y por su movimiento mismo, forma y, por tanto, sentido a la relación entre el objeto –el mundo que nos rodea– y el sujeto en trance de vivirlo. En un pasaje de la novela Las olas de Virginia Woolf, el rompimiento ritmado de la resaca (prosó- dicamente restituido por el texto mismo) sobre la playa de arena –“each bar rose, heaped itself, broke and swept a thin veil of white water”– se siente desde el interior, como el aliento de un cuerpo dormido –“whose breath comes and goes unconsciously”–. Al contrario, sin tales modulaciones ex- perimentadas en lo más vivo, o cuando menos a través de la figuración poética que logra dar el texto (o alguna imagen), el mundo correría el grave riesgo de quedar sin profundidad, tan plano y pesado como el cuerpo propio: en una palabra, por falta de eco, de no ser más que sí

* Como se declina una palabra [NdT]. ** El cine es un campo privilegiado para observar esos fenómenos. El cineasta peruano Armando Robles Godoy, con su serie didáctica El lenguaje misterioso, ha puesto claramente de manifiesto esa hipótesis. Las mismas imágenes, con distinta iluminación o acompañadas de música diferente, cambian completa- mente de “sentido” [NdT]. 22 J.-J. Rousseau, Les rêveries du promeneur solitaire (5° paseo), París, Gallimard/ La Pléiade, 1947, p. 700. Segunda parte: el contagio del sentido 213 mismo, demasiado ahí y como harto de su propia existencia por no ser nada otro, nada más que lo que es. Y ya se sabe, “sin movimiento, la vida no es más que un letargo”23. Y entonces dejamos de estar presentes en el mundo y frente al mundo, aunque, con seguridad, el mundo no ha cesado de estar ahí, físicamente, ante nosotros. Lo cual quiere decir que nos falta, para concluir, distinguir diferen- tes modalidades de la presencia. Existe una, en primer lugar, que no vale la pena mencionar sino de memoria. Es la simple inclusión empíri- ca del objeto en el espacio-tiempo del observador, o como se dice sabia- mente, en su “campo de presencia” –dicho de otro modo (sería menos sonoro pero más exacto), en su radio de percepción, ni más ni menos–. En sí misma, esa modalidad de la presencia no hace todavía sentido. Grado cero o paso obligado, puede, no obstante, llevar a cualquier cosa, y en particular a uno o a otro de los tres tipos de regímenes que hemos descrito a su turno, y que ahora vamos a explicitar. En primer lugar, cuando el objeto que se encuentra empíricamente presente ante nuestros ojos (o percibido por cualquier otro de nuestros sentidos) está al mismo tiempo socialmente, y por tanto, en general, lingüísticamente categorizado (dicho de otro modo, cuando accede al estatuto de esas “formaciones puras a las que la lengua les da un nombre”24), diremos que se produce entonces emergencia de “signifi- cación”, aunque al precio de una definitiva no-presencia del sujeto an- te el mundo como tal: el mundo “significa”, pero el sujeto se aleja, lo clasifica, lo etiqueta y renuncia por lo mismo a sentirlo, a captarlo, a “comprenderlo” en su alteridad fundamental25. Al extremo opuesto, la presencia misma de las cosas, su presencia sensible e inmediata, solo puede ser vivida como una pura tautología: la ausencia de toda modu- lación entorpece la presencia y la hace pesada y muda; es la presencia del cuerpo cerrado sobre sí mismo, que solo siente su propio peso, o la de un cuerpo totalmente prisionero del objeto: estado cataléptico o hipnótico, pero que, en ambos casos, equivale a una muerte en vida, la muerte del sentido, y en consecuencia (al menos simbólicamente) del sujeto mismo en cuanto “ser-en-el-mundo”. Entre esos dos extremos, para que lo que entra en el “campo” perceptivo pueda, finalmente, dar lugar a una presencia viva, que haga efectivamente sentido (o imagen),

23 J.-J. Rousseau, op. cit., p. 702. 24 G. Simmel, Mélanges de philosophie relativiste, op. cit. (cf. supra, Introducción). 25 Cf. más arriba, cap. 7.2. 214 Eric Landowski

es necesario que, de una manera o de otra, el cuerpo se encuentre esté- sicamente en movimiento. Y eso solo es posible por el juego de alguna relación entre elementos modulados al modo musical: la presencia del sentido, decididamente, solo puede ser una presencia danzante. Tercera parte Entre estesis y sociabilidad

Capítulo 10 Diana, in vivo

Mientras que el espectáculo se desarrolla ante nosotros, en la pantalla, la acción, por su parte, tiene lugar en Londres, a comienzos de septiem- bre de 1997, a las puertas del palacio de Buckingham. Lo que allí pasa nunca antes se había visto. Ante la reina, un pueblo entero (o poco me- nos) se ha levantado, movilizado, reunido. No para exigir más libertad o justicia, como suele hacerse todavía, en ocasiones, de este lado de la Mancha, sino para llorar, en masa y en buen orden. Porque el mundo entero ha sido debidamente informado de que la princesa de Gales acaba de morir. Y lo que esta nación en lágrimas espera, terminará, por grado o fuerza, por otorgársele: un gesto, una palabra, un pequeño signo, una pizca de la presencia real para aplacar la pena universal, mostrando que la comparte. Nada más, y sin embargo, el trono casi ha vacilado. ¿Qué importancia es preciso atribuir a esas peripecias? ¿Simple ac- ceso de fiebre estival, por definición pasajera y que no hubiera adqui- rido jamás tal amplitud si los medios no las hubieran promovido tan complacientemente? O bien, dado que semejante embrollo sentimental parece que apenas tiene que ver con la política en el sentido usual del término, lo que está en juego de un lado y otro de las rejas del palacio, ¿no constituiría, más en profundidad, un episodio que muestra ejem- plarmente cómo se desplazan hoy en día, socialmente, los lugares de emergencia del sentido, y más particularmente, cómo, en política, un

[217] 218 Eric Landowski

régimen de sentido que, en algunos aspectos, se halla en trance de mo- rir, está tal vez en camino de ser sustituido por otro nuevo?

10.1 de la política a lo político

Tanto como del resultado del drama mismo, la respuesta depende de lo que convenimos, de manera general, en reconocer como “político”. Podemos, en primer lugar, remitirnos al buen sentido y considerar que es político simplemente lo que tiene que ver con “la política”, definida a su vez, en perfecta ortodoxia, como aquello que se relaciona con la transmisión del poder y con su ejercicio, dicho de otro modo, con la gestión de los asuntos de interés común. Un politólogo escrupuloso, que se restringiera a no desbordar ese marco, apenas consideraría el asunto del que hablamos como algo que le importase. La princesa de Gales no tenía ninguna prerrogativa, ni ejercía ninguna función preci- sa, ninguna responsabilidad jurídicamente establecida, ningún man- dato institucional en la organización de los poderes públicos. Ningún procedimiento particular, electoral o cualquier otro, previsto para asegurar la continuidad del funcionamiento del Estado ha sido desen- cadenado por su muerte. A falta de eso, ¿Lady Diana pertenecía a un partido? ¡Qué incongruencia! ¿Actuaba por su cuenta o bajo la influen- cia de algún grupo de presión conocido? Impensable, a menos de re- bajar la defensa de las grandes causas humanitarias, su preocupación mayor a lo largo de los últimos años, a triviales cuestiones de intereses. En breve, la desaparecida podía pertenecer a lo más prestigioso que se pueda pensar, a la corte, al establishment, al círculo de los grandes de este mundo –e incluso al pueblo, puesto que, según el primer ministro, se convirtió en reina por un día–. Pero nada, a lo largo de su recorrido, permite, no obstante, asimilarla a una personalidad del mundo político propiamente dicho. Admitámoslo, en consecuencia: por “mediatizada” que haya sido su vida, ella se ha desenvuelto al margen de la política. Y el drama de su muerte, lo mismo. No es menos cierto, sin embargo, que todo eso se ha jugado en el co- razón de lo que, en otro plano, denominaremos lo político –en neutro–, cambio de género gramatical que marca el tránsito a otra lectura posi- ble de los acontecimientos, de inspiración semiótica y de carácter más englobante que la precedente. Mientras que el mundo de “la” política, tal como se lo considera habitualmente, se presenta como un espacio cerrado, institucionalmente delimitado, dentro del cual un personal es- Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 219 pecializado ejerce una serie de funciones repertoriadas por adelantado y codificadas (unas, por derecho, otras, por el uso), lo“ ” político, por su parte, no tiene ni contenidos sustanciales ni fronteras fijadas a priori. Escapa a toda definición de tipo referencial fundada en la enumera- ción de elementos empíricos que lo compongan. Y tampoco tiene, en el tiempo, vocación de estabilidad. Como no está fundado ni en textos ni en códigos, ni siquiera en usos que, al fijar sus formas, le garantizarían un mínimo de permanencia, lo político no tiene existencia sino como una creación colectiva renovada a cada instante, y por tanto, potencial- mente, a cada instante cambiante. Llevando las cosas un poco más lejos en la misma dirección, se po- dría incluso decir que “lo” político, en cierto sentido, no “existe” –en todo caso, no como algo inscrito entre las cosas–. Desde ese punto de vista, posee exactamente el mismo estatuto que el sentido, esa cosa ja- más dada tampoco, ni siquiera a “descubrir” detrás de las apariencias, sino indefinidamente por construir. Y hay en ello mucho más que una semejanza fortuita: de hecho, lo político no es en sí mismo más que senti- do, en acto. Sus formas cambiantes traducen la manera específica como una colectividad se siente como tal en el momento en que, para aquellos que la componen, el estar-conjuntos se pone a hacer sentido. Y por lo ge- neral hace falta un pretexto, una ocasión, un provocador, y tal vez, pri- mero, un soporte figurativo: un cuerpo, por ejemplo, una silueta o una voz adecuadas, teniendo en cuenta el lugar y el momento, y a veces no más que la expresión de un rostro, una mirada en movimiento. Porque si nada, en sí, pertenece al orden de lo político, todo, o casi todo, puede, en cambio, llegar a serlo, dada la ocasión, es decir, crear las condiciones para suscitar la emergencia de un sentido, en torno al cual la masa hará cuerpo, reuniéndose y reconociéndose como una unidad viviente. Todo, incluida, como se ha visto precisamente este fin de verano de 1997, una princesa de folletín o de cuento de hadas, cuya imagen, sirviendo de catalizador a falta de otros simulacros disponibles, per- mitió de manera inesperada que toda una nación “cristalizara” –que “prendiera” (como el fuego)–, transformando por un tiempo lo que no era más que una colección de individuos dispersos, más o menos ca- rentes de “lazo social”, como dicen los sociólogos, en un pueblo soli- dario, indiviso y casi asombrado de reconocerse de pronto a sí mismo como un todo –un nosotros– orgánico y viviente. ¡Momento paradójico! De duelo en primer lugar, pero al mismo tiempo también de fervor y casi de exaltación para una nación que volvía a encontrar, de golpe, en 220 Eric Landowski

lo más profundo de sí, ímpetus comparables a los de otra época, a los de una juventud que muchos creían obsoleta. Al parecer, no existen ya “grandes relatos”, y sin embargo, al correr de la Historia, no parece haber perdido todo su sentido el hecho de que, aún hoy día, en torno a nombres o a figuras de leyenda –Diana, Lady Mountbatten, Churchill–, todo un pueblo, reunido, los renueve una vez más. ¿Cómo dejar de ad- mitir que eso –también– pertenece al orden de lo político? Como es fácil de comprender, pasar de lo femenino a lo neutro es, en este caso, cambiar de régimen de sentido. La política, en el mejor de los casos, tiene significación (para aquellos que la quieren de verdad y saben encontrarla en ella). Lo político, por el contrario, hace sentido, de entrada y para todos, salvo voluntad deliberada (individual o local, pero, en to- do caso, estadísticamente residual) de resistirse a ello. Uno puede muy bien no inscribirse en las listas electorales (porque tal vez piense que votar “no quiere decir nada”), y, no obstante, sentirse parte importante de una totalidad en acto, reconstituida de pronto ante el llamado de una imagen capaz de imponerse a todos por la única cualidad de su presencia. El sentimiento de una pertenencia común, de un ser-con, di- rectamente, íntimamente, “visceralmente” sentido por cada uno, viene entonces a dar, con la fuerza de la evidencia, un sentido al vivir conjun- tamente, más allá de la simple promiscuidad de hecho entre grupos e individuos. De un lado, bajo el régimen de significación, característico de la política del día a día, cada cual (cada segmento de la sociedad, ca- da familia, y en último término, cada individuo) se esfuerza por articu- lar en su favor cierta representación del mundo que haga que las cosas sean, cuando menos, un poco inteligibles. Bajo el otro régimen, por el contrario, es el grupo en su totalidad el que “pone a prueba”, él mismo como tal, en bloque, a través de la experiencia vivida por cada uno de sus miembros, su propia presencia ante una totalidad que lo engloba y de donde irradia sentido en forma inmediatamente sensible. Ninguna metáfora se esconde bajo este último adjetivo, porque en ese género de momentos de efusión general, el sentido adviene, de hecho, por mediación del plano sensorial, y en particular por efectos de contagio que afectan el cuerpo. Corazones que palpitan al unísono, cuerpos puestos directamente en contacto por el gesto y por el tacto, o como en este caso, por las lágrimas, ese “milagro” se realiza, en primer lugar, en el plano de la intersomaticidad (antes que en el de la intersub- jetividad): un momento en el que lo social hace cuerpo mientras que el mundo adquiere (o vuelve a adquirir) gusto –aunque solo sea el sabor Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 221 de las lágrimas– y donde, al mismo tiempo, lo político, también, comien- za (recomienza) a “existir” como fogón de un sentido experimentado.

10.2 crisis de regímenes

Pero los dos regímenes de sentido indicados hacen mucho más que dis- tinguirse en teoría o que simplemente alternarse en la práctica; pueden también coexistir en un solo y mismo espacio-tiempo; toda la cuestión reside en saber de qué modo. De hecho, son precisamente los proble- mas planteados por la delicada coexistencia de esos regímenes –o más exactamente por su confrontación– los que han constituido durante una semana crucial el nudo propiamente dicho de la acción. Al lado del pretendido proceso a los paparazzi –en ellos radica justamente uno de los aspectos del asunto–, sobre el cual los medios han hecho abundan- tes comentarios, llegando con frecuencia a pronosticar (un poco preci- pitadamente) una verdadera crisis del régimen institucional, a partir de la crisis de los regímenes de sentido efectivamente en desarrollo. ¿El palacio, se preguntaban los medios, terminaría por someterse a la demanda simbólica que se elevaba de la calle? La corte, a pesar de su estilo tan “comedido”, ¿aceptaría someterse al régimen de sentido uná- nimemente considerado como el único aceptable en tales circunstan- cias, el dictado por el “corazón”? En suma, ¿lloraría la reina como todo el mundo? O bien, ateniéndose a la definición institucional de su función, ¿se mantendrían ella y su entorno indefinidamente a distancia, acanto- nándose en el cumplimiento de antiguos rituales, tal vez aún ricos en significación para algunos iniciados, pero casi vacios de sentido a los ojos de la gran mayoría, por proceder no de una estrategia de la presen- cia sensible, sino, al contrario, de una lógica de la representación política ampliamente desacreditada por su carácter puramente “formal”? Un simple asunto de protocolo amenazaba con convertirse en un verdadero asunto de Estado. En Inglaterra, es sabido desde Victoria, la reina no puede dar a entender que “se divierte”. Pero ¿podrá mostrar que está “emocionada”? Si la respuesta es afirmativa, ¿hasta qué grado? ¿Ante quién? ¿En qué términos? ¿En qué momento? Sobre todos estos puntos, ¿cómo elegir? ¿Qué hacer para no dar la impresión de excluir ni uno ni otro de los dos regímenes semióticos que estaban a punto de enfrentarse a propósito de un asunto político, que todo el mundo sabía que tenía implicancias con espacios y con perfiles sociales distintos, al mismo tiempo que con corrientes ideológicas y con partidarios opues- 222 Eric Landowski

tos entre sí? La corona, garante del funcionamiento regular (casi nos gustaría decir prosaico) de los poderes públicos –dicho de otro modo, guardiana de “la” política concebida como gestión de las diferencias y como práctica de la mediación–, ¿tendría que quedar reducida a elegir entre dos males? ¿Someterse al resquebrajamiento popular de “lo” polí- tico? ¿O correr el riesgo de oponerse de frente a esa irrupción repentina de un modo de “estar-conjuntos” vivido por las masas bajo el modo (¿habría que decir poético?) de la efusión colectiva, como la experiencia inmediata de una coalescencia que trasciende las subjetividades? En ese momento, la soberana supo encontrar el gesto –un pequeño “baño de masas” a las puertas del palacio, el primero, según parece, de todo su reinado– y las pocas palabras de “compasión” (dicho de otro modo, de compromiso) que, tácticamente, se imponían: “Quiero rendir homenaje a Diana, una persona excepcional”1. Su tarea hubiera sido bastante simple si solo se hubiese tratado de modular la expresión, esperada por todos, de su “tristeza” –sincera o fingida, poco importa–, de tal manera que la hiciera sensiblemente creíble, sin caer por ello en un sentimentalismo contrario a las conveniencias. Ese género de dosificación (patetico ma non troppo) forma parte de la rutina del oficio de rey, y, a decir verdad, de muchos otros también. Pero, en realidad, la verdadera dificultad a resolver estaba en otro sitio, y era más ardua: lo que era urgente encontrar era una modalidad enunciativa que, te- niendo el valor de una manifestación afectiva de orden personal (pues era ardientemente deseada), tuviese también un alcance propiamente político en cuanto testimonio institucional ritualizado. Ahora bien, la segunda exigencia tenía que ir (por naturaleza) en una dirección exac- tamente opuesta a la primera: y logra cumplirla con la supresión del yo enunciador, ocultándolo tras la instancia impersonal que la sobera- na tenía precisamente por misión encarnar, a saber, el Estado, la “cosa pública”, con su vocación de universalidad y de permanencia, mucho más allá, por consiguiente, de todas las contingencias referidas al lugar y al momento, por punzantes que ellas sean. En términos concretos, ¿cómo hacer acto de presencia, de manera mínimamente convincente, ante un pueblo sometido a una gran aflicción, sin traicionar por eso la misión de representación que incumbe a un jefe de Estado, sabiendo que cuanto más presente se halla el yo-sujeto en su enunciado (sobre todo si

1 Cf. Le Monde, 7-8 de septiembre de 1997, p. 3, “Élisabeth II salue la mémoire de son ancienne belle-fille”. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 223 pone por delante sus estados de alma), más riesgo corre de ausentarse de ese otro “yo”, de ese no-yo, o de ese “yo simbólico” (en otro tiempo designado por el “Nos” mayestático), que define teóricamente la figura misma del representante? Es cierto que exhibirse en el plano patémico –ceder al contagio uni- versal de las lágrimas, como se le invitaba a hacer de todos lados– no cabía, si hemos de creer a la mayor parte de los comentadores, en el “temperamento” de la reina. Pero ese género de conjetura psicológica pasa al costado de lo esencial. La “contención”, antes de ser un rasgo de carácter, era, en la ocurrencia, un deber de Estado. No trivialmente, porque una soberana debe respetar las reglas del protocolo (¡y de la de- cencia!), sino porque, en el marco del sistema político considerado, su función es la de significar la diferencia semiótica fundadora de todo el edificio constitucional: la que separa a un representante no de aquellos en cuyo nombre actúa, sino de sí mismo en cuanto individuo singu- lar. Porque, en el universo de la política, “yo” es siempre, por estatuto, “otro” distinto de aquel que es. En ese sentido, la transparencia, la “au- tenticidad” –la inmediata adhesión de sí a sí mismo–, no podría tener curso; por esa simple razón, por lo demás, la política, como régimen de sentido instituido, lo único que puede hacer es frustrar la espera de verdad que se expresa en el deseo de lo político. Según eso, el problema no consistía en saber si la reina llegaría finalmente, a pesar de sus pretendidas inhibiciones, a desahogar su pena “como todo el mundo”, es decir, en primer grado, dejándola apa- recer. Se trataba, en cambio, de saber si expresando la pena, y cómo, o sea, presentándose ante todos, aunque solo fuera por un instante, como un sujeto del padecer cogido en el presente de su “dolor”, real o su- puesto, lograría mantener también el hiato, la brecha, la diferencia, en una palabra, la distancia (simbólica) constitutiva del régimen de sentido cuya llave maestra era ella misma. Lo que las circunstancias exigían cumplir era, pues, si bien se mira, un desempeño al límite de lo posible, y en todo caso, un ejercicio eminentemente paradójico: efectuar con un solo gesto un acto que respondiese exactamente a la complejidad estructural de la situación, es decir, cuya significación, en términos de representación, trascendiera –sin abolirlo– el sentido en términos de presencia inmediata y sensible: ejercicio no menos espinoso que aquel otro, simétrico, del que la difunta, Diana, había hecho, por su parte, una especialidad y que consistía, por el contrario (volveremos sobre ello en un instante), en dejar pasar sistemáticamente, bajo el juego con- 224 Eric Landowski

certado de la representación, el sentido de una presencia “auténtica”, y de las más conmovedoras. Y así, como lo sugirieron en su momento un pequeño número de analistas, contrastando audazmente con el tono general, la reina obe- deció a una verdadera exigencia semiótica que superaba en mucho a su persona, manteniendo hasta el final –en cuanto era necesario, y finalmente no más que lo necesario– una distancia analizable no como un corte intersubjetivo, es decir, social, entre ella misma y “los otros”, sino como distinción intrasubjetiva entre el individuo –el “yo”, con sus sentimientos– y la persona pública que asumía su función. De un lado, haciendo acto de presencia en medio de los afligidos (sin, no obstante, fundirse con ellos abandonándose ella misma al dolor), reconocer la profundidad de la pena popular; y de otro, al mismo tiempo, rindiendo objetivamente “homenaje” a las cualidades de la difunta, “saludando” protocolarmente su memoria (más que deplo- rando subjetivamente su pérdida), reafirmar la primacía de la función representativa adscrita al estatuto de soberana: tal es el sentido de esa puesta en escena tan ambivalente como desacostumbrada: Isabel II, un instante, en la calle. Lo político y la política se encontraron así, en el último momento, reconciliados en un gesto que armonizaba la presencia y la representa- ción, sin que ninguno de los dos regímenes excluyera al otro, al menos por esta vez. La posibilidad de un devenir semiótico del sistema políti- co quedaba salvaguardada. ¡Admirable Inglaterra!

10.3 desdoblamientos

A partir de este esbozo de descripción, se plantean toda suerte de cues- tiones, unas de carácter bastante general, que dejaremos para la con- clusión, otras directamente relativas al caso específico que venimos examinando. En primer lugar, ¿cómo explicar el rol jugado, en el fondo de todo este asunto, no por la persona misma de Diana Spencer, a quien en verdad ninguno de nosotros conocía, sino por su simulacro, por esa figura construida que nos ha sido propuesta (dejemos en suspen- so la cuestión de saber exactamente por quién) bajo el nombre de “Lady Di”? ¿Cómo dar cuenta de la eficacia excepcional de ese objeto semiótico capaz de catalizar una “masa tímica” de tal amplitud –todo un pueblo, en cuerpo y alma–, sin hablar de su extraordinario impacto en todos los confines del mundo? Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 225

Un primer elemento de explicación habría que buscarlo, en términos de semiótica narrativa clásica, en la posición estructural de la heroína: “Lady Di” conoció su apogeo, e incluso ha muerto, si nos atrevemos a decirlo, en la posición típica de un subcontrario. Trató, en efecto, de defi- nir su lugar –un lugar por definición inestable– en el espacio mismo de transición entre dos polos contextualmente presentados como antago- nistas y considerados como categorialmente fijados en su contrariedad2. Entre la corte, el “gran mundo”, el de las “tradiciones”, y aquello que era designado, en este caso, como su antípoda: un medio visto a la vez como extraño (unbritish) y, como el del dinero, adquirido además demasiado de prisa. Entre el espacio público, por supuesto, y la esfera de lo íntimo (o al menos de lo estrictamente “privado”). Y sobre todo, en términos más precisos, entre un espacio-tiempo que podríamos definir como el de la puesta en escena de sí –la de una vida enternecedora de “santa” y de “pecadora” (pues una no va sin la otra), vida enteramente dedicada a los demás (a los que ella “amaba”, a los que “ayudaba”), pero convertida sistemáticamente en representación porque era vivida continuamente ante terceros, si es que no interpretada para ellos (para espectadores, cu- riosos, paparazzi, o “buenos” periodistas, es decir, en definitiva, para no- sotros)–, y además, otro tiempo, otro espacio, utópicos sin duda: aquellos de una pura presencia a sí. O también, entre una escena abierta de par en par ante nosotros, que no abandonaba nunca por completo, y allá, en alguna parte, sin poder precisar dónde, el espacio cerrado –reservado, protegido– de una radical “autenticidad” hacia la cual parecía dirigirse. Existe evidentemente en esa forma de errancia identitaria algo de característicamente “post-moderno”. Habiendo roto ya con su univer- so social de origen, y sin haber encontrado aún el espacio en el que poder realizarse; no ser ya lo que parece ser, y no obstante, tampoco, exactamente, lo que está en camino de llegar a ser; y así sucesivamente. Es probablemente esa impresión de no estar nunca exactamente en su sitio, y sobre todo el hecho de asumir como un estilo de vida sui géneris esa relativa indeterminación, lo que hizo de esa princesa una figura emblemática de nuestro tiempo: la figura de un sujeto perpetuamen- te en tránsito por hallarse indefinidamente en mutación, es decir, en busca de sí. Esa complejidad inherente al personaje no constituye, sin embargo, el único factor explicativo de su éxito.

2 Más generalmente, sobre la elección del subcontrario como escape del “siste- ma”, cf. Presencias del otro, op. cit., pp. 66-67. 226 Eric Landowski

Existe al menos otro, que va en el mismo sentido y lo refuerza. No pertenece ya a la gramática narrativa, sino a una semiótica discursiva y estética que se superpone a ella. Ese factor, vinculado con el orden de lo afectivo y de lo sensible, tiene que ver con el hecho de que la posición sintáctica inestable y el rol ambivalente que la acompaña, y que acabamos de señalar, “Lady Di” los ha encarnado plásticamente, somáticamente, estésicamente, de una manera ejemplar. Una actitud fa- miliar, un pequeño gesto, un movimiento espontáneo y aparentemen- te anodino resumen lo esencial en ese plano: por princesa que fuera, esa mujer sabía admirablemente –irresistiblemente– entornar los ojos. Y esa es la traducción por excelencia, en términos estésicos, de una posición de “subcontrario”. Reflejo de “humildad”, sin duda, que dice en primer lugar, en cuanto signo gestual socialmente aceptado, que el sujeto no asume por completo la “alta posición” que de hecho ocupa3. Pero esa mirada entornada que encontramos en infinidad de fotogra- fías de la “princesa de gran corazón”, hace más que eso. Más acá de toda codificación social, nos restituye inmediatamente sensible lahexis de un cuerpo-sujeto sometido a la prueba de esa suerte de malestar que implica el hecho de querer ser en toda circunstancia algo distinto de lo que uno es, o por lo menos de sentirse diferente de aquello que a uno lo hace ser, y que, comprometido en buscar su propio camino entre los contrarios fijados por el contexto social, político, ideológico, se encuen- tra constantemente en estado de desdoblamiento. Ni vedette del todo complaciente ni personalidad verdaderamente celosa de los secretos de su intimidad, “Lady Di” se nos presenta a la vez como una y como otra. O mejor aún, la hemos visto pasar indefi- nidamente de una de esas posiciones a la otra: vedette a disgusto (¿por qué dudarlo?), pero gracias en buena parte a la revelación concertada de sus propios secretos4. De tal modo que, cuanto más ignorada quería

3 Cf. A. Assaraf, “Quand dire, c’est lier”, Nouveaux Actes Sémiotiques, V, 28, 1993. Los periodistas, que no dejan escapar ningún detalle figurativo per- tinente, nos han hecho ver que a la mirada entornada de la princesa, legible como una denegación posicional, ha respondido, rasgo por rasgo, un gesto de afirmación estatutaria por parte de la reina, orientado, como tenía que ser, en sentido exactamente opuesto: “Isabel II [ha saludado] la memoria de su anti- gua nuera con el mentón elevado en actitud de desafío” (Le Monde, art. citado). 4 Sobre otras formas paradójicas de ocultación que se ostenta o, al contrario, de ostentación que se oculta, cf. “Juegos ópticos”, La sociedad figurada, op. cit., pp. 113-137. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 227 ser, o proclamaba querer serlo, más visible se hacía y más expuesta quedaba, y más perseguida y más celebrada. Pues su voluntad decla- rada de ser y de vivir “como todo el mundo” no se oponía al cumpli- miento de su destino de “mujer más fotografiada del siglo”; esa era, al contrario, una de las condiciones esenciales: lógica paradójica, bien que banal, de un recorrido que jugaba sistemáticamente con la implicación recíproca entre los contrarios, y que hizo de su persona y de su drama la imagen acabada de nuestras propias ambigüedades. Y justamente esa manera, todo el tiempo desplazada, de vivir su propio estar-en-el-mundo, se hacía directamente sensible para el pú- blico cuando, por una suerte de síncopa de la mirada, esos ojos parecían ausentarse por un instante de la escena. Como si se tratase de llamar a alguien para que fuera testigo de su drama interior, o como si tratase de deslizarse bajo la superficie de las apariencias para encontrar frente al interlocutor una relación más “verdadera”. Antes de todo lenguaje articulado, una desconexión semejante de la mirada, en la medida en que manifiesta lo vivido, nos hace, por un instante, “existir-en-otro”, por decirlo así, en su “carne”. Como se ve, aunque no sepamos casi analizar en detalle los componentes plástico- rítmicos de los cuales depende la manera como una mirada hace senti- do, podemos, cuando menos, circunscribir los efectos. Del mismo modo, aunque en un plano más superficial, Diana aris- tócrata, y al mismo tiempo su contrario, o su doble de nuevo: prince- sa, pero “del pueblo”, como se dijo y se repitió hasta la saciedad; una “Lady” (además la Egeria de los medios), pero que se revela por su “na- turalidad” como una persona “totalmente sencilla”, sin la artificialidad ni las pretensiones de la alta sociedad; una “regia”, pero que, gracias a su pequeña dosis de rebeldía y, mejor aún, por ser “perseguida”, se alza contra los prejuicios (si no contra los privilegios) de ese establishment del que se considera víctima tanto como encarnación. Y siempre en ese plano, es esa misma mirada la que nos hace sentir –casi compartir, esté- sicamente– esa necesidad de escapar del medio que la tiene prisionera, de evadirse aunque solo sea por un instante y solo con los ojos, pero justamente mirándonos a nosotros. Aquí tenemos, pues, un personaje “otro” que nosotros, ciertamente, por su estatuto, pero que en el fondo se presenta como nuestro reflejo, o por lo menos, como la conmovedo- ra encarnación de un destino que consiste en no ser jamás sí mismo sino como un otro, en el cual cada uno puede ser tentado a reconocer- se. Sobre todo cuando (última paradoja) esa búsqueda de sí ostenta de 228 Eric Landowski

manera tan insistente las marcas de su “autenticidad”, a la manera de un estilo de vida. Sentirse otro distinto de su propia imagen, y llegar a hacerlo sentir en cada una de sus apariciones: esa princesa no existe precisamente, en cuanto objeto semiótico (es decir, con un sentido para nosotros), sino en esa perpetua denegación de identidad que ella tenía el arte de cultivar ante los auditorios más diversos y que no era, en el fondo más que la metáfora misma del sentido, también él indefinida- mente diferente de lo que es. Eso es lo que permitía a nuestra “madona de la cabeza inclinada”5 decirnos, con un éxito asegurado de antemano y con la mirada perdida entre dos o tres cámaras: “A pesar de toda esta puesta en escena, ustedes pueden ver muy bien, cuando yo los miro, que no podrán dudar jamás de mi sinceridad”. Aplaudiendo decididamente ese desempeño exitoso, tenemos que decir que, desde un punto de vista estratégico, no hay nada verdade- ramente inédito en principio. A fin de cuentas, ¿qué es lo que hace esta gran estrella con todas esas oscilaciones entre los contrarios? Con la desconexión de la mirada que le es tan familiar (forma de “desembra- gue” enunciativo, seguido de un “reembrague”), logra transmitir el sentimiento de que, más allá de la figura social de convención, es la persona misma, el sujeto enunciante, la que está verdaderamente pre- sente ante nosotros, sensible, “encantadora”. Juego de desdoblamientos que no le pertenecen en propiedad, si bien es cierto que ella los practica a su manera, principesca: desde lo alto, pues su posición se lo permite, “baja” hasta nosotros, lo más cerca posible, a tal punto que el efecto de sentido experimentado en el intercambio de miradas nos hará casi olvidar la especificidad de su estatuto. En suma, como buen príncipe, y solo con la mirada, She stoops to conquer. Y eso, es cierto, no exactamen- te para conquistar (puesto que su lugar no está en el mundo de “la” política), sino, al menos, para hacerse “amar” y para hacernos “soñar”, dicho de otro modo, para seducir. Y de hecho, ¿no será que solamente bajo el efecto de alguna seducción, olvidando la prosa del mundo –y de la política–, llegamos a entrar a veces en ese otro universo de sentido, soñado y sensible (sensible por soñado, y tanto mejor soñado cuanto más sensible), que llamamos lo político?

5 D. Schneidermann, “La tête penchée”, Le Monde, 14-15 de septiembre de 1997, p. 39. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 229

10.4 en situación

No quisiéramos sobrevalorar el alcance del asunto en cuestión, drama- tizando a nuestra vez, aunque de otra manera. Sin embargo, el examen que venimos haciendo no puede menos que desembocar en cierta for- ma de interrogación crítica. De hecho, ¿qué es lo que ha pasado durante esas pocas semanas de efusión y de compasión?

10.4.1 Masas tímicas en movimiento

Una fórmula lingüísticamente híbrida, procedente de Canadá, da tal vez la respuesta, una respuesta algo contradictoria en los términos, co- mo tiene que ser en la ocurrencia: lo que se nos ha dado a ver es una pequeña muestra (más bien anodina) de lo que pudiera ser una socie- dad totalitaria soft6. Porque, como nadie lo ha podido olvidar, aunque la reina de Inglaterra fuese la primera, en el momento, en deber llorar, to- dos nosotros estábamos de hecho afectados, sometidos todos al mismo deber de aflicción. Era necesario estar conmovido y mostrarlo. El drama mediatizado, el espectáculo –todo aquel “cine”–, se había convertido en nuestra realidad misma: a la vez un tema de conversación rigurosa- mente inevitable (como puede serlo el retorno obsesivo de una presen- cia perdida) y un estado de alma, si no absolutamente compartido por todos, por lo menos impuesto a todos sin excepción. Pues bien, es así como se constituye generalmente, sobre la base de esos mismos principios, eso que en la tradición filosófica se denomina sensus communis, ese sentimiento colectivo de estar-conjuntos funda- do en los poderes de lo sensible –configuración que hemos encontrado aquí por otro camino, bajo el nombre de lo político–. Considerándolo ahora en una perspectiva más global, podemos medir mejor toda su ambivalencia. De un lado, la activación de la dimensión sensible –afec- tiva y estésica– representa sin duda una de las condiciones necesarias para la constitución de lo social (del “nosotros”) en cuanto comunidad basada en los valores de participación y de solidaridad vivientes. Cons- tituye, por lo demás, una banalidad recordar que una sociedad es siem- pre, y tal vez ante todo, comunidad de gustos y afectos, tanto como un pacto racionalmente articulado o asociación de intereses. De otro

6 Expresión del dramaturgo y publicista quebequense René-Daniel Dubois. “Entretien”, Le Monde, 5-6 de noviembre de 1995, p. 10. 230 Eric Landowski

lado, sin embargo, se puede observar hacia dónde puede conducir ese componente por poco que lo estésico y lo afectivo, que constituyen su núcleo, lleguen a dominar como régimen de sentido para toda una co- lectividad: hacia un integrismo radical o hacia cualquier otra forma de populismo, es decir, hacia uno u otro tipo de sociedad del consenso en estado puro. Del totalitarismo “soft” pasamos así con suma facilidad al totalitarismo a secas, según que el sensus communis se base simplemen- te en la participación de algunos grandes sentimientos (patrióticos por ejemplo), o en el contagio de las sensaciones, ya sea que se trate de la coalescencia de las masas en un proceso de contagio místico cristalizado en torno a la voz, al estilo corporal, a la hexis del jefe, erigido como ídolo de culto popular, o (lo que resulta más lamentable aún, aunque ambas situaciones se acompañan de maravilla) de la exacerbación del noso- tros sobre la base de un contagio fóbico (de aquel que, en la caza, asegura la cohesión de la jauría) cultivado contra la hexis del otro, figura del mal inmediatamente reconocible por su cara, por su acento, por su color de piel y por el olor que de ella emana. En esas condiciones, mientras que hoy en día se tiende a admitir que la proliferación de los nuevos medios conduce a un universo de la virtualización, que implica una desrealización progresiva de las rela- ciones sociales, creemos, por el contrario, que es oportuno insistir en las resurgencias y en los peligros de cierto tipo de hiperrealidad. ¿No prueba acaso la experiencia que, incluso en un país tan “pragmático” como Gran Bretaña, una simple imagen mediática puede provocar irre- sistibles efectos de presencia, llegando al extremo de generar una ver- dadera mística en torno a la efigie de una heroína que, incluso y tal vez por finada, sigue presente por su aura? Para la masa de sus adoradores alucinados, el régimen de construcción de sentido en el que se han apo- yado hasta el presente todos los sistemas de democracia representativa (comprendidas las monarquías, claro está) y que no depende, en cuanto tal, ni de la virtualidad ni de la hiperrealidad, sino de la realidad sim- bólica (o semiótica), ha perdido ya, o por lo menos ha podido perder, por un momento, toda pertinencia. ¿Veremos algún día imponerse, en su lugar, un régimen de sentido que, suprimiendo toda mediación en las relaciones entre gobernantes y gobernados, funcione sistemáticamen- te por seducción, apoyándose en la exacerbación de un sentido estésico común, anclado a su vez en la inmediatez del sentir y del contacto si- mulado? Ciertamente, todo efecto de presencia se mantiene en el orden del sentido, y ni siquiera en política podría haber regresión a regiones Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 231 anteriores a lo simbólico, a no ser que las relaciones inteligibles sean sustituidas por relaciones de fuerza. Sin embargo, solo hay que pasar, en el plano político, del juego tradicional de una representación que se proclama como tal, a la puesta en escena de la presencia. Porque, apli- cada a ese dominio, la lógica de la presencia se convierte muy fácilmen- te en un señuelo estratégico al servicio de alguna forma de demagogia o de populismo7. Es un hecho que un número creciente de semióticos se interesan ahora por todo aquello que tiene que ver con la estesis; y nosotros mis- mos nos esforzamos por sacar partido de las perspectivas que abre esta noción, desde un punto de vista analítico, sobre diversos planos. Pero de ahí a reducirlo todo a ella, queda un gran trecho que nos guardare- mos de franquear, por dos razones al menos. Ante todo, desde un punto de vista metodológico, no sería menos erróneo tratar en estos momentos de reducir todo efecto de sentido a sus componentes perceptivos y sen- sibles que lo que ha sido en el pasado concentrar demasiado la atención en las estructuras conceptuales y cognitivas que articulan los discursos y las prácticas significantes; todo el problema reside, por el contrario, en concebir un modo de articulación operativo entre esas dimensiones complementarias. La segunda razón es de orden político. Se puede, en efecto, considerar que, en la medida en que lo “inteligible” y lo “sensi- ble” constituyen, a pesar de todo lo que los entrelaza, dos regímenes de sentido analíticamente considerados como autónomos, el eventual predo- minio de uno sobre otro no adquiere en absoluto el mismo sentido ni el mismo valor según la esfera de actividad a la cual nos refiramos. En el plano de la construcción de los sujetos en cuanto individuos, un poco de estesis, y hasta un mucho, no le haría daño a nadie, más bien todo lo contrario. Pero todo es diferente cuando se trata de la cons- titución de los sujetos colectivos. Iríamos con gusto a ver de nuevo en la cinemateca La comtesse aux pieds nus [La condesa descalza, de Joseph L. Mankiewicz (1954)], pero preferiríamos que no nos obligaran a asistir a una nueva proyección mundial de La princesse aux yeux baissés [La prin- cesa de los ojos entornados]. Pues aunque, a partir de Tarde*, el voca-

7 Cf. Presencias del otro, op. cit., cap. “La vedette y el bufón”. * Gabriel Tarde (1843-1904): sociólogo, criminólogo y psicólogo francés. Concebía la sociología como basada en pequeñas interacciones psicológicas entre individuos (a la manera de la química), donde las fuerzas fundamenta- les serían la imitación y la innovación (Cf. Wikipedia) [NdT]. 232 Eric Landowski

bulario descriptivo ha cambiado en parte, las masas, una vez constitui- das, no han dejado de ser por eso masas tímicas en estado puro, cuya “sensibilidad” no se excita impunemente jamás. Y si alguna amenaza se cierne sobre nosotros, cierto número de indicios (aunque solo sea la evolución de los comportamientos electorales) nos lleva a pensar que lo que hay que temer es menos una hipotimia colectiva que terminaría en la disolución de lo social en el éter de lo “virtual”, que un brusco so- bresalto de sociedades tan fragmentadas que ni ellas mismas estarían en capacidad de reconstituirse de otra manera que no sea al modo hi- pertímico de la efusión estésica en torno a la figura de algún demagogo de tono irresistible. Hasta el presente, es cierto, los efectos de contagio inducidos aquí o allá por tal o cual bufón de la escena política, hábil para jugar con las cualidades estésicas de su presencia, permanecen acantonados en la periferia del cuerpo social. Pero nada garantiza que un buen día alcancen el corazón.

10.4.2 La práctica sociosemiótica

En definitiva, como se ve, en relación con la cuestión del sentido, tal como se plantea en el dominio sociopolítico, la problemática semió- tica se articula en varios planos diferentes. ¿En qué medida y en qué condiciones, ante todo, aquello a lo que asistimos a través del filtro de los medios ofrece, para nosotros, ciudadanos, algún sentido? Luego, en segundo grado, cuál es el sentido de la manera misma en que ese “es- pectáculo” llega (o no) a hacer sentido para nosotros que lo vemos, o lo vivimos? ¿Es posible, por lo demás, evaluar el peso social relativo de los diversos regímenes semióticos que se confrontan y que hacen que ha- ya, o no, sentido? Finalmente, ¿se puede pensar que nos encaminamos hacia una situación de predominio de uno de esos regímenes sobre los otros? Con las dos primeras preguntas, nos mantenemos en el plano analítico, el de la descripción y, en lo posible, en el de la explicación. Las dos siguientes, más problemáticas, nos obligan a preguntarnos en qué medida disponemos de medios para fundar una aproximación pros- pectiva. No, ciertamente, en relación con la dimensión evenemencial de nuestro devenir colectivo, pero sí al menos por lo que concierne a la lógica de los regímenes de sentido de los que dependen en parte las formas que ese devenir puede adoptar. Y a eso se superpone, finalmente, una última dimensión, la de la interpretación crítica. Porque una vez descrito “lo que pasa” y tomado Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 233 en cuenta “lo que se viene” (lo que podría venir, a partir de lo que ya es), ¿cómo dejar de evaluar, de tomar posición, y dado el caso, cómo no tratar, de una manera o de otra, de influir en el curso de las cosas en una dirección o en otra? Abstenerse de toda forma de juicio y de inter- vención en nombre de una concepción purista de la cientificidad sería, en efecto, un tanto paradójico en la perspectiva de una práctica de aná- lisis sociosemiótica. De hecho, ¿cómo enfrentar el estudio del devenir de las formas del sentido socialmente vivas sin ser uno mismo sensible a ellas en cierto grado y sin tener de ellas, antes de emprender el aná- lisis metódico, cierta comprensión intuitiva al menos? ¿Cómo trabajar en la elaboración de una semiótica de lo cotidiano y de las vivencias, es decir, de la experiencia y de las situaciones, sin tomar partido ante una actualidad que se trata, por supuesto, de tomar como objeto de análisis, pero que al mismo tiempo nos incluye? Sin embargo, por otro lado, bien sabemos que lo que es de orden puramente reactivo (la indignación, por ejemplo) no aumenta la inte- ligibilidad de los fenómenos y no se presta fácilmente al análisis. De ahí, la necesidad de asumir, en el plano epistemológico, una posición relativamente compleja, donde las posiciones del sujeto y del objeto se interpenetren. De ese modo, antes que tratar de resolver de una vez por todas, categóricamente, las ambivalencias inherentes a una semió- tica in vivo, es necesario contentarse con encontrar, mal que bien, en la práctica y por la práctica del análisis mismo, caso por caso, una manera adecuada de ajustar el propio régimen de mirada a la naturaleza y a las propiedades del objeto. En esas condiciones, ¿por qué no admitir que nuestra disciplina no es –por ahora– una “ciencia” en sentido estricto, o por lo menos según la acepción positivista del término? Para nosotros, es más bien cierta mirada sobre las cosas: una mirada que pretende ser tanto más rigurosa cuanto que aquel que mira (y construye) sabe bien que en realidad sus pretendidos objetos solo hacen sentido, para él, en la medida en que él sabe reconocer en ellos sujetos que, a su vez, lo miran.

Capítulo 11 Comunidades de gusto

El encuentro entre semiótica y publicidad ha estado largo tiempo vincu- lado a la problemática de la persuasión orientada a fines esencialmente pragmáticos: se trataba de comprender cómo los discursos son suscep- tibles de hacer creer en el valor de los “objetos de valor” –mercancías o servicios en el caso de la publicidad comercial, marcas o candidatos en el caso de la publicidad institucional o de la publicidad política–, y eso con la finalidad de mejor controlar, en cada uno de los casos, las con- diciones de un determinado hacer hacer: hacer comprar un producto, hacer apreciar una marca, hacer elegir un candidato. Pero hoy, más allá de esas funciones de incitación puntual, que siguen siéndole pro- pias, el discurso publicitario ha adquirido tal amplitud que invita a una reflexión crítica de alcance más general. Ante todo, en la medida en que, por su desarrollo, la publicidad tien- de a convertirse en el lugar privilegiado, si no único, de la institución o de la legitimación de los valores en el campo social, aparece cada vez más como una instancia de arbitraje en materia de elección de socie- dad, sobrepasando ampliamente los límites de la esfera comercial, hasta el punto de tocar de hecho, aunque de manera implícita e indirecta, el plano político. Además, en numerosos casos –veremos aquí mismo un ejemplo–, las formas de argumentación que adopta remiten a modelos políticos stricto sensu, contribuyendo de ese modo a difundirlos o a re-

[235] 236 Eric Landowski

forzarlos. Paralelamente, en fin, el imaginario figurativo y plástico que el discurso publicitario vehicula se ha convertido hoy en un componen- te esencial –omnipresente, dominante– de la cultura de masas. Con tal título, reclama el desarrollo de una sociosemiótica del gusto, en el cruce de lo estético y de lo social. Eso es lo que nos va a detener aquí. A tal efecto, nos apoyaremos en datos provenientes de una encuesta realizada en 1996 a solicitud del principal productor argentino de cer- veza. Interesado, en la época, por introducirse en los países vecinos, y en primer lugar en Brasil, necesitaba, para definir su estrategia, conocer no solamente la situación económica del mercado brasileño de la cerve- za, sino también las estructuras del imaginario desarrollado en torno a ese producto en aquel país. Fue esa la oportunidad que nos llevó a analizar, en colaboración con Ana C. de Oliveira, una centena de spots publicitarios que habían sido difundidos por las cadenas de televisión brasileñas entre 1991 y 1996, por cuenta de las cuatro principales mar- cas locales de cerveza.

11.1 del placer de los sentidos al sentido como placer compartido

Las estrategias discursivas que se desprenden del material estudiado se reducen, en lo esencial, a una serie de variaciones sobre dos temas fundamentales. El primero se refiere a los efectos sensibles del consu- mo del producto, al placer de beber. Sin embargo, contrariamente a lo que se podría esperar, no se trata, en la generalidad de los casos, de exaltar las sensaciones propiamente gustativas, y diferenciadas, que pueden derivarse de las cualidades neurolépticas específicas de cada marca o de cada tipo de cerveza. Asistimos más bien a la puesta en valor de una forma de placer más difusa, que afecta al cuerpo entero, y ligada al simple poder refrescante de la cerveza en general (sin hablar, ya veremos después por qué, de sus virtudes euforizantes como bebida alcohólica). Esta primera temática se desarrolla en un plano que pudié- ramos llamar “objetal”, puesto que se refiere a los efectos del encuentro físico y sensible –estésico– entre el consumidor y el objeto. El otro tema es el del bienestar social asociado a los encuentros interpersonales que el consumo de la cerveza favorece entre bebedores, o sea, entre sujetos: de ahí el carácter “subjetal” de esta segunda dimensión. Pero, punto esencial, esos dos temas jamás son explotados separa- damente uno de otro: en el universo cultural considerado, no se puede Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 237 pensar en estesias fuera de alguna forma de sociabilidad: ¡la cerveza no es una bebida para solitarios! La cuestión es, solo en apariencia, la de la opción entre dos temáticas que se excluirían una a otra –discurso de la sociabilidad o discurso de la estesia–. Aunque esa distinción de base parece heurísticamente indispensable, veremos enseguida que el discurso publicitario es el primero en superarla. Lejos de oponer entre sí las dos dimensiones, las conjuga más bien, inscribiendo sistemática- mente la evocación de los placeres sensoriales en el marco de puestas en escena intersubjetivas, que adquirirán formas variadas de una mar- ca a otra; por lo demás, a partir de esa diversificación, veremos pronto asomar la dimensión política. En términos de estrategias promociona- les, el problema por resolver consiste en encontrar para cada marca, una manera original y convincente de articular lo sensible con lo inteli- gible –el placer de los sentidos con el sentido del placer, lo somático con lo simbólico, lo propioceptivo con lo intersubjetivo, en breve, lo estésico con lo social–, es decir, las dos dimensiones fundamentales en juego en esa suerte de moral implícita del placer corporal que, en nuestras sociedades, no obstante ser consideradas como individualistas y hasta hedonistas, enmarca el uso del cuerpo propio y define las condiciones de lo que podríamos llamar el goce legítimo, o la civilidad del gozar.

11.1.1 Una puesta en valor paradójica

Nos encontramos ante una orientación paradójica por parte de una in- dustria como la de la cerveza. Organizar la promoción de una bebida, presentándola esencialmente como mediadora encargada de favorecer la convivialidad, es, en efecto, relegar a un segundo plano, como si se tratase de aspectos secundarios, todo lo que concierne a las cualidades intrínsecas de ese producto, destinado, no obstante, tendríamos que pensar, a ser apreciado y saboreado por sí mismo. Eso lo prueba de ma- nera evidente el simple hecho de que el único elemento de orden esté- sico que se encuentra regularmente puesto en valor por el conjunto de las marcas es, como hemos señalado, la virtud refrescante del producto, es decir, una cualidad que no es inherente a la cerveza en cuanto tal: ¡en ese sentido, cualquier agua gaseosa podría cumplir la misma función! Imaginemos un discurso promocional del vino que, olvidando hablar de su cuerpo, de su textura, de su aroma –de lo que hace un gran vino o un vino mediocre–, se limitase a evocar los tipos de contextos sociales (mundano o familiar, festivo o cotidiano, íntimo o solemne, etc.) que presiden su consumo. Y es, no obstante, esa estrategia sorprendente la 238 Eric Landowski

que vemos aplicada aquí. En lugar de tratar de seducirnos objetalmente con la evocación de aquello que bebemos cuando tomamos tal cerveza particular, se contentan con mostrarnos, en el plano subjetal, con quié- nes, o cuándo, cómo, e incluso, como veremos, por qué la bebemos. ¿Será acaso que la cerveza local no tiene efectivamente gusto? ¿O bien, eso tendrá que ver con el hecho de que es imposible hacer sentir, con la imagen, las cualidades gustativas? No hace falta ser gran conoce- dor para rechazar la primera hipótesis: aunque las cervezas brasileñas, comparadas con las más apreciadas en Europa, parecen poco fuertes, sin mucho amargor, y muy bajas de alcohol, no por eso dejan de tener, a su manera, su cierto gusto, y hasta un ligero gusto a cerveza. Y tampoco es preciso ser especialista en diseño promocional, ni experto en semió- tica, para saber que la puesta en imágenes de las cualidades gustativas de un producto no queda fuera del alcance de los “creativos”. Bastaría, para convencerse, con remitirse a uno de los trabajos fundadores de la semiótica del gusto (inédito en francés), donde Jean-Marie Floch mues- tra justamente la riqueza de los recursos que el discurso plástico ofrece en la materia1. Por tanto, hay que buscar en otra parte la razón de la paradoja que hemos advertido. A decir verdad, sin embargo, la estrategia que consiste en construir el valor de un producto sobre la puesta en escena de las circunstancias y de los efectos sociales de su consumo, descuidando la evocación de sus cua- lidades sensibles, no hace un caso de excepción del discurso publicitario brasileño sobre la cerveza. Otro estudio, del mismo Jean-Marie Floch, consagrado a la campaña de los cigarrillos News, ofrece otro ejemplo totalmente análogo concerniente al tabaco2. Lo que tematizaba aquella campaña no era ni la calidad del tabaco ofrecido, ni siquiera el acto de fu- mar, sino, a lo sumo, aquello que lo precede: el gesto mecánico, que hasta se podría considerar desemantizado, de sacar un cigarrillo, extrayéndo- lo de la cajetilla. En el contexto construido por la serie de anuncios en cuestión –la actividad profesional de un gran reportero (internacional, además)–, esa manera febril de coger un cigarrillo de pasada no es en

1 J.-M. Floch, “Diário de um bebedor de cerveja”, en E. Landowski y J.L. Fiorin (eds.), O gosto da gente, o gosto das coisas, São Paulo, Educ, 1997; tr. ital., “Diario di un bevitore di birra”, en íd. Gusti e disgusti. Sociosemiotica del quotidiano, Turín, Testo e Immagine, 2000. 2 “Sémiotique plastique et communication publicitaire”, Petites mythologies de l’oeil et de l’esprit, op. cit. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 239 absoluto insignificante: expresa más bien la necesidad de un instante de distensión, de un corte “merecido” en medio de una jornada de trabajo agotadora. Lo que así se pone en valor es un estilo de vida determinado, presentado a su vez (con cierto humor, por lo demás) como modelo de sociabilidad para nuestro tiempo. Y eso, independientemente del aroma, de la potencia, de la consistencia y del gusto de aquel cigarrillo que ni siquiera había sido encendido, virtual en suma, y que lo seguirá siendo, pues nada se nos dirá de aquello que lo caracteriza propiamente. ¿Cómo, pues, no postular, en esas condiciones, la existencia de algu- nas exigencias estructurales que se impondrían, en términos de estrate- gias de promoción, a una clase particular (aunque tal vez muy amplia) de productos, entre ellos la cerveza y el tabaco, por oposición a otras fa- milias de productos? Por ejemplo, a título de comparación, al perfume. Diversos estudios han permitido observar que ese género de artículos admite no solo uno sino, al menos, dos modos de tematización, y ade- más diametralmente opuestos entre sí3. Por un lado, el perfume puede ser presentado como un operador de enlace social: nada más banal que el hecho de mostrarnos cómo atrae, cómo une, cómo seduce. Pero, para- dójicamente, ese conector puede aparecer también como un desconec- tor. Lo vemos intervenir entonces como un factor de evasión de lo social. Potencia “hechizante”, casi irresistible, empuja en ese caso al sujeto (a aquel que se perfuma) al repliegue sobre sí mismo, hasta cortarle a veces todo vínculo con el mundo exterior, encerrándolo en su propia burbuja de goce propioceptivo. La figura delsujeto comunicativo cede su lugar, a partir de ese momento, a la figura del sujeto en éxtasis, puro cuerpo poseído por el perfume cuya presencia lo envuelve (a no ser que, en un plano menos superficial, esa envoltura aparezca como la metá- fora de la presencia del otro, del “partenaire”, del comprador potencial). Lo mismo podría decirse de la iconografía publicitaria relativa a buena parte de los vestidos de lujo, y especialmente de la lencería femenina, donde la retórica del sex-appeal es, como la expresión lo indica, un dis- curso por naturaleza dirigido al otro, y que no tiene curso hoy en día sin la puesta en imágenes, paradójica igualmente, de estados de goce autoerótico, que hacen superflua toda relación al otro. La cerveza, por el contrario, parece justamente excluir la segunda de esas estrategias. El discurso publicitario (el brasileño, en todo caso),

3 Cf. “Masculin, féminin, social”, Presencias del otro, op. cit. 240 Eric Landowski

valorizando, por principio según parece, la convivialidad más bien que la gastronomía, la apertura al otro antes que el ensimismamiento en el goce del propio cuerpo, la convierte indefinidamente en un agente de ligazón, jamás, o casi nunca, en un objeto de delectación en sí, ni siquiera para sí, en solitario. ¿Por qué?

11.1.2 Cosméticos y narcóticos

Todo sucede aparentemente como si esa bebida solo pudiese ser pro- movida al precio de un discurso radicalmente moral, consistente en so- cializarla cueste lo que cueste, a riesgo de quitarle todo su sabor. ¿No será que es preciso exorcizar los efectos potenciales –los peligros– de su encanto estésico por demasiado desocializante? Ahí tenemos, en to- do caso, esa inocente bebida implícitamente asociada al alcohol puro y duro, al tabaco (allí donde la legislación es bastante generosa para au- torizar aún su promoción), e incluso, más globalmente, a todo aquello que, de cerca o de lejos, pudiera ser asimilado a una droga. Si tal amalgama es posible, es porque, en el imaginario colectivo, o por lo menos en el discurso social, un mismo tipo general de sintaxis actancial y figurativa debe presidir las relaciones que el consumo del conjunto de esos productos implica entre sujeto y objeto: se considera que, en esos casos, el objeto toma posesión del sujeto. De ahí la “peli- grosidad” denunciada por doquier. “El alcohol mata”, y el tabaco lo mismo, a partir de ahora. ¿Por qué no? Pero antes de poner en peligro la salud, dañan gravemente la sociabilidad. Porque antes de despojar al sujeto de sí mismo, despojan a la sociedad, transformando la persona, abierta al otro, en adicto, cerrado no solamente sobre sí, sino también sobre las únicas necesidades de su cuerpo. Y aun cuando no se llegue a ese extremo, la búsqueda de goces, de los que la ebriedad (la del al- cohólico o la del intoxicado) representa la figura genérica, solo puede aparecer como una meta fundamentalmente asocial, y lo que es peor, desocializante, en la medida en que la pareja sujeto-objeto se afirma entonces como autosuficiente. Si la cerveza, a pesar de su inocuidad, cae, al menos a los ojos de los más rigoristas, en esa categoría, los demás productos anteriormente evocados, como el perfume o la lencería, escapan a ella, cualquiera que pueda ser, no obstante, su dominio sobre el cuerpo (por lo menos, a juzgar por la representación que la publicidad nos da de ellos). La razón de esa disparidad reside a primera vista en que, con la serie Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 241 perfume-ropa interior-vestimenta-moda, solo se trata de una sintaxis de la envoltura del cuerpo por el producto, del sujeto por el objeto. Por el contrario, en la otra serie se trata de una sintaxis de la penetración, puesto que el alcohol, lo mismo que el tabaco y las drogas en general, actúan evidentemente por dentro y no en la superficie del cuerpo. Tenemos ahí dos formas materialmente distintas de la “conjunción”, para añadir al dossier de esa noción en vías de reelaboración4. La relación entre el cuerpo y el producto, en el primer caso, es del orden de una superposición, que respeta la distinción entre las dos instancias y la autonomía de cada una de ellas. En el segundo caso, en cambio, se da asimilación recíproca, impregnación mutua y transformación de una y otra parte, cada una de las dos instancias aniquilándose en la otra, por fusión. El alcohólico atufa a alcohol, el fumador apesta a tabaco: el sujeto se ha convertido en su objeto, se ha reducido a él. Paralelamente, la significación misma de la relación entre uno y otro cambia por completo de una serie a la siguiente. Todo aquello que, en la primera, puede venir a recubrir o a envolver el cuerpo, cumple una función y tiene una significación esencialmente ornamental: no solamente el perfume y el vestido, sino también el ma- quillaje, el peinado, las joyas, todos los adornos son, en sentido amplio, cosméticos. Si el sujeto se “disfraza” con todo eso, es seguramente, por un lado, para sentirse bien –bien “en su piel”, protegido, guardado, abriga- do, encerrado, “en calor” debajo o detrás de todas esas envolturas–, pe- ro, por otro lado, es ciertamente también, o sobre todo, para “agradar”, es decir, para hacer, al contrario, de su propio cuerpo un objeto abierto, expuesto, ofrecido, dirigido al otro. En ese sentido, embellecido, moldea- do, pulido, entallado, aureolado por la envoltura de perfume, de afeites o de telas que le proponen las buenas marcas, el sujeto, es cierto, se nos presenta con harta frecuencia con el aire de estar “ebrio” de su propio cuerpo5. Pero no por eso deja de seguir en estado de comunicación con otro, y se comprende perfectamente que esa “ebriedad” complaciente- mente marcada, que esa “posesión” por el objeto, no son en esos casos más que simuladas por juego o por coquetería, y más precisamente, en la ocasión, con fines de seducción comercial. Pues todo indica que, lejos de encerrar por completo al sujeto sobre sí mismo, su goce recla-

4 Cf. más arriba, cap. 3.1.1. 5 A modo de ilustración, mencionaremos los anuncios reproducidos en las pá- ginas 167, 171 y 175 de Presencias del otro, op. cit. 242 Eric Landowski

ma, por el contrario, la mirada del otro, ante todo, como instancia de sanción (“¿Te agrado?”), pero también, más fundamentalmente, porque la mirada –actual o prometida, imaginada o fantasmada– de otro sobre su cuerpo expuesto constituye para él una de las condiciones mismas para su exposición. ¿Paradoja otra vez? No, puesto que no hay aquí ni “causa” ni “efecto” que le suceda, sino pura interactividad constructora de sentido. Y de ese proceso de construcción de un sentido compartido intersubjetivamente –no solo como interpretación después de produci- do, sino en su producción misma, en acto– emerge, en ese caso, el goce. Ahora bien, por oposición a los cosméticos, que apuntan a dar sentido al cuerpo del sujeto, construyendo la figura bajo la mirada del otro, los productos de la otra serie, la de de los narcóticos, actúan, más acá de lo in- tersubjetivo y hasta de lo semiótico, directamente sobre la “carne” –sobre el cuerpo-objeto, cuerpo en sí– y no sobre el cuerpo-sujeto, cuerpo-para- otro. Y eso no ya en función de algún principio de eficacia simbólica, sino sobre la base de determinismos de orden causal, químico o neurofisioló- gico. El goce no queda excluido, sin embargo, pero entonces solo podría ser buscado en la negación del sentido, y por lo tanto en la aniquilación del sujeto en cuanto instancia-soporte de esa experiencia paradójica. Co- mo goce que se presenta fundado en la autosuficiencia del cuerpo-carne en relación consigo mismo por su trato con el producto consumido úni- camente, tal experiencia aparece la mayor parte de las veces, en nuestra cultura al menos, como éticamente inaceptable. Además, aspecto esencial desde el punto de vista que nos ocupa aquí, aunque no excluye la presen- cia y la mirada de otro, las convierte, cuando menos, en problemáticas. Un cuerpo bajo efectos de un narcótico, en estado de posesión, es por defini- ción el de un sujeto que ha dejado de comunicarse con otro. Esas exigencias estructurales valen también para un placer apa- rentemente tan poco comprometedor como el placer gastronómico. Sabemos desde Brillat-Savarin, y diversos semióticos se han ocupado de explicitar las razones, que comer no es una actividad confesable –que pueda ser expuesta, en términos de maneras de mesa y hoy día en las pantallas y en los afiches publicitarios– sino a condición de presentar- se como un acto a la vez socializado (enmarcado por ciertas reglas) y socializante (es decir, como productor de sujetos)6. En una forma ape-

6 Cf. A. Brillat-Savarin, Physiologie du goût, París, Éditions des Arts et des Sciences, 1975; R. Barthes, “Lecture de Brillat-Savarin”, Le bruissement de la langue, París, Seuil, 1984; G. Marrone, “La narrazione del gusto”, en Gusti e Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 243 nas diferente, encontramos aquí la distinción precedente entre las dos modalidades del goce: de un lado, el goce solitario del glotón (el equi- valente del drogado en el plano de la “comilona”), obtenido exclusiva- mente de la relación que mantiene con su propio cuerpo, librado a la omnipotencia del objeto que absorbe (o más exactamente, en sentido inverso, del objeto que lo despoja de sí mismo, colmándolo); y de otro lado, el goce del gastrónomo o, más “refinado” aún (más socializado), el del “gourmet”, que pasa por la prueba del sentido. Pero como aque- llo que hace sentido supone siempre, al parecer, alguna forma (verbal u otra) de intercambio intersubjetivo, se puede advertir que esa forma de placer tiene vocación de ser compartida con otro, y de preferencia en- tre parroquianos. La comensalía no es una yuxtaposición de comen- sales –simple promiscuidad de cuerpos–, sino una participación del sentido que presupone (y exalta) la proximidad entre sujetos. Placer de probar [éprouver] y placer de comunicar lo probado aparecen entonces como inseparables. Ciertamente, el lenguaje no produce por sí solo milagros, pero el simple hecho de decir(se) (a sí mismo o entre sí) la experiencia sensible que uno está en trance de vivir, y con ello hacerla a la vez más inteligible para uno mismo y más comunicable al otro, eso, sin duda, constituye, en muchos casos, la mejor manera de hacer- se más sensible. Poco importa entonces que la reconstrucción significante de la experiencia estésica, en el plano segundo que acostumbramos llamar estético, siga manteniéndose en el orden del monólogo interior o que se desarrolle en forma dialógica, o incluso que dé lugar a alguna producción propiamente “artística”, por ejemplo literaria. En todos los casos, el ir y venir que implica el proceso reflexivo –desembrague seguido de reembrague– en relación con lo experimentado [l’éprouvé] no puede menos que desembocar en el refuerzo del grado de presencia del sujeto a su propia experiencia, y con ello acrecentar la potencia de los efectos sensibles –placer, pero también, eventualmente, dolor– que se desprenden de ella. En ese sentido, si es cierto que el goce puede prescindir del discurso, en cambio, solo en el punto de encuentro entre sensación y significación,entre estesis y sociabilidad, y ahí únicamente, encuentra su despliegue.

disgusti, op. cit.; G. Marrone, “Réception et construction de l’objet du goût chez Brillat-Savarin”; y G. Grignaffini, “Pour une sémiotique du goût: de l’es- thésie au jugement”, en “Sémiotique gourmande”, op. cit. 244 Eric Landowski

11.2 cervezas de los trópicos

Es fácil comprender que, en ese contexto, los pudores brasileños a pro- pósito de la cerveza –una cerveza sin cuerpo, o cuyo cuerpo parece esconderse, pero que se destaca, en contrapartida, como más inten- samente socializante– no constituyen una simple curiosidad exótica. Reflejan, en realidad, coerciones semio-antropológicas de carácter ge- neral: toda cultura necesita, como mínimo, socializar la estesia. Pero para hacerlo, para construir un discurso y, sobre todo, una imaginería del placer compartido –vivido en estado de comunicación hasta en la in- timidad de la degustación–, y, haciéndolo, para permitir a las diferen- tes marcas en competencia que cada una proponga la imagen de una identidad en la cual un número suficiente de receptores tomados como “blanco” puedan reconocerse, los publicistas no necesitan en absoluto inventar nuevas formas de inserción en la colectividad. Les basta con explotar –con “bricolar”, hubiera dicho Floch– las figuras del vivir con- juntamente, y especialmente las del sentir-conjuntamente que preexisten al de la cultura considerada. A este propósito, es preciso introducir aquí un parámetro específica- mente vinculado al contexto brasileño, que no participará en sí mismo de una semio-antropología general, sino más bien de algo así como de una etno-semiótica local. Como puede ser el caso en una inmensa socie- dad totémica, todo brasileño tiene necesariamente “su” equipo de fútbol –Palmeiras, Corinthians u otro, si es de São Paulo; Fluminense o Flamengo, si es de Río– y “su” marca de cerveza, Brahma, Antarctica u otra; la elección es más o menos libre, pero hay que escoger una. Y no se trata de simples cuestiones de preferencia que dejarían a los interesados la ocasión de revisar sus posiciones. De hecho, los distintivos deportivos y las marcas comerciales forman aquí un verdadero sistema de marcas de filiación de orden casi existencial, al punto de excluir la idea misma de cambio. Uno es “Palmeiras” o uno es “Brahma” más o menos de la misma manera que, en otras sociedades más familiares para los antropólogos, uno es, de una vez por todas, de su clan o de su “mitad” [de su pareja]. Pues bien, desde el punto de vista que nos ocupa, hay ahí un indica- dor del mayor interés. Sin desdeñar el aspecto lúdico que indudablemen- te no deja de intervenir también, cada marca parece remitir globalmente a una manera específica de ser-en-el-mundo. A partir de ahí, se compren- de mejor que en la publicidad (e incluso, sin duda, en la vida real) cada una de las cervezas no se diferencie de las demás por su gusto intrínseco Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 245 de cerveza: antes que eso, cada una de ellas tiene ante todo un gusto que depende de las circunstancias de su consumo, de la forma del gusto- de-beber-juntos que el discurso publicitario modula diferencialmente de un caso a otro. De ese modo, cada marca hace imagen, y hace sentido, cristalizando figurativamente un estilo de relaciones con el otro, con el mundo, con la vida en general. He aquí por qué un producto puede ostentar sin escrúpulo su cuasi-insipidez, y, no obstante, convertirse en un objeto de atracción en un plano en el que se ventila lo que tiene que ver con lo más sensible, y hasta con lo más sensual, quedando enten- dido que evidentemente estar (o beber) juntos no excluye la puesta en relación de los cuerpos. Si la cerveza no tiene sabor en sí misma, tiene, en cambio, el gusto de todo lo que no es, pero que lo evoca: del Brasil, de la fiesta, de la música, del sol y del mar, además de una multitud de formas posibles de convivialidad, cara a cara o cuerpo a cuerpo. Veamos ahora cuáles son a ese respecto las configuraciones respecti- vamente puestas en marcha por cada una de las cuatro marcas que do- minan económicamente el mercado: Brahma, Antarctica, Kaiser y Skol, en los diferentes niveles en los que se dejan captar, es decir, desde el punto de vista de las formas concretas de actividades asociadas al consumo de la cerveza y de los tipos de relaciones intersubjetivas correspondientes, desde el punto de vista de los roles correlativamente asignados a la be- bida misma, y finalmente en el plano del imaginario sociopolítico.

11.2.1 Tipos de actantes colectivos

La configuración más englobante entre todas aquellas que parecen disponibles en términos de espacios del vivir-conjuntamente es la que remite a la colectividad nacional en su conjunto, al “Brasil”, un Brasil que es preciso imaginar como una entidad saturada de cualidades sensi- bles, de colores, de sonidos, de formas y de perfumes; dicho de otro modo, como una suerte de enorme cuerpo-sujeto en movimiento, a lo cual nos van a ayudar de inmediato, y con mucha complacencia, las dos principales marcas en competencia, Brahma y Antarctica. Una y otra, en efecto, han hecho una especialidad en explotar explícitamente ese “macro-nivel” de identificación, cada una a su manera, por supuesto. Mientras que el Brasil de Brahma tiene, desde el punto de vista lógi- co, el estatuto de una unidad integral constituida de antemano, indivi- sible y absolutamente homogénea, el de Antarctica se presenta bajo el aspecto de una totalidad partitiva, o sea, como una suma de elementos 246 Eric Landowski

ante todo distintos y autónomos, y luego reunidos sobre la base de un rasgo común7. Es claro que esa diferencia no es tematizada en un plano conceptual, sino dada a sentir con la ayuda de procedimientos figura- tivos y plásticos. Por un lado, el espectáculo incansablemente ofrecido por Brahma es el de masas innumerables compuestas no de personas, propiamente hablando, sino más bien de siluetas sin rostros, de cuerpos semidesnudos. Todos juntos ondulan como un oleaje, masa compacta balanceada al ritmo de una inmensa samba que impone a cada uno los mismos contoneos y las mismas contorsiones, la misma sobreexcitación y la misma manera compulsiva de beber –mejor aún, de asperjarse con cerveza– y siempre agitándose. Daría la impresión de que todos los brasileños participan en algún rito de adoración pagano que tendría a la vez por objeto al “Brasil”, un Brasil victorioso (“triple campeón” del mundo en fútbol), y a “Brahma”. De hecho, uno y otra, indisociablemen- te, son invocados en todo instante por la masas con un mismo gesto indefinidamente repetido –brazo en alto y el índice tendido hacia el cie- lo–, como si el nombre de la marca y el nombre del país designasen las dos caras de un solo y único “Número 1”, eslogan de la marca. Tomemos, pues, este nombre, Brahma, en serio: es, por supuesto, el nombre sagrado de una divinidad, y es, sin duda, a un simulacro de culto a lo que asis- timos a través de todas esas libaciones derramadas, clamando a coro. Lo más destacable, a nuestro entender, de esos spots publicitarios ra- dica en la manera en que logran hacernos experimentar [éprouver], para cada marca, un sentimiento y hasta un gusto de comunidad absoluta- mente específico. Saben traducir, de hecho, admirablemente en el plano sensible, por la imagen y por el sonido, y apenas en algunos minutos (a veces solo en algunos segundos), ciertas actitudes fundamentales por las que uno se da cuenta, por insólito que parezca, al tratar de conce- birlas en un plano un poco más abstracto, que participan, propiamente hablando, de la teoría política. Desde ese punto de vista, el discurso de Brahma, invitación a fundirse en la multitud anónima, a abandonarse en cuerpo y alma al cumplimiento de un ritual político-religioso con acentos netamente totalitarios, es, en el fondo, un discurso de esencia teocrática: el Brasil tiene aquí el gusto de la potencia –de una potencia trascendente e irresistible, ante la cual solo se nos pide dejarnos llevar, creer y adherirnos–. De tal suerte que lo que se propone a quien ve ese

7 Sobre los diferentes tipos de unidades y de totalidades, cf. anteriormente, cap. 6.1. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 247 género de mensaje publicitario es una verdadera estesis política, una manera corporal, sensorial –más justo sería decir “sensual”–, de vivir su relación con la colectividad como una verdadera relación íntima. Tal dispositivo presenta muchas analogías con el modo de participación efusiva observado anteriormente a propósito de la princesa Diana8. Con Antarctica, lo Uno cede el lugar a lo Diverso. A través de una serie de sketchs sumamente ricos en color local, se declina sistemática- mente la variedad de paisajes, de costumbres, de atmósferas, de tipos humanos que componen el país. El Brasil adquiere entonces el gusto de una colectividad a la cual puede cada uno aportar su parte, lo cual, por oposición a la configuración precedente, viene a instalar, siempre en el plano sensible, el equivalente, esta vez, de una visión pluralista, con- forme con lo que podría ser el modelo de una democracia representativa. De hecho, la cámara se detiene sobre figuras bien individualizadas y fácilmente reconocibles, unas, en razón de su popularidad (celebrida- des de la canción, del deporte, del cine, etc.), otras, a título de estereo- tipos familiares (la gorda bahianesa vestida de blanco, el gaucho, el de cuello y corbata de la metrópoli…). Además, esas figuras se hallan colocadas en decorados que evocan sus ocupaciones profesionales co- tidianas, a fin de resaltar la diversidad de los medios y de los estilos de vida respectivos, por oposición al marco espacio-temporal, a la vez indiferenciado (común a todos, sin distinción) y excepcional (exterior al trajín de todos los días), como es el de la celebración festiva, patriótica y, en último término, mística, puesto en escena por Brahma. En esas condiciones, el hecho de que, en Antarctica también, se considere que el Brasil entero, como dice el eslogan, comparte una sola y misma “pasión nacional” –ahora, por la cerveza Antarctica, sin duda alguna–, tiene una vez más por efecto reunir a todo el mundo en una sola entidad englo- bante, pero esta vez sin anular, no obstante, las diferencias que cons- tituyen la identidad de cada cual. Tomar Antarctica ya no significará fundirse en la masa y perderse en el gran Uno. Será, por el contrario, sostener, fortalecer, alimentar su propia identidad afirmando su dife- rencia específica en el interior de una pertenencia común. Con las otras dos marcas, se trata de grupos de identificación aún más diferentes. Por oposición a las masas en delirio, que el culto de Brahma lleva a invadir los grandes espacios públicos abiertos (la calle,

8 Cap. 10.4.1. 248 Eric Landowski

el estadio, la playa), Kaiser da de sus adeptos la imagen de pequeños grupos de conocedores, que van a encontrarse en el espacio cerrado, reservado y privilegiado del bar. En ese lugar de encuentro familiar, los parroquianos se conocen y se reconocen, unidos por afinidades preci- sas en el plano cualitativo: comparten cierta manera de ver el mundo, que no es la de “todo el mundo”, y de amar la vida, y en primer lugar, por supuesto, la cerveza, su cerveza, “la gran cerveza”, entona el eslo- gan. Sin embargo, como ocurre con cualquier club cerrado, si, por un lado, los gustos y los valores asumidos por los adeptos de Kaiser repre- sentan aquello que define el carácter del grupo y asegura su cohesión interna, por otro lado, esa complicidad entre iniciados no puede menos que tener por efecto dar la imagen de un grupo un tanto al margen de la sociedad. En ese sentido, Kaiser es también una marca a la altura de su nombre. Pues, sin atribuir una importancia desmedida a la simbó- lica de las denominaciones –factor que no es, sin embargo, desdeñable desde el punto de vista del “posicionamiento” de las identidades co- merciales–, podemos constatar que, incluso en ese plano elemental, las cuatro marcas en presencia “se hablan” ya entre sí, a la manera de los mitos, según Lévi-Strauss. Por oposición a Brahma, ese “dios” de la cer- veza (dios ciertamente un poco barroco, pero estamos en América), y al estilo teocrático de su llamada, Kaiser, ese “emperador”, germánico con todas las de la ley, de la cerveza, ilustra, naturalmente, la modalidad aristocrática del estar-conjuntos. Al mismo tiempo salimos del universo de lo sagrado para entrar en un mundo profano. Ajeno a toda idea de trascendencia, el discurso de Kaiser, por “no- ble” que sea, procede efectivamente de preocupaciones bien propias de este mundo. Es un discurso a la vez hedonista por sus relaciones con el mundo sensible (ante todo con la bebida), y polémico por lo que se re- fiere a las relaciones con el contexto social y político. Esa doble caracte- rística se traduce por una valoración exacerbada de la diferencia entre lo de dentro y lo de fuera, entre el pequeño número constitutivo del no- sotros –nosotros que tenemos gusto y sabemos, en particular, apreciar una cerveza de calidad– y la masa de todos los “otros”, entre los cua- les, en primer lugar, están aquellos que aspiran a lo más a refrescarse bailando. Al encontrar, por su parte, su felicidad en las cualidades del objeto mismo en torno al cual se reúnen, el círculo de entendidos así constituido se excluye deliberadamente del resto de la sociedad. Kaiser, desde ese punto de vista, es la marca que roza más de cerca la asun- ción explícita del estatuto de la cerveza como narcótico. Replegados en Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 249 el sentimiento de autosuficiencia que les proporciona su relación con el objeto, los bebedores, reivindicando sus opciones, al mismo tiempo estésicas y sociales, de bebedores-con-conocimiento-de-causa, forman una comunidad donde el modo de estar-conjuntos marca sin vergüenza alguna un carácter netamente elitista, o por lo menos dandy9. Lejos de limitarse a asumir su “diferencia” tal como los otros puedan hacérsela sentir, parece que los afiliados de Kaiser emplean toda su imaginación y toda su energía en reforzarla, inventando sin cesar nuevas provoca- ciones dirigidas a gentes “como Dios manda”, puestas en la mira por alusión. La figura del “Baixinho”, personaje emblemático de la marca, encarna bien esa actitud: un hombrecillo de aire astuto, bromista y sis- temáticamente impertinente, y sobre todo, a lo que parece, orgulloso de su (auto)marginación. ¿No será la marginación, en algunos casos, la prueba misma de la distinción? Aunque ese modelo elitista aparece como el contrario mismo del modelo populista ilustrado por Brahma, ambos presentan, al menos, un aspecto común, que los opone tanto a uno como a otro, en términos de estilo de sociabilidad (y, en última instancia, de sensibilidad política), a las otras dos marcas, Antarctica y Skol. Efectivamente, ya sea que se trate, con Brahma, de la unidad englobante constituida por la comuni- dad de fieles reunidos en torno al culto de Brasil, o, con Kaiser, de los pequeños grupos de iniciados, refugiados en sus bares por amor a la buena cerveza, tenemos que ver, en ambos casos, con colectividades presentadas como constituidas de antemano, y de una vez por todas, y con una perfecta homogeneidad interna, que garantiza una atmósfera idealmente consensual. En el lado opuesto, Antarctica y Skol ofrecen modelos de identidad a la vez heteróclitos y en construcción. Ya hemos señalado el pluralismo característico de Antarctica y hemos visto también cómo contrasta con el monolitismo de Brahma: mientras que Brahma proclama la adhesión a una unidad ya formada, Antarctica invita a cada cual a concurrir a la formación de una identidad brasileña aún inacabada y abierta a la diversidad. En términos de filosofía políti- ca, podríamos decir que Brahma y Antarctica se oponen entre sí un poco como el modelo de integración republicano, a la francesa, se opone al modelo comunitarista de tipo británico, este último respetuoso de los

9 Sobre el dandismo como configuración semiótica, cf. Presencias del otro, op. cit., cap. 2, II, y aquí mismo, infra, cap. 12.4.3. 250 Eric Landowski

particularismos (étnicos, lingüísticos, religiosos y otros), los cuales la República trata justamente de reducir en nombre de la “universalidad” de los valores que considera que la fundan. Pero el pluralismo de Antarctica se opone también, aunque de otra manera, al monolitismo de carácter no ya totalitario e inclusivo del tipo Brahma, sino sectario y exclusivo, característico del club de los partidarios de Kaiser. En varios spots de esta última marca, vemos largas filas de hombres caminando a paso de ganso detrás de su emperador y maestro (el Baixinho), tragar de un tirón, como por consigna, el objeto de su delectación, sonreír relamiéndose los labios y enseguida volver a empezar, en cadencia, el mismo ciclo. Como para hacer creer que la excelencia de esa cerveza –la omnipotencia del objeto–, imponiéndose como un absoluto a los que la consumen, determina mecánicamente la homogeneidad perfecta de los comportamientos (y, sin duda, antes que eso, de las sensaciones) de todos los miembros del grupo. O como si, para marcar su diferencia con “los otros” –los de fuera–, fuese necesario entre sí, ser todos absolutamente idénticos unos a otros –a los de dentro–, como si el anticonformismo en el plano macro-social tuviera como condición otro conformismo, a escala simplemente más reducida. A eso se opone el aspecto radicalmente antisectario del modo de estar-conjuntos que encontramos en Antarctica. Allí, por el contrario, se valora la heterogeneidad interna del grupo de pertenencia, subrayando constantemente la diversidad –étnica, generacional, sexual, social, cultural, profesional, geográfica, etcétera– de los segmentos de población que coinciden en la misma pasión por dicha marca. Algo parecido sucede con Skol. Lejos de proponer a todos y cada uno fundirse eufóricamente en un molde identitario acabado, esa mar- ca resalta la disensión. Allí, todo el mundo es contestatario o protes- tatario contra alguien o contra algo. A tal punto que el principio de declinación de la campaña de anuncios consiste, esta vez, en poner en escena toda una serie de pequeños conflictos, cuya resolución, lograda por supuesto solamente a condición de tomar juntos una buena Skol, conduce al descubrimiento de nuevas formas de convivialidad. Un ca- rioca discute con un paulista, reivindicando cada uno de ellos la superio- ridad de su ciudad contra la de su rival, pero les basta con brindar para reconciliarse. O bien, si el desacuerdo toma un giro más intelectual, un hombre y una mujer disputan sobre los méritos del psicoanálisis, o dos estudiantes sobre la importancia de la ecología, y de nuevo será suficiente sentarse ante un “chope” [jarra] de Skol para encontrar un Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 251 terreno de entendimiento, ¡y aprovechar para reconstruir la sociedad entera! Como se ve, nos encontramos aquí con una forma participativa (más bien que representativa) del estar-conjuntos (y de la democracia), concepción fundada no solamente en el reconocimiento de las diferen- cias, como en Antarctica, sino también, y sobre todo, en la fe acerca de la posibilidad de su superación dialéctica en el marco de procesos de confrontación dialógica.

11.2.2 Figuratividades

De esa manera toma forma un cuadro general en el que los diferen- tes tipos de sensibilidades políticas se interdefinen unos a otros en re- lación con las modalidades del ser –y del beber– conjuntamente. Con Brahma y con Antarctica, la cerveza se presenta como un producto sin sorpresas, en el fondo. Sabemos de antemano lo que su consumo va a aportar a aquellos que la beben: con Brahma, una participación un poco más intensa al ritmo de una autocelebración nacional; con Antarctica, un nuevo ímpetu, físico o moral, para seguir, día a día, cada cual en su esfera, en su región o en su medio, una tarea concreta al servicio de la nación. Kaiser y Skol dejan más lugar a lo inesperado, e incluso a la es- pera de lo inesperado: habrá siempre algo nuevo que experimentar sea en forma de un placer desconocido, a ser compartido con otros elegidos en el plano propiamente gustativo (Kaiser), sea en la forma de algún modo de relación aún inexplorado con otro (Skol), profundización obje- tal en el primer caso, y netamente subjetal en el segundo. En cambio, se impone otro desajuste y, en consecuencia, otro modo de reagrupamiento si se toma como criterio no ya las diferencias que se puedan encontrar en términos de formas de sociabilidad, sino el lugar otorgado a la variable estésica. En Skol, como en Antarctica, domina el funcionalismo. Por ese lado, la cerveza, que no se distingue apenas por su gusto, si es valorada, lo es porque sirve para algo en el desarrollo de algún programa que la sobrepasa, y en relación con el cual intervendrá sea al comienzo como apertura, sea al final del recorrido como san- ción. Si se trata, por ejemplo, de conocerse, es decir, de desencadenar un proceso, se impone una Skol: no existe mejor medio para facilitar el arranque de una comunicación intersubjetiva satisfactoria. Si se trata, al contrario, de concluir (eufóricamente) una actividad, hay que acu- dir a Antarctica: ¿no se nos presenta como la más estimulante de todas las recompensas que podamos soñar al término de una dura labor, al 252 Eric Landowski

mismo tiempo que como el más eficaz de los reconfortamientos físicos después del esfuerzo? Solamente con las otras dos marcas, por opuestas que parezcan, las cualidades estésicas del producto, o por lo menos algunas de ellas, pasan al primer plano. Unas son de carácter solamente circunstancial y como adventicio en relación con la naturaleza misma del producto, y las va- mos a ver operar a la vez en superficie y de manera iterativa: eso sucede con la frescura típicamente asociada a Brahma, con la que ya hemos visto cómo conviene refrescarse e incluso empaparse todo el cuerpo. Otras, al contrario, inherentes a la cerveza como tal –a las cuales debe su gusto singular–, actuarán, por su parte, en el interior del cuerpo y al modo durativo, como es el caso con las cervezas Kaiser, cuyas riquezas solo se dejan descubrir a condición no solamente de tomarse su tiempo para degustarlas, sino también para comentar, entre cómplices, la experien- cia misma de dicha degustación. En cada uno de esos contextos, en conexión directa con los prin- cipios de construcción y de funcionamiento del tipo de sociedad (de bebedores) que privilegia cada una de las marcas consideradas, la cer- veza misma asume cualidades y poderes diferentes. Desde ese punto de vista, las mímicas propias de cada clase de consumidores constituyen uno de los principales elementos encargados de subrayar el estatuto del producto en su contexto, traduciendo de ese modo, figurativamente, la manera como se articulan lo estésico y lo social. A ese propósito, el con- traste más nítido es, de nuevo, el que opone Kaiser a Brahma. En el pri- mer caso, si uno se ríe y se mofa de todo, hay, de todos modos, algo de lo que uno no se burla: y es, evidentemente, la cerveza de la casa, objeto deleitable en sí mismo: los suspiros de satisfacción del Baixinho están allí para subrayarlo. Tipo del hombre satisfecho [bon vivant], no hay que preguntarse por qué usa bigote: simplemente para que la cerveza pueda dejar en él unos copos de espuma, que él sacará con un golpe de labio goloso [gourmand]. Porque, para ese hedonista, beber es saborear y mostrarlo. Eso supone que su cerveza predilecta –ella al menos– tiene sabor: lo cual queda demostrado, con gran refuerzo de figuras estésicas, por esos juegos de fisonomía. La escenografía cambia por completo con el bebedor-tipo de Brahma. Jaranero sediento, traga el contenido de su botella sin interrumpir ni por un instante la gesticulación frenética que le impone su participación en el ritual de posesión que lo domina. La cerveza solo tiene el estatuto de un euforizante que ayuda a sostener el tono de la multitud. A eso se Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 253 añade, no obstante, un detalle bastante curioso: ya lo hemos señalado, en Brahma la cerveza no es concebida únicamente para ser bebida, con ella, uno puede también asperjarse a sí mismo, o rociar a los vecinos. ¡Soberbios surtidores de espuma sobre los ronderos automáticos! Doble ventaja de esas libaciones de nuevo cuño: esa lluvia burbujeante esparcida sobre los cuerpos no solamente refresca sin emborrachar, sino que, como un lubricante expandido por la piel, da además a los cuerpos desnudos un lustre ventajoso. Pero la misma función –refrescar la epidermis y al mismo tiempo mostrarla– culmina en un espectáculo aún más inesperado, como uso de la cerveza, cuando en medio de la muchedumbre vemos (secuencia ofrecida exclusivamente por Brahma) a jóvenes beldades sudorosas acariciarse diversas partes del cuerpo con ayuda de botellas de cerveza mantenidas con una mano a la manera de un utensilio de masaje. Todo eso no hace más que confirmar la pertinencia de la distinción de base propuesta más arriba: mientras que Kaiser, bebida penetrante y objeto de una delectación lenta y reflexiva, se sitúa estatutariamente del lado de los narcóticos (y eso, de manera casi provocativa en re- lación con el moralismo ambiente), Brahma reivindica explícitamente, incluso hasta la caricatura, su estatuto paradójico –tratándose de una cerveza– de puro cosmético. Cerveza “estúpidamente helada” (pues esta fórmula forma verdaderamente parte de su eslogan), actúa en su- perficie y desde fuera: sirve para embellecer los cuerpos para la mi- rada de otro (la nuestra), mucho más que para llenarlos por dentro. Sin tratar de sobreinterpretar, es difícil dejar de ver, al menos, dos prolongaciones de esa temática. La primera es vulgarmente procaz: no es necesario precisar a qué remiten todas esas cervezas a presión que hacen súbitamente saltar sus tapas y cuya espuma cae en cascadas so- bre las carnes vecinas gracias a los movimientos de caderas, cada uno más osado que los otros. Por lo que se refiere a la otra prolongación, no es, en el fondo, más que una manera de sublimación de la misma imagen: en definitiva, ese líquido que cae del cielo y viene a enlucir los cuerpos en el contexto de un ritual con aires místicos, ¿no sería sim- plemente el equivalente de un agua lustral, refrescante por cierto, pero al mismo tiempo, más profundamente, purificadora y unificadora de las almas? En todos los planos posibles, la gracia, en suma, de Brahma viene de fuera, y más precisamente de lo alto. La expansión de los su- jetos reunidos se debe a eso que se derrama sobre ellos, en superficie: ¡Brahma, o la felicidad sin penetración! De lo ideológico a lo figurativo, 254 Eric Landowski

de lo mitológico a lo plástico, el discurso de esta marca revela decidi- damente una coherencia ejemplar. Sea lo que fuere, por comparación con esa cerveza, sin duda menos “estúpida” de lo que ella pretende dar a entender, la Skol se proclama, por su parte, como “inteligentemente” calurosa y comunicativa. Del hedonismo a lo Kaiser y del sensualismo a lo Brahma, pasamos ahora a una forma de intelectualismo que roza a veces con el preciosismo. La mímica típica no es aquí ya la de la boca (como en Kaiser), menos aún la de las caderas (como en Brahma), sino la de los ojos, la de la mirada: la que corresponde a una atención dirigida al interlocutor (frecuentemen- te del sexo opuesto, a pesar de todo) o al pequeño grupo con el cual el bebedor se halla en trance de discutir, y al mismo tiempo al objeto mismo, a la cerveza. No a sus cualidades inmediatamente sensibles, sin embargo, sino, más abstractamente, a aquellas de sus cualidades que la hacen una bebida aceptable, admisible –correcta– en términos de higiene y de salud individuales (aquí, nada de ebriedad), y en el plano colectivo, ante la mirada de una moral social y de una ética ecológica. Quedan los bebedores de Antarctica. En su diversidad, estos son sistemáticamente presentados como gentes que trabajan. Al salir, por ejemplo, de la oficina, o apoyados en la cerca de su rancho, los vemos al término de una dura jornada de labor: excelente razón, pues siem- pre hace falta una, para “merecer” alguna compensación: “Você merece uma Antarctica”. Estesis compleja, por consiguiente, la de la “relajación” corporal, pero sostenida por la satisfacción moral obtenida del reco- nocimiento del otro, y al mismo tiempo estesis de la nutrición o de la restauración puras y simples. En esas condiciones, Antarctica, cerveza a la vez sana para los espíritus y nutricia para los organismos, es tal vez una “pasión” (y hasta “la pasión nacional”), pero, en todo caso, es una pasión responsable: la que comparten, con orgullo, todos aquellos que tienen el sentimiento de contribuir activamente a la vida de su país. Remitiendo de ese modo a una moral del intercambio y del contrato (un momento de placer por no poco esfuerzo previo), el higienismo de Antarctica se opone al sensualismo de Brahma más o menos de la mis- ma manera que el intelectualismo aséptico de Skol (y su preocupación por la corrección ideológica) se oponía al hedonismo deliberadamente irresponsable, y por tanto provocador, de Kaiser. A modo de resumen, esa articulación de conjunto puede, finalmente, presentarse en la forma esquemática siguiente: Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 255

Identidades preconstituidas {

Brahma Kaiser

La plaza pública, espacio abierto de La intimidad del bar, espacio cerrado la fiesta. del placer. Consenso exaltado en el culto Homogeneidad celebrada en la del “N° 1”, hecho por convenir a todos. degustación de una cerveza hecha para algunos conocedores.

Populismo teocrático: Elitismo aristocrático: monolitismo totalitario, sentimiento de monolitismo sectario, sentimiento adhesión. de marginalidad.

La cerveza “estúpidamente helada”: La “graaan cerveza”: beber para beber para refrescarse. saborear.

Clima sensualista Clima hedonista

Antarctica Skol

La cafetería, ligada al espacio La terraza de café, espacio del diálogo. del trabajo. Disenso valorado, aunque superado en Heterogeneidad valorizada, pero una confrontación creativa. trascendida en una “pasión” compartida.

Modelo representativo: Modelo participativo: pluralismo comunitario, sentimiento pluralismo contestatario, sentimiento de convivialidad. de compromiso.

La cerveza moralmente merecida: La cerveza inteligentemente calurosa: beber para restaurarse. beber para comunicarse.

Clima higienista Clima intelectualista { Identidades en construcción 256 Eric Landowski

11.3 giros y vueltas

En todo esto, por ningún motivo la sociabilidad se opone a la estesia. Al contrario, no hemos dejado de ver cómo se articulan entre sí esas dos dimensiones y cómo incluso se apoyan mutuamente: para cada marca, un modo específico de exaltar el sentimiento comunitario pasa por una manera precisa de tematizar las modalidades sensibles de la relación a la cerveza misma. De ahí, como queda indicado en el diagrama anterior, un cierto clima propio de cada marca, una manera original de estar a la vez, indisociablemente, en el mundo y con el otro, tanto en el plano de la experiencia estésica como en el plano de las relaciones intersubjetivas. Clima hedonista o higienista, intelectualista o sensualista: otras tantas maneras distintas de coordinar los términos de la distinción que nos sirvió de punto de partida: el placer, de una parte, modalidad eufórica de la sensación inducida por el contacto del cuerpo del sujeto con las cualidades sensibles del objeto (que habría que oponer, evidentemente, al “dolor”); de otra parte, el bienestar, modalidad de la significación in- ducida por la presencia del sujeto con el otro (cuyo contrapeso negativo sería esta vez el “malestar” o el “fastidio” en relación con el otro). Desde el comienzo, hemos descartado por demasiado reductora la interpretación, bastante difundida, que consiste en plantear como una alternativa necesaria la relación entre dos términos: o el placer o el bienestar… ¡No! Uno y otro. Y acabamos de exponer, a partir de al- gunas muestras de discursos sociales, que, de hecho, la conciliación es posible. Sin embargo, la experiencia cotidiana está lejos de ir siempre en el mismo sentido. Entre las tentaciones del placer (egoísta) y las exi- gencias (sociales) de la civilidad, es cierto que no pocas veces se hace necesario elegir. La exclusión de un término por el otro sigue siendo, a pesar de todo, una eventualidad que hay que tener en cuenta. La cues- tión comporta, a la vez, aspectos muy generales que consideraremos más adelante10, e implicaciones más particulares que reclaman aquí algunas palabras a guisa de conclusión. ¿Cómo se articulan las dos di- mensiones desde el punto de vista de la sintaxis, con cuya ayuda poda- mos dar cuenta de la experiencia vivida frente a la realidad sensible? Es cierto que, a juzgar por muchos discursos y puestas en escena de prácticas cotidianas, lo que llamamos “placer” (y no solamente el “dolor”) parece tender, a partir de cierto grado de intensidad, a llevar al

10 Cap. 12.2. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 257 sujeto a replegarse sobre sí mismo, como “poseído” por el objeto. Ani- quilado como sujeto autónomo, no es cuestión, por su parte, de probar- se a sí mismo –ni a fortiori de manifestarse– como presente al otro. Y así, el “exceso” del placer impondría, casi mecánicamente, la pérdida de pertinencia de la dimensión de la sociabilidad. Del mismo modo, en sen- tido inverso, el “bienestar” social experimentado [éprouvé] por medio de cierta calidad del estar-conjuntos, puede, ciertamente, en muchos casos, llegar a neutralizar la competencia estésica de los sujetos, hasta el punto de dictarles juicios de gusto independientes de toda experien- cia sensible propiamente dicha, a tal grado que la puesta a prueba del sujeto por el objeto puede, igualmente, en ese caso, ni siquiera tener lugar simplemente. Así, por ejemplo, el niño (y hasta el adulto), si es- tá demasiado impregnado del sistema de valores propio de la cultura en que vive, “no gustará” de tal plato exótico antes incluso de haberlo probado, por el solo hecho de ser exótico. El discurso publicitario se apoya en ese principio cuando trata de promover productos en función únicamente de los valores sociales de los que son presentados como so- portes, independientemente de sus cualidades estésicas intrínsecas. El gusto de la compañía sustituye entonces al sabor de las cosas, o es suficiente para conferirles una apariencia de gusto. Pero existe también otra categoría introducida más arriba que de- be ser tomada con precaución, o mejor aún, manejada con sutileza si se quiere evitar convertirla en un instrumento indebidamente reduc- tor. Se trata de la distinción entre sintaxis de la envoltura del cuerpo y sintaxis de la penetración. La primera nos ha servido para fundar la clase de los “cosméticos” encargados de embellecer los cuerpos, con- siderados como objetos que los sujetos se dirigen (o se ofrecen) unos a otros con fines de seducción. La característica común de los objetos de esa clase consiste en intervenir sobre el fondo de una intersubjetividad presupuesta, como ayudantes del buen funcionamiento de un régimen de sociabilidad determinado. Maquillarse, vestirse, de manera general componer su apariencia, es siempre volverse hacia el otro y formular una suerte de llamada, aunque solo sea para obtener alguna forma de reconocimiento (o, en su defecto, por una suerte de desdoblamiento, para mirarse y juzgarse a sí mismo “como otro”). Al contrario, la sinta- xis que preside la acción de los “narcóticos”, al operar directamente en el plano de la propioceptividad, parece, por naturaleza, antinómica de la relación de comunicación: tiende más bien a lo que hemos llamado estados de posesión. No obstante, incluso “poseído”, un sujeto podrá 258 Eric Landowski

aún (salvo casos límite de alienación total) encontrar los medios si no de decir, por lo menos de mostrar el estado –de “posesión”– en el que se encuentra (o tal vez en el que finge solamente encontrarse). De manera igualmente ambivalente, hemos visto a lo largo de nuestro recorrido cómo un producto que pertenece, en principio (por su sintaxis), a la cla- se de los narcóticos –la cerveza– puede, en el discurso, ser semiótica- mente reconstruido –desviado de su función y volteado desde el punto de vista de su sentido– hasta convertirse en cosmético. Asimismo, en el plano de las prácticas de interacción entre sujetos, colocarse bajo el dominio de un narcótico (cualquiera que sea su naturaleza) y dejarse sorprender (o a fortiori exponerse) en ese estado, aparentando ignorar al otro, es, en definitiva, recubrirse, cosméticamente, de una apariencia que el otro no tardará, por lo general, en reconocer por lo que es: una forma de mensaje o de llamada enmascarada. Lo que quiere decir que las categorías que hemos establecido no son en ningún caso tomas sustanciales de lo real. Son solamente ins- trumentos heurísticos. En ese sentido, únicamente tienen valor en la medida en que no excluyen, por principio, ningún giro de sentido im- previsto en el plano de los objetos o de las prácticas por describir. La función de los modelos jamás consiste en agotar el registro de los po- sibles, pretendiendo imponer límites a lo real, sino en asumir su movi- miento tratando de dar cuenta de él. Capítulo 12 El gusto de la gente, el gusto de las cosas

12.1 el gusto y su sujeto

12.1.1 Un don recíproco

La escena podría tener lugar en la sala de profesores o en la cafetería. Aunque en esos lugares apenas se haga otra cosa sino saludarse de pasada, llega un buen día un colega que, de manera inesperada, se pone a explicarme por qué, según él, las últimas medidas que acaba de tomar el gobierno son exactamente aquellas que se imponían. Yo no soy de la misma opinión, pero no tengo ganas de enfrascarme en una discusión. Por suerte, existe una fórmula lista para el que prefiere en tales ca- sos escabullirse cortésmente: “Querido colega, cada cual su punto de vista”. Dicho de otro modo, no comparto en absoluto tu opinión, pero, por supuesto, eres libre de pensar lo que más te guste. Algunos días más tarde, después de una recepción ofrecida por una de nuestras co- nocidas comunes, otro colega, de excelente humor, insiste en hacerme saber hasta qué punto “ha adorado” la velada en cuestión: “¡Gentes exquisitas, una cocina genial, una música hyper tendance!”. En una pala- bra, el tipo de reunión que evitar. De nuevo, ¿para qué discutir? Igual- mente por fortuna, para este género de circunstancias, existe también

[259] 260 Eric Landowski

una fórmula perfectamente adecuada, no menos inocente y cómoda que la precedente: “¡Querido amigo, cada cual con sus gustos!”. De gus- tibus non disputandum est [De gustos no se discute]. Verdaderas o falsas, esas fórmulas constituyen ante todo recursos estratégicos preciosos de la conversación. A pesar de que una se refie- re al intercambio de opiniones y la otra a la expresión de gustos, y de que se trata de dos modos de manifestación distintos de la “subjetivi- dad”, allí de naturaleza cognitiva, aquí más próximo de la afectividad, resulta fácil explicitar la filosofía común que las inspira. En ambos casos, la pluralidad parece de rigor. Tanto en el plano de las opiniones como en materia de gustos, parece normal hoy en día que cada uno fije por sí mismo sus propias posiciones, actitudes y preferencias: es preciso sentirse libre tanto para tomar sus opciones como para expre- sarlas. Y lo mismo sucede con nuestra identidad. De hecho, expresar nuestras opiniones o nuestros gustos no consiste solamente en hacer saber a los demás cómo clasificamos y valoramos los objetos que se encuentran a nuestro alrededor, o que pasan por nuestra imaginación; y tampoco consiste simplemente en indicar para fines prácticos cuáles son las verdades en las que creemos o las cosas que nos atraen. Con- siste también, y tal vez ante todo, en identificarnos frente al prójimo y, dado el caso, de cara a nosotros mismos: es una manera –una de las más simples y de las más comunes– de decir(nos) quiénes somos y de hacer saber lo que somos. De ello dan testimonio, por ejemplo, los rituales de conversación entre personas que no habiéndose encontrado jamás, tratan de saber a qué se dedican y qué género de terreno común podrían encontrar para dar un mínimo de contenido a sus intercambios de palabra: ¿la políti- ca?, ¿la literatura?, ¿el deporte? “–A propósito, ¿le interesa el fútbol? –¿El fútbol? No mucho, en verdad. –¡Qué pena! Yo por nada del mundo per- dería un partido. ¿Y el básquet? –¿Qué?”. Es claro que si la conversación se inicia de esa manera, no se prolongará por mucho tiempo. Los inter- locutores han comprendido ya que se han cruzado por error. Cuando alguien nos habla de aquello que le interesa o de lo que le gusta, no es posible limitarnos a constatar que él se apasiona por esto o por aquello, o lo que es peor, a adoptar una actitud de evaluación crítica que dejaría entrever divergencias latentes. Una persona que se confía a otra, por lo general espera del interlocutor que se reconozca, al menos en parte, en la imagen que le ofrece de sí misma: “¡Ah! A usted también le gusta Wagner. ¡Qué gusto!…”. Música o literatura, deporte, política o gastro- Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 261 nomía, poco importa: no es el objeto lo que cuenta, sino el encuentro entre sujetos, por gustos interpuestos. Y si por mala suerte esos gustos, cuya profesión mutuamente solicitada cumple en cierto modo la fun- ción de don recíproco, no concuerdan, lo mejor será que ambas partes se callen. Porque en muchos respectos, el adagio resulta verdadero: los gustos se comparten, no se discuten. Sin embargo, esa manera de ver se apoya, de hecho, en una concep- ción sumamente discutible del “gusto”, al mismo tiempo que en cierta idea, superable también, de lo que debería ser un “sujeto”. En la base de los comportamientos individuales, supone la existencia de ciertas disposiciones fundamentales, cuya organización definiría, de una vez por todas, en cada uno de nosotros, algo absolutamente único, un gus- to personal y singular que se confundiría con la esencia de nuestra “subjetividad”. Ese núcleo de disposiciones generales, al expresar un modo específico de relación con el mundo, determinaría nuestras re- acciones de atracción o de repulsión ante las cosas y las gentes. Como consecuencia, ese mismo núcleo nos permitiría (hasta un cierto punto) anticipar nuestras propias reacciones frente a experiencias aún inédi- tas, y prever las actitudes de otros en las situaciones concretas de la vida cotidiana. Conocer a alguien consistiría, en suma, en poder decir, en todas las circunstancias y sin gran riesgo de error: “¡Eso, ese libro, ese disco –pero también esa camisa, ese restaurante– y hasta ese tipo, esa muchacha, le va a gustar, yo lo sé!”. En ese marco, es comprensible que parezca recomendable, de acuer- do con lo que prescriben las buenas maneras, no manifestar desacuerdo con las predilecciones de nuestros interlocutores, a menos que sea abso- lutamente inevitable. Efectivamente, si el ser de aquel que se encuentra delante de mí es indisociable de un sistema determinado de atracciones y de repulsiones, es decir, de un conjunto de gustos que lo definen y lo singularizan en cuanto sujeto, difícilmente podré confesarle que yo no comparto tal o cual de sus inclinaciones sin arriesgarme a darle la impresión de que estoy rechazando su persona misma. ¿Cómo darle a entender que lo que él “adora”, yo lo “detesto”, sin parecer que le estoy diciendo que, en mi opinión, tiene “mal gusto” y que, en esa medida, es él, en el fondo, el que me “desagrada”? Planteada así la situación, daría la impresión de que las preferencias de cada uno forman bloques irre- ductibles, de suerte que, en caso de que no hubiera convergencia previa entre ellas, no existiría medio alguno de ponerse de acuerdo. Volvemos así al punto de partida: De gustibus non disputandum est. 262 Eric Landowski

12.1.2 Condiciones de una semiótica del gusto

Pero no podemos contentarnos con esa constatación, que, en realidad, no hace sino enmascarar una serie de problemas. El principal y el más delicado (que se remonta por lo menos a Kant) consiste en saber si es posible, o no, definir un nivel de pertinencia que permita, a pesar de todo, si no arbitrar de manera absoluta, por lo menos discutir razona- blemente en el plano estético. ¿A qué tipos de propiedades inherentes a los objetos remiten, pues, los gustos que les atribuimos? ¿Es posible dar cuenta, por poco objetivamente que sea –semióticamente, por ejemplo– del gusto de las cosas, dicho de otro modo, de los efectos de sentido que resultan de las cualidades sensibles que les son inmanentes? Pero, antes, se plantea otra cuestión, central desde el punto de vista de una sociosemiótica. Se refiere a las formas del gusto de la gente, tal como se manifiesta en las prácticas sociales, en relación con la constitución de los sujetos y con el devenir de su “identidad”. A ese respecto, nuestro adagio de referencia, al postular la irreductibilidad de los gustos in- dividuales, excluye de entrada la idea misma de cualquier ciencia del gusto. No es esa, sin embargo, la única opción posible. Las principales posiciones que se pueden tomar en cuenta, tanto filosóficas como so- ciológicas, son conocidas: podemos resumirlas brevemente. En un extremo, encontramos el puro subjetivismo, es decir, aquella posición que acabamos de comentar: “cada cual con sus gustos”. Se- gún esa perspectiva, nada explicará ni justificará jamás los juicios y preferencias individuales, puesto que se considera que dependen úni- camente del sentimiento personal. Esa es la posición de los defensores de lo inefable: nada debe ni puede dar cuenta de ese hecho moral absoluto que solo tiene que ver con mi relación íntima y singular con el objeto: “me gusta” (o no me gusta) este cuadro, este olor, este paisaje, este ros- tro, este sombrero, este vino, esta canción, o cualquier otra cosa que se presente ante mí, de la cual tengo sensorialmente la experiencia y que me atrae, me agrada, me encanta, o al contrario, me es indiferente, me fastidia, me desagrada, me repugna. No es fácil designar un repre- sentante tipo que personifique esta primera forma de ver, pues está ampliamente difundido, al punto de confundirse casi con el sentido común. Retengamos, no obstante, una figura emblemática: Stendhal. No Stendhal “en sí mismo”, sobre el cual no tenemos la petulancia de formular juicio alguno, sino el que nos presenta uno de sus lectores más acuciosos, Gérard Genette: un Stendhal coleccionista de emocio- nes estéticas de todo género, pero que, se nos asegura, jamás ha tenido Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 263 otra ambición que la de profundizar –en solitario– su propio sentir, sin relacionar su placer (o su displacer) con ninguna otra cosa más que con la singularidad de su propia “sensibilidad”1. En el otro extremo, posición intelectualmente noble, pero que hoy resulta un tanto rara, el objetivismo radical. Si nos remitimos a las dis- tinciones aceptadas entre grandes corrientes de pensamiento, no hay duda alguna esta vez: esa posición estética se inscribe en la línea de Platón, que se basa en la idea de lo Bello en sí. Al remitir a la existen- cia de formas arquetípicas trascendentales, perfectas por naturaleza, el sentimiento de lo bello depende aquí de la conformidad del objeto con los números áureos que rigen la conformación misma de lo real. En esas condiciones, el placer estético solo puede nacer (aunque también debería invariablemente fluir) de la percepción de formas universal- mente reconocibles como bellas, por ser necesarias. Paralelamente, circulan también otras variantes del objetivismo, que no parten de la reflexión filosófica, sino de las ciencias empíricas. En tal sentido, asistimos actualmente al desarrollo de un acercamiento neurobiológico y experimentalista del gusto (stricto sensu), que se enor- gullece de explicar nuestras preferencias en términos de respuestas fi- siológicamente condicionadas por las características de los “mensajes” químicos contenidos en las moléculas de las sustancias que ingerimos y que saben decodificar nuestras “neuronas sensoriales”. Si nos gusta el té o el tabaco, no es por el gusto (noción indefinida y precientífica), sino porque la teína o la nicotina (equivalentes modernos de la virtud flogística del fuego) que absorbemos cuando la bebemos o la fumamos hacen que esos productos sean físicamente necesarios para nuestro sis- tema nervioso. Desde ese punto de vista, todos los objetos de gusto tie- nen, en su principio, algo de narcóticos, y todos nosotros estamos, por decirlo así, drogados, pues creyendo elegir lo que nos gusta, lo único que hacemos es obedecer de hecho a determinismos que se originan en la complicidad entre la química de los objetos y los caprichos de nues- tros receptores o de nuestras sinapsis. Sin embargo, como ninguna de esas opciones es indispensable, es preciso hacer justicia también a un tercer principio general de inter- pretación: la opción relativista. Efectivamente, ¿en qué confiar si, des-

1 G. Genette, “Égotisme et disposition esthétique”, Figures IV, París, Le Seuil, 1999. 264 Eric Landowski

pués de renunciar a referir los juicios de gusto a la pura subjetividad individual (puesto que, por definición, eso no explica nada), tampoco nos resolvemos a proponer lo Bello absoluto como criterio universal a priori, ni a ver en el reduccionismo de tipo bio-fisiológico una panacea? Queda entonces, un poco trivialmente (sobre todo en comparación con las explicaciones por la trascendencia), la contingencia de las formas sociales del gusto, cuya infinita diversidad en el tiempo y en el espacio es fácil de constatar. Los gustos, según esa perspectiva sociologizan- te, o “culturalista”, no son ni arbitrarios, como en los subjetivistas, ni necesarios, como en los contradictores. Ni totalmente impresionistas ni naturalmente programados, serán socioculturalmente determinados, es decir, a la vez contingentes y previsibles. ¿Es necesario detenerse aquí? Ciertamente, el relativismo socioló- gico, desplazando aparentemente la cuestión más allá del subjetivis- mo como del objetivismo, y neutralizando de ese modo la oposición entre esas dos corrientes tradicionales, ha abierto una pista a primera vista interesante. Lamentablemente, revela pronto ser bastante iluso- ria. La fórmula banal: “a cada uno (a cada individuo) sus gustos”, la sustituye por otra, casi lo mismo de trivial: “a cada tribu los suyos”, con la pequeña diferencia de añadir cierta dosis de determinismo, pues queda entendido que cada individuo tiene que conformarse –lo sepa o no, lo quiera o no– con los gustos de la tribu. Así, pues, una vez más, después de un rodeo un poco más largo y más erudito, De gusti- bus non disputandum est. De ahí, el interés de explorar una última vía que se nos ofrece aún, a la cual la epistemología semiótica debería poder ayudar a otorgarle alguna consistencia. Se trata de una posición interaccionista, en estricta conformidad con las opciones teóricas que se hallan en la base del con- junto de nuestra empresa referente a la cuestión del sentido2. En efecto, venimos postulando que el gusto depende, de entrada, de una pro- blemática del sentido, o más exactamente, que se analiza en sí mismo como un efecto de sentido. Visto desde este ángulo, el gusto que atribui- mos a las cosas, lo mismo que el sentido que asociamos a ellas en otros planos, no existe a priori, ni en el alma de los sujetos degustadores (a falta de una subjetividad que habría que proponer, de una vez por todas, como una sustancia) ni en la esencia (física o metafísica) de las cosas

2 Cf. más arriba, en particular, caps. 1 y 3. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 265 degustadas, ni tampoco en las predeterminaciones socioculturales del acto de degustación que pone en relación los dos actantes, sujeto y objeto. Partimos, en cambio, de la hipótesis de que el gusto, en cuanto efec- to de sentido, se constituye en el proceso mismo de construcción recí- proca de los dos participantes interactuantes, que son precisamente, en el marco de su encuentro, ese “sujeto” y ese “objeto”. Lo cual viene a decir que el gusto “de las cosas”, así como su sentido, no es jamás ni “subjetivo” ni “objetivo” y que tampoco es inmediatamente reduc- tible a la contingencia de algunas convenciones propias de la cultura considerada. Se construye en la confrontación, o mejor aún, en el ajus- te entre las cualidades sensibles inmanentes al mundo-objeto y la com- petencia semio-estésica de los cuerpos-sujetos que el encuentro con esas cualidades pone a prueba. En esas condiciones, aun cuando el gusto, o más precisamente, los efectos de sentido estésicos (o estéticos) de los objetos no son nunca dados de antemano, proceden, no obstante, de elementos positivos –de objetos-textos– analizables con el mismo título que los demás tipos de dispositivos generadores de sentido –los textos- objetos– habitualmente tomados, en semiótica, como materia a describir o a modelizar sobre la base de rasgos pertinentes que los articulan en cuanto realidades significantes. Un ejemplo nos ayudará a precisar la especificidad de la problemática así concebida, permitiéndonos al mismo tiempo sintetizar el conjunto de las posiciones que hemos recensionado. Caso que se ha convertido en raro hasta el punto de suscitar la curiosidad, Fulano sigue fuman- do: ¿Por qué? Respuesta subjetivista: “Porque le gusta”, y nada podría añadir a esa constatación sencillamente tautológica. Respuesta objeti- vista: ya la conocemos, “Porque la nicotina se ha convertido (y lo que es peor, por su propia culpa) en algo indispensable para su cuerpo intoxicado”. Respuesta relativista: aquí la opción está abierta: “Porque todo el mundo fumaba antes a su alrededor y quería tener el aire de todo el mundo”, o bien “Porque nadie fuma ya a su alrededor y quiere distinguirse de los demás”. Y, finalmente, respuesta interaccionista: porque en el acto mismo de fumar –en su relación con el tabaco mien- tras que lo consume– el mundo en su conjunto adquiere gusto, para él, al adquirir sentido. Antes de ser semiótica, esta última respuesta es, en su principio, feno- menológica, al menos de inspiración. Pero es también, más precisamen- te –literalmente– sartriana. En efecto, en El ser y la nada se encuentra la primera, y a decir verdad, hoy mismo, la única interpretación semiótica 266 Eric Landowski

(al pie de la letra, Sartre habla de “significación existencial”) de actos tales como fumar, saborear (lo salado o, al contrario, lo dulce), pero tam- bién del tipo acariciar, esquiar, etc., que, a títulos diversos, comprometen, unos y otros, los gustos (en sentido amplio) de los sujetos en su relación con el mundo sensible3. Extraer los efectos de sentido de ese género de interacciones dinámicas observables entre dos cuerpos –entre soma y physis, o de otra manera, soma contra soma, cuerpo sintiente contra cuerpo sentido en cuanto partes comprometidas en lo experimentado–, es la meta que nos hemos propuesto. Nuestro objetivo consiste en hacer del gusto un objeto (de conocimiento) del cual podamos discutir racio- nalmente, que se pueda transmitir –hacer compartir no solo por medio del contagio sino también por vías discursivas–; en suma, un objeto del cual lleguemos a construir un día si no la ciencia, por lo menos descrip- ciones inteligibles.

12.2 Formas del gusto

Partamos de la crítica de los presupuestos subjetivistas propios del discurso social de referencia. Si hubiese verdaderamente un principio explicativo único, un sistema de gustos invariantes en la base de cada uno de nuestros comportamientos, entonces, por definición, ese prin- cipio debería permitir dar cuenta de manera coherente del conjunto de nuestras reacciones frente al mundo sensible en las situaciones más diversas de la vida. Ahora bien, por poco que observemos lo que pasa a nuestro alrededor, o que tratemos de analizar con un mínimo de dis- tancia nuestras propias opciones estéticas, podemos constatar que, en realidad, lejos de mostrarnos siempre idénticos a nosotros mismos, y por tanto previsibles, no cesamos de sorprendernos los unos a los otros por nuestras incoherencias.

12.2.1 La inconstancia necesaria

En primer lugar, nos comportamos en numerosas circunstancias como si cambiásemos periódicamente de sistema de valores a medida que el tiempo pasa. Sin exceso de escrúpulo, alabamos hoy lo que censurába- mos o rechazábamos ayer, y viceversa. Más extraño aún, al lado de esa inconstancia sintagmática, cierta dosis de inconsistencia paradigmática

3 J.-P. Sartre, El ser y la nada, op. cit., IVa parte, cap. II. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 267 nos parece normal: así como nos reconocemos parcialmente diferentes de nosotros mismos a lo largo de las fases sucesivas de la vida, nos acomodamos también sin demasiado embarazo a ser capaces de actuar en un solo y mismo momento de acuerdo con sistemas de valores he- terogéneos y hasta opuestos, como si dos o más sujetos cohabitasen en cada uno de nosotros. Para poner a este propósito un ejemplo familiar, cuando uno visita al primero de los colegas al que hacíamos alusión al comienzo, uno queda de inmediato un tanto desconcertado. A la casa se entra por la cocina. Allí, nos dice a modo de explicación o de excusa, pasa la ma- yor parte del tiempo, incluso para leer y trabajar. De hecho, la pieza es amplia, acogedora, y a las claras muy confortable, con la presencia inesperada de un enorme sofá. Enseguida nos introduce en el salón: pieza enteramente arreglada en un estilo seudo-Luis XV perfectamen- te convencional, donde nuestro amigo confiesa, en cambio, que nunca le gusta estar, pero del cual se siente muy orgulloso. Con cada visita, una vez hechos los cumplimientos de rigor a propósito de esa maravi- lla –el salón–, volvemos enseguida a charlar a la cocina. Y ya allí, nos preguntamos en un aparte si no existe alguna inconsistencia –una rara incoherencia en el plano del gusto– en “querer” a la vez esta cocina cuyo valor estésico está fuera de toda duda y ese salón que, a lo más, se justifica solo por su valor social. Dejemos, no obstante, esta cuestión por el momento, y volvamos a la inconstancia en el tiempo. ¿Cómo interpretar el hecho de que, en los dominios considerados más importantes, así como en los más fútiles, podamos adherirnos plenamente a un estilo o a una opinión determinados, y al año o a la estación siguiente prefiramos exactamente lo inverso? De la canción a la política, de la moda vestimentaria a la manera de llenar el tiempo libre, no existe ningún dominio en el que los entusiasmos colectivos no se sucedan los unos a los otros a un ritmo siempre acelerado: constata- ción banal, por lo demás. Lo que resulta más extraño es la docilidad y la facilidad con que seguimos esos rasgos de comportamiento que se podrían tomar, en el plano individual, por el índice de una inquietan- te irresolución. Si nuestra identidad de sujeto depende de un sistema idiosincrético y estable de predisposiciones que fijan principalmente el abanico de nuestros gustos, ¿qué sucede entonces con esa identidad si cambiamos continuamente de preferencias? ¿Habrá que admitir que la figura del sujeto se disuelve en ese punto y que la noción misma de identidad queda vacía de toda pertinencia? 268 Eric Landowski

Nada es menos seguro, porque la inconstancia aparente puede a ve- ces traducir no la irresolución, sino más bien una preocupación subya- cente completamente constante. Así, en un medio donde los criterios de juicio mayoritariamente admitidos para reconocer lo que es estéticamen- te satisfactorio, socialmente prestigioso, ideológicamente “correcto” y hasta pragmáticamente beneficioso, cambian a paso ligero, la capacidad de cambiar uno mismo periódicamente de punto de vista o de opinión constituye una aptitud indispensable para quien quiere mantenerse en conformidad con el prójimo. Saber acompañar el movimiento y mostrarlo por la adopción de conductas, al menos verbales, que hagan ver que uno comparte los mismos principios de evaluación de “todo el mundo” de su entorno, es sin duda el medio más elemental, para el que encuentra en ello placer o siente socialmente la necesidad de atestiguar a la vista de todos (él mismo tal vez incluido) que pertenece a su comunidad. Gene- ralizando, se podría llegar a sostener que cuanto más se pliega un sujeto a la evolución de los comportamientos ambientales, y de los juicios que presuponen, más fiel se muestra, en realidad, a sí mismo: la sucesión de sus virajes no hace, en el fondo, más que traducir la constancia de una sola preocupación que lo guía permanentemente: mantenerse, pase lo que pase, en armonía con sus pares –al menos aparentemente–. Aunque ese razonamiento pueda parecer algo sofisticado, tiene la ventaja de permitir recuperar la idea de un núcleo estable, constitu- tivo de la identidad “profunda” de la persona, reconociendo al mis- mo tiempo el carácter errático, fluctuante y hasta contradictorio de los comportamientos observables en superficie. Hacer vivir una imagen de sí como miembro plenamente integrado a su universo social, es la mira que da una razón de ser, una coherencia y un sentido, a la hetero- geneidad manifiesta de nuestras opciones sucesivas, es decir, a nuestra inconstancia. ¡Es preciso saber ser “de su tiempo”! Pero esa argumenta- ción remite, de hecho, a algo más fundamental. Presupone la existencia de dos formas posibles de “felicidad”, que responden a su vez a dos tendencias correlativas del “gusto”, tan potentes, a priori, la una como la otra, y que, según los casos, podrán combatirse o combinarse entre sí, determinando con ello estilos de vida distintos: por un lado, el gusto de gozar –de gozar del mundo, de las cosas, de las gentes–, y por otro, el gusto de agradar –de agradar al otro, a los otros, de ser admitido, recono- cido, querido, de agradar a la “sociedad”, o más generalmente, a alguna instancia de orden trascendente que el sujeto haya reconocido o se haya dado a conocer como juez de sus actos o de su manera de ser–. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 269

12.2.2 El gusto de los placeres – el gusto de agradar

Considerado bajo el primer ángulo, el “gusto” de un sujeto se analiza como la propensión a buscar ciertos estados eufóricos que dependen directamente de las cualidades sensibles de los objetos mismos con los cua- les puede entrar en relación. Esa es la acepción conforme con la gran tradición del siglo XVIII: el gusto de los placeres, como se decía entonces sin escrúpulo ideológico alguno4. Se trata, pues, de lo que llamamos hoy experiencias estésicas, designando con ellas una clase de interaccio- nes en las que la sensibilidad del sujeto (en cuanto cuerpo-sujeto) se en- cuentra puesta a prueba, gracias a una forma u otra de confrontación con la materialidad de las cosas o con la presencia carnal de otro. En- tran en ese marco goces “profundos” y “embriagadores” que permiten probarse [sentirse, experimentarse] a sí mismo de manera particular- mente intensa –como, por ejemplo, en la intimidad de la voluptuosi- dad compartida–, pero también toda suerte de placeres de talante más “inocente”, como los que puede proporcionar el amor a la música, o a otras artes, el gusto por los paseos (solitarios) o por la buena comida, o incluso por la práctica de una gran variedad de actividades, deportivas y otras, en las cuales el ajuste necesario o la dinámica de un acompa- ñante en movimiento (humano o no) conduce a formas de euforia di- versamente vinculadas a la motricidad y al control del cuerpo propio. Como puede fácilmente constatarse, esta enumeración (que no pre- tende ser exhaustiva) pone lado a lado placeres de naturaleza heterogé- nea. Algunos, como aquellos que el melómano busca en su relación con la música, pertenecen sin ambigüedad a la dimensión estética. Otros, en cambio, ponen más bien en juego la dimensión fórica (llamada a ve- ces también “pulsional” o “erotética”5), como es el caso, en particular,

4 Cf. especialmente Rousseau, Las confesiones: “A medida que ella perdía el gus- to de los placeres del mundo, lo reemplazaba por el gusto de los secretos y de los proyectos” (Gallimard/Pléiade, 1947, p. 200); o: “Los mundanos […] envi- dian a los demás el goce de los placeres simples cuyo gusto ellos han perdido. Yo tenía ese gusto, y encontraba encantador satisfacerlo con tranquilidad de conciencia” (p. 240); o aún: “Mi fantasía había perdido su vivacidad; el gusto del placer seguía allí todavía, pero la pasión ya no estaba más” (p. 256). Pero también deberían ser citados Diderot, Laclos, Crébillon y, en otro registro, Sade evidentemente. 5 Cf. H. Parret, La voix et son temps, Bruxelles, De Boeck, 2002, p. 134. [Erotético: El dominio /erotético/ es el de los deseos, opuesto al dominio /cognitivo/, que es el de las creencias. El dominio erotético es extensivo: alude no solo a los 270 Eric Landowski

cuando el placer que el sujeto experimenta es el de dejarse llevar por “el otro” (lato sensu), como Rousseau en su barca, dejándose mecer por las olas sobre el lago de Bienne, o, suponiendo que todo lo demás sea igual, un amante del parapente, o un conductor de automóvil deportivo, de yate o de equitación, de esquí o de patines (y también, por supuesto, de la danza), los cuales se dejan sostener –por el aire, por el agua, por la nieve o por el “partenaire”, o simplemente por la fuerza de inercia de la máquina–, ejerciendo a su vez, en retorno, por el empuje y la dinámi- ca de todo su cuerpo, un necesario control sobre las modalidades y el sentido de la interacción en curso. Finalmente, tercer caso, donde ya la alternativa entre las dos dimensiones precedentes aparece como supe- rable (a tal punto que, lejos de ser marginal, este último caso podría ser, de hecho, el más general), podríamos hallarnos ante placeres situados a medio camino entre lo fórico y lo estético, o combinados entre sí, co- mo sucede con la delectación del gourmet, a la vez eufórica en el orden propioceptivo y regalo estético para los ojos. Sin embargo, cualesquiera que puedan ser la pertinencia y el in- terés de esas distinciones desde el punto de vista de una analítica del placer, no nos detendremos más en profundizar en ellas, pues no son indispensables en la perspectiva precisa de una semiótica del gusto, que es ahora la nuestra. De hecho, referida a las formas posibles del gusto, toda búsqueda de placer, ya sea que se especifique al modo estético o al modo fórico, se centra en todos los casos y por definición en uno u otro de los polos de la alternativa de base que nosotros planteamos: en el lado del gusto de gozar por oposición a la otra forma fundamental que constituye a nuestros ojos el gusto de agradar6. Pero debemos precisar en qué se funda semióticamente esa distinción.

deseos sino también a las necesidades, e incluso a las posiciones menos inten- sas del /querer/, así como a las simples “intenciones”. El término /erotético/ es utilizado con frecuencia para designar la llamada “lógica erotética” o “lógi- ca de los deseos como operadores proposicionales”. Etimológicamente, tiene vinculaciones con la palabra griega ερώτησις y esta de έρωταω, que significa “pregunta”, “acto de preguntar”, pero que amplía su significado a la actitud que hay detrás de cada pregunta: “deseo de algo”, “ganas de algo” [NdT]. 6 Si el “gusto de los placeres” pertenece al siglo de Rousseau, el “gusto de agradar” remite al espíritu del siglo precedente, de Molière a La Fontaine, pasando por La Bruyère, madame de Sévigné y La Rochefoucauld, sin olvidar, por supuesto, a Racine: “La principal regla consiste en agradar e impresionar. Todas las demás están hechas para llegar a esta última” (Prefacio a Bérénice). Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 271

Tenemos que ver con dos actores al menos. Uno de ellos (por como- didad, lo llamaremos S1, o Dupont) cumple el rol actancial de sujeto desde el momento en que entra en relación dinámica (y no, o en todo caso, no necesariamente, en “conjunción”)7 con ciertos objetos de valor, que por hipótesis aprecia y de los cuales tal vez ya goza. Pero desde otro punto de vista, el mismo S1 ocupa sintácticamente el lugar de un actante objeto susceptible de ser considerado, a su vez, como más o me- nos apreciable por otro sujeto, S2, o Durand. De hecho, Dupont sabe muy bien que en la escena misma en que está aprovechando los placeres de la vida, existe, al lado suyo o a distancia, algún otro Durand, S2, que lo está observando y que, no tardando, lo juzgará. No está excluido, por lo demás –sería incluso una situación bastante banal–, que S2, a quien S1 le gustaría más agradar que desagradar, se fusione en realidad con el “objeto” del que trata de obtener placer. Volveremos sobre esto. De momento, notemos simplemente que el segundo de esos acto- res, S2, Durand, una vez colocado en posición de actante evaluador con relación a Dupont, S1, reproduce a su respecto el mismo tipo de relación sintáctica –de sujeto a objeto– que la que Dupont, S1, ha debi- do tener en un momento dado entre su propia persona y toda suerte de elementos que la rodean, cuyas propiedades intrínsecas eran tales que se sentía llevado a experimentar (o no) gusto con ellas. Y ahora, aquellos elementos que Dupont, S1, ha escogido en función de sus inclinaciones, y con los cuales ha ido constituyendo poco a poco su entorno –las personas que frecuenta, los libros que lee, los vinos que bebe, los muebles que compra, los trajes que se pone, etcétera–, con- tribuyen todos juntos a formar de él cierta imagen, agradable o des- agradable, para la mirada de Durand, S2. De ese modo, la respuesta a la cuestión de saber si, a fin de cuentas, Dupont, S1, tendrá o no la satisfacción de agradar a Durand, S2, depende en parte de lo que Dupont, S1, está inclinado a gozar, es decir, de sus “gustos” en cuan- to sistema de atracciones y de repulsiones, objetivado en la manera como selecciona los componentes de su entorno. Desde ese punto de vista, existe, como se dice en física, una suerte de “superconductivi- dad” de los gustos. Compartidos o no entre sujetos, intervienen como si fueran el equivalente de la energía que, circulando en el interior de la materia, acerca o aleja los cuerpos unos de otros.

7 Sobre esa restricción, cf. más arriba, cap. 3.1. 272 Eric Landowski

Se trata tan solo de una metáfora, pero que podría resultar fructífera, sobre todo en relación con el tipo de casos donde, entre dos interlocuto- res, el gusto de uno, o del otro, o de los dos, consiste ante todo en querer ser, precisamente, el objeto del gusto del otro. Ya se sabe que con frecuencia la única cosa, o casi, que es capaz de agradar verdaderamente a cierto S1, la única, en los casos más críticos, que puede convencerlo de que la vida merece la pena de ser vivida, consiste justamente en la manifestación del gusto –de la admiración o de la estima, de la simpatía o del amor– expe- rimentado por algún S2 hacia su persona: S1 no podría vivir si no tuvie- se la certeza de que su propia persona agrada a S2, y por consiguiente solo vive para ganar su favor, o para no perderlo. ¿Debemos considerar entonces que para ese sujeto el gusto de gozar se confunde con su gusto de agradar? ¿O viceversa? Tenemos que analizar con más detalle las ca- tegorías analíticas utilizadas y sobre todo la manera como se combinan. Para ello, supongamos ahora que el rol del actante S1, el que quiere agradar al otro, sea cumplido por madame Dupont, y que, de hecho, ella le agrada a Durand (instalado, por su parte, en su posición de evaluador, S2), y que, además, le guste mucho, y que Durand le dirija palabras dul- ces, le haga pequeños regalos, tiernas atenciones, caricias, sin descuidar ningún detalle. Lamentablemente, a pesar de todo eso, la dama sigue insatisfecha. Por cierto, no puede negar que lo que recibe de Durand es agradable en sí mismo, estésicamente, e incluso a veces sabroso. ¡Pe- ro ella no espera, desgraciadamente, su felicidad de esos aspectos ma- teriales (ni estéticos ni erotéticos)! Lo que a ella le gustaría sería poder descubrir en el comportamiento de su admirador la prueba de que él la aprecia, como a ella le gusta decir, de manera “desinteresada”, “por ella misma”. Y lo que precisamente le incomoda es la sospecha de que Du- rand, con todos sus galanteos, trate de concretar una “conjunción” con ella que le proporcionaría, sin duda, sumo placer –¡A Dios gracias!–, pero “solamente” (otra palabra de ella) como si, en el fondo, ella no fuese para él más que una “cosa agradable” que poseer, un instrumento de placer del que solo merecen ser apreciadas algunas propiedades estésicas. El diagnóstico no es difícil de establecer: S1 es una persona a la que el sueño de agradar a S2 (o tal vez de agradar sin más, en general) obsesiona como una suerte de ideal novelesco, pero que, en retorno, tiene la impresión de que “solamente” procura placer a su admirador, lo cual, evidentemente, se condice mal con su programa personal. Pero, al no disponer, por todo lenguaje, más que de una serie de cli- chés psico-afectivos, madame Dupont carece de medios para pensar su Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 273 propio problema. Sin tener la pretensión de sacarla definitivamente de apuros, tratemos, con la ayuda de algunos conceptos semióticos de ba- se, de elaborar para ella las consecuencias de la situación en la que se encuentra. Cuando un sujeto, tipo Durand, se deja guiar por el gusto de saborear los placeres del mundo, se coloca, por definición, en la posición de un consumidor –contemplador o degustador– dispuesto a evaluar las cualidades intrínsecas de los objetos y, dado el caso, a gozar de ellas. Dicho esto, en los casos particulares y, no obstante, más frecuentes en el plano empírico, en los que el objeto puesto en la mira, S1, no es cualquier cosa, sino alguien –una Dupont u otra similar–, sucede entonces (e in- cluso, probablemente, no es nada raro) que S2, el degustador, confunda (¡sin saberlo!) las dos dimensiones, sintáctica y semántica, cuya articu- lación define la situación. Dicho de otro modo, existe siempre el riesgo de que, en su precipitación, no considere, y por consiguiente, no trate al otro –objeto sintáctico de su deseo– como si se tratase semánticamente de un “objeto” en el sentido corriente del término, de una cosa. Por no darse cuenta de que se encuentra delante de un “partenaire” potencial, con el cual, poniendo un poco de atención y de disponibilidad de su parte, podría interactuar en igualdad de condiciones (en términos de unión), se limita a codiciar (en términos de junción) la posesión8. Y, sin embargo, una confusión de ese género no es inevitable. Nada impide, por principio, que cualquiera, colocado en posición S2, reconoz- ca –y de ser necesario, hasta proyecte– los atributos (semánticos) de un auténtico actor sujeto en el actante objeto (sintáctico) S1, que lo atrae. Tal actitud de reconocimiento, o de construcción, por parte de S2, puede incluso ser considerada, con frecuencia, como una condición necesaria de su propio placer, sin hablar por el momento del de su “partenaire” (él o ella). Para mostrarlo, consideremos el caso, a primera vista paradó- jico tal vez (aunque, después de todo, no es tan excepcional), en el que S1 sea verdaderamente no una persona sino una cosa, de la que S2 “se enamore”, o por lo menos por la que se dejara seducir: una pieza musi- cal, por ejemplo, o un paisaje. Recordemos a este propósito la descrip-

8 De ahí, en nuestra opinión, la imposibilidad de tener por una verdad gene- ral, como lo quisiera Herman Parret, la idea de que “el otro” sería “vivido de entrada por el Yo como un sujeto y no como un objeto […] incluso en la pura experiencia estésica del otro” (H. Parret, “Présences”, Nouveaux Actes Sémiotiques, 76, 2001, p. 117). Al contrario, el otro, según nosotros, tiene que ser construido siempre, como sujeto, “por el Yo”. En ningún caso es dado, como tal, a priori, “en la experiencia”. 274 Eric Landowski

ción, en Por el camino de Swann, del encadenamiento estratégico de las operaciones que efectúa la sonata de Vinteuil –en el rol de S1– ante un Swann instalado en S2, especialmente en el momento en el que empie- za a dejarse subyugar por la “pequeña frase” y por sus retornos episó- dicos9. La “cosa” actúa aquí exactamente como pudiera hacerlo el más voluntarioso de los seres humanos interesados en agradar, y Swann, el sujeto así interpelado, se somete a su encanto sin reservas. Por lo que se refiere al paisaje, disponemos de un estudio sumamente convincente de Francesco Marsciani sobre la manera propiamente intersubjetiva (o más exactamente, intersomática) como el Nuevo Mundo –en el rol de S1– “se impone” al narrador de Tristes trópicos en el momento en que, encarnando a S2, se acerca (en barco) a las costas de Brasil y se enfrenta a sus sabias estrategias de seducción10. En ambos casos, para alcanzar la plenitud del placer que puede procurarle el encuentro con el otro –ya sea que ese otro adopte la forma de una obra musical o la de todo un continente por abordar–, es necesario que el que escucha, o el que con- templa, sepa atribuir al objeto considerado, o reconocer en él, todas las cualidades, o mejor dicho, todas las competencias de un actante sujeto completo, dotado de intencionalidad y de plena capacidad para actuar. Para el sujeto de la experiencia, el objeto –el “Eso” de Buber11– no se diferencia en nada de una persona, de un Tú, que, queriendo hacerse comprender y deseoso de emocionar a su interlocutor, estaría buscan- do el medio más adecuado para conducirlo al misterio del sentido de su presencia. Pero es necesario ir más lejos.

12.2.3 Formas de logro [d’accomplissement]

En realidad, al lado de una primera forma de gozar, que tiende a redu- cir el mundo a materias y a cuerpos, respecto a los cuales el sujeto se condena a sí mismo a no establecer con ellos más que relaciones de tipo unilateral –esencialmente del género posesión–, existe otro régimen del gusto de los placeres que podemos reconocer a partir de los dos úl- timos ejemplos comentados anteriormente: un régimen basado en una forma u otra de reciprocidad. Ese régimen de reciprocidad, que hemos

9 Por el camino de Swann, op. cit., pp. 253-255. 10 Fr. Marsciani, “Le goût et le Nouveau Monde”, en “Sémiotique gourmande”, op. cit. (especialmente pp. 61-64). 11 Cf. más arriba, cap. 7.2. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 275 denominado más arriba régimen de unión, adquiere aquí la forma más específica del gustar“ ”, o del “saborear”: por ejemplo, saborear (estésica- mente) un paisaje a la manera del antropólogo que se acerca a las costas brasileñas –o del paseante de las Rêveries [Ensoñaciones]–, o gustar (es- téticamente) de un fragmento de música, al modo de Swann: dejando libre al “objeto” para que despliegue a su gusto todas sus potencialidades, hasta las más inesperadas. Ante el Nuevo Mundo, el viajero entrega su atención “disponible” “a los olores de otra naturaleza, que ningu- na experiencia anterior permite calificar”12. Y en la novela de Proust, mientras que todo el mundo, a semejanza de madame Verdurin, “hace profesión de admirar” la obra de Vinteuil, pero que saca únicamen- te placer en encontrar en ella una serie de “lugares comunes”13, por definición ya conocidos e inmediatamente reconocibles, Swann, por el contrario, se muestra enteramente abierto e inocente ante las “volup- tuosidades particulares” que la pequeña frase le hace descubrir, y “de las que jamás había tenido idea antes de escucharla”14. En otros términos, los Verdurin y sus fieles toman posesión de la so- nata, reduciéndola a algunos motivos ya catalogados, en los que pueden fácilmente, y circularmente, reconocerse a sí mismos, en cuanto cono- cedores –evidentemente desligados– del “repertorio”. Por el contrario, Swann, que no sabe nada de antemano, ofrece el ejemplo de un verda- dero amor por la música, dejándole a ella toda la iniciativa. Porque lo que él ama en la pequeña frase es la culminación [l’accomplissement] ha- cia la cual parece tender casi desesperadamente, como si, para alcanzar- la, tuviese necesidad absoluta del otro –del oyente–, de su escucha, de su comprensión, de su participación: culminación siempre imprevisible en cuanto a su forma específica porque solo se configura, cada vez, en acto. La primera condición para acceder a esa forma de placer, que colocamos del lado del amor por oposición a la posesión (o, en términos más técnicos, del lado de la unión por oposición a la junción), reside, pues, en la disponi- bilidad que le permite al sujeto captar el mundo como un espacio poblado de presencias sensibles que hacen sentido, es decir, de (cuasi-)sujetos. Poco importa que estos últimos se manifiesten actorialmente en forma de seres humanos o de cosas, porque así como las cosas no son simples objetos sensibles, sin “alma”, tampoco las personas son puros sujetos inteligibles,

12 Tristes trópicos, op. cit., p. 64. 13 Por el camino de Swann, op. cit., p. 256. 14 Ibídem, p. 252. 276 Eric Landowski

sin cuerpo. Al contrario, unos y otros hablan el mismo lenguaje complejo, donde la captación del sentido es inseparable de la escucha de lo sensible. Lo único que queda por decir es que la manera como podemos favore- cer el libre despliegue de las cosas para gozar de ellas no se confunde fi- nalmente con la manera en que podemos gozar de la expansión del otro, contribuyendo a ella, cuando ese otro es una persona. Permitir que otro se logre es siempre, de una manera o de otra, contribuir a hacerle gozar, sea en sentido propio, sea, por ejemplo, moralmente, como en la confrontación intelectual (cuando el intercambio se hace intenso, ¿no se da entonces una voluptuosidad de la discusión?), o también estéticamente, en interac- ciones tales como la danza, la esgrima, u otros ejercicios intersomáticos en el límite del arte. En cambio, sería evidentemente absurdo decir que Swann “hace gozar” a la célebre sonata, o que el viajero “da placer” a las costas de América, aunque tales incongruencias no parecen del todo excluidas ni por la lengua ni, a fortiori, por el mito, como de ello dan tes- timonio graciosamente fórmulas familiares del género: “A la res le gusta ser preparada en estofado”, o “Este vestido pide que se lo lleve de noche”. Sin embargo, excepto en este género de casos bastante particulares, sigue firme la pregunta: ¿de qué manera hay que interpretar la oposición entre relación unilateral de posesión y relación de logro mutuo cuando aplica- mos la noción a las interacciones entre los hombres y las cosas? Recurramos de nuevo a un ejemplo: el automóvil. Existe una mane- ra mínima de conducir (propuesta desde ahora como norma moral de buena conducta), que consiste en no utilizar el “vehículo” más que lo estrictamente necesario para desplazarse: avanzar, retroceder, voltear, parar. Pero existe también una manera de conducir que le reconoce al automóvil, en cambio, sus derechos, y le da su oportunidad para des- plegar las potencialidades dinámicas inherentes a su conformación, a su peso, a su cilindrada, a su hexis…, en una palabra, a todo su cuerpo. En el primer caso, yo poseo mi automóvil; en el segundo, ¿por qué no confesar que lo quiero [que lo amo]? En lugar de mantener a raya sus pro- piedades inmanentes, me agrada dejar que manifieste su potencia así como su flexibilidad automovilísticas, a riesgo, seguramente, de que un buen día escape a mi control. Pero entretanto… Quieren que solamente le pida que me transporte: servicio unilateral y pragmático. Sin em- bargo, nuestra relación es de orden totalmente distinto: de hecho, si la configuración de la pista se presta (un poco de relieve, algunas curvas bien coordinadas), nos portaremos, uno y otro, fóricamente, y hasta eu- fóricamente, y tendremos una relación de ajuste recíproco, adquirido Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 277 gracias a un poco de destreza de una parte y de otra, que nos reclama irresistiblemente a uno y a otro. En términos más generales, el poseedor reduce el mundo a un inven- tario de posibilidades que corresponden limitadamente al abanico de sus necesidades y de sus capacidades propias, de sus preferencias o de sus conocimientos. El amateur, o mejor, el enamorado de las cosas, toma, al contrario, la decisión y el riesgo de ponerlas en condición de gozar de todas sus potencialidades lo más libremente y lo más ampliamente que sea posible. Le permite al otro –a la materia para comenzar– “desarrollar [sus] potencias”, como dice Sartre al analizar el caso del esquiador, otro ejemplo de enamorado –de la nieve esta vez–. Acariciándola con su cuer- po en movimiento, “le hace rendir todo lo que puede rendir”, por medio de su deslizamiento asociado a la velocidad15. Y en esa confrontación, que lo pone a sí mismo a prueba, accede no solamente al placer, subje- tivo, de lograrse a sí mismo mediante el logro del otro, sino también a aquel, más objetivo, de aprehender en acto la “significación existencial” (como Sartre la llama) de un modo específico de ser-en-el-mundo, vincu- lado a las propiedades dinámicas inmanentes a su copartícipe. De estas observaciones se infiere, en todo caso, que la noción de gus- to de los placeres es menos simple y menos unívoca de lo que pudiera parecer a primera vista. La expresión designa una disposición general, que puede traducirse, de hecho, de dos maneras diferentes en función, a la vez, del estatuto semántico atribuido al objeto sintáctico del gusto, y del carácter, unilateral o recíproco, de la relación establecida entre los actantes; los dos criterios se implican mutuamente. Si el objeto de placer es propuesto como una cosa a poseer, es decir, como un actante privado de autonomía, destinado exclusivamente a cumplir una función prede- terminada, la relación no puede ser sino unilateral: el poseedor gozará de su cosa sin buscar más que lo que él mismo ha colocado en ella, sin preocuparse por saber si el tratamiento que le impone le permitirá o no, a ella, lograrse de alguna manera. A la inversa, si el mismo objeto es reconocido por el sujeto, o, en todo caso, tratado como otro sujeto, libre y colocado en las mismas condiciones de igualdad que las suyas, entonces la condición misma del placer del uno como del otro residirá en el logro, en una forma u otra, de las potencialidades de su “partenaire”. Del gozar, relación unilateral, se pasa así al amar, relación recíproca.

15 El ser y la nada, op. cit., p. 607. 278 Eric Landowski

Los mismos criterios de distinción se aplican también al gusto de agra- dar, el cual se descompondrá, en consecuencia, a su vez, en dos fórmulas distintas, como aparece en el esquema que sigue a continuación: de una parte, el agradar propiamente dicho, que corresponde a un tipo de situa- ciones en las que, complaciendo al otro, el sujeto se logra eufóricamente a sí mismo, y de otra parte, el halagar, que da cuenta de aquellos casos en los que por satisfacer las expectativas del otro –por plegarse a sus gustos y a su voluntad–, el sujeto renuncia a lograrse plenamente a sí mismo.

Esta similitud de principio entre los modos de articulación interna de cada una de las formas del gusto –gusto de agradar y gusto de los pla- ceres– nos dispensa, por el momento, de entrar en más detalles. Pero daremos a continuación (con la descripción de las figuras del “hombre de mundo” y del “hombre de corte”) amplias ilustraciones de las dos

formas del gusto de agradar, sumariamente distinguidas hasta ahora.

Creación de valores (relaciones de logro recíproco)

Agradar Amar [Plaire] [Aimer] {

Agradar al otro Gozar del otro (“complacerlo”), (“saborearlo”), lográndose uno mismo. permitiendo que él se logre. 1 3

El gusto El gusto de de agradar agradar

4 2 Halagar Gozar [Flatter] [Jouir]

Agradar al otro Gozar del otro (“adularlo”), (“poseerlo”), { reprimiéndose reduciéndolo uno mismo. a uno mismo.

Reproducción de los valores (relaciones de posesión) Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 279

12.3 políticas del gusto

12.3.1 Entre estésico y etológico

La posibilidad misma de articular entre sí las formas del agradar y las del gozar indica implícitamente que la dimensión estésica de la expe- riencia (con toda evidencia movilizada en el segundo caso) no repre- senta un componente aislable del resto de la vida. A pesar de lo que se sugiere con frecuencia hoy en semiótica, la relación con lo sensible no corresponde necesariamente a algunos momentos aparte, de “reve- lación”, que nos harían salir de golpe de la “prosa del mundo”16. En la generalidad de los casos, la experiencia estésica no adquiere sentido, por el contrario, más que en estrecha vinculación con elementos de ca- rácter contextual y situacional que dependen de lo que llamaremos la dimensión etológica de nuestro ser-en-el-mundo. Entendemos por eso todo aquello que, por oposición a las relaciones de contacto material y sensible entre los cuerpos, tiene que ver con lo que se refiere al orden del contrato entre los sujetos. Greimas mismo, en De la imperfección, analiza un caso ejemplar de intrincación entre los aspectos estésico y etológico de la experiencia sensible17. Se trata de las condiciones en las que Palomar, el héroe del relato de Calvino, experimenta, a la vista de una mujer acostada semi- desnuda en la playa, el sentimiento de una suerte de suspensión del tiempo, detención del aliento e impresión de ser “absorbido” por el objeto. ¿Se trata, en ese caso, de una pura conmoción estésica, o bien la dimensión del ethos contribuye también, y hasta qué grado, a deter- minar el efecto de sentido de la escena? El comentario de Greimas se centra acertadamente en el carácter alucinatorio –“surreal”, dice él– de la “visión” que se impone a Palomar, y ni el texto de Calvino ni su propio metadiscurso de semiótico dejan de señalar la presencia de un elemento complementario, que resulta de lo más real. Aunque dicho elemento pudiese parecer extraño al evento estésico propiamente di- cho, representa, en verdad, aquello que lo condiciona: se trata del sim- ple hecho –de orden etológico– de que los senos, incluso descubiertos, y por tanto, en un sentido, expuestos, ¡no son, para los que pasan por la

16 Cf. cap. 2. 17 “Le guizzo”, De la imperfección, op. cit. 280 Eric Landowski

playa, objetos para ser vistos! Detenerse y fijar los ojos es, por lo menos, “de mal gusto”. A tal punto que la joven, harta de la insistencia indis- creta de Palomar, se levanta de repente y se va. Como anota Greimas, si el objeto puesto en la mira se presenta como “una cosa agradable”, plantea al mismo tiempo algunos “problemas de moral social”, y no puede menos que provocar ciertas reacciones de “orden ético”18. No es preciso entrar en los detalles para justificar la intuición de que un simple cambio del contexto espacial de la escena (una alcoba en lugar de la playa, por ejemplo), o del marco temporal (el fin de una con- versación en vez del comienzo de un encuentro fortuito), modificando en ambos casos la significación etológica de la breve conjunción óptica realizada, hubiera bastado para transformar sus efectos de sentido esté- sicos. Esos senos desnudos, dejando de presentarse como una provoca- ción (involuntaria, por hipótesis) a gozar de una cosa prohibida –placer propio del mirón [voyeur]–, habrían adquirido, para Palomar, el sentido de una invitación a saborear la misma cosa, pero esta vez ofrecida a un admirador autorizado. Dicho de otro modo, el placer experimentado ante la “cosa agradable”, aunque sea incontestablemente de naturaleza estésica en todas las hipótesis (tanto en el contexto de la alcoba como en el de la playa), depende constitutivamente, en cuanto a la manera en que se especifica, de la definición de eso que se podría llamar elestatuto civil (deóntico, moral, social, contractual, en suma etológico) del objeto mirado. Porque a través de ese estatuto, lo que está en juego es el tipo de relación y de programa que el objeto considerado implica entre el suje- to que se propone obtener placer de él y el otro sujeto que, de hecho, se esconde detrás de su figura objetal y somática. El cuerpo encierra, en efecto, esa ambivalencia: como objeto, invita al contacto estésico –mirar o tocar–, pero como, por definición, es al mismo tiempo el cuerpo de un sujeto, la significación de esa puesta en contacto de los cuerpos depen- derá del tipo de “contrato civil” implícito que rija etológicamente las re- laciones entre el que toca y el tocado en cuanto personas. Lo que quiere decir que, desde el punto de vista metodológico, el análisis estésico (la semiótica “de lo sensible”) no es separable del análisis narrativo, el cual permite precisamente (entre otras cosas) descubrir los principios de una gramática (actancial y modal) de la civilidad19.

18 Ibídem, pp. 38 y 39. 19 Cf. cap. 6.2.1. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 281

Esas ambivalencias, sin las cuales la vida perdería una buena parte de su encanto, se transforman, en el plano teórico, en complejidades conceptuales y conducen a plantear la cuestión de una política de los gustos. Si se admite que toda política es asunto de opciones, ¿en qué consiste elegir en el dominio que nos ocupa? En las situaciones cotidia- nas en las que la opción está abierta a dos o más posibilidades, cada cual, como se dice, “elige” lo que le da placer: a este le gusta el azar de los accidentes estésicos a la orilla del mar, aquel otro prefiere los coloquios a puerta cerrada, con citas debidamente concertadas. Sin embargo, antes de manifestar su predilección por tal o cual objeto o programa particular, es preciso que, en cierto modo y en un momen- to determinado, el sujeto se elija, existencialmente, a sí mismo por la adopción de ciertos principios de selección de carácter general que nos llevan directamente a la articulación entre lo etológico y lo estésico. En efecto, ¿cómo preferir esto o aquello en el plano empírico?, ¿cómo elegir si uno no ha escogido previamente los criterios de elección? Nos vemos así conducidos a postular un plano originario donde lo que está en jue- go pertenece al orden de la meta-opción. Se trata, para el sujeto, de fijar ciertas determinaciones primarias relativas al régimen mismo del gusto que habrá de ser, tendencialmente, el suyo. Ahora bien, en esa materia, las opciones posibles se reducen, se- gún parece, a los términos de una alternativa elemental. Para saber lo que quiere, todo sujeto puede, ante todo, remitirse a la positividad de su propio sentir, sea en presencia de las cualidades sensibles del mun- do exterior, o propioceptivamente, por medio de la aprehensión de su propio cuerpo. O bien, puede referirse a un tipo de positividad que viene del Otro: aquella que le ofrece el conjunto de los lenguajes y de los saberes, de los usos y de las normas, de las opiniones y de los gus- tos que están vigentes a su alrededor. En otros términos, en lugar de buscar por sí mismo y en sí mismo cuáles son los objetos de su deseo, puede elegir delegar al ethos la tarea de designárselos. En ese caso, para reconocer lo que “ama” [lo que le gusta], el sujeto se fiará de la definición de su identidad que le propone el medio que lo rodea. De ese modo, a la apuesta que uno puede hacer por la efectividad de la apercepción reflexiva de su propio ser-en-el-mundo, se opone la meta- opción, siempre posible de ser-con-el-otro. Tales son las dos formas de positividad fundadoras del valor de los valores para el sujeto. Cada una, en su principio, funda un tipo de régimen netamente distinto en cuanto a los gustos. 282 Eric Landowski

La primera opción supone que uno sabe reconocer en las cosas una consistencia segura y una presencia capaz de imponerse. Porque para fiarse por sí mismo del gusto probado en la experiencia más que del otro, de la “opinión”, del gusto aceptado, es preciso ante todo admitir que el mundo está hecho de realidades dotadas de cualidades sensi- bles y de competencias interaccionales propias, cuyos efectos estésicos podemos intensificar sometiéndonos directamente a la prueba de sus poderes. En ese caso, el sujeto intentará realizarse en la búsqueda y en la experimentación de los sabores del mundo en su más amplia di- versidad. La otra opción tiende, por el contrario, a desensibilizar lo real, al mismo tiempo que desrealiza lo sensible, como si la sustancia de las cosas se extinguiera poco a poco. Efectivamente, elegir como criterio existencial la referencia al ethos implica, por parte del sujeto, que, por principio, les niega a las cosas mismas el derecho (si no el poder) de imponerle los motivos de sus placeres y de sus desagrados. Es cierto que la vida no pierde por eso todo su sabor. Pero el sabor que conserva será, en el fondo, como aquel de la cena del segundo de nuestros cole- gas citados al comienzo. Algunos días después de la cena que tanto había “adorado”, nos confesó que si le había agradado no fue por lo que había comido. Al contrario, no encontró allí gran cosa, todo estaba ya frío cuando llegó, y faltaba vino. Pero los invitados con los que había compartido lo poco que quedaba eran buenos amigos, y todo el mundo había estado encan- tado con la “atmósfera”: pura euforia del “ser-con”, satisfacción típica de orden ético y etológico, con exclusión, sin ninguna duda, de toda interferencia de orden estésico, por lo menos en el plano gastronómico. En suma, el menor placer sensorial posible, pero, en contrapartida, el máximo bienestar comunitario y social: y así, una catástrofe culinaria se transforma milagrosamente en un “banquete delicioso”. Situación paradójica a primera vista: gustativamente hablando, ninguno de los invitados experimenta el menor placer, y no obstante todos a coro se quedan extasiados con lo que les sirven. Porque declarar que la cena ha estado deliciosa constituye en sí un auténtico acto de fe, un gesto simbólico que significa el ser-conjuntamente, que exalta a tal punto el placer compartido de agradar –descubriéndose cada uno al gusto del otro– que hace olvidar que las condiciones de gozar, en cambio, no ha- bían acudido a la cita. En caso semejante, poco importa lo que se come: lo que tiene gusto es la comunicación en sí misma. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 283

12.3.2 Apolo y Dionisos

No faltan razones para abogar tanto por uno como por otro de los re- gímenes del gusto. En ese caso, ¿cómo elegir? ¿Y es preciso hacerlo en verdad? ¿Gozar o agradar? ¿Estesis o ethos? En un plano muy general y que consideramos lógicamente primero, cada cual (así como, un poco más arriba, el señor Dupont) se descubre inevitablemente, al momento mismo de instalarse como sujeto, cumpliendo también el rol de un ob- jeto: sujetos en cuanto que miramos el mundo, somos al mismo tiempo objetos en cuanto que vistos por otro. Planteado esto, aunque uno difí- cilmente pueda imaginar un calculador que, constatando que prefiere uno de esos dos roles al otro, decidiera de una vez por todas asumir únicamente el rol que más le conviene y dejase de lado al otro, consta- tamos que la vida, a cada instante, tendencialmente, nos obliga a elegir. Tomando en cuenta la diversidad de los campos de actividad y de las circunstancias, cada cual tiende a sentirse más a gusto tanto dentro de ta- les tipos de contextos, en la posición –al menos imaginaria– de un Apolo- que-los-otros-miran y que agradaría a todos (por su perfección supuesta), como en cualquier otra parte y en otras circunstancias, en la actitud de un Dionisos-que-contempla-el-mundo, dispuesto a gozar de él (a pesar de sus imperfecciones). Y así, sin necesidad de tomar ninguna resolución formal, cada cual termina, en el plano de las prácticas concretas, por pri- vilegiar de hecho una u otra de esas dos posibilidades. En ese sentido, se puede decir que el sujeto “elige”, y ante todo que se elige a través de la ma- nera como día a día se realiza. Si hay elección, o más exactamente, meta- opción, se aprecia claramente que se trata de opciones que se toman por sí mismas, mucho antes de que sean deliberadamente tomadas por los sujetos. Y por esa razón, las opciones de ese tipo solo se pueden constatar a posteriori: permiten, pasado el momento, comprender comportamientos o actitudes mejor que si las determinasen por adelantado20. No obstante, al optar en tal dominio preciso entre “ser Apolo” o “ser Dionisos”, el sujeto fija globalmente el tipo de positividad que fundará, para él, el valor, y en particular el “gusto” de los objetos considera- dos uno a uno. En el primer caso, se remitirá más bien a las califica- ciones modales que el Otro (el ethos) asocia a ellos, y principalmente a

20 El análisis así esbozado podría ser precisado a la luz de la distinción propues- ta por Sartre entre “elección inteligible” y “elecciones empíricas”, en El ser y la nada, op. cit., pp. 586-587. 284 Eric Landowski

las calificaciones deónticas que dan a los objetos el “gusto” de “cosas permitidas”, recomendadas, obligatorias, o al contrario, proscritas. En el segundo caso, en cambio, se fiará, de preferencia, de las cualidades estésico-estéticas inmanentes a los objetos, tales como las experimenta al confrontarse directamente con ellas. Si, por derecho, esos dos tipos de criterios no se excluyen mutuamente, revelan, con frecuencia, ser incompatibles en la práctica. Un libro, por ejemplo, podrá ser al gusto del sujeto ya etológicamente, porque es el que conviene leer, dado que todo el mundo habla de él y acaba además de obtener un premio; ya estésicamente, porque se trata de un texto sabroso, “agradable” de leer, aunque no tenga especial reputación. Lo mismo sucede con el traje que uno quiere comprar, sea porque el vendedor asegura que es “de buen gusto”, o porque la moda lo ha convertido en un “must”, sea porque, al probarlo, uno se ha sentido de inmediato “a gusto” con él. Y los ar- gumentos de orden etológico que pueden imponerse a la decisión del cliente del primer tipo, comprador apolíneo, no convencerán jamás al comprador de la familia dionisiaca. Ni al revés. Tenemos, sin embargo, un contraejemplo muy cerca de nosotros. Recordamos, en efecto, la “inconsistencia paradigmática” que había- mos denunciado con demasiada ligereza, sin duda, aunque al mismo tiempo de manera más bien grave, en casa de nuestro colega dividi- do entre la estesia dionisiaca (todas las proporciones salvadas) de su cocina y el rigor apolíneo de su salón, y que pretendía amar los dos, acumular el placer sensual y el bienestar social, en lugar de optar co- mo todo el mundo. En su caso, aparentemente, ninguna meta-opción, sino más bien el arte de sacar partido de los dos polos de la categoría analítica que venimos utilizando, polarizando el espacio mismo de su departamento. Sin embargo, ninguna necesidad estructural impone esa suerte de esquizofrenia. Pues es perfectamente pensable una or- ganización espacial donde las dos formas de gusto no sean separables. Supongamos que, después de alguna renovación, el salón de nuestro amigo sigue siendo “selecto” (aunque de otra manera), pero que ade- más se convierte en estésicamente agradable, ¿a qué se referirán exacta- mente los visitantes si continúan diciendo (tal vez con más entusiasmo que hoy) que “adoran” ese salón? Siempre es posible, aunque un tanto fácil, responder que si los actores sociales declaran que aman cierta cosa es porque el hecho mismo de valorarla les parece que “hace chic”, es decir que tiene un valor distintivo susceptible de aportarles algún provecho social. Como los interesados no siempre son profesores de Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 285 sociología, raramente ven las cosas bajo ese ángulo. Construyen su vi- vencia sin pasar por ese género de cálculo. Por lo demás, con ocasión de una discusión (en la cocina, por supuesto) sobre ese tema, nuestro colega termina exclamando con cierta irritación: “Sé muy bien que mi salón es ultrachic, pero no es por eso por lo que me gusta... ¡Es porque lo encuentro agradable!”. Por un lado, parece obvio que la cualidad estésica de un objeto (si alguna tiene) contribuye a reforzar la adhesión a su valor etológico (si es que tiene alguno). ¿Pero por qué, en sentido inverso, la valoración eto- lógica de los objetos, aunque provenga del entorno social, y no se base directamente en sus cualidades sensibles, no podría terminar a su vez de hacerlas estésicamente conformes a los gustos de los sujetos? Una cuestión de ese género plantea problemas que no conciernen ya a la definición misma de los regímenes de gusto en presencia, sino a la na- turaleza de sus relaciones. Un esnob, por definición, suponiendo que lea, leerá el premio literario de la temporada, sigue la moda, ¿pero por qué, al mismo tiempo, no puede gustarle el libro en cuestión? Y si le tomase efectivamente gusto, ¿dejaría, de golpe, de ser un esnob? ¿Y en qué se convertiría entonces? En un hombre de mundo, contestaríamos, designando por esa expresión un tipo humano representativo de un estilo de vida basado esencialmente, como el esnobismo, en el gusto de agradar, pero situado en un punto ligeramente diferente dentro de una vasta red de transformaciones entre regímenes de gusto: esa red es la que nos queda por explorar.

12.3.3 Problemas de epistemología y de metodología del gusto

Ya lo hemos subrayado suficientemente; aunque los términos de la alternativa de base que nos hemos fijado como marco de referencia sean a la vez distintos e indisociables unos de otros en teoría, no se acoplan siempre con facilidad en la práctica. ¿Cómo gestionar enton- ces las relaciones entre lo estésico y lo etológico, entre los placeres y el bienestar? ¿En qué condiciones sería posible conciliarlos? ¿Y cómo vivir si se excluyeran mutuamente? Reducida a lo esencial, la red de posibles adquiere la forma del diagrama que proponemos a conti- nuación. Ha sido construido a partir de las mismas articulaciones conceptuales que el precedente (sección 2.3), pero propone una serie de traducciones en términos de recorridos y de estrategias que se in- terdefinen unos a otros: 286 Eric Landowski

Gustar del Otro: Satisfacciones compartidas o transitivas. {

El hombre de mundo El hombre de genio o el hombre feliz, un o el enamorado, un “conformista”: el bienestar “anticonformista”: los y los placeres, placeres y el bienestar, ambos realizados. ambos virtualizados. (Agradar) (Amar)

A B

Recorridos Recorridos “apolíneos”: “dionisiacos”: el gusto de el gusto de los agradar. placeres.

D C

{ El hombre de corte El hombre de los bosques { o el halagador o el gozador (del camaleón al esnob, (de un oso a otro, pasando por el seductor), pasando por el dandi), un “no anticonformista”: un “no conformista”: el bienestar, los placeres, sin los placeres. sin el bienestar.

(Halagar) (Gozar) {

Gustar de Sí: Satisfacciones reflexivas o solitarias. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 287

¿Qué “suertes de animales”, como hubiera dicho Erving Goffman, encontramos en este “zoo interaccional”?21 Ahí cohabitan, se pasean, se codean diversos géneros de cuadrúpedos –el camaleón a la izquier- da, el oso a la derecha, a los cuales vienen a añadirse algunos especí- menes complementarios– y cuatro figuras de talante más humano: el hombre de mundo, civilizado y de buen gusto; el hombre de genio, su contrario; el hombre de corte, flexible como una culebra; y el hombre de los bosques, verdadero salvaje. Pero contrariamente a las especies estudiadas por la zoología tradicional, las figuras aquí reunidas no se dejan encerrar en clases morfológicas categorialmente opuestas. De ahí la forma del diagrama, hecho de curvas continuas, donde las flechas que indican los tránsitos entre las diferentes posiciones se encadenan sin solución de continuidad. Con ese “cuadrado semiótico” adaptado a la gradualidad y al devenir, tratamos de subrayar el hecho de que nos encontramos en presencia de un continuum, a lo largo del cual cada uno puede circular libremente y, al precio de metamorfosis sucesivas, convertirse en otro distinto del que pensaba que era, aprendiendo poco a poco no solamente hacia dónde lo llevan sus gustos, sino, sobre todo, por qué esto le agrada más que aquello. En adelante, las posiciones del esquema serán interpretables de dos maneras distintas: a la vez tipológicamente y topológicamente. Prime- ro, van a corresponder a otras tantas maneras de ser, a tipos sociales o a “estilos de vida”, cada uno de los cuales incluye un régimen de gusto determinado. Pero corresponden al mismo tiempo, topológicamente, a otras tantas posiciones en el espacio, a puntos de vista distintos, a pues- tos de observación, a la vez por relación a sí mismos y por relación a los otros elementos del conjunto. Esa característica del modelo tiene por efecto enriquecer el abanico de las figuras que permite prever, obligán- donos a tomar en cuenta la relatividad de los efectos de sentido adscritos a cada uno de ellos. Por ejemplo, alguien que se considera un “hombre de mundo” y que es reconocido como tal en su medio, podrá muy bien ser observado desde más lejos o bajo otro ángulo, o desplazado a otro medio, hacer figura de oso, en virtud de su aspecto descuidado. Dicho de otro modo, una figura cambia de significación (tipológica) de acuerdo con el emplazamiento (topológico) en el que es vista, y por eso mismo, en función de la identidad (tipológica de nuevo) de aquel que la obser-

21 “El orden interaccional”, Les moments et leurs hommes, París, Le Seuil-Minuit, 1988, p. 202. 288 Eric Landowski

va y la interpreta. De lo cual se derivan dos problemas, por lo demás comunes a todo modelo de este género22. El primero se refiere a la determinación de nuestra propia posición de observadores y de intérpretes, o sea, de semióticos, con relación a toda esa población. A falta de poder describir sus características de manera absoluta, hablaremos solamente desde cierto ángulo. ¿Pero desde cuál? De hecho, adoptaremos una diligencia híbrida que podríamos describir como un ir y venir entre puntos de vista. Como en los otros trabajos mencionados hace un momento en nota, nos colocamos, en primer lugar, en una posición muy próxima a aquella en la que se sitúa uno de los tipos previstos por el modelo mismo, a saber, en la posición del “hombre de mundo”. No por preferencia personal (no es una cues- tión de gusto), sino por opción metodológica. Porque para poder hacer emerger las diferentes figuras de las que vamos a tratar, necesitamos disponer de un punto de referencia que nos permita diferenciarlas y si- tuarlas unas por relación con las otras. Ahora bien, el hombre de mundo es precisamente aquel (es su único mérito) cuyos puntos de vista y cuyo “buen gusto” permiten, por oposición, definir las opciones estéticas y, más ampliamente, los estilos de vida de los otros tres tipos conside- rados; igualmente, la falta de “conformidad”, diversamente modulada, que se atribuye al “hombre de corte”, al “hombre de los bosques” y al “hombre de genio” en el esquema anterior, solo se define en relación con la “normalidad” que el hombre de mundo pretende encarnar. Pero una vez que esas figuras han sido localizadas e interdefinidas, diversificaremos, al contrario, sistemáticamente los puntos de vista, tratando de situarnos, por turno, en la perspectiva específica de cada uno de los tipos precedentemente identificados. La primera diligencia, que consiste en privilegiar la posición del hombre de mundo como posición de observación en una topología, es del orden de la explica- ción estructural: ella permite dar cuenta de un sistema de diferencias (captadas desde una perspectiva única asumida como invariante) cuya lógica hace emerger como tales cierto número de figuras particulares (osos, camaleones, etc.). La segunda diligencia, cuando por el contra- rio tratemos de ubicarnos en la perspectiva misma de interpretación, propia de cada una de las figuras previamente circunscritas, depende

22 Cf. La sociedad figurada, op. cit., pp. 133-135; Presencias del otro, op. cit., pp. 76-78. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 289 más bien de la comprensión fenomenológica. Sin embargo, en ambos casos, nos mantenemos en los límites de lo que podríamos llamar una epistemología relativista, puesto que toda esta construcción se orga- niza alrededor de una posición de referencia, a su vez eminentemente relativa, la del “hombre de mundo” y de “buen gusto” que en realidad no es tal sino porque se propone a sí mismo como tal –y que los otros se acomodan a ella, mal que bien, “mientras que dure”–. Dicho de otro modo, tenemos que ver aquí con un sistema del gusto que se sostiene, en última instancia, en ciertas relaciones, por naturaleza contingentes, de dominación (al menos de orden simbólico), y no en virtud de alguna necesidad fundadora que se imponga absolutamente. ¿Un relativismo semejante es por naturaleza insuperable? O bien, co- mo nos preguntábamos desde el comienzo, ¿es posible definir un nivel de pertinencia menos contingente, que permita como mínimo discutir razonablemente –por poco objetivo que sea– en materia de gustos? A la respuesta del hombre de mundo se opondrá, desde ese punto de vista, la del hombre “de genio”. Sí, nos sugiere este último, debería ser posible establecer, en materia de gustos, puntos de referencia es- tables que trasciendan los puntos de vista de los sujetos, individuales o colectivos. Mas para eso, es necesario remitirse al gusto de las cosas mismas. No, por supuesto, tal como se siente a través de una subjeti- vidad definida en términos psicológicos (pues caeríamos entonces en un relativismo integral), sino tal como puede ser definido por medio de la descripción de esa positividad (semióticamente analizable) que constituye la organización estructural (la gramática) de las cualidades sensibles inmanentes a la materialidad y a la dinámica de los objetos de “gusto” (o de “desagrado”). El segundo problema general que encontramos es de orden más téc- nico. Se deriva de la multiplicidad de configuraciones a las que da ori- gen el cruzamiento entre los puntos de vista específicos de los diversos tipos de sujetos del gusto con los que tenemos que tratar. En principio, todas las posibilidades combinatorias son calculables: un hombre de mundo visto por otro hombre de mundo, luego por un oso, después por un camaleón, y así sucesivamente. Pero, dado el número casi ili- mitado de superposiciones posibles entre niveles, y la recursividad de las relaciones en juego, sería utópico, y además engorroso, pretender establecer un inventario completo de las fórmulas que autoriza un es- pacio semejante de interacciones. Por tanto, nos atendremos a una lista deliberadamente restringida, centrada en los tipos elementales que es 290 Eric Landowski

posible definir a partir de un juego de puntos de vista reducido a su organización más simple, dejando así el camino abierto para cálculos puntuales más avanzados y más afinados si resulta necesario en lo que sigue.

12.4 recorridos y estrategias

Comencemos, pues, por los casos más fáciles de tratar, aquellos en los que las ambivalencias constitutivas del modelo tienden a reducirse a posiciones unívocas por eliminación de uno u otro de los polos de la alternativa entre el gusto de los placeres y el gusto de agradar. Ese caso corresponde a las definiciones de dos figuras que ya hemos encontrado con ocasión de trabajos anteriores, que se referían a otros aspectos de la construcción de la identidad de los sujetos y cuyo análisis retoma- mos aquí sobre nuevas bases: la figura del camaleón, animal dispuesto a sacrificar sus placeres para no comprometer su bienestar, y la figura del oso, que ostenta la actitud opuesta23. Por el momento, dejemos a este último en sus bosques y dediquémonos al primero.

12.4.1 El Camaleón y compañía

Para comprender lo que hace un camaleón en la vida, es necesario tra- tar de ponerse en el lugar de un ser que sería siempre y en todas partes un extraño: no solamente cuando, turista de paseo o emigrado instala- do bajo cielos distintos de los suyos, se presenta inmediatamente como alguien que viene de otra parte, sino incluso en su misma casa, a la orilla del río. Hasta en su propio medio, es una de esas criaturas que no son jamás exactamente lo que deberían ser para agradar a sus paisa- nos, y sobre todo a aquellos que se encargan de dar localmente el tono. Por naturaleza, donde quiera que se encuentre, desentona, “molesta”. Dadas sus débiles fuerzas en relación con los demás reptiles, potencias dominantes en su universo cenagoso, no sería adecuado en su caso tra- tar de invertir las relaciones y de imponer a los otros su propia manera de ser, de ver, de vivir. En esas condiciones, si quiere de todos modos sobrevivir sin tener que esconderse, necesita encontrar un medio para hacerse aceptar a

23 Cf. Presencias del otro, op. cit., cap. II. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 291 pesar de lo que es. A tal efecto, la estrategia que adopte consistirá en pasar desapercibido por medio de un perpetuo disimulo. Por miedo a que lo raro de sus creencias, de sus deseos, de sus gustos provoque la hostilidad de los otros animales, oculta sus preferencias y se esfuerza por aparentar compartir las opciones que, a su alrededor, se consideran obvias. Del mismo género de principios procede la estrategia del espía: para mantener en secreto su identidad y poder cumplir con éxito su misión, cambia también, a su manera, de color de piel por medio de una suerte de mimetismo con su entorno, esforzándose en todo mo- mento por dar la impresión, con sus sonrisas, de que se comporta de acuerdo con los usos y con los gustos del lugar. Pero, justamente, fingir una conducta no significa adoptarla: es todo lo contrario. Imitando los gestos de sus anfitriones para hacerles creer que comparten sus gustos, ni el camaleón ni el espía dejan de tener sus propias preferencias e inclinaciones, inclusive si se abstienen escru- pulosamente de tomarlas en cuenta, y más aún de satisfacerlas a ple- na luz. Esa conducta prudente les impide encontrar la felicidad en su forma más simple, en primer grado, es decir, en la degustación de las cosas mismas, dada la autorrepresión que ellos mismos se imponen al respecto. Eso no excluye, sin embargo, otros géneros de satisfacciones, comenzando por aquella, un tanto perversa, que puede proporcionar el hecho de llegar a agradar a otro justamente engañándolo. Se nos puede objetar que ni el camaleón ni el espía simulan por gusto; si lo hacen, es porque no tienen otra opción; y si les fuera posible, preferirían vivir en un universo en el que fuesen admitidos, reconocidos, amados por lo que son. Es posible, pero dejando de lado las consideraciones morales, ¿cómo saber dónde termina la necesidad y dónde comienzan el juego y el goce cuando se trata de un sujeto que se desdobla con vistas a sedu- cir? ¿A qué operaciones de sentido remite la variante camaleónica del gusto de agradar, de la que deriva el placer de la seducción? Un camaleón, si es un poco refinado, pone simultáneamente en mar- cha dos programas al menos. Primero, un programa de manipulación destinado a permitirle ganar cínicamente la confianza del otro (si se trata de un camaleón del subgénero espía) o su amor (si vira hacia el seductor propiamente dicho), de manera que el otro no tenga más re- medio que querer finalmente colaborar en la realización de sus propios fines como manipulador. Pero su objetivo no consiste únicamente en agradar para hacer-hacer, en vista de resultados pragmáticos. De manera más ladina, aunque a primera vista más desinteresada, quiere agradar 292 Eric Landowski

–segundo programa– por agradar. Porque la verdadera voluptuosidad, para un seductor, radica en la inversión de las relaciones que establece cuando, gracias a su poder de atracción irresistible, logra que sus favo- res lleguen a ser necesarios a aquel cuyo favor, inicialmente, le era a él mismo necesario. Evidentemente, ambos “necesitados” no son simétri- cos. Mientras que, para el seductor, el otro no es en el fondo, de principio a fin, más que un sujeto cualquiera, sin valor propio, utilizado como me- dio para confirmarse a sí mismo su poder de seducción, para la víctima, en cambio, representa, si llega a alcanzar sus fines, el valor supremo, el objeto indispensable, sin el cual la vida no tendrá gusto y tal vez ni siquiera sentido. Más aún, a través de la ascendencia que ejerce sobre su presa, aquello de lo que en realidad goza el seductor por encima de todo es de su poder frente al “Destinador” –Dios, el honor, la sociedad, el Deber–, a pesar del cual y hasta contra el cual usurpa la confianza o el amor de aquel o de aquella que ha seducido. En ese desafío reside la im- piedad mayor –demoníaca– de los camaleones más puros, más cercanos en eso, como reptiles, de la Serpiente del Génesis que de los bravucones cocodrilos de nuestra época. Y por lo que se refiere a los asuntos huma- nos, de ahí proviene también la condenación prometida a los Don Juan de toda índole, pequeños y grandes tartufos incluidos. Tocamos aquí, por consiguiente, un punto crítico, donde el humilde, el inocente gusto de agradar se transforma en su contrario, en volun- tad de poder y en programa de dominación. A primera vista, tratar de agradar es colocarse modestamente en posición de inferioridad en re- lación con aquel al cual uno quiere agradar. Es casi ponerse a sí mismo como un objeto delante del otro y aceptar, si no plegarse a todos sus deseos, por lo menos someterse dócilmente a su evaluación. Pero ha- cer el “esclavo” de ese modo constituye con frecuencia el mejor medio para robarle al otro la posición del amo. Por poco éxito que yo tenga en agradar, instalo al otro en un estado de sujeción, relativo por cierto, en la medida en que me convierto en el objeto de valor del que depende en adelante, aunque solo sea en una pequeña parte, su “felicidad”. Pero si me convierto por las buenas en su objeto de placer, el único susceptible de colmarlo hipotéticamente, entonces habré tenido éxito, queriéndolo o sin quererlo, en hacer de ese otro verdaderamente mi cosa. Y si ob- tengo satisfacción, lo que la haya motivado no puede ser ya el humilde contento de agradar a un sujeto libre de sus opciones, sino más bien el puro goce del orgullo: un goce obtenido no del otro en cuanto tal, sino del estado de dependencia por el cual lo reduje al estado de no-sujeto. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 293

De lo que el seductor goza en esas condiciones es evidentemente de sí mismo. No estésicamente, pues no es ni un sensual inclinado a hacer unilateralmente del cuerpo del otro su instrumento de placer (como el poseedor-gozador que vamos a reconocer pronto bajo los rasgos de un oso del tipo más primitivo), ni, menos aún, un enamorado en busca de voluptuosidades compartidas. Lo que más le importa a Don Juan no es el contacto carnal con el otro. A pesar de las apariencias, hasta lo evitará; en eso, como todo camaleón, reprime, de hecho, una de las dos dimensiones constitutivas de su ser. Mucho más que el cuerpo a cuerpo, su elemento es el cara-a-cara, una relación a distancia, pero de dominación, en la cual querrá que el otro, a fuerza de humillarse delante de él, pierda justamente “la cara” (y dado el caso, la vida). En otros términos, así como el goce obtenido de la posesión depende de un sensualismo, en su principio más o menos onanista, el goce domi- nador del seductor es de esencia narcisista: uno y otro son de orden puramente reflexivo. Pero dejemos esas pretensiones extremas y volvamos a la subespe- cie del camaleón común. Su modesto talento consiste en saber esta- blecer una distinción perfectamente clara entre los dos regímenes del gusto que nos interesan, y en llegar a fijar en relación con ellos, sin vacilación, sus propias prioridades. Convencido de que no agradará si no sigue abiertamente sus tendencias naturales, suspende la búsqueda de sus placeres en vista de la preservación de su bienestar social. Sin embargo, en la definición misma de esa estrategia, se diseña la even- tualidad –el riesgo– de un recorrido diferente. Porque mientras que gracias a su disimulo meticuloso vive en paz a la orilla del río, tolerado (más o menos) por los cocodrilos con los que cohabita, se va familiari- zando poco a poco con la manera como esas terribles fieras consideran la existencia. A fuerza de imitar sus gestos, comienza a vivir otro modo de relación con el mundo. Adquiere así, por costumbre y casi sin darse cuenta, una forma de sensibilidad que, hace muy poco aún, le hubiera parecido el colmo del mal gusto. De hecho, su programa, primero pu- ramente estratégico, de integración social –conformarse a los gustos del otro, a fin de ser aceptado como su semejante–, comienza a tomar el aire de un proceso de contagio, a favor del cual sus gustos están en camino de cambiar. A tal punto que, en poco tiempo, podría muy bien caer en el rango de un puro y simple esnob, de un verdadero conver- tido sociocultural que amaría verdaderamente, estésicamente, lo que an- taño le repugnaba, pero que el contexto intersubjetivo dentro del cual 294 Eric Landowski

se siente ahora bastante bien instalado, le hace percibir con ojos, y más generalmente, con sentidos diferentes. En este punto, dado que se trata de confrontar diversos tipos de re- corridos relativos a la formación y a las transformaciones de los gustos, no podemos dejar de introducir otro animal, una avispa injustamente desconocida: Polistes atrimandibularis24. En comparación con sus proe- zas, las del camaleón se quedan chiquitas. Ambos, ciertamente, están dotados de excepcionales capacidades de adaptación a los medios eco- lógicos y etológicos extraños adonde son llevados a aventurarse, pero aquellas de las que da prueba este insecto sobrepasan con mucho las del camaleón. Atrimandibularis, por principio, jamás construye nido: prefiere colonizar los enjambres de Polistes biglumis bimaculatis, una es- pecie hermana entre las avispas, como su nombre lo indica. Para pene- trar en un universo tan cerrado, y para instalarse en él, tiene que saber conciliarse con el otro, así como al camaleón, junto al río, le hacía falta eso mismo en relación con sus vecinos, los cocodrilos. Sin embargo, para eso, la avispa no recurre a la mutación cromática, disfraz astuto sin duda, pero superficial por naturaleza (puramente cutáneo) y, final- mente, de una eficacia muy limitada. Al subterfugio por lo cosmético, prefiere los poderes de lo narcótico, que ella sabe admirablemente apli- car en su provecho. Opera, en efecto, químicamente, por medio de la secreción de una sustancia –una sabia mezcla de hidrocarburos– que tiene la virtud de neutralizar su propio olor, sustituyéndolo por otro, por un olor absolutamente fétido para ella, pero que, en el enjambre extraño en el que ha decidido establecer su domicilio, todos, desde la reina hasta la última obrera, “adoran”. Se trata, evidentemente, del olor mismo de sus anfitrionas involuntarias (y lo que es peor, ignorantes de su intrusión), que es capaz de reproducir a la perfección. En sí misma, una facultad semejante de desdoblamiento merece todo respeto. Pero Atrimandibularis hace algo más admirable aún. A diferencia del camaleón, que, so pretexto de adaptarse a las condiciones locales, se deja deslumbrar por aquellos con los que la vida lo lleva a convivir, y llega incluso a adoptar su estilo de vida, exhibiendo a partir de ese mo- mento un desprecio bastante chocante frente a su medio de origen, la avispa, por su parte, no se deja llevar jamás por semejante esnobismo.

24 Cf. P. Lima, “Mieux comprendre le système nerveux. Faux et usage de faux chez les guêpes parasites”, Le Journal du CNRS, 82, 1996, pp. 19-21. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 295

Desde el momento en que ha logrado asegurar el porvenir de su des- cendencia, gracias a los recursos reunidos en el nido que ha parasitado, escapa con su progenie y regresa a su propio enjambre: se desembaraza de los malos olores que eran apreciados en la colonia invadida y reco- mienza a perfumarse con el hidrocarburo específico que corresponde a su gusto de siempre. Atrimandibularis es, pues, alguien que sabe per- fectamente quién es. Sus cambios aparentes ocultan una constancia sin fallas. Cuando es necesario, es capaz de hacer lo que hace para agradar a otro, pero es capaz también, luego, de reencontrar lo que, para ella, es el perfume auténtico de las cosas. Al arte del disimulo, añade, cosa más rara, el don de la reversibilidad. La familia a la que pertenecen esos diversos animales es la de las gentes de corte. Su preocupación común es la de ser admitidos en la corte propiamente dicha, o en lo que la sustituye desde su punto de vista. El sueño del esnob consiste en ser el comensal preferido del rey; el del espía, en convertirse en su primer confidente; y en la proximidad inmediata de los grandes reptiles, príncipes del río, el camaleón trata de vivir su vida de camaleón, lo mismo que, finalmente, la Atrimandi- bularis cumple su oficio de avispa colonizadora en la intimidad de la reina extraña Biglumis Bimaculatis. Allí, cada uno de ellos, como buen cortesano, se comporta como si compartiese los gustos que prevalecen entre las gentes o las bestias del terruño. Por lo demás, no tienen alter- nativa: en materia de perfumes, por ejemplo, lo que “huele bien” en el nido no se discute: eso es definido por los autóctonos, y al que quiere seguir allí no le queda más remedio que amarlo, o fingir que lo ama. En superficie, ninguno de esos diferentes tipos de camaleones tiene nada que “elegir” personalmente. Pero, si todos se adaptan exteriormente a las exigencias del ethos lo- cal, el motivo particular que mueve a cada uno, respectivamente, a con- formarse a ellas los distingue netamente a unos de otros. Y eso tal vez por disimulo o por cálculo, y en último término por pasión de seducir, o en razón de algún proceso de asimilación insidiosa, o también por los dos a la vez. Lo cual equivale a decir que únicamente las meta-opciones tienen aquí valor discriminatorio. La avispa, insecto fundamentalmen- te dionisiaco, aunque ese aspecto no sea perceptible a primera vista, ha elegido ser ella misma. En nombre de esa finalidad, acepta circuns- tancialmente, en la medida en que eso es vital para ella, plegarse a las preferencias del Otro. En el polo opuesto, el esnob, criatura carica- turalmente apolínea, es alguien que, lejos de limitarse a obedecer las 296 Eric Landowski

prescripciones etológicas locales por necesidad o por oportunismo, se adapta a ellas, cada día más, por convicción. En realidad, no ha sabi- do nunca ni probablemente ha querido saber quién es exactamente, de suerte que, para llegar a ser alguien –un sujeto–, ha tenido que alinear- se siempre a un modelo ya establecido, “prêt-à-porter”, y por tanto veni- do de fuera. En general, se contenta con lo que le propone el medio en el que se encuentra, pero si tiene un mínimo de sentido del descubri- miento o de la aventura, nada le impide ir a buscar un poco más lejos el molde que hará de él alguna cosa o alguien un poco más definido. Siempre es posible que el más interesante de esos cortesanos siga siendo, a nuestros ojos, el camaleón propiamente dicho, figura a la vez magníficamente híbrida y ejemplarmente metafórica. Como una avis- pa, se acuerda de quién es bajo la máscara que ostenta, puesto que, justamente para proteger su identidad, se disfraza y posterga para más tarde la satisfacción de sus gustos personales. Pero al mismo tiempo, se comporta ya, en varios aspectos, como el esnob en que insensiblemente se convierte. Es un hecho que ya ha cambiado parcialmente de régimen gastronómico. Por cierto, las horribles pulsiones que agitan la intimi- dad (no nos atrevemos a decir la “subjetividad”) de los cocodrilos le son aún, por el momento, ajenas, pero uno siente que la manera de ser de esos gigantes le fascina y que está a punto de envidiarlos. ¿No se pondrá él a soñar que algún día, como ellos, también él podría ser uno de esos carnívoros? A tal punto que, lo mismo que ellos, en medio de la noche, lo vemos a veces, a modo de entrenamiento, abrir sus fauces de bestia feroz verdaderamente espantosa. En suma, nos encontramos ante él con un ser esencialmente inestable, a la búsqueda del régimen de identidad bajo el cual podría, finalmente, agradarse a sí mismo. Se comprende ahora por qué su fisonomía actual parece tan ambigua: porque es el producto de una serie de mutaciones aún inacabadas. Todo ocurre como si esa criatura hubiera sido antes una avispa, una avispa que, en un momento dado, se hubiese metamorfosea- do (sin perder todas sus características originales) en reptil, pero en un reptil destinado a su vez a evolucionar hasta adquirir finalmente los rasgos, ya más humanos que animales, de un esnob. En la hipótesis según la cual un camaleón real (o, más grave aún, un espía verdadero) efectuase tal recorrido hasta su término, no hay ninguna duda de que un testigo, enemigo de los compromisos sin retorno (llamados tam- bién “giros” en el lenguaje de la honorable compañía) –una avispa, por ejemplo–, no se privaría de acusarlo, y con razón, de haber traicionado Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 297 su origen. Pero podemos estar seguros también de que un testigo algo diferentemente constituido, un esnob en este caso, no dejaría, al con- trario, de felicitarlo por haber escogido el único camino que puede, con un poco de suerte, llevar al camaleón a la serenidad y al equilibrio, es decir, a la felicidad. Y ese esnob, en cierto sentido, tendría igualmente razón. Tratemos de ver por qué.

12.4.2 De la mundanidad al ser-en-el-mundo

El camino a lo largo del cual el esnob invita al camaleón a acompañarlo (sabiendo que el primero ha hecho ya buena parte del trayecto por su propia cuenta) debería permitirles a ambos, por un último salto cuali- tativo, transformarse en hombres de mundo, es decir, pasar de la zona D a la zona A del diagrama anterior. No existe denominación enteramente satisfactoria para hablar de la posición “A”, sin duda porque se trata de un espacio casi utópico: aquel en el que se realizarían, finalmente, todas las promesas del modelo en la coincidencia perfecta del gozar y del agradar. En ese caso, se dirá, ¿por qué invocar la figura, tan utópica, del “hombre de mundo”? La razón es en parte retórica: por su paralelismo morfológico con las denomina- ciones de las otras posiciones del esquema (hombre “de corte”, hombre “de los bosques”, etc.), esa expresión permite mantener en el plano le- xical una homogeneidad que refleja la coherencia buscada en el plano conceptual. Pero más sustancialmente, esa opción encuentra también su justificación desde el punto de vista semántico. Según la acepción usual, un “hombre de mundo” es alguien que par- ticipa de cierto mundo socialmente bien delimitado, mundo burgués o aristocrático de carácter más o menos elitista. En cuanto “mundano”, fre- cuenta, habita un espacio social “escogido”, que le conviene sin duda, pe- ro que le conviene sobre todo porque siente que en el mundo, él mismo les conviene perfectamente a los otros: un verdadero “mundano” goza ante todo de agradar a los otros mundanos de su esfera. Y si se distingue del esnob es solamente porque ya está instalado en la posición a la que el esnob sueña aún con poder llegar. Pero la misma expresión puede ser entendida también en un sentido más amplio: es necesario para ello tomarla en su acepción literal. En ese caso, dejando de referirse a un universo y a un tipo social particulares, el del mundano y sus munda- nidades, remite al estatuto genérico de todo ser humano, puesto que so- mos todos, por lo menos, “de este mundo”. Según esta acepción, todos 298 Eric Landowski

nosotros somos, existencialmente, “hombres del mundo”. En sí misma, por cierto, tal constatación es trivial. Pero resulta pertinente, y hasta necesaria, si le queremos dar un contenido a la figura central que desde un comienzo tratamos de circunscribir. En efecto, solo considerando la manera como un sujeto asume, o no, su propio ser-en-en-el-mundo, ten- dremos la posibilidad de encontrar finalmente un medio para dar un fundamento, por poco razonable que sea, a la espera de lo inesperado más puro: la de una felicidad sin restricciones. ¿Cuál podría ser, en efecto, esa felicidad sino precisamente el júbilo de un sujeto que se adheriría perfectamente a lo que es (o a la idea que de él se ha formado), que coincidiría exactamente consigo mismo en la asunción vivida de su propio ser en este mundo? El esnob solo aspira a subir a lo alto de la “escala social”; el espía, la avispa, el camaleón, no cesan de desplazarse de un universo ecológico y etológico a otro; y lo mismo pasará con el dandi, con el hombre “de genio” y con otros más. En una palabra, solo encontramos por todas partes perpetuos migran- tes en busca de sí mismos, a través de la redefinición continua de sus relaciones, reales o imaginarias, con el otro, lejos de su tierra o incluso en su tierra. El hombre de mundo, él y solo él (o tal vez el hombre de los bosques podría, en cierta medida, como veremos, entrar en la excep- ción también), no se mueve. Y simplemente porque él, el hombre feliz, se encuentra bien tal como es y allí donde está. Para encontrar una encarnación algo verosímil de la forma de su- jeto (y de vida) así idealizado, el medio más tradicional –aunque, por construcción, de valor empírico limitado– consiste en desplazarse en pensamiento hacia épocas o espacios más o menos míticos, como los de las sociedades consideradas primitivas. Allá, es fácil de imaginar, la ausencia de toda distancia entre el ser y el deber-ser habría permiti- do a los felices mortales gozar, como en Molière, “del amor sin escán- dalo y del placer sin miedo”25; dicho de otro modo, hacer coincidir, y sin el menor esfuerzo, el goce individual y la consideración social, la expansión íntima y la aprobación general, el gusto sabroso de las cosas y el “buen gusto” de las gentes, la estesia en el desempeño y el bienestar en la sanción. Habrían existido sociedades en las que todos los gustos de cada cual serían “de buen gusto”. Y no por efecto de al- gún adoctrinamiento exitoso, sino porque lo que hubiera podido ser

25 Tartufo, acto III, escena III, v. 1000. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 299

“de mal gusto” no hubiese tenido simplemente, para nadie, ni gusto ni valor, ni siquiera sentido alguno: sociedades, en suma, sin tentaciones, edades pre-adánicas donde no habría ninguna diferencia entre “ser en sí” y “ser conforme a”, donde cada uno podría realizar plenamente su destino dentro del molde común, sin tener para ello la necesidad ni por consiguiente la impresión de “conformarse” con ninguna norma. Sociedades totalitarias si se quiere (vistas desde donde estamos), pero felices –sin historia–, no por estar protegidas de toda alteridad venida de fuera para amenazarlas o cohibirlas, sino por ignorar esa otra forma del Otro, o, tal vez peor aún, que actúa desde dentro (como Antidesti- nador) para inducir al pecado. ¿Y después del pecado? ¿Y fuera del mito? ¿Y en la práctica? O por lo menos, ¿en esa zona intermedia entre lo mítico y la vivencia, que llamamos la literatura? También ella ofrece ejemplos que dan cier- ta consistencia al tipo ideal que tenemos en vista. Ciertamente son raros, lo que no tiene nada de extraño si se sabe que, por definición, no se hace literatura feliz con gentes felices. Pero existen, de todos modos. En Molière principalmente, no en el rango de los roles princi- pales (¿cómo imaginar un héroe satisfecho de su suerte?), sino entre sus próximos. Ni Tartufo, el camaleón en persona, ni Harpagón, ese oso sin vergüenza, ni Alceste, otro tipo de oso o tal vez, ya, hombre de genio, ni monsieur Jourdain, el perfecto esnob, sino Cléante, Phi- linte o Chrisalde, sus confidentes. En cada uno de ellos encontramos el mismo tipo humano: se trata de personajes “de buen gusto” y de buen sentido, amigables con los otros y amables con ellos mismos, y todos cumplen el mismo rol: tanto por su ejemplo de vida como por sus discursos, se encargan de transmitir a los desdichados héroes (al mismo tiempo que a nosotros) su “saber vivir”. Claro está que nunca llegan al final de su misión. Pero las lecciones que nos prodigan con- tienen el precioso retrato que andamos buscando, el del hombre feliz en su estatuto existencial de hombre de mundo (o, en el lenguaje de la época, “d’honnête homme” [de hombre discreto]), y eso en un mundo ya incontestablemente post-adánico, aunque no se trate todavía de nuestro mundo prosaicamente real. Para esos personajes, la felicidad –la que ellos viven y la que se pro- ponen hacernos compartir– no puede ser concebida sino como una forma de serenidad con ausencia de toda especie de tensión: como un equilibrio entre los contrarios. Colocándose siempre en el punto medio donde los opuestos se juntan, encarnan, en materia de gusto, como en 300 Eric Landowski

todas las cosas, las virtudes de la aurea mediocritas26. Con eso, nos en- señan que el que sabe deleitarse con las cosas de la vida, incluidas las más terrestres y las más voluptuosas (pues “hay que vivir para comer y no comer para vivir”), si sabe hacerlo dentro de los límites de las con- venciones y por tanto con mesura, agradará a la sociedad. Por el con- trario, insisten ellos, subestimar u olvidar la presencia y la mirada del otro, lo mismo que sobreestimarla y someterse ciegamente a las exigen- cias sociales del momento (por ejemplo, siguiendo inconsideradamente los mínimos caprichos de la moda), solo puede aportar el ridículo y la reprobación, sin permitir siquiera probar el placer. El arte de vivir que esos personajes recomiendan consiste, en suma, en saber satisfacerse plenamente con el tipo de placeres que le permiten, a aquel que los saborea, rendir homenaje al encanto sensual de la vida, deleitándose con ello, y al mismo tiempo a hacer de sí mismos el objeto de gusto del prójimo. Para eso, ¡aprendan a amar –pero a amar de verdad– lo que los otros aman que nosotros amemos! Con todo esto, los habitantes de la zona “A” ilustran de manera inte- resante la relación dialéctica que nos ocupa, ya que, en un sentido, esos bienaventurados obtienen la serenidad en la superación de la oposición entre lo estésico y lo etológico. Sin embargo, su posición solamente es el resultado, necesariamente momentáneo, de la tensión entre las po- tencialidades antagónicas que pretenden conciliar. Eso explica, por lo demás, la dificultad, ya anotada, de dar nombre a ese grupo. Poner una etiqueta a una cosa es casi inevitablemente evaluarla, y en el presente caso es además resolver, por decirlo así, con base en la autoridad, una alternativa que los interesados mismos no se sienten en capacidad de resolver porque creen justamente posible actualizar los dos polos a la vez. En particular, calificarlos deconformistas , como lo hemos hecho por comodidad de presentación en el diagrama anterior, equivale a reducir la forma de vida completa que ilustran a uno solo de sus constituyen- tes –el etológico–, mientras que, como sabemos, no consideran por su parte que, para ser lo que son, tienen que “conformarse” a lo que el contexto social les imponga. Si hacen lo que hacen, si son lo que son, ¡es porque así han sido hechos, ni más ni menos!

26 Tartufo otra vez: “Ne hasardez jamais votre estime trop haut. / Et soyez pour cela dans le milieu qu’il faut” [“No arriesguen jamás su estima aspirando a lo más alto/Y manténganse más bien en el justo medio”] (V, III, vv. 1623-1624). [La expresión “aurea mediocritas” es del poeta latino Horacio [NdT]]. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 301

¡Hombre feliz, por consiguiente, ese hombre de mundo! No por eso dejaremos de llegar a conclusiones radicalmente opuestas según la perspectiva que adoptemos para dar cuenta de su felicidad. Si tratamos de colocarnos imaginariamente dentro de su espacio social y de adop- tar lo más cerca posible, fenomenológicamente, su punto de vista, nos veremos obligados a reconocer en ese indefectible partidario del justo medio la encarnación perfecta del prudente, hombre idealmente adap- tado a su condición y suficientemente “filósofo” como para asumir la finitud de su ser-en-el-mundo. Pero si lo miramos a partir de cualquier otro universo de sentido, existente o imaginable, ese mismo individuo de conciencia tranquila, ese Tío Sam imperturbablemente satisfecho de sí mismo, parecerá, al contrario, singularmente limitado en cuanto a su visión del mundo. En efecto, nadie podría estar más ciegamente ence- rrado que él en su propio discurso etnocéntrico, ya que lo que funda- menta la especie de beatitud que lo invade es, en el fondo, la convicción de que ninguna otra forma de vida distinta de la suya es conveniente, ni siquiera, en último término, concebible; de que el mundo se reduce íntegramente a la visión que él tiene de ese mundo, y de que, a fin de cuentas, no puede ni debe existir, en relación con ese mundo suyo, nin- guna alteridad. ¡Singular política del gusto! Un oso no lo haría peor. Ni los cocodrilos, a la orilla del Nilo, si nos atenemos a lo que dicen los ca- maleones. En verdad, ese hombre feliz es también el más peligroso de los hombres. ¿No es acaso la buena conciencia el más seguro cimiento de los peores totalitarismos?

12.4.3 El Oso y sus congéneres

El Oso, en el lado opuesto, nos invita a huir de esa atmósfera confinada para pasar a regiones donde las conductas no están ya reguladas prin- cipalmente por el ethos, sino inspiradas sobre todo por la estesis, sea en la experimentación directa del gusto de las cosas (en “B”), o en el marco de búsquedas que apuntan a explorar su ser íntimo y a liberar sus po- tencialidades (en “C”). Igualmente, lo que va a caracterizar al conjunto de los habitantes de esas comarcas, por oposición a los naturales del continente “A-D”, que acabamos de dejar, es que la voluntad de gozar del mundo y de la vida se impone en ellos a la pretensión de agradar. Del oso al hombre de genio, pasando por el dandi, cada uno de ellos está dispuesto a sacrificar sus buenas relaciones con el prójimo, su paz, su reputación, su eventual prestigio, su posición social y hasta 302 Eric Landowski

sus amistades y su honor –todo, si es necesario (por lo menos, todo lo que pertenece a lo etológico)– en busca de aquello que se puede seguir llamando, en primera aproximación, el “placer”. Pero una caracteriza- ción tan amplia, que recubre indistintamente cualquier programa de comportamiento, cualquier estilo de vida orientado a “gozar” a condi- ción solamente de que no interfiera con ninguna pretensión de “agra- dar”, resulta evidentemente demasiado general para que pueda servir útilmente de criterio taxonómico. Contentarse con eso nos llevaría a confundir como “gozadores” de la misma especie a Gargantúa, Falstaff y Trimalción, a Ubu, Sancho Panza y Obélix-el-Mediatizado, a todos los golosos, bebedores, voluptuosos y sensuales, a toda la familia de los hedonistas simpáticos de vientre abultado. Pero también, al lado de ellos, a los flacos y hasta a los ascetas, estilo Diógenes o, por qué no, a Teresa, la pura, la mística, la católica, la santa de Ávila. Ellos también, a su manera, se deleitan con goces materiales y carnales, y ambos (más aún que los precedentes) a riesgo del escándalo, el primero cuando en- cuentra su satisfacción en la masturbación en público, y la segunda casi lo mismo, cuando por sus escritos nos da testimonio de sus éxtasis entre los brazos de su divino Amante: a tal punto que uno se pregunta si la especie de horror sagrado que logran, uno y otra, difundir alrede- dor de ellos no constituye, en realidad, un ingrediente necesario para la plenitud de sus placeres respectivos. A fin de evitar tales amalgamas, es necesario separar mejor las es- pecies dentro del género, es decir, identificar losprincipios de placer que diferencian cada subtipo, sin descuidar, no obstante, los nexos genealó- gicos o metamórficos que permiten pasar de una figura a otra. El rasgo general que los reúne consiste en que todos son osos, en mayor o menor medida: cada uno a su manera, cada uno por motivos propios, todos se oponen a lo que exige el respeto del ethos. Gustando lo que no debería ser gustado, o bien, cuando se trata de lo que está permitido gustar, tomando demasiado, o fuera del momento o del lugar debidos, o sin seguir las normas prescritas, ejercitan todos el arte de gozar su placer a contracorriente de lo que un hombre de mundo juzgaría aceptable. Eso no quiere decir, en principio, que ellos gocen por el hecho mismo de transgredir la norma. Muchos, comenzando por los verdaderos osos, ni siquiera saben que la norma existe, y si la contravienen, lo hacen inocentemente. Sin embargo, ninguna eventualidad debe ser excluida, pues es banal constatar que el simple hecho de singularizarse, de lla- mar la atención y hasta de provocar la reprobación puede constituir Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 303 en sí –al menos para aquellos que saben que hay reglas– una auténtica fuente de placer. Ese género de placer, o de pasión, que consiste en pa- recer diferente, “original”, tiene incluso un nombre: dandismo. Pero un dandi no es más que un semi-oso. En él, el no-conformismo pierde su inocencia –se convierte en insolencia–, y ese rasgo lo aleja en lugar de acercarlo a esos salvajes bien gorditos, vividores y gozadores, que son los osos verdaderamente osos. En ese caso, ¿qué es exactamente lo que le hace gozar a un dandi? La cuestión se complica por el hecho de que los hay de dos clases. La va- riedad habitualmente ya conocida, la de los Brummell*, se caracteriza por la práctica de una forma superlativa de “refinamiento”. El sujeto se aparta de lo común por la superioridad inconmensurable de su “gusto”, que sobrepasa a tal punto el gusto de todo el mundo, incluido el del hombre de mundo, que llega a parecer extravagante, exagerado, casi escandaloso. El dandi, como todos los osos, exagera. Pero, mientras que la desmesura de los honestos plantígrados tipo Gargantúa se despliega en el orden de la cantidad y de lo “tensivo” en estado puro –glotonería, grandes comilonas y risa estentórea–, la del dandi es delicadamente cualitativa: raya en lo “distinguido”, hasta en el preciosismo. En el pla- no de las prácticas culinarias, terreno de elección evidente para una futura semiótica del gusto, le gustaría hacernos pasar de un plato con salsa, gustoso y abundante, rico, sustancial y sabroso, a una “nueva co- cina” que se distinguiera esencialmente por sus cualidades negativas: no pesada, no grasosa, sin sal, sin azúcar, en pocas palabras, una cocina que no nos atrevamos a decir que no tiene gusto, pero que se singula- rice por el arte tan sutil como paradójico del exceso en la supresión. En suma, mientras que el oso auténtico se revolcaría con gusto en un baño de goce que comprometiese todos los sentidos a la vez y al máximo –en una hiper-estesia erotética y generalizada, a la flamenca en cierto modo, verdadera bulimia de sensaciones primarias–, el dandi, por su parte, encuentra su felicidad en la sobreestimación de las cualidades formales de los objetos, en un hiper-estetismo amanerado y cerrado sobre sí mismo. Sometido a un riguroso minimalismo (suerte de higienismo corporal y moral), el amor a lo bello se transforma en él en exhibición del

* George Bryan Brummell, conocido como Beau Brummell (“el bello Brummell”) (Londres, 7 de junio de 1778 – Caen, 30 de marzo de 1840), fue el árbitro de la moda en la Inglaterra de la regencia y amigo del príncipe Regente, que accedió al trono en 1820 como Jorge IV [NdT]. 304 Eric Landowski

amor a lo bello, en una proliferación de marcas de elegancia, en un toque de tal modo exagerado que termina por tomar el aire de una caricatura del buen gusto. Pero ese dandi de corbata tiene un hermano haraposo, en trance de burlarse de él hasta perder el aliento. Ese burlón es el anti- dandi, otra variante dentro de la misma familia, pero dandi de todos modos, aunque de la inelegancia, o mejor aún, de la anti-elegancia, de la vulgaridad calculada, de la bestialidad proclamada, del mal gusto cultivado como un arte. Volvemos a encontrar aquí, evidentemente, a Diógenes como fundador y maestro, seguido por la cohorte abigarrada de sus herederos postmodernos, punks y otros parecidos, es decir, mo- da y tendencia de hoy en muchos medios, aunque a contrapelo. ¿Es realmente el gusto de las cosas –de su belleza o de su fealdad– el que anima a estas figuras opuestas? ¿No será más bien únicamente el gusto de la provocación, el deseo de ponerse fuera-de-lo-común, culti- vando sistemáticamente su “diferencia”? El dandi no haría en ese caso sino invertir la propensión de los colegas que hemos encontrado más arriba, para quienes aquello que da gusto a las cosas (en particular en la mesa) es, al contrario y justamente, el gusto de estar-juntos, cada cual al gusto de todos los demás. Pero encontramos, igualmente, en el dandi la figura inversa del seductor, al menos en el plano táctico. En lugar de ocultarse, como Don Juan, detrás de una fachada tranquilizadora y cautivante de civilidad con vistas a engatusar sin mayor pena, el dandi trata de impresionar, de llamar la atención a toda costa, colocándose de entrada fuera de los límites del gusto común y más allá de las conve- niencias. Para imponerse escandalizando, hace más esfuerzos que el otro para dominar complaciendo. Ese es el caso tanto de Brummell, cuya elegancia costosa es tan “exageradamente” buscada que choca (aunque también obsesiona) al burgués, como de los anti-dandis, cuya especialidad consiste en instituir como objetos de delectación preci- samente aquello que, para los otros, aparece como algo prohibido: tal, aquí de nuevo, Diógenes, degustador de su propio cuerpo, objeto en verdad accesible a buen precio, para él, pero que pertenece al más acá de lo que etológicamente puede ser consumido, y tal, también, la Santa de Ávila, consumidora, en cambio, de lo que se halla más allá, puesto que es capaz de gozar de un cuerpo (literalmente fuera de todo precio), cuyo buen gusto el común de los mortales solo puede saborearlo bajo especies, que por más que se diga, no son más que “simbólicas”. Tal vez encontremos aquí, en ese arte de transgredir todo un complejo de tabúes a la vez sexuales, alimentarios y económicos, los elementos de Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 305 una verdadera definición semio-antropológica de lo que podrá llamar- se el “mal gusto”. Sin embargo, si un sujeto sale de la conformidad etológica, no lo hace necesariamente por provocación. Puede hacerlo también, simple- mente, porque, para sentirse bien, tiene necesidad de vivir a su antojo, de acuerdo con su fantasía, según su gusto: ese es el Oso propiamente di- cho, el cual encarna el tipo de gozador en sentido estricto. Si por su falta de educación, por su frescura, o por su excesiva naturalidad, y algunas veces por su brutalidad de gozador egoísta, hiere a ciertas personas, lo hace a su pesar. Todo lo que pediría, si tuviese la palabra, sería un poco de tolerancia o de comprensión. ¡Llegará el día en que las gentes como Dios manda lo dejarán libre para ser lo que es y para seguir el régimen que más le plazca, por lo menos mientras que, al hacerlo, no cause da- ño a nadie! Su único defecto, si lo es, consiste en ser diferente, lo cual en lo absoluto (es decir, si el mundo estuviera mejor hecho) no tendría por qué ser considerado como algo reprensible. Pero –otra eventuali- dad– la adopción de una conducta tan anticonformista como la de los osos puede deberse también al hecho de que no podrían vivir de otra manera que no sea dedicándose por entero, y cueste lo que cueste, al cumplimiento de un deber que les impone cierta necesidad de orden trascendente (al menos a sus ojos) dictada por el orden mismo de las co- sas –por ejemplo, en el dominio estético–, en relación con el cual se han comprometido a vivir, tratando de realizarse de ese modo. La figura del hombre de genio, última metamorfosis del oso y el tipo probablemen- te más logrado del gozador, responde a ese género de existencias, por incongruente que pueda parecer, a primera vista, la idea de asociar la noción de genialidad con la de goce. Examinemos, pues, a continuación el caso de un joven de genio, que nos permitirá justificar esa asociación, aunque, vista su delicadeza ex- trema y su gran urbanidad, pasa generalmente por lo contrario de un oso: se trata de Marcel, el narrador de En busca del tiempo perdido. Aquí lo tenemos tratando de saborear el género de placeres sencillos que él ama, “ligados siempre a un objeto particular desprovisto de valor intelectual”, subraya él mismo: “De golpe, un tejado, un reflejo de sol sobre una piedra, el olor del camino me hacía detener por el placer par- ticular que me proporcionaba”27. En otro momento, es un placer aún

27 M. Proust, Por el camino de Swann, op. cit., p. 215. 306 Eric Landowski

más anodino del que nos hace partícipes: “[El placer] de estar cómoda- mente sentado, de sentir el grato olor del aire, de no ser molestado por una visita”, mientras lee28. Y aquí es donde asoma la nariz del oso. Si Marcel contraviene –discretamente por cierto– las conveniencias, no es, en este caso, por la elección de los objetos que le complacen, sino por su manera de gustarlos. Para gozar a sus anchas, se aísla: “no ser molestado”, “leer tranquilo”29 no es ciertamente demasiado pedir, y to- mar a ese respecto las precauciones necesarias constituye para él un viejo hábito. ¡Pero eso puede llevar muy lejos! Y de eso da testimonio otro oso, que, en materia de “tranquilidad” justamente, se muestra más radical e incluso, de repente, bastante grosero: una noche, en la ópe- ra, para protegerse de vecinos, cuya simple presencia constituye una amenaza, según él cree, que “le impide gozar con su alma”, “se tapa los ojos con la mano”. Y otro día, fastidiado en el curso de un paseo por Roma porque se le acercan algunos mundanos que conoce, decide, acto seguido, hacerse el dormido “para no sentirse obligado a conversar”. Efectivamente, se pregunta él: “¿Por qué entrar en comunicación con ese extintor de todo entusiasmo y de toda sensibilidad, que son ‘los otros’?”. Ya habrán reconocido los lectores en ese paseante eminente- mente preocupado por su placer al oso “subjetivista”, al “egotista” por excelencia, en suma, al oso stendhaliano, ya encontrado anteriormente, tal como lo presenta Gérard Genette30. Por suerte, Marcel sabrá protegerse de los intrusos sin hacer escán- dalo. Sucede que el oso de En busca del tiempo perdido es un oso bien edu- cado, o más astuto. Pero por su tendencia inveterada a privilegiar, sin pregonarlo, la intimidad del gozar por encima de la sociabilidad del agradar, pasa de todos modos, desde nuestro punto de vista topológico, de la po- sición “A”, la del hombre de mundo, en la cual ha estado indudablemente instalado primero y en la que hubiera podido (¿o debido?) mantenerse (alguien que ni siquiera hubiera podido concebir la idea de considerar a un visitante como un perturbador) a la posición “B”, la de los gozado- res no-conformistas de todos los pelajes. Pues, decididamente, no puede considerarse un hombre de salón el que ama a tal punto, en solitario, los setos de espinos en flor, o peor aún (desde el punto de vista de una

28 Ibídem, p. 110. 29 Ibídem, p. 113. 30 Stendhal, Rome, Naples et Florence y Vie de Rossini, citado por G. Genette, Figuras IV, op. cit., pp. 140-142. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 307 sociabilidad bien entendida) su propio cuerpo, hasta el punto de sentir- se completamente feliz con solo “estar bien sentado”. Tanto más que, a continuación, transgresión más comprometedora aún, no contento con experimentar, en un primer grado, esos diversos “placeres particulares”, decide saborearlos de nuevo, en un segundo grado, convirtiéndolos, co- mo es sabido, en el tema de una verdadera “búsqueda”31. El oso egotista, el de los viajes por Italia, se contentaba (al menos aparentemente) con gozar de las cosas bellas y buenas. El de En busca del tiempo perdido querrá, por su parte, ir “más allá de la imagen y del olor”, más allá del “placer no-razonado”, a fin de captar y gustar aún otra cosa, “alguna cosa –nos dice– que, a pesar de mis esfuerzos, no llegaba a descubrir”32. Y ese es, de su parte, un comportamiento constante. He aquí otro ejemplo: “Zut, zut, zut, zut” [¡Vaya!, ¡vaya!, ¡vaya!], exclama en un momento dado, aturdido por las impresiones deliciosas que acaba de producirle un pequeño chubasco cerca de Montjouvain33. Semejante lenguaje atestigua por sí solo que ha abandonado ya la buena sociedad de la zona “A” para incorporarse al universo de la pura sensación, en algún sitio de la posición “B”. Pero inmediatamente se repone: “Al mis- mo tiempo, sentía que mi deber hubiera sido no abandonarme a esas palabras opacas y tratar de ver más claro en mi arrobamiento”. Y ese deber impuesto al narrador por las “impresiones de forma, de perfume, de color”, deber que lo obligará a “esforzarse en apercibir aquello que se oculta detrás de ellas”34, va a ponerlo por segunda vez en movi- miento, en dirección a la posición siguiente, dicho de otro modo, ha- cia una forma redoblada y más cumplida de placer, porque ahora será “razonado”: después de la experiencia de lo sensible (en “B”), se tratará de acceder a su inteligibilidad (en “C”). Por lo demás, si todo es igual, ¿cómo no acercar esta actitud a la aspiración a conocer una forma de “deslumbramiento que no obligase a cerrar los ojos”, planteada al final de De la imperfección? Ese deber, calificado de “arduo”, hará del narrador, al escoger (o los dos a la vez, pues el modelo lo permite), un enamorado –enamorado del objeto que está en trance de actuar sobre él, o más bien de interactuar con él (consistencia estésica del mundo contra competencia estésica del

31 Por el camino de Swann, op. cit., p. 215. 32 Ibídem, p. 215. 33 Ibídem, p. 188. Ese “zut” será retomado en El tiempo recobrado, op. cit., p. 239. 34 Ibídem, p. 215. 308 Eric Landowski

sujeto)– o un genio en busca de un sentido que ilumine su propio arro- bamiento y permita además hacerlo compartir con otros, por medio, en este caso, de la creación de una obra literaria que consistirá justamente en la exploración de las potencialidades abiertas por ese juego entre sujeto y objeto. De ese modo, el oso ha cedido el lugar al “escritor”: un escritor que se impondrá como tarea reformular las condiciones de su fruición y descubrir su sentido. En esas condiciones, a las “impresio- nes”, a la experiencia estésica inmediatamente vivida, seguirá un tra- bajo de “expresión”, es decir, de recreación del mundo percibido, esta vez en cuanto universo de formas, cuyo valor sensible se hará poco a poco más inteligible. Así como los animales que hemos visto transitar entre “D” y “A” recorrían una escala que llevaba de la adhesión simulada a una asun- ción sin reservas del ethos ambiental, del mismo modo, yendo de “B” a “C”, acabamos de inventariar una serie graduada de réplicas posi- bles de las formas del “buen gusto” localmente dominantes. Lo que quiere decir que, como el camaleón (aún un poco avispa y ya casi ), el oso, otra figura genérica, se presenta igualmente bajo diversos estados metamórficos, esos diversos subtipos en los que se encarna, por turno, construyéndose genealógicamente unos a partir de otros por un juego de transformaciones sucesivas. Están primero los puros osos, luego los que se hallan en mutación, y finalmente los que se han transformado ya prácticamente en genios. Los primeros son bestias salvajes de un mal gusto incalificable, pero que no saben lo que hacen; ni siquiera se dan cuenta de que los estamos observando. Y sin embargo, puede ocurrir que se humanicen: el primer paso –enorme salto cualitativo– es franqueado desde el momento en que comienzan a verse como osos. Escuchemos a un representante de esa clase en vías de hominización. “Solo, en invierno, en medio de los bosques”, escribe a una de sus amigas, madame d’Épinay. Su nombre es Jean-Jacques Rousseau: “No iré a París en mi vida, y bendigo al cielo por haberme hecho oso, ho- nesto y terco, más bien que filósofo”35. Habiendo dejado de ser simple- mente lo que es, se pone a querer serlo. El oso-del-bosque, auténtico y radical, gozaba de las cosas mismas (un poco de miel, hermosas bayas, un cordero de cuando en cuando). Hermano separado del camaleón,

35 Carta del 13 de marzo de 1757 (en la edición de Gallimard, “Pléiade”, de Las confesiones, pp. 428 y 781). Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 309 el oso-que-escribe es menos simple. Sin duda, ama “la naturaleza”, los bosques, los lagos, la belleza singular de la más pequeña brizna de hierba (incluso cultiva plantas), y saborea también su soledad (de todos modos, relativa). Pero lo que le agrada al menos tanto como eso es, aparentemente, el hecho mismo de ser oso “antes que filósofo”, dicho de otro modo, ni un esnob (a lo Holbach) ni un mundano (a lo Diderot). De ahí su confesada satisfacción –o más bien proclamada– de haber sido “hecho” así por el “cielo”, o, como nosotros sospechamos, de haberse hecho a sí mismo así, de haber elegido ser oso por un acto de voluntad originario, manifestando con ello su independencia radical. Lo cual equivale a decir que hay osos que no siempre han sido lo que son, sino que han llegado a ser así desmarcándose por relación con algún modelo convencional, y al mismo tiempo, sin duda, positiva- mente, por algún proceso metamórfico interno. ¿Y qué eran antes? ¡No- osos! Mundanos potenciales, conformistas virtuales (cuyo pasatiempo consiste precisamente en burlarse de la rusticidad de los osos), de tal suerte que para llegar a ser lo que son, han tenido que apartarse de un destino completamente distinto que les estaba prometido, lo cual exige con toda seguridad suficiente obstinación:

Yo renuncié para siempre a todo proyecto de fortuna y de adelanto. Determinado a pasar en la independencia y en la pobreza el poco tiempo que me quedaba de vida, apliqué todas las fuerzas de mi alma a romper los hierros de la opinión y a hacer con coraje todo lo que me parecía bien, sin preocuparme del juicio de los hombres36.

Al lado de los osos que serán siempre lo que siempre han sido –osos felices de la foresta–, están aquellos que, como nosotros, se ven obliga- dos a construir su identidad teniendo indefinidamente que elegir(se). ¿Pero eligiendo entre qué y qué? Otro oso, no menos célebre que el precedente, va a ayudarnos a precisarlo.

12.4.4 El gusto de las cosas

Aquí está, caminando por las montañas de Suiza, en busca de la “feli- cidad”, una noción de la que es, por lo demás, un defensor notorio. Al llegar al pie del Grand-Saint-Bernard, nos cuenta:

36 Rousseau, Las confesiones, op. cit., pp. 354-355. 310 Eric Landowski

Como los Suizos en cuyas casas nos habíamos alojado en Lausanne, en Villeneuve, en Sion, etc., etc., nos habían pintado un cuadro infa- me del Grand-Saint-Bernard, estaba más alegre aún que de ordina- rio; más alegre no es la palabra, estaba más feliz. Mi placer era tan vivo, tan íntimo, cuanto pensativo37.

Cuanto más desprecian los otros, las gentes como Dios manda, los Suizos, portavoces legítimos del ethos y del buen gusto, el objeto –el Gran-Saint-Bernard–, más lo valora él y más vivo se hace su placer. O inversamente, pues el gusto declarado de los otros es también infalible- mente suficiente para provocar, por oposición, su desagrado:

Como mi padre y Séraphie alababan mucho las bellezas de la natu- raleza como verdaderos hipócritas que eran, yo pensaba que tenía horror a la naturaleza. Si alguien me hubiese hablado de las bellezas de Suiza, me hubiera incordiado, pues cuando leía las Confesiones o Heloísa de Rousseau, saltaba siempre ese género de frases*.

Reconocemos, evidentemente, en esa manera sistemática de ir con- tra la corriente de los juicios recibidos, la actitud típica de un dandi. Pero, así como el camaleón se dejaba hace un momento contaminar por los gustos de aquellos a los que él imitaba, un dandi tiene por su par- te altas posibilidades de terminar, a su pesar, por amar efectivamente aquello que comienza por adorar por el solo placer de desmarcarse de los demás. Eso ocurre con el Grand-Saint-Bernard. Y paralelamente, en el otro sentido: ante la “naturaleza”, de la que creía tener horror por el solo hecho de que sus seres más próximos la elogiaban, aquí lo tene- mos ahora obligado a reconocerse seducido por ella: “Era, sin darme cuenta, extremadamente sensible a la belleza de los paisajes”, confiesa en la misma página. En otra parte, declara que “salta” ciertos pasajes de Rousseau con el pretexto de que los otros los aman, pero en realidad no puede sustraerse a su encanto: “Aquellas frases tan bellas me afec- taban, a mi pesar”38. Detrás de esas confesiones, aparece un Stendhal ligeramente dife- rente de aquel cuyo retrato nos pintan con frecuencia a trazo grueso. Si se siente apremiado por las cualidades mismas de esas páginas “tan

37 Stendhal, Vie de Henri Brulard, París, Le Divan, 1949, vol. I, pp. 476-477. * Stendhal, op. cit. [NdT]. 38 Ibídem, p. 409. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 311 bellas” de Rousseau, o por las “bellezas de Suiza”, a descubrir, a pesar de sí mismo, el gusto por los objetos en cuestión y a sentirse “tocado” por ellos, ¿no habría que matizar un poco la visión de un Stendhal en- marcado como parangón del “subjetivismo”? También él, a su manera, apuesta por la inteligibilidad de lo sensible. Su placer, que él mismo califica de “pensativo”, es un placer del sentido tanto como de los sentidos. Y cuando finge dormir al aproximarse unos intrusos (lo mismo que Mar- cel, el oso cortés, se parapeta contra los visitantes), no lo hace para dejar- se llevar por un vago disfrute de lo inefable, sino, como su comentador, Gérard Genette, lo señala al pasar, porque se entrega por encima de to- do a su “estado de absorción en el examen de sus propias impresiones”39. Mientras que la impresión es experimentada, solo compromete al su- jeto, y entre tanto no tiene nada que decir: vivirla es por sí solo bastante bello. Pero desde el momento en que además es “examinada”, y mucho mejor, enunciada, deja de pertenecer a la sola ipseidad, muda o a lo más exclamativa (como el “¡vaya!” inicial de Marcel, aún impresionista y subjetivo en el sentido trivial del término), para convertirse, en cierta manera, en un objeto de conocimiento, más acá o más allá de la idio- sincrasia del sujeto. Experimentar una impresión, vivirla, es vivirse a sí mismo. Examinarla, decirla, analizarla, en cambio, no puede ser otra cosa sino explicitar la naturaleza de una relación entre sí mismo, sujeto por hipótesis “impresionado”, en función de su propia competencia es- tésica, y algún objeto “impresionante”, en razón de las especificidades de su consistencia estésica. En esa óptica, no solamente el examen del objeto, sino también –o más bien ya– el de la impresión que produce, obliga al sujeto a superar su propio subjetivismo al confrontarse con una alteridad. En el caso de Stendhal, da testimonio de esa superación, si fuera necesario, más allá de su filosofía declarada, la aplicación, en la práctica de la escritura efectiva, de una verdadera gramática estésica, implícita ciertamente, y no obstante de un extremo rigor40. No se trata, pues, de oponer al subjetivismo un objetivismo anclado en una visión positivista de la realidad, más acá de lo simbólico. La verdadera alternativa está entre esas dos versiones casi equivalentes de un mismo sustancialismo, y de otro lado, una epistemología estruc- tural, es decir, relacional, que permita dar cuenta de las interacciones

39 G. Genette,Figures IV, op. cit., p. 140 (el subrayado es nuestro). 40 Cf. D. Bertrand, Précis de sémiotique littéraire (París, Nathan, 2000), cuyo capí- tulo 2 ilustra este punto a propósito de un pasaje de La cartuja de Parma. 312 Eric Landowski

entre el sujeto y las propiedades inmanentes a los objetos que excitan su gusto (o suscitan su disgusto). Una aproximación de este tipo no se confunde, por consiguiente, ni con el estudio de los condicionamientos mecánicos, de orden fisiológico o psicológico, de la subjetividad, ni con la descripción de las determinaciones de orden etológico, que reduci- das a sí mismas solo conciernen, en el mejor de los casos, a una parte de nuestra población, a saber, a los hombres de mundo y a los dandis (además de a un determinado número de sociólogos). La figura genérica que obedece a ese principio de placer, de orden a la vez “pensativo”, como dice Stendhal (es decir, creador de sentido), y objetivo (en el sentido en que se enraíza en la dinámica de la relación al objeto), es la del hombre “de genio”, como lo llamamos a falta de algo mejor, la cual, lo mismo que las precedentes de la misma región, es la de un promotor de disturbios: nunca ama exactamente aquello que nos gustaría que amase. Pero si eso es así, no lo es ni porque (como el oso) no se da cuenta de su no-conformidad –al contrario, es eminentemente lúcido en relación con lo que es y con lo que hace–, ni porque tiene necesidad de inventarse (como los dandis) un Ego artificialmente cons- truido ante las expectativas de su medio. Es simplemente porque está comprometido con la búsqueda autónoma del sentido. Superando el ámbito de su persona singular, su búsqueda lo con- duce a sacar a la luz nuevas formas posibles de articulación signifi- cante de la materia sensible, a abrir perspectivas de construcción del mundo que, siendo por definición aún desconocidas, le parecen, por eso mismo, incongruentes, incomprensibles, chocantes –absurdas o de mal gusto– a la mayoría. Si es compositor, se le acusará de asesinar la música; si es pintor, de que no sabe dibujar; si es escritor, de masacrar la sintaxis. Pero desde su propio punto de vista, las configuraciones inéditas que está en vías de descubrir y que se esfuerza por traducir en forma de obras, responden a necesidades estructurales internas, pro- pias de la materia (musical, pictórica u otra) que está explorando. No, propiamente hablando, “inspirado”, sino fundamentalmente disponible, se pliega a un orden de cosas que no le pertenece y que, en rigor, no “crea” (pues, en cuanto potencialidad, preexiste a él), pero al cual le sabe dar forma. Escribe Proust:

Había llegado a la conclusión de que no somos en modo alguno li- bres ante la obra de arte, de que no la hacemos a nuestro agrado, sino que preexiste a nosotros, y por tanto, que tenemos que descu- Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 313

brirla porque es necesaria y está oculta, y porque así lo haríamos si se tratase de una ley de la naturaleza41.

En esas condiciones, puede tener, si no la certeza, por lo menos la convicción de que un día la validez de sus proposiciones será reco- nocida y de que sus descubrimientos terminarán por formar parte de las conquistas conceptuales, estéticas o morales que constituyen el pa- trimonio de su comunidad de pertenencia, las cuales contribuirán al mismo tiempo a modelar el gusto, e incluso el ethos. Aunque trabaje bajo la incomprensión o bajo la reprobación general, puede ocurrir que, después de haber gozado del mundo explorándolo y reinventándolo, llegue, finalmente, también a “agradar” por medio de la obra que resul- te de ese proceso. Lo que quiere decir que, al menos virtualmente, las dos formas del gusto tienen su lugar a lo largo de su recorrido. A partir de estas conclusiones, podemos ver por qué, en nuestro es- quema inicial, “el hombre de genio” se codea con “el enamorado”. ¿No es acaso propiedad del genio comportarse como enamorado del dominio de creación que investiga, en el sentido en que el verbo “amar” ha sido defi- nido anteriormente, por oposición a “poseer”? Asimismo, ¿no existe una parte de genio creador –creador al menos de sentido– en la relación entre sujetos cuando a la relación de posesión sustituye la forma de interactivi- dad que hemos denominado “amorosa”? En ambos casos, para el genio enamorado (de su creación) como para el enamorado (de genio), la frui- ción tiene como condición cierto grado de realización del otro, dando por entendido que, por naturaleza, quedará siempre, para uno y para otro de los participantes, algo “más allá” de lo realizado. Todo creador sabe que, en lo que acaba de componer, no ha agotado todas las potencialidades del dominio que está explorando, y que no podrá agotarlas jamás. Lo mismo sucede con el enamorado, que siente que tampoco él podrá jamás agotar lo que el otro puede “darle” (ni lo que él puede darle al otro), y recípro- camente. Y lo mismo vale también (para no olvidar a los otros tipos de participantes posibles, evocados anteriormente) de cara al piano, al paisa- je o incluso al automóvil, desde que el sujeto se dispone a aprehenderlos con “amor”, es decir, con un poco de genio. El término, ciertamente, puede resultar demasiado pomposo, ya que lo venimos aplicando a todo sujeto que llega a explorar, por medio de una práctica de interacción creadora de sentido, una región cualquiera del universo sensible.

41 M. Proust, El tiempo recobrado, op. cit., p. 229. 314 Eric Landowski

Por lo menos, será necesario que haya sabido “desarraigar de su co- razón –es Rousseau de nuevo quien habla– todo lo que dependa del jui- cio de los hombres, todo lo que pueda desviarlo, por temor al vituperio, de aquello que [es] bueno y razonable en sí”42. “Bueno y razonable”, o, por lo que nos concierne aquí, razonable, bueno y bello, o sabroso, pero en todo caso, en sí.

12.5 hacia una semiótica “existencial”

El gusto de las cosas, de las cosas mismas, y lo que es más, en sí… A pe- sar de las connotaciones referenciales y hasta ontologizantes de tales expresiones, esta terminología no debe crear ilusión. Ya sabemos que, a decir verdad, jamás las cosas como tales “tienen” sentido, o gusto, o los dos a la vez. No es necesario recordar que, desde el punto de vista semiótico, los efectos de sentido resultan, en todos los casos, de relaciones diferenciales, es decir, de relaciones entre elementos. Con- secuentemente, ¿cómo conciliar esos dos aspectos?, ¿cómo construir una semiótica de las relaciones con las cosas mismas? Considerar, como nosotros lo hacemos, las impresiones estésicas que experimentamos al contacto con el mundo sensible como efectos de sentido, equivale a postular, precisamente, que ellas son el resultado de la puesta en rela- ción de dos órdenes de realidad. No solamente presuponen diferencias cualitativas que tienen que ver con las propiedades sensibles inherentes a los objetos, sino que también dependen, caso por caso, del régimen de captación del sentido bajo el cual se coloca el sujeto en relación con los se- res y con las cosas, a fin de hacerlos significar o de encontrarles “gusto”. De suerte que los dispositivos que articulan materialmente los “objetos mismos” (las cosas en cuanto empíricamente dadas), harán sentido de manera diferente en función de la diversidad de los regímenes de cap- tación que los sujetos adopten para aprehenderlos. A fin de precisar este punto esencial, y con ello asentar los fun- damentos de una semiótica del gusto, y más generalmente, de la ex- periencia estética, será útil, antes de concluir, poner brevemente en paralelo dos fragmentos, uno de Claude Lévi-Strauss, otro de Proust, pues ambos tratan precisamente de esa experiencia, aunque desde án- gulos a primera vista opuestos. Los dos textos tienen en común el hecho

42 Las confesiones, op. cit., p. 357. Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 315 de dar cuenta de las condiciones de emergencia de efectos de sentido que, captados en “instantes afiebrados” de “estado de gracia” (en el pri- mer caso), o de “placer especial” (en el segundo), parece que dependen estrechamente de la manera como se articulan diferentes propiedades inmanentes a los objetos del mundo natural frente a los cuales se encuen- tra ocasionalmente emplazado el sujeto: formas, colores, movimientos, olores, textura material, entre otras. Pero, para eso, ponen en marcha respectivamente regímenes de captación del sentido en parte diferentes, entre los cuales tenemos que ver si conviene o no, en definitiva, elegir. Del primer texto, que analiza casi únicamente las relaciones que las cosas, o más bien algunas de sus cualidades sensibles, mantienen en- tre sí ante la mirada distante de un sujeto acantonado en una función de observación, diremos, por convención, que tiene significación; del se- gundo, que incluye, al contrario, entre los protagonistas de la interac- ción analizada, la instancia enunciativa, no solamente en cuanto mirada aplicada a observar, sino también como cuerpo comprometido en un juego de relaciones dinámicas con los elementos de la escena descrita, podemos decir que hace sentido (o que “hace imagen”43). Circunstancia que no se debe, sin duda, al azar únicamente, los dos textos se presen- tan como autocitas, y lo que es más importante, relativas ambas a cier- tas impresiones de viaje vividas como momentos de intensa euforia. El texto de Lévi-Strauss –se trata de las célebres páginas del comien- zo de Tristes trópicos, consagradas a la puesta del sol vista desde un barco– se presenta como una descripción organizada por completo a partir de un punto de vista objetivante44. Instalado en el puente desier- to del barco que, en medio de la inmensidad del océano, parece que no se mueve, el narrador, paseando su mirada por los elementos, es testigo de las “fases” y de las “articulaciones” de un fenómeno atmosférico que se presenta ante él como un “espectáculo” e incluso como una “repre- sentación completa, con un comienzo, un medio y un final” TT( 50-52). La posición destacada de ese observador, colocado a gran distancia de su objeto, se traduce en superficie por toda una serie de marcas lingüís- ticas, tales como los pronombres y la forma (impersonal) o el tiempo de los verbos: “se veía”, “fue muy difícil de seguir”, “se vio cómo se materializaba”, “se sintió”. Al lado opuesto, en el “pequeño texto” de

43 Cf. cap. 9.3. 44 Tristes trópicos, op. cit., pp. 50-56 (a continuación, en el texto, TT y el número de página). 316 Eric Landowski

Proust, el de los “campanarios de Martinville”45, el observador, él mis- mo en movimiento –en coche, instalado al lado del cochero–, pierde el monopolio de la visión; y mientras que las cosas se ponen a “mirarlo”, él se convierte en un participante directo del juego de relaciones esencial- mente de orden proxémico, cinético y visual, que se desarrolla entre los elementos de la escena:

[…] habíamos dejado ya Martinville hacía un rato, y la aldea, después de habernos acompañado algunos segundos, había desaparecido, quedando solos en el horizonte viéndonos huir, sus campanarios, los cuales, junto con el de Vieuxvicq, agitaban con signos de adiós sus remates soleados (DS 218).

A decir verdad, la diferencia de regímenes de sentido que separa los dos textos está marcada desde el inicio, explícitamente, por medio de lo que podríamos llamar la exposición de los motivos –coinciden- cia suplementaria– cuyo enunciado precede a ambos pasajes, tanto al compuesto tiempo atrás por Marcel “a pesar de los tumbos del coche” (DS 218) como al “escrito en barco” por el antropólogo “tantos años” antes (TT 50-52). Al redactar esa página, Marcel pretendía, a la vez, “obedecer a [su] entusiasmo” y, según nos dice él, “aliviar [su] concien- cia” (DS 218). Porque, ya lo hemos señalado, cada vez que el encuentro con un elemento del mundo sensible es para él fuente de placer, nace irremediablemente en él el sentimiento de una obligación de buscar la “razón del placer” así experimentado (DS 215): “Sentía que no llegaba al término de mi impresión, que algo quedaba detrás de ese movimien- to, detrás de esa claridad, algo que parecían [los campanarios] contener y ocultar al mismo tiempo” (DS 215). La motivación adelantada en el preámbulo al otro texto es de or- den completamente diferente. El antropólogo explica que siendo aún “debutante” en la época en que escribía esas páginas, trataba simple- mente, al redactarlas, de “encontrar un lenguaje” a la altura de las “experiencia(s) bizarra(s) o particulare(s)” que su oficio habría de lle- varlo en adelante a describir. ¿Cómo “fijar [las] apariencias al mismo tiempo inestables y rebeldes a todo esfuerzo de descripción” que ofrece una puesta de sol, cómo “in- movilizar [las] formas evanescentes”? ¿Y cómo “comunicar a otros las

45 Por el camino de Swann, op. cit., pp. 215-219 (en adelante, DS y la página). Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 317 fases y las articulaciones” del fenómeno para “hacer que todos capten el sentido y el alcance” de aquello que allí se da a ver? (TT 50). Si tratamos de circunscribir lo que opone esas dos maneras de con- siderar el tratamiento de una experiencia estética, sería evidentemente simplificar en exceso decir que, desde el momento en que el antropólogo trata de traducir lo que ve en un lenguaje accesible “a todos”, su mira es “objetiva”, mientras que sería “subjetiva” en la página de Proust. Cier- tamente, para aprehender lo que se oculta detrás de las apariencias, el narrador de En busca del tiempo perdido declara que estaría dispuesto a contentarse con “algo análogo a una linda frase” o a alguna fórmula de uso privado compuesta de “palabras que [le dieran] placer” (DS 217). En el mismo sentido, el objetivo de su esfuerzo de descripción parece, en términos generales, de orden estrictamente personal: se trata de descu- brir, en el juego de sus relaciones con los elementos, la razón de un placer absolutamente propio. Por contraste, el proyecto perseguido en el pasaje de Tristes trópicos consiste en extraer, en términos generales, “el sentido y el alcance” de un fenómeno natural del que cualquiera ha podido ser testigo en condiciones análogas. La impersonalidad de un discurso, que sería ya el de la ciencia, parece oponerse a los acentos un poco intimistas de una búsqueda introspectiva consagrada, por confesión de su autor, como se recuerda, a “un objeto particular desprovisto de valor intelec- tual”, dicho de otro modo, que no se presta a ninguna generalización. La misma oposición parece también confirmarse si se considera el marco cognitivo de cada uno de los dos extractos. En Lévi-Strauss, la descripción emprendida se inscribe en el marco de un saber de orden enciclopédico, que el autor comienza por evocar. Mucho antes que él, “los Griegos” ya, “los sabios” después, y más generalmente “los hom- bres” en su conjunto, han prestado atención al mismo proceso y han tratado de interpretarlo. En ese contexto, se comprende que, en reali- dad, a pesar de todas las reservas de modestia, esas páginas no sean ni el resultado de un ejercicio puramente circunstancial, ni el producto de un trabajo emprendido solamente por “juego” (para poner de relieve el desafío de la dificultad, TT 50). Apuntan, de hecho, a aportar una contribución positiva a la comprensión del sentido que el fenómeno observado reviste “para el hombre” en general. Más precisamente, se trata de defender, frente a una serie de opiniones recibidas, una tesis nueva: “Para los sabios, la aurora y el crepúsculo son un mismo fenó- meno, y los Griegos pensaban lo mismo […]. Pero, en realidad, nada es más diferente que el anochecer y el amanecer […]” (TT 50). 318 Eric Landowski

En Proust, al contrario, ninguna referencia, ningún saber previo, ningún discurso ya constituido es invocado como punto de partida, ni para apoyarse en él ni para contradecirlo. Asistimos a un acto enuncia- tivo autosuficiente, que apunta exclusivamente a captar el sentido en trance de nacer, hic et nunc, en la dinámica de un juego de relaciones espaciales cambiantes entre el narrador y las cosas. Y no obstante, en otro plano, la oposición entre los dos textos es mucho menos tajante de lo que parece a primera vista. Ciertamente, en Lévi-Strauss, la descripción del “evento único” (TT 50) es inmedia- tamente superada por su integración en un nivel de conocimiento y de reflexión jerárquicamente superior, en el cual se revelará su signi- ficación antropológica, es decir, intemporal y universal. La “vivencia” inmediata no es tomada en cuenta, y solo tiene aquí valor en la medida en que constituye un medio para acceder a un saber que la trasciende. ¡Pero en Proust también! Si, dejándolo todo en suspenso, “a pesar de los tumbos del coche”, lanzado “como el viento”, Marcel “pide lápiz y papel” para escribir sus impresiones en el instante mismo en que las experimenta, es porque el “objeto particular” del que se trata se le presenta también –aunque se diga que está “desprovisto de valor inte- lectual”– como algo que puede ser incorporado a un nivel superior de inteligibilidad, que es, ni más ni menos que para el autor del otro texto, del orden de la “verdad abstracta” (DS 215). En resumen, aquí y allí, te- nemos que ver con la misma dehiscencia entre dos niveles de realidad, aquí “entre lo vivido y lo real” (TT 46), allí entre las “impresiones” y lo que hay que descubrir “detrás de ellas” (DS 215). ¿La única diferencia consistiría entonces en que el contenido del se- gundo de esos niveles –el llamado a trascender la experiencia singular y a darle su significación o su sentido– no es el mismo de un autor a otro? ¿O en que, en el primer caso, la experiencia es referida a un saber impersonal, y en el segundo a un principio de inteligibilidad que, si bien más abstracto que la impresión primera, sigue, no obstante, depen- diendo de la historia personal del sujeto que analiza? Pero aun en esas condiciones, ¿la diferencia es tan grande? El nivel explicativo último al que remite finalmente el antropólogo –el de las “propiedades funda- mentales del universo psíquico” (TT 45), o según una formulación pos- terior, el de las leyes de funcionamiento del “espíritu humano”–, ¿difiere verdaderamente, en su principio, de esa “cosa desconocida”, cuyo descu- brimiento, para Marcel también, pasa por un esfuerzo de superación de su relación inmediata con las cosas mismas? Los dos proyectos parecen, Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 319 a decir verdad, tan próximos que podemos aplicarles sin vacilación la observación que Lévi-Strauss, algunas páginas antes, hace a propósito de las relaciones entre elementos de un orden completamente distinto: entre marxismo, geología y psicoanálisis:

En todos los casos, se plantea el mismo problema, que no es otro sino el de la relación entre lo sensible y lo racional, y la meta buscada es la misma: una suerte de super-racionalismo que pretende integrar el pri- mero en el segundo, sin sacrificar ninguna de sus propiedades TT( 46).

Pero más allá de las declaraciones de intención preliminares de los dos autores, veamos cuáles son sus prácticas efectivas, es decir, la ma- nera como construyen, respectivamente, su objeto. En Lévi-Strauss, el objeto descrito es un espectáculo que se desarrolla delante del observa- dor, expuesto ante su vista como un cuadro o como el equivalente de una escena de teatro. En Proust, nada de eso: lo que hay que descubrir no es un objeto de contemplación colocado delante del narrador, sino una interacción dinámica de la cual él mismo es parte importante y que adquiere la forma de una suerte de ballet o de juego de escondidas con un pequeño número de elementos pertinentes del paisaje, esencial- mente los tres famosos campanarios. Y dando cuenta de los movimien- tos relativos de ese conjunto de elementos, incluido por consiguiente el narrador, el texto permite comprender la emergencia de una serie de estados pasionales efímeros, apenas nominables, que se suceden unos a otros como otros tantos menudos efectos de sentido estésicos, a cada instante nuevos y singulares: sobresalto de sorpresa (“de golpe, des- pués de doblar el coche, nos depositó a sus pies”, DS 218), sentimiento de separación (“después de habernos acompañado”, los campanarios “agitaban con signos de despedida sus remates soleados”, DS 218), im- presión final de un retorno a una suerte de serenidad (“vi que busca- ban tímidamente su camino y, después de algunos torpes tropiezos […], que se apretaban unos contra otros”, DS 219). Todo eso contrasta fuertemente con la manera en que el otro texto da una descripción de su objeto, el cielo, que, paradójicamente (dadas a la vez las posiciones científicas, conocidas, por lo demás, de su autor, y sus intenciones de- claradas en la “exposición de motivos”), parece depender menos de una actitud etnográfica o antropológica que de un punto de vista an- tropocéntrico. Comparemos con más detalle aún los dos fragmentos. Proust, contrariamente al antropólogo, no vacila en antropomorfi- zar los objetos (“el campanario de Vieuxvicq se apartaba, tomaba sus 320 Eric Landowski

distancias”, DS 218), cosa que, en sí misma, bien puede pasar por un simple procedimiento retórico. Pero, al mismo tiempo, hace mucho más que eso. Aplicando a la percepción del espacio una suerte de teo- ría de la relatividad al pie de la letra, presta a los elementos observa- dos una movilidad aparentemente intencional (“a veces, uno [de los campanarios] desaparecía para que los otros dos pudiesen vernos un instante más”, DS 218), lo cual no hace sino traducir figurativamente una concepción totalmente científica (convertida hoy casi en lugar co- mún), según la cual el comportamiento de los objetos observables en el espacio-tiempo no es jamás independiente –al menos a una cierta escala– de la presencia del observador y de su posición en relación con ellos. En comparación, el sistema perceptivo, y perspectivo, instalado en el texto de Lévi-Strauss traduce una concepción mucho más clásica, pre-einsteiniana, si se puede decir, de la relación sujeto-objeto en el proceso de observación. Todo lo que es perceptible se desarrolla allí en torno a un único punto fijo –el ojo de aquel que mira–, punto de referencia absoluto con relación al cual las diferentes partes de la reali- dad observable (las nubes, el sol, toda suerte de formas y de colores en movimiento) se desplazan unas en relación con otras, pero de manera absolutamente independiente de la presencia del observador. La metáfo- ra de la representación dramática está aquí perfectamente justificada, puesto que, en virtud de una convención constitutiva de ese género de espectáculo, encontramos ahí el mismo corte entre objeto observable y sujeto observador, a saber, entre, de una parte, actores instalados en el espacio de la escena, que interactúan exclusivamente entre sí como si no fueran conscientes en absoluto de la presencia de un público sen- tado frente a ellos, y de otra parte, espectadores que respetan las reglas del juego, es decir que no exigen nada mejor que permanecer pruden- temente clavados en su asiento. En otros términos, mientras que en Proust la movilidad de la toma de vistas va acompañada de una mirada implicada en lo que mira y por aquello que mira –y que al mismo tiempo lo mira–, en el otro texto, al contrario, la inmovilidad del observador, centro del panorama, crea una mirada estrictamente alejada, la que corresponde exactamente al sabio, de acuerdo con la definición convenida por las reglas de la ob- servación científica. Es, pues, una diferencia de orden epistemológico la que separa aquí dos estéticas. Por un lado, una estética clásica, hecha totalmente de orden, de transparencia y de claridad, que distingue y coloca en serie los elementos, pone de relieve su aparición, sus des- Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 321 plazamientos, y luego su desaparición en el espacio: “[…] por el oeste […] hacia el norte […]. Al sur […] hacia el este […]” (TT 57). Y anota sus evoluciones en el tiempo: “Al comienzo […]. Después solamente […]. Al mismo tiempo […]. Poco a poco […]. Finalmente […]” (TT 58-59). Situando, por lo mismo, la totalidad del sentido y del valor en un obje- to radicalmente separado del observador. Y por otro lado, en Proust, una estética –¿habría que decir barroca?– que se aplica por el contrario a seguir en lo que tienen de menos organizado, de más caprichoso y de aparen- temente ilógico, las fluctuaciones de las impresiones ligadas a la movili- dad no tanto de los elementos observados uno por uno, sino a la relación misma entre el observador y aquello que observa. El narrador y el trío de campanarios aparecen a fin de cuentas comomovidos unos por otros, como ocurriría en un cuerpo de ballet, para tomar una vez más la metáfora de la danza, que guarda a nuestros ojos, también aquí, su valor explicativo. De un texto a otro, no faltan los paralelismos y las inversiones, y eso, con toda coherencia de una parte y de otra. Es necesario, por ejemplo, que la navegación dé la impresión de inmovilidad (“5000 km de océano presentan un rostro inmutable” y solo la actividad de los marineros ofrece “la prueba del deslizamiento de las millas”, TT 51-52) para que el espacio, visto desde el puente, se deje percibir como un medio homo- géneo; en esas condiciones, la mirada puede efectivamente recorrer la escena en todas direcciones, sin obstáculo ni deformación, dirigiéndo- se sucesivamente “a los cuatro puntos del horizonte”; y es preciso tam- bién suponer que el tiempo es perfectamente homogéneo, que se presta a un cronometraje no menos exacto que la cuadrícula geométrica del espacio para que el narrador pueda observar metódicamente, momen- to a momento (“Hacia las 16 h […]. A las 17:40 […]. A las 17:45 […]”), las variaciones de formas y de colores que se presentan sucesivamente, se- gún un orden dotado a su vez de una suerte de racionalidad. Porque, se nos enseña, “existen dos fases bien distintas en una puesta de sol” (TT 52). De manera simétrica e inversa, era necesario, en el otro lado –el de Martinville–, que el coche que transporta al narrador fuese conducido “a rienda suelta” (DS 216) y diera la impresión de ir “como el viento” –impresión reforzada por los tumbos que de eso resultan– para que al espacio-tiempo uniforme del texto precedente lo sustituyese un espa- cio discontinuo, de densidad variable, anisótropa, es decir, que ofreciese aquí y allá resistencias, y en otras partes como bajas de tensión donde, de pronto, el movimiento se acelerase imprevistamente (un poco a la manera de los vacíos de aire en un avión): 322 Eric Landowski

[…] íbamos rápidamente, y, no obstante, los tres campanarios per- manecían siempre lejos delante de nosotros […]. Habíamos estado tanto tiempo acercándonos a ellos que yo pensaba en el tiempo que faltaba aún para alcanzarlos, cuando, de repente, el coche hizo un giro y nos depositó a sus pies (DS 218).

Pero, en este punto, es preciso situar ese pasaje en su contexto. Por- que en las pocas páginas de Por el camino de Swann que retienen nuestra atención, no tenemos que ver, en realidad, con una sola sino con dos descripciones sucesivas, construidas de manera totalmente diferen- te, de las relaciones entre el narrador y lo que ve. El célebre “pequeño fragmento” colocado por Proust entre comillas (pp. 218-219) y del que provienen las frases citadas hasta ahora, está precedido de una primera colocación, igualmente completa y en el mismo orden, de los mismos elementos, presentados en gran parte literalmente y con los mismos términos (pp. 216-217). Si, a pesar de eso, no se trata de una simple re- petición, si el discurso referido, que viene en segundo lugar, dice otra cosa, o algo más que la presentación inicial, es porque de una a otra de esas dos descripciones, se pasa de un régimen de objetividad, total- mente análogo al que hemos visto operando en el texto de Lévi-Strauss, a otro régimen de captación del sentido, claramente menos habitual. En el primer pasaje, el narrador adopta la posición de un sujeto tras- cendente, verdadero meta-sujeto de un saber absoluto. Con ese título, estatuye sobre el valor de verdad de las “impresiones” de Marcel, suje- to del enunciado, que aparece entonces como un observador ingenuo, víctima a cada instante de algún error de apreciación. Y el narrador se dedica a rectificarlos, explicando positivamente las razones, que se deben en la ocurrencia al efecto combinado del movimiento del coche y de la configuración compleja del terreno:

[…] los dos campanarios de Martinville […] que el movimiento de nuestro coche y los recovecos del camino hacían parecer que cam- biaban de lugar, y luego el de Vieuxvicq que, separado de ellos por una colina y por un valle […] parecía, no obstante, muy vecino de ellos (DS 218).

Sobre este punto preciso, en nada se diferencia del pasaje de Lévi- Strauss. Al amparo de juegos de iluminación engañosos, el espectá- culo de la puesta de sol logra en un principio crear ilusión. Pero el enunciador, instalado como meta-sujeto dotado de un poder de visión superior (cuya fuente no se nos indica), desenmascara sin esfuerzo las Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 323

“supercherías” que rodean ese “falso espectáculo”, y, tomando en cuen- ta también la facilidad con la que el observador se deja inducir a error, restablece prontamente la verdad:

[…] el cielo pasa del rosa al verde, pero eso ocurre porque no me he percatado de que algunas nubes se han puesto al rojo vivo, y hacen que, por contraste, parezca verde un cielo que era rosa, aunque de un matiz tan pálido que no puede luchar ya contra el valor sobrea- gudo del nuevo tinte que, no obstante, yo no había observado […]. La ilusión se había acrecentado con los últimos resplandores del día […]. Bastaba, por lo demás, con dirigir la vista al verdadero mar, allá abajo, para escapar al espejismo […] (TT 55-56).

En cambio, solamente en Proust, y únicamente en el segundo frag- mento –en forma de autocita, colocado entre comillas en el texto–, ve- mos aparecer un dispositivo cognitivo en el que no hay ya meta-sujeto trascendente para estatuir acerca del valor veridictorio de los efectos de sentido captados en el plano de la “vivencia”. Surge entonces otro régimen de sentido, cuyo principio reside en la estructura misma de la relación entre el observador y las cosas, y más precisamente, en la posi- tividad de las variaciones que afectan las relaciones proxémicas entre actantes, entre Marcel y los campanarios. Estos últimos ya no tienen “el aire de” acercarse o de alejarse, aunque uno de ellos, el de Vieuxvicq, viene efectivamente, “a causa de una vuelta arriesgada”, a colocarse frente a los otros, a reunirse con ellos, y luego a separarse. A partir de ese momento, no hay más separación entre el sujeto del enunciado y un sujeto de la enunciación en posición de juez supremo. De una rela- ción trascendental con lo vivido, hemos pasado a una inscripción del sujeto en la inmanencia de las cosas presentes. Desde ese momento, lo real ya no es aquello que se considera escondido “detrás” de la pantalla engañosa de las cosas perceptibles, sino que se confunde con la inte- racción en vías de desarrollarse, aquí y ahora, entre protagonistas en movimiento. La “verdad” –el sentido– no hay que buscarla en alguna otra parte, sino en los efectos inteligibles de la copresencia, a la vez sensible e interactuante, de los actantes que tratan de imponerse los unos a los otros, y, como en la pluma de un fenomenólogo, la descrip- ción adquiere, en esas condiciones, el valor de un análisis inmanente de las relaciones del sujeto con las cosas mismas, de las que hace surgir un sentido, construyendo al mismo tiempo su objeto. Lo que resulta de esta confrontación entre textos es, por consiguien- te, que ninguna de las aproximaciones tiene el monopolio de la “objeti- 324 Eric Landowski

vidad”. O mejor, que la categoría misma que opone como contrarios lo “objetivo” y lo “subjetivo” se revela como cada vez menos pertinente a medida que uno avanza en el análisis. Partiendo de la manifestación –de la realidad perceptible– considerada en lo que tiene de más con- creto (sea en el plano solamente visual, sea en un plano que incluye las relaciones proxémicas), tanto un texto como otro dan cuenta de efectos de sentido que no dependen directamente de lo real (de la naturaleza de las cosas en sí), sino de la manera como, en cada caso, un dispositivo de observación específico reconstruye lo real en cuantosituación , es de- cir, como régimen de relaciones entre actantes. En esa medida, están aquí en juego dos concepciones, y hasta dos prácticas de la construcción del sentido. Y sin embargo, tomando en cuenta todo lo que precede, no estamos obligados, en cuanto semióticos, a “elegir” entre ellas. Ciertamente, es posible que, a escala de las ciencias del universo, la teoría de la relatividad invalide (en ciertos aspectos) la física newtoniana. Pero de ahí no se deriva que, en el plano semiótico, el régimen relativista (descentrado, inmanentista, interaccionista) de la captación del sentido –que tiene la particularidad de incluir la posición del observador, es decir, la del enunciador, entre los parámetros de los que depende la emergencia del sentido (como el texto de Proust acaba de ofrecernos un ejemplo, y como, posteriormente, la orientación fenomenológica lo explicitará y lo sistematizará)– “invalide” necesariamente el otro tipo, más tradicional, de praxis semiótica (fundado en dispositivos de observación y de descripción de tipo logocéntrico), al cual se atiene la diligencia estructural característica no solamente del texto de Lévi- Strauss aquí considerado, sino la ciencia antropológica en su conjunto y, finalmente, la semiótica estructural que constituye una prolongación de la misma. ¡Proust no resucita para hacer caduco a Lévi-Strauss! Como tampoco la integración de la problemática de la enunciación ha tenido por efecto, en el desarrollo de la teoría semiótica, convertir en caducos los procedimientos de análisis de los discursos enunciados que sistematiza la gramática narrativa. La semiótica general, dentro de la cual nos proponemos integrar, además del plano de la enunciación, el plano de lo sensible, debe, al contrario, tratar de articular, unas con otras, el conjunto de esas di- mensiones. Necesitamos, por un lado, modelos capaces de dar cuenta estructuralmente de las relaciones inmanentes que se tejen entre las cualidades sensibles del mundo, considerando, en ese estadio, los obje- tos como espacios de sentido en potencia, relativamente separados de Tercera parte: entre estesis y sociabilidad 325 los sujetos. Dicho de otro modo, tenemos que desarrollar, aunque solo sea con fines operativos, unasemiótica de los objetos, no por ellos mismos estrictamente hablando, sino entre ellos46. El texto de Lévi-Strauss es una prueba de su posibilidad. Pero correlativamente, y esa es la vía que sugiere particularmente la lectura del texto de Proust, necesitamos también elaborar una semiótica de la experiencia, o, lo que viene a ser lo mismo, una problemática de las condiciones de emergencia del senti- do, tal y como se construye en acto, en la interacción entre los sujetos y el mundo percibido. Como dirá Sartre –a propósito de la nieve, una vez más–, “por mi actividad misma de esquiador, modifico la materia y el sentido”. Del mismo modo que para Marcel, transportado a toda marcha a través de la campiña, la velocidad –en la ocurrencia encargada de modular cualitativamente la relación sujeto-objeto– hace que, a se- mejanza de los campanarios del otro texto, la nieve, para el esquiador, “surja como la materia de [su] acto”: en un caso como en otro, la interac- ción entre los actantes “no se limita a imponer una forma a una materia dada de antemano; ella crea una materia”47. Los hombres “de genio”, sean, como aquí, filósofos o escritores, sean, en otros casos, artistas, son los que actualizando nuevas configu- raciones significantes a través de la captación de las relaciones que nos ligan dinámicamente con los objetos del mundo sensible, nos invitan a “hablar el mundo” diferentemente y a reconocer allí ciertas potenciali- dades de sentido que nunca antes habíamos percibido, y ciertos gustos que no habíamos probado aún. Nadie inventa sustancias nuevas (en el sentido hjelmsleviano del término), pero algunos saben articularlas de manera inesperada, produciendo a la vez efectos de sentido esclarece- dores y gustos sabrosos. Una de las tareas urgentes de nuestra semió- tica consiste precisamente en tratar de dar cuenta de esos modos de construcción de sentido que integran como uno de sus componentes esenciales la dimensión estésica, y, para ello, esforzarse en construir una gramática de lo sensible. Ni siquiera es absolutamente seguro que esta denominación sea la más adecuada. Así como la perspectiva abierta por Claude Lévi-Strauss remite a una “lógica de las cualidades sensibles” (o a una “lógica concreta”), la idea de una “gramática de lo sensible” remite, ante todo, a las propieda-

46 Cf. E. Landowski y G. Marrone (eds.), “La société des objets. Problèmes d’interobjectivité”, Protée, XXIX, 1, 2001, Québec. 47 El ser y la nada, op. cit., pp. 605-606. 326 Eric Landowski

des estésicas de los objetos solos, observados a buena distancia. En esa línea, y más precisamente, con vistas a la constitución de una semiótica de la materia, había comenzado a trabajar, antes de morir prematura- mente, Françoise Bastide, con la mirada objetivante de una semiótica de formación biológica48. Pero el género de interacciones que a noso- tros nos interesa –aquel en el que la generación del sentido pasa por las modulaciones de la relación estésica– implica de entrada tanto el objeto, considerado desde el punto de vista de sus cualidades sensibles intrín- secas, como un sujeto, capaz no solamente de percibirlas, y eventualmen- te de describirlas, sino también (o primero) de experimentar sus efectos significantes, en acto. En ese sentido, el “psicoanálisis existencial” es- bozado por Sartre al final de El ser y la nada –que se aplica a explicitar el “sentido humano” de las “cualidades”, es decir, de las “maneras de ser” propias de las cosas aprehendidas en su materialidad (el “sentido obje- tivo” de la fluidez del agua o de la viscosidad de la miel, por ejemplo, o el de las interacciones tales como el deslizamiento o la aspiración)–, es probablemente, aún hoy, la aproximación que nos indica la vía más segura hacia la síntesis que tenemos en la mira. En definitiva, por lo que a nosotros concierne, la semiótica que ten- dremos que desarrollar en el futuro será algo así como una semiótica existencial: una semiótica que habrá de mostrarse igualmente atenta a las configuraciones dinámicas que articulan la materia de las cosas, como a los regímenes de relaciones que mantenemos con esas configu- raciones, puesto que la emergencia y la captación de los efectos de sen- tido experimentados, en presencia del otro, por los sujetos en situación que somos nosotros, dependen al mismo tiempo de esas dos caras de un solo y mismo proceso. Aunque, felizmente, las etiquetas no son lo que más cuenta.

48 Cf. Fr. Bastide, “Le traitement de la matière. Opérations élémentaires”, con un prólogo de A.J. Greimas, Actes Sémiotiques-Documents, IX, 89, 1987. Referencias

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[327] 328 Eric Landowski

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Índice de nociones y de temas

Accidente (o evento): Estético: 54, 56, 165, 181, 182, 209 Patémico: 56 Accidente vs. cita: 179, 180, 183, 184, 186, 188 Acento: 61,171, 230 Actante: colectivo: 142 dual: 152, 178 Agradar vs. desagradar: 271 vs. adular: 278 Ajuste: polémico: 44, 45 Algo vs. alguien: 132, 134, 135, 140, 141, 159-161 Alteridad: 18, 21, 37, 39, 45-47, 65, 67, 77, 114, 156, 158, 160-163, 171, 173, 174, 187, 188, 213, 299, 301, 311 Amar: 169, 226, 248, 277, 278, 284, 286, 300, 310, 313 Amor: según la junción: 89 según la unión: 96 enamorado: 277, 286, 293, 307, 313 Apolíneo(s): 284, 286

[335] 336 Eric Landowski

Aprendizaje: 62, 63, 136, 170, 171, 174, 190 Apropiación: 39, 40, 42, 78, 80, 83, 125 Armónico vs. melódico: 64, 69 Autonomía: 38, 40, 50, 76, 78, 98, 131, 153, 169, 241, 277 Cálculo (o intercambio) vs. gasto: 88, 90, 91 Camaleón: 286, 287, 289, 290, 291 293, 294-299, 308, 310 Causalidad: 35, 109 Civilidad: 134, 178, 185, 187, 237, 256, 280, 304 Clima: 255, 256 Combinatoria: 203, 289 Competencia estésica: 18, 128, 257, 307 Concomitancia vs. sucesividad: 144, 145 Conformismo: 250 Conjunción: tipos de conjunción: 74, 78, 241 Consistencia estésica: 128, 307, 311 Construcción: proceder constructivista vs. proceder catastrofista (o romántico): 54, 56, 64, 66, 69, 167 Contacto estésico vs. contacto etológico: 279-282, 284, 285, 300 Contagio: místico vs. fóbico: 230 Continuidad vs. discontinuidad: 54, 55, 63 Copresencia: 66, 76-78, 85, 90, 108, 113, 114, 127, 131, 134, 141, 146, 159, 161, 178, 181, 183, 187, 189, 192, 195, 196, 323 Cosmético vs narcótico: 240, 242, 253, 257, 258, 294 Costumbre: Buenas vs. malas costumbres: 168, 170 Cualidad vs. intensidad o cantidad: 60 cualidades estésicas vs. valoración etológica: 285 Índice de nociones y de temas 337

cualidades gustativas: 238 cualidades sensibles vs. calificaciones modales: 283, 285 Lógica de las cualidades sensibles: 325 Cuerpo: Cuerpo a cuerpo vs. cara a cara: 76, 127, 194, 195, 245, 293 Cuerpo asustado: 147 Cuerpo deseante: 138, 141 Cuerpo experimentante: 133, 141 Cuerpo-objeto: 98, 106, 137, 138, 139, 141, 242 Cuerpo riente: 140 Cuerpo sentido (o experimentado): 101, 133, 140, 141, 266 Cuerpo-signo: 104 Cuerpo-sujeto: 14, 107, 136, 138, 139, 191, 226, 242, 245, 269 Cuerpos conductores: 130, 138 Dandi vs. anti-dandi: 304 Deber: 134, 209, 223, 229, 292, 298, 305, 307 Decodificación vs dicción: 47 Deconstrucción: 31, 35, 36 Denominación: 20, 98, 297, 325 Descripción: 12, 15, 19, 21, 33, 74, 122, 123, 194, 202, 224, 232, 278, 289, 312, 315-319, 323, 324 Desdoblamiento: 56, 226, 257, 294 Desemantizado vs. sinsentido: 64, 65 Desgaste: 55, 75, 151 Devenir: 28, 30, 80, 83, 84, 121, 157, 224, 232, 233, 262, 287 Diálogo vs. conversación: 179, 187, 190-192 Dinámica relacional (o interaccional): 33, 166 Dirección/orientación: 15, 18, 60, 60, 94, 135, 148, 201, 219, 222, 233, 307 Disponibilidad: 17, 63, 115, 116, 118, 129, 181, 190, 208, 273, 275 Dominación: 75, 78, 81, 289, 292, 293 Dualismo: 55, 57, 100 338 Eric Landowski

Efecto de sentido: 37, 64, 193, 196, 202, 207, 228, 231, 264, 265, 279 Elección (empírica) vs. meta-elección (existencial): 283 Empatía: 131, 151 Encuentro: 12, 18, 23, 52, 54, 85, 89, 99, 109, 113-116, 118, 129, 137, 154, 157, 158, 162-165, 171, 172, 175, 178, 179, 181-183, 188, 189, 191, 193, 196, 200, 235, 236, 243, 248, 261, 265, 274, 280, 285, 316 Enunciación: 37, 42, 48, 123, 193, 323, 324 Enunciado: 37, 38, 42, 48, 58, 86, 112, 222, 316, 322, 323 Envoltura: 99, 151, 239, 241, 257 Equilibrio dinámico: 101, 172 Esnob: 285, 286, 293, 295-299, 309 Espacio: anisótropa vs. espacio uniforme: 321 concepción cualitativa del espacio: 200 Estado de comunicación: 241, 244 Estésico vs. cognitivo: 16, 133, 135, 140, 206 vs. estético: 52, 135, 139, 243, 265 vs. etológico: 279-282, 284, 285, 300 vs. modal: 59, 128, 134, 162 Estesis, estesia: vs. anestesia: 54-56 vs. sociabilidad: 21, 215, 237, 243, 256 hiper-estesia vs. hiper-estetismo: 303 Estético: juicio estético vs. captación estésica: 135, 139 objeto estético: 90 Estilo: 28, 42, 68, 117, 127, 129, 145, 149, 153, 185, 193, 194, 210, 221, 225, 228, 230, 239, 245, 248, 249, 267, 285, 294, 302 Existencial: semiótica existencial: 314, 326 significación existencial: 266, 277 Índice de nociones y de temas 339

Experiencia: estésica (o sensible): 52, 55, 62, 114, 143, 166, 175, 189, 243, 256, 273, 279, 308 semiótica de la experiencia: 21, 49, 113, 121, 124, 325 Exterioridad (relación de exterioridad entre sujeto y objeto): 46, 52, 75, 101, 129 Extraño vs. diferente: 160, 161 Fantasía: 64, 66, 68, 269, 305 Fenomenología: 20, 30 Figuras estésicas (o formas de adaptación): 204, 252 Foria: 57, 110 Formas de vida: 208 Fusión: 19, 61, 75, 76-78, 81, 153, 181, 189, 241 Gozar: hacer gozar: 276 Gusto: buen gusto vs. mal gusto: 261, 280, 284, 287-289, 293, 298, 299, 304, 305, 308, 310, 312 comunidades de gustos: 229, 235 gusto de agradar: 268-270, 272, 278, 285, 286, 290-292 gusto de las cosas: 24, 259, 262, 265, 289, 301, 304, 309, 314, gusto de las gentes: 24, 98, 259, 262, 298 gusto de los placeres: 166, 269, 270, 274, 277, 278, 286, 290 gusto vs. repulsión: 261 regímenes del gusto: 283, 285, 293 sin gusto: 115 Hábito: 173, 190, 194, 306 Hacer signo vs. hacer sentido: hacer conjuntamente: 142, 145, 192 hacer estético: 61, 66, 173 hacer ser: 39, 44, 46, 128 hacerse al: 151, 190 340 Eric Landowski

Hexis: 152, 153, 172, 193, 194, 211, 226, 230, 276 Hombre de mundo (o feliz) vs. mundano: 297-301 de corte: 278, 286-288 de genio: 286-288, 299, 301, 305, 313 de los bosques: 286-288, 298 Huella: 18, 142, 182 Identidad: 17, 43, 46, 76, 81-84, 93, 122, 150, 153, 157, 158, 160, 187, 228, 244, 247, 249, 260, 262, 267, 268, 281, 287, 290, 291, 296, 309 Identificación: grupos de–: 247 Imagen: hacer imagen: 115, 205, 212 poética de la imagen: 205 semiótica de las imágenes: 208 Impresivo(a): 16, 116, 165, 206, 207, 209, 210 Inconsistencia: 266, 267, 284 Inconstancia: 67, 265, 266, 268 Inherencia: 67, 85, 87, 140 Inmanencia: 67, 84, 115, 196, 323 Integridad: 75, 97, 100, 147, 153 Inteligibilidad de lo sensible: 62, 69, 114, 115, 311 Intencionalidad: 40, 46, 62, 274 Interacción: vs. yuxtaposición: 183 regímenes de interacción: 84, 86, 129, 131, 140 posición interaccionista: 264 Intersomaticidad vs. intersubjetividad: 107, 220 Junción vs. unión: estados de junción vs. interacción estésica: 77 Lectura: 14, 23, 27, 29, 30, 31, 35, 36-39, 47, 48, 61, 69, 71, 94, 106, 111, 112, 113, 166, 167, 198, 205, 206, 208, 210, 218, 325 Índice de nociones y de temas 341

Llamada (o invocación): 75, 113, 158-160, 180, 246, 257, 258 Manipulación: 154, 291 Materia: 34, 36, 46, 49, 61, 76, 80, 89, 101, 103, 112, 123, 138, 148, 149, 150, 152, 162, 169, 179, 180, 195, 205, 211, 235, 238, 260, 265, 271, 277, 281, 289, 295, 299, 306, 312, 325, 326 Metamorfosis: 76, 287, 305 Mirada: mirada del otro: 155, 242, 300 mirada distanciada: 139 mirada en movimiento: 219 mirada entornada: 226 mirada implicada: 22, 27, 320 mirada sin cuerpo: 106 síncopa de la mirada: 227 Moción: 193 Modulación vs. modalización: 59 Movimiento: 29, 43, 61, 90, 121, 124, 138, 154, 172, 180, 189, 191, 200, 210-214, 219, 226, 229, 245, 258, 268, 269, 277, 307, 316, 320-323 Norma: 276, 299, 302 Novedad: 173-175 Objetivismo: 263, 264, 311 Objeto: de valor: 47, 79, 85, 88, 131, 133, 139, 173, 292 mediador entre sujetos: 127 objeto sintáctico vs. cosa: 126, 273, 277 objeto-texto: 14, 29, 30, 36, 40, 56, 84, 86, 111, 113, 122, 206 relación sujeto-objeto en el análisis: 240, 320, 325 semiótica de los objetos: 325 Obra: 42, 45, 59, 90, 95, 114, 129, 143, 152, 153, 163, 171, 199, 211, 274, 275, 308, 312, 313 Observador: evaluador: 271, 272 342 Eric Landowski

Opción: 31-33, 39, 61, 94, 161, 237, 262, 263, 265, 281-284, 288, 291, 297 Oso: egotista: 306, 307 Pasión: especulativa vs. estésica: 88 Persona vs. organismo: 94 Placer: de la seducción: 291 fórico vs. estético: 268 subjetivo vs. objetivo: 277 vs. bienestar: 236, 256, 282, 284-286, 290, 293 Plasticidad y ritmo: 19 Política: político: la política vs. lo político: 218-221 Poseer: estado de posesión: 242 relación de posesión: 313 Posición: de observación vs. perspectiva de interpretación: 288, 301 Posición de lectura: 30 Posición vs. tipo: 64, 65 Positividad: 17, 37, 39, 40, 47, 94, 115, 178, 281, 283, 289, 323 Potencialidad: 47, 114, 172, 312 Practicar: 30, 45, 47, 170, 171, 186, 191 Prácticas vs. textos: 13, 27-30, 36, 47, 56, 111 Precisión: 191 Presencia: presencia vs. ausencia: 117, 138, 180 regímenes de presencia: 144, 207, 208 vs. representación: 224, 225, 231, 320 Probado [experimentado]: vs. sentir: 15, 18, 52, 77, 81, 182, 269 Probar [experimentar]: vs. puesto a prueba: 18 Programa (o algoritmo): 41, 54, 82-84, 141-144, 147, 148, 154, 173, 180, 185, 251, 272, 280, 281, 291-293, 302 Propagación: del mal: 147 Propiedades: posesiones del sujeto: cualidades del objeto: 248 Prosódico (contorno–): 212 Proximidad vs. distancia: 85, 140 vs. promiscuidad: 78, 143, 192, 243 Prueba (puesta a–): 19, 48, 173, 174, 192, 257, 269 Realización [accomplissement]: 21, 275 Recíproco vs. unilateral: 19, 145, 146, 148, 274, 277 Reconstrucción: 243 Reflexividad vs. transitividad: 157 Relativismo: 264, 289 Reproducción vs. creación: de sentido y de valor: 19, 33, 47, 146, 278 Resistencia (del otro; del objeto): 157, 172 Reversibilidad: 295 Riesgo: 18, 36, 68, 78, 79, 89, 113, 179, 186, 196, 206, 212, 222, 223, 240, 261, 273, 276, 277, 293, 302 Rima: 116-118, 195, 212 Rutina: 64, 69, 166, 184, 191, 222 Sabor: 19, 79, 163, 171, 173, 174, 220, 240, 245, 252, 257, 282 Saborear: 163, 252, 255, 266, 273, 275, 280, 305 Seducción: 89, 136, 137, 228, 230, 241, 257, 274, 291, 292 Semiología: Semeiología: 31-33, 102, 204 Semiótica: 13, 14-18, 20-22, 23, 27, 30, 32, 33, 37-39, 44, 49-53, 56, 57, 60, 61, 63, 64, 66, 71, 76, 83, 93, 94, 106, 111, 113, 121-125, 127, 128, 129, 132, 134, 152, 153, 174, 199-201, 203-206, 208, 218, 223-226, 230, 232, 233, 235, 238, 244, 249, 262, 264, 265, 270, 279, 280, 303, 314, 324-326 Sensible vs. inteligible: 15-17, 53, 61, 84, 94, 101, 108, 112, 140, 166, 206, 231, 237, 243, 275, 308, 323 Semiótica de lo sensible y semiótica narrativa: 134 Sentido: hacer sentido vs. tener significación: 128, 200 no-sentido [sinsentido]: 63-65, 68, 207 regímenes de sentido y de interacción: 86, 129, 140 sentido inmanente: 211 sentido musical: 203-205 sentido probado [experimentado] vs. sentido desencarnado: 101 Sentir: hacer sentir: 238 sentir vs. conocer: 52, 53, 58, 77, 107 sentir recíproco o compartido: 105, 144, 148 Signo vs. significación: 32, 33 Sinestesia: 116 Situación: Soma vs. Physis: 152, 266 vs. psyché: 20, 107, 108 Sociosemiótica: 22, 49, 232, 233, 236, 262 Subjetividad: 96, 125, 155, 260, 261, 264, 289, 296, 312 Subjetivismo: 262, 264, 311 Sujeto sin cuerpo vs. sujeto encarnado: 158 Superficie vs. profundidad vs. interioridad: 151 Tensividad, tensivo(a): 16, 21, 55, 59, 60, 61, 80, 129, 161, 303 Tiempo: de la cita: 179, 180 de la correspondencia: 196 de la danza: 189, 195 del accidente: 179, 181, 188 Topología vs. tipología: 288 Totalidad: totalidad (o unidad) integral vs. partitiva: 143, 144, 245 Transferencia de objetos: 42, 73, 84, 126 Unión: 21, 25, 43, 44, 45, 49, 71, 76-81, 84, 85, 89, 90, 128-130, 135, 137, 140, 144, 153, 154, 172, 193, 273, 275 Uso: 39, 59, 75, 77, 90, 136, 151, 173, 190, 191, 201, 219, 237, 253, 317 Valor: sistema(s) de valor(es): 257, 266, 267 valor de los valores: 125, 281 valor estésico o existencial: 90, 267 valor estético: 203, 209 Visión: 21, 22, 52, 54, 58, 80, 98, 100, 115, 158, 166-168, 205, 207, 210, 247, 279, 301, 311, 316, 322