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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN pág. 7

CAPÍTULO 1 - LA «METÁFORA ABSOLUTA» DEL MUNDO COPERNICANO I. El carácter filosófico de la antropología pág. 21 II. El «mundo copernicano». Metaforización de un campo epistémico pág. 48 III. Formas concretas del pensar bajo el signo del «hombre» pág. 69

CAPÍTULO 2 - ¿LA ANTROPOLOGÍA COMO DESTINO DE UNA ÉPOCA? I. El lugar del discurso antropológico en la obra de Kant pág. 104 II. La Antropología en sentido pragmático. Entre la libertad y la finitud pág. 126 III. El contrapunto foucaultiano. Crítica del discurso antropológico pág. 153

CAPÍTULO 3 - ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA Y CONTEMPORANEIDAD I. Prosecución de la «metáfora absoluta»: mundo(s) post-copernicano(s) pág. 179 II. Los años 20 y el turning point antropológico pág. 192 III. La propuesta antropológico-filosófica de Plessner pág. 213 III.1 Excentricidad pág. 222 III.2 Verkörperung pág. 251

CONCLUSIONES pág. 271 I. Plessner: consideraciones finales pág. 273 II. Bios y logos pág. 284

BIBLIOGRAFÍA pág. 297

En los apuntes se daba un detalle que en una primera lectura yo había pasado por alto, y es que el zinc, tan tierno y delicado, tan dócil ante los demás ácidos que se funden en uno, se comporta en cambio de modo bastante diferente cuando aparece en estado puro: entonces se resiste obstinadamente al ataque. Se podían sacar dos consecuencias filosóficas contradictorias entre sí: el elogio de la pureza, que protege del mal como una coraza, y el elogio de la impureza, que abre la puerta a las transformaciones, o sea a la vida.

Primo Levi, El sistema periódico (1975)

INTRODUCCIÓN

SOBRE EL MÉTODO Y LOS CONCEPTOS FUNDAMENTALES

La herencia filosófica del siglo pasado, en lo que a los conceptos de ‘hombre’ y ‘condición humana’ se refiere, parece no dejar mucho espacio para un replanteamiento de las cuestiones que giran en torno al eje temático de una ‘antropología’, entendida en su acepción filosófica. Esta posibilidad, si atendemos a los anatemas que gran parte de la filosofía del siglo XX lanzó contra la así llamada “metafísica antropocéntrica” o “metafísica de la subjetividad”, quedaría más bien descartada. En efecto, el Leitmotiv del fin de la excepción humana supuso el hundimiento de la figura conceptual del ‘Hombre’ y del ‘sujeto’, así como el rechazo de todo el conjunto de postulados que se escondían detrás de los usos (autoritarios, ingenuos o hasta complacientes) de dichas categorías, que habían encarnado el ethos de la Modernidad. Todo el siglo XX puede ser interpretado, retrospectivamente, como una gran elaboración del duelo por la pérdida del “mundo de ayer”, es decir, por la renuncia a la pretensión moderna de definir y dominar lo real de modo soberano y a partir de un punto de vista antropológicamente privilegiado, esto es, la conciencia. Ahora bien, poner sobre la mesa la cuestión del sentido filosófico del trabajo antropológico, en un contexto así determinado, levanta enseguida –cuando menos– algunas sospechas, las mismas que, como veremos más adelante, fueron levantadas por algunos protagonistas de la cultura europea del siglo pasado, que se apresuraron a calificar de «reaccionario» o «metafísico» aquel discurso (el de la ‘antropología filosófica’ elaborada en los años de entreguerras) que, supuestamente, no hacía sino repetir ese gesto típicamente moderno de individuar un centro fijo y estable para el ser humano (que podía ser de tipo natural o esencial, aun cuando ese centro se caracterizaba de manera negativa o privativa). Ahora bien, la intención de la presente investigación es precisamente la de poner a prueba ese anatema y, al mismo tiempo, la de averiguar si –y en qué medida– cabe la posibilidad de hablar de ‘antropología’ (en sentido filosófico), en una época, como la actual, que parece haber asimilado (tal vez demasiado apresuradamente) la denuncia del «sueño antropológico», que fue uno de los tótemes intelectuales más aclamados de la segunda mitad del siglo XX.

7 El primer capítulo de este trabajo de investigación está dedicado a reconstruir, haciendo uso también de la metodología derivada de la historia conceptual,1 la que hemos llamado “configuración antropológica del saber”, es decir, la aparición moderna de la metáfora absoluta del «mundo copernicano».2 El lector se dará cuenta enseguida de que no se tratará de ofrecer una síntesis general de las numerosas “filosofías antropológicas” que pertenecen a la tradición occidental antigua y moderna: de hecho, lo que fundamenta nuestra opción metodológica es precisamente el rechazo de la idea según la cual toda filosofía albergaría un determinado “discurso sobre el ser humano”, esto es, una determinada “imagen del hombre” que haría de esa filosofía un pensamiento “antropológico”. Es verdad que, desde un punto de vista superficial, podríamos incluso coincidir con dicha interpretación (en cualquier filosofía, así como en cualquier construcción simbólica humana, podríamos hallar los rastros de una determinada “imagen del hombre”, que varía en función de la época, del influjo de la religión o de la moral, de la situación política, etc.), pero dicho punto de vista tiene muy poco en común con nuestra actitud metodológica y epistemológica. El objetivo del capítulo 1, en efecto, no es

1 La expresión ‘Begriffsgeschichte’ aparece por primera vez en las Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte de Hegel, pero allí no se le atribuye una elaboración conceptual autónoma, como sí ocurrió, en cambio, en la segunda mitad del siglo XX; fue entonces, en efecto, cuando, en particular en Alemania, adquirió una relevancia metodológica específica en el ámbito de la historia de la filosofía política, o mejor dicho, en la historia de los conceptos políticos y sociales. El trabajo de reconstrucción conceptual que se llevará a cabo en la primera parte de la presente investigación está innegablemente vinculado a esta opción metodológica, que evita considerar la historia de los conceptos como una mera lexicografía, pues no se trata de reconstruir una supuesta ‘identidad’ de las palabras (y, eventualmente, su evolución), sino de analizar el espacio de convergencia entre los conceptos y la historia, es decir, el espacio de cristalización de la experiencia histórica –y de sus contradicciones ideológicas y materiales– en determinados conceptos o actitudes epistémicas. Nos ocuparemos, entonces, de ‘antropología’, pero sin ninguna pretensión manualística, sino intentando una aproximación histórico-conceptual a esas fuerzas que hicieron posible, en un determinado momento histórico, la aparición de un ámbito teórico llamado ‘antropología’. Para una introducción metodológica a la Begriffsgeschichte, véase R. KOSELLECK, Einleitung (1967), in O. BRUNNER,

R. KOSELLECK, W. CONZE (Hrsg.), Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch- sozialen Sprache in Deutschland, Stuttgart, Bd. I, págs. XIII-XXVII; H. G. GADAMER, Begriffsgeschichte als

Philosophie, en “Archiv für Begriffsgeschichte”, 1970, págs. 137-51; R. KOSELLECK, Vergangene Zukunft. Zur Semantik geschichtlicher Zeiten, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1979, trad. esp. de N. Smilg, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Paidós, Barcelona, 1993. 2 En este caso la expresión procede del universo conceptual de Hans Blumenberg, el cual –como veremos más adelante– ha hablado de metaforización del concepto copernicano de ‘cosmos’.

8 explicitar los genéricos presupuestos culturales y sociales que condicionan las numerosas autorrepresentaciones del hombre (lo cual no nos permitiría distinguir entre sí los distintos planos epistémicos, es decir, acabaríamos creando una suerte de punto de vista panóptico en el que confluyen tanto las culturas arcaicas, las precolombinas, las grandes culturas orientales o la filosofía europea moderna, por el mero hecho de que en cada una de ellas ha sido forjada una cierta “imagen del hombre”), sino poner de manifiesto e individuar tanto la peculiaridad filosófica (cf. el parágrafo I) como las características específicas (cf. el parágrafo II) de una determinada ruptura epistémica, que –a partir del siglo XVIII– generó un dominio cognoscitivo nuevo y (en cierto sentido) autónomo,3 que fue clasificado y estudiado por la que, en términos generales, podemos llamar ‘antropología’. De esa misma ruptura, además, intentaremos mostrar algunas manifestaciones concretas, analizando el caso de los primeros “antropólogos” del siglo XVIII y, en particular, el de Johann G. Herder (cf. el parágrafo III). Este primer momento genealógico del presente trabajo nos brindará la oportunidad de analizar, en el segundo capítulo, esa peculiar ruptura epistémica desde el punto de vista sumamente crítico de la denuncia del «sueño antropológico», tomando como referencia uno de los primeros trabajos de (la Introduction à l’Anthropologie de Kant), que de alguna forma anticipa la estructura argumentativa de la parte final de una de sus obras más célebres, Les mots et les choses. Para hacer eso, sin embargo, antes tendremos que dedicar dos parágrafos (el I y el II) al análisis de la supuesta orientación antropológica del pensamiento de Kant, haciendo hincapié especialmente en su determinación pragmática y en una obra que nunca ha sido considerada fundamental en la arquitectura de su filosofía, pero que en las últimas dos o tres décadas ha despertado mucho interés, a saber: la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht. El objetivo del segundo capítulo consiste, por un lado, en mostrar las ambigüedades y la peculiaridad de dicha obra, poniendo el acento sobre la dificultad de encasillar la orientación pragmática

3 Sobre su presunta autonomía volveremos repetidamente a lo largo de los capítulos del presente trabajo. En cualquier caso, nos parece oportuno señalar desde ya que, en nuestra opinión, no se puede hablar de un ámbito disciplinario cerrado: como decía Arnold Gehlen (unos de los antropólogos-filósofos más célebres del siglo pasado), lo que la tradición sobre la cual trabajaremos genealógicamente (sobre todo en el primer capítulo) «ha transmitido, más que resultados, es sólo una orientación». A. GEHLEN, Ein Bild Vom Menschen (1941), ahora en Gesamtausgabe, Bd. IV, hrsg. von K. S. Rehberg, Klostermann, Frankfurt a.M., 1983, trad. esp. de C. Cienfuegos W., Una imagen del hombre, en ID., Antropología filosófica. Del encuentro y descubrimiento del hombre por sí mismo, Paidós, Barcelona, 1993, pág. 62.

9 del pensamiento de Kant; al mismo tiempo, intentaremos criticar la posición de Odo Marquard, que considera la labor antropológica del filósofo de Königsberg como uno de los ejemplos más emblemáticos de la degeneración ‘geschichtphilosophisch’ de ese «giro al mundo de la vida» que hizo surgir la necesidad de una atención renovada por el «todo del hombre», radicalmente contrapuesta a la actitud que pretendía establecer una dirección entrópica de la historia, es decir, una orientación profunda y oculta de los eventos, a la cual el hombre puede corresponder sólo a través del reconocimiento de su propio destino (Bestimmung). Lo que intentaremos hacer, en otras palabras, será mostrar hasta qué punto, en Kant, esas dos dimensiones se aproximan, llegando incluso a solaparse. Esta coexistencia de actitudes, dicho sea de paso, contribuyó a generar en nosotros la convicción de que la antropología, como ya apuntábamos antes, no surgió como una disciplina autónoma, como una acumulación progresiva y coherente de resultados, sino como una orientación, como una actitud epistémica más bien borrosa y poco cristalina, sobre todo en sus inicios. Así, pues, en el parágrafo III nos detendremos en la lectura foucaultiana de la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht y en la crítica del pensador francés hacia el presunto espejismo epistemológico que ningún discurso antropológico, a partir de Kant, habría sabido evitar, llegando a confundir (y a intercambiar) inopinadamente el plano empírico y el trascendental –generando así una «ilusión antropológica». Ahora bien, la idea de fondo que vertebra este parágrafo es que el mismo Foucault, en las obras posteriores a Las palabras y las cosas, terminó replicando a dicho espejismo a través de otro gran espejismo epistemológico, que no hizo sino borrar el carácter específico y problemático de cualquier discurso sobre el ser humano, fagocitándolo en un «positivismo alegre» que, en nuestra opinión, no hace justicia a la posibilidad de desarrollar, en la época contemporánea, un discurso ‘antropológico- filosófico’. La argumentación contenida en el último parágrafo del segundo capítulo debería contribuir a justificar la legitimidad del estudio que llevaremos a cabo en la tercera y última parte del presente trabajo, que culmina en el análisis del alcance y de la posible actualidad de la propuesta teórica de Helmuth Plessner. En primer lugar, será necesario mostrar en qué sentido se podría modificar la «metáfora absoluta» del “mundo copernicano”, a través de la cual, en el primer capítulo, nos hemos referido a la emergencia de la “configuración antropológica del saber”. Históricamente, nos ubicamos en los décadas inmediatamente precedentes a la primera guerra mundial, es decir, en el que podríamos definir como el punto de inflexión de la modernidad, cuando esta última pareció

10 alcanzar el cumplimiento de sus presupuestos materiales, tecnológicos, sociales y culturales. A este propósito, pues, proponemos hablar de un “mundo post-copernicano” (cf. el parágrafo I), en el cual todo lo sólido se desvanece en el aire y en el cual la sensación más amenazadora, para el hombre, ya no es la de ocupar un lugar periférico y descentrado (que antes, de alguna forma, garantizaba una cierta compensación semántica y simbólica frente a la eclosión de la contingencia “copernicana”), sino la de no pertenecer a ningún lugar. En el parágrafo II, analizaremos el así llamado turning point antropológico de los años 20, que tuvo lugar en Alemania y que, en cierto modo, representó la que podríamos definir –haciendo uso de la terminología conceptual acuñada por el sociólogo alemán – como la «respuesta semántica» de la sociedad frente a la transición del “mundo copernicano” al “mundo post-copernicano”. Asimismo, intentaremos averiguar las razones estructurales que, en ese contexto, condujeron al replanteamiento de la cuestión del modo de ser del hombre, a pesar de las numerosas invectivas “anti-antropológicas” –a las cuales dedicaremos algunos párrafos– de los intelectuales alemanes más influyentes de la época, como , , Max Horkheimer o Jürgen Habermas. Finalmente, en el parágrafo III, nos detendremos de forma pormenorizada en la propuesta antropológico-filosófica de Plessner, que, precisamente en los años de máximo auge personal y académico de ese pensador alemán, pasó parcialmente inadvertida (sólo a partir de mediados de los años 80, en efecto, su figura y su pensamiento empezaron a ser conocidos fuera de Alemania) y que está enteramente vertebrada por el intento de sondear la posibilidad, en la época contemporánea y cabalmente “post-copernicana”, de hacer antropología –sin renunciar a su acepción intrínsecamente filosófica y rechazando (implícita o explícitamente) la acusación de haber caído en un «sueño» o un «olvido» insuperables. En particular, estudiaremos las dos vertientes que, en nuestra opinión, conforman la armazón teórica de su propuesta, es decir, la noción de ‘Exzentrizität’ (cf. la sección III.1), en la que culmina –si bien no en términos de progreso o de alcance de un determinado telos– la bio-filosofía plessneriana, y la noción de ‘Verkörperung’ (cf. la sección III.2), que sirve de contrapeso conceptual para evitar caer en la ilusión de considerar la idea de excentricidad del ser humano como una mera fórmula abstracta y vacía, desprovista de cualquier contenido material, histórico, contingente y cotidiano. Como ya empieza a delinearse con cierta claridad, el tipo que trabajo que realizaremos no seguirá las pautas del tradicional “estudio de autor”. Lo que intentaremos construir, pues, será una suerte de “cartografía conceptual” teóricamente fundamentada e históricamente enraizada, que desemboque en una propuesta argumentada acerca de la

11 posibilidad y legitimidad de ocuparse –en la época actual– de ‘antropología filosófica’, transgrediendo así la admonición procedente del anti-humanismo y del post-humanismo de la segunda mitad del siglo pasado, pero al mismo tiempo rechazando de entrada el ideologema de la excepción humana.4 Somos conscientes de que toda genealogía, es decir, toda reconstrucción histórico-conceptual, presenta aspectos parciales e impugnables: a pesar de que algunos historiadores y filósofos estén convencidos de que se trata de un gesto que debería reflejar la supuesta objetividad del decurso lineal de la historia del pensamiento, dicha operación, en nuestra opinión, es siempre el fruto de una decisión teórica, esto es, de una actitud epistémica que intenta, a veces sin conseguirlo, afirmarse (o re-afirmarse, después de haber sido radicalmente criticada por las voces mayoritarias del panorama intelectual de una cierta época) y hallar una justificación, de tipo argumentativo e histórico. En otras palabras, somos conscientes de que, en la época actual, la posibilidad de hablar de ‘antropología filosófica’ no depende exclusivamente de la legitimidad del recorrido histórico-conceptual que presentamos en el presente trabajo, que es sólo una de las posibles vías a seguir. De hecho, dicho recorrido atraviesa lugares y se aproxima a pensadores que no suelen formar parte de una única corriente, es decir, que no comparten una única visión del mundo y del trabajo filosófico. El caso tal vez más evidente es el de la “enemistad” filosófica entre Herder y Kant: pues bien, nuestra intención no reside en aproximar a toda costa sus perspectivas, sino en mostrar que, como decía Gehlen, la línea que podemos trazar –retrospectivamente– para hallar una hipotética tradición antropológico-filosófica une más bien ciertas tendencias, antes que agregar una serie de resultados (científicos o filosóficos) homogéneos y coherentes. El hecho de que el último eslabón de nuestro recorrido sea la propuesta teórica de Plessner no significa, pues, que la trayectoria histórico-conceptual de la ‘antropología filosófica’ tenga que pasar necesariamente por los antropólogos de la segunda mitad de siglo XVIII (Johannes Ith, Johann Karl Wezel, Karl H. Pölitz, etc.), por Herder, Kant o Max Scheler, sino que la identidad material del concepto de ‘antropología filosófica’ puede ocupar un dominio

4 A este propósito, resulta muy útil consultar una obra reciente, que describe con rigor y detenimiento la eclosión de esas fuerzas (es decir, de esos saberes) que, en los últimos ciento y cincuenta años, han impugnado la tesis de la ‘excepción humana’, basada en la idea de presunta una ruptura óntica y ontológica entre el ser humano y los demás seres vivos, así como en una concepción gnoseocéntrica de la esfera humana, según la cual lo propio del hombre consistiría justamente la facultad de ‘conocer’. Véase J.-M.

SCHAEFFER, La fin de l’exception humaine, Gallimard, Paris, 2007, trad. esp. de E. Julibert, El fin de la excepción humana, Marbot, Barcelona, 2009.

12 distinto respecto al de su identidad formal.5 Así, pues, precisamente lo que forma parte del dominio de la identidad material de un concepto coincide, en nuestra opinión, con la apuesta teórica contenida en cualquier intento de elaborar una genealogía conceptual. Además, como decía Borges en uno de los textos contenidos en Otras inquisiciones, «cada escritor crea sus precursores»:6 pues bien, esta sentencia podría aplicarse también a los filósofos y a las tradiciones de pensamiento, que existen, por decirlo así, también gracias a las miradas retrospectivas que se empeñan en re-crearlas. Tomando el ejemplo de Plessner, entonces, bien podríamos decir –empleando las palabras que Borges escribió pensando en Kafka (y en todo autor)– que «su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro».7 Dicho de otro modo, la trayectoria que dibujaremos a lo largo del presente trabajo atestigua –paradójica pero necesariamente– la presencia de Plessner en sus precursores. En este sentido, si las propuestas de los distintos autores traídos a colación en nuestro estudio se parecen de algún modo, será gracias al hecho de que sus teorías configuran los que Wittgenstein –en el § 67 de las Philosophische Untersuchungen– llamó «parecidos de familia [Familienähnlichkeiten]», que se superponen y entrecruzan entre sí «como cuando al hilar trenzamos una madeja hilo a hilo», cuya robustez «no reside en que una fibra cualquiera recorra toda su longitud, sino en que se superpongan muchas fibras».8 Lo que queremos sostener es que la falta de una “identidad lineal” que permitiría unir, sin ninguna solución de continuidad, todas las posiciones abarcadas, no debería representar un argumento decisivo en contra de la legitimidad de nuestra genealogía conceptual, pues consideramos que el aspecto más interesante de esta última estriba más bien en la existencia y en la superposición de ciertos puntos de contactos (que cada autor re-crea

5 La referencia a Max Scheler no es casual, ya que, como argumentaremos en el tercer capítulo, rechazamos la idea (tradicionalmente aceptada) según la cual a Scheler le correspondería la verdadera paternidad de la “anthropologische Wende” de los años 20; se trata, pues, de un ejemplo concreto de que identidad formal e identidad material de un concepto –o de una tradición filosófica– no siempre significan la misma cosa. 6 J. L. BORGES, Kafka y sus precursores, en ID., Otras inquisiciones, Alianza, Madrid, 1997 (1ª ed. revisada), págs. 162-166, aquí pág. 166. 7 «Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría», ibidem. 8 L. WITTGENSTEIN, Philosophische Untersuchungen (1953), trad. esp. de A. García Suárez, U. Moulines, Investigaciones filosóficas, Instituto de Investigaciones Filosóficas (UNAM)-Crítica, Barcelona, 20103, págs. 87-89.

13 retrospectivamente, como recuerda Borges), que acaban configurando unos «parecidos de familia». Ahora bien, antes de empezar nuestro recorrido, consideramos necesario hacer algunas aclaraciones acerca de ese atributo intrínsecamente filosófico al que hemos aludido al hablar de ‘antropología’ y de condición humana, pues nos será muy útil a la hora de reivindicar, en la segunda y en la tercera parte de la presente investigación, el carácter filosófico del discurso antropológico. Hablar de límites, y del juego que siempre se da entre un límite y lo que está más allá de ese límite, significa efectivamente acercarse, al menos lingüísticamente, a lo que, en el presente trabajo, entendemos tanto por condición humana, como por trabajo filosófico. Es indudable que la presencia del ser humano en este mundo se distribuye en múltiples niveles y en múltiples planos de realidad y de experiencia: desde lo más concreto (las pasiones, la enfermedad, el juego, la nutrición, la sexualidad, la ‘mecánica’ de nuestros cuerpos, etc.) hasta lo más abstracto (las ecuaciones matemáticas, la poesía, la partitura de una obra musical, la arquitectura, etc.). Pues bien, por supuesto no se trata aquí de entender la condición humana desde un punto de vista panóptico, es decir, estableciendo un sistema jerarquizado de las distintas formas en las que el hombre experimenta, crea y organiza su propia presencia en el mundo. Sin embargo, al mismo tiempo, nos parece igualmente absurdo renunciar a suponer que toda esa multiplicidad sea efectivamente una multiplicidad de algo; en otras palabras, si la filosofía deja de ver la posibilidad misma de adentrarse en el laberinto de los distintos niveles de la realidad y de la experiencia, intentando mantenerlos vinculados de alguna forma, pues entonces ya no es, en nuestra opinión, verdadera teoría. Dar cuenta de la condición humana desde su posición liminar, por lo tanto, significa justificar el sentido mismo y la posibilidad de la transición entre los distintos planos, lo que implica a su vez un gesto muy kantiano, a saber: razonar sobre las fronteras entre los saberes que nombran y ordenan esos planos. Hay una diferencia sustancial, pues, entre la imposición de una mirada panóptica y una reflexión filosófica acerca de esa posición liminar o fronteriza. La cuestión de los distintos planos de la realidad y de la experiencia conduce inevitablemente a una cuestión todavía más general: la idea de la “enciclopedia de los saberes”. Se trata, sin duda alguna, de otro de los tótems críticos de la filosofía de los últimos ciento y cincuenta años, cuyas vicisitudes podrían bien ser compendiadas, efectivamente, bajo el lema de la “disolución de la enciclopedia filosófica”. Como es sabido, la cuestión enciclopédica está muy presente en la historia del idealismo alemán del siglo XIX, tan estrechamente vinculado a la necesidad de la relación entre la filosofía y las

14 ciencias, es decir, a la cuestión de si –y en qué medida– podía y debía conservarse un polo cognoscitivo unitario, más allá (o más acá) de los saberes particulares que se hacían cada vez más numerosos y autónomos. Muy superficialmente, podríamos afirmar que, con el cambio de siglo, por un lado se asistió a una adecuación de la filosofía, en términos más bien fundacionales, respecto de esos saberes, como en el caso del neokantismo y del positivismo lógico; por el otro, se apostó por la creación de “islas teóricas” encargadas de sustraer a esos saberes una determinada porción de lo real (la existencia, los valores, el arte, el impulso vital, etc.); finalmente, también se intentó poner de manifiesto los mecanismos discursivos histórica o culturalmente determinados propios de los saberes particulares, generando así esos procesos genealógicos y deconstructivos tan en boga durante la segunda mitad del siglo pasado. Pues bien, aun sin mencionar todos los matices del proyecto fenomenológico gestados a lo largo del siglo pasado, cuyo alcance y perspectiva no puede ser objeto de examen de este trabajo, podríamos afirmar que la idea de una “enciclopedia filosófica”, tanto en el sentido panóptico como en el fundacional, no puede en absoluto ser resucitada hoy día. No se trata aquí, por lo tanto, de rechazar la especialización de los saberes y la filosofía, ni siquiera de volver a proponer una dimensión primera, totalizante o metafísica del conocimiento, a la cual tendría acceso exclusivamente la filosofía, sino más bien de entender si el carácter filosófico de la interrogación sobre la multiplicidad de los niveles de la experiencia y la realidad (y sobre la multiplicidad de los saberes que intentan ordenar esos accesos múltiples a la realidad) puede enlazarse de alguna forma con la pregunta por la condición liminar del ser humano. Uno de los aspectos que siempre han caracterizado la reflexión filosófica es el afán de alcanzar racionalmente una cierta visión global de las cosas y de los acontecimientos: de lo que ocurre y de lo que nos ocurre. Para cumplir dicho objetivo, siempre se ha recurrido a unos principios encargados de concebir virtualmente una red teórica capaz de conectar las cosas y los acontecimientos. Ahora bien, lo que la época de la disolución del proyecto “enciclopédico” de la filosofía nos ha mostrado con abundancia de ejemplos es que esos principios (creados, reconocidos, históricamente determinados, etc.) se han multiplicado de manera exponencial; así, pues, la filosofía tuvo que retroceder, renunciando a pronunciarse conceptualmente sobre las múltiples estratificaciones del saber. Si somos conscientes de dicho contexto, entonces, sería absurdo imaginar el trabajo “enciclopédico” (en su acepción más filosófica: no se discute aquí la posibilidad de una yuxtaposición cuantitativa de los saberes, algo que hoy en día se da por adquirido) como una teoría capaz de explicar todas las conexiones entre las cosas y los acontecimientos.

15 Mucho menos absurdo, en cambio, sería tal vez imaginar el trabajo “enciclopédico” como una articulación progresiva de preguntas sobre los presupuestos de cada discurso, sobre el hecho mismo de que efectivamente hay palabras y cosas, entendimientos y acontecimientos, y sobre el hecho de que su relación nunca puede darse de forma totalmente estable ni necesaria. Por lo tanto, deberíamos reflexionar sobre esa relación y, al mismo tiempo, sobre las operaciones mismas del intelecto, que al fin y al cabo no consisten sino en entendimientos y acontecimientos: por eso es preciso rechazar todo fundamento unitario, que valora únicamente el presupuesto lógico (o material) del que surge cada discurso. La reflexión filosófica parece más bien la expresión de ese movimiento circular que engloba, a la vez unidos y desdoblados, los entendimientos y los acontecimientos, las palabras y las cosas. Si el esfuerzo “enciclopédico” se refiere a semejante idea de totalidad (de tipo circular, estrechamente vinculada a la idea de feedback), entonces tal vez se podría definir, efectivamente, filosófico, pues las preguntas sobre los presupuestos del discurrir humano en torno a las cosas y a los acontecimientos no están necesariamente abocadas a confluir en algo así como una “doctrina del fundamento”. En este sentido, la idea de “enciclopedia”, lejos de rechazar la multiplicación y la especialización de los saberes, que ya de por sí impide la realización del gran modelo hegeliano del saber (sintético y totalizante), podría adquirir ese atributo filosófico que intenta reflejar el insuperable círculo del saber. Que la multiplicidad sea una multiplicidad de algo, entonces, no es una afirmación que busca garantizar un “fundamento”, ni metafísico ni antropológico, sino más bien un intento de no disolver el círculo (kyklos) en el cual las palabras y las cosas, al mismo tiempo unidas y desdobladas, guardan una determinada relación, que a su vez puede ser nombrada de alguna forma. Que precisamente esa forma corresponda a otra manera de entender la ‘antropología’, en su sentido filosófico, representa el punto de partida que ha animado la presente investigación. La lógica que subyace a nuestro punto de partida, por lo tanto, podría ser compendiada en dos propuestas metodológicas supuestamente contrarias, que, sin embargo, resultan firmemente vinculadas. Por un lado, rechazamos la idea sintética y totalizante del sistema enciclopédico que resistió hasta finales del siglo XIX, con algunos epígonos novecentistas, como por ejemplo la fenomenología husserliana y la filosofía de las formas simbólicas de Cassirer; en otras palabras, rechazamos la idea según la cual los principios y los datos empíricos (la arquitectura lógico-ontológica y la realidad sensible) puedan confluir en una mirada panóptica, en un sistema total del saber. Por otro lado –y al mismo tiempo–, no renunciamos a la posibilidad de reflexionar en torno a una determinada

16 forma de poner en relación (según la idea del kyklos) la multiplicidad de lo real. Pues bien, lo que defendemos es que la lógica de dicha relación no se encuentra dada de antemano, para cuyo hallazgo sólo sería necesario, por parte del ser humano, un gesto cognoscitivo – es decir, desvelador–, sino que está siempre por construir, reinventar, mediante una mirada cíclica y circular, como se ha dicho anteriormente. ¿Por qué cíclica y circular? Porque, en nuestra opinión, la filosofía no debería limitarse a interrogar únicamente las estructuras y las formas de los distintos planos de experiencia y de los saberes que intentan ordenarlos, ya que, de ese modo, renunciaría a proponer una cualquier forma de correlación de esa multiplicidad; asimismo, se arrogaría un derecho que, desde un punto de vista epistemológico, esos mismos saberes particulares (la física, la biología, las neurociencias, pero también el arte o las ciencias sociales) no estarían dispuestos a reconocerle. Por esta razón, tal vez, sería filosóficamente más fecundo hacer uso de una mirada trasversal, que permite reflexionar conceptualmente sobre aquellos puntos en los que se entrecruzan –y sobre aquellos en los que se separan radicalmente– las cosas y las palabras que pertenecen a cada uno de los distintos planos de experiencia y de sus respectivos saberes, muy conscientes de que, como recordó convincentemente Plessner, también dichos saberes se dan para el hombre como una forma de la experiencia, es decir, concretándose materialmente o, mejor dicho, incorporándose. Proponer una correlación de la multiplicidad, entonces, no significa necesariamente postular una gramática total, una macro-teoría enciclopédica del saber, sino interrogarse sobre los puntos de contacto, las disconformidades y la eventual traducibilidad y comunicabilidad entre las distintas formas de la experiencia y entre sus respectivas gramáticas. En otras palabras, un posible sentido actual del esfuerzo “enciclopédico” sería precisamente aquel que permite reflexionar sobre el círculo (o sobre el kyklos) entre las palabras y las cosas, entre los conceptos y las percepciones, es decir, sobre la multiplicidad intrínseca a la forma humana de hacer experiencia de lo que hay y de lo que somos. La filosofía, por lo tanto, debería hacer posible este tipo de reflexión radical sobre la multivocidad de la experiencia, de la cual forman parte también las palabras y los conceptos, es decir, las formas cognoscitivas y expresivas mediante las cuales hacemos dicha experiencia. Entonces, en un contexto así determinado, el discurso filosófico podría recuperar ese carácter antropológico que el siglo pasado había intentado rechazar tout court, denunciando su propensión doctrinaria, universalista y metafísica –en una palabra, ideológica. Una propuesta actual de ‘antropología filosófica’ correspondería, en cierto modo, a una filosofía de la experiencia capaz de reconocer –y desplazarse trasversalmente

17 entre– los distintos lados a través de los cuales las cosas se nos hacen presentes y operamos con ellas, transformándolas o produciéndolas. En esto, esencialmente, consistiría ese juego fronterizo de la filosofía que, como intentaremos argumentar a lo largo de la presente investigación, refleja tan bien el carácter peculiar de la condición humana. Para hallar un concepto icónicamente eficaz a la hora de determinar el ámbito conceptual al que nos hemos referido en los párrafos precedentes –y que representará el fondo implícito y siempre presente de este trabajo– puede ser útil citar un fragmento del Prefacio de Les mots et les choses, de Michel Foucualt:

«Los códigos fundamentales de una cultura –los que rigen su lenguaje, sus esquemas perceptivos, sus cambios, sus técnicas, sus valores, la jerarquía de sus prácticas– fijan de antemano para cada hombre los órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver y dentro de los que se reconocerá. En el otro extremo del pensamiento, las teorías científicas o las interpretaciones de los filósofos explican por qué existe un orden en general, a qué ley general obedece, qué principio puede dar cuenta de él, por qué razón se establece este orden y no aquel otro. Pero entre estas dos regiones tan distantes, reina un dominio que, debido a su papel de intermediario, no es menos fundamental: es más confuso, más oscuro y, sin duda, menos fácil de analizar [...]. Así, entre la mirada ya codificada y el conocimiento reflexivo, existe una región media que entrega el orden en su ser mismo [...]. Tanto que esta región “media”, en la medida en que manifiesta los modos de ser del orden, puede considerarse como la más fundamental: anterior a las palabras, a las percepciones y a los gestos [...]; más sólida, más arcaica, menos dudosa, siempre más “verdadera” que las teorías que intentan darle una forma explícita, una aplicación exhaustiva o un fundamento filosófico».9

Vuelve aquí el tema del límite (o de la frontera) entre las cosas y las palabras, es decir, entre los planos de la experiencia y los discursos que intentan ordenarlos: un límite que, sin embargo, en este caso no representa una separación infranqueable entre las dos esferas, sino más bien esa «zona media» entre la superficie y el fondo, la sensación y el sentido, lo empírico y lo trascendental. Por supuesto los fenómenos analizados en esa zona liminar no son “otros” fenómenos respecto de los que pueblan la región “superior” y la “inferior”, sino los mismos, pero observados sin ese tipo de lente monocular a través de la cual tan a

9 M. FOUCAULT, Les mots et les choses. Une archéologie des sciences humaines, Gallimard, Paris, 1966, trad. esp. de E. C. Frost, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2003, págs. 5-6.

18 menudo el pensamiento occidental ha declarado infranqueable la frontera entre esos dos dominios, sobre todo a partir de la moderna dicotomía ontológica y cognoscitiva inaugurada por Descartes en sus Meditaciones metafísicas.10 Diríamos entonces que esa zona media y fronteriza, donde se da la «experiencia desnuda del orden y de sus modos de ser»,11 para nuestra investigación representa algo más que un simple ámbito conceptual, pues de hecho podríamos considerarla como su origen, como la chispa que le dio vida. En efecto, si por un lado Foucault individua con extrema fineza conceptual la importancia de esa zona intermedia ubicada entre la superficie y el fondo, entre la «mirada ya codificada» y el «conocimiento reflexivo», es decir, entre las cosas y las palabras, por el otro toda su obra posterior parece más bien un intento de adentrarse en esa zona como si fuera un espacio vacío, que finalmente llega a saturarse a través de la historia de los códigos culturales que caracterizan las distintas epistemai y a través de los juegos de poder que intentan disciplinarla. Sin embargo, de esa forma queda ineludiblemente descartada la posibilidad de hacer uso de esa mirada trasversal a la cual aludíamos en los párrafos precedentes y que, generando un “cortocircuito” entre las cosas y las palabras –entre la sensación y el sentido–, tal vez nos permita volver a observar con otros ojos la multiplicidad y la variedad de la “provincia humana”, es decir, todo ese conjunto de fenómenos que expresan la siempre inestable relación entre lo empírico y lo ontológico, los datos y las interpretaciones. La configuración de los sentidos, las formas de expresión no verbal, pero también el nacimiento, el volumen craneal, la postura erecta, la nutrición, el acto sexual, la muerte: todo esto, es decir, las huellas de lo humano que encontramos en esa «región media»,12 en las obras de Foucault acaban convirtiéndose en meros índices

10 Escogemos un pasaje, muy significativo en nuestra opinión, que se encuentra al final de la Segunda meditación: «¿Qué soy, pues? Una cosa que piensa. ¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere y, también, imagina y siente [...]. Pero, en fin, heme aquí insensiblemente en el punto a que quería llegar: pues ya que es cosa para mí manifiesta ahora que los cuerpos no son propiamente conocidos por lo sentidos o por la facultad de imaginar, sino por el entendimiento sólo, y que no son conocidos porque los vemos y los tocamos, sino porque los entendemos y comprendemos por el pensamiento, veo claramente que nada hay que me sea más fácil de conocer que mi propio espíritu». R.

DESCARTES, Meditationes de prima philosophia (1641), trad. esp. de M. G. Morente, Meditaciones metafísicas, Espasa Calpe, Madrid, 1975, págs. 159 y 163. 11 M. FOUCAULT, Las palabras y las cosas, op. cit., pág. 6. 12 Insistimos: no se trata de ‘fenómenos’ que se encuentran únicamente en esa «región media», como si de una porción de la realidad separada y autónoma se tratara, sino de otra forma de interrogar y observar esos mismos ‘fenómenos’.

19 epistémicos, en ‘positividades’, en cristalizaciones generadas por la acción de los mecanismos de saber/poder. No es una mera casualidad, entonces, el hecho de que en El orden del discurso, en relación con el estilo genealógico, Foucault llegue a hablar de un «positivismo alegre»,13 a través del cual se configuraría esa ciencia de la constitución de las ‘positividades’, o de los códigos culturales. Así, pues, el hacerse cargo de esa «región media», pero sin repetir el gesto foucaultiano que tiende a sobredeterminarla no tanto en el sentido de una subjetividad trascendental, sino a través de esa historización total en la cual se concreta su «positivismo alegre», puede –en nuestra opinión– contribuir a renovar el sentido mismo de la interrogación antropológica (según aquella acepción filosófica que buena parte del pensamiento del siglo pasado quiso despojar de toda legitimidad teórica). De hecho, esta idea ha sido el estímulo que ha permitido empezar a pensar y dar forma a la presente investigación.

13 ID., L’ordre du discours (1970), trad. esp. de A. González Troyano, El orden del discurso, Tusquets Editores, Barcelona, 2004, pág. 57.

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CAPÍTULO 1 LA «METÁFORA ABSOLUTA» DEL MUNDO COPERNICANO Esbozo de una historia conceptual

I. EL CARÁCTER FILOSÓFICO DE LA ANTROPOLOGÍA

Desde un punto de vista general y superficial, cualquier filosofía podría ser considerada “antropológica”. A pesar de la ausencia de una verdadera teoría antropológica en la filosofía de Aristóteles, nadie se atrevería a sostener que la Ética a Nicómaco no encierra una determinada imagen del hombre. Sin embargo, al mismo tiempo nadie se atrevería a sostener que en toda filosofía se produce una discordancia estructural entre la esfera de la naturaleza (el mundo físico) y la esfera humana, a la cual la tradición moderna casi siempre ha asociado la idea de ‘libertad’ frente a las constricciones de la naturaleza. Efectivamente, un contraste de ese tipo sería sencillamente impensable a partir de la Ética a Nicómaco, en la cual el ámbito de la physis y el de la libertad de la cual goza el ser humano son inseparables, hasta el punto de que la phronesis no es sino la capacidad de elegir bien los medios, y no los fines, los cuales son algo natural, como lo es la capacidad de ver. De hecho, según Aristóteles, el bien puede ser alcanzado única y exclusivamente por el euphyés, es decir, el hombre que posee una «buena naturaleza» (euphyía).1 Así, pues, se podría afirmar que la discordancia entre esas dos esferas –una discordancia que, en realidad, se traduce más bien en una conjunción disyuntiva– es una de las principales efigies de la modernidad, en el sentido de que sólo en la Neuzeit esa separación se convierte en un problema, en algo con lo cual el pensamiento debe confrontarse, dado que es justamente esa separación la que lo expone a numerosas aporías y antinomias. La presencia de una separación entre lo humano y lo no-humano (entre la tierra y el cielo) es tan antigua como la filosofía, pero el carácter peculiar de la modernidad parece ser más bien otro, a saber: la necesidad de contemplar a la vez una conjunción y una disociación, una cercanía y una discordancia entre lo humano y lo no-humano.2 Dicho de otra manera, y

1 Cf. Ética a Nicómaco, 1144a 34, 1114b 6-10 (trad. esp. de J. Pallí Bonet, Gredos, Madrid, 2007). 2 A este propósito, señalamos que no estamos de acuerdo con la tesis expuesta por Giorgio Agamben en Lo abierto, donde sostiene que toda la tradición occidental radica en una “metafísica” esencial, es decir, en una «maquinaria antropológica» que decide cada vez dónde hacer transitar la frontera entre lo humano y lo no-

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en términos más generales, el hecho de que toda filosofía, en cualquier época, haya pensado el ser humano de alguna forma, no es condición suficiente para afirmar que toda filosofía esté necesariamente relacionada o vinculada con una “teoría antropológica”. Si así fuera, cualquier intento de individuar un ámbito conceptual autónomo, al cual asignar el nombre de ‘antropología’, sería totalmente insensato, pues las expresiones ‘antropología filosófica’ y ‘filosofía antropológica’ (o ‘filosofía del hombre’) serían indistinguibles y, asimismo, no tendría ningún sentido hablar de una distinción estructural entre los aparatos categoriales relativos al ser humano mediante los cuales operaron, por ejemplo, Platón y Herder, o Plotino y Diderot. En la etapa pre-moderna del pensamiento occidental, el hombre era concebido como un segmento, una parte (eso sí, la parte tal vez más importante y significativa) de una teoría más amplia, de una cosmología que, dependiendo del contexto científico y cultural, adquiría cada vez un carácter ontológico, metafísico o religioso; en otras palabras, la idea del ser humano se insertaba en un orden general. Ahora bien, fue precisamente en el momento en que ese orden empezó a ceder y fragmentarse (en que se produjo la ruptura del paradigma clásico), cuando la “carrera” de la antropología, entendida en su acepción moderna, dio sus primeros pasos. Sin embargo, lo que aquí intentamos argumentar es que no se trató de un salto de una concepción absoluta (es decir, cosmológica) a otra concepción absoluta, desvinculada de toda limitación y relación; por el contrario, podría decirse que la antropología moderna ocupa el ámbito epistémico intrínsecamente problemático que surge a raíz de esa conjunción disyuntiva que mencionábamos poco antes. En la Neuzeit, el ser humano deja de ser representado por un segmento y se convierte (o, mejor dicho, pretende convertirse) en una ‘totalidad’, la cual, no obstante, se constituye justamente en virtud de una relación constante e insuperable (y problemática) con las ‘partes’. Dicho de otra manera, el hombre es a la vez ‘totalidad’ y ‘parte’. En efecto, se trata de una situación bien confusa: he aquí una teoría que describe al hombre,

humano, generando así una “disociación conjuntiva” entre las dos esferas, que guardan ese vínculo precisamente en virtud de una frontera móvil, capaz de asociar y disociar al mismo tiempo. En nuestra opinión, en esta tesis se esconde un peligro muy fuerte de “hipostatización” de algunas características que, en cambio, parecen más bien histórica y culturalmente determinadas. El gesto de Agamben, en este caso como también en otros, tiende a asumir una connotación más bien “ontológica” (se puede entender en este sentido el riesgo de “hipostatización”), perdiendo tal vez esa vertiente genealógica que el mismo autor reconoce a su obra. Cf. G. AGAMBEN, L’aperto. L’uomo e l’animale, Bollati Boringhieri, Torino, 2002, trad. esp. de A. G. Cuspinera, Lo abierto. El hombre y el animal, Pre-Textos, Valencia, 2005, págs. 28, 100-101.

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que sin embargo es el que produce esa teoría; una teoría que estudia al ser humano en sus múltiples y concretas diferenciaciones y que, al mismo tiempo, intenta elaborar una imagen unitaria; una teoría de la génesis antropológica del pensamiento, que a su vez es condición necesaria de esa misma teoría; una teoría que declara asentar sus bases en la ‘naturaleza humana’ (o en la ‘naturaleza’ tout court), pero que –al mismo tiempo– describe cómo el hombre modifica esa naturaleza y a sí mismo. Estas sólo son algunas de las dificultades, ante todo teóricas, que derivan de su condición liminar y fronteriza: en ellas se hace patente esa confusión sustancial que surge cuando lo empírico y lo trascendental, los datos y los principios, las cosas y las palabras, emprenden esa convivencia circular de la cual hablábamos en la Introducción. Esto, dicho de otra forma, es lo que ocurre cuando el ser humano (y, por consiguiente, la ‘antropología’ en su acepción moderna) se vuelve al mismo tiempo ‘totalidad’ y ‘parte’, inaugurando la inseparabilidad propiamente moderna de la filosofía y la antropología. Desde la aparición misma de las ciencias humanas, la cuestión epistemológica de la circularidad explicativa ha jugado un papel muy importante, si bien hasta aquí no nos hemos referido precisamente a ese tipo de circularidad. En cualquier caso, es necesario aclarar de qué estamos hablando, para después pasar a tratar, con más detenimiento, las distintas opciones metodológicas e historiográficas que pueden ser empleadas para individuar y describir ese campo epistémico que hemos llamado “configuración antropológica del saber”. El problema, esencialmente, es el de la coincidencia del sujeto- que-conoce con el objeto-a-conocer. Ya desde un punto de vista formal, al hablar de ‘antropología’ nos referimos –al menos como condición mínima– a un saber que está basado en un observador que se observa. A partir de ahí, por un lado es posible asumir que el sujeto que conoce nunca puede llegar a coincidir tout court con el objeto conocido, pues en tanto que ‘sujeto’ nunca puede ser dado de manera definitiva y objetiva, como si fuera una mera suma de datos; en este caso, por lo tanto, los conceptos antropológicos nunca podrían aspirar a identificar algo cabalmente definido y definitivo. Por el otro, se podría suponer que el acto cognoscitivo del sujeto coincida in toto con el objeto a conocer, con lo cual la antropología vendría a ser una suerte de ‘auto-determinación’ del ser humano; en este caso, sin embargo, no habría diferenciación alguna entre el ‘hombre’ y los conocimientos acumulados en torno a su figura, algo que conllevaría a sostener que esa misma acumulación cognoscitiva no puede sino generar una forma de retroacción sobre el sujeto que conoce, modificando necesariamente su ‘identidad’ y, por consiguiente, también el objeto a conocer. De ese modo, lo que se produciría es una forma de conocimiento que

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tiende a crear de manera circular siempre nuevos objetos a conocer, instaurando así un régimen epistemológico que no puede conceder una validez científica cabal a los contenidos cognoscitivos acumulados; en otras palabras, sería imposible “dejar de conocer(se)”, con lo cual nunca se darían, como en el caso anterior, unos contenidos de saber definitivos.3 Esta situación intrínsecamente circular, en realidad, no sólo ha representado un controversia que debía ser de alguna forma resuelta, sino que también ha sido uno de los ejes sobre los cuales algunos teóricos, en épocas más recientes, han desarrollado toda una reflexión que establece su núcleo principal en la noción misma de «autorreferencia», como por ejemplo Niklas Luhmann, el cual no sólo no rechaza lo que fue criticado como un impasse epistemológico insuperable típico de las ciencias del Verstehen, sino que define esa circularidad intrínseca como la conditio sine qua non de todo sistema social y también psíquico.4 Tanto en la Introducción como en los párrafos del presente capítulo nos hemos referido genéricamente al ámbito epistémico antropológico, entendido como la concreción histórica y material de la que hemos llamado “configuración antropológica del saber”. Ahora bien, es necesario disipar cualquier duda respecto de la cuestión de la existencia de una disciplina particular, autónoma y específica que se suele identificar bajo el nombre de ‘antropología’ –algo que no es nuestra intención, por supuesto, negar. Existe toda una tradición y un conjunto de saberes y competencias que no pertenecen en general a las ‘ciencias del hombre’ (a su campo epistémico, por decirlo así), sino más bien a la

3 El debate acerca del problema epistemológico de las ciencias humanas está bien resumido en J. PIAGET, La situation des sciences de l’homme dans la système des sciences, Mouton, Paris-The Hague, 1970; véase también ID., Epistémologie des sciences de l’homme, Gallimard, Paris, 1977. En realidad, esta cuestión surgió ya a raíz de la evolución de las así llamadas “ciencias del espíritu”, cuyo núcleo epistemológico se suele asociar, al menos a partir de la obra de Dilthey, con la antítesis conceptual “comprensión versus explicación”, siendo esta última lo propio de las ciencias de la naturaleza. Cf., por ejemplo, M. RIEDEL, Verstehen oder Erklären? Zur Theorie und Geschichte der hermeneutischen Wissenschaften, Klett-Cotta, Stuttgart, 1978. 4 N. LUHMANN, Soziale Systeme. Grundrisse einer allgemeinen Theorie, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1984, trad. esp. de S. Pappe y B. Erker, coord. J. Torres Nafarrate, Sistemas Sociales, Anthropos, Barcelona, 1998. A este propósito, es necesario citar también otro referente teórico, es decir, la gran labor de investigación bío- antropológica de Humberto Maturana y Francisco Varela: véase De máquinas y seres vivos. Autopoiésis: la organización de lo vivo, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 19952; cf. también El árbol del conocimiento. Las bases biológicas del entendimiento humano, Lumen-Editorial Universitaria, Buenos Aires, 2003.

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‘antropología’, en sentido específico y esta vez sin añadir el atributo ‘filosófica’. Se trata, como es sabido, de una disciplina que ha tenido (y que sigue teniendo) una relevancia notable dentro del horizonte de las ciencias del hombre y que desde su surgimiento no ha parado de evolucionar y diferenciarse. Hay que distinguir al menos dos vertientes principales: la antropología física, que estudia al hombre desde el punto de vista biológico, es decir, el ser humano en tanto que animal que se encuentra morfológica y fisiológicamente insertado en la “gran cadena” de los seres vivos. Es esta una vertiente que, sobre todo en sus inicios, ha encontrado mayor difusión académica y cultural en Alemania, mientras que en Francia y en los países anglosajones la acepción más radicada de antropología es la que la entiende esencialmente como una ‘etnología’, es decir, como una investigación sobre las culturas primitivas y, más en general, sobre las relaciones entre el hombre y el ambiente desde un punto de vista social y cultural.5 Hecha esta aclaración –necesaria porque la analogía terminológica podría generar hacer surgir una cierta confusión temática y conceptual–, podemos dirigir ahora nuestra atención a la cuestión historiográfica y a la vez metodológica con la cual hemos inaugurado este capítulo, a saber: la propuesta de discriminar la expresión ‘antropología filosófica’ respecto de otras que tienen un carácter mucho más genérico, como ‘filosofía antropológica’ o ‘filosofía del hombre’. De este modo, veremos que esta diferenciación nos permitirá argumentar en favor de la utilidad de contar con la primera para delinear las propiedades fundamentales de la que hemos llamado “configuración antropológica del saber”. La concepción teórica e historiográfica más general e inclusiva es la que tiende a identificar la antropología filosófica con la auto-comprensión del ser humano, es decir, con ese saber autorreflexivo que se concreta no sólo en el discurso filosófico, sino también en todo tipo de manifestación cultural; en este sentido, sería necesario reconocer que hay una

5 A este propósito, es imprescindible la lectura de M. HARRIS, The Rise of Anthropological Theory. A History of Theories of Culture, Crowell, New York, 1968, trad. esp. de R. Valdés del Toro, El desarrollo de la teoría antropológica. Historia de las teorías de la cultura, Siglo XXI, Madrid, 1978. El elenco de las obras y los autores que sería necesario citar es tan extenso que preferimos no reproducirlo aquí, pues no entra en los objetivos de nuestro trabajo el hacer una historia conceptual del desarrollo y la evolución de las distintas disciplinas antropológicas. Así, pues, nos limitamos a señalar otro libro que, en nuestra opinión, representa una de las piezas indispensables para reconstruir no sólo la historia, sino el sentido mismo del trabajo antropológico-cultural: G. W. STOCKING, JR., Race, culture, and evolution. Essays in the history of anthropology, Free Press, New York, 1968 (Chigago University Press, 1982).

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suerte de antropología implícita en el arte, la religión, la economía, la política o en el derecho. En el siglo pasado, esta concepción ha sido defendida por algunos autores, como Michael Landmann o Bernhard Groethuysen,6 pero no cabe duda de que su origen se remonta a la teoría de la Weltanschauung de Dilthey, según la cual la vida humana sería caracterizada por una reflexividad interna que le permite relacionarse no sólo con el mundo externo, sino también consigo misma; en otras palabras, cada vez que el hombre configura una determinada imagen del mundo, al mismo tiempo se crea –implícita o explícitamente– una imagen de sí mismo, con lo cual la vida humana, sea cual sea la interpretación particular que se dé de ella, está siempre integrada en una determinada Weltanschauung.7 A partir de dichos presupuestos, han sido redactadas varias historias del pensamiento antropológico, en las cuales se ha intentado definir cuál es la imagen del hombre (a veces implícita, otras explícita) que subyace a los distintos sistemas filosóficos, siendo estos últimos nada más que una de las numerosas expresiones culturales propias del ser humano. Semejante visión se encuentra también en un escrito de Max Scheler, que muchos consideran como uno de los representantes de la especificidad disciplinaria de la antropología filosófica del siglo pasado, cuya obra, en realidad –como argumentaremos en el segundo parágrafo del tercer capítulo–8 no produce una verdadera ruptura respecto de la visión continuista que estamos criticando. En ese escrito, titulado Mensch und Geschichte, introduciendo su propia teoría antropológica, Scheler elabora un análisis detallado de «la autoconciencia que el hombre tiene de sí mismo, una historia de los géneros típicos e ideales a través de los cuales el hombre se ha pensado, observado y sentido a sí mismo, disponiéndose así en los distintos órdenes del ser»,9 como si de un desarrollo sin

6 Cf. M. LANDMANN, Philosophische Anthropologie. Menschliche Selbstdeutung in Geschichte und Gegenwart, de Gruyter, Berlin, 1964, trad. esp. de C. Moreno Cañadas, Antropología filosófica. Autointerpretación del hombre en la historia y en el presente, Unión Tipográfica Hispano-Americana,

México, 1961. Véase también B. GROETHUYSEN, Philosophische Anthropologie, Oldenbourg, München, 1931, trad. esp. de J. Ravira Armengol, Antropología filosófica, Losada, Buenos Aires, 19752. 7 Cf. W. DILTHEY, Die Typen der Weltanschauung und ihre Ausbildung in den metaphysischen Systemen 4 (1911), ahora en ID., Gesammelte Schriften, hrsg. von B. Groethuysen, Göttingen, 1968 , Bd. VIII; ID., Das Wesen der Philosophie (1907), trad. esp. de E. Tabernig, estudio preliminar de E. Pucciarelli, La esencia de la filsosofía, Losada, Buenos Aires 2003. 8 Cf. infra, págs. 192 y sigs. 9 M. SCHELER, Mensch und Geschichte (1926), ahora en Gesammelte Werke, Bd. IX, hrsg. von M. S. Frings, Bouvier Verlag, Bonn, 1975, págs. 120-144, aquí pág. 128. De ahora en adelante, cada vez que se citará una

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soluciones de continuidad se tratara. Ahora bien, este tipo de concepción de la antropología, en nuestra opinión, presenta un riesgo muy elevado de identificar inopinadamente la antropología y la filosofía (o incluso la antropología y cualquier expresión cultural humana), pues la lógica que subyace a dicha concepción postula que la historia del pensamiento no sería sino una mera sucesión de las distintas autorrepresentaciones del hombre, es decir, una crónica de los “tipos humanos”, efectivos o ideales, que se han dado a lo largo de la historia. De esa forma, sin embargo, lo que se obtiene es una generalización absoluta, que conlleva un peligro bien determinado, a saber: suponer que no existe una filosofía que no sea antropológica. Para rastrear los orígenes de la concepción menos inclusiva y más específica de la antropología moderna, entendida ahora no tanto como un saber implícito a cualquier Weltanschauung (o a cualquier expresión cultural), sino como una disciplina autónoma, como un campo del saber bien definido, será útil servirse de un breve ensayo de Werner Sombart, que contiene algunas pistas que nos permitirán acotar conceptualmente la polisemia del término ‘antropología’. Lo que propone Sombart es, en primer lugar, diferenciar entre dos ámbitos cognoscitivos en la palabra ‘antropología’: «el primero comprende la doctrina de ser y del sentido, el otro la doctrina de la existencia concreta y específica del hombre». Así, pues, se consigue discriminar la actitud especulativa de la actitud científica, la cual «intenta alcanzar un saber universal del hombre manteniéndose dentro de la experiencia y de la evidencia lógica».10 Además, se trata de un saber autónomo, pues su tarea consistiría en individuar una posible correlación entre los múltiples conocimientos y problemas atinentes al concepto de ‘hombre’. Dicha correlación puede ser de tipo exterior, explica Sombart, cuando se reúnen distintos campos cognoscitivos, por ejemplo al fundir la doctrina de la psique con la del cuerpo. Asimismo, esa correlación puede darse bajo la forma de una sistematización interna, es decir, estableciendo una supuesta esencia humana y sucesivamente deduciendo el ámbito de acción de las distintas ciencias del hombre. Por un lado, vemos que Sombart expone lúcidamente dos condiciones mínimas para identificar un concepto tan confuso y borroso como el de ‘antropología’, a saber: la sistematicidad y la necesidad de un fundamento empírico, que empiezan a afirmarse paralelamente a la ruptura representada por el obra de la cual no existe ninguna edición en español, damos por supuesto que la traducción es siempre nuestra. 10 W. SOMBART, Beiträge zur Geschichte der wissenschaftlichen Anthropologie, en “Sitzungsber. Preuss. Akad. d. Wiss.”, phil-hist. Klasse 13 (1938), págs. 93-130, aquí pág. 93.

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paradigma de saber propio de la modernidad. Por el otro, sin embargo, no podemos ignorar el hecho de que no ha sido tan infrecuente el uso sólo parcialmente ‘científico’ del conjunto de datos empíricos disponibles: limitándonos a tomar en consideración los inicios del siglo XX, podemos comprobar que se verificó una cierta tendencia, por parte de varios filósofos, biólogos o zoólogos, a sobre-determinar sus propias teorías antropológicas respecto de los datos empíricos disponibles. En otras palabras, no cabe duda de que se había asentado cada vez más la convicción de que la antropología fuera una disciplina autónoma, que no tenía nada que ver con una genérica “idea del hombre” elaborada por las distintas culturas; sin embargo, ejemplos como los que nos proporcionan Luois Bolk, Frederik J. Buytendijk o Viktor von Weizsäcker (pero también Max Scheler, Helmuth Plessner y Arnold Gehlen), nos obligan a reflexionar sobre cierta desenvoltura en el uso de algunas evidencias empíricas derivadas, por ejemplo, de la biología o de la teoría de la evolución. Con esto no queremos tachar de inválidas sus respectivas teorías (analizaremos más detenidamente algunas de ellas en el tercer capítulo del presente trabajo), sino sólo poner de manifiesto que la decisión de Sombart de definir «científica» esa rama de la antropología que se apoya en un fundamento empírico debe ser puesta en cuestión, al menos desde el punto de vista del rigor terminológico, sin menoscabo –eso sí– de la importancia de diferenciar entre dos distintas tendencias epocales. Como bien dice el sociólogo alemán, un saber antropológico ha existido siempre, pero era implícito y rapsódico, por eso «ni el mundo clásico ni la Edad Media han conocido algo así como una antropología científica».11 Otra perspectiva historiográfica interesante, acerca del problema de la individuación de un ámbito de saber autónomo para la ‘antropología filosófica’, es la que nos brinda uno de los intelectuales más eclécticos del siglo pasado: Odo Marquard. De entrada, es importante señalar que, en varios de sus escritos,12 el filósofo alemán rechaza la

11 Ivi, pág. 99. 12 Marquard es sin duda un filósofo muy prolífico, cuya escritura fina y envolvente invita a “devorar” y citar todas sus obras, en las cuales no se sigue (abiertamente) una división disciplinar tradicional, sino que se intenta plasmar un estilo muy personal y “trasversal”. No obstante, preferimos citar aquí exclusivamente aquellos textos que nos han parecido de suma utilidad a la hora de estructurar el recorrido conceptual que estamos desarrollando en este primer capítulo. En primer lugar, véase la entrada “Anthropologie”, escrita por Marquard, del Historisches Wörterbuch der Philosophie (hrsg. von J. Ritter), Bd. 1, Schwabel, Basel-

Darmstad, 1971, págs. 361-74; cf. también O. MARQUARD, Zur Geschichte des philosophischen Begriffs ‘Anthropologie’ seit dem Ende des achtzehnten Jahrhunderts, en E. W. Böquenförde (Hg.), Collegium Philosophicum. Studien Joachim Ritter zum 60. Geburtstag, Schwabel, Basel-Stuttgart, 1965, págs. 209-239,

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identificación habitual de la antropología con la tríada formada por Scheler, Plessner y Gehlen, llegando así a plantear la cuestión más general de qué significa hablar de ‘antropología filosófica’ dentro del horizonte más amplio de una configuración antropológica del saber. Siguiendo el ejemplo de Sombart, también Marquard establece algunas condiciones mínimas para que sea posible hablar de un ámbito de investigación autónomo. En primer lugar, la antropología filosófica sería un fenómeno moderno, surgido desde las cenizas de la Edad Media: «la filosofía es vieja, la antropología, por el contrario, es joven. La filosofía viene de la Antigüedad, la antropología filosófica sólo comienza en el mundo moderno».13 Asimismo, se trataría de una orientación filosófica específicamente alemana: fue en el siglo XVI, argumenta Marquard, cuando el término ‘antropología’ hizo sus primeras comparecencias, por ejemplo en la obra del Magister Magnus Hundt (Anthropologium de hominis dignitate, natura et proprietatibus, de 1501) y de Otto Cassmann (Psychologia anthropologica sive animae humanae doctrina, publicada entre el 1594 y el 1596).14 Además, fue en Alemania, y más precisamente en Leipzig (corría el año 1719), donde –supuestamente– se impartió la primera lección magistral sobre antropología, a cargo del profesor de retórica Gottfried P. Müller. Algunas décadas después, en 1772, el profesor de medicina Ernst Platner publicó su célebre Anthropologie für Ärzte und Weltweise: no puede ser una mera casualidad, pues, el hecho de que ese mismo año, en el semestre de invierno, Kant diera su primer curso de antropología, empezando así una larga tradición anual, que se extendió durante más de dos décadas. Por supuesto, esto no significa que exista, desde los albores del uso específico del término ‘antropología’, una única concepción de este peculiar ámbito de conocimiento: es verdad que, según Marquard, la aparición de la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht de Kant (compendio después en ID., Schwierigkeiten mit der Geschichtsphilosophie, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1983, trad. esp. de

E. Ocaña, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’ desde finales del siglo XVIII, en ID.,

Dificultades de la filosofía de la historia, Pre-Textos, Valencia, 2007, págs. 133-155; finalmente, véase ID., Der Mensch diesseits der Utopie. Bemerkungen zur Aktualität der philosophischen Anthropologie, ahora en

ID., Glück im Unglück, Fink, München, 1955, trad. esp. de N. Espino, El hombre “de este lado de la utopía”.

Observaciones sobre la historia y la actualidad de la antropología filosófica, en ID., Felicidad en la infelicidad. Consideraciones filosóficas, Katz, Buenos Aires, 2006, págs. 165-180. 13 ID., El hombre “de este lado de la utopía”, op. cit., pág. 166. 14 En relación con la obra de Cassmann, es preciso recordar que en ella se halla uno de los primeros intentos de definición del alcance teórico del término en cuestión (‘antropología’), mediante el cual se identifica nada menos que la «doctrina humane naturae». Véase en J. RITTER (Hg.), Historisches Wörterbuch der Philosophie, op. cit., vól. 1, pág. 366.

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de sus cursos universitarios, publicado en 1798)15 es el testimonio indiscutible de un así llamado «giro al mundo de la vida»16 que resultó decisivo para la consolidación de ese campo epistémico, pero, en realidad, las publicaciones del siglo XVI poco tenían que ver con las de dos siglos después, cuando la “Schulphilosophie” alemana (la rama práctica, por decirlo así, de la filosofía académica de la época), bajo el influjo del vitalismo de Leibniz, empezó a entender la doctrina humanae naturae como una orientación hacia el «todo del hombre», es decir, como una ruptura radical respecto del dualismo cartesiano. Desde este punto de vista, entonces, se podría sostener que hay un cierto paralelismo entre la idea del surgimiento de una ‘antropología científica’, propuesta por Sombart, y la tesis de Marquard acerca de ese salto moderno realizado por una parte del mundo intelectual alemán hacia la necesidad de hallar una noción de naturaleza humana mediante la cual fuera posible superar la filosofía especulativa y metafísica que abundaba en la época, volviéndose así hacia el «mundo de la vida». Sería a partir de ese momento, pues, cuando se puede hablar con razón de una disciplina llamada ‘antropología filosófica’. En el periodo que va de finales del siglo XVIII a la primera mitad del siglo XIX se asiste a una verdadera expansión de esa disciplina, hasta llegar a ser, en la edad romántica, el núcleo más íntimo de la Naturphilosophie, en sus distintas versiones. Se trata de una consolidación que se encuentra recogida, por ejemplo, en uno de los Grundsätze der Philosophie der Zukunft de , que merece ser citado separada e integralmente:

«La nueva filosofía convierte al hombre, comprendida la naturaleza, en tanto que base del hombre, en el objeto único, universal y supremo de la filosofía; y, por consiguiente, convierte la antropología, comprendida la fisiología, en ciencia universal».17

15 Analizaremos más detalladamente esta obra kantiana muy peculiar en la segunda parte del presente trabajo. En todo caso, es muy importante recordar ya a partir de ahora que la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht representó para Michel Foucault una suerte de “iniciación” filosófica en el ámbito de sus estudios sobre la génesis de la episteme moderna, pues formaba parte de su proyecto doctoral la traducción al francés de esa obra, enriquecida por un largo estudio preliminar, que también examinaremos en el segundo capítulo parte de este trabajo. 16 O. MARQUARD, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., pág. 137. 17 L. FEUERBACH, Grundsätze der Philosophie der Zukunft (1843), prólogo y trad. esp. de E. Subirats Rüggeberg, Tesis provisionales para la reforma de la filosofía - Principios de la filosofía del futuro, Orbis, Barcelona, 1984, pág. 122.

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En realidad, dicha expansión, si la consideramos desde un punto de vista disciplinar, no ha convertido la antropología en «ciencia universal», pues no es cierto que se haya apoderado de todo el panorama intelectual y académico alemán. Es preciso reconocer, en efecto, que la antropología filosófica (en tanto que estudio sobre el «todo del hombre») se encontraba en un lugar, por decirlo así, intermedio respecto al menos de otras dos corrientes: por un lado estaba la afirmación institucional de la antropología científica, que se especializó cada vez más, sobre todo en el ámbito de los estudios psicológicos, basados en un empirisimo militante;18 por el otro, no hay que olvidar el intento de reelaborar teóricamente el campo de lo ‘trascendental’ por parte de la corriente neokantiana.19 Pues bien, semejante situación, a lo largo del siglo XIX, en absoluto condujo la antropología a un éxito intelectual y académico irrefrenable, sino todo lo contrario: el avanzar progresivo de las ciencias humanas en sus distintas ramas y el predominio de los representantes del neokantismo en las instituciones universitarias acabaron reduciendo cada vez más el margen de maniobra de la antropología filosófica, que fue relegada a un rincón aislado del panorama cultural alemán. De hecho, se puede hablar de una verdadera reinassance (preparada, según Marquard, por el trabajo de Dilthey)20 sólo a principios del siglo pasado, en la época entre las dos guerras mundiales, que experimentó una crisis de toda aquella constelación de valores (no sólo filosóficos) que había regido, a pesar de los contrastes teóricos incluso muy violentos que se produjeron en su interior, durante al menos los dos

18 Piénsese, por ejemplo, en Johann F. Herbart, autor de la célebre Psychologie als Wissenschaft, neu gegründet auf Erfahrung, Metaphysik und Mathematik (1824), o también en Jakob F. Fries, autor, entre muchas otras, de la Neue oder anthropologische Kritik der Vernunft (1807, 1828-312), una obra más tal vez menos comprometida desde un punto de vista de la absolutización de lo ‘empírico’, si comparada con la perspectiva de Herbart. En cualquier caso, es importante señalar que su crítica ‘antropológica’ de la razón pretendía superar a Kant y su postulación de un sujeto trascendental capaz de unir toda operación sintética y la multiplicidad de los datos de la conciencia, afirmando que las categorías kantianas deben ser entendidas como una dotación orgánica adaptada en virtud de la cual el ser humano logra manejarse con su propio mundo. 19 Para profundizar en estas cuestiones de carácter historiográfico sobre la filosofía alemana de la segunda mitad del siglo XIX, véase H. SCHNÄDELBACH, Philosophie in Deutschland 1831-1933, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1983; K. CH. KÖHNKE, Entstehung und Aufstieg des Neukantianismus. Die deutsche

Universitätsphilosophie zwischen Idealismus und Positivismus, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1985; K. SACHS-

HOMBACH, Philosophische Psychologie im 19. Jahrhundert, Alber, Freiburg-München, 1993. 20 Cf., en particular, O. MARQUARD, Leben und leben lassen. Anthropologie und Hermeneutik bei Dilthey, en “Dilthey Jahrbuch für Philosophie und Geschichte der Geistwissenschaften”, Bd. 2, hrgs. von F. Rodi, Göttingen, 1984, págs. 128-139.

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siglos anteriores. Los protagonistas de esos años caracterizados por el renacimiento del interés filosófico por los temas antropológicos fueron en primer lugar Scheler, Plessner y Gehlen, pero también, entre otros, Ludwig Binswanger,21 Otto F. Bollnow22 y (tal vez a su pesar) el Heidegger de Sein und Zeit. La tesis de Marquard reconoce que el «giro al mundo de la vida» no fue un elemento presente exclusivamente en la antropología, en su acepción moderna, es decir, filosófica. Si interpretamos bien sus palabras, lo que se defiende es que, al adquirir una cierta autonomía disciplinar y una coherencia lógica, la antropología ofrecía una forma peculiar, entre las varias posibles, de declinación filosófica de ese «giro al mundo de la vida» que ponía en entredicho tanto los fundamentos de la metafísica especulativa tradicional, como los de la concepción matematizante y naturalista del ser humano. De hecho, esta es la razón por la cual Marquard puede sostener que esa peculiar declinación, además de ser específicamente moderna, fue esencialmente un fenómeno alemán: es verdad que el hombre ‘concreto’ –cotidiano, natural, histórico, social– empezó así a cobrar cada vez más relevancia como objeto de estudio autónomo, es decir, separado de las cosmologías tradicionales. Al mismo tiempo, también es verdad que la antropología de ámbito alemán no fue la única que intentó hacerse cargo de las cenizas del viejo hombre como imagen del absoluto (imago dei): en el mundo anglosajón, en efecto, iban difundiéndose las moral sciencies y todo el conjunto de las así llamadas analysis of mind, mientras que a este lado del canal de la Mancha, como es sabido, el trabajo de los moralistas franceses tuvo una gran repercusión en la discusión pública. De ese modo, Marquard argumenta que «en Francia y en Inglaterra el desarrollo de la moralística volvió superflua la antropología filosófica [...]. Que la antropología filosófica y la moralística – continúa Marquard– se impidan y se frenen recíprocamente acentúa su semejanza: como la moralística, también la antropología filosófica interroga (porque ambas responden al mismo motivo del “mundo de la vida”) no sólo por el hombre, sino por el hombre “en su mundo de la vida”».23 Estas consideraciones, en realidad, han de ser completadas por otra

21 Entre las muchas obras del célebre psiquiatra y psicoanalista suizo, véase sobre todo los ensayos recogidos en el volumen titulado Zur phänomenologischen Anthropologie (1947), ahora en Ausgewählte Werke, Bd. 3, hrsg. von M. Herzog, Asanger, Heidelberg, 1994. 22 La obra más importante de Bollnow, en relación con el contexto historiográfico-conceptual que estamos analizando en este apartado, es sin duda Das Wesen der Stimmungen (1941), Suhrkamp, Frankfurt a.M., 19958. 23 O. MARQUARD, El hombre “de este lado de la utopía”, op. cit., págs. 169-170.

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pieza argumentativa, a saber: según el filósofo alemán, no sólo se dio, por decirlo así, una convergencia discorde en el análisis del Lebenswelt, sino que también se instauró otro régimen filosófico que intentaba responder a ese mismo Leitmotiv del «mundo de la vida» y que, sin embargo, representó el contrapunto teórico (una suerte de “bestia negra”) de la antropología. Estamos hablando de la Geschichtsphilosophie, es decir, la filosofía del destino del hombre, «desarrollada a través de la teoría de la libertad como su verdadero fin y mediante la teoría del mundo histórico de la vida como la mediación progresiva de ese fin».24 En resumidas cuentas, Marquard afirma que se daría aquí una antítesis ineliminable entre la antropología filosófica y la filosofía de la historia, pues la primera indicaría cuál es la ‘naturaleza’ del hombre, sus características constantes, sus límites (excluyendo una posible deriva matematizante y cientificista, pero aceptando una cierta cercanía conceptual con la concepción a-teleológica de la historia, es decir, con la concepción relativista del acontecer histórico),25 mientras que la segunda se preocuparía de postular una libertad originaria del obrar humano, capaz de desvelar el sentido del mundo y del tiempo. En otras palabras, la filosofía de la historia aspira a reconocer un sentido originario, que puede ser hasta un sentido nihilista, una dirección entrópica de la historia, pero que en cualquier caso coincide con un determinado destino (Bestimmung), una orientación profunda u oculta de los eventos, capaz en cierto modo de ‘redimir’ la dimensión empírica de estos últimos, que de esa forma se convierten en meros epifenómenos de un estrato más esencial.26 Así, pues,

24 ID., Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., pág. 139, cursiva mía. 25 Marquard, en este caso, está pensando en el historicismo inaugurado por Dilthey. Cf., en particular, ID.,

Leben und leben lassen, op. cit.; ID., Weltanschauungtypologie. Bemerkungen zu einer anthropologische Denkform des neunzehnten und zwanzigsten Jahrhunderts (1966), trad. esp. de E. Ocaña, Tipología de la concepción del mundo. Notas sobre una forma de pensamiento antropológico de los siglos XIX y XX, en ID., Dificultades con la filosofía de la historia, op. cit., págs. 117-131. En efecto, la individuación de unas ‘constantes antropológicas’ no choca con la posibilidad de describir las formas en las que aquéllas adquieren un sentido concreto y específico. Las necesidades básicas del ser humano, por ejemplo, pueden satisfacerse a base de rituales, usos, reglas, que representan el objeto de estudio de aquella forma de pensamiento antropológico que coincide con el análisis de las ‘concepciones del mundo’. 26 A este propósito, se puede citar un ensayo muy interesante de Peter Sloterdijk, en el cual se reconoce la novedad de algunas instancias de la antropología de Plessner y Gehlen (y también de la teoría sociológica de Luhmann), precisamente en cuanto contrarias a la idea cristiano-hegeliana de una ‘naturaleza humana’ lapsa, errática, que coincide con la pérdida de la inocencia, es decir, de un principio identitario bien fijado que, sin embargo, es abandonado a causa de un metafórico peccatum originale (provocando así la ‘caída’) y que puede ser recuperado sólo en virtud de una restitutio ad integrum, es decir, gracias a una salvación que desvela el sentido originario perdido. Este esquema tripartito, en algunos lugares de la antropología filosófica

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donde predomina la antropología, la filosofía de la historia pierde su relevancia, pero también viceversa. Ahora bien, es indudable que la tesis historiográfica de Marquard, además de contener una notable carga teórica, nos brinda una situación clara y bien definida, que en absoluto puede ser acusada de aspirar a una falsa objetividad o neutralidad. También es verdad que, si empleamos sus criterios historiográficos y conceptuales, obtenemos una interpretación bastante esclarecedora de la contraposición y de las polémicas constantes entre algunos paradigmas teóricos inconciliables, como el idealismo y al ‘retorno a la naturaleza’ propuesto por los románticos, sin olvidar las invectivas y los anatemas que Heidegger, Lukács, Horkheimer, Habermas (herederos, en cierto sentido, de la tradición de la Geschichtsphilosophie del siglo XIX), a mediados del siglo pasado, lanzaron contra la antropología filosófica. Sin embargo, tal y como hace notar también Schnädelbach,27 puede que la posición de Marquard sea demasiado simplificadora, es decir, que tal vez ahonde excesivamente en algunas diferencias sustanciales innegables entre ciertas orientaciones de pensamiento, pero que no deberían llegar a ocultar las hibridaciones, las contaminaciones y la complejidad material, histórica y efectiva a partir de las cuales emergen los distintos campos del saber y las disciplinas. Al elegir una representación de tipo dual tan radical, Marquard corre el riesgo de perder de vista la relevancia de ciertos autores que, a pesar de prestar gran atención teórica a la historia y a la interpretación del siglo pasado, desaparece gracias a una suerte de “meta-crítica” de la Selbstentfremdung: de ese modo, argumenta Sloterdijk, la idea de ‘naturaleza humana’ cobra un sentido nuevo, radicalmente contrapuesto a ese esquema conceptual tripartito (tal vez algo simplificador, pero eficaz, en nuestra opinión, desde un punto de vista argumentativo) característico de la “impaciencia revolucionaria” de las filosofías de la historia. Cf.

P. SLOTERDIJK, Luhmann, Anwalt des Teufels, en ID., Nicht gerettet. Versuche nach Heidegger, Suhrkamp,

Frankfurt a.M., 2001, págs. 82-141, trad. esp. de J. Chamorro Mielke, Luhmann, abogado del diablo, en ID.,

Sin salvación, Akal, Tres Cantos, 2011, págs. 55-92. Véase también H. PLESSNER, Selbstentfremdung, ein anthropologisches Theorem?, in «Philosophische Perspektiven», 1 (1969), págs. 176-183, ahora en ID., Gesammelte Schriften, Bd. X, hrsg. von G. Dux, O. Marquard, E. Stroker, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1985, págs. 285-294). Sloterdijk, a este propósito, cita también otra obra de Plessner, que recientemente ha sido traducida al español: Grenzen der Gemeinschaft. Eine Kritik des sozialen Radikalismus (1924), Suhrkamp, Frankfurt a.M., 2002, ed. esp. a cargo de T. Menegazzi, Límites de la comunidad. Crítica al radicalismo social, Siruela, Madrid, 2012. 27 H. SCHNÄDELBACH, Philosophie in Deutschland 1831-1933, op. cit., págs. 272-3. También W. KRAUSS (Zur Geschichte der Anthropologie des 18. Jahrhunderts. Die frühgeschichte der Menscheit im Blickpunkt der Aufklärung, Ullstein, Frankfurt a.M., 1987, pág. 24) señala la necesidad de revisar críticamente la tesis de Marquard.

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filosófica de su desarrollo –por citar sólo a uno, piénsese en Herder–,28 están indudablemente vinculados al horizonte epistémico antropológico típico de la modernidad. Al mismo tiempo, la propuesta de identificar la antropología únicamente con «aquellas [filosofías] que no son filosofías de la historia y que, precisamente por ese motivo, son filosofías de la “naturaleza” del ser humano»,29 nos parece también harto problemática, pues la noción de ‘naturaleza’, sobre todo si referida a lo humano, en la modernidad ha sido intrínsecamente polisémica, es decir, cargada de esa complejidad teórica de la cual hemos hablado en la Introducción y que bien podría ser representada por la insuperable ‘superposición’ de lo empírico y lo trascendental, de los datos y los principios.30 Dicho de otra forma, si por un lado compartimos la tesis de Marquard en la medida en que reconoce la intrínseca modernidad de la ‘emergencia’ del discurso antropológico (entendido como un determinado horizonte epistémico y no como una genérica “pregunta por el hombre”), por el otro no nos parece conveniente aceptar su visión dual y tal vez demasiado rígida mediante la cual el filósofo alemán pretende hallar un núcleo temático originario de la

28 Sería impensable, en nuestra opinión, negar que la célebre Abhandlung über den Ürsprung der Sprache (un ensayo que Herder publicó en 1772, pensado y redactado como respuesta a la pregunta formulada por la “Akademie der Wissenschaften” de Berlín, que se enunciaba así: «En supposant les hommes abandonnés à leurs facultés naturelles, sont-ils en état d’inventer le langage?») forma parte a todos los efectos de esa tradición innovadora que revolucionó la forma de entender al ser humano, tratando de manera ni matematizante ni cientificista (sino precisamente filosófica) lo que antes hemos definido como el “todo del hombre”, es decir, el ser humano considerado dentro de la gran cadena de los seres vivos, con todas sus peculiaridades, límites y características. Véase J. G. HERDER, Ensayo sobre el origen del lenguaje, ahora en

ID., Obra selecta, ed. esp. de P. Ribas, Alfaguara, Madrid 1982, págs. 133-232. 29 O. MARQUARD, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., pág. 136. 30 Para una introducción general de carácter histórico-conceptual acerca de la idea de ‘naturaleza’ en la cultura occidental, véase, por ejemplo, R. LENOBLE, Esquisse d’une histoire de l’idée de Nature, A. Michel, Paris, 1969. Además, para profundizar en la intrínseca polisemia del concepto de ‘naturaleza humana’, es muy útil consultar un texto del filósofo alemán Gernot Böhme, que invita a interrogarnos «sobre el papel que ha tenido el concepto de naturaleza en la auto-representación del ser humano, sobre la naturaleza en tanto que parte constitutiva de la composición del ser humano, sobre la naturaleza en cuanto punto de referencia en relación con el cual el hombre se ha situado, en definitiva como el topos que se encuentra en la auto- interpretación del ser humano». Se trata de un ensayo de historia conceptual muy exhaustivo que empieza por el sofista Antífanes (mejor dicho, por lo que de sus teorías queda recogido en Aristóteles) y que llega hasta Arnold Gehlen y Helmuth Plessner. Su lectura representa una de las contra-argumentaciones más eficaces a la posibilidad de emplear el concepto de ‘naturaleza’ (y el de ‘naturaleza humana’) de forma monolítica, como a veces parece hacer Odo Marquard. Véase G. BÖHME, Natur, en CH. WULF (Hg.), Vom Menschen. Handbuch historische Anthropologie, Beltz, Weinheim-Basel, 1997, págs. 92-119, aquí pág. 92.

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antropología, pues consideramos que el concepto mismo de ‘naturaleza’ del ser humano no puede ser utilizado como un estandarte teórico (supuestamente contrapuesto a otro estandarte contrario, el de la ‘historia’) capaz de identificar unívocamente un ámbito epistémico cerrado. La idea moderna de ‘naturaleza humana’, en nuestra opinión, representa más bien una cuestión abierta –una offene Frage, diría Plessner–,31 y no un campo temático cerrado. Efectivamente, cuando hablamos de ‘horizonte epistémico’ no pretendemos identificar ni una doctrina cerrada ni una ciencia institucionalizada basada en unos esquemas rígidos de transmisión académica del saber, sino un movimiento, una actitud de pensamiento nueva frente a una serie de problemas y cuestiones, que surgió en un momento dado de la evolución del saber académico (pero no sólo) de la Europa recién entrada en la época moderna. Esto se puede entender desde un punto de vista exclusivamente filosófico-conceptual (es el caso de Kant y su Anthropologie in pragmatischer Hinsicht: lo veremos mejor en la segunda parte de este trabajo), pero también es posible identificar toda una serie de cuestiones que nos indican claramente que se había producido una verdadera ruptura en el pensamiento especulativo metafísico, en virtud de la cual el ‘campo epistémico’ de lo humano iba cobrando otro significado y una importancia cada vez mayor. Piénsese, por ejemplo, en la macro-cuestión de la relación mente-cuerpo, que puede ser declinada de muchas maneras: el nexo entre las funciones orgánicas y las funciones “superiores”, las raíces biológicas del lenguaje, las bases vegetativas y pulsionales de la actividad racional, la gestualidad, las formas de expresión no verbal. Asimismo, piénsese en la renovada atención por la corporalidad, también entendida en términos anatómicos, y por la relación entre ésta última y el ambiente circundante (la postura erecta y la ampliación del campo visual, la liberación de la mano y el surgimiento de la técnica, etc.). Por supuesto, esto no significa que la Antigüedad y el pensamiento clásico no hayan reflexionado sobre estos temas (que, sin duda, fueron nombrados de muchas formas distintas), pues de hecho se trata de problemas que pertenecen desde siempre a la filosofía. Sin embargo, el estudio de esas cuestiones o bien fue relegado en secciones secundarias, exotéricas o pragmáticas del saber, o bien se efectuó mediante una operación de des-empirización que permitiese conservar únicamente

31 Cf. H. PLESSNER, Macht und menschliche Natur. Ein Versuch zur Anthropologie der geschichtliche Weltansicht (1931), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. V, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 2003 (1981), págs. 135-234, en particular págs. 175-185.

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aquellos aspectos que pudieran ser tratados bajo el signo de la ‘teoría’, es decir, en tanto que ‘momentos’ de un supuesto estrato ‘esencial’ que se encuentra siempre más allá. Ahora bien, lo que se quiere sostener aquí es que ese giro antropológico moderno –esa configuración antropológica del saber– no sólo se hizo cargo de dichas cuestiones (algo que, en general, es característico de muchas tradiciones y épocas filosóficas, cada una con su propio bagaje terminológico y con sus oposiciones conceptuales), sino que lo hizo de una forma radicalmente nueva que generó una verdadera reconfiguración epistémica, mediante la cual se produjo lo que antes hemos definido como una conjunción disociativa, es decir, como una pareja inseparable pero al mismo tiempo nunca del todo componible. Desde un punto de vista estructural, es precisamente esa “unión problemática”, por decirlo así, lo que, a nuestro juicio, caracteriza de modo eminente la emergencia moderna de ese ámbito de estudio en el cual los datos y los principios, lo empírico y lo trascendental, las cosas y las palabras están destinados a cruzarse y superponerse de modo inevitable, otorgando así un sentido radicalmente nuevo al objeto de estudio llamado ‘hombre’. Por esta razón, no consideramos suficiente la propuesta de Marquard, según la cual el giro antropológico moderno correspondería a un genérico interés por la ‘naturaleza’ del ser humano. Como se ha dicho anteriormente, la argumentación historiográfica y conceptual que estamos presentando en estas páginas parte de una intuición de Marquard, si bien se ha puesto de manifiesto cuáles son, en nuestra opinión, los límites de su propuesta interpretativa. Ahora bien, algo parecido ocurre con Foucault, el cual también coloca en la Modernidad (como se ha hecho aquí) un salto cualitativo irreductible en la forma de pensar ese peculiar objeto de estudio llamado ‘hombre’, si bien lo hace para criticar, sobre todo en el penúltimo capítulo de Las palabras y las cosas, el círculo (vicioso) de la antropología, es decir, el sueño en el cual el pensamiento occidental habría caído al querer fundar la finitud en la finitud, generando así un intercambio peligroso entre lo empírico y lo trascendental. En cualquier caso, su diagnóstico teórico nos parece convincente, pues de hecho contribuye a diferenciar conceptualmente entre dos formas radicalmente distintas de pensar al ser humano. Lo que no nos parece igualmente convincente es, en cambio, la solución indicada en la parte final de Las palabras y las cosas y desarrollada cabalmente en sus obras sucesivas.32 En todo caso, y para volver al hilo de nuestra argumentación,

32 La cuestión foucaultiana será tratada más detenidamente en el segundo capítulo de este trabajo; de momento, será suficiente indicar la esencia última de la crítica de Foucault, centrada en la imposibilidad de

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merece la pena reproducir en toda su extensión las palabras de Foucault, que nos brindan una periodización teóricamente comprometida relativa a la emergencia de esa forma radicalmente nueva de pensar el ámbito epistémico del ‘hombre’, lo que aquí hemos definido en los términos de una ‘configuración antropológica del saber’:

«El fin de la metafísica no es más que el aspecto negativo de un acontecimiento mucho más complejo que se produjo en el pensamiento occidental. Este acontecimiento es la aparición del hombre [...]. La modernidad empieza desde que el ser humano se puso a existir dentro de su organismo, en la concha de su cabeza, en la armadura de sus miembros y entre toda la nervadura de su fisiología; desde que se puso a existir en el corazón de un trabajo cuyo principio lo domina y cuyo producto se le escapa; desde que alojó su pensamiento en los pliegues de un lenguaje de tal modo más viejo que él que no puede dominar las significaciones reanimadas, a pesar de ello, por la insistencia de su palabra [...]. Se comprende, en estas condiciones, que el pensamiento clásico y todos aquellos que lo precedieron hayan podido hablar del espíritu y del cuerpo, del ser humano, de su lugar tan limitado en el universo, de todos los límites que miden su conocimiento o su libertad, pero que ninguno de ellos haya conocido jamás al hombre tal como se da al saber moderno. El “humanismo” del Renacimiento, el “racionalismo” de los clásicos han podido dar muy bien un lugar de privilegio a los humanos en el orden del mundo, pero no han podido pensar al hombre».33

Desde un punto de vista diagnóstico, consideramos que el análisis foucaultiano llevado a cabo en la última parte de Las palabras y las cosas logra individuar la lógica que subyace a la estructura de pensamiento moderna, que efectivamente supone una ruptura radical respecto de todas las formas anteriores de aproximarse teóricamente a lo humano; dicha ruptura, según Foucault, empezó a acontecer cuando «la finitud fue pensada en una

aceptar el «desdoble» que padecería el objeto de estudio llamado ‘hombre’: «se trata de una duplicación empírico-crítica por la cual se trata de hacer valer al hombre de la naturaleza, del cambio o del discurso como fundamento de su propia finitud. En este Pliegue, la función trascendental viene a recubrir con su red imperiosa el espacio inerte y gris de la empiricidad; a la inversa, los contenidos empíricos se animan, se levantan poco a poco, se ponen de pie y son subsumidos de inmediato en un discurso que lleva lejos su supuesto trascendental. Y he aquí que en este Pliegue se adormece de nuevo la filosofía en un sueño nuevo; no ya el del Dogmatismo, sino el de la Antropología». M. FOUCAULT, Las palabras y las cosas, op. cit., págs. 331-332. 33 Ivi, pág. 309.

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referencia interminable consigo misma».34 Pues bien, lo que de momento nos interesa poner de relieve es precisamente la necesidad de reconocer ese cambio epocal de perspectiva. La importancia de dicho reconocimiento, sin embargo, no nos exime de seguir interrogándonos sobre el carácter filosófico de la antropología, pues se trata de una cuestión intrínsecamente problemática, que no puede ser resuelta simplemente reconociendo que, en un momento dado de la historia del pensamiento occidental, se produjo una ruptura fundamental en la forma de pensar el objeto ‘hombre’. De hecho, ese carácter filosófico no es un mero atributo que se añade al plano antropológico ‘inventado’ por la Modernidad, sino que, en cierto sentido, conlleva una complicación inaudita, que llegó a poner en peligro el sentido mismo del filosofar, es decir, la posibilidad de hallar un fundamento sólido para la ‘teoría’. Por esa misma razón, no nos parece muy útil hacer uso de ese esquema dual que nos propone Marquard, según el cual la filosofía de la historia estaría abocada a una concepción absolutista y monolítica del «mundo de la vida» humano, mientras que la antropología desembocaría en una visión escéptica, es decir, plural y abierta a todas las posibles realizaciones concretas de ese núcleo llamado ‘naturaleza humana’. De lo contrario, el ejercicio de la reflexión perdería en parte su relevancia, porque si existen leyes que describen el funcionamiento de aquellas esferas (económica, política, social, etc.) en las que se realiza de manera plural la ‘naturaleza humana’, es razonable suponer que serían las ciencias particulares las que están encargadas de organizar dichas esferas en teorías dotadas de una validez específica. En otras palabras, una filosofía verdaderamente empírica sería una suerte de contradictio in adjecto, pues la idea misma del filosofar está ineludiblemente cargada de una posterioridad irreductible, es decir, de una reflexividad que la hace acontecer siempre después de ese material múltiple y elemental que acontece (y nos acontece) y que está ahí (contribuyendo a definir nuestras vivencias). No es casual, en efecto, que a la antropología, en sus albores, le fuese reconocido un carácter “popular”, “cotidiano”, pues su coeficiente filosófico era considerado demasiado bajo para poder aspirar al nivel de reflexividad propio de la teoría filosófica.35

34 Ibidem. 35 Nos referimos, por supuesto, a la Anthropologie de Kant, de la cual hablaremos más detenidamente en el segundo capítulo. A este propósito, también es útil recordar el ataque de Heidegger, en la primera mitad del siglo XX, a todo tipo de “antropologismo” (asociado, en este sentido, al “psicologismo” y al “biologismo” de la época), acusado de haber contribuido a ocultar precisamente el carácter filosófico de la reflexión misma,

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Ahora bien, si por un lado vemos que el carácter filosófico de la antropología no es algo que libera automáticamente toda una serie de objetos y ámbitos a investigar (más bien podríamos decir que, en el pasado, ocurrió lo contrario: la filosofía, muchas veces, intentó despojar la antropología de toda legitimidad teórica), por el otro nosotros mismos no podemos sino considerarnos hijos de nuestro tiempo y así plantear la pregunta que, al menos a partir de mediados del siglo XIX, hizo temblar tantos pensadores: ¿qué hay, más allá del hombre? Es decir, ¿qué hay, más allá de sus caóticas y multiformes manifestaciones? ¿Qué hay, más allá de su absoluta (en tanto que desvinculada de todo trasfondo trascendente) ‘desnudez’ física? Dicho de otra forma, la reflexión, al menos a partir de la así llamada “fuga de los dioses”, ya no puede renunciar a cruzar el escenario humano, atravesarlo en todos sus pliegues, preguntándose cómo está hecho, qué hace y cómo actúa el Homo sapiens, ese ser peculiar perteneciente al reino de los Animalia. Si suponemos que el auténtico destino del hombre pertenece al ámbito de la teología o la filosofía metafísica, las observaciones antropológicas siempre serán consideradas como algo marginal, incluso pueden llegar a ser tachadas (y de hecho lo han sido) de ‘demasiado humanas’. Pero, como argumenta también Walter Schulz, «si negamos a la teología y a la metafísica la posibilidad de ofrecer una imagen coherente del hombre», es decir, «si afirmamos que en ningún caso puede existir una imagen única del ser humano, entonces dichas observaciones sobre los distintos aspectos del hombre adquieren una gran relevancia».36 Parece ser, a todos los efectos, una suerte de “revancha” de la multiplicidad de lo mundano, es decir, de la antropología, que hace temblar los grandes principios, los absolutos, la razón misma, que acaba padeciendo, por decirlo así, una reducción antropológica. Un Leitmotiv decisivo del siglo XIX, en efecto, fue la reducción de muchos aspectos de la esfera trascendental a la constitución física y cultural del ser humano. La revolución copernicana implícita en la reconfiguración epistémica que estamos describiendo conlleva, en efecto, una crisis de legitimidad de la filosofía, desterrada por la decadencia de los sistemas idealistas y por la afirmación progresiva de las ciencias; sin

privilegiando los aspectos ónticos respecto de los ontológicos, es decir, otorgando una prioridad teórica a la multiplicidad de los datos empíricos y olvidándose preguntar por el ‘ser mismo’ de los objetos analizados. 19 Véase M. HEIDEGGER, Sein und Zeit (1927), Niemeyer, Tübingen, 2006 , trad. esp. de J. E. Rivera, Ser y tiempo, Trotta, Madrid, 2003, cf. en particular el § 10 (págs. 70-75). En cuanto al carácter “popular” y

“cotidiano” de la antropología de finales del siglo XVIII, véase M. LINDEN, Untersuchungen zum Anthropologie des 18. Jahrhunderts, Lang, Frankfurt a.M., 1976, págs. 105-106. 36 W. SCHULZ, Philosophie in der veränderten Welt, Neske, Pfüllingen, 1993, pág. 358.

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embargo, conlleva también lo que señalaba (críticamente) Foucault, es decir, un intercambio a veces inopinado entre los planos de lo empírico y lo trascendental, entre los datos y las condiciones de posibilidad. Así, pues, volviéndose la filosofía tout court antropológica, en cierto sentido podría decirse que se hace cada vez más complicado, para nosotros, hallar un territorio conceptual perteneciente a la ‘antropología filosófica’. La cuestión, en este caso, ya no sería la que indicábamos al principio de este parágrafo, cuando exponíamos nuestros argumentos en contra de la tesis según la cual toda filosofía sería esencialmente antropológica, estando el hombre (presuntamente) siempre representado de alguna forma en todos los sistemas filosóficos. Aquí la cuestión es distinta, o mejor dicho, más circunstanciada: el pensamiento parece haber sido reducido a sus bases antropológicas, al quedar el hombre “solo” en el escenario. No es casual, en efecto, que la reacción de una parte del establishment filosófico haya consistido en atacar de múltiples formas el pensamiento antropológico, acusado de haber abierto el paso a ciertas derivas del saber, incluso muy distintas entre sí. El atributo ‘antropológico’, cargado de un sentido despectivo, fue empleado para acusar el subjetivismo metafísico, el relativismo histórico, pero también el biologismo o el psicologismo, hasta representar para Heidegger –tal vez el maestro de todos los anti-humanistas del siglo pasado– la deriva más peligrosa de la cultura occidental de su época, radicada, según él, en una devoción ciega (metafísica) hacia lo fáctico, la ‘simple-presencia’ y, por consiguiente, hacia el ser humano considerado como un objeto de estudio cualquiera.37 Ahora bien, en un contexto así determinado, nos parece sumamente necesario (ante todo desde un punto de vista conceptual) intentar individuar algunos aspectos específicos de la ‘antropología filosófica’, pues de lo contrario nos veríamos obligados a reconocer que toda la filosofía secularizada (moderna) es en sí antropológica, o –lo que es lo mismo– que la antropología corresponde a la filosofía moderna tout court. En otras palabras, por un lado queremos mostrar (lo haremos sobre todo en el próximo parágrafo) que la Modernidad inaugura una “configuración antropológica del saber”; sin embargo, por otro lado no es nuestra intención defender que la Modernidad puede ser considerada como una tradición monolítica: de hecho no es así, pues Nietzsche –ça va sans dire– no es lo mismo que Heidegger o Gehlen, así como Montaigne no es lo mismo que Platner o Feuerbach. En nuestra opinión,

37 Cf., sobre todo, M. HEIDEGGER, Brief über den Humanismus (1947), ahora en ID., Gesamtausgabe, Bd. 9, hrsg. von F.-W. von Herrmann, Frankfurt a.M., 1976, trad. esp. de H. Cortés y A. Leyte, Carta sobre el humanismo, Alianza, Madrid, 2000.

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preguntar por el carácter filosófico de la antropología significa precisamente intentar hacer ese tipo de discriminación. Uno de los criterios que puede resultar más útil para efectuar esa diferenciación (la cual, insistimos, no es únicamente historiográfica, sino ante todo conceptual) es sin duda un determinado tipo de actitud teórica propia de la ‘mirada’ antropológica, que a su vez nos permitirá individuar el conjunto de temas y cuestiones que pertenecen a ese ámbito. Se trata de una actitud que deriva de una pregunta fundamental, a saber: ¿qué es el hombre?38 A su vez, dicha pregunta puede ser especificada al menos de dos maneras, que según Kant habría que mantener separadas pero que, bajo nuestro punto de vista, constituyen el núcleo indivisible de la actitud teórica propia de la mirada antropológico-filosófica: ¿qué es lo que la naturaleza hace del hombre?, y ¿qué es lo que el hombre hace de sí mismo? Como se puede notar, por lo que a la primera pregunta se refiere, hemos optado por conservar los términos y los conceptos empleados por Kant en su Anthropologie, mientras que la segunda pregunta está vinculada sólo aparentemente a la terminología kantiana, pues hemos eliminado de manera deliberada un adverbio («libremente») y dos especificaciones («puede o debe hacer de sí mismo»), lo cual, en nuestra opinión, conlleva un cambio no sólo terminológico, sino más bien de actitud teórica.39 Un factor de discriminación fundamental, por lo tanto, reside en la diferencia entre el nivel de la especulación (al cual, de algún modo, remite la idea misma del deber hacer) y el de la descripción –una

38 Como es sabido, en la Lógica (un texto publicado en 1800) Kant formula las tres preguntas que le permitieron organizar de forma tripartita su ‘revolución crítica’ («¿Qué puedo saber?», «¿Qué debo hacer?» y «¿Qué me es permitido esperar?»), añadiendo además una última pregunta («¿Qué es el hombre?»), a la cual las tres precedentemente mencionadas pueden ser referidas. En otras palabras, argumenta Kant, la metafísica

(en sentido crítico), la moral y la religión pueden ser reducidas a la antropología. Cf. I. KANT, Logik, Akademie Textausgabe, Bd. IX, de Gruyter, Berlin-New York, 1968, págs. 1-150, edición esp. de M. J. Vázquez Lobeiras, Lógica, Akal, Madrid, 2001, pág. 92. 39 Estas son las palabras de Kant: «Una ciencia del conocimiento del hombre sistemáticamente desarrollada (Antropología), puede hacerse en sentido fisiológico o en sentido pragmático. El conocimiento fisiológico del hombre trata de investigar lo que la naturaleza hace del hombre; el pragmático, lo que él mismo, como ser que obra libremente, hace, o puede y debe hacer, de sí mismo». I. KANT, Anthropologie in pragmatischer Hinsicht, en Kants gesammelte Schriften (KGS), hrsg. von der Königlich Preußischen Akademie der Wissenschaften, Bd. VII, págs. 117-333, de Gruyter, Berlin-New York, 1972, versión española de J. Gaos, Antropología en sentido pragmático, Alianza, Madrid, 1991, pág. 7. De aquí en adelante (especialmente en el segundo capítulo de este trabajo), mediante la sigla KGS nos referiremos siempre a la edición canónica de las obras de Kant, editada por la Real Academia Prusiana de Ciencias a partir de 1902. Asimismo, para referirnos a la versión española de la Anthropologie, utilizaremos la sigla AP.

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diferencia que se refleja, como se puede intuir, en el tipo de preguntas que se pretende formular. Desde este punto de vista, la opción por la ‘naturaleza’ es sin duda necesaria, pero no suficiente para connotar una antropología filosófica. En primer lugar por su polisemia: la ‘naturaleza’ puede ser interpretada como ‘esencia’, es decir, como algo en absoluto perteneciente al mundo físico; también es entendida como algo totalmente opuesto a la esfera ‘espiritual’, a lo ‘artificial’; asimismo, se le puede asociar la idea de constancia y repetitividad, pero también la de imprevisibilidad; last but not least, puede ser entendida como algo mecánico, o como algo orgánico (es decir, dotado de una fuerza creadora que no puede ser reducida a leyes matemáticas). Se trata de oposiciones conceptuales muy radicales, con lo cual en ningún caso podríamos considerar suficiente apelar únicamente a la idea de ‘naturaleza’ (como hace Marquard) para hallar un criterio que permita connotar filosóficamente el ámbito epistémico de la antropología. Más bien podríamos afirmar que la apelación a la ‘naturaleza’ tiene una función, por decirlo así, polémica: el hecho mismo de la existencia física, material, biológica actúa como un memento, como una forma de recordar la centralidad de las modalidades básicas en las que se hace presente el ser. En este sentido, no es necesario postular un fundamento “biologicista”, como si para hacer antropología sólo pudieran servir de referencia las bases físico-químicas de la forma de vida humana. Lo que dicha apelación a la ‘naturaleza’ quiere recordar es más bien la necesidad de mantenerse en un plano de análisis inmanente, concreto. Desde este punto de vista, Kant, en su Anthropologie, sugiere algo parecido: es verdad que el funcionamiento físico del ser humano, según él, no pertenece al ámbito de la antropología ‘pragmática’, pero al mismo tiempo es preciso reconocer que en ese texto se presta mucha atención a varios aspectos que, en cierto sentido, podríamos considerar ‘fisiológicos’, como la enfermedad, los sentidos, el carácter, las razas, el temperamento.40

40 A pesar de haber reconocido la connotación parcialmente especulativa de la actitud que subyace al interés kantiano por el ser humano (ese interés que el mismo Kant define como «pragmático»), nos parece que la lectura de Marquard, a este propósito, muestra una seria debilidad conceptual, debida a esa interpretación dualista que antes hemos criticado. Marquard, en efecto, sostiene que la antropología kantiana «se quedó –a pesar de la célebre tesis de su lección de lógica– en un simple parergon: [...] el interés fundamental de Kant se dirigió hasta tal punto a la filosofía de la historia –en su forma prudentemente abstracta, la ética, pero también en su forma osadamente concreta, la filosofía de una “historia universal en sentido cosmopolita”–, que no admitió la antropología como fisiológica [...], sino únicamente como pragmática». O. MARQUARD,

Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., pág. 139; cf. también ID.,

“Anthropologie”, en J. RITTER (ed.), Historisches Wörterbuch der Philosophie, op. cit., pág. 366. De este modo, Marquard demuestra basarse en una noción de ‘naturaleza’ muy rígida y, como hemos argumentado,

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Dicho de otra forma, conservar una actitud vigilante respecto de lo empírico no significa apostar por una reducción “biologicista” o “mecanicista” de los fenómenos humanos, sino más bien mantener una mirada crítica sobre el plano inmanente y concreto de lo humano. El interés por temas como los instintos, los sentidos, la nutrición, la gestualidad, las pasiones (en general, la entera ‘mecánica’ de nuestros cuerpos)41 no deriva necesariamente de un interés ‘fisiológico’ –en sentido estricto– por las cosas humanas, sino de una actitud que no implique necesariamente una sobre-determinación o una des-empirización de los fenómenos. Se trata, por decirlo así, de mirar al hombre de cerca. En este sentido, por lo tanto, sería harto complicado negar que también una perspectiva histórico-cultural pueda aspirar a asegurar una cercanía esencial a ese plano inmanente y concreto del cual hablábamos. En ese caso no se trataría propiamente de observar el «paisaje corporal», sino más bien ese ámbito fáctico, tangible, que emerge gracias a (en) la historia: mitos, lenguajes, instituciones (de tipo ético, social, político, etc.). Lo que caracterizaría la declinación filosófica de ese tipo de mirada antropológica sería, entonces, no tanto la descripción exterior de dichas manifestaciones (ni, mucho menos, su sobre-determinación especulativa),42 sino la búsqueda de una relación teórica entre estas últimas y las supuestas

tal vez demasiado ambigua, es decir, basada en una contraposición insuperable entre dos entidades abstractas y monolíticas, a saber: la ‘naturaleza’ y la ‘historia’. 41 A este propósito, podríamos emplear una expresión muy sugerente propuesta por A. Damasio, el cual habla de «paisaje corporal» para referirse, en general, a ese trasfondo a través del cual –ineludiblemente– ‘nos sentimos’ y el mundo (el ser) se nos hace presente. También en este caso, en nuestra opinión, no es necesario declinar ese ámbito de manera estrictamente ‘fisiológica’, es decir, entendiéndolo como un conjunto de relaciones físico-químicas que pueden ser descritas únicamente por las ciencias particulares mediante su bagaje teórico de corte matemático. Cf. A. DAMASIO, Descartes’s error. Emotion, reason and the human brain, Vintage Books, London, 2006 (19941), trad. esp. de J. Ros, El error de Descartes. La emoción, la razón y el cerebro humano, Crítica, Barcelona, 2007. 42 En relación con esta segunda posibilidad, piénsese en la distinción que hace, por ejemplo, Heidegger entre los planos de la «historicidad [Geschichtlichkeit]» y el de la “mera” historiografía, separados por un verdadero abismo teórico, pues sólo el primero sería capaz de ‘apropiarse’ ontológicamente de lo que acontece –innegablemente– en el plano óntico, y por eso mismo la historicidad (o «temporalidad») es definida como «originaria». En este caso, es evidente que no estamos hablando de un enfoque ‘antropológico-filosófico’, sino filosófico-especulativo, pues efectivamente se trata de una reflexión sobre una supuesta ‘esencia’ fundamental del acontecer histórico. Si no se hiciera esta especificación, el enfoque heideggeriano podría ser considerado (erróneamente, bajo nuestro punto de vista) ‘antropológico-filosófico’, es decir, comparable al de Plessner, Gehlen o Simondon. Cf. M. HEIDEGGER, Ser y tiempo, op. cit., en particular §§ 72-76.

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bases antropológicas (no necesariamente entendidas como algo ‘esencial’) en virtud de las cuales tienen lugar las performances humanas. En otras palabras, el aspecto más importante de esa ‘actitud’ teórica que estamos intentando describir (teniendo en cuenta que, una vez establecida la tipología de dicha actitud, no existe una única forma de aproximación al objeto en cuestión) es que el hombre, previamente respecto de cualquier opción teórica, se hace presente, de alguna forma está dado. Lo que queremos sostener, entonces, es que en un contexto así determinado resulta decisiva la atención por la ‘superficie’ (es decir, el plano manifestativo), donde acontece también la variedad de las posibles objetivaciones y acciones humanas. En general, se trata de reconocer como propia del ámbito antropológico-filosófico una específica actitud “observadora” –pero también interpretativa–, capaz de mantenerse establemente en un nivel de análisis inmanente y concreto, pero sin basarse exclusivamente en un enfoque de tipo cuantitativo. Sólo así, en nuestra opinión, queda suficientemente declinada aquella pregunta antes mencionada (¿qué es el hombre?) que parece ser característica del quid filosófico de la antropología moderna. En conclusión de este primer parágrafo, nos parece oportuno hacer algunas consideraciones finales sobre el ‘estatuto’ teórico (si bien hemos de reconocer que no estamos en presencia de un conjunto cerrado de postulados, como si de una disciplina científica tout court se tratara) de ese producto eminentemente moderno que es la antropología filosófica; de ese modo, quedará justificada la opción metodológica y a la vez historiográfica que hemos elegido a la hora de delinear nuestro peculiar recorrido conceptual a través del ethos, por decirlo así, antropológico-filosófico. Un primer aspecto que contribuye a connotar semejante ethos es su falta de cualquier pretensión ‘totalitaria’, es decir, de cualquier aspiración sistémica volcada a cerrar el ser humano dentro de un ‘engranaje’ que le conceda un sentido desde fuera, es decir, en virtud de su inserción en un determinado ‘sistema’. No forma parte de los objetivos primarios de una antropología filosófica la necesidad de elaborar una explicación ‘totalitaria’ de lo humano (‘totalitario’ no significa ‘global’); por el contrario, pertenece a su ethos –o actitud teórica– el estimar suficiente describir y otorgar un cierto sentido a una porción aun limitada de fenómenos humanos. Es verdad que, hasta hace pocas décadas (mediados del siglo pasado), por varias e importantes razones históricas,43 los intentos explícitos de construir una antropología

43 A este propósito, en italiano está disponible una obra colectiva muy útil para analizar las causas, las circunstancias, los factores favorable y los adversos, a la afirmación en el siglo XX de la antropología filosófica contemporánea, capitaneada por Scheler, Plessner y Gehlen. Cf. B. ACCARINO (a cura di), Ratio imaginis. Uomo e mondo nell’antropologia filosofica, Ponte alle Grazie, Firenze, 1991; en particular, véase

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filosófica coincidían con la creación de una imagen completa y general de lo que es el hombre, pues en ese mismo afán de ‘complejidad’ e ‘integridad’ se podía identificar el quid filosófico de la ‘mirada’ antropológica. Para hallar esa imagen integral, se solía individuar algunas capacidades exclusivas del hombre, supuestamente capaces de brindar una interpretación convincente de los demás aspectos (psíquicos o físicos) del ser humano, para evitar así una dispersión total en los distintos saberes particulares que se ocupan del hombre. Ahora bien, a nuestro juicio, el interés filosófico y cognoscitivo de esos intentos antropológico-filosóficos consiste no tanto en la idea general del ‘ser humano’ que se desprende de sus respectivas teorías, sino en la calidad y en la peculiaridad de los análisis relativos a los aspectos que cada vez fueron considerados determinantes. En muchos casos, en efecto, una peculiar ambición subyacía a todos esos intentos, a saber: aproximarse, a través de una mirada filosófica al «todo del hombre», es decir, al ser humano en su integridad psico-física. Un ejemplo muy llamativo es sin duda Plessner, el cual fue quizás el antropólogo-filósofo del siglo pasado que se esforzó más para definir metodológica y conceptualmente el marco en el que iban a insertarse sus investigaciones. El fragmento merece ser citado en toda su extensión:

«La antropología en sentido filosófico no puede ser identificada simplemente con las corrientes y los métodos que aspiran a determinar el ser y las peculiaridades del hombre en contraposición con los métodos especializados de las ciencias de la naturaleza, de la psicología, de la historiografía y de la sociología. Pues bien, dichos proyectos de elaboración conceptual [...], teniendo en consideración la ‘unidad’ del ser físico-psíquico-espiritual, deben romper con la técnica tradicional que consiste en separar el análisis de los procesos corporales del análisis de los procesos de la conciencia, y este último del análisis de las estructuras espirituales [...]. Sólo el esfuerzo para hallar un criterio para dicha elaboración conceptual de tipo estructural puede decirse filosófico».44

el estudio preliminar de B. ACCARINO, Tra libertà e decisione: alle origini dell’antropologia filosofica, págs. 7-63. 44 H. PLESSNER, Die Aufgabe der philosophischen Anthropologie (1937), ahora en ID., Gesammelte Schriften, Bd. VIII, págs. 33-51, aquí pág. 33. En este mismo texto, leemos también que «una antropología filosófica que permite pasar de los aspectos ‘fisiológicos’ a los ‘pragmáticos’, llegando así hasta las raíces del ‘ser- hombre’, debe respetar el principio según el cual, para obtener un conocimiento de lo humano, hay que asegurar la misma importancia y el mismo significado a cada uno de esos dos puntos de vista». Ivi, pág. 38.

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En este sentido, por un lado queda excluida cualquier reducción cientificista y, por el otro, se presta gran atención al ‘entorno’ biológico-cultural. Dicho de otra forma, ni el concepto de ‘naturaleza’ se corresponde exclusivamente con el de ‘fisiología’, ni este último obliga a descartar automáticamente el ámbito de las manifestaciones práctico-históricas de la ‘naturaleza’ humana –el cual, en cambio, en la antropología filosófica tiende a ser vinculado de alguna forma con el primero. Así, pues, tal vez sea posible individuar una serie de cuestiones y prácticas argumentativas comunes, que a su vez permiten establecer una cierta continuidad teórica entre autores que, a primera vista, no parecen partir de los mismos presupuestos ni proponerse alcanzar los mismos fines. Podría decirse, por lo tanto, que la antropología filosófica es sin duda un producto que ‘emerge’ de ese paradigma epistémico que hemos llamado “configuración antropológica del saber”, pero también hemos de especificar que su ‘actitud’ teórica no se resuelve ni coincide in toto con ella.

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II. EL «MUNDO COPERNICANO». METAFORIZACIÓN DE UN CAMPO EPISTÉMICO

A pesar del uso tan frecuente que hasta ahora se ha hecho de términos y categorías como ‘edad moderna’ o ‘metafísica tradicional’ (entre otros), somos plenamente conscientes del carácter problemático de cualquier periodización, sea en el ámbito histórico, sea en el del pensamiento, tal vez aún menos simplificable del primero. Además, hemos de reconocer que la objetividad y legitimidad de la escisión misma entre la Edad Antigua (cristiana) y la Modernidad (secularizada) ha sido objeto de discusión y problematización: de hecho, un pensador como Blumenberg, a mediados del siglo pasado, llegó incluso a cuestionar radicalmente el «teorema de la secularización»,45 es decir, la idea según la cual sería necesario postular una solución de continuidad radical entre esos dos momentos de la historia humana, ya que los modernos habrían fabricado su propia autorrepresentación precisamente a partir de una voluntad (más o menos oculta e implícita) de desprenderse de algunas instancias (sociales, políticas o filosóficas) del tiempo supuestamente pasado.46 Por lo que a los objetivos de nuestro trabajo se refiere, nos limitamos a poner de relieve de manera simplificada –pero conceptualmente relevante– algunos de los acontecimientos modernos de carácter histórico y teórico que de, algún modo, han acompañado la ‘emergencia’ de la antropología, entendida en su acepción filosófica. En general, es decir, en los términos de una macro-referencia histórico-cultural, podríamos decir que entendemos como momentos discriminantes la aparición del

45 Cf., en particular, H. BLUMENBERG, Die Legitimität der Neuzeit, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1966 (nueva edición, corregida y aumentada, 1996), trad. esp. de P. Madrigal, La legitimación de la edad moderna, Pre- Textos, Valencia, 2008. Se trata de una obra monumental, de no muy fácil consulta, pero que sin duda contiene una argumentación riquísima, profunda y muy detallada. El núcleo principal de su argumentación puede ser identificado en la defensa de la autonomía y legitimidad ‘funcional’ de la edad moderna, que según Blumenberg no puede ser considerada únicamente como una transferencia o una deformación de la teología medieval; sin embargo, con esto Blumenberg no quiere afirmar que la Modernidad suponga una ruptura radical con la Edad Media, pues en cierto sentido se puede llegar a establecer una suerte de continuidad ‘funcional’, al intentar la Edad Moderna encontrar sus propias respuestas a las mismas preguntas que en la Edad Media encontraban una respuesta gracias a la teología. 46 Para cerciorarse, al menos superficialmente, de la distancia que puede separar las diversas interpretaciones de ese supuesto salto paradigmático que separa la Antigüedad de la Modernidad (al cual, como hemos visto, a partir del siglo XIX se suele dar el nombre de ‘secularización’), véase G. MARRAMAO, Cielo e terra. Genealogia della secolarizzazione, Laterza, Bari, 1994, trad. esp. Cielo y tierra. Genealogía de la secularización, Paidós, Barcelona, 1998; cf. también H. LÜBBE, Säkularisierung. Geschichte eines ideenpolitischen Begriffs, Alber, Freiburg-Munich, 1965.

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Humanismo renacentista y la consecuente afirmación de las condiciones necesarias para la organización de un conjunto de “saberes antropológicos”, que tuvo lugar sólo algunos siglos después, paralelamente a la consolidación de las conquistas de la Ilustración. Este marco de referencia, como señala el mismo Blumenberg, podría entonces ser representado por la «metaforización» del concepto de ‘cosmos’ inaugurado por la revolución copernicana. Se trataría de una «metáfora absoluta», es decir, una imagen que no se puede reducir a un quid exclusivamente lógico-teórico y que no se limita a describir un plano de la realidad (refiriéndose a él de forma indirecta), sino que tiende a orientar y canalizar la auto-comprensión de un cierto sistema cultural. La metáfora cosmológica, en otras palabras, indica una conexión muy estrecha entre una determinada concepción de la astronomía y la elaboración de una determinada conciencia de sí y del mundo. En particular, argumenta Blumenberg, «el mundo copernicano se transforma en metáfora de cómo la crítica privó de sus derechos al principio teleológico, a la causa finalis de entre las que conforman el manojo aristotélico de las causae; y no hay duda de que con la metáfora copernicana comienza a abrirse paso el pathos de la desteleologización, de que en ella descansa una nueva autoconciencia vinculada a la excentricidad cósmica del hombre».47 Sin salir del ámbito de los autores que pueden catalogarse bajo el lema de la ‘antropología filosófica’, también Plessner se expresó en ese sentido, radicalizando aun más la argumentación: «el giro copernicano no es una simple metáfora. Bajo su signo se encuentra todo el mundo moderno».48 En efecto, al menos a partir de Kant, el abandono de

47 H. BLUMENBERG, Paradigmen zu einer Metaphorologie, Boivier, Bonn, 1960, trad. esp. de J. Pérez de Tudela, Paradigmas para una metaforología, Trotta, Madrid, 2003, pág. 203. Es interesante notar que también Gehlen, desde una perspectiva radicalmente distinta respecto a la Blumenberg, ha señalado que la imagen o metáfora cosmológica siempre ha resultado muy útil para el ser humano a la hora de fabricar una determinada comprensión de sí mismo y del mundo, añadiendo que se trata, a todos los efectos, de un elemento antropológico muy relevante. El hombre, afirma Gehlen, se siente atraído por los ritmos y las regularidades de los astros, y eso se debería a una suerte de «sentido interno del hombre para su propio elemento constitutivo y se corresponde con lo que, en el mundo externo, presenta una analogía con dicha constitución: el hecho de que sigamos hablando del ‘curso’ de los astros, de la ‘puesta en marcha’ de una máquina, indica que no se trata de una analogía superficial, sino de auto-concepciones de determinados aspectos característicos del hombre, objetivados mediante un fenómeno de resonancia –del hombre que interpreta el mundo basándose en su propia imagen, pero también que se interpreta a sí mismo a través de imágenes del mundo». A. GEHLEN, Der Mensch im technischen Zeitalter. Sozialpsichologische Probleme in der industriellen Gesellschaft, Rohwolt, München, 1957, págs. 16-17. 48 H. PLESSNER, Die verspätete Nation. Über die politische Verfügbarkeit des bürgerlichen Geistes (1959), Suhrkamp, Frankfurt a.M., 19945, pág. 120.

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un sistema de descripción y explicación del cosmos, junto con la acogida de una nueva cosmología, siempre ha representado el emblema de un cambio radical, tanto en el campo teórico como en el práctico, y por eso mismo la filosofía (en particular su vertiente gnoseológica y también, más en general, el ámbito de la auto-representación del hombre) ha abundado en los intentos de ‘apropiación’ metafórica de esos cambios o revoluciones.49 La imagen del hombre obtenida mediante la acción del “filtro” cosmológico copernicano es la de un ser que empieza a tomar conciencia de su carácter periférico y episódico; el universo, además, ya no se corresponde con esa tabla de contenidos accesible de forma inmediata a la evidencia visual típica de la actitud pre-moderna, con lo cual la ‘teoría’ deja de vehicular una relación necesaria entre la contemplación y el conocimiento. El saber científico se encarga así de revocar «toda consideración basada sobre conceptos axiológicos como son los de perfección, armonía, sentido y finalidad», pues el ser observable (la naturaleza) debe ser considerado como totalmente desprovisto de cualquier valor intrínseco; dicho de otra forma, se trata del «divorcio del mundo del valor y del mundo de los hechos».50 Eso no significa, por supuesto, que el hombre copernicano tenga que enfrentarse a un universo en sí caótico: si, por un lado, es indudable que el universo físico deja de tener un centro simbólico capaz de garantizar una realidad ‘sustancializada’, por el otro, la revolución moderna no deja de reconocer la posibilidad de reconstruir la lógica general del universo mediante un procedimiento ‘funcional’, que niega validez a la certitudo objecti típica de la correspondencia pre-moderna entre la inmediatez de la contemplación y el conocimiento; pues bien, esa certitudo es reemplazada por otra, a saber: la certitudo modi procedendi. De esa forma, la realidad queda, por decirlo así, de-

49 Para una panorámica general sobre estas cuestiones, es útil consultar una obra que puede ser considerada como un clásico: A. KOYRÉ, From closed world to the infinite universe, Harper&Brothers, New York, 1958, trad. esp. de C. Solís Santos, Del mundo cerrado al universo infinito, Siglo XXI, Madrid, 19994. También se puede acudir a otra obra monumental de Blumenberg (Die Genesis der kopernikanischen Welt, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1975): en particular, la tercera parte de este texto (págs. 609-794), dedicada al análisis de la transformación de la ‘visión del mundo’ impulsada por la recepción de la teoría heliocéntrica, es riquísima en detalles históricos y culturales, y permite hacerse una idea clara del vínculo que une la visión cosmológica moderna y los distintos aspectos (históricos, sociales, políticos, pero también antropológicos) de la Weltanschauung de la época. 50 A. KOYRÉ, Del mundo cerrado al universo infinito, op. cit., pág 6. A este propósito, también es muy útil consultar A. O. LOVEJOY, The great chain of being. A study of the history of an idea, Harvard University Press, Cambridge, 1933, trad. esp. de A. Desmonts, La gran cadena del ser. Historia de una idea, Icaria, Barcelona, 1983.

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sustancializada, pues la lógica que describe su orden es accesible sólo gracias a una serie de operaciones y funciones que no pretenden vehicular (ni tener su origen en) realidades concretas, sino únicamente un conjunto de símbolos que describen un contexto de relaciones posibles.51 Pues bien, en un contexto así determinado, a la soledad cósmica del ser humano (que se ha descubierto huérfano de ese origen trascendente que garantizaba la estabilidad teleológica del universo y que le otorgaba una posición privilegiada) se acompaña una suerte de ‘auto-afirmación’, es decir, un impulso a configurar un orden diferente respecto al de antes. Se trata de un orden artificial, que ha de ser conquistado: lo que el hombre ya no encuentra disponible en un orden entregado desde fuera y que sólo ha de ser contemplado, ahora debe ser fabricado, inventado, proyectado. La ‘teoría’, por lo tanto, deja de ser una mera repetición de lo ‘verdadero’ y –citando de nuevo a Cassirer– empieza a ser declinada en los términos de un poder-hacer. La razón humana, en este sentido, no es tanto una posesión, sino una forma determinada de adquisición: «una energía, una fuerza que no puede comprenderse plenamente más que sólo en su ejercicio y en su acción»,52 es decir, mediante la praxis. Por lo menos a partir del siglo XVI, entonces, la ciencia, la política, la filosofía y otros campos del saber vehiculan esa nueva actitud centrada en la acción, en el impulso a construir, acumular conocimientos, establecer nuevas conexiones entre las distintas porciones de la realidad, hallar nuevas certezas, en definitiva, a dotar la realidad de un determinado orden. Sirviéndonos de un concepto spinoziano y hobbesiano, y aplicándolo a nuestro intento de poner de manifiesto algunas de las connotaciones primordiales de lo moderno, no sería del todo descabellado sostener que la actitud práctico-teórica fundamental de la modernidad puede ser identificada precisamente en el impulso a la ‘auto-conservación’, que permitiría explicar e interpretar más fenómenos típicamente modernos respecto al paradigma de la mera ‘auto-relación’, que en cualquier caso representaría una

51 La energía, el tiempo y el espacio, pero también (en relación con un campo de investigación más reciente) el átomo, ya no son expresiones de una realidad tangible: su papel es más bien el de meras funciones simbólicas. Es imprescindible, a este propósito, hacer referencia a E. CASSIRER, Substanzbegriff und Funktionsbegriff. Untersuchungen über die Grundfragen der Erkenntniskritik (1910). El original alemán (no existe ninguna traducción española) puede consultarse también en la siguiente página web: http://www.archive.org/stream/substanzbegriffu00cassuoft/substanzbegriffu00cassuoft_djvu.txt. Asimismo, véase H. BLUMENBERG, Die Genesis der kopernikanischen Welt, op. cit., págs. 55-61. 52 E. CASSIRER, Die Philosophie der Aufklärung, Mohr, Tübingen, 1932, trad. esp. de E. Imaz, Filosofía de la ilustración, FCE, México, 19753, pág. 28.

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especificación del primero.53 Lo que pone de relieve el salto cualitativo impuesto por la edad moderna, en efecto, es que el ser humano ya no puede invocar una realidad superior, trascendente, capaz de garantizar su propia vida, su existencia; así, pues, ese mismo paradigma de la ‘auto-conservación’ también nos permitiría interpretar el nacimiento de la ciencia política moderna, cuyo fin consistiría esencialmente en pensar la constitución de un orden político-estatal autosuficiente, que sepa garantizar lo que el cosmos, Dios y su supuesto telos eterno ya no pueden garantizar.54 La existencia, entonces, se vuelve

53 A este propósito, resulta imprescindible la referencia a , cuya obra política más importante –Leviatán– es tal vez el primer ejemplo moderno de exaltación iuspositivista (disfrazada de iusnaturalista) del papel de la auto-conservación, que resulta determinante tanto en su descripción mecanicista y reduccionista del hombre en cuanto animal que, por naturaleza, tiende a hacer y elegir lo que le garantiza la supervivencia, como en su descripción de la formación de una sociedad civil que pueda asegurar lo que el estado natural del bellum omnium contra omnes no es capaz de garantizar, es decir, la auto-conservación del hombre. Una de las peculiaridades del sistema hobbesiano reside en el hecho de considerar lo que distingue el ser humano de los demás animales no como un quid sustancial-espiritual (Hobbes rechaza in toto la categoría cartesiana de ‘rex cogitans’), sino como el resultado de la capacidad de los hombres de atribuir nombres a las cosas y, en consecuencias, de pensar por categorías. Es por eso que los hombres, según Hobbes, son capaces de razonar sobre qué es lo que resulta más conveniente a la hora de garantizar la auto- conservación a largo plazo, y no sólo de inmediato. En otras palabras, la ciencia política hobbesiana se basaría, por decirlo así, en una suerte de “física social”, cuya premisa fundamental es, precisamente, ese principio de auto-conservación que vertebra su concepción reduccionista (en sentido físico-mecánico) tanto de la realidad como del ser humano, y cuyo fin es asegurar a este último la posibilidad de evitar una muerte violenta y una vida «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta». Cf. TH. HOBBES, Leviatán, trad. esp., prólogo y notas de C. Mellizo, Alianza, Madrid, 2006, pág. 115. 54 Sin adentrarse en discusiones (por ejemplo sobre la supuesta ‘negatividad’ que se hallaría en el núcleo teórico originario de la filosofía política moderna y de la antropología que le sirve de fundamento: cf. R.

ESPOSITO, Immunitas. Protezione e negazione della vita, Einaudi, Torino, 2002, trad. esp. de L. Padilla López, Immunitas. Protección y negación de la vida, Amorrortu, Buenos Aires, 2005) que nos alejarían demasiado del tema que queremos tratar, será suficiente referirse a la importancia de entender la mutación paradigmática que subyace a la constitución de una verdadera ‘ciencia’ política moderna, algo impensable mediante las categorías conceptuales pre-modernas, que entendían la esfera del ‘poder’ como algo perteneciente a un nivel de ‘naturalidad’ que excluía de antemano cualquier construcción artificial que no tuviese en su origen un ‘modelo’ trascendente, es decir, no-humano. La forma política moderna, basada en el concepto de ‘soberanía’, tiende a negar radicalmente esa concepción del imperium propia de las sociedades antiguas: el ‘poder’, en el sentido moderno, implica una forma de entender el ser humano y la ‘comunidad’ política opuesta a la que se deriva de la concepción del imperium y del gobierno ‘natural’ del hombre sobre el hombre. La ‘ciencia’ política moderna, en otras palabras, niega que haya relaciones sociales ‘naturales’: a partir de ahí, se puede entender también la necesidad –propia y exclusivamente moderna– de configurar un

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contingente por el simple hecho de que, para que pueda ser conservada, han de realizarse determinadas operaciones y hacerse determinados esfuerzos. Pues bien, es justamente a partir de esa exigencia de ‘auto-conservación’ que se activa un cierto reconocimiento de uno mismo, del ‘sí mismo’, es decir, de lo que tiene que ser en cierto modo asegurado, garantizado: la ‘auto-conservación’ implica, efectivamente, una forma de autoconciencia, de ‘auto-relación’, que podría ser considerada como un Idealtypus de la modernidad en tanto que es una de las posibles especificaciones del sentimiento originario proprio del hombre copernicano, que se ha percatado, como decíamos antes, de su carácter contingente, periférico y episódico. Por lo tanto, formaría parte de esa actitud fundamental, basada en la aparición moderna de la contingencia, el interés por el individuo, por su constitución física y su caracterización pasional, por el conjunto y el límite de sus facultades (prácticas o intelectuales): todo esto, es decir, la ‘condición humana’, es arrojado con fuerza al centro de los debates y de los discursos filosóficos, pero también de las reflexiones en el ámbito social y político. Como escribe Dilthey, «el aspecto característico de la edad moderna fue la afirmación de la vida; el hombre y sus relaciones naturales con su entorno [Umgebung] eran lo más importante [...]. Todo esto se reflejó filosóficamente en una amplia literatura que tenía por objeto el hombre, las condiciones fisiológicas de la vida del alma, el poder de los afectos, los temperamentos, la diversidad de los caracteres en los individuos y en los pueblos [...]»; y lo más importante: «en toda esta literatura se dejaba de lado la relación con las grandes causas finales».55 El contexto epistémico general de esa época, pues, es protagonizado por lo que podríamos llamar el «todo del hombre», que a su vez hace posible llevar a cabo una de-sustancialización general de las categorías de la razón teórico-práctica; sin embargo –y aceptando así la argumentación de Blumenberg–, con esto no queremos afirmar que toda la actitud saber específico, basado en una clara certitudo modi procedendi, que se haga cargo de ‘sistematizar’ esa esfera artificial, es decir, que no está dada de antemano. A este propósito, en nuestra opinión resultan decisivas las investigaciones que se basan en la Begriffsgeschichte entendida como ‘filosofía política’, llevadas a cabo sobre todo en la escuela padovana de Giuseppe Duso: cf., por ejemplo, G. DUSO (a cura di), Il potere. Per la storia della filosofia politica moderna, Carocci, Roma, 1999, trad. esp. de S. Mattoni, El poder. Para una historia de la filosofía política moderna, Siglo XXI, México, 2005; ID., La logica del potere. Storia concettuale come filosofia politica, Laterza, Roma-Bari, 1999; S. CHIGNOLA (a cura di), Storia dei concetti e filosofia politica, Franco Angeli, Milano, 2008, trad. esp. de M. J. Bertomeu, Historia de los conceptos y filosofía política, Biblioteca Nueva, Madrid, 2009. 55 W. DILTHEY, Die Funktion der Anthropologie in der Kultur des 16. und 17. Jahrhunderts, ahora en ID., Gesammelte Schriften, Bd. II, Teubner, Stuttgart, 199111, págs. 417, 422.

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fundamental de la modernidad haya surgido en virtud de una mera transferencia (o una deformación) del núcleo categorial de la teología medieval, es decir, mediante una ‘antropologización’ de los ideales religiosos, sino que a partir de ese momento, el interés cognoscitivo fundamental coincide precisamente con el objeto ‘hombre’. En un contexto así determinado, entonces, he aquí las categorías que configuran el núcleo del interés teórico y práctico de la edad moderna: ‘contingencia’, ‘auto-conservación’, ‘auto-relación’, ‘indeterminación’, pero también pueden incluirse las categorías que son el producto más representativo de la etapa ilustrada de la historia europea, como la ‘historización’ y la ‘temporalización’.56 Para resumir lo que hemos expuesto, podríamos decir que el término ‘antropología’ no se refiere únicamente (ni tal vez ante todo) a un ámbito disciplinario cerrado y autónomo, que desde sus inicios se ha impuesto por el carácter “revolucionario” de sus principales teorías, sino más bien a un campo epistémico que actúa como condición de posibilidad para el desarrollo de todas esas nuevas categorías de la experiencia y la reflexión, y para la constitución de varias disciplinas que pertenecen, desde un punto de vista estructural, al dominio de lo que hemos denominado “configuración antropológica del saber”, que es algo más que un simple Zeitgeist. Según algunos autores, podríamos ser hasta más radicales, señalando la relación teórico-práctica que une el nacimiento de la ‘antropología’ y la eclosión de la moderna sociedad burguesa, que se habría aprovechado de la reducción antropológica de las viejas categorías metafísico-religiosas (mucho más que de los grandes sistemas crítico-idealistas, escasamente adaptables a la nueva

56 A este propósito, conviene referirse a una de las tesis principales del historiador alemán R. Koselleck, según el cual el mundo moderno fue inaugurado precisamente mediante una relación distinta con la dimensión de la ‘temporalidad’. Toda su labor de historia conceptual (Begriffsgeschichte), de hecho, está dedicada a sondear la disolución del mundo antiguo y el origen del moderno, a través de la historia de su registro (Erfassung) conceptual. La historia de los conceptos, en otras palabras, es una ‘filosofía‘ de la edad moderna: se trata de una labor histórica que no se limita a ser un mero registro enciclopédico, sino que pretende hallar la clave de acceso para comprender la modernidad en cuanto tal, precisamente a través de la diferencia que la separa de las épocas precedentes. Pues bien, una de esas diferencias es que, en la edad moderna, pierde importancia el espacio de la experiencia (Erfahrungsraum), para volverse hegemónico el horizonte de expectativa (Erwartungshorizont), es decir, ese horizonte en el cual resulta determinante el anhelo de transformación de lo real. Como decíamos más arriba, el hombre copernicano, experimentando su propia contingencia y su carácter episódico, está condenado a conquistarse los horizontes de su propia realización, pues éstos ya no son garantizados de antemano por un pasado ejemplar o por un plano trascendente. Véase R. KOSELLECK, Vergangene Zukunft. Zur semantik geschichtlicher zeiten, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1989, trad. esp. de N. Smilg, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Paidós, Barcelona 1993.

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configuración estratificada de la sociedad) para sostener, fomentar y dotar de contenidos culturales su propio ascenso económico, social y político.57 Ahora bien, la trama del «mundo copernicano», como argumenta también Blumenberg, no pone en escena una mera historia del “triunfo” del hombre, el cual, en virtud del abandono del orden teológico-metafísico tradicional, se habría impuesto (teórica, práctica y técnicamente) sobre su propio entorno. En Naufragio con espectador, el filósofo alemán nos guía en la interpretación de las transformaciones de otro concepto-metáfora clave para el mundo moderno, a saber: el naufragio. Por un lado, se argumenta, es verdad que «el hombre copernicano» dirige su atención hacia la tierra, el mundo –hacia la historia terrena–; sin embargo, por otro lado también habría que reconocer, como dice Pascal, que «vous êtes embarqués», es decir, que la eclosión de la contingencia no deja elección, de ahí que «no existe ya el punto de vista firme a partir del cual el historiador pudiera ser el espectador distante».58 El espectador –el hombre copernicano, el protagonista del cambio de paradigma acontecido en la edad moderna– no puede sino identificarse con el náufrago, como nos recuerda Blumenberg, haciéndose eco de las palabras de Jacob Burckhardt: «desearíamos conocer la ola sobre la que vamos a la deriva en el océano; sólo que esa ola somos nosotros mismos».59 Dicho de otra forma, el pensamiento, impulsado por la exigencia de auto-conservación, se hace necesariamente mundano, si atendemos al uso metafórico sugerido por Blumenberg, en virtud del cual el mundo (copernicano) vendría a coincidir justamente con ese mare magnum donde ya no es posible observar los naufragios desde lejos, adoptando una mirada externa, neutral y distanciada. Asimismo, los planos de realidad no sólo albergan ese nuevo protagonista (el observador), sino que también, y al mismo tiempo, se multiplican, pues pertenecen a esa época los grandes descubrimientos astronómicos y geográficos, los encuentros con pueblos desconocidos, los avances tecnológicos. La historia terrena, por lo tanto, se enriquece cada vez más, por supuesto desde el punto de vista cultural, pero también geográfico, geológico, biológico –y un largo

57 Cf., por ejemplo, N. LUHMANN, Frühneuzeitliche Anthropologie. Theorietechnische Lösungen für ein

Evolutionsprobleme der Gesellschaft, en ID., Gesellschaftstruktur und Semantik. Studien zur Wissenssoziologie der modernen Gesellschaft, Bd. 1, Suhrkamp, Frankfurt a.M., págs. 162-234; cf. también

W. LEPENIES, Soziologische Anthropologie, Ullstein, Frankfurt a.M., 1977, en particular págs. 77-114. 58 H. BLUMENBERG, Schiffbruch mit Zuschauer. Paradigma einer Dasainsmetapher, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1979, trad. esp. de J. Vigil, Naufragio con espectador. Paradigma de una metáfora de la existencia, Visor, Madrid, 1995, pág. 84. 59 Ivi, pág. 83.

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etcétera. Mas no sólo se enriquece, ya que no se trata de una mera superposición cuantitativa de los nuevos planos de realidad; más bien podríamos afirmar, haciendo uso de una categoría conceptual elaborada por Koselleck, que la nueva “configuración antropológica del saber” está íntimamente vinculada con uno de los conceptos claves para la aparición de la así llamada Neuzeit, a saber: la «contemporaneidad de lo anacrónico»,60 es decir, la posibilidad de percibir la simultaneidad entre eventos que se verifican en lugares (y en tiempos) muy lejanos. Así, pues, el hombre copernicano empieza a tener la sensación de que todos están embarcados, de que todos están dentro de un mismo espacio y un mismo tiempo: el espacio y el tiempo del mundo. Podríamos decir, entonces, que en la edad moderna se produce una suerte de ‘descentramiento’ estructural: un fenómeno que, como se ha dicho anteriormente, acontece en distintos planos de realidad (el cultural, el geográfico, el cosmológico, etc.). Pues bien, en este sentido la génesis del campo epistémico de la ‘antropología’ puede ser relacionada con los efectos generados por dicho descentramiento, que impulsa la elaboración de nuevas categorías conceptuales mediante las cuales estudiar la constitución física y cultural del ser humano o, como decía Dilthey, el conjunto de sus relaciones naturales –y, añadimos, también culturales– con su entorno.61

60 R. KOSELLECK, Futuro pasado, op. cit., pág. 206. Véase también la entrada Geschichte, Historie, en ID., O.

BRUNNER, W. CONZE (hrsg. von), Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, Bd. 2, Klett-Cotta, Stuttgart, 1975, introducción y trad. esp. de A. Gómez Ramos, Historia-historia, Trotta, Madrid, 2004. Está sobradamente especificado en los textos citados, pero en cualquier caso conviene recordar también aquí que el historiador alemán coloca entre 1750 y 1850 ese periodo de grandes mutaciones estructurales –lo que él llama Sattelzeit– que está en la base de la eclosión de la modernidad (entendida en su acepción social, política, económica e intelectual), y no en la época de los descubrimientos astronómicos, geográficos, etc. Para un análisis introductorio (pero también crítico) sobre estas cuestiones en la obra de Koselleck, véase E. J. PALTI, Koselleck y la idea de Sattelzeit. Un debate sobre modernidad y temporalidad, en “Ayer”, n. 53 (2004), págs. 63-74. 61 La relación entre la antropología y la época de los “descubrimientos” es un topos muy utilizado en los manuales de historia de la antropología: cf., por ejemplo, W. KRAUSS, Zur Geschichte der Anthropologie des

18. Jahrhunderts, op. cit., págs. 11-22. Véase también P. MERCIER, Historie de l’anthropologie, PUF, Paris, 1966, trad. esp. de A. Fort, C. Huera, Historia de la antropología, Península, Barcelona, 19773, págs. 28-33. Como ejemplo de la intrínseca novedad y complejidad de esa nueva actitud teórica inaugurada durante la época de los “descubrimientos”, piénsese en los debates muy apasionados sobre los “salvajes”, que revolucionaron la forma en la que el hombre copernicano fabricaba su propia autorrepresentación. A este propósito, véase R. L. MEEK, Social science and the ignoble savage, Cambridge University Press, 1976; S.

LANDUCCI, I filosofi e i selvaggi (1580-1780), Laterza, Bari, 1978. En un discurso pronunciado en Ginebra en 1962, Claude Lévi-Strauss afirma que en la base de la etnología moderna (y de la crítica al solipsismo de

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Ese nuevo tipo de actitud teórica y práctica hacia lo mundano, en realidad, no se impuso mediante un salto enigmático o indescifrable, sino todo lo contrario: el proceso que llevó a la afirmación de esa nueva configuración del saber propia de la Neuzeit tuvo que pasar por toda una serie de legitimaciones epistemológicas, pues uno de los pilares de dicha re-configuración consistía precisamente en el rechazo del principio de autoridad, del carácter incuestionable de la tradición ratificada ab immemorabili o por la autoridad divina. Dicho de otra forma, la serie de ‘autos’ que hemos puesto de relieve anteriormente, al hablar de ‘auto-conservación’ y ‘auto-referencia’, puede ser completada por otra categoría, la de ‘auto-legitimación’. La novedad y la autonomía del saber propia de la edad ‘nueva’ debía ser, necesariamente, una auto-fundación: lo que tiene que ser legitimado es, al mismo tiempo, lo que otorga esa legitimación. (Aquí, como veremos más adelante, ya se empieza a vislumbrar una de las peculiaridades del ámbito epistémico moderno, que – dicho sea de paso– tantos quebraderos de cabeza ha causado a buena parte de la filosofía del siglo XX, empeñada en deconstruir justamente esa pretensión circular de auto- legitimación que reside en el corazón de la modernidad filosófica, pero también social o la filosofía “pura”) está justamente el esfuerzo de considerar el “yo” como un “otro”: «Descartes cree pasar directamente de la interioridad de un hombre a la exterioridad del mundo, sin ver que entre esos dos extremos residen sociedades, civilizaciones, es decir mundos de hombres. Rousseau, tan elocuentemente, habla de sí en tercera persona [...], anticipaba así la famosa fórmula: “yo es otro”. [...] Es en la enseñanza propiamente antropológica de Rousseau –la del Discours sur l’origine de l’inégalité– donde se descubre [...] una concepción del hombre que pone al otro antes del yo, una concepción de la humanidad que, antes del hombre, pone la vida». C. LÉVI-STRAUSS, Jean-Jacques Rousseau, fondateur des sciences de l’homme, en

ID., Anthropologie structurale, vol. II, Plon, Paris, 1962, trad. esp. de J. Almela, Jean-Jacques Rousseau, fundador de las ciencias del hombre, en ID., Antropología estructural, Siglo XXI, Mexico, 1979, pág. 40. Del mismo autor, es imprescindible también la referencia a Les trois sources de la réflexion ethnologique, en “Revue de l’enseignement supérieur”, núm. 1 (1960), págs. 43-50, trad. esp. Las tres fuentes de la reflexión etnológica, en J. R. Llobera (ed.), La antropología como ciencia, Anagrama, Barcelona, 1975, págs. 15-23. En ese breve ensayo, Lévi-Strauss afirma que «la existencia del hombre americano no había sido prevista por nadie», por eso «es verdaderamente en suelo americano donde el hombre empieza a plantearse, de forma concreta, el problema de sí mismo, de alguna manera a experimentarlo en su propia carne». Asimismo, un papel muy relevante para el nacimiento de la etnología moderna, argumenta Lévi-Strauss, lo tuvo la institución de varias comisiones de expertos de la Corona de Castilla, que intentaron formular la «única política colonial reflexiva y sistemática hasta ahora conocida»; hoy día podríamos sonreír ante la singularidad y el carácter grotesco de la tarea que dichas comisiones desarrollaban (averiguar si los indígenas eran meros animales o también seres humanos), pero en esos episodios se debe reconocer «el testimonio fehaciente de la gravedad con que se encara el problema del hombre y donde ya se revelan los modestos indicios de una actitud verdaderamente antropológica». Ivi, págs. 17-18.

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política.) Pues bien, si por un lado está la pars destruens de esa nueva actitud, es decir, de esa reacción filosófica que consiste en el rechazo de los vetos, los vínculos y los tabúes impuestos por la tradición, por el otro también está la gran labor de construcción y configuración de una nueva plataforma del saber, volcada a reformular –como decía también Blumenberg– nuevas respuestas para viejas preguntas. Se trata, en otras palabras, del momento de auto-inspección de la razón misma. En el célebre prólogo de la primera edición de la Crítica de la razón pura, Kant habla de la conciencia de la época, que «es, por una parte, un llamamiento a la razón para que de nuevo emprenda la más difícil de todas sus tareas, a saber, la del autoconocimiento y, por otra, para que instituya un tribunal que garantice sus pretensiones legítimas y que sea capaz de terminar con todas las arrogancias infundadas, no con afirmaciones de autoridad, sino con las leyes eternas e invariables que la razón posee».62 La referencia a ese núcleo de ‘naturalidad’ es fácilmente comprensible, pues en ese proceso de auto-legitimación lo que se buscaba era, en efecto, una ‘universalidad’ que fuera capaz de excluir cualquier principio trascendente, o divino, y la postulación de una razón ‘natural’ (si bien sabemos hasta qué punto habría que matizar, al hablar de la noción de ‘naturalidad’ en la obra de Kant)63 fue una consecuencia prácticamente inevitable. En cualquier caso, en este contexto la labor crítica kantiana nos interesa sólo desde un punto de vista estructural, es decir, en la medida en que fue pensada precisamente para que la razón humana hallara los recursos necesarios para otorgarse a sí misma un fundamento. Sin embargo, el trabajo de configuración del nuevo campo epistémico, en realidad, fue mucho más vasto. Como recuerda Panagiotis Kondylis, podrían identificarse al menos cuatro grandes puntos de vista críticos a través de los cuales fue impugnado el sistema cultural y filosófico tradicional, a saber: el punto de vista gnoseológico, el lingüístico, el histórico-sociológico y el antropológico.64 En los orígenes de la ‘antropología’, entendida en los términos de una configuración general del saber, se encuentra por lo tanto una atención específica por los múltiples planos de realidad comprendidos en el objeto de estudio llamado ‘hombre’, tal vez precedida (incluso desde un punto de vista cronológico) por esa renovada consideración de la vida práctico-moral y afectiva típica de las obras de los moralistas del

62 I. KANT, Kritik der reinen Vernunft (1781, 1787), Akademie-Textausgabe, Bd. III, de Gruyter, Berlin, 1970, edición esp. de P. Ribas, Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid, 1978, pág. 9. 63 Véase, por ejemplo, P. J. TERUEL, Mente, cerebro y antropología en Kant, Tecnos, Madrid, 2008, en particular el capítulo II (“La solución kantiana del problema mente-cuerpo: cierre escéptico”). 64 Cf. P. KONDYLIS, Die neuzeitliche Metaphysikkritik, Klett-Cotta, Stuttgart, 1990, págs. 20-21.

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siglo XVII. En cualquier caso, ya a partir del siglo sucesivo la modernidad se caracteriza por una clara tendencia a romper con los esquemas explicativos basados en la causa finalis y en lo trascendente, declarando así innecesario e insuficiente –ante todo desde un punto de vista onto-gnoseológico– el papel de la teología y cualquier referencia a causas trascendentes. El único objeto de conocimiento digno de interés era el hombre y, al mismo tiempo, todos los objetos extra-humanos tenían que ser interpretados en relación con el hombre, pues sólo gracias a esa peculiar relación se volvían inteligibles, de ahí que la gnoseología (¿qué puede conocer, y en qué modo conoce, el ser humano?) cobrara cada vez más relevancia. Entonces, en este sentido se podría afirmar (como hemos hecho en el primer parágrafo de este capítulo) que toda la filosofía moderna es, en cierta medida, mundana, es decir, antropológica; sin embargo, es preciso recordar que hemos sostenido también la necesidad de discriminar entre el plano epistémico general y el de la emergencia de una determinada declinación de ese horizonte de referencia, que responde al nombre de ‘antropología filosófica’. En cualquier caso, de momento es conveniente intentar identificar algunas condiciones teóricas mínimas que, en el siglo XVIII, hicieron posible esa mundanización del horizonte epistémico moderno. Es lo que hizo (entre otros) un estudioso italiano, el cual individuó cinco grandes condiciones de posibilidad de la “configuración antropológica del saber” y de la consecuente afirmación de las ciencias del hombre: la «liberalización epistemológica» (es decir, la legitimación de una pluralidad de estrategias cognoscitivas, junto con el rechazo de la prioridad del modelo matematizante), la «mundanización de todo el hombre» (también de sus funciones “superiores”), la renovada atención hacia la corporeidad, el descubrimiento del ‘ambiente’ (es decir, el interés por las relaciones entre los seres humanos, los lugares y las condiciones que facilitan o dificultan la expansión de la vida) y, finalmente, la «apertura geo- antropológica» hacia la alteridad.65 En nuestra opinión, este es un buen punto de partida para empezar a ubicar histórica y conceptualmente la génesis de ese fenómeno tout court moderno que fue la irrupción de la ‘antropología’ en el horizonte epistémico general de la época.

65 Véase S. MORAVIA, Filosofia e scienze umane nell’età dei lumi, Sansoni, Firenze, 1982, en particular págs.

3-43; cf. también M. DUCHET, Anthropologie et histoire au siècle des lumières, Maspero, Paris, 1971, trad. esp. de F. González Aramburo, Antropología e historia en el Siglo de las Luces, Siglo XXI, México, 1975. También es útil consultar el vol. VI (titulado «L’avènement des sciences humaines au siècle des lumières») de una obra monumental de G. GUSDORF, Les sciences humaines et la pensée occidentale, Payot, Paris, 1973.

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En dicha “configuración antropológica del saber” fueron empleadas desde el principio alguna parejas conceptuales, como las de naturaleza-razón y sensibilidad- intelecto, pues se mostraban muy útiles a la hora de desestabilizar el saber tradicional, orientado más bien hacia una organización vertical y trascendente. Sin embargo, dichos binomios tendían a reproducir bajo otras formas un cierto contraste estructural entre dos partes supuestamente distintas, si no contrapuestas, del ser humano (piénsese en la sistematización kantiana). De hecho, por un lado se desarrolló toda una serie de investigaciones acerca de la génesis sensible de la razón humana, que pretendían poner de manifiesto sus facultades y sus límites, describiendo las operaciones básicas mediante las cuales la razón organiza la experiencia sensible, en cuya materialidad originaria la razón misma ha llegado incluso a resolverse, como en el caso de los materialistas franceses del siglo XVIII (piénsese en d’Holbach o La Mettrie, que ontologizaron, por decirlo así, el esquema explicativo mecanicista), los cuales sostuvieron que las facultades “superiores” no serían sino una específica organización de algunos mecanismos que ya están presentes en la materia misma. Por otro lado, el interés teórico se centró en la indagación sobre la génesis histórica y práctica de la razón: desde este punto de vista, la razón y sus productos –y en consecuencia también la ‘naturaleza’ humana– se volvían inteligibles sólo si se tenía en consideración el recorrido histórico llevado a cabo por los hombres, sus invenciones y sus instituciones sociales o políticas. En este segundo caso, se trataba de investigar la génesis cultural de la razón y de lo propiamente humano, que albergarían un quid de libertad originaria respecto de los vínculos impuestos por la materia. He aquí, por lo tanto, una síntesis (tal vez demasiado apresurada, pero la argumentación lo requiere, pues de lo contrario tendríamos que reconstruir buena parte de la historia de la filosofía moderna) de las peripecias de aquella pareja conceptual que, como sostiene también Kondylis, al principio representaba el paradigma de la reacción de la cultura ilustrada ante las “tinieblas” de la tradición metafísico-teológica, pero que, más adelante, acabó encarnando ese gesto típico de la reflexión occidental sobre el commercium mentis et corporis que tiene lugar en lo humano, a saber: la escisión dualista entre dos elementos supuestamente heterogéneos y la consiguiente subordinación (o, viceversa, la priorización) de uno de esos elementos respecto del otro.66 Tenemos entonces dos tipos distintos de acceso a ese nuevo

66 Esta misma posición es efectivamente un topos bastante difundido en las interpretaciones del decurso de la filosofía occidental, incluso entre autores que, en realidad, tienen muy poco que compartir desde un punto de vista metodológico o conceptual. Se podría citar aquí a Giorgio Agamben, el cual habla de una «máquina antropológica» que, en Occidente, ha generado una continua puesta en escena del «misterio metafísico de la

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ámbito epistémico que es lo humano: el acceso gnoseológico y el acceso histórico-social. Sin embargo, a nuestro juicio, no es aconsejable, ni historiográfica ni conceptualmente, radicalizar tanto la contraposición entre esos dos tipos de acceso, ya que si por un lado es verdad que esos dos polos (el de la génesis sensible y el de la génesis histórica de la ‘naturaleza’ humana) atestiguan la presencia efectiva de actitudes metodológicas, teóricas y hasta socio-políticas bien distintas, por el otro también es preciso reconocer, por ejemplo, que no toda la filosofía de la historia de origen ilustrado tiene en su base la idea de perfectibilidad o una concepción que rechaza el estadio natural (es decir, barbárico, animal, etc.) de la humanidad como algo que hay que superar. A veces, efectivamente, en el pensamiento del siglo XVIII (piénsese en Herder y en su Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad) es posible dar con unas concepciones filosóficas de la historia que la interpretan en los términos de una satisfacción, en otro plano y con medios cada vez más refinados, de los impulsos naturales orientados a la auto-conservación. Más en general, podríamos decir que, debido a su carácter tal vez demasiado simplificador, no estamos de acuerdo con aquellas interpretaciones (como la de Marquard) que tienden a caracterizar cualquier enfoque “geschichtsphilosophisch” en los términos de una subsunción esquemática de los hechos históricos en un sistema abstracto que ignora o sobredetermina lo empírico.67 Pues bien, lo que nos interesa mostrar es que esos dos accesos cognoscitivos de los cuales hemos hablado, antes de incrementar su carácter especializado y antes de ser

conjunción», es decir, de ese esfuerzo teórico por separar y, al mismo tiempo, agregar dos elementos distintos que, justamente en virtud de su diferenciación/unión, producirían lo humano. G. AGAMBEN, Lo abierto, op. cit., pág. 28. Pero se podría citar también a Walter Schulz, un filósofo alemán que poco tiene que ver con las posiciones de Agamben, pero que en su obra más importante no duda en sostener que «toda la antropología occidental desde Agustín de Hipona hasta hoy día se caracteriza por [...] la cuestión relativa a la relación entre la razón y los impulsos o, en términos más esenciales, entre el espíritu y el cuerpo. El hombre, como destaca la tradición clásica, es un ser contradictorio». W. SCHULZ, Philosophie in der veränderten Welt, op. cit., pág. 1. En particular, véase la tercera parte de esa gran obra del filósofo alemán, titulada «Vergeistigung und Verleiblichung». Como argumentaremos más adelante, cuando es llevada a sus extremos más radicales, esta tesis nos parece demasiado rígida, polémica y, muchas veces, hasta ideológica. 67 Véase J. G. HERDER, Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit (1784-91), trad. esp. de J. Rovira Armengol, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, Losada, Buenos Aires, 1959. A este propósito, es muy útil consultar también I. BERLIN, Vico and Herder. Two studies in the history of ideas, The Hargoth Press, Londo, 1975, trad. esp. de C. González del Tajo, Vico y Herder. Dos estudios en la historia de las ideas, Cátedra, Madrid, 2000.

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organizados en una determinada estructuración disciplinar y académica –es decir, antes de llegar a ser aquellas ciencias del hombre propiamente dichas que caracterizaron el desarrollo cultural del siglo XIX–, confluyeron en una forma peculiar (mundanizada) de ‘conocimiento del hombre’, esto es, en aquel «pliegue del saber» del cual habla Foucault en Las palabras y las cosas y que en Alemania, entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, fue denominado “Anthropologie”.68 Por supuesto no queremos negar que existieran diferencias incluso muy marcadas entre las distintas perspectivas teóricas y metodológicas, pero lo más relevante, desde nuestro punto de vista, es que todas, de alguna forma, centraban su discurso en la ‘naturaleza humana’, una expresión que, en esa época, representaba un verdadero passepartout conceptual: se podía referir al alma (las funciones psíquicas) o a la constitución física del ser humano, al individuo o a la especie, pero también a las cuestiones de orden práctico-moral. En cualquier caso, el giro antropológico parece darse no tanto en virtud de un genérico interés por las cosas humanas, sino precisamente cuando la ‘naturaleza’ del hombre (su razón, su cuerpo, sus necesidades, sus facultades) llega a protagonizar las indagaciones analíticas de los intelectuales de esa época, interesados en las cuestiones que giraban en torno al «hombre copernicano», es decir, al «todo del hombre». El ‘hombre’, por lo tanto, viene a indicar un objeto de análisis específico, el terminus ad quem de todos los hilos que componen la trama de los conocimientos que él adquiere sobre sí mismo y, por consiguiente, también sobre el mundo (su Umgebung, en términos de Dilthey). Es en ese momento, pues, cuando la “configuración antropológica del saber” despliega toda su red teórica y práctica, independientemente de las posibles contraposiciones entre perspectivas que, como hemos evidenciando anteriormente, no comparten el mismo acceso gnoseológico al objeto de la indagación. Sirviéndonos de un fragmento decisivo del capítulo dedicado a «El hombre y sus dobles» de Las palabras y las cosas, también podríamos decir que, con el giro epistémico moderno, la razón deja de reflejar un ordo naturalis estático y empieza a representar el conjunto de operaciones mediante las cuales el hombre mismo ‘conoce’, es decir, determina su propia naturaleza y la de las cosas. La ‘naturaleza humana’, ahora, es una función del saber humano:

68 El filósofo francés Georges Gusdorf, a este propósito, cita la obra Rapports du physique et du moral de Pierre Cabanis, de 1802, donde se habla de la procedencia específicamente alemana de esa nueva categoría del saber, la así llamada “Anthropologie”. Véase G. GUSDORF, Introduction aux sciences humaines. Essai critique sur leurs origines et leur développement, Ophrys, Paris, 1960, pág. 297.

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«en la gran disposición de la episteme clásica, la naturaleza, la naturaleza humana y sus relaciones son momentos funcionales, definidos y previstos. Y el hombre, como realidad espesa y primera, como objeto difícil y sujeto soberano de cualquier conocimiento posible, no tiene lugar alguno en ella [...]. En aquel tiempo no era posible que se alzara, en el límite del mundo, esta estatura extraña de un ser cuya naturaleza (la que lo determina, lo sostiene y lo atraviesa desde el fondo de los tiempos) sería el conocer la naturaleza y a sí mismo en cuanto ser natural».69

Dicho de otra forma, en la época que precede la Neuzeit el lenguaje que vehiculaba el discurso común no podía comprender la idea de una ‘ciencia del hombre’; sin embargo, esto no significa que el ‘ser’ del hombre no fue pensado ni interrogado, sino que fue concebido en los términos de una evidencia que lo incluía de forma inmediata en el ‘ser’, en la medida en que este último era representado por la «transparencia» del lenguaje clásico. Uno de los primeros indicios explícitos que atestiguan la presencia de ese giro epistémico moderno se encuentra, por ejemplo, en los fundamentos de la célebre mental geography del filósofo inglés , el cual, con gran firmeza, aseguraba que «no hay problema de importancia cuya decisión no esté comprendida en la ciencia del hombre [science of man]; y nada puede decidirse con certeza antes de que hayamos familiarizados con dicha ciencia». La ciencia del hombre, en otras palabras, «es la única fundamentación 70 sólida de todas las demás». Por supuesto no queremos sostener que, hasta el siglo XVIII, no se hubiesen llevado a cabo investigaciones acerca del ser humano, pues ya desde el Renacimiento es muy común dar con tratados y obras que, de forma incluso muy detallada, describen las distintas características del ser humano; en otras palabras, podríamos afirmar que la época de la Ilustración encontró un terreno ya muy fértil –es decir, histórica y

69 M. FOUCAULT, Las palabras y las cosas, op. cit., pág. 302. 70 D. HUME, A treatise of humane nature (1739), edición esp. preparada por F. Duque, Tratado de la naturaleza humana, vol. 1, Editora Nacional, Madrid, 1977, pág. 81. Otro testimonio imprescindible de ese turning point epistémico es sin duda el célebre poema de Alexander Pope, An essay on man, publicado en 1734. Merece la pena citar el comienzo de la segunda Epistle, pues podríamos afirmar que en las palabras de Pope (así como en el caso de Hume) cristalizó el espíritu de la época que estaba a punto de inaugurarse y en la que el ser humano se convertiría en un campo autónomo del saber: «¡Conócete a ti mismo! ¡Presupón que no hay que escudriñar a Dios! / El estudio propio de la humanidad es el hombre [Know, then, thyself, presume not God to scan; / The proper study of mankind is man]», citado en A. O. LOVEJOY, La gran cadena del ser, op. cit., pág. 17.

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culturalmente preparado– para poder emprender ese giro epistémico inaugurado por la idea de una ‘ciencia del hombre’, basada en el método experimental, en la observación rigurosa y en la clasificación de los datos, que debía actuar de fundamento y límite para los demás saberes. He aquí, por lo tanto, el papel fundamental de la ‘sensibilidad’, que no tiene que ver únicamente con la esfera de los sentidos y de las operaciones psicológicas mediante las cuales, a partir de las ‘sensaciones’, se forman las ideas, sino también, por ejemplo, con las consecuencias de los factores climáticos o de las diferencias estructurales entre los distintos tipos de cráneos, que se empezaron a estudiar ya a finales del siglo XVIII – sentando así las bases para el nacimiento, a lo largo del siglo XIX, de la disciplina llamada craneometría.71 Asimismo, se asistía a una gran difusión de las investigaciones sobre las relaciones entre la mente y el cuerpo, la inteligencia de los animales, las patologías físicas o psíquicas. En palabras de un gran biólogo francés contemporáneo, durante la segunda mitad del siglo XVIII y principios del siguiente «va transformándose la naturaleza misma del conocimiento empírico. El análisis y la comparación no se ejercen ya solamente sobre los elementos que componen los objetos, sino sobre las relaciones internas que se establecen entre dichos elementos. Progresivamente, la posibilidad de existir se sitúa en el interior mismo de los cuerpos. [...] Los seres vivos se convierten entonces en conjuntos de tres dimensiones en los que las estructuras se superponen en profundidad, según un orden dictado por el funcionamiento del organismo considerado en su totalidad. La superficie de un ser está dominada por la profundidad, y los órganos visibles por funciones invisibles».72 Así, pues, el objeto de investigación ‘hombre’ fue paulatinamente incluido en la historia de la naturaleza, si bien se trataba de una naturaleza capaz de auto-organizarse (y auto- generarse), la cual, por lo tanto, ya no podía ser contrapuesta de forma dicotómica a la esfera de lo ‘espiritual’. Que el punto de vista de una ‘ciencia del hombre’ aspirara a una comprensión integral de lo humano, entonces, parece bastante claro, como lo es también el

71 El mismo Paul Broca (fundador, en 1859, de la “Societé d’anthropologie de Paris”) refiere que «la memoria de Daubenton sobre las “Différences de la situation du grand trou occipital dans l’homme et dans les animaux”, comunicada en 1764 a la Academia de las Ciencias, es el primer trabajo en el cual la anatomía comparada del cráneo fue llevada a cabo mediante la observación rigurosa y la interpretación filosófica». Cf.

P. BROCA, Sur la direction du trou occipital. Description du niveau occipital et du goniomètre occipital, en “Bulletins de la Société d’anthropologie de Paris”, Série II, vol. 7 (1872), pág. 649-668. 72 F. JACOB, La logique du vivant. Une histoire de l’héredité, Gallimard, Paris, 1970, trad. esp. de J. Senet, M. R. Soler, prólogo de R. Guerrero, La lógica de lo viviente. Una historia de la herencia, Tusquets, Barcelona, 1999, pág. 79.

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intento de fundamentar su enfoque teórico en la necesidad de reflejar la indisolubilidad del entramado psicofísico que caracteriza al hombre copernicano, esto es, mundanizado. La “configuración antropológica del saber”, en otras palabras, supuso una revancha ontológica (una revalorización) de la esfera de la ‘sensibilidad’, entendida en esa acepción amplia a la cual hemos aludido antes. Si bien de modo esquemático y tal vez algo simplificado, lo que estamos intentando describir es ese peculiar giro moderno no tanto hacia el hombre, sino hacia el «todo del hombre»: desde su lado más elemental (el homme physique del cual habla Louis-François Jauffret en 1799, cuya anatomía y fisiología debía ser estudiada comparativamente)73 hasta el lado más cercano al concepto de ethos: sus relaciones e interacciones con el milieu natural, los medios de expresión lingüística y la pluralidad de sus objetivaciones culturales, cristalizadas en las diferencias entre los distintos tipos de civilización. Todo esto, como decíamos, en un contexto de revalorización general de la ‘sensibilidad’, una categoría que describe una forma específica de acceso a ese espacio en el cual las cosas (también las que se refieren al hombre), primariamente, vienen a ser. Hemos hablado de una revancha de la esfera de la ‘sensibilidad’ porque, en efecto, la historia de la modernidad nos muestra hasta qué punto la revolución antropológica del saber se basa en el rechazo de la equivalencia entre el espacio del ‘espíritu’ y la posibilidad de hallar la verdad, el bien, lo justo, es decir, lo que según la tradición metafísico-religiosa caracteriza y privilegia el ser humano respecto de todos los demás seres; en esa concepción, por lo tanto, lo que no puede considerarse strictu sensu ‘espiritual’ tiene necesariamente una connotación negativa o deficiente. La ruptura (teórica, pero a la vez práctico-política) con dicha concepción representa, entonces, uno de los aspectos más significativos de la Neuzeit. De ese modo, la ‘sensibilidad’ viene a representar el espacio superficial, observable y experimentable por excelencia, en una palabra, el espacio de lo mundano, que se contrapone a la “barbarie escolástica” y que se corresponde con el margen de operatividad de las ciencias modernas. Dicho de otra forma, el espacio de la ‘sensibilidad’ se convierte en el mejor armamento posible para desmantelar el engaño de lo ‘espiritual’: la auto-evidencia racional y los principios incontrovertibles de la razón podían ser sometidos, por fin, a unos procesos de indagación acerca de su génesis (psicológica, fisiológica, histórica, etc.), de su origen “impura”. La ciencia del «todo del hombre», entonces, se configuraba esencialmente como

73 La referencia a las palabras de Jauffret se encuentra en S. MORAVIA, La scienza dell’uomo nel Settecento, Laterza, Bari, 1970, pág. 75.

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una geografía del entramado psicofísico, que se contraponía a toda posible recaída del pensamiento en la abstracción escolástica y en la tentación de la ‘interioridad’, entendida como el lugar privilegiado de la verdad. En realidad, en vez que de tentaciones o recaídas, sería más apropiado hablar de otra oscilación profunda del pensamiento occidental, que no tardó mucho en oponerle a esa “configuración antropológica del saber” una verdadera “contra-revolución”, es decir, una reacción filosófica basada en el afán de rechazar la (supuestamente) engañosa entronización del «hombre copernicano» y de la esfera de la ‘sensibilidad’. A este propósito, será suficiente reparar en lo que escribió Hegel sobre las heridas de la razón:

«Y aquello que, por lo demás, significó la muerte de la filosofía, el que la razón renunciara a su ser en el Absoluto, se excluyera sin más de él y se comportara solamente de modo negativo, eso mismo llegó a ser la cima de la filosofía, y el no ser de la Ilustración se convirtió así mediante la conciencia de esto. [...] Dado que el punto que la pujante época y su cultura han establecido para la filosofía es una razón afectada de sensibilidad, entonces aquello de lo que la filosofía debe partir no es de conocer a Dios, sino conocer lo que se denomina el hombre. Ese hombre y la humanidad son su absoluto punto de vista, es decir, lo son en cuanto una determinada e insuperable finitud de la razón, no como pálido reflejo de la belleza eterna, en cuanto foco espiritual del universo, sino como absoluta sensibilidad».74

La cuestión de las heridas de la razón, provocadas por esa ‘sensibilidad’ y que hasta podían causar la muerte de la filosofía, parece hoy día algo adquirido, un carácter del pensamiento contemporáneo que no percibimos como problemático, seguramente porque nuestra época aún resulta heredera de ese shock cultural mediante el cual la configuración antropológica del saber impuso su giro epistémico. En cualquier caso, las discusiones filosóficas actuales no han dejado de vérselas con esa inversión filosófica: no es casual que durante buena parte del siglo XX se haya debatido sobre el supuesto fin de la filosofía. Acercarse a esas palabras de Hegel, pues, significa volver a reflexionar sobre el significado y el alcance de dicha inversión, es decir, sobre las causas y los efectos (históricos, culturales y hasta socio-políticos) del hecho de disponer de una «una razón afectada de

74 G. W. F. HEGEL, Glauben und Wissen (1803), en Gesammelte Werke, Bd. IV (Jenaer kritische Schriften), hrsg. von H. Buchner, O. Pöggeler, Meiner, Hamburg, 1968, introd., trad. esp. y notas de V. Serrano, Fe y saber, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, págs. 54, 62.

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sensibilidad».75 Es verdad que Hegel, en Glauben und Wissen, se refería a la filosofía de su tiempo y al optimismo ilustrado de una época que, por decirlo en términos no hegelianos, se habría dotado –de forma desmesurada– de una falsa conciencia inaceptable; sin embargo, en nuestra opinión es más importante intentar comprender los motivos estructurales de la reacción hegeliana, es decir, de la reacción de la filosofía frente a la mundanización operada por la episteme moderna. Anteriormente hemos descrito de forma esquemática los dos tipos posibles de acceso a ese nuevo objeto de indagación llamado ‘hombre’ (el enfoque natural-gnoseológico y el enfoque socio-histórico), con vistas a poner de manifiesto que, en la misma cultura ilustrada, existían contrastes teóricos y prácticos. Pero, en cualquier caso, la filosofía, al tener que renunciar a un conocimiento efectivo (de primer grado, por decirlo así), debía intentar hallar una matriz unitaria: una tarea, ésta, que no podía sino desembocar en contrastes, dificultades y aporías. La unidad originaria del saber, en efecto, estaba definitivamente descompuesta, fraccionada, si bien la filosofía intentó, de alguna forma, negar esa ruptura. Piénsese en el comienzo de la exposición de la Wissenschaftslehre de Fichte (uno de los filósofos que el mismo Hegel, en Glauben und Wissen, tachó de subjetivista):

«Debemos buscar el principio fundamental [Grundsatz] absolutamente primero, completamente incondicionado de todo saber humano. Si este principio fundamental debe ser el primero absolutamente, no puede ser ni demostrado, ni determinado. Debe expresar aquella autogénesis que ni se da ni se puede dar entre las determinaciones empíricas de nuestra conciencia, sino que más bien es el fundamento de toda conciencia, y sólo ella la hace posible».76

Es evidente, entonces, que la filosofía no podía aceptar –al menos no sin antes tratar de reaccionar de alguna forma– ser debilitada por el espíritu antropológico de la Ilustración y por la simultánea multiplicación de los saberes empíricos, supuestamente incapaces de

75 A este propósito, véase también ID., Phänomenologie des Geistes (1807), en Gesammelte Weke, Bd. IX, hg. Rheinisch-Westfälische Akademie der Wissenschaften, Meiner, Hamburg, 1980, edición esp. bilingüe de A. Gomez Ramos, Fenomenología del espíritu, Abada, Madrid, 2010, cf. en particular la sección dedicada a «La razón que observa», págs. 305-429. 76 J. G. FICHTE, Grundlage der gesamten Wissenschaftslehre (1794), hrsg. von W. G. Jacobs, Meiner, Hamburg, 1997, trad. esp. de J. J. Cruz, Doctrina de la ciencia, Aguilar, Buenos Aires, 1975, pág. 13.

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resolver el contraste entre lo causal y lo normativo, entre lo necesario y lo autónomo.77 Pero, si miramos bien, la verdadera ruptura teórica y el shock cultural no consistían tanto en la crisis de la metafísica clásica (el adiós a la causa finalis y al fundamento teológico) o en la renovada atención por el mundo del «hombre copernicano», sino en la constitución de un saber positivo, es decir, de aquella forma peculiar de análisis metódica, y capaz de auto- alimentarse, que ponía en entredicho la legitimidad de cualquier otro saber que no partiera de los mismos principios mundanos. Ver «mit anderen Augen» (como dice el título de una obra de Plessner),78 por lo tanto, significa que bajo esa nueva mirada no caía sólo el ser humano o la naturaleza, su Umgebung, sino también ese mismo saber que la razón produce sobre sí misma y la naturaleza. Por un lado, la unidad originaria –fuese lo que fuese y se encontrase donde se encontrase– debía fundar el conocimiento y la acción; por el otro, y al mismo tiempo, fue desvelado su origen “impuro”, es decir, su incontestable implicación en el obrar humano, su carácter mudable y estrictamente dependiente de las formas que el saber cada vez adquiere y de la situación contingente desde la cual cada vez ese saber surge. Dicho de otro modo, la “configuración antropológica del saber” no sólo amenazaba la legitimidad disciplinar de la filosofía, sino también el núcleo mismo de su presunta legitimidad teórica, a saber: que la verdad, la unidad originaria, no puede ser tout court antropológica; que la antropología no puede ser integralmente humana. Así, pues, el absoluto, la razón, la verdad, se vieron doblemente dispersados y diseminados a través del tiempo humano: el de su finitud sensible y el de la ciencia de dicha finitud.

77 A este propósito, véase J. L. VILLACAÑAS, La quiebra de la razón ilustrada. Idealismo y romanticismo, Cincel, Madrid, 1988. 78 Cf. H. PLESSNER, Mit anderen Augen. Aspekte einer philosophischen Anthropologie, Reclam, Stuttgart, 1982.

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III. FORMAS CONCRETAS DEL PENSAR BAJO EL SIGNO DEL «HOMBRE»

Después del excursus llevado a cabo en el parágrafo anterior, cuyo fin consistía en delinear el contexto epistémico general desde el cual pudo emerger esa peculiar declinación del «giro al mundo de la vida» que fue la ‘antropología filosófica’, podemos ahora describir más detenidamente algunos lugares específicos de esa emergencia, que, en nuestra opinión, resultan paradigmáticos a la hora de hablar concretamente de ese ámbito teórico llamado antropología, en su acepción más filosófica: las obras de los primeros “antropólogos” del siglo XVIII y la de Johann G. Herder. (Asimismo, como ya hemos recordado, en la segunda parte de este trabajo analizaremos la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht de Kant, junto con su interpretación foucaultiana.) Por supuesto no queremos sostener que estos sean los únicos lugares de concreción de ese peculiar ámbito epistémico: se trata, efectivamente, de una específica elección argumentativa que, al menos en nuestra intención, nos permitirá destacar algunos núcleos teóricos imprescindibles de la ‘antropología filosófica’. Nos instalamos así en el corazón del siglo XVIII.79 En esos momentos claves de la historia cultural moderna, sin duda es complicado reconocer una diferenciación clara entre una antropología científica y una antropología filosófica propiamente dicha. En cualquier caso, no cabe duda de que, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, el género filosófico-científico-antropológico empezó a consolidarse, ganando en difusión académica y popularidad. En Alemania, la así llamada “Menschenkunde” tenía cada vez más espacio y acogida en el ámbito académico, tanto en el caso del enfoque más científico, como en el caso del enfoque más filosófico: nacía así la “Schulanthropologie” alemana, algo que, bajo ese nombre, no ocurrió en ninguna otra nación europea.80 Además, no sólo se asistía a una considerable difusión académica (cursos universitarios, publicación de revistas como el “Magazin für Erfahrungseelenkunde” de Karl Philipp Moritz, etc.), sino también a una singular expansión de un género “divulgador”, en el cual se encontraba un verdadero

79 A este propósito, es imprescindible la referencia a una de las obras colectivas más completas que se hayan publicado en estos años, que abarca las múltiples emergencias de ese saber recién nacido, la ‘antropología’, para el cual el siglo XVIII representa un verdadero turning point histórico y teórico: véase M. BEETZ, J.

GARBER, H. THOMA (hrsg. von), Physis und Norm. Neue Perspektiven der Anthropologie im 18. Jahrhundert, Wallstein, Gottingen, 2007. 80 Cf. el brillante ensayo de G. DIEM, Deutsche Schulanthropologie, en M. LANDMANN (Hg.), De homine. Der Mensch im Spiegel seines Gedankes, Karl Alber, Münich, 1962, págs. 357-419.

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caleidoscopio de distintas obras sobre medicina, psicología, pedagogía, fisiognomía o caracterología, pero también, por ejemplo, literatura de viajes. Se trataba, como ha sugerido algún intérprete, de una inédita «literatura antropológica» que, entre finales del siglo XVII y principios del XVIII, atestiguaba la gran popularidad alcanzada por el estudio del hombre.81 Sin embargo, como se ha dicho, la transformación más relevante se sitúa a nivel del substrato teórico que, hasta ese momento, había predominado en la concepción del ser del hombre: a partir de esos años, en efecto, el modelo dualista empezó a disgregarse, en favor de una suerte de naturalización del «todo del hombre». Y eso –es importante recordarlo– no fue un fenómeno exclusivamente alemán, pues pertenece más bien a la aparición moderna del horizonte epistémico antropológico. Dicha naturalización, sin embargo, no abogaba por un materialismo absoluto, fundado en una concepción mecanicista de la naturaleza (y por consiguiente también del ser humano), pues aspiraba más bien a establecer las condiciones lógicas y materiales de esa unidad psicofísica de fondo que el hombre, de hecho, exhibe.82 La tesis fundamental, entonces, no es tanto que sólo lo que pertenece al ámbito de la ‘naturaleza’ (estudiado por la fisiología o por esa disciplina naciente llamada biología) puede explicar el modo de ser del hombre, sino que las mismas formas “espirituales” a través de las cuales el hombre vive su propia fisiología participan de la complexidad de lo natural, que de ese modo irrumpe en la esfera misma de lo psíquico y lo moral. Como escribió Julien Joseph Virey en 1817, «hasta el alma del

81 Cf. M. LINDEN, Untersuchungen zum Anthropologiebegriff des 18. Jahrhunderts, op. cit., pág. 178. Véase también el muy detallado Nachwort de W. PROSS (Herder und die Anthropologie der Aufklärung), en J. G.

HERDER, Werke, Hanser, München, 1987, Bd. II, págs. 1128-1215, en el cual el autor nos brinda un bosquejo histórica y conceptualmente muy pormenorizado sobre la cuestión del nacimiento, en la edad de la Ilustración, de la Anthropologie, definida como una «Disziplin ohne Begriff» (ivi, pág. 1132), aludiendo al hecho de que, si bien hubiese sido destapado, por decirlo así, el campo problemático del ‘hombre’, en sus inicios las modalidades de aproximación filosófica y científica a ese problema carecían de uniformidad teórica, por ser el objeto de estudio aun no fijado conceptualmente. El ‘hombre’ era antes la articulación de un problema, que la expresión de su solución. 82 Este giro radical del pensamiento moderno (la crítica del dualismo y la apuesta por una nueva forma de naturalización del ser humano), ocurrido en los primeros siglos de la edad moderna, es amplia y detalladamente resumido en el volumen VII («Naissance de la conscience romantique au siècle des lumières») de G. GUSDORF, Les sciences humaines et la pensée occidentale, op. cit., en particular véase las págs. 37-218. A este propósito, cf. también G. BARSANTI, La mappa della vita. Teorie della natura e teorie dell’uomo in Francia, 1750-1850, Guida, Napoli, 1983; de este libro, véase en particular el capítulo IV: «La natura dell’uomo e le classificazioni animali. Dall’antropologia dualistica all’uomo mammifero», págs. 129- 176.

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hombre está en la naturaleza».83 Lo que estaba ocurriendo era una consecuencia del hecho de que el pensamiento, de manera paulatina, se hacía inmanente: el principio de explicación de lo humano debía ser hallado en el hombre mismo, en la naturaleza de su ‘unidad psicofísica’, que a su vez debía ser indagada a través de una nueva forma de pensar la naturaleza misma, a la cual el ser humano, ineludiblemente, pertenece. En primer lugar, le pertenece desde el punto de vista vertical (filogenético, como diríamos hoy día) de la historia natural, que a mediados del siglo XVIII avanzó de manera extraordinaria sobre todo gracias a los treinta y seis volúmenes (más los ocho publicados después de su muerte) de la Histoire Naturelle del conde G.-L. Leclerc de Buffon, y a la obra tal vez más conocida de Linneo, el Systema Naturae. En segundo lugar, el hombre pertenece a la naturaleza desde el punto de vista horizontal (ontogenético) de la ‘unidad psicofísica’, de la cual no se pone de relieve el aspecto supuestamente más puro de la présence à soi y de la autonomía de la res cogitans, sino más bien el hecho de que, como decíamos antes, «hasta el alma del hombre está en la naturaleza», junto con la interdependencia entre la conciencia y los factores fisiológicos y ambientales. Ahora bien, si atendemos a la tesis interpretativa de Marquard, llegados a este punto deberíamos dirigir nuestra atención a la filosofía romántica de la naturaleza, que representaría la cumbre más alta (antes de la reinassance de la primera mitad del siglo XX) de la revolución epistémica antropológica; se trataría, por decirlo así, de una suerte de apropiación filosófico-sistemática de todas esas cuestiones relacionadas con la naturalización del hombre, que habría sido posible gracias a la crisis de la filosofía de la historia, cuando «el progreso infinito de la historia se vuelve opresivo en tanto demora infinita de su meta»; así, pues, «la historia parece hasta tal extremo desprovista de esperanza que sólo se puede considerar la no-historia radical como agente de la humanidad: la naturaleza».84 La tesis de Marquard, entonces, es la siguiente: la antropología adquiere en el romanticismo una posición fundamental porque es capaz de hacerse cargo de la cuestión fundamental acerca de la relación entre la naturaleza y el ser humano. A este propósito, los libros del filósofo alemán están repletos de citas y referencias a autores de la época (Heinrich Steffens, Johann Ch. A. Heinroth, Joseph Ennemoser y muchos otros) que pertenecieron de alguna forma a ese complicado magma que fue la Naturphilosophie alemana y que darían testimonio de una oposición radical

83 J. J. VIREY, «Homme», en Nouveau Dictionnaire d’Histoire Naturelle (1817), Deterville, Paris. 84 O. MARQUARD, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., págs. 139-140.

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tanto a los principios y a los métodos matematizantes propios de la concepción mecanicista de las ciencias naturales, como a la exaltación de las teorías del mundo histórico de la vida, entendido como la mediación progresiva del verdadero fin del hombre, es decir, su libertad originaria. Heinroth, en su Lehrbuch der Anthropologie, publicado en 1822, afirmaba que «indiscutiblemente Schelling ha abierto una vía hacia la plena realización [Vollendung] de la antropología»;85 asimismo, Steffens, en una obra publicada el mismo año, sostenía que «aquel punto de vista que [...] fusiona al ser humano con el todo de la naturaleza [...] es el fundamento de la antropología».86 Pues bien, por un lado no dudamos en reconocer, como hace Marquard, que la atención por los aspectos fisiológicos de la naturaleza humana típica de la Naturphilosophie no supone una antropología de carácter científico-natural, sino una forma de filosofía de la naturaleza del ser humano; por otro lado, sin embargo, nos parece excesivo interpretar esa línea de pensamiento como la culminación (Vollendung) del «giro al mundo de la vida», en su declinación antropológico-filosófica.87 Como intentaremos argumentar, esa peculiar filosofía de la naturaleza del ser humano está siempre al borde de una sobre-interpretación de carácter irracional, místico y especulativo de lo empírico: algo que, en cambio, en absoluto caracteriza la ‘antropología filosófica’. Sin duda es verdad que, con Schelling, la naturaleza hizo su ingreso en la historia de la filosofía, con el objetivo de revelar el alma del mundo (Weltseele), es decir, la razón última del universo entendido desde una concepción orgánica como totalidad viviente y unitaria; la ruptura que suponía el planteamiento de Schelling, por lo tanto, consistía en cultivar la idea de la reunificación del ser, de la reconstrucción de la concordia originaria entre la naturaleza y el espíritu. Pero dicha reunificación se llevó a cabo, en muchos casos, mediante un lenguaje que, más que científico, parecía más bien lírico, si no onírico: no es casual, en efecto, que la Naturphilosophie, de forma mucho más sistemática respecto a cualquier otra corriente de la época, fuera difundida a través de la literatura, sin duda el vehículo de promoción más eficaz.88 Que en la grieta abierta por la Romantik se hubiese labrado una verdadera

85 J. CH. A. HEINROTH, Lehrbuch der Anthropologie, Leipzig, 1831 (1822), pág. 35. 86 H. STEFFENS, Anthropologie, 2 Bde., Breslau, 1822, pág. 15. 87 La tesis de Marquard, como ya se ha dicho, no tiene en cuenta (deliberadamente) la antropología filosófica del siglo XX, que de hecho es definida como una reinassance. En otras palabras, la Naturphilosophie del siglo XIX representaría una suerte de clímax de la trayectoria antropológica, antes de su temporánea desaparición. 88 A este propósito, es muy aconsejable la lectura de R. ARGULLOL, El héroe y el único. El espíritu trágico del Romanticismo, Taurus, Madrid, 1984.

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reconsideración de la esfera de la ‘sensibilidad’, de eso no cabe duda. La esfera del ‘sentir’, de hecho, debía garantizar el acceso a la intuición de la unidad más profunda del todo: en este sentido, dicha esfera no sólo permitía adentrarse en la superficie del mundo, en los fenómenos, sino más bien (y sobre todo) en lo que no puede ser aprehendido mediante la teoría. Así, pues, se volvieron determinantes los reinos intermedios de los sueños, del misterio, de las pasiones o de la locura, que fueron incorporados en la totalidad orgánica del universo: de ese modo, todos estos intereses confluyeron en la Naturphilosophie, así como en la medicina especulativa de la época. En otras palabras, se estaba forjando una perspectiva filosófica sobre la ‘naturaleza’ de tipo anti-mecanicista y anti-newtoniano, centrada en la idea fundamental de la íntima conexión entre la esfera natural y la esfera espiritual, que retomaba a su vez algunos motivos propios de la filosofía de Spinoza y de algunas teorías científicas heterodoxas, como las de Paracelso o .89 Esa íntima conexión debía manifestarse, por ejemplo, entre la ontogénesis y la filogénesis, pues la historia de la conciencia tenía que corresponderse de alguna forma con la historia natural del mundo. Ahora bien, no cabe duda de que este punto de vista facilitó la formación de una concepción unitaria de lo real, en la cual la naturaleza y la razón, la ciencia y la especulación se implicaban recíprocamente, siendo esencialmente dos modos distintos (pero no desvinculados) de ‘co-naissance’ del mundo, de participación en él. Sin embargo, no nos parece admisible afirmar, como hace Marquard, que la ‘antropología’ del siglo XVIII culmine en la Naturphilosophie romántica, representando así su núcleo teórico fundamental. El lirismo, la esfera onírica, lo que excede la humana comprensión, ese oscuro «reino de las madres» del cual habla Goethe, la «noche primordial», la importancia de la introspección: todo eso, en nuestra opinión, no podía sino conducir a territorios que rebasaban el dominio de la nueva episteme antropológica y aquella esfera de la ‘sensibilidad’ que, en ese horizonte epistémico, cobraba cada vez más relevancia, cayendo así en la tentación de los “enigmas” de la subjetividad individual y de las elucubraciones sobre el reino del misterio y de lo irracional. De esa forma, la antropología romántica, descrita por Marquard como el punto más alto (antes del siglo XX) de ese «giro al mundo de la vida» iniciado en el siglo XVIII, acaba olvidándose de la efectiva constitución psicofísica del ser humano, que fue irremediablemente absorbida en un fondo último

89 Para una perspectiva general sobre el universo científico típico de la concepción romántica de la naturaleza, entendida como «ciencia total», cf. G. GUSDORF, Le savoir romantique de la nature, Payot, Paris, 1985.

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abismal, impersonal y originario, sobre el cual ningún análisis antropológico-filosófico podía, a la hora de la verdad, pronunciarse. La ‘unidad’ de lo real, pues, tenía un precio demasiado alto: el descenso al subsuelo de la especulación. Ahora bien, con esto no queremos restar importancia a uno de los requisitos fundamentales para que pueda hablarse de antropología, en su acepción filosófica: la idea de que ese saber debe tender de alguna forma hacia una ciencia integral del ser humano. Lo importante, en este contexto, es comprender en qué sentido se entiende esa voluntad de referirse al «todo del hombre» y de qué forma se concreta esa voluntad. No cabe duda, en efecto, de que el discurso antropológico se desarrolló paralelamente a la cuestión de cómo interpretar la multiplicidad de los aspectos del hombre, sin perder de vista el supuesto carácter unitario. En este sentido, la tradición cartesiana tuvo un papel determinante, porque sirvió de punto de referencia “contrastativo”: si bien no podemos olvidarnos de la importancia de sus investigaciones sobre el cuerpo, que Descartes entendía como algo perteneciente tout court al mundo natural y que, por esa razón, debía ser indagado mediante un análisis completo del funcionamiento de sus partes, basado en hipótesis de tipo hidráulico-mecanicista,90 tampoco nos podemos olvidar de su rígida partición de la naturaleza humana en dos dominios ontológicamente distintos, el espiritual y el material, que poseen determinaciones opuestas y que, por lo tanto, tienen que ser conocidos a través de métodos distintos. En realidad, sería injusto no reconocer a Descartes el mérito de haber contribuido a difundir ese nuevo paradigma científico –propiamente moderno– basado en la construcción e interpretación de observaciones y experimentos. En el Tratado del hombre, el filósofo francés rompe con el modelo biológico tradicional de tipo aristotélico y configura un modelo mecanicista según el cual la sola disposición y forma de las “piezas” que componen al ser humano basta para explicar integralmente su actividad en tanto que ser vivo.91 Por supuesto, eso no quita que, para Descartes, ese mismo paradigma basado en

90 A este propósito, véase la parte quinta del Discours sur la methode (1637), que trata la cuestión del cuerpo, entendido como una máquina (R. DESCARTES, Discurso del método y meditaciones metafísicas, edición y trad. esp. de M. García Morente, Espasa Libros, Madrid, 2010, pags. 73-87). Véase también la importante obra póstuma titulada Traitè de l’homme (1633), edición esp. de G. Quintás, El tratado del hombre, Alianza, Madrid, 1990. 91 Ciertos pasajes de susodicha obra, efectivamente, parecen hasta anticipar algunas tendencias científicas contemporáneas: por ejemplo, refiriéndose a los distintos órganos que forman al hombre, Descartes afirma que «sólo será necesario que explique estos movimientos [de los órganos] por orden y que indique su correspondencia con nuestras funciones» (El tratado del hombre, op. cit., pág 53). A partir de este presupuesto, el filósofo francés continúa su argumentación a través de una descripción minuciosa sobre el

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la interpretación y observación no pueda ser empleado para describir el funcionamiento de la res cogitans, en torno a la cual nada puede decirse, excepto (tautológicamente) que se trata de una «cosa que piensa».92 En cualquier caso, el modelo dualista que se impuso en la modernidad (cuyo fundador fue sin duda Descartes) tuvo un cierto influjo en los primeros pasos dados por la ‘antropología’, pues muchos médicos y naturalistas de esa época (a caballo entre el siglo XVII y el siglo XVIII) entendieron la ‘antropología’ como un estudio sobre la fisiología humana, dejando de lado, por ejemplo, la psicología o la así llamada ‘metafísica’, encargadas de examinar los aspectos racionales (es decir, mentales) del hombre. Al mismo tiempo, como hemos señalado anteriormente, en otros casos el enfoque antropológico fue considerado mucho más cercano al aspecto psicológico o moral del ser humano. Así, pues, en particular por lo que a los inicios de la historia de la antropología se refiere, su estatuto epistemológico, metodológico y disciplinar aún no parecía bien definido, como argumentan también, en sus respectivas obras, W. Sombart, M. Landmann o M. Linden,93 según los cuales en la primera etapa del desarrollo de esa nueva actitud epistémica hacia el ser humano existió efectivamente una antropología científica, pero también una antropología psicológica o moral-pedagógica, y hasta una antropología “global”, entendida como la ciencia de la naturaleza doble (física y psíquica) del ser humano. Según esta última acepción, la antropología de Ernst Platner, por ejemplo, puede ser considerada uno de los ejemplos más contundentes, y en ella vamos a detenernos en el próximo párrafo. En 1772 Ernst Platner, profesor de medicina y fisiología en la Universidad de Leipzig, publicó su célebre Anthropologie für Ärzte und Weltweise: no era el primer caso en que se utilizó el término ‘antropología’, pero, como hace notar M. Linden,94 tal vez sí puede considerarse como el primer uso explícito de ese concepto para referirse curso de la sangre, los nervios y los músculos, así mediante unas observaciones sobre la respiración o la alimentación. 92 Cf. la Meditación segunda, en Discurso del método y meditaciones metafísicas, op. cit.: «Ahora no admito nada que no sea necesariamente verdadero; ya no soy, pues, hablando con precisión, sino una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos estos cuya significación desconocía yo anteriormente. Soy, pues, una cosa verdadera, verdaderamente existente. Mas ¿qué cosa? Ya lo he dicho; una cosa que piensa», pág. 130. 93 Véase W. SOMBART, Beiträge zur Geschichte der wissenschaftlichen Anthropologie, op. cit.; M.

LANDMANN, Antropología filosófica, op. cit.; M. LINDEN, Untersuchungen zum Anthropologiebegriff des 18. Jahrhunderts, op. cit.. 94 Cf. M. LINDEN, Untersuchungen zum Anthropologie des 18. Jahrhunderts, op. cit., pág. 42.

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temáticamente al estudio de la peculiar relación que, en el ser humano, se da entre el ámbito físico y el ámbito psíquico. Según Platner, la fisiología debía ocuparse del análisis de cuerpo desde un punto de vista mecánico, mientras que la psicología debía tratar las distintas propiedades del alma (Seele). Pues bien, en el Prólogo de susodicha obra, Platner afirma que la ‘antropología’ tenía que ocupar un lugar intermedio, por decirlo así, entre esas dos disciplinas: su fin consistía en estudiar «el alma y el cuerpo en sus relaciones recíprocas, limitaciones y correlaciones [Körper und Seele in ihren gegenseitigen Verhältnisse, Einschränkungen und Beziehungen]»;95 de esa forma, pues, la filosofía podía entenderse como una «ciencia del hombre [Wissenschaft des Menschen]».96 Un aspecto muy importante es que el mismo Platner declaraba no estar interesado en hallar ninguna verdad metafísica sobre dicha relación, pues en ese campo (el de la metafísica) sólo pueden aducirse hipótesis no verificables, mientras que el estudioso de Leipzig quería centrarse únicamente en el plano de la observación de los condicionamientos recíprocos entre el ámbito psíquico y el cuerpo: la base de toda investigación, entonces, no podía ser sino la experiencia. De hecho, en las páginas de su innovadora Anthropologie, podemos encontrar hasta máximas como la siguiente, que merece ser reproducida integralmente:

«La esencia del alma no puede conocerse a través de la razón, sino única y exclusivamente a través de la experiencia. [Das Wesen der Seele lässt sich nicht aus der Vernunft, sondern einzig und allein aus der Erfahrung erkennen]».97

Ahora bien, no está de más especificar que el enfoque elegido por Platner no se corresponde tout court, por ejemplo, con el del ‘homme-machine’ de La Mettrie (otro gran ejemplo de la figura del médico-filósofo, tan difundida en siglo XVIII), elaborado en su obra homónima de 1748; en otras palabras, si es verdad que también en el caso de la Anthropologie für Ärzte und Weltweise, la indagación sobre el ser humano no puede basarse en un método a priori, sino en un método empírico, sin embargo tampoco se trata de reducir al hombre al conjunto de las interacciones mecánicas de las partes de lo componen, como si fuera suficiente una mera extensión del principio cartesiano del

95 E. PLATNER, Anthropologie für Ärzte und Weltweise (1772), con un Posfacio de A. Ko!enina, Hildesheim, Zürich-New York, 1998, Bd. I, pág. XVII. 96 Ivi, pág. VI. 97 Ivi, pág. 33.

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‘animal-machine’. Según Platner, en efecto, había que fomentar una mutua colaboración entre médicos (fisiólogos) y filósofos, ya que si la ‘antropología’, entendida como «ciencia del hombre», no puede degenerar en la enunciación de una serie de principios morales que ignoran los aspectos fisiológicos del hombre, tampoco puede limitarse a ser una indagación de corte únicamente anatómico, pues así se perdería de vista el fin último de la indagación, a saber: conseguir, en la medida de lo posible, una cierta felicidad mundana. No es casual, de hecho, que la filosofía sea identificada con aquella Weltweisheit que encontramos en el título mismo de su obra de 1772. No obstante, lo que no es posible hallar, en el pensamiento de Platner, es una concepción verdaderamente unitaria del hombre, es decir, que no esté anclada en la idea de una ‘naturaleza’ supuestamente doble del ser humano. Por un lado, entonces, podemos decir que la perspectiva cartesiana sobre el hombre es aquí rechazada por la caracterización metafísica de su sistema ontológico y gnoseológico; por el otro, sin embargo, no podemos dejar de señalar que también en el caso de la Anthropologie de Platner sigue teniendo vigencia una cierta interpretación dualista de lo humano, en virtud de la cual la ‘antropología’ (en tanto que «ciencia del hombre» volcada a generar los presupuestos para alcanzar la Weisheit mundana) adquiere la forma de una estructura teórica dotada de dos troncos distintos, a saber: la esfera física y la esfera psíquica. En cualquier caso, no cabe duda de que el planteamiento antropológico platneriano puede ser interpretado como un “marker” muy evidente y significativo de una tendencia epocal. Dicho de otra forma, el saber ejemplificado en la Anthropologie für Ärzte und Weltweise, a pesar de su innegable oscilación epistemológica y su indeterminación conceptual, indica claramente que, de forma paulatina, se estaba forjando una nueva disciplina autónoma. La historia del concepto de ‘antropología’, pues, está íntimamente vinculada al afán cada vez más elaborado (pero, como hemos visto, aún no del todo estructurado ni epistemológica ni conceptualmente) de superar la distinción entre la filosofía y la fisiología (la historia natural), un afán que no se encuentra sólo entre los ‘filósofos’, sino sobre todo en médicos, fisiólogos y anatomistas. Podríamos decir que, en general, casi toda la antropología de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX fue desarrollada por esas figuras algo extrañas y “espurias” de los médicos-filósofos, que abogaban por la investigación experimental como cauce adecuado para resolver los eternos problemas de la metafísica.98

98 Cf., por ejemplo, W. RIEDEL, Die Anthropologie des jungen Schiller. Zur Ideengeschichte der medizinischen Schriften und der “Philosophischen Briefe”, Konighausen und Neumann, Würzburg, 1985, págs. 15-16.

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Pero más importante aún es reconocer que esa actitud epistémica de fondo (que anhela conciliar el punto de vista filosófico y el científico) es, a todos los efectos, uno de los signos de reconocimientos de la ‘antropología’, entendida en su acepción filosófica. Hemos visto que la historia de la ‘antropología filosófica’, a partir del desarrollo de las distintas formas de antropología en el siglo XVIII y paralelamente a la difusión de las ideas fundamentales de la Ilustración, está vinculada al conocimiento de la constitución física y material del ser humano, con vistas a un posible refinamiento y perfeccionamiento de la vida práctica. Sin embargo, para que el núcleo temático de la antropología pudiese aspirar a una elaboración más completa, fue necesario esperar que se desarrollara cabalmente la idea de la perfectibilidad del hombre, junto con el concepto de ‘Bestimmung’,99 a través de los cuales el pensamiento antropológico de inicios del siglo XIX vehiculó toda su potencialidad, que se expresó también en términos de filosofía de la historia. (Dicho sea de paso, esta es una de las razones por las cuales la partición operada por Marquard, en nuestra opinión, resulta demasiado débil, pues apostando por la claridad de la exposición, acaba perdiendo en profundidad y pluralidad hermenéutica: en este caso, la línea que separa la Anthropologie de la Geschichtsphilosophie es evidentemente muy sutil.) Si atendemos a la gran reconstrucción histórico-conceptual que nos brinda M. Linden, podemos fijarnos en algunas obras muy significativas que aparecieron a caballo entre los dos siglos y que son unos ejemplos tajantes de esa peculiar concepción que incorpora tanto los aspectos fisiológicos del ser humano, como los que proceden del desarrollo de su libre ‘destino’, generando algo así como una «filosofía de la fisiología», es decir, una mezcla entre un saber reflexivo y una ciencia rigurosa basada en la observación. He aquí, por ejemplo, dos citas claves de la obra titulada Versuch einer Anthropologie oder

99 Este término no es, a nuestro modo de ver, inmediatamente traducible al castellano: por esta razón, consideramos oportuno utilizar el alemán, a fin de no perder la densidad de significados en él vehiculados. Originariamente, dicho término se presentaba como la germanización del latín ‘determinatio’, perteneciente a la eosfera lógico-ontológica; más tarde, desde la segunda mitad del siglo XVIII, llegó a ser el calco del latín ‘vocatio’ (a la vox de la vocatio corresponde, en efecto, la Stimme de la Bestimmung). En cualquier caso, el intento de definir la Bestimmung del hombre representó el imperativo filosófico de la Ilustración alemana tardía. De hecho, Die Bestimmung des Menschen, antes de ser una célebre obra de Fichte, publicada en 1800, fue el título de un libro del teólogo luterano Spalding, publicado en 1748 y reimpreso trece veces hasta 1794. Este concepto se cristalizó así desde un punto de vista filosófico, llegando a representar, en general, el núcleo del discurso en torno a la tarea terrenal que el género humano, a lo largo de las generaciones, es llamado a cumplir, perdiendo así la caracterización eminentemente individual que todavía se encuentra en la conceptualización del teólogo Spalding.

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Philosophie des Menschen nach seiner körperlichen Anlagen, publicada en 1794 por Johannes Ith, pedagogo y filósofo suizo: «El conocimiento profundo del cuerpo humano, o la filosofía del hombre considerado desde un punto de vista fisiológico [...], coincide con la antropología en su acepción más estricta»;100 al mismo tiempo, sin embargo, el mismo Ith reconoce que «así como el hombre es un todo perfecto, también es posible imaginar una ciencia perfecta, general, completa y exhaustiva, es decir, una filosofía del hombre, que abarque la naturaleza, las relaciones generales, los destinos, los progresos y el fin último de la humanidad».101 Así, pues, gracias a esas palabras de Johannes Ith podemos ver hasta qué punto la idea de ‘naturaleza humana’ se funde con el concepto (aparentemente tan vinculado al universo teórico de la filosofía de la historia) de ‘destino’ del hombre, sin menoscabo de que el terreno conceptual por el que se mueve el autor de Versuch einer Anthropologie pueda ser considerado propiamente antropológico. Asimismo, podríamos mencionar también a Johann Karl Wezel, que en 1804 publicó el Grundriss eines eigentlichen Systems der anthropologischen Psychologie überhaupt und empirischen insbesondere, donde argumenta que en el corazón de la antropología se halla el afán de comprender el verdadero destino (Bestimmung) del hombre, algo que puede realizarse mediante el conocimiento exhaustivo de la ‘naturaleza humana’ y el desarrollo completo de todas las disposiciones naturales del hombre.102 Otra vez nos encontramos con una sorprendente coincidencia entre esos dos “lados” del ser humano, cuyas relaciones y recíprocos condicionamientos, según Platner, debían ser investigados por aquella disciplina llamada ‘antropología’, mientras que en estos dos últimos casos (Ith y Wezel) esa misma disciplina tenía una tarea aun más atrevida, es decir, un afán aun más acentuado de alcanzar una unidad teórica entre los dos “lados” del hombre (el físico y el psíquico- espiritual). Dicho de otra forma, la idea según la cual el ser humano puede alcanzar su propia Bestimmung viene a ser el eje conceptual en torno al cual giran, encontrando así un cierto equilibrio, las dos partes que componen –en igual medida– la ‘naturaleza humana’ y

100 J. ITH, Versuch einer Anthropologie oder Philosophie des Menschen nach seiner körperlichen Anlagen (1794), pag. 59: «Die gründliche Kenntnis des menschlichen Körpers, oder die Philosophie des Menschen physiologish betrachtet [...], heisst die Anthropologie in der engsten Bedeutung des Wortes». 101 Ivi, pág. 58: «Denn gleichwie der Mensch ein vollendetes Ganzes ist: so ist auch eine vollendete, zwar allgemeine, aber doch vollständige und erschöpfende Wissenschaft, eine Philosophie des Menschen gedenkbar, deren Inhalt die Natur, die allgemeinen Verhältnisse, die Schicksale, die Fortschritte und das endliche Ziel der Menschenheit sein muss». 102 Cf. M. LINDEN, Untersuchungen zum Anthropologiebegriff des 18. Jahrhunderts, op. cit., págs. 134-135.

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que, como afirma también Karl H. Pölitz en su Populäre Anthropologie, por ese motivo resultan igualmente originarias. Como se puede ver, la estructura dualista de fondo no desaparece del todo, pero aquí el aspecto tal vez más interesante, junto con la apelación a la Erfahrung en tanto que fundamento metodológico de ese conocimiento, es el intento de encontrar un eje en torno al cual poder armonizar esas dos «disposiciones originarias del ser del hombre»,103 que de ese modo puede alcanzar su propia Bestimmung, que consiste precisamente en el perfeccionamiento, o refinamiento, de esas dos partes de su ‘naturaleza’. Para llegar al culmen de esa tendencia epocal que reunía las voces de tantos filósofos, pedagogos, médicos, fisiólogos, y que se cristalizó en una primera (y todavía muy incierta) sistematización teórico-filosófica de la ‘antropología’,104 debemos acudir a . Así argumenta uno de los protagonistas de la reinassance de la antropología filosófica del siglo pasado, Arnold Gehlen, en su obra más conocida, cuando afirma que «Herder realizó aquello que toda antropología filosófica [...] está obligada a realizar: ver la inteligencia del hombre en conexión con su situación biológica, con la estructura de la percepción, de la acción y de sus necesidades. Es decir, “la determinación entera de su facultad pensante en relación con su sensibilidad y sus instintos”».105 Independientemente del valor argumentativo del planteamiento de Herder (sobre el que nos detendremos en las próximas páginas), lo que nos parece sumamente interesante, en su caso, es la base epistemológica en la que se apoya su argumentación, que no sería

103 Cf. K. H. PÖLITZ, Populäre Anthropologie, oder Kunde von dem Menschen nach seinen sinnlichen und geistigen Anlagen (1800), citado en M. LANDMANN (Hg.), De homine, op. cit., pág. 380. 104 Para hacerse una idea de la formidable cantidad de obras de antropología que fueron publicadas (sobre todo en Alemania) desde finales del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX, véase O. MARQUARD, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., págs. 247-250, nota 60. Allí aparecen los ejemplos más conocidos (Wilhelm Liebsch y los dos volúmenes de su Grundrisse der Anthropologie, publicados en 1806-1808; Jacob F. Friesch y su Neue oder anthropologische Kritik der Vernunft, de 1807; Maine de Biran y su Nouveaux essais d’anthropologie, que aparecieron en 1823-24; Hans Hildebrand y su Die Anthropologie als Wissenschaft, de 1822), como también los menos conocidos. En general, Marquard reúne aquí no sólo a aquellos estudiosos que intentaron desarrollar una antropología a partir de la Naturphilosophie romántica, sino también a kantianos o hegelianos, para demostrar en qué medida el punto de vista ‘antropológico’ se había convertido en un verdadero mainstream filosófico. 105 A. GEHLEN, Der Mensch. Seine Natur und seine Stellung in der Welt (1940), ahora en Gesamtausgabe, Bd. III, hrsg. von K.-S. Rehberg, Klostermann, Frankfurt a.M., 1993, trad. esp. de F. Vevia Romero, El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, Sígueme, Salamanca, 19872, pag. 97, cursiva mía.

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comprensible si no se tienen en cuenta los efectos de esa mundanización del hombre de la cual hemos hablado en el parágrafo precedente; además, Herder lleva a sus consecuencias extremas la idea de la unidad psicofísica de fondo que el ser humano –en tanto que ser dotado de determinadas capacidades intelectuales, estrictamente vinculadas a una determinada organización sensible– encarna. Ahora bien, en cualquier caso es preciso reconocer que su propio planteamiento antropológico-filosófico padeció, por decirlo así, una deriva “geschichtsphilosophisch” muy fuerte, sobre todo si consideramos el salto cualitativo que se da entre la Abhandlung über den Ursprung der Sprache, publicada en 1772, y los cuatro volúmenes de las Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit, publicados entre 1784 y 1791. Trataremos de discutir esa diferencia de perspectivas al final de este parágrafo; antes será necesario aclarar (si bien de forma sintética y –como siempre– interesada en poner de manifiesto la estructura histórico-conceptual subyacente) los elementos esenciales de la aportación de Herder a ese peculiar género filosófico cuya génesis estamos intentando reconstruir. No podemos empezar sino refiriéndonos a la relación íntimamente polémica que se instauró entre Kant (el maestro) y Herder (el discípulo), cuyo punto más apasionado fue alcanzado sin duda con la aparición, en 1799, de la Metakritik zur Kritik der reinen Vernunft, en la que Herder trabajó durante casi veinte años.106 Se trata, en efecto, de una minuciosa refutación del fundamento trascendental de la filosofía kantiana, que acabaría configurando un dualismo inaceptable entre materia y forma, naturaleza y espíritu. Si en la primera etapa de la construcción de su gran edificio teórico, es decir, en los años sesenta del siglo XVIII, Kant encarnó el ideal de ruptura frente a toda filosofía escolástica tradicional, atrapada en la red de la abstracción y del formalismo, lo mismo no puede decirse (según Herder) en relación con su etapa crítica, que se habría alejado demasiado de la verdadera esencia del “giro copernicano” de la filosofía, esto es, de su antropologización o mundanización. Herder considera demasiado limitado el punto de vista de la crítica kantiana, que insiste en los límites lógicos y metodológicos del uso de la razón: una posición hasta tal punto formalista, tecnicista y a-histórica, que, «al desconocer todo uso verdadero de la razón y, en cambio, conocer tanto más la dialéctica de la razón, es decir, los paralogismos, las antinomias y el sofisticado ideal [...], ha ignorado, pues, la esencia de

106 Véase J. G. HERDER, Metacrítica de la crítica de la razón pura, en ID., Obra selecta, op. cit., págs. 371- 458.

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esa razón».107 En otras palabras, según Herder la filosofía crítica en su conjunto se olvidaría del simple hecho de que «existimos como partes del mundo; ninguno de nosotros constituye un universo aislado [...]; nosotros mismos sólo existimos como eslabones de una gran cadena, sin la cual no existiría nuestra razón ni nuestro entendimiento».108 Pues bien, el autor de la Abhandlung über den Ürsprung der Sprache, apostando por un punto de vista unitario, concreto e histórico, es decir, por una ‘razón vital’, plantea la cuestión de la génesis natural de la razón, ineludiblemente conectada con el afán de reconstruir conceptualmente esa «gran cadena» que, como afirma Herder, une la naturaleza y el espíritu. El resultado de la “genealogía” herderiana, desde un punto de vista antropológico- filosófico, es sin duda mucho más significativo, por ejemplo, respecto al análisis de la Anthropologie kantiana, pues el nivel teórico de la descripción de los distintos aspectos del hombre revela una actitud mucho más concreta y menos interesada en ordenar las distintas facultades; dicho de manera tal vez algo atrevida, la filosofía de Herder parece centrarse en la búsqueda de un trascendental histórico, es decir, de una condición de posibilidad que no esté dada exclusivamente en la forma lógica del entendimiento humano, sino en la gran cadena del ser y de la vida. Somos conscientes de que esta afirmación podría resultar demasiado tajante o tal vez conceptualmente equivocada,109 pero, en nuestra opinión, no deja de representar una base argumentativa útil a la hora de entender en qué medida el punto de vista de Herder se distancia respecto al de Kant y a su enfoque negativo sobre las distintas facultades del ser humano.110

107 Ivi, pág. 417. 108 Ivi, pág. 415. 109 Puede parecerlo sobre todo si consideramos que la expresión tiene un aire muy ‘foucaultiano’, pues efectivamente es en L’archéologie du savoir donde Foucault elabora una de sus nociones más fecundas, la de ‘a priori histórico’, mediante la cual quiere investigar las condiciones de posibilidad históricas de los enunciados, la regularidades que hacen posible su peculiar emergencia. En otras palabras, no se trata de algo que «permite ciertamente decidir quién ha dicho la verdad, quién ha razonado rigurosamente», sino de una forma de positividad que «define un campo en el que pueden eventualmente desplegarse identidades formales, continuidades temáticas, traslaciones de conceptos, juegos polémicos». De ese modo, Foucault puede hablar de las condiciones posibilidad de la existencia y coexistencia, aparición y desaparición de los enunciados, evitando toda referencia a una síntesis operada por un sujeto trascendental del conocimiento. Cf.

M. FOUCAULT, L’archéologie du savoir, Gallimard, Paris, 1969, trad. esp. de A. Garzón del Camino, Arqueología del saber, Siglo XXI, México, 19796, aquí págs. 215-216. 110 Para un análisis del pensamiento de Herder bajo el punto de vista antropológico, véase M. LANDMANN

(Hg.), De homine, op. cit., págs. 295-312; H. GIPPER, J. G. Herder: Apologie der Sonderstellung des

Menschens, en R. WEILAND (Hg.), Philosophische Anthropologie der Moderne, Beltz, Weinheim, 1995,

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Pues bien, el punto de partida de la concepción unitaria del ser que encontramos, por ejemplo, en su obra maestra (Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit) es la presencia de una suerte de ‘fuerza orgánica formadora’, que es única, en su esencia, para todos los seres vivos, y múltiple en cuanto a la diferenciación que se refleja en la predisposición de cada ser vivo con respecto a su propio ambiente. La intención de Herder, por lo tanto, es la de configurar una historia filosófica de la naturaleza, por decirlo así, basada en una primitiva Umweltlehre (respecto a la que desarrolló, en el siglo XX, el célebre biólogo y zoólogo Jacob von Uexküll)111 y en una fisiología comparada capaz de mostrar el grado de variedad de las formas físicas, junto con la ‘correspondencia’ (sería excesivo definirla, en este contexto, ‘adaptación’) con sus respectivas condiciones ambientales.112 Su enfoque, como decíamos, aspiraba a ser ‘unitario’ y, si bien hoy día, al utilizar esa noción, no podemos sino pensar con y a través de la herencia categorial darwiniana, junto con todas sus implicaciones de carácter genético, no debemos cometer el error de desacreditar desde un punto de vista científico la actitud filosófica herderiana. Por un lado, es innegable que en ella se encuentra un cierto residuo de una concepción teleológica y todavía dependiente de una visión del mundo que hoy llamaríamos ‘creacionista’; por el otro, sin embargo, nos parece más conveniente intentar aislar el quid de novedad epistémica que se halla en dicha actitud y que bien puede ser representada por págs. 15-29; G. SCHMIDT, Der Begriff des Menschens in der Geschichts- und Sprachphilosophie Herders, en “Zeitschrift für philosophische Forschung”, Bd. 8 (1954), págs. 499-534. 111 No está de más recordar que las teorías del barón von Uexküll sobre el problema del ‘ambiente’ (Umwelt) tuvieron una gran repercusión no sólo en el ámbito científico (en la Universidad de Hamburg fundó el célebre “Institut für Umweltforschung” y hoy día von Uexküll es considerado el padre de la moderna ecología y un etólogo ante litteram), sino también en el filosófico y hasta en el ámbito político (piénsese en la obra titulada Staatsbiologie, de 1920, y en sus implicaciones bio-políticas, que en muchos casos fueron mistificadas por algunos de los intérpretes de la “revolución conservadora” que se impuso en Alemania a partir de los años Veinte). En general, sus ideas sobre el abandono de toda perspectiva antropocéntrica en las ciencias de la vida fascinaron a muchos protagonistas de la filosofía contemporánea, desde Heidegger y Ortega y Gasset hasta Deleuze. Pero tal vez fue Helmuth Plessner, en Die Stufen des organischen und der Mensch (1928), quien reelaboró más profundamente, desde un punto de vista filosófico, las categorías conceptuales de su Umweltlehre. (Volveremos más detenidamente sobre las conexiones entre Plessner y von Uexküll en la tercera parte de este trabajo). Véase J. VON UEXKÜLL, Umwelt und Innenwelt der Tiere, Springer, Berlin,

1909; ID., Theoretische Biologie (1920), Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1973. 112 «Los hermanos mayores de los hombres son los animales [...]. Por lo tanto, tiene que ser defectuosa y simplista toda la historia del hombre que lo estudie fuera de esta relación». J. G. HERDER, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, op. cit., pág. 52.

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la centralidad de la forma ‘procesual’ de todo lo que es parte de nuestro mundo, junto con la importancia otorgada al carácter unitario de las leyes esenciales que gobiernan su manifestación. Escribe Herder: «mi destino está unido, no al polvo de la tierra, sino a las leyes invisibles que rigen el polvo de la tierra».113 Así, pues, no debe sorprendernos el hecho de que se argumente también que «la historia de su cultura [del hombre, ndt] resulta, en gran parte, zoológica y geográfica»:114 una afirmación que contiene toda esa potencialidad “revolucionaria”, en términos de ruptura epistémica, a la cual aludíamos cuando afirmamos que Herder representa, a todos los efectos, el punto de cristalización más profunda de esa (por lo demás aún no del todo estructurada) tradición antropológico- filosófica que emergió en pleno giro copernicano, representado por la “configuración antropológica del saber”. Volviendo a esa forma primitiva de Umweltlehre que se halla en las Ideen, en primer lugar hay que señalar la presencia de una relación inversamente proporcional entre dos variables estrictamente dependientes, una estructura argumentativa utilizada, más tarde, sobre todo por Arnold Gehlen (sin olvidarse de que ya Nietzsche describió al hombre como «el animal aún no fijado [das noch nicht festgestellte Thier]»).115 Estas dos variables son, por un lado, la ubicación progresivamente más “alta” en la scala naturae y el relativo aumento de la variedad de las respuestas comportamentales y, por el otro, el conjunto de las facultades específicas, la especialización orgánica y la infalibilidad de los instintos. Se trata, como se ha dicho, de dos variables dependientes (al mutar la primera,

113 Ivi, pág. 19. 114 Ivi, pág. 53. 115 Esta expresión se encuentra en F. NIETZSCHE, Jenseits von Gut und Böse. Vorspiel einer Philosophie der Zukunft (1886), en Sämtliche Werke. Kritische Studienausgabe (KSA), hrsg. von G. Colli, M. Montanari, Bd. V, págs. 9-244, De Gruyter, Berlin, 20093, trad. esp. de A. Sánchez Pascual, Más allá del bien y del mal. Preludio para una filosofía del futuro, Alianza, Madrid, 1997, pág. 94. Nietzsche volverá a insistir en esta idea del animal “incompleto” y “enfermo”, utilizando casi el mismo término, el año siguiente, cuando publicó Zur Genealogie der Moral. Eine Streitschrift (1887, ahora en KSA, Bd. V, págs. 245-412): «Pues el hombre está más enfermo, es más inseguro, más alterable, más indeterminado [unfestgestellter] que ningún otro animal, no hay duda de ello –él es el animal enfermo [das kranke Thier]: ¿de dónde procede esto? Es verdad que también él ha osado, innovado, desafiado, afrontado el destino más que todos los demás animales juntos: él, el gran experimentador consigo mismo, el insatisfecho, el insaciado [...]: ¿cómo este valiente y rico animal no iba a ser el más expuesto al peligro, el más duradero y hondamente enfermo entre todos los animales enfermos?», trad. esp. de A. Sánchez Pascual, La genealogía de la moral. Un escrito polémico, Alianza, Madrid, 1996, págs. 140-141.

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varía también la segunda) e inversamente proporcionales (a una colocación más “alta” en la scala naturae y a una capacidad más elevada de ampliar el abanico de las respuestas comportamentales respecto de los estímulos procedentes del ambiente le corresponde una disminución de la especialización orgánica y de las facultades específicas). En un contexto así determinado, el ser humano vendría a ocupar el lugar más “alto” y a la vez más “bajo”: “alto” porque dispone de un campo de acción muy vasto y puede elegir con más libertad sus propios medios y fines; “bajo” porque en él se da la atenuación más drástica de la esfera de los instintos. En la Umwelt propia del hombre, según Herder, se produciría así la divergencia máxima entre las dos variables de esa relación inversamente proporcional. Así, pues, mediante un análisis (en muchos casos de tipo comparado) de las características somáticas y fisiológicas del ser humano, y al mismo tiempo haciendo hincapié en la “insuficiencia” de su dotación biológica e instintual, el autor de las Ideen intenta desarrollar un discurso teórico a través del cual sea posible interpretar, a partir del proceso de hominización, la peculiaridad de la esfera humana. En el estudio de este ‘proceso’, entendido como una «fracción del todo»,116 Herder toma en consideración varios aspectos: la diferenciación, en los seres vivos, de las funciones vegetativas, motoras o psíquicas, la postura erecta propia del hombre, la conformación de la mano y del cerebro (junto con el volumen de este último), la pérdida de especialización de los sentidos, el influjo de las condiciones geográficas y climáticas, la diferenciación de las costumbres y de las capacidades adaptativas. Una vasta gama de observaciones y datos que le permiten a Herder sacar las consecuencias antes mencionadas, a saber: el ser humano, en virtud de toda una serie de condiciones de posibilidad inscritas en su peculiar forma de vida, dispone de una inteligencia superior, porque llega a manejar conscientemente y de forma reflexiva sus propias respuestas frente a los estímulos exteriores; incluso es capaz de hallar el orden mismo que rige la organización de todos los seres. Lo cual implica que el hecho mismo de tener una cierta dotación orgánica y, en consecuencia, también una determinada predisposición intelectual, no es, para el hombre, un dato adquirido desde siempre, sino más bien una “conquista”, una “realización”, un ejercicio para alcanzar un equilibrio que

116 «Toda criatura es un numerador en el gran denominador que es la naturaleza misma, pues aun el hombre no es sino una fracción del todo, una proporción de fuerzas que había de formarse en un todo en esta organización y no en otra». J. G. HERDER, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, op. cit., pág. 85.

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podríamos definir “artificial”.117 Bajo este punto de vista, por lo tanto, la ‘razón humana’, sus facultades y sus límites no pueden ser indagados a través de un método negativo, que concierne su forma lógica y que intenta establecer cuál puede y debe ser su dominio; en otras palabras, la razón no debería someterse exclusivamente a un análisis de tipo kantiano. En el siguiente fragmento de las Ideen, este último aspecto queda bien patente:

«la razón humana [menschliche Vernunft]: nombre que en obras modernas se usa con tanta frecuencia como si fuera un automatismo innato [...]. Teórica y prácticamente es, si no algo que se llega a saber, una aprendida proporción y dirección de las ideas y fuerzas, para la cual el ser humano ha sido formado de acuerdo con su organización y manera de vivir [...]. Desde la niñez [el hombre] compara ideas e impresiones de sus sentidos, sobre todo de los más finos, de acuerdo con la finura y la verdad con que éstos se las proporcionan, según la cantidad en que las recibe y según la interior capacidad de rapidez con que aprendió a unirlas [...], esto es su razón, la obra progresiva de la formación de la vida humana [das fortgehende Werk der Bildung des menschlichen Lebens]».118

117 A este propósito, es interesante notar que algunas observaciones de Herder (cf. ivi, págs. 110-111) pueden ser consideradas precursoras de algunas de las teorías más conocidas del siglo XX acerca de la peculiaridad de la ontogénesis humana, en el sentido de un “retraso” esencial del desarrollo ontogenético del ser humano, desde su infancia, respecto de todos los demás mamíferos, que en cambio alcanzan el estadio más completo de su desarrollo psicofísico mucho antes. Esto, tal y como hace notar Herder, implica que todo, en el hombre, hasta su maduración “retrasada” y su “infancia prolongada”, contribuye a estructurar su peculiar modo de ser. A este propósito, las teorías del siglo pasado que tuvieron más repercusión en el mundo académico y científico fueron la de Louis Bolk sobre la «fetalización» (en particular cf. Das Problem der Menschwerdung, Fischer, Jena, 1926) y la de Adolf Portmann sobre la «primavera extra-uterina» (véase Zoologie und das neue Bild des Menschen, Rowohlt, Hamburg, 1956). Como es sabido, estas cuestiones fascinaron mucho a Gehlen, que las empleó filosóficamente en su obra más conocida (cf. El hombre, op. cit., págs. 98-104, 116-126). Es importante recordar también a Konrad Lorenz, padre de la etología y premio Nobel de medicina, el cual acuñó el término “neotenia”, para referirse –desde un punto de vista morfológico y comportamental– a la persistencia en el estadio adulto del ser humano de características de la infancia, que a su vez determinaría la gran flexibilidad del comportamiento de los hombres y que sería una de las causas de su alto nivel de socialización. Véase K. LORENZ, Studies in animal and human behavior, vol. II, Harvard University Press, 1971, págs. 279 y sigs. La obra que recapitula de la forma más exhaustiva la cuestión de la conexión entre ciertos aspectos ontogenéticos vinculados al proceso de hominización (que pueden ser compendiados bajo el lema del “alargamiento de la infancia”) y el desarrollo cerebral y del carácter social del ser humano, es sin duda la de S. J. GOULD, Ontogeny and phylogeny, Harvard University Press, Cambridge, 1977, véase en particular págs. 107-116. 118 J. G. HERDER, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, op. cit., pág. 112.

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¿Pragmatismo ante litteram? ¿Pródromos de la recomposición contemporánea de naturaleza y cultura? Pues bien, independientemente del carácter sugerente y evocador que tienen muchas de las cuestiones tratadas por Herder (y de su forma peculiar e innovadora de abordarlas), e independientemente de su eventual precisión científica, lo que nos interesa aquí es poner de relieve algunas líneas argumentativas de fondo propias del enfoque teórico herderiano, ya que, a nuestro juicio, resultan decisivas a la hora de entender aquella concreción conceptual del giro epistémico moderno representada por la ‘actitud’ antropológico-filosófica. Una de estas líneas es sin duda la que enlaza, por un lado, la cuestión de la ‘unidad psicofísica’ y, por el otro, el carácter procesual y en absoluto innato de la razón humana, entendida como el símbolo del conjunto de las facultades que caracterizan su peculiar forma de vida. Asimismo, esto significa que la razón y la inteligencia no sólo son el “producto” de una realización (y no una “posesión” de algo innato), sino también la cristalización en el individuo del conjunto de costumbres, representaciones y conocimientos que han sido transmitidos lingüística e imitativamente, haciendo posible lo que Herder mismo describió como una «segunda génesis» del hombre.119 Es aquí, pues, donde las Ideen mezclan, por decirlo así, el nivel antropológico- filosófico y el nivel “geschichtsphilosophisch” de la argumentación, ya que resulta necesario y decisivo considerar no sólo la estructura orgánica, fisiológica, sensible e intelectual del ser humano, sino también la pluralidad y la ineludible cooperación entre los hombres, que viene a ser igualmente decisiva: «si el hombre recibiera todo de sí mismo y lo desarrollara todo independientemente del mundo externo, tendríamos la historia de un hombre, pero no la de los hombres, es decir, de toda la especie humana». Por esta razón, «la historia de la humanidad se hace forzosamente un solo conjunto, es decir, una cadena de la convivencia social y la tradición formadora desde el primer eslabón hasta el último».120 He aquí, pues, la segunda línea argumentativa propia del enfoque herderiano y que, al mismo tiempo, puede ser considerada como una suerte de paradigma in nuce del modus argumentandi y de la peculiar caracterización epistémica de la ‘antropología filosófica’, a saber: la combinación de physis y logos, naturaleza y cultura, estructura orgánica y “performances” culturales. Otra razón, dicho sea de paso, para rechazar

119 «La educación de nuestra especie es genética y orgánica bajo un doble aspecto: genética por la transmisión y orgánica por la asimilación y aplicación de lo transmitido. Para darle un nombre a esta segunda génesis del hombre podemos, partiendo del cultivo del agro, llamarla cultura». Ivi, pág. 262. 120 Ivi, pág. 260.

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(parcialmente) la tesis de Odo Marquard, según la cual sería posible establecer una ecuación entre la actitud antropológica y el retorno a la ‘naturaleza’, entendido como un rechazo de toda consideración sobre el destino histórico de los hombres. Ahora bien, en el análisis de este peculiar cruce argumentativo entre estilos y géneros que suelen considerarse contrapuestos, no debemos pasar por alto el hecho de que al enfoque “geschichtsphilosophisch” herderiano no subyace una concepción lineal, progresista (en el sentido del abandono gradual del estadio de las tinieblas y la entrada en el mundo de las luces) de la historia. Más bien su concepción se podría definir “estratigráfica”, puesto que se concreta en el análisis de la integración, conservación y reelaboración de las diferencias, de las variedades y de las “estratificaciones” que contribuyen a formar el modo de ser (actual) del hombre. En este sentido, tal vez podríamos pensar en Herder como uno de los ejemplos más altos de cristalización de esa mutación paradigmática que, a lo largo del siglo XVIII, rompió con la creencia absoluta en la asimilación –y en el gradual acercamiento– de todo ser humano a un ‘modelo’ universal, inmutable y uniforme. Herder, efectivamente, puede ser considerado un buen ejemplo de esa nueva actitud que rechaza la idea según la cual naturaleza humana sería única e invariable y que afirma, por el contrario, que «no sólo en muchas, o incluso en todas las fases de la vida humana había distintas excelencias, sino que la diversidad misma pertenece a la esencia de la excelencia».121 Desde este punto de vista, la concepción de la historia delineada en las Ideen tiene un punto de contacto decisivo con lo que describíamos antes, es decir, con la forma de entender la razón humana en los términos de un proceso,

121 A. O. LOVEJOY, La gran cadena del ser, op. cit., pág. 382, cursiva mía. En esta ocasión, se ha optado por traducir diversamente para acercarse más al sentido de las palabras de la versión inglesa: «[...] not only that in many, or in all, phases of human life there are diverse excellences, but that diversity itself is of the essence of excellence» (The great chain of being, op. cit., pág. 293). A este propósito, es interesante notar que el fundador de la antropología simbólica, Clifford Geertz, en su libro más conocido, empleó el mismo punto de partida (la demolición de uno de los paradigmas dominantes de la Ilustración, según el cual «la naturaleza humana está tan regularmente organizada, es tan invariable y tan maravillosamente simple como el universo de Newton») para individuar el nacimiento de un concepto científico de cultura: «el hecho de que lo que el hombre es puede estar entretejido con el lugar de donde es y con lo que él cree que es de una manera inseparable. Precisamente considerar semejante posibilidad fue lo que condujo al nacimiento del concepto de cultura y al ocaso de la concepción del hombre como ser uniforme». Véase C. GEERTZ, The impact of the concept of culture on the concept of man, en ID., The interpretation of cultures, Basic Books, New York,

1973, trad. esp. de A. L. Bixio, El impacto del concepto de cultura en el concepto de hombre, en ID., La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona, 200312, págs. 43-44.

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una adquisición, como «la obra progresiva de la formación de la vida humana». La razón, por lo tanto, más que una propiedad innata, inmutable y universal, sería una obra esencialmente colectiva que ‘surge’, según Herder, del debilitamiento progresivo que caracteriza la estructura orgánica del ser humano. Se trata de un argumento que, analizado con los recursos teóricos y científicos de los que disponemos hoy día (sobre todo si consideramos los que derivan de la concepción evolutiva de los seres vivientes), muestra toda su inexactitud práctica y conceptual, pero que, a nuestro juicio, no deja de representar un ejemplo acertado del nacimiento y la evolución del paradigma antropológico-filosófico, basado en el intento de rebajar el carácter especulativo de la reflexión sobre el ser humano y en el afán de proclamar que la razón humana (junto con todas las demás facultades propias del hombre) no es sino un eslabón de la gran cadena del ser, de la naturaleza y de la historia: «no conocemos la razón de los ángeles; la razón del hombre es humana».122 Por eso, sostiene Herder, es preciso evitar «hacer de la inteligencia humana una potencia pura que tiene su origen en sí misma, independiente de los sentidos y los órganos»; en definitiva, la tarea del verdadero filósofo, «que conoce por la experiencia la génesis y la extensión de una vida humana y que podría seguir eslabón por eslabón la cadena de la evolución de nuestra especie en la historia», consiste en «volver a su mundo real desde su mundo idealista, donde se siente tan aislado como suficiente».123 Lo que llama la atención, en la obra de Herder,124 es sin duda su anhelo de colocarse en una región intermedia, por decirlo así, entre las principales tendencias de la Ilustración y las primeras manifestaciones teóricas y prácticas de la reacción romántica, que intentó revisar críticamente los principios de los philosophes y de sus discípulos alemanes.125 Tal vez esta sea la razón por la cual su figura no es tan fácil de encasillar,

122 J. G. HERDER, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, op. cit., pág. 112. 123 Ivi, pág. 259. 124 Por supuesto no nos referimos únicamente a su obra más célebre (las Ideen) sino también a toda una serie de escritos publicados a lo largo de los años 70 del siglo XVIII: la ya citada Abhandlung über den Ürsprung der Sprache, Vom Erkennen und Empfinden der menschlichen Seele (1774), Plastik (1770), o también el ensayo inacabado titulado Zum Sinn des Gefühls. El fil rouge que une todas estas obras tal vez podría ser identificado en el intento de mantener en el mismo plano la esfera lógico-teorética y la esfera sensible, es decir, la psicología y la fisiología. Véase ID., Werke, Bd. II (Herder und die Anthropologie der Aufklärung), hrsg. von W. Pross, Carl Hanser, Münich, 1987. 125 Herder, tal y como hace notar Isaiah Berlin, fue «el más radical de los críticos de la Ilustración, tan formidable como Burke o de Maistre, pero alejado de sus prejuicios reaccionarios y del odio a la igualdad y la fraternidad». I. BERLIN, Vico y Herder, op. cit., pág. 213. Si consideramos a Herder como uno de los

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puesto que pretendió hacer cuentas con la herencia de Spinoza y Leibniz dialogando constantemente con la obra kantiana, pero también teniendo en cuenta la tradición francesa representada por Condillac126 y el empirismo inglés de Locke. En otras palabras, la obra de Herder alberga una verdadera encrucijada de estilos, tradiciones y discursos filosófico- científicos, que acabaron generando un pensamiento que aún hoy resulta sumamente sugerente, pues las cuestiones tratadas (una vez adaptadas a los paradigmas epistemológicos actuales) no dejan de interrogar filósofos y científicos: la centralidad de la dimensión lingüística en la experiencia humana, la función del lenguaje en la estructuración del sistema de aprendizaje del individuo, el papel de la lengua materna en la formación de una determinada concepción del mundo, la noción de ‘semiótica’ entendida como una teoría general sobre los signos, y otras cuestiones. Pues bien, su peculiar plataforma epistemológica de corte antropológico-filosófico, a nuestro juicio, se manifiesta de la forma más contundente precisamente en el Ensayo sobre el origen del lenguaje, en el cual se lleva a cabo el intento de mundanizar la concepción del lenguaje, restándole toda componente teológica (en cuanto a su génesis; otra reflexión merecería la cuestión del ‘fin’ hacia el cual el ser humano, supuestamente, puede tender gracias a la ‘creación’ del lenguaje) y analizando a través de categorías eminentemente antropológicas su origen humano y terrestre. La ‘antropología’, de ese modo, se convierte para Herder en un primeros estudiosos típicamente modernos del mind-body problem, es decir, de la relación entre el substrato fisiológico-biológico y las funciones psíquicas, resulta muy interesante una de las propuestas interpretativas de la estudiosa norteamericana Catherine Minter, la cual argumenta que el desarrollo del problema alma- cuerpo sirvió de plataforma especulativa para la continuidad entre la Ilustración alemana y el Romanticismo. Se trata, en nuestra opinión, de una propuesta que se adaptaría bastante bien al contexto de las obras antropológico-filosóficas de Herder. Cf. C. MINTER, The mind-body problem in German literature 1770- 1830: Wezel, Moritz, and Jean Paul, Oxford Uiversity Press, 2002, págs. 10-11. 126 A este propósito, es importante recordar que el debate acerca de la función y el origen del lenguaje, cuyo intérprete principal, en la Francia de la segunda mitad del siglo XVIII, era precisamente Condillac, fascinó a muchos de los miembros de la Academia de las Ciencias de Berlín, fundada en 1740 por Federico II y presidida por Maupertuis (seguidor de Condillac). No fue casual, por lo tanto, que la Abhandlung über den Ürsprung der Sprache, el texto herderiano tal vez más decisivo desde un punto de vista antropológico- filosófico, fuera concebido y redactado como respuesta a la pregunta planteada en 1769 precisamente por la Academia de las Ciencias de Berlín («En supposant les hommes abandonnés à leurs facultés naturelles, sont- ils en état d’inventer le langage?»), que finalmente premió y publicó el ensayo de Herder. Véase H.

AARSLEFF, The tradition of Condillac. The problem of the origin og language in the eighteenth century and the debate in the berlin academy before Herder, en ID., From Locke to Saussure. Essays on the study of language and intellectual history, Athlone, London, 1982, págs. 146-209.

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verdadero paradigma cognoscitivo, es decir, en la concreción más productiva –añadimos nosotros– de la revolución epistémica de la cual es portadora la Neuzeit. Dicho de otro modo, en ese texto dirigido a la Academia de las Ciencias de Berlín, el filósofo alemán quiere liquidar la vieja imagen del hombre como copula mundi, esto es, como el intermediario entre el mundo sensible y el mundo suprasensible. Esta idea se encuentra expresada con la misma intensidad también en las Ideen, donde se sostiene que todas las peculiaridades de la forma de vida humana deben ser interpretadas como pertenecientes al carácter distintivo de su especie; por ese motivo, Herder no duda en proclamar: «dejemos a un lado toda metafísica y atengámonos a la fisiología y la experiencia».127 Desde este punto de vista, entonces, el esquema ‘cosmológico’ general, sin dejar de tener su origen en Dios,128 ya no pasa por el hombre (en tanto que copula, o centro del universo) para llegar al mundo, pues el punto de contacto entre Dios y el ser humano, en la cosmovisión herderiana, viene a ser la naturaleza; de ahí que el estudio del ser humano, desde un punto de vista epistemológico y metodológico, en ningún modo puede desvincularse del estudio del mundo natural, en el cual se da una continuidad fundamental entre las distintas formas de vida. La importancia del lenguaje, por lo tanto, es entendida en términos dinámico- genéticos, es decir, como una compensación del carácter defectuoso del bagaje instintivo del hombre, que –permitiendo el desarrollo de una facultad llamada reflexión (Besonnenheit, Besinnung), que a su vez conduce a la completa realización del ser humano– hace necesaria la invención del lenguaje. En palabras de Herder, el hombre, «desde la condición reflexiva que le es propia, ha inventado el lenguaje al poner libremente en práctica por primera vez tal condición [...]. Inventar el lenguaje, consiguientemente, es para él tan natural como el ser hombre».129 De esto se deduce también que razón y lenguaje, desde un punto de vista estructural, son dos conceptos equivalentes y que se implican recíprocamente: de hecho, también podría decirse que el lenguaje, para Herder, no es sino «el órgano natural del entendimiento».130 Como ya hemos señalado anteriormente, la tradición a la que se enfrenta Herder es la de una verdadera “teología del lenguaje”, en la cual su origen divino nunca era puesto en

127 J. G. HERDER, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, op. cit., pág. 88. 128 Lo hemos recordado anteriormente y no está de más volver a insistir en ello: el pensamiento de Herder no radica ni en una hipótesis materialista fuerte, ni en un ateísmo (siquiera débil). 129 ID., Ensayo sobre el origen del lenguaje, op. cit., pág. 155. En otras palabras, el lenguaje ha sido inventado «de forma tan natural y necesaria al hombre como éste es hombre». Ivi, pág. 157. 130 Ivi, pág. 165.

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discusión y cuyos argumentos tenían una ineludible derivación bíblica: la creación del mundo a través de la palabra de Dios, la fundación de una proto-lengua utópica por parte de Adán, la construcción de la torre de Babel entendida como el origen de la diversidad de los idiomas, la encarnación de la palabra divina en Cristo.131 El representante más conocido de dicha tradición fue tal vez el místico ,132 pero en general era defendida por una gran cantidad de estudiosos que, en algunos casos (como los de Johann P. Süssmilch y Johann H. Formey), llegaron incluso a presentar varias versiones de dicha tesis, en forma de “memorias”, ante los miembros de la Academia de las Ciencias de Berlín, entre los años cincuenta y sesenta del siglo XVIII.133 Así, pues, si por un lado tenemos una fundamentación esencialmente teológica de la facultad de lenguaje, por el otro tenemos a Herder, el cual quiso asentar su propia filosofía del lenguaje en una ‘antropología’ fisiológicamente orientada, que fuera capaz de concebir esa facultad humana como un desarrollo y un progreso (Fortgang) precisamente hacia el estadio mismo de la ‘humanidad’. Por decirlo a través de una fórmula más contemporánea, eso equivaldría a insertar el lenguaje en el marco del proceso de hominización. Será interesante, pues, ver más detenidamente cómo el filósofo alemán intentó desacreditar la concepción según la cual el lenguaje sería o bien una concesión divina o bien una invención humana (una institución cultural), para afirmar, en cambio, una determinada conexión ontológica entre el lenguaje y la naturaleza del hombre. Analizando su procedimiento argumentativo, intentaremos poner de relieve la vigencia antropológico- filosófica de su planteamiento y, al mismo tiempo, mostrar en qué sentido el pensamiento de Herder puede ser considerado como una de las cristalizaciones más fructíferas (en tanto que filosóficamente elaborada) del “pensar bajo el signo del hombre”. En primer lugar, es necesario subrayar que, según Herder, el hombre comparte con los demás animales el «lenguaje natural», un sistema de signos que en cada especie está

131 A este propósito, véase K. O. APEL, Die Idee der Sprache in der Tradition des Humanismus von Dante bis Vico, Bouvier, Bonn, 19973, págs. 94 y sigs. 132 Inflexible adversario de Kant y entre los primeros exponentes de la así llamada Anti-Ilustración, compartía con Herder la idea según la cual el lenguaje era el órgano central de la inteligencia del hombre y de todas sus acciones intencionales, pero al mismo tiempo fue sin duda uno de los defensores más activos del origen totalmente divino y en absoluto natural de esa facultad. 133 Cf. H. AARSLEFF, The tradition of Condillac, op. cit., pág. 187-188, 191-192. En el ambiente de la Academia, circulaban otras dos tesis acerca del origen del lenguaje: la “convencionalista”, según la cual el lenguaje es el resultado de una institución humana, y la “naturalista”, que sostenía el carácter espontáneo de su origen, a la cual se acercaba la posición herderiana.

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conformado a medida de su propio ambiente y que está basado en el mecanismo estímulo- respuesta.134 Ese lenguaje natural, en el caso del hombre, es un componente de su peculiar estructura lingüística, pero obviamente su función expresiva todavía no alcanza la función semántico-cognoscitiva típica de la palabra. En segundo lugar, la argumentación de Herder se apoya en algunos estudios científicos de la época,135 que acreditaban la hipótesis según la cual el ser humano habría desarrollado una inferioridad instintiva y orgánica respecto de los demás animales, los cuales, en virtud de la combinación e interacción de su propia dotación “genética” y el ambiente específico, acceden a ese código operativo que es el lenguaje animal. Ahora bien, si el ser humano no puede acceder a esa misma esfera eminentemente operativa es porque le faltan tanto los elementos “genéticos” (la dotación orgánico-instintiva) como el vínculo con un ambiente específico; de ahí, pues, que esté obligado a desarrollar una estructura lingüística que le permita superar esa deficiencia (Herder, dicho sea de paso, no acepta el argumento rousseauniano de la humana imbecillitas, simbolizada en la figura del animal depravé, es decir, aquel estadio que el hombre conseguiría abandonar gracias a la vida en común, al vínculo social). En otras palabras, en el ser humano la deficiencia orgánica estructural y la falta de verdaderos automatismos son, por decirlo así, “compensadas” por un elemento que le permite gozar de cierta libertad respecto de los condicionamientos de los instintos y del ambiente circundante: ese elemento es, como ya hemos recordado antes, la Besonnenheit, un término que en Herder cobra un sentido técnico y cuyo mismo étimo pone en evidencia la duplicidad de la raíz Sinn, que puede referirse tanto al ámbito de la ‘sensibilidad’ como al ámbito de la ‘sensatez’. Podríamos decir, pues, que es el sistema creado gracias a la acción de la Besonnenheit lo que permite al hombre beneficiarse de las facultades lingüísticas de tipo semántico-cognoscitivo que su propia naturaleza le otorga, las cuales, en definitiva, reflejan el «carácter distintivo de su ser».136 Dicho de otra forma, la facultad de reflexión y

134 Cf. J. G. HERDER, Ensayo sobre el origen del lenguaje, op. cit., pág. 135: «En rigor, ese lenguaje natural es un lenguaje propio de cada especie y por ello posee el hombre también el suyo». Así, pues, «si queremos llamar lenguaje a esos inmediatos sonidos de la naturaleza –sostiene Herder– su origen me parece, desde luego, el más natural. No sólo no es sobrehumano, sino evidentemente animal: la ley natural de una máquina sensible», pág. 143. 135 En el Ensayo sobre el origen del lenguaje (en particular, véase págs. 145-149), Herder dedica un breve excursus a recopilar algunas nociones básicas de la que hoy día llamaríamos “etología”, basándose sobre todo en el estudio del filósofo y escritor ilustrado Hermann S. Reimarus, titulado Allgemeine Betrachtungen über die Triebe der Thiere (1760). 136 J. G. HERDER, Ensayo sobre el origen del lenguaje, op. cit., pág. 197.

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discernimiento no es sino «el fundamento genético [der genetische Grund]»137 del lenguaje humano, para el cual el hombre tendría una suerte de «disposición innata», que puede ser explicada indagando las leyes «propias de su naturaleza y de su especie».138 La operación lógica y epistemológica de Herder, por lo tanto, consiste en otorgar un fundamento sensible a la reflexión (esta última actúa sobre las sensaciones procedentes del exterior: no es necesario postular una escisión ontológica entre las dos esferas) y, al mismo tiempo, en identificar el carácter específico del ser humano en la capacidad de coordinar intencionalmente su contacto con la realidad precisamente gracias a la Besonnenheit, a partir de la cual el hombre desarrolla lo que, en la argumentación herderiana, es el verdadero explicandum, esto es, la facultad de lenguaje. La emergencia de dicha facultad, entonces, es considerada inmanente a los procesos y a las leyes que gobiernan la ‘naturaleza humana’. Pero la argumentación de Herder pretende dar un paso más, pues no se limita a insertar el lenguaje en una esfera mundanizada, es decir, eminentemente antropológica, sino que intenta fundamentar dicha hipótesis en una suerte de fenomenología de la percepción que exalta el papel del sonido y del oído. En general, los sentidos cumplen una función selectiva, descomponiendo en unidades discretas el flujo perceptivo procedente del exterior y permitiendo así el aislamiento y la individuación de un determinado signo, que se convierte, gracias a la reflexión/discernimiento, en un acto de significación, ya que puede ser referido a un objeto externo. Así, pues, según Herder, el primer acto lingüístico, en realidad, no necesita una componente fónica, pues acontece internamente en la operación conjunta de la sensibilidad y la reflexión. De ese modo, el ‘nombre’ –el significante– se materializa en virtud de la necesidad de fijar esa conquista cognitiva, esa operación lingüística primitiva que acontece interiormente, y cuyo origen no reside en la esfera de las convenciones sociales, sino en la estructura misma de la ‘naturaleza humana’, en la unión de Sinnlichkeit y Besonnenheit.139 En definitiva, para Herder el pensamiento (que acontece ante todo lingüísticamente) no puede ser desvinculado del mundo perceptivo, pues de hecho se trata de una experiencia a la vez estética e intelectual, a la

137 Ivi, pág. 150. 138 Ivi, pág. 197. 139 A este propósito, véase una de las obras de referencia, en cuanto a los estudios sobre la concepción herderiana del lenguaje se refiere: U. GAIER, Herders Sprachphilosophie und Erkenntniskritik, Frommann- Holzboog, Stuttgart, 1988, en particular págs. 113 y sigs.

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cual el ser humano accede sólo mediante el lenguaje.140 Ahora bien, ¿qué es lo que hace del sonido el lugar en el que dicha experiencia se muestra de modo más patente? En ese ámbito perceptivo, sostiene Herder, ocurre algo muy peculiar: los demás datos sensoriales, en efecto, siempre quedarían, por decirlo así, incorporados a las objetos externos mismos, mientras que el sonido sería capaz de sustraerse parcialmente a la materialidad de la cosa, permitiendo así su fijación a través de la reproducción mimética. Por esa razón, en ese mecanismo de descomposición de la realidad puesto en práctica por los sentidos, los «sonidos de la naturaleza», gracias a su propia reproducibilidad mimética, se imponen como símbolos lingüísticos privilegiados. En el origen de las palabras, pues, se hallaría un núcleo onomatopéyico, esto es, de re-producción acústica, a través del cual pueden ser memorizadas; en ese sentido, el “primer diccionario” de la humanidad no contiene notiones comunes o conceptos espirituales a priori que conducen a una forma de conocimiento cada vez más compleja, sino más bien los sonidos del mundo. Pero hay más: ninguna otra forma de percepción lograría traducirse en palabras sin el medium del sonido y del oído. En definitiva, según Herder, se trata de reconocer la naturaleza acústica del lenguaje: es en esa especificidad estructural de la esfera humana, donde podemos hallar su Ursprung. En este gran proyecto herderiano, que aquí nos hemos limitado a resumir brevemente, llama la atención sobre todo su intención de mantener el punto de enfoque en la figura humana, en su aspecto más concreto, mediante un ejercicio, por decirlo así, “fenomenológico”. Ahora bien, se podría decir que Hegel también rechazó con contundencia la filosofía “escisionista” de Kant, pues nadie objetaría que el pensamiento hegeliano no tenga una gran capacidad de penetrar en la concreción de la realidad y, en particular, en la sangrienta maraña de la historia; sin embargo, en ningún caso podríamos sostener que su sistema estuviera centrado en la figura humana, en su “perímetro” empírico, esto es, en la peculiaridad de su mundo sensorial y en su ineludible conexión con la configuración humana del ‘sentido’. Herder, en cambio, enlazando con las

140 Como argumentará aún más detalladamente algunos años después en la ya citada Metakritik zur Kritik der reinen Vernunft, Herder rechaza in toto el dualismo gnoseológico kantiano, cuyo pecado original consistiría justamente en haber prescindido del análisis de la naturaleza del lenguaje. Toda síntesis a priori (junto con toda contraposición entre materia y forma, en tema de teoría del conocimiento) es rechazada por esconder un mero escamotage teórico de corte intelectualista, puesto que la tendencia natural a estructurar de forma unitaria la multiplicidad de lo real, argumenta Herder, empieza ya con la actividad de los órganos sensoriales.

Véase J. G. HERDER, Una metacrítica de la “crítica de la razón pura”, op. cit., págs. 371-421.

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investigaciones empírico-genéticas que la Ilustración había contribuido a difundir y desarrollándolas desde un punto de vista antropológico-filosófico, logró detenerse precisamente en esa modalidad de lo concreto, basada en el postulado de fondo de la unidad entre el alma (la sede de las funciones psíquicas), el cuerpo y el mundo; dicho de otra forma, Herder logró detener la mirada en el que hoy día la filosofía anglosajona llama “mind-body problem”, entendido como el lugar privilegiado desde el cual observar la peculiaridad del ser humano. Pero tal vez sea aún más relevante, para describir la actitud filosófica de la cual estamos intentando reconstruir la génesis histórico-conceptual, subrayar que dicha atención por lo concreto estaba basada en una lógica de las sensaciones, es decir, en un análisis detallado de los diferentes órganos sensoriales y de su respectiva especificidad operativa, a su vez vinculada con la formación de lo que, generalmente, se entiende por ‘sentido’. De los sentidos al sentido. Según Herder, no se trata de reflexionar, desde un punto de vista genérico, sobre el papel de la sensibilidad en tanto que fuente de las percepciones y de los estímulos procedentes del exterior; en otras palabras, en el conjunto de esas obras antes citadas, publicadas a lo largo de los años 70 del siglo XVIII, el filósofo alemán no elaboró una enésima versión del esquema gnoseológico vertical por excelencia, que empieza por la sensación, transita por la imaginación y culmina con la esfera del intelecto. Por el contrario, podría decirse más bien que intentó trabajar horizontalmente sobre los diferentes sentidos, en particular sobre los tres más productivos –la vista, el oído y el tacto–, estudiando su capacidad de operar sobre la materia, marcándola y generando determinados signos. Herder propone así individuar una determinada correlación lógica entre las distintas “performances” de los órganos sensoriales y los órdenes mediante los cuales el ser humano opera conceptualmente a partir las percepciones. A cada sentido, pues, le correspondería una cierta forma de hacer una experiencia conceptual: el oído permite configurar el orden de la sucesión temporal (por su capacidad de percibir elementos discretos que se suceden a través de secuencias); la vista estructura la experiencia de la contigüidad espacial (por su capacidad de percibir elementos separados, pero yuxtapuestos en un único trasfondo); el tacto configura el orden de la causalidad (por su capacidad de percibir “en profundidad” los mismos elementos percibidos por los demás sentidos, pero con el valor añadido de la posibilidad de experimentar su propia fuerza, su resistencia y el carácter corporal y macizo de lo percibido). En definitiva, lo que queremos subrayar es que Herder entiende el ‘sentido’ (el resultado de la conceptualización) siempre como la aprehensión de algo en términos de ‘unidad’, que conserva un vínculo ineliminable con la actividad de los ‘sentidos’. Esta

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correlación es el fondo último de la gnoseología herderiana. En particular, en virtud de su reflexividad, uno de los sentidos adquiere una relevancia predominante, a saber: el tacto. El tocar, para el hombre, implica al mismo tiempo el sentirse tocado, es decir, hace posible la auto-percepción por excelencia, ya que conduce a una modificación del estado del sujeto que toca. La génesis del yo, por lo tanto, residiría en una forma primaria del sentir(se), y no en el cogito o en una auto-evidencia transparente e incorpórea: en su origen se halla así la percepción de lo otro y de un ‘fuera’ que opone resistencia, límites, ante todo de tipo corporal, de los que el hombre se percata primariamente a través del tacto. Herder, en uno de los textos antes recordados, lo dice muy claramente, refiriéndose al neonato que tantea ciegamente alrededor suyo y que «mediante el sentir se despierta de un sueño profundo, pues con cada choque renueva la memoria de su actual situación en el mundo. De ahí se desarrollan sus energías internas, es decir, a través de una limitación exterior, un sentir lo otro».141 Dicho de otra forma, lo que en el ser humano genera la auto-percepción, la así llamada présence à soi (que, en primera instancia –merece la pena recordarlo–, para Herder se da desde un punto de vista corporal), es justamente la percepción previa de una resistencia, de una alteridad, que le permite de-limitar ante todo su propio cuerpo. En otro texto suyo, efectivamente, leemos que «el alma se siente compenetrada con el mundo. Puesto que el tiempo y el espacio limitan sus fuerzas, no puede aspirar a conocer, de forma inmediata, todo, sino únicamente algo, y ese algo se convierte en el espejo de otro elemento, esto es, del cuerpo».142 Ahora bien, en realidad se podría afirmar que esta ontología del sentir basada en principios anti-intelectualistas responde a una lógica que revela toda su inclinación romántica, puesto que su verdadero protagonista –«el horizonte permanente de su cuerpo [der beständige Horizont seines Körpers»–143 parece corresponderse con el topos típicamente romántico de la ‘profundidad’, donde se produciría la originaria co-naissance

141 ID., Plastik (1770), ahora en ID., Werke, Bd. 2, op. cit., pág. 408: «Bei jeder sinnlichen Empfindung wird er, wie aus einem tiefen Traume geweckt, und durch eine empfindbaren Stoss lebhafter an eine Idee erinnert, die seine gegenwärtige Lage in der Welt erinnert. Da entwickelt sich eine innere Kräfte durch eine Beschränkung von Aussen, durch ein leidendes Gefühl von andern». 142 ID., Kommentar zu Plastik, en ID., Werke, Bd. 2, op. cit., pág. 985: «Die Seele fühlet sich in die Welt hinein. Da sie in ihren Kräften durch Raum und Zeit eingeschränkt ist: so kann sie nicht alles unmittelbar erkennen: einiges aber, und dies wird ein Spiegel des Andern: das ist der Leib». 143 ID., Von Erkennen und Empfinden der menschlichen Seele, en ID., Werke, Bd. 2, op. cit., pág. 564.

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del mundo y que se contrapone al topos frío y abstracto de la theoria intelectual.144 Eso es cierto: no queremos negar que uno de los objetivos primarios del pensamiento de Herder consiste en el rechazo absoluto de la filosofía de la Ilustración en tanto que esfuerzo crítico por delimitar lógicamente el uso de la razón y denunciar así sus abusos, como si ésta pudiese ser al mismo tiempo juez, parte, ley y testigo de ese proceso al cual Kant quiso someterla.145 Sin embargo, lo más interesante, desde nuestro punto de vista, tal vez sea el interés herderiano por la “superficie” nerviosa, plástica y móvil de esa “profundidad” y de esa “oscuridad” que, innegablemente, fueron tan determinantes en el desarrollo del pensamiento romántico. Porque es ahí, al nivel de la superficie, donde, en nuestra opinión, está en juego uno de los núcleos teóricos fundamentales de la mirada antropológico- filosófica, a saber: la intensificación de la atención “fenomenológica” por la figura humana y por sus objetivaciones, en una palabra, por la “superficie” que se presta a ser cartografiada.146 Esto significa que una serie de preguntas que antes de la eclosión de la “configuración antropológica del saber” no preveían como ámbito de respuesta la figura humana, ahora, en cambio, tienen como su referente principal lo que podríamos llamar la “provincia del hombre”. El mismo concepto podría ser expresado también en un sentido metafórico: es suficiente pensar en la importancia simbólica y metafórica de otra obra de

144 A propósito de la caracterización fuertemente anti-intelectualista del pensamiento de Herder, es útil consultar la siguiente obra: H. ADLER, Die Prägnanz des Dunklen. Gnoseologie-Äesthetik- Geschichtsphilosophie bei J. G. Herder, Meiner, Hamburg, 1990, en particular págs. 104 y sigs., donde se analiza la teoría del conocimiento herderiana, insistiendo en su aversión radical por la carga intelectualista que subyace a la filosofía crítica, que sería portadora de un modelo demasiado abstracto. 145 Cf. J. G. HERDER, Una metacrítica de la “crítica de la razón pura”, op. cit., pág. 372. 146 Ahora bien, como ya hemos recordado anteriormente, no es nuestra intención negar que en el pensamiento de Herder, sobre todo a partir de la publicación de los volúmenes que componen las Ideen, se produzca un desbordamiento, por decirlo así, hacia un nivel de análisis que pretende englobar el estudio de la constitución concreta (es decir, biológico-cultural) del ser humano en un proyecto de filosofía universal y de concepción organicista de la historia, según la cual puede establecerse un paralelismo entre la vida del individuo y la de la humanidad. En nuestra opinión, esta innegable superposición de los planos del análisis (antropológico- filosófico y geschichtsphilosophisch) no hace sino respaldar nuestra convicción según la cual la hipótesis historiográfica y hermenéutica de Odo Marquard sería demasiado simplificadora, ya que no parece tan obvio que «el giro a la filosofía de la historia sólo es posible si se abandona la antropología» (O. MARQUARD, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., pág. 145). En el pensamiento de Herder, acontece más bien lo contrario: la mirada antropológica sobre la constitución concreta del ser humano desemboca en un gran proyecto de filosofa de la historia.

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Herder, su Journal meiner Reise im Jahr 1769,147 redactado durante su periplo por Europa. En esas páginas podemos comprobar hasta qué punto el cuerpo del mundo parece irrumpir de forma explosiva en el escenario del saber moderno, en tanto que símbolo de la irreducible densidad y multiplicidad que la superficie (incluida la humana) del mundo brinda a los ojos del pensador. En otras palabras, una vez abandonada la perspectiva según la cual era posible instituir un vínculo inescindible entre un hipotético orden inmutable de las cosas y una supuesta identidad humana también inmutable, lo que queda no es sino la multiplicidad, a la cual es posible acceder sólo si se acepta sondear ante todo su superficie, su cuerpo. Por esta razón, el diario de viaje podría ser considerado como un verdadero sismógrafo de esa irrupción de la multiplicidad, así como el viaje mismo (acordémonos de las palabras de Pascal: «vous êtes embarqués») vendría a ser la metáfora de la mutación epistémica subyacente. Así, pues, si el viaje fue uno de los factores que impulsó el nacimiento de la mirada antropológica, ahora también podría entenderse, metafóricamente, como su dimensión epistémica de fondo, como la única forma posible de abordar la empiria,148 la multiplicidad y su superficie, intentando cartografiarla y comprobando en qué medida esa “nueva” dimensión posee una configuración que se inscribe en la estructura misma de la vida humana. En conclusión de este tercer parágrafo, y acercándonos también a la conclusión de la primera parte del presente trabajo, puede resultar útil volver a la polémica entre Herder y Kant, que, a nuestro juicio, no representa únicamente una disputa académica o filosófica que nos permite adentrarnos en las transformaciones culturales acontecidas en la segunda mitad del siglo XVIII, sino que más bien puede ser entendida como el ejemplo paradigmático del carácter liminar o fronterizo de la mirada antropológico-filosófica, que se puede intuir ya a partir de la presencia misma de ese guión que, al mismo tiempo, une y separa los dos términos de la expresión. Que dicha conjunción disyuntiva sea un reflejo de la eclosión de la episteme moderna (más aún: que sea la consecuencia más directa e

147 Véase ID., Diario de mi viaje del año 1769, en Obra selecta, op. cit., págs. 23-129. Anteriormente (ya hemos recordado la importancia del nexo teórico entre la época de los viajes y de los descubrimientos y el surgimiento de la ‘antropología’, pero no hemos citado una obra en la que, en relación con este binomio histórico-conceptual, se analiza detenidamente el papel jugado por Herder: véase F. REMOTTI, Noi, primitivi. Lo specchio dell’antropologia, Bollati Boringhieri, Torino, 1990, en particular págs. 44-160. 148 En este contexto, es imprescindible recordar que, en alemán, la etimología de la palabra Erfahrung (experiencia) sugiere de forma explícita su íntima conexión con el desplazamiento, esto es, con la idea del viajar (fahren).

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ineludible de su detonación), efectivamente, es lo que hemos sostenido desde el principio de este trabajo. Pues bien, anteriormente hemos puesto en evidencia algunos de los indicios más relevantes de la tensión entre la actitud kantiana y la herderiana, como la oposición entre el dualismo, el formalismo o el tecnicismo de la filosofía de Kant (piénsese en las argumentaciones de la Metacrítica de la crítica de la razón pura) y el afán herderiano de concreción e historicidad y de inserción de la razón humana en la gran cadena de la ‘vida’; en definitiva, he aquí la oposición entre la nueva “configuración antropológica del saber” y el carácter todavía especulativo de la filosofía. Pero si miramos bien, se trata de la misma cuestión a la cual el mismo Kant dedicó tanta atención, es decir, la relación ambigua y problemática entre el pensar y el conocer, que a su vez encierra otra gran relación disyuntiva de la modernidad, la que se da entre el pensamiento filosófico y el conocimiento científico. Desde este punto de vista, podríamos decir que el dualismo kantiano no es sino el símbolo del carácter difícilmente conciliable de la filosofía y la antropología, de la theoria y la razón que observa, que acumula y administra los datos empíricos. De hecho, incluso aquellos intentos (como el que llevó a cabo, parcialmente, Herder) de desmentir y rechazar el dualismo entre la razón y la naturaleza, la mente y el cuerpo, no conllevan una inmediata eliminación de cualquier barrera entre el plano empírico y el trascendental, el saber reflexivo y el saber que observa, es decir, entre el hombre en tanto que sede del pensamiento (y de la interrogación misma sobre su propia ‘naturaleza’) y su materialidad, su existencia ineludiblemente empírica, concreta. En otras palabras, se trata de la cuestión típicamente moderna (puesto que en épocas anteriores ni siquiera se podía plantear, al menos no en estos términos) del saber en torno al hombre: ¿se puede alcanzar dicho saber como si fuera un conocimiento? ¿La ciencia del hombre es un conocimiento del hombre? Lo cual, por supuesto, significa preguntarse también si existe una distinción entre una filosofía del hombre y una ciencia del hombre. En nuestra opinión, la caracterización íntimamente doble de las preguntas a las que hemos aludido no hace sino reflejar el abanico de problemas que trae consigo la superposición del plano empírico y el trascendental, de la cual hemos hablado ya en la Introducción y que, en la época moderna, se ha convertido en un nudo conceptual tal vez inextricable. La cuestión tiene una doble vertiente, que le otorga un carácter biunívoco, pues por un lado hay que entender qué efectos genera la consideración y la descripción de los fenómenos (superficiales, concretos, vitales, expresivos, etc.) que pertenecen a la provincia del hombre en el nivel de análisis filosófico, el que analiza las condiciones de posibilidad de dichos fenómenos; por el otro, hay que preguntarse también hasta qué punto un saber volcado a sondar la provincia del

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hombre es capaz de convivir con el nivel de abstracción que, ineludiblemente, acompaña toda auto-interrogación del ser humano, ese animal peculiar que indaga las condiciones de posibilidad de su propio saber. Por ejemplo, si hasta cierto momento de la historia cultural de Occidente se ha ignorado sistemáticamente, por ser consideradas irrelevantes desde un punto de vista filosófico, las diferencias entre los sexos, las culturas, las clases sociales, o también la influencia profunda que varios elementos no estrictamente racionales (es decir, biológicos, emocionales, inconscientes, pero también ideológicos o económicos) ejercían en la configuración del pensamiento humano, a partir de la eclosión de la “configuración antropológica del saber” ese desconocimiento sistemático dejó de ser considerado legítimo. Dicho de otra forma, la ruptura representada por la modernidad, a nuestro juicio, estriba precisamente en la necesidad de plantearse la cuestión de cómo puede integrarse en el discurso filosófico ese conjunto de elementos estructuralmente no-filosóficos; de cómo puede integrarse la antropología en la filosofía; en última instancia, de cómo puede darse una ‘antropología filosófica’, sin que ésta acabe convirtiéndose en una gran yuxtaposición que aglutine a posteriori los contenidos científicos, o (peor aún) en un conocimiento supuestamente más elevado que pretenda identificar un nivel causal capaz de imponerse sobre todos los demás.

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CAPÍTULO 2 ¿LA ANTROPOLOGÍA COMO DESTINO DE UNA ÉPOCA? Kant y el contrapunto crítico foucaultiano

Antes de comenzar a desenvolver los hilos argumentativos del presente capítulo, hemos de aclarar previamente cuál será su estructura temática, para brindar algunos indicios sobre la opción hermenéutica que lo anima; de este modo, esperamos que su lectura pueda resultar más inmediata, es decir, que el lector no tenga que aguardar hasta el final del capítulo antes de hacerse una idea exhaustiva sobre la tesis que queremos defender. Para empezar, dedicaremos el primer parágrafo al contexto histórico-conceptual en el cual tomó cuerpo la peculiar orientación antropológica de la filosofía de Kant, haciendo hincapié en su peculiar caracterización anti-esencialista y aclarando el sentido de su determinación pragmática. En segundo lugar, analizaremos detalladamente una de las obras kantianas que, en las últimas décadas, han despertado más interés entre los estudiosos, la Anthropologie in pragmatischer Hinscht; esto nos permitirá apreciar la peculiaridad del discurso antropológico kantiano, que, por un lado, denuncia el riesgo determinista inscrito en la perspectiva fisiológica y que, por el otro, tampoco puede ser considerado tout court como una distorsión “geschichtphilosophisch” de ese «giro al mundo de la vida» propio de la antropología, como sostiene, en cambio, Odo Marquard. Finalmente, en el tercer parágrafo, nos ocuparemos de uno de los primeros trabajos de Foucault, la Introduction a l’Anthropologie de Kant, que acompañaba la primera traducción al francés de esa obra, realizada entre finales de los años 50 y primeros de los 60 por el mismo Foucault. Lo que nos parece de gran interés, en dicha Introduction, es el intento de denunciar, a partir de la lectura de la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht, la gran «ilusión» que caracterizaría la filosofía occidental a partir de Kant, que no haría sino repetir el gesto de la «ilusión» trascendental, declinada ahora en sentido antropológico. Medir el alcance de la denuncia foucaultiana y comprobar su capacidad (a nuestro modo de ver, harto limitada) de resistir a determinadas contra-argumentaciones, es precisamente el objetivo del tercer parágrafo. El resultado de ese cuerpo a cuerpo con Foucault determinará, pues, la relevancia histórico-conceptual del análisis que llevaremos a cabo en la tercera parte del presente trabajo.

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I. EL LUGAR DEL DISCURSO ANTROPOLÓGICO EN LA OBRA DE KANT

A partir de la publicación de la célebre obra de Martin Heidegger titulada Kant und das Problem der Metaphysik,1 muchos estudiosos de la obra de Kant han otorgado una gran relevancia a una pregunta formulada, en varias ocasiones, por el mismo filósofo de Königsberg, a saber: ¿qué es el hombre?2 En términos generales, podríamos decir que se trata de una pregunta que revelaría la connotación esencialmente antropológica de aquella “revolución copernicana” que no es sino el fondo último del proyecto filosófico kantiano. Ese interés propiamente antropológico representaría, pues, el punto de fuga capaz de agregar todas las múltiples y diversas instancias filosóficas que dan forma a su pensamiento. En la primera parte de este parágrafo, por lo tanto, nos centraremos en describir en qué medida y en qué lugares de su obra puede fundamentarse semejante interpretación de la filosofía kantiana, haciendo hincapié en la diversidad de las propuestas hermenéuticas, las cuales, en cualquier caso, tienen su origen en el hecho de que el mismo Kant, en diversas ocasiones, sostiene que a todos los elementos de su arquitectura filosófica subyace un único interés originario, que se hallaría precisamente en la respuesta a la pregunta sobre el hombre. A propósito de la existencia de un punto de fuga, es decir, de una idea arquitectónica que orienta un determinado sistema de pensamiento, es muy útil recordar

1 Cf. M. HEIDEGGER, Kant und das Problem der Metaphysik (1929), ahora en Gesamtausgabe, Bd. III, hrsg. von F. W. von Herrmann, Klostermann, Frankfurt a.M., 1991, trad. esp. de G. Ibscher Roth, revisión de E. C. Frost, Kant y el problema de la metafísica, FCE, México, 19732. 2 A lo largo del presente capítulo nos referiremos a diversos autores y especialistas en Kant; aquí nos limitamos a señalar los textos más importantes que nos han servido de introducción para nuestro estudio sobre la caracterización antropológica de la filosofía de Kant: K. ALPHÉUS, Was ist der Mensch? (Nach Kant und Heidegger), en “Kant Studien”, 59, 1 (1968), págs. 187-198; F. P. VAN DE PITTE, Kant as philosophical anthropologist, Nijhoff, The Hague, 1971; D. STURMA, Was ist der Mensch? Kants vierte Frage und der

Übergang von der philosophischen Anthropologie zur Philosophie der Person, in D. H. HEIDERMANN, K.

ENGELHARD (hrsg. von), Warum Kant heute? Systematische Bedeutung und Rezeption seiner Philosophie in der Gegenwart, de Gruyter, Berlin, 2004, págs. 264-285; C. N. SCHMIDT, Kant’s trascendental, empirical, pragmatic, and moral anthropology, en “Kant Studien”, 98, 2 (2007), págs. 156-180; finalmente, hemos de recordar una monografía muy reciente, que insiste en la necesidad de deslegitimar, en el contexto del sistema kantiano, la caracterización esencialista de la pregunta sobre el hombre: R. BRANDT, Die Bestimmung des Menschen bei Kant, Meiner, Hamburg, 2007.

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algo que, a primera vista, podría parecer un hecho más que obvio: Kant fue un pensador ilustrado. Así, pues, según el Zeitgeist de la época, sería imposible sostener que la estructura arquitectónica (el criterio de organización del pensamiento), para el filósofo alemán, consista exclusivamente en una decoración superflua y accesoria del contenido mismo del saber. En efecto, la idea enciclopédica del saber, tan central para los intelectuales ilustrados, estaba fundada en el carácter sistemático de dicho saber, que se obtiene «cuando la idea del todo precede las partes», pues «en toda ciencia, la idea del todo viene necesariamente antes».3 Podemos pensar, por lo tanto, que la necesidad de organizar los diversos materiales del saber, dejándose guiar por una idea arquitectónica, no representaba para Kant una mera pedantería escolástica, sino el núcleo mismo de su filosofar. Intentar hallar una clave de bóveda que sea capaz de impedir la dispersión de los campos del saber, así como otorgar un cierta sistematicidad a su pensamiento, no parece entonces una idea del todo ingenua. Sobre todo si el mismo Kant, en diversos lugares de su obra, nos indica la presencia de ese punto de fuga conceptual, que reflejaría el interés de fondo, que es a la vez especulativo y práctico (recuérdese el carácter engagé, en términos de progresos de la humanidad, de la filosofía de la Ilustración) de toda su actividad intelectual. Como es sabido, en la Crítica de la razón pura Kant afirma claramente que esa doble caracterización del interés de la razón se concreta en la formulación de tres preguntas (¿Qué puedo saber?; ¿Qué debo hacer?; ¿Qué me está permitido esperar?),4 a las cuales se encargarían de responder, respectivamente, la filosofía teorética (o metafísica), la filosofía moral y la filosofía de la religión. Ahora bien, paralelamente a esas célebres preguntas, hemos de considerar también otro lugar muy conocido de la obra de Kant, la Introducción al Manual de lecciones de lógica, donde se reiteran dichas preguntas, pero añadiendo una cuarta, que tantos quebraderos de cabeza ha provocado a los estudiosos de la filosofía kantiana. Veamos el fragmento en su integridad:

3 I. KANT, Philosophische Enzyklopädie, en KGS, Bd. XXIX.1/1, págs. 3-45, trad. esp. de J. M. García Gómez del Valle, Enciclopedia filosófica, Palamedes, Girona, 2012, pág. 3. 4 Cf. ID., Kritik der reinen Vernunft, B(833)/A(805), en KGS, Bd. V, págs. 1-164, trad. esp. y notas de P. Ribas, estudio introductorio de J. L. Villacañas, Crítica de la razón pura; Prolegómenos a toda metafísica futura, Gredos, Madrid, 2010, págs. 1-616, aquí pág. 586. Según la nomenclatura al uso, “A” corresponde a la primera edición de la obra (1781) y “B” corresponde a la segunda edición (1787). En lo sucesivo, nos referiremos a esta obra utilizando la sigla KrV y damos siempre por supuesto que la edición española de referencia es la que acabamos de citar.

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«Puesto que la filosofía en el último sentido [cosmopolita] es, en efecto, la ciencia de la relación de todo conocimiento y de todo uso de la razón con el propósito final de la razón humana, al que, en tanto que supremo, están subordinados todos los otros fines y en el que concurren para la unidad. El campo de la filosofía en este sentido cosmopolita se puede reducir a las siguientes cuestiones: 1) ¿Qué puedo saber? 2) ¿Qué debo esperar? 3) ¿Qué me está permitido saber? 4) ¿Qué es el hombre? La metafísica responde a la primera cuestión, la moral a la segunda, la religión a la tercera y la antropología a la cuarta. En el fondo se podría considerar todo esto como perteneciente a la antropología, dado que las tres primeras cuestiones se refieren a la última».5

Así, pues, no parece del todo descabellada la idea según la cual podría identificarse justamente en la pregunta sobre el hombre aquella idea arquitectónica que otorga sentido al conjunto del trabajo intelectual de Kant, ya que es él mismo quien parece sugerirlo, declinando así su pensamiento según aquella “configuración antropológica” (es decir, secular o mundanizada) de la cual hemos hablado en el precedente capítulo. Que esta cuestión haya adquirido una gran relevancia, en el panorama de los estudios kantianos, lo atestiguan las siguientes palabras de uno de los más destacados expertos norteamericanos de la obra de Kant: «dicha cuestión constituye nada menos que la línea de demarcación crucial que la crítica kantiana tiene por delante. [...] El futuro de los estudios kantianos, pues, consiste en la [...] revisión del entero sistema kantiano precisamente en los términos de una antropología».6 Pues bien, independientemente de la expansión que pueda experimentar en el futuro esta vertiente de los estudios kantianos, aquí nos interesa poner

5 ID., Immanuel Kants Logik. Ein Handbuch zu Vorlesungen (1800), hrsg. von G. B. Jäsche, en KGS, Bd. IX, págs. 1-150, edición esp. de M. J. Vázquez Lobeiras, Lógica, Akal, Madrid, 2000, pág. 92. En otras dos ocasiones, Kant se expresó de forma muy parecida, si no idéntica: en las Vorlesungen über Metaphysik und Rationaltheologie (en KGS, Bd. XXVIII, hrsg. von G. Lehmann, págs. 533-534) y en una carta a su amigo Stäudlin, en la cual Kant hace referencia a las lecciones de “Antropología” que estuvo impartiendo durante más de veinte años (Brief an C. F. Stäudlin, 4. Mai 1793, en Briefwechsel, hrsg. von R. Reiche, en KGS, Bd. XI, págs. 429-430). 6 J. H. ZAMMITO, Kant, Herder and the birth of anthropology, The University of Chicago Press, 2002, pág. 349.

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de relieve que dicha cuestión (la oportunidad de hablar de una ‘antropología’ en Kant y de considerarla como la clave de bóveda de su pensamiento) no es en absoluto marginal. Antes de adentrarnos en la reconstrucción histórico-conceptual de la elaboración kantiana del discurso antropológico, será necesario delinear –al menos superficialmente– el contexto historiográfico desde el cual empezó a propagarse la lectura antropológica de Kant, pues en efecto se trata de un contexto plural, en el cual no todas las voces coinciden.7 En otras palabras, dicha línea de interpretación no es unívoca y, tal vez, en ningún caso podría serlo, ya que el mismo término ‘antropología’, en Kant, es ambiguo. Por lo tanto, no debemos extrañarnos de que se hayan llegado a formular hipótesis muy diversas sobre el lugar donde sería posible hallar, en la filosofía kantiana, ese campo temático: por un lado, se sostiene que la ‘antropología’ debe ser identificada con aquella disciplina a la cual, a partir del semestre de invierno de 1772-1773 y durante más de dos décadas, el mismo Kant otorgó una gran dignidad académica; por otro lado, algunos intérpretes defienden que, para hablar de la antropología kantiana, es imprescindible referirse a un proyecto filosófico más amplio, dotado de un estatuto trascendental. Además, en relación con esta última opción hermenéutica, habría que averiguar si ese proyecto encuentra su culminación en la obra kantiana o si, en cambio, se reduce a un mero esbozo in desideratis. De ahí que los estudiosos discrepen también sobre la relación que se instauraría entre la filosofía trascendental y la antropología. Como ya hemos adelantado, entre los primeros filósofos que reflexionaron sobre el carácter supuestamente antropológico del pensamiento kantiano hay que incluir sin duda a Martin Heidegger.8 A este propósito, Kant y el problema de la metafísica es el texto de referencia, en el cual el filósofo de Meßkirch se expresa de forma muy clara, afirmando que la fundamentación kantiana de la metafísica reside en la indagación sobre el ser humano, dado que la posibilidad misma de la ontología estriba en el desvelamiento de la

7 Es importante recordar que ese contexto historiográfico empezó a delinearse en toda su pluralidad sólo a partir de la última década del siglo pasado, cuando, en 1997, fue publicado el corpus de las lecciones de antropología, gracias al trabajo de edición de la Akademie (Vorlesungen über Anthropologie, hrsg. von R. Brandt e W. Stark, in KGS, Bd. XXV.1/2; en lengua española está disponible la traducción de las lecciones recogidas por Ch. C. Mrongovius en 1784-1785: I. KANT, Antropología práctica, edición preparada por R. Rodríguez Aramayo, Tecnos, Madrid, 1990). 8 La bibliografía sobre la interpretación heideggeriana de Kant es inmensa. Aquí nos limitamos a sugerir la lectura de la sección bibliográfica de G. VATTIMO, Introduzione a Heidegger, Laterza, Roma-Bari, 1980, trad. esp. de A. Báez, Introducción a Heidegger, Gedisa, Barcelona, 1986, págs. 155-183.

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trascendencia, es decir, en la subjetividad; con lo cual, su perspectiva no puede ser sino antropológica –y es casi superfluo recordar hasta qué punto esta afirmación, para Heidegger, tenga un carácter despectivo.9 Desde este punto de vista, pues, el objetivo último de la filosofía kantiana consistiría en la configuración de una antropología filosófica, frente a la cual, sin embargo, Kant no pudo sino echarse para atrás, ya que la empiricidad de la mirada antropológica no le habría permitido acceder a un nivel fundacional.10 Como es sabido, la propuesta de Heidegger para “enmendar” la supuesta degeneración antropológica del pensamiento kantiano, cristalizada en la posibilidad de reconducir las tres preguntas fundamentales de la filosofía a la pregunta sobre el hombre, estriba en la necesidad de radicalizar la interrogación sobre la finitud del hombre, renunciando a su indeterminación.11 Este último paso es precisamente el que Kant no pudo

9 Véase M. HEIDEGGER, Kant y el problema de la metafísica, op. cit., pág. 171-173 10 A pesar de que para muchos lectores se trate de una obviedad, nos parece importante especificar que, en este caso, la expresión ‘antropología filosófica’, que Heidegger emplea con tono despectivo versus Kant, no se corresponde en absoluto con esa peculiar declinación de la episteme moderna centrada en la figura humana de la cual, en el precedente capítulo, hemos intentado proponer una breve (y seguramente parcial) genealogía. La expresión utilizada por Heidegger tiene un alcance distinto y se refiere esencialmente al ámbito fundacional en el cual la descripción del ser humano y de sus facultades funda la posibilidad de un plano trascendental capaz, en cierto sentido, de producir el objeto de todo saber. No se refiere, por el contrario, a aquella actitud filosófica que, como propuso Gehlen, se basa en la capacidad de «ver la inteligencia del hombre en conexión con su situación biológica, con la estructura de la percepción, de la acción y de sus necesidades». Pero tampoco se refiere, por ejemplo, a la cuestión (remarcada por Plessner) de las condiciones bajo las cuales «el hombre puede considerarse como sujeto de una realidad espiritual e histórica, es decir, como persona moral dotada de responsabilidad, precisamente desde la misma perspectiva determinada por su filogénesis física y por su posición en el conjunto de la naturaleza». H. PLESSNER, Die Stufen des Organischen und der Mensch. Einleitung in die philosophische Anthropologie (1928). Esta obra ha sido recogida ahora en Gesammelte Schriften, Bd. IV, hrsg. von G. Dux [et al.], Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1981. Sin embargo, en el presente trabajo utilizaremos siempre la edición de Walter de Gruyter, Berlin- New York, 1975; el fragmento aquí citado se encuentra en la pág. 5. 11 Heidegger (como hicieron varios comentaristas en tiempos más recientes) insiste mucho en la importancia de esos pasajes de la obra kantiana en los que se hace explícita la posibilidad de reconducir la metafísica, la moral y la religión a la antropología. En sus palabras: «las tres preguntas no sólo se dejan referir a la cuarta, sino que no son otra cosa que esta misma pregunta, es decir, deben de ser referidas a esta pregunta, de acuerdo con su propia esencia. Pero esta referencia sólo es necesariamente esencial cuando esta cuarta pregunta renuncia a la universalidad e indeterminación que tiene a primera vista para adquirir esa univocidad en virtud de la cual se pregunta en ella por la finitud del hombre». M. HEIDEGGER, Kant y el problema de la metafísica, op. cit., pág. 181.

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dar mediante su fundación metafísica; por lo tanto, el impasse, según Heidegger, podía ser resuelto sólo en la medida en que la pregunta sobre el hombre se concretase en una pregunta por el Dasein y su «fundamento íntimo, por la comprensión del ser como finitud esencialmente existente. Esta pregunta por el Dasein interroga por la esencia del ente así determinado. En tanto que su esencia esté en la existencia, la pregunta acerca de la esencia del Dasein es la pregunta existenciaria».12 He aquí, pues, la justificación de la necesidad histórica y filosófica de Ser y tiempo. Pero no es este el lugar más adecuado para profundizar en la labor hermenéutica de Heidegger; lo que nos parece importante subrayar, en este contexto, es que a partir de su interpretación de Kant, se ha abierto un debate que, como veremos en los siguientes párrafos, fue retomado con mucho ímpetu sobre todo después de la publicación del compendio de las lecciones de Antropología. El punto de partida de todas las interpretaciones más recientes sigue siendo la necesidad de referir las tres preguntas fundamentales de la filosofía en sentido cosmopolita a la pregunta sobre el hombre. Donde las interpretaciones difieren y revelan su peculiaridad y especificidad, en cambio, es en la individuación de aquella disciplina que sea capaz de elaborar una respuesta a dicha pregunta. En muchos casos, se ha sostenido que, por sí sola, la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht no puede hacerse cargo de semejante tarea.13 ¿Cuál es, por lo tanto, aquella ‘antropología’ que, en conformidad con el proyecto kantiano, está legitimada para contestar a la pregunta sobre el hombre y, a fortiori, también para satisfacer el interés originario de la razón? Es en este espacio argumentativo, pues, donde las interpretaciones, en los últimos años, han sido más fértiles; para el fin que nos hemos propuesto en este trabajo, será suficiente describir las opciones hermenéuticas más relevantes, antes de centrarnos en aquellos textos del propio Kant que, en cierto sentido, sugieren la necesidad de elaborar un determinado saber antropológico. Una de las interpretaciones más radicales es, sin duda, la de Van de Pitte,14 para el cual el entero corpus sistemático kantiano constituiría una ‘antropología filosófica’ cabalmente desarrollada. En este sentido, el término ‘antropología’ sería caracterizado por una

12 Ivi, pág. 191. 13 Para una lectura analítica, puntual y que introduce de forma cabal a todos los temas tratados en esa obra

“secundaria” de Kant, véase R. BRANDT, Kritischer Kommentar zu Kants Anthropologie in pragmatischer Hinsicht (1798), Meiner, Hamburg, 1999. 14 Cf. F. P. VAN DE PITTE, Kant as philosophical anthropologist, op. cit.; cf. también su Introduction, en I.

KANT, Anthropology from a pragmatic point of view, edited by V. L. Dowdell, Southern Illinois University Press, Carbondale-Edwardsville, 1978, págs. XI-XXII.

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ambigüedad que no haría sino jugar en favor de su propia interpretación y, por esa razón, no podría ser reducido exclusivamente al ámbito empírico abarcado en la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht. Así, pues, el papel más relevante lo tendría una verdadera ‘antropología filosófica’ que se propone establecer la «naturaleza esencial» (sic) del ser humano. Esto quedaría demostrado, según Van de Pitte, gracias a la centralidad de los temas antropológicos, que se encuentran diseminados a lo largo de toda la obra kantiana; de ese modo, la filosofía crítica no cumpliría sólo una función negativa, es decir, de delimitación del alcance de la razón humana, sino que también contribuiría a desarrollar un sistema positivo de descripción del ser humano.15 Pero el estudioso holandés no es el único en haber sostenido que cada una de las partes de la filosofía crítica puede ser concebida como una específica determinación de la respuesta a la pregunta por el hombre. J. E. Smith, por ejemplo, descarta rotundamente que la Anthropologie pueda contener una respuesta a dicha pregunta, afirmando, en cambio, que sólo la filosofía crítica –en su integridad– constituye una ciencia del hombre, cuya definición quedaría implícita en los análisis kantianos sobre la naturaleza, los límites del conocimiento y la relación del ser humano con Dios.16 Tampoco hay que olvidarse del “endorsement” de Karl Jaspers, el cual insistió en el papel determinante de la cuarta pregunta en el conjunto de la filosofía kantiana.17 En la misma dirección, asimismo, va la propuesta, mucho más reciente, de D. Sturma, el cual sostiene que en las tres Críticas se hallaría una serie de argumentaciones que pueden ser consideradas como determinaciones específicas de la respuesta a la pregunta “¿qué es el hombre?”; el estudioso alemán, sin embargo, no cree que en Kant pueda encontrarse una definición esencialista del ser humano, puesto que defiende que en su filosofía juegan un papel muy relevante el abandono del modelo teórico centrado en una definición estática y metafísica del hombre y la consecuente apertura hacia un modelo

15 La radicalidad de la propuesta hermenéutica de Van de Pitte llega a un punto muy extremo, pues el estudioso holandés sostiene que la “revolución copernicana” de Kant sería una anticipación de la transvaloración de todos los valores propugnada por Nietzsche. Cf. ID., Kant as philosophical anthropologist, op. cit., pág. 578. 16 Véase J. E. SMITH, The question of man, en C. W. HENDEL (ed.), The philosophy of Kant and our modern world, The Liberal Arts Press, New York, 1957, en particular págs. 3-24. 17 Cf. K. JASPERS, zu seinem 150. Geburtstag, en J. KOPPER, R. MALTER (hrsg. von), Immanuel Kant zu ehren, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1974, págs. 366-375 (en particular pág. 368).

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basado en la «indagación sobre las facultades y las propiedades verificables de la forma de vida humana».18 Ahora bien, todas las interpretaciones mencionadas hasta aquí tienden a considerar que la cuarta pregunta formulada, por ejemplo, en la Introducción a la Lógica, tiene una función de compendio y fundación respecto de las otras tres preguntas fundamentales de la filosofía kantiana; además, dichas interpretaciones pretenden hallar una respuesta de tipo esencialista, es decir, aspiran a identificar un núcleo teórico que contenga una definición estable de la esencia del hombre, restando importancia al papel de la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht, por su carácter demasiado empírico, que no encajaría con el enfoque general del pensamiento kantiano. Sin embargo, no todos los estudiosos han optado por una interpretación tan “esencialista”: en una publicación muy reciente, R. Brandt,19 profesor de la Universidad de Marburg, apuesta por identificar la caracterización antropológica de la filosofía de Kant en la idea (que ya hemos encontrado en el precedente capítulo) de Bestimmung, conceptualmente opuesta a toda concepción “esencialista”. Según Brandt, pues, el baricentro del pensamiento kantiano no puede coincidir con la búsqueda de un supuesto Wesen del ser humano, ya que a partir al menos de 1764 (año de publicación de la Untersuchung über die Deutlichkeit der Grundsätze der natürlichen Theologie und der Moral), el mismo Kant habría rechazado la posibilidad de hablar de un Wesen a-histórico e inmutable del hombre, afirmando que lo que guía la indagación, a este propósito, debe ser un interés eminentemente práctico, y no teórico; por esta razón, la idea de Bestimmung resultaría mucho más acorde al sistema filosófico kantiano. En este sentido, Brandt recuerda que lo que guía semejante razonamiento no es la voluntad definitoria de Platón, sino la tensión dinámica heredada de los estoicos, cuyas reverberaciones habían hecho posible aquella recuperación neo-estoica que se afirmó en la segunda mitad del siglo XVIII y cuyos rastros pueden encontrarse también en las páginas del filósofo de Königsberg. Así, pues, Brandt se lanza a una reconstrucción del itinerario kantiano, eligiendo como hilo conductor el concepto de Bestimmung, que Kant utilizaría para ampliar la indagación sobre el destino individual (que caracterizaba el horizonte personalista de la obra del teólogo luterano Spalding, como hemos recordado en el primer capítulo)20 y abarcar también el de la especie, poniendo en conexión la autodeterminación

18 D. STURMA, Was ist der Mensch? Kants vierte Frage und der Übergang von der philosophischen Anthropologie zur Philosophie der Person, op. cit., pág. 264-265. 19 R. BRANDT, Die Bestimmung des Menschen bei Kant, op. cit. 20 Cf. supra, pág. 78, nota 112.

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ética del individuo (ethische Selbstbestimmung) con el destino jurídico de la humanidad (rechtliche Menschheitsbestimmung). De ese modo, argumenta Brandt, la moral y el derecho constituirían las coordenadas esenciales de la Bestimmung del hombre, que por tanto adquiere una connotación ineludiblemente dinámica y racional, en contraposición con una concepción “esencialista” y basada en lo natural. Ahora bien, en un contexto así determinado, es necesario preguntarse cómo puede encajar la aparición de la cuarta pregunta (¿qué es el hombre?), junto con todas sus implicaciones aparentemente esencialistas. En primer lugar, Brandt subraya dos aspectos relevantes: el carácter sumamente esporádico con el cual dicha pregunta aparece en el corpus kantiano (que se sumaría a la escasa importancia de las obras en las que, efectivamente, es formulada)21 y, sobre todo, el fuerte rechazo de Kant, expresado repetidamente en varios lugares, por cualquier pregunta teórica que conlleve respuestas definitorias y esencialistas, a causa de su insanable índole escolástica. Además, la transformación de dicha pregunta en una pregunta por la Bestimmung del hombre implicaría, según Brandt, una opción epistemológica y metodológica muy clara. A diferencia del saber matemático, en efecto, la filosofía no tiene su origen en definiciones preliminares, sino que, procediendo analíticamente, puede aspirar a hallar una definición sólo después de haber terminado su accidentado recorrido. Así, pues, en relación con el hombre, el método a seguir, según Kant, no puede ser el mismo empleado por Rousseau, que empieza por la determinación de la naturaleza del ser humano; por el contrario, es necesario centrarse en el hombre concreto y actual, que encontramos en la sociedad presente, y sólo después sería posible derivar su auténtica naturaleza. Dicho de otra forma, Kant descartaría de forma contundente establecer el punto de partida de la indagación sobre el hombre en una filosofía del ser y la sustancia, que se contrapone radicalmente a su planteamiento analítico; en este sentido, argumenta Brandt, el conocimiento de la esencia del hombre, en la filosofía kantiana, es reemplazado por la individuación de su Bestimmung funcional, que el ser humano alcanza en la medida en que, en tanto que individuo, se somete a la ley moral y, en tanto que parte de la especie, contribuye a

21 A este propósito, Brandt insiste en que no puede ser una mera casualidad el hecho de que esa pregunta no aparece ni en las lecciones de Antropología, ni en la Antropología en sentido pragmático. Una argumentación de corte muy filológico (“existe sólo lo que deja sus huellas en un texto escrito”), pero que no deja de tener un cierto sentido: ¿por qué Kant, después de haber declarado que toda interrogación filosófica puede compendiarse en las respuestas que tiene que dar la ‘antropología’, no mencionó nunca dicha circunstancia, a la hora de tratar la cuestión específica y disciplinar de la ‘antropología’?

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transformar la historia natural en una historia que expresa la dignidad alcanzada en virtud del principio de autonomía jurídica. Aquí residiría el núcleo de la pregunta por el hombre, sostiene Brandt, y no en la descripción de una supuesta esencia fija y estable, que no representaría sino una reiteración del error de la metafísica. Después de haber reconstruido –seleccionando las interpretaciones que nos han parecido más representativas– el contexto historiográfico en el cual, en las últimas décadas, hemos asistido a la renaissance del interés por los temas antropológicos en Kant, poniendo de manifiesto la complejidad y la heterogeneidad de dichas interpretaciones, ha llegado el momento de examinar los textos kantianos, para aclarar la cuestión de cómo el mismo Kant llegó a relacionarse con ese saber antropológico que, como hemos visto en el primer capítulo, se fue constituyendo a lo largo del siglo XVIII. De ese modo, en nuestra opinión, será posible entender el papel teórico asignado a ese proyecto disciplinar elaborado a lo largo de más de veinte años de cursos universitarios y condensado en la publicación, en 1798, de la Antropología en sentido pragmático. Si llegamos a entender qué tipo de relación puede establecerse entre dicho proyecto y la filosofía trascendental, cuáles son los materiales mediante los cuales se organiza su contenido y –si lo hay– cuál puede ser el principio unitario capaz de otorgarle un sentido filosófico determinado, entonces, tal vez, podremos entender también en qué medida y hasta qué punto es legitimo interpretar el pensamiento de Kant haciéndolo gravitar alrededor de la pregunta fundamental por el hombre. Asimismo, en el tercer parágrafo del presente capítulo, tendremos a disposición más herramientas conceptuales para analizar la crítica inapelable de Foucault hacia el presunto “pecado original” del paradigma antropológico moderno, responsable de «poner en conexión, por obra de una mediación no sometida a la reflexión, la experiencia del hombre y la filosofía».22 Empecemos reconstruyendo la génesis de lo que (como intentaremos argumentar a través de los textos kantianos) podríamos considerar como la cristalización terminal de la configuración antropológica de la filosofía de Kant, a saber: la Antropología en sentido pragmático –que, por su carácter radicalmente comprometido con la empiria, ocuparía un lugar harto descentrado en su sistema y que, leída de forma decontextualizada, podría parecer casi desconcertante, por su carácter extremadamente divulgativo y hasta trivial.

22 M. FOUCAULT, Introduction a l’Antropologie de Kant, en I. KANT, Anthropologie du point de vue pragmatique, Vrin, Paris, 2008, trad. esp. de A. Dilon, Una lectura de Kant, Siglo XXI, Buenos Aires, 2009, pág. 130, cursiva mía.

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Pues bien, el primer paso consiste en poner de manifiesto cómo el rechazo kantiano por la metafísica conlleva la necesidad de desvincular la indagación sobre el ser humano de la cuestión del ‘alma’, sometiendo a una dura crítica tanto los esfuerzos de la psicología racional, como los de la psicología empírica, cuyas pretensiones teóricas eran indudablemente inferiores.23 En otras palabras, es evidente el intento de Kant de liberar la interrogación antropológica de los lazos metafísicos (es decir, dogmáticos) de toda psicología.24 Como es sabido, la psicología racional se ocupaba de tres cuestiones principales, estrictamente vinculadas entre sí: la sustancialidad del alma; su relación con el cuerpo, del que difiere ante todo desde un punto de vista cualitativo; su inmortalidad. La psicología empírica, en cambio, era una disciplina basada en la experiencia y se encargaba de analizar la parte cognoscitiva y desiderativa del alma, limitándose a describir (no a fundar) su actividad; dicho de otra forma, la tarea de la vertiente empírica de la psicología consistía en un auto-análisis de la conciencia que debía establecer las leyes empíricas de la vida psíquica, una vez que ésta hubiese sido fundada (es decir, deducida) mediante la

23 Para una panorámica histórico-conceptual sobre la cuestión de la ‘psicología’ en cuanto nueva disciplina del saber moderno, véase E. SCHEERER, Psychologie, en J. RITTER (Hg.), Historisches Wörterbuch der Philosophie, op. cit., vol. VII, págs. 1599-1653; como se recuerda en ese artículo, la difusión del término latín ‘psychologia’ se debe al influjo en el mundo intelectual de dos obras capitales del filósofo alemán Christian von Wolff, Psychologia empirica (1732), y Psychologia rationalis, (1734). 24 A este propósito, es fundamental consultar el siguiente ensayo: G. HATFIELD, Empirical, rational and transcendental psychology. Psychology as science and as a philosophy in P. GUYER (ed.), The Cambridge companion to Kant, Cambridge University Press, New York, 1992, 200-227. Además, es útil señalar que las cuestiones relativas a la confutación de la psicología racional (y de la vigencia ontológica del ‘Je pense’ cartesiano), así como a la necesidad estructural, en el sistema kantiano, de la transición de la psicología empírica a la antropología pragmática, son el objeto de discusión del estudio introductorio de Alain Renaut a su edición francesa de la Anthropologie de Kant: véase A. RENAUT, Présentation, en I. KANT, Anthropologie du point de vue pragmatique, Flammarion, Paris, 1999, págs. 3-35. La tesis defendida por el filósofo francés es que la lógica profunda que subyace al rechazo de toda psicología científica y a la transición a una antropología pragmática es la del fin de la metafísica y del nacimiento del campo epistemológico de las futuras sciences de l’homme. Del mismo autor, véase también el siguiente ensayo: La place de l’anthropologie dans la théorie kantienne du sujet, en J. FERRARI (ed.), Kant, l’année 1798. Sur l’anthropologie, Vrin, Paris, 1997, págs. 49-64, en el que el autor defiende la tesis según la cual la Anthropologie kantiana tiene que ser leída e interpretada paralelamente y en continuidad a las tres críticas, de las cuales representaría, por decirlo así, una prolongación natural.

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“hermana mayor”, la psicología racional.25 Se trataba, pues, del mismo objeto de indagación, pero tratado o bien mediante los conceptos de la razón, o bien a través de las observaciones de los fenómenos internos.26 En ese contexto, la crítica kantiana iba dirigida, en particular, hacia la necesidad, típica de la escuela inaugurada por Wolff, de establecer el fundamento de las representaciones psíquicas –de por sí accidentales– en una sustancia; de hecho, era precisamente ese proceso de hipostatización del alma lo que abría paso a la demostración de su inmortalidad. En efecto, desde un punto de vista epistemológico, Kant no podía ser más claro: el intelecto humano no puede acceder nunca al conocimiento a priori de la naturaleza del ser pensante. El error de la psicología racional, por lo tanto, consistía en hacer derivar todo conocimiento perteneciente al ámbito del ‘Je pense’, que, sin embargo, en ningún caso podría ser considerado como un concepto de la razón, sino a lo sumo como una simple conciencia que acompaña todos los conceptos, es decir, como la forma de la representación, y no como su fuente originaria. En otras palabras, la psicología racional acabaría asumiendo como unidad sustancial de la conciencia algo que no explica nada desde el punto de vista ontológico (sino, como mucho, desde el punto de vista lógico) y que sólo es una auto-intuición del sujeto, considerado como objeto.27 En ese territorio,

25 Sobre la distinción entre las dos ramas de la psicología, y en particular sobre la distinción establecida por

Wolff, cf. también H. W. ARNDT, Rationale Psychologie, en J. RITTER (Hg.), Historisches Wörterbuch der Philosophie, op. cit., vol. VII, págs. 1664-1669. 26 A este propósito, en la “Dialéctica Trascendental” de la Crítica de la razón pura encontramos una aclaración puntual y precisa: «Yo, en cuanto pensante, soy un objeto del sentido interno y recibo el nombre de alma. Lo que es objeto de los sentidos externos se llama cuerpo. Consiguientemente, el yo, en cuanto ser pensante, significa el objeto de la psicología, que puede designarse como doctrina racional del alma, si es que no pretendo saber acerca de ésta más que lo deducible, con independencia de la experiencia (que me determina más detalladamente y en concreto), del concepto «yo», que interviene en todo pensamiento. [...] Así, pues, nos hallamos ya ante una presunta ciencia edificada sobre la única proposición “Yo pienso”, una ciencia cuyo fundamento o falta de fundamento podemos investigar aquí con toda propiedad y de acuerdo con la naturaleza de una filosofía trascendental». KrV, (A)342/(B)400, pág. 305 Por otro lado, en cuanto a la psicología empírica, Kant afirma que «si el conocimiento que de los seres pensantes en general obtenemos mediante la razón pura tuviera más fundamento que el cogito; si acudiéramos también a las observaciones sobre el juego de nuestros pensamientos y a las leyes naturales que debemos extraer del mismo en relación con el yo pensante, entonces surgiría una psicología empírica que sería una especie de fisiología del sentido interno». KrV, (A)347/(B)405-6, pág. 307. 27 Lo dice muy claramente el mismo Kant: «ese yo no es ni intuición ni concepto de ningún objeto, sino la mera forma de la conciencia que puede acompañar a ambas clases de representación». KrV, (A)382, pág. 327.

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según Kant, la razón especulativa no dispone de ninguna jurisdicción: por este motivo, todo intento en esa dirección no es sino el producto de «las fantasías de un espiritualismo que, para nosotros vivientes, carece de fundamento».28 Ahora bien, una vez demolida toda pretensión de la psicología racional, en tanto que ciencia que sobrepasa ineludiblemente las posibilidades de la razón humana, para Kant la única salida posible consiste en «estudiar nuestra alma guiados de la experiencia y [en] limitar las cuestiones a un marco que no rebase el contenido que la posible experiencia interna puede ofrecer».29 De ese modo, la ciencia de la psique, en su vertiente empírica, no se propone examinar la generalidad de la experiencia posible, puesto que aquí no está en juego el sujeto del pensamiento y la apercepción pura, sino aquel sujeto que se configura a partir de la multiplicidad de las intuiciones. El ámbito es el de la experiencia sensible, y no posible. Así, pues, la psicología empírica no aspira a hallar y describir la naturaleza del sujeto pensante o aquellas propiedades que, como hemos visto, no pueden ser demostradas ni siquiera por la psicología racional. En efecto, el ‘Yo’ del cual habla la psicología empírica es un ‘Yo’ determinado concretamente; se trata, por decirlo así, de un ‘Yo’ verkörpert –“encarnado” en un cuerpo.30 En otras palabras, dicha vertiente de la psicología, indagando el alma en su ineludible conjunción con un cuerpo, no se plantea hallar su naturaleza abstracta y metafísica, sino que debe aspirar a delinear sus propiedades en la medida en que sea considerada como parte de un horizonte determinado temporalmente (esto es, la vida misma), siempre y cuando se asigne al tiempo una dimensión eminentemente humana. No puede representar una mera casualidad, entonces, el hecho de que Kant, en algunos lugares de su obra –y mediante una superposición terminológica harto sorprendente– acabe identificando la psicología empírica con la antropología misma. Veamos, por ejemplo, el siguiente pasaje de la Kritik der Urteilskraft: «como la teología no puede nunca venir a ser, para nosotros, una teosofía, de igual modo la psicología racional no puede venir a ser nunca una pneumatología, como ciencia extensiva, como igualmente también está asegurada, por otra parte, de no caer en el materialismo, sino que es más bien mera antropología del sentido interior, es decir,

28 KrV, B(421), pág. 348. 29 Ibidem. 30 En el último parágrafo del tercer capítulo, veremos hasta qué punto, para Helmuth Plessner, es fundamental considerar el papel de la Verkörperung (o incorporación), si se quiere promover una ‘antropología filosófica’ actual, abierta y anti-ideológica. Cf. infra, págs. 251-270.

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conocimiento de nuestro yo pensante en la vida».31 Podríamos preguntarnos, por lo tanto, qué significado (y qué consecuencias) tiene, para el pensamiento kantiano, el hecho de que el proyecto impracticable de una psicología de corte metafísico pueda convertirse en un proyecto de corte antropológico. No se trata en absoluto (dicho sea de paso) de una cuestión irrelevante desde un punto de vista filosófico, que apasiona exclusivamente a los “filólogos” kantianos, sobre todo si tenemos en cuenta que, según una de las corrientes interpretativas más en boga de las últimas décadas, habría que considerar toda la filosofía de Kant como una respuesta a la pregunta por el hombre. Sin embargo, antes de analizar el alcance teórico del cambio del interés de fondo de la indagación kantiana (que parece rechazar la psicología empírica y promover, en cambio, la antropología), conviene señalar algunas cuestiones epistemológicas relativas a la primera; de ese modo, en nuestra opinión, podremos apreciar de forma más nítida tanto el significado de dicha transición, como la peculiar caracterización pragmática del planteamiento antropológico kantiano. En la Vorrede de los Metaphysische Anfangsgründe der Naturwissenschaft,32 obra publicada en 1786, Kant reflexiona sobre la peculiaridad de los fenómenos pertenecientes a la esfera del sentido interno, con vistas a rebajar su estatuto científico. En primer lugar, es importante recordar que, para el filósofo de Königsberg, estamos en presencia de una Naturwissenschaft únicamente si sus leyes fundamentales pueden ser conocidas a priori; dicho de otra forma, en una ciencia de la naturaleza que quiera ser verdaderamente científica debe hallarse una parte pura, estrictamente separada del lado empírico del objeto investigado. Para satisfacer dicha condición, los objetos naturales deben poder ser tratados matemáticamente: sólo así, será posible construir el concepto de esos objetos, a partir de su intuición a priori.33 Ahora bien, lo que ocurre, en el caso de los fenómenos del sentido interno, es que la matemática no puede intervenir en el proceso cognoscitivo, como, en cambio, sí puede hacer en el caso de los cuerpos extensos, estudiados por la Física. A partir de dichas premisas, por lo tanto, no es difícil intuir cuál será el rango científico asignado a la psicología empírica, que «está alejada [...] del rango de una ciencia natural propiamente dicha, principalmente porque las matemáticas no

31 I. KANT, Kritik der Urteilskraft (1790), en KGS, Bd. V, págs. 165-485, edición esp. de J. J. García Norro y R. Rovira, trad. esp. de M. García Morente, Crítica del juicio, Tecnos, Madrid, 2007, pág. 407. 32 ID., KGS, Bd. IV, págs. 465-565, trad. esp. de J. Aleu Benítez, Principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza, Tecnos, Madrid, 1991. 33 «Toda Ciencia de la naturaleza, propiamente dicha, debe tener, pues una parte pura sobre la cual se debe fundar la certeza apodíctica que la razón busca en ella». Ivi, pág. 5; cf. también págs. 6-7.

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pueden aplicarse a los fenómenos del sentido interno y a sus leyes».34 Asimismo, tampoco podrá aspirar al grado de doctrina experimental (situándose al mismo nivel, por ejemplo, de la Química), a causa de la imposibilidad de que se genere una solución de continuidad en ese flujo temporal en el cual toma cuerpo la multiplicidad de las intuiciones internas, lo que le permitiría al sujeto mismo presidir la composición o descomposición de lo que se observa.35 Se trata, en otras palabras, de despojar de toda legitimidad científica la auto- observación, es decir, la introspección; esta misma argumentación, dicho se de paso, será utilizada también en la Antropología en sentido pragmático, donde se pone en guardia contra cualquier intento de compilar una «historia interna del curso involuntario de los propios pensamientos y sentimientos», que conlleva el peligro de «incurrir en la quimera de supuestas inspiraciones de lo alto y de fuerzas que influirían sobre nosotros sin nuestra cooperación y quién sabe de dónde procedentes, en la quimera de los iluminados y de los aterrorizados»; en efecto, argumenta Kant, «no pasa con estas experiencias interiores como con las exteriores sobre los objetos del espacio, en que los objetos suministran experiencias coincidentes y duraderas. El sentido interno ve las relaciones entre sus determinaciones sólo en el tiempo, por tanto, en un fluir en que no cabe prolongar la observación, como, sin embargo, es necesario para la experiencia».36 A la luz de la argumentación kantiana, entonces, puede inferirse que la psicología empírica debería limitarse a ser una exposición de hechos psíquicos y que su alcance epistemológico debe ser meramente descriptivo. Eliminar todo componente escolástico y metafísico, no sólo en el caso de la psicología racional, sino también en el de la psicología empírica: tal es el proyecto de Kant, pues, al formular sus objeciones a toda pretensión de dicha vertiente de la psicología de ascender al rango de una «eigentliche Naturwissenschaft» o, simplemente, de una «Experimentallehre». Una vez aclarada la cuestión desde un punto de vista epistemológico, será más fácil entender las claves de la decisión de Kant de amparar el

34 Ivi, pág. 8. 35 Lo recuerda también Alain Renaut, subrayando la importancia de esta argumentación kantiana: «desde un punto de vista trascendental –como queda demostrado en la Crítica [de la razón pura]–, es incontestable que la fenomenalización del yo supone la temporalización; sin embargo, desde un punto de vista no menos radical, el que se halla en los Principios metafísicos, también es incontestable que no podemos acceder a los fenómenos del sentido interno [...] sino mediante una sucesión continua». A. RENAUT, Présentation, op. cit., pág. 31. 36 AP, págs. 24-25.

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desarrollo de una disciplina –la antropología– que sepa vehicular la transición fundamental del ámbito de la escuela al del mundo. Hasta aquí hemos podido comprobar en qué medida Kant, en distintos lugares de su obra, apuesta por renunciar a una definición sustancialista de la naturaleza del sujeto pensante (es decir, a la posibilidad de desarrollar una psicología racional), que debe ser reemplazada por una descripción estrictamente empírica de los fenómenos del sentido interno, que a su vez, por razones que tienen que ver con la epistemología crítica kantiana, no puede aspirar a la categoría de verdadera ciencia. La consecuencia de esto, por tanto, es que la psicología empírica está destinada a confluir en ese peculiar saber antropológico que debe contribuir a configurar la Weltkenntnis, aquel ‘conocimiento del mundo’ que, como veremos, caracteriza la esfera prudencial del ámbito pragmático-cosmopolita y que, siempre en palabras de Kant, podríamos llamar ‘sabiduría mundana’ (Weltweisheit). En cierto sentido –aunque no precisamente en estos términos–, la necesidad de dicha transición se encuentra ya en la primera edición de la Crítica de la razón pura, donde, por un lado, se afirma que «la psicología empírica tiene que ser completamente desterrada de la metafísica», pero, por el otro, también se reconoce que «es demasiado importante como para eliminarla o para encuadrarla en otro lugar donde pudiera encontrar menos afinidad todavía que en la metafísica. No se trata, por tanto, más que de un extraño que acogemos y al que permitimos quedarse por algún tiempo, hasta que pueda instalar su propia residencia en una antropología completa (que forma pareja con la doctrina empírica de la naturaleza)».37 Pero ¿qué clase de saber empírico era aquella psicología que, precisamente en la época de Kant, se estaba difundiendo cada vez más? ¿Cuáles eran, concretamente, los objetivos críticos frente a los que el filósofo de Königsberg oponía la necesidad de configurar una ciencia del hombre que pudiera cristalizarse en una antropología mundana y pragmática? Es sabido que hacia la mitad del siglo XVIII la psicología empírica consiguió imponerse como una de las disciplinas más acreditadas para heredar el papel antes ocupado por el ámbito metafísico; además, la pluralidad de las fuentes y de los materiales que componían esa nueva disciplina, así como el interés académico que despertaba, contribuyeron a asentar las bases para su cada vez mayor difusión. De hecho, el mismo Kant reparó en ello, cuando, en 1772/73, durante uno de sus cursos universitarios dedicados a la Antropología, anotaba lo siguiente:

37 KrV, (A)848-849/(B)876-877, págs. 611-612.

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«en la antigüedad no se recopilaron muchas experiencias relativas al alma [...]. Pero hoy día podemos acceder a un gran repertorio de ejemplos de esa fuente de las acciones humanas, en particular gracias a los escritores ingleses, por eso podemos exponer dicha doctrina como si se tratara de la Física. [...] Aquí [en la psicología empírica, una vez alejada de la metafísica, ndt], se pueden estudiar la fuente de todas las acciones humanas y los caracteres de los hombres en la medida en que se relacionan entre sí, algo que solemos encontrar ocasionalmente y de forma dispersa en las ciencias, en las novelas y en algunos tratados morales».38

Así, pues, como decíamos anteriormente, la auto-observación quedaba descartada tanto metodológica como epistemológicamente, dada la riqueza y variedad de las fuentes que, en esa época, estaban a disposición para la configuración de un saber sobre el hombre que fuera capaz de desvincularse de la arquitectura metafísica del pensamiento. En otras palabras, esas fuentes despliegan todo un campo de conocimientos que difícilmente podían ser tratados de forma sistemática mediante la rígida doctrina de las facultades del alma, sobre la cual se basaban, en cambio, la psicología empírica de Wolff y de Baumgarten, como también las Vorlesungen über die Metaphysik de Kant, que estaban todavía muy influenciadas por la escuela wolffiana.39 Ese nuevo saber, en efecto, tenía que ser mucho más ágil y dúctil, para adaptarse al carácter dinámico y “aplicado” de sus fuentes y sus materiales: sólo así, pues, podía eludir la rigidez de la tradición escolástica y desembocar en aquella «antropología completa [ausführliche Anthropologie]» a la cual el mismo Kant aludía en las páginas antes citadas de la “Arquitectónica de la razón pura”. Ese nuevo tipo de saber empírico en torno al ser humano, en definitiva, es el que albergará la antropología en sentido pragmático. En un contexto así determinado, es preciso subrayar al menos otro terminus a quo de la nueva antropología kantiana, a saber: el conocimiento fisiológico del hombre. Como es sabido, en el célebre Prólogo de la Antropología en sentido pragmático se hace explícito de forma muy tajante el rechazo del enfoque fisiológico, por resultar todavía perteneciente a aquel ámbito dogmático que, en su opinión, constituía un callejón sin salida y que, por esa razón, su nueva antropología aspiraba a reemplazar. Hacia finales de 1773, en una carta a Marcus Herz (uno de sus interlocutores epistolares más constantes), Kant ya

38 I. KANT, Vorlesungen über Anthropologie, op. cit., 243-244 (la transcripción, en este caso, es de Parow). 39 A este propósito, véase V. SATURA, Kants Erkenntnispsychologie nach seiner Vorlesung über empirische Psychologie, en “Kant Studien”, Ergänzungshefte n. 101 (1971), en particular pág. 39-43.

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había individuado su objetivo crítico, asignándole hasta un nombre y un apellido: Ernst Platner y su Anthropologie für Ärzte und Weltweise, una obra que hemos encontrado en el precedente capítulo y que, dicho sea de paso, podría ser considerada como un verdadero intento de desmontar el discurso kantiano en torno al hombre. Reproducimos aquí uno de los pasajes teóricamente más incisivos de esa carta:

«yo busco antes los fenómenos y sus leyes que los primeros fundamentos de posibilidad de la modificación de la naturaleza humana en general. De ahí que se omita enteramente la sutil y, a mi parecer, eternamente vana investigación sobre el modo en que los órganos del cuerpo se hallan en conexión con el pensamiento».40

El punto decisivo, aquí, es el rechazo kantiano por cualquier intento de comprender la racionalidad a partir de la organización de la materia cerebral.41 Dicha posibilidad, hoy día, nos parece más que practicable, por lo menos desde el punto de vista descriptivo que nos brindan las neurociencias; sin embargo, para Kant se trataba, sin más, de una enésima (y vana) ilusión metafísica, destinada a confluir en el dogmatismo típico de toda ‘pneumatología’ (entendida como ciencia del alma en tanto que ‘Ding an sich’) y de todo conocimiento de tipo dogmático-teórico sobre las relaciones entre el alma y el cuerpo, es decir, entre los fenómenos del sentido interno y su relativo sustrato material. En este caso, en efecto, se produciría (según Kant) una suerte de “monstruo cognoscitivo”, a saber: una fisiología del sentido interno con pretensiones fundacionales –es decir, trascendentales– que, sin embargo, admite un conocimiento a posteriori que se lleva a cabo mediante una indagación empírica. El peligro que la filosofía kantiana quería así rechazar, como podemos intuir, es el del determinismo materialista, que habría determinado la supresión de la fuente originaria de libertad que reside en el hombre y que, justamente, debe ser objeto de estudio de una antropología pragmática (es decir, basada en la observación empírica, pero sin ninguna pretensión dogmático-teórica, sino capaz de ofrecer un

40 I. KANT, Brief an M. Herz (gegen Ende 1773), en Briefwechsel, KGS, Bd. X, pág. 145. 41 Es interesante notar que esta misma crítica fue dirigida también a Herder, en la reseña que Kant hizo de sus Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, obra de la que hemos hablado en el primer capítulo, mostrando en qué sentido puede ser considerada como uno de los primeros ejemplos de argumentación de corte antropológico-filosófico de la edad moderna. Véase I. KANT, Rezension zu J. G. Herders Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menscheit, Theil I (1785), ahora en Werkausgabe in zwolfe Bände, Bd. XII, hrsg. von W. Weischedel, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 19958, págs. 779-806.

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conocimiento que sea relevante para la vida); de lo contrario, desde el punto de vista kantiano, la respuesta a la pregunta por el hombre resultaría incompleta, puesto que el espacio concedido a la libertad del ser humano en ningún caso puede ser suprimido por la concepción determinista propia de la fisiología. (En el precedente capítulo hemos subrayado en qué sentido la propuesta antropológica de Platner no puede ser asimilada tout court a la tradición del materialismo francés de La Mettrie; aquí Kant parece proponer una identificación harto simplificadora, pero lo más importante para nuestro itinerario conceptual es señalar la base argumentativa del rechazo kantiano por toda reducción del ser humano a sus constantes fisiológicas y por todo esfuerzo de hallar –à la Herder– una conexión teórica entre la inteligencia del hombre y su situación biológica). Merece la pena insistir en la cuestión de la relevancia para la vida de ese nuevo saber empírico y a la vez pragmático, dado que, en nuestra opinión, resulta decisivo para entender en qué modo Kant procura desmarcarse de las pretensiones de aquella que él considera como una antropología todavía escolástica (la que estriba en el conocimiento fisiológico del hombre). Como ya hemos apuntado precedentemente, la antropología kantiana se configura ante todo como una Weltkenntnis.42 Leamos, pues, el primer párrafo de la Antropología en sentido pragmático:

«Todos los progresos de la cultura a través de los cuales se educa el hombre tienen el fin de aplicar los conocimientos y habilidades adquiridas para emplearlos en el mundo; pero el objeto más importante en el mundo a que el hombre puede aplicarlos es el hombre mismo, porque él es su propio fin último. El conocerlo, pues, como un ser terrenal dotado de razón

42 Es oportuno hacer un breve comentario lingüístico acerca del término Kenntnis, ya que, en la época kantiana (mucho menos en la lengua alemana actual) era posible establecer una diferenciación connotativa relevante entre Kenntnis y Erkenntnis. A este propósito, puede ser útil traer a colación lo que los hermanos Grimm escribieron en su célebre Deutsches Wörterbuch (reimpresión anastática en Dtv, München, 1991, Bd. III, pág. 871): «hoy utilizamos Kenntnis como notio, notitia, intelligentia, Kunde; Erkenntnis, en cambio, como cognitio». Asimismo, no está de más señalar que, en relación con Erkenntnis, hay muchas referencias a la obra de Kant. Como es sabido, ese término adquiere un significado muy estricto en la primera Crítica, indicando la síntesis, por obra de los conceptos puros del intelecto, de la multiplicidad recogida en la intuición, bajo la orientación de la apercepción trascendental. Kennen, en cambio, «contiene la referencia a una familiaridad [Bekanntschaft] que se ha alcanzado mediante la experiencia; propiamente, se conoce [kennt] sólo aquello de que se ha adquirido una experiencia en primera persona». Es evidente, aquí, la relevancia de la elección kantiana, que en ningún caso podría haber utilizado Erkenntnis en relación con la idea del mundo, por el papel de “concepto-límite” que la idea de Welt tiene en la filosofía de Kant. El término Kenntnis, en cambio, no presentaba la misma dificultad conceptual.

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por su esencia específica, merece llamarse particularmente un conocimiento del mundo, aun cuando el hombre sólo constituya una parte de las criaturas terrenales».43

Kant se muestra aquí muy explícito a la hora de individuar la dimensión originaria en la que tiene que instalarse ese nuevo saber, es decir, en una dimensión aplicativa que se opone radicalmente a la tradición escolástica de la psicología, que nunca (supuestamente) habría estado interesada en afirmar algo sobre lo que el hombre puede hacer de sí mismo, de manera que el hombre fuera capaz de servirse de dicho conocimiento. Por ese motivo, la antropología pragmática, según las indicaciones brindadas por el mismo Kant, debía formar parte de ese gran proyecto didáctico que, también gracias a la geografía física, pretendía otorgar a los estudiantes toda una serie de conocimientos útiles para orientarse en el mundo.44 A este propósito, resulta muy interesante ver cómo el filósofo de Königsberg, en un escrito de 1775, presentó las principales líneas de investigación de uno de sus cursos universitarios dedicados a la geografía física:

«este conocimiento del mundo sirve para determinar el carácter pragmático de todas aquellas ciencias y habilidades que han sido aprehendidas de otra forma, de modo que puedan ser utilizadas no sólo para la escuela, sino para la vida. Aquí se abre un campo doble, del cual es necesario obtener previamente un compendio, a fin de ordenar todas las posibles experiencias que en él se encontrarán, a saber: la naturaleza y el hombre. Ambos campos, sin embargo, deben ser considerados cosmológicamente, es decir, no según los aspectos aun notables contenidos en sus objetos particulares (física y psicología empírica), sino según lo que nos sugiere su relación con el todo en el que se encuentran y en el que adquieren su propio lugar. Llamaré el primer campo geografía física, que trataré durante el semestre de verano, y el segundo antropología, que trataré en invierno».45

43 AP, pág. 7. 44 Alain Renaut, en la Présentation a su edición francesa de la Anthropologie, señala que sería un error considerar dicha obra como algo crepuscular y muy secundario en el contexto del pensamiento kantiano, sobre todo a la luz de la importancia de los cursos universitarios que el filósofo dedicó a ese tema, así como de los cursos dedicados a la geografía. Se trata, como dice Renaut, de una importancia ante todo cuantitativa: para un total de 268 cursos, los dedicados a la geografía, que empezaron en 1756, fueron 49 (ocupando así la segunda posición, después de los de lógica y metafísica), mientras que la antropología ocupa la cuarta posición, con 28 cursos. Véase A. RENAUT, Présentation, op. cit., pág. 4. 45 I. KANT, Von den verschiedenen Racen der Menschen (1775), en KGS, Bd. II, pág. 443.

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En estas palabras percibimos el eco de lo que más tarde, en las páginas de la “Arquitectónica de la razón pura”, cristalizó en la concepción de la filosofía en sentido cósmico: es allí, en efecto, donde podemos hallar una distinción que nos ayudará a deducir cuál es el lugar asignado a la Antropología dentro del sistema filosófico kantiano. Por un lado, sostiene Kant, existe un «concepto de escuela [Schulbegriff]» de la filosofía, que la caracteriza como «un sistema de conocimientos que sólo se buscan como ciencia, sin otro objetivo que la unidad sistemática de ese saber»; por el otro, sin embargo, existe también un conceptus cosmicus (Weltbegriff) de la filosofía, según el cual ésta «es la ciencia de la relación de todos los conocimientos con los fines esenciales de la razón humana».46 Ahora bien, entre esos fines esenciales, sólo uno puede ser considerado como el «supremo», a saber: «el destino entero del hombre [die ganze Bestimmung des Menschen]».47 En este contexto, entonces, el conocimiento empírico del hombre tendría un papel más bien propedéutico, es decir, representaría un fin subalterno que, en tanto que “medio”, contribuye a alcanzar el fin supremo. Llegados a este punto, se puede entender fácilmente por qué, para Kant, el nivel meramente descriptivo (el que se limitaba a constatar la subordinación del ser humano a las leyes de la naturaleza) no era idóneo para contestar a la pregunta por el hombre, cuya caracterización era, pues, eminentemente pragmática, esto es, relativa al espacio de la posibilidad y del deber. Antes de adentrarnos, en el próximo parágrafo, en el análisis detallado de la Antropología en sentido pragmático, donde examinaremos su alcance teórico y también sus límites, es oportuno recapitular brevemente los resultados a los que hemos llegado en este primer parágrafo. Ante todo, es preciso recordar la importancia del giro crítico kantiano, que determinó una reconfiguración de la metafísica, la cual ya no estaba legitimada para albergar ni la psicología racional ni la empírica, que en una primera fase del pensamiento kantiano habían sido situadas al comienzo del curriculum metafísico, adquiriendo aquella estructura taxonómica típica de la doctrina de las facultades del alma. A raíz del giro crítico, Kant intentó hallar un lugar más apropiado para esa disciplina integralmente empírica, que ya no podía formar parte del nuevo proyecto metafísico kantiano; asimismo, dicha disciplina tenía que albergar un saber sobre el hombre cada vez más amplio, que tenía que alimentarse también con una serie de materiales de procedencia extra-académica. En otras palabras, para Kant no se trataba de deshacerse tout d’un coup

46 KrV, (A)838/(B)866, pág. 606. 47 KrV, (A)840/(B)869, ibidem.

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del patrimonio de conocimientos escolásticos, sino de integrar el contenido de la psicología empírica en un proyecto más amplio, reformándolo bajo el signo del carácter pragmático del cual está impregnada la última fase de su pensamiento. Después del giro crítico, en efecto, consideró necesario renunciar a las ambiciones definitorias y esencialistas de la metafísica tradicional, optando, en cambio, por la edificación de un saber que pudiese resultar útil para orientarse en el mundo. Será entonces este nuevo tipo de saber, o mejor dicho esa ‘Weltkenntnis’, el horizonte último de la antropología popularmente desarrollada en sentido pragmático.48

48 Esta última referencia a la idea de la caracterización popular del saber antropológico merece ser brevemente profundizada. El término se encuentra al final del prólogo a AP (pág. 10) y sin duda resulta plenamente inteligible sólo si lo colocamos en el contexto de aquella Popularphilosophie típica de la Ilustración alemana tardía representada, entre otros, por J. G. Sulzer, M. Mendelssohn, J. A. Eberhard o el mismo Ernst Platner. Sus esfuerzos estaban volcados a conformar una suerte de Philosophie für die Welt que, lejos de reproducir el modo procedendi y la complejidad argumentativa de la tradición escolástica, debía dirigirse a un público mucho más amplio. El mismo Kant, como se refiere en la transcripción de sus lecciones de Antropología, sostuvo que, en el ámbito de ese saber, era necesario intentar desarrollar una exposición de tipo “popular”: «quien hace un uso escolástico de sus conocimientos [Kenntnisse] es un pedante que sabe definir sus conceptos sólo a través de las expresiones técnicas de la escuela [...]; hace un uso de conocimientos [Erkenntnisse] meramente escolásticos, pero en este ámbito hay que saber aplicar los propios conocimientos [Kenntnisse] siempre de forma popular, de modo que también los que no son unos eruditos de profesión puedan entendernos. [...] Por lo tanto, es necesario aprender a hacer un uso popular de nuestros conocimientos». I. KANT, Vorlesungen über Anthropologie, op. cit., Bd. XXV.2, pág. 853. Sobre este tema, véase H. HOLZHEY, Popularphilosophie, en J. RITTER (Hg.), Historisches Wörterbuch der Philosophie, op. cit., Bd. VII, págs. 1093-1100.

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II. LA ANTROPOLOGÍA EN SENTIDO PRAGMÁTICO. ENTRE LA LIBERTAD Y LA FINITUD

Como hemos señalado al final del precedente parágrafo, el carácter pragmático de la Antropología de Kant vehicula ante todo una tensión “popular” y una vocación a promover los progresos de la humanidad, contribuyendo al conocimiento y el desarrollo de sí; en otras palabras, se trata de un topos del pensamiento kantiano que, pese a constituirse en contraposición, por un lado, con toda antropología fisiologista á la Platner y, por el otro, con la posibilidad de una verdadera ciencia psicológica, se corresponde plenamente con el sentido general de la antropología ilustrada, que rechazaba tout court el carácter escolástico e inservible de los conocimientos puramente teoréticos, típico de la metafísica tradicional. Lo recuerda también Werner Krauss, en un ensayo determinante, en nuestra opinión, para comprender el contexto en el cual tomó cuerpo la reflexión antropológica de Kant, el cual, gracias a sus lecciones universitarias, «dio a los estudiantes de los años 60 la renovada convicción de que, después de casi cuatro décadas de wolffismo escolástico dominante, por fin fuera posible sustituir las estériles ejercitaciones lógicas y las vacuas construcciones metafísicas con una filosofía útil para el hombre común».49 Así, pues, antes de examinar más detalladamente y desde un punto de vista teórico-conceptual el significado del carácter pragmático del discurso antropológico kantiano, nos parece útil hacer hincapié en el sentido –tal vez más superficial– de dicha caracterización, que permite vincular su Antropología de 1798 a un horizonte de sentido más amplio. Se trata, como podemos intuir, del ideal ético-pedagógico proprio de la época ilustrada, mediante el cual se pretende otorgar al conocimiento una cierta “utilidad” para la vida, para el conocimiento de sí y para el afinamiento de la conducta en sociedad. La puesta en juego a la que aspira ese ideal es el desarrollo de la Klugheit, esto es, del saber comportarse, que a su vez representa el fundamento para llegar a ser verdaderos ciudadanos del mundo (Weltbürger). El carácter pragmático, por lo tanto, implica primariamente el hecho de que los conocimientos y el saber deben ser aplicados a la vida concreta, hallando así las reglas que llevan a un mejor ‘Gebrauch für die Welt’ –un mundo del cual el ser humano no puede

49 W. KRAUSS, Zur Geschichte der Anthropologie des 18. Jahrhunderts, op. cit., pág. 24. A este propósito, véase también N. MERKER, Die Aufklärung in Deutschland, Beck, München 1982, donde se afirma que, en virtud de las lecciones kantianas, «la “doctrina del hombre” (tal y como Wilhelm Wundt llama, en su conjunto, la “tercera generación ilustrada”, la del 1750-1780) en los años 60 volvió al mundo académico», pág. 112.

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limitarse a ser únicamente espectador, sino también actor.50 Asimismo, en los próximos párrafos veremos en qué sentido puede declinarse la determinación triple de la antropología en sentido pragmático, como bien expone el mismo Kant en el Prólogo, cuando afirma que dicha antropología se centrará en lo que el hombre hace, puede y debe hacer de sí mismo. Los campos que se despliegan, por lo tanto, son los de la facticidad (la observación del obrar humano), de la posibilidad (los condicionamientos naturales, que establecen las coordenadas “inferiores”, por decirlo así, del uso de la libertad)51 y del deber (la indicación de la Bestimmung de la especie humana, idea a la cual es preciso subordinar el mismo obrar); así, pues, el carácter pragmático revela la peculiaridad de la mirada antropológica kantiana, que tiende a medir y exhibir el punto en el que esas tres dimensiones acaban acoplándose, provocando una verdadera combinación entre lo real y lo ideal, la finitud y la libertad. En el ámbito de la Kant-Forschung, al menos desde mediados del siglo pasado, se asiste a una intensa discusión sobre la colocación epistemológica del discurso antropológico kantiano. Algunos de los estudiosos más prestigiosos sostienen que la Antropología en sentido pragmático debería considerarse como el pendant empírico de la filosofía moral, esto es, como el momento en el que la libertad originaria de la cual goza el hombre se inscribe en la finitud.52 Dicha disciplina, pues, vendría a hacerse cargo de ese espacio específicamente humano donde –más acá (o más allá) de los principios de la razón, que determina autónomamente cómo el hombre debe obrar– se coagulan los elementos empíricos y externos que configuran el medium en el que dichos principios, de facto, encuentran su terreno de aplicación, es decir, la vida humana. Esta referencia explícita al

50 A este propósito, las primeras páginas del breve Prólogo que Kant antepone a su Antropología son extremadamente claras. Cf. AP, págs. 8-9. 51 Somos bien conscientes de la polisemia del concepto de ‘libertad’; en este caso, nos referimos a la acepción muy kantiana de libertad en sentido trascendental, es decir, a aquella caracterización teorético- práctica que, en el sistema de las tres críticas, está vinculada a la referencia a la ley moral. En este contexto kantiano, por lo tanto, no se trata de una de las múltiples formas de entender el genérico ‘libre albedrío’, sino de una libertad que tiene que ver con la supuesta capacidad del ser humano de autodeterminarse a obrar según leyes que no están inscritas en el mundo natural, sino que brotan autónomamente de su propia razón. 52 Véase, por ejemplo, N. HINSKE, Kants Idee der Anthropologie, en H. ROMBACH (hg.), Die Frage nach dem Menschen. Aufriss einer philosophischen Anthropologie. Festschrift für Max Müller zum 60. Geburtstag, Alber, Freiburg-München, 1966, págs. 409-427. La misma opinión se encuentra expresada también en O.

MARQUARD, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit. y en ID., Anthropologie, op. cit, donde el filósofo alemán se refiere explícitamente a la propuesta interpretativa de Hinske.

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ámbito de la facticidad y de la realidad concreta, como algo que debe necesariamente complementar los aportes procedentes de la ciencia que establece cuáles son los principios que deben guiar el obrar humano (objeto de estudio de la segunda crítica), se encuentra en varios lugares de la obra kantiana. Si bien es verdad que la expresión ‘antropología pragmática’ no aparece nunca en estos términos, en cada uno de dichos lugares es posible reconocer el carácter peculiar de lo que, en la Antropología de 1798, cristalizaría en la idea de un saber de tipo pragmático. Veamos, por ejemplo, un fragmento muy interesante que se encuentra al principio de la recopilación de los apuntes dictados por Kant durante sus clases universitarias dedicadas a la ética entre 1775 y 1781:

«La ciencia de la regla de cómo debe conducirse el hombre constituye la filosofía práctica y la ciencia de la regla de la conducta efectiva es la antropología. Ambas ciencias están estrechamente relacionadas, ya que la moral no puede sostenerse sin la antropología, pues ante todo tiene que saberse si el sujeto está en situación de conseguir lo que se exige de él, lo que debe hacerse. Si bien es cierto que también se puede considerar a la filosofía práctica sin contar con la antropología o, lo que es lo mismo, sin el conocimiento del sujeto, no es menos cierto que entonces es meramente especulativa, o una idea; de suerte que, cuando menos, el hombre ha de ser estudiado posteriormente. Siempre se predica sobre lo que debe suceder, sin que nadie piense si es posible que suceda [...]. La consideración de la regla no sirve de nada, si no se puede conseguir que los hombres sigan complacientemente tal regla, por lo que –como decíamos– estas dos disciplinas dependen mucho la una de la otra».53

Aquí se habla exclusivamente de ‘antropología’, pero es muy probable que Kant se refiera a esa idea según la cual la indagación antropológica debería representar una suerte de contrapunto fáctico o empírico a la filosofía moral, que de hecho no podría ni siquiera sostenerse sin la antropología; esta última, por lo tanto, se encarga de trazar una cartografía y una clasificación de la contingencia, esto es, de la realidad mundana en la que el sujeto supuestamente libre encuentra las resistencias, los obstáculos y, más en general, el medium disponible en el que, de facto, toma cuerpo su propia libertad. En este sentido, entonces, la antropología se caracterizaría como una disciplina efectivamente empírica y desprovista de cualquier pretensión fundacional. Esta misma caracterización se halla también en el Prólogo de la Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, donde Kant afirma lo siguiente:

53 I. KANT, Eine Vorlesung Kants über Ethik, hrsg. von P. Menzer, Heise, Berlin, 1925, trad. esp. de R. Rodríguez Aramayo y C. Roldán Panadero, Lecciones de ética, Crítica, Barcelona, 20093, pág. 38-40.

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«Puede llamarse empírica toda filosofía que arraiga en fundamentos de la experiencia; pero la que presenta sus teorías derivándolas exclusivamente de principios a priori, se llama filosofía pura. Esta última, cuando es meramente formal, se llama lógica; pero si se limita a determinados objetos del entendimiento, se llama entonces metafísica. De esta manera se origina la idea de una doble metafísica, una metafísica de la naturaleza y una metafísica de las costumbres. La física, pues, tendrá su parte empírica, pero también una parte racional; la ética igualmente, aun cuando aquí la parte empírica podría llamarse especialmente antropología práctica, y la parte racional, propiamente moral».54

También en este caso, conviene fijarse no tanto en la elección del adjetivo –práctica–, sino más bien en el hecho de que la disciplina que representa la “otra cara”, el lado empírico y material de la filosofía práctica, es llamada efectivamente ‘antropología’. La cuestión, aquí, no es tanto terminológica, sino conceptual: lo más importante, en nuestra opinión, es que en varios lugares de la obra kantiana se haga explícita la referencia a un campo del saber que, lejos de querer establecer qué es el hombre de forma esencialista, postula la necesidad de indagar aquel peculiar y concreto ser humano que se encuentra disperso en el juego de un espacio y de un tiempo ineludiblemente (valga la redundancia) humanos. Ahora bien, independientemente de la pertinencia de dicha colocación epistemológica de la antropología kantiana,55 nos parece mucho más oportuno comprobar hasta qué punto los materiales y los contenidos de la Antropología en sentido pragmático se corresponden con un ámbito incontestablemente empírico, concreto y cotidiano; tanto es así que resulta incluso harto limitativo considerarlo como un mero pendant de la filosofía práctica, como si únicamente de la aplicación de los principios éticos se tratara. De hecho la lectura del texto kantiano de 1798 sugiere una perspectiva mucho más amplia, que revela una mirada extremadamente atenta, en general, a la multiplicidad de la empiria humana, a ese vasto mundo de la vida práctica y cotidiana. Una mirada que, sin embargo, no tiene ninguna pretensión teorética, es decir, fundacional, sino que se limita a brindar

54 I. KANT, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten (1785), en KGS, Bd. IV, págs. 385-463, trad. esp. de M. G. Morente, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Encuentro, Madrid, 2003, pág. 12. 55 A este propósito, es preciso señalar que una parte de la crítica se declara rotundamente en contra de la posibilidad de integrar sistemáticamente la antropología ‘pragmática’ en la filosofía de Kant, considerándola como una pieza necesaria del sistema crítico, aun siendo incontestable su dignidad disciplinaria. Véase, por ejemplo, R. BRANDT, W. STARK, Einleitung, en I. KANT, Vorlesungen über Anthropologie, op. cit., pág. XLVII.

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una descripción de esos fenómenos, de sus variaciones y de su interconexión; dicho de otra forma, y empleando algunos términos pertenecientes al vocabulario kantiano, su antropología se configura como Beobachtungslehre, Weltkenntnis, Menschenkunde, Weltklugheit, Weltweisheit. En cualquier caso, el objeto de análisis no es la constitución de la experiencia y sus condiciones de posibilidad, sino la experiencia dada (de sí y del mundo exterior), cuyas coordenadas temporales y espaciales no son las que encontramos en la “Estética trascendental”, sino las que están determinadas por un tiempo y un espacio ineludiblemente mundanos. Además, ese análisis constituye un género “intermedio” y dúctil, que no está vinculado ni a la metafísica escolástica ni a las ciencias matemáticas de la naturaleza y que es muy receptivo respecto del carácter multiforme de la experiencia de sí y del mundo, como queda bien patente en la diversidad de los materiales que configuran su “laboratorio”: la historia, las biografías, la geografía y los viajes, la literatura (en particular las novelas). En otras palabras, sus fuentes –los que Kant llama los «medios auxiliares de la antropología»–56 no son sino la prueba concreta de su transversalidad metodológica y epistemológica, es decir, del «carácter parasitario de la antropología».57 Así, pues, no puede ser una mera casualidad el hecho de que Odo Marquard proponga identificar en la Antropología en sentido pragmático de Kant uno de los testimonios más destacados de la mutación acontecida en la época copernicana, cuando parecía cada vez más difícil desconocer la relevancia que iba cobrando ese «mundo de la vida humana que no se puede reducir a la totalidad sin realidad del “mundo del entendimiento” ni a la realidad sin totalidad del “mundo de los sentidos” [...], ese mundo de la vida que también exige una teoría filosófica».58 Como ya hemos comentado en varias ocasiones en las páginas de este capítulo, la antropología kantiana rechaza tout court todo tipo de fundamentación fisiologista, pues a la pregunta por el hombre no se puede contestar mediante la indagación sobre lo que la naturaleza hace del hombre. Esto no significa que dicho conocimiento sea irrelevante en absoluto: simplemente, para Kant, no es relevante en relación con aquella pregunta fundamental (¿qué es el hombre?) que condensa en sí las demás preguntas de la filosofía en sentido cosmopolita. Así, pues, esta actitud anti-fisiologista coloca la antropología

56 AP, pág. 10. 57 Cf. P. MANGANARO, L’antropologia di Kant, Guida, Napoli, 1983, pág. 54. 58 O. MARQUARD, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., págs. 137-138.

Acerca de la relación entre la antropología y la Lebenserfahrung, véase también N. HINSKE, Lebenserfahrung und Philosophie, Fromann-Holzboog, Stuttgart, 1986, en particular págs. 19-48.

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kantiana en un agnosticismo de fondo, por decirlo así, respecto del “mind-body problem” – recuérdese la ya citada objeción que Kant formula, en una carta dirigida a Marcus Herz, acerca de la irrelevancia, para su filosofía, de la cuestión del modo en que los órganos del cuerpo se hallan en conexión con el pensamiento–59 y al mismo tiempo provocará las duras reacciones de quienes denunciarían el insuperable dualismo de la filosofía kantiana, como Platner, pero también, desde una perspectiva distinta, Schiller o Fichte. En cualquier caso, antes de descender al núcleo argumentativo y conceptual de la Antropología en sentido pragmático, es importante dejar bien claro el ámbito de indagación cubierto por esa disciplina, junto con la autonomía metodológica y epistemológica que iría cobrando. Lejos de ser un mero pendant de la filosofía moral (de hecho podríamos decir que se encuentra ubicada en un lugar intermedio entre lo trascendental y lo empírico, entre los impulsos de lo ideal y las inextricables contradicciones de lo real: un lugar que tal vez, en Kant, no tiene un estatuto ontológico cabalmente definido, sino que representa, por decirlo así, la transición constante e indisoluble entre lo empírico y lo trascendental), desprovista de cualquier tarea crítica y conscientemente desinteresada (tanto desde un punto de vista fisiológico, como metafísico-escolástico) por la cuestión de la relación entre la mente y el cuerpo, la antropología de Kant termina ganando un espacio proprio que le permite penetrar en el mundo de la experiencia concreta, alcanzando dimensiones ignoradas y excluidas por el análisis trascendental. A esta circunstancia se debe, a nuestro juicio, su gran interés por lo que se refiere a la constitución de un entero ámbito epistémico, es decir, de aquella disposición antropológica que orientó el pensamiento de Kant y que, como argumenta Foucault en la Introducción a su edición de la Antropología en sentido pragmatico, domina el pensamiento moderno. Pues bien, hasta aquí hemos sostenido que el planteamiento antropológico de Kant parece ocupar algo así como un lugar intermedio entre lo ideal (la presunta autonomía del ser humano) y lo real (las circunstancias que configuran el medium ineludible de la puesta en escena de dicha autonomía). En este sentido, no es casual el hecho de que la Antropología kantiana, lejos de examinar un único aspecto del ser humano, intente indagarlo tomando en consideración una multiplicidad de aspectos, sin ocultar, con una mirada condescendiente, los menos nobles. Las anotaciones del filósofo de Königsberg, de hecho, a menudo son inclementes e inflexibles, a la hora de dar cuenta de algunas de las bajezas de las que es capaz el género humano. Pero, como se ha dicho, si la dimensión

59 Cf. supra, pág. 121.

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genuinamente empírica de lo real tiene un papel decisivo en la constitución de su Antropología, esto no significa que aquélla agote todo el ámbito de su indagación. En efecto, el aspecto realmente característico del texto kantiano es su capacidad de superar el impasse que supondría una consideración unívoca de la realidad humana, centrada exclusivamente en las circunstancias variables y multiformes de la empiria: en este sentido, cobra una gran relevancia la insistencia del texto en la maleabilidad originaria del hombre, esto es, en su capacidad consciente de adquirir un ‘carácter’. Este concepto, en nuestra opinión y a pesar de la poca consideración de la que goza entre la mayoría de los estudiosos, representa el punto de Arquímedes del entero discurso antropológico kantiano, que se halla en la segunda parte de la obra de 1798 (la “Característica antropológica”). La crítica se ha concentrado más en la primera parte, la “Didáctica antropológica”, mucho más extensa, que está estructurada según el esquema tradicional de las facultades del alma, que revela una clara simetría con las tres críticas; en cualquier caso, las descripciones recogidas en la primera parte en torno a la facultad de conocer, al sentimiento del placer y del desplacer y a la facultad apetitiva, no pretenden elaborar una mera re-producción fotográfica de un estado de cosas, como dictaría el modo de proceder típicamente escolástico, sino que responden ante todo a un principio de aplicabilidad, como recuerda Kant, a través de un ejemplo muy tajante, en el mismo Prólogo.60 Sin embargo, es indudable que, precisamente gracias al concepto de ‘carácter’, la declinación pragmática de la Antropología se manifiesta sobre todo en la segunda parte de la obra, la “Característica”, que consiente reelaborar de forma unitaria los materiales empíricos tratados en la “Didáctica”. Así, pues, el discurso kantiano se aleja al mismo tiempo de las investigaciones propiamente etiológicas de la fisiología y de las propensiones especulativas de la psicología de tipo escolástico: su fin, en efecto, no es el de describir el juego de la naturaleza, sino el de interrogarse sobre las prácticas transformadoras del

60 «Quien cavile sobre las causas naturales en que pueda descansar, por ejemplo, la facultad de recordar, discurrirá acaso (al modo de Cartesio) sobre las huellas dejadas en el cerebro por las impresiones que producen las sensaciones experimentadas, pero tendrá que confesar que en este juego de sus representaciones es un mero espectador y que tiene que dejar hacer a la naturaleza, puesto que no conoce las fibras ni los nervios encefálicos, ni sabe manejarlos para su propósito, o sea, que todo discurrir teórico sobre este asunto es pura pérdida. Pero si utiliza las observaciones hechas sobre lo que resulta perjudicial o favorable a la memoria, para ensancharla o hacerla más flexible,y a este fin se sirve del conocimiento del hombre, esto constituirá una parte de la Antropología en sentido pragmático, y ésta es precisamente aquella con que aquí nos ocupamos». AP, pág. 8.

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hombre sobre sí mismo y sobre el mundo, siendo este tipo de conocimiento una combinación de los elementos descriptivos y prescriptivos, ya que trata de lo que el hombre hace, puede y debe hacer de sí mismo. La antropología pragmática, en definitiva, describe el producirse de una actividad o, mejor dicho, el contagio recíproco y constante entre dos ámbitos, el de la naturaleza y el la libertad: por eso el lugar que ocupa, al menos desde un punto de vista intuitivo, puede ser considerado “intermedio”. En el contexto del presente trabajo de investigación no será posible analizar de forma pormenorizada todos los aspectos tratados en la “Didáctica”, así que nos limitaremos a trazar sus líneas teóricas más importantes, teniendo siempre en cuenta lo que señalábamos en el párrafo anterior, es decir, que el estudio de todos esos materiales empíricos relacionados con la estructura psíquica del ser humano está orientado a permitir su reelaboración pragmática. En esta primera sección del texto kantiano está muy claro el intento de recapitular las definiciones y los conceptos fijados gracias a la labor crítico- trascendental bajo el punto de vista de la psicología empírica, es decir, analizando al ser humano en tanto que objeto del sentido interno y según las formas en que él mismo, ordinariamente, se observa a sí mismo, pero a la vez intentando no reproducir una mera «historia interna del curso involuntario de los propios pensamientos y sentimientos».61 Así, pues, el análisis de Kant abarca un gran número de cuestiones, que van de la autoconciencia a la pasividad, de las representaciones más oscuras y las ilusiones a la sensibilidad y los órganos sensoriales, de la imaginación a las degeneraciones psíquicas, de las emociones a las pasiones. Todo esto, como decíamos antes, enriquecido por una gran variedad de ejemplos tomados de la vida cotidiana, incluso personal (los gritos de un niño, un proverbio, una distracción, el tabaco, el juego, una mueca, un gesto, una broma), descritos con la implacable precisión y con la predilección por los aspectos hasta más triviales típicas del filósofo de Königsberg. Para entender el mecanismo lógico que explica y justifica la segunda parte de la obra –la “Característica”–, será útil detenerse un poco más en el papel que tiene, para la edificación de un ‘carácter’, el concepto de Gemüt, que en nuestra opinión representa un buen puente entre la primera y la segunda parte de la Antropología.62 Empecemos, pues,

61 AP, pág. 24. 62 A causa de la riqueza de su contenido y de las acentuaciones diferentes de sus sentidos, el término alemán Gemüt resulta harto difícil de traducir al español de modo exacto, ante todo por la estratificación semántica que encierra. La traducción más conocida es ‘espíritu’, como se puede observar en las traducciones de Kant realizadas por M. García Morente; más recientemente, otros intérpretes han optado por ‘psiquismo’. Podría

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desde el comienzo de la “Didáctica”, es decir, desde la facultad de conocer: el ‘yo’, afirma Kant, puede considerarse ‘persona’ sólo en la medida en que es capaz de pensarse a sí mismo y de «tener una representación de su yo», que es lo que –supuestamente– «le realza infinitamente por encima de todos los demás seres que viven sobre la tierra».63 En otras palabras, el hombre es capaz de pensar, ante todo, porque es capaz de pensarse a sí mismo, y este carácter auto-reflexivo de su pensamiento es lo que da lugar a una existencia afectada de sí misma. Es importante, por lo tanto, entender en qué consiste, para Kant, ese observarse a sí mismo: no se trata, en efecto, de limitarse a describir desde un punto de vista empírico los objetos del sentido interno, sino de intentar definir, por decirlo así, las condiciones de posibilidad de ese pensarse a sí mismo, de las facultades de conocer, sentir y desear, de sus combinaciones y conjunciones; en definitiva, se trata de establecer las condiciones de posibilidad de todo lo que contribuye a producir las tramas –a la vez empíricas y normativas– del pensar y del pensarse a sí mismo. En este sentido, uno de los primeros núcleos de reflexión que encontramos en el análisis antropológico y que revelan toda su afinidad con la indagación crítica, es el de la conexión que se establece entre la sensibilidad y el intelecto, es decir, entre el plano de la receptividad y de la espontaneidad, de la percepción y de la reflexión. La conciencia de sí, para la perceptio (la intuición interna), se da como «apercepción empírica»,64 como sentido interno, mientras que la misma conciencia de sí, desde el punto de vista del intelecto, se da como apercepción pura, que en el sistema kantiano, como es sabido, representa el principio de la lógica formal. Así, pues, por un lado la pasividad del sentido interno hace de la sensibilidad el momento de la afección, por el otro la actividad del intelecto adquiere el carácter de la espontaneidad, sin que esto impida al ser humano autorepresentarse «como uno y el mismo sujeto».65 Dicho de otra forma, aquí Kant quiere reafirmar que el pensar y el sentir son dos formas distintas de traducirse por ‘alma’, pero este término no consigue revelar todo los estratos que se han condensado en el término alemán. Al designar la totalidad del sujeto humano que conoce, siente y quiere, la elección que nos parece más correcta es la de ‘ánimo’. Sin embargo, hecha esta advertencia terminológica, de aquí en adelante preferimos utilizar el término alemán (Gemüt), sin necesidad de traducirlo cada vez con ‘ánimo’. A este propósito, véase el siguiente artículo, muy esclarecedor e histórica y conceptualmente bien fundamentado:

M. IBAÑEZ, Sobre las vicisitudes del término Gemüt, en “Philosophia. Anuario de Filosofía”, núm. 69 (2009), págs. 35-56. 63 AP, pág. 15. 64 AP, pág. 35 65 AP, pág. 26.

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representar(se) el mismo contenido: el paradigma dualista no desaparece, pero al menos parece perder toda posible connotación ontológica. Pues bien, en el parágrafo 8, titulado “Apología de la sensibilidad”, se argumenta que, si bien el intelecto suele ser considerado como la facultad superior del conocimiento, por su carácter espontáneo y activo, las representaciones sensibles no pueden en absoluto considerarse menos relevantes, ya que introducen en la conciencia «expresiones rigurosas para el concepto, enfáticas para el sentimiento y representaciones interesantes para la determinación de la voluntad».66 De modo que el intelecto actúa correctamente, argumenta Kant, sólo cuando consigue no debilitar la sensibilidad. Pero la relevancia de esta última y de las representaciones filtradas por el sentido interno, en el contexto antropológico, parece hallarse sobre todo en el juego de la imaginación. Como es sabido, la teoría del esquematismo trascendental, que Kant introduce para propiciar la transición de la multiplicidad de las intuiciones a la unidad del concepto, coloca la imaginación en una posición algo ambigua, pues en la primera edición de la Crítica de la razón pura dicha función se halla en el campo de la sensibilidad, mientras que en la segunda edición la facultad imaginativa es sometida a la acción del intelecto. Pues bien, en la Antropología, el filósofo de Königsberg se expresa en continuidad con la primera edición de la Crítica, vinculando la imaginación a la sensibilidad y a la intuición: «La sensibilidad que entra en la facultad de conocer [...] encierra dos partes: el sentido y la imaginación. El primero es la facultad de la intuición en presencia del objeto; la segunda, en ausencia de éste».67 Asimismo, la imaginación puede ser de dos tipos, como se afirma en el § 28, dedicado exclusivamente a ese concepto: productiva (cuando exhibe un objeto del cual el sujeto no ha tenido ninguna experiencia) o reproductiva (cuando vuelve a ofrecer una intuición pasada). Pues bien, el aspecto más importante de esa “repetición” antropológica de conceptos originariamente desarrollados en la fase crítica le sirve a Kant para sostener que, en la imaginación, se da un juego no intencional en virtud del cual el intelecto y la sensibilidad «se hermanan [...], como si la una facultad tuviese su origen de la otra o ambas de un tronco común».68 La producción imaginativa es muy amplia, incluso puede acontecer de forma inconsciente, explica el filósofo, y es capaz de alimentar el talento de inventar, que a su vez es asistido por el espíritu, es decir, por «el principio que vivifica por

66 AP, pág. 39. 67 AP, pág. 51. 68 AP, pág. 84.

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medio de ideas»,69 que libera la imaginación y que suscita un determinado interés mediante las ideas reguladoras de la razón. Así, pues, la imaginación vendría a coincidir con un saber hacer, con un arte, esto es, con un ejercicio práctico que, en tanto que habilidad o invención, pone en juego la prudencia e indica cómo alcanzar la sabiduría. El arte consiste en el obrar de un talento inventivo que no se limita a conocer, sino que produce de modo original; en este sentido, puede ser simbolizada por el genio siempre y cuando entendamos el genio de un hombre como «la magistral originalidad de su talento». Sin embargo, argumenta Kant (este es un pasaje decisivo), «también se llama genio a la cabeza que tiene disposición para esto; entonces esta palabra no significaría meramente el don natural de una persona, sino también la persona misma».70 En definitiva, el obrar multiforme de la imaginación abre un escenario difícil de catalogar, definir o controlar, también porque su complejidad procede del hecho de que el mapa del alma que se consigue forjar refleja siempre el umbral originario entre la receptividad y la espontaneidad, pero también entre el pensar y el no-pensar, lo consciente y lo no- consciente.71 Con esto debería quedar claro que, en la Antropología de Kant, la dispersión temporal del ‘yo’, su irreductible finitud y el carácter inasimilable de la sensibilidad (el sentido interno) respecto del intelecto (la apercepción pura) están firmemente vinculados a la fuerza de la presentación originaria que ofrece la imaginación, la cual encarna de forma muy vívida la conciencia de ese hombre que piensa y actúa libremente y que, al mismo tiempo, «es afectado por el juego de sus propios pensamientos».72 En un contexto así establecido, podríamos decir que el fin de la reflexión antropológica, mucho más que el del programa crítico, consiste en reafirmar la posibilidad de hablar, de forma radicalmente no esencialista y en clave anti-escolástica, del ser humano, reservando a la imaginación un papel decisivo en el juego de las facultades, que parece anunciar una dislocación originaria del pensar (y del sujeto que se piensa a sí mismo): ya no quedaría todo resuelto en una mera síntesis temporal que acontece gracias a la actividad del intelecto, sino que es

69 AP, pág. 177. 70 AP, pág. 148. 71 «El hecho de que el campo de aquellas nuestras intuiciones sensibles y sensaciones de que no somos conscientes, si bien podemos concluir indudablemente que las tenemos, esto es, las representaciones oscuras en el hombre (y también en los animales), sea inmenso; las claras, por el contrario, encierren sólo unos, infinitamente pocos, puntos de aquellas que están abiertos a la conciencia, de suerte que, por decirlo así, en el gran mapa de nuestro espíritu sólo unos pocos lugares estén iluminados». AP, pág. 27. 72 AP, pág. 60.

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necesario hacerse cargo de una ineludible dispersión temporal del ‘yo’, que expresa la concreta unidad del momento pasivo y del momento activo-sintético, esto es, una naturaleza que alberga la presencia de una libertad que se ejerce, desde siempre, dentro del campo de una pasividad originaria. Podríamos decir, pues, que es justamente a ese juego constante entre la actividad y la pasividad, que el campo de la antropología parece dedicar sus esfuerzos, tal y como se desprende del análisis de la primera parte de la “Didáctica antropológica”.73 Lo que acabamos de comentar acerca de la facultad de conocer quedará aún más patente al analizar la peculiaridad conceptual que adquiere, en la Antropología kantiana, el Gemüt, a su vez muy vinculado a la idea de la formación, en la persona, de un ‘carácter’. En efecto, si por un lado el sentido interno, junto con la complejidad de la producción imaginativa, muestra ese “juego de la libertad” que se ejerce en un contexto de radical dependencia, por el otro el movimiento del Denkungsart, al cual se remonta el concepto de «persona», no es sino el ejercicio constante del Gemüt. En este sentido, la productividad o la capacidad inventiva de la imaginación se convierte en capacidad de vigilar, controlar, gobernar las representaciones y las afecciones, es decir, aquellas innumerables síntesis que tienden inevitablemente a “carcomer” la actividad sintética misma, que se encuentra así dispersa en la temporalidad de un puro acontecer. Así, pues, lo que sugiere Kant es que la labor del pensar, orientada a promover el equilibrio armónico entre las facultades (y a impedir las deficiencias y las enfermedades, los excesos y la pasividad, la locura y la inercia), no se encarna tanto en la presencia de la identidad pura del ‘yo pienso’ y de la apercepción pura, sino en la actividad cotidiana y en el compromiso constante del Gemüt, que no puede ser reducido a la mera síntesis de las facultades. Desde este punto de vista, por lo tanto, el saber antropológico parece hacerse cargo del análisis de la «capacidad del Gemüt»74 de gobernar el estado de las representaciones, de los sentimientos y de los

73 Como argumentaremos en el próximo parágrafo, dedicado a la lectura de Foucault de la Antropología kantiana, lo que rechazamos de su interpretación es lo que el intelectual francés pretende derivar de su diagnóstico, es decir, el rechazo de toda ilusión antropológica fundada en el olvido y en el intercambio subrepticio entre el plano empírico y el plano trascendental. Esto, sin embargo, no impide que podamos compartir la labor foucaultiana desde un punto de vista exclusivamente hermenéutico, es decir, cuando pone de relieve los mecanismos conceptuales fundamentales que subyacen al texto de Kant. En este caso, nuestro análisis del papel de la imaginación y de su carácter doble y unitario a la vez, guarda una relación muy estrecha con el trabajo del intelectual francés: véase M. FOUCAULT, Una lectura de Kant, op. cit., pág. 57. 74 En este caso hemos decidido traducir la expresión alemana “Eigenmacht des Gemüts” con “capacidad del Gemüt”, discrepando así de José Gaos, el cual opta por «autarquía del alma». Cf. AP, pág. 21.

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deseos, comprobando así su uso o su abuso. Que ese saber antropológico, además, esté declinado en sentido pragmático, significa que el Gemüt, desde su peculiar posición, se propone como un acto del pensamiento, pero que siempre está referido a la «persona», esto es, a una existencia singular y determinada que cuida, en el ejercicio cotidiano, del nexo que debe instaurarse entre el Können y el Sollen; de esa forma, la relación con la verdad no se daría exclusivamente en la esfera de las determinaciones intelectuales (es decir, mediante la labor crítica), sino también en la esfera de la determinación de lo que el hombre puede y debe hacer de sí mismo. En otras palabras, Kant parece sugerir que la soberanía de la actividad sintética a priori está siempre acompañada (esto es, compensada) por la incertidumbre paciente y frágil del esfuerzo ético del Gemüt, que otorga a la vida su propia movilidad, haciéndola partícipe de un afán de valorización, como podemos leer en uno de los primeros parágrafos de la segunda parte de la Antropología:

«la vida, en general, tocante al goce de aquello que depende de la ventura de las circunstancias, no tiene absolutamente ningún valor propio, y sólo en lo concerniente a su empleo [Gebrauch], según los fines a que se dirija, tiene un valor, que no la suerte [das Glück], sino sola la sabiduría puede proporcionar al hombre; que, por ende, está en su poder».75

Después de haber especificado hasta qué punto la actividad del Gemüt está impregnada de temporalidad, materialidad y fragilidad (en definitiva, de toda la inestabilidad de una empiria que se ofrece al hombre como una pasividad originaria), podemos mostrar ahora en qué sentido Kant apuesta, sobre todo en la “Característica antropológica”, por el concepto de ‘carácter’, entendido como ‘modo de pensar’ (Denkungsart), que el ser humano no obtiene gracias a lo que la naturaleza hace de él, sino mediante lo que él hace de sí mismo.76 Lo que el contenido de los párrafos precedentes

75 AP, pág. 168, cursiva mía. La traducción de Gaos («felicidad») nos parecía bastante equivocada, pues en este caso “das Glück” se refiere a la idea de casualidad y de un encadenamiento de sucesos fortuitos, y no al concepto de felicidad; por esta razón hemos optado por “suerte”. 76 «No se trata trata aquí de lo que la naturaleza hace del hombre, sino lo que éste hace de sí mismo; pues lo primero es cosa del temperamento (en que el sujeto es en gran parte pasivo), y únicamente lo último da a conocer que tiene un carácter». AP, pág. 238. «El hombre consciente de tener un carácter en su modo de pensar, no lo tiene por naturaleza, sino que necesita haberlo adquirido cada vez [sondern muss ihn jederzeit erworben haben]». AP, pág. 241, cursiva mía. Una vez más, no estamos de acuerdo con la traducción

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permite aclarar, por lo tanto, es que ese ‘hacer de sí mismo’ no es el resultado de una labor abstracta y exclusivamente intelectual, es decir, de unos principios morales fijados sin ningún contacto con la vida, sino que se trata siempre de una combinación entre dichos principios (el ámbito trascendental y autónomo) y la dispersión espacial y temporal (empírica) de la pasividad originaria en que se instala el núcleo de libertad que, para Kant, es propio del ser humano. Este último, entonces, en virtud de la posibilidad de forjar un ‘carácter’, no sólo es naturaleza, pasividad, sino que también accede a ese plano en el que puede hacer algo de sí mismo, gozando así de un quid de libertad práctica. El hombre descrito en la Antropología, como señala R. Brandt, «no es, sino que se hace»;77 y esto vale tanto en el caso del individuo, como en el de la especie. Dicho de otro modo, para alejarse de cualquier tentación metafísica y esencialista orientada hacia la definición estática de ‘naturaleza humana’, el discurso antropológico kantiano insiste en el carácter moldeable del ser humano, que debe poner en práctica aquella libertad que su propia condición le concede.78 Ahora bien, llegados a este punto es muy importante subrayar que en las páginas de la Antropología difícilmente encontraríamos una afirmación de Kant en favor de la contraposición entre las predisposiciones naturales del ser humano y las instancias de la libertad práctica típica de su condición. En efecto, en ese texto se pone más bien el acento en el hecho de que la naturaleza misma le otorga al hombre aquellas potencialidades cuyo desarrollo coincide con el desplegarse de su libre racionalidad. De ahí que Kant llegue a propuesta por José Gaos: en nuestra opinión, como ya hemos dicho anteriormente, la mejor traducción de “Denkungsart” es también la más literal, es decir, “modo de pensar”, y no “índole moral”. 77 R. BRANDT, Die Bestimmung des Menschen bei Kant, op. cit., pág. 105. El texto original dice así: «[...] der Kantische Mensche ist nicht, sondern wird». 78 Debido a su carácter intrínsecamente polisémico, es preciso hacer un breve excursus acerca del concepto de libertad, procurando mostrar qué sentido adquiere en el contexto del discurso antropológico kantiano. Algunos intérpretes han sostenido que el significado más importante de libertad en Kant sería el trascendental, es decir, el que se desprende de la autonomía de la razón y del sujeto de la apercepción pura

(véase, por ejemplo, H. E. ALLISON, Kant’s theory of freedom, Cambridge University Press, Cambridge, 1990, pág. 46); por el contrario, otros intérpretes no encuentran ningún inconveniente en pensar conjuntamente el carácter empírico de la indagación antropológica, propio de ese ámbito del cual se hace cargo la capacidad del Gemüt de la cual hemos hablado antes, y la idea de libertad, vinculada al rechazo de toda antropología que reduce al hombre a sus constantes fisiológicas (a este propósito, cf., por ejemplo, T.

STURM, Eine Frage des Charackters, en AA.VV., Kant und die Berliner Aufklärung, Akten des 9. Internationalen Kant-Kongresses, hrsg. von V. Gerhardt, R. P. Horstmann, R. Schumacher, de Gruyter, Berlin, 2001, Bd. IV, págs. 440-448).

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proponer una variación mínima desde un punto de vista terminológico, pero muy significativa desde un punto de vista conceptual, de la clásica definición del ser humano, a saber: de animal rationale a animal rationabile.79 El hombre, pues, «tiene el carácter que él mismo se ha creado, al ser capaz de perfeccionarse de acuerdo con los fines que él mismo se señala; gracias a lo cual, y como animal dotado de la facultad de la razón (animal rationabile), puede hacer de sí un animal racional (animal rationale)».80 En otras palabras, el ser humano puede volverse racional, pero en ningún caso se trataría de un atributo esencial, metafísico, sino de un proceso y un ejercicio largos y trabajosos (su propia existencia), que no tienen ninguna garantía a priori de éxito; su autonomía, por lo tanto, consistiría precisamente en gobernar el juego entre la potencialidad natural y la responsabilidad moral, navegando a vista en el mar de una empiria que cada vez – recuérdese aquel «jederzeit» que hemos encontrado al hablar del ‘carácter’, entendido como Denkungsart– se dispone a acoger los impulsos procedentes de la razón. Así, pues, debería haber quedado patente en qué sentido la adquisición de un ‘carácter’, para Kant, coincide precisamente con la puesta en práctica de dicha autonomía; de ahí que la antropología, a su vez, coincida con el estudio de dicha puesta en práctica. En este sentido, se explica también la razón por la que, al principio de este parágrafo, insistíamos en el hecho de que puede resultar demasiado restringido entender la antropología pragmática de Kant únicamente como el pendant empírico de la filosofía moral. En efecto, hemos comprobado que la antropología no trata sólo de averiguar cómo se aplican los principios de la razón práctica, sino de estudiar ese ámbito peculiar en el que dichos principios efectivamente toman cuerpo, se ponen en práctica, encontrando todos esos obstáculos y toda esa inestabilidad que, ineludiblemente, ejercen una determinada retroacción sobre esos mismos principios, generando una articulación inextricable entre lo dado y lo autónomo, el momento pasivo-receptivo y el momento activo-espontáneo de la vida humana. El carácter pragmático de la antropología kantiana, por lo tanto, implica la necesidad de colocar la mirada sobre ese ámbito en el que se produce el “juego de la libertad”, que se ejerce de modo siempre precario entre una actividad y una pasividad ambas originarias. Dicho de otro modo, el discurso antropológico, a pesar de estar animado por un interés constante por cartografiar de cerca la realidad empírica efectiva, nunca deja

79 A este propósito, cf. G. BÖHME, Immanuel Kant. Die Bildung des Menschen zum Vernunftwesen, in R.

WEILAND (hg.), Philosophische Anthropologie der Moderne, op. cit., en particular págs. 30-38. 80 AP, págs. 277-278.

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de ser pragmático, puesto que se hace cargo de los márgenes de la acción posible del hombre sobre sí mismo. En conclusión de este breve recorrido por los núcleos conceptuales y por las principales cuestiones tratadas en la Antropología –y antes de dedicar algunas reflexiones a la importancia del planteamiento kantiano para la configuración no tanto de una disciplina, sino más bien de una actitud epistémica que, como veremos, tal vez sea capaz de rebatir las críticas anti-humanistas y anti-metafísicas formuladas en el siglo XX contra todo tipo de antropologismo–, será necesario mencionar, aunque sea brevemente, el hecho de que la argumentación que Kant desarrolla en la segunda parte de su texto de 1798 abarca de forma progresiva ámbitos humanos cada vez más amplios, como si de una serie de círculos concéntricos se tratara. Del individuo se pasa al pueblo, luego a la raza, para llegar, finalmente, a la especie. Ahora bien, no entra en los fines de la presente investigación la exposición de la elaboración de cada uno de esos ámbitos;81 sin embargo, sí podría resultar útil aludir a la lógica que subyace a dicha ampliación cada vez mayor del perímetro de la reflexión kantiana. Esto, además, nos permitirá evidenciar, una vez más, el carácter problemático y demasiado restrictivo de la interpretación histórico-conceptual de Odo Marquard, según la cual donde hay antropología no puede darse ninguna filosofía de la historia. Pues bien, la primera aclaración que es preciso hacer es que, al tratar los ámbitos supraindividuales, Kant trae a colación la misma lógica argumentativa que hemos encontrado en relación con el individuo: también en este caso, en efecto, es posible apreciar las modalidades de interacción entre la efectividad natural y la acción libre. En particular, dichas interacciones resultan determinantes en la dimensión de la especie, puesto que es justamente en la sucesión de las generaciones humanas donde, para Kant, se articularía de forma más cabal la complementariedad entre la naturaleza y la libertad práctica de los hombres. Dicho de otra forma, la Bestimmung des Menschen no puede considerarse realizada si su radio de acción abarcara exclusivamente el ámbito individual:

81 El análisis antropológico de las características y de las diferencias entre los ‘sexos’, los ‘pueblos’ y las ‘razas’, no añade prácticamente nada al núcleo conceptual de la argumentación de Kant. Eso sí, hay que señalar que en esos ámbitos el papel de la naturalidad (el momento pasivo-receptivo) parece conceder un espacio mucho más reducido a la acción del hombre sobre sí mismo. Además, casi siempre se trata de observaciones de muy escasa amplitud de miras (sobre el concepto de raza, hay que mencionar la obra del naturalista Ch. G. Girtanner titulada Über das kantische Prinzip für die Naturgeschichte, de 1796), probablemente muy influenciadas por toda una serie de prejuicios muy difundidos de la época, que acabaron poblando de afirmaciones misóginas y racistas las secciones dedicadas a esas cuestiones.

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por eso es necesario extender su alcance hasta la progresión histórica de las generaciones, en la cual, como se argumenta también en la Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht,82 se desvela cabalmente la concordancia entre el plan de la naturaleza y el cometido racional del ser humano. En definitiva, es en el terreno empírico de la historia donde la reflexión antropológica deberá medir la posibilidad de que la Bestimmung del hombre se realice concretamente. Así, pues, habrá que averiguar en qué medida, desde la perspectiva de la historia, la naturaleza “opera” de modo conforme a las instancias de la libertad práctica de la que, según Kant, gozaría el ser humano, es decir, en qué sentido determinadas inclinaciones naturales no sólo no impiden, sino que favorecen (a través de la sucesión de las generaciones humanas) la manifestación de la Bestimmung práctico-moral del hombre. En un contexto así determinado, debería quedar patente hasta qué punto la indagación antropológica está entrelazada con algunas de las principales cuestiones de la filosofía de la historia; en este sentido, por lo tanto, nos vemos obligados a insistir en la imposibilidad de separar, al menos en sus estadios iniciales, en la segunda mitad del siglo XVIII, las dos perspectivas epistémicas, que parecen compartir algunos núcleos temáticos específicos.83 Dicho de otra forma, no podemos sino ratificar nuestra perplejidad frente a la propuesta interpretativa de Odo Marquard, que considera el enfoque antropológico-filosófico precisamente como la «gran alternativa a la filosofía de la historia» y a toda filosofía del destino (Bestimmung) del hombre.84 En efecto, el hecho de que, para Kant, ese destino esté tan vinculado al plano de la historia no es en absoluto algo accidental, sino que, por el contrario, debe considerarse como algo del todo coherente con su planteamiento antropológico-pragmático. En este sentido, el ser humano no puede ser entendido mediante una definición esencialista, fija, abstracta e inmutable (en una palabra, metafísica), sino que debe ser pensado en un contexto que prevé una permeabilidad originaria respecto de una pluralidad de fines; por eso, entonces, en su antropología pragmática Kant propone retratar su vulnerabilidad y su fragilidad empírica, sus intentos constantes de poner en práctica el “juego de la libertad”, junto con la tensión inagotable que acompaña esos

82 I. KANT, Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht (1784), en KGS, Bd. VIII, págs. 15-31, trad. esp. de C. Roldán Panadero, R. Rodríguez Aramayo, Ideas para una historia universal en sentido cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la Historia, Tecnos, Madrid, 2006, págs. 17-31. 83 A este propósito, es muy útil la lectura de U. DIERSE, G. SCHOLTZ, Geschichtsphilosophie, en J. RITTER (Hg.), Historisches Wörterbuch der Philosophie, op. cit., Bd. III, 1974, págs. 416-439. 84 O. MARQUARD, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., pág. 139.

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intentos de realizar su Bestimmung. Pero este cometido, también desde el punto de vista de la antropología, toma cuerpo y acontece históricamente. El hombre es un animal rationabile (y no desde siempre e incontestablemente rationale): por eso, el tema central de una antropología que se define como pragmática no puede ser sino aquella dinamicidad fundamental que subyace a la capacidad del hombre de hacer algo de sí mismo, algo que resulta posible sólo si dicha potencialidad está inscrita en las coordenadas de la historia. En otras palabras, para Kant la reflexión filosófica sobre la historia representa, por decirlo así, la otra cara del análisis antropológico. ¿Cuáles son, pues, las disposiciones que caracterizarían el hombre, entendido como especie? En primer lugar, Kant señala que hay al menos una disposición común a todas las especies animales, a saber: la disposición a conservar la especie misma. En segundo lugar, el filósofo identifica tres disposiciones típicamente humanas: la disposición técnica (que consiste en la capacidad de trabajar manualmente, a la cual está estrechamente vinculada la «simple forma y organización de su mano, de sus dedos y puntas de los dedos»);85 la disposición pragmática (que consiste en la capacidad de «civilizarse por medio de la cultura, principalmente en las cualidades sociales, y la propensión natural de su especie a salir en el aspecto social de la rudeza de la mera autarquía y a convertirse en un ser pulido [gesittetes], aunque todavía no moral»);86 finalmente, la disposición propiamente moral, que le permite al hombre actuar según un principio de libertad conforme a leyes.87 A esta estructura triple de las disposiciones del hombre entendido como especie, le corresponden tres estadios determinados de su Bestimmung, que se realizan de forma gradual a lo largo de la sucesión de las distintas generaciones: la Kultivierung, la Civilisierung y la Moralisierung.88 Ahora bien, también en este caso es preciso señalar un aspecto muy

85 AP, pág. 280. 86 Ibidem. 87 La tripartición de las disposiciones humanas originarias está presente también en las páginas de la Religion innerhalb der Grenzen der bloßen Vernunft, en las que se habla de la ‘animalidad’ (Thierheit), de la

‘humanidad’ (Menschheit) y de la ‘personalidad’ (Persönlichkeit): cf. I. KANT, Religion innerhalb der Grenzen der bloßen Vernunft (1793-1794), en KGS, Bd. VI, págs. 1-201, trad. esp. de F. Martínez Marzoa, La religión dentro de los límites de la mera razón, Alianza, Madrid, 1981. 88 Paralelamente a lo que hemos especificado en la nota anterior, señalamos que esta tripartición de la realización de la Bestimmung del ser humano entendido como especie está presente también en las Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, donde Kant afirma que «gracias al arte y la ciencia somos extraordinariamente cultos. Estamos civilizados hasta la exageración en lo que atañe a todo tipo de cortesía social y a los buenos modales. Pero para considerarnos moralizados queda todavía mucho. Pues si bien la

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importante, es decir, el hecho de que, si bien Kant presenta esa caracterización triple (en sentido progresivo) de la Bestimmung del hombre, el cual está llamado a ejercer una actividad cada vez mas compleja de reconfiguración del dato natural, en la Antropología el plano de la naturaleza (el momento pasivo-receptivo) no es presentado como algo exclusivamente conflictivo y antitético respecto del juego de la libertad práctica humana. De hecho, todo el discurso antropológico kantiano parece centrarse en la difícil tarea de comprobar en qué medida las predisposiciones naturales del hombre constituyen unas inclinaciones positivas (o, aparentemente, unos vicios) en la perspectiva de su compatibilidad con su ‘Bestimmung’ moral. Esto vale también para la primera parte de la obra, la “Didáctica”, en la que todavía no han sido introducidos sistemáticamente los conceptos de ‘carácter’ o de ‘Bestimmung’, que se revelan capaces (implícitamente) de presidir la labor de rehabilitación de ciertos aspectos no muy edificantes que caracterizarían, de forma natural, la vida humana. En efecto, esos aspectos (por ejemplo la hipocresía, el dolor, los deseos), explica Kant, pueden adquirir un valor positivo sobre todo gracias a las dinámicas sociales que, a partir de ellos, pueden originarse. 89 idea de la moralidad forma parte de la cultura, sin embargo, la aplicación de tal idea, al restringirse a las costumbres de la honestidad y de los buenos modales externos, no deja de ser mera civilización». I. KANT, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, op. cit., pág. 27. A este propósito, es útil recordar que la peculiaridad semántica de los términos alemanes Kultur y Zivilisation puede apreciarse sólo si se tiene en cuenta el contexto social y cultural de la época en la que cristalizaron conceptualmente. El trabajo de referencia, en este campo, es sin duda el de Norbert Elias, el cual sostiene que la actitud polémica de los intelectuales de la clase media alemana contra la Zivilisation de la nobleza cortesana habría sido responsable de la formación de la antítesis conceptual entre las ideas de cultura y de civilización; en efecto, hacia la segunda mitad del siglo XVII, argumenta Elias, se habría asistido a una auto-legitimación cada vez mayor de la clase media alemana, basada en la noción de virtud y en la preparación cultural, oponiéndose así a las actitudes exteriores y superficiales cultivadas en las cortes. Véase N. ELIAS, Über den Prozess der Zivilisation, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1969-1980, trad. esp. de R. García Cotarelo, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, FCE, México D.F., 1988, en particular págs. 57-83. 89 A este propósito, señalamos que algunos intérpretes de la Antropología kantiana (cf., por ejemplo, H.

WILSON, Kant’s pragmatic anthropology. Its origin, meaning and critical significance, State of New York University Press, Albany, 2006) insisten mucho en la importancia de la presencia de un lenguaje explícitamente teleológico, utilizado para hermanar la intencionalidad de las predisposiciones naturales con la teoría crítico-moral de la libertad. Sin embargo, en nuestra opinión dicha opción hermenéutica corre el riesgo de ignorar la peculiaridad y la autosuficiencia del discurso antropológico kantiano, que no debería ser interpretado exclusivamente como una “repetición” de la filosofía de la historia o de la crítica de la razón práctica, sino como un ámbito de indagación autónomo que se hace cargo de otorgar una relevancia filosófica

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Al acercarnos a la conclusión del presente parágrafo, es hora de hacer algunas consideraciones, a partir de las cuestiones tratadas en la Antropología en sentido pragmático, sobre la relación entre la idea kantiana de Weltweisheit (que podríamos traducir por ‘sabiduría mundana’) y la constitución, a finales del siglo XVIII, del espacio epistémico de la ‘antropología’, enlazándonos así con el tema del primer capítulo. Esto nos permitirá reivindicar, además, el carácter crucial del binomio conceptual ‘hombre-mundo’, que se halla tanto en el corazón de la filosofía kantiana, como en la configuración epistémica de la cual pudo emerger el ámbito teórico de la ‘antropología’. El binomio conceptual ‘hombre-mundo’ es un verdadero topos historiográfico. Sin embargo, su aparición, que se remonta a los orígenes de la Neuzeit, no debe entenderse superficialmente, es decir, como si se tratara del simple hecho de que, en un momento dado de la historia, al cambiar la concepción del mundo, también cambia la idea que el hombre tiene de sí, pues el mismo concepto de ‘mundo’ no es sino el producto de una determinada curvatura de la historia y del pensamiento. Asimismo, el que ese binomio represente un topos histórico-conceptual significa que en él está presente no sólo un elemento retórico, sino también (o sobre todo) algo capaz de vehicular y condicionar los valores de referencia de un entero marco argumentativo e intuitivo, caracterizado por una hybris dinámica y dialéctica que se impone bajo el signo de la revolución copernicana, es decir, de un paradigma cultural centrado en la idea de ‘transformación’, cuyo término de comparación es precisamente ese ‘mundo’ (y no Dios, el Ser o la Verdad) en el que confluyen la realidad natural y la realidad cultural.90 Lo que nos proponemos hacer para concluir el presente capítulo, pues, es explicitar el horizonte de sentido que determinó dicha curvatura a través de algunos lugares del discurso antropológico kantiano, que, en nuestra opinión, representa un punto de observación privilegiado para apreciar la eclosión moderna del topos ‘hombre-mundo’. Gracias a Kant, de hecho, podemos mirar de cerca ese movimiento doble, que implica el agotamiento de la categoría clásica de ‘cosmos’ y, al

a ese “juego de la libertad” que, simbolizado perfectamente por el Gemüt y el concepto de Gebrauch, enlaza lo empírico y lo trascendental, el tiempo de la síntesis a priori de la apercepción pura y el tiempo de la dispersión constante de la actividad sintética respecto de sí misma. 90 A este propósito, en general véase H. BLUMENBERG, Die Genesis der kopernikanischen Welt, op. cit; ID., La legitimación de la edad moderna, op. cit.. Hemos tratado estas cuestiones en el segundo parágrafo del primer capítulo (cf. supra, págs. 48-69: “EL «MUNDO COPERNICANO». METAFORIZACIÓN DE UN CAMPO

EPISTÉMICO”).

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mismo tiempo, el descubrimiento de una nueva idea de ‘cosmos’, mucho menos sólida y estable, que está vinculada al carácter mundano de la condición humana. Pues bien, es innegable que en la filosofía kantiana la cuestión del ‘mundo’ ocupa un lugar central, llegando incluso a representar uno de sus hilos conductores y el terreno desde el cual puede surgir el discurso antropológico. La antropología, en efecto, como recuerda el mismo Kant en la Lógica, se convierte en aquella disciplina filosófica alrededor de la cual se aglutinan todas las demás, es decir, en una elaboración temática que sabe contestar a aquella pregunta (¿qué es el hombre?) en la que confluyen todas las demás preguntas de la filosofía. Ahora bien, esto puede ocurrir siempre y cuando la antropología se revele capaz de reelaborar y utilizar positivamente (esto es, desde el punto de vista pragmático-cosmopolita) el concepto de ‘mundo’, que en el sistema kantiano es sin duda muy problemático, sobre todo en el análisis crítico, que lo define como un nihil negativum, un objeto contradictorio; no obstante, considerado bajo el punto de vista de la antropología, el concepto de ‘mundo’ puede adquirir un significado mucho más profundo para el hombre: en ese ámbito, lejos de ser un objeto conjetural, llega a ser el horizonte en el que se estructura la condición humana, es decir, un ámbito que no deja de ser virtual, pero que al mismo tiempo resulta ser efectivo, capaz de conceder amplitud y sentido a la experiencia, que, gracias a la labor constante del Gemüt, intenta producir la fusión del aspecto vital y el ideal, el momento pasivo-receptivo y el activo-espontáneo. Es en este sentido, pues, como la antropología kantiana se corresponde con una verdadera Weltkenntnis, o ‘sabiduría mundana’. Para resumir brevemente en qué consiste el carácter problemático del concepto de ‘mundo’ en la filosofía crítica de Kant (con vistas a mostrar, en un segundo momento, cómo es reelaborado desde el punto de vista pragmático), nos puede ayudar un fragmento muy sintético, pero conceptualmente también muy intenso, de una obra de Heidegger, uno de los filósofos del siglo pasado que más ha influido en la constitución de la vulgata tal vez más difundida del pensamiento kantiano, que lo interpreta (en términos harto despectivos) como uno de los responsables del giro antropológico moderno:

«1) El concepto de mundo es un concepto problemático en cuanto que oscila entre dos significados distintos, de los que, por otra parte, tampoco puede decirse que no guarden ninguna relación entre sí. 2) Esta oscilación, cuando se consideran las cosas más detenidamente, tiene su origen en que no está claro cómo se relaciona con la existencia eso que se llama mundo.

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3) Por un lado, el mundo es una determinación del todo del ente y en este aspecto se refiere también al hombre, aunque (en este aspecto) no se refiera de forma especial a la existencia; todos los entes pertenecen al mundo, los animales, las plantas, las piedras. 4) Y, sin embargo, ese mundo está enfáticamente referido a la existencia en cuanto que no sería sino una idea de la que se dice que tiene su origen en la naturaleza de la razón humana. 5) Además, esa pregunta por la relación especial entre mundo y existencia se agudiza no sólo en el aspecto del origen que el concepto de mundo tendría en la razón humana, sino en el aspecto de que, en la otra acepción del concepto de mundo, lo que se entiende precisamente por mundo es el ser hombre y su juego y sus idas y venidas».91

Pues bien, como es sabido, el contexto histórico-cultural en el que se inserta la reflexión kantiana sobre el mundo está formado por al menos dos grandes revoluciones: la que subyace a la época de los descubrimientos (que cambió radicalmente la imagen de la tierra) y la de Copérnico, que contribuyó a derribar la idea tradicional del cosmos, junto con todo el dispositivo conceptual vinculado a la idea de un mundo cerrado, jerárquicamente ordenado (tanto axiológica como ontológicamente). Es en la “Dialéctica trascendental” donde Kant expresa con extrema lucidez la necesidad de entender el universo de forma distinta, es decir, como un conjunto de cuerpos infinitamente lejanos e imposibles de aferrar, cuya verdadera visibilidad estaría garantizada por los modelos matemáticos de la astrofísica. De ahí que, en la Crítica de la razón pura, se confute toda posible cosmología en tanto que discurso racional sobre la totalidad de los fenómenos: el mundo no es sino el concepto de un objeto imposible, nihil negativum.92 Al mismo tiempo, es también «el objeto de toda posible experiencia»,93 la referencia constante de todo posible acontecer, dado que con ese concepto nos referimos, argumenta Kant, a la serie fenoménica de los acontecimientos espacio-temporales. Sin embargo, si bien el mundo nunca puede darse al hombre en su totalidad, este último concibe el mundo como algo dado: se trata de una suerte de objeto mental (el conjunto de todos los objetos), pero no puede ser exclusivamente algo mental, ya que está referido a objetos reales. He aquí una de las célebres antinomias kantianas: «dado que el mundo no existe en sí (independientemente de la serie regresiva de mis representaciones), no existe ni como un todo infinito en sí ni como

91 M. HEIDEGGER, Einleitung in die Philosophie (1928-1929), ahora en Gesamtausgabe, Bd. 27, hrsg. von O. Saame, I. Saame-Speidel, Klostermann, Frankfurt a.M., 1996, trad. esp. de M. Jiménez Redondo, Introducción a la filosofía, Cátedra, Madrid, 2001, pág. 313-314. 92 Cf. KrV, B348, pág. 274. 93 KrV, A605/B633, pág. 472.

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un todo finito en sí. Sólo podemos encontrarlo en el regreso empírico de la serie de los fenómenos, no en sí mismo».94 Parece deducirse que de lo que no se puede hablar, hay que callar. Sin duda es verdad que Kant ofrece una “exit strategy”: el mundo inteligible de la moralidad, el mundo como ens rationis, como idea reguladora. Pero la presencia constante de la Weltfrage en la filosofía kantiana parece sugerir otra opción: que el mundo represente el horizonte constitutivo de la experiencia humana,95 es decir, el trasfondo al cual se refieren todas las cosas, incluido el obrar del sujeto, en la medida en que entran a formar parte de un sistema de relaciones fenoménicas. En este caso se trataría de una idea de ‘mundo’ que excede el campo estrictamente epistémico, ya que abarca todo el territorio de la experiencia humana (y no sólo la experiencia cognitiva). De hecho el límite epistémico del cual habla Kant no se caracteriza únicamente en términos de exclusión, sino como una línea fronteriza (Grenzlinie), algo que implica una suerte de práctica del límite:

«El conjunto de todos los objetos posibles de nuestro conocimiento nos parece una superficie plana que tiene su aparente horizonte, es decir, nos parece aquello que abarca todo su contorno, que es lo que nosotros hemos denominado el concepto racional de la totalidad incondicionada. Empíricamente, es imposible llegar a tal conjunto, y toda tentativa de determinarlo a priori de acuerdo con un principio ha sido inútil. Sin embargo, todas las cuestiones de la razón pura apuntan a lo que haya fuera de ese horizonte o, a lo más, en su línea fronteriza».96

Todo lo que el ser humano hace o dice debe tener lugar, o dicho de otro modo, toda actividad humana acontece a partir de un lugar determinado; ahora bien, por ‘mundo’ puede entenderse ese lugar que comprende todo posible lugar, con lo cual se trataría de un concepto que se refiere a algo literalmente ilocalizable, que no coincide con ningún punto especifico, pero que, al mismo tiempo, constituye y estructura toda posible experiencia humana (el decir, el sentir, el querer, etc.). Para establecer una correspondencia que nos podría ayudar a aclarar de qué estamos hablando, podríamos relacionar el carácter trascendente de ese concepto de ‘mundo’ (en el sentido de que es algo que trasciende todo lugar particular) con el ‘yo’ del Tractatus de Wittgenstein, con el ojo que nunca entra en el

94 KrV, A505/B533, pág. 414. 95 A este propósito, véase E. FINK, Welt und Endlichkeit, Könighausen und Neumann, Würzburg, 1990, en particular cf. págs. 98-134. 96 KrV, A760/B788, pág. 561.

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campo visual; por eso, esta peculiar concepción cósmica del ‘mundo’ implica un tipo de trascendencia que no es ni abstracta, ni lógica, ni espiritual: más bien, se trata de un trascender que está vinculado a las vivencias mismas del hombre, a la cotidianidad de su tener lugar en el decir, en el sentir o en el querer: aquí o allí, pero a la vez en ningún lugar, o en el lugar de todos los lugares. Así, pues, desde este renovado punto de vista cósmico, podríamos decir que la autoconciencia, el sentimiento o la comprensión racional de la existencia arraigan en el carácter trascendente de la “libertad” en la misma medida en que arraigan también en los elementos naturales y en la causalidad física. Esta ambigüedad de lo humano, a fin de cuentas, no es sino esa ambigüedad que se desprende de la exposición (tan ejemplar) de las antinomias en la Crítica de la razón pura. En otras palabras, lo que estamos intentando sostener es que la confutación epistemológica de la cosmología, en Kant, no cierra necesariamente las puertas a una concepción distinta del cosmos, que si ya no puede ser un mero objeto de contemplación, sí puede ser entendido como un objeto sui generis, como lo son el ‘yo’, el ‘tiempo’ o el ‘espacio’, los cuales, aun no siendo propiamente unos entes, tampoco pueden ser considerados como algo meramente imaginario o perteneciente exclusivamente a la esfera del noumeno. El hombre kantiano, por lo tanto, habita el ‘mundo’ en la medida en que aprende a tener (un) lugar, a hallar una posición, un equilibrio, recorriendo esa Grenzlinie que roza tanto las leyes de la física como las leyes del libre albedrío. Podría tratarse, en definitiva, de aquel juego liminar y constante del Gemüt, del cual hemos hablado precedentemente y que, para Kant, es objeto de indagación de una antropología desarrollada en sentido pragmático. Como ya hemos recordado en el primer parágrafo de este capítulo, la presencia del ‘cosmos’, más allá de su (imposible) elaboración en ámbito epistemológico, reverbera en el concepto cósmico –o mundano, dado que el término alemán es Weltbegriff– de la filosofía, del cual se habla no sólo en la Crítica de la razón pura, sino también en la Lógica, donde Kant afirma que ese concepto cósmico «confiere dignidad a la filosofía, es decir, un valor absoluto. Y efectivamente ella es además la única que tiene por sí misma valor intrínseco y la que confiere en principio un valor a los otros conocimientos»,97 poco antes de reconocer que todas las cuestiones de la filosofía, entendida en este sentido cosmopolita, confluyen en la antropología, que es aquel discurso que se hace cargo de responder a la pregunta por el hombre. Pues bien, a la luz del análisis llevado a cabo en este segundo parágrafo, veremos ahora en qué modo (y con cuáles resultados) ese discurso

97 I. KANT, Lógica, op. cit., pág. 91.

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antropológico declina el concepto de ‘mundo’ en sentido eminentemente pragmático, enmarcando así su perspectiva en la más amplia “configuración antropológica del saber”, según la cual el hombre y el mundo venían a ser dos figuras conceptuales que se co- implicaban mutuamente. Lo que nos interesa es la acepción pragmático-cosmopolita del ‘mundo’,98 que vendría a coincidir con la idea del globo terrestre, esto es, del teatro histórico y geográfico en el que tiene lugar la acción humana. Se trata del mundo que, para el hombre, adquiere la mayor carga de efectividad, pues en él se dan cita –al mismo tiempo– tanto los aspectos relacionados con la necesidad física como los aspectos que se refieren a la capacidad del hombre de establecer autónomamente sus propias leyes morales. En otras palabras, el mundo pragmático-cosmopolita no es sino el ámbito en el que tiene lugar ese juego liminar de la libertad del cual se hace cargo el Gemüt. Su ubicación, por lo tanto, es intermedia en el sentido de que en esta tierra los hombres están destinados a abrirse paso hacia la realización de su cometido práctico-moral; pero sin el trasfondo natural eso no sería posible, se quedaría en una operación abstracta, ya que le faltaría la propulsión misma a tomar posición, a ocupar un determinado lugar, otorgándole un sentido propiamente humano. Así, pues, cuando Kant afirma que, al desarrollar una antropología que sea relevante para adquirir una Weltkenntnis, no hay que fijarse en las determinaciones fisiológicas del ser humano, sino sólo en los aspectos operativos, sociales, históricos, tal vez deberíamos entender que dichos elementos, para el filósofo de Königsberg, no son relevantes en sí, sino en términos relativos. En efecto, si leemos con atención el texto de la Antropología en sentido pragmático, nos damos cuenta de que la naturaleza tiene un papel muy relevante. Es aquella naturaleza con la cual el hombre se relaciona cotidianamente: necesidades, inclinaciones, caracteres, formas, colores, plantas, animales. Eso sí, dichos aspectos no son analizados por sus determinaciones generales, sino en relación con la existencia ordinaria del ser humano, adquiriendo así una configuración (en el sentido pragmático-kantiano) propiamente terrestre. Vale aquí lo que hemos recordado precedentemente a propósito de los cursos universitarios que Kant dedicó a la geografía

98 Es preciso recordar que para Kant había al menos otros dos conceptos de ‘mundo’: el sensible, que se refiere a la idea más directa de universo, es decir, la serie fenoménica que representa el dominio del conocimiento fundado empíricamente, y el inteligible, que representa la comunidad ideal de seres cabalmente racionales. El mundo pragmático-cosmopolita, de hecho, ocuparía una zona intermedia respecto de estos dos conceptos de mundo. A este propósito, véase K. DÜSING, Die Teleologie in Kants Weltbegriff, Bouvier,

Bonn, 1986; H. HOLZHEY, Kants Erfahrungsbegriff, Schwabe, Basel, 1970.

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física, donde se afirma que la naturaleza y el hombre «deben ser considerados cosmológicamente, es decir, no según los aspectos aun notables contenidos en sus objetos particulares [...], sino según lo que nos sugiere su relación con el todo en el que se encuentran y en el que adquieren su propio lugar».99 Del mismo modo, también en el caso de la Antropología, no se trata de una naturaleza abstracta y fenoménicamente descrita, sino de una naturaleza que constituye el escenario del obrar humano y mediante la cual ese obrar cobra un sentido ético y se convierte en un recorrido hacia la edificación de una cosmopolis, que no es sino este mundo. En otras palabras, podríamos decir que el saber antropológico que Kant tenía en mente implicaba una co-implicación mutua de hombre y mundo (o, mejor dicho, el carácter radicalmente mundano de la existencia humana), ya que conocer el hombre significa conocer el mundo, y viceversa: sólo así el hombre deja de ser un mero espectador del mundo (Weltbeschauer), para convertirse en verdadero habitante del mundo (Weltbürger). Así, pues, como conclusión del recorrido que hemos llevado a cabo en este parágrafo, podríamos decir que la antropología kantiana –en tanto que teoría dotada de un fuerte componente práctico, es decir, como teoría que ofrece al hombre una cierta Weltweisheit, o sabiduría mundana– es interpretable como una suerte de fenomenología de la vida cotidiana, que aspira a elaborar unos criterios útiles para que el ser humano sea capaz de fundir concretamente el formalismo de la ética y el de la teoría del conocimiento mediante una actividad paciente y laboriosa sobre sí mismo; de ese modo, el hombre puede convertirse en un verdadero habitante del mundo. A esto aludía Kant, tal vez, al hablar de «animal rationabile», pues el saber pragmático no se refiere a la esfera de la acción tout court (a sus condiciones de posibilidad trascendentales), sino a la esfera de la acción del hombre sobre sí mismo, es decir, a ese juego liminar de la libertad del cual se hace cargo cotidianamente el Gemüt y que debería desembocar en la edificación de un ‘carácter’. Así se explica también todo el interés por la constitución física del ser humano, los géneros, las costumbres, las pasiones y las emociones, es decir, por la vasta provincia humana, por su superficie fragmentada, heterogénea y variada (¿acaso no es así como se presenta también la superficie del mundo?). Desde este punto de vista, pues, a través de Kant se puede establecer la equivalencia moderna (y tan determinante para el nacimiento de la mirada antropológica) entre el conocimiento de sí y el conocimiento del mundo. Dicho de otro modo, la antropología se configura como una Weltweisheit. Si, por un lado, es verdad que

99 I. KANT, Von den verschiedenen Racen der Menschen, op. cit., pág. 443.

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el filósofo de Königsberg privilegió siempre la concepción galileana y newtoniana de ‘naturaleza’, físicamente connotada en términos contrapuestos a la idea antigua de totalidad cosmológica finita e idealmente representable, por el otro, también es verdad que, como hemos intentado mostrar a lo largo del presente parágrafo, Kant no renunció a intentar hallar un nexo entre el mundo natural y el mundo pragmático de la vida. Es lo que hemos tratado de justificar en estos últimos párrafos, poniendo de manifiesto el intento kantiano de forjar otro concepto de ‘mundo’, en el que confluyen tanto el carácter inquietante del cosmos infinito, como la novedad (igualmente turbadora) del nuevo decurso geo-político inaugurado por la modernidad y por su sistemática ampliación de la mirada hacia un más allá inmanente, terreno. Mundano, entonces, es el carácter de la empiria propia de la esfera pragmático-cosmopolita: este mundo (la vida, el globo terrestre, el obrar en él), anclado en un lugar intermedio (esto es, liminar) respecto de la ilimitada serie fenoménica de la necesidad natural y del ilimitado reino suprasensible de la libertad. En última instancia, como recuerda también Plessner, Kant contrapuso a la filosofía tradicional «una teoría del más acá velado [eine Lehre des verborgenen Diesseits]. [...] El hombre accede así a una profundidad para él velada que, sin embargo, no pertenece al más allá, sino al más acá».100 El hacer cuentas con dicha profundidad, por lo tanto, parece ser el fin de la antropología entendida como sabiduría mundana.

100 H. PLESSNER, Die verspätete Nation (1935/1959), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VI, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1982, pág. 135.

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III. EL CONTRAPUNTO FOUCAULTIANO. CRÍTICA DEL DISCURSO ANTROPOLÓGICO

–A PARTIR DE KANT–

En este tercer y último parágrafo del presente capítulo intentaremos esbozar un recorrido histórico-conceptual poniendo en práctica un movimiento doble. El terreno por el que nos desplazaremos será el del encuentro entre Michel Foucault y la Antropología en sentido pragmático de Kant; un encuentro que representa sin duda un punto de observación privilegiado para reflexionar críticamente sobre la génesis de la denuncia foucaultiana de la «ilusión» y del «sueño» antropológicos, así como para comprobar si, a pesar de las duras acusaciones que toman cuerpo en el razonamiento de Foucault, cabe vislumbrar la posibilidad de un planteamiento antropológico capaz de impugnar la crítica del discurso antropológico. Este movimiento doble nos permitirá así (esta es, al menos, la intención que nos guía), en el tercer capítulo de este trabajo, comprobar la legitimidad de un punto de vista filosófico que sea capaz de recuperar y reactivar, intentando eludir los anatemas lanzados contra la figura del ‘hombre’ a lo largo del siglo pasado, un sentido posible de la interrogación antropológica, es decir, de un cierto modo de entender la reflexión sobre la ‘condición humana’. Es de sobra conocido que la aventura intelectual de Foucault, en buena medida, fue orientada por la exigencia de definir un itinerario de investigación capaz de rehuir, bajo el signo de la filosofía de Nietzsche, todo tipo de tentación antropológica, es decir, todo tipo de discurso que se fundara en la hipótesis de la existencia de un sujeto-objeto real y universal llamado ‘hombre’. Al mismo tiempo, Foucault mismo anunció que su propia trayectoria intelectual podía ser ubicada en el marco de aquella forma crítica de hacer filosofía inaugurada por la respuesta de Kant a la pregunta “Was ist die Aufklärung?”, formulada en 1784. De hecho, doscientos años después, en la primera lección de su curso en el Collège de France titulado Le gouvernement de soi et des autres, que más tarde fue publicada bajo el título Qu’est-ce que les Lumières?, Foucault afirmó lo siguiente:

«me parece que la elección filosófica con la que nos hallamos confrontados actualmente es ésta: se puede optar por una filosofía crítica que se presente como una filosofía analítica de la verdad en general, o bien se puede optar por un pensamiento crítico que tomará la forma de una ontología de nosotros mismos, de una ontología de la actualidad; es ésta la forma de

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filosofía que, de Hegel a la Escuela de Francfort pasando por Nietzsche y , ha fundado una forma de reflexión en la cual he intentado trabajar».101

Mediante la así llamada “ontología de la actualidad”, en tanto que indagación crítica sobre el modo de ser histórico del presente, Foucault pretendía así configurar una forma de trabajo filosófico que no estuviera comprometida con una determinada definición de ‘naturaleza humana’, sino con la individuación de la singularidad histórica respecto de la cual el sujeto está siempre abocado a poner en discusión las condiciones de su libertad y del gobierno de sí. Ahora bien, este pliegue de la reflexión foucaultiana no sería del todo inteligible sin la consideración de la primera fase de su trayectoria intelectual, en la que, analizando la fractura epistémica mediante la cual se inaugura la edad moderna, intentó aislar conceptualmente la emergencia del ‘hombre’ en cuanto figura de la finitud, para elaborar una crítica total de la antropología entendida como el destino de una época. En este contexto, la figura de Kant (que el mismo Foucault, como hemos señalado, reconoció como una referencia ineludible para la estructura crítica de su propio trabajo) está sin duda presente, pero de forma harto peculiar. En efecto, en la obra foucaultiana que, a este propósito, ha despertado más interés en el panorama cultural occidental –Las palabras y las cosas– Kant aparece de modo muy esporádico y no queda muy claro, al menos en nuestra opinión, cuál es el papel de su filosofía crítica en la organización interna de esa peculiar arqueología de la configuración moderna del saber que se lleva a cabo en la obra publicada en 1966. Ahora bien, lo que nos proponemos mostrar en este parágrafo es que el

101 M. FOUCAULT, Qu’est-ce que les Lumières? (1984), en Dits et écrits 1954-1988, 2 volúmenes, edición de D. Defert, F. Ewald, Gallimard, Paris, 1994, aquí vol. II (1976-1988), pág. 1507, trad. esp. de E. Bello,

Seminario sobre el texto de Kant «Was ist Aufklärung?», en ID., Sobre la Ilustración, Tecnos, Madrid, 2003, pág. 69. Además, puede ser útil recordar que en 1984, cuando tuvo que redactar, junto con su asistente, François Ewald, la entrada “Foucault” para el Dictionnaire des philosophes (que entregó firmada con un seudónimo, Marcel Florence), el pensador francés no dudó en afirmar que su entera trayectoria intelectual podía considerarse inscrita en la tradición crítica inaugurada precisamente por Kant. Véase ID., Foucault (1984), en Dits et écrits, vol. II, págs. 1450-1455. A este propósito, hay que señalar la advertencia de Deleuze, quien afirmó que el kantismo de Foucault se mantiene a nivel, por decirlo así, formal, puesto que hay al menos una diferencia esencial que no puede ser obviada, relativa a la concepción de las condiciones de posibilidad, que para Foucault eran las de la experiencia real, mientras que para Kant se trataba de establecer las condiciones de posibilidad de la experiencia posible. En efecto, sólo así –argumenta Deleuze– se consigue explicar la vertiente incontestablemente materialista (o positivista, si pensamos ese positivismo alegre anunciado en las páginas de L’ordre du discours) del pensamiento foucaultiano. Cf. G. DELEUZE, Foucault, Minuit, Paris, 1986, trad. esp. y prólogo de M. Morey, Foucault, Paidos, Barcelona, 1987, pág. 88.

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encuentro con Kant adquirió una importancia fundamental ya algunos años antes, cuando Foucault empezó a traducir al francés la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht, elaborando paralelamente un intenso estudio introductorio sobre la génesis y la estructura de dicha obra. Es ahí, en efecto, donde el filósofo francés afirmó rotundamente (y por primera vez) que, a causa del olvido de la lección kantiana sobre la relación entre el proyecto crítico y la antropología, la filosofía contemporánea posterior a Kant resultaría presa de una ineludible «ilusión antropológica». Así, pues, por un lado, la antropología se habría convertido en ese campo de ‘positividad’ en el que todas las ciencias humanas hallan su propia fundamentación; por el otro, el ‘hombre’ habría adquirido un carácter doble, que le convirtió en ese ser en el que «se tomará conocimiento de aquello que hace posible todo conocimiento».102 En este sentido, argumenta Foucault, el olvido de la lección kantiana, junto con la incapacidad de seguir la vía abierta por Nietzsche, ha conducido a la imposibilidad, por parte de la filosofía contemporánea, de poner en práctica una verdadera crítica respecto del «sueño antropológico», generando así la «ilusión» de poder hallar una verdad auténtica sobre la ‘naturaleza humana’.103 Empecemos, pues, por la cuestión más inmediata, es decir, por la reconstrucción del contexto en el que apareció, en 1964, la primera traducción francesa de la Anthropologie de Kant, por obra del “joven” Foucault, el cual, según cuenta David Macey, empezó a trabajar sobre el texto kantiano en 1960, cuando se encontraba en Hamburg, en calidad de director del “Institut Français”.104 Ya había terminado su tesis principal, titulada Folie et déraison. Histoire de la folie à l’âge classique, con lo cual sólo le quedaba preparar una tesis complementaria, necesaria para conseguir el doctorado. Después de un año, en mayo de 1961, la edición crítica del texto alemán fue presentada en la “Sorbonne” bajo la dirección de Jean Hyppolite, junto con la tesis principal, y tres años después fue publicada por la editorial Vrin, pero sin la gran parte del estudio introductorio de Foucault,

102 ID., Las palabras y las cosas, op. cit., pág. 310. En lo sucesivo, nos referiremos a esta obra utilizando la sigla “MC” (Les mots et les choses), dando siempre por supuesto que las citas de la traducción española son tomadas de la edición precedentemente citada (cf. supra, n. 9, pág. 18). 103 Para una lectura muy sugerente de la relación entre el trabajo foucaultiano y la figura de Kant, que intenta reflexionar sobre la peculiaridad del “neokantismo” de Foucault, véase J. SAUQUILLO, La radicalización del uso público de la razón (Foucault, lector de Kant), “!"#$%&. Revista de Filosofía”, n. 33 (2004), págs. 167- 185. 104 Cf. D. MACEY, The lives of Michel Foucault, Hutchinson, London, 1993, pags. 88-89; véase también ID., Michel Foucault, Reaktion Books, London, 2004, pág. 55.

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que constaba de 128 páginas mecanografiadas, de las cuales, en la edición de 1964 (reeditada siete veces hasta 1994), sólo quedaron unas pocas, bajo la forma de una “Notice historique” caracterizada por una gran atención hacia los aspectos más histórico- filológicos del texto. En 2008, en cambio, la misma editorial Vrin publicó una nueva edición del texto kantiano, esta vez acompañada por la Introduction de Foucault en su totalidad: a partir de ese momento, pues, el acceso al texto foucaultiano ya no supone un viaje a Paris.105 Como escribe también Roberto Nigro,106 es posible acercarse a ese texto de Foucault al menos de dos formas, a saber: o bien mediante una lectura que podríamos definir horizontal, que intenta ajustarse in toto al recorrido tortuoso por los territorios kantianos llevado a cabo por Foucault, en busca de la ubicación del discurso antropológico respecto de las obras pre-críticas, del proyecto crítico y de la filosofía trascendental contenida en el Opus postumum;107 o bien mediante una lectura que podríamos definir vertical y transversal, que se centra sobre todo en la última parte del texto, en la que la cuestión antropológica es insertada en el campo de fuerzas de la filosofía contemporánea, y que permite vislumbrar los temas y los conceptos que Foucault utilizará de forma más sistemática en su planteamiento ‘arqueológico’ de los años 60.108 En este parágrafo, nos

105 I. KANT, Anthropologie d’un point de vue pragmatique, précedé de M. FOUCAULT, Introduction à l’Anthropologie, Vrin, Paris, 2008. Hasta esa fecha, unas copias del estudio crítico se conservaban sólo en la Biblioteca de la “Sorbonne”, en la “Bibliothèque Nationale de France” y en el “Fonds Foucault” del “Institut mémoires de l’édtion contemporaine” de Paris. En lo sucesivo, mediante la sigla “LK” nos referiremos a la traducción española ya citada del texto de Foucault (Una lectura de Kant: cf. supra, pág. 113, nota 22). 106 Cf. R. NIGRO, Foucault e Kant: la critica della questione antropologica, en M. GALZIGNA (a cura di), Foucault, oggi, Feltrinelli, Milano, 2008, págs. 279-292, en particular pág. 282. 107 Un análisis muy detallado de este primer tipo de enfoque se encuentra en J. DÁVILA, F. GROS, Michel Foucault, lector de Kant, Consejo de Publicación de la Universidad de los Andes, Mérida, 1998. En realidad, en este ensayo se examinan en profundidad tanto las cuestiones más “filológicas”, como las de carácter filosófico; en cualquier caso, su lectura es altamente recomendable, pues en él se analizan de forma muy pormenorizadas todos los aspectos relativos a los intercambios, las influencias mutuas y las conexiones entre el discurso antropológico y las distintas fases del pensamiento kantiano, repitiendo así el gesto hermenéutico de Foucault y buscando la máxima claridad expositiva (una calidad por la que, francamente, no siempre se distingue el texto foucaultiano). 108 Este segundo tipo de enfoque, además, consiente contextualizar el trabajo de Foucault, insertándolo en el amplio debate teórico sobre la viabilidad de las ideas de ‘hombre’ y de ‘humanismo’ con el que, en aquellos mismos años, estaban comprometidos otros intelectuales, como por ejemplo Althusser (cf., por ejemplo, Pour Marx [1966], nueva edición, con prólogo de E. Balibar, La Découvert, Paris, 1996; La querelle de

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proponemos unificar estos dos tipos de acceso al texto foucaultiano, haciendo hincapié en sus análisis “filológicos” más relevantes (por ejemplo el que vierte sobre el concepto de Gemüt), para acabar reconstruyendo –y, en segunda instancia, también criticando– el asalto teórico que el intelectual francés se empeñó en llevar a cabo contra toda «ilusión antropológica» y contra cualquier intento de naturalizar lo trascendental, es decir, contra la posibilidad misma (cuyo espacio epistémico, como se argumenta en Las palabras y las cosas, correspondería al paradigma moderno de la ‘representación’) de hablar de una ‘naturaleza humana’. Como decíamos antes, el papel que Foucault asigna a Kant en la elaboración de su polémica contra el «sueño antropológico» en el que habría caído la filosofía moderna no resulta muy claro si nos limitamos a considerar las referencias al filósofo de Königsberg contenidas en Las palabras y las cosas. En efecto, en dicha obra podemos leer que la célebre pregunta kantiana por el hombre formulada en la Lógica «efectúa, bajo cuerda y de antemano, la confusión de lo empírico y lo trascendental cuya partición había mostrado, sin embargo, Kant». «Bajo cuerda» [en sous-main] y de antemano [par avance]»:109 tal vez estas dos especificaciones se refieren al hecho de que Foucault parece estar más interesado en las consecuencias que la pregunta “Was ist der Mensch?” ha generado en el horizonte filosófico que sucede a Kant. En otras palabras, ese hombre inventado por la episteme moderna sería, por un lado, el resultado de la iniciativa kantiana y, por el otro (y tal vez a l’humanisme (1967), en ID., Écrits philosophiques et politiques, vol. II, Stock Imec, Paris, 1997, págs. 449- 551). No puede ser una mera casualidad, en efecto, el hecho de que el pensador marxista, desde 1948, ejerció su actividad docente en la “École Normale”, donde el mismo Foucault dio un seminario sobre la Antropología de Kant y sobre Freud (en 1953) y un curso sobre los “Problèmes de l’anthropologie” (en

1954-1955). Véase D. DEFERT, Chronologie, en Dits et écrits, vol. I (1954-1975), págs. 21-24. Además, no hay que olvidar que, en aquellos años, el mismo Lévi-Strauss había tomado una posición muy radical respecto de la cuestión del ‘hombre’ en tanto que categoría fundamental del pensamiento moderno: en el último capítulo (titulado Histoire et dialectique) de una de sus obras más conocidas, en efecto, llegó a proclamar que «el fin último de las ciencias humanas no es constituir al hombre, sino disolverlo». Según el enfoque antropológico-estructural elaborado por Lévi-Strauss, el ser humano tenía que ser entendido como algo que se constituye en virtud de la acción (a-teleológica) de una realidad colectiva inconsciente (la estructura), cuyo funcionamiento es totalmente independiente de la voluntad individual de los individuos. También el trabajo de de Lévi-Strauss, pues, podría ser considerado como una de las múltiples manifestaciones de ese trasfondo epistemológico y cultural “anti-humanista” que caracterizaba la historia intelectual francesa de aquellos años. Véase C. LÉVI-STRAUSS, La pensée sauvage, Plon, Paris, 1962, trad. esp. de F. González Arámburo, El pensamiento salvaje, FCE, México, 19927, pág. 357. 109 MC, pág. 331.

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su pesar, como Foucault parece sugerir), también sería su presupuesto. Kant, por lo tanto, habría sentado las bases para que el pensamiento posterior cayera en el «sueño antropológico» (atestiguado, como veremos más adelante, por la acción de las ciencias humanas, que ocupan una posición epistémica ambigua respecto del carácter incondicionado del a priori y de la contingencia del orden fenoménico), aun sin tomar él cabalmente parte en dicho sueño. Ahora bien, salvo esta referencia, en Las palabras y las cosas no encontramos un análisis más detallado sobre la relación entre el discurso kantiano y la ilusión de una “plataforma” antropológica sobre la cual construir el edificio de las ciencias humanas, mientras que en su Introduction a la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht sí que es posible, a nuestro juicio, hallar ese tipo de análisis. En ese texto redactado en torno al año 1960, efectivamente, ya se hace explícita la denuncia de la supuesta ilusión antropológica; al mismo tiempo, además, Foucault parece aludir a la actitud crítica que habría que conservar para evitar caer en dicha ilusión. Si prestamos atención a la organización interna del análisis foucaultiano de la obra de Kant, caeremos en la cuenta de que la anticipación de los temas tratados posteriormente es harto evidente. Para Foucault, en efecto, la Antropología kantiana es un ejemplo excelente del hecho de que la finitud, en tanto que campo epistémico, no consigue liberarse de una cierta referencia trascendental, que ejerce el papel de condición de posibilidad; dicho de otro modo, Kant sería consciente de que la finitud se da a conocer sólo mediante una garantía previa de accesibilidad, que debe ser hallada gracias a un análisis trascendental: así, pues, no podría haber un verdadero conocimiento empírico de la finitud, pensada exclusivamente en su ‘positividad’. Leamos un fragmento de la Introduction de Foucault:

«En realidad, en el momento en que se cree hacer valer el pensamiento crítico en el nivel de un conocimiento positivo, se olvida lo que hay de esencial en la lección dejada por Kant. La dificultad para situar la Antropología con respecto al conjunto crítico habría debido bastar para indicar que esta lección es simple. En todo caso dice esta lección que la empiricidad de la Antropología no puede fundarse sobre sí misma; que sólo es posible a título de una repetición de la Crítica; que por lo tanto no puede envolver a la Crítica pero que jamás podría dejar de referirse a ella; que si la Antropología aparece como su analogon empírico y exterior, es en la medida en que reposa sobre estructuras de lo a priori ya nombradas y sacadas a la luz. La finitud, en la organización general del pensamiento kantiano, no puede reflejarse, pues, jamás en el nivel de ella misma; no se ofrece al conocimiento y al discurso

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sino de una manera segunda; pero no es una ontología de lo infinito aquello a lo que está obligada a referirse; sino a las condiciones a priori del conocimiento, en organización de conjunto».110

Como vemos, pues, el punto de observación privilegiado para comprender el sentido último de la Antropología en sentido pragmático es el proyecto crítico, ya que sólo mediante una referencia a un terreno trascendental, para Foucault, sería posible otorgar un sentido a los materiales procedentes del análisis antropológico. Kant lo habría dejado claro: la finitud, pensada en su ‘positividad’, no es un terreno autónomo. Por eso la antropología se constituye como una repetición de la crítica,111 pues es esta última la que dicta las condiciones según las que el campo epistémico del ‘hombre’, en tanto que ser finito, puede configurarse. Asimismo, en ese fragmento no es difícil vislumbrar la presencia in nuce de ese «duplicado empírico-trascendental» denunciado en Las palabras y las cosas, es decir, de ese peculiar objeto de conocimiento (el hombre ‘finito’) que, al mismo tiempo, es lo que hace posible todo conocimiento (el conjunto de las condiciones a priori del hombre ‘trascendental’).112 Así, pues, si bien es innegable que la interrogación sobre la naturaleza humana está ya presente en los años 70, en los escritos que preceden el giro crítico, la peculiaridad de la Antropología en sentido pragmático residiría en que en ella, como sostiene Foucault, se hace explícita la voluntad de seguir un camino que «jamás encontrará su término en una verdad de naturaleza».113 En otras palabras –y retomando algunas argumentaciones expuestas en el precedente parágrafo–, en cuanto conocimiento del hombre, la antropología tiende a ser también conocimiento del mundo (Weltkenntnis), en la medida en que este último no se da como un mero objeto de conocimiento, sino como el lugar de aquella práctica en la que el ser humano es a la vez sujeto y objeto del juego entre

110 LK, pág. 126. 111 LK, pág. 95. 112 A este propósito, es útil señalar que la puesta en cuestión de la finitud, junto con su ineludible relación con un plano ‘metafísico’, es un tema que, como es sabido, resulta decisivo en otra gran interpretación del pensamiento kantiano: se trata de la obra de Heidegger titulada Kant y el problema de la metafísica, cuya importancia ha sido recordada en el primer parágrafo de este capítulo. Ese texto había sido traducido al francés por primera vez en 1953 y, si bien Foucault no lo cita, muchos elementos inducen a pensar que, para el intelectual francés, representó una lectura determinante, pues en su Introduction retoma incluso algunas formulaciones del texto de Heidegger. En general, sobre las lecturas heideggerianas de Foucault, véase ID., Le retour de la morale (1984), en Dits et écrits, vol. II, págs. 1515-1526. 113 LK, pág. 68.

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la naturaleza y la libertad. Por lo tanto, afirma Foucault, la antropología será, indisociablemente, «análisis de la manera en que el hombre adquiere el mundo (su uso, no su conocimiento), es decir, cómo puede instalarse en él, y entrar en el juego» y, al mismo tiempo, «síntesis de las prescripciones y reglas que el mundo impone al hombre, por las cuales lo forma y lo pone en condiciones de dominar el juego».114 Así, pues, la perspectiva ofrecida por Kant en el texto de 1798 presenta una unidad fundamental que, sobre todo en virtud del concepto de ‘uso’ (Gebrauch), nunca es puesta en entredicho; el hombre, desde este punto de vista, «no es ni homo natura ni sujeto puro de libertad, sino que es tomado en las síntesis ya operadas de su ligazón con el mundo».115 Es esto, en definitiva, lo que lleva a Foucault a sostener que el horizonte epistémico de la Antropología no puede pensarse sin tener en consideración la influencia que, sobre dicho texto, había ejercido el punto de vista crítico. Como ya hemos puesto de relieve a lo largo del presente trabajo, es muy clara la intención de Kant, expresada en el Prólogo de la Antropología en sentido pragmático, de estudiar al hombre en cuanto Weltbürger, habitante (o ciudadano) del mundo. Ahora bien, a primera vista, como señala también Foucault, podría sorprender el hecho de que, en toda la primera primera sección de la obra de 1798 (la “Didáctica antropológica”), el filósofo alemán preste tanta atención a la dimensión interna del alma (es decir, al Gemüt) y a su facultades específicas, llevando a cabo un recorrido conceptual que parece configurarse en analogía con el de las tres Críticas. En realidad, argumenta Foucault, la indagación del Gemüt no se limitaría a repetir la crítica a la psicología racional que se encuentra, como hemos señalado en el parágrafo precedente, en la “Dialéctica trascendental”, sino que pone un veto absoluto a todo tipo de psicología empírica. Por eso se revela tan decisivo el uso de otro término respecto al de Seele, que es el objeto de estudio de la psicología. No se trata sólo de evitar caer en la tentación de postular una sustancia simple e inmaterial llamada ‘alma’ (Seele), sino también de evitar limitarse a elaborar, como dice Kant con tono despectivo, una «historia interna del curso involuntario de los propios pensamientos y sentimientos».116 El Gemüt, en efecto, es el objeto de la indagación antropológica no por su carácter puramente receptivo, sino por su capacidad de actuar en virtud del impulso del Geist, que en la Antropología es definido precisamente como el «principio que vivifica el

114 LK, pág. 70. 115 LK, pág. 71. 116 AP, pág. 24.

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ánimo por medio de ideas».117 Es el ‘espíritu’, por lo tanto, el que se hace cargo de conceder al Gemüt, por medio de ideas, la fuerza de la vida, transformándolo en algo más que la mera suma de las facultades y de los poderes que residen en su propio dominio. Dicho de otro modo, el Geist hace nacer «en la pasividad del Gemüt, que es la de la determinación empírica, el movimiento hormigueante de las ideas»; de ese modo, «la razón empírica no se adormece jamás sobre lo dado y la idea, al ligarla al infinito que ella le niega, la hace vivir en el elemento de lo posible».118 Se entiende así por qué la antropología de Kant se caracteriza en sentido pragmático, pues el Geist hace que el Gemüt no pueda ser identificado tout court con el conjunto de las facultades naturales del ser humano. En este sentido, como señala Foucault, el discurso antropológico abarca la vida concreta del espíritu, animada por un movimiento «que la expone incesantemente al peligro de ser jugada en su propio juego», mientras que una psicología empírica sólo podría describir «un espíritu adormecido, inerte, muerto, sin su “belebendes Prinzip”»; sería, en definitiva, «una “fisiología”, menos la vida».119 Como apuntábamos en el parágrafo precedente, también para Foucault resulta decisivo el hecho de que, si bien la Antropología de Kant parece desarrollarse en analogía con el análisis crítico de las facultades del hombre, en realidad la indagación se centra más bien en mostrar no tanto sus determinaciones positivas, sino su uso y sus abusos. Este aspecto resulta decisivo porque, si en el proyecto crítico el Vermögen y la Erscheinung representaban la relación entre lo posible y lo real, en el proyecto antropológico dicha relación acontece, en cambio, «dentro de una continuidad indivisible».120 Lo posible (el poder de las facultades) ahora se halla expuesto al peligro del fenómeno; en otras palabras, el Vermögen encuentra en la Erscheinung tanto su verdad, como la verdad de su perversión (cuando, por ejemplo, el uso se vuelve abuso). Esta conexión entre el orden de lo posible y el orden de lo constituido se mantiene así en ese «ritmo oscuramente ternario» que siguen todos lo parágrafos de la primera sección de la Antropología, mediante el cual antes se analiza el Vermögen «en la raíz de sus posibilidades», luego «el Poder encontrado y perdido, traducido y traicionado en su fenómeno» y, finalmente, «el Poder

117 AP, pág. 177, cursiva mía. La traducción de José Gaos, en este caso, es evidentemente defectuosa, ya que se olvida por completo de un genitivo de fundamental importancia, a saber: «des Gemüts». La oración es la siguiente: «Man nennt das durch Ideen belebende Princip des Gemüts Geist». 118 LK, pág. 77. 119 LK, págs. 79, 78. 120 LK, pág. 85.

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imperativamente ligado a sí mismo». De ese modo, argumenta Foucault, toma cuerpo una relación que es «a la vez del orden de la manifestación, de la aventura hasta la perdición y de la ligazón ética».121 ¿Qué significa, entonces, el hecho de que, como sostiene Foucault, el alcance de la Antropología kantiana puede ser determinado únicamente en la medida en que sea considerada como una «repetición» del proyecto crítico? Es verdad que, en su Introduction, el pensador francés plantea la necesidad de medir el significado de la Antropología respecto del proyecto crítico, pero lo hace subrayando la importancia de no olvidar el papel que, a este propósito, tiene la interrogación sobre el hombre en el Opus postumum, donde el filosofar es interpretado en toda su complejidad. Es ahí, en efecto, donde la pregunta por el hombre adquiere una relevancia decisiva para la filosofía, ya que toda puesta en cuestión de Dios (la idea de una espontaneidad pura) y del mundo (entendido como la determinación completa de la existencia) debe remitirse a dicha pregunta. Como hemos puesto de manifiesto en el parágrafo precedente, el hombre es al mismo tiempo espectador (capaz de producir autónomamente las formas de su conocimiento) y habitante del mundo: por eso el discurso antropológico debe ser desarrollado paralelamente a una reflexión sobre el mundo. Pues bien, si prestamos atención a los textos contenidos en el Opus postumum,122 veremos que, tal y como se sostiene en la Antropología, el conocimiento del hombre no debe entenderse en sentido fisiológico, sino más bien como el conocimiento del desarrollo «de la conciencia de sí y del Yo soy», es decir, de ese sujeto «que se afecta en el movimiento por el cual deviene objeto para sí mismo».123 Es en la experiencia, por lo tanto, donde toma cuerpo el movimiento de la auto-afección y donde el sujeto reconoce su propio «sistema concreto de pertenencia».124 Así, pues, para Foucault el concepto de ‘mundo’ se vuelve determinante para poder ubicar el discurso antropológico respecto del proyecto crítico. Dicho concepto, en efecto, se refiere a ese «sistema de actualidad» que se halla en los fundamentos de cualquier existencia,125 ya que se trata del sistema de relaciones reales que se da dentro del conjunto de las relaciones posibles, es decir, la realidad concreta en la que se desarrolla la existencia. Asimismo, en virtud de su caracterización en cuanto «sistema de actualidad», el

121 Ibidem. 122 La totalidad de esos textos se encuentra en los volúmenes XXI y XXII de la edición de los KGS. 123 LK, pág. 91. 124 Ibidem. 125 Cf. LK, pág. 92.

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mundo, sostiene Foucault, adquiere tres determinaciones ulteriores: es a la vez «source» (fuente del saber, pues se ofrece en tanto que multiplicidad a una facultad sensible que no es únicamente receptiva), «domaine» (el dominio de todo predicado posible, es decir, el espacio en que el sujeto ejerce su actividad sintética) y «limite» (el mundo señala los límites de la experiencia posible, frente a una razón que tiende a querer superarlos). En esta tripartición, Foucault reconoce un paralelismo con aquel paso de la Lógica en el que, como es sabido, la articulación de las preguntas de la filosofía crítica se deja compendiar en la pregunta por el hombre. En ese sentido, pues, el discurso antropológico repetiría el gesto crítico, con vistas a llevar a cabo la idea de filosofía trascendental, ya que en la estructura tripartita del concepto de mundo quedaría patente la mutua co-implicación de la interrogación sobre el hombre y de la puesta en cuestión del mundo. Dicho de otro modo, para Foucault el discurso antropológico permitiría vislumbrar la posibilidad de una filosofía trascendental en la que puede definirse la relación entre la verdad y la libertad.126 Por lo tanto, también podemos decir que es justamente en virtud de la correlación trascendental entre el hombre y el mundo (ambos caracterizados, por decirlo así, de forma pragmática), como la Antropología repite la Crítica, de forma propedéutica para el desarrollo de una reflexión sobre ese ámbito teórico que el trabajo crítico se había limitado a preparar desde un punto de vista metodológico y epistemológico, pero que puede ser pensado sólo por una filosofía trascendental, a saber: la relación entre la espontaneidad y la pasividad, la necesidad y la libertad. Llegados a este punto, deberíamos habernos dado cuenta de que el carácter complejo y enredado de la identificación de un lugar específico para el discurso antropológico es, para Foucault, una de las primeras lecciones kantianas que no habría que olvidar. Esta lección quedaría patente gracias a la reconstrucción del contexto de las investigaciones empíricas de carácter antropológico que tenían cada vez más difusión en la

126 «La Crítica no tiene valor de fundamento con respecto a la Antropología; ésta reposa en su trabajo pero no se arraiga en ella. Se separa por ella misma hacia aquello que debe fundarla y que no es la crítica, sino la filosofía trascendental en sí. Esta es la función y la trama de su empiricidad». LK, pág. 99. A este propósito, señalamos una interpretación muy sugestiva del trabajo foucaultiano sobre la antropología kantiana: es la de la estudiosa italiana Mariapaola Fimiani, quien ha afirmado que en la determinación del concepto de ‘mundo’ como un «sistema de actualidad» es posible hallar una referencia a la conexión entre saber, poder y libertad que caracteriza tanto el periodo arqueológico-genealógico de Foucault, como su reflexión “ética” de los años

80. Véase M. FIMIANI, Foucault e Kant. Critica, clinica, etica, La Città del Sole/Istituto Italiano per gli Studi Filosofici, Napoli, 1997, trad. esp. de C. Cuéllar, Foucault y Kant. Crítica, clínica, ética, Herramienta, Buenos aires, 2005.

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segunda mitad del siglo XVIII. Como hemos visto en el primer capítulo de este trabajo, la cuestión de la fundamentación de una ciencia autónoma cuyo objeto de estudio debía ser el hombre estaba vinculada a la necesidad de superar el mecanicismo de origen cartesiano, para elaborar un saber que tratara el “todo del hombre”, es decir, no sólo su cuerpo, sino también sus comportamientos, sus actitudes, sus afecciones, el conjunto de sus facultades, convirtiendo todo ese material “nuevo” en objeto de un saber positivo. Ahora bien, es evidente que ese intento de «mundanizar todo el hombre»127 guarda una relación muy estrecha con el carácter sumamente peculiar que adquiere la colocación epistemológica de la ‘antropología’ respecto del conocimiento del hombre en el ámbito de la ciencia física. En ese momento constitutivo de ese nuevo saber, argumenta Foucault, aquellas investigaciones sobre el funcionamiento del cuerpo humano habrían representado la ocasión de un «desdoblamiento conceptual capital: en la unidad de la Physis, que no se trata de poner en cuestión, lo que para el cuerpo es lo físico comienza a despegarse de lo que es para los cuerpos, la física»; en otras palabras, «lo físico en el hombre sería naturaleza, sin ser física».128 A raíz de dicho desdoblamiento, pues, se habría producido toda una serie de curiosos entrecruzamientos de nociones y conceptos que, a su vez, habría acabado generando una suerte de «desfase [décalage]»129 entre la ‘naturaleza’ y la Física, cuya causa, efecto y medida sería precisamente esa nueva disciplina llamada Antropología.130 De hecho, como subraya Foucault, el mismo Kant trató de separar lo que en el hombre pertenece al ámbito de la física de lo que, en general, ha de considerarse como objeto de estudio de la Física. Así, esta última será sólo una parte de la fisiología, que representa el conjunto de los conocimientos empíricos de la naturaleza. Ahora bien, la cuestión se hace aún más complicada, ya que ese desfase denunciado por Foucault habría tenido consecuencias en todos los campos del saber. En primer lugar, porque la antropología no puede coincidir únicamente con el estudio de lo que el hombre es por naturaleza, puesto que al mismo tiempo se constituye como un saber acerca de un cuerpo animado, que es un vehículo de acciones, relaciones y conocimientos. Esto implica que dicha disciplina tiene inevitablemente una carga normativa, llegando a ser la ciencia de un cuerpo animado «que se desarrolla de acuerdo con un justo funcionamiento»; se

127 S. MORAVIA, Filosofia e scienze umane nell’età dei Lumi, op. cit., pág. 8. 128 LK, pág. 121. 129 Ibidem. 130 «El hombre es, pues, el primer tema de conocimiento que pueda aparecer en el campo dejado libre por el desfase entre Physis y Física». LK, pág. 122.

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trata, en otras palabras, de «la ciencia de lo normal por excelencia».131 Asimismo, puesto que todo saber contiene siempre también algo mediante lo cual el hombre puede conocer algún aspecto de sí mismo, en realidad todo puede ser referido, en cierto modo, al ámbito antropológico; pero hay más, ya que en ese ámbito, sostiene Foucault, se hallará la posibilidad misma (y los límites) de todo conocimiento posible. He aquí, pues, el hombre de Las palabras y las cosas recordado anteriormente, es decir, aquel ser en el que «se tomará conocimiento de aquello que hace posible todo conocimiento». La ambigüedad de la antropología sería, por decirlo así, estructural, dado que se trata de una ciencia del Menschenwesen, que es, al mismo tiempo, «el ser natural del hombre, la ley de sus posibilidades y el límite a priori de su conocimiento».132 Es precisamente en esa ambigüedad estructural, por lo tanto, donde se origina aquella con-fusión empírico- trascendental que, como es sabido, para Foucault representa el estigma ineludible de la época de la ‘representación’, cuyo emblema epistémico sería el ‘hombre’. En ese sentido, como ya hemos señalado, es importante insistir en el hecho de que ya en la Introduction a la Antropología de Kant es posible hallar una de las cuestiones cruciales de la reflexión foucaultiana (pero también, a fin de cuentas, de toda la modernidad y de gran parte de la filosofía de la primera mitad del siglo pasado), a saber: la discusión sobre la posibilidad de elaborar un conocimiento empírico de la finitud que encierra en sí su propio fundamento. La denuncia de Foucault, entonces, consiste precisamente en señalar hasta qué punto la filosofía post-kantiana se habría olvidado del carácter intrínsecamente problemático del estatuto epistemológico de la antropología, que Kant, en cambio, en ningún momento habría desconocido. Prueba de ello, argumenta el intelectual francés, sería la tesis kantiana según la cual la empiricidad de la antropología no se funda sobre sí misma, sino sólo mediante una repetición del trabajo crítico, puesto que el análisis del concepto de mundo ha evidenciado que el ser humano tiene acceso a su propia finitud exclusivamente en virtud de las estructuras del conocimiento que el trabajo crítico ha examinado. Así, pues, el análisis de las facultades del hombre es repetida a nivel de la correlación trascendental entre la verdad y la libertad, en la cual se lleva a cabo una

131 LK, pág. 123. En estas palabras es inevitable percibir el eco de las cuestiones que Foucault, en esos mismos años, estaba tratando en la elaboración de su tesis doctoral principal, titulada Folie et déraison, que en 1964 cristalizaría en la publicación de su primera obra de gran impacto, la Histoire de la folie à l’âge classique (que fue reimpresa en 1972 por Gallimard, conservando sólo la segunda parte del título originario de la tesis; trad. esp. de J. J. Utrilla, Historia de la locura, FCE, México, 1967). 132 LK, pág. 125.

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indagación sobre el Gemüt, en la medida en que este último es, como decíamos antes, animado por el Geist, es decir, impulsado a la acción, al error, a la “imperfección”. Por eso Kant insiste tanto en el carácter pragmático de su antropología: en otras palabras, esta última no puede, en sí, resolver la cuestión de la fundamentación de la finitud. Empezamos así a vislumbrar más detenidamente el sentido de la crítica de Foucault hacia la filosofía post-kantiana, que empezó a forjarse en el texto de la Introduction y que cristalizaría, unos años más tarde, en el capítulo de Las palabras y las cosas titulado “El hombre y sus dobles”. El error en el que incurre dicha filosofía (lo que Foucault llama «ilusión antropológica» y, más tarde, «sueño antropológico») consiste en la pretensión de emplear el discurso antropológico a título de crítica, convirtiendo así la antropología en ese campo de positividad en el que todas las ciencias humanas hallan su propio fundamento, que reside en la ilusión de que sería posible acceder al conocimiento del hombre y de la finitud de forma inmediata, es decir, contestando positivamente a la pregunta por la legitimidad de un conocimiento empírico de la finitud fundado sobre sí mismo. De ese modo, argumenta Foucault, la ilusión antropológica vendría a reemplazar la ilusión trascendental, que había sido desintegrada precisamente gracias a la labor kantiana. En cualquier caso, un nexo muy profundo vincula las dos formas de ilusión, ya que el «sueño antropológico» habría sido posible únicamente en la medida en que fue “falseado” el carácter crítico que Kant atribuyó a lo trascendental, que acabó siendo interpretado «no como una estructura de la verdad, del fenómeno y de la experiencia, sino como uno de los estigmas concretos de la finitud»; fue en ese preciso momento, en efecto, cuando la zona de lo trascendental fue naturalizada, es decir, transformada en una zona en la que sería posible hallar algo así como la «“naturaleza” de la naturaleza humana».133 Dicho de forma más explícita, si para Kant el conocimiento de la finitud podía darse exclusivamente a través de las formas (a priori) de la relación entre el sujeto y el objeto, el error en el que incurriría toda filosofía que tiende a naturalizar lo trascendental consiste en la ilusión de poder hacer coincidir la finitud y la crítica, creyendo haber individuado el «retraite de la verdad», es decir, lo que al mismo tiempo contiene y esconde aquella verdad sobre la naturaleza humana que ejerce una función reguladora respecto de cualquier otra verdad. La paradoja que conlleva ineludiblemente esta situación, según la interpretación de Foucault, es que toda filosofía que no se percate del carácter ilusorio de la antropología,

133 LK, pág. 129.

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entendida como la única depositaria del «acceso natural a lo fundamental»134, cae en la ilusión de deshacerse de la subjetividad como punto de partida de su reflexión, la cual, por el contrario, «se ha encerrado en ella al dársela espesada, hipostasiada y clausurada en la insuperable estructura de la “menschliches Wesen”, en la cual vela y se recoge silenciosamente esta verdad extenuada que es la verdad de la verdad».135 En otras palabras, la filosofía creyó poder establecer un círculo virtuoso con las ciencias humanas y con las investigaciones empíricas sobre el hombre sin haber elaborado previamente una teoría crítica del conocimiento (como sí, en cambio, había hecho Kant, el cual, por esta razón, mediante su célebre pregunta “Was ist der Mensch” habría sentado las bases para el sueño antropológico, pero sin caer en él). Las múltiples formas de ‘antropología filosófica’ (expresión que utiliza el mismo Foucault)136, por lo tanto, se olvidan de que, cuando hablamos del ser humano y de la posibilidad de conocer al ser humano, supuestamente nos referimos siempre a un conocimiento que tiene que ver con imperfecciones, con límites y con ausencias; la lección kantiana que ha sido olvidada es la que nos recuerda que el núcleo conceptual que subyace a cualquier discurso sobre el ser humano es una cierta idea de negatividad (error, imperfección, ausencias, límites) respecto del ámbito natural, es decir, la idea según la cual una antropología crítica sólo puede hablar el lenguaje del límite y de la negatividad. Ahora bien, a pesar de que el blanco de la crítica de Foucault parece coincidir con ciertos autores del siglo XVIII (algunos de los cuales han sido objeto de estudio del primer capítulo del presente trabajo), cuando leemos sus palabras acerca de la «ingenuidad de nuestros contemporáneos»137 no podemos evitar pensar en autores como Merleau-Ponty, Plessner o Gehlen,138 los cuales, según la interpretación foucaultiana, habrían dedicado gran parte de sus estudios y sus esfuerzos en reafirmar –de distintas formas– la “ilusión” y el “sueño” de poder hallar, en las determinaciones ante todo empíricas del ser humano, su propia constitución fundamental, capaz de explicar tanto su humanidad, como su historicidad. Pues bien, en este contexto, ¿cuál sería, entonces, la única “exit strategy” posible, para Foucault? La sola posibilidad consistiría, como se afirma en el último párrafo de la

134 LK, pág. 128. 135 LK, pág. 130. 136 LK, pág. 128. 137 LK, pág. 126. 138 Las tres obras que podrían ser citadas a este propósito son, respectivamente, La structure du comportement (1942), Die Stufen des Organischen und der Mensch (1928) y Der Mensch (1940).

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Introduction, en hacer un esfuerzo para rememorar no sólo la crítica kantiana, sino también (y sobre todo) la crítica del filósofo con el martillo –Nietzsche–, el cual, pensando el fin de la filosofía, nos habría brindado la posibilidad de volver a hacer una verdadera filosofía crítica, pues «en la muerte del hombre es donde se realiza la muerte de Dios».139 En otras palabras, la intención de Foucault era la de concebir una crítica de la finitud que fuera liberadora tanto con respecto al infinito, como con respecto al hombre. Es lo que caracterizará, como es sabido, los trabajos que el intelectual francés dedicará, a partir de los años 70, a la indagación genealógica, que debe mucho al “daimon” nietzscheano.140 Después de haber trazado un recorrido –si bien de forma necesariamente somera– por la interpretación foucaultiana de la Antropología en sentido pragmático de Kant, poniendo de manifiesto los puntos de contacto con el análisis que hemos llevado a cabo en el parágrafo precedente (relativos sobre todo a la importancia del Gemüt en tanto que clave de bóveda de una reflexión antropológica que pretende rehuir los peligros sea del esencialismo sea del reductivismo empírico), es nuestra intención proponer una lectura crítica de dicha interpretación, que, como hemos visto, anticipa y arroja luz sobre los trabajos arqueológicos de los años 60, es decir, sobre la puesta en cuestión de la existencia “dudosa” (como la definió Deleuze, en una reseña, publicada en “Le Nouvel Observateur”, de Les mots et les choses) del ‘hombre’ y de la legitimidad teórica de las ciencias humanas. Nos parece fundamental proseguir nuestra investigación en esta dirección por varios motivos. En primer lugar, la supuesta muerte del homo naturalis, declamada con

139 LK, pág. 131. En efecto, algunos años más tarde, en Las palabras y las cosas, Foucault se expresará así: «Nietzsche encontró de nuevo el punto en el que Dios y el hombre se pertenecen uno a otro, en el que la muerte del segundo es sinónimo de la desaparición del primero y en el que la promesa del superhombre significa primero y antes que nada la inminencia de la muerte del hombre. Con lo cual Nietzsche, al proponernos este futuro a la vez como vencimiento y como tarea, señala el umbral a partir del cual la filosofía contemporánea pudo empezar de nuevo a pensar». MC, pág. 332. Sería Nietzsche, pues, el primero en arrancar cabalmente las raíces de la antropología instaurada por Kant: cf. M. FOUCAULT, Les monstruosités de la critique (1972), en Dits et écrits, vol. I, págs. 1082-1091, en particular pág. 1088. 140 A este propósito, en nuestra opinión, el planteamiento de Deleuze en su libro dedicado a Foucault es muy sugestivo y ofrece más de una pista para reflexionar sobre la presencia de ese “daimon” nietzscheano en el pensamiento de Foucault. Cf. G. DELEUZE, Foucault, op. cit., en particular el anexo titulado “Sobre la muerte del hombre o el superhombre”, págs. 159-170; por supuesto, para comprender el despliegue de la actividad intelectual de Foucault en los años 70, es imprescindible acudir también a M. FOUCAULT, Nietzsche, la généalogie, l’histoire (1971), ahora en Dits et écrits, vol. II, págs. 1004-1024, trad. esp. de J. Vázquez Pérez, Nietzsche, la genealogía, la historia, Pre-Textos, Valencia, 1988.

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vehemencia por la filosofía anti-metafísica y anti-humanista inaugurada por Nietzsche y Heidegger (y reafirmada por la tradición estructuralista y post-estructuralista), no parece haber resuelto el impasse conceptual que, en nuestra opinión, el pensamiento contemporáneo todavía experimenta frente a la idea de ‘condición humana’, a pesar de todos los avances científicos (en ámbito genético, neurobiológico, etc.) que se han producido sobre todo en la segunda mitad del siglo pasado. En segundo lugar, una reconsideración de la crítica foucaultiana a la ingenuidad del paradigma antropológico nos parece necesaria también porque las vicisitudes de nuestro tiempo demuestran que la ‘naturaleza humana’, lejos de haber sido definitivamente descentralizada y haber perdido todo appeal teórico, protagoniza muchos debates contemporáneos, sobre todo a partir del momento en que el ser humano se ha dado cuenta de que los avances científicos y tecnológicos han inaugurado una época en la que su propia ‘naturaleza’ es –y puede ser cada vez más– un campo de acción y batalla.141 Ahora bien, las propuestas anti- metafísicas, anti-subjetivistas y post-humanistas del siglo pasado no siempre parecen muy conscientes de esta transformación epocal de la forma de pensar al ser humano ante todo como ser vivo y, precisamente en cuanto tal, como ser cuya naturaleza es modificable. La reconsideración de la posibilidad de un planteamiento antropológico, pues, debe ser precedida precisamente por la asunción de una actitud crítica frente a dichas propuestas (escogiendo como punto de observación privilegiado, por ejemplo, el trabajo de Foucault),

141 Sobre estas cuestiones la bibliografía es muy extensa y en continua evolución, sobre todo en estos últimos años, paralelamente a la toma de conciencia cada vez más radical de que el cuerpo humano mismo, a nivel material y cotidiano, es atravesado y enfrentado a los desafíos de la técnica, cuyas potencialidades ponen en cuestión, ante todo a nivel práctico, su propia naturaleza. A este propósito, es muy útil la lectura de las siguientes recopilacones de ensayos, que presentan de forma muy clara el status quaestionis: CH. GEYER

(Hg.), Biopolitik, Surhkamp, Frankfurt a.M., 2001; M. J. WEIß, Bios und Zoë. Die menschliche Natur im Zeitalter ihrer technischen Reproduzierbarkeit, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 2009. Desde un punto de vista más científico (y, en particular, propio de la ingeniería genética), véase G. STOCK, Redesigning humans. Our inevitable genetic future, Houghton Miffin, Boston, 2002. Como introducción filosófico-conceptual al tema, puede ser útil consultar el siguiente ensayo: R. ESPOSITO, Bios. Biopolitica e filosofia, Einaudi, Torino, 2004, trad. esp. de C. R. Molinari Marotto, Bíos. Biopolítica y filosofía, Amorrortu, Buenos Aires, 2006. Otro punto de vista filosófico sobre las cuestiones relativas a las consecuencias ético-prácticas del avance de las biociencias y del desarrollo de las biotecnologías, que «no sólo amplían las posibilidades de acción humana ya conocidas, sino que posibilitan un nuevo tipo de intervenciones», lo ofrece J. HABERMAS, Die Zukunft der menschlichen Natur. Auf dem Weg zu einer liberalen Eugenik?, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 2001 (20052), trad. esp. de R. S. Carbó, El futuro de la naturaleza humana. ¿Hacia una eugenesia liberal?, Paidós, Barcelona, 20102.

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las cuales, además, tampoco se han demostrado muy dúctiles a la hora de hacer frente, desde un punto de vista teórico y político, a la “resaca” del individualismo robinsioniano y de la ideología mercantilista que se levantó a partir de los años 80, ambos indudablemente basados en una idea muy fuerte de sujeto –a pesar de todas aquellas visiones filosóficas acerca de las máscaras de la résistence, la différance y el désir. Finalmente, mediante la reconsideración de la potencialidad de una renovada mirada antropológica, confiamos poder justificar el papel reservado al tercer y último capítulo de nuestra investigación, en el que analizaremos la propuesta antropológico-filosófica de Helmuth Plessner, para comprobar hasta qué punto puede revelarse eficaz a la hora de reflexionar sobre la ‘condición humana’. Como decíamos antes, el trabajo de Foucault, para nuestros propósitos, representa un punto de observación privilegiado. En efecto, sus indagaciones acerca de los mecanismos de saber y poder (que finalmente se funden en la perspectiva bio-política) insisten mucho en los condicionamientos y en los intentos de gestionar la vida humana (individual y colectiva). Sin embargo, el anti-humanismo foucaultiano, en la medida en que se empeña en mostrar la red de reglamentaciones en la que el hombre (es decir, su conciencia) resulta ser –ineludiblemente– un sujeto pasivo, acaba ocultando la multiplicidad opaca de la “provincia” del hombre, excelentemente simbolizada por la esfera de lo no-humano, respecto de la cual, no obstante, se constituye la idea (y la práctica) de la condición humana. Pero es interesante notar, como hemos señalado en la Introducción del presente trabajo, que Foucault, en Las palabras y las cosas, había logrado individuar aquella zona en la que, a nuestro juicio, se sitúa la “provincia” del hombre. Se trata de una zona intermedia, que se despliega entre los códigos fundamentales de una cultura (que determinan la realidad concreta y cotidiana de su lenguaje, sus técnicas, sus valores, sus jerarquías) y las teorías científicas o filosóficas que intentan dar razón de dichos códigos. En esa zona, pues, se abre

«un dominio que, debido a su papel de intermediario, no es menos fundamental: es más confuso, más oscuro y, sin duda, menos fácil de analizar [...]. Así, entre la mirada ya codificada y el conocimiento reflexivo, existe una región media que entrega el orden en su ser mismo [...]. Tanto que esta región “media”, en la medida en que manifiesta los modos de ser del orden, puede considerarse como la más fundamental: anterior a las palabras, a las percepciones y a los gestos [...]; más sólida, más arcaica, menos dudosa,

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siempre más “verdadera” que las teorías que intentan darle una forma explícita, una aplicación exhaustiva o un fundamento filosófico».142

Pues bien, es justamente de ese dominio, a nuestro juicio, que puede hacerse cargo la antropología. También Foucault intentó atravesarlo y recorrerlo, pero al mismo tiempo lo consideró como un espacio vacío, que alcanza su saturación en virtud de la presencia de los objetos epistémicos, es decir, de la historia de los códigos culturales. Por eso, en sus trabajos no queda mucho espacio para la naturaleza, los sentidos, los gestos, en fin, para todo lo que, en la “provincia” humana, hay de animal, rutinario, aurático, vago; por supuesto no es que todo ese “material”, en su obra, esté totalmente ausente, sino que su presencia siempre hace referencia a determinados índices epistémicos y a determinadas inscripciones culturales, que acaban convirtiendo esa multiplicidad en los nombres propios de los distintos regímenes de verdad y de los mecanismos de saber/poder. No puede ser una mera casualidad, entonces, el hecho de que la mirada “plebeya”, material e interesada en la periferia de lo real (que es típica del trabajo genealógico)143 tiende a transformarse en un positivimo alegre, es decir, en ciencia de la constitución de los códigos culturales. El siguiente fragmento tomado de Nietzsche, la genealogía, la historia es, en nuestra opinión, una suerte de manifiesto programático de esa actitud foucaultiana que, después de haber localizado la zona sobre la cual debería colocarse la mirada, tiende a englobarla en una región epistémica que la transforma en un conjunto de lugares en los que se inscriben los distintos códigos culturales, que se configurarían exclusivamente en virtud de la acción de los mecanismos impersonales de saber/poder:

«pensamos que el cuerpo no tiene otras leyes que las de su fisiología y que escapa a la historia. Nuevo error; está atrapado en una serie de regímenes que lo modelan; está roto por ritmos de trabajo, de reposo y de fiestas; está intoxicado por venenos –alimentos o valores, hábitos alimenticios y leyes morales, todo a la vez; se forja con la resistencia. La historia “efectiva” se distingue de la de los historiadores en que no se apoya en ninguna constancia: nada en el hombre –ni siquiera su cuerpo– es lo suficientemente fijo para comprender a los

142 MC, págs. 5-6. 143 «La genealogía es gris; es meticulosa y pacientemente documental; trabaja con pergaminos embrollados, borrosos, varias veces reescritos»; es caracterizada por la «baja curiosidad del plebeyo» y «dirige sus miradas hacia lo más próximo –al cuerpo, al sistema nervioso, a los alimentos y a la digestión, a las energías». Por eso, la genealogía exige «del saber minucia, gran número de materiales acumulados, paciencia». M.

FOUCAULT, Nietzsche, la genealogía, la historia, op. cit., págs. 11, 61, 51, 12.

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demás hombres y reconocerse en ellos [...]. Saber, incluso en el orden histórico, no significa “reconocer”, y mucho menos “reconocernos”. La historia será “efectiva” en la medida en que introduzca lo discontinuo en nuestro mismo ser. Divida nuestros sentimientos; dramatice nuestros instintos; multiplique nuestro cuerpo y lo oponga a sí mismo. No deje nada sobre sí que tenga la estabilidad tranquilizadora de la vida o de la naturaleza».144

Como afirma en el texto que tuvo que redactar para el Dictionnaire des philosophes de Denis Huisman, Foucualt reconoce como punto de partida de su trabajo la necesidad de evitar al máximo la postulación de los «universales antropológicos (por supuesto también los que son típicos de un humanismo que hace valer los derechos, los privilegios y la naturaleza del ser humano en tanto que verdad inmediata y a-temporal del sujeto»); sólo de ese modo, argumenta, será posible indagar su constitución histórica, aspirando a «hacer emerger los procesos en los que el sujeto y el objeto “se forman y se transforman”, el uno en función del otro y de manera siempre recíproca».145 Así, pues, para Foucault la consecuencia más insidiosa del humanismo es la convicción infranqueable de que, efectivamente, existe el ‘hombre’, ese objeto que puede ser conocido gradualmente. Estaríamos tan cegados por la reciente evidencia del ‘hombre’, que «ya ni siquiera guardamos el recuerdo del tiempo, poco lejano sin embargo, en que existían el mundo, su orden y los seres humanos, pero no el hombre». Dicho de otro modo, y mediante una de las fórmulas más célebres de Las palabras y las cosas, que contiene una alusión implícita al pensamiento de Heidegger: «es posible que la Antropología constituya la disposición fundamental que ha ordenado y conducido al pensamiento filosófico desde Kant hasta nosotros»;146 en ella, pues, se encarnaría el código cultural de la época moderna, surgido del encuentro entre la metafísica del sujeto y las disciplinas particulares que lo estudian en cuanto objeto positivo de saber. El horizonte antropológico, entonces, es puesto en cuestión por ser la fuente última de sentido de todas las ciencias humanas, en las que toma cuerpo, como hemos visto precedentemente, la ilusión de poder con-fundir el nivel trascendental (la reflexión sobre los límites del conocimiento) y el nivel empírico (aquel “trabajo de campo” que, como en un círculo vicioso, pretende ofrecer materiales

144 Ivi, págs. 46-47. 145 M. FOUCAULT, Foucault, op. cit., pág. 1453. 146 MC, pág. 333. En esta obra de 1966 resulta decisivo el papel que tiene la tesis expuesta en Kant y el problema de la metafísica; es lo que se argumenta también en L. FERRY, A. RENAUT, La pensée 68. Essai sur le anti-humanisme contemporaine, Gallimard, París, 1985, págs. 142-143.

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probatorios acerca de lo que ya está presupuesto y que, en virtud de su estatuto ‘cuasi- trascendental’, dirige las operaciones, a saber: el ‘hombre’). En este contexto, la tarea de un verdadero pensamiento crítico, como ya hemos señalado, consistiría en romper ese círculo de la auto-reflexión, del desdoblamiento empírico-trascendental, despertándose así del «sueño antropológico» y poniendo en cuestión la forma en que el ser humano se ha constituido como objeto de su propio saber (así como el modo en que se ha constituido como sujeto que ejerce o que está sujeto a relaciones de poder). Se trataría, por lo tanto, de practicar una sublevación epistemológica que borre por completo todos los universales, las esencias, el sujeto y la auto-reflexión, reemplazándolos con un análisis de los a priori históricos (los códigos culturales, los mecanismos de saber/poder), así como con una política de la singularidad que, en el pensamiento de Foucault de los años 80, converge hacia una reflexión de corte ético. Despertarse del «sueño antropológico» significa reconocer que no es el conocimiento humano el que se ajusta a los objetos, sino viceversa: los objetos se ajustan al conocimiento –pero este último no es, en sí, humano. ¿Qué es lo que no nos parece demasiado convincente, de la propuesta foucaultiana? Como decíamos antes, hay al menos un elemento que, después de haber sido anunciado como el más fundamental, el más sólido, el más arcaico y el menos dudoso, parece haber desaparecido del mapa analítico-conceptual de Foucault. Se trata de aquella zona gris e intermedia que se sitúa entre el orden (que podemos llamar “cultural” por comodidad, pero dando por supuesto que no se configura sólo culturalmente) así como es entregado a la experiencia y el reddere rationem filosófico acerca de ese mismo orden. Una zona de frontera entre la teoría y la praxis, el discurso y la experiencia, en fin, para utilizar la terminología con la que nos hemos familiarizado a partir de la modernidad, entre lo trascendental y lo empírico. Foucault, tanto en su Introduction a la Antropología de Kant como en Las palabras y las cosas, había logrado individuar con extrema fineza conceptual el alcance de dicha condición del pensamiento, pero juzgó necesario considerarla como la responsable de la ilusión y del sueño en el que habría caído el pensamiento filosófico desde Kant hasta nosotros. Proclamando la necesidad del hundimiento del paradigma humanista (o antropológico), el intelectual francés creyó poder deshacerse de aquella dialéctica entre lo empírico y lo trascendental que, mediante su con-fusión e hibridación, habría generado

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ese mismo «sueño». Mediante ese gesto, así, parece haber desaparecido la “provincia” del hombre.147 Una de las hipótesis que podrían hacerse con respecto a ese gesto foucaultiano, que ya se vislumbra, como hemos intentado argumentar, en su Introduction a la Antropología kantiana, es que todo tenga su origen en una sobredeterminación del concepto de ‘antropología’, que a su vez procede de la asimilación y de la superposición de las críticas de Nietzsche y Heidegger. Lo que resulta de ese gesto, pues, es el arquetipo argumentativo post-moderno según el cual toda antropología no sería sino la proposición de un modelo universal, a-histórico y dogmático de hombre; en una palabra, la antropología sería la moneda de cambio de la metafísica típica de la época de la “imagen del mundo”, su realización cabal.148 Ahora bien, por un lado, este tipo de interpretación de la historia filosófica occidental como historia del ser (en sentido metafísico-objetivador), según la concepción heideggeriana, puede superarse sólo a través de la destrucción de la metafísica tradicional, reconociendo el círculo entre lo óntico y lo ontológico (que produce el olvido de este último) y pensando el ser de forma radicalmente distinta; por el otro, sin embargo, es cierto que Foucault nunca apostó por una ontología fundamental, ni por una hermenéutica deconstructiva, pues su trabajo arqueológico y genealógico sobre los a priori históricos está vinculado más bien a las ideas (en las que resuena el eco de la voz nietzscheana) de dispersión, de las relaciones de fuerza, de lo discontinuo, de la dimensión material, marginal y plebeya de la historia. Uno podría pensar que se trata, a todos los efectos, de esa zona gris (mucho más óntica que ontológica) de la que se habla en Las palabras y las cosas, pero en realidad uno también tiene la sensación de que, como decíamos antes, esa zona gris es finalmente incorporada por las epistemai, por los códigos culturales, por los juegos de poder históricamente determinados, que salen a la luz gracias a la labor de reconstrucción de las ‘positividades’. Para Heidegger, la interdependencia de

147 A este propósito, una estudiosa francesa ha hablado de una “ontologie manquée”, es decir, de una elaboración teórica insuficiente, por parte de Foucault, de las operaciones arqueológicas y genealógicas, aun reconociendo sus fundamentales aportaciones analítico-descriptivas. Con respecto a los “juegos de verdad”, se pregunta lo siguiente: «¿tal vez hay que entenderlos como el campo epistémico que “hace posible” el saber de una época y, al mismo tiempo, como la operación individual mediante la cual el sujeto, “constituyéndose como un objeto”, elabora una interpretación reflexiva de su propia naturaleza? En otras palabras, ¿cómo pueden, las metamorfosis del a priori histórico, configurar al mismo tiempo la actividad constituyente del sujeto y condicionar desde fuera las formas de la subjetivación?». B. HAN, L’ontologie manquée de Michel Foucault. Entre l’historique et le transcendantal, Milion, Grenoble, 1998, pág. 26. 148 Como es sabido, es la tesis que Heidegger defiende en Kant y el problema de la metafísica.

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metafísica y antropología reside en el olvido de las preguntas ontológicas y en la concepción del ser como objeto de saber o como el resultado de la auto-reflexión del hombre. Para Foucault, en cambio, las preguntas ontológicas deben confluir en la reflexión sobre el anonimato de las prácticas y de los saberes históricos; el pensador francés intentó así deshacerse del “demasiado humano” y reconducir todo al anonimato de los índices epistémicos. Desde este punto de vista, sin embargo, las epistemai, como señaló también Jürgen Habermas, parecen ocupar al mismo tiempo el lugar de la ontología (lo trascendental) y el lugar de lo material (lo empírico).149 En otras palabras, en tanto que historia concreta, el análisis de la constitución de las ‘positividades’ parece estar demasiado comprometido con el plano epistémico-trascendental, mediante el cual se indagan las condiciones de posibilidad de la experiencia real; pero, al mismo tiempo, en tanto que historia de las epistemai, el análisis de las ‘positividades’ parece estar demasiado comprometido con el plano empírico, es decir, con ese plano que designa los efectos de realidad producidos por las epistemai. Ahora bien, el aspecto más decisivo de esta situación es que de lo que se trata no es de una mera equivocación teórica o metodológica de Foucault, sino de una de las posibles formulaciones del problema por excelencia del pensamiento moderno, que se constituye precisamente como aquel esfuerzo por advertir y denunciar las identificaciones y los intercambios subrepticios entre la condición y lo condicionado, lo real y lo ideal, el conocer y el pensar. La conciencia de su cercanía, de su conjunción disyuntiva, es la conciencia de la modernidad, el resultado del despliegue de la que Vico llamaba la edad humana. Si, en Las palabras y las cosas, mediante el reconocimiento de esa zona media entre lo empírico y lo trascendental, Foucault se da

149 «La genealogía de las ciencias humanas que traza Foucault se nos presenta en un irritante doble papel. Por una parte representa el papel empírico de un análisis de tecnologías de poder cuyo objeto es explicar el plexo de funciones en que quedan insertas en la sociedad las ciencias del hombre; las relaciones de poder interesan aquí como condiciones del nacimiento y como efectos sociales del saber científico. Pero esta misma genealogía juega, por otro lado, el papel transcendental de un análisis de tecnologías de poder, cuyo fin es explicar cómo son en general posibles los discursos científicos sobre el hombre. Las relaciones de poder interesan aquí como condiciones de constitución del saber científico. Ahora bien, estos dos papeles epistemológicos ya no quedan repartidos entre enfoques en pugna que se limitaran a referirse al mismo objeto, es decir, al sujeto humano en sus manifestaciones vitales. Antes bien, la historiografía genealógica ha de ser ambas cosas a la vez: ciencia social funcionalista e investigación sobre la constitución de los objetos de la experiencia». J. HABERMAS, Der philosophische Diskurs der Moderne, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1985, trad. esp. de M. Jiménez Redondo, El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Madrid, 1989, pág. 328.

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cuenta de eso, en sus trabajos posteriores, en cambio, parece sugerir que esa duplicidad propia de lo moderno puede resolverse en un positivismo alegre y en un historicismo refinado capaces de librarse de la hipótesis fundamental que, supuestamente, se escondería detrás de dicha duplicidad, es decir, el ‘sujeto’ de la metafísica moderna.150 A partir de este punto de vista crítico con respecto a la fundamentación arqueológico-genealógica del trabajo foucaultiano, se puede fácilmente intuir cuál es, en nuestra opinión, la vía alternativa preferible, a saber: el reconocimiento de la importancia del nexo que debería establecerse entre esa zona media que alberga el juego empírico- trascendental del pensamiento y la constitución de la actitud epistémica (que revela todo su potencial a partir de la Neuzeit) de la antropología. La modernidad, pues, lleva hasta el centro del escenario esa “provincia” del hombre que, sin embargo, es también y a la vez su propio “centro”: su misma presencia revela una condición liminar y de difícil definición. De hecho, dicha incertidumbre no es casual, ya que está estrechamente vinculada al estatuto de lo que no es humano, lo cual, a su vez, puede conocerse a través del conocimiento de lo humano, de esa esfera a la que pertenecen necesariamente las distintas formas del saber. De ahí el entrecruzamiento del pensar y el conocer, de la teoría del

150 Una tematización muy completa y detallada de las problemáticas relativas a la cuestión de la peculiaridad de la “zona” trascendental en Foucault es ofrecida en algunos ensayos (cuya lectura es muy aconsejable) de un estudioso español: M. DIAZ MARSÁ, Sobre la crítica foucaultiana al tema trascendental, en “Revista de filosofía”, n. 35, 1(2010), págs. 45-66; ID., Arquelogía de la cuestión trascendental. En torno a Miguel Foucault, en “Pensamiento”, vol. 67, n. 254 (2011), págs. 1099-1126. El enfoque adoptado por Diaz Marsá es muy “arqueológico”, pues se centra en la reconstrucción de aquel proceso mediante el cual, desde la “apertura” practicada en el saber occidental por la cuestión de la representación y de la negación moderna de la supuesta transparencia entre el ser y el pensar, se ha configurado ese “cierre” antropológico que individua el fundamento de la representación en una subjetividad constituyente. Sin embargo, el estudioso español no renuncia a mostrar que en Foucault puede hallarse también la posibilidad de concebir una dimensión olvidada de lo trascendental; en este sentido, se trata de una interpretación contrapuesta a la nuestra, ya que Diaz Marsá insiste en la importancia de la idea foucaultiana de ‘saber’, cuya mayor potencialidad residiría precisamente en el hecho de reunir, en un único plano epistémico, el carácter trascendental, el existencial (en el sentido de lo efectivamente existente, no de lo posible en general) y el práctico-histórico. En definitiva, su tesis defiende la posibilidad de seguir pensando, con Foucault, la posibilidad de un espacio trascendental, mientras que, en nuestra opinión, la renuncia foucaultiana a mantenerse en aquel plano donde la condición y lo condicionado ponen en escena una con-fusión originaria implica la conversión de los mecanismos de saber/poder en ‘positividades’ históricamente determinadas que acaban “cerrando” (como hace también, pero desde el punto de vista opuesto, toda antropología esencialista) ese círculo entre la condición y lo condicionado que, a partir de la modernidad, caracteriza la auto-comprensión del hombre.

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conocimiento y la ontología entendida como indagación sobre lo real, sobre lo que hay; de ahí también la hipoteca (tanto teórica como práctica) de la edad humana, cuyo territorio estructuralmente multiforme y variado, junto con la intrínseca novedad de los espacios geográficos y astronómicos que acababan de descubrirse, representó tal vez el carácter más significativo de la “edad nueva”. Así, pues, una posible vía alternativa consistiría precisamente en reactivar esa mirada “fenomenológica” –desde la cual, como en algún caso recordó el mismo Foucault, empezó su trayectoria filosófica, pero que estimó oportuno abandonar–, colocándola sobre esa zona media en la que se hallan al mismo tiempo la “provincia” y el “centro” del hombre, lo empírico y lo trascendental, el conocer y el pensar. De ese modo, mutatis mutandis, podríamos incluso hacer nuestra la siguiente invitación foucaultiana: «la tarea de la filosofía no consiste en descubrir lo que está escondido, sino en hacer visible lo que es visible, hacer aparecer lo que es tan inmediato, lo que está tan cerca y tan íntimamente vinculado a nosotros que no logramos percibirlo. Por tanto, la tarea de la ciencia consiste en hacer conocer lo que no vemos, mientras que la filosofía debe mostrar lo que vemos».151 En un contexto así presentado, pues, el nexo entre la actitud antropológica y la razón observante (de la cual habla Hegel en su Fenomenología) adquiere una gran relevancia. Como hemos intentado mostrar en el primer capítulo de este trabajo, a lo largo del siglo XVIII se produjo una intensificación de un género discursivo y argumentativo basado en el interés profundo por todo lo que abarcaba el escenario mundano en el que se movían los hombres. No se trata todavía de una verdadera disciplina, sino más bien del despliegue, en varios ámbitos, de la “configuración antropológica del saber”, que también (como en el caso de Kant) podríamos definir como una configuración mundana del saber (Weltkenntnis). Así, ese interés se concretó en ámbitos como la fisiología, la medicina, la geología y la historia de los pueblos y de las naciones, de sus gentes, de sus costumbres y de sus idiomas. El abanico era muy amplio y en él se insertó también esa actitud antropológica, que a su vez era todavía un contenedor no del todo definido, en el que (de nuevo, como en el caso de Kant) tenían cabida los sentidos, las pasiones, las representaciones obscuras, los temperamentos, pero también el análisis del lenguaje desde el punto de vista de su génesis mundana (pensemos en unos de los lemas herderianos: «dejemos a un lado toda metafísica y atengámonos a la fisiología y la experiencia»)152 y el

151 M. FOUCAULT, La philosophie analytique de la politique (1978), en Dits et écrits, vol. II, págs. 540-541. 152 J. G. HERDER, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, op. cit., pág. 88.

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«conocimiento profundo del cuerpo humano», como afirmaba Johannes Ith. Se trata, en definitiva, de ese Lebenswelt cuyo papel resulta decisivo, según la propuesta historiográfica y hermenéutica de Odo Marquard, para la constitución del saber antropológico a caballo entre los siglos XVIII y XIX. El terreno del ‘mundo de la vida’ se constituyó, pues, en contraposición con el paradigma ontológico dualista: en él se hallan los cuerpos, pero también los comportamientos, las costumbres, las creencias, las representaciones simbólicas; es un terreno cotidiano, estratificado y policéntrico que alberga una multiplicidad de “lados” que se entrecruzan (implicándose mutuamente) y que conforman una totalidad vaga, esfumada, móvil, pero ineludiblemente presente. Así, pues, el nexo entre la antropología y el ‘mundo’ resulta fundamental no tanto porque la primera busca otorgar un “centro” fijo o sustancial para el segundo (el “centro”, como ya hemos dicho, se da en la forma de un juego liminar), sino porque para comprender el ser humano hace falta observar el mundo, en el sentido de saeculum y universum. En nuestra opinión, desde el punto de vista categorial, lo que no queda del todo claro, en la propuesta de Foucault, es precisamente aquel gesto mediante el cual el Lebenswelt quedaría sometido cada vez a la historicidad de las distintas epistemai, es decir, a la regulación de prácticas históricas (discursivas y extra-discursivas) contingentes. El intelectual francés parece ser consciente de la peculiaridad conceptual de ese ‘mundo de la vida’ (es suficiente ver el interés demostrado, en la Introduction a la Antropología de Kant, por los trabajos de autores como Platner, Ith, Hufeland o Tetens), cuya eclosión moderna provocó la aparición de un saber antropológico que intentaba reaccionar justamente frente a la dificultad de hallar un dominio teórico apropiado para el Lebenswelt. En efecto, una simple reconstrucción histórico-conceptual como la que propuso Marquard es capaz de mostrar que el surgimiento de la antropología no coincide con el de las ciencias humanas (biología, economía, lingüística), pues es anterior. Eso sí, a partir de un cierto punto, el intento de reducción antropológica y el ‘mundo de la vida’ tienden a entrecruzarse; sin embargo, dicho entrecruzamiento debería ser repensado precisamente en términos de su propia circularidad empírico-trascendental, de lo contrario cualquier superposición unilateral (por parte de las teorías científicas o de las interpretaciones filosóficas) acabaría disolviendo la cuestión misma de la antropología, es decir, la posibilidad de hablar de la ‘condición humana’, en ese sentido cíclico-circular al cual aludíamos en la Introducción del presente trabajo.

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CAPÍTULO 3 ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA Y CONTEMPORANEIDAD Itinerarios y propuestas

I. PROSECUCIÓN DE LA «METÁFORA ABSOLUTA»: MUNDO(S) POST-COPERNICANO(S)

Como hemos podido comprobar a lo largo de los precedentes capítulos, las vicisitudes del ámbito epistémico antropológico (así como su abuso, su alteración, su dilatación) están estrechamente vinculadas a la época de la mundanización del saber, que a su vez desembocó en la convicción de que todos los principios absolutos de tipo suprasensible pertenecientes a la tradición filosófica podían ser reemplazados por “constantes antropológicas”, es decir, por la idea según la cual el responsable de la construcción de la realidad, desde un punto de vista cognoscitivo y práctico, fuera exclusivamente el hombre. Así, aunque no siempre se trató de verdaderos proyectos antropológicos, sino más bien de planteamientos filosóficos que se proponían configurar las coordenadas antropológicas del saber (piénsese, por ejemplo, en la obra de Feuerbach), quedaron patentes algunas instancias conceptuales que contribuyeron a la conformación de la actitud antropológica: el rechazo de la especulación pura, de las disputas académicas, el “hambre” de realidad, la voluntad de acercar el pensamiento al mundo y a las ciencias, el rechazo del dualismo mente-cuerpo, el interés por la fisionomía y por los fenómenos humanos tal y como se dan a ver, la defensa de la experiencia directa, la apología de la sensibilidad. Por supuesto, todas estas instancias no se dieron al mismo tiempo y en cada uno de los ejemplos que pueden aducirse para describir la actitud antropológica: precisamente por eso hemos hablado de una actitud y de un modus argumentandi más o menos homogéneo, y no de una verdadera disciplina que haya logrado imponerse y hacer valer su hegemonía; de lo contrario, no habríamos podido escoger planteamientos que, en cierto modo, podrían ser considerados incluso muy alejados entre sí, como el de Platner, el de Herder o el de Kant. Como decía Gehlen, la “tradición” de la antropología filosófica consiste más bien en la cristalización de determinadas tendencias, antes que en verdaderos resultados teórico-científicos. (Tal vez esta sea la razón por la que merece la pena emprender un recorrido genealógico que une a pensadores que, a veces sin siquiera

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proponerse alcanzar ese objetivo, contribuyeron a configurar una actitud teórica capaz de tematizar el encuentro entre la filosofía y la antropología). En cualquier caso, lo que sería absurdo negar es el hecho de que, independientemente de que el verdadero responsable de la construcción de la realidad sea el hombre, esta última se demostraba cada vez más multiforme, opaca y difícilmente manejable: su supuesto “autor” acabó así arrastrado por las corrientes de lo real. La otra cara de los tiempos modernos, pues, era la figura de un hombre claramente incapaz de enfrentarse a las estructuras psicológicas, sociales, industriales y tecnológicas que dominaban la fase culminante del mundo moderno. La dificultad de hallar un puesto para el hombre, ubicándolo en la complejidad natural y artificial de la que ya no podía ser sustraído, fue efectivamente una de las razones del éxito que obtuvo la antropología filosófica en el periodo (sumamente crítico) entre las dos guerras mundiales, del cual nos ocuparemos más adelante. Pero antes habrá que comprobar en qué medida puede decirse que fue «reocupada» la metáfora copernicana:1 esto nos permitirá apreciar el papel jugado tanto por la transformación como por la continuidad en ese relato conceptual protagonizado por la figura humana que confluye en la configuración de un mundo post- copernicano. Hallar un sentido posible para una actitud filosófica de tipo antropológico en un mundo así configurado es, de hecho, el objetivo principal de este tercer capítulo. En el primer capítulo del presente trabajo hemos utilizado la expresión ‘hombre copernicano’ para designar el conjunto de las características fundamentales, desde un punto de vista filosófico-cultural, del hombre moderno. También habríamos podido servirnos de un célebre paso de la Genealogía de la moral, en el que Nietzsche habla de ese hombre que, a partir de Copérnico, parece haber caído en un plano inclinado, rodando cada vez más rápido hacia el horadante sentimiento de su nada, hacia su propio carácter insignificante.2 En efecto, al menos a partir de Giordano Bruno, la pérdida del centro y la

1 Se trata de una expresión que emplea Hans Blumenberg para referirse al hecho de que las funciones de una serie de temas y problemas que pertenecen a un determinado contexto pueden modificarse, implicando así la transformación de los contenidos mismos de esos temas. La “Historia”, para Blumenberg, es en efecto la suma de las “reocupaciones” metafóricas, que tienden a compensar y neutralizar el carácter abrumador de la contingencia. En este sentido, el mundo (así como el hombre) post-copernicano vendría a colmar la laguna que se produce cuando el ser humano se ve arrastrado por la complejidad de la unión problemática del “centro” y de la “provincia”, la misma que había generado la génesis del mundo (y del hombre) copernicano.

Véase H. BLUMENBERG, La legitimación de la edad moderna, op. cit., en particular págs. 455-477. 2 «¿No se encuentra en un indetenible avance, a partir de Copérnico, precisamente el autoempequeñecimiento del hombre, su voluntad de autoempequeñecimiento? Ay, ha desaparecido la fe en la dignidad, singularidad,

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ubicación periférica han sido unas metáforas cosmológicas dominantes: el hombre había perdido definitivamente la inmediatez de su unidad con el ‘ser’. Sin embargo, una vez explorada y agotada la dimensión auto-afirmativa, el desorden estructural que caracteriza la relación del hombre post-copernicano con su propio mundo (en el sentido cosmológico de universum y en el sentido histórico-cultural de saeculum) ya no reclama necesariamente un retorno al orden, a la centralidad, a la auto-conservación o a la auto-legitimación. El hombre post-copernicano intenta, por decirlo así, acomodarse a un contexto estructuralmente carente, a su estructura hueca. En la medida en que la metáfora copernicana agota su potencial hermenéutico y auto-afirmativo, el progreso se convierte en un avanzar indefinido, desprovisto de cualquier carácter épico; de hecho, en este contexto, hablar de progreso parece –cuando menos– inexacto, pues se debería escoger una imagen más apropiada para describir ese proceso de puesta en cuestión de la idea de ascensión hacia un estadio más elevado (esto es, mejor) o de realización de un determinado telos. En este sentido, para “metaforizar” de la forma más pertinente el campo epistémico que hemos definido post-copernicano, tal vez deberíamos dirigir nuestra atención hacia las metáforas y las imágenes más evocadoras que proceden del conjunto de consecuencias filosófico-culturales de la afirmación de la teoría de la evolución. A este propósito, Stephen J. Gould sugirió emplear la imagen del matorral,3 a través de la cual el insustituibilidad humanas dentro de la escala jerárquica de los seres, –el hombre se ha convertido en un animal, animal sin metáforas, restricciones ni reservas, él, que en su fe anterior era casi Dios (“hijo de Dios”, “hombre Dios”)... A partir de Copérnico parece haber caído en un plano inclinado –rueda cada vez más rápido, alejándose del punto central– ¿hacia dónde?, ¿hacia la nada?, ¿hacia el horadante sentimiento de su nada?». F. NIETZSCHE, La genealogía de la moral, op. cit., págs. 177-178. 3 En un interesante ensayo publicado en 1995, Gould llevó a cabo una revisión crítica de la imaginería icónica de la teoría de la evolución y de la historia de la vida, denunciando los abusos de ciertas imágenes (como la de la escala, que vehicularía la idea de una marcha lineal de la evolución, o la del cono como símbolo de la diversidad creciente), que tienden a representar no tanto el núcleo teórico-filosófico más relevante de los conceptos científicos, sino ciertas preferencias sociales y esperanzas psicológicas. Al final de su ensayo, Gould propuso la imagen del matorral (bush), como hizo también en otros lugares de su obra (cf.

S. J. GOULD, Wonderful life. The Burgess Shale and the nature of history, Norton, New York, 1989, trad. esp. de J. Ros, La vida maravillosa. Burgess Shale y la naturaleza de la historia, Crítica, Barcelona, 1991, pág.

42; cf. también ID., Ever since Darwin. Reflections in natural history, Norton, New York, 1977, págs. 56-62, trad. esp. de A. Resines, revisión de J. Ros, Desde Darwin. Reflexiones sobre historia natural, Crítica, Barcelona, págs. 59-67), afirmando que tal vez dicha imagen pueda representar mejor la visión de la vida que ofrece la explosión cámbrica, según la cual la diversidad máxima (contrariamente a lo que se suele imaginar) se sitúa muy cerca de los orígenes geológicos. Se trata, a fin de cuentas, de vehicular la idea de que «la

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paleontólogo y biólogo evolutivo norteamericano criticó duramente la concepción de la evolución de las formas de vida como una tendencia hacia un hipotético progreso, según la cual los cambios se producirían gradualmente. Del mismo modo, podríamos afirmar que el hombre post-copernicano experimenta su estructura hueca justamente en la medida en que debe aprender a tolerar el hecho de que su presencia, en la historia de la tierra, es fruto del azar y de la contingencia. Así, pues, en ese gran organismo sin cabeza, los individuos resultan necesariamente pequeños, medianos, provisionales, sustituibles –sólo el deseo, las proyecciones, las descompensaciones, tal vez, puedan considerarse grandes. Como afirmaba Gehlen con extrema fineza en uno de sus libros más fascinantes, entre el individuo y los inconmensurables eventos que tienen lugar por mediación de las superestructuras sociales, económicas y políticas se genera una instancia intermedia, algo así como una «experiencia de segunda mano»,4 que no es sino uno de los síntomas de la general “pérdida de la experiencia”, atribuible a la imposibilidad para el individuo de experimentar realmente lo que acontece en su entorno, ya que ese entorno no es sino el mundo entero, que gracias a la tecnología se ha hecho presente y, al mismo tiempo, inaferrable.5 Como escribe también el

mayoría de las pérdidas responden más a las excelencias del dibujo que a la previsible superioridad de una cuantas familias fundadoras, y de que cualquier familia viva (incluido el ser humano) es fruto del azar». En otras palabras, según Gould, es preciso rechazar todos aquellos iconos canónicos que «se basan en la oposición de progreso y previsibilidad, lo que impide considerar la contingencia como la fuerza principal que modifica el curso de la vida». ID., Ladders and cones. Constraining evolution by canonical icons, en R. B.

SILVERS (ed.), Hidden histories of science, New York Review of Books, New York, 1995, trad. esp. de C.

Martínez Muñoz, Escalas y conos. La evolución limitada por el uso de iconos canónicos, en R. B. SILVERS (ed.), Historia de la ciencia y del olvido, Siruela, Madrid, 1996, págs. 123-152, aquí pág. 152. 4 A. GEHLEN, Die Seele im tecnischen Zeitalter. Sozialpsychologische Probleme in der industriellen Gesellschaft (1957/1972), ahora en Gesamtausgabe, Bd. VI, hrsg. von K. S. Rehberg, Klostermann,

Frankfurt a.M., 2004, págs. 1-137; véase también ID., Antropología filosófica, op. cit., en particular págs. 158-165. 5 Sobre estas cuestiones, es sumamente útil la lectura del primer volumen (titulado Über die Seele im

Zeitalter der zweiten industriellen Revolution) de G. ANDERS, Die Antiquerheit des Menschen, C. H. Beck, München, 1956, trad. esp. de J. Monter Pérez, La obsolescencia del hombre, Pre-Textos, Valencia, 2011, vol. I ( Sobre el alma en la época de la segunda revolución industrial). Se trata de una de las obras más importantes del siglo pasado en cuanto a la crítica hacia la retórica de la modernización y de la complejidad; en ese primer volumen (el segundo se publicó en 1980, bajo el título Über die Zerstörung des Lebens im Zeitalter der dritten industriellen Revolution, cuya traducción española apareció junto con la del primer volumen) Anders trata las cuestiones de la vergüenza prometeica (la vergüenza que el hombre experimenta

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historiador norteamericano Stephen Kern, entre finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, en virtud del gran número de innovaciones científicas y tecnológicas, se produjo una transformación radical de la percepción del tiempo, que a su vez generó una modificación estructural de la noción misma de ‘experiencia’, tanto en el sentido espacial-geográfico, como en el sentido temporal.6 De ese modo, la experiencia como adquisición personal y gradual fue sustituida por una suerte de “consumo” de experiencias re-producidas en rápida sucesión, cuyo paradigma era el de la repetición de segunda mano, antes que el de una verdadera “adquisición”. No era, entonces, una mera casualidad el hecho de que el conocimiento especializado se convertía cada vez más en algo esencialmente inaccesible a la gran mayoría de los individuos; de hecho sus objetos eran literalmente invisibles, es decir, representables sólo a través de determinadas metodologías no intuitivas o de determinados instrumentos.7 Las cosas, pues, padecían una desmaterialización total y, al mismo tiempo, se dirigían hacia una artificialidad del todo autónoma y automatizada, que era la única forma en que resultaban accesibles a la experiencia. En palabras de Gehlen, se asistía a una verdadera «pérdida de peso específico de la realidad», que causaba una suerte de «moción de censura ontológica».8

frente a la inconmensurabilidad de sus propios productos), del mundo como fantasma y de la consecuente pequeñez, inadecuación y obsolescencia del ser humano frente al mundo. 6 «De los modos del tiempo [...], el más típicamente nuevo era el sentido del “presente”, espesado por las retenciones y las proyecciones del pasado y del futuro y, más importante aún, ensanchado espacialmente a fin de crear la vasta y compartida experiencia de la simultaneidad. El presente ya no podía considerarse limitado a un único evento que acontece en un único lugar, insertado firmemente entre el pasado y el futuro y limitado a contextos locales: en una época de comunicación electrónica omnipresente, el “ahora” se volvió un extendido intervalo de tiempo que podía, o mejor dicho debía, incluir los eventos de todo el mundo [...]. En la esfera cultural, ningún otro concepto unificador para la nueva concepción del pasado o del futuro podría competir en coherencia y popularidad con el de simultaneidad [...]. Entre los distintos cambios en esos modos [de la experiencia espacial, ndt], un tema común fue la nivelación de las jerarquías tradicionales. La pluralidad de los espacios, la filosofía del perspectivismo, la afirmación del espacio positivo-negativo, la reestructuración de las formas y la contracción de las distancias, puso en entredicho una gran variedad de ordenamientos jerárquicos». S. KERN, The culture of time and space. 1880-1918, Harvard University Press, Cambridge, 20032, págs. 314-315. 7 A propósito de la cuestión de la “pérdida” de la experiencia, es muy recomendable también la lectura de W.

BENJAMIN, Erfahrung und Armut (1933), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. II.2, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1991, págs. 213-219, trad. esp. de J. Aguirre, Experiencia y pobreza, en ID., Discursos interrumpidos I. Filosofía del arte y de la historia, prólogo, trad. y notas de J. Aguirre, Taurus, Madrid, 1973, págs. 165-173. 8 A. GEHLEN, Die Seele im tecnischen Zeitalter, op. cit., págs. 75, 57.

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Podríamos decir, entonces, que en pleno cumplimiento de los presupuestos materiales, tecnológicos, sociales y culturales de la modernidad, el hombre ya no necesitaba su carácter copernicano, ni la relativa sensación de ocupar un lugar periférico, descentrado: ya no necesitaba sentirse defraudado, pues los silencios eternos de los espacios infinitos habían dejado de ser tan aterradores. Mucho más perturbadores eran quizás las irregularidades, las colisiones de cosas y eventos, la alternación de estruendos y silencios, en definitiva, todo lo que caracterizaba la vida de una gran metrópolis moderna, que de hecho fue elevada a símbolo del cumplimiento de la modernidad, junto con toda una serie de parejas de opuestos: la sensación amenazadora de la pérdida de cualquier lugar y la nueva identidad nómada, el empobrecimiento económico y existencial y el aumento de las posibilidades materiales y existenciales, las masas y la soledad, el fetichismo y la intercambiabilidad, el desorden y la racionalización extrema.9 Se trata de un verdadero caos en el que todo es equivalente y contemporáneo: los contrarios cohabitan en un único núcleo de sentido («Hoy día, todo parece llevar en su seno su propia contradicción»,10 dijo Marx) y todo lo sólido se desvanece en el aire. Así, pues, la

9 La literatura sobre el carácter radicalmente novedoso y revolucionario de la vida en las metrópolis es muy abundante, por eso no tiene mucho sentido citar aquí una gran cantidad de obras y ensayos que tratan esta cuestión; será suficiente, pues, señalar un libro que propone uno de los análisis más brillantes de la modernidad metropolitana: M. BERMAN, All that is solid melts into air. The experience of modernity, Simon and Schuster, New York, 1982, trad. esp. de A. Morales Vidal, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, Siglo XXI, Madrid, 1991. En cualquier caso, sería impensable no hacer ninguna referencia a las obras de , que ofrecen una serie de descripciones y reflexiones muy elegantes y sutiles en torno al núcleo más profundo de la experiencia de la modernidad desde un punto de vista teórico, pero también psicológico y sociológico. Véase G. SIMMEL, Philosophie des Gelds (1900), introd. y trad. esp. de R. García Cotarelo, edición al cuidado de J. L. Monereo Pérez, Filosofía del dinero, Comares, Granada, 2003; véase también su breve ensayo titulado Die Großstädte und das Geistesleben (1903), trad. esp. La metrópolis y la vida mental, en “Bifurcaciones”, n. 4 (2005). Para un análisis histórico- crítico sobre estas cuestiones en Simmel (considerado como el primer verdadero sociólogo de la modernidad), véase D. FRISBY, Fragments of modernity. Theories of modernity in the work of Simmel, Kracauer and Benjamin, Polity Press, Cambridge, 1985, trad. esp. de C. Manzano, Fragmentos de la modernidad. Teorías de la modernidad en la obra de Simmel, Kracauer y Benjamin, Visor, Madrid, 1992; cf. también ID., Sociological Impressionism. A reassessment of Georg Simmel’s social theory, Heinemann, London, 1981. 10 «Vemos que las máquinas, dotadas de la propiedad maravillosa de acortar y hacer más fructífero el trabajo humano, provocan el hambre y el agotamiento del trabajador. Las fuentes de riqueza recién descubiertas se convierten, por arte de un extraño maleficio, en fuentes de privaciones. Los triunfos del arte parecen adquiridos al precio de cualidades morales. El dominio del hombre sobre la naturaleza es cada vez mayor;

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metrópolis podría considerarse como la quintaesencia de la constante Wanderung física y psíquica que caracterizaba la época del apogeo de la segunda revolución industrial, es decir, como la más dramática e icástica puesta en escena del desarraigo y de la negación de toda idea sustancial e inalterable del ser humano –no es casual, como veremos más adelante, que muchas de las antropologías del periodo de entreguerras constituyan una verdadera celebración de la inestabilidad, de la excentricidad y de la plasticidad. Pero no sólo era el tiempo de las contradicciones, sino también el de la nivelación, como señaló con gran perspicacia conceptual y sociológica Max Scheler en un ensayo de 1927, en el cual afirmó que la categoría clave para entender la tendencia general de esa época era sin duda la de ‘nivelación’ (Ausgleich), una característica que el filósofo alemán describió como un verdadero destino, algo que el hombre no podía simplemente elegir. Scheler extendió el concepto de nivelación a muchos ámbitos: el natural (físico-psíquico), el cultural (mentalidades, auto-representaciones, concepciones del mundo), el social y político (nivelación de las clases sociales, de las distinciones entre trabajo manual e intelectual).11 Así, pues, el hombre post-copernicano deja de necesitar una auto- legitimación que pueda, por decirlo así, compensar los efectos lacerantes producidos por la eclosión de la contingencia copernicana. En ese contexto, en el que los opuestos están destinados a convivir, ya no sirve de mucho establecer jerarquías y proyectar órdenes ideales a partir de un punto fijo, aunque –como veremos más adelante– el mismo Scheler, en su propuesta antropológica, no pareció haber asimilado del todo su propio diagnóstico. Para emplear un esquema tal vez parcialmente simplificador, pero eficaz desde un punto de vista conceptual a nivel de macro-escala, podríamos decir que la modernidad copernicana se caracteriza por la búsqueda de legitimaciones fuertes para la teoría y la praxis; una búsqueda que está representada ejemplarmente por la identificación entre saber y poder. En otras palabras, en ese paradigma no se pone en discusión la posibilidad de

pero, al mismo tiempo, el hombre se convierte en esclavo de otros hombres o de su propia infamia. Hasta la pura luz de la ciencia parece no poder brillar más que sobre el fondo tenebroso de la ignorancia. Todos nuestros inventos y progresos parecen dotar de vida intelectual a las fuerzas materiales, mientras que reducen a la vida humana al nivel de una fuerza material bruta». Se trata del Discurso pronunciado en la fiesta de aniversario del “People’s Paper”, en 1856 (ahora en K. MARX, Obras escogidas, Editorial Progreso, Moscú, 1976, vol. I, pág. 513). Este fragmento es citado en la Introducción del libro de Marshall Berman (Todo lo sólido se desvanece en el aire, op. cit., pág. 6). 11 Cf. M. SCHELER, Der Mensch im Zeitalter des Ausgleichs (1927), ahora en Gesammelte Werke, Bd. IX, hrgs. von M. S. Frings, Franke, Bern-München, 1976, págs. 145-170.

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fundar de forma inequívoca el conocimiento y la acción, que se concretan en dos figuras, a saber: el sujeto y la Historia. Por supuesto, en ese contexto la temporalidad no deja de tener un papel relevante, en la medida en que es concebida en términos de progreso, de conquista de algo mejor, de bienestar. El ‘tiempo’ es así un recorrido hacia un fin (la libertad, la igualdad, etc.), cuyos medios pueden ser tanto la indagación racional como los avances técnicos. En definitiva, se trata de una cosmovisión que todavía implica las ideas de ‘totalidad’ y ‘unidad’, que encajan a la perfección en un pensamiento jerarquizador y jerarquizado. Por el contrario, el mundo post-copernicano –ese Zeitalter que tiene su origen en el cumplimiento de los mayores presupuestos teóricos y prácticos de la modernidad, cuando el hombre parece haber alcanzado el final de ese «plano inclinado» del cual hablaba Nietzsche– se caracteriza por la desconfianza hacia los macro-saberes totalizadores, hacia las legitimaciones fuertes. La historia, pues, deja de ser pensada como una acumulación de elementos innovadores o necesariamente positivos y parece adquirir la forma de una ciega y azarosa “repetición ad infinitum”, en la medida en que dicha repetición no sea considerada como la ascensión hacia algo mejor, sino como un mero mecanismo forzoso que hace posible la reproducción y la supervivencia de la sociedad industrializada. La impaciencia revolucionaria de la historia se convierte así en un trasfondo inmóvil desprovisto de cualquier sentido final: es el paradigma de lo que Gehlen, ya en 1967, llamaba «post-histoire».12 Así, pues, el sistema centrado en la unidad –típico del mundo copernicano– es reemplazado por un régimen basado en una multiplicidad irreductible, en el cual las diferencias no pueden ser reconducidas tout court a una unidad, ya que dicha unidad no es sino el resultado de la nivelación, de la equivalencia y de la coexistencia de entes singulares. Éstos, a su vez, no pueden ser representados a través de la identificación con un principio universal, sino mediante la diferenciación móvil y recíproca de unos confines que a menudo resultan reversibles. He aquí, por lo tanto, algunas palabras claves del mundo post-copernicano, en torno a las cuales cristaliza la

12 Cf. A. GEHLEN, Die Säkularisierung des Fortschritt (1967), ahora en Gesamtausgabe, Bd. VIII, hrsg. von

K. S. Rehberg, Klostermann, Frankfurt a.M., 1978, págs. 403-412. Véase también ID., Post-Historie, en H.

KLAGES, H. QUARITSCH (Hg.), Zur geisteswissenschaftlichen Bedeutung Arnold Gehlens, Dunker&Humboldt, Berlin, 1994. Sobre el concepto de secularización del progreso, son muy esclarecedoras algunos capítulos de G. MARRAMAO, Cielo e terra. Genealogia della secolarizzazione, Laterza, Roma-Bari, 1994, trad. esp. Cielo y tierra. Genealogía de la secularización, Paidós, Barcelona, 1998, en particular págs. 137-149.

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autoconciencia de esa época: fragmentación, hibridación, indeterminación, regionalización, juego, complejidad.13 Los passepartouts conceptuales que acabamos de nombrar son algunos de los más típicos del mundo post-copernicano, es decir, de la fase culminante de los procesos de modernización (en el ámbito económico, social, artístico o cultural), que a su vez dieron paso a la que tal vez pueda ser considerada la madre de todas las grandes crisis del siglo pasado, la que estalló en el periodo entre las dos guerras mundiales y que constituyó también (sobre todo en Alemania) una verdadera Kulturkrise. Es, pues, a partir de ese momento, cuando podemos hablar, efectivamente, en palabras de Blumenberg, de la «reocupación» de la metáfora copernicana. En efecto, después de la desmitificación de toda autoridad extra-mundana, la cooperación entre las ciencias y la filosofía condujo – gradual pero inevitablemente– a la desmitificación del último ídolo, es decir, de esa razón

13 Un texto fundamental para interpretar en términos de transformación y continuidad el paso del mundo copernicano al mundo post-copernicano es sin duda el de W. WELSCH, Unsere postmoderne Moderne, VCH Acta Humaniora, Weinheim, 1987. La tesis defendida por el autor (además de proponer un recorrido histórico-conceptual necesario para arrojar algo de luz sobre la polisemia de la noción de ‘postmodernidad’, pues según qué sentido se le otorgue a la época moderna en su conjunto, varía también la concepción que podamos hacernos de lo ‘postmoderno’) no es sino la prosecución crítica del proyecto vanguardista de la modernidad que culmina en las primeras décadas del siglo XX. En general, el trabajo de Welsch es muy útil a la hora de recapitular los aspectos más importantes, en varios ámbitos, de la que Jean François Lyotard llamó, como es sabido, la condition postmoderne. Por supuesto, somos conscientes de la amplitud de la bibliografía sobre los aspectos teóricos y prácticos de la postmodernidad; en cualquier caso, el presente trabajo sólo pretende ser una de las posibles formas (necesariamente trasversales e inacabadas: la idea de totalidad tampoco se aplica al campo de la investigación filosófico-cultural) de acercarse conceptualmente a dichas cuestiones, que hemos intentado reunir (sin pretender abarcar todos los aspectos posibles) bajo el lema del “mundo post-copernicano”. Tal vez merezca la pena citar el caso de Habermas, el cual también subraya la continuidad entre la modernidad y la postmodernidad, sin desconocer por eso las transformaciones que comportó la eclosión del así llamado pensamiento postmetafísico. Para Habermas, hay que hacer hincapié, desde un punto de vista filosófico, en cuatro momentos decisivos, en el contexto de ese juego recíproco entre continuidad y discontinuidad: el pensamiento postmetafísico (la transición de la verdad única, estable y eterna a la racionalidad fundada en los procedimientos típicos de la indagación científica); el giro lingüístico (la transición del paradigma basado en la conciencia y en la relación cognoscitiva sujeto-objeto a la relación lenguaje-mundo, cuya estructura es esencialmente gramatical); la contextualización de la razón, insertada en circuitos históricamente situados; la primacía de la praxis con respecto a la teoría (la transición de la razón abstracta y espiritualizada a una racionalidad siempre in fieri, vinculada a la praxis). Cf. J. HABERMAS, Nachmetaphysisches Denken, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1988, trad. esp. de M. Jiménez Redondo, Pensamiento postmetafísico, Taurus, Madrid, 1990.

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humana que había contribuido a deslegitimar toda autoridad extra-mundana. La revolución copernicana del pensamiento occidental, pues, consistió esencialmente en desdoblar la realidad del “más acá”, que, como recordaba Plessner, al menos a partir de Kant se constituye, para el hombre, como algo velado, escondido, y a la vez disponible para ser indagado a través de la experiencia. Kant, de hecho, no centra su crítica en el “más allá”, sino en la razón misma, que resulta así desdoblada: su abuso procede de la confusión (de las usurpaciones, de las apropiaciones y proyecciones indebidas) que pueden producirse entre sus dos niveles, el fenoménico y el trascendental. En semejante contexto, el peligro señalado por Foucault, en particular en Las palabras y las cosas, no debe ser subestimado. Los avances de los saberes particulares, efectivamente, suponen una verdadera multiplicación de los planos de realidad y no puede ser ignorado el hecho de que los órdenes fenoménicos tienden a forjar concretamente una suerte de engaño trascendental. Dicho de otra forma, los planos de realidad tienden a hacerse más espesos, opacos, precisamente en virtud de la multiplicación de los órdenes fenoménicos, que comparten una legitimación procedente esencialmente de la cada vez más especializada complejidad de su modus procedendi. Pero esos planos de realidad en los que se basan los saberes particulares no dejan de ser unos productos de la razón humana, que se encuentra así en una situación harto contradictoria, pues viene a ser la responsable (en sentido teórico y práctico) de lo que, en realidad, la condiciona, la delimita y la determina. ¿Cómo podría el hombre, entonces, poner en práctica cabalmente una verdadera auto-referencia? ¿Cómo podría referir toda esa cantidad de materiales a un único núcleo identitario, dada la enormidad de la acumulación sincrónica (universo, naturaleza, geografía) y diacrónica (historia natural, historia política, historia cultural)? El solo resultado posible parece coincidir con la dispersión; en otras palabras, el ser humano descubre ser quien establece las condiciones de posibilidad de un(os) mundo(s) que, en realidad, no le pertenece(n). A este propósito, las siguientes palabras de Foucault sobre el círculo de la finitud resultan muy sugestivas:

«[el hombre] no se revela a sus propios ojos sino bajo la forma de un ser que es ya, en un espesor necesariamente subyacente, en una irreductible anterioridad, un ser vivo, un instrumento de producción, un vehículo para palabras que existen previamente a él [...]. La finitud del hombre se anuncia –y de manera imperiosa– en la positividad del saber; se sabe que el hombre es finito, del mismo modo que se conoce la anatomía del cerebro, el mecanismo de los costes de producción o el sistema de conjugación indoeuropeo; o mejor

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dicho, en la filigrana de todas estas figuras sólidas, positivas y plenas, se percibe la finitud y los límites que imponen, se adivina como en blanco todo lo que hacen imposible [...]. En tanto que estos contenidos empíricos estuvieron alojados en el espacio de la representación, no sólo era posible una metafísica del infinito, sino necesaria: en efecto, se exigía que fueran las formas manifiestas de la finitud humana y, sin embargo, que pudiesen tener su lugar y su verdad en el interior de la representación; la idea de lo infinito y la de su determinación en la finitud permitían una y otra. Pero, desde que los contenidos empíricos se separaron de la representación e implicaron en sí mismos el principio de su existencia, la metafísica del infinito se hizo inútil; la finitud no dejaba de referirse a sí misma (de la positividad de los contenidos a las limitaciones del conocimiento, y de la positividad limitada de éste al saber limitado de los contenidos)».14

He ahí, pues, aquel círculo de la finitud al cual aludíamos antes: de la positividad de los contenidos a las limitaciones del conocimiento, y de la positividad limitada de éste al saber limitado de los contenidos. Este círculo puede ser considerado también como la otra cara de la configuración antropológica del saber, es decir, de la emergencia del mundo copernicano, e implica necesariamente toda esa serie de juegos de espejos que se establecen entre lo empírico y lo trascendental, entre la identidad y las diferencias. Se trata, en fin, del despliegue total e irreversible de una racionalidad inmanente, de una finitud que no puede sino referirse a sí misma. Sin embargo, como observó Nietzsche, la aventura en la que el hombre copernicano se embarcó conducía «hacia el horadante sentimiento de su nada»: la voluntad de salvar los fenómenos, determinando su condición de posibilidad y describiendo su superficie empírica, implica también, efectivamente, la denuncia de las apariencias, el desenmascaramiento de la mendacidad de lo que aparece como el estrato más efímero, en un proceso presuntamente continuo mediante el cual se arroja luz sobre todo, puesto que ya no puede postularse un estrato último, trascendente, que no pueda ser cuestionado. Como sabemos, a partir la segunda mitad del siglo XIX, se llegó a cuestionar hasta el gesto mismo de quien se arroga el poder de arrojar luz, de conocer: la auto-interrogación de la razón, pues, llegó a sus límites más extremos, es decir, hasta la sospecha de que la razón misma fuera, de por sí, un engaño, una máscara más. En este sentido, el fuego cruzado de Marx, Nietzsche y Freud contribuyó a desmitificar el proceso mismo de auto-interrogación de la razón, conduciendo al hombre hasta el punto final de ese plano inclinado sobre el que

14 MC, págs. 305-308.

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había empezado a rodar a partir de Copérnico, descubriéndose cada vez más pequeño e insignificante, hasta darse cuenta de que su propia razón (demasiado humana) podía considerarse nada más que la “tapadera” de unas fuerzas literalmente inhumanas. De repente, todas las construcciones de la razón podían ser interpretadas como una mera autorrepresentación de la clase social dominante (es decir, como falsa conciencia), como el lado no sumergido de una serie de fuerzas inconscientes y de pulsiones, o como el mero instrumento en manos de una ciega voluntad de poder, cuyo principal vehículo sería más bien el cuerpo. Dicho de otro modo, la razón humana se había convertido en una suerte de realidad filtrada, siendo así refutada su pretensión de coincidir con el nivel más alto de manifestación de dicha realidad. Por todo ello, el mundo post-copernicano no podía albergar una actitud cognoscitiva que no fuera consciente de este proceso. Por supuesto, este principio debía ser aplicado también a cualquier reflexión sobre el hombre mismo, sobre su presunta naturaleza, como recuerda también Plessner, cuando escribía que

«no podemos hablar simplemente de necesidades y disposiciones eternas de la naturaleza humana, como se hacía cómodamente bajo la mentalidad ahistórica, asociando a ellas “la” filosofía y sus disciplinas particulares. Quien no entiende que el hombre no es un mero actor que juega en la escena de la historia mundial, llevando puestas unos costumbres y unas máscaras que, una vez quitadas, lo harían aparecer tal y como es; quien no ve que el hombre es la representación misma y pertenece con todo eso, a la vez que con la idea del hombre en tanto que producto de sus luchas, a la historia; quien piensa así, también creerá que todo se desarrolla en un único plano y que, por ejemplo, la lógica de Aristóteles no es sino un estadio preliminar de la de Sigwart [...]. Sin embargo, aunque la posición clásica y superada pudiese considerarse acertada, ella no podría ser de ninguna utilidad para comprender este tiempo, que ya no cree en ella».15

El mundo post-copernicano representaba, por tanto, el trasfondo necesario para la instauración de cualquier tipo de planteamiento que pretendiera poner sobre la mesa la cuestión de la ‘naturaleza humana’. En el próximo parágrafo intentaremos dar cuenta de las formas en la que se concretó ese tipo de planteamiento antropológico, en un mundo que, bajo el peso de su propia configuración, había renunciado a todo tipo de reivindicación unitaria, totalizante y auto-legitimadora. Como decía Max Scheler en 1926, con un tono que revela muy bien aquella sensación –típica de los años 20– de haber

15 H. PLESSNER, Die verspätete Nation, op. cit., págs. 178-179.

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alcanzado una verdadera encrucijada cultural: «en casi diez mil años de historia, el hombre nunca había resultado tan problemático para sí mismo como en la actualidad; él ya no sabe qué es, pero al mismo tiempo sabe que lo no sabe».16

16 M. SCHELER, Mensch und Geschichte, op. cit., pág. 120.

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II. LOS AÑOS 20 Y EL TURNING POINT ANTROPOLÓGICO

La literatura sobre los “gloriosos” años 20 es sin duda muy vasta, pues, de hecho, esa década representó el caldo de cultivo de toda una serie de fenómenos (económicos, sociales, políticos y culturales) que resultaron determinantes en la configuración de esa “age of extremes” que caracterizó el “siglo breve”.17 Por supuesto no podemos dar cuenta de todos los aspectos más importantes de esos años, ya que eso supondría un esfuerzo crítico e historiográfico muy difícil de asumir en el marco del presente trabajo. Por esta razón, nos limitaremos a intentar reconstruir brevemente el contexto filosófico y cultural que determinó algo así como un turning point antropológico, es decir, un giro que implícita y explícitamente condujo a intelectuales de la época a plantear nuevamente la pregunta por el hombre, pero esta vez sin poder contar con un mundo copernicano capaz de garantizar toda aquella serie de recursos y soportes prácticos y simbólicos que caracterizó la época en la que, a caballo entre los siglos XVIII y XIX, cristalizó la “configuración antropológica del saber”. En otras palabras, intentaremos dar cuenta de cómo fue posible ese turning point, en un contexto que, como hemos argumentado en el precedente parágrafo, puede ser caracterizado en sentido “post-copernicano”. Pues bien, poner en práctica una suerte de historización de la reinassance de la antropología filosófica implica situarse geográfica y temporalmente en la Alemania de los años 20, en el periodo de agitaciones febriles y de fervores que vio el auge y el ocaso de la república de Weimar. En un cruce innovador entre conservadurismo y vanguardias, con la conciencia de la imposibilidad de recuperar el “mundo de ayer”, se elaboraron los presupuestos culturales que anticiparon la crisis tal vez más profunda del siglo pasado, que, al menos desde el punto de vista de los fundamentos del saber, ya había empezado a cocerse desde comienzos del siglo, cuando se alteraron radicalmente los fundamentos de las matemáticas y la física clásica fue sacudida por la teoría de la relatividad y por los nuevos modelos atómicos. Es verdad que dichas “revoluciones”, junto con todos los demás movimientos culturales vinculados al periodo weimeriano (el psicoanálisis, el funcionalismo en arquitectura –el así llamado “Bauhaus”–, el expresionismo, la sociología del conocimiento, etc.), tienen su origen en los años que precedieron la primera guerra

17 Como es evidente, estamos utilizando la terminología acuñada por el historiador inglés Eric Hobsbawn en su célebre obra The Age of Extremes. The short twentieth century, 1914-1991, Michael Joseph, London, 1994, trad. esp. de J. Fací, J. Ainaud y C. Castells, Historia del siglo XX, Crítica, Barcelona, 1995; por lo que a la época aquí tratada se refiere, véase en particular los capítulos II, III, IV y VI.

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mundial, pero también es verdad que fue sólo a partir de los años 20 cuando «penetraron en la conciencia popular y empezaron a influir en las actitudes de la gente hacia sí misma y hacia el mundo en el que vivía».18 Pero no debemos pensar que todo, en aquellos años, se configuraba en términos de “hambre” de novedad y de renovación cultural: en efecto, mientras las cátedras de filosofía más importantes de las universidades alemanas eran ocupadas por neokantianos y fenomenólogos, que hasta los años 20 habían contribuido a definir el canon filosófico de entonces,19 apareció una obra que acabaría determinando el humus cultural de la época, es decir, El ocaso de Occidente, de Oswald Spengler. Dicha obra, en la que cristalizó toda una serie de problemas y cuestiones acerca de la concepción de la ‘historia’, tuvo un papel decisivo en la modificación de la forma de entender la idea de progreso, de estabilidad, de centro y periferia, de tradición y transformación, como atestigua el mismo Plessner:

18 G. A. CRAIG, Germany 1866-1945, Oxford University Press, 1978, pág. 470. El historiador inglés continúa así su descripción: «La cultura de Weimar fue preeminentemente moderna también porque sus protagonistas sentían que pertenecían a una edad nueva, en la que todo debía ser creado desde cero. La guerra había generado un abismo enorme con respecto al pasado, cuyas instituciones, tradiciones y valores habían sido destruidos, y todo esto fue percibido como una liberación y un desafío [...]. Esta sensación de que algo nuevo había comenzado, esta ansiedad de ser diversos y hacer las cosas de forma diversa, fue la característica típica del estilo de los años 20». Ivi, págs. 470-471. Un juicio semejante fue expresado también por Plessner, testigo ocular y protagonista en primera persona de aquella época: «La relación de la ironía, que había quedado, aun para los continuadores de la obra revolucionaria en el mundo transformado, con una sociedad quebradiza pero no quebrantada, se manifiesta en la tendencia hacia el experimento y hacia el control racional de los presupuestos, hasta entonces arrastrados tácitamente, del quehacer literario, expresivo, arquitectónico y musical. Schönberg, Brecht, Klee, Musil, Gropius: una seriedad lograda nuevamente desde la distancia irónica, que había suspendido y superado la cultura de la forma del romanticismo tardío que caracterizó la revolución ético-estética del 1900. Esta seriedad había nacido del fuego de la desilusión, de la humillación nacional y humana, de la desesperación y del definitivo desencantamiento, de la herida y la rebelión, ya no exclusivamente artística, sino del hombre mismo». H. PLESSNER, Die Legende von den zwanziger Jahren (1962), en ID., Diesseits der Utopie. Ausgewählte Beiträge zur Kultursoziologie, Diederichs, Düsseldorf, 1966 (ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VI, pág. 261-279), trad. esp. de E. Bueno,

La leyenda de los años veinte, en ID., Más acá de la utopía, Alfa, Buenos Aires, 1978, págs. 91-107, aquí pág. 105. 19 A este propósito, cf. K. WUCHTERL, Bausteine zu einer Geschichte der Philosophie der 20.Jahrunderts, Haupt, Bern-Stuttgart-Wien, 1995. Esta obra ofrece una reconstrucción muy exhaustiva de las principales corrientes filosóficas y académicas alemanas de la primera mitad del siglo pasado, cuando el campo de fuerzas de la filosofía estaba dividido en tres grandes facciones: los neokantianos, los fenomenólogos y los representantes de la filosofía de la vida (categoría bajo la cual caería la herencia del historicismo de Dilthey).

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«ni los eventos, ni las relativas perspectivas de esperanza y miedo, de tradición y expectativa, mantienen unido el hilo de la historia. Con la relativización de las normas, de los valores y de los ideales, la historia se disuelve y lo que resta es una determinación del ser humano tanto formal como fatal: su historicidad, que de por sí puede significar todo y nada [...]. El éxito de Spengler, en el cual sin duda influyó también la situación emotiva de ese periodo (la derrota como parte de un ocaso general), tenía razones más profundas. Ante todo, el mundo pierde su centro de gravedad en la conciencia de una relatividad global, que penetra en el espacio, en el tiempo, en los conceptos, en los axiomas y en los valores [...]. Creemos vivir en una naturaleza independiente de nosotros, que posee un orden fijo. Nos apoyamos en la razón, en los imperativos de la conciencia moral y de la belleza, como si pudieran hablar a todos los hombres de todas las épocas. El hecho mismo de que no es así, de que nada es indiscutible, de que no hay ninguna base intemporal para todas las épocas (ni siquiera las más elementales verdades del espacio, de la lógica y de la matemática), empuja al hombre a interrogarse sobre sí mismo».20

En otras palabras, se asistía al ocaso de una de las parejas conceptuales más en boga desde la Ilustración, la que hacía coincidir la idea de progreso de Occidente con la idea de humanitas: ambas, en la coyuntura de aquellos años, fueron puestas radicalmente en entredicho y, en consecuencia, el hombre fue empujado a cuestionar el sentido mismo de la historia y de su propia autorrepresentación. Pues bien, en un contexto así establecido, es posible hallar numerosos ejemplos a contrario de la presencia, en esa época de entreguerras, de un verdadero giro antropológico. En 1927, como es sabido, apareció –como un verdadero «relámpago»,21 según anotó pocos años después Georg Misch– Sein und Zeit, una obra que, pese a ser acogida como una fundación de la antropología,22 contenía un rechazo radical de todo tipo

20 H. PLESSNER, Deutsches Philosophieren in der Epoche der Weltkriege (1953), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. IX, págs. 270-271. 21 G. MISCH, Lebensphilosophie und Phänomenologie. Eine Auseinandersetzung der diltheyschen Richtung mit Heidegger und Husserl (1931), B. G. Teubner, Stuttgart, 1975, pág. 1. 22 Sin duda el equívoco fue fomentado por el mismo Heidegger, que en el § 5 de Ser y tiempo escribe que la analítica del Dasein «no puede pretender entregarnos una ontología completa del Dasein, como la que sin duda debiera elaborarse si se quisiera algo así como una antropología filosófica apoyada sobre bases filosóficamente suficientes». M. HEIDEGGER, Ser y tiempo, op. cit., pág. 41. El carácter contradictorio de la acogida de esa obra es, entre otras cosas, un signo evidente de la incertidumbre que reinaba en esos años. En efecto, para algunos Ser y tiempo implicaba una ruptura con la filosofía “teoreticista” y un acercamiento a las

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de antropologismo, tanto en el sentido psicologista, como en el biologista. No es, entonces, una mera casualidad el hecho de que dos años después de la publicación de Sein und Zeit, Heidegger escribiera –con tono abiertamente despectivo– que la antropología «no es ya solamente el nombre de una disciplina, sino que la palabra designa hoy una tendencia fundamental de la posición actual que el hombre ocupa frente a sí mismo y en la totalidad del ente. De acuerdo con esta posición fundamental, nada es conocido y comprendido hasta no ser aclarado antropológicamente. Actualmente, la antropología no busca sólo la verdad acerca del hombre, sino que pretende decidir sobre el significado de la verdad en general».23 Otro ejemplo a contrario muy claro es el de Husserl, el cual, en un breve ensayo publicado en 1941, mirando retrospectivamente hacia la década recién concluida, señalaba que entre las nuevas generaciones de la filosofía alemana se estaba difundiendo el interés por la antropología filosófica: «se sostiene que sólo en el hombre, y en particular en una teoría relativa a su esencia concreta y mundana, se hallaría el verdadero fundamento de la filosofía». Por supuesto esta tendencia contradecía la actitud fenomenológico- trascendental, que desestima el papel fundacional de cualquier tipo de ciencia del hombre; sin embargo, comenta Husserl, «ahora debería valer el principio opuesto, es decir, la filosofía fenomenológica tendría que ser reconstruida de forma totalmente nueva a partir del ser del hombre [vom menschlichen Dasein]».24 También el tono de Husserl es evidentemente despectivo, ya que desde su punto de vista sólo una ciencia de la subjetividad trascendental podía fundar filosóficamente todas las demás ciencias. En estos ejemplos hemos podido comprobar que tanto Heidegger como Husserl denunciaron la “moda” antropológica de aquellos años, así como el carácter infundado e ilusorio de la pretensión de convertir la antropología en el fundamento del filosofar. Ahora bien, independientemente de la cuestión de si las perspectivas ontológico-fundamental y fenomenológico-trascendental puedan considerarse neutrales (lo cual es, cuando menos, discutible), es interesante notar en qué medida también Heidegger y Husserl se

problemáticas de la filosofía de la vida y de la antropología, mientras que para los representantes de dichas corrientes esa obra estaba todavía demasiado comprometida con una concepción todavía formal y universalizante de la filosofía. A este propósito, señalamos un artículo muy sugerente: C. STURBE, Kritik und Rezeption von ‘Sein uns Zeit’ in den ersten Jahren seinem Erscheinen, en “Perspektive der Philosophie”, n. 9 (1983), págs. 41-67. 23 M. HEIDEGGER, Kant y el problema de la metafísica, op. cit., pág. 175. 24 E. HUSSERL, Phänomenologie und Anthropologie, en “Philosophy and Phenomenological Research”, vol. 2, n. 1 (1941), págs. 1-14, aquí pág. 1.

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consideraban recíprocamente culpables de permanecer, en estado de inconsciencia, dentro de ese sueño antropológico. El primero consideraba todavía demasiado subjetivistas y vinculadas a la tradición metafísica todas las corrientes filosóficas de su época, incluida la fenomenología; el segundo, en cambio, hacía hincapié en la diferencia sustancial entre el punto de partida de la subjetividad trascendental y el subjetivismo psicologista o antropologista, al cual también Heidegger debía ser adscrito. Así, pues, en la medida en que ambos buscaban la forma de un nuevo “comienzo” radical de la filosofía, la antropología (acusaciones recíprocas a parte) representaba el blanco de sus críticas hacia sus contemporáneos. En cualquier caso, lo que se desprende de sus actitudes es la presencia y difusión de un cierto discurso antropológico, en una época en la que, a la luz de su configuración post-copernicana, la puesta en cuestión (que se llevó a cabo incluso de formas muy distintas entre sí) de la idea misma de humanitas se antojaba inevitable. Pero los testimonios de la presencia de ese discurso pueden hallarse también en las críticas procedentes del universo marxista. Pensemos, por ejemplo, en el caso de Horkheimer, el cual en 1935 publicó un ensayo muy crítico sobre el carácter mistificante y engañoso (es decir, ideológico) de la antropología filosófica.25 Para el filósofo y sociólogo alemán, en efecto, nunca hay que olvidar que forma parte de la autocomprensión de una doctrina el reflexionar sobre el hecho de que «aun en los actos de generalización que la condujeron a sus conceptos fundamentales, y con mayor razón en los pasos singulares que llevan a comprender un transcurso concreto, se expresa la situación de vida, es decir, ciertos intereses, y estos determinan la dirección de los pensamientos».26 Así, pues, el hecho mismo de suponer que cada época expresaría un aspecto del ser humano, o incluso que la historia como un todo sería capaz de revelar ese ser, encierra una visión demasiado armónica de las cosas, que resulta funcional a los intentos de la moderna antropología filosófica de «encontrar una norma que otorgue sentido a la vida del individuo en el mundo, tal como ella es ahora».27 Se trata, argumenta Horkheimer, de un gesto muy parecido al que puso en práctica la filosofía idealista de la época burguesa, que, tras el colapso de los ordenamientos medievales y de la tradición como autoridad incondicionada,

25 M. HORKHEIMER, Bemerkungen zur philosophischen Anthropologie (1935), ahora en ID., Gesammelte Schriften, Bd. 3, hrsg. von A. Schmidt, Fischer, Frankfurt a.M., págs. 249-276, trad. esp. de E. Albizu y C.

Luis, Observaciones sobre la antropología filosófica, en ID., Teoría crítica, Amorrortu, Buenos Aires, 2003, págs. 50-75. 26 Ivi, pág. 58. 27 Ivi, pág. 54.

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busca establecer nuevos principios absolutos a partir de los cuales la acción obtenga su justificación. En este sentido, la antropología filosófica28 correría el riesgo de pasar inadvertidamente de una actitud descriptiva a una actitud prescriptiva, puesto que tiende a proyectar «en el plano ideal contenidos tomados de la historia tal y como se ha dado hasta el presente, convirtiéndolos en “auténticas situaciones fácticas de la existencia”».29 De ese modo, la actitud antropológica pretende demasiado y demasiado poco: «buscar una destinación esencial del hombre que recubra, como si fuera una bóveda, tanto la noche de la prehistoria como el final de la humanidad, dispensándose de la eminente pregunta antropológica, a saber, ¿cómo se puede superar una realidad que aparece como inhumana, porque todas las capacidades humanas que amamos se envilecen y se sofocan en ella?».30 Vislumbramos aquí, pues, la crítica clásica de la Escuela de Frankfurt hacia las contradicciones de la Ilustración, de las cuales serían un buen ejemplo las ciencias humanas, que –a pesar de contribuir a enriquecer empíricamente la complejidad de la figura humana– acabarían debilitando el potencial de la reflexión filosófica, ya que renuncian a pensar más allá de la situación dada, es decir, a «pensar el pensamiento».31

28 Hay que precisar que las críticas de Horkheimer parecen dirigirse únicamente hacia Max Scheler; Plessner, por ejemplo, nunca es citado, pese a la diferencia sustancial, incluso desde un punto de vista cuantitativo, entre Die Stellung des Menschen im Kosmos (citado explícitamente en el texto de Horkheimer) y Die Stufen des Organischen und der Mensch. No es casual, de hecho, que en su obra más célebre, Plessner no escatimó críticas contra la antropología scheleriana, todavía demasiado vinculada a una cosmovisión armónica y antropo-teo-céntrica. Cf. H. PLESSNER, Die Stufen des Organischen und der Mensch, op. cit., pág. VII-XXIII. (En lo sucesivo, nos referiremos a esta obra utilizando la sigla “ST”, correspondiente a la edición de los Gesammelte Schriften antes citada). Además, es curioso notar que el mismo Plessner, en un artículo publicado mucho años después, reconoció que la crítica de Horkheimer no podía sino dirigirse hacia el círculo académico de Scheler, puesto que, cuando redactó sus Observaciones, ni siquiera conocía la existencia de sus obras: véase H. PLESSNER, Adornos Negative Dialektik. Ihr Thema mit Variationen, en “Kant-Studien”, n. 61 (1970), pág. 517. 29 M. HORKHEIMER, Observaciones sobre la antropología filosófica, op. cit., pág. 61. 30 Ivi, pág. 58. 31 M. HORKHEIMER, TH. ADORNO, Dialektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente (1947), introd. y trad. esp. de J. J. Sánchez, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, Trotta, Madrid, 1998, pág. 79. Una crítica parecida se encuentra también en otro topos “anti-antropológico” clásico, a saber, el artículo titulado Anthropologie que redactó Habermas en 1958 para la primera edición del volumen titulado “Philosophie” del Fischer-Lexicon (hrsg. von A. Diemer, I. Frenzel, Frankfurt a.M., Fischer, 1958, págs. 18- 35.). En ese escrito, Habermas sostiene que la antropología filosófica del siglo XX no habría sido capaz de volverse independiente respecto del núcleo fundamental de una filosofía que aspiraba a justificar la posibilidad de una conciencia trascendental. En ese sentido, el hecho de que el hombre sea un ser histórico,

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Dejando de lado por un momento el hecho de que hemos decidido hacer hincapié en las posiciones de Heidegger, Husserl y Horkheimer para remarcar a contrario la presencia y la difusión de un discurso antropológico en la época de entreguerras, puede ser útil precisar que las polémicas “anti-antropológicas” se insertaban en un contexto de conflicto abierto entre la mirada concreta y mundana de la antropología filosófica –que mantenía dicha caracterización incluso al tratarse de mundo(s) post-copernicano(s)– y los exponentes del subjetivismo trascendental o existencial. Estos últimos, en efecto, eran objeto de críticas por su incapacidad de aceptar precisamente los datos más evidentes del saeculum, es decir, el objetivismo de las ciencias, el relativismo, la especialización cada vez más acentuada del saber y (last but not least) la consecuente desfuncionalización de la filosofía –es decir, la desaparición de su estabilidad disciplinar. Todos estos datos, desde el punto de vista antropológico de aquellos años, no sólo no podían ser rechazados, sino que debían ser asumidos en el marco de una estrategia teórica que supiera otorgarles un sentido también filosófico. Dicho de otra forma, el ontologismo nihilista (el Dasein como fundamento de una nulidad), la exaltación de la finitud, de la singularidad y de la Entscheidung, parecía a los ojos del antropólogo una mera forma de fuga mundi, esto es, una fuga frente a la crisis epocal de los saberes y de la filosofía.32 A este propósito, la argumentación de Plessner nos brinda un punto de observación privilegiado sobre esa que sólo en la historia llega a ser lo que es, impide el desarrollo de cualquier antropología que busque definir la ‘naturaleza’ del hombre. En otras palabras, una verdadera «antropología crítica», elaborada paralelamente a una teoría crítica de la sociedad, es incompatible con «un catálogo de constantes antropológicas»; de lo contrario, la antropología filosófica acaba siempre convirtiéndose en un discurso acrítico, en una «teoría dogmática con consecuencias políticas, tanto más peligrosa, cuanto más pretende ser desinteresada». Ivi, pág. 33. Como podemos ver, la argumentación “anti-antropológica” de Habermas puede ser adscrita a la polémica típica de la Escuela de Frankfurt entre dialéctica y positivismo, según la cual la línea de demarcación entre la teoría y la empiria se halla en la capacidad de la primera de pensar lo real en términos potenciales, es decir, intentando mantener una actitud crítica y (posiblemente) transformadora frente a la situación contingente, mientras que el discurso antropológico del siglo pasado (es útil precisar que el blanco de la crítica de Habermas era esencialmente la antropobiología de Gehlen; de nuevo, hay que subrayar el hecho de que la propuesta de Plessner sería capaz de rechazar gran parte de las críticas habermasianas) estaba destinado a fracasar, desde un punto de vista filosófico, por su incapacidad para separar los dos planos y por la tendencia a interpretar de forma neutral el saber empírico-analítico, ocultando así sus intenciones políticas esencialmente conservadoras. 32 Véase la interesante contribución de H. FAHRENBACH, «Lebensphilosophische» oder «existenzphilosophische» Anthropologie? Plessners Auseinandersetzung mit Heidegger, en “Dilthey Jahrbuch”, núm. 7 (1990-1991), págs. 71-111.

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contraposición entre el rechazo y el intento de mediación frente a la eclosión del mundo post-copernicano. En en un ensayo publicado en 1953, dedicado al estado de salud de la filosofía alemana en los años de la segunda guerra mundial,33 Plessner puso sobre la mesa la idea de un “retraso” fundamental de la filosofía frente a la especialización de los saberes y a la complejidad de los mundos (biológico, social, político, económico, etc.) que dichos saberes intentaban reflejar, afirmando que ese retraso no era sino un epifenómeno del retraso político-cultural alemán, que Plessner examinó en su célebre libro Die verspätete Nation. Según esta tesis, a la vez que en los siglos XVIII y XIX en las principales naciones europeas (sobre todo en Francia y en Inglaterra) se configuraba una verdadera simetría entre el desarrollo político-económico y la conciencia social y cultural, la fragmentación estatal alemana acabó otorgando un papel unificador a la filosofía, que –sostiene Plessner– habría encontrado el terreno adecuado para su expansión gracias a la “religión interior” del luteranismo.34 Sin embargo, se trataba de una unificación meramente conceptual, que actuaba a nivel individual e interior (el de las ideas) y que no era capaz de generar una verdadera conciencia política que pudiera conducir a la aceptación de la Gesellschaft y de una Zivilisation basada en la anonimia, en la abstracción de las convenciones y en la diplomacia típicas del estadio avanzado de una esfera pública estatal.35 De ese modo, la descompensación entre Kultur y Zivilisation36 representaba para Plessner el emblema del retraso político-cultural y filosófico alemán, que se manifestó en toda su magnitud en la etapa bismarkiana, cuando se produjo efectivamente una unificación estatal basada en el

33 H. PLESSNER, Deutsches Philosophieren in der Epoche der Weltkriege, op. cit.. 34 Es interesante notar que esta misma tesis se encuentra también en una de las primeras obras de Plessner, Límites de la comunidad, en la cual se hallan algunas abrumadoras anticipaciones de la deriva que tomaría la historia política alemana en la década sucesiva. En cuanto al influjo ejercido por la espiritualización luterana de la vida interior, la actitud de Plessner era muy clara: «en la estructura del espíritu alemán hay un rasgo característico que tiende a inhibir tanto la formación de la voluntad del individuo como la del Estado, cuya moderación y disciplina presentan dificultades relevantes a causa de la religiosidad luterana. En vez de restañar el abismo interior entre la sujeción a un ideal y la responsabilidad hacia la realidad, entre el hombre privado y el hombre de vocación, la religiosidad luterana opera, más bien, en favor de su continua ampliación». ID., Límites de la comunidad, op. cit., pág. 39. 35 «Si el nuevo mundo no se hubiese fundado [...] en aquella política del avestruz típica del idealismo puritano y en semejante degradación de la idea de poder, todo le iría significativamente mejor». Ivi, pág. 42. 36 Nos parece muy útil señalar que dicha descompensación es analizada de modo sumamente sugerente en W.

LEPENIES, The seduction of culture in German history, Princeton UP, 2006, trad. esp. de J. Blasco Castineyra, La seducción de la cultura en la historia alemana, Akal, Madrid, 2008.

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crecimiento económico y científico, pero que no tenía en su corazón una conciencia suficientemente desarrollada de la idea de “estado”. Así, pues, ocurrió que el papel formativo de la Kultur fue reemplazado cada vez más por los mecanismos anónimos e industriales de las ciencias particulares, que no hacían sino reproducir –a nivel del saber– las múltiples transformaciones sociales y económicas de la época (masificación, fragmentación, especialización, etc.).37 De ahí, argumenta Plessner, la necesidad de buscar raíces en otros lugares, como el mito de un pasado heroico, el Volk, la raza, o bien en una dimensión de autenticidad individual y existencial, en la que fuera posible recuperar el papel decisivo de la filosofía y de un saber no especializado y no técnicamente orientado. En definitiva, Plessner quería poner de manifiesto que el radicalismo filosófico alemán (que en cierto modo contribuyó a preparar el terreno para la reacción del nacionalsocialismo frente a la fragmentación post-copernicana, políticamente representada por la experiencia republicana de Weimar) procedía de la incapacidad de la filosofía de elaborar un discurso teóricamente sólido acerca de su propia desfuncionalización y de la progresiva des-integración social y política, en el sentido de la pérdida de la presunta unidad sustancial y del carácter orgánico del conjunto social, disperso entre la masificación y la especialización. En torno a dicha incapacidad, pues, gravitaba la Kulturkrise de la época de entre guerras. En un contexto así establecido, en el que eran puestos en cuestión radicalmente los fundamentos de la esfera social, cultural e intelectual, se asistió a una suerte de condensación de muchas de esas cuestiones en la pregunta por el hombre. Dicho de otra forma, una vez destruidos los ídolos y las grandes narraciones, esfumada la garantía de la inmediatez del acceso a una realidad consistente y directa, el último baluarte que debía ser cuestionado era precisamente el ser humano, cuya figura compacta y estable se había convertido cada vez más en un conjunto de propiedades y cualidades que, al menos desde el punto de vista de la especialización del saber, no parecían necesitar de un núcleo central que supiera aglutinarlas. También podríamos decir que esa época tuvo que enfrentarse al efecto boomerang del mundo copernicano, descubierto y construido por el hombre moderno, un mundo que terminó aniquilando la presencia misma del hombre, relegándolo

37 A este propósito, es fundamental la lectura de la célebre conferencia que Max Weber dictó en 1919, titulada Wissenschaft als Beruf, que analiza con extrema precisión el renovado papel del trabajo intelectual en la época de la racionalización y del desencantamiento del mundo. Véase M. WEBER, Wissenschaft als Beruf, Reklam, Stuttgart, 1995, edición esp. de J. Abellán, La ciencia como profesión, Biblioteca Nueva, Madrid, 2009.

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a mero actor secundario. A este propósito, puede ser útil traer a colación la tesis de , el cual sostuvo que cada vez que la imagen del mundo sufre un vuelco decisivo, se abre el espacio para que el hombre vuelva a poner en entredicho su propia autorrepresentación.38 En particular, su descripción de la crisis del mundo moderno (la que daría lugar a la problematización antropológica de la cual nos estamos ocupando) nos parece muy sugerente, por eso consideramos oportuno reproducir aquí un fragmento bastante largo:

«El hombre, desde hace un siglo, se halla inmerso, con mayor profundidad cada vez, en una crisis que, sin duda, guarda mucho de común con otras que nos son familiares por la historia pero que, sin embargo, resulta peculiarísima en un punto esencial. Nos referimos a la relación del hombre con las nuevas cosas y circunstancias que han surgido de su propia acción o que, indirectamente, se deben a ella. Podríamos calificar esta peculiaridad de la crisis contemporánea como el rezago del hombre tras sus obras [...]. Nuestra época ha experimentado esta torpeza y fracaso del alma humana, sucesivamente, en tres campos diferentes. El primero ha sido el de la técnica. Las máquinas que se inventaron para servir al hombre en su tarea acabaron por adscribirle a su servicio; no eran ya, como las herramientas, una prolongación de su brazo, pues el hombre se convirtió en su mera prolongación, en un miembro periférico pegadizo y coadyuvante. El segundo campo ha sido el de la economía. La producción, que aumentó en proporciones prodigiosas con el fin de suministrar al número creciente de hombres aquello que habían menester, no ha logrado desembocar en una coordinación racional. Parece como si la producción y empleo de los bienes se desprendiera también de los mandatos de la voluntad humana. El tercer campo es el de la acción política. Con espanto creciente fue dándose cuenta el hombre en la primera Guerra Mundial y, ciertamente, a los dos lados de la trinchera, que se hallaba entregado a potencias inabordables que, si bien parecían guardar relación con la voluntad de los hombres, se desataban de continuo, se burlaban de todos los propósitos humanos y traían consigo la destrucción de todos. Así se encontró el hombre frente al hecho más terrible: era como el padre de unos demonios que no podía sujetar. Y la cuestión por el sentido que podía tener

38 «Las épocas de la historia del espíritu en que le fue dado a la meditación antropológica moverse por las honduras de su experiencia fueron tiempos en que le sobrecogió al hombre el sentimiento de una soledad rigurosa, irremisible; y fue en los más solitarios donde el pensamiento se hizo fecundo. En el hecho de la soledad es cuando el hombre, implacablemente, se siente problema, se hace cuestión de si mismo y como la cuestión se dirige y hace entrar en juego a lo más recóndito de sí, el hombre llega a cobrar experiencia de sí 5 mismo». M. BUBER, Das Problem des Menschen (1938), Schneider, Heidelberg, 1982 , trad. esp. de E. Imaz, ¿Qué es el hombre?, FCE, México, 199014, pág. 25.

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este equívoco poder e impotencia desembocó en la pregunta por la índole del hombre, que cobra ahora una significación nueva y terriblemente práctica».39

Se trataba, pues, de un contexto sumamente crítico, en el cual el hombre se descubría cada vez más problemático para sí mismo, como decía Scheler, dado que fue justamente a través de la puesta en cuestión de la consistencia de su figura como se llegó a condensar las preguntas filosóficas fundamentales en torno a un núcleo temático que supiera mostrar la profundidad de la Kulturkrise de la época de entreguerras. Por lo tanto, convenimos con Buber en identificar la aparición del trend antropológico en filosofía con la crisis que supuso el paso del mundo copernicano al mundo post-copernicano.40 Antes de analizar los componentes argumentativos y conceptuales más relevantes de la “anthropologische Wende”, conviene insistir en una lectura de tipo sociológico-cultural basada en la teoría de la evolución semántico-social propuesta por Niklas Luhmann, según la cual la estructura semántica de una sociedad varía conforme a las transformaciones de la estructura social, es decir, a los procesos de diferenciación social y al relativo aumento de complejidad. En otras palabras, la evolución de la estructura social es el terreno en el que los sujetos pertenecientes a dicha estructura reaccionan semánticamente (produciendo y organizando las fuentes de sentido) frente a sus posibles transformaciones. Como es sabido, el sociólogo alemán hace referencia a tres formas de articulación de los sistemas sociales: la diferenciación segmentaria, típica de las sociedades arcaicas, en las que se genera una base de igualdad de sistemas y ambientes: por eso en un sistema sólo puede haber sistemas parciales iguales; la diferenciación estratificatoria, sobre la que se asientan las culturas superiores, en las que los sistemas parciales (referidos a ambientes desiguales) son ordenados jerárquicamente; y finalmente la diferenciación funcional, que supone la igualdad funcional en el sistema y la desigualdad funcional en relación con el ambiente, con lo cual cada sistema parcial adquiere su propio significado en tanto que desempeña una función particular y socialmente necesaria, en un contexto general que ya no contempla la posibilidad de una regulación social total.41 Pues bien, lo que podríamos

39 Ivi, págs. 76-77. 40 De un verdadero «giro antropológico» habló también F. SEIFERT, Zum Verständnis der anthropologischen Wende in der Philosophie, en “Blätter für deutsche Philosophie”, Bd. VIII (1933), págs. 393-410. 41 Entre las numerosas obras del sociólogo alemán, véase en particular N. LUHMANN, Die Wissenschaft der Gesellschaft (1990), Suhrkamp, Frankfurt a.M., 2009, trad. esp. de S. Pappe, B. Erker y L. F. Segura, bajo la

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hacer es intentar aplicar el discurso luhmaniano al caso del giro antropológico que tuvo lugar en Alemania en los años de entreguerras, es decir, podríamos interpretar el origen de la interrogación antropológica en relación con la creciente funcionalización del conjunto social y con el ocaso cada vez más evidente de la sociedad estratificada, en la cual, como hemos señalado, la organización semántica todavía es el reflejo de un orden social jerarquizado. La diferenciación social de tipo funcional, en cambio, no contempla ninguna jerarquía semántica y unificadora, sino que la presencia de una teoría omnicomprensiva está supeditada a su capacidad de ponerse en comunicación con las diferenciaciones sistémicas autónomas, es decir, puede subsistir siempre y cuando sea capaz de satisfacer las exigencias semánticas de la sociedad funcionalizada. El giro antropológico inaugurado en los años 20 podría ser considerado, entonces, como una reacción semántica de una sociedad que se halla en la fase decisiva del abandono del modelo estratificado y de la irrupción del modelo funcionalizado. En efecto, el objeto específico es el hombre, pero su conocimiento se obtiene sirviéndose de informaciones procedentes de otros sistemas parciales: el tema unificador es el hombre (y esto parece satisfacer la necesidad residual de convergencia en torno a un único polo, típica de la sociedad estratificada) y, al mismo tiempo, ese tema es tratado a través de una comunicación constante con los saberes particulares (es decir, relativos a otros sistemas parciales, o subsistemas, que tienden a mantener toda su autonomía semántica). Pues bien, semejante lectura coincide con la interpretación de la modernidad que ofrece, por ejemplo, Plessner, pero también Gehlen.42 Por el contrario, todo el dispositivo discursivo de Scheler parece todavía estar muy vinculado a una concepción estratificada de la semántica social, como denuncia también el mismo Plessner en el prólogo a la segunda edición (publicada en 1965) de su célebre obra Die Stufen des Organischen und der Mensch, donde escribió que no puede sostenerse una antropología filosófica, como la de Scheler, que resulta todavía tan vinculada a una suerte de trascendencia originaria del ser humano, cuya “espiritualidad” derivaría de su capacidad de inhibir los impulsos, y no de su específica organización corporal-cerebral y de su

coordinación de J. Torres Nafarrete, La ciencia de la sociedad, Universidad Iberoamericana, México D.F., 1996. 42 Para hacerse una idea acerca de la lectura gehleniana de la modernidad, es imprescindible la lectura de A.

GEHLEN, Die Seele im tecnischen Zeitalter, op. cit.; véase también ID., La situación social de nuestra época, en ID., Antropología filosófica, op. cit., págs. 151-165.

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relación con el ambiente circundante.43 Efectivamente, el gran éxito que tuvo la obra de Scheler titulada Die Stellung des Menschen im Kosmos44 puede ser interpretado también como el reflejo de una solución de compromiso, pues si es verdad, por un lado, que Scheler intentó elaborar un paradigma antropológico nuevo, por el otro, también es innegable que este último vehiculaba todavía numerosos elementos pertenecientes a viejos esquemas metafísicos: la contraposición dualista entre el Geist y la vida es un síntoma evidente de dicha situación. De ese modo, la consideración comparativa de las distintas formas de vida desemboca en la individuación de una Sonderstellung del hombre, descrito como el único ser viviente que “puede decir no” a la vida (Neinsagerkönner), inhibiendo así la fuerza propulsora del Leben. Este paradigma contiene una visión del hombre muy consoladora, que, por un lado, emplea algunas estrategias de indagación vinculadas con los avances de las ciencias particulares y, por el otro, el objetivo de fondo parece ser la elaboración de una concepción muy tradicional del ser humano.45 Por el contrario, el giro antropológico que se

43 Cf. ST, pág. XI. En su crítica a Scheler, Plessner se pregunta irónicamente: «Desde ese punto de vista, pues, ¿por cuál razón la inhibición de los impulsos y la apertura al mundo no podría tener lugar incluso el cuerpo de un ave, siempre y cuando sea atravesado por el espíritu [Geist]?». 44 Se trata de la transcripción de una célebre conferencia que el filósofo alemán dictó en Darmstad el 28 de abril de 1927, invitado por Hans Keyserling con ocasión de un encuentro internacional titulado “Mensch und Erde”. De esta obra existe una traducción española realizada por José Gaos, que apareció por primera vez ya en 1929, en la Revista de Occidente (ahora véase M. SCHELER, El puesto del hombre en el cosmos, trad. esp. de J. Gaos, prólogo de F. Romero, Losada, Buenos Aires, 2003). 45 , en un artículo de 1930, reconoció que, a pesar del intento de Scheler de renovar la filosofía y la imagen del hombre, «no logró en absoluto superar o recomponer el dualismo entre ‘vida’ y ‘espíritu’»

(E. CASSIRER, Geist und Leben in der Philosophie der Gegenwart, en “Die neue Rundschau, XLI [1930], págs. 244-264, ahora en ID., Geist und Leben Schiften. Schriften zu den Lebensordnungen von Natur und Kunst, Geschichte und Sprache, Reclam, Stuttgart, 1993, págs. 32-60, aquí pág. 51); el mismo juicio negativo fue expresado muy a menudo, a lo largo de los años, también por Gehlen, por ejemplo cuando afirmó que «se ve que, en el fondo, Scheler sólo desplazaba el dualismo, conocido desde antiguo. Éste ya no se establecía entre ‘cuerpo’ y ‘alma’, sino entre ‘espíritu’, por un lado, y ‘cuerpo animado’, por otro. Llegó incluso a agudizarlo al extremo de oponer explícitamente el espíritu a la vida. Pero, decía Scheler, el ‘centro’ desde el cual ejecuta el hombre los actos conscientes por medio de los cuales objetiva el mundo, su cuerpo y su alma, este centro no podría ser a su vez parte de ese mundo. Sólo podría estar situado en un plano metafísico del ser acerca del cual no enunció nada más. En Scheler el espíritu no era solamente algo distinto de la vida, sino algo distinto del mundo, algo que podía estar relacionado con el cuerpo y el alma humanos simplemente en un Más Allá sobre el cual no hizo declaraciones». A. GEHLEN, Zur Geschichte der Anthropologie, ahora en Gesamtausgabe, Bd. IV, hrsg. von K. S. Rehberg, Klostermann, Frankfurt a.M.,

1983, págs. 143-164, trad. esp. Contribución a la historia de la antropología, en ID., Antropología filosófica,

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concreta sobre todo en los trabajos de Plessner y Gehlen resultaría conforme semánticamente a la transición del modelo social estratificado al modelo social funcionalizado, porque descarta la introspección y la auto-interrogación subjetiva directa (que puede basarse en el análisis de las vivencias o de la singularidad existencial) y, en cambio, emplea una estrategia de indagación indirecta, que busca poner de manifiesto, haciendo uso de nociones científicas de la época y a través de la comparación con el mundo orgánico, los “monopolios” humanos, las “performances” de las que el hombre es capaz en virtud de su organización psico-física, pero sin recurrir a ciertas argumentaciones à la Scheler, que acaban reafirmando la excepcionalidad del hombre con respecto a las dinámicas del mundo orgánico. Uno de los intelectuales alemanes que supo ver con extrema claridad la peculiaridad y la especificidad de ese giro antropológico fue Nicolai Hartmann,46 el cual, en un texto publicado en 1944, resume así la base de la estructura argumentativa de la antropología filosófica de aquellos años: op. cit., pág. 31; cf. también id., Rückblick auf die Anthropologie Max Schelers (1975), ahora en Gesamtausgabe, Bd. IV, págs. 247-258. En este contexto fuertemente crítico respecto de la propuesta scheleriana, no podemos olvidar el ataque que Joachim Ritter, en 1933 (en ocasión de su lección inaugural como profesor de la Universidad de Hamburg), dirigió tanto hacia Heidegger como hacia Scheler, ambos acusados de querer fundar una teoría del hombre de corte eminentemente metafísico. Refiriéndose al segundo, Ritter se pronunció así: «para Scheler, la diversidad del espíritu respecto de la vida representa [...] la condición esencial a la cual debe ser referida, en la medida de lo posible, la diferencia fáctica entre el hombre y el animal. La diversidad fáctica es elevada así a ‘diferencia esencial’, que a su vez se configura como el fundamento de la evolución biológica [...]. De ese modo, sin embargo, Scheler termina articulando toda una serie de afirmaciones metafísicas, pues está obligado a indicar fundamentos y a crear conexiones que no se hallan en el ámbito de la indagación científica [...]. De ahí que la antropología pierda necesariamente su vínculo con las ciencias». J. RITTER, Über den Sinn und die Grenze der Lehre vom

Menschen (1933), ahora en ID., Subjektivität. Sechs Aufsätze, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1974, págs. 36-61, aquí pág. 52. 46 El mismo Plessner, en su Selbstdarstellung (ahora en Gesammelte Schriften, Bd. X, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1985, págs. 302-341), nos cuenta que «pedí a Hartmann que leyera el entero manuscrito [se refiere a Die Stufen des Organischen und der Mensch], que analizó palabra por palabra», pág. 329. De hecho, fue Hartmann quien invitó a Plessner a instalarse en la universidad de Köln, donde daba clase también Scheler. Asimismo, tanto en su obra Das Problem des geistiges Seins (1932), como en su última obra publicada en vida, Philosophie der Natur (1950), hace referencia al concepto de Exzentrizität, que –como veremos más adelante– es una de las categorías más importantes de la antropología de Plessner. No es casual, además, que el mismo Hartmann redactara una recensión muy positiva de la obra principal de Gehlen (Der Mensch), que ahora puede ser consultada en N. HARTMANN, Kleinere Schriften, Bd. III, de Gruyter, Berlin, 1958, págs. 378-382.

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«Filosofía de la naturaleza y antropología: [...] la naturaleza en el hombre y el hombre en la naturaleza –así puede compendiarse el ámbito común en el que se mueven ambos saberes [...]. Si se quiere comprender correctamente la esencia enigmática del hombre, antes hay que comprenderlo a partir de su ubicación en la naturaleza, o mejor aún, a partir de las condiciones específicas que constituyen su ambiente [...]. Pero no es verdad que el puesto del hombre en el cosmos tenga que ver únicamente con su organismo, y que su puesto en la historia tenga que ver únicamente con su vida espiritual. Más bien ambas caracterizaciones se implican mutuamente. El hombre, en virtud de su conformación orgánica, es un ser histórico [...]. Se trata de ver en qué medida, en el hombre, ambas esferas se relacionan recíprocamente, de forma afirmativa [...]. En definitiva, aquí no se trata de elegir entre dos extremos, sino de la síntesis de elementos heterogéneos en el ser humano».47

Después de haber esbozado una lectura de tipo sociológico-cultural del turning point antropológico de lo años 20, podemos prestar atención a los elementos más propiamente filosófico-conceptuales que caracterizaron ese giro en la filosofía alemana del siglo pasado; de este modo, esperamos brindar nuevas informaciones relevantes al lector, que permitirán apreciar, en el próximo parágrafo, la peculiaridad de la propuesta de Plessner, así como su papel decisivo a la hora de definir y observar en perspectiva la especificidad argumentativa y temática de la antropología filosófica que emergió en Alemania a partir de aquellos años. A este propósito, para enmarcar histórica, sociológica, metodológica y teóricamente ese movimiento que surgió a partir de los trabajos de Scheler y Plessner, es imprescindible hacer referencia a una obra capital de Joachim Fischer,48 un importante estudioso alemán de sociología que ha dedicado muchos esfuerzos a la reconstrucción histórico-conceptual de lo que él considera un verdadero paradigma filosófico del siglo XX, la Antropología Filosófica (el uso de las mayúsculas sirve para referirse a ese movimiento que tomó cuerpo hacia mediados de los años 20), que, además, es definida

47 ID., Naturphilosophie und Anthropologie (1944), ahora en Kleinere Schriften, Bd. I, págs. 214, 243. 48 La obra en cuestión es J. FISCHER, Philosophische Anthropologie. Eine Denkrichtung des 20. Jahrhunderts, Freiburg-München, Alber, 2008. Su repercusión en el mundo académico y en los medios de comunicación alemanes ha sido considerable; de hecho el libro de Fischer, por su riqueza historiográfica y por el carácter muy explícito de sus argumentaciones relativas a la existencia de esa Denkrichtung, representa una herramienta indispensable para todos los que quieran profundizar las cuestiones antropológico-filosóficas del siglo pasado y para los que quieran ampliar sus perspectivas con respecto a la visión tradicional del desarrollo de las tradiciones y las corrientes filosóficas alemanas del siglo XX.

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como una válida alternativa a la oposición entre naturalismo y culturalismo, es decir, como un acceso privilegiado al universo humano, dentro del marco epistemológico, social y cultural que otro estudioso alemán, muy recientemente, ha llamado la «época biológica».49 La primera sección de la obra de Fischer está consagrada a la individuación y la descripción de las fases del desarrollo de la Antropología Filosófica, desde su génesis (1919-1927) hasta su crepúsculo (1969-1975), pasando por el periodo (1934-1944) en el que intervinieron nuevos protagonistas, como Gehlen, Rothacker, o los biólogos Adolf Portmann y Friedrich Buytendijk, y por los periodos de consolidación (1950-1955) y prosecución (1961-1969). Desde el punto de vista historiográfico, estas últimas dos décadas de consolidación y prosecución tienen, en nuestra opinión, un gran interés, pues el trabajo de reconstrucción de Fischer permite constatar que la gran mayoría de los protagonistas de la vida intelectual alemana de la segunda mitad del siglo pasado se confrontaron con los temas propios de la Antropología Filosófica, que fueron desarrollados bajo nuevos puntos de vistas (Blumenberg, Anders, Löwith, Marquard), reelaborados de forma radical (Apel, Jonas) y también duramente criticados, como en el caso de Habermas y de otros referentes de la Escuela de Frankfurt, sin olvidar los debates promovidos por Ralph Dahrendorf y Konrad Lorenz sobre –respectivamente– los conceptos de ‘soziale Rolle’50 y de ‘instinto’.51 Este esfuerzo por parte de Fischer permite así corregir la percepción tal vez demasiado superficial según la cual los paradigmas filosóficos

49 CH. ILLIES, Philosophische Anthropologie im biologischen Zeitalter. Zur Konvergenz von Moral und Natur, Frankfurt a.M., Suhrkamp, 2006. Para Joachim Fischer la Antropología Filosófica representaría, pues, un modelo original y creativo, pero sobre todo alternativo respecto del naturalismo, del trascendentalismo y del culturalismo, que resulta decisivo a la hora de «fundamentar filosóficamente la compatibilidad entre la biología y la dignidad humana». J. FISCHER, La compatibilité de la biologie et de la dignité humaine. Stratégies théoriques de l’Anthropologie Philosophique, en “Révue germanique internationale”, n. 10 (2009) págs. 147-162, aquí pág. 151. 50 Cf. R. DAHRENDORF, Homo sociologicus. Ein versuch zur Geschichte, Bedeutung und Kritik der Kategorie der sozialen Rolle, Westdeutscher Verlag, Köln-Opladen, 19644, trad. esp. de J. Belloch Zimmerman, Homo sociologicus. Un ensayo sobre la historia significado y crítica de la categoría del rol social, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1973. 51 Cf. K. LORENZ, Kants Lehre vom Apriorischen im Lichte gegenwärtigen Biologie, en “Blätter für Deutsche

Philosophie”, n. 15 (1941), págs. 94-125, ahora en ID., Das Wirkungsgefüge der Natur und das Schicksal des Menschen, Piper, München, 19976, trad. esp. El apriori kantiano desde el punto de vista de la biología actual, en ID., La acción de la naturaleza y el destino del hombre, Alianza, Madrid, 1988, págs. 78-102. véase también ID., Die angeborenen Formen menschlicher Erfahrung, en “Zeitschrift für Tierpsychologie”, n. 5 (1943), págs. 235-409.

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dominantes en la Alemania de la segunda mitad del siglo XX fueron únicamente, por un lado, el hermenéutico-fenomenológico vinculado a la herencia heideggeriana y, por el otro, el que tomó cuerpo a partir del linguistic turn inaugurado por Wittgenstein. Pero la sección más original de la obra de Fischer es, sin duda, la segunda, que está enteramente dedicada a argumentar de forma sistemática en favor de la unidad programática y metodológica de la Antropología Filosófica, que habría sido capaz de responder y prolongar de modo original y autónomo la destrucción del idealismo, llevada a cabo a lo largo del siglo XIX por autores como Feuerbach, Marx o Nietzsche. Así, pues, esa Denkrichtung habría sabido reflexionar sobre la constitución de lo que antes se denominaba ‘espíritu’ sin necesidad de hacer referencia a las «prestaciones de la subjetividad [Leistungen der Subjektivität]»,52 sino de forma indirecta, es decir, a partir de la esfera de lo viviente, tratando de insertar (pero sin caer en las tentaciones de un vitalismo irracionalista) el conjunto de producciones culturales, sociales y hasta políticas en la gramática de la ‘vida’, en la medida en que esta última sea entendida en el marco de su correlación orgánica y funcional con el ambiente. Por supuesto, no han faltado objeciones y críticas –tanto historiográficas como teóricas– a la propuesta de Fischer de establecer ese trend filosófico autónomo y unitario.53 Ahora bien, ciertamente el objetivo del presente parágrafo no reside en determinar si la Antropología Filosófica puede ser considerada efectivamente una Denkrichtung autónoma, pero sí nos parece necesario poner de relieve al menos dos aspectos, en relación con la obra de Fischer. En primer lugar, al tratarse de una disciplina desprovista de un verdadero estatuto epistemológico y de una tradición asentada, el libro del estudioso alemán resulta fundamental a la hora de acercarse histórica y conceptualmente a una corriente filosófica

52 J. FISCHER, Philosophische Anthropologie, op. cit., pág. 519. 53 La más importante es sin duda la que ha sido formulada por Hans-Peter Krüger, el cual considera inviable filosóficamente poner en el mismo plano a autores como Scheler, Plessner, Gehlen, Rothacker o Portmann, como si todos hubiesen formado parte conscientemente de un verdadero proyecto intelectual colectivo. La tesis de Krüger es que el núcleo sustancial de la reflexión antropológico-filosófica reside en el intento de hallar el «nexo fundacional entre la antropología biológica, social, histórica y cultural», una operación que permitiría estar a la altura de la complejidad del pensamiento contemporáneo; al mismo tiempo, Krüger sostiene que el único proyecto antropológico-filosófico perteneciente a esa Denkrichtung descrita por Fischer capaz de satisfacer esa «cláusula de complejidad» sería el de Plessner, que por esta razón se convierte en el punto de partida de muchas obras de Krüger. Véase, en particular, H.-P. KRÜGER, Zwischen Lachen und

Weinen, Berlin, 2 Bde., Akademie-Verlag, Berlin, 1999-2001; ID., Die Fraglichkeit menschlicher Lebewesen.

Problemgeschichtliche und systematische Dimensionen, en ID., G. LINDEMANN (Hg.), Philosophische Anthropologie im 21.Jahrhundert, Akademie-Verlag, Berlin, 2006, págs. 15-41.

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que nunca ha gozado de mucho interés. En efecto, su trabajo permite un acercamiento razonado y pormenorizado (fruto de una labor de historización seria y comprometida) a las cuestiones y a los autores que protagonizaron ese ensamble teórico, que –ya desde el principio– se constituyó como una mirada, por decirlo así, intermedia, que se hizo cargo del agotamiento de los grandes récits filosóficos y que siempre intentó ponerse en relación con los avances de las ciencias de la naturaleza y de las ciencias sociales; dicho de otra forma, la obra de Fischer, a nuestro juicio, representa un capítulo muy importante de la historia intelectual de la Alemania del siglo XX, ineludible para cualquier estudioso que quiera ir más allá de la narración tradicional acerca de la división del trabajo intelectual en la segunda mitad del siglo pasado. Asimismo, ese esfuerzo de categorización conceptual consiente acercarse al pensamiento de cada uno de los protagonistas de ese trend filosófico (como haremos en el próximo parágrafo, analizando el caso de Plessner) con una mayor visión de conjunto, capaz de poner de manifiesto los núcleos temáticos fundamentales propios de dicho trend, como por ejemplo la centralidad de la biología, es decir, de una indagación que intenta comprender los “monopolios” humanos a partir de su radicación en la peculiaridad de la forma de vida humana, que es tal en virtud de su correlación con un determinado ambiente/mundo (Umwelt/Welt). Es esta última caracterización, de hecho, la que abre paso a la entrada en escena de ese juego de la potencialidad –que Plessner compendia en la duplicidad del ‘ser un cuerpo’ (Leib-sein) y del ‘tener un cuerpo’ (Körper-haben)– mediante el cual la mirada antropológico-filosófica intenta pensar la realidad humana más allá de los esquemas dualistas o reductivistas.54 Al mismo tiempo, sin embargo, es preciso señalar que la voluntad unificadora de Fischer puede implicar una deriva tal vez demasiado reductora, que –en aras del reconocimiento de una autonomía historiográfica y teórica– tiende a homogeneizar y nivelar las diferencias entre los varios autores. Por ejemplo, la propuesta antropológica de Scheler, como antes hemos

54 Nos limitamos a llamar la atención brevemente sobre estas categorías fundamentales del proyecto teórico plessneriano, bien conscientes de que daremos cuenta de su papel específico en el próximo parágrafo. En cualquier caso, es importante señalar que el haber traído a colación justamente dichas categorías no ha sido algo casual, pues en tiempos recientes el mismo Habermas (que se había pronunciado en contra de la posibilidad de llevar a cabo un discurso antropológico, por su carácter necesariamente esencialista, reaccionario y políticamente conservador), en el libro sobre el futuro de la ‘naturaleza humana’ citado en el precedente capítulo, ha reconocido que algunos conceptos acuñados por Plessner (entre los cuales, precisamente, los de Körper-haben y Leib-sein) resultan de extrema utilidad y actualidad a la hora de confrontarse con los problemas más apremiantes de nuestro tiempo. Cf. J. HABERMAS, El futuro de la naturaleza humana, op. cit., en particular págs. 24, 52, 72.

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argumentado sirviéndonos de las categorías sociológicas de Luhmann, difícilmente puede ser equiparada tout court, desde un punto de vista teórico, a los esfuerzos de Plessner para rechazar todo tipo de dualismo o espiritualismo. Asimismo, la opción metodológica de Fischer corre el riesgo de olvidarse de aquellos protagonistas de la historia intelectual alemana del siglo XX que declinaron su reflexión en sentido explícitamente antropológico- filosófico, como Karl Löwith o Hans Blumenberg. Con esto sólo queremos señalar la importancia de continuar trabajando a fin de entender en qué medida y hasta qué punto puede ser beneficioso servirse de una mirada antropológico-filosófica, en relación con las problemáticas filosófico-culturales de la actualidad, desde las cuestiones biopolíticas hasta la relación posible entre la filosofía y las ciencias biológicas y cognitivas. Una última consideración preliminar, antes de analizar –en el próximo parágrafo– el planteamiento de Plessner, será útil para pergeñar un aspecto peculiar de ese contexto general en el que tomó cuerpo el así llamado turning point antropológico de los años 20. Se trata de un aspecto sobre el cual el mismo Fischer ha llamado la atención y que, expresado en palabras de Gehlen, coincide con el intento de «ver la inteligencia del hombre en conexión con su situación biológica», es decir, con el esfuerzo teórico, llevado a cabo por muchos de los protagonistas de ese giro antropológico-filosófico, por entender la constitución de la esfera cultural, social y hasta política, en el contexto de la gramática de la vida. En esta última esfera, en efecto, como había señalado también Plessner (que siempre fue capaz –tal vez más que otros– de vislumbrar el horizonte teórico-conceptual y social en el que se constituía su propia propuesta), había cristalizado la confianza de la época en la posibilidad de hallar una categoría que pudiese otorgar un arraigo conceptual ya desde un punto de vista intuitivo. A este propósito, el comienzo de su obra capital de 1928 (Die Stufen des Organischen und der Mensch) es muy indicativo y merece una cita larga:

«Cada época elige su palabra redentora. La terminología del siglo XVIII culmina en el concepto de razón, la del siglo XIX en el de evolución, mientras que la terminología actual culmina en el concepto de vida [...]. La ideología racionalista infundió entusiasmo y fue capaz de desvelar el fundamento de las cosas en la época en que todavía era necesario luchar por la libertad, la naturalidad y la racionalidad, las cuales –sin embargo– ya habían conquistado el corazón del poder feudal. La ideología evolucionista operó de forma eficaz, consintiendo el conocimiento y la acción, en la fase de transición de las últimas tres décadas del siglo XIX, es decir, cuando el orden patriarcal de la sociedad tuvo que ceder el paso a los

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procesos de transformación tecnológica, industrial y capitalista. El gran momento de la ideología de la vida llegó con la reacción al optimismo del progreso, con el cansancio de la civilización, con la pérdida de la fe en el socialismo como fuerza creadora [...]. ¿Con qué podía entusiasmarse una época desconfiada, escéptica y relativista? Nos habíamos vuelto demasiado lúcidos y libres para una trascendencia en gran estilo [...]. Podía entusiasmar sólo algo que se presentara como indiscutible, que pudiese ser concebido más allá de todas las ideologías y desde el que éstas tal vez podían surgir, pero que, del mismo modo, también podía volver a absorberlas: la vida [...]. El tiempo actual transcurre en compañía de esa nueva fórmula mágica, que a partir de Nietzsche ejerce cada vez más su poder. Nació así una filosofía de la vida, que originariamente servía para fascinar a las nuevas generaciones: en efecto, cada generación ha estado a merced de una determinada visión, que –sin embargo– la filosofía debe conducir hacia el saber, liberándola así de su hechizo».55

Como podemos intuir, las últimas palabras resultan decisivas, pues ahí se halla la verdadera tarea que Plessner reconoce al pensamiento, al trabajo conceptual de la filosofía, es decir, la necesidad de despojar el concepto de ‘vida’ de cualquier residuo irracionalista. De ese modo, argumenta Plessner (sintetizando uno de los núcleos teóricos fundamentales de la nueva mirada antropológico-filosófica), se puede obtener algo así como una destilación de la polémica inaugurada por el anti-cientificismo y el irracionalismo de la filosofía de la vida, en virtud de la cual se pretende otorgar a la ciencia y a la racionalidad una mayor capacidad de profundización y penetración en la realidad. Dicho de otra forma, el trabajo filosófico no debe pensarse ni como un macro-contenedor de las ciencias particulares, ni como una regresión hacia una conciencia presuntamente pura y originaria; su tarea, pues, debe consistir en dar cuenta –conceptualmente– de las manifestaciones de la vida (desde las más primigenias hasta las humanas), a fin de salvaguardar la posibilidad de hablar de un único punto de vista fundamental sobre el ser humano. Así, pues, la filosofía de la vida pasaba de ser una manifestación de la Kulturkrise típica de las primeras décadas del siglo XX a representar un verdadero proyecto filosófico.56 Renunciar a conseguir este objetivo, advertía Plessner con un tono que revela toda su intención programática,

55 ST, págs. 3-4. 56 No es una mera casualidad, pues, el hecho de que el primer capítulo de Die Stufen des Organischen und der Mensch esté enteramente dedicado a una confrontación con las propuestas filosóficas de Bergson y de Spengler, unidas por el «irracionalismo de la fundamentación, la definición y la función del concepto de vida» y por «la visión indeterminada de la esencia creadora de la vida, que ambas filosofías comparten». ST, pág. 4-37.

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significaría que «nos encontraríamos inmediatamente con una doble verdad, es decir, por un lado, con la visión del mundo a partir de la conciencia y, por el otro, con la visión naturalista; el hombre en tanto que sí mismo, Yo, sujeto de una voluntad libre, y el hombre como naturaleza, como objeto del determinismo causal. Nos encontraríamos así en la insoportable situación –que al mismo tiempo es también cómica– de considerar al hombre como el producto de la filogénesis y la filogénesis como el producto del hombre, del espíritu creador que en el hombre –no se sabe bien cómo– se hace evento».57 En nuestra opinión, esta declaración de intenciones de Plessner contiene uno de los posibles manifiestos programáticos del giro antropológico de los años 20, que surgió a raíz de las transformaciones que tuvieron lugar en el momento conclusivo del paso del mundo copernicano al mundo post-copernicano, es decir, en ese momento en que el ‘hombre’ representaba todavía el último baluarte de una época que había asistido a la caída de todos sus ídolos. El intento de insertar al ser humano –junto con el ensamble de sus “monopolios”, de sus peculiares “performances”– en la gramática compleja de la vida representa entonces la respuesta semántica (en palabras de Luhmann) de una sociedad que ya no puede postular ninguna posibilidad de recomposición unitaria y jerárquica. La síntesis posible, en este sentido, no procede de un sistema o de una idea abstracta que busca recomponer la multiplicidad (el ‘Hombre’), sino de la figura concreta del ser humano, que exhibe en sí el ejemplo más articulado y complejo de compenetración de dimensiones, niveles y aspectos distintos, según una concepción estratigráfica de la realidad que no prevé ningún salto ontológico entre los diferentes estratos, sino más bien una continuidad fundamental. Así, pues, lo que el intelectualismo filosófico, al centrarse únicamente en los estratos “superiores” y en la separación jerarquizante entre los distintos aspectos o estratos de la realidad, había perdido de vista –la ‘vida’–, debía ser recuperado en la facticidad de su acontecer, mediante una estrategia “bottom-up” orientada a individuar, ante todo desde un punto de vista filosófico-conceptual, las condiciones de posibilidad de dicha compenetración de dimensiones, niveles y aspectos distintos, que a su vez justificaría la peculiaridad de la forma de vida humana. En el próximo parágrafo, por tanto, analizaremos la vía que Plessner escogió para poner en práctica dicha estrategia.

57 ST, pág. 6.

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III. LA PROPUESTA ANTROPOLÓGICO-FILOSÓFICA DE PLESSNER.

–EXCENTRICIDAD Y VERKÖRPERUNG–

En las últimas tres décadas, el interés por el pensamiento de Helmuth Plessner – filósofo, antropólogo y sociólogo nacido en Wiesbaden en 1892– ha sido cada vez mayor, tal y como testimonian la celebración de numerosos congresos internacionales dedicados a su figura y la aparición de muchas publicaciones científicas y de traducciones de sus obras. Esto, por supuesto, no puede ser considerado de por sí como una garantía de calidad, coherencia y actualidad de una propuesta teórica, pues somos plenamente conscientes del carácter volátil y a veces también extrínseco de las “modas” filosófico-académicas. Sin embargo, en primer lugar, es necesario precisar que el interés por la obra de Plessner no ha generado ninguna “moda”, ya que no cabe duda de que el planteamiento antropológico- filosófico no forma parte del mainstream teórico de nuestro tiempo (y consecuentemente ni siquiera el de Plessner); en otras palabras, ese interés se refleja en el trabajo de grupos de estudiosos que no pretenden establecer –ni la han alcanzado– una hegemonía académica o científica. En segundo lugar, nuestra intención no es la de reconstruir in toto la trayectoria intelectual de Plessner, para justificar así a fortiori su planteamiento antropológico (con el riesgo de transformarlo en un totem filosófico o en un passepartout conceptual). En esta última parte de nuestro trabajo de investigación, pues, queremos más bien impedir que el pensamiento plessneriano se convierta en un sistema cerrado: por eso hemos preferido elegir algunos conceptos, como el de Exzentritität y Verkörperung, que nos han parecido de extrema utilidad a la hora de poner a prueba la idea de fondo que ha animado el presente trabajo, desde su Introducción, es decir, la idea según la cual hoy día, en el contexto filosófico-cultural en que vivimos, todavía tiene sentido plantear la cuestión de una ‘antropología filosófica’.58

58 Somos conscientes de que puede resultar harto pedante y engorroso citar, en una nota a pie de página, las decenas de libros y artículos que en estos últimos años se han dedicado a la figura de Plessner. Al mismo tiempo, no habiendo florecido nunca en España una verdadera “Plessner-Renaissance”, puede ser útil limitarse a señalar las contribuciones más importantes, a fin de que el lector pueda acceder con facilidad a la bibliografía crítica disponible. Un bosquejo biográfico-intelectual muy completo del autor es ofrecido en K.

SCHÜSSLER, Helmuth Plessner. Eine intellecktuelle Biographie, Philo, Berlin-Wien 2000; muy meticuloso es también el trabajo de CH. DEJUNG, Helmuth Plessner. Ein deutscher Philosoph zwischen Kaiserreich und Bonner Republik, Rüffer&Rub, Zürich, 2003; la primera monografía (que es también la más “escolástica”) dedicada a su pensamiento fue la de F. HAMMER, Die exzentrische Position des Menschen. Methode und Grundlinien der philosophischen Anthropologie Helmuth Plessners, Bouvier, Bonn, 1967; dos de los trabajos

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Independientemente de la difusión y del reconocimiento cada vez mayor de la figura de Plessner, antes de analizar su propuesta antropológico-filosófica, consideramos conveniente dar razón –conceptualmente– de nuestra elección; dicho de otra forma, si hemos optado por Plessner y por algunas de las categorías de su pensamiento, esto se debe a razones ante todo teóricas, que no tienen que ver exclusivamente con la presunta renaissance de uno de los representantes de ese giro antropológico de los años 20, cuya obra, en cualquier caso, parece tener todavía algo que decir al pensamiento contemporáneo. En efecto, la actualidad nos muestra que las cuestiones relativas a la relación entre la naturaleza y la artificialidad, el cuerpo y la técnica, la contingencia y la praxis política (muy presentes en el planteamiento de Plessner), cobran cada vez más importancia en los debates teóricos contemporáneos, que tienen lugar en un escenario tal vez menos cerrado que hace algunas décadas, cuando la polémica sobre la legitimidad y el carácter ideológico de las ciencias humanas y sobre la supuesta «muerte del hombre» (a la cual ya nos hemos referido en varias ocasiones en el presente trabajo) representaba más bien un obstáculo para la elaboración de una confrontación libre de prejuicios teóricos y políticos sobre la idea misma de ‘naturaleza humana’.59 En otras palabras, una vez llevada

que certificaron la existencia de una verdadera “Plessner-Reinassance” en Alemania fueron el de B.

DELFGAAU, H. H. HOLZ, L. NAUTA (Hg.), Philosophische Rede vom Menschen. Studien zur Anthropologie

Helmuth Plessners, Peter Lang, Frankfurt a.M.-Bern-New York, 1986, y el de S. PIETROWICZ, Helmuth Plessner. Genese und Systeme seines philosophisch-anthropologischen Denkens, Alber, Freiburg-München, 1989. Para hacerse una idea global sobre las numerosas publicaciones sobre aspectos incluso muy puntuales del pensamiento plessneriano aparecidas en los últimos años (en alemán, en inglés, en italiano, en polaco y en francés –en ámbito iberoamericano, en cambio, no existe una verdadera recepción del pensamiento de

Plessner), resulta muy útil consultar el apartado final del libro de J. FISCHER, Philosophische Anthropologie, op. cit., págs. 625-655); véase también C. DIETZE, Nachgeholtes Leben. Helmuth Plessner, 1892-1985, Wallstein, Göttingen, 2006, en particular págs. 558-609. En lengua española, pueden consultarse los siguientes textos: T. MENEGAZZI, Antropología y bio-filosofía a comienzos del siglo XX, en “Thémata.

Revista de Filosofía”, n. 43 (2010), págs. 289-315; LL. DUCH, Introducción a H. PLESSNER, La risa y el llanto. Investigaciones sobre los límites del comportamiento humano, trad. esp. de L. G. Ortega, Trotta,

Madrid, 2007, págs. 9-26; J. P. MIRANDA, La antropología política de Helmuth Plessner y la cuestión de la esencia humana, en “Pensamiento”, n. 152 (1982), págs. 401-424. 59 A este propósito, es sumamente emblemática aquella discusión entre Foucault y Noam Chomsky que tuvo lugar en noviembre de 1971 durante la grabación de un programa de la televisión holandesa y que fue publicada posteriormente (existe una versión en lengua española: La naturaleza humana: justicia versus poder. Un debate, trad. de L. Livchits, Katz, Buenos Aires, 2006). En ese contexto, la contraposición epistemológica entre el enfoque teórico de las ciencias cognitivas y el del post-estructuralismo de Foucault

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a cabo la destrucción del mito del ‘Hombre’, según aquella dialéctica típica de la Ilustración que individua en el ser humano tanto la causa como el efecto último y más tenaz del ‘mundo copernicano’, la figura humana fue destinada a diseminarse en múltiples subsistemas, cada uno supuestamente dotado de su propia autoconsistencia metodológica y epistemológica. La fase terminal de la edad moderna, pues, ponía en escena la transición hacia el mundo post-copernicano, cuyas directrices fundamentales eran grosso modo dos: o bien se prestaba atención a la enorme variedad de las expresiones empíricas en las que se encarnaba la figura humana, o bien se analizaban (según el esquema inaugurado por Foucault) las estructuras, los procesos y los dispositivos mediante los cuales el hombre sería producido de forma histórica y políticamente variable. En cualquier caso, ambas posibilidades conducían a su cumplimiento la crítica hacia la idea de una ‘naturaleza humana’ que sirviera de substrato trascendental. Pues bien, como hemos argumentado en el precedente parágrafo, también la constitución de ese giro antropológico de los años 20 (sin olvidar ciertas excepciones, como fue el caso de Scheler) es una de las expresiones de ese estado de crisis que tomaba cuerpo en la transición hacia un mundo post-copernicano y que disolvió el ideal moderno de un humanismo copernicano; sin embargo, lo que nos parece más interesante es que algunas de las categorías acuñadas en ese laboratorio filosófico, y en particular algunas categorías elaboradas por Plessner, en virtud de su carga especulativa relativamente baja, su eclecticismo y su interés por los resultados científicos, pueden ser interpretadas también como una posible respuesta a dicho estado de crisis. Una

fue tan radical que, a pesar de la orientación política común, los dos interlocutores pusieron en escena (nunca mejor dicho) la imposibilidad de concebir, a efectos teóricos y práctico-políticos, una vía intermedia entre los avances de las teorías científicas y la esfera de la acción –y más precisamente la esfera de la reacción frente a las injusticias sociales y políticas históricamente dadas. Por un lado Chomsky se basaba en el carácter innato y genéticamente determinado de la facultad de lenguaje –lo cual supone la posibilidad de hablar en cierto modo de un homo naturalis– para deducir aquellas necesidades fundamentales que deben ser defendidas y promovidas políticamente. Por el otro, la perspectiva de Foucault no consentía de ningún modo que se atribuyera un valor suprahistórico y naturalizador a ciertos conceptos (‘naturaleza humana’, ‘necesidades fundamentales’, etc.) que, en realidad, serían integralmente históricos, es decir, «formados dentro de nuestra civilización, de nuestro tipo de conocimiento y de nuestra forma de la filosofía, y que por lo tanto forman parte de nuestro sistema de clases» (ivi, pág. 83), de ahí que no puedan ser utilizados para justificar y fomentar una lucha contra las injusticias de fondo de la sociedad. Desde un punto de vista epistemológico, pues, fue un verdadero “diálogo de sordos”, que simbolizó (y tal vez siga simbolizando) la incapacidad de concebir la posibilidad de una antropología, en su acepción filosófica, capaz de situarse a la altura de los desafíos teóricos y práctico-políticos del mundo contemporáneo.

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respuesta que tal vez merece la pena volver a ser discutida, puesto que las cuestiones filosóficas decisivas de la época actual están muy relacionadas con el tema de la naturaleza, de la vida y de la conexión –visible también (o sobre todo) en el ser humano– entre lo natural y lo artificial, el cuerpo y la técnica, la vida orgánica y el poder; pero también debería ser discutida por la esterilidad demostrada por la tal vez excesiva insistencia en la contraposición entre humanismo y anti-humanismo, metafísica y deconstrucción, dispersión empírica y especulación, naturaleza y dispositivos de saber/poder. Así, pues, lo que está en juego, en nuestra opinión, no es tanto el restablecimiento de un régimen teórico centrado única e ingenuamente en algunos de los extremos de dicha contraposición, sino la posibilidad de repensar su punto de conjunción, su juego dialéctico –la zona intermedia–, intentando brindar una respuesta teórica suficientemente elaborada que nos permita estar a la altura de aquellos desafíos contemporáneos que, en las últimas décadas, han convertido la ‘naturaleza humana’ en un campo neutro de intervención, aplicación y experimentación técnico-científica y en una zona –en absoluto neutra– de lucha política. En un contexto así establecido, hemos optado por apelarnos (intentando conservar siempre un cierto distanciamiento crítico) a la propuesta antropológico-filosófica de Plessner por varias razones, que gravitan en torno a una idea fundamental, a saber: la necesidad de recuperar una mirada sobre la figura humana que permita fundir –al menos desde un punto de vista conceptual, es decir, relativo a las condiciones de posibilidad conceptuales de dicha unión problemática– aquellos planos que la moderna antropología ha intentado acercar, con más o menos vigor. Aludiendo a la célebre distinción kantiana entre una antropología pragmática y una antropología fisiológica, Plessner anota lo siguiente:

«Ninguno de los dos modos de indagación debe resultar supeditado al otro. En términos generales, puede decirse que a cada uno de los aspectos que puede ser considerado decisivo para determinar el ser del hombre, sea de tipo físico o psíquico, sea de tipo ético-espiritual o religioso, debe asignarse la misma importancia con vistas a mostrar todo el ser del hombre. Este principio fundamental separa la antropología filosófica, ya desde un punto de visa metodológico, de todos aquellos enfoques unilaterales materialistas, idealistas, existencialistas que, centrándose sólo en una dimensión fundamental, de forma paralela o

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transversal a la tradicional estratificación ontológica que se le atribuye a la naturaleza humana, adjudican al hombre un único aspecto-guía [Leit-Aspeckt]».60

Esto significa que, para Plessner, no puede darse un único aspecto-guía, ni un único modelo o criterio a priori, sino que también los aspectos considerados marginales o menos nobles (la risa, el llanto, la mímica, los espacios sin palabras [sprachlöse Räume], etc.)61 deben ser indagados, pues resultan sintomáticos respecto de la constitución global del ser humano. Por eso –argumenta Plessner– es tan importante colocar la mirada ante todo sobre la simple presencia de la figura humana, lo cual, por supuesto, no significa renunciar a indagar los lados opacos, las intersecciones entre los distintos ámbitos (psicológica, física o socialmente presentes), hasta llegar a considerar también las contaminaciones con los poderes fácticos que dominan lo real. En palabras de Plessner, «la realidad del hombre representa el clásico caso de investigación fronteriza [Grenzforschung]», mediante la cual es posible intentar iluminar aquellas «misteriosas zonas intermedias de interconexión de lo real que se dan entre la matemática y la física, la física y la química, la química orgánica y la biología, la biología y la psicología, la psicología y la sociología, y a las cuales ninguna ciencia particular, incluso por razones metodológicas, osa acercarse».62 Esto es, para Plessner, lo que otorga una acepción filosófica a la antropología, es decir, el intento de ir más allá tanto respecto de una mera recopilación cuantitativa de datos y resultados procedentes de las ciencias particulares, como respecto del carácter cerrado y autorreferencial de la razón “pura” (que, dicho sea de paso, puede declinarse en términos especulativos, pero también en el sentido de una explicación científica neutralizadora). No es casual, entonces, que para una indagación que quiere centrarse en la simple presencia –en el presente– y en los fenómenos, considerando la entera provincia del hombre, resulte decisivo el interés por el cuerpo y la naturaleza, algo que (tal y como hemos puesto de manifiesto en el recorrido genealógico llevado a cabo en el primer

60 H. PLESSNER, Die Aufgabe der Philosophischen Anthropologie, op. cit., pág. 38. 61 A este propósito, algunos de los textos más conocidos son ID., Lachen und Weinen. Eine Untersuchung der Grenzen menschlichen Verhaltens (1941), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VII, págs. 201-387, trad. esp. de L. García Ortega, La risa y el llanto, op. cit.; ID., Das Lächeln (1950), ahora en Gesammelte Schriften, Bd.

VII, págs. 419-434; ID., Der imitatorische Akt (1961), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VII, págs. 446-

457, trad. esp. El acto imitativo, en ID., Más acá de la utopía, op. cit., págs. 185-193. 62 ID., Über einige Motive der Philosophische Anthropologie (1957), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VIII, págs. 117-135, aquí págs. 121, 120.

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capítulo) caracteriza, si bien de forma todavía conceptualmente incierta e insegura, la fase inicial de la moderna antropología filosófica. Lo que Plessner planteaba, ya a partir de los años 20, era la necesidad de repensar la noción de ‘naturaleza humana’, puesto que el progresar de la edad moderna, mediante las ciencias del hombre (sin olvidar el papel fundamental de las vicisitudes históricas) habían modificado en profundidad la percepción de dicha noción. Esta reelaboración teórica, además, se hacía cada vez más necesaria en la medida en que las principales filosofías de la época, según argumenta Plessner en varios lugares de su obra, la consideraban no sólo superflua, sino directamente vinculada a una forma de pensar que todavía se habría encontrado presa de los viejos esquemas metafísicos y antropocéntricos. En otras palabras, la cuestión de la ‘naturaleza humana’ había desaparecido del debate filosófico mainstream, puesto que para la gran mayoría de los intelectuales de la época, «donde empieza la dimensión del cuerpo, para ellos termina la filosofía»; es verdad que esa laguna podía ser colmada por una fenomenología de la existencia, pero –argumenta Plessner– «lo que le falta al concepto de existencia, lo que no tiene en cuenta, es la ineludible concatenación entre el modo de ser del hombre y su organismo». Así, pues, todas las cuestiones que tienen que ver con la corporeidad son relegadas al ámbito de la biología y de las ciencias naturales, con lo cual «el problema de la conexión entre los monopolios específicamente humanos y el organismo del hombre acaba saliendo inevitablemente del campo visual».63 En ese contexto, de bien poco sirve hablar de la superación del antropocentrismo, que, a pesar de haber posibilitado la comprensión de la historicidad de las concepciones del ser humano y de su mundo, nos habría conducido hasta la situación tan paradójica en la que «ya no damos ninguna importancia a la naturaleza, si no fuera por el hecho de que necesitamos de ella para morir».64 He aquí, pues, la crítica plessneriana hacia cualquier intento (supuestamente anti- metafísico) de pensar la condición humana basado en la creencia de que el único monopolio del hombre reside en el lenguaje, cuyo carácter omniabarcante terminaría generando una ontologización indebida:

63 ID., Immer noch Philosophische Anthropologie? (1963), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VIII, pág. 245. 64 Ivi, pág. 246. En efecto, argumenta Plessner, «cualquier teoría (de tipo ontológico o lógico-hermenéutico) que pretende indagar lo que le permite al hombre ser hombre y que, metodológicamente o en sus resultados, desconozca el lado natural de la existencia humana, o lo desdeñe en cuanto inauténtico [...], es falsa: demasiado débil en su fundamento, demasiado unilateral en su organización». ID., Macht und menschliche Natur, op. cit., págs. 228-229.

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«Si se cree que el método fenomenológico es capaz de desvelar el ser, ¿por qué limitarse a considerar sólo el fenómeno del lenguaje? ¿Sólo porque el ser se expresa? El fijarse en el lenguaje en cuanto ‘casa del ser’ –una herencia del método fenomenológico, que pretende llegar hasta las cosas mediante el significado de las palabras– no es sino la contrapartida de aquella técnica que procura liquidar toda cuestión metafísica mediante el análisis lingüístico. De ese modo, sin embargo, entre la exaltación y el empobrecimiento del lenguaje, los fenómenos se vuelven irrelevantes».65

A dicha exaltación del lenguaje, Plessner intenta replicar mediante el reconocimiento de la necesidad de colocar la mirada sobre los fenómenos, la presencia y el presente de las “cosas” humanas, resaltando la corporeidad, es decir, la «ineludible concatenación entre el modo de ser del hombre y su organismo», puesto que es justamente ahí donde las “cosas” humanas se ofrecen a la vista en todas sus implicaciones y complicaciones. En efecto, a pesar de la forma todavía conceptualmente provisional de la argumentación que caracterizaba los primeros intentos de poner en práctica dicha solución metodológica y epistemológica, esa coincidencia entre los fenómenos y la corporeidad, junto con la voluntad de no postular una fractura ontológica entre las “performances” culturales o sociales y el organismo del hombre, bien podría ser considerada como la “marca de fábrica” de la antropología filosófica moderna. Así, pues, en primer lugar Plessner intentará exponer (sobre todo en Die Stufen des Organischen und der Mensch) los fundamentos de la antropología, desarrollando y articulando las razones ante todo teóricas y conceptuales de la conexión entre naturaleza e historia (entre la corporeidad y las producciones culturales), a través de una fenomenología de las manifestaciones de lo viviente y de su necesaria correlación con una hermenéutica capaz de hallar el sentido más profundo de la ‘expresividad’ humana. El concepto de ‘posicionalidad excéntrica’, en el que culmina la fundamentación antropológica que Plessner desarrolla en el marco de una filosofía de lo orgánico, no puede en absoluto considerarse aislado del contexto filosófico general de la época. Como ha recordado Joachim Fischer, en efecto, dicha categoría «brinda una respuesta filosófica a aquella “fractura revolucionaria” (Löwith) entre idealismo y filosofía de la vida que surgió

65 ID., Immer noch Philosophische Anthropologie?, op. cit., pág. 245.

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en la segunda mitad del XIX siglo y que caracterizó la filosofía entre 1900 y 1925».66 La crítica hacia la filosofía idealista tomó cuerpo precisamente en el intento de desenmascarar el presunto carácter ideal del yo pensante, de la conciencia humana, supuestamente dotada de libertad y capacidad de autodeterminación. Fue precisamente el análisis cada vez más profundizado del mundo corporal (que al menos desde Descartes fue concebido como un espacio de experimentación e indagación mediante las leyes de la naturaleza), junto con el trabajo de las ciencias particulares, lo que puso en cuestión esa sublime autorrepresentación del homo sapiens, basada en un dualismo de fondo que exaltaba el papel decisivo de un sujeto ontológica y gnoseológicamente independiente respecto de las fuerzas mundanas. Así, pues, la crisis de la razón idealista y universal cristalizó en varios momentos de la filosofía occidental, que procuró modificar el enfoque mediante el cual aproximarse a la realidad humana, poniendo de relieve cada vez un aspecto distinto, como la importancia de la corporeidad, de la productividad práctico-económica y de las relaciones sociales que se establecen a través de la producción, así como la importancia del carácter singular, finito y trágico de la existencia, o del carácter históricamente determinado de las objetivaciones culturales del ser humano. En ese contexto, además, es casi superfluo recordar el papel decisivo de la revolución darwiniana, que permitió interpretar el presunto carácter a priori de la subjetividad trascendental como el resultado de la trayectoria evolutiva y adaptativa de una anónima historia natural. A principios del siglo XX, en definitiva, el yo autónomo de la filosofía idealista ya estaba prácticamente desentronizado, con lo cual el saber filosófico –como ya hemos recordado en el precedente parágrafo– ya no podía aspirar a desempeñar una función de guía para los demás saberes. Si no quería limitarse a ocupar el espacio de la determinación lógica del discurso científico (siguiendo el ejemplo del neokantismo y, después, del empirisimo lógico), la filosofía debía prestar atención a la ‘vida’, esa «palabra redentora» que había sido elegida para intentar conservar la posibilidad de acceder a un nivel fundamental, capaz de interpretar transversalmente los fenómenos humanos, su presencia y su presente. En un contexto así determinado, entonces, puede decirse que «el pensamiento de Plessner y de la Antropología Filosófica gravitaron en torno a la voluntad de volver a introducir la categoría de ‘espíritu’ en la categoría de ‘vida’, de manera tal que los datos de la experiencia procedentes de la filosofía de la vida pudiesen ser preservados por la

66 J. FISCHER, Exzentrische Positionalität. Plessners Grundkategorie der Philosophischen Anthropologie, en “Deutsche Zeitschrift für Philosophie”, vol. 48 (2000), 2, págs. 265-288, aquí pág. 266.

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indagación filosófica, la cual se veía así radicalmente transformada».67 En el siguiente fragmento, encontramos lo que podría ser definido como el manifiesto programático que subyace a la entera trayectoria filosófica de Plessner:

«Una conciliación de la oposición entre la modalidad de trabajo de las ciencias del espíritu y de las ciencias naturales que no corresponda a un mero postulado de nuestra aspiración a la unidad, a un ideal monista de orden, sino que se realice en la realidad fáctica de la experiencia humana de la vida, podrá tener éxito únicamente si se abandona el punto de vista desde el cual dicha oposición tiene lugar. Por eso la filosofía tendrá que hacerse cargo de una gran labor sistemática. En la medida en que ella plantea la cuestión de la antropología, formula también el problema del modo de existir del hombre y de su colocación en el ámbito de la naturaleza».68

67 Ivi, pág. 270. 68 ST, pág. 25. Resumido en una fórmula, el manifiesto programático de la antropología filosófica plessneriana podría ser también el siguiente: «Sin una filosofía del hombre, ninguna teoría de la experiencia de la vida en las ciencias del espíritu. Sin una filosofía de la naturaleza, ninguna filosofía del hombre». ST, pág. 26. Dicho de forma más explícita: «puesto que el hombre es el ser más complejo en la escala de los seres vivientes y el que ha alcanzado más tarde su forma de vida actual, y puesto que todas las manifestaciones de su vida espiritual se basan en sus propiedades corporales, la antropología debe ser precedida por una biología, tanto en el plano filosófico, como en el empírico. Pero dado que el presupuesto de la elaboración de una antropología filosófica es la indagación acerca de ese conjunto de cosas que gravitan en torno al hecho de la ‘vida’, antes habrá que plantear la cuestión de la naturaleza orgánica». ST, págs. 76-77.

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III.1 EXCENTRICIDAD

La premisa más importante de la filosofía de lo orgánico plessneriana69 consiste en el rechazo radical de la cosmovisión (ontológica, epistemológica y metodológica) inaugurada, en los albores de la modernidad, por Descartes, según la cual el pensamiento debía elegir entre dos opciones: o bien se centraba en la conciencia, en la cual vendrían a aparecer el cuerpo y sus variaciones de ubicación espacial, o bien se centraba en el conocimiento de los cuerpos, considerados como objetos físicos pertenecientes a la naturaleza, es decir, basándose en ese principio que establecía la equiparación de corporeidad y extensión, que a su vez implicaba la imposibilidad de conocer la naturaleza mediante una ciencia que no fuera de tipo cuantitativo y matemático. De ahí, pues, que todas las propiedades no mensurables y cualitativas de los cuerpos no podían pertenecer a la esencia de la corporeidad: la consecuencia fue que la esfera de la interioridad fue considerada responsable de dichas propiedades, que llegaron a ser «subjetivadas e interpretadas como si fueran simples fenómenos o sensaciones internas».70 De ese modo, los fenómenos encontraban su condición de posibilidad en una interioridad que podía acceder al quid cualitativo de lo que pertenece al mundo físico, a la res extensa: ese espacio supuestamente inmaterial y no-espacial sería así el resultado de una auto-posición a la cual subyace una présence à soi inmediata e indudable, que se constituiría en contraposición a la extensión material, a la esfera visible, tangible, experimentable a través de los sentidos. El idealismo trascendental (que Plessner define como «una justificación del realismo empírico del hombre de ciencia»),71 más tarde, no hizo sino radicalizar ese principio, según el cual el yo se instala en la zona intermedia entre el sí mismo y las cosas, del mismo modo en que los fenómenos se hallan entre el ser y el punto de observación del yo. La res cogitans, pues, tiene la obligación de salvar los fenómenos, pero lo hace «al precio de su propio auto-aislamiento respecto del mundo físico»,72 es decir, ratificando

69 Un texto que resume en pocas páginas (pero de gran intensidad conceptual) la teoría de lo orgánico de Plessner y que, por eso, puede resultar muy útil como introducción a este aspecto de su propuesta filosófica, es el de H. W. INGESIEP, Lebens-Grenzen und Lebens-Stufen in Plessners Biophilosophie. Perspektiven moderner Biotheorie, en U. BRÖCKLING, B. BÜHLER, M. HAHN, M. SCHÖNING, M. WEINBERG (Hg.), Disziplinen des Lebens. Zwischen Anthropologie, Literatur und Politik, Narr, Tübingen, 2004, págs. 35-46. 70 ST, pág. 42. 71 ST, pág. 50. 72 Ibidem.

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definitivamente la fractura (ontológica y epistemológica) entre la extensión como mundo externo y la interioridad como mundo interno, así como confirmando el principio de inmanencia de la conciencia, según el cual la interioridad sería dada de forma previa respecto de los objetos físicos que la rodean. Al impasse teórico procedente de la escisión del mundo real en dos esferas ontológicas presuntamente separadas, Plessner propone una solución centrada en la categoría fundamental de la ‘indiferencia psicofísica’ (que debe mucho, al menos desde un punto de vista terminológico, a Scheler)73 en la que, ya desde su primera obra filosófica de gran calado, cristaliza su rechazo del principio cartesiano (radicalizado sucesivamente por el idealismo trascendental), culpable de haber obstaculizado el desarrollo de una ciencia de la vida que no estuviese basada en una de las 74 formas posibles del reduccionismo de tipo cuantitativo. Uno de los objetivos que Plessner quiere alcanzar mediante Die Stufen des Organischen und der Mensch coincide precisamente con la fundamentación de la realidad psicofísicamente indiferente del ser humano. Sin embargo, como hemos recordado antes («Sin una filosofía de la naturaleza, ninguna filosofía del hombre»), antes será necesario desarrollar una teoría general sobre la realidad orgánica, una bio-filosofía75 capaz de

73 Véase, por ejemplo, M. SCHELER, Philosophische Anthropologie, en Gesammelte Werke, Bd. III, hrsg. von M. S. Frings, Bouvier, Bonn, 1987, pág. 145: «Cuerpo [Leib] y alma no son unas sustancias, sino únicamente dos grupos de fenómenos pertenecientes al mismo centro vital indiferente desde el punto de vista psico- físico». Cf. también ID., El puesto del hombre en el cosmos, op. cit., pág. 91: «El campo fisiológico paralelo a los procesos psíquicos vuelve a ser hoy el cuerpo entero y no sólo el cerebro. Por ende, no cabe seguir hablando seriamente de un nexo entre la sustancia psíquica y la sustancia corporal, tan externo como el supuesto por Descartes. Es una y la misma vida la que posee, en su “ser íntimo”, forma psíquica y, en su ser para los demás, forma corporal». 74 La obra en cuestión es Die Einheit der Sinne. Grundlinien einer Ästhesiologie des Geistes (1923), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. III, págs. 7-315. En ella Plessner intenta mostrar la existencia de una conexión profunda entre los contenidos sensibles (los datos que se configuran en base a la constitución física del hombre) y los actos psíquicos, es decir, sus producciones culturales (en sentido amplio). En otras palabras, la capacidad humana de otorgar un ‘sentido’ (de producir objetos culturales) no reside en ningún esquema formal-trascendental, como defendía Kant, sino en la organización misma del material sensible del cual –a través de los sentidos– dispone el hombre. En otras palabras, Die Einheit der Sinne contiene un intento de elaborar una verdadera lógica de los sentidos. En ese contexto, pues, surge por primera vez la necesidad de postular la indiferencia psicofísica en tanto que hipótesis fundamental para el trabajo antropológico. 75 Esta expresión no ha sido acuñada por Plessner, que prefiere hablar de una «filosofía de la naturaleza entendida en su acepción más amplia y originaria». ST, pág. 24. En cualquier caso, a pesar de la reciente sobre-explotación del prefijo ‘bio’, empleado para referirse a las conexiones que varias disciplinas (piénsese

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analizar –«de forma empíricamente no limitada»76 y fenomenológicamente abierta,77 es decir, sin rivalizar con las ciencias de la naturaleza– las propiedades fundamentales del mundo orgánico, para hallar finalmente la fundamentación de lo que, al principio de la obra, se postula en los términos de una revisión del principio cartesiano de la separación real entre la interioridad y la exterioridad, en particular en la realidad humana. La cuestión, pues, se desplaza de la experiencia de la conciencia al mundo de la vida, mediante una apertura del horizonte del sentido a la esfera de la corporeidad y de la sensibilidad; de ese modo, queda quebrantada aquella máxima agostiniana (in interiore homine habitat veritas) que la filosofía moderna ha reelaborado y adaptado de distintas formas, pero que no ha sido capaz de suprimir. En este contexto, por lo tanto, la relación entre el ambiente y el viviente se vuelve decisiva, pues precisamente en virtud de la estructuración de dicha relación («en la cual ninguno de los dos polos tiene prioridad sobre el otro»)78 y de los procesos a ella reconducibles, podrá llevarse a cabo una indagación sobre las categorías y las propiedades de los distintos grados de lo orgánico, hasta llegar a la esfera humana. El punto de partida de la bio-filosofía será así el concepto de ‘vida’, del cual dependen todas las demás caracterizaciones esenciales de los seres vivos. A este propósito, como veremos, Plessner propone una solución original y teóricamente “comprometida”. Por supuesto, en la obra de 1928 no falta una descripción analítica de los indicadores de la ‘vitalidad’ (la procesualidad, la dinamicidad, el carácter evolutivo del proceso vital, la

en la ética, en la política, en la economía, etc.) guardan cada vez más con el ámbito biológico, esto es, con la vida entendida como aquel sustrato material que representa las condiciones elementales (que, en cualquier caso, no pueden considerarse en absoluto inmutables) desde las que toman cuerpo las demás manifestaciones de lo humano. Para una consideración panorámica sobre estas cuestiones, un texto muy interesante y sugerente es sin duda el de G. VOLLMER, Biophilosophie, Reclam, Stuttgart, 1995, que parte un enfoque de tipo neoevolucionista. 76 ST, pág. 26. 77 Sobre la relación entre la metodología plessneriana y el enfoque fenomenológico, véase H. FAHRENBACH, ‘Phänomenologisch-transzendentale’ oder ‘historisch-genetische’ Anthropologie – eine Alternative?, en G.

DUX, U. WENZEL (Hg.), Der Prozeß der Geistesgeschichte. Studien zur ontogenetischen und historischen Entwicklung des Geistes, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1994, págs. 64-91. Cf. también el artículo de V.

SCHÜRMANN, Plessners parteiliche Anthropologie. Aspekte eines sperrigen Verhältnisses zur Phänomenologie, en “Journal Phänomenologie”, n. 34 (2010), págs. 11-21. Sobre la relación entre Plessner y el pensamiento de Husserl, es muy esclarecedor el libro de S. PIETROWICZ, Hemluth Plessner, op. cit., en particular págs. 122 y sigs. 78 ST, pág. 89.

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auto-regulación, la reproducción, la tríada desarrollo-envejecimiento-muerte),79 pero más importante aún es la fundamentación a nivel categorial, que busca definir conceptualmente qué es la ‘vitalidad’ (Lebendigkeit), es decir, qué es lo que caracteriza –no sólo a nivel descriptivo y analítico, sino fundacional y categorial– un ser vivo. Se trata, a todos los efectos, de uno de los pilares del discurso plessneriano, que tiene muchas implicaciones en la construcción de su filosofía radicalmente anti-dualista. Asimismo, en ese análisis estructural de lo orgánico se halla la peculiaridad de la bio-filosofía plessneriana, que intenta situarse en una posición intermedia, por decirlo así, respecto de la mera especulación, del irracionalismo y de la descripción empírica. A este propósito, resulta decisivo el papel del cuerpo, que en el caso de los seres vivos no es únicamente un sinónimo de ‘físico’, pues de hecho el cuerpo exhibe la más importante manifestación de la estructura propia de un organismo, que a su vez puede ser entendida como la peculiar organización de la corporeidad en un ser vivo. En este sentido, la relación con su propio cuerpo es el índice del grado de complejidad de un organismo y, asimismo, indica a cuál reino de la naturaleza pertenece. Así, pues, a fin de determinar lo que caracteriza un ser vivo –la ‘vitalidad’–, Plessner elabora una teoría de los límites, basada en la idea fundamental según la cual «los cuerpos vivos tienen un límite que se manifiesta de forma intuitiva».80 Dicha intuición, a su vez, es posible gracias a otra determinación que se manifiesta siempre a nivel intuitivo, a saber: el ‘aspecto doble’ mediante el cual cualquier cosa aparece a aquella mirada fenomenológicamente abierta a la cual aludíamos antes.81 En

79 Cf. ST, págs. 123-183 (se trata del capítulo 4, titulado «Die Daseinsweisen der Lebendigkeit»). 80 ST, pág. 127. 81 A este propósito, es cada vez más evidente la herencia del método fenomenológico heredado de Scheler y Husserl. Sin embargo, es importante especificar que el mismo Plessner, en varios lugares de su obra, remarca que se trata de una herencia exclusivamente metodológica, que tiene que ver con la posibilidad de inaugurar una actitud filosófica hacia lo real que no busca hallar un fundamento último –trascendental–, sino que se limita a ofrecer una vía de acceso a lo real basada en un modo de la intuición capaz de quebrantar las barreras impuestas por la representabilidad físico-matemática, a su vez basada en la identificación moderna de corporeidad, extensión y mensurabilidad. En otras palabras, la crítica que Plessner dirige a Husserl estriba en el rechazo de su reducción a la conciencia pura y del consecuente subjetivismo idealista, que acaba proponiendo (sobre todo después del turning point de las Ideen zu einer reinen Phänomenologie und phänomenologischen Philosophie) una identificación tout court entre la indagación filosófica y la fenomenología. Esta última, en cambio, debería representar simplemente un método, una actitud, un «nuevo estilo de trabajo en el campo filosófico» que da acceso a una forma renovada de entender el concepto (que por eso se caracteriza como abierto) de ‘experiencia’. De ese modo, se abre todo un campo en el cual se vuelve protagonista la intuición de determinadas estructuras (o categorías) de lo real: se trata, por ejemplo,

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ese sentido, argumenta Plessner, las cosas se hacen presentes a la intuición en cuanto dotadas de un centro y una periferia, es decir, de un núcleo y una serie de lados que representan sus distintas propiedades. Por supuesto no se trata de una descripción de su realidad espacial, sino de características intuitivas que no pertenecen al ámbito físico- geométrico, sino a la configuración esencial de la cosa. La experiencia (en ese sentido fenomenológicamente abierto) de cualquier objeto físico, por lo tanto, se realiza mediante dos directrices perceptivas: la primera está orientada hacia el núcleo central, la segunda hacia los demás lados del objeto que se hace presente a la intuición. He aquí la que Plessner llama Doppelaspektivität, esto es, la condición de posibilidad preliminar gracias a la cual cualquier cosa aparece de forma unitaria, es decir, como un conjunto de lados distribuidos alrededor de un núcleo.82 Dicho de otra forma, lo que llamamos el “todo” de la cosa se nos presenta como un núcleo –el centro de la aparición–, cuyas apariciones parciales son percibidas como lados, como la periferia o la parte exterior de ese núcleo. El centro y la periferia, en este sentido, se pertenecen mutuamente, pero, desde el punto de vista de la intuición de fondo, no coinciden, pues es justamente su divergencia lo que estructura su propia aparición.83 Ahora bien, en el caso de los seres vivos, la

del caso del ‘aspecto doble’ típico de los seres vivos, o –como veremos más adelante– de las formas abierta y cerrada que caracterizan los distintos niveles del mundo orgánico. En cualquier caso, el discurso fenomenológico, según Plessner, debería mantenerse siempre en el plano de la identificación de los indicadores de determinadas estructuras de lo real (las «fuentes intuitivas que subyacen a toda posible modalidad de la experiencia», ST, pág. 73), pues no consiente llegar hasta el nivel de la constitución de lo real. Véase H. PLESSNER, Husserl in Göttingen, (1959), en ID., Diesseits der Utopie, op. cit., ahora en

Gesammelte Schriften, Bd. IX, págs. 355-372, trad. esp. Husserl en Gotinga, en ID., Más acá de la utopía, op. cit., págs. 153-169, aquí pág. 154. Cf. también: ID., Der Aussagewert einer philosophischen Anthropologie

(1973), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VIII, págs. 380-399; ID., Phanomenologie: das Werk Edmund Husserl (1938), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. IX, págs. 122-149. 82 A este propósito, Plessner especifica que «el núcleo de la cosa [der Dingkern], el ‘eje’ de su ser [die ‘Achse’ seines Seins], no es realmente inmanente al fenómeno [...], ni es algo trascendente –es decir, [...] sin ningún puente que lo vincule al fenómeno». ST, pág. 83. De ese núcleo, por lo tanto, puede hacerse experiencia sólo de esa forma fenomenológicamente abierta, que no se basa ni en una conciencia trascendental pura, ni en el dato exclusivamente fenoménico de la empiria. Desde el punto de vista intuitivo- fenomenológico, ese núcleo resulta evidente, pero no lo es en cuanto núcleo espacial o real de un objeto determinado, pues obviamente no es rompiendo o quitando gradualmente los estratos que lo componen, como se puede “alcanzar” el núcleo o el centro de dicho objeto. 83 A este propósito, sería interesante proponer una confrontación pormenorizada (a la cual aquí podemos sólo aludir) del punto de vista plessneriano con la teoría de Rudolph Arnham sobre la importancia de la categoría

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Doppelaspektivität no sólo es una condición que garantiza la unidad esencial del objeto de la intuición, sino su propiedad fundamental, su cualidad específica: «los objetos corpóreos de la intuición en los que se manifiesta objetivamente –es decir, en tanto que perteneciente a su propio ser– una relación divergente por principio entre interior y exterior, se dicen vivientes».84 Pero ¿qué es lo que hace posible que dicha relación pueda entenderse como algo objetivo, esto es, como una propiedad específica del cuerpo de un ser vivo? Para responder a esta pregunta, es preciso volver a la teoría de los límites antes mencionada. La intuición de dos ámbitos divergentes –dos direcciones contrapuestas– supone la existencia de una zona liminar, respecto de la cual el cuerpo de un ser vivo pone en práctica un atravesamiento (Transgredienz) constante. En efecto, argumenta Plessner, los objetos pertenecientes al mundo inorgánico coinciden con la mera delimitación (Begrenzung) física que separa su “cuerpo” del medium en que se encuentran. En cambio, en el caso de los seres vivos el límite no es simplemente el “entre” (Zwischen) virtual que establece dónde inician y terminan desde un punto de vista espacial, sino que es precisamente el lugar de apertura, la zona de contacto entre el cuerpo puesto en sí mismo y el entorno en el que se encuentra situado, en una continua relación de intercambio y traspaso. El límite de un ser vivo, entonces, «no sólo garantiza [...] la transición al medium adyacente, sino que también la realiza [vollzieht] en su delimitación, y él mismo es este pasaje».85 Todas estas determinaciones, pues, tienen una naturaleza ante todo lógica, y no meramente empírica: de lo contrario, la mirada fenomenológica no añadiría nada a los datos procedentes de la observación científica. En este contexto, el indicador principal de la ‘vitalidad’, que permite reconocer qué es lo caracteriza un ser vivo, vendría a ser precisamente la condición estructural que le consiente (nota bene: no desde un punto de vista causal) realizar su propio límite, abriéndose así hacia el ambiente circundante («ihm hinaus») y, al mismo tiempo, hacia sí mismo («ihm entgegen»). En otras palabras, el ser vivo puede considerarse puesto en sí mismo únicamente en la medida en que dicha posicionalidad

del ‘centro’ en la organización general de la forma visual en la pintura, en la escultura y en la arquitectura, según la cual cualquier objeto (orgánico o inorgánico) se configura en torno a su propio centro, que es el punto focal, el campo de fuerzas desde el cual éstas brotan o hacia el cual convergen. Véase R. ARNHAM, The power of the center. A study of composition in the visual arts, University of California Press, Berkeley, 19882, trad. esp. de F. López Martín, El poder del centro. Estudios sobre la composición en las artes visuales, Akal, Tres Cantos, 2011. 84 ST, pág. 89. 85 ST, pág. 103.

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resulte vinculada a un “afuera”, es decir, a un ambiente externo; asimismo, la relación, la transición y el intercambio continuo entre esas dos zonas son garantizadas por el carácter activo y dinámico del límite entre interior y exterior. En este sentido, desde un punto de vista estructural y categorial, la vida es posible sólo en cuanto interrupción, esto es, como realización de límites: ya a partir de esta determinación, pues, podemos comprobar que Plessner intenta desarticular tanto el principio cartesiano de oposición ontológica entre exterioridad e interioridad, como los principales presupuestos metafísicos de la filosofía vitalista, según los cuales el factor decisivo para la identificación del fenómeno de la ‘vida’ sería una forma de energía que no es en absoluto reducible a sus componentes físico- químicos y que, por lo tanto, se apoya en una visión de fondo esencialmente monista. Como podemos intuir, la peculiaridad del planteamiento plessneriano reside en la decisión de poner en el centro de su bio-filosofía no tanto el concepto de ‘totalidad’,86 sino el de ‘límite’, es decir, la correlación entre el organismo y su ambiente, que representa una

86 A inicios del siglo XX, uno de los principales debates filosófico en torno a la idea de ‘vida’ fue sin duda el que vertía sobre la contraposición entre vitalismo y mecanicismo, cuyos representantes principales eran, respectivamente, Hans Driesch y Wolfgang Köhler. Pues bien, puesto que Plessner inició sus estudios de medicina y zoología bajo la dirección de Driesch, el debate vitalismo-mecanicismo representó una de sus primeras preocupaciones teóricas, que se reflejaron también en algunos pasajes de Die Stufen des Organischen und der Mensch. Driesch creía que lo que caracterizaba el mundo orgánico era la totalidad (Ganzheit) organísmica, en la que actuaba un principio (la entelequia) supraordenado a la causalidad mecánica, que no puede ser cuantificado y que convierte el organismo en un ente autónomo, dotado de una energía propia y capaz de otorgarse autónomamente una forma. Köhler, en cambio, sostenía que también en el mundo inorgánico hay totalidades, es decir, agregaciones en las que el conjunto de las partes es algo más respecto de la mera suma de las partes, con lo cual no haría falta postular un principio como el de la entelequia para explicar el modo de ser de las cosas vivas, sino que sería suficiente estudiar sus configuraciones (Gestaltungen), junto con la interacción de sus componentes físico-químicas. A este propósito, las obras principales de Hans Driesch son Der Vitalismus als Geschichte und als Lehre (1905) y Philosophie des Organischen (1909), que Plessner estudió detenidamente. La historia del vitalismo en biología, a lo largo del siglo XX, es harto compleja y ciertamente no podemos resumirla aquí en pocas palabras; sus representantes son pensadores y biólogos de la talla de Ernst Mayr (véase Teleological and teleonomic. A new analysis, en “Boston Studies in the Philosophy of Science”, vol. XIV [1974], págs. 91-

117; Cause and effect in biology, en D. LERNER [ed.], Cause and effect, Free Press, New York, 1965, págs. 33-50; además, Mayr escribió una historia de la biología que, en este ámbito, puede ser considerada como una obra de referencia: The growth of biological thought, Harvard University Press, Cambridge, 1982) o François Jacob (cf. La lógica de lo viviente, op. cit.).

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solución de ruptura sobre todo frente a la tradición idealista alemana.87 En efecto, al definir las cosas que realizan su límite como posicionales, esto es, dotadas de una determinada posicionalidad, se obtiene una suerte de inversión de una de las categorías principales de la filosofía de la subjetividad, el ‘setzen’ activo propio de una conciencia que – supuestamente– sería capaz de efectuar el gesto de ponerse a sí misma, fundando activamente la esfera subjetiva, que es también –según la tradición idealista– la condición necesaria para el manifestarse de lo otro de sí, es decir, del mundo externo. Aquí, en cambio, se trata más bien de un estar-puesto (Gesetzheit) anónimo: sólo atravesando su propio límite (realizándolo) y emprendiendo en una relación de intercambio con lo otro de sí (el ambiente), el viviente se encuentra puesto en sí mismo.88 En ese sentido, el “sujeto” – que no debe entenderse en términos trascendentales, sino en el marco de una teoría general de lo orgánico: todo ser vivo es un “sujeto”, esto es, un ser que está puesto en sí mismo– no 89 es en absoluto el fundamento de la actividad posicional, sino su resultado. Como

87 El papel decisivo del concepto de ambiente deriva, por explícita admisión de Plessner, de la Umweltlehre del biólogo Jacob von Uexküll (cf. ST, págs. 247-251). Según dicha teoría, todo organismo animal posee un determinado «plan estructural» (Bauplan), en función del cual se encuentra en una determinada relación con una parte del mundo externo, que no es sino su ambiente específico, junto al cual el organismo forma una unidad, llamada también «círculo funcional». Todo ser vivo, según Uexküll, es el “sujeto” de un determinado ambiente, que a su vez se subdivide en dos partes: el Merkwelt (el mundo percibido, que contiene determinados Merkmale –portadores de significado– perfectamente adaptados a las funciones perceptivas del animal) y el Wirkungswelt (el conjunto de los actos que el animal puede llevar a cabo). Según el biólogo báltico-alemán, la biología debe hacerse cargo del estudio de la “subjetividad” de cada animal, entendida como el «círculo funcional» compuesto por el organismo y su ambiente específico. De ese modo, argumenta Uexküll, es posible superar aquellas barreras que impiden ampliar el discurso científico, introduciendo la consideración de la dimensión cualitativa (colores, olores, sonidos, etc.), que se vuelve decisiva para entender la peculiar unión entre organismo y ambiente circundante específico. 88 «Si la relación entre un cuerpo y sus propios límites [...] se da de manera tal que estos últimos pertenecen a aquél, debe aparecer como un cuerpo que está más allá de sí [über ihn hinaus] y vuelto hacia sí [ihm entgegen]». ST, pág. 128. De ese modo, «el cuerpo está fuera y dentro de sí mismo», mientras que «el cuerpo inanimado está libre de esa complicación, pues en el lugar y en el momento en que termina, termina también su ser [...]. Puesto que el límite no pertenece a su sistema, su ser no dispone de esa doble trascendencia». ST, pág. 129. 89 Es casi superfluo remarcar que el término “sujeto” no debe entenderse en sentido antropomórfico, pues se trata más bien de un concepto fenomenológico, que no puede mostrarse o ubicarse espacialmente. El que un ser vivo esté puesto en sí mismo significa primariamente que existe un punto central virtual (ese ‘núcleo’ del cual hemos hablado antes) al cual las distintas partes del cuerpo pueden ser –virtualmente– referidas. De ese modo, puede decirse que ese “sujeto” virtual tiene un cuerpo: de hecho Plessner habla de un «Subjekt des

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podemos intuir, la categoría de ‘posicionalidad’ permite renunciar a la necesidad de postular la presencia teórica de una primera (o tercera) persona, preexistente respecto de la relación que se establece, en los seres vivos, entre el cuerpo y el ambiente, en función del tipo de realización del límite entre ellos.90 De ese modo, la “conciencia” no es entendida en términos antropocéntricos, es decir, como el conjunto de los actos de significación, sino en la acepción general de una relación, de una conexión vital del “sujeto” con el mundo circundante.91 El carácter dinámico y transversal de la categoría de ‘posicionalidad’, además, consiente diferenciar y (al mismo tiempo) vincular recíprocamente las esferas física, orgánica, psíquica, intelectual: por eso resulta muy adecuada para construir una teoría lógico-fenomenológica de lo orgánico, pues su núcleo teórico es capaz de adaptarse tanto a las manifestaciones menos complejas de la realización del límite entre el cuerpo y su ambiente circundante, como a las manifestaciones vitales y existenciales de la esfera humana, que –como veremos– responden a una lógica más complicada.

Habens», una expresión difícilmente traducible al español. En cualquier caso, ese “sujeto” puede entenderse como el polo de atribución (que se ubica en un núcleo interno virtual, pero no ontológico o sustancial) al cual se refieren intuitivamente las demás partes del cuerpo de un ser vivo, que es sus partes, pero de las que es también el portador, por eso se dice que el cuerpo tiene sus partes, en tanto que «Subjekt des Habens». 90 A este propósito, resulta muy útil la lectura del ensayo de J. BEAUFORT, Gesetze, Grenzen, begrenzte Setzungen. Fichtesche Begrifflichkeit in Helmuth Plessners Phänomenologie des Lebendigen, en “Deutsche Zeitschrift für Philosophie”, n. 48 (2000), págs. 213-236. 91 Escribe Plessner: «la conciencia no está en nosotros, sino que nosotros estamos “en” la conciencia, es decir, nos relacionamos con el ambiente en cuanto cuerpos intrínsecamente dotados de movilidad [...]. La actualización [de la conciencia] está garantizada siempre y cuando la relación unitaria entre el sujeto vital y el ambiente, a través de la corporalidad, se dé en ambos sentidos, el receptor y el motor. La conciencia no es sino esta forma y esta condición fundamental del comportamiento de un ser vivo, en su posición autónoma, respecto del ambiente»; por esta razón, entonces, Plessner puede afirmar que «no es necesario que la conciencia sea autoconciencia». El “sujeto”, en este sentido, es simplemente el sujeto de una determinada relación vital entre el cuerpo y el mundo circundante. Vease ST, págs. 67-68. A propósito de esta caracterización no antropocéntrica de la conciencia, es interesante notar que un importante filósofo de la biología francés, a mediados del siglo pasado, describió el proceso que subyace a la formación de la conciencia en términos muy parecidos a los de Plessner: se trata de Raymond Ruyer, el cual sostuvo que la conciencia no debe ser entendida necesariamente como la conciencia (posterior, por decirlo así) de los movimientos realizados, sino como la unificación activa de los movimientos que constituyen la esfera de acción del “sujeto” de esos movimientos. De nuevo, comprobamos que no es necesario hablar de autoconciencia, sino más bien de una determinada relación que permite percibir unitariamente el comportamiento de un ser vivo. Cf. R. RUYER, La genèse des formes vivantes, Flammarion, Paris, 1958, en particular págs. 242-244.

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Como hemos visto, entonces, el hecho de que la realidad físico-corporal corresponda a una realidad viviente se debe a la relación dialéctica que ella emprende consigo misma y con el ambiente circundante. Mientras que el cuerpo inorgánico se halla simplemente en un lugar, ocupando un determinado espacio (es «raumfüllend»), el cuerpo orgánico establece una relación activa, de oposición y de intercambio con el ambiente, así que puede decirse que tiene y afirma su propio espacio (es «raumbehauptend»). En otras palabras, por un lado el cuerpo inorgánico tiene un límite que determina intuitivamente (pero también empíricamente) su inicio y su fin espaciales; por el otro, el viviente, en su plasticidad, trasciende y realiza su propio límite, por eso no puede establecerse una correspondencia espacial exacta entre sus límites corporales y su ser. El viviente, por lo tanto, es un ser caracterizado por su capacidad de movimiento autónomo, de autorregulación, de regeneración y de reproducción: se trata, a todos los efectos, de un ente dinámico que se proyecta más allá de su momentánea ubicación espacial y temporal, pues su naturaleza es la de un ser que deviene: «una cosa dotada de un carácter posicional puede ser sólo en la medida en que deviene. El proceso es la modalidad de su ser».92 En cualquier caso, como hemos señalado antes, según la teoría de Plessner la “trascendencia” del cuerpo del viviente se realiza siempre en dos sentidos: hacia fuera y hacia dentro. Por eso, el hecho de que un ser vivo, dotado de posicionalidad, afirme su propio espacio significa que el carácter procesual de su devenir se da no sólo como superación de sí hacia fuera (über ihn hinaus), sino también como un devenir constantemente “sí mismo”: en el proceso, el ser vivo deviene otro, pero al mismo tiempo sigue siendo sí mismo, conservando una identidad y una unidad individual que podemos intuir. Esta peculiar forma de cohesión es posible gracias a la presencia virtual de ese núcleo, de ese punto no espacial alrededor del cual se organiza el todo de su ser. Como decíamos antes, el organismo –colocándose dinámicamente dentro de sí– dispone de un “centro” virtual que se hace “portador” de sus características y sus partes esenciales, garantizando así una forma unitaria y constante. De ese modo, afirma Plessner, «el cuerpo del viviente es un Sí [Sich], es decir, un ser que no se resuelve simplemente en la unidad de todas sus partes, sino que también está puesto en el punto de unidad (presente en cada unidad), en tanto que punto separado de la unidad del todo».93 El Sich es, por lo tanto, aquel organismo que tiene sus partes. Ahora bien, es el mismo Plessner quien advierte que estas expresiones no están cargadas de una connotación

92 ST, pág. 132. 93 ST, pág. 158.

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psicológica: su uso, pues, tiene que ver con la determinación estructural del cuerpo. Eso sí, la estructura del Sich es, por decirlo así, la condición de posibilidad del desarrollo del mundo psíquico, pero de por sí no contiene todavía esa esfera. Así, pues, la existencia de una forma de interioridad (tal y como hemos intentado caracterizarla a través de la elaboración teórica plessneriana, que rechaza cualquier tipo de implicación ontológico- sustancial) no está vinculada únicamente a la naturaleza humana, sino, más en general, al cuerpo de todo ser vivo. A este propósito, el siguiente fragmento es muy explícito y podría ser considerado como un verdadero manifiesto anti-dualista, anti-subjetivista y anti- metafísico, pero (nota bene) radicalmente distinto, si no contrapuesto, respecto de todas aquellas posiciones filosóficas del siglo pasado que pretendieron superar el subjetivismo a través de un giro existencial o hermenéutico:

«el paso de la exterioridad a la interioridad, del mundo del ser al mundo del tener, no se da únicamente en el hombre (sólo por el hecho de que lleva a cabo una consideración y una exploración filosófica de sí mismo), sino en cualquier manifestación de la vida».94

De este modo, queda patente la intención de Plessner de romper con toda tradición de pensamiento que postula la prioridad (ontológica o epistemológica) del principio subjetivo, pero sin proponer ningún tipo de “panpsiquismo”: de hecho, el elemento subjetivo hace su aparición en la naturaleza a través de la realidad orgánica –sin por eso ser su causa material– y sus manifestaciones pueden describirse en función de la complejidad del desarrollo posicional del viviente. En la teoría plessneriana de la ‘posicionalidad’, como hemos visto, el cuerpo ocupa sin duda el lugar más importante. La identificación misma de los caracteres esenciales en virtud de los cuales puede hablarse de ‘vida’ se obtiene analizando la estructura posicional del cuerpo, junto con el abanico de las formas posibles de relacionarse con su propio límite. De este modo, Plessner logra alejar la discusión sobre el origen de la vida (que, desde un punto de vista meramente físico-químico, constituye el objeto de estudio de las ciencias, no de la filosofía) de todas aquellas tendencias metafísicas que postulan la existencia (real) de una suerte de “aliento vital” que atravesaría la materia, es decir, de algo que habría que añadir o superponer a la realidad material. El viviente, pues, es reconocible únicamente gracias a una forma peculiar de organización posicional del cuerpo, así como

94 ST, pág. 159.

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este último es el elemento que permite identificar fenomenológicamente las distintas posibilidades de realización existencial del viviente, que derivan de las distintas formas mediante las cuales el cuerpo está puesto en una determinada relación consigo mismo. Ahora bien, antes de examinar dichas posibilidades (las formas abierta y cerrada del viviente), será oportuno insistir un poco más en la importancia de la relación entre el cuerpo y el ambiente. Un aspecto fundamental, a este propósito, es el desdoblamiento que el viviente experimenta, sin por eso perder su carácter unitario: por un lado es un núcleo – el «Subjekt des Habens» mencionado antes– y, por el otro, es algo así como el «órgano de sí mismo»,95 el «Objekt des Habens», esto es, el “instrumento” del cual se sirve el organismo para realizar sus propios fines vitales. En cualquier caso, explica Plessner, las “partes” que se refieren a ese núcleo no son sino sus propios órganos, encargados de interactuar con el exterior, pero sin dejar de participar en la unidad del organismo. Esto significa que la automediación llevada a cabo por dicha unidad incluye también una zona externa, un ambiente, que, según la conceptualización posicional elaborada por Plessner, es llamado también ‘campo posicional’: «en sus órganos, el cuerpo vivo va más allá de sí y regresa a sí, pues los órganos están abiertos y forman un ciclo funcional con aquello hacia el cual se abren. De este modo surge el ciclo vital, que es constituido por el organismo y por el campo posicional».96 Según Plessner, entonces, es necesario hablar de un ‘ciclo’ porque ninguno de los dos componentes tiene una preeminencia absoluta sobre el otro. La relación que se establece entre el organismo y el ambiente no conlleva ni una mera adaptación del primero al segundo, ni una independencia total del segundo respecto del primero. Más bien puede decirse que la interacción genera una modificación biunívoca: la selección natural, por lo tanto, debería caracterizarse no tanto como una adaptación pasiva del viviente al ambiente orientada a la supervivencia del primero, sino como una lógica dinámica de relaciones entre el sistema individual y su respectivo «campo posicional», en la que también este último está sujeto a posibles modificaciones.97

95 ST, pág. 191. 96 ST, págs. 191-192. 97 A propósito de la importancia de la noción de ‘ambiente’ para el conocimiento del viviente, es imprescindible hacer referencia a Georges Canguilhem, el cual desarrolló algunas consideraciones muy interesantes, desde un punto de vista histórico-epistemológico, sobre la relación entre el organismo y el ambiente. «Después de tres siglos de física experimental y de matemática, el ambiente, que antes significaba lo que está en torno [environnement], ahora significa, tanto para la física como para la biología, el centro [...] La física es una ciencia de los campos, de los entornos. Pero se acabó descubriendo que, para que hubiera un

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El viviente, pues, mantiene una relación de dependencia e independencia con el ambiente: en este sentido, Plessner define como ‘forma’ –empleando un término perteneciente al universo conceptual de unos de sus maestros, el filósofo y biólogo Hans Driesch–98 el modo específico en que se puede darse (a priori) dicha relación. Todo ser vivo presenta un cierre (el cuerpo-objeto, la inserción en el ambiente) y una apertura (el cuerpo vivo, la realización de los límites, la interacción con el ambiente); pues bien, la tesis de Plessner es que el equilibrio entre estos dos momentos contrapuestos (pero, al mismo tiempo, inescindibles) puede efectuarse de dos ‘formas’, entendidas como esas categorías que, en la teoría posicional, se hacen cargo de describir conceptualmente (esto es, haciendo uso de un esquema a priori) la transición del reino vegetal al reino animal – una transición que, en cualquier caso, posee una graduación infinitesimal, que sólo la biología puede describir empíricamente. Las formas en que puede darse dicha relación, entonces, son esencialmente dos: abierta (típica de los vegetales) y cerrada (típica de los animales). En función de su ‘forma’, el cuerpo adquiere un grado distinto de autonomía respecto del ambiente, que a su vez determina un distinto nivel de su carácter mediato y que, desde el punto de vista morfológico, se manifiesta a través de una distinta propensión del cuerpo hacia el exterior, hacia su propio campo posicional. A una relación más inmediata y directa del organismo con el ambiente, le corresponde una separación, una independencia y una unidad individual inferiores: por eso los vegetales representan la primera modalidad de especificación, en sentido posicional, de la ‘vitalidad’, de ese desdoblamiento esencial típico de cualquier viviente. Plessner sostiene así que las plantas se caracterizan por su ‘forma abierta’, es decir, por esa forma que «integra de manera

entorno, hacía falta un centro. Es la posición de un viviente capaz de referirse a la experiencia vivida en su totalidad, la que otorga al ambiente el sentido de las condiciones de la existencia [...]. El hecho de explicar el centro mediante el entorno puede parecer hasta paradójico». G. CANGUILHEM, La connaissance de la vie, Vrin, Paris, 2003 (1952, 19652), pág. 122 (existe una traducción española de esta obra, a cargo de F. Cid y editada en 1976 por Anagrama, pero hemos preferido servirnos directamente de la edición original, pues la versión española de este fragmento nos pareció muy poco comprensible). En cuanto a la cuestión que estamos tratando, el capítulo más importante de La connaissance de la vie es, por supuesto, el tercero de la tercera sección, titulado “Le vivant et son milieu”. 98 Lo reconoce el mismo Plessner: «El uso de los conceptos ‘forma abierta’ y ‘forma cerrada’ para diferenciar la organización de las plantas de la organización de los animales se remonta a Driesch. Sin embargo, el no atribuye un significado absoluto a dicha contraposición, puesto que existirían ‘formas abiertas’ también en el reino animal (por ejemplo en los corales, en los hidrozoos, en los briozoos o en las ascidias), junto con con varias analogías con la formación de la forma vegetal». ST, pág. 219.

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inmediata el organismo, con todas sus manifestaciones vitales, en el ambiente, convirtiéndolo en una parte no independiente del ciclo vital a él correspondiente».99 A este propósito, es importante señalar que la ‘forma abierta’ no permite hallar empíricamente los caracteres morfológicos típicos de los vegetales, sino únicamente desde ese punto de vista fenomenológicamente abierto del cual ya hemos hablado. Así, pues, sostiene Plessner que todos dichos caracteres no son sino la expresión de la falta de autonomía del organismo vegetal respecto del ambiente: se citan, por ejemplo, la ausencia de un órgano central de representación, el predominio de la función asimiladora, la falta de una diferenciación de los tejidos en órganos para la nutrición, la digestión y la excreción, o la presencia de una “rítmica” vital vinculada, sin ninguna solución de continuidad, a las condiciones del ambiente circundante (día/noche, oscuridad/luz, frío/calor, etc.). La unidad orgánica, en el caso de las plantas, es entonces muy elemental (sin por eso dejar de realizar constantemente –como cualquier viviente– una actividad de mediación de las partes en la unidad). La ‘forma cerrada’, en cambio, describe una composición interna determinada por la mediación en la unidad de una verdadera contraposición entre las partes, es decir, entre los distintos tipos de órganos. Esta mediación, además, “genera” (insistimos en el hecho de que Plessner no habla en términos de causalidad físico-química) una unidad central en torno a la cual se “recoge” la organización corporal; así, el contacto con el ambiente no se produce en tanto que totalidad orgánica, sino en tanto que cuerpo, que se convierte en el “estrato” intermedio entre el viviente y el ambiente, cuya relación ya no tiene un carácter inmediato. Por eso Plessner sostiene que «la forma cerrada es aquella mediante la cual el organismo, en todas sus manifestaciones vitales, se inserta en el ambiente de manera mediata, convirtiéndose en una parte independiente respecto del ciclo vital a él correspondiente».100 El organismo perteneciente al reino animal, por lo tanto, logra introducir un “estrato” intermedio entre sí mismo y el ambiente. Dicho de otra forma, en él se halla una zona pasivo-receptiva (la organización sensorial) y una zona activo- configuradora (la organización motora); al mismo tiempo, la contraposición entre dichas zonas se realiza de forma unitaria gracias a la presencia de un órgano central de mediación, es decir, el sistema nervioso.101 El cuerpo, pues, resulta desdoblado: por un lado es sí

99 Ibidem. 100 ST, pág. 226. 101 «El esquema sensoriomotor –argumenta Plessner– [...] es la condición de posibilidad de la forma cerrada, de la idea de organización animal, en virtud de la cual se vuelven inteligibles en su unidad todos los caracteres esenciales de la vida animal». ST, pág. 230.

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mismo en tanto que cuerpo físico y, además, se tiene a sí mismo en tanto que medio para establecer una relación con el ambiente. En este último caso, una unidad superior (el sistema nervioso central) se hace cargo de coordinar el cuerpo, que, en cualquier caso, no deja de ser ese conjunto que incluye también el centro de mediación y representación. Plessner introduce así la diferenciación conceptual –que no implica, obviamente, una separación empírica o una distinción espacial– entre el cuerpo-objeto (Körper) y el cuerpo vivo (Leib):102 este último viene a ser la corporalidad vivida, regulada y coordinada por el individuo, el conjunto de actos llevados a cabo por el centro virtual o también, en términos de Plessner, «ese centro a través del cual el sujeto viviente está en relación con el ambiente».103 El siguiente fragmento resulta, en nuestra opinión, bastante esclarecedor:

«La corporalidad [Leib] no es lo mismo que el cuerpo, aunque, desde un punto de vista objetivo, se trata de la misma cosa. Cuando levanto un brazo o cuando un niño aprende a andar, ciertos músculos son estimulados. Sin embargo, de ese modo lo que se describe es el evento cuerpo, y no el evento corporalidad. Lo que que acontece en el caso de la corporalidad es distinto. Por supuesto los órganos y las articulaciones tienen un papel esencial, así como las sensaciones cutáneas y las distintas formas del tacto. Pero la corporalidad no es ni mera sensación ni mera conciencia del propio cuerpo, formado por huesos, tendones, músculos, vasos, nervios, etc. Es, en cambio, una realidad viva [eine lebendige Realität]. Esto se aprecia especialmente en la forma mediante la que disponemos de ella. Andar, levantar, sentarse, levantarse, todos estos son comportamientos vitales [...] que determinan, en la posición vital del individuo [...] una correlación esencial con su propio cuerpo».104

102 Es necesaria, a este propósito, una aclaración terminológica. En la traducción española de Grenzen der Gemeinschaft, que fue publicada el año pasado (cf. supra, pág. 34, nota 26), hemos optado por traducir Leib con ‘cuerpo orgánico’ y Körper con ‘cuerpo objeto’, explicando nuestra elección en una Nota preliminar (cf.

H. PLESSNER, Límites de la comunidad, op. cit., pág. 20). Sin embargo, para traducir el alemán Leib, aquí preferimos emplear la expresión ‘cuerpo vivo’, puesto que tenemos a disposición mucho más contexto plessneriano, que nos permite matizar de forma más pormenorizada la diferencia categorial que se establece entre las caracterizaciones posicionales de la esfera vegetal y la esfera animal. ‘Cuerpo vivo’, en el contexto más reducido de Límites de la comunidad, nos parecía una expresión demasiado vaga, mientras que ahora, gracias a la posibilidad de emplear una serie de sinónimos o perífrasis (corporalidad vivida, etc.), esta opción se nos antoja mucho más clara. 103 ST, pág. 231. 104 ST, págs. 36-37.

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A esto se refiere Plessner, entonces, cuando emplea las expresiones ser un cuerpo (Leibsein) y tener un cuerpo (Körperhaben): se trata del desdoblamiento que describe, desde un punto de vista categorial o posicional, la base existencial del organismo animal, que es un cuerpo y a la vez tiene su propio cuerpo. La duplicidad Körper-Leib, además de no poner nunca en entredicho la unidad esencial del organismo animal, implica una transformación del carácter subjetivo del organismo: dicho con una fórmula muy sintética, el Selbst (que, como hemos visto, surge gracias al carácter unitario y organizado del viviente) se convierte en un Sich, es decir, en una forma reflexiva del Selbst. Típica de este estadio es, por lo tanto, la presencia a sí, la distinción consciente entre el cuerpo-objeto y el cuerpo vivo (la corporalidad), entre el sí y el ambiente. Este hiato (al menos en aquellos animales superiores en lo que la centralización está cabalmente desarrollada) permite al animal relacionarse con el ambiente de modo frontal y reaccionar frente a determinados estímulos no de forma inmediata y automática, sino seleccionando las respuestas del comportamiento, es decir, coordinando las reacciones frente al estímulo, lo que significa también poder posponer las reacciones. La reflexividad posicional corresponde, por lo tanto a una suerte de auto- relación, es decir, a un sistema autorreferencial cuyos elementos constitutivos, como escribió también Luhmann (si bien en otro contexto), «están integrados como unidades de función», haciendo posible «una remisión a la autoconstitución».105 Ahora bien, el carácter mediato de la existencia del organismo animal, según argumenta Plessner, todavía no es completo, total: «el límite de la reflexividad se halla en la oscilación ineliminable entre el estar dentro y el estar fuera de sí».106 En otras palabras, la presencia a sí, es decir, la posibilidad de dirigir los actos del cuerpo en virtud de la distinción entre Leib y Körper, no implica necesariamente una contraposición respecto de

105 N. LUHMANN, Sistemas sociales, op. cit., pág. 56. El sociólogo alemán continúa su razonamiento afirmando que «los sistemas autorreferenciales operan necesariamente por autocontacto y no tienen ninguna otra forma de relación con el entorno que ese autocontacto». La semejanza con el lenguaje y la conceptualización de Plessner nos parece sorprendente. En cualquier caso, la comparación del funcionalismo sistémico de Luhmann y la bio-filosofía plessneriana, pese a ser muy prometedora desde el punto de vista teórico-conceptual, nos alejaría demasiado del objetivo que nos hemos propuesto alcanzar en este trabajo. Para profundizar en la cuestión de la proximidad teórica entre la propuesta de Plessner y las nuevas fronteras de la teoría social, es muy recomendable la lectura de G. GAMM, M. GUTMANN, A. MANZEI (Hg.), Zwischen Anthropologie und Gesellschaftstheorie. Zur Reinassance Helmuth Plessners im Kontext der modernen Lebenswissenschaften, transcript, Bielefeld, 2005. 106 ST, pág. 227.

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sí mismo: la reflexividad no logra superar dicha oscilación, por eso podemos decir que el carácter céntrico del animal constituye su propio límite, que corresponde a la imposibilidad de observar desde fuera su propia existencia. En palabras de Plessner, «el animal existe a partir de su centro [aus seiner Mitte heraus], vive en su centro [in seine Mitte hinein], pero no vive en tanto que centro [als Mitte]».107 Para alcanzar la forma ‘ex-céntrica’, pues, hay que colocar la mirada sobre la especie homo, que no dispone de otro tipo de organización posicional, sino que representa una complicación extrema de la forma cerrada y céntrica típica de cualquier organismo animal. En el caso del ser humano, lo que acontece es una reflexión total del sistema vital, pues el hombre no sólo se hace cargo de coordinar una corporalidad (su Leib), relacionándose de modo frontal y autónomo con el ambiente, sino que también está consciente de su propia situación respecto de sí mismo y del mundo externo. En otras palabras, es capaz de objetivar hasta su propio centro de mediación, colocándose, por decirlo así, más allá de sí mismo, y estableciendo «una relación con el hecho mismo de vivir a partir de un centro», esto es, con «el carácter reflexivo del cuerpo representado a través de un centro».108 Por supuesto, la base desde la que toma cuerpo esa doble reflexividad no es sino la estructura posicional céntrica típica de cualquier animal; por eso, como recuerda Plessner en varias ocasiones, no tiene ningún sentido colocar al hombre, desde el punto de vista biológico, en una esfera que no sea la de la animalidad. Traducido en términos posicionales, esto significa que, a diferencia de lo que ocurre con la transición de la «forma abierta» a la «forma cerrada», no se da ninguna transformación de la «base existencial» del viviente. Efectivamente, el ser humano conserva la distinción posicional típica del organismo animal entre Körper y Leib: la única diferencia se debe al hecho de que, además, está consciente de dicha distinción. Se trata, pues, de una forma extrema de realización (Vollzug) de la relación entre el organismo y el ambiente –y entre el organismo y sí mismo–: la posicionalidad ex-céntrica del hombre, por lo tanto, no representa ninguna excepción en el contexto del mundo orgánico, sino más bien una complicación de susdicha relación. Lo que sí diferencia la especie homo de los demás organismos animales es el hecho de que, en estos últimos, la reflexividad se “pierde” en la realización de la relación, mientras que, en el hombre, es exhibida, manifiesta, con lo cual también puede decirse que no se trata simplemente de una relación “interior-exterior”, “sí mismo-otro”, sino de una relación que acontece ante todo en cuanto distancia

107 ST, pág. 288. 108 ST, pág. 290.

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autorreflexiva del centro respecto de sí mismo. Una distancia que no se “pierde” en ninguna realización de la relación, que representa, por decirlo así, el trasfondo permanente desde el que toma cuerpo cualquier tipo de relación consigo mismo y con el ambiente circundante. Ahora bien, lo que Plessner remarca enérgicamente ya en su obra de 1928 es que esta forma de “ulterioridad”, esta excentricidad de la forma de vida humana, exactamente como ocurría en el caso de la realización del límite en tanto que característica fundamental del viviente, debe ser entendida de forma intuitiva, pues no se trata de un carácter visible, empíricamente demostrable. Dicho de otro modo, ese más allá de sí mismo no debe entenderse como un lugar físico, como una sustancia material: la toma de distancia respecto del centro de mediación desde el que el organismo animal experimenta (coordinándola) su propia corporalidad, no conduce a un más allá empíricamente determinado. En palabras de Plessner, «si hay un punto absoluto del aquí y ahora, el centro posicional del viviente, entonces no tiene ningún sentido suponer que haya, además, algo detrás o delante, antes o después de ese mismo punto central».109 Es evidente que Plessner quiere evitar cualquier desbordamiento hacia una sustancialización del centro subjetivo, lo que conllevaría la posibilidad de deducir la autoconciencia de la reflexividad total alcanzada con la complicación extrema de la forma posicional animal. Pero la posicionalidad excéntrica no debe ser considerada como una consecuencia de la capacidad del hombre de reflexionar sobre sí mismo, pues de lo contrario se correría el riesgo de sustancializar esa distancia que el hombre experimenta frente a sí mismo (el “yo”), entendiéndola como aquel sustrato –supuestamente capaz de autogenerarse– que garantizaría la capacidad de verse a sí mismo desde fuera. La metáfora visual no es en absoluto casual (aunque Plessner nunca se refirió explícitamente a otra célebre metáfora visual, mucho más conocida, contenida en el Tractatus de Wittgenstein),110 pues aquí el

109 ST, pág. 289. 110 Cf. L. WITTGENSTEIN, Tractacus logico-philosophicus (1922), edición esp. de J. Muñoz, I. Reguera, Tractacus logico-philosophicus, Alianza, Madrid, 2005. A este propósito, las proposiciones más relevantes son la 5.632 («El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo»), la 5.633 («¿Dónde descubrir en el mundo un sujeto metafísico? Dices que ocurre aquí enteramente como con el ojo y el campo visual. Pero el ojo no lo ves realmente. Y nada en el campo visual permite inferir que es visto por un ojo») y la 5.641 («El yo filosófico no es el hombre, ni el cuerpo humano, ni el alma humana, de la que trata la psicología, sino el sujeto metafísico, el límite –no una parte del mundo»). Ivi, págs. 145, 147.

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discurso racional, en efecto, se aventura hacia los límites de lo explicable conceptualmente y las metáforas se vuelven indispensables:

«sólo el ojo puede ver; y el ojo puede ser visto sólo por otro ojo. Puesto que no disponemos de varios ojos, colocados uno detrás del otro, el hecho de que el ojo pueda verse a sí mismo y el sujeto esté dado a sí mismo no puede fundarse en una multiplicación (que de por sí es absurda) del núcleo subjetivo».111

Por supuesto, lo que acabamos de exponer, según Plessner, no vale sólo en el caso del carácter ex-céntrico de la existencia humana, sino para cualquier organismo que vive a partir de un núcleo subjetivo (es decir, para el viviente dotado de una ‘forma cerrada’). El error que no hay que cometer, entonces, es pensar el centro posicional «como algo presente, fijo y definido, como una característica corpórea», pues de hecho se trata de una «concepción tanto cómoda como falsa, que se olvida de que se trata de un carácter posicional, cuya presencia está vinculada a una realización [...], en el sentido de la vitalidad de un ser, que se determina en virtud del límite en cuanto principio constitutivo».112 En otras palabras, un centro posicional puede darse exclusivamente mediante una realización (Vollzug), por eso no puede hablarse, ni siquiera en el caso de la existencia excéntrica del ser humano, de una verdadera presencia (en sentido sustancial) de ese punto de fuga desde el cual el hombre asiste –en calidad de espectador, esto es, tomando distancia– al encuentro entre el mundo interior y el mundo exterior. La excentricidad de la forma de vida humana, pues, no es sino el producto más complicado de la dinámica que, como hemos subrayado varias veces, es característica de todo ser vivo: dicha dinámica no es sino la realización de ese límite que permite al viviente establecer una relación inextirpable (si no a través de la muerte) con el ambiente circundante. En definitiva, eso significa que el ser humano, al estar consciente de ser al mismo tiempo Leib y Körper, corporalidad vivida y cuerpo-objeto (cabeza, tronco, extremidades, músculos voluntarios e involuntarios, etc.), debe aprender a orientarse en la simultaneidad ineliminable de esas dos modalidades de la existencia corporal, construyendo una relación equilibrada entre la percepción inmediata de un cuerpo propio –una corporalidad vivida– y de un cuerpo objetivo –un cuerpo entre otros cuerpos–, a partir de un punto de fuga que permite tomar distancia respecto de ambas modalidades, una operación que el carácter

111 ST, pág. 289. 112 ST, pág. 290.

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céntrico de la existencia del organismo animal no humano hace innecesaria. En una obra posterior a Die Stufen des Organischen und der Mensch, Plessner volverá sobre estas cuestiones, aclarando –también a través de un buen número de ejemplos– su punto de vista. Así, en Lachen und Weinen, leemos que el tener un cuerpo (Körper) y el ser un cuerpo (Leib), en el caso del ser humano, «se entrecruzan y forman una curiosa unidad. Sin duda se dejan caracterizar y estudiar de forma distinta y autónoma, pero no pueden ser separados […]. Pretender aislar una disposición de la otra significaría negar la necesidad de su recíproco entrecruzamiento»;113 además, argumenta Plessner, el hombre «ni es sólo cuerpo, ni tiene sólo un cuerpo. Cada exigencia de la vida física requiere un equilibrio entre el ser y el tener, entre el afuera y el adentro».114 En otras palabras, la complicación posicional alcanzada por el ser humano implica la presencia (que, como hemos recordado, no llega a ser empíricamente demostrable, algo físicamente presente) de una fractura, de un hiatus desde el que el hombre está consciente de ser y tener un cuerpo. Esa fractura no es sino el «punto de la excentricidad, el yo no objetivable»115 que efectúa constantemente la mediación entre el Körperhaben y el Leibsein, haciendo posible la toma de distancia tanto respecto de los objetos externos, como de las vivencias internas. Dicho de otra forma, la categoría de la ‘posicionalidad ex-céntrica’ no es sino el nombre de una de las posibles realizaciones de la relación entre un cuerpo orgánico y el ambiente, lo que confirma una de las tesis de fondo de la bio-filosofía plessneriana, según la cual la conciencia (que en el caso del hombre es una conciencia doblemente reflexiva) es la unidad “móvil” de sujeto y ambiente; una unidad en la que ninguno de los dos componentes dispone de una prioridad ontológica o epistemológica. Lo que caracteriza, desde un punto de vista posicional, la forma de vida humana es, por lo tanto, una cierta relación que el hombre establece con su propio «mundo interno» (el conjunto de sus vivencias, experimentado no sólo de forma inmediata, sino también a través de una toma de distancia que obliga a una constante mediación) y con el ambiente,

113 H. PLESSNER, La risa y el llanto, op. cit., pág. 34, trad. modificada. Leamos también, en paralelo, el siguiente fragmento tomado de la obra de 1928: «Ambas visiones resultan necesarias: el hombre como corporalidad en el centro de una esfera que siente, quiere, conoce [...]; y el hombre como cosa corpórea en un lugar cualquiera de un continuum espacio-temporal [...], una visión que conduce a la concepción físico- matemática. Corporalidad y cuerpo no coinciden, si bien no forman en absoluto dos sistemas efectivamente separables». ST, págs. 294-295. 114 ID., La risa y el llanto, pág. 35. 115 ST, pág. 295.

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que Plessner llama «mundo externo», vehiculando así la idea de que ese hiatus respecto de sus propias vivencias resulta activo también hacia fuera, es decir, impulsando una objetivación constante de todos los elementos del ambiente circundante. Pues bien, esa doble fractura, descrita fenomenológicamente como el «punto de la excentricidad», genera unos productos, lo que también, generalmente, se designa con el nombre de “cultura”, es decir, el conjunto de los comportamientos del ser humano respecto de sí mismo y del ambiente. Así, pues, el principio de la posicionalidad excéntrica permite describir (siempre desde un punto de vista fenomenológico) el paso de la esfera biológica a la esfera cultural; una transición que, sin embargo, no debe entenderse, según Plessner, como una “evolución” o como una transición unidireccional que aconteció una tantum en un pasado lejano, intemporal o mítico, sino como una complicación de la lógica vital que caracteriza la forma de vida de la especie homo, observada e interpretada empleando el Leitmotiv categorial de la relación organismo-ambiente. En ningún caso la lógica del bios es superable: más bien podría decirse que lo que resulta insuperable es la complicación alcanzada en la realización posicional correspondiente a la esfera humana. Por esta razón, Plessner opta por hacer culminar la labor teórica de la bio-filosofía enunciando las tres «leyes antropológicas fundamentales», encargadas de interpretar en términos conceptuales esa transición continua, esa insuperable complicación de la lógica vital alcanzada en el grado posicional del hombre.116 En otras palabras, dichas leyes vehiculan la necesidad de entender –desde ese punto de vista posicional mediante el que se han interpretado todas las manifestaciones de la ‘vitalidad’– la modalidad categorial (y no las causas materiales, pues

116 Si la analizamos a través del prisma conceptual del desencantamiento filosófico típico de nuestra época posmoderna y presuntamente libre de cualquier referencia a un ámbito normativo o trascendental, la terminología aquí empleada –«anthropologische Grundgesetzte»– nos podría parecer harto intempestiva, fuera de lugar o inactual; sin embargo, si tenemos en cuenta los análisis de tipo sociológico-cultural desarrollados en el parágrafo precedente, esa opción terminológica no nos parecerá tan singular, pues hemos visto hasta qué punto el proyecto antropológico plessneriano elaborado a lo largo de los años 20 del siglo pasado puede ser interpretado como unos de los posibles puntos de confluencia entre la configuración copernicana y post-copernicana del saber (un punto que es también de inflexión, ya que fue precisamente en aquellos años cuando se llevó a cabo definitivamente la superación del primer “paradigma”). Además, como intentaremos mostrar más adelante, Plessner, en sus obras posteriores, matizará cada vez más la importancia hermenéutica y explicativa de los caracteres esenciales de lo orgánico (de los que forma parte, por supuesto, también la ‘Exzentrizität’ y las ‘anthropologische Grundgesetzte’ a ella correspondientes), optando por un modelo interpretativo más dinámico, encarnado a la perfección por la categoría de ‘Verkörperung’.

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en este caso no se trata de describir la causalidad físico-química) del devenir cultural de lo que, en el hombre, no deja de ser una complicación de su peculiar bios. La primera ‘anthropologische Grundgesezt’ presenta y justifica la artificialidad natural (natürliche Künstlichkeit) del ser humano. Como hemos visto precedentemente, el carácter excéntrico de la existencia del hombre permite describir este último como un ser que se halla siempre también fuera de sí, desdoblado, no perfectamente integrado con su ambiente, es decir, un ser que hace del desequilibrio su condición fundamental. Por eso, Plessner argumenta que el hombre, en su realización vital-existencial, no logra nunca sentirse totalmente insertado en un proceso único y sin solución de continuidad, como ocurre, en cambio, en las formas posicionales abierta y cerrada. Por el contrario, el ser humano está siempre obligado a hacerse y a convertirse en aquello que ya es: en virtud de su posición transversal y, además, colocado en la fractura existencial que funde el ser un cuerpo y el tener un cuerpo en un único punto de vista que tiene conciencia de ambas modalidades, el hombre siempre debe «dirigir la vida que vive».117 En efecto, sostiene Plessner, no se encuentra «simplemente absorbido, como el animal que vive a partir de su centro sin poderse separar de él, sino que está en su centro y, al mismo tiempo, sabe de su propio posicionamiento [Gestelltheit]».118 Dicho de otra forma, puesto que no se resuelve totalmente en el ciclo vital (como la planta) o en el punto central desde el que el animal no humano experimenta su desdoblamiento (en Körper y Leib) sin llegar a saber de él, para el hombre la vida es, por decirlo así, una tarea, un cometido, algo que ha de realizar y construir también a través de elementos que no son tout court naturales. La mediación artificial, pues, se hace vitalmente necesaria: «en virtud de su forma de existencia, [el hombre] es artificial por naturaleza».119 La forma de vida excéntrica, por lo tanto, conlleva algo así como una necesidad de complementación (Ergänzungsbedürftigkeit), que, sin embargo, no debe ser concebida en términos subjetivos o psicológicos. Dicha necesidad, argumenta Plessner, «es anterior a cualquier impulso, pulsión, tendencia o querer del hombre», pues en ella reside «el movens de todas las actividades específicamente humanas, es decir, de la actividad orientada hacia lo irreal y que opera con medios artificiales, así como el fundamento último de cualquier instrumento, esto es, la cultura».120

117 ST, pág. 310. 118 ST, pág. 309. 119 ST, pág. 310. 120 ST, pág. 311.

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Lo que acabamos de exponer tiene una implicación muy relevante, a saber: el conjunto de operaciones basadas en la abstracción, objetivación e instrumentalización, que a su vez siempre están insertadas en una serie de relaciones ante todo pragmáticas, en ningún caso puede proceder de los actos de un supuesto lado espiritual autónomo y soberano que se se hallaría en el hombre. Pero tampoco puede decirse (como hizo Gehlen) que ese conjunto de operaciones es el resultado de una super-compensación que derivaría de una inferioridad biológica, es decir, de una serie de primitivismos ontogenéticos y filogenéticos.121 En efecto, en el prólogo a la segunda edición de Die Stufen des Organischen un der Mensch, Plessner intenta desmontar el dispositivo argumentativo de Gehlen, basado en la centralidad del concepto de ‘Entlastung’ (descarga), según el cual la acción propiamente humana se caracterizaría por ser una verdadera compensación de la falta de instintos especializados y de las carencias orgánicas y morfológicas (estructura somática inadecuada para la fuga, falta de órganos naturales de defensa y de una protección capilar capaz de proteger de la intemperie, órganos sensoriales supuestamente poco desarrollados, etc.), respecto de las cuales el lenguaje (en cuanto prototipo de toda acción simbólica y, por lo tanto, compensatoria) puede otorgar una suerte de descarga. Sin embargo, sostiene Plessner, «la concepción del lenguaje como acción, desgraciadamente, no permite avanzar mucho. A toda exoneración que implica un ahorro en el desgaste corporal le corresponde un aumento de cargas [Belastungen] que derivan de la creciente dependencia respecto del comportamiento guiado lingüísticamente»; en otras palabras, «gracias a la función representativa de las palabras se constituye un mundo intermedio [...],

121 Es la tesis que Gehlen desarrolló en su gran obra de 1940, Der Mensch, y que, a lo largo de su trayectoria intelectual, nunca perdió su vigencia teórica. De hecho, la idea del hombre como Mängelwesen vertebra también su célebre “teoría de las instituciones” (a este propósito, resulta imprescindible la lectura de A.

GEHLEN, Urmensch und Spätkultur. Philosophische Ergebnisse und Aussagen, Klostermann, Frankfurt, 20046 [1956]), mediante la que Gehlen, en la segunda mitad del siglo pasado, se enfrentó con varios exponentes de la teoría crítica (Adorno, Habermas y otros), que no podían aceptar el hecho de que el fundamento originario de la construcción de la esfera cultural y social fuera una naturaleza deficiente, que debía ser corregida y dirigida a través de instituciones de tipo moral, social, político, etc. A este propósito, véase D. BÖHLER, Arnold Gehlen. Handlung und Institution, en J. SPECK (Hg.), Grundprobleme der großen 3 Philosophen. Philosophie der Gegenwart II, UTB, Stuttgart, 1991 , págs. 231-282; cf. también F. JONAS, Die Institutionslehre Arnold Gehlens, Siebeck, Tübingen, 1966; en español, puede consultarse el siguiente artículo, muy completo y bien desarrollado desde el punto de vista de la argumentación de Gehlen: F.

PETROLATI, Antropología, ontología e ideología (reaccionaria). En los orígenes del pathos decisionista de Arnold Gehlen, en “Thémata. Revista de Filosofía”, núm. 39 (2007), 551-568.

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un sistema objetivo de “significados” fijado por determinadas normas, cuya utilidad en tanto que descarga [Entlastung] se convierte en una carga de distinto tipo».122 Asimismo, ya en la primera edición de su obra principal, Plessner sostuvo que tanto la concepción biologicista (en el sentido de Gehlen) como también la concepción espiritualista, «absolutizan una única manifestación de la existencia humana, mediante la que quieren dar razón de todo lo propio del hombre», y así no logran «salir del empirismo de las manifestaciones biológicas o psicológicas»,123 ni consiguen relativizar el punto de vista aislado de la inteligencia y del cálculo, que es sólo uno de los lados de la existencia humana. En definitiva, con esta primera ley antropológica, Plessner quiere sostener que la tendencia típica del ser humano a buscar una cierta forma de irrealidad en los productos artificiales, en los usos y costumbres, en las múltiples formas del ritual, en la creación y modulación de un lenguaje abstracto y a la vez orientado pragmáticamente, pero también en la acción gratuita, superflua y excedente respecto de la esfera de la utilidad, «no tiene su fundamento último en la pulsión, en la voluntad o en la represión, sino en la estructura excéntrica de la vida, en el typus de su modo de existencia». Así, puede decirse que «la ausencia constitutiva de equilibrio en su peculiar tipo de posicionalidad [...] es la “causa” [Anlass] de la cultura».124 Es en virtud de la artificialidad natural del hombre, pues, como la esfera cultural (entendida en sentido muy amplio, como hemos visto) se instala plenamente en la naturaleza humana, puesto que «la artificialidad es el medium a través del cual [el ser humano, ndt] intenta instaurar un equilibrio precario entre sí mismo y su propio mundo».125 Con la segunda ley antropológica Plessner enuncia la inmediatez mediata (vermittelte Unmittelbarkeit) que caracteriza al hombre, de la que procede también la expresividad en tanto que su propio modus vital.126 En virtud de su excentricidad, el organismo humano

122 ST, pág. XVI. 123 ST, pág. 315. Además, no sólo Plessner considera erróneo absolutizar el punto de vista de una supuesta organización bio-morfológica carente, sino que también pone en cuestión su precisión científica, que –al menos en el caso de Gehlen– parece representar una base incontrovertible para derivar la posibilidad misma de los actos simbólicos, representativos (y fantasmáticos, es decir, capaces de producir una presencia en la ausencia). En efecto, «su dotación física [del ser humano, ndt] en ningún caso parece inferior a muchos otros tipos de dotaciones, siendo incluso superior a muchos otras». ST, pág. 318. 124 ST, pág. 316. 125 ST, pág. 321. 126 El autor emplea como sinónimos el término de derivación latina Expressivität y el término germánico Ausdrücklichkeit: por eso hemos decidido traducir, en ambos casos, con ‘expresividad’.

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guarda una relación a la vez directa e indirecta tanto consigo mismo (configurando así el mundo interno), como con el entorno (conformando así el mundo externo); pues bien, la definición formal de semejante relación es la siguiente: «se dice relación indirectamente directa aquella forma de conexión en la que el elemento intermedio es necesario para originar y garantizar la inmediatez de la conexión».127 En realidad, como hemos especificado anteriormente, la estructura de la inmediatez mediata es propia de todo ser vivo, pues procede del estar puesto en sí mismo de un organismo, es decir, de la peculiar realización del propio límite y de la auto-mediación de la unidad del cuerpo viviente a través de sus partes. Sin embargo, en el ser humano dicha relación alcanza una complicación ulterior, pues hemos visto que en él se produce una verdadera auto-escisión, esto es, un movimiento centrífugo que, desvelándole el sujeto central desde el que a la vez tiene un cuerpo y es un cuerpo, descompone al hombre en un centro y un ex-centro. El ser humano, pues, nunca está ocultado a sí mismo, porque sabe de sí y sabe que coincide con el objeto de ese saber; dicho de otra manera, el sujeto que se observa desde fuera (el Ich) es consciente de ser idéntico al sujeto que está en el centro (Selbst). Esto significa que el hombre se siente el sujeto de sí mismo, puesto que es capaz de referir a sí mismo todo lo que acontece dentro y en torno a sí; pero esta auto-relación es, en cierto modo, inmediata, si bien lo es sólo a través de una referencia, de una mediación, de una distancia. Dicho de otro modo, cada vez es el hombre mismo quien, tanto interna como externamente, efectúa la auto-relación, la mediación entre la cosa real del mundo externo (o el estado psíquico del mundo interno) y el punto de fuga excéntrico de la relación; por esta razón, todo resulta ser un fenómeno inmediato del mundo (externo o interno), pues el yo, en el acto mismo de la auto-relación se convierte en pura realización, en el trámite (Hindurch) mismo de la relación.128 Se trata, entonces, de una inmediatez mediata en la medida en que la mediación (respecto de los objetos externos y de los estados psíquicos internos) desaparece en el acto mismo de referirse a las cosas: así, pues, tanto las objetos como los estados tienen, para el ser humano, un carácter inmediato.

127 ST, pág. 324. A este propósito, Plessner precisa que «lo indirectamente directo o la inmediatez mediata no representan una insensatez, una mera contradicción que se auto-suprime, sino una contradicción que se resuelve en sí sin invalidarse, que no pierde su sensatez, aunque no pueda respetar la lógica analítica». Ibidem. 128 Vuelve, a este propósito, la metáfora del campo visual. Esta “desaparición” del sujeto consciente de ser el punto de fuga de cualquier relación posible, se entiende mejor, según Plessner, si pensamos que «el ojo, en el momento en que ve, se olvida necesariamente de sí». ST, págs. 329-330.

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Ahora bien, dicha situación implica que, desde el punto de vista humano, ni pueden existir unas presuntas “cosas en sí”, ni el mundo puede darse en la conciencia como una mera aparición o representación de una realidad supuestamente íntegra, pero oculta. De lo contrario, se acabaría otorgando un carácter sustancial, respectivamente, al objeto y al yo, que, por el contrario, resultan indisolublemente entrelazados, puesto que existen sólo en cuanto relación, en virtud de una referencia mutua. El objeto y el Ich, por lo tanto, vienen a ser el punto de origen y el punto final de la trama relacional que los une ineludiblemente, del mismo modo en que la excentricidad que caracteriza al hombre no tiene, literalmente, lugar, dado que no es sino la oscilación constante entre el Körper y el Leib, vivida a partir de ese punto que no es sino el trámite de su propia coexistencia. No es una mera casualidad, entonces, el hecho de que Plessner rechace rotundamente todas aquellas posiciones (como la de Scheler) que postulan una Weltoffenheit total, pura, ilimitada e inmediata, que consideran al hombre como el único ser capaz de superar el ámbito de referencia vital. En efecto, argumenta Plessner, al ser humano «no le es dada una apertura al mundo sin limitaciones [...]. Al contrario, nuestro mundo está dado en las apariencias, en las que lo real se manifiesta refractado a través del medium de nuestros modos de percibir las cosas y de nuestras acciones».129 El mundo, por lo tanto, en la medida en que deja de ser una Umwelt determinada unívocamente, sólo existe como “campo de inspección” del hombre, es decir, como un espacio en el que las cosas, en general, se encuentras relacionadas de alguna forma al hombre y nunca subsisten en sí como realidades autónomas; sin embargo, también el hombre sólo puede existir en virtud de su relación con las cosas, ya que desde siempre, por decirlo así, reside en ellas.130 Todo esto, desde un punto de vista categorial, conlleva la necesidad de la expresividad en tanto que modus vital (excéntrico) del hombre; paralelamente, en la realidad cotidiana, dicha situación se traduce en una suerte de coacción a expresarse, a tender hacia unas metas que pueden ser alcanzadas únicamente a través de determinados medios (formas lingüísticas, roles, símbolos, instituciones, máscaras, signos, etc.), que –según el carácter aparentemente contradictorio de la segunda ley antropológica– le garantizan al hombre el contacto inmediato con el mundo. La expresividad, según Plessner, no es un mero sinónimo de algo que es expresado aquí y ahora, sino la relación misma con ese algo que es el resultado de

129 H. PLESSNER, Die Frage nach der Conditio Humana (1961), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VIII, págs. 136-217, aquí pág. 188. 130 «Sólo el encuentro originario del hombre con el mundo, que no es concertado previamente –escribe Plessner– [...], puede entenderse como una verdadera realización». ST, pág. 336.

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la expresión, es decir, el tener que tomar una postura, el mantener una cierta actitud hacia lo que tiene que ser expresado. Se trata, en definitiva, de una “tensión” expresiva, de un afán de decir, comprender, tener, hacer, en el que se manifiesta la imposibilidad de coincidir perfectamente con lo que se dice, se comprende, se tiene y se hace. Afirma Plessner que si bien «el fin de la aspiración no puede coincidir nunca con el punto final de la realización», si bien «el hombre –al hacer un gesto, al construir una casa o al escribir un libro– nunca obtiene lo que quiere», en cualquier caso «esta desviación [Ablenkung] hace que su aspiración no sea ilusoria y no le niega la realización»; pues bien, «la distancia entre la meta de la intención y el punto final de la realización de dicha intención es exactamente el cómo, la forma o el modo de la realización».131 Por eso puede decirse que cualquier impulso vital que cristaliza en una acción, en una forma lingüística o en un gesto, es en sí expresivo. En otras palabras, en la expresividad toma cuerpo la posibilidad que la excentricidad le otorga al hombre –una suerte de compensación, pero nunca definitiva– de colmar la distancia que lo separa estructuralmente de las cosas y de sí mismo. La tercera ley antropológica, que trata del «lugar utópico [utopische Standort]» que ocuparía la forma de vida humana, es también la que tiene menos importancia desde el punto de vista del análisis que estamos llevando a cabo en este capítulo. Se trata de una serie de consideraciones de carácter casi metafísico-existencial, sobre las que Plessner, sucesivamente, nunca volvió a insistir; es probable, además, como señalan algunos estudiosos,132 que, tratándose de las páginas conclusivas de su gran obra de 1928, el filósofo alemán haya optado por abandonar el modus argumentandi y el enfoque epistemológico del resto de su obra, dejando así unas “últimas palabras” enfáticas y harto pretenciosas, sobre todo si confrontadas con el estilo sobrio y llano que caracteriza los demás capítulos. En pocas palabras, el lugar utópico vendría a ser una suerte de metáfora mediante la que Plessner intenta describir la imposibilidad de especificar definitivamente y en términos positivos la “esencia” humana, si bien no es del todo correcto hablar de “esencia” en el caso de Plessner. Como hemos visto en relación con las dos anteriores leyes antropológicas, la posicionalidad específica del hombre le impulsa a conocer, objetivar, instituir normas, regular acciones y comportamientos, en una palabra, a expresarse a través de medios naturalmente artificiales. Sin embargo, también hemos visto

131 ST, pág. 337. 132 Véase S. PIETROWICZ, Helmuth Plessner. Genese und Systeme seines philosophisch-anthropologischen

Denkens, op. cit., págs. 365 y sigs.; cf. también M. RUSSO, La provincia dell’uomo. Studio su Helmuth Plessner e sul problema di un’antropologia filosofica, La Città del Sole, Napoli, 2000, pág. 380.

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que, según Plessner, nunca puede darse una verdadera identificación o una coincidencia definitiva entre el movens y la realización concreta del conjunto de las aspiraciones que, por decirlo así, activan al hombre. Pues bien, en dicha imposibilidad de identificación definitiva, en ese carácter siempre “ulterior” del movens expresivo, se hallaría la posibilidad de describir en términos negativos la “esencia” del hombre, presuntamente ubicada en un lugar utópico. La excentricidad representaría una contradicción, una paradoja existencial,133 puesto que, hallándose el ser humano siempre en un punto espacio- temporal específico y, a la vez, más allá de ese punto, en un fuera que, en realidad, no es sino el trámite mismo de la relación entre los distintos puntos espacio-temporales de sus realizaciones históricas («[el hombre] está donde está y, al mismo tiempo, donde no está»)134, puede decirse, entonces, que experimenta una incertidumbre ineludible acerca de su propio ubi consistam, que existe sólo en la medida en que pueda describirse – literalmente– en términos de una utopía, es decir, de una falta de un lugar propio. A esto, sostiene Plessner, hay que añadirle la percepción inevitable de la contingencia de la individualidad en la masa anónima y neutra del mundo en común, en el que cada cual es intercambiable, sustituible, representable por otros, con lo cual se genera una suerte de «vergüenza existencial».135 Ahora bien, dicha situación determina también una necesidad de un amparo absoluto, de un fundamento que pueda compensar la falta estructural, en los productos de las realizaciones humanas, de un elemento originario, fundamental. Sin embargo, argumenta Plessner, ese fundamento no puede sino resultar un mero contrapeso ilusorio, que sólo la religión –independientemente sus múltiples manifestaciones histórica y culturalmente determinadas– puede asegurar: «una cosa es característica de la religiosidad, a saber: la creación de un definitivum. Lo que la naturaleza y el espíritu no pueden otorgar al hombre, la cosa última [...]. El lugar de su vida y de su muerte, la seguridad, la conciliación con el destino, la interpretación de la realidad, una patria: sólo la religión puede ofrecer todo esto».136 La filosofía, en cambio, se limita a exhibir ese carácter aleatorio, excéntrico e indeterminable a priori del ser humano, su falta estructural de un fundamento último, sustancial. Como podemos leer en las monografías dedicadas a

133 Cf. ST, pág. 346. 134 Cf. ST, pág. 342. 135 «En su concreta sustituibilidad y en la posibilidad de ser reemplazado, el individuo obtiene la garantía y la certeza de la casualidad de su propio ser y de su individualidad». ST, pág. 344. 136 ST, pág. 342.

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su vida,137 Plessner –desde su posición sumamente liberal– nunca profesó ninguna religión: es probable, por lo tanto, que estas páginas finales de Die Stufen des Organischen und der Mensch (una obra por lo general muy sobria tanto metodológica como estilísticamente) puedan haber representado una suerte de declaración personal de beligerancia contra todo tipo de absolutismo y teomorfismo (no es casual la presencia, en estas mismas páginas, de la enésima crítica hacia Scheler),138 incompatibles con la idea de indagación filosófica y científica que Plessner nunca dejó de poner en práctica, como veremos, en el próximo parágrafo, gracias al caso ejemplar del concepto de ‘Verkörperung’.

137 El trabajo de Carola Dietze contiene numerosas referencias sobre este aspecto: véase C. DIETZE, Nachgeholtes Leben, op. cit., págs. 527 y sigs. 138 «En la medida en que el hombre conserva la idea de lo absoluto como fundamento del mundo, al antropomorfismo de la determinación esencial de lo absoluto le corresponderá un teomorfismo de la determinación esencial del hombre –una expresión de Scheler. Renunciar a esta idea significa renunciar a la idea de un mundo único [...]. Se puede sólo creer en un universo. Y, si el hombre no deja de creer, siempre puede “volver a casa”. Sólo para la fe se da una “buena” eternidad circular, el regreso de las cosas desde su absoluto ser-otro. Pero el espíritu empuja el hombre más allá de sí mismo y de las cosas. La infinita eternidad linear es su signo. Su elemento es el futuro. Destruye la circularidad del mundo y, como el Cristo de los marcionitas, nos abre a la beatitud de lo que nos es ajeno». ST, pág. 345-346.

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III.2 VERKÖRPERUNG

Como hemos intentado argumentar a lo largo del presente capítulo, la propuesta de Plessner coincide con una ‘antropología filosófica’ –y no con una mera filosofía antropológica o, peor aún, con una antroposofía–139, en la medida en que no pretende ser una elaboración teórica cerrada (ni, por supuesto, normativa) que establece las características fundamentales del hombre, eligiendo entre una larga serie de “monopolios” que la tradición filosófica occidental, cada vez, ha elevado a su determinación esencial (la razón, el lenguaje, la historia, la técnica, la facultad simbólica, etc.). La ‘antropología filosófica’, por lo tanto, nunca debería coincidir con un modelo antropológico, ante todo porque es necesario tener en cuenta la conexión de ese tipo de saber con la situación práctica (con la historia y sus posibles pliegues, de por sí indeterminables a priori), que impide «formular o definir qué puede y debe ser “auténticamente” el hombre, aun cuando se le considere en la totalidad de sus dimensiones. Las fórmulas estructurales no pueden tener ningún valor conclusivo-teorético [abschließend-theoretischen], sino únicamente expositivo-abriente [aufschließend-exponierenden]».140 La especificidad –es decir, la carga

139 «No debemos transformarla [la antropología filosófica, ndt] en una filosofía antropológica (como hizo Feuerbach), o incluso en una antroposofía. Tampoco debemos declarar que su principio es la idea del microcosmos, según las indicaciones de la gran tradición antigua y medieval, tan bien representada por Paracelso, y de los grandes románticos y postrománticos. Cuando ya no puede darse ninguna certeza de un macrocosmos, la idea del microcosmos ya tiene no tiene ningún fundamento». H. PLESSNER, Die Aufgabe der philosophischen Anthropologie, op, cit., pág. 36. 140 Ivi, pág. 39. Para Plessner, ni la antropología ni la filosofía pueden aspirar a representar un punto de observación arquimédico a partir del cual hallar una presunta “totalidad” de la realidad humana. Es curioso notar, además, que esta misma imposibilidad vertebra la crítica plessneriana, formulada en una carta de 1928 dirigida a su gran amigo y filósofo Josef König, al pensamiento de Heidegger, que acababa de incrementar su celebridad gracias a la publicación de Sein und Zeit: «la antropología es filosófica, pero no es la filosofía [...], ni representa el único acceso a la filosofía [...]. Aquí, en mi opinión, se halla el verdadero punto débil de Heidegger, el cual todavía cree [...] en una vía superior en la retro-interpretación de la pregunta sobre lo que se supone ser lo más cercano a sí mismo, es decir, quien formula la pregunta [...]. Ahora bien, se podría demostrar fácilmente lo contrario, esto es, la primacía del ser respecto del preguntar». H. PLESSNER, J.

KÖNIG, Briefwächsel 1923-1933. Mit einem Briefessay von Josef König über Helmuth Plessners «Die Einheit der Sinne», hrsg. von H.-U. Lessing, A. Mutzenbecher, Alber, Freiburg-München, 1994, pág. 176. Sobre la crítica plessneriana hacia Heidegger, véase H.-P. KRÜGER, Die Leere zwischen Sein und Sinn. Helmuth

Plessners Heidegger-Kritik in «Macht und menschliche Natur», en W. BIALAS (Hg.), Die Weimarer Republik zwischen Metropole und Provinz, Böhlau, Weimar-Köln-Wien, 1996, págs. 177-199.

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filosófica– de la propuesta antropológica de Plessner coincide, pues, con su carácter transversal y con su atención por los fenómenos concretos, por la presencia (y el presente) de los seres humanos, observados ante todo en cuanto organismos que conducen una existencia corporal peculiar, en virtud de su posicionalidad excéntrica. La ‘antropología filosófica’, por lo tanto, debe hacerse cargo de dar razón no tanto de uno de los caracteres supuestamente específicos de la existencia del hombre, sino precisamente de la multiplicidad y del entrecruzamiento de los aspectos que caracterizan su peculiar forma de vida; en otras palabras, el saber antropológico, según Plessner, debe preguntarse cómo se constituye la presencia (y el presente) de un ser que tiene dicha multiplicidad de aspectos y que, al mismo tiempo, es dicha multiplicidad, que representa algo que el ser humano debe afrontar, manejar, dirigir, en un constante ejercicio liminar. Ahora bien, como pone de relieve una estudiosa del pensamiento plessneriano, el error que no deberíamos cometer, al analizar su propuesta, es el de “sustancializar” la categoría de la excentricidad, interpretándola como una fijación conclusivo-teorética de una presunta “esencia” humana.141 Es verdad que, como hemos visto en el parágrafo anterior, en virtud de la reflexión fenomenológico-conceptual llevada a cabo en el contexto de su bio-filosofía, Plessner describe al hombre como un ser excéntrico, es decir, como un ser que nunca puede resultar del todo coincidente con su estrato fundamental. Sin embargo, mediante dicha reflexión de carácter conceptual, Plessner todavía no ha afirmado nada acerca del acontecer fáctico, cotidiano, histórico, de ese ser excéntrico, pues se ha limitado a enunciar unas «leyes antropológicas fundamentales» muy genéricas y neutrales. Efectivamente, en Die Stufen des Organischen und der Mensch, no tenía otra opción: si hubiese empleado la categoría de la excentricidad para derivar determinadas características cualitativas de la vida humana, habría acabado absolutizando una aserción (o un aspecto) particular del ser humano, convirtiéndola en una teoría general, universal y a-histórica. Dicho de otra forma, la excentricidad no puede representar el estrato fundamental del hombre, su propia “verdad”, sino simplemente una categoría hermenéutica que puede ser empleada para acercarse fenomenológicamente a la presencia (y al presente) de los seres humanos. Lo que queremos sostener en este parágrafo es que, para sacar el mejor rendimiento a la propuesta antropológico-filosófica de Plessner, es necesario complementar la teoría bio-

141 Cf. O. MITSCHERLICH, Plessners Durchbruch zur Geschichtlichkeit, en B. ACCARINO, M. SCHLOßBERGER (Hg.), Expressivität und Stil. Helmuth Plessners Sinnes- und Ausdrucksphilosophie, Akademie Verlag, Berlin, 2008, págs. 97-107.

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filosófica, que termina con el análisis de la excentricidad humana, de su natural artificialidad, de su carácter necesariamente expresivo y de su peculiar lugar utópico, con una de las aportaciones tardías del pensamiento plessneriano, es decir, la categoría de ‘Verkörperung’. La condición liminar que caracteriza el trabajo antropológico, pues, debe ocuparse también de las concreciones fácticas y materiales en las que cristaliza esa peculiar forma de vida excéntrica, que es siempre, en palabras de Plessner, «verkörpert», es decir, siempre debe tener (un) lugar, materializarse, a través de prácticas y comportamientos, tanto individuales como colectivos. En otras palabras, la lógica de lo viviente –que está basada en el concepto de ‘Erscheinung’ de los caracteres esenciales de lo orgánico y que muestra «la ineludible concatenación entre el modo de ser del hombre y su organismo»– debe ser complementada por un análisis de la peculiaridad de la experiencia humana, de su presencia, de la forma en que ella se concreta cada vez en una determinada Verkörperung. Por lo tanto, esta última puede ser considerada como una verdadera ‘estructura antropológica’, que resume ese juego entre proximidad y distancia que caracteriza el ser un cuerpo y el tener un cuerpo, es decir, ese juego en virtud del cual el ser humano deviene lo que ya es. Sólo el hombre, en efecto, tiene que incorporarse en su propio cuerpo, aprendiendo así a moverse, tocar, ver, manipular, plasmar, pero también tiene que incorporarse en un nombre, en una familia, en una sociedad, en determinadas costumbres, escenificando los roles en los que cristaliza el carácter ficcional, mediato y artificial de la existencia humana. Dicho de otra forma, la categoría de ‘Verkörperung’ expresa muy bien ese juego entre el tener un cuerpo y el ser un cuerpo, el cuerpo-objeto y la corporalidad: por eso, puede ser empleada en un análisis innovador sobre el entrecruzamiento, en la experiencia humana, de los aspectos más físico-corpóreos y los aspectos más abstractos, técnicos o culturales. Así, pues, la presencia de dicha categoría en el pensamiento de Plessner (que fue elaborada sobre todo en las obras publicadas en la segunda mitad del siglo pasado) permite compensar la falta de concreción y materialidad de Die Stufen des Organischen und der Mensch, es decir, el carácter tal vez demasiado abstracto y universal de la categoría de la ‘excentricidad’; se trata, por decirlo así, del elemento “contrastativo” de la propuesta antropológica plessneriana, que permite establecer un contacto entre la ‘Erscheinung’ y la ‘Verkörperung’.142 La excentricidad (así como las leyes antropológicas

142 Efectivamente, como señala Plessner en una obra publicada al final de su trayectoria intelectual, con el fin evidente de aclarar algunas ideas claves de su antropología, «la existencia humana es una expresión muy poco incisiva, si es empleada sin ningún concepto contrastativo». H. PLESSNER, Anthropologie der Sinne (1970), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. III, págs. 317-393, aquí pág. 392.

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fundamentales) nunca debería convertirse en un passepartout teórico, en una fórmula universal mediante la cual explicar exhaustivamente todas las peculiaridades de la forma de vida humana, sino que sólo puede aspirar a explicar cómo enfocar los distintos aspectos de lo humano. El concepto de ‘excentricidad’, pues, si bien es considerado muy a menudo como el aporte principal de la antropología filosófica de Plessner,143 en realidad no es sino una imagen categorial acuñada a fin de impugnar cualquier fijación positiva, definitiva y cerrada de las múltiples imágenes del hombre. El carácter excéntrico del hombre siempre debe incorporarse, re-materializarse, tener (un) lugar; de lo contrario, no dejaría de ser un simple modelo explicativo, una imagen particular entendida en términos universales, es decir, exactamente lo que Plessner intentó rechazar a lo largo de toda su trayectoria intelectual, movida por el afán de hallar el carácter filosófico de la antropología, en la época de la especialización científica y disciplinaria, reacia –como todos sabemos– a pensar que puede darse una interpretación de lo humano que no se limite a agregar de forma acrítica las informaciones procedentes de las ciencias particulares y las condiciones materiales determinadas por los poderes fácticos. La consecuencia de lo que acabamos de exponer es la necesidad (ampliamente reconocida por Plessner) de elaborar una interpretación adecuada de la praxis corporal- cultural que distingue la forma de vida humana de las demás formas de vida. En otras palabras, si la bio-filosofía se ha ocupado de mostrar la ineludible conexión que se establece entre las distintas manifestaciones de lo viviente, lo que parece faltar es la parte más concreta de la antropología, para la cual no es suficiente la consideración de la ‘posicionalidad’, sino que resulta decisiva la interpretación de la constitución concreta de la praxis corporal-cultural del ser humano, que tiene que ver con las significaciones efectivas, es decir, con el modo en que, a partir de la coincidencia del tener un cuerpo y el ser un cuerpo, el hombre está presente en el mundo y, al mismo tiempo, el mundo se le hace presente, a través de figuras, sonidos, olores, colores, pero también de producciones

143 Valga como representante principal de este tipo de interpretación Joachim Fischer, el cual, tanto en su obra principal (Philosophische Anthropologie, op. cit., en particular págs. 61-93) como en varios artículos (véase, por ejemplo, Exzentrische Positionalität. Plessners Grundkategorie der Philosophischen Anthropologie, op. cit.) eleva la categoría de excentricidad a núcleo fundamental de la propuesta plessneriana, renunciando a asignar un papel determinante a ese elemento “contrastativo” representado por el concepto de ‘Verkörperung’. Véase también ID., Biophilosophie als Kern des Theorieprogramms der

Philosophischen Anthropologie. Zur Kritik des wissenschaftlichen Radikalismus, en G. GAMM, M.

GUTMANN, A. MANZEI (Hg.), Zwischen Anthropologie und Gesellschaftstheorie, op. cit., págs. 159-182.

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simbólicas, técnicas y culturales (en sentido amplio). Hace falta, pues, indagar los signos del hombre, algo que las categorías expuestas en Die Stufen des Organischen und der Mensch no pueden hacer, si no (a lo sumo) recordando que la mirada antropológica debe respetar siempre el carácter transversal, liminar y excéntrico en virtud del cual el hombre es hombre, renunciando a elevar a fórmula universal cualquier signo particular de lo humano. El complemento necesario de la bio-filosofía, entonces, es una práctica hermenéutico-fenomenológica que las fórmulas estructurales (que, no está de más recordarlo, «no pueden tener ningún valor conclusivo-teorético, sino únicamente expositivo-abriente») se limitan a fundamentar en una lógica de lo viviente. En otras palabras, si por un lado la bio-filosofía se hace cargo de mostrar las condiciones de posibilidad estructurales de la modalidad de experiencia humana, por el otro, a fin de mostrar cómo acontece efectivamente dicha experiencia, es necesario, según Plessner, ponerse “manos a la obra” y llevar a cabo una práctica hermenéutico-fenomenológica que sea capaz de aproximarse a la pluralidad de las formas de experiencia humana y de las formas del significar. Así, pues, la Anthropologie der Sinne y el análisis de la noción de ‘Verkörperung’ resultan, a este propósito, determinantes.144 No se trata, sin embargo, de resolver en sentido cultural o espiritual una antropología que pretende mantenerse en un nivel esencialmente fenomenológico: la crítica plessneriana, en efecto, nunca pierde de

144 Podría parecer criticable la elección de Anthropologie der Sinne (1970), en lugar de Die Einheit der Sinne (la primera gran obra publicada por Plessner en 1923), como texto fundamental para aventurarse en ese territorio en el que las fórmulas estructurales de la bio-filosofía encuentran su complementación práctico- material, dada la gran extensión de la obra de 1923 y, sobre todo, el carácter ágil y ligero que caracteriza la Anthropologie der Sinne. Sin embargo, siendo ésta una de las últimas obras publicadas en vida por Plessner, goza de una claridad conceptual mucho mayor y, además, presenta algunas “correcciones” decisivas respecto de Die Einheit der Sinne, en la que el enfoque trascendental (una de las preguntas fundamentales, en efecto, era la siguiente: “¿cuales son las condiciones de posibilidad en virtud de las que un determinado contenido material representa la base necesaria para una determinada elaboración objetivo-espiritual?”) tenía todavía un papel muy importante. El concepto de ‘Verkörperung’, en cambio, muy presente en la obra de 1970, resulta mucho más flexible, pues con él Plessner intenta mostrar cómo acontece, en la cotidiana práctica corporal-cultural del hombre, la significación de la materia y la materialización de los signos. Hans-Ulrich Lessing es sin duda uno de los detractores más célebres de la Anthropologie der Sinne, juzgada como el fruto de una mera improvisación y como una amalgama de cuestiones destinada a naufragar teóricamente, precisamente a causa de su carácter demasiado ligero. Cf. H.-U. LESSING, Hermeneutik der Sinne. Eine Untersuchung zu Helmuth Plessners Projekt einer «Ästhesiologie des Geistes» nebst einem Plessner- Ineditum, Alber, Freiburg-München 1998, en particular págs. 312 y sigs.

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vista el hilo conductor del cuerpo humano, considerado en su concreción fisiológica, viviente y en su posibilidad de ser experimentado en cuanto corporalidad (Leib). Aquí no entra en juego ningún Hombre (como el ‘animal simbólico’ de Cassirer o, colocado en el lado opuesto del abanico conceptual de las antropologías del siglo pasado, el ‘ser carente’ de Gehlen), ni tampoco se estudia la percepción o la sensibilidad tout court, como si fuera posible ocupar un lugar “angélico” desde el que plantear –de forma contemplativa e interrumpiendo el flujo de las vivencias– unas «Warumfragen». Por el contrario, Plessner opta por poner de relieve la centralidad de las «Wiefragen» y su decisión tiene mucho que ver con lo que se expone al principio de su obra de 1928, donde intenta desmontar teóricamente el principio cartesiano que habría determinado la equiparación de corporeidad y extensión, que a su vez implicaba la imposibilidad de indagar la naturaleza mediante una ciencia que no fuera de tipo cuantitativo y matemático, es decir, excluyendo a priori la relevancia, para el conocimiento de la naturaleza (reino al que el ser humano no deja de pertenecer), de las cualidades no mensurables. Pues bien, en relación con los sentidos, esta situación sería claramente limitativa, restrictiva. A este propósito, merece la pena citar un fragmento bastante largo:

«La interpretación ingenua de la correspondencia de la aparición fenoménica y la disposición sensorial en un sentido especular [...] dejó de ser operativa cuando se produjo la separación, bajo el signo de la ciencia matemática de la naturaleza, entre el mundo entendido intelectualmente y sus lados sensibles [...]; las cualidades sensibles no podían ser mensuradas y, por tanto, fueron consideradas “secundarias”, es decir, fueron interpretadas como unos factores subjetivos o simples reacciones de nuestro sistema nervioso en correlación con nuestra organización sensible. [...] Los modos de aparición se han convertido en proyecciones de nuestros órganos: ya no dicen nada acerca del ser, no muestran nada, ni abren hacia algo, sino que informan y señalan, pero nada más. De la interpretación ingenua de una correspondencia especular, se ha llegado a una interpretación biológica en términos de señales que estimulan un órgano sensorial [...]; sin embargo, no sabemos por qué determinadas ondas electromagnéticas, cuando encuentran la retina y transmiten el estímulo a los lobos occipitales, se ven como colores, recibiendo su “traducción” precisamente mediante este y no otro vocabulario; todo esto, nosotros no lo sabemos. Por lo tanto, es preferible transformar estas preguntas sobre el por qué [...] en preguntas sobre el cómo».145

145 H. PLESSNER, Anthropologie der Sinne, op. cit., págs. 372-373.

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Así, pues, dejando claro que su intención no es la de volver a proponer una correspondencia especular y armónica entre la cosa percibida y el modo de la percepción, Plessner sugiere emplear un enfoque distinto, que tiene en cuenta la artificialidad natural del ser humano y que, por este motivo, reconoce un papel decisivo al cómo, pues la filosofía, en cuanto a las preguntas sobre el por qué (la causa material), nunca podría competir con las ciencias. En este sentido, la mirada antropológica debe colocarse sobre la praxis corporal-cultural, un binomio inseparable. Para eso, hace falta reconocer el carácter específicamente humano del comportamiento del hombre; es necesario «entender las acciones del habla, del figurar, etc., no como meros procesos físicos, sino como géneros de comportamiento y de relación, moldeados por una cultura, por un estilo, y susceptibles de discusión pública, que puede variar su sentido».146 Dicho de otra forma, el hecho de que la percepción sensorial nunca deje de ser la base para la orientación del viviente, que guía sus acciones en el espacio y que cumple numerosas funciones tróficas, de relajación o de excitación, exactamente como en los demás organismos animales, no significa que todo puede resolverse en una «biología humana, en una etnología en la que confluyen los aspectos estudiados por la sociología, la antropología cultural, la psicología y la fisiología. Significa, en cambio, hallar una función distinta para los sentidos, basada en el cómo de la percepción y no en la cosa percibida».147 Pues bien, es precisamente a propósito de este nuevo tipo de función para los sentidos que el concepto plessneriano de ‘Verkörperung’ resulta determinante. No obstante, es importante recordar que no se trata de buscar una explicación de la estructuración interna y del funcionamiento –en buena medida anónimos y autónomos– del universo de los signos, de las producciones culturales y sociales, sino más bien de analizar cómo el hombre experimenta y vive (a partir del desdoblamiento entre cuerpo-objeto y corporalidad) su propia inserción en esos esquemas (de la percepción y del comportamiento) naturalmente artificiales.

146 Ivi, pág. 378. A este propósito, puede resultar muy útil la lectura del siguiente artículo: H.-P. KRÜGER, La natura pubblica degli esseri umani. Un confronto con il pragmatismo classico, en “Iride”, n. 39 (2003), págs. 331-341. En ese texto, el autor argumenta en favor de la posibilidad de entender el pensamiento de Plessner como una filosofía del acto performativo, entablando una confrontación muy circunstanciada entre el pragmatismo norteamericano (analizando, además, el pensamiento de John Austin) y la antropología filosófica plessneriana. Las consideraciones que exponemos en este parágrafo deben mucho a los estudios llevados a cabo por Hans-Peter Krüger. 147 H. PLESSNER, Anthropologie der Sinne, op. cit., págs. 373.

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Difícilmente se puede negar el hecho de que, para el hombre, la experiencia “estética” fundamental acontece gracias a la mediación de los sentidos, que le entregan una fisionomía detallada del mundo. Pero tal vez sería harto equivocado afirmar que dicha fisionomía le es proporcionada a través de los sentidos, como si fueran meros “canales”, sino que –literalmente– ella toma cuerpo en los sentidos y en los procedimientos esquemáticos mediante los cuales el ser humano coordina la materia sensible. Cada sentido, de forma distinta respecto de los demás sentidos, da lugar a la experiencia del mundo, con lo cual el desarrollo del hombre depende del aprendizaje de determinados esquemas visuales, auditivos, táctiles, etc.148 Pues bien, la tarea de una verdadera antropología de los sentidos, según Plessner, consiste precisamente en considerar ese aprendizaje paralelamente a su correlación originaria con el ambiente, en el que toman cuerpo, a todos los efectos, los significados, cuya multiplicidad puede ser vinculada, en cierto modo, a la multiplicidad de las formas del sentir, que no deben ser reducidas a una única gran esfera de la “sensibilidad”. Tampoco se trata de una operación mediante la que el hombre compensa sus deficiencias orgánicas, ni de indagar una genérica facultad humana, sino de cómo se desarrolla nuestra experiencia de esa materia-mundo de la que, en tanto que cuerpos vivos, formamos parte. Una vez más, argumenta Plessner, el lugar privilegiado de la antropología es el cuerpo, junto a su materialidad y a la multiplicidad de las formas de percepción –el cuerpo en cuanto punto en el que el mundo adquiere una figura humana y los hombres se vuelven figuras del mundo. Desarrollar una antropología de los sentidos significa, entonces, indagar ese ambiente en el que los significados toman cuerpo y en el que los sonidos, los colores, las sensaciones de calor, dolor y placer, además de su carga biológica de la que se ocupan las ciencias particulares, se convierten en material de significación, en concatenación de significados. Se trata de un punto muy específico de la relación organismo-mundo, en el que las sensaciones táctiles, ópticas o acústicas, junto con los movimientos del cuerpo, se transforman en comunicación, juego, manipulación, lenguaje, arte, técnica o ciencia. Así, pues, el objeto de estudio de una antropología de los sentidos, según Plessner, tiene que coincidir con ese ámbito en el que se configura la conexión esquemática entre las

148 «En las modalidades que nuestra organización sensible nos pone a disposición, en los modos de relacionarnos, percibir o sentir, se constituye una correspondiente fisionomía del mundo: éste tiene un aspecto, resuena, se hace palpable. Cada sentido tiene su proprio fundamento objetual en lo que, gracias a él, emerge. Está ahí para eso. Todos juntos exhiben la multiplicidad. Tantos lados, tantos sentidos; pero también tantos sentidos, tantos lados». Ivi, pág. 371.

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cristalizaciones vehiculadas por lo que podemos llamar, en sentido amplio, ‘cultura’, y los procedimientos sensoriales y corporales a ellas vinculadas. No se trata de postular (como en el caso de Die Einheit der Sinne), mediante un gesto típicamente trascendental, una conexión unívoca entre la receptividad de los sentidos y la actividad del intelecto.149 Los sentidos no se limitan a brindar al hombre un “acceso” al mundo exterior, que así podría ponerse al servicio de la actividad humana. Por el contrario, la argumentación de Plessner nos lleva a comprender las distintas gramáticas sensoriales como la única forma posible en que acontece el encuentro entre el ser humano y el mundo. El hombre tiene mundo exclusivamente en el contexto de un material que toma cuerpo («sich verkörpert») a través de los sentidos; un material que, por supuesto, abre paso a determinadas significaciones, que, a su vez, tienen que “re-traducirse” en materia, tomar cuerpo. Dicho de otra forma, la indagación antropológica no debería verse limitada por el prejuicio según el cual la acción, el lenguaje y los demás modos de dar forma, no están efectivamente vinculados al material sensible desde el que proceden y en el que tienen que realizarse o, mejor dicho, re- materializarse. «La constante estructura objetual de las cosas –escribe Plessner– aparece en el material ilético-sensorial casi como si estuviese revestida por dicho material. Cosas, instrumentos, máquinas, seres vivos, otros hombres pueblan el espacio de nuestro comportamiento, en el que nos desplazamos en tanto que políticos, obreros, ingenieros, juristas, artistas, intelectuales, etc. Pero es lo mismo: siempre se trata de relacionarse con una determinada “cosa”».150 El mundo toma cuerpo y, al mismo tiempo, el hombre –único ser vivo que es consciente de la fractura entre el Körper y el Leib– también está obligado a incorporarse en cualquier de sus realizaciones.

149 De hecho algunos estudiosos sugieren hablar, por lo que a Die Einheit der Sinne se refiere, de una «estética trascendental naturalizada», es decir, de una reinterpretación del esquematismo kantiano que, en lugar de otorgar el papel principal a las formas puras de la intuición del espacio y del tiempo, en la producción de la conexión entre los contenidos sensibles aprehendidos y las modalidades en que se dan los objetos en el pensamiento humano, reconoce una importancia fundamental a la diferenciación de los distintos tipos de esquematización (científica, lingüística o artística), que a su vez está basada en la multiplicidad de la organización sensorial del hombre. Según lo que se argumenta en Die Einheit der Sinne, pues, lo que en el ser humano condiciona la posibilidad de configuración de su propio mundo –es decir, cómo la materia se da para nosotros y cómo la organización de esos contenidos vuelve a materializarse– son propiamente los sentidos. Cf. M. RUSSO, Körper, Schema und Bedeutung. Für eine ‘Poetik des menschliches Verhaltes’, en B.

ACCARINO, M. SCHLOßBERGER (Hg.), Expressivität und Stil, op. cit., págs. 51-64, aquí pág. 60. 150 H. PLESSNER, Anthropologie der Sinne, op. cit., pág. 379.

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Como ya hemos dicho anteriormente, el cuerpo humano, por lo que se refiere a la crítica de los sentidos y a la función de ‘Verkörperung’, resulta ser el eje central de la indagación antropológica: por un lado, es necesario considerar su organización sensible, por el otro, hay que entender el cuerpo también en sus realizaciones culturales, pues resultaría literalmente ininteligible si olvidáramos tener en cuenta esa dimensión en la que se instituye una relación entre la esfera sensorial y la esfera de la acción individual y colectiva, que disciplina el cuerpo de distintas formas, esto es, entre el tener un cuerpo y el ser un cuerpo. En efecto, «si la motricidad humana está caracterizada por una fractura originaria e ineliminable respecto de la sensorialidad [...], y si la capacidad de desarrollo y la pérdida de energía vital del hombre se basan en dicha característica, entonces la existencia corporal debe ser entendida como una relación del ser humano consigo mismo en cuanto cuerpo y respecto de su cuerpo, es decir, como incorporación [Verkörperung]».151 Pues bien, en nuestra opinión, es evidente que el planteamiento plessneriano de Die Stufen des Organischen und der Mensch y de obras como Lachen und Weinen, centrado en el concepto de límite y en la diferenciación esencial entre Körper y Leib, resultaría incompleto y no del todo inteligible si no estuviese integrado por la idea de ‘Verkörperung’. Sólo así, efectivamente, se entiende la insistencia de Plessner en la necesidad de tener en cuenta tanto la dimensión objetual y físico-material del Körper, como el carácter instrumental del cuerpo, que es el verdadero protagonista del conjunto de operaciones de significación que los hombre llevamos a cabo a través del lenguaje, de las acciones y, más en general, del dar forma. El cuerpo humano es también la suma de las actitudes, de los movimientos y de los actos que, según cada modalidad de esquematización del sentido, ponen en escena la “cultura”, que puede –literalmente– tomar cuerpo sólo mediante esas “performances” y esos procedimientos que, en cierto modo, disciplinan el cuerpo. En otras palabras, cualquier acto cultural (en sentido amplio) supone la correlación originaria entre Körper y Leib, que colma, de forma nunca predeterminada, esa distancia entre la materia y el significado, entre el cuerpo-objeto y la corporalidad, entre los sentidos y el sentido; de hecho, cualquier actitud humana, cualquier expresión, postura o gesto, escenifican esa distancia, pues el comportamiento del hombre –esquemas motores, prácticas culturales, técnicas, etc.– es siempre el fruto de una Verkörperung, es decir, es la puesta en escena de la distancia entre lo que el ser humano es y los modos en que se tiene a sí mismo. Lo que acabamos de afirmar, entonces, debería aclarar

151 Ivi, pág. 382.

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definitivamente lo equivocados que están todos aquellos juicios apresurados que, a lo largo del siglo pasado, se han vertido sobre la antropología de Plessner,152 considerada o bien como una teoría de carácter reaccionario que pretende hallar una supuesta “esencia” del hombre, o bien como un mero biologismo, es decir, como una hipostatización filosófica de una serie de características descriptibles a través de las herramientas ofrecidas por las ciencias particulares. La siguiente cita debería, pues, corroborar nuestra interpretación:

«la tarea de una estesiología del cuerpo [Leib] consiste en conocer los modos específicos de incorporación [Verkörperung] de nuestro propio cuerpo, un tipo de realización muy peculiar, que, por un lado, tiene un sentido elemental y, por el otro, un sentido “cultivado”; nunca, en ningún contexto, puede ser despachada como una cuestión meramente biológica. Desde la incorporación en la actuación y en la danza hasta la exhibición (que vela y desvela) de vestidos y ornamentos, desde las costumbres alimenticias hasta las técnicas de concentración para el autocontrol y la des-corporación [Entkörperung], desde el juego más sencillo hasta el deporte más especializado. Se trata de un tema que contempla muchas variaciones y que ofrece numerosas posibilidades de análisis. En cualquier caso, el hilo conductor es representado por el comportamiento “cultivado” y por el papel insustituible de la modalidad sensible necesaria para su incorporación».153

Así, pues, al menos desde este punto de vista, parecen harto equivocadas las críticas dirigidas hacia la ‘antropología filosófica’ tout court a lo largo del siglo pasado. No cabe duda de que algunas de ellas pudieran resultar acertadas, pero lo que en ningún caso debería hacerse, a nuestro juicio, es suponer que haya existido una única forma de entender esa disciplina y que su objetivo haya sido el de pensar al ser humano de un modo cerrado, todavía universalista y esencialista. Posiciones como la de Joachim Fischer, que caracterizan la ‘antropología filosófica’ como una Denkrichtung cuyos representantes serían esencialmente Scheler, Plessner y Gehlen, no dejan de ser demasiado restrictivas y, paradójicamente, no hacen sino contribuir a reafirmar una imagen cerrada y unívoca de

152 Juicios que, dicho sea de paso, se encuentran también en muchos manuales y en obras de divulgación (incluso en lengua española), que clasifican y despachan la experiencia intelectual de Plessner de forma muy superficial, o bien equiparándola sin más a la Scheler o Gehlen, o bien limitándose a tener en cuenta sólo la aportación de Die Stufen des Organischen und der Mensch. Efectivamente, un análisis unilateral de esta última obra (que no tenga en cuenta la importancia –en cuanto “contrapeso” conceptual– de la categoría de ‘Verkörperung’) puede dar pie a interpretaciones “restrictivas” del pensamiento plessneriano. 153 H. PLESSNER, Anthropologie der Sinne, op. cit., pág. 383.

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dicha actitud filosófica. En efecto, ¿cómo podría resultar fundada la hipótesis según la cual el teomorfismo de la determinación esencial del hombre propuesto por Scheler ha de ser relacionado teóricamente con el planteamiento plessneriano? No deberíamos olvidarnos nunca del hecho de que este último combina una bio-filosofía –contraria a cualquier dualismo ontológico y a cualquier tipo de antropocentrismo– con una reflexión sobre la centralidad de la categoría de ‘Verkörperung’, que pone el acento sobre los aspectos performativos y disciplinarios mediante los cuales el cuerpo humano (entendido siempre como un indisoluble entrecruzamiento –Verschränkung– de órganos sensoriales/motores y sentido, materia y significación, cuerpo-objeto y corporalidad) forja su identidad. En otras palabras, si la perspectiva desde la cual una teoría sobre el mundo orgánico y el análisis práctico-cultural-disciplinario en torno al modo peculiar de ser del cuerpo humano puede ser entendida también como una de las modalidades posibles en que se concreta la actitud propia de la ‘antropología filosófica’, como lo demuestra la propia trayectoria intelectual de Plessner, entonces no pueden sino resultar incompletas (cuando menos) todas aquellas invectivas lanzadas contra el presunto sueño antropológico, del que el pensamiento occidental habría podido despertarse sólo gracias a la labor de las “contra-ciencias” humanas (la lingüística, la etnología, el psicoanálisis) y de los análisis sobre los juegos de saber/poder impersonales y anónimos, que no necesitan postular la existencia de ningún ‘Hombre’. En efecto, al menos en el caso de Plessner y de su atención por las prácticas corporales-culturales, en las que la biología está ineludiblemente relacionada con la historia, con la construcción de lo social, con los paradigmas culturales y con el ámbito de lo político, hemos podido comprobar hasta qué punto semejante crítica pierde consistencia.154

154 Lo demuestra también el gran trabajo que, desde hace más de dos décadas, está llevando a cabo el “Interdisziplinäres Zentrum für Historische Anthropologie” de la Freie Universität de Berlin, dirigido por el Profesor Christoph Wulf. En sus estudios, cristalizados en la publicación de numerosos volúmenes colectivos y en la revista “Paragrana. Internationale Zeitschrift für Historische Anthropologie”, este grupo de investigación ha realizado una ingente labor de redefinición del sentido, de los términos-clave, de la metodología y de los paradigmas de la antropología propia de la época post-normativa, apostando por una apertura del universo físico y biológico hacia la esfera de la producción cultural (en sentido amplio). También en este caso, como en el de Plessner, el cuerpo humano (cuyos aspectos más “elementales”, relacionados con el proceso de hominización, nunca pueden ser ocultados, ya que resultan determinantes) ocupa el centro de la indagación antropológica: siendo el resultado de múltiples procesos miméticos y performativos, en los que toma cuerpo (literalmente) una apropiación activa de conocimientos culturales, junto a su continua transformación y a su transmisión, el cuerpo humano es, al mismo tiempo, el producto y

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Como conclusión de este parágrafo dedicado al concepto “contrastativo” de incorporación, convendrá formular algunas observaciones finales sobre el vínculo conceptual entre las categorías de ‘excentricidad’ y ‘Verkörperung’, que no resultarían inteligibles si fuesen analizadas separadamente, pues la primera representa una suerte de condición de posibilidad para la segunda, mientras que esta última es lo que le permite a la primera no reducirse a ser una mera fórmula antropológica abstracta. Como hemos visto en el parágrafo precedente, la dialéctica típica de la posicionalidad excéntrica (entre centro y periferia, posición y contraposición) intenta explicar, basándose en la complicación de la lógica de lo viviente alcanzada en el organismo humano, por qué, en general, el ser humano necesita procurarse una imagen de sí mismo, es decir, tenerse a sí mismo convirtiéndose en lo que es, conducir su vida como algo que está frente a él. En otras palabras, el hombre es excéntrico precisamente porque tiene que otorgarse un centro (buscándolo, por decirlo así, fuera de sí) que de por sí no tendría y respecto del cual, en cualquier caso, siempre se hallaría descentrado, colocado transversalmente; lo que en el hombre no puede darse nunca –esta es la verdadera consecuencia, según Plessner, de la posicionalidad excéntrica– es una identificación total, plena, originaria, natural o trascendente (la terminología, en este caso, es tan variada como lo es el abanico de la tradición filosófica occidental que postula la posibilidad de hallar la verdadera “esencia” del hombre) con su propio centro. En cambio, la identidad, en el caso de un ser excéntrico, se halla en la trayectoria, en el espacio de transición entre el ser y el tener. Pues bien, lo que queremos sostener es que la Verkörperung permite cualificar y afinar la idea de excentricidad, dotándola de contenidos concretos –y lo hace evitando precisamente que se vuelva una mera reelaboración de las muchas fórmulas o modelos que buscan definir de modo cerrado y universal la condición humana. De hecho, si no se tienen en cuenta todos los análisis que pueden realizarse a partir de la idea de incorporación (a continuación nos

el agente de los procesos de socialización y enculturación. Así, pues, en nuestra época post-esencialista y post-universalista, hacer antropología, manteniendo una actitud filosófica, significa también esto: colocar la mirada sobre el entrecruzamiento ineludible entre la biología y la historia, entre lo invariante y lo histórica, política y socialmente determinado. En alemán, se ha publicado una suerte de “enciclopedia de lo humano” abierta, plural e interdisciplinar, en la que ha cristalizado el trabajo de los primeros diez años del “Interdisziplinäres Zentrum für Historische Anthropologie” y que, en nuestra opinión, sigue siendo su obra de referencia: CH. WULF (Hg.), Vom Menschen, op. cit.; véase también ID., Anthropologie. Geschichte, Kultur, Philosophie, Anaconda, München, 20092, trad. esp. de D. Barreto González, Antropología. Historia, cultura, filosofía, Anthropos, Barcelona, 2008.

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detendremos algo más en su importancia), la excentricidad se podría convertir en una suerte de fórmula mágica que permite afirmar prácticamente cualquier cosa en torno al hombre (“puesto que se trata de un ser excéntrico, entonces podemos inferir que...”). Es, pues, gracias a la Verkörperung, que la excentricidad puede entenderse como una meta- categoría, como un concepto estructural que “explica” cómo “explicar” (valga la redundancia) y que no pretende explicar directa y concretamente todos las manifestaciones individuales y colectivas de lo humano. Dicho de otra forma, la antropología filosófica, tal y como la entiende Plessner, tiene la responsabilidad y la tarea de suministrar los recursos teóricos, conceptuales y simbólicos para analizar esos lugares en que se encarna la excentricidad, es decir, ese espacio liminar en el que la excentricidad se entrecruza con todas las distintas Verkörperungen en que aquélla se concreta material, histórica, social y políticamente. Así, pues, como hemos señalado anteriormente, el carácter específicamente filosófico de la antropología depende no tanto de la enunciación de ciertas fórmulas abstractas (‘ser excéntrico’, ‘Mängelwesen’, ‘animal symbolicum’, etc.), sino del trabajo llevado a cabo mediante la crítica de los sentidos, que es también siempre una crítica del sentido. Como ya hemos dicho, la actividad conjunta de la organización sensorial del hombre y de los procedimientos de esquematización del material sensible da lugar al mundo, a esa realidad fenoménica que, para el ser humano, se constituye también siempre en formas y en significados culturales, a los que corresponden determinados movimientos, actitudes y “usos” del cuerpo, independientemente de si se trata de alimentarse, expresarse, fabricar objetos, danzar, contemplar un paisaje o demostrar una ecuación matemática. Este fragmento, tomado de un texto que Plessner publicó en 1961, expresa muy bien lo que, en otro lugar de su obra, el filósofo alemán describe como un verdadero «Zwang zur Verkörperung»:155

«Nuestra existencia en tanto que cuerpos se realiza en el cuerpo sólo como acto constantemente renovado de incorporación [Verkörperung], mediante la cual creamos la base desde la que podemos elevarnos hasta el nivel que decidimos mantener, por ejemplo hasta la estructura social, que nos “incorpora” –ahora en sentido metafórico– como alguien que tiene un nombre y un status. Sólo de esa forma, nos convertimos en personas [...]. Así como

155 H. PLESSNER, Der Mensch im Spiel (1967), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VIII, págs. 307-313, aquí pág. 310. Añade Plessner: «no somos nuestro cuerpo, si bien lo tenemos y él nos tiene; antes bien, los hombres nos incorporamos [wir verkörpern uns]».

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tenemos que aprender solos a mantener la postura erecta, a andar y a hablar, del mismo modo hallamos nuestro ubi consistam sólo en el nombre, tanto exterior como interiormente».156

Ahora bien, el error que no deberíamos cometer, al analizar la propuesta plessneriana, es el de entender la obligación a la incorporación como una mera reformulación del culturalismo, es decir, de la idea según la cual todo, en el hombre, podría ser caracterizado como una consecuencia de su “angélica” capacidad de forjar formas simbólicas y culturales. Respecto de una filosofía como la de Cassirer, que indudablemente ha tenido el mérito de ampliar la base del problema filosófico del conocimiento, indagando desde un punto de vista estructural y funcional las esferas del arte, de la moral o de la religión en tanto que experiencias cognoscitivas fundamentales del ser humano, Plessner hace valer un nexo fundamental entre la base orgánico-corporal de la esfera sensorial y las distintas formas de esquematizar la materia-mundo.157 De ese modo, cobran una gran relevancia, para la indagación antropológica, también los aspectos marginales y menos “elevados” del ser humano, por su capacidad de exhibir la constitución posicional excéntrica que lo caracteriza; además, el nexo que Plessner intenta establecer entre la gramática sensorial y las formas de realización de la excentricidad humana debe observarse siempre pragmática y concretamente, es decir, colocando la mirada sobre las distintas “performances”

156 ID., Die Frage nach der Conditio Humana, op. cit., pág. 198. 157 A propósito de la comparación Plessner-Cassirer (en la que aquí no podemos profundizar ulteriormente), nos limitamos a señalar que el enfoque epistemológico y metodológico de Plessner, mucho más centrado en las cuestiones del cuerpo, de su funcionamiento orgánico-anatómico y de sus “usos” performativos, le aleja mucho del punto de vista de Cassirer. Se podría objetar, sobre todo en ámbito hispano-americano, que este último es el autor de una Antropología filosófica (trad. esp. de E. Ímaz, FCE, México, 1963, 20122) y que – aunque fuera por motivos meramente terminológicos– sería difícilmente justificable su exclusión de la línea de investigación antropológico-filosófica del siglo pasado. Pero, además de caracterizarse como una filosofía de la cultura humana (centrada en las producciones más “elevadas”, por decirlo así), no hay que olvidar que el título original de la esa obra, publicada en inglés, era An essay on man (1944); se trata de un título que delata las intenciones del autor, que no parece considerar relevantes las cuestiones relativas al mundo orgánico. Si la Verkörperung plessneriana representa el contrapeso de una bio-filosofía sin la cual la primera no tendría sentido, en Cassirer queda excluido a priori el hecho de que la naturaleza orgánica y el modo de ser corporal del ser humano tengan algo que ver con su forma de existir y con las formas artificiales y culturales (en sentido amplio) mediante las cuales desarrolla su existencia. No es casual, pues, que el título de la obra de antropología filosófica más importante de Plessner contenga una referencia “secundaria”, por decirlo así, al ser humano (... und der Mensch).

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(comportamientos, acciones, gestos, actos lingüísticos, obras, etc.) de las que el hombre es capaz. «Como simple modalidad de la existencia –escribe Plessner en la conclusión de Anthropologie der Sinne–, los sentidos no nos revelan su secreto. Sólo en el trabajo con y sobre ellos, nos muestran lo que pueden hacer y lo que les es negado».158 Como ya debería haber quedado patente, la Verkörperung no sólo se refiere a las formas en que el mundo toma cuerpo para nosotros y viceversa, sino que también alude a la necesidad humana de personificar o encarnar un papel, de darse una forma. De hecho, lo que se encarna puede ser conocido sólo a partir de cómo lo hace, es decir, a partir del acto mismo de personificación y de la esquematización que significa. Así, pues, es precisamente en esta transición de la materia al signo, en este reenvío continuo entre el cuerpo-objeto y la corporalidad, donde cristaliza la operación liminar de la Verkörperung: en efecto, cualquier comportamiento humano (esquema motor, praxis cultural, técnica) es la condensación de esa distancia (que es al mismo tiempo una conexión) entre lo que el hombre es y las formas en que se concreta su obrar. Se trata del espacio en el que –entre lo propio y lo impropio, la presencia y el signo, la realidad y la posibilidad, la persona y el “personaje”– se pone en escena la condición humana: en esa identidad incorporada y meta-estable, «en ese estar-presente-a-sí-mismo, se halla la fractura [der Bruch], el “lugar” de la posibilidad de diferenciarse-de-sí, que, en cuanto [...] apertura hacia el poder [zur Macht], califica el modo de ser del hombre, que hemos llamado excéntrico».159 Por eso

158 ID., Anthropologie der Sinne, op. cit., pág. 393. 159 ID., Zur Anthropologie des Schauspielers (1948), en ID., Mit anderen Augen. Aspekte einer philosophischen Anthropologie, Reclam, Stuttgart, 1982, pág. 161. En este caso, hemos decidido traducir el término alemán Macht con ‘poder’. Sin embargo, es necesario señalar que aquí Plessner no quiere aludir al conjunto de instituciones, funciones o cargos político-jurídicos mediante los que se regula y se organiza jerárquicamente la esfera pública. Se trata más bien de un concepto que podría ser explicado a través de la referencia a la idea de ‘potencialidad’, que es distinta –como es obvio– del poder efectivamente ejercido, pues su alcance es relativo al hecho de que el hombre es siempre el “sujeto de imputación” de las distintas realizaciones posibles de su peculiar naturaleza. Según Plessner, pues, la antropología debe hacerse cargo del espacio de la Macht que caracteriza al hombre, mostrando que la vida humana, lejos de ser una mera tabula rasa totalmente indeterminada, representa siempre el intento constante e irrevocable de mediar entre la indeterminación y esta o aquella determinación posible. Así, pues, toda antropología es también política, argumenta Plessner, ya que en ella se refleja todo el carácter potencial del hombre y el entrecruzamiento entre dicho potencial (o “voluntad de poder”) y las formas concretas de poder, su realización histórica. Siendo una reflexión crítica sobre la identidad, además, cualquier antropología es también una reflexión sobre la identificación de una política y sobre las políticas de la identificación. Estas cuestiones representan el núcleo teórico de una obra de Plessner que no hemos podido tratar aquí: se trata de Macht und menschliche

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Plessner, tanto en su texto dedicado a la antropología del actor como en las páginas finales de Anthropologie der Sinne, no duda en considerar dicha figura como una suerte de paradigma de la Verkörperung en cuanto exhibición de la condición excéntrica del hombre, es decir, del estar dentro y frente a sí mismo, experimentándose como otro: «no es en absoluto casual el hecho de que, mediante el término incorporación [Verkörperung], nos referimos también a la acción del actor, el cual llega a mostrar muy claramente el entrecruzamiento [Verschränkung] del cuerpo-objeto y la corporalidad, del tener un cuerpo y el ser un cuerpo, con el que los hombres debemos lidiar si queremos vivir aquí y ahora. Todo esto el actor lo exhibe concretamente: la totalidad del hombre, en él, se vuelve figura».160 No deberíamos subestimar, por tanto, la importancia de la fundamentación antropológica –que el pensamiento de Plessner nos brinda de forma muy original– de todas aquellas figuras o nociones que, en las últimas décadas, han ido cobrando cada vez más relevancia en las ciencias humanas y sociales (piénsese, por ejemplo, en los trabajos de Pierre Bourdieu, George Lakoff o Ervin Goffman), como las de ‘puesta en escena’, ‘performance’, ‘actor’, ‘papel’, ‘embodiment’, ‘frame’, ‘script’. Efectivamente, se trata de una serie de conceptos estrechamente vinculados a la imagen del theatrum mundi, cuyo alcance antropológico Plessner ha puesto de relieve en varios lugares de su obra. La reflexión estesiológica (la crítica de los sentidos entrecruzada con la crítica del sentido),

Natur (op. cit.) que fue publicada en 1931, es decir, en plena disgregación del experimento político de la República de Weimar, unos años febriles y agitados en los que –la historia no tardaría mucho en demostrarlo– la determinación de lo ‘humano’ (junto con todas las necedades pseudo-científicas sobre la raza o la sangre) se convirtió en una cuestión cada vez más central en la tanato-política y en la religión política del nazismo. A este propósito, véase J. P. MIRANDA, La antropología política de Helmuth Plessner y la cuestión de la esencia humana, op. cit., y T. MENEGAZZI, Antropología y bio-filosofía a comienzos del siglo XX, op. cit., en particular págs. 289-297. Para una lectura más profundizada, recomendamos acudir a la amplia bibliografía crítica disponible en alemán sobre los temas antropológico-políticos en Plessner. Aquí nos limitamos a señalar las obras que, en nuestra opinión, son más relevantes: R. KRAMME, Helmuth Plessner und . Eine historische Fallstudie zum Verhältnis von Anthropologie und Politik in der deutschen

Philosophie der zwanziger Jahre, Duncker & Humblot, Berlin, 1989; H. BIELEFELDT, Kampf und Entscheidung. Politischer Existentialismus bei Carl Schmitt, Helmuth Plessner und Karl Jaspers,

Konigshause & Neumann, Würzburg, 1994; G. ALT, Anthropologie und Politik. Ein Schlüssel zum Werk Helmuth Plessners, Fink, München, 1996; un estudio muy actual, que intenta vincular dos pensadores cuyas tradiciones de investigación, como hemos mostrado también en el presente trabajo, suelen contraponerse, es el de N. A. RICHTER, Grenzen der Ordnung. Bausteine einer Philosophie des politischen Handelns nach Plessner und Foucault, Campus, Frankfurt a.M.-New York, 2005. 160 H. PLESSNER, Anthropologie der Sinne, op. cit., pág. 391.

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junto con su intersección con la bio-filosofía, permite así dar razón de la Verkörperung, es decir, de la razón por la que los hombres nos insertamos en un sistema de roles y papeles, en un drama (individual y social) mediante el cual tratamos de otorgarnos (y nos es dada) una determinada figura y en virtud del cual formamos parte del mundo, a la vez que este último, paralelamente, toma cuerpo.161 Así, pues, los modos de hablar, gesticular, actuar, expresarse, inventar o proyectar pueden ser entendidos también, y al mismo tiempo, como los componentes esenciales de toda acción política –esto es, del encuentro con los demás y con el potencial ser-otro de sí mismos. Esta situación intrínsecamente teatral, argumenta Plessner, no es sino el material más revelador para una antropología filosóficamente orientada; un material para el que –es útil recordarlo– la teoría de lo viviente desarrollada en Die Stufen des Organischen und der Mensch representa el punto de partida imprescindible. Lo que le interesa especialmente a Plessner de la situación teatral es, pues, su carácter intrínsecamente doble o incluso múltiple, junto con el hecho de que dicha duplicidad o multiplicidad pueda reconocerse encarnada o personificada en una determinada “performance” momentánea, contingente. Si las fórmulas empleadas en su obra de 1928 tienden a cerrar vertical y unívocamente esta cuestión, a través de las categorías de ‘excentricidad’, ‘artificialidad natural’ e ‘inmediatez mediata’, la crítica de los sentidos –y del sentido–, en cambio, intenta aproximarse horizontal y pragmáticamente,

161 La importancia del concepto de ‘Rolle’ es, en la antropología plessneriana, más que evidente. No es una mera casualidad, pues, el hecho de que Plessner haya dedicado varios textos exclusivamente a dicha cuestión, en los que se encuentra una verdadera defensa antropológico-filosófica de la necesidad, para el hombre, de vivir en la distancia, es decir, encarnando un determinado papel (Soziale Rolle und menschliche Natur [1960], en Gesammelte Schriften, Bd. X, págs. 227-240). En otro texto muy importante, Plessner escribió que «la distancia que crea el rol, en la vida familiar o en la profesión, es la digresión [Umweg] que distingue al hombre y que le permite llegar hasta su prójimo, el medium de su inmediatez. Quien quisiera ver en eso una autoalienación [Selbstentfremdung], estaría malentendiendo el modo de ser del hombre, atribuyéndole una posibilidad existencial de la que –a nivel vital– disponen únicamente los demás animales y – a nivel espiritual– únicamente los ángeles. Estos últimos no interpretan ningún papel, pero tampoco los demás animales. Sólo el hombre [...] puede ser un lobo que habita la piel de la oveja o una oveja que habita la piel de un lobo, además de la posibilidad más frecuente, a saber: la de una oveja que habita la piel de una oveja. Los animales y los ángeles no tienen un núcleo ni un envoltorio, son todo de una vez [mit einem Male]. Sólo el hombre se manifiesta como Doppelgänger: hacia fuera, en la figura de su rol, y hacia adentro, privadamente, en tanto sí mismo». ID., Das Problem der Öffentlichkeit und die Idee der Entfremdung (1960), en Gesammelte Schriften, Bd. X, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1985, págs. 211-226, aquí págs. 223-224. Sobre estas cuestiones, véase también ID., Selbsentfremdung, ein anthropologisches Theorem?, op. cit.

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inaugurando toda una serie de preguntas sobre cómo se realiza concretamente el comportamiento humano, considerado en toda su amplitud y multiplicidad, sobre las formas concretas de comprender y otorgar el sentido, que no deben ser estudiadas intentando resolver los enigmas cognitivos acerca de las correspondencias exactas entre la mente y el mundo (cuya mediación recíproca sería garantizada por las informaciones transmitidas por los canales sensoriales), sino observando la praxis corporal-cultural de los seres humanos, es decir, analizando su corporalidad desde un punto de vista “ecológico”, que tiene en cuenta ante todo su inserción en un determinado ambiente. Este tipo de enfoque, además, puede ser ampliado hasta afectar la actividad antropológica misma, que, según Plessner, no debería nunca cristalizar en una mera propuesta de modelos o imágenes abstractas, sino más bien en una reflexión filosóficamente orientada (y esto significa que dicha reflexión no puede olvidarse de la pertenencia del ser humano al mundo orgánico, esto es, a la esfera de lo viviente) sobre qué significa describir y por qué –en general– procuramos configurar determinados modelos sobre lo que hacemos, quiénes somos cuando actuamos, reflexionamos, danzamos o imitamos. Se entiende, entonces, la razón por la cual la situación teatral (junto con su dependencia de las imágenes) resulta, desde el punto de vista plessneriano, tan fundamental.162 En efecto, se trata de un “lugar” circunscrito, donde se pone en escena lo que acontece “fuera”; en dicha situación se produce el desdoblamiento entre el bastidor y el escenario, el escenario y la platea, el mirar y el mirarse, la acción y la contemplación; asimismo, en ese “lugar” se escenifica el juego entre la presencia y la representación, el cuerpo-objeto y el papel, la materia y el significado. Así, pues, si los modelos inducen a olvidar el hecho mismo de ser –ellos también– meras representaciones, o bien si la reflexión suprime cualquier espacio de representación (como ocurriría, incluso en el pensamiento de Plessner, si nos limitáramos a tomar en consideración exclusivamente la bio-filosofía y sus fórmulas necesariamente abstractas), entonces la antropología ya no tendría –literalmente– ningún lugar y los hombres resultaríamos puras imágenes o pura materia, precisamente lo que la propuesta antropológico-filosófica plessneriana, considerada en toda su complejidad, intenta evitar.

162 «A partir de la acción teatral comprendemos la vida humana como incorporación [Verkörperung] de un papel, que resulta posible gracias a una creación de imágenes [Bildentwurf] más o menos estable. [...] La creación de imágenes, en la que el actor llega a encarnar [verkörpern] al hombre en el papel de sí mismo, pone de relieve la dependencia de las imágenes [Bildbedingtheit] de la existencia humana». ID., Zur Anthropologie des Schuaspielers, op. cit., págs. 160, 168.

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CONCLUSIONES

En esta última parte del presente trabajo de investigación nos proponemos tratar esencialmente dos cuestiones. La primera tiene que ver con el alcance y la relevancia de la propuesta antropológico-filosófica de Plessner, a la luz de la complejidad epistemológica y metodológica del saber contemporáneo; en particular, intentaremos mostrar en qué medida su trayectoria intelectual puede ser considerada como una suerte de réplica (ex ante y también ex post) respecto de aquellos ataques anti-humanistas en contra de todo tipo de “antropologismo” que, a lo largo del siglo pasado, fueron lanzados contra cualquier intento de pensar filosóficamente ese peculiar objeto del saber que es el ‘hombre’. En otras palabras, consideramos sumamente oportuno explicar por qué una propuesta como la de Plessner no puede ser interpretada tout court como una enésima “filosofía antropológica”, que aspira a presentar una imagen nítida y bien definida del ‘Hombre’, pero tampoco como un mero análisis de las diferentes epistmeai y de los juegos de poder que producirían cada vez una figura humana distinta, contingente e irrepresentable desde un punto de vista universal, con lo cual el hombre vendría a ser un producto derivado de la acción de una serie de mecanismos impersonales y supraindividuales, acerca de los cuales nunca podría constituirse un discurso de tipo antropológico. En definitiva, nos proponemos mostrar (y justificar) la razón por la cual hemos elegido a Plessner como el emblema de una forma renovada de entender la antropología filosófica en la época actual, sin por ello ocultar las dificultades y los límites intrínsecos a su propia propuesta, que señalaremos puntualmente. La segunda cuestión que queremos tratar en este último apartado se refiere a la posibilidad de elaborar, también (pero no sólo) a partir de Plessner, un aparato conceptual que nos permita hablar de lo humano en términos radicalmente no antropocéntricos, es decir, adecuados a la complejidad y al carácter a-teleológico que caracterizan los distintos saberes contemporáneos. Dicho de otro modo, intentaremos ver en qué sentido sería posible elaborar una serie de recursos simbólicos que den paso a una epistemología capaz de pensar el bios y el logos de forma no dualista, pero tampoco reduccionista. Si lográramos ser convincentes, desde un punto de vista argumentativo y conceptual, en la exposición de estas dos cuestiones, podríamos considerar justificado (y dotado de un cierto sentido) el proyecto de investigación que hemos presentado en el presente escrito y que, a partir del trabajo de tipo genealógico llevado a cabo en el primer capítulo y –en parte–

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también en el segundo, ha desembocado en el análisis detallado de las principales categorías antropológico-filosóficas elaboradas por Plessner, la ‘Exzentrizität’ y la ‘Verkörperung’.

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I. PLESSNER: CONSIDERACIONES FINALES – EL SENTIDO DE LA ANTROPOLOGÍA

FILOSÓFICA

Toda la trayectoria intelectual de Plessner parte de la aceptación de una premisa fundamental, a saber: una vez derrumbada la idea de una antropología como “filosofía primera” –es decir, como aquel discurso capaz de fundamentar la concepción de la realidad en su totalidad–, o bien había que declarar definitivamente muerta la antropología, o bien se intentaba entender qué papel podía tener en relación con la complejidad y especialización alcanzadas por los saberes particulares, con la situación práctico-histórica en la que acontece de facto la vida humana, en la multiplicidad de sus manifestaciones, y en relación con la filosofía misma. En efecto, como hemos intentado argumentar en el primer parágrafo del tercer capítulo, la propuesta plessneriana puede ser entendida como uno de los momentos clave que atestiguan, en la esfera intelectual, la transición del mundo copernicano al mundo post-copernicano. Así, pues, ese mundo cuyas principales directrices empezaron a delinearse a principios del siglo XX (en el que dominarían, por ejemplo, las ideas de fragmentación del saber, estratificación no jerárquica de los planos de realidad y puesta en cuestión de cualquier interpretación teleológica que considere al ser humano como el verdadero motor o fin último de las transformaciones y del progreso, icónicamente representados por ese «plano inclinado» de la modernidad que, según Nietzsche, habría conducido precisamente al «autoempequeñecimiento del hombre») en absoluto podría ser caracterizado, según Plessner, en términos de un macrocosmos ordenado y totalmente inspeccionable, en cuyo centro se halla el microcosmos del hombre. De lo contrario, lo que se obtendría sería una “filosofía antropológica” desprovista de cualquier valor epistemológico: «sería sumamente apresurado, a partir de la peculiar responsabilidad respecto de la vida y del vínculo con un gran número de ciencias, incluso muy diversas entre sí, sacar la conclusión de que ella [la antropología filosófica, ndt] sea el corazón de la filosofía, o su fundamento [...]. No debemos transformarla en una filosofía antropológica (como hizo Feuerbach), o incluso en una antroposofía».1 Paradójicamente, lo que Plessner sostenía, ya desde la publicación de sus primeras obras, a caballo entre los años 20 y los años 30, era que la antropología filosófica tenía la tarea de derribar a ese último ídolo, a esa última máscara que había sido desmitificada mediante el mismo

1 H. PLESSNER, Die Aufgabe der philosophischen Anthropologie, op, cit., pág. 36.

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proceso de auto-interrogación de la razón, es decir, el Hombre. Semejante actitud, dicho sea de paso, no parece corresponderse del todo con la imagen que de las propuestas antropológico-filosóficas del siglo pasado (y de la posibilidad misma de un discurso en torno al hombre) quisieron dar sus críticos más implacables, como Michel Foucault o los componentes de la Escuela de Frankfurt. Dicho de otro modo, si ya no pueden darse instancias trascendentes o externas en virtud de las cuales hallar una presunta identidad del ser humano, entonces esta tarea le corresponderá al hombre mismo, el cual, sin embargo, no puede llevarla a cabo indicando positivamente cuál es su perfil exacto, sino actuando – en cierto sentido– contra sí mismo, es decir, contra el hombre presente, que debe aprender a mirarse con otros ojos. A este propósito, el siguiente fragmento, que demuestra una cierta influencia del ethos kantiano en el trabajo de Plessner, es muy revelador:

«la antropología filosófica, aun guardando cierta distancia respecto de las doctrinas kantianas y aun enfrentándose a una época totalmente distinta, deberá realizar algo que corresponda a las intenciones de la crítica trascendental para la ciencia, la filosofía y la vida: se tratará de una crítica dirigida no tanto hacia la posibilidad de una supuesta ciencia de la trascendencia o el vínculo erróneo de la voluntad con ciertas teorías que no pueden ser averiguadas, sino hacia una amenazante autodeificación del hombre. Kant quería delimitar el saber para dar paso a la fe. Quería poner un freno a la presunción teorética de demostrar algo en tema de libertad, inmortalidad y existencia de Dios [...]. Así, pues, hoy también es necesario rechazar una presunción teorética, que, sin embargo, no tiene que ver con la metafísica, sino con el hombre y con el modo en que él se entrega a sí mismo y a su propio poder, crecido enormemente gracias a los progresos de la ciencia y de la técnica».2

Puede parecer –incluso terminológicamente– harto arriesgado, pero podríamos afirmar que la peculiar actitud de Plessner se caracteriza en términos “anti- antropológicos”, pues rechaza cualquier discurso en torno al hombre de tipo definitorio o clasificatorio, que acabaría cristalizando en una suerte de organigrama cerrado de la condición humana. En otras palabras, la antropología de Plessner, invitando a mirar al hombre con otros ojos, no se apoya en ningún discurso dogmático o escolástico (como muchas veces, a lo largo del siglo pasado, se le ha reprochado): en efecto, la combinación de Exzentrizität y Verkörperung (fórmula estructural y análisis concreto de la praxis corporal-cultural) revela toda la potencialidad teórica del juego entre indeterminación y

2 Ivi, pág. 50

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determinación, así como el hecho de que el ser humano, desde este punto de vista, resulta más bien un concepto diferencial. Precisamente por este motivo, en el último parágrafo del tercer capítulo, hemos tratado de justificar por qué es necesario considerar la noción de ‘Verkörperung’ como una especie de contrapeso teórico frente a la categoría central de la bio-filosofía mediante la cual Plessner intenta describir la situación vital del hombre, es decir, la ‘Exzentrizität’. De lo contrario, terminaríamos convirtiendo su propuesta precisamente en una de esas antropologías que pretenden competir tanto con la filosofía, como con las ciencias, aspirando a ser un sistema doctrinario cerrado que, inevitable y subrepticiamente, acaba universalizando determinadas afirmaciones empíricas y –al mismo tiempo– transformando forzosamente en empíricas ciertas presuposiciones filosóficas. En efecto, si no consideráramos el contrapeso teórico de la ‘Verkörperung’ (que sirve de fundamento para toda una serie de análisis sobre el carácter concreto y performativo de la praxis corporal-cultural), también la antropología filosófica de Plessner correría el riesgo de no distinguirse de esas propuestas que pretenden brindar una imagen demasiado nítida y definida del hombre,3 si bien en su caso se trataría de una imagen en negativo, que mostraría que el ser humano –en virtud de su carácter excéntrico– no puede tener una definición fija o una esencia totalmente determinable. En definitiva, sería sumamente restrictivo pensar que la propuesta teórica de Plessner pueda plasmarse tout court en función de la fórmula estructural de la ‘Exzentrizität’ (que, como cualquier otra fórmula de ese tipo, «no puede tener ningún valor conclusivo-teorético, sino únicamente expositivo- abriente»).4 Así, tal vez, se entiende mejor en qué sentido se puede afirmar, con razón, que dicha propuesta se caracteriza en términos “anti-antropológicos”, pues se trata efectivamente de rechazar la idea según la cual el discurso en torno al hombre puede ser configurado a través de recursos semánticos y simbólicos de tipo jerarquizante y unificador, en una época y en una sociedad estructuradas en base a una diferenciación funcional que ya no puede ser reducida ad unum mediante una estrategia conceptual que trata de unificar armónicamente el macrocosmos con el microcosmos humano. Ahora bien, como hemos señalado al principio de este último apartado, no queremos ocultar, por supuesto, los aspectos problemáticos de la propuesta de Plessner. En efecto, si nuestra intención es la de elegir su antropología como el emblema de una actitud

3 Una crítica bien argumentada contra la tendencia definitoria y esencialista de ciertas antropologías filosóficas del siglo pasado es ofrecida en W. SCHULZ, Philosophie in der veränderten Welt. Dritter Teil: Vergeistigung und Verleiblichung, Neske, Weinsberg 1984, cf., en particular, págs. 457-467. 4 H. PLESSNER, Die Aufgabe der philosophischen Anthropologie, op, cit., pág. 39.

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filosófica que, en la época actual, nos brinda la posibilidad de hablar de lo humano renunciando a cualquier tipo de espejismo de tipo antropocéntrico, también nos parece útil mostrar los límites y las dificultades que presenta su proyecto intelectual, a la hora de evaluar la fuerza y la resistencia de dicha “candidatura”. La hipótesis de fondo plessneriana, como hemos tratado de exponer a lo largo del tercer capítulo de este trabajo, está basada en la categoría de la ‘posicionalidad’, pues es precisamente gracias a ella como puede llevarse a cabo una “lógica de las formas vivientes”, que –en su determinación excéntrica– abarca también la esfera vital del ser humano. Esto significa que la estructura y las leyes de la ‘vitalidad’ tienen un papel fundamental para la existencia humana y, por supuesto, también para todas sus manifestaciones culturales (en sentido amplio). De ahí que la pregunta fundamental de su antropología filosófica sea relativa a cómo debe ser constituido un ser vivo que presenta y reúne en sí todos los aspectos que las distintas ciencias particulares ponen de relieve en sus respectivos ámbitos de investigación. Sin embargo, no se trata de un mero afán de síntesis, sino de comprensión estructural: así, pues, la hipótesis de trabajo de la que parte Plessner no debe ser averiguada científica o empíricamente, sino que debe permitir una comprensión estructural de las razones por las que todos los lados de la forma de vida humana pueden ser considerados de forma unitaria. A este propósito, el esfuerzo de síntesis conceptual de otro antropólogo-filósofo alemán del siglo pasado resulta muy útil:

«una antropología filosófica consolidada desde un punto de vista metodológico puede alcanzar una fundamentación segura si consigue eliminar el carácter casual del punto de partida del análisis; es decir, si –en virtud de un procedimiento empírico, por decirlo así– consigue considerar seriamente y del mismo modo cada una de las manifestaciones de la vida humana [...]. La antropología filosófica parte de un aspecto puntual, tomado como una circunstancia de facto, pero después lo utiliza como un punto de partida para la pregunta decisiva, que la caracteriza, a saber: ¿cómo debe ser constituido, en general, el ser humano, para que dicha manifestación particular, tal y como se da de facto en la vida, pueda ser comprendida como un elemento sensato y necesario de dicha vida?».5

Pues bien, el abanico de las manifestaciones vitales (y, por tanto, también culturales) es tan amplio que la antropología filosófica, por principio, está vinculada a su totalidad: por eso,

5 O. F. BOLLNOW, Das Wesen der Stimmungen (1941), ahora en ID., Schriften, Bd. I, Könighausen & Neumann, Würzburg, 2009, págs. 9-10.

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su indagación no puede alcanzar nunca un resultado conclusivo (un organigrama cerrado de la condición humana). Plessner describió esta situación en los términos de una ‘offene Frage’, una actitud que debe respetar el ‘principio de insondabilidad’ (Unergründlichkeit)6 del modo de ser del hombre, sobre todo en su vinculación a la situación práctico-histórica. Sin duda este gesto teórico le permite rechazar las críticas centradas en la equivalencia (errónea) entre cualquier discurso de tipo antropológico y un enfoque necesariamente esencialista, metafísico y reaccionario. Sin embargo, hemos de ser conscientes de que este proyecto –a la vez ontológico y empírico– encierra algunas dificultades fundamentales, que trataremos de exponer en el próximo párrafo. ¿Cómo es posible describir la lógica del viviente de forma independiente de la conciencia que la observa? Formulada así, esta pregunta tiene un carácter indudablemente retórico, pues la respuesta sería, obviamente, que no es posible. Sin embargo, Plessner afirmó en distintas ocasiones que su proyecto de bio-filosofía no se basa del todo ni en una síntesis de los conocimientos empíricos, ni pertenece del todo al universo de las representaciones de la conciencia: ¿entonces cuál sería su estatuto epistemológico? La mirada fenomenológicamente abierta, mediante la cual Plessner pretende superar este impasse, no logra asegurar un acceso a un presunto nivel intermedio entre lo empírico y lo trascendental, es decir, no es capaz (por explícita admisión de Plessner) de brindar una carga verdaderamente ontológica a las categorías de la bio-filosofía. Asimismo, la “debilidad” ontológica de dichas categorías resulta también evidente si analizamos su mismo contenido: por un lado, se trata de conceptos que no deberían derivar del conocimiento científico, pero, por el otro, es inevitable basarse –terminológica y conceptualmente– en las informaciones que proceden del mundo científico, por ejemplo, a propósito de los caracteres fundamentales de los organismos, puesto que, mediante la sola especulación, no puede decirse nada relevante en torno a la naturaleza. Es verdad que Plessner intenta demostrar dichos caracteres a partir de la idea (obtenida fenomenológicamente) de ‘límite’, pero tampoco así consigue reducir la sensación de estar manejando unos conceptos desprovistos de capacidad fundacional, mediante los cuales sería difícil –si no imposible– acceder a un nivel ontológico primitivo. Lo que parece problemático es, entonces, la superposición de los distintos planos de realidad y de

6 Se trata de un principio formulado y analizado en particular en Macht und menschliche Natur (op. cit., cf. págs. 175-184). No es una mera casualidad, pues, el hecho de que el subtítulo de esa obra sea Ein Versuch zur Anthropologie der geschichtlichen Weltansicht (“Hacia una antropología de la visión histórica del mundo”).

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análisis. Pero ¿es esta una razón suficiente para rechazar in toto ese peculiar tipo de ontología que hemos encontrado en Die Stufen des Organischen und der Mensch? ¿Acaso es posible elaborar una consideración filosófica de la naturaleza exclusivamente como hicieron, por ejemplo, Heidegger o Löwith? Es decir, ¿las únicas referencias posibles, en este ámbito, son lo Abierto (el Geviert), o el ciclo cósmico eterno que contiene, como una de sus posibilidades, ese logos physikos supuestamente inefable a través de las mediaciones lingüísticas de las que dispone el ser humano? ¿Y si, tal vez, fuera posible plantear esta cuestión de forma distinta, como hizo Plessner? Cierto, su propuesta es sin duda menos fascinante o llamativa desde un punto de vista terminológico, puesto que no se apoya en una misteriosa arché o en sugestiones que oscilan entre el caos y la eterna perfección de los ciclos. Pero esta no nos parece una razón suficiente para rechazar la apuesta de Plessner, que consiste en otorgar una autonomía conceptual y teórica fuerte al concepto de naturaleza, analizando sus distintas articulaciones, incluso de forma muy prosaica y, por decirlo así, algo “fría”, e intentando al mismo tiempo poner el acento sobre el entrecruzamiento (Verschränkung) de ese conjunto con la esfera humana, incluyendo hasta sus “performances” más elevadas y abstractas. Por supuesto no queremos sostener que la de Plessner haya sido, a lo largo de siglo pasado, la única forma posible de llevar a cabo una reflexión filosófica sobre la naturaleza.7 En cualquier caso, es preciso señalar que, en nuestra época (dominada por la especialización del saber y por el nivel muy alto de complicación alcanzado por las estructuras físico-matemáticas de las ciencias teóricas y experimentales de la naturaleza), la idea de desarrollar una “ontología de la naturaleza” parece esconder una pretensión, cuando menos, harto nostálgica. En otras palabras, parecería imposible escaparse de la siguiente disyuntiva: o bien se comete la ingenuidad de limitarse a repetir los discursos de las ciencias, banalizando el carácter complejo y sumamente especializado de sus

7 Véase, por ejemplo, M. MERLEAU-PONTY, La Nature. Notes de cours du Collège de France, 1956-1957,

Seuil, Paris, 1995; ID., Résumés de cours. Collège de France, 1952-1960, Gallimard, Paris, 1968; de ésta última obra, cf., en particular, los resúmenes de los cursos de 1956-57 (“Le concept de nature”) y de 1957-58

(“Le concept de nature (suite). L'animalité, le corps humain, passage à la culture”). Véase también H.

JONAS, Das Prinzip Leben. Ansätze zu einer philosophischen Biologie, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1997, trad. esp. de J. Mardomingo, El principio de la vida. Hacia una biología filosófica, Trotta, Madrid, 2000. Esta obra fue publicada primero en inglés (The phenomenon of life. Toward philosophical biology, Harper and Row, New York, 1966) y, pocos años después, en alemán, con un título distinto respecto de la edición actual de Suhrkamp (Organismus und Freiheit. Ansatze zu einerphilosophischen Biologie, Vandenhoechk & Ruprecht, Gottingen 1973).

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construcciones, o bien se corre el riesgo de “esencializar” estas últimas, perdiendo de vista el carácter dinámico y cambiante de la estructura de fondo que caracteriza, por ejemplo, el mundo orgánico. Ahora bien, se trata ciertamente de observaciones que tienen un fundamento; sin embargo, la gran atención que Plessner dedica al tema de la historicidad, también en conexión con la idea misma de ‘naturaleza’, le permite replicar de modo bastante original a las críticas antes mencionadas. En efecto, como hemos recordado en distintos lugares del presente trabajo, la historicidad (el conjunto de las transformaciones históricas) no tiene que ver exclusivamente con las vicisitudes humanas, sino también con lo que, en general e intuitivamente, consideramos cono natural. Dicho de otra forma, y sobre todo en relación con la modalidad en la que el hombre interviene en ella, una naturaleza originaria, inmutable o primigenia, tal vez nunca existió. Por lo tanto, tampoco puede existir una relación constante, primitiva o pura con sus objetos, como si estos últimos no fueron los protagonistas de una serie de transformaciones incesantes, que, a su vez, ejercen una suerte de reverberación en el sujeto que “contempla” dichos objetos. A este propósito, el asalto plessneriano a la ontología dualista cartesiana y su propuesta de centrar el discurso en el concepto de límite como traspaso continuo y lugar de realización del contacto entre el viviente y su “afuera” (que es considerado ante todo como una parte esencial de un ciclo vital que se interrumpe sólo en el momento en que la vida, por decirlo así, cesa de existir), resultan determinantes y contribuyen a “compensar” la debilidad ontológica de las categorías de su bio-filosofía, así como sus posibles incongruencias metodológicas. Dichas dificultades, entonces, podrían ser consideradas como el reflejo inevitable de un intento quizás no muy frecuente, pero sin duda valioso desde un punto de vista filosófico, de pensar la naturaleza y lo viviente de forma no especulativa, aunque sin reducir tampoco sus caracteres fundamentales a lo que nos explican las ciencias particulares y sin olvidar la conciencia contemporánea de la historicidad, que, por otra parte, no habría de llevar a una historización o culturalización total de sus manifestaciones. Pues bien, como hemos puesto de relieve en el capítulo precedente, Plessner acuñó una expresión muy útil para visualizar icónicamente dicha situación, a saber: la artificialidad natural. En definitiva, podemos afirmar que la propuesta bio-filosófica y antropológico- filosófica de Plessner, justamente a la luz de sus incongruencias metodológicas y de su “fragilidad” ontológica, que no son sino el reflejo de la inevitable superposición y con- fusión de planos de realidad que caracteriza el mundo contemporáneo, deberían representar un desafío teórico y conceptual para todos lo que quieran elaborar una ontología o una antropología de tipo no existencial-hermenéutico, es decir, para quienes pretendan tratar

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filosóficamente la cuestión de la naturaleza (de la vida y de la peculiar forma de vida que es el ser humano) en una época, como la nuestra, en la que no es posible deshacerse del principio de conciencia, de la historicidad o de los avances cada vez más asombrosos de las ciencias. En otras palabras, las dificultades y las incongruencias son, en nuestra opinión, menos relevantes, comparadas con las intenciones de fondo que animan y vertebran un proyecto intelectual como el de Plessner. Nuestro personal apoyo a la propuesta plessneriana se basa, entre otras cosas, en el hecho de que, a partir de la eclosión del progreso vertiginoso de las ciencias (naturales y sociales), que podemos ubicar temporalmente en la segunda mitad del siglo XIX, la filosofía ha brindado, en varias ocasiones, soluciones “reaccionarias”, que a menudo parecían centrarse en la creación de “islas teóricas” supuestamente capaces de justificar la necesidad de una mirada que no estuviese “contaminada” por los mecanismos objetivantes y reduccionistas propios de los saberes particulares. Así, pues, la filosofía, cuando no ha entendido su tarea en los términos de una aclaración o denuncia del carácter histórica, cultural o incluso políticamente determinado de dichos mecanismos, ha intentado a menudo luchar a favor de una identidad teórica autónoma e independiente respecto de los demás saberes, bajo el signo de la ofensiva de Heidegger en contra del presunto olvido de la diferencia ontológica. Lo más “elemental”, los rasgos somáticos mediante los que el hombre está presente en el mundo y el mundo se le hace presente; nacer, reproducirse, enfermar, morir; el cuerpo, lo que está simplemente-presente (vorhanden): un análisis de todos estos aspectos fue precisamente, a lo largo del siglo pasado, lo que la filosofía – excepciones a parte– no supo brindar, a causa de la dificultad de aceptar el simple hecho de que hasta la existencia humana no es sino una de las formas posibles (y casuales) de manifestación del viviente. Así, pues, el gesto teórico de Plessner, ya a partir de su primer gran obra de 1928, consiste en vincular el peculiar modo de ser del hombre con su propio cuerpo, dentro y fuera del que él conduce su existencia: sólo así, argumenta el autor de Die Stufen des Organischen und der Mensch, es posible ver en el cuerpo algo más respecto de ese objeto que, según varios protagonistas de la filosofía del siglo pasado, es preciso dejar en manos de la biología, obteniendo a cambio el nihil obstat para apropiarse de un enigmático nivel ontológico superior que correspondería a una existencia presuntamente separada del nivel óntico. Sin embargo, no tiene sentido hablar de facticidad, si previamente hemos renunciado a tratar filosóficamente lo más “elemental”, esto es, todo lo que caracteriza al hombre en tanto que ser vivo dotado de un tipo peculiar de relación con su propio cuerpo. Un texto de Plessner, publicado en 1973, nos brinda una síntesis muy

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eficaz de este punto de partida (metodológico y a la vez epistemológico) para la reflexión filosófica:

«Sólo lo que vive puede existir, a cualquier nivel posible. Rechazar este presupuesto y pretender fundar la vida en una de sus posibilidades –es decir, en el existir– significa considerar la pregunta del hombre por el hombre, en virtud de dicha autorreferencialidad, como la única vía posible para una antropología desde el punto de vista filosófico. Pero también es posible partir de los caracteres esenciales de la vitalidad [Lebendigkeit], permaneciendo en el ámbito de la vida y empezar, por decirlo así, desde abajo [...]. ¿La dimensión de la existencia está simplemente apoyada sobre la vida física, vinculada al cuerpo? Así creyeron muchas tradiciones filosóficas [...]. Pero la pregunta debería ser: ¿cuáles son las condiciones necesarias para que la dimensión de la existencia pueda fundarse a partir de la dimensión de la vida? [...] La tesis, por tanto, será la siguiente: la vida encierra [birgt], como una de sus posibilidades, la existencia».8

La ventaja que ofrece la propuesta plessneriana es, entonces, la de no perder de vista el nivel filosófico de la reflexión, pero sin alejarse de ese ámbito “elemental”, el de lo que simplemente vive, a menudo olvidado por el canon filosófico del siglo XX: la naturaleza, los sentidos, los gestos, la imitación, la risa y el llanto, la sonrisa, el juego, o también las distintas modalidades (familiar, social, política, etc.) de la Verkörperung. Analizando la amplia producción de Plessner, encontramos así una verdadera cartografía del hombre, de su “provincia” y su “centro”, cristalizada en una Beobachtungslehre mucho más organizada y estructurada que la de Kant, y que además intenta adaptarse al incremento cualitativo y cuantitativo de los resultados de las ciencias particulares. Una cartografía cuyo lema, añadimos nosotros, podría ser el siguiente: la vida –o la existencia– se da sólo en la superficie. En efecto, como hemos recordado en el primer capítulo de este trabajo, el ámbito privilegiado de la antropología, ya desde sus comienzos en cuanto actitud epistémica “autónoma”,9 vino a ser lo exterior, lo superficial. La Beobachtung resultó fundamental ya a partir de las grandes expediciones y de los viajes de exploración

8 H. PLESSNER, Der Aussagewert einer Philosophischer Anthropologie (1973), op. cit., págs. 388-390. 9 En los parágrafos I y II del primer capítulo, hemos insistido ampliamente en el carácter peculiar de la “autonomía” disciplinar de la antropología, mostrando que no siempre se puede hablar de una verdadera disciplina dotada de herramientas metodológicas y epistemológicas perfectamente configuradas, sino más bien de la cristalización en una cierta actitud epistémica de determinadas tendencias pertenecientes a la eclosión de la “configuración antropológica del saber”.

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que caracterizaron el comienzo de la Neuzeit, y tiene un papel muy importante en el estudio de las formas naturales, de la anatomía (humana y no humana), así como de las costumbres, los hábitos y las tradiciones. Pues bien, fue precisamente en el momento en que la antropología (que, en tanto que ámbito epistémico, en la culminación de la Neuzeit, llegó incluso a pretender sustituir la filosofía, puesto que todo parecía poder reconducirse al hombre) perdió el trasfondo que la originó, es decir, el mundo a medida del hombre, cuando intentó recuperar su carácter más bien filosófico, volviendo a tomar posesión de los temas y las cuestiones que, de forma más o menos latente, siempre han caracterizado su historia, reclamando así los derechos de la superficie. Plessner representa, a nuestro juicio, uno de los ejemplos más interesantes y sugestivos de ese cambio de perspectiva, mediante el cual puede desarrollarse una reflexión sobre el cuerpo, la presencia y el presente del hombre (y sobre otros aspectos superficiales y cotidianos, a menudo olvidados –o deliberadamente “enmendados”– por el canon filosófico del siglo XX). Una reflexión que, a fin de evitar hacer un uso desmesurado o subrepticio de fórmulas estructurales o de imágenes paradigmáticas que aspiran a recuperar un quid de universalidad que resulta ineludiblemente perdido, debe –a todos los efectos– tener (un) lugar. En otras palabras, la propuesta antropológico-filosófica de Plessner (si no cometemos el error de aislar conceptualmente la noción de ‘Exzentrizität’, olvidándonos de la ‘Verkörperung’) es la que encarna mejor el ocaso de toda antropología normativa, la que, sobre todo gracias a la fundamentación desarrollada en Macht und menschliche Natur, ha sabido adaptarse a la necesidad de descentrarse respecto del discurso tradicional sobre el ‘Hombre’, tácitamente entendido como un individuo aislado, varón y europeo. No es una mera casualidad, pues, el hecho de que la trayectoria intelectual plessneriana sea la que más parece adaptarse a las propuestas contemporáneas que, sobre todo en ámbito alemán, intentan reactivar todo el potencial de la mirada antropológico-filosófica (es decir, de una antropología que se instale en el entrecruzamiento –Verschränkung– entre el análisis fisiológico-biológico y los estudios culturales). Ya hemos mencionado, en el tercer capítulo, el caso del “Interdisziplinäres Zentrum für Historische Anthropologie” de la Freie Universität de Berlín, pero también podríamos aludir a una obra colectiva publicada en Alemania en los años 90, que, en nuestra opinión, sigue siendo de gran actualidad; en ella leemos que «la pregunta por el hombre pone de relieve la contraposición respecto de ese modo de proceder racionalista que pretende aislar un aspecto particular del ser humano, considerándolo esencial [...]. La antropología, en todas sus variantes, se distingue por su caracterización sumamente antidualista, que se reconoce ya en los intentos de mediación

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entre res cogitans y res extensa en las antropologías médicas del siglo XVIII o en el materialismo de Feuerbach, hasta llegar a la teoría antropobiológica de la acción de Gehlen y a los principios hermenéuticos de Plessner. La oposición a la cosificación, típica de la filosofía de la conciencia, [...] paulatinamente, fue sustituida por la atención por lo que, en el hombre, es material [...], lo cual puede entenderse de forma distinta: o bien desde el punto de vista del observador (biología, fisiología, comportamiento), o bien en la perspectiva de la vivencia en primera persona (es decir, el entrecruzamiento psicosomático)».10 Dicho de otra forma, la antropología filosófica de Plessner puede ser considerada como el punto de partida teórico y conceptual para toda una serie de análisis concretos, por ejemplo sobre las condiciones biológicas de la acción, de la identidad o del conocimiento, pero también sobre las relaciones de tipo semiótico que se dan entre el Körper y el Leib, cristalizadas en los ámbitos de las diferencias sexuales, de la familia, del imaginario o de la gestualidad. Así, pues, tal vez no sería del todo equivocado equiparar este tipo de actitud antropológica con una ciencia de los residuos, es decir, con un ámbito de conocimiento que recoge aquellos temas y cuestiones que, tradicionalmente, la filosofía tiende a pasar por alto, considerándolos como meros epifenómenos de estructuras (epistemai o juegos de poder) que los determinan histórica, cultural y políticamente. En definitiva, lejos de querer establecer un paralelismo improvisado entre la antropología cultural y la actitud antropológico-filosófica que hemos estudiado en el presente trabajo, podríamos coincidir con lo que Clyde Kluckhohn dijo acerca de la primera, que describió como una «ciencia de los residuos [science of leftovers]»,11 o también con Lévi-Strauss, el cual, durante una conferencia celebrada en Estados Unidos, afirmó que los antropólogos son los «traperos de la historia», que indagan y exploran «sus cubos de basura».12 Unas expresiones (sin duda muy icásticas) que se adaptarían perfectamente también a la actitud antropológico-filosófica desarrollada por primera vez (en su configuración contemporánea, es decir, “post-copernicana”) por Plessner, el cual podría ser considerado como un pensador que, durante toda su trayectoria intelectual, se ha colocado al margen de los grandes simposios filosóficos del siglo pasado, interesándose, en cambio, por sus residuos.

10 A. BARKHAUS, M. MAYER, N. ROUGHLEY, D. THÜRNAU (Hg.), Identität, Leiblichkeit, Normativität. Neue Horizonte anthropologischen Denkens, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1996, págs. 15-16. 11 C. KLUCKHOHN, Mirror for man. The relation of anthropology to modern life, Whittlesey House, New York, 1949, trad. esp. de T. Ortiz, Antropología, FCE, México, 19742, pág. 14, cursiva mía. 12 C. LÉVI-STRAUSS, D. ERIBON, De prés et de loin, Odile Jacob, Paris, 1988, trad. esp. de M. Armiño, De cerca y de lejos, Alianza, Madrid, 1990, pág. 168.

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II. BIOS Y LOGOS. LA ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA COMO APERTURA HACIA UNA

EPISTEMOLOGÍA FILOSÓFICA ACTUAL – Y VICEVERSA

¿Qué es lo que queda de lo humano, cuando este concepto remite a una realidad fragmentada y filtrada a través de un caleidoscopio cada vez más complicado? La época post-copernicana, tan bien simbolizada por la metáfora del matorral, renunció (no sin cierta resistencia, sobre todo por parte de la filosofía) a otorgar al concepto de lo humano una consistencia sólida y granítica, optando por imágenes que evocan el caso y el caos, la fragmentación, la multiplicidad y la superposición de los planos de realidad. La palabra ‘humano’, pues, ya no se refiere a una realidad inmóvil, inequívoca y nítida, es decir, cesa de ser una garantía absoluta de univocidad: el significante ya no está unívocamente relacionado con el significado y, asimismo, ningún juicio en torno a lo humano puede aspirar a ser, en sí, apodíctico. Efectivamente, el idioma de la época post-copernicana ha perdido su carácter consolador, que caracterizaba aquellos discursos que pretendían exorcizar lo desconocido a través de un proceso de domesticación y de transferencia de lo ignoto en las regiones de lo conocido, de lo que es posible dominar en cuanto previamente ya domesticado. Sería suficiente referirse, por ejemplo, al idioma de la biología contemporánea, del cual la bio-filosofía de Plessner es sólo un reflejo parcial y –sería contraproducente negarlo– todavía sometido a un intento de domesticación, tal vez no de corte metafísico o antropocéntrico, pero cuya presencia, en el pensamiento plessneriano, no debería ser ocultada. También nos podríamos referir al idioma de la técnica, o al de la complejidad alcanzada por las sociedades contemporáneas: en cualquier caso, se trata de un idioma incapaz de hacerse mito, narración, que no permite fabricar unos esquemas de repetición, dentro de los cuales insertar y asimilar los potenciales traumas que implica toda aparición de lo nuevo y de lo inesperado. La “pérdida de la experiencia” (a la cual aludíamos al principio del tercer capítulo) resulta, en la fragmentación de los idiomas de la contemporaneidad, cada vez más patente, pues muy a menudo es imposible no darse cuenta de hasta qué punto el significante se burla del significado, y tenemos así la sensación de estar manejando palabras “huecas”. Así, pues, el imaginario colectivo pierde su capacidad de reaccionar frente a las situaciones de crisis, es decir, la palabra pierde su

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función mítica: «el mito es la palabra de la crisis, palabra que detiene y configura»,13 que resuelve el estado de crisis, posibilitando así la creación de lo nuevo. Si la palabra ‘hombre’ ya no puede hacerse cargo de resolver la crisis y desbloquear así la acción y la producción de sentido, no queda más remedio que aceptar la pérdida de su estatuto metafísico, sólido y estable, reconociendo que la única forma posible de “encasillamiento”, en este caso, es la que se refiere al carácter procesual y dinámico de los seres vivos y –a fortiori– también del ser humano, entendidos como constante autopoiesis, por decirlo en palabras de los biólogos chilenos Humberto Maturana y Francisco Varela.14 El hombre, así, lejos de ser clasificado mediante una lógica dualista, dominada por la idea de escisión y aislamiento fomentada durante mucho tiempo por la tradición filosófica, deja de ser entendido como algo persistente e inmutable; el concepto plessneriano de ‘límite’ (y de realización del ‘límite’) es muy evocador, a este propósito, pues revela toda la potencialidad de la imagen de la construcción de la identidad a través de la “contaminación” con lo otro, esto es, en virtud de la relación incesante del viviente con el entorno. El límite, además, puede considerarse como el eje conceptual capaz de representar mejor la dinámica (que caracteriza el viviente en general, pero que resulta especialmente pertinente en el caso del ser humano) de la oscilación entre la delimitación impuesta por las normas que subyacen a la organización vital y la apertura hacia la creación de nuevas formas vitales, que, en el caso del ser humano, pueden ser incluso de tipo cultural. Podríamos afirmar que la reflexión metafísica occidental siempre estuvo basada en dos vertientes principales, a saber: la búsqueda de un fundamento, de una arché, y la instauración (o reconocimiento) de un telos, es decir, de un fin último capaz de otorgar un sentido al obrar humano. Ahora bien, la convicción de fondo que nos ha guiado en la ideación del recorrido teórico-conceptual del presente trabajo de investigación es que si una meditación sobre la lógica de lo viviente (una bio-filosofía), consciente de la imposibilidad de remitir a una “justificación última”, es decir, a un definitivum, aspira a hablar de lo humano, entonces dicha meditación tendrá que renunciar ab initio a toda herramienta teórica de tipo teleológico y, al mismo tiempo, deberá renunciar a expresarse en términos de ‘origen’ o ‘fundamento’, ni siquiera material (biológico, físico-químico). Por supuesto, cualquier forma de vida tiene su propia base biológico-material, pero el

13 E. DE MARTINO, Storia e metastoria. I fondamenti di una teoria del sacro, a cura di M. Massenzio, Argo, Lecce, 1995, pág. 144. 14 Véase, en particular, H. MATURANA, F. VARELA, De máquinas y seres vivos, op. cit., págs. 68 y sigs.

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enfoque epistemológico resultaría demasiado restrictivo si dicha base material fuera su punto de partida imprescindible, esto es, su fundamento ultimo. En la oposición a este enfoque epistemológico restrictivo insistió mucho Plessner, pero también, por ejemplo, los biólogos chilenos antes mencionados, Humberto Maturana y Francisco Varela. De hecho, el siguiente fragmento, en su estructura argumentativa de fondo, podría ser utilizado para avalar la posición de Plessner y, además, nos parece sumamente revelador respecto de la actitud que debería mostrar una epistemología filosófica que pretenda tener voz en el complicado panorama científico e intelectual contemporáneo:

«La evolución es un proceso conservador. Cuando uno habla de los seres vivos, y de la diversidad de los seres vivos, y piensa en la explicación evolutiva que propone un ancestro común para todos ellos, uno se maravilla con los cambios que han tenido que ocurrir desde el origen de los seres vivos hasta el presente. Esta maravilla, sin embargo, no debe ocultarnos lo fundamental que es para que tal historia se produzca, la conservación de lo nuevo en la conservación de lo viejo. La biología ha puesto su mirada en la genética y en la herencia para explicar esta conservación, asimilando cada carácter o rasgo señalable en los seres vivos a un determinante molecular en los ácidos nucléicos. Así, para la biología moderna, la especie aparece definida como una configuración genética. [...] Yo pienso diferente. Yo pienso que lo que define a una especie es un modo de vida, una configuración de relaciones cambiantes entre organismo y medio que comienza con la concepción del organismo y termina con su muerte, y que se conserva generación tras generación como un fenotipo ontogénico, como un modo de vivir en un medio, y no como una configuración genética particular».15

Así, pues, si consideramos el caso del ser humano, esa falta de fundamento (que, según Plessner, se entiende perfectamente si pensamos que el carácter excéntrico de la forma de vida humana se refiere al hecho de que su verdadero centro no es sino el trámite mismo de la relación del hombre consigo mismo y con el ambiente circundante) parece aún más evidente, ya que, incluso empleando las categorías tradicionales de ‘naturaleza’ y ‘cultura’ (a través de las cuales se siguen divulgando la mayoría de las teorías reduccionistas sobre el presunto origen del hombre), obtendríamos un entrecruzamiento –Verschränkung– que no permite establecer, desde un punto de vista lógico-ontológico, un verdadero prius. Tomemos el ejemplo del fenómeno del lenguaje: por un lado, es posible decir que no tiene sede en el cerebro, puesto que el desarrollo de la facultad de lenguaje acontece

15 H. MATURANA, Emociones y lenguaje en educación y política, CED, Santiago de Chile, 1990, págs. 20-21.

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socialmente; por el otro, sin embargo, no podríamos ni siquiera discurrir en torno al lenguaje sin referirnos a la estructura anatómica y a los mecanismos físico-químicos que representan su sustrato material y que podemos apreciar, esencialmente, en el cerebro. Pues bien, de lo que se trata es de superar la lógica bivalente y lineal que nos hace preguntar: ¿cuál –de esos dos– es el aspecto prioritario, esto es, el que viene antes? Plantear la posibilidad de una epistemología que consienta elaborar una antropología filosófica coherente con la estructura actual del saber significa precisamente abandonar ese tipo de lógica que postula la existencia de un origen desde el cual acontece todo movimiento y en virtud del cual el movimiento se perpetúa según la dinámica linear de un progreso continuo, en el cual la oposición de “A” y “B” produce, por decirlo así, la emergencia de “C” en tanto que producto más elevado que los dos que lo preceden. La introducción del principio de circularidad en la organización del viviente,16 pues, permite deshacerse de la lógica de tipo lineal y jerárquica (que, desde un punto de vista del análisis semántico-social, Luhmann describió también como estratificatoria) y, de este modo, es posible pensar “A” y “B” dentro de un sistema regido por la lógica del feedback, según la cual “A” produce “B”, pero también viceversa, y los outputs se convierten en inputs disponibles para nuevos procesos. La paradoja lingüística empleada por Plessner en la segunda ley antropológica fundamental, pese a su falta de concreción y al peligro de ser transformada en una fórmula estructural vacía, tal vez sí da en el clavo, en este caso: en efecto, podríamos afirmar que con la ley de la artificialidad natural se consigue expresar esa circularidad ineludible, esa Verschränkung entre niveles y planos que, en el caso del ser humano, no pueden ser pensados separadamente, so pena de volver a caer en el carácter lineal típico de la reflexión filosófico-metafísica que busca hallar una determinada arché, es decir, un principio ontológico capaz de representar «das Letzte» (o das Erste), la causa última de todo, de tipo biológico-natural o cultural-artificial. Volviendo al ejemplo del fenómeno del lenguaje humano, según esa lógica circular de la Verschränkung, la

16 De hecho Plessner fue uno de los primeros pensadores del siglo pasado en darse cuenta de la importancia (ante todo para una reflexión filosófica sobre la naturaleza y el hombre) de la introducción de ese principio, que en la elaboración de Die Stufen des Organischen und der Mensch correspondería a la función de realización del límite, es decir, del atravesamiento constante (hacia fuera –«über ihn hinaus»– y hacia dentro –«ihm entgegen») de esa zona liminar que representa el encuentro entre el viviente y el ambiente. En cualquier caso, los estudiosos que han contribuido más a desarrollar el principio de circularidad del viviente, gracias a la noción de ‘autopoiesis’, son sin duda Maturana y Varela.

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temporalización que pretende establecer un prius lógico-ontológico entre el factor cultural y el factor anatómico y bio-químico, simplemente no tiene sentido.17 La idea de circularidad (o feedback) permite efectuar un gesto doble, cuya urgencia y necesidad Plessner reivindica ya a partir de su obra de 1928: por un lado, es posible romper con aquella retórica humanista que atribuye al hombre, todavía en pleno siglo XX, una misteriosa y milagrosa esencia cultural (el Neinsagerkönner de Scheler, el Hirt des Seins de Heidegger, el animal symbolicum de Cassirer, etc.), considerándolo, en cambio, en el ámbito de su ineludible continuidad con la organización del viviente; por el otro, al mismo tiempo, dicha idea permite reconocer la peculiaridad de la forma de organización vital del ser humano, que resulta evidente si analizamos el carácter intrínsecamente creativo y generativo del lenguaje y de la praxis humana, pero que no puede adscribirse a una presunta esencia cultural, aislada del ámbito de su organización vital.18 Una peculiaridad que Plessner intenta reconocer a través de la mirada fenomenológicamente abierta en cuanto a su forma estructural, y mediante el análisis de la praxis corporal- cultural en cuanto a su realización concreta y cotidiana. De ese modo, la imagen de la línea

17 A propósito de la cuestión de la complejidad y de la superación de una “onto-lógica” de tipo lineal, puede ser sumamente útil la lectura de B. LATOUR, Nous n’avons jamais été modernes. Essai d’anthropologie symétrique, La Découverte, Paris, 1991, trad. esp. de V. Goldstein, Nunca fuimos modernos. Ensayo de antropología simétrica, Siglo XXI, Buenos Aires, 2007. En ese libro, el filósofo francés argumenta en favor de la necesidad de pensar en otra temporalidad, que no esté tan vinculada (como lo es la temporalidad moderna) a una idea lineal del tiempo, que se configura a través de la sucesión de rupturas radicales que dan paso a la llegada de algo totalmente nuevo, capaz de suplantar lo que había antes. Supongamos, en cambio, argumenta Bruno Latour, que «reagrupáramos los elementos contemporáneos a lo largo de una espiral y no de una línea. Realmente tenemos un futuro y un pasado, pero el futuro tiene la forma de un círculo en expansión en todas las direcciones y el pasado no está superado, sino retomado, repetido, rodeado, protegido, recombinado, reinterpretado y rehecho». Estas palabras de Latour podrían ser consideradas, en nuestra opinión, una perfecta variación conceptual sobre el tema de la Verschränkung y de la lógica del feedback, que resulta sumamente útil a la hora de describir, por ejemplo, el fenómeno del lenguaje humano. Ivi, págs. 112-113. 18 En el Prefacio a la segunda edición de Die Stufen des Organischen und der Mensch (publicada en 1965), Plessner arremetió contra Heidegger y sus herederos existencialistas o hermeneutas, sosteniendo que «el análisis de una existencia flotante en el aire [freischwebenden Existenz] no se corresponde con ningún hecho biológico [...]. Por lo tanto, no hay ninguna vía que conduce de Heidegger a la antropología filosófica, antes o después de la “Kehre”». Por el contrario, «si estamos convencidos de la imposibilidad de una dimensión de existencia flotante en el aire, entonces se nos hace patente la necesidad de su fundamentación. ¿Cómo aparece y qué fuerza posee? ¿Hasta qué punto es profunda su relación con el cuerpo?». ST, pág. XIV. Se trata de un verdadero manifiesto programático del modus procedendi de Plessner.

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recta (que pretende establecer un prius lógico-ontológico entre la organización vital y el desarrollo de la praxis corporal-cultural o lingüística) puede ser sustituida por la imagen de la espiral o por la imagen del strange loop, propuesta por el filósofo norteamericano Douglas R. Hofstadter. Así, pues, el carácter procesual de los sistemas, lejos de seguir una trayectoria lineal, implica la necesidad de la paradoja, que impide establecer el punto inicial y el punto final de una trayectoria: «el fenómeno del ‘Bucle Extraño’ ocurre cada vez que, habiendo hecho hacia arriba (o hacia abajo) un movimiento a través de los niveles de un sistema jerárquico dado, nos encontramos inopinadamente de vuelta en el punto de partida».19 En lugar de la representación fiel e inequívoca de tipo naturalista, tendríamos, entonces, las visiones de Escher, en las que los espacios geométricos perfectamente reproducidos ponen en dificultad al observador, que difícilmente es capaz de distinguir los límites entre una figura y otra o de determinar claramente la diferencia entre el interior y el exterior (piénsese en la fórmula plessneriana de la indiferencia psico-física), el arriba y el abajo: en definitiva, entre el observador y lo observado.20 Los dibujos de Escher son la perfecta representación gráfica de la circularidad de la autorreferencia, así como de la paradoja de un observador que está ineludiblemente vinculado a su propio dominio cognoscitivo, que, por tanto, nunca puede ser abandonado en aras de un presunto punto de vista neutral; por eso podríamos afirmar que la ontología de la naturaleza de Plessner, junto con su fenomenología, no podía aspirar a deshacerse de su propia fragilidad ontológica y de sus dificultades metodológicas. En cualquier caso, tal y como nos sugieren los dibujos de Escher, lo más importante es subrayar la imposibilidad de cristalizar, inmovilizar y “esencializar” la variedad de lo real y del viviente en fórmulas que tienen un valor

19 D. R. HOFSTADTER, Gödel, Escher, Bach. An eternal golden braid, Basic Books, New York, 1979, trad. esp. de M. A. Usabiaga, A. López Roussean, Gödel, Escher, Bach. Un eterno y grácil bucle, Tusquets, Barcelona, 1987, pág. 12. Efectivamente, «¿qué otra cosa es un bucle sino una manera de representar de manera finita un proceso interminable?», pág. 17. 20 A este propósito, es muy interesante lo que dicen Maturana y Varela en las consideraciones finales de otra de sus obras: «Conocer el conocer no se arma como un árbol con un punto de partida sólido que crece gradualmente hasta agotar todo lo que hay que conocer. Se parece más bien a la situación del muchacho en la “Galería de los cuadros” de Escher. El cuadro que mira, gradual e imperceptiblemente, se transforma en... ¡la ciudad en la que se halla la galería de cuadros! No sabemos dónde ubicar el punto de partida: ¿fuera, dentro? ¿La ciudad, la mente del muchacho? El reconocimiento de esta circularidad cognoscitiva, sin embargo, no costituye un problema para la comprensión del fenómeno del conocer, sino que de hecho funda el punto de partida que permite su explicación científica». H. MATURANA, F. VARELA, El árbol del conocimiento, op. cit., pág. 162.

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«conclusivo-teorético», como recordaba Plessner. Las figuras de Escher, en efecto, son el resultado de la diferencia y de la contaminación, y los márgenes entre dos formas adyacentes no son sino el fruto de la mutación y de la reconfiguración constante, esto es, de la contaminación con la alteridad. Lo mismo ocurre en la dinámica del feedback, que desarrolla de forma recursiva la contaminación entre los inputs y los outputs, o también entre la figura y el trasfondo (la praxis corporal-cultural y las leyes físicas y bio-químicas que rigen la organización vital), que pueden intercambiar sus papeles sin perder su especificidad ontológica.21 A este propósito, la noción plessneriana de ‘Verkörperung’ resulta, en nuestra opinión, decisiva, pues encarna a la perfección las ideas de recombinación, reconfiguración y contaminación entre planos que pueden ser pensados abstractamente como distintos, pero que, en la cotidianidad en la que podemos observar (a pesar de las limitaciones intrínsecas a nuestra forma de observar) la multiplicidad de las manifestaciones de lo humano, no son en absoluto separables. Como decía Plessner en relación con los sentidos, en innegable que se trata de un ámbito de investigación para el que es imprescindible el punto de vista anatómico, neuro-fisiológico y bio-químico; sin embargo, a través de los sentidos entramos también en contacto con cualidades que no son físicamente determinables y que tienen que ver con el conjunto de comportamientos del hombre respecto de un ambiente –su enfoque, dicho de otro modo, es siempre ecológico: nuestra percepción depende siempre de la interacción con un determinado ambiente. Lo recordábamos también en el tercer capítulo: «como simple modalidad de la existencia, los sentidos no nos revelan su secreto. Sólo en el trabajo con y sobre ellos, nos muestran lo que pueden hacer y lo que les es negado».22 De nuevo, la organización vital y la praxis corporal-cultural se condicionan recíprocamente y, desde el punto de vista de una epistemología y una antropología filosófica actuales, resultan inescindibles: así, pues, la imagen de la circularidad o del feedback nos muestra todo su potencial hermenéutico. Nos acercamos ya a la conclusión del presente trabajo. Es necesario, por lo tanto, proponer algunas consideraciones finales sobre el nexo que, en nuestro opinión, debe establecerse entre una forma actual de antropología filosófica y una epistemología capaz de salvaguardar el carácter filosófico de la reflexión en torno a las cuestiones teóricas más

21 Sobre la cuestión de la hibridación y de lo monstruoso, además de la referencia a los trabajos (ya “clásicos”) de Donna Haraway, es muy recomendable la lectura de una obra (publicada el mismo año en que apareció el célebre A Cyborg Manifesto de Haraway) de un filósofo italiano no muy conocido, que falleció en enero de 2013: A. CARONIA, Il cyborg. Saggio sull’uomo artificiale (1985), Shake Edizioni, Milano, 2008. 22 H. PLESSNER., Anthropologie der Sinne, op. cit., pág. 393.

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acuciantes relativas al concepto (intrínsecamente polisémico) de ‘hombre’. Lo que nos parece muy importante traer a colación, en estas últimas páginas, es la cuestión del sujeto- observador, es decir, del punto de observación desde el cual es posible, a todos los efectos, proponer una concepción filosófica de lo que somos. Pues bien, en primer lugar, una forma renovada de antropología filosófica, adecuada a la complejidad de nuestro tiempo, tiene que vérselas con la herida que, por lo menos a partir de la labor de deconstrucción llevada a cabo por Marx, Nietzsche o Freud, caracteriza lo que queda de la categoría fundacional de la modernidad, es decir, el sujeto autoconciente y dueño de sí mismo, de sus representaciones y de sus obras. La historia de la filosofía crítica del último siglo nos ha mostrado –con abundancia de ejemplos y materiales– que el sujeto ya no puede ser considerado como una organización armónica, como el garante de la verdad, y que la conciencia racional es sólo uno de los territorios (ni siquiera el más amplio) de las numerosas “regiones” que habita el ser humano. El horizonte en el que nos colocamos hoy día es, por tanto, el reflejo de la variedad, del polimorfismo y de la polisemia que caracterizan el sujeto después de su “liberación” de la metáfora conceptual que ha determinado su comprensión tradicional y ordinaria hasta hace no mucho tiempo, a saber: la idea de un alma racional y autónoma, contenida en un cuerpo considerado como un mero envoltorio. Ya en el prefacio a la primera edición de Die Stufen des Organischen und der Mensch, Plessner –en abierta polémica con Heidegger y con un tono que nada tenía que ver con los “asaltos” teóricos y retóricos del antihumanismo que dominaría la escena filosófica del siglo pasado– dijo que «el hombre no es ni lo más cercano ni lo más lejano respecto de sí mismo [...] y, a pesar del carácter próximo al no-ser de su existencia, pertenece al mismo conjunto de todas las cosas de este mundo».23 En otras palabras, la herida del sujeto corresponde a su descentramiento, a la pérdida del privilegio ontológico que caracterizaba la subjetividad moderna, cuyo carácter excepcional se basaba precisamente en el aislamiento del ser humano respecto de los demás entes (orgánicos e inorgánicos). Bruno Latour escribió que la modernidad pudo erigirse gracias a la constitución de híbridos, esto es, a la constitución de dominios ontológicos promiscuos; al mismo tiempo, sin embargo, pudo desarrollarse también en virtud de una tenaz actividad de diferenciación ontológica entre la esfera de los humanos y la esfera de los no-humanos. Hace falta, por lo tanto, pensar también al hombre como una intersección (o Verschränkung, como diría Plessner) de dominios promiscuos, como al resultado de una

23 ST, págs. V-VI.

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constante hibridación.24 Sólo así podríamos dar cuenta filosóficamente del hecho (de por sí innegable) de que el mundo contemporáneo «pone progresivamente en marcha un nuevo reparto en el que lo hasta ahora anímico es desplazado a la esfera de las cosas, y lo hasta ahora subjetivo, al ámbito de lo objetivo».25 Así, pues, una forma renovada y coherente de antropología filosófica no debería temer la hibridación del ser humano con «el conjunto de todas las cosas de este mundo». Lejos de ser relegado a un horizonte desprovisto de cualquier significado, lo humano (así como una reflexión filosóficamente orientada acerca de su estatuto y de sus manifestaciones concretas) puede ser entendido como el protagonista de la época criminal de lo monstruoso. Pues bien, la condición necesaria para reivindicar dicho protagonismo es precisamente la capacidad del concepto de ‘humano’ de invalidar el postulado según el cual sería el sujeto-observador quien constituye el objeto. Dicho de otra forma, no puede constituirse ninguna bio-filosofía ni una actitud verdaderamente antropológico-filosófica si no se lleva a cabo –paralelamente– un esfuerzo epistemológico que esté a la altura de la época de las biotecnologías, de la inteligencia artificial y del aumento constante de la complejidad social, cultural e histórica; un esfuerzo que sea consciente de que también el objeto constituye al sujeto, es decir, de que no puede haber ninguna historia de lo humano que no tenga en consideración también sus hibridaciones. A este propósito, Latour habla de un «humanismo redistribuido», capaz de devolver al hombre «esa otra mitad de sí mismo, la parte que corresponde a las cosas». Por ello, más que de “antropomorfismo”, cabría hablar de «morfismo», puesto que en el ser humano «se cruzan los tecnomorfismos, los zoomorfismos, los fusimorfismos, los ideomorfismos, los teomorfismos, los sociomorfismos, los psicomorfismos. Son sus alianzas y sus intercambios los que definen en su conjunto el anthropos [...]. Cuanto más se acerca a esta distribución, más humano es. [...] Al querer aislar su forma de las que mezcla, no se lo defiende, se lo pierde».26 El «morfismo» del cual habla Latour, por lo tanto, representa la condición necesaria para pensar al ser humano como una figura de la metamorfosis, lo que implica que es necesaria una reflexión –también bajo el signo de Plessner– sobre el estatuto epistemológico de la artificialidad natural, capaz de deslegitimar las pretensiones de gran parte de la racionalidad moderna de privilegiar ontológicamente al hombre y de considerar lo artificial

24 Cf. B. LATOUR, Nunca fuimos modernos, op. cit. págs. 33-36. 25 P. SLOTERDIJK, La época (criminal) de lo monstruoso. Acerca de la justificación filosófica de lo artificial, en ID., Sin salvación, op. cit., págs. 241-255, aquí pág. 252. 26 B. LATOUR, Nunca fuimos modernos, op. cit. pág. 201.

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como algo que no posee un estatuto ontológico originario y puro, sino derivado, según una lógica que concibe lo artificial como una desviación respecto de la dinámica de la naturaleza.27 Sólo así será posible, en nuestra opinión, no paralizar la reflexión filosófica (lo cual llevaría a ceder a las presiones de unas concepciones nostálgicas, reaccionarias o conservadoras acerca de la presencia y del presente de los seres humanos) precisamente en el momento en que lo artificial llega a insinuarse hasta en la carne de aquel ente –el hombre– cuya razón se creía coincidente con el “ser” mismo. En otras palabras, sólo así será posible no pensar en términos de “sacrilegio”, como parece hacer, en cambio, Habermas, cuando afirma que es preciso evitar caer en el abismo en el que pierde consistencia la diferenciación (supuestamente intuitiva, según el filósofo alemán) entre lo subjetivo y lo objetivo, lo «crecido» naturalmente y lo «hecho» técnica o artificialmente.28

27 A este propósito, nos parece realmente imprescindible la referencia a G. SIMONDON, Du mode d’existence des objets techniques, Aubier, Paris, 1958, trad. esp. de M. Martínez, P. Rodríguez, El modo de existencia de los objetos técnicos, Prometeo Libros, 2007. En general, el conjunto de la obra de este filósofo francés, al cual sólo en estos últimos años le ha sido reconocida una cierta influencia y relevancia para la reflexión contemporánea sobre las cuestiones antropológicas, es de sumo interés para todos los que quieran llevar a cabo una consideración filosófica sobre lo humano que esté a la altura de los desafíos presentados por la ciencia y la técnica y que prescinda de los presupuestos antropológico-filosóficos más asentados. Por ejemplo, Simondon (en particular en L’individuation psychique et collective, Aubier, Paris, 1989) rechaza rotundamente la necesidad de reconocer una presunta prioridad ontológica al individuo formado y aislado, sustraído del contexto siempre procesual y dinámico a partir del cual se llevan a cabo toda una serie de individuaciones, que no se refieren únicamente a los seres humanos, sino a las demás gradaciones de lo real, desde la esfera física, pasando por la esfera vital y hasta llegar al ámbito psíquico-colectivo. El principio de individuación –que representa el punto de partida imprescindible para gran parte de la filosofía moderna– se convierte así en el reconocimiento de la existencia de una serie de procesos de individuación, que se dan a nivel físico-material (el ejemplo preferido de Simondon es el de la génesis de los cristales), vital y psíquico- colectivo. El proyecto inicial del presente trabajo de investigación incluía el análisis comparado de las propuestas antropológico-filosóficas de Plessner y de Simondon; sin embargo, finalmente nos pareció demasiado forzado, ya que se habría producido una ramificación conceptual aun más arriesgada y así optamos por elegir la propuesta de Plessner, también (pero no sólo) por razones temporales, pues su trayectoria intelectual, efectivamente, empieza antes y se coloca, como ya hemos argumentado, en el punto de inflexión filosófica entre el mundo copernicano y el mundo post-copernicano. En cualquier caso, en la red es posible consultar un paper que hemos presentado con ocasión del XLVII Congreso de Filosofía Joven: cf.

T. MENEGAZZI, Identidad en crisis. Un Leitmotiv antropológico entre H. Plessner y G. Simondon, Congresos Científicos de la Universidad de Murcia, 2010 (http://congresos.um.es/filosofiajoven/filosofiajoven2010/paper/view/6751). 28 Véase J. HABERMAS, El futuro de la naturaleza humana, op. cit., págs. 38, 62, 68.

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Un sujeto herido, fruto de la hibridación, un hombre contaminado por toda una serie de «morfimos»: así se presenta, como alusión a una realidad fragmentada y filtrada a través de un caleidoscopio cada vez más complicado, el concepto de lo ‘humano’. Una realidad que, sin embargo, goza de una mayor levedad, pues el hombre ya no está obligado a hacerse cargo de esa situación de aislamiento ontológico que, tradicionalmente, el pensamiento moderno le ha atribuido: en efecto, la autopoiesis, la autorreferencialidad (la realización del límite, diría Plessner), ya no pueden ser entendidas como los caracteres que definen su condición excepcional, sino como la modalidad en que todo ser vivo lleva a cabo la relación con su propio ambiente. Equiparar el carácter procesual intrínseco a la forma de vida humana al modo de ser de los demás seres vivos significa, pues, suprimir los delirios de omnipotencia procedentes de la pretensión de ocupar un territorio ontológico único y excepcional. Ya no se trata de analizar un libre albedrío arrogante que dicta sus leyes al mundo, sino de entender la peculiaridad de una acción que está ineludiblemente vinculada a su organización físico-vital y que, precisamente en virtud de dicha organización, puede representar una apertura hacia lo imprevisible y lo nuevo. También el obrar del hombre, en efecto, lejos de ser el resultado de una iniciativa milagrosa, tiene su origen (algo que, como decía Kant en relación con la Denkungsart, hay que adquirir cada vez, es decir, un origen que no está asegurado a priori, ni siquiera si entendemos este último en sentido biológico-material) en la relación estructural con los demás entes. En definitiva, la autorreferencialidad de un sistema autopoiético puede ser conservada sólo en virtud de su carácter “hetero-referencial”, esto es, gracias a la realización y al continuo atravesamiento del límite que une/separa cada organismo de su relativo ambiente. Así, pues, la soledad ontológica y el carácter insular del sujeto filosófico moderno revelan toda su inadecuación y su obsolescencia hermenéuticas, pues el ser humano –así como los demás seres vivos– «no está hecho para tener en sí mismo la verdad sobre sí mismo».29 Tal vez tenía razón Primo Levi: sólo a través de un elogio de la impureza seremos capaces de comprender filosóficamente las transformaciones, o sea la vida.

29 P. SLOTERDIJK, Luhmann, abogado del diablo, op. cit., pág. 75. En efecto, «el sí-mismo de la autopoiesis de unidades sistémicas vivientes refleja la bondad de la creación lograda como una rebelión narcisista, pues los organismos son entendidos como materializaciones de una inteligencia en la que se puede observar desde el principio el doble movimiento de la autorreferencia y la alorreferencia. [...] Pero aunque los organismos constituyen materializaciones de la inteligencia y del éxito conforme a su diseño, [...] no hay ni uno que esté de tal modo constituido que pueda reflejarse o representarse completamente a sí mismo». Ibidem.

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BIBLIOGRAFÍA

Considerado el carácter plural y polifacético del presente trabajo de investigación, preferimos estructurar la sección bibliográfica en función de los capítulos que lo componen. El objetivo es el de indicar con la mayor claridad posible todos los libros y artículos en los que nos hemos basado para concebir y redactar cada uno de los tres capítulos: así, pretendemos “aislar” temáticamente los núcleos teóricos e historiográficos relativos, respectivamente, al esbozo de historia conceptual de lo que hemos definido, con Blumenberg, el «mundo copernicano», a la Antropología en sentido pragmático de Kant y su “contrapunto” crítico foucaultiano y, finalmente, a la propuesta antropológico-filosófica de Helmuth Plessner, junto con su contexto histórico-conceptual “post-copernicano”. Además, dedicaremos un breve apartado bibliográfico final a las obras que no pueden ser referidas unívocamente a uno de estos tres núcleos temáticos: en él confluirán, por ejemplo, aquellas obras que hemos utilizado para determinar ciertas correspondencias teóricas, tanto a lo largo de los tres capítulos centrales, como en la Introducción y en las Conclusiones, o también aquellas obras que hemos mencionado para brindar al lector posibles prosecuciones y profundizaciones de la investigación acerca de los temas tratados. En general, todos los libros y los artículos científicos citados aparecen en orden alfabético.

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BIBLIOGRAFÍA - CAPÍTULO 1 (LA «METÁFORA ABSOLUTA» DEL MUNDO COPERNICANO.

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