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INSULA CRIOLLA (Novela sanluiseña)

GILBERTO SOSA LOYOLA (NARCISO COBAS)

(1944)

INDICE:

DOS PALABRAS ...... 3 CAPITULO I: RECUERDOS Y EVOCACIONES BUROCRATICAS 4 CAPITULO II: SAN LUIS DE ENTONCES ...... 8 CAPITULO III: UN FILOSOFO DE TOGA GAUCHESCA ...... 13 CAPITULO IV: RENACE UN PARTIDO POLITICO...... 18 CAPITULO V: PERIODISMO DE PLATOS FUERTES...... 23 “EL CHANCHO ASTIGUETA” ...... 27 CAPITULO VI: LA INOLVIDABLE FIESTA DE DOÑA LEONOR . 29 CAPITULO VII: BAJO EL ALERO DEL SENADOR BARBOSA .. 36 CAPITULO VIII: ALBERTO SALVATIERRA Y ROSAURA DELGADO ...... 44 CAPITULO IX: ESTAMPAS ELECTORALES...... 49 CAPITULO X: ¿LA NOVIA EN CASA DEL CONTRARIO? ...... 55 CAPITULO XI: AQUELARRES DE CONSPIRACION ...... 60 CAPITULO XII: AGASAJOS AL GOBERNADOR D. MARCOS SUAREZ. TODA UNA SOCIEDAD ...... 66 CAPITULO XIII: VISPERAS SICILIANAS. PRESENTIMIENTOS . 76 CAPITULO XIV: ¡HA ESTALLADO UN MOTIN SEDICIOSO! ...... 81 CAPITULO XV: DERROCAMIENTO DE UNA DINASTIA. ILUSIONES...... 87 CAPITULO XVI: UNA INCULPACION PERVERSA. EL AMOR IMPOSIBLE ...... 92 CAPITULO XVII: LA DESENCANTADA RETIRADA DEL DESTINO ...... 99 CAPITULO XVIII: LA ARENGA DE LA EXPERIENCIA ...... 103

DOS PALABRAS

Debemos dar una breve explicación sobre el libro que vamos a copiar y que escribió hace años don Narciso Cobas, viejo empleado de la administración pública de la provincia. El libro pretende evocar al San Luis de hace cincuenta años, su ambiente social, sus modalidades políticas, el espíritu de aquella época pasada… Carece de toda y no se sitúa en fecha alguna precisa, como se desprende de su lectura. Los personajes que actúan en sus páginas, parecen no ser retratos de individualidades reales. Eso sí, están hechos con la sustancia y con los colores que seguramente recogió el autor en el medio donde pudieron vivir y actuar. Menester es sin embargo una exclusiva salvedad para la figura del gobernador que se disfraza bajo el nombre de don Lauro Quijano, que se acerca a una tipología que existió y cuya regocijante memoria se trae a cada rato en nuestras conversaciones diarias. No habría para qué ocultarlo desde que es casi transparente. En cuanto a lo demás, defendiendo al autor de los suspicaces, si aún lo hubiere después de esta leal explicación crítica, nos permitimos transcribir la desbaratadora teoría de un penetrante espíritu que explicó sabiamente el proceso mental de la creación de los entes de la fantasía literaria. “Pueden encontrarse -dice- ciertos rasgos copiados en un verdadero personaje cómico; pero entre esta realidad copiada por un momento y abandonada después, y la invención, o sea la creación que la continúa, que la transporta y que la transfigura, el límite es indeterminado. El vulgo superficial toma al paso un rasgo que conoce y exclama: Es el retrato de tal persona. Se coloca para mayor comodidad, un marbete conocido a un personaje nuevo. Pero, verdaderamente, sólo el autor sabe hasta dónde llega la copia y dónde comienza la invención; sólo él distingue la línea sinuosa, el ensamble… llevada a cabo en la espalda de Pélops”. (Sainte-Beuve).

CAPITULO I RECUERDOS Y EVOCACIONES BUROCRATICAS

…Soy Oficial 1º del Ministerio de Gobierno de la Provincia de San Luis, con cuarenta años de servicio. Me firmo Narciso Cobas, tengo 65 años de edad, estado viudo y sin hijos. (1) En estas tardes tibias, después de las ocho en que la Casa de Gobierno 1 queda desierta -cesado el trajín de la vida oficial- suelo sentarme en los bancos de la acera de la calle que da a la plaza Independencia, paseo umbrío, melancólico y a menudo solitario. Me dan su sombra benévola unos viejos aguaribayes que corren a lo largo de toda la cuadra, y bajo cuyo abrigo el resplandor del sol en el estío se hace soportable y hasta bienhechor. Burócrata empedernido -¡viejo destino!- me resigno con frecuencia a recibir el encargo de quedarme hasta el anochecer al cuidado de la oficina en espera de novedades telegráficas que aguarda el señor ministro, nervioso, por los sucesos graves ocurridos en el departamento cuarto y de que los periódicos opositores hacen responsable al gobierno con toda mala fe. El viejo Celestino Ozán, ordenanza de mi despacho, leal servidor y buen anecdotista de cosas criollas de su tiempo, me pasa el mate a intervalos regulares y prudentes según el rito provinciano. A veces platicamos sobre cosas banales, naderías, chismes, con despreocupación y gracia. Hacia la derecha, como a setenta metros, está el antiguo caserón del Departamento de Policía. Veo la garita del centinela, ubicada frente al portón de hierro, viejo reducto que también podría narrar sus memorias. Por frente a ella, se pasea inacabablemente el milico de guardia, alto, de rostro broncíneo, vestido con un viejo uniforme pardo. El rémington cae recio sobre el huesudo hombro del criollo, que va y viene con gesto recogido y adusto como si su custodia importara la seguridad del Estado. A veces suele correrse desde la policía un viejo comisario de servicio hasta mi banco, deseoso de pegar la hebra al consorcio del mate amigo. Nuestras desganadas charlas, son apenas como estopa para rellenar los anchos y profundos vacíos de nuestra ociosidad. Por la calle y la plaza no pasa “ni un alma”. A veces llega una de alquiler hasta el Departamento: victoria

1 Antiguo caserón sobre la calle 25 de Mayo. Cuando quedo sólo y una lenta penumbra va envolviendo las cosas y el paisaje circundante -a medida que el sol se pone hacia mi izquierda-, suelo pensar en mi vida y en mi pasado. De mis pocas lecturas recuerdo que Hugo llama “la hora de la conciencia” a esta del crepúsculo. Porque a pesar de mi aspecto anodino, de mis desempeños modestos y de mi habitual y respetuoso silencio, tengo el prurito de examinar de vez en cuando mi yermo campo moral, juzgar y pensar las cosas y los hombres de mi tiempo, que he visto pasar por mi vereda… Ningún observatorio más suavemente reposado que éste que gozo desde mi banco habitual. Los rumores de la ciudad casi aldeana van apagándose cual si se alejaran; las viejas y cantarinas campanas de la iglesia de Santo Domingo, alargan sus beatos sones en el amplio y casto silencio. En la lejanía, unos leñadores infantiles, conduciendo su tarda récua de burrillos, dejan oír su cansino pregón, con voz doliente para que el eco sea más perdurable… Suelo entonces enunciar como un cascado monólogo interior. Remonto mis recuerdos. He visto las cosas de mi tierra, para mí muy solemne. En cuarenta años de empleo, desde mi puesto, he contemplado el desfile de acontecimientos y de hombres que fueron dejando en mí, una huella leve o profunda, amarga o risueña. En estos medios de provincia -¡hagamos el filósofo!- la vida suele ofrecernos espectáculos en pequeño, aleccionadores y llenos de sugestión, que asumen en nuestra soledad tamaño de acontecimiento. Toléreseme entonces la desproporción del juicio o del comentario. Sobre todo cuando tratemos del gobierno o de la política, que llegan a constituir la teología permanente que agita a las ínsulas hogareñas. Las crisis ardientes, hondas, que a mis coterráneos suelen desazonarlas cuando un partido sube y el otro cae, no han turbado mi espíritu, ni mucho menos me poseyeron. Yo no siento ni he sentido el pudor de la firmeza partidaria, emoción tan estimada en esta tierra hasta hacer de ella un culto, cada vez con menos fieles, dicho sea en suerte, para mi parecer… Con mis hábitos rutinarios mi fisonomía somnolienta, que actúa para desmerecer aún, mi eterno pucho de cigarrillo adherido a los labios, no desperté sospechas, envidias ni odios. Fui quedando siempre adherido al gobierno, como hongo al palo, sin que la vertiginosidad de las correntadas políticas, me despegara con su agua turbia y fétida, pasando por debajo del carcomido puente… En cuatro décadas he podido ver llegar al gobierno hombres de todos los jaeces y los portes. Los he conocido y visto pasar a través de las gafas frailunas que, más que la ceguera de la edad, me requirieron las tareas de deletrear garrapatos ministeriales y corregir la ortografía maltrecha de los estadistas locales. Mi cortaplumas de amanuense pudo así cortar en la abigarrada y ancha tela, con disimulo zorruno, eso sí, porque ¡guay! De la malicia criolla cuando despierta; es vengativa, rencorosa y cruel. Este caserón viejo e incómodo que llamamos Casa de Gobierno ha sido el teatro estrecho pero apropiado, donde los políticos y gobernantes de mi tierra sortearon con ventura despareja y varia, las mil acechanzas que tiene el gobierno de las Huancavélicas de tierra adentro. Por el zaguán ancho y desgastadas baldosas que tengo hacia la derecha de mi banco, han llegado al sillón de gobernante -¡sillón desvencijado de terciopelo rojo que hasta hace poco yacía en la sala de recepciones y de baile!- los siete u ocho gobernadores que cayeron en el campo de mi observación. Me llega, un poco confusamente, el recuerdo del renovado espectáculo, de los 18 ó 30 de Agosto de cada cuatro o tres años, fechas de la “asunción del mando”, como rezaban aquéllas esquelas oficiales blasonadas en el escudo de nuestra heráldica federal: los cerros y los venados en campo gris, todo impreso con la tipografía desgastada de la vieja imprenta oficial. Evoco la misma ceremonia pública de tantas veces. Después del juramento en la Legislatura, el desfile de la heteróclita columna oficial hacia la Casa de Gobierno. Algunos, con fracs rectilíneos, levitas anticuadas; después, inacabables jaquets de edades diversas, algunos tirando al color ya verde botella de las últimas filas… Para mí, que un deber burocrático me metía en la columna, no pasa inadvertida a veces, la caña de la bota campera, cubierta por la tirantez indiciaria por el estrecho pantalón. Era, de fijo, tal cual palaciego llegado de la campaña, con la impaciencia de formar en la fila oficialesca… La ceremonia había comenzado a la una de la tarde. La escena casi aldeana, era iluminada por el claro y dorado sol de aquellos tiempos, que ponía en el espectáculo una especie de jarana dominguera. ¡Yo no sé porqué aquellos soles calentaban más mis huesos y porqué el domingo era dorado para mí!. Pero continuamos con la escena. El piquete de la policía, compuesto de ochenta hombres, rendía armas al paso de la comitiva por frente del cuartel, mandado por un galoneado capitán con más entorchados que un jefe madiaggiard…Los rémingtons, en alto, no muy uniformemente alineados, parecían decir al nuevo mandatario que pasaba: “¡Aquí estamos para ganar elecciones y ahuyentar revoluciones de opositores. Ave César provincianus, salud!”. Llenaba, en fin, aquel ambiente de solemnidad sin prestigio, los acordes de las rastreras dianas de la banda de policía, ubicada en la entrada de la casa gubernativa, que no cesaba de soltar a los aires, marchas, trozos de óperas y pout-pourris ruidosos. Allá adentro, en el salón de recepciones, eran los besamanos de los eternos adulones, de los vitalicios jefes de repartición, que venían uno por uno a canturrear al nuevo señor su pleitesía de serviles. Se destapaba champaña y oporto. -“¡Por la prosperidad y éxito de su gobierno, Excelencia!”…- babeaba el de allá o de acullá, levantando en alto una copa burbujeante, mientras el tímido gesto se acompañaba con una sonrisa complaciente, cordial hasta la estupidez. El gobernador agradecía, eufórico y optimista… El humo azulado de los cigarros; tal cual taponazo de botellas a lo lejos; el rumoreante coro de las risas satisfechas, y el ir y venir de las gentes por los estrechos y las puertas, llenaban los oídos confusos y una laxitud melancólica invadía al fin el ánimo. Los mismos toques y colores, requeriríanse para describir después de cuatro años más, el arribo del gobernador sucedante. Conocí gobernadores de variado espécimen: aquél de tipo patriarcal, que rigió a sus gobernados desde su sillón de mimbre debajo del naranjo del patio con palabras campechanas y sonrisa bondadosa. (¡Encina de Luis IX, higuera de Washington!...). Vi también la banda sedaña en el pecho del tiranuelo astuto, vengativo y cruel, con todos los atavismos del montonero de raza… Después… el despreciable tipo del “gobernador pantalla”, especie de Sancho criolla -sin pizca siquiera del práctico sentido común que caracterizara al modelo de Argamansilla- puesto allí como un ludibrio por el dueño nato del Feudo provincial, para tirar a su gusto de los hilos de la marioneta, apenas hasta cubrir el qué dirán constitucional… Y e asistido muy sereno, en fin, a las crisis finales de los lentos y largos procesos políticos de los partidos locales. Asistí al estallido de motines o revoluciones que un partido encabezaba contra otro. Uno hizo la asonada al grito de “¡Abajo la dinastía!”. A su turno el partido triunfante, al cabo de algunos lustros, fue bajado por el otro al grito de “¡Abajo la oligarquía!”. Creían luchar sacrosantamente por ideales y principios diametralmente opuestos. Eran, pues, los mismos personajes hechos con la pasta de los de maese Pedro. Los mismos títeres con otros ropajes, de la vieja comedia italiana. ¡Oh Fracassa, Arlequín, Pantaleone!... Pero dejo ya en paz a los gobiernos y los gobernadores, convertido en suscrito, insensiblemente, a la teología lugareña de que hablaba, a fuerza de girar obligado alrededor de la noria gubernamental que da el agua indispensable en estas sequías de Dios por que atraviesan las faltriqueras siempre impecunes de un pobre oficial 1º… Sin embargo, en mí no todos fueron menesteres de plumario. Muchas veces miré, aunque de soslayo, en la vida íntima de aquellos hombres. Hasta atisbé con impudicia en los hogares. No todos los actos de gobierno podían prepararse estrictamente en el despacho oficial. En el torbellino de los días afiebrados de elección o de revuelta, los cristales de mis gafas estuvieron más transparentes que nunca para ver el paso de la caravana estentórea… Entonces y después, sentí imprecaciones de dolor, impotencia o rabia; exclamaciones de esperanza o de júbilo; cuchicheos de conspiración; vanos discursos de libertad y democracia; ergotizar de políticos y constitucionalistas a la violeta; tal vez algún breve suspiro de amor… Todo aquello resuena estridente, cuando el espectroscopio se aplica con amorosa curiosidad en el corazón de este mundillo solariego, vibrante y exaltado, bajo el velo aparente de calma que le encubre. … Y bien; tomo de nuevo mi gastado lapicero de foliculario, preparador de decretos cajonarios y notas de gobierno y comienzo: esta vez la zarabanda será completa. Haré danzar a grandes y pequeños, me mofaré de aquellos magnates insignificantes que me pusieron el gesto torvo e importante; compadeceré y defenderé a los humildes con quienes no pude estar, por temor o impotencia; ayudaré a triunfar, momentáneamente siquiera, a los merecedores, que tantas veces no vi llegar, a causa de egoísmo y la maldad de los otros; hundiré -¡Dios me lo perdone!- a los pillos y a los estúpidos que tantas veces contaron con la ciega fortuna; llevaré, en fin, los hilos de alguna comedieta de amor, por que sin amor, dicen, no debe haber novelería… Llevado de la mano por el viejo Recuerdo, ¡gobernaré a mi antojo, seré un tiranuelo criollo más, si gustáis, en los dominios de la libre Insula de mi fantasía!.

CAPITULO II SAN LUIS DE ENTONCES

Tarde de sombría foscura. La ciudad de San Luis, inerme y mártir, soportaba el embate de su “chorrillero” incurable, viento pugnaz y endémico de su atmósfera, que casi semanalmente sopla su ráfaga epiléptica como secreta maldición del destino. De nada valió la limpieza radiante del día, ni la caricia serena del sol prometedor. A media tarde dibujóse en el horizonte hacia el sud, con abusivo toque de esfumino, el anuncio desmelenado del viento criollo, con nubes de polvo, descenso de temperatura, desequilibrio de nervios, golpeteo de puertas y rechinamiento de muebles; dijérase el arribo de viajero loco e intempestivo, violador de domicilios, importuno curioso de intimidades, aguador de fiestas y placideces de familia… Nacido en las frías sudestadas del mar, viene de la lejana costa atlántica, recorre a galope de indio las dilatadas pampas intermedias, e incide, por fin, su afilada voluntad en las sierras del “chorrillo” puntano, para luego enfilar hacia la ciudad, a quien azota con algarabía de malón por largas horas consecutivas, crueles, maldecidas… Aquella tarde, el neurasténico huésped del cielo natal, traía más que nunca en su gélida maleta, odiosos mensajes de melancolía para las gentes. Los árboles de las quintas de las plazas batían sus ramajes en un zamarreo violento de copas y de gajos. Caían las pequeñas ramas olorosas y deshechas, fluía la tristeza de los esbeltos álamos, esqueléticos monjes agobiados, escuchábase el gemido de los eucaliptos gigantes y el rezongo bronco de los viejos parrones familiares. Allá, en los ateridos patios hogareños, las primeras hojas amarillentas del parral patriarcal anunciadoras del otoño cercano, se desprendían huecas y sonoras de los nudosos sarmientos, hacían una rara mudanza de baile y mezcladas con el polvo, emprendían luego la absurda peregrinación cantada por Bécquer. Allá iban arrastradas a los solitarios albañales, hacía los fosos perdidos a mezclarse con los papeles rotos de desengañadas cartas, con los cadáveres de cosas nulas y perdidas. La enredadera trepadora del muro se desprendió cortada de sus débiles garfios y los maceteros del patio también se abatieron lastimosamente. Por esas calles de Dios enfiló el viento como por tubos sonoros, arrebatando chapeos regalones, aventando faldas recatadas y ciñendo insospechadas formas turbadoras, mientras arriba, en los hilos del telégrafo -encordados del violín del diablo- el “chorrillero” entonaba su ópera aguda y ululante como una larga quejumbre de penas milenarias… Por el cielo grisáceo correteaban descocadas las nubes hechas girones, como espesos vellones de lana bogando en un lavadero de agua turbia. Los zaguanes y los huecos de las ventanas, cubríanse como en día de duelo de un polvillo fino, leve tul gris, que luego ganaba el sagrario de los muebles íntimos y de los rincones mimosos del hogar. Odiosa tarde de viento. Encerradas en sus aposentos las pobres gentes, soportaban el embate de las rachas inacabables, tenaces, una tras otra, como accesos implacables de una tos asmática, como persecuciones de una suerte perra… He aquí que el ánimo se predispone, entonces, por absurda imaginería; y el temperamento, ya exaltado, dobla entonces el último recodo de la cordura, acelérase el pensamiento como desflecado por el vuelo y comienza el ovillejo gris del pensamiento a soltar el hilo de viciosa fantasía: perfil de recuerdos, esbozo de proyectos, esguince de la fortuna, atisbos de realidades gratas -vertiginoso film de la mente calcinada-. Luego, súbito golpe de esponja en el encerado de la ideación, derrumbe de la creada fantasmagoría. Y después… nueva y loca tarea de tejer la eterna filatura de colores, otra vez destrozada, para ser nuevamente comenzada, insistentemente, largamente… ¡Es el nepente del viento!. A aquellas horas Alberto Salvatierra descansaba en su casa paterna de la calle Ayacucho. Era un caserón antiguo del tipo de la edificación del año 70. La fachada, de cornisa baja; adentro, numerosas habitaciones recuadraban el amplio patio embaldosado de lápidas grandes, con cuadros negros y blancos. En el centro, un pequeño jardín circundado por cordón de ladrillos. En la pared del oeste trepaba una enredadera de madreselvas sobre un enrejado de madera. Por el costado norte, un ancho corredor un poco bajo, con tejas españolas y gárgolas abolladas de latón. Hacia el final del patio, por el sud, un parral alto ya sin hojas, mostraba sus esqueléticos sarmientos asidos como dedos de los tirantes de hierro ennegrecidos por la pátina del tiempo. A la puerta de su cuarto, hacia adentro, sentado en una hamaca de mimbre, Alberto miraba vacíamente las cosas exteriores. Tratábase de un hombre joven; treinta años quizás. Alto, más bien delgado, lucía un bigotillo renegrido que resaltaba asaz en la blancura de la cara. Dejaba vagar en ese instante la mirada, diríase pensativa, de sus ojos color tabaco. Parecía entrever en lo subconsciente, el repaso de sus recuerdos convocados en ese momento como a toque de llamada. Efectivamente, recorría su vida. Hijo de una familia acomodada y de antiguo arraigo en la provincia, había recibido la educación sensiblera del hogar provinciano. Los recuerdos de la niñez pasaron por la mente con la rapidez de una fantasmagoría confusa; evocó con mayor fijeza, eso sí, los años volanderos del Colegio Nacional, las angustias de la torpe adolescencia, el agobio de los estudios áridos, los primeros ardimientos del amor. A todo esto se entremezclaba el recuerdo de las siluetas, ora simpática y amable de tal cual profesor, ora la adusta y grave con sabor de dómine de tal cual otro. Cortóse de pronto la hilada fiel y placentera de los dichosos tiempos idos, para ir a parar a la lejana Buenos Aires de los años universitarios. Terminando el bachillerato, en efecto, el envión familiar le arrojó a la Facultad, quieras que no, ya que, digámoslo, él no sentía placer ni ganas por el estudio. ¡El ansiado título doctoral, espejismo y vanidad colonial de la familia más que todo! Después, la pasividad reverencial de los muchachos… que allá van a dar muchas veces a los pórticos de la Universidad, madrastra fría para muchos, como arrinconados por el huracán. Evocó los años de libertinaje porteño de los veinte años, en que la vida es una pulpa blanda y deleznable. Años de engaños y tretas estudiantiles, para confundir a la familia creyente, confiada y vanidosa no obstante. Años de olvido y despego total del terruño; crápula que rueda y rueda como el canto pétreo del río torrentoso. De pronto, un día, el telegrama breve y rotundo como un pistoletazo en medio del sueño: el estado agónico del padre, la llamada desesperante y urgida del Dr. Amenábar, el amigo y abogado de la familia. Después, el brusco choque con la realidad, como un despertamiento violento. De vuelta, encontróse conque había de bienparar de nuevo los intereses de la familia, en manos ahora de la viuda inexperta y dolorida. Alberto cortó definitivamente sus tanteantes y dudosos estudios universitarios y reconciliado con su mundo, su ambiente y su clima espiritual, plantóse de nuevo con firmeza en su tierra natal. Se hizo estanciero en “Uspara”, el solar antiguo de la familia. …Aquélla tarde de “chorrillero”, animadora de olvidanzas, sugerente de cosas muertas, hizo gestar en Alberto, el propósito de asumir actitudes de ciudadano en que nunca, hasta entonces, había pensado. Su recordación, lejana y minuciosa, fue como el film de su vida. Al final, coloreóse en su memoria el perfil de reciente imagen de mujer. Crujió el sillón de mimbre y el puño del joven dejó de sostener su cabeza. Se incorporó, poniéndose de pie inmediatamente. (A menudo, en estos patios anchos, serenos, recogidos de las viejas casonas de provincia, un hombre triste a la hora de la tarde, deja caer su frente sobre la muñeca, para, “mano en mejilla”, dijera el sabroso Arcipreste, ponerse a evocar o pensar. Ocúrreseme así, la emblemática postura del viejo espíritu de provincia, inmóvil, petrificado, como una estatua de Loth, el agua muerta de la mirada hacia atrás, el pasado, la tradición gravitadora.) Había ya anochecido. Afuera, rampaba aún el viento por los aleros viejos y, ya encalmando en agónicos estremecimientos, alisaba suavemente las crestas de los altos árboles. Desde la puerta de la casa de los Salvatierra, allá en la lejanía, calles abajo, podía columbrarse casi en total, el perfil borroso de la ciudad, dibujada en un fondo turbio, rallado por las arenas que levantó el viento. -¡San Luis de entonces! Enclavada la ciudad un poco hacia el oeste del arranque de la sierra que ahí recibe el nombre histórico de “Punta de los Venados”, extiende su modesto caserío de característica impar hasta llegar, tocando con los suburbios oeste y sud, con los campos polvorientos y sequizos que la estrechan con abrazo ardoroso en el estío. Regábanla corrientes que bajan de las sierras distantes arremansadas en pequeños diques previos y que mantienen la verdura de la quinta, de las viñas y de los alfalfares desperdigados aquí y allá como brotes vistosos reventados al margen de los hilos de agua. El chato caserío gris que constituía el pueblo, era alegrado por tres plazas proporcionalmente distribuidas y sombreados por añosos aguaribayes, eucaliptos y moreras, pretexto constante de la diatriba popular contra la autoridad comunal, en ocasión de las podas o de los cortes de los mismos. En medio de las otras dos, con aspectos de vieja quinta señorial, lucía sus espesas frondas el “Parque Pringles”, como se le llamaba entonces oficialmente, o “plaza de las flores”, como dijera el chusmerío de afuera. Era la más bella de todas y estaba rodeada de altas verjas de hierro pintadas de verde y sostenidas por ancho zócalo de ladrillo y pilastras pintadas de rosa viejo. Varios portalones solemnes de hierro daban acceso a ella a ciertas horas de la noche nada más. En este parque hermético, poblado de jardines y de rosas y violetas, se daba cita por las tardes y especialmente en las noches de verano, la “crema batida” de San Luis para asistir complacida a la retreta de inolvidables sugerencias… En aquel ambiente de boscaje adormecedor, con embelesos de jardín casero, platinados por la luz de una luna diáfana, el romanticismo de provincia exhalaba de su viejo pomo de museo sentimental, sus más alquitarados perfumes de sensiblería pasada; diríase mecido por la carencia fácil y lánguida de las operetas cursis que ejecutaba la banda de policía… ¡Aquello era el Trianón de la más exquisita y recatada galantería de nuestra sociedad! En las tardes serenas, la ciudad saliente exhibía, como telón de lujo, los crepúsculos más suaves y dulces que haya conocido jamás; el aire seco, el cielo de un fino azul de ceda, la callada vecindad de las sierras pardas. El espíritu sentía la necesidad de sumergirse en una de esas densas calmas que curan mejor que nada un trabajado temperamento, una fiebre psíquica. Un vigoroso olor a huertas y alfalfares, subía con los últimos resplandores de la tarde, mientras el aura trémula alentaba la mística resonancia del toque de Angelus de las campanas de Santo Domingo con su tácita emoción de colonial historia. Allá en el barrio viejo de la Casa de Gobierno, se levantaba la iglesia, tal vez fundadora del pueblo, estrecha y larga como una catacumba, con su atrio de campaña y su juego de campanas con forma de sombrero episcopal. Muchos otros leit-motiv tenían nuestro crepúsculo. Ciudad escuelera y pedagógica, funcionaban en ella dos Normales y un Colegio Nacional, éste, de auténtica prosapia sarmientina. A aquella hora sus numerosos estudiantes -peripatéticos vocingleros- repasaban sus lecciones del día siguiente por los patios y los fondos, entonando una larga y monótona canturria con tonos oratorios. Subía entonces por el ámbito vago un rumoreo confuso de recitaciones a lo lejos, como letanías ora graves, ora cantarinas, en la tenaz porfía por ingurgitarse de memoria la página inacabable del texto incomprendido. Lentamente oscurecía. A la misma hora también, en la plaza de la policía comenzaba a ejecutar la banda de música dirigida por el capitán Olivera, inspirado músico negro, émulo del genial Brindisi de Salas. ¡Cómo ha de morir en el recuerdo aquella silueta asaz característica, empuñando su batuta sonámbula, de armonías infinitas, en su diestra renegrida por los soles brasileños, que asomaba por un mangón ancho y oscuro, correspondiente a su casaca galoneada y llena de heroicas chorreras bohemias! Su banda, ilustre sentimental, entonaba mazurcas, valses y romanzas que mecían dulcemente esos trasgos indelebles del alma provinciana, honda, sentimental y anegada de secreta melancolía. Algún trozo de ópera cursi encendía el lirismo latente de la hora, de las cosas y del lugar; una vieja marcha militar, encalabrinaba el alma de algún viejo soldado mendigo de Pavón o Tuyutí hasta provocarle la fácil lágrima de la senectud, cuando no un vals dormilón y cadencioso, levantaba aceleradamente el pecho de la damita soñadora, cancina de aguardar un regreso imposible…¡Capitán Olivera, brioso músico de la primera hora, ebrio de fácil armonía y de alcohol liberador, tus ritornelos vagos y tristones trasuntaban la inenarrable emoción de aquellos tiempos, y encendieron en mí -quién lo diría- la chispa extinguida de mi galantería ya pasada!... Llegadas las ocho de la noche, por las angostas calles y las plazas desiertas, corrían los faroleros municipales con sus linternas y sus escalerillas en procura de encender el alumbrado a kerosene de aquellos tiempos linderos casi de la época de Vértiz. Una hora más tarde, la aguda pitada del tren de Buenos Aires, ponía una festiva vibración el barrio de la estación vieja. La plaza Colón, de suyo somnolienta y vetusta, con su gran fuente lírica en el centro -¡oh, Cibeles, vértice de mis mudas confidencias sentimentales!- animábase de transeúntes y recobraba su instante de bullicio. Pero luego, otra vez, el tácito silencio nocturno espaciaba el tiempo inerte. Hacia el extremo sud del pueblo, en el cuartel de policía, un y una corneta llenaban débilmente el ámbito muerto con sus notas ora graves, ora altas… Era el toque de queda de las nueve. Sin embargo, del fondo del suburbio dormido, venían todavía ecos de lejanas guitarras y canciones de enamorados. Las insomnes serenatas estudiantiles, dueñas de la noche, comenzaban sus peregrinaciones galantes en pos de la altísima ventana de Julieta. ¡Así era el San Luis de entonces! Tenía su sociabilidad un poco ingenua pero límpida de alma. El Club Social era un centro bullicioso y brillante; el Liceo Artístico, institución enlevitada y aristocrática, brindaba sus primores de arte musical y pictórico, encabezada por el atildado Juez Federal Dr. del Campillo, en abierta hostilidad con el Club Social de hechura gubernativa y política. El Gran Café de Cuyo, sustituyó en el edificio del Liceo después y congregaba a los hombres en las horas muertas, para charlar sobre las naderías de rabiosa actualidad en la ciudad. La callada tersura del remanso provinciano, era rota de vez en cuando por la azogada burbuja que iba a reventar huera y deleznable como su mínima importancia, al espejo de la superficie: ya de un enconado incidente de politiquería lugareña, llameante y fugaz como fuego fatuo, o bien lo otro, un conflicto escuelero que daba hablillas a las gentes, hasta que iba a concluir en los muertos folios de un sumario administrativo mandado instruir desde Buenos Aires…

CAPITULO III UN FILOSOFO DE TOGA GAUCHESCA

Alberto Salvatierra comenzó a sentir profundo interés por la política local. Una fuerte oposición entró a formarse contra la situación gubernista imperante, que era un engendro personalista del senador don Tolomeo Barbosa. Después de un cuarto de siglo de gobierno surgido del oficialismo incontestado, después de muchos desengaños cívicos, una luz de rebelión pareció hacerse en la oscura entraña popular. El continuo trato de Salvatierra en estos últimos tiempos con el Dr. Leandro Amenábar, consejero abogadil de la familia de aquél durante años, espíritu franco, ardoroso y abierto, por otra parte, cuya palabra se caracterizaba por su comunicativo ardor, preparó la decisión del joven hacia la intervención política. La arena de las luchas cívicas ejerce indudable magnetismo en toda voluntad moza ansiosa de probarse. El Dr. Amenábar obtuvo la promesa del joven para incorporarse a la Unión Ciudadana Provincial en cualquier momento próximo. Sin embargo, Alberto sintió la necesidad de comunicar a alguna persona de su más absoluta intimidad, aquella decisión para él trascendental y solemne… Pensó hablar con su tío paterno, el viejo doctor Aurelio Salvatierra, a quien sólo veía de tarde en tarde, ahuyentado secretamente por el carácter retraído y los dichos mortificantes del anciano. Llegó sin embargo a la vetusta quinta situada en los suburbios del pueblo en que pasaba sus últimos años el doctor, con sus pesares y sus achaques. -¡Deo gratias! - gritó Alberto desde la verja, apelando al añejo llamar verbal, a falta de campanilla. Y ante el prolongado silencio, repitió de nuevo el anuncio con fuerte y ahuecada voz: -¡Deo gratias, tíooo! … -¡Dios se las dé a Ud., sobrino, que a mí me sobran… - desgañitóse el viejo, asomándose con maña trabajosa a un extremo del corredor largo y sombrío. Dulcificándose, añadió: - Adelante. ¿Qué acontecimiento grave trae tu visita? - Nada de grave, tío; ganas de verle, nada más. - Así me han contado… pero yo no te veo -respondió con malicia desconfiada el viejo, estrechando al joven. Ambos pasaron al despacho. Era un aposento espacioso pero penumbroso a causa de una tupida mosqueta sin flores que cubría casi en total la ventana de reja volada que podía darle luz. Tres o cuatro armarios de maderas casi negras contenían libros todos polvorosos, papeles amarillentos y pilas de diarios mohosos. Una fina capa de polvo, cubría aquellas cosas y envolvía también una amarillenta araña con candelabros de bronce verdoso, ha mucho tiempo opaca de brillos y de luces. Un escritorio tipo ministro, ostentaba su cubierta de pana verde y un enorme tintero de metal ennegrecido, con sus alcucillas resecas de tinta, revelaban la larga ausencia del escribiente. Era el doctor Salvatierra uno de esos viejos abogados de chapadura antigua, que a menudo restan en provincia, como barcos varados en dársenas secas, retirado del foro después de largos años de actuación o de desgaste. Educado en el Colegio Monserrat, gradúose luego de licenciado en Derecho en la Universidad de Córdoba, poco después del sesenta. Llegado a la provincia con sus prestigios de doctorado de golilla, fue el árbitro en la magistratura maltrecha de nuestros primeros tribunales de justicia y, ¿por qué no decirlo?, fue también luz de nuestro foro en el medio carente por demás de universitarios legítimos. La política lugareña le abrió también anchamente sus puertas y ocupó después varios ministerios. Una vez llegó a ser diputado nacional, pero desde entonces comenzó a decaer su prestigio, asechado por las nuevas características de la política provincial, por la puja de los hombres nuevos y las ambiciones recientes, quedo relegado paulatinamente en el incoercible olvido. Ejerció su profesión con intermitencias; sus luces jurídicas no alumbraron en medio de la ignorancia colectiva. El universitario, con jueces iletrados, disparaba siempre más allá del blanco. Así, por aislamiento, fueron atrayéndole las faenas de la estancia gaucha. Una tragedia íntima le echó definitivamente a un costado de la vida social y pública y fue así, como llegó a borrarse del medallón su atildado perfil de togado, para dejarse desgastar por el duro roce de la sordidez y el abandono personal. Su carácter se agrió, su léxico remilgado y fino quedó como una flor seca en las páginas de su apolillado Horacio del armario, y en cambio, se connaturalizó con los hábitos gauchescos de la estancia, cuyo lenguaje desconocido y chocarrero adoptó, por gracejo al principio, y por estratificación viciosa al fin. Era el doctor de físico magro y su piel tenía un color avellanado; una perilla puntiaguda y canosa le afilaba el rostro y sus ojos pequeños pero vivos, daban a su fisonomía un aire mefistofélico indudable. Su lenguaje era arrevesado y pintoresco siempre. Conjuntamente con las latines de su Digesto, había acumulado un refranero inagotable de decires criollos, modismos y sentencias que esgrimía a cada momento, salpimentados con fiascosos punteos de citas eruditas, graciosas a fuer del contraste. El doctor Aurelio trasuntaba esa tragedia más que dolorosa, opaca y silenciosa: el desmoronamiento paulatino e inevitable del universitario vencido por el medio adverso y de bajo nivel, aplastado por el desierto moral y asfixiante de ciertos momentos de la vida de provincia y revenido al fin, incurablemente, al rincón de la estancia o al fondo de la quinta vetusta, enterratorio de un temperamento y quizá de una gran quimera. Allí quedaban en los viejos armarios que tenía en su escritorio, sus amados libros de otros tiempos, abrigados hoy por las telarañas. En los tejuelos de los raídos tomos, podían leerse los nombres de algunos olvidados autores: Conde de la cañada, el “Febrero”, Castro, “Manual de Práctica Forense”, Balmes, Zúñiga, Castrillón, “Manual de Elocuencia Forense”… Alguien ha comparado las bibliotecas con los cementerios. Nunca más ajustado el símil que para la librería del doctor Salvatierra. En aquellas bibliotecas, en vez de anaqueles, había nichos donde yacían cadáveres de ideas, doctrinas y principios de otro tiempo… El doctor Salvatierra no leía ya. En sus últimos tiempos hojeaba a su Schopenhauer, de quien no sorbió su pesimismo porque antes lo había sorbido de la vida. Gustaba de su lectura seguramente por afinidad espiritual momentánea, más que todo. Siempre tenía a mano Parerga y Fundamentos de la Moral. A Parerga, especie de tratado de la vida aceda, siempre le pedía a su amanuence. En sus ratos de humor, gritaba a la rapaz que le servía: -¡Muchacho!... alcanzame ese libro de tapas yaguané… -Aludía al color de la pasta española en que estaba encuadernado… ¡Los libros, para él, tenía pelo como sus torunos!. En contra de lo imaginable, la lectura del filósofo alemán le causaba a menudo risas espasmódicas; así manifestaba su asentimiento con el autor favorito. Alberto, como hemos dicho, le visitaba de tarde en tarde. Le inspiraba el viejo la secreta repelencia de los misántropos y los heridos morales. Además, sus consejos y sus responsos trasuntaban la amargura arseniosa de los envenenados. No obstante, el doctor Salvatierra depositaba sus últimos afectos en el sobrino; éste lo sabía también y no obstante, llegaba a la quinta poniendo piel de cocodrilo. -¿Y qué te trae por acá? -dijo al fin el doctor. Alberto estaba lejos de confesarle su oculto objetivo y disimuló en un circunloquio la charla. -Nada más de verlo y traerle saludos de mi madre y mi hermanita Elisa… Siguió largo rato el palique mortecino y deshilvanado. Conversaron de bueyes perdidos y caranchos voladores -diría el doctor-. Cuando creyó Alberto que el rodeo había sido largo, dejó caer como al peso la confidencia insustancial: -¿Sabe, tío, que me meto en política? -Mal vas, corazón…-refraneó con sorna el viejo. -Soy un convencido que hay que voltear este gobierno ignominioso que responde sólo a un mandón. Don Tolomeo tiene a la provincia sumida en la vergüenza y sujeta a la obediencia más servil. No hay ya ni tranquilidad para el que trabaja en sus intereses en el campo; la oposición está dormida; hay que contribuir a formarla… Me siento ciudadano libre y capaz de engrosar las filas de un gran partido. -Y bueno, ¿qué quieres de mí? -Necesito su parecer, tío. Ya sabe que usted es mi consejero de siempre; quiero escucharle a pesar de que ya soy un hombre. -¿Hablarme de política vos? Vienes a removerme un viejo rescoldo apagado… -No importa; quiero oírlo. Con voz diríase lejana, respondió el viejo letrado como en un soliloquio: -El hombre es un animal político, dijo Aristóteles según creo, ¿verdad? Volver a ella, acercarse a ella, es cosa de animales ciertamente, sí pues. Unos van a la política de puros cabezas calientes…Los otros por logrería y cudicia y son los más. Los primeros son los zonzos y los segundos los entendíos… Vos sos de aquéllos y perdoná. -No puedo estar en todo con usted, tío. Creo que hay grandeza a veces en la vida pública, en la política. Creo que hay hombres nobles, creo en las frases henchidas de verdad y de coraje. Los principios son bellos cuando se practican de verdad y cuando alientan la vida democrática de los pueblos… -¡Exactamente, muchacho! Ya lo veía, vas a la política de puro cabeza caliente… Así nos pasó a todos en la dichosa edad tuya. Nos educaron mecidos con frases resonantes y adorando huecos principios. La educación sensiblera, la bambolla de los llamados “principios” del civismo. Aprendimos a admirar lo que es perfectamente falso, los gestos de los políticos, aplaudir las palabronas dichas con ademanes abiertos, las sacadas de pecho como para enseñar el corazón grande, la palmada en el omóplato, el apretón de manos calientes…Alberto, todo eso es mentira; eso es la parte artera y vil del “civismo”, como dicen todos los embaucadores profesionales. Bueno, -agregó- mejor sería que no me oyeras hablar de estas cosas… Nada bueno podría decirte ya. El rostro del doctor se había demudado ostensiblemente. Una lucesilla sutil le punteaba de ira las pupilas. Se dibujaba en su boca una sonrisa sardónica que era, en verdad la amargura del rictus. -Esta vez, sin embargo, tío, me acerco a hombres de conciencia y de lucha. Me alistaré en las filas de la “Unión Ciudadana Provincial”. El Dr. Martínez, es un hombre de principios; el doctor Amenábar, un viejo e inspirado luchador; don Pancho Aramburu, garantía de probidad y de buen sentido. -Y vos, querido, un ingenuo pajarito cantor… Martínez es un ambicioso a la pesca de jóvenes que le hagan cartel; Amenábar, un envenenado que sólo espera la hora de la venganza y el desquite; Aramburu, un pantallón de su mujer que es una gaucha politiquera; Pancho…, no tiene mas habilidad que echar su panza patriarcal cuando quiere hacer de personaje honorable y principal. Si triunfan algún día, ya verás el revés del poncho. -No diga tanto, tío… ¡Por Dios! -Silencio, muchachito, ¿qué me vas a retrucar? Yo conozco los “principios”, querido, del derecho y del revés… A esos que me has nombrado… ¡con abuela y todo! Oíme: cuando volví a San Luis, después del 64, me recibieron con los brazos abiertos desde el gobernador pa abajo. Me hicieron entrever el paraíso. Yo era un joven doctor casi cordobés; me precisaban, y me hicieron calentar la cabeza hablándome del porvenir. Serví un momento para todos y para bueno y para malo…Llegué a creer que era el hombre del momento, como me soplaron a la oreja con picardías, mis aprovechadores. Quise ya pegar un volido, solo, pero un buen día se me apareció el dueño del fogón, me tiró del saco y con voz autoritaria me dijo: “¿A dónde va mi amiguito estrenando en día domingo ropa hilvanada el sábado? ¡Qué temprano se ha levantado usted!...”. Abrí los ojos y comprendí que toda aquella comparsa aldeana, mansa, silenciosa, socarrona, tenía un solapado y duro director de orquesta. ¡Suprema armonía oculta de cuerdas y clavijas! Quise corcovear y me desjarretaron. No era en verdad de la familia del mandón. Me hice opositor de rabia, estiré los nervios, grité, pataleé… ¡Y aquí me tienes! -Esta vez podemos quebrar este juego maldito…-arguyó Alberto, entusiasta. -Están muy verdes las brevas todavía. No lucirá aún en el cielo de la Patria, el arco iris que tú sueñas. Seguimos muy atrasados. “Recostarse contra las piedras del fogón, donde puede cáirte el hueso de tutanear; festejar los cuentos del patrón aunque largos y sin gracia; alcanzarle comedío el tizoncito de vez en cuando, pa que prienda el pucho del juerte. ¡Catecismo pa los hombres prácticos!”. ¡Oh, querido Vizcacha de mi tiempo! … -Consejos para otros tiempos y otros hombres, tío… -¡Otros tiempos! La política de hoy es la misma de ayer; la misma guitarra con otras clavijas, tal vez mejor labradas no más… La trama de mañanas y mentiras, de agachadas y zorradas con que está tejido el poncho del viejo vizcacha, sirve hoy también para los paños del chaqué y frac de ahora. -Usted dirá, tío…-asentía casi abrumado Alberto. -Sí; es así. Y con que ya sabés mi parecer. Todos estos gobiernos de provincia chica, tienen para mí el mesmo color. Son gobiernos del tipo casero o doméstico; en todo se ve, velay, la manera de manejar la estancia o la toldería pampa de más atrás…Para andar bien hay que conducirse con modales de cocina criolla o de fogón, reírse cuando se ríe el cacique, alcanzarle el tizoncito muy comedío… no retobarse aunque le sangren los ijares con las lloronas, porque es al ñudo; no darse cuenta que uno es un infeliz por dentro y… por fuera. Y palabra e’santo, muchacho, es mejor no m…eterse contra el viento, contra el gobierno. Esto lo aprendí ya tarde, después del trueno e’San Gerónimo. -Mucha amargura, tío…¿por qué tanto? -Andá a chamuscarte las alas, buen angelito. Te acordarás de mí… Y ahora hacé lo que querás; lo peor, si te parece, ¡ah, muchacho de mi vida!... Así solían terminar por lo común, las raras entrevistas entre el doctor Salvatierra y su sobrino. El crudo realismo, el sombrío pesimismo, que cabía en el ángulo visual del togado, era, en verdad, el sedimento que dejaron en aquella alma acidulada, los contrastes de una vida fracasada y amargada. Había faltado en aquel espíritu poco maleable, el don de la autoamputación de ciertos reptiles o arácnidos que sueltan su cola o su pata para escapar a las acechanzas terribles de la vida lugareña. No obstante, en el ánimo de Alberto, triunfaron las atrayentes y coloridas exhortaciones del doctor Amenábar. En un corazón joven, era descontable el triunfo de una actitud positiva, en frente de cualquier negativismo sombrío. Alberto abrazaría la política para combatir el gubernismo entronizado en el sistema del senador Barbosa.

CAPITULO IV RENACE UN PARTIDO POLITICO

Don Pancho Aramburu, era presidente del comité central de la “Unión Ciudadana Provincial”, partido opositor en aquel año de 189…, circunstancia bien presente en mis anales de oficial gubernista. Por aquella noche la mesa directiva del partido convocaba a una reunión a sus afiliados más visibles. Era llegado “el momento de moverse”, como rezaba el reclamo de todos los partidarios y como opinaba también Don Pancho, que había cedido su despacho particular para la reunión. A las nueve de la noche comenzaron a llegar los invitados. Un leve toque al llamado y entraban sin más protocolos a la casa que a veces parecía el hogar de todos por su amplitud cordial. Era una mansión de arquitectura antigua que pudo pasar por suntuosa antes del año ochenta. El recinto de la asamblea era ancho y de altas paredes; cuatro gruesas columnas cilíndricas de ladrillo, con pintura veteada imitación mármol, aparentaban sostener el alto techo, según la moda de entonces. Hacia la calle, dos ventanas con persianas de madera y cadenilla, evitaban los curiosos atisbos desde fuera. ¡El gobierno tenía tanto badulaque con cara de bobo que se ocupaba en palpitar escenas y adivinar conspiraciones supuestas! Dos o tres armarios de caoba, con libros y papeles cubiertos por vidrios con florones esmerilados; un juego de escritorio de nogal y numerosas sillas de Viena, llenaban el salón. En menos de media hora habían llegado más de treinta personas que fueron acomodando sus bastones, abrigos y sombreros, en mesas, perchas y otros lugares libres. Percibíase en aquel ambiente, algo opaco por la débil luz que daban apenas dos lámparas de alcohol, una expectativa solemne y nerviosa a la vez. Allí veíase a los hombres más importantes de la “Unión Ciudadana”. Entre las americanas democráticas, echaban de verse también los indumentos rurales y tal cual caña de bota percibíase por debajo del pantalón tirante de sospechoso encubrimiento. Habían sido llamados también algunos conspicuos partidarios de la campaña. Alberto Salvatierra, un poco inquieto, llegó a la reunión, acompañado de Fuentes y del Dr. Amenábar. Esperaba con impaciencia el instante de su incorporación, que adivinaba ceremoniosa, según era costumbre en aquellos tiempos, cuando se trataba de un afiliado de resalte. En eso, un siseo discreto de atención recorrió la sala. Iba a comenzar la deliberación. Don Pancho presidía desde su gran escritorio ministro, con tapete de paño verde oscuro. Su cara aparecía grave y sus ojos revelaban alguna emoción. Tendría sesenta años; su cabeza redonda y ligeramente deprimida en la frente, no era bella ni mucho menos, enclavada en sus hombros altos. En aquella fisonomía se adivinaba el temperamento apagado y cansino de la presenilidad. Era un personaje anodino y vulgar, pero vestía con cuidadosa pulcritud que le daba un aspecto decoroso y hasta honorable. El presidente rompió a hablar así: “Señores correligionarios: El partido “Unión Ciudadana Provincial”, después de una inactividad de cerca de dos años, ha pensado que es llegado el momento de sacudir su culpable marasmo. Este partido, que siempre marchó a la vanguardia de las reivindicaciones populares, de frente a todos los sensualismos gobernantes, no puede esperar una hora más para lanzarse a la arena de las luchas cívicas…” (Breve interrupción para tomar velocidad).y continuó: “La necesidad de esta reacción cívica, la exigía el amor a la provincia, asolada por los apetitos nunca colmados de los caudillos que asaltaron el sagrado sitial del gobierno, para desde allí esquilmar a los pueblos, que los soportan sobre sus hombros heroicos, cual nuevos Sátrapas de una dinastía de oprobio y de vergüenza…” (Murmullos de entusiasmo). “Los magnates del oficialismo -continuó- han comenzado por abolir el sagrado derecho de prensa y de palabra, vale decir, han inferido a la carta magna un brutal atropello en el afán de callar las voces de la oposición…Han convertido los estrados de la justicia en el mercado de las preferencias partidarias… y no contentos con esto, ahogan a los trabajadores con innumerables gabelas que son torniquetes electorales. ¿Y que decir de las policías, señores? ¡Allí están, como hordas salvajes, para desatar las furias de la venganza en la pobre gente que no quiso ser mera carne electoral a su servicio y para su ludibrio!...”. Inútil tarea seguir las parrafadas de don Pancho. Restallaban como cohetes retóricos las frases hechas de siempre: “derechos conculcadas”, “peculado y fraude”, “sensualismos y pitanzas”, etc. Al final de aquella arenga, vino la inevitable invocación a la Patria y al Progreso. Una cita de Tocqueville resobada como un guante, hizo pendant con otra de Pelletán que dijo aquello de que “el mundo marcha”… retórica del otro siglo de “progresismo” spenceriano…”… Nada más, señores”-gimoteó, por fin, Aramburu, la nariz y la frente casi abermejadas por el esfuerzo intelectual. Sonaron algunas palmadas y unos “¡muy bien!” ahogados por la discreción del momento y de las circunstancias. Don Pancho Aramburu, de quien mucho hablaremos aún, era uno de los carcamales de antaño, honradotes, con una veneralidad mentada e infecunda, sin aplicación conocida, como ciertos producidos de la química inventados por casualidad… tenía fortuna más famosa que efectiva, y un apellido viejo en la provincia, que desde cincuenta años atrás ya sonaba en las listas devotas de Santo Domingo, la iglesia de los festejos patronales e históricos de la ciudad… Gozaba de una misteriosa reputación de “hombre de principios”, como decía el fígaro Scardó, cuando afeitando a sus parroquianos en su barbería de frente de la plaza, se sentía también poseído de la comezón de la política criolla, contagiado en treinta años de vivir en nuestro pueblo. Don Pancho llegó a la situación de ser, pues, presidente nato de todo organismo político contrario a la situación imperante. Es claro, en esta circunstancia, allí estaba como una garantía su odio implacable y profundo, como un remanso, contra don Tolomeo Barbosa, el dueño y muñidor de la situación local. De común origen ambos sujetos, de comunes recuerdos escolares, se estableció entre ellos desde la infancia, esas mutuas repulsiones que jamás desaparecen. ¡Cuántas conductas públicas, cuántas actitudes espectaculares en la vida pública, obedecen -¡quien lo dijera!- no a otra cosa que a pequeñas ojerizas de muchachos escolares!... debemos citar aquí y a propósito un pensamiento que solía tener socorridamente a mano don Pancho, uno de sus lujetes de estilo trascendental y filosófico: “La historia, mis amigos -solía decir echando barriga- no es más que la imagen fosforecente y colorida, reflejada en la gran pantalla, por una figurilla enana y pintarrajeada -la realidad-, gracias al aumento desmesurado de una lenta de linterna mágica, la posteridad”. Don Pancho tenía un barniz de ilustración, logrado en la lectura distraída de las misceláneas y en algún libraco de actualidad pasada, acuciado constantemente por doña Leonor, su esposa, poseída de cierto delirio de grandezas y locura por el rango… Pero volvamos a la realidad presente, y escucharemos de nuevo la voz pastosa del presidente, que dice: “Señores, se declara abierta la sesión y está a consideración el actual momento político”. El doctor Amenábar, que ansioso esperaba la ocasión, pidió la palabra para decir: “Tengo el honor de presentar al joven Salvatierra, nuestro nuevo afiliado a la “Unión C. Provincial”, que espontáneamente se ha hecho presente a sus filas y puesto su firma en el libro del partido…Su actitud patriótica y valiente, es el penacho de la orientación actual de las falanges juveniles de nuestra provincia, que se incorpora a nuestro movimiento cívico, en pos de los elevados principios que sustenta. Su hombría de bien, su cuna, su carácter templado en los nobles trabajos del agro, le prestigian para que nuestros compañeros saluden en él a un abanderado de la próxima cruzada, etc.”. Aplausos calurosos premiaron la presentación de Amenábar. El presidente también creyó del caso pronunciar sus condignas palabras en homenaje al recipiendario que, todo confuso, asistía a la primera asamblea política de su vida, lleno de ilusiones de puro civismo. En algún momento, el recuerdo de las agrias sentencias de su tío, el Dr. Aurelio Salvatierra, sobre “el civismo”, le aguaba, no obstante, aquella fiesta de su ánimo. Pasada esta escena simpática, se reanudó la sesión ordinaria. Iban a entrar en escena nuevos actores que poco a poco irán saliendo al proscenio y que luego nos serán familiares. El Dr. Martínez pidió la palabra. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, bien parecido, de fisonomía enérgica, celebrado ya en el foro local por sus condiciones de abogado contraído e ilustrado, con prestigio ya innegable entre la juventud del naciente partido. Era el vicepresidente del partido y se expresó en la forma siguiente: “Después de las palabras tan bien inspiradas del señor presidente, no me queda, por cierto, la tarea de hacer de nuevo el cuadro de la situación institucional imperante en la provincia. Todos sentimos en carne propia, las consecuencias de los desmanes de los pseudo gobernantes que llevan a la provincia a su más evidente desquicio y hasta su más segura ruina… ¡El régimen municipal una burda parodia!... Las policías: agencias electorales y apañaderas de robos y de crímenes… El presupuesto: una ley de repartija entre parientes y cómplices… El derecho electoral: un mito y una encrucijada para el elector. El gobierno, en fin, señores, -epilogó el orador después de largas y enérgicas parrafadas- una capatacía del senador Barbosa entregaba sucesivamente al hermano, al sobrino y cuando más lejos al infeliz “pantalla” a falta de cuñados… ¡Y todo, todo -rugió más bien que habló- hecho bajo el manto misérrimo de la constitución local, convertida en un harapo de encubrimiento!... ¡Habrá, pues, que librar la última y decisiva batalla por la liberación de la provincia!...”. Las incitaciones del Dr. Martínez, galvanizaron el ambiente y levantaron a cien codos el entusiasmo de los circunstantes. Restablecida la calma, no pudo evitarse que el procurador Astigueta obtuviera la venia para hablar. Era un hombre obeso y de color achocolatado apreciado por su fidelidad y vehemencia partidarias. Se le permitían ciertas licencias y expansiones verbales. Comenzó con una furiosa filípica endilgada contra la justicia local, por supuesto, pues que era la llegada de sus dolores. “Un profesional honesto y correcto -así gustaba designarse a sí mismo- ya no podía ejercer en los tribunales de San Luis, convertidos, como muy bien dijo el Sr. Presidente hace algún momento, en “el portal de Pilatos”. (Esta cita, tremenda para Astigueta, involucraba en Pilatos la efigie de mandinga, seguramente). Y su jerga electorera y procaz, siguió escupiendo frases confusas contra los “jueces bandidos”, las “pilatunas sin nombres”, las “regulaciones miserables”, etc., mezclando tropos arrevesados a cuyo final restallaban como un coheterío ensordecedor, las consabidas palabrejas de la jerga tribunalicia: “chanchullos”, “chicanas”, ”matufias”, etc., etc. La boca de Astigueta era en ese momento un vórtice llameante y la asamblea llegó a sentirse quizá asqueada ante lo que parecía incontenible. ¡Pobre Astigueta! Era una de esas víctimas voluntarias y sinceras del partidismo grueso de nuestros medios, de esos que sólo recogen en política los abrojos de la áspera senda de tiempos crudos, mientras los vivos saben achatarse para cuerpear la tormenta… Pocos momentos más, duró la asamblea. Se nombró la junta de gobierno del partido, integrándose la lista con los nombres más sonoros y solemnes, como para asustar a los gubernistas con sus fantasmas. Todo iba a terminar ya, cuando a uno de los circunstantes se le ocurrió traer al tapete la situación del diario del partido, “La Ley”, que dirigía Agenor Lucero y que según el mocionante, no atacaba al gobierno ni a los oficialistas con la energía debida. Ese asunto motivó una discusión enojosa. Don Sebastián Sarmiento, recordó de inmediato en ese instante, sus dormidos enconos contra el director del periódico y se preparó para hacer una arremetida. Era don Sebastián el hombre solemne del partido. Todas las cuestiones las encaraba con gravedad, usando un léxico rebuscado y culterano a más no poder. Su estrigada figura, su grave rostro enjuto, alargado aún más por su canosa perita, le daban apariencia de don Quijote triste…Era sin embargo, melífluo, sonriente y galante con las damas. En esto consistía su lado flaco y entonces, su galano decir, tornábase florido y rozagante, como una maceta de balcón… Más, llegada la ocasión del ataque, su voz era como trombón de su ira… “Había que destituir a Agenor Lucero de la dirección de ‘La Ley’ -dijo- a cuyo frente estaba por una absurda deparación (!) de la casualidad, quizá destino otorgado en momento de anulación de las direcciones mandantes…(sic)”. El cuarto poder del Estado que dijo el gran Burke (!), el periodismo, señores, órgano del alumbramiento democrático, que tiene una fuerza de prensa hidráulica, no podía estar en las manos corruptas (sic), mejor dicho mutalezcas del negro Agenor Lucero, que lleva en sí, la sospecha de hacerse pagar su silencio, como la cortesana bizantina sus secretos! (sic). En cambio el periódico del partido se había permitido alusiones veladas y con tono hilarante - agregaba- nada menos, repárenlo bien los oyentes, que contra el suscrito y algún otro honorable correligionario tan digno como el que más, convirtiéndose el señor director en un cuervo de los tantos que pululan por el mundo!” Y concluyó: “¡Periodismo limpio en manos limpias!”. Era ésa su divisa en el periodismo político. Y paladeó el apotegma como un caramelo… Para calmar a don Sebastián se le prometió un serio llamamiento al orden para el director de “La Ley”, amenazándole con la destitución si persistía en las ironías contra el armonioso personaje. Se levantó la sesión. Los circunstantes mientras se ponían los abrigos y encendían sus cigarrillos, comentaban animadamente las mil incidencias de la reunión; otros se daban las buenas noches y salían de la sala en pequeños grupos. Al pasar por el gran zaguán iluminado por un enorme farol de hierro forjado y vidrios de colores, los asistentes pudieron ver en las puertas laterales que daba a la sala de recibo de la casa, la figura arrogante, pese a sus cincuenta otoños, de misia Leonor, la digna y fuerte consorte de don Pancho Aramburu. La matrona había salido del “gineceo” porque quería dar las buenas noches a sus correligionarios, que, como solía decirlo con énfasis, “estaban labrando la redención de la patria chica”. Doña Leonor era el arquetipo de esas señoronas que toman la política con toda la mano, que opinan, que accionan, odian y campanean como el más encarnizado militante, tan comunes en los medios sedantes de la provincia, con una negación airada de la teoría de la influencia del medio…”Aramburu, mi esposo, nunca entendió de política ni un medio -solía afirmar con aplomo-. Si me hubiera escuchado los consejos ¡oh!” -y ponía los ojos en blanco como una pitonisa, seguramente. Sin embargo los pretendidos desentendimientos de don Pancho estaban muy lejos de la realidad. Por los habladeros del pueblo, corría a gritos la versión de que doña Leonor era la de los pantalones y la que guiaba el timón de las direcciones políticas de su consorte. A medida que fueron saliendo los correligionarios, se sentían los cloqueos gentiles de la pintiparada señora, dirigidos a éste, al de más allá, al de acullá. Los señores respondían con sendos sombrerazos a tanto donaire de la dueña de casa. -¡Es una gran matrona!- afirmó, ya en la calle, don Sebastián Sarmiento, con admiración profunda, ya que para las grandes frases estaba siempre él. Además los vivos ojos negros de la señora, no empuñados aún, pese al medio siglo, no dejaban de inquietar sobre manera el temperamento pronto del gran retórico. Eran las dos de la madrugada. En la tiniebla profunda fueron perdiéndose los grupos. Pronto aquellos hombres ¿irían a torcer con su empuje el rumbo equivocado de la cosa pública?.

CAPITULO V PERIODISMO DE PLATOS FUERTES

De regreso de su estancia, adonde se fuera pocos días después de su adhesión a la “Unión Ciudadana Provincial”, Alberto se encontraba al cabo de un mes nuevamente en la ciudad. Supo a su llegada que “El Combate”, diario gubernista, le había “felpeado” de lo lindo por su incorporación a las filas de la oposición en aquella reunión memorable de lo de Aramburu. No acostumbrado a estos rasguños periodísticos, el alfilerazo le hizo roncha en su fina y tersa epidermis de novicio político. No le importaba tanto la picaresca alusión “al caudillo acicalado sin votos ni botas!, pero en cambio le resultó insoportable la diatriba, cuando le tildaban de desertor de los ideales políticos de su finado padre, amigo que fue de a ratos de los hombres hoy encaramados en el sillón de Dupuy. Le llamaban con todas las letras: “¡Renegado!”. Muy lejos de ser justo el brulote, pues que los tiempos cambian, como las personas y los hechos hasta el infinito. Sin embargo, en sus rumias solitarias, el ofendido, a fuerza de calentarse la cabeza, la roncha primera llegó a transformarse en divieso… La desazón de Alberto era explicable por influencia del medio y los hábitos morales circundantes. ¡Estábamos en los tiempos bravos del culto a la firmeza partidaria, recia y fiera, como Gorgona a quien se hubiera erigido en deidad de un culto público!. En la imaginación de Alberto bailoteaba en mil formas la venganza: “Una paliza en la flaca carne del testaferro Lauro Muñoz, director del papelucho ofensor”, decíase. Pero no; enmendábase al punto; “el responsable era el carcamal que hacía de director o presidente del partido gubernista”. Sentóse en el escritorio y compuso una nerviosa epístola vindicativa dirigida al susodicho personaje, “acostumbrado, le decía, a vilipendiar por boca de ganso”. Montó a caballo y dirigióse a “La Ley”, el periódico del partido, a pedir diera hospitalidad a su candente lucubración. Un soplo refrescante parecía emanarle del documento que llevaba en el bolsillo; era el descargue de su bilis expulsada por los puntos de la pluma… Echó su cabalgadura calle abajo; no tenía ahora prisa. Libre, como repentinamente, de su congestión espiritual, imaginó cosas halagüeñas, llegó a evocar sentimentalidades… y obedeciendo a ellas, torció por la calle donde vivía don Patricio Delgado, gubernista rabioso, hombre fiel al senador Barbosa, encostrado en rancios prejuicios de política lugareña y en supersticiones de clases sociales. Hacía tiempo que a Salvatierra no le eran indiferentes las gracias de Rosaura Delgado, la hija mayor de don Patricio. Tenía con ella prendido un viejo hilillo de secreta correspondencia espiritual. ¡Ah! las vagarosas afinidades electivas de la infancia… Un tiempo largo había sin verla. Pero esa tarde pudo contemplarla sin reatos. Estaba en la puerta de su casa, bella y fresca como nunca en su abandono ingenuo, y ambos ruborizándose del inesperado encuentro, poseídos de la misma conturbación secreta, índice elocuente del amor. Luego partió súbitamente al galope, movido por el loco resorte de los nervios sacudidos. Minutos después, resonaban rotundos los cascos de su caballo en frente de la casa donde estaban instalados “los talleres de ‘La Ley’” -como pomposamente decía el aviso de imprenta-. Le sorprendió un gentío abigarrado que se había congregado en las puertas del diario. El periódico opositor lanzaba uno de sus sensacionales boletines, anunciados con bombas de estruendo. La muchedumbre endiablada y revuelta, ávidamente arrebataba el papelucho con novedad tan retumbante. Por la ventana abierta se percibía el timbre metálico que a pequeños intervalos daba la plancha de la minerva al imprimir y se veía el brazo nervudo del hombre que sudando a mares y jadeando, pedaleaba la rueda, mientras un muchacho separaba una a una, con presteza, las pequeñas hojas impresas que vomitaba el armazón de hierro y cobre y que los curiosos arrebataban a fuerza de empellones y griterío. La “Unión Ciudadana Provincial”, en plena campaña opositora, anunciaba a la quieta población de San Luis, el descubrimiento de una nueva tropelía del gobierno: “La Legislatura, comparsa servil del P.E. -decía el volante-, acaba de dictar una ley, autorizando negociar un empréstito que entrega a la provincia a las fauces de una empresa usuraria; ‘La Banque Parisien’, que significa un nuevo negotium de don Tolomeo Barbosa, pues se ignoran los destinos y los fines de la operación, hasta por los propios diputados que lo votaron… ¡Se roba la túnica de la Patria!...” -remataba con frase de capote el comunicador. Alberto, en cuanto se despejó la entrada del local, desmontóse y llegó hasta el escritorio de la redacción, instalado en un salón del fondo del destartalado y ruinoso edificio. ¡Allí estaba S. M. el periódico político de provincia!. A su frente, Agenor Lucero, rodeado de hombres de “la casa”, hacia de Director responsable. Era un hombre de pequeña estatura, de rostro moreno y usaba un bigotillo retinto de caídas guías sobre las comisuras de los labios. En sus ojos turbios, agobiados por pesados párpados, se adivinaba al bebedor contumaz. Este era el personaje que motivó las iracundas y retóricas protestas de don Sebastián Sarmiento. Escurridizo, venal, había sido puesto al frente del periódico -según usanza de los partidos locales- porque tenía la pluma fácil para la andanada gruesa, tanto como para llenar galeradas con sahumerios despreciables, indistintamente, y porque su estulticia moral podía hacer fácil pendant con el director del otro periódico contrario, “El Combate”, hoja gubernista de altura condigna. Entre ambos se cruzaban de ordinario, mejor dicho, a diario, los más soeces florones del insulto y de la procacidad. Estaban allí, de todos modos, para eso; eran gladiadores pagos, para debatirse en campo de barro; condottieros para luchar por causas ignoradas, para vengar agravios no sentidos, para indignarse con iras al préstamo. ¡Oh! Periódico de pueblo; tú tienes tu historia infalible… Naces en un día tranquilo y radiante de sol de esperanza. Sales a la calle vistiendo traje nuevo de papel satinado y luces en la boina infantil, en claro y nítido letrero, tu sonoro nombre de pila. Traes en la mano, engañadora esquela de recomendación redactada por papá que es siempre un hombre respetable y dice: “EDITO-RIAL. Saludo al público y a los colegas locales”. “Surgimos a la palestra del periodismo para defender los principios… Seremos un valiente defensor de los intereses del pueblo… Nuestra prédica irá encuadrada dentro de la decencia y cultura proverbiales de este pueblo; lo haremos con dignidad, sin descender jamás a la diatriba procaz e insolente. Combatirá ideales y opiniones, no a personas… Entramos a formar parte del llamado “cuarto poder del Estado” y concientes de tan alta función… saludamos en nuestro primer día de vida al público lector y a nuestros dignos colegas de la prensa local”. Mas, a corto andar, el chiquilín, que es una monada, se estira en un santiamén y se torna mozalbete presumido y sociable, menos mal, y en sus páginas insulsas pululan los acrósticos galantes, las siluetas de enamorados, notas de bautizos y casorios, alguna llorona croniquilla policial… ¡Pero cómo había de durar tanto encanto! Causa de los malos ambientes y “las malas compañías”, el relamido muchacho de periódico pega otro estirón descomunal y un día amanece hecho un mocetón compadre que dice malas palabras, con intenciones turbias y propósitos más negros. ¡Adiós alquitarada carta de recomendación; adiós principios, cultura, cuarto poder, saludo caballeresco, acrósticos y versos!. Estamos ya por desgracia en frente de un hombrón de barba en pecho, gesticulante y hasta posiblemente criminal para quien “es un veneno la tinta y un puñal la pluma”, como dijera Bartrina. Cuando el período álgido de la política, que divide al pueblo en dos bandos iracundos ha llegado, el honor y la tarea de nuestros directores de diario, pasa a un segundo plano. La flaca carne de sus personalidades ya no interesa; su jugo es demasiado clorótico para lograr adobar el truculento plato diario de escándalo en letra de molde, que los respectivos bandos partidarios se exigen con una hambre antropofágica de honras y virtudes. Entonces los míseros histriones del chisme aldeano -Lucero y Muñoz-, celebran tácitamente una tregua para dar paso a los personajes de los palcos que bajan a la sucia arena circense. Ya no se sigue el consejo de Fígaro en materia de periodismo político: “buscar la verruga o la cojera, etc., del contrario”. Los paladares están estragados, no pueden gustar sino los platos con ají… Es mejor pegarle duro a la familia: v.g., que la consorte maltrata a las sirvientas, o que es bellaca o celosa; que el hijo aquel huyó de las crueldades del padre; que Fulano causó la muerte de su hermano porque le robó o le despojó, etc. ¡He aquí la receta! ¡Horresco referens!. Las gacetas infames traían a casa todos los tóxicos imaginables. Pero felizmente no siempre fue puro chapaleo en las charcas. Alguna vez el San Luis de entonces, leyó en las columnas de sus diarios, el epigrama vivaz e intencionado de Borrás, cuando en pleno estrangulamiento de la libertad cívica en manos de nepóticos gobernantes, escribía con castizo gracejo:

¡Candorosa humanidad! La libertad es un mito, y cuántos mueren al grito de ¡Viva la libertad!

O bien cuando, la cuarteta retozona del Tomás Jofré juvenil, pitorreaba tal cual episodio de actualidad entonces, en que eran protagonistas los primates de la situación:

Ya se nos fue Manolito, Con la cola como un clavo, A rendir cuanta a Quintana Y arrodillársele al Pavo. Lo llaman de Buenos Aires Y allí lo mandan bajar A que explique su conducta Con el Sr. General ………………………………....

Pero ya vino la hora En que debía partir, Y reunió sus secuaces Del cónclave consejil. …………………………………

Se encontraban reunidos En medio de un gran silencio, Buena Medida y Petaca, El Chileno y don Sinesio. -Señores, dijo Manolo, Lleno de grande emoción: Yo me ausento de la Patria Elíjanme un sucesor. ………………………………

-A mí me toca la juada Dijo Vizcacha a su modo. Yo que he sido comandante Diputado y Mayordomo. El estar en el gobierno No quere cencia, Sino juerza en las uñas Y resolvencia.

En la esquina de las calles Rivadavia y Belgrano se encontraron aquella tarde, el “profesional” Astigueta y su amigo Laureano Puentes. Aquél, venía todo sudoroso, jadeante; su rostro pálido tirando a gris terroso, revelaba en él un estado de ánimo insólito. -¿Qué te sucede, Astigueta? -inquirió Puentes, más con el gesto que con la palabra. Tratando de dominarse en vano, hipando casi las palabras, respondióle: -Aquí estoy… Lo ando esperando al canalla de Lauro Muños. Mirá lo que me dice en este pasquín inmundo: ¡es el mulato y no otro! -y alargó nerviosamente un ejemplar de “El Combate”, todo resobado en sus manos crispadas-. Sí, aquí lo llevo; se lo voy a hacer tragar a cachetadas. Desde temprano lo ando buscando -continuó-. En el boliche del gringo Carcanelli, donde “toma” el canallita, no lo hallo… ¡Miserable!-. Y seguía la retahíla de epítetos, temblante el labio inferior como un belfo. Rezumaba santa indignación. -A ver, hombre…- y Puentes le arrebató el periódico, poniéndole a su lectura que hacía entre dientes. El suelto comenzaba así con un buen titular:

“EL CHANCHO ASTIGUETA”

“El chancho Astigueta, distinguido avenegra de la localidad, extensamente conocido en el círculo de sus numerosas… víctimas, viudas desamparadas, menores abandonados, ignorantes engañados, etc., anda convertido desde hace algún tiempo en personaje político, olvidando que semejantes ‘avis’ no deben aparecer así no más a la luz pública. Hemos sabido que noches pasadas en la reunión selectísima de lo de Aramburu, el distinguido picapleitos ya nombrado, se permitió el lujo de babosear a nuestra digna e ilustrada justicia social, a quien, por cierto, no la alcanzan semejantes porcinas secreciones del nunca bien ponderado cuchi Astigueta…”. Y por el estilo se alargaba el troglodítico suelto, que casi provoca la estentórea carcajada de Puentes. Sin embargo éste creyó oportuno aconsejar a nuestro contrito “profesional”: -Mirá, Astigueta; si querés agarrar al negro Muñoz tenés que dejar pasar unos dos o tres días y lo cazás mansito. De seguro te dispara y no sale; lo conozco bien… O bien, dale 5 pesos para que deje de embromar. -¿Darle cinco pesos yo?... ¡Se los cobraré de su boca podrida!; ¡vayan tus consejos!... -¿Qué querés hacerle, si no lo podés agarrar? Total, el que pierde sos vos. -¡No, hombre!... Así se ceban estos bandidos y hacen de esto una industria. Y ambos, tomados del brazo, siguieron lentamente calle arriba. Astigueta más calmo, Puentes entre irónico y solícito. Llegaron al “Café de Cuyo” y entraron. Se sentaron alrededor de una mesita y pidieron una “caña”. Astigueta, que parecía olvidado de su indignación, la recobró nuevamente al cabo de sorberse la primera copa y comenzó a proferir gritos y dar puñetazos sobre la mesa, nombrando al director de “El Combate”, a quien adornaba con gruesos adjetivos. Atraídos por los gritos, se acercó a la mesa el catedrático del Colegio Nacional, señor Andueza, y luego otro conocido de Astigueta. El café estaba solitario en el bochorno de la siesta, en breves palabras, Astigueta explicó a los curiosos la causa de sus desplantes, y sacó a relucir otra vez, quizá la centésima, el ejemplar del periódico, más retorcido que lo que desearía tener el cuello de su ofensor. Leyeron a su vez el suelto. Una mala encubierta sonrisilla les arqueaba las labios prietos de disimulo. El señor Andueza, catedrático de Historia y Lógica en el Colegio, apuntó filosóficamente a manera de comentario obligado: -¡Ah! nuestra prensa… -y devolvió con gesto estudiadamente melancólico el papelucho enmugrientado. El catedrático, que tenía la chifladura de temas que él clasificaba de “sociológicos” y que parecía estar en vena diserta, preguntó magistral: -¿Creen ustedes que la prensa nos sirve para algo en nuestros pueblos chicos? ¡No, señor! ¡Qué error!... Estos papeles impresos, a quienes se les ha enjaretado la misión de constituir el “cuarto poder del Estado”, en nuestro medio, sólo sirven para que los insultemos a mansalva, para que nos peleemos sin remedio, como si, sin necesidad de periódicos, no tuviéramos tanta vieja alacrana de lengua viperina y tanto badulaque holgazán encargados de levantar calumnias a cada rato o inventar perrerías sin fin. ¿No es así?... Astigueta, con los ojos bien abiertos, entusiasmado por la fácil elocuencia del profesor, él que era la más reciente víctima del abuso de prensa, asistió rotundo: -¡Tiene razón el señor profesor! Andueza, charlatán fácil, prosiguió ya con ardor: -¡Sí, señores! ¿Sirven nuestros diarios para refrenar a nuestros pésimos gobiernos locales? ¡Déjeme de embromar! Nuestro periodismo local, como decía don Pepe Rodríguez no quita ni da reputación a nadie, sus alabanzas, en verdad, no hacen personajes, ni sus vituperios bandidos… Que en cuanto a los gobiernos de tipo barbosista, como el que soportamos, no le hace ni mella la literatura de Agenor Lucero, ni el estilo de don Sebastián Sarmiento con copete colorado… Puentes le interrumpió: -Diga, señor Andueza, pero confesemos que nuestros periódicos opositores tienen a lo menos una función saludable. -¿Cuál? -La de interrumpir la digestión al senador Barbosa y sus huestes… La acción santa de los tábanos en la panza de los cerdos. -Está bueno… ¿ajá? -Y prosiguió el profesor, galvanizado por su propia elocuencia-: Hagamos propaganda y breguemos porque la gente común pierda este miedo supersticioso a los papeluchos de pueblo. Porque… mire que dejar librados a la apreciación del negro Agenor o de Muñoz, la reputación, la conducta de las personas, la marcha de la cosa pública, el honor privado y público, es como entregarles la suma de poder moral a dos trogloditas de la civilización. Astigueta, que había sorbido ya infinitas cañas para adormecer su indignación, parecía escuchar con arrobamiento estúpido la disertación anodina del catedrático, tal cual un pingüino escucha inerte, una sesión de fonógrafo en el polo… Estaba borracho y a poco, dio otro puñetazo en la mesa: -¡Tiene razón el señor Andueza! Hay que despreciar a los periodistas y a sus inmundos pesquines… -Su cara mofletuda, mostrando sus dientes de paleta, dio al fin contra el borde de la mesa y quedó dormido. El catedrático, defraudado en la disertación que pensaba hacer de un largo rollo, sentenció con solemnidad no exenta de comicidad: -¡He aquí una víctima de nuestra prensa!...

CAPITULO VI LA INOLVIDABLE FIESTA DE DOÑA LEONOR

La familia de Aramburu, componíase, además del matrimonio respetable que ya ha visto actuar el lector en preparativos políticos, de dos hijas jovenzuelas próximas a ser presentadas en sociedad: María Luisa y Leonor. Ausente en Buenos Aires, estudiaba un nebuloso y prolongado bachillerato, el sin par Raulito Aramburu, lechuguino y calavera distinguido, que sentía profundo asco “por la tierra que hay en la Punta”, como aludía a San Luis, su Provincia, a la cual no deseaba regresar por snobismo y desapego total. Costábale buenos sacrificios pecuniarios a don Pancho, este prurito desentonado de la familia, de confiar a la gran Capital el refinamiento del primogénito en plena fiebre de expansiones y ardores, sin promesa alguna de provecho para el futuro. La familia gozaba de gran concepto social en la ciudad, no obstante el largo alejamiento del jefe, de los gobiernos históricos y perpetuos que daban, al fin y al cabo, lustre, esplendor y hasta bienestar económico y seguro, pese a las protestas de honradez y manos limpias que solían tener a flor de labio aquellos estadistas con caras de patriarcas. En la familia, misia Leonor, la esposa, dirigía como siempre la batuta, engallada, alerta siempre y hasta sargentona… A menudo solía espetarle a su marido, en esos repentones brillantes tan propios de ella: -Mirá, Francisco; yo soy una mujer de aspiraciones. La proximidad de acontecimientos políticos importantes me hacen pensar que tus sacrificios deben ser recompensados por tus partidarios y amigos. Tú debes ser el candidato a gobernador que debe levantar nuestro partido… ¡Ah, cómo sueño con ser yo la gobernadora de esta tierra que me vio nacer!... -Y miraba al cielo en postura de plegaria. Luego, frunciendo el seño, añadía con energía -: Pero tenés que avivarte, ser más ambicioso, más político… ¡Estar en los golpes! Sobre todo… ¡estar en los golpes! Y si no podemos porque esos malditos gubernistas nos impiden, hay que voltearlos a escobazos como a murciélagos ¡pandilla de calzonudos!... -Y seguía luego monologando, como si soñara despierta en su grande y vieja ilusión. Empero, ella desconfiaba siempre de la fibra de su marido; era su contratipo temperamental y como si le acometiera una crisis nerviosa, volvía a exclamar: -No seas Zonzo. ¡Avivate!, y desde ya, andá haciéndote la plataforma… -Esta última palabra “plataforma”, era un de conceptos misteriosos para ella. En tanto volvía a empuñar la escoba, para seguir la tarea casera, desarrollando en su imaginación acelerada, quién sabe qué embrolladas ecuaciones para el futuro. Don Pancho se encogía entonces de hombros, apagado y escéptico como si se sacudiera una carga o una molestia que pesara sobre él. El prestigio social y político de la casa, era debido, sin duda, al tinglado que tenía constantemente armado misia Leonor, con astucia y sobre todo con una frescura sin igual, a prueba de inconvenientes, percances y hasta estrechuras económicas. ¡Doña Leonor era la “farolería” en efigie! Nadie como ella para salir de apuros e improvisar una comida de cumplimientos en homenaje a la visita que le convenía reverenciar de improntu, esa noche, por ejemplo, sacaba a relucir entonces, su maltrecha vajilla de plata antigua, restos náufragos de la regalonería de bodas, y algunas piezas archirestauradas de una mantelería deshilada en plena decadencia, últimas grandezas de un pasado mejor… En el espacioso comedor pintado de grandes florones azules, se destacaban sus grandes, gigantescos muebles de caoba antigua y amasillada, ya quizás claudicantes… En este ambiente de grandeza falsa y a la luz de una araña cuajada de caireles, el huésped según los cálculos de misia Leonor, no debería echar de menos la cena “griega” y repentista que apenas consistía en carboneada humeante aderezada con exquisiteces amables de la dueña de casa; franciscanas croquetas de acelga de aspecto compungido, adobadas con picantes chisporroteos de las chicas, que también habían heredado un hilillo de la vena materna… Por fin, los muy contados platos eran coronados con el novedoso postre, disimulado a fuerza de comentarios variados: -Pruebe, mi estimado X…, esta jalea que es muy fresca o usted dirá…- anunciaba melindrosa la dueña de casa al confundido invitado. Y allá iba servido en fino platillo de porcelana calada -¡único de madre viuda!- un poco de arrope de tunas de la quinta. Guardado, por suerte, en una botella de cerveza olvidada en la alacena patriarcal… Nadie había de decir que doña Leonor de Aramburu, no sabía llenar con estopa -mentirijillas veniales- las grandes fauces de las ceremonias sociales… Después de la cena, el invitado era conducido entre chillones agasajos verbales hasta la sala. A la entrada doña Leonor, afectando una casual digresión, mostraba un cuadrito de marco negro colgado en la pared, que guardaba bajo vidrio, un amarillento autógrafo. -¿Qué es esto? -¿Qué significa?- inquiría el huésped y la respuesta no se hacía esperar: -Un autógrafo de Mitre… un recuerdo de cuando se alojó en casa el setenta y tantos, pasando a Chile… -Y en el acento de misia Leonor, iban odres de vanidad histórica. Luego agregó: -Aquí estuvo también, en casa, el historiador zinny, cuando vino a buscar datos para “los gobernadores”. Era un señor español, coloradote y muy gentil. ¿Recuerdas, Francisco? Ya las chicas estaban en la sala, destapando el piano de cola, forrado en gran capuchón de brin blanco. Luego venía el inevitable muestrario de las habilidades musicales de la madre y de sus hijas. ¡Aquel trozo de trovatore; aquéllos valses lánguidos y profundos, aquéllos shotiss acompasados!... ¡Inolvidables “faroles” los de misia Leonor!. Cuando los apurones habían pasado, don Pancho, que al fin y al cabo, como ser opaco, sin genialidades brillantes, tenía el cetro de mediocre sentido común, solía atreverse ante su consorte, con una reflexión filosófica: -¡Leonorcita de mi alma! ¡Por favor… otra vez no invites a gente de etiqueta sin preparativos! ¿Qué habrá dicho X…de esta noche? Vivamente replicaba la interpelada: -¿No ves?... sos timorato como una liebre. Te ahogas en un vaso de agua. No tienes vuelo; déjame a mí, hombre… En aquella mirada de desprecio, se traslucía además el eterno desencanto que misia Leonor sentía por su marido. “¡No tienes vuelo!”… ¡No tienes vuelo! -era el eterno reproche. El tiempo iba pasando raudo en aquel ambiente de estridencias políticas cada vez más tenso. En el agudo magín de misia Leonor, entretenido en ir preparando ”la plataforma política” a su marido -como ella lo imaginaba y lo decía a toda hora-, apuntó un día, sin embargo, la preocupación honda por las hijas, al par. La dueña de casa iba a condensar en un acto, sus dos preocupaciones. María Luisa había cumplido dieciocho abriles y diecisiete Leonorcita. Pizpiretas, ardilosas, hacía tiempo que habían comenzado sus inquietudes sentimentales, burlando en lo posible la vigilancia avizora de la madre. Varias veces doña Leonor había sorprendido a las muchachitas en la puerta de calle, noche cerrada ya, en devaneos sospechosos con galanes invisibles, que al menor asomo de la señora se hacían como luz corriéndose hacía la esquina. Doña Leonor era inexorable he imposible burlarla en su vigilancia. Había que terminar con aquellos desentonos flirtantes de las meninas y el remedio consistía en hacer comprender a las chicas que eran ya “señoritas casaderas”, debiéndoles hacer sentir por los ojos aquel cambio de crisálidas en mariposas: “¡Ya no debían ser chiquilinas informales” -les predicaba todo el día y en todos los tonos. Atisbos profundos de psicología de los sentimientos… Fue, pues, así, que un buen día, parándose en jarras delante de su marido, le despertó, como quien dice, de un linternazo. -Francisco, ¿no te has dado cuenta de una cosa? -¿De qué se trata, hija? -Tú ya tienes hijas casaderas…Además, tenemos que llamar la atención del público, en estos momentos en que es necesario que todo el mundo nos tenga presente. He resuelto dar un gran baile para presentar a nuestras hijas en sociedad y para que la actualidad nos tenga en sus carteles por todo motivo. ¿Me comprendes por qué?... ¡Cueste lo que cueste! -Hija mía… ahora no podemos. Dentro de un par de meses… -insinuaba don Pancho. -Ni una palabra más. Yo sé dónde nos ajusta el zapato y… tú no sabes nada. Dentro de diez días, daremos la fiesta y san se acabó. Aramburu recibió como siempre sin pestañar la notificación de su cara mitad. Llegaron por fin los últimos días de febrero. Hasta los hogares llegaban los ecos del alardeo banderizo, cada vez más estentóreos. Tibia y plateada aquella noche de fines de febrero. El matrimonio Aramburu daba su gran soirée… El gran patio embaldosado de la casa, cuadrado por numerosas habitaciones, aparecía iluminado a giorno destacándose la multitud de macetas y tinas con plantas de jardín que lo ocupaban casi por entero. Aquel gran patio provinciano, amplio y sonoro, era en efecto, teatro a propósito para que allí resonaran como en la plaza de un castillo feudal, los clarines de guerra y las voces de mando estridente y rotundas de misia Leonor, bien templadas como siempre. Aquel era el escenario de sus hazañas. Hacia la derecha habría sus tres puertas, la sala espaciosa y larga, peripuesta para el baile. Las cortinas de felpa roja que colgaban sobre aquéllas, aparecían bien descorridas ahora, como faldas en una libérrima… Flotaba por la antigua sala, algo como bendición de solemnidad antepasada. En las paredes, pintadas con arabescos color marrón oscuro en fondo azulado, aparecían suspendidos, venerables retratos encerrados en anchos marcos, cada vez más anchos según el calculado mérito de la veneración casera. Abullonadas estampas de señoronas de la época de la Organización Nacional, abundosas de busto y de fisonomía; fachendosas efigies de militarones de Pavón, Tuyutí y San Ignacio; amplio daguerrotipo de tal cual patriarca fenecido, ése que fue senador de la Nación, constituyente aquel otro, gobernador Gauchi-político el de más allá. Como un detalle suntuoso el piano-forte de cola, adquisición estruendosa de la madre de misia Leonor, sin capuchón ahora, mostraba su reluciente desnudes de los grandes días… A fuer de la rapidez del vistazo, se nos olvidaba aquella amplia vitrina que era como una joya, colocada en un ángulo del salón. Entre otras preciosidades, allí estaba un mozo retrato de la Leonor de los treinta años, en un marco de metal platinado y piedras falsas. Nadie negaría que aquella robusta belleza criolla, escatimaba un airecillo romántico en los ojos, como el que puso de moda “Lola” la inefable heroína de Flor de un Día, aquel poema de lágrimas y tiradas sonoras, que tan hondo caló en la sensibilidad americana de la hora… De un momento a otro, la casa se había llenado de invitados. Misia Leonor rejuvenecida por los afeites, parecía una marquesa española con su traje negro de seda y mantillón, recubriendo apenas el tieso peinado ya níveo. Cerca de la puerta de acceso al patio, ella como una Soberana madre a quien daban innegable prestancia las dos infantas sus hijas -¡dos lirios angelicales! recibían a sus invitados entre don aires de los caballeros y los ruidosos besos de las señoras y niños. En su despacho, a la derecha del zaguán -recinto prestigiado por tanta arenga conspiradora!- don Pancho Aramburu hacía penetrar a sus amigos, tiesos en sus levitas rectilíneas, en sus jaquets raros de venerable antigüedad muchos, ya que en exigencias de fashion mucho había que perdonar en gracia a la distancia de Londres… Ya algunos señores venían listos para reiniciar sus inacabables pláticas políticas, planes, proclamas, proyectos, esta vez más entusiastas cuanto que iban a tener tal vez el lubricante de licores finos y cigarros. A media noche la fiesta estaba en su apogeo. Un vasto murmullo de infinitas voces, espectáculo de hombros desnudos, policromía de trajes femeninos, perfumes, risas, y diluyéndolo todo como en un ensueño caricioso, las notas de la clásica orquesta de signore Scapussio, exhalando al viento alguna obertura de Rossini. Apoyada vistosamente en una consola y batiendo nerviosamente su abanico de plumas, en compañía de misia Margarita R… su predilecta amiga de confianza, doña Leonor paseaba su mirada aún brillante y escrutadora por la sala rumoreante y llena de vida, luego por el patio, cuyo panorama abarcaba a través de una de las puertas, en seguida la sala de los “caballeros” que apenas percibía muy a su pesar… ¡Sentíase profundamente satisfecha de su fiesta! Después de inflarse el busto a fuerza de aspirar el aire de su orgullo y satisfacción, encaminóse con su compañera a un rincón de la sala a charlar con dos o tres señoras de su predilección que se ostentaban allí muy jacarandosamente. Pegaron de inmediato la hebra de la charla sin fin. -¿Qué no has invitado, Leonor, a las de Fúnes, a las de Bazán, que no las veo? -preguntó una de ellas-. Ah,… ¿y Clarisa de Puentes, que no la veo tampoco? ¿Desaire tenemos?... -Las he invitado a todas, pero como lo ves, no han venido… ¡Ah, y faltan muchas otras! -respondió misia Leonor con amargura. -Ah, ah, en esto hay encerrado, Leonorcita… -¿Pero qué te parece a vos?, dímelo con franqueza… -Que todo esto es muy claro, pues. Te han querido hacer el vacío; aquí hay politiquería y politiquería sucia. ¡Uff!, clarito, m’hija… -¿Será posible? ¿Lo crees tú, Margarita, que lleguen hasta eso? -No te quepa duda, querida. Aquí comienza ya intervenir Zoraida, la hermana del senador, pues… como tu marido, ya dicen por ahí, será el candidato a gobernador de la oposición… ¿Comprendes?... Y aquella sargentona que es una Josefa Ezcurra, les habrá ordenado seguramente a todas aquellas débiles de espíritu que se abstengan de concurrir para hacerte desaire… -¡Oh!, y faltan otras muchas también… ¡Ahora me doy cuenta! ¡Y una que pone en estas fiestas de las hijas todo su orgullo, a costa de todo sacrificio! - Misia Leonor siente hacérsele un nudo de despecho en la garganta. Pero doña Margarita, solícita, añade: -¡Guarangas! ¡Guarangonas! No saben distinguir entre una gentileza social y un asqueroso comité político. No hagas caso, hijita. Cosas de la Zoraida que encuentran eco en esas pobres de espíritu que sólo saben adular para vivir. Total, ya lo ves, con o sin ellas la fiesta está regia… ¡Alégrate, querida! Ríete de aquellas pobres gentes… -En eso aumentó el grupo la presencia de una dama vestida de terciopelo azul bleu a quien misia Leonor y Margarita, le confiaron sus cuitas. -¡Parece increíble, ciertamente, lo que Uds. me hacen notar!. Sin embargo… tiene los visos de cierto. -¿Increíble, dices? Uds. saben perfectamente que don Tolomeo es el patrón político de la provincia y por intermedio de Zoraida, se mete en cosas de los hogares, casamientos, padrinazgos y… ¡qué se yo! -agregó con creciente acritud la dueña de casa. -¿Y los maridos de estas pobres de espíritu? -Esos… no dicen nada. Acatan y aceptan lo que manda Zoraida o don Tolomeo. Son pasta muerta… Por fin doña Leonor, dio punto final a la cuestión y exclamó con aplomo agorero: -Acuérdense… Algún día, tal vez no muy lejano, les haré sentir a esas canallitas, el peso de mi mano… ¡Esténse seguras ustedes! Se le habían encendido los ojos de arrogancia y las arterias del cuello hinchadas a causa de la vehemente imprecación, amenazaban con el estallido. Así eran los arrebatos de misia Leonor. En esto se apartó de sus amigas y fuese a dar instrucciones a la orquesta. ¡Música estridente y alegre!. Pero en un salón como aquél, regían también las leyes inmanentes de la compensación moral. La señora de Aramburu, iba también a sentir comezón en su pellejo… Al otro extremo de la sala, acaparándose un sofá, cotorreaban dos jamonas de edad indeterminable. Soslayaban sus miradas y bajaban la voz con disimulo, cuando alguien se acercaba, confundidas en un solo ser por la atmósfera capitosa de la maledicencia… afeitaban de lo lindo… Cada pareja que pasaba ante ellas era sometida a una verdadera vivisección. ¡Guay del infeliz que caía bajo la zona de su enfoque mortal! La saña afilada de aquellas pirañas le dejaba en huesos… Alguna vez la ironía fina, pero prestamente trocada en burdo sarcasmo. De vez en cuando alguna mujer caía en el diabólico cernidor. Aquellas sierpes tenían vista de halcón para la “crítica”. La silueta… el peinado… el traje… la honra, ¡todo! caía a pedazos ante los golpes de tijera. ¡Ah!, y si ella era bella, ¡Cuánta agudeza para descubrir la falla de la piedra preciosa! En eso le llegó, como decíamos, el turno a misia Leonor. Una de las jamonas, comenzó el comentario avieso: -Qué satisfacción, qué orgullo el de misia Leonor… Mírala, parece una avutarda embalsamada. -¿De qué podrá sentirse tan orgullosa? Total… una fiesta chillona, mucha mezcolanza, en fin… -¿Pero no vez que es una fiesta semi-política? ¿No sabes, acaso, que esta Leonor se siente gobernadora? Así como maneja al plasta de su marido, así cree que va a imponer su candidatura a los “provincialistas”. ¡Qué empuje y qué pechuga! Dios mío… -Y saldrá con la suya, que duda te cabe… No teme al ridículo, no teme a los hombres. ¡Toupé, toupé colosal- hija mía!... -Y ambas reían con cara de conejas. Nadie ignoraba ya en el pueblo que misia Leonor tendía sus eficaces líneas en pro de la candidatura de su marido, ya que ella, por su sexo -¡rigor fuera!- no podía aspirar a semejante cargo, para lo cual en su fuero interno, no le faltara garra y espíritu, según su parecer. Aquellos teje-manejes, aquellas maniobras, aquella fiesta, obedecía en el fondo a una sola cosa, era lo que ella llamaba con insistencia, ¡”preparar la plataforma”! Por eso, no obstante todo, hacía rato que se desvivía por deslizarse siquiera un momento hasta el escritorio donde departían y bebían “los caballeros”. En un instante oportuno, mientras el maestro Scapussio rompía con un shottish rabioso y las parejas se entregaban a la danza, la dueña encaminóse furtivamente y penetró de rondón en el salón de los señores, con la fisonomía señoril y gentil a más no poder. -¡Ah, qué reunión más selecta y distinguida!... -comenzó edulcorada la matrona. Y prestamente añadió-: ¿Cómo marchan las actividades de nuestro querido partido, mis correligionarios? ¿Será indiscreta mi pregunta?... Hay que moverse porque la fecha se aproxima. Ya sé perfectamente que don Jacinto nos defeccionó con toda su gente. Consecuencia de nuestra falta de actividad y cohesión… yo le digo todos los días al que encuentro: “¡hay que elegir cuanto antes nuestro candidato!” El oficialismo ya tiene el suyo… ¡Hay que barajar nombres, señores, y a esto no le teman!... Este breve introito fue escuchado por la treintena de jerarcas de la Unión C. Provincial que allí estaban congregados. Sin embargo, la incitación de misia, pareció caer en el vacío. Nadie habló en el primer momento. Después de un silencio embarazoso, alguien dejó oir su opinión: -Es lo que digo yo… Hay que ir sindicando con tiempo a nuestro candidato, para que la procesión avance con su estandarte al frente! -dijo don Sebastián Sarmiento con su entono gerudiano de siempre. Pero antes de seguir expliquemos un misterio: Don Sebastián sentía en el fondo de su adormecido corazón una vieja e inevitable admiración por doña Leonor y era él como el eco de los pensamientos y palabras de aquella “matrona romana” como gustaba de aludirla en sus tiradas grandielocuentes. En el “provincialismo” había tres o cuatro dirigentes de primera fuerza que aspiraban a la honrosa candidatura a gobernador de la Provincia. Por eso cuando escucharon el inesperado exordio de misia Leonor, adoptaron precavido y casi hostil silencio. Sabían perfectamente dónde iba el dardo de misia… Don Emilio Salas, dispéctico crónico, hizo entonces un gesto de vinagrera. El doctor Amenábar, neurasténico impulsivo a veces, elevó su ceja izquierda a la altura de la mitad de la frente, signo inequívoco de bronca. Pero el hielo no duró mucho, lo derritió el “profesional” Astigueta, el víctima de la prensa, hombre de genio fácil a la exaltación y al entusiasmo, máxime cuando el oporto “Don Luis” había hecho ya sus dinámicas visitas, al despacho de los señores. Se incorporó en su asiento y dijo: -¡Sí, señores! Hay que sacar a luz cuanto antes a nuestro candidato. ¿Nos tenemos miedo acaso? ¿Nos vamos a comer entre nosotros? Tenemos varones prudentes, honorables aunque no posean títulos universitarios… -Y miraba con fijeza hacia el sofá donde permanecía silencioso y opaco como siempre don Pancho, esperando el desenlace de aquella osada absolución de posiciones… ¡Había de ser el profesional Astigueta! Como continuara el espeso y cauteloso silencio de los circunstantes, Astigueta, que no estaba para soportarlo más desde que la sangre le hormigueaba por todo el cuerpo, púsose bruscamente de pié y con voz detonante proclamó con imprudencia: -Mi candidato y el de mucha gente sensata del partido, es ¡don Pancho Aramburu!... Un silencio casi de pavor, circuló por la estancia. La única que no lo sintió, fue misia Leonor, que premió con expresiva sonrisa el desentono del procurador titular y satisfecha de haber dejado un hormiguero abierto en pleno escritorio, se despidió con un melindroso “hasta luego” del azorado círculo, que de cordial y comunicativo hasta entonces, tornóse silencioso, reservado y frío durante el resto de la fiesta. ¿Don Pancho, sería al fin el candidato? La sin par doña Leonor, llena la cabeza de ilusiones y proyectos, confundióse de nuevo en la vorágine del baile, profundamente convencida de su habilidad y de su fibra. Sollozaban a lo lejos los violines de la orquesta. El baile tocaba a su fin.

CAPITULO VII BAJO EL ALERO DEL SENADOR BARBOSA

El senador nacional don Tolomeo Barbosa, acaba de levantarse muy temprano, según su costumbre, y apura el mate amargo que le sirve su asistente mulato, quien viste una chaquetilla parda con botones de lata amarilla perteneciente al uniforme de los agentes de la policía local. Está en un escritorio pequeño de los varios que tiene instalados en su caserón, para poder atender a las distintas personas o grupos a la vez, según se lo requieran las urgentes necesidades de jefe del partido gobernante, caudillo y señor feudal de la provincia en suma. Mientras recorre los diarios llegados de la Capital Federal la noche anterior, de vez en cuando carraspea hondo y firme, haciendo resonar en el amplio patio rodeado de galerías, sus composturas pectorales que parecen decir con señorío evidente: ¡aquí sólo carraspeo yo! Su estampa es enérgica de innegable simpatía. Aparenta unos cincuenta años, aun cuando cuenta más en su haber vital. Se han aristocratizado sus rasgos criollos y toscos, suavizados por una barba redonda de color todavía castaño, que luce con prestancia y que entona bien con sus ojos claros, acerados y vivos, su maxilar cuadrado y fuerte y su frente combada que prolonga hacia atrás un jopo rebelde aplastado a fuerza de cepillo contumaz. Suena el aldabón de la puerta de calle, cuyos ecos se esparcen amplios por toda la casa y sin esperar que le introduzcan, pasan directamente al escritorio de don Lucio Funes, presidente de la Legislatura a la sazón, hombre de mucha confianza y predicamento ante el senador. -Muy buenos días, mi senador. ¿Cómo pasó la noche? -Bien, gracias, Luciano; siéntate. ¿Qué novedades? -Mayormente… mi senador. Nada… -¿No me dicen que dio baile en su casa Pancho Aramburu anoche? ¿Qué crónicas hacen por ahí? Pobre Pancho; deben ser cosas de la Leonor, ya me imagino a qué responde eso… -Seguramente -comenta Funes- el cosquilleo de la política, anda por allí, aunque digan otra cosa ellos. Asistieron puros provincialistas no más… La rueda de siempre, aumentada un poco más. Se habló de candidaturas y todo… Doña Leonor les agitó el avispero, según me cuenta. -Ah, Leonor -comenta sonriente el senador-. Politiquera y farolera desde que la echaron al mundo. -Me han contado detalles, senador -agrega don Luciano-. Doña Leonor, que se cree gran muñeca por el solo hecho de llevar pollera, anda desaforada por imponer la candidatura de su marido y parece que anoche durante el baile, ante la rueda provincialista, les insinuó muy claramente la cosa, agitando el avispero en forma y causando el disgusto de Martínez y Amenábar que, por su parte son serios aspirantes al mismo trompo… -Cosas muy propias de la Leonor. Indirectamente nos ayudará y nos reiremos al final… agrega el senador, placentero. -Decime otra cosa -prosigue el senador-. ¿Y qué otras novedades corren? ¿Qué se dice por el Club Social? ¿Anduviste por ahí anoche? Apuesto a que la racha de los timberos, sigue arrancando camisas… -Como siempre, mi senador… Don Regalado, el pobre, que anda caldeado buscando desquite desde hace una semana, se volvió a meter anoche en tres mil patacones más… Va mal, mal… -comenta don Luciano con chisme. -¿Ajá?... Estos “paisanos” cuando se les calienta la cabeza en el tapete, son capaces de dejar hasta la “pelecha” en las timbas… Igual cosa me dicen de don Yrineo Mendoza. Mirá -agrega-, lo que los veas, deciles que necesito hablar con ellos. ¡A estos infelices hay que enderezarlos! Les hago un servicio y me evito la consabida recomendación ante el gerente del Banco Nacional… Otra cosa, che -añade el senador- ¿El jefe no se emborrachó anoche? -No, mi senador; desde la semana pasada… que yo sepa. -¿Y esos mozalbetes “provincialistas” no anduvieron desafiando a las patrullas otra vez? -No mi senador. Andan sosegados más bien. Le tiemblan a don Meteco, desde que les metió al calabozo la vez pasada… ¡Santo remedio!. -Ahora decime: ¿no sabés si vino anoche de Mercedes el comandante Pardales? -No lo he visto, ni nadie me lo ha dicho. -Parece que este viejo ha descontentado a todo el mundo en Mercedes. No se lleva bien con los amigos -comenta el senador-. He hecho un mal negocio con esta adquisición. Además, me dicen que su arrastre político es un cuento… De esta suerte todas las mañanas el senador Barbosa inquiere de sus “vichadores” las novedades ocurrentes en su Insula. Se interesa por los pasos de sus capataces políticos y protegidos, viejos calaveras y diablones los más; por las actividades de los opositores, por los chismes caseros circulantes y hasta por los amoríos y pecados del prójimo… Cuando no es don Luciano, es el jefe de la Policía -pasible de debilidades vinarias inevitables-, o lo es don Patricio Delgado, quienes le traen con fidelidad el plato del día… Así podía el hombre tener todos los hilos tomados y obrar con astucia y eficacia. Así conocía las flaquezas de sus gobernados y podía asestar sus certeros golpes. La fisonomía moral y hasta psicológica del personaje, era un tejido de viveza gaucha, con atisbos detallistas de comadre de barrio, aleación rara al fin y al cabo, pero más que segura para dar con la efigie de un “estadista” y mandón de tierra adentro… Don Tolomeo era de origen humilde; dependiente de tienda en su juventud. Su innata inclinación por la cosa pública, le llevó a Juez de Paz en su aldea nativa. Se vino a la capital de la provincia, cuando sintió sonar la fanfarrea de los ejércitos presidenciales al mando de aquellos célebres “Procónsules” de Mitre, que venían a las provincias a meter en vereda a los gobernadores supérstites de la “ley federal jurada”, allá después del 60… Husmeó con malicia en aquellos insucesos; se vinculó con los hombres de presa de la local situación, acechó atento la escurridiza oportunidad política y fue sucesivamente, ministro, diputado nacional, gobernador, senador, etcétera… Cuando quiso acordarse estaba metido hasta los codos en el orden nacional y era dueño de la situación provincial. Pateó a sus primerizos coadjutores y no necesitando ya escaleras, las echó a un lado y se situó arriba de la casa!... En el momento que refleja este libro, comenzaba su segundo período de senador y estaba en el pináculo de su período político. Su señorío irradiaba incontestado y llevaba ya cerca de veinte años consecutivos de duro regimiento de los destinos públicos de San Luis. Los adulones calificaban con un blando eufemismo su ejecutoria mandonista: “gobernaba patriarcalmente su provincia”… En las tardes de verano, a la sombra del alero poderoso de su casa, en la acera, ponía sillas de mimbre y organizaba su habitual tertulia en que tenían asiento los primates de la situación, esta es, sus domésticos y compadres. Cobijarse bajo el alero célebre era el sueño de los arribistas y logreros. Cuando se obtenía su sombra, era porque se había llegado a personaje completo. De estos cónclaves famosos salían ungidos los gobernadores, los diputados y senadores nacionales. En verdad que bastaba el índice del senador para que se operara el conjuro de trocar un paisano en gobernante o un ex pulpero en ministro… ¡Maravilloso alero de tan refrescante sombras el del senador Barbosa! Don Tolomeo tenía varias hermanas y a todas las casó con sus amanuenses políticos. Esto, nada tendría de particular, si la debilidad del prepotente señor, no reventara como siempre, por el lado de hacer gobernadores a sus cuñados… La dinastía era cruda y continuada. Sólo alguna vez se interrumpió para dar lugar a un epiceno regocijante que por humor o capricho puso el mandón. La vida de la ínsula giraba así en torno de su varonía criolla; instituciones, política, economía, sociabilidad, matrimonio, intelectualidad, todo, pasaba por el almirez barbosista. Ello no era óbice para que el senador no descuidara su hacienda privada de la cual no había un claro divortium aquarum con la hacienda pública… Su caserón lujoso surgió como un palacio encantado de resultas de graves trabacuentas en la construcción del cuartel de policía. Sus estancias emergieron de oportunas leyes votadas por la Legislatura enajenando a particulares, grandes extensiones de tierra pública a cuatrocientos pesos la legua cuadrada. La recolección de los ganados mostrencos organizada con celo férreo por la policía de la provincia, dio la virtud de poblar los fundos senatoriales de prolíficas haciendas. Sus grandes represas campesinas, se excavaron “por Obras Públicas” pretextando embalses y diques criollos de “beneficios públicos”. ¡Y los bancos! Sudaban créditos extraordinarios para el senador y sus parientes, a manos llenas, con desenfado, con libertinaje… ¡Dichosos tiempos y edad dichosa, aquéllos que los antiguos llamaron “dorados”! La crisis del progreso hacía milagros en la época celebérrima del can-can de la finanza argentina. Aquel cuerno de oro no bastaba, sin embargo, al Sátrapa de tierra adentro. Un día una nebulosa Metals Company de Londres, por agencia de influencias ante don Tolomeo, obtuvo de la Legislatura puntana un permiso de cateo exclusivo, de minerales auríferos en toda la provincia. Los pasquines oficiales (al decir provincialista) hablaron de “fomento de la minería”,”renacimiento de la industria minera de San Luis”,”propaganda exterior”, etc., y abortaron galeradas de adjetivos bombásticos, de infusa ciencia financiera, adobada con cifras y dividendos. Tintineaba el estilo gacetillero, como un cascabeleo de libras esterlinas… En efecto, pasado el ruido de platillos, y el discreto tiempo que olvida los murmullos de la crítica, un buen día, los familiares del senador salieron luciendo gruesas joyas de oro pálido -¡el de nuestra Carolina!- con el diminuto sello de ley Made in England. Para el senador, allá las monedas áureas para sus gavetas íntimas… Pero don Tolomeo cubría sus pecados con su garbo de gran señor, con sus influencias poderosas en la Capital Federal y sus amplios gestos de propulsor del progreso de su patria chica. Ante el orden nacional, él era dueño de la provincia en todo sentido… No descuidaba un instante su feudo empero; intervenía en todos los asuntos, estaba listo para todos los golpes; auscultaba diariamente aquel enteco organismo que gemía ante él. Un día sabe que la Legislatura se ha reunido después de largo receso y piensa asumir una actitud de resistencia contra el gobernador, debido a no sé qué actitud inconsulta o atentatoria tomada por éste. Dos diputados jóvenes y briosos habían descarriado el rebaño legislativo, haciendo filtrar un hilillo de independencia en aquel cuerpo casi atrofiado. La Cámara Legislativa estaba en pleno. En eso, se presenta el senador al recinto y desde una banca, inquiere: -¿Qué significa esto?... ¿Qué pasa?. Sus barbas tiemblan de ira y de imperio. Nadie osa levantar le voz. Uno a uno van ganando la puerta y el quórum queda deshecho… Otra vez, un núcleo de caracterizados vecinos que representan la sociedad, el comercio y demás actividades, acuerdan realizar un homenaje a un diputado nacional que ha hecho gestiones plausibles a favor de una obra para la provincia. Se reúnen en asamblea, de noche, para concretar ideas, pero el senador Barbosa se presenta inopinadamente a ella y pide la palabra: -¿Y a quién han consultado ustedes la realización de este homenaje? ¿No saben que uno es el responsable de todo lo que se hace en el orden nacional a beneficio de la política y progreso de esta provincia? ¿No saben que todo lo que se hace me lo deben a mí? La reunión se deshace y el homenaje se hiela. Don Tolomeo solía ejercer también policía de costumbres. Un compacto y distinguido grupo juvenil de la ciudad, había contraído el hábito de concurrir a cierto cafetín apartado, donde las libaciones y el monte criollo estaban en auge. A veces las reuniones se hacían harto ruidosas y la policía tenía que intervenir. Disgustado el senador por el rumbo que aquello iba tomando, hace citar una noche a la policía a una veintena de aquellos jóvenes. Allí les espeta un sermón admonitivo entre paternal y autoritario. Les reprocha su proclividad hacia el vicio, el disgusto y pesar de su familia, los destinos a que está llamada la juventud y la vergüenza que entrañan aquellas expansiones en el garito. -La sociedad de San Luis -les grita- los tiene perdidos de su seno. Ya no frecuentan los sitios que la sociedad frecuentan… ¡Ustedes se encanallan poco a poco! -¿…? El senador baja la voz y endulza el tono: -Bueno, mis amiguitos… Ustedes no me concurren más a ese garito vergonzoso ¿eh? -Y para amortiguar la retahíla añade generoso-: Mañana a la noche les espero a todos en el Club Social… tendrán allí sus tarjetas de socios, gratis… Este es el sitio de la juventud decente de San Luis y no ese café mistongo del gallego Moncada -que así se llamaba el supuesto e infeliz corruptor de la juventud sanluiseña… El grupo juvenil acató la lección entre agria y generosa y no concurrió ya más al garito. -¡Don Tolomeo “gobernaba patriarcalmente su Insula”!. Pero veamos cómo elegía y manejaba sus gobernadores nuestro senador. En determinada época se acercaba la fecha en que debía elegirse gobernador de la provincia; faltaban ya pocos días para la elección y los jerarcas que se cobijaban bajo el alero poderoso del senador, inquirían en vano con mudas interrogaciones, el tácito pensamiento del caudillo. Más molesta y mortificante era la inquietud cuanto que varios de ellos, se sentían candidatos inminentes… y hacían en sus magines los cálculos de las probabilidades. Este -pensaba-, tenía en su haber tantos años de mansa servidumbre y fidelidad a don Tolomeo. Aquél -invocábase-, había sido confidente de Barbosa en asuntos graves y secretos por los cuales había jugado su honra y reputación. Aquel otro -cabilaba-, era socio del senador en negocios importantes, además de compadre de mucha intimidad y nada disparatado sería pensar en la conveniencia para los intereses barbosistas, de que una tal candidatura se impusiera atento las circunstancias. Las ilusiones florecían a granel; los cabildeos estilizaban, por así decirlo, los pensamientos y las suposiciones, y varios de aquellos personajes vivían en la semifiebre de la esperanza dulce y confiada… Alguno, ya muy exasperado ante el hermetismo, llegó a decir: -¡Qué diablo! ¡Apuesto a que Barbosa tiene gato encerrado!. Y llegó el día en que se destapó el senador… Citó el cónclave y con franqueza y claridad les indicó su candidato explicándoles además las razones de conveniencia para tal consagración. Sus labios pronunciaron el ansiado nombre: ¡Don Lauro Quijano! Palidecieron algunos, disimularon una sonrisa de burla los más indiferentes y cayeron en el asombro los más, pero acataban en silencio, salvo uno que otro que se alejó protestando líricamente. Don Lauro era un tipo curiosísimo, de tilinguería probada y ridiculez innata… Había hecho su fortuna en negocios de hacienda en que era raramente avisado no obstante, pero carecía de toda capacidad intelectual y de experiencia política. Sin embargo, estaba ligado a don Tolomeo por préstamos de dinero que le hiciera en numerosas ocasiones al senador, amén de muchos negocios hechos en aparcería… Y sobre todo, don Tolomeo tenía ante el candidato un absoluto dominio moral, hasta despertarle un temor reverencial incontrastable. Los tiempos no eran para confiarse en cualquiera, maquinaba el senador. Una vez que conocieron la determinación del patrón, escuchóse su orden: -Llamen a Lauro. A poco rato el obeso personaje llegó a la reunión. Sus ojos pequeños, su aire, recordaba un tapir asustado y su faz glabra y gordinflona, le daba una apariencia inevitable de Sancho. Barbosa, una vez que le tuvo en su presencia, le dijo: -Lauro: hemos resuelto tus amigos, hacerte gobernador de la provincia. No bien el pobre hombre escuchó tamaña notificación, miró con desconfianza en torno suyo y notando serios a todos, se tomó con ambas manos la barriga y estalló en una carcajada homérica, mientras exclamaba todo convulso: -¡Tolomeo está loco! ¡Ja…ja…ja…! ¡Yo gobernador! ¡Qué barbaridad!... -y siendo el primer incrédulo, tomaba la puerta de calle incontenible, a grandes pasos. Un tanto amostazado salía tras él el senador, llamando en vano a voces, al fugitivo candidato, a quien logró darle alcance recién en su domicilio. Rindió influjo en don Lauro, como era de imaginarse, el razonamiento de don Tolomeo hasta convencerle, pudiendo a su regreso anunciar al cónclave: -El asunto está ya arreglado; Lauro acepta. Al siguiente día se convocó al comité. Se lanzó un manifiesto en la provincia, mientras un orador fácil, al proponer el candidato, hacía su elogio exaltando sus virtudes republicanas, inteligencia, honestidad y buen sentido práctico para regir a la provincia. Un mes después previo simulacro de una elección por lo demás canónica, asumía el mando aquel fantoche para escarnio de la realidad republicana y enriquecimiento de los regocijantes anecdotarios lugareños que, desde entonces a hoy, no cesan de provocar la risa vengadora de tamaño ridículo público… Don Tolomeo, no obstante, y para mayor seguridad, apuntaló al gobernante con dos ministros parientes suyos. Pronto comenzó el sainetesco gobierno de don Lauro. No tardó tampoco don Tolomeo en entrarle por los ojos a su personero, cual era la cruda realidad de su papel y funciones. Azorado Sancho, llegó un día a preguntarle al senador: -Pero dime, Tolomeo: ¿Soy o no soy el gobernador? -Sí lo eres -replicábale-, pero conviene que hagas esto o aquello… por tales o cuales motivos. Entre rezongos y renunciamientos diarios, don Lauro avanzaba a tropezones por su Barataria, conducido por el índice imperioso de su Tirteafuera. En efecto, veamos cómo las gastaba el diablo mentor de aquella situación: Una noche, el rector del Colegio Nacional, celebrando un aniversario privado, invitó a cenar a su casa a varios de sus alumnos preferidos. El buen sacerdote francés, que tal lo era el dicho rector, usaba de cariñosas modalidades familiares con sus educandos. Seguramente allí se brindó con generosidad, pues es el caso que el grupo estudiantil, un poco achispado, salió a recorrer calles, vivando el nombre del rector y pronunciando, a gritos, mal contenidas frases de desafección a la situación gubernativa imperante, a don Tolomeo y su política. Aquellos desafueros fueron tomados muy en cuenta por el caudillo imperante, cuya epidermis, demasiado lisa aún, no conocía los escozores de la oposición reguladora. Por tales motivos, el senador se hizo presente al día siguiente en el despacho del gobernador, dirigiéndose así: -Mirá, Lauro: anoche el rector del Colegio Nacional ha invitado a cenar a sus muchachos y éstos, en estado de ebriedad, han salido a gritar contra el gobierno y contra mí, instigados por el fraile ese. Ten por seguro que en el colegio hay un foco de oposición formado por un grupo desde el rector para abajo. -¿Y?... -preguntó don Lauro. -Que hay que dirigir un telegrama firmado por el gobernador, al ministro de Instrucción Pública de la Nación, denunciando el hecho y pidiendo una seria inspección a ver si se consigue el traslado de profesores. -Bueno… Pero lo voy a pensar primero -adujo Quijano. -Está bien, pensalo y pronto, que luego volveré. Cuando quedó solo don Lauro, hizo algunas averiguaciones sobre el hecho y comprobó que sólo se trataba de cosas de muchachos. Pero no tardó en regresar el senador. -¿Y?... ¿Ya lo pensaste, Lauro? -Sí; y he resuelto que el telegrama no conviene, es injusto. -¿Injusto? ¿De dónde sacás esas cosas? ¿No comprendés que hay que destruir cualquier intento de oposición a formarse? -Sí; pero me parece que ahora no es el caso. Don Tolomeo, impacientado ante la inopinada resistencia de su amanuense gubernativo, se sentó en el despacho y redactó nerviosamente el telegrama denunciador. Cuando lo escribió se lo pasó al gobernador. -Léelo y fírmalo -impuso autoritario y desafiante. -¡No lo firmo, pues! ¿Soy o no soy el gobernador? -resistió heroico don Lauro. Impulsivo y torpe, Barbosa tomó el telegrama y estampó con gruesos caracteres de su puño y letra: Lauro Quijano, gobernador. -¡Cabo! -rugió acto seguido, al ordenanza-: ¡Lleve ese telegrama al correo y diga que es oficial! -Y encarándose con el mandatario ya doblado, espetóle con desafío: -Y ahora, ¡andá, denunciame que yo te hecho la firma! Además -agregó con sorna-, bastante parecida la he hecho tantas veces… Don Lauro dejó escapar un suspiro; se rascó la cabeza de melón y dejó caer su cara flácida sobre el pecho. Se sentía vencido… Conscientemente, el Sancho puntano había delegado sus facultades íntegras en el caudillo de quien era “criatura”. Era el prototipo de lo que en provincias se llama “el gobernador-pantalla”. Su tontería y su ridiculez dieron pábulo fecundo a la burla y a la chocarrería local. A través de los años, su estampa de gobernante sanchezco no se ha olvidado y su recuerdo pervive como una neta advertencia y reproche a los políticos y partidos locales, para cuidar del decoro y dignidad del primer cargo constitucional de la provincia. Recordemos finalmente alguna de sus hazañas personales propias, espontáneas de su genialidad… En aquellos días la ciudad aguardaba el paso del célebre repúblico brasileño don Quintino Bocayuba, que visitaba el país. Se había anunciado su llegada. El gobierno y las autoridades edilicias, no se daban tregua para organizar los actos de agasajo. Entre las medidas proyectadas figuraba el hermoseamiento de la larga calle que conducía desde la estación del F.C. Andino (antes) al centro de la ciudad. Las autoridades ordenaron blanquear, aunque fuera de su cuenta, daba la premura, los frentes de muchos edificios y tapias de feo aspecto. El gobernador Quijano, la víspera de la llegada del visitante, nervioso por la demora en cumplirse dicho menester del blanqueo, que por otra parte era “su” iniciativa, hizo ensillar su caballo zaino y al contemplar desde la punta de la calle la lerdeza con que trabajaban las cuatro o cinco cuadrillas de peones en el encalamiento, espoleó su caballo y electrizado, se lanzó a la carrera, calle abajo, levantando polvaredas espesas. Al pasar por frente de cada cuadrilla de peones, les gritaba con voz llena: -¡Metan cal, muchachos!... ¡Metan cal, que mañana viene Bocayubia!... ¡Metan!... La peonada suspendía la tarea, risueña y alelada a la vez; y el vecindario salía a las puertas atraído por los gritos estentóreos. Don Lauro no detuvo su caballo hasta la Casa de Gobierno, donde llegó jadeante a apresurar a otros remolones. Don Lauro no era hombre de detenerse a hacer frases o lograr estilo en tratando de hacerse comprender. Un día, acometido por la fiebre de la iniciativa, pensó en el trazado de un gran bulevar de circunvalación en la capital de la provincia. Convocó a su despacho a los ministros, intendente municipal y otros funcionarios para comunicarles su proyecto “propio”. Para hacerse más comprensible tomó el bastón de uno de los circunstantes y comenzó a trazar con él sobre la alfombra, el delineamiento de su proyectado bulevar. -Así… así, ¿ven ustedes? ¿Me entienden? Así… y los árboles que los pongan lindos ¿eh? que vayan así: aguaribay sí, aguaribay no…; carolino sí, carolino no… Demás está decir que algunos circunstantes escaparon para no estallar de risa en las barbas de S. E. (de haberlas tenido), pero otros convinieron en que nadie explicó más gráfica y prácticamente, el orden alternado que quería para la plantación de sus árboles: ¡Aguaribay sí, aguaribay no!... Tableau.

CAPITULO VIII ALBERTO SALVATIERRA Y ROSAURA DELGADO

Alberto Salvatierra asistió al baile de misia Leonor de Aramburu, únicamente por un compromiso político. Como desterrado de sí mismo, su pensamiento voló en torno del recuerdo de Rosaura Delgado con tenaz insistencia. La sentía muy lejos de sí y por eso la atraía con la imaginación constantemente. La política, en esos momentos, lo absorbía todo, y tenía partida en dos bandos a la ciudad como hemos visto anteriormente. “El Combate” y “La Ley”, los dos periódicos contendores, se encargaban de mantener vivo el rescoldo de aquellos odios y pasiones, vomitándose diariamente sus insultos y sus chismes. No pasaba día a medida que se acercaba el de la elección, sin que ocurriera un tumulto o un incidente en lugares públicos. Hasta las recatadas matronas de la vida ordinaria, no creían desmerecer transformándose en politiqueras fanáticas, lanzándose entre ellas frases de tono subido y recurriendo a ademanes descompuestos. Misia Leonor negó el saludo y hasta la palabra a varias de sus antiguas amigas del otro bando y viceversa. En esos días una sesión de la Sociedad de Beneficencia, convirtióse en un campo de Agramante con olvido, entre las consocias, de la caridad de la propia dignidad… Don Patricio Delgado, el enhiesto progenitor de Rosaura, era a la sazón uno de los más importantes jerarcas del partido gobernante. Viejo actuante en política, su apellido era histórico en los anales públicos de la provincia, pues que figuraba desde el año 1830 en la historia descolorida de los archivos administrativos. Tal cual ascendiente suyo fue el gobernador rosista de dura mano y sangrienta ejecutoria. Y, en fin, los papeles oficiales que reflejaban las primeras manifestaciones del derecho público local -leyes, estatutos, constituciones- desde 50 años atrás, llevaban al pie siempre, como una porfiada llamada a la supervivencia del añejo apelativo, las siete letras del patronímico “Delgado”. Don Patricio, desde la tertulia que todas las tardes se hacía en la vereda de la casa de don Tolomeo Barbosa, con asistencia de cuatro o cinco carcamales más, opinaba con encono maldiciente sobre casi todos los hombres del otro partido que comenzaban a actuar con acentuados bríos opositores. No convenía jamás en que esa “cáfila de resucitados” -como les llamaba- tentara la suerte de los dados electores. El gobierno de la provincia, se imaginaba, no podía salir de los cuatro o cinco apellidos que venían rigiendo a turnos los destinos de la “ínsula muerta” desde hacía más de treinta años, bajo el padrinazgo de don Tolomeo, eso sí. La molicie encantadora de aquellas tertulias patriarcales a la sombra de un alero poderoso, no bastaba para calmar su sobresalto ante el posible resurgimiento de la fuerza contraria. Así, Alberto Salvatierra, no obstante su buen linaje, tenía para Delgado la marca infamante del “desarraigado” que se sale de su clase para pasarse al plebeyo “provincialismo”. Tal vez por ello sus amores con Rosaura se veían dificultados en gran parte. Los tercos hábitos sociales de entonces, no eran generosos en oportunidades para los enamorados, apartados siempre, cada cual imbuido en su crecido mundo de ensueño. Insistentes rondas a caballo, de abajo a arriba por la calle de la amada, lograban avaramente el suspirado premio de un cambio de mirada a través de los herrajes de la ventana. Alberto encontró únicas ocasiones en la iglesia y se hizo infaltable a los oficios religiosos. Le acuciaba, ya dolorosamente, a fuer de la espera, la nostalgia de la novia tan lejana en los muchos días sin verla. El ambiente penumbroso y estrecho de la centenaria iglesia de Santo Domingo, donde se le brindaba la “gracia” de la contemplación, le venía a maravillas para su misticismo amoroso, convertida en tal su pasión, ardida en las disciplinas de la casi constante ausencia. La contemplación de la figura amada entre el perfume embriagador del incienso, en aquel penumbroso recinto de contornos tan antiguos, el brillo discreto de los candelabros y el dudoso perfil de las imágenes, todo conspiraba para un complejo de pasión mística-amorosa de honda dimensión sentimental. Por otro lado amaba aquel humilde templo, por su inexpresable trasunto patriarcal, sancta-santorum, de añejas devociones nuestras, pobladas de imágenes toscas de veneración también centenaria, refugio de tantos beatos sueños, de tantas esperanzas y ex votos férvidos… Cuando Salvatierra penetraba en la iglesia, fácilmente y casi de inmediato, distinguía entre la muchedumbre femenina el perfil de Rosaura. Lo descubría por el presentimiento de la Gracia. La suave y delicada contrición de la cabeza inclinada sobre el misal, la pálida delicadeza de las manos, “raíces del alma”, sosteniendo el pequeño libro con leve temblor, dibujaban una desvaída estampa gótica… De vez en cuando la mirada fugitiva y compañera del amor correspondido, le semejaban homenajes de un perdón que no se debe. Subíale al pecho una especie de exaltación: antojábasele que aquella devoción femenina ardía únicamente en aras de su destino humano y personal. Cuando la misa terminaba, aguardaba la salida debajo del atrio viejo, sitibundo de aquellas miradas prometedoras que eran como un acogimiento leal, decidido y refrescante para el alma. Las campanas, añejas campanas de forma extraña, aleteaban entonces su alegre cancioncilla de bronce tierno. El claro sol de la mañana inundaba la plaza apacible y Alberto sentía entonces reconciliarse con la luz celestial, con la bondad infinita de todas las cosas, con la bendición inmensa de Dios… Cuando menos lo aguardaba, un día, casi de improviso, presentósele a Alberto la ocasión harto aguardada de hablar por primera vez a Rosaura. Todo parecía habérsele preparado como exprofeso por zurcidurías del azar. Era el día onomástico de su tía Ercilia Salvatierra de Lucero, viuda pudiente y beata, amiga del rumbo social y maniática en festejar con atuendo solemne, sus fechas íntimas. El puente de sus numerosas amistades eran los menesteres de sus obligaciones religiosas, obras pías, sociedades benéficas y demás laberínticas congregaciones beatíficas. Fuera de dichas actividades, su personalidad era nula y egoísta. Aquella mañana de domingo correspondía al día de su santo y después de la misa de diez recibía a sus amigas y colegas de cofradía. Un grupo de señoras y niñas acudió a cumplimentarla y a gustar de su chocolate proverbial con roscas benditas. Alberto, extraño e inopinado converso, se encontraba allí también en compañía de su primo Fuentes, ambos con el objeto de dar sus parabienes a la gazmoña pariente en día tan señalado. Y grande fue la sorpresa del primero al ver llegar a Rosaura en compañía de su madre y otras señoritas. Después de los saludos de práctica, ambos mozos pasaron a cumplimentar a las niñas que llenaban una salita aparte con sus parloteos variados. Alberto trató de acaparar el circulillo que rodeaba a Rosaura, deseoso de encontrar oportunidad para hablarle siquiera una palabra. La maniobra, adivinada por las maliciosas amiguitas, hizo que se alejara con disimulada sorna dejando aislada a la pareja. Rosaura, a solas con Alberto, se sintió como suspensa en presencia de su destino. Este, conturbado y brusco, se dirigió a ella. Quince minutos apenas de embrolladas frases, escape de un enorme caudalito de sentimientos, acrecido en largos días de pensamiento tenaz y de adoración ausente. Creyó decirlo todo y tembló de no haberle dicho nada… Oh, el dístico de Sor Inés de la Cruz: A qué decirte más, Cuando me explico menos…

En cuanto a ella, más que expresión verbal…fue la elocuencia de las miradas, a quiescencia tácita cuando no hay valor para la negación. El diálogo impalpable del amor sobreentendido… Después de tan breve escena, Alberto cambió unos besos con tía y retiróse de la casa ansiando la soledad, compañera para la recapacitación de aquel episodio tan trascendental para él. Llegado a su casa hizo brevísima crónica en tres palabras a su madre, apartando con su gesto cortante el asedio de su hermana Elisa que le pedía detalles del recibo de la tía. Inmediatamente después, retiróse a su cuarto. Repitió a solas in mente, con pujos de sonrojo, con deliquio secreto a ratos, el discurso que dijera a Rosaura momentos antes, durante la nerviosa y fugaz entrevista. De todas maneras se sentía satisfecho del paso dado, no importándole el fiasco de la peroración. Le habría dicho de su antigua pasión, sufrida y contenida por la inexplicable esquivez de ella, fervor impar en su vida vacía de emociones y de ideales. Supo hablarle de un amor definitivo, imperecedero. Creía encontrar oposiciones de familia, adivinó la odiosidad por extrañas causas políticas, anticipó sin duda problemáticas y prematuras causas de discordia… Pensó que había estado infantil, precipitado, anheloso. Todo aquello había terminado brevemente en una honda y contenida súplica final. Después… Alberto pensó en el escollo que evidentemente presentía. Don Patricio… fanatismo duro, obcecación inexplicable. ¡Pero él confiaba en Rosaura! Pasaron algunos días desde la entrevista. Los ardores de la política volvieron a enseñorearse del pueblo a medida que se avecinaba el día de los comicios, con todos los contornos de una jornada brava. Aquel domingo los “provincialistas” preparaban un mitin para las horas de la tarde. Y salieron, en efecto, por las calles de la ciudad unas quinientas personas con los dirigentes del partido a la cabeza. Una murga de sones espesos, un tambor y continuos disparos de bombas y voladoras, apenas apagaban de vez en cuando la confusa algarabía de malón. La multitud, llevando estandartes y banderas, marchaba al compás de la caja marcial y enfiló hacia el barrio donde vivía don Tolomeo y sus principales adictos. La tertulia de siempre estaba dispuesta en la vereda de la casa del senador, compuesta de cuatro a cinco áulicos gubernistas, “el nido de asquerosa dinastía” como rezaban los papeles opositores, hasta hacer de la frase un refregado clisé. La manifestación, que desembocó imprevista y rápidamente por aquella esquina, no dio tiempo al grupo señorial para disolverse o guarecerse en la casa de Barbosa. En ese momento ya hubiera significado cobardía entrarse o esquivarse, amén de merecer la rechifla gozosa del populacho. El grupo resolvió, pues, mantenerse firme a su pesar y se situó enhiesto al lado del zaguán. En tanto se enfrentaron ya los primeros grupos y podía verse detrás de la primera fila de la columna, los rostros descompuestos e hirsutos de los más exaltados que iniciaban los vivas y los mueras con voz desgañitante. En las barbas de los “señorones” (así les llamaba el clisé periodístico), la voz penetrante y chillona de Astigueta, que sobresalía nítida entre el rumoreo, escupió las frases en boga: -¡Viva la “Unión Ciudadana Provincial”! ¡Abajo la dinastía barbosista! Don Tolomeo y Delgado, trémulos de indignación, parecían pegados a la pared. Salvatierra y otros, intervinieron para evitar una agresión directa, pero las exclamaciones verbales arreciaron entonces. Un mulato de voz aguardentosa, articuló estridente y con todos los pulmones: -¡Mueran los cogotudos del gobiernooo!... Entonces don Patricio se encaró con el más cercano, con Salvatierra, por desgracia: -Contenga sus perros o de no… -y echó mano al revólver. -¡Ni perros, ni yo los mandos, señor!... -respondió el joven y se retiró presto para evitar la segura incidencia. Felizmente el gentío proseguía adelante rehecho después de la pasajera tremolina. Durante el trayecto, Alberto sentía el come-come interior del breve altercado, desgraciadamente con quien menos debió tenerlo, para su sentir. El resto de la tarde, lo pasó malhumorado y ensimismado. Sin querer, le repicaban allá, muy adentro, los consejos algo procaces de tío Aurelio… Pasaron lentos los demás días para Salvatierra. Las idas y venidas a “Uspara”, la estancia, llenaban muchas de sus horas vacías, anhelosas de muchas cosas aguardadas. Inesperadamente, por aquellos días obtuvo otra entrevista con Rosaura, en casa de una familia de la intimidad de ambos. Pudo así Alberto, hablarle larga y amorosamente para explicarle, o mejor dicho, contarle la historia de aquel profundo sentimiento, los albores llenos de inquietudes, las largas esperas en busca de la ocasión, las mil zozobras que entreveía en aquella pasión, que le juro definitiva. Convinieron en la forma segura de hacerse llegar sus cartas y evitar, en adelante, cualquier sospecha ante los familiares de Rosaura. Desde aquel tiempo, una dualidad de exaltaciones sacudiría constantemente el ánimo de Alberto, sus resortes morales: el amor y el enfervorizado civismo. ¡Objetivos felices de aquella juventud pletórica de fuerzas! A los pocos días, Alberto topóse de casualidad con su tío el doctor Salvatierra. Le vio llegar hacia él, como siempre, con su sorna diríamos “vizcachesca” dibujada en el rostro mefistofélico quizás…Después del saludo afectuoso, puesta la mano del viejo en hombro del joven, inició el palique aquél: -¿Qué me cuenta el joven político?... ¿Se ha salvado la patria? Decime novedades, muchacho… -La situación se va haciendo grave, tío… Nos preparamos para una lucha brava. -Estiradas al cuete, h’hijo. ¡Psst! Ya te he dicho, Tolomeo no se dejará ganar. Con votos o sin ellos; esto hiede desde lejos, querido. -¡Lo veremos, tío; lo veremos! -y el joven contenía su firmeza. - Nunca sea el primero en las ilusiones ni en los hechos, mi amiguito -afirmó el viejo abogado-. Y ya que está metío, no haga las del perrito nuevo… No salga adelante, al primer “chumbalé”, no más; expuesto a dejar el pellejo en los “garabatales” bravos de la situación difícil. Deje que salgan y arranquen los que tienen primero intereses que cuidar, ¡qué caray!... -Sí; la prudencia es buena, tío, pero no tanto que se parezca al miedo. -No confunda, sobrino… La prudencia es sabia y el miedo es zonzo y ridículo. Pero… ¿no me dicen que andás enamorado de la hija de Patricio Delgado? -Cierto es, tío, y pienso serio en ella. -Mal vas, corazón… Peligroso y lleno de dolor, el amor en casa del enemigo, a menos que sea para vengarse… ¡No se planten flores sobre el techo del horno! -¿Qué quiere decirme, tío? Me llenan de preocupación sus palabras misteriosas. -Nada, sobrino… Te van a recelar, de uno y otro bando. Asunto refaloso, asunto grave… Dejando en suspenso la muda interrogación de Alberto, el doctor Salvatierra se dirigió sin más hacia su caballo zaino, a quien le hacían guardia de honor, como siempre, tres perrazos de pelo chorreado que dormían plácidamente al sol. Montó y se alejó rápidamente. El curso de los sucesos, el tiempo, ¿le darían la razón al viejo filósofo avispón?... Faltaba ya un mes para la gran jornada cívica que tenía tensos los espíritus. Mientras tanto, en las filas de la “Unión C. Provincial” Habíanse producido acontecimientos de bulto. La candidatura de don Pancho Aramburu para gobernador se había impuesto después de costosos cabildeos en la convención. Fue, en realidad, un difícil parto político. La heroína de la jornada fue, en realidad, misia Leonor, con su fibra no desmentida de siempre, quien impuso su designio a fuerza de empuje y donaires. El señor Sebastián Sarmiento había brillado también por su eficacia en el triunfo de la candidatura y no le cabía en el cuerpo el goce por aquella victoria. Miraba en su éxito, el éxito de la gobernadora de ciernes, y sólo con esa encubierta perspectiva, se sentía recónditamente recompensado… El nombre de don Pancho, como candidato, habíase entregado ya a los pregoneros del comité y era vivado como un grito de guerra que se escuchaba por todas partes, encarnación viva de los ideales “provincialistas”. La ciudad silente de ordinario, llegó a arder en apasionados enconos, partida en dos por la línea banderiza.

CAPITULO IX ESTAMPAS ELECTORALES

Llegó el aguardado 10 de diciembre, día de elecciones de Gobernador de la Provincia. En la ciudad…polvo, bochorno, expectativa curiosa y trascendental. El ámbito lo inficionaba la presencia de muchedumbres reunidas. Por las calles, transitaban sin rumbo pequeñas turbas de paisanos de a caballo, sorbiendo el goce ingenuo de la contemplación del pueblo. Sabiéndose adulados únicamente en “aquél día”, se permitían la libertad de la embriaguez desembozada y circulaban así, los rostros abotagados, sudorosos y gesticulantes, pronunciando gritos infelices, vivas y mueras sin mayor motivo ni fundamento. Victorias destartaladas, breacks, sulkis, cruzaban a rumbos perdidos todo el pueblo, “conduciendo democracia” al comité, como decían con dejo de mofa los coadjutores del senador Barbosa. En las esquinas, cantidad de mujeres, chiquilines y viejos, rezagados de la algarabía política del día, contemplaban con embobamiento inocente, el desfile abigarrado, haciendo comentarios en chacota. -Esos deben ser “provincialistas” por lo rotosos -graciaba una comadre avispada, al tiempo que cruzaba un grupo. -Y esos otros… gubernistas por lo mamaos -le respondía otra con entono. -A don Tolomeo se le llega el día. ¡Tendrá que afeitarse la patilla!... - canturreaba un mocoso. -¡De ande yerba puro palito!; ¡y con “gauchos”no me meto!... -respondía con bronca una vieja ladina. Algún beodo, haciendo un alto en su errabundo peregrinar, se detenía ante el grupo y soltaba el trapo de su discurso baboso e incoherente. Los granujas del barrio le remendaban y se armaba el alboroto sin consecuencias. Mientras tanto, en los corralones políticos se ofrecían escenas vivas a la contemplación. Espesa aglomeración de gentes de a pie y de a caballo, como el espectáculo del vivaque de una montonera. Aquí, ardiendo una fogata donde chirria el asado de costillar y hierve la pava del mate -especie de pira sacramental en cuyo contorno, celebra sus ritos materialistas nuestro desvalido proletariado electoral-. Más allá, largos cordones de paisanos, haciendo calle al vaivén delataba, en un apiñamiento como de moscas en un reguero de miel, permanecían sordos a las llamadas y al mundo circundante. Y por toda aquella feria confusa, flotaban acres alientos de vino y grasas fritas, ecos de disputas y bordoneos de guitarra… Los encargados de reclutar los grupos de votantes, irrumpían de rato en rato entre la mesa compacta, voceando nombres con timbre desgañitante. El oído percibía entonces cortados diálogos: -¿Y todavía no votaste vos? -Entuvía no, don jacinto… -¡Caminá, vamos entonces! -Si no he comío entuvía… ¡ni un trago de vino! Aquí no atienden a náides. -Mentís, rezongón. Lo decís de mañoso no más. Ya reventás. -No, don Jacinto… -Si te conoceré, viejo maula… -… ¿Y qué le vamo hacé, don Jacinto? ¿Y si no como agora? ¡palah’otras votaciones faltan cuatro años! ¡Y yo… no les veo a ustedes la cara más!... -Callate, rumbeador. Andá votá. -Bueno… pero dele alpiste a este pobre canario… -No le crea, don Jacinto. Ese es un viejo voltario -gritó con chisme un mocetón por ahí cerca. En el atrio de Santo Domingo, como siempre, estaba instalada la mesa brava de las elecciones de aquellos tiempos. Allí votaba casi toda la ciudad y su campaña inmediata. Nuevamente, pues, sacaron a la luz pública -¡coram populus!- la famosa urna pintada de colorado, amplia, cabedora, cómplice de tanto enjuague electoral en manos de aquella oligarquía inverecunda, cínica, que jefeaba ahora el senador Barbosa… -¡Sus maderas claudicantes, fueron testigos mudos de cincuenta años de trapacerías políticas; en su presencia sucedieron las alcaldadas más crudas, se produjeron las tremolinas más ruidosas, se encharcaron de sangre los comicios más trascendentales y ella misma, vestal sagrada de la libertad cívica, fue raptada por policíacos y caudillos, cuando no violada a mansalva por el ansia montaraz del politicastro ensoberbecido!. ¡Alguien decía que se había vuelto roja de vergüenza cívica y engrandecido de archivar tanta pillería! Bueno; ella nunca decidía nada. Para eso estaba el gobierno. En este inolvidable 10 de diciembre también se temía a la urna colorada. Al comité provincialista llegaban cantidad de rumores alarmantes sobre muy posibles manotones de los gubernistas, que abultados con chisme y misterio eran como para encrespar al más pato. El doctor Amenábar, Baigorria y Puentes, se instalaron desde temprano en Santo Domingo, respaldados por un grupo resuelto. La otra parte, hacía despliegue de polizontes y matones. Ambos grupos se medían torvamente con la mirada, cargados de prevención. Eran los mismos encrespamientos de la crónica de antaño. La gresca inminente parecía ambientarse primero antes de estallar. Por lo demás, toda la población estaba pendiente de aquella justa cívica, curiosa, insusitada, singular desde que no se viera otra desde hacía muchos años, habituados como estaban los de la oligarquía al incontestado simulacro electoral de quita y pon. La indiferencia cívica ha tiempo que echara cenizas de olvido en la vida lumbre de sus derechos políticos. Pero es que, en general, sordamente se deseaba la caída de don Tolomeo y sus fantoches y, la fuerza misma del anhelo, dictaba la firme creencia de que el triunfo de la oposición alumbraría esta vez. Por eso se aguardaba con rabiosa impaciencia las cuatro de la tarde, hora de clausura del comicio. ¡Vanas ilusiones! De pronto, cerca de las tres de la tarde no más, en el comité gubernista comenzaron a oírse gritos de júbilo y vivas estridentes que desconcertaron a todo el pueblo. Es que don Tolomeo, con toda audacia, pegaba uno de sus grandes golpes y había ordenado a los suyos que hicieran alarde del triunfo por anticipado, pues se podía “descontar”. En realidad, tenía listo el fraude y no podía fallarle en toda la provincia. Sabía que se cumplirían sus órdenes y nada podía hacerle dudar. En cuanto recibió dos o tres telegramas que le ratificaban la ejecución de sus planes, podía adelantar sin miedo la “gracia” del hado electoral… -¡Muchachos, pueden gritar el triunfo nomás! Estos telegramas del “cuarto” y el “sexto” departamentos, me dicen que hemos ganado en toda la línea y eran los más dudosos. En los demás no hay cuidado. ¡Se han portado los amigos!... Esta calmosa afirmación del senador Barbosa, sin esperar más noticias, dicha en el corro de sus secuaces, fue como la voz del profeta que calma a la grey sedienta. Llovió el júbilo y el entusiasmo por todo el comité, tenso de expectativa y de temor. -“Don Tolomeo lo dice; ¡No hay dudas!” -y todos echaban a vuelo su alegría inatajable… -¡Viva el senador Barbosa! ¡Viva el triunfo! -clamoreaba todo el corralón. -¡Ay juna! ¡Si no se puede con el pulso de don Tolomeo! ¡Tiene, pulso el viejo; es al cuete! -proclamaba agudizando el tono, de puro entusiasmo, un “fiel” del senador. Un viejo gaucho, silencioso y vichador que rondaba por ahí, soltó prenda: -¡Con el gobierno no se puede; es inútil!... En verdad, era el lema de escepticismo que trataba de infundir en el pueblo don Tolomeo, para que jamás le “volteara” nadie y que esculpieron al fin como cifra de hierro en la conciencia del paisano, el rebenque del caudillo y el fogonazo del trabuco oficial. Ardía de júbilo el comité de don Tolomeo. En la calle, atronaban el aire los cohetes y el estruendo de las bombas anunciando el “triunfo descontado” del gobierno. El senador, mientras tanto, se dejaba adorar de su chusma en el corralón. Trajeado a la criolla, con botas y chambergo alón -¡gastadas supercherías nacionales!-, se entregaba confiado al regodeo de sus admiradores y fanáticos, sintiéndose vivar hasta la sordera, mientras acogía a todos con su ancha sonrisa plácida, convencido y vanagloriado del juego de su “muñeca” incontrastable… ¡La provincia, caía nuevamente por cuatro años más bajo la férula del senador Barbosa! En el comité provincialista reinó el entusiasmo hasta los últimos momentos del comicio. Se abrigaba cálida esperanza; se había luchado fuerte, se había cumplido con el deber. Iban llegando los partes de la cumplida jornada, buenos los primeros, malos los últimos… Muchos creían firmemente en el triunfo, pero no tardó en escucharse la algarabía que armaban los barbosistas. ¡Era el síntoma de siempre! El fraude y la violencia volvían a torcer la voluntad popular. ¿Quién lo ponía en duda? En eso llegaron desolados, al comité provincialista, dos sujetos con novedades graves. Se consumaba lo de siempre, lo esperado: en el atrio de Santo Domingo, atenta la mayoría opositora posible, había intervenido el manotón policíaco para saltear los registros y embarullar el escrutinio con ostentación de matones y exhibición de armas. Lo decían los recién llegados: estaba armada la gresca con intervención del doctor Amenábar y sus acompañantes, no dispuestos a dejarse burlar de tamaña manera. Un gentío enardecido seguía con tensa expectativa la subida escena. Un pelotón de soldados de la policía intervenía denodadamente en favor de los asaltantes; ardían de indignación todos los presentes. Se temía por la vida del doctor Amenábar y por ello salieron a escape del comité el doctor Martínez y otros en su ayuda. Regresaron al rato con la cruda novedad. El doctor Amenábar y varios de los suyos quedaban presos. Se había escamoteado la elección; nada más. ¿Qué podía agregarse? ¿Ante quién quejarse? Como un ritornello fatídico, se escuchaban aún, a lo lejos, las estridencias de la indiada de don Tolomeo, festejando el famoso “triunfo descontado”. ¡Adiós ilusiones cívicas! Don Pancho Aramburu columbró con llaneza práctica el robo de la elección desde temprano, y permanecía mudo en el comité, con el hueco estoicismo de un hito que fuera necesario tal vez para demarcar el límite de aquella desesperanza colectiva, inmensa. El señor Sarmiento le hacía compañía en uno de esos cuartos atestados de preguntones indiscretos. Se contagió rápidamente el desaliento que trasuntaba don Pancho; ya no creía en nada. Y con la misma facilidad que tenía para encendérsele el ánimo, la tenía para apagarse como una candileja de sebo. Para él, el éxito, era misia Leonor; porque en realidad, la política figurábasele en su mentalidad inflamada, una efigie de “matrona” de formas opulentas, v. gr. la de madame Roland… En aquel instante, la cabeza vencida sobre el pecho, la mirada extraviada, era la imagen de desolación. ¡Cuántas ilusiones morían con él! En esto llega el doctor Martínez, demostrando serena energía. Se dirigió a ellos: -Ustedes ya se imaginarán… Nada podemos esperar. A esto hay que buscarle otro remedio. ¿No? Ayúdenme a abrir telegramas; vemos cómo fue este salteo en la campaña. -A grandes males, grandes remedios… -dijo por decir algo el señor Sarmiento, saliendo de su ensimismamiento. El escritorio se fue estrechando de curiosos. Comenzaron a abrir telegramas. “No nos dejan llegar a la ‘mesa’; la policía nos dispersó la gente. Aquí gubernistas votaron solos… -Galvan”. -¡Canallas! -exclamaron varios, masticando la palabreja. Dedos nerviosos hacían volar como una dentellada el cierre de los telegramas. Otro decía con estilo desesperante desde su procedencia remota: “Anoche, sujetos desconocidos, nos corrieron caballada a tiros. Votantes a pie, gran cantidad no pudieron llegar a la urna. Formulen protesta. -Araujo”. -Lo mismo en todas partes; ¡miserables!... barbotó Sarmiento. El doctor Martínez, sonreía levemente, enmascarando su ira contenida. A media voz leía los demás comunicados y clavaba las hojas de papel de un golpe seco en el pincho, cual si les atravesara en pleno corazón. Como hablando en soliloquio, exclamaba seguidamente: -Ya está visto todo, no cabe pensar más en elecciones… Así siguieron por un rato. El espeso silencio, era cortado por desoladas exclamaciones, rotundas eso sí, como un reventón. -¡Salteadores! -¡Nos han robado! ¡Pillastres redomados!... Afuera, en el patio del comité, se habían hecho numerosos corros, para comentar las incidencias de aquella parodia abominable de elección. El sordo murmullo se interrumpía para dejarse oír una discusión acalorada o un juramento de despecho. El “profesional” Astigueta, ardido, predicaba delante de un grupo absorto con ademanes descompuestos. Formulaba amenazas rutilantes y sus labios caídos como belfos, denotaban su indignación y su cansancio. -Es inútil, debemos convencernos -agrega-. No se puede ir a otra elección. Hay que bajarlos a balazos. -Y pasaba a narrar las incidencias de su actuación en la mesa de la Municipalidad-. Según mis cálculos, y contando uno por uno los hombres de carne y hueso que yo veía llegar con estos ojos que se ha de comer la tierra, no podíamos perder jamás… Sin embargo, ya ven… Es que hicieron votar dos veces a un grupo de emponchados que yo nunca he visto ni merodear por San Luis. Inútiles fueron mis protestas ¡qué caráfita! -Y sacudía la cabeza con desengaño. Diversos individuos aportaban al comentario general, sus episodios personales. Habían visto maravillas a granel. Todos convenían: -¡Era inútil! Tarde ya, el local del comité fue quedando solo. Se fue don Pancho Aramburu con su silenciosa tristeza de pobre hombre que lo han metido en una aventura desastrosa contra su inerme voluntad, víctima de la fibra de misia Leonor. También se fue el doctor Martínez, rumiando sus violentas rebeldías, única salida para su partido burlado; y se fueron también Salas, Puentes y el mismo señor Sarmiento… Por la calle pasó a poco rato un Breack atestado de gubernistas, gritando “abajos”, “mueras” y expresiones de burla. El cuidador del comité se fue a cerrar los solitarios cuartos de la casa, donde quedaban las mesas revueltas de papeles ya inútiles, listas electorales sin destino, cartas incontestadas, carteles de tono optimista que ahora se leían como un sarcasmo en frente de la cruel realidad… ¡todo ese material delirante con que un partido soñó conmover la conciencia de un pueblo para derrotar al gobernante bastardo! Al día siguiente se comprobó, sin pizca de duda ya, la magnitud del fraude y la violencia en toda la provincia. Llegaron cartas, enviados, etc. ¿Para qué enumerar? El oficialismo había mostrado la hilacha en todo el ruedo. En los departamentos, los comisarios instalaron las mesas electorales a campo raso, debajo de un árbol -que no sería por supuesto la serena encina del rey santo-, y en un sitio alto, dominante. Cuando una nube polvorosa anunciaba el arribo del contingente “provincialista” de a caballo, los polizontes los rechazaban con de rémington al aire y la paisanada se ahuyentaba despavorida. ¿Qué decir de votantes muertos, ausentes, repetidos, suplantados? ¡Frescos están en el recuerdo, aquellos ominosos avatares de nuestra democracia en marcha! Una noticia escueta, llenó aún de estupor, más tarde, el espíritu del pueblo. Se había asesinado la noche antes, a dos prestigiosos caudillos opositores de la campaña, uno de ellos por la propia policía del lugar. Más sensacionalismo aún: en “El Manantial”, había habido un tiroteo recio entre los dos bandos contendores, con heridos y algún muerto. ¡A más de fraudulentas, las elecciones del nepote Barbosa, podían tildarse ahora también de sangrientas! Un mes después de todos estos acontecimientos, el nuevo gobernador asumió el mando. El tenedor de la honrosa magistratura bien podía llamársele X… porque era otro domesticado del gran Tolomeo. Luego, la ceremonia de tantas veces. Un tedéum sin solemnidad, lectura tropezosa del cliché de mensaje ante la Legislatura analfabeta; un lunch de adulones y serviles en la Casa de Gobierno. Rastreras dianas por la banda policial… ¡Y la Huancavelica de tierra adentro, con un teniente bien sujeto a las órdenes del mandón de siempre, echaba a dormir de nuevo, su bochornosa y nula siesta constitucional! … Aquel mismo día, al atardecer, los doctores Martínez y Amenábar y dos amigos más de entrambos, conversaban en el retiro silencioso del estudio del primero. Por la ventana, llegaba hacia ellos el eco final de la lejana oficialesca, que inficionaba moralmente el pueblo tranquilo. Pensaba con tristeza en los públicos acontecimientos recientes. -¿Por qué don Tolomeo y su cáfila, no suprimirán las elecciones de una vez? - inquirió uno de ellos con intencionado simplismo. -Precisamente no. El sistema de estos mandones lugareños, es practicar por afición, la parodia de las instituciones porque es tendencia que les viene desde lejos; es el instinto indígena, atávico, de la superchería y la simulación como fuente de diversión o goce íntimo. Un rastreador ranquelino, experimentaba hondo placer en equivocar la senda en que confiaba el incauto cristiano conducido… -adujo, teorizador, el doctor Martínez. -Sí, estamos todavía muy atrás… Don Tolomeo y su partido tienen hecho costra de que la oposición, es un delito de herejes. Es inútil quebrar más lanzas por la ley, por la libertad cívica… -arguyo con pena el doctor Amenábar. Aquellos hombres comprendían la esterilidad de sus esfuerzos. Se sentían engrillados moralmente en aquella ínsula pequeña. El horizonte les parecía cerrado por todos lados, allí muy cerca. Don Tolomeo, siempre él… “¡Lui, toujour lui!”. De repente, se les azogó la mirada, se incorporaron automáticamente como tocados por un resorte. Alguien acababa de insinuar la preciosa palabra: -¡El motín! Y con extraña fruición, estos hombres doloridos, desesperanzados, acariciaron largo rato aquella tarde, la idea fulgente, maravillosa, como un talismán. Era la “idea-fuerza” que nacía.

CAPITULO X ¿LA NOVIA EN CASA DEL CONTRARIO?

Las inquietudes y los odios que trajeron los sucesos electorales narrados, fueron aquietándose en apariencia para convertirse en agua mansa, cuya tersa y espejeante faz oculta a menudo la amenaza al remanso. El bajo pueblo quedo murmurando su furor insatisfecho. De nada le servía su santa voluntad expresada en forma de democracia electoral y por eso también los hombres visibles de la agrupación derrotada, comenzaron a pensar en planes subversivos. ¿Hasta dónde tenían el derecho de venir sacrificando a aquella masa sufrida, valiente y leal que confiara eternamente en sus declaraciones y actitudes? El Dr. Martínez llegó a pensar en una revancha inmediata. Así también los demás, en diferentes formas y maneras, según el temperamento de cada cual. Alberto Salvatierra, novato en política, sintió a su manera el porrazo de su primer contraste cívico, pero su desilusión encontró refugio fácil en la embriaguez espiritual del noviazgo. ¡La novia! Esa nube fantasmagórica con formas de mujer… En tanto los felices triunfadores del otro bando, no se daban abasto en su íntima satisfacción. Cuatro años más de beatíficos ensueños a la sombra del presupuesto público. Los carcamales del gobierno volvieron a su seguridad de antes y sus cónclaves prolongados de la tarde, fueron dedicados a festejar despreocupadamente sus chascarrillos y sus vivezas electorales recientes, que le diera el triunfo. En la casa de don Patricio volvió a reinar la calma y la alegría con la disipación de las grimas del paterfamilias. Rosaura se arriesgó entonces a urdir su meditada y sutil diplomacia ante las potencias paternales. Bromas cariñosas, mimos inusitados en las ocasiones propicias, indirectas discretas… ¡Toda esa gazmoñería certera e intencionada de la hija de Eva al fin! Misia Emilia, la madre, un buen día abordó de lleno ante su esposo el problema y después de los rezongos inevitables de ésta, se consintió en que el “recalcitrante mozo”, como le tildaba don Patricio, visitara la casa en las condiciones del aspirante a novio. Sin embargo, Delgado no olvidó ni en dicha circunstancia su inveterado partidismo rabioso. -Al fin y al cabo -dijo-, bien me hubiera podido venir un yerno de los nuestros… -Aludía a un correligionario suyo, y añadía aún con visible mal humor- : No puedo tener etiquetas con novios extraños… O amigos o enemigos del todo… ¡Qué diablos! -refunfuñaba en confidencias con la esposa. -¡Pero hombre! -intervenía doña Emilia-. Para eso andá al comité y elegí para tus hijas al más gritón de tus partidarios. -No es eso; no es eso, mujer… ¿Pero dónde iba a salir yo con la mía? -se inquiría con amargura secreta. -¡Patricio! Parece mentira que pongas la política hasta en estas cosas… Te has enviciado; te has envenenado. -Vos no podés sentir estas cosas, Emilia. No sabés. -¿Y qué quieres que sepa? -Mirá, vos conocés varios casos aquí, en que la política ha traído divisiones profundas en la familia. Los hijos llegaron a pelearse hasta con sus propios padres. Además, presiento sucesos turbios, los veo venir… Tú no sabes. -Te desconozco francamente, Patricio. -Bueno; hablando en serio; claro que es inhumano mezclar estas cosas con la politiquería, pero mi manera de ser… Vos sabés que soy pasionista en estas cosas… Nunca podré tener confianza con Alberto. Rosaura se nos irá muy lejos de nuestro afecto. Pienso en estas cosas con tristeza. -Como confidencias, te las admito -puntualizó misia Emilia- pero supongo que no las harás a nadie más… Harías mal papel. Don Patricio aflojó al fin y al cabo; no tenía argumentos para hacerse el fuerte y a las pocas noches nomás, llego a la casa Salvatierra, para inaugurar muy solemnemente sus soñadas visitas a la novia. El acontecimiento social, trascendió con algún ruido. No tardaron los camaradas de Alberto, en hacerle irónicas insinuaciones sobre su futura posición política, ante el intento de emparentarse con Delgado. Algunos correligionarios llegaron a mirarle con sesgo. Estos detalles, comenzaron a mortificarle secretamente, pero todo pasaba y su pensamiento dócil, corría en pos de su ensueño. ¡Oh, las horas cándidas del noviazgo!... Los novios de aquellos tiempos éramos así, puntuales en la hora de la visita como cobradores pobres y lerdos sin fin para la hora de la retirada pese a los bostezos de la futura suegra, más elocuentes que una súplica… Don Patricio venía raras veces a la sala, pero poco a poco fue desapareciendo su fiereza de tiempos atrás para con Alberto. A veces llegaron a hablar de política con discreción, poniendo ambos encantadora tolerancia y hasta buen humor. Misia Emilia comenzó a profesar por Salvatierra verdadera estimación y Elenita, la hermana menor de Rosaura, convirtióse en aliada permanente de aquél para hacer rabiar con su gracejo de los siete años a su hermana mayor con burlas y picarescas alusiones a veces no discretas. Alberto sintió adentrarse en su espíritu esa cordialidad tibia y enervante de la casa que se torna hospitalaria y acogedora. Y por eso él, que sabía que todo aquello podía venirse al suelo, por quién sabe las acechanzas de futuros sucesos quizá amenazantes, sentía una fuerte inquietud no exenta de melancolía. -“En tiempos de política brava, no hay que buscar el amor en casa del contrario… sino pa vengarse…”. La sentencia chusca del viejo doctor Salvatierra, le molestaba por insidiosa, más aun cuando al recordarla, se ceñía tanto a la realidad actual… Por aquellos días entró a sospechar que en casa del doctor Martínez, sus correligionarios se reunían secretamente y que las tenidas se prolongaban hasta altas horas. Dos o tres noches en que se había retirado ya tarde de la casa de su prometida -prolongando su caminata para tentar el sueño-, había descubierto sin querer los misteriosos desbandes de sus amigos que salían sin duda de una reunión, disimulada cuidadosamente. En verdad, aquello era altamente sospechoso para Alberto. Los “provincialistas” cerraron sus comités y cesaron de pronto los comentarios en rueda abierta sobre los últimos sucesos, como si se hubiera puesto un brusco y rabioso guión a los escándalos políticos recientes, consumados por los gubernistas. Alberto barruntaba muchas cosas en aquel misterio. Su partido no era para quedarse quieto después del trampeo ignominioso del 10 de diciembre. Sin embargo nada sabía de las presentidas “actitudes”. Eso sí, su reciente descubrimiento le llenó de íntima mortificación. Le quemaba la duda y se preguntaba escocido: -“¿Olvido? ¿Desconfianza para con él?”… A los pocos días fue a lo de su amigo el doctor Amenábar con el deliberado propósito de interpelarle. Y le afrontó de inmediato: -Usted sabe, Dr. Amenábar, mi vieja estimación por usted. Tengo que interrogarle sobre algo mortificante para usted y más aun para mí. Ustedes me sospechan… Me han perdido la confianza como correligionario y como amigo. ¿Qué pasa?... -¿Pero qué quiere decirme, amigo Salvatierra? -sobresaltóse el interrogado. -Ya lo oye. Vengo a decirle que me retiro de ustedes. Mañana publicaré mi renuncia al partido. Cuando un compañero no merece la confianza de los demás y se le ocultan como a un niño sus más importantes decisiones, es que está demás por temor a una traición… Intentó en vano el Dr. Amenábar disuadir a Alberto, pero las requisitorias de éste eran terminantes y cerraban toda escapatoria. Era verdad, no se le podía ocultar ni un instante más y Amenábar anuncióle que después de la bochornosa y hasta sangrienta elección del 10 de diciembre, perdida toda esperanza para la “Unión Ciudadana Provincial”; asentado Barbosa como en pedestal inconmovible en su feudo; los amigos -era cierto- habían pensado en un movimiento de fuerza, sin más remedio. Sin embargo -añadió- no había nada en concreto aún. Apenas se comenzaba a consultar pareceres y ya se le llamaría a él (Alberto) en el momento oportuno… Los más viejos primero, amigo -añadía el doctor para suavizar…-. Salvatierra comprendió, no obstante, la explicación, la intención reservada que había para con él y en manera alguna se dio por satisfecho. La tortura mental de Amenábar era evidente. Volvió, no obstante, a la carga Alberto con más empeño aún: -No preguntaré más, doctor, pero el agravio ya me lo han hecho -argüía. -No sea tan susceptible mi amiguito… ardores de la juventud. Romanticismo de novio… -bromeaba el abogado. -Mi resentimiento no va contra usted, mi doctor. Los otros le habrán impuesto a usted su silencio. Adivino todo… ¿Cree usted que el comité debe mandar hasta en mis íntimos sentimientos? Si en él hay hombres brutales y celosos hasta la estupidez, para eso están ustedes para explicarles, lo que es el fuero íntimo de un hombre y de lo que es capaz el honor de un buen nacido… Me sospechan, lo sé, por mi noviazgo… -No lo creo… no tanto -denegó débilmente el doctor Amenábar. -Lo que digo es la verdad, doctor. Diga no obstante al doctor Martínez, que han premiado con esta actitud todo el santo idealismo cívico que puse al embanderarme con ustedes, a impulsos de mi juvenil entusiasmo. Así emporcan los políticos la moral de sus propios hombres, para que luego todo sea un lodazal… Un delicado sentimiento íntimo que a nadie pertenece sino a uno mismo, juzgado por obtusos corajudos como Fuentes, Salas y otros más!... Me iré, pero no teman por el secreto. ¡No los voy a vender! -¡Salvatierra, no se exalte en esa forma! -dijo emocionado el leal doctor Amenábar, sin poder agüir en frente de aquella razón tan sincera. Salvatierra apenas se despidió. En la primera noche de reunión. Amenábar fue temprano para hablar a solas con Martínez. Temeroso de que se le inculpara como infidente, explicóle rápidamente la incidencia verbal con Salvatierra, Martínez, después de escucharle, comentó: -Aquí, para nos, amigo Amenábar… yo no he desconfiado de ese mozo. Salas, Fuentes y otro que no recuerdo, insinuaron su recelo, días pasados. Pero mantengamos en secreto estas cosas para evitar una incidencia que nos perjudicaría. Hay que darle una hábil explicación a ese joven que muy útil nos será. Debemos incorporarle cuanto antes a nuestra “junta”. Por lo demás, hay amigos que no pueden comprender ciertos matices de las cosas. Sospechan y dudan de un noviazgo… Vamos, situaciones delicadas. Debemos ver en ese joven, a un hombre entero y derecho. -¡Una intriguilla indecorosa y torpe, doctor! -acentuó Amenábar. -Así es, amigo. Cierta fatalidad se cierne en algunos hombres -agregó Martínez-. Son buenos, leales, decididos y ponen excelente intención en sus determinaciones, pero siempre la sospecha turbia pareciera quererlos empañar… Son las mariposas que dejan en las telarañas el polvillo dorado de las limpias alas. Así es la política a veces, así las buenas intenciones de los mejores… El doctor Martínez se quedó pensativo largo rato. Espíritu analítico, y a veces teórico, tenía sus remansos reflexivos en medio de la correntada de la acción. Momentos después llegaban los demás a la reunión convocada. El doctor Martínez explicó las novedades del día. Habló de futuros planes en los que terciaron la mayoría de los asistentes. El tema de la conspiración que se proyectaba, era acariciado con fruición mimosa; le dedicaban frases vibrantes, susurros sentenciosos, cautelas exquisitas… Aquellos hombres parecían barajar un secreto peligroso y eso les llenaba, a la vez que de exacerbaciones, de celos sutiles. El doctor Martínez, después de un rodeo, significó la necesidad de robustecer con aportes nuevos la seguridad del movimiento. Había hombres útiles - agregó- que no había por que excluir. Amenábar, creyendo adivinar el momento propicio, pronunció el nombre de Salvatierra. Ello bastó para que saliera a la superficie, todo cuanto había en contra de éste en aquella cofradía heterogénea. -Ese se nos ha descolorido; no puede ser… -dijo una voz. -No me gusta el Caminito por donde va ese mocito… -agregó otro. -Se trata de un hombre decente, de honor… -sostuvo Martínez. -… Poniendo el pedernal cerca é la yesca, se hace un yesquero -dijo un taimado-. Además, el viejo Delgado es tragador… ¿Y si llega a oler?... -Hombre, usted no tiene luces para ver en lo oscuro -gritóle indignado Amenábar-. ¿De dónde usted para meterse en las particulares de un hombre? ¿Quién le sigue a usted para su casa? -Este no es el caso, mi doctor -sostuvo con aplomo Fuentes-. En este juego va lo público unido a lo particular. Nos jugamos el éxito y el pellejo, qué canejo… El doctor Amenábar no se pudo contener entonces. Lleno de indignación habló del honor bien entendido; de la palabra de los caballeros, de la cuna de los bien nacidos… Pronunció denuestos contra los murmuradores y los calumniadores, lo que ocasionó una tremolina que amenazaba con un desbande. Gracias a la intervención amistosa del doctor Martínez, de Aramburu y de Sarmiento, aquello se encalmó después de trabajosas intervenciones. Se excogitó un breve escrutinio por cedulas y triunfó la admisión de Salvatierra en aquella junta conspiradora. Hubo protestas y aprobaciones, pero todo pasó. Se habló de constituir la JUNTA REVOLUCIONARIA DEFINITIVA, armazón solemne y casi trágico en toda conjura revolucionaria. Martínez fue elegido o confirmado en su cargo de presidente, alma de aquel empeño naciente que pronto había de cristalizar en roca de convicciones profundas. Era el presidente un hombre joven todavía. Cuando egresó de las aulas universitarias, vino a su provincia, cuajado de hermosas teorías y construcciones institucionales sorbidas con avidez en la Universidad. El choque realista con el ambiente y las mil martingalas de la politiquería lugareña, zorruna y aviesa, le rebotaron el limpio impulso inicial… Fuerte de espíritu, sin embargo, el choque no le abrumó del todo. contempló con serenidad aquel espectáculo hecho de viveza criolla, de desplantes oportunos, de agachadas y de sordas inercias que conforman la habitud ancestral, que depara el triunfo muchas veces al que sólo espera sentado y con pulso lento… Martínez demostró tener energía y habilidad para apagar muy pronto sus desfogues teóricos. El doctor Amenábar le llevó radiante a Salvatierra la noticia de la invitación de la junta para participar en sus deliberaciones. Alberto no la aceptó, pues estaba muy hondamente despechado. Después de una casi enojosa discusión con el doctor, su amigo, Alberto accedió pero con una condición: -Acepto, pero sólo de una manera -dijo-. No concurriré a la junta, pero me avisan una hora antes de la revolución y cumpliré con mi deber. Por ahora, no me hagan, ni quiero revelaciones… Si no fuera por el ansia que tengo de derrocar al nepótico Barbosa, no volvería a pisar el comité “provincialista”. Entre tanto se hacía cada vez más necesario cuidarse de la policía y sus soplones. “Don Meteco”, el jefe de policía, como se le apodaba, era un viejo gaucho con unturas burocráticas, rastreador y mula… ¡Era el sabueso de la estancia barbosista!.

CAPITULO XI AQUELARRES DE CONSPIRACION

El año 189… marcaba en el barómetro de la sensibilidad colectiva argentina, un instante de tempestuosa eclosión cívica, que no logró al fin, pese a todo, dar el fruto presentido. El gran “menêur” y tribuno que se llamó Leandro N. Alem, recorría el país, llevando en la prestancia de su estampa romancesca y en los acentos calurosos de su arenga amplia y sonora, el mensaje secreto pero insinuante de un gran acontecimiento que él preparaba con fe sagrada y en el cual confiaba la salvación de los destinos de la República. Anhelaba caldear el espíritu de las provincias. Se vivía en aquellas horas, un desmelenado instante de romanticismo democrático, bello y ardoroso cual ninguno… Aquél día de febrero, el gran caudillo pasaba por San Luis, en viaje desde Buenos Aires a Mendoza. Más tarde se había de consolidar en esta provincia, un partido lleno de bríos y pujanza que respondiera a la ideología del repúblico. Lejos están estas páginas de evocar aquellas cosas que tienen también su bella historia y su cronista inédito. Aquel día, en efecto, aguardaban al prohombre un gran contingente de pueblo y una gran cabalgata de gauchos que acudieron presurosos a la estación del ferrocarril Andino, cuyas plataformas aparecieron atestadas de circunstantes. Damas, hombres conspícuos, gente anónima acudieron también para ver al gran hombre. En este medio de ingenuo aislamiento provinciano, el prestigio de aquella figura de fama resonante que tronaba desde lejos rayos jupiterinos contra la corrupción política y el impudismo de gobernantes fementidos, asumía el perfil de los patriarcas salvadores. Un pueblo dolorido por recientes atentados a sus derechos cívicos, sentía la necesidad imperiosa de contemplarle y escucharle -hombre que había hecho de la libertad electoral un culto y del desenfreno de los gobernantes fraudulentos, un ardido anatema! Fue aquella una mañana inolvidable. Las auras tibias de la llanura agostada y lejana, el claro sol sin empaños que enlucía la escena festival, eran como nuncios de días mejores para el anhelo enfervorizado de aquel pueblo sediento de conquistar sus derechos tanto tiempo conculcados. Bien recuerdo el perfil del doctor Alem: enhiesto, arrogante y enlutado, parecía el esposo doliente pero fuerte de aquella “Libertad Cívica”, muerta de consunción y enclaustramiento en las manos arteras de los oficialismos fraudulentos y brutales. ¡Oh! Viejo romanticismo de aquellos días… Allí fueron a la llegada del prócer, las efusiones desbordantes, los vítores y los aplausos. Las damas sembraron de flores el parterre de aquella apoteosis casi aldeana. Un artístico álbum cuyas tapas se labraron con “retamo” y “caldén” relucientes -¡maderas del nativo suelo!- y cuyas aristas se recamaron con el oro de ofrendadas joyas, fue obsequiado al tribuno, que leyó conmovido una leyenda patriótica suscrita por numerosas firmas que atiborraban las blancas páginas del pergamino recordatorio. La fluente galantería que bullía en aquel pecho de poeta, oculto y sentimental que se descubrió después, premió con exquisitas gentilezas aquel homenaje tocado de recónditos fervores… Pero en tanto la muchedumbre comenzó a reclamar sus derechos: -¡Que hable! ¡Que hable!... -y parecía el rumoreo de un mar. Desde la plataforma del coche de viaje -así más lejana, más bizarra la silueta-, el gran hombre descubrióse de su galera de prócer y la blanca barba fluvial, surtió mágico efecto en la multitud, antes aún que el verbo poderoso. Con voz timbrada y llena, comenzó aquella arenga famosa, muchos de cuyos períodos, aún se recuerdan de memoria por los oyentes escasos que sobreviven y que sirvieron mucho tiempo a los oradores locales para levantar el diapasón de sus discursillos políticos, inentusiastas de adulonería y logrerismo. “¡Pueblo de San Luis! -comenzó vibrando aquella voz soberana-. ¡Las líneas están tendidas! De un lado los gobernantes bastardos que ahogan las libertades del pueblo para acallar su soberanos designios; del otro, los que estén dispuestos a combatirlos en todos los momentos y en todos los terrenos…” Los vuelos de la elocuencia de Alem, los tonos agoreros y admonitivos que constituyeron su molde personal, ganaron rápidamente los corazones prestos a la trepidación del entusiasmo generoso. Era su elocuencia, arrolladora como el fuego y fuerte como el bronce. Venía aquel verbo inflamado, a levantar pueblos en armas y no a otra cosa; por eso repercutían como clarín aquellas palabras subrayadas con un ademán de mucho arco: -“¡No me pidáis palabras!... ¡pedidme hechos!” -Y continuaron así las parrafadas solemnes que sacudieron hasta el frenesí a la muchedumbre, por que en verdad, había acudido allí para escuchar el verbo de la libertad de entonces!... Concluyó el orador y entre el clamoreo de los aplausos y los vítores, lentamente comenzó a andar el convoy. Breves instantes aún, dibujóse neto el perfil abierto y barbado como el de un absalón bíblico -perfil de líneas melancólicas-, hasta perderse en la bruma de la lejanía del adiós, que había de ser como su destino… Disgregóse el inmenso concurso y se volcó silenciosamente por la plaza próxima y las calles solitarias, murmurando secretos designios. Experimentábase la sensación muda del adiós y del tácito desamparo, que deja la ausencia de la columna que cae… El doctor Martínez y don Emilio Salas, regresaron juntos en una “victoria” de alquiler después del acontecimiento. Venían silenciosos y centrados, como en una misma reflexión tenaz y sombría. El carruaje rodaba hacia el sud. Bruscamente el doctor Martínez rompió el silencio. -Don Emilio… ¿Qué le pareció el viejo? Se diría que nos ha venido a dar el espaldarazo… -Sí, mi doctor…Nos deja arado el terreno ¡Qué hombre! -Bueno… lo nombraremos padrino de nuestro lance -adujo el doctor con entusiasmo. Pocas noches después, llegaban uno a uno a la casa designada, los conjurados. La estancia que les servía de sede para las deliberaciones, era un aposento modesto, mezcla de escritorio y de comedor. En el centro, un mesón cubierto con una carpeta roja ya raída. En un rincón, un escritorio ministro pequeño y atiborrado de papeles y viejas cartas. Alrededor del mesón, adosados hacia la pared, iban tomando asiento los recién llegados. Una lámpara a kerosene con pantalla verdosa de porcelana ordinaria, iluminaba débilmente el cuarto. En grupos de dos o tres, conversaban en voz baja los circunstantes, mientras llegaba el momento de completarse el número. Los rostros serios y pensativos; era fácil individualizar a cada uno. El doctor Martínez, de faz redonda y un poco morena; don Pancho Aramburu, con su estampa anodina que daba la sensación de la calma tranquila; Salas nervioso y lleno de verbosidad comunicativa; el doctor Amenábar, magro y canoso, revelaba su temperamento bilioso e impulsivo. Luego fueron llegando los otros. Cerca de las doce de la noche, comenzó la deliberación. El doctor Martínez un poco solemne, invitó a los presentes a ocuparse del grave asunto que iban a tratar. Después de muchos días de cabilación, se decidiría al fin sobre la revolución que se tramaba contra el gobierno. Antes de comenzarse, el dueño de casa, un hombre alto y de pera encanecida, se aproximó al doctor Martínez para decirle al oído breves palabras, retirándose después de dejar solos únicamente a los de la Junta. El presidente rompió el recogimiento general para decir: -En reuniones anteriores hemos venido conversando del motivo que nos congrega conocido de todos. Se ha considerado la posibilidad y hasta la necesidad de un movimiento armado para derrocar al actual gobierno, cuyos desmanes y desenfrenos inauditos conocemos de sobra. Hasta hoy, la Junta no se ha pronunciado oficialmente por así decirlo, sobre el asunto y es necesario que un paso tan decisivo y grave para la responsabilidad del partido, se dé, después de escuchar individualmente la opinión de cada uno, para que lo que se resuelva, lleve el sello de la responsabilidad de la junta. Y empezando por orden de colocación, dijo: -Tiene la palabra el señor Salas. Don Emilio se irguió un poco en su asiento y comenzó con gravedad: -He sido desde el principio un convencido de que esta insoportable situación del partido, no se puede solucionar, sino con un movimiento armado que venga a suplir el sufragio popular ahogado por el fraude y la fuerza oficialista… Se nos ha colocado en el extremo desesperado de ir a la revuelta; y la opinión pública de la provincia y del país, ha de darnos la razón, cuando no hay más salida que esta de las armas, la última, para un pueblo desesperado…-Y conteniendo un gran suspiro, terminó: ¡Voto por que se vaya a la revolución!”. Un rumor de aprobación recorrió el reducido aposento. Ahora le tocaba hacerse oír a don Sebastián Sarmiento, hombre de frase de penacho siempre, el retórico insustituible de los grandes momentos. Se aguardó su palabra con ansiedad. -Hemos pensado mucho, lo sé -comenzó-, lo que este magno pronunciamiento va a significar en los destinos públicos de San Luis. Thiers, el gran tribuno francés, ha dicho “que la revolución es un derecho que no se escribe” y… yo estoy con él. ¡Magno derecho sagrado, flamígero como la espada del arcángel! Señores: Iremos a la revolución que dignifica los grandes dictados populares, como el vórtice de un volcán es la expansión definitiva de plutónicos estallidos contenidos en el seno de la madre tierra. Le debíamos al pueblo este sacrificio, señores, y se lo vamos a ofrendar como al pie de un altar. ¡Nuestra sangre, para él, como única recompensa a sus generosos aportes electorales! ¡Vamos a la revolución, vamos a la muerte si es necesario!” (sic). Los emocionados períodos del orador, dichos con inflexiones tonantes, llegaron a enternecer a Fuentes, a Baigorria y a otros más. El cuarto se llenaba de un leve soplo trágico; los ánimos se caldeaban, las respiraciones tornábanse anhelosas y brillantes las miradas. El rostro asombrado del dueño de casa y vigía, se asomó a la puerta, temeroso y presa de una especie de pavor, para ver la cara del arúspice que parecía haber predicho un siniestro acaecimiento… Después le tocaba hablar a don Pancho Aramburu. Estaba pálido y bien se adivinaba su cara de víctima, arrastrando a aquellas conjuras azarosas contra su temperamento “plasta” y apacible como una torta de pascuas. ¡Ah! el sino de misia Leonor… Sus palabras fueron la expresión del timorato sentido común, que estaba muy lejos de aquel concierto exasperado y febriciente. -Las revoluciones suelen resultar nefandas para los que las hacen. Tengo esa convicción -dijo-. Rinden su tributo a la fatalidad, casi siempre los mejores, los más sinceros… Además ¿qué suerte correría nuestro motín ante las autoridades nacionales afectas a la situación provincial? Tendríamos unas horas de gloria, de venganza, ¿y después?... Volver a la senda humillante por donde va el arreo… Sin embargo, no quiero obstaculizar esta reacción llena de fe y esperanza. Sería un gesto, al fin y al cabo, de nuestro querido partido “La Unión Ciudadana Provincial”. Vamos a la revolución, pues, señores…” Algunas voces de protesta, un rezongo contenido se dejó sentir. Aquel grupo no estaba para escuchar los dictados del sentido común. El vibrante doctor Amenábar se irguió para pronunciar su opinión. -Soy partidario de la revolución, pero también del asesinato político, señores -adujo con aplomo afirmativo, y miró desafiante a los concurrentes-. El asesinato político se impone en estos casos para evitar el temor a que aludía el señor Aramburu. Que caigan los mandones y que caigan sus cabezas, para evitar el resurgimiento de los déspotas que gozan de la protección del presidente de la República. Hay que suprimir los hombres que pesan como una maldición para los derechos del pueblo. Si no, nada… ¡Todo sería inútil!”. El doctor Martínez saltó de su asiento. Aramburu, casi despavorido, miró su sombrero; varios carraspearon y tragaron apresuradamente saliva: -¿El asesinato político? -musitó sonambulico, Salas. Algunos se pusieron de pie, indecisos. -Sí, señores; rebátanme… -vociferaba encendido el doctor Amenábar-. Es el único camino que nos entregara para siempre el futuro de las libertades de este pueblo… De no, la revolución será un sainete pasajero y nada más!. -Bueno, espérense… Vamos a discutir con calma -intervenía el doctor Martínez, confuso, ofuscado por el brusco estallido. -Yo he venido a resolver una revolución, no a planear asesinatos personales - arguyó con su fondo de insobornable honradez Aramburu, escandalizado y enérgico. -Hay que dejar el miedo en casa, don Pancho… -Espetóle sarcástico he hiriente Amenábar. La tormenta se hacía; Martínez se golpeaba las manos llamando a todos a ocupar sus asientos. -¡Atención, señores! ¡escúchenme! -gritaba-. Estando todos de acuerdo en la primera parte de la discusión, vamos a adoptar seriamente la resolución para redactar el acta. Más calma, más respeto, señores -y con dificultad restableció el orden. -De la votación ha resultado -agregó el presidente- que se resuelve ir a la revolución contra las actuales autoridades constituidas de la provincia. Propongo que esta junta se llame oficialmente en adelante “Junta Revolucionaria” y quede integrada por los ocho miembros presentes. -¡Apoyado!... -exclamaron varios. Pero el doctor Amenábar se irguió de nuevo encendido de cólera y dignidad y dijo: -Propongo que se discuta y vote enseguida mi moción… ¡Que se resuelva el asesinato político como una consecuencia de este movimiento armado! -y su mirada centellante era un reto para Aramburu y para Salas. -No sea bárbaro -exclamó Salas. -Y usted no es más que un cobarde… -latigueó el doctor Amenábar y la batahola se armó de nuevo. Tuvo que separar a los contrincantes el presidente y apostrofarles con palabras enérgicas, llamándoles a la cordura y a la concordia. Dos de los circunstantes llevaron a un rincón al doctor Amenábar y trataban de disuadirle de provocar una discusión semejante. Este hacía grandes ademanes, inflaba el pecho y una risa sardónica de desafío y valentía en potencia, le transfiguraba el magro rostro. Se restableció de nuevo la calma y el presidente llamó a sus asientos a los circunstantes. Salas mocionó entonces para que se nombrara una comisión de tres miembros para que en la próxima reunión presentaran el plan de acción a desarrollar. La comisión quedó compuesta por los doctores Martínez, Amenábar y Sr. Sarmiento. En privado se convencería a Amenábar de encarar en una forma menos oficial, menos pública, su moción del asesinato político… La sesión se levantó. El dueño de casa escrutó la tiniebla circundante y enunció que parecía no haber espías. Eran como las tres de la mañana. Fueron saliendo a intervalos largos, de uno y de a dos conjurados. En la oscura noche de abril, las furtivas siluetas se fueron esfumando como una esperanza. Un can estiraba su doliente ladrido en el suburbio… Pocas noches después salía Alberto Salvatierra de la casa de Delgado. Calle abajo ensayó un silbido distraído y comenzó a andar con rapidez. En su interior resonaba un pequeño soliloquio que le traía abstraído. -“Parece hasta aquí, que nadie sospecha nada… ¿En la cara de don Patricio noté algo? Nada absolutamente al parecer. -Y se repicaba dentro de sí estas pequeñas afirmaciones, como para infundirse confianza. -“¡Una revolución! Estaba ya resuelta; se lo había dicho el doctor Amenábar. ¿Cómo sería una revolución?” -Sin embargo, el devaneo caprichoso y liviano, torció el rumbo y se le vinieron reminiscencias pasadas. Arrugó el entrecejo y díjose: -“Sin embargo, alguien me ha creído un “desertado”; un posible traidor a mi partido”. -Y una oleada de sangre le vino a la cabeza como un vaho… ¡Habían de saber quién era Alberto Salvatierra! Se los probaría con montones de hechos, se jugaría la vida, haría más que muchos y después tendría el placer de sonreírles burlonamente en la cara a “esos” que le ofendieron con sus sospechas! Y le entró unas ganas locas de verse en el momento preciso, aunque se hundiera el mundo… Tercamente dobló una esquina y resolvió encaminarse esa noche a la reunión de la junta, quebrantando su propósito anterior. Deseaba la acción, febrilmente. Después de andar varias cuadras llegó a la casita de las citas conspiradoras. Golpeó levemente con los nudillos y dijo en voz baja: -“Ciudadano libre”. -Era el santo y seña. El dueño de casa le reconoció y penetrando ambos, cerraron la puerta con cuidado. Estaban ya presentes casi todos. Con viva sorpresa recibieron a Salvatierra y después de algunas efusiones, éste fue a sentarse un poco hosco y desconfiado en un rincón del aposento. Repudiaba explicaciones y zalamerías, así como la reconciliación con alguno de sus conmilitones. Se inició la reunión. Después de breves palabras del presidente y de un ligero cambio de ideas, se resolvió tratar el plan revolucionario confiado a la comisión antes nombrada. El doctor Amenábar comenzó a exponer. El movimiento debía tener lugar a mediados de mayo de ese año y dirigirse principalmente a dos puntos: al Departamento de Policía y a la casa del senador Barbosa. Se necesitaban seis cantones compuestos de diez o doce hombres cada uno, según la misión a encomendarse. Cuatro de los grupos atacarían a la policía, según la organización que se daría a última hora; uno bastaría para apresar al senador y al gobernador, otro para hacer patrullas por la ciudad y cuidar cualquier conato de reacción por parte de los hombres afectos al oficialismo. Total, unos sesenta hombres bien resueltos. Se habló de la forma de adquirir armamento y munición, en Buenos Aires o Rosario. Se discutió animadamente algunos detalles que se dejaron librados a las exigencias del momento. El doctor Martínez opinó que cada jefe de cantón debía escojer sus hombres y las listas se someterían a la aprobación de la junta, nombre por nombre. Baigorria anunció tener una información muy importante. El oficialismo iba a tener de huésped en San Luis, al gobernador de la vecina provincia, don Marcos Suárez, a mediados de mayo, quien venía en misión política a nombre del Presidente de la República. -El movimiento debía estallar a pocas horas que el huésped se ausentara de la ciudad… Aún mejor -propuso vivamente Baigorria-, en la misma estación, en cuanto partiera el tren. Se originó un vivo debate. Con ansiedad y entusiasmo crecientes todos dieron su opinión. Unos en favor de la proposición de Baigorria, otros en contra. -Lo podemos pensar con calma; no nos entusiasmemos demasiado -arguyó el doctor Martínez-. Hay tiempo, pensémoslo… Salvatierra, hermético, escuchaba con ardor el desarrollo de aquellos planes brillantes. Sin embargo, permaneció mudo por la desconfianza. La reunión se levantó tarde. El entusiasmo ganaba cada día más los ánimos de aquellos hombres poseídos del ansia de una revancha soñada.

CAPITULO XII AGASAJOS AL GOBERNADOR D. MARCOS SUAREZ. TODA UNA SOCIEDAD

Aquel día de mediados de mayo, era esperado en San Luis el famoso y difundido gobernador de la provincia limítrofe, don Marcos Suárez. La promesa de su visita pendía desde algunos meses atrás, anunciada con alborozo y misterio por el senador Barbosa a los papanatas de sus domésticos, que recibieron la noticia con alelamiento y alegría. La visita en efecto, tenía una gran trascendencia para el partido gubernista, porque en primer lugar, entrañaba una significativa deferencia que ponía a la vista la influencia política de don Tolomeo y en segundo lugar, transparentaba la gracia presidencial desde que, el visitante era hermano del presidente de la República, quien hacía rato que venía frangollando una liga de gobernadores adictos a su política nacional. Se preparaban nerviosamente los agasajos. Don Marcos venía precedido de fama como hombre gaucho y vivaz, abierto y generoso, no indiferente a cualquier recompensa amable de la vida… Era afecto a la fiesta y regodeos más o menos de buen tono. Pepe Granillo, el bastonero oficial, fue llamado inmediatamente y consultado sobre los preparativos. Nuestro maestro de ceremonias, era un tipejo diligente, movedizo y vivaracho para pequeñeces -ducho en triquiñuelas de protocolo menor- para todo lo cual se ayudaba con su sonrisa almibarada siempre en los labios y dibujada tan constantemente en su rostro, que más que todo parecía un tic de repetición. Su experiencia en materia de fiestas, convites y recibos oficiales se hacía extensiva a su habilidad para filtrarse con astucia, pequeños provechos, coimas y raterías indignas. Reuniéronse, pues, en grave acuerdo, el gobernador, don Tolomeo, el ministro de Hacienda, Granillo y cuatro o cinco personajes más del pandero oficial para hacer el programa de los festejos que a grandes rasgos se delineó así: una recepción con todo atuendo en el Club Social, algunos números de segundo orden y como final, un almuerzo criollo en algunos de los sitios pintorescos cercanos a la ciudad, amén de algunas regalonerías privadas fuera de programa. Pero la reunión tornóse sombría cuando se trató de financiar el proyecto. Pepe, sin cautela, ni temores, como que su bolsillo no peligraba, insinuó advertido y suficiente: -Y… desde luego que el baile debe estar a la altura del personaje, tan distinguido… Miren que viene de una provincia de tanto tono social… -¿Y qué hay por eso? -gruñó don Lauro, nuestro gobernador, que adivinaba ya el sentido de la advertencia. -… Que tenemos que comprar infinidad de cosas -respondió Pepe con aplomo, sabiéndolo gustoso en rumbosidades al senador y enumeró, contando con los dedos-: alfombras, que están muy viejas las que existen; cortinas, que no las tenemos ni pasables ya en el club; arañas, con posturas y sobre todo, ah, la tapicería. -Y poniéndose grave añadió: -¡Ah!, y tenemos que encargar a Buenos Aires, la confitería y los vinos… -En su interior, danzaba triscadora la logrería. ¡Lo que podía guadañar en aquel mal barajado presupuesto! Don Tolomeo, contundente, dijo: -Bueno… bueno… total unos diez mil pesos para todo esto. ¿Qué me dice, señor ministro de Hacienda?- Y enfocó con sus ojillos vivos a los hombrecitos esmirriados, de tez aceitunada, viva imagen de las entecas finanzas que regía. El ministro se irguió y con tono humilde y aflautada voz, adujo: -Senador… mi gobernador… no tenemos en caja ni mil pesos! Debemos muchos meses a los maestros y a los empleados de nuestra administración y ¡las rentas! ¡ay!... las tenemos cobradas casi todas… -terminó clamando al cielo. El sanchezco gobernador, que muy a menudo tenía arrestos pasajeros de levantisca independencia -que por cierto no asustaban a don Tolomeo, hábil para desinflarle con fáciles recursos-, y contagiado con los aspavientos de su ministro, dijo: -Hablando en serio, Tolomeo… la provincia no puede soportar semejantes gastos. La delicadeza de mi gobierno… Además… ¿cómo se dice?... gastos sun… suntua… ¡gastos suntuarios!...francamente, como gobernador, me opongo a ellos -y el exceso de moralismo le plegó el ceño. Don Tolomeo con ironía oculta, que no obstante se revelaba en sus ojillos brillantes, profundo conocedor de los resortes de sus muñecos, adujo con un dejo de despecho fingido y como respetuoso de la decisión del gobernante austero: -¡Muy bien, señor gobernador, señor ministro! La visita de mi amigo el gobernador de la provincia vecina, don Marcos Suárez, obliga a nuestro gobierno y a nuestra política… El decoro y el honor de nosotros y de la provincia que gobernamos… En fin, tendremos entonces que hacer sacrificios personales en nuestra hacienda privada… -Y dirigiéndose a Granillo con imperio, añadió: -Vamos, Pepe; lápiz y papel. Hacé una listita. -Compuso el pecho con solemnidad y dictó: ¡Senador Barbosa, forma con cuatro mil pesos! -Y sin variar de tono, con mirada oblicua inquirió: -¿Con cuánto se apunta, señor gobernador?... ¿Y usted, señor ministro?... ¿Y ustedes, mis amigos? Pueden ir dictando… -El aire solemne y de etiqueta que asumía don Tolomeo y, sobre todo, el trabucazo a quema ropa, llenó de pánico a los circunstantes. Don Tolomeo sabía hacerse comprender cuando quería. El ministro de Hacienda, de más aguda sensibilidad que nadie en columbrar los amagos a la hacienda privada, salvó la situación harto crítica: -Este… claro es, senador… gastos como éstos… al fin… indudablemente de carácter oficial, nada tendrían que ver con nuestro peculio particular. Porque un gobernador que visita a una provincia hermana… -Y la voz le murió en los labios resecos. Sin embargo, la tartamudeante insinuación, ilumino al Gobernador: -¡Je…je…je…! Pero Tolomeo… Si no es para tanto, ni tan en serio. Lo decía para hacerte enojar. Hace rato que estoy de acuerdo contigo. La provincia es la que tiene que pagar todos estos gastos. ¿Creés que no sé lo que es gasto protocolar, oficial?... -Y las súbitas carcajadas nerviosas de don Lauro, seguidas de un jadeo espasmódico, sacudían su vientre flácido, temblante como un plato de flan… Los diafragmas de los circunstantes se distendieron al fin en suspiros de alivio, bien visibles. Don Lauro, con una de sus bromazas características, intempestivas, como si se viniese abajo un techo, habría salvado la embarazosa circunstancia, si es que no la hubiera aplastado para mejor decir. En eso el ministro, ya engallado, exclamó esta vez con la voz clara y firme, como quien dicta en el despacho, el pertinente decreto: -… Impútese el presente gasto de diez mil pesos a Rentas Generales; inc. 3º, Item b)… -Y sus labios lívidos de anemia dibujaron una rara sonrisa de avaro satisfecho. -¡Claro; a Rentas Generales, como al pozo de los bochinches! -articuló festivo el gobernador. Don Tolomeo, que hasta entonces permaneciera zorrunamente callado, como si experimentara de veras un mal rato y estuviera en tren de dejarse “ablandar”, articuló con voz calmosa e irónica: -¡Qué Lauro éste! Siempre chichón… ¿Te olvidas que sos gobernador? Me has hecho pasar un mal rato, ¿eh?... -Y su mano regordeta, dio dos o tres palmadas suaves y como de indulgencia en la combada espalda del magistrado sanchezco. El consejo privado se disolvió y todos contentos. Don Tolomeo se alejó con cachaza y seguramente íntimamente satisfecho por haber hecho claudicar entre bromas y de veras a aquellos austeros gobernantes, que olvidaban sus férreos “principios”, apenas con un amago a la avaricia privada… ¡Don Tolomeo conocía a sus muñecos! Pasemos por alto las escenas y sucesos a que diera lugar el arribo del huésped: efusiones, flores, dianas… Y llegó la noche del baile. El Club Social, instalado en su local propio, un edificio de chato estilo, con altos, construido el año ochenta, emergía por sobre el barrio circundante formado por un caserío bajo y mostraba a aquella hora sus ventanales que irradiaban raudales de luz, mientras lo permitían los espesos cortinones de terciopelo rojo en que robó Granillo. Bullía adentro mientras tanto, la crema batida de San Luis ansiosa de agasajar al ilustre huésped, famoso por su galantería apuesta y su alcurnia indiscutida. ¡Viejo Club Social de San Luis! Fundáronte hace cerca ya de setenta años, cuando nuestra capital de provincia, era todavía una aldea salida de los sobresaltos del malón ranquelino y de los avances de la montonera, pugnando recién por darse aires de dama emperifollada y urbana, gracias al impulso progresista de dos o tres viejos cultos que trajeron desde Buenos Aires, adonde presentaban a la provincia en el Congreso, ese mensaje renovador y fecundo para toda la Nación y que se compendiaba entonces en la mágica frase en boga: “¡actualizar el porvenir!”. Es cierto que fuiste costeado con los fondos de un aval sin garantía descontado en aquel Banco Nacional de manga ancha que obsequiaba fortunas a los políticos influyentes, ¡pero qué importa! naciste y fuiste desde ese día, nuestro “Club del Progreso”. En la planta baja, en los cuartos de juegos, siempre patinosos por el humo de los trasnochadores, pasaron sus veladas blancas, jueces, políticos, diputados, funcionarios y estancieros, sobre todo en aquellos años de loca prodigalidad en que se soñaba despierto con la riqueza y grandeza gigantesca de este páis… Maridos calaveras, jóvenes disolutos, viejos reverdecidos, dieron allí pábulo sin fin a la habladuría de aldea, ancha tela en qué cortar a la tijera venenosa de la consorte indomeñable o de la escandalizada mamá… Mas allí también…-digámoslo como contragolpe- en esos salones, se planearon grandes proyectos, nobles empresas cívicas, generosas iniciativas y, sobre todo, pegaron la hebra amistades imperecederas que al fin y al cabo, son las que hacen los destinos de los hombres y los pueblos. ¡Viejo Club Social! Pero tú tenías también la región edulcorada que flota arriba, como la blanca y pura espuma por encima del infecto y turbulento olaje: era en la planta alta, donde están tus salones de fiesta y donde esplendió la gracia de una vieja sociedad -¡camelia emblemática del romanticismo de provincia!- y que se desvaneció en el tiempo como una figura fugaz de rigodón… Después, lucía también la amplia sala de tu coliseo donde nuestros abuelos aprendieron a emocionarse, primero con el verso encendido que declamaba Lola, la famosa heroína de “Flor de un día”; luego, con los gorgoritos de las cantantes italianas de aquellos intrépidos líricos que venían a tierra adentro, a abrir picadas a la dulce música de Verdi… y ¡oh! Soberana influencia del arte… ¿Recuerdas, lector, aquellos elegantes cursis de provincia que echando aires de filarmónico entendido, salieron cantando después, a toda hora, entre dientes, cuando alguien les podía oír, aquello que todavía era una novedad:

La donna e mobile Qual piuma al vento, Muta d’accento E di pensiero…

¡Oh! Club, venerable institución de pueblo… Porque aún hoy, continúas siendo el hogar común de los puntanos, donde la triunfante generación juvenil sigue la tradición social de buen tono y elegancia moral como ayer, vaya para ti, mi salutación emocionada, viejo caserón de paredes cordiales! Pero volvamos al baile. Abajo, en el gran hall, aguardaban al gobernador Suárez, todos los primates del gobierno, de la magistratura y de la política. La impaciencia no duró mucho, porque pronto se vio detenerse el airoso landeau del P.E. tirado por aquel soberbio tronco de alazanes que prestó complacido don Pedro Lobos, porque el gobierno no los tenía mejores. Descendió don Marcos en compañía del gobernador Quijano y del senador Barbosa que comenzaron a hacer las presentaciones de protocolo. La banda de música de la policía, rompió con una marcha triunfal y el palacete se inundó con aquellos acordes electrizantes y alegres de los grandes días. Media hora después el baile estaba en su apogeo. Sentadas en un sofá que dominaba la entrada principal al largo salón de baile, conversaban dos señoras de edad y miraban el espectáculo con ese certero golpe de vista para los detalles que tienen las mujeres. El salón relucía. El rojo imperaba en las alfombras, las cortinas, la tapicería, mientras el dorado rebrillaba en las columnas, las arañas y los artesonados. El gas recién estrenado daba su hermosa luz azulina que tan bellamente sentaba a la hermosura pálida. Pasaban las parejas innúmeras. -Mirá… mirá… viene allí el gobernador Suárez del brazo de Zoraida, la hermana de don Tolomeo… -Claro, un cumplimiento oficial. -Oh, qué garbo trae ella; mírala, parece una avutarda… -Inflada y satisfecha como nunca. Como si una no supiera… -¡Ay! blanca como la nieve. -Rico el vestido, che, pero qué charro… -¿Se creerá la reina de la fiesta, ésta? -¡Huy! atención al tesorero de la policía. Con sus aires de elegante, parece que va a reventar. -La batata que trae también… -Linda figura de hombre el gobernador Suárez ¿eh? -Sí, ché, elegante, buen mozo, pero con cara de diablo… -¡Qué cantidad de gente!... ¿Haz visto? Qué brillante fiesta… -Esta vez, don Tolomeo ha conseguido su propósito. En eso se cruzaron otros personajes conocidos del oficialismo, conduciendo del brazo a damas de ampulosos vestidos y bullones. El nervioso diálogo de ambas señoras, cortante y rápido como juego de tijeras, se desviaba oportunamente con aletazos de abanico, disimulados con donaire. En ambas puertas de acceso al salón, se habían formado grupos de hombres que se complacían en mirar solamente el espectáculo. En el primer grupo estaban en mayoría los carcamales del “alero” de don Tolomeo y comentaban complacidos el brillo de la fiesta. -¡Ahí lo tienen a nuestro senador, apuntándose un triunfo y hecho un señor de mundo! -adujo con orgullo uno. -Ah, es que es hombre completo -comentó otro-. ¿No lo hemos visto otras veces de gaucho, con botas y chambergo requintao? ¡Es tan señor vestido de gaucho, como aquí señor de salón! -Bueno, bueno… con esta fiesta -terció otro-, con esta recepción, se acredita toda una sociedad, todo un pueblo… ¡Qué muñeca la del hombre, señores!... -e hizo un ademán condigno haciendo jugar el antebrazo. -Con estos hombres ¡psst!... se va a cualquier parte… Por eso la provincia progresa y se acredita… -añadió con aire de suficiencia, otro de los contertulios. En el segundo grupo se destacaban algunos hombres jóvenes; de vez en cuando asomaba el comentario político a la par que del espectáculo. Se esbozaba un leve inconformismo. Acertó a distinguirse en ese momento la silueta ridícula de don Lauro, el gobernador de la provincia, abriéndose paso por entre la ronda de unos lanceros ceremoniosos. Regordete, de pasos menudos, su ancha carona glabra, caía un tanto abotagada, prolongándose en papada colgante. Una frente pequeña y fuyente, coronaba como una cintura la cabeza casi enorme. -Pobre don Lauro; las posturas no están del todo mal al fin y al cabo… -insinuó un gracioso. -Qué quieren… A eso le llaman andar con bozal y cabrestiar -añadió con chocarrería el otro. -Todo está bien; pero es que el gobernador Suárez, se llevará esta ridícula impresión: el fantoche ése, que ha pasado… -Váa… bien conocerá él también, para qué hacen falta estos ejemplares en los gobiernos de tierra adentro. Son los “pantallones” de ciertas situaciones… - adujo con escepticismo otro de los circunstantes. Y así desollaban a nuestro Sancho, aprisionado a su pesar en el estrecho frac que amenazaba reventar por la pechera henchida, como revienta por la tapa una caja ahita. Mientras tanto se escuchaban los schottisch, valses, lanceros y habaneros con su atorbellinado despliegue de figuras, conjuntos y cuadros. Hacia el extremo sud del salón, en sillas corridas, triunfaba en gracia y belleza el conjunto florido de las beldades de aquel tiempo. Los leones de la época, encandilados por el fuego moreno de tantos ojos bellos, andaban a tientas sin saber por cuál decidirse. Allí, cerca de un espejo de luna veneciana, esplendía la pálida y criolla belleza de Rosaura Delgado. Las largas pestañas le velaban los ojos adormecidos, como a propósito para llamar el recuerdo del ausente. Era sin duda codiciada, pero respetaban el motivo no ignorado de su visible nostalgia. Algún bromista, fingiendo una conversación ajena, nombró al pasar a Alberto Salvatierra. Una leve sonrisa de ella, premió la intencionada alusión… No lejos de Rosaura, estaba una pareja de enamorados, diciéndose cosas. Era el poeta Emiliano Pérez, persiguiendo en vano el sí de una rubia pizpireta de nariz sensual que con sus desvíos y sus risas, traía a mal traer al cuitado. Era éste un joven de rostro pálido y finas facciones, cabello y bigote renegridos; de estatura baja y de complexión más bien esmirriada. Llevaba en la tristeza de la mirada un sincero prendimiento de fatalidad y quizá de incurable desengaño. Creía en su hado adverso también y era un espécimen de poeta de provincia, de esos misteriosos individuos que a la hora de la penumbra del crepúsculo, se llevan la mano al pecho y recitan algo confuso con voz honda y acento conmovido. Ellos le llaman la oración al Parnaso. Había editado un pequeño volumen de versos que se intitulaba “Sombras”, celebrado entre los intelectuales de la ciudad, la muchacha de la Escuela Normal y las niñas románticas que creían en la gloria y el laurel de los poetas. Inevitablemente enamorado, requería esta noche a la coqueta de marras, recordándole muy férvido en aquel instante, estos versos:

¿Por qué estoy triste me preguntas? ¡Ay! Qué inocente eres, si en verdad ignoras… ¿Sabes por qué? - Porque te veo alegre, Mientras mi pecho, al contemplarte, llora.

Llora de envidia al recordar tan sólo A quién la suerte le cabrá dichosa, De merecer tu amor, de ser el dueño De tan preciada y peregrina joya!

Flotaban por la sala los aires de la orquesta, auras de armonía lánguida y fluente encendido fácil sentimentalismo en las almas. Injusta y cruel, la rubia pizpireta, no tomaba a lo serio los transportes del poeta. Ella misma con una desenvoltura pérfida, le recitaba lentamente al propio autor, aquellos otros versos que increíblemente le había aprendido de memoria:

¡Adiós ingrata! que benigno el cielo Te abra la senda que a tu ideal alcanza Y más dichoso tu cariño obtenga, Otros que te amen como yo te amaba! ¡Adiós por siempre! Por piedad no vuelvas…

En este momento, la fiesta pareció suspenderse. Se hizo un gran corro y la orquesta, a disgusto del clásico signore Scapussio, comenzaba a preludiar con extrañeza los compases de la zama- puntana, solicitada por don Marcos Suárez, que deseaba alagar a sus obsequiantes, bailándoles con picardía quizá, la danza vernácula. Debajo del frac irreprochable del huésped, asomaba sin duda el criollo de ley, conocedor experto de los bailes criollos, practicados en su vida de estanciero rico y caudillo andariego, fantaseador… Eligió por compañera a la señorita Lucila, la hermana menor del senador, despejada y bien plantada, quien era de las pocas que no fingió haber olvidado las figuras de la danza local, aprendida y ensayada chacotonamente en las tertulias criollas de la estancia, en el verano. La aristocrática sala asistió con cierta malicia, mezclada de secreta emoción, a aquella inopinada resurrección del pasado nuestro, que en vano y por falso recato, aparentaba haber olvidado. La zama-cueca comenzó con sus inconfundibles giros lentos y medidos, semejante a los pasos de una jacarandosa habanera. Vino la primera vuelta y flotaron al aire los pañuelos, cerniéndose ella más que caminando, con serenos movimientos como de recato en fuga, fingiendo él perseguirla con menudos pasos galanteadores. Después, era la danza sencilla, girando uno frente al otro, mirándose de reojo como al desgaire, mientras imprimían al paso un balanceo elástico, como una graciosa renguera… Esta danza, retrotraía un pedazo del pasado emocional del viejo San Luis. Nació quizá entre las andanzas de los ejércitos nativos en la época de la montonera semi-bárbara, ensayándose, cuando la mesnada heterogénea y colorida bajaba de la cabalgadura centáurica para concederse una tregua en los altos de sus marchas o durante el vivaque nervioso que precede al encuentro inminente. Vibrada en los guitarrones gauchos, sería la voz de la blanda querencia y el incentivo del ardor valeroso… Oyéndose en aquella noche aristocrática sus giros lentos, veníanse al espíritu un soplo agreste de campaña virgen con hálito de jarillas y chañares. Era como una tácita evocación de chiripáes, ponchos y espuelas sonajeras; visión de chaquetones amilitarados, verticalidad de lanzas y chuzas como admirativos signos de bravura y de fuerza escritos sobre el paño del suelo… Cuando suenan sus notas broncas en que debe lucirse la grave bordona, dijérase recoge ecos muertos de “cajas” que anuncian una marcha lejana de ejército… Otras notas a veces parecieran templadas en el módulo de ebrios corazones y otras, son cadenciosas y lentas porque bulle en ellas la hambreada nostalgia de la mujer donosa que encendió al pasar por un poblao el rabioso deseo encadenado del gauchi-soldado… ¡Aquella música traía vientos de gauchada!. Esta cueca llegó a ser después, el compendio de las alegrías de un pueblo que vivía los espasmos de su suerte azarosa. Fue para él, diana, marcha, aire sentimental, paso de baile, hosanna; fue también himno de guerra otra vez, cuando la toca ruda fanfarria de la caballería puntana del interventor coronel Saá, mientras entraba a San Juan el 61, abriéndose paso a lanza seca constitucional… Fue toque de somatén en Pavón, en circunstancias que el lancero puntano Ayala, rehace la legión puntana cuando era derrotado el ejército de Urquiza, mandándose ejecutar por la banda lisa del batallón, el aire nativo que trae el efluvio de la tierra animadora y maternal… Sus virtudes tirteas, animadoras del coraje, la hicieron famosa y se puso de moda en las bandas de los batallones nacionales de otro tiempo, tanto que sus compases gauchos arrugaron el seño del presidente Sarmiento que mandó prohibirla de los repertorios militares así fuese en campaña. ¡Música toda nuestra! Por últimas veces oyóse a comienzos de este siglo, ejecutada por la banda de policía frente al cuartel de San Luis, mientras era tradicional quemar fogones oficiales en la noche de San Juan y cuando el gobernador de la provincia, la bailó una noche acompañado por dama de gran donaire. ¡Por eso, aquella noche en el Club Social, la danza y su música, calaban hasta la médula del pasado puntano! Al terminar la pareja, una ruidosa salva de aplausos premió, no obstante, el gracioso y ocurrente desentono. En verdad, fue una resurrección histórica no exenta de malicia. Animada y sin tregua continuó la gran tertulia, por espacio de varias horas todavía. Al ejecutar el maestro Scapussio su último vals, en los filos de la sierra puntana, comenzaba a insinuarse la aurora, como rosada promesa tras las cortinas de una grata alcoba. Desde uno de los balcones altos, el gobernador Suárez y nuestro senador, casi emocionados, tocados de íntima efusión amical, miraban amanecer, mientras refrescaba sus frentes cargadas de combinaciones políticas, de promesas y humos de champaña. La punta de la serranía que comienza baja en la cercanía naciente del pueblo, se distinguía como una mancha violeta y borrosa que comienza a hinchar su volumen a medida que avanza hacia el norte. Una nebulosa sutil como brazadas de tul, velaba todavía la amplitud del paisaje que se extendía a grandes líneas hacia oriente. A ras de los caseríos del suburbio que se extendía a lo lejos, parecía elevarse el consorcio coral de los gallos, discorde, clamoroso, lejano en la madrugada lívida… Don Marcos se sintió confidencial entonces y reinició el diálogo interrumpido: -Vea, amigo senador… Mi hermano el presidente, está arto de maniobras y zorradas hechas a su espalda, ¿sabe? Quiere formarse una opinión nacional en un sentido independiente y propio, y esto, ya está quizás hecho a estas horas! Córdoba, Tucumán, Santa Fe, Salta… ya están listas. Esto sin contar con la provincia de Buenos Aires y el doctor Rocha ya se imagina usted… El viejo zorro aquel, por diablo, cree que con su orden de “achatarse” ya clásica, nos va a echar a perder la partida… ¡Eso! Música celestial mi amigo! -Yo también lo juzgo así, como usted me pinta el panorama. Además, -añadió- puede transmitirle al doctor las seguridades de mi adhesión incondicional a su política, ¿eh? Es mi primera formulación ésta… -¡Oh, muy bien!; lo celebro grandemente y el presidente tendrá esta gran primicia mañana mismo -dijo don Marcos, radiante. -¿Ha pulsado, por supuesto, a sus amigos, senador? ¿No habrá discrepancias más tarde? -Pero, mi gobernador! ¿No se ha dado cuenta que aquí sólo ronco yo? -¡je!... ¡je!... ¡je!... ¡Cómo no había de saberlo!... ¡Quería hacerle un chiste! -y el huésped distendía su embonpoint en una gran risotada cordial…-. Y de esta guisa, iban y volvían de uno a otro político, las ofertas, las seguridades y las promesas, cual si cambiaran besos de traición. Desde uno de los pasillos de adentro, algunos pobres diablos miraban con curiosidad máxima desde lejos, los visajes, los gestos y las posturas de la conferencia sin duda histórica, por lo misteriosa, ya que nada podían conjeturar. En sus cerebros opacos, aquella nadería, adquiría los prestigios de una solemne Guayaquil política. Mientras tanto seguía en el hueco de una ventana, aquel diálogo misterioso cortado a menudo por los hipos del champaña. Alguien ha reído con creces de las conversaciones de los personajes en los huecos de las ventanas. ¡Aparatosidad y nada!. Al día siguiente, fieles al programa trazado, lleváronse al huésped a un almuerzo criollo, preparado en una antigua quinta del “Chorrillo”. Concurrieron allí todos los hombres representativos del gubernismo. Fue un almuerzo digno de las bodas de Camacho. Corrieron los vinos finos que había encargado Granillo, con una prodigalidad oficialesca. Don Tolomeo sólo confió a dos o tres amigos y compadres de su íntima confianza, el pacto celebrado con el gobernador visitante. El huésped, gaucho paquete y listo, con todas las modalidades del caudillo criollo, travestido de personaje político solemne a su llegada, se mostraba ahora a sus anchas. Hacía y recibía obligos con su copa siempre repleta, ganándose la simpatía de los contertulios. Cuando el largo y salpimentado almuerzo terminó, se organizó rápidamente una tabeada criolla a la sombra de coposos sauces. La fama de Suárez como buen tabeador de raza, no era desconocida. Dos filas prolongadas de espectadores, a manera de cordones tendiéronse prestamente a lo largo de la cancha, lisa y prometedora como el falaz camino de la fortuna. Todos querían mosquetear el pulso del gobernador visitante!... Don Marcos cogió el “hueso” y mientras lo hacía jugar “pallaneándolo” en su mano derecha, convidaba con la sonrisa y la apostura compadrona a un contrincante invisible, pero muy posible al instante. En efecto, muy poco tiempo tardó en que se respondiera al reclamo del prohombre. Comenzó la jugada con paradas chicas que insensiblemente fueron subiendo de tono. Al cabo de una hora, se hacían jugadas por mil pesos y hasta por dos mil el tiro! El ir y venir de la taba de un extremo a otro de la cancha; el murmullo timbrado de las voces hombrunas desafiando, aceptando o esquivando apuestas, ponía en el ambiente un malestar alerta, hecho de nervios tensos, de emociones cortadas, tornadizas, según los azares del hueso taumatúrgico, en sus vaivenes locos. Al gobernador Suárez y reducida comitiva -diestros tabeadotes todos-, le hacían contrapunto algunos viejos duchos que no les iban en zaga, ni en la habilidad ni en el coraje… Al cabo de una hora, el gobernador Suárez perdía lamentablemente, desastrosamente… Nuestro senador, afligido un tanto si se quiere, le comentaba a la oreja, sentencioso: -Dicen que la taba no tiene rienda… mi gobernador… Deje pasar la mala racha, mejor… De rato en rato S.E. sacaba una gran billetera de donde extraía flamantes papeles de plata fiduciaria -emisión inconvertible de su provincia-, en raudales vergonzosos que infectaron el ambiente económico de toda la República en aquella época. Al rato lucían ya, en muchas manos, los papelotes amarillos que esparcían los huéspedes merced a su mala fortuna. Un ebrio, en la punta de la cancha logró una apuesta feliz y al recibir en pago dos billetones de los dudosos, exclamó con atrevimiento inevitable: -¡Lindos cueros… p’abajeras!... Un gesto enérgico del senador, cortó de golpe la chacota. De todas maneras allí estaba el Banco Nacional para cambiar aquellos papeles. En el país, esta moneda corría con prestigios políticos más que financieros. Se acercaban los días del 90. Al cabo de dos días partió don Marcos Suárez, ahito de banquetes y festejos; llena la cabeza de promesas políticas incondicionales y de humos de champaña. Entre tanto el cotarro gubernista volvió a la calma habitual. Pronto, todo fue recuerdo. Sólo don Tolomeo en el fondo de su ser hacía danzar las bellas promesas de su gran huésped con voluptuoso regodeo. Sin embargo, Pepe Granillo no quiso vivir de recuerdo; Había llegado otra de sus tardías pero fructíferas ocasiones. Pasado el gran holgorio su bolsa se había enriquecido con muchos pesotes filtrados entre los renglones almibarados de las confituras, los manjares y los vinos. Además, su despensa particular quedó bien surtida para muchos meses. Con argumentos tan dulces tenía para despejar cualquier seño arrugado de sospecha. En cuanto a lo demás, le sobraban cómplices. -Total, ¿cuándo tendremos otro Marcos Suárez? -se preguntaba con malicia y Bizcando un ojo, Granillo. ¡Olvido y cenizas del Eclesiastés!.

CAPITULO XIII VISPERAS SICILIANAS. PRESENTIMIENTOS

Durante varios días, los conjurados aprovecharon para ultimar apresuradamente los planes de la asonada que preparaban, mientras los adictos al gobierno se dedicaban a agasajar al gobernador Suárez con derroches de toda clase, según lo hemos visto anteriormente. Partió el huésped de regreso, al fin, llevándose en su cartera de comisionista político interprovincial, la adhesión de una situación más para la liga que preparaba el presidente. El movimiento estaba listo para producirse. Los “cantones” más expuestos al peligro, iban a ser los que llevaran el ataque de frente, al departamento de policía, avanzando en línea de tiradores como pudieran, debiendo imponerse en lo posible por el arrojo y la rapidez de la acción. Don Feliciano Baigorria, ex teniente de frontera, dirigiría principalmente este ataque para el cual él mismo se había ofrecido. Todos confiaban en él por su valor probado y su experiencia en estos lances. En 185… contribuyó a la defensa de San Luis cuando el avance del salvaje ranquelino; en 1862 formó en la milicia ciudadana que defendió la ciudad capital cuando se presentó amenazante a sus puertas don Juan Vicente Peñaloza y su hirsuta meznada. Practicaba Baigorria el desprecio tranquilo por el peligro; los entreveros a campo raso eran para él un sport picante inherente a la vida del hombre. Sin desechar la cooperación de los demás, él se había reclutado su “guardia” personal, con antiguos compañeros de levas y patriadas, que sacó de la calma de sus retiros forzosos, pasados los tiempos del malón y la montonera. Nuestros revolucionarios habían de vérselas entonces con el piquete de policía que constaría de setenta hombres, suficientes para defender el cuartel, viejo edificio con trazos primitivos de fortín, cárcel legal después, según las paulatinas exigencias de los avatares del tiempo y circunstancias por que atravesara la movediza vida institucional y política de la provincia. Baigorria, hecho a calcular por innata “táctica criolla” la calidad y espíritu de la tropa enemiga, arrugaba el ceño cuando recordaba que entre la fuerza leal, estaba el viejo y arrojado Barrionuevo, capitán del piquete, ex compañero de los lejanos días del fortín. No desmayaba Baigorria, pero los recuerdos del vivaque y su larga amistad con aquél, le causaban un repliegue en su espíritu. -“Viejo Barrionuevo… Ya lo ves; culebriadas del destino matrero!. -Era una silenciosa alocución in peto que le dirigía Baigorria, con dejos de amargura. Ya lo hemos visto anteriormente, el doctor Martínez, Salvatierra y los suyos, tomarían al senador Barbosa y al gobernador Aramburu; Salas, el señor Sarmiento y Amenábar, jefearían los demás cantones. Don Daniel Fuentes, con su grupo, atacaría el cuartel por los fondos, trepando el paredón con escaleras, inmediatamente que se hiciera la señal y haciendo fuego graneado hacia los patios para intimidar a la tropa policíaca. El día y la hora del acontecimiento se fijarían en cualquier momento próximo, por el presidente de la junta. El 28 de mayo llamó a la última deliberación el doctor Martínez a fin de tomar las últimas providencias y disposiciones. Se reunieron en la apartada casita de Baigorria. Allí les anunció que el motín era para el día 30 a la madrugada. El acuartelamiento de la gente gruesa del cantón debía hacerse el 29 a la tarde para no dejarla mover más so pena de secuestro. El doctor Amenábar hizo conocer apresuradamente otros detalles, pero tornó con su idea fija e imprudente de antes. Habló nerviosamente: -Vuelvo a insistir en que el senador Barbosa y el gobernador, deben ser eliminados sin más trámites el día 30… De no, la revolución sería estéril. ¡Si no se animan… me animo yo! -Y añadió inflando el pecho con resolución contenida-: Esto lo he pensado mucho y lo deben madurar ustedes también, porque no es cosa de locos sino de cuerdos ¡caray!... ¿Para qué se meten, entonces? -finalizó ásperamente. Se hizo de nuevo el silencio espeso y odioso que rodea a las situaciones impertinentes y no previstas. El doctor Martínez dijo: -Es preciso, compañeros, que se hagan cargo de la realidad. Cuando se recurre a estos lances como hoy, se presentan también estos interrogantes rudos que hay que contestar. Opino que el asunto que plantea el doctor Amenábar debe quedar librado a las necesidades del momento y a cargo y bajo la responsabilidad de los que van a apresar a Barbosa y al gobernador… -Eso me parece bien; ése es el caso -adujo Salas, con tranquilidad ya ganada. -¡No es eso, señores! -insistió el doctor Amenábar-. Yo considero necesario el fusilamiento de ambos personajes para evitar el fracaso de la revolución. Así… el fusilamiento resuelto, deliberado, aquí… Luego vendrán fuerzas nacionales, favorecerán al gobierno derrocado, nos procesarán, nos encarcelarán y nos habremos sacrificado inútilmente. Esa es la realidad. -Le encuentro razón al doctor, sí señores -adujo con energía Baigorria. Se aproxima el momento y esta necesidad la veo patente y clara. Es necesario, no más… El señor Sarmiento, solemne, con tonalidades de trombón, habló: -Las revoluciones argentinas -comenzó- han sido caballerescas, altruistas, tocadas de romanticismo sublime! El criollo no fue a estos lances a matar si no a morir -como dijo el doctor Juan Carlos Gómez en una ocasión memorable-. Vamos a morir, a jugarnos la vida por las sacrosantas libertades de la patria chica… No manchemos nuestra conciencia entonces decretando fríamente el crimen. Si acaso el hado oscuro… nos dicta durante la acción… esa necesidad luctuosa, ¡sea! Pero, no… Somos criollos de ley, argentinos de la patria de Juan Chassaing, caballeros hasta los huesos. ¡Vamos a morir, pero no a matar!. Así resonó el verbo de nuestro gran retórico. Su voz, llena de tremulantes ondulaciones, pareció apaciguar la hirsutez de Amenábar. Baigorria se sintió tocado en su fibra gaucha. Esa invocación criollista le galvanizó entero. Un silencio ya tibio derivó el asunto hacia terrenos más blandos. Un cálido viento norte doblega mansamente los pajonales bravíos. El Presidente Martínez pescó rápidamente la oportunidad favorable y dijo: -Bueno, mis amigos. Todo está listo. Ya saben… el 30 a la madrugada… -pero el rodar súbito de un carruaje cercano, que luego se detuvo en plena calle, frente a la ventana, le cortó el párrafo. Hubo un instante de alelamiento. Baigorria saltó de su asiento y se fue a mirar, cauteloso, por el agujero de la llave. Una voz de mujer pronunció el santo y seña con discreción. Leve taconeo en las piedras del zaguán. Un hálito de polvos perfumados, llenó la estancia. Y sin que hubiera tiempo de evitarlo, la figura garbosa, resuelta y pimpante de misia Leonor de Aramburu, irrumpió en el cuarto seguida de su hija Leonorcita. El doctor Martínez se puso serio y evidenció asombro; don Pancho Aramburu asumió su habitual fisonomía resignada e inerte; el señor Sarmiento, como siempre ante aquella presencia trastornadora, se le abrillantó el entusiasta azogue de los ojos… ¿Cómo logró saber misia Leonor el sitio y la hora de la reservada y hermética reunión? ¡Es que a ella, nada le era vedado en tocante a las cosas de la “Unión Ciudadana Provincial”! Su musa inspiradora, su animadora oculta y ardorosa, ¿era pues extraño? Al menos ese concepto íntimo se había hecho carne en su espíritu. -¡Buenas noches, señores… y mis excusas! -comenzó con sus donaires misia Leonor-. He venido -continuó- con la misión que le queda a la mujer. A la mujer argentina, que cuando no armó el brazo de los valientes, les trajo el bálsamo de la fe… -Y mirando hacia su hija que era portadora de un pequeño estuche, le tomó y extrajo un primoroso dije, mientras añadía con leve temblor en los labios: -He querido traerles esta sencilla ofrenda… Para que “El” les ayude… para que esté con ustedes en todo momento… -Y con unción, en sus dedos vibrantes elevó un diminuto “detente”. El “sagrado corazón” sangraba primorosamente en un lecho de encajes y alamares bordados. -Mi hija y yo los bordamos… -añadió con melindrosa humildad-. ¿Me permiten que les coloque uno debajo de la solapa? En estos transes… el sagrado corazón… -Avanzaron ambas entonces y la muriente luz de la lámpara, les bañó levemente en sus reflejos anaranjados. Doña Leonor trasuntaba una dulzura maternal; la niña, temerosa y confusa, dejó admirar inocentemente su grácil perfil de medalla religiosa. Ante el tácito consentimiento de los circunstantes que presenciaban la escena en silencio, las dos mujeres comenzaron la litúrgica tarea. Leonorcita empezó por su padre. Sus frescas manos realizaron con premura y nerviosidad el menester. Un beso rápido y conmovido se pasó en la frente rugosa de don Pancho. Cuando ella volvió el rostro para dirigirse a otro, se le notaron los párpados prietos por retener una lágrima fácil. -¿Para qué te habrá traído tu madre, hijita? -murmuró pesaroso el buen hombre. Misia Leonor en tanto, con aplomo y destreza, fue colocando rápidamente los pequeños “detentes” en los pechos distintos. A cada uno les iba diciendo: -“El” les ayudara… estará con ustedes… Al llegar a la presencia del señor Sarmiento, le musitó con intencionado reproche: -Aunque de usted dicen que es ateo… -Señora… creo en el sagrado corazón, ¡nada más que por venir de sus blancas manos! -Respondió alambicado el romántico revolucionario que se babeó de fluente galantería. Misia bajó los ojos como si no hubiera escuchado y pasó a otro ágil y rauda. El señor Sarmiento se alisó con la mano la reciente prendedura como si hiciera una caricia y después de contemplársela con una mirada torcida, se bajó la solapa con enorme satisfacción. Las damas terminaron su tarea brevemente. Todos quedaron un momento en silencio. Diríase el instante conmovido en que las mentes ardorosas se llaman a quicio para pensar en el más allá, sintiendo ese escarabajeo de lo incierto que deprime en frente de un lance incierto y brumoso. El doctor Martínez mismo, tan recto, se había ablandado. El pliegue de su frente de mármol se había ido. Una sonrisa casi enigmática, le daba apariencias de estar vencido por la emoción. -Señora -balbuceó al fin-. Nunca olvidaremos su gentil ofrenda dedicada a esta junta revolucionaria… -Recobró prestamente su energía y con cristalina entonación de firmeza, agregó: -Triunfaremos con ayuda de la suerte, por que nuestra causa es justa y santa! Señora… faltan horas y no dudo de su discreción y la de su señorita hija… ¡Mi doctor! Yo sé lo que son estas cosas y mi sagrado deber. No me lo diga más… -Estaba erguida y ceñuda como una heroína antigua. -¡Matrona romana!... ¡Una matrona!... -exclamaba entre dientes el señor Sarmiento, con un frenesí que le exudaba por los poros. Misia dio una rápida coleada y se dirigió prestamente hacia la puerta, seguida de su hija. -¡Buenas noches! ¡Que Dios esté con ustedes!... -Y no pudo contenerse; al salir, volvió de nuevo su rostro expresivo por la puerta, como si la llevaran a tirones y con voz sorda, como quien grita amordazada un secreto, articuló guerrera: -¡Que viva la revolución de mañana! Se sintió luego el rodar de un coche por la calle oscura. Al siguiente día, después de aquella noche, Salvatierra transitó por distintos puntos de la ciudad. Por la tarde se ocupó en albergar a sus hombres en la casa de la calle Ch… donde se fijó la sede de su cantón; era una casa de las tías del doctor Martínez, ancianas señoras, la mayor parte del año ausentes de la ciudad. En el amplio caserón recibieron cabida de todos los hombres que quedaron al cuidado de dos capataces fieles traídos de “Uspara” por Alberto. A aquellos sujetos se les había prevenido recientemente: -Mañana… ¡habrían de calentar el cuerpo! Se iban a pelear… Después de la cena mustia en casa de su madre y que en vano ésta trató de animar, Alberto resolvió encaminarse a casa de la novia. Se sentía tedioso a pesar de la nerviosidad disimulada. Necesitaba calmar también la intensidad de la espera; las horas las sentía tardes y plúmbeas. Ansiaba la solución del lance que se aproximaba, cuanto antes. Llegó a la casa de Delgado y se anunció con cierta aprehensión y duda. Cuando resonaron los dos toques de aldabón, le acometió súbito arrepentimiento: “¿No hubiera sido mejor no hacer esta visita? Habría algo de cinismo en ella. Parecería un espión… ¡Venir a la casa de don Patricio Delgado en estas vísperas tan luego!”. Si no vinieran, se volvería! -pensó con turbación. Pero no pudo arrepentirse ni cabilar más. La figura ondulante y grácil de Rosaura, surgió entre las tintas verdegueantes del patio enladrillado. Venía como siempre a recibirlo, acogedora y tierna. Un cuarto de hora apenas, mientras duró el transporte de las primeras frases cordiales, brilló una débil alegría en Salvatierra; corto instante que barrió luego la cavilación tenaz como una acechanza. Transcurrieron lentos y fríos los instantes a pesar de las constantes interrogaciones de Rosaura. Luego llegaron a la sala misia Emilia y Elenita, reanudándose otra vez la conversación viva y animada, pero artificiosa. Alberto y Rosaura callaban pensativos. Fue necesario que Elenita, iniciara sus habituales parloteos con vocecita cantarina y fresca que a veces trascendía por toda la casa como manantial cristalino, para que la tertulia se animara un poco esa noche. Sin embargo, en cierto momento calló, se puso seria y luego narró con tímida gravedad: -¡Sabe, Alberto, que anoche soñé con usted? -¡Cuánto honor, Elenita! -respondió el aludido. -Vaya… ponte celosa, Rosaura -festejó misia Emilia. -Bueno, sí; pero un sueño triste, feo… -continuó la niña-. Recuerdo que veía venir a casa un grupo de gente que no conocía; levantaban los brazos muy apurados… algo serio, malo… Yo les veía llegar por la calle desde esta ventana. Muy raro todo. ¡Oh, qué miedo! Ah… y venía usted, Alberto, también con las manos manchadas de sangre… ¡Qué pesadilla horrible! Me desperté y hablé a mama… -¡Por Dios, qué sueños terribles, Elenita! Sólo a vos se te ocurren esas cosas… -comentó Rosaura esforzándose nerviosamente por alejar con risas y donaires, la fatídica visión onírica. A pesar del artificioso bromeo general, Alberto sintió en sus vértebras el viboreante hilillo de su pavura. Una racha casi fría llegada del patio, onduló una cortina de la puerta. Llegaban las frías noches de mayo.

CAPITULO XIV ¡HA ESTALLADO UN MOTIN SEDICIOSO!

…Aquel 30 de mayo que habría de significar un guión en los anales cívicos de San Luis, amaneció por fin. El cielo gris perla, apenas dejaba clarear la difícil aurora indecisa y tenue, más ahora que el delicado fleco de una llovizna de invierno, difundía una suave penumbra borrosa. La racha fina y helada que soplaba desde el naciente, cortaba en mil partes los hilillos inconsútiles del agua, mientras al poniente una ancha franja de cielo amenazaba con su foscura, anunciatriz de una jornada lúgubre. No se podría decir con fijeza, a fuerza de aguardarlo con tanta ansiedad, cuándo había terminado aquel amanecer, para dar paso al día. Los cantones de la revolución estaban listos desde las primeras horas de la madrugada. Todavía había que esperar la hora en que, en el cuartel, relevaban las guardias y gentes del servicio nocturno, para evitar la circunstancia de que el personal entrante y saliente, se encontrara todo reunido. Mientras tanto, Salvatierra, Baigorria y Fuentes, salieron a avizorar por sus respectivos lugares de acción, hasta que llegara la hora decisiva. Alberto anduvo varias cuadras dando rodeos. Al regresar de su inspección torció por la calle B… para pasar por frente de la casa del senador Barbosa, disimulando después de larga vuelta sus actitudes pesquisativas. Eran ya cerca de las siete de la mañana. La ciudad comenzaba perezosamente sus actividades cotidianas después de la prolongada noche. Al enfrentar por lo de Barbosa vio que un criado habría las dos pesadas hojas de la ancha puerta de calle, en disposición de comenzar los barridos y fregados de la mañana. Apretó entonces el paso, como si acabara de robar un secreto. ¡Nadie sospechaba lo que iba a suceder! Sin embargo el corto goce, sufrió ruda sorpresa y Alberto casi se detuvo. Allí, varios metros adelante apenas, se dibujó la corpulenta figura de don Patricio Delgado que avanzaba hacia él. Seguramente se dirigía a la casa de don Tolomeo el senador, con quien acostumbraba a tomar el mate mañanero casi todos los días. Ambos eran madrugadores impenitentes. Alberto quiso creer haberle confundido con otra persona. Pero no; era don Patricio. El inevitable encuentro, llenó de zozobras al joven, en aquella grave e imprevista circunstancia. Apenas alcanzó a balbucear: -Don Patricio… buenos días… -Buenas, mi amigo. ¿Tan de mañana por aquí? ¿Es usted tan madrugador? - interrogó don Patricio, suspendiendo su marcha con ánimo de echar una parrafada, poseído de alegre espíritu comunicativo. -¿Y usted con este tiempo en la calle, señor?... -Voy aquí a casa del senador… Es un viejo hábito y un compromiso. Conversaremos de ustedes… -espetó con alguna sorna don Patricio. Urgido, casi anonadado, a Salvatierra le parecían siglos los minutos. Fijaba su mirada brillante en el tranquilo rostro de don Patricio y pensó instantáneamente en infinidad de cosas; le vinieron impulsos en tropel, que contuvo al instante: “¡El peligro para Delgado momentos después, allí, en la casa del senador que iba a ser el teatro de los desenfrenos seguramente, enseguida, minutos después, quizás!”. Le dieron tentaciones de tomarle de un brazo y arrastrarle fuera, lejos de la casa maldita adonde se encaminaba. Pensó en Rosaura, en la imagen severa de misia Emilia y una nube siniestra le ensombreció el recuerdo con instantánea rapidez. -Don Patricio… -Iba a decir algo, quizás la frase salvadora, pero se contuvo a duras penas. -¿Iba a decirme algo, amigo? -inquirió don Patricio, con la mirada penetrante y zahorí. -Yo… yo… nada, señor; tal vez iba a preguntarle… se me olvidó. -Alberto no hubiera podido continuar aquella situación. Un minuto más, hubiera bastado para traicionarle. Un gesto, descuidado, hubiera revelado su tormenta interior. Dentro del pecho, se ahogaba el grito incontenible: -“¡Don Patricio, no llegue a esa casa, vuélvase!“. Era como en esas pesadillas siniestras de nuestros sueños, en que parece que gritamos a todo pulmón, pero no podemos hacernos oír, por impotencia, por lejanía… Al fin, arrancóse de aquella situación: -…Don Patricio, como voy apurado, dispense; me voy… y hasta luego, ¿eh?... - Y Salvatierra, pareció arrancarse de un grillete que le tuviera allí aprisionado. Y partió a grandes pasos, redoblándole el corazón dentro del pecho. No se atrevió a mirarle ni de lejos; huía de aquel magnetismo de conciencia como del teatro de un crimen… parecióle sentir ya los primeros disparos, como el brutal llamado hacia un deber, casi hermoso y casi criminal a la ves. ¡Ah, si alguien le hubiera visto!... Breves minutos más tarde, casi inconscientemente, se encontraba en la azotea de su cantón, donde el doctor Martínez le aguardaba impacientísimo por la inexplicable tardanza. -¡Su arma, pues amigo! Casi llega tarde; esto ya va a empezar dentro de un instante -ordenó secamente el doctor, ofuscado ya por el coraje. Tenía el reloj en la mano y nerviosamente escudriñaba con vagas y ansiosas miradas hacia el sud… No fue prolongada la espera. Allí cerca, como a una cuadra de distancia apenas, se percibió entonces una instantánea columnita de humo azul que se elevó rectamente en el espacio y terminó en un puntazo de luz cárdena, que luego crepitó en un detonante estampido que llenó el espacio. Era el cohete de aviso. De un cantón próximo partió el grito de guerra convenido, pronunciado estentóreamente como un reto: -¡¡Viva la revolución!!... -Muchachos, el aviso… ¡apunten y descarguen! -ordenó el doctor Martínez con voz tajante. El primer estallido de la fusilería a lo lejos, se oyó silbante. Otra seca, percibióse aún más lejos, y otra, y otra más… Y quemando los oídos, en la cornisa donde estaba Alberto, resonó el metrallazo de diez rémingtons disparados de consuno. Instantes después el tableteo de las descargas escuchábase uniforme, para ser interrumpido luego sólo por los disparos de armas distintas que repercutían con una tonalidad aguda en el áspero concierto. Por encima de los techos, pasaba raudo el chistido de los plomos estirándose en un silbido electrizante; diríanse lechuzas sutiles… En la atmósfera opaca y fría, flotaban aquí y acullá, leves nubecillas de humo azulenco. El doctor Martínez dejó por un instante su carabina y apuntó con sus catalejos hacia el naciente primero y luego hacia el sud. Por las puertas de calle y los balcones, asomaban numerosas cabezas de curiosos; algunos arriegábanse a inquirir en medio de la calle, mirando como extraviados hacia todos lados, pero tornaban a meterse en los zaguanes, apercibidos seriamente por el latigazo de las balas. Unos cocheros demasiado curiosos, ensayaron dirigirse hacia la policía, conduciendo con estrépito sus victorias destartaladas, creyendo mosquetear algún bochinche de barrio, pero la evidencia les salió al paso en forma demasiado brusca y huyeron despavoridos por las calles transversales en busca de algún paredón alto y seguro donde guarecerse. Pasaron de vuelta al instante algunos jinetes desperdigados que gritaban con entonación: - ¡Revolución! ¡Revolución!... -mientras corrían hacia el norte. En algunos tejados aparecieron hombres que empuñaban armas largas sin saber que actitud tomar, pero, desorientados, bajaban a los patios. El doctor enfocó el domicilio de Barbosa, hacia donde sus compañeros dirigían sus tiros incesantes y percibió el pavor con que un hombre juntaba desesperadamente las hojas de la puerta de calle. Con el brazo indicó a los tiradores que arreciaran el fuego hacia las ventanas y el patio de la casa, alertas para evitar la fuga de nadie. En dirección al cuartel se percibía el grueso de las descargas, rítmicas y a turnos, como preguntas y respuestas de una disputa soez. Era el instante aguardado. La casa del senador estaba sigilosamente custodiada por los fondos para que no huyera… Martínez ordenó a su gente: -¡Bajen a lo de Barbosa! -y aceleradamente se pusieron a la calle haciendo a saltos la cuadra de distancia que los separaba. Salvatierra y cuatro de sus hombres corrían adelante. En un minuto llegaron a la mansión del senador. El negro Robles fue el primero, y palpando la puerta que estaba por su puesto atrancada, gritó: -¡A las ventanas! Entonces resonó una nutrida descarga, seguida de varias más, que abatieron en añicos los cristales. Se quería, ante todo, atemorizar a los moradores. Robles y otros, hicieron saltar los cerrojos a tiros y empujaron hercúleamente la puerta, penetrando en el interior enceguecidos de resolución. Antes que los otros transpusieran el zaguán, hicieron disparos al patio y gritaron atronadoramente: -¡Abajo la dinastía de los Barbosa! Cuando el doctor Martínez y Salvatierra llegaron al amplio patio, vieron allá cerca de una puerta, debatiéndose en los estertores de la agonía, un cuerpo caído en ancho reguero de sangre. Avanzaron unos pasos más allá haciendo siempre fuego hacia los cuartos cerrados. Cerca del segundo zaguán de la casa, vieron otro cuerpo tendido y escucharon su voz lastimera que profería ayes desgarrantes. Era el cabo de guardia de la morada del senador, mortalmente herido. Un grupo encabezado por robles había penetrado ya a los interiores. Salvatierra fue a entrar a un aposento de la derecha y con horror tropezó con un cadáver caído de bruces. Le volvió el rostro con el pie y quedó inmovilizado de asombro. ¡Era el cuerpo exánime de su futuro padre político, de don Patricio Delgado! Un boquete sanguinoso, abríale el pecho. Un balazo de rémington habíale muerto. Alberto arrojo a un lado su carabina y lanzóse sobre el cadáver todavía tibio. Parecíale debatirse en una pesadilla; le abrió las ropas y con estupor comprobó el estrago del plomo brutal. “Estaba muerto; muerto…” -y parecía escucharse a sí mismo la sentencia, con martillazos en el cerebro… Muy cerca, a su alrededor, percibía el acre olor de la pólvora de los disparos; el ruido de muebles y puertas que se abatían, gritos de mando, imprecaciones, ayes de mujer. Un zamarrón en el hombro, despertó a la realidad a Alberto. Era el negro Robles que le gritó a la oreja: -¡No es el momento de parar muertos, canejo!... ¡avance! Salvatierra, dándose vuelta, le miró siniestramente; palpó inconscientemente su revólver… y hubiera disparado sobre el indudable matador, si éste, columbrando la intención, no se hubiera alejado presto en pos de la sangrienta faena. Mientras tanto los demás atacantes dieron con el escondite donde se había refugiado don Tolomeo. Allí estaba… amarillo el rostro, desgreñadas sus barbas próceres que tanta prestancia de mando y señorío le dieron en su ínsula mansa y sufrida. Fortísima emoción le levantaba el pecho y los ojos le fulguraban mucho más de terror que de orgulloso desprecio, tal cual hubiera sido el digno papel. Por instantes fue juguete de la meznada revolucionaria que parecía jauría sobre la presa. Algún revolucionario impulsivo, incontenible, le soltó un culatazo al pecho… El pelo se le vino a la cara y trastabilló vacilante, sacudido y casi arrastrado por sus apresores. El doctor Martínez hacía esfuerzos desesperados para liberarle de tanta mano crispada de venganza. Sacaron preso al senador hacia la calle, en medio de remolineante gentío. Alberto recibió instrucciones de marchar hacia la casa del “fantoche gobernador” y así lo hizo apresuradamente seguido de una docena de hombres más. Sólo bastaron unos disparos y fuertes golpes a la puerta para que la entrada al domicilio fuera franqueada. Don Lauro estaba allí, jadeante de terror. No tubo alientos ni para ocultarse ni huir. ¿Para qué, también? El no era nadie; no había tenido autoridad ni mando. Mero tenedor del gobierno, en su inconciencia bobalicona, bien dábase cuenta que significaba un satélite, un pálido reflejo del astro dominador, del “gran don Tolomeo”, el formidable muñidor de la situación. -Joven Salvatierra… me rindo… ¿mi renuncia? Tómela, redáctela… -exclamó el personaje ante la presencia de Alberto. Y ciertamente que apenaba aquella figura fofa, sin una gota de sangre en la cara, como imagen de la infelicidad, sin sombrero, sin cuello, los ojos hundidos, sudándole la frente -si así podía llamarse aquel espacio glabro, que sólo le servía para sitio de los dolores de sus jaquecas- le arrestaron afuera… -¡Fantoche!... ¡Pantalla! -le gritaba el populacho mientras le conducían por la calle. En la casa que ocupaba el cantón de Martínez, le dejaron preso en compañía de don Tolomeo, ambos con seguras custodias. Pero volvamos presto al teatro principal de la acción. Media hora antes de lo que acaba de referirse, los cantones de Baigorria, Aramburu, Salas, Amenábar, etc, distribuidos en azoteas estratégicas, habían roto el fuego sobre el cuartel de policía con viva intensidad y lo proseguían en forma envolvente. Tenían al frente, plaza “Independencia” de por medio, el reducto policíaco que respaldaba a la autoridad legal ya caduca. Hacia el sudoeste obraba la milicia de a caballo que interceptaba los caminos del sud y las calles adyacentes, haciendo un fuego intermitente. Por los fondos del cuartel atacaba la gente de Fuentes. Cuando comenzó el motín, en la policía estaban dos o tres oficiales de servicio, dos comisarios y el secretario de la jefatura. El cuerpo de guardia se encontraba completo con sus cabos y sargentos. A los primeros tiros el capitán del piquete, Barrionuevo, dio la voz de alarma, dándose cuenta inmediatamente del motín y sus proporciones. Todos corrieron a las armas y tomaron posiciones a uno y otro lado del zaguán ancho y contestaron con un fuego nutrido el asalto. Barrionuevo, ex sargento de frontera, aguerrido y duro, hecho a los golpes de mano del salvaje, no obstante sus sesenta años, era dueño de toda su sangre fría y a fuerza de gritos y empellones dispuso atropelladamente la defensa. -¡Cierren la barrera y suban a la azotea! -fue su primera orden. Por una ancha escalera de ladrillos, trepó un pelotón de veinte hombres que en cuanto disponían a organizarse sobre los techos del frente, recibió una “rociada” de balas del cantón de Fuentes que, como sabemos, fogueaba por los fondos del cuartel. Cayeron dos o tres infelices y los demás hombres, echados cuerpo a tierra, viéronse inopinadamente obligados a defenderse con desesperación de sus atacantes por retaguardia, olvidándose de los de enfrente. Barrionuevo y una treintena de hombres, defendían las dos puertas que daban a la plaza. Por una ventana del edificio, vomitaban lo más recio del fuego. La garita de la guardia fue desastillándose poco a poco por las balas y el aguaribay que la sombreara, desprendía pequeños gajos derribados por los plomos, mientras su tallo iba tatuándose de blanquecinas heridas que resaltaban en la corteza verdinegra. El combate duraba ya hora y media. El doctor Martínez, reintegrado a su cantón después de la prisión del senador y del gobernador, reparaba con inquietud en la prolongada resistencia de la bastilla provinciana, que podía acarrear el fracaso de la acción. Había que concluir cuanto antes. Hizo llegar orden a los demás cantones vecinos para que bajaran a la plaza y allí convergió también él con los suyos, dispuesto a no malograr los instantes y jugarse enteros. Baigorria y sus compañeros tomaron con entero denuedo la ofensiva. Se corrían entre los árboles de la plaza; echados de bruces se parapetaban en cualquier accidente del terreno, haciendo fuego siempre y avanzando aunque con precauciones. Los cantones de Amenábar y Aramburu se aproximaban por las calles laterales, atrincherándose en zaguanes y balcones que allanaban en el acto. Empero las punterías de los rémingtons policíacos parecían afinarse. Amenábar estaba herido y fue entrado a un domicilio próximo. Otros también habían caído… Mientras tanto, en el patio del cuartel, al estruendo de los disparos se unía el grito ululante de los presos que, despavoridos, se revolvían en sus celdas estrechas. Un loco allí encerrado profería estridentes lamentos, que llenaban de tétrico pavor el hosco vacío de las cuadras… Dentro de un rato más, la soldadesca parecía vacilar; el terror comenzaba a trabajarles… Barrionuevo, como aforrado en su piel broncínea -diríase iluminado- seguía firme y sereno en la brecha, familiarizado con la muerte. Era el alma y el héroe de la defensa; se multiplicaba, se derrochaba en el peligro… Tuvo tiempo de llegar hasta el pie de la gran escalera de ladrillo y arrastrar a un moribundo hasta la cuadra cercana, que clamaba por un jarro de agua… Trepó todavía unos tramos por la escalera mortífera y gritó órdenes a los soldados de la azotea, arrojándoles paquetes de munición y exhortándoles a la pelea con palabrotas brutales. Respetado por las balas de Fuentes que hacía un fuego mortífero sobre el gran patio, volvió otra vez a la ventana, cogió de nuevo su carabina ya calcinada y como hacían los otros, la metió en un cubo de agua y volvió a cargarla… Sin embargo aquello tocaba a su fin. El cantón de Fuentes, peleando con ventaja y astucia, había dominado las azoteas y conseguido la rendición de los que ocupaban las cornisas del frente del cuartel. Los cantones de la calle avanzaban cada vez con más bríos, presintiendo ya la victoria. A intervalos prolongados, la defensa policial del portón hacía fuego. La munición les escaseaba visiblemente. El capitán Barrionuevo estaba gravemente herido; con un pañuelo se había vedado apresuradamente la frente, ardida por la pelea y por la fiebre. El secretario de la jefatura, oficiales y otros empleados encerrados en un cuarto desde el comienzo del ataque, contaban los minutos a golpes del corazón, estrechados de pavor. Barrionuevo, el oscuro héroe de la defensa, tambaleaba; no podía ya dar órdenes ni accionar. Los demás policianos refugiábanse dispersos en las cuadras. Instantes después, el primer grupo de revolucionarios transpuso el portón mismo, prorrumpiendo en el grito delirante que dominó el ámbito del viejo cuartel: -¡Viva la revolución triunfante!... Por la plaza avanzaban corriendo los demás grupos, los fusiles en vilo y con la ansiedad de la victoria cercana… La silueta del bravo Baigorria, terciada a medio cuerpo la chalina de guanaco y el chambergo echado hacia la nuca, se destacaba ya cercana, siempre avanzando, borrada de vez en cuando por el humazo de las últimas descargas que hacía su grupo. Mas, en eso, su cuerpo se irguió violentamente, tambaleó y se abatió en tierra. Fue como una espada que se quiebra… Una voz cercana le gritó a la oreja: -¡Don Feliciano!... ¡Don Feliciano!, levante… -pero las manos anhelosas, sacudieron ya en vano un cadáver más. ¡Fue la última víctima!. La revolución había triunfado. Sobre la plaza quedaron muertos Baigorria, Laurindo Fuentes, Pepe Salas, Corsino Rojo… y otros más, amén de numerosos heridos. En el gran patio del cuartel de policía, vibraba ya incontenible el júbilo de los triunfadores. Muchos ignoraban todavía la caída del querido Baigorria. Y en la atmósfera densa de la mañana fría y opaca, resonó muy netamente la argentina nota de un clarín bisoño que ensayó tocar una diana emocionada y vibrante… ¡La pujanza de un pueblo, acababa de destronar de su ínsula al senador Tolomeo Barbosa!.

CAPITULO XV DERROCAMIENTO DE UNA DINASTIA. ILUSIONES

La épica jornada del 30 de mayo, en su faz azarosa y heroica, había terminado con éxito brillante para la causa popular, entre los últimos fogonazos del rémington, los gritos de las huestes electrizadas de gloria y las gruesas lágrimas de aquellos soldadotes toscos que fueron los últimos valientes en rendir la Bastilla provinciana: el cuartel. Cerca ya del mediodía flameaba en la cornisa de la policía la bandera nacional, testigo sufrida de aquel desborde cívico al margen del orden institucional. Los revolucionarios habían nombrado la junta provisional de gobierno, el jefe de policía, comisarios, patrullas… Bajo aquel cielo macilento, en la atmósfera lechosa cuajada de neblinas leves que difuminaban el ambiente de la mañana invernal, se agitaba nervioso y desordenado la falange revoltosa, hormigueando en torno a la policía, improvisada sede de la nueva situación. Entre tanto comenzaba a llegar sordamente, una densa multitud atisbante y tímida al principio, después poco a poco ganada de delirio y entusiasmo desbordantes. Entre la ya compacta masa, circulaban ostentosos de aquí para allá, los cantoneros con los chapeos polvorosos y gauchones echados sobre la oreja, la chalina terciada con desgaire a media espalda y cruzándoles guerreramente el cuerpo, la correa del bolso de las balas, haciendo compostura con el fusil revoleado en bandolera. En ese instante notóse al doctor Martínez con el rostro congestionado, que salía por la puerta central del cuartel, después de la fatigosa tarea organizadora. En la plaza negreaba revuelta muchedumbre, cada vez más ansiosa de exteriorizar su júbilo. Al ver asomar la silueta del jefe de la revolución, se sintió un vasto rumor; eran los gritos de los más exaltados, hormiguero de jacobinos que comenzó a vitorear al héroe del momento con un frenesí loco y desbordante. Un grupo compacto levantó al caudillo en hombros y el gentío le hizo su ídolo, su salvador, su inspirador. El doctor Amenábar, don Emilio Salas, don Pancho Aramburu, Sarmiento, Fuentes, etc. fueron también objeto de aclamaciones en aquel instante de embriaguez cívica, dispuesta la muchedumbre siempre a ungir héroes momentáneos, con transportes tan agudos cuanto más efímeros y tornadizos. En un instante quedó organizada una ancha columna que comenzó a marchar por una de las calles céntricas de la ciudad. Gritos de vivas y mueras, insultos y alaridos salvajes, confusamente, brotaban de aquellos centenares de bocas, que eran como vórtices en rostros demudados y descompuestos. A la cabeza, marchaban orgullosos los cantoneros y los fautores de la revolución, dejándose conducir muellemente por la pueblada delirante. Una murga compuesta de dos clarines, un trombón y un tambor, dejaba oír un aire de marcha que sonaba empero con melancolía, en la mañana aterida. Recorrieron varias cuadras hasta el domicilio del doctor Martínez. Iban a devolver al hogar al héroe de la jornada. El pueblo reclamó entonces su inocente derecho: -¡Qué hable el doctor Martínez!... ¡Que hable!... -Y la perentoria exigencia fue cada vez más tenaz. Se hizo calma y el doctor Martínez se irguió en el balcón con la cabeza descubierta y llevando aún sus arreos de combate. Sorda un poco la voz por indisimulable emoción, comenzó: -“Pueblo de San Luis: acabamos de derribar un crudo nepotismo de treinta años que pesaba como una afrenta sobre un pueblo glorioso y libre. El fraude constante de un oficialismo cebado en el mando durante muchos lustros, ¡no dejó oír nunca tu voz, pueblo soberano! Ya no volverán a surgir los mandones que encadenaron nuestras conciencias y nuestros derechos… Ha sido el brazo popular, la santa inspiración de los humillados en el cadalso de la servidumbre cívica, los que han hablado al fin por la boca elocuente de sus fusiles!...”. Aquella arenga de balcones abiertos, hizo otra vez resonar por largos instantes, bellamente, las mágicas palabras: instituciones, libertades, constitución, pueblo, derecho, democracia… sonora pirotecnia de circunstancias. Y terminó así: “¡En nombre de la junta revolucionaria y el mío propio, juramos dar un gobierno de orden y de legalidad muy pronto, al pueblo de San Luis!”. Luego subieron a la tribuna varios otros, entre ellos el doctor Amenábar, con su brazo herido en cabestrillo, que rindió influjo galvánico en la masa. La pueblada, exaltada, dijérase que agitaba en sus oscuras entrañas de hembra sensual, una incontenible oleada de amor sádico, amor a sus héroes y sed de sangre. En sus sensoriales espasmos seguía acariciando con deleite de los ojos, el paso y repaso de los hombres de cantón con sus arreos pintorescos. La casquivana se iba como siempre tras el triunfador. Pero dejemos el espectáculo de la plaza pública. En el cuartel quedaron mientras tanto el flamante jefe de la policía y sus secuaces, organizando atropelladamente el conquistado valuarte. Mas luego sus ojos contemplaron escenas tristes. Un grupo de policianos rendidos, silenciosos y hasta torvos, con la ropa deshechas y las manos ennegrecidas por la pólvora, rindió el último homenaje en el gran patio conduciendo entre todos el cuerpo moribundo del capitán Barrionuevo, que espiró sobre el carro que le conducía al hospital. El silencio de las sombrías cuadras y de los oscuros pabellones del cuartelón, dio el adiós elocuente al compañero de más de treinta años de convivencia diaria. Los cadáveres fueron bajados de las azoteas y levantados de los desvanes para ser enfundados en bolsas de arpillera y echados sobre los carros que aguardaban en el portón. La fúnebre carga rodó calle abajo. Dos o tres heridos conducidos en catre de lona, salieron también por el portón, custodiados por el hosco silencio que le hicieron los grupos de curiosos que miraban la escena. Mientras tanto, por la calle de la ciudad, sólo transitaban los exaltados. Numerosos domicilios permanecían con las puertas herméticamente cerradas, sobre todo las casas de los gubernistas derrocados. Se corría la voz de que se harían numerosas detenciones de “contrarios”. Escenas desgarrantes habían ocurrido, por otra parte, en lo de Delgado. Don Patricio había salido temprano, tranquilo, casi alegre, para asistir como de costumbre al mate que compartiera todas las mañanas con el viejo Barbosa, su “querido senador”, como gustaba llamarle con adhesión cariñosa, en privado. En el regodeo íntimo de su yo, habría imaginado: ¡cuántos planes políticos iban a ser charlados allí en el núcleo cerrado de los tres más allegados! La voluptuosidad de ser el confidente del jefe, de ser de los áulicos… ¡Menudas e ingenuas ilusiones de los políticos de pueblo! En cambio, dos horas después era devuelto sin vida al hogar, muerto opacamente, sin gloria, víctima del acoso, fatalidades chocantes de la suerte. En aquella casona casi histórica, volvieron a arder sirios mortuorios por otro Delgado, víctima de las asonadas políticas locales. Hacía más de cuarenta años un Delgado rosista había venido a guarecerse como fiera herida de una lanzada, bajo el ancho corredor, ansioso y febril en trance de muerte. Era cuando el motín de 1849 contra don Pablo Lucero… El silencio de los circunstantes, partidarios y amigos íntimos del muerto, con hosquedad de tragedia y odio en los rostros, servía para hacer más impresionantes los ayes de la esposa y de las hijas. Instantes después llegó a la casa Alberto Salvatierra. Sin examinar las circunstancias ni pulsar el momento, sin reparar en la sospecha o el odio, corrió generoso e impulsivo al seno del dolor amigo. Obligaciones y deberes de orden revolucionario le impidieron venir antes, conduciendo el cadáver. Se había arrancado de la plaza pública, donde resonaban aún los gritos de delirio de la muchedumbre. Traspuso la puerta de la casa y entre un cortejo de silencio hostil, avanzó. Los circunstantes le hicieron la conspiración del silencio; le dejaron llegar, acercarse hasta la capilla ardiente, inquirir en vano por misia Emilia y por Rosaura… Cruzó como un extraño por aposentos y corredores. Sentía zumbar sus oídos; una fuerte tenaza le oprimía las sienes y de pronto tuvo la sensación de cernirse en el vacío. Antes de convencerse de la evidencia, trató de forjarse una explicación “para sí”; en vano hizo por defenderse de una ignota y presentida pesadilla. Ensayó conversar con algún circunstante, asirse de algo o de alguien en esa pendiente hostil y silenciosa, pero en vano… De repente se halló solo y extraño en medio de aquel lacerante duelo. Y tuvo que alejarse tambaleante, aturdido, sin rumbo fijo y sin saberse movido porqué extraña causa o motivo. El grupo de gente que quedó allí, paladeó con malicia vengativa su pequeño triunfo. Y uno de aquellos seres, impulsivo, malvado, con tono silbante como el susurro de una víbora, deslizo allí por primera vez -con la voluptuosidad de quien acaricia rasando apenas, un tisú de seda- la especie calumniosa: -¡Hipócrita criminal! El negro Robles… de su cantón, lo mató por su orden. Y viene aquí, sin embargo… ¡Cínico! Después, fue aquél un día fecundo en agitaciones y escenas diversas. Por la noche, en casa de Aramburu, hubo animada tertulia. Doña Leonor con su garbo y sus bríos, era el foco de atracción general. Se evocaron con animación y entusiasmo los mil episodios de la jornada. Misia Leonor no había podido contenerse y asistió semioculta desde un cantón, al desarrollo de la acción, excitando con sus palabras a los combatientes, “cuatro gauchos flojos” como les llamó con sorna para tocarles el amor propio. Fue también la que acogió en sus brazos el cuerpo exánime del pobre y valiente Baigorria; fueron sus lágrimas las primeras y quizá las únicas de ternura femenina que se derramaron por el héroe oscuro. ¡Prosaicos y chatos tiempos aquellos, que no dieron escenario más amplio y más brillante a esta mujer de madera de heroína!. Don Sebastián Sarmiento con mirada encendida y presto siempre el gesto admirativo, asistía con goce secreto a aquel chisporroteo encantador de misia, delirante y amenísimo. Luego los circunstantes empezaron a hacer planes para el futuro; comentaban de mil maneras las consecuencias de la revolución, la actitud que asumiría el presidente de la República, especie de hado adverso y fatídico para la estrella revolucionaria. ¿Reposición de los derrocados? ¿Convocación a elecciones inmediatamente? El grupo, entre mil comentarios deshojaba la margarita del amor presidencial. Los más versados en “ciencias institucionales” pasaban revista a los casos más recientes de jurisprudencia intervencionista. -Miren que cuando la intervención del doctor D… nos metieron en vereda a fuerza de culatazos. Nos apagaron como un rescoldo en que se derramaba una pava… -¿Y qué me dicen de la primera del general Arredondo, que vino exclusivamente a levantar de la cola a la candidatura de don Lidoro, el año 74? -comentaba otro de los presentes. -Claro que lo recuerdo; a los que hicieron aquel bochinche no nos dejaron llegar a las urnas después, ni por paga… -recordó el de más allá. Por más de un magín pasó la sombra molesta de un presentimiento para el caso de autos. Doña Leonor, optimista a toda costa, giró adrede la conversación hacia temas más distintos. Recordóse enseguida la muerte de D. Patricio y casi junto se pronunció el nombre de Alberto Salvatierra, ausente de la reunión. En algunos, este nombre removió de fijo un sentimiento vindicativo para el sospechado de otrora. Luego, sucedieron instantes de silencio; diríase entrar en una zona de calma odiosa… Pero de nuevo crepitó la bullanga de misia Leonor, entusiasta, pimpante, durante largo rato. Instantes después se deshizo la reunión. Aún debían hacerse infinidad de cosas a aquellas horas. Hasta el gran zaguán acompañó la dueña de casa a sus amigos, ya muy apagados por el desgaste nervioso de aquel día. La casa estaba casi en sombras por la hora y el recato que debía usarse. Don Sebastián Sarmiento, mañosamente, fue quedando de los últimos. Aquella noche de franqueza de inefables desahogos cívicos en que hasta la imagen de la Patria llegó a esplender en su verba de romántico a la antigua, se sintió enojado. Tenía esta vez, la endiablada y secreta convicción de que doña Leonor le había mirado por fin con decidida ternura, varias veces; quizá aquella débil fortaleza estaría próxima a la rendición total… En su flaca carne don Sebastián sentía el temblor de la emoción perturbadora y fue en aquel fatal instante de perdición que, al quedar a solas con misia, en la cómplice penumbra del zaguán, se atrevió a retener entre las suyas, afiebradas, la vigorosa mano de su ídolo político-sentimental, para dar satisfacción a su aherrojada pasión de tanto tiempo… -¡Señora de mis ensueños!... permita a este su adorador… -y la frase tremulante, se entrecortó con los besos instantáneos que llovieron en aquella diestra adorada… Pero, fue súbita la reacción de la dama apenas salió de sorpresa: -¡Tu madrina, viejo tonto!... -y restalló como un fustazo en la mejilla flácida del atrevido, el choque de aquellos nerviosos dedos, más que suficientes para atajar los impacientes embates de aquel amor tardío. Las sombras de esa hórrida nox, envolvieron como en un sudario el cadáver de la más grande, de la más cara ilusión del ardor. En la calle resonaban a lo lejos los cascos de un caballo. Tal vez alguna patrulla revolucionaria…

CAPITULO XVI UNA INCULPACION PERVERSA. EL AMOR IMPOSIBLE

Intranquilos días se vivieron después del 30 de mayo. El comentario público giró continuamente alrededor de resoluciones de emergencia que tomaba la junta revolucionaria presidida por el doctor Martínez a medida que las azarosas circunstancias lo requerían. Convocada la Legislatura con conminaciones para los reacios, se logró a fuerza de intimidaciones obtener la aceptación de la renuncia del gobernador que, como hemos visto, se le arrancó con gritos y amenazas el día de la asonada. Se pretendía con esta medida disimular así la rotura del resorte institucional y prepararse a todo evento ante una posible y próxima convocatoria a elecciones. Apenas diez días duró el goce “del poder” en manos de los revolucionarios. A los pocos días después del motín, comenzó a escucharse en el país el estremecimiento de eso que se ha dado en llamar opinión pública; y luego el rezongo lento y grave de ese ogro constitucional cuando comienza a preparar el palmetazo disciplinario: el gobierno de la Nación. (12) Cuando en una provincia argentina estalla una revolución la ávida curiosidad nacional pone en el campo del microscopio a la ínsula sublevada y la vivisecciona inexorable al detalle… Observa sus fibras anémicas; una célula enquistada es un clan familiar gobernante, un estallido popular es un abceso, pero jamás logra penetrar la triste etiología del organismo enfermo: raquitismo político. “¡Ha estallado una revolución en San Luis!” -gritan con autería los diarios grandes, parece conmoverse el país de escándalo ante el campanazo dado por la hermana díscola, pero los pequeños héroes del lejano mundillo delirante, con sus clamores y sus ayes, están condenados de ante mano a parecer, como los viajeros de la estepa, sin eco a sus llamadas, con su callada tragedia institucional a cuestas… Martínez y los suyos comenzaron a ver en frío la situación. Por encima de su triunfo revolucionario y la voluntad del pueblo, por encima de sus anhelos cívicos y por debajo del vergonzoso régimen político que acababan de derruir, estaba al fin y al cabo el P. E. nacional, adusto y solemne, aforrado en su armadura legal e histórica, pero dentro de la caparazón urdiendo sus diabluras de enredista viejo, ese tenorio de gobernadores y situaciones que es el Presidente. Pasada la fiebre de la acción, desvanecida la embriaguez de la expectativa política, el ánimo de Alberto después de los sucesos recientes, en que tanta trascendencia tenía para él la muerte de don Patricio, comenzó a experimentar áspero desengaño, seguido de renuncio a todo deseo o aspiración. Un fino taladro accionaba en la madera de su carácter… Largos días sucediéronse.

1 Téngase presente que este libro a sido escrito varios lustros atrás. - N. del E.

Metido en su casa, trabajado por tenaces cavilaciones, Alberto examinaba con fría serenidad el repaso de sus acaecimientos personales últimos. Había cumplido con sus deberes de ciudadano; su honor salió ileso de la ruin sospecha que tuvieron sus partidarios en cierto momento y que pretendió envolverle en un vaho de infamia. Ahora… en el reflujo de la marea malvada, otra sospecha más lacerante y honda, le cernía la malediencia pueblerina. Desde la tarde en que se alejó de la casa de Delgado, en aquel día del sepelio, diríase como repulsado tácitamente de aquella mansión adolorida, por un índice acusador e infame. No logró volver a ver ni a la familia de Rosaura ni a ésta mucho menos. So pretexto del luto riguroso, se extremó el recato y la reserva para con él. Sus insinuantes mensajes no tuvieron respuesta y cesaron las cartas a la novia por aislamiento total. Mil supuestos desfilaron por la mente de Alberto, tan pronto concebidos como desechados por inútiles, osando explicar aquel misterio que de día en día se le hacía más sugerente y angustioso. Sin embargo, después de muchos días de reflexión, en un instante dado se le aclaró perfectamente, como súbita luz brotada de la borrosa subconciencia, el panorama de aquella situación abstrusa. Cautelosamente, después de largo afinamiento reflexivo, le llegó el recuerdo preciso: -“El mulato Robles, de mi cantón… aquella mañana… fue él el que mató a don Patricio; yo mandaba el grupo… claro… pero él obró antes por su cuenta… ¿Acaso yo?... ¡Ah! la infamia…”- Se dio cuenta de todo entonces. El sombrío silogismo le insinuó espantable conclusión. Mas Alberto ignoraba el siniestro proceso todavía, que le traía perdido ante el qué dirán de la gente y ante la familia Delgado. Oh, la maravilla de un chisme… Nace en el momento que aquel enteco espíritu, perfila malignamente el equívoco que ofrece una situación de dos filos; escoje el más tajante y pónese a blandirlo en el aire de su imaginación malvada, hiera a quien hiera, caiga quien caiga, traducida en cauta especie susurrada al oído… Luego acaso son cortantes labios femeninos los que recogen la lívida criatura y al calor de liviana fantasía le dan cuerpo, le teje vestiduras, le pintan fisonomía, le insuflan alma y le echan a andar, a correr su triste destino por esos mundillos de Dios… Después, es el contagio de la peste, vuelan en el aire sus corpúsculos, lo sorben los simples, los vivos y los malvados por igual y fórmase entonces la sucia conciencia de pago, hecha a macha-martillo, dura como una costra; es el prejuicio pueblerino, ¡la suprema superstición!. A Alberto le habían hecho el asesino casi material de don Patricio Delgado. En hablillas del pueblo en aquellos días, podía escucharse el mismo diálogo en muchas partes. -¿Y qué le culpan a Salvatierra?... -Mirá, es que él tuvo perfecta ocasión de salvarlo. Cuando momentos antes, aquella mañana del estallido del movimiento, le pudo advertir con algún pretexto que no fuera a la casa del senador Barbosa… Eso se supo después… -¿Pero cómo podía advertirle, sin hacerle saber el secreto de la revolución? ¿No ves que iba en ello la suerte de sus compañeros, el honor del secreto, el éxito quizás de la revolución?... -Puede ser… Pero qué casualidad, el negro Robles, del grupo de Salvatierra. El por allí cerca, además… -¡Hecho casual… fatalidad… pudo ser todo eso y nada le condena entonces! -No; es que se dice que en estos últimos tiempos la oposición del finado era muy grande para Alberto, en sus relaciones con Rosaura y una grave enemistad… -¡Se dice!... ¿Quién dice?... ¡malvados! -repara la defensa. -Chi lo sá, chi lo sá… murmuró irónica la voz acusadora de la intriga. Y en la media tinta de la conjetura confidencial, van y vienen como el flujo y reflujo de la ola, la acusación fácil y la defensa débil… Seguían mientras tanto para Alberto los inacabables días de la expectativa y espera. Nada había podido penetrar en aquel espeso misterio. Había que concluir. Una tarde encaminóse resueltamente a casa de Rosaura; exigiría una aclaración. Al llegar a la casa de su destino, experimentaba honda emoción. Nunca aquellos aldabonazos de llamada resonaron con más solemnidad en sus oídos. Al cabo de instantes y surgiendo súbitamente de entre las tinas floridas del patio, apareció la inconfundible y frágil figurita de Elenita, la hermana de Rosaura, vestida de negro. Vióla avanzar Alberto y la notó vacilante; un instante se detuvo, más avanzó no obstante nuevamente hasta enfrentarse a Alberto. Este, como en los lejanos tiempos anteriores ensayó con gracejo un ceremonioso saludo, pero Elenita experimentó instantánea perplejidad, dilatáronse sus pupilas hasta quedar absortas y entonces exclamó como enajenada: -¿Usted, Alberto?... ¿Usted?... -y súbitamente la exclamación trocóse en grito histérico, aterrante.: ¡Ah, sus manos sangrientas!... ¡sangrientas!... ¡Fuera de aquí!... -y restregándose los ojos como para arrancarse alucinante visión, la pobre niña retrocedió y luego huyó delirante por los patios, hacia los fondos, presa del espanto o juguete de la psicosis… Allá acudieron a tomarla de las manos la madre y las criadas en persecución dramática. En las casas entristecidas por la tragedia, dice la conseja mandragórica que flotan como algas los pálidos endriagos de la locura. Salvatierra, perplejo y como sonámbulo, alejóse de la casa lentamente, restallándole en los oídos como fustazos los ecos de la horrenda inculpación diríase shakesperiana… tuvo entonces la comprensión de la montaña de odios, sospechas e imputaciones que había en aquella casa para él… Vuelto a su domicilio, dejó bailotear su pensamiento diríase desmelenado, sin rienda. Experimentó primero ese falso y momentáneo alivio que proporcionan las situaciones al fin resueltas después de larga expectativa y guarda. Sin embargo, vuelto al frío, rato más tarde, la realidad palpitante comenzó a hacerle sangre en el espíritu, ensañándose como garra. Temía Alberto a estos instantes con horror, poníase a ensayar diques a la persecutoria ideación, soslayando la curva del recuerdo mortificante, para evitar con piedad, diríase de sí mismo, la postración ilevantable. “¿Cómo pudo venírsele la montaña? ¿Quién le endilogó la culpa o la sospecha brutal? ¿Siquiera apariencias acusadoras?” Y los interrogantes tenaces, a toda hora, pasaban enhiesto, prietos, enfilados por su campo moral, diríase una requisitoria viva y encarnizada dentro de sí… Pensaba de a momentos en la continuidad perversa de su mala racha: primero la imputación de su traición, luego el sacrificio valeroso y estéril, después finalmente, otra vez la calumnia horrenda, homicida… Pasaron dos o tres meses. ¿Y Rosaura? Aquel espíritu enclaustrado, pobre espíritu, también había vivido horas amargas con el intenso drama de su familia, allí en la foscura de su encierro, sin más compañía que el rigurosísimo luto familiar y a toda hora el seño de misia Emilia, preñado de prevenciones, de odios y dolores, tanto como llegó y pudo alentar su corazón apasionado. Rosaura… Mujeres de provincia, con frágil apariencia del cristal templado, con su lánguida ternura reflejada en la mirada suave y acentuada, en el dejo cansino de la voz; poseen insospechadas reservas de energía moral. Silencian a menudo heroicos afanes mantenidos como en recipiente cerrado desde que huyen de la confidencia fácil; ostentan indudable vocación penitencial. Su solidaridad con la familia, tiene la fuerza inteluctable de un rito antiguo, odia, rencilla, olvida, ama a través del criterio familiar obsecuente y absoluto. Esta vez, sin embargo, Rosaura tuvo un principio de rebelión interior, pese a todo. Sufrió, vio pasar las sombras del odio, los aletazos de la pasión; sin embargo, después de aquella maceración de su espíritu, llegó en ella a esplender consoladora verdad que se repetía infinitas veces, como para aquilatarla: “Alberto no podía ser culpable”… A voces se lo decía su corazonada. Pero luego, como una pesadilla, recordaba el abismo infranqueable: Ah, el pérfido rumor echado a correr por las gentes, la condena sin oídas de los malvados. Ya nada podía ser para Rosaura y Alberto. Aquel día por la mañana, sin esperarlo tan de inmediato, Alberto encontró en su cuarto un sobre con letra de Rosaura. Leyó ávido: “Estimado Alberto: He meditado su mensaje y me ha parecido bien. Creo al fin, que debemos vernos para aclarar muchas cosas que usted me atribuye y, sobre todo, para decirle yo la verdad sobre nuestra pobre situación ya insostenible. Debo decirle además, que esta entrevista debe ser la última y por eso le ruego que traiga consigo esta tarde todas mis cartas. No podría extrañarle esta resolución, pues usted habrá imaginado ya, que teníamos que llegar a esta triste solución en nuestro amor. Esta tarde, pues, en lo de su tía Ercilia que tan buena ha sido para ambos, le esperaré a las seis. Hasta luego. -Rosaura”. En efecto, Alberto había gestionado tesoneramente aquella entrevista con el pretexto de una explicación a ciertas situaciones equívocas, pero en el fondo aleteándole una férvida esperanza. Tía Ercilia accedió a la solicitación reiterada de Alberto, que confirmó también Rosaura. Era un rasgo inesperado de la dama melindrosa, gazmoña y llena de reparos para todas las cosas terrenas. Fue en efecto aquella tarde, la última vez que Rosaura y Alberto cambiaron palabras. Misia Ercilia asistió a la llegada de los jóvenes, tolerante y buena esta vez con estas cosas, extrañamente. De lejos atisbó sus actitudes, ansió oír sus palabras… Comprendía que asistía a la crisis de dos almas, con una súbita penetración de las cosas eternas del corazón en el juego a veces doloroso del amor. Diríase que revivían en ella lejanos espejismos de otra edad para ella también florida. Después de un saludo quizás afectadamente grave, rompió el diálogo Rosaura con apresuramiento nervioso. Alberto la contemplaba cual si asistiera a una milagrosa aparición mística; tanto tiempo hacía que no veía de cerca aquel rostro adorado, que no oía aquella voz cuyo timbre le parecía lejano. -¿Recibió mi carta, Alberto? -Sí, Rosaura; ya ve, le he obedecido en todo y ahora hábleme… -… Poco tengo en realidad que decirle. Usted ya debe adivinarlo; nosotros debemos concluir nuestras relaciones que alguna vez pudieron llamarse de amor. Evitemos recordar cosas tan tristes y graves para mí, y que usted se imaginará ya… Mi madre… en mi casa usted ya nada significa… He sufrido tanto por usted, pero… no he podido vencer la fatalidad. Un abismo muy profundo se nos interpone, desde aquel día maldito que dijeron a mi madre las primeras infamias contra usted. Cuando usted llegó esa mañana misma de la muerte de mi padre… después lo supe… escupieron contra usted las primeras calumnias. (Un leve espasmo de congojo, sacudió la suave comba del pecho virginal y la voz se quebró en su tonalidad cristalina). Alberto intervino con presteza: -Se lo ruego, no me diga más… La crisis nerviosa de Elenita el otro día, bastó para revelarme la montaña de oprobios que en su casa pesa contra mí… Soy efectivamente… ¡algo como el fantasma de un crimen! -Un instante quedó como agobiado ante la propia inculpación imaginaria, para luego buscar los ojos de Rosaura e inquirirle con sedienta impaciencia: -¿Y usted también, Rosaura, usted que me conocía mejor…? -Ah, cuánto me ha costado, Alberto, imaginármelo honrado y puro de toda inculpación; cuánto me ha costado independizarme de la calumnia, del odioso juicio ya hecho, que rueda por la calle alentado por labios ponzoñosos, que se repite en todas partes y que está hecho carne en los míos y, sobre todo, en el pecho de mi madre, que es toda pasión ardorosa. Cuánto alivio siento podérselo decir ahora, tranquila y confiada, cuando me lo he dicho mil veces a solas: -“Alberto es inocente y no puede tener culpa alguna, porque yo le he averiguado escrupulosamente a solas”. -Muchas gracias, Rosaura; es usted una mujer fuerte… Pero entonces, ¿por qué me habló de despedidas inevitables? Adivino que ha modificado al fin su resolución y entonces, mi esperanza… -Desgraciadamente, mi resolución anunciada es definitiva -prosiguió Rosaura-. Debo confesárselo todo: le he querido con todo mi ser, aun… no sé qué decirle; lo sé bueno y limpio de alma. ¡pero no me debo a mí misma! Esto ya no puede ser… Tendría que borrarme del mundo, huir de mi casa, de mi madre y de mis parientes, de la gente, en fin, de esa gente malvada que tiene el poder diabólico de hacer las verdades inicuas, de dar las sentencias irreparables y más cuando intervienen estos odios de partido, ciegos y atávicos… Yo creo que todos ésos han roto nuestros destinos. -Rosaura, usted está cegada por el ambiente en que ha vivido. Nuestro amor puede aventar esas montañas de oprobios. Usted… la mujer fuerte, podría hacer camino a la verdad, a nuestra dicha definitiva. Al fin una madre ante la hija… -Eso es un engaño, Alberto; eso, es imposible. Imagine a mí, la hija de don Patricio Delgado, el mártir de la asonada política del 30 de mayo, cuya memoria es bandera de guerra y quizá de revancha para los vencidos en esa jornada, uniéndose por lazos de olvidadizo amor y de fácil perdón con aquél que… -¿Con aquél que… con quién, Rosaura?... ¡Ah, usted también, como su madre, alberga una ciega pasión de odios políticos…! ¿Es entonces falsa su absolución para mí?... -Oh, perdóneme, Alberto… No quise decir eso, usted lo ve, a veces la pasión política también me pierde. ¡Es como una ciega fatalidad!. Alberto, abismado, mesándose un tanto los cabellos, asintió con un gesto y adujo como en sueños: “-En verdad, es como el huracán de nuestra tragedia inevitable. Había sido horrible…”. Sin embargo, sintiéndose alentado por reciente idea, como alga flotante en el océano de la imperdible esperanza, agregó: -Es cierto lo que usted me ha dicho… Ah, pero esto no puede ser, es imposible. Quisiera aturdirme, porque su resolución jamás la imagine tan absuelta y sin remedio… Yo no la vería más, no la hablaría más, claro está, lo admito. Sin embargo, lo que yo pediría, como último recurso, es que no me dijera adiós definitivamente. Viviríamos del mensaje continuo de nuestras cartas; alimentaríamos un amor oculto… Sería para mí como un consuelo lento, un desangramiento ahogado de efusiones, un suicidio del amor imposible, si usted lo admitiese, si usted me hiciera el supremo favor de permitirlo… -Oh, no, Alberto. Eso sería una traición a nuestros sentimientos. Una gran mentira… -Un engaño bueno, piadoso, Rosaura; compréndame… -No puedo admitirlo. ¿Amor oculto, prohibido?... Eso no es honesto, amigo… Sería indigno además, de la pureza de ese gran sentimiento que nos unió. -Tiene usted, Rosaura, la frialdad de la indiferencia… -No es la frialdad; es el yerto sufrimiento razonador que ha hecho de mí una desdichada para siempre. Por largo rato aún continuó el doloroso ergotizar del amor imposible y de la súplica inútil. Se escuchó todavía el último reclamo: -Rosaura, es que temo al recuerdo recalcitrante que aleja el sueño, que muerde la tranquilidad de las horas… Sólo aspiraba a un engaño piadoso, una venda para mi cobardía… -No insista. Es usted un hombre, no un condenado… Le prometo en cambio, lo único digno y grande. Guardaré un grande y sagrado recuerdo por usted. Será mi último homenaje a su sacrificio y a su hidalguía… -Usted, Rosaura, ha sido y es la dueña de mi destino. Bendita sea usted… hasta en su última voluntad para conmigo. Había venido insensiblemente el crepúsculo y en los nudosos troncos de los árboles del patio, aquel patio tan caro a los recuerdos infantiles de Alberto, se estampaba el rojizo beso del sol muriente. El follaje de los plantíos, se tornaba en verde transparente y casi pálido. El patio provinciano, rendía sus primores vetustos… Rosaura se sintió sobresaltada; era la hora de terminar la entrevista. Se irguió con resolución en el porte. Para no dejarse delatar por el roto metal de la voz, en su vencida pose de mujer fuerte, habló con laconismo cortante, después de largo y pensativo silencio: -Alberto, es ya hora de irme. Salvatierra, haciendo añagaza aún al desgarro irremediable, agregó conteniéndose y aparentando vanalidad en el tono: -¿Lo recuerdo, Rosaura?... En esta casa, una mañana, después de la misa, le dije por primera vez mi cariño… Campanitas alegres, revolotear de castas palomas… Ahora, aquí mismo tengo que decirle adiós. Es también ya muy tarde, otras campanitas rezan… Quién lo hubiera dicho, ¿no? Y ahora, ¿me permite lo último? -y esbozó un rictus en los labios, como una mueca, tal vez un gesto de beso. -Sí se lo permito -afirmó con dominio ella. Se aproximaron rápidamente y se unieron en un atropellado instante casi torpe. Alberto ansió dejar en aquella carne enternecida, pálida de sufrir -como el alabastro incólume de ardores ocultos- la honda cicatriz de su beso. Instantes después, la miró alejarse por la senda ya oscurecida. Avanzaba con paso elástico, tranquilo y casi grave, como si hubiera cumplido ella un rito de su culto o de su raza. Aún perduró un instante, la línea elegante del torso flexible, la onda suave del largo pelo cayendo en la espalda. Era como la virgen antigua llevando el vaso con las cenizas de Británico… Alberto experimentó entonces un estrechamiento involuntario del pecho, luego la distensión del hondo suspiro. El deshielo de la montaña angustial.

CAPITULO XVII LA DESENCANTADA RETIRADA DEL DESTINO

Entretanto había variado el panorama de las cosas por completo. Llegó el interventor y su comparsa para meter en vereda a los impacientes estadistas en ciernes que jamás se resignaron a soportar el pachorriento ritmo político del senador Barbosa. El enviado federal del presidente, era un señor general cuyo apellido sonaba aún como apagador de fogones montoneros y que no empleó ningún adorno para ocultar su rabiosa definición: venía a reponer en su sillón y reponer de sustos, al fantoche sacado a escobazos del gobierno en la madrugada del 30 de mayo. Don Tolomeo contaba como siempre con la palmada del presidente en el hombro. El doctor Amenábar resultó así un arúspice genial cuando clamaba por la eliminación política como manera única de desbrozar y batir la nepótica selva barbosista. El general ordenó prisiones y Salvatierra se vio envuelto también en proceso por los tristes sucesos acaecidos en casa del senador el día del motín. A todo esto, contemplando con ojos de zorro dormido los sucesos, había permanecido en absoluto ajeno a ello, el doctor Aurelio Salvatierra, alejado como siempre en su quinta suburbana. Ya sabemos como no le importara un bledo del agua que corriera por debajo de los puentes; sin embargo, acechaba desde lejos, cauteloso, los pasos de Alberto, su sobrino. Por él, ya dijimos, ardían los últimos fuegos de afecto de su corazón, viejo planeta en enfriamiento… Al principio, cuando se impuso de los primeros tropiezos del flamante político, contestóse para decirse avinagrado para su magín: -¡Psst! Yo le di mi consejo… Eran mis semillas más maduras. El las tomó como maíz engorgojado; bueno… bueno… -Y se encogía de hombros aparentando dejo. Pero poco a poco, se le encalabrinó sin disimulo la fibra afectiva; era inútil, la sangre tiraba… Cuando vio venírsele al joven de veras la tormenta, no pudo contenerse más, pero se impuso el férreo imperativo de no dejar asomar el ablandamiento de su ternura -¡dura escoria! -en un macho pudor de quien se hizo una máscara para esconder su verdadera fisonomía sentimental. Alcanzaba su manía hasta no dejar traslucir su yo emotivo a Alberto, para quien fuera siempre ángel tutelar, quizá, travestido de mandinga… No pudo más y llegóse un día por la casa de su sobrino. Más de un año haría que en el recuerdo de aquel umbral, no se viera dibujar la calcomanía de aquella colorida estapa sui generis: montado el doctor en su zaino grande más conocido que la ruda en el pueblo, las lueñes piernas del caballo metidas en claudicantes botas de alta caña, la galera cuadrada y polvorosa dejando escapar por detrás una rizosa melenita ya gris, el periódico infaltable calzando dificultosamente en el bolsillo de la verdosa americana y haciéndole estela profusa, en cardumen, la llamativa tropilla de sus perros chorreados… Después de manear su cabalgadura, avanzó el recién llegado por el zaguán, luego por la galería. Topóse con misia Elisa quien exclamó asombrada: -¡Aurelio! Usted por mi casa; tanto gusto… -Señora. Yo de ver a usted -Y sin más rodeos inquirió-: ¿Y Alberto, se le puede ver?... salió el aludido del cuarto inmediato. -¡Oh, tío… tanto tiempo! -Palmadas de bienvenida. -¿Cómo te va, muchacho?... -El viejo trasunta alguna emoción. Un tanto corrido, escurriendo la mirada, responde el joven con un poquito de amargura: -Ya lo ve, tío; desastrosamente. Con bondadosa discreción, el doctor pasa de largo, eludiendo casi el puente que se le tiende para la franqueza. Toma en cambio asiento con aire distraído y suelta como al peso: -Cosas de la vida, muchacho… -Aleja aún más la oportunidad y agrega -: ¿No piensas ir pronto para “Uspara”, la estancia? Tan perdido de tus pagos. ¿No te andará haciendo perjuicios el lión? No te confíes del todo en capataces… -Es cierto, tío… -Se ensimisma el joven y luego añade-: Bueno; es que estas cosas que me han pasado… No me han dejado moverme… -Un guión de silencio intercede en el diálogo. Nuevamente y con esquivez habla el doctor Salvatierra: -Bueno, muchacho. A mí, que no soy “estadista” como ustedes no me preocupan las cosas públicas. Vengo a hacerte un sencillo pedido; tengo que irme pa “Las Tres Marías”, mi campito, a ver una hierra… Se me pierde mucha hacienda… Y güeno; necesito tu compañía. Además estoy poniéndome bichoco y quiero que conozcas lo que es mío… Total, vos tendrás que ser el dueño, pues no pienso dejar manadas pa las ánimas ni pa frailes… Alberto pasaba por ese trance de dejarse llevar por otra voluntad entera. Disgregada, desterrada de sí misma, era su personalidad como esa nube flotante en un cielo de tedios, de vecindad moral. Accedió a la invitación. El doctor empleaba como distraído ese expediente tortuoso para sacar al “muchacho” como le aludía, del medio asfixiante en que se debatía. Quería renovarle de ser posible, fibra a fibra, el ser psicológico, como se renuevan las células, la sangre… Temía no poderle arrancar. -Este muchacho tiene un estérico bárbaro. Está como embichao… -Se decía para sus adentros con inquietud pensativa. Sin embargo, respiró tranquilo por haber conseguido su objetivo con inesperada facilidad. A la noche siguiente, después de cenar, “para aprovechar la fresca” abandonaron la cuidad conducidos en el viejo tilbury del doctor que él guiaba, con caballos de repuestos y “marucho”. Era una calurosa noche de fines de noviembre; contaban con el plenilunio de medianoche adelante para andar el largo camino hacia “Las Tres Marías”. Atravesaban la cuidad hacia el norte; luego no más dejaron atrás el barrio de la plaza Colón, silencioso y tranquilo ya, cesado el trajín de trenes en la estación del F.C. Andino. Y rodaron siempre al mismo rumbo metiéndose en la sombra oscura y en el desolado camino, como en un túnel de ignota largura. Ambos guardaban tenaz silencio; el chirrido de las ruedas del coche por los largos arenales, ponían en los oídos una intolerable sordina áspera que interrumpía un gemido de hierros y maderas a cada tumbo del camino o las voces del conductor animando a las bestias de tiro. Absoluto silencio por la comarca desierta. Después de un par de horas de marcha, la luna irradió como un fanal en los filos de la sierra que se extiende al costado naciente de la huella, alumbrando la paz adormecida del campo. Fue como un fiat-lux repentino. Entre tanto circulaban por lo alto, frescas ráfagas del lado del sud; el cielo aparecía empañado de grandes nubes desunidas que a la luz del astro nocturno podían seguirse en sus raudos desplazamientos, ora hacia la sierra, ora hacia el septentrión. Los viajeros bajaron la capota del coche. Alberto, medio rebozado en su chalina, dejaba deshilar sus requemadas cavilaciones de siempre. El doctor, reclinado hacia un costado, con sus ojos nictálopes acechando la marcha de los caballos de repuesto que trotaban muy adelante, se había aforrado en espeso mutismo. El joven miró largo tiempo el juego de las nubes en la altura, iluminadas al trasluz como masas de grasas vaporosas. Al cabo de largo rato le venció el cansancio y se durmió. Su calcinada ideación y sus nervios alertas por las fuertes sacudidas de los últimos tiempos, se anudaron para tramarle la espesa filatura de los sueños. Soñó como en las sobresaltadas noches de la adolescencia, con la imagen inmaterial de la mujer… Un grupo de jóvenes muchachas, venidas de un país de cuento azul, en una tarde de fiesta galante, apareciósele cercado por un ambiente luminoso y fresco que diríase copiado de una tela de Watteau. Contempló el desfile de las luminosas bellezas realzadas por la magnificencia de sus trajes primaverales de todos los colores y reconoció en los rostros, finas imágenes de amigas de la infancia, en muchas de las cuales dejó prendido sin eco y sin destino, el yerto botón en flor de su cariño puro y triste de niño huraño… Bruscamente, se vio transportado a otro plano del ensueño -juguete de su ilogismo-, pero siempre conducido de la mano por las mismas encantadas presencias. Sintióse en una vieja plaza del recuerdo, con perdidos senderos orlados de violetas y brillante césped, voltigeando sus inquietudes de niño y soñó después que del corro de las jóvenes hadas, se adelantaba con inmateriales y furtivos pasos la más bella, la de más armoniosas líneas, la de perfil más fino -¡Ah, pero sin lograr identificarla!- y llegando hasta él, cautelosa, le cercaba por detrás con sus frescos brazos, le oprimía con las manos los cansados párpados y sentía entonces el perfume de la carne satinada, el roce de los cabellos turbadores y la tibieza de las rosadas yemas opresoras. Después, sus casi cegados ojos, miraron diríase al fondo de su psique y adivinaron en escorzo las líneas de su rostro pálido de nácar, tocado de una dulce y serena tristeza de enferma. Sin embargo, la presentida fisonomía, huyó, huyó… con desesperante esquivez por una senda de incalculable finitud. Entonces él, con la fiebre de humanizar la increada imagen que le enloquecía, hizo con sus dedos esfuerzos inauditos, en sangrientas crispaciones, para disipar las nieblas que ocultaban los rasgos del rostro ensoñado. Al fin aquella presentida entelequia, legó a traducirse en un desteñido daguerrotipo de mujer… Se le apareció la faz de Rosaura con los contornos de su obsesión. Pareció decirle con desfalleciente voz, mientras movía dulce y negativamente la cabeza: ¡Ya nada podremos ser! Mortal angustia comprimióle el corazón y cuando con ansias locas pugnó por acercarse, rendido de hinojos ante la sombra bendecida, desdibujáronse de pronto los rasgos adorados, como la súbita disgregación de átomos, hasta diluirse en el fosforescente espacio de los astros… Después, soñó en una larga persecución por las regiones de la altura en pos de la huidiza forma, hasta que, inmaterializado como una burbuja de vida, vagó sin fin, sintiéndose inconsutil, ingrávido por las etéreas regiones de Urania. Instantes después, parecióle caer a la tierra, como un pesado cuerpo cae, hasta dar en un prado de verdegueantes colores. El caprichoso suceso imaginario, hizo acudir en tropel a unas avejentadas comadres de la comarca, diríase de afilados rostros y agudas miradas, que levantaron de inmediato su cuerpo en vilo, entre regocijadas carcajadas de sabatt… Experimentó luego extraña sensación de sentirse hueco por dentro, sin cerebro, sin articulaciones, sin vísceras; parecióle ser leve como un muñeco de esponjada paja y se vio luego izado por los aires, mediante los impulsos que le imprimían, con un manteo ora tenso, ora flojo, sucesivamente, las desdentadas brujas en un sube y baja grotesco, juego diabólico, suplicio refinado, que celebraban con grosera algarabía. Desprendido de su fofo cuerpo, su yo pensante pareció asistir desde lejos a la escena, contemplando con espanto en la elevación a su propio cuerpo que hacía contorsiones y a su rostro y a sus brazos y piernas, volteando en el espacio como aspas de un molino macabro, incongruente y absurdo… Era como el cuadro neurótico de Goya. Por fin, molido a golpes, soñó que le abandonaban aquellas parcas en tierra, no sin antes despedirle todo el corro con una desafinada cantata burlesca. Sin embargo, aún la última de aquellas abyectas figuras, se acercó a sus oídos y con agria voz, pareció decirle como en un escupitajo: -¡Eso eres tú, un pelele! Un violento tumbo del carruaje le despertó; se restregó con ardor los ojos y de un manotón, arrancóse del cuello la chalina. Abundante sudor le inundaba la frente y las sienes. Rodaron todavía algunas horas. La luna baja ya, parecía huir como un rostro macilento y ajado, corrido por la campesina y rosada aurora ya vecina. Alguna lechuza trasnochadora, pegaba su volido titubeante desde el camino al cerco. Las vizcachas ultimaban sus pláticas dengosas en la playita cercana, lisa y clara como una plazuela en el campito humilde. El marucho de los caballos rezagóse adrede para anunciar al doctor que estaban muy cerca del puesto de “La Cañada” desde donde hay apenas dos leguas al lugar de destino. Escuchóse entonces la voz del doctor, contento por el anuncio, dirigiéndose al sobrino después del largo mutismo: -¡Despertá, hombre!… Mirá que vamos a llegar. -He dormido como una piedra, tío. Hace mucho que no dormía así… Además, una pesadilla tonta… -Así debe ser… Has difareado como un embrujao. -Va… sueños, ilusiones, tonterías, tío… -Tené cuidao, muchacho -advirtió con ironía el viejo-. Recuerdo que mi shopennahuer dice por ahí: “la vida y los sueños, páginas son de un mesmo libro…”.

CAPITULO XVIII LA ARENGA DE LA EXPERIENCIA

Se acercaban a “Las Tres Marías” y amanecía. La lomada baja que servía de fondo a las poblaciones de la estancia, ofrecía ahora claramente a la mirada, su perfil de lánguidas curvas, recortado en la claridad del horizonte de color lechoso. Un trecho más avanzaron y se distinguieron en lo alto de los molles de la falda, como motitas verdes pegadas en un poncho amarillo y rugoso. Doblaron por el esquinero de piedra del corral viejo y como de golpe se enfrentaron con el corredor de las casas protegidas por el guardia-patio hecho con palos de telégrafo tendidos a lo largo. Alboreaba espléndidamente. El “chuschin”, el más madrugador de los pájaros de la comarca, desde las quebradas cercanas, entonaba insistentemente la única y breve sonata de su repertorio. Luego, le seguían los demás pájaros. A lo lejos el chivato de la majada, dejaba escuchar el reclamo del celo traducido en su balbuceo de mudo ebrio… La peonada y el mujererío cada uno por su lado, dormía al raso en pleno patio, distinguiéndose aquí y allá los bultos abigarrados en la media tinta de la luz vagarosa, azulina y rosada del amanecer. La perrada con sus unánimes ladridos despertó la atención de un dormilón que se incorporó entre las revueltas pilchas, con su aire cómico y aterrado. Avisó y se notó revuelo inmediato en la casa. Los viajeros bajaron del coche y luego arrastraron sus pasos entumecidos hacia el corredor. Los aleros bajos, todavía oscuros por la escasa luz natural, prolongaron el eco de las pisadas en los cuartos mohosos y sonoros que recién se abrieron, con aparato de candados, alambres y llaves. Alberto, sintió como maternal la muda acogida de aquella casa de campo, cuyo frescor parecía adentrársele hasta la médula de los huesos; tan bienhechor lo sentía. Echóse en un amarillento sillón de mimbre y se puso a pasear sus ojos por unas desteñidas oleografías que se barruntaba con trabajo en las paredes del aposento. Sentía cansancio y el peso de los párpados le decía a las claras lo imperioso de la necesidad de continuar el sueño reparador, ausente por tanto tiempo. Vivía instantes de placentera intimidad. El recuerdo no taladraba su mente diríase vacía de células cerebrales. Durmió largas horas en una improvisada cama hecha de escaños de algarrobo. Muy entrada la tarde despertó. El doctor Salvatierra le aguardaba impaciente para llevarle a ver los corrales, las represas y demás instalaciones de tipo criollo antiguo. Le presentó a los capataces y comadres viejas de la estancia. -Este muchacho es mi sobrino y… un día cualquiera será el patrón de ustedes en cuanto “yo entregue las tablas” ¿eh?. Después de la cena temprana ambos se hicieron poner sillas en el extremo poniente del corredor. La luna, que aún no había asomado por sobre las sierras, dejaba lucir plenamente el enjoyado resplandor de las constelaciones sobre un cielo de negro raso. El silencio, casi perceptible por lo material, era interrumpido a lo lejos por un “colcón” que daba sus graznidos de viejo asmático y protestón. Ambos callaban contemplando el cielo. Sentían la grandeza del cosmos que infunde un agobio casi místico en los espíritus. De pronto el doctor que procuraba tener con cautela un puente confidencial hacia el joven, dijo con misterio: -Aquí, donde vos me ves, yo tengo y he tenido mi estrella regalona en el cielo. La agarré p’amí, desde que en el colegio Monserrat nos aleccionó sobre ella el profesor de cosmografía, el fraile Achega… Mirala, es aquella brilladora junto a la tropilla de Can Menor, se prende y se apaga… Es Gomeiza, la “guiñadora” como la llaman. -¿Y por qué la prefiere, tío? -Ah, porque es un signo p’al cristiano; porque es casi humana. Todo en esta vida es una guiñada; guiña el ojo el pícaro, el traidor y la mujer… Hay que estar alerta. Esa estrellita es como mi emblema; nos dice que debemos vivir dispiertos, dispiertos… -Usted tendrá razón, tío… -No estés triste, muchacho. Hay que distráirse. A más nada es pa tanto. Y “como dice el dicho” aunque en lengua de fraile, in púlicis morsu Deum invocare. No hay que invocar a Dios por picadura de pulgas. -Alberto se sintió bruscamente despabilado al tocársele en la llaga, y se abrió entero. -Ciertamente, tío, estoy baleado en l’ala. ¿Para qué ocultarlo? Me han pasado tantas cosas… -Todas las he ido sabiendo, m’hijo. Quería sacarte de la madriguera en que estabas metido, para venirte a hablar a solas, sin furia, con sinceridad y con la experiencia que me han dado esta tracalada de años que llevo encima como poncho de muchas hilachas. Si vos me hubieras hecho caso aquel día que cáiste a tantearme, cuando el tilingo de Amenábar te había calentado los cascos con la bulla del civismo y los derechos populares… -Cierto, tío. Creí que usted me contrariaba de gusto. -Lo de siempre; los jóvenes creen que concejo é viejo es gruñido de perro dolorido. Ahora, yo no quiero hacerte doler, pero ya lo has visto, te han largado como flete trasijao de un solo galope. ¡La política y sus fantoches! Me perdió a mí desde entonces y todavía no me hallo… Y a vos, si no te volvés a tiempo… -Sí, me arrastraron, porque nadie se salva en aquel pueblo de políticos. Todo y todos conspiran para envenenarlo a uno con ese vicio nuestro, agarrador, embriagante… Usted sabe. -Ah, muchacho; ya has de haberlo comprendido. Aquí, nadie puede salvarse de la leva. Todos tienen que meterse en la procesión del civismo, nadie puede repicar desde juera. Tiene que ser uno, tirio otro llano, blanco o negro, barbosista u opositor: ¡Guay! del que se lo tire de neutral o moderado, ése es bicho forastero, epiceno o traidor, no tiene olor y hay que echarlo de todas las canchas, es como apestao. -Muy cierto; así es. Aquel es el pueblo delirante, loco de política. Yo sorbí el veneno y me tiene calado hasta los huesos… ¡el tributo de la juventud sincera! -¡La política nuestra, muchacho! Es el arte criollo que enseña a borrar con el codo lo que se escribió con la mano y sin mosquearse siquiera; de malquistar a la mitad de la gente en contra de la otra mitad pa achurar en la misturanza; de alabar a gritos ahora a un caudillo a quien se va a traicionar mañana muy de callado; arte de pelear por los “principios” con rabia prestada; de robar en público y usando coche para que no digan que es robo… sino “latrocinio”; ocasión, en fin, de aplicar severamente la ley… al contrario político! -Fiero el revés del tejido que me mostraron -exclamó Alberto. -Sí, m’hijo. Esos hombres engañadores, esos políticos son tipos cuyas mañas, no se diferencian de las mañas que vemos en los bichos de nuestros pagos. ¡Copias del natural! Yo los he visto de varias layas. Velay el político (13) “carpintero” un trepador afortunado, sube ligero en su carrera luciendo copete colorado y chalina de gaucho compadre para llamar la atención, picoteando fuerte en los palos pa que lo sientan venir… Es desafiador de la envidia y el odio pero se confía en su ruido y aparato. A veces, y es lo más seguro, se rompe de gracia el pico… Está también y asegún el político “araña”. Astuto y escondedor de leche, tiende sus telas largas con habilidad, con tiempo y viveza, “aguaita” escondiendo las cáidas de los otros y se deja estar panza arriba… La presa le llega segura; es el más entendio y diablo pero es bicho escaso. ¿Y por qué nos hemos de olvidar del político “sapo” tan común en los pagos de tierra adentro? Es mozo de gran paciencia, sabe esperar y esperar componiendo de ganas la garganta, hasta que le pasa la mosca por cerca de la boca…y como a esto le llaman oportunidad, no la dejan pasar ¡caray! y se la embucha. Dicen que ésta es la gran ciencia en política, aunque yo no le vea la gracia, a menos de ser lerda como cosquilla e viejo. -La política ¡Maldición!... Yo me arranco de ella para siempre y me vuelvo a mis pagos criollos de antes. Se lo juro, tío. Dejo eso sí en la disparada, hasta mi corazón… Una placentera sonrisa encendió el rostro del doctor Salvatierra y le puso joviales y movedizos los nervios. -¡Ahora sos mío, muchacho!... -exclamó con ternura emocionada y le tendió los brazos. Azogado, entusiasta, volvió a sentarse. Irguió el busto, se atuzó con mimo la platinada barba y mirando hacia la lejanía, dijérase en ensueño de visionario, habló: -…Cada vez que en noches tranquilas, me pongo a pensar en esta punta del alero de mi rancho, solitario y viejo como soy, el aire de esas sierras como si fuera vaho e ginebra, me pone inspirado pa decir las cosas que siento de mi tierra. A veces -creémelo- pienso que yo sería un buen compañero pa tocar repiques hondos y fuertes, llamando a los hombres de mi provincia a una extraña y simbólica asamblea… Quemaríamos en una pira muy grande a los fantoches de la política, representada por partiditos voraces y personales, y en cambio formaríamos una sola falange patriótica y altiva para tener un culto sagrado y exclusivo por las virtudes del trabajo criollo y el amor antiguo de la Patria! Pero el mal está muy adentro. La “cosa pública” es la logrería y el odio. Ahí queda Tolomeo otra vez, dueño pa rato del aduar. Sus compadres y aparceros, le harán trinchera pa que naides le deshaga el nido. Mientras tanto… él seguirá haciendo carambola con “su” gobierno, pasándolo de él a manos del hermano, del hermano a manos del cuñado, del cuñado al compadre de obligación, para más seguridad. ¡Y él seguirá haciendo en nuestra provincia, el “progreso”, el derecho, la sociedad y hasta el talento de los hombres!

1 De la familia del pito-real (Gesinus visilis L). Ave de la orden trepadoras.

-Es la verdad, tío. -Pero no te creás que son mejores los “provincialistas” sobrino. A éstos les falta madurar el mate, son gentes que deliran, no ven los bultos. No saben lo que no se puede hacer en política, es mejor olvidarlo del todo y borrarlo del mundo. Las ilusiones son sólo pa los enamorados. -Después de un instante de meditación, prosiguió: -Y tanta muchachada nuevita que va cáindo en la volteada de la política barbosista. Entran a la oficina pública y ahí quedan dejando a lonjas sus energías mejores. Se dejan jinetear el carácter y quedan mansitos pa siempre y pa todo. La inteligencia la gastan en contar folios de expedientes. Apenas cortadores de tientitos delgados pa costurear roturas muy grandes del cuero sagrado. ¡Ah, ablandaos por los mandones!... Bruscamente, interrumpióle Alberto, con esa ingenua costumbre campesina de anunciar los pequeños fenómenos celestes en cuanto se producen: -Mire el cielo, tío; qué lindo, se corre una estrella… -(En la comba del cielo bruno, rayó en efecto como un diamante sobre un vidrio, una estrella fugaz, una bengala que iluminó instantáneamente el ámbito para ir a sepultarse luego en la oscuridad ignota). -Ajá, mesmamente, muchacho… -cazó al vuelo el viejo-. Esa estrella me ha hecho acordar a más de un mozo brillante de nuestro pueblo, que alumbró bonitamente un instante y se lo tragó la política!... -Ciertamente… ciertamente, tío. -Y bueno, como iba diciendo, yo creo en la grandeza de esta provincia y sólo en la virtud del hombre que trabaje con las manos calludas y buenas en los campos; virtudes que amasan riqueza de láy, que calman los nervios de los afiebraos y que abuena al hombre en la alegría del bienestar conquistado, lejos de las votaciones tramposas y de las bullangas de los constitucionalistas vendidos al caudillo cogotudo. Yo he pagado con mi vida fracasada este inofensivo derecho de repicar desde el techo de mi rancho aunque sea pa las estrellas… A vos, mi muchacho, quiero apartarte pa siempre del montón endiablado; ahí está tu campo de “Uspara”, ahí está tu vida libre, tu gran destino… Cobró aliento y prosiguió: -Mirá; todo eso que se alarga pa allá abajo, hasta muy lejos, es campo mío, será también tuyo; es cosa del destino… A veces a ese mi campito, siento deseos de amorosearlo como a un pingo regalón. Si fuera un cantor, le rezaría tal vez una milonga criolla: “Campito criollo de mis pagos… -hay alma tierna en tu aire sano y delgado, - providencia güena en el abrigo de tus molles y tus talas -dádiva de Dios en tus pastitos dulces -arrimo tutelar en tus lomadas suaves -fiesta en el primor de tus florecitas alegres -y descanso bienhechor pal cansancio del día -en la blanda arena de tus barrancas tupidas -como costurones verdes en el inmenso poncho de tus llanuras… -¡Campito de mis pagos…! ¡Regazo, cuna, fuente, cielo!”. -Viejo querido… -musitó Alberto. Y así dijo su “mensaje” el viejo Salvatierra, doctor y gaucho. En su ademán alucinado, extraño; y en su voz tremulante diríase haber escuchado a un extraño personaje vaciado en el metal dulce y tierno del de Asís, aleado con el bronce tosco del Martín Fierro legendario.

…Y como en las historias librescas, esto encontramos que había escrito don Narciso Cobas en un apretado y resobado infolio en forma de expediente, como para no perder la costumbre.

***FIN***