Vidas Imaginadas
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Vidas imaginadas Rosa Villada 2 A José Antonio 3 “Yo escribí para que me quisieran; en parte para sobornar y, también en parte, para ser víctima de un modo interesante; para levantar un monumento a mi dolor y para convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo”. Adolfo Bioy Casares “Nadie toleraría la vida sin vidas prestadas, la propia no basta”. Elías Canetti 4 Capítulo I Por fin iba a conocer a Andrés. Después de dos meses escribiéndose con él, Sara iba a conocerlo personalmente esa misma tarde. Aún faltaba más de una hora para que se produjera la cita entre ambos. Era él el que había elegido el lugar donde se verían. Se trataba de un café muy conocido, el Comercial, al que ella había acudido muchas veces durante su época de estudiante y, en ocasiones, cuando buscaba cierta tranquilidad para escribir algún relato, años antes de publicar su primera novela. Había llovido mucho desde entonces. También ese día primaveral estaba lloviendo. A ambos les gustaba la lluvia. Así se lo habían confesado en alguna de las muchas cartas que se habían intercambiado a través del correo electrónico. En uno de sus escritos, él le había dicho: “Los meses estivales no me gustan, alteran mi natural existir. El exceso de luz y el calor me desagradan. Prefiero que el día dure poco y prefiero el fresquito. Prefiero las nubes y, de vez en cuando, la lluvia. Me encantan los días grises en los que mi mente se siente inclinada y ayudada a producir y a meditar”. Esa carta era la última que Andrés le había mandado antes de marcharse a la playa con su mujer y sus hijos, para pasar la Semana Santa.“A ver si puedo leer en estas vacaciones” –le había dicho- detrás de cada palabra que lea o escriba estarás tú, sobre todas mis actividades flotarás tú, en todos mis pensamientos y sentires te dibujarás tú, y hasta puede que en algún sueño especial me acompañes tú. No va a ser la primera vez. Estaré cerca de ti, sin duda sentirás mi presencia”. 5 Sara recordaba perfectamente esa carta, porque en ella Andrés le había anunciado que cuando volviera de la playa se conocerían personalmente. Algo a lo que él no había accedido hasta ese momento. También recordaba todas las otras cartas que él le había escrito, y meditando sobre la influencia que éstas habían tenido en su vida, se acercó andando lentamente al café Comercial. Había pensado coger un taxi, porque Madrid estaba imposible en los días de lluvia y era mejor no sacar el coche. Luego había cambiado de opinión. Coger un taxi no le garantizaba evitar los atascos y poder llegar a tiempo a la cita. La posibilidad de quedarse inmovilizada en algún punto de la ciudad le hizo desistir de su propósito. Finalmente, decidió trasladarse en metro y salió de su casa, ubicada en una urbanización de las afueras, con mucha antelación a la hora de la cita. Eso le permitió bajarse dos estaciones antes de llegar a su destino, y caminar un poco con su paraguas bajo la lluvia. El paseo le podría servir para tranquilizarse. Para qué lo iba a negar: estaba nerviosa. Muy nerviosa. Desde que Andrés había accedido a que se conocieran personalmente, una semana antes, ella había estado muy alterada, y conforme se acercaba el momento de verse su nerviosismo se hacía aún más patente. Llevaba dos noches sin dormir, dando vueltas en la cama, y a su marido no le había pasado desapercibida tanta excitación. - ¿Qué te pasa?, le había preguntado. - Nada –respondió ella- lo de siempre, que no me concentro para escribir. - No te preocupes –dijo él- a todos los escritores les pasa, en algún momento, lo que te está ocurriendo ahora a ti. Cuando ya han publicado varias novelas, y han tenido éxito, siempre tienen miedo de no dar la talla en la siguiente. Pero tú la darás, no tengo ninguna duda. Sólo es cuestión de que tengas un poco de paciencia. En los últimos meses habían mantenido la misma o similar conversación muchas veces. Era verdad que ella estaba atascada, que llevaba casi un año sin 6 poder escribir. Era verdad que sentía un miedo atroz cada vez que se sentaba delante del ordenador, y que no había sido capaz de esbozar más que unas pocas ideas para su nueva novela. Todo eso era cierto, pero en aquel momento no era esa la razón de su nerviosismo. Si se encontraba tan alterada era porque iba a conocer al hombre con quien había estado escribiéndose en los últimos meses. Iba a conocer a la persona con la que más había congeniado en mucho tiempo. Alguien desconocido, un admirador suyo, amante de la literatura, que hasta el momento había preferido mantener el contacto con ella sólo a través de las cartas que se cruzaban vía Internet. El sólo le había desvelado su nombre, Andrés Salinas Torres, y que también vivía en Madrid. Sara levantó la vista hacia el cielo y cerró el paraguas. Aún había luz solar y ya no llovía. Miró su reloj y comprobó que todavía faltaba un buen rato para que se hicieran las ocho, hora a la que se habían citado. Para hacer tiempo se detuvo ante un escaparate de ropa interior. Mientras miraba un provocador body negro de puntillas, se sonrojó al pensar en el tiempo que había tardado esa tarde en elegir la ropa para su cita con Andrés. Recordó cómo se había probado varios conjuntos sacados de su armario, y ninguno le parecía el adecuado. Aunque le costase reconocerlo, quería estar guapa para él, pero no quería ir muy arreglada porque podría dar la falsa impresión de que le importaba demasiado su aspecto externo. Y a ella eso nunca le había importado. Siempre anteponía la sencillez y la comodidad a la moda o a cualquier otra tiranía estética. Pero ese día quería estar guapa. Quería gustarle. Por eso había tardado tanto en decidir su atuendo. Al final, había optado por vestirse como todos los días, con unos pantalones vaqueros azules y una blusa de lino blanca. Sólo se permitió la frivolidad de ponerse debajo de la blusa desabrochada una camiseta negra muy ajustada que, al ir sin sujetador, marcaba el contorno de sus pechos. Sin embargo, al ver ahora su imagen reflejada en el cristal de aquel escaparate, a Sara le pareció que la camiseta le 7 quedaba demasiado ceñida, y se abotonó la blusa dejando sin abrochar los dos botones de arriba. Con ademán nervioso, volvió a mirar el reloj. No habían pasado ni cinco minutos desde que lo consultara la última vez. A pesar de que aún quedaba tiempo decidió apretar el paso y encaminarse directamente hacia el café Comercial. Cuando llegó, el corazón le golpeaba con fuerza en el pecho y las piernas le temblaban. Echo una rápida ojeada al local y vio una mesa libre al fondo, junto a un gran espejo, y se dirigió hacia ella. Una vez sentada, respiró profundamente y volvió a mirar el reloj. Aún eran las ocho menos cuarto. Más serena, agradeció ese rato de soledad del que aún disponía antes de que llegara Andrés. Así podría tranquilizarse un poco. Pidió una cerveza y un camarero anciano, vestido con chaquetilla blanca, se la sirvió enseguida. Mientras bebía a pequeños sorbos, repasó mentalmente cómo se había iniciado la correspondencia virtual con Andrés, y cómo habían ido intimando a través de la escritura, hasta sentir la necesidad de conocerse personalmente. Se rió para sus adentros. ¡Quién se lo iba a decir! Ella, que siempre se había burlado de los encuentros virtuales, tan de moda en estos tiempos, y de las citas a ciegas, se encontraba allí esperando al hombre con el que había intimado a través de un ordenador. No podía creérselo. Un hombre al que no había visto nunca. Muchas veces se había preguntado cómo sería físicamente Andrés. ¿Sabría reconocerlo cuando entrase por la puerta? El jugaba con ventaja porque sí sabía cómo era ella. Al ser una escritora relativamente conocida, había aparecido varias veces en los medios de comunicación. Y, además, su foto podía verse en las solapas de sus libros. Desde el comienzo de su comunicación virtual, Sara había mostrado interés en que se conocieran. Después de recibir sus primeras cartas, ella buscó en la guía su número de teléfono para agradecerle un regalo que le había hecho, y al no encontrarlo le propuso una cita. Pero Andrés no quiso aceptar. Podía recordar, hasta 8 textualmente, lo que él le respondió entonces: “Mi cerebro prefiere contactar con otros cerebros sin la distorsión que producen los filtros corporales. Por eso, si no te importa, deseo seguir en el anonimato. Creo que así se gana en objetividad, frescura y magia”. Cuando en la siguiente carta ella protestó diciéndole que le gustaba ver la cara de las personas con las que se trataba, y que no tenía por costumbre escribirse con desconocidos, además de que estaba en desventaja porque él sí sabía cómo era ella físicamente, Andrés le respondió que no existía esa desventaja. “Tú no me conoces, pero yo a ti tampoco. No nos hemos visto nunca personalmente ni sé nada de ti. Lo único que sé es por tus novelas y por las entrevistas que te han hecho. Como ya te he dicho otras veces, prefiero la comunicación directa de cerebro a cerebro. El resto del cuerpo es un accidente de la persona y por eso no me importa en absoluto. Internet se presta perfectamente a este tipo de intercambios, y a mí me interesa conocer cerebros, no personas físicas”.