1 Abdón Ubidia UN SIGLO DEL RELATO ECUATORIANO No Se Ama Lo Que No Se Conoce. Y Se Desprecia Lo Que Se Ignora. El Recuento
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1 Abdón Ubidia UN SIGLO DEL RELATO ECUATORIANO No se ama lo que no se conoce. Y se desprecia lo que se ignora. El recuento que viene a continuación quiere ser un llamado a los políticos, empresarios, periodistas y profesionales diversos, que han descuidado el conocimiento de nuestras letras: esa preciosa fuente de comprensión, reflexión e información de la sociedad ecuatoriana y, concretamente, de su historia. Porque nuestras novelas y cuentos no sólo que registran ciertos períodos importantes sino que, además, muestran la vida vivida, en la expresión de Malaparte: el testimonio único de testigos ciertos que cuentan, piensan, interpretan, leen, afirman o niegan, las épocas que les tocó vivir. Siempre hay una manera de entender un relato -por más fantasioso que este sea- en el mundo que lo hizo posible. Un ejemplo: a comienzos del S. XX, mientras el ferrocarril unía Costa y Sierra -gracias al proyecto integrador de Alfaro-, la novela de otro liberal, Luis A. Martínez, A la Costa, hacía lo mismo en el plano de la literatura: juntaba de manera muy clara, esas dos regiones separadas, hasta entonces, por abismos físicos, económicos y culturales. No hay avatar, inquietud, proyecto nacional, que la literatura no haya registrado: identidad, Estado, mestizaje, migraciones, ruralidad, urbanización, política, desastres naturales, descubrimientos, ocultamientos también, cuántas cosas más: todas están narradas en ella que es el relato y, más aún, el correlato de nuestra historia. Si la literatura narra, de un modo artístico, esa historia, vale la pena que recordemos la historia de esa narración. 2 LOS ANTECEDENTES: ROMANTICISMO Y COSTUMBRISMO El Ecuador nace a la vida independiente en 1830. Se ha emancipado de la madre patria y de la Gran Colombia pero también las ha perdido. Un sentimiento de orfandad domina el s. XIX. ¿Cómo llenar ese vacío? ¿Cómo planear el futuro? ¿Qué modelo de Estado ha de ser construido? La ávida mirada de sus políticos e intelectuales -con frecuencia, los mismos-, busca referentes. Las evocaciones al mundo clásico, griego y latino, son obligatorias. Francia es un llamado imperioso. García Moreno hasta buscó su protección. La literatura registra esa nostalgia. Los escritores de la joven nación vuelcan sus ojos hacia el romanticismo francés y el costumbrismo español. Dichas corrientes han dejado profundas huellas en la Europa decimonónica. Chateaubriand, Lamartine, Victor Hugo son lecturas obligadas. Mera y Montalvo los conocen bien. Hay que aclarar que una corriente literaria no es apenas una moda. Todo lo contrario. Es una cosmovisión. Un modo de entender el mundo. Hay, entre muchas otras, un alma romántica y otra realista. El romántico entiende el mundo desde la pura emoción: desde sus pasiones. Y es la pasión libertaria lo que guía y luego condena a la Rosaura de La emancipada (1863), de Miguel Riofrío, la primera novela escrita en Ecuador. Es el amor sublime que Mera nos muestra en Cumandá (1879) lo que reordena el mundo de la realidad. La historia, esencialmente verdadera, de una rebelión indígena ocurrida en las inmediaciones de Riobamba, es decir, una historia de odio real, se transforma así, bajo esa mirada romántica, en una de amor irreal, ideal, romántico, que hace de Domingo Orozco, el cruel hacendado que "martirizaba a los indios", en palabras de Mera, un santo misionero y de Tubón, el jefe indio, un salvaje digno de ser catequizado. Un autor realista, hubiese puesto énfasis en el hecho concreto y social de la rebelión. Pero el romanticismo es espiritual, intimista, subjetivo y, además, como hemos dicho, pasional. Pasional y apasionado como lo fue también Juan Montalvo en la polémica y la 3 diatriba e, incluso, como anota Miguel de Unamuno, en el insulto. Y aquí debemos precisar que el romanticismo francés fue importado a nuestras jóvenes tierras, hasta con sus dos variantes políticas: la liberal de Hugo y Lamartine y la conservadora de Chateaubriand, con seguidores tan destacados como los mencionados Montalvo y Mera. El fervor romántico ecuatoriano no se agotó en el siglo XIX sino que se prolongó en el XX con obras importantes: Luzmila (1903) de Rengel, Égloga Trágica (1916), de Gonzalo Zaldumbide, considerada equivocadamente modernista pese a que sus semejanzas con María de Jorge Isaacs son más que obvias y El camino del llanto de Enrique Terán (1931), entre otras. EL costumbrismo también llega a nuestras tierras bajo el influjo de autores como los españoles Mariano José de Larra y Mesonero Romanos. El quiteño José Modesto Espinosa con sus Artículos de costumbres (1899) y el guayaquileño José Antonio Campos con Cosas de mi tierra (1929), respetan la matriz humorística del costumbrismo, algo ingenua, que, sin embargo, es la primera aproximación al realismo social, pues, en sus cuadros y estampas desfilan personajes reales, no siempre pintorescos pero sin duda vernáculos. Hay, por cierto, grandes diferencias entre Espinosa y Campos. Y es importante señalar de qué se ríen estos escritores. El primero, conservador, serrano, en vísperas de la revolución liberal de 1895, encuentra en los "chulla levas", personajes de la clase media, el motivo de su burla. Pero, en estricto sentido, su risa es nerviosa y con frecuencia deriva hacia la ira. El humor de Campos, costeño, liberal, rural, es, por el contrario, un gesto amable y cálido dirigido hacia los personajes de su tierra. EL REALISMO SOCIAL Jorge Icaza, Aguilera Malta, De la Cuadra, Enrique Gil Gilbert, Alfredo Pareja Diezcanseco, Adalberto Ortíz, Angel F. Rojas, son, entre muchos otros, los ecuatorianos que acompañan al Mexicano Mariano Azuela, al peruano Ciro 4 Alegría, al boliviano Alcidez Arguedas, a tantos más, en una corriente narrativa que, sin duda, domina en la primera mitad del siglo XX. Como ha ocurrido siempre, lo que pasa en Ecuador pasa en Latinoamérica. Lo cual se explica porque los hechos históricos fundamentales son los mismos: pasado precolombino, Conquista, Colonia, Independencia, República, caudillismos, democracia, dictadura, crisis, y, en los últimos tiempos, urbanización y deuda externa. Esta corriente narrativa, caracterizada por una vuelta violenta hacia lo vernáculo, se erige con rasgos diferenciales propios que la alejan del romanticismo: héroes gregarios, representantes de vastos grupos humanos (indios, cholos, montubios, etc); inventarios exhaustivos de la realidad objetiva (análisis históricos y sociológicos de sectores sociales definidos y descripciones de usos culturales, problemáticas sociales y hasta dialectos regionales); temas muy cercanos al proyecto de un Estado nacional ( mestizaje, migraciones interiores, un calendario histórico ecuatoriano como referente básico de los relatos). Dos años antes de la fundación del diario El Comercio, que –con la revolución liberal y las consiguientes libertades de información y de cultos, como antecedentes–, inaugura un nuevo modo del quehacer periodístico ecuatoriano, la novela que anticipa o funda el realismo social ecuatoriano, en esos tiempos ardientes, es la mencionada A la Costa (1904) de Luis A. Martínez. Muy simétrica y ordenada, bellamente escrita, también la revolución liberal la determina e, incluso, marca sus dos partes: un antes y un después de ella. Es, como corresponde a la época, un canto al mestizaje. El protagonista, Salvador, conservador, nervioso, "rubio, blanco, débil como una señorita"... "representaba una raza mal configurada para la vida que pronto sería eliminada". Él migrará "a la Costa", en donde, apenas, al final de su vida, conocerá días mejores. Su antagonista, Luciano, joven liberal, "moreno, robusto, gigante"..."representaba a la generación nueva, fecunda, incontrastable". El tema del "mesianismo mestizo", como bien lo llama Agustín Cueva -que en Latinoamérica producirá obras tan 5 notables como La raza cósmica de Vasconcelos-, sólo es uno más de aquellos que insisten en la construcción definitiva del Estado nacional. No sólo se trata de encontrar, para la nueva patria, un habitante que resolviese las contradicciones flagrantes de una población dividida entre blancos e indios y, además, de juntar, en un territorio común, las dos regiones tan diversas que, entonces, en términos efectivos, la constituían; se trata también de difundir una ideología "constructiva" y libertaria, que asegurara una cohesión de valores y principios que la regirían en el futuro. Luis A. Martínez, como años antes pasara con Juan León Mera, tenía muy clara la misión histórica que debía cumplir. La generación del treinta . Luego de A la Costa, Para matar el gusano (1912) de José Rafael Bustamante y Plata y Bronce (1927) de Fernando Chávez, prefiguraron la llamada Generación del Treinta, el más coherente e importante grupo de escritores ecuatorianos -hasta hoy-, todos ellos adscritos al realismo social. Antes, muy ajena a esta tendencia, en los veintes, como una pieza insólita, a la sazón, en el devenir de nuestras letras, aparece la obra inquietante y anticipatoria del lojano Pablo Palacio, de quien nos ocuparemos en la parte correspondiente al relato urbano. Algunos hechos históricos como las revoluciones mexicana de 1910 y la rusa de 1917, y en lo nacional, la masacre de obreros del 15 de noviembre de 1922 (que, 24 años después sería recordada en una novela importante por Gallegos Lara), a los que habría que añadir la revolución juliana de 1925, hecha por liberales inconformes con la tiranía bancaria que, a la sazón, imperaba en el país, aparte de la influencia que, en el plano del arte, había alcanzado a nivel mundial el realismo social como nueva corriente estética, explican, de diversas maneras, el advenimiento del grupo de escritores que formaron la generación del treinta. Así, Los que se van (1930), un libro de 24 cuentos realistas, escrito por tres jóvenes autores: Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gílbert y Demetrio Aguilera 6 Malta, asombra por lo radical de su planteamiento estético y la unidad temática que consigue. Son cuentos del cholo y el montubio; todos ellos (ocho por autor) tienen un estilo conciso, hecho de frases cortas y rotundas, regadas en párrafos mínimos que guardan perfecta armonía con los acápites que fragmentan cada historia, también corta y rotunda.