Chantaje Mortal Crimen & Cia
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Libro proporcionado por el equipo Le Libros Visite nuestro sitio y descarga esto y otros miles de libros http://LeLibros.org/ Descargar Libros Gratis, Libros PDF, Libros Online Harry Mitchell está pasando la clásica crisis de la madurez. Desde hace meses tiene una aventura con una chica que podría ser su hija y hasta cree sentirse enamorado de ella. Hasta ahí, todo normal. El problema es que han estado filmándolo en secreto unos chantajistas. Hasta ahora ha sido un empresario respetable. Pero cuanto más acosado se siente, más peligroso puede llegar a ser. Elmore Leonard Chantaje mortal Crimen & Cia. - 19 Para J. S. 1 NUNCA SE ACOSTUMBRARÍA a ir al apartamento de la chica. Se sentía tenso al entrar en su coche y tomar la carretera que serpenteaba entre el grupo de casas del vecindario. Incluso en la oscuridad se sentía tenso. Pero, cuando llegaba al garaje y abría con su mando a distancia la puerta de doble hoja, se tranquilizaba. Tuvo frío en el garaje, de pie entre su coche y el de Cini, rebuscando en la oscuridad entre el montón de llaves que llevaba sujetas por un aro. No le gustaban las llaves y habría deseado que hubiese otra forma de hacerlo. Habría deseado no tener tantas puertas que cerrar. En la cocina la temperatura era agradable, gracias al calor que la luz proyectaba sobre la cocina metálica. Limpia y brillante, sin restos en el fregadero ni en la encimera. Estaba limpia y en orden, lo cual, por alguna razón, le sorprendió. El resto del apartamento estaba a oscuras, pese a que la pálida luz del atardecer se reflejaba en la puerta corredera de cristal que cruzaba la sala de estar. A la derecha quedaban la entrada principal y un tramo de escalera que acababa en un recibidor y dos habitaciones. Detrás de la escalera, la puerta del estudio estaba cerrada. —¿Cini? —llamó. Normalmente se oía música y, en aquel silencio, el lugar parecía vacío. Pero ella tenía que estar allí, porque su coche estaba en el garaje. Probablemente estaría en la ducha. Siguió escuchando un rato antes de dirigirse al teléfono de la cocina. El sonido de la fábrica se superponía a la voz de la persona que contestó al teléfono cuando él dijo: —Soy el señor Mitchell, ¿puedes localizarme a Vic, por favor? La cubitera no estaba en la encimera. Normalmente estaba preparada, junto a dos vasos. Tal vez en alguna otra ocasión tampoco habían estado, pero solo hoy se había percatado de ello. —Vic, soy el señor Mitchell. Hoy ya no volveré… No, estoy cansado. El hijo de puta se toma cuatro vodkas con Martini, un Shish Kebab, café y tres puros. Volvemos a su oficina y todavía tengo que aguantar toda esa mierda sobre las fechas de entrega. Esperó durante casi un minuto, apoyado en la encimera, asintiendo a veces con la cabeza, mirando hacia la ventana que había sobre el fregadero, en la que, colgado de la cuerda de la persiana, había un mochuelo de cristal de colores. —¿Sabes qué te digo, Vic? Llama tú a los clientes y trágate esas comidas; yo me encargaré de la fábrica… Victor… De acuerdo, tienes un problema, pero sabemos con semanas de antelación cuándo hemos de entregar algo, ¿no? Tenemos en cuenta la posibilidad de fallos, roturas o casualidades divinas. Pero cumplimos Victor. Cumplimos con las entregas, pagamos las facturas y nos llevamos siempre nuestro dos por ciento a los diez días. Así ha sido siempre, desde que estoy en este negocio. Si tienes problemas con una máquina, arregla esa hija de puta porque, te diré una cosa, no pienso aguantar una comida de esas cada día y además dirigir la fábrica. ¿Me entiendes? Escuchó de nuevo, dándole a su jefe de fabricación el mismo tiempo que él se había tomado. —De acuerdo, hablaremos mañana a primera hora… Sí… De acuerdo, Vic. Oye, si alguien llama preguntando por mí dices que estoy ahí y que ya devolveré la llamada. Colgó, se concedió el tiempo de encender un cigarrillo y llamó a su casa. Mientras esperaba, iba pensando que podía haber manejado mejor el asunto de Vic, no haber sido tan duro. —¿Barbara? ¿Qué tal?… No, vuelvo a estar en la fábrica. Por fin. He pasado toda la tarde en el Tech Center… No, mejor que vayas a tu aire, probablemente llegaré tarde. Vic tiene un problema y he de ver si… Lo sé, eso mismo le dije. Pero contratar a alguien no es algo que se haga en dos días. Oye, si me necesitas y en mi despacho no contestan estoy en el almacén o por ahí. Deja el recado. Te llamaré… Vale, hasta luego. No había acabado el cigarrillo, pero no lo necesitaba, así que lo apagó al colgar. Encendió la luz del cuarto de estar. Le gustaban aquellos muebles, los adornos naranjas y blancos, y los cuadros abstractos y aquellas plantas que parecían árboles. Había pagado a un decorador para que lo montara, y era suyo. Con el tiempo había empezado a acostumbrarse a aquel lugar, pese a que conservaba aún la sensación, casi siempre, de encontrarse en la suite de algún hotel o en una casa ajena. Al pie de la escalera, alzó la vista y llamó de nuevo a la chica. —¿Cini? Esperó. —¡Eh, señora, estoy en casa! Le sonaba extraño. Lo estaba diciendo, y se oía a sí mismo, pero le sonaba extraño, como si no fuera él quien lo dijera. Permaneció quieto a la escucha. Pero el sonido que finalmente oyó no procedía del piso superior. Venía del estudio, el débil zumbido de un motor. Miró hacia la puerta cerrada. Identificó el sonido al abrir la puerta y ver el proyector de películas en marcha, con la bombilla encendida, iluminando un cuadrado blanco al otro lado de la habitación: la pantalla, preparada, a la espera. El sonido y el resplandor de la luz. Nada más, hasta que una figura salió de la oscuridad para ponerse delante de la pantalla: un hombre al que en seguida identificó como negro, a pesar de que cubría su rostro con una media de nylon que desdibujaba sus facciones. Al mismo tiempo, supo que el revólver que empuñaba aquel hombre era un Colt Special del treinta y ocho. Pese a la media que cubría su cara, las palabras del hombre eran claras. Con calma, dijo: —Siéntate, cabrón. Es la hora del cine familiar. Después, recordaría haber dicho « ¿qué queréis?» y « ¿dónde está ella?» y luego haberse dado la vuelta al oír un ruido a su espalda. Después, intentaría concentrarse en lo que vio en aquel momento, antes de que se apagara la luz del cuarto de estar: dos hombres, a los que recordaba como un tipo fornido y otro escuálido con el pelo largo. Aunque no había podido ver sus rostros, ni siquiera sus ropas, recordaba una impresión, el contraste entre el tipo delgado de hombros huesudos y el otro, musculoso, inclinado sobre el proyector. Eso es todo lo que vio de ellos. El negro le encañonó, empujándole hacia una silla, y Mitchell dijo: —¿Le importaría decirme qué pasa? El tipo huesudo, ahora junto al proyector, contestó: —No se habla durante la proyección. El negro le sentó en la silla de un empujón y permaneció detrás de él. Mitchell quedó sentado de cara a la pantalla. Se recostó y sintió en su nuca la presión del cañón del revólver. Un momento después, vio la cuenta atrás de los números, a medida que la película iba entrando en el proyector. —Ya habías visto algo de esto antes —dijo el huesudo—. Quiero que sepas todo lo que sabemos nosotros para que te entre bien en la cabeza, ¿te enteras? Mitchell se vio a sí mismo a todo color en la pantalla, con su traje de baño verde y el brillo del bronceador en su brazo. Estaba echado en una tumbona, leyendo el « Wall Street Journal» . El proyector susurraba en la habitación oscura. Instantes después, se vio a sí mismo apartar el periódico, alzar la vista, mover la cabeza y sonreír pacientemente. Recordaba aquel momento. Recordaba que estuvo a punto de decirle « no, por Dios» . Pero no había dicho nada porque solo ellos dos iban a ver la película. Mientras él se contemplaba en la pantalla, la voz del tipo huesudo dijo: —Playa de Lucayán. Gran Bahama, del diecisiete al veintiuno de marzo, mientras tu mujer creía que estabas en una convención en Miami. Tramposo. La tía te está filmando. Ahora eres tú quien filma a la tía. Apareció Cini, resplandeciente entre el oleaje, con aquel bikini de color canela que él recordaba tan bien, y, con la distancia, parecía, por un momento, que estuviera desnuda. Ahora se la veía más cerca, sonriendo, retirando su cabello rubio mojado. La voz dijo: —Un cuerpo bonito, pero un poco débil de pulmones, ¿no crees? Recordó a Cini acercarse a un hombre calvo, hablar con él y darle la cámara. —Ahora tú y la tía juntos. He aquí al señor. Limpio. Miembro del Comité de renovación urbana, del Ayuntamiento de Bloomfield Village, de la Fundación para niños necesitados y del Centro guía de Northwest. Si no te importa que lo diga, para un triunfador hombre de negocios que se mueve en toda esa mierda de los actos de sociedad, debes de tener piedras en el cerebro, tío, para dejarte filmar de esa manera. Vamos que, como puedes ver, has hecho el imbécil. Ahora vemos unas tomas de la piscina… y esa panda de mamones tumbados alrededor con sus ropas veraniegas. ¿Caliente, eh? Setenta y cinco pavos al día, unos cientos de pavos por la ropa marchosa… Y ahora llega el colega con un ron para la tía y una Heineken.